Estética feminista
 9788474261141, 8474261147

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Gisela Ecker (editora) ESTETICA FEMINISTA JuttaBrückner ChristaWolf Silvia Bovenschen ElisabethLenk Sigrid Weigel GertrudKoch ChristianeErlemann EvaRieger RenateMóhrmann Gisela Breitling HeideGóttner Abendroth

ICARIA antrazyt

Gisela Ecker (editora)

ESTETICA FEMINISTA Jutta Brückner, Christa W olf, Silvia Bovenschen, Elisabeth Lenk, Christiane Erlemann, Eva Rieger, Renate Mohrmann, Gisela Breitling, Heide Gottner-Abendroth

ímtrazyt

Traducción por Paloma Villegas Revisión de la traducción por Angela Ackermann Hemos consultado conjuntamente la versión alemana y la traduc­ ción inglesa de Harriet Anderson, ya que esta antología fue publi­ cada en la presente forma por primera vez en Inglaterra. Agrade­ cemos a la traductora inglesa las buenas sugerencias en sus notas que reproducimos en la versión española.

© de los ensayos es propiedad de las respectivas autoras. Refe­ rencias bibliográficas al final del volumen. Este libro fue publicado por primera vez por: THE WOMEN'S PRESS Limited, 1985 124 Shoreditch High Street London Título original: Feminist Aesthetics © de esta antología y de la introducción Gisela Ecker © de esta edición ICARIA Editorial, S. A., Calle de la Torre, 14 - 08006 Barcelona Primera edición: febrero 1986 ISBN: 84-7426-114-7 Depósito legal: B. 3.436 - 1986 Composición: Víctor Igual, S.A., c/. Pujades, 68-72, 08005 Barcelona. Impresión: Nova-Gráfik, S.A., c/. Puigcerdá, 127, 08019 Barcelona. Encuadernación: Ind. Gráf. Pareja, c/. Montaña, 16, 08026 Barcelona Im preso en España Printed in Spain

Cuando tuve oportunidad de intercambiar puestos por un año con un colega de la Universidad de Sussex pude incluir en mi programa un curso sobre literatura de mujeres. Durante el curso, me di cuenta de que cada vez lamentaba más la imposibilidad de referirme, junto a los textos en inglés, a la crítica feminista alemana que yo conocía. Mi bibliografía para una universidad alema­ na siempre había incluido escritos feministas en ambas lenguas, y la empresa colectiva de traducir y trasplantar de un contexto cultural al otro siempre había resultado estimulante, aunque no fuera más que para desplazar la «naturalidad» de nuestros propios conceptos. Dado que el uso del inglés está tan difundido y las traducciones inglesas son tan fáciles de encontrar en Alemania, mien­ tras que los textos alemanes son más escasos en inglés, el intercambio ha sido un tanto unilateral. Por esta ra­ zón, algunos de los artículos de esta edición pueden inspi­ rar una relectura, ya que las teorías inglesas, norteame­ ricanas y francesas han sido asimiladas a la hermenéutica alemana y a la teoría crítica de la escuela de Frankfurt, y a la teoría de la recepción del lector. A pesar de la proclamada autonomía del feminismo, estamos induda­

blemente bajo la influencia de esa herencia crítica y transcultural. Desde que el artículo de Silvia Bovenschen sobre la estética feminista (ver su ensayo en este libro) se publicó en 1976, se ha producido una interminable cascada de contribuciones al tema en Alemania. Un rasgo distintivo de esos textos es la preocupación por todas las formas de expresión artística, en contraste, por ejemplo, con el énfasis de las feministas francesas sobre la literatura. Uno de los principales objetivos de esta selección ha sido ilustrar la amplitud del debate y, por tanto, he incluido artículos sobre los problemas específicos que surgen den­ tro de las diferentes formas del arte: literatura, cine, arquitectura, música, teatro y artes plásticas. Podría haber sido interesante para los lectores recibir alguna información sobre el marco más amplio del mo­ vimiento de las mujeres en Alemania Federal (y en la RDA, representada por Christa W olf), y sobre sus dife­ rencias con los movimientos ingleses y norteamericanos. Pero para dar algo más que unos cuantos juicios apre­ surados y algunos estereotipos, sería necesario describir en detalle las actividades políticas, las publicaciones, or­ ganizaciones y temas dominantes. Esto ya se ha hecho en otros ensayos 1 fáciles de obtener, de manera que he omitido ese panorama. Esta selección incluye escritos de académicas y de mujeres que practican el arte del que hablan: Christa W olf es escritora, Christiane Erlemann es arquitecta, Jut1. Monica Jacobs, «Civil Rights and Women's Rights in the Federal Republic of Germany Today»; Hilke Schláger, «The West Germán Women's Movement»; Miriam Frank, «Feminist Publications in West Germany Today» (todos en New Germán Critique, 13, 1978); Edith Hoshino Altbach, «The New Germán Women's Movement», Signs, 9, 1984, 454-67; Sara Lennox, «Trends in Literary Theory: The Female Aesthetic and Germán Women's Writing», The Germán Quarterly, 54, 1981, 63-75; Harry G. Schaffer, W ornen in the Two Germanies (1981); Sandra Frieden, «Shadowing / Surfacing / Shedding: Contemporary Germán Writers in Search of a Female Bildungsrornan», en The Voyage In, ed. E. Abel, M. Hirsch y E. Langland (eds.), (Hannover, 1983).

ta Brückner es cineasta, Gisela Breitling es pintora. Tam­ bién me guié en mi selección por los diferentes estilos de discurso que utilizan (aunque esto puede haberse per­ dido en la traducción): el estilo epistolar de Christa Wolf, el lenguaje onírico de Elisabeth Lenk (que ella ha explorado desde entonces teóricamente, como un discurso no patriarcal), el tono coloquial de Renate Mohrmann, que refleja el hecho de que su texto estaba originalmen­ te dirigido a un público más amplio, y el lenguaje de la teoría de la comunicación de Heide Gottner-Abendroth (teoría que ella abandonó más tarde). La distinción tra­ dicional entre el artista creativo y el crítico que se atiene a su metalenguaje ha sido profundamente impugnada por las feministas en todas partes. Agradezco su estímulo a Alison Light, Marcia Pointon, Cora Kaplan, Sybil Oldfield y Natascha Würzbacb; quiero agradecer su ayuda a Christiane Dinges, Barbara Gross, Marianne Kordsmeyer y Ruth Baumert, y, desde luego, a Harriet Anderson, la traductora al inglés, por muchos aspectos de nuestra colaboración entre Brighton, Colonia, Londres, Graz y Viena. Mi agradecimiento especial tam­ bién para los estudiantes de mis seminarios en las uni­ versidades de Sussex y Colonia, con quienes discutí mu­ chos de los temas que aparecen en este libro. Gisela Ecker Noviembre de 1984

Al presentar su antología en Inglaterra, Gisela Ecker subrayó la necesidad, en el mundo anglosajón, de una ampliación de las reflexiones sobre las prácticas estéti­ cas de las mujeres, teorizadas hasta el momento sólo en el campo de la literatura. Si la mayor amplitud de las perspectivas, que carac­ teriza la discusión en Alemania, fue una estimulante apor­ tación para Inglaterra, puede y debe serlo aún más para España, donde una reflexión sobre el lugar de la mujer en las distintas prácticas estéticas, en términos genera­ les, es inexistente. Esperamos, por tanto, que los textos aquí presentados contribuyan a abrir el debate. Icaria Editorial

INTRODUCCIÓN Sobre el esencialismo

En esta introducción quiero referirme a los vestigios de esencialismo que pueden encontrarse por doquier en el debate feminista sobre la expresión artística de las mujeres. Ante todo, está el término «estetica femenina» (weibliche Ásthetik) que se utiliza generalmente como tí­ tulo de la discusión en Alemania, y que parece contener la idea de una esencia ontológica: la «m ujer». Sin embar­ go, por la forma en que es empicado, vemos que el tér­ mino no es más que una etiqueta bajo la cual se plan­ tean muchos argumentos contra el esencialismo. Excepto para algunos grupos dentro del movimiento de las mujeres, que no ven problema alguno en sostener concepciones ahistóricas acerca de la feminidad, parece existir un consenso general de condena al pensamiento esencialista. A pesar de ese consenso explícito, pienso que la discusión sobre el arte de las mujeres todavía con­ tiene implícitas muchas ideas fijas acerca de la «natura­ leza de las mujeres». Cierto que ningún programa utópi­ co puede prescindir de la elaboración de mitos, pero esa elaboración debería ir por lo menos acompañada de una revisión de la forma en que se producen esos mitos y de su constitución.

Es fácil decir que jam ás se podrá saber qué es verdaderamente masculi­ no o verdaderamente femenino. Hay muchas cosas que sí podemos saber. Adrienne Rich 1

Aunque llegáramos a recopilar un inventario comple­ to de los rasgos de las obras de arte producidas por mujeres y luego intentáramos descubrir, por compara­ ción con la producción artística de los hombres, qué es lo típicamente femenino, ¿descubriríamos algo esencial­ mente femenino? Lo que descubriríamos constituiría un montón muy variado de rasgos distintivos, en todo caso poderosamente influidos por el estado actual de cosas, como la posición de las mujeres en la sociedad y los valores generales que esa sociedad atribuye a la diferen­ cia sexual. Lo que encontraríamos mediante esa investi­ gación empírica sería una diferencia históricamente de­ finida; su importancia consistiría en aumentar nuestra conciencia de lo que está ocurriendo, pero no en su uti­ lidad para llegar a una definición coherente de la fe­ minidad. Esto puede parecer obvio, si no banal, cuando se dice explícitamente, pero es mucho menos evidente cuando observamos la práctica de gran parte de la crítica feminista de arte. Sucede con frecuencia que lo que se inicia como una descripción de fenómenos históricos termina en afirmaciones esencialistas, y se olvida así que lo que aparece como genuinamente femenino en el arte es transitorio, y que una parte de ello se define en rela­ ción con lo que se valora como masculino. Desde los intentos de Virginia W oolf por definir la oración feme­ nina, hasta el discurso contemporáneo sobre la «espacialidad excéntrica» o las formas redondeadas específicas del 1. Adrienne Rich, On Lies, Secrets, and Silence, Londres, 1980, p. 78. (Sobre mentiras, secretos y silencios Ed. Icaria, Barcelo­ na, 1983).

arte de las mujeres, vemos esta mezcla de datos empí­ ricos y presupuestos sobre lo que es verdaderamente fe­ menino. Lo que ha sido impuesto a las mujeres por unas con­ diciones sociales opresivas o por los prejuicios no debe formar parte de nuestra definición del arte de las muje­ res, ni verse así perpetuado. Cierto que las mujeres pre­ ferían pintar flores y naturalezas muertas (cuando es­ taban excluidas de las clases de desnudo), utilizar mate­ riales domésticos «inservibles» en las composiciones de objetos (cuando estaban confinadas a ese ambiente); que preferían escribir novelas de salón en vez de novelas de aventuras y utilizar «lana en vez de mármol»; 2 pero todo ello no puede utilizarse para fundamentar una argumen­ tación esencialista. Más aún, el tono despectivo que ine­ vitablemente se infiltra al hablar de «lana en vez de már­ m ol» es un retorno al prejuicio patriarcal de las normas estéticas generales, profundamente internalizado por hom­ bres y mujeres. El debate feminista sobre «artes y oficios» ha aumentado nuestra conciencia de los problemas que surgen cuando se cuestionan las jerarquías de valores imperantes, y revela que no es suficiente invertirlas. Por ejemplo, yo personalmente encuentro muy difícil disfru­ tar de los bordados, ya que recibí una educación de es­ cuela de monjas, durante la cual se hizo dolorosamente claro que lo que nos enseñaban no era a bordar mara­ villosos puntos y adornos, sino lo que se consideraba como la esencia de la feminidad. Lo que quisiera suge­ rir es que es necesario plantear toda la ambivalencia de estas cuestiones, más que intentar una solución concilia­ dora pero ocultista. Continuaré esta argumentación más adelante, al referirme al problema de la subjetividad. Se ha dicho, y de hecho es posible demostrarlo, que muchos rasgos del arte de las mujeres que se originaron en sus consabidas desventajas fueron invertidos y trans­ 2. Helke Sander, introducción a Gislind Nabakowski, HeJke Sander y Peter Gorsen, Frauen in der Kunst, Frankfurt, M, 1980, p. 12.

formados en instrumentos creativos por ciertas mujeres que, deliberadamente, se instituían en sujeto y objeto de la expresión artística. La integración de lo que he lla­ mado «discurso de la mesa de la cocina» en la escritura (incluso académica), las diversas maneras de abstenerse de la competencia, la actitud de quebrantar las jerarquías en todas las formas artísticas, constituyen en efecto un cambio considerable, que no hay que subestimar. Permí­ taseme citar la lista de rasgos de la escritura femenina que ofrece Rachel Blau du Plessis: interioridad, iluminación del aquí y ahora (Levertow); uso del presente continuo (Stein); colocación del material en primer plano (W o o lf); un telos mudo, múltiple o ausente; una fascinación por el proceso; un mundo horizontal; un mundo descentrado donde el «h om bre» ya no ocupa un lugar de privilegio.3

Es perfectamente cierto que se pueden encontrar mu­ chos de estos rasgos en la escritura de las mujeres, pero generalizarlos conduce a excluir de nuevo aquellas formas de escritura que todavía no caben en un catálogo como éste, o que ya no caben en él. Las secciones que dedican a las mujeres los grandes escritores, que no se preo­ cupan por las ideas feministas, ayudan a consolidar esas definiciones provisionales con su selección de títulos y su publicidad esencialista. También me parecen preocu­ pantes las idealizaciones que con frecuencia subyacen en esas concepciones esencialistas de las mujeres. (Resulta un tanto peligroso constituir a las mujeres en seres su­ periores, como hacen, por ejemplo, algunos grupos del movimiento pacifista, porque esto puede conducir a una ceguera parcial hacia nuestra propia agresividad, de la que no podremos ocuparnos adecuadamente si la supri­ mimos.) 3. Rachel Blau du Plessis, «For the Etruscans: Sexual Difference and Artistic Production - The Debate Over a Female Aesthetics», en Hester Eisenstein y Alice Jardine (eds.), The Futuro, of Difference, Boston, 1980, p. 151

Resulta tentador confundir rasgos del arte de las mujeres con representaciones de la «naturaleza de las mu­ jeres». Las opiniones sobre el cuerpo en el arte contem­ poráneo de las mujeres pueden servir para ilustrar esto. La sangre menstrual, las imágenes clitóricas, el lenguaje del cuerpo femenino y del embarazo se utilizan para ha­ cer intervenir aspectos de la sexualidad femenina que están ausentes o incluso reprimidos en el arte masculino; sin embargo, esta iconografía del cuerpo no se despliega en el sentido de «cómo son las mujeres», sino que las emplean mujeres artistas que tienen una conciencia po­ lítica de la diferencia sexual en el arte. Así, con frecuen­ cia, se muestra el cuerpo en acciones para subrayar y combatir las suposiciones ideológicas que se esconden tras la dicotomía contemporánea masculino/femenino. Dado que el arte está abierto a múltiples interpretaciones, las viejas categorías críticas (es decir, las ideologías que las crearon) resultan extremadamente persistentes. Los críticos todavía consiguen ofrecer explicaciones en las que la mujer sigue apareciendo como un espectáculo y una esencia, en vez de reconocer la función de esas ac­ ciones como un proceso y una construcción artificial. En la teoría francesa, el cuerpo se introduce en el arte desde un ángulo distinto. Según el punto de vista de Kristeva, el cuerpo aparece como «goce» y como una fuerza semiótica en la escritura, capaz de quebrantar el orden simbólico restrictivo. (Aparte de las diferencias perceptibles en los escritos teóricos de Kristeva y Derrida, me gustaría subrayar aquí su fundamento común en el pensamiento post-estructuralista.) Tanto para Derrida como Kristeva, la mujer es la sede privilegiada desde la cual es posible desmontar el pensamiento falocéntrico occidental. Lo femenino (que no coincide necesariamente con las mujeres reales) es considerado como negación de lo fálico y, por tanto, como portavoz privilegiado de las visiones utópicas. Lo que puede resultar problemático aquí es el hecho de que, una vez más, la feminidad se define por relación con la masculinidad. El ambiguo jue­ go de Derrida en torno al término «himen» aparece a ve-

ces como una apropiación de la «m ujer» para su propia actividad desmontadora. Aunque la idea de «esencia» es rechazada por la teoría post-estructuralista, el programa de écriture féminine, que se basa en los mismos funda­ mentos, sí se mueve ocasionalmente hacia posturas esencialistas. Para Héléne Cixous, la escritura femenina sig­ nifica «escribir el cuerpo», lo que ha sido ampliamente criticado porque parece una reducción biologicista. Esa reducción de la feminidad a las funciones biológicas pue­ de ciertamente encontrarse en pasajes aislados de los textos de Cixous, especialmente cuando utiliza metáforas corporales de la fluidez. Sin embargo, en los textos de Cixous sigue siendo obvio que el cuerpo femenino repre­ senta impulsos instintivos y un deseo que surge del in­ consciente, ambas cosas insertadas en la escritura. Dentro de la teoría feminista francesa, existe una lí­ nea divisoria muy sutil entre los enfoques que realizan una crítica activa de las ideologías actuales y los que pro­ pagan un retorno narcisista a una plenitud simbiótica. Los autores del discurso sobre la écriture jéminine rea­ lizan un acto de equilibrismo que les salva de caer en un puro esencialismo. En manos de sus sucesores, estas ideas sobre «la voz de la mujer» a veces rayan en con­ cepciones prescriptivas de lo que debería ser la escritura de las mujeres. Tomar las metáforas corporales literal­ mente y sostener que es necesario apelar al cuerpo, por­ que éste aparece como el espacio no colonizado al que pueden volver las mujeres, resulta altamente cuestionable. Muchas realizaciones de las mujeres artistas han hecho suficientemente obvio que el cuerpo femenino está cultu­ ralmente codificado. La insistencia de la teoría francesa en la escritura y su fundamentación conceptual en el len­ guaje, hacen que resulte sumamente interesante transfe­ rir la écriture jéminine a otras artísticas para ver si, como resultado, se fija a las mujeres dentro de un marco de determinación biológica.

Hasta aquí mis reflexiones han girado en torno al punto de vista esencialista del término «estética femeni­ na». Si es imposible, como he dicho, que la diferencia de género se resuelva en términos de una distinción entre qué es una diferencia «genuina» y qué es una diferencia «impuesta», ¿no deberíamos abandonar enteramente la cuestión? Si podemos contentarnos con afirmar que en el arte de las mujeres opera una sensibilidad diferente, imposible de definir, ¿por qué continuamos intentando definirla? La respuesta más simple es que tiene necesariamente que haber un mito de la expresión no alienada de la iden­ tidad de género y sexo tras un programa utópico como la política feminista, y que difícilmente sería posible no vin­ cular a él fantasías concretas. Ese mito se expresa incluso en las investigaciones históricas sobre la opresión de las mujeres, y se puede encontrar simplemente como un «punto de fuga» en los mismos argumentos que se uti­ lizan contra las posturas esencialistas. Aunque sabemos que la «auténtica» feminidad no puede nunca encontrar una expresión social plena, tenemos que asegurarnos de que hay en el fondo una vaga utopía, una idea no sólo de aquello de lo cual queremos liberarnos sino de aque­ llo hacia lo cual queremos liberarnos (esto es? en gran medida comparable a los conceptos utópicos marxistas).4 El deseo común que subyace a toda militancia feminista se nutre ciertamente del inconsciente, en el cual las con­ tradicciones y complejidades que he mencionado no tie­ nen que estar siempre presentes. Hay que darse cuenta, desde luego, de que el mito de la mujer que se libra de las condiciones adversas se ha desarrollado él mismo pre­ cisamente bajo esas condiciones, que han durado siglos; es irracional, pero placentero. Muchas novelas de mujeres contemporáneas, por ejemplo, contienen cualidades mí­ 4. Ver, por ejemplo, Fredric Jameson, The Poliúcal Unconscious, Londres, 1981.

ticas que en ocasiones entran en conflicto con otros ni­ veles del texto. Hay otra razón más compleja y suficiente de por qué no es fácil descartar totalmente la búsqueda de la femi­ nidad. Reside en el concepto de subjetividad. Porque la subjetividad — tal como se entiende al menos a partir de Lacan— es un compuesto de lo que se expresa a través del orden simbólico y de lo que se origina en la experien­ cia pre-edípica y pre-verbal, y en el que el inconsciente emerge a través de las brechas y fisuras de lo que se expresa en el lenguaje. El arte es el campo privilegiado en que se ha estudiado al sujeto «in progress» y, además, el arte ha sido considerado como el campo principal en que tales brechas del orden simbólico pueden producirse con mayor -probabilidad. Gracias a sus oportunidades de juego y del espacio socialmente atribuido, el artista está menos vinculado al orden social (pero, al mismo tiempo, dotado de menos poder social). Lo imaginario es el reino interno donde todas estas contradicciones — y son contradicciones porque estos niveles están frecuen­ temente en conflicto— pueden encontrar su expresión más plenamente que en ningún otro contexto social. Muy generalmente, los problemas de la subjetividad se apli­ can tanto a los hombres como a las mujeres artistas y a su trabajo. Y ciertamente se han aplicado muy pro­ fundamente al trabajo de los artistas varones, especial­ mente a los escritores de vanguardia. La diferencia, sin embargo, reside en el hecho de que, como sabemos, el orden simbólico ofrece valores muy diferentes e inequi­ tativos a cada sexo, valores que presentan dificultades adicionales para la mujer artista. Las definiciones socia­ les de la feminidad y del placer sexual femenino, por ejemplo, no son la misma cosa, y cualquier idea alter­ nativa de la «fem inidad» que no concuerde con la que está socialmente aceptada producirá sin lugar a dudas importantes sanciones. Así, la subjetividad femenina crea contradicciones básicas y causa necesarias fricciones en­ tre el deseo y los códigos sociales. En conjunto, ha habido muchas más investigaciones

dedicadas a analizar las estructuras sexistas del orden simbólico que a señalar la diferencia sexual en los cam­ pos de lo pre-verbal y lo pre-edípico, a los que se supone menos sujetos al cambio histórico. Sin embargo, las teo­ rías de Nancy Chodorow, así como diversos intentos por reformular el pensamiento freudiano en términos femi­ nistas, representan valiosas contribuciones. El deseo in­ consciente, el placer semiótico y corporal, han sido conceptualizados de diferentes maneras. Pero en la mayoría de las teorías aparecen como una fuerza que evoca una diferencia sexual esencial. Ésta, sin embargo, nunca se puede definir, porque sólo se puede expresar mediante formas simbólicas y, por tanto, está inseparablemente unida a ellas. Juliet Mitchell insiste en este aspecto en su crítica a Kristeva. Se propone historizar más el sujeto y cuestiona la existencia de una fuerza desorganizadora que tenga un estatus totalmente diferente del simbólico, aunque parte de ideas similares sobre la subjetividad. Lo que Kristeva llama «la voz de la histérica» es, según Mitchell, «el lenguaje masculino de las mujeres, hablan­ do de la experiencia femenina».5 Así, las mujeres ha­ blarían desde dentro del discurso patriarcal más que desde una fuente exterior a las formas simbólicas falocéntricas. Ambas posiciones toman el sujeto en proceso como sede de la lucha. Lo que quiero subrayar en esta línea de argumentación es la «indecisibilidad (?)» básica que rodea a los componentes esenciales y a los compo­ nentes históricamente variables de la subjetividad. Seguir leyendo los textos de las mujeres escritoras a la luz de esta perspectiva sería una estimulante actividad crítica. Sigrid Weigel ha traducido aspectos de la sub­ jetividad femenina en una imagen óptica: la mirada de la escritora en dos direcciones, una mirada estrábica, un defecto, pero, al mismo tiempo, una oportunidad porque de otro modo la mujer no vería en absoluto lo que, por lo menos, puede ver con un ojo. 5. Juliet Mitchell, «Femininity, Narrative and Pscychoanalysis», en Wornen: The Longest Revolution, Londres, 1984, p. 290.

Por todas las anteriores razones, estoy convencida de que es importante elaborar una estética no «femenina» sino «feminista». Para llegar a lo segundo hay que refle­ xionar sobre lo primero y tomar en cuenta las complica­ ciones de la subjetividad, y las investigaciones feministas sobre la teoría estética necesariamente se dirigen a una crítica de los supuestos tradicionales. Tenemos que es­ tar conscientes de esa paradoja: no puede haber ningu­ na certidumbre sobre lo que es femenino en el arte, pero tenemos que seguir buscándolo. La palabra «fem i­ nista» indicaría un compromiso relativo al momento his­ tórico, con sus necesidades específicas. Los artículos de este libro demuestran que cada campo del arte tiene que enfrentar sus propios problemas. Por ejemplo, en la música, más que en la escritura, todavía es muy impor­ tante continuar analizando las diversas razones de que las mujeres estén excluidas de la composición y de la dirección de orquesta. En la arquitectura existen tantos problemas pragmáticos que resolver y temas que dis­ cutir — como la violencia en las calles y la ideología de la familia nuclear— , que la cuestión de las formas es­ téticas se sitúa en un lugar secundario (aunque impor­ tante). Las instituciones que organizan cada forma ar­ tística y el lenguaje artístico utilizado plantean una gama de cuestiones diferentes de las que generalmente se men­ cionan en relación con la escritura. En cualquier caso, esta diversidad subraya el hecho de que externamente todavía hay mucho que hacer, además de las necesarias reflexiones sobre el lugar interno de la lucha, dentro del femenino sujeto en proceso. Mientras persista como hasta ahora este mito de un arte, una literatura, etcétera, generales, la teoría estética feminista deberá insistir en que todas las investigaciones sobre el arte tienen que estar profundamente diferencia­ das en cuanto al género. Cuando pienso en las mujeres artistas que he conocido, sé que esta sugerencia será pro­ fundamente impopular, porque una de las demandas más

urgentes que expresan muchas de ellas es que el género sea considerado irrelevante o por lo menos marginal: durante siglos, las mujeres se han visto confrontadas con un arte aparentemente neutral en cuanto al género, pero en realidad masculino, y su trabajo ha sido menospre­ ciado como «arte de mujeres», valoración que contenía formidables estereotipos sobre las mujeres. ¿Por qué ahora, preguntan, cuando las instituciones parecen ha­ berse vuelto más «tolerantes» y abiertas para ellas, de­ ben mostrar deliberadamente que están pintando, escri­ biendo, componiendo, construyendo y filmando como mu­ jeres? Aunque sé que hay que tomar esto en serio, como efecto de las ideologías que envuelven a la noción de «arte de mujeres», algo debe andar profundamente mal si cualquier artista (o crítico) siente que debe suprimir su género. Una perspectiva verdaderamente diferenciada por gé­ nero significaría tomar en cuenta el sexo — masculino o femenino— tanto del artista como del crítico. Esto tam­ bién se refiere a la relación de uno y otro con los valores de género de las instituciones y de las teorías que aplican. No se puede insistir demasiado en la imposibilidad de construir este mito de neutralidad de género en el arte si los artistas y críticos varones no desarrollan, al mismo tiempo, una conciencia de su propio sexo. Si no lo hacen, tendremos que demostrar claramente que lo que ellos llaman normas «naturales» o «generales» es cuestionable. De otra forma, las mujeres artistas continuarán viéndose obligadas a golpear en las puertas del «A rte» para que las dejen entrar o a establecer esferas cerradas de arte sólo para mujeres, si es que no quedan silenciadas del todo. Otro tanto se aplica, por supuesto, a las mujeres que se dedican a la crítica. En cuanto analizamos como mujeres, con nuestras preocupaciones y capacidades es­ pecíficas (desarrolladas en nuestra posición histórica), la institución universidad, aparentemente neutral en cuan­ to al género y desinteresada, se ofende pavorosamente. Utiliza su propia intrincada red de trivializaciones y pe­ queños gestos amables de censura, que sin embargo ter-

minan frecuentemente con la exclusión. El llamado de Gisela Breitling a un concepto radicalmente nuevo de universalidad en el arte apunta, en mi opinión, a un es­ tadio futuro, que no se puede alcanzar sin pasar por la introducción igualmente radical del género en los cam­ pos hasta aquí «intocados».

¿EXISTE UNA ESTÉTICA FEM INISTA?

Es de gran interés para la reina lla­ mar a todas las mujeres que pueden hablar y escribir para que pongan fin a esas escandalosas tonterías de 3os derechos de las mujeres y abom ina­ ciones con ello relacionadas de las que ha caído víctima el sexo lamentable­ mente débil, olvidando todo sentido de la decencia. Reina Victoria, 1860 Soy tan única des figuras de la de los artistas, está por encima

como las más gran­ tierra. El más grande filósofo o poeta no de mí. Rabel Varnhagcn

Viejas y nuevas apreciaciones de la producción artística de las mujeres Ha llegado el momento de lanzar una campaña contra las quejas y los llantos. Incluso los medios de comunica-

ción empiezan a imitarlos, con su habitual incoherencia. Las mujeres están oprimidas, explotadas, degradadas... Aunque ese estado de cosas escasamente ha cambiado desde que fue expresado por primera vez, continuar pro­ clamándolo ahora en el reino artístico parece casi inútil. Pero tal vez no sea así necesariamente. Como puede ver­ se si se examina las cosas más de cerca, lo que hace que el lamento parezca inadecuado es su tono y su ca­ rácter tedioso. La forma que toma el lamento todavía reconoce a su destinatario. Tradicionalmente, eran las mujeres — plañideras profesionales— quienes hacían pú­ blico el dolor, ya sea respecto de la muerte, del sufri­ miento o de las víctimas de las masacres; ésa era una de sus escasas oportunidades de asumir una función públi­ ca. Pero, precisamente por esta razón, ello no resultaba en absoluto sorprendente. En realidad, nadie prestó par­ ticular atención cuando las mujeres empezaron a publi­ car y lamentar su propia suerte, la de sus hermanas, sus antepasadas y, si el destino de las mujeres no mejoraba, la suerte de las futuras mujeres. Está claro que Casandra no fue una falsa profeta. Simplemente, nadie la escuchó. Nadie le prestó atención. Más tarde, sin embargo, el tono se volvió más agudo y destemplado, y el lamento se convirtió en acusación. Dado que no hay ninguna autoridad confiable que garan­ tice la justicia, las mujeres están abandonando el muro de las lamentaciones. Por esta razón, pensé que resultaría tedioso enume­ rar una vez más toda la batería de obstáculos construi­ dos para espantar y excluir a las mujeres del reino ar­ tístico. Sin embargo, los impedimentos y las ausencias también forman parte de la historia de las mujeres, y tal vez incluso una parle mayor, ya que las mujeres no avan­ zan por la historia con las botas de combate y sus huellas son fugaces y oscuras. Seguramente, hoy día ya no nos quejamos tanto, porque tenemos un movimiento que plantea demandas que cambiarán el futuro. Sin embargo, respecto de la cuestión de una «estética femenina» nece­ sitamos revisar una vez más sus supuestos tradicionales,

aunque sólo sea porque nos falta una base conceptual viable a partir de la cual trabajar. ¿Eres tú la poetisa? — Sí, Majestad. Así me llaman. Vienes de Silesia, ¿no es cierto? — Sí, Majestad. ¿Quién fue tu padre? — Un cervecero de Schweidnitz, cerca de las viñas de Grünberg. Pero, ¿dónde naciste? — En una granja lecihera, como la que tenía Horacio. Dicen que nunca recibiste instrucción. — Nunca, Majestad. Mi educación fue de la peor clase. Pero .¿quién te ayudó a convertirte en poetisa? — La naturaleza, y las victorias de Vuestra Majestad. Pero, ¿quién te enseñó las reglas? — No conozco ninguna regla. ¿Ninguna regla? ¡Eso es imposible 1 ¡Debes conocer la métrica! — ¡Sí, Majestad! Pero sigo la métrica de oído, y no co­ nozco ninguno de sus nombres. Pero entonces, ¿cómo te las arreglas con el lenguaje, si nunca lo aprendiste? — Controlo bastante bien mi lengua materna. Eso lo creo, en términos de matiz, pero ¿qué me dices de la gramática? — A ese respecto, puedo asegurar a Vuestra Majestad que sólo cometo pequeños errores. Pero ¡no hay que cometer ningún error enabsoluto (Sonríe.) ¿Qué es lo que lees, entonces? — Las Vidas, de Plutarco. ¿Seguramente, también poesía? —-Sí, Majestad. A veces también poesía. Gellert, Haller, Kleist, Uz y todos nuestros autores alemanes Pero, ¿no lees también a los poetas antiguos? — Desafortunadamente, no conozco la lengua de los an­ tiguos. ¡Pero, hay traducciones! — He leído unas cuantas canciones de Homero, traduci­ das por Bodmer, y el Horacio de Lange. ¡Así pues, Horacio ! ¿Tienes también un marido?

Sí, Majestad. Pero desertó de vuestras filas, anda por Polonia, quiere casarse de nuevo y está pidiendo el divorcio, que le concederé, ya que no me mantiene. ¿Tienes hijos con él? —Una hija. ¿Es hermosa? —Así, así, Majestad. No tuvo una madre hermosa. Pero, esa madre, ¿fue hermosa alguna vez? —Debo pediros humildemente perdón. ¡Nunca fue her­ mosa! La naturaleza se olvidó de su exterior. ¿Entonces, de qué vives? — ¡Oh, Majestad! ¡Vivo muy mal! No puedo conseguir una casa en Berlín, y para darle a Vuestra Majestad una idea de mi vivienda debo pediros que imaginéis una celda de la Bastilla de París...! ¿De qué vives? —De regalos de mis amigos. Cuando das tus poemas a la imprenta, ¿cuánto recibes por cada página? —No mucho. ¡Vuestra Majestad! Hice imprimir ocho poe­ mas en honor de vuestros triunfos. ¿Y cuánto recibiste? —Sólo 20 taler. ¿Veinte taler? ¿De verdad? Uno no puede vivir con eso... (De una conversación entre Anna Louise Karsch («Die Karschin») llamada la Safo de Züllidhau, y Federico el Gran­ de, registrada en una carta de ella misma a Wilhelm Ludwig GJeim, 15 de agosto de 1763).1 Repetida y acertadamente, las mujeres han lamentado las «deformaciones, incluso de su propio gusto cultural». «Antes me hubiera dejado mil veces sorprender leyendo a Hemingway que a Virginia W oolf»,2 dice Shulamith Firestone refiriéndose a su educación. El cultivo del arte, a menudo resultado de la búsqueda de un reino de la sen­ sibilidad para escapar a los confines del hogar, puede convertirse en una trampa para las mujeres tan fácil men­ 1. Frauen in der Goethezeit, Stuttgart, 1960 ss. 2. Shulamith Firestone, 27le Dialectic of Sex, Ni k ' v í i York, 1970, p. 161.

te como otras actividades. Cuando hablamos de los ras­ gos que asociamos a las estructuras patriarcales en el mundo cultural, inmediatamente nos referimos a una es­ candalosa situación que, junto con muchas otras, denun­ ciamos hace mucho tiempo, pero que aún subsiste. Sólo para refrescarnos la memoria, Simone de Beauvoir dejó claro, hacfe mucho, que los hombres confunden su pers­ pectiva descriptiva con la verdad absoluta. Esa escanda­ losa situación consiste, por tanto, en la ecuación de la verdad con la perspectiva masculina, es decir, con todo lo observado, examinado y retratado desde el punto de vista masculino, que nos forzaron a adoptar desde muy temprano en nuestras vidas. Esta falsa ecuación no sólo predominaba en la producción y recepción del arte; también garantizaba que, a pesar de nuestros fervorosos intentos, esa esfera siguiera siendo externa, extraña y re­ mota. Ésta no era más que una de las razones de nuestra exclusión, entre las diversas estrategias, abiertas y lúci­ das, empleadas por los hombres para reprimirnos cuando encontraban que nuestros poderes perceptivos no estaban suficientemente mutilados. El señor de Keraty me siguió hasta la antesala para con­ tinuar discutiendo conmigo su teoría sobre la inferioridad intelectual de las mujeres. Sería imposible incluso para la m ujer más inteligente escribir una buena obra. Y como en­ tonces yo quise marcharme, terminó su discurso con un remate napoleónico, que debía conmoverme. «Créam e», dijo en tono solemne, mientras yo abría la última puerta de su santuario, «{traiga niños al mundo en vez de libros!» «Q ue­ rido», le contesté, pensando que me ahogaría de risa y que le estamparía la puerta en las narices, «¡siga usted mismo su consejo, tan bien como pueda!» George Sand, H is to ire de ma V ie 3

Las nociones clásicas sobre la competencia artística de las mujeres son bien conocidas. Aunque ella represen­ 3. p- 98;

George Sand, Meine Lebensbeichte, Berlín-Leipzig, s. f.,

ta el gran tema del arte, la mujer es un ser empírico acep­ table sólo en virtud de sus supuestos poderes inspirado­ res. «En una sociedad de amazonas no podría haber ni cultura ni historia ni arte, ya que el arte no es esencial para la mujer».4 Sabemos hoy día, pero sólo porque nos hemos preocupado de examinar la cuestión nosotras mis­ mas, que no nos sería difícil probar que tales afirmacio­ nes son históricamente incorrectas. Pero éste es un punto poco importante aquí. La cita es de Karl Scheffler ( Die Frau und die Kunst, 1908), un sexólogo que, mediante ta­ les juicios de valor y categorizaciones sexistas, se aseguró la indiscriminada aprobación de los profesionales varo­ nes y, ay, ocasionalmente incluso de algunas profesiona­ les mujeres. Franiszka zu Reventlow, honrada reciente­ mente como heroína del Frauenkalender y autora de no­ velas de dudoso interés, llega a las mismas conclusiones en un rabioso panfleto en el que ataca al feminismo (Viragines oder Hetaren?) Ella también piensa que el genio femenino es una contradicción en los términos; ella tam­ poco da crédito a las mujeres por ningún logro creativo verdadero: sólo pueden sobresalir como actrices en el escenario. Pero «el teatro no es un arte realmente pro­ ductivo, es sólo una cuestión de adaptación, de ponerse en el papel, de receptividad. Tenemos grandes actrices y grandes bailarinas, pero no tenemos compositoras o dramaturgas notables.5 Y sin embargo, esta mujer escribía literatura. Incluso llegaba a publicar. ¿Cuáles son los procesos que operan aquí? ¿Cuán grande debe ser la alie­ nación ya sea respecto del propio métier o, como si dijé­ ramos, de la propia identidad sexual, para que una artista haga afirmaciones que contienen tan cuestionables argu­ mentos contra su propio caso? Pero esta extraña con­ tradicción no existía solamente en su mente, aunque sea una lástima que ella no pudiera darse cuenta de ella. Era, más bien, un momento objetivo de todo el arte de las 4. Karl Scheffler, Die Frau und die Kunst, Berlín, 1908, p. 29. 5. Franziska zu Reventlow, «Viragines oder Hetaren?», Z iiricher Diskussionen, 1899.

mujeres. Todas las artistas mujeres se encontraban con la brutal opción de vivir para su arte (una perspectiva in­ segura, alegre y dolorosa) o reducirse solamente a su sexo (una perspectiva segura y dolorosa). Sólo muy pocas tenían la soberanía necesaria para eludir esa elección y las expectativas a ella asociadas. El aspecto antifeministá de afirmaciones como las de Reventlow y Scheffler es evidente. Las mujeres deberían dejar de preocuparse por él. Lo más importante es que, aunque tales afirmaciones confunden constantemente la causa y el efecto, efectivamente contienen briznas de ver­ dad. Leamos a contrapelo, contra su significado intencio­ nal, tales explicaciones, y también podrán darnos una imagen clara. Muestran (y ayudan a justificar) el hecho de que el reino masculino de la producción artística y, con frecuencia, los productos artísticos mismos no sólo son inaccesibles para las mujeres sino también funda­ mentalmente ajenos a nosotras. El número de teóricos del arte que han trabajado ese terreno es legión y su línea de argumentación, reducida a su base más banal, reza: las mujeres son diferentes, y una manifestación de esta diferencia natural (¡nota bene!) es que son incapa­ ces de arte. Esta referencia a una incapacidad natural fue más tarde reemplazada por el término «déficit», to­ mado de la jerga bancada. Los críticos siempre han con­ siderado a las productoras de literatura, arte y música, pocas y aisladas como son, como aberraciones exóticas. Desde un punto de vista puramente cuantitativo, esto ciertamente era y sigue siendo verdad, aunque aún tene­ mos que redescubrir a las muchas mujeres artistas que fueron conscientemente olvidadas. (Valie Export, en un artículo muy informativo, inició una vez una recopilación muy abreviada del lugar de las mujeres en la historia del arte. Me gustó particularmente porque tomaba la postura de «bueno, esto es sólo para empezar, es lo que recuerdo a primera vista, pero si realmente empezáramos a bus­ car...») .6 6. Valie Export, en Feminismus: Kunst & Kreativitat, ed. Valie Export, Viena, 1975,

Ciertamente, la representación de las mujeres en el arte constituye una rareza. E incluso esa rareza se mide siempre en términos de las normas de producción que opera dentro del marco establecido de la división del tra­ bajo artístico, marco que no abarca formas de creatividad social. Y cuando algunas obras logran abrirse paso hasta el público, a pesar de todos los obstáculos puestos en su camino, tienden a ser consideradas de la siguiente ma­ nera: Aunque las mujeres pueden haber logrado, de vez en cuando, algunas cosas bastante agradables y disfrutables, todos los grandes logros innovadores han sido, con todo, territorio exclusivo de los grandes maestros de la pluma, el pincel o el teclado. (Así, cualquier incipiente angustia puede ser rápida y fácilmente disipada.) El lamentable capitulito que dedica el historiador cul­ tural al puñado de mujeres escritoras y pintoras, para no hablar de las mujeres compositoras, junto a su exagerado tributo a los hombres que reinan en el arte, sirve de ar­ gumento suficiente para los conservadores. Ese cociente es la prueba que ellos necesitan, porque el arte no puede ser el métier de las mujeres si apenas están representadas en él. Un argumento basado en tales pruebas es una sim­ ple infamia; señala con dedo acusador a la apenas titu­ beante chispa de esfuerzo artístico femenino, mediante un proceso de razonamiento tautológico: la ausencia de las mujeres en las sagradas cámaras a las que se les niega la entrada se presenta luego como prueba de su extraor­ dinaria falta de capacidad. El recurso a la naturaleza para la sustanciación de características únicamente «se­ xuales» postula una certidumbre a prior i y garantiza el consenso. Esos viejos chistes misóginos ya no funcionan. El nue­ vo movimiento de las mujeres se ha encargado de ello. Pero ahora se nos plantea una amenaza desde el otro frente: el teórico de la igualdad. Hace tiempo que entró en escena. En Alemania, hizo su primera aparición du­ rante la Ilustración, en la persona de von Hippel,7 que en 7. Theodor Gottlieb von Hippel, «Ueber die bürgerliche Verbesserung der Weiber», S'ámtliche Werke, 6, Berlín, 1828.

el siglo xviii señalaba ya el acceso desigual para hombres y mujeres a ciertos sectores de la escena pública burgue­ sa. Deberíamos elogiarle postumamente por su valor y su penetración. Desde entonces, la situación ha cambiado. Hoy día, la línea de argumentación que subraya la igualdad co­ rresponde al repertorio de los hombres de los círculos «progresistas». Los historiadores culturales están dispues­ tos a sacrificar el aspecto estadístico de la frecuencia o la escasez en favor de una revaloración bien intencionada. El pensamiento científico entra súbitamente en acción. Ahora las limitaciones e impedimentos que sufren las mu­ jeres se pueden explicar sociológicamente. Tales investi­ gaciones culturales e históricas son ciertamente esencia­ les, no hay duda de ello. Pero el súbito cambio de direc­ ción resulta sospechoso. Para volver a la amenaza antes mencionada: la cooptación, el deseo de ignorar y ocultar las diferencias, eso es lo que oculta la afirmación de que ya no hay hombres y mujeres, sino sólo miles de seres humanos. Toda mujer ha tenido incontables experiencias que hacen que tales afirmaciones resulten absurdas. Este tipo de diferencia no es algo que simplemente se puede conjurar o que se puede hacer desaparecer según el hu­ mor o la situación en que uno esté. La nueva consigna — «Las mujeres no son, en realidad, diferentes de los hombres»— pasa por alto miles de años de historia pa­ triarcal y de procesos de socialización dispares. Y, al sur­ gir en un momento en que las mujeres han empezado a descubrir sus propias capacidades y necesidades, a fijarse sus propios objetivos y a recuperar su unicidad, aparece como una estrategia para minar estos esfuerzos. Pero es demasiado tarde para eso. Está bien, por lo que a mí concierne, eres tan buena como yo, dice el marido a su mujer, cuando ella llega a casa con el Manual de la mujer. Prefiero al tipo reaccionario que utiliza las diferencias (para él, se trata de las carencias de la mujer) para sus fines chovinistas. Porque es más honesto, le prefiero al conformista pseudo-progresista que te palmea el hombro y te asegura que, si sólo se las diera un poco de apoyo y

estímulo, las mujeres serían, por lo menos, como los hom­ bres ya son. Sólo hay que abrir las compuertas, y las mu­ jeres inundarán las esferas dominadas por los hombres. Pero, ¿qué ocurre si ya no vemos la diferencia como una deficiencia, una pérdida, un auto-borramiento y una pri­ vación, sino más bien como una oportunidad? Volvere­ mos sobre esto más tarde. Más o menos en torno a principios de siglo, la frase «Las mujeres podemos tanto como los hombres» servía de faro iluminador. Hoy día ya no resulta tan terrible­ mente impresionante. Por supuesto que podemos hacer tanto como ellos. La cuestión es, ¿queremos hacer tanto como ellos, o las mismas cosas que ellos? Con esto hemos dado una vuelta completa. O así parece. Si las mujeres imitan las batallas de los hombres, se vol­ verán cada vez más débiles. Deben encontrar nuevas formas de lucha. Esto se hizo obvio en Hendaya, cuando 'las muje­ res se manifestaron contra la pena de muerte en España. Algunas mujeres gritaban y cerraban los puños, mientras que otras sólo cantaban con la boca cerrada. Hacían «mmmmm», con los labios apretados, y avanzaban en fila. Ese es un modo nuevo de manifestarse que puede ser cien veces más efectivo que los puños. Hemos visto una virtual inflación de los gritos con el puño en alto y yo, por lo menos, sim­ plemente me alejo cuando los oigo. En el cine y en las artes también debemos encontrar un lenguaje adecuado a noso­ tras, que no sea ni blanco ni negro. Chantal Akerman, entrevista en Frauen und Film 8 El arte ha sido producido, principalmente, por los hombres. Los hombres han separado claramente, y domi­ nado, el sector público que lo controla, y los hombres han definido los criterios normativos para valorarlo. Además, en la medida en que han entrado en contacto con este sector, la mayoría de las mujeres han aceptado ese siste­ ma de valores. Al observar todo esto, Shulamith Firesto8. Chantal Akerman, entrevista con Claudia Alemán, en frauen und film , 7, marzo de 1976.

ne llegaba a la conclusión de que «Se necesitaría negar toda la tradición cultural para que las mujeres produje­ ran un verdadero arte “femenino”.9 ¡Es fácil decir cosas así. De hecho, las normas estéticas y los criterios cultu­ rales sólo tienen significado en su superación. Pero esos criterios y esas normas ni siquiera son los nuestros. ¿Qué tierra estamos trabajando? ¿De dónde toma su identidad el arte «femenino»? ¿O no la necesita? ¿Es el arte, en­ tonces, todavía arte en el sentido tradicional, sin impor­ tar hasta qué punto se ha echado a perder? ¿«Femenino» es un criterio de sustancia, una entidad ontológica? Neguemos entonces radicalmente todos los logros cul­ turales masculinos y empecemos de nuevo en el punto del que partimos originalmente: arando la tierra como hicieron nuestras antepasadas antes del golpe de Estado masculino. Esto no resulta muy gracioso, ni como chiste de tocador de señoras. Tal vez disfrutaríamos con eso — vincularnos directamente con el poder perdido— , pero nos fatigaríamos de establecer concesiones directas allí donde no existe ninguna. Establecer esa relación puede despertar falsas esperanzas de encontrar ayuda. * Por mucho que invoquemos a las viejas diosas madres — Afrodita, Deméter, Diana y todo el resto de las ama­ zonas de los perdidos imperios femeninos— , su poder no puede llegar hasta nosotras, porque sus imperios se han extinguido. Sólo la conciencia fundamental de que las cosas fueron una vez diferentes alivia un poco nuestra carga. Seguramente, es muy importante que nos reapropiemos los momentos de potencial femenino de las cultu­ ras pasadas, sistemáticamente silenciados en la historia masculina. Y el trabajo que está por realizar en ese cam­ po es inmenso. (Subrayo esto para evitar los malenten­ didos.) Pero cualquier intento por vincularlos directamen­ te con nuestras experiencias en el siglo xx será inútil. Y si, de todas maneras, forzamos una conexión directa, el resultado será decididamente lamentable. Nos queda­ remos con el perejil como método para inducir el aborto 9.

Firestone, op . cit., p. .159,

y, de vez en cuando, algún remedio casero a base de hierbas. El deseo de fabricar una contrapartida positiva (fe­ menina) al mundo construido e interpretado por los hombres no se satisface de esa manera. Además, ¿qué nos importa la cronología? Citemos a placer a las mu­ jeres del pasado, sin sentirnos forzadas a fabricar retro­ activamente una continuidad. Por otra parte, sin embargo, la arqueología histórica para buscar a las mujeres olvi­ dadas del pasado, sus actividades ocultas, sus condicio­ nes de vida y formas de resistencia, no es pura nostalgia. La historia secreta de las mujeres, que se nos revela so­ bre todo como una historia de sufrimiento y sometimien­ to (he aquí la continuidad), es el lado oscuro de la historia cultural, o mejor, el lado oscuro de su versión ideali­ zada. Iluminar este lado oculto sólo implica, inicialmen­ te, reiterar el estado de cosas antes mencionado, a saber: que las mujeres pusieron sus almas, sus cuerpos y, por último, sus cabezas a subasta para los hombres, permi­ tiéndoles así elevarse en sus acrobacias culturales y caer en sus bárbaras profundidades. Las mujeres artistas pa­ san por la historia como meras sombras, aisladas unas de otras. Dado que sus hazañas quedaron en su mayoría sin efecto y sus creaciones fueron, con escasas excepcio­ nes, absorbidas en la tradición masculina, no es posible construir retrospectivamente una contra-tradición inde­ pendiente. Sólo las mártires abundan. Todo ello parece­ ría base suficiente para perder hasta el más ligero inte­ rés por los problemas del arte y de la historia cultural. Pero el gran rechazo tampoco es la solución. Creer que la espontaneidad femenina será creativa en todos los casos es no reconocer el poderoso efecto que también ha tenido la deformación cultural e histórica sobre la sub­ jetividad de las mujeres, como señalaba Firestonc. ¿Pue­ den las mujeres simplemente «ser mujeres», reducidas a algún Ser elemental? Nos encontramos en un terrible di­ lema. ¿Cómo hablamos? ¿En qué categorías pensamos? ¿Es cualquier lógica una forma de trampa viril? O, para plantearlo de un modo más herético todavía: ¿Cómo nos

sentimos? ¿Están nuestros deseos y nuestras ideas de felicidad tan alejados de las tradiciones y los modelos culturales? El feminismo no puede implicar, en última instancia, que debemos dejar de pensar, de sentir, de desear. Nadie nunca pretendió eso. Por el contrario, es­ tamos apenas comenzando a hacer todo eso consciente­ mente. Sin duda, siempre hemos hecho estas cosas de un modo diferente que los hombres (nos encontramos aquí con una especie de doble exposición). Pero los medios de expresión que tenemos más a mano para comunicar nuestras percepciones, nuestros procesos de pensamien­ to — el lenguaje, las formas, las imágenes— no son, en su mayoría, originalmente nuestros, ni los hemos elegido nosotras. Aquí, estamos todavía en el principio. La sensi­ bilidad ante las estructuras patriarcales en el uso del len­ guaje, tal como la encontramos en el libro de Verena Stefan, Hautungen (Cambios de piel) ciertamente repre­ senta un paso en esa dirección. Lo que parece más importante en todo este asunto es que enfoquemos nuestros ojos y nuestros sentimientos sobre los destellos de conocimiento que nuestra sensibilidad fe­ menina nos proporciona. Lucy Lippard, W hy a separata wom en''s art? 10 El lenguaje, el medio para mi trabajo, es para mí ya tan generalizado y mudo que no puedo luchar por generalidades todavía mayores. Por el contrario, dirijo toda mi energía a lograr que el muro de las generalidades sea tan delgado que algo pueda atravesar esa barrera, algo pueda salir de mi cuerpo y entrar en la hiper-articulada esfera lingüística. Quie­ ro mostrar la base generativa del lenguaje antes de que se atrofie en la form a comunicable. Frieda Grafe, F ilm k r itik 11

10. Lucy Lippard, «Warum separierte Frauenkunst?», en Feminismus: Kunst & Kreativitat, cit. 11. Frieda Grafe, «Ein anderer Eindruck vom Begriff meines Korpers», en Film kritik, marzo de 1976.

Deberíamos deshacernos de la idea de una contra­ cultura femenina históricamente omnipresente. Y sin em­ bargo, por otra parte, la forma meramente distinta en que las mujeres experimentan las cosas, sus experiencias tan diferentes, nos permiten esperar imaginaciones y me­ dios de expresión diferentes.

Una disgresión sobre la «naturaleza femenina» La «naturaleza» de la mujer es un tema favorito en las discusiones de este tipo, y ahora ya no procede del frente chovinista masculino (ellos se han vuelto más cau­ tos al respecto), sino más bien de las propias filas de las mujeres. Según esa línea de pensamiento, la mera exis­ tencia de un tipo particular de organización biológica, sin importar su desarrollo histórico, constituye un poder mítico que logra una superación de las relaciones inhu­ manas. (Yo también creo en los poderes míticos de las mujeres, pero éstas nada tienen que ver con sus úteros.) Esto significa simplemente lanzar de vuelta el argu­ mento «masculino» meramente invertido e interpretado positivamente. Los «déficits» pueden convertirse en po­ sibilidades, las derrotas pueden volverse victorias. Sin embargo, todo esto no depende de la «postura» — los sím­ bolos— que asumimos, sino más bien del proceso políti­ co-feminista en que nos encontramos. N i la inferioridad ni la superioridad se pueden dedu­ cir de la constitución biológica de un ser humano. Sin embargo, constantemente se «deducen» de ella todo tipo de cosas. Como sabemos, la biología tiene su lado social: así se nos hace notar desde el primer día de nuestras vidas. A eso, pues, ya no podemos responder movilizan­ do la inocencia de nuestros respectivos cuerpos per se. Siempre ha sido fácil degradar a las mujeres como sexo débil postulando un paralelismo psicofísico, es decir: que la supuesta debilidad física implica debilidad intelectual. Este argumento todavía funciona hoy día y es sólo una instancia de la estúpida creencia en que la batalla de los

sexos se resolverá automáticamente cuando se haya alcan­ zado la igualdad económica en el reino de la producción y en la esfera pública. Las demandas de igualdad ya no nos aseguran la inevitabilidad de la emancipación. Por otra parte, sin embargo, tampoco se entiende nada si se deja de lado la cuestión de las constelaciones sociales en que una constitución biológica disímil tiene su papel. Hay que subrayar que ambos factores están inseparablemen­ te entretejidos. A un tipo particular de organización bio­ lógica necesariamente se le atribuirá un cierto valor — en el caso de las mujeres, un valor de explotación— r y la interrelación de estos dos elementos no se puede disolver en favor de uno u otro. Sin embargo, la identificación consciente con el pro­ pio sexo abre el camino hacia todo lo demás. Aunque queramos negarlo y seguir el curso contrario, determina nuestras acciones y pensamientos. Nos movemos y an­ damos de un modo distinto, hacemos casi todo de un modo diferente. Tal vez ésta sea la razón por la que la mayoría de los travestís se convierten en meras carica­ turas de mujeres. Demasiadas cosas se ahogan en nos­ otras en los primeros años y se convierten en una parto inmutable de nuestra biografía. La ideología y el reparto de los roles sumían a las mu­ jeres en la categoría de «naturaleza primaria». A esto se refiere Sirnone de Beauvoir cuando dice: «La mujer tie­ ne ovarios y un útero; estas peculiaridades la aprisionan en su subjetividad, la circunscriben en los límites de su propia naturaleza. Con frecuencia se dice que piensa cor? sus glándulas. El hombre ignora soberbiamente el hecho de que su anatomía también incluye glándulas, corno los testículos, y que éstas secretan hormonas.» 12 La consti­ tución biológica de las mujeres desempeña un papel di­ ferente o, más precisamente, sólo la constitución bioló­ gica de las mujeres desempeña un rol social. La de los hombres desaparece tras una nube de actividades, tec­ nologías y rituales. Pero retirarse simplemente al terre­ 12.

Simone de Beauvoir, Le deuxiéme sexe, París, 1946, p. xviii.

no de la biología no puede ser el objetivo de las mujeres. Aparte del hecho de que ni siquiera la mujer individual misma puede ya distinguir entre su naturaleza «prim aria» y su naturaleza «secundaria», tal definición unilateral de la competencia femenina nos acercaría de un modo alar­ mante a las ideologías reaccionarias de la maternidad. Estaríamos volviendo voluntariamente a la celda. Por una parte, es bueno que las mujeres ya no se aver­ güencen de su cuerdo... Pero no debemos atribuir una impor­ tancia intrínseca a eso, o pensar que * el cuerpo femenino nos dará una nueva visión del mundo. Esa idea es tonta y absurda. Eso equivaldría a crear un contra-pene. Las m uje­ res que piensan de esa manera caen de nuevo en lo irracional, lo místico y lo cósmico. Están jugando al juego de los hom­ bres. Simone de Beauvoir en una entrevista para D e r S p ie g e l13

Además de que las mujeres hoy día tienen menos di­ ficultades para aceptar su cuerpo, ¿cuáles son los ele­ mentos positivos que podemos derivar de este contexto? Sólo recientemente otro hombre, el filósofo Herbert Marcuse, nos ha dado una respuesta. En su caso, incluso nos convertimos en portadoras de la revolución. La es­ pecificidad de las mujeres es un «potencial subversivo», consiste en «realizar las cualidades que, a todo lo largo de la historia de la sociedad patriarcal, han sido atribui­ das a las mujeres y no a los hombres. Formuladas como una antítesis de las características masculinas dominan­ tes, esas cualidades femeninas serían la receptividad, la sensibilidad, la no violencia, la ternura, etcétera... La sensibilidad femenina podría minar nuestra racionalidad represiva y la ética capitalista del trabajo».14 Surge aquí 13. De Beauvoir, entrevista con Alice Schwarzer, en Der Spie­ gel, abril de 1976. 14. Herbert Marcuse, «Marxismus und Feminismus», en Zeitmessungen, Frankfurt am Main, 1975, p. 13 (trad. cast. Calas en nuestro tiempo, Ed. Icaria, Barcelona, 1982),

una cuestión, evidente para cualquiera con un poquito de sensibilidad lingüística: ¿cómo se relacionan los atribu­ tos sexuales enumerados, como la «no violencia», con el acto de «m inar»? Eso sólo como un aparte. Aunque las mujeres han logrado distanciarse, al me­ nos parcialmente, de los criterios dominantes de eficacia y logro, esto no puede significar que, en consecuencia, no poseerán ni desearán poseer ningún tipo de produc­ tividad, racionalidad o — respecto de la violencia extra­ ordinaria y ordinaria que enfrentan diariamente— des­ tructividad. Por supuesto, oiremos decir, «¡Oh, una m ujer hizo eso!», y «Las mujeres son suaves y dulces como la miel». Pero cuando las mujeres concretan sus formas de ver, el resulta­ do es m uy vehemente, muy violento. Sólo que esta violencia se manifiesta de una manera diferente que en los hombres. La violencia de las mujeres no es comercial, está más allá de toda descripción. Chantal Akerman 15

Receptividad versus productividad, sensibilidad ver­ sus racionalidad, etc. Tales dualidades tradicionalmente asociadas a la polaridad entre los sexos no se pueden borrar mediante una simple yuxtaposición. Si insistimos en la diferenciación no podemos hacerlo en el sentido de una mera inversión. Los logros intelectuales de las mujeres parecen tan em­ barazosos. Por esa razón, la gente los reprime y olvida lo más pronto posible. ¿Ideas? Toda idea realmente nueva es en realidad un acto de agresión. Y la agresión es una carac­ terística absolutamente contradictoria con la imagen de la feminidad que los hombres tienen dentro de sí y que pro­ yectan sobre las mujeres. Meret Oppenheim, al otorgar un premio artístico 16 15. Akerman en frailen uncí film , cit. 16. Meret Oppenheim en Feminismus..., cit.

La dialéctica, a la que Marcuse renuncia, para esta­ blecer sus categorizaciones, persiste sin embargo en las cualidades individuales mismas. Una de esas cualidades, supuestamente siempre dominante en el repertorio conductual de las mujeres, es la sanftmut (mansedad, sua­ vidad).* Ésta es una cualidad en sí misma ambivalente. Por una parte, es emblemática del sometimiento feme­ nino y lleva las huellas de una larga sumisión y pasividad. Por otra parte, contiene momentos utópicos y nos da una idea de lo que podría ser el comportamiento huníano más allá de la opresión, la competencia y los logros compulsivos. A primera vista, esto aparece como una promesa de futuro; sin embargo, dado que las mujeres han sido criadas y deben vivir en un mundo patriarcal, dado que deben asegurarse la supervivencia en él, su verdadera existencia debe desarrollarse en contra de esas posibilidades. Si bien el hecho de que resulte en un grado menor de agresión (cosa que cada vez me parece más dudosa), es desde luego de una manifestación po­ sitiva de la socialización de las mujeres que deben apren­ der a movilizar más agresividad cada día, para poder combatir las presiones de las organizaciones patriarca­ les, ya sea en la familia, en la carrera o, como en el contexto que nos ocupa, en el reino artístico. Se trata de desarrollar nuevas formas de productividad, racionali­ dad y, si es necesario (como lo es), agresividad. No se trata de abandonar un aspecto de la dualidad en favor * La palabra Sanftm ut significa «suavidad», «mansedad», y en sentido más amplio, «espíritu conciliador, pacífico». Siendo la cualidad opuesta a salvaje (w ild ), se puede ver en esta palabra el sentido de una cualidad civilizadora, de ahí el valor utópico que la autora otorga a esta palabra. El término se compone de Sauft, «manso», «suave», y mut, que no se debe confundir con el actual sentido del sustantivo alemán M ut, «coraje», «valenLía». Como su­ fijo, se deriva de la antigua palabra muót, «disposición anímica», «tendencia», «carácter», que se ha conservado en varios nombres propios como Hartm ut, «ánimo constante», Helm ut, «ánimo de protector», y en las palabras Demut, «sumisión», Langmut, «pa­ ciencia», Aumut, «gracia», etc, Nota de la traductora española, en adelante: [N. d. t. e.].

del otro. Los patrones de pensamiento programados que implican tales dualidades me parecen altamente sospe­ chosos, aunque estén dirigidos a un nuevo objetivo y aunque, en realidad, correspondan bastante a tipos so­ ciales existentes. Las ciencias académicas pronto encuen­ tran una ranura en las teorías revolucionarias para in­ cluir este nuevo «potencial» y esta nueva «cualidad» de la que todos hablan ahora. Absorben formalmente estos conceptos, los integran en un marco de referencia ar­ caico y los manejan mediante unas abstracciones y un lenguaje que ya se están convirtiendo en tradicionales. Incluso al debatir las teorías más difundidas, como noto ahora al escribir esto, es difícil eludir ciertas es­ tructuras lingüísticas que continúan manifestándose. Me perturban los problemas formales que surgen mientras escribo, cuando dialogo, por así decirlo, conmigo mis­ ma. ¿Qué ocurre con el lenguaje académico? Al parecer, tenemos que vadear sus aguas. Podemos esperar muchas acusaciones, de la mayoría de las cuales podemos pres­ cindir, pero no debemos exponernos a una acusación de ignorancia. El rechazo de toda teoría y de todo legado académico expresa una hostilidad abstracta y un celibato puritano. No es más que irracionalidad y anti-intelectualismo políticamente discutible. Pero debemos vigilarnos siempre, debemos tener cuidado en todo momento. Sólo una línea muy delgada separa la crítica comprometida del conformismo académico. Hay que librar la batalla en todos los frentes. El análisis de las estructuras lingüís­ ticas, las imágenes, las formas y los símbolos del com­ portamiento y la comunicación es una ardua tarea que no hemos hecho más que empezar. Si las mujeres quie­ ren liberarse de los viejos patrones, conquistar un nuevo terreno y — finalmente, para volver a nuestro tema— desarrollar formas estéticas diferentes, sólo podrán lo­ grarlo sobre la base de su autonomía. Las experiencias específicas y únicas de las mujeres (para que el conoci­ miento pueda ser experimentado, y no aprendido), basa­ das en sus acciones colectivas, son las precondiciones de su éxito práctico.

El simple hecho de repartir o redistribuir «cualida­ des» invirtiéndolas o redefiniéndolas, no parece propor­ cionarnos una respuesta especialmente fructífera a la cuestión del potencial creativo de las mujeres. Sin em­ bargo, pienso que discutir propuestas teóricas como esa puede ser útil, por dos razones. Primero, como me ocu­ rrió mientras leía el artículo de Marcuse, tenemos ejem­ plos de cómo el lenguaje y la abstracción sirven para ensanchar la brecha entre el concepto y el^objeto, de tal manera que ésta se traga toda instancia de la experien­ cia. El objeto se rebela contra esto. Esto se relaciona con la pregunta: ¿Cómo pueden comunicarse los modos específicamente femeninos de percepción? La respuesta puede encontrarse, en realidad, en los ejemplos de crea­ tividad femenina que ya existen (es decir, en la manera que tienen las mujeres de ver las cosas, con lo cual no me refiero al aspecto de la percepción visual que sugiere el término), más que en un prematuro programa de «es­ tética feminista». Y la segunda razón: al intentar conceptualizar la crea­ tividad femenina, con frecuencia se evoca la vieja noción dualista de lo «natural» y lo «artificial». Si tomamos estos conceptos en su sentido más trivial, sólo el prime­ ro representa el principio de la feminidad. Ya he alu­ dido a la supuesta naturalidad de las mujeres. Así que sólo añadiré una palabra de clarificación. Hay algo más tras la industria de los cosméticos que la simple idea de la «belleza natural». Tales formula­ ciones sugieren una evasividad de nuestra parte, sugie­ ren una renuncia a todo lo que es artístico, un rechazo de cualquier intento de utilizar los medios para nuestros fines, una negación de toda transformación estética. El debate verbal sobre este tema sufre mucho de la insu­ ficiencia del lenguaje, con el resultado de que, al pelear con las palabras, con frecuencia se pierde de vista el referente tangible. Sin embargo, tal vez precisamente debido a estas dificultades evidentes, sería un acto de pura ignorancia por parte de las mujeres dejar de lado

las actividades estéticas que constituyen un aspecto in­ teresante de nuestra realidad. Surgen dificultades cuando se vincula la noción de belleza a una mujer concreta. Marilyn Monroe era una mujer concreta y, a la vez, una producción artística, mito de la feminidad y víctima de una industria cultural inhumana. No podemos diseccionarla postumamente en una mujer natural y una mujer artificial, dejándole una parte de ella a Norman Mailer y devolviendo la otra par­ te, ataviada con téjanos, a la primera línea del movi­ miento de las mujeres. La mujer entera pertenece a nues­ tro bando.

Digresión segunda: Sobre la belleza femenina Sorprendentemente, parece que incluso aquellas imá­ genes de la feminidad construidas por los hombres o por la industria artística masculina se están volviendo contra sus creadores en un número creciente. Habiéndo­ se convertido en simples mitos comunes y corrientes, se están saliendo de sus moldes, de sus contextos lite­ rarios o cinematográficos. Creo que su metamorfosis no es sólo resultado de la nueva interpretación y el efecto que ahora tienen, gracias a la influencia del movimiento feminista; es más importante el hecho de que el ele­ mento de resistencia femenina, aunque fuera un elemento puramente pasivo, siempre ha contribuido a la produc­ ción artística. Mario Praz, por ejemplo, se propuso des­ velar los misterios de las Selles Dames sans M erci}1 Olim­ pia, Lulú, Naná, las figuras de Salomé y Judith en el fin de siécle, Marlene Dietrich... No hacen falta grandes acrobacias interpretativas para reconocer las perturba­ ciones subversivas que suscitaron esas mujeres peligro­ sas y salvajes de la historia. En su conferencia sobre la «Feminidad», Sigmund Freud decía a su público: «La 17. Mario Praz, Liebe, Tod und TenfcL: Die schwarze Romantik, v. 1-3, Munich, 1970.

gente siempre le ha dado vueltas al enigma de la femi­ nidad... [Sigue aquí un pasaje irrelevante de un poema de Heine, S. B.] Aquellos de ustedes que son hombres no habrán estado a salvo de tal curiosidad. No se espera que la hayan sufrido las mujeres, ya que ustedes mismas son el enigma».18 La posibilidad de que las mujeres pu­ dieran experimentar y percibir la feminidad de un modo diferente que los hombres, con frecuencia aparecía como un cuestionamiento, una amenaza indirecta contra el arte masculino. La incapacidad de los hombres para com­ prender ese enigma no se consideraba, sin embargo, como una carencia suya. En cambio, se proyectaba de vuelta sobre las mujeres, que representaban la eterna mística femenina. Pero Edipo no resolvió el enigma de la Esfinge (aquello no fue más que un buen deseo de los hombres); en cambio, cualquier mujer podría haberlo logrado. Si hubieran sido las mujeres quienes se plantearan des­ concertadas los enigmas del arte — especialmente aquel en que la imagen femenina transmite supuestamente la idea de belleza, aquel en que el enigma ha sido descar­ gado sobre las mujeres— , hubieran tenido que maravi­ llarse de hasta qué punto se habían convertido en un se­ creto del que ellas mismas nada sabían. Tratados como los de Walter Pater y D'Annunzio sobre la sonrisa de Mona Lisa nos dan información sobre el enigma, sobre los abismos y revelaciones que se encuentran cristaliza­ dos en la imagen de la mujer. Por supuesto, esta bús­ queda no se refiere a las mujeres concretas sino más bien, en su mayor parte, a imágenes de mujeres, tal como las han creado los artistas varones. Es posible que los artistas más sensibles, los que transmitieron el enigma a sus contemporáneos y seguidores, operaran ya sobre el supuesto de que nunca lograrían comprender plena­ mente la verdad acerca de la feminidad. En cambio, se 18. Sigmund Freud, «Die Weiblichkeit», en Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, Studienausgabe, v. 1, p. 545. (trad. cast.: S. F., «La Feminidad», Obras completas, tomo VII, Bibliote­ ca Nueva, Madrid, 1974, pp. 3164-3165.

limitaron a ocuparse sólo de esa parte de la mujer «uni­ versal» que resultaba accesible para sus disposiciones individuales, su sexo y sus facultades sensoriales. A lo largo de los siglos, los diversos criterios de belleza, cultu­ ralmente distintos, han restablecido una y otra vez el estatus del cuerpo femenino como objeto. Por otra par­ te, la adoración de la belleza masculina, o de la belleza tal como se manifiesta en el cuerpo masculino, como la vemos en Miguel Ángel, era más escasa y con frecuencia estaba rodeada por el aura del deseo homosexual. Y una teoría estética medida en términos del modelo masculi­ no, como la de Winckelmann, sólo conduce a glorificar un ideal purificado de tales deseos, aunque generaciones de educadores hayan intentado hacernos creer lo con­ trario. Ella miró a Am abel con los ojos de él. Y vio que todo cuanto había en ella se les escapaba. Sus poses y manieris­ mos, que eran su segunda naturaleza, él los aceptaba diver­ tido como otros tantos dispositivos biológicos. Y si él la con­ sideraba «bon ita» — sacrilegio aplicar a Amabel, incluso con el pensamiento, esa expresión despectiva que en este momen­ to veo como parte de su deliberada negativa a tomarse en serio ningún tipo de feminidad y que no queda disculpada por sus protestas de que tampoco se toma a sí misma en serio— , la adularía como hace, como le he visto hacer, con mujeres que se «explotan» a sí mismas, haciendo sentir su­ tilmente, al mismo tiempo, a la hembra simple que él ve tras las maniobras, que sabe lo que ella se propone y que ella lo está haciendo bastante bien. Pero tal vez ni siquiera la considerara bonita. Dorothy Richardson, en D a w rís L e ft H and 19

La identificación de las mujeres con la objetivación estética de la feminidad ha sido tradicionalmente mal­ entendida. Sólo cuando las figuras artísticas que encar­ nan el principio de feminidad se libran de los patrones 19. p. 204 s.

Dorothy Richardson, Dawrís Left Hand, Londres, 1931,

tradicionales de representación y logran eludir los cli­ chés habituales, puede haber alguna identificación real. Si esto no sucede, la identificación por parte de las mu­ jeres sólo tendrá lugar a través de un complicado pro­ ceso de transferencia. La mujer puede traicionar a su sexo e identificarse con el punto de vista masculino o, en un estado de pasividad aceptada, ser masoquista/narcisista e identificarse con el objeto de la representación masculina. El hecho de hacer que las mujeres se conformaran inconscientemente a la imagen masculina de ellas no es, sin embargo, la única forma en que los hombres han co­ laborado a determinar la imagen que ellas se hacen de sí mismas. Esto se debe a que ciertos aspectos de ver­ dadera feminidad, instancias de la resistencia y la uni­ cidad femeninas, siempre han estado contenidos — aun­ que a menudo bajo una forma disfrazada—- en el pro­ ducto artístico. Antes, estas instancias aparecían como indicadores de la naturaleza misteriosa y enigmática de las mujeres. Las mujeres ya no modelan su comportamiento y su apariencia a partir de tales estereotipos. Esos tiempos han pasado. Los pucheros de BB ya no son imitados. Sin embargo, la negación abstracta de tales criterios de belleza (ya sea en las bellas artes, en literatura, en el cine o incluso en la publicidad) todavía está vinculada a esos mismos criterios, tal como la «Estética de la fealdad», de Rosenkranz, necesita contrapartida como la concep­ ción idealista de la belleza. Resulta demasiado obvio y artificial encontrar belleza precisamente en lo que abo­ minaban los criterios convencionales de belleza. Sin em­ bargo, si no me equivoco, esta actitud refleja el senti­ miento de muchas mujeres en la actualidad. Al pensar así perdemos mucho terreno. El problema se complica aún más cuando encontramos que las representaciones artísticas de la feminidad todavía sirven de vehículo para un debate general sobre las definiciones de belleza. Esto significa que tenemos que enfrentarnos con continuos entrecruzamientos de la esfera artística a la vida coti­

diana. Aquí, de nuevo, invertir simplemente los valores sería demasiado superficial y artificial para proporcio­ narnos «una concepción feminista de la belleza». Ese tipo de demostración de poder requiere un gran esfuerzo, pero no procura grandes resultados. En vez de limitarnos de esa manera, podríamos ex­ pandir nuestro horizonte hacia unas interpretaciones auténticamente feniinistas de las figuras femeninas, co­ mo los actuales intentos de algunos pintores y cultiva­ dores del action-art. Podemos recuperar la belleza fe­ menina consagrada a la celebración del consumismo quebrando el marco de objetivación y fetichización mas­ culinas de unas partes específicas del cuerpo o de la forma de la nariz. (Podemos decidir entonces entre se­ guir considerando que eso es belleza o encontrar una nueva palabra para ello.) Así no estaríamos simplemente invirtiendo valores, ya que el fetichismo corporal nunca fue obra de las mujeres. ¿O existe algún informe sobre una discusión entre sexólogos sobre mujeres coleccionis­ tas de zapatos o de ropa interior masculina? En Estados Unidos (!), tienen bragas multicolores comestibles en diversos sabores. Durante mucho tiempo — y de nuevo me refiero a nuestra vida cotidiana— , las mujeres contemplaron sus cuerpos en previsión de la fetichización masculina, y permitieron que ésta se convirtiera en criterio de su propia aceptabilidad. El peligro reside en que este cri­ terio aún existe, pero ahora sirve para rechazar cualquier cosa de la figura femenina que alguna vez haya sido ob­ jeto de la estima masculina. Se continúa sacrificando en el altar de los machos. Cada siglo, dentro del marco de sus criterios particu­ lares de belleza, tenía su propio busto y su propio trasero favoritos, de manera que es casi imposible no coincidir con algún cliché. Especialmente, a este respecto, se en­ cuentra escasa diferencia entre las representaciones pic­ tóricas de los «grandes artistas», que se han congelado constituyendo normas, y los triviales dictados del gusto que impone la industria cultural. Pero no deberíamos

subestimar el poder de esos requisitos de belleza, ya sea que deriven del arte o de la fugaz moda de cada día. «¿M e amaría si yo no fuera hermosa?», se pregunta la heroína en una de cada tres películas de Hollywood, pero nunca hemos visto a un actor masculino plantearse esta pre­ gunta acerca de su relación con una mujer. Ese dilema sólo sirve para que las mujeres se sientan aún más in­ seguras, ya que las hace preguntarse — por lo general, sin alegría— si poseen o no siquiera el prerrequisito ne­ cesario para plantearse el dilema: es decir, la belleza. La cólera de las mujeres está absolutamente justificada. Ésas son las normas que han hecho intolerable nuestro envejecimiento y han causado el enfrentamiento entre nosotras. Es tiempo de desobedecerlas completamente, tiempo de abstenernos incluso de un reconocimiento ne­ gativo de ellas. Esto requiere que las mujeres eviten construir su propio conjunto de triviales normas estéti­ cas, como: «se permiten los téjanos, pero las faldas son sospechosas», «el pelo rojo está bien, pero las uñas rojas son inadmisibles», «¿estoy demasiado femenina o dema­ siado masculina?». Fijar criterios como estos, en una reacción negativa ante las fantasías de belleza masculi­ nas, simplemente limitaría de nuevo nuestra libertad.

E l mito reflexiona sobre sí mismo: Las recientes apariciones de Marlene Dietrich Me ha impresionado una discusión que tuve recien­ temente en un grupo de mujeres. Poco antes, Marlene Dietrich, que no es exactamente joven ahora, hizo una actuación de gala en solitario en un programa de televi­ sión especial de Londres. Lo que salió al escenario era un producto artístico: cada gesto perfeccionado, cada movimiento ensayado con la mayor precisión, premedi­ tado, cada expresión facial calculada para lograr un efec­ to estético. C ada paso, cada movimiento de su cabeza o sus m anos: todo era excesivo, artificial. Sumados, todos esos detalles d a b a n la impresión de que se requerían dé­

cadas de experiencia para llegar a esa precisión. Aunque ella no puede realmente cantar, el público se volvió loco con las viejas y famosas canciones. Actuaba de un modo un tanto frío, un tanto irónico, e incluso cuando estaba representando una emoción, todo era escenificado: ella no intentaba que la emoción pareciera genuina. Cuando canta — en realidad, habla más que cantar— , no articula las palabras, las suaviza, pero esto tampoco es fortuito. La pose es intencionada. Quiere decir: ya conocéis esto, sé que os gustará que lo cante... y en el diálogo, entre canción y canción, hay un kitsch familiar, reminiscen­ cias: la biografía escénica de la actriz se mezcla con las biografías de los miembros más viejos del público. Para los más jóvenes, ya es una leyenda. Tras ella, se encuen­ tra una foto de su juventud, sólo la cabeza. Su rostro es más viejo ahora, pero incluso ese cambio no parece tanto el resultado de un proceso biológico de envejecimiento; parece algo artificialmente obtenido, una especie de des­ plazamiento pensado para significar una distancia histó­ rica. Y su cuerpo es igualmente artificial, absolutamente liso, como envuelto en algún tejido extraño: vemos a una mujer mostrar la representación de un cuerpo de mujer. Pero, para volver a la discusión. Me dijeron que era terriblemente triste, que esta mujer no se atrevía a en­ vejecer, que seguramente había hecho que le estiraran la cara: un buen ejemplo de las cosas que las mujeres han permitido que les hagan. El mismo viejo juego, estoy de acuerdo: se trataba del mismo viejo juego, pero las reglas habían cambiado. El mito aparecía en escena y se mostraba conscientemente como un mito. Como en el zoológico: el mono se convierte repentinamente en ob­ servador y las personas son las que miran desde detrás de los barrotes. Todo ello tiene poco que ver con la mujer real, cuyo nombre verdadero, la mayor parte de la gente, ha olvidado. ¿Quién sabe cómo se ve en el vestidor, un rato después? ¿Quién sabe cómo seremos a su edad? Ése es otro mundo. Pero la figura artística, Mar­ lene Dietrich, es interesante; si no por otra cosa, porque

es una de las pocas actrices-mujeres que utilizan el so­ brentendido intelectual y que lograron convertirse en mitos a pesar de su sutil desdén por los hombres. Ahora vuelve de nuevo al escenario y muestra el proceso por el que se convirtió en mito, proceso por encima del cual se levanta ahora. Incluso las teorías reaccionarias, siem­ pre les reconocieron a las mujeres su capacidad para la representación. Ésta es real hasta cierto punto, porque las mujeres, excluidas de otras oportunidades, con fre­ cuencia utilizaban sus cuerpos como vehículo para expre­ sar sus impulsos artísticos: convertían sus cuerpos en productos artísticos. Muchas de ellas quedaron destrui­ das en el proceso. Pero Marlene Dietrich, la fría y serena, triunfa. Sólo ella controla la imagen que hay que pro­ yectar. Antes una actriz tenía que satisfacer las expec­ tativas del público; ahora el público debe conformarse a las de ella. El mito se sitúa en el extremo receptor y consume al público. Mira desde lo alto del escenario, no una sino dos veces: una vez como imagen y la otra como artista, como para decir «Muy bien, así es como lo que­ réis...»

La esfera pública estética y la esfera pública feminista «Fueron muchas, ciertamente, las mujeres que querían ser tomadas por hombres cuando escribían, y si han ce­ dido el sitio a las mujeres que desean ser tomadas por mujeres, no habremos mejorado m u cho...»20 Virginia W oolf escribía esta frase un tanto malévola en 1918, mo­ mento en que en Inglaterra tenían lugar acaloradas dis­ cusiones sobre las demandas del movimiento feminista. La autora no eludió enteramente esas cuestiones femi­ nistas, aunque sus comentarios sobre el tema son agra­ dablemente poco ortodoxos. La cita contiene un ataque contra la ignorancia de los problemas formales de la es20. Virgina Woolf, «Women Novelists», en Contemporary Writers, Londres, 1965, p. 26.

tética — la confusión entre panfleto y literatura— , y plan­ tea la cuestión de la competencia. Las propias obras de Virginia W oolf son un ejemplo de cuidado y precisión en el manejo del material lingüístico. Era una autora que no creía que con sólo recordar su sexo femenino, su ex­ periencia o naturaleza, o cualquier otra cosa, destilaría sobre la página un arte instantáneo. Por supuesto, las mujeres poseen la capacidad y el derecho de hacer cual­ quier cosa. Resulta ciertamente idiota que tengamos que insistir en esos viejos conceptos de los derechos natura­ les para las mujeres. Pero un simple dibujo está muy lejos de una pintura de Sarah Schumann. La combina­ ción de la capacidad artística con la capacidad inno­ vadora «femenina» es todavía un golpe de suerte poco frecuente. Sólo el progreso del feminismo puede lograr que se produzca con mayor frecuencia y que parezca me­ nos excepcional, en todos los campos. El enfoque femenino del arte debe incluir los dos as­ pectos antes mencionados. No puede ignorar los pro­ blemas de lo estéticamente posible, las dificultades de trabajar con un material artístico, las cuestiones de téc­ nica y de la dinámica intrínseca de los diversos medios, pero tampoco puede ignorar la cuestión de la relación entre el arte y el feminismo. Pero aquí, también, las mujeres están empezando a tener una mayor independencia de opiniones. Están empezando a respetar su propio sentido de los valores. Y por esta razón, los temas de sus novelas empiezan a cambiar. Parecería que se interesan menos por sí mismas; a la vez, se interesan más por las demás mujeres... Las mujeres están empezando a explorar su propio sexo, a escribir sobre las mujeres de una form a en que no habían escrito nunca antes; porque, desde luego, hasta muy recientemente, las mujeres eran en la li­ teratura creación de los hombres. V irg in ia W o o l f 21

21. Woolf, «Women and Fiction», en Collected Essays, vol. II, York, 1967, p. 146.

Y ya una vez, esas expectativas literarias se vieron defraudadas, porque dependían del desarrollo de una nue­ va autoconciencia femenina y de las esperanzas suscita­ das por el movimiento de las mujeres. Así, ya una vez, las artistas mujeres fueron arrojadas de vuelta a su sitio y forzadas a confiar en un público dominado por los hombres para lograr que sus obras fuesen publicadas o exhibidas, para obtener incluso el mínimo reconoci­ miento. Hasta aquí, he encontrado ejemplos tangibles de lo que se puede considerar una sensibilidad femenina para la escritura (o para la pintura, etcétera), sólo en ciertos momentos de subversión femenina: una imagen o unas construcciones formales femeninas dentro de diversas obras. Y sólo los he encontrado cuando la especificidad de la experiencia y la percepción femeninas determina la forma que adquiere la obra, no cuando se ha añadido alguna «preocupación femenina» a una forma tradicio­ nal. La pregunta, planteada a una pintora, de por qué no representaba las manifestaciones o las actividades de las mujeres en sus cuadros es una pregunta objetivamente desvergonzada e insultante. Tal pregunta reducía su tra­ bajo al nivel del fotoperiodismo de las revistas semana­ les, que cualquier hombre puede hacer. La calidad fem e­ nina de una obra no puede estar determinada únicamente por su tema. El puente que une las demandas del movimiento, por una parte, y la actividad artística y el trabajo concreto con los materiales y los medios, por la otra, es todavía muy estrecho. Así, pues, las mujeres comprometidas con ambos conjuntos de demandas enfrentan una situación terriblemente difícil. Se juegan su destino para demos­ trar que es posible establecer ese puente. La superación de la oposición entre las demandas feministas y la pro­ ducción artística es, todavía hoy, la tarea particular que se proponen aquellas mujeres que se han atrevido a aven­ turarse en el trabajo artístico y, sin embargo, han logrado no traicionar a su sexo en el proceso, a pesar de todos los obstáculos y la resistencia que han encontrado. Para

ellas, la alternativa entre la «verdadera artista» o la «cro­ nista de las actividades del movimiento» no es más que un mal chiste. Resulta arriesgado contar solamente con un público que se encuentra en los estadios formativos de su desarrollo — es decir, las mujeres— y que no siem­ pre se ha mostrado capaz de hacer juicios estéticos. Sin embargo, tal vez pueda esperarse aún menos del público establecido del arte, porque éste exige una mayor dis­ posición de contemporizar. Durante mucho tiempo, los hombres que reinaban en esa esfera, los tipos famosos, críticos y productores, estuvieron muy dispuestos a con­ siderar que el arte era una provincia exclusivamente masculina. (De hecho, aún lo siguen creyendo, aunque ya no lo publican.) Sin embargo, recientemente, por pura necesidad, han concedido que el arte es de naturaleza andrógena. (Pero ni siquiera esto significa en modo alguno que consideren las obras de las mujeres a la altura de las de los hombres; su concesión no es más que una cor­ tina de humo.) Pero declararán la guerra a cualquier arte feminista que se proponga como algo distinto de una simple variación curiosa, entre las muchas que se acu­ mulan en la escena artística, hoy día tan desolada. Si las mujeres consideran su arte como algo producido por las mujeres para las mujeres, los hombres pelearán con­ tra él, si no por otra cosa, porque sus criterios estéticos no sirven para medir un fenómeno de ese tipo. Las ante­ ojeras patriarcales no se pueden eliminar tan fácilmente.

Los reinos pre-estéticos En mi opinión, ni siquiera en el pasado pudo la ex­ clusión de las mujeres extinguir todas sus necesidades artísticas. Pero esos impulsos estéticos fueron desviados hacia los «reinos pre-estéticos», donde se evaporaban bajo la presión de la rutina diaria femenina. Las mujeres amueblaban la vivienda, ponían la mesa, arreglaban, de­ coraban y adornaban su ropa y, sobre todo, a sí mismas. Esto estaba permitido, mientras se hiciera para compla-

cer al hombre. Estas actividades corrompían rápidamen­ te a las mujeres. Ponían la mesa para el hombre, se vestían y adornaban para el hombre, no para sí mismas, ni unas para las otras, sino más bien en competencia unas con otras. Se atareaban tejiendo y bordando, pero esas artes funcionales, artesanías y decoraciones siem­ pre se han considerado inferiores, ordinarias. Por su­ puesto, este veredicto no es enteramente injusto, espe­ cialmente en aquellos casos en que incluso esos esfuerzos timidísimos se canalizaban hacia una obsequiosidad ser­ vil y una excesiva búsqueda de afecto. Una vez que fui a visitar a Buddy, encontré a la señora W illard tejiendo una alfom bra con trozos de lana de los trajes viejos del señor W illard. Llevaba una semana traba­ jando en la alfombra, y yo elogié los pardos y verdes y azu­ les sutiles que destacaban en el trenzado; pero cuando la señora W illard terminó, en vez de colgar la alfom bra en la pa­ red como hubiera hecho yo, la colocó en el suelo en lugar de su estera de cocina, y en pocos días estaba sucia y opaca y no se distinguía de cualquier tapete de los que se pueden com­ prar por menos de un dólar en la tienda. Sylvia Plath, La cam pana de c r is ta l22

He aquí, de nuevo, la ambivalencia: por una parte ve­ mos la actividad estética deformada, atrofiada, pero por la otra encontramos, incluso en este campo restringido, impulsos socialmente creativos que, sin embargo, no tie­ nen ninguna salida de desarrollo estético, ninguna opor­ tunidad de crecimiento. Esos impulsos no podían ser concretamente realizados, ni podían conducir a un deseo artificial de experimentar. Cierto que estas actividades nunca tuvieron que con­ vertirse en normas artísticas estáticas e incambiadas. Nunca se convirtieron en productos obsoletos; se man­ tenían vinculadas a la vida cotidiana, débiles intentos por hacer esa esfera más estéticamente agradable. Pero 22.

Sylvia Plath, The Bell Jar, Londres, 1963, p. 88.

el precio de esto era la estrechez de miras. El objeto nunca podía dejar el reino en que cobraba existencia, permanecía atado al hogar, no podía liberarse e iniciar la comunicación... ¿Pero qué ocurriría si un día despejáramos ese reino y lo abriésemos sólo para nosotras y para otras muje­ res? ¿Qué pasaría si alternáramos la pintura de nuestros rostros con la pintura en el lienzo? ¿Si convirtiéramos las recetas en poesía? ¿Si todas esas actividades se libra­ ran de su racionalidad utilitaria de aprobación mascu­ lina? El viejo fue el primero que me hice, yo misma Ahora demasiado ancho. El apurado tiempo de la experiencia urgente Todavía lo llena. Semanas de trabajo y sensualidad N o divididas en días y noches Solas o entretejidas con muchas otras. El aumento y la disminución de la tensión Atestiguan la densidad en la memoria. Traída hasta aquí de nuevo la amplitud aparece, Los pliegues rinden testimonio: desde el principio Más delgada, la experiencia más fragmentaria Los puntos lisos se convierten en un difícil cable, Que crece hacia arriba y presta fuerza. Aunque tejí estrechas rayas de azul en el gris, Apenas hubo suficiente lana. On unravelling and re k n ittin g a sweater (Sobre destejer y volver a tejer un jersey) Ann Anders, 3 de septiembre de 1976

Tal vez eso sea demasido simple, demasiado superfi­ cial. Intentar tejer un puente entre el reino artístico y la realidad social es problemático porque la brecha que los separa no es simplemente resultado de un error tonto, sino más bien de unas particulares precondiciones. Sin embargo, es posible probar que las mujeres lo­ graron penetrar en el mundo artístico cuando obtuvie­ ron el acceso a él a través de los reinos «pre-estéticos»

adyacentes. En el siglo xvm , las mujeres lograron entrar en el reino de la literatura a través de las cartas (la no­ vela epistolar), ya que era una época en que las cartas y las novelas estaban adquiriendo dignidad, y la disolu­ ción de las rígidas reglas formales permitían una mayor flexibilidad. Se podía adquirir experiencia escribiendo cartas privadas. Dado que las cartas y diarios no tienen ningún nicho literario claramente definido, era correcto que las mujeres lok practicaran. Sólo los románticos con­ sideraban la conversación — otro de los dominios feme­ ninos en la literatura— como una actividad estética. Las cartas de Carolina Schlegel son verdaderas obras maes­ tras de una forma estética mixta: se alternan las des­ cripciones de desfile de modas con los discursos filosó­ ficos, el chismorreo con las citas literarias, las alusiones con la crítica. Los hombres se asombraron de ese tenor nuevo, ese tono novedoso, la irrelevancia y las descrip­ ciones más sensuales que sólo podían encontrarse en las cartas de las mujeres, y a veces llegaron incluso a mos­ trar abiertamente su admiración. No pasó mucho tiem­ po hasta que ese género fuera incluido en el canon li­ terario. Sin embargo, es difícil volver simplemente atrás, re­ cuperar con optimismo esos medios «femeninos»: car­ tas y tapices. En realidad, es más difícil hacer esto que trabajar con medios técnicos «poco femeninos» como las películas, ya que éstos no tienen el problema adicional de haber estado tradicionalmente relegados al dominio del ama de casa. No debemos alimentar la falsa noción de que nuestras maestras de costura nos indicaran real­ mente la dirección correcta. No hay ningún camino di­ recto de la cerámica decorativa a las tapicerías de Abakanovicz. Además, todavía me horroriza toda aquella historia de volantes y cestitas de costura a que nos so­ metieron de niñas. Creo que la producción artística femenina tiene lugar a través de un complicado proceso que incluye la con­ quista y la reclamación, la apropiación y la formulación, así como el olvido y la subversión. En las obras de las

artistas que se han ocupado del movimiento feminista, encontramos una tradición artística, así como una rup­ tura con ella. Es bueno — en dos sentidos— que no se pueda establecer ningún criterio formal de «arte femi­ nista». Eso nos permite rechazar categóricamente la no­ ción de normas artísticas, y nos impide reemprender el anquilosado debate estético, esta vez bajo el disfraz del «enfoque» feminista. Si, con todo, las mujeres parten de supuestos distin­ tos respecto de su enfoque sensorial, sus relaciones con la materia y el material, su percepción, su experiencia, su manera de procesar los estímulos táctiles, visuales y acústicos, su orientación espacial y su ritmo temporal — y todo esto es lo que significó la estética en una época, según su definición original como teoría de la percepción sensorial— , entonces lógicamente se puede esperar en­ contrar estas cosas expresadas en formas especiales de transformación mimética. Para decirlo enfáticamente: esto significaría que, dentro del marco de la cosmología femenina, existiría una relación nueva entre la apropia­ ción artística subjetiva de la realidad, por una parte, y la sugestividad formal y la percepción receptiva, por otra. Pero sería casi imposible encontrar pruebas cate­ góricas de esa relación modificada: la realidad no es tan lógica y no hay tampoco ninguna cosmología femenina.

Y sin embargo, no hay duda de que el reino de la expe­ riencia femenina es sociológica y biológicamente diferente del del verón... ¿Se expresa m ejor la sensibilidad femenina mediante una particular form a fragmentaria o a través de una estricta unidad? ¿En círculos, en bloques ovales o me­ diante un diseño de rayas, o filigranas? ¿A través de super­ ficies sensuales o mediante un sutil sentido del color? Las imágenes, la elección de los temas, incluso las intenciones en la aplicación de estas formas u otras similares en el ví­ deo, el cine, la danza: todo ello no son sino indicadores su­ perficiales de una diferencia más fundamental. Me cuento entre quienes están convencidos de que existe esa diferencia­ ción y, sin embargo, para uno de los casos que se puede es­

pecificar hay otros muchos en los que desafío a cualquiera a hacer tales especificaciones. Lucy L ip p a rd 23

No hay prueba alguna de que exista una relación di­ ferente (femenina) con los detalles y las generalidades, con la inmovilidad y el movimiento, con el ritmo y e1 comportamiento. Actualmente, todo ello son simples con­ jeturas. Creo que el único enfoque sensato es la búsque­ da de pruebas en los textos (cuadros, películas, etcétera) individuales y concretos, como intentó hacer Virginia W oolf con la escritura de Dorothy Richardson: Ella ha inventado, o si no inventado, desarrollado y apli­ cado a sus propios usos, una oración que podríamos llamar la oración psicológica del género femenino. Tiene una fibra más elástica que la antigua, y es capaz de estirarse al extre­ mo, de sostener las más frágiles partículas, de envolver las formas más vagas. Otros escritores del sexo opuesto han utilizado oraciones de ese carácter y las han estirado al ex­ tremo. Pero hay una diferencia. Richardson ha fabricado conscientemente su oración, para que pueda descender a las profundidades e investigar las grietas de la conciencia de Miriam Henderson. Es una oración de mujer, pero sólo en el sentido de que la utiliza para describir la mente de una mujer, una escritora que no está ni orgullosa ni asustada de cualquier cosa que pueda descubrir en la psicología de su sexo.24

Dorothy Richadson sobre la forma masculina de es­ cribir: 25 La condescendencia autosatisfecha, complaciente, sábelotodo de su manejo del 'material... El tormento de todas las novelas es lo que se queda fuera. En el momento en que

23. Lippard, en Feminismus, cit. 24. Woolf, «Romance and the Heart», en Contemporary W riters, p. 124 s. 25.Richardson, op. cit., p. 202 s.

uno se da cuenta de ello, se vuelven un tormento. Bang, bang, bang, avanzan esos libros de los hombres, como un tranvía L.L.C., pero son incapaces de hacer que nos olvide­ mos de ellos, de los autores, ni por un momento.

La exclusión de las mujeres de amplias áreas de la producción y de la esfera pública ha llevado su imagi­ nación hacia otras direcciones, para no hablar de la res­ ponsabilidad de las mujeres en la reproducción bioló­ gica y social de la especie, así como en lo económico, si trabajan. Además, la tan cacareada ahistoricidad de las mujeres evitó que la polaridad entre el trabajo intelec­ tual y el trabajo manual se volviera demasiado traumá­ tica. El desigual desarrollo de los sexos, aunque es origen de tantos sufrimientos de las mujeres, ha impedido afor­ tunadamente que el comportamiento y las necesidades de las mujeres fueran reificados hasta el grado que se en­ cuentra en el capitalismo avanzado. Pero generaciones de mujeres pagaron por ello con su destierro en el ghetto marital. ¿Hay una estética feminista? Ciertamente sí, si nos referimos a una conciencia estética y a unos modos de percepción sensorial. Ciertamente no, si nos referimos a una variante inusual de producción artística o a una teoría del arte laboriosamente construida. La ruptura de las mujeres con las leyes formales e intrínsecas de un medio dado, la liberación de su imaginación: todo ello es impredecible para un arte de intenciones feministas. No existe, gracias al cielo, ninguna estrategia premedita­ da que pueda anunciar qué ocurrirá cuando la sensua­ lidad femenina quede en libertad. Dado que se trata de un proceso históricamente tentativo, no podemos prever verbalmente esa liberación de la sensualidad femenina ni en su centro erótico tradicional (aunque muchas co­ sas ocurren allí cada mes), ni en el contexto de la elec­ ción individual. Sólo podemos hacerlo sobre la base de un movimiento de las mujeres, para las mujeres. El arte debe feminizarse y la participación de las mujeres (lim i­ tadas por los hombres a su sola sensualidad) le haría mu­ cho bien. Tal vez, entonces, nuestros colegas masculinos

no necesitarían proclamar la muerte del arte una vez por año. Pero aquí eso sólo es periférico. También sería prematuro complacerse en las activi­ dades espontáneas de las mujeres, como sus fiestas, como si representaran una estética nueva y «vital», totalmente diferente de la estética de los productos artísticos obje­ tivados. (Eso sería análogo a la consigna del movimiento estudiantil según la cual el arte tendría lugar en las ca­ lles de entonces en adelante.) Las mujeres sabrán cómo resistirse al aprisionamiento de su imaginación en el ghetto artístico, no porque ello quepa en su «programa estético», sino más bien porque, aunque la terminología puede fallar, esa imaginación constituye el movimiento mismo. La predisposición hacia un conocimiento y una per­ cepción femenino-sensuales es muy clara en las accio­ nes colectivas de las mujeres que destacan, en su apa­ riencia, por encima de lo común. Seamos cautelosas con los métodos, sin embargo. Esas acciones serán rápida­ mente cooptadas como manifestaciones de living o bodyart, o de un lenguaje corporal. El arte feminista no es una tendencia estilística. Las acciones o manifestacio­ nes de las mujeres no son acontecimientos artísticos. La relación entre las acciones políticas y el arte — así co­ mo la reflexión acerca de esa relación— no puede operar en el nivel de la tradicional animosidad izquierdista con­ tra el arte. Ni puede existir en el nivel de las concepcio­ nes esotéricas y apolíticas, del tipo que permitió que una manifestación por la legalización del aborto se interpre­ tara como el renacimiento de la época del happening. La idea no es ni rescatar la noción de «bella ilusión» ni am­ pliar excesivamente el concepto de estética, término que, por definición, ya abarca todo tipo de actividad y, por tanto, ha llegado a resultar totalmente carente de sen­ tido. Lo importante es que las mujeres artistas no per­ mitan que se las deja atrás nunca más. Trabajan sobre el lienzo, hacen películas y cintas de vídeo, escriben y escul­ pen, trabajan con metales y con telas, actúan sobre el es­ cenario... Así que, veamos lo que están haciendo.

LA MUJER, REFLEJO DE Sí MISMA

para Karin Kersten ¿Existe una estética femenina? He estado con el oído atento, pero sin mucho resultado hasta ahora; sólo una frase ligeramente irónica sobre los bebés de Berthe Morisot y un chiste sobre la «mona lisa». También he te^ nido la extraña experiencia de descubrir que hay aman­ tes del arte que se ponen absolutamente furiosos ante la simple mención del nombre de Sarah Schumann. Pa­ rece que hay algo ahí que no se puede entender en térmi­ nos de gusto, criterios de valoración de la pintura, etc. Así que he decidido defender ese algo, aunque no sé real­ mente qué es. Lo «fem enino» está en movimiento. Ya no se puede reducii a un conjunto de atributos, menos aún a una es­ tructura de carácter fija. De manera que una estética femenina no puede ser un retorno de los elementos típi­ camente «femeninos» del arte. A los ojos de los hombres, la estética femenina no existe. Por el momento, se trata sólo de un proceso subversivo, una dinámica a la vez

productiva y amenazadora, productiva porque las muje­ res empiezan a tomar el mando de sus fantasías, amenadora (para el Establishment) porque la mujer aparente­ mente inmutable, pilar de la sociedad patriarcal, cimien­ to sobre el que los hombres se han sostenido durante tanto tiempo, ha echado a andar. Este movimiento sub­ terráneo acompaña al feminismo, pero no es sencilla­ mente idéntico a él, así como la acción estética no es lo mismo que la acción social. La nueva mujer tiene dos rostros distintos: el que se vuelve hacia el mundo de los hombres no puede ser su­ ficientemente neutral o distante, porque las mujeres to­ davía tienen que luchar todos los días por la más elemen­ tal justicia, y para eso necesitan la fuerza para pelear, así como una fría determinación. El otro rostro, vuelto hacia las mujeres, no es en absoluto un rostro, sino el movimiento de que hablábamos. Y no trato de olvidarme de la desdicha social de las mujeres al intentar ahora, muy subjetivamente, describir cómo emergen en la es­ fera estética. Hasta ahora, en el arte hecho por los hombres, y tam­ bién en la estética elaborada por ellos (desde los tiempos clásicos hasta Bretón y Adorno, para nombrar sólo a dos escritores a quienes conozco y que me gustan), el lla­ mado enigma de la belleza ha estado inextricablemente vinculado al enigma de la mujer, y tal vez me siento tan cerca de esos dos escritores porque se aproximan mucho a la solución de ese enigma que no es ningún enigma pero, aunque se aproximan, no la consiguen. Bretón cita a Nadja: «Soy el pensamiento sobre el baño en una ha­ bitación sin espejos». La mujer, Nadja, ciertamente ya no es un objeto sin vida, pero todavía no se relaciona consigo misma. Es cuerpo y pensamiento que se ciernen sobre el cuerpo. Soñando, permanece en la habitación sin espejos para que el Otro, el hombre — es decir, el ar­ tista— , pueda tomar posesión de sus fantasías. Y ahora, he aquí a Adorno:

Aunque la cualidad enigmática del arte parezca secun­ daria a la representación de la experiencia, ese carácter enig­ mático hará erupción. Eso es lo que da su importancia a las obras de arte. Eso es lo que nos mira fijamente desde las imágenes arcaicas, pero está escondido a la vista en el arte tradicional debido a las convenciones del lenguaje ar­ tístico.

Teoría de la estética Los artistas y amantes del arte contemplan con de­ leite las apariencias superficiales, los fenómenos natura­ les, el cuerpo, e intentan descodificarlos como si fuesen jeroglíficos, una lengua muerta, porque piensan que la imagen no basta en sí misma. Cuando las mujeres empiezan a conquistar el espa­ cio estético, cuando el bonito y silencioso cuadro se des­ integra por voluntad propia, entonces el enigma que no es ningún enigma tiene necesariamente, que resolverse, disolverse y desmitificarse. Pero el enigma no está ahí donde los hombres sospecharon tanto tiempo que es­ taba, en la mirada fetichista hacia la imagen, en la contemplación. (Ver el ensayo de Gisela Dischner, «Socialisación, teoría y estética materialista», en Die Ohnmacht der W irklichkeit (La falta de poder de la realidad), Berlín, 1975. Examina la socialización de los niños y la producción artística desde el punto de vista del proceso operante, más que del producto final, es decir, el «ego» o la obra de arte, respectivamente.) El arte de vanguardia alcanzó ese límite de la contem­ plación por su propia voluntad. Y, desde entonces, todo lo que puede hacer el arte es dejar claro que se ha dete­ nido del todo y acusarse de no poder progresar. Las ac­ ciones del action art se han petrificado hace tiempo en objetos de museo. Es como si el horizonte — ¿o es más bien la conciencia?— de los artistas hubiera quedado clavado, cosa que el artista Günter Uecker, miembro del grupo «Cero», grupo de artistas alemanes contemporá­ neos surgidos en Düsseldorf, demuestran muy claramen­ te, mediante el gesto compulsivo y como de zombi, de

clavar clavos. (Clavar clavos es, por lo demás, un arque­ tipo de la masculinidad. ¿Tiene que continuar eterna­ mente ese ballet, ese pas de deux del clavo y la aguja?) El carácter deshumanizador del arte podrá tal vez desaparecer solamente cuando la mujer deje de ser el ser extraño y alienado que puede quedar circunscrito por la mirada. En la nueva relación de la mujer consigo mis­ ma, ella es Muchas, o más bien se funde ocasionalmente en un puro movimiento. En esos momentos la feminidad está tan distanciada de ella como la masculinidad y el mundo de las características sexuales -estereotipadas. Ese movimiento, que durante tanto tiempo fue un movimien­ to como de ensueño, se amplía cada vez que se despierta a la conciencia; es una acción externa que se vuelve in­ terna y, por tanto, una acción de imagen en el espejo, una acción que invierte los lados, como hace el espejo. Es una acción estética. Por así decirlo, el cuerpo de la mujer ya no es una página en blanco, sino una página escrita, en la cual se puede incluso leer. (Ver Specülum de Vautre femme, Pa­ rís, 1975, de la psicoanalista feminista Luce Irigaray.) Ya hemos visto algunas veces a la nueva mujer. ¿Pero no eran sólo los hombres quienes habían logrado entre­ verla? Hoy día cinco mujeres se acercan al borde del desierto con un telescopio y una cámara, pero también con un pincel y un lápiz. Contemplan la fata morgana con escepticismo, pero también con optimismo. Por el momento — pero confiadamente— , llaman a lo que ven (y cada una de ellas ve algo diferente) la «nueva mujer». Antes incluso de preguntarse si puede existir semejante monstruo, semejante híbrido, semejante criatura imitan­ te, habrán empezado a filmarla, pintarla, escribirla y soñarla. Y ahora, en la duna de enfrente, aparecen cinco mujeres más. El campo de visión se expande y, simul­ táneamente, se contrae. Y pronto el desierto, el desierto cegadoramente brillante, está negro de grupos de muje­ res de pie sobre las dunas. Todas contemplan la fata morgana. Y se miran también unas a otras, tratando de descubrir cómo ha imaginado esa mujer de enfrente a

la fata morgana. Es una imagen temblorosa, porque en el desierto, en la blanca infinitud del desierto, todos los árboles, todos los grupos de árboles y todos los grupos de mujeres tiemblan de luz. Ahora las cinco mujeres están cansadas. Se sientan al borde del desierto. No hablan, no piensan, tal vez se quedan un momento adormiladas, sí, se adormecen con­ tentas, al sol. No hay sillas en esta parte del mundo, así que la cosa no puede ir en serio cuando una de las cinco canturrea suavemente: «Is t denn kein Stuhl da, Stuhl da/ Für meine Huida, Huida» (No hay silla, sillita/Para mi Huida, Huldita). Las cinco mujeres reclinadas (porque, como ya he dicho, se han acostumbrado a no sentarse, en estas lejanas regiones) se despiertan de golpe. Algo se ha movido en el horizonte. Inmediatamente cogen sus telescopios, cámaras, lápices, cualquier objeto teles­ cópico. Lo que ven es a un grupo de cinco mujeres, cada una cargada de leña de olivo como una bestia de carga, que se acercan lentamente. Las cinco mujeres ven su propio pasado en esas otras cinco mujeres: opre­ sión, esclavitud, resignación, todo lo que aborrecen. Sú­ bitamente, sienten un mal sabor de boca, se sienten como turistas: son turistas. Vuelven tan pronto como pueden a su país, pero no pueden olvidar la fata morgana. Estoy cansada, aunque estaba fresca hace muy poco rato y el día sólo comienza. ¿Es escribir lo que me cansa tanto? Tal vez sean todos los falsos dioses que hay en mí, a los que acuso al escribir. También me estoy acu­ sando a mí msima porque me he educado y he ganado fuerza por haber vivido según sus mandatos. He creído en la cultura, la educación, el arte. He sentido una pro­ funda satisfacción cuando he logrado vivir de acuerdo con mis ídolos y una profunda autodevaluación cuando no lo conseguía. A veces he sentido que estoy fuera de la sociedad, que como mujer estoy excluida; que todas las mujeres están excluidas. Trato de eludir esa inquietud, trato de entrar en la sociedad, de estar dentro de ella, pero cuando lo he logrado ha sido sólo como un objeto sin sexo, no como una mujer. Tal vez por tocar ese des­

agradable estado de cosas, por tocar algo que está den­ tro de mí, me he cansado tan rápidamente, aunque esta­ ba bien despierta al levantarme. «N o puedo sacudirme de los párpados la fatiga de las naciones.» Uno de mis ídolos escribió algo parecido a esto. Todo este olvido me agota. Karin, a quien esto está dedicado, me comprende. Los hombres de cultura son cultura, aunque la revolu­ cionen. Siguen siendo un objeto para nosotras, un mon­ tón de cosas con las que jugamos, o una extraña cabeza que podemos llevar en equilibrio sobre la nuestra. Lo estético tampoco se puede separar de lo erótico. Y sin embargo, yo quiero mantener Jas dos cosas se­ paradas. Lo erótico es inconstante, como la suerte. Con frecuencia, en el momento más alto del éxtasis, nos des­ plomamos a tierra. Dependemos totalmente de unos hu­ mores transitorios. Las cimas y las caídas se suceden en lo erótico como en la montaña rusa y, finalmente, llego al punto de partida, completamente vacía, exhausta. Tal vez ello se debe también a que los sentimientos se mue­ ven de un modo tan terriblemente lento... Pero quiero mantener lo estético y lo erótico separados precisamente porque hay esas cimas y caídas, esos días interminable­ mente largos, aburridos, desolados. Lo estético abarca toda la experiencia, incluso la más insípida, tediosa y gris; lo erótico por su parte se centra sobre los aconte­ cimientos. Lo estético puede incluso florecer en el abu­ rrimiento. No elimina el aburrimiento, porque eso sería simple distracción; más bien, lo amplía. Es el poder de intensificar el aburrimiento hasta que se vuelve insopor­ table. El estilo de Gertrude Stein, por ejemplo, nunca era excitado, nunca entusiasta en el sentido normal de la pa­ labra. «N ever without one/This might be sometime/Just as if they knew/This might be sometime/Some time» (Gertrude Stein, How to W rite).* * Nunca sin uno / Esto podría ser alguna vez / Como si supieran / Que esto podría ser alguna vez / Algún tiempo. (Hay un intraducibie juego de palabras entre sometime, «alguna vez» y sorne tim e, «algún tiempo». [N. de t. e.].

Las mujeres están experimentando con lo erótico. Esto les da la temeridad necesaria para creer que te­ nemos a la vista una nueva estética e incluso un nuevo ser humano. Hasta ahora las mujeres sólo han partici­ pado pasivamente en lo estético, y de dos maneras. Eran miembros pasivos del público y, además, los más des­ preciados de todos: las destinatarias del teatro de boulevard, de una inflada literatura familiar. Pero también eran pasivas en otro sentido, porque tenían que soportar ser el ideal de belleza. Las mujeres debían ser hermosas o, por lo menos, fascinantes. La mujer que sabía cómo «pescar a un hombre», ya fuera en el salón, en el baile o incluso en la calle, podía considerarse afortunada, y to­ das las demás intentaban imitarla aunque no estuvieran tan «bien dotadas». Incluso los primeros intentos educa­ tivos estaban encaminados a ese fin. El intelecto era una especie de adorno, y una mujer debía hacerlo lanzar des­ tellos como sus ópalos y sus diamantes, para fascinar. Como mujer hermosa y fascinante obedecía a la estética del más fuerte. Toda mujer se identificaba con el impe­ rativo prescrito de superar a cualquier otra mujer. Tenía que ser el centro de atención, la más bella, la mujer más divertida. Incluso en el nuevo mundo amoroso de Char­ les Fourier, quien ciertamente escribió algunas de las críticas más radicales a la relación amorosa tradicional, hay todavía ecos de este concepto. Se trata de un concepto convencional de lo estético (aunque todavía se encuentra en las páginas artísticas de los periódicos) que opera mediante superlativos, me­ diante ideas que supuestamente expresan lo grande, lo excepcional, lo especial, lo significativo. Aquí la gente to­ davía habla de estilos que se instauran, de obras maestras del arte, etc. Creo que el concepto de grandeza ha sido un malentendido en la estética, desde el principio mis­ mo. Los críticos prosaicos pensaban que los autores y sus obras eran grandes, aunque en realidad el objeto re­ presentado no tuviera ninguna dimensión humana en ab­ soluto y por tanto diera la impresión de ser mayor que su tamaño natural, de ser grande. Se puede ver lo que

quiero decir en cualquier procesión de carnaval. Veremos, por supuesto, a todos los panzudos bebedores de cer­ veza con sus disfraces de fantasía, pero también veremos a los gigantes. Uno de estos es la esposa de la película de Chantal Akerman, Jeanne Dielmann. Psique, adorada por veinte hombres, se enamora de Narciso, adorado por veinte mu­ jeres, y él se enamora de ella. Su primera medida para huir de la vieja relación amorosa egoísta consiste en que ambos deben satisfacer a sus admiradores antes de po­ der juntarse. Pero Psique y Narciso no son una pareja menos tradicional por eso. Son las viejas figuras del cuen­ to de hadas, el príncipe y la princesa, y sólo desaparece­ rán cuando haya desaparecido la jerarquía interna. El rey ha sobrevivido a la caída de los reyes, bajo la forma de un rey interno. El héroe de los sueños y las novelas, dice Freud es «Su Majestad, el ego»; y Flaubert, «En el corazón de cada uno de nosotros hay un Salón del Trono. Lo he tapiado, pero no está destruido». Toda la arquitectura interior se basa en esa presencia tal vez ficticia. «Y , finalmente, libre de sus cadenas/El mar se tragará la torre vacía» (Novalis, en su poema utópico, «Sé dónde se alza el castillo...»). Ahora, voy a contaros un cuento; es el argumento de una película que hizo hace años la canadiense Sylvia Spring. Una mujer (la llamaremos Madeleine) está vi­ viendo con un revolucionario. Le gustaría pintar, pero no lo hace porque el revolucionario dice que la cosa más importante en ese momento es la revolución. La mujer está muy sola. En su soledad, fantasea. Siempre fantasea sobre las mismas cosas: un paisaje y en ese paisaje un joven tonto, o más bien loco, hermoso y alegre con el que puede jugar (el revolucionario es demasiado serio para eso). Un día ve a un joven idéntico a su fantasía del loco. Ella se le acerca y le dice: «T e conozco.» El vendedor (porque se trata de un vendedor) se sorprende un tanto, pero aprovecha la oportunidad... Hasta aquí, todo bien. No quiero entrar en muchos detalles. Ella abandona al revolucionario y pinta. Lo que quería con-

lar realmente es el final. En un viaje de LSD — la película se hizo en los años sesenta— vuelven las viejas fantasías. Ve uno de sus amplios paisajes y al loco. Corre tras el loco y le toca en el hombro; cuando él se vuelve, descu­ bre que el loco es ella misma. La mujer está empezando a relacionarse consigo mis­ ma. La mujer que atraía las miradas de todos sólo era aparentemente narcisista. En realidad, no existía para sí misma, sino sólo para los demás. Y lo que resulta todavía inás triste, y que hacía tan vacías a las mujeres más her­ mosas, es que los demás no existían para ella. Esa mujer era puramente pasiva, un objeto solamente. Era amada, pero ella misma no amaba; era vista, pero ella no veía. La relación de la mujer consigo misma se puede ex­ plicar mediante el espejo: es decir, la mirada de los de­ más, la mirada anticipada de los demás. Desde los tiem­ pos más antiguos, la mujer ha formulado la ansiosa pre­ gunta de su madrastra del cuento: «Espejito, espejito, ¿quién es la más bella de todas?» E incluso entonces, cuando la mirada de los demás es reemplazada por la mirada de uno solo, del marido o el amante, la ansiosa pregunta se sigue formulando. Siguen existiendo esos momentos terribles en que una mujer se busca en el es­ pejo y no se encuentra. La imagen del espejo se ha per­ dido en alguna parte, la mirada de los hombres ya no se la devuelve a la mujer. La mujer sólo puede desarrollar su nueva relación consigo misma a través de sus relaciones con otras mu­ jeres. La mujer se convertirá en el espejo viviente de la mujer, en el que se pierde a sí misma para encontrarse de nuevo. La relación de la mujer consigo misma que sur­ girá de esto es tan nueva que todavía no podemos defi­ nirla. Es una relación que repite cientos de viejas rela­ ciones, pero no equivale a ninguna de ellas. A veces se asemeja a las amistades de la infancia, a veces al amor lésbico, a veces a la relación del trobador con la dama y de la dama con el trobador, para no mencionar todas las relaciones familiares que se suceden unas a otras. Se puede percibir esto en las cartas que Virginia W oolf (a

los veinte años) dirigía a su amiga Violet Dickinson, quince años mayor que ella. La llama sucesivamente «es­ posa», «m i esposa», «tía», «m i niña». La mujer se expan­ de, se vuelve múltiple; es por turno la puta, el chulo y el corruptible juez de ambos, es el ave de presa que da vueltas en lo alto y la víctima; sí, es incluso el cielo que se refleja en el mar. Con frecuencia, la mujer cree, al entrar en relación consigo misma por primera vez, cuando se refleja por primera vez a sí misma, que se ha vuelto loca. Pero esta locura aparente no es ninguna locura; es el primer paso hacia la cordura. Resulta triste que la suerte de los hombres, temporal­ mente abandonados y superfluos, parezca tan sombría. Algún día, en el futuro, los hombres se dividirán en pru­ dentes y locos, como las vírgenes de la Biblia. Los locos se desesperarán, rechinarán los dientes y harán muecas, y rezarán porque se restablezcan las viejas relaciones. Los prudentes pulirán sus lámparas y esperarán. El torbellino de los roles no termina en la locura, porque la mujer tiene ahora un espejo viviente en vez de un espejo frío e inanimado. Una relación fluida reem­ plaza ahora al amor romántico-imperialista. N i en lo eró­ tico ni en lo estético existen ya alternativas nítidamente definidas. Resbalamos sin darnos cuenta de una forma hacia la otra, de la amistad al amor, del amor al infan­ tilismo camorrista y vuelta a empezar, de la forma epis­ tolar a una compulsión por rimar en baladas y aleluyas, y de ahí, a veces, a una lánguida canción interminable, como un salmo. Los sexos van cada uno por su lado. Ya no están vi­ viendo de espaldas uno al otro, sino que se están ale­ jando, por fin, uno de otro. Porque las mujeres necesitan espacio para lo que sólo pueden encontrar en su imagi­ nación.

LA MIRADA BIZCA: * SOBRE LA H ISTORIA DE LA ESCRITURA DE LAS MUJERES **

La historia del « Segundo sexo» *** en el orden masculino del mundo La crítica literaria feminista investiga las consecuen­ cias del orden patriarcal sobre la representación estética de las mujeres en la literatura escrita por los hombres (es decir, sobre las imágenes de las mujeres), y sobre la posible existencia y los ejemplos concretos de la litera* El título es ambiguo. Der schielende Blick puede significar «la mirada bizca» o «'la mirada subrepticia con el rabillo del ojo». Nota de la traductora inglesa, en adelante: [N. d. t. i.] ** Por razones de espacio, este artículo tuvo que ser conside­ rablemente abreviado. En el original, Sigfrid Weigel comenta la obra de Caroline Schlcgel-Scihclling, Sophic Mcreaux, Rabel Varnhagen, Bettina von Brentano, Fanny Lewald, Louise Aston, Inge Buhman, Christa Wolf, María Erlenberger, Caroline Mohr e Ingcborg Bachmann, para ilustrar las estrategias que emplean las escritoras en sus narraciones. *** En alemán esto es Das andere Geschlechi, que significa literalmente tanto «el otro sexo» como «el sexo diferente». Está claro que Weigel se refiere al libro de Simone de Beauvoir, Le deuxiéme sexe (El segundo sexo). [N. d. t. i.].

tura escrita por mujeres (es decir, en la literatura de las mujeres). Esta división entre imágenes de las mujeres y literatura de las mujeres es sólo una ayuda conceptual, no debe provocar una esquemática confrontación entre cultura «masculina» y cultura «femenina». Por el contra­ rio, debe permitir una investigación detallada de las re­ laciones entre una y otra y plantear las cuestiones siguien­ tes: ¿Hasta qué punto la imagen de las mujeres en el discurso y la poética masculinos toma en cuenta la rea­ lidad social e individual de las mujeres? Y, ¿reproduce la literatura de las mujeres esas imágenes de mujer o se libera de ellas, y, si es así, cómo? Los intentos (que se han tornado mucho más vigoro­ sos en los últimos años) por reconstruir la historia cultu­ ral de las mujeres ya no deberían contentarse simple­ mente con llenar los huecos que presenta el mapa de los textos literarios allí donde se había «olvidado» un nom­ bre de mujer. No interesa construir un museo de mujeres de otros tiempos que hacen de modelos y heroínas (o víctimas), con el fin de probar la falsedad de la supuesta falta de cultura y de historia de las mujeres, un museo en que todas las «hermanas del pasado» estén expuestas: las que — a pesar de lo que digan los hombres— sí lo­ graron escribir, pensar, trabajar, celebrar o incluso par­ ticipar políticamente. Dado que la empobrecida tradición de la cultura de las mujeres no es sólo consecuencia de la magra produc­ ción cultural de éstas, sino también resultado de las nor­ mas y actitudes masculinas respecto a lo que constituye la tradición, cualquier consideración sobre la historia de las mujeres debe vincularse necesariamente a una crítica de la teoría literaria y la historia existentes. Sin embargo, debemos evitar separar esa laboriosa búsqueda de las huellas y las fuentes de la formación de teorías y con­ ceptos. Una «cierta tendencia positivista», en vez de una búsqueda sensata de las huellas, me parece perjudicial. Actualmente aparecen demasiadas heroínas cuyas biogra­ fías se caracterizan más por el voluntarista optimismo de sus creadores que por la vida de la mujer en cuestión.

Además, vivimos un diluvio de contribuciones teóricas sobre la estética, la productividad, la escritura y la histo­ ria de la cultura femeninas que, en su mayor parte, ig­ noran los textos concretos y resultan en cambio progra­ máticas. La anticipación de una cultura femenina libe­ rada, en la teoría feminista, corre el riesgo de volverse normativa si no parte de la crítica de las expresiones es­ téticas realmente existentes de las mujeres. Para dar sólo un ejemplo: la imagen de Ida Hahn-Hahn como una es­ critora aristocrática y basta, creada por la crítica lite­ raria masculina, puede aparecer junto a teorías que hablan de la búsqueda de un «espacio femenino», sin ninguna consideración de las estrategias de Ida HahnHahn, que tienen precisamente ese objetivo. Su imagen, elaborada obedeciendo al prejuicio masculino, no corres­ ponde a la teoría feminista. Esta separación entre la teoría y el examen positivista de las fuentes es particu­ larmente característica del feminismo alemán. El partidarismo de la crítica literaria feminista no debe tomar la forma de una voluntaria selección del buen grano entre la cizaña, es decir, la actitud de cuidar de las buenas y abandonar a las malas a merced de la crítica masculina. Esa parcialidad será mucho más productiva si los textos y las biografías de las mujeres reales — sus contradicciones, problemas, errores e incluso fracasos— se leen y examinan como un material del que las muje­ res pueden aprender. Un texto descubierto en algún ar­ chivo polvoroso no será bueno e interesante sólo porque lo escribió una mujer. Es bueno e interesante porque nos permite llegar a nuevas conclusiones sobre la tradi­ ción literaria de las mujeres; saber más sobre cómo las mujeres se enfrentan, en una forma literaria, a su situa­ ción actual, las expectativas vinculadas a su rol como mujeres, sus temores, deseos y fantasías, y las estrategias que adoptan para expresarse públicamente a pesar de su confinamiento en lo personal y lo privado. Las mujeres no carecen de historia, no están fuera de la historia. «Están dentro de la historia en una posición especial de exclusión en la que han desarrollado su pro-

pió modo de experimentar, su manera de ver las cosas, su cultura.» 1 Se requiere un nuevo esfuerzo (feminista) analítico e interpretativo para reconstruir todo eso. Los pasos teóricos y metodológicos para lograrlo deben par­ tir del fenómeno histórico de que las mujeres sean con­ sideradas como el «segundo sexo» 2 y de que ellas mismas se vean como tal. Aquí, «segundo» no significa compa­ ración ni otredad, sino inferioridad: los hombres son el primer sexo, el sexo auténtico. Las mujeres siempre son definidas según los criterios masculinos en cuanto a sus características, comportamiento, etc. En el orden mascu­ lino, la mujer ha aprendido a verse como inferior, inauténtica e incompleta. Como el orden cultural está go­ bernado por hombres, pero las mujeres siguen pertene­ ciendo a él, utilizan también las normas de las que ellas mismas son objeto. Es decir, la mujer está a la vez in­ volucrada y excluida en el orden masculino. Para la autoconciencia de la mujer, esto significa verse viendo que es vista y cómo es vista. Ella ve el mundo a través de unas gafas masculinas. (La metáfora «gafas» implica la utopía de una mirada liberada y sin obstáculos.) Está fijada en una auto-observación refractada en la mirada crítica del hombre, y ha abandonado la observación del mundo exterior a la amplia mirada de él. Así, su autorre­ trato procede del distorsionante espejo patriarcal. Para encontrar su propia imagen, debe liberar al espejo de las imágenes de m ujer pintadas sobre él por la mano mas­ culina. La metáfora del «espejo» — su otro lado y sus bordes, su efecto divisorio y «duplicador»— se utiliza general­ mente en la actualidad para describir la autoconciencia femenina controlada por la mirada masculina. Sin em­ bargo, la «búsqueda de ejemplos en los textos individua­ les concretos (cuadros, películas, etcétera)», que postu­ laba Silvia Bovenschen en su artículo de 1976, «¿Existe 1. Licia, en conversación sobre el feminismo, en Rossana Rossanda, Einmischung, Frankfurt, M. 1980, p. 226. 2. Simone de Beauvoir, Le cleuxiéme sexe, París, 1949.

una estética feminista?», sólo se ha realizado de una manera vacilante e insuficiente. Todavía nos faltan pre­ cedentes para una investigación sobre esa relación de espejo en la escritura real de las mujeres, ese «com pli­ cado proceso que implica conquistar y reclamar, apro­ piarse y formular, así como olvidar y subvertir». En las siguientes páginas me gustaría, por tanto, examinar al­ gunos ejemplos concretos de escritura de las mujeres — necesariamente un tanto dispares— y la relación de esas escritoras con la imagen dominante de mujer, las estrategias que han desarrollado dentro del contexto de la imagen del espejo y cómo se relacionan con su exis­ tencia como segundo sexo» en el orden masculino. Pero antes, me gustaría revisar la base metodológica de esa investigación. La cultura de las mujeres y otras « otras culturas» Hay más «otras culturas» aparte de la cultura de las mujeres, de manera que parece sensato ver qué podemos aprender de sus experiencias, sus conceptos y análisis y la forma que toman, y ver si se pueden adoptar sus su­ puestos metodológicos. Por ejemplo, está la teoría de las «dos culturas» de Lenin, que define la cultura proletaria como opuesta a la burguesa; la teoría de la «cultura ex­ tranjera», utilizada en las investigaciones sobre la dife­ rencia nacional o étnica, particularmente en relación con los pueblos del «Tercer Mundo»; la categoría de «subcultura», utilizada como término para designar a los grupos excluidos y oprimidos dentro del contexto espacial y temporal de una cultura dominante, y el concepto del «marginal» No tiene sentido utilizar la categoría de «m ar­ ginal» para describir la cultura de las mujeres debido simplemente al número de individuos que abarca. Cuan­ do Hans M eyer3 examina las imágenes de las mujeres en 3. Hans Meyer, Anssenseiter, Suhrkamp, Frankfurt/M., trad. inglesa: Outsiders: A Study in Life and Letters, Cambridge, Mass., año 1982.

vez de las mujeres mismas en su investigación, en las que incluye en esa categoría a las mujeres, los homosexuales y los judíos, se produce una simple distorsión lógica. Al referirse a las figuras míticas femeninas de la literatura y de la historia del arte, las confunde sin vacilar con las biografías de mujeres reales. Muchas formas de expresión femenina tienen una os­ cura existencia, similar a la de una «subcultura», contra la cual la cultura dominante erige defensas, como lo hace contra los fenómenos típicos de una «subcultura». Pero la cultura de las mujeres no se puede confundir tampoco con este concepto, porque existe una elemental contradic­ ción entre la importancia de las mujeres en la producción y reproducción de la vida material y social, por una par­ te, y la posición cultural subalterna de las mujeres, por la otra. Este hecho y la relación dialéctica entre los pa­ peles sexuales (que corresponden a una relación igual­ mente dialéctica del proletariado con la clase que se le opone) subraya la importancia teórica de un análisis de clase marxista y también de la idea marxista del desa­ rrollo del proletariado como clase en sí. Sin embargo, el vínculo entre el hombre y la mujer como seres sexuales contradice la dicotomía social de su existencia. La com­ plicidad de las mujeres con los representantes de la cul­ tura dominante en la relación sexual es un factor impor­ tante en la fatal seducción y la servidumbre de la mujer en el orden patriarcal, que obstaculiza la afirmación de una (¿segunda?) cultura femenina. Parece haber más similitudes con la teoría de una «cultura extranjera» o, más precisamente, con la relación entre colonizador y colonizado. También esa relación es el producto de un proceso histórico que parece inevita­ ble. Lo mismo que la «colonización de las mentes» (F. Fa­ nón) cambia y destruye la cultura extranjera, así la in­ culcación de valores patriarcales a la mujer representa para ella el peligro de asimilación en cuanto se eleva has­ ta (mientras aún está dentro de) el orden masculino. La desconfianza de la historia feminista hacia el ímpetu me­ todológico de la etno-antropología y la psicología más

recientes no puede ser excesiva. Estas investigaciones son en su mayor parte realizadas por miembros de los pue­ blos colonizadores y están escritas a partir de una fas­ cinación por los «nativos», que evoca la fascinación de los innumerables teóricos masculinos que participaron en el discurso acerca de la «naturaleza de la mujer» y que pensaron que podían descubrir todas las capacidades y cualidades perdidas y alienadas del otro sexo (o del otro pueblo), para hacer de la mujer un ser natural, cuyo único valor para la cultura residiría en su naturalidad. Pero a diferencia de los colonizados, las mujeres no pue­ den resistirse rescatando recuerdos de una cultura autó­ noma y pre-patriarcal. No poseen ninguna memoria co­ lectiva de un modo de existencia independiente del pa­ triarca/colonizador. E incluso si las mujeres pudieran re­ cordar una existencia alternativa, ésta seguiría siendo una existencia basada en la relación con el sexo masculino. Hay muy pocas huellas — pero tal vez ello significa sim­ plemente que sólo se han descubierto esas pocas hue­ llas— de la existencia real o de la utopía de una convi­ vencia igualitaria entre hombres y mujeres, sin domina­ ción. Las irívestigaciones feministas acerca del modus vivendi especial de las mujeres, que a la vez que partici­ pan en la cultura existente están excluidas de ella y opri­ midas en ella, deben iniciarse con una sana desconfianza ante toda herramienta conceptual y metodológica que no sea de origen feminista.

Sobre los rodeos del camino que va de las mujeres que escriben a la escritura de las mujeres Al leer la literatura de las mujeres, el modus vivendi del segundo sexo debería ser considerado como un pro­ blema de perspectiva (la percepción y el modo narrativo de la escritora). Sólo será posible reinterpretar la expe­ riencia femenina mediante la lectura de la literatura de las mujeres, si se toma en cuenta el rodeo a través de la concepción masculina.

El contenido y el modo narrativo de la escritura de las mujeres no se pueden considerar como expresiones originales de la experiencia femenina tout court. Más bien son intentos por encontrar algún margen dentro de la cultura masculina y pasos hacia una liberación de ella. Los inicios de la tradición literaria femenina son prin­ cipalmente expresiones inauténticas * de las mujeres; expresiones del segundo sexo, no del primer sexo, y por tanto no son expresiones genuinamente autónomas. Sólo se alcanzará el objetivo de una literatura de mujeres no distorsionada cuando las mujeres puedan decir «y o » en público sin tener que reconocer primero la definición masculina de su rol sexual. La historia de una tradición literaria femenina se puede describir como la liberación de la escritura, paso a paso, desde la perspectiva mascu­ lina hasta una escritura y un lenguaje auténticos de las mujeres. Así pues, muchas discusiones sobre si existe una ma­ nera de escribir específicamente femenina no han hecho más que girar en círculos y no han llegado a ninguna parte, porque las mujeres no han utilizado las palabras «m ujer» y «femenina» sin ambigüedad; han hablado de las expresiones culturales de las mujeres de un modo completamente ahistórico, confundiendo los significados ideológico, empírico y utópico de la palabra «femenino». Se puede probar que la hipótesis de que las mujeres es­ criben «diferente» que los hombres es cierta o que es falsa con igual número de ejemplos. La cuestión de si los contra-ejemplos son excepciones — de hecho, intentos por establecer empíricamente una diferencia en la escri­ tura— me parece carente de sentido en sí misma. Me pa­ rece mucho más importante la cuestión de si las mujeres * En alemán, uneigentlich, que tiene dos significados: «no ser verdadero respecto a uno mismo» y «no ser primario». He ele­ gido traducirlo como «inauténtico» (y por tanto eigentlich será «auténtico»), siguiendo la traducción inglesa de E l ser y el tiempo, de Heidegger. Weigel se apoya implícitamente en Heidegger. (Ver Being and Time, trad. de Macquarrie y Robinson, Londres, 1962.) [N. d. t. i.]. Reproducimos esta nota porque la opción es válida también para la traducción española [N. d. ed. esp.].

han encontrado su propio nicho cultural: si, gracias a que escriben diferente que los hombres, han desarrolla­ do una manera de hablar que refleja sus deseos y expe­ riencias, o si se someten a las presiones y tentaciones de la imagen masculina de las mujeres. La observación em­ pírica de que las mujeres escriben diferente no es por tanto más que el punto de partida para plantear la cues­ tión de si esa escritura diferente sigue el patrón prescriptivo que definía el discurso sobre la «naturaleza de la mujer» o si lucha por la utopía de una feminidad «otra» pero autónoma. Por supuesto, esta alternativa sólo existe en la formulación abstracta de la pregunta y no en el texto mismo. Porque un texto, mientras el autor viva en una cultura patriarcal, nunca presentará solamente la imagen dominante de la mujer ni solamente la de la «nueva mujer». Una literatura que da voz a la situación de la mujer como sexo impropio no puede (todavía) ser suficiente. Dado que las escritoras individuales del pasado han reaccionado ante las ideas dominantes de «m ujer» afir­ mativamente, críticamente, protestando u ofreciendo un contra-modelo, la historia literaria de las mujeres se ha dividido erróneamente en fases. Elaine Showalter, por ejemplo, distingue primero la fase de imitación e inter­ nalizaron de las normas masculinas (la fase «femeni­ na»); luego, la fase de la protesta («fem inista») y tercero, la de la auto-realización («hem bril»).4 Aunque no consi­ deremos estas fases como una cronología histórica pre­ cisa, resultan de todas maneras insuficientes para inter­ pretar la mayoría de los textos, porque una gran cantidad de la literatura escrita por mujeres es considerablemente ambivalente en cuanto a la imagen de mujer que presen­ ta. La relación entre la auto-realización individual de las mujeres y su auto-afirmación cultural ha evolucionado de un modo muy contradictorio. La literatura escrita por mujeres desde el siglo xvm ofrece numerosos ejemplos 4. Elaine Showalter, A Literatura of Their Own: British W omen Novelists from Bronte to Lessing, Princeton, 1977.

de contradicciones entre, por ejemplo, la esfera pública y la liberación, entre diversos géneros de escritura, entre programas de emancipación y fantasías ficticias, entre emancipación intelectual y amor romántico, entre con­ formidad exterior y fuga subversiva... Ninguna de esas mujeres, a partir de cuyas biografías ahora (por fuerza) intentamos reconstruir el mosaico de la historia de las mujeres, logró realizar «la libertad y la felicidad»; ni siquiera lograron exigirlas. La conformidad y la sumi­ sión parciales — como estrategia, como protección o, sim­ ple y poco problemáticamente, como una norma de com­ portamiento internalizada— son generalmente el precio que pagaron por escapar a su rol. La renuncia y la pro­ testa, la independencia y la servidumbre, el valor y la desesperación generalmente estaban tan próximos que tenemos que descodificar la estructura oculta de las po­ sibilidades de expresión de las mujeres en una cultura patriarcal, antes de poder valorar su escritura. Estas con­ tradicciones pueden explicar por qué diferentes biogra­ fías de la misma mujer con frecuencia presentan imáge­ nes tan distintas de ella.

Para salir de la esfera privada: sobre la diferencia entre escribir y publicar [...] Mientras no se tome ninguna medida para crear una contrapartida femenina de la esfera pública, las mu­ jeres que escriben se verán obligadas a elegir entre con­ formarse a los criterios estéticos masculinos o adquirir su propio lenguaje bajo la protección de la esfera, si no quieren exponer y sacrificar toda su persona cuando pu­ blican un texto. La resistencia de las mujeres a exhibirse en el mercado literario es resultado de su experiencia en la esfera privada. Su exclusión de la economía, la política y la cultura implica que la auténtica literatura de las mujeres sólo podía al principio dar voz a los sentimien­ tos y preocupaciones «meramente» personales y subje­ tivos. La publicación de la subjetividad de una mujer no

equivale, sin embargo, a su liberación, por tener conse­ cuencias (a menudo desagradables) para su propia felici­ dad. Por lo que se refiere a las mujeres, no se hace ningu­ na distinción entre el escritor y la persona. Así, el deseo de las mujeres de una participación pública y de igualdad en la esfera cultural se ve frenado por el deseo de prote­ ger su propio yo. El deseo de ser reconocida independien­ temente de su relación con un hombre vuelve pública la vida privada de una mujer. Sin embargo, ¿en qué mo­ nografía erudita sobre un autor masculino, por ejemplo, se puede encontrar el tipo de basura sensacionalista que encontramos acerca de Sophie Mereu en el libro de Ernst Behler sobre Schlegel?5 Por ejemplo: «Schlegel había respondido: 'Pero es una putilla encantadora', a lo que Polchau replicó, 'Oh, ¡en la cama es deliciosa!'.» No sólo la propia Caroline Schlegel decidió limitarse a escribir cartas. También Rahel Levin (Varnhagen), que sobre todo se preocupaba por la autenticidad de la escri­ tura de la mujer en su rechazo de la publicación: Me parece que está en la naturaleza de esa reprensible vanidad de la m ujer que escribe para la publicación — es decir, que procura escribir algo conscientemente pensado— colocarse siempre en una posición de subordinación frente a uno o varios hombres y desfigurarse a sí misma al propio tiempo. D ia rio , 1823 6

Sin embargo, recomienda a su hermana, en una carta escrita en 1819: «V e a lugares donde haya nuevos obje­ tos, palabras y personas, donde puedas refrescar tu san­ gre, tu vida, tus nervios y tus pensamientos. Las mujeres necesitamos eso doblemente.» 7 En su salón y en sus cartas, creó espacios donde ella 5. Ernst Behler, Friedrich Schlegel in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten, Reinbek b. Hamburg, 1966, p. 84. 6. Rahel Varnhagen, Buch des Andenkens an ihre Freunde, ed. Hans Landsberg, Berlín, 1912, subrayados de S.W. 7. Rahel Varnhagen, Buch des Andenkens an ihre Freunde, 3 vols., Berlín, 1934, vol. 2, p. 564, subrayados de S.W.

misma podía despertar a la vida. Dirige sus propias ex­ presiones verbales y escritas a individuos o grupos pe­ queños. Debido a su carácter privado, la carta es el gé­ nero que mejor corresponde a su lenguaje visual y aso­ ciativo, en el que la espontaneidad y la reflexión no se excluyen mutuamente. En ese género, las jerarquías del discurso masculino y la poética normativa de los géneros carecen de valor: el orden de cosas masculino, el orden de rango, de significación y de importancia no pueden alcanzarlo. Aquí, «el tiempo puede seguir el ritmo de sus pasos». [...]

Acercarse a la utopía femenina bajo el disfraz protector de la literatura En los siglos xvin y xix, muchos textos publicados escritos por mujeres aparecieron anónimamente o bajo un pseudónimo (generalmente masculino). Esa vía de pu­ blicación representa la posibilidad formal de superar la contradicción entre la autoprotección y la auto-expresión. Sin embargo, es una solución ilusoria, como la función del velo frente a los ojos de la mujer, que ciertamente la protege pero también obstaculiza su visión. Sólo se pue­ de alcanzar una verdadera solución sobre la base de un público y una poética diferentes, es decir, si ambas cosas corresponden a la expediencia femenina. En el largo y arduo camino hacia esta solución, las mujeres han inven­ tado múltiples estrategias que les permitían hablar y es­ cribir a pesar de este conflicto. Una de ellas es el des­ pliegue del texto de ficción. Las mujeres publicaron tex­ tos literarios antes de exponer ninguna concepción sobre su sexo en la filosofía, el periodismo o la política. Antes de la Revolución de 1848 (en Alemania), sólo se habían publicado unos pocos textos no poéticos escritos por mu­ jeres. En los años revolucionarios y luego, cada vez más, a partir de 1860, hubo un número creciente de ensayos, obras programáticas y cartas abiertas de las propias mu­ jeres sobre la situación y el rol de la mujer. También las

autobiografías de mujeres, que es un género derivado de la publicación de experiencias personales, sólo empeza­ ron a aparecer a mediados del siglo xix. El disfraz de la literatura procura protección así como la oportunidad de superar las fronteras de lo real y pos­ tular utopías. La ficción es un espacio en el que se puede aprender a caminar, a fantasear y a experimentar, para abrir una vía creativa a partir de la tensión entre «las limitaciones de las estrategias y la naturaleza inadecuada de los deseos» 8 en la vida real de las mujeres. Es obvio por qué hubo un aumento del número de mujeres que tomaron la pluma a fines del siglo xvm , en el momento en que la estética de los románticos creaba nuevas posibilidades de expresión poética. El principio de la mimesis quedó abolido, lo fragmentario fue acep­ tado, el texto cerrado se disolvió. La armonía entre la estructura de la realidad y la narrativa se rompió, y esto abrió puertas por las que las mujeres pudieron penetrar en la esfera de la alta literatura. Porque el ritm o de la experiencia femenina queda en buena medida excluido de la organización temporal y espacial sancionada por la sociedad, de la jerarquía reconocida de temas y senti­ mientos. (Por esto, el concepto de orden masculino sirve para describir la cultura patriarcal dominante.) Sólo una estética que se define por oposición a lo «naturalmente bello» (que de hecho ya no es bello y, para las mujeres, es generalmente feo) permite el desarrollo de un lenguaje femenino de la experiencia sin pedir con­ formidad al patrón dominante de percepción y de dis­ curso. Las verdaderas limitaciones de la vida femenina se pueden superar y la protesta femenina se puede de­ satar sólo cuando las experiencias contradictorias de las mujeres se puedan incluir, sin tener que ser transferidas a una solución plausible y realista, dentro del marco de un texto/argumento. Esta es la razón por la que hay en la novela social tantas transiciones fluidas hacia lo afir­ 8. Este es el subtítulo de Ulrike Prokop, W cibílcher Lebcnszusammenhang, Frankfurt am Main, 1976.

mativamente trivial cuando está escrita por mujeres. Con­ sideremos, por ejemplo, el surgimiento de la «novela de mujer», en el siglo xix. Muchas de las novelas escritas entre 1815 y 1848 de­ rivan su talante crítico de la resistencia al matrimonio de conveniencia; su tensión épica procede del tema de la oposición entre amor y matrimonio. Sin embargo, en estos textos también se esconde la ideología del amor verdadero tras la crítica al matrimonio de conveniencia. En la segunda mitad del siglo xix, hay un aumento del número de novelas que dan un tratamiento positivo al tema del matrimonio por verdadero amor, con el que el conflicto se resuelve: la tensión ha-desaparecido. Pero el rol de las mujeres no ha cambiado, excepto que ahora la heroína se somete por amor. Estas novelas son trivia­ les también, porque una vez más describen los roles se­ xuales dentro del marco preestablecido.

Máscaras: problemas de representación para las escritoras Incluso dentro del género narrativo, la elección de una forma particular de representación y de manera de escribir tiene para las mujeres una doble importancia (la estética y la específicamente femenina). El problema que representa su estatus como segundo sexo en relación con la publicación — que, sin embargo, ya no es mera­ mente un problema formal— está particularmente vincu­ lado al punto de vista del narrador. Hasta ahora, en la teoría narrativa, esto se ha tratado en términos del tiem­ po y espacio de la acción narrativa. No se puede sim­ plemente añadir a esos términos una dimensión específi­ camente sexual, sino que ésta debe contribuir a una nue­ va crítica de la técnica narrativa. Esta relación que se establece en el texto entre el narrador, los personajes y el autor no se debe leer sólo como la realización de la concepción literaria de la autora, sino también como una función de la percepción y la experiencia de las mujeres

como segundo sexo. No se puede dar por supuesto, ni siquiera en la literatura de las mujeres contemporáneas, que una autora elegirá crear un personaje principal fe­ menino y/o una narradora: esto no es siempre lo más adecuado para el tema y el argumento. Las escritoras prefieren, más frecuentemente, elegir una heroína en vez de permitir que el punto de vista narrativo las traicione como mujeres que escriben. Muchas que escriben con la sensación y la conciencia de su posición como segundo sexo, la expresan experimentando con diferentes combina­ ciones de narrador. Esto con frecuencia produce discon­ tinuidades en el texto, pero esto no debe atribuirse a irsimple descuido, porque también muestra cuán difícil es para muchas mujeres mantener la máscara del elemento aparentemente objetivo, pero en realidad masculino, de la narrativa tradicional. Con frecuencia se introduce una distancia narrativa al convertirse en protagonista principal un personaje de mujer con quien la escritora obviamente se identifica. Y aunque Christa W olf ya no parece tener problemas para permitir que una narradora mujer reflexione sobre Christa T.,9 eso no significa que los problemas de repre­ sentación esbozados aquí están ya resueltos para las mu­ jeres en su conjunto. Muchos textos contemporáneos escritos por mujeres iluminan — a veces con un esfuerzo que pueden percibirse en el texto— su experiencia como mujeres, y gracias a ello alcanzan un ventajoso punto de vista. Esto ha sido criticado como falsa introspección, estrechez mental femenina, etc. En mi opinión, esta fo r­ ma de escribir sólo se puede entender correctamente en términos de su importancia histórica, como liberación de un pasado de fingimientos, máscaras y conformida­ des. [...]

9. Christa Wolf, Nachdenken über Christa T., Halle/Saale, 1968, [Nota de la editora.]

Desencantamiento y destrucción de la imagen de la mujer, y nacimiento de una nueva heroína Hay otras concepciones de la escritura que inscriben estas contradicciones en la literatura misma y, al hacer­ lo, no las dejan de lado ni las destruyen, sino que les dan forma para trabajar con ellas. Hay textos que conciben la búsqueda de una nueva identidad y una nueva forma de vivir para las mujeres como una liberación respecto de la vida trazada según los estereotipos de la feminidad. Esta liberación, en su forma radical, sólo parece posible si se reconoce la dependencia. La mujer como segundo sexo que sabe que se percibe a sí misma como reflejo del deseo masculino puede desarrollar una confianza en sí misma dándole a su auto-observación la forma de anti­ reflejo. Que este anti-reflejo contenga también cierto de­ sencanto se debe a que las imágenes masculinas de las mujeres — en contraste con la realidad social de éstas— no sólo presentan a la mujer como un sexo situado en posición desventajosa, sino que la sitúan en un pedestal, para que esas imágenes comprendan la humillación y la veneración, así como el miedo a la supuesta omnipoten­ cia de la mujer. El camino del desencantamiento con frecuencia implica de una puesta a prueba y una travesía de estas imágenes, hacia la destrucción o la desilusión.

[...] De las fantasías y de la renuncia La producción imaginativa de las mujeres escritoras no se puede considerar independiente de las vidas de las mujeres y del contexto de sus vidas. La imaginación fe­ menina desatada siempre ha resultado amenazadora para los pedagogos burgueses. En la vida cotidiana, la creatividad de las mujeres está limitada por el restringi­ do campo de acción y de experiencia que cabe en el ghet­ to de las necesidades y la mezquindad de la vida familiar (que potencialmente, ofrece espacio para un trabajo con

creto y valioso, pero de hecho, debido a su estructura, aísla a la mujer que trabaja en él y la aliena de muchos contextos sociales significativos). Sin embargo ni siquie­ ra esta jerarquía estructural era considerada suficiente­ mente segura por los autores de innumerables manuales educativos. En el siglo xix, estos manuales de la buena crianza de las jovencitas estaban llenos de teorías, suge­ rencias y planes para canalizar la imaginación femenina. La gramática era considerada como un instrumento para ordenar el lenguaje y el pensamiento; se recomendaban todo tipo de labores de aguja, que exigen una paciencia constante, porque cumplían las normas de la ética bur­ guesa del trabajo («primero trabajar, luego jugar») y di­ rigían el impulso creativo hacia la producción de objetos inútiles, seguros y agradables, que, además, si formaban parte del ajuar, ocupaban los pensamientos de la pro­ ductora en su destino futuro como esposa y madre. [...] Los críticos literarios sólo registran como incapacidad o defecto las ambigüedades observables en el mensaje emancipatorio de las novelas de las mujeres. En mi opi­ nión, la contradicción entre la protesta de los personajes femeninos y la postura afirmativa que presenta un texto lu descansa en una tensión épica específica, que correspon­ de a una actitud ambivalente por parte de la autora. Dentro del espacio ficticio del argumento, se imagina una huida, se prueba la resistencia, se formula la indig nación. Sin negarse a sí misma el placer de fantasear, la autora puede, porque es responsable de los pensamien­ tos y acciones de su heroína, seguir siendo conformista ya sea castigándola o permitiéndole (comprensiblemente) renunciar. Y así, tal vez, el mensaje pueda sin embargo alcanzar a las lectoras de una manera subversiva. Sospe­ cho que las lectoras contemporáneas leyeron, entre lí­ neas, las novelas de Luise Mühlbach, Fanny Lewald y otras, porque ¿de qué otra manera podrían haber obteni­ do su mala reputación, según la cual corresponde a la 10. Aquí, Weigel se refiere a Fanny Lewald, una escritora ale­ mana de mediados del siglo xix. [N ota de la editora.]

tradición de George Sand, cuyo nombre era sinónimo de mujer emancipada?

E l recurso

* femenino:

mirar de reojo

Hasta aquí el tema y la concepción de nuestra discu­ sión pueden parecer limitados. Giran en torno a lo otro el desarrollo de una cultura y una utopía femeninas y, sobre todo, en torno a la relación entre las imágenes de mujer y la autoconciencia femenina. Las mujeres debe­ rían permitirse mirar por el rabillo de un solo ojo, de esa manera estrecha y concentrada, para con el otro quedar libres de vagar por todo lo ancho y lo largo de la dimensión social. Para poder mirar a través de su rol específico como mujeres, en todas las esferas y en todos los niveles, necesitan por lo menos dedicar la mitad de su campo de visión a esa mirada rígida sobre el llamado «problema femenino». Sólo podrán corregir ese mirar de reojo cuando el tema de la mujer sea redundante, cuando la mujer que vive y escribe haya superado su doble vida su vivir según el modelo fijado por las imágenes domi­ nantes y en anticipación de la mujer emancipada.

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Y como la emancipación presupone o incluye la abolición de la desigualdad económica y la injusticia social, el nuevo feminismo tiene, por así decirlo, una m irada doble, partida.11

La mujer italiana, Lidia, que habla aquí se refiere con esto a la irreconciliabidad de su biografía feminista y su biografía política. Expresa la experiencia de muchas mujeres que encontraron obstáculos cada vez que quisie­ ron poner en práctica sus opiniones, obstáculos a los que debían someterse parcialmente si querían comunicar al­ guna cosa. La conformidad o la negativa (o la renuncia) * En alemán, Vermógen, que significa a la vez «capacidad» y «riqueza». [N . d. t. i,]. 11. Lidia, en Rossanda, op. cit., p. 20.

es la amarga alternativa para aquellas mujeres que quie­ ren salir del ghetto de los deberes femeninos. Esto ocurre en todos los campos que están bajo control masculino, en las instituciones, los partidos políticos establecidos, otras organizaciones políticas y grupos de presión. Así pues, ésta es la típica oposición femenina: Conformismo/excentricidad exagerada. Aceptación de los valores masculinos/rechazo de todos ios valores. Cualquier forma de conducta que elija una mujer, todo lo que le queda, mientras no pueda formular valores nuevos, es el silencio o la charla. ¿Cómo podemos salir de ese callejón sin salida? 12 Ha habido muchos intentos de formular teóricamente la conexión entre el análisis de las cuestiones políticas y la relación entre los sexos. Entre ellas, la contradicción primaria/secundaria es una de las variantes más tenaces y también una de las más estériles. La consigna, que r ha hecho recientemente popular, de que «lo personal es político» intenta reconciliar retóricamente esa oposición. Esto resulta provocativo porque transgrede el tabú que rodea a lo que ha sido declarado meramente personal y da publicidad a las relaciones de poder dentro del ho­ gar. Así, verbaliza la negativa de muchas mujeres a se­ guir tolerando las divisiones existentes. Sin embargo, la frase «lo personal es político» resulta también engañosa, porque promete una solución política para los sufrimientos personales. Gracias al cielo, no pue­ de haber ninguna solución política — es decir, organizada, formal— a lo realmente personal, porque eso significaría la suspensión de toda autodeterminación individual. El amor, el dolor y la felicidad, el deseo de superar los propios límites y la auto-afirmación no se pueden distri­ buir según unas reglas; eso tendría por resultado el co­ lapso de las relaciones humanas. Así se demuestra en las 12. Claudine Herrmann, Sprachdiebinnen, Munich, 1977, p. 30, subrayados de la autóra.

utopías literarias en que se intenta reconciliar el conflicto entre el deseo de someterse y la lucha por la autonomía que, a su vez, extermina la raíz de este conflicto, es de­ cir, el deseo. Programas como éste descansan en un mal­ entendido fundamental. Confunden el doloroso acopla­ miento del amor con la sumisión, la infiltración de las relaciones humanas por las relaciones patriarcales de po­ der, en que los individuos se enfrentan unos a otros como portadores de roles sexuales, por la vibrante contradic­ ción entre libertad e identidad que surge en toda relación heterosexual profunda y que también se experimenta en las relaciones homosexuales y lésbicas. «E l poder de lo social remplaza al de lo sexual con demasiada frecuen­ cia.» 13 Las mujeres tendrán que aceptar experimentar lo «personal» por sí mismas durante mucho tiempo. Don­ dequiera que las mujeres están aisladas, experimentan una brecha, ya sea en relación con sus empleos o con su vida política, social o cultural. El hilo que conecta lo que por lo demás se experimenta y vive en compañía de y en conversación con mujeres parece haberse roto. Se convierten en reincidentes. Aprender a ver por el ra­ billo del ojo, como táctica feminista, implica no consi­ derar esto como un fracaso personal, sino como algo ne­ cesario, como una doble existencia que no se puede ar­ monizar aquí y ahora, durante este período de transición. Volvamos a la imagen del espejo. Si borramos del espejo las proyecciones, las imágenes, éste quedará en blanco al principio. Podemos pintar el espejo con nuevos conceptos, pero éstos también serán imágenes; ni siquie­ ra romper el espejo nos servirá de nada. Por el momento, no es posible imaginar con alguna certidumbre o en al­ gún detalle cómo será la mujer liberada, menos aún cómo será percibida. Para vivir a través de este espacio transicional entre el ya no y el todavía no sin volverse loca, es necesario que la mujer aprenda a mirar en dos direc­ 13. Luce Irigaray, «Romantische Liebe», en Sex und Lust, ed. Arno Widmann, Aesthetik und Kom m unikation, vol. 7, Ber­ lín; 1981, p. 52.

ciones divergentes simultáneamente. Debe aprender a ex­ presar las contradicciones, a verlas, a comprenderlas, a vivir en ellas y con ellas, y también aprender a ganar fuerza de la rebelión contra el ayer y de la anticipación del mañana. Tanto la mujer histérica que abandona su papel como la mujer loca que ataca el orden masculino utilizan sus cuerpos para articular la contradicción. «La locura y la histeria son los dos lados de la demencia femenina, tal como han sido definidos (e, incidentalmente, también causados) por los hombres.» 14 Gracias a una lectura entre líneas de la definición masculina, el elemento rebelde de la histeria ha ingresado recientemente en el campo de visión (feminista). Sin embargo, incluso en esa lectura, se conserva la ambivalencia porque la histérica y la loca, al utilizar sus cuerpos, también los dañan y, así, se dañan a sí mismas. Ciertamente es todo un logro no estar des-centrada,* si consideramos el actual estado de cosas. Elisabeth Lenk, en su metáfora de «la mujer auto-reflejante» que puede «desarrollar la nueva relación consigo misma sólo me­ diante las relaciones con otras mujeres»,15 ha mostrado el elemento curativo de esta locura: La m ujer cree, al entrar en relación consigo misma por prim era vez, cuando se refleja por primera vez a sí misma, que se ha vuelto loca. Pero esta locura aparente no es nin­ guna locura: es el prim er paso hacia la cordura.16

Esta relación en la que «la mujer se convertirá en es­ pejo viviente de la mujer, perdiéndose y volviéndose a encontrar de nuevo» 17 puede ser un proceso curativo, en 14. Hermann, op. cit., p. 65. * En alemán, ver-rUckt. Mediante ese guión, Weigel le da una connotación distinta de su sentido habitual de «loca». Así, im­ plica también «fuera de lugar, desplazada». [N. d. t. i.], 15. Elisabeth Lenk, Die sich selbsí vcrdoppvlnde Frau. (Tra­ ducción en el capítulo 11.) 16. Ibid. 17. Ibid.

mi opinión, si la mujer no ve a la otra mujer como un modelo * que hay que copiar: sólo si está dispuesta a descubrir y a aceptar el «ya no» y el «todavía no», es decir, su doble vida presente. Rahel tenía una intuición de esta doble vida. «[T e n g o ] la enorme fuerza de dupli­ carme a mí misma sin confundirme»,18 con lo que se re­ fería a la irreconciliabilidad de su vida interna y su vida externa. En su duplicación del yo, ella conserva lo que se habría destruido de haber sido públicamente expues­ to. A esta consciente renuncia a reconciliar modelos y utopías se refiere Julia Kristeva cuando dice «una praxis femenina debe ser negativa para decir que esto es y esto todavía no es», es decir, «para decir el no ser».19 El lenguaje que hemos aprendido es inadecuado para esa praxis negativa, como demuestra la mudez (la lite­ ratura no escrita de las mujeres) y la volubilidad (el mon­ tón de literatura trivial que han producido las mujeres). Hemos aprendido nuestro lenguaje de nuestros padres... y de nuestras madres. La institución de «el padre» y la reproducción de «la madre», en las formas discutidas/ conjuradas en interminables discursos durante los últi­ mos doscientos años, desde los días de la primera Ilus­ tración hasta los ideólogos de la política de la familia burguesa son, sin embargo, los cimientos del patriarcado. Lo que es cierto respecto a la apariencia también se apli­ ca al lenguaje. El lenguaje femenino (que no implica un nuevo vocabulario, como con frecuencia se piensa) «ya no» y «todavía no» existe; «ya no» es virtuoso y agrada­ ble y «todavía no» es liberado y auténtico. Por tanto, tendremos que practicar cuidadosamente el uso preciso del lenguaje recién adquirido, atentas tanto a sus limi* En alemán, Vor-bild. De nuevo, mediante el guión, Weigel le da otro significado a la palabra. En el uso común, significa «mo­ delo ejemplar». Pero aquí implica también «imagen situada fren­ te a alguien» y también «imagen que precede cronológicamente a otra». [N. d. t. i.]. 18. Varnhagen, op. cit., p. 83. 19. «Kein weibliches Schreiben? Fragen an Julia Kristeva», en Freibeuter, vol. 2, 1979, pp. 81-82.

taciones visibles como a sus limitaciones ocultas, pres­ tando atención sobre todo al significado de los patrones de lenguaje, los dispositivos retóricos y los géneros. Si la escritura/literatura ha de ser un espacio en que pueda expresarse esa doble vida, en que puedan inter­ cambiarse opiniones para acabar con el concepto de la vida como imagen en el espejo de las proyecciones mas­ culinas, donde se puede poner a prueba la libertad para encontrar un lenguaje para nuestros propios deseos y anhelos, los conceptos existentes (sobre todo los de los géneros dominantes) no son adecuados o sólo en último extremo, si sus moldes se utilizan de una manera refrac­ tada, paradójica.

La feminidad en la escritura: encontrad a la mujer El desplazamiento del énfasis de la teoría feminista del interés por la representación del hombre y la mujer, al interés por los elementos de la feminidad en la escri­ tura, es un rasgo común de los escritos de las feministas psicoanalistas francesas Luce Irigaray y Héléne Cixous. N o me interesa convertir a la m ujer en s u je to y o b je to de una teoría; es imposible abarcar lo femenino con ningún término genérico. Lo femenino tampoco puede ser signifi­ cado por ningún nombre apropiado, por ningún concepto, ni siquiera el de M ujer.20

Lo «femenino» significa más que «m ujer». De ello se deriva la idea de Luce Irigaray de que no es cuestión de «hacer una teoría de la mujer, sino de dar a lo femenino un lugar en la diferencia entre los sexos».21 Su método para encontrar ese «lugar de lo femenino» es, una vez más, la travesía de diversos discursos, el filosófico y el psicoanalítico, en que lo «femenino» se define de hecho 20. Luce Irigaray, Das Geschlecht das nicht cins ist, Berlín, 1979, p. 162. 21. Ibid., p, 165.

como una carencia, como déficit. (Ver su libro Speculum, que es un ejemplo de recorrido de la teoría y la crítica freudianas.) Esta travesía tiene lugar sin embargo — al contrario que en el modelo onto-teo-lógico— en el estilo femenino: Ese estilo de esta «escritura» de m ujer incendia las pala­ bras fetiohizadas, los términos correctos, las formas bien construidas. Este estilo no da privilegios a la mirada... lo simultáneo sería su «esencia»... que nunca demorja en la posible auto-identidad de alguna forma. Siempre está flu­ yendo... Su «estilo» se opone a todo tipo de forma, figura, idea, conceptos rígidamente construidos, y los hace ex­ plotar.22

La travesía, el cuestionamiento y el descuajamiento del discurso son necesarios (escribe Irigaray) porque la exclusión de lo femenino tiene lugar dentro de los mode­ los y las leyes, los sistemas de representación, que fun­ cionan sólo como auto-representación de la subjetividad. El objetivo final es la destrucción del modo de funcio­ namiento del discurso. Estos aspectos de las ideas de Luce Irigaray sobre lo femenino tienen mucho en común con las de Héléne Cixous: la proximidad entre lo «femenino» y lo que fluye, el cuerpo, el ritmo, la falta de forma de un texto femeni­ no sin principio ni fin, la proximidad con el palpar y el tocar. Para Cixous, éstos son los rasgos de una «economía femenina» que ella describe como antagonista de la «eco­ nomía masculina», de lo simbólico y lo filosófico y del discurso. La mujer es como el inconsciente que ha sido reprimido y excluido del orden masculino. Es por tanto posible, en su opinión, que la mujer deje que lo reprimi­ do aparezca en su escritura sin pasar por la travesía de discursos que sugiere Irigaray.23 Y así las mujeres pueden 22. Ibid., p. 81. 23. Héléne Cixous, «Wenn ich nicht schreibe, ist es, ais wáre ich tot», en Héléne Cixous, Die unendliche Zirkulation des Begehrens, Berlín, 1977.

albergar en sí mismas el potencial para un programa positivo: Así ocurriría que las mujeres empezarían... a desplegar un deseo... que rompería con los cálculos del «No debo per­ der a menos que sea para ganar todavía más»... para sal­ varse de todo cuanto es negativo en el trabajo y para sus­ citar un trabajo que tenga una orientación positiva y que será caracterizado como lo Otro viviente, como lo Otro sal­ vado, como lo Otro ya no amenazado por la destrucción. Las mujeres tienen algo que podría organizar esa supervivencia y ese resurgimiento de lo Otro, de la diferencia idemne.24 El intento de revitalizar eso «O tro», que ha sido ex­ cluido de la cultura junto con el sexo femenino, está in­ cluido en ese programa. El texto es un objeto de deseo, la «fem inidad» está inscrita en él: como continuidad, lo inconsciente, lo rítmico, lo arcaico. Si esta descripción de lo «fem enino» es correcta, entonces los programas di­ dácticos de filósofos como Kant, Fichte y Rousseau pa­ recen haber cumplido su propósito de polarizar los se­ xos: «Es, por así decirlo, deber de las mujeres encontrar la moralidad a través de la experiencia. Es nuestro deber llevarla a un sistema.» 25 Rousseau, con su oposición entre el movimiento y la abstracción, valora en menos lo «fe ­ menino», Irigaray y Cixous lo valoran en más, no sólo por una simple inversión de las normas, sino con la intención de suspender y disolver la dicotomía entera, de minar el sistema. La feminidad es, entonces, el verdadero objetivo de ambos sexos. Esto significa que ya no corresponderá lo «masculino» al hombre y lo «femenino» a la mujer, sino que la feminidad puede ser redescubierta o manifes­ tada tanto en el hombre como en la mujer. Ya no se trata del viejo sueño de la androginia — es decir, la mezcla de las características independientes del sexo biológico—

24. Cixous, «Gcschleeht oder Kopf», ibid., p. 34. 25. J. J. Rousseau, Érnile ou de Védiiccition, La Huye, 1762, Gamiei', París, 1964, y otras eds

sino de la feminización de la cultura, punto de vista ex­ clusivo de esta teoría. Aunque los principios de Cixous e Irigaray son muy ricos en sus descripciones del orden masculino y condu­ cen a una serie de importantes observaciones textuales, veo en ellos algunos peligros potenciales, sobre todo en su recepción y aplicación. La falta de cualquier diferen­ ciación histórica entre lo que la mujer debería ser según el deseo masculino (por ejemplo, Rousseau), lo que es, y lo que podría ser — es decir, la falta de distinción entre la imagen de m ujer, la m ujer y la utopía— corre el riesgo de confinar lo «fem enino» en lo «eterno femenino», mien­ tras en una revisión del orden masculino, lo masculino toma fuerza de lo femenino: viejo sueño que se encuentra en Schlegel, Kleist, Flaubert, Marcuse y muchos otros. La fusión del objeto del deseo (la mujer) con el objeto del deseo (texto), por un hombre que fantasea que él es la mujer del texto — es decir, la coexistencia pacífica de la misoginia con la florificación de la mujer— tiene sus orí­ genes en la conexión establecida entre sensualidad, poé­ tica y feminidad. [...] No creo que el hecho de que los hombres descubran los «elementos femeninos» en la literatura nos lleve muy lejos; como mínimo, su presupuesto teórico — la tesis freudiana de la bisexualidad humana demostrada por la presencia de rasgos «femeninos» y «masculinos» en am­ bos sexos— es una utilización problemática de la pola­ ridad conceptual femenino/masculino. Aunque tiene ori­ gen en la buena intención de liberar los roles sexuales de su determinación biológica, esta tesis sólo prescribe de hecho una dicotomía entre los sexos mucho más pro­ funda y significativa, porque eterniza esa dicotomía en términos de roles sexuales sociales. Todo un montón de características específicas quedan incluidas en un solo concepto, de manera que la oposición (derivada de la di­ cotomía sexual burguesa) entre lo «masculino» (activo, racional, etcétera) y lo «fem enino» (pasivo, emocional, etcétera) resurge una vez más, y la única diferencia es

que ahora puede haber mujeres «masculinas» y hombres «femeninos». ¡No es un gran adelanto! Por el contrario, me parece más sensato conservar las palabras «hom bre» y «m ujer» — porque después de todo se trata de los individuos vivos y caracterizados por esos términos— y hablar y pensar sobre las características y modos de comportamiento implícitamente atribuidos como si realmente existieran. Sólo hablando de indivi­ duos vivos es posible vincular dos fenómenos discretos, como lo activo y lo emocional (de otra forma fijados en oposiciones conceptualmente irreconciliables), sin que ello sea proscrito o tachado de «demente». Sólo enton­ ces sería posible cuestionar aspectos individuales de lo que representa el varón en el discurso burgués, y no rechazarlo en conjunto. Por tanto, me gustaría rehabili­ tar las consideraciones sobre la mujer planteadas por la teoría y la poética feministas, en vez de las ideas de Cixous e Irigaray, cuya mistificación de lo femenino me inquieta aunque comparto su crítica de aquellas teorías que erigen a la mujer en nuevo objeto de los viejos dis­ cursos. Para liberarse de su modo de existencia como «segun­ do sexo», las mujeres necesitan todos sus sentidos, su razón y sus sentimientos. Deben, ante todo, encontrar nuevas formas de percibir y expresar, de lograr percep­ ciones que son impresiones de los sentidos, que captan, juzgan y son activas, como, por ejemplo, la mirada.26 Irigaray, que trabaja dentro de la tradición estructuralista, atribuye la mirada al sistema masculino, a lo conceptual, al nombrar y al individualizar, a la metáfora; mientras que la mujer se vincularía a lo gestual, lo metonímico, lo asociativo: El predominio de la mirada y el tratamiento especial de la forma, la individualización de la forma propia de la ló­ gica occidental, es ajena a la erótica femenina. La m ujer

26.

Ver nota 13.

encuentra satisfacción mediante el tacto, mucho más que mediante la mirada.27

En mi opinión, lo importante aquí es la advertencia de que la mujer debería cuidar de 110 alienarse de su percepción asociativa, que está vinculada a la experien­ cia. Pero, por otra parte, esta conciencia de la vida co­ tidiana también ha contribuido a que la mujer se en­ cuentre atrapada en su situación. Entenderla y ver me­ tafóricamente a través de ella será un paso importante hacia el cambio. En vez de renunciar a la mirada, la mu­ jer tendrá que agudizar su visión; no ponerse anteojos masculinos, sino desarrollar su propia mirada, como una mirada activa y no voyeurística. La mujer que se repro­ duce a sí misma, para quien la mujer se convierte en un espejo viviente en el que se pierde y se encuentra (Lenk), en mi opinión necesita unos ojos agudos para entender el lenguaje de la otra mujer, la articulación de su cuerpo, sus silencios, sus gestos. No creo que el cambio que sigue Irigaray a través de los discursos sea el mejor. Quizás haya otros menos es­ pinosos y tortuosos, con diferentes puntos de partida según cada mujer individual, pero que tal vez lleven a un lugar común de encuentro. Para tomar como ejemplo la literatura: existe un enfoque analítico que intenta cap­ tar las formas de producir lo femenino en la literatura de los hombres para reconocer los patrones y las imá­ genes, esas imágenes eternamente recurrentes y autoperpetuadas de la feminidad. Su tarea consiste en trepar subrepticiamente sobre las imágenes de las mujeres y desencantarlas. Y también existe la literatura de las mu­ jeres que no sigue esta desviación (conceptual). Debido a que la mujer encarna tradicionalmente lo «femenino», aprende y vive para verse como carencia (que en el dis­ curso está meramente definida), como «segundo sexo». El camino que describe, comprende y expresa esta expe­ riencia constituye la búsqueda de la escritura y de la 27.

Irigaray, Das Geschlccht, cit., p. 25.

vida de la mujer como un sexo auténtico y no es la po­ sibilidad/resultado de esta búsqueda. La utopía de la mujer como un sexo «auténtico» no significa — invirtiendo las relaciones patriarcales— afir­ marse como un sexo único o sexo superior, más bien exige que la mujer ya no se defina por relación con el hombre. En cambio, ella se verá y se experimentará como autónoma y considerará sus relaciones consigo misma y con los demás como propias y no como una desviación. Con la transición del «segundo» sexo a sexo «auténtico», no tendrá ya que identificarse como carencia, aunque tampoco en eso estará imitando al hombre sino actuan­ do independientemente. Esta diferencia entre la mujer como «segundo» sexo o como sexo «auténtico» no queda suficientemente clara en los textos de Cixous e Irigaray. Esta es mi principal crítica a sus teorías. El contraste entre criticar el estado actual de cosas y postular la utopía de la liberación resi­ de en esa diferencia. Coincido con sus análisis sobre el lugar de lo femenino en el orden masculino, pero sus ob­ servaciones programáticas sobre una praxis femenina me parecen altamente problemáticas, sobre todo la restric­ ción de la praxis femenina a la escritura (Cixous) y la suposición de que esto contiene un programa positivo latente. Al escribir su inconsciente, sus temores y deseos — incluso los sueños totalmente regresivos de dependen­ cia— , la mujer descubre un montón de imágenes en sí misma, una terrible confusión de imágenes equívocas y una rebelión suscitada por el deseo. Al recorrer estas imágenes en la escritura (y también al vivirlas realmente, para sacárselas del cuerpo), la mujer puede liberarse de ellas y llegar a una concepción independiente de sí m is­ ma, de su cultura y de su sociedad. [...] Los informes de las mujeres sobre la locura: la destrucción de la bella imagen La destrucción de las imágenes de feminidad con fre­ cuencia se lleva a cabo dañando a las mujeres que de-

ben vivir según esas imágenes. Se pueden encontrar prue­ bas de ello en los datos registrados por las propias mu­ jeres acerca de su «mala salud». Su des-ilusión * se puede ver en el cuerpo, el lugar de representaciones de la «fe ­ minidad». La mujer, que en el orden masculino está con­ denada al silencio, se hace oír mediante la parlanchine­ ría del cuerpo histérico, anoréxico o depresivo. Su charla no carece de objeto, aunque con frecuencia (al principio) no va a ninguna parte. Y resulta notable que la cura o la mejoría de la enfermedad en un sentido psiquiátrico — es decir, la mejoría de los síntomas agudos de la en­ fermedad— con frecuencia deja una sensación de vacío en la mujer afectada. [...] Esta sensación de espacio va­ cío, de «ego sin forma», persiste cuando se descarta el ego femenino «normal». La contradicción que se percibe originalmente entre las promesas vinculadas a la «fe ­ minidad» y la desolación real de las vidas de las mujeres se resuelve en un sentido negativo si la auto-estima se adapta a lo que se experimenta realmente: la destrucción de la imagen, la desilusión y la reducción de las expec­ tativas al nivel de la realidad. [...] La esquizofrenia latente de la mujer consiste en el hecho de que aquellos elementos del modelo de femini­ dad que pueden procurarle respeto moral (por ejemplo, la maternidad, la comprensión, la sociabilidad) son tam­ bién la base de su subordinación social. Si cuestiona la supuesta inferioridad del sexo femenino y entra en la carrera de ratas profesional o política, tiene que pagar por ello con su «fem inidad» y su estatus como ser hu­ mano. El sentimiento de culpa de las madres que traba­ jan es prueba elocuente de esta contradicción. Mi pro­ puesta de mirar por el rabillo del ojo como recurso fe­ minista es una respuesta al hecho de que este conflicto no se puede resolver aquí y ahora. [...] * En alemán, Ent-tciuschung. En su uso común, esta palabra significa «decepción». La separación de la palabra mediante el guión hace explícito su sentido implícito. La palabra, pues, signifi­ ca también «desmitificación», «desengaño». ( Ent = quitar, sus­ traer; Tciuschung = engaño, ilusión). [N. d. t. i.].

Heide Góttner-Abendroth NUEVE PRINCIPIOS PARA UNA ESTÉTICA MATRIARCAL

Los principios para una estética matriarcal se pueden derivar fácilmente de mi descripción del arte matriarcal del pasado. Pero una estética matriarcal no es un retiro hacia el lejano pasado sino una teoría en parte descrip­ tiva y en parte prescriptiva de varios aspectos del arte moderno. Aplicaré esta teoría a las formas artísticas que se encuentran en la obra de las (y los) artistas contempo­ ráneas (os) que ya poseen rasgos matriarcales. Mediante el análisis comparativo, quedará claro el significado de estas formas, y de esa claridad podrá surgir una estruc­ tura programática. También desarrollaré una utopía del arte matriarcal utilizando estas formas (ya existentes) como puntos de partida. Pero antes enumeraré los nueve principios de una es­ tética matriarcal, para luego examinarlos con más de­ talle: P rim ero: El arte matriarcal se sitúa más allá de la ficción, tanto en el pasado como en el presente. Más allá de la ficción, el arte se vuelve magia. La magia interviene QU h\ realidad mediante símbolos y tiene el efecto de

cambiar la realidad. El antiguo arte matriarcal intentaba influir sobre la naturaleza y modificarla utilizando la ma­ gia (la antigua magia); el arte matriarcal moderno inten­ ta cambiar la realidad psíquica y social utilizando la ma­ gia (la magia moderna). Segundo: El arte matriarcal tiene un marco duradero y predeterminado: la estructura de la mitología matriar­ cal. Esta estructura es universal ya que es el patrón bá­ sico de todas las mitologías y las posteriores religiones que se desarrollan a partir de aquéllas. Es una de las categorías objetivas fundamentales de la imaginación hu­ mana. Pero, como toda estructura, la estructura de las mi­ tologías matriarcales no está completa en sí misma. Cada sociedad matriarcal dio a la estructura de su mitología matriarcal (religión, rituales, modos de vida), una reali­ dad distinta. Como resultado, sus formas concretas son tan variadas como las condiciones regionales, individua­ les y sociales de quienes las crearon. El arte matriarcal que se deriva de la estructura de la mitología matriarcal es, por tanto, diversidad en la unidad, donde la unidad no es dogmática y la diversidad no es subjetiva. Tercero: El arte matriarcal trasciende el modo tradi­ cional de comunicación, que consta de: autor-texto (pro­ ducto artístico)-lector. El arte matriarcal no es «texto», no está limitado a la manufactura de productos artísticos. Por el contrario, es un proceso que da expresión externa a una estructura pre-existente, que se halla en el ritual de la danza. Es un proceso en que todos participan colectivamente para crear esa expresión externa: todos son simultáneamen­ te autores y espectadores. La estructura de la mitología matriarcal tampoco es un «texto» que un(a) autor(a) produce y un(a) lector(a) llena de significado, independientemente del hecho de que las autoras y lectoras no aparecen en absoluto en la teoría tradicional de la comunicación. Existe como una categoría fundamental de la imaginación humana, la más antigua, la principal, de la que se derivaron todos los de-

más artefactos religiosos y artísticos de la imaginación. Esta imaginación no es un eclecticismo indisciplinado, ni una cadena arbitraria de asociaciones — éste no es más que su aspecto más tardío y degenerado— ; por el contrario, sigue sus propias reglas internas, inscritas en la estructura de la mitología matriarcal. Sus formas con­ cretas dan continuamente expresión colectiva de muchas maneras diferentes a este código de reglas sumamente complejo. (Para descubrirlas, no es necesario hurgar en el inconsciente en busca de posibles arquetipos; sólo hay que desvelar las olvidades tradiciones matriarcales, ana­ lizando las sociedades del pasado.) Cuarto: El arte matriarcal exige la total dedicación de todos los participantes. Dado que no reconoce ninguna división entre autor y público, en que el autor crea la acción simbólica y el público (como máximo) se identi­ fica con ella emocionalmente o la contempla en un ni­ vel teórico (una división patriarcal de roles), en el arte matriarcal no hay división entre emoción y pensamiento. Todos los participantes operan simultáneamente sobre los niveles de identificación emocional, la reflexión teó­ rica y la acción simbólica. De esta manera, la naturaleza universal y objetiva de la estructura de la mitología matriarcal, conocida de todos, impide que la identifica­ ción se convierta en sentimentalidad subjetiva, que la teorización se vuelva arbitrariedad abstracta y que la acción se convierta en simple catarsis. El arte matriar­ cal funde sentimiento, pensamiento y acto en la forma de la imagen mitológica concreta, y esta totalidad es la que libera el verdadero éxtasis en los participantes. Quinto: El arte matriarcal no corresponde al extendi­ do modelo de comunicación, compuesto de los elementos: autor-texto-tratante-agente-público. El tratante (mercado del arte) y el agente (crítico, intérprete, traductor de un medio a otro, archivista, historiador del arte, etcétera) son innecesarios. Dado que es un proceso que tiene lugarentre los participantes, el arte matriarcal no puede ser valorado e interpretado por quienes quedan fuera, ni ven­ dido como mercancía en el mercado del arte y almacena

do luego en un polvoriento archivo o expuesto en un mu­ seo. Porque el arte matriarcal no se puede objetivar, es decir, convertir en objeto. Es un proceso dinámico ca­ racterizado por el éxtasis y con un impacto positivo so­ bre la realidad (magia). Sexto: El arte matriarcal no se puede subdividir en géneros, porque no se puede objetivar. La ceremonia de danza ritual incluye música, canción, poesía, movimiento, decoración, símbolo, comedia y tragedia, todo ello con el propósito de invocar, implorar, alabar a la diosa. La división entre arte y no arte también es prescindi­ ble. Por una parte, el arte matriarcal rompe la barrera entre el arte y la teoría. En su forma antigua, el arte matriarcal se funde con la mitología y lá astronomía; en su forma moderna, con lá filosofía, las humanidades y las ciencias naturales y sociales. Al mismo tiempo, rompe la barrera entre el arte y la vida. Como el antiguo arte matriarcal, entronca también con las habilidades prácti­ cas y con los estilos de vida que se oponen al status quo. Ésta es otra de las razones por las que no se le pueden aplicar los modelos tradicionales de la comunicación. Por­ que el arte matriarcal no es un proceso de comunicación simple, de un solo sentido, sino un proceso complejo de interacción social del que la comunicación no es más que una parte. Séptimo: Como el arte matriarcal se deriva de la es­ tructura de la mitología matriarcal que tiene un sistema de valores completamente diferente — y no sólo inverti­ do o contrario— del del patriarcado, también comparte ese sistema de valores diferente. En él, la fuerza princi pal es lo erótico, y no el trabajo, la disciplina, la renun­ cia. Su principio primario es continuación de la vida como un ciclo de re-nacimentos, y no la guerra o la muer­ te heroica por unos ideales abstractos e inhumanos. La comunidad, la maternalidad y el amor de hermanas son las reglas básicas de la sociedad matriarcal, y no la auto­ ridad paterna, el dominio del marido, el egoísmo perso­ nal y grupal. El moderno arte matriarcal, que da expresión a estos

valores y produce cambios en la esfera psíquica y social, es un proceso subversivo complejo en una sociedad pa­ triarcal. Representa un proceso subversivo que no está interesado en el poder y el control y que, por tanto, no necesita una ideología que le satisface. En todos los pa­ triarcados, constituye una fuerza subversiva que propone una alternativa revolucionaria. Octavo: Los cambios sociales que produce el arte ma­ triarcal superan las divisiones de la esfera estética. En las sociedades patriarcales, la estética está dividida en un arte popular y difundido pero socialmente menospre­ ciado y marginado, por la otra. La superación de esa di­ visión devolverá al arte su papel público original, le per­ mitirá surgir como la actividad social más importante y producirá la estetización de toda la sociedad. Ésta era la realidad del antiguo arte matriarcal; el moderno arte matriarcal se propone alcanzarla de nuevo. Noveno: El arte matriarcal no es «arte». Porque el «arte» se define necesariamente como ficticio; el princi­ pio de la ficcionalidad es el principio primario de toda teoría del arte (de estética) patriarcal. El «arte» es un concepto, y su forma como objeto sólo ha existido des­ de que la esfera estética fue dividida. El «arte» siempre es, por tanto, un arte artificial' o desnaturalizado. El arte matriarcal es independiente de lo ficticio y por lo tanto no es «arte» en el sentido patriarcal del térmi­ no. Y no requiere ningún saber técnico especial. Es más bien la capacidad de dar forma a la vida y de cambiarla; es en sí mismo energía, vida, un impulso hacia la este­ tización de la sociedad. Nunca puede estar divorciado de una compleja acción social, porque es él mismo centro de esa acción.

Otras observaciones sobre los nueve principios para una estética matriarcal Estos nueve principios requieren unas cuantas obser­ vaciones para que la diosa pueda bailar de nuevo.

Lo que tal vez resulte difícil de aceptar en este princi­ pio es el concepto de «magia moderna»: parece una con­ tradicción en los términos. ¿Y qué significa intervenir en la realidad mediante símbolos, con el efecto de modificar la realidad psicosocial? Nos parece hoy día que el problema de la magia an­ tigua es que se creía que podía influir en las fuerzas na­ turales mediante símbolos, por ejemplo, que podía lo­ grar que la luna volviera a crecer (danzas lunares) o traer la lluvia (danzas de la lluvia). Sin embargo, eso es sobre-simplificar las cosas. Los pueblos de las culturas an­ tiguas sabían muy bien que la luna crecería de nuevo. Después de todo, tenían un calendario basado en las fa­ ses de la luna que era, en muchos casos (los babilonios, los mayas), más exacto que el calendario moderno. Por cuanto se refiere al clima, eran versados en su conoci­ miento, derivado de la observación minuciosa del cielo, de la formación de las nubes, del comportamiento de los animales y las plantas, que les permitía predecir el cli­ ma con gran precisión. Su utilización de la magia no derivaba, por tanto, de su ingorancia, como se supone arrogantemente ahora. Pero estaban convencidos de que ese saber racionaltécnico no era en sí mismo suficiente para influir sobre la luna y la lluvia; la emoción tenía que participar tam­ bién. Esta creencia se expresaba en la danza de la luna, que sólo tenía lugar en momentos cuidadosamente calcu­ lados mediante la astronomía, o en la danza de la llu­ via, que sólo se llevaba a cabo cuando se percibían sig­ nos físicos de que la lluvia ya estaba en realidad en ca­ mino. No consideraban que la naturaleza era meramen­ te cuantificable, sino un ser viviente que puede cambiar de idea en el último momento. Y, por tanto, era necesario comunicarse con ella mediante símbolos, para hacerse en­ tender, para decirle claramente que debía mantener sus intenciones. Porque, después de todo, era todavía una

diosa para ellos, sentimiento que hoy día hemos perdido completamente. La creencia de esos pueblos en el papel de la magia en la naturaleza se deriva del papel que la magia desempe­ ñaba en su vida cotidiana. Conocían no solamente la magia natural sino la magia de la realidad psicosocial. Sabían que un inválido no se recuperaría con la sola ayuda de las medicinas — y tenían muchas medicinas— , sino que existían también importantes elementos psico­ lógicos: la fe en la cura, la esperanza de recuperación, la confianza en la curandera, la médica bruja que luchaba contra el demonio enfermedad. Es bien sabido que la fe obra maravillas. Ésta era la función del uso complemen­ tario de la magia, mediante símbolos, junto a las curas medicinales (magia blanca, chamanismo). Es una equivo­ cación y una distorsión creer que estos pueblos pensaban que el tratamiento simbólico produciría, por sí mismo, la curación. Su amplio conocimiento de las hierbas, una ciencia que hoy día está casi totalmente perdida para nos­ otros, demuestra lo contrario. La magia, que en esa época era en efecto psicología, se podía encontrar en toda la matriz social. Los impul­ sos eróticos y agresivos no se dejaban simplemente en libertad. Se bailaban y, así, quedaban contenidos dentro de un contexto social, el de la danza. El cambio que esto operaba en la realidad social era lograr una vida comu­ nal nueva y significativa. Encontramos esta intervención simbólica sobre la rea­ lidad psicosocial en todos los aspectos de la vida actual. Se puede encontrar en la psicología individual y social, particularmente en la psicología del inconsciente. Sin em­ bargo, hoy día, es cualquier cosa menos curación, porque el ethos subyacente de la magia se ha perdido. En cam­ bio, sólo está al servicio de las presiones de la sociedad patriarcal, para conformar, para disimular y para mani­ pular. La magia, denunciada como brujería, fue uno de lo ; blancos principales del patriarcado cuando éste se esta­ ba instaurando. Y para la mayoría de la gente, la magia

todavía no ha perdido sus connotaciones de primitivismo y maldad, de manera que puede sonar extraño hablar de un « ethos de la magia». Pero la diferencia entre la prác­ tica de la antigua magia mediante símbolos y la moderna manipulación mediante símbolos es que la primera se basaba siempre en la idea de armonía. Su finalidad era siempre la unidad, tanto respecto al individuo como a la sociedad. Las prácticas simbólicas siempre estaban di­ rigidas hacia los poderes totales de recuperación del in­ dividuo o hacia todas las posibilidades de continuación de la existencia pacífica de una sociedad. No sólo estaban involucrados el intelecto, los sentimientos y la capacidad de acción, sino también el medio natural. Las modernas prácticas simbólicas, por su parte, sólo sirven al limi­ tado propósito de analizar a las personas como máquinas, y sólo se interesan por partes del individuo, no por la persona entera. Éste es particularmente el caso cuando se utiliza la psicología para promover la conformidad social, el comercio o la guerra. El «eth os» subyacente se opone al ethos de la magia, que procura curar al indi­ viduo o la sociedad mediante una armoniosa combina­ ción de todas las capacidades. El efecto, hoy día, es el correspondiente caos. La «magia moderna» no significa otra cosa que las prácticas simbólicas que influyen sobre la realidad psicosocial, pero se basan en un ethos de la totalidad que no está sometido a intereses privados o sectarios. Difie­ re de la antigua magia, porque en algunos campos espe­ cíficos ha habido un considerable aumento del conoci­ miento. Es tarea del arte matriarcal moderno desarrollar un sistema de actividades simbólicas basado en un « ethos de la magia» que corresponda a nuestro actual saber. Esto podría ayudar a la (el) fragmentada(o), especializa­ d a ^ ), estereotipada (o) y supervisada (o) individuo de hoy día a recuperar su totalidad.

El sistema en que se basaba esta manera unificadora de pensar era la estructura de la mitología de la imagi­ nación humana no sólo porque es antigua sino porque se puede encontrar en los pueblos primitivos del mundo entero. Era la base de las creencias de todas las primeras culturas complejas y, por tanto, tuvo impacto incluso en el desarrollo de las posteriores religiones, filosofías y ar­ tes patriarcales, y todavía ejerce su influencia oculta. Ha­ blé de esta influencia en mi estudio sobre la mitología matriarcal.* [...] Los cultos y mitologías matriarcales siguieron tenien­ do una gran importancia en la época patriarcal, porque no desaparecieron con la decadencia de la sociedad ma­ triarcal: sobrevivieron durante miles de años ya fuera abiertamente o como cultos secretos, o como imágenes e ideas que las religiones patriarcales se apropiaron. Más tarde, se transmitieron bajo la forma de folklore, festi­ vidades, cuentos de hadas, leyendas e incluso de «gran literatura», aunque el conocimiento de su origen y su significado se iba perdiendo. En mi libro antes mencio­ nado, he descrito cómo fue este proceso en Europa, con ejemplos tomados del folklore y la literatura. A la vista de estas tendencias históricas, ciertamente no exagero al afirmar que la escritura de la mitología matriarcal es (o debería ser) la base del moderno arte ma­ triarcal. Sólo estoy pidiendo que algo que siempre ha existido en la poesía y en el arte, pero que está ahora relegado al inconsciente, sea conscientemente realizado. No hay nada nuevo en esta estructura, en el sentido de que no podíamos restablecer la conexión con el arte matriarcal hasta que éste fuera descubierto. Esta co­ nexión en realidad siempre ha existido. No es más que una cuestión de nueva conciencia, para que esa conexión cobre vida de nuevo para nosotros. Debe convertirse en * 1980.

Die G óttin und ihr Heros (La diosa y su héroe), Munich,

una continuidad explícita, tras los siglos en que ha sido meramente implícita. Esta oscuridad no es la de algún misterioso e incomprobable arquetipo colectivo del alma (en el sentido de los arquetipos junguianos); es la oscu­ ridad de una tradición cultural muy vieja y reprimida que se ha transmitido divorciada de su contexto y cuyos patrones se han petrificado en simples ceremonias. No se requiere ninguna introspección para descubrir esta tradición cultural; por el contrario, se requiere una pro­ funda investigación etnológica e histórico-cultural. Esto nos permitiría situarla con precisión y seguirla cronoló­ gica y geográficamente. De esta manera perdería todo aura de misterio o inverificabilidad. Los análisis sobre arte y literatura que constituyen la siguiente sección muestran que esa estructura de la mi­ tología matriarcal está apareciendo de una manera cada vez más frecuente y menos ambigua. Es como si gradual­ mente volviera a surgir de su largo olvido para formar parte de nuestra conciencia social. Sólo tenemos que ayu­ darle a cumplir la última etapa, para que se convierta en un cuerpo articulado de conocimientos y un ejemplo para los artistas.

Sobre el tercer y el quinto principios En estos principios, presento la expresión externa de la estructura de la mitología matriarcal, es decir, una «obra de arte» matriarcal, en términos de una descrip­ ción negativa. Como base para esta descripción negativa utilicé el modelo general de comunicación que se ha uti­ lizado para el arte patriarcal. De esta manera, pude es­ tablecer con precisión lo que el arte matriarcal no es. No es un objeto — un «texto» poético, musical u óp­ tico— ; en cambio, es un proceso. No necesita un tratante comercial o un agente; no reconoce la distinción entre autor y espectador; no establece distinción entre los gé­ neros o entre el arte y el no arte. ¿Qué es pues? ¿Es una especie de espectáculo multi-media? Sin duda, pero

no sólo es la puesta en escena de los efectos combina­ dos de varios medios. ¿Es una actuación? Tal vez, pero no está limitado a la acción individual de un artista a quien los demás sólo pueden contemplar. ¿Es un happening? Como expresión artística de mucha gente, también es un happening, pero no es un patrón que unas pocas personas hayan elaborado arbitrariamente, porque tiene una estructura duradera y previa, que contiene las ca­ tegorías objetivas de la imaginación humana. ¿Es arte «ambiental» (del entorno)? Como modificación artísti­ ca del ambiente, también lo es, pero no encuentra su plena expresión en la transformación de un piso, una casa o el campo circundante, porque no crea objetos pasivos y observables. ¿Es arte? Sí, porque crea belleza, pero no como «velo de las apariencias», sino como rea­ lidad. ¿No es entonces un nuevo culto? No, porque no estipula ningún contenido religioso, a diferencia de las religiones que parten de enunciados dogmáticos. Y de cualquier manera, esta pregunta supone la división pa­ triarcal entre «arte» y «culto», y no es posible responder a ella. ¿Puede entonces el arte matriarcal instaurarse fuera de una sociedad matriarcal? No, porque fue y es la expresión directa de esa sociedad. Esta forma de so­ ciedad solía ser la de toda la tribu y esto era lo que daba al arte matriarcal su accesibilidad. Hoy día, puede en el mejor de los casos encontrarse en pequeños grupos que viven en un aislamiento cultural, pero incluso allí no es una forma diferente de sociedad sino un modo de vida diferente. El arte matriarcal, así practicado, sólo se puede anticipar mediante la experimentación, que todavía habrá de encontrar una forma válida y la plena accesibilidad pública. Mis descripciones de las danzas lunares y de la es­ tructura de la mitología matriarcal muestran claramente qué es el arte matriarcal. Es exactamente lo que hacían las nueve musas: fiestas de danza ritual tras el ciclo es­ tacional que representaba iniciación-matrimonio-muerte y regreso. Pero hoy día parece imposible revivir los festivales de

danzas rituales de ese tipo. Pero ¿nó parecía que otro tanto ocurría con la magia? ¿No superaríamos esas di­ ficultades si recordáramos que esos festivales rituales simplemente simbolizaban categorías fundamentales de la imaginación humana? Y esas categorías no han cam­ biado. La cuestión es simplemente: ¿cómo se pueden simbo­ lizar hoy día esas categorías? La respuesta está com­ pletamente abierta. Por ensayo y error encontraremos muchas respuestas diferentes. La cuestión de la forma posible y del significado actuales del Gesamtkunst (arte global) matriarcal no tiene una sola respuesta. Cada mu­ jer individual o cada grupo responden a estas preguntas de diferente manera al dar a estas categorías una forma viviente. Porque no es posible prever las experiencias, concepciones, conductas y formas simbólicas que cada mujer o grupo invierte, los significados que cada uno da a estas categorías. Ni siquiera los participantes lo saben exactamente, porque sólo en el proceso del arte matriar­ cal el contenido se cristaliza como forma. Ciertamente se busca la aparición de nuevos significados y nuevas for­ mas, pero en realidad, éstos surgen de un modo bastante impredecible. Precisamente, eso es lo que permite al arte matriarcal cambiar la realidad. Lo que se actúa y lo que se experimenta es magia, y sus expresiones espontáneas pueden ser tan poderosas que conducen al éxtasis. Tal vez ahora haya quedado claro cuán fundamental­ mente diferente es el arte matriarcal del arte patriarcal. El arte matriarcal no es un adorno ni una mercancía ni simple placer. Tampoco tiene nada que ver con esa des­ agradable alternativa entre, por una parte, el dogmatismo que todavía prescribe para el arte temas, significados y tono (como hace el arte cristiano) y, por otra, la subje­ tividad en el arte, que encuentra expresión en cualquier viejo tema o forma (como hace el arte burgués). El arte matriarcal es coherente sin ser dogmático, porque no prescribe significados, y diverso sin ser subjetivo, por­ que sigue el marco trazado por las categorías. Esto ex­ plica sus inesperados efectos.

Con esto podemos ver fácilmente por qué este tipo de arte exige todas las facultades humanas y por qué éstas no disminuyen durante el proceso artístico, sino que conducen al clímax del éxtasis. Esto requiere un tra­ tamiento más amplio. Nuestra concepción del éxtasis es hoy día tan vaga y prejuiciosa como la que tenemos de la transformación ritual o mágica. Cuando esas formas culturales declina­ ron, al principio de la era patriarcal, quedaron enterra­ das bajo una masa de malentendidos polémicos e inten­ cionales de la que aún no nos hemos liberado. Así, para la mayoría de la gente, el éxtasis es una especie de deli­ rio que conduce a la incapacidad total o, en el mejor de los casos una especie de locura leve; para ellos, siempre se trata de algo totalmente irracional. Esto es erróneo. Sin embargo, el verdadero éxtasis es difícil de descri­ bir porque es la fusión espontánea de todas las fuerzas humanas, las emocionales, las intelectuales y las activas. Podemos evocarlo, pero no dirigirlo. Conceptos como « inspiración », « iluminación », « descubrimiento intuitivo de conexiones» desde luego indican el éxtasis en su ni­ vel intelectual, pero privilegian demasiado ese nivel a expensas del nivel activo. De igual manera, lo erótico no serviría tampoco como ilustración, aunque implica ac­ ción, porque con ello desatenderíamos los elementos espirituales-intelectuales. Lo erótico siempre toma parte, pero si se reduce al nivel emocional — cosa posible— sólo genera delirio. Esto no tiene nada que ver con el poder dinámico del éxtasis. El verdadero éxtasis reúne el intelecto, las emociones y la acción en un clímax en que ninguna capacidad está limitada por otra. No se expresan consecutiva sino si­ multáneamente, y cada uno, hasta su máxima capacidad. El éxtasis constituye su choque transitorio e inimitable, en el momento de su máximo despliegue. Por ejemplo, si queremos dar expresión a los elementos de la imagi­ nación representados por la estructura de la diosa y el

semidiós, necesitamos que el intelecto reconozca estos elementos, fuerza emocional para soportar la experiencia, y un amplio potencial de acción para llevarlos a su rea­ lización. Cuando estas fuerzas logran, en efecto, esta ar­ monía creativa — lo que no ocurre con mucha frecuen­ cia— , habrá momentos de éxtasis: momentos de arrobo y libertad. Son como los acordes de la armonía de las esferas, tocados en el frágil instrumento que es el hombre o la mujer. Nadie puede captarlos y conservarlos, lo cual no importa porque sería imposible tolerarlos mucho tiempo. De esto deriva otra diferencia decisiva entre el arte matriarcal y el patriarcal. Porque como proceso extático, no es un arte de espectadores, no es un arte para voyeurs. Sólo entrando en el proceso es posible experimentarlo.

Sobre el sexto principio Probablemente no necesito decir nada más sobre la forma en que se borra la división entre los géneros. Pero he aquí algunas observaciones sobre la división entre arte y no arte. Creo que habrá quedado claro que para entrar en e1 proceso del arte matriarcal se requiere una teoría, u^ conocimiento de las formas matriarcales de sociedad de la estructura de la mitología, y considerable reflexión sobre la posibilidad de aplicarlo al presente. Pero el pro­ ceso del arte matriarcal siempre incluye la transforma­ ción de las formas de vida, porque abarca también todas las capacidades prácticas. Esta desatención por los lími­ tes entre la teoría y la vida cotidiana no tiene que tener lugar independientemente del proceso artístico mismo, en el sentido de hacer primero la teoría y luego aplicarla. Ocurren simultáneamente. Imaginemos que este proceso dura varios días o se­ manas. Entonces, las funciones de la vida diaria queda­ rán necesariamente involucradas: habrá que descansar, dormir, comer, beber. Igualmente importantes son los

elementos de la teoría que participan: el habla, la discu­ sión, la meditación. Sin teoría los elementos de la vida diaria carecen de dimensión simbólica. Cuando se com­ binan, las acciones de la vida diaria se integran en un contexto simbólico y, así, ya no son actos superficiales sino que se vuelven simbólicos. Por ello pueden, a la vez, surgir de, y conducir de vuelta a las formas de danza, dando a la interpretación de ésta un sentido más amplio que el que ahora tiene. La danza no sólo incluye el mo­ vimiento musical, sino también desfiles, procesiones e interludios teatrales, todo lo cual fluye de una cosa a la otra. El tipo de movimiento es variado, como en las fes­ tividades religiosas. Hay también comidas rituales prepa­ radas y consumidas según un conjunto de gestos ritualizados, así como hay celebraciones en que los parlamentos dramáticos van seguidos de interludios teatrales, mien­ tras el dormir y el despertar son estados simbólicos del ser que pueden servir de estímulo a otros nuevos y ar­ canos actos festivos. Sería inadecuado aislar cualquier elemento particular, porque sólo dentro de todo el pro­ ceso del arte matriarcal, en su conjunto, obtienen su sig­ nificado los elementos individuales. El proceso siempre tiene lugar en muchos niveles. Sólo es posible aislar un elemento particular cuando ya no contiene el valor sim­ bólico que le dio la estructura de la mitología matriarcal como fiesta...

Sobre los principios séptimo, octavo y noveno La «vid a» no se limita a la vida cotidiana. Está claro, según los últimos tres principios, que incluye también la acción política, porque los cambios que produce el proceso del arte matriarcal sobre las formas de vida no sólo afectan a los individuos, también actúan sobre gru­ pos y sociedades enteras. Sólo se comprende el pleno significado de las acciones simbólicas del arte matriarcal cuando se las observa en esta perspectiva. Tras lo que hemos dicho, esta extensión a la política

puede parecer poco plausible; después de todo, ¿no es el proceso del arte matriarcal, en sus supuestos y en el curso que sigue, esencialmente esotérico? ¿Quién sabe cuál es la estructura de la mitología matriarcal? ¿Quién puede alcanzar el verdadero éxtasis? ¿Quién permitirá que toda su manera de vivir sea transformada por un proceso artístico? Y de cualquier manera, hasta ahora el arte matriarcal sólo ha existido en un estadio experimen­ tal, aislado en pequeños enclaves culturales que no pa­ recen tener ningún impacto social. Este planteamiento se opone a la naturaleza del arte matriarcal. Porque ese arte es un ritual, de carácter pú­ blico, que tiene lugar al aire libre, en los .campos o en las plazas, accesible para todos. Hay otra razón para que sea público: está involucrada la naturaleza. En las antiguas ceremonias matriarcales, los elementos más importantes eran los fenómenos natu­ rales, como el ciclo lunar, la salida del sol, los chubascos, y por eso había que calcular las fechas con tanta preci­ sión. Si uno puede predecir a la naturaleza con exactitud, ésta colabora en realidad y realiza las más impresionan­ tes «proezas simbólicas». Éstas representaban el clímax de las antiguas ceremonias matriarcales: los danzantes habían discurrido con la naturaleza y ésta había respon­ dido, lo cual inspiraba, generalmente, un profundo y te­ meroso respeto. El hecho de que un cálculo astronómico hubiese previsto la fecha del acontecimiento no devalua­ ba el éxtasis, porque todo el grupo había rendido home­ naje a la naturaleza estudiándola tan cuidadosamente, y ella, a su vez, les había recompensado con el fenómeno correcto, en el momento correcto. La posibilidad de comunicarse con la naturaleza me­ diante actos simbólicos no está fuera de cuestión hoy día, a pesar de la desnaturalización de nuestro medio am­ biente. Sin embargo, sí exigen que aprendamos de nuevo a adaptarnos a la naturaleza, en vez de interítar forzarla a adaptarse a nosotros. Esto empieza con cómo tratamos nuestros propios cuerpos, que también pertenecen a la naturaleza, y sigue con la forma en que tratamos el medio

qué nos és más inmediato y alterable. Ño podemos exi^ gir que el sol y la luna se adapten a nosotros; ellos exigen que nos adaptemos a ellos. Si lo hacemos así, la natura* leza aún nos favorecerá y colaborará con nuestros símbo­ los. La alegría, el deleite que con ello se alcanza corres­ ponde a la armoniosa correlación entre un cambio en la naturaleza y un cambio espiritual en nosotros. Uno es expresado por el otro, de modo que el acto entero se vuelve simbólico. Y, precisamente, este aspecto obvia­ mente simbólico permite a los no iniciados entender per­ fectamente lo que está sucediendo. Serán innecesarias las explicaciones detalladas, no sólo porque los patrones básicos, como el de iniciación-matrimonio-muerte y re­ torno, son conocidos por todos — porque, después de todo, se trata de los patrones básicos de la imaginación humana, que se expresan de un modo u otro en todas las religiones— , sino también porque esos procesos fun­ damentales ocurren simultáneamente con fenómenos na­ turales visibles. La naturaleza misma explica la estructura de la mitología matriarcal mediante las estaciones. No es necesario que los no iniciados estén conscientes de ello. De esta manera, los no iniciados quedan incluidos en las ceremonias y, lentamente, se convierten en par­ ticipantes. La naturaleza misma es la mayor de las ce­ remonias. Cualquiera que haya tomado parte en este proceso del arte matriarcal en que cada elemento en in­ teracción se convierte en símbolo sabe que no ha tomado parte en una nueva forma de arte, sino en una nueva forma de vida. Ésa es exactamente la razón por la que el arte ma­ triarcal trasciende el carácter de ficción, por lo que en cuanto entra en la esfera pública se vuelve provocativo. Es una provocación involuntaria. Porque el arte matriar­ cal abarca un conjunto de valores diferentes de los del patriarcado, y vive de acuerdo con ese conjunto de va­ lores sin componerlo como un «velo de apariencia». Plan­ tea la unidad de la naturaleza con los seres humanos como opuesta a la explotación y utilización de la natu­ raleza por los hombres. Plantea la armonía de las capa­

cidades individuales, como opuestas a su fragmentada especialización, que en la mayoría de los hombres conduce a los más absurdos excesos y en la mayoría de las muje­ res a limitaciones igualmente absurdas. Muestra que la fuerza erótica es la fuerza creativa más poderosa, en opo­ sición a la práctica de devaluarla y suprimirla que han seguido los ascéticos sistemas morales y religiones pa­ triarcales. Demuestra la finitud de la muerte y la infini­ tud de la vida, en oposición a la desolada actitud cientí­ fica ante la muerte y el cínico perfeccionamiento de sus máquinas. No hay un solo aspecto del proceso que no sea diferente de la correspondiente concepción patriarcal. Vivir, según los valores que las sociedades patriarca­ les han desterrado al reino de lo irreal, representa un tremendo desafío. Las sociedades patriarcales lucharán contra el arte matriarcal porque no se deja domesticar, ni formal ni socialmente. Y por ello, este arte se encuen­ tra involuntariamente en el centro de la acción política. La suya será una forma muy poco corriente de confron­ tación política, una táctica totalmente inesperada para el oponente, que no ha conocido antes esta forma de resis­ tencia. La batalla no será un intercambio de hostilidades, sino un incesante flujo y reflujo/avance y retroceso, una inaprensible simbolización, la creación de una red com­ pletamente nueva de conexiones, en el centro de este mundo fragmentado y atomizado. Así, la simbolización no se puede prever: sus fases, su alcance y sus formas cambiarán continuamente. ¿A qué puede aferrarse el oponente en este juego de la gallina ciega? Está embru­ jado y paralizado. Esta praxis compleja, socialmente subversiva, no se puede combatir con armas convencionales, porque la praxis social dominante le resulta totalmente irrelevante. Es una forma auto-contenida de vivir, fes una integración sin esfuerzo según las reglas de la diversidad y la pleni­ tud. Es belleza, pero no es una mercancía. Busca disol­ ver las divisiones que existen dentro de lo estético y, así, estetizar al conjunto de la sociedad. Esto significa crear juntos una vida social significativa. Visto desde esta pers­

pectiva, el arte ya no es una técnica especializada, un saber exclusivo, sino la capacidad universal de dar forma a una vida que valga la pena, tanto personal como so­ cialmente. En una sociedad patriarcal este arte, esta belleza, constituye la principal oposición; pero eso no tiene im­ portancia para la belleza. ¿Y qué armas se pueden uti­ lizar contra la belleza cuando se retira y se opone, se opo­ ne y se retira?

Christa W olf UNA CARTA: SOBRE SIGNIFICADOS INEQUÍVOCOS Y SIGNIFICADOS AMBIGUOS; SOBRE LA D E FIN I­ CIÓN Y LA IN D E FIN IC IÓ N ; SOBRE ANTIGUAS CONDICIONES Y NUEVOS CAMPOS VISUALES; SOBRE LA OBJETIVIDAD Porque los hechos que componen el mundo necesitan aquello que no se basa en hechos, como privilegiado pun­ to de vista desde el cual ser percibidos. Ingeborg Bachmann, E l caso Frunza

Querida A., Una vez que me he trasladado de Berlín a Mecklenburg, como hago siempre al final del invierno; cuando por fin he acabado de deshacer mi maleta y de vaciar la bolsa de libros en el cuarto de trabajo que más me gusta: una habitación que huele a madera, desde una de cuyas ventanas de «o jo de buey» veo nuestro patio, cubierto de hierba, los sauces que plantamos al borde del estanque, el estanque, el estercolero y la pared del establo del ve­ cino O., la ropa tendida de Edith (hoy es su día de lim­ pieza), mis dos robles; desde cuya otra ventana de ojo de buey, ante la cual está situado mi escritorio sobre una

plataforma de madera, tengo el panorama que quisiera contemplar en la hora de mi muerte: la gran pradera, to­ davía de color pardo, con el robusto cerezo en medio, signo de la primavera que se aproxima, diáfano, rodeado de manzanos más pequeños, de zarzamoras; la cabaña roja de P., justo junto al estanque y casi completamente oculta tras una ola de la tierra; y luego, allá lejos, el horizonte bajo, con sus leves ondulaciones, la tierra la­ brada, los pastizales, grupos de árboles; entonces siento crecer mis esperanzas. No empezaré a hablar de los co­ lores o de los cielos, porque ahora que he llegado al final de la oración que se iniciaba con los libros fuera de la bolsa, todavía me queda la tarea de enumerar algunos de los títulos que yacen, perfectamente legibles, sobre la montaña de libros o medio escondidos más abajo: El prim er sexo. Madres y amazonas. Diosas. E l patriarca­ do. Amazonas, guerreras y viragos. Las mujeres: ¿el sexo loco? Las mujeres en el arte. Símbolos de Dios. Magia amorosa, culto satánico. Fantasías masculinas. Utopías femeninas-víctimas masculinas. Las mujeres y el poder. E l sexo que no es un sexo. E l secreto del oráculo. Pasado utópico. Marginadas. Huellas histórico-cul tur ales de la represión de las mujeres. Derecho materno. E l origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. La cosecha silvestre de la mujer. La diosa blanca. La m ujer como imagen. Una habitación propia. Las mujeres en las car­ tas. Y sin embargo esta lista, incluso si hubiera de con­ tinuarla, no te daría una idea adecuada de la notable mescolanza que han constituido mis lecturas del último año, porque la arqueología, la historia antigua y los auto­ res clásicos están todavía en otra maleta. Empezó de un modo inocuo, con una pregunta que me pareció que tenía que plantearme: ¿Quién era Casandra antes de que nadie hablara de ella? [...] Querida A., es cosa de brujería. Desde el momento en que cogí el nombre de Casandra y empecé a pasearlo por ahí como una especie de credencial y contraseña, desde que entré en estos reinos adonde ahora me lleva, todo lo que encuentro parece estar relacionado con él. Cosas

que en el pasado estaban separadas se han mezclado sin que yo me diera cuenta. Una luz tenue penetra en habi­ taciones hasta ahora oscuras, inconscientes. Debajo de ellas o antes de ellas (lugares y tiempos confluyen), se perciben en esa luz difusa otras habitaciones. El tiempo de que tenemos consciencia no es más que una brillante franja, delgada como un papel, de una gran superficie, en su mayor parte, envuelta en sombras. Al ampliarse mi ángulo de visión y ajustarse mi profundidad de campo, el lente de mi visión (a través del cual percibo nuestro tiempo, a todos nosotros, a mí misma) ha sufrido una transformación decisiva. Es comparable al cambio deci­ sivo que se produjo hace más de treinta años, cuando entré en contacto con la teoría y las actitudes marxistas: una experiencia liberadora e iluminadora que alteró mi pensamiento, mi visión, lo que sentía por mí misma y lo que me exigía a mí misma. Cuando trato de cobrar con ciencia de lo que está ocurriendo, de lo que ha ocurrido, encuentro (para reducirlo a su mínimo común denomi­ nador) que ha habido una expansión de lo que para mí es «real». Además, la naturaleza, la estructura interna, el movimiento de esta realidad también han cambiado y continúan cambiando casi a diario. Es indescriptible: mi interés profesional está bien despierto y apunta con pre­ cisión a la descripción; pero debo retenerlo, retirarme, y ha tenido que aprender a desear provocar su propia derrota. (¡Quién nos habrá enseñado a disfrutar del des­ concierto!) Un poeta inteligente y cultivado me dijo que no me comprendía: ¿por qué ya no quería aceptar la autoridad de los géneros literarios? Después de todo, son realmente (dijo) la expresión objetiva de leyes des­ tiladas a lo largo de siglos de esfuerzo, las leyes de lo que es válido en el arte y mediante las cuales podemos reco­ nocerlo y medirlo. Fue tal mi estupor que no pude con­ testarle. Me pongo a trabajar sobre Aristóteles. «E l artista mimético pinta seres humanos en acción. Estas personas son necesariamente buenas o malas.» Estos son, más o menos, los mismos criterios que los reseñadores de nues­

tros diarios aplican hoy día a los libros, pensé con sorpre­ sa. Rápidamente — y te pido que hagas otro tanto— pasé revista a mi familia, amigos, conocidos y enemigos, así como a mí misma, sometiéndonos a la prueba «bueno» o «m alo». Según los criterios de Aristóteles, no había un solo modelo adecuado para que el imitador-artista lo re­ presentase. Pero Aristóteles sabe defender su postura: «Homero, por ejemplo, pinta personas con cualidades superiores al promedio.» (Mientras que la comedia «re­ trata personas que son inferiores».) Sí, pensé: Homero. No puedo resistir la tentación de citarte el pasaje que subrayé en el libro X V de la Ilíada. Homero, justamente famoso — muy justamente famoso por sus metáforas y símiles— , describe de la siguiente manera el vuelo de Hera, esposa de Zeus, hacia el Olimpo, donde debe reu­ nirse con los demás dioses a petición de Zeus. De vuelta en casa, el curtido viajero evoca una ciudad lejana: «¡A h !», suspira, «¡H erm oso lugar! ¡Quién estuviera allí: lejos de aquí, y de regreso en ella¡» Luego le vienen a la mente otras ciudades, Sus pensamientos vuelan más veloces que el viento Y, aunque su cuerpo permanece inmóvil, Vuelve a ver los amados escenarios.

De la misma manera, Hera sólo tenía que pensar en el Olimpo y allí estaba: entrando en el salón de banque­ tes del palacio de Zeus. Pero la verdad — es decir, el mito— sobre Hera es la siguiente (y por favor, perdona la disgresión, tal vez de­ masiado larga, que nos apartará de Aristóteles). Como las otras diosas, Artemisa, Afrodita, Atenea, ya había sido incorporada por los griegos a su panteón patriarcalmente estructurado en la época de Homero, es decir, en el si­ glo v i i i a.C., cuando (de nuevo) estaban adoptando un lenguaje escrito de origen fenicio. Es decir, que también Hera, la esposa de Zeus, tiene una larga prehistoria que sólo se puede interpretar en términos matriarcales. Esta

prehistoria, creo yo, brilla todavía a través de la apa­ rentemente abstrusa Tabla de Multiplicar de las Brujas, en el Fausto de Goethe: ¡Bien comprenderás! De uno diez harás, y dos dejarás, y pares sean tres, así, rico te ves. * Goethe — como todos sus contemporáneos— conside­ raba que la historia se había iniciado en el punto arbi­ trariamente fijado por los griegos: el año de la primera Olimpíada, 776 a.C. Pero Goethe conocía la triformidad de las antiguas diosas madres (la primerísima trinidad, de la que derivaron todas las posteriores trinidades). En esta trinidad, «tres» eran «pares» (lo mismo), ya que una diosa aparecía en tres manifestaciones correspondientes a las tres capas que componían el mundo. Primero, era una deslumbrante doncella cazadora del aire (Artemisa). Luego era la diosa-mujer madura del centro, que dispen­ sa la fertilidad, gobierna la tierra y el mar, una divinidad erótica (Deméter, Afrodita, Hera, más tarde llamada Era = Erce, tierra, cuyos otros nombres son Gea y Rea: la Gran Madre-Tierra de Creta y del Cercano Oriente). Y, finalmente, era la anciana que vive en el submundo, la diosa de la muerte que al mismo tiempo lleva a cabo el renacimiento (lo, la diosa-vaca cretense, uno de los as­ pectos de Hera y, por supuesto, Hécate-Hécuba). Sus colo­ res son el rojo, el blanco, el negro, y corresponden a las fases de la luna, que es su símbolo y cuya/cuyas diosa/ diosas es/son (¿te das cuenta cómo tenemos que luchar con nosotras mismas para hablar de muchas como una sola? Las circunvoluciones de nuestro cerebro y nuestra 1. Ver Schneider y Laerman, «Augen-Blicke», en Kursbuch, 49, Berlín, 1977, pp. 36-58. * «Du musst verstehn / Aus Eins mach Zehn, / Und Zwei lass gehn, / Und Drei mach gleich, / So bist du reich.» (Fausto, I, La cocina de la bruja.)

lengua lineal se resisten a la Tabla de Multiplicar de las Brujas). Y ahora veamos en Fausto, Parte Segunda, ese pasaje de la «Walpurgisnacht clásica», en que Anaxágoras y Ta­ les discuten la sustancia subyacente del mundo. Aquí Anaxágoras, partidario de la teoría de la catástrofe, hace brotar una montaña poblada por pigmeos. Inmediata­ mente, éstos provocan dificultades debido a su maldad y su espíritu de venganza, de modo que el filósofo, «tras una pausa y con voz solemne» se siente impelido «ante todo ello, a elevar las manos al cielo»: ¡Tu!, en las alturas, eternamente joven, triple y una en tres personas, a ti te invoco por las desdichas de mi pueblo ¡(Diana, Luna, Hécate! Tú que nos ensanchas el pecho, que abarcas sentido en lo más [profundo, tú que pareces serena y eres violenta y afectuosa ¡abre el temeroso abismo de tus sombras, que se revele, sin magia, tu antiguo poder! *

Diana (en estos versos) es la forma romana de la griega Artemisa, la doncella cazadora. Luna corresponde a la griega Selene, diosa de la luna, cuyos otros aspectos son Artemisa y Hécate. Se afirma que la Luna tenía una relación extrañamente sugerente con la Casandra mítica — no la Casandra literaria— y de hecho era idéntica a ella. Porque originalmente los hermanos gemelos HelenoCasandra eran una sola persona: la diosa de la luna de los argivos, Selene, que se fusionó con la Helena troyana y la Helena griega. Así, Casandra quedó como hermana de Paris, «versión helenizada de la Helena troyana»: hermosa (como Helena), poseía el don de la profecía co­ mo la Helena griega y el Heleno troyano. Por cierto, el * Du! droben ewig Unveraltete, / Dreimal Dreigestaltete, / Dich ruf ich an bei meines Volkes Weh\ / Diana, Luna, Hekate! / Du Brusíerweitemde im Tiefsten sinnige, / Du Ruhigscheinende, Gewaltsaminnige, / Eróffne deiner Schatten grausen Schlund, / Die alte Macht sei ohne Zauber kund! (Goethe, Faust II.)

poder profético estuvo en un tiempo vinculado a la dei­ dad lunar. No se ejercía para el servicio de Apolo, el dios de la luz y del sol. É l es mucho más joven que Hécate, Selene, Helena, Heleno y Casandra, y es un reflejo mitológico de la revaluación patriarcal de los valores, como la Poética de Aristóteles en el reino de la legisla­ ción del arte. Los predecesores de Goethe y él mismo, como joven miembro de la clase media, abandonaron la Poética junto con las reglas y demás trastos viejos de la aristocracia francesa. Pero nunca, que yo sepa, discutie­ ron el pasaje del Capítulo X V de la Poética, sobre los «Personajes», donde Aristóteles pide a los autores que cuiden de que sus personajes tengan «bondad». Y con­ tinúa: «También las mujeres, e incluso un esclavo puede ser bueno, aunque en general la mujer es tal vez un ser inferior y el esclavo carece de todo interés.» Por esta razón, era lógico que las mujeres no asistieran nunca a las tragedias griegas, ni siquiera como actrices. Ifigenia, Antígona, Clitemnestra, Electra, Medea, Hécate y las troyanas eran todas hombres vestidos de mujer, calvados con coturnos, sin duda esbeltos, bellos, posiblemente homoeróticos, pero hombres. Todo ese batiburrillo de fe­ cundidad y tierra, esa indisciplinada tendencia a mez­ clarse y transformarse una en otra, esa cosa a la que resultaba problemático dar nombre, esa muchedumbre de mujeres, madres y diosas difíciles de clasificar y con­ tar, fue sometida a control, junto con el derecho a la herencia masculina y a la propiedad privada, tras los que parecen haber sido unos siglos largos y arduos, que ahora se consideran «oscuros» y se han olvidado. Las prohibi­ ciones de entonces aún nos dicen qué cosas representa­ ban amenazas para la gente. Aristóteles: «Por ejemplo, el personaje es bueno cuando un hombre tiene valor; pero en general no es adecuado que una mujer sea va­ liente y viril o siquiera alarmante.» ¿Alarmante para quién: para el hombre que la ha privado de toda educa­ ción, de toda actividad pública y, desde luego, del derecho a voto? Sí, precisamente porque le ha hecho todo eso. Sabemos por experiencia propia que las cosas que ex­

cluimos y eliminamos son las cosas que hemos de temer. Eso es lo que le ocurre al Anaxágoras de Goethe que, se­ gún recordarás, ha invocado incautamente a la diosa de la luna y, descubre para su horror que ¡Ella se acerca! Y grande, y más grande aparece y se acerca el trono esférico de la diosa, ¡terrible, monstruoso a nuestros ojos! Su fuego enrojece y se vuelve tenebroso. ¡No te acerques más! ¡globo de amenazante poderío! ¡o nosotros, y la tierra y el mar, pereceremos! *

Una roca ha caído de la luna y ha aplastado a toda la raza de los pigmeos. ¡De modo que esto era lo que quería decir Anaxágoras cuando hablaba del «antiguo poder» «sin magia»! Sin duda, los aprietos en que él se encuen­ tra ya anuncian la idea, dolorosa y significativa, que ex­ presa el viejo Fausto ante la fantasmal presencia de las «cuatro ancianas grises» (la Carencia, la Culpa, la Nece­ sidad, la Inquietud; si hubieran sido tres, la analogía con las tres Moiras, las tres Parcas, las tres Nomas,** las tejedoras del destino, habría sido completa): ¡Si pudiera alejar de mi senda la magia, y olvidar del todo los sortilegios, si estuviera ante ti, Naturaleza, tan sólo un hombre, entonces merecería la pena existir como ser humano! * * *

* «Und grÓsser, immer grosser nahet schon / Der Góttin rundumschriebner Thron, / Dem Auge furchtbar, ungeheuer! / Ins Düstre rotet sich sein Feuer. / Nicht náher! drohend-máchtige Runde, / Du richtest uns und Land Meer zugrunde!» (Goethe, Faus­ to II, acto 2.°, La noche de Walpurgis clásica, En el Peneios su­ perior. ** Diosas del destino de la mitología escandinava queregu­ laban el ordel del Universo y la vida de los hombres. También se las llamaba Mairas. Urel representaba el pasado, Vertande o Werdandi el presente y Skuld el porvenir. [N. d. t. e.]. *** «Konnt ich Magie von meinem Pfad entfernen, / Die Zaubersprüche ganz und gar verlernen, / Stünd ich, Natur, vor dir ein Mann allein, / Da wars der Mühe wert, ein Mensch zu sein!» Goethe, Fausto II, Acto 5.°, Medianoche,

La magia, sin embargo, fue en otro tiempo arte exclu­ sivo de la mujer (quien, cuando se veía carente de amor, recurría, no sin razón, a los hechizos mágicos). Fue el arte de las ancianas de la tribu en las primeras socieda­ des agrícolas; luego, durante largo tiempo, de las sacer­ dotisas, a quienes los primeros sacerdotes sólo lograron sonsacarles el ritual introduciéndose en él ocultos bajo mágicas vestimentas de mujer. Resultaría cómico que yo hablara de estas cosas con indignación, porque la huma­ nidad no podía permanecer en el nivel de la magia y la brujería. Pero, lo que me pregunto y te pregunto es: ¿Era necesario que el hombre se quedara «solo» ante la Naturaleza, opuesto a la Naturaleza, y no en ella? Hace poco, participé en una discusión sobre los pro­ blemas de la ciencia moderna con un grupo de jóvenes científicos, y hablamos también de la historia de la mujer en Occidente. Uno de los jóvenes — evidentemente deci­ dido a confesar por fin— declaró: «La gente debería de­ jar de quejarse por la suerte que han corrido las mujeres en el pasado. El hecho de que estuvieran subordinadas al hombre, cuidaran de él, le sirvieran: ésa era la precondición para que el hombre pudiera concentrarse en la ciencia o en el arte, y alcanzar resultados máximos en ambos campos. El progreso no era ni es posible de nin­ guna otra manera, y el resto no son más que tonterías sentimentales.» Hubo un coro de murmullos en la habi­ tación. Yo estuve de acuerdo con el joven. El tipo de progreso, en el arte y la ciencia, a que estamos acostum­ brados — extraordinarios logros máximos— sólo es po­ sible de esta manera. Sólo es posible mediante la desper­ sonalización. Sugerí que había que instaurar una especie de juramento hipocrático para las ciencias matemáticas, que prohibiera a cualquier científico colaborar en inves­ tigaciones para fines militares, y los participantes en el debate declararon que eso no era realista. Si los cientí­ ficos no hubieran roto los juramentos (me explicaron), en cualquier caso éstos habrían sido quebrantados en otro sitio; no podía haber tabúes para la investigación. «Para m í», dije, «el precio se ha vuelto demasiado alto

para el tipo de investigación que produce la ciencia, co­ mo institución, desde hace algún tiempo.» Más tarde, oí que algunos de los participantes habían detectado en mí cierta dosis de hostilidad hacia la ciencia. ¡Ridículo mal­ entendido!, pensé en el primer momento. Luego reflexio­ né. ¿Podía estar «amistosamente» dispuesta respecto de una ciencia que se ha alejado tanto de la sed de conoci­ mientos de que deriva, y con la que aún la identifico se­ cretamente? Creo que debemos dejar de tomarnos en serio las etiquetas que la gente nos lanza. [...] Debo pedirte que no pierdas la paciencia. No creas que he perdido de vista la cuestión a la que en realidad quiero llegar: ¿Quién era Casandra antes de que la gente escribiera sobre ella? (Porque ella es una creación de los poetas, habla sólo a través de ellos, sólo tenemos su vi­ sión de ella... Ésta es también una de las pistas que debo seguir, hasta que de ella se desprenda otro rastro que deba seguir, hasta que un tercero me obligue a aban­ donar el segundo.) Lo que me gustaría comunicarte es el sentimiento que ha suscitado mi inquietud, inquietud que sin duda refleja esta carta. Es el sentimiento de que todo está fundamentalmente relacionado, y que el enfo­ que que se limita a una sola vía estricta — la extracción de un solo «h ilo» para la narración y el estudio— daña el tejido entero, incluido ese «hilo». Pero, para decirlo en términos sencillos, esa carretera de una sola dirección es la que ha seguido el pensamiento occidental: la vía de la segregación, de la renuncia a la multiplicidad de los fenómenos, en favor del dualismo y el monismo, en favor de imágenes del mundo y sistemas cerrados, la vía de la renuncia a la subjetividad en favor de una «ob je­ tividad» estanca. [...] Esquilo aún tiene conciencia de que, en el principio, el mundo estaba gobernado por «las triformes Moiras y la fidelidad de las Erinias». Incluso Zeus — cuya figura aparece sólo con el surgimiento de los reinos gobernados por sucesión masculina— no podía desatender demasia­ do los dictados de las Moiras, las ancianas diosas de] destino. Dos procesos corren paralelos: la formación de

las naciones-estado y el sometimiento de las antiguas dio­ sas tribales por los nuevos dioses reconocidos por el Estado. En esos mismos siglos, el dios Apolo se anexó el adoratorio de Delfos. Inicialmente, la ninfa de la mon­ taña Dafne («laurel»), una vez instaurada por la madretierra, Gea, como sacerdotisa adivina, cumplía sus fun­ ciones en Delfos, en un simple cobertizo de ramas de laurel. Esto sucedía en el segundo milenio a. C.: ¡la época de la Casandra «histórica»! En Delfos había también un culto puramente matriarcal de sacerdotisas que acom­ pañaban todas las festividades públicas importantes de su clan, de su tribu, con cantos corales, danzas, sacrifi­ cios rituales y la emisión de oráculos. Más tarde, vino un «templo de cera y plumas», supuestamente construido por las abejas (criaturas que pertenecen a clanes feme­ ninos). Finalmente, estos cultos cedieron el sitio al pri­ mer gran templo de la Edad de Bronce, que se erigió en Delfos en el siglo séptimo y estaba ahora inequívoca­ mente dedicado a Apolo, y que se dice que mostraba a las «cantoras doradas» sólo como figuras ornamentales del frontón. Éstas eran las llamadas keledones, mujeres que gritan, que solían acudir a los cruces de los caminos una vez al mes para invocar a la luna: un culto vinculado a Deméter y Artemisa, la hermana de Apolo... Las mujeres quedaron incorporadas al friso que ador­ naba el frontón del dios varón. Pero allá abajo, en el propio templo de Delfos, estaba la adivina Pitia, la única mujer que quedaba en el culto masculino del oráculo. Ahora ya no era más que una médium bajo el control de los poderosos sacerdotes, puesta en trance mediante vapores narcóticos, la masticación del laurel o, tal vez, la autosugestión o la hipnosis. Tartamudeando, retorcién­ dose, pronunciaba las incoherentes palabras de su orácu­ lo, cuya interpretación y formulación en cierta medida poética correspondía a los hombres: los sacerdotes, los primeros poetas. Al principio, los hombres se identifica­ ban con las mujeres, simulaban mímicamente el proceso del nacimiento, se castraban para poder convertirse en sacerdotes (hay quien afirma que hasta Apolo hizo esto);

se infiltraban en el oficio de las sacerdotisas vestidos de mujer (se dice que Apolo hizo eso también). Más tarde, en Delfos, esa relación resultó algo más que invertida: la mujer se convierte en un instrumento en manos de los hombres. Aquí, en la profesión de poeta, profeta, sacer­ dote, que tiene una raíz mágica, podemos verlo con la mayor claridad: la mujer, que fuera una vez la ejecu­ tante, ha sido excluida o bien ha sido convertida en un objeto. Han transcurrido siglos desde entonces. En una de las grietas que quedan como cicatrices de esos sucesos con­ flictivos, se sitúa Casandra. Hija de una casa real en que la sucesión patrilinear parece establecida, pero en la que la reina, Hécuba — que, según muchos eruditos, procedía de la cultura matriarcal de los locrenses— no por ello ha perdido toda importancia. Además, aquí la costumbre, propia de la transición, según la cual un pre­ tendiente roba una princesa porque sólo la mujer puede conferir el trono al hombre es todavía un fenómeno co­ rriente (véase el rapto de Helena por París). En esa casa, es muy posible que se practicaran los antiguos cultos matriarcales junto a los nuevos cultos de los dioses más jóvenes, especialmente, sin duda, entre la población ru­ ral, especialmente en las clases bajas. En esa casa, una joven puede convertirse en sacerdotisa, pero ya no hay gran sacerdotisa. En esa casa, ella puede ser una vidente poseída por sus visiones, y tener las cualidades para ser­ lo, pero no puede ejercer el oráculo oficial. Son los hom­ bres quienes leen el futuro en el vuelo de los animales, en las entrañas de las bestias sacrificadas. Hombres como Calcas, Heleno, Laocoonte. Ella vive en una cultura que tal vez no podía resistir a la cultura estrictamente pa­ triarcal de los aqueos micénicos, a su férrea determina­ ción de conquista. ¿Tal vez Casandra no era «realmente» sacerdotisa de Apolo en absoluto? (Por favor, no protes­ tes: ¡ella existió realmente!) ¿O tal vez, por lo menos, era sacerdotisa de un Apolo diferente del «radiante» dios del panteón clásico griego, el que «hiere a su presa desde lejos»? ¿Era sacerdotisa de un Apolo más antiguo, con

justicia llamado «Loxias», «el oscuro», cuyos ancestros pertenecían a una estirpe de lobos y cuya identidad dual con su hermana gemela Artemisa perduraba aún en la memoria de la gente? Del mismo modo, la Atenea a quien se honra en otro de los templos de Troya no puede haber sido la Palas Atenea clásica, sino un símbolo de culto. Sus cualidades se sitúan en algún punto entre las de las antepasadas-ídolos ctónicas y las de la posterior diosa virginal y dominadora que no nació de vientre de mujer, sino de la cabeza de su padre Zeus. Esta última Atenea, nació como el pensamiento, del que los griegos varones — intelectuales, por supuesto— se estaban haciendo car­ go en esa época, para llevarlo a asombrosas alturas, a un admirable nivel de abstracción. También el pensa­ miento, en efecto, no tiene madre, sino sólo padres. ¿Te parece erróneo creer que si las mujeres hubieran ayudado a pensar «el pensamiento» en los últimos dos mil años, la vida del pensamiento sería hoy día distinta? (Olvida­ mos con demasiada facilidad: las mujeres como intelec­ tuales han existido en número apreciable sólo durante los últimos sesenta o setenta años. Sabemos historias de ellas y sobre ellas, pero su historia — una historia de in­ creíble esfuerzo y coraje, pero también de increíble autonegación y renuncia a las exigencias de su naturaleza— está aún por escribirse. Sería, a la vez, la historia de uno de los reversos de nuestra cultura.) [...] Ahora bien, querida A., es un campo muy amplio, pero creo que teníamos que acercarnos a sus lindes para seguir el llamado de la consigna «Casandra». ¿Sospecha la gente, sospechamos nosotras, cuán difícil y, de hecho, peligroso puede ser devolverle la vida a un «objeto»? ¿El momento en que un ídolo empieza a sentir de nuevo? ¿Cuando recupera el habla? ¿Cuando tiene que decir «yo», como mujer? Vemos un paisaje de varias genera­ ciones en que la mujer que escribe aún tiende a perder­ se: perderse en el hombre, las instituciones masculinas, las federaciones, las iglesias, los partidos, los Estados. Tenemos testigos presenciales y documentos testimonia­ les de la forma en que hombres y mujeres se hablan unos

a otros. Tomemos lo que el hombre Elnis le dice a la mujer Ebba en Tiefseefisch (pez de profundidad), de Fleisser: «Una mujer que ama a un hombre puede hacer cualquier cosa.» «M e siento tan tierno por dentro.» «Mis sufrimientos son tus sufrimientos. Somos un mismo cuer­ po y una misma carne.» «Y a no tendrás voluntad. No exis­ tirás más. Quiero absorberte.» «Debes convertirte en mi esclava absoluta y yo debo convertirme en tu esclavo ab­ soluto.» «H e hecho presa de ti como el macho acorrala a la hembra. Defiendo mi presa. Pensaré en ti tan estre­ chamente que te mantendré a mi lado, hechizada.» «O l­ vidarás que estás siendo sacrificada.» «Soy un mago.» «Debes confiar ciegamente en mí. Naturalmente, no pue­ do tener a mi lado a alguien que duda.» «Pon fin a ti misma si te tienes lástima. ¡Cuélgate, ahógate en el agua! Entonces habrá una mujer menos.» «Todavía lograré ha­ cer de ti un ser humano.» ¿Y qué dice la mujer en tan desolado paisaje? ¿Qué puede decirle a este hombre enfermo de sí mismo? Dice cosa así: «Y a no puedo ver mi camino en mi vida. ¿Acaso no soy un ser humano que siente las cosas?» «Tú no serás esclavo, tú no.» «Es terrible.» «N o maltratarías a la gente si no fueras hermoso.» «M i naturaleza es de las que ven en el porvenir. Puedo renunciar a las cosas.» «Estoy siempre forzada a mirar el abismo. Me arrancaría los ojos de la cara.» «Quiero volverme diferente.» «Sus ojos me acusan. Quiero desaparecer de la faz de la tierra.» Querida A., sabes tan bien como yo que no es posible argumentar contra tales frases utilizando otras que em­ piecen, por ejemplo, con: «Pero.» Sostengo que toda mu­ jer que, en este siglo, y en nuestra esfera cultural, se haya aventurado en las instituciones dominadas por los hombres — la «literatura» y la «estética» se cuentan en­ tre ellas— habrá experimentado el deseo de autodestruirse. En su novela Malina, Ingeborg Bachmann hace que la mujer desaparezca por la pared, al final, y el hombre, Malina, que es parte de ella, enuncia serenamente la si­ tuación: «N o hay ninguna mujer aquí.» La última oración dice: «Fue un asesinato.»

También fue un suicidio. Querida A., te he notificado que resulta difícil definir los límites del tema en torno al cual giran mis pensa­ mientos. Sin embargo, no cederé al impulso de hablar de «la situación de la mujer», evocar frases, citar cartas. Algún día, sin duda, deberé hacerlo, aunque sólo sea para dar legitimidad a las mujeres que escriben sobre muje­ res, y que los críticos no quieren reconocer. Desde luego, veo que este deseo de legitimar aún refleja la idea com­ pulsiva de que las mujeres tenemos que adaptarnos o de­ saparecer. También veo que refleja el indoctrinamiento de ese sistema dominante de la estética que he traído a discusión aquí. Para las mujeres, ha habido tres mil años de mudez o, en el mejor de los casos, de un uso esporá­ dico del lenguaje. Entonces aparece por ahí una mujer que dice: «Recojo sólo aquellos relatos que no llegan al conocimiento público, y sólo los relatos que tienen una solución letal.» — Todesarten— «Tipos de Muerte».* Que­ rida A., no puedo probar esta afirmación — puedo probar­ la solamente en casos aislados, que no sirven de nada para el tipo de declaración sumarial que tan serenamen­ te estoy a punto de emitir— , pero la estética, en la me­ dida en que es un sistema de categorización y control, y especialmente cuando defiende ciertas ideas sobre los temas que corresponden a los diversos géneros, es decir, la «relaidad» (observo que esta palabra cada vez aparece más frecuentemente entrecomillada en mi escritura, pero no puedo evitarlo)— la estética, digo, como la filosofía y la ciencia, se ha inventado no tanto para permitirnos aproximarnos a la realidad cuanto para mantenerla a distancia, para protegernos de ella. ¿Crees que Bachmann no sabía cómo escribía nove­ las Goethe, lo mismo que Stendhal, Tolstoi, Fontane, Proust y Joyce? ¿O crees que era incapaz de prever que * La «m u jer» es Ingeborg Bachmann. «Tipos de muerte» es el título de su proyectada trilogía novelística, que quedó inconclu­ sa a su muerte. La cita sobre los «relatos con una solución letal» también está tomada de Bachmann, vol. II, de las Werke, I-IV . [N. d. t. i.].

una creación como la que presentó bajo la apariencia de «novela» burlaba todas las reglas y categorías debida­ mente calificadas de la estética, aun interpretadas con la mayor flexibilidad? ¿Y, que al no hallar red alguna, por fina que fuese, para interceptar su caída, se precipitaría directamente a tierra? «Y o soy Madame Bovary.» Flaubert dijo eso, como sabemos, y hemos admirado esta frase durante más de cien años. También admiramos las lágrimas que derramó Flaubert cuando tuvo que dejar morir a Madame Bovary, y el desarrollo nítidamente cal­ culado de su maravillosa novela, que él fue capaz de es­ cribir a pesar de sus lágrimas, y no debemos dejar, ni dejaremos, de admirarle. Pero Flaubert no era Madame Bovary; al final, no podemos ignorar enteramente este hecho, a pesar de toda nuestra buena voluntad y de lo que sabemos sobre la relación secreta entre un autor y una figura creada por el arte. Pero Ingeborg Bachmann es esa mujer sin nombre en Malina, es la mujer Franza, en el fragmento de novela E l caso Franza, que simple­ mente no puede tomar su vida en sus manos, no puede darle forma; que simplemente no consigue poner su ex­ periencia en un relato presentable, no puede sacárselo de dentro como producto artístico. ¿Falta de talento? Esta objeción no se aplica. Al menos, no en este caso. Ciertamente resulta difícil entender que uno de los sig­ nos de su calidad como artista sea el hecho mismo de que no puede matar en el «arte» la experiencia de la mu­ jer que es. Una paradoja, en efecto. Una capacidad de ser «auténtica» — para usar otro término literario— que sólo se alcanza renunciando al distanciamiento que pro­ porcionan las formas definidas. Un frenesí por encontrar palabras que no puede adherirse al ritual apaciguador, que no puede adherirse a nada, indomesticado, salvaje. Una mujer salvaje: no se puede hacer más que alzar los brazos con perplejidad. Lo que destila es otro tipo de lógica, ella que tal vez conoce el proceso de pensamiento masculino mejor que cualquier otra mujer: el si esto/ entonces eso; porque/por tanto; no sólo/sino también. Una manera diferente de hacer preguntas (ya no ese cri­

minal quién le hizo qué a quién). Una especie diferente de fuerza, un tipo distinto de debilidad. Una amistad di­ ferente, una enemistad diferente. En cualquier dirección que mires, en cualquier página en que abras el libro, ve­ rás el derrumbe de las alternativas que hasta entonces estaban en pie, y que desgarraban nuestro mundo, así como la teoría de lo bello y del arte. Una nueva clase de tensión parece luchar por expresarse, con horror y miedo y con vacilante consternación. Ni siquiera existe el con­ suelo de una posibilidad de darle forma a esto; no en el sentido tradicional. [...]

¿POR QUE VAN LAS MUJERES A VER LAS PELICULAS DE LOS HOMBRES?

Ir al cine no es todavía una forma particularmente respetable de emplear nuestro tiempo libre. Así se con­ sidera en especial — aunque, desde luego, no exclusiva­ mente— en el caso de las mujeres. Las mujeres que acu­ den regular — o incluso ocasionalmente— al cine admi­ ten que lo hacen con la sensación de que se trata de algo prohibido, algo que las mujeres no hacen. Extrañamente, esta censura se aplica con más severidad a aquellas mu­ jeres que van solas; si lo haces con un acompañante masculino, resulta más aceptable ir al cine. Sin embargo, parece que en esa censura hay algo más que la tradicio­ nal sensación contra las mujeres que van sin compañía a los lugares públicos de reunión como los bares, las calles, las estaciones, etcétera, es decir, la protección de una mujer, como propiedad privada de un hombre, con­ tra la mirada de otros hombres o contra el contacto con ellos que pudiera amenazar la exclusividad de su acceso a ella. La finalidad de esa sanción contra la asistencia a los bares y demás es apartar a las mujeres de la mirada

voyeurista de los hombres, mientras que la prohibición implícita de ir al cine niega a la propia mujer esa mirada voyeurista. Así, lo que la sociedad patriarcal se permite a sí misma como una perversión consciente e indisimulada se considera indecente cuando se aplica a las mu­ jeres que van al cine. Es muy evidente que la mirada voyeurista, como muchas otras facetas de la erótica fe­ menina asociada al agresivo sentido del tacto, se han vuelto tabú para las mujeres, aunque el voyeurismo en forma alguna está limitado a la sexualidad infantil mas­ culina, y de hecho ha dejado sus huellas en la socializa­ ción femenina. La historia social1 muestra muy clara­ mente que aunque las mujeres eran los objetos deseados del voyeurismo masculino, ellas tenían que ocultar sus propios deseos tras los velos, las barras de las ventanas de los boudoirs, los rituales de maquillaje, caros y labo­ riosos. A los ojos de los hombres, sólo aparecían como un reflejo de ellas mismas. Esto es lo que debe haber confinado a las mujeres, según la socialización del pa­ sado, en el narcisismo, en un voyeurismo rechazado por la mirada masculina más agresiva y que se limita al ex­ hibicionismo de la mujer narcisista. La mujer queda sub­ yugada por la mirada dominante antes incluso de em­ pezar a medirse con el hombre, a medir su mirada con la suya. Todo lo que puede hacer es mirar recatadamente al suelo, desnudar su expresión de todo significado, para negar y evitar la agresión de su mirada, para refugiarse tras la máscara que oculta la mirada. Uno de los planos más desconcertantes de la historia del cine obtiene su ambivalencia del quebrantamiento del tabú sobre la mirada de las mujeres. En Sommaren med Monika (Suecia, 1952, dirigida por Ingmar Bergman: Ve­ rano con Mónica) hay una escena larga y estática en que Harriet Andersson mira directamente a la cámara, es decir, mira directamente desde la pantalla al espectador. Dado que no está mirando ningún punto remoto e ima­ 1. Véase Schneder y Laermann «Augen-Blicke», en Kursbuch 49 (Berlín, 1977), pp. 36-58.

ginario, como generalmente ocurre, el (la) espectador (a) tiene la impresión de que ella le está mirando directamen­ te a él/ella. Esta utilización de la cámara fue considera­ da extremadamente inquietante cuando se usó por pri­ mera vez, y sigue siendo muy sugerente. La expresión profundamente triste y ligeramente despectiva de Harriet Andersson tiene en sí misma algo de la mirada fe­ menina a la que se le niega el conocimiento del mundo. Al mismo tiempo, irradia un atractivo inequívocamente erótico que corresponde al papel de Andersson como una especie de vampiresa proletaria. La mirada «perdida» acompaña el quebrantamiento del tabú sobre la mirada: si la mujer se atreve a mirar, entonces no hay nadie que pueda replicarle libremente. Ese plano anuncia la infe­ licidad inherente al amor. La mujer autónoma que mira libremente nunca encontrará a nadie que pueda estar a la^altura de su mirada, que no intente desviar y domeñar su mirada. La vampiresa es uno de los pocos estereotipos feme­ ninos a los que se permite mirar sin inhibición a los hombres. Mae West es un caso: vincula directamente la insultante «apreciación de un trozo de carne» con sus ambiciones sexuales; por ejemplo, tras haber examinado a los hombres de pies a cabeza, les da un discriminador pellizco en el trasero. Su opuesto es la subrepticia mira­ da de Marilyn Monroe. En Cómo casarse con un millona­ rio (Estados Unidos, 1953, dirigida por J. Negulesco), ella es miope, casi incapaz de ver nada. Gracias a ello, puede ser narcisistamente tentadora sin verse afectada dema­ siado por la mirada masculina. Éste es un fenómeno para el que Schneider y Laermann han encontrado preceden­ tes históricos y al que han denominado «la mirada de la belladona»: El alcaloide venenoso (atropina) que se encuentra en él (el colirio hecho con belladona) hacía que las pupilas se di­ lataran y, con ello, imitaran la excitación erótica, en que ios ojos se dilatan por sí solos. Pero el ojo excitado median­ te tal artificio no sólo resultaba encendido de pasión, sino

ciego... Las mujeres sólo veían con ojos borrosos. Su mira­ da refractada no podía ella misma captar el brillo que emi­ tía.2 Pero ¿por qué las mujeres van a ver películas en que otras mujeres se ofrecen a sí mismas como objetos a la mirada voyeurista de los hombres? Para mí, no basta ver en esto una especie de identificación con el agresor masculino, por la cual la supremacía de su mirada es convalidada y a la cual la mujer está sujeta. Es impor­ tante reconocer, además, que hay cierta congruencia en la visión que tienen de la mujer los hombres y las mu­ jeres, porque la socialización masculina y femenina se corresponde hasta cierto punto, es decir, en la medida en que el objeto amoroso de ambos es la madre. El goce infantil de la mirada, común a ambos sexos, es la base que activa ese goce en las mujeres lo mismo que en los hombres, y que dirige la mirada de las mujeres sobre las mujeres y no sólo sobre los miembros del sexo opuesto. En ese estadio temprano de la infancia, las identidades sexuales no están definidas aún en la conciencia del niño, que piensa que puede cambiar de sexo a voluntad por­ que no ha captado que el sexo está biológicamente de­ terminado. El temor de los hombres a permitir el voyeurismo femenino no se origina sólo en el miedo a que las mujeres vean a otros hombres y establezcan compa­ raciones (tal vez desfavorables para él), sino que está también relacionado con el miedo a que la bisexualidad de las mujeres pueda hacer de ellas competidoras en el coto de caza masculino. Y ciertamente no carecen de fun­ damento esos manifiestos celos de los hombres ante los placeres femeninos de las mujeres, como vestirse una a otra, peinarse mutuamente, untarse de aceite, que de­ rivan del goce de mirarse una a otra. La relevancia de este hecho se hace evidente cuando intentamos entender las preferencias de las espectadoras de cine por ciertas estrellas femeninas. El éxito y la popularidad de Marlene 2.

Ibid., p. 54.

Dietrich y Greta Garbo, por ejemplo, muy probablemen­ te tienen mucho que ver con su toque de bisexualidad. Esto explica también por qué no todos los hombres gus­ tan de los estereotipos femeninos que estas dos estrellas encarnan. Muchas estrellas, desde Asta Nielsen hasta Lieselotte Pulver, se han vestido alguna vez de hombres y han de­ sempeñado papeles «masculinos». Pero muy pocas han encarnado imágenes andróginas o travestidas de mujer. Con frecuencia el hecho de vestirse de hombre constituye simplemente una parte del argumento, y el papel es siem­ pre un papel muy conscientemente asumido. Muchos de los papeles de Marlene Dietrich son impresionantes ejem­ plos de la mistificación estética de la identidad sexual. Esto es muy obvio en Blonde Venus (Venus rubia, Esta­ dos Unidos, 1931, dirigida por Josef von Sternberg). Lo que resulta interesante en esta película es la combinación del disfraz andrógino con el rol de madre. Como resul­ tado, el espectador se sitúa en el lugar del niño. Marlene Dietrich, primero una estrella vestida de smoking, se transforma en la madre que canta nanas junto a la cuna, lo que produce una carga emocional y una identificación con el niño por parte del espectador. Esta transforma­ ción tiene lugar en un contexto que utiliza directamente los elementos emocionales de la infancia, determinados por la ignorancia del niño acerca de la división de los roles sexuales y su resultante goce de la mirada, así como su continua incertidumbre acerca de las características sexuales. Se puede afirmar sin temor a equivocarse que no sólo el modo masculino de socialización se cristaliza a partir de esta difusión de la percepción sexual, sino que otro tanto ocurre con la socialización femenina. Sa­ bemos que durante los tres o cuatro primeros años de vida, los niños ignoran la diferencia sexual, a pesar de los esfuerzos de los padres por informarles sobre los he­ chos de la vida y la fuerza de las normas sociales. Esta ambivalencia infantil puede, pues, explicar la fascinación que ejercen sobre muchas mujeres las estrellas femeninas que desempeñan papeles andróginos. Sin embargo, esos

papeles están sin duda cargados de otras connotaciones que, obviamente, se relacionan con los intereses y nece­ sidades de la socialización masculina. (Volveremos más tarde sobre este punto, y sobre su importancia para la espectadora de cine.) En la oscuridad de la sala, las mujeres pueden com­ placer su voyeurismo, que de otro modo les es negado o del que ellas mismas son objeto. Eso no significa que puedan ver allí lo que realmente (aunque inconsciente­ mente) desean ver. Después de todo, dependen de lo que el mercado ofrece. Sólo muy recientemente ha mpezado a haber alternativas, en el número cada vez mayor de cines de mujeres. Y sigue siendo cierto que la inmensa mayoría de las películas presentan estereotipos femeni­ nos que tienen en efecto un correlativo objetivo en la realidad social de las mujeres, y que muchas películas, incluso aquéllas hechas por hombres, tienen previsto como público principal el de las mujeres. La preferencia de las mujeres por el melodrama, la comedia y el llama­ do «cine de problemas», lo mismo que su rechazo por el cine negro, el de terror y el de guerra, los westerns y la pornografía, muestra claramente que las mujeres trazan fronteras rígidas, dentro de la producción cine­ matográfica masculina, entre lo que es aceptable y lo que no. Por supuesto, muchas mujeres ven películas que no entrarían en la categoría de «preferidas por las mu­ jeres», porque son las que prefieren sus acompañantes masculinos, o tal vez por curiosidad de descubrir que atrae a los hombres hacia ciertas estrellas.3 Aparte de unos pocos estudios psicoanalíticos sobre la recepción de las películas, es sabido que la mayoría de los estudios se basan en un concepto de los roles que sólo reconoce los roles sociales establecidos y las normas 3. Ver observaciones sueltas en entrevistas, en el estudio de Ernest Dichter International Ltd., «Freizeitbedürfnisse und Práferenzstrukturen des Filmpublikums in der Bundesrepublik», en Prokop (ed.), Materialien zur Theorie des Film s, Munich, 1971, pp. 339-83. También Dieter Prokop, Soziologie des Film s, Neuwied, 1970.

a que se asocian a ellos. Se ignora casi totalmente el con­ texto histórico que determinó esos roles y la idea de desplegar una naturaleza interna que sea algo más que la suma de los roles y funciones adscritos a un individuo en un sistema social. Sin embargo, dado que en una so­ ciedad patriarcal el rol social del hombre se define ex­ clusivamente por sus caracteres de proveedor y traba­ jador superior, el rol de la mujer se define por fuerza como meramente complementario y no como un rol que tiene su propia historia. Este reconocimiento de que la mujer tiene su propia historia es el requisito fundamen­ tal, por encima de los demás, para percibir a la mujer como sujeto. En la medida en que estos estudios sobre el cine consideran este tema de ese modo, siempre sufri­ rán de una falta fundamental de bases teóricas, aunque muchos han iluminado interesantes diferencias específi­ cas de cada sexo. Sin embargo, en la mayoría de los estudios existentes, las diferencias específicas del sexo se tratan muy supe ficialmente. Para la investigación de mercado, el sexo es ciertamente significativo ya que ha sido independiente­ mente reconocido por los expertos en estadísticas como una de las dos variables (con la edad) aplicables a todas las operaciones cuantitativas. En la práctica, sin embar­ go, esto significa cuantificar lo desconocido, porque íi aquello que se considera biológico y, por tanto, inmodificable y autónomo no se le da ningún significado preciso ni ningún fundamento teórico. Así, no puede sorprender­ nos que la mujer sea generalmente descrita como una variación o desviación respecto del varón, expresada en la forma: a los hombres les gusta x, las mujeres prefie­ ren y. Hojear estos estudios es como mirar un atlas del siglo xix. Están llenos de huecos en blanco, de áreas inexploradas que, sin embargo, llevan ya los nombres de los colonizadores: las rutas son conocidas, ya se ha acor­ dado quién será dueño de qué. La mistificación de la mujer (en la medida en que ésta recibe alguna atención) corresponde a la tácita primacía de la mitad masculina de la población en el interés de la investigación. Cuanto

más convertía la sociedad patriarcal a la mujer en un enemigo interior (Hegel),4 es decir, en expresión de un mundo que vivía según principios distintos, más lógico resultaba que la investigación de la naturaleza interna de la mujer, de su feminidad, se abandonara o se li­ mitara a unas categorías naturales mistificadoras. Y allí donde las normas ya no derivan de la biología, entra en juego la cuestión de la legitimación social y ética de todo el sistema de valores y su división por sexos. Ese cuestionamiento siempre ha despertado el odio de aquellos miembros de un sistema social que tienen intereses crea­ dos en un ejercicio indiscutido del poder. Freud, por ejemplo, afirma muy claramente que Jas razones de esta tendencia a mistificar a las mujeres eran: «L o que los hombres llamamos el “enigma de las mujeres" tal vez se deriva en parte de esa expresión de la bisexualidad en las vidas de las m ujeres.»5 En enfoque psicoanalítico ha constituido en muchos casos un marco excelente para entender las complejida­ des de la percepción del cine; los mútiples efectos que tienen las películas no se pueden explicar mediante una teoría del aprendizaje relativa al reforzamiento o la mo­ dificación de actitudes. Al enfoque psicoanalítico le in­ teresa el procesamiento y la asimilación psicológicos in­ ternos de lo visto y su impacto sobre la psicología de los propios sujetos. Al mismo tiempo, este enfoque supone que las películas se basan en los mecanismos psíquicos que pueden activar en el espectador. Según esta teoría, las películas son más bien reflejos y productos de la na­ 4. Hegel, La fenomenología del espíritu, /rad. Wenceslao Ro­ ces, México, 1966,, p. 281. «Mientras que la comunidad sólo subsis­ te mediante el quebrantamiento de la dicha familiar y la disolu­ ción de la autocoiicicncia en la autoconciencia universal, se crea su enemigo interior en lo que oprime y que es al mismo tiempo esencial para ella, en la feminidad en general.» 5. Sigmund Freud, New Introductory Leclures on Psychoanalysis, trad. James Strachey, Londres, 1964, p. 131. (Trad. cast., S.F. «Nuevas Lecciones de Psicoanálisis» en Obras completas, tomo VIII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974).

turaleza interna de los sujetos, de sus deseos, necesida­ des, ideales eróticos, instintos, etcétera, que representa­ ciones de un mundo exterior o social. Aquí se han pro­ ducido algunos cortocircuitos en la discusión feminista. No basta, por ejemplo, decir que los filmes hechos por hombres retratan a las mujeres a través de los ojos de ellos, que dan una visión más o menos patológicamente distorsionada de la mujer y, por tanto, dicen más sobre la naturaleza interna de los representantes de la cultura patriarcal que sobre las mujeres presentadas o el público femenino. El manifiesto comportamiento de las mujeres, que sólo en los últimos quince años se han alejado del cine, porque las películas que constituyen gran parte de la oferta son aquellas que tradicionalmente no les gus­ tan, todavía no ha sido explicado. La cuestión de por qué las mujeres iban al cine en el pasado, a pesar de la do­ minación patriarcal, y de por qué todavía acuden oca­ sionalmente no se ha resuelto. El supuesto que contiene esa pregunta es que el men­ saje del filme puede ser transferido sin dificultad al pú­ blico: noción que probablemente no es sino un resto de la conciencia behaviorista del aquí y ahora. Se pueden citar contra esta idea muchos argumentos teóricos sobre el cine como género, argumentos que toman en cuenta al producto y no sólo al público. Y aunque la estética de una película se defina principalmente por la intención de un solo hombre y por un aparato patriarcal autorita­ rio — por ejemplo, cuando Sternberg declaró ostentosa­ mente que el mito de Marlene Dietrich era de su exclusiva invención— , las connotaciones de la película siempre son independientes de y transcienden la intención del direc­ tor. Esta discrepancia es lo que hace que cada forma de arte visual sea individual y específica. Las imágenes nun­ ca tienen la claridad y la falta de ambigüedad del len­ guaje verbal que puede elevarse a meta-niveles concep­ tuales y, desde ellos, proponer significados. El concepto «mesa» puede siempre abarcar todas las mesas reales. La imagen fílmica de una mesa, por otro lado, es siem­ pre la imagen de una mesa particular frente a la cámara.

Sternberg puede haberse propuesto en efecto crear un mito de mujer en las imágenes de Marlene Dietrich, pero eso mito todavía tiene un referente vivo. Esta realidad de las imágenes fílmicas no carece de consecuencias sobre su recepción. Las películas pueden ciertamente crear mi­ tos, estereotipos y clichés, es decir, imágenes psíquicas ideales, pero éstas no son en modo alguno comparables a abstracciones conceptuales. Son en sí mismas meras imágenes de imágenes internas, signos pre-verbales de un mundo no verbal, que sólo se pueden tornar lingüís­ ticamente accesibles mediante un proceso largo y labo­ rioso de interpretación. Desde luego, el efecto de estar, imágenes es independiente de que uno pueda o no darles una forma verbal. Yo puedo, después de todo, apreciar una película sin ningún dominio de la lengua. «V er es reconocer», escribió una vez Jean Mitry.6 El micro-aná­ lisis psicoanalítico del ver y el reconocer muestra, sin em­ bargo, que no es sólo que las películas reflejan necesi­ dades subjetivas. Sino más bien que el proceso de apre­ ciar una película es como producir la película por segun­ da vez; es decir, que la película se crea en la mente del público y tiene tantas variaciones como espectadores haya. Esto no significa que la percepción sea arbitraria. Pero sí parece sensato partir del supuesto de que h variación en la percepción y asimilación subjetivas de los objetos visuales es mucho mayor de lo que generalmente suponen las investigaciones abstractas. Además, estas in­ vestigaciones mismas dependen de la traducción a un lenguaje verbal y representan una experiencia pasada, en su tratamiento de las películas de que se ocupan. Es posible que, contra la intención de sus creadores, muchas imágenes fílmicas dejen la vía abierta a múltiples interpretaciones. A partir de eso, se puede sugerir que estas imágenes son como los trompe Voeil de los manieristas: cuadros que parecen cambiar de motivo, forma y

6. 1963.

lean Mitry, Esthétique et psychologie du cinema, París,

significado según la posición del espectador, pero, en el caso de las imágenes fílmicas, cambian de acuerdo con el sexo del espectador. Un ejemplo de esto sería la rein­ terpretación del estereotipo femenino que epitomizaba Marilyn Monroe en sus películas. Otro podría ser el re descubrimiento de Mae West, que fue objeto de muchas críticas de las asociaciones de mujeres en Estados Uni­ dos en los años cuarenta y hoy día es ampliamente acep­ tada como ejemplo de autonomía femenina. La falta de investigaciones históricas sobre la res­ puesta de las mujeres ante las películas no es menor prue­ ba de la incapacidad para reconocer a la mujer como sujeto. Sabemos que tiene que haber habido una respues­ ta, pero no sabemos cómo se produjo o qué forma toma hoy día. En la búsqueda de su propia identidad, las mu jeres todavía se preocupan mucho más por las imágenes que la sociedad masculina ha hecho de ellas que por las propias mujeres. Por ello, hay muchos y excelentes aná­ lisis feministas sobre las imágenes de las mujeres, y de­ muestran, todos ellos, que esas imágenes son invenciones masculinas, proyecciones de los mitos y temores de los hombres sobre las mujeres; pero apenas mencionan el significado subjetivo que tienen esas imágenes para las propias mujeres. Esto se puede explicar por el miedo a tocar ese tema, de perderse una misma en las fasas imá­ genes si no se toma ante ellas una distancia analítica. Sin embargo, como resultado, sabemos muy poco sobre cómo corresponden en realidad estas imágenes a la vida inte­ rior de las mujeres. Con ello no me refiero sólo a las presiones normativas que gobiernan el comportamiento social — elección de un peinado o de un marido a quien despedir por la mañana— , sino más bien a la cuestión de si no podía haber habido algo como una historia (subhistoria) de la reacción de las mujeres ante las películas y ante el cine, que no estuviera enteramente dictada por la mirada masculina sino que diera un mínimo espacio a las proyecciones femeninas. Laura Mulvey, teórica y crítica de arte y feminista

británica, ha mostrado, en un análisis 7 de las estructuras psicoanalíticas del cine narrativo de Hollywood, que la imagen ideal de Marlene Dietrich descansa en un meca­ nismo que interpreta a la mujer como un hombre cas­ trado y que intenta aliviar ese amenazador ejemplo de castigo precedentes mediante una «elevación» fetichizada del pene por encima de su «pérdida». El estereotipo de la vampiresa se explica, así, recurriendo al supuesto psicoanalítico clásico de un complejo de castración mascu­ lino: el hombre fetichiza la imagen de la mujer de acuer­ do con sus propias necesidades. Mulvey no sigue adelan­ te para decirnos qué significa para la espectadora esta confirmación del supuesto freudiano. Según Freud, no sólo el hombre considera a la mujer como castrada, sino también ella misma. Ésta podría ser una explicación de por qué las mujeres, o por lo menos las llamadas muje­ res «fálicas», gustan de esas estrellas fetichizadas tanto como los hombres. Sin embargo, sería prudente conside­ rar en su contexto histórico la tesis de Freud sobre el hecho de que las mujeres se consideren a sí mismas castradas. En ninguna parte dice Freud que éste sea un mecanismo natural y necesario de la socialización feme­ nina, arraigado en la antropología. Por el contrario, para Freud es obvio que sólo se aplica a unas pocas mujeres, e incluso a éstas sólo mientras la sociedad sea princi­ palmente falocéntrica. Por tanto, sólo se le atribuye poder al falo, al que se supone sustituido por la fetichización en las estrellas cinematográficas, cuando éste se combina con el poder social, como ocurre en la mayoría de las sociedades patriarcales. Los estudios sobre el desarrollo cognoscitivo de los niños han mostrado cuán poderosos son los componentes sociales en la formación de la iden­ tidad sexual.8 También Ulrike Prokop, en una reconstruc­ 7. Laura Mulvey, «Visual pleasure and narrative cinema», en Screen, 16, 1975, pp. 6-18. 8. Ver Lawrence Kohlberg, Z u r kognitiven Entw icklung des Kindes, particularmente «Analyse der Geschlechtsrollen - Konzepte und Attitüden bei Kindern unter dem Aspekt der kognitiven Entwicklung», Frankfurt am Main, 1974, pp. 334-471. Kohlberg tra­

ción de este supuesto psicoanalítico, sostiene que el com­ plejo de castración contiene un importante elemento histórico-empírico: Ambos sexos se unen bajo un falso símbolo, un símbolo que en el inconsciente es el de la libertad, el poder y el es­ tatus. Las verdaderas relaciones quedan destruidas en la medida en que el hombre fetichiza ese símbolo para superar su temor a las mujeres. Al mismo tiempo desprecia a la mujer y tiene pruebas de su propia superioridad y de su estar entero, mientras que la mujer no puede superar su auto-denigración, que queda reprimida. Ambos sexos interactúan sobre la base de la confirmación mutua de esta iden­ tificación errónea. Pero esta base de su acuerdo conduce al suífrimiento subjetivo. Esa identificación equivocada se cla­ sifica como normal en la medida en que la capacidad de amar y trabajar no se ve impedida por ella. Forma parte de una alineación institucionalizada.9 La opresión de la mujer no se inicia con las falsas imágenes sobre ella. Una debilidad central de muchos análisis consiste en confundir los efectos con la causa y, en consecuencia, no poder explicar por qué a las mujeres les gusta ver películas obviamente falocén tricas. Mientras no se descubra qué necesidades han creado esas películas de Hollywood y cuáles parecen haber satisfecho, no será posible explicar adecuadamente por qué también las mu­ jeres se enamoran de las estrellas de cine. El impacto de los grandes ídolos, como Rodolfo Valentino, James Dean, etcétera, tampoco se ha explicado suficientemente. Martha Wolfenstein y Nathan Leites 10 han investigado baja sobre el supuesto de que no sólo la percepción de metáforas corporales específicas contribuye a la identidad sexual, sino tam­ bién la muy evidente atribución social de roles. Así, la «envidia del pene» sería resultado de una metáfora corporal genital y tam­ bién de la atribución social de poder. 9. Ulrike Prokop, W eiblicher Lebenszusammenhang, Von der Beschranktheit der Síraíegien und der Unangemessenheit der Wünsche, Frankfutr ani Main, 1977, p. 142. 10. Martha Wolfenstein y Nathan Leites, Movies. A Psychological Study; Glencoe, 1950.

en su famoso estudio el famoso síndrome de las películas americanas de la «buena niñita mala», y han descubierto que las imágenes de mujer son específicas de cada cultu­ ra estableciendo una comparación de imágenes de mujer en películas de distintos países. Si los resultados de esta investigación son correctos — casi no hay duda al respec­ to— , nos proporcionarán algunos datos sobre las nece­ sidades de un público femenino. La división entre bien/ mal, madre/prostituta, matrimonio/sexo, fidelidad/infidelidad, que constituyen la temática de muchas de las películas que Wolfenstein y Leites examinan, correspon­ den a las divisiones psicológicas de la propia espectadora entre la mujer mala, y fálica, y la mujer sumisa y débil, pero virtuosa que generalmente está representada por una hermana, una madre, una esposa o una hija. El de­ seo de superar y reconciliar esas alternativas artificiales en una nueva identidad está empezando a adquirir fuer­ za, aunque es un deseo que existía antes de que el movi­ miento de las mujeres intentara articularlo o captarlo conceptualmente, para romper con el falso dominio de la «mutua confirmación de esta falsa objetivación» (Prokop). Esa división es el tema de muchas películas en que las partes fragmentadas empiezan a desempeñar un papel (aunque armonizadas en el argumento mediante soluciones aparentes). La vampiresa que se acuesta con cualquiera, o la delincuente fría, de fácil virtud: éstas satisfacen las necesidades eróticas de las mujeres de una sexualidad irrestricta, no sometida a la dependencia y las normas. Una espectadora muy aguda expresaba una vez la división existente en ella misma y en las imágenes cinematográficas de la siguiente manera: «Y o deseaba vivir tan libremente como la diosa del sexo Pola Negri, pero probablemente me acercaba más a la virtuosa Paula Wessely.» 11 La imagen ideal de la vampiresa, que representa a la mujer fetichizada, tenía para los hombres muchas más 11. Gisela von Wysocki, «Gesprách mit meiner Mutter», in frauen und film , 17, 1978.

connotaciones que simplemente la de un falo sustitutivo. Sin embargo, es verdad que para este fin resulta ideal el vestido ajustado y cubierto de lentejuelas, porque en­ vuelve el cuerpo femenino como una piel resbaladiza; la cabeza iba con frecuencia cubierta con un sombrero ajus­ tado y puntiagudo y, en los años cincuenta, los senos se modelaban artificialmente, a menudo con la forma de la punta de un pene erecto. El hecho de que, a pesar de todo, la vampiresa era algo más que un sustituto del pene queda demostrado por ejemplo en la Bette Davis de In Our Time, Mr. Skeffington («E n nuestro tiempo, míster Skeffington», Esta­ dos Unidos, 1944, dirigida por V. Sherman). El tema de esta película es el estereotipo del narcisismo femenino, un estereotipo encarnado a los ojos del espectador mas­ culino por la vampiresa o la mujer fálica, lo mismo que la función antes descrita. En esta película, Bette Davis es una mujer muy joven y bella que se casa con un hom­ bre rico y viejo. La señora Skeffington vive de un modo extravagante, la mayor parte del tiempo acompañada por jóvenes admiradores. Pero cuando se pelea con el ma­ rido, se hunde al nivel de una mujer echada a perder por su belleza, que organiza su vida diaria y su identidad en torno a la exhibición y el reconocimiento de su cuerpo. La autonomía que adquiere entonces es la de una total frigidez y un poder absoluto sobre los hombres de quie­ nes es eróticamente independiente, a los que en realidad atrae a su alrededor sólo para que reflejen su propia hermosura. El comportamiento narcisista de esta mujer es, «por supuesto», castigado con una grave enfermedad y al final la vemos (ya vieja) forzada a volver, llena de arrepentimiento, con su marido ciego. A pesar de esle final afirmativo y de su mediocridad, esta película en absoluto atípica muestra cómo los estereotipos de perso­ naje femenino, que ciertamente también prometen cierta gratificación para las mujeres, se encuentran en el género melodramático (o, como en este caso, en una película que se aproxima a la categoría de «película de problema » en virtud de sus referencias al antisemitismo y a la per-

secución de los judíos en la Alemania nazi), género par­ ticularmente popular entre las mujeres. En esta película, el narcisismo de la mujer se introduce a la fuerza en el esquema de la «buena niñita mala» y es afirmativamente denunciado como algo que sólo corresponde al esposo. Él debe ser el único beneficiario de la belleza femenina, que se muestra como resultado de la concentración de todos los instintos de la mujer en el exhibicionismo y en los elementos eróticos de su propio cuerpo. En cambio, en Marlene Dietrich estos elementos de la erótica femenina se ven radicalizados. Cuando en El ángel azul (Alemania, 1930, dirigida por Josef von Sternberg), ella canta cómo los hombres se agrupan a su al­ rededor como mariposillas en torno a la luz, cuando seduce entre otros al anti-erótico profesor que, al aban­ donar su posición social, le ofrece la mayor satisfacción narcisista, porque está dispuesto a pagar el precio más alto por amarla, es muy probable que ella represente la autonomía y el poder restringido que es el sueño de mu­ chas mujeres oprimidas en el matrimonio. Paul G. Cressey,12 en un antiguo ensayo sobre la per­ cepción del cine por el espectador, definía la proyección, la introyección y la sustitución como tres modalidades de la identificación. Se puede suponer que estas moda­ lidades tienen su contrapartida en las estructuras de pre­ ferencia del público femenino. La introyección, que es b forma más poderosa de identificación, se ha vuelto cada vez más difícil para las mujeres. Esto significa que las mujeres ya no van tanto al cine, porque las insípidas películas que ahora se ofrecen sólo permiten formas más 12. Paul G. Cressey, «Der soziale und psychische Hintergrund der Filmerfahrung», en Prokop (ed.), op. cit., pp. 382-88. «Mientras la proyección implica una limitación injustificada del yo, la introyección implica la inclusión de una parte del medio am­ biente en la idea del yo. La sustitución, por su parte, implica una sublimación parcial de personas y valores en el propio mundo so­ cial del yo, mediante las figuras y objetos de la pantalla, mientras el espectador continúa experimentando la acción de la pantalla en la imaginación, pero al mismo tiempo mantiene la conciencia de seguir siendo él mismo», p. 384 ss.

débiles de identificación: la proyección y la sustitución. Precisamente aquellos géneros que hacían más fácil la introyección han desaparecido de la gama de películas que se exhiben hoy día. El interés por ir al cine desciende bruscamente si la identificación tiene que producirse me­ diante la proyección y la sustitución. Esto se debe a que también la televisión puede ofrecer estas formas de iden­ tificación, mientras que impide, en vez de promover, la introyección total, porque su estética y sus caracterís­ ticas sociales hacen que muchas diversiones intervengan en la contemplación de la televisión. Los conceptos de Cressey se pueden reconstruir en términos psicoanalíticos siguiendo el modelo desarrollado por Günther Salje.13 Salje parte del supuesto de que el efecto especial de los medios visuales se basa en un tipo de proceso de traducción que reactiva las escenas prelingüísticas, es decir, pre-simbólicas (en conjunción con la «escena primigenia»), del inconsciente. Según esto, los clichés son representaciones de las interacciones y expe­ riencias de la primera infancia, que no alcanzan el nivel de la representación simbólica mediante el discurso lin­ güístico e interpretativo que tiene lugar en el proceso de la transferencia terapéutica. A esto debe la imagen visual la fuerza suficiente para influir en el sujeto de esa manera tan regresiva y casi directa. Cuanto más fuer­ te se vuelve el potencial de transferencia, más completa será la identificación. Aunque Salje da a la modalidad de transferencia una importancia central en la contempla­ ción del cine y de la televisión, es esencial recordar que la intensidad de la transferencia también depende de los estímulos del material fílmico. Al parecer, las nuevas pe­ lículas resultan cada vez más inadecuadas para la intro13. Günther Salje, «Psychoanalytisohe Aspekte der Film- und Fernsehanalyse», en Leitháuser, Entw urf zu einer E m pirie des Alltagsbewusstseins, Frankfurt am Main, 1977, pp. 261-287. «Esta mo­ dalidad se puede llamar un clima típico de transferencia, porque está contenida de una forma típica en casi todo el material cine­ matográfico y televisivo. Sólo la intensidad parece variar indepen­ dientemente de las variaciones en el material», p. 279.

yección. La disminución de las imágenes de mujeres con las que las espectadoras pueden identificarse se ve acom­ pañada de un descenso del número de mujeres en el pú­ blico de cine. Precisamente la necesidad que tiene el pú­ blico femenino de elementos narcisistas y voyeuristas ha sido cada vez más desatendida. El estereotipo de la vampiresa, la mujer autónoma y narcisista — importada de Europa, como han mostrado Wolfenstein y Leites— , ha dejado el sitio a una vaga imagen de mujer que sólo distingue entre camarada y compañera sexual, una pola­ rización que en realidad sólo corresponde aproximada­ mente a las ambivalencias y la fragmentación de roles de la condición femenina. Cada vez resulta más difícil para las mujeres experimentar una transferencia en el cine. Los estereotipos vacíos de la televisión, que están abiertos a cualquier clase de proyección, son más adecua­ dos para eso. La ausencia de mujeres en los cines forma parte de la crisis de identidad que están viviendo. Las imágenes de mujer que propagan las películas de los hombres sólo perpetúan la desmistificación represiva de la mujer, cuyo «enigma» — su bisexualidad— se ofrece como estímulo superficial en los pornos esteticistas. El uso de una hiperbólica grandilocuencia, que Morgenthaler 14 considera un rasgo perverso, como auténtica aura del narcisismo femenino, casi ha desaparecido entera­ mente del cine.

14. Fritz Morgenthaler, «Verkehrsformen der Perversión und die Perversión der Verkehrsformen. Ein Blick über den Zaun der Psychoanalyse», en Kursbuch, 49, Berlín, 1977, pp. 135-51. «Es una cuestión de acceso a lo grandioso. En todas las personas la sen­ sación del yo conserva las huellas de la omnipotencia de la infan­ cia. La perversión representa una escalada cuantitativa de la gran­ diosidad y también le da un matiz sexual. Alguien que es perverso tiene una relación mucho más directa con la sensibilidad. Sin em­ bargo, esto conduce a una forma cualitativamente distinta de tra­ tar la sensualidad, una forma que ya no se conforma a la reali­ dad», p. 136.

MUJERES TRAS LA CAMARA

Las mujeres están empezando a darse cuenta de que, como cineastas, siguen trabajando dentro de una socie­ dad que crea y controla las conciencias a través de los medios de comunicación. En este mundo de los medios, se espera que de algún modo las mujeres, que siempre han sido explotadas (incluso en muchos estudios socio­ lógicos) porque siempre han sido consideradas en tér­ minos de sus déficits, se conviertan en sujetos activos de la noche a la mañana. Atrapadas en un proceso de producción que tiene sus orígenes en formas masculinas de pensar y sentir la separación y la composición, se es­ pera que al tomar la cámara funcionen como creadoras y expresen lo que la sociedad hasta ahora no les ha per­ mitido desarrollar: una «estética feminista». Esto se apli­ ca tanto a la esfera pública del pasado histórico como a la esfera privada de la familia. El paso repentino de ser un objeto amado y manipulado a ser un sujeto au­ tónomo y autodeterminado es un poco demasiado radi­ cal y súbito para que no haya fricciones entre el patro­ cinador financiero y la directora, entre el equipo de fil­ mación y la directora, entre la película y el público. Pero,

sobre todo, las mujeres están produciendo fricciones dentro de sí mismas. Y sigue siendo poderosa la tenta­ ción de asumir un rol conocido desde los días de la pri­ mera infancia: la de la querida niña mimada de papá, que no puede distinguir entre capricho y autonomía. Quiero referirme aquí exclusivamente a las mujeres que se resisten a esa tentación. Las dificultades que en­ frentan son tremendas. Y aunque uno suponga que ha llegado la hora de las mujeres porque, entre otras cosas, la naturaleza fracturada de las mujeres es más poderosa que la entereza de los hombres, al mismo tiempo estamos obligadas a reconocer que esta sociedad sigue estando lo suficientemente bien organizada para desecarnos y quebrarnos. Y el instinto de defensa contra el feminismo radical está todavía vivito y coleando. Esto es importante, porque las mujeres no pueden o no deben guardarse las películas feministas para sí mismas. Estas películas no están pensadas para ningún público en especial; no son películas minoritarias, como piensan todavía lagunas per­ sonas bien intencionadas. Como cualquier movimiento que se considera de vanguardia, las cineastas intentan reinterpretar la historia, y también la historia del arte, hasta llegar a las bases de la fe occidental en la razón, en el « cogito ergo sum». Las aspiraciones de las cineastas lo abarcan todo. Por tanto, son metas exigentes, pero también necesarias para la supervivencia. Gracias a sus «déficits», las mujeres no han olvidado que existe una vida que es algo más que una suma de funciones, roles y emociones. El capitalismo, enemigo mortal tanto del arte como de la mujer (Ernst Bloch), percibe muy clara­ mente ese ataque frontal. Durante siglos, se ha permitido a las mujeres practicar como amateurs las bellas artes, mientras sus maridos se dedicaban a la tarea, más seria, de crear una sociedad en que se negaba al arte de las mujeres cualquier función revelatoria y dónde no tenía más que un estatus de decoración. Esto no es solamente una moda p atriarcal, sino que contiene una correlación lógica que puede ah ora volverse contra el patriarcado: a saber, que las m u jeres se están volviendo activas pre-

cisamente en el momento en que tienen a su disposición una forma artística que puede virtualmente destacar lo que más han perdido, es decir, la realidad pre-lingüística, insinuada, de la sensualidad, y no sólo la sensualidad del ojo. Expuesto a nuestra conformidad colectiva y al precio de una represión colectiva, el cine nos ofrece un lugar donde enfocar nuestro deseo personal de unas imágenes particulares, donde explorar nuestra experiencia de la ausencia lingüística y visual por haber sido transforma­ das en imágenes, en vez de adquirir las nuestras propias. Aún no tenemos ese lugar, pero nos gustaría tenerlo. Este catálogo negativo no suena como si las películas feministas fueran a proporcionarnos el placer que deben darnos si el cine ha de sobrevivir como cultura. En cam­ bio, hay algo horripilante en ellas. Pero actualmente es necesario mostrar esos déficits, para permitir que se de­ sarrolle un nuevo realismo, un realismo que no excluya la producción de deseos. Si algo no existe en la sociedad, el arte no debe representarlo como si existiera. Hasta ahora, las mujeres se han negado a formar parte de esa mala tradición alemana en que el arte se convierte en sustituto de los movimientos sociales. Las películas de las mujeres buscan claves y huellas del pasado. La consolidación de la identidad es su tema y a la vez que forma parte del proceso de hacerlas; son testimonio de la esperanza de una vida consciente en que el pensamiento esté vinculado al sentimiento. Una estéti­ ca feminista es la expresión de la dificultad para combi­ nar el ver y el sentir, en un momento en que la vista, el más abstracto de todos los sentidos, ha llevado la falsa objetivación a los extremos. Pero también es expresión de un proceso que tiene por finalidad lograr la fuerza que lo pone en marcha: una estética feminista. Esta es­ tética, para la cual existe una demanda tan amplia, no puede surgir repentinamente, sólo porque ahora hay mu­ jeres detrás de la cámara. Una sensualidad derrotada reacciona capitulando una realidad vencedora. Las pelí­ culas dan testimonio de lo que sólo se puede tolerar con el consentimiento y la protesta. No son retratos de con­

cepciones feministas, por muy importantes que éstas sean como puntos de apoyo; son más bien el lugar de reunión de una conciencia de sí localizada en la cabeza, el estómago y la rodilla, alcanzada mediante la experien­ cia visual. Tal vez habrá momentos a lo largo de ese proceso en que se vea claramente lo que podría ser, si... Cuando las mujeres producen en efecto películas ra­ dicales, muchos se sienten frustrados, incluidos los an­ helantes intelectuales que aman el cine. Se espantan por­ que las cineastas insisten en revelar abiertamente lo que buscan, en la oscuridad del cine y sólo inconscientemente, todos aquellos que no están satisfechos con la realidad funcional. Las películas feministas no son adecuadas para los cinéfilos o los críticos de cine; no hechizan la atmós­ fera de la sala. Son señales en el sendero de una libera­ ción gradual de la creatividad individual y colectiva. Las dificultades no disminuirán porque nos familia­ ricemos más con el aparato y las técnicas de producción. Las mujeres, que sólo tienen por el momento una aconfianza frágil en sí mismas, porque sólo eso es aceptable para la sociedad moderna, deben organizarse: deben or­ ganizarse a sí mismas antes de organizar ninguna otra cosa. No deben organizar su rutina diaria, sino a sí mis­ mas: desentrañar la relación entre sus úlceras de estó­ mago y sus cabezas calculadoras, entre la necesidad «neu­ rótica» de dormir y las exigencias de un apretado horario de filmación. Tienen que hacer la paz entre la necesidad personal de desenterrar su creatividad oculta y las pre­ siones para que la película sea rentable — o por lo menos, se autofinancie— y para que salga inmediatamente al mercado. Estamos trazando estrategias de resistencia so­ cial, pero la resistencia social es precisamente lo que impide que se desarrollen las concepciones específicas que deberíamos estar comunicando. El camino lleva simultáneamente hacia dentro y ha­ cia afuera; la mirada busca tanto hacia atrás como hacia adelante; la búsqueda de huellas se extiende hacia el pasado y hacia el futuro. El presente se convierte en un momento del viaje de lo que ya no, todavía no es real.

Gabi Teichert * hurga profundamente en la historia de Alemania; nosotros también hurgamos en nosotras mis­ mas y encontramos historia alemana incluso en nuestra manera de hurgar. El resultado es con frecuencia un silencio de muerte que sólo se puede comparar con la misteriosa quietud que se percibe en el centro de un verdadero — y no sólo cinematográfico— huracán. O está esa rabia que se hin­ cha lentamente y que sólo a regañadientes utiliza las formas estéticas existentes. Pero esto es importante para nosotras, porque indica que el principio de la racionali­ zación capitalista, al que por lo menos debemos someter parcialmente la creación de películas, no se ha apoderado aún de nosotras desde dentro. El salto de los déficits a la creatividad confiada tiene algo de suicida. Sólo las mu­ jeres nos pueden decir qué clase de fuerza se necesita para sobrevivir a las estrategias esquizofrénicas que la sociedad les impone como artistas. Se trata de sobrevi­ vir, atrapadas entre el pragmatismo y la utopía. El cuen­ to de Münchhausen que se sacaba a sí mismo del pantano tirando de su propia coleta es, para las mujeres, una fábula política en que el afuera está dentro, el dentro afuera. El cine de las mujeres vive en y mediante las contra­ dicciones. Existe como una utopía que se acerca siempre, interminablemente, y que está constantemente amenazada por procesos sociales que pretenden destruirla, no sólo con su hostilidad activa sino también mediante el re­ chazo pasivo. No es cuestión de la verdad y nada más que la verdad, sino más bien de falsedades menores. Las modalidades aún no desarrolladas, cuya forma final sólo podemos adivinar, no representan una alternativa frente a lo que ya existe; en la medida en que no se relacionan con lo real, sino con lo posible, son una carencia, y los pasos que demos para cambiar la situación presente no

* Gabi Teichert es la protagonista de la película de Alexander Kluge, Die Vatriotln [Ñola de la editora.]

serán más que estrategias autosuficientes, si sólo con­ ducen por los peldaños de la escalera. Por ejemplo, la demanda crucial planteada por la Asociación de Mujeres Cineastas del 50 por ciento del total de los subsidios, entraña el riesgo de que nos en­ contremos repentinamente sin bases, es decir, de que ten­ gamos que volver al casillero número uno sólo porque hemos subido la escalera peldaño a peldaño. Pero, por otra parte, no habríamos tenido que empezar a filmar si este peligro no hubiera existido de antemano. Las mujeres que durante tanto tiempo han estado «detrás» y «debajo» quieren ahora estar «delante» y «en­ cima», lo cual es comprensible. Debemos, estar muy se­ guras de nuestra autonomía si, cuando nos ofrecen un plato de bombones, no sólo somos capaces de recordar que los bombones nos sientan mal, sino de hacerle ver a nuestro anfitrión que tenemos derecho a una comida com­ pleta. Se necesita mucha fuerza para revelar públicamen­ te verdades que se oponen a los intereses de las cadenas de televisión con licencia estatal, a los principios morales de las asociaciones de radioescuelas y telespectadores con­ servadores, y a las convenciones del arte reconocido, cuya crisis es evidente. Pero ser honesto con uno mismo es generalmente lo más difícil de todo. Las cosas no se han vuelto más fáciles a pesar de que hay una nueva conciencia teórica y de que unos pocos sabios han minado algunos bastiones de la sociedad. El momento en que se necesita más coraje es el de crear a la mujer autónoma, porque, al mismo tiempo, hay que destruir a la mujer susceptible de ser amada. La dialéc­ tica de este proceso — destruir para crear— no sólo se refiere a una cultura en que las mujeres no pueden y no deben y no quieren tener las cosas fáciles, sino a las mu­ jeres mismas. Nadie sabe a ciencia cierta qué forma to­ mará la síntesis. Uno de sus posibles componentes sería que nos per­ mitiéramos perder nuestro justificado temor a palabras como felicidad y belleza... y no sólo nuestro miedo a esas palabras, sino también a aquello que representan.

¿QUÉ ES LA ARQUITECTURA FEM INISTA?

¿Qué es la arquitectura feminista? Esta pregunta se plantea en todos los talleres de arquitectura. Es un tema que despierta fuertes emociones, y es apasionada y en­ carnizadamente discutido. Sin embargo, antes de que se produzca una ruptura total, generalmente a alguna de las participantes se le ocurre (y, después de todo, las mu­ jeres deben mantenerse unidas) que este grupo concreto no puede responder a esta pregunta, que, en realidad, la pregunta está mal planteada. Y, así, todo el mundo suelta un suspiro de alivio y se pasa al problema de la parti­ cipación de los residentes. Mi intención en este artículo es reavivar esta titu­ beante discusión. Quiero llamar la atención sobre ciertos desarrollos dudosos, examinar hechos que rara vez se mencionan, llegar a nuevas conclusiones a partir de da­ tos bien conocidos. La búsqueda de una forma de expresión, para las mu­ jeres que son a la vez feministas y arquitectas, no tiene fin. La tónica de las primeras conferencias, celebradas a partir de 1977, para ingenieras y arquitectas, era la de

los lamentos por la casi imposibilidad de semejante em­ presa. Se manifestaron e intercambiaron sensaciones de descontento profesional, de no poder encontrar un sitio en la práctica tradicional de la planeación, y experiencias deprimentes con diversos empleadores. De esta manera, se dio el primer paso: el reconocimiento de las experien­ cias y condiciones comunes. Sin embargo, no se fue más allá de un simple reconocimiento de la situación. Apenas se percibía ninguna perspectiva futura. Desde entonces, han aumentado los esfuerzos (algunos considerablemente publicados y otros ampliamente igno­ rados) de las arquitectas y urbanistas por abrir paso a una forma más significativa de practicar su profesión, fuera de los canales tradicionales de esas carreras (¿no nos están de todas maneras vedados?). En todas direcciones se abrían posibilidades insospe­ chadas, y continuamente siguen apareciendo, tanto en el campo teórico como en el práctico. Pero con esa multi­ plicidad surgieron también los callejones sin salida. Es tiempo ahora de hacer balance. Para eso, necesita­ mos tener el valor de expresar nuestras opiniones, de ver tendencias que resultan difíciles de entender como pre­ sagios políticos. Este intento de realizar ese análisis no debe dar pie a nuevas etiquetas, sino a un mejor enten­ dimiento.

Planificación desde abajo: « un camino para las mujeres» Desde el principio mismo, la consigna de «planifica­ ción desde la base» atrajo a los urbanistas y planificadores de la ciudad y el campo que, por la naturaleza de su profesión, se ocupan de zonas en que viven tanto hombres como mujeres, y para quienes no hay esperanza de en­ contrar una patrocinadora financiera mejor. Este enfo­ que de la planificación «desde abajo» o desde la base fue puesto en práctica primero en zonas periféricas y urba­ nizaciones rurales por arquitectos, urbanistas y trabaja­ dores sociales varones, de mentalidad ilustrada, a fines

de los años sesenta, y fue luego adoptado por las mujeres con la esperanza de acercarse a una concepción feminista de la planificación urbana. Este enfoque se puede llamar democrático en el me­ jor de los sentidos, porque busca reducir el poder de de­ cisión de los expertos e intenta que no se tomen decisio­ nes sin consultar a quienes viven en el área afectada. El colectivo de trabajo de arquitectas de Darmstadt escribía en su informe para la Segunda Conferencia de IngenierasArquitectas *: «N o nos interesa decidir cómo debería ser la arquitectura feminista, porque no es feminista prescri­ bir cuáles deben ser los objetivos de otros, especialmente en el nivel teórico.» 1 Ahora bien, ¿cómo se ponía realmente en práctica esa intención de planificar con los residentes afectados? Muy rara vez se encontraba un área de desarrollo que tuviera a la vez un problema de planificación y un grupo de mujeres capaces y dispuestas a colaborar. Con el deseo de hacer las cosas muy bien, se eligieron (en la medida de lo posible) zonas donde los efectos negativos de la planificación urbana capitalista y masculina fuesen ob­ vios, lo que generalmente significaba modernas ciudades dormitorio donde los propios planificadores por ningún motivo habrían aceptado vivir.2 Si, a pesar de estas condiciones desfavorables, las mu­ jeres que vivían en estas zonas se definían como «un gru­ po especialmente perjudicado» (de nuevo, por los mejores motivos feministas) y se hablaba con ellas y se las consi­ deraba individualmente, sus dificultades pronto queda­ ban reducidas a cosas como: falta de tiendas y comer­ cios, movilidad restringida por el cuidado de niños pe­ * En Alemania la titulación de la carrera superior de Arqui­ tectura se denomina «Ingeniero diplomado (Diplom ingenieur), mientras que en castellano ingeniero y arquitecto son titulaciones distintas. [N. d. t. e.]. 1. Segunda Conferencia de Mujeres de las Ciencias Naturales y la Tecnología, Hamburgo, enero de 1979, Memoria, p. 30, 2. ¿Tal vez esta elección todavía conserva huellas de la vieja teoría del progresivo deterioro?

queños, falta de parques infantiles y centros juveniles. Este tipo de factores, si se solucionan o mejoran, refuer­ zan la responsabilidad exclusiva de las mujeres en el cui­ dado de los niños, su aislamiento en la casa y su rol como amas de casa. ¡Así pues, todas las mejoras resultaban profundamente antifeministas! En su vida personal, estas urbanistas y estudiantes de urbanismo son muy sensibles a la opresión de las mu­ jeres. Viven, por ejemplo, en comunas y consignan que los hombres cumplan con su parte del trabajo doméstico. Pero en cuanto «salen al campo» como profesionales, todas estas consideraciones se olvidan. ¿Por qué no ha­ blan sobre la opresión de la mujer con las mujeres que viven en las urbanizaciones? ¿Por qué no convierten la pérdida de identidad, el miedo al marido, el aislamiento, etcétera, en temas de discusión, ya que son tan obvios? La actitud subyacente consiste en no tomar en serio a las mujeres. Toda mujer es bien aceptada si constituye un «accesorio» informativo para un proyecto de estudio o de investigación, una «representante típica de la estruc­ tura social de la zona estudiada». Pero la aceptación se acaba cuando se hace evidente que los problemas más urgentes de la «residente» nada tienen que ver con su entorno físico, y que, en realidad, las soluciones posibles se sitúan en la misma dirección que las que la urbanista ha encontrado para su propia vida. Repentinamente, to­ das las bellas palabras sobre el deber que tienen las mu­ jeres de trabajar en solidaridad con otras mujeres se evaporan. La urbanista se convierte en una simple repre­ sentante de su profesión; sólo es responsable de dar so­ luciones dentro de un campo muy restringido y sólo está dispuesta a comunicarse con otras mujeres dentro del marco de sus roles preestablecidos. Ha caído en la trampa. Porque del mismo modo que utiliza y explota a otras mujeres, ella misma es utilizada y explotada para los intereses de otros. Este mecanismo es viejo como el mundo. Todas lo conocemos, todas que­ remos abolirlo (entre otras cosas) rechazando esos «em ­ pleos típicamente femeninos». Pero en un abrir y cerrar

de ojos, nuestra feminidad se ha convertido de nuevo, a nuestras espaldas, en una función del status quo, incluso en la profesión de «urbanista». Margit Hoffman e Irmgard Kienzler3 resumen la si­ tuación de la siguiente manera: Los procesos de cambio urbano estructural, que se basan en modificaciones de la esfera económica, tienen como efec­ to colateral el deterioro de aspectos esenciales de la vida de la población... La planificación urbanística puede y debe intentar suavizar el impacto de los resultados de las leyes económicas (racionalidad del valor de cambio) sobre la po­ blación, para compensar rigores... Los empleos tradiciona­ les de las mujeres sirven precisamente para eso... Atienden aquellos campos que no puede cubrir la lógica del costebeneficio... Las mujeres no son mal recibidas cuando se trata de atender a los más afectados por la planificación, cuando se trata de llevar a cabo la planificación social y el trabajo social en las ciudades dormitorio.4 Lo que emprendimos con la esperanza de lograr una planificación mejor consultando a los afectados, signi­ fica en realidad (bajo la estructura de poder existente) minar la resistencia de los afectados ante los cambios decisivos en sus vidas. Eva Schindele 5 describe resignadamente la función que se le asignó como representante de una inmobiliaria de viviendas de alquiler, en las vi­ sitas a domicilio: «La renovación urbana llama a su puerta bajo la forma de una amable jovencita.» 6 La arquitectura de las mujeres Existen perspectivas y proyectos atractivos para las arquitectas. Todo es posible en teoría: 3. Margit Hoffman e Irmgard Kienzler, «Fraucn in der Píanung: The Witches are Back!», en Bauwelt, 31/32, Berlín, 1979, p. 1319. 4. Ibid. 5. Eva Schindele, M ieter star en, Rotbuch, Berlín, 1980. 6. Ibid.

— se puede poner un despacho integrado exclusiva­ mente por mujeres; f — una promotora mujer podría encomendarnos un edificio en que sólo vivirían mujeres; — y este edificio sería diseñado con una creatividad que fluyera libremente, según principios formales com­ pletamente liberados de la tradición patriarcal. Todos estos enfoques se han puesto a prueba en los últimos años. Si se pudieran realizar simultáneamente, permitirían a las arquitectas feministas una práxis pro­ fesional ideal. Sin embargo, desafortunadamente, eso no es más que un sueño. Sólo se pueden realizar en parte. Aquí y allá se puede ganar un poco de libertad. Conser­ var el equilibrio entre la integridad política, unas condi­ ciones de trabajo libres de tensión y una solvencia finan­ ciera es una tarea que se plantea todos los días. Sin embargo, la intención quedaría devaluada si se tomara y se llevara a cabo un sólo enfoque, es decir, si las mujeres afectadas se dieran por satisfechas con los éxitos logrados en un renglón, y no intentaran realizar los demás. Esto puede suceder, por ejemplo, si las mujeres po­ nen el énfasis principal en abrir despachos sin un jefe varón. Es fácil abrir un despacho, especialmente si ya se cuenta con el primer contrato. Pero, ¿cómo se sigue a partir de aquí? Después de todo, el equipo entero ne­ cesita seguridad financiera. Y resulta tentador utilizar recetas ya probadas para tener éxito, es decir, confor­ marse con el estilo y el ritmo de los clientes financiera­ mente más fuertes. Pero esto no deja tiempo para las discusiones de detalle, ni libertad para rechazar contratos. Un despacho de mujeres arquitectas que no sea dema­ siado radical tiene buenas posibilidades de hacerse un sitio en el mercado, porque la forma femenina y «amable» de tratar los edificios existentes es muy popular. La nue­ va generación de arquitectas está planteando alegremen­ te cambios, con el objetivo expreso de hacer a las ciu­ dades más «humanas», por supuesto, en colaboración con la población (ver más arriba). Al hacer esto, las mu­

jeres adquieren sobre sus competidores varones una ven­ taja que necesitarán desesperadamente para sobrevivir, ante la notoria presión de que sean mucho mejores y trabajen el doble que los hombres. ¿Qué ocurre con el segundo punto, relativo al diseño de un edificio en el que sólo vivirían mujeres? ¿Quién encargaría ese edificio? Las mujeres que deciden cons­ cientemente vivir sin hombres también renuncian a los privilegios a que los hombres les daban acceso. Sólo muy rara vez poseen terrenos o tienen medios financieros para emplear a una arquiteeta en una labor de reconversión. Las únicas casas para uso exclusivo de mujeres en cuyo diseño y conversión han sido empleadas arquitectas fe­ ministas son los refugios para mujeres golpeadas, una pobre realización de la utopía. Finalmente, el punto de las nuevas formas arquitec­ tónicas. Casas ecológicas en forma de flores u hojas, cue­ vas y nidos, colinas soleadas, casas diseñadas en concor­ dancia con el paisaje natural, complejos circulares, ciu­ dades funcionalmente entretejidas, suaves extensiones de los bloques de pisos, salas comunes subterráneas en for­ ma de útero: todo esto y más se puede encontrar en los diseños de las estudiantes, arquitectas en paro, artistas y amas de casa. Se ha realizado un trabajo teórico sobre estos diseños; se han comparado con los diseños de los hombres, se han descubierto principios «femeninos» y «masculinos», y ya ha aparecido la tendencia a verlos como mitades complementarias de un todo. ¿A dónde nos lleva todo esto? La utilidad de estos intentos depende de quién los lleva a cabo. La liberación de la creatividad en el tema arquitectura/espacios/espa­ cios de las mujeres tiene un amplísimo impacto. Las pro­ fesionales de la creación de espacios sólo pueden haceruna labor feminista y plantearse el trabajo en una forma feminista, si cuentan con el apoyo de muchas otras mu­ jeres que, aunque no sean profesionales, tengan sin em­ bargo sentido del espacio, sensibilidad para lo físico. Y esto, desafortunadamente, nos ha sido más o menos robado, hasta el punto de que no podemos siquiera de­

cidir y decir si nos sentimos bien o no en un espacio particular. Así pues, es necesario que se despierte la sensibilidad para el espacio en muchas más mujeres. Ya hace años que esto ha comenzado a realizarse de diversas maneras: clases nocturnas de artesanías, talleres de fin de semana sobre conciencia del cuerpo y del espacio, discusión de ideas sobre habitaciones, casas y ciudades ideales, expo­ siciones de diseños, dibujos, maquetas, documentales fo­ tográficos... Para las mujeres que participan, este tipo de activi­ dades puede tener un efecto terapéutico que influya sobre otros campos. Muchas mujeres han logrado así impor­ tantes progresos en su desarrollo personal y han obtenido estímulo para «seguirse moviendo». Pero el diseño creativo tiene un significado diferente para el creador de espacios profesional; es sólo una fase entre muchas, dentro del proceso de planificación y cons­ trucción. ¡Cuántos de los diseños más bellos están ama­ rilleando en sus carpetas y cuántas arquitectas están desempleadas y destituidas! El diseño creativo no es la causa de las dificultades laborales de las arquitectas fe­ ministas.

Dime: «¿qué piensas tú de las formas?» La discusión sobre si hay un lenguaje de las formas típicamente femenino, claramente distinto del típicamen­ te masculino, ha cristalizado en torno a la polaridad «cur­ vo/angular». Cillie Rentmeister, historiadora del arte y arqueóloga, ha escrito un bien fundamentado artículo sobre esta cuestión, titulado: «La cuadratura del círculo: la toma del poder por los hombres en las formas arqui­ tectónicas».7 Según este artículo, no puede haber ya nin7. Cillie Rentmeister, «Lie Quadratur des Kreises - Die Machtergreifuns der Mánner über die Bauformen», en Bauxvelt, 31/32, Berlín, 1979, p. 129 ss.

guna duda de que la victoria del patriarcado sobre los pueblos originalmente matriarcales del Mediterráneo y el Cercano Oriente se puede comprobar en el dominio de la arquitectura monumental griega sobre los edificios re­ dondos, ovalados, con forma de huevo. La autora comen­ ta así el valor de su investigación: «Creo que es interesante e importante investigar la microfísica de la toma patriarcal del poder', utilizando las evidencias que ofrecen la arqueología y la historia del arte, así como otros campos, para ver y experimentar de qué forma el poder masculino ha arraigado en tocl' los discursos complejos — ya sean los cuerpos de las nir jeres o los edificios— , y ver así cómo todo ha llegado r ser lo que es. Es un requisito para cambiar el status quo.»8 No se habla de reintrodueir las formas curvas para acercarnos más a nuestro poder perdido. Cillie Rentmeister advierte acertadamente contra la transferencia sim­ plista del saber histórico a la situación actual: «Para que no haya malentendidos con este ensayo ciertamente no pretendo apoyar argumentos arqueológicos en favor del eterno femenino o en favor de los universales femeninos en arquitectura.» 9 Sin embargo, hoy día, las utopías espaciales de las mujeres tienden considerablemente a las formas curvas y, si queremos suponer que son algo más que simples esbozos, tendrán que estar basadas en una crítica de las formas dominantes, una crítica que encuentra su expre­ sión simbólica en la forma circular. Nada tenemos contra los templos griegos. Cuando la crítica al modo dominante de construcción destaca su ¿angularidad», se vuelve contra las «jaulas de conejos» las «cajas de zapatos de hormigón», como elemento bás’ co de la construcción. He aquí una crítica detallada del método de cons­ trucción por cajas y de lo que implica: — número ilimitado de pisos que se pueden anión to8. 9.

Ibid., p. 1296. Ibid.

nar unos sobre otros (y por tanto, tendencia a los extre­ mos); — construcción de edificios de gran acumulación de viviendas para familias nucleares y personas que viven solas; — obstaculización de la emancipación de las mujeres por una planta que consolida los roles tradicionales; — universalización/uniformización/monopolización; — reforzamiento de la pasividad de los habitantes gracias a la inflexibilidad del edificio; — desdén por los materiales de construcción orgá­ nicos; — construcción de hormigón, como forma de indus­ trialización (y patriarcalización) de regiones antes no in­ dustrializadas; — igualación internacional y regional del paisaje; eliminación de las formas populares locales; — descalificación de la fuerza de trabajo; sustitución de las técnicas y artesanías específicas de cada localidad. Cada uno de estos puntos plantea todo un conjunto de problemas, cada uno de los cuales es, a su vez, un tema para el debate. Lo que resulta nuevo en la crítica que plantean las mujeres es que no se deja compartimentar. Todos los aspectos del modo de construcción masiva ca­ pitalista-patriarcal son igualmente malos, y su mejora­ miento igualmente necesario. ¿Por qué entonces no em­ pezar por el menor común denominador? No se puede negar: con una forma básica curva el método de construc­ ción antes criticado simplemente no sería realizable.

La valentía de tener una opinión De los puntos críticos antes mencionados se derivan muchos de los criterios que debería cumplir una arquitec­ tura favorable a las mujeres. Pero se necesita otro punto de partida para definir los criterios de una arquitectura feminista. Desde luego, esta crítica al modo dominante de cons­

trucción no es nueva. Se han prestado y aun existen alter­ nativas a cada uno de los puntos tomados por separado. Pensemos simplemente en la construcción ecológica, la construcción cooperativa, la arquitectura socialista, el movimiento del Bauhaus, las viviendas «humanas»,10 et­ cétera. Si estas alternativas son realmente emancipatorias, entonces también serán (dentro de su limitado al­ cance) favorables a las mujeres. Pero ser feminista sig­ nifica tomar explícitamente el partido de las mujeres, y esto es algo nuevo. Es tan nuevo que la práctica de ese partidarismo causa por sí misma tantas dificultades que todos los demás aspectos han tenido que dejarse de lado por el momento. Planear y ejecutar una concepción exclusivamente para mujeres, vivir sólo con mujeres: éste es el primer requisito y al mismo tiempo el mayor obstáculo. Con fre­ cuencia, es un lujo o por lo menos una cuestión de impor­ tancia secundaria saber cómo utilizarán las mujeres el espacio que han creado para sí mismas; lo primero y más necesario es ante todo que las mujeres consigan un espacio propio. Por tanto, quienquiera que desee saber cómo podría ser la arquitectura feminista, tendrá que acudir allí don­ de las mujeres han creado un espacio para ellas mismas: en las ciudades y en el campo; mediante el alquiler, la compra o la ocupación; para una gran variedad de pro­ pósitos: un centro de mujeres, un café para mujeres, una librería de mujeres, un bar de mujeres, un taller de arte­ sanías para mujeres, un centro de vacaciones para mu­ jeres, una urbanización para mujeres... O acudir a donde las mujeres han creado un espacio temporal para ellas y sus actividades: un festival de música de mujeres, u;i campamento de vacaciones para mujeres, una universi­ dad de verano para mujeres, un congreso de mujeres pro fesionales... Si la construcción feminista ha de continuar dentro 10. burgo.

«Humanes Wohnen e. V.», un grupo de presión de Ham-

de ese marco, resulta válido desarrollar criterios: (a) pa­ ra la fase de planificación y construcción, y (b) para el diseño y la utilización de la construcción. Hace mucho tiempo que se desarrollaron criterios relativos a ambos puntos y, aunque no se formularon con la construcción feminista en mente, son por lo menos aplicables a ella sin retocar. Desde el principio mismo fue (y es) decisión unánime dentro dei movimiento de las mujeres promover una comunicación libre de toda dominación. Las diferencias existentes debían ser lima­ das, el saber y las capacidades especializadas debían ser accesibles para todos y había que apoyar una ampliación general de la competencia de las mujeres en relación con los hombres. Esto significa, en cuanto a (a): — el intercambio de conocimientos técnicos entre quie­ nes participan, — la rotación de tareas, — paga igual para el trabajo intelectual y manual, — no participación de los hombres en la toma de deci­ siones. Para los fines que nos interesan, no es tan importante que un grupo cumpla estas exigencias en seguida, sino más bien que estas cuestiones se discutan y que el grupo intente encontrar un camino hacia adelante. Pero el gru­ po debe darse la posibilidad de hacer esto y no sentirse abrumado por las condiciones actuales. Porque, como co­ mentaba acertadamente Christa Reining, «Nuestra opor­ tunidad reside en no conquistar más espacio del que po­ demos defender».11 Otro tanto puede decirse del punto (b). Aquí también el movimiento de las mujeres ha establecido demandas basadas en una crítica de la familia nuclear y de la vida del ama de casa. Las cuestiones sobre el diseño del espa­ cio tienen en gran medida su respuesta en los criterios de un modo ecológico de construcción. Por tanto, pode­ mos insistir en: 11. Ghrista Reinig, Der W olf und die Witwen, Frauenoffensive, Munich, 1981.

— la autonomía en la producción de energía, — no construir para los hombres o las familias nucleares, — el trabajo doméstico debe ser realizado empleando un mínimo de energía de todos los ocupantes, — en caso de uso continuo, por lo menos debe haber una habitación para cada ocupante.

Una palabra para concluir No tengo intención de sorprender con demandas apa­ rentemente fantásticas. Desde luego, toda mujer que se toma en serio sus exigencias feministas está esencialmen­ te sola. Pero mis consideraciones tenían por objeto con­ tribuir a aclarar la idea de que toda mujer debe conse­ guir aliadas. No basta reunirse con mujeres que sufren en sus actuales condiciones de vida, pero que no están dispuestas a impugnar la forma en que viven con los hombres. Tampoco basta reunirse con colegas mujeres que quieren animarse al sol que más calienta y que hacen sus carreras como arquitectas respaldadas por un des­ pacho exclusivamente femenino. Una forma mucho mejor de decidirme consiste en abandonar la carrera de ratas de la cualificación profesio­ nal y dejar de trepar en el escalafón aunque se posea una ardua experiencia profesional. Quienquiera que desee se­ guir adelante también debe tener el valor de salir fuera. Nuestras aliadas serán aquellas mujeres que tienen las misma§ utopías, aunque resultaría reductor llamarlas «utopías de vivienda». Se trata más bien de reconocer que bajo todas las bellas estructuras relaciónales que tan desesperadamente deseamos crear, yace otra cosa: la llamada «infraestructura». Sin esto, la base de nuestras nuevas relaciones se puede destruir de la noche a la ma­ ñana. Tener una utopía común significa compartir la con­ vicción de que nadie nos servirá en bandeja esos obje­ tivos y esa comprensión mutuos. Tenemos que forjarlos nosotras mismas. Aunque ello signifique ensuciarnos las manos en el proceso.

Eva Rieger ¿«DOLCE SEM PLICE»? EL PAPEL DE LAS MUJERES EN LA MÚSICA

En el mundo de la música, las mujeres todavía des­ empeñan un humilde papel de apoyo. Su parte en la pro­ ducción de música es pequeña en comparación con la de los hombres, y la historia de la música no registra nin­ guna mujer de genio. ¿Por qué? Dos cosas se nos ocu­ rren ante todo al buscar respuesta a esta pregunta. La primera es que las mujeres han contribuido de diferente forma que los hombres a las diversas ramas de la música, y la segunda es que su contribución ha variado con el tiempo. A partir de la Edad Media, las mujeres tuvieron vedada la música «culta» (en contraste con la música po­ pular, en la que siempre han tomado parte) porque ésta era música eclesiástica y las mujeres estaban excluidas del oficio religioso y de la realización de ritos litúrgicos. Esta situación cambió en el siglo xvii, cuando las mu­ jeres entraron por primera vez en la ópera y en el escena­ rio de concierto como cantantes, en buena medida debido a la gran popularidad de la ópera italiana, cuyo público exigía los encantos de la voz femenina en vez de la de la de los «castrati», que hasta entonces habían cantado

los papeles femeninos. En el siglo xv iii , como resultado de la influencia cultural francesa, la pianista mujer se volvió socialmente aceptable, y la simultánea expansión de las publicaciones musicales promovió la circulación de piezas de piano fáciles, a menudo triviales, que estas mu­ jeres compraban ansiosamente. En modo alguno era in­ frecuente que tales piezas fueran compuestas por los hombres, expresamente para las mujeres. Sin embargo, casi todos los demás instrumentos eran tabú. Hasta prin­ cipios de nuestro siglo, las mujeres no podían tocar en las orquestas. La única excepción eran las mujeres ar­ pistas, y esto sólo porque se consideraba que el arpa era un instrumento «femenino». Todavía hoy existe una or­ questa alemana — significativamente, la que goza de ma­ yor reputación nacional: la Filarmónica de Berlín— que no tiene ningún miembro mujer aparte de una segunda arpista, y cuyo principal director se niega a contratar mu­ jeres.1 Así, pues, sólo se permitía a las mujeres entrar en el mundo público de la música cuando los hombres no po­ dían sustituirlas. Gradualmente, empezaron a ser tole­ radas — aunque siempre con reservas— en la esfera re­ productiva, pero algunos instrumentos como los cobres y las percusiones han seguido siendo casi totalmente pre­ rrogativa de los hombres. Sin embargo, en la esfera pro­ ductiva — la de la composición— , nunca se ha estimulado a las mujeres; por el contrario, las academias de música estuvieron cerradas para ellas durante siglos; sus com­ posiciones fueron ignoradas, ridiculizadas o, peor aún, calificadas con atributos «femeninos» como «insípido», «bonito», «de alcance limitado», etc. La comparación con otras formas artísticas muestra que este desdén por la creatividad femenina no es exclu­ sivo de la música. Las mujeres sólo lograron tomar pos: 1. En respuesta a la pregunta de por qué 110 hay mu jeres en la Filarmónica de Berlín Herbert von Kara jan dijo, en una con­ ferencia de prensa en Pekín, que «el lugar de la mujer está en la cocina y no en una orquesta sinfónica», Die Welt, 7 de noviembre de 1979.

ciones de fuerza en los campos en que la creatividad se consideraba de importancia secundaria. Por ejemplo, las mujeres sólo pudieron entrar en las bellas artes, al prin­ cipio, a través de las labores de aguja y las artes apli­ cadas. La escultura, en cambio, era tabú; de modo que todavía a principios de este siglo las escultoras estaban excluidas de las academias de bellas artes. En cuanto a la música, las mujeres eran aceptadas en la esfera re­ productiva como cantantes e instrumentalistas y también como maestras, pero la composición les seguía estando vedada. No faltan intentos por explicar la ausencia de contri­ bución de las mujeres a la producción artística por refe­ rencia a sus «naturales» carencias creativas. Pero los muchos trabajos escritos por mujeres que han sido olvi­ dados y desatendidos, y aún están escondidos en los ar­ chivos de las bibliotecas musicales, prueban que este argumento es falso. Estas obras resultan todavía más di­ fíciles de rastrear debido a que muchas de las composi­ toras injustamente ignoradas publicaban bajo pseudóni­ mos masculinos. En la discusión sobre la creatividad femenina, resulta sorprendente que se establezca una división tan rígida entre la interpretación aparentemente no creativa y la composición creativa. En realidad esta división es borro­ sa. Cantar y tocar un instrumento exige creatividad, por­ que la interpretación personal del artista influye en el impacto que produce una pieza. Las cantantes pueden conmover a su público hasta las lágrimas, y ganarse apa­ sionados aplausos. ¿Pueden obtenerse tales reacciones mediante la simple imitación? «Todo lo que creo procede de lo más profundo de mí misma»,2 confesaba la famosa cantante Lilli Lehmann en sus memorias. Sin embargo, si admitimos que sólo quien posee una personalidad creativa puede ser una buena cantante, la distinción en­ tre la composición, creativa, y la interpretación artística, no creativa, deja de sostenerse. 2.

Lilli Lermann, Mein Weg, Leipzig, 1913, vol. 1, p. 171.

Con la emergencia del primer movimiento de las mu­ jeres, a mediados del siglo xix, la discusión sobre la crea­ tividad femenina se amplió. El escaso número de mujeres creadoras en actividad se consideró debido menos a una carencia «natural» cuanto a la pretensión de exclusividad de la cultura patriarcal. ¿Hasta qué punto, entonces, nuestra música, que siempre ha pretendido poseer un sentido humano universal, ha estado dominada por los intereses masculinos? ¿Se puede afirmar seriamente que la música tiene un contenido determinado por el sexo?

E l mundo masculino de la música La musicología tiene la reputación de ser una disci­ plina extremadamente conservadora, más incluso que la teología. Existen evidentes conexiones entre su estruc­ tura patriarcal y la función políticamente estabilizadora que tuvo la música «culta» durante siglos, a partir de la Edad Media. La música, más que otras artes, estableció una alianza con los intereses del Estado y ha constitui­ do una fuerza disciplinaria. En la Edad Media, los teóri­ cos de la música imponían sus dogmas, en las universi­ dades, y, si no contamos los conventos, la música sólo era enseñada e interpretada por hombres. Las mujeres sólo podían interpretar y componer dentro de los con­ ventos, y estaban excluidas de la jerarquía de la música eclesiástica. La falta de oportunidades de las mujeres para aplicar su arte es probablemente una de las causas de su empobrecimiento intelectual. Durante siglos, se utilizó la música para alabar a Dios; gradualmente, se corrompió en la alabanza del gobernan­ te secular y de ciertos héroes individuales y, finalmente, del gentilhombre burgués. Desde luego, la música tam­ bién se usaba para representar y alabar las muchas imá­ genes de la mujer, pero ella era siempre creación de la imaginación masculina, ya fuera como amante idealizada o como representante del submundo, de lo inconsciente, lo arcano y lo maligno. Las fantasías, los deseos y lo:

temores masculinos se proyectaban en ella, pero las rea­ lidades de la existencia cotidiana de las mujeres eran ignoradas. Habría sido difícil idealizarlas en el arte. La secularización cada vez más intensa que siguió a la Revolución Francesa inició un cambio en la función aristocrática y eclesiástica de la música. La declinación del feudalismo y el ascenso del absolutismo hizo que la burguesía ejerciera cada vez mayor influencia estética. Los oratorios de Joseph Haydn (1732-1809), quien tradujo a la música los deseos y los sueños de este nuevo público, fueron recibidos con tormentas de entusiasmo. La Creación, que los musicólogos han llamado «la me­ jo r expresión del sentido de la comunidad nacional en el período 1800-1820»,3 y que simboliza ideas «tomadas de la ideología de una burguesía que se sentía libre e ilustrada»,4 documenta la toma masculino-burguesa del poder social. Esta obra de arte celebra «la forma de vida burguesa en particular» y así se vuelve «totalmente mun­ dana en su orientación».5 Al mezclar elementos seculares y religiosos, esta música contribuyó a la aceptación po­ pular de las normas burguesas (una de las cuales era la subordinación de las mujeres) como fijadas por Dios. El padre terrenal, lo mismo que el Padre Celestial, está des­ tinado a mandar. Adán debe conducir a Eva, ella debe seguirle, y con las palabras, «Tu voluntad es mi ley, tal es el decreto de Dios», ella se somete a esta relación de poder. Esto también tiene expresión musical: mientras Adán comunicaba la acción mediante ritmos punteados y terceras ascendentes, Eva significa su debilidad y pasi­ vidad mediante notas suspendidas y segundas. Es significativo que las salas de concierto construidas en aquellas décadas parezcan arquitectónicamente luga­ res de culto religioso. Con frecuencia tenían fachadas de templo, con lo que daban expresión física a la unión de 3. Schering, citado en Eberhard Preusser, Die bürgerliche M usikkultur, Hamburgo, 1935, p. 23. 4. Ibid., p. 75. 5. Ibid., p. 78.

lo religioso y lo secular; la transferencia del poder divino al poder humano, es decir, masculino. La filosofía especulativa del idealismo alemán atri­ buía a las obras musicales la transcendencia y el poder de la revelación, y predicaba la doctrina de la belleza eterna. Esta estética ahistórica, similar al culto al genio del Sturm und Drang, tuvo fatales consecuencias para las mujeres. El compositor era adorado como un «genio divino»; se glorificaba la inspiración, mientras que los logros alcanzados mediante el esfuerzo personal no se valoraban demasiado. Como resultado, se consideraba a la obra de arte como un documento atemporal de la per­ fección divina. El concepto de «obra de arte autónoma» y de «música absoluta» ocupaba el centro de la cultura musical burguesa. La «música absoluta» significada, por una parte, el reflejo del absoluto, de lo metafísico, en la obra de arte, y, por otra, la superación de la esfera del sentimiento hacia la del «pensamiento puro». Pero el compositor que era capaz de comunicar lo metafísico a través de su música, y que era venerado como excepción de la creación, como encarnación del «absoluto», sólo podía ser un varón. La burguesía celebraba en su genio su propio logro máximo (masculino). La teoría del «pen­ samiento puro», propagada por el idealismo alemán, tam­ bién correspondía a una visión masculina del mundo, mientras que dejarse sorprender en lo material, en la sensual, fue durante mucho tiempo considerado caracte­ rística femenina. Esto es evidente en la pretensión mascu­ lina y elitista de Robert Schumann (1810-1856) cuando, al referirse a una pieza compuesta por un contempo­ ráneo, Cari Reissiger, dice que: «Es un cuarteto para escucharlo a la luz de las velas en compañía de una mujer bonita... pero la música de Beethoven se ha de oír con la puerta cerrada y embebidos ansiosamente en ella, hasta su última g o ta .»6 [...] No es ninguna coincidencia que Beethoven impulsara 6. Citado por Cari Dahlhaus, Die Idee der absoluten Musik, Kassel y Basilea, 1978, p. 20.

decisivamente el desarrollo de la forma sonata. Este so­ corrido corsé formal de la música clásica (que se en­ cuentra en oberturas, sinfonías, música de cámara, et­ cétera) contiene en su ordenación temática estereotipos de roles sexuales. El más famoso diccionario musical alemán dice sobre la forma sonata: «En estos dos temas principales se expresan dos principios humanos básicos: el principio masculino, activo y pujante (primer tema) y el principio pasivo femenino (segundo tem a).»7 El se­ gundo tema se describe como «tema secundario», y como «menos completo». No hay que pasar por alto que el desarrollo musical de los temas contrastantes se asemeja a la polaridad de los sexos, porque aunque ambos se mezclan en la exposición, el tema primario «masculino» casi siempre triunfa al final. «E l arte de la mujer acom­ paña al arte del hombre. Es la segunda voz de la orques­ ta; recoge los temas de la primera voz, los adapta, les da nuevos tonos individuales; pero adquiere resonancia y vida gracias al arte del hom bre.»8 Esta observación, que a fines de siglo era tomada en serio, muestra que la crítica musical no intentaba analizar, sino que sólo trans­ fería a la música irreflexivamente, las asociaciones vincu­ ladas a la pasividad y subordinación de la mujer. Podríamos hacer una lista más detallada de los pa­ ralelos entre la música y la relación entre los sexos que con frecuencia aparecen en la literatura musical, en el nivel de las asociaciones verbales.9 No hay que ir muy lejos. LoS propios críticos musicales dan al contenido de una pieza de música un escenario sexual, por ejemplo: «E l recitativo es el hermano, el aria es la hermana. Él empieza, ella continúa...»,10 o atribuían a uno u otro sexo ciertas emociones al escuchar la música: «Cualquiera que 7. «Form», en Musik in Geschichte und Gegenwart, Kassel, 1956, vol. 4, col. 549. 8. Hans Hildebrandt, Die Frau ais Künstlerin, Berlín, 1928, p. 108. 9. Cf. Eva Rieger, Frau, Musik und Mdnnerherrschaft, Berlín, 1981. 10. Oskar Bie, Die Oper, Berlín, 1913, p. 22.

guste de sumergirse en el simbolismo [del lenguaje de la música], puede reconocer un modo de sentir princi­ palmente femenino en los adagios y scherzos de nuestras sonatas y sinfonías, y puede sentirse también conmovido por su dulce presencia en los llamados segundos temas principales de los alegros.»11 Muchos modos musicales eran interpretados en términos de roles sexuales. El prin­ cipio «masculino» se expresa mediante amplios interva­ los, arpegios ascendentes, volumen, sfortzandos, octavas, fugas, entradas de la orquesta en pleno y la proliferación de instrumentos de cobre y viento. El principio «fem e­ nino» se expresaba a través de melodías líricas, frases en legato, uso de la flauta y el arpa, música de cámara e instrumentación detallada, interpretación en sordina, pa­ sajes melódicos que ascienden suavemente o decaen en segundos, y ritmos regulares. Un ejemplo musical puede aclarar esta representa­ ción de las mujeres. En la Sinfonía Fausto, de Franz Liszt, Fausto es musicalmente representado por el primer tema y Margarita por el segundo. Margarita, por otra parte, tiene un tema que desciende a pequeños intervalos con la anotación dolce semplice. La instrumentación del tema de Margarita es la de una pieza ornamental de música de cámara, que da una impresión de transparencia y de ausencia de pasión. El último coro masculino del finale, que corona la sinfonía con la cita de Goethe: «E l eterno femenino nos impulsa siempre hacia arriba», correspon­ de a la forma en que es tratada la mujer: puede ser glo­ rificada sin peligro, sólo tras serle atribuido un lugar mu­ sicalmente subordinado en el segundo movimiento. Estos supuestos de una cultura musical masculina también explican por qué las piezas escritas por mujeres no han recibido la atención debida. El diccionario musi­ cal antes citado omite mencionar a mujeres músicas bien conocidas.12 Y cuando sí se menciona a las mujeres, gene11. Otto Gumprecht, Neue musikalische Charakterbüder, Leipzig, 1876, p. 45. 12. Por ejemplo, compositoras como Luise Le Beau y Elisa-

raímente se trata sólo de cantantes o madres o esposas de compositores, valoradas más por haber nutrido a esos compositores como madres y amantes que por su propia creatividad. Resulta notable que los monumentos mor­ tuorios de tantos compositores estén decorados con figu­ ras femeninas, aunque la mujer siempre sea mantenida a la distancia adecuada y sólo sirva como musa inspira­ dora o como accesorio estético.

Las «damitas de buena fam ilia» tocan el piano Las lecciones musicales que han favorecido a los ni­ ños varones, desde la Edad Media hasta el siglo xx, han sido principalmente lecciones de canto. Tras la Reforma luterana, se utilizaron los coros de escolares en los servi­ cios eclesiásticos y también en las celebraciones laicas. Los grandes coros, que durante siglos dominaron la vida musical alemana así como la música eclesiástica, deriva­ ron de esos coros de niños. Las mujeres no podían cantar en los coros y, por tanto, no recibían ningún adiestra­ miento semejante. La música perdió su importancia en las escuelas con­ forme declinaba el supremo poder religioso y secular de la Iglesia, hacia mediados del siglo xvn. La música cedió el paso a las ciencias naturales en el programa escolar; ya no hubo nenguna introducción sistemática al canto, ni siquiera en los colegios para niños. Pero la vida mu­ sical seguía estando firmemente aposentada en las manos de los hombres, porque empezaba a desarrollarse la pro­ fesión del músico autónomo. Las iglesias nombraban or­ ganistas y maestros de coro que también podían com­ poner. En el siglo xvm se produjo un cambio en la situación de las hijas de la burguesía rica, gracias a la influencia de la cultura francesa. La aparición de la economía mercanbeth Kuyper, que alcanzaron considerable Tama durante sus vidas y fueron muy prolíficas.

til se vio acompañada de una mayor demanda de placer estético como compensación a la lucha por la existencia y, sobre todo, por una mayor demanda de manifestacio­ nes materiales de la autosificiencia recientemente adqui­ rida. El papel de las mujeres consistía en proporcionar entretenimientos de salón tocando el piano y cantando. En los manuales que tratan de la educación musical de las jovencitas encontramos una extraña ambivalencia. El destino de la mujer como ama de casa y madre prohi­ bía, por una parte, cualquier estudio intensivo de las artes y las ciencias. Por otra parte, era importante para el prestigio de un hombre que su mujer pudiera entre­ tener a sus invitados con música y, desde luego, la edu­ cación musical de su hija era una buena inversión para lograr un matrimonio ventajoso. Hacia fines del siglo xvm , el educador Johann Daniel Hensel trazaba la siguiente lista de «artes y ciencias esen­ ciales, menos esenciales e innecesarias» para las muje­ res. El tejido, la costura, la cocina, la pastelería, el lava­ do, etcétera, eran absolutamente necesarios; la música, subdividida en canto y dominio de un instrumento, era «una de las capacidades menos esenciales pero todavía muy útiles». La teoría musical y la composición se con­ sideraban completamente innecesarias.13 Otro educador coincidía en que las artes debían constituir el centro de la educación de una mujer, pero lamentaba «ciertos ras­ gos de degeneración en la educación de las mujeres», cuando eran adiestradas para convertirse en virtuosas y artistas. En realidad, sólo había que despertar y refinar su sentido y su gusto estético.14 Otro educador advertía a las mujeres que por ningún motivo debían «usar la mú­ sica para exhibirse y lucirse» y menos aún desatender por ella sus deberes domésticos.15 13. Johann D. Hensel, System der weiblichen Erziehimg, Halle, 1787. 14. Friedrich I. Niethammer, Der Streit des Philanthropismus und Humanismus in der Theorie des Erziehungs-Unterrichts unserer Zeit, Weinheim, 1968, p. 351. Primera edición en 1808. 15. Johan Heinrich Campe, Vatherlicher Rath fü r meine Tochter, Braunschweig, 1789, p. 120.

El fondo de la cuestión está claro. La finalidad de todo esto consiste en trazar una frontera clara entre el diletantismo y el virtuosismo. Ir más allá del canto de oído e^ iniciar una búsqueda más profunda y seria del arte musical, no es una conducta femenina adecuada. [...] A partir de 1850 se fundaron muchas escuelas para las hijas de la burguesía rica. La música estableció una des­ afortunada alianza, en los programas de estos internados para niñas y colegios de señoritas, con otros temas refi­ nados como la literatura, el francés y el dibujo. El primer movimiento de mujeres criticó esta combinación de asig­ naturas diciendo que conducía a una educación unilateral y superficial. «Esta educación artística... produce ramas sin savia ni fuerza»,16 decía una de las primeras críticas, Louise Büchner. Señalaba que, como consecuencia de ese plan de estudios de las escuelas para niñas, las pupilas de los colegios de señoritas también tendían a estudiar asignaturas artísticas en vez de ciencias, y que esto no hacía sino reforzar la desigualdad sexual en vez de dis­ minuirla. Luise Otto Peters también destacaba la inhu­ manidad de la «educación para señoritas», comprobable por su inutilidad: «Cuando una esposa tiene que quedarse en casa y esperar hasta medianoche, o hasta más tarde, a que llegue su esposo, ¿qué otra cosa puede hacer que tocar un poco de música, leer un poco o bordar un poco, y todo esto sin ^nás finalidad o utilidad que la de matar el tiempo?».17 La lucha del primer movimiento de muje­ res contra la educación de los colegios para niñas y seño­ ritas no fue una lucha contra unas asignaturas particu­ lares sino contra la educación sexista, que negaba a las mujeres cualquier estudio profundo de las ciencias y las artes. Finalmente, se implantó en los colegios para niñas un plan d,e estudios semejante al de los niños, aunque ello no se debió tanto a los esfuerzos de las feministas, 16. Luise Büchner, Die Frciu, Hinterlassene Aufscitze, Abhandlungen und Berichte zur Frauenfrage, Halle, 1878, p. 46. 17. Citado en Jürgen Zinnecker, Sozialgeschichte der Mcidchenbildung, Weinheim, 1973, p. 103.

como el cambio en las condiciones económicas hacia 1900 y la creciente necesidad de empleadas calificadas. [...] Por lo demás, las lecciones privadas de música, tal como eran en el siglo xix tampoco daban a las niñas más que un barniz de conocimientos. Las academias de mú­ sica privadas y estatales que surgieron a principios del siglo xix se dividen en dos categorías. En la primera, entran aquellas que fueron fundadas para subsanar una necesidad económica y cultural de músicos, sobre todo de músicos de orquesta. Los discípulos de estos estable­ cimientos recibían un adiestramiento profundo y profe­ sional. Los alumnos varones estaban en mayoría, pero las niñas podían estudiar canto y piano. La otra catego­ ría estaba constituida por escuelas que daban una edu­ cación más especializada y limitada. En ellas, las niñas constituían la mayoría del alumnado. Así, por ejemplo, ya en 1812, había en Leipzig dos academias de canto en las que se educaban las «señoritas de buena fam ilia».18 Se prometía a los padres una pronta capacitación a cam­ bio de tarifa reducida, y las niñas podían fantasear acer­ ca de una carrera de prima donna. Como el entrenamien­ to era generalmente breve, resultaba sin embargo apenas suficiente para el salón de la casa. La oferta de educación musical, durante el siglo xix, carecía en buena medida de uniformidad. Al principio del siglo xx, no había normativa estatal para los exámenes de los maestros de música. Esto permitía a muchas mu­ jeres, a quienes se les negaba una educación en otras profesiones, entrar en este campo desprotegido. Así se desarrolló un proletariado profesional que apenas logra­ ba ganarse la vida: «Se podría cantar una larga y triste balada sobre la miseria del maestro de música cuya paga va desde una comida hasta unas cuantas monedas de co­ bre.» 19 Pero, a pesar de esta miseria, las mujeres ingre18. Citado en Georg Sowa, Anf'dge institutioneller Musikerziehung in Deutschland. Studien zur Musikgeschichte des 19. Jahrhunderts, vol. 33, Regensburg, 1973, p. 185. 19. Karl Krebs, Frauen in dar Musik, Berlín, 1895, p. 202. El

saban continuamente en la profesión. A fines de siglo ha­ bía en Berlín 244 profesoras privadas de música, así co­ mo 504 profesores varones.20 Al*'mismo tiempo, se produjo el gradual deterioro de la figura del «amateur». Cuando la burguesía inició su ascenso, cuando los hombres también tocaban música en casa y se les llamaba «amateurs», la designación tenía un sentido completamente positivo. Sólo adquirió sus con­ notaciones despectivas cuando se empezó a aplicar cada vez más a las mujeres. En el siglo xix, los compositores escribían piezas para amateurs y las dedicaban expresa­ mente a las mujeres. La «Colección de Melodías Naciona­ les Populares», op. 575, de Czerny, estaba destinada a los «tiernos dedos de las damas»; «Weber dedicó sus seis écossais al «bello sexo», Daniel Steibelt tituló su op. 35, «Divertimentos para damas», las piezas más fáciles de Johann Vanhals eran recomendadas para mujeres como un «ligero divertimento musical», y Mendelssohn se negó, a pesar de las muchas solicitudes, a escribir un segundo volumen de las «Canciones sin palabras», porque, en su opinión, eran adecuadas sólo para mujeres y, por tanto, se les daría un lugar menor en su oeuvre.21 [...] Algunas voces femeninas protestaron. Algunas de las críticas más importantes fueron formuladas por la can­ tante, compositora y escritora Nina d’Aubigny en un pan­ fleto que apareció a principios del siglo xix.* Es un ale­ gato en favor de que se proporcione a las mujeres un adiestramiento vocal intensivo, un primer intento por afirmar el valor de una buena educación musical para las mujeres. Aunque coincidía con sus contemporáneos en que el destino de una mujer era ser ama de casa y primer examen para maestros de música realizado en Prusia tuvo lugar en 1906. 20. Sowa, op. cit., p. 247.. 21. Cf. Hans-Christoph Worbs, «Le tribut á la mode. Die Ánfánge der Salonmusik», en Nene ZeU schrijt fü r Musik, 3, 1971, p. 128. * Cartas a Nathalie sobre el canto como medio de promover la felicidad doméstica y el entretenimiento en sociedad (1803).

madre, también condenaba enérgicamente las escasas po­ sibilidades educativas para las mujeres y rebatía el argu­ mento de que cualquier enseñanza era superflua en vista del «destino natural» de la mujer. Este alegato epistolar fue muy leído (hasta Beethoven tenía un ejemplar), pro­ bablemente debido a la creciente necesidad de educar a sus hijas que sentían los miembros de la burguesía. La maestra de piano Fanni Schindelmeisser fue una de las fundadoras de una escuela de música para niñas (más tarde admitió también niños). Ella instruía a fondo a sus alumnas y prometía resultados máximos en un cor­ to espacio de tiempo. Pero era una marginada social des­ de dos puntos de vista — como miembro de una profesión insegura y como mujer soltera— , y no consiguió que la tomaran en serio. Su solicitud para patentar su método de enseñanza del piano fue rechazada por el Ministerio de Educación de Prusia; otros maestros de música pu­ blicaron artículos sobre su método sin consultarla y, co­ mo última gota, su método fue adoptado por otro maes­ tro que le hizo considerables modificaciones y, aunque usaba su nombre, lo hizo sin su consentimiento. Muy probablemente pagó ella misma la publicación de su pan­ fleto, para defenderse públicamente.

La vida profesional y privada El conflicto entre la cocina y la profesión ha tenido consecuencias más graves para las mujeres empleadas en la música que para otras esferas artísticas. Una pin­ tora podría casarse sin detrimento alguno de su repu­ tación. Pero para las cantantes las cosas eran distintas: muchos directores de teatros de ópera hacían del celibato una condición de la contratación. El matrimonio se po­ día considerar como quebrantamiento del contrato y motivo de despido.22 Las instituciones estatales también 22. Adolph Kohut, Die gróssten und beriihm t esten Sonbretten des neunzehnten Jahrhunderts, Düsseldorf, s.f., p. 49,

planteaban dificultades a las mujeres artistas. Cuando el marido de la pianista y compositora Ingeborg Bronsart (1840-1913), se hizo director de teatro, ella tuvo que dejar de ofrecer conciertos, porque las esposas de los funcionarios y oficiales prusianos no podían actuar en pú­ blico.23 La famosa cantante Gertrud Mara, Schmehling de soltera (1749-1833) consideraba que casarse equivalía a renunciar a su profesión. Comentaba así las diversas propuestas de matrimonio que había recibido: «S i las aceptaba, mi carrera artística terminaría; por tanto, las rechacé e hice de la corona de laureles mi objetivo. Si no hubiera tenido éxito, habría tenido que conformarme con la corona de flores de la novia».24 Todo un siglo más tarde, nada ha cambiado. Lilli Lehmann escribe a su her­ mana, la cantante Marie Lehmann, que «repentinamente abandonó todos los planes de matrimonio; el amor a su arte había vuelto a ella».25 Un escritor de finales de siglo, que había estudiado cuidadosamente la vida de las cantantes, escribía: «Hay que admitir que entre Polihimnia e Himeneo se abre un abismo apenas salvable y que estas dos deidades se han jurado muerte y destrucción. La fama y el amor no pue­ den coincidir fácilmente.» Concluye con un suspiro: «Benditas sean quienes tienen espacio en su corazón para el arte, pero también para la felicidad doméstica y se­ rena del matrimonio. ¡Benditas aquellas que, como prima donnas, no dejan de alabar la noble moralidad y la vir­ tud! » 26 Se considera que la causa del conflicto reside ex­ clusivamente en las mujeres. Es culpa suya si sus cora­ zones no tienen espacio para la «serena felicidad». De hecho, en cambio, el papel femenino tradicional no era 23. La Mara, Musikalische Charakterkópfe, vol. 5, Die Frauen im Tonleben der Gegenwart, Leipzig, 1902, p. 49. 24. O. v. Riesemann, «Eine Selbstbiographie der Sángerin Gertrud E. Mara», en Allgemeine Musikalische Zeitung, Leipzig, 1875, n. 32. 25. Lehmann, op. cit., vol. 1, p. 247. 26. Adolph Kohut, Die Gesangskóniginnen in den leizien drei Jahrhunderten, Berlín, s. f. [1906], vol 2, p. 215.

compatible con la vida cotidiana profesional de la can­ tante. Una solista tenía que ser personal y artísticamente independiente y exigirse siempre lo más posible. Pero en su vida privada, se suponía que debía aceptar el papel socialmente impuesto de esposa servil y subordinada. Sólo podemos imaginarnos cuántas mujeres sufrieron graves conflictos personales en el matrimonio. Las bio­ grafías mencionan estas presiones psicológicas sólo in­ cidentalmente, debido al tabú sobre todo comentario acerca las relaciones familiares íntimas. «Con su matri­ monio, se produjo una breve interrupción en su triunfal carrera, pero el irreprimible vigor de su naturaleza in­ terior la llevó a volver al mundo del a rte.»27 «Con Fidelio, Amalie Weiss se despidió del escenario en 1863, para en­ tregar su mano a Josef Joachim. Hizo mutis con el co­ razón afligido.»28 También era frecuente que los proble­ mas familiares obligaran a las mujeres artistas a cumplir con sus ineludibles deberes femeninos: «La brillante ca­ rrera de Angela Orgeni se vio repetidamente interrumpi­ da por largas y graves enfermedades de miembros de su familia. Esto la forzó a abandonar el escenario demasiado pronto para todos aquellos que conocían su magnífico talento.» 29 Para la mayoría de las artistas había que ele­ gir entre una cosa o la otra, no había esperanza de com­ binar carrera y vida familiar. Las cantantes han tenido, desde hace siglos, reputa­ ción de ser de «fácil virtud». Sin embargo, las muchas historias sobre este tema más parecen intencionadas que reales. Las cantantes podían permitirse una mayor li­ bertad que otras mujeres, porque vivían fuera de las nor­ mas burguesas, pero con frecuencia dependían de lo hombres que determinaban su carrera. Aunque a veces recibían pagas muy altas, los verdaderos beneficiarios de su capacidad productiva como artistas eran los empre27. 1894, p. 28. 29.

Anna Morsch, Deutschlands 92. (Sobre Antonia Mielke.) Ibid., p. 105. Ibid., p. 101.

Tonkünstlerinm n,

Berlín,

sarios, los directores de los teatros de ópera, sus patro­ cinadores y quienes las respaldaban financieramente. Muchos hombres contrataban un concierto a cambio de favores sexuales y existen pruebas de que incluso los crí­ ticos de los periódicos esperaban beneficios de ese tipo a cambio de sus comentarios favorables.30 Esta imagen negativa producía una fuerte tensión emocional en mu­ chas mujeres. En 1886, la cantante de opereta Eugénie Erdosy se suicidó porque su prometido había dudado de su virginidad. Pedía en su testamento que la examinara postumamente un médico y que su virginidad fuera cer­ tificada, cosa que se llevó a cabo cumplidamente.31 [...] La cantante mundialmente famosa, Wilhemine Schroder-Devrient sufrió conflictos semejantes. La educación que le dio su madre, la gran actriz trágica Sophie Schróder, hizo que ya de pequeña escapara a las limitaciones de la socialización de las niñas. Su autonomía como ar­ tista entraba en conflicto con su vida privada, porque no podía liberarse de las expectativas burguesas. Como de­ cía: «Tuve que liberarme para no ser destruida a la vez como mujer y como artista», con lo cual expresaba la fatal separación de roles que finalmente acabó con ella.^2 [...] Por su parte, Alma Mahler-Werfel, que más tarde vi­ vió libre de toda restricción burguesa, se sometió sin protestar a la prohibición de su esposo, Gustav Mahler, en cuanto a la composición. Las canciones que compu­ so en su juventud muestran que así se suprimió y des truyó un notable talento, como ha ocurrido con muchas mujeres. Su incapacidad para volver a componer tras una interrupción forzosa de muchos años revela que un don artístico tiene que desarrollarse sin sobresaltos y ejerci30. A. Kohut, op cit., p. 55. 31. Ibid., p. 6. 32. Las Erotische Mem oiren, publicadas en 1979 por Prinz en su serie de Playboy, son una completa ficción. Resulta significa­ tivo que esto no se diga. Sohróder-Devrient es presentada como una insaciable fem m e fatale, papel asignado con demasiada fre­ cuencia a las cantantes.

tarse continuamente. El comportamiento de Gustav Mahler prueba su autoafirmación y su egotismo masculinos, que no podían permitir el desarrollo independiente de cu propia esposa. Clara Schumann logró continuar su carrera después de su matrimonio, a pesar de toda la oposición que en­ contró, apoyada por un padre ambicioso. Sin embarr la distinción que estableció entre tocar el piano y com­ poner resulta reveladora. Aunque su padre le permitió educarse tanto en el dominio del piano como en la com­ posición, ella asociaba su identidad femenina exclusiva­ mente al virtuosismo. Su esposo, Robert Schumann, habría preferido que ella renunciara también a dar con­ ciertos.33 Pero para ella hacer música era parte de sí mis­ ma, «el aire que respiro».34 Seguramente, influyó en ella la idea, corriente en su tiempo, de que la composición era sólo para hombres. Y capituló ante los muchos obs­ táculos, que incluso su marido percibía. «Clara», escribe él en su segundo año de matrimonio, «ha escrito muchas piezas pequeñas, más imaginativas y tiernas que nunca antes. Pero los niños y un marido que siempre está so­ ñando no se pueden conciliar con la composición. Le falta la práctica constante, y esto con frecuencia me entriste­ ce, ya que muchos pensamientos profundos se pierden porque no puede desarrollarlos.» 35 Los diarios y cartas de Clara Schumann contienen frecuentes quejas sobre la falta de tiempo para componer, así como comentarios sobre la placentera experiencia de la creación indepen­ diente. Aunque consideraba que tenía derecho al virtuo­ sismo, siempre vio la composición como un interés se­ cundario y placentero. Sus comentarios sobre sus propias composiciones y las de otras mujeres muestran que ha­ bía internalizado la devaluación generalmente aceptada de la creatividad de las mujeres. 33. Cf. Berthold Litzmann, Clara Schumman, Ein Künislerleben, Leipzig 1918, vol. 2, p. 6. 34. Ibid., vol. 3, p. 223. 35. Ibid., vol. 3, p. 21.

No resulta sorprendente que las mujeres llegaran a sentirse muy inseguras como compositoras. Aparte de las prohibiciones institucionales que señalan Elisabeth Kuyper y Sabine Lepsius, la educación de la mujer en el si­ glo xix era tal que la insistencia en el progreso y la com­ petencia, que debían aceptar los varones adultos, estaba fuera de cuestión para las mujeres. Las mujeres hacían música para brillar en los salones, no para ganar di­ nero. Esto explica la modestia de muchas compositoras. Cuando los editores mostraron interés por las composi­ ciones de Sophie Menter (1846-1918), ella dijo que «no quería ganar dinero con su insignificante talento».36 Fanny Hensel, de soltera Mendelssohn, también vaciló du­ rante mucho tiempo antes de decidirse a publicar. Esta resistencia no era resultado del innato pudor femenino, como se supone a menudo; tuvo que serle inculcada, y no sin dificultad. Un ejemplo ideal de ese condiciona­ miento es la carta de Abraham Mendelssohn a su hija, Fanny. Cuando tenía quince años, ella había expresado el deseo de estudiar composición con más profundidad, al igual que su hermano. Pero su padre le hizo ver que esto era imposible. Mientras que la música era para Félix el «basso astinato» de su ser y, por tanto, puede permitirse «ambición y ansiedad», la música es para ella un «orna­ mento». Debía seguir siendo «bondadosa y razonable». Y, agitando un dedo admonitorio, concluye el padre: «Compórtate y piensa de esta manera, porque sólo esto es femenino, y sólo lo que es femenino es adecuado para las mujeres.» 37 El contraste entre « basso ostinato» y «o r­ namento» encierra y resume la actitud de la época, que reducía la creatividad de las mujeres a una simple tri­ vialidad. 36 Robert Münster, Komponistinnen aus drei Jahrhunderten, catálogo de la exposición. 37. Sebastian Hensel, Die Fam ilie Mendelssohn. Nach Briejen und Tagebiichern, Berlín, 1879, vol. 1, p. 89.

Parece que las barreras ideológicas son más difíciles de romper que las institucionales. Lo invisible puede ser más dañino que lo visible, particularmente porque es más fácil actuar contra aquellas limitaciones que son evi­ dentes. Sólo así es posible, por ejemplo, explicar por qué las estudiantes todavía tienen tendencia a eludir la com­ posición y la dirección de orquesta, aunque hace décadas que las academias de música tienen estas posibilidades abiertas para ellas. La deducción de la competencia ar­ tística de la mujer a partir de sus cualidades «natura­ les» era una de las características más notables de la ideología patriarcal. Se suponía que la falta de creativi­ dad de la mujer, su pasividad y docilidad formaban parte de su esencia, y cualquier transgresión constituía, por tanto, una violación de su feminidad. (Las mujeres ar­ tistas eran de hecho calificadas de «seres anémicos y per­ versos», «viragos con instintos de prostitutas».)36S No resulta sorprendente que las mujeres llegaran a creerse todo esto ellas mismas. La negativa de Philippine Schick a permitir que se imprimiera su nombre es ilustración de este fenómeno, lo mismo que las observaciones des­ pectivas de Clara Schumann sobre «las obras de las da­ mas». La situación de Cosima Wagner, hermana de Franz Liszt y esposa de Richard Wagner, fue peor aún, debido al autoritarismo de su padre y el despotismo del marido. El primero le prohibió, desde el principio, aparecer en público como pianista. Durante su matrimonio con el director Hans von Bülow, empezó a escribir, asistió a conferencias sobre historia de la música y tomó leccio­ nes de italiano y de composición, Bülow, que por lo de­ más no estaba particularmente bien dispuesto respecto a las mujeres, la consideraba un genio y describía en sus cartas a Liszt sus sentimientos acerca de su propia infe­ rioridad artística. Pero en su segundo matrimonio, Co­ sima se dedicó a Wagner con una abnegación casi masoquista. Abandonó todas sus actividades; apenas tocaba 38. Karl Scheffler, Die Frau und die Kunst, Berlín, s. f., [1908], p. 101.

el piano, y vivía sólo a través de y para Wagner, a quien semejante esposa le parecía ideal. Los deseos que había expresado durante su matrimonio con von Bülow («la única posibilidad que veo para mí misma es convertirme en una gran a rtista »)39 cambiaron primero a una dudosa idea de sí misma (se ve, por ejemplo, como «un ser an­ fibio, medio creativo, medio pasivo, un papel híbrido al que estamos condenadas las mujeres») 40 y luego desapa­ recen, conforme el proceso de autonegación cobra fuerza, durante su matrimonio con Wagner. La convicción de estar condenada a la vida que llevó, la acompañó hasta la muerte. Encontraba satisfacción en subordinarse to­ talmente a otra persona, porque se le había negado toda autorrealización. Creatividad femenina - estética femenina Las pocas mujeres que, en el curso del siglo xix lo­ graron escribir libros importantes sobre música eran muy poco entusiastas del movimiento feminista. Lina Ramann, maestra de música y biógrafa de Liszt, y Elise Polko, que escribió obras aún menos ambiciosas, eludían las cues­ tiones sociales críticas, lo mismo que Marie Lipsius, que utilizaba el pseudónimo La Mara a petición de su padre y que publicó numerosos libros sobre la historia de la música. Esta última dedicó un volumen de su popular Retratos musicales a las mujeres músicas, pero no men­ ciona las dificultades a que debían enfrentarse las com­ positoras. En cambio, las mujeres que participaron en el primer movimiento feminista coincidían en que la cultura, en su conjunto, era unilateralmente masculina. Sin embargo, la mayoría de los comentarios en ese sen­ tido se refieren a las artes en general y muy pocos a la música en particular. A primera vista, uno puede tener la impresión de que 39. Alice Sokoloff, Cosima Wagner, Munich, 1973, p. 110. 40. Citado en Moulin-Eckhart, Richard Graf du, Cosima Wag­ ner. Ein Lebens-und Charakterbild,

la situación ha mejorado mucho, entre otras cosas, co­ mo resultado de las actividades del moderno movimiento de las mujeres. En Estados Unidos es posible comprar discos con música escrita, en el pasado y el presente, por mujeres. Una editorial de Munich da preferencia a las obras compuestas por mujeres. En Alemania existe, des­ de hace dos años, un boletín sobre música especial para mujeres, y hay dos asociaciones que promueven la inter­ pretación de obras de mujeres.41 Pero todo esto no sería más que una atractiva ampliación del repertorio si hu­ biéramos de contentarnos con dar publicidad a las obras de las mujeres. No es suficiente asombrar al mundo mos­ trando cuán buenas eran las muchas compositoras cuyas obras quedaron confinadas en los archivos. En cambio, es necesario llamar la atención sobre las obras que nun­ ca llegaron al papel. Una competición entre los sexos, hoy día, todavía implicaría desventajas para las muje­ res. Es necesario descubrir por qué las mujeres desem­ peñan un papel menor en el proceso creativa, y crear las condiciones para su desarrollo artístico independien­ te. [...]

41. La asociación «Frau und Musik», con base en Colonia, ad­ mite miembros varones y se propone una mayor participación de las mujeres en la cultura tal como es, mientras que «Musikfrauen», con base en Berlín, impugna la cultura del Esíahlishm m t y exige cambios sociales radicales en interés de las mujeres»

Renate Móhrmann PROFESIÓN: ARTISTA SOBRE LAS NUEVAS RELACIONES ENTRE LA MUJER Y LA PRODUCCIÓN ARTÍSTICA

«...n o existe en el regimiento de la ciudad ninguna ocupación que sea propia de la mujer como tal mujer, ni del varón como tal varón, sino que las dotes natura­ les están diseminadas indistintamente en unos y otros seres, de modo que la m ujer tiene acceso por su natu­ raleza a todas las labores y el bom bre también a to­ das...» (455 d-e). «...P ero si aparece que solamente difieren en que las mujeres dan a luz y los hombres engendran, en modo alguno admitiremos como cosa demostrada que la mu­ jer difiera del hombre con relación a aquello de que hablábamos; antes bien, seguiremos pensando que es necesario que nuestros guardianes y sus mujeres se de diquen a las mismas ocupaciones ...» (454 b-c). «Henos, pues, tras un rodeo, en nuestra posición prim era: convenimos en que no es antinatural asignar la misma formación en alma y cuerpo a las mujeres de los guardianes... Vemos, pues, que no legislábamos en form a irrealizable ni quimérica, puesto que la ley que instituimos está de acuerdo con la naturaleza. Más

bien es el sistema contrario, que hoy se practica, el que, según parece, resulta oponerse a ella». (456 b-c). Platón, La República. «¿La creatividad de las mujeres?» ¡He ahí un proble­ ma para ti! ¡Abrumador! Sólo tratar de formularlo es correr el riesgo de crear tal caos y confusión que sería mejor barrerlo bajo la alfombra y dejarlo ahí para siem­ pre.» A pesar del riesgo, intentemos acercarnos al tema y, en vez de crear caos y confusión, tratemos de encon­ trar algún orden. Profesión: artista. Sexo: femenino. En realidad, aun­ que el tema es tan vasto, contamos con algunas limita­ ciones previas. No nos referimos a las mujeres artistas en el sentido más general de la palabra, ni a aquellas que sólo son artistas de media jornada; nos referimos a las que son artistas profesionales. Esto ya limita nuestra discusión a un cierto campo. Algunas personas (y particularmente las mujeres del más reciente movimiento feminista) consideran que tra­ tar de definir la contribución de las mujeres a la pro­ ducción artística utilizando criterios tradicionales es un error. La definición más frecuente del arte es insuficiente, dado que es producto del consenso entre las definiciones patriarcales del arte, de un monopolio masculino de la crítica. El movimiento de las mujeres ha argumentado que la definición de artista debería incluir también a quien decora una casa, un piso o una habitación, quien pone la mesa del desayuno de un modo agradable o trans­ forma un jardín en una sinfonía de color. Aunque esta actitud es ciertamente correcta, no es ésa la línea de argu­ mentación que nos interesa aquí. Nos ocuparemos de la^ artistas profesionales, es decir, cuyas actividades se de­ sarrollan, en el marco administrativo, bajo el encabezado «profesión: artista». Si observamos el actual paisaje cultural, vemos una amplia variedad de artistas profesionales mujeres. Entre las escritoras, se encuentran Ilse Aichinger, Ingeborg Bachmann, Gisela Elsner, Sarah Kirsch, Angelika Mech-

tel, Christa Reining, Karin Struck y Gabriele Wohmann, para no mencionar mas qu^ a unas cuantas. Como re­ presentantes de los nuevos ^medios, acuden a la mente las cineastas Margarethe von Trotta, Ulrike Ottinger, Helma Sanders-Brahms, Marianne Lüdcke y Helke Sander, mientras Ulrike Rosenbach, Rebecca Horn y Valie Export son notables artistas del vídeo, y el nombre de Pina Bausch encabeza la lista de los coreógrafos alemanes, seguida de cerca por su prometedora y dinámica colega de Bremen, Reinhild Hoffmann. En la primavera de 1980, en Milán, hubo una exposición en el Palazzo Reale, bajo el título, «La otra mitad de la vanguardia». Presentaba cerca de cien artistas mujeres que han trabajado en el sigld; xx. Los movimientos alternativo y underground también incluyen nombres de mujeres: en el primer Fes­ tival de Rock de Mujeres de Berlín, en 1981, las mujeres aparecían como directoras de grupos musicales, y no ya solamente en el papel tradicional de vocalistas. Así, pues, la mujer con «profesión: artista» se puede ver en todas partes, es un fenómeno cotidiano. Bueno, al menos así parece a primera vista. Sin embargo, si exa­ minamos las cosas más de cerca veremos las grietas que marcan esa superficie aparentemente lisa. En 1969, el doctor Wolfgang Stresemann, director de la Filarmónica de Berlín e hijo del anterior Ministro de Exteriores de Alemania, escribió, en respuesta a las solicitudes de al­ gunas mujeres para formar parte de su orquesta: «S i­ guiendo una antigua tradición, la Filarmónica de Berlín no acepta músicos mujeres.» El doctor Stresemann, en cualquier caso, prefiere seguir las viejas tradiciones en vez de cumplir con la ley. Hoy día, tan flagrante exclusión de las mujeres es menos común. Pero eso no significa que no exista. Los medios de exclusión se han tornado simplemente más su­ tiles y se ha vuelto más difícil reconocerlos. La cineasta Helke Sander informa que en su examen de admisión a la Academia de Cine de Berlín se le preguntó muy ama­ blemente si pensaba que una mujer podría soportar los ensayos y se le sugirió que sería mejor utilizar sus do­

tes femeninas para la reproducción, y convertirse en actriz. [...] He dado este ejemplo porque proyecta al­ gunas sombras críticas sobre la imagen aparentemente poco problemática de la artista profesional. Pero no es mi intención establecer una lista completa de las caren cias y las discriminaciones, ni unirme al coro de viejor y doloridos lamentos. Es mucho más importante poner algún tipo de orden en este tema amorfo y abarcador de la «profesión: artista». La historia nos puede ayudar aquí. Hay una larga tradición de discriminación latente, de dudas susurradas, contra las mujeres que no se con­ forman con limitar su creatividad al tejido de prendas con diseños excéntricos y a la decoración imaginativa del pastel de Navidad, sino que practican como artistas profesionales. En vez de recitar la letanía de las quejas, es mucho más interesante y revelador descubrir cómo han peleado las mujeres contra la «lista negra» y cómo, en realidad, han logrado introducirse en las artes institucionalizadas. Utilizaré tres casos. No los he elegido arbitrariamente y cada uno tiene un valor ejemplar. Se trata de ejemplos de una actriz, una escritora y una cineasta. La profesión de actriz es la profesión artística más antigua en que han participado las mujeres, y en la que incluso han logrado ascender en el escalafón profesional no sólo como ayudantes y asistentes de maestros y or­ ganizadores varones, sino por su propio derecho, en vir­ tud de sus propios logros. Hoy día, ya no hay objeciones críticas contra el hecho de que las mujeres actúen; ya no se argumenta que las mujeres son incapaces de ac­ tuar. Incluso los padres que tienen proyectos más segu­ ros y confiables para sus hijas, no cuestionan la compe­ tencia de las mujeres en ese campo. ¿Es la actuación una profesión para mujeres? Semejante pregunta sería hoy día un anacronismo. Pero si revisamos la historia del teatro occidental, vemos una imagen muy distinta. Nuestra tradición de dos mil quinientos años en ese campo está marcada por dos mil años de ausencia de las mujeres. Las tragedias

griegas tienen, en efecto, papeles femeninos, pero no se permitía a las mujeres representarlos. Las grandes he­ roínas trágicas — Clitemn^stra, Ifigenia o Antígona— eran representadas por hombres, es decir, por los llamados, «actores femeninos», que tenían especial preferencia por esos excéntricos papeles de mujer. La representación de los misterios cristianos también era asunto exclusivo de los hombres. La virgen María, los ángeles y la Mag­ dalena arrepentida eran encarnados por hombres: en realidad, a menudo, por venerables clérigos que se con­ vertían en artistas ambulantes y llegaban a dominar los papeles femeninos. Tampoco en la compañía de Shake­ speare había ninguna mujer. El cambio decisivo vino de Italia, con la Commedia dell;Arte y los primeros grupos profesionales que se for­ maron en el norte de Italia al final del Renacimiento, en la segunda mitad del siglo xvi. Allí, las mujeres no eran simplemente miembros ocasionales o incidentales, sino que tenían una situación igual a la de los hombres, de­ bido en gran parte a que la institución de los «actores femeninos» era incompatible con su repertorio. Lo interesante aquí es investigar las razones y motivos que llevaron a la repentina aceptación de las mujeres como actrices, tras una exclusión de dos mil años. En pocas palabras: ¿qué hizo posible que las mujeres se convirtieran en actrices, que pudieran practicar su pri­ mera ocupación artística profesional? Resulta revelador que los estudiosos no hayan sentido prácticamente inte­ rés alguno por esta cuestión. El hecho de que la Comme­ dia dell'Arte rompiera con una antiquísima tradición respecto de las mujeres parece no haber constituido nun­ ca el tema de un debate serio. Es importante recordar que la Commedia dell'Arte es un teatro realista. Sus personajes no son reyes y rei­ nas, ni representantes del aristocrático Monte Olimpo. Son personas de la calle: negociantes, médicos, abogados, cómicos, parejas jóvenes y sirvientes. Su tema ya no el individuo excepcional e introvertido, ni la mitología griega. Es la vida de su tiempo; las fuentes de conflicto

están tomadas del presente observado y vivido. El teatro ya no es la estilización de un pasado heroico, sino del humilde y ruidoso presente. Dentro de ese marco, el he­ cho de que los hombres representaran papeles de mujer estaría fuera de lugar, entraría en contradicción con todo el realismo del teatro. En una palabra, se puede decir que las mujeres debieron su primera profesión artística a una necesidad de describir la realidad cotidiana. Tan pronto como el arte — el teatro— empezó a ocu­ parse de lo cotidiano, a dar forma a lo cotidiano, la colaboración de las mujeres se convirtió en una nece­ sidad absoluta. Las mujeres conocían la rutina diaria. Podían aportar sus propias experiencias, eosa que nunca podrían haber hecho, por ejemplo, en el teatro erudito de los humanistas, la Commedia erudita, que generalmen­ te estaba en latín. Así pues, fue a partir de Italia que la actriz conquis­ tó el escenario que debía supuestamente representar el mundo. Siguieron Francia y España; Inglaterra vacila­ ba, y el triunfo de las mujeres en la escena llegó final­ mente a Alemania. Sólo a finales del siglo xvii pudieron las mujeres entrar en escena amparadas por un contra­ to adecuado. Pero, una vez iniciada, su conquista fue in­ contenible. Cuando hubieron visto actuar a las mujeres, los públicos ya no se contentaban con los tradicionales «actores femeninos». Sin embargo, este juicio no era universal. Los teó­ ricos, en particular, consideraron que el ingreso de las mujeres en el templo de la musa teatral era «dañino». Así lo dijo Eduard Devrient, uno de los comentaristas más in­ fluyentes del siglo xix: «La introducción de las mujeres en el teatro corrompió el gusto y el juicio del público masculino para siempre, introduciendo el interés sexual.» Este comentario merece una discusión más detallada por­ que se vincula con el presente. En resumen, lo que dice es, ni más ni menos: «La mujer llevó el pecado al teatro, de la misma forma que lo había traído al mundo.» Es decir, la imagen antidi­ luviana de la mujer como encarnación del peligro sexual

— tal como se representa aún en el siglo xx, por ejemplo en Sexo y carácter, de ($tto Weininger— ha resucitado. Aunque podamos hacer caso omiso de esta idea y consi­ derarla una excéntrica fantasía masculina de un caballe­ ro del siglo xix, la segunda implicación acerca de las mujeres que contiene este comentario es mucho más pro­ blemática. Devrient está diciendo: «La introducción de las mujeres en escena distrajo sexualmente a la audien­ cia masculina y disminuyó su juicio artístico.» La contra­ dicción es aquí evidente. De la misma forma podría decirse que los actores atractivos distraen sexualmente al público femenino y menoscaban su capacidad de juicio estético. Pero Devrient no se da cuenta, al parecer, de que se ha metido en una contradicción. Ésta, sin embargo, resulta reveladora, por­ que ilumina un fenómeno que sólo recientemente se ha convertido en tema de debate, gracias al surgimiento del moderno movimiento de las mujeres. Me refiero al no re­ conocimiento social, o el reconocimiento incorrecto, de la sexualidad femenina. El estereotipo dualista de las mu­ jeres como vírgenes o prostitutas, que está implicado aquí, proyecta imágenes de mujeres que nada tienen que ver con la realidad. Examinemos un incidente que tuvo lugar hace poco en el mundo internacional del teatro y que prueba has­ ta qué punto son típicas tales actitudes y nos muestra la relevancia actual del tema. La anécdota se sitúa en Londres, en el National Theatre. Peter Hall está dirigien­ do el Orestes, de Esquilo, según una puesta en escena tradicional, es decir, sin actores femeninos. Todos los pa­ peles femeninos son desempeñados por hombres enmas­ carados. Podríamos considerar esto como un experimen­ to. El teatro, en su crisis actual, se agarra a cualquier medio para aumentar su atractivo y su interés innovador. ¿Y cuánto tiempo hace que no vemos una tragedia re­ presentada sólo por hombres? Todo eso es comprensi­ ble. Lo que resulta sorprendente es la justificación teó­ rica, el comentario y la crítica serios acerca de esta pues­ ta en escena. «La pérdida se convierte en ganancia», es­

cribe el serio H err Bohrer, en el serio periódico Frankfur­ ter Aílgemeine, refiriéndose a la ausencia de las actrices, y continúa tranquilizadoramente: «Y a no corremos el peligro de convertirnos en voyeurs de inquietantes per­ versiones y audacias femeninas... Al contemplar las más­ caras puramente trágicas, nos hacemos una idea del ho­ rror de que nos habla y que finalmente nos explica Es­ quilo. No hay falso realismo.» Estas palabras nos recuer­ dan involuntariamente a nuestro amigo del siglo xix, Eduard Devrient. Como seres pensantes, tenemos que preguntarnos cómo es que sólo la máscara masculina pue­ de comunicar esa pureza y esa protección contra el vo­ yeurismo sólo para hombres. Permítaseme aclarar mi posición. No tengo en reali­ dad ninguna objeción contra un intento de reconstruir el antiguo teatro griego con todo lo que ello implica, in­ cluida la exclusividad masculina; mis objeciones se re­ fieren al argumento utilizado para justificar ese intento, el cual muestra claramente que los tiempos en que se pensaba que la presencia de las mujeres disminuía el placer estético aún perduran. Como mencionaba antes, el teatro fue la primera institución que aceptó a las muje­ res como profesionales. Se requirieron trescientos años más para que esto ocurriera en las demás artes. El hecho de que el teatro encabezara la lista se rela­ ciona sin duda con su escaso prestigio social. Los actores eran itinerantes. Generalmente no poseían siquiera dere­ chos ciudadanos y tenían vedada la sepultura cristiana. No hubo ningún consorcio erudito que iniciara una dis­ cusión teórica sobre si la participación de las mujeres en el teatro era un acierto o una equivocación. La necesidad de una actuación realista en una situación cultural e his­ tórica específica simplemente hizo necesaria la participa­ ción de las mujeres. La oposición a las actrices vino de la Iglesia, las autoridades y los teólogos moralistas, pero nunca del propio teatro. Las cosas fueron muy distintas en los otros campos del arte en que las mujeres llegarían a participar profesionalmente. Allí se necesitó mucho más

tiempo: trescientos años tuvieron que pasar antes de que pudiera aparecer la escritora profesional. Lo que nos lleva al segundo ejemplo de «profesión: artista». Aquí también vale la pena subrayar que, sin duda alguna, ha habido escritoras individuales, aisladas, des­ de que existe la literatura. Sólo hay que pensar en Safo o en la dramaturga Roswitha von Gandersheim que, en­ terrada en su convento, se convirtió nada menos que en la primera autora teatral del mundo cristiano. Resulta sintomático que esta mujer, que se sitúa en los inicios del teatro europeo, no forme parte de nuestra conciencia cultural normal. Como decía, hay muchos ejemplos aislados de los lo­ gros literarios de las mujeres. Pero sólo en el siglo xix apareció en escena la escritoria profesional; para ser pre­ cisa: sólo en la década anterior a la Revolución de 1848. Sólo entonces las mujeres empiezan a figurar como auto­ ras de best-sellers, con tiradas de cuatro mil ejemplares — una cifra enorme, en aquellos días— y mantienen a su familia con sus ingresos como escritoras. La reacción hostil de sus colegas varones muestra que ya no se trataba sólo de unas cuantas escritoras aisladas, como en los siglos precedentes. «N o discuto — se quejaba la destacada lumbrera literaria de aquellos tiempos Gottfried Gervinus— , que la mujer excepcional pueda tener el talento de un hombre, pero sí discuto que las mujeres en general estén así dotadas. Es una lástima que lo ex­ cepcional se convierta ahora en regla, más aún porque se ha formado un nutrido grupo de amazonas cuyas obras podrían llenar toda una biblioteca. Ahora incluso tienen su propio boletín literario.» Pero él resulta moderado en comparación con Johannes Scherr, considerado como un escritor extremadamente progresista. «Puedes estar se­ guro — escribe refiriéndose a la “falta de gusto y de ver­ güenza” de la madre moderna— , de que el contingente de mujeres que se exhiben en público está constituido o bien por horribles e histéricas solteronas — a quienes se puede disculpar por motivos psicológicos— o bien por amas de casa y madres irresponsables, cuyos libros de

cuentas — si los tienen— están en desorden, cuyas des­ pensas, cocinas, salones y armarios de ropa blanca son una vergüenza, cuyas facturas de la modista son dema­ siado altas y están sin pagar, y cuyos hijos están física y moralmente sin bañar.» Para el monopolio masculino, el centro de la cuestión era si la mujer, por su naturaleza, estaba capacitada para escribir: cuestión que nunca se ha planteado respecto de las mujeres y la actuación. Se daban explicaciones here­ ditarias para intentar explicar cómo algunas escritoras, cuya calidad literaria no se podía dudar, habían logrado su éxito: por ejemplo, las dotes de Luise von Frangois se atribuían en gran parte a la «sangre de soldados prusia­ nos» que corría por sus venas. El grado en que las pro­ pias escritoras internalizaban estas ideas masculinas que­ da demostrado en el poema autobiográfico de Annette von Droste-Hülshoff, en el que se dirige a sí misma como «señor». Otras pruebas de esto son los pseudónimos masculinos tras los cuales muchas escritoras sentían ne­ cesidad de esconderse. Pero no sólo las escritoras utilizaron esta estratage­ ma. La Asociación Internacional para las Mujeres y la Música ha demostrado que un gran número de composi­ ciones firmadas por hombres ocultan en realidad obras de mujeres. Se ha comprobado recientemente, por ejem­ plo, que Félix Mendelssohn hizo carrera atribuyéndose al­ gunas de las composiciones de su hermana Fanny. Ha­ bría que recordar esto al considerar cuán inadecuada re­ sulta la pregunta, que frecuentemente se plantea, de por qué no hay un Goethe o un Schiller entre las mujeres. Sabemos ahora que el llamado genio artístico es mucho menos resultado del legendario beso de la musa, que de un cuidadoso adiestramiento artístico. El hecho de que hasta fines del siglo pasado la educación de las jovencitas de clase media terminara a los quince años prueba la desventajosa posición en que se encontraba la otra mi­ tad de la Humanidad. Pero, ¿cuál es la situación actual? ¿Nos permite nues­ tra condición presente olvidar el pasado como un «abri-

go viejo»? Según un informe reciente, veintiuna de cada cien autores, son mujeres. Pero sólo hay un 11 por cien­ to de mujeres en la asociación internacional de escrito­ res PEN Club. Las escritoras no aparecen en la propor­ ción veintiuna a cien, como debería suceder de acuerdo con el porcentaje... Otro tanto ocurre con las conferen­ cias, antologías, asociaciones de escritores y otros tipos de grupos literarios. Y es regla tácita de las editoriales promover a una — o como máximo dos— nuevas escrito­ ras por año. Una tercera está simplemente fuera de cuestión. La escritora se sitúa en la frontera del catálogo mascu­ lino. También los críticos tratan a las autoras de un modo distinto que a los autores. La crítica de su vida privada, su ropa y su maquillaje forma parte invariablemente de la crítica del texto. A veces, me da la impresión de que la escritora es más importante que su libro. También es mucho más frecuente buscar elementos autobiográficos en los libros de las mujeres que en los de los hombres, cazar el elemento «confesional» y así darle a la obra un regusto de sensacionalismo. [...] Como último ejemplo del tema «profesión: artista», examinaré lo que han realizado las mujeres cineastas. Las mujeres se han encontrado en este campo con particula­ res dificultades. Generalmente se cree que las mujeres pueden participar en la industria de servicios del cine: como montajistas, script girls y diseñadoras de vestuario; ocasionalmente, como asistentes de dirección y, por su­ puesto, como actrices. Pero no se supone que pueden ponerse detrás de la cámara y asumir la plena responsa­ bilidad. Eso es mandar. Eso es trabajo de hombres. Y los prejuicios contra las mujeres son correspondientemente poderosos. Por supuesto, desde el principio ha habido mu­ jeres excepcionales también en este campo. Se trata de los llamados «negros blancos», como Helma SandersBrahms se calificó una vez a sí misma. Tomemos, por ejemplo, la primera directora: Alice Guy, una francesa que empezó como secretaria de Léon Gaumont en 1897 y dirigió alrededor de veinte películas entre 1902 y 1920;

o Leni Riefenstahl, que hizo una considerable contribu­ ción al cine, comisionada por los nazis. Pero mujeres como éstas — como en el caso de las escritoras durante el siglo anterior— eran excepciones. Sin embargo, la escritora logró hacerse un lugar en el mundo cultural a pesar de todas las reservas masculinas. Las cosas fueron muy distintas para las cineastas. Las reservas acerca de las mujeres son especialmente pode­ rosas en un campo de producción como el del cine, que está dominado y definido por los hombres. Y existe otro obstáculo importante: filmar significa viajar; no se pue­ de organizar desde un escritorio en casa; exige un alto grado de movilidad. Los cineastas varones pueden gene­ ralmente confiar en una esposa amante y atenta que les apoye. Las cineastas no tienen tales «esposas» a su dis­ posición. «Tienes que elegir: el trabajo o la familia», es lo que los filisteos les han dicho. Pero precisamente esta alternativa es lo que las artistas mujeres ya no están dis­ puestas a aceptar. Las cosas han cambiado desde princi­ pios del siglo xx, cuando el precio que una mujer debía pagar por trabajar era, generalmente, renunciar a tener una familia. La mujer artista de hoy considera que esta renuncia — esta orden impuesta desde arriba— es into­ lerable. Debo decir unas palabras aquí acerca del reciente mo­ vimiento de las mujeres, ya que su impacto sobre el sen­ tido de identidad de las cineastas no se puede exagerar. Mientras el movimiento feminista del siglo xx hizo cam­ paña por la liberación de la mujer, para que la mujer lle­ gara a ser «una mejor compañera para su marido» y una «madre más responsable para su hijo», el movimiento mo­ derno se preocupa de las mujeres por sí mismas. El movimiento parte de la idea de que las necesidades e intereses de las mujeres no son suficientemente recono­ cidos por la actual sociedad. Denuncia el hecho de que la socialización específica de un rol que sufren las niñas constituye una restricción y deformación que limita a todas las mujeres, independientemente de la clase, ya que sus raíces no se hallan en el capitalismo (como la izquier­

da ha afirmado con frecuencia) sino en el patriarcado. Otro tema al que se ha prestado mucha atención, y que fue ignorado por el movimiento del siglo xix, también se ha puesto de nuevo a discusión: el tema del cuerpo femenino, de la sexualidad femenina. Además, ya no se habla de este tema en el medio tradicional de la litera­ tura, sino en el cine. Dentro del movimiento autónomo de las mujeres se formó un colectivo de cine, con el objeti­ vo de llamar la atención sobre la discriminación sexual contra las mujeres mediante sus propias películas y ví­ deos. El grupo de mujeres cineastas de Berlín fue el pri­ mero en hacer una película sobre la sexualidad femenina y sacarla así a la luz. Sus películas se refieren al Párrafo 218, antiabortista, del código civil federal de Alemania, que prohíbe el abor­ to libre; a las dificultades financieras de las mujeres que dan a luz niños no deseados; a la anticoncepción legal e ilegal: un ejemplo es la película de Helke Sander, Liberar la píldora (1973). Todas estas películas pueden ser clasificadas como documentales, y muchas de ellas eran críticamente partidarias. Las jóvenes cineastas que­ rían ante todo llamar la atención sobre sí mismas para hacer público lo privado y mostrar cómo lo público está vinculado a lo privado ya que, después de todo, sus preo­ cupaciones seguían siendo tratadas como de importancia secundaria incluso por los colegas varones más progre­ sistas. Esto ya había sido motivo de la primera protesta fe­ minista. Las estudiantes habían empezado a distanciarse de sus camaradas de la Federación de Estudiantes Socia­ listas Alemanes cuando se dieron cuenta de que la iz­ quierda masculina ejercía el mismo tipo de dominio so­ bre sus organizaciones políticas que los hombres en el conjunto de la sociedad. A las mujeres se les concedía el poder en la cocina, los hombres tenían el derecho de ha­ blar. Hay que recordar esto para entender la agresividad de aquellas jóvenes coléricas. El cine se convirtió en el medio principal por el que las mujeres articulaban su descontento. Es fácil enten­

der que éste fuese a menudo destemplado y carente de la habitual «envoltura» estética si recordamos la ira que ins­ piraba a estas mujeres al distanciarse de los hombres. Aquí resulta esencial la conexión entre el movimiento de las mujeres y las cineastas. Las preocupaciones del mo­ vimiento de las mujeres eran el tema de las primeras pe­ lículas de las mujeres. Sin embargo, esto no significa que todas las cineastas surgieran del movimiento: Erike Runge y Helma Sanders-Brahms se pueden citar como contra­ ejemplos. Sin embargo, hay que conocer que la confianza de las cineastas en sí mismas como cuerpo profesional recibió un estímulo decisivo del movimiento de las muje­ res y que la discusión sobre el cine como medio adquirió un nuevo ímpetu. Aunque una directora diga que no ha sido directamente influida por el feminismo, entrará con­ tinuamente en contacto con los trabajos anteriores de sus hermanas del movimiento. Otro hito en el camino hacia una ampliación de las oportunidades profesionales de las mujeres cineastas fue la fundación del periódico jrauen und film (Mujeres y cine), por Helke Sander, en el verano de 1974. El objetivo de esta única revista feminista de cine es «investigar de qué forma la cultura patriarcal influye en el medio cine­ matográfico; reconocer y definir las premisas de una cultura femenina, y responder y desarrollar las pregun­ tas que plantea». Esto significa confrontar las posibili­ dades existentes para el cine, la política del cine, la in­ dustria cinematográfica y la crítica de cine, así como investigar la forma de ver de las mujeres y las imágenes de la feminidad que se comunican a través del cine. La revista creó un foro para la discusión pública de los pro­ blemas profesionales que encaran las mujeres cineastas. La fundación de escuelas de cine y televisión para mujeres fue otro paso para superar y romper las barre­ ras. Permitió el acceso a la dirección institucionalizada. Las mujeres ya no estaban obligadas a buscar a un di­ rector conocido y mostrarle su trabajo; ahora tenían la oportunidad de aprender la profesión oficialmente. Esto fue un logro que no se puede sobrestimar, considerando

cuán poderosos eran los prejuicios contra las mujeres: los directores varones sólo elegían hombres para hacer la cámara, la producción y la asistencia de dirección. La historia cultural ha demostrado con suficiente claridad que, sin un acceso al adiestramiento institucionalizado, la actividad profesional calificada de las mujeres en cual­ quier campo seguirá siendo excepcional, y por esta razón la deficiente educación de las niñas constituyó siempre la principal preocupación del primer movimiento feminista, que insistía en el mejoramiento de la educación. Si consideramos todo esto en conjunto, el panorama no resulta tan desolador después de todo. Durante los últimos quince años, las cineastas de la República Fede­ ral de Alemania han logrado un impacto considerable a partir de cero. Para darse cuenta de lo mucho que han cambiado las cosas, tanto cuantitativa como cualitativa­ mente, sólo hay que recordar que hace veinte años, cuan­ do se firmó el manifiesto de Oberhausen sobre el resur­ gimiento del cine alemán, el 28 de febrero de 1962, no había entre los firmantes ni una sola directora. En el X X V III Festival de Cine de Berlín, en 1978, Hans Blumenberg declaró: «Las mujeres, las películas de las mu­ jeres, las fantasías de las mujeres: ya desde los prime­ ros cinco días se ha podido observar una nueva tendencia. Hay más películas de mujeres y sobre las mujeres que nunca antes.» Y Karena Niehoff señalaba, en el X X X II Festival de Cine: «Se están exhibiendo cincuenta y siete películas y entre ellas hay muchas hechas por mujeres. No son tan coléricas y agresivas como antes. Las muje­ res tienen ahora más confianza en sí mismas y una cu­ riosidad más amplia — incluso acerca de los hombres— y menos enojo.» No quiero dar la impresión de que todo es color de rosa. Pero debe quedar claro que muchas co­ sas han cambiado — a pesar de las dificultades que aún persisten— y que estos cambios se deben a los esfuerzos de las propias mujeres.

Gisela Breitling LENGUAJE, SILENCIO Y DISCURSO DEL ARTE: SOBRE LAS CONVENCIONES DEL LENGUAJE Y LA AUTOCONCIENCIA FEM ENINA

I A principios de los años setenta, con el surgimiento del movimiento feminista moderno, las mujeres empeza­ ron a interesarse de una manera nueva por las imáge­ nes, por el arte de las mujeres. Al mismo tiempo, las ar­ tistas empezaron a intentar dar forma visual a la nueva conciencia femenina. El resultado ha sido, en los últi­ mos diez años, un arte que se proclamaba explícitamente feminista y que estaba caracterizado por rasgos estilísti­ cos casi exclusivamente asociados a las mujeres. Por ejem­ plo, la pintura — con la excepción de los «nuevos fauvistas»— siguió siendo más o menos tabú. El arte feminista programático prefirió otras técnicas: ready-mades, per­ formances, foto-collages y materiales claramente «anti­ clásicos». [...] Esta limitada selección de ciertas técnicas y materia­ les «permisibles» me llamó la atención, porque daba la impresión de que estuviese actuando una secreta Interna­ cional Feminista, un Comité Central de Cultura que de vez en cuando dictaba directrices sobre el camino que de­

bía seguir la política cultural feminista. Percibí que mis «descubrimientos» se repetían continuamente, ya busca­ ra arte de mujeres en Roma, Munich, París o Berlín, has­ ta que dejaron de ser «descubrimientos». ¿Cuál era el origen de este consenso? ¿Quién formu­ laba el programa estético feminista, y en qué consistía? Aparentemente, la pintura sólo estaba permitida si hacía referencias al arte del pasado; la pintura, al parecer, era «masculina». Y cuando me planteaba las preguntas que el arte ha abierto y buscaba las respuestas que las muje­ res artistas habían dado a las preocupaciones de las mu­ jeres, me di cuenta lentamente de que se trataba más bien de un problema de lenguaje, de hablar o guardar si­ lencio: de un discurso artístico que estaba intentando romper un mandamiento de silencio que tenía miles de ~~~~ problema del lenguaje oculta tradición de las mujeres y de su silenciada historia. La preferencia por las técnicas «anti-clásicas» convierte esta tradición negada en un contra-programa artístico, la invierte y la opone al consenso cultural actualmente aceptado. [...] ¿Por qué las muje­ res no se olvidan, ahora que — por lo menos sobre el pa­ pel— se les permite entrar en las academias y negocios de arte, de si el arte que crean será más tarde considera­ do «femenino»? ¿Por qué es tan importante que el arte sea «femenino»? Y, por lo demás, ¿qué es «femenino»: qué incluye y por qué? Pero ante todo hay que preguntarse qué ocurre real­ mente cuando las mujeres empiezan a buscar a la «mujer oculta», empiezan a descubrir que lo femenino ha sido excluido del espectro de la autorrepresentación y la co­ municación «humanas», y encuentran solamente las fan­ tasías y representaciones de lo femenino, productos men­ tales de los hombres, en vez de la verdad o la realidad.

«La humanidad puede encarar la verdad», dijo Ingeborg Bachmann. Es una afrenta exigir que las mujeres encaren la verdad sobre su lenguaje y su silencio, porque la conciencia aguda de su opresión se ve a diario acom­ pañada de nuevas experiencias dolorosas. A las mujeres que han huido del hogar paterno de la ideología patriar­ cal se les hace como las «heladas de la libertad». Es poco razonable exigirles la verdad sobre su silenciado silencio, su discurso suprimido. Y la verdad que los hombres han difundido a través del tiempo y el espacio se convertirá en una demanda irraoznable que plantear a los hombres, y una verdad a medias, mientras la humanidad siga sig­ nificando la mitad de la humanidad. Las mujeres están sin habla, no sólo porque durante tanto tiempo estuvieron sometidas al silencio, 110 sólo porque aquello que sí lograban decir no era y todavía no es escuchado. También, porque el lenguaje mismo sólo permite lo femenino como una categoría especial: lo ig­ nora o lo confunde bajo lo masculino que, sin embargo, se presenta como sexualmente neutral. El lenguaje no es sólo un instrumento continuamente utilizado de comuni­ cación inmediata. También es el medio que contiene nues­ tra subjetividad, nuestra identidad: nuestro discurso da forma a nuestra historia. La historia, a su vez, sólo nos dice lo que el instrumento lenguaje es capaz de decir. El lenguaje, en cualquier ríiomento dado, es un sistema análogo a la conciencia, a sus normas y valores, ya que es reproducido por la conciencia y constantemente redefinido por ella. [...] El lenguaje expresa en las formas gramaticales mascu­ linas, aquello que es comunmente humano. Y, de hecho, esta «humanidad común» refleja en realidad solamente lo que la gramática significa, es decir, se refiere exclusiva­ mente a los aspectos masculinos, e ignora los femeninos. En analogía con el lenguaje, la historia también hace in­ visibles a las mujeres. Sin embargo, «los métodos historiográficos que consideran sólo a la mitad de la hurnani-

dad y, además, perciben a esta mitad no como hombres sino como seres sexualmente neutrales, no sólo constru­ yen una universalidad incompleta sino también falsa».1 Con todo, sería incorrecto suponer que «la historia ha co­ brado conciencia de que hasta ahora ha sido en gran me­ dida la historia de los hombres, aunque no se llamara así», concluye la historiadora Gisela Bock.2 Lo masculino, que, dado que se define como lo «co­ munmente humano», funciona como una forma lingüísti­ ca (y por tanto señala un significado), no sólo excluye a las mujeres como categoría en la escritura de la histo­ ria. Al presentarse como lo «universal^, no sólo hace efectiva, de un modo paradójico, esta exclusión, sino que también la vuelve invisible. Dentro de esta estructura, es imposible para las mujeres hacer enunciados que tras­ ciendan la diferenciación sexual. El discurso femenino no puede llegar más allá de su carácter diferenciado (limi­ taciones), el discurso femenino nunca incluye al discurso masculino. [...] Cuando las mujeres inician la búsqueda de un nuevo yo femenino enfrentan dificultades literalmente indes­ criptibles, ya que el medio «a través» del cual queremos mostrar que los hombres han grabado su marca en el concepto neutral de humanidad es, él mismo, producto de este proceso. Esto reduce nuestros medios de expresión y confunde nuestro pensamiento.

III El lenguaje retuerce nuestros significados con harta frecuencia. Cuando digo «Soy pintora», no es lo mismo que cuando un hombre dice que es pintor. Si un hombre desea transmitir el mismo significado que yo, tendrá que decir que es un hombre que pinta. Cuando digo que soy 1. Gisela Bock, en Karin Hauscn (ed.), Frailen suchen ihre Geschichte, Munich, 1963, p. 25. 2. Ibid., p. 25 s.

pintora la principal significación de mi enunciado no es lo que hago, sino que lo hago como m ujer. Con la oración «Soy pintora» me distingo a mí misma y me distingo de los hombres que son pintores. Mi vocabulario me con­ fina en la compañía de las mujeres que son pintoras y, así también, mi pintura es primariamente considerada dentro de este contexto limitado y especial. El lenguaje confina a las mujeres a unos espacios separados, les nie­ ga toda pretensión de universalidad, de ponerse en rela­ ción con todos los seres humanos. Esto sólo es posible para un sujeto femenino que niegue su feminidad y elija una formulación que pretenda trascender el género pero que, de hecho, sólo se puede construir en masculino; por ejemplo: cuando el sujeto femenino queda incluido en un «sustantivo masculino». Si quisiera transmitir más exactamente lo que quiero decir al hablar de mi trabajo — la pintura— , tendría que utilizar la siguiente formula­ ción retorcida: «Soy una mujer pintora y un pintor.» Quiero poner mi pintura en relación con toda la pintura, y no sólo por ambición personal. Es imposible para al­ guien que está en el mundo del arte tener idea de lo que significa ser un pintor si ella/él no toma en cuenta todo el arte accesible para ella/él, o que le interesa a ella/él, y lo incluye en su proceso de aprendizaje, en su gama de experiencias que, después de todo, tiene como meta final la conquista del mundo entero. Sería absurdo pensar que las mujeres sólo deberían re­ ferirse a sus predecesoras y modelos mujeres, que sólo deberían trabajar temas y técnicas artísticos dentro de la historia del arte de las mujeres, porque son «diferentes» y porque el arte «universal» es, hasta ahora, en realidad, el arte de los hombres. Aparte de que esto implicaría una limitación extrema para las mujeres artistas y, por tan­ to, reduciría el impacto de su arte, y aparte de que en nuestra cultura las predecesoras mujeres son pocas y es­ tán aisladas entre sí, tan limitada visión femenina del mundo debe ser rechazada por otras razones. El arte, incluso el arte de una persona, nunca es sim­ plemente producto de un individuo, ya que se origina

y desarrolla en un marco social complejo. El producto artístico individual está envuelto en el tejido de las con­ tribuciones de otros, ya se trate de estímulo, apoyo in­ telectual o material, o del arte que surge en cualquier momento particular^ y la tradición que lo sustenta. Es cierto que hasta ahorra, el clima cultural ha sido creado principalmente por los hombres, pero siempre se ha be­ neficiado de la colaboración femenina (oculta bajo una firma masculina y por tanto invisible). La contribución de las mujeres no siempre ha sido una contribución ma­ terial; no siempre crean nada más el necesario confort doméstico de una casa bien llevada, por ejemplo. También ha habido un componente intelectual. Pero el confina­ miento de la mujer en el servicio erótico y/o doméstico ha devaluado su trabajo intelectual, particularmente si ^trabajaba junto a un hombre, dentro de una relación se­ xual. Independientemente de lo que una artista (o mujer de talento) desarrollase como contribución intelectual en ese tipo de relación, ya fuera como modelo, musa, inspira­ dora, pupila o amante, la «musa» siempre podía conver­ tirse en puta, lo mismo que el modelo sexualmente (ab)usado podía convertirse en estilizada «musa», y como resultado, la una era igualada a la otra, y correspondien­ temente devaulada. [...] La creatividad femenina y los logros culturales feme­ ninos están enterrados bajo tan equívocas clasificaciones y definiciones. Pero eso no.es una justificación para afir­ mar que sólo los hombres representan el arte tal como nos ha sido transmitido. Esto sólo contribuiría a la des­ posesión de las mujeres en otro nivel. Por tanto, el sexo masculino no tiene más derecho a atribuirse nuestra tra­ dición cultural que el sexo femenino. Sin embargo, en la historia del arte hay la tendencia a cuestionar el derecho femenino. Las mujeres son más frecuentemente compa­ radas con mujeres que con hombres, y los hombres nun­ ca se refieren a las mujeres como precedentes. Así, con demasiada frecuencia, lo semejante no se compara con lo semejante. Por ejemplo, Modersohn-Becker con Kollwitz, en vez de con Cézanne o Jawlenski; Kollwitz con

Modersohn-Becker en vez de con Klinger o, más tarde, con Barlach. Las artistas mujeres se ven desarraigadas de su con­ texto histórico y desterradas a una zona especial — la femenina— , de manera que su trabajo, sus logros y sus ideas generalmente se vuelven incomprensibles. El ghetto de lo femenino nos ofrece un conjunto heterogéneo de obras, cuyas creadoras generalmente no tienen nada en común entre sí, aparte del sexo. Otra de las razones por las que esta segregación es errónea es que generalmente una sociedad patriarcal sólo aísla a mujeres individua­ les, y no a grupos de mujeres que pueden apoyarse para liberarse de las limitaciones de su rol sexual. Así, estas mujeres se ven forzadas a crear dentro de un ambiente masculino, y a tener relaciones con hombres que han sido sus modelos, sus contemporáneos y sus compañeros intelectuales. (Cuando se describen estas relaciones, ellas generalmente aparecen como la musa, la modelo, la «amante del genio artístico», etcétera, figuras que con­ finan a las mujeres al radio de acción tradicionalmente femenino y, por tanto, las excluyen del contexto de los desarrollos históricos.) Cuando se exhibieron los cuadros de los muralistas mexicanos en la Nationalgalerie de Berlín, la obra de Frida Kahlo quedó excluida, aunque esa exposición habría sido el lugar adecuado para ella. En cambio, se hallaba en otra exposición: junto a las fotografías de Tina Modotti, aunque se trata de dos mujeres que artísticamente no tienen nada en común. No encontraremos los cuadros de Paula Modersohn-Becker en la sala del Worpswede del Kunsthalle de Bremen: están en una sala especial. Sin embargo, cuando se les ve en el contexto de sus con­ temporáneos varones, como en el Staedelsche Kunstinstitut de Frankfurt, sus cualidades se hacen más claras — sólo entonces se percibe su fuerza, su expansividad, su sensibilidad para el color— o en la Nationalgalerie de Berlín, donde están expuestos dos de sus cuadros junto a Schmidt-Rotluff y Otto Müller. La compañía de sus con­ temporáneos varones muestra cómo hasta ahora nadie

le ha otorgado el lugar que le corresponde. Sus pinturas están entre las raras joyas que produjo el arte alemán de fin de siglo, entre los .pocos milagros, los escasos ac­ tos de atrevimiento que tan pocas veces se encuentran en el arte y fuera de él. Necesita que se la sitúe en el contexto del que procede, al cual apela, al que desafía y trascienda, porque de otro modo sus finalidades y sus logros pasarán desapercibidos. [...] No podemos hacer justicia a la creatividad de las mujeres mientras sigamos considerándola en un contexto exclusivamente femenino. (Otro tanto sucede con la creatividad de los hombres.)

IV Las lingüistas feministas han emprendido reciente­ mente la tarea de investigar no sólo la supresión del dis­ curso femenino sino también la supresión de lo feme­ nino en todo tipo de discursos. Las feministas saben de­ masiado bien que las mujeres tienen que deducir del con­ texto si están o no incluidas cuando se utiliza la palabra «todos»; esto es con frecuencia imposible. Además, cual­ quier cosa que se aplique a las mujeres se convierte en una excepción, una desviación de la norma. Lo que se ve como femenino, el caso especial, marginal, se reduce al final a las funciones sexuales — la menstruación, la capacidad de dar a luz, el útero— que, a su vez, desafían las reglas y enferman porque, dado que no conciernen a la biología masculina, no están contenidas en las de­ finiciones de ésta. Si reconocemos lo femenino como desviación, con­ sideraremos que no puede y no debe realizarse en lo que es universal, que no está en posición ni tiene derecho de representar a aquello que trasciende la diferenciación sexual. La pretensión de las mujeres de llegar a un enun­ ciado que sea vinculante para todos parece una trans­ gresión en un territorio para el cual ellas no están equi­ padas, porque si cuanto encontramos describe solamente a los hombres, entonces lo femenino (lo no-masculino)

debe ser absolutamente opuesto, «totalmente otro». Los intentos por acercarse a las posiciones (masculinas) que se atribuyen universalidad y neutralidad se vuelven, por tanto, sospechosos de una falsa identificación. Lo «total­ mente otro» de lo femenino aparece como una negación, como una antítesis de lo «normal». [...] Sin embargo, en cuanto empezamos a hablar de «la mujer en el mundo académico», «la mujer en el arte», o la mujer en este o aquel campo, mientras que no nos referimos al «hombre en el arte» o «el hombre en el mun­ do académico», suponemos que «la m ujer» piensa, actúa y habla de común acuerdo. Las cuestiones sobre la «mu­ je r» tienen su origen en unas expectativas difusas y a su vez dan pie a expectativas, por ejemplo: que «el segundo sexo» tiene ahora que construir un discurso completa­ mente nuevo y diferente, adoptar una forma comple­ tamente nueva frente a la imagen tradicional de la hu­ manidad, por una parte, >y la imagen tradicional de la mujer, por la otra. A esa «etiqueta de calidad», lo femenino, se le puede negar un discurso femenino si el discurso no cumple con estas expectativas. Debe prepararse para que le repro­ chen que su pensamiento es androcéntrico y de que ha aceptado la interpretación masculina de la cultura, como si la mujer sólo tuviera derecho a trabajar en la zona hasta entonces reservada a los hombres si todo lo que quiera hacer o haga resulta inhabitual (es decir, opuesta a lo universal) e indudablemente femenino. Ni una sola reseña sobre exposiciones de mujeres en los últimos años ha dejado de plantear la cuestión de si el arte expuesto documentaba la feminidad y de qué forma lo hacía. Esta cuestión implica la siguiente premisa: si de hecho resul­ ta que las representaciones de las mujeres no difieren demasiado de las de los hombres, entonces resulta superfluo que las mujeres tengan una actividad artística (intelectual, etcétera), y será suficiente que los hombres sigan siendo los únicos ocupantes de estas zonas de la actividad humana.

¿Influyen en nuestra percepción los preceptos mascu­ linos del lenguaje? La estrecha conexión entre la vista y el conocimiento se hace inmediatamente clara cuando nos damos cuenta de que los campos de visión y la ca­ pacidad de percepción se ven limitados si no se habla de ciertas cosas, si no se puede hablar de ellas. Los ta­ búes del lenguaje se convierten en prohibiciones para la percepción. Y, a la inversa, lo que es lingüísticamente expresado adquiere un nuevo impacto, una cualidad es­ pecial, una especie de superreálidad. Así, fenómenos que son invisibles o realmente inexistentes' tienen impacto, pueden ser percibidos e incluso ser percibidos como na­ turales, pueden determinar nuestras vidas, si son nom­ brados o utilizados en ciertos giros de lenguaje. (Por ejemplo, los prejuicios contra las mujeres.) Los fenóme­ nos visuales son visibles para nosotros debido a la «preconciencia» con que nos acercamos a una obra de arte o cualquier cosa visible. Seríamos «ciegos» de no ser por nuestra conciencia lingüísticamente formada. [...] Los intentos por interpretar cuadros tan alejados de nuestros supuestos culturales que hemos perdido la cla­ ve de su lenguaje sólo reflejan nuestras propias ideolo­ gías. Esto se ve claramente en las descripciones del arte prehistórico (pinturas rupestres del período glaciar). La actual relación hombre-mujer se aplica crudamente al pasado remoto, y se da por supuesto que todo arte, in­ cluso el más antiguo, está hecho por hombres. [...] Cuando J. M. lo Duca pregunta, en su prefacio a Les larmes d’Eros (Las lágrimas de Eros), de George Bataille, «¿cuál es el origen de la arbitrariedad de la empresa humana, del colosal desperdicio: 200 millones de huevos para crear a un ser mortal [Corrección: la naturaleza requiere siempre un solo huevo fertilizado para este pro­ pósito, G. B.], de la preferencia por la renovación que nace de la destrucción? ¿Cuál es el origen de su descu­ brimiento [de George Bataille]... de que el homo sapiens se ha vuelto consciente de sí mismo debido a que sus

genitales son visibles?»,3 olvida el hecho de que la con­ ciencia de la propia sexualidad sólo es posible a partir del reconocimiento de la existencia de otro sexo. (Inde­ pendientemente de esto, esta observación implica la afir­ mación errada y presuntuosa de que sólo el sexo mascu­ lino ha alcanzado la autoconciencia y, por tanto, ha sido capaz de cultura, desde el inicio de la historia humana.) La conciencia del propio sexo es, sin embargo, inherente al desarrollo de la conciencia humana — y eso significa, también, femenina. En la medida en que sabemos algo sobre el desarrollo del sentido de la identidad, sabemos que está muy íntimamente vinculado a la noción de ser hembra o varón. Las investigaciones recientes conducen a la conclusión de que el/la niño/a, entre el año y medio y los tres años, ya se percibe como una «persona se­ xual» y no como un miembro de la especie «ser huma­ no». [...] Aprendemos a asociar nuestro sentido del ser con nuestra existencia sexual tan pronto como no po­ demos vernos simplemente como una «persona».4 El re­ conocimiento del propio sexo, y, por tanto, del dualismo masculino-femenino, que es el primer paso cognoscitivo importante que da un ser humano, es el patrón básico según el cual se clasifican todas las criaturas y todos los fenómenos naturales, el primer principio ordenador, el primer proceso de abstracción al observar el mundo, la primera experiencia nítida de uno mismo. El modo dua­ lista de pensamiento que se desarrolla a partir de esto ha demostrado estar en buen funcionamiento hasta el día de hoy. Reconocer que la existencia de dos sexos es funda­ mental para nuestro pensamiento no sólo es responder a la pregunta de por qué no hay una sociedad humana que no describa en detalle la diferencia entre el hombre y la mujer, y por qué las actividades, capacidades y es­

3. J. M. lo Duca, en George Bataille, Les Larmes d’Eros, París, 1981, subrayados de G. B. 4. Jean Baker Miller, Towards a New Psychology of Wornen, Harmondsworth, 1978.

feras de la vida están en todas partes estrictamente defi­ nidas. También es explicar por qué las mujeres de. hoy día, en sus intentos por liberarse, en su búsqueda de una expresión, de un lenguaje y unas imágenes, insisten tanto en que sus enunciados y sus autopresentaciones sean vistas como femeninas. Esta búsqueda empuja a las mu­ jeres en muchas direcciones diferentes. Sus preguntas las excluyen del contexto «norm al» (masculino) de la comprensión. Allí, «fuera», la feminidad no es más que un residuo: es lo que no puede ser asimilado en la (falsa) universalidad de lo masculino. Según el criterio mascu* lino, lo femenino es subjetivo, subversivo,, está atrapado en el cuerpo.

VI ¿Qué concepto de la feminidad ha sido aceptado aho­ ra, en la búsqueda de identidad de las mujeres? ¿Qué clasificaciones reconoce esa búsqueda? ¿Permite que el criterio masculino siga siendo válido? ¿Qué naturaleza de lo femenino encuentra expresión en el arte de las mu­ jeres y en su uso del lenguaje? [...] Siempre se subraya el origen femenino de las técni­ cas «anticlásicas». Estas técnicas, como dije antes, inclu­ yen ready-mades, action art, performances, vídeo y una mezcla de técnicas que utilizan diversos materiales apa­ rentemente «carentes de valor». Se da preferencia a todas las técnicas y formas de expresión que dependen del ar­ tista como individuo, frente a las técnicas «tradiciona­ les» como Ja pintura o la escultura. En la obra en dos volúmenes, Frauen in der Kunt (Las mujeres en el arte),5 sólo hay un ejemplo de pintura contemporánea de muje­ res (María Lassnig) en la sección de ilustraciones; la escultura en su sentido tradicional está enteramente au­ sente. En cambio, hay abundantes foto-collages y collages 5. G. Nabakowski, P.Gorsen et al., Frauen in der Kunst, Frankfurt, 1980.

de materiales mixtos, ready-mades y fotos de performan­ ces. Esto corresponde a una conciencia feminista «quasioficial». Ideas similares sobre la manera feminista de dar forma y reunir cosas se pueden encontrar en otras pu­ blicaciones del movimiento de mujeres, por ejemplo, en Courage, Emma, Kassandra, y otras revistas feministas menores. La exposición Typisch Frau (Como una mujer), celebrada en Bonn, y el libro de Lucy Lippard sobre arte también destacan performances action art y ready-ma­ des; la exposición Frauen International6 (Mujeres Inter­ nacionales) mostraba la misma tendencia ya en 1977. El arte contemporáneo de las mujeres está en gran medida caracterizado por las técnicas anti-clásicas.

,

No es ninguna coincidencia que las artistas feministas en particular vean a las mujeres como muñecas fragmentadas y rotas, como madonnas de cocina y conservadoras de des­ perdicios. No es ninguna coincidencia que trabajen con ma­ teriales flácidos y antiestéticos, que parecen sacados del mostrador de las rebajas, para producir ambientes de coci­ na tras los cuales se hace visible la «sombra de la gran ama de casa». Se trata de imágenes de mujeres reducidas a las funciones de la producción y el consumo domésticos, den­ tro de la fétida atmósfera de la familia.7 El impacto de estas imágenes es ambivalente, y posi­ blemente también lo es el proceso de su creación. Por una parte, se considera que la funcionalización de lo fe­ menino merece ser representada, y se sacan a la luz del día aspectos ocultos de la vida femenina. El trabajo de las mujeres ya no es el idilio meditativo de la costurera o la peladora de patatas de un Ter Borch, Chardin o Menzel, ni las figuras acusadoras de la pobreza, de los realistas belgas o de la última Kollwitz. La irrisoria mas­ carada de estas imágenes niega el placer estético, así 6. «Frauen International», 1977, en Berlín; «Typisch Frau», 1981, en Bonn. [Nota de la editora.] 7. Mariis Gerhard, Kein bürgerlicker Stern, nichts, nichts konnte m ich je beschwichtigen. Essay zur Krankung der Frau. Neuwied y Darmstadt, 1982, p. 129.

como la identificación emocional que se produce al sen­ tirse aludido. Por otra parte, no trascienden los residuos de la feminidad. La feminidad no ha cambiado de loca­ lización, sólo se describe «diferentemente». La feminidad dañada — o «la feminidad como existencia dañada»— no contradice el consenso patriarcal. El impacto de tales imágenes y montajes no se puede captar si se les ve so­ lamente — según la intención de las autoras— como crí­ ticas a lo que ya existe, como rechazo del rol tradicional. Greo que las artistas mujeres subestiman la fuerza de esas imágenes realistas que no permiten ninguna identi­ ficación a los espectadores de ninguno de los dos sexos. La esfera de lo femenino, aún si está distorsionada por la caricatura, sigue atribuyéndose a la mujer como campo de su competencia, y sigue dependiendo de ella aunque, o precisamente porque, es representada como una esfera lamentable que vuelve locas a las mujeres. Las bellas artes — o por lo menos las artes contempo­ ráneas— no cuentan con ningún sistema de reglas rígi­ damente definidas y, por tanto, no existe ninguna «co­ rrección» o «incorrección» comprobables, como en la gramática. Pero los intentos de la conciencia femenina (feminista) de hoy también se reflejan en una forma di­ ferente de manejar el lenguaje. Este uso del lenguaje tal vez clarifica el camino que han tomado las mujeres en su búsqueda de nuevas imágenes de sí mismas: se están volviendo cada vez más conscientes de la tendencia androcéntrica del lenguaje, y por tanto, intentan suprimir las formulaciones universales, supuestamente neutrales, y revelar su masculinidad inherente. (El intento de reem­ plazar la breve palabra man por frau es el ejemplo más obvio de esto.*) Sin embargo, el uso del lenguaje también muestra una tendencia «anti-clásica». La competencia y el conocimiento experto también se rechazan con dema­ * En alemán, el pronombre que indica el «se» impersonal es man, que también significa «(hombre» (en alemán, Mann). Muchas feministas alemanas lo remplazan por la palabra que significa «mujer» (Frau escrita, por analogía, frau, convirtiendo el sustanti­ vo en pronombre. [N. d. t. i.].

siada frecuencia como «masculinos y orientados al logro». El descuido o la falta de elegancia podrían, por tanto, ser considerados como medios estilísticos «abiertos», «no estructurados», «subjetivos y espontáneos»; la eficacia profesional y la agudeza intelectual — aspectos de la ar­ ticulación y de la autorrepresentación, que de cualquier modo, apenas les han estado permitidos a las mujeres— también han tenido que sufrir el desdén de las feminis­ tas, que las consideran «poco femeninas». Mariis Gerhard, en su búsqueda de nuevas autorre- presentaciones de las mujeres en la literatura, señala la falta de «una visión utópica que invoque a mujeres re­ motas que no permitan que las funcionalicen ni sucum­ ban al “encanto” de las rjiercancías»,8 refiriéndose explí­ citamente a las artes plásticas. Las perspectivas que abri­ ría ese tipo de visión a larga distancia, las «imágenes li­ beradas», están ausentes en las descripciones oficiales de lo que caracteriza a las «formas femeninas de expresión». Pero, después de todo, los prejuicios machistas que rei­ nan en el comercio cultural no es ningún secreto para las feministas y, por tanto, está justificado que descon­ fíen de un público que desde tiempos inmemoriales ha asignado ciertas características al «arte de las mujeres», especificado como femenino y excluido de las tendencias «generales» de desarrollo. Además, las formas de expre­ sión y las tendencias que podemos ver hoy día han sido preseleccionadas, y sólo se nos permite el acceso a ellas a través de los canales que los medios y el mercado del arte permiten transitar. Por estas razones, el arte de las mujeres que actualmente se hace público debe ser visto más bien como una selección del trabajo que el comercio del arte, dominado por los hombres, considera «femeni­ no» y, por tanto, excluido del arte «real». Las mujeres, incluso como artistas, se encuentran en un doble aprieto: la publicidad, que es vital para el arte si éste quiere ac­ tuar como un «discurso», sólo se permite a las mujeres

8.

Ibid.

bajo ciertas condiciones limitantes, porque contradice la imagen tradicional de la mujer. Como figura de identificación, la mujer públicamente reconocida y autónoma significa realmente la auténtica liberación frente a las limitaciones del «sexo hasta ahora invisible». Pero tenemos que preguntarnos si la esfera pública no tiene tendencia a favorecer aquellos proyec­ tos artísticos de las mujeres que se pueden localizar más allá de las normas masculinas. Pero si el arte de las mu­ jeres queda excluido de la esfera pública y del mercado, será im posible para las demás mujeres identificarse in­ cluso con las «imágenes liberadas». Y la «visión utópica a larga distancia», aunque «funcionalice» muy poco a las mujeres, resultará ineficaz, porque permanecerá ocul­ ta. El deseo de triunfar en la esfera pública que mani­ fiestan las artistas mujeres es un signo del fin indudable­ mente necesario del pudor impuesto de las mujeres. Pero las mujeres no deben subestimar los obstáculos que ten­ drán que superar antes de que se les permita entrar en el mercado. Cabría pensar que la descripción feminista de las for­ mas de expresión femeninas entraría en contradicción con las interpretaciones oficiales» y habituales del «arte de las mujeres». Sorprendentemente, lo que ocurre es lo contrario: las composiciones cambiantes de objetos, los collages de materiales efímeros, las formas de expresión en que participa el cuerpo como las performances, el ví­ deo y el action, no sólo son considerados genuinamente femeninos por el mercado del arte, las revistas y los su­ plementos de arte de los periódicos que dictan los crite­ rios, sino que las interpretaciones feministas los confir­ man. Todavía resulta más sorprendente que la «contra­ cultura femenina» aún no haya cuestionado, al parecer, este consenso; de hecho, no parece haberlo descubierto. El comercio cultural sigue estando libre de la sospecha de haber adoptado «mujeres de muestra», a diferencia de otras esferas públicas. [...] La «contra-cultura feminis­ ta» no sólo ha adoptado una imagen previa de la femi­ nidad y ha aceptado que un área considerablemente li­

mitada quede reservada al discurso femenino, sino que más bien ha fabricado ella misma esta imagen y, por tan­ to, potencialmente, incluso ha agravado la polarización de los sexos. Los criterios que determinan si una obra de arte es femenina — en el sentido feminista del término— descri­ ben aproximadamente lo contrario de lo que el lenguaje atribuye al «masculino sexualmente neutral»: lo «fem e­ nino» es subjetivo, subversivo (anti-clásico), físico, irra­ cional o «desequilibrado», agitado, fugaz: es decir, es un proceso, no está dirigido hacia la permanencia, se opone a lajnorma... Tales criterios pasan por alto la capacidad de las mujeres para la abstracción. Por el contrario, co­ laboran a excluir la creatividad de las mujeres de las zo­ nas del arte que sí trascienden la diferenciación sexual. Y, con ello, se conforman a un mercado del arte que siempre ha considerado que el deseo de las mujeres de imponer una forma era irrelevante para las tendencias generales, era marginal, subjetivo y narcisista, y que, en la medida de lo posible, ha negado a las mujeres otras empresas artísticas. Esas actitudes no trascienden el pen­ samiento patriarcal dualista; más bien articulan la resis­ tencia meramente como una negación de la norma domi­ nante, la cual no sólo es así reconocida (revelada) como masculina, sino también reconocida (aceptada) como tal. Esta norma representa no sólo una «universalidad in­ completa», sino también «falsa». La feminidad no es me­ ramente la «diferencia», aunque hasta ahora ha sido de­ finida sólo como las sobras de la existencia humana que no se pueden asimilar en la conciencia masculina del yo. La solución al problema no es, pues, descartar la noción de una esfera que trascienda la diferencia sexual, sólo porque hasta ahora ésta ha atribuido a lo masculino una «falsa universalidad». Trascender las limitaciones impuestas a lo femenino parece en principio un paso hacia el territorio de lo masculino, según el uso corriente del lenguaje. Las ideas de las mujeres que han descubierto su falsa universalidad ofrecen un punto de partida para una nueva y verdadera

universalidad, en la que lo femenino encontrará su lugar correcto y lo masculino sus dimensiones reales (porque, en el futuro, ya no podrá ser «la medida de todas las cosas»). [...]

NOTAS SOBRE LAS COLABORADORAS

Silvia Bovenschen vive en Frankfurt-Main y da clases en el Departamento de Alemán, en la Universidad de Frankfurt. Ha publicado Die imaginierte Weiblichkeit (Lo femenino imaginado, 1979), una investigación sobre las representaciones de la feminidad, y ha sido co-autora de un libro sobre las brujas, y colaboradora de una co­ lección de ensayos sobre Herbert Marcuse. Su ensayo, «Über die Frage: Gibt es eine weibliche Ásthetik?» fue publicado por primera vez en Ásthetik und Kom m unikation, 7 (1976). Elisabeth Lenk es profesora de Literatura Francesa en la Universidad de Hannover. Ha presentado diversos escritores franceses, como Fourier, Aragón, Bataille y Lautréamont, al público alemán, y ha publicado una mo­ nografía sobre André Bretón, así como numerosos ensa­ yos en revistas y periódicos. En su último libro Die unbewusste Gesellschaft (La sociedad inconsciente, 1983), critica «la naturaleza sádica de las estructuras objetivas del pensamiento» y esboza una historia de lo imaginario basada en un análisis de las estructuras del sueño.

Su ensayo, «Die sich selbst verdoppelnde Frau» fue publicado por primera vez en Ásthetik und Kommunikation, 7 (1976). Sigrid Weigel nació en 1950, y enseña alemán en la Universidad de Hamburgo. Ha publicado trabajos sobre las publicaciones y el periodismo de las mujeres, así co­ mo sobre la literatura panfletaria revolucionaria de Ber­ lín en 1848. Su libro más reciente se ocupa de la li­ teratura carcelaria de 1750-1933. Es también una de las organizadoras de las series de conferencias «Las muje­ res en la crítica literaria», dos de las cuales ya se han celebrado. Su ensayo, «Der schielende Blick: Thesen zur Geschichte weiblicher Schreibpraxis» fue publicado por pri­ mera vez en Die verborgene Frau, Argument Verlag, Ber­ lín, 1983. Heide Góttner-Abendroth nació en 1941 y vive en Mu­ nich, donde en 1973 obtuvo el doctorado con una tesis sobre la Lógica de la Interpretación. Enseña Filosofía y Estética allí, y ha participado en los estudios sobre mu­ jeres desde hace algunos años. Sus publicaciones incluyen estudios sobre la mitología matriarcal y una investigación sobre las estructuras lógicas de la teoría literaria, así como diversos artículos. También escribe y publica poesía. Su ensayo, «Thesen zu einer matriarchalischen Ásthe­ tik» fue publicado por primera vez en Die tanzende Góttin, Verlag Frauenoffensive, Munich, 1982. Christa W olf nació en 1929. Tras estudiar en Jena y Leipzig, entró en el mundo editorial como editora y críti­ ca. Ha vivido como escritora independiente desde 1959 y vive en Berlín Este. Varios de sus libros han sido tradu­ cidos al español: Noticias sobre Christa T.} En ningún lugar y Muestra de infancia.

Su ensayo, «Voraussetzungen einer Erzáhlung» forma parte de la obra Cassandra, Verlag Luchterhand, Darmstadt, 1983. Gerthud Koch nació en 1959 y estudió Alemán, Filo­ sofía y Sociología, además de prepararse como profesora, en Frankfurt, donde vive actualmente. Escribe crítica de cine para diversos periódicos y revistas, y participa en diversos^ proyectos de investigación, además de dar cur­ sos sobre teoría cinematográfica en universidades y es­ cuelas de educación superior. Su ensayo, «Warum Frauen ins Mánnerkino gehen» fue publicado por primera vez en Gislind Nabokowski et al.yFrauen in der Kunst, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1980. Jutta Brückner nació en Düsseldorf, en 1941, y estu­ dió Ciencias Políticas y Filosofía en Berlín, París y Mu­ nich. Ha publicado diversos artículos, entre ellos uno so­ bre la pornografía en el cine y otro sobre Carmen. Desde 1973 ha escrito guiones para la televisión y la radio bávaras. Entre sus películas se cuentan Hungerjahre (Años de hambre) y Fangschuss (Disparo final), en colaboración con Volker Schlóndorff y Margarete von Trotta. Vive en Berlín. Su ensayo «Nachbemerkungen» fue publicado por pri­ mera vez en Renate Móhrmann, Die Frau m it der Kamara, Hanser Verlag, München, 1980. Christiane Erlemann nació en 1953. Es arquitecta y urbanista, y trabaja con mujeres ingenieras y científicas, dentro del movimiento de las mujeres. Vive en Berlín Occidental, donde da un curso en la Universidad so­ bre los conflictos de identidad de las mujeres en las cien­ cias. Ha publicado numerosos artículos sobre diversos temas, entre ellos el feminismo y la ecología, las mujeres y la tecnología, y las mujeres y el transporte. Desde 1977

ha participado en las conferencias nacionales sobre las mujeres en la ciencia y la tecnología. Su ensayo, «Was ist feministische Architektur?» fue publicado por primera vez en Luise Pusch (ed.), Feminismus, Inspektion der Herrenkultur, Suhrkamp Verlag, Frankfurt/M., 1983. Eva Rieger nació en 1940, en la isla de Man y creció en el hogar de un pastor protestante. En 1953 se trasladó de Londres a Berlín, donde más tarde empezó a trabajar en un archivo musical. Tras seguir cursos como maestra de música, ocupó un puesto en la Academia de las Ar­ tes de Berlín y, simultáneamente, empezó a estudiar mú­ sica. Pertenece al Departamento de Música de la Univer­ sidad de Gotinga, desde 1978 y ha participado en el movimiento feminista desde 1973. Entre sus publicacio­ nes se cuentan un estudio sobre la enseñanza de la mú­ sica en Alemania Oriental y dos investigaciones sobre las mujeres y la música. Su ensayo fue publicado por primera vez como intro­ ducción de su libro Frau und Musik, Fischer Verlag, Frankfurt, 1980. Renate Mdhrmann nació en Hamburgo. A pesar de su temprano matrimonio y de haber educado a sus dos hi­ jos, estudió con muchos esfuerzos Alemán, Francés y Fi­ losofía en Hamburgo y Lyon, y en 1968 se trasladó a Nueva York, donde empezó a trabajar en estudios sobre los medios y obtuvo su doctorado. Tras volver a Alema­ nia, en 1973, se convirtió en lectora de la Universidad de Duisburg y ha sido profesora de Estudios sobre Teatro, Cine y Televisión en la Universidad de Colonia, desde el año 1977. Ha publicado trabajos sobre las escritoras alemanas del siglo xix y sobre las mujeres y el cine, en­ tre otros temas.

Su ensayo «Beruf Künstlerin» fue publicado por pri­ mera vez en Frau un K ultur (1982). Gisela Breitling nació en 1939. Tras asistir a la es­ cuela de ingeniería textil, estudió en la Academia de Be­ llas Artes de Berlín, donde obtuvo el primer premio. Empezó entonces a adiestrarse en el grabado en cobre, en París, y en 1977-1978 continuó sus estudios en Roma. Trabaja ahora como artista y escritora en Berlín. Ha tenido varias exposiciones retrospectivas en Alemania y ha participado en numerosas exposiciones colectivas. En 1980 publicó Die Spuren des Schiffs in den Wellen (Las huellas del barco sobre las olas), un relato autobiográ­ fico sobre la búsqueda de las huellas que han dejado las mujeres en el arte; es también autora de varios ensayos sobre las mujeres y el arte. Su ensayo, «Sprechen und Stummsein. Die künstlerische Rede. Gedanken über Redekonventionen und weibliches Selbstverstándnis», fue publicado por primera vez en Die Horen, 28 (1983).

LA EDITORA Gisela Ecker nació en 1946. Estudió filología inglesa y alemana y filosofía en la Universidad de Munich y ob­ tuvo el grado de doctora en 1978. Fue lectora en las uni­ versidades de Munich, Colonia y Sussex. Entre sus publica­ ciones cabe mencionar un libro sobre bordados del si­ glo xvi, artículos sobre literatura inglesa del siglo xx y crítica literaria feminista. Participa activamente en el mo­ vimiento de mujeres alemán.

INDICE

Prefacio a la edición i n g l e s a ..............................

5

Nota a la edición e s p a ñ o l a ..............................

8

Introducción Sobre el esencialismo .

9

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S il v i a B o v e n s c h e n

¿Existe una estética f e m i n i s t a ? ........................

21

E l is a b e t h L e n k

La mujer: reflejo de sí m i s m a ........................

59

S lG R ID W E IG E L

La mirada bizca: sobre la historia de la escritura de las m u jeres.......................................................

69

H e id e G o t t n e r -A b e n d r o t h

Nueve principios para una estética matriarcal

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C h r is t a W o lf

Una carta sobre significados inequívocos y signi­ ficados ambigus; sobre la definición y la indefini­ ción; sobre ambiguas condicions y nuevos campos visuales; sobre la ob jetivid a d ............................ 119

99

G ertrud K o c h

¿Por qué van las mujeres a ver las películas de los h o m b r e s ? ........................................................137 JU T T A B R Ü C K N E R

Mujeres tras la c á m a r a ..................................... 155 C h r is t ia n e E r l e m a n n

¿Qué es la arquitectura feminista?

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161

E va R ie g e r

¿«Dolce semplice»? El papel de las mujeres en la m ú s ica ...................................................................175 R enate M o h r m a n n

Profesión: artista. Sobre las nuevas relaciones en­ tre la mujer y la producción artística . . . .

197

G is e l a B r e it l in g

Lenguaje, silencio y discurso del arte: sobre las convenciones del lenguaje y la autoconciencia fe­ menina .................................................................. 213 Notas sobre las colaboradoras

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231