Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV 9783865279439

A lo largo de dieciocho capítulos el autor analiza la presencia del espacio urbano en sus variadas dimensiones (fiesta,

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Spanish; Castilian Pages 366 [364] Year 2004

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Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV
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Table of contents :
ÍNDICE
PREFACIO
I. SENTIDOS DE LA CIUDAD, CIUDAD DE LOS SENTIDOS
II. ESCRITO AL OÍDO:TRÁFICO ESPECTACULAR Y PÁGINAS RUIDOSAS
III. VISTAS DRAMÁTICAS: LUCES Y SOMBRAS DEL MADRID LETRADO
IV. GUSTOS FESTIVOS, SABORES DE LA MODERNIDAD, CONSUMO DEL VICIO
V. GEOGRAFÍAS DE LO SACROY LO PROFANO: CREACIONES OLFATIVAS DE LA URBE
VI. POÉTICA DEL TACTO LITERARIO: MATERIAS Y MATERIALES DEL TEJIDO URBANO
VII. BIBLIOGRAFÍA

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BIBLIOTECA ÁUREA HISPÁNICA Universidad de Navarra Editorial Iberoamericana

Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse. Secretario ejecutivo: Juan M. Escudero.

Biblioteca Áurea Hispánica, 33

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ESPACIO URBANO Y CREACIÓN LITERARIA EN EL MADRID DE FELIPE IV

ENRIQUE GARCÍA SANTO-TOMÁS

Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2004

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data is available in the Internet at http://dnb.ddb.de.

Agradecemos a la Fundación Universitaria de Navarra su ayuda en los proyectos de investigación del GRISO a los cuales pertenece esta publicación. Agradecemos al Banco Santander Central Hispano la colaboración para la edición de este libro.

Derechos reservados © Iberoamericana, 2004 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2004 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-155-0 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-138-3 (Vervuert) Depósito Legal: Cubierta: Cruz Larrañeta Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Selva y ciudad son dos cosas esencialmente profundas, y la profundidad está condenada de una manera fatal a convertirse en superficie si quiere manifestarse. José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote

Tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, 47

Las ciudades están habitadas de batallas. Francisco de Quevedo, Epistolario

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Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I. Sentidos de la ciudad, ciudad de los sentidos . . . . . . . 1. Sentidos de la ciudad, ciudad de los sentidos: Madrid, «terra incognita» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El «giro espacial» de las ciencias sociales y el reajuste crítico del entorno urbano . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Paisaje urbano y geografía cortesana: el espacio simbólico de la pugna literaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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II. Escrito al oído: tráfico espectacular y páginas ruidosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. De Madrid al… texto: avisos, sucesos y la celebración de lo cotidiano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Tráfico espectacular, avenidas ruidosas: poéticas del coche en primavera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Resonancias nocturnas: Salas Barbadillo, en los umbrales de la melancolía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Vistas dramáticas: luces y sombras del Madrid letrado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La ‘imaginación geográfica’ del «Fénix»: nostalgia, demografía y escritura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Interiores tirsianos: culturas materiales, fragmentos de seducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Perspectivas calderonianas: cromatismos urbanos y pasatiempos colectivos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IV. Gustos festivos, sabores de la modernidad, consumo del vicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Ciencia y receta: marcas de distinción en el vino, la nieve, la aloja y el chocolate . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Urbe culinaria: ingredientes cómicos en Luis Vélez de Guevara y Juan de Zabaleta . . . . . . . . . . . . . . .

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3. Madrid por dentro: Francisco Santos y el sacrificio de la carne . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . V. Geografías de lo sacro y lo profano: creaciones olfativas de la urbe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Madrid infecto: cánones del gusto y tradiciones estéticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Identidad urbana y galería de costumbres: aromas corpóreos bajo sospecha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Polvo, hoja, humo... Comportamientos sociales del tabaco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VI. Poética del tacto literario: materias y materiales del tejido urbano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Decretos suntuarios y tejido urbano: Madrid deluxe en el corral de comedias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Barberos, zapateros y la ruptura narrativa del paisaje . . . . 3. A flor de piel: placeres compartidos en la ciudad alcahueta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VII. Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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El espacio como tema de análisis goza de un lugar de privilegio en la crítica contemporánea. La gran variedad de estudios culturales y literarios, ya sea desde un enfoque material como desde una interpretación simbólica, ha dado como resultado que sea frecuente oír hablar de espacios de subversión, espacios femeninos o espacios de escritura. Por su parte, la noción de lo espacial ha generado también diversas metáforas e imágenes que han abierto toda una serie de nuevas acuñaciones: intersticios, límites, márgenes... hoy ya moneda común en los debates contemporáneos. No extraña entonces que la ciudad, como noción por excelencia de lo opresivo y lo violento, de lo liberador y lo creativo, haya disfrutado de un renovado impulso en todos los ámbitos críticos, y que numerosas empresas colectivas e individuales se hayan volcado en la exploración del fenómeno urbano. Es de elogiar, por ejemplo, la labor difusora de ciertas editoriales anglosajonas que, en los últimos quince años, han ofrecido al lector toda una serie de iniciativas de extraordinario alcance. La conocida Blackwell Publishers ha venido sacando, en sus diversas colecciones, algunos de los más importantes estudios sobre la materia, como es el caso de la reciente antología Thinking Space a cargo de Nigel Thrift y Mike Crang (2000); libros de referencia como éste han dado cuenta de la gran variedad y relevancia de las diferentes tendencias actuales —provenientes de ámbitos tan dispares como la geografía, la economía, la literatura, la antropología o la sociología— y de su extrema porosidad como disciplinas del conocimiento. De forma paralela, la editorial Routledge ha ido publicando, desde su colección «Critical Geographies», toda una serie de nuevos títulos1, excelentes traducciones, y útiles antologías de

1 Véanse, en particular, los estudios recopilatorios de Johnston, Gregory y Smith, 1986; Rotenberg y McDonogh, 1992; Morley y Robbins, 1995; Pile, 1996; Knox,

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temática urbana. Muchas de estas colecciones han gozado de la inercia comercial e intelectual ejercida por el impacto de La producción del espacio de Henri Lefebvre (considerado como el acontecimiento editorial de las últimas dos décadas en la disciplina), aparecido por primera vez en francés en 1974 y traducido hoy a numerosas lenguas. Sin embargo, aunque se trata de un fenómeno decisivo, cabe observar que estas propuestas no son ni mucho menos recientes: ya desde principios del siglo xx, y alentados por el legado de las sucesivas revoluciones industriales que modifican para siempre el paisaje urbano, los análisis sobre la modernidad europea de Walter Benjamin o Geörg Simmel se erigen como calas fundamentales en el estudio del espacio, influyendo de manera decisiva en toda la historia intelectual de las siguientes décadas. Estamos, por tanto, ante algo más de un siglo de tradición crítica. Sin embargo, lo cierto es que con Lefebvre (cuyo pionero ensayo La révolution urbaine [1970] acaba de ver la luz en inglés) se inició una forma completamente nueva de ver el concepto del espacio, a partir de ideas que han influido posteriormente en los estudios sobre la ciudad moderna por parte de sociólogos y urbanistas de ambos lados del Atlántico: por un lado, la respuesta a la antigua Escuela de Chicago que ofrecieron, a lo largo de los años, teóricos como Manuel Castells o David Harvey —ambos alumnos del sociólogo francés— a los que se fueron uniendo otras voces no menos relevantes como la de Edward Soja, miembro creador de la ya consolidada Escuela de Los Angeles; por otro, la actual escuela británica (Derek Gregory, Steve Pile, Nigel Thrift) que también fue extendiendo su influencia al continente americano, y cuyos acercamientos me han resultado de guía e inspiración a la hora de leer las grandes urbes de la premodernidad hispana. Desde la iniciativa seminal de estos críticos, la disciplina de la geografía humana se ha bifurcado hacia una forma de espacialización social marxista basada en ideas de la sociología y la política económica, y —por otro lado— hacia una geografía individual más relacionada con las humanidades y las artes; éste ha sido el caso del geógrafo chino-americano Yi-Fu Tuan, autor de fundamentales estudios sobre las nociones modernas de lugar, sitio o territorio. A partir de esta última tendencia,

1993; Kofman y Lebas, 1996; LeGates y Stout, 1996; Duncan y Ley, 1997; Peet, 1998; Massey, Allen y Sarre, 1999.

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los «humanistas» han empezado a revivir el interés en las dimensiones estéticas, sensuales y emocionales de la experiencia geográfica, surgiendo una interpretación más «cultural» de la percepción estética (YiFu Tuan, David Seamon, Robert Mugerauer), inspirada en la fenomenología de Merleau-Ponty y conectada en ocasiones a la propia creación literaria (Douglas Pocock). En fechas recientes, y especialmente desde los años ochenta, se han reevaluado las aproximaciones sociológicas, adoptando una óptica más amplia y adentrándose en el debate en torno al Postmodernismo (Derek Gregory, Edward Soja, David Harvey), al tiempo que se ha revivido el interés por cuestiones humanísticas desde este mismo enfoque (Anne Buttimer o Doreen Massey, quienes han incidido en cuestiones de género). Como resultado, los estudios actuales sobre la ciudad han venido manteniendo vivo un debate que se va ramificando en más y más disciplinas, desde la antropología a la sociología, desde la cartografía hasta la estadística, desde la historia hasta la misma geografía, que va así poco a poco enriqueciendo sus deslindes. Algunas de estas propuestas (a las que la crítica moderna ha denominado «teorías de práctica») han abierto mi estudio hacia un fértil análisis en donde ciertos motivos (prácticas, movimiento, posición, encuentros, visualidad) y metáforas (centro y margen, frontera, límite, intersticio, residuos, huellas) inspiran y enriquecen el aparato conceptual del presente libro. En consecuencia, la lectura que llevo a cabo del entorno madrileño —siguiendo de cerca las nociones espaciales de Pierre Bourdieu y Michel de Certeau, a los cuales discuto en su momento— incide entonces en múltiples fenómenos de vivencia urbana, y abandona la tradicional visión «monumentalista» del Madrid barroco que con tanta obstinación se ha perpetuado en el tiempo. Sabemos ya que desde Della Pittura de Leon Battista Alberti (1436) el paisaje se había concebido como producto ideológico, en donde la transición del feudalismo al capitalismo posibilitaba una perspectiva materialista del espacio a través del estudio paradigmático de la cartografía. El mapa, como producto cultural, suponía toda una fuente de información sobre su creador y el contexto cultural de su creación2, al tiempo que actuaba como representante medioambiental, como registro de geografía histórica o de percepciones pasadas, representando

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A este respecto, remito al reciente estudio de Padrón, 2004.

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objetos estáticos o procesos en movimiento. Mapas y paisajes constituían así un elemento de primer orden en toda organización espacial como mediadores de la experiencia visual y geográfica, económica y social; es esta lectura del paisaje la que debe acompañarse ahora de un componente afectivo que conecte al sujeto con su ambiente, incorporando, en la medida de lo posible, algunos de los avances discutidos por los críticos a quienes hago referencia. El lector versado en el asunto habrá observado que, desde su «condición postmoderna», centros urbanos como Los Angeles, Nueva York, Berlín o Tokio han gozado de un fértil escrutinio gracias a intervenciones críticas que han ido madurando al ritmo de las propias cartografías analizadas; paralelamente, ciudades de más longeva prosapia como Londres, Roma o París gozan ya de una tradición crítica que resulta tan amplia y variada como su propia naturaleza y, como resultado, en el campo de los estudios literarios y culturales los últimos años han atestiguado fascinantes estudios que ya quedan como textos de referencia. Más escasos son los trabajos dedicados a los siglos xvi y xvii, fundamentales en la emergencia y consolidación de algunos de los más conocidos centros urbanos de la Europa actual, y por ello puede afirmarse, en especial para el caso de España, que nos hallamos ante un terreno tan fértil como desconocido. ¿Por qué, entonces, un libro sobre Madrid? Gozamos ya de una enorme cantidad de estudios previos, que abarcarían, entre otros, a Jerónimo de Barrionuevo, Pinelo, Gónzalez Dávila, Quintana, Méndez Silva, Liñán, Núñez de Castro y otros coetáneos como el padre Navarrete o Juanini y Torija; a escritores del siglo xviii como Alvarez de Colmenar y Alvarez Baena, continuados en el tiempo por «clásicos» como Mesonero Romanos, Amador de los Ríos, Fernández de los Ríos, Cambronero, Capmany, Rodríguez Villa, Emilio Cotarelo, Rodríguez Marín, Félix Boix, el Conde de Poletinos, Sepúlveda, Julio Monreal, Maura Gamazo, Pérez de la Sala, Sánchez Alonso, Martínez Kleiser, Rincón Lezcano, Herrero, González Pérez, Ezquerra del Bayo, González Amezúa, Varela Hervias, Verón Vallejo, Velasco Zazo, Del Campo, Sáinz de Robles o Deleito y Piñuela, sin mencionar estudios más modernos que comentaré e iré integrando en las siguientes páginas. Sin embargo, y como indico en el capítulo I, han sido escasísimos —por no decir inexistentes— los intentos de explorar el Madrid «de por dentro» y de ver su geografía como un

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espacio de lucha y conflicto, y no como algo coherente y acabado. Desde esa premisa arranca el presente libro. Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV se centra, de manera simultánea, en la forma en la que la literatura capta el entorno madrileño y en la forma en que este mismo entorno influye en la creación estética. No es, por tanto, un libro sobre «el Madrid literario» —abundan ya los existentes sobre el tema— sino más bien un estudio sobre las fuerzas de cuya lucha o conflicto emergen nuevas formas de hablar, de vivir, de escribir y de reinventar paisajes. Y, sobre todo, de sentir. Es éste un libro sobre la sensación urbana a través de lo que la escritura puede comunicar (que a veces es mucho, y a veces poco) y, por ello, bien podría llamarse sensación literaria en vez de creación literaria. Responde a un Madrid que los cronistas del pasado nos habían presentado como aséptico, casi acartonado, desprovisto de toda su sensualidad; no fue éste el propósito, creo yo, de los escritores coetáneos a Felipe IV y Olivares, que buscaron capturar una ciudad viva y placentera en unas ocasiones, inmisericorde y agresiva en otras. Una ciudad que cambiaba según la hora del día y de la noche, según el barrio, según quien la narrase e, incluso, según fuera 1630 o 1660. Una ciudad cuya fisonomía material y cuyo campo intelectual evolucionaron, como nunca en su historia, durante el reinado del cuarto Felipe. El diseño del libro parte por lo tanto de un enfoque no exhaustivo, sino más bien paradigmático, prestando especial atención a nueve escritores canónicos (Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Francisco de Quevedo, Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, Alonso de Castillo Solórzano, Luis Vélez de Guevara, Francisco Santos y Juan de Zabaleta), a los que se unen voces no menos importantes en su momento (León Pinelo o Jerónimo de Barrionuevo, por ejemplo). Sigo así una aproximación interdisciplinar que fija su estudio en discursos no sólo literarios, sino también legales, médicos, culinarios y aquellos relacionados con la moda, incorporando autores que hoy resultan desconocidos, pero que no lo fueron ni mucho menos en su época. Salvo en el caso del teatro breve, cuya «madrileñización» ya ha sido estudiada por Miguel Herrero García, Javier Huerta Calvo y Abraham Madroñal entre otros, Espacio urbano da cuenta de los géneros literarios (o, más bien, modos de escritura) más significativos del período, estudiando también otras formas discursivas no estrictamente

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literarias como recetas, arbitrios, pragmáticas, o disertaciones médicas. Desde este enfoque, resulta fundamental la atención prestada a la cultura material del período, interrogando cómo los objetos se revisten de nuevos valores apenas antes conocidos. En este sentido, puede ser considerado como uno de los primeros estudios sobre el asunto en cuanto examina la función de muchos objetos (prendas de vestir, bebidas, comidas, tabaco, etc.) que antes habían merecido poca o ninguna atención crítica. Es éste un libro de historia cultural más que de análisis puramente literario. Como hiciera Walter Benjamin en sus crónicas urbanas, trazo en las siguientes páginas numerosos recorridos de superposición y yuxtaposición, intentando así ser fiel a la misma sensación urbana, a su abundancia y caos. No hay, por tanto, una narratividad cronológica, sino más bien una suerte de constelación que rescata presente y pasado a un mismo plano, Madrid como lugar de lo nuevo y lo antiguo, como un recurrente palimpsesto. He intentado captar esta sensación de simultaneidad a través de la presentación del libro en cinco capítulos que exploran las premisas adelantadas en un extenso capítulo introductorio que los precede. Cada capítulo se centra en uno de los cinco sentidos de la experiencia sensorial (oído, vista, tacto, gusto y olfato), y analiza la reescritura urbana de lo que se consideraba como rígida ordenación jerárquica que privilegiaba unos (oído y vista) sobre otros (gusto, tacto, olfato). Leyendo los textos cuidadosamente, he notado que son variadísimas las referencias a la forma de sentir el paisaje y que, tras la pretendida ampulosidad verbal, doctrina contrarreformista y actitud desengañada que siempre se nos ha inculcado, late una forma muy sensual y vitalista de percibir la ciudad. No escapa, eso sí, una cierta sensación de optimismo hacia lo nuevo (la Corte se asienta de manera definitiva en Madrid en 1606) que poco a poco va diluyéndose, según avanzan el siglo y sus miserias, hacia un profundo malestar; y la Villa, como la pretendida mater de los poderosos y de los desamparados, actúa como referente de este cambio de tono. El libro formula así nuevas preguntas, identifica nuevas avenidas de estudio, deja libre al lector para continuar explorando otros asuntos. Queda abierta la puerta, por ejemplo, al estudio de la «visión femenina» de ciertos entornos urbanos (pocas son las tramas de María de Zayas o Mariana de Carvajal que transcurren en Madrid, dicho sea de paso), o la lectura que llevan a cabo escritores venidos de las colonias (po-

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dría escribirse un libro tan sólo con el paradigma de Ruiz de Alarcón, que dejo para otro momento)3. No pretendo, por tanto, dar nada por concluido, pues la propia ciudad genera más preguntas que respuestas. Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV se inicia con un capítulo introductorio titulado «Sentidos de la ciudad, ciudad de los sentidos», en el cual justifico el título del libro estableciendo sus premisas teóricas, las razones de su elaboración, así como sus límites y posibilidades: fijo brevemente el Madrid del período, para pasar después a señalar las cualidades simbólicas de un espacio urbano cuya dinámica intelectual analizo a través de textos paradigmáticos de los años veinte y treinta firmados por Tirso de Molina y Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo; concluyo entonces con la tesis de que, en la ordenación material y simbólica del Madrid que presencia el ascenso de Olivares y de un nuevo campo cultural, la dicotomía margen / centro y el retrato urbano como un proceso de continuos desplazamientos laten en la creación literaria de estos años. La Introducción sirve también para plantear las bases de lo que entiendo como el Madrid de Felipe IV: diverso, violento, sensual y en continuo proceso. El capítulo siguiente, «Escrito al oído: tráfico espectacular y páginas ruidosas», recorre el Madrid auditivo en tres secuencias diferentes: la captación del bullicio urbano a cargo de las crónicas de sucesos, la importancia del coche como instrumento social y como motivo literario de placer y denuncia desde las plumas lopesca y tirsiana y, finalmente, el silencio nocturno de los personajes melancólicos de Salas Barbadillo como síntoma de anhelos profundos y fracasados de adaptación al nuevo medio. Discuto cómo la percepción auditiva del ámbito urbano que se transmite en muchos textos del momento acusa no sólo un decidido magnetismo por lo nuevo y lo mixto, sino también un cierto pesimismo no claramente identificable, pero fácil de percibir; tanto el bullicio como el silencio acaban por ser, en cierta manera, elementos que se vuelven en contra del urbanita. En el capítulo III, al que titulo «Vistas dramáticas: luces y sombras del Madrid letrado», analizo ciertos síntomas repetidos (nostalgia por un pasado más sencillo, atracción por los nuevos placeres visuales del entramado urbano, hábitos como el juego o los duelos) en el teatro de Lope, Tirso y

3 Algunos elementos de la visión urbana de María de Zayas y Mariana de Carvajal son analizados en el reciente trabajo de Romero-Díaz, 2003.

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Calderón, a los que concibo no sólo como un reflejo, sino también como promotores de nuevas conductas. Continúo una línea de interpretación centrada en el estudio de objetos de consumo y en la atención a ciertas partes del cuerpo que, en la penumbra y oscuridad madrileñas, acaban convirtiéndose en fetiches literarios: la mano, el pie, el ojo... fértiles sinécdoques de los misterios del Madrid visible e invisible. El siguiente capítulo, «Gustos festivos, sabores de la modernidad, consumo del vicio», diseña un recorrido culinario por la ciudad barroca a través del análisis de recetas de cocina, tratados de preparación de chocolate o comentarios sobre la calidad del vino, de la nieve y del aloja; doy paso después a una segunda secuencia en la que analizo estas mismas preocupaciones desde la pluma inmisericorde de Vélez de Guevara, Juan de Zabaleta y Francisco Santos, cuyas narraciones «más madrileñas» se analizan al detalle desde el estudio de ciertas imágenes compartidas. Sugiero así que muchos de estos productos, en su ausencia y exceso, operan como indicadores de una nueva sociedad de consumo rendida a los nuevos placeres pero también sometida a miedos y sospechas. Llego así al quinto capítulo, «Geografías de lo sacro y lo profano: creaciones olfativas de la urbe», en el cual estudio el fenómeno del olor de la ciudad y de los madrileños como agente de cohesión y diferenciación social; sirven de apoyo argumental ciertas pragmáticas encaminadas a la mejora de la higiene urbana, así como referencias específicas en la ficción del período (especialmente la poesía, con Quevedo a la cabeza), completadas desde el atractivo paradigma del tabaco —apenas estudiado hasta ahora— como marca de nación, de raza y de diferencia sexual. Por último, el sexto ensayo, al que titulo «Poética del tacto literario: materias y materiales del tejido urbano», da cuenta de los diferentes cambios en la moda madrileña, la función sociocultural de la ropa, y de los «otros» placeres asociados al contacto urbano, con la prostitución como foco de análisis. Estudio así cómo la creación estética transmite sensaciones «a flor de piel», desde registros mucho más sensuales de lo que antes se había imaginado, y me valgo de una interesante composición al guardainfante por Castillo Solórzano como paradigma de análisis. Cierro el libro con una bibliografía fundamental en donde intento también hacer recuento de lo que ha sido el estudio del ámbito urbano en los tres últimos lustros.

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El método de investigación y exposición es, fundamentalmente, ecléctico: se articula a partir del estudio de manuscritos del período comprendido entre 1620 y 1670, en la relectura de fuentes ya conocidas (libros y artículos, especialmente de los últimos veinte años), así como de la asimilación de nuevas corrientes teóricas, algunas de las cuales, más allá de las ya citadas, laten de fondo silenciosas pero evidentes:Yi-Fu Tuan, Laura Mulvey, Pierre Bourdieu, Alain Corbin, etc. Los criterios de reproducción de fuentes antiguas han sido simplificados para una óptima lectura: modernización de grafías en caso necesario, citas en lengua extranjera reducidas al mínimo, y versos citados por número cuando me ha sido posible. En las notas a pie de página he abreviado la bibliografía señalando sólo el apellido del autor seguido del año de publicación. La bibliografía final recoge todas las referencias citadas. He añadido, no obstante, media docena más de textos seminales que no cito en nota, pero que considero de obligada consulta. Ciertos fragmentos del libro han visto la luz en versiones previas, como es el caso de mis investigaciones sobre la comedia lopesca Las bizarrías de Belisa, que vieron la luz por primera vez en un artículo del año 2000 en el Bulletin of the Comediantes, y que culminan en la edición crítica que he preparado para la Editorial Cátedra (2004). Una versión del tercer apartado del primer capítulo salió publicada en El teatro del Siglo de Oro ante los espacios de la crítica: encuentros y revisiones, ed. Frankfurt / Madrid,Vervuert / Iberoamericana, 2002; algunas de mis investigaciones sobre el fenómeno del coche barroco se leyeron como conferencia en el Festival de Almagro en el año 2001, y fueron posteriormente publicadas como «Eros móvil: encuentros clandestinos en los carruajes lopescos.» en Amor y erotismo en el teatro de Lope de Vega. Actas de las Jornadas del XXV Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. Felipe Pedraza et al., eds. Ciudad Real, Universidad de Castilla-La Mancha, 2003; y una versión previa al tercer apartado del segundo capítulo se publicará bajo el título «En los umbrales de la modernidad: Salas Barbadillo y los espacios melancólicos» en El texto y su marco: la representación del espacio en el Siglo de Oro español, Laura Dolfi and Pierre Civil, eds., París, Presses Universitaires de la Sorbonne. La elaboración del proyecto ha sido llevada a cabo en diversos lugares según el tipo de investigación requerida y, por tanto, debo agradecer el apoyo de las instituciones que lo han hecho posible: la H. H.

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Rackham Graduate School y la Office of the Vice-President for Research de la University of Michigan patrocinaron entre 1999 y 2002 los diferentes viajes a los siguientes centros de investigación: la Biblioteca Nacional de Madrid, el Archivo de Protocolos, el Instituto de Estudios Madrileños y la Biblioteca del Instituto de Filología Española del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En Estados Unidos, la mayor parte de la investigación tuvo lugar en la Harlan Hatcher Graduate Library de la University of Michigan, así como en la Widener Library y la Houghton Library de Harvard University, en donde tuve el placer de pasar un semestre sabático con los mejores medios a mi disposición. Debo dar las gracias a la Office of the Vice-President for Research de la University of Michigan por la generosa subvención de investigación otorgada en abril de 2004. Mis agradecimientos también van dirigidos a los amigos que leyeron las diferentes partes del manuscrito (Jesús Pérez Magallón, Maria Grazia Profeti, Margaret R. Greer, Laura Dolfi, Edward H. Friedman, Juan M. Escudero e Ignacio Arellano), así como aquellos de cuyas conversaciones más he aprendido sobre Madrid (Alfredo Alvar Ezquerra, Abraham Madroñal y, muy especialmente, a mi querido colega Frank Casa). A Ignacio Arellano agradezco, en especial, su apoyo incondicional al proyecto, y a mis colegas de la University of Michigan su continuo diálogo. El libro va dedicado a mi mujer, Joyce, y a mi padre, Luciano. Sin ellos no habría sido posible. Ann Arbor, abril de 2004

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I SENTIDOS DE LA CIUDAD, CIUDAD DE LOS SENTIDOS

The more carefully one examines space, considering it not only with the eyes, not only with the intellect, but also with all the senses, with the total body, the more clearly one becomes aware of the conflicts at work within it, conflicts which foster the explosion of abstract space and the production of a space that is other. Henri Lefebvre, The Production of Space

Entre los episodios más notorios de la crónica social aurisecular destaca aquél que nos recuerda cómo, en un gesto hegemónico de rivalidades maduras, Quevedo desahució en 1625 a Góngora de su domicilio madrileño para someterlo más tarde a una labor desinfectante de garcilasismo: «diz que quemó garcilasos para desgongorizarla». Gesto de conquista y apuesta de territorio, la anécdota trasciende lo meramente biográfico para instalarse en un acto de supremacía geopolítica desde (y hacia) la búsqueda de un centro simbólico que asume, en el Madrid eminentemente codificado de Felipe III y Felipe IV, un privilegio unívoco y excluyente; unívoco porque, más allá de tendencias poéticas, el canon quevedesco viene adscrito a lo madrileño desde la misma cuna, y excluyente porque, siendo el laurel patrimonio de uno solo, las consecuencias de tal bochorno excluyen a Góngora del parnaso local al situarlo en una periferia que será producto, en este caso, de una debilitada economía personal. Partiendo de una narrativa que ilustraría como ninguna otra la repetida coiné barroca de los «peligros de Madrid», el presente estudio

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se centra en la temperatura emocional de fuentes, árboles, esquinas y coches, en la creación de una nueva cartografía de placeres y represiones que han fijado, con todo su plural dinamismo, los testimonios artísticos más significativos del período comprendido entre 1621 y 1665, inicio y final del reinado de Felipe IV. La elección del tema y de su cronología responde así a una serie de inquietudes que reinterpretan el cliché de Madrid como «decorado barroco de poder», una noción que considero limitada e infértil porque somete al entorno urbano, tan difícil de definir en estos años, a un plano secundario y pasivo. El efecto visual del ámbito barroco, al que se ha asociado la ciudad en su totalidad, ha perpetuado además la idea de un poder incontestado mediante el ejercicio de una autoridad sin fisuras ni respuestas, y con ello esta capital imperial se ha retratado como un «teatro urbano» de naturaleza impositiva, como una estrategia propagandística sobre el individuo. Pero las cosas no son tan sencillas, y un acercamiento a las artes del período insinúa y también confirma la existencia de un Madrid lleno de misterios, de respuestas evidentes y de posibilidades clandestinas. Desde esta reevaluación tan necesaria como urgente, intentaré demarcar e interpretar el movimiento de las fuerzas urbanas por rescatar a sus ciudadanos de sí misma o, en otras palabras, la visión de la ciudad como un ente dinámico que interviene activamente en la creación estética de este período y, en especial, en su literatura. Abandonaré por tanto la noción de un Madrid estático y contextual, recuperándolo hasta el mismo centro de análisis en un plano semejante al resto de los componentes de la creación artística (tramas, personajes, lenguaje, etc.), porque creo que así lo exige la propia lectura de los textos. Mediante este principio básico, y a partir del examen crítico de los momentos «más madrileños», volveré sobre ciertos temas de sabor castizo que más me han fascinado en las bellas artes del seiscientos, cuyo estudio parece plantear más retos que soluciones: el concepto y la medida de territorio, la nostalgia por los orígenes, la noción de lo espacioso y del gentío agobiante, la visibilidad de uno mismo o del paisaje, la saturación tanto física como emocional, la experiencia de la perspectiva, el sentido de tiempo y velocidad… Estudiaré entonces algunas dicotomías fundamentales de este momento histórico como son la ansiedad de lo interno frente a lo externo, de lo público frente a lo privado, o el encanto de lo oscuro frente a lo luminoso, oposiciones

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que serán instrumentales a la hora de comentar asuntos como la opresión y libertad del espacio arquitectónico, la transición de espacio a sitio (con la consecuente fijación de ciertos entornos o lugares comunes), el sentimiento de anonimia, y las nuevas necesidades lingüísticas o nuevos lenguajes urbanos, ya sean verbales como visuales: ropa, muebles, carruajes, joyas, maquillaje, etc. De igual manera, asumiré la importancia de la ciudad como símbolo del cosmos y del laberinto, desde la oposición de lo natural y lo cultural a través de las connotaciones adscritas a fuentes, árboles y prados, o, en el caso de algunos personajes específicos, las costumbres de escondido y tapada con su correspondiente efecto en las relaciones personales que genera la sociedad cortesana. Valiéndome de estos motivos, intentaré leer la experiencia madrileña desde lo vertiginoso de los cambios y la agresividad en el trazado urbano (curvas frente a rectas, por ejemplo), como síntomas de una evidente transición desde la ciudad medieval (amurallada, vertical, organizada de acuerdo a un ágora) a una urbe moderna (horizontal, expansiva y aún más desigual) y que he acuñado, siguiendo la intuición original de Jonathan Raban, como «la ciudad blanda»1. A través de estas dimensiones físicas y simbólicas de la capital del reino, veremos antes que nada cómo lo urbano opera en yuxtaposición de dos terrenos paralelos: el campo literario y sus cuestiones de prestigio y (mala) fama, y el campo sociopolítico que atestigua, y a la vez contribuye al crecimiento de la ciudad, en donde el ámbito físico entabla una relación simbiótica con el terreno intelectual, creciendo a la par de éste. En consecuencia, la demarcación del entorno artístico también influirá en el trazado urbano gracias a la inauguración de los corrales, librerías, imprentas, escuelas de pintura, academias literarias, coliseos y palacios que tanto han hecho por las artes de la ciudad y por esta ciudad de las artes2. Una vez trazadas las diferentes acepciones espaciales de este Madrid en proceso, atravesaremos su geografía en un detallado recorrido por sus estímulos sensoriales, en una suerte de «historia 1

La noción se establece en su interesante ensayo Soft City, 1974, p. 2; la mejor manera de definirla puede ser por oposición a lo que el escritor denomina «ciudad dura» o ‘hard city’, y que tendría como paradigma el carácter utilitario y sobrio de algunas ciudades del antiguo bloque comunista. 2 Como vía de acceso a todo lo madrileño resulta de gran utilidad el volumen de Rodríguez y Martínez, 1994. Son siempre de gran interés los estudios de Simón Díaz, 1964 y 1993, a modo de introducción.

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abreviada de los sentidos urbanos», para comprobar así cómo se inauguran nuevos registros estéticos que articulan las diferentes relaciones del individuo y el paisaje.

1. Sentidos de la ciudad, ciudad de los sentidos: Madrid, TERRA INCOGNITA

Desde su fundación capitalina en 1561, el Madrid de los Austrias ha sido objeto de un creciente interés desde enfoques interdisciplinarios que han abarcado historiografía, sociología, estadística, teoría política, antropología o cartografía, y ha sido a partir de los años ochenta en que se ha renovado un panorama que parecía no haber superado el positivismo de la tradición historiográfica franquista3. Sin embargo, y a pesar de los intentos parciales llevados a cabo por varias generaciones de críticos e investigadores, lo cierto es que no existe un estudio orgánico del Madrid de las artes barrocas, ya que los trabajos existentes han presentado, en líneas generales, el retrato de una ciudad estática y monumental, silencioso testigo de hazañas imperiales y glorias áureas. Se podría afirmar que el «Madrid literario» de 1600 no ha sido apreciado en toda su funcionalidad y riqueza, sino que más bien ha sido descrito y, en consecuencia, no se ha dado un cuestionamiento sistemático y riguroso desde las evidencias empíricas existentes; se han ofrecido interesantes acopios de datos, pero no se han evaluado en sus relaciones, en sus influencias y oposiciones, y por ello el lector se ha quedado muchas veces con una impresión de la urbe como un conjunto de circunstancias aisladas más que como un vasto entramado de conexiones en donde toda estructura resulta operativa. Así, los aniversarios biográficos, las efemérides, algunas andanzas editoriales de mayor o menor calibre, los numerosos proyectos institucionales de ayuntamientos y concejalías, los homenajes de pequeñas colecciones dedicadas al tema y otras empresas de diversa envergadu-

3 Véase,

a modo de selección cronológica, Ringrose, 1985, especialmente pp. 118, 194-202, 281-287, 312-316 (citaré, no obstante, de la edición original en inglés); Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994]; Pozas Poveda, 2001; Buisseret, 1998, que contiene un interesante estudio sobre el Madrid del período. Si bien centrada fundamentalmente en el Toledo del siglo xvi, resulta sugerente la aportación interdisciplinar de Maroto Camino, 2001.

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ra han ido reinventando una visión muy fragmentaria de ‘la ciudad en la literatura’. Muchos de los libros más conocidos del último siglo han presentado un Madrid pintoresco, de panfleto turístico, casi siempre bajo un panorama bastante costumbrista que ha heredado, por inercia temporal o aislamiento disciplinar, el aroma de las estampas decimonónicas de un Mesonero Romanos, de un Hartzenbusch o de un Larra. Un Madrid muy periodístico y castizo, presentado como una entidad inmóvil y eterna según coordenadas metodológicas que también se han valido, en ocasiones, de una retórica que mostraba a la ciudad como algo exótico y lejano, como un ‘otro’ contemplativo, testigo de la historia. Un Madrid inofensivo y sainetero que, en vez de atraernos, nos hacía verlo como ajeno. De todas estas lecturas intentaré huir en mi aproximación teórica y en el análisis de los testimonios que recupero para mi estudio, abriendo nuevos cuestionamientos y procurando solventar algunos de sus interrogantes. Al trasladar fragmentos del Madrid barroco hacia nuestro presente, distinguiré también a sus creadores en sus triunfos y fracasos, buscando sus perfiles más sugerentes (acaso más ‘modernos’) y rescatándolos así de su peligrosa condición de monumentos históricos. Es por ello que este ensayo se centra primordialmente en la creación estética como exponente de las relaciones nunca armónicas del individuo con el paisaje y, en especial (como veremos pronto a través de ciertas menciones específicas), a través de la imposición arquitectónica, ya sea en modestas edificaciones como en construcciones monumentales, ya sea en su poderío físico como en su magnitud simbólica. Quiero avanzar entonces hacia una serie de motivaciones que surgen de las siguientes preguntas: ¿Qué tipo de relaciones se establecen entre el ciudadano y el entorno urbano, y hasta dónde son importantes sus expresiones artísticas? ¿Existen rasgos diferenciadores entre la articulación del paisaje urbano masculino y la emergencia de un ámbito público decididamente femenino4? ¿Hasta qué punto resulta interesante o relevante la literatura como materia cronística, y cómo ha sabido darnos una visión fidedigna de la ‘ v ivencia madrileña’?

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Este tema es uno de los debates teóricos que más ha preocupado a la crítica moderna desde el entretenido estudio de Deleito y Piñuela, 1946; a modo de selección, véase Stone y Benito-Vessels, 1998, que puede contrastarse con el trabajo de Kubek, 1995, pp. 440-454.

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¿Dónde termina la ficción y comienza el testimonio, y en qué medida nos interesa marcar esta diferencia? ¿Qué peso debemos otorgar a los mecanismos de figuración estética —especialmente de índole lingüística— en nuestro análisis? ¿Cómo ayudan las artes, en definitiva, a la evolución material y simbólica del paisaje urbano? El análisis se sitúa entonces ante una intervención histórica fijada en los parámetros de lo local y lo cotidiano y, por consiguiente, muchas de estas observaciones atienen más al ocio y a los pasatiempos del día que a las innegables capacidades y logros políticos de la Metrópoli5. Los propios testimonios así lo indican, tal y como ocurre con géneros tan populares como la comedia urbana, la prosa cortesana o la poesía de circunstancias, saturados de utilísima información sobre estos mismos conflictos; o los anales, avisos y crónicas, que alcanzan un cierto estatuto de hibridez semántica desde el momento en que combinan lo oficial y lo extraoficial, lo cotidiano con lo extraordinario; o, como tercera modalidad de escritura, la carta y el billete, que servirán para proyectar una muy personal —y en ocasiones utópica— imagen de Madrid; o incluso, como cuarto tipo de testimonio, las actas judiciales, pragmáticas, memorias y arbitrios, que conectan al lector con el recuento de un presente cifrado en anhelos, frustraciones y violencia. Todas estas manifestaciones serán tenidas en cuenta a lo largo del presente libro, cuya investigación gravita hacia el Madrid ‘de por dentro’, buscando en sus razones las mismas fuerzas y conflictos que lo han elevado a ciudad emblemática y, en última instancia, a objeto de análisis: cómo se lleva a cabo, en resumidas cuentas, su construcción simbólica. Los inicios de Madrid como centro imperial resultan fascinantes para el estudioso.Ya desde tiempos medievales la villa había resultado ser de gran atractivo por sus cazaderos, de los que se aprovecharon Enrique III, Enrique IV, los Reyes Católicos e incluso Carlos V, lo que hizo que se dictaran numerosas disposiciones que favorecieron su desarrollo y posterior delimitación. Como punto de descanso y abastecimiento en la ruta comercial Toledo-Valladolid-Burgos, la ciudad ya

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Aspectos de la existencia diaria de los españoles de 1600 ya fueron estudiados por Defourneaux, 1979, capítulo III, al que recientemente han seguido los nuevos aportes sociohistóricos de Casey, 1999; y Ruiz, 2000, a los cuales remitiré en futuras páginas. Existen traducciones al castellano de todos ellos.

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contaba con la cifra aproximada de 10.000 habitantes cuando Felipe II la escogió como lugar de asentamiento de su corte, con lo que el crecimiento se disparó de forma espectacular hasta 80.000 residentes fijos a fines de siglo6. Alfredo Alvar Ezquerra ha documentado cómo incluso antes de su traslado a Valladolid, y especialmente durante la década de 1590, la capital gozaba de una boyante infraestructura comercial que no dejaba de esconder una organización estratégica algo caótica7. Agricultura, ganadería, construcción, servicios de abastecimientos y operarios ligados a la Corte formaban parte de los diversos sectores (primario, secundario y terciario) que rápidamente se fueron aglutinando en el Madrid anterior a 1606, y, desde muy pronto, esta coyuntura originó una nueva forma de relación entre el artista y su entorno8. Sabemos que los dos primeros y sucesivos recintos del viejo Madrid medieval estuvieron defendidos por altos muros, a usanza de la época; el tercer recinto, que iba desde la reconquista de la villa por Alfonso VI hasta su elevación a capital por Felipe II, sólo estuvo limitado por una tapia, que desapareció antes de 1621, quedando reducida a meros vestigios (ya en tiempos del segundo Felipe se perdieron tres puertas fundamentales como fueron las de Valnadú, Guadalajara y Cerrada). El crecimiento acelerado de la villa, que desbordó los muros antiguos, hizo entonces que Felipe IV, por Real Cédula de 9 de enero de 1625, ordenara al Ayuntamiento madrileño pro-

6 Véase Alaminos López, 2000, pp. 93-107; Reyes Leoz, 1995, pp. 140-144; Carbajo Isla, 1987. La investigación de los movimientos migratorios puede completarse con Vassberg, 1996. 7 En cuanto a las razones que movieron a Felipe III a trasladar la Corte a Valladolid, con la posterior vuelta a los orígenes, véase Alvar Ezquerra, 1989, pp. 275-280, 292300 (que actualiza el trabajo previo de críticos de principios de siglo como Narciso Alonso Cortés y otros). Ejemplo del interés por el urbanismo que se avecina puede constatarse en los numerosos memoriales del momento, entre los que podríamos destacar el anónimo Traza para fundar una Corte Real y el famoso Razón de Corte, de Juan de Xerez y Lope de Deza, ambos comentados por Alvar Ezquerra, 1989, pp. 285-291. 8 Mi análisis de las nuevas realidades comerciales de la ciudad proviene fundamentalmente de los trabajos del ya mencionado Alvar Ezquerra sobre el Madrid de fines del xvi y sus análisis de natalidad, mortalidad, urbanismo y saneamiento, 1989, pp. 247-266; me ha sido también de gran utilidad su más reciente Demografía y sociedad en la España de los Austrias, 1996. La plasmación literaria de esta distribución profesional se recoge en Herrero García, 1977.

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teger el entorno con una cerca manteniendo las puertas y los portillos necesarios para las comunicaciones. El resultado no mejoró mucho la disposición de esta nueva cartografía, como prueban los testimonios de los numerosos viajeros que visitaron la Corte, pero al menos habían quedado establecidos los límites de una urbe que ya comenzaba a ser consciente de su propia naturaleza geopolítica9. Felipe IV e Isabel de Borbón establecieron en Madrid su residencia, construyendo el Buen Retiro y cultivando una serie de lugares céntricos que mediaban entre el Alcázar y el Prado. La ruindad de los edificios fue una de las marcas de identidad de este Madrid del setecientos, que en cambio contrastaba con el rico menaje de los grandes señores y también de la nobleza baja, como fue el caso de algunos hidalgos. La famosa Casa de la Panadería y otros recintos emblemáticos de la Plaza Mayor fueron testigos de un devastador incendio en 1631, que dejó en evidencia las pobres y deficientes infraestructuras arquitectónicas de la zona centro tanto como lo peligroso de la acumulación demográfica en un espacio tan reducido10. No sorprende la circunstancia de que se viviera de puertas para afuera, con la Calle Mayor como principal arteria de Madrid y la mayoría de los ciudadanos apiñados en los barrios más castizos de la parte occidental de la Corte. El fenómeno de la «regalía de aposento», impuesto directo que atribuía a la Corona el disfrute parcial de las casas levantadas y reedificadas en 9

No entraré aquí en un análisis comparado con otras ciudades del occidente europeo, ya que la coyuntura madrileña responde a una realidad completamente diferente a la de Londres o París, centros urbanos de un asentamiento evidentemente mucho más antiguo. Un panorama más amplio de los procesos económicos del período puede cotejarse en los estudios clásicos de De Vries, 1987; Duplessis, 1997; Friedrichs, 1995 (éste último no centrado en Madrid, y tan sólo con breves alusiones a Barcelona, Toledo,Avila o Sevilla, con una breve bibliografía en p. 341); Benevolo, 1993; y Hohenberg, 1985. 10 Véase Bonet Correa, 1973; y, más reciente, el fascinante libro de Escobar, 2003. Méndez Silva aseguraba que la Plaza Mayor tenía 615 balcones y otras tantas ventanas, que contaba con 3700 habitantes, y que tenía capacidad para unas 50000 personas en fiestas y celebraciones (Núñez de Castro hablará de 60000 personas). Con motivo del incendio de 1631, Quevedo escribió dos excelentes sonetos: «Cuando la Providencia es artillero» y «Al repentino y falso rumor de fuego que se movió en la Plaza de Madrid en una fiesta de toros», seguidos por uno posterior que se inicia con el verso «Mientras que fui tabiques y desvanes»; Francisco Santos fue testigo de un segundo incendio de la Plaza en agosto de 1672, que luego retrató en su interesantísimo Madrid llorando.

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Madrid, y que obligaba a albergar a los funcionarios públicos o servidores palatinos por parte de aquellos que tuvieran casas de más de un piso, contribuyó a una peligrosa saturación espacial debido al gran aparato burocrático que arrastraba la Corte consigo; la mezcla y el desorden de lo local y lo foráneo, así como el deseo de evitar la convivencia con extraños, provocó la existencia de las llamadas «casas a malicia» (de un solo piso), muy populares en la época, construidas y habitadas por los madrileños que no querían compartir espacio doméstico con extraños11. Esta sensación de crecimiento, como veremos más adelante, provocó el desconcierto en más de un poeta: así, en El tribunal de los majaderos Salas Barbadillo escribe cómo la noción de centro resulta peligrosamente deslizante en un momento histórico en que las taxonomías cambian de acuerdo a las nuevas necesidades cartográficas: «Suspéndeme infinito… el ver en Madrid tanto edificio nuevo y luego ocupado. Nácenle nuevas casas, y las que ayer fueron arrabales hoy son principales». Lope tiende a la hipérbole y a una visión algo distorsionada cuando en La villana de Getafe comenta que la ciudad se va poblando «de ricos edificios», de que «ya sus casas enanas son gigantes», y en La portuguesa y dicha del forastero el galán don Félix se jacta de que «Lucida cosa es Madrid. / Como en su ceniza el Fénix, / él se renueva en sus casas». Algunos cronistas como Gil González Dávila, Jerónimo de Quintana o Liñán y Verdugo sirven para canonizar muchos de los elementos emblemáticos de la urbe gracias a sus crónicas en donde lo monumental y lo grandioso va dibujando un preciso mapa de la ciudad. Dos edificios que, por ejemplo, gustan mucho, son la Cárcel de Corte (para nobles y gentes principales) y la 11 Fueron 527 las peticiones de vecindad que se registraron entre 1600 y 1663, según registra Ringrose, 1985, pp. 89-90; mientras que los datos de peticiones de vecindad entre 1600 y 1630 fueron predominantemente de comerciantes y negociantes diversos, entre 1631 y 1663 fueron de nobles y burócratas; al inicio del reinado de Felipe IV había 1602 oficiales con el beneficio de la «gracia de aposento», tal y como indica Hernández, 1995, pp. 5-7. A partir de 1630, escribe Hernández, se producirá un «estancamiento» y una «refeudalización» de la ciudad precisamente por el peso de la aristocracia sobre el sistema tributario urbano (p. 9). Véase también la distribución profesional de estas peticiones que comenta Ringrose en Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], pp. 240-242; Fayard y Larquié, 1968;Valenciano, 1990, pp. 239269. La pieza La casa de placer honesto, de Salas Barbadillo, puede leerse como una divertida versión de este fenómeno, así como el marco narrativo de Navidades en Madrid, de Mariana de Carvajal y Saavedra.

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Casa Ayuntamiento, ambos con elementos típicos de la arquitectura del siglo xvii, como torres cuadradas laterales y ladrillo enmarcado en granito en la fachada; ya que «nobleza obliga», la fachada se convierte entonces en técnica sensorial y señorial, como lenguaje de acumulación de varias generaciones, e incluso en muchas ocasiones el capital social inscrito en la piedra eclipsa los valores puramente utilitarios del monumento en sí.Ya desde fines de siglo sabemos que se ha ido generando un fuerte sentimiento de orgullo ante lo bello de la monumentalidad madrileña, especialmente por parte de aquellos que han nacido en ella, y lo cierto es que son innumerables las alusiones a la belleza externa de tal o cual edificio; sin ir más lejos, y con motivo de la traslación de la Corte desde Madrid a Valladolid por Felipe III, Lope de Vega hace recopilación rimada de los más destacados templos matritenses al comenzar el siglo en el famoso poema que se inicia con el verso «Adiós, señora de Atocha», indicando así cómo la noción de ciudadanía esta ya sólidamente arraigada en muchos de los madrileños del setecientos12. Esta centralización hace que, por ejemplo, la idea de la maternidad de Madrid, basada en la supuesta etimología de la palabra, se halle presente en numerosos testimonios de la época: el Marcos de Obregón de Vicente Espinel, Coronas del Parnaso y Curioso y sabio Alejandro de Salas Barbadillo, La niña de los embustes de Castillo Solórzano, Servir a señor discreto de Lope, El castigo del Penseque de Tirso, El Hércules de Ocaña de Vélez de Guevara, La verdad en el potro de Santos, La mojiganga del gusto de Sanz del Castillo o el Estebanillo González son tan sólo algunos de los casos en que se apela a tan distinguido honor13. Este sentido de pertenencia se reflejará de manera diferente según el autor o el momento histórico, según el género o el tono empleado en la construcción de las fábulas: por un lado, se utilizará como garantía de un cierto sentimiento de rango, de relevancia e incluso de buena fortuna, de un estar «en el momento adecuado en el lugar preciso»; por 12

Recientemente, Wright se ha ocupado de estas fluctuaciones geográficas y su impacto en la trayectoria del Fénix, 2001, pp. 67-81 (para el cambio a Valladolid) y 82-109 (para la vuelta a Madrid); para una interesante selección de testimonios en comedias lopescas que recogen el cambio capitalino, véase Arco y Garay, 1941, pp. 15-17. 13 Véase Herrero García, 1966, pp. 69-72; aunque en La traición busca el castigo, Rojas Zorrilla escribirá que «desa madre de las ciencias / que ansí Maredit se llama»,

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otro —y a veces espontáneamente—, como un ejercicio de nostalgia de los orígenes propiciado por el sentimiento de pérdida de la madre (o figura maternal), íntimamente asociado a la proyección de un paraíso perdido, a un anhelo utópico de Madrid como espacio incontaminado; el fenómeno será más común en aquellos que vivieron en el Madrid de Felipe II y que anhelan el sentimiento de frescura y optimismo de la ciudad recién nombrada capital del Imperio (tal es el caso, como expondré más adelante, de Lope). A ello no ayuda, evidentemente, la progresiva acentuación de la crisis social y económica que recorre el reinado del cuarto Felipe, la cual no hace sino agravar una muy melancólica actitud hacia el presente y una muy frecuente reflexión sobre el paso del tiempo y su consiguiente erosión en las estructuras familiares y sociales14. Muchos de los textos que examinaré en los próximos capítulos podrán leerse como una persecución interrogante, como un recorrido circular en búsqueda de una madre ya perdida, como la superación de la brecha abierta por el paso del tiempo sobre la mentalidad del urbanita del setecientos; una novela como Día y noche de Madrid de Francisco Santos oscila entre la atracción y la aversión a la sexualidad femenina y el poder reproductor de la mujer, con numerosas imágenes de partos, enfermedades y engendros monstruosos que analizaré al detalle como parte de una delirante confluencia entre paisajes físicos y mentales. No sorprende entonces que la conexión entre urbanismo y psicoanálisis sea una de las más fértiles opciones de lectura de algunos de estos textos15. David Ringrose ha escrito que «la ciudad física no era más que una parte de un sistema imaginado social e ideológico que integraba lo cierto es que el origen del nombre se remonta a «lugar cruzado por mayras», siendo las mayras, como bien ha señalado Alvar Ezquerra, «construcciones subterráneas por las que circulaba el agua que se filtraba entre los sedimentos arenosos del pie de la Sierra y había hecho bolsas. El nombre de la ciudad es, por lo tanto, árabe, porque árabes son los orígenes de su emplazamiento actual»; en Alvar Ezquerra et al., 2001, p. 13; el lector interesado puede complementar esta información con Oliver Asín, 1958. 14 Son de importancia seminal en mi estudio las relaciones entre identidad y paisaje urbano comentadas en Delgado, 1999, especialmente desde el carácter de simulacro que en ocasiones arropa la conducta del urbanita; mi lectura se ha complementado con Maravall, 1996; Taylor, 1995; y Cascardi, 1992. 15 A falta de estudios en español sobre este tema, remito al sugerente libro de Dollimore, 1996, pp. 369-386; Mazzio y Trevor, 2000; y, en el ámbito shakesperiano,

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sus componentes materiales en un decorado teatral para la continuada dramatización de la autoridad»16. Quiero matizar la segunda parte de la frase, llevando ese «decorado teatral» a un primer plano, convirtiéndolo en un personaje más de las tramas y de los paisajes restituidos, como un espacio móvil y eminente que da sentido al texto. Así, la plasmación de lo transitorio, el anhelo de fijar lo inacabado, la búsqueda de lenguajes para aquello que aún no tiene nombre, será uno de los varios tours de force a los que se enfrentan las bellas artes del momento, en especial géneros tan populares como el teatro, la crónica o la narrativa corta. A la vez que se intenta transmitir un cierto sentido de eclecticismo en cuanto a la naturaleza del objeto representado, se busca darle unos límites, unas fronteras que lo sitúen ante un prisma coherente, transferible a la escritura. Junto a licencias poéticas como la hipérbole o la personificación, el recurso de la metonimia y la sinécdoque hará cliché de lo frecuente, convertirá en canónico lo familiar: las puertas de salida y entrada a la ciudad, el Paseo del Prado, la calle Huertas, el Manzanares, los coches, y toda la mezcla de lo natural con lo cultural servirán como anuncio y ejemplo de conductas fijadas, de implantación de ciertas costumbres al tiempo que anunciarán, muchas veces, su propia desviación. El sentido de espacio resulta entonces fundamental, no sólo como un acto de ocupación, sino también como cultivo de ese espacio desde nuevas propuestas. Se intentan así fijar los límites urbanos, pero se da rienda suelta a lo que germina en su interior, en este «puchero humano» que es el «pastelón de Madrid», según el acierto de Vélez de Guevara. A partir de esta nueva cartografía, y siguiendo al sociólogo francés Michel de Certeau, podremos afirmar que cada personaje calderoniano, quevedesco o lopesco construye su perruque personal como «táctica» y respuesta que se asume como «clever tricks, knowing how to get away with things… joyful discoveries», opuesta al «sistema de estrategias» imperante17. Cada urbanita, según su nivel de control y su capacidad de adaptarse al medio cambiante de la Corte, hará de cada «lugar fluido» su propio espacio de poder por pequeño que sea, dentro de este campo de fuerzas que

Freedman, 1991. El tema de la ciudad se ha explorado a lo largo de los años por Pile, como evidencia, a modo de ejemplo, 1996. 16 En Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], p. 191. 17 De Certeau, 1988 [1984], pp. xi-xxiv [especialmente p. xix].

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será, ahora más que nunca, el Madrid de los Austrias; en este sentido, muchas de las novelas, comedias y entremeses de ambientación urbana que verán la luz durante estos años articularán su trama en la realización o frustración de estas actividades clandestinas o subversivas que responden y cuestionan de manera sistemática toda «dramatización de autoridad», todo ejercicio de poder. Se puede afirmar entonces que, desde el ámbito estético, el entorno físico se convierte muy pronto en territorio de lucha, dando lugar a un espacio simbólico en donde lo fundamental es la adquisición de un capital social y cultural que sea garantía de un cierto prestigio o cotización18. Así, tres procesos conviven en la formación del Madrid del siglo xvii, como son los de acumulación, demolición y centralización, generando toda una serie de tensiones de tipo material (hacinamientos en el paisaje, creación de nuevas comunicaciones, explosión demográfica, problemas de sanidad e higiene, etc.) como simbólico (ansiedad ante lo nuevo, anonimia, nostalgia de un pasado borrado o amenazado, melancolía, etc.). Y no sólo se filtran estas ansiedades en la biografía de muchos de los poetas del momento, tal y como he señalado en la famosa humillación gongorina, sino que también se reproducen, a veces de manera literal, en su expresión estética. La madurez literaria de figuras como Lope, Góngora o Salas Barbadillo está marcada por la dinámica presencia del ámbito urbano y de una modernidad subjetiva no muy lejana de lo que Anthony Cascardi ha definido como «an alienated individual subjected to a bureaucratic order»19; la recesión propiciada a partir de 1640, así como las diferentes crisis generadas en el plano económico, se dejarán ver en la producción de escritores posteriores como Zabaleta o Santos. En consecuencia, la supervivencia del incipiente capitalismo, como ya anunciara Henri Lefebvre en La producción del espacio, asume la creación de una «espacialidad» práctica mediante la producción y reproducción de un paisaje desigual con tendencias homogeneizadoras, fragmentarias y jerárquicas. La ciudad se compone entonces de un

18 Las nociones de ‘campo cultural’, de ‘capital cultural y simbólico’ y de ‘habitus’ que manejaré a lo largo del ensayo provienen de la taxonomía propuesta por Bourdieu, 1999a [1993]; 1997a; 1997b [1993]; he comentado la relevancia de dichos conceptos a la luz del teatro áureo en García Santo-Tomás, 1998c. 19 Cascardi, 1992, p. 8.

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conglomerado de fuerzas productivas y destructivas, de lo que Pierre Bourdieu ha llamado «rapport de forces» y lo que David Harvey ha acuñado como «a place of encounters», convirtiéndose también en el lugar de lo inesperado y lo misterioso, de múltiples licencias y oportunidades, de alienaciones y pasiones, de tendencias cosmopolitas y nacionalistas, de violencia y represiones. A partir de esta dialéctica permanente, y desde la acuciante presión de lo desorganizado, se pueden recuperar tres conceptos propuestos recientemente por Harvey, como son los de crisol, palimpsesto y alienación, y que han guiado al geógrafo británico en la acotación de ciertos síntomas igualmente caracterizadores de las ciudades (post)modernas20. En el caso de un paradigma tan lejano de nuestro presente como es el Madrid barroco, estas nociones son iluminadoras porque abordan la problemática urbana desde su dimensión espacial y temporal, porque insisten así en una noción del paisaje como algo inconcluso y procesal, y porque informan, a fin de cuentas, sobre la capacidad del medio para alterar la condición del individuo o viceversa, la condición del paisaje para manipular el equilibrio emocional del ciudadano (abriendo así el debate a una fértil conexión entre el paisaje urbano y el subconsciente del urbanita, tal y como ha sido analizado por Steve Pile y otros ). Así, por crisol Harvey define la convivencia urbana bajo presión constante en la que se amalgaman nociones dispares en precario equilibrio; la idea de palimpsesto alude a un trazado urbano en donde se combinan elementos establecidos (sitios, lugares conocidos o incluso emblemáticos) con nuevas adiciones que se superponen sobre lo ya existente, mientras que el concepto de alienación remitiría al cambiante estado anímico del individuo ante al frenético dinamismo de la urbe. Desde estas ‘ansiedades urbanas’ que privilegian la calidad experimental y emocional de la ciudad, las tres nociones que propone Harvey resultan importantes porque aceptan también la posibilidad del urbanita de modificar y dibujar el paisaje de acuerdo a su imagen (en el caso del Rey, del valido, o de algún noble poderoso como el Duque de Lerma) o sus necesidades (en el caso del resto de la población) y, por tanto, es-

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Estas coordenadas se establecen en Harvey, 1989a [reed. 1997], un estudio seminal que sitúa el debate en el fenómeno del postmodernismo y que amplía cuestiones anteriormente planteadas. Harvey ya había articulado su posición en 1984, pp. 1-11, al que se le unió el igualmente programático artículo de Soja, 1988.

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tas aproximaciones iluminan una dimensión más sofisticada de lo que entendemos como la «experiencia de Madrid» y la «condición madrileña». Muchos de los retratos más conocidos en la narrativa del período comprendido entre 1621 y 1665 tienen como tema principal la continua transformación del individuo para adaptarse y manejar con éxito las nuevas cartografías urbanas, e incluso ciertas construcciones estéticas como lo grotesco hacen del paisaje inmediato un catalizador fundamental. De igual manera, no pueden entenderse algunas traslaciones espaciales como la estructura social de la audiencia en los corrales sin comprender la dimensión simbólica del ord enamiento urbano; nada más frecuente en esta Villa que tiene como centro y eje a la figura real y que se va moldeando a gran velocidad desde su instauración, especialmente a través de procesos acumulativos (palimsésticos o no) que delatan la convivencia diacrónica de varias culturas: testimonio de ello son, por ejemplo, la Iglesia de Santa María (antigua Mezquita del alcázar) y la del Salvador, frente a la plaza de la Villa (antigua Mezquita de la medina), así como las numerosas excavaciones que en los últimos años han destapado una urbe «sospechada» pero nunca antes vista. Algunos de los numerosos ejemplos existentes cobrarán especial relieve a la luz del famoso memorial anónimo titulado Sobre las obras de la Villa de Madrid, en donde se expusieron los proyectos que debían llevarse a término en los años subsiguientes: erección de una colegiata o catedral, establecimiento de un Seminario, de hospicios, de una cárcel de la villa, de una alhóndiga, pavimento de la calle Real Nueva y adyacentes21, etc. Y no sólo influirán estos cambios en el retrato físico de la ciudad: en otro ‘terreno’ como es el literario, el paso del tiempo generará estructuras palimsésticas en donde el entorno urbano juega un papel fundamental (en estrecho contacto con las nociones comentadas de crisol y alineación). Tal será el caso del teatro, con un Cervantes que acaba siendo víctima de los diferentes procesos de renovación formal que dinamitan los cimientos de lo estético. Sus piezas, «encerradas» en la caja del olvido por imposiciones del presente, serán también «enterradas» y superadas por lo nuevo y, en cierta manera, se puede afirmar que el autor de Don Quijote vivirá un Madrid teatral que invita a la renovación y que así es imaginado

21 Comenta el texto Alvar Ezquerra, 1989, pp. 191-193.Véase, como interesante complemento, el estudio de Bonet Correa, 1961.Ya en tiempos de Felipe III, Antonio

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en sus corrales. Y el entierro de Lope —otro monumento de la historia— tendrá, en su dimensión espectacular y móvil, un doble sentido de ocultación y renovación, ya que donde termina el hombre se inicia el mito. Los ‘lugares’ de este Madrid histórico serán, por consiguiente, tanto arquitectónicos como biográficos. La experiencia social es entonces lo que fundamenta la creación de una ciudad blanda como es el Madrid de este período, en donde sus vecinos intentan acomodar el paisaje cambiante a sus propias percepciones y sensaciones mediante estímulos que se transforman en frenética actividad una vez asignados sus espacios de acción. Estos cambios, manifestados en actividades como el vestirse, el viajar en coche, el comer o el comentar las noticias del día, irán adquiriendo un carácter ritual y una marcada noción de estilo (incluso de glamour), un arte que irá definiendo, en la segunda mitad de siglo, nociones cercanas al discurso dieciochista de lo sublime (veremos que aumentan las menciones a «gente delicada», por ejemplo). Sobre este tipo de cartografías, Jonathan Raban había escrito muy lúcidamente que it seems to me that living in cities is an art, and we need the vocabulary of art, of style, to describe the peculiar relationship between man and material that exists in the continual creative play of urban living. The city as we imagine it, the soft city of illusion, myth, aspiration, nightmare, is as real, maybe more real, than the hard city one can locate on maps, in statistics, in monographs on urban sociology and demography and architecture22.

Y con razón ha insistido Alvar Ezquerra, casi tres décadas después, en el carácter «maleable» de esta ciudad joven que se va organizando «a los gustos del rey» y bajo la batuta inicial de su arquitecto Juan Bautista de Toledo, pero que todavía permanece, desde un riguroso cuestionamiento teórico, como verdadera terra incognita.

de Liñán y Verdugo aporta una completísima lista de las más famosas iglesias madrileñas en el «Aviso octavo y último» de su Guía y avisos de forasteros que vienen a la Corte, ed. Simons. 1980, pp. 270-271. 22 Alvar Ezquerra, 1989, p. 2.

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2. El «giro espacial» de las ciencias sociales y el reajuste crítico del entorno urbano To be human is not only to create distances but to attempt to cross them, to transform primal distance through intentionality, emotion, involvement, a t t a c hment. Human spatiality is thus more than the product of our capacity to separate ourselves from the world, from a pristine Nature, to contemplate its distant plenitude and our separateness. Edward Soja, Postmodern Geographies

Esta terra incógnita debe ser, por consiguiente, conducida a un primer plano de análisis, explorando así su naturaleza procesal y cambiante, para poder darle una dimensión de vida y hacerla relevante a nuestro presente. No en vano, contamos hoy con toda una tradición intelectual que ha buscado renovar en las últimas décadas el panorama de las disciplinas de la geografía, la cartografía y el urbanismo, y con ello los estudios literarios y culturales han sido —y continúan siendo— invitados a un envite interdisciplinario que los conecte con nuevas formas de lectura y análisis, estableciendo fecundas e insospechadas relaciones entre los espacios históricos y su expresión estética. Por ello, las referencias a David Harvey no resultan ni mucho menos gratuitas, ya que anuncian toda una serie de tendencias cuyos orígenes y fundamentos arrancan de mucho antes: nociones seminales del espacio ya se anuncian en la primera mitad de siglo a través de Mikhail Bakhtin, Geörg Simmel, Ferdinand Braudel y Walter Benjamin, y el paisaje urbano de la temprana modernidad cuenta con Lewis Mumford como uno de sus analistas más influyentes. Continuando con este interés (si bien desde un ángulo diferente), a principios de los años setenta surgirá con fuerza una geografía marxista de un materialismo histórico profundamente «espacializado» bajo la batuta de Henri Lefebvre, que venía siendo el marxista francés más prestigioso entre 1930 y 1950, y que será de nuevo recuperado por los exponentes de la nueva escuela. Lefebvre parte de nociones espaciales como las de Michel Foucault y

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Roland Barthes, proponiendo superar la cuestión del espacio como entidad geométrica, y adentrándose con ello en los usos de dicho concepto a lo largo de la historia desde perspectivas culturales, sociológicas, antropológicas y literarias23. Especialmente sugerente resulta su idea del ámbito urbano como territorio de creación, ocupación y reproducción a partir de un presupuesto que rompe con la idea tradicional del espacio como fondo estático para trasladarlo así a una categoría radicalmente distinta, más próxima a un concepto activo y delimitador, determinante (casi como un personaje más) en la construcción de las tramas y meollos literarios. El sociólogo francés aboga entonces por una «ciencia del espacio», buscando así respuestas a una serie de inquietudes que, en este caso, me han parecido un punto de arranque óptimo a la hora de comprender la «creación» del Madrid barroco y sus fundamentos compartidos: Yet did there not at one time, between the sixteenth century (the Renaissance —and the Renaissance city) and the nineteenth century, exist a code at once architectural, urbanistic and political, constituting a language common to country people and townspeople, to the authorities and to artists —a code which allowed space not only to be ‘read’ but also to be constructed? If indeed there was such a code, how did it come into being? And when, how and why did it disappear24?

Desarrollada en su obra magna La producción del espacio, la espina dorsal de esta teoría sobre el entorno urbano concibe la relación espacial desde tres perspectivas funcionalmente diferentes, que a la vez nos guían en la distinción de los diversos campos o terrenos a estudiar en este Madrid específico, en el que, como vamos viendo, se mezcla lo existente con lo representado, lo olvidado con lo imaginado o soñado. Así, como el marco geográfico propuesto a principios del siglo xvii, Lefebvre asume el espacio físico o representación del espacio, noción que engloba procesos de producción y reproducción, la localización particular y sistemas espaciales típicos de cada formación social, y la consecuente idea de continuidad y cohesión (esta cohesión implica un nivel garantizado de competencia y un nivel específico de 23

Tomo como paradigmas los textos de Foucault, 1980, pp. 63-77; y 1984, pp. 239-256. 24 Lefebvre, 2000 [1974], p. 7.

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a c t u a c i ó n ), en donde juegan un papel fundamental las nociones de poder, ideología y conocimiento: es el espacio construido, el Madrid diseñado por arquitectos y ampliado espontánea o calculadamente por sus habitantes. En segundo lugar, como espacio mental o concebido, el sociólogo francés acuñaría el término de espacio representacional como el espacio vivido y sentido, gozado y sufrido en la experiencia cotidiana, los espacios públicos o privados y los espacios no pensados, que pueden asumir complejos simbolismos ligados a una práctica social clandestina.Y, en tercer lugar, las prácticas espaciales que ‘descifran’ el espacio, patrones de interacción para los placeres públicos o secretos, espacios practicados que implican una cierta competencia espacial del individuo, y de esto se encarga la literatura, de los bricoleurs, de las perruques (en términos de Michel de Certeau), en cómo la gente saca partido y provecho de su uso y abuso. Estos dos últimos espacios ocupan los análisis de este libro. Esta taxonomía espacial propuesta por el francés conduce a nuevas formas de leer la experiencia urbana, dividiendo los campos de análisis entre el espacio físico (la naturaleza y el cosmos), el mental (con sus abstracciones lógicas y formales) y el social, definido entonces como un lugar epistemológico de práctica social ocupada por fenómenos sensoriales, proyecciones, símbolos y utopías. Pero el método conduce también a averiguar qué es lo que separa a estas tres categorías de espacio (lo real, lo ideal y lo social) y cómo conciliarlas, y por ello Lefebvre opta por centrar su punto de partida en textos relacionados o centrados en el fenómeno de la arquitectura, dado que le permiten analizar el espacio real, empírico. Como resultado, toda definición de lo arquitectónico requiere antes un estudio del espacio y la relación de sus componentes y agentes activos, y de ahí la necesidad de una aproximación que aborde el espacio desde su propia temporalidad, con sus propios ritmos cotidianos y lo que él denomina «policentrismo» (ágora, templo, estadio, etc.). Esta taxonomía también aporta fértiles derivaciones, porque a partir de las relaciones que existen en la terna de lo concebido, lo percibido, y lo vivido, podemos considerar el papel del cuerpo en relación con su entorno en un marco social concreto, así como las conexiones entre lugar e ideología en el espacio de lo vivo y de lo muerto, de lo estático y de lo dinámico. Como parte de una reflexión sobre la aculturación de lo natural en esta urbanización del paisaje, resulta interesante, por ejemplo, articular los pro-

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cesos que han desprovisto al entorno natural de su elemento único y genuino, así como las nociones culturales asignadas a espacios anteriormente considerados como ‘naturales’; o, en otras palabras, la transición de espacio a sitio (incluso, como he dicho, a sitios comunes, emblemáticos), que con tanta insistencia se busca fijar a través de la letra, el mapa o la pintura en estos años. Así, la transición del espacio natural al ámbito político resulta paradigmática, por ejemplo, con la transformación de ríos en emblemas típicamente madrileños, como ocurre con el fenómeno literario del río Manzanares, con el componente políticoencomiástico de ciertas fuentes, o con las hermosas arboledas del Paseo del Prado, cuyos enhiestos árboles son en ocasiones leídos como metáforas de la grandeza o la soberbia. En cualquier caso, al concebir el espacio social como proceso y no como producto, cabría preguntarse entonces lo mismo sobre el entorno urbano como un juego de conexiones basadas en relaciones sociales y laborales que afectan a su materialidad e incluso a su disposición natural. Lefebvre anuncia así el concepto de palimpsesto espacial (y temporal en su sincronía) al sugerir que «the places of social space are very different from those of natural space in that they are not simply juxtaposed: they may be intercalated, combined, superimposed; they may even sometimes collide»25. Por ello se puede afirmar que la naturaleza, manipulada como producto, amenazada y, en ocasiones arruinada, servirá de sustrato localizado y abierto a imposiciones externas tanto desde la planificación urbana como desde la manipulación estética. En tal caso, ¿qué significado tienen entonces estas transformaciones? ¿Se puede concebir el espacio social como un tipo de lenguaje o discurso dependiente en una práctica oral o escrita determinada? El conocimiento del lenguaje y de los sistemas verbales y no verbales será de gran utilidad para comprender este espacio, en cuanto que resultará instrumental en todo análisis la demarcación (y distinción) entre discurso en el espacio, sobre el espacio, y del espacio, o determinar ese «espacio para ser vivido»; en este sentido, quiero insistir en que el crecimiento demográfico de este Madrid premoderno va asociado también a un aumento en la demografía de su propio vocabulario, que crece de acuerdo a las demandas del territorio que se van inaugurando o remodelando. Nombrar es, en cualquier caso, aco-

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Lefebvre, 2000 [1974], p. 88.

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tar espacios, y este entorno urbano adquiere pronto su propio idioma. Y así ha resultado ser: espacio encapsulado, descrito, proyectado, soñado y especulado como posibilidad que rescata el texto barroco, abundante y fluido, en permanente lucha por atrapar lo efímero. El lenguaje determina y viene determinado entonces por la tensión dialéctica del cuerpo con su ambiente material y simbólico, y de las diferentes percepciones que filtra la expresión literaria se encarga el presente libro. La conciencia espacial del yo y su posible alienación frente al entorno es algo que se aprecia continuamente en las artes del período, en donde cada lugar se modela según las dicotomías de lo imaginario / real, lo productor / producido, lo material / social, o lo inmediato / lo mediado. El fenómeno opresor y liberador de la monumentalidad arquitectónica provocará una relación especialmente peculiar del cuerpo con los edificios del trazado urbano (pienso, por ejemplo, en los itinerarios emblemáticos de El Diablo Cojuelo o el protagonismo del coliseo como entorno teatral) en un espectáculo verbal de muerte, violencia, agresividad, majestuosidad y miedo. En su Día y noche de Madrid, Francisco Santos retrata la ciudad como una «red» opresora en la que quedan atrapados sus habitantes, y así recuerda su protagonista Juanillo una de sus escapadas de juventud: «¿has visto el pececillo que enredado en el verde garito de juncos lidió toda la noche en su oscura prisión sin poder conseguir la libertad, hasta que las luces del alba le enseñan puerto por donde librar la vida y consiguiéndolo, huye de aquel calabozo, sin parar en largo espacio? Así yo, que libre y en la calle me vi, todas se me hacían angostas, hasta que di en el campo»26. La imposición arquitectónica es entonces determinante en la relación entre el individuo y su espacio: bajo la batuta del arquitecto Juan Gómez de Mora, sobrino del también arquitecto real Francisco de Mora, discípulo de Herrera y autor del conjunto de la villa de Lerma para el valido de Felipe III, se impondrá un diseño sobrio, elegante y geométrico. Punto neurálgico de la Villa será la calle de Alcalá, lugar de parada para carrozas y literas que comunicaban la Corte con los pueblos vecinos, y que se convertirá en uno de los más notables escenarios de seducción; muy cerca vivirá, por ejemplo, don Antonio de la Cerda, Duque de Medinaceli, con su

26 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso. Ed. Navarro Pérez, 1976, p. 24.

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gran palacio en donde brindaba fabulosas fiestas para los grandes ingenios, y que hoy ocupa la esquina del Prado en lo que es el Hotel Palace (en este pequeño «monte Parnaso» de artistas influyentes será detenido Quevedo el 7 de diciembre de 1639 al atribuírsele una sátira contra el Conde Duque). En lo referente a los exteriores, el Prado de San Jerónimo, adornado con puentes y fuentes y con pilones y abrevaderos para los caballos, ya será lugar de reunión desde principios del xvii. Con una población estimada en 140.000 habitantes para 164627, el reinado de Felipe IV conocerá la reforma del Alcázar Viejo, el trazado de la Plaza Mayor (inspirado en la de Valladolid y alterado por los sucesivos incendios, especialmente el de 1672), y también la construcción de dos importantes edificios civiles: el Ayuntamiento y la Cárcel de Corte (hoy Ministerio de Asuntos exteriores), que convivirán con otros lugares emblemáticos nacidos también en estas décadas de frenético urbanismo: la Iglesia de las benedictinas de San Plácido (1641-1661), la Iglesia de las Comendadoras de Santiago (1667), o el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, cuya iglesia ha sido catedral de San Isidro (1622-1651). No obstante, el mayor proyecto del siglo, paradigma de esta fusión entre espacios físico y simbólico, será el Palacio del Buen Retiro, concebido por el arquitecto Alonso Carbonell (1632-1633) como centro de un extenso escenario de plazas, jardines, estanques, ermitas, teatro o coliseo y casón o salón de baile; su pieza principal, concebida como un «salón de la virtud del príncipe» y llamada Salón de Reinos, será decorada por los artistas más prestigiosos del momento, como Carducho, Maíno, Caxés, Pereda, Zurbarán o Velázquez (1634-1635)28. Por su carácter genuinamente madrileño, muchos de estos lugares serán profusamente adornados para uno de los acontecimientos que marca esta época, y que también se menciona en algunos textos (calderonianos, por ejemplo), como es la entrada solemne en Madrid de la segunda esposa de Felipe IV, doña Margarita de Austria (1649)29. En cualquier caso, sabemos que para 1640 la ciudad de Madrid ya había adquirido una anatomía bási-

27 Véase Parker y Smith, «Introduction», 1997, p. 9; compárese con París, cuya población aumentó de 220.000 personas en 1600 a 430.000 en 1650, según indica De Vries, 1987, p. 275. 28 A este respecto, véase Portús Pérez, 1999. 29 Acontecimiento estudiado por Sáenz de Miera Santos, 1986.

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ca que conservaría durante los siglos siguientes, cuya figuración ha sido vista además como simbólicamente re l evante: «la Corte —afirma Ringrose— se apropió repetidamente de elementos de la ciudad tangible y construyó sobre ellos un mundo ritual que propagaba los supuestos valores del régimen»30. Al impacto provocado por la creciente horizontalidad urbana se añadirá la opresión de su creciente verticalidad desde este valor imponente de la piedra. Por ello el edificio, como ingrediente nuclear de lo urbano, genera su propia lectura en cuanto que supone una condensación brutal de las relaciones sociales, reduciendo así todo el paradigma del espacio desde la idea de dominación o apropiación (especialmente en la dominación tecnológica), como trabajo y producto (sobre todo en el producto), y como inmediatez y mediación (en mediaciones y mediadores, desde el material técnico hasta los promotores que generan construcción y desarrollo). Casi a modo de paralelismo entre lo que Jonathan Raban había llamado «la ciudad dura» y «la ciudad blanda» (hard city y soft city), se generarán entonces conflictos entre lo simbólico y lo racional, entre lo que es sagrado, fantástico o fant a s m a g ó rico (y monu m e n t a l ) , y entre lo que resulta racional, burocrático, arruinado por el tráfico de todo tipo (ruido, información de lo prosaico, etc.). Y —añado yo ahora—, incluso más interesante resultará el análisis de las transformaciones perceptivas que convierten un edificio en monumento, que han trocado lo funcional en emblemático a través de una sensualidad que seduce los sentidos: los nuevos mensajes de las fachadas (el oído), el eterno frescor de la piedra sólida (el tacto), la nueva sombra de la torre (la vista) o el sacrosanto aroma de la iglesia (el olfato)31. Como resultado, el espacio social es políti-

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Ringrose, en Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], p. 179. De extraordinaria utilidad son los estudios de Alaminos López, 2000, pp. 93-107; Tovar Martín, 1983. 31 La afiliación sensual de la percepción urbana, que estructurará el resto de mi ensayo, tiene un fascinante precedente en James Burke, quien imagina la experiencia sensorial en la baja Edad Media de semejante manera: «The incense used in the liturgy might have suggested for the faithful the balmy breezes of paradise. Communicants at mass could be admonished to savor the host, the body of Christ, as an example of that sweetness and abundance that exists in heaven. For the men of the church (and some women) privileged enough to don them, rich vestments would have provided in immediate terms of the tactile a foreshadowing of the splendors of the beyond»; en Burke, 2000, p. 107.

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camente instrumental porque facilita el control de la sociedad, siendo al mismo tiempo un modo de producción según su manera de ser rep ro d u c i d o ; facilita la re p roducción de relaciones sociales y de p ro p i e d a d , y contiene un potencial atractivo cuando el cuerpo, oponiendo una cierta resistencia, inaugura el proyecto de un espacio diferente (contracultura, utopía, etc.), fenómeno que se aprecia muy claramente en los espacios opresivos de Día y noche de Madrid y Las harpías en Madrid, por dar tan sólo dos casos. En relación con este último aspecto, la demarcación de isotopías (o espacios análogos), «heterotopías» (o espacios que se repelen) y utopías (o espacios ocupados por lo simbólico y lo imaginario) resultará muy fértil en mi análisis del testimonio barroco. No extraña entonces que los espacios más sugerentes para el ciudadano del seiscientos tanto como para el lector de hoy estén ocupados por símbolos recurrentes: jardines y parques, edificios religiosos, o estatuas conmemorativas. Hay por consiguiente toda una «mística del edificio» que merece la pena explorar en los testimonios del momento para poder así acercarnos, en última instancia, a la vivencia personal (y sensorial) de los mismos creadores. Las lecturas de Lefebvre han tenido un impacto enorme en análisis recientes y no pueden ser evitadas a la hora de reflexionar sobre el fenómeno de lo urbano frente al individuo. Como resultado, en las últimas tres décadas la idea de la geografía como una ciencia positiva ha sido cuestionada a favor de un acercamiento más humanista, con un retorno del paisaje al primer plano crítico como herramienta fundamental de análisis, dado que su sentido «afectivo» permite un escape de la posición del observador mediante la incorporación de la sensibilidad y el compromiso humano con ciertas áreas de ocupación. La geografía humanista ha buscado, por ejemplo, recuperar la imaginación geográfica de los antiguos, en donde el paisaje resulta anclado en la vida humana no como algo para mirar o describir, sino más bien para vivir y experimentar32. El impacto sobre los estudios urbanísticos se ha sentido con igual intensidad y, en consecuencia, la construcción de la ciudad como motivación creativa ha situado al testimonio estético

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Una noción del espacio muy sensorial ya estaba presente en Teofrasto, Sobre las sensaciones. Ed. bilingüe griego-español de Solana Dueso, 1989. Mi análisis tiene como lectura previa a Vinge, 1975, pp. 7-129, especialmente, cuya consulta he complementado con el estudio clásico de Schrader, 1975.

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en el debate contemporáneo sobre el espacio urbano y la creación literaria, a partir de una renovación reciente de lo que algunos han acuñado como «imaginación geográfica», y que se ha venido ejerciendo desde los años ochenta con figuras como Derek Gregory, Doreen Massey o Yi-Fu Tuan, teóricos que han establecido una fértil conexión entre el concepto de espacio urbano y las nociones de género, capital, percepción y sensibilidad. El espacio ha vuelto así a un nuevo plano de análisis y, como resultado, la disciplina de la geografía humanística ha superado barreras anteriormente infranqueables, extendiendo su naturaleza a un alcance mucho más interdisciplinario. No cabe duda que este giro ontológico ha permitido reevaluar la noción de ámbito urbano como un ente más complejo de lo que antes se había pensado, sirviendo de inspiración o punto de partida a estudios cronológica y temporalmente diversos. Como consecuencia, el trasfondo moderno a lo que sería la formación de una ciudad en el siglo xvii surge desde lo familiar de estas ‘ansiedades’, por lo conocido de estas conductas y lo universal del Madrid de ahora y de antes. Pienso que las nuevas tendencias historiográficas, muchas de ellas desarrolladas a partir precisamente del estudio de formaciones urbanas como la que me ocupa aquí, ayudan a comprender y a situar con mayor certeza los procesos y resultados de este Madrid en construcción y estancamiento, a partir fundamentalmente de algo que no se ha mencionado aún, pero que se asume como dado: la urbanización del capital y la existencia de un complejo sistema de intercambios materiales y afectivos en el centro del Imperio. La ciencia del espacio es, ante todo, ciencia de uso y consumo. A fin de cuentas, lo que construye todo territorio urbano es la existencia (y también ausencia, por desgracia) de riqueza y, en este sentido, ha sido David Harvey33 el mejor exponente de una lectura «geográfica» del concepto de capital. Lo que se ha denominado entonces «ur-

33 Véase, en concreto, Harvey, 1999; Gregory ha comentado algunas de estas nociones en su Geographical Imaginations, especialmente en el capítulo sexto, muy significativamente titulado «Modernity and the Production of Space» (pp. 348-416), y cuya lectura me ha sido muy iluminadora; Soja ya había avivado el debate desde su énfasis en «the theoretical specificity of the urban, and the vital role of geographically uneven development in the survival of capitalism»; véase Soja, 1999b [1989], p. 6, en donde traza un muy completo resumen de lo que ha sido la actividad intelectual de las tres últimas décadas en este terreno (John Berger, Marshall Berman, Perry

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banización de la conciencia» (ya anunciado en el Prefacio de su Consciousness and the Urban Experience) asume no sólo los lógicos procesos acumulativos de capital y sus relaciones resultantes, sino también una identidad política que tenga en cuenta este proceso como un fenómeno social, cultural y estético; por consiguiente, el estudio de toda urbanización se asume como un análisis de los procesos existentes de circulación de capital, de establecimiento de relaciones sociales y alianzas geopolíticas. Este villorrio que un buen día amanece capital del imperio va creando su propia estética a partir de las sensaciones que produce su crecimiento inicial y posterior crisis, originando una tensión que se mantiene entre el optimismo de ciertas ficciones y la pluma desencantada de otras. Inicialmente, las fuerzas que encuadran la experiencia urbana maduran en un momento histórico en que el dinero transforma el paisaje de forma radical y establece nuevas nociones de tiempo y espacio en la vida social, definiendo sus límites e imponiendo necesidades en la forma y procesos de urbanización. En una sociedad cortesana altamente burocratizada, el tema del dinero, no sólo como capital sino también como «idea del dinero», genera una serie de prácticas culturales, y su concepto abstracto hace situarse a los ciudadanos en relación con su movimiento y circulación (idea ya desarrollada en Geörg Simmel y estudiada en las cuatro nociones de ‘capital’ circulante de Pierre Bourdieu); en su regulación social, el capital social del madrileño, en esta nueva sociedad obsesionada con las apariencias, desplaza al tema del honor en muchas de las ficciones urbanas del período, tal y como veremos con la moda femenina de los coches, la creación de damas de gran autonomía e independencia económica, o la picaresca femenina de las Floras y Elenas que presenta Salas Barbadillo. La dinámica de acumulación asociada al dinero genera así procesos de conflicto (crisis, revoluciones, etc.), de confusión y lucha en estas décadas de continuos sistemas de flujo, en donde este «poderoso caballero» quevedesco va originando nuevos territorios y nuevas formas de relación: por ello resulta tan importante el análisis de la cultura material y de sus manifestaciones escritas (teatro, novela, pragmáticas, recetas, etc.), y por ello el estudio de esta sociedad de consumo debe ser abordada más allá del testimonio puramente lite-

Anderson), para pasar luego a hacer un breve rastreo sobre el prestigio académico de la geografía como disciplina desde sus inicios hasta hoy.

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rario. Sólo así se puede construir una teoría que ayude a comprender la política de formas de poder urbano y los diferentes modos de experiencia en la búsqueda de una vivencia constructiva. Se subraya así, en otras palabras, la necesidad de equilibrar esta balanza teórica, otorgando más preponderancia a la noción de espacio y menos a la de tiempo, superando así un historicismo tradicional que ha tendido a esconder, según Edward Soja, a comparable critical sensibility to the spatiality of social life, a practical theoretical consciousness that sees the lifeworld of being creatively located not only in the making of history but also in the construction of human geographies, the social production of space and the restless formation and re f o rmation of geographical landscapes: social being actively emplaced in space and time in an explicitly historical and geographical contextualization34.

Este ‘situarse en el espacio’, en el paradigma que me ocupa, asume una percepción del entorno urbano de enorme complejidad, forzando y originando nuevas formas de expresión. El anhelo de fidelidad y verosimilitud, tanto como el deseo de apropiarse de una estética personal, fuerzan los límites de la creación estética hasta cuestionar la idea de lo que se considera como tradicionalmente «estético» y, como resultado, hasta destruir la jerarquía tradicional de la percepción sensorial. Tradicionalmente, como indica James Burke, «the five senses had been looked upon in the medieval world as the medium connecting the subject (as understood during the period) to the surrounding world. But this outside world, the linking senses, and the receiving subject were taken as part of an interlocking compendium in which none of these facets or functions of existence were conceived as freestanding»; sin embargo, «as the individual becomes more and more independent and self-reliant as an entity, sight, and the other senses as well, begin also to evolve into separate and autonomous activities with characteristics that pertain to each of them alone». El cuerpo se convierte así en un elemento autónomo en la creciente mediación entre

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Soja, 1999b [1989], p. 11, Subraya Soja que con Foucault se dió un gran paso hacia esta espacialización hermenéutica, que hasta entonces había visto el tiempo como «richness, life, dialectic, the revealing context for critical social theorization», y el espacio como «fixed, dead, undialectical» (p. 11).

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paisaje y sensaciones y, en consecuencia, la serie de los sentidos se utiliza para detallar todo tipo de percepción, desde la puramente física, pasando por la moral, la erótica o incluso la religiosa, tan repetida en textos medievales. Debido en parte a lo que el sociólogo francés Alain Corbain ha llamado «the basis of a perpetually repeated Platonic prejudice»35, sólo la visión y el oído son en principio considerados sentidos «estéticos» per se, ya que por lo general el gusto, el tacto y el olfato constituyen sensaciones «corporales» y, como resultado, estímulos «bajos», dado que el cuerpo se ve completamente involucrado y materialmente comprometido en ellos (el oído, en particular, contiene una connotación especial desde su adscripción a la poesía mística y su conexión con la música como la armonía celestial)36. Esta creencia se mantiene, con mayores o menores variantes, en toda la Europa occidental de la temprana Edad Moderna. Desde una faceta entre moral y satírica, por ejemplo, el poeta francés François Villon escribirá sobre la necesidad de mofarse de las pretensiones cortesanas utilizando los cinco sentidos en un famoso soneto: Tous mes cinq sens: yeulx, oreilles et bouche, Le nez, et vous, le sensitif aussi; Tous mes membres ou il y a reprouche, En son endroit ung chascun die ainsi: «Souvraine Cout, par qui somme icy, Vous nos avez gardé de desconfire. Or la langue seule ne peut souffire A vous rendre souffisantes louenges; Si parlons tous, fille du souvrain Sire, ¡Mere des bons et seur des benois anges!» 37

Este mismo uso de los sentidos será común en la mediación entre cuerpo y cosmos, y así se hará con las representaciones visuales a través 35 Véase Corbin, 1986, p. 6, cuya lectura ha sido fundamental en la elaboración de este ensayo. 36 Todo el tema de la epistemología de los sentidos ha sido tratado, por ejemplo, en Lowe, 1982, especialmente pp. 1-15; y, más recientemente, por Classen, 1993 (a la que dedico una nota en el capítulo del olfato por su importante edición sobre el asunto). 37 Recogido de su Oeuvres, edites par Auguste Lognon, 1932, p. 97.Véase Spearing, 1993.

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de construcciones alegóricas o bestiarios medievales. Marsilio Ficino, en su comentario sobre el Symposio de Platón, hablará de los sentidos con frecuencia, en donde la belleza, alejada de éstos, será ligada exclusivamente a la mente, a la vista y al oído, considerados así los sentidos más altos: «Amor tamquam eius finem fruitionem respicit pulchritudinis; ista ad mentem, visum, auditum pertinet solum.Amor ergo in tribus eis terminatur. Appetitio vero, quae reliquos sequitur sensus, non amor sed libido rabiesque vocatur»38. Sin embargo, el Venus y Adonis de Shakespeare (1593) ya será sintomático de un progresivo cambio epistemológico en donde los sentidos tradicionalmente «bajos» como el tacto y gusto dejarán de serlo, convirtiéndose el gusto en la percepción climática por excelencia, incluso por encima de las otras cuatro: «But, O, what banquet wert thou for the taste, / Being nurse and feeder of the other four»39. La pieza antecede otras no menos significativas, como el ambicioso poema de George Chapman titulado Ovids Banquet of Sence (1595), o el canónico L’Adone de Marino. Los sentidos serán representados como un gran cuerpo, o bien como una completa ciudad, dentro de un sistema de alegorías isabelinas que tiene en Spenser y su The Faerie Queene uno de los más logrados testimonios40.Y John Milton, como precursor de la tradición de lo sublime en Inglaterra, dará también privilegio al sentido del gusto en un pasaje paradigmático en donde explica que los ángeles, como forma superior de los humanos, deben alimentarse para subsistir: «… and food alike those pure / Intelligential substances require / As doth your

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Marsilio Ficino’s Commentary on Plato’s ‘Symposium’, ed. Reynolds Jayne, 1944, text p. 41, transl. p. 130. 39 En Venus y Adonis, II. 445 ff. El pasaje es comentado por Kermode, 1971, pp. 96-98. Sobre la cualidad estética de los olores y gustos, o la confluencia entre la Estética y estos sentidos, interesa la discusión de Sibley: «If some thinkers hold that smells and tastes cannot have aesthetic qualities or be capable of aesthetic appreciation, but only of sensuous pleasure or distaste, we need to ask why and how they suppose they differ from colors, shapes, sounds, and words», 2001, pp. 207-255. 40 Inspirando obras como The Purple Island (1633), en la cual su autor Phineas Fletcher describirá el cuerpo como una isla que privilegia los sentidos del oído y de la vista; también inspirado por Spenser, Thomas Tomkis publicará su curioso Lingua en 1607, aunque no se trata del sentido del gusto per se, pero que sí consta de una batalla de los sentidos que involucra, entre otros, a Visus, y Auditus frente Tactus y Gustus, con Olfatus en posición neutral (las influencias de la Iconología de Ripa son en este texto manifiestas).

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Rational; and both contain / Within them every lower faculty / Of sense, whereby they hear, see, smell, touch, taste, / Tasting concoct, digest, assimilate, / And corporeal to incorporeal turn. / For know, whatever was created, needs / To be sustain’d and fed»41. En el caso español, durante el período del reinado de Felipe IV nadie destaca tanto como Calderón y sus autos sacramentales, gracias a la elaboración de un espacio sensorial en donde los cinco sentidos se elaboran por separado en una jerarquía de índole catequética: sus autos A tu próximo como a ti, Amar, y ser amado, y divina Pilotea, El año santo en Madrid, El pleito matrimonial, El jardín de Falerina, El cubo de la Almudena, El pastor Fido, El tesoro escondido, La cena de Baltasar, La semilla, y la cizaña o Los encantos de la Culpa, por dar tan sólo algunos títulos, se articulan a base de estos estímulos convertidos en frecuentes alegorías; en el auto de La vida es sueño, por ejemplo, se nos recuerda que «crea el Oído a la Fe, / y no a los demás Sentidos», y en El nuevo palacio del retiro se afirma que «también ha errado el Olfato, / por lo bajo, su concepto42. Igualmente significativo será el homérico episodio de Ulises y la Circe narrado en el auto sacramental Los encantos de la culpa (1649), en donde el sentido del oído es el que conduce a la salvación de los protagonistas (desde su mediador en la fe y recibidor de la doctrina Cristiana) como excepción a la «bajeza» de los otros. Sin embargo, esta jerarquía y esta configuración no se mantiene en la recuperación del paisaje urbano que se vive en el presente, y así veremos en los siguientes capítulos cómo muchos de los testimonios a examen apuntan, precisamente, a una celebración sensual y sensorial de la nueva vivencia cortesana, rompiendo la jerarquía entre lo «estético» y lo «sensual», entre lo alto y lo bajo. Estos testimonios se multiplican a través de creaciones que exploran la cada vez más compleja mediación entre cuerpo y espacio, y por ello he acuñado estos fenómenos desde el concepto de la «ciudad de los sentidos», en la búsqueda de una «geografía sensual» o «emocional» más conectada a

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[Vv. 407-15]. Citado por John Milton, Complete Poems and Major Prose, ed. Hughes, 1957. 42 Un desarrollo más preciso se ofrece en Arellano, 1995a, 411-443; Suárez, 2002, pp. 131-165; y Maravall, 1996, pp. 503-505, donde recuerda la defensa del ojo que hace Galileo y la frecuencia de semejante cuestión en escritores franceses y españoles de la época.

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la experiencia humana, en la línea de lo que James Gibson ha definido como «an analysis of environment itself as a complex of surfaces, edges, textures and, importantly, movements»43. La textura del ambiente resulta así fundamental en la percepción del paisaje: el fenómeno de la luz, desde el arreglo de superficies y bordes, la forma y disposición de los objetos y la textura y el color de las superficies, la disposición corporal, la forma que el cuerpo se orienta y mide el mundo serán consideraciones de importancia capital a la hora de examinar algunos de los textos más significativos del período44. Lo mismo ocurrirá con la captación de lo estridente, de lo cacofónico, de lo suave, de lo amargo, de lo dulce, de lo feo, de lo único y lo raro, de lo apestoso, de lo fragante. Así, por ejemplo, ¿no es la descripción de Roma en La lozana andaluza una de las visiones más saturadas de estímulos en la narrativa del siglo xvi?; o, acaso, ¿no es el «viaje aéreo» de Sancho durante su estancia en el Palacio de los Duques una de las más extraordinarias composiciones espaciales del universo sensorial de las letras del siglo xvii? Y ya en el marco cronológico que me ocupa, ¿no es la cazuela femenina que retrata Juan de Zabaleta en su Día de fiesta por la tarde un extraordinario estudio de percepciones espaciales y sensoriales? o, como territorio de duplicaciones, ¿no es el famoso «callejón de los espejos» de El Diablo Cojuelo, ambiente único de texturas y movimientos distorsionados, una de los más logrados paisajes de la prosa urbana del seiscientos? La noción de entorno urbano, en resumidas cuentas, resulta enormemente amplia.Trasladémosla, entonces, al centro de análisis: desde este espacio cuya «emotividad» anunciaba Lefebvre y que ha sabido enriquecer la crítica moderna desde perspectivas diferentes, partirá mi análisis del individuo frente a su entorno ciudadano en los límites y en el alcance de la expresión estética. «A distinction has to be drawn between the problematic of space and spa-

43 Recogido en Rodaway, 1994, p. 20. La propuesta de Gibson no debe sonar extraña: Burke (2000, p. 14, n. 3) nos recuerda cómo ya el filósofo Alhazen, cuyo trabajo se utilizará luego por los pensadores medievales en las teorías sobre el fenómeno de la visión, listaba 22 propiedades de la percepción espacial como color, distancia, posición, solidez, forma, continuidad, movimiento, opacidad, belleza, etc. 44 Otros van incluso más allá: Porteous habla de «smellscapes», «bodyscape», o «inscape»; Shafer acuña la noción de «soundscape»; Norberg-Schulz la de «flatscape»; Cullen habla de «townscape», etc.; véanse otros tipos de terminología en Rodaway, 1994, p. 127.

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tial practice.The former can only be formulated on a theoretical plane, whereas the latter is empirically observable», escribió el francés. Las siguientes páginas, a través de los paradigmas de Tirso de Molina y Salas Barbadillo, iluminan la plasmación del espacio urbano desde los tres ámbitos propuestos: cómo el espacio físico en el que se sitúan los creadores se materializa de formas diversas en la creación estética del espacio representacional, y cómo ese «tercer espacio», esa práctica social, doble en su configuración (pues es material y simbólica) actúa, en última instancia, como toma de posiciones (en Tirso) o cómo anhelo utópico-paródico frente a la ansiedad del espacio del presente (en Salas Barbadillo).

3. Paisaje urbano y geografía cortesana: el espacio simbólico de la pugna literaria If one penetrates the layer of the unique and individual events to the more comprehensive layer, which includes the social positions and figurations of people, one opens the way to a type of problem that is concealed from a view restricted to individualistic historical problems. Norbert Elias, The Court Society

He propuesto en las páginas anteriores que los seres humanos no se sitúan ante un paisaje, ni se relacionan con él como si fuera un cuadro o un espejo, sino que viven ese espacio porque están en él como participantes activos en distintos niveles de compromiso según el tipo de práctica social.Ya no estamos, entonces, ante el espacio como marco, sino como un juego de relaciones, no tanto una noción de espacio como categoría absoluta kantiana, sino más bien como proceso, es decir, espacio y tiempo combinados en ‘lo procesal’ (en el becoming, por utilizar el término más apto). Surgen con ello una serie de cuestiones sobre la relación del artista y su más inmediato entorno, especialmente en aquellos paradigmas en los que se diseña un espacio simbólico como territorio paralelo de anhelos, frustraciones o miedos. Es éste uno de los fenómenos que definen los primeros años de reinado, y las relaciones entre el artista y el poder quedan frecuentemente

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registradas en todo tipo de manifestaciones artísticas en donde los procesos de mecenazgo se convierten en una dinámica oscilatoria de libertades y restricciones. Así, por ejemplo, ¿qué papel juegan las relaciones espaciales en la configuración de un determinado campo cultural, y qué importancia tiene la localización geográfica del individuo en los procesos de recepción estética? ¿Hasta qué punto confluye el paisaje urbano con el espacio del canon literario, y qué lenguajes comunes se comparten? ¿Qué fuerzas de poder operan en la construcción del parnaso artístico y el mundo cortesano en el Madrid del siglo xvii? Estas cuestiones son sólo el pórtico a un debate de mayor envergadura y que requiere el escrutinio mucho más preciso de un cierto corpus textual centrado en el Madrid de los Austrias y en las ficciones de su momento. La experiencia urbana transmitida durante el período de los reinados de Felipe III y Felipe IV refleja en sus creadores un anhelo de comprensión, control, e incluso dominio de un paisaje cuya dimensión física y simbólica conserva muchos de sus elementos en la misma configuración de su presente, abriendo la puerta a una reflexión sobre su modernidad y sobre la capacidad práctica de las nuevas tendencias urbanísticas. El paisaje no regala nada, el menosprecio de corte cobra pleno sentido, y ser madrileño suele acabar «pasando factura». John Berger sugirió con mucho acierto que «sometimes a landscape seems to be less a setting for the life of its inhabitants than a curtain behind which their struggles, achievements and accidents take place»45 y, en este sentido, creo que esta «cortina» queda desde un principio descorrida revelando una constante pugna por la conquista del capital social y cultural a través de la ocupación y mantenimiento del espacio cortesano; una pugna que cobra especial virulencia en las intrigas y envidias literarias del entorno más cercano al Conde Duque de Olivares, cuyo ascenso al poder marca también el inicio del marco cronológico del presente libro. Quiero delimitar ante todo los contornos de este campo de sensaciones y de lucha que es el Madrid de 1621 para poder así situar el testimonio estético. Desde esta premisa crítica, pienso que esa ciudad de Góngora y Quevedo con la que he iniciado este recorrido invita a un estudio mucho más pormenorizado que lo reivindique en toda su dimensión, y esta «dimensión» no es sino el conjunto de otros mu-

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Berger, 1977, p. 13.

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chos planos en constantes procesos de cambios y desplazamientos. La frontera cronológica que establezco corresponde al reinado de Felipe IV, y se justifica a partir de una serie de privilegios críticos no existentes en otros momentos de la historia pero que, en estas décadas, coinciden en una eclosión sin precedentes. 1625 es un año importante en el cual las rivalidades literarias alcanzan nuevas cotas de virulencia, en donde la llegada al poder de Olivares produce una serie de reajustes en un parnaso estético que convoca muchas de las más excelsas plumas en una Corte que parece crecer descontroladamente; es éste además el año en que se publica el Libro de los nombres de las calles de Madrid sobre el que se paga incómodas y tercias partes, siguiendo el inventario de miles de casas madrileñas que se llevó a cabo entre enero de 1622 y fines de 1624. En este Madrid «de reestreno», Calderón crece en la calle de las Fuentes, próxima a la plaza de Guadalajara, para trasladarse luego a la calle de Platerías en un momento en que la Villa proyecta la convocatoria definitiva de los más ilustres ingenios del parnaso literario46. Lope de Vega,Vélez de Guevara, Ruiz de Alarcón, Suárez de Figueroa o Salas Barbadillo son algunos de los primeros en establecerse, a los que siguen Mira de Amescua (1616), Góngora y Villamediana (1617), Quevedo (1618), Guillén de Castro (hacia 1619), Tirso y Esquilache (1621). Calderón será vecino de un Lope que inmortaliza el huerto de su casa en la calle Francos (hoy Cervantes), de un Cervantes anciano que vive en la de Cantarranas (hoy Lope de Vega), de un Ruiz de Alarcón en la calle de las Urosas (hoy Vélez de Guevara), de un Lasso de la Vega en la calle del Pez, de un Tirso en su Monasterio mercedario cerca del Rastro y del Palacio del Duque de Alba, de un Góngora que había vivido desde 1619 en la calle traviesa del Niño antes de que llegara Quevedo (que hoy conserva su nombre), o de un Paravicino cómodamente instalado en el Monasterio de Trinitarios47;

46 Remito a Del Corral, 1973; Simón Díaz, 1968; Romero Tobar, 1978; y al artículo de periódico «El Madrid de Calderón» de Fradejas Lebrero, aparecido en Cuadernos del Sur. Suplemento Cultural del Diario de Córdoba, 30 de marzo del 2000, pp. 24-25. Para el paradigma lopesco, remito al interesante libro elaborado por la Real Academia Española, La casa de Lope de Vega, 1962; el apunte más reciente sobre la relación LopeCervantes es el de Montero Reguera, 1999. 47 Entre las monografías existentes sobre el Madrid de los autores canónicos, destacan los estudios de Del Campo, 1935; Entrambasaguas, 1952 y 1961; Cabañas es au-

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y de 1645 son las noticias que nos sitúan a Francisco Santos viviendo en la cercana calle del Olivar. La ciudad se convierte así en un gran centro cultural por el que también dejan su impronta, en las siguientes décadas, artistas como Rubens, Velázquez, Cosme Lotti, y una larga nómina de diplomáticos, actores, músicos, científicos, arquitectos y creadores de todos los rincones de Europa. No resulta sorprendente que, en una melancólica mirada retrospectiva, Francisco Santos escriba en El sastre del Campillo (1685) que en la parroquia de San Sebastián se había acumulado un enorme capital cultural durante estos años: «en cuanto a la poesía y otros grandes escritores, hable el Fénix de los Ingenios Fray Lope Félix de Vega Carpio, Montalbán, Villaizán, Quevedo el Grande,Villaviciosa, Cáncer, Moreto, Matos, Luis Vélez de Guevara, Zabaleta y otros infinitos y a contarlos todos la mitad de los vecinos»48. Pero el crecimiento demográfico (con una gran población flotante), la velocidad de los cambios y los continuos reajustes que provoca un fenómeno de semejante magnitud resultan también en una serie de conflictos (fragmentaciones, choques, saturaciones, violencia) cuya diagnosis guarda no pocas similitudes con ciertos síntomas de nuestras ciudades modernas. A este momento de perpetua crisis, al que, no obstante, acompaña también una creciente fascinación local desde todos los ámbitos, se une el hecho de que la Corte funciona como un eje de fuerzas centrípetas en constante dinamismo, lo que provoca que en muchas ocasiones se generen tensiones entre lo político y lo cultural, entre lo personal y lo institucional, de cuya naturaleza nos han llegado testimonios literarios de toda índole. Esta tarea descolonizadora del pasado hace de Madrid una ciudad fascinante para el lector de hoy, y desde esta universalidad de lo urbano y de sus ciudadanos me aproximo a un corpus textual que comparte, como intentaré demostrar, muchos de los componentes de nuestra propia modernidad. Al insistir en este «carácter multidimensional» de lo urbano, tengo siempre presente que las nuevas nociones de poder resultan fundamentales en este campo de fuerzas cuyo tablero ofrece continuas luchas

tor de un pequeño estudio titulado Lope de Vega y Madrid, 1991; véase también Herrero García, 1926; Rull analiza ciertas loas y autos sacramentales (1996). Ver igualmente Carreira, 1998; Jauralde, 1998. 48 Véase Francisco Santos, El sastre del Campillo, Obras completas, tomo II, p. 1.

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y alianzas, y en donde las posiciones apuntan siempre hacia un centro simbólico en el que se concentra un capital material y social cuya adquisición trasciende a la experiencia estética49. Se acentúa entonces una relación problemática con la Corte y se demarcan aún más los conceptos de centro y periferia, el privilegio de la pertenencia y la pertenencia de los privilegios; es decir, el capital social redunda en un capital simbólico que debe ser adquirido, mantenido y reproducido (como ha dejado constancia, quizá como ningún otro, la pluma de Quevedo)50. La creación artística, las estrategias sociales, los privilegios de nacimiento, los cambios de fortuna, los favoritismos y la corrupción abrirán un encendido debate en torno a la idea de quién merece una posición central, qué significa ser periférico en cuanto a un centro, o qué actividades son sancionadas y cuáles se prestigian como garantes de un cierto valor o cotización51. Son especialmente importantes los cambios de fortuna, no sólo por la frecuencia con la que se condenan personajes ilustres o se crean influencias y se afianzan economías, sino también por la sensación de vigilancia y respeto que estas mismas fluctuaciones producen en la memoria colectiva y el subconsciente urbano; recuérdese, por ejemplo, el gran impacto que causa la ejecución del antaño poderosísimo Rodrigo Calderón, quien se había elevado a lo más alto del poder desde una posición inicial de paje en la casa de Lerma, y que languidecía en la cárcel cuando subió al trono el cuarto Felipe. Por ello, y a partir de esta nueva coyuntura de seducción agridulce, la ciudad de Madrid ofrecerá una cartografía real y metafórica que da pie a una reflexión sobre todos estos fenómenos socioculturales. Nos hallamos ante un espacio relacional, en donde sus agentes se sitúan y operan a través de un principio de diferencia, 49 La identificación de la capital como el lugar donde ocurren todos los acontecimientos de interés es un fenómeno universal que ya fue tratado hace varios años por Geertz, 2000, y que opera en este caso como fenómeno aglutinante en la construcción de este Madrid imperial; véase también de Geertz, 1994. 50 En las últimas décadas han proliferado los estudios sobre estas cartografías simbólicas y la dualidad entre centro y periferia y la situación de la Corona que por ejemplo trata Lefebvre, 2000 [1974], p. 399; destaco, a modo de selección, Lynch, 1960; el recorrido literario de Williams, 1975; siguiendo en parte el modelo de Geertz, resulta fundamental Lisón Tolosana, 1991. 51 De entre los estudios existentes sobre las rivalidades del campo literario de inicios de reinado, el de Kennedy, 1983, me parece el más completo y mejor documentado.

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que puede ser o no de oposición (podemos hablar de «diferencias amistosas», en especial tratándose de categorías distintas cuyo choque directo es improbable o imposible), pero que define a sus agentes52. El sociólogo alemán Norbert Elias ya dio cuenta de estos universos relacionales en su clásico estudio The Court Society, afirmando que «even those who, by specific social standards, are the greatest, the most powerful people, have their place as links of these chains of dependence»53; dicha coyuntura no sólo se manifiesta en el caso del monarca francés Luis XIV (objeto de estudio del citado libro), sino que también se puede apreciar en la misma personalidad de Felipe IV a partir de su ya conocida inclinación a las artes. Relaciones éstas que no sólo atañen el Rey: en un plano inmediatamente inferior, la entrada de un texto como las Soledades de Góngora en el terreno poético es un claro ejemplo de la situación del cordobés con respecto a sus competidores e imitadores, en un proceso de influencias y oposiciones que, al tiempo que logra establecerle dentro de un determinado canon, reajusta y reconstruye el mismo campo artístico del cual es copartícipe. El terreno literario se forja así a través de tensiones entre los elementos de su propia red, tensiones que pueden derivar en una mayor o menor movilidad según lo efímero de sus procesos internos; el espacio es entonces un ámbito doblemente dinámico: en su aspecto global, dada su constante inercia centrípeta; y en sus funcionamientos internos, ya que está sujeto a cambios repentinos como revoluciones, nuevos mecenas, creación de títulos, ventas y compras de privilegios, etc. Por ello, incluso cuando algunos de los más conocidos escritores se intenten situar al margen de las nuevas tendencias literarias o de las nuevas realidades sociopolíticas (caso del Lope anciano que confiesa en sus cartas

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En «Social Space and Symbolic Space», Bourdieu, ha defendido un «análisis relacional» y no un «análisis substancial», desarrollando los conceptos de posición social (como concepto relacional), disposiciones o habitus, y prises de position, es decir, las elecciones tomadas por los agentes sociales en los más variados terrenos de práctica, para acabar defendiendo que las clases sociales no existen, sino lo que existen son espacios de acción; el artículo se recoge en 1997a, pp. 1-14. 53 Elias, 1983 [1975], p. 26 (existe una versión en español, La sociedad cortesana, 1993); la bibliografía sobre los comportamientos cortesanos y sus ceremoniales es abundante; a modo de selección, véase González Enciso y Usunáriz Garayoa, 1999; y, en especial, Del Río Barredo, 2000, quien a su vez provee una amplia bibliografía sobre estos fenómenos en el contexto europeo.

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su desgana hacia la composición de comedias), lo cierto es que la propia escritura delata un afán por pertenecer a lo canónico y por formar parte de los árbitros del gusto. En este sentido, el espacio simbólico de la pugna literaria tendrá en el fenómeno del mecenazgo a uno de sus pivotes estructurantes, ya que sin él no se podrán articular tomas de postura, carreras literarias o meras subsistencias. Es por ello que, una vez delimitados los agentes sociales, deben ser identificados también los principios de distribución de poder o de tipos de capital que son efectivos en el universo social estudiado. Junto a la maduración de un extraordinario campo literario, en el Madrid de Felipe IV coincide también la génesis de un nuevo concepto de Estado y de gobierno que afecta sobremanera a la formación de su parnaso estético, como nos han hecho ver los clásicos estudios de John Elliott y Jonathan Brown sobre la sociedad de Corte y sobre el paradigma particular de Velázquez y Felipe IV dentro del ámbito palaciego54. Se podría llevar a cabo un estudio sobre el concepto de dominación y el contraste entre capital económico y capital cultural a través de la correspondencia del Fénix, por dar un caso paradigmático, dado que la comunicación escrita da cuenta de las constantes tensiones y distancias, siempre fluctuantes, entre el artista y el Estado. Elias ha acuñado esta experiencia cortesana como «double face»: «on one hand it has the function of our own private life, to provide relaxation, amusement, conversation, at the same time is has the function of our professional life, to be the direct instrument of one’s career, the medium of one’s rise or fall, the fulfillment of social demands and pressures which are experienced as duties»55. Las cartas que Lope escribe a Sessa, las que se intercambia con Góngora o las alusiones que hace de él Tirso en algunas de sus comedias más conocidas, son de por sí un gran archivo de datos que podrían delimitar las fronteras de los campos culturales de 1621-1626. Son estos primeros compases de reinado en los que quiero detenerme56, ya que expresan como en ningún 54

El tema ha disfrutado de una extraordinaria proliferación en años recientes: Acker, 2000;Vergara, 1999; Robbins, 1997; Peraita, 1997; Elliott, 1994;Von Barghahn, 1987. Elias ha escrito que «the king’s personal development and that of his position go hand in hand» (1983 [1975]p. 20). 55 Elias, 1983 [1975], p. 53. 56 Resulta fundamental Hernández, 1995, pp. 2-18; en 1625 Madrid ya es la quinta urbe europea; el autor habla del período comprendido entre 1561-1630 como «la

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otro momento la ansiedad que producen las nuevas coyunturas socioculturales y la llegada al poder de nuevos agentes y estrategias. El Madrid del joven Felipe IV (coronado rey con apenas 16 años) se convierte en un espacio de crisis motivado por múltiples circunstancias que coinciden con el nuevo reinado: la falta de lluvia del bienio 1621-23, la pobreza generalizada debido en parte al absentismo de los terratenientes y a las exacciones de los recaudadores de impuestos, a las malas cosechas y a plagas de langosta africana; en la ciudad, la ruptura de la tregua con Holanda por parte de Olivares, que hace aumentar los gastos de la Corona tremendamente, la propia mano dura del valido (recuérdese la ejecución de Rodrigo Calderón, que dividió la Corte en dos bandos)57, etc. La nueva realidad determina también cierta preocupación por un justo gobierno: la filosofía política (por influencia de Justo Lipsio) recupera la corriente antimaquiavélica del siglo anterior, al tiempo que se aprecia un contenido neoestoico en piezas como Política de Dios y Gobierno de Cristo de Quevedo (1626) o el Norte de Príncipes de Martín Rizo (1626), vinculadas a una corriente imperante de tacitismo político que trata de conciliar la tradición cristiana con la finalidad pragmática, tal y como hará también El arte real para el buen gobierno de Jerónimo de Cevallos (1623). Los arbitrios se multiplican y el nuevo gobierno impone una serie de cambios que inciden en todos los aspectos de la sociedad, como lo prueba, por ejemplo, el memorial que a principio de reinado escribe, a modo de «estado de la cuestión», Mateo de Lisón y Biedma58. Todos los arbitristas aconsejan centrar los esfuerzos en lo peninsular antes de perder fuelle en diferentes frentes: Martín González de Cellorigo escribirá en Memorial de la política necesaria y útil restauración a la política de España y estados de ellas y desempeño universal de estos reinos (1600) sobre las perjudiciales consecuencias de la acumulación monetaria; Sancho de Moncada defenderá un proteccionismo a ultranza en su conocido Restauración política de España en 1619; Pedro Fernández de Navarrete, autor de Conservación de monarquías (1626), propugna aumento de la nupcialidad (la población crecía por migración, no por natalidad); preocupación semejante será la de Miguel edad de oro de la ciudad cortesana» (p. 4); un estudio sobre este mismo período en Inglaterra de obligada mención es el de Cogswell, 1989. 57 Otras cuestiones de índole socio-económico las recoge Ringrose, 1985, p. 315. 58 Véase el útil resumen de Martínez Shaw, 2000, pp. 35-50 [pp. 39-40].

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Caja de Leruela en su conocido Restauración de la antigua abundancia de España (1631), y la tesis de abandonar la idea imperial en Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas, de Diego de Saavedra Fajardo (1640), por ejemplo, al que seguirá el igualmente fascinante Francisco Martínez de Mata y sus Memoriales y Discursos (1650-1660). De igual manera destacan los mismos Capítulos de reformación proclamados a principios de 1623, que, si bien no trataron el asunto urgente de los impuestos, sí lo hicieron con otros temas importantes como la restricción en los lujos de vestir (en nada menos que 8 provisiones), la importación de productos manufacturados, la clausura de burdeles, medidas contra la sobrepoblación urbana, o el vacío progresivo de las provincias.Valiéndose de motivos arquitectónicos para hablar del nuevo «edificio» de España, Tirso hará públicas sus preocupaciones ante la nueva coyuntura en textos como la Historia general de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes (1638): Deseado han muchos averiguar cuál sea la causa de que, como si fuera efecto necesario de la naturaleza, los príncipes y gobernadores que entran nuevamente en la administración de los Estados, lo primero en que emplean su desvelo es en derribar todos aquellos a quien dio su antecesor la mano, porque si bien la inclinación de sublimar criaturas que solamente de su poder lo sean, parece que puede excusarles de algún modo, con todo eso ni todos los que heredan son tan inadvertidos que muchos no conozcan la importancia de conservar ministros que, diestros con la experiencia de las cosas, prosigan con sus aciertos y no los desbaraten los ímpetus mandones de los modernos59.

La subida al poder de Olivares es, en este sentido, sintomática de toda una revolución en lo que se refiere al campo literario y sus apuestas de poder, con todos esos «ímpetus mandones de los modernos»60. El ministro (y Conde Duque desde 1625) nombrará al poeta Francisco de Rioja secretario suyo y hombre de confianza, que luego será alabado por Lope (al igual que también lo será el mismo Olivares, al

59 Cursivas mías. Recogido en Kennedy, 1983, pp. 46-47; el original es vol. II, p. 475, líneas 7-21; a modo de complemento, ver Quesada, 1992; Thompson, 1995, pp. 125-159; Fortea Pérez, 1997. 60 Este fenómeno de renovación acelerada que tanto estupor causa en Tirso ha sido recogido por Stradling, 1989, pp. 82 y ss.

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quien el Fénix le dedicará su comedia El premio de la hermosura muy interesadamente); por otra parte, Antonio Hurtado de Mendoza se convertirá en uno de los agentes culturales dotados de mayor capital simbólico, a pesar de su poco talento literario (Góngora lo había descrito como «poco adornado de estudios» y Salas Barbadillo como «alejado de las musas»). El mecenazgo real sobre artistas y hombres de letras se ha estimado en 223 escritores, frente a los 76 de Felipe III y los 66 del segundo Felipe61. Por ello, y junto a la citada imagen del edificio, la acuñación de «mar de Madrid», ya sea desde el tópico del menosprecio de corte o simplemente para apuntar hacia situaciones específicas, será utilizada con extraordinaria frecuencia debido a la complejidad de las nuevas alianzas y enemistades entre ciertos artistas del círculo cortesano, que acabarán por «ahogar» a más de uno62. Ruth Lee Kennedy documentó en su clásico estudio sobre el Mercedario algo que ya había iniciado Joaquín de Entrambasaguas con Lope y sus enemigos en estos años de transición, a saber, las continuas tácticas de los escritores por adaptarse a un nuevo sistema de estrategias de índole económica, geográfica y cultural63. El ambiente se tensa aún más debido a la declaración de guerra contra los teatros en 1624-25 por p a rte de algunos clérigos que, estando las Cortes aún en funcionamiento, proponen su cierre (véase el anónimo Diálogos de las comedias); si bien es a Lope a quien se ataca con más furia, será Tirso quien caiga en desgracia por haber protestado contra el nuevo Régimen (cierto es que el Fénix había permanecido más bien callado). El campo literario se descompone en facciones que se atacan en el terreno de la poesía tanto como en el del teatro; Lope se queja en La pobreza estimada de que Madrid anda dividido en bandos;Tirso, por su parte, escribe una serie de comedias «políticas» como son Privar contra su gusto, La prudencia en la mujer, La mujer que manda en casa, Tanto es lo demás como lo de menos, y el auto Los hermanos parecidos para expresar semejantes inquietudes y, cuando sube Olivares al poder, escribe

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La información se recoge en Simón Díaz, 1981 (la comenta con más detalle Alaminos López, 2000, pp. 98-99); más completo es el trabajo de Simón Díaz, 1976. 62 Véase, a este respecto, Kennedy, 1983, p. 15; García Santo-Tomás, 1998a; y Strosetzki, 1998. 63 Véase Kennedy, 1983; y también 1965, 1966 y 1945;Asensio, 1975; Florit Durán, 1986; Entrambasaguas, 1932 (reimpreso en 1947) y 1962.

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sobre la lealtad de la amistad en Cómo han de ser los amigos (incluida en Los cigarrales), El amor y la amistad y El honroso atrevimiento. El espacio simbólico de la pugna literaria se va configurando a través de las nuevas estrategias lingüísticas: Ruiz de Alarcón ataca con sus comedidas moralistas (que tanto irritaron al Fénix), al tiempo que Vélez de Guevara impone nuevos gustos con su comedia de tramoya, a las que luego censurará Tirso en La fingida Arcadia y Lope en el Prólogo dialogístico publicado en la XVI Parte de sus comedias en 1621; el llamado «grupo de los repentistas», e n t re los que se encontraba Antonio Hurtado de Mendoza, se da a conocer con epigramas, motes y vejámenes que forman parte de la toma de posiciones de un sector literario «oficial» que es cultivado con gran éxito por los miembros de la Academia de Madrid (grupo que en 1625 se reunía en casa de don Francisco de Mendoza, secretario del Conde de Monterrey, cuñado de Olivares, y a donde también podía acudir Vélez de Guevara)64. Se cree que Tirso ataca a Mendoza en La huerta de Juan Fernández y que éste le responde en Más merece quien más ama, definida por Kennedy como «una especie de revista del mundo teatral de 1625». Por su parte, La Circe de Lope delata las buenas relaciones entre su autor y Mendoza, quien escribe la censura en 1623 (el pro p i o Mendoza le conseguirá al Fénix una pensión de 250 ducados anuales por parte del Rey). Tirso, quien había defendido el modelo lopesco en El vergonzoso en palacio y en Tanto es lo demás como lo de menos, escritas durante el reinado de Felipe III, quedará ahora en una posición un tanto vulnerable: su actividad literaria en Madrid, de corta duración (se piensa que de 1620 a 1626), será determinada por el decreto de destierro de la Junta de Reformación, tras el cual se vio a la figura de Antonio Hurtado de Mendoza como manipulador de algunas decisiones del todopoderoso valido y, en este sentido, las comedias «políticas» del fraile pueden considerarse como tan sólo un indicio del nuevo ambiente de vigilancia y presión65. Es por ello que ciertas piezas deben leerse como un estado de la cuestión en estos primeros años de reinado: Alarcón encomia a Olivares en El dueño de las estrellas; La vi-

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En relación con este tema, véase Romera-Navarro, 1941. la crítica de Tirso al ambiente de Felipe IV en el artículo de Lee Kennedy «La prudencia en la mujer y el ambiente que la produjo», 1949; véase también de Kennedy, 1964. 65 Ver

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llana de Vallecas, Antona García, El melancólico, Tanto es lo demás como lo de menos, El mayor desengaño y La celosa de sí misma (en donde se satiriza a Vélez y a Olivares) resultan imprescindibles para entender los círculos literarios y las envidias de Madrid en 1625 vistos desde la perspectiva tirsiana66; Lope elogia al mercedario en la dedicatoria de Lo fingido verdadero, pero omite el nombre de Tirso en su Jardín, publicado con La Filomena en 1621, mientras que tributa alabanzas a nada menos que 85 ingenios (algunos ya fallecidos) en un texto que resulta clave para la comprensión del capital cultural del Fénix (también lo será, evidentemente, la Fama póstuma de Montalbán); y, en 1629, el Laurel de Apolo de Lope da cuenta, en la «séptima silva en tributo a los hijos del Manzanares», de los grandes poetas madrileños, entre ellos un «Tirso oculto» (le dedica seis enigmáticos versos) que ya ha sido desterrado de su propio espacio de canonización67. Por último, cuando al final de la década se hagan evidentes las dificultades del valido con respecto a su labor gubernamental, serán otras voces como las de Calderón (bastante crítico en su pieza Saber del Mal y del Bien de 1628) o Quevedo (más complaciente en su Cómo ha de ser el Privado de 1629) las que reflejen el campo sociocultural del Madrid presente68. La cartografía madrileña se convierte en motivo central cuando se identifica el espacio físico con el literario: sabemos así que Lope mantenía una amarga competencia con Guillén de Castro y Mira de Amescua, quien había sido elegido por los Padres de la Ciudad para dirigir las celebraciones callejeras en honor de la beatificación de San Isidro en 1620. La formación del Madrid festivo, la celebración de sus patrones y sus emblemas se tiñe de tensiones literarias, y así ocurre en el verano de 1622 con los nuevos festejos por la canonización del santo, en donde Lope fue presidente del certamen y narró lo ocurrido en su Relación de las fiestas, testimonio que no sólo informa sobre Madrid, sino que construye un modelo literario de lo urbano69 en

66 Véase Kennedy, 1983, capítulo VIII, «Tirso contra Juan Ruiz de Alarcón y Luis Vélez», pp. 227-249. 67 Una evaluación precisa del asunto ha sido dada recientemente por Florit Durán, 2000, vol. III, pp. 85-96. 68 La relación entre Quevedo y Olivares ha sido tratada por Elliott, 1982, pp. 227250; compleméntese lo dicho con el clásico estudio de Tomás y Valiente, 1982. 69 A este respecto, véase Simón Díaz, 1982; Simón Díaz y Calvo Ramos, 1962. Concursos poéticos como el celebrado en Madrid en el Monasterio de la Merced en

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donde se borran los límites entre el terreno físico y el artístico. En este espacio «en progreso», la imagen de las mantillas se utiliza constantemente para hablar de algo prematuro que va evolucionando, como prueban las palabras de Tirso al hablar del largo proceso de impresión de sus Cigarrales, que parece ser habían estado «ocho meses en las mantillas de una imprenta», o las continuas alusiones del teatro prelopesco, que había permanecido «en estado de mantillas». En estas justas poéticas por San Isidro participa también otro de los poetas más activos del momento como es Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, a quien los eclipses sucesivos de la historia literaria parecen haber relegado a un estado de perenne semiocultación. El último cuarto de siglo ha sido particularmente olvidadizo con este genial escritor madrileño nacido no mucho más tarde que Tirso y Quevedo (1581) y fallecido en año lopesco (1635), pero a quien se le ha deparado un interés mínimo con relación a sus excelsos contemporáneos70, quienes le apreciaron y elogiaron en sus cincuenta y cuatro años de vida mucho más de lo hecho en los cuatro siglos siguientes. Su legado literario, que ha tendido a aparecer y desaparecer misteriosamente de los cánones del último siglo (muchas veces como subsidiario de Cervantes o Quevedo)71, registra incontables ejemplos de los placeres y sinsabores urbanos gracias a las malandanzas de sus tipos amohinados, estrafalarios, descoyuntados y calamitosos. Las desventuras de estos urbanitas de precarias vidas apenas han sido analizadas por la críti-

honor de San Pedro Nolasco (1630). Para el tema de la ‘literalización’ de San Isidro, remito a Entrambasaguas, 1968; Del Río Barredo, 1998;Wright, 1999; de notable interés es el ensayo de Cátedra, 1997. 70 No sorprende, por tanto, que de su genealogía crítica moderna tan sólo queden esporádicas propuestas (Cotarelo, Place, LaGrone) apenas continuadas y cimentadas después con útiles pero aislados trabajos sobre su narrativa costumbrista y apicarada; el mejor estudio que existe es la tesis doctoral de Arnaud, La vie et l’oeuvre de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. Contribution a l’étude du roman en Espagne au début du XVIIe siecle (especialmente el volumen III), 1977, que puede complementarse con los libros de Peyton, 1973; Brownstein, 1974; y Cauz, 1977, estudio que hace énfasis en las fuentes literarias del autor. La tesis doctoral de Páez Rivadeneira, La narrativa de Alonso de Salas Barbadillo: Representación del enfrentamiento estatutario en la corte. University of Iowa, 1996, ha vuelto sobre algunos de los temas ya expuestos en anteriores trabajos. 71 Véanse a este respecto los estudios de LaGrone, 1942 y 1945, entre otros; y Peyton, 1973, pp. 159-170.

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ca debido en parte al éxito del personaje de Elena, protagonista de La hija de Celestina —novela que parece marcar un hito en la picaresca femenina del siglo xvii— y, como resultado, gran parte de su narrativa sigue sin editarse y disfrutarse aún como se merece. La personal construcción de la realidad madrileña llevada a cabo por Salas en estas piezas de menor canonicidad, en las cuales cristalizan discursos procedentes de varias tradiciones estéticas, resulta particularmente atractiva para el lector del momento presente, que tiene en el envite interdisciplinario una apertura más de nuevos lenguajes críticos y aproximaciones de estudio; desde los discursos que confirman el ámbito urbano hasta la nueva articulación de la nación y del Estado, desde las numerosas expresiones de cultura material (ropa, joyas, coches, comida, muebles, perfumes) hasta la imaginería de los nuevos parnasos literarios, su prosa invita a un pormenorizado análisis sobre el universo artístico de la España de los Austrias72. Prostitutas, vagabundos, eunucos, soldados y holgazanes, poetastros, buscones, arbitristas, tahúres y estudiantes desfilan por un panorama risueño, grotesco, desencantado y crítico en piezas como El sagaz Estacio, marido examinado (1613), La hija de la Celestina (1614), El caballero puntual (1614, 1619) o La sabia Flora malsabidilla (1621), testimonios de un agudísimo ingenio en estrecho contacto con las nuevas realidades de la corte y con sus geografías públicas o domésticas. Pero también circulan por sus páginas escritores de carne y hueso, vasallos y mecenas de un campo cultural que Salas conoció a la perfección desde su oficio de ujier de saleta de la Reina, viendo entrar y salir en busca de favores o privilegios a muchos de sus más conocidos amigos y rivales73. Salas será también miem72 Se desarrolla esta idea, a través del análisis de sus comedias en prosa, en García Santo-Tomás, «Salas Barbadillo, materia de teatro » . Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, en prensa. 73 Sus contactos y relaciones con la Corte lo hacen así partícipe de este nuevo panorama cultural en el que no faltan las grandes figuras: ya desde una época temprana serán buenos amigos Paravicino y Valdivieso, y con doña Ana de Zuazo, camarista de la reina doña Margarita, mantendrá una extensa correspondencia; Cervantes lo elogiará en su Viaje del Parnaso (Salas firma la censura de las Novelas ejemplares cervantinas el 31 de julio de 1613), y Lope lo hará en su Peregrino; Juan Yagüe de Salas, Juan Cortés de Tolosa y Cristóbal Pérez de Herrera, entre otros, le alabarán en sus composiciones, y su novelita picaresca titulada La niña de los embustes, inserta en su miscelánea Corrección de vicios (1615), inspirará la pieza homónima de Castillo Solórzano; además, algunas de sus novelas alcanzarán un extraordinario éxito en su

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bro de la Academia Poética de Madrid, en donde se asoció con figuras como Lope, Góngora, Quevedo, Pérez de Montalbán, Sebastián Francisco Medrano,Antonio Hurtado de Mendoza, Guillén de Castro, Ruiz de Alarcón, Tirso, Vélez, Castillo Solórzano y Calderón, plasmando muchas de sus inquietudes literarias en su obra póstuma Coronas del Parnaso y Platos de las Musas (1635), divertidísima utopía literaria en donde se han visto influencias de los Ragguagli de Boccalini, y en donde se reúnen clásicos y modernos para rendir homenaje al «poeta» Olivares74. Hay por ello algo de sagaz, puntual y curioso en la obra de Salas, y mucho de nocturno, sabio y cortesano en su atribulada vida, transcurrida al calor del frenético ambiente madrileño y de las nuevas coyunturas urbanas75. Es la narrativa el género que más difícil resulta de clasificar en la producción del poeta madrileño. Dotado de un inusual talento para el retrato costumbrista —ya manifestado en los sonoros títulos de sus prosas cortesanas— Salas vivirá en un Madrid que se nutre de la literatura tanto como la inspira y genera, en un universo a caballo entre la ficción más doméstica y una realidad hecha aventura: como el joven Calderón se verá involucrado en una pendencia urbana de severas consecuencias que marcará su vida de manera definitiva; al igual que Lope, será más tarde desterrado de Madrid hacia un muy productivo «exilio» temporal y, como su admirado Góngora, vivirá entre dificultades económicas los últimos años de su vida76. Desde la biografía de juventud a los desengaños de madurez (fue notoria su sordera de senec-

posteridad, como es el caso de Don Diego de noche (1623), traducida al francés e inglés, impresa numerosas veces (Barcelona, París, Rouen, Bruselas, Amberes) y atribuida erróneamente a Quevedo. 74 Con respecto a los gustos literarios de Salas, véase Uhagón, «Introducción». Dos novelas de Don Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. El cortesano descortés. El necio bien afortunado, 1894. 75 Sobre el Madrid de Salas, véase la enumeración de sitios emblemáticos que recoge Barbadillo de la Fuente, 1993. Sabemos también que Salas vivió en la calle de la Morería Vieja hasta 1613, según recoge Pérez Pastor, 1907, p. 468. 76 Las sátiras literarias le costaron a Salas dos destierros: el primero se produjo en 1609, y fue cumplido en Alcalá de Henares; a fines de 1611 fue de nuevo condenado a salir de Castilla, lo que provocó una breve estancia en Burgos, seguida de viajes a Tudela y Cataluña antes de volver a Madrid en 1613. Las preocupaciones monetarias de Salas estuvieron sin duda alguna marcadas por la necesidad de recuperar unas tierras en Italia que le pertenecían; se cree que no estuvo nunca casado, y que en sus

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tud), desplegará todo un catálogo de apasionantes referencias a las tradiciones y vanguardias literarias de su tiempo, a los buenos y malos poetas, y a las manías o virtudes de sus más excelsos contemporáneos, ampliamente disperso en dedicatorias, esporádicos fragmentos o alusiones en sus novelas y en pequeños «parnasos» de teoría crítica y gustos personales77. En ello jugará un gran papel, especialmente a partir de 1606, el enorme magnetismo que ejerce Madrid sobre sus contemporáneos, tal y como lo demuestra su largo poema heroico en octavas titulado Patrona de Madrid restituida, honrando a Nuestra Señora de Atocha (1609), y que prologa una impresionante producción volcada en la imprenta a partir de 1621: El caballero perfecto, El sutil cordobés, Pedro de Urdemalas, La sabia Flora malsabidilla, Los triunfos de la beata soror Juana de la Cruz, El necio bien afortunado, El cortesano descortés (todos de hacia 1621), a la que siguen después La fiesta de la boda de la incasable mal casada (1622), Don Diego de Noche (1623) o La estafeta del Dios Momo (1627) dedicada a Fray Hortensio Félix Paravicino, con dedicatoria a Góngora y menciones a amistades con Vicente Espinel y Miguel de Cervantes78. Pero junto a este Madrid que se recupera

últimos años vivió con su hermana Magdalena en la Calle Toledo (a ésta se le confunde con su esposa en el elogio que prologa Coronas del Parnaso). La Bibliografía madrileña de Pérez Pastor (tomos I y II) da cuantiosas noticias de su personalidad y sus penurias económicas. 77 Al igual que el Fénix, Salas tuvo al Duque de Sessa entre sus más conocidos benefactores, a quien dedicó su conocida novela El caballero puntual; sobre la sordera y la falta de atenciones monetarias de Salas escribió Lope en El Laurel de Apolo los famosos versos que dicen Si a Salas Barbadillo se atreviera Mi indigna voz, que por tu gusto canta… Yo te pintara un hombre Que ha puesto con su nombre Temor a las estrellas, A quien quitaron ellas Que no pudiese oir sus alabanzas: Tales son de los tiempos las mudanzas: Porque si las oyera, No fuera humilde cuando más lo fuera. ¡Oh, fortuna de ingenios, breve llama! Pues no le dais Mecenas, dadle fama». 78 La cronología de las piezas no es fiable, pues se cree que algunas de ellas llevaban ya años escritas.

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en incontables matices, destaca en Salas la predilección por espacios «poéticos», Parnasos literarios que configuran textos como la novela «El curioso» (intercalada en El caballero puntual), La estafeta del Dios Momo, o el diálogo parnasiano que se incluye en Don Diego de noche, lleno de interesantes alusiones a la realidad del momento. Verdadero paradigma de estudio de este espacio simbólico, no obstante, resulta ser su original colectánea Coronas del parnaso y Platos de las musas (Madrid, Imprenta del Reino, 1635)79, curiosísima ficción que concibe el espacio poético como mesa y como banquete80. Son dos textos diferentes publicados en un mismo volumen: las Coronas (dedicado al Conde Duque) y los nueve Platos (cada uno dedicado a una eminencia del campo sociocultural del momento), miscelánea de textos varios que configura el resto del volumen; centraré mi comentario en Coronas del Parnaso porque me parece un documento único sobre las relaciones entre el escritor y los círculos de poder, así como un testimonio originalísimo sobre sus propias estimativas literarias81. La introducción de la pieza abre la narración que se va a desarrollar más tarde: Apolo, retirado en su Alcázar del monte Parnaso, mantiene

79 Por referencia del autor sabemos que se escribió en 1626. Me he valido del ejemplar existente en la Biblioteca Nacional de Madrid, signatura R/4621, 36 fols. r.-v., modernizando grafías en lo necesario. Se comenta brevemente en Arnaud, 1977. 80 La bibliografía sobre la literatura existente en torno a las charlas (literarias o no) en la mesa es breve; destaca el estudio clásico de Jaenneret, 1987. 81 Los «platos» van como sigue: el primero, «Trofeo de la Piedad», es una fábula en verso dedicada al señor Don Diego de Arce y Reinoso del Consejo de su Magestad en el Supremo de Castilla (fol. 32); el plato segundo, «El Ramillete», «llamóse así porque se compone de variedad de poesías, como son, Epitafios, Madrigales, y Epigramas, al señor don Leonardo Ramírez de Prado del Consejo de su Magestad en el Supremo de las Indias, y su embajador en Francia» (fol. 44); le sigue el tercer plato, «La Peregrinación sabia», fábula en prosa dedicada al señor Luis Ortiz de Mantienzo, del Consejo de su Magestad y su secretario de Nápoles en el Supremo de Italia (fol. 57); el cuarto plato, «Los desposados disciplinantes», es una novela jacaranda para Gabriel López de Peñalosa, del Consejo de su Magestad y su secretario de Estado de la Augustísima casa de Borgoña (fol. 89); el quinto plato está compuesto por cuatro «comedias antiguas que el vulgo de España llama entremeses» dedicadas a no otro que Don Antonio Hurtado de Mendoza (fol. 127); el sexto plato son unas epístolas en prosa a José de Valdivieso, entonces «capellán de su Alteza del serenísimo señor Infante Cardenal» (fol. 152); el plato séptimo es una comedia en verso titulada «Victoria de España y Francia», dedicada a la Ilustre y noble congregación de los Mercaderes de libros (fol. 166); el octavo plato vuelven a ser unas epístolas en prosa, en este caso a

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en la cena una encendida charla con Aristóteles, Platón y Tácito, a los que se unen más tarde Garcilaso y Camoens.Tras el dios se halla, evidentemente, la figura de Felipe IV, que ya había sido bautizada como «el joven Apolo» por Hurtado de Mendoza82. El anónimo narrador nos cuenta que «con celestial providencia había labrado Apolo a la entrada de la Ciudad una casa de hospedaje, como si dijésemos hospital, para albergue de los pobres poetas, que peregrinando mendigos viniesen de España». Pero en los tiempos que corren, en esta España poderosa y grande, Garcilaso le responde que no hace falta, que los que vienen son ostentosos y que han elegido «opulenta posada» (45r.); enfadado, Apolo riñe entonces a Garcilaso antes de escuchar a unos poetas que cantan en la calle, «más conformes y suaves para el agrado del oído, que explicadores de las palabras y conceptos de los versos. Apolo» —continúa el narrador—, «que siempre se deleitó más de esta segunda parte, que de la primera, y había establecido en el Parnaso una ley, vedando aquel modo de cantar, y fundándola en decir: que el canto de los hombres y de las aves se diferenciaban, en que las aves cantaban no más que con voces, y pasajes; mas los hombres con voces y pasajes explicaban palabras y conceptos». En un gesto rigurosamente antigongorino, el Dios se siente tentado de emplumarlos con «plumas de diversos colores, y luego encerrarlos y presos en diferentes jaulas», ponerlos «a cantar entre otras de canarios, ruiseñores y jilgueros»; pero antes decide darles una oportunidad, y uno de ellos, «bachiller majadero», confiesa que ni siquiera entiende lo que dice (5r.), por lo cual, y a sugerencia de Camoens, se perdona a los cantores estridentes. Duerme intranquilo Apolo porque no puede esperar al día siguiente para conocer a los «tres ingenios» que han venido en comitiva. A la mañana siguiente baja al jardín de Venus, hermosamente decorado para recibir a los diplomáticos Don Fernando Antonio, Fadrique Francisco y un tal Rodrigo Alonso, «noble en sangre, ardiente en ingenio» (no son sino imágenes parciales del mismo Salas), que vienen apadrinados por nada menos que Garcilaso, Figueroa

don Gabriel Bocángel Unzueta, Bibliotecario de su Alteza del Serenísimo Señor Infante Cardenal (fol. 231); y, por último, el «plato nono» es una comedia titulada «El tramposo con las damas» dedicada al licenciado Juan Buitrión, abogado en los Reales Consejos (fol. 251). 82 Véase Davies, 1971, p. 43.

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y Cervantes; cada cortesano leerá sus rimas para que sean sometidas al juicio de los dioses; Alonso canta una alabanza a Olivares, al que llama «Alcides sabio», «Guzmán bueno», «Gaspar sereno» y «Oliva virtuosa», «Magnífico Príncipe Protector constante de las Musas de la Provincia festejada». Conmovido por los cánticos, Apolo manda derribar el hospital y erigir en su lugar una gran estatua ecuestre en bronce en honor a Olivares. El ‘discurso quinto’ cuenta la entrada triunfal del valido en el Parnaso en un carro tirado por leones: «en esta parte donde estuvo el hospital que recibía los sutiles, cuanto infelices ingenios españoles (mandado ya derribar), consagra Apolo esta estatua de eterno bronce al excelentísimo señor don Gaspar de Guzmán Conde de Olivares, como a protector de los buenos estudiosos, para que su memoria sea gloriosa, y grande entre los sabios» (21r.). En medio de la plaza (que bien podría leerse como la Plaza Mayo r, llena de componentes teatrales)83 se monta una representación dramática de los cuatro elementos heraclitanos, con carros, bueyes, dragones, agua, músicas y muchos efectos al uso, en un «teatro de grande asiento y proporción bellísima» (21v.); por la tarde, y para completar el festejo, se organizan unas justas poéticas en las que destaca, cómo no, el victorioso talento de Garcilaso. El ‘discurso sexto’ inaugura un nuevo tema, al detenerse en una pelea naval de galeras entre los poetas de Apolo (liderados por Aldana y los poetas trágicos acostumbrados a la muerte) y los malos poetas, a los que llama «gramáticos latinos»; el fragmento es una interesante reflexión sobre el lenguaje, en donde los navíos muy cargados se hunden de peso, los ligeros son más navegables, y en el que se condena a los «poetas ladrones, que hurtando versos, se quieren en hacer insignes con la gloria ajena»; en el séptimo discurso el mar queda «limpio de tiranos» al naufragar las galeras de los malos poetas, su armada lega que se comen los peces y las ballenas; sin abandonar su fino sentido del humor, Salas nos informará de que los poetas sacristanes son los más preciados, «como gente que había engordado con regalados dulces, y así los comían muy despacio» (30v.)84. Emile Arnaud

83 Véase,

por ejemplo, Del Río Barredo, 1998, p. 144 y n. 46. Es legendario el combate naval que se celebró en el estanque de El Retiro con motivo del matrimonio de Felipe IV con Mariana de Austria: ocho galeras traídas del Mediterráneo, empavesadas y tripuladas por veinte soldados, con piezas de artillería 84

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ha señalado con mucho acierto que «sur ces desux fils conducteurs [la coronación de Olivares y la guerra naval], se greffent une autobiographie de Salas, une revue des divers genres littéraires et de leurs meilleurs représentants et ce que nous appellerons des exercises de style gratuits comme la description d’une aurore, celle d’une fontaine monumentale, etc…»85. El discurso octavo es, sin duda, el más interesante. Se narra el banquete de Apolo, su «Corte del Parnaso» (31v.), y su corona del Parnaso, que equivale, según el autor, a ser «docto universal de todas las ciencias» (32r.). Los comensales pasan al banquete de las musas, las mesas bien dispuestas, «sembradas todas las flores poéticas, lucidas y elegantes, de aquellas que no se había atrevido a abrazar el cierzo de la envidia» (33r.). Las opiniones de Salas no tienen desperdicio: «el salero en vez de sal estaba lleno todo de donaires y agudísimos chistes del siempre ingenioso y singular varón Luis Vélez de Guevara, porque en el Parnaso no se conocen otras salinas sino las de su felicísimo ingenio, cortés y cortesanos, pues sin injuria de nadie siempre admira, y siempre entretiene» (33r.)86. No hay platos para comenzar, «glotonazo lector», sino romances, décimas, redondillas, «y todo verso español de que Apolo comió con mucho gusto y dijo dos veces que aquel plato tenía grande sazón y gracia» (33v.-r.). Se sirven a continuación madrigales, canciones y tercetos, aunque Apolo «no se atrevía a comer tanto de él como del primero, porque no era tan fácil a la digestión» (33v.); le siguen traducciones griegas y latinas, citándose a Juan de Jáuregui y Gabriel Bocángel. Pero hay un plato que llama la atención de Apolo, porque el maestresala está haciendo un ruido tremendo intentándolo servir y ha roto ya dos cuchillos y un tenedor: son las comedias a naval de la época, y con una pequeña isla artificial improvisada en uno de los lados del estanque, donde se edificó un castillo de madera, papel y trapos, que fingió quedar deshecho al final de la batalla. Los monarcas brindaron su éxito con limonadas enfriadas con nieve, según las crónicas del momento. 85 Arnaud, 1977, p. 687; el contraste que hace Arnaud (p. 688) de este pasaje con La República literaria (1655) de Saavedra Fajardo o con La derrota de los pedantes (1789) de L. F. de Moratín me parece muy acertado. 86 Salas ya había elogiado a Vélez en los ‘Preliminares’ de su Elogio del… Juramento del Príncipe Don Felipe… Dirigido a la Señora Doña Catalina de la Cerda (Madrid: Miguel Serrano, 1608) en un soneto a la misma dama; en él, Salas escribe del poeta andaluz que «ni su espíritu noble busca y ama / el ídolo vulgar de la riqueza», y de su «alma heroica»; el soneto, junto a otros del autor, lo recoge Simón Díaz, 1968, p. 155.

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tramoya, que enfurecen al dios: «majadero, —dice al pobre maestresala— grosero, ¿comedias de tramoyas me servís vos en esta mesa siendo manjar sólo para los brutos? Decid, ¿con qué dentadura hemos de comellas, y después que calor de estómago bastará a digerillas?… Que no déis ninguna a persona humana —ni a los caballos siquiera» (33r.). Son, en fin, espectáculos intragables, montajes indigestos, aunque a Apolo le gustan algunas en particular, «enriquecidas con el ornamento peregrino de no vulgares galas», como las de no otro que Antonio Hurtado de Mendoza, «y sintiera mucho el ver que ha desamparado nuestras musas, sino considerara que se ocupa en ser ministro de más benigno y más luciente Apolo» (34r.); le siguen elogios a Mira de Amescua, Pérez de Montalbán, Calderón y Jerónimo de Villaizán como pilares del pequeño y selecto canon de dramaturgos vivos. El siguiente plato son comedias de capa y espada, lo que provoca un encendido elogio de Apolo en un tono casi de eucaristía: «Oh gran Lope, oh gran Lope, tú sólo entre todos los que tu nación Príncipe en esta arte, estas son verdaderamente comedias, y en ellas ha tenido esta poeta nobilísima elegancia, dulzura y facilidad admirables: su fama y su gloria serán inmortales, y yo le pondré en el número de mis más ilustres hijos, aunque entren en esta cuenta los griegos, latinos y toscanos» (34v.). Apolo se empacha de entremeses, y de las tragedias afirma que «las musas se habían valido del grande y singular espíritu de don Guillén de Castro, cuya rara virtud, peregrino ingenio, humilde modestia, y generosa nobleza aplaudió con singulares hipérboles». Llegarán luego la Historia, los autos (de los que destaca a José de Valdivieso), novelas y fábulas tanto en ve rso como en pro s a , e l ogiando a Pérez de Montalbán, y la poesía hero i c a , de la que selecciona la tripleta Esquilache-Francisco López de Zárate-Miguel de Siruela, para finalizar con un postre de epigramas jocosos y epístolas festivas. El recuento de la velada se documenta en una carta que se le da al autor para que él la transcriba en el texto final (con lo cual Salas se sitúa, muy humildemente, fuera del Parnaso). Coronas del Parnaso es un texto sintomático de las inquietudes que definen los primeros años del reinado de Felipe IV, al tiempo que actúa como barómetro de un intenso período de testimonios sobre el campo literario y el espacio que lo produce; un Madrid intensamente vivido que es testigo y catalizador de extraordinarios procesos de recepción y canonización literarios, y que da lugar a la plasmación de

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un tercer espacio en donde se yuxtaponen la mitología, la política, la etiqueta hecha palabra, el vasallaje social y cultural, la estética, y una retórica que mezcla lo jurídico, lo culinario, lo literario y lo filológico (a veces incluso con tintes paródicos, ya que no se debe leer el texto desde un prisma estrictamente serio)87. Al final, es el propio Salas el último en entrar en un canon inesperado, el de la posteridad: dado que su publicación es póstuma, el libro se abre con una interesante nota que lleva como epígrafe «Al lector, de un amartelado del genio del autor», y en ella habla de los méritos de Salas y su prestigio en los círculos literarios del momento: «favorecióle Frey Lope Félix de Vega Carpio en su Laurel de Apolo, el doctor Juan Pérez de Montalván en su Para todos, don Gabriel Bocángel en su Egloga de la Estafeta del Momo, y el maestro Valdivieso en muchos de sus libros». Como resultado, la situación de cada poeta dentro de este campo de fuerzas se define, como indican estos ejemplos, por relaciones de oposición o alianza con respecto a otros miembros del mismo terreno. En ocasiones, lo que no logra conseguirse por medio de la acción individual se lleva a cabo a través de la escritura, con «Parnasos» que se encargan de situar a cada escritor en su sitio; a veces, como pasará con Lope o Salas Barbadillo, la necesidad de reconocimiento hará que se canonicen miembros del gobierno de escaso talante artístico y, a través de un cierto vasallaje servil, incluso el mismo Conde Duque será laureado en este espacio simbólico.Texto y laurel, escritura y vasallaje serán procesos fundamentales en la configuración de un ámbito nuevo de luchas por permanecer en el centro de un círculo en donde se unirán lo material y lo simbólico para plantar así las semillas de lo que hoy conocemos como «clásicos». Pero el espacio recreado en este extraordinario documento no es sino una de las muchas proyecciones imaginarias del período, a camino entre lo real y lo soñado, lo sufrido y lo anhelado. Más cruda será la realidad filtrada en otros muchos testimonios de estos años, con recreaciones paisajísticas ausentes de todo com-

87 De hecho, más adelante el mismo Salas, acaso alejándose un poco de esta retórica tan gratuita, dirá que «Marcial, habiendo entendido que Apolo concurrió en el concepto con el vulgo, hizo un epigrama con él, siéndole fácil a su agudísima inventiva buscar otro: mas tanta es la adulación con que se sirve a los Príncipes, que el ingenio que es libre, se hace siervo, y ofendiendo a su dignidad, los lisonjea» (8r.).

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ponente escapista pero no exentas de una captación rica en matices y detalles. Los cinco capítulos que siguen pondrán a prueba los sentidos en un recorrido urbano saturado de estímulos.

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II ESCRITO AL OÍDO: TRÁFICO ESPECTACULAR Y PÁGINAS RUIDOSAS

... que me dan gritos las calles de Madrid Antonio Liñán y Verdugo, Guía de avisos

El tráfico humano marca el dinamismo de toda gran urbe, y la ciudad del xvii no resulta excepcional en este sentido; en este sentido, el del oído, quizá el más discriminante, sometido siempre a una corriente continua de vibraciones, se conjugan innumerables estímulos de manera simultánea, pero el silencio, tan sensorial también, se saborea poco en este Madrid en movimiento. Los textos dramáticos, precisamente escritos para hacer ruido, nos informan sobre todo aquello que se oye, que se escucha, que se transmite a voces o se susurra, que se vuelca de manera abierta o se sugiere, que se cotillea o que se calla. Y esta cuidad de fondo, este «tablado inmóvil», se torna entonces en un largo documento que nos cuenta de aquello que se mueve, de los ruidos naturales, de las armonías del paisaje, y de las estridencias de la cultura, de los golpes innecesarios, los estruendos de la materia, de la mano que traduce. El cruce de caminos, la creación del emblema, nunca resulta discreta; la transición de espacio a sitio es una transición de tráfico espectacular y páginas ruidosas. Madrid suena. Suenan los comerciantes en las esquinas, las mujeres en la cazuela, los vendedores de aloja; suenan los duelistas en la Huerta de Juan Fernández, la madera de los carruajes contra el empedrado, el sonido intermitente de las orillas del Manzanares. Hacen también ruido los bañistas, las aguas de las fuentes más visitadas, el relinchar de los caballos; se oye de vez en cuando el viento, el golpe de la lluvia, el péndulo de las ramas en los paseos por el Prado. El alboroto urbano se vive también en lo que se va creando: el impacto del eco en

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lo estrecho de las calles, el atasco humano y animal, incluso suena el polvo de los carromatos. Sabemos también por muchos textos que se van construyendo nuevos portales, iglesias, monumentos. La comunicación del madrileño se hace vertical, se amplía el radio y se alargan las distancias: suenan la piedra, el barro, el agua de los charcos; la famosa «¡agua va!», y la noche que crea su propio idioma; suenan los jóvenes poetas con sus cacofonías y su alambicamiento. Se oye, finalmente, la música, las rondas, el teatro; el teatro que dobla así este sentido espectacular de lo urbano, en sus plazas, en sus corrales, en sus palacios. En los desquites del alba (en duelos de alcohol y pendencias de juego), en los rumores del mediodía (desde las gradas, plazas y espacios para la noticia), en los paseos de la tarde (en coches y calesas) y en las escapadas nocturnas (en oscuros interiores y silenciosos encuentros) se fraguarán en las siguientes páginas las horas del día matritense; veremos así como sus creadores rescatan los ruidos urbanos y devuelven a Madrid su sensualidad auditiva, su naturaleza bulliciosa, su derecho a erigirse como una ciudad que se oye, que estimula, que suena.

1. De Madrid al... texto: avisos, sucesos y la celebración de lo cotidiano ... con haber comentadores en Madrid más que vecinos... Rojas Zorrilla, Sin honra no hay amistad

Madruga la pluma en esta Villa insomne, da paso el amanecer al día, y con él los ruidos de la ciudad van ocupando cada esquina. La expresión estética se encarga de captar el bullicio de una comunidad en continuo movimiento, en la que el carnicero, el alguacil o la beata pueden amanecer escuchando las espadas de los duelistas tras una noche de excesos etílicos o desavenencias en el juego. Como parte de los envites de este Madrid que también es inhóspito y peligroso, estos ámbitos furtivos e improvisados resultan de gran atractivo para la creación estética, que los resuelve en episodios no exentos de un carácter preventivo; conscientes de su enorme capacidad de sugestión, numerosas comedias informarán a la audiencia teatral de los asaltos en el Prado de Recoletos y la Huerta de Juan Fernández que, por ser un

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lugar apartado, era el favorito de los duelistas tirsianos (véase la comedia homónima)1, calderonianos y de otros comediantes del tiempo; dos de las piezas más madrileñas de Rojas Zorrilla exploran esta «costumbre» tan teatral: en No hay amigo para agravio el autor convoca al amanecer a dos galanes enfrentados, marcando el recorrido que hace don Clemente desde la calle del Prado hasta el templo de los Trinitarios (situado en la esquina que formaba el final de la calle del Prado con la de Huertas, casi frente a la Torrecilla de música y próximo al Prado de Atocha), «a la vuelta de esas tapias / que son los Trinitarios Descalzos»; y en el primer acto de Donde hay agravios no hay celos y amo y criado un espadachín amenaza a su rival advirtiéndole que «aquí al lado / de los Padres Recoletos / pues quiere reñir, le aguardo». Pero no siempre debe tratarse de «agravios»: estos mismos parajes se rescatan en el segundo acto de la pieza calderoniana Los empeños de un acaso, la cual pone en boca de un galán el siguiente reto: «y para ver si cumplís / aquella grande promesa / de sustentarlo en el campo, / vengo a pediros que sea / detrás de los Recoletos. / Lugar preferido de los duelistas», que recuerda las palabras de don Félix en El escondido y la tapada cuando éste se queja de «la necia ley del duelo», marca de censura en un Calderón muy bien informado y no menos experto en lides de juventud, pero cuya fascinación por el brillo de estos ambientes deja filtrar un cierto pesimismo. Se entabla así una intere s a n t e relación con la audiencia del corral, a la que se informa —y al mismo tiempo previene— de un nuevo territorio inaugurado sobre el ya existente, un espacio palimpséstico de tachaduras y reescrituras cuyas características varían según el momento del día. La comedia confirma de este modo la nueva gramática de un espacio que se convierte entonces en la trastienda, en el margen peligroso de los entornos primaverales que estas mismas piezas canonizan. Una novedosa e inhóspita alborada condimenta entonces las tramas de estas ficciones urbanas, al tiempo que se advierte de las consecuencias que dos de las mayores lacras del siglo —el juego y el alcohol— provocan en los habitantes de la Corte (la creación de nuevos léxicos es, por tanto, inevitable: garitero que prepara las barajas hechizadas o com-

1

La adquisición del terreno, elevación de la casa y construcción de los lavaderos a cargo del famoso personaje se recogen en un reciente trabajo de Lopezosa Aparicio, 1996, en el que además se incluyen interesantes citas de la pieza tirsiana.

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puestas para el fullero, el cierto que llevaba las barajas combinadas, el rufián que las recogía terminada la partida para que no se enterasen del engaño, el doble o enganchador, que atraía al bueno hacia el garito, o el entretenido, cerca de la persona que jugaba, y que levantaba muertos)2. La violencia que generan estos espacios alternativos da lugar también a una nueva retórica que, en cierta manera, poetiza como puede los «golpes», el impacto literal y figurado que tienen estas desviaciones en la vida del urbanita: Salas Barbadillo, por ejemplo, escribe en Don Diego de noche que «a un mismo tiempo tira estocadas de vino y acero: las del acero son causadas con las del vino, y hace más daño con las vinosas que con las aceradas, porque las unas apestan y las otras entretienen»3; y Lope, a quien se le atribuye la comedia-denuncia Las pérdidas del que juega, escribe en Las flores de Don Juan (I, viii) que «como el sacar los aceros / con el que diese ocasión, / así el jugar es razón / con quien trajere dineros»4. Estas «estocadas» nocturnas del juego y del alcohol (pues era común que las barajas se guardaran en el bolsillo de la chaqueta y se sacaran para el juego improvisado como quien saca un arma) acaban por manifestarse, al final de la noche, en unos duelos que no son vistos como marca de masculinidad y valentía, sino más bien como metonimia de un Madrid en continua y sorprendente evolución, en donde la violencia se torna en acto fugaz e improvisado, en un azar más del paisaje. Se fijan así una serie de ruidos emblemáticos y familiares, que se exploran y condenan como síntomas de los nuevos tiempos a través de la imagen unificadora de la «estocada» y de todas sus connotaciones negativas: lo rápido, lo furtivo, lo cobarde. Con ello, el amanecer se convierte en un territorio-bisagra situado entre dos cronologías que se subrayan continuamente por las letras barrocas en la formulación del claroscuro material y simbólico: la noche y el día, y con ello la oscuridad y la claridad, el silencio y el ruido, la rectitud y el vicio. Pero en este mismo intersticio que es habitado por dife-

2 Se da cuenta de este submundo urbano en la pieza de Lope El castigo del discreto, Ac, N, IV, 186b. 3 Salas Barbadillo, Don Diego de noche, 1944, p. 43; cursivas mías; Lope alabará el ejercicio de la esgrima como gimnasia y técnica en La esclava de su galán; R, II, 500c, y elogia al famoso esgrimidor Jerónimo Sánchez Carranza en Los locos de Valencia, R, I, 115a. Lo cierto es que la tradición se remonta al siglo XII, y pasa por la obra fundamental de Jaime Pons, Pedro de la Torre y Pedro Moncio. 4 Se desarrollan estos presupuestos en García Santo-Tomás, 2002.

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rentes prácticas, los límites de tales dicotomías se diluyen hasta desaparecer completamente, ya que tanto la noche como el día acaban por ser escenario de todo tipo de conductas. Al escribir la comedia sobre este «espacio vacío» poblándolo de nuevas posibilidades, se incita también a reformular el resto de las actividades que habitan el resto del día: cualquier momento es bueno para la táctica urbana. El abrir los ojos en esta amanecida urbana es, por tanto, un ejercicio dobl e : l a «Babilonia» de Madrid no es tan sólo una aglomeración de idiomas, sino también una yuxtaposición de códigos y signos. Son éstos los primeros «golpes» del día, mas no los únicos de la mañana, asumida entonces como proceso de construcción e inauguración de lenguajes. Los duelos son tan sólo el inicio de la acústica diaria y de un bullicio que se retrata con tintes de admiración o de censura, y que casi siempre definen a una ciudad en continua reformulación; así ocurre, por ejemplo, con otro estruendo igualmente significativo, el de la piedra en su tránsito de lo natural a lo cultural, modelada y modulada por los cambios urbanísticos que rodean las iniciativas geopolíticas de la primera mitad de siglo. El carácter monumental de la arquitectura madrileña, que parecía habernos llegado como un todo uniforme, ya terminado, majestuoso en su altura, es tan sólo la cara iluminada —y acaso menos interesante, por obvia— de esta Villa literaria. Sin embargo, y como indica David Ringrose, apenas se ha estudiado el estatus social de los maestros de obras, contratistas generales, canteros y trabajadores no especializados, «que se empleaban a miles para construir los palacios, las iglesias, los conventos, las casas de vecindad [...] otra faceta numéricamente grande de la vida madrileña ligada sólo muy tenuemente a la sociedad jerárquica imaginaria plasmada en le ceremonia civil»5. Por ello se debe acudir también a otros retratos menos conocidos para rescatar así una demografía no tan ilustre de maestros de obra (categoría que agrupaba tanto a arquitectos como a ingenieros de estructuras), albañiles, carpinteros o peones de construcción que son, a fin de cuentas, los que trabajan la piedra que luego, ya pulida, se canta en pulidos versos. Lope se fija en ellos y, a través de la pueblerina Inés —ojos periféricos, pero más limpios y receptivos ante lo nuevo— comenta en La villana de Getafe que «si el vulgo llama ángeles los albañires, [sic] / de los que

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En Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], p. 188.

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tiene, y muy bien, / Madrid se puede alabar, / pues que por todo el lugar / tantos ángeles se ven», y lo mismo hace décadas más tarde Francisco Santos en Día y Noche de Madrid, cuando menciona el estruendo urbano que satura los sentidos, con continuas alusiones a la construcción de nuevas casas que le sirven al autor, mucho más desengañado que el Fénix, para esbozar una muy abierta crítica social a lo que se entiende por «chapuza» (en su doble acepción de trabajo mal hecho y «apaño» de poca dificultad técnica): «pues no todos son del arte que les da de comer, —dirá Juanillo— que aquí hay maestros de la albañilería y carpinteros que llaman de obras de afuera, y otros que llaman peones, que son los que amasan el yeso de los albañiles; y en sabiendo tirar cuatro pelladas, luego son maestros, y juegan de dórico y compuesto, siendo ellos los simples de que el compuesto se hacen»6. La tradicional asociación entre identidad y arquitectura, que tanto rendimiento había dado en fachadas, blasones, túmulos o tumbas, tendrá como contrapartida este orgullo absurdo del peón ante su estilo personal, su compuesto mal concebido. El contraste entre uno y otro, no obstante, resulta significativo: mientras que en el personaje de Lope se vive todavía una cierta querencia —cantada desde la periferia vallecana, entonces lejana y diferente— ante lo moderno de otra cronología, de otra velocidad de cambios y de otro universo, la insatisfacción de Santos es ya síntoma de una ciudad sin orden ni concierto, pretenciosa y también decadente. Como metonimia de su propio esfuerzo, el albañil ha dejado paso al peón, y se ha pasado de ángel a simple; la escritura como registro de vida, traicionada ya por su propio entorno, ha quedado desprovista de su propia razón de ser, y la celebración se ha hecho denuncia. La intersección de estos «despertares urbanos» me sirve para dar entrada a uno de los aspectos sobre el Madrid de los Austrias que menos se ha contemplado por la crítica, y que concierne a la plasmación estética de las relaciones entre escritura, urbanidad y urbanismo. La captación del ruido urbano se lleva a cabo en toda clase de registros —teatro, novela, poesía, crónica, pragmática— y mediante diferentes lenguajes, pero en muchas ocasiones estas mismas ficciones no sólo registran el bullicio espontáneo de lo urbano, sino que tam-

6 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 74.

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bién dan cuenta de lo que se está contando sobre la ciudad y sus habitantes; así ocurre, por ejemplo, con Lope hablando de Inés hablando de Madrid, es decir, escribiendo de la «escritura» del espacio, entendida como inscripción oral o escrita. Por ello, en un recorrido sobre el oído urbano, me parece fundamental el estudio de cómo, cuándo y porqué determinadas creaciones reproducen (y al mismo tiempo comentan) el Madrid narrado, cotilleado, divulgado, explicado o celebrado en su cotidianeidad y en su efeméride; cómo la escritura recoge y manipula lo ya inscrito previamente por otras voces: se «escribe» la ciudad al ser diseñada por arquitectos y arbitristas, al construirla, al destruirla y al rehacerla por peones y albañiles, al ser poblada o despoblada por d i f e rentes comunidades que dan este carácter de «Babilonia», de «madre», de «proceloso mar» ya comentado. Y toda esta caligrafía proyecta su propio eco de acuerdo al impacto que ejerza sobre propios y extraños, según he señalado en las crónicas de viaje o diarios extranjeros, o en celebraciones locales plasmadas en versos, refranes, léxicos marginales o intrépidas metáforas. La sensación que se tiene al leer los testimonios de la época es que el espacio cambia de un día a otro, y con ello la consiguiente percepción literaria. Por ello, muchas de estas piezas nos hablan del tráfico de información de una ciudad en la que, «como a porfía, / amanecen cada día / tres cosas hasta las pruebas: / mudanzas, arbitrios, nuevas», según nos cuenta el mismo Fénix en ¡Ay verdades, que en el amor...! En este aspecto resultan fundamentales algunas de las crónicas del momento, como son los Anales de Madrid (1598-1621) de León Pinelo, la Guía de avisos de forasteros que vienen a la corte (de hacia 1620) de Liñán y Verdugo, los Avisos de José Pellicer (1639-1644) o los Avisos de Jerónimo de Barrionuevo (1654-1658), interesantísimas confluencias de discursos en donde conviven una retórica de canonización histórica con la anécdota cotidiana, la celebración con el consejo. El caso de Pinelo, por ejemplo, es paradigmático en cuanto que su obra continúa, según confiesa él mismo, la ilustre tradición académica de Gonzalo de Céspedes y Meneses7, celebrando así en sus Anales, por dar tan sólo algunos ejemplos, la entrada pública de Felipe IV el 9 de mayo de 1621 «pasando desde San Jerónimo a Palacio», en donde «las

7 Así lo confiesa en Anales de Madrid (desde el año 447 al de 1658). Trascripción, notas y ordenación cronológica de Fernández Martín, 1971, p. 253, insistiendo en el

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calles estuvieron riquísimamente vestidas, y casi toda la distancia por uno y otro lado acompañada de tablados», o la muerte de don Rodrigo Calderón, quien, «luego que supo de la muerte del Rey Felipe Tercero, tuvo por cierta la suya, y así lo dijo»8. Esta reescritura urbana (en la que no falta el toque personal del creador), es lo que otorga a la urbe su carácter de leyenda viva, forjada mediante nuevos estímulos auditivos que seducen al madrileño de a pie: la procesión ostentosa en 1623 por el Corpus Christi, con «atabales y trompetas», o el incendio del 7 de julio de 1631 en la Plaza Mayor, el entierro de Lope, narrado con todo detalle, las máscaras de 1637 celebradas a lo grande con chirimías, trompetas, clarines y atabales, o la famosa fiesta de la Condesa de Olivares en 1637, donde «se oyeron tres ternos de excelente música», conforman esta canonización de Madrid9. A propósito de esta retórica tan particular, Lisón Tolosana ha escrito que estas «narraciones etiológicas, mitos fundadores y leyendas más ritualizaciones periódicas (juramentos, unciones regias, investidura de armas, coronaciones, procesiones y fiestas monárquicas) colmaban el universo cultural al que recurrirán como a grito de guerra en momentos de crisis, interferencias y fracasos»10. Pero, en este enorme espacio de posibilidades en que se convierte el ámbito urbano, la muerte merodea tanto en silencios como en estruendos, no sólo en los duelos de madrugada, sino en crímenes que alimentan la leyenda madrileña y anuncian un nuevo carácter «serio» de historiador de su maestro, y confesando al mismo tiempo su condición de «analista», acaso de menor prestigio; véase, a este respecto, Gonzalo Céspedes y Meneses, Primera parte de la historia de D. Felipe el III, rey de las Españas, 1631. Importante para Pinelo es también la publicación en 1637 en Madrid del Diálogo compendioso de la antigüedad y cosas memorables de la noble y coronada Villa de Madrid de Rodrigo Méndez de Silva, que anuncia en p. 312. 8 Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, pp. 235-236. 9 Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, pp. 284-285, 303-304 y 308-310 respectivamente. 10 Véase Lisón Tolosana, 1992, p. 51. Sobre puertas y desfiles y sus entradas y salidas, existe un librito muy breve de Boix, 1927, de interesante consulta. Quintana, Historia de la antigüedad, nobleza y grandeza de la villa de Madrid, ed. Hervías, 1954, comenta la Puerta de Balnadú en pp. 67-69. El desarrollo urbano tiene en Pinto Crespo y Madrazo Madrazo, 1995, un testimonio de obligada consulta que completa al ya clásico Topografía de Madrid, descrita por don Pedro Texeira en el año 1656; lo estudia Mesonero Romanos en El antiguo Madrid, tomo I, pp. 56; lo comenta también más tarde Martínez Kleiser, 1926, como prólogo a estudios posteriores que han tenido a dicho plano como punto de referencia; véase Molina Campuzano, 1975 y 1960.Véase

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subgénero narrativo11. El mismo Pinelo lamenta así la muerte del Conde de Villamediana (el 21 de agosto de 1622) y de don Fernando Pimentel, hermano del Conde de Benavente un mes más tarde («díjose haber sido el agresor un deudo suyo», escribe el cronista), para después escribir que, el 25 de julio de 1631, «a las once de la noche unos mozos mataron al Marqués del Valle», y que el 20 de febrero de 1632 «por la mañana hallaron muerto a puñaladas a la puerta de la iglesia del hospital de Antón Martín al Conde de Villamor, sin que se supiese el matador ni la causa»12. Con razón comentará Liñán y Verdugo que «en el gran mar se cría el gran pez», ya que, en este mar de Madrid, no hay pez que se encuentre a salvo de las más negras fortunas, retratadas en silenciosos crímenes o en «sonadas» traiciones (Pinelo, en concreto, se vuelve particularmente impreciso en el registro de estas noticias)13. No sorprende por ello que en estos mismos años de turbulencias y cambios de poder se publiquen una serie de novelas que retratan el Madrid de Felipe III en toda su incertidumbre, anunciando también lo que se avecina en años posteriores: las Novelas morales (1620) de Diego de Agreda y Vargas, el Lazarillo de Manzanares, con otras cinco novelas (1620) de Juan Cortés de Tolosa, la Guía y avisos de

también Hernández, 1995, p. 36 para cuestiones de Estudios Reales de San Isidro, festejos, etc. y nota 92; Madrazo y Pinto, 1991. 11 La violencia que genera el estruendo de un animal salvaje en la vía pública (léase, por ejemplo, el efecto que produce la anécdota que se nos cuenta en Entre bobos anda el juego, con el toro que se ha escapado de la Plaza Mayor y que huye hacia el Manzanares) merece un estudio independiente que analice el contraste entre lo natural y lo cultural, o la inserción del rural en el espacio urbano, por dar tan sólo dos sugerencias. 12 Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, pp. 243-44, 284, 287 respectivamente. Parte integral del aspecto más morboso de esta «sociedad del espectáculo» la provocaban los reos a muerte exhibidos en la plaza pública, como en El Caín de Cataluña de Rojas Zorrilla, «con los ministros del rey; / y luego como a un virrey / lo reciben con campanas; / y cuando esto llegue a ser, / sacan a un hombre a pasear, / y las damas del lugar / todas le salen a ver». 13 Guía y avisos de forasteros que vienen a la corte, ed. Simons, 1980, p. 22; lamenta el autor que «baste las lástimas y desgracias que vemos y lloramos cada día en este mar de Madrid, y en esta su confusión de naciones, y un mundo abreviado, en la población, en gente inadvertida y poco experimentada, por haber dado en semejantes vacíos con la desdichada navegación de sus mal mundadas pretensiones, negociaciones y venidas a esta Corte bien excusadas, de quien fueron desastrados e infelicísimos

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forasteros que vienen a la Corte (1620) de Maximiliano de Céspedes, la Guía y avisos de forasteros (1620) de Antonio Liñán y Verdugo y otros muchos libros de este trienio advierten también de los «peligros de Madrid»: Salas Barbadillo en Casa de placer honesto (1620), Lope de Vega en Las fortunas de Diana [en La Filomena] (1621), S u á rez de Figueroa en Alivio VII de El pasajero (1621), o Francisco de Lugo y Dávila en Teatro popular: novelas morales (1622)14. El tráfico de noticias se convierte, en este sentido, en uno de los fenómenos más relevantes del Madrid premoderno. Los valores sensoriales del ámbito urbano producen una dinámica centrífuga mediante la cual la información que se genera en el centro del Imperio se va transmitiendo, a través de los diversos ecos de la escritura, hacia un perpetuo exterior; pero también ocurre lo contrario, ya que la novedad procedente del exterior se recibe, manipula y distribuye por todas las esquinas del entorno madrileño. Ambos procesos centrípetos y centrífugos los recoge Lope en un fragmento de su comedia La prueba de los amigos que considero fundamental, porque en él logra, con gran maestría, comunicar este sentido de simultaneidad que resulta tan importante en todo proceso de circulación: Aquí hay juego, aquí comedias; aquí esgrima y valentía; la música todo el día y noches que llaman medias. Aquí viene el alcahuete, la dama busca al galán; aquí los celos se dan; aquí se muestra el billete. Canonizan de discreta

principios el haber hospedádose en casas de gente viciosa y distraída, entre vecindad y barrios de mujeres livianas, u hombres sobrados, quimeristas y embusteros…» (p. 65). 14 Estas «ficciones» conviven, como es sabido, con otras narraciones de talante oficial cuya lectura me resulta imprescindible; para el reinado de Felipe III, un recuento interesante de primera mano es el ya conocido de Cabrera de Córdoba, Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España desde 1599 hasta 1614, 1997; para el gobierno de Felipe IV, remito al interesantísimo libro de Quintana, Historia de la antigüedad, nobleza y grandeza de la villa de Madrid, ed.Varela Hervías, 1954.Véase también el estudio de Herrero Salgado, 1967.

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a la que está en buen conceto; aquí registra el soneto el siempre pobre poeta; aquí se retrata de Flandes; hay nuevas de todo el mundo, y dél y del mar profundo se cuentan mentiras grandes. (cursivas mías)

La «noticia» lopesca tiene entonces algo de periodismo y de oferta turística, al tiempo que la repetición del deíctico «aquí» remite igualmente a una cualidad escénica que anuncia la existencia de lo cotidiano y lo maravilloso, conviviendo en una efímera secuencia temporal que muestra que todo es posible en este bazar madrileño. Frente a lo predecible y limitado del espacio rural, la Corte se dibuja entonces como el marco de infinitas verdades y mentiras, como territorio de todos los idiomas orales y escritos, como espacio de lo maravilloso. Pero, como rezan los tres versos últimos, nos encontramos también ante una entretenida ficción, ante la existencia de noticias que se comentan en la ciudad, centro metropolitano que absorbe y redistribuye la información continuamente15. Esta captación de la novedad se cultiva en una serie de espacios paradigmáticos que han sido muy bien captados por la expresión estética, tanto en pintura como en escritura o en música16. Lo efímero de la cultura oral compartida es, paradójicamente, la cualidad estable de la identidad madrileña, y de su existencia se encargan, de manera exclusiva, muchos de los testimonios literarios del momento.Así ocurre con el fenómeno del cotilleo, fuente importante para conocer los entresijos de una vivencia madrileña que se difunde, por ejemplo, en noticias, avisos, relaciones o teatro breve. Son por ello frecuentes las escenas, tanto en teatro como en la narrativa, de criadas y alcahuetas, pisaverdes y correveidiles recorriendo calles

15 La Plaza Mayor es, en este sentido, uno de los lugares emblemáticos; Kennedy, 1944, ha escrito sobre las visiones literarias de la famosa plaza, al igual que Simón Díaz, 1967; véase, como complemento, a Escobar, 2003. 16 Música que va construyendo cartografía urbana: el Sainete de las calles de Madrid por Francisco Bernaldo de Quirós; el Baile de igual título de Calderón o de Moreto (no se sabe quién lo escribe); el Entremés famoso de las calles de Madrid, por Quiñones de Benavente; el Patán de Carabanchel de Sebastián Sánchez Manzano; el Sainete del Callejón del Infierno, etc. etc.

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y plazas, estableciendo trazados que informan al lector o audiencia de nuevas formas de conexión o ruptura de territorios contiguos. La relación de espacios resulta entonces tan importante como su propia localización geográfica, no sólo desde su misma ocupación, sino también desde algo que ya se daba en los recorridos prostibularios de la vieja Celestina: el infinito trazado de conexiones entre lugares, la ruta y exploración de nuevas relaciones, el entramado de trayectos. Así, los cruces de avenidas serán espacios de holgazaneo, de encuentros fortuitos aptos para la charla y lo trivial, palabra cuya derivación, como ha señalado Ross Chambers en su sugerente libro Loiterature, deriva precisamente de trivium, «which must have been opposed to the quadrivium somewhat as the three-way crossing is opposed to more «normal» and «straightforward» four-way crossroads»; por ello, no sorprende el hecho de que «three-way crossings weren’t places for triumphal arches and noble monuments; what flourished there were taverns and brothels and gambling dens»17. El teatro calderoniano, por dar tan sólo un caso, aporta innumerables ejemplos que nos presentan un panorama urbano en movimiento, de paseos nocturnos de criados y galanes en piezas como Casa con dos puertas mala es de guardar o El astrólogo fingido, en donde el galán Antonio va a las cuatro esquinas de la Calle del Lobo y a la del Prado, auténtico «mentidero / de varones ilustres» (vv. 1811-2), y en donde el criado Morón comentará que «trompa de metal, / la voz de un criado es, que hablando en el Lavapiés / le han de oir en Fuencarral» (vv. 857-860)18. Si la alborada se constituía como el espacio palimpséstico de lo posible, el mediodía —cruce de caminos y ocasión de asimilar toda la información acaecida durante la mañana— se suele reproducir en estos mismos textos como el momento de unificar y traducir lo hete-

17

Las citas provienen de Chambers, Loiterature, 1999, p. 7-8 (el mismo título del libro ya juega con la combinación del término obvio de ‘literature’ con el sugerente ‘loiter’, que alude a «pasar el rato, holgazanear» y que trata precisamente de eso, del efecto placentero de la digresión como mecanismo literario y —en última instancia— vital). 18 Metal que, por cierto, nada tiene que ver con el que comenta Zabaleta cuando hablando de la plata, dice que este metal es muy puro, mucha pureza de costumbres deben tener los ancianos. Es de mucho peso, mucho peso han de tener las acciones de la vez. Es de muy canoro sonido; las palabras de los viejos han de tener siempre el sonido de alguna virtud, con esto será siempre agradable. Uno de los

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rogéneo a lo homogéneo, en la confluencia de espacios y tiempos que hacen de lo externo lo propio, de lo ajeno lo familiar, de lo pasado lo presente. Lope escribe en La villana de Getafe que «nuestra vida pasa ansí: / levantarnos a las ocho, / tomar en vino un bizcocho, / oír misa, y desde allí / a Gradas, a negociar; / y en tocando a mediodía, / comer con poca alegría...», haciendo constancia de cómo las gradas madrileñas se convierten en una de las encrucijadas por excelencia, y con ello en centros de reunión en donde se comentan todo tipo de noticias, hasta el punto de que «la llamada ‘opinión eficaz’ —escribe S u á rez Miramón— se fraguaba muchas veces en este centro de habladurías, rumores, y noticias apócrifas que constituían, incluso en el terreno político, la mayor crítica de la época»19. Son típicos los chascarrillos circulados y canonizados en el mentidero político de las Losas de Palacio, las gradas de San Felipe o en el famoso «mentidero de los representantes» en la calle del León, que sin duda fueron tan populares como la zona frecuentada por la farándula teatral que iba de Atocha y Huertas al Prado y a la calle Príncipe. De esos mentideros, a los que se iba los domingos por la mañana después de misa para conocer las últimas noticias que luego se difundían en «casas de conversación», casinos y cervecerías entre juegos, ruido y aloja, saldrán muchas de las leyendas madrileñas más conocidas y comentadas. La confluencia de estas arterias será suficiente para aprender todo aquello que resulta necesario en la supervivencia cortesana: en Antes que todo es mi dama, por ejemplo, Calderón escribirá que «un mes en Madrid viví, / siendo estancia de mis pasos / las Gradas de San Felipe / y las Losas de Palacio», acaso como promoción de esta verdadera «universidad popular», de este centro de cultura oral20. Importante cruce de información resultará entonces el Mentidero y las Gradas de San Felipe; en Abre el ojo, de Rojas Zorrilla, se ensaya la comedia (que

exámenes de la plata es el ruido que vuelve: ruido suyo sin limpieza la acusa de falsa; canas falsas son las de aquel en cuya boca se oyen palabras sin limpieza; tiene el color de los años, no el sonido de la madurez; ver Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, p. 328. 19 Ver Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, pp. 353, 356-357. En Abre el ojo, cuando Cartilla se entera de que Clara se ha mudado a Huertas, dirá que «Faltábale de cursar / de la calle de las Huertas / la docta Universidad». 20 Remito, para ésta y otras cuestiones menores, a Arco y Garay, 1942, pp. 760761, y al interesante trabajo de Alvar Ezquerra, 2000, pp. 151-168.

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luego se representará por la tarde) en el Mentidero de los Representantes, sito en la Calle León, en la confluencia con la del Prado, ocupando las calles de Francos y Cantarranas (hoy Cervantes y Lope de Vega) llegando hasta la de Huertas: «yo voy / al mentidero a ensayar / una comedia que ha escrito / un amigo», nos dice uno de sus protagonistas. Los ensayos se hacen entonces por la mañana y a hora temprana, pues se citan a las once como muy tarde, ya que quieren conseguir un banco en el corral «para poder murmurar» (de estos mismos murmuradores se queja Rojas cuando dice que «Madrid, maldito l u g a r; / ¡qué lenguas, fuego de Dios!»). Se fomenta así una «madrileñización» de enorme relevancia, al tiempo que se abren nuevos espacios de entretenimiento y ocio que van más allá del recreo matutino: Rojas hablará de Las Gradas de San Felipe en la Calle Mayor como entornos de paseos vespertinos en otoño e invierno, en concurridos tránsitos que exhiben el coche para lo que algunos llaman «hacerse rara», demostrando que, para la nueva mujer urbana, lo más preciado es su afán de originalidad, desde el momento en que las mujeres «traen con ruido / el talle muy bien prendido / y muy suelta la persona» (cursivas mías). Esta nueva voz femenina anuncia así, a través de la oposición «prendido / suelto», la noción de un «lenguaje silencioso» por parte de la semiótica de la ropa y la dignidad que con ella se consigue. Pero estas encrucijadas funcionan también como lugar de encuentro y citas de todos cuantos llegan a Madrid y quieren darse a conocer, como los viajeros extranjeros, comerciantes o soldados, caracterizados por su verbo fácil y su tendencia a la mentira (no en vano, será moneda de uso la frase «hablar más que los soldados de Flandes»). En este sentido, uno de los más interesantes ejemplos es el entremés «La lonja de San Felipe», incluido en la segunda entrega de El caballero puntual (1619) de Salas Barbadillo, que supone tan sólo un botón de muestra en la extraordinaria galería de arquetipos madrileños de su producción literaria21. El entremés narra, en nota cómica, el encuentro en las conocidas gradas de dos primos, don Fernando y don Pedro, con un soldado llamado Manrique. Salas vuelca una serie de cotilleos que van saboreando los tres personajes: en un principio, los dos galanes

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242.

Lo comenta Brownstein, 1974, pp. 100-101. La pieza se encuentra en pp. 223-

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incitan al soldado charlatán a hablar y hablar, saliendo de éste algunas opiniones disparatadas que dotan a la pieza de su carácter cómico al tiempo que informan al lector de algunas verdades de la sociedad del momento. La lonja se define como «teatro es de apacibles entremeses», es decir, pequeñas estampas de gente que pasa ocupada en sus cosas frente al ocio improductivo de estos vagos, que se convierten en testigos y comentaristas de las escenas de vida que se despliegan ante ellos. Manrique es definido como «soldado mal trapillo» porque va mal vestido; siguiendo con la imaginería de la esgrima, Salas lo define como «de la lengua espadachín», ya que su poderío está en la palabra y no en las armas, y lo cierto es que la pieza es, entre otras cosas, una extraordinaria reflexión sobre el lenguaje como manipulador de una realidad cuyos referentes pueden ser incluso ficticios: «sí, porque el tiempo está muy a propósito, / tanto, que con mediano ingenio y arte, / puede un hombre mentir en cualquier parte» escribe Salas22. El soldado se ríe del ropero, a quien ve pasar y del que se esconde, ya que le debe dinero; se jacta de los bodegoneros a quienes también debe; se burla de los calvos, a los cuales dedica una serie de conceptismos, al igual que de las viejas que prostituyen a sus hijas, o incluso de un mohatrero. Tanta jactancia parece irritar al propio Salas, que castiga a este miles gloriosus al final de la obrita cuando viene el alguacil a prenderle «porque aquí pasa ocioso todo el día». La pieza de Salas es tan sólo una entre varias, pero resulta interesante por lo que informa sobre la cultura oral de este Madrid del primer tercio de siglo a través de las noticias compartidas, de la posibilidad de una suerte de periodismo no escrito, y de la necesidad de castigar este tipo de ocio improductivo. La grada es así lugar de acceso público, en donde confluyen todo tipo de clases y profesiones, y en donde se realiza un intercambio cultural de enorme trascendencia. Es también lugar de descanso y observación, entorno pasivo frente al movimiento observado, lugar para ver más que para dejarse ver, y gracias a ella la literatura se sirve para condenar hábitos perniciosos, redoblando la noticia ya existente y escribiendo sobre lo ya inscrito; pero, sobre todo, en territorios que anuncian la complejidad de la acústica diaria y su asignación a determinados espacios y cronologías. Espacios que, durante el resto del día, se van haciendo cada vez más cacofónicos, más satu-

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Brownstein, 1974, p. 226.

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rados, y más aptos para la imaginación de nuevas tramas literarias y arquetipos urbanos.

2. Tráfico espectacular, avenidas ruidosas: poéticas del coche en primavera No hay hombre, por humilde que sea, que no ande encochado Jerónimo de Barrionuevo, Avisos

Cuentan las crónicas de Felipe IV que el día de San Lorenzo de 1640, en pleno período estival y festivo, se produjo una violenta explosión en uno de los sótanos de la glorieta de Bilbao —llamada también Puerta de Bilbao y conocida como Puerta de los Pozos—, donde se había guardado durante muchos años la nieve para los refrescos, y que había pasado a convertirse después en depósito de pólvora. El gigantesco impacto alcanzó los exteriores, destruyendo todas las casas adyacentes y dejando un enorme agujero que dificultó el tránsito en una ciudad por cuyas avenidas circulaban ya más de mil coches. Uno de los más espectaculares, sin duda alguna, era el coche de seis mulas de arreos suntuosos y penachos en las cabezas usado por el Conde Duque de Olivares, conducido por un guardia de coraceros y dotado de alabardas vistosas. Convertido en una suerte de despacho volante cubierto en oro, tapizado por dentro en terciopelo rojo, con maderas preciosas incrustadas, bolas doradas y soberbias guarniciones de cuero repujado, cabían cómodamente en él hasta ocho personas, y contaba con una instalación especial mediante la cual quedaba elevada una mesa lo bastante grande como para despachar asuntos de gobierno. No podía faltar en un personaje como Olivares, evidentemente, la ostentación y la pompa en sus paseos por Madrid o en desplazamientos a Loeches o El Escorial: en cierta ocasión el ministro invitó a comer al Embajador de Francia en su lujoso carruaje y, en pleno viaje hacia El Pardo, el cochero tomó una vereda a la derecha deteniéndose entre la arboleda; quedó el tronco de mulas desenganchado y los lacayos improvisaron la mesa en el interior del vehículo, con manteles bordados y cubiertos de plata y oro, con buenos vinos y champán francés en los postres, como parte de todo un despliegue de ingenio

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y poderío que satisfizo al anfitrión e impresionó al invitado23. Semejante gesto de supremacía inauguraba también nu evos espacios de poder y exclusividad mediante nuevas formas de gobierno y, aún más significativo, una nueva imaginación espacio-temporal que ampliaba el territorio cortesano hacia el exterior (o el extrarradio) y que nos remite aquí, precisamente, a esta ciudad llena de recursos y sorpresas desde la incorporación del transporte personal en el paisaje madrileño y su traslación al plano de la expresión estética24. El fenómeno del coche barroco ha sido escasamente estudiado por la crítica moderna, a pesar de que las regulaciones que nos han llegado insisten en la enorme importancia que este nuevo elemento ejerció en el desarrollo urbano, tanto en su diseño geográfico o disposición material como en las mismas formas de relación y comunicación entre sus habitantes25. Los testimonios literarios, las disposiciones legales (en las cuales se implicaron los mismos monarcas) e incluso las artes plásticas remiten a una ciudad en donde los modos de comportamiento se ven profundamente alterados gracias a las posibilidades ofrecidas por este medio de transporte, el cual se convierte, al mismo tiempo, en un espacio independiente que rivaliza en intimidad con el ámbito doméstico y en majestuosidad con el paisaje colectivo. Ocupa la trama principal en textos ampliamente difundidos durante el período, como es el entremés de Gabriel de Barrionuevo titulado Triunfo de los coches (1611), en Los coches de Quiñones de Benavente, Los coches de Benavente de Tirso, la historia intercalada El coche mendigón incluida en Casa de placer honesto de Salas Barbadillo, la novela Las harpías en Madrid y coche de las estafas de Castillo Solórzano, o «Sátira a los coches» (La hora de todos y la Fortuna con seso) de Quevedo. El carruaje barroco se imagina, se proyecta y se recrea como territorio íntimo de en-

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Para una mayor compresión de este tema, remito al interesante estudio de Ochoa Brun, 2002. 24 De aquel ambiente estaban también contagiadas las señoras de la alta nobleza. El historiador Federico Bravo Morata recoge un presunto altercado entre la Marquesa de Leganés y el Almirante de Castilla, cuyos coches se encontraron en las veredas de la Casa de Campo (que no tenía entrada libre al pueblo, sino que era lugar reservado a la nobleza), y que acabó con la Marquesa disparándole un arcabuzazo al cochero del Almirante; en Historia de Madrid, Tomo I, 1966, pp. 93-94. 25 En cuanto al valor antropológico del coche como estructurante de relaciones personales en el Madrid de Felipe IV, véase Kennedy, 1942.

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cuentros cotidianos, pero también se propone como utopía a partir de discursos que se nutren de hazañas mitológicas, imágenes marítimas, metáforas cinegéticas o escenas bíblicas y, en ocasiones, su presentación se construye a partir de estéticas grotescas e hiperbólicas que lo conectan con las funciones orgánicas del cuerpo humano. Esta tríada de universos discursivos corre paralela a su misma morfología que, como símbolo estatutario de capital social, presenta características propias según el fabricante, el capital económico de su dueño y las funciones a las que se destine, hasta el extremo de ser equiparado, en muchas ocasiones, a la categoría de «ciudadano». Es, por consiguiente, un motivo que también genera innumerables mentiras y exageraciones, pero que sirve para poner a prueba la imaginación, el conocimiento de cultura popular, la erudición y los recursos lingüísticos de aquellos que se encargan de trasladarlo a la creación estética. El «saber manejar el coche» es entonces también un ejercicio de destreza lingüística: como metáfora, el coche actúa precisamente de vehículo entre una realidad existente y una cartografía imaginada, produciendo una tensión que se debate entre el adoctrinamiento y la diversión (la pura boutade en ocasiones), pero que es consciente de que, en esta sociedad de continuas vigilancias, no se trata de un ingrediente gratuito e inofensivo del paisaje urbano; como metonimia, ocupa un lugar de privilegio en el imaginario colectivo en cuanto sirve de baremo, desde su diferente tipología y desarrollo, de la coyuntura económica de la urbe. No sólo hay coches circulando por el Madrid del seiscientos, sino que también se ven carrozas, estufas, birrotones, calesas, furlones y berlinas, que desplazan en velocidad y belleza a otros vehículos tradicionales de dos ruedas como las carretas de labradores, las tradicionales literas cargadas por sirvientes o las llamadas «sillas de mano»26 que circulaban por la red comercial de la urbe. En un afán de verosimilitud y de registrar los rasgos que dotan a la ciudad de su personalidad única, el teatro se encarga en ocasiones de captar estos matices: así, en la comedia lopesca El sembrar en buena tierra (1616), Galindo puntualiza que «está la corte de coches / como el mar con varias naves. / Hay coches, urcas flamencas, / coches, galeras reales, / coches, naves de alto borde, / coches, pequeños patajes, / coches, ingleses baúles, / coches, cofres alemanes,

26 No escasean las bromas al respecto: en Don Diego de Noche Salas se burla de una dama tan delgada que «salió de Madrid en una litera sobre dos machos como

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/ perdidos ya los estribos / de correr por tantas partes». La marca definitoria de tal ingenioso despliegue lingüístico es el término «varias», gesto de complicidad con la audiencia por parte de un poeta experto en cultura popular que nos dirige al enorme abanico de actos de comunicación y circulación en una Corte polvorienta con añoranza de puerto, al tiempo que establece una improvisada catalogación de los diversos vehículos que la recorren27. Esta marca de distinción es entonces imaginada, trasladada y proyectada en los corrales, como parte de estas nuevas taxonomías que definen la vida cortesana, no sólo según la experiencia personal del poet a , sino también desde su compromiso con la audiencia y su responsabilidad con el texto mismo a través de un anhelo de fidelidad y verosimilitud. El coche se convierte así en un asunto sumamente delicado, en cuanto que su misma tipología establece una serie de marcas de distinción social, sexual y económica, y por tanto su traslado al terreno de la ficción debe seguir unos patrones exactos de fidelidad y decoro; en Las bizarrías de Belisa, por ejemplo, se subraya que no es lo mismo un coche que una carroza, puntualización obligada que establece la misma Belisa al hablar de la majestuosidad de su vehículo cuando Lucinda equivoca los términos: «No es carroza, sino coche, / o vuesa merced me honra, / como llamar licenciado / por la presbítera toga / al que es de prima tonsura» (vv. 1686-90). La imagen no es gratuita: es la dama quien habla porque la marca de distinción personal de la urbanita (al no tener la mujer acceso a la educación universitaria, y por consiguiente carecer de un título, de una estrategia social) ya no viene dada por la disposición de los interiores domésticos ni por su rango de invisibilidad, sino por el nivel de conocimiento de ciertos bienes de consumo que la sitúan en contacto con nuevas realidades y que la definen ante sus pares; la «bizarría» de Belisa consiste, en este sentido, en precisar, en usar con propiedad y dominar a la

dromedarios, la que apenas para dos hormigas fuera peso; temo que burlándose de la poca carga la hayan arrestado»; en Salas Barbadillo, Don Diego de noche, 1944, p. 48. 27 La predilección por esta imagen se extiende a otras comedias; en Las Bizarrías de Belisa, el mismo Lope presentará un Madrid primaveral de galanes coquetos y citas en los interiores de las carrozas, elogiadas como «Una galera de tierra, / con clavos de oro por jarcias, / cortinas por altas velas / de tela riza de nácar, / y los remos que le mu even». Para una interesante selección de alusiones a tema en las comedias lopescas, véase Arco y Garay, 1942, pp. 23-26.

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perfección el lenguaje urbano que abre las puertas a sistemas de intercambio y a modelos de propiedad no imaginados ni asignados a una mujer anteriormente. Nombrar es, en este caso, retener el capital simbólico a través de la evocación exacta del objeto, y en su capital simbólico Belisa es una suerte de «licenciada» que porta la toga del conocimiento de lo urbano; la identidad se construye, entonces, a través de la precisión lingüística, creando un doble resorte en la comedia: construcción puntual y acabada de personajes altamente sofisticados (en cuanto brillan perfectamente todos sus contornos) y verosimilitud ante una audiencia familiarizada con este sistema de valores (Belisa habla a Lucinda y al público simultáneamente). Como resultado, el poder visual de esta «fachada móvil» que es el coche, como también ocurre con los carros de los autos sacramentales, resulta importantísimo en la cualidad monumental de estos nuevos edificios portátiles, que ejercen un proceso de desplazamiento y/o sustitución de la arquitectura urbana mediante sus cualidades de decoración, majestuosidad y elevación. En última instancia, el fenómeno resulta fascinante porque conecta el paisaje con una serie de cuestiones fundamentales asociadas a la noción de lo urbano, en las cuales este tipo de vehículos ejerce de poderosa fuerza motriz: nuevas formas de identidad, nuevas construcciones de lo masculino, nueva ocupación y sociabilidad de espacios, nuevas relaciones entre miembros de diferente sexo, nuevos mecanismos de solidaridad femenina (pues exclusivamente femenino es su uso inicial), nuevas articulaciones de identificación nacionalista (que se aprecian, por ejemplo, en la visión de los viajeros al llegar a Madrid)28, nuevos modos de intercambios económicos, o nuevos y fascinantes dispositivos de poder material y simbólico.Veremos entonces cómo el coche se convierte en un territorio híbrido, en un lugar intermedio, acaso en un no-paisaje (o paisaje utópico) que elimina las distinciones entre lo público y lo privado, entre lo oculto y lo visible, entre lo estático y lo móvil y, desde estas categorías que parcialmente engloba, en un motivo estético de extraordinario rendimiento que permite, una vez más, cuestionar la noción de espacio como algo contextual y acabado. Pasa entonces de ser un medio de transporte a ser un ambiente autónomo cuyo interior da

28 Véase

Shaw Fairman, 1966; y, más recientemente, Checa Cremades, 1992.

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lugar (un lugar apretado, eso sí) a nuevas realidades que son capturadas, de diferentes maneras, por los poetas del reinado de Felipe IV. Se piensa que Carlos V importó coches de Alemania y que ya en 1548 se vieron circulando por Madrid. Joaquín Alvarez Barrientos ha definido como «instantánea» su aparición en la Corte, hasta el punto de que ya en 1578 contamos con una Pragmática de Felipe II regulando su uso29. Esta preocupación también la hereda su hijo Felipe III, según indican las regulaciones que nos han llegado, y una pieza como El melancólico de Tirso registra ya la famosa Pragmática en que se da la forma acerca de las personas que se prohíbe andar en coches y los que pueden andar en ellos y cómo se hayan de hacer y que sean de cuatro caballos, anunciando ya una cierta tendencia al comentario social en los «cronistas» del momento, como será el caso también de Quevedo y su romance «Tocóse a cuatro de enero / la trompeta de Jüicio / a que parezcan los coches / en el valle del registro»30. Felipe IV se enfrenta entonces a un problema de gran magnitud cuando inicia su reinado, en un período en que la ciudad sigue expandiéndose y en donde la compra o alquiler de coches es práctica común de todos aquellos que llegan a la Corte con anhelo de medro o de simple ostentación. Son años

29 Véase Álvarez Barrientos, 1985, p. 202, y Deleito y Piñuela, 1946, pp. 248-274 [p. 251]. La Pragmática queda recogida en Martínez Alcubilla, Códigos antiguos de España. Tomo II. Madrid, 1885, p. 1262ª. 30 Publicada en Pragmáticas que han salido este año de mil y seiscientos y once años publicadas en cinco días del mes de enero del dicho año, demás de las cuales se manda guardar otras que estaban hechas antes y se da la orden que se ha de tener para la ejecución y observancia dellas, Madrid, Juan de la Cuesta, 1611. He consultado un ejemplar de la B i blioteca Nacional de Madri d , signatura VE 34-50, complementada con la «Pragmática en que se mandan guardar las últimamente publicadas, sobre los tratamientos y cortesías, y andar en coches, y en traer vestidos, y trajes, y labor de las sedas, con las declaraciones que aquí se refieren», Madrid, Juan de la Cuesta, 1611, signatura VE 198-27. Son cinco las regulaciones fundamentales de dicha Pragmática: a) Se deben registrar todos los coches, incluso para cuando se vendan a un vecino. b) No se debe construir ninguno «sin licencia del Presidente de nuestro Consejo» (2r.). c) Deben ser de cuatro caballos, «y no de menos». d) No se deben prestar ni dejar coches, so pena de multa de mil maravedíes (el doble en la segunda infracción); y e) «que ninguna mujer, que públicamente fuera mala de su cuerpo, y ganare por ello, pueda andar en coche, ni carroza, ni en litera, ni en silla en esta nuestra Corte, ni en otro algún lugar destos nuestros Reinos, so pena de cuatro años de destierro della con las cinco leguas» (3v.)

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de rápida expansión económica y de una radical «aristocratización» de Madrid y, en consecuencia, proliferan los arbitrios que buscan la regulación, un tanto improvisadamente, del tráfico urbano; tal es el caso, por ejemplo, del curioso Discurso problemático del uso de los coches: en que se proponen las conveniencias, que tienen, y los inconvenientes que causan, por Luis Brochero, arbitrista que durante estos años escribirá sobre variados asuntos de índole socio-económica31. Las primeras disposiciones prohíben su uso a los hombres, permitiendo circular solamente a las mujeres «destapadas y descubiertas», pero la realidad filtrada en los testimonios del momento habla de situaciones diferentes que incluso revelan la falta de acuerdo en estas mismas leyes; cuando en la pieza lopesca Los peligros de la ausencia Don Pedro le pide a Blanca que se cuide en su ausencia, le recomienda que cierre su «puerta / luego que la noche avisa / que a quien la tiene cerrada / jamás sucedió desdicha. / Echa la cubierta al coche / cuando salieres a Misa, / y el manto al rostro en la Iglesia: / pues por difunto suspiras» (Acto II). La temprana presencia de hombres dentro de calesas y birrotones irritará a todos aquellos que consideran esta práctica como «afeminada» y como amenaza a las reputadas habilidades de jinete del caballero castellano, más preocupado ahora de encontrar su sitio en los cómodos cojines de los vehículos urbanos32. Nacen así nuevas controversias en 31

En Sevilla, Simón Fajardo, 1626. He consultado el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, signatura R / 4701. Las tesis de Brochero son, muy resumidas, las siguientes: el uso de los coches es positivo para la salud (aunque «produce almorranas»), según indican autoridades clásicas como Séneca, Plinio el menor (quien habla de «vehículos») o Plinio el mayor, que comenta que el coche es «provechoso para achaques de impotencia». No obstante, el sevillano se queja de que «ya excedemos los hombres a las mujeres en procurar modas, y ungüentos, pues aun admitimos afeites, y colores que usan las públicas y rehusan ponerse las honestas, y que ya hasta en el andar suspendemos los pasos, de manera que no parece que andamos, sino que apenas nos movemos». Sobre las mujeres afirma el autor que «menos que obsta para este uso el inconveniente referido del instrumento apto, que tienen las mujeres en un coche para inquietudes, y paseos, que antes viéndose en trono y majestad tan a lo público, no aspirarán a lo que muchas veces el traje encubierto solicita, ni es de creer que peque en menos la que va a pie que la que en coche, si una vez pierde el recato», ya que «todo lo propone en las mujeres el apetito de un coche» (12r.). Lamenta que el coche ha sustituido al matrimonio en los deseos femeninos (35v.), y se queja de que se ande en coche por la noche (20v.). 32 «Habiendo entendido los grandes daños que ha causado, y causa en estos reinos el gran número de coches que en ellos hay —comenta la Pragmática de 1611—, así

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torno al pretendido carácter masculino del caballero castellano, condimentadas con la publicación de textos capitales en el período como los de Pedro de Aguilar, Tratado de la cavallería a la gineta (Sevilla, 1572; Málaga, 1600), Gregorio de Tapia y Salcedo, Exercicios de la gineta (Madrid, 1643), o Andrés Dávila y Heredia, Palestra particular de los exercicios del cavallo (Valencia, 1674), que, evidentemente, diseñan una distribución genérica mucho más nítida de la que se da en los carruajes urbanos, al tiempo que proponen una imaginería que se cuestiona en estas nuevas prácticas: el cuerpo erguido frente al cuerpo sentado, el trote a la intemperie frente al comfort de lo cubierto, el brío impredecible del caballo frente al monótono traqueteo de los coches33. Sabemos además que el uso de mulas o caballos fue siempre motivo de debate: en la «ley primera» de 1578 sólo se permitieron coches de cuatro caballos, «imaginando que, por excusar el gasto, cesarían»34. Más adelante se prohibieron los coches de 2 mulas, pero dada la cantidad de labradores en la ciudad que necesitaban de dicho vehículo, Felipe III tuvo que permitir su circulación en 1619, medida que fue revocada por su hijo en 1628 e instaurada de nuevo, por pura necesidad pero con condiciones, en 1632 (años más tarde, entre 1650 y 1750, se repitió la orden que prohibía más de cuatro mulas, puesto que el exceso de velocidad fue causa de numerosos accidentes)35. Fue tanta la cantidad de cambios que se propusieron en estos años que, como en las costumbres y haciendas, como en el ejercicio de la caballería, que del todo se va perdiendo, y afeminándose los hombres que la habían de ejercitar, y tener caballos para esto: de manera, que habituados a andar en los coches, y dejando el uso y ejercicio de los caballos, ni saben muchos de ellos andar a caballo, ni los tienen, y en otras cosas» (1v.). También Luis Brochero alude a este pretendido «afeminamiento», en donde «por habiendo entretenimiento tan útil, como el de un caballo, es cosa vil apetecer el de un coche» (27r.). 33 Remito al lector interesado a Pfandl, 1942, pp. 262-265. 34 La cita es de Brochero, Discurso problemático del uso de los coches: en que se proponen las conveniencias, que tienen, y los inconvenientes que causan, 1626, 12v., quien afirma que la regulación se extendió a otra ley posterior de 1593 para el uso de los «carricoches» y «carros largos». 35 Véase la Premática y ley, que su Majestad ha mandado promulgar, y que se guarde, para que nadie traiga mulas en coche, Madrid, Iván González, 1628, 6 hojas. Semejante problema ocurre, por ejemplo, en Londres, que rechazará en 1601 una propuesta en el parlamento de reducir el excesivo número de coches circulando por la ciudad. El uso de más de 4 reses fue reservado, eso sí, para privilegio real, cuyo coche tenía 6 mulas según recoge Giacomo Ciutti, spenditore de Cosme III, en su viaje por España;

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nos recuerda Luis Brochero en su arbitrio ya citado, «son tantas las pragmáticas y leyes que ha habido acerca del uso de los coches, que cuando no se conocieran los inconvenientes, que de ordinario causan, era bastante a manifestar su malicia la multitud de sus constituciones»36. La fascinación por las infinitas posibilidades que ofrece su morfología introduce, como he señalado antes con Olivares, nuevos actos ceremoniales en los que, por ejemplo, subirse o bajarse del coche puede considerarse como un signo de distinción equivalente a quitarse o no el sombrero entre altos dignatarios. Esta negociación de códigos internacionales se aprecia, más que en ningún otro terreno, en la diplomacia, y así lo hace saber uno de los cronistas más puntuales con el aspecto ceremonial de las relaciones sociales como es León Pinelo; uno de los famosos encuentros entre el Conde de Buckingham y Felipe IV ocurre en el Prado, en donde se han citado los coches: «se apearon los dos a un tiempo y se abrazaron con grandes cortesías y caricias, y se entraron en el coche del Rey, dando al lado derecho al Príncipe. Así se pasearon por el Prado más de dos horas, y vuelto el Príncipe a su coche, se fue a su posada, y el Rey a Palacio»37. Desde una esfera social más limitada, el propio Lope informa en sus cartas a su protector el Duque de Sessa sobre los numerosos paseos que debe hacer cada día por la ciudad, y las meriendas de Marta de Nevares con sus amigas, para las que la joven precisa del coche del disoluto mecenas.

véase el anónimo Ofrecimiento de un religioso siciliano al Rey Felipe IV, de un secreto mediante el cual los coches podrán andar sin caballos. Hay un ejemplar que he manejado de Biblioteca Nacional de Madrid, Ms. / 11137 (pp. 197-200). El tema ha sido estudiado por Sánchez Rivero, 1927, p. 6, y citado por Alvarez Barrientos, 1985, p. 208. 36 Luis Brochero, Discurso problemático del uso de los coches: en que se proponen las conveniencias, que tienen, y los inconvenientes que causan, 1626, 13v. 37 Antonio de León Pinelo, Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, p. 246. El mismo Pinelo cuenta más adelante cómo en 1633 el Conde de Montrerrey, virrey de Nápoles, regala al Rey un coche «de doce acémilas con reposteros de terciopelo verde liso bordadas en ellos las armas, cordones de seda y barrotes de plata. Siete hacas pequeñas con sillas de canutillo de oro con siete muchachos bien aderezados que las traían. Una carroza de terciopelo verde dorada con seis hacas que la tiraban y dos cochero s . Y una litera como la carroza con dos machos blancos bien guarnecidos»; Anales de Madrid, ed. Fernández Martín, 1971, p. 297. Brochero, Discurso problemático del uso de los coches: en que se proponen las conveniencias, que tienen, y los inconvenientes que causan, 1626, refiriéndose a la Sevilla de la casa de los Medina, escribe

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Coincidiendo con la formación de gremios de maestros constructores, el coche se convierte entonces en moneda de cambio, no sabiéndose nunca quién va dentro de él, hacia dónde se dirige o incluso a quién pertenece, y estas cuestiones tan aparentemente sencillas acaban por articular las tramas literarias y los más originales enredos; el famoso refrán «coche prestado, si tienes decoro, te sale caro», anuncia nuevos tipos de relaciones sociales, y tan sólo hay que ver los cuadros dedicados a la carrera de San Jerónimo y el Paseo del Prado, con sus viajantes-voyeur cómodamente instalados en su privilegio, para percatarse de esta nueva simbiosis entre cuerpo y vehículo. Su cantidad prolifera tan rápidamente durante el reinado de Felipe III, que en el primer acto de la comedia tirsiana Quien calla, o t o r g a (1615) el cri a d o Chinchilla comenta que «la multitud de los coches / en Egipto fuera plaga / es autoridad en Madrid», y Lope, a través del galán Fernando, escribe en Quien todo lo quiere (1619) que «ya tiene / tantos coches como casas / Madrid», expresando con ello una muy oportuna noción de propiedad personal que en estos años ha ido cambiando desde lo exclusivo a lo asequible, e incluso a lo asumido (y de ahí la cita de Barrionuevo que abre este ensayo). Coche y persona se convierten en una única entidad mediante la presentación de ciertos rasgos compartidos —movilidad, calidad y originalidad— que inauguran nuevas metáforas y nuevas formas de nombrar el entorno urbano. Veremos que en muchas ocasiones el coche ocupa un lugar de privilegio en entornos primaverales, otorgando con ello un prestigio añadido a la configuración del ámbito urbano en armonía con los árboles, palacios y bañistas del Manzanares; sin embargo, son más frecuentes los casos en que estas morfologías dan lugar al establecimiento de paralelismos entre las vías de entrada y salida (bocas y anos, puertas y ventanas) que se aplican tanto al vehículo como a sus clientes, dentro de una estética en donde la escatología vuelve a jugar un papel articulador en aquellos que gustan de una visión desencantada o burlesca del presente. Algunos de los testimonios más conocidos se hacen cargo de esta nueva realidad a partir de un tono de crítica y amargura crecientes, y el

que el coche «conviene por el adorno de las ciudades, porque en fin es ésta la ostentación de su opulencia, la prueba de su grandeza, y el principal ornato de sus calles, y conviene también para el lustre de los magistrados, uso de nobles, y distinción común del pueblo» (4v.-5r.).

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piélago urbano anuncia entonces un paisaje saturado en donde la configuración de estos nuevos elementos construye un retrato muy crítico por parte de los sectores más conserva d o res de la opinión madrileña. A la velocidad de los coches y de los urbanitas en sus recorridos por la geografía madrileña se irá añadiendo un ritmo acelerado de cambios en los paisajes inaugurados por ellos mismos a través de procesos de urbanización y demolición, de renovación o reorganización, de reajustes en las jerarquías sociales y geográficas. El desorden y las nuevas capacidades e infraestructuras que necesitan los medios de vida cortesanos recurren a esta idea de un trazado a punto de estallar, de un puchero hirviendo cuya tapadera apenas contiene esta ebullición de elementos dispares y conflictivos. Junto a esta visión de desasosiegos, se van también construyendo (a través del teatro, por ejemplo, o de las crónicas y «avisos») propuestas que invitan a nuevos usos y maneras de construir espacio. Se van retocando así los cimientos de lo que ya es una de las ciudades más dinámicas del siglo xviii europeo, y de esta tensión entre lo censurable y lo placentero surge la canonización del coche en el Madrid de Felipe IV. El ruido se va asentando definitivamente en una urbe por la cual ya circulan, como hemos visto, todo tipo de estridencias. En su lectura del mito de Faetón o Icaro, los Emblemas morales de Sebastián de Covarrubias (1610) imaginan un carro tirado por caballos (con el lema «Nec frena remittit, nec retinere valet») y no por mulas, quizá debido a la influencia de emblemistas anteriores. La emblemática se torna en una imaginería relevante, porque de lo pictórico se le otorga una dignidad al carro que se traslada después a la literatura, pero que nada tiene que ver con la realidad madrileña, ya que los caballos, en concreto, no se empiezan a usar de forma sistemática hasta la segunda mitad de siglo; el mismo Rey intervendrá personalmente con una disposición del 21 de enero de 1658 exhortando al Consejo a subsanar el mal estado de las calles (Barrionuevo registra en sus Avisos que no fue hasta 1658 cuando se empedraron la Plaza de Palacio y la subida al Retiro). En cualquier caso, no sólo es la emblemática el discurso que idealiza estos ingredientes cortesanos: el sustrato popular rescribe la fórmula externa del carruaje, dando lugar a una nueva terminología; así, la «proa» (parte delantera) y la «popa» (parte trasera) articulan un sugerente discurso en donde los chóferes se convierten en capitanes, los caballos blancos son cisnes, los coches son bajeles o navíos, y los episodios que

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se originan incluyen la amenaza de piratas, estrechos (como el de Magallanes, según veremos pronto), mares, piratas y abordajes38, si bien la realidad histórica se tiene que conformar con vehículos difíciles de manejar, ruidosos (pues, no lo olvidemos, las calles estaban arenadas por decreto municipal) y, en ocasiones, peligrosos. De esta circunstancia se quejan los mismos creadores, que sin duda sufren las consecuencias de la densidad y saturación del tráfico vecinal: Lope habla en La llave de la honra de carromatos desvencijados cuando comenta que «hay coches con tales bestias, / que parece que el cochero / anda pidiendo para ellas» (acto II, escena IX); y en Al pasar el arroyo (16151616), a finales del primer acto se relata una brutal caída del coche en el famoso arroyo, «endemoniado»; en De cosario a cosario el criado Mendo dirá que «demonios hasta los techos / tiene Madrid», y cuando habla con Celia, le pregunta si tiene coche, si es mujer «de toldo y autoridad» porque su «calidad» «se muere por saber», antes de desplegar todo un sistema referencial en donde se mofa de los malos coches39, «con ruedas de la fortuna, / que por momentos se quiebran; / y otros que, de andar caminos, / han venido a estar de modo / que, sepultados en lodo, / de coches se hacen cochinos». El problema del ruido, en concreto, no resulta único de las calles madrileñas, y se extiende a todas las grandes metrópolis de Europa: el mismo Luis Brochero titula uno de los capítulos de su arbitrio «De la molestia que causa el estruendo de los coches», quejándose de que el 38 Son innumerables los ejemplos, y remito aquí a tan sólo uno de ellos: en No hay agravio para amigo, de Rojas Zorrilla, los amantes se citan en la torrecilla de la música del Prado, situada en el cruce del Prado con la Carrera de San Jerónimo, lugar por donde había que pasar para acceder al centro de la ciudad viniendo del monasterio; su protagonista Clara dice a Marichispa que «mucho son, amiga mía, los piratas y corsarios / que en corso de mi belleza / surcan el golfo del Prado», y habla de su coche como «mi nave». 39 Calderón, por su parte, se queja de las deficiencias del trazado urbano en diferentes ocasiones, lo que le permite crear originales encuentros entre miembros de diferente sexo: en No hay cosa como callar, por ejemplo, el coche de los protagonistas sufre un grave percance al caer en un hoyo que han abierto para construir una fuente (II, vv. 209-219); en También hay duelo en las damas una zanja impide que un caballero, don Alonso, pueda llegar a su casa en coche, y un personaje anónimo del gentío dirá que «milagro ha sido no hacernos / pedazos» con una carroza quebrada que acaba de accidentarse. Suponen estas notas un atisbo de crítica social al peligroso estado de ciertos elementos urbanos y a la saturación de estridencias de un paisaje exento de todo bucolismo.

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estruendo que éstos producen amenaza con derrumbar las casas de las fachadas sevillanas, debilitadas tras las inundaciones de 162540; en un diálogo coetáneo tan fascinante como es Coach and Sedan, Pleasantly Disputing for Place and Precedence; The Brewers-Cart Being Modera t o r (1636), construido a partir de una disputa entre estos dos elementos del paisaje urbano, su autor Henry Peacham comenta de un amigo suyo que no puede dormir ni estudiar «for the clattering of Coaches», y el mismo Coche confiesa que «I can never goe in quiet for them, by day nor by night; they talke of Rattle Snakes in New-England, I am sure these bee the Rattle Snakes of Old England, that keepe the whole Citie from their naturall rest»41.Y con el referente parisino en mente, resultan francamente divertidas las impresiones de la viajera francesa Mme. d’Aulnoy en la Relación de su viaje por Madrid, cuando afirme que «por mucho cuidado que se tenga, el vaivén de los coches arroja el fango de los baches a los transeúntes. Los caballos llevan siempre las patas mojadas y el cuero enlodado; en las carrozas no puede transitarse tampoco, si no se llevan todos los cristales cerrados o las cortinas bajas»42. Es éste, en fin, uno de los muchos «peligros» que se denuncian en esta ciudad de crecimiento desigual, tan cruel con unos y tan beneficiosa para otros (no es difícil imaginarse el enfado de la viajera francesa ante semejante caos), y uno de los numerosos testimonios que anuncian un complejo entramado de fuerzas encontradas, de energía brutal y presiones constantes en este Madrid del xvii que nos han dejado las crónicas del momento.

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Brochero, Discurso problemático del uso de los coches: en que se proponen las conveniencias, que tienen, y los inconvenientes que causan, 1626, cap. XII, fols. 46r. y ss.; «entre lo más insufrible —escribe el sevillano— que debe ponderarse acerca del uso de los coches, es el estruendo, y estrépito que forman, porque abruma los sentidos e incapacita las potencias». 41 Véase Coach and Sedan. Reprinted from the Edition of 1636, 1925. El editor del texto (H.M.) indica que los coches no fueron introducidos en Inglaterra hasta 1580, aunque hay indicios tempranos en la figura del holandés William Boonen, quien ya en 1556 habla de su «coche» [sic]. 42 Bajo los Austrias se promulgaron disposiciones en 1585, 1591, 1612, 1613, 1626, 1641, 1659 y 1662-68; Juan de Torija compuso las suyas en 1661, con poco éxito. Se ha documentado, no obstante, que ya en el verano de 1625 el Marqués de Toral, yerno de Olivares, tenía un coche con cuatro «vidrios» o ventanas para protegerse de inclemencias estivales como el polvo o el calor; se recoge en Noticias de Madrid (16211627), ed. Gónzalez Palencia, 1942, p. 121, y se comenta en Leralta, 1993, pp. 68-69.

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El caso de Lope es particularmente fascinante, porque sus piezas de ambientación madrileña escritas en los últimos treinta años de su vida registran el extraordinario cambio que sufre el paisaje urbano.Ya en comedias pertenecientes al período de Felipe III como La firmeza en la desdicha (1610-1612), La villana de Getafe (1610-1614), La mal casada (1610-1615) y El sembrar en buena tierra (1616) el coche había sido incorporado a muchos de sus conflictos dramáticos y, bajo el reinado del cuarto Felipe, el Fénix vuelve a servirse de este motivo para condimentar piezas como De cosario a cosario (de hacia 16181623), La noche de San Juan (1631) y Las bizarrías de Belisa (1634). Desde el punto de vista formal, resultan innumerables las ocasiones en que se echa mano de la mitología para elevar el estatuto del coche y para dar un tono romántico a los encuentros que se dan en su interior, si bien son frecuentes también los casos de burla por parte de los criados que de-construyen el mito desde su misma estética43. En consecuencia, muchas de dichas comedias urbanas asocian este elemento a un ámbito primaveral de renovación y optimismo, en donde incluso el Manzanares se retrata como un hermoso lugar de encuentros amorosos; así, en la dedicatoria de Santiago el verde a Baltasar Elisio de Medinilla, Lope escribe que la pieza imita «la estación que hace Madrid el primero día de mayo al Soto, donde el padre Manzanares, adornado de tantos coches, no envidia las altas ruedas del Tajo, las naves del Guadalquivir ni los naranjos del Guadalaviar». El coche sirve entonces, especialmente durante el gobierno madrileño de Felipe III, para connotar de prestigio a una urbe que va creciendo y equiparando su capital simbólico a otros centros neurálgicos políticamente relevantes (Sevilla) o estéticamente consagrados (Toledo). Los encuentros amorosos en un río Manzanares de dudoso bucolismo, en donde los carruajes servían para todo tipo de actividades, retienen en Lope una cierta elegancia expresiva que se perderá, como veremos más adelante, en las ficciones de la segunda mitad de siglo. Esta captación de un locus amoenus, a modo de pacto entre poeta y audiencia, asume también una labor generalmente elogiosa de los ingredientes que configuran el ambiente madrileño: las mujeres lucen sus mejores galas y las hacen instrumentales a la hora de seducir a los galanes, los perfumes fascinan la sensibilidad de los cortesanos y las

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Dixon, 1984; Márquez Villanueva, 1984; Ames, 1989.

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tiendas de la Calle Mayor se convierten en centros de placentero peregrinaje donde se comercia con lo material y lo sentimental. En un período de expansión demográfica y económica de la Corte (que no se extenderá muchos años más), se percibe una sensación de optimismo en este Lope anciano; lo que en autores posteriores como Moreto, Zabaleta o Santos se convertirá en ocasiones en motivo de crítica social es todavía en estas comedias urbanas una excusa para encandilar y seducir a las audiencias de los corrales, y por ello no resulta extraño que el coche se incorpore al imaginario teatral desprovisto de la brutal crítica a la que será sometido más adelante; es por ello que, si al hablar de osadía y ambición humanas proliferan las imágenes que aluden a carros tirados por caballos alados, en otros casos el referente clásico se presenta bajo tintes burlescos: en Las tarascas de Madrid un desconsolado Francisco Santos comparará a Aqueronte con los coches, ya que ambos «trasladan almas al infierno». No habrá re f e rencia a Madrid que no incluya alguno de los diversos medios de transporte que circulaban por entonces ya que, como ha escrito Victor Dixon, «a coach, of course, is unlikely to be seen on the tablado, but references to one —as well as to horses and the like— will ring repeatedly in our ears»44. El tráfico urbano funcionará, así, como metonimia de su propio crecimiento. La villana de Getafe rescata el sentimiento de novedad que produce la ciudad en todos aquellos que llegan desde fuera45. La comedia construye una intriga de tres parejas, en donde el eje articulador es la villana Inés (transformada también en criada Gila y en galán don Juan según la situación en que se trate). La pieza ilustra muy bien el contraste entre aldea y ciudad a través de la nobleza de sentimientos de la joven y los intereses monetarios de don Félix, de quien se ha enamorado después de un breve y apasionado encuentro. Cuando Félix vuelve de Sevilla a la capital admite que «¡No conozco Madrid!», y su amigo Lucio le informa con orgullo de que «va por instantes / poblándose de ricos edificios», a lo que le responde el galán que «ya sus casas enanas son gigantes; / ¡qué portadas, qué ricos edificios!». Seducido por la pompa de lo nuevo, don Félix se apresura a comprar

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Dixon, 1984, p. 35. Las referencias a esta comedia provienen de Obras de Lope de Vega, Tomo X, (Nueva Edición), 1930, pp. 366-411. 45

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4 caballos y una caja del coche, que hacen, según don Pedro, mucho ruido. El joven manda entonces a Inés en coche a que sea la criada de Ana, con Hernando (paisano y pretendiente de la joven villana) de chófer. El coche por dentro resulta ser precioso, de acuerdo a Julia: «dentro terciopelo verde, / con mil doradas tachuelas / sobre molinillos de oro, / y cerradas las cubiertas; / las cortinas de damasco, / con sus franjas de oro y seda, [...] con cuatro caballos blancos, / y las guarniciones negras, / rizas las crines en lazos / de cintas rojas...» (Inés dirá más tarde que «en el coche pasaron / lindas cosas»). Pero la belleza va también acompañada de crisis, y así el criado Lope dice a su amo, en un juego de palabras fácilmente discernible, que «en Madrid muy poco son / los que no andan siempre herrados», a partir de lo cual se anuncia una crítica muy puntual de ciertas costumbres urbanas que, en vez de dignificar al individuo, lo embrutecen. Por ello, la perseverancia de Inés, cuyo ingenio no contaminado por la pompa y las tentaciones urbanas es muy superior al de los demás personajes (cegados por intereses materiales y convenciones sociales), resulta instrumental una vez que la joven comienza a dominar los códigos urbanos. El coche vuelve a jugar un rol determinante en el tráfico de intereses, en la coyuntura estructural de los cambios de pareja y de identidades; como resultado, resulta revelador el inteligentísimo uso que hace la joven de un elemento que le parece, en un principio, ilegible (incluso se marea en el coche «como soy en ellos nueva» porque «¿Quién me trajo de las eras / a pasar de trillo a coche?»). Supone también en la joven un cambio de identidad, una «urbanización» obligada que pasa por cambiar de nombre según la sugerencia de su enamorado don Félix, quien le propone varios nombres nuevos, todos ellos ridículos y tan cacofónicos como el ruido de su propio vehículo, de su propio símbolo de capital económico. Pero este cambio de identidad, que no llega a producirse nunca de manera completa (y de ahí el juego de intrigas de la pieza), apunta a un universo lleno de estímulos materiales que embriagan los sentidos y entorpecen el ingenio; doña Ana, por ejemplo, es retratada como una joven de mudable humor, y su criada Julia dirá que «todo el día se le va / en sus aguas y en sus galas, / en perfumar cuadras, salas / y cuanto en la casa está». Y el desenlace de la comedia vuelve a sancionar la estupidez y falta de ingenio de estos ociosos urbanitas.

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Como resultado, el trato poco favorecedor que se hace en estas comedias de la cortesana con medios económicos (en sí ya un nuevo arquetipo dramático), anuncia ya lo que será una de las mayores obsesiones en las próximas décadas con respecto a la situación de la mujer dentro del entramado social. En De cosario a cosario, por citar uno de los paradigmas más claros, Lope elabora una entretenida fábula en torno al tema de los celos, con un argumento sencillo y final feliz en un entretenido Madrid que resulta crucial en el desarrollo de la trama e intereses de la pieza46. El indiano don Juan llega a la capital para visitar a su amigo don Fernando, que mantiene amoríos con la resabida Lisarda. De nuevo, la urbe se retrata con todo el optimismo de lo nuevo, ya que «hay grandes cosas en él, / cosas y casas y casos», según informa don Fernando a don Juan. Don Juan dice de Madrid que se admira «según está remozado. Déjele viejo, está mozo», mientras que Mendo, el criado, advierte que «demonios hasta los techos / tiene Madrid: no hay que honralle», marcando un curioso paralelismo con la pieza anteriormente comentada. Pronto don Juan se enamorará de Celia al conocerla «en la tienda», a quien pretende como esposa. Celia posee treinta mil ducados de renta y un honroso padre, vive confortablemente y conoce todos los entresijos de la ciudad al igual que su rival Lisarda. Ambas pueden considerarse como practicantes de lo que Solís llamará, titulando una de sus comedias, el «amor al uso», en donde las damas expertas manipulan a sus amantes y sacan beneficio material de cada uno de ellos. Así, según Laín su señora Celia tiene una «lista» de lindos a los que ha seducido, como si fuera un Don Juan femenino; vive en su casa en la Calle de San Luis, y para atraer la presa saca un lienzo por la ventana. Es la propia Lisarda quien reivindica con orgullo esta nueva conducta: Las mujeres recatadas en su honor, son las burladas, de que mil ejemplos vi. Hay hombres con tanto engaño, de tan varios pareceres, que tienen tantas mujeres como días tiene el año. 46 Las referencias a esta comedia provienen de la edición de la Comedias escogidas de Frey Lope de Vega Carpio, ed. Hartzenbusch, Tomo Tercero, 1950, pp. 483-505.

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Y como ellas ven que son de tan ciega variedad, no ponen la voluntad sino con grande ocasión. Don Juan, amor hay aquí; los hombres la culpa tienen, si a no ser queridos vienen.

... que remite a la posibilidad de una táctica como respuesta a la estrategia social impuesta desde fuera. Lope da así la vuelta al tradicional concepto de cortejo, y es ahora la mujer quien goza de libertad absoluta y de un conocimiento de las relaciones sociales extraordinariamente provechoso, lo que le permite reivindicar una mejor y más ecuánime posición ante los hombres: en un inteligentísimo soneto, Celia advertirá «que es el mayor blasón de las mujeres, / siendo sujetas, sujetar los hombres». No obstante, esta habilidad se torna en contra de ellas; Lope castiga a Celia y la hace enamorarse al final de don Juan quien, ya rico de por sí, la acepta por quien es y no por una dote que cuenta con el mayor capital posible: el coche (lo cierto es que Celia también «debe dineros», según confesión propia). Las alusiones a las sirenas («del Prado», por ejemplo) resultan constantes, como cuando el criado Trebacio le previene a don Juan «y ¡plegue a Dios que salgas con victoria / de las sirenas de Madrid!»; de igual manera, Celia dice que «en este pequeño río / fui sirena, en cuyo soto / verde fui ninfa de Ovidio, / en cuya calle Mayor, / Banco de Flandes, peligro / del mar, donde se anegaban / coches, que son sus navíos», aunque acaba de rendirse «a amor loco, a celos indios». El estímulo auditivo de lo femenino que elabora Lope remite entonces a una serie de peligros que serán también construidos como tentaciones en las sirenas homéricas de los autos sacramentales calderonianos, por dar tan sólo un caso. Un apunte último completa la poética del coche en el teatro del Fénix. Las bizarrías de Belisa presenta, a mi modo de ver, el tratamiento más complejo del coche con relación a la construcción de las relaciones sociales que se llevan a escena47. La pieza es la última comedia autógrafa lopesca, y culmina un fértil ciclo biográfico en el cual su 47 Serralta, 1996, ha señalado, con mucha razón, el injusto olvido crítico al que ha estado sometida la pieza (la bibliografía que poseemos es francamente reducida).

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teatro evoluciona en paralelo a nuevas promociones de poetas ligados al entorno de Olivares y a nuevos ámbitos escénicos. Su trama se construye a partir de la estructura clásica de dos parejas cuyos destinos van evolucionando en un marco de intrigas y enredos; de la situación inicial, en la que don Juan de Cardona pretende a Lucinda y el Conde don Enrique corteja en vano a Belisa, se irán sucediendo los cambios que culminan en las bodas finales de Belisa (con don Juan) y Lucinda (con el Conde Enrique), acompañadas por el consabido emparejamiento de los criados. La comedia es de una sorprendente modernidad, desde el momento en que la relación existente entre la urbe y sus ciudadanos propone muchas de las cuestiones que nos conciernen hoy en día en nuestro entorno moderno, dando prueba de una evolución constante en el horizonte de expectativas del público madrileño al que la pieza informa sobre su propia cartografía; por otra parte, la economía moral y material de intercambios y negociaciones que construye la trama anuncia costumbres, conductas y pasatiempos que alcanzan su plenitud estética en el teatro de la segunda mitad del siglo xviii48; y, en tercer lugar, el cuidado por el detalle, gracias a la presentación en escena de diversos productos de moda como prendas de vestir, accesorios o muebles, construye igualmente la visión de una ciudad más sofisticada y la elaboración de una cultura material en donde tienen cabida numerosos discursos no necesariamente literarios que enriquecen la naturaleza del espacio representado. En este despliegue de seducciones primaverales en un Madrid hermosamente idealizado, Belisa viaja por el Paseo del Prado hacia la Fuente Castellana, situada al final del Prado de Recoletos y lugar tradicional de encuentros románticos, en donde la calle se asume, más que nunca, como escaparate. Es entonces, en este ejercicio de voyeurismo ocioso, cuando ve el bello rostro de don Juan de Cardona, con todos

Todas las referencias al texto pertenecen a Las bizarrías de Belisa, ed. García SantoTomás, 2004, a cuya «Introducción biográfica y crítica» remito para un análisis más completo. 48 Zamora Vicente, 1970, ha señalado muy acertadamente que este ambiente es un «anuncio de lo que será la majeza del siglo siguiente» («Introducción», p. xcix). En cuanto a la sofisticación expresiva de la pieza, véase Hilborn, 1971, quien ha hablado de un cierto gongorismo en determinados versos, si bien estamos más bien ante ciertas fórmulas calderonianas dentro del marco de la comedia de capa y espada, como bien ha señalado Arellano, 1995b, pp. 210 y 217.

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los atributos de masculinidad en su plenitud, en uno de los pasajes más «cinematográficos» (con un muy moderno movimiento de cámara) de la comedia urbana lopesca. Tras salvarlo de una muerte inminente a causa de una trifulca pasional, la joven le conduce a su coche, refugio inviolable donde podrá conocerle más a fondo desde una privacidad doble: a través de lo cerrado y lo cubierto de la carroza, y desde su aspecto móvil, que les garantiza una discreción total gracias al brío de los frisones que maneja el socorrido cochero. Una vez que el joven es rescatado por la protagonista y sentado frente a ella (uno está en la «popa», el otro en la «proa»), Lope se vale de este espacio como un lugar de confesión entre desconocidos. A partir del interés que despierta en ella el galán, se inicia la seducción mutua (narrada en boca de la protagonista como un evento del pasado reciente). Belisa tranquiliza a don Juan afirmando que «si los caballos corren [...] presto estaremos en salvo» (vv. 190-93)49. Es en este espacio privado, sentado uno frente al otro, en donde el primer signo de intercambio (un búcaro con agua que les proporciona el cochero de la misma Fuente Castellana) se establece entre los amantes a modo de alianza. La tradicional aguja y almohadillas de la mujer doméstica han quedado relegadas a un plano secundario y es así, entre lo privado y lo público, entre lo escondido y lo visible, entre lo estático y lo dinámico, como se erige el nuevo lugar de seducción en donde la dama es dueña y señora. Belisa comenta que que «aunque aguja y almohadilla / son nuestras mallas y estoques, / mujeres celebra el mundo / que han gobernado escuadrones» (vv. 128-131), para pasar entonces a elogiar a Semiramis y Cleopatra. El coche resulta un lugar de extraordinaria intensidad, a modo de confesionario o de diván, garantizando una total discreción al amor y a sus confesiones. No en vano, Belisa admitirá haber llegado a casa a las once de la noche, y pasará los siguientes días sufriendo los síntomas iniciales de una devastadora enfermedad del amor que la impide volver al lugar de encuentro. Madrid comienza a actuar, desde estos primeros compases, como agente fundamental en la construcción psicológica 49 El tema de los caballos es también una constante en el teatro de Lope. En El perro del hortelano, por dar un caso, el criado Tristán recibirá el encargo de matar a su señor para evitar el matrimonio de éste con Diana; a la propuesta de los nobles Ricardo y Federico, el gracioso lacayo contestará que «mataré los criados y criadas / y los mismos frisones de su coche» (vv. 2475-76).

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de los caracteres. Su condición de «ciudad blanda,» su tremenda elasticidad que la convierte en un personaje más, permite a Lope incorporar a la trama algunos de sus elementos más conocidos, borrando con ello las fronteras entre texto y contexto, entre realidad y ficción. El mapa urbano, saturado de trayectos y trayectorias, se convierte en la nueva cartografía amorosa en donde los amantes deberán encontrarse superando las previas imposiciones de un tráfico incesante de carruajes, personas y, f u n d a m e n t a l m e n t e, de sentimientos que se cruzan. El coche va connotándose de diversos atributos según va avanzando la trama. Los versos que describen el encuentro de los amantes le dotan de una profundidad mitológica («fui Faetonte, / que nunca verás tan altas / las soberbias presunciones»; vv. 88-90) tanto como legendaria («me pongo de Rodamonte / a su lado» [vv. 176-177], afirma la joven), confirmando así la relevancia de este elemento en el paisaje urbano desde una fértil rentabilidad metafórica. Cuando Belisa se cita con el Conde en la ribera y ve a don Juan, le ruega al Conde que espere junto a su carroza por un instante (vv. 739-79). Más tarde, cuando Lucinda sale de casa de Belisa (quien ha quedado furiosa por las mentiras de ésta), le hace saber muy ostentosamente que el carruaje del Conde la espera en la puerta y que van a ir a pasear al Prado. Es significativo que nuevamente se pasa de un espacio a otro (de la casa a la carroza) sin apenas pisar la puerta ni ser visto: es éste un medio de transporte que se transforma casi en una extensión del espacio doméstico, pero que resulta ante todo un signo de distinción al tenerlo aparcado a la puerta (vv. 1671-74), a modo de fachada redoblada en una sociedad en donde el capital simbólico de una cortesana empieza a gr avitar hacia signos externos. De igual manera, para Lucinda será de gran atractivo el poder montar en la carroza del Conde (v. 1757) y, desde este privilegio social la joven irritará a Belisa cuando se escuchen las voces de Lucinda y el Conde ordenando al cochero la marcha al Prado y a La Victoria (con ello, además, Lucinda venga la burla que había sufrido en el Soto días antes). No obstante, a pesar de esta distinción de lo móvil, el coche cada vez resulta menos exclusivo y menos raro en el paisaje de la Villa: se alude al tráfico de las calles madrileñas cuando Lucinda pide al cochero del Conde que los lleve a La Victoria, donde se reúnen los amantes, hablando de este lugar como «Magallanes de los coches» (v. 1769) por el intenso tráfico de la zona que impedía el paso en muchas ocasiones. Junto a este pri-

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vilegio que otorgan los celajes del carruaje, se puede añadir un rasgo más, que sería el del disfraz femenino en el texto, ya que, igual que marca un signo de distinción (o una extensión de la personalidad), ayuda a esconderse y proteger la intimidad50. En cualquier caso, su uso en el desarrollo de la acción nos hace ver no sólo el conocimiento de Lope en materia de costumbres cortesanas, sino también la gran fecundidad de este elemento en el diseño de la trama como portador de infinitas posibilidades y de nuevos espacios escénicos. A pesar de la celebración optimista que proporcionan estos testimonios de los años veinte y treinta, lo cierto es que la recesión propiciada a partir de 1640 se hace notar, como ya he indicado anteriormente, en todos los ámbitos, y la economía madrileña, altamente burocratizada, sufre los efectos de la crisis como ninguna otra. La saturación del tráfico en la Corte es pro p o rcional al progre s ivo estancamiento de las economías rurales geográficamente más próximas a Madrid, que sufren por mantener el ritmo de demanda que imponen las modas citadinas: un escritor tan alerta y tan preocupado por la realidad de fin de reinado como es Francisco Santos, avisa en El no importa de España, a través de un labrador, de las negativas repercusiones en el mundo campesino: «“¿Dónde hallaré mulas para arar mis tierras y trillar mis panes? ¿Qué será la causa que valgan tan caras, sobre no hallarse?” Los coches, respondo yo, pues en no siendo cuatro buenas y nuevas no sale el que puede a destrozar los empedrados de Madrid»51. Del coche primaveral se pasa entonces a una poética que

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No entraremos en este trabajo en la simbología de los colores en los disfraces y atuendos de los personajes de la obra, comentados por González y, desde una aproximación más general al teatro de Lope, ya establecidos por Fichter, 1927; como complemento a lo ya conocido en Lope, remitimos también al libro clásico de Bravo Villasante sobre los disfraces femeninos en la comedia áurea, 1955; así como el estudio de McKendrick, 1974, quien calificó a Belisa dentro de la categoría de «mujer esquiva» y a su tratamiento en la pieza como «conventional and unremarkable» (p. 170). 51 Francisco Santos, El no importa de España, ed. Rodríguez-Puértolas, 1974, pp. 74-75. Se ha escrito que fue malo para el campo el hecho de que todas las bestias se usaran para los coches en la ciudad; no en vano sabemos que el crecimiento madrileño fue muy perjudicial para las economías rurales en Castilla, como señala Ringrose, 1985, p. 15: «the capital city extracted resources from all over the interior, both by subsidizing its urban market and by administratively redirecting regional commodity flows. This undermined older commercial and industrial towns in ways that mini-

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nada tiene de favorable con tan popular medio de transporte. Para cuando muere Lope la carroza de caballos se ha convertido ya en un creador autónomo de motivos y conflictos teatrales, y por ello aparece repetida en numerosos textos desde su misma rentabilidad escénica; Vélez de Guevara en su Diablo Cojuelo imagina «ballenas con ruedas» que empolvan el ambiente debido a las maniobras de sus conductores (era proverbial la embriaguez de los chóferes), y Calderón frecuentemente equipara el término «ballenato» a todo lo madrileño: El escondido y la tapada, por ejemplo, se abre con el galán César y su criado Mosquito, quienes han acampado para dormir en la Casa de Campo, en cuyo río se da la circunstancia que ha volcado un coche por culpa de la mala «conducción» del chofer Otáñez; como resultado, Lisarda y su criada Beatriz, las jóvenes que viajan en él, sufren contusiones de diverso grado que provocan un jocoso comentario de Mosquito: «Ya la cerrada ballena, / para escupir sus Jonases / por un costado revienta»; también se da una circunstancia pareja en No hay cosa como callar, donde se accidenta una carroza cerca de la casa del protagonista, al cual traen a una dama herida (Marcela) que ha perdido el conocimiento52. Los resultados, no obstante, aportan un rendimiento diferente según la obra: si en El escondido y la tapada es César quien rescata a Lisarda del carruaje volcado provocando el enfado de ésta, en No hay cosa como callar Marcela, la joven contusionada, no da a conocer su identidad al despertarse, dejando así al galán Diego completamente prendado de su misteriosa belleza. La honra de la joven se mantiene por una lógica que asume su espacio natural en el interior del coche, no el espacio volcado de un domicilio ajeno, y con ello el autor se atiene a la disposición de 1604 que limitaba el coche a un ámbito de jerarquías domésticas: acceso exclusivo restringido al padre, abuelo, mized incentives for rural specialization [...] the rise of Madrid between 1560 and 1630 contributed to the decline of the Castilian economy of the sixteenth century». Hernández, 1995, pp. 14, 20, también ha señalado que los productos de lujo para pequeña minoría, como los plateros, los maestros de hacer coches, corrían paralelos a las nuevas ordenanzas del Consejo, que obliga a Madrid a instalar fuentes públicas o mejorar el empedrado de las calles, entre otras regulaciones. 52 Incluso con derivaciones: en Casa con dos puertas mala es de guardar se hablará del «mar de Antígola» (vv. 2374 y en 2425). En Guárdate del agua mansa, en cambio, el uso del coche resulta ser menos crítico: la joven Eugenia se quejará del tumulto urbano, destacando que la mejor manera de ver la ciudad es, sencillamente, desde un coche (vv. 809-814).

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marido o hijos menores de la señora que ocupara el carruaje de cuatro caballos, siendo éste propiedad de ellos. El estatismo limitado de la alcoba femenina se traslada a las numerosas posibilidades que aporta la versatilidad de este nuevo territorio íntimo, incluyendo sus peligros y desviaciones. Una obra como Las harpías en Madrid de Castillo Solórzano gira en torno a las cuatro estafas que cuatro damas (Feliciana, Luisa, Constanza y Dorotea) cometen sobre cuatro incautos urbanitas (un milanés, un genovés, un cura y un andaluz) con su coche y su cochero, a los que cambian de aspecto en cada incursión a la ciudad; en sus «Aprovechamientos» al final de cada historia, la crítica del autor no sólo irá dirigida a las damas, sino también a los que son presa de su propia estupidez y se dejan engañar con tanta facilidad. Sin embargo, las crónicas más cercanas al ámbito cotidiano nos hablan de realidades muy diferentes en las cuales el afán de liberación, y no el sentido del decoro, es lo que define estas «conductas móviles»; tanto Calderón como Vélez exploran la rentabilidad humorística de esta absurda inclinación del urbanita, y dirigen su escritura hacia la figuración del coche como un nuevo «hogar» que suplanta nociones más tradicionales de lo doméstico, en un momento histórico de crisis y estancamiento económico que coincide además con la «burocratización» de la Corte y la consecuente subida de los alquileres; en Mañanas de abril y mayo Hipólito comenta de cierta dama que apuesta por la posibilidad de eliminar por completo la noción de un espacio doméstico, abogando por el coche como único domicilio53: porque en mi vida la vi sino en coche. Por aquesta fue por quien se ha presumido que le dijo a su marido: «Con lo que la casa cuesta de alquiler, echemos coche». Y volviéndola a decir:

53

De igual manera, en la calderoniana Mañanas de abril y mayo, el personaje Hipólito cuenta la anécdota de una tal Flora y su obsesión por el coche (véase nota 417 p. 68); un furor que es, además, contagioso, y que hace mella en vecinos y conocidos: «y pienso —narra el Cojuelo en El Diablo Cojuelo— que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilalle a otros dos vecinos tan inclinados a coche que se contentarán con vivir en el caballete dél» (p. 27).

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«¿Pues dónde hemos de vivir y estar el día y la noche?» Dijo: «Si el coche tuviera, sin casa vivir podía, en el coche todo el día, y de noche en la cochera».

La obsesión desmedida por el coche, que genera una serie de lacras sociales y de desviaciones de lo que se entiende como normativo (lo cual varía de escritor a escritor y de legislador a legislador) se convierte en motivo de censura, acaso como metáfora de lo que ya no circula, del estancamiento social que reproduce el atasco urbano. Como elemento semi-decorativo del paisaje, como puro escaparate, el coche inmóvil aparece en El desprecio agradecido (I, I) de Lope cuando se habla de «procesión de coches», mientras que, en Lo que son las mujeres de Rojas Zorrilla, una de ellas comenta que estuvo «seis horas parado» debido al tráfico, hecho verdaderamente curioso si consideramos que un auto de 1621 había ordenado que «no estuviesen parados desde la plazuela de San Salvador hasta el prado de San Jerónimo»54. Los testimonios indican que, desde la fascinación inicial que producen estos modos de comunicación y viaje, se va construyendo poco a poco un discurso de denuncia que coincide con la coyuntura socio-económica que atraviesan las tres últimas décadas de reinado. El juego de palabras que comprende coche y hambre había sido utilizado por el Fénix para hablar de «cochambre» en El sembrar en buena tierra (1618), quejándose y burlándose al mismo tiempo de la nociva obsesión por las apariencias que suponen los carísimos gastos de mantenimiento del coche y, en El Diablo Cojuelo,Vélez esboza un retrato mucho más pesimista desde una estética grotesca muy típica del género, pero cuyo efecto de choque es tan original como cómico; véase, si no, la graciosa anécdota que tiene también, como más tarde hará Francisco Santos, algo de denuncia social —pues atenta contra el orden doméstico— y algo de leve escatología: aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenan y duermen dentro de él, sin que 54

Cita que recoge Leralta, 1993, p. 62.

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hayan salido de su reclusión —ni para las necesidades corporales— en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir de él, que les sirve el coche de conchas como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera de ellos la cabeza fuera de él, la vuelven a meter luego como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano de esta estrecha religión55.

Esta figuración de la «casa a cuestas» calderoniana, esta «tortuga» inmóvil de Vélez, es también recogida por el mismo Francisco Santos años más tarde, cuando en La Tarasca de parto en el Mesón del Infierno (1672) se queja de los coches como nuevos «albergues portátiles», abriendo así, a través de esta noción de lo móvil, una innovadora panorámica del espacio urbano como permutación constante y territorio de anonimia. En uno de los momentos más originales de esta novela, los protagonistas hacen reparo en un coche de damas que había abordado con otro de galanes y después de larga conversación con mucha chanza y otras razones harto excusadas, se pasó una al coche de los hombres y un hombre al coche de donde ella salió, y extendiendo la vista nosotros, casi por no notar este atrevimiento deshonesto, vimos que de otros coches jugaban del mismo palo, tendiendo las velas de aquellos albergues portátiles56.

El episodio anuncia también una nueva cartografía que se superpone a la ya existente, una creación palimpséstica que inaugura una otra forma de recorrer la ciudad sin establecer contacto con ella: los

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Francisco Santos, El no importa de España, ed. Rodríguez-Puértolas, 1974, p. 33. Brioso Santos,1996, comenta que «en el texto de Vélez no es descartable la polisemia intencionada de ‘religión’, un fenómeno nada infrecuente en el estilo del autor del Cojuelo: por un lado, entendida como comunidad o vida religiosa, es decir, la orden monacal de los coches, que por ser tan estrecha puede ser vista además como una clausura; por otro, la religión como ‘sentimiento religioso’ en el sentido más habitual; y, por último, una tercera vía semántica, la de la etimología a partir del latín RELIGARE o ‘religar’, ‘volver a atar o ceñir’ (Corominas), lo que supone que el coche posee el atributo de ser animado capaz de atrapar a estas personas en su interior». Con respecto a Francisco Santos, véase el capítulo que le dedica al coche como lacra social en Las tarascas de Madrid (pp. 189-190). 56 Véase Francisco Santos, OC, III, pp. 226 y 230-231 respectivamente.

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galanes y las damas pasan de coche a coche como si recorrieran alcobas, en total intimidad y en un proceso creativo que reescribe el trazado urbano al tiempo que prescinde de él; la ciudad se imagina como escenario lúdico y subversivo en donde sus habitantes juegan «al mismo palo» y comparten una serie de códigos secretos que se asemejan a la clandestinidad de las casas de juego; con ello, la honra queda relegada a un plano secundario porque se trata de un espacio en donde la dialéctica de lo privado y lo comunal se diluye, y en donde el privilegio de lo móvil amenaza la posibilidad de la intimidad doméstica. Por todo ello, vemos así cómo el uso inicialmente didáctico o placentero del coche acaba volviéndose contra sí mismo especialmente a partir de la década de los treinta, en que ya se nos empieza a informar de manera sistemática del peligro del coche como destructor de economías domésticas (Barrionuevo se queja en su entremés El triunfo de los coches de que la gente «se casa» con los coches), conductas prohibidas o como metonimia del deterioro urbano y de la crisis agraria. La creencia inicial de que «las mujeres / van más honradas y honestas / dentro de un coche que a pie», como había registrado Lope en La llave de la honra, empieza a difuminarse en pro de una perspectiva mucho más compleja y no menos realista que obliga a revisar la legislación en torno al uso de todo vehículo. El fenómeno nos aporta, eso sí, una visión de la «arquitectura» urbana que va más allá de tejados y paredes, que penetra hasta la misma médula de sus habitantes, destapando—en su sentido literal y metafórico—las ansiedades, miedos y obsesiones que traen los nuevos elementos del paisaje urbano; y en la trastienda de tanta burla, algunos motivos sobradamente familiares que articulan las fantasías de sus poetas: las apariencias, la ambición, la hipocresía... Lo cierto es que, en todas estas ficciones, nadie parece huir en coche a ningún lugar, porque el coche en sí ya supone un espacio de escapismo, y es esta misma sensibilidad, tan sencilla de trazar por otra parte, la que acabar por definir la «cualidad madrileña», el toque castizo de tan extraordinarios testimonios.

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3. Resonancias nocturnas: Salas Barbadillo, en los umbrales de la melancolía The degree of anxiety, like the whole pleasure economy, is different in every society, in every class and historical phase. To understand the control of conduct which a society imposes on its members, it is not enough to know the rational goals that can be adduced to explain its commands and prohibitions; we must trace to their source the fears which induce the members of this society, and above all the custodians of its precepts, to control conduct in this way. Norbert Elias, The Civilizing Process La vie de la cour est un jeu sérieux, mélancolique, qui applique. Jean de La Bruyère, Caractères

La prosa de Salas Barbadillo es una prosa de abundancia y crisis, al modo de la misma ciudad que convoca sus ficciones, y refleja de manera muy personal la evolución del paisaje que se vive en la Corte del tercer y cuarto Felipe; pero junto a este maravillarse ante lo nuevo hay también la sensación de una pérdida de inocencia, producto de la transición de villorrio a urbe, de transacciones limitadas a un panorama ferozmente capitalista —ya analizado por Lewis Mumford en sus estudios sobre la ciudad barroca57— que se comparte y padece por los escritores de su generación. La aceleración de un tiempo que antes parecía discurrir a un ritmo más sosegado se acompaña ahora del vértigo de un espacio abarrotado e ilegible, cuya sensación de crecimiento provoca el desconcierto en más de un poeta (son frecuentes las alusiones al cambio experimentado por Madrid durante la segunda década de siglo): en El tribunal de los majaderos —diálogo en verso que

57 Véase

Mumford, 1961.

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se inserta en La casa del placer honesto (1620)—, el autor denuncia que la noción de centro resulta peligrosamente deslizante en un momento histórico en que las taxonomías cambian de acuerdo a las nuevas necesidades cartográficas: «Suspéndeme infinito... el ver en Madrid tanto edificio nuevo y luego ocupado. Nácenle nuevas casas, y las que ayer fueron arrabales hoy son principales», dirá uno de sus protagonistas (el mismo sentido de crecimiento se aprecia en Los mirones de la Corte, incluido en la misma pieza); y el Madrid de su El sagaz Estacio, marido examinado (1620) se retrata en escenas que nos hablan de la rápida expansión de la ciudad, de sus nuevas casas y sus caros alquileres, del peligro de peleas, de la falsedad de las apariencias, de los coches, de los ociosos, avariciosos y mentirosos, de los matrimonios por dinero, de la rapacidad de los criados, de la infidelidad de maridos y mujeres, de lo licencioso de actores y actrices, de los timadores, prostitutas... llegándose así a Estacio, un pícaro inteligente y cornudo, ideal para la joven Marcela, que busca un marido que sea «comprensivo» y permisivo con sus libertades. Es por ello que la fragmentación estilística y temática de su obra, la dispersión de géneros y tradiciones, la experimentación de ambientes y situaciones infrecuentes puede ser considerada como un fenómeno paralelo a la personalidad del autor (aspecto en que toda crítica de Salas parece coincidir), resultado, a fin de cuentas, del propio entorno que le inspira; así, el poeta escribe en El necio bien afortunado que «de esta señora quiero saber si le ha influido Madrid sus facilidades, que no sé a qué filósofo oí que también la tierra tiene sus influjos: la áspera cría personas ásperas; la llana y apacible, llanas y apacibles, y así Madrid, por ser tierra llana, amenaza ciertas llanezas que se me hacen muy cuesta arriba»58. El juego de palabras anuncia también su visión de madurez y el pesimismo con el que retrata la vida madrileña y las costumbres cortesanas, que corren parejos a un desencanto muy barroco de claroscuros y situaciones extremas en donde la violencia física y simbólica encuentra en la soledad y el aislamiento su perfecto antídoto: en el universo cortesano, imbuido de un carácter visual y espectacular que mezcla lo maravilloso con lo abyecto, «a continuous, uniform pressure is exerted on individual life by the physical violence stored behind the scenes of everyday life, a

58 Ver Uhagón, Dos novelas de Don Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. El cortesano descortés. El necio bien afortunado, 1894, p. 297; cursivas mías.

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pressure totally familiar and hardly perceived, conduct and drive economy having been adjusted from earliest youth to this social structure», ha escrito Norbert Elias59. Esta circunstancia da lugar a una marcada predilección por personajes excéntricos, a quienes con frecuencia se asignan prudentes sentencias que recuerdan a los iluminados cervantinos (en especial al Tomás Rodaja de El Licenciado vidriera); no en vano, los retratos de Pedro Ceñudo (El necio bien afortunado), Boca de todas verdades (Corrección de vicios), don Juan de Toledo (El caballero puntual), don Lázaro (El cortesano descortés), don Diego (Don Diego de noche), don Florisel, el perruno caballero errante de «La peregrinación sabia», Alejandro (El curioso y sabio Alejandro, fiscal de vidas ajenas) y Paladio, «hidalgo lector de libros de caballerías» que se vuelve loco y es aborrecido por sus vecinos (La estafeta del Dios Momo), construyen el andamiaje caballeresco de su poética urbana. Por ello, si son frecuentes las menciones abiertas a sus contemporáneos y a sí mismo (aparece como personaje, como he señalado ya, en Coronas del Parnaso), hay también mucho de su propia persona en las descripciones y conductas de estos caballeros extremos y aventureros; las resonancias biográficas llegan a ser tan evidentes en algunos casos que, como ha señalado Francisco Cauz, tanto Boca como Alejandro resultan ser «reflejos caricaturescos del autor, ideas más que vidas [...] filósofos amargados, enemigos contumaces de las relajadas costumbres de los españoles y misántropos que podrán ser traslados de una obra a la otra sin causar la menor sensación»60. Esta misantropía es, a mi modo de ver, el rasgo temático más destacable de su narrativa urbana, porque anuncia una serie de síntomas que van más allá de meros formalismos. La evolución de Madrid como paisaje geográfico y como campo literario ejerce una gran influencia sobre las tramas ideadas por Salas, que en diversas ocasiones proyectan espacios íntimamente asociados a estados anímicos y, sobre todo, a deseos incumplidos. La ciudad se torna así en el negativo de sus propios habitantes, quienes a su vez son trasunto frecuente de la compleja relación establecida entre el artista y su entorno, vivamente retratada en los diferentes parnasos y fielmente capturada en su biografía: el es-

59 Ver

Uhagón, Dos novelas de Don Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. El cortesano descortés. El necio bien afortunado, 1894, p. 450. 60 Cauz, 1977, p. 125; véase también Peyton, 1973, pp. 151-155.

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teta inquieto y sordo que vuelca en el texto su «ansiedad urbana», el creador que se desdobla en cada uno de sus Quijotes de ciudad. La escritura establece así una fecunda relación entre espacio y melancolía, a través de la nostalgia en Salas por la captación irresuelta de un territorio homogéneo y legible, tal y como ocurre con contemporáneos suyos que viven la etapa final de su vida durante la explosión demográfica y económica de la Villa: la escritura del espacio es así un ejercicio catártico e indagativo que transporta la psique fragmentada de sus urbanitas a la constitución y diseño del entramado urbano. Un cierto poso cervantino y un constante vaivén entre acción frenética e inacción paralizante definen la cualidad especial de estos «locos» madrileños, músicos y enfermos de amor, amigos de oscuras alcobas, callejuelas sinuosas, parajes remotos o lúgubres cementerios.Y, sin embargo, poco se ha escrito sobre el siglo xvii como «siglo melancólico»61, a pesar de que las aportaciones de disciplinas modernas como el psicoanálisis han abierto de manera radical el campo de estudio a nuevas manifestaciones y nuevos lenguajes62. El espacio ocupado en las letras hispánicas por la figura quijotesca —que se acusa, por cierto, en muchas creaciones de Salas— ha capitalizado la atención de la crítica posterior, mientras que la «melancolía urbana», ya anunciada en este mismo siglo como uno de los síntomas de la incipiente modernidad, todavía permanece relegada a un plano secundario. Afortunadamente para el lector contemporáneo, la relación entre melancolía y senectud ha sido estudiada con creciente interés en el ámbito de la literatura áurea gracias a la influencia de los ensayos pioneros de Juan Manuel Rozas y el ciclo de senectud en Lope de Vega (1627-1635), invitando con ello a la fijación de una «poética literaria de la ancianidad» en donde, como en Salas, se diluyen las fronteras entre lo vivido y lo proyectado63. Recientemente, y desde un amplio enfoque en cuanto a géneros y autores, los análisis de Teresa Scott Soufas, Javier García Gibert o Christine Orobitg han introducido el fenómeno de la melancolía literaria en nuevos deslindes genéricos y temáti-

61 Véase

Escudero Ortuño, 1950; ver también Atienza, 2000. Aproximaciones que me han sido útiles en este ensayo han sido las de Starobinski, 1962; Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964; Kristeva, 1989; Lepenies, 1992; una puesta al día de gran utilidad resulta ser la antología de Radden, 2000. 63 Véase Rozas, 1982; resulta fundamental la ampliación de Profeti, 1997. 62

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cos, explorando temas como la enfermedad amorosa, la nostalgia o la hiperactividad en textos de Cervantes,Tirso, Alemán o Góngora64. De forma paralela, los estudios interdisciplinarios sobre cartografía, d emografía y urbanismo han empezado a ofrecer nuevas lecturas de la premodernidad hispana, en un intento por situar determinadas coyunturas personales y profesionales de los escritores de principios del siglo xvii ante un nuevo contexto material e intelectual; por ello, la excéntrica imaginería del pícaro urbano de Salas no puede entenderse, como en otros muchos de sus contemporáneos, sin establecer una estrecha conexión con el medio cortesano que define a sus propios miembros y determina sus hábitos y conductas. Desde la conjunción de estas dimensiones reconciliables, discutiré cómo ciertos pasajes de tinte autobiográfico justifican una tensión personal que oscila entre la mirada al pasado y la necesidad de sobrevivir en un Madrid en continuo cambio; como resultado, a partir de la saturación demográfica y la consecuente experiencia urbana surge una determinada melancolía que asociaré en las siguientes páginas a los fenómenos sensoriales de nostalgia, miedo y desencanto, los cuales informarán no sólo sobre la experiencia personal de su autor ante el espacio urbano, sino también sobre los sistemas referenciales compartidos en la creación de Madrid y en la naturaleza simbiótica de estos códigos y lenguajes.Veremos así como este «fear and sorrow without a cause», tal y como había definido Robert Burton a la melancolía en su Anatomy of Melancholy (1621), será compartido también por los galanes madrileños en cinco de las más originales piezas de Salas: El caballero puntual (1614), El cortesano descortés, El necio bien afortunado (ambas de 1621), El malcontentadizo (1622) y Don Diego de noche (1623). La «imaginación melancólica» de Salas Barbadillo se nutre de una conflictiva relación del personaje con su entorno cortesano. En sus tratados de melancolía, médicos como Velásquez (1585), Freylas (1605) o Santa Cruz (1624) ya habían estudiado la relación entre el individuo y su geografía, y el enfermo melancólico era descrito como amigo de la oscuridad y de lo cavernoso, huyendo de la luz del sol, hasta el punto de que «there was no clear line of distinction between fact

64 Véase

Scott Soufas, 1990; Hunt Dolan, 1990; García Gibert, 1997, en especial su segundo ensayo «Cervantes y la melancolía», pp. 65-138; y, más centrado en textos médicos, Orobitg, 1997, especialmente su útil «estado de la cuestión» en pp. 7-14.

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and image, or between the state of the melancholic’s mind and the landscape that he inhabited or projected», según nos recuerda Bridget Gellert Lyons65.Ya una pieza relativamente temprana como El caballero puntual (1614) incide sobre los peligros urbanos: se nos cuentan las aventuras de Don Juan de Toledo, en su transición de provincia (Zamora, en este caso) a Corte, y las continuas chanzas a su quijotesca persona, caballeresca hasta la extenuación; en este Madrid censurado por Salas al inicio de cada capítulo, el pobre don Juan caerá gravemente enfermo, quejándose del poco cuidado prestado por los nobles y por el mismísimo Rey, lo cual provoca tanta risa en sus amigos que su melancolía es pregonada por los cotilleos de la Puerta de Guadalajara y la Calle Mayor. La ansiedad que produce lo irresuelto, las ganas de ser lo que no se puede ser causan no sólo el malestar del protagonista, sino también los resortes cómicos de la narrativa; la fragmentación de un yo tan disperso como el propio medio urbano, el intento de ser muchas personas al mismo tiempo, será lo que produzca la esquizofrenia que invade a este urbanita desmedido que quiere ser visto en el lugar adecuado en el momento preciso, en coches, en comidas, en recepciones, por el mayor número de personas posibles, manteniendo un ritmo de crecimiento y dispersión paralelo a los envites urbanos y sus nuevas cartografías (igual le ocurrirá a Guzmán de Alfarache en una Génova inhóspita cuando nos cuente que «fuime por la ciudad, tomando lengua, que ni entendía ni sabía, con deseo de conocer y ser conocido»)66. Esta circunstancia se intensifica con el paso del tiempo, y el autor nos cuenta cómo, tras varios años de residencia en Madrid, Don Juan continúa siendo la comidilla de la Corte, conocido por todos, invitado por muchos, despreciado por la mayoría; en una de las más crueles bromas de la novela, el falso caballero será arrastrado por unas mulas a través de las calles de Madrid, muy a lo Don Quijote, para acabar malherido y humillado como el propio caballero cervantino a quien tanto admiró Salas. La conquista de Madrid se torna así en la empresa postergada que tan sólo se invoca parcialmente a

65 Véase Gellert Lyons, 1975, pp. 14-15. Un breve pero útil recuento de tratados ingleses sobre melancolía publicados en los siglos xvi-xvii se recoge en Lepenies, 1992, pp. 19-20. 66 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, ed. Brancaforte, 1984, vol. I, pp. 452-453; cursivas mías.

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través de la catarsis de la escritura, que actúa doblemente como escape y como aviso, como realización y como crisis. Semejante caso es el de Don Lázaro en El cortesano descortés, ejemplo del perfecto idiota. Salas diseña en esta comedia en prosa una serie de aventuras en torno a este cortesano que, por no quitarse el sombrero al saludar a sus vecinos madrileños, sufre toda suerte de calamidades. Los procesos (no siempre compatibles) de «urbanización» y «cortesanización» del desafortunado caballero provocan así las burlas que componen el tejido de la pieza, en la cual Don Sebastián y sus amigos se burlan de su vanidad a través de diferentes tretas que constituyen sus diferentes episodios. Salas establece también una importante conexión entre la conquista del espacio urbano y la seducción de sus personajes femeninos, ya que todos estos caballeros padecen, entre otras muchas ansiedades, la necesidad apremiante de enamorar —y, en ocasiones, contraer matrimonio— a una dama oriunda de la ciudad para poder así completar el proceso de adaptación al nuevo Madrid. La imposibilidad de culminar este «anhelo de presencia», que el autor suele invocar gracias a originales metáforas de exclusión o incorporación (el uso del sombrero, la degustación de la comida, la penetración de umbrales), es lo que en numerosas ocasiones ralentiza y revierte la trama de estas ficciones de Corte, provocando así un vaivén oscilante entre actividad y parálisis que anuncia la melancolía de sus galanes67.Y, junto a las descripciones de este urbanita melancólico, encontramos numerosas re f e rencias a la armonía neoplatónica de los cuerpos celestes en las aventuras nocturnas de sus protagonistas, acaso como contrapunto del movedizo paisaje terrenal de una oscuridad plagada de trampas. Así, antes de robar el sombrero de Don Lázaro, don Rodrigo y don Sebastián elogian el silencio de la noche: Rodrigo: He puesto los ojos y tras ellos he dejado correr la consideración por este campo azul, teatro de las estrellas. ¡Oh cuánto admiro de esta noche la belleza y el silencio! ¡qué rica está de ojos y qué pobre de lengua! Sebastián: ¿Silencio llamáis éste? Voces son cuantas luces brillan, y voces que persuaden alabanzas de su hermoso Criador. ¡Oh prodigiosa ar-

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Esta conexión no se ha estudiado a fondo en las letras hispanas; contamos, no obstante, con el valioso estudio de Enterline, 1995, que me ha servido de útil referente.

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monía! ¡Oh perpetua y no entendida consonancia! Oh ministros, cuanto lucidos, obedientes de la voluntad divina! Escuela sois, no sólo de fulminantes resplandores, sino de humildades prontas y ejecutivas...Y la exterior belleza en las criaturas terrestres, testimonio es de infidelidad constante68.

Una espiritualidad nocturna que se mantiene alejada e improbable como los «fulgurantes resplandores» de sus propias estrellas; un espacio de discreta belleza que apenas se percibe en este Madrid que se mira a sí mismo. El reinado de Felipe IV disfruta de la publicación de las más singulares creaciones de Salas, que apenas abandonan lo urbano como motivación y paisaje inspirador. El necio bien afortunado (1621) presenta al Doctor Ceñudo (el nombre, que alude a tonto o loco, es ya indicativo), quien odia tanto el bullicio de la Calle Mayor que vive en total reclusión y penumbra, lo que no evita que se enamore más adelante de una virgen de cuarenta años, la cual le rechaza por ser de inferior estrato social, provocando indicios de una «afectada melancolía»69. El inicio de la pieza ya es significativo: Don Leonardo de Vargas y el Licenciado Campuzano van a visitar a Ceñudo; al entrar son golpeados por unas figuras gigantescas que aparecen por magia (hay también un mono con un orinal que intimida a los invitados), pero al intentar huir se dan cuenta de que están encerrados. Ceñudo les cuenta que es un escritor de comedias fracasado, y de ahí su actitud un tanto huraña y crítica con un presente que se analiza a través de todos los tipos sociales de la época con la ayuda de los poderes sobrenaturales que le otorga un anillo mágico, con el cual convoca al demonio para poder emitir sus opiniones: la melancolía se considera

68 Uhagón, Dos novelas de Don Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. El cortesano descortés. El necio bien afortunado, 1894, pp. 58-59. 69 Peyton, 1973, p. 79, ha destacado rasgos picarescos al comentar de Ceñudo que «as a reputed fool he studies in the book of real-life experiences and learns to make his way by his ingenuity and pretense. In this process he illustrates the antisocial and antiheroic nature of the picaresque protagonist, as well as the rogue’s typically restless, peripatetic mode of floating and bumping randomly as a way of making contact with experience [...] Taking it altogether, the world is made up of fools; hence only a fool can thrive in it».

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como una de las maladies de los tiempos que corren, de la cual se ven contagiados muchos de madrileños, afeando sus conductas: ¿qué virtud no se halla en un hombre alegre? —se quejará el excéntrico personaje—. Luego le veréis liberal, luego apacible, cortés, agradecido, entretenido, cuerdo; finalmente, agradable. ¿Hasta hoy se ha visto hombre melancólico que no tenga alguna falta que le ocasione la melancolía? Filósofo hay que funda en la razón natural los delitos feos, y piensa que proceden de la melancolía. Tengo por sin duda que si hubiera muchos hombres de estos en el mundo, hubiera pocos vicios...

afirmando más tarde que «¡que Madrid está tan cerca del abismo que respira por ella sus alientos de fuego!»70. En esta Villa endemoniada, Ceñudo explica que las vejaciones de la Calle Mayor le tienen así encerrado en casa enfermo de este «fear and sorrow» que tan sólo puede curarse desde el escape a los exteriores; sin embargo, una vez que ha salido a la calle le ocurren al protagonista toda clase de desventuras y peleas (incluso, en un alarde de lo que podríamos llamar «nostalgia lingüística», se da el consejo de no contaminar la lengua de neologismos, ya que el castellano es de por sí bello y excelso) y Madrid aparece de nuevo retratado como un territorio de claroscuros y sorpresas. La creación de Ceñudo guarda muchas similitudes —acaso por el éxito que debió repararle a su autor— con otros personajes urbanos coetáneos o inmediatamente posteriores de la producción de Salas. En la escala de misántropos y maniáticos urbanos resulta igualmente destacable el protagonista de El malcontentadizo, comedia incluida en su Fiestas de la boda de la incasable mal casada (1622) que presenta a un personaje melancólico, excéntrico y monomaniático llamado Don Calixto, al que nada le satisface en la vida: el error de la gente al dar la hora, su coche, su ropa, el agua que le traen a casa, su pelo, una carta de su dama, la sirvienta de su dama, el maestro de danzar, y con su criado por no haber aprendido a bailar, al cual, en un ataque de ira final muy quijotesco, expulsa de casa espada en mano; en cambio, y como todo obsesivo, Calixto a veces tiene razón de quejarse, como ocurrirá, por ejemplo, con la idea de rechazar aguas del Manzanares 70 Uhagón, Dos novelas de Don Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. El cortesano descortés. El necio bien afortunado, 1894, pp. 169 y 179 respectivamente.

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porque le «dan fiebre», o de otras muchas de las lacras que definen la condición madrileña de sus vecinos. Se produce, al igual que en Ceñudo, un movimiento «hacia adentro» que genera, en palabras de Norbert Elias, peculiar tensions and disturbances in the conduct and drive economy of the individual [...] perpetual restlessness and dissatisfaction, precisely because the person affected can only gratify a part of his inclinations and impulses in a modified form, for example in fantasy, in looking-on and overhearing, in daydreams or dreams. And sometimes the habituation of self-inhibition goes so far —constant feelings of boredom or solitude are examples of this— that the individual is no longer capable of any form of fearless expression of the modified affects, or of direct gratification of the repressed drives71.

Pero es quizá Don Diego de noche (1623) su más interesante lectura de lo urbano. Los interiores y los espacios nocturnos se combinan en la singular atmósfera que se recrea en las aventuras de este «caballero murciélago», personaje que rechaza casi clínicamente la luz y vive de noche experimentando las aventuras más extrañas en un Madrid ya de por sí poco iluminado. Myron Peyton ha escrito que «the structural organization is [...] infused with a strong subjective impulse manifesting itself in a restless dissatisfaction with normality and a dynamic energy», y lo cierto es que nada parece tener contornos definidos en esta crónica de desventuras72. Ya en los preliminares, donde encontramos el curioso «A los pocos y poco lectores de esta edad», el autor nos habla de que «los ojos hostigados de la luz miran a lo oscuro para cobrarse», anunciando así el desengaño y la huida de las riquezas materiales que proporciona la penumbra de los espacios angostos y los territorios prohibidos. En la oscuridad del medio el protagonista encuentra su propia lucidez y, en última instancia, la luz que guía la lectura: escapando de un Toledo que se le queda pequeño por predecible, Don Diego se construye una casa en «unos barrios retirados y sombríos» de «la Villa», y en ella se refugia durante los intervalos que

71

Elias, 1993, pp. 453-454. Peyton, 1949, p. 486. La falla de la novela, que Peyton vio en la incapacidad de evocar «the recognition of order, that true art demands» (p. 486), es precisamente uno de los más notables aciertos de la narración. 72 Ver

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ocurren entre aventura y aventura73. La primera de ellas, que transcurre en los interiores de la casa de una dama a la que pretende el nocturno galán, ya anuncia los peligros escondidos de lo urbano y las trampas que los espacios domésticos tienen preparadas a los que se adentran en ellos74. No en vano, las epístolas intercaladas entre la Aventura Segunda y la Tercera son expresas condenas de los peligros de Madrid, algunas incluso tituladas «Avisos», en donde se habla de todo tipo de lacras cortesanas: en una admonición muy barroca, recuerda el autor a su lector «que no sea liberal, porque en Madrid no dan sino los relojes, y esos pesadumbres, porque nos quitan en vida lo que nos dan en horas»75, como parte de una economía de acciones que, a contratiempo, definen el frenesí ocioso de este caballero nocturno ya convertido en arquetipo literario («ser un Diego de noche» aparece como expresión o como dicho en otros textos coetáneos). Las raras ocasiones en que Don Diego no anda en la calle de aventura transcurren en la penumbra de su casa, en donde el galán se refugia en completa inactividad, tal y como hará, por ejemplo, tras enterarse de que acaba de matar a un rival amoroso (Don Leandro): «así pasaba en su soledad, melancólico y triste, aumentándosele más sus pesares con la muerte de don Leandro...»76; igual ocurre al final de la Aventura Quinta, en donde «redújose, al fin, con esta venganza al silencio de su casa, donde pasó algunas noches estudioso, modesto y corregido», o al principio de la Aventura Séptima, ya que «aquellas dos primeras noches después de su llegada las dio al silencio de sus paredes y a la contemplación de sus papeles y libro s ; p e ro ya cansado de tanto recogimiento, pareciéndole que perdía los fueros y excepciones de su libre natural, determinó salir la tercera, y más temprano de lo que otras solía»77. Sin embargo, esta inactividad que es pronto reemplazada por

73

Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 10. Son contadas en la novela las menciones a los lugares emblemáticos recogidos por Barbadillo de la Fuente, 1993. 75 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 41. 76 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 88. 77 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, pp. 163 y 171 respectivamente. La alusión al coleccionismo libresco de Don Diego —por oposición a la lectura de estos mismos libros, que no se realiza— forma parte del comportamiento cortesano según la intuición de Elias, 1993, p. 479: «The increasing demand for books within a society is itself a sure sign of a pronounced spurt in the civilizing process [...] In 74

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el atractivo frenesí de lo impredecible y lo nuevo no viene exenta de una muy abierta crítica social a ciertas actividades clandestinas: la visita del protagonista a la casa de juego, por ejemplo, provocará que Salas escriba que lo que en realidad se frecuenta es «una casa de conversación varia, porque en una parte de ella se jugaba con los naipes las haciendas y en la otra se hacía juego de las honras con las lenguas»78. La noche terrenal —frente a lo elevado de la espiritual, ya comentada— se erige así como el espacio de la ausencia de razón, pues en ella se vuelca toda la violencia material y simbólica que se ha reprimido durante las horas del día: que ya era tiempo de retirarse, buscando la luz de la razón en la del día y no confesar en el aborrecimiento de la una el de entre ambas, siendo un ciego tan deslucido que venía a estarlo en el ánimo, en el cuerpo y en el entendimiento. Que en el esconderse de la comunicación común, siendo un hombre dotado de tantas ingeniosas habilidades, se agraviaba a sí propio y a la utilidad pública, usurpándose así tantas alabanzas y a los demás tan segura doctrina79.

No sorprende que, como parte de este efecto curativo de la noche frente a los desdenes amorosos, la melancolía se acompañe de frecuentes serenatas musicales, incluso a veces por el propio Don Diego, quien canta tanto a las damas como al Manzanares; así, cuando se va a la Lonja del Prado, en donde se destacan los matices auditivos del paisaje nocturno («privó a la lengua de oficio y aplicó los oídos, gozando de este modo entretenimiento, si no todas veces muy honesto, ninguna a su costa»)80, el lector se encuentra con la cantata de un paje, una de las muchas que salpican la novela, y que da lugar a una de las aventuras más originales del texto. Son estos elementos tan dispares —juego, música, duelos, seducciones—, presentados en un ámbito apenas retratado anteriormente —la noche—, lo que hace de esta nove-

courtly society the book does not play quite the same part as in bourgeois society. In the former social intercourse, the market of prestige values, forms the centre of existence for each individual; books, too, are intended less for reading in the study or in solitary leisure hours wrung from one’s profession, than for social conviviality». 78 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 131. 79 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 136. 80 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 150.

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la uno de los homenajes más originales a este Madrid pardo e insomne. En cualquier caso, y como ha escrito Peyton, «a great insecurity abounds, a lack of confidence in the stability of environment and in man’s attempts to control it»81. La presencia continua de estos personajes melancólicos no resulta gratuita, sino que responde a una coyuntura social muy precisa, en donde se registran las ansiedades de una clase que ha perdido toda su importancia social y que no sabe muy bien cuál es su lugar en el nuevo entramado urbano, en la búsqueda afanosa de una utopía como respuesta al sentido de desorden producido por la creciente «burocratización» de la ciudad. La melancolía se establece así como naturaleza y no como enfermedad, y la búsqueda de esta utopía se fragua como respuesta resignada y no como programa activo, al contrario que en otros escritores del siglo (las quimeras de Campanella y su «Ciudad del sol» y «New Atlantis» de Bacon son significativas de este deseo compartido): la melancolía emerge entonces de una cierta inactividad crónica e incluye, a partir del siglo xviii con más evidencia, el aburrimiento, si bien es ahora la nostalgia la que opera en su mismo centro, respondiendo a la obligación del cortesano de ser activo y feliz. A propósito de este carácter de denuncia, Teresa Scott Soufas ha escrito sobre la necesidad de comprender «how the inarguably Catholic authors of post-Tridentine Spain use melancholy in order to engage in a dialectical transvaluation of values, that is, a reexamining and redefining of society and traditional norms that nevertheless does not seek to invalidate those norms or their inversion»82. El retiro que vemos en Ceñudo o en el Malcontentadizo es entonces una forma de protesta social que cuestiona el presente sin atacarlo abiertamente, una derrota anticipada si bien risueña; otras enfermedades como la gota, que padece uno de los personajes de El

81 Peyton, 1973, p. 30; las cursivas son mías. Más allá había ido Elias, 1993, p. 451, al escribir, comentando los procesos de conducta cortesana en las cortes medievales centroeuropeas, que «as the decisive danger does not come from failure or relaxation of self-control, but from direct external physical threat, habitual fear predominantly takes the form of fear of external powers [...] In such a society extreme self-control in enduring pain may be instilled; but this is complemented by what, measured by a different standard, appears as an extreme form of freewheeling of affects in torturing others». 82 Scott Soufas, 1990, p. ix.

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cortesano descortés, son también síntomas de estas nuevas ansiedades con un trasfondo médico visible que ya había sido documentado, por ejemplo, el Luis Lobera de Avila un siglo antes83. Este anhelo utópico es además la alternativa política de un individuo que no produce energía social, sino que la contiene y cultiva: la melancolía se convierte así en la respuesta social a una pérdida, en este caso la pérdida de la posibilidad de un espacio paradisíaco como sistema ordenable; la fragmentación expresiva de Salas es, en este sentido, la conciencia de límite y fracaso ante este entorno superador. Por ello, esta nostalgia va acompañada, claro está, de un ubi sunt muy deliberado, en donde el espacio idílico (para Don Diego es un Toledo que se abandona en busca de aventuras cortesanas) actúa como el negativo purificador y pretérito del contaminado presente urbano: así, en Don Diego de Noche Salas critica, en boca de Cicerón, a los nobles terratenientes, en uno de los más abiertos ataques de toda su obra: Con el sudor de los pobres se ostentan ellos en las fiestas públicas, visten galas y dan libreas. Si de las tierras fueran sólo dueños los mismos que las cultivaran y beneficiaran, aficionáranse más a este honroso trabajo, viendo que era el premio suyo, y, como gente poco vana, se contentaran con el moderado interés, dándoles en su mismo oficio preeminencias ilustres y honrosas. Mas si este nobilísimo ejercicio, que en los pasados siglos fue ocupación de los romanos cónsules, ahora se halla en tanto desprecio y con tan pequeño premio, ¿quién le ha de estimar?, ¿quién seguir?84

Un «honroso trabajo», un «nobilísimo ejercicio» que será reivindicado también por otras plumas comprometidas del período (caso éste de Francisco Santos, por ejemplo, cuando hablaba del daño que los coches de mulas están ejerciendo sobre las tierras arables de las afueras de Madrid, desprovistas ahora de bestias de trabajo), y que ahora se invoca desde el lacerante ocio de toda una clase urbana. En consecuencia, tratándose la melancolía de una maladie universal y siendo la demografía una disciplina tan actual, el fenómeno de la vivencia urbana y su expresión estética propone muchas interro-

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Véase su Libro de las quatro enfermedades cortesanas que son catarro, gota arthetica sciatica, mal de piedra y de riñones e hijada. E mal de buas y de otras cosas utilíssimas,Toledo, Juan de Ayala, 1544. 84 Salas Barbadillo, Don Diego de Noche, 1944, p. 103.

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gantes que revitalizan su propio debate teórico, y que merecen atención más detenida. En este Madrid que tanto le dio y quitó, comparte Salas algo que ya se había dado en otros ámbitos y otras cronologías, pero que en él se radicaliza hasta el extremo como parte de una ideología que no excluye la crítica social. Francisco Cauz ha escrito que «Salas Barbadillo asume primordialmente el papel de fustigador y reformador de la sociedad española, convirtiéndose en un escritor que hoy en día calificaríamos de comprometido, y a expensas de ello sacrifica, en general, el donairoso, ágil y espontáneo arte manifestado en su memorable Hija de Celestina» 85. Es por ello que, desde un carácter exagerado, quijotesco y excéntrico, desde una fisonomía de piel oscura y escueta figura, y desde una melancólica sordera de madurez que le conduce, al igual que otro sordo ilustre (Goya), a estas «pinturas negras», Salas Barbadillo enriquecerá un parnaso literario que hace de la ciudad toda una poética de emociones tan universales como delirantes.

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Cauz, 1977, p. 67.

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III VISTAS DRAMÁTICAS: LUCES Y SOMBRAS DEL MADRID LETRADO

The reciprocal nature of vision is more fundamental than that of spoken dialogue. John Berger, Ways of Seeing

A través de los ojos penetra el gran caudal de los estímulos externos, incluidos algunos no estrictamente visuales (cierta comida, por ejemplo, cuyo encanto nos «entra por los ojos»); hay un poder invasor de la mirada sobre los otros sentidos, un abuso sensual y desapercibido: la no-percepción de la percepción. No sorprende, por tanto, que el entorno urbano se viva con los ojos en un proceso de placer, estupor y sorpresa; para el extranjero, el ruido se ve tanto como el humo; o como el tacto de los tejidos, que igualmente puede entrar por la mirada, o como el poder gustativo de los manjares exóticos y desconocidos, que también penetra por la vista. Se ha hablado tanto y tan precariamente de este Madrid como una escenificación de poder, como un decorado barroco, que la ciudad se ha paralizado de orgullo. Madrid como teatro y como imposición, como saturación visual… nada más injusto para un paisaje de secretos, de respuestas precarias, y de todo un catálogo visual de usos furtivos: una visión crítica desprovista de perspectiva y periferia (una no-visión) que no ha hecho justicia a una urbe oculta, tan palimséstica en su movimiento. La literatura «visual» del Madrid barroco es un fenómeno aparte, en donde lo visible se manifiesta en sus edificios rehechos, levantados en toda su majestuosidad y peligro, en toda su belleza, opresión y brillo; la oscuridad de los garitos, lo vertical de las torres con sus filigranas de altura (que no ve el creyente, pero ve Dios); la nueva cartografía urbana

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y su inquietante demografía que permite ver mucho y no ver nada, los árboles que no dejan ver el bosque.Y los árboles que sí dejan ver el bosque: el paisaje natural de parques y sus deportes visuales (cazar animales y «cazar» gentes), o los paseos del Prado, a veces con hombres hechos árboles, como hará Lope con los olmos fuertes, alegorizados en personajes ilustres o soberbios. La vista incumbe también al sincretismo de lo natural y lo cultural, de la persona y el medio, en dos derivaciones importantes: el movimiento de gentes (de afuera a adentro o viceversa, o acaso ya irremediablemente dentro de la ciudad) y la perspectiva, el ver sin ser visto (en ellas), el no ver nada mientras se es observado (en ellos), la distorsión (en lindos y paletos) o la ceguera (en padres y hermanos). El cuerpo humano se mueve aquí en su economía de escondidos y tapadas, creando su propia poética y negocio, su incipiente voyeurismo.Y la saturación conduce también a un fenómeno que resulta absolutamente nuevo: la anonimia. El teatro tiene aquí una función doble porque documenta esta cualidad visual de lo urbano al tiempo que ilumina (Lope lo hará diferente de Tirso, y Calderón lo hará a su manera…) de formas sorprendentes. Iluminar entraña también una ocultación porque el foco, en su escritura, no es ilimitado. Madrid está escondido en lo furtivo y lo prohibido, o en lo nuevo y no codificado aún; el ocio, asunto primordial en estas comedias de enredo de temática urbana, se articula como actividad original, no normativa, y como desviación en crímenes, trampas o usos personales del espacio que no se han asimilado aún. El uso, abuso y mal uso (o uso genial) de objetos, fundamental en estas conductas, opera como símbolo y como signo y, a diferencia de la narrativa (donde el objeto per se no es transferible porque no existe), en el teatro lo material se satura de funciones, se convierte ejemplar a su manera: tablones, polvos, disfraces que se ponen a los ojos del público para darle a conocer rentabilidades inusitadas, novedosas posibilidades dramáticas. En este capítulo sobre la vista y sus cualidades urbanas, me interesa, por tanto, lo no visible, lo no codificado, ese Madrid invisible1. ¿En qué medida, entonces, el lenguaje ilumina lo escondido para luego esconderlo de nu evo? ¿Cómo se interpone el texto al

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Las referencias a cultura visual y a los críticos que mejor han definido su complejidad en diferentes campos de análisis (Martin Jay, Laura Mulvey, John Berger, etc.) serán frecuentes en este capítulo. Como introducción al tema remito a dos antologías

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paisaje urbano, como actúa de filtro, cómo se perciben los contornos, la silueta de lo ocultado? Literatura como eclipse, teatro como luz y sombra simultáneas en Lope, Tirso y Calderón.

1. La ‘imaginación geográfica’ del FÉNIX: nostalgia, demografía y escritura Los delincuentes de amor huyen la luz Lope de Vega, Carta al Duque de Sessa

Cuando Felipe IV sucede a su padre en 1621, Lope de Vega tiene casi sesenta años y una extraordinaria trayectoria a sus espaldas en la que confluye el éxito y la desgracia, la fama y la condena. Por ello, nostalgia, demografía y escritura son tres conceptos íntimamente asociados a los últimos catorce años de su biografía, vividos con renovada intensidad bajo la esfera de un joven monarca y desde las estrategias de poder un nuevo entorno cortesano. La sugerente acuñación de «ciclo de senectute» (1627-1635), magistralmente estudiada por Juan Manuel Rozas, ha servido al investigador para acotar una cronología biográfica y sociohistórica que recoge los acontecimientos más relevantes de la ancianidad del Fénix a partir de un registro expresivo que oscila entre lo realista (en sus variantes humorísticas o trágicas) y lo distorsionado (desde lo embellecido a lo grotesco)2. Gracias a los estudios centrados tanto en su poesía última como en su teatro, epistolario o narrativa, sabemos que muchas de sus obras de senectud acusan un marcado personalismo, desde la Egloga a Claudio (1631) a su égloga Filis (1635), pasando por El castigo sin venganza (1631), La Dorotea (1632), el Huerto Deshecho (1633) o las Rimas de Tomé de Burguillos y La Gatomaquia (1634). En todos estos títulos la crítica ha detectado dos constantes repetidas a través de las máscaras de gran utilidad: Foster, 1988; y Jenks, 1995 (especialmente el capítulo de Martin Jay, pp. 21-82). Me ha sido de gran valía, en particular para el fenómeno de la anonimia y del tráfico de personas, toda la primera parte del clásico estudio de Canetti, 2002 (reed.). 2 Véase Rozas, 1982, p. 74; resulta fundamental la ampliación de Profeti, 1997, pp. 11-39.Amplio esta fase final del teatro lopesco en la Introducción crítica a Las bizarrías de Belisa, ed. García Santo-Tomás, 2004, pp. 11-76.

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de la escritura, como son un evidente desengaño ante el presente y una nostálgica mirada hacia el pasado. Sabemos además que su malestar existencial no es sólo de raigambre estética, sino que sus años finales se definen también por una conjunción trágica de eventos que inexorablemente conducen a este último momento de crisis: en el plano personal, las muertes de su hijo Félix Lope en las costas de Venezuela y la de una Marta de Nevares loca y ciega, a las que se une el desgraciado rapto de su hija Antonia Clara y la desaparición de amigos cercanos (caso de Paravicino, por ejemplo)3; en el terreno literario, el florecimiento de un nuevo modo poético inaugurado por Góngora y secundado por numerosos poetas jóvenes, junto a la aparición de no pocos rivales en el teatro y un nuevo envite de luchas manipulado por las decisiones de Olivares y su entorno más cercano (Mendoza, Villaizán); y, en lo económico, continuas penurias monetarias —por culpa propia o a veces por falta de caridad del Duque de Sessa, su benefactor— unidas a eventos inesperados, como el ocaso momentáneo del Duque o la inflación del vellón, que afectará igualmente a su economía doméstica. Gracias a su propia correspondencia sabemos también que la falta de un mecenazgo sólido, junto a la siempre obsesiva figura de José de Pellicer, definen una situación anímica que fluctúa entre la necesidad de reconocimiento literario y el deseo de evadirse de la Corte. En 1630, por ejemplo, decide dejar de escribir comedias, hecho que evidentemente no se produce, si bien resulta significativa la petición al Duque de Sessa que ha quedado documentada en su epistolario: «Días ha que he deseado dejar de escribir para el teatro, así por la edad, que pide cosas más severas, como por el cansancio y aflicción de espíritu en que me ponen. Esto propuse en mi enfermedad, si de aquella tormenta libre llegaba al puerto, mas, como a todos les sucede, en besando la tierra, no me acordé del agua»4. Las nuevas realidades teatrales con las que convive tampoco resultan del todo gratas, y así lo hará notar en uno de los más conocidos sonetos de su Tomé de Burguillos

3 Aluden a estas desdichas familiares Castro y Rennert, 1967, pp. 316-326. La bibliografía existente sobre estos últimos años de la vida de Lope es amplia y en ocasiones poco rigurosa, y por lo tanto las referencias serán limitadas en este ensayo; véase, no obstante, la reciente (y más rigurosa) biografía de Varga, 2002. 4 Cartas, ed. Marín, 1985, p. 285.

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en el que contrasta la pretendida delicadeza y sofisticación de antaño con la falta de quilates del nuevo espectáculo de cacofonías y estruendos: «Es el teatro de ámbar un escudo / en un carro de estiércol o en un coche / donde habla el ganso y está el cisne mudo»5. Muchos de los pasajes embellecidos en otras ocasiones, como eran los requiebros pastorales que abrían El mejor alcalde, el rey, la hermosa escena de atareadas lavanderas en La moza de cántaro o el edénico Tajo de El peregrino en su patria contrastan ahora con la reproducción de un precario Manzanares en cuyas orillas Tomé requiebra a su Juana la lavandera, o en donde una tormenta de granizo estival destruye su pequeño jardín en el Huerto deshecho.Y aunque es evidente que su ciclo último se define por numerosas pérdidas, también resulta cierto que, ya desde la subida al poder de Olivares en 1625, la vida del Fénix cambia de forma sustancial e irreversible, siendo el teatro el género que, como veremos, mejor plasma la compleja yuxtaposición entre los cambios del paisaje madrileño, su relación con el individuo y nuevas maneras de escribir teatro urbano que conecten con su público. Sin embargo, y a pesar de que en ocasiones parecería que Lope apenas tiene presencia en este nuevo Parnaso, lo cierto es que —tal y como ha subrayado recientemente Maria Grazia Profeti, matizando las opiniones de Rozas— todavía participa activamente de la vida teatral del momento con nuevas propuestas; al mismo tiempo, resulta interesante su incursión, ya en la década de 1620, en géneros hoy poco estudiados, como la comedia de santos, con textos que «se consuman y se reiteran con gran pompa dentro de la fiesta pública y privada»: La vida de San Pedro Nolasco, El saber por no saber y vida de San Julián de Alcalá, San Nicolás de Tolentino…; o, claro está, el espectáculo musical de sesgo italiano, con una pieza como El vellocino de oro ya de 16226. Por ello, el Fénix dramaturgo aún experimenta momentos significativos, como será su colaboración con el famoso escenógrafo italiano Cosme Lotti en La selva sin amor (1629), considerada como la primera ópera española y con avances fundamentales: escenas en perspectiva, tablado desmontable, luz artificial, etc.; el encargo, dos años después,

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El soneto en cuestión se titula «Preguntóle un caballero si haría comedias por el principio de una que le enviaba». Cito por la edición de Blecua, Rimas de Tomé de Burguillos, 1983, p. 101. 6 Véase Profeti, 1997, en especial pp. 28-29, 31-39.

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de La noche de San Juan para la noche del 24 de junio de 1631, en una velada teatral organizada por la esposa de Olivares; la representación en Palacio de La hermosa fea por la compañía de Avendaño en 1631, impresa más tarde en la Parte XXIV Perfeta (Zaragoza: Verges, 1641); la elegíaca comedia en prosa La Dorotea (1632), acaso el mejor tributo a sí mismo; Las bizarrías de Belisa en 1634 y, como colofón, la representación en Palacio de El amor enamorado: todas ellas piezas importantes en la producción lopesca, y casi todas con Madrid como paisaje de fondo. No obstante, este sentimiento de renovación —que por otra parte nos sitúa ante un autor tremendamente informado y puesto al día— ofrece también su cara oculta: el vértigo del cambio da lugar a un inminente sentido de pérdida que, aunque raramente expresado, será crucial a la hora de desentrañar el sentido de ciertas comedias últimas; en las voces de personajes secundarios como padres o primos se detecta entonces una sensibilidad opuesta que cristaliza en sus últimos textos, acaso en la búsqueda de una ciudad que ya no existe, y en ello me detendré en las próximas páginas, en el Madrid que emerge y en el Madrid utópico que se invoca en la escritura y que nos llega, en su ausencia implorada, con igual brillo. El contraste que establezco entonces entre El acero de Madrid (1606-1612) y Las bizarrías de Belisa (1634) acota un recorrido urbano en el que me detendré haciendo escala en otras piezas intermedias no menos significativas. Desde el establecimiento definitivo de la Corte en Madrid, la ciudad se convierte en excusa y motivación de numerosas tramas, intrigas, escenarios e, incluso, alegorías.Ya en su juventud Lope había escrito numerosas comedias de temática urbana, como la conocida Las ferias de Madrid (para la compañía de Gaspar de Porres en 1588), a la que habían seguido, antes del cierre de los teatros en 1598, otras como El mesón de la corte (1588-1595) o La bella malmaridada (1596)7. La vuelta a Madrid en 1606 atestigua momentos de fervorosa creatividad, como parte de este proceso de canonización paulatina que tiene en su Arte nuevo (1609) el pilar más sólido de una propuesta dramática que crece con la misma rapidez que el trazado urbano desde donde

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Con respecto a la primera de estas comedias, remito a Simón Díaz, 1967, pp. 249-274 [pp. 250-255]. Para la fechación de las comedias lopescas, tarea siempre difícil de realizar, sigo a Morley y Bruerton, 1968, pp. 66-72.

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proyecta su posterior universalidad. En estos años escribirá algunas de sus comedias madrileñas más populares, registrando así los rápidos cambios de su ciudad natal, convertida ahora en capital del Imperio. Los estímulos visuales de las nuevas realidades urbanas son así capturados desde el optimismo de lo novedoso, desplegándose toda una cultura material que informa al lector de hoy de usos impuestos o improvisados en esta modernidad temprana. La mirada de estos galanes, damas, graciosos y criadas transmite un cierto sentido de maravilla ante lo nuevo, y con ello las comedias van adueñándose de una creciente sofisticación en cuanto a tramas y motivos; los usos de la ropa, el maquillaje, el coche o la bebida se convierten en marcas de distinción obligadas en una sociedad que así parece exigirlas, y de estas «noticias» Lope construye sus propias fábulas sin necesidad de evasiones en el tiempo o en el espacio porque la ciudad ya es, en sí misma, rica materia. En las décadas siguientes, y especialmente durante el período de madurez que ve nacer piezas maestras como Fuenteovejuna o El caballero de Olmedo, se multiplican las referencias a un Madrid capitalino que opera como lugar de encuentros o como simple mención de paso. Como resultado, ya desde el reinado de Felipe III se fijan una serie de coordenadas que luego irán evolucionando como motivos dramáticos y completándose con la plasmación de las nuevas realidades de su Madrid de senectud. Dado que la visión urbana será en Lope mayoritariamente positiva y amable, quiero entonces contrastar esta sensación de crisis desde la que he iniciado el capítulo con un Lope mucho menos pesimista, y por ello debo arrancar mi recorrido con la ‘invención’ que se lleva a cabo en una de sus comedias más sugerentes y divertidas como es El acero de Madrid8. La pieza, muy anterior al marco estudiado aquí (se cree escrita, como ya he indicado, entre 1606 y 1612), refleja no sólo el panorama de una ciudad profundamente compleja, sino también un ambiente dinámico en continua transformación bajo el gobierno del tercer Felipe; un Madrid «de reestreno» al que quiero asomarme sucintamente para poder comprender así los procesos que darán lugar a la nueva ciudad de Felipe IV desde sus cualidades visuales y auditivas. Por otra parte, es una obra que resulta

8 Las citas del texto provienen de la edición de Arata, El acero de Madrid, 2000; me ha servido también de útil cotejo el ensayo de Fichter, 1962.

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emblemática porque reúne todos los elementos de la nueva vivencia urbana; frente a otros muchos títulos en donde Madrid aparece citado tan sólo como lugar de paso, como escondite provisional o como origen de algún episodio que se recuerda y se cita de forma difuminada, en esta comedia la Villa resulta ser el catalizador absoluto del meollo dramático. Por sus versos circulan sitios conocidos (Prado, San Jerónimo, Calle Mayor), situaciones comunes (ansiedad ante lo desconocido, opresión del gentío, nuevas realidades arquitectónicas) y personajes-tipo (beatas anticuadas, padres preocupados y cortesanas licenc i o s a s ) . Sin embargo —y así he querido leer yo el texto— su planteamiento construye, fundamentalmente, el trayecto del silencio gris al bullicio luminoso mediante el escape desde lo doméstico a lo público a través del «ansia de ciudad» que acusa su protagonista Belisa, en la cual sitúa el poeta los sentimientos, miedos, anhelos, obsesiones y necesidades de la juventud urbana de 1600; y, detrás de todo este entramado de intereses, la pieza capta los ritmos urbanos de determinan nuevos espacios de acción, que informan sobre la ‘imaginación geográfica’ (por utilizar la acuñación del geógrafo Derek Gregory) de un madrileño íntimamente ligado a su medio. En última instancia, es en la propia escritura en donde el Fénix de los ingenios se mide como conocedor de una realidad que provee infinitos materiales para un teatro que también evoluciona en temas y motivos: la Corte escribe sobre Lope tanto como Lope escribe sobre la Corte. El acero de Madrid refleja las relaciones del individuo con un entorno que se va construyendo deprisa y mediante adiciones heterogéneas. Manteniendo un patrón cómico cercano a la comedia grecolatina, con personajes burlones, crítica social y situaciones entre lo grotesco y lo disparatado, Lope construye un argumento que repite modelos previos: el galán Lisardo, acompañado de su amigo Riselo y del criado Beltrán, corteja a Belisa, siempre vigilada por la beata Teodora. Gracias a la astucia del gracioso, Lisardo y Beltrán consiguen entrar en casa de la joven con Beltrán disfrazado de doctor9, provocando celos en el primo y pretendiente Octavio; el astuto criado receta el uso de aguas ferruginosas (el famoso acero madrileño) como remedio a la opilación de la joven. Mientras tanto, el galán Florencio

9 No incidiré en este tema, ampliamente tratado ya. Comentando las más famosas fuentes del Madrid barroco, Deleito escribió que «la opilación era una dolencia típi-

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previene a Marcela contra Riselo, a quien atribuye amores con la esquiva Teodora. La astucia y perseverancia de los protagonistas enamorados hará que Belisa finja desmayos, que Beltrán repita visitas y que se aceleren las bodas de Octavio con Belisa y de Florencio con Marcela, la amante despechada de Riselo. A partir de este esquema conocido de dobles parejas y pretendientes terceros se entra en el acto final con Belisa embarazada de Lisardo y las consiguientes sospechas de su padre; el nudo se resuelve cuando Beltrán es descubierto y apresado por Octavio, lo que da lugar a una sucesión de escenas rápidas e inesperadas que desembocan en la huida de Beltrán y Belisa, y en el encuentro último en casa de Lisardo en donde se descubren los disfraces, concertándose así las bodas finales entre los pro t a g o n i s t a s Lisardo-Belisa, Riselo-Marcela y los criados Beltrán y Leonor10. El escenario inicial es un entorno ameno, y ya desde el inicio del primer acto el galán Lisardo elabora una visión de la ciudad primaveral de acuerdo al optimismo regenerativo del mes de mayo (día 3, de acuerdo al v. 31) en que tiene lugar el coqueteo amoroso. Pero la ciudad no existe sin Belisa porque la seducción no existe si la joven se mantiene recluida, y por ello la trama se articula gracias a una permanente yuxtaposición entre espacio urbano, belleza femenina y seducción amorosa, en donde la cartografía madrileña sólo cobra sentido al ser recorrida por la joven: «calles de Madrid, volveos / prados y alfombras de seda; / caballos de aquestos coches / como animales y fieras, / haced regocijo al alba, / que sale vertiendo perlas» (vv. 1520). El Madrid de esta comedia no existe desde los interiores de las iglesias o en las penumbras de las casas, sino en el ‘hacer’ calle, en el ca de las damiselas del siglo xvii. Consistía en un desarreglo orgánico, que obstruía el paso de ciertos humores y daba a las jóvenes un tinte de tez pálido y amarillento, y aun ciertas anomalías de humor. La opilación era un comodín, como el moderno histerismo, para explicar todo desequilibrio de la mujer. […] Los engaños a que se prestaba tal uso inspiraron a Lope su comedia El acero de Madrid» (1968, p. 114); la idea fue también mantenida por Arco y Garay, 1941, 553b-554a; esta tesis se vino abajo cuando Morley demostró, 1945, pp. 166-169, que no existía componente ferruginoso alguno en las fuentes madrileñas, como ha señalado recientemente Arata en su edición, 2000, p. 56; sirven de complemento las páginas dedicadas a la villa por Vitse, 1988, pp. 476-501. 10 Una útil sinopsis de los personajes puede cotejarse en la Introducción de Arata, 2000, pp. 39-55; a modo de complemento, remito también a los análisis de Hermenegildo, 1993.

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construir trazados físicos y emocionales, y es por eso que el motivo del pie como doble agente de erotismo y de movimiento (en su metonimia más común) se repite en la pieza; así lo hará Lisardo, refiriéndose a su futura conquista: «campos de Madrid, dichosos / si sois de sus pies pisados; / fuentes que por la huerta / del Duque subís tan alto / el cristal de vuestros ojos» (vv. 643-647); igualmente ocurrirá con la canción de los músicos: «Niña, que al salir el alba / dorando los verdes prados, / esmaltan el de Madrid / de jazmines tus pies blancos» (vv. 1347-1350, cursivas mías). Es así cómo el recorrido de los enamorados se fija desde el inicio a partir de una serie de escenarios familiares a la audiencia del momento, y en donde el teatro acaba informando a los madrileños de su propia economía de seducción. Desde este mismo imaginario amoroso, Belisa escribirá a Lisardo que «saldré, con este achaque, las mañanas, / tal vez a Atocha, al Prado, y tal al Soto / que por ti juzgaré las cuestas llanas» (vv. 187-89, cursivas mías), como preludio a sus paseos por la Casa de Campo, «en cuyas flores me estampo, / y un hora me duermo allí» (vv. 1226-1228)11. El recorrido «allana» e ilumina, crea ciudad y le da su dinamismo. La configuración de lo urbano, como en otros textos coetáneos y posteriores, se factura en oposiciones como la existente entre el hastío del espacio interior y la luminosidad de un exterior que ofrece muchas más posibilidades (aunque, como veremos más tarde, no hay nada aburrido en estos interiores). La comedia lleva a las tablas, precisamente, la superación de estas dicotomías mediante una situación en donde se elimina la distinción entre lo público y lo privado gracias a la puesta en crisis (y consecuente eliminación) de la exclusividad de los espacios femeninos y masculinos. Belisa observa, coquetea y se deja seducir como respuesta directa a la opresión monocroma del interior y la opresiva soledad que le priva del juego externo; su aspiración no consiste sino en poder participar del entramado de negociaciones urbanas, en tener acceso a un ámbito público cada vez más seductor, en poder participar del placer que supone la redefinición del Madrid recién estrenado y, en este sentido, su aventura amorosa no es sino el

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Como notó Morley, «it was regarded as important that those who drank the water should take a hygienic walk immediately afterwards. So well understood was this that the phrase «tomar acero» came to be almost synonymous with strolling outdoors: as part of the cure, of course» (1945, p. 167).

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resultado de estos anhelos: «siento una gran soledad / de hablar y tratar con gente», dirá la joven al inicio de la comedia (vv. 345-346). La visita a la iglesia —espacio altamente jerárquico de no-comunicación— acompañada por un elemento de vigilancia inicialmente disociado de lo urbano (la beata Teodora, el Argos doméstico y castrador), le sirve a la joven para elaborar su propia táctica de respuesta y sacar el máximo provecho de una coyuntura impuesta; en la capacidad de destapar lo tapado se asienta el principio de economía de seducción que abre la trama y permite su desarrollo. No obstante, la originalidad de la pieza reside en la invasión de lo urbano en lo doméstico, en la presencia de los galanes dentro de las dependencias de la joven mediante una serie de maquinaciones verdaderamente ingeniosas. El inteligente criado Beltrán, disfrazado de doctor y con un lenguaje alambicado y bufonesco adquirido oralmente en el entorno urbano de calles, tabernas y corrales, le recomienda a la joven que no se exponga al sol de manera directa, pero que procure salir a la calle todo lo que pueda: «… y tan sólo quiero / que, por ahora, el acero / cuatro mañanas toméis, / y os salgáis a pasar / al Soto, Atocha o al Prado; / pero con mucho cuidado / de que el sol no os ha de dar» (vv. 384-390)12. A estos espacios emblemáticos, íntimamente conocidos por el público, se añaden los requiebros que se traen los amantes «cerca de San Sebastián», las oraciones de Teodora en la Concepción y sus paseos por Atocha, el soto y el Prado, haciéndose también mención al ubicuo Manzanares; en otras palabras, un catálogo de sitios conocidos desde los que construir nuevos mecanismos de relación social. Es así como para este Lope cuarentón la vida en Madrid se hace de puertas para fuera, buscando sacarle el máximo provecho a los nuevos estímulos urbanos, y en esta ocupación del espacio público reside el cambio de Belisa que recorre la pieza de principio a fin; su embarazo, en última instancia, puede leerse también como una «urbanización» del espíritu, de la conciencia y del cuerpo, una penetración de lo público y lo urbano en un territorio virgen: al tiempo que Belisa se incorpora a la ciudad, la ciudad la invade también. Por ello, el rendimiento del espacio compartido asume una serie de códigos que subrayan, entre otros

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Remito a David-Peyré, 1971 y a Dixon, 1995; el personaje de la cortesana en Lope es tratado por Márquez Villanueva, 1988, pp. 151-162; sobre el fascinante y poco estudiado tema de los interiores domésticos, véase Arata, 2002.

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elementos, la importancia de ciertas prendas de vestir, el cuidado por el detalle que responde a una visión de la vida que se disfruta del momento y de los nuevos espacios de seducción que brinda la ciudad. En una reescritura muy castiza y cupletera del enamoramiento cortés, Belisa «sale de la iglesia haciendo / mil caireles con el manto; pisa firme, esgrime y cuanto / va mirando, va rindiendo» (vv. 571-574); a través de su guante caído, que astutamente recoge el criado Beltrán, se establece la relación inicial entre los amantes, quienes aparecen más tarde, tal y como mandan los cánones de la comedia urbana, «con capas de color, bizarras». Por ello, cuando Lisardo manda a Beltrán a por pasteles de la plaza de Antón Martín (verdadero bazar de lo típico y lo raro) mientras se acercan las tres mujeres por la Carrera de San Jerónimo, el joven las verá venir «en zapatillas, con sombreros de plumas, y las ropas levantadas, al uso de Madrid», como preludio a un encuentro amoroso que cobijan los árboles de San Jerónimo. Por su parte, Florencio comprará ropa en la puerta de Guadalajara para poder seducir así a su adorada Marcela: terciopelo de Toledo y un corte de Milán «de flores raras, o rica labor»: todo un catálogo de lo más novedoso de la moda urbana de inicios de siglo a través de una serie de signos cuya funcionalidad es de sobra conocida por la audiencia. La comedia, no obstante, desvela también su cara oscura en la confluencia que he señalado de nostalgia, demografía y escritura. Desde fines del siglo xvi las arterias madrileñas, las barriadas y los núcleos comerciales han ido ya planificando la distribución profesional de la Villa, al tiempo que se han ido estableciendo profesiones de acuerdo a las nuevas demandas de mercado, generándose una constante fluctuación de capital y aumentando la población a ritmo veloz13. Creo que, pese a este optimismo de lo nuevo, hay también la sensación de una pérdida de inocencia, producto de la transición de villorrio a urbe, de unas iniciales transacciones limitadas a un panorama precapitalista

13 Méndez Silva dio la cifra de 300.000 vecinos a principios de los años 20, pero Jerónimo de Quintana rebajó la cifra a unos 210000, según recoge Deleito y Piñuela, 1968, p. 124; Quintana calcula que la Villa poseía unas 14.000 casas en los inicios del reinado de Felipe IV, pero lo cierto es que, como ha demostrado Hernández, 1995, recientemente, Madrid contaba con unos 130.000 habitantes hacia 1630, cifra que no aumentó mucho durante el resto de reinado. Compárense estas cifras con las 400.000 personas de Londres, según ha determinado en uno de los estudios más recientes Harding, 1990, pp. 112-115; ver también Ringrose, 1985, p. 14.

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de gran dinamismo14. En uno de las intervenciones más significativas de la pieza (y acaso de todo este ciclo de madurez teatral del Fénix), Prudencio, el padre de Belisa, se queja de que no están los tiempos de manera que puedan descuidarse con las hijas los padres que profesan honra y fama. Ya fue otro tiempo, que con años treinta llamaban niña una mujer, y andaba jugando con los mozos en cabello. Mas hoy, por los pecados de los hombres, cierta señal de que se acaba el mundo, de diez años aspira a casamiento, a trece es madre, y a veinte y uno abuela. (vv. 1370-1379).

El fragmento es un preci(o)so registro de la aceleración temporal que genera la nueva creación de espacios urbanos y su consecuente sistema de intercambios. Se «acaba el mundo» para una generación y empieza para otra en estos versos que invitan a pensar en un Lope que va educando a sus hijos en la nueva urbe y que es consciente de que el tiempo transcurre con mucha más velocidad que antes. Por ello, cuando se acumulan los problemas en el segundo acto, es Octavio quien recurre a un ‘menosprecio de Corte’ para referirse a este medio que le oprime y que, en definitiva, ya no le pertenece (aspecto que también ha subrayado Morley en conexión a esta ciudad corrupta y peligrosa)15. Esta pérdida de inocencia debe leerse a la luz de procesos económicos que generan nuevas realidades arquitectónicas, nuevos espacios de comunicación y nuevas redes de consumo material y simbólico que en la escritura de Lope resultan excesivos y trascienden a una visión algo pesimista de la existencia humana. Durante la segunda década de siglo, Madrid continúa presente como motivo de inspiración de las más diversas historias y, a lo largo de los años, un sinnúmero de piezas dan cuenta de los encantos urbanos desde los más diversos ámbitos, a veces con un optimismo renovado,

14

Para la relación entre nostalgia y espacio urbano, ver Dudley, 1999; ZubiaurreWagner, 1996; Perry, 1993; Bassin, 1994; Harari, 1989. 15 Morley, 1945, p. 167.

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otras consciente de los peligros de tanto dinamismo, o incluso a través de un imaginario menos realista, como el de la genealogía trazada en San Isidro Labrador de Madrid (1616).Algunas comedias registran el paulatino cambio que traen las ampliaciones arquitectónicas desde un tono de incertidumbre y expectativa; el indiano don Juan de De cosario a cosario (1617-19), por ejemplo, comenta con admiración el crecimiento urbano, subrayando que «de Madrid, tan aumentado / de edificios, me admiré: / al Jordán pienso que fue / según está remozado»; y Quien todo lo quiere (1619) reproduce también las impresiones del Fénix sobre la rápida construcción de casas, plazas y coches en el recuento que le hace Bernal a Fabricio: la conveniencia que en Madrid se advierte, para que sea Corte al Rey de España, creciendo van sus fábricas de suerte y de cualquiera duda desengaña. No le importa a Madrid ser plaza fuerte; no le cercan almenas, ni le baña soberbio mar, que sólo un río pequeño es de los bosques apacible dueño. Las casas que se labran ya son tantas, que en tanta multitud están vacías; erigen templos religiones santas, y todo de limosnas y obras pías. Bellos jardines con diversas plantas, suelen amanecer todos los días. De suerte que a Madrid día cualquiera que se vino a vivir la Primavera. Decirte de las fuentes que fabrica Madrid en tantas calles, mi rudeza condena su artificio, porque implica contradicción, y hablar de su belleza. En esta pues, ya máquina tan rica vive Felipo, pues, vive la Alteza de sus Altezas… (cursivas mías)

La rapidez de los cambios, junto a la permanente circulación de capital, determina entonces las nuevas conductas de lindos y cortesanas en comedias como Santiago el verde (1613), en donde el galán García se jacta de que el amor «se compra y se vende» en un Madrid

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donde «sobran mujeres» (queja muy quevedesca sobre el poder del dinero que también se dará en el Tirso de La huerta de Juan Fernández). Siempre bajo esta sensación de estar viviendo un momento histórico de construcción urbana e identidad nacional, se multiplican las menciones a las nuevas realidades arquitectónicas mediante un cierto sentido de eclecticismo, de entidad «compuesta» y, así, el galán Feliciano de El desconfiado (1614-16) hace hincapié en la fascinación de la capital comparándola con Sevilla, Granada y Valencia, comentando, al final del acto segundo, que «es la maravilla octava, / porque es Madrid un compuesto, / don Juan, de provincias varias, / y con Madrid compararon / la cueva de Salamanca; / siempre, de los muchos que entran, / se queda alguno» (cursivas mías). Esta sensibilidad ante lo ecléctico, que comienza a equiparar a la Villa con otras ciudades europeas de complejas demografías, se aprecia por ejemplo en Los ramilletes de Madrid (1615), en donde se alude a la calle Imperial, cerca de la Plaza Mayor, como uno de los centros neurálgicos de la ciudad, como punto de encuentro y confluencia de elementos heterogéneos que provocan, en ocasiones, curiosidad y admiración. Este marcado carácter visual que adquiere un patrón de repetición se subraya desde su ámbito más voyeurístico, igualando la visión y la sensación de placer en un proceso simultáneo que cuestiona la calidad «noble» de este sentido y lo conecta más bien con su faceta más sensual, menos intelectual; en este «apetito visual» la ciudad se convierte, entonces, en otro texto más, en una ficción llena de sorpresas que provocan una excitación asociada a lo raro o infrecuente como ocurre, por ejemplo, con las ejecuciones públicas en las plazas; el Fénix se quejará así de que «es gente tan novelera, / que suele alquilar ventanas / solamente para ver / cómo se quema una casa», anunciando así lo que será también la contemplación festiva de otras celebraciones del ocio urbano (desfiles reales, entradas de príncipes y embajadores, corridas de toros, escenificación teatral en patios, etc.) y cuya seducción nos remite a la confluencia de lo político y lo espectacular de la cultura urbana cuyas coordenadas fundamentales ya estudiara Guy Debord en La sociedad del espectáculo [Societé du Spectacle]16.Y de estos mismos meses será el despliegue visual de Al pasar el arroyo (1615-1616), comedia situada en el Abroñigal o «Brañi-

16 La versión española más reciente está publicada en Anagrama, traducción de Luis Bredlow, 1999.

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gal», como se le denomina en esta aventura amorosa ocurrida en el entorno del famoso arroyo, y en donde el carácter espectacular de lo urbano vendrá, en este caso, no de desastres naturales, sino de maravillas culturales: la joven Jacinta hablará de la entrada de la Princesa Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, en Madrid, paseo que, al inicio del segundo acto, será relatado por Benito con todo detalle y pompa como parte de un escenario de continuo entretenimiento y de lo que algunos han llamado, en una visión algo reductora, de «dramatización de la autoridad». Pocas comedias urbanas del Fénix pertenecientes a la cronología de Felipe IV se conocen con certeza en esta «década de oro de la comedia española» (1630-1640), y Las bizarrías de Belisa es quizá la más conocida de todas17. La ciudad es en ella protagonista absoluto, un Madrid que apenas se nombra en la pieza pero que siempre está presente desde un bullicio espectacular, desde una suerte de lo que David Harvey ha definido, hablando de la urbe postmoderna, como un «architecture of spectacle, with its sense of surface glitter and transitory participatory pleasure, of display and ephemerality, of jouissance»18. Estos mismos rasgos visuales de la urbe (su brillo, su espectacularidad, su transitoriedad y su carácter abierto y participativo) se exploran desde las nuevas nociones de anonimato que provoca el crecimiento de la Corte del cuarto Felipe: el creciente volumen de advenedizos modifica irreversiblemente el perfil de la Villa, se pierde el sentido de comunidad y se acentúa la idea de anonimato que provoca semejante cambio; así, cuando la criada Finea vuelve a casa para informar a su señora Belisa de la visita a Lucinda, afirma que «hallé la casa (que fue / en Madrid nuevo milagro, / que no sabe del segundo / quien vive el primero cuarto; vv. 1037-40). El vértigo del anonimato amenaza esta relación de familiaridad con la ciudad al tiempo que se inauguran nuevos modos operativos, nuevas estrategias de control que permiten una cierta manejabilidad ante un medio en cambio permanente. 17

Atribución que encontramos en el título de las Actas de las XIX Jornadas de teatro clásico de Almagro, ya citada anteriormente; Morley y Bruerton sólo datan 23 seguras a partir de 1621. 18 Harvey, 1989b, p. 91. En esta misma línea, Serralta, 1996, p. 476, ha señalado algunos rasgos del teatro del momento que resultan novedosos en la pieza, y en donde Lope «supo utilizar las innovaciones exteriores captadas en la época de su vejez para integrarlas armoniosamente en su propia producción».

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No sólo evoluciona el paisaje urbano (arq u i t e c t u r a , trazado, demografía, métodos legislativos, etc.), sino que se establecen nuevos espacios simbólicos que deben ser asimilados por el ciudadano, y con este tráfico total se amplían las relaciones entre urbanidad y urbanismo al tiempo que se construyen nuevas lecturas de Madrid desde la misma génesis artística. Si en algunos paradigmas la ciudad se presentaba desde el manido tópico del «menosprecio de corte», en el caso de Las bizarrías de Belisa la calle invade el texto como un marco tan hermoso de día como peligroso de noche, bullicioso e impredecible, e incita una serie de conductas cada vez más agresivas desde la inauguración de nuevas respuestas hasta la violencia simbólica que impone el trazado de calles y edificios. Establece, en suma, una compleja relación entre comportamiento humano y entorno arquitectónico que resulta de primordial interés al lector moderno, demostrando, en última instancia, la complejidad de Las bizarrías de Belisa como pieza teatral representable19. La inestabilidad de estos «espacios en crisis» afecta todos los niveles, incluso a la construcción de los sistemas de imágenes. Don Juan, por dar un ejemplo, hablará de la calle en donde vive Lucinda como una extensión más de su personalidad esquiva, en donde «loco amanezco» (v. 812) tras noches de ronda frustrada; o, de manera más dramática, cuando se acerque al jardín de su amada, ya no serán los desdenes de ésta el tradicional hielo que aplaca el fuego del amante, sino que la calle y la verja del jardín se transformarán en llamas como parte de este espectáculo visual de jaleo nocturno, de contrastes de luces y sombras, gemidos y chasquidos: «arañando el seco suelo; / así yo la calle asombro, / para mí selva de fuego, / rompiendo a las duras rejas / con mis suspiros los hierros» (vv. 828-32). Los códigos de comportamiento cambian, por tanto, más rápido que sus mismas regulaciones, y los mecanismos de violencia alcanzan nuevos territorios. Cuando aparecen Belisa y Finea disfrazadas con escopetas para defender a don Juan de un inminente ataque, están rompiendo ciertas convenciones no vistas antes en la ciudad, provocando el estupor del (tercer) galán Octavio, quien exclama: «¿En Madrid escopetas?» (v. 2045). Lo nocturno acentúa este sentido de novedad, y las calles se tornan en escenario de nuevos modos de conducta en donde estas convenciones permiten

19 Véase

González, 1994; remito también al estudio de Kirschner, 1997.

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también la introducción de nuevos elementos en escena. La imagen abre, evidentemente, un debate fundamental para el período, interrogando si es Madrid lo que define a sus ciudadanos o si son, por el contrario, los ciudadanos los que determinan el perfil de su ciudad. Nos hallamos ante una concepción de la urbe profundamente dinámica y eminentemente problemática, ya que esta simbiosis entre dos lenguajes tan maleables (el urbano y el teatral) permite una sensación de novedad permanente que articula así la identidad de lo madrileño. Sabemos, por ejemplo, que de un lugar tan emblemático como el Prado se esperan una serie de coordenadas que implican actividades de ocio en donde se pasea y se luce, en donde se busca mirar y ser mirado o seducir y ser seducido, como bien señalará a Belisa el Conde don Enrique20: «descubrid, mirad, matad, / que es cruel razón de estado / mostrar con el desenfado / de que amor se maravilla, / bizarrías en la villa, / y desdenes en el Prado» (vv. 671-76). Madrid se presenta como crisis desde el momento en que su diseño resulta incontrolable, en ocasiones ilegible, y en donde sus ciudadanos asignan diferentes (a veces opuestas) funciones a cada uno de sus elementos. La sorpresa de Octavio ante este hibridismo material y simbólico (escopetas en Madrid) responde también a la otra cara de la moneda, a esta «alienación» como búsqueda constante por hallar una cierta «legibilidad» en un paisaje urbano tan frenético, convertido en un escenario donde nada adquiere condición de permanencia. La oposición entre lo interno y lo externo también resulta compleja, porque la pieza proyecta una sensación de infinitud que se asocia más al espacio interior que al ambiente casi asfixiante del exterior, una paradoja que ya señalara Bachelard21 al apuntar que «to make inside concrete and outside vast is the first task, the first problem, it would seem, of an anthropology of the imagination. But between concrete and vast, the opposition is not a true one. At the slightest touch, asymmetry appears». Esta aclaración es fundamental cuando consideramos, por ejemplo, la idea del exterior de las casas de Belisa y Lucinda, desde la profusa cantidad de signos cruciales que marcan las relaciones entre lo público y lo privado, o el concepto de propiedad personal

20 Véase

el interesante análisis de Land, 1974, sobre la percepción que de Belisa tiene el Conde en su ensayo. 21 Véase Bachelard, 1994, p. 215.

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que se refuerza con una serie de signos cruciales (la presencia de Celia, la verja, las puertas, etc.). Cuando Belisa y Finea están disfrazadas a la puerta de la casa de Lucinda, ven llegar a don Juan, quien no se apresura con la seguridad de un futuro marido, sino más bien como un galán furtivo; no en vano, el joven va a pedirle explicaciones a Lucinda de la conducta de Belisa, que encuentra sospechosa (vv. 201720). La imagen se construye, casi simultáneamente, desde la perspectiva de Octavio y Julio, los últimos rivales en liza (vv. 2027-28), como ejemplo de un ejercicio de virtuosismo de perspectivas que sitúa a la audiencia en un privilegio de espectador omnisciente al permitir la contemplación del juego de cajas chinescas. Es importante subrayar también, en este contraste, que la idea del espacio doméstico privado apenas se desarrolla en el personaje de Belisa, más atenta a los signos externos y los estímulos que le proporcionan la visión urbana y sus rincones. Así, cuando informe a Celia acerca de la primera vez que vio a don Juan en el Prado, demostrará un cierto dominio de lo que deben ser las prendas de un caballero, excusándose de su comportamiento de la forma más natural: «no te parezca desorden, / que siendo mujer te cuente / lo que es bien que ellas ignoren; / que aunque aguja y almohadilla / son nuestras mallas y estoques, / mujeres celebra el mundo, / que han gobernado escuadrones…» (vv. 126-31). La reivindicación no sólo sitúa a la joven en un nuevo plano, sino que simplemente traslada el ámbito femenino hacia exteriores compartidos. Por otra parte, otro entorno privado que resulta complejo en Belisa viene de la circunstancia de tener a la amiga Celia viviendo en casa, ya que ésta es sobornada por el conde Enrique, que acaba colándose en la alcoba de Belisa con el propósito de seducirla, logrando lo que las «llamas de fuego» de la verja habían ejercido en los ímpetus de don Juan. Así, cuando sale el Conde de la casa en pleno escándalo, se encuentra a don Juan y a Tello escondidos tras una cancela, pero antes de que se provoque una pelea en este concurrido jardín de Belisa, el Conde desaparece sin darle a don Juan tiempo para replicar. La violación de lo doméstico que infringe don Enrique apenas re c i b e tratamiento negativo en la pieza, quizá como testimonio de lo extendido que estaba como práctica, y porque se podía asumir por el auditorio de manera natural. Será ésta una de las pocas ocasiones en que el lector se interne en los espacios secretos de Belisa (irrelevantes, por

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otra parte), último bastión de esta rica cartografía urbana que se desdobla al lector. Se aprecia así cómo coexiste una intermitente sensación de maravilla ante lo nuevo y una cierta reserva frente estas mismas realidades. Dos nociones que penetran en la imago mundi del madrileño, como son la precocidad de la juventud y el sentido de anonimia, anuncian un concepto de comunidad totalmente inédito que acaba por generar un vértigo inevitable. En esta peligrosa velocidad que produce la creación o la sobre-imposición de nuevos espacios se detienen estas piezas, acaso para fijar en la memoria colectiva un Madrid efímero, imprevisto e impredecible que se invoca en su propia desaparición. En última instancia, son éstos los síntomas de una modernidad en ciernes, que acaso pro l ogan las conductas extremas de nu evos arq u e t i p o s teatrales (el lindo moretiano, las comedias de figurón, los petimetres dieciochescos). Pero es ésta una temporalidad que debe subrayarse desde el profundo conocimiento de lo nuevo que este poeta maduro evidencia en cada pieza, cuya existencia es precisamente la fuerza motriz de los conflictos escénicos. Al Lope que observa los giros frenéticos de esta sociedad siempre cambiante, su ciclo de senectute le otorga también la calidad de protagonista y de paseante, de observador y de observado. Con ello demuestra en última instancia que, incluso en los coletazos finales de su larga carrera como dramaturgo, no deja de conocer su propio momento histórico, y desde esta circunstancia extrema se elabora este canto a la juventud y a la vida que es Las bizarrías de Belisa: «El fénix se ha vuelto cisne, / que, cuando se muere, canta» (vv. 1870-71).

2. Interiores tirsianos: culturas materiales, fragmentos de seducción Riquezas son estímulos de vicios Tirso de Molina, Antona García

Tirso de Molina es un creador excepcionalmente dotado para la construcción de atmósferas y paisajes, no sólo en su teatro sino también en su narrativa. Su larga y azarosa vida (1579-1648) recorre dos continentes y tres reinados cruciales en la historia española y, al igual

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que en Lope, el traslado y posterior asentamiento definitivo de la corte en Madrid coincide con un período de madurez creativa que ve nacer algunas de sus mejores piezas.Ya han sido estudiados al detalle los paralelismos, influencias, relaciones personales y canonizaciones literarias del Fénix y del mercedario, y por ello no entraré ahora en los méritos dramáticos tirsianos en relación con contexto literario que vio nacer su teatro; tampoco volveré, pues ya ha sido comentada a fondo, sobre la biografía de un fraile viajero que conoció los más diversos parajes del Imperio, y que plasmó muchas de estas impresiones en la construcción de lugares y ambientes legendarios (ciclo galaico-portugués, período americano, la Babilonia sevillana, etc.). Mi análisis se centrará, en cambio, en dos aspectos íntimamente relacionados y que tienen en la ciudad de Madrid el catalizador más adecuado para su propia consecución: la puesta en escena de elementos pertenecientes a la nueva cultura urbana, y la consecuente presentación de intrigas amorosas de desenlaces placenteros en donde la economía del cuerpo juega un papel fundamental. Evitando así una lectura exclusivamente biográfica de sus comedias, y través de la importancia dada a una cultura material de objetos e intercambios físicos y simbólicos, leeré entonces este teatro tirsiano como un homenaje a los aspectos más vitales de la vivencia urbana, s i e m p re modelados bajo una didáctica cautela que advierte también sobre los peligros de la acumulación de riqueza como vehículo de crisis. La presencia de Tirso en el Madrid del cambio de reinado es muy activa, y la corte actúa como un gran aliciente estético y existencial22. Algunas de sus piezas más conocidas tienen como escenario urbano las idas y venidas de galanes y cortesanas, las noticias del día y las propias impresiones del mercedario sobre la vanidad y mediocridad de una ciudad de miserias y desencantos. Como ocurría con Lope, ya desde el reinado del tercer Felipe se documenta el apogeo de un centro neurálgico que se va haciendo poco a poco y, desde este optimismo de lo nuevo, Tirso escribe algunas de sus piezas más universales; tal es el caso de Don Gil de las calzas verdes (1615), por ejemplo, que sitúa varias escenas en la Huerta del Duque de Lerma, lugar emblemático de pompa y ocio festivo, y en donde ya se había representado

22 Véanse las impresiones de Vázquez, 1981, pp. 41-50, 73-80; y Tamayo, 1950. La cultura de corte en Moreto tiene una sugerente interpretación en Leoni, 1998.

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un año antes otra pieza tirsiana, La santa Juana. Lo grandioso de la urbe opera entonces como motivo de atracción y rechazo simultáneos, y el episodio del famosísimo y desmesurado palacio del Duque (construido entre 1603 y 1616) dará pie a una crítica más o menos velada en piezas de estos años como El vergonzoso en Palacio, Averígüelo Vargas y Ventura te dé Dios, testimonios de una actitud crítica y desafiante ante los excesos de la Corte y su desconexión con las necesidades del madrileño de a pie. Con razón ha escrito Henry Sullivan que the Mercedarian’s intense interest in power issues… led him to depict the fragility of political structures and to show how easily ethical voluntarism and the will to power threw social order and reason into topsy-turvydom: a world upside down. The same interest in political power issues goes a long way toward explaining Tirso’s own contentious, even reckless, political engagement with official policies of the Spanish State 23.

Este talante crítico dota al Madrid tirsiano de un cariz ambiguo, pues no se construye nunca una alabanza unívoca del entorno urbano, sino que, al igual que con sus coetáneos, suele mostrarse también su cara más oscura, rozando en ocasiones la visión de un paisaje de melancolías24. Incluso en sus autos sacramentales caerá alguna que otra pulla, siempre de forma extraordinariamente sutil (así lo imponía el mismo género), contra el abuso de poder de algunos gobernantes, del cual —ya sabemos— Tirso fue testigo y también víctima25. No se debe olvidar, por consiguiente, este «Madrid oficial» que también será parte de la poética urbana del mercedario, generalmente tratado con enorme tacto, sutileza y mucha más severidad que en las comedias de enredo juvenil. Muchas de las piezas tirsianas pertenecientes al reinado de Felipe III arrancan, como pasará con Calderón, con crímenes o desmanes cometidos en la periferia, ya sea en ciudades grandes como en pueblos pequeños, antes de pasar a un meollo que se desarrolla en el cen-

23

Véase «Editor’s Introduction» en Sullivan y Galoppe, 1996, pp. 9-13 [p. 11]. El tema de la melancolía en Tirso, no necesariamente ligada al entorno urbano, fue estudiada por Schalk, 1965, pp. 215-238, centrando el análisis en las piezas El Melancólico, Quien habló, pagó, y La venganza de Tamar. 25 Remito a García Santo-Tomás, 1998a. 24

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tro del Imperio (serán éstas el contrapunto castizo a las más universales escenas de un burlador de Sevilla que multiplica sus encantos para engañar a las damas). Los asesinatos cometidos por pérdidas o desavenencias en el juego sirven de inicio en obras como La villana de la Sagra (1612) o La villana de Vallecas (1620), en donde se presentan galanes sin escrúpulos, de impetuosa conducta y noble talle, pero que provocan un magnetismo en las damas que no se llega a sancionar en el desenlace, sino que más bien se suele resolver en bodas: éste será el caso de don Gaspar en El amor médico (1621), de don Luis (quien ha perdido todo en el juego e incluso gastado la dote de su hermana) en La villana de la Sagra (1606-1607) o de don Felipe en Marta la piadosa (1615). En otras ocasiones son damas disfrazadas de hombre las que marchan a Madrid para enmendar sus destinos; tal es el caso de doña Juana en Don Gil de las calzas verdes, fielmente decidida a recuperar a un tal Martín de Guzmán que busca matrimonio con doña Inés, rica dama madrileña que «con setenta mil ducados, / se hace adorar y aplaudir»; bajo la seductora personalidad de don Gil, doña Juana hablará entonces con amargura de «esta corte, toda engaños», poetizada como matriarca de todo tipo de gentes, con imágenes que aluden al ancho mar y como amparadora de un mísero río en el que verter las lágrimas de desamor: así el criado Quintana, quien informa a doña Juana de la «humilde corriente / del enano Manzanares». Durante estos años Tirso también cultiva la imagen ya mencionada de la ciudad como madre, presente en piezas coetáneas como La villana de la Sagra (16061607), El castigo del penseque (1614) o La fingida Arcadia (1621), y convertida en una de sus herramientas favoritas para capturar un universo madrileño donde todo el mundo tiene cabida; mar y madre, grandiosidad y peligro desembocan también en la sensación de anonimato que proyecta tanta abundancia, y que aparece en La villana de Vallecas cuando Aguado informa al lector de que «el que es cuidadoso / se sabe en Madrid guardar»; y este mismo Madrid, lleno de peligros, será «toda tretas» en otra pieza clásica del mercedario, Marta la piadosa. Por ello, si el teatro de Lope documentaba el asentamiento de la corte de Felipe III en Madrid y el rápido proceso de urbanización que culminaba en las nuevas realidades de Las bizarrías de Belisa, las comedias urbanas de Tirso26 entran ya, con Felipe IV, en un universo

26 Véase,

fundamentalmente, Maurel, 1971, pp. 224-227, 238-239, 410-415.

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mucho más sofisticado. Siguiendo en la línea de Henry Sullivan y otros críticos, se ha hablado de un «teatro de oposición» al gobierno de Olivares, y es cierto que tras muchas de estas intrigas urbanas se esconden incisivos comentarios a una realidad cortesana poco amable con el mercedario (en La celosa de sí misma, por ejemplo, se darán leves punzadas a los Guzmanes por parte del criado Ventura)27. Sabemos que en su vida conviven en permanente conflicto un Tirso por vocación y un Téllez por profesión, que su breve estancia en Madrid es fundamental en sus amistades y en su obra, y que su teatro urbano resulta suficientemente genuino como hacerle portador de ciertos rasgos de absoluta originalidad; de su producción se han estudiado ya la profundidad de caracteres, la defensa de la libertad femenina, una gran capacidad para lo cómico y un especial talento para dejar en evidencia las debilidades humanas28.Todos esos rasgos cobran vida en sus comedias de temática madrileña, especialmente en las cinco piezas en las que centro mi análisis y en las que encuentro una serie de rasgos y motivaciones recurrentes: La celosa de sí misma (1621-22), Por el sótano y el torno (1624), La huerta de Juan Fernández (1626), Los balcones de Madrid (1632-34), En Madrid y en una casa (1637-41), títulos que, además, sorprenden al lector por su riguroso conocimiento de la realidad madrileña desde la lente profana de un fraile mercedario29. Tirso invita a explorar la realidad urbana a través de diversos interiores físicos y simbólicos que ilustran, desde las ventajas y limitaciones de la escritura dramática, una creación muy personal de luces y sombras, de ruidos y silencios urbanos. El buscar interiores permite pasar de la referencia al hecho con menos aparato y un movimiento más reducido de elementos escénicos (la búsqueda de soluciones para lograr un cuadro de exteriores, por el contrario, requiere mayor esfuerzo y una cierta complicidad con la audiencia en cuanto a lo que se alude pero no se representa); en cambio, es más probable que una escena doméstica, a las que será muy aficionado el mercedario, necesite de una economía de medios más reducida, permitiendo así el avance de otros elementos dramáticos sin dejar de informar por ello de la 27 Véase Wade,

1968; Asensio, 1978; Arellano, 1994; Galoppe, 1998. Remito, fundamentalmente, a Darst, 1974; Sullivan, 1976; H a l ko ree, 1989; Albrecht, 1994. 29 Todas las citas a estas comedias (y la cronología que aporto) provienen de la edición de Blanca de los Ríos. Obras dramáticas completas, 1989, 4 vols. 28

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realidad expuesta.Veremos, por ejemplo, cómo el mercedario gusta de conectar dos espacios (salones, sótanos o balcones) para jugar con el motivo del doble, que tanto rendimiento cómico y tanta tensión dramática produce en la audiencia, gracias a un personaje que consigue estar en dos sitios al mismo tiempo generando confusión y malentendidos, a veces disfrazado o tapado30. La preferencia por espacios cerrados permitirá también al lector conocer más en detalle la realidad doméstica del seiscientos gracias a la utilización de objetos de uso diario (en su mayoría femeninos) que se recrean simbólicamente para hacer avanzar la trama; los bufetes, almohadillas, espejos, tapices y enseres de tocador tendrán en estas comedias una rentabilidad añadida y, gracias a un uso no necesariamente ortodoxo y común de prendas de vestir o de instrumentos médicos, Tirso creará situaciones no vistas antes en los teatros. Si en Lope y Calderón son frecuentes las cortesanas que pasean y coquetean en lugares emblemáticos del Madrid de los Austrias, en el mercedario veremos también a estas mismas damas sacando el máximo provecho a lo furtivo, a la tiniebla y a la capacidad disuasoria de alcobas y balcones. La ropa será algo fundamental en una Corte en la cual los «placeres visuales» también asumen otras connotaciones, y en donde la moda evoluciona a ritmo de temporada y logra dejar su huella en el texto. Por consiguiente, cuando hablo de interiores también estoy haciendo referencia a los secretos y encantos de la fisonomía femenina, del cuerpo «en entregas» que esconde el manto; la damisela tirsiana de estas comedias se va destapando en fragmentos, dando a cada miembro corporal una saturación de valores y un capital simbólico con el que deben negociar los galanes y, más allá de la mera fábula, el receptor del texto e incluso el mismo autor. Aparte de su rentabilidad teatral basada fundamentalmente en el equívoco, la exploración tirsiana de los valores socioculturales del ojo viene a confirmar que su elección no es gratuita y que el público del momento era copartícipe de los códigos serios y humorísticos que plasman estas piezas31.Y desde los interiores (corpóreos) de los interiores (arquitectónicos) arrancan las cualidades visuales y auditivas de estas 30

Para el tema de las tramoyas en Tirso, véase Smith, 1989. La explotación cultural del ‘cuerpo por partes’ es un terreno poco estudiado en las letras áureas pero que ha tenido sus cultivadores en otras literaturas coetáneas; especialmente atractivo es el conjunto de ensayos publicados por Hillman y Mazzio, 1997; desde la lente anatómica, remito al fascinante libro de Sawday, 1995. Ambos es31

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comedias de miradas escoradas y deseos lenta y furtivamente saciados: escritura como ocultación y destape simultáneos, tinieblas que iluminan. Con ello, en última instancia, estas piezas vienen a demostrar el carácter ambiguo y ficticio del espacio desde el choque siempre frontal de realidad y apariencias que no resulta exclusivo del teatro y que, a fin de cuentas, refleja una universo inestable y lleno de matices. Este juego de planos se aprecia en La celosa de sí misma, comedia que juega con los intereses de varias parejas y que mezcla diversas historias amorosas a través del equívoco y el disfraz32. Coincide con la cronología lopesca en ser una pieza a caballo entre dos reinados y en dar cuenta de las realidades cambiantes de la corte desde aspectos socioeconómicos que no pasan desapercibidos. Los dos temas que se tratan con mayor recurrencia son el de las damas tapadas y el del dinero, a veces unidos en uno solo. Cuando sus protagonistas llegan a la ciudad, ya desde la entrada en Madrid se habla de «agradable confusión», y el personaje Santillana menciona el comercio en la urbe, afirmando que a las doce de la noche «se despachan / provisiones por Madrid». El aumento demográfico será excusa para incidir en un problema que tendrá mayor desarrollo en Calderón (pero que ya he señalado en Lope), como es el del anonimato, a través de ocasionales menciones a Babel y a lo desconocido de los edificios; don Sebastián dirá que «como tan presto se pasa / el tiempo en Madrid, no da / lugar aun de conocerse / los vecinos, ni poderse / hablar», a lo que don Jerónimo contestará que «aquí / en una casa tal vez / suelen vivir ocho y diez / vecinos, como yo vi, / y pasarse todo un año / sin hablarse, ni saber / unos de otros». El crecimiento demográfico de esta Corte recién instalada hará que muchas de las casas antiguas, no preparadas para albergar tanta gente, tengan que modificar su estructura comunal en apartamentos privados, lo que provocará esta sensación de no conocer al vecino tan típica de la gran urbe. Así, causará gran impresión ver cómo algunas viviendas se van renovando a gran velocidad, en un proceso de paulatina restauración que modifica el paisaje colindante: «bizarras casas», puntualizará el joven Melchor, a lo tudios se hacen cargo de los valores estéticos y culturales de ciertas partes del cuerpo (mano, pie, vagina) y su uso en las literaturas europeas de la modernidad temprana. 32 Para un análisis más pormenorizado que atiende a otras cuestiones, remito al interesante ensayo de Smith, 1998.

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que responde el criado, siguiendo esta «poética de la vista», que «retozan / los ojos del más galán, / que en Madrid, sin ser Jordán, / las más viejas se remozan. / Casa hay aquí, si se aliña / y el dinero la trabuca, / que anocheciendo caduca, / sale a la mañana niña»33. Lo original en Tirso será, no obstante, la equiparación, generalmente humorística, entre el nuevo «remozado» de los edificios y el sobrecargado y sorprendente maquillaje de las mujeres: Dama hay aquí, si reparas en gracias del solimán, a quien en un hora dan sus salserillas diez caras,

… ya que «como se vive deprisa, / no te has de espantar si vieres / metamorfosear mujeres, / casas y ropas»; por eso no extraña, según uno de los personajes, que un pícaro se pueda transformar, de la noche a la mañana, en «Conde palatino». No obstante, al tiempo que Tirso nos informa sobre las nuevas «fachadas», deja ver asimismo que su interior permanece en ruinas y que lo visible también esconde una cara oculta de fealdad y mediocridad; nos hallamos, de nuevo, ante un gesto de crisis a través de su remedio, una apuesta de verdad a través de una escritura opaca. Más aún todavía, esta acumulación de cambios suele ir asociada a una sensación de teatralidad, de espectáculo continuo (no necesariamente de poder), como bien ha señalado David Harvey con relación a los procesos palimsésticos de urbanización y remodelación: «the projection of a definite image of place blessed with certain qualities, the organization of spectacle and theatricality, have been achieved through an eclectic mix of styles, historical quotation, ornamentation, and diversification of surfaces». Desde el desconcierto de los mismos personajes de la pieza se constituye así un elemento de transitoriedad muy típico de este Madrid en rápida expansión geográfica, cristalizando también este esfuerzo del mercedario por lograr lo que Harvey define como «a sense of eternity in the midst of flux»34.

33 Veremos

que el papel del criado le es fundamental a Tirso como vehículo de algunas de sus impresiones sobre lo urbano, así como pieza instrumental en la consecución de la trama; véase el trabajo de Santomauro, 1984. 34 Harvey, 1989b, pp. 93 y 206 respectivamente.

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La celosa de sí misma nos cuenta cómo el pretendiente Melchor llega de León a Madrid con el propósito de casarse con una dama que tenga dinero, para poder así solventar su futuro y poder vivir de las rentas. En la lonja de la Iglesia de la Victoria (en donde transcurren todas las escenas de exteriores de importancia) conoce por casualidad a la tapada Magdalena, de la cual se enamora locamente a pesar de que tan sólo ha podido ver su mano. Por designio familiar (el padre de Melchor es amigo de don Alonso, padre de Magdalena) Melchor debe casarse con ésta, a quien aún no conoce; la tarde en que visita a su futura esposa el joven queda trágicamente decepcionado, mientras que ésta comprende que el pretendiente urbano y su futuro marido son la misma persona; ante la desgana de Melchor, Magdalena, ya perdidamente enamorada, se siente «celosa de sí misma»; su rostro no va parejo con su hermosa mano, como tampoco encajan la coquetería del Melchor urbano con la cortesía del Melchor doméstico. A ella, por otra parte, le corteja el joven Sebastián, cuya hermana Angela vive, a su vez, enamorada de Melchor. Gracias a un ingenioso ardite se le hace saber a Melchor que la tapada de mano seductora es una condesa italiana (no es otra que Angela tras el manto); los encuentros furtivos y las concesiones mínimas de las tapadas complican aún más las cosas y crean confusión en el pobre urbanita, puesto en evidencia por su desmedido afán de conquistar a esta condesa inexistente que encarna todas las lacras de la riqueza urbana.Tras muchas idas y venidas es descubierto el engaño y ridiculizado Melchor, quien tiene que conformarse, como mandan los cánones familiares, con casarse con Magdalena. Se ha visto en La celosa un claro antecedente de Mañanas de abril y mayo (hay ciertas alusiones del propio Calderón que lo confirman), y lo cierto es que la obra tirsiana impone un modelo de tapadas «de medio ojo» más típicas de la comedia de carácter que de piezas de intriga y enredo. La visión del cuerpo femenino se hace fetiche en estos fragmentos de seducción a los que aludía en el epígrafe, y el ojo, la mano o el pie adquieren connotaciones de gran rendimiento escénico; son constantes, por ejemplo, las alusiones en esta comedia a la supuesta moda de maquillarse, como hace doña Angela (fingiéndose Magdalena) cuando enseña un ojo a Melchor. La mirada se sobrecarga de valores de forma camaleónica, arrastrando al resto de un cuerpo cuyo gesto no existe porque no se le otorga ninguna función en

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particular, porque opera, en cierta forma, como un interior apagado; al hablar de la metamorfosis cromática del ojo, y desde un prisma humorístico, el criado Ventura dirá que ayer era «endrina toledana» y hoy es «turquesada», o que ayer era mulata y «hoy se ha vestido de azul», para preguntarle más tarde a su señor Melchor, en relación al atuendo femenino: ¿Mas que has visto alguna cara margenada de guedejas, que el solimán albañil hizo blanca siendo negra; manto soplón, con más puntas que grada de recoletas, de aquella castaña erizo, y archeros de aquella alteza, que al descuido cuidadosa, al viento de la veleta, o abanico, te enseñaba por brújula la cabeza?

La respuesta a esta pregunta retórica y bufonesca la dará el propio Ventura en un pequeño retrato que informa al detalle sobre el atuendo femenino de 1620: Sería peli-azabache la prohijada cabellera, puesta, como defensivo, encima de la mollera. Toca y valona azulada, banda que el pecho atraviesa, vuelta y guantes de achiote, guantes de pita y firmeza. Escapulario y basquiña de peñasco, a la frailega, chapín con vira de plata, crujiendo a ropa de seda; la camándula en la mano.

La mano se convertirá también en el fetiche y motivo de la pieza, inaugurando también nuevas formas de apelación («fúcar», por ejem-

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plo, que remite a la riqueza de los famosos banqueros centroeuropeos): Ventura dirá de la de Magdalena que «mano, si en bolsillos fiera, / en sortijas franca y linda, / mano ginovesa o fúcar, / mano de papel batida, / mano de reloj de Flandes, / de cabrito o de cabrita», etc.; así se construye el coqueteo femenino, y éste parece ser el arsenal de seducción de las damas licenciosas del Madrid de Tirso. No obstante, lo seductor encierra de nuevo una abierta crítica, debido al poder corruptor del dinero en una juventud que parece haber abierto una enorme brecha con la generación paterna; este Madrid del locuaz Ventura (tras el que se aprecia a un Tirso versado, por experiencia propia, en materia caribeña) será comparable al «canal de Bahamá», sus tiendas serán como la Bermuda, llenas de piratas ingleses u holandeses que las desvalijan, y en donde «cada manto es un escollo»; y será don Sebastián quien se queje de que «tiene en sus calles / todos los vicios Madrid. / Haz cuenta que es una tienda / de toda mercadería». «Contra el amor no hay presidios», frase pronunciada por Bernarda, parece ser la máxima de la comedia Por el sótano y el torno35. En ella Tirso nos cuenta la historia del galán Fernando quien, de camino hacia Madrid, presencia el accidente de un coche que ha derrapado y volcado en una pendiente enlodada, dejando a sus ocupantes femeninas malheridas (la criada Polonia afirma asustada que «doña Bernarda / la muerte oprimida aguarda / con toda la carga a cuestas»). En un gesto de bravura rescata a las dos hermanas, llevando en brazos a la mayor, Bernarda, de quien se enamora perdidamente36. Tirso nos narra cómo Bernarda, viuda, va a la Corte a casar a su hermana Jusepa con un setentón perulero; la trama se complica cuando Fernando llega a la posada de su amigo Duarte en la calle Carretas, donde le alquila un par de habitaciones, ya que, justo frente a la posada de Duarte, sitúa Tirso la casa en la que el indiano confina a las damas. Sabemos que

35 Existe un estudio muy completo de esta pieza a cargo de Dolfi, 1973; me he valido también de la edición de Zamora Vicente, 1995, y de Halkhoree, 1968. 36 Una variante importante en el mercedario es la de la dama dormida (que no herida), y que ha sido estudiada por Palomo, 1990 [incluido posteriormente en 1999, pp. 213-224]; los títulos que se comentan en su artículo son El vergonzoso en Palacio, La mejor espigadera y La mujer que manda en casa; existe una variante muy bien desarrollada por Tirso en La gallega Mari-Hernández (pieza que fue de las más taquilleras en el siglo xix pero que hoy apenas se comenta), en donde es el galán dormido en un bosque el que enamora a la protagonista.

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la calle Carretas se define como muy céntrica, desde la cual se divisa lo mejor de la ciudad: «es ombligo de la Corte / la puerta del Sol, aquella; / la Victoria, al cabo de ella; / y, a la otra acera, es su norte / el Buen Suceso; allí enfrente, / el Carmen, a mano derecha, / la calle Mayor cosecha / de toda buscona gente; San Felipe, a la mitad»; pero las referencias a los exteriores de Madrid son mínimas en un texto que explota principalmente la rentabilidad teatral del pasadizo subterráneo. A través de los criados, Jusepa se las arregla para excavar un boquete en el sótano, donde se consumarán sus amores furtivos en boda con Duarte, forzándose así la boda de Fernando y Bernarda y un desenlace feliz para todos37. La escena cumbre de la pieza, y en torno a la cual se construye toda su tensión dramática, es la de Jusepa yendo de un lugar a otro: disfrazada de portuguesa en la posada de Duarte, y haciendo sus labores disciplinadamente en el sótano de su futura casa. La pieza gira en torno al poder ejecutor de la mirada, ya sea furtiva o placenteramente desprovista de obstáculos. Pese a que el joven Fernando se queje de lo íntimo y recluido del inmueble, hablando de un «humano monasterio» en donde «sólo en balcones y puertas / quiso mostrarse avariento / con los ojos, limitando / la luz por rayos espesos» (cursivas mías), lo cierto es que Tirso le dará el privilegio de penetrar, disfrazado de barbero, en la alcoba de la contusionada Bernarda para sangrar sus heridas38. De nuevo el cuerpo humano se suministra en partes mínimas, en este caso no el pie, sino la mano y el brazo: «toco el brazo y lisonjeo / venas con blancas caricias, / convidado a engaños tiernos», se jactará Fernando al sangrar («expulsión a claveles», se dirá) a la joven de una manera tan sufrida como sensual. Este voyeurismo se comunica asimismo a través del atuendo femenino, y por ello la comedia también documenta la transición hacia la Corte que experimentan las jóvenes según los usos de las ropas; doña Bernarda quiere comprar tocas nuevas a la moda, en un proceso de aligeramiento de lo tapado (que «me desocupen la cara / y aligeren la cabeza», ya que las de Guadalajara no saben distinguir «una viuda de una dueña») tanto como de peso («este traje admite el mundo: / será el cambray, que no pesa»). Con el fin de que la ropa adquiera su importancia debida y comu-

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Para una aproximación más completa a este tema, remito a Pallarés, 1986. Cull, 1995.

38 Véase

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nique al público la función de cada prenda, Tirso hace que la criada Santarén venda todo tipo de arreglos para la belleza femenina: peines, alfileres, trenzaderas de cabello, papeles de carmesí, orejeras, pastillas, gargantillas, polvos para encarnar dientes, caraña, abanillos, mondadientes, acero, romero, jabón de manos, sebillos, etc., dándonos una idea muy fidedigna de los objetos que se gastaba la buena cortesana de 1630; una cortesana que, no obstante, es «de noche, todo arrebol; / todo clausura, de día, / que estrellas e hipocresía / buscan sombras y huyen sol». Resulta natural, por tanto, que el lenguaje usado por la misma Santarén, cuando hable del ardite mediante el que se encuentran los amantes, tenga ciertas connotaciones burlonas muy quevedescas: «cascote echamos a tierra / hasta abrir un boquerón, / por donde seguro puedas / ser Píramo soterraño / de una Tisbe comadreja»; pero sí sorprende el exhaustivo conocimiento del ajuar femenino que tiene en mercedario y cómo le asigna funciones específicas de acuerdo a las situaciones en juego, dentro de una imaginería que, como sugiero, se vale de procesos y iluminación y oscurecimiento de esta ciudad teatral. Diferente es, sin duda, Los balcones de Madrid. La pieza se resuelve fundamentalmente en interiores, sin apenas referencias a calles o iglesias;Tirso explota aquí la luz y la oscuridad de la noche, lo furtivo, las falsas apariencias, los cortinajes, e incluso la «ceguera» del padre Alonso, quien fracasa en arreglar el matrimonio de su hija Elisa39. La trama desarrolla los amores prohibidos de Juan y Elisa, a quien su padre le ha designado la opción de casarse con don Pedro o de retirarse a un convento en Lerma. La prima de la joven, Ana, vive enfrente de su casa y, al igual que ésta, también tiene un balcón desde donde contempla con ciertas limitaciones el mundo exterior. Leonor (criada de Elisa) y Coral (siervo de Juan) son instrumentales a la hora de consumar los amores de los jóvenes protagonistas, al tiempo que, con sus afanosas idas y venidas, dilatan y mantienen la tensión dramática y el juego de espacios superpuestos. Mediante nuevos hábitos asociados al uso y contraste de interiores y exteriores, Tirso explora así el poder de seducción entre los jóvenes urbanos y el anhelo irrefrenable del amor más allá de toda convención social, incidiendo en lo ridícula-

39 Es éste un tema de sumo interés y que apenas ha sido tratado; en la variante del indiano, véase el breve ensayo de Simerka, 1998.

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mente inútil del honor paterno como un obsoleto sin sentido; así, don Alonso intenta desesperadamente alejar a su hija de una ciudad que considera altamente nociva para la joven, y para ello la secuestra en su coche, se la lleva hasta Torrejón y vuelve para Madrid haciéndola creer, aislada a oscuras y en silencio, que han abandonado Madrid camino de Illescas; el viejo confiará en los valores auditivos de una ciudad que ya no puede permanecer silenciosa y las cualidades cromáticas de un mundo lleno de luces y brillantes contrastes: «vendrémonos tan despacio, / que entremos cuando el rumor / y bullicio de la gente / no pueda darla ocasión / para advertir que en la corte / mi engaño la restauró»; y, aunque vacían su cuarto de cuadros, escritorio, sillas, colgaduras, contador, cama y estrado «sin que quede / un clavo que dé ocasión / a que reconozca el sitio», el plan fracasa porque resulta imposible, a fin de cuentas, cambiar lo sensorial de una ciudad que se vive y se reconoce con los cinco sentidos; así, la apariencia de la alcoba delata lo madrileño: Coral, quien «temeroso acechador / por el hueco de la llave» ha escuchado todo el plan, advierte a Elisa cómo «mira esa alcoba o estufa; / las bovedillas del techo, / que en Illescas poco se usan» (cursivas mías). Salir de Madrid es huir de la modernidad, y por tanto este viaje fallido no es tanto un trayecto en el espacio como lo es en el tiempo: el presente no sólo es insustituible, sino también inimitable. La inoperancia del viejo, superado por las realidades de una ciudad que ya no sabe descifrar, contrasta con la pericia de estas cortesanas sabedoras de todos los ardites: cambios de ropa, criados-voyeurs, saltos de balcón a balcón a través de un tablón, escondites para pretendientes, escritura como manipulación de voluntades y personas, muebles que ocultan novios o pasajes secretos, etc. Elisa esconde sin escrúpulos en su casa a los galanes que sean necesarios con tal de que sea mimada y regalada: «a pares empieza el mes / en mi casa las tramoyas», afirmando que son «doblones los que me hechizan». La determinación de la chica será tan abierta que incluso el joven don Juan se quedará obsoleto en romanticismos pasados de moda cuando amenace con suicidarse por amor y ésta le advierta: «¿A la daguita / la mano? ¡Oh, qué singular / paso para una comedia / de las de veinte años ha!». El tiempo corre muy rápido en una generación hedonista y sabia: son mujeres de acción las que harán avanzar la trama, las que compliquen y deshagan intrigas, y por ello la criada Leonor puntualiza que «nun-

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ca las hazañas / discursivas han de ser»40. Resulta extraordinaria la complicidad de Juan con doña Ana, quien le esconde en su casa para poder así atravesar de balcón a balcón sin ser advertido en la calle: «libros en que entretenerte / hay sobre ese contador, / y aderezo con que escribas / versos que a Elisa apercibas, / mientras que viene Leonor / a traerte de cenar / y a disponerte la cama». A través de una Elisa «sin seso» y de unos interiores magistralmente explotados, Tirso se sirve de la pieza para hacer una reflexión sobre el carácter instintivo de la pasión de estos jóvenes «hechizados» que no atienden a lo racional y no cesan en su esfuerzo hasta conseguir el premio deseado. Al final de la comedia todos los intentos de don Alonso por impedir la boda fracasan, y los jóvenes consiguen esposarse en un final que premia el tesón y la valentía más que las normas familiares: Elisa lo hace de tapada, creyendo su propio padre que es otra mujer la que se casa, y Juan consuma sus deseos venciendo al pobre anciano que nunca en la comedia expresa las razones por las que le ha rechazado. El paso del tiempo complica los espacios escénicos. Tirso explora las posibilidades dramáticas de una casa «a malicia» en En Madrid y en una casa, interesantísima pieza que además contiene referencias a la muerte de Lope y alabanzas a Felipe IV entre los muchos detalles de interés41. La comedia explota los interiores de una casa alquilada en la que habitan dos damas, Leonor y Manuela, artífices tapadas de múltiples confusiones generadas por la existencia de pasadizos falsos, escondidos y tapadas, y constantes penumbras. La tapada Manuela ama a Gabriel, al cual advierte, siguiendo la retórica ya vista en otras piezas, que tormenta os anuncio porque escollos hay en Madrid terribles, que os han de anegar.

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El tema de los «léxicos femeninos» será tratado también por Calderón en No hay burlas con el amor. La creación lingüística de la dama Beatriz, personaje gongorino de lenguaje alambicado, será denunciada por su hermana Inés y tachado de «melindre» por la joven Leonor; Calderón usará también el motivo del espejo como síntoma de este narcisismo lingüístico, contraponiendo la mujer de acción (Inés) a la mujer de palabra hueca (Beatriz). 41 Véase el sugerente artículo de De Armas, 1989.

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Sirenas hermosas blasonan verdad, la mitad mujeres, peces la mitad. Si enamoran vistas, y encubren el mal con colas de gala, sirenas serán. No sois vos Ulises, ni os sabréis atar a mástil.

Gabriel, para quien la ciudad es como un laberinto en que ha entrado y cuya salida es casi imposible, admitirá que «¡Misterios, en fin, de un manto, / que no son vistos, y ven!». La mezcla de lo privado y lo público se experimentará, por ejemplo, en el galán Juan hablando de la estrechez del cuarto, «que han habitado / títulos más de una vez», o en la joven Manuela, quien admitirá que «dicen que hay dificultad / en Madrid de hallarse casa / sola y grande», a lo que el joven Gabriel responderá que «es infinita / la nobleza que le habita: / toda Castilla se pasa / a la corte». Juan, el dueño, viste las piezas con bayeta negra y parda, y no con tapicerías, y desde los balcones, «dorados, con celosías / para enfoscarse bellezas», se registra lo que pasa en los exteriores apenas nombrados (viven, eso sí, en la calle del Príncipe, y la joven Manuela anda buscando comprarle a un conde su coche en una de las raras transacciones de «segunda mano» del teatro áureo). De la reja, Pacheco, el criado de Gabriel, comenta que es «extremada, / y aunque a la calle, poco registrada / de la gente que pasa, / porque la vista a los mirones tasa / con esa celosía / y encerados». En este caso los pasajes secretos se hacen abriendo un vacío entre dos vigas aserradas sus extremos, poniendo dos bovedillas cubiertas con tablas, cubiertas de yeso y pintura con dos maderos que «pasaron por verdaderos / y cubrieron la abertura / de modo que fácilmente / la pudiesen levantar, / abrir el techo y cerrar, / con la propiedad de puente / levadiza». De nuevo nos hallamos ante un final feliz que es producto de la sabia utilización de un espacio que, desde sus mismas nociones de domesticidad y reclusión, presenta numerosas posibilidades de uso y que se remodela de acuerdo a las necesidades y pasiones de los jóvenes que lo habitan y deshabitan.

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Son estas comedias verdaderos homenajes al aquí y al ahora más que testimonios de experiencias pasadas o lugares lejanos. La existencia de tramoyas y la versatilidad del escenario permiten a Tirso, como he intentado ilustrar mediante estos títulos, construir complejas tramas de deseos furtivos y pasiones satisfechas. Desde un plano ideológico denuncian lo que ya parece ser una evidente distancia generacional entre padres e hijos que se han formado y «pervertido» en una ciudad que ya no es igual de ventajosa para todo el mundo. En muchas de estas piezas la noción tradicional del hogar deriva hacia un concepto de lo doméstico como un ente híbrido y no sujeto a reglas masculinas, refugio de un patriarcado inoperante y en donde se diluyen las diferencias entre lo privado y lo público. A pesar de las constantes alusiones a la solidez que trae la renovación de fachadas y pórticos,Tirso muestra en estos enredos de túneles y portillos que lo que yace detrás es arquitectónicamente hueco y simbólicamente inestable. Logra también, creo yo, un avance con respecto a creadores anteriores en la ambigüedad otorgada a espacios exclusivamente masculinos o femeninos, y adelanta materiales e ideas para lo que será la comedia de enredo calderoniana que unirá, en fantásticos diseños, el homenaje a los exteriores madrileños de Lope y la explotación de los interiores de Tirso (caso, por ejemplo, de La dama duende).Y, en el horizonte de los tres creadores, la visión de lo nuevo desde un prisma de liberalidad y optimismo que no cae en alabanzas gratuitas y que informa al público sobre lo efímero de este nuevo medio ante los peligros de lo fácil y lo abundante. Las damas barrocas, más que nunca en estos años, son así puestas al servicio de una ciudad que las adiestra en infinitas tácticas, en innumerables soluciones de placer y satisfacción personal, al tiempo que las modela de acuerdo a sus propias características. Lo intermitente, como afirmara Roland Barthes en su Fragmentos de un discurso amoroso, es lo que produce el deseo: el ojo, la mano o el pie adquieren nuevas y sorprendentes valoraciones dentro de un imaginario que advierte de los placeres ocultos y seductoramente letales del cuerpo humano como si de un canto de sirenas se tratara; el mar de los peligros cobra así sentido en un paisaje urbano de tráfico continuo y densas retículas externas e internas. Quizá será el Ortiz de En Madrid y en una casa quien mejor resuma el gusto tirsiano por los interiores al afirmar que «donde hay sótanos amantes, / galán fantasma, amor duende / tornos, casas con dos puertas, / tabiques disimulados,

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/ hurtarán de los tablados / tramoyas que saquen ciertas / esperanzas ya perdidas», abriendo así nuevas posibilidades en unas comedias urbanas ya suficientemente versátiles e informativas.

3. Perspectivas calderonianas: cromatismos urbanos y pasatiempos colectivos … todo el mundo en breve mapa… Calderón de la Barca, Hombre pobre todo es trazas

Las desventuras, malandanzas y atropellos en el Madrid del rey poeta sobrepasan en número a sus habitantes: la abundancia ofusca, la demografía anuncia lo efímero tanto como lo opresivo, el ámbito se vuelve contra sí mismo.Ya en la segunda parte de Don Quijote se hacía breve mención a esta Villa imprevisible, violenta y casi cómica en la narración atormentada de doña Rodríguez (II, 49) a través de los trágicos episodios que acaban con su marido, arrojándola a la precaria situación de toda mujer abandonada en la gran urbe. Cervantes, que ya se había deleitado en una Sevilla inmisericorde con sus marginados Rinconete, Cortadillo, la Escalanta y la Gananciosa, rescata una estrechísima calle Santiago y a la «gente baldía» de la Puerta de Guadalajara, a ese lumpen ocioso que más tarde cultivará con cruel detalle la literatura de costumbres o la ficción teatral del parnaso literario del setecientos. Peligro y placer se mezclan en la poética del naipe aurisecular, llevada a las tablas durante los siglos xvi y xvii en un variadísimo catálogo de personajes, conflictos y espacios dramáticos. El hábito del juego, convertido en una de las lacras más extendidas de la sociedad premoderna y baremo al mismo tiempo de su propia articulación socioeconómica, invita a numerosos poetas, cronistas, arbitristas y censores a proponer soluciones a un fenómeno que toca en todas las esferas sociales, y que sitúa en los escenarios a personajes-tipo de gran rentabilidad dramática: criados, pícaros, cortesanos indolentes o tahúres profesionales se pasean por los tablados madrileños tanto como por el anonimato de su geografía envueltos en un halo de atracción y rechazo. Su captación, sin embargo, no está exenta de dificultad, ya que la horma estrófica y la traslación al verso de estos ámbitos también obli-

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gan al creador a dominar un léxico maleable que va enriqueciendo y ampliando el espacio urbano compartido, en un proceso que emerge desde lo marginal a lo oficial, desde lo efímero a lo impreso, desde lo oral a lo escrito. En consecuencia, como tema de estudio resulta interesante no tanto la mera recopilación de términos nuevos o amenazados, sino su ajuste a las diferentes demandas de género o estilo, en procesos que no sólo reproducen en tinta lo que circula de manera libre o clandestina, sino que también enseñan a sus receptores nuevas modas y nuevos modos de comunicación. Así, en este teatro del cual se ha mencionado una y otra vez su «escenificación de la autoridad», podremos hablar también de su capacidad de dramatizar lo no normativo mediante recursos teatrales que carecen de carácter estable hasta que son canonizados, precisamente, en las tablas. La crítica del último siglo ha sido sensible a los diferentes matices que crean literatura desde lo clandestino (o del v i c i o, en términos morales), y no han faltado por ello algunos trabajos de indudable mérito: naipes, juegos, casinos, jugadores, trucos y trampas han ocupado, desde una lectura verdaderamente iluminadora, la sugerente colectánea que, bajo el título de Márgenes literarios del juego, publicó Jean-Pierre Étienvre hace algo más de una década42, ampliando con ello los estudios pioneros (aunque pintoresquistas en ocasiones) de Ricardo del Arco y Garay, Ludwig Pfandl o José Deleito y Piñuela43. Por fortuna, algunos trabajos recientes se han hecho cargo de la compleja traslación estética del fenómeno, superando una inercia que se había encargado del asunto de manera parcial y fragmentaria, y que, remitiéndose al simple fenómeno lingüístico, había marginado con ello la posibilidad de ofrecer una lectura material y cultural de esta plaga que realmente define el ámbito ciudadano y la elaboración literaria del Madrid capitalino. Conocemos ya cuáles fueron los juegos, los modos de comportamiento en el tapete e incluso la germanía44 utilizada en estos

42 Étienvre, 1990 (la versión original es de 1987); de más reciente fecha es su artículo «Quevedo ludens: la letra del tahúr», 1999, donde amplía presupuestos anteriores. 43 Véase Arco y Garay, 1941; Pfandl, 1942; Deleito y Piñuela, 1967; resulta útil el apunte más reciente de Pérez, 1981; más completo es el trabajo de Scham, 2002, centrado fundamentalmente en el siglo xvi y en el paradigma cervantino. 44 A este respecto, véase Alonso Hernández, 1979a, ampliado en el extenso El lenguaje de los maleantes españoles de los siglos XVI y XVII: la Germanía, 1979b.

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pasatiempos, pero apenas se ha escrito sobre cómo el teatro se encarga de responder a los diferentes programas que procuran regular su funcionamiento con mayor o menor éxito (las numerosas pragmáticas que intentan acotar toda actividad clandestina, por ejemplo), y cuál es su «responsabilidad moral» ante la audiencia45. Consciente de los nuevos espacios físicos y simbólicos generados por la emergente modernidad (pre)capitalista, la dramaturgia urbana de fines del siglo xvi y principios del xvii registra los innumerables cambios que va experimentando la Villa en su instauración axial, y el hábito del juego, convertido ya en vicio implacable, condimenta muchas de las tramas de las comedias de capa y espada. Se aprecia así cómo esta emergente ludopatía, no apropiada hasta ese momento por ninguna formación discursiva de índole científico, es tratada en esta pieza de una manera particularmente relevante para el estudio de los criados, que se tornan en elementos-bisagra de extraordinaria operatividad en el conflicto dramático, y que abandonan su frecuentada truhanería en pro de una ejemplar lealtad para la salvación última de sus amos; al mismo tiempo, la lectura de los textos genera también mucha información de índole cultural y antropológica sobre ciertas nociones como adicción y recuperación que hoy se manejan de forma espontánea y que, a través de originales recursos dramáticos, ya se exploran en estas piezas desde un anhelo fundamentalmente didáctico. La sociedad cortesana de los Austrias es una sociedad de constantes transacciones materiales, y la práctica del juego se filtra en la cotidianeidad del madrileño desde la primera instauración capitalina en 1561. El fenómeno se había extendido tan rápidamente que, según cuentan las crónicas, en el reinado Felipe III (1598-1621) algunos nobles como el Conde de Villamediana o el Conde de Navas habían sido expulsados de Madrid por sus escandalosas ganancias en el tapete; la Calle de Echegaray, por dar un caso famoso, se había convertido en lugar de reunión para tahúres y mirones, y era conocida por el juego de trucos, abundante en las trifulcas y truhanerías, al igual que las famosas «casas de conversación» inmortalizadas por muchos de los poetas, cronistas y narradores del período: La casa del tahúr de Mira de Amescua

45 Trabajo

pionero en este sentido fue el de Kennedy, 1952, en donde se trataron algunos de estos temas (jugadores, dilettantes, decretos suntuarios, etc.) a la luz de ciertos discursos oficiales.

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o el sainete La casa del juego de Francisco de Navarrete y Ribera (autor también de una novelita homónima y del sainete El tahúr celoso) confirman la popularidad del asunto y evidencian una larga prosapia de textos dedicados al tema, muchos de ellos de carácter burlesco en forma de bailes y entremeses46. Pero no en todos los casos se llevan a cabo lecturas de tipo cómico o ligero: ya en Don Quijote, por ejemplo, el Sancho gobernador de su ínsula había propuesto erradicar este vicio al presenciar una riña a cuchilladas entre dos individuos que disputaban sobre lo que el jugador ganancioso debía dar a un mirón desocupado y «protector», dando así cuenta de lo íntimamente unido que estaba el mal de Vilhán en la sociedad áurea: «ahora, yo podré poco, o quitaré esas casas de juego, que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales», anunciará, con gran sentido práctico, el escudero47.Y perjudiciales lo eran: Felipe IV, que hereda el problema de su padre en 1621, se vio obligado a reproducir en su Recopilación de 1641 las disposiciones prohibitivas de su abuelo, si bien es cierto que para entonces el Estado ya recaudaba hasta 50.000 ducados anuales en impuestos, y que no faltaban los intentos de hacer a la Corona partícipe indirecto de estas nuevas economías48. Al igual que con otros componentes de la cultura material del setecientos, tales como el tabaco, la ropa o los coches, el vicio del juego mantendrá ocupados a muchos de los arbitristas del momento, y serán frecuentes los planes de hacer a la Corona el primer beneficiado de su regulación mediante la creación de arrendamientos a particulares (en forma de oficiales, administradores, etc.) y recaudaciones obligadas. Por ello, las presentes páginas formulan una serie de cuestiones seminales tomando como paradigma la comedia calderoniana desde lo atractivo de su envite crítico; este Calderón al que muchos recordarán

46 Véase

Navarrete y Ribera, Flor de sainetes, ed. Gallo, 2001; y Mira de Amescua, Casa del tahúr, ed. Williamsen, 1973 . 47 Cito por la edición de Murillo, 1978, vol. II, 49, pp. 406-408. 48 La referencia completa del texto, disponible en la Biblioteca Nacional de Madrid, es Recopilacion de las leyes destos reynos hecha por mandado… del Rey don Felipe Segundo…, que se ha mandado imprimir con las leyes que despues de la ultima impression se han publicado por la magestad Catolica del Rey don Felipe Quarto, Madrid, Catalina de Barrio y Angulo y Diego Díaz de la Carrera, 1640 (1641), 3 vols. Véase también el interesantísimo Fiel desengaño contra la ociosidad y el juego de F. De Luque Faxardo, Madrid, Real Academia Española, 1955.

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a través de un Pedro Crespo regañando a su hijo por haber perdido los reales en la casa de juego al inicio de El alcalde de Zalamea, pero que apenas sugiere en sus comedias otros paradigmas de ludofobia explícita (Étienvre, de hecho, lo menciona sólo una vez). Con el juego se construye además un submundo literario nuevo porque nueva es la experiencia urbana, en donde resultan definitorios sus componentes visuales de luces y penumbras. Establezco de esta manera una lectura del teatro que tiene en la materialidad de la cultura su pivote crítico, gracias a un poeta más atento al fetiche, al detalle y al objeto de lo que previamente se había comentado; un Calderón que ayuda a canonizar la figura del tahúr como otros harán con la del matasanos, el cornudo o la puta vieja (y pienso entonces en poetas-jugadores como Góngora o Quevedo). Lo recién creado debe entonces encontrar sus propios códigos lingüísticos, y de ello da cuenta el teatro en numerosos textos, especialmente en piezas cortas de talante festivo y ligero; pero hay también una serie de comedias de enredo que visitan el universo marginal de casinos, alojerías y casas de juego, que nos alejan de la ejemplaridad rural de los vecinos de Zalamea y nos sitúan en el corazón del corazón del Imperio, en este núcleo de fuerzas tan problemático y dinámico como es el Madrid de los Austrias. A partir de este hábito, que aparece retratado una y otra vez en las comedias de enredo no sólo en Calderón sino en muchos de sus contemporáneos, vuelvo en la noción de anonimia urbana como uno de los síntomas que mejor describen la relación entre el sentido de la vista y el espacio urbano en movimiento. Sostengo entonces que esta nueva coyuntura de no conocer y no saberse conocido que fomenta el entorno lúdico del garito barroco resulta del rápido crecimiento urbano, de la inauguración de nuevos espacios no sólo en un plano horizontal sino también vertical (sótanos, desvanes), especialmente en lo concerniente a casas de juego, de comidas o de bebidas, en las que se hacinará gran parte de la población ociosa del momento. Esta noción de anonimato, de indudable rendimiento teatral, nos hace ver cómo Calderón explotó los poderes visuales del individuo con resultados sorprendentes, ya fuera hombre o mujer, ya fuera escondido o tapada, ya fuera protagonista u observador, motivado por un Madrid cuya rápida expansión facilitaba la actualidad de estas tramas al tiempo que —y pienso que esto es aún más relevante— informaba al público de las nuevas realidades del paisaje, de los nuevos modos de conducta, de la nueva explotación de

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un espacio repleto de múltiples posibilidades. Con ello vislumbramos un Calderón atento a la modernidad de objetos, lenguajes y costumbres, muy estrechamente conectado con una realidad de modas y tendencias urbanas por la que circulan menciones a muebles, ropas y joyas de manera frecuente49. Gracias a todos estos pasatiempos colectivos podré insistir entonces en la necesidad de una lectura geográfica del teatro áureo que devuelva al entorno urbano todo su espíritu plural de tradición y modernidad, dejando por un momento a ese Calderón severo y moralista que tanto se ha perpetuado en la historia literaria. La dramaturgia calderoniana de temática urbana es amplia y comprende múltiples registros y temáticas. Las comedias de paisaje madrileño se ofrecen como lectura de una convivencia y enfrentamiento permanente del autor con nuevas realidades, como una negociación con lo radicalmente nuevo en lo material y en lo simbólico50. Junto a sus piezas de talante ‘oficial’ o conectadas a esferas de poder de manera directa o figurada ya sea por iniciativa propia o por encargo (teatro de palacio, ciertas comedias de tema mitológico, alguna que otra tragedia, etc.), conviven en Calderón otros títulos que conectan con la realidad de la calle y con las nuevas tendencias de lo urbano y lo urbanístico51. A partir de este fascinante fragmento de realidad ciudadana, asumo como premisa de análisis que el Madrid calderoniano no es tanto una dramatización de la autoridad como una dramatización de las posibles respuestas a una autoridad que, según el caso, fluctúa de una esfera a otra. El tema del juego, en cierta manera equivalente al de los falsos doctores en Lope o los pasadizos secretos en Tirso, opera en estas piezas como paradigma de una táctica que responde a una estrategia (usando términos ya citados de Michel de Certeau) impuesta des49

Mi enfoque parte del cotejo de los trabajos de Agulló Alonso, 1990, catálogo de exposición, pp. 120-21; Sempere y Guarinos, 1973, ed. facsímil de la de 1788. En cuanto a las veneras, su forma y evolución, ver Muller, 1972, pp. 113-118; Arbeteta, 1998, pp. 45-49; y, de la misma autora, 2000, pp. 67-92. Algunos ejemplos que cito más tarde provienen también de visitas e investigación llevada a cabo en el Museo Lázaro Galdiano y el Museo Nacional de las Artes Decorativas. 50 Véase, por ejemplo, el artículo de Suárez, 2001. No hago mención a sus entremeses por ser tema aparte; no obstante, una interesante selección puede cotejarse en Berenguer, 1994, pp. 83-116. 51 Las conexiones entre autoridad política y representación dramática han sido ya señaladas con acierto por Greer, 1991, al que sigue «Los dos cuerpos del rey en Calderón: El nuevo palacio del Retiro y El mayor encanto, amor», 1992.

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de la preocupación del mismo Rey para contener unos excesos inaceptables. Pero el fenómeno sirve también para entrar en un mundo de placeres terrenales, en donde se degusta en escena todo tipo de manjares, se cometen toda clase de engaños o se inauguran nuevos espacios de seducción. Es cierto que la sátira de ciertas costumbres, el contraste entre las leyes del noble y la reflexión de los criados, el honor visto desde un ángulo cómico, las peripecias de interiores y la ciudad como laberinto, la intriga multiplicada que convoca el equívoco como móvil primario y una cierta enseñanza muy difuminada (dada en el título y en alguno de los versos de la pieza) son motivos recurrentes de todas estas obras52. Pero a pesar de que muchos patrones se repiten, como es el caso de las comedias de interiores y cuyo exponente más logrado es La dama duende, cada texto presenta un mensaje único de optimismo y disfrute de estos nuevos estímulos cortesanos. Estas perspectivas de brillantes cromatismos urbanos y placenteros pasatiempos colectivos, como reza el epígrafe, abarcan en Calderón referencias lejanas y experiencias vividas, emblemáticos parajes y agobiantes interiores, lo universal y lo doméstico, el sitio y la utopía. A este Madrid de mediados de siglo, ya convertido en una enorme Babilonia, se entra desde ciertos paisajes de moda que son escenarios de muchos exteriores. Los parques, por ejemplo, resultan parajes de gran rentabilidad dramática para el encuentro de galanes y tapadas: Mañanas de abril y mayo, tendrá como protagonista a un don Pedro que coquetea en «el Parque» —el jardín que bajaba al costado del Alcázar hacia la casa de Campo en las alamedas del Prado Nuevo de Leganitos— y allí se situarán los exteriores de la comedia; en otros casos, el uso del espacio natural se asocia a lo lúdico o a menesteres propios de la hidalguía urbana; en Casa con dos puertas mala es de guardar el galán Félix se enamorará de la joven Laura en los Jardines de Aranjuez, donde ha entrado cómodamente a cazar un rato, dado «que esto es fácil / todo el tiempo que no asisten / al sitio sus majestades» (vv. 288-290)53. El carácter visual y anónimo del enamoramiento vendrá dado, claro está, por estar la joven paseando completamente tapa52 Observaciones que ya hiciera Valbuena Briones en su edición a las Obras completas de Calderón, 1987, 3 vols. [2a ed., 2a reimp.], y de la cual cito, como indico en la bibliografía, para gran parte de los textos. 53 No faltará, por cierto, el comentario político en las alusiones al gobierno de Olivares (vv. 70 y ss.) y a Felipe IV (vv. 1052-1054) y un largo panegírico del galán

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da para poder así ver sin ser reconocida. La comedia desarrollará, a partir de este encuentro, una intriga de dobles parejas en donde los puntos de encuentro entre amantes y amigos tenderán con más frecuencia hacia los interiores (habitaciones con dos entradas, rellano de la escalera) que hacia los exteriores. La trama de la obra irá avanzando gracias, precisamente, a la explotación de motivos relacionados con la vista, como las falsas apariencias (de personas o de habitaciones), los celos (Laura llora por celos porque cree que Félix tiene una amante llamada Nisi [vv. 750 y ss.], si bien éste le insiste que la tal Nisi pertenece al pasado), el trueque femenino de casas y capas (vv. 2550 y ss.) o el espionaje que magistralmente realiza Marcela sobre Laura por invención de Félix al inicio de la última jornada. Frente a lo problemático de la geografía arquitectónica de calles mal empedradas y portales oscuros, el uso de los espacios naturales se asociará casi siempre a situaciones de placer y amenidad. Las citas en La Victoria o los corrillos de paseantes desocupados que se forman en la Puerta del Sol (que nos han llegado también a través de la pintura y los grabados) son aludidos en Mañana será otro día como condimentos esenciales de una trama en donde, recorriendo la ciudad, el gracioso Roque irá siguiendo unas maletas robadas que le llevarán por Antón Martín, San Andrés, Leganitos, la calle Preciados y la calle del Carmen. De igual forma, será testigo de muchos encuentros entre galanes y amadas la actual Carrera de San Jerónimo, que a comienzos del siglo xvii se denominaba la Calle del Prado, recibiendo el nombre de Prado de San Jerónimo la parte del famoso paseo comprendida entre la fuente de Neptuno hasta la Calle de Alcalá54. Así, el altercado del inicio de No hay cosa como callar tendrá lugar en la misma Calle del Prado, para pasar después a espacios que combinan la luz con la oscuridad y lo privado con lo público (el portal desde donde Marcela y su criada contemplan lo que ocurre en la calle), explorando finalmente el rendimiento de ciertos interiores, como son una casa que arde en llamas o un coche accidentado, y en donde un motivo muy visual, el del retrato, complicará la trama hasta lo imposible.Vemos así cómo, al igual con en Lope o Tirso, los placeres visuales, a partir del concepto Félix a Felipe IV en Casa con dos puertas mala es de guardar. En otro orden de cosas, resulta de obligada consulta el trabajo de Varey, 1972. 54 Sobre la organización de esta zona madrileña, resulta de interesante consulta el extenso artículo de Rubio Prados, 1971.

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de «scopofilia» propuesto por la crítica Laura Mulvey —«using another person as an object of sexual stimulation through sight», especialmente con el hombre como «bearer of the look»— no son en esta comedia el privilegio de alcobas y rellanos, sino la posibilidad del infinito urbano55. El placer de ver y de ser visto, la oscilante asignación de papeles según géneros, se convierten en asuntos fundamentales de la cultura ocular filtrada en estas piezas así como de las difere n t e s asignaciones de poder material y simbólico según se trate del ojo masculino (invasor y penetrante en su mirada directa) o del femenino (escorado o velado, pero igualmente reflexivo)56. Sin embargo, este lugar ameno y primaveral que sirve de fondo a muchas de las intrigas asumirá también un tinte crítico debido, en parte, a un sentido de lo efímero muy permeable que creará una sensación de perpetua crisis. Esta presencia agobiante de lo transitorio se traducirá en una lectura muy pesimista del entorno urbano, con lo que los peligros de Madrid serán, por consiguiente, muy frecuentemente nombrados: en Fuego de Dios en el querer bien, por ejemplo, se aludirá a las calles mal alumbradas por la noche por las cuales traficaban bandas de capeadores que asaltaban al viandante57. Al tiempo que el paisaje informa a sus ciudadanos, también los pervierte: muchos galanes de este ciclo urbano abren las piezas en Madrid huyendo de algún crimen que acaban de cometer (también es una constante en Tirso, como he señalado), y con estos jóvenes de dudosa ética Madrid acaba por convertirse en el universo donde todo el mundo pasa desapercibido. Numerosas piezas comienzan con galanes que huyen (César en El escondido y la tapada), que vuelven a la urbe para esconder sus crímenes (Carlos en Cada uno para sí, Juan en Guárdate del agua mansa, Juan en Mañanas de abril y mayo) o que camuflan sus pendencias dentro de la misma ciudad (en No hay cosa como callar el galán Juan defiende a un extraño llamado Diego de ser asesinado por varios rivales, para refugiarse después en la Iglesia de San Jorge). Sólo en el 55

Aunque centrado en otra disciplina, el estudio de Mulvey, 1989, me ha resultado de enorme utilidad para avanzar nuevos temas relacionados con el hecho de mirar en el Madrid que se traslada a las tablas; existe una traducción al español. 56 Estas cuestiones son discutidas en textos médicos y literarios con penetrantes resultados por Lobanov-Rostovsky, 1997. 57 El tema del alumbrado urbano ha sido estudiado por Herrero García, 1954 (Ms. Foll/ 470 de la Biblioteca Nacional de Madrid).

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Madrid de Guárdate del agua mansa ya coinciden dos fugitivos, como son Juan, soldado que ha matado a un rival y viene a refugiarse en la ciudad hasta que se consume su perdón; y Pedro, estudiante que viene huyendo de su padre en pos de una mujer recién llegada a la ciudad, y que resulta ser la joven protagonista Eugenia.A ellos se unen Alonso, viejo indiano que vuelve a su tierra tras la muerte de su esposa para educar a sus dos hijas, que andan en un convento como medida preventiva; y un sobrino suyo con ejecutoria y tierras en el norte,Toribio. No hay nada ejemplar en esta cartografía, ni en esta sucesión de pliegues cada vez más numerosos, ni en estos paisajes que más que mostrar esconden, que más que imponer lo que hacen es ocultar. Todo vale en Madrid, y por eso en esta villa de tahúres y desocupados se penetra en los peligros de las casas de juego en piezas como Cada uno para sí, en donde el galán Carlos seducirá a una dama toledana para después herir a un hombre en una casa de juego, lo que le llevará al «escondite» madrileño (ver también vv. 327-340); o en El astrólogo fingido, donde Antonio (vv. 1880 y ss.) acude a la casa del juego, pasa el rato charlando con los tahúres y los mirones, para después acabar la tarde observando su Madrid favorito en el corral de comedias, «donde / la más oculta cosa no se esconde» (vv. 1806-1807)58.Y, en Guárdate del agua mansa, un billete amoroso interceptado a destiempo provocará un triple duelo entre los galanes Félix, Juan y Pedro cuya conducta será justificada gracias a una mentira de tahúres: cuando sean sorprendidos en pleno jaleo por el venerable don Alonso, Félix se excusará aduciendo que es por una «pendencia de juego». Es así como Madrid provoca este sentido de anonimia que aparece citado por Calderón en El astrólogo fingido, cuando se nos informa de que cosas Madrid encierra, que los mismos que tratamos aquí no nos conozcamos, cuanto la ignorancia yerra! quien se le ve tan compuesto a él con su capa y espada, dirá, que no sabe nada,

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Un ejemplo de esta práctica era la calle de Echegaray —antigua calle del Lobo—, ya famosa en esta época por un juego de trucos, según recuerda Barrionuevo en sus Avisos.

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y es un rayo después desto (vv. 1653-1660)

Al inicio de la jornada II de No hay burlas con el amor, cuando Inés va a ver a Juan, comenta que «para haberte hallado, / he dado a Madrid mil vueltas» (506), acaso haciendo mención a lo laberíntico de una ciudad que invita al escape y al escondite. Una pieza relativamente temprana como Hombre pobre todo es trazas (1628) juega con la historia de don Diego de Osorio, que llega a la Corte huyendo de Granada y corteja simultáneamente a doña Clara (por su dote) y doña Beatriz (por su hermosura), a ésta última bajo el nombre de don Dionís Vela; pero este probable uso del anonimato queda frustrado al descubrirse que las dos damas son íntimas amigas, Calderón hará que el vanidoso galán se vea en un aprieto cuando, visitando a doña Clara, se encuentre allí a Doña Beatriz; una vez se descubra su ardid, don Diego será rechazado por las dos chicas, quienes optarán por sus antiguos pretendientes, dechados de lealtad y constancia. La comedia es muy útil en sus menciones a lo urbano: don Diego y su criado Rodrigo, en busca de una posada de la cual tienen referencia pero que no consiguen encontrar, justifican su inicial despiste aduciendo que «en Madrid, no es cosa llana, / señor, que de hoy a mañana / suele perderse una calle. / Porque, cada día / se hacen nuevas, imagino / que desconoce un vecino / hoy donde ayer vivía»; Rodrigo continúa diciendo que «viniste a la corte, donde / seguro, señor, estás / de que te busquen, pues más / esta confusión esconde / a un delincuente, que el miedo / de embajador reservado, / o el respeto del sagrado». Como resultado, don Diego define Madrid como «la gran villa de Madrid, / esta nueva Babilonia, / donde verás confundir / en variedades y lenguas / el ingenio más sutil, / esta esfera soberana…», para continuar confesando que «después que ciego admiré / después que admirado vi / todo el mundo en breve mapa, / rasgos de mejor buril, / porque en sus hermosas damas / consideré y advertí / el ingenio en el hablar, / el aseo en el vestir…»; y en No hay cosa como callar se habla también de este sentido de anonimia de la ciudad59 cuando Barzoque diga a

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Siguiendo la misma imagen que Tirso, en Hombre pobre todo es trazas uno de sus personajes principales afirma que «…vine a ver / la gran villa de Madrid: / esta nueva Babilonia, / donde verás confundir / en variedades y lenguas / el ingenio más

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su amo Juan que «dices bien, si consideras / que en Madrid partos y medos / viven una casa misma, / sin saber unos de otros» (I, vv. 222225). Sobre el crecimiento de la villa, dice Diego en No hay cosa como callar: «Por eso / lo digo, que es cosa clara / que hallar mudanza un ausente, / ha sido no hallar mudanza, / porque no hay cosa más firme / en Madrid» (III, vv. 217-221) y, en la misma línea de anonimia, cuenta Carlos su huida a Madrid al joven Félix en Cada uno para sí: Mientras que nos componían los amigos y los deudos, les pareció que era bien ausentarme; y previniendo que en ninguna parte estaba un hombre más encubierto que descubierto en Madrid, pues en su piélago inmenso nadie es conocido, y más un hombre tan forastero que aun es huésped en su patria, me fui a la casa de un deudo, donde retirado estuve unos días. (vv. 327-340)

La mirada y el engaño van, por ello, estrechamente unidas. La dama duende nos cuenta una historia de puertas falsas, de tinieblas, de papeles olvidados, de retratos ajenos robados (el de Manuel, que lleva el de una dama desconocida), de rivalidades que condimentan la trama y encandilan al auditorio, y de amores visuales que se consumen: en el precioso monólogo de Angela, ésta admite que «y llegó, mariposa de su llama» (III, p. 271), para culminar con la hermosa confesión del tercer acto (escena XVIII): «fingida sombra de mi casa he sido»60. Los momentos más importantes de la pieza tienen lugar en los interiores de una casa en el centro de Madrid, en espacios cerrados y altamente sutil» (I, I); en El maestro de danzar el autor nos dirá que «es Madrid patria de todos, / pues en su mundo pequeño / son hijos de igual cariño / naturales y extranjeros»; la referencia proviene de la edición de la Biblioteca de autores españoles, tomo IX, p. 77. 60 Remito a Ter Horst, 1975; Stroud, 1977; Vitse, 1996. Desde otra perspectiva, remito también a Greer, 1994.

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jerárquicos, donde la dinámica especial de renovación y acumulación, donde el confort personal se convierte en el rasgo de capital cultural más significativo; el poder visual de la alacena provoca miedo, confusión y enfado cuando empiezan a faltar objetos o a cambiar de posición en el cuarto de Don Manuel. La creación de esta dama duende se construye así a partir de diferentes capas que la protegen de la vista de extraños, vecinos y, en última instancia, de la misma audiencia que, no obstante, recibe el privilegio de ser testigo de sus más íntimas emociones. Pero el honor, como el cristal, puede ser fácilmente destruido, como nos recuerda Don Luis (vv. 365-368) y, así, Doña Angela es definida por Calderón como «viudita de azahar» y más tarde del tipo de las «mujeres tramoyeras» (v. 517): en esta compleja arquitectura, el espacio teatral y la psicología humana se funden en uno sólo. La invención calderoniana es también la de un teatro de esconder y no ser visto; muchos de estos títulos dan cuenta de la extendida preocupación por guardar unas apariencias que en ocasiones podían asociarse también a lo clandestino, a la ausencia de verdad. En Casa con dos puertas mala es de guardar Lisardo ama a Marcela, quien no quiere desvelar su identidad completamente en sus paseos por la ciudad; Calabazas conjetura, de broma, que «La Dama duende habrá sido, / que volver a vivir quiere» (vv. 185-186), y gracias al coche se recorre una ciudad en donde todo vale, y en donde la mujer controla la mirada en actos de verdadero voyeurismo desde portales, coches y puertas falsas; Casa con dos puertas mala es de guardar explora también este tema de la curiosidad en los escondidos y tapadas, ya en exteriores (como en este caso) o en interiores (vv. 1100 y ss.); y en El astrólogo fingido el tema de la mascarada se asocia a la necesidad de determinar la verdad objetiva en una realidad francamente oscilante, de la cual dirá don Diego: «Morón, la buena mentira / está en parecer verdad» (vv. 1471-72), casi en la misma línea que don Antonio: «el mentir es gusto» (v. 1880). Por ello, no sorprende que, en un momento en donde hasta las iglesias se han convertido en santuarios de seducción, sea muy significativa la prohibición, en 1638, de tapadas por Real Pragmática de Felipe IV. No obstante, en otras ocasiones lo tapado tendrá un carácter oficial o festivo; ya desde la primera jornada de No hay cosa como callar, por ejemplo, se hace referencia a las mascaradas que se celebraron en Madrid por la derrota de los franceses (II, 70-90).Y como escape a tanta falsedad, la alternativa más común a los vicios de la

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Corte será en muchas ocasiones la distracción de la guerra, ejemplificada en otro territorio muy conectado a Castilla como era Flandes61; así, por ejemplo, temiendo no ser correspondido, el protagonista de El astrólogo fingido, don Juan, decide irse a Flandes para morir como un héroe («a servir al gran Felipe»; v. 226), cuando en realidad María sí está enamorada de él, pero ha mantenido su amor secreto.Y Flandes se confirma como la otra cara de la moneda, como la ciudad de curación o escape (frente a Lisboa o Sevilla, más anónimas), porque «aquel / que está herido de un veneno / y otro veneno le cura» (vv. 213215). Es quizá Guárdate del agua mansa la pieza que reúne mayores elementos de interés y acumula, especialmente desde el motivo celebrador de los festejos por la boda de Mariana de Austria en 1649, año en que se vivieron momentos de verdadera crisis62. La comedia introduce la figura paternal de Alonso, viejo indiano que vuelve a su tierra después de la muerte de su esposa para educar a sus dos hijas, quienes han vivido en un convento en Alcalá hasta entonces; el interés del viejo es casar a una de ellas con su sobrino Toribio, joven paleto que viene del norte con una ejecutoria y con amplias propiedades que asegurarán derechos a la hacienda de su hermano. Esta circunstancia no resulta ni mucho menos excepcional: David Ringrose ha escrito sobre «la imagen del joven provinciano que, en los siglos xvii y xviii, llegaba a Madrid con sus cartas de presentación y hacía frenéticos recorridos de visitas con la esperanza de convertirse en protegido de alguien», y será famosa la anécdota burlesca del Mequetrefe que cuenta Liñán y Verdugo63 en su Guía de forasteros de 61 Véase la interesante recopilación de estudios llevada a cabo por Alvar Ezquerra, Bernardo Ares y Molás Ribalta, 1995. 62 El encargo a Calderón de escribir una comedia para representar en Palacio resulta en que las partes centrales de los 3 actos describan un poco el evento en boca de diferentes personajes, hasta el punto de que se pueden establecer numerosos paralelismos entre las actitudes de los personajes y la historia real, y con la coetánea Cada loco con su tema de Antonio Hurtado de Mendoza; dentro de este aire de propaganda, Juan cuenta la llegada triunfal de la Infanta a las costas de Denia (vv. 450-690) en su conversación con los otros dos galanes. Mi análisis ha tenido en cuenta los estudios de Blue, 1986; y Whitbourn, 1989. 63 En Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], p. 252; una lectura más detallada de los procesos espacio-temporales en esta comedia puede leerse en García Santo-Tomás, «Calderón y las aguas revueltas de Guárdate del agua mansa», en prensa.

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1620. Calderón desarrolla entonces el tema de las apariencias tratado desde una óptica bastante original, en donde el «agua mansa» alude a todas aquellas doncellas que parecen no tener capacidad de acción, pero que al final son con quienes hay que estar más precavido (especialmente en vv. 2380-2385, en los que Eugenia habla con Pedro y le dice a Clara que las aguas mansas son las más peligrosas). Este es el caso de Clara, primogénita de don Alonso, y que resulta ser la manipuladora de la acción en contraste a su hermana menor, la difícil Eugenia, cuyo comportamiento rebelde queda reducido tan sólo a una mera anécdota, a una mera fachada sin mayores consecuencias. Madrid seduce a las jóvenes ya desde el mismo inicio de la pieza (vv. 118-123), un Madrid visual que entra por los ojos y que conquista al instante por parte de una «mirada femenina» cuyas fronteras y cuyo alcance se acotan de manera precisa por un Calderón que procura así marcar la diferencia que aportan las impresiones visuales, mucho más limitadas, de don Alonso y Toribio. Mari-Nuño, la dueña, le cuenta a don Alonso que Clara es obediente, pero que Eugenia es complicada, ya que «tiene a los libros humanos / inclinación, hace versos...» (vv. 173-76), una actividad que forma parte del elenco de «vicios» femeninos asociados a la urbe64; el mismo Félix, solterón que pretende a una de las chicas, admite «que en Madrid, cosa es notoria / que en las damas, la memoria / vive a espaldas del olvido» (vv. 364366), y Eugenia resulta ser un claro ejemplo de cortesana licenciosa (vv. 877-912). Las palabras finales de don Alonso con respecto al matrimonio de Eugenia y Clara acusan no sólo un vacío generacional de padre a hijas, sino también geográfico: este Madrid con sus nuevos modos, como nueva urbe irreconocible para el pobre viejo, resulta sintomático de todos estos cambios. También se halla presente esta distancia en Toribio, el sobrino «de rara figura» (v. 965), figurón vestido de negro, analfabeto que no comprende los códigos de la Corte y se comporta impetuosamente al enamorarse de la esquiva Eugenia (un color negro, por cierto, que contrastará con el rojo cuando Mari-Nuño le golpee al paleto indiscreto

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Más radical será la actitud de Dorotea en Las fiestas de la boda de la incasable mal casada de Salas Barbadillo, en donde la protagonista, de «animo varonil», rechaza de manera sistemática a todos sus pretendientes para casarse al final con un verdadero idiota de dudosa masculinidad.

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y éste sangre por la boca)65. Junto al asunto de la valía personal (v. 1040), Calderón penetra en los códigos de la moda, la ropa, y los contrastes entre campo y ciudad, que se subrayan de continuo en el celoso montañés (vv. 1078-1080, por ejemplo), quien, según Eugenia, no tiene «filis para ser su esposo», no encaja en los nuevos cromatismos urbanos. ¿Y qué es este «filis» tan preciado por las damas? En realidad no es sino esta condición de glamour urbano que resulta innombrable porque es radicalmente nueva, intangible, y así lo prueba el patético monólogo de Toribio en su afán de urbanizarse (vv. 1969-1985). El pobre sobrino acabará rogando que le compren «filis» (vv. 2005 y ss.), para poder adquirir así lo que no tiene. Resulta sumamente divertida la escena en que Toribio se enfurece porque ve debajo de la cama de Eugenia una «escala» para ir a ver a sus amantes, que luego resulta ser un guardainfante, prenda completamente nueva para un paleto que no parece haber llegado aún a la modernidad urbana. (vv. 2850 y ss.). Lo cierto es que los versos de Toribio «balcón, billete y coche, / sobre dueña, me parece / es traer todo el yerro armado» (vv. 2486-88) resumen toda la poética citadina de estas comedias que combinan una visión de lo urbano saturada de estímulos con una crítica puntual de ciertos usos cortesanos66. Quizá el más acentuado de todos es esta in65 La elección del nombre no está exenta de interés: la representación de este «paleto» de extraña figura guarda similitudes con otros tipos de larga prosapia como el Toruvio del Paso de las aceitunas de Lope de Rueda; Williams, 1975, p. 52, ha comentado algunos estereotipos rurales como Blackacre, Hoyden, Mummerset,Tunbelly Clumsey, o Lumpkin, que resultan igualmente ridículos en su conductas urbanas, y que conllevan, acaso, una asociación natural del campo con la idea de la infancia. 66 Cada comedia introduce sus propios matices: Calderón va más allá en No hay burlas con el amor, en donde, para el joven Alonso, el «atrevimiento» (interés) consiste en haber o no haber dinero de por medio (fin del acto II). Frente a esto, el tema del amor como ennoblecedor es encarnado en don Diego, quien pretende también a una de las chicas: «Cuando fue el saber sin tiempo. / Sepa una mujer hilar, / coser y echar un remiendo; / que no ha menester saber / gramática ni hacer versos» (III). En Fuego de Dios en el querer bien Angela se define también como «dichosa / yo, que no supe en mi vida / lo que es querer bien a nadie, / sino libre, ufana, altiva, / hacer donaire a todos, / sin que haya tan atrevida / pasión que piense que a mí / me avasalle ni me rinda» (el gracioso Hernando define a las mujeres de Madrid como «demonios»). La desdicha de la voz se vale de nuevo del personaje de Beatriz, que ya estaba en la anterior, en No hay burlas con el amor, en Hombre pobre todo es trazas y en Mañana será otro día; aquí la apodan La Sirena del Manzanares (que remite a esta capacidad auditiva, metafórica, del Madrid de los peligrosos encantos femeninos).

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clinación por los bienes materiales que apuntan a una nueva sensibilidad, el «amor al uso» cultivado por caballeros comodones poco inclinados al amor y más al devaneo y la burla: Calderón extiende la lente crítica hacia el cortesano-lindo, y el mismo Félix admite en más de una ocasión, como habíamos visto antes, que «me quiero a mí más que a ellas» (vv. 372-77, 718-725); y en Mañanas de abril y mayo, es el lindo Hipólito quien lamentablemente cree tener buena fortuna con las mujeres, pero que acaba ridiculizado por su amigo Luis, paradigma de una conducta mucho menos sancionabl e67. Con ello logra Calderón toda una serie de matices entre la luz y la tiniebla que, más allá de dar cuenta de una estética muy barroca y de unos avances técnicos de gran rendimiento escénico, registra también la enorme seducción que lo sugerido y lo intermitente sobre una audiencia teatral ávida de nuevos territorios. No en vano, la luz urbana, a través del alumbrado público, ya había sido uno de los asuntos más preocupantes de esta urbe tan teatral. El candil de aceite, importado de Alemania en el siglo xvi, había pasado a fabricarse en España antes de terminar el siglo. El famoso orfebre Hans de Evald había trabajado para Felipe II, creándose toda una jerarquía en cuanto a la calidad de estos focos de luz: los «de garabato» eran los más baratos, y la hojalata se reservaba para los menos adinerados, que no podían permitirse los famosos velones de plata. Las lamparillas y faroles, en zaguanes y en la meseta de la escalera principal en casas señoriales, competían con candeleros grandes y pequeños (blandones, linternas y palmatorias), y con velas de sebo blancas y negras, muy necesitadas y autorizadas en venta al por mayor desde 1618. Al aire libre, las hachas y cirios (que retratará Cervantes en los episodios quijotescos del palacio de los Duques), habían dado lugar a la existencia de las llamadas «danzas del hacha», llevadas en una mano por los jinetes, y que también habían servido para iluminar balcones y coches. Son, por ello, innumerables los matices visuales de cada una de estas comedias y muy personales los detalles mundanos que Lope, Tirso y Calderón filtran en cada una de ellas, y uno puede imaginarse el 67 Cfr. con El amor al uso de Antonio Solís y Ribadeneyra, con amantes modernos y nada de Macías ni de enamoramientos suicidas, duelos, cuchilladas por celos. En la Jornada Primera Llega don Juan a casa de don Pedro por la noche, viene disfrazado y se encuentra con el criado gracioso Arceo. Hipólito, por su parte, es un amor a «sobresaltos» (vv. 357 y ss. y nota p. 66). Remito igualmente a Serralta, 1979.

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extraordinario rendimiento escénico de estos elementos del paisaje urbano. No obstante, lo más significativo desde este ángulo crítico es que muchos de estos títulos denuncian o simplemente ponen en evidencia el abismo existente en los hábitos de aquellos que han aprendido a leer y descifrar el entorno visual madrileño y los que carecen de semejante perspectiva. Piezas como Las bizarrías de Belisa informan ya que toda «bizarría» contiene en sí un elemento de placer (incluso subversión) ocular, y que se deben tener los ojos bien abiertos en este nuevo Madrid cortesano; invenciones como En Madrid y en una casa sirven de aviso de que el espacio doméstico es un territorio de infinitas posibilidades, y títulos como Guárdate del agua mansa hablan, precisamente desde una metáfora visual, de ese «guárdate de los nuevos tiempos», de una juventud cortesana que, al tiempo que observa su entorno, lo reinventa, hace ciudad. Esta «urbanización del ojo» pasa entonces por una nueva forma de mirar, de observar y de adquirir una cierta visión, una cierta perspectiva, una cierta intuición de lo futuro. Su fundamento teórico (todo este aparato conceptual resulta más accesible en inglés gracias a términos como glance, see, stare, glimpse, peek, watch, peep, gaze, look, o perspective, vision, insight) nos remite así a una demarcación necesaria entre la mirada femenina y la masculina que, como he señalado, resulta definitoria en la comprensión de estas piezas, y cuyas repercusiones teóricas han ocupado a la crítica moderna con fascinantes propuestas68. En el caso particular de Calderón, este «uso de la mirada» se halla muy lejano del que se inventa en los autos sacramentales, como ya señalé en la Introducción, ampliando así el campo de la visión y dando a conocer una cultura visual tremendamente compleja y cambiante, cuya trayectoria, tal y como han analizado Martín Jay o Norman Bryson entre otros, varía según la cronología, el país o la disciplina de la que se trate (literatura, pintura, etc.)69. John Berger ha escrito que «we never look at just one thing; we are always looking at the relation between things and ourselves» y, en este sentido, creo que la comedia urbana de estos tres ingenios —los tres hombres de iglesia, a fin de cuentas— opera en ocasiones como 68 Cito, a modo de muestra, el excelente libro de Rose, 1986, especialmente el capítulo homónimo, pp. 225-233, cuya lectura me ha sido iluminadora. 69 Me han sido fundamentales los estudios de Jay, 1993, especialmente el primer capítulo, «The Noblest of the Senses:Vision from Plato to Descartes», pp. 21-82; y, de menor impacto en este ensayo, Bryson, 1983.

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un juego de cajas chinas en donde todos ven y son vistos, y en donde el espectador (y por extensión el lector informado e imaginativo) acaba por formar parte de esta impresión envolvente70. El espacio dramático se vive así desde todos los ángulos posibles, a través de un prisma de optimismo y de cautela que ya existía en dramaturgos inmediatamente anteriores como Lope o coetáneos como Tirso, y que es llevado por Calderón a nuevos territorios de vigilancia y placeres desconocidos. Es éste un teatro en el que todo lo abarca el ojo en su profundidad y periferia, y en el que el sentido de la vista, noble por excelencia («the eye is the most excellent organ of the noblest sense», escribió en 1612 Henry Peacham; «sight is the noblest and most comprehensive of the senses», dijo Descartes)71, se tensa y reinventa en nuevas propuestas mediante situaciones de un extraordinario potencial dramático.

70 Berger, 1977, p. 9. No he explorado en este ensayo la importancia del espejo como creador de identidades urbanas, tal y como se construye, por ejemplo, en el callejón de los espejos de El Diablo Cojuelo; con respecto a estos asuntos (reflejo, distorsión, etc.), remito al sugerente libro de Melchior-Bonnet, 1994. 71 Véase Henry Peacham, Graphice, 1612; Descartes, 1985, vol. 1, p. 152.

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IV GUSTOS FESTIVOS, SABORES DE LA MODERNIDAD, CONSUMO DEL VICIO Todo intento de captar la realidad del Madrid de los Austrias pasa por la degustación de sus manjares. A partir de la organización, establecimiento y comercialización de materias primas importadas o producidas localmente en la ciudad, la comida y la bebida se establecen como marcas de relación social, como indicadoras de un determinado capital simbólico y como creadoras, en consecuencia, de una serie de conductas y geografías. Junto a unas artes plásticas en donde el bodegón, por ejemplo, informa sobre el valor cultural y estético de determinados objetos (naturaleza muerta en español, still life en inglés), la literatura se ha prodigado en numerosas referencias culinarias que nos revelan los hábitos de los madrileños, sus horas de comida, su apreciación por determinados alimentos, su relación con la mesa, el valor material y simbólico otorgado al banquete, la idea de ayunar y reiniciar después el rito de la fiesta, y los vicios como la gula o la embriaguez con todo el germen de desviación social que en sí contienen. Los deleites del paladar se han organizado en recetas populares del momento, en léxicos olvidados, en costumbres ajenas a nuestro presente, al tiempo que se han intentado establecer continuidades con el pasado en los gustos y en las apetencias, en los hábitos y horarios, en los roles asignados a los espacios de la cocina y la consumición, al arte de servir y ser servido. En este Madrid de Felipe IV se ha escrito sobre la comida como elemento unificador pero también como motivo de violencia tanto doméstica como pública; se ha hablado en ocasiones del precio de tal o cual vianda, de subidas y bajadas en la cotización del vino, de la oferta y la demanda por determinadas materias primas que nos han conectado con las realidades económicas y sociales del momento. Se han homenajeado productos que van incorporándose a la cultura urbana como el chocolate, el cual va crean-

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do modas, modelando un habitus y adquiriendo un prestigio social no exento de fascinación y crítica (pues el ocio es negocio, y el tiempo baldío deriva en el arte del pecado). En esta fusión entre menú y paisaje los testimonios son innumerables, pero los rasgos de originalidad son limitados, y ciertas cuestiones relacionadas con el sentido del gusto plantean más retos que soluciones. Me detendré así en Santiago Valverde Turices, Luis Vélez de Guevara, Juan de Zabaleta y Francisco Santos, quienes nos han contado sobre el valor de degustar lo vil y lo exquisito, de deglutir y de vomitar, de «picotear» tanto como cebarse en cantidades obscenas, porque obsceno resulta el exceso.Veremos así cómo la consumición de alimentos puede igualarse, en ciertos casos, a consumir ciudad, en metonimias que incluso hoy persisten en nuestro imaginario cultural y que generan una nueva «lujuria de los sentidos» que iguala a todos los placeres de la carne: emborracharse de felicidad compartida, comerse lo ajeno con los ojos, degustar la buena poesía («licher la gloire douce», que dirá Ronsard1).Y, desde esta urbanización del estómago colectivo, veremos también cómo la transición de lo crudo a lo cocinado dará pie a una retórica que refleja el paso de lo foráneo a lo nacional (e incluso nacionalista), de lo plural a lo unificado, de lo bárbaro a lo estético2. Este apunte cohesivo de la degustación urbana se disfrutará aquí a través del sabor literario de cuatro recetas, a partir de sus ingredientes realistas, hiperbólicos y adoctrinadores.

1. Ciencia y receta: marcas de distinción en el vino, la nieve, la aloja y el chocolate Cuando muere Felipe IV en 1665 hay en la capital 63 cosecheros que fabrican el vino que luego venderán por todo Madrid con jugosos beneficios, fenómeno éste que ya había registrado Lope al inicio de reinado (1620-22) en su comedia Amar sin saber a quién (cuya acción transcurre en Toledo, pero con numerosas referencias elogiosas

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Literalmente, «lamer la dulce gloria»; en su Odes à du Bellay, I, 9. Resulta de obligada consulta el pionero estudio de Farb y Armelagos, 1980; más recientemente, véase Fernández-Armesto, 2002. Cercano a nuestro marco cronológico contamos con Simón Palmer, 1995, pp. 17-34, 35-74 respectivamente; en el ámbito europeo Margolin y Sauzet, 1982 y Albala, 2002. 2

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a Madrid), en la cual había cantado a los «dos mil esportilleros, / hidalgos de la Montaña, / que pueden dar sangre y vino / a cien ciudades de España». La Villa era en estos años una zona bien abastecida de pan de excelente calidad gracias a la abundancia de molinos harineros en la Sierra de Guadarrama, trigo relativamente asequible, numerosos molinos de sangre, tahonas y panadeo rural; de La Mancha y La Sagra llegaba vino y aceite, así como «pan cocido» en muy buen estado; de la Ribera del Tajo y comarcas extremeñas como La Vera provenían las carnes3, etc. Lo cierto es que, en consecuencia, no faltaban lugares para comer y beber en compañía, ya fueran mesones, casinos, alojerías, o entornos al aire libre como prados y parques, incluyendo las orillas del Manzanares en donde eran frecuentes las fiestas y romerías. En las calles de la ciudad proliferaron las mesas portátiles donde también se exhibían comestibles, los llamados «bodegón de puntapié» (graciosamente recuperados en el Madrid viejo de Ricardo Sepúlveda) que convocaban a los famosos «mozos crudos» y a las «mozas de rompe y rasga» en una suerte de improvisada comida rápida4. Debido a esta fascinación por nuevos espacios sociales de esparcimiento, los lugares más emblemáticos fueron homenajeados una y otra vez en las artes del período, como la famosa Mancebía de las Soleras, celebrada por Quevedo en sus romances, o la Red de San Luis, lugar de encuentro de hampones en textos como El caballero puntual de Salas Barbadillo, y convertida en centro de reunión de la picaresca madrileña en la conjunción del Rastro, la Panadería, la plaza de Santo Domingo y la Puerta del Sol; y, en el mismo barrio, la calle Montera, refugio de los numerosos «caballeros del milagro», estudiantes 3 Véase Gutiérrez Nieto, 1983, p. 60; Pfandl, 1942, pp. 277-282; Bennassar, 1987, pp. 125-144, con especial énfasis en la distribución de carnes, pescados y grano; Ringrose, 1985, pp. 144-145; en p. 197, ha escrito que «Madrid possessed medieval señorial privileges that obligated the towns in its jurisdiction to provide bread to the city at regulated prices», creándose así el término de ‘pan de obligación’; en Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], pp. 263-264, el propio Ringrose aporta interesantes cifras sobre los productos de abastecimiento en esta época. Para la distribución y consumo del pan en la vecina Francia, remito al clásico estudio de Mandrou, 1976 [1961], pp. 14-18. 4 El mejor estudio sobre el «comer fuera» que existe sobre la ciudad premoderna es el de Pennell, 2000; no hay un trabajo equivalente para el caso de Madrid, aunque resulta interesante el de Shine Wilson, 1991; para el comercio transatlántico de tabaco y chocolate, ver Norton, 2000.

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y pícaros que habitaban en la zona5. La práctica de la bebida estaba tan extendida en los espacios urbanos que un autor menor como Santiago Valverde Turices publicó el folleto titulado Tratado sobre el uso del aloja en 1625 con dedicatoria al mismísimo Conde Duque de Olivares, y de estas mismas esferas de poder nos han llegado anécdotas que delatan su afición por la buena mesa y los buenos vinos. No resulta extraño que las doce «neverías» madrileñas de principios de reinado (catorce en su final) estuvieran en su mayoría establecidas en estas mismas zonas: Puerta del Sol, Plaza de Herradores, Puerta de Moros, Plaza de Antón Martín, Barrio de Leganitos, Hospital de los Italianos, Atocha, Red de San Luis… amén de «puestos extravagantes» o casetas preparadas para ocasiones especiales6. La costumbre de beber en grata compañía hará que los grabados de Julio Comba se recreen en los hombres (y sólo hombres) delante del puesto de aloja en amena conversación, que el teatro breve se prodigue en episodios festivos asociados a juergas y borracheras, que las garrafas, uvas y Bacos inunden la pintura del período, que los graciosos de comedia se pierdan en tabernas y mesones, que el vino (con o sin mosquitos) se torne en motivo poético, o que uno de los más famosos bailes de fin de siglo se titule, en feliz invención de su autora Margarita Ruano, Las posadas de Madrid (1692)7. Los testimonios literarios apuntan a una extraordinaria variedad de vinos en circulación y a una rigurosa jerarquía en cuanto a su calidad y éxito, al tiempo que son casi inexistentes las ocasiones en que aparecen mujeres bebiéndolo. A este respecto, se produce además una interesante ecuación entre bebida, nación y género, asociándose la cerveza (y más tarde el chocolate, que se destina, como veremos, a gente «delicada») a lo extranjero y «afeminado», en contraposición a la bravura y masculinidad del vino que representa la esencia de la patria, de

5 Para el fenómeno de los estudiantes y la universidad, véase Simón Díaz, 1966; Kagan, 1981, si bien no se ocupa del tema del estudiante ocioso (sí que lo hace, por ejemplo, Liñán y Verdugo en su «Aviso segundo», ed. Simons, 1980, pp. 96-98). 6 La información se recoge en Corella Suárez, 1983. 7 Entre 1583 y 1680 el vino consumido en Madrid estuvo sujeto a un total de 13 impuestos diferentes; Ringrose, 1985, pp. 113-114, ha escrito lo siguiente: «while wine consumption was affected by population, the correlation was weak. It rose almost as quickly as population until 1630, but then declined more sharply than population».

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la tierra que lo produce y que lo traslada al entorno urbano8. Por el contrario la cerveza, importada originalmente desde Alemania por el entorno de Carlos V, y que durante estas décadas provendrá fundamentalmente de Flandes, no llega a triunfar en el paladar del madrileño, convocando, por el contrario, numerosos motivos de chanza; véase, por ejemplo, la comedia lopesca Pobreza no es vileza, en donde se dice que la cerveza «la orinó / algún rocín con tercianas», y que Aquí fue donde bebí cerveza la vez primera; mal agüero, o el peor, pues desde entonces acá, traigo los bigotes ya a lo flandesco, señor. ¿Cuándo beberé con nombre más claro que el mismo sol aquel vinazo español que hace barbinegro un hombre? ¿Cuándo aquel licor divino? Que, en fin, cerveza es mujer, y el vino es hombre. (cursivas mías)

La bebida, junto a la comedia o el juego, se convierte en una de las mayores preocupaciones de los legisladores madrileños, hasta el extremo que la Sala de Alcaldes de Madrid constituye en 1640 un gremio especial para los comerciantes de aloja, frecuentemente sometidos a la inspección de alguaciles debido a la constante adulteración del producto; al mismo tiempo, el alcohol invade el léxico urbano a partir de los trucos y malos hábitos de comerciantes y consumidores: así sabemos, por dar un caso, que la práctica de mixtificar la bebida dará lugar a la expresión «vaso de alojero» para referirse al engaño, amén de los diferentes términos que se van creando para designar al mal vino (la «Epístola cuarta» incluida en Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, se titula «A un tabernero que le azotaron porque aguaba el vino»). De forma paralela, estos hábitos penetran también en las tramas literarias de temática urbana, dando lugar a un discurso marginal de frecuentes

8 El vino se asocia íntimamente a la práctica de la caza por Lope en El llegar en ocasión: «¡Oh, mal haya el cazador / que anda en el campo sin bota!», Ac, XIV, 367a.

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escorzos burlescos; en La ingeniosa Elena de Salas Barbadillo, por ejemplo, se habla del jaque de Malas Manos, quien fundó una taberna, «en cuya ermita de-bota / le ayuda tanto el Señor / que con la espuma del vino / más que la espuma creció»; o, siguiendo con la misma jerga, en La dama duende Don Manuel le increpa a Cosme que esté borracho, a lo que el gracioso decide desatender sus obligaciones y seguir bebiendo, yéndose a «rezar a una ermita» (v. 778), y siguiendo así con la tradición de «rezar los laudes» o beber en abundancia9. Se ofrece entonces el negativo de los rituales y los recintos que definen la auténtica práctica espiritual, dándose así a conocer nu evos espacios de subversión cuyo potencial expresivo (no sólo nuevos lenguajes, sino también nuevas situaciones y arquetipos) es capturado en la página impresa. Su traslación, sin embargo, no está exenta de dificultad: la existencia de estos bajos fondos que luego se reproducen en los corrales, en sátiras o en novelas cortesanas, obliga al creador a dominar un vocabulario maleable que va enriqueciendo y ampliando el espacio compartido, en un proceso que emerge desde lo marginal a lo oficial, desde lo efímero a lo impreso, desde lo oral a lo escrito. Solamente para el caso del vino, por ejemplo, ya se hablará de azumbre, garnacha, o la notoria carraspada (vino cocido y adobado que se consumía en invierno), y será famosa la oferta vinícola la «Casa de los cien vinos», sita en la calle Mesonero Romanos. En consecuencia, como tema de estudio resulta interesante no tanto la mera recopilación de términos nu evos o amenazados, sino su ajuste a las diferentes demandas de género o estilo, en procesos que no sólo reproducen en tinta lo que circula de manera libre o clandestina, sino que también enseñan a sus receptores nuevas modas y nuevos modos de comunicación, tal y como veremos en Guárdate del agua mansa de Calderón, por dar tan sólo un caso. De este teatro del que se ha mencionado una y otra vez su «escenificación de la autoridad», podremos hablar también de su capacidad de dramatizar lo no normativo, en estos léxicos marginados que no gozan de valor fijo hasta que son canonizados, precisamente, en las tablas. Como resultado, esta hibridez entre vocabularios de diversa procedencia asume una serie de rupturas: en el plano temporal,

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A este respecto, véase Alonso Hernández, 1979; de fechas más recientes, resulta indispensable el reciente Diccionario de germanía de Hernández Alonso y Sanz Alonso, 2002.

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una tendencia al equívoco y a la confusión en miembros de diferentes generaciones (e incluso a la soledad o al ostracismo en arquetipos que se ridiculizan), tal y como testimonia la comedia recién citada con el caso del personaje Toribio; y, desde diferentes geografías, la introducción de neologismos y de imágenes que asumen el conocimiento de realidades foráneas, ya que no sólo es Madrid refugio de diversas comunidades euro p e a s , americanas y africanas, sino que los mismos c re a d o res esconden en su biografía fragmentos de tierras lejanas (ocurre, por ejemplo, con el viajero Tirso, o con el peculiar caso de Ruiz de Alarcón) que poco o nada tienen que ver con este callejeo castizo, y que son paulatinamente incorporados al imaginario colectivo. Como resultado, este fascinante aspecto del Madrid barroco tiene también, dadas las circunstancias del momento, un aire internacional, según nos recuerdan César y Mosquito en la comedia calderoniana El escondido y la tapada al encontrar la casa vacía «como desvalijada por alemanes», o las numerosas menciones a los franceses que vivían en Madrid en este siglo (más de veinte mil, según se piensa), y que recibieron todo tipo de motes. Con relación a este mismo carácter cosmopolita, en la jornada segunda de la pieza lopesca Amar sin saber a quién Limón hablará de los encantos culinarios de la ciudad y de un fenómeno poco mencionado como es el de probar cocinas ‘extranjeras’ dentro del territorio imperial, proponiéndose una fascinante lectura sobre los procesos de circulación de la cultura culinaria en el siglo xvii, de los cuales se sabe relativamente poco. En una larga tirada de versos que, como la misma comida que relata, no tiene desperdicio, el criado comentará: Bendiga Dios a Madrid; todo se halla y se gasta: tanta trucha y bacallaos como perdices y ranas. Hay godeñas para ilustres; para los de enmedio, marcas, y un compuesto de las dos para los de media talla. Parece en esto Madrid las hosterías de Italia, que come, puesto a la mesa,

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lo mejor quien mejor paga. Viene un español después, roto de bolsa y de bragas, pónenle un ave a comer desta manera trazada: de los pedazos de otra que en la primera se alzan, forman un ave no vista en las Indias ni en la Mancha. Una pechuga es de tordo; otra pechuga, de urraca; una pata es de perdiz, de palomino otra pata. Esto con hilo de pita tan sutilmente lo hilvanan, que pasan plaza de venas los hilos, cuando los mascan. Esto cubren lindamente con dulce y picante salsa; viene a su tierra el soldado y a Italia de bella alaba, que dan de comer a pasto por tres reales mesa franca. ¿Hay cosa que imite más, del buen Madrid, a las damas, compuestas de más mixturas que un órgano, y disfrazadas con la salsa del vestido, mejor la llamaras falsa?

El menú lopesco interesa no tanto por lo que nos dice sobre el (mal) arte culinario del momento, sino más bien por su carácter referencial, metonímico, y por el esfuerzo que supone plasmar una realidad que no sube a los tablados, sino que más bien se evoca en la audiencia a través de un discurso de abundancia y acumulación. Estas identificaciones entre la falsa sofisticación de las madrileñas y la improvisación de su cocina a las cuales alude el Fénix no resultan del todo nuevas, ya que el mismo Góngora se había burlado de la psicología femenina en su misógina letrilla «Dineros son calidad», valiéndose de una retórica en donde la comida jugaba un papel estructurante: «En Valencia muy preñada / y muy doncella en Madrid, /

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cebolla en Valladolid / y en Toledo mermelada, / Puerta de Elvira en Granada / y en Sevilla doña Elvira: / ¡mentira!»; y en su romance «Castillo de San Cervantes», el poeta cordobés había hablado de los encuentros bajo los membrillos de la mujer adúltera, valiéndose del término «ciervo» para aludir así al marido cornudo, y jugando con la disemia «miembro / membrillo»10. En relación con el fenómeno de los (ab)usos culinarios o etílicos, la receta se convierte en uno de los subgéneros narrativos más populares del momento por parte algunas esferas asociadas, fundamentalmente, a la práctica de la medicina. En una sociedad devota de la comida, y en donde se hereda una tradición por el buen yantar que se remonta al legendario estómago de Carlos V y sus extraordinarios chefs, el siglo xvii confirmará la emergencia de discursos paralelos a los instaurados por los populares libros de cocina y recetarios del siglo previo11. Será muy indicativa por ejemplo la propuesta de Santiago Valverde Turices, doctor y profesor en la Universidad de Sevilla, quien publicará interesantes tratados culinarios en los cuales se combina el discurso médico y la crítica social, la prevención de males con la observación de costumbres. Su Tratado sobre el uso del aloja (Sevilla, Juan Cabrera, 1625) es un curioso opúsculo, con mezcla de registros que van desde el meramente culinario —en la constitución de la receta, con sus composiciones, preparación, y proporciones específicas— pasando por el lenguaje jurídico, la alquimia y la química, hasta llegar a la prognosis curativa, materia en la que mejor parece desenvolverse este autor, médico de profesión. Tras la «Aprobación» de su colega el Doctor Saavedra, quien afirma que es «muy docto, y muy curioso, y la materia nueva, es muy útil por la mucha desorden que hay en el uso del aloja», se nos anuncia que este pionero Tratado, dedicado al Conde Duque de Olivares, sale a la venta en el verano de 1625, muy apropiadamente para el uso estival de dicha bebida. El autor escribe

10 Véase

Chaffee-Sorace, 1990. Son especialmente famosos en tiempos de Felipe III los tratados culinarios de Diego de Granada, Libro de Arte de Cozina (1599, reimpreso en varias ocasiones en el siglo xvii) y de Francisco Martínez Motino, Arte de la cocina (1611, reeditado veinte veces hasta comienzos del siglo xix). Con respecto a las costumbres y menús de Palacio, véase Simón Palmer, 1997; Bennassar, 1987, pp. 141-144. Compárese con el caso francés de Jacques Vontet, L’Art de trancher la viande, c. 1647. La influencia en textos concretos ha sido estudiada, por ejemplo, en Joly, 1989; y en McMahon, 1992. 11

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así que la aloja se debe servir muy fría, pero «que a veces por habella bebido suelen caer, por tanto fuego disimulado que lleva en calenturas fortísimas: a las cuales se les suele llegar como frío, causado de la malicia del humor caliente, y entendiendo que por haber bebido aloja fría están resfriados (aunque alguna vez es posible, por beberla estando muy sudado)». En este intento de regular y jerarquizar el ocio de la nueva clase urbana,Valverde divide su tratado en 4 partes: en la primera selecciona los ingredientes, a saber, canela, jengibre, cardamomo menor, nuez moscada, galanga y azafrán, denominadas «especias calientes»; estudia a continuación estos componentes uno por uno en términos de sequedad o humedad, citando a Galeno, Matiolo, Ruelio o Dioscórides, y dando paso así a las cualidades de cada elemento; el jengibre, por ejemplo, ablanda el vientre y es «agradable al estómago». La preparación indica también que se eche de todo un poco atado en un paño a un cuartillo de agua y miel, vigilando siempre el proceso de elaboración, pero lo cierto es que la lectura del Tratado deja la impresión de que para Valverde Turices hay algo misterioso, casi herético, que resiste la clasificación y que se cuela (nunca mejor dicho) en la preparación del producto12. Así, la segunda parte presenta esta bebida como «brebaje de moros» citando a Antonio de Nebrija (quien ya había escrito sobre el hidromiel, del cual desciende la aloja), antes de presentar los poderes médicos para el funcionamiento de los 4 humores, tanto si se bebe cruda como cocida. El autor subraya el poder afrodisíaco de la composición, donde encontramos que hay «especias tan calientes que sacan el cuerpo de la templanza natural», aunque se insiste sutilmente en su capacidad de «curar la sed fría», y de «confortar, alegrar y otros buenos efectos» (cursivas mías). No obstante, aunque el placer inicial es grato, «con todo eso después mucho más daño justo en haber bebido cosa que lleva disimulado tanto fuego de las especias calientes, que consumirán más el húmedo, y causarán más sed, y por ello digo que es muy mala el aloja», si bien es de destacar su valor medicinal, ya que «sirve a opilaciones, hidropesías».

12 En su Tratado del vino aguado (Valladolid, 1661), el doctor Jerónimo Pardo dará su propia composición de la receta: «Agua de río, 30 libras; levadura antigua, 4 onzas; miel muy buena, 3 libras; polvos de jengibre y pimienta larga, cada uno media onza; de canela, tres dracmas; de clavo, dracma y media; de nuez de especia, una dracma. Todo lo cual se mezcla».

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La famosa nieve, los carámbanos o el granizo derretido que tan populares resultaban en verano, tampoco son recomendables para el autor, porque en su preparación se «revolvieron las partes más delgadas del agua, quedando las más gruesas». Este juicio contiene un residuo de índole eucarística, desde la creencia cristiana de que uno es aquello que ingiere, y por tanto se aboga por una purificación necesaria en el alimento que sea previa al acto su consumición13. El concepto del exceso, la existencia de una economía de deshecho (economy of waste) es el fenómeno que más me interesa poner de manifiesto en este capítulo, pues las formaciones discursivas que remiten a la consumición material y simbólica en el paisaje urbano nos hablan de una noción pervertida del gusto que contamina igualmente la pretendida rectitud del espacio ético y religioso del universo barroco. Como resultado, un acto tan cotidiano como es el de la comida y la bebida se anhela como práctica de vigilancia desde ciertas esferas asociadas a los círculos de poder, en una suerte de manifesto culinario que tiene en el vino —desde su facultad circulante como «arteria de la tierra»— el paradigma de lo castizo y de lo masculino. No resulta extraño, por ejemplo, que en una completísima descripción sensorial del agua que debe beberse, el autor escriba que la «llovediza» es la mejor de todas porque contiene más «bondades»: la primera con la vista, viendo que no está turbia, ni cenagada, sino pura, limpia, y transparente, sin color notable. La segunda, por el olfato, que carezca de todo olor. La tercera, por el sabor, lo mismo entre otros siente Laguna, porque estas son segundas calidades, que presuponen variedad de primeras, lo cual se procura evitar, porque es mejor cuanto el agua fuere más elemental con calidades suyas naturales, como son fri a l d a d , y humedad, y carezca de mistión, y por esto condena la salada, amarga y ácida, y alaba la suave sabrosa al gusto, que por ella entendió Dioscórides en el mismo lugar dulce.

13

Es ésta una convicción que se extiende a otras literaturas coetáneas: en su análisis sobre la estética culinaria del poeta inglés John Milton, Denise Gigante ha escrito recientemente que «in order to avoid indulging in a cycle of coprophagy, therefore, the figuratively eating (or tasting) subject must inhabit a world that comes pre-purged of all such unseemly excess, or everything that will not cleanly pass through the mouth»; véase Gigante, 2000, p. 90.

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… recuento que evoca también la proyección de una sociedad desprovista de impurezas étnicas (no es «brebaje de moros») y culturales. Es decir, cuanto menos complejidad presente la bebida y, en cierta manera, cuanto menor sea su carácter experimental, más apta será ésta para su consumo y más accesible será, en consecuencia, la vigilancia del comportamiento social. Lo grueso, al no ser digerible y desechable, resulta peligroso y acaba por ser una materia inclasificable en sentido doble: materia como substancia, como emplasto que resiste una clasificación científica (y por lo tanto una aplicación social), y materia como tema de estudio cuya composición ha sido alterada y cuyos efectos son imprevisibles. El cuerpo humano y el cuerpo social se funden en una única entidad que debe absorber y desechar lo nuevo para seguir funcionando armónicamente; la armonía de estómago da pie a la armonía del paisaje, haciendo parada en el rostro como indicador de lo que se procesa orgánicamente14. Es por ello significativa la relación que el autor establece entre los elementos de la bebida y la constitución humoral, especialmente cuando afirma que la mezcla de lo frío y lo caliente de las especias puede resultar dañosa a los coléricos y a los sanguíneos, siendo más conveniente en los adultos que en los niños o ancianos; se nos informa de que «con límites queda sospechosa», es decir, que no se debe consumir en demasía, sino únicamente «por la tarde, y tan sólo un cuartillo, con barquillos y suplicaciones es ideal». Este «uso del aloja» queda regulado, así, en su cantidad, composición y hora de consumo, funcionando como metonimia de lo que se debe y no se debe hacer en el tiempo de ocio y ordenando, en última instancia, el habitus (por utilizar un término de la sociología moderna) del madrileño. La dedicatoria y el momento de su publicación operan entonces como anhelo de control social enmascarados bajo la máscara de un discurso científico que se apoya en la auctoritas de los antiguos; el sabor urbano, como apertura a una serie de procesos corporales internos más complejos con los cuales especula este médico, se iguala así a la desviación de cos-

14 Esta confluencia se subraya de manera evidente en la pieza lopesca De cosario a cosario, cuando Mendo comenta de las madrileñas que son «de condición desigual», porque hay rostros opilados, «rostros como pimientos, / que por lo encendido espantan / y al hígado le levantan / testimonios por momentos», que hay otros «descoloridos, / Lázaros resucitados, que se llaman resfriados», etc.

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tumbres, mientras que su ausencia, ejemplificada en el agua de lluvia incolora y supuestamente dulce, se anhela como ejemplo de rectitud y normatividad: la depuración es, por lo tanto, doble. En última instancia, el formato elegido por Valverde Turices, su marca de autoridad (bajo la rúbrica de Tratado) que le permite conectar con su más excelso lector (Olivares, teóricamente), acaba por traicionar los propósitos del texto, cuya coherencia expositiva no deja lugar a su autor para desarrollar abiertamente lo que entiende por desviación social, y este sacar al cuerpo de la templanza natural será así la frontera expresiva que alcanza la retórica de esta tan fascinante receta. El texto funciona entonces como un intento de vigilancia social, en ocasiones como un atisbo de legislación, pero su propio discurso acaba limitando la narración a un mero caso de especulaciones sobre aquello que, si bien extendido y asumido a la cultura local, todavía presenta un elemento de improbabilidad. Creo que, en última instancia, demuestra también el desajuste entre una teoría médica obsoleta (humoral) que no puede responder ni resolver los múltiples «efectos» de una serie de productos nuevos y de alquimias no reguladas. Más favorable es el trato que recibe la famosa nieve, estudiada en su faceta medicinal por el médico y catedrático sevillano Juan de Carvajal y por el médico judío Fernando Cardoso. El primero, apoyándose en Galeno, defiende el poder de la nieve para sanar viruelas, sarampión, tabardete y mal color, afirmando que alarga la vida y facilita el sueño, y concluyendo que «es medicina por naturaleza, y no hay por qué aborrecerla, siendo los médicos sus criados y ministros y teniendo obligación de utilizarla en cuanto fuera posible»15. El segundo, cercano también al círculo de Olivares, elaborará todo un tratado de nada menos que 108 páginas dedicado al uso de tan requerido producto, y que titula Utilidades del agua y de la nieve. Del beber frío y caliente (Madrid, Viuda de Alonso Martín, 1637), en donde intentará regular

15 En Utilidades de la nieve. Sevilla: Simón Fajardo, 1622; me he valido del ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, R/ 26581, fol. 4r. Carvajal defiende la nieve porque es agua «como el cuerpo», y recomienda que se consuma «en tiempo de estío» (2v.); se apoya en Galeno y Avicena para tratar asuntos como el curar la fiebre; la nieve, de acuerdo al sevillano, «constriñe y aprieta» y es buena para que la sangre no salga; es buena para asmáticos (3v.) y «sana la modorra». Lo más relevante, no obstante, es la ecuación entre pureza material y espiritual subrayada en la noción de que lo conveniente es «nieve de la montaña hidalga, por su decencia blanca y pura» (1v.).

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una práctica que ya estaba muy extendida desde inicios de siglo16. No en vano, y como nos recuerda Corella Pérez, la costumbre de enfriar las bebidas, platos fríos y recetas médicas hará de este producto uno de los más demandados del reino, con depósitos de nieve y hielo en la Calle Alta de Fuencarral, que fueron propiedad del comerciante catalán Pablo de Xarquíes desde 1614, y que se conocían como Casa Arbitrio de la Nieve y Hielos del Reino o Casa de los Pozos de la Nieve (su dueño tuvo desde 1619 seis pozos para hielo o nieve y seis estanques para hielos, huerta y casa de aves, gozando de Real Cédula para su monopolio y comercialización por Felipe III)17. Su consumo será tan popular, especialmente durante períodos estivales, que como resultado este surtido de bebidas se incorporará al imaginario literario, hasta el punto de que el término «charquíes» se utilizará como sinónimo de bl a n c u ra por Quevedo, como ya se había usado «fúcar» (de Függer, banqueros alemanes instalados en España) como sinónimo de riqueza o elegancia18. En El caballero puntual, por ejemplo, Salas Barbadillo elogiará la importancia histórica del comerciante catalán como un bien necesario para la «república»19: encareció mucho el regalo que Madrid tenía gozando nieve todo el año, y alabó con amor y reverencia el ingenioso catalán Pablo Jarquies, por cuyo medio, artificio e industria, gozaba la república de este singular y deleite beneficio, pues había enseñado la experiencia de que era la más eficiente medicina contra las fiebres ardientes, tanto que, después que por darse tan barata se comunica a todo género de gente, parece que en ella ha venido la salud común y la ociosidad de los médicos.

16

La información aquí expuesta proviene de la consulta del manuscrito de la Biblioteca Nacional R / 34484, complementado por el estudio de Corella Suárez, 1983, pp. 289-300; ver Velasco Pajares, 1944, en la que se ofrecen numerosos testimonios del momento dedicados a este problema. 17 Véase Corella Pérez, 1983, p. 298. 18 Semejante es la práctica en Tirso, para quien la blancura del fúcar se evoca en pie de la dama (en La huerta de Juan Fernández) o en su mano (en La celosa de sí misma). Comento más a fondo el tema en el capítulo sexto. 19 En Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, Obras, Tomo II, ed. Cotarelo, 1909, p. 200; en la «Aventura nona» de su novela Don Diego de Noche, el mismo Salas nos sitúa a su protagonista refrescándose con «las cantimploras sepultadas en la nieve» (1944, p. 207).

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Como marca social y detonante de relaciones personales, la nieve será explorada en el campo de la ficción desde las posibilidades que se ofrecen para el ocio y su utilidad en el avance los conflictos teatrales, alejándose de este tono de precaución y adentrándose, precisamente, en los posibles efectos beneficiosos que ofrece la conjunción de estos ingredientes. El placer sensorial de lo urbano se asocia así a dos conceptos muy modernos, como son el del compuesto (pues los ingredientes en sí no ejercen ninguna reacción si no se manipulan) y el de lo exótico (pues estos mismos productos son, en parte, nuevos y experimentales). El paladar se urbaniza y se internacionaliza al tiempo que la creación estética informa de lo nuevo: así, por ejemplo, son numerosos los casos en Calderón donde el espectador contempla a los galanes beber sorbetes, aloja, agua de limón o de guindas, agua de canela y, sobre todo, el famoso chocolate de Oaxaca, que se degusta en Cual es mayor perfección, y que sirve para que se reconcilien los jóvenes Lisarda y Juan en El escondido y la tapada. Este consumo viene reforzado por la creencia de que muchas de estas aguas contienen virtudes curativas, como por ejemplo el agua de anís, de canela, de hinojo, de ro m e ro, de azahar o el agua ro s a d a , potenciadas por las propiedades aromáticas que seducen a las damas y que incluso dan lugar a nuevas profesiones, como la del destilador (ya el mismo Felipe IV tuvo el suyo propio).Y aunque estas costumbres se reproducen en incontables comedias urbanas, no todas las ficciones son benévolas con el consumo del ocio madrileño, especialmente desde la tradición moralista que busca en la mujer un rol de invisibilidad y de reclusión doméstica que, evidentemente, choca con la realidad y con la realidad ociosa de la madrileña del diecisiete. De esto es consciente más de un médico. El misterio y lo imprevisible que rodea la conjunción de las cualidades variadas del chocolate tiene en el mismo Valverde Turices un precursor y un sesudo teórico que, consciente del enorme potencial de este producto, escribe Un discurso del chocolate en 1624. Al igual que con la aloja, en este caso el autor se detiene también en el tema de los humores y la disposición corporal según Galeno, Dioscórides, Matiolo y Ruelio, estableciendo de manera abierta una interesante conexión entre pimienta (como distinción gustativa del buen chocolate) y lujuria (como desviación probable y marca de censura). El autor inicia su tratado admitiendo que nadie antes ha escrito sobre el tema en España, a pesar de que lo ha

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hecho Juan de Barrios en Méjico, quien, por cierto, recomienda tomar chocolate hasta tres veces al día de la misma manera que hoy se consume el té o el café20. El autor explica cómo el chocolate de las Indias lleva cacao, anís, canela, azúcar, orejuelas, pimienta negra, clavo y chile y, de nuevo, lo mixto proviene de dualidades como lo dulce y lo amargo, lo interior del fruto frente a lo exterior de la cáscara, lo húmedo frente a lo seco, lo caliente frente a lo frío, resultando fascinante la mención que se hace al opio, «que mata por frialdad»21. No es importante la dulzura como motivo de vigilancia (pues a fin de cuentas ya había sido aprobada por Dioscórides, según he señalado antes), sino la amargura como estímulo gustativo mucho más difícil de clasificar, ya que atrae y repele al mismo tiempo: vemos así que «lo interior» debilita el estómago por lo untoso, caliente y húmedo, que relaja, ablanda y empalaga; beber chocolate sin orden produce hipocondríacos y opilados y, «aunque sea en sí bueno el chocolate», resulta pernicioso «no sabiendo usar de él», en una cita que recuerda a las quejas contra la comedia como género teatral mixto cuyo efecto dependerá también del cómo «se use». En este caso, la amenaza de lo compuesto, la posibilidad de introducir ingredientes que no se hallan en la recomendada agua de lluvia, es de nuevo lo que más preocupa al autor y lo que motiva a escribir estos tratados acaso de manera un tanto oportunista, en donde lo que prima es el intento de vigilancia social a través de la pureza de los componentes que se consumen; puntualiza Turices que «es compuesto, luego es malo […] porque siendo compuesto con diversidad altera», salvo que sea en pocas cantidades y

20 En una línea similar, una visión transatlántica de gran interés es la de Antonio de León Pinelo, conocedor de tierras americanas, quien escribirá un interesante tratado que se publica en Madrid en 1636 por la Viuda de Juan González y que titula Questión moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico: trátase de otras bebidas y confecciones que se usan en varias provincias.Véase también De Armas Wilson, 2001, pp. 8588, en donde señala que La Gitanilla es el primer texto en registrar el término cacao como equivalente a moneda: «no lo estimamos en un cacao». 21 Su preparación va como sigue: «se echará un cuartillo de agua, dos cucharadas de chocolate, para tres o cuatro amigos, estando el agua hirviendo, tapando lo menean con un palo esquinado (que llaman molinillo) para deshacerlo: hasta que a cocido, levante una espuma de lo vaporoso, caliente, y aceitoso, que estaba en la sustancia gruesa del chocolate».Véase a modo de complemento García Blanco, 1946, en donde se citan pasajes de las Amazonas y del chocolate en la Corte.

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cocido, es decir, purificado de todos sus elementos peligrosos. Esta «diversidad», que abre un terreno inexplorado de síntomas urbanos muy temidos por la medicina del momento, es precisamente el nuevo espacio de posibilidades para aquellos creadores interesados en ampliar tramas y conflictos, en enriquecer y dar calado a tipos y figurones, ya sea en comedias de capa y espada, en novela corta, o en pequeñas poesías de circunstancias. No en vano, el Discurso nos avisa que el chocolate daña a los melancólicos y después a los flemáticos, que engendra humores gruesos y pegajosos, que no es bueno para los enfermos, que causa más opilación en vez de curarla y que levanta ventosidades (elemento éste que, dentro de lo cómico, resulta crucial en el valor cultural y religioso de ciertos procesos de consumición, ya que en ocasiones se asocia a lo diabólico); eso sí, resulta inmejorable para aquellos que «padecen enfermedad fría o humor frío, una vez purgados». La cocción del producto dará lugar a una capa oleaginosa («an oily scum upon it», según el viajero Thomas Gage en su Thomas Gage’s Travels in the New World) que preocupará a más de uno. Y de esta retórica de homogeneización cultural que esconde un ferviente rechazo de lo otro se aprovechan, evidentemente, algunos de los grandes moralistas del siglo, que ven cómo el producto no tiene aún una verdad objetiva, un discurso que lo fije, o un estatus social universalmente aceptado. Así, más cercano a Turices que a Calderón es el tono que emplea Juan de Zabaleta en El día de fiesta por la tarde, en donde describe la merienda de dos mujeres en un domingo cualquiera, y en donde se nos ofrece un muy completo retrato de los usos y modas del momento. Leemos cómo la mujer principal hace gala de estar «enfermiza, nunca está buena», hasta el punto de ir con dos parches negros en las sienes, lo que le permite al autor jugar con la contraposición entre «figura» (belleza) con «figurería» (engaño, exageración), amén de numerosas bromas relacionadas con tan estrafalaria costumbre; se habla también en esta merienda de hábitos gustativos de larga tradición hoy apenas conocidos, como la consumición de barro (con el barro panameño de Natá como el mejor de todos), la degustación de pastillas de barro mezcladas con azúcar y «almizque», el famoso hipocrás (cuyos ingredientes eran vino, azúcar de pilón, canela, ámbar y almizcle) y la leche helada que, según confesión del propio Zabaleta, no puede combinarse con el chocolate porque produce trastornos es-

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tomacales22. Es decir, se censura, entre otras cosas, la apetencia por materias compuestas cuyos efectos no son del todo conocidos, pero que calan en la superchería y en el imaginario cultural urbano23. No en vano, algunas de estas mujeres viven solas en Madrid porque tienen a sus maridos en las Indias, y es de allí de donde provienen muchos de estos productos exóticos que amenazan la homogeneidad del mercado local y que son preparados y servidos con mayor o menor dominio por sus criados. Como resultado, el aspecto externo de estas ociosas damas se iguala a lo extraño de sus consumiciones, y el cuerpo femenino se retrata como un compuesto de materias diversas que rompen con la armonía deseada por el autor; este spleen madrileño se connota entonces de manera negativa, en donde el malestar de las mujeres es también síntoma de los tiempos que corren: mujeres indispuestas en una ciudad enferma. El episodio de Zabaleta es tan sólo uno de los innumerables ejemplos en los que se retrata, de forma festiva o a modo de censura, la práctica de beber chocolate (llamado también «el agasajo»), lo que indica su enorme impacto en la sociedad urbana del setecientos tanto en las clases privilegiadas como en el substrato más humilde del entramado urbano: siguiendo la misma tradición de graves admoniciones que asimismo denuncian una inversión en la autoridad dueño-criado, en La verdad en el potro Francisco Santos comenta que el chocolate es «una bebida que pasó de Indias, como la plata, y monta más su gasto que el de las campañas, pues ya no hay carnicera ni pescadera aquí en la misma tabla donde está pesando no se lo lleven sus criadas con más autoridad que al rey»24. De manera semejante, en Día y noche de Madrid el mismo Santos cuenta cómo el poderoso se toma el chocolate por 22 Al hipocrás se le añadía en ocasiones clavo, almendras y, para enfado de los reguladores, pimiento molido, pimienta y piedra alumbre. Sabemos que la Sala de Alcaldes de Casa y Corte intervino para reglamentar las composiciones de esta bebida, sus precios y las personas o entidades que la podían vender, como nos recuerdan Deleito y Piñuela, 1942, p. 155, y Herrero García, 1993, Tomo I, pp. 89-143. 23 Como testimonio de estas creencias, véanse, por ejemplo, dos composiciones muy significativas de Quevedo: su soneto «A Amarilis, que tenía unos pedazos de un búcaro en la boca y estaba muy al cabo de comerlos», y su madrigal «A una moza hermosa que comía barro», en donde se anuncia un cuadro similar al de Zabaleta. 24 Cursivas mías. En Francisco Santos, La verdad en el potro, OC, III, p. 59.También aparece en Las tarascas de Madrid, p. 140, en El no importa de España, pp. 42, 73, 119, 141, 157, y en El rey gallo, p. 42. La controversia del chocolate también es apasiona-

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la mañana, en un retrato que recuerda al glotón de Zabaleta porque se enmarca dentro de un complejo ritual que incluye el momento del día, la ordenación de interiores y la disposición geográfica del individuo; así, el pícaro Juanillo comenta en presente histórico (sugiriendo con ello un acto habitual) que vase abriendo más boca que la tarasca. Salta de la cama y ya le espera un criado, ocupadas las manos con unas chancletas de terciopelo; póneselas en los pies y otro criado le echa en los hombros una capa de grana y pone en la cabeza una gorra de felpa. Siéntase cerca de la cama, junto a un brasero de lumbre, no porque siente frío, pero basta el que ha oído decir que hace.Vase calzado, entra el chocolate, tómalo y acábase de vestir. Manda poner el coche, vase a misa porque es día que obliga25.

Resulta interesante el hecho de que más que el efecto de la bebida importa el ritual de bebérsela, cuya rígida articulación contrasta con el imprevisible efecto de este compuesto de calor y frío, dulzura y amargura. Así, cuando los protagonistas de la novela, Juanillo y Onofre, visiten la zona más rica de la ciudad, hablarán de «gente delicada» en retratos de lindos y petimetres, de estos que se visten con luz sin salir de la cama, muy cerradas las ventanas porque no entre aire, y si toman chocolate, y tiene a su parecer más azúcar de lo que ha menester, dicen que es húmeda y los ha hecho mal;

da: Antonio Colmenero de Ledesma escribe su Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate, Madrid, 1631, y un capítulo de la Aprobación de ingenios y curación de hipochóndricos, del Dr.Tomás de Murillo y Velarde (Zaragoza, 1672) está también dedicado al chocolate de Indias. El tratado de Colmenero será el más famoso de todos, siendo traducido al inglés (1640), francés (1643), latín (1644) e italiano (1667), con ediciones en todas estas lenguas en 1652, 1671, 1678, 1685 y 1694, según registra en un brillante ensayo Hoffmann, 1997. 25 La descripción de los rituales de este glotón combina también la ingestión desmesurada de comida, ya que más tarde comerá «aperitivos como conserva, de la cual toma dos bocados, una polla de leche de la cual come las pechugas y rabadilla, pellizcando lo más tostado», antes de un almuerzo lleno de viandas: «come todas, sin reservar principios ni postres. Levántase murmurando entre dientes de un palillo que le escarba las encías, sin hacer caso de lo que le escarba la conciencia». En Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 38-39 respectivamente.

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otras veces dicen que está muy tostado el cacao; otras que la canela era fuerte; otras veces dicen el pimiento los mata y luego llaman al médico26.

En esta descripción de unos interiores asociados a procesos somáticos de melancolía (oscuridad y ausencia de ventilación), la composición de la taza resultará tan variable que el protagonista dirá que no se sabe si es comida o bebida, pues «el cacao se come, el azúcar se come, la canela se come, las vainillas se comen, y todo junto dan en decir que se bebe»27. Si bien se asume un paralelismo entre la calidad del producto y el rango social del consumidor, parece como si todos estos ingredientes, condenados por su densidad, formaran una suerte de economía de detritus, depositando un residuo que atasca el organismo, obstruyendo el ciclo limpio de comer y expresar el sabor de algo28. Todos estos usos de lo digerible articulan perfectamente esta sensación de crisis que se comparte en muchos testimonios del período, a partir de la presentación de una economía de consumo que, por naturaleza, tiende también a la exclusión de lo virgen y lo procesado; esta misma coyuntura podría remitirnos al dualismo entre economía restringida (donde todo circula, y por tanto no hay pérdida) y una economía general (la cual asume un exceso que no puede ser utilizado ni tampoco devuelto al círculo cerrado de circulación) que parece dominar la lógica de consumición en muchas de estas páginas. En cualquier caso, lo más relevante es que se le despoja de todo el placer a esta bebida, de toda su sugerencia sensorial, de su poder de unificación social y, fundamentalmente, de su capacidad de asimilar lo exótico a lo local, de experimentar con lo nuevo y hacerlo propio (signos estos de una modernidad en ciernes). La taza de chocolate contiene en sí, entonces, todo el potencial para un estudio más detallado que analice sus derivaciones con relación a cuestiones de identidad, raza, religión y economía29. En este sentido, estas consumiciones llevan una marca no sólo espacial (pues se producen y se consumen solamente

26

Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 104. 27 En Francisco Santos, La tarasca del parto, Obras Completas, III, p. 213. 28 Véase, a este respecto, el interesante estudio de Kilgour, 1990. 29 Desde perspectivas diferentes, es entonces necesario remitir a Deleito y Piñuela, 1946, pp. 124-125 y, para su influencia en el contexto europeo (con especial atención a Francia), ver Foster y Cordell, 1997; Laudan y Pilcher, 1999.

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en determinados lugares o ciudades), sino también temporal, dado que forman parte de un sistema de circulación comercial que hace que ciertos lugares hayan llegado a su disfrute, mientras que otros estén aún por llegar, siendo el chocolate uno de los productos de más amplio registro semántico, y demostrando que lo que todavía no ha inventado la cultura popular, lo inaugura con éxito la expresión literaria.

2. Urbe culinaria: ingredientes cómicos en Luis Vélez de Guevara y Juan de Zabaleta Nadie hace caso de sí mismo por su alma, sino por su cuerpo. Juan de Zabaleta

En la narrativa de temática urbana ocupan un lugar de privilegio Luis Vélez de Guevara y El Diablo Cojuelo, novela que transmite una visión de lo transitorio, un anhelo de fijar lo inacabado que visita algunos de los más extraños ambientes madrileños, y unas visiones de interiores desde el exterior que a veces recuerdan a las extravagancias delirantes de su contemporáneo Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. A la vez que se intenta transmitir un cierto sentido de eclecticismo en cuanto a la naturaleza del paisaje registrado, se busca darle unos límites, unas fronteras que lo sitúen desde un prisma coherente, transferible a la escritura. El recurso de la metonimia opera en El Diablo Cojuelo como en muchos otros textos: las puertas de salida y entrada a la ciudad, el Paseo del Prado, los coches, y toda la mezcla de lo natural con lo cultural sirven como anuncio y ejemplo de conductas fijadas, de costumbres, pero también de desviación de esas mismas costumbres. El sentido de espacio resulta entonces fundamental no sólo como un acto de ocupación, sino también como cultivo de ese espacio desde nuevas propuestas; se intentan así fijar los límites urbanos, pero se da rienda suelta a lo que germina en su interior.Algunos ejemplos ilustran esta experiencia del paisaje urbano, y el viaje es quizá el recurso más sugerente a este respecto, pues a través del recorrido de Cleofás y el Cojuelo el lector logra compartir la perspectiva (doble en este sentido, pues es literaria y también física) utilizada por Vélez. Madrid se atraviesa por cielo y tierra antes de situarnos en los suce-

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sos que tienen lugar en Andalucía, para luego volver a la capital en los últimos compases de la historia. Pero el viaje contiene su propia dinámica, su propia visión, y ésta se realiza fundamentalmente desde las alturas, como buscando encontrar una perspectiva global, «a vista de pájaro»30. Desde el privilegio que otorgan los poderes demoníacos a Cleofás (quien, como es sabido, va huyendo también de sus propios perseguidores), la figura estructural por excelencia es la fuga, y es sólo en Andalucía cuando se desenvuelven en el mundo terrenal, abandonando su condición de espectadores privilegiados. A través del viaje, y gracias a la vista aérea de los protagonistas, el autor logra condensar esta sensación de caos interior a través de dos imágenes culinarias que me parecen fundamentales en el texto: el pastelón de Madrid y el puchero humano31. Vélez traslada toda la estética del pastel de carne hacia una nueva dimensión estética que carece de toda la carga moralizante de contemporáneos suyos como Santos o Zabaleta. En un momento de gran popularidad de ciertas pastelerías madrileñas (como lo será la de Botín en la plaza de Herradores, fundada en 1628, centro de la vida cortesana), al lector de principios del xvii se le tiene acostumbrado también a escenas grotescas, incluso ridículas, que asocian este manjar tan popular a cuestiones apicaradas. Lo vemos en el joven Guzmán de Alfarache cuando abandona su casa sin rumbo determinado, lo percibimos en toda su repugnancia en los episodios más bajos de la vida del quevedesco don Pablos, y dos siglos y medio más adelante será Zorrilla quien vuelva a la imagen del pastel en su Don Juan Tenorio, por dar tan sólo tres casos que subrayan la poca calidad y las connotaciones nada halagadoras que tenían estos convites en la sociedad urbana32. El peculiar tratamiento que Vélez otorga a un rasgo tan frecuente de éste

30

Estos asuntos se desarrollan con más detalle en tres de los mejores estudios sobre el libro: Peale, 1977; la reciente introducción y estudio de Periñán y Valdés, El Diablo Cojuelo, ed.Valdés, 1999; y De la Granja, 1996. 31 Algunas de las ideas aquí desarrolladas provienen de García Santo-Tomás, 2000a. 32 Véase, a este respecto, Rothe, 1982. El propio Quevedo se recrea en los famosos pasteles de a cuatro (pues solían costar cuatro maravedíes) en su jácara «Con las manos en la masa / está Domingo Tiznado / haciendo tumbas a moscas / en los pasteles de a cuatro» y en su romance «Con poco temor de Dios, / pecaba en pastel de a cuatro / pues vendí en traje de carne / huesos, moscas, vaca y caldo». Por diseño cronológico, no trataré de El Buscón en este ensayo salvo en referencias marginales.

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y otros condimentos urbanos construye un complejo discursivo en donde la corteza exterior oculta un meollo, una masa amorfa de ingredientes varios, plurales y en movimiento, un microcosmos delimitado por una frontera externa a la cual tan sólo tienen acceso las visiones aéreas de las lentes protagonistas. Este recurso facilita el proceso de escritura, la hace posible y, en última instancia, la legitima como retrato, como cuadro de costumbres, permitiendo la entrada, desde esta estética grotesca, de nuevos elementos como el humor o la caricatura, la exageración o la animalización y, sobre todo, el juego de los sentidos combinados y embriagados: la visión total y cegadora, los olores de azufre, el tacto del aire de las alturas, los ruidos de coches, de comercios, etc. Así, el primer tranco del libro se cierra cuando «levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras».Y, como quien destapa un hormiguero a plena luz del día, esta recreación urbana reinicia la tensión narrativa en la apertura del tranco siguiente, con el pobre Cleofás «absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas»33. El puchero establece un paralelo imaginario con la «pepitoria» de carne humana que se hacina en el trazado de Madrid. Al comienzo del tranco III la urbe amanece sofocada en los calores estivales: ya comenzaban en el puchero humano de la corte a hervir hombres y mujeres, unos hacia arriba y otros hacia abajo y otros de través, haciendo un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches, trabándose la batalla del día, cada uno con disinio y negocio diferente, y pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una

33

El Diablo Cojuelo, pp. 20 y 21; todas las referencias al texto proceden de la edición citada de Valdés, 1999. Torrente Ballester lamentó en su momento el hecho de que esta imagen no le sirviera como motivo de una presentación más realista y de mayor crítica social: «No se le ocurrió que con la tapa del pastel en una mano y el espejo mágico en la otra, pudo habernos dado una versión directa, real y, al mismo tiempo, fantástica de la sociedad española de entonces»; la cita la recoge Dunn, 1993, p. 282.

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polvareda de embustes y mentiras que no se descubría una tizna de verdad por un ojo de la cara34.

La vista aérea de la urbe de la cual se vale Vélez nos remite también a Juan de Zabaleta, calificado de escritor moralista en unas ocasiones, de costumbrista en otras35. Su obra magna El día de fiesta por la mañana y por la tarde pervive en el encanto evidente de sus áreas inexploradas, de sus mecanismos formativos apenas estudiados, de sus resortes humorísticos tan evidentes como chocantes: si su seducción perdura en los anales literarios como prosa moralista, lo hace por su inequívoco afán adoctrinador y su tono severo de descontento y denuncia; si por añadidura nos ha llegado como cuadro de costumbres, es sin duda por su estructura en galerías, su carácter festivo y su afán de descripción puntual, tan despreocupadamente cotidiano. Pero esta última etiqueta no subraya, en última instancia, los códigos culturales que articulan este tono de burla y escarnio, de verbo punzante y machacón, en su minuciosa disección de lo mediocre y de lo vanidoso. Por el contrario, debemos situarnos en las coordenadas estéticas de su momento para comprender, de manera precisa, qué hace de este texto un paradigma de humor, en dónde reside la seducción a su lector contemporáneo y, en última instancia, cuáles son los préstamos conscientes e involuntarios de la cultura popular barroca que se proyectan. Su talante carnavalesco, como ya he escrito en otra ocasión, es uno de sus principios estéticos articuladores36; desde nuestra lectura, la unidad de las dos partes de El día de fiesta por la mañana y por la tarde y su coherencia global se confirman por esta misma desarticulación de lo serio, de lo establecido en el binomio ritual sagrado-ritual pro34

El Diablo Cojuelo, ed.Valdés, 1999, p. 33. Véanse Upton, 1989, y Stevens, 1966, quienes han estudiado esta faceta costumbrista de nuestro autor. De interés primordial es la monografía de Elajabeitia, 1984, que aporta interesantes datos biográficos y que sirve de complemento a la excelente edición de Cuevas, El día de fiesta por la mañana y por la tarde en Madrid, 1983, a la cual pertenecen todas las citas. La enorme fertilidad de su visión urbana hará que sea comentado también en los ensayos referentes a las cualidades olfativas y táctiles de su prosa. 36 He analizado ciertas construcciones carnavalescas en García Santo-Tomás, 1998b; los aspectos teatrales del texto han sido tratados en García Santo-Tomás, 1999. El tema también ha sido explorado en otros deslindes por Profeti, 1995, en donde se aporta un interesante dossier de documentos. 35

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fano, como actividades asimiladas del día de fiesta por la mañana (lo sagrado: la misa) y por la tarde (lo lúdico-profano: la comedia)37. Así, el ritual de ir a la iglesia, de escuchar misa, se traslada con el mismo rigor hacia el placer insustituible de ir al teatro, de la misma forma que la relativa ruptura de códigos establecidos (principio del carnaval, después de todo) que puede reportar el asistir al corral de comedias se proyecta, de forma degradada, en la práctica religiosa. Como resultado, lo serio y lo bufo cambian de papeles en el producto final que la escritura denuncia en estas anomalías. A través de ciertos motivos gustativos típicamente asociados con el carnaval (la máscara y el orificio, la rehabilitación festiva de la carne, la función de la comida y la bebida siempre en movimiento de deglución o expulsión), interpreto la obra magna de Zabaleta desde una perspectiva festiva que filtra muchas de las obsesiones y anhelos del madrileño de mitad de siglo, en un momento en que ya se ha perdido el optimismo inicial que define el Madrid de Felipe III; no en vano, al tiempo que su escritura construye esta oferta de carnaval, la desmonta de su esencia lúdica y humorística desde una moralina de tristeza y pesimismo, ya que, como bien ha señalado Julio Caro Baroja, «el dar a ciertas acciones propias de ciertas fiestas un doble significado, positivo y negativo, se encuentra unido a rituales paganos en los que también lo cómico y lo trágico, lo agradable y lo repelente se hallan misteriosamente unidos»38. Esta conjunción define muchas de las estampas de la novela, y quiero por tanto acercarme al texto desde unas ciertas coordenadas que el autor maneja como escritor familiarizado con toda una tradición satírico-grotesca desde la cual su degradación de actitudes y costumbres, en la combinación del verbo punzante y la estampa grotesca, partici-

37

Contamos con algunos estudios sobre la celebración del carnaval en la España de Zabaleta; véase Deleito y Piñuela, 1944, pp. 23-29; Valbuena Prat, 1943, pp. 226230, y la famosa obra de Castillo Solórzano Tiempo de regocijo y carnestolendas de Madrid (1627) sobre cómo celebraba la aristocracia este tipo de festividades. El mismo Zabaleta da cuenta de algunas de las prácticas más comunes y censurables del carnaval en pp. 445-459, como es el caso de echar agua a los viandantes, broma que también comenta Caro Baroja, 1984, p. 58 citando, precisamente, a Zabaleta como una de sus fuentes en pp. 65-66, 101. Véase el completo libro de Caro Baroja, y especialmente la Introducción y los capítulos I, III, VI y IX de la Primera parte, de gran utilidad para nuestro estudio, así como el clásico trabajo de Gaignebet, 1974. 38 En Caro Baroja, 1984, p. 155.

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pa de una estética de destrucción e inversión de la realidad. Esta poética se lleva a término, además, sin alejarse nunca de modelos realistas, pero sin ceder tampoco a una idealización en sus retratos (salvo la que otorgan sus juegos deformantes o hiperbólicos) y, por lo tanto, en su sistemática degradación Zabaleta se sitúa a camino entre la estética de la picaresca y los retratos de Quevedo, rescribiendo numerosos elementos degradantes de la cultura popular de su tiempo que van desde la chanza hasta el lamento39. Como parte de esta poética, el acto de comer se constituye como un extraordinario hábito que nos informa sobre las ofertas y los límites de un Madrid que sin duda alguna define la novela. El texto se vale de la coherencia establecida por el propio marco temporal a través del cual el autor disecciona las prácticas cotidianas de un día festivo. Comenzando por el despertar y finalizando con la caída de la tarde, el autor divide su texto en diferentes tipologías humanas, rasgo éste muy de la galería costumbrista que culminará en el siglo xix. El comienzo del libro es el comienzo de la jornada para el lector tanto como para sus personajes; hay, por tanto, un despertar doble en la conciencia de ambas entidades, y con el amanecer de sus arquetipos se garantiza ya un principio de crítica o de burla. No se deja ni un minuto libre del tiempo transcurrido y se aprovecha, por consiguiente, todo gesto, toda rutina, para ser ridiculizada: el día se vive y se des-vive; el protagonista se viste y se des-viste al ritmo que Zabaleta escribe y desnuda con su escritura. En este pausado recorrido, las actividades vespertinas complementan y contrastan lo ya leído en la mañana, los rituales que se han destruido desde la palabra. El ciclo del día aporta la coherencia temporal que se torna en coherencia textual, que redondea la efectividad de su estructura y en última instancia hace de esta denuncia un testimonio perfectamente repetible, un patrón que se percibe de igual manera en cualquier otro día de fiesta. El ritual se hace rutina, la rutina se hace repetición. Pero la coherencia textual a la que nos enfrentamos radica en la mutua dependencia de sus componentes, desde sus galerías de tipos y

39 Véase

Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 41, en donde también se señala este aspecto, así como el estudio fundamental de Iffland, 1978 y 1980, dos vols. Para un recorrido de más amplio alcance, véase Galt Harpham, 1982, pp. 3-22, en su análisis de lo grotesco en el ámbito de la cultura europea.

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costumbres. Logramos entender la degradación de la misa como negocio y seducción gracias a la presentación posterior de la seriedad, del rigor casi místico que se requiere a la hora de prepararse para ir al teatro, en el que, como nos recuerda el autor, se suele perder todo el día. En ambos procesos, en ambas celebraciones festivas, hay un antes y un después, pero sobre todo hay un durante, y a esta temporalidad tan marcada se entrega la pluma de Zabaleta con un detalle experto que tiene en lo lingüístico, además, un compañero de batalla (especialmente interesante resulta su uso del retruécano y de la antítesis). El apetito tiene entonces su propia estructura narrativa. Como buen satírico que refunde lo picaresco con lo costumbrista y lo grave, a su ojo crítico le acompaña una pluma severa y creativa, consumando así el binomio buscado para conseguir el efecto necesario, la frescura que llega hasta nosotros y que nos seduce desde sus estampas brutalmente efectivas o desde sus incesantes caricaturas, en memorables frases breves. La distinción de funciones, de universos diferenciales, permite acercarnos al texto de Zabaleta con la comprensión certera de que lo aquí presentado conecta con la realidad una ciudad en proceso. La sistemática degradación de actitudes y costumbres, que, como postulo, es en muchas ocasiones reforzada por juegos lingüísticos propios de un autor de enorme cultura, participa de la división ya conocida que nos propone la tradición crítica de Mijail Bajtin en su análisis de los medios de destrucción o inversión de la realidad; Zabaleta, de igual manera, jamás se aparta de modelos realistas, y en consecuencia no existe ni un ápice de idealización en sus retratos, sino más bien una tendencia a juegos deformantes o hiperbólicos (Cuevas habla de «caricaturización ridiculizadora»)40. En su sistemática degradación el autor entronca con varias tradiciones que nos remiten a la estética quevedesca, a la poesía del Lope de senectute (tan agudo en sus pullas finales a través de la voz de Tomé de Burguillos) o a la inversión carnavalesca de gran parte de la retórica de la picaresca que tenía en el episodio de la longaniza del Lazarillo uno de sus más destacados ejemplos41. Junto a la inversión de valores en el galán y en la dama que protagonizan el arranque del libro, notamos otra de las características típi-

40 Véase

Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 42. como contraste Reed, 1997, en donde se analiza la presencia del léxico culinario en el lenguaje asociado al placer. 41 Véase

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cas del humor carnavalesco, que tiene como eje el tema del banquete y la deglución descontrolada de comida y de bebida. Siguiendo la intuición de Roland Barthes, se aprecia en este caso la perfecta yuxtaposición entre la secuencia temporal del banquete y la narración de la trama42. De manera grotesca, Zabaleta nos presenta la figura del glotón, en una línea similar al tratamiento dado por François Rabelais a este vicio, y en donde el vientre (en el cual se detiene nuestro autor desde el comienzo de su capítulo) asume una connotación fundamental de hiperbólica abundancia. El personaje no es, en este sentido, una creación original de las letras castellanas del siglo xv i i: precedente ilustre es Panza dichosa, el hombre monstruo de vientre deforme que Salas Barbadillo presenta en su original colectánea El curioso y sabio Alejandro, fiscal de vidas ajenas (1634). En Zabaleta la estética que se celebra tiene todos los tintes necesarios en este emblema del glotón: «Ensúciase los dedos de ambas manos hasta los últimos nudos. Cuélgale de los bigotes la pringue. Relúmbrale en los labios la grasa, y la barba se le escurece entre los desperdicios de los bocados. Toma una esquina de la servilleta para limpiarse, y derrama el plato». El efecto de la hipérbole, acompañado de una cierta animalización, se repite cuando se retrata la bebida, actividad que se lleva a cabo de forma exagerada y exenta de los procesos gustativos que propone la sofisticación (o al menos la degustación) del vino: «Pide de beber del vino más fuerte; danle una copa muy grande, cógela con ambas manos y echa en su estómago un torrente de vino, y torrente de tanta dura que parece que corre fuente perenne»43. La boca, al contrario que en otros textos, no ejerce ninguna tarea de degustación, sino que simplemente se inscribe en un marco de apertura a lo desmesurado y lo violento, como umbral o pasaje entre lo interno y lo externo: una suerte de comer que termina antes de llegar a la boca. Hay una cierta reminiscencia simbólica en el tratamiento de la glotonería como derivado del tema del hambre y su vertiente alegórico-religiosa bastante común en la Europa renacentista. Se recrea, igualmente, la imagen de la gran boca abierta devoradora de la bebida como parte de este proceso de consumición que también se podía observar en el galán maquillado y vestido, y con ello se critica la naturaleza desvir-

42 Ver 43

Barthes, 1986. Las dos citas provienen de la p. 192 (Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983).

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tuada de esta celebración tan inmoral del día de domingo44. En este sentido, resulta fascinante la oposición misa / mesa establecida por Zabaleta en este episodio, denunciando la carencia de alimento espiritual y la sobreabundancia del material, algo que ya he señalado más arriba, por ejemplos con el juego de palabras «devota / de bota». La deglución de lo urbano, que de manera tan personal (y tan alejada de otros géneros como el teatro o la novela cortesana) construye Zabaleta, contiene en sí un elemento de crítica social que más tarde heredará, como veremos a continuación, la lente de Francisco Santos. En este día de domingo, escribe el autor que los glotones son como los que tienen mujer hermosa y limpia, que se van con una ramera fea y asquerosa.Tienen la mesa del altar limpia y agradable, donde pueden comer espiritualmente, si corporalmente no quieren, regalos del cielo, y vanse a la mesa sucia y torpe de una despensa donde cuanto se come es inmundicia; y en el día que éstos lo hacen, no sólo es dejar cielo por tierra, sino delito mortalmente grave no asistir a la mesa en que se come lo mejor del cielo45.

Zabaleta habla de «la prisión de la boca» y de que «tiene el demonio preso al glotón con el bocado. ¡Sujeción terrible!», para continuar quejándose más tarde de que «a las hechiceras tienen todos grande odio, y cariño grande a las cocineras, teniendo la malicia igual estos dos ejercicios […] Los hechizos y los guisados tienen un mismo efecto» (en Alegoría de los cinco sentidos de Jan Brueghel el Viejo [1618], la dama que come en la cabecera de la mesa es servida el vino, curiosamente, por un sátiro). En una leve incursión en el discurso médico-científico, se nos informa sobre la hiel de las serpientes, que invade también el estómago del glotón provocándole un hambre infinita que afecta a todos los matices de la lengua: «la hiel arroja entonces al gollete del estómago unas centellas suyas que le irritan y le desencogen,

44

Continúa entonces narrando Zabaleta: «A los glotones les da la peste de pensar que los mata el hambre, siempre su vecina, y todo se les va en pensar cómo se librarán de ella […] y al fin los mata el hambre que no tienen, porque comieron sin hambre pensando que la tenían. A nuestro glotón le ha dado esta peste»; Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, pp. 192-193. Estas líneas anticipan ya el final trágico del capítulo. 45 Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 198.

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con que está más hábil para recibir sustento. Esto se conocerá por lo que hacen en el paladar lo mordicante del limón, lo atufado de la mostaza y lo raspante de la pimienta»46. Dentro de este panorama de hambre total (y totalizadora), el autor establecerá una interesante simbiosis entre los sentidos de la vista, el gusto y el tacto al hablar de que el glotón se come la comida por los ojos, desmesuradamente abiertos como un pez: «por los platos trae las manos como los ojos: a todos mira y de todos come». El menú que diseña Zabaleta no es ni mucho menos arbitrario, sino que todos sus componentes están bien estudiados ya que, como bien ha señalado Cuevas, los alimentos que consume el glotón tienen un substrato médico-literario asociados a la alteración humoral, a lo indigesto e inclusive a lo venenoso: congrios, palominos, melones y natas, entre otras delicias, acabarán por reventar el cuerpo del comilón, en una suerte de «infarto humoral» producido «cuando estas arterias se cierran o se obstruyen, es de vapores que suben por el cuerpo…»47. Es este un ejemplo de lo que Nelson Goodman considera, en su análisis simbólico de la comida, como un caso de «ejemplificación», en cuanto que estas viandas aluden a una serie de propiedades específicas asignadas a su consumo48. Se trata entonces de lo que antes he considerado como una economía general, en la cual el residuo bloquea el proceso de degustar e ingerir saludablemente, acaso de manera doble: la consumición se atasca en el organismo del glotón tanto como éste se presenta como obstáculo, como exceso en un ámbito urbano cuya propia digestión se basa en circulaciones e intercambios fluidos. Sin embargo, el autor va más allá en este proceso degradante, presentando otros componentes del banquete que no son siempre deliciosos manjares, tal y como demuestran las viandas podridas que cierta mujer le prepara de encargo, duplicándose así este sentido grotesco, nada eucarístico, de la comida. El ritual de su deglución se sacraliza con humor tanto como se sacralizaba la máscara en otros pasajes de la novela, y se consume desmesuradamente en un proceso constante

46

Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, pp. 196-197. Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, pp. 207-208 respectivamente. El tema de la indigestión es un motivo repetido en las letras del período, como prueban, desde literaturas diferentes, los estudios de Jeanneret, 1983; Cox Davis, 1989. 48 Véase Goodman, 1978, pp. 68 y ss. 47

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que acaba por abrumar al mismo lector49. La estética de Zabaleta se hermana con la de muchos de los pintores realistas del barroco europeo, e incluso anuncia las caras goyescas del período más oscuro: esos ojos ansiosos del glotón que se comparaban con los del pez, siempre abiertos, o esa muerte en la mesa, entre manjares, en ese banquete final que le consume de la misma manera que él mismo había deglutido un largo capítulo de obsesivo desfile de viandas y licores, que iguala lo humano con lo material tal y como habían hecho El Bosco y otros pintores admirados en la Corte de los Austrias (e incluso figuras tan originales como Giuseppe Arcimbaldo, con «retratos culinarios» tan extraños como su famoso «El cocinero» [1570]). Desde esta premisa celebradora, el día de fiesta se erige como el marco idóneo para la realización de los menesteres que han esperado su momento durante la semana. La glotonería, rasgo articulador de la abundancia en el carnaval, completa entonces este cuadro de excesos que sirve para situar la inversión final del ritual de la misa como un mercado de carne, y de otras negociaciones. También devoran las mujeres (en) el día de fiesta. El episodio más representativo en la segunda parte del libro, en la tarde de domingo, es sin duda la celebración del teatro y la captación crítica de su público femenino. Los cuadros que se presentan nos dan una idea aproximada de lo que podría haber significado ir a ver una comedia para la clase media madrileña. La pintura de costumbres se hace más utilitaria que nunca en estas estampas, pero deja, como viene siendo habitual, un margen de humor y de crítica en la presentación de estos rituales de celebración. Nos encontramos, en cierta manera, ante una suerte de teatro sin teatro porque no se nos cuenta nada del espectáculo en sí, sino tan sólo de lo que puede significar como entretenimiento y ocasión de socializar durante unas horas, de lo que puede suponer para la mujer y su rol dentro de un microcosmos muy restringido. Es teatro sin teatro porque tampoco interesa la representación en esta galería, sino todo lo degradante que rodea al hecho en sí, todo lo que asume la trastienda del tablado con su magia inexistente y sus ejecutores de-

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Esta hipérbole queda sugerida en la comparación del propio Zabaleta, que recurre al mito de los Saurómatas y sus banquetes orgiásticos que duraban tres días y en los que tan sólo comían por orden de sus mujeres (Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 205 y nota 108 de la misma página).

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senmascarados. La mujer entonces es retratada desde su rutina dominical y desde su preparación para la fiesta, y el efecto final de la escritura, como vamos comprobando, es el que establece esta naturaleza humorística de la inversión de un ritual por otro. Lo que era pura fachada, puro teatro en la mujer que iba a misa, se torna ahora en rigor y en seriedad casi litúrgicas por lo que de ritual tienen estas prácticas: ir al teatro los domingos es sagrado, y en este ritual tampoco falta un elogio del apetito urbano que no sólo se degusta oralmente, sino que también penetra por los ojos. «La mujer que ha de ir a la comedia el día de fiesta, ordinariamente la hace tarea de todo el día», comienza por advertir el autor. Al tener que ir en sesiones diferentes de los hombres (ellas van por la mañana, ellos por la tarde; curioso es que Zabaleta las incluya entonces en El día de fiesta por la tarde), las mujeres «almuerzan cualquier cosa» y reservan la comida del mediodía para la cena. Desde el comienzo se asume una cierta anomalía en la idea de una mujer yendo a la comedia dominical, anomalía que se asocia a un alborozo impropio, a una ruptura inarmónica: la narración del periplo femenino al corral incluye también todo aquello que se deja a medias, todas las funciones que se interrumpen o se reorganizan en el entorno doméstico. Pero también esta «religión del teatro» se degrada desde la misma entrada a la cazuela50, que las mujeres encuentran «salpicada, como de viruelas locas, de otras mujeres tan locas como ellas». El adjetivo «loco/a» (con una cierta connotación de «estupidez») contiene un trasfondo antropológico desde la interpretación erasmiana del Stultitiae Laus según Julio Caro Baroja, quien afirma que «no hay que olvidar que la idea de que la falta de razón puede suponer también un estado de alegría es muy antigua» y que la carnalidad (y el sofoco, en este caso) implica también algo de locura51. Encontramos así que hay en este ritual toda una serie de reglamentos no escritos como si de una misa se tratara; por ejemplo, el lugar en donde sentarse es fundamental para ver y ser vista, aunque en la pluma inversora de Zabaleta nuestras mujeres «quieren entretener en algo los ojos y no hallan en qué entretenerlos, pero el descansar de la prisa con que han vivido toda aquella mañana les sirve por entonces de recreo». La prisa, el alborozo, el

50 Todas 51

estas citas provienen de Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 317. Julio Caro Baroja, 1984, p. 51.

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roce de los cuerpos son ingredientes fundamentales en esta asociación entre carnalidad y locura, en donde el verbo «entretener» contiene también un elemento gustativo asociado a lo consumible. Por otra parte, la ocupación de la cazuela implica también una oferta de solidaridad que viene dada por la comida que se comparte y que refuerza una serie de lazos sociales a través de una serie de códigos cuya importancia ya ha sido subrayada por Mary Douglas desde un plano antropológico52. El autor nos retrata a las mujeres en ayunas, y por tanto los frutos secos se reparten de manera rutinaria o se engullen con la parsimonia propia de lo repetido y de lo familiar; una de las mujeres saca una medida de avellanas nuevas, y «de entrambas bocas se oyen grandes chasquidos; pero las avellanas sólo contienen polvo y arena de lo malas que son», y así compara el autor a las mujeres de la cazuela: desengañadas, sin holgura, pues «llegando allá, unas cosas no son nada, otras son poco más que nada, muchas fastidio, y alguna hace algún gusto»53. Con el mismo estilo rápido que hacía ejecutar a su barbero las maniobras de la mañana en la primera parte del libro, detalla ahora todos estos ritos de preparación femeninos. La idea de la vista como máquina devoradora, del espectáculo como alimento, queda ampliada por Zabaleta cuando escribe que «en la lengua está el sentido del gusto; por el gusto su apetito han tomado veneno estas mujeres. Muy dichosas son si su golosina no las acaba. No solamente está el sentido del gusto para la comida y bebida en la lengua, sino para la murmuración»54. La misma curiosidad y chismorreo de la misa se reproducen ahora en el cotilleo serio que facilita la arquitectura del corral y que Zabaleta aprovecha para criticar de esta manera a los maldicientes y murmuradores. Siguiendo en una tónica pareja, hay todo un ceremonial en la imaginería que se utiliza para estas prácticas: así, «estas mujeres están condenando indefensos a este hombre dichoso y a esta mujer casada. No es buen tribunal el que condena al

52 Véanse

sus clásicos análisis sobre el acto de comer en diferentes culturas, en especial «Deciphering a Meal», que se incluye en Implicit Meanings, 1975. 53 Las citas provienen de Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 318. Véase Defourneaux, 1971, p. 137, en donde se detalla el mal comportamiento de las mujeres lanzando frutos secos desde la cazuela, conducta que también criticará Francisco Santos en su Día y noche de Madrid. 54 Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 369.

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reo sin oírle»55.Y el mismo calvario que se percibía en el galán y su tocador, se comienza a experimentar en las mujeres de la cazuela: el hambre, el ayuno que ha forzado el teatro, hace estragos, pero nadie abandona el espacio que poco a poco se ha hecho insufrible a causa de tanta gente apretada. Estos esquemas de comportamiento y relación social remiten a la distinción que Victor Turner estableciera entre «social structure» y «communitas»56. Este último término alude a una asociación espontánea y temporal de carácter festivo que convoca a una micro-sociedad en celebraciones y rituales, y en la que también entra en juego un elemento de solidaridad temporal. Frente a la idea de una «estructura social» (sistema de roles cohesivos autorizados y legitimados) que es discriminatoria por naturaleza, la idea de «communitas» es igualitaria y niveladora57. No en vano Zabaleta es consciente de esta notable alienación que produce en la mujer el contacto íntimo con sus correligionarias; en esta relación entre el público y su ruidosa audiencia, el autor afirma en cierto momento que «saben [ellas] que todo aquel teatro tiene una cara, y con la máscara de la confusión los injurian». En su aspecto global, de esta máscara temporal que otorga el espacio de la fiesta son evidentemente conscientes sus protagonistas: «ninguno de los que allí les dicen pesadumbres injustamente se las dijera en la calle sin mucho riesgo de que se vengasen ellos, o de que la justicia los vengase»58. La máscara invierte, por consiguiente, la estructura que 55

Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 320. particular el capítulo titulado «Passages, Margins, and Poverty: Religious Symbols of Communitas», en pp. 231-271. 57 Esta dicotomía puede ser vista desde otra perspectiva que nos brinda Bristol: dado el fin caritativo del fenómeno del teatro en muchas partes de Europa, en donde se destinan unas ganancias al mantenimiento de ciertos hospitales (caso típico de Madrid, por ejemplo): «the functional equivalency between festivity and administrative technique suggests, moreover, that the social order objectified in the festival is a rival and antagonist to state power»; en Bristol, 1985, p. 35. La dicotomía vuelve a aparecer, en el fondo, cuando Zabaleta concluye su relato de la fiesta recordándonos que «si estas mujeres […] buscaran entre su ropa blanca los paños que ha consumido el uso, que ésos son de uso para los hospitales […] No quisieron hacer nada de esto, fuéronse a la comedia y tratólas como quien ella es» (p. 323), líneas éstas de enorme importancia, ya que no sólo sitúan a la mujer en su ámbito anhelado de «perfecta casada», sino que también recuerdan cuál era el propósito originariamente caritativo de ciertos beneficios teatrales. 58 Las dos citas provienen de Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 312. 56 Turner, 1974, en

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se ha mantenido durante el resto de la semana. En este caso asistimos a un ritual de solidaridad femenina a través de la comida que cuestiona la jerarquía marcada del corral de comedias porque fuerza los límites impuestos por el espacio de la cazuela, para integrar su violencia simbólica en el marco más amplio del corral (esta ruptura de los «límites de lo posible» es típica de la conducta de la «communitas»). A estas licencias temporales, a este «letting off steam», Natalie Zemon Davis lo denominó muy atinadamente «the meaning of misrule», como una mezcla de trasgresión y solidaridad de gran relevancia desde un punto de vista antropológico59. Así, por ejemplo, se crea una afiliación y lealtad afectiva por medio de las avellanas rancias que se comparten en la cazuela, o a través del apetito por el chismorreo que nunca trasciende a oídos masculinos (si bien la comida es originalmente administrada por un hombre, que es quien se la vende). Pero la violencia no es sólo simbólica, y Zabaleta se vale de un altercado muy oportuno para subrayar las condiciones impropias, indecorosas, a las que se somete la mujer cuando va al teatro: unos mozuelos armarán una trifulca con los cobradores y de pronto son las mujeres las que sufren los peores golpes, dentro de una violencia legitimada muy de celebración carnavalesca y en la que no falta la sangre que sale de las narices de una dama, a causa de «un codazo que le dio uno de los de la pendencia»60. Cuando la comedia termina, una de las mujeres ha perdido su llave, las demás vuelven a casa no sin «daño y molimiento» y, en general, para todas ha supuesto un cierto engorro el tener que asimilar los rituales que impone la visita al corral de comedias, aunque sin embargo se ha asistido a una celebración de comunidad y de participación que satisface y marca un patrón de frecuencia. Se ha saciado, en cierta manera, el apetito de toda la semana. Resulta interesante, a modo de conexión con el fenómeno de la economía familiar que tanto criticará luego Santos, la afirmación de David Harvey de que individuals draw their sense of identity and shape their consciousness out of the material bases given by the individualism of money, the class rela59

Davis, 1975. Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 321. A este respecto, son de consulta obligada los comentarios que hace Bajtin a uno de los más conocidos episodios de Gargantúa y Pantagruel: «fue tan bien golpeado que le salía sangre por la boca, por 60

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tions of capital, the limited coherence of community, the contested legitimacy of the state, and the protected but vulnerable domain of family life. But they also do so in the context of how these material bases intersect within a produced urban milieu that institutionalizes and reifies the social and physical patterning of all such human relations in space and time61.

Es gracias a este sentido de afiliación que se puede dar un tipo de respuesta comunal y anónima a una imposición tanto doméstica (obligaciones familiares) como pública (la vigilancia del alguacil o del apretador), que conduce en última instancia al sentimiento necesario para la celebración desordenada y festiva del acto subversivo. A esta liberación de las tareas domésticas Michael Bristol la denomina «actitud saturnal», conducta que resulta, como ya señalara Emile Durkheim en su clásico The Elementary Forms of Religious Life, en una cierta armonía social. Desde una perspectiva semejante Roger Caillois irá más lejos al defender la existencia de una suerte de paroxismo muy típica de rituales carnavalescos purificadores, y la fiesta se concibe entonces como un período sagrado de la vida social donde se suspenden las reglas: «On comprend que la fête, represéntant un tel paroxysme de vie et tranchant si violemment sur les menus soucis de l’existence quotidienne, apparaisse à l’individu comme un autre monde, où il se sent soutenu et transformé par des forces que le dépassent»62. El placer de comer y el beber entonces contiene en sí una trágica ironía: mientras que, por un lado, opera como muestra de hospitalidad, motivo de comunión y refuerzo de lazos sociales, por otro lado el apetito es en sí destructor, aniquilador, y debe permanecer así para ser saciado. Desde la existencia de la fiesta y la vigilancia, de la represión y el desahogo, la degustación madrileña vuelve a ser, tanto en el discurso de la abunla nariz, por las orejas y por los ojos.» (1987, p. 182). Para una mayor profundización en las tesis de Bajtin sobre la imagen de la boca abierta, véanse pp. 294-306 (1987). El tema de la «jeta roja» parece ser una constante dentro de esta estética de burla y escarnio. 61 Harvey, 1989a, p. 262. 62 En Caillois, 1950, p. 129. Y en 1958, Caillois señala también varias categorías de comportamiento celebrativo, de las cuales lo que llama «ilinx» vendría a ser una suerte de vértigo o locura (el libro de Caillois es una crítica al concepto de juego de Johan Huizinga, cuyas reflexiones en «Nature and Significance of Play», 1970, pp. 127, son de consulta necesaria en nuestro acercamiento crítico).

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dancia del glotón como en discurso de la carencia en las damas, un motivo de importancia seminal para entender y recuperar la existencia de este Madrid de ofertas exageradas.

3. Madrid por dentro: Francisco Santos y el sacrificio de la carne The inescapable cycle of hunger and eating is in a sense commemorated by the fragility of food itself, which melts, collapses, is eaten and digested, rots, molds, and decays. Because eating is a repetitive and transient experience, because food does not last but spoils, because it not only nourishes but poisons, eating is a small exercise in mortality. Carolyn Korsmeyer, Making Sense of Taste

Situada a medio camino entre el ocaso de Felipe IV y el inicio de su sucesor Carlos II, la herencia literaria de Francisco Santos continúa relegada a un plano secundario frente a la de algunos de sus contemporáneos e inmediatos antecesores; el peso de figuras como Quevedo, Vélez de Guevara y, en especial, Zabaleta y Gracián, han hecho de Santos poco menos que una rareza incluso para los estudiosos de la narrativa del xvii, en parte también debido al carácter híbrido de una prosa de tintes picarescos, costumbristas, periodísticos y moralizantes que resiste toda clasificación. A esta circunstancia ha contribuido el hecho de que su biografía sigue siendo poco conocida, debido a su profesión de soldado y al consecuente nomadismo que define parte de su existencia, si bien es sabido su origen humilde, su entorno familiar y ciertos episodios puntuales de su vida madrileña63. No obstante, y pese al atractivo que presentan algunos de sus textos menos olvidados, lo cierto es que su figura ha pasado a la historia literaria

63 Véase

la «Introducción» de Navarro Pérez, 1976, pp. IX-LXXIII. Sabemos, como nos recuerda Hernández, 1995, p. 35, que en 1612 una real cédula había prohibido, con gran satisfacción de los regidores, las milicias en el caso de Madrid del tipo que había existido a fines del siglo xvi, milicias de caballería o «caballerías villanas».

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como subsidiaria y dependiente de otras más excelsas plumas, a pesar de haber sido uno de los escritores más populares en su tiempo e inmediata posteridad64. Los constantes parecidos y préstamos de Gracián, Zabaleta, Quevedo y otros prosistas anteriores a él, como Vélez de Guevara, Céspedes, Liñán o Suárez de Figueroa, han rebajado su prestigio y la originalidad de una obra de la que apenas existen ediciones modernas65. Junto a esta circunstancia, han sido frecuentes las críticas a su excesivo moralismo y a la rigidez de sus opiniones, hasta el punto de que dos de sus mayores estudiosos han hablado de «una delirante concepción del presente» y de una «moralidad atosigante, obsesiva»66. Y, sin embargo, la lectura de sus textos de temática urbana arroja continuos aciertos de contenido, originalidades estilísticas, atractivos personajes y numerosa información de un Madrid marginal que apenas es tratado por sus contemporáneos. El misterio que rodea a nuestro autor se extiende a las coordenadas genéticas de su producción, de la cual entregará, entre 1663 y 1667, dieciséis piezas a imprenta. Nacido en el madrileño barrio de Lavapiés y residente en algunas de las más importantes ciudades españolas, su condición de militar le dará un conocimiento interno del hampa local, de los ambientes sórdidos y de la España móvil que constituyen soldados en activo y excombatientes retirados. Sorprende, no obstante, su excelente bagaje cultural, sus numerosas lecturas (hay, por ejemplo, ecos manriqueños en muchas de sus letanías por un pasado glorioso) y su prolija creatividad, cuyo espectro alcanzará a todas las capas y ocupaciones de la sociedad urbana. Consciente de la situación general de declive y corrupción que se vive en la segunda mitad de siglo, Santos será sensible a la situación política, social, cultural y económica de la

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Sus Obras en prosa y verso fueron editadas en 4 volúmenes en Madrid en 1723, y alabadas por escritores como Torres Villarroel y otros.Véanse Arizpe, 1991, y Rodríguez-Puértolas, «Introducción» a El no importa de España, 1974, p. xv. A modo de complemento, ver Barrero Pérez, 1990. Cuando hablo de «Madrid por dentro» sigo, en cierta manera, la expresión del Padre Martín Sarmiento y de la del Marqués de la Villa de San Andrés. Hay obra anónima con este título y también una comedia de Pedro Rosete Niño titulada de igual forma. 65 Véase Hammond, 1950, especialmente pp. 9-11; del mismo autor, 1949 y 1951, p. 166. 66 La primera cita proviene de Rodríguez-Puértolas, 1975, vol. III, p. 419; la segunda es de Navarro Pérez, 1976, p. xxvi.

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realidad que le tocó vivir y, en consecuencia, sus quejas —no exentas de esporádicas propuestas y soluciones prácticas— tocarán siempre más en lo moralista que en lo didáctico. Manejará así un lenguaje cercano al de Zabaleta, pero en su articulación temática se acercará más a Quevedo (por ejemplo en el motivo de los sueños, que inician muchas de sus novelas) y al Vélez de Guevara de El Diablo Cojuelo; en su constante moralina y rigidez ideológica recuerda al Suárez de Figueroa de El Pasajero, aunque en el estilo periodístico de registro urbano sus visiones heredarán las estampas de los Avisos y Guías de Barrionuevo y Liñán y Verdugo. Es decir, toda una extraordinaria genealogía literaria que le permite valerse de temas y registros ya manipulados para adentrarse en los rincones y secretos de un Madrid que se retrata en lo real y en lo fantástico a partes iguales, y en donde la sátira, la burla y la queja se combinan para crear estéticas anteriormente disfrutadas pero no menos sugerentes. Continuando predilecciones ajenas, el cuerpo humano se someterá entonces a los tribunales del paisaje urbano, y la carne, en sus diversas manifestaciones, será un motivo temático que articula gran parte de su estética personal: cuerpos que consumen y son consumidos por otros, cuerpos que generan y que son degenerados. El sentido del gusto, no sólo como percepción sino también como metonimia de todos los procesos asociados a la boca como orificio de entrada y salida, se explotará una y otra vez con fines materiales y simbólicos creando escenas delirantes que re c ue rdan a los paisajes de El Bosco (abiertamente homenajeado por nuestro autor) o a los fantásticos excesos de Rabelais67; los peligros de la carne serán, en Santos, amenaza social y motivo de escritura, y la fiesta definirá este espacio central de representación simbólica. En este sentido, son sus últimas piezas las más radicales. Tal es el caso, por ejemplo, de su curiosa novela Las Tarascas de Madrid (1665), en la cual introduce creaciones fantásticas que designan despectivamente a los madrileños que hacían de la Semana Santa escenario de abusos y tropelías, como borracheras, comilonas, libertinaje y prostitución. La lente de Santos, centrada en los más conocidos tópicos barrocos sobre la condición humana, recorrerá los preparativos y cele-

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La influencia de El Bosco en las letras españolas ha sido estudiada por Salas, 1943; Levisi, 1963, y comentada más tarde por Iffland en 1978, vol. I, pp. 128-130, y vol. II, pp. 43-49.

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braciones que dan lugar a mecanismos sociales de subversión personal e identificación colectiva: la elevación del precio de la carne, por parte de los comerciantes, amparados por la fuerte demanda al final de la Cuaresma, será motivo de queja en más de un texto, dando así al lector una idea aproximada de las repercusiones sociales que generan estos rituales, hasta el punto de que «por ironía del destino —ha escrito Navarro Pérez— debemos a la santa indignación de Francisco Santos y a su rigor moralista, la relación mejor documentada de la Semana Santa madrileña en el pasado»68. De manera semejante, en Los Gigantones de Madrid por de fuera y prodigioso entretenido (1666) cambiará las Tarascas por los Gigantones, figuras monstruosas que actuaban en la fiesta del Corpus y su octava, denunciando así los males y pecados de los madrileños en estos días feriados. La pieza reproducirá la tradición de recorrer a pie las cuatro leguas de posta que separaban a Madrid del convento, o bien utilizando carretones, caballos y borricos alquilados a los aguadores en donde cargar las vituallas y el menaje culinario, para después almorzar bajo los encinares del Real Sitio y, al atardecer, caminar hasta la Fuente de la Reina para prolongar las merendolas, los festejos y las citas amorosas. Esta celebración desmesurada de lo festivo también será motivo de queja en La Tarasca de parto en el Mesón del Infierno (1672), en donde Santos escribe cómo un huracán azota y agrieta la tierra, dando paso a la Tarasca que, aquejada de dolores de parto, se refugia en el Mesón del Infierno, donde alumbrará «a los más viles pecados de la república, aquellos que se cometen con capa de entretenimiento»: la Maya y las Noches de San Juan, de Toros, del Prado, de Carnestolendas y de Navidad. El autor, aterrorizado, presenciará el múltiple parto junto al Desengaño, que le servirá de consejero y guía en el relato69.

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Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. xli. Véase, a este respecto, el interesante estudio de Simón Palmer, 1988 y, a modo de contraste, el capítulo «El domingo de carnestolendas por la tarde», que incluye Zabaleta, ed. Cuevas, 1983, pp. 445459. 69 La asociación entre celebración popular y deconstrucción burlesca a través de imágenes culinarias no es única de Santos; Chaffee-Sorace (1990, pp. 134-135) nos recuerda cómo el propio Góngora ya había criticado a las viejas desdentadas en su composición «¡Que se nos va la Pascua, mozas!»: Y se de otra buena vieja, que un diente que le quedaba

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Este marco de celebraciones y miedo dará lugar a una aceleración en los intercambios tanto materiales como simbólicos y, por ello, la degustación de lo prohibido se extenderá no sólo a todo tipo de caldos y viandas, sino también a otros alimentos «menos saludables» y más lujuriosos. La Tarasca parirá también un bulto, «ni bien hombre ni bien mujer, seguidos de innumerable tropa, todos en paños menores», para criticar la fiesta de los toros, y del «parto de la Noche del Prado» saldrán unas sombras fantásticas que algo separadas, se dejaban notar coches de damas, coches de galanes, algunos de a caballo y pocos peones, muchas mujeres vendiendo limas dulces y naranjas, y otras cañamones y tostones, y por otra parte repetía el eco: ¡Agua fría, galanes, bollos de manteca de vacas, tortillas de leche! Y a este tono treinta figuras que todo vendían70.

Santos construye también una extraña figura hinchada con boca de lobo que representa a «la noche tenebrosa del martes de Carnestolendas», donde en el carnaval madrileño se comía y bebía sin medida, jugando al alfiler (que se escondía y buscaba entre las ropas de los asistentes), al palillo (que se pasaba de boca a boca) y al caldero, que obligaba al sentenciado a recoger una camuesa del recipiente lleno de agua; o bien se jugaba también a fingir un parto o un Tribunal de Justicia, entre otras ocurrencias del momento que delatan esta alteración de papeles tan carnavalesca. Más sorprendente resultará, no obstante, la elaboración de un mundo en donde la prostitución, en todas sus variedades, culmina este marco de excesos y subversiones71. Sin abandonar aún La Tarasca de parto, veremos cómo la primera criatura, la Maya, encarna la moda de en-

se lo dejó este otro día sepultado en unas natas… 70 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 224. No entro aquí en el asunto de las matronas y parturientas en la España del período, ya comentado por Ortiz en 1993; habían sido muy influyentes, como señala Ortiz, los estudios de Damián Carbón (1541), Francisco Núñez (1580) y Juan Alonso de los Ruyzes (1606). Una reciente propuesta de índole psicoanalítico sobre los temas de embarazo, deformidad y alumbramiento —y algo alejada en tiempo y espacio de nuestro enfoque— es la de Mazzoni en 2002, que abre la posibilidad a una lectura diferente del texto de Santos. 71 A propósito de este tema véase la útil recopilación de Carrasco, 1994, y el artículo de Villalba Pérez, 1997.

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galanar a niñas y doncellas en las fiestas de la Cruz de Mayo, sentándolas en una especie de trono mientras su corte solicita dinero de los transeúntes, lo que les sirve para merendar a todas; junto a ella, el Desengaño pintará actividades menos inocentes, y para ilustrar su opinión le hace visitar las Mayas, dando lugar a descripción de escenas chocantes —y poco cultivadas en las letras del período— de prostitución, extorsiones y corrupción de menores: «esta es una mujer que en llegando este mes recibe una criada de más de la que tiene, y en las fiestas de mayo planta su tienda como ves con estas dos llamadoras; hace su feria, adórnase de galas, píntase el rostro, ya enseñadas las discípulas, llevan a la concha de Venus a los peces tontos…». La ciudad-burdel se torna en escenario delirante en el que el autor deja volar la imaginación a través de personajes-alegoría en donde se consume todo tipo de placeres en una bacanal de «juego» y «día festivo», de gente «contenta» que recuerda a las mujeres de risa floja que ocupaban la cazuela en el caso de Zabaleta; así lo vemos cuando escribe, a modo de registro, que, al echar por una angosta callejuela vimos otra Maya de poca edad, ya la que ella pedía era mujer: con tanto cuidado ejercía al oficio de pedidora, que no dejaba pasar a ninguno, que poco o mucho, no diese para la Maya. Pregunté al Desengañado qué género de Maya era aquella. Me respondió: «Esta mujer que has visto es maestra de niñas y toda la semana está inquietando a las muchachas, con que a Fulanita ha de poner Maya el primer día de fiesta, y las muchachas, con estas voces, no hacen cosa de provecho, deseando el ser galanas y compuestas, empleando aquellas tiernas memorias en el juego y no en la labor; convida a las de mejor rostro, sin perder día festivo de este mes, y para que veas y oigas el logro que saca, sabrás que de lo que junta, envía contenta a la Maya con un pastel de dos cuartos y ella se queda con lo demás…72»

Y, no contento con semejantes ejemplos, en la séptima división de su libro El Arca de Noé y Campana de Belilla Santos arremete de nuevo contra la práctica de la prostitución, pero más todavía contra aquellos que la pagan; recibe por ello las peores críticas aquella clientela masculina con dinero o familia que desatiende las responsabilidades domésticas ocupando el día con mujeres solteras o alcahuetas. Pero 72

Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 157 y 175 respectivamente.

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este «inquietar muchachas» ya resulta muy significativo de las quejas del autor, porque detrás de la queja se esconde una nostalgia por un pasado que poco a poco ha ido desapareciendo. A fin de cuentas, ya fue un clásico como Bajtin quien escribió que degradar supone «entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales»73. Estos peligros y placeres de la carne tienen en los 18 ‘Discursos’ de su primera obra publicada, y que titula muy significativamente Día y Noche de Madrid. Discurso de lo más notable que en él pasa (1663), un extraordinario catálogo de escenas y motivos sorprendentes que recorren la novela de principio a fin. A pesar de que sus dos Aprobaciones lo califican de «ejemplar» y «provechoso», lo cierto es que su recorrido urbano está plagado de episodios chocantes que rozan frecuentemente en el mal gusto, tratando sin remilgos todo tipo de actividades festivas que son censuradas por el autor como desviaciones de la norma o como prácticas prohibidas: prostitución, proxenetismo, pedofilia, estafa, adulterio, ludopatía, violencia doméstica, e incluso un muy velado bestialismo (o al menos una brutal animalización de la lujuria femenina) definen a muchos madrileños de alta alcurnia y de bajos fondos. En este caso lo «notable» del título se asocia más a lo bajo y abyecto que a lo fantástico y delirante, y con ello Santos introduce al lector en un mundo de interiores sofocantes y escenas nocturnas apenas vislumbrado anteriormente, y en donde la anonimia urbana permite (e invita a) nuevas relaciones sociales que articulan, en este sentido, la cara oculta de este Madrid de cromatismos brillantes. Día y Noche de Madrid nos presenta a Onofre, joven napolitano que quiere conocer Madrid y que a su llegada a la ciudad solicita como guía a un noble mozo llamado Juanillo, huérfano desde los diez años. El autor toma como modelo las guías noveladas de la época, y se narra un día completo en la ciudad, con Juanillo como intérprete del paisaje, presentando en episodios hilvanados (al contrario de lo que hará Zabaleta) un espacio urbano retratado a modo de galería de costumbres. Las continuas quejas y digresiones moralistas de Juanillo, detrás del cual se adivina al propio Santos, junto a un final en el que el joven

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Bajtin, 1987, p. 25.

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encuentra un presente estable que anuncia una resolución feliz a su existencia como marginal, a nuncian una suerte de ficción anti-picaresca gracias a un personaje virtuoso que ha superado todo tipo de dificultades iniciales antes de conocer a su amigo napolitano, y que sabe cómo evitar situaciones comprometidas. Eso sí, el hecho de evitarlas no implica el no conocerlas bien, y a través del joven desocupado se nos va «registrando» (palabra del autor) todo un testimonio antropológico que mezcla el folklore con la historia, la política con la economía, y en donde las apelaciones al orden familiar y social son tan continuas como vanas. El final de la narración, con resolución feliz para ambos personajes, opera como admonición y como motivo ejemplarizante de un universo urbano con poco espacio de salvación tanto en lo material como en lo simbólico. El observar lo ajeno sin involucrarse permite, en última instancia, la salvación de los personajes y, claro está, la del lector que participa de este acto de voyeurismo. La novela resulta sintomática de las nuevas realidades de la Corte, y actúa como un documento de gran precisión en el retrato de las ansiedades y peligros de lo urbano, a pesar, paradójicamente, de su constante tendencia a la hipérbole y otros registros que la alejan de lo meramente documental. Las descripciones de lo urbano suelen ser agobiantes, saturadas de estímulos simultáneos, retratando callejuelas, esquinas, gentío, bienes desperdiciados y escenas de interiores oscuros y sofocantes. De nuevo resulta importante la metáfora culinaria que ya veíamos en el pastel de carne de Vélez de Guevara, y que vuelve aquí en el formato de «mesón del mundo» para ilustrar lo variado y cosmopolita que es este Madrid para Onofre, quien con gran ironía confesará a su guía que «admirado estoy de lo que veo en este lugar, pues todo él es maravillas; no en balde le alaban las extranjeras naciones, aclamándole Madrid, madre de pobres»74. Madrid se torna así en «mundo abreviado», curiosidad reproducible donde las rarezas destacan por su valía documental, lo que supone, para el avispado guía, que «atenderemos a las que se pudieren registrar»75. Como resultado, en este gran caldero humano el cuerpo se somete a todo tipo de tensiones internas y externas, y ya desde el inicio se nos introduce a la figura de Juanillo como una gestación violenta, en donde el parto materno,

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Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 90 y 126 respectivamente. Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 179.

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motivo tan querido y tan ricamente connotado por Santos, supone el primer trauma de todos: en nacimiento como acceso a la muerte. Así, hablando de su madre, el joven dirá que era el renombre que me daba de carísimo porque de mi parto pasó muchos dolores, y con gran pesadez me trajo en sus entrañas; parióme doblado y a mi entender fue dar fin a mis dobleces, que, aunque es fruta del tiempo, en mi vida la he usado ni tenido. Tuvo grande mal en los pechos, que la prolija enfermedad no la dejó hasta que la cortaron el uno, en cuya enfadosa cama vendió cuanto tenía; con mucha brevedad sería porque el caudal del pobre siempre se parece a su dueño. Llegó a tanta pobreza, que la necesidad la sujetó a pedir por Dios; no es afrenta, que la ofrenta es negarle el socorro al pobre que le pide76.

La cita contiene también un elemento originalísimo que apenas vuelve a salir en la narrativa del período, como es el del cáncer; la madre fallece rápidamente de un cáncer de pecho que la consume y debilita, y a través de este motivo Santos se vale también de la idea del mal interno como podredumbre que descompone el cuerpo humano, el orden social y el aparato estatal (a través del tan denostado parasitismo, por ejemplo)77. La intuición de Santos contiene en sí un importante germen freudiano en cuanto el tema de la devoración materna arranca del impulso de gratificación oral, despojando al seno de su posibilidad de generar leche materna como marca de continuidad78. Desde esta ruptura estructurante (pues define la vida apicarada del joven), el tema del nacimiento como rito de pasaje, según ha escrito Theresa M. Krier, es complejo y fascinante, y remite en este caso a una nostalgia por los orígenes que asume en esta novela la búsqueda incesante de un territorio perdido, de un edén inexistente: «it is the

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Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 18. Una lectura diferente sobre el valor cultural del seno femenino en un contexto alejado del que me ocupa es la de Schwarz, «Missing the Breast», incluida en Hillman y Mazzio, 1997, pp. 147-169. En cuanto al controvertido asunto de la lactancia, ya comentado por toda la tradición humanista del siglo xvi europeo (Erasmo, Vives, Fray Luis, More, Roelas), remito al reciente estudio de Villaseñor Black con respecto a la pintura del período, 2002. 78 Véase Freud, 1950 [1918]. El valor cultural y la función literaria de la lactancia como relación íntima entre madre e hijo ha sido estudiado por Valerie Fildes y, en las letras del siglo xvi, por Carloyn Nadeau. 77

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sacrifice that creates culture»79. Pero la separación no implica pérdida, y la propia narración (en su sentido de búsqueda y circularidad) opera como vía de encuentro que culmina en un final honroso para su protagonista. La novela es, así, un acto de luto a través de un recorrido por lo urbano como agente de sustitución, que se manifiesta cuando «trapped in the melancholia of unperformed mourning for a fusion that we do not allow ourselves to know we have never exactly had, we consign ourselves to the pathos of nostalgia for an idealized first home»80. El amor a la madre, según Juanillo, define a los hombres de bien (salvo los «brutos» e «ingratos») y, sin apartarse de la misma imaginería, se nos recuerda que «sólo a la víbora se le concede esta crueldad, por ser venenoso aborto de la misma fiereza, pues en naciendo, acarrean la muerte a las entrañas que la avivaron [….] Sólo el mal hijo imita a la víbora o al rayo, que para nacer hace reventar a la nube que le congeló, sin corresponder con la mayor obligación»81. Frente a una posible idea de renovación, la cita apunta por el contrario a un cierto vértigo en Santos ante la posibilidad de la pérdida de los orígenes que dan estas nuevas realidades urbanas, apelando al orden que ofrecen ciertas estructuras fundamentales como la familia o el ejército, amenazadas en un medio que, al igual que el destino de la nación, no se puede detener y tiende hacia el caos y la destrucción. Juanillo, como metonimia de Madrid y al igual que ella, no tiene pasado, y quizá es esa ausencia de memoria lo que le hace tan útil en su carácter de eterno presente, del espacio como proceso y no como resultado. Madrid surge así como un monstruoso parto, violento y rápido, imparable. En consecuencia, tan frecuente en Santos como el cáncer resulta la imagen del gusano, también connotando la quiebra interna de la carne y el apetito descontrolado que engulle todo: «es carcoma un gusanillo pequeño, pero muy ambicioso», que poco a poco destruye los árboles, «y al pie de su edificio empieza a roer hasta que cabe su cuerpo», en donde luego irá comiendo y labrando huecos «que como va creciendo su soberbia y no cabe en aquel aposento y procu79 Véase

Krier, 2001, especialmente el capítulo I, «Cradle and All», pp. 3-21; el estudio, que propone el tema de los «tropes of generation» como una tradición literaria propia, es una fascinante discusión de ciertos textos canónicos a la luz de las teorías psicoanalíticas de Irigaray, Klein y Winnicott. 80 La frase, de sugerentes resonancias, es de la propia Krier, 2001, p. 13. 81 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 171.

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ra roer más y más en el corazón del árbol, labrando salas y recibimientos muy de su gusto, hasta que a puro roer el árbol le seca y quita la vida», aludiendo también, evidentemente, a la explotación por parte de nobles parásitos de la escasa riqueza existente en un momento de crisis; el hombre se convierte así en «vil gusano», fundiéndose el cuerpo humano y el social en uno sólo82. La boca se torna entonces en motivo fundamental. Como ya había hecho Zabaleta, Santos narra una visita al dentista que termina de mala manera; se trata en este caso de una mujer que tiene una muela podrida y necesita de su extracción, pero en vez de quitarle la correcta, en un alarde de ineptitud e indiferencia a partes iguales el dentista le extrae la muela equivocada83. El episodio sirve también para denunciar la práctica de malas decisiones y la existencia de elementos internos cuya podredumbre, al igual que con el cáncer y el gusano, debe ser extraída o eliminada. No en vano, la narración de este viaje estará salpicada de personajes deformes, procesos de consumición interna y externa, y marginados que carecen de cuerpos completos. Léase, por ejemplo, la figura del tullido que protagoniza el octavo discurso, y del que Santos se vale para idear un programa de caridad que reparta entre los verdaderamente necesitados para hacerlos medianamente productivos: «la carne muerta —dirá el autor— luego cría gusanos»84. En Don Diego de Noche, Salas hablará de los tullidos y mendigos, aunque «más tullidos son los que ocupan las puertas de los ministros que los que embarazan las de los templos»85.Y el cuerpo tullido —añado yo— anuncia el funcionamiento imperfecto de un presente cuyo pasado más reciente ha sido mutilado. El tema de la carne domina los designios de este viaje por la trastienda madrileña. El vicio de la gula, desde su faceta destructora y no productiva, señala la existencia de unas prácticas que amenazan el orden y la armonía en las relaciones personales, desde las cuales la lente de Santos se dirige una y otra vez a la situación de la mujer casada como víctima de prácticas injustas. No sorprende la denuncia,

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Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 43. El episodio, con tintes tragicómicos, se narra en Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 69-70. 84 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 100. 85 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 41. 83

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por ejemplo, de la ludopatía como adicción que ejemplifica todos los males de la sociedad presente. En un momento en que las casas de juego eran autorizadas por real licencia, estando a cargo de soldados lisiados en la guerra y faltos de recursos, y recibiendo los cuerpos de guardia privilegio para instalar mesas de juego desde antiguo, la condición de soldado no hará en Santos un defensor de estos hábitos, sino más uno de sus mayores censores86. En el discurso VII los dos protagonistas visitarán la Cárcel de Corte, para trasladarse después a un garito en cuya puerta ha estallado una pendencia, con el resultado de un hombre herido y su mujer quejándose a viva voz: «tenía yo marido sosegado y este maldito ejercicio me le ha puesto en el estado que ves». Juanillo hablará entonces de «la gula del juego», de este nocivo apetito: «de ordinario sucede esto en las casas de juego», ya que «hombre jugador es peor que el demonio»87.Y más tarde, en un extraordinario ejemplo de lo que hoy se entiende como violencia doméstica, se nos introducirá en el cuadro del hombre que, habiendo comido fuera, vuelve a casa de mal humor y se queja de la mala comida (aunque aparentemente deliciosa) de su esposa: si la mujer levanta la voz, él levanta la mano y la da de bofetadas. Ella, entre afrenta, dolor y lágrimas, arroja palabras de sentimiento que encerraba en su pecho, y él mohíno, como ya quitó la cólera en su pobre mujer, repara en que no ha tenido razón, y como ella no cesa de arrojar quejas, él toma la capa y se va88.

Una incursión en asuntos poco novelables que convierten el texto en un documento originalísimo de las posibles realidades domésticas del seiscientos. Pero no son sólo el carnaval, el juego, y los mesones (tres formas diferentes de articular la noción de «apetito», después de todo) elementos destructores del orden familiar, ya que las tentaciones de la carne invaden los espacios domésticos y privados en diferentes maneras. Hay una crítica constante, por ejemplo, a las jóvenes mozas de servicio, que se quedan embarazadas de rufianes anónimos y acaban 86

Junto a las útiles puntualizaciones de Navarro Pérez en la Introducción, puede consultarse, entre otras fuentes, la de Deleito y Piñuela, 1948, pp. 216-244. 87 Véase Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 99-104. 88 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 128-129.

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pariendo en casa del señor (su única casa, a fin de cuentas), «haciendo a su esposa que la sirva y regale y críe como a hijo lo que pare, dándola por ello muchas pesadumbres, si acaso no pasa a tratarla mal de obra»89. La tan explotada idea del parto vuelve a dar de nuevo lugar a crisis y ruptura del orden familiar, siendo en este caso invadido el espacio doméstico por la anonimia de lo foráneo, y rompiéndose así las dicotomías estables entre lo doméstico y lo público, lo interno y lo externo, lo femenino y lo masculino. Frente al carácter positivo asignado al sentido de la vista como vigilancia y fidelidad (se habla de los cariños de la esposa «hecha un argos vigilante» ante el marido enfermo), Santos no duda en animalizar este tipo de mujeres de cuerpos seccionados a través de la imagen de la boca: criadas de «hociquillo desabrido»90, cuyo apetito correrá paralelo a la mujer negra «con más hocico que el de un puerco», a la cual Santos nos narra sorprendida en pleno encuentro carnal por unos alguaciles con un venerable y sumamente avergonzado caballero91. Por ello no resulta del todo raro, entre tanto hocico, que Santos recurra a la animalización de ciertas damiselas urbanas y sus «perritos de falda» ya que llega a tanto su desvergüenza y poco miramiento, que cuando están las perritas salidas, que también lo deben de estar ellas, pues tal hacen, las tienen en el ínter que el perrito de mi señora doña Fulana las cubre. Mejor fuera que los ratos que gastan en estos entretenimientos los emplearan en rezar por las almas del purgatorio y reparar que el pregonar a un perro y traer novenario por él…92

Pasaje que, desde sus reminiscencias a El Bosco y sus figuras híbridas entre lo humano y lo animal, implica también una ausencia del substrato espiritual que tanto anhela Santos. Como resultado, cuando los protagonistas topan con el entierro de un bodegonero, esta oposición entre fiesta y espiritualidad se subraya en la misma pompa del hombre muerto, de tanto aparato y «tan pocas misas», volviendo a la

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Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 48. Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 52 y 50 respectivamente. 91 Episodio que se narra en Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 180. 92 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 201; cursivas mías. Cfr. El rey gallo, pp. 41 y 43: «hartas cosas se me quedan por decir que passan con los perritos de estrado, que aún de contarlas tengo vergüenza, y quien las comete no». 90

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dualidad «mesa / misa» (Zabaleta) y «devota / de bota» (Salas Barbadillo, Calderón). Pero la sordidez de ciertos espacios no evita que la crítica de Santos se extienda también a la simbiosis existente entre estas conductas y la oferta de nuevos entornos urbanos de indudable majestuosidad. Las fuentes se convierten así en escenarios de citas amorosas en una ciudad donde no faltan algunas verdaderamente emblemáticas: la fuente de Lavapiés, por ejemplo, era famosa por sus dos caños, y se decía que el «flaquito» curaba muchas enfermedades endemoniadas; a del convento de Santo Domingo, la de Santa Polonia y la de San Isidro Labrador se consideraban fuentes santas; la fuente de piedra de la Plaza de la Cebada, por ejemplo, sirvió para las fiestas de canonización de San Isidro en 1622, para artificios de jardinería y juegos de aguas (también la de Santo Domingo fue venerada por su belleza y acabado); la fuente del Berro, vendida en 1630 por el Duque de Frías a Felipe IV como parte de la Quinta de Miraflores en el arroyo Abroñigal, fue otra de las más citadas en el período junto a la fuente de la Reina, situada a una legua del Prado y preferida en el otoño; convertida en fuente monumental por Felipe III, aparece homenajeada por Santos en Los gigantones pero también lo hace por ejemplo Calderón en El maestro de danzar cuando escriba que «tus estanques en invierno, / tu río en verano, tu Prado / en primavera, tu ameno / camino del Pardo y fuente / de reina en Otoño»93. Santos, no obstante, se quejará en Día y noche de Madrid de «lo que esas fuentes alcahuetean, aunque siempre están parlando lo que ven, pero no las entiende nadie», en una de las frases más originales y hermosas de todo el texto94. La existencia de estas alcahuetas de piedra dará pie a jugosas estampas, y el autor contará cómo la «fregatriz» malgasta el agua durante el día aunque haya pozo en casa, con la excusa de ir a la fuente por la noche («por agua voy»), «donde las están esperando el lacayo, el cochero, el paje, el mozo de sillas, el criado del doctor y otros semejantes, que las que pican más alto no salen por agua».Allí coquetearán con sus pretendientes antes de retirarse cada una con su galán a sus lugares furtivos, y cuando sean sorprendidas por los alguaciles en portales y rincones oscuros,

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Sobre las fuentes públicas del Madrid del Rey poeta han escrito Herrero García, 1930, pp. 373 y ss.; Deleito y Piñuela, 1968, pp. 107-119, y Sol Díaz y Díaz, 1976. 94 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 177.

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saldrán corriendo y se romperán los cántaros (siguiendo así el refrán de «quien va a la fuente…»); como resultado, el autor informa que «el cántaro está como salió de casa», es decir, vacío. En otras ocasiones, nos cuenta Santos, las chicas irán a la fuente obligadas por sus señoras, celosas de que las jóvenes tengan relaciones en casa con sus mismísimos amos; así dirá una de ellas, porque «mi ama, por vengarse de algunas pesadumbres que por mi causa tiene por mi amo, me hace salir por ella [el agua]»95. De nada sirven aquí las soluciones propuestas por Valverde Turices sobre las bebidas «no compuestas», cuando incluso el beber agua de la fuente esconde prácticas clandestinas. Es por ello que, si bien la comida y bebida establecen y definen relaciones sociales en esta ciudad llena de estímulos festivos y furtivos, Santos parece sugerir que los placeres de la carne, y en especial aquellos asociados con el sentido del gusto o la consumición oral, conducen a la falta de una verdadera rectitud espiritual y a una ruptura en el mantenimiento del orden familiar. Se come y se bebe mucho en El día y noche de Madrid, pero hasta un acto como el beber agua de la fuente se connota de aspectos negativos y de conductas dudosas, descubriendo también otras lacras sociales igualmente graves. Junto a ello, nos encontramos con sorprendentes comentarios sobre la realidad económica del momento, como cuando el autor se queja de «¡Que valga una libra de carne tanto en un tiempo tan abundante como pregona la cuerda Extremadura!», o «¿Que en un año tan fértil como éste valga una azumbre de vino aguado y mal vendido catorce cuartos? En verdad que lo he conocido yo bueno y bien medido por seis, y menos»96. Pero el verdadero «precio de la carne» es aquel que existe en cada esquina, en cada transacción de deseos urbanos, desde lo sórdido de las prostitutas pasando por las ambiguas criadas hasta lle-

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Las citas provienen de Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 178. Hernández, en 1995, p. 9, ha insistido en que «el servicio doméstico constituye ya en esta época un núcleo importante de la población activa». 96 Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 144. Compárese con la queja del glotón en Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 194: «—Señor, no se puede creer cuál está el lugar; no hay qué comer si no es pan y carne. Para hallar un manojo de espárragos es necesario tener espíritu de profecía, para acaudalar una libra de criadillas de tierra es preciso ser primo hermano de un labrador; la plaza está que parece que la han saqueado»; sobre las oscilaciones en el precio y la disponibilidad de la carne, véase Ringrose, 1985, pp. 209-211, 287-288.

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gar a las mismas damas urbanas, animalizadas en bocas promiscuas convertidas en hocicos: todo en este Madrid comercial se tasa en virtud de su valor de cambio, algo de lo que ya se había dado cuenta Lope cuando en Amar sin saber a quién el criado Limón se había quejado de que «No hay amor en Madrid; reina / en Madrid sólo interés, / novedad, galas, veletas, / comodidad, ¡qué se yo!…». Este «qué se yo», esta búsqueda de nuevos placeres, este recorrido y esta incursión en lugares sofocantes y secretos cuestiona también la oposición entre interiores y exteriores, pues nada impide a los protagonistas entrar en estos sótanos y alcobas; siempre habrá un altercado en la calle cerca de una puerta, o gente que sale de un sitio evacuando un espacio que se ocupará entonces por los protagonistas, y con ello el lector penetrará en un Madrid que se aleja de los autoritarios desfiles reales y la indicativa estructuración social del corral de comedias. Las criadas sin recursos serán capaces de colar a sus amantes a través de los balcones tanto como los caballeros con medios serán sorprendidos con «negras portuguesas» o con sifilíticas prostitutas, y estas mismas prostitutas acabarán entrando en las casas buscando a sus clientes. Fuentes, casinos y mesones, o a veces simplemente un fuego que se desata en una casa (rompiendo la barrera entre lo visible y lo invisible, despertando y descubriendo a los habitantes en pijama, en su condición privada y nocturna) serán convocatorias fortuitas de importancia seminal en la prosa de Santos tanto como lo habían sido en El Diablo Cojuelo. Desde ámbitos oclusivos (cáncer, gusanos, carcoma), pasando por los recintos privados (casas, garitos, mesones), y hasta llegar a espacios públicos conocidos por todos (fuentes, riberas, prados), veremos así una nueva forma de censurar los crecientes «peligros de la carne» en este Madrid de los Austrias. El sentido del gusto condena entonces a la boca a un perpetuo silencio, se le despoja del privilegio de la palabra. La boca se asocia en estos pasajes más con el sentido del tacto (como herramienta de encuentro y digestión) que con el oído (como creadora del lenguaje), manteniendo así su condición inferior en la jerarquía de los sentidos; el contacto, y no la separación, es lo que condena al gusto a la categoría de lo bajo frente a la vista o el oído. Con gran perspicacia, el crítico Ramón Valdés97 ha escrito que «el Cojuelo muestra a don

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Cursivas mías. Santos, Obras, ed. Navarro Pérez, 1976, p. xliii.

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Cleofás los mudos habitantes de Madrid, con sus locuras y vanidades, cual titiritero que exhibe su retablo de duelos».Y es cierto que nadie tiene voz en estos retablos y en estas galerías, porque la realidad ya viene nombrada por la propia escritura que la traduce: son éstas estampas cacofónicas, abyectas. Levantando la corteza del pastel literario que ha madurado en estas páginas, se aprecia en este retablo de duelos una faceta poco estudiada por la crítica y poco hermanada con las tradicionales de lo culinario que acaso nos han dado otros textos más amables ante el fenómeno de la comida y la bebida. El motivo de la boca sirve así para articular el consumo (ya sea material o simbólico) de lo indigesto y lo repugnante, pero también opera como territorio por el que transitan grandes cantidades de carne, pescado, leche y vino; mediante imágenes de sutiles detalles, estos creadores se acercan a una estética muy conocida y practicada en la época que esconde también una muy precisa ékfrasis, gracias a la tradición pictórica local que arranca con el conocimiento de artistas como El Bosco, Brueghel el Viejo, Sánchez Cotán o el propio Velázquez. A través de un prisma algo más benévolo, estos textos invitan también a leer la experiencia madrileña desde lo festivo de los rituales establecidos e improvisados, y a contemplar el uso real y metafórico de muchos de los productos locales, informando al mismo tiempo de las realidades socioeconómicas de una ciudad en constante cambio, cuyo menú, aparentemente ilimitado, se selecciona en realidad muy cuidadosamente según el potencial didáctico de su valor médico, religioso o folklórico98. Por último, el estudio del paladar urbano también resulta necesario porque la «degustación de Madrid» indica que este espacio castizo amplía sus esquemas tradicionales en un momento histórico (segunda mitad del siglo xvii) que comienza a equiparar el concepto de gusto como sensación a la noción de gusto como capital social o como marca de distinción personal, según han ilustrado las investigaciones modernas del sociólogo Pierre Bourdieu99. Como resultado, este fenómeno se aprecia también en escritores coetáneos que pronto anunciarán el discurso de

98 Interesante resulta, en este aspecto, el interludio en verso titulado «El cocinero del amor», que Salas intercala en su pieza Fiestas de la boda de la incasable malcasada, un cocinero que no prepara menús, sino que adoctrina en gustos, deseos y placeres. 99 Véase su análisis de la Francia contemporánea en Bourdieu, 1984, y en especial la diferenciación entre lo que él llama «gusto de libertad o lujo» y «gusto de

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lo sublime en el siglo siguiente100. En su dimensión material, lo compuesto adquiere entonces un valor añadido que se refuerza por la versatilidad y los ilimitados efectos sobre el consumidor (fue poco apreciada, por ejemplo, la cerveza, que resistía la mezcla), al tiempo que construye una nueva idea de sofisticación cuyo componente ecléctico, como más tarde veremos con la ropa, resulta definitorio; así se ha visto en el caso del chocolate, que tantos quebraderos de cabeza dará a los moralistas de la época, y que tantas lecturas propone. En su dimensión temporal, el acto de comer es el más barroco de todos, pues es repetible y, sobre todo, no perdurable: todo alimento perece o, en el mejor de los casos, caduca si no es consumido. El acto de comer es, como decía Korsmeyer, «un pequeño ejercicio de mortalidad». En consecuencia, me interesa entonces señalar que esta espacialidad es un producto social, parte de una ‘segunda naturaleza’ que incorpora espacios físicos y psicológicos al socializarlos y transformarlos y, como producto social, es simultáneamente el medio y el resultado de las relaciones que hemos ido analizando101. Esta geografía que retratan Vélez, Santos o Zabaleta se convierte entonces en un escenario competitivo de luchas para conseguir la producción y reproducción social, prácticas sociales dirigidas al mantenimiento y refuerzo del espacio existente o a una reestructuración significativa desde una transformación completa, tal y como se propone en algunos de estos testimonios. Desde esta premisa tan fecunda he querido leer algunas preocupaciones que tan prolijamente nos han informado de un Madrid fascinante, pero que se anhela también como un territorio homogéneo, una república cívica, libre de impurezas y elementos foráneos que atenten contra el orden social o que amenacen sus leyes. A fin de cuentas, ¿no se perdió el Paraíso por un mordisco prohibido?

necesidad», que aquí ha quedado reflejada en numerosos ejemplos a través de la marca social que asumen determinados productos y lugares de consumo. 100 Korsmeyer, 1999, pp. 41-42, escribe con mucha razón que «the connection between taste and appreciative judgment can be found as early as the fifteenth century, but it was in the seventeenth century that the usage spread. In Spanish, Italian, French, German, the practice spread of using literal taste (gusto, goût, Geschmack) analogically to describe an ability to discern what eventually would be designated aesthetic qualities»; tal es el caso, por ejemplo, de Milton, como bien ha demostrado Gigante, 2000, p. 89. 101 Idea que resume Soja en 1999b [1989], p. 129.

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V GEOGRAFÍAS DE LO SACRO Y LO PROFANO: CREACIONES OLFATIVAS DE LA URBE Clearly, the theoretical discourse devoted to olfaction reflects a maze of fascinating taboos and mysterious attractions. The required vigilance toward the threat of putrid miasmas, the exquisite enjoyment of fragrant flowers and the perfume of Narcissus counterbalance the proscription of sensuous animal instinct. It would be therefore an overhasty move to exclude the sense of smell from the history of sensory perceptions simply because of the infatuation with the prestige of sight and hearing. Alain Corbin, The Foul and the Fragrant Smell is cultural, hence a social and historical phenomenon. Odours are invested with cultural values and employed by societies as a means of and a model for defining and interacting with the world. The intimate, emotionally charged nature of the olfactory experience ensures that such value-coded odours are interiorized by the members of society in a deeply personal way. The study of the cultural history of smell is, therefore, in a very real sense, an investigation into the essence of human culture. Constance Classen, Aroma. The Cultural History of Smell

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Frente al campo y la costa y la montaña, la ciudad posee su aire característico, su olor particular, su aroma distintivo. La semántica del olfato nos ha dado expresiones como «olor a multitudes», hay entornos con un «aroma muy especial», y cierta cualidad delicada o imperceptible en cosas y personas goza de «un aire» específico. El ambiente, el ámbito, casi siempre contiene un potencial olfativo mayor que de cualquier otro sentido; cada espacio guarda en sí una imagen latente de fragancias y pestes, y la ciudad preindustrial es cifra de todo lo posible, bouquet ideal para poner a prueba el lenguaje. Aun así, la captación literaria de Madrid ha ofrecido, por lo general, un paisaje desprovisto de olores en el que han dominado las cualidades visuales y auditivas, si bien contamos con plumas de extraordinaria lealtad a lo sensorial como las de Quevedo, Vélez de Guevara o Salas Barbadillo, que no dejan de lamentar la caducidad de las cosas y su estado de frescura o podredumbre; gracias a su elaboración de ambientes y caracteres, las nociones de tiempo y olfato van íntimamente unidas1. No en vano, el olor se asociará en esta época a lo saludable y lo enfermizo (el contagio semántico de la palabra «peste» así lo atestigua), diferenciando lo noble de lo plebeyo, lo masculino de lo femenino, lo canónico de lo diabólico en su alquimia o química y, como resultado, será transferido a cuestiones de ortodoxia sexual, religiosa, racial e incluso estética2. Cuando veíamos que Quevedo «fumiga» el apartamento de Góngora, se está ofreciendo con ello la visión de un espacio doméstico que nos asoma a la existencia de esta ciudad llena de agresivos estímulos de los que apenas puede hacerse cargo la expresión literaria, desprovista aún de toda una gama de términos científicos que pronto serán explorados y acuñados en otras partes de Europa (el siglo xviii francés es, en este sentido, el que inaugura todo un campo olfativo de índole empírica); por eso resulta tan ingenioso y al mismo

1 Véase, por ejemplo, Neumann, 1978; Rothe, 1982; Iffland, 1978, especialmente el capítulo IV de la Primera parte. 2 La peste que arrasó Valladolid en 1599 fue motivo para que humanistas como Cristóbal Pérez de Herrera (quien cifra en diez mil los muertos) desaconsejaran trasladar allí la Corte; quedaba así fijada en el imaginario colectivo la dicotomía contaminación-pureza que, a la larga, favorecería la imagen de Madrid como ámbito saludable; véase el comentario de Reguera Rodríguez a su edición de Razón de Corte, 2001, pp. 55-56.Y, más recientemente, Cavillac, 2002, en el que se comentan muchas cuestiones (amurallado, etc.) que serán de interés en el reinado de Felipe IV.

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tiempo socorrido el recurso de los «garcilasos», en sí toda una alquimia perfumada de credo, casta y poesía. Esta preocupación no es, ni mucho menos, exclusiva del urbanita español. En una Europa por la que se extiende la creencia de que las prostitutas y los judíos poseen un olor distintivo, se llevarán a cabo estudios sobre la secreción del pelirrojo (común asignación peyorativa a lo judío) como ser diferenciado, y el olor corporal se convertirá en una marca de distinción tan poderosa como la propia fisonomía; será el mismo Quevedo quien pegue hombre y nariz en su clásico soneto, completando así un panorama que hermana lo estético (oler) con lo sensorial (ser olido)3. Esta circunstancia provocará también que, tratándose de uno de los sentidos «bajos», se entrelacen discursos ampliamente divulgados como el de lo grotesco y carnavalesco, así como frecuentes préstamos o acuñaciones de índole pictórica, folklórica y mitológica. En consecuencia, en este Madrid sin desodorante también madurará toda una poética que dará cuenta de los miedos y obsesiones de sus ciudadanos por no agredir la nariz del vecino, y la limpieza pública, la higiene personal y doméstica, así como el control de la salubridad del alimento, la bebida o el olor animal fundamentarán las inquietudes del cortesano del siglo xvii. Trazaré en este ensayo, por tanto, un recorrido crítico que irá desde ámbitos generales a espacios concretos a partir de un esquema tripartito: desde la atención prestada por poetas y legisladores al fenómeno del aire madrileño, pasando por la regulación de los aromas domésticos y los olores corpóreos, para finalizar en potencial metafórico de la nariz cortesana desde el consumo del tabaco como agente de formación, distribución y cohesión social. Analizaré la expresión literaria de los olores de estos cuerpos en contacto para, en última instancia, comprobar cómo la manifestación de lo aromático y pestilente se asocia a proyecciones de identidad personal, formación cívica y construcción nacional.

3

Me refiero, evidentemente, a su soneto «Érase un hombre a una nariz pegado», que puede leerse, junto al «Romance de la roma», como prólogo a toda una serie de miedos y obsesiones del español del siglo xvii.

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1. Madrid infecto: cánones del gusto y tradiciones estéticas La historia de los olores madrileños es un fenómeno que no sólo incumbe a la manifestación literaria, sino que involucra, desde su propio fundamento, a disciplinas como urbanismo (en sus medios de saneamiento, por dar tan sólo un caso), arquitectura (en la división entre lo público y lo privado), antropología (desde la historia de la higiene personal), sociología y economía4. El sociólogo francés Alain Corbin escribió hace ya dos décadas que «smell —both as an emanation of material culture and as part of the empire of the senses— though fundamental to experience has been neglected by scholars»5, y lo cierto es que todavía no parece haberse explorado lo suficiente la posibilidad de una «poética literaria de los olores urbanos» en este Madrid capitalino, a pesar de contar con una importante bibliografía última6. Estudios recientes sobre el funcionamiento de mecanismos higiénicos y saneamiento urbano nos han hecho ver cómo ya desde 1565 existían vertederos en el arroyo de San Jerónimo, en el barranco de la Cuesta de Toledo, en la puerta de Alveja y en el barrancón de Lavapiés; o que desde 1567 había barrenderos en Madrid, debido a la preocupación de Felipe II y la Junta de Ornato y Policía por mantener limpias las calles (esta Junta, no obstante, se disolverá en 1608 por su hijo y pasará a competencias de la Sala de Gobierno del Consejo Real). Pero el mal uso de albañares y desaguaderos para aguas de lluvia, la existencia de escombreras, mu l a d a res y vertederos en pleno centro, así como el estiércol de caballos, gallinas, frutas podridas, cáscaras de huevos, excrementos humanos y aguas sucias de cocina harán de la ciudad un lugar de gran insalubridad; sin ir más lejos, por ejemplo, los famosos cerdos de San Antón disfrutarán de protección e inmunidad otorgadas por la Cámara de Castilla, no siendo infrecuente ver a todo 4 Véase lo hecho por Reinhart Gleichmann y Laporte, 1979 (traducido al castellano como Historia de la mierda, 1989); y Guerrand, 1991. Este asunto sigue siendo poco estudiado, como ya insistió Febvre en 1942 y 1961. 5 Corbin, 1986, p. v; me he valido también de Mandrou, 1976 [1961], especialmente las pp. 49-61. Es de celebrar la publicación en los últimos años del trabajo de Classen, Howes y Synnott, 1994. 6 Véase, por ejemplo, Landa Goñi, 1986; Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], pp. 191-215.

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tipo de animales (bueyes, mulas, caballos) ensuciar las calles tirando de carros y coches en pésimo estado.Ya en 1600, los humanistas Juan de Xerez y Lope de Deza7 habían propuesto en su Razón de Corte un alumbrado, una red de alcantarillas y otras mejoras urbanas, y en 1636 saldrán a imprenta las Condiciones para la limpieza, empedrado y riego de las calles de la Corte, coincidiendo con la existencia de «carros ordinarios» bien construidos8. En un decreto de 1649 al Corregidor de la Villa, Felipe IV comenta ciertos asuntos pendientes en cuanto a la limpieza y saneamiento urbano, y de 1659 será la creación de la Junta de Limpieza y Empedrado, tan importante para el funcionamiento de la urbe. La fisonomía urbana parece ser una preocupación constante en la política de la Villa, cada vez más castigada por las sucesivas crisis que azotan al erario nacional; en su Disposición del 21 de enero de 1658, el monarca se queja de que tengo entendido que las calles de Madrid están muy maltratadas, causando gran descomodidad a los que andan en ellas… Fuera bien que el Consejo se hallara informado y hubiera dispuesto que no se llegare a tal exceso, sino que hubiera dado forma para que se remediara; y así le ordeno luego vea cómo se podrá disponer la limpieza del lugar y aliño de las calles, de suerte que estén tratables, dando medios al corregidor con que pueda ejecutarlo, sin que sea necesario que yo lo advierta al Consejo, pues es de su obligación el reparo de esto y lo demás que mira al público9.

La cita parece anunciar así la magnitud de un problema que ninguna institución tendrá la capacidad de arreglar y mejorar en un momento histórico en el que, como señalo, prolifera la expresión textual (literatura de toda clase) y visual (mapas) sobre el tema. El testimonio

7 Véase

Joan de Xerez y Lope de Deza, Razón de Corte, ed. Reguera Rodríguez, 2001, pp. 55-56, punto sexto («Los medios que la industria puede añadir a la naturaleza para una gran ciudad cortesana en Madrid»), pp. 200-223. 8 Años más tarde se publicará otro edicto de gran importancia: Condiciones con que se han de obligar a la limpieza, empedrado y riego de las Calles, Plazas desta Villa, y enarenar, y desarenar a sus tiempos, para las Fiestas, y Plazas públicas, por seis años, que corren deste trece de Julio desde año de mil y seiscientos y sesenta y dos y han de cumplir a doce de julio del que se vendrá, de mil seiscientos y sesenta y ocho. S.n., s.a, 10 fol.Ver, a modo de complemento, Lorenzo Cadarso, 2002. 9 En Nueva recopilación, Los códigos españoles concordados y anotados, tomo XII, p. 30.

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asume además un potencial escénico en estas calles «tratables» sobre las que no pisan los pies reales («tengo entendido»… «a los que andan en ellas»), pero que deben tener un buen aspecto para la contemplación del «público». Para el despliegue de poder real importa más lo visual que lo olfativo; para el lector de hoy seduce más lo que no se ve, y lo olfativo, en este caso, se insinúa poderosamente a través de las inquietudes del Rey. Si se ha insistido tradicionalmente en la «orquestación de poder» monárquico a través de las cualidades visuales y auditivas de sus mecanismos de propaganda, bien cabría preguntarse ahora si no hay también una seducción olfativa que le acompañe. Polémicas al margen, otro tipo de testimonios mucho más en contacto con el día a día madrileño denuncia que la circulación por la Villa se torna muchas veces en un ejercicio de audacia física, sorteando pestilencias que llevan asociadas infecciones y enfermedades. A las extremas temperaturas del clima madrileño se une la insalubridad de heces y orines vertidos en la calle cada noche (del 1 de abril al 30 de septiembre a partir de las 11 de la noche, y a partir de las 10 el resto del año), salpicando el pavimento y fastidiando a sus viandantes10. Poco podrá remediar el famoso pregón del 23 de septiembre de 1639 prohibiendo esta práctica que tan nefasta fue para la higiene urbana, y que había escandalizado a todos aquellos que se acercaban a la Corte; es famoso el testimonio madrileño del Camille Borghèse (futuro Papa Pablo V), quien ya informaba en 1594 a la Sede Vaticana de que «las casas son míseras y feas, hechas casi todas de tierra, y entre otras imperfecciones carecen de aceras y de retretes; por lo que hacen sus necesidades en el vaso de noche, arrojando el contenido a la calle, lo que produce en toda la Villa un olor intolerable»11. Y no sólo es la 10 Véase Blasco y Esquivias, 1998;Verdú Ruiz, 1987. Sobre la suciedad de las calles en el siglo xviii, véase Alvarez Barrientos, 1985, p. 209 y nota 30; el equivalente parisino, desde su emergencia en tiempos medievales, ha sido comentado por Vigarello en 1988, pp. 57-58. 11 Lo glosan Bravo Morata, 1966, p. 75, y Defourneaux, 1971, p. 62. Ringrose, por su parte, recoge el de Lamberto Wyts, noble de los Países Bajos que formaba parte del séquito de Ana de Austria, y quien en 1569 había hablado de Madrid como la ciudad «más sucia y puerca de todas las de España», de sus «orinales de mierda, vaciados por las calles», y de su «fetidez inestimable»; en Juliá, Ringrose y Segura, 2000 [1994], p. 209. Los testimonios de viajeros extranjeros en esta época son, en suma, incontables, y culminan con la visión de Mme. D’Aulnoy a fines de siglo, en la que no me detendré en este estudio.

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crónica o el diario de viaje la voz que predomina: siempre atenta a las novedades del paisaje, también la expresión estética saca rendimiento de esta práctica diaria de tirar basura y deshechos humanos desde los balcones de las casas, y algunas de las estampas de la picaresca urbana del siglo xvii hacen toda una aventura literaria del paseo nocturno. Hacia finales de reinado, el fenómeno dará pie a que un autor como Francisco Santos cuente en Día y noche de Madrid la anécdota de dos galanteadores pringados con heces desde un balcón anónimo («pues arrojó bien poco agua», y a la luz «vieron lo que rato habían que olían») que, cuando se están limpiando del primer impacto tras haber subido un piso infructuosamente en busca del malhechor, reciben una segunda carga con ciertos orines a los que el autor llama, con mucho ingenio, «las enjuagaduras»; en esta misma novela el protagonista Juanillo le comentará a Onofre que «no quiero detenerme en las calles de Madrid de noche, que huelen mal las verdades y temo la ronda del mal gusto no me encuentre y murmure las razones»12. Sigue con ello Santos la tradición, ya cultivada anteriormente por Quevedo o Vélez de Guevara, de introducir el tema de la hez humana en relación con conductas pretenciosas que son consecuentemente sancionadas mediante un retorno a lo bajo y abyecto, como si éste fuera su destino prescrito; de hecho, a esta fatídica hora del día el propio Vélez la llamará «hora menguada», recogiendo la jerga de los hechiceros, que se referían con ella a la que estaba terminándose, «por suponer que en resto de ella solían acaecer las desgracias»13. La ciudad se percibe así como un espacio determinista en el que todo intento de superación (y más si se asocia al tan obsesivo cuidado por las apariencias, a conductas hipócritas) se resuelve en un baño de inmundicias, recordatorio de que toda aspiración imposible contiene en sí su propio fracaso. En cualquier caso, a través de esta frecuencia narrativa se va construyendo un vocabulario que da cuenta de toda una «cultura de detrito» animal y humano —tal y como he señalado ya en el caso de la consumición de comida y bebida— que se inserta en el imaginario urbano como un elemento seminal de su cartografía; los peligros noc-

12

Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 187-188 y p. 178 respectivamente. 13 Recogido en Deleito y Piñuela, 1953, p. 128.

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turnos de Madrid no sólo atañen a la posibilidad de robos, violaciones o asaltos, sino también a la contaminación de la imagen pública mediante desechos privados, estas mismas «enjuagaduras» que son a la vez broma y denuncia. La oscuridad es así cómplice de una escatología que se hace visible, en el episodio de Santos, a la luz de un foco mínimo que «ilumina» el olor: vista y olfato se asocian en este acto de vergüenza, en esta humillación semipública del acicalado cortesano vuelto ahora a un estado «primitivo» en un doble sentido: como ser no higiénico, desprovisto de refinamiento, y como retorno a la infancia misma, del ser desprotegido y pringado de su propia hez. En última instancia, este cubrirse de excremento, desde un anhelo didáctico que busca cierta conducta cívica y honrosa, anuncia también un recurso muy barroco de mostrar las miserias humanas y el lado más sórdido de una Corte alienante y parca en recursos. Desde esta cara oculta de la urbe, el «proceso civilizador» (en palabras de Norbert Elias) se convierte ahora en uno de «regresión» a un espacio hostil y primitivo, a una vuelta, si cabe, al seno materno.Y lo mismo ocurre con otras manifestaciones artísticas como el teatro que, según indico más adelante, explota lo olfativo desde la seductora complejidad aromática de damas y galanes, ofreciendo al lector de hoy interesantes estampas; ávido observador de todo tipo de conductas cortesanas, Calderón denuncia el mal estado de las calles en su interesantísima pieza Dar tiempo al tiempo, lamentando los charcos que obstaculizan el paso del viandante, esta famosa «agua va» llena de basuras y orines, o el robo de la soldadesca a los que salían por la noche, y que constituyen tan sólo algunos de los elementos del entorno descrito en estas comedias urbanas de galanteos primaverales y de paisajes hostiles. Resultan también indicativas, en este sentido, las menciones de Rojas Zorrilla a la suciedad madrileña en una pieza titulada Nuestra Señora de Atocha cuando el criado exclama «¡Cómo me huele a Madrid / sin ser las diez de la noche!», para continuar después con una letanía de gran comicidad: «¡Ay mi calle de Santiago, / donde hay lodo todo el año!». No sorprende así que el dicho «tomar un coche» aluda a la necesidad de remangarse los pantalones para no mancharse de barro, o que la preocupación monárquica del tejido urbano se centre, desde el privilegio de la distancia, en lo insalubre de su sedimento. Como consecuencia, poco podrá remediar el famoso aire saludable de Madrid, que había sido una de las razones por las cuales Felipe II

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había decidido establecer allí su Corte, y que constituirá uno de los elementos del paisaje que más se aprecia en este ilustre «mapa»14. Paradigmático es el caso de El acero de Madrid, en que Prudencio informa a su sobrino Octavio de lo que le depara una ciudad en donde un gran número de «nobles edificios […] vanse haciendo» (vv. 274275), anunciando también que ésta «es cifra / de todo lo mejor que tiene España. / Danle gran majestad aquestas calles, / y el aire saludable que las baña / es el más importante cortesano» (vv. 270-273). Esta acumulación de novedades deja su huella en el diseño de la obra, y la ciudad se retrata como un «compuesto» siempre atractivo de materias diversas bañadas por «aires cortesanos», cuya fragancia se torna en rentable metáfora que hermana aroma y sentimiento: así, cuando el galán Riselo afirme de su amada que vientos que habéis levantado tan extrañas tempestades en el mar de mis amores, que me anegan sus pesares. Vientos que con la fortuna misma de amigo tan grande, de la calle de Marcela me trajistes a su calle. (vv. 1905-1912)

Beltrán se atendrá a una visión más realista: Vientos que en Madrid soléis llevar de sus sucias calles más liquidámbar y algalia que hay en treinta Portugales,

14 Cuando en su famoso memorial A la Católica y Real Magestad del Rey don Felipe III nuestro señor, suplicando a su Magestad que atento a las grandes partes y calidades de esta villa de Madrid… (1600), Cristóbal Pérez de Herrera abogue en contra de Valladolid como capital del reino, escribirá que Madrid «era el lugar de más delgados y saludables ayres del mundo, sereno cielo, y templada constelación y clima, respecto del mucho calor de Andaluzía y gran frialdad de Castilla la Vieja» (fol. 8r.); Deza y Xerez, por su parte, escriben por estas fechas que en Madrid «se respira el aire puro y sutil, y alegra y desmelancoliza su serenidad y despejo»; Razón de Corte, ed. Reguera Rodríguez, 2001, p. 197.

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pues sois tan claros y puros que no hay cosa que le dañe, respecto de vuestra fuerza amorosa y saludable. (vv. 1919-1926, cursivas mías).

Este «aire amoroso» que baña las orillas del Manzanares goza de una larga estirpe crítica que ha dado cuenta de la verdadera fascinación que este icono del paisaje ejerce sobre los poetas del momento y, como escenario de todo tipo de conductas excesivas que saben sacarle partido a cada palmo de su geografía, resultan variadísimos los usos que se hacen de sus aguas y sus bañistas15. Un Góngora de juventud, por ejemplo, se desquita en el clásico soneto de 1588 que se inicia con «Duélete de esa puente, Manzanares», para más adelante volver al tópico en un sangrante romance de 1619 que se abre con el verso «Manzanares, Manzanares», tal y como hará también Quevedo16. En Los melindres de Belisa Lope escribe que «… pues besando cristal resultas oro, / con que eres ya, dorado Manzanares, / del Tajo enojo, emulación de Henares», y en la primera parte de sus Rimas humanas canta al «río literario» en hermosos versos: «de hoy más las crespas sienes, de olorosa / verbena y mirto coronarte puedes, / juncoso Manzanares, pues excedes / del Tajo la corriente caudalosa», si bien al final de su carrera, en sus Rimas de Tomé de Burguillos, le dedicará un soneto que se inicia con la famosa broma «Quítenme aquesta puente, que me mata». Otros poetas menores seguirán la misma práctica: Polo de Medina hablará de las corrientes «tan sin carne, que parece / esqueleto de cristal», y Quiñones de Benavente escribirá «Manzanares

15 El potencial estético del río Manzanares ya fue comentado, por ejemplo, en la edición crítica de El Diablo Cojuelo de Rodríguez Marín, 1941, pp. 14-15, 236-237; en Martínez Kleiser, 1925, pp. 67-72 y en 1926, pp. 70-72; por Gómez de la Serna en 1957, pp. 433-442; y por Del Campo, 1935, pp. 43-48. Deleito y Piñuela le dedica toda una sección en 1953, cap. XIV, pp. 77-84. 16 Comenta los poemas gongorinos Carreira, 1998, pp. 20, 28-29; cfr. con el romance quevedesco que se inicia con el verso «En el ardor de una siesta», que describe una frustrada escena amorosa a orillas del río. Semejante es la burla al río Fleet que hace su coetáneo inglés Ben Jonson en el poema «The Famous Voyage»; Classen et al. recogen toda una serie de poesías del Londres contemporáneo (Donne, Spenser, Herrick, Shakespeare, Herbert…) en 1994, pp. 74-77, haciéndonos ver cómo este fenómeno no era exclusivo de Madrid.

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soy tan pobre» en su entremés Casamiento de la calle Mayor con el Prado Viejo (citándose también en La Puente Segoviana, Las Dueñas y en otros)17. Junto al Prado, el río se impone además como una de sus arterias más universales y que mayor rendimiento ha dado en los corrales; se construye en Las bizarrías de Belisa marcando nuevos espacios de seducción cuando se canta al «verde Soto, / que de puro cristal ciñe / Manzanares» (vv. 1468-79) y, como complemento, la Fuente Castellana se recupera como lugar de encuentro en donde los jóvenes beben agua o requiebran amorosamente. Semejante es el caso de Rojas Zorrilla y sus bucólicas descripciones del río en Entre bobos anda el juego y en Nuestra señora de Atocha, donde se cuenta mucho de Madrid y del arroyo Abroñigal que bañaba la periferia, al cual llama «renglón de plata en Manzanares». Ruiz de Alarcón «montará todo un banquete de los sentidos en la descripción del banquete organizado por don García en las orillas del Río Manzanares en La verdad sospechosa18. El marco primaveral de la obra convoca la idea de fertilidad y, frente a las conocidas burlas gongorinas o el realismo paródico del Tomé enamorado de las Rimas de Tomé de Burguillos, nos hallamos en Las bizarrías de Belisa con un cauce exuberante como la propia naturaleza: Fernando, el criado del Conde Enrique, afirmará que «crecido va el Manzanares» (v. 519) como crecidas van sus esperanzas amorosas, en este «bravo mayo» de abundancia material y fertilidad espiritual19. Incluso podría interpretarse este crecimiento fluvial, a través de la disemia del término «crecido», como una exaltación gallarda del poderío masculino y del erotismo de la plenitud juvenil: escenas no faltan para sugerir estos encuentros de enorme poderío erótico. Esta fecundidad a la que se asocia lo elevado del cauce y la generosidad de su corriente hace que nos hallemos, en ocasiones, ante un río sensual y hasta pecaminoso, cuyas aguas esconden los secretos más íntimos e inefables de las cortesanas, tal y como ocurre, por ejemplo,

17

Cito por Luis Quiñones de Benavente, Entremeses completos. I. Jocoseria, ed. Arellano, Escudero, Madroñal, 2001, pp. 463-472. 18 Véase, a este respecto, Burke, 1986. 19 Cuando el Conde echa en falta a Belisa en el Soto, su criado conjetura que «estaráse componiendo / de galas y bizarrías, / con que estos festivos días / sale la autora riyendo, / y en este verde teatro / hace la madre de amor» (vv. 547-52).

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en el Tello de Las bizarrías de Belisa20. El diálogo burlesco que entabla el criado con el Manzanares sigue las mismas coordenadas de deconstrucción paródica del locus amoenus garcilasiano que nos traían los paños enjabonados de Juana en el Tomé de Burguillos (texto además coetáneo), «enjabonados» ahora para limpiar las manchas personales: «Diga, señor Manzanares, / saca-manchas de secretos, / a quien debe su limpieza / la información de los cuerpos, / el que lava en el verano / lo que se pecó en invierno, / cuya espuma es de jabón, / cuyas orillas de lienzo» (vv. 709-16). El «jabón» de las lavanderas será ahora síntoma de la obsesión por cuidar unas apariencias que el río evita desenmascarar pero que, no obstante, guarda en sus aguas como secreto tesoro. Se rescribe con ello toda una serie de tópicos que la tradición pastoril había cultivado desde un prisma bucólico e idealizado, y se inauguran también nuevas conexiones entre el entorno urbano, sus límites agrestes y abiertos, y las nuevas posibilidades de cohesión y diferenciación social; como resultado, y desde el ejemplo de este cauce primaveral que pro p o rciona dive rsos destinos a sus conciudadanos (burla en el criado Tello, frustración en el Conde, celos en Lucinda, pasión en don Juan o desesperación amorosa en Belisa), asoman las posibilidades de la vida en esta «ciudad blanda» que se reinventa en cada estación. Cuando en Santiago el verde, por dar otro caso significativo, Celia diga que verdad es que se pasa de noche, entretenimiento de mozo, y que a nuestra puerta nos deja tomar el fresco, como es uso de Madrid, donde sentadas podemos estar hasta media noche. Gracias a Dios, coche tengo, y al Prado voy muchas tardes,

se anunciará una interesante relación clandestina con el galán García, quien elogiará su mano y rostro, admitiendo que «otras cosas / de más importancia suele / lavar en Madrid el río / al pasar de su corriente», 20 Algunos aspectos del comportamiento burlesco de Tello se re c ogen en Hernández Valcárcel, 1992, p. 127.

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acaso refiriéndose a la honra de todos aquellos que se valen de este escenario para subvertir la autoridad familiar y civil, y de todas las «doncelleces» perdidas en sus riberas. No obstante, en otras ocasiones el río es simple pretexto para citas y juegos, especialmente en las temporadas de sequía en las que disminuye su cauce, pero en las que se mantiene la frescura que no existe en las congestionadas calles madrileñas. Como fecunda alternativa, Calderón cultiva el potencial ofrecido por el entorno de La Florida, a orillas del río Manzanares, en una pieza como Fuego de Dios en el querer bien, en donde dramatiza las desventuras de una damisela de múltiples recursos llamada Beatriz y de un vano lindo llamado don Diego; no obstante, es el personaje de don Álvaro quien aporta, en esta misma comedia, la más sugestiva noticia del río, afirmando que aquí cantan, allí bailan aquí parlan, allí gritan, aquí riñen, allí juegan, meriendan aquí, allí brindan. País tan hermoso y tan vario, que para ser la ‘Florida’ estación de todo el orbe la más bella, hermosa y rica, sólo al río falta el río; más ya es objeción antigua

En este «río sin río» aparcará su coche doña Beatriz y montará una improvisada tienda de campaña con unas sábanas que engancha en las zarzas de la ribera para aislarse del barullo urbano y solazarse en privado, en la misma tónica que lo harán los galanes ingleses en los Ranelagh Gardens de Londres (‘pleasure gardens’ por excelencia) en este mismo siglo. Así, semejante será el retrato de Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo cuando presenta a la ciudad como un «hervidero de gente», apretada en el sofocón estival: «daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles y, por faltar la luna, jurisdicción y término redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la mu e rt e » , reza el inicio del texto 21. E l Manzanares, con sus bañistas «Adanes y Evas de la Corte, fregados más 21 Vélez

de Guevara, El Diablo Cojuelo, ed.Valdés, 1999, p. 11.

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de arena que limpios de agua», es caricaturizado en la línea habitual de otros ingenios, valiéndose de conceptismos de gran comicidad que conectan a Vélez con una tradición prosística que hace de la ciudad su tema predominante;Vélez escribirá que «se llama río porque se ríe de los que van a bañarse en él, no teniendo agua, que solamente tiene regada la arena, y pasa el verano de noche, como río navarrisco, siendo el más merendado y cenado de cuantos ríos hay en el mundo»; el propio río se quejará en el romance quevedesco «Descubre Manzanares secretos de los que en él se bañan» de que «Tiéneme del Sol la llama / tan chupado y tan sorbido, / que se me mueren de sed / las ranas y los mosquitos»22. Las sinécdoques de uno y otro son así risueño homenaje a una realidad estival que aleja a Madrid de la majestuosidad fluvial de Sevilla o Toledo, y que nos asoma a una ciudad sofocante en donde el mal olor no se nombra directamente, sino que se sugiere en sus estampas burlescas; lo apestoso no es por tanto un mero apunte del «estado material» de la realidad urbana, sino una reflexión mucho más profunda sobre la corrupción de costumbres que ha sufrido la sociedad cortesana, y que será lamentada, por ejemplo, en la «Epístola satírica y censoria» que Quevedo escribe a Olivares. Y lo cierto es que un examen cuidadoso de estos lugares de asueto invita a toda una reflexión sobre el anhelo purificador de este paisaje de olores humanos y animales que apenas puede mantenerse perfumado; si la primavera traía el olor a flores y fragancias nuevas, la misma estación anunciará ahora también el hedor que destilan los cuerpos en movimiento y en contacto, la «fétida desviación» social y moral que proyectan todas estas actividades clandestinas23. Parece como si la bajada de cauce indicara también una pérdida del velo protector de la naturaleza, cómplice de todas estas maniobras de ingenioso hedonismo. Un antecedente muy indicativo es el de los humanistas Xerez y

22 En Vélez de Guevara, El Diablo Cojuelo, ed. Valdés, 1999, p. 104; en Quevedo, Poesía varia, ed. Crosby, 1981; véase Iffland, 1987, vol. 2, pp. 142-149. 23 Escándalo que, por cierto, no será exclusivo de esta zona de Madrid: semejante será el uso de los prados, escenarios de juegos, seducción e incluso de relaciones sexuales. Los prados más famosos eran el de los Agustinos (desde la Puerta de Alcalá hasta el Monasterio de los Recoletos), el de San Jerónimo (desde la calle de San Jerónimo a Alcalá) y el de Atocha, que ocupaba la parte del sur hasta la puerta de Atocha; parece ser que «la parte correspondiente a San Jerónimo —escribe Suárez Miramón— se consideraba la más refinada»; en 1996, p. 343.

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Deza, quienes habían propuesto a principios de siglo «acrecentar las aguas, ansí del río como de las fuentes», siguiendo la propuesta de Juan Bautista Antonelli a Felipe II de hacer navegable el «arroyo» Manzanares mediante un trasvase de aguas desde el Jarama y el Guadarrama24. No faltarán después los arbitrios dedicados a la mejora de su cauce. Con el paso del tiempo —y parejo al crecimiento urbano— se intensifican las cualidades «pecaminosas» del río, como si la creación literaria fuera perdiendo miramientos a la hora de registrar los nuevos usos del espacio por una comunidad cada vez más ingeniosa. Francisco Santos, en La Tarasca de parto en el Mesón del Infierno (1672), habla de «La Noche del Río» y de las visitas nocturnas al Manzanares, donde se celebraba la verbena de San Juan25; nos hallamos ahora ante un ambiente orgiástico de bacanales que recuerdan las composiciones saturadas de El Bosco, y que continúan la propuesta cercana al carnaval (pues no hay demarcación socio-genérica) que veíamos en El Diablo Cojuelo: «avía en un pedazo de río un retablo del día del juicio, aunque con poco juicio, pues era un montón de carne entre mucha confusión y poco agua; hombres, mugeres y niños, bañándose rebueltos unos con otros». Todo parece igualarse por los poderes del río: en la ficción de este modesto cauce que apenas puede acoger a la creciente población madrileña, se organizarán bailes semejantes a una «pintura del Bosco, y aún más confusa», lo que da pie a que el autor aproveche para criticar a exhibicionistas y voyeurs tanto como a todas aquellas mujeres que no se dejan escandalizar por la existencia de hombres desnudos (Quevedo hablaba de «viejas en cueros muertos, / las mozas en cueros vivos» en su ya citado romance); se construye así un espacio en donde todo vale, y donde la fusión paisajística de lo espontáneo y lo cultural se aprovecha para una vuelta a lo natural que nada tiene de honesto. Madrid se convierte así, en cierta manera, en otro «Jardín de las delicias» tan cargado de estímulos como su original pictórico: la cita de Santos, que en este caso juega con el poder visual de la mirada urbana, anuncia también esta saturación ambiental de hombres «arrimándose» a mujeres:

24 Véase

Razón de Corte, ed. Reguera Rodríguez, 2001, p. 214, y n. 425, que remite al trabajo de Checa, 1985. 25 Véase Deleito y Piñuela, 1944, pp. 53-54; Arco y Garay, 1941, p. 118.

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venía a lo de Adán, en carnes, mas sin vergüença, passando entre toda la gente con todo el mostrador al ayre… Quánto pícaro vil anda en cueros, arrimándose adonde ay mugeres para que le vean, usando de esta bufonada digna de castigo… Los verás passar sin desnudarse a orillas del río, mirando sólo dónde ay pesca para tender sus redes y cebar con los ojos libres el infernal ançuelo de su apetito26.

La construcción literaria, fiel al pulso establecido por pintores como El Bosco, funciona entonces a través de un principio de simultaneidad que permite agrupar diversas escenas dentro del marco espacial que propone el cauce del río, dando con ello lugar a una sensación doble de posibilidad (pues todo parece ser factible) y dinamismo. No sólo fluyen sus aguas, sino que sus visitantes están siempre en continuo movimiento en un juego teatral de entradas y salidas (del agua, de los arbustos, de las tiendas que se montan en la ribera) que se superan las unas a las otras en su capacidad de extrañeza; de hecho, ese «con poco juicio» al que alude Vélez es la misma excitación que denuncia Zabaleta en su retrato de la cazuela madrileña, poblada de mujeres locas como viruelas. El marco natural opera así como un retablo que, valiéndose de su condición de «espacio abierto» (frente a la monumentalidad acaparadora del trazado arquitectónico urbano), permite la inclusión prolija de elementos dispares que son igualados por la naturaleza misma. Lo que se ve es tan sólo un espejismo barroco, ya que la verdadera acción transcurre más allá de lo perceptible; si la fachada imponía relaciones de dominación y clase, esta «fachada natural» destruye estas jerarquías igualándolas en un solo marco que, siguiendo el apotegma heraclitano, anuncia su evasiva presencia: «la naturaleza gusta de ocultarse». Lo visible es tan sólo un indicio, un asomo. El río funciona entonces como metáfora de las ansiedades sociales que hacen avanzar los mecanismos culturales más extendidos en esta época: la obsesión por las apariencias, la búsqueda de espacios compartibles, la necesidad de ocultar medianías y dislates y, por encima de todo, la incapacidad de la ciudad de sostenerse a sí misma, siendo el cauce saturado de cuerpos su más evidente barómetro. Al mismo tiempo, la expresión literaria captura, desde su misma pluralidad, la obstinación de este cauce fluvial por preservar su existencia: sin haber llegado a la 26 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 208-209.

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categoría literaria del Tajo o del Guadalquivir, el espacio textual titubea como lo hace su correlato natural: el Manzanares no se canoniza desde su plenitud, sino desde su precariedad, negativo perfecto del Paraíso terrenal. *** Junto a esta costumbre de explotar la capacidad literaria de un río lleno de estímulos visuales (pues la mirada se carga de nuevas connotaciones), olfativos (pues el Manzanares estival proyecta su propia carencia), acústicos (pues lo que se escucha apunta a conductas prohibidas) y táctiles (pues son los cuerpos en contacto los que anuncian la miseria de su cauce), el fenómeno del «aroma madrileño» adquiere también un notable potencial metafórico. Son diversas las interpretaciones y lecturas simbólicas que cada poeta hace de los olores urbanos, si bien todas ellas esconden tras sí un abierto propósito didácticomoralizante, en donde lo inodoro, más que lo perfumado en sí, se asocia a la pureza y armonía del entorno descrito. Las derivaciones metafóricas serán, entonces, significativas. Un «guía» como Liñán y Verdugo, por ejemplo, descarga su crítica contra la podredumbre material y simbólica del entorno cortesano, valiéndose de imágenes olfativas asociadas al (mal)gasto de dinero e ilusiones; a través de un símil que se vale de la creencia popular del poder medicinal de la albahaca, sobre la cual diserta largamente un poco más adelante, el cronista escribe que pisar las calles de Madrid es un ejercicio de destreza y de familiaridad que debe ejercitarse con cautela para no perderse material y espiritualmente: «calles de Corte, pisadas del que no tiene necesidad de ellas, suelen acarrear unos gastos no deseados y otros disgustos no imaginados; y podríamos decir de estas calles al revés, lo que de la albahaca, que ella cuanto más pisada huele más bien y ellas más mal»27. Esta cualidad perniciosa de lo urbano se desarrolla con más destreza aún por Juan de Zabaleta, quien equipara aroma a tentación, siendo el «olor del teatro», considerado como una de las peores lacras urbanas del tiempo, la peor de las distracciones para la mujer virtuosa; así, en el episodio de las mujeres que acuden en masa al corral, el autor comenta que «el pardo es un animal ferocísimo, pero de suavísimo olor. Desde lejos no hay cosa tan regalada, en llegándosele mal-

27

Liñán, Guía y avisos, ed. Simmons, 1980, pp. 123-124.

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trata al que se le llega. ¡Qué suave olor envía la comedia desde su casa a las casas en que hay mujeres!»28. Este vínculo entre el espacio público, compartido, desasosegante y, en última instancia, perverso, se enlaza a través de su «encanto aromático» con la pureza inodora del entorno doméstico; la gastronomía casera (interrumpida por la comedia, según lamenta el autor, cada domingo) se sustituye así por la pestilencia tanto material (lo repugnante de estos cuerpos femeninos en desenfreno) como intelectual (lo censurable de la perversión del mensaje dramático). La fama de la comedia no se corresponde a la verdadera realidad: el espectáculo es considerado, una vez más, como pecaminoso veneno que se extiende por la urbe como efluvio delicioso pero letal. Pardo y albahaca, dos elementos no pertenecientes a la semántica de objetos urbanos, penetran desde lo natural a lo cultural como motivos olfativos que sirven para ilustrar la naturaleza engañosa y cambiante de los estímulos cortesanos (calles, teatros), así como lo peligroso de su práctica. El acto de oler también derivará en el de husmear, el de inquirir sobre vidas ajenas, «fiscalizando» lo que no es asunto de uno; es por ello que el vicio de cotillear, el intentar situarse en territorio prohibido, será una de las preocupaciones que recorren la obra de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo y que dan cuenta de una obsesión que no sólo se remite a lo madrileño (ni tampoco al siglo xvii, en realidad), sino que parece ser producto de toda comunidad. En la novela en verso titulada Las narices del buscavidas, que incluye en su miscelánea Corrección de vicios, el escritor madrileño explotará este asunto a través de su protagonista Céspedes, ciudadano cordobés que es llamado «Podenco, / que por el rastro del olor descubre / las vidas y costumbres de los otros», y «que no habrá en todo el suelo tan oculta / cosa que no descubra y desentierre / sólo por el olor, como podenco». La pieza, cuyo argumento gira en torno a los perjuicios que causa el desmedido afán del protagonista por fastidiar la vida de sus vecinos a través de la murmuración y la curiosidad insana, tendrá un desenlace brutal cuando el agraviado don Felipe le corte al protagonista las narices, llevando en ellas «escrito / el castigo del bárbaro delito»29. Sin olor no habrá conocimiento y, por lo tanto, no habrá lenguaje; si algunos testimonios nos hablan de las malas

28 29

Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 322. Cito por la edición de Cotarelo, Obras, 1905, vol. II, pp. 137 y 151.

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lenguas, Salas nos informará del peligro de las malas narices. En cualquier caso, ya sea como mujeres animalizadas o como cortesanos hechos podenco, la cartografía urbana (Madrid en uno, Córdoba en otro) será contada a ras del suelo, creando conexiones perpetuas entre sus elementos a través de la metáfora del olfato y del pernicioso aroma moderno. Como resultado, a través de estos paradigmas se irá articulando un discurso de rasgos carnavalescos en donde el cortesano, más que oler, olfatea. Los actos de olisquear y olfatear se asocian además con la naturaleza animal, y parte de esta conducta (risa loca, roce de cuerpos) se lleva a término por Quevedo, Salas, Zabaleta y Santos como elemento integral de un programa de denuncia que es compartido por otros poetas de su generación, y que rescriben el entorno urbano como un espacio de regresión en vez de cortesanía, de pobreza intelectual en vez de estímulo racional. Dado que todo lo olido es siempre breve, perecedero y que no provoca un estímulo continuado de reflexión, el acto de oler se convierte así en el equivalente del no pensar, del no madurar el estímulo perceptivo: inteligencia y olfato chocan como choca lo primitivo con lo sofisticado, lo instintivo con lo intelectual. La nariz del cortesano será entonces, desde la frecuencia de estos testimonios, preocupación material y simbólica de estos cánones del gusto durante los dos primeros tercios de siglo, y el acto de olfatear se convertirá en una extraordinaria metáfora sobre los peligros de este Madrid saturado de mediocridad. Santos escribirá que los lindos componen sus bigotes «y luego sacan el pañuelo y se suenan las narices, mirando lo que ha salido de ellas como si fuera ámbar o perlas preciosas; y aunque se las suenan con melindre, vuelven a descomponer el bigote…»30. Pero, como veremos más adelante, también habrá una faceta más refinada del olfato urbano, explorada a través de los nuevos productos de la cultura material del setecientos, que seducen tanto a su público consumidor como al investigador del presente. 30

Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 112. Zabaleta hará clara esta asociación entre bigote y masculinidad cuando escriba que «el bigote limpio y desparramado significa hombre, guiado y forzado con el hierro significa hombre que pone cuidado en su hermosura»; en Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 106. A partir de cierto momento los españoles abandonaron el bigote para no parecerse a moros, judíos o franceses.

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2. Identidad urbana y galería de costumbres: aromas corpóreos bajo sospecha Si el ámbito público se convierte en un espacio de regulaciones olfativas, la «cartografía» del cuerpo humano disfruta de una preocupación semejante no sólo en relación con este entorno común, sino también en convivencia con el cuerpo del vecino. Desde su establecimiento en 1561 y con mayor intensidad a partir de 1606, parte de la «limpieza» urbana atañerá a la eliminación o el destierro de mendigos y vagabundos, hasta el punto de escribirse memoriales destinados a acabar con los indigentes que están siendo, al mismo tiempo, responsables de la despoblación de muchas de las comarcas vecinas31. Mientras que para unos esta amalgama de lo rural y lo urbano será estimada como una amenaza a la «cortesanía» madrileña (en cuanto a penetración de lo inmundo en lo sublime), para otros será considerada precisamente lo contrario: la pérdida de una inocencia y armonía debido a la «contaminación» de las miserias cortesanas. La letrilla burlesca de Quevedo titulada «Después que me vi en Madrid / yo os diré lo que vi» puede leerse así como un testimonio sociopolítico en el que, a pesar de la carga de mofa que lo recorre, desgrana toda una queja a la situación en la que vive todo un sector marginal de la población urbana; al «enjambre» de pobres que «se está muriendo de hambre» se une la circunstancia, también es cierto, de que la hidalguía no es capaz de salir de la miseria en estos tiempos de crisis en la nueva realidad madrileña; el tópico da paso así a la crítica puntual. En esta sociedad cada vez más pendiente de su impacto visual, la plasticidad de lo externo (ya sea la puerta de un palacio, la boca de una dama o la ventana de un carruaje) será continuamente amenazada por la economía marginal de componentes disonantes que también organizan su propia construcción. Los olores a descomposición, deshecho humano o hacinamiento animal son en este Madrid de los Austrias tan comunes como la propia necesidad de evacuar a comunidades enteras, y todos los agujeros (desagües, redomas, pozos), vías de entrada y salida (puertas, ventanas, balcones) u orificios humanos (bocas, anos y, cómo no, narices) van a ser tratados por la literatura como espacios 31

Un estudio interesante sobre el tema es el reciente de Woodbridge, 2001.

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latentes y misteriosos de múltiples olores y aromas. Este fenómeno de curiosidad y pesquisa tendrá notables derivaciones estéticas, asociadas por metonimia a dicotomías maniqueas que orientan al visitante hacia una lectura de la ciudad como territorio de oscuridad material y simbólica; el misterio de estas cavidades íntimas será entonces explorado desde la sátira más feroz a la denuncia más amarga, y todos estos espacios privados se convertirán en rentables motivos literarios. En cierto sentido, nos hallamos ante un fenómeno paradójico desde el momento en que olfato y deseo se asocian con la idea de sensualidad, mientras que el acto de oler es en sí meramente animal (no en vano, este sentido será más tarde descalificado por Kant junto con el tacto). El cortesano deseará tanto ver, oír, degustar y tocar lo ajeno como olerlo, olfatearlo y olisquearlo: la nariz literaria será una nariz hambrienta y curiosa por adentrarse en lo nuevo y lo desconocido tanto como de huir de lo apestoso. De lo animal a lo sensual, la percepción literaria dará cuenta de toda una gama de posibilidades que informan al lector de una ciudad nueva y estimulante. Pero, al igual que la Francia del xvii que estudia Alain Corbin, el rechazo de los olores producirá sus propios mecanismos de poder social: si la basura atenta contra el orden establecido, la limpieza anunciará cierta estabilidad entre los urbanitas. Por tanto, para poder compartirse en sociedad el cortesano debe entonces aprender a controlar y suministrar sus propios olores (heredados, adquiridos o asimilados), tanto si existen como si son tan sólo fantasías o espejismos producto del miedo y la vigilancia externa; así, lo social y lo olfativo van de la mano de dos formas diferentes: desde la atracción (o repulsión) y desde la infección; o, en otras palabras, desde la transmisión celebrativa a la discriminante. Esto se comenta con particular énfasis en las letras del período cuando se retrata a la mujer urbana: «woman wanted to be breathed; she thereby affirmed her wish for self-expression», ha escrito Corbin (quien apunta también a la idea del manejo del olor como incitación al narcisismo)32. Por ello, la desinfección y el camuflaje como distracción ante el paso irremediable del tiempo serán obsesiones del momento; lo individual, lo familiar y lo social tendrán un componente regulador olfativo importante, y el olor formará ya parte de la identidad del individuo de forma

32

Corbin, 1986, p. 73.

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definitiva a partir del siglo xvii. Esto da lugar a una serie de supersticiones recurrentes que acusan una marcada intervención de discursos y creencias médicas: si, por ejemplo, para algunos la hez era lo abyecto por excelencia, para otros tendrá efectos curativos; las emanaciones del flujo menstrual y de lo emitido en los partos (las matronas tenían que estar bien equipadas de perfumes para contrarrestar esto) eran siempre objeto de diversas lecturas, según se tratara del tipo de aproximación erudita; o se pensaba que el viento provocado por los coches serviría para ventilar el aire estancado de la ciudad, y que el buen olor era síntoma de armonía cósmica, frente a la idea, ya expresada por Santa Teresa un siglo antes, del infierno como un lugar apestoso (hoy se habla, acaso desde la carga olfativa del azufre, de «oler a demonios»). Si se creía que esta circulación de elementos (humores, sangre, aire) eliminaba olores tanto en el cuerpo humano como en el cuerpo social, se era también consciente de que el paso del tiempo también producía podredumbre, tal y como registraron, por ejemplo, muchos de los poemas burlescos y metafísicos de Quevedo o la monumental Historia Vitae et Mortis (1623) de Francis Bacon, que también incidió en estos asuntos. En consecuencia, cabe interrogarse, como ha sugerido Alain Corbin, sobre la repercusión sociocultural de este fenómeno, como punto de partida a todo análisis sobre las estrategias olfativas en este período desde una pregunta que se desdobla en importantes matices: What is the meaning of this more refined alertness to smell? What produced the mysterious and alarming strategy of deodorization that causes us to be intolerant of everything that offends our muted olfactory environment? By what stages has this far-reaching, anthropological transformation taken place? What are the social stakes? What kinds of interests are behind this change in our evaluative schemas and symbolic systems concerning the sense of smell?33

Esta misma preocupación se traslada a los ámbitos privados de Madrid y, en especial, a los interiores de las casas, portadores también de un distintivo aroma que determina el capital social de su dueño y, en el caso de la mujer, su dominio de una cultura material de difícil acceso para ella (la práctica, claro está, demuestra lo contrario de este 33

Corbin, 1986, p. 4.

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ideal patriarcal). Fenómeno importante será, en este sentido, el de la construcción de casas «a malicia» que, con el intento de evitar una degradante cohabitación, hizo que se hicieran deliberadamente pequeñas para que ni censores ni aposentadores pudieran extraer de ellas espacios habitables34. El hecho de vivir con gente que no se conocía llevaba a recelo, excesos y miedos lógicos, dado que el espacio privado se convertía de pronto en una vía de acceso fácil a todo tipo de desmanes mediante la convivencia, bajo el mismo techo, de perfectos desconocidos; Deza y Xerez, por ejemplo, escribieron que esta cohabitación no aseguraba la clausura de viudas honradas, ni (d)el recogimiento de las donzellas, ni seguridad de los casados, ansí en los que vienen a ser aposentados como en los que dan el aposento. Pues entre las ocasiones es poderosísima la cohabitación, para persuadir mediante el trato continuo y facilidad cosas bien agenas de las que por esta causa las cometen, general corrupción, ansí de señores como de sirvientes.

… para más adelante subrayar que las casas a malicia parecían más propias de aldea que de corte, y que eran demasiado agobiantes por «no dexar patios en las casas, ni corrales, siendo tan necesarios los descubiertos para luz, oxeo, vista del cielo, exhalación de las viscosidades» (énfasis mío). Por ello, al problema de la honra amenazada se añade ahora la preocupación médica debido a la escasez de recursos para combatir estos olores fétidos que van cargados de enfermedad, y que afectan mayoritariamente a las clases bajas que no pueden permitirse espacios autónomos o abiertos. Mayor inquietud produce el hecho de que no sólo se acoge a un desconocido en casa, sino que además se trata de alguien que, en la mayoría de los casos, procede de otro ámbito (rural, extranjero, etc.) que puede traer consigo nuevas enfermedades. Se une así la moral con la medicina y la crítica social: el calor, el vaho, las camas, las sabandijas importunas del verano, los braseros en invierno y alnafes con sus tufos, (hablamos de la plebe y los pobres), y los demás trastos necesarios engruesan y inficionan el aire de los aposentos y causa disgusto y enfermedades, y cuando las ay es el contagio más

34 Véase, a este respecto, Caro López, 1983. Hablo más sobre este fenómeno en el primer capítulo.

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cierto y peligroso, pues ni los enfermos gozan reposo, silencio y quietud que an menester, ni los sanos pueden evitar su aliento, quexas y malos olores; lo qual se causa todo en la apretura de las casas, que sin libertad se labran pocas, pequeñas y apretadas; y a esta causa es muy peligrosa la peste en las grandes poblaciones, si no se atiende con mucho cuidado a este inconveniente, causado en gran parte de la partición de las casas; y todo llueve sobre los pobres, que los ricos de todo se cautelan y previenen35.

Estos «ricos» a los que alude el texto gozan, como veremos por ciertos testimonios literarios, de casas construidas bajo «privilegios de composición» que no padecen de esos problemas y que pueden ser aromatizadas con más atractivos olores. La obsesión por perfumar el aire doméstico será entonces una constante entre las clases privilegiadas, tal y como nos muestra el interior de la casa de Celia en De cosario a cosario cuando su criada le anuncia que «en todos los aposentos / humo oloroso espirando / las boninas portuguesas, / penetran los aires claros. / A sólo mirar su aseo / puede venir ese indiano [don Juan] / desde Lima o desde Chile», y que «sillas, camas y bufetes / parece que se acabaron / de hacer, por lustre y limpieza»36. El aroma de la estancia es por extensión el aroma de la dama, quien puede así desplegar ante el visitante su capital económico y simbólico en perfecta simultaneidad: buen gusto y dinero para ambientar el interior, y «aseo», «lustre y limpieza» para insinuar que no hay mancha social alguna. «Pleasant odors issuing from the body —ha escrito Claudia Benthien— would imply a spiritual sweetness, while a person who did not sweat might be understood as having been infused with the holy spirit37». La investigación de Jean Starobinski y Georges Vigarello sobre los conceptos de higiene y sensación corporal en la Europa preindustrial ha servido para explicar el hecho de que apenas se mencione el uso del agua en las letras del período38. En primer lugar,Vigarello sostiene

35

Joan de Xerez y Lope de Deza, Razón de Corte, ed. Reguera Rodríguez, 2001, p. 202. 36 Interesante resulta, a este respecto, el reciente artículo de Wright, 2002. 37 Benthien, 2002, p. 106. 38 Véase Starobinski, 1989, pp. 353 y ss; estas primeras consideraciones provienen de Vigarello, 1988, pp. 2-9, 27.

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que ni siquiera fueron los higienistas los que establecieron los criterios de limpieza en el siglo xvii (francés), sino los autores de manuales de etiqueta. Como se pensaba que el agua era capaz de penetrar el cuerpo a través de la piel, existía la asunción de que el agua caliente debilitaba los órganos y abría los poros al aire contaminado y la plaga: «The image of water has not always had the associations it has today —escribe el francés— A particular journey, over a long period of time, was necessary for it to achieve the ‘transparency’ of contemporary hygiene. There are other ways of experiencing water than ours». Esto hizo imaginar el cuerpo como una suerte de cartografía con líneas de fuerza y puntos focales, indicadores olfativos importantes para poder asignar también cuestiones de clase y género; para el madrileño, evidentemente, fue una consideración fundamental, ya que la limpieza era algo clave en el aspecto teatral de la «civilización cortesana». Se explica también, por ejemplo, que la ropa escogida fuera densa y de varias capas para combatir el paso de infecciones, que el cuerpo de los recién nacidos se tratase con especial celo al ser considerado totalmente poroso, o que la idea de la nariz del fumador estornudando fuera comparada a la chimenea humeante de la casa. Nos hallamos, por tanto, ante un verdadero palimpsesto olfativo ya que, más que eliminar, se trata de camuflar. Por eso Calderón, en la primera jornada de La desdicha de la voz, nos habla de «abanicos / de Nápoles, guantes de ámbar, / pastillas de olor, y boca, / tocados, cintas, y bandas, / que es muy justo regalar» (énfasis mío).Y lo cierto es que se habla continuamente de «aguas de olor», «guantes de olor», y se nombra hasta la saciedad el componente olfativo como una de las cualidades por excelencia de la cortesana refinada, tanto como la belleza y el buen talle. El acto primero de la pieza lopesca Santiago el verde introduce un aposento que «está limpio, y compuesto, / Y con estremado olor, / que oler bien un forastero / en posadas de Madrid». No en vano, el Fénix repite el refrán «Que melones y mujeres por el olor se conocen» en El saber puede dañar y en La mal casada, lo que nos hace sospechar que olor y misoginia era una alquimia extendida en la cultura oral del momento. Esta «pestilencia» es, ante todo, invasiva: James Burke ha escrito que «perfumes and cosmetics deceive the nose, and the covetous eye, and probable also to some degree taste»39.

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Burke, 2000, p. 109.

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Si en la Francia del siglo xvi los libros sobre higiene comentan sobre los olores corporales y la necesidad de eliminarlos mediante fricción o perfume (será famoso más tarde el manual de cosméticos Les secrets de Maistre Alexis le Piedmontois), semejante fenómeno se da en el paradigma madrileño. Otros llegarán más lejos, como el químico francés Nicolas Lémery (1645-1715) en Recueil des plus beaux secrets de médecine (Amsterdam, 1709)40, donde discrimina entre un olor real, un olor burgués y el perfume de los pobres, tal y como había sugerido años antes en España Ruiz de Alarcón al poner en La crueldad por el honor estas palabras en boca de un escudero: «mas decidme, en el olor / ¿a un pobre no conocéis?». Lo cierto es que se imagina el cuerpo humano tal y como se imagina la cartografía urbana: sensible a zonas débiles, articulada por áreas de peligro. Por ende, el tema del maquillaje en hombres y mujeres se trata amplia y burlescamente por las plumas de Salas, Zabaleta, Santos41 y otros artistas del momento, y el lector de hoy se imagina, acaso dejándose llevar por la estética hiperbólica de estos moralistas propensos a la misoginia y a la burla (muchos de ellos, como Quevedo, Salas o Zabaleta, legendarios por su fealdad); la interpretación biográfica, es por tanto, muy tentadora. Cuerpo y escritura pueden leerse entonces como procesos guiados por el mismo tiralíneas, ya que ambos son ejecutados a partir de estocadas de gran intensidad (carnal y verbal) en donde la opacidad juega un papel determinante: el cuerpo se sepulta en sutiles máscaras al igual que lo hace la palabra que lo define. En esta cosmovisión barroca la escritura es, entonces, otro maquillaje más. Tal es el caso de Salas Barbadillo, quien había expresado en diversas ocasiones su rechazo a prácticas como la caza y el juego, y que incide sobre la manía de los cosméticos tanto en el caso de los hombres como en las mujeres. El segundo retrato de El curioso y sabio Alejandro es el del Señor Limpio, personaje lleno de manías y que intenta enmascarar aromas hasta en el diseño de su propio entierro: quiere ser embalsamado y perfumado una vez muerto, lo que provoca la broma del narrador cuando afirma, con mucho tino, que tanto

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Citado por Vigarello, 1988, p. 86. Santos, en particular, lo hace en El no importa de España, ed. RodríguezPuértolas, 1974, pp. 12-13, y habla de las famosas pelucas empolvadas y sus perfumes en El vivo y el difunto.Véase también Deleito, 1946, pp. 188 y ss. 41

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perfume no hará sino condimentar a los gusanos su festín de carne podrida. Ya sobre el discutido asunto de las tapadas el madrileño comentará en El necio bien afortunado que no hay gente tan engañosa ni de tan viles pensamientos, y nada me enoja tanto como que sean tan malas debajo de tocas y manto de devoción; no piensan en otra cosa que cómo venderán la doncellica que fió la madre de su regazo o la casadilla que fió el marido.[…] ¿Quién diablos inventó aquellas tocas, pues no todas son viudas? Su engaño las inventó; para engañarnos se las pusieron ¡Cuán de vidrio es la honra de las mujeres, que ni basta ser bien nacidas, ni basta el resplandor de las costumbres, ni el adorno de un noble marido!42

Más directa y elaborada es la diatriba del personaje-cronista Boca de todas las verdades, emplazada al final de la novela VII titulada «Las galeras del vende-humo», que el escritor intercala en su miscelánea Corrección de vicios43. La novelita se inicia con las ganas que tiene Boca de «pisar presto las calles de Madrid», «a pasear la ciudad y ver la gente, que por ser día de toros, había concurrido mucha forastera de los lugares convecinos» y que, como en Vélez, «bullía la gente»44. Boca comenta cómo al entrar en el mercado encuentran a dos forasteras «de razonable brío, que obligaron más que otras a los ojos, para que las mirasen con atención»: una tiene 16 años; la otra, «de imagen más antigua y de más respeto, era en todo verdadera imagen, porque iba muy pintada»45. La visión provoca el mayor de los espantos en el amigo, quien sale corriendo y se encierra en su habitación espada en mano, provocando el miedo del protagonista (al que ahora, por cierto, llama «Alonso Jerónimo»): «—No entrarás acá esta vez, demonio en figura humana», dice el asustado urbanita, «santiguándose a dos manos»46. La mujer le parece al cortesano «vieja endemoniada, con aquella espantosa máscara de afeite», «caduca maldita», que no sólo asusta a corte42

Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, p. 233. Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, pp. 225-245. 44 Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, p. 245. 45 Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, pp. 246-247. 46 Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, p. 247. El diálogo entre los personajes nos ofrece una interesante pista sobre el aspecto físico del escritor: el asustado galán le comenta que «Sin duda, señor Alonso Jerónimo, que sois hombre de más corazón de lo que promete vuestro cuerpo» (p. 248). 43

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sanos, sino que «huirían más della que de los catorce toros que están encerrados para correr»47. Se pregunta por qué «se embarniza» la mujer moza sin ser necesario, y por qué lo hace la madura cuando ya no importa, y «engaña el rostro» de aquélla que, «siendo negra, resplandece blanco y rojo». Habla de las bocas despobladas de las viejas, donde no habita ningún vecino ni morador y —esto es quizá lo más reseñable del texto— en una reflexión sobre el mal aliento, lamenta que «si acaso quedan algunos, son de suerte que el aire pasajero que por ellas sale dice el mal estado de su salud»; se anuncia así el olor bucal como algo no sólo higiénico, sino enfermizo: el hedor de la vieja es como el de la hez equina, según el autor: «tantos son sus rostros como días que viven» ya que «quien corregir lo que Dios hizo» va en contra de la naturaleza misma, según Salas; estas mujeres de ciudad, en definitiva, «son locas», y su cualidad demoníaca se aproxima más a su emanación olfativa (de nuevo, el infierno como peste) que a su alcance visual. Pero no acaba ahí la diatriba de Salas. La segunda parte del cuentecillo narra la anécdota de que, estando el protagonista en Sevilla, conoció a una madama que no tenía más que cuatro dientes negros como «carbones no encendidos» (se pasa ahora, en un claroscuro muy barroco, del blanco de la tez maquillada al negro de la boca). Tras un pequeño altercado causado por haber escupido el cortesano en la alfombra de la casa, la señora le indica que, la próxima vez, lo haga en un lugar apropiado, lo que hace que éste acabe escupiendo en la cara de la vieja porque encuentra que el suelo está más limpio que su boca; cuando el pícaro aventurero decide contar la historia a sus amigos, éstos «la riyeron por graciosa, conociendo que justamente había elegido por lo más sucio de toda la casa el rostro afeitado de la asquerosa vieja». No falta, entonces, la carga de didactismo tocante en esta misoginia ya apuntada: «allá se lo hayan los maridos que las sufren, que yo no pienso casarme por lo menos en toda mi vida»48. Esta misma asociación entre la boca maloliente y el paso del tiempo será también explotada en ciertas comedias inmediatamente precedentes: con mucha gracia dirá Lope en Guardar y guardarse «que ratones paseaban / sus caras cuando dormían, / y que en llegando a su olfato, / cara con

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Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, pp. 248-249. Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, pp. 250-252.

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unto de gato, / con temor del unto huían». Toda esta hiperbolización nos conduce a lo que James Iffland acuña como «ersatz», es decir, los trucos empleados para camuflar los defectos congénitos o los numerosos signos de decadencia que aparecen cuando el cuerpo paga el paso del tiempo: pelucas, falsos bigotes o dientes, perfumes que enmascaran los malos olores y, especialmente, los cosméticos femeninos. Por ello, la necesidad de camuflar es en ocasiones tan ridículamente exagerada que, más que esconder, lo que hace es agrandar lo esperpéntico de la figura; queda ésta entonces reducida (o excedida) a compuesto de parches que han perdido su armonía y sustancia; así ocurre, como he señalado, con la vieja endemoniada del cuento de Salas, y así lo presenta Lope en el acto primero de La villana de Getafe, donde vuelve sobre un asunto que comentaré con respecto al tabaco, como es de las mezclas diabólicas, oscuras: «de alquimia / en que huele a la herrumbre se conoce, / ansí también en el olor las viejas» (cursivas mías). El olfato resulta así el más discriminatorio de los sentidos y, acaso, el menos engañoso en una sociedad en la que nada es lo que parece, pero todo lo que huele resulta inequívoco. Con ello vemos cómo aquella boca renacentista de influencia petrarquista, inodora y floral (gustativa y táctil), se convierte ahora en un elemento de gran rendimiento olfativo. El beso, que el Renacimiento había cantado como experiencia sublime (Ronsard escribía que «Quand de ta lèvre à demi close / Je sens ton haleine de rose»)49, es ahora en el Barroco motivo frecuente de repulsión, y apenas se nos presenta como un privilegio fragante. Los humores juegan así también un papel fundamental en lo que se expulsa por la boca, y la necesidad de tenerla perfumada es algo que contiene un gran potencial dramático a la hora de poner en escena a una dama o a un galán sofisticado; incluso el buen olor puede actuar de estímulo seductor al mismo nivel que la voz o la vista, cercano al «embrujo de los sentidos»: «ámbar pondré en tu boca, / si es que a lujuria el buen olor provoca», escribe Pérez de Montalbán en El hijo del Serafín, cercano al 49

La cita de Ronsard proviene de sus Odes, I, 124. Cito por Mandrou, 1976 [1961], p. 54, quien comenta el pasaje. En cuanto a los besos, existen excepciones notables como ésta que encontramos en la jornada tercera de La bella malmaridada: «Hasta que dormida quedo. / Si me despierta el humor, / el olor que me provoca / me lleva a besar su boca, / que tiene un divino olor. / Doyle un beso, y dos, y tres, / vuelvo otro poco a rezar…».

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personaje lopesco de Obras son amores (primer acto) que aconseja a otro: «modera olor, y vestidos, / porque riqueza, y olor / son alcahuetes de amor / que provocan los sentidos». Hay, claro está, sofisticadas cortesanas esparcidas por numerosos textos del momento, y no faltan las asociaciones con flores (la rosa es solamente fragante mientras no se marchite), con juventud o con buen estado de salud: «El llevará gentil moza, / que talle! Qué olor! qué aseo!», dice Mendo en la jornada segunda de Cumplir con su obligación, de Pérez de Montalbán. Lo mismo ocurre cuando se trata de lo contrario; en la segunda jornada de Abre el ojo, de Rojas Zorrilla, leemos que Y dio mas señas, que tiene un olor de boca, que puede dar pestilencia, y que erais mujer barata…

*** «¡Las atenciones que hay con el cuerpo, y con el alma qué pocas atenciones!». Pocas piezas como El día de fiesta por la mañana y por la tarde realizan una descripción tan sostenida y eficaz de esta manía por los cosméticos, los buenos olores y todos rituales que conllevan, y por ello se puede afirmar que Juan de Zabaleta es todo un «poeta urbano del olfato». La primera parte del texto se dedica, como sabemos ya, a los largos y minuciosos preparativos matinales, a la gala y al domingueo, y me interesa comentar las páginas que dedica al galán (Capítulo I), a la dama (Capítulo II) y «Al que trae cabellera» (Capítulo XII) como paradigmas de esta vigilancia social capturada en la página impresa50. La morosidad en las descripciones de procesos constructivos (vestido, maquillaje, el afeitado, el diseño de los zapatos), que deben ser cumplidos con un cierto orden y con una cierta precisión, nos sugiere una solemnidad propia del espacio sagrado de la liturgia, tal y como insiste el autor desde el inicio: «sin limpieza es un hombre aborrecible, con perfumes es notado. Limpio da a entender que cuida de sí mismo, perfumado da a entender que idolatra en sí mismo. El hombre se

50 Véase Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, pp. 99-113, 113-122 y 184-190 respectivamente.

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debe a sí la limpieza, el sacrificio se lo debe a Dios»; es decir, la higiene personal debe ser más inodora que perfumada, y los «humos» que se asocian a una idea de exceso que pertenece a otro cuerpo social muy delimitado: «los humos olorosos se hicieron para el sacrificio. Quien se aplica a sí los olorosos humos, digno de sacrificio parece que se juzga». Hay toda una celebración de la persona en estos retratos del galán y de la dama: la alcoba, con todos sus pequeños objetos de culto, deviene el templo de la imagen y de la máscara, según se advierte en la coquetería de la dama: «Dióle Dios la cara que le convenía y ella se toma la cara que no le conviene»51. En una búsqueda dolorosa por la pluma de Zabaleta (en lo físico y en lo anímico) de la identidad adecuada y a veces no alcanzada, se nos transporta a una suerte de misticismo de la belleza, de religión estética. Se sacrifica todo en pos de un ideal, no importa lo sufrido que sea el proceso; el recorrido, el camino, es lo que verdaderamente interesa: el calvario es lo que se desarrolla, y donde hay un calvario siempre hay una víctima. El proceso ascético de purgación, de purificación para lograr esta imagen deseada, no es, precisamente, uno de simplificación o desprendimiento. Al contrario (y aquí radica una de los efectos más grotescos de estas estampas tan cruelmente efectivas) asistimos a una suerte de recargamiento, de adorno tras adorno como si de un retablo barroco se tratase. Capas y más capas de máscaras van restaurando el cuerpo dominical de estos pretendientes y, para cuando llegamos al final del recorrido, apenas reconocemos al individuo.Además, el acicalado matinal, que se lleva a cabo con la ayuda de otros arquetipos urbanos (lacayos, zapateros, etc.) contiene un elemento de contaminación por la existencia de cuerpos en contacto: el barbero rasura al galán con sus manos sucias: «empieza a bañarle, oliéndole las manos a lo que almorzó, y nunca es bueno lo que almuerza». Se prepara entonces un cierto ambiente celebrativo que prologa lo que será un sufrido calvario hacia la culminación final de la burla plena: el galán vestido y perfumado. Paralelo al trato dispensado al hombre, Zabaleta parece insistir más en la fealdad natural de la mujer (nada original, por otra parte), que se busca maquillar todo el tiempo para cubrir sus deficiencias en lugar de potenciar sus encantos; no se subraya tanto lo ridículo del

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Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 114.

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ceñirse el cuerpo en artificialidades, como ocurre con el periplo del galán. Hay también en la mujer un componente moralista sobre cómo debe ir vestida para no causar escándalo: «de los pechos les ven los hombres la parte que basta para no tener quietud en el pecho»52. El tono de burla que se daba con el galán se abandona o se atenúa ligeramente en pos de un moralismo muy severo. Los zapatos prietos de la dama hacen que al descalzarse emanen pestilencias: «yo apostaré que la tal dama calza sus ocho largos de zapato y tendrá los pies con más juanillos que dedos, y apenas llegará de la ronda cuando se descalzará, para que salgan los malos humores; y aunque salen algunos, muchos entran»53. Zabaleta dedica igualmente unas cuantas páginas a la figura del calvo que se arma de peluca y sale a galantear damas, y se detiene en el acto de peinar y dar forma a la cabeza, «hecha un golfo con quien juega el viento», es decir, llena de aire y falta de sustancia. Rinde así homenaje a las famosas pelucas empolvadas (aplicando con cerbatana por los criados unos polvos que venían de Roma y ya se hacían en Madrid en estos años) de harina de habas y raíz de lirio muy perfumado; se decía que los cortesanos parecían molineros o panaderos. El pelo no sólo es peinado, sino también empolvado, pues el perfume camufla los malos olores; los polvos habían sido usados por su capacidad de secado como sustitución de agua, en la que no se confiaba (el calvo, no obstante, «llega a la pila del agua bendita y salpícase los cabellos con ella»): interesante resulta entonces la lectura del cosmético capilar como pantalla de distanciamiento entre el objeto y el espectador. En cualquier caso, un examen sobre la percepción olfativa de la sociedad madrileña no sólo debe atenerse a cuestionamientos de tipo costumbrista (que los hay para todos los gustos, como vemos), sino también en las lecturas de índole ético-moral que asume la noción de podredumbre. La boca maloliente no sólo será una alusión de tipo fisiológico, sino que también será una fértil metonimia sobre la enunciación de la mentira, la hipocresía y todo aquello que se vuelve en contra de la palabra honesta. Ruiz de Alarcón, por ejemplo, asoció en Examen de maridos la mentira a la podredumbre de la manera más literal posible:

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Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 118. Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 183.

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Con su aliento me ofendió tanto, que me mareó el mal olor el sentido: por esto, y por la opinión que tiene de mentiroso…

… idea que repitió en el acto tercero cuando escribió que «porque tener una fuente / es enfermedad no error, / de la boca el mal olor / es natural accidente; / el mentir es liviandad». Y muchos otros testimonios nos llevarán a ver este elemento del cuerpo humano como sinécdoque positiva (Boca de todas las verdades, por ejemplo) o censurable (bocas negras, vacías, malolientes, enfermas) de lo que resulta ser el propio espacio urbano, igualmente plural en su constante decadencia, en su misterioso infinito.

3. Polvo, hoja, humo… Comportamientos sociales del tabaco … super fumo machinari omnia… H. C. Agrippa, De Incertitudine & Vanitate Scientiarum & Artum

Desde su importación al continente europeo a cargo de Cristóbal Colón, pocos aromas han provocado tantas controversias como el del tabaco54. En cambio, la bibliografía existente sobre su traslación a la experiencia estética —ya sea en pintura, poesía, teatro o novela corta— es una empresa que no se ha iniciado todavía por la crítica literaria de la manera en que se ha hecho en otras literaturas55. Temas como la importación, manufactura, distribución y exportación de pro54 Véase

Pérez Vidal, 1959, cuya investigación me ha sido de gran utilidad; Rival, 1981; también se comenta en Deleito y Piñuela, 1946, pp. 128-129. Para su desarrollo en el siglo xviii, contamos con el volumen editado por González Enciso y Torres Sánchez, 1999. 55 El estudio más influyente sobre el tema continúa siendo el de Ortiz, 1940. Para el periodo que nos ocupa, en el terreno de la literatura inglesa, Knapp, 1988, es el mejor análisis sobre el tema; Orgel ha comentado el impacto del tabaco en la última década del siglo xvi en 2000, en el cual se centra en la obra de Spenser y en el Doctor Faustus del joven Marlowe; a ñ á d a n s e, a modo de complemento, McCullen, 1970; Hartman, 1994; y la tesis doctoral de Tanner, 1969.

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ductos tabaqueros, así como tipos de fumador, lugares de encuentro, polémicas médicas, proyección social o prohibiciones legales asoman de manera discreta pero importante en numerosas manifestaciones del siglo xvii, y muchos de estos testimonios, tanto serios como burlescos (la frecuencia se los reparte a partes iguales), resultan indicadores fundamentales de lo profundamente imbricado que estaba el fenómeno en la sociedad urbana de los Austrias. La selecta mención a este producto por parte de los poetas del setecientos no menoscaba su importancia en una sociedad que se dejó seducir desde muy pronto por toda una serie de novedades provenientes del continente americano, tal y como ocurrió, como ya he señalado antes, con la fascinación que produjo el chocolate56. Ambos ya fueron en su momento considerados como importantes modas cuyo impacto en el entramado social iba siendo cada vez mayor; la familiaridad con estos productos parecía ser ya evidente, por ejemplo, para Moreto, quien en su comedia No puede ser hace que el gracioso Tarugo le comente a don Félix que «no se os dé nada, tomadlo, / que el chocolate en Madrid / se usa ya como el tabaco», subrayando así también su naturaleza de mercancía intercambiable. Su difusión fue además imparable y, siguiendo los destinos de puestos comerciales trasatlánticos como Sevilla o Cádiz, Madrid se convirtió muy pronto en una de las grandes «Mecas del humo» motivada, sin duda alguna, por el enorme capital social que connotaba tanto el producto como su consumo; como ya señaló el viajero francés François Bertaut en su Journal d’un voyage d’Espagne, el español del siglo xvii fue un individuo seducido por los encantos de determinados polvos y aromas exóticos que pronto se incorporaron al imaginario colectivo de la ciudad, y la práctica de aspirar o inhalar se connotó de toda una serie de estigmas socioculturales. Sabemos que se consumía de tres modos, en polvo, en hoja y en humo (éste último menos usual), y que la resistencia a su uso fue en estos años tan virulenta como lo fueron las polémicas en torno al chocolate, al guardainfante, a la comedia o al juego. No obstante, son bastantes más los tipos que cita el Autoridades: tabaco en barro, que tomaban las damas «aderezado con cascos de barros finos olorosos», tabaco de hoja, que «se toma por la boca, chupando el humo, que expele, quemándole en pipas, o tabaqueras, o en cigarros de papel, o formados de la misma

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Más centrado en el siglo xvi que en el xvii es el trabajo de Barrera, 2002.

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hoja», tabaco grosso en «masilla, que hacen del tabaco con aguas de olores, de que se forman unos como granos de mostaza», tabaco de palillos, tabaco de somonte «habano» y «fabricado en Sevilla» y, finalmente, el rapé, «que es de Francia»57. En cualquier caso, sabemos que en el Madrid de Felipe IV fumaban hombres y mujeres, seglares y religiosos, niños y viejos, nobles y plebeyos, siendo así el tabaco, en cierta manera, uno de los pocos agentes de igualación y cohesión social en una sociedad profundamente castigada por sus diferencias internas; nada mejor que abordar el fenómeno desde tres parámetros diferentes (la disertación erudita de Jiménez Patón, el teatro de Tirso y la poesía de Maluenda) para ver hasta qué punto fue desigual su recepción estética. Como resultado de su eficaz instauración en la sociedad urbana del diecisiete, muchas de las «apariciones tabaqueras» en teatro o novela van a ser, en ocasiones, producto de la perplejidad de sus propios creadores, que imaginaron el acto de aspirar o fumar como algo indicativo de todos aquellos parámetros sociales que, con tanta rapidez, iban cambiando durante estas décadas.Además, la circunstancia de vivir atento a la incorporación de materias y productos extranjeros fue poco a poco abriendo la puerta a todo un debate centrado en nociones de centro y periferia en donde los elementos foráneos se negociaron con los locales a través de interesantes dicotomías de fértil exploración crítica: lo local frente a lo extranjero, lo terrenal frente a lo espiritual, lo ortodoxo frente a lo herético, lo salvaje frente a lo civilizado… Incluso en ocasiones el acto de fumar se asociará a la valentía de tal o cual galán, como ocurre en los compases iniciales de Las bizarrías de Belisa cuando Lope narra cómo Belisa observa a su futuro amante siendo atacado en pleno Madrid: «que arrimado a los frisones / miraba a pie la pendencia, / todo tabaco, y bigotes, / como si estuviera el necio / de la plaza en los balcones»: este «tabaco y bigotes» hace alusión a la mancha que se formaba en los bigotes de los fumadores cuando les goteaba la nariz, y fue sin duda motivo de burla y crítica frecuente (en la jornada tercera de esta misma pieza se acuñará la frase «A Dios, tabaco mío»). En cualquier caso, el acto de fumar (o aspirar) entra así en competencia con otras «religiones» del cortesano madrileño, como

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III, pp. 201-202.

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son las del cortejo amoroso, los naipes o los duelos58. Sin embargo, la mayoría de lo escrito en torno a su uso y disfrute no proviene de Madrid, sino que lo hace de ciudades asociadas a centros de erudición como colegios y universidades, tal y como ocurre también, según hemos visto, con lo disertado en torno a otros bienes de consumo; incluso, en ciertos casos, los firmantes serán los mismos, dentro de un proyecto de exploración intelectual que, bajo el prisma didáctico, les hará viajar de la ropa a las hierbas, de las hierbas a la bebida, de la bebida al juego: todas, en su manera, adicciones de obligada vigilancia y regulación. Así, se dan en estos años las más encendidas controversias s o b re su naturaleza, tanto desde el terreno de lo jurídico-legal (Bartolomé Ximénez Patón, Francisco Torreblanca Villalpando, Juan de Reyna Monge)59, como desde el estudio de la medicina (Juan Fragoso, Francisco de Leiva y Aguilar, Pedro López de León o el catedrático de prima de Medicina Quirúrgica de la Universidad de Salamanca, Cristóbal Hayo)60 o desde la miscelánea pseudo-científica (Juan de Castro, León Pinelo, Bartolomé Marradón)61. Es importante destacar,

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El mismo Rojas Zorrilla lo compara con el vicio del amor en su comedia La traición busca el castigo: «que tampoco amor te cueste, / aunque mejor vicio es este, / que tomar tabaco en humo», le dirá un galán a su dama. 59 Véase Bartolomé Ximénez Patón, Reforma de trages: Doctrina de Frai Hernando de Talavera, primer Arçobispo de Granada. Ilustrada por el Maestro Bartolome Ximenez Paton, Regente del Estudio de letras humanas en Villanueba de los Infantes. Enséñase el buen uso del tabaco, Baeza, Juan de la Cuesta, 1638, ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, R-137; Francisco Torreblanca Villalpando en su Juris Spiritualis, libro VIII, o Juan de Reyna Monge, Para todos. El tabaco vedado en su abuso, deshecho en polvos y en humo desvanecido, a vista de los discursos phisicos y médicos, Sevilla, Juan Gómez de Blas, 1661, en la Biblioteca Nacional de Lisboa, Res 249 14 V. 60 Véase Juan Fragoso, médico de palacio que escribe su famoso Discursos de las cosas aromáticas, árboles y frutales, y de otras muchas medicinas simples que se traen de la India Oriental y sirven al uso de medicina; Francisco de Leiva y Aguilar, Desengaño contra el mal uso del tabaco, Córdoba, 1634 (ed. moderna en Córdoba, Diputación Provincial, 1998). También se acusará al tabaco de turbar el juicio y abrasar los órganos interiores del cuerpo: así lo hará, por ejemplo, el jurista y el médico Pedro López de León, en Práctica y teoría de los Apostemas, libro I. Sin embargo, lo defenderá Cristóbal Hayo en Las excelencias y maravillosas propiedades del tabaco conforme gravísimos autores y grandes experiencias, agora nuevamente sacadas a la luz para consuelo del género humano, Salamanca, Diego de Cossío, 1645. 61 Ver Juan de Castro, un boticario cordobés de principios del siglo xvii, que escribe Historia de las virtudes y propiedades del tabaco, Córdoba, Salvador de Cea Tesa,

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en este sentido, que las disciplinas del conocimiento se diluirán en muchos de estos testimonios, en donde convivirá la anatomía con la botánica, la historia con el retrato costumbrista, la anécdota local con la observación antropológica y, por ello, toda clasificación será tan relativa como el conocimiento mismo del producto estudiado. Más precisa resultará, sin embargo, su influencia sociocultural: el tabaco se convertirá en toda una obsesión por parte de los legisladores, y llegará a Madrid envuelto en un halo de misterio ya desde los intentos reguladores de tratadistas como Nicolás Monardes o Francisco Hernández, ampliamente divulgados en el siglo xvi62. Y, al tiempo que se descentralizará la demanda, su producción quedará monopolizada, al menos en sus primeros dos siglos en España, por una institución verdaderamente emblemática en la historia del urbanismo andaluz: la Fábrica de tabacos de Sevilla, especializada en la preparación del polvo, y dueña de una de las fachadas más significativas de su época (hoy asimilada por la Universidad). Este misterio se inicia, en realidad, desde sus propios orígenes: poco se sabe a ciencia cierta sobre sus primeros importadores a la Península, si bien se piensa que fue Ramón Pané quien, en 1499, remitió a España desde La Española algunas semillas (otros han fijado la introducción en España en la tercera década del siglo xvi).Ya desde sus inicios hispanos la composición del tabaco va a ocasionar enormes disputas: el famoso liquidámbar o xochiccotzetl que se cita en algunas comedias lopescas (véase más arriba en el caso de El acero de Madrid), así como otros ingredientes poco o nada conocidos, harán que se piense en este bien de consumo como un inofensivo excitante que suprime todo el cansancio, según se había observado en la misma Sevilla con los esclavos africanos que descargaban en los puertos (no será así en la Corte madrileña, en donde se consumirá por ociosos y despreocupados)63. Su propagación social fue, por tanto, de abajo a arriba, desde los esclavos y hombres de mar hasta lo más refinado de la sociedad cortesana; pronto se abandonó su virtud medicinal en pro de una asociación

1620, o el Diálogo sobre (del?) el uso del tabaco, por Bartolomé Marradón, Sevilla, 1618. León Pinelo lo trata en su Questión Moral, Madrid, 1636, p. 37. 62 Knapp registra la influencia de Monardes en Inglaterra en 1988, pp. 43 y ss. 63 Véase Cortés López, 1990.

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con el placer y con el lujo, intercambiándose como regalo y creando una serie de modas en la sociedad madrileña; como resultado, las tabaqueras y toda la parafernalia que rodeaba el fenómeno resultaron tan importantes como su propia consumición, y se hizo muy común regalar el tabaco en banquetes y conversaciones, en forma de polvo que se inhalaba desde el molledillo y sobre el asiento del pulgar; de hecho, el llevarse los polvos a la nariz pasó a convertirse en una marca social al igual que lo era el tipo de tabaquera y los modales del fumador, siendo el tubano o cigarro algo más propio de indianos o esclavos. Llegó a resultar escandaloso, por ejemplo, el apego de los hombres de iglesia al vicio, hasta el punto que la manía de fumar en la misa hizo que, informado por el Deán y Capítulo metropolitano de Sevilla, el Papa Urbano VIII dispensara una bula el 30 de enero de 1642 para prohibir esta práctica en todas las iglesias sevillanas, que tan sólo permitían un dios y un culto64. Fuera de estos recintos, la fe en el tabaco fue menos ortodoxa, desde el momento en que las creencias curativas en las hierbas que se mezclaban hicieron de este producto una mezcla extraordinariamente sofisticada no sólo en lo material, sino también en lo espiritual. Pérez Vidal ha documentado nada menos que una docena: junco, opio, cáñamo, serpol, té, lavanda, hojas de rosa, de nogal, de remolacha, hongos venenosos, corteza de sauce y polvos de piedra pómez; toda esta riqueza constitutiva hizo que Reina Monge, por ejemplo, escribiera que el uso del tabaco disminuía la vista, la memoria, causaba delirios y anticipaba la vejez y la muerte65.Y lo cierto es que el olor producía reacciones diversas, hasta el punto de que, en algunas partes de Europa como en la Francia del siglo xviii, se pensaba que eliminaba el apetito sexual (peores humos podían ser, no obstante, los desprendidos de otras prácticas de enorme carga olfativa, como la costumbre mujeril de sahumerios de plumas quemadas, lana quemada, papel quemado y de otros remedios para «accidentes de madre», según palabras de Hayo)66. A su polémica naturaleza se unió otra de las creencias populares, basada en la pretendida suciedad del fumador (Hayo los llama 64 Práctica que sigue, por cierto, la decisión tomada en 1588 en Perú, según registra el Concilium Limense (Madrid, 1591), ed. Acosta. 65 Pérez Vidal, 1959, pp. 31 y 38; el bando puede consultarse en la Biblioteca Nacional de Madrid, signatura VE/1328/7. 66 Citado por Pérez Vidal, 1959, p. 48.

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«peones de la polvareda») y, en particular, a partir de uno de los motivos más explotados por las letras del siglo xvii: el de la nariz estornudando en brutales estruendos. Se estornudaba mucho en el Madrid literario, siguiendo la creencia de que, cuanto más fuerte se hiciera, más claridad de cabeza se conseguiría; son por ello numerosas las bromas a los estornudos hilarantes y descomunales de los lacayos en las comedias del período y, como consecuencia, las incorporaciones del orificio nasal dentro de una estética compartida por bocas, anos o vaginas, todos ellos elementos de un extraordinario potencial simbólico. A Tirso parece gustarle la broma del estornudo, que cultivó en más de una ocasión: en la jornada primera de No hay peor sordo, por ejemplo, se bromea que mal antiguo, el ejercicio le alivia, y más si hecha flemas, tomando tabaco en polvo, y estornudando a docenas;

Y en el acto segundo de Quien no cae no se levanta, escribe que «vive el vino, / que he de hacer un castigo mas sonado, / que mocos con tabaco»; o el caso de Juan de Matos Fragoso, quien en la segunda jornada de La devoción del ángel de la guarda, escribía que de las palabras, que así suelen hablar muchos lindos; y sino toma tabaco, mucho y bueno, y de contino hablarás por las narices.

Al igual que ocurría con el galán de Las bizarrías de Belisa, el acto de aspirar dejará una serie de secuelas tan evidentes que sustituirán a la palabra como tarjeta de presentación; la opilación femenina será así acompañada, desde sus marcas externas, por los residuos del tabaco en el hombre. Si antes «hablaban» los ojos de las tapadas, ahora lo harán las narices de los fumadores, desde una fragmentación que tendrá resonancias simbólicas y literales en su cuestionamiento de arquetipos socialmente heredados: «for the body part, cut off from the totalized body, works to challenge the very structure upon which meaning is based.To return for a moment to Lacan, it is precisely this loss of co-

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herence —this presymbolic chaos— that is figured by the body in bits and pieces. Such a reading brings out the possibility that the tension between body parts and corporeal wholes lies at the very heart of social and symbolic structuration», han afirmado Carla Mazzio y David Hillman67. Jiménez Patón, consciente de todas las repercusiones culturales que asume este producto, diserta sobre todos estos asuntos en su breve manual de uso titulado Enséñase el buen uso del tabaco68. El texto se inicia con un epigrama en latín de Fray Miguel Cejudo (quien aparece citado, por ejemplo, en la Arcadia de Lope) titulado «Epigrama in eos qui sumuunt raribus tabacum», cuyos ocho versos son una crítica al acto de fumar, una invitación al vino con beneplácito médico («sumere Bachum / (Plaudite vos medici) dulcis esse puto») y una broma a la suciedad de las narices del fumador: «¿Quién que ve las narices sucias de basura / no imagina nalgas de niño llenas de caca?», escribe Cejudo, prolongando la ya habitual asociación con la hez desde su olor y cromatismo. A partir del modelo, Jiménez Patón teoriza sobre todo aquello que ha ido estudiando y leyendo de sus fuentes: cita a Monardes (fol. 61v.) como «autor grave» e insiste, como su predecesor, en beber vino «aguado y con moderación» (fol. 62v.), ya que el tabaco «es vicio, y tiene un no sé qué de hechizo», aunque recomienda el tabaco para la gota, los intestinos, los males de orina y las almorranas. Más significativa resulta la disertación en torno a las narices sucias: como lo es la suciambre (sic) y porquería que traen siempre en las narices, cosa es cierta, y que nadie la puede negar, porque anda en parte tan manifiesta, que todos la ven la basura que se junta bajo de las narices, y con muy buen acuerdo la asimila y la compara a la del salvo honor, principalmente en los niños que se ven de aquel color, y en aquella cuantidad, cuando las amas o madres los limpian y envuelven (fol. 63r.).

Sin embargo, se le acusa al tabaco de secar el cerebro, si bien su condición de hierba seca y caliente no es del todo mala ya que puede curar heridas frescas, templar o quitar los dolores de cabeza, curar reumas, dolores generales, opilaciones y otros males ya citados por el 67

La cita proviene de la Introducción de Mazzio y Hillman, 1997, p. xvii. Cito, como ya he indicado arriba, por el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid. 68

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maestro Monardes: lombrices, males de madre, sabañones, etc., dentro de la idea de que «los médicos nos enseñan que unos contrarios se curan con otros contrarios» (fol. 64r.). No obstante, por ser caliente y seco «tiene de arruinar y consumir al paciente», dañado el cerebro por la fuerza con que es aspirado por las narices; es ésta quizá la mayor de las amenazas, pues «la cabeza del hombre es la más noble instrumento e vaso de nobilísimas operaciones (mediante el celebro) como son entender, imaginar, pensar, y acordarse» (fol. 65r.); esto causa además un «calor podrido» que puede ocasionar la muerte, lo que nos hace ver cómo este producto, adulterado por infinitos elementos, no era del todo bien conocido y poseía aún toda una sombra de sospecha debido a su origen indiano, salvaje y —podríamos decir incluso— pagano. La asociación entre fumar y locura resulta, igualmente, indicativa de lo divulgado que estaba el producto y de la irracionalidad que suponía el acto de dejar invadir la mente por sustancias no clasificadas todavía. Como colofón a tan detallada glosa, el texto se cierra con una crítica a las tabaqueras porque parecen «juguetes de niños» (de nuevo, en evidente asociación a lo irracional, lo primitivo o lo caprichosamente inexplicable), y al alto precio del chocolate, que parece ya formar pareja como producto foráneo por excelencia. No obstante, lo más interesante de la tesis de Jiménez Patón, no del todo original por otra parte, es que a través de esta misma perpetuación de tópicos se nos transmite la idea de que fumar y aspirar tabaco provoca todo y no provoca nada que no se haya visto antes con otras consumiciones exóticas: opera entonces como antídoto de lo que los ingleses llamarán el «rheum» (derivación del resfriado común) húmedo y frío, que se neutralizará con el carácter seco y caliente del tabaco, pero se asocia también a la molicie de espíritu; su aroma, como el del chocolate, invade la ciudad y resulta extraño, exótico e inclasificable pero, al tiempo que se fijan sus efectos, se canoniza como un elemento más de ésta69. Al igual que el humo, el tabaco escapa toda apropiación lógica. 69

El teatro es otro de los espacios discursivos en donde mejor se cultiva todo el potencial semántico de este fenómeno, aportando numerosas estampas que varían en significado según el caso. Es común su uso como indicio de algo ya ocurrido: por ejemplo, en la Primera Jornada de La dama duende, Calderón escribe que «que algún demonio los tray, / que esto, y más habrá donde ay / quien tome tabaco en humo», y en la primera Jornada de Cumplirle a Dios la palabra de Juan Bautista Diamante, se

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No obstante, toda esta mezcla de síntomas esconderá también un potencial de «nocivas heterodoxias» que, como ya había ocurrido con el chocolate, generará numerosas polémicas sobre cuestiones de identidad y nación. El color oscuro del residuo nasal expulsado por la nariz, su misteriosa composición, así como la asociación inicial a los esclavos negros, convertirán a este vicio en una extraordinaria metáfora de incorporación; en cierta manera, la nariz del cortesano asumirá (tanto simbólica como materialmente) nuevas sustancias como lo hará el mercado nacional, contaminando lo propio con lo ajeno a través de un proceso culturas en contacto y de una mal asimilada hibridez racial. Este parece ser el caso de La villana de Vallecas tirsiana: la comedia se inicia en Valencia, donde doña Violante ha sido deshonrada por un forastero llamado don Pedro de Mendoza. La sed de venganza que experimenta el hermano de la dama, don Vicente, por vengar el agravio, le conduce a Madrid, pero antes de llegar allí la acción se detiene en una posada en Arganda, donde coinciden, bajo nombres falsos, don Pedro y don Vicente (vv. 262-572)70.Allí se cuenta que este don Pedro es un indiano que, proveniente de Méjico (el v. 344 indica su origen mejicano), viaja a la capital para contraer matrimonio con doña Serafina, hija de un antiguo amigo de su padre; la comedia elabora una serie de enredos que acaban con las bodas deseadas y, aunque don Pedro se casa con Serafina, su estancia en la Corte está llena de dificultades (entre otras cosas una calamitosa estancia en la cárcel). Pues bien, en esta cena inicial en la que don Vicente conoce a don Pedro, es el criado de éste último, Agudo, el que presenta en escena el tema del tabaco. Así, sabemos que cuando se sientan en la mesa señor y criado, «puesto está un conejo a asar» (v. 419) junto a una perdiz, una gallina y otros manjares bien regados con vino de la

nos cuenta que «Aquí es menester mentir. / Es que han tomado tabaco; / veslo aquí, señor, y como / no estaban acostumbrados»; y en la primera jornada de Ir por el riesgo a la dicha, del mismo autor, leemos que «enojos, / a peligro de cegar, / un día para llorar / se echó tabaco en los ojos». Pero en general se explota la idea de la «palabra evanescente», del discurso vacío como el humo del tabaco: Lope así lo elabora cuando, en la tercera jornada de Amar, servir y esperar, escribe que «esta lengua disparada, / que tan dilatada ha sido, / Tabaco de ingenios es, / que los hace estornudar, / toman humo para hablar»; más creativo es su uso cuando, en el acto segundo de La noche de San Juan, a unos «hombres zaques» les huele a tabaco el alma. 70 Sigo la edición de Eiroa, 2001.

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tierra, a los que acompaña fruta importada (piña, pipotes, mameyes, cipizapotes) y nacional (melocotón y perada) (vv. 432-438). Sin embargo, el verdadero epílogo a tan rico festín parece ser «un tubano de tabaco / para echar la bendición» (vv. 439-440) que propone Agudo para el final de la cena; la secuencia en sí guarda una cierta lógica ya que, desde el punto de vista medicinal y siguiendo el estudio de la composición humoral del cuerpo humano, parece tener sentido finalizar con la sequedad del tabaco lo que antes ha sido un desfile de elementos fríos y húmedos. El tabaco es también un camuflaje para evitar los olores a podredumbre y terminar la comida con el lujo y lo superficial, equilibrando así la cantidad y la variedad consumida previamente en un menú óptimo; se introduce así el «calor» de las Indias en el clima madrileño, su intrigante sequedad y sus aromas paganos pero, sobre todo, se establecen así las marcas de identidad ante una audiencia que, a través de todos estos términos importados por un Tirso conocedor de tierras lejanas, puede ahora discriminar entre las diferentes «líneas de fuerza» de la pieza. El héroe local (regido por un cogido de honor) es afrentado por el indiano de aromas paganos (regido por un código material), como síntoma del choque entre un sistema tradicional de articulación social y una nueva modernidad que invade, con toda su novedad, el orden establecido. La cita, en cualquier caso, traslada el humo de la iglesia a la nueva «religión» del fumador, hermanando, en un solo acto, todo un rosario de creencias médicas y ritos culinarios. A ello se une el hecho de que lo delicado y lo pequeño adquieren enorme importancia en los intercambios materiales de la vida barroca, dentro de una creciente atención al detalle que anunciará el gusto por lo refinado de la sociedad cortesana del dieciocho, coincidiendo con una reducción en la ostentación de joyas y un aumento del uso de pequeños objetos personales ya desde fines del xvii. Jeffrey Knapp ha señalado cómo la Inglaterra de los Estuardo forjó nuevas ideas económicas imperialistas que comenzaron a desplazar el oro en favor de otros bienes de consumo antes considerados como triviales, y la misma tendencia se experimentará en la sociedad cortesana de los Austrias (recuérdense, ya de paso, las diferentes anécdotas que rodean al mítico fumador Sir Walter Raleigh)71. Sabemos que en España las tabaqueras en forma de

71

Knapp, 1988, p. 29.

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calabacitas o devocionario (por el apego inicial de los religiosos al tabaco), que acogen el tabaco en polvo, serán muy populares en todas las clases sociales a inicios del siglo xvii aunque, a pesar del éxito de la Fábrica de tabaco en Sevilla a inicios de siglo, la de Madrid no se proyectará hasta el reinado de Carlos III y no se terminará hasta 1790. En cambio, la Villa gozará de numerosos estancos, tal y como comenta Francisco Santos en el discurso XIV de su Día y noche de Madrid al narrar la historia de dos amigos que ven a dos mujeres («dos fantasmas amortajadas en seda») «a la puerta de una tienda de tabaco», como parte de una crítica más extendida al acto de fumar, que pareció no gustarle a este escritor-soldado. La poesía también explora el fenómeno. Motivada por la creciente presencia de fumadores en la sociedad cortesana, la práctica poética de plumas como las de Quevedo, Jacinto de Maluenda, García de Salcedo Coronel o Francisco de Navarrete y Ribera se entregará a la materia con sorprendentes resultados72. De igual forma, proliferan en estos años pequeñas composiciones anónimas en donde se explora este asunto de manera más o menos cómica; este atributo social del tabaco queda ilustrado, por ejemplo, en la anónima Sátira contra el tabaco titulada «A D. Fernando de la Peña, enviándole a pedir con un criado que se llamaba León, un poco de tabaco de olor que le había prometido, teniendo en su poder dineros del autor», y que sirve de perfecto ejemplo en este ensayo sobre su uso literario durante el reinado de Felipe IV73. Décimas 16 Del tabaco, que me dices ha prevenido tu amor, 72 Véase el poema quevedesco «Al tabaco en polvo, doctor en pie»; García de Salcedo Coronel, Cristales de Helicona. Rimas, Madrid, Diego Díaz de la Carrera, 1650, ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, R-15847, fols. 150v.-151r.; y Francisco de Navarrete y Ribera, Flor de sainetes, Madrid, Catalina del Barrio y Angulo, 1640, fols. 4r.-11v. y 29r.-32v., ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, R-1556. Queda por hacer un estudio comparativo con otras literaturas; véase, por ejemplo, el famoso The Metamorphosis of Tabacco (1602) de John Beaumont, que sigue en forma de panegírico burlesco la tradición inaugurada por Spenser y los poetas de su generación. 73 Manejo el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid,VE 174-6.

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el polvo, ni aun el olor ha llegado a mis narices? Si a la oferta contradices, negando tu obstinación la debida ejecución, bien, Don Fernando, presumo que lo ha de tomar en humo, si palabras humo son. Para despertar tu olvido envío, aunque nunca muerde, un León, que te recuerde con uno y otro bramido: si a su acento endurecido tanta prevención te advierte, diré, para conmoverte con voz más enternecida, recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte. El rigor que me desdeña ríndase ya a mi porfía, que en un día, y otro día ablandar puede una peña. Bien tu dilación me enseña lo que vale un sufrimiento, pues con él vencer intento un imposible tan mudo, que niega aun de un estornudo el primero movimiento. Si a un dinero atendiste, ya que sordo estés al llanto, sabrás que no valen tanto las promesas que me diste. En qué manuscrito viste el modo con que severo me niegas, buen caballero, lo que yo tengo comprada, cuando a nadie se ha negado tabaco por su dinero?

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El poema rescribe, con cierta gracia, dos versos manriqueños («recuerde el alma…») que se utilizan ahora para hacer recordar al desmemoriado receptor de la queja que motiva la escritura: se le debe al autor un poco de tabaco, ya que éste ha dado a su destinatario don Fernando de la Peña dinero para comprarlo, práctica que resulta, a la vista de lo escrito («cuando a nadie se ha negado…»), muy frecuente; jugando entonces con el «rugido» del criado (León), se intenta ablandar a esta peña (Peña) para poder disfrutar al menos de una humilde inhalación («de un estornudo / el primero movimiento»).Todo el calado existencial de las Coplas de Manrique se resuelve ahora en un simple chiste que convoca, irónicamente, el aspecto más material de la existencia humana y que incluye en este caso el placer mundano de fumar. Al mismo tiempo, son décimas muy escépticas en cuanto al concepto de «promesa», evaporada porque así se evapora el discurso cuando «palabras humo son»; el presente se consume y la falta de constancia es también un vacío lingüístico que, como el humo, no deja rastro alguno; lo que existe hoy no existirá mañana, pues todo se resuelve en nada. La Corte se presenta, de esta manera, como un entramado de intercambios materiales desprovistos de todo el ritual simbólico que caracteriza otras culturas (tal y como han demostrado las investigaciones sobre el concepto de regalo a cargo de Marcel Mauss), pero con la particularidad de que se vive de la opacidad del lenguaje, del construir sobre la nada, de la mentira: el fumar no deja de ser, por muy cortesano que sea el ámbito de su circulación, una actividad apicarada. No sorprende por ello que estos mismos ecos manriqueños se repitan en la «Sátira contra el tabaco» del poeta valenciano Jacinto Alonso de Maluenda (incluida en su Tropezón de la risa) cuando avisa en los inicios que «toda nariz esté alerta, / que al tabaco satirizo, / venid (si es que le tenéis) / tabaquistas a juicio»; en un texto impregnado de la ya señalada fascinación por las cavidades oscuras del cuerpo humano, el poeta bromea más adelante de que «pues sucios resquicios busca / un sodomita, imagino / que andará por las narices / donde hay tabaco, perdido», igualando con ello ano y nariz, una «nariz con hollín» que será «chimenea del abismo». Maluenda piensa, cuando habla de estos repugnantes compuestos de carne y humo, que «un Joanelo de excrementos / le subió los intestinos», continuando la idea de que lo desconocido, la infinitud de un ámbito corporal que se explora a través

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de la escritura, puede ser fértil metáfora de una indagación por nuevos territorios sociales que se brindan por un espacio urbano lleno de imágenes escatológicas; es de lo más natural entonces la mención al madrileñismo del fenómeno cuando, hacia el final del poemita, se dice que Aunque secreta la juzgo, una nariz dice a gritos que de calle de Madrid passar la plaza a podido.

… combinando, en una compleja imagen, una original metáfora con una no menos interesante sinécdoque: si los orificios nasales son, en principio, espacios íntimos y oclusivos, los estornudos («gritos») abren, como lo harán los pedos en Quevedo, estas cavidades de forma grotesca (de calle a plaza), expulsando todo un torrente de negra suciedad, tal y como lo son las propias calles madrileñas, negras como las narices del cortesano74. Se asimila así el producto foráneo, introducido en toda su cortesanía social, pero procesado y expulsado como parte del detrito humano y urbano, amalgamándose a la ciudad y formando ahora parte de ella. La riqueza de las Indias queda entonces reducida a esto mismo: humo en unas ocasiones, inmundicia en otras. De hecho, si en Inglaterra se pensaba que abría los pasajes y poros del cuerpo (idea que Jeffrey Knapp ha visto como una sinécdoque del impacto americano en el país, dejándole respirar75), en España se establecerá una fértil asociación entre humo y capital; como resultado, la consumición del tabaco invita a una bella metáfora sobre lo que estará viviendo el país —y, por excelencia, el Madrid— de Felipe IV: la consumición de la riqueza espiritual y material de la nación y de la identidad personal, su trágica evaporación en humo («en sombra, en polvo, en nada», como la disolución de la belleza gongorina de su famoso soneto). La teórica riqueza proveniente de las Indias, que apenas hará

74 Véase,

para el caso quevediano, Rothe, 1982, pp. 200-201. Knapp, 1988, p. 33. El tabaco proyecta una asociación íntima al imperialismo español en ojos de los ingleses, que tienen que importarlo de España (en 1619 el College of Physicians lo declarará nocivo en Inglaterra, y James prohíbe su producción en medio de un complicado arreglo comercial con las tabaqueras inglesas establecidas en el estado de Virginia). 75

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parada en el erario nacional, y a cuyo stock material pertenecerá el tabaco, será el paralelo perfecto a esta idea de la consumición hacia la nada; el tabaco será consumido como se consumirán las ambiciones nacionales, y desde esta compleja metáfora se articulará toda una poética que aúna literatura, política y economía porque, a fin de cuentas, la letra con perfume entra.

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VI POÉTICA DEL TACTO LITERARIO: MATERIAS Y MATERIALES DEL TEJIDO URBANO Acostumbrados a nombrar la ciudad mediante metonimias, y acostumbrados a leer continuas metonimias urbanas, no resulta extraño concebir la percepción táctil del entorno madrileño como una sinécdoque de atractivas posibilidades. Si las menciones a la piel de los galanes y cortesanas son algunas veces puntuales y con fines específicos —el estigma que acarrea su color o la burla que provoca su decrepitud— en otras ocasiones su carácter sensorial —es decir, su rendimiento táctil— conduce a planteamientos completamente distintos. Más allá de las evidentes cualidades visuales, su porosidad o hermetismo serán capturados por discursos médicos que comparten esta fascinación por la anatomía humana en su ausencia y su presencia1: desde la piel levemente perforada por un alfiler en incontables sonetos de circunstancias, pasando por la violenta dilatación de partos y sangrías de memorables escenas ya vistas en la prosa barroca tardía, hasta llegar a los horrores de las desolladuras míticas de los santos Bartolomé y Julián, del heresiarca Mani y el rabino Akiba, su presencia en la estética contrarreformista será viva y recurrente2. Pero no sólo se trata de dolor y brutalidad, ya que, como metonimia de lo madrileño, sabemos que la piel también se protege con prendas suaves y cálidas, con ropas finas y ligeras de la mejor materia; o que se acaricia por el famoso aire metropolitano, aunque sean numerosos los tes1

La idea del cuerpo abierto, diseccionado o mutilado ha recibido una atención renovada en los últimos años, como demuestra el ya clásico trabajo de Sawday, 1995. La oferta más interesante y completa sobre el tema del tacto en la Europa premoderna es la recopilación de Harvey, 2003. 2 Véase Soons, 1989, p. 77, de interés tangencial para este ensayo pero con útiles aportaciones.

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timonios que acusan a la Villa de ser demasiado fría en unas ocasiones, demasiado caliente en otras; y que, como sublimación del contacto humano, la piel rendida al encuentro carnal provoca tanto el placer como la propagación de enfermedades y, por tanto, toda una literatura de denuncia. En ciertas ocasiones parece como si para cada estímulo táctil existiera un paraje urbano diferente: la frescura de la ribera del Manzanare s , la «frescura» femenina de la prostitución en el Barranco de Lavapiés, la temperatura carnal de los encuentros nocturnos en el Paseo del Prado, la elegancia de las telas a la venta en la calle Mayor, el frío de las viviendas mal acondicionadas de la calle Huertas… hasta convertir el acto de tocar en una metáfora de esa creciente modernidad a la que van llegando las sociedades urbanas, atrapando nuevos mercados y ampliando territorios. Por ello, alejados ya de la violencia del mito, no sorprende que, a medida que Madrid se va convirtiendo en la ciudad de más rápido crecimiento de todo el Orbe, la apetencia por el lujo y la predilección por lo agradable al tacto sean materias favoritas de las artes del período.Y al tiempo que, por ejemplo, el fino guante barroco priva a la vista intrusa del deleite de lo íntimo, estará también protegiendo lo que es el instrumento táctil por excelencia, a saber, la mano de su dueño3. Tocar ciudad (o no tocarla) es, así, otra forma más de sentir un espacio urbano que vuelve a generar nuevas preguntas: ¿cómo captura la letra impresa esa capacidad táctil del entorno madrileño? ¿Cómo cuestiona la literatura urbana la naturaleza anteriormente «baja» del sentido del tacto, y en qué medida es importante en la representación del paisaje? ¿Cómo se articula la relación entre discursos económicos y comerciales y la sensualidad del producto natural o manufacturado? En su relación con el lujo, ¿es el tacto, entonces, el más «moderno» de los sentidos, vehículo posible de una experiencia sublime4? Las materias naturales y los materiales artificiales, la piel ante la piel, trazarán un recorrido (teatro, narrativa, poesía) que incluirá, entre otras cosas, tres asuntos capitales: el estudio de la ropa barroca como acto performativo, la emergencia de una nueva estética de cuerpos urbanos voluntariamente manipulados, y la prostitución como el fenómeno que ame-

3

Sobre determinadas nociones culturales de la mano en la Europa renacentista, remito, por ejemplo, a Rowe, 1997. 4 Véase, como botón de muestra, Cipolla, 2002; Govers, 1994.

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naza, e incluso desvirtúa —literalmente— todo lo sensorial de la piel en contacto.Veremos entonces cómo aquello que siente el individuo (telas, cosméticos, objetos de lujo) también es, en ocasiones, aquello que lo agrede (zapatos, navajas de barbero, el mismo cuerpo ajeno), creando simultáneamente protección y destrucción, salud y enfermedad, imágenes repetidas de un entorno flexible y poroso que se deja ocupar pero que también invade: «si engañar es tu norte / tú no has entrado en la corte, / mas la corte ha entrado en ti», escribe Calderón en Hombre pobre todo es trazas como recordatorio de que el paisaje capitalino no es, ni mucho menos, un decorado barroco, sino más bien un ámbito dinámico, incisivo. Los nuevos bienes de consumo penetran entonces en Madrid como lo van haciendo sobre el cuerpo humano, vulnerando —estirando, apretando, rasurando, asfixiando— su armonía. La página se condimenta de nuevos lenguajes, enriqueciendo su oferta cada vez más rica: se hermanan así el espacio urbano y la expresión literaria con los nuevos avatares de una economía que tiene en la sensualidad del tacto a uno de sus más destacados elementos formativos5.

1. Decretos suntuarios y tejido urbano: Madrid «deluxe» en el corral de comedias Clothing is a worn world: a world of social relations put upon the wearer’s body. Ann Rosalind Jones & Peter Stallybrass, Renaissance Clothing and the Materials of Memory

La piel es un mapa de secretos cuya orografía ha sido explorada desde tiempos inmemoriales.Ya desde el privilegio de la vista otorgado por Platón, el tacto, junto al olfato, fue considerado por el hombre renacentista como uno de los sentidos «bajos» tanto en sus derivaciones sociales como biológicas o religiosas. Sin embargo, el estudio de este sentido —definido ya por Aristóteles en De Sensu como indis-

5 Sobre el «fetichismo literario» de algunos de estos objetos, remito a García SantoTomás, 2004a, en donde se amplían algunas ideas expuestas un poco más adelante.

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pensable— indica que su escasa dignidad no estuvo nunca reñida con una fascinación continuada y fértil. Sabemos, por ejemplo, que desde la alta Edad Media la atención a la salud cutánea fue evidente, en determinadas clases sociales, ya desde el mismo nacimiento de la persona; el papel de la matrona en la fisonomía del recién nacido era por ello fundamental, dado que ésta era la encargada de bañarle para poder ajustarle las articulaciones «a su forma correcta» mediante la penetración del agua caliente por los poros cutáneos, según ha escrito Georges Vigarello6. El Renacimiento europeo será también un período especialmente significativo porque se pueden ya vislumbrar las diferentes creencias en torno a la relación del cuerpo con el conocimiento, con la sexualidad, con el acto de reproducción e incluso (a través de fascinantes metáforas) desde el «contacto» con otras culturas durante el «descubrimiento» americano. No hay que olvidar, por ejemplo, que es éste un momento de refinamiento de la sociedad cortesana y del decoro corporal en el uso de los sentidos en público, con la consiguiente supremacía de la vista y el oído como las facultades más nobles. Estudios como los de Elizabeth Harvey han sido capaces de reunir propuestas que estudian la confluencia del tacto con la tradición alegórica en las diversas artes del período: en su relación con diversos animales —loro, halcón, tortuga, araña— con escenas de seducción e intercambio erótico y, cómo no, con todos los aspectos nocivos que ello conlleva, como la enfermedad, las infecciones y la muerte. Es esta misma perversión del acto de tocar la que puede motivar una fascinante lectura de ciertas imágenes recurrentes en las letras del Barroco español. Las sangrías, los partos, las visitas al dentista o al barbero han sido capturadas por la literatura del xvii como auténticas violaciones de un espacio íntimo cada vez más atractivo para todo tipo de disciplinas en su doble acepción —como materia del conocimiento y como disciplina de poder. Ante una sociedad tan incisiva, el tacto es, por tanto, uno de los estímulos sensoriales que más debe atenderse, y nada mejor que proteger la piel con prendas finas y delicadas. Cuando, por ejemplo, Isabel y Doña Angela están espiando la maleta de ropa de don Manuel en la primera jornada de La dama duende (vv. 831-835),Angela pregunta si «huele», e Isabel le contesta que sí, «a limpia»; responde

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En Vigarello, 1988, pp. 15-16 (traducción mía).

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entonces la dama que «ése es el mejor perfume», a lo que añade la criada: «las tres calidades tiene / de blanca, blanda y delgada», dándonos así los parámetros barrocos de limpieza física y moral, elegancia, y medios económicos. Muchas de estas alusiones vuelven entonces sobre un tema ya tratado en el capítulo previo, como es el de la higiene personal y su relevancia como marca de distinción, asunto que ha sido bien estudiado por la crítica reciente desde un ángulo más sociohistórico que literario7. No extraña, por tanto, que otro de los más famosos arquetipos de la poesía barroca sea el de las lavanderas de la Casa de Campo o del mismo Manzanares —tal y como las inmortalizó Lope en su Tomé de Burguillos— profesiones que tampoco escasean en la prosa del período casi siempre aludidas desde un ángulo más bien crítico: al inicio de la novela VII titulada «Las galeras del vendehumo», que Salas Barbadillo intercala en su miscelánea Corrección de vicios, el personaje Leonardo sale a pasear después de haberme entretenido allí por la ribera del río, divirtiendo la vista en aquella multitud incontable de aquellas lavanderas o criadas que lavan con las manos la ropa de aquellos o aquellas a quien sirven y se lavan las lenguas, descubriendo secretos unas a otras en las honras y famas de las ruines costumbres y ocupaciones8.

… continuando así la práctica literaria de igualar las manchas de la ropa con las de la honra, y los secretos que ambas esconden como algo que simultáneamente se descubre y esconde a través de la escritura (igual mecanismo ofrece Salas con la madre lavandera de la protagonista Elena en su conocida novela La hija de Celestina). Sucia o limpia, fina o gruesa, lo cierto es que ya desde fines del reinado de Felipe III la ropa ha llegado a convertirse en una de las grandes preocupaciones del urbanita, bien como vehículo de ostentación o deleite, bien como motivo de vigilancia. Los decretos suntuarios de 1619-1625 generan testimonios de importancia capital para entender las repercusiones socioculturales de determinadas prendas como la lechuguilla, la golilla, el guardainfante o los velos de las tapa7 Tan

sólo en los cinco últimos años se han publicado los análisis de Roche, 1997 (manejo la traducción inglesa, 2000); Oronzo, 2002; y Sarti, 2002; remito, como complemento, a Pfandl, 1942, pp. 270-275. 8 Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, Madrid, 1905, vol. II, p. 226.

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das, que serán piezas indispensables del paisaje urbano durante estos años. Así, por ejemplo, en El galán sin dama (escrita probablemente entre 1621 y 1625) Antonio Hurtado de Mendoza introduce personajes que llevan calzas (pantalones abombados que llegaban hasta por encima de la rodilla) y cuello (lechuguilla); más adelante aparecen con ferreruelo (una capa larga que reemplazó al bohemio corto) y golilla, el cuello laminado que sustituyó a la lechuguilla después de los decretos suntuarios de 1623 y que produjo una verdadera revolución en la indumentaria9. Las modas y modos irán cambiando rápidamente y, frente a la exhuberancia celebradora del teatro —no carente de un incisivo comentario político— en años inmediatamente posteriores abundan los avisos que previenen sobre esta obsesión por lo superfluo, al tiempo que formulan soluciones más o menos hábiles encaminadas al más flagrante de los controles sociales: entre los más conocidos, Fray Tomás Ramón escribe su Pracmática de reformación contra los detestables abusos de los afeites, calzado, guedejas, guarda-infantes, lenguaje crítico, moños, trajes y excesso den el uso del tabaco (Zaragoza, 1635);Alonso Carranza publica una Rogación en detestación de los grandes abvsos en los traxes y adornos nvevamente introdvcidos en España (Madrid, Imprenta de Maria de Quiñones, 1636)10, y Antonio de León Pinelo, en su Velos antiguos y modernos en los rostros de las mujeres. Sus conveniencias y daños. Ilustración de la Real Pragmática de las Tapadas (Madrid, 1641), alude a la pragmática de 1639 que las prohibió11. Muchas de estas prendas se convierten en verdaderas marcas de identidad personal, estableciéndose así una de las premisas que alientan el substrato conceptual de este capítulo, a saber, la estrecha relación entre la naturaleza de la materia y los procesos de construcción social a los que invita su uso. La circulación de bienes en un entramado urbano regido por los famosos

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Resulta inmejorable como primera consulta el conocido libro de Sempere y Guarinos, Historia del lujo y de las leyes suntuarias en España, 1788; ver también Herrero García, 1953; más recientemente, Rodríguez Cacho, 1989, pp. 103-165; González Cañal, 1991; Sánchez Jiménez, 2002; a modo de complemento, González Palencia, 1946, pp. 77-78, 83-84. Mucha información útil queda recogida en Kennedy, 1983; para el caso citado, véase Davies, 1971, pp. 260 y ss. 10 He manejado el microfilm existente en la Universidad de Michigan, University Library, Preservation Office Microfilming Unit, 1987. 1 reel. 35. 11 Son cuatro premáticas que se promulgan en 1639 contra tapadas, guardainfantes, etc., que se recoge en p. 317.

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cinco gremios que controlan la distribución de gran parte del comercio (el de los Paños, la Sedería, la Droguería, la Lencería y la Joyería) creará así una noción de moda no muy lejana a la que hoy conocemos, generando innumerables polémicas en las dos siguientes décadas. La ropa se convierte entonces en un medio de distinción tanto como de ocultación en una sociedad en donde los conceptos de mímesis y diferencia, de imitación y originalidad, dan lugar a determinadas actividades (paseos, asistencia a desfiles reales, fiestas palaciegas) y arquetipos sociales (lindos primero, petimetres después) que condimentan la cultura urbana del xvii. Partiendo de un referente casi siempre fijo (la reina o el rey, en la mayoría de los casos), y mediante la adquisición de determinadas prendas o materiales, el cortesano madrileño generará procesos de diferenciación (pues se presenta algo nuevo) y mímesis (pues se incorpora uno a una incipiente vanguardia estética) que incluso podrán ser, en ocasiones, simultáneos. Y, como señalaba Calderón con respecto al armario portátil de don Manuel, la ropa «delgada», la tela fina y delicada al tacto, será una de las marcas de distinción del cortesano madrileño que con más atención registra la literatura del período. No se trata solamente, por tanto, de entregarse a los deleites de la vista, sino también a los placeres del tacto. Alejado de la carga moral y la estricta jerarquía del drama alegórico, el tratamiento del tacto es, por consiguiente, uno de los más originalmente explorados en muchas de las comedias de temática urbana del período, generando consigo toda una nueva imaginería que lo eleva desde lo bajo a lo exquisito. En muchas ocasiones, es precisamente la imposibilidad de tocar (o ser tocado) lo que sublima este mismo sentido, y no escasean por ello las imágenes que, acudiendo a metáforas ampliamente divulgadas, se incoporan con éxito a las tablas. El acto de tocar se presenta ya como gesto esquivo, ya como sublime contacto: así, en la Jornada segunda de Guárdate del agua mansa, el mismo Calderón que cultiva con tanta maestría la naturaleza inferior de este sentido en incontables autos, escribe de una de sus damas que «dócil con la lozanía, / sus amenazas desprecia / al tacto del acicate, / o al aviso de la rienda» (en Los encantos de la culpa volverá al tema del tacto asociado a la lascivia). Sin embargo, su contemporáneo Rojas Zorrilla comenta en Nuestra señora de Atocha que «non quedará joven flor / cuya púrpura doncella / non se profane del tacto / no se aje de la violencia, / nuestras haces escupidas»; en Entre bobos anda el juego

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se apreciará una imaginería pareja: «divina mas rigurosa, / purpúrea a la vista rosa, / y al tacto cruel espina. / Ya no podrá tu rigor / peregrinar esta senda».Y, con respecto a la esquivez de la mano, que será cultivada en numerosos textos, Moreto escribe en La fingida Arcadia que «entre la vista el cabello, / obediente al peso el cuello, / rebelde al tacto la mano, / sin ser todo el ser humano, / desordenado el sentido»… Los ejemplos se multiplican en pasajes esporádicos que incluyen el acto de tocar o no tocar como metáfora de algo más sofisticado que la audiencia sabe descodificar rápidamente desde todas sus implicaciones sociales. En otras ocasiones, sin embargo, la alusión es mucho más sencilla, como por ejemplo cuando el tacto sustituye, por la razón que sea, a la vista —y esto es común, como sabemos, en las comedias en donde se juega con la oscuridad como motivo cómico. Tal es el caso de la famosa escena de La viuda valenciana, en la que Lope hace que el pretendiente Camilo palpe, con los ojos cerrados, el cuerpo de su señora Leonarda que, cubierto de ricas prendas, le informa a través del tacto de la calidad de su persona: Leonarda

Tened las manos, galán; que aquí no ha de haber más que esto. En llegando a querer verme, os harán dos mil pedazos.

Camilo

En tal sagrado de brazos no podrán acometerme. No por su miedo —¡Por Dios! que, pues vine, no le tuve—, mano y deseos detuve, mas por mandármelo vos. ¡Qué bello cuerpo tenéis! ¡Qué traje y rico vestido! Con razón no he merecido que en mi bajeza fiéis. ¡Bravas telas y brocados! Etc. (vv. 1333-1347)

Al igual que con Madrid, el Fénix nos introduce aquí en otra sociedad urbana altamente sofisticada —la valenciana— en donde la percepción del objeto deseado, tanto como la construcción de la identidad personal, pasan por el cuidado de todos los sentidos: la suavidad

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del tacto, el aroma del cuerpo, la belleza del rostro e, incluso, la armonía de la voz. El criado de Camilo, Urbán, comenta por ello que «lo hermoso es como el olor, / que aquel natural valor / se conoce, mira y huele, / por la suavidad que expele» (vv. 1096-1099). La hermosura llega aquí a través de la seducción del tacto que provocan las ricas telas y los sofisticados adornos. Camilo, como buen amante, sabe leer con las manos; Lope, como buen observador, sabe captar el presente en toda su sensualidad. Es por ello que la relectura que hace la comedia urbana de todos estos procesos contamina la percepción táctil de la ropa en constantes imágenes olfativas, visuales y auditivas, muchas de ellas extraídas de la mitología clásica. Si, como sabemos ya, el vestuario de los actores dejaba mucho que ver en cuanto a su afán de verosimilitud, la palabra enunciada refuerza con ello el propósito del poeta: aunque la imagen en el corral no lo indique así, el teatro oído insiste en que la tela es fina, en que la tela es rica, en que la tela es suave. El corral no sólo informa, sino que también sirve de incentivo a consumir lo nuevo y a canonizar determinados usos y materias; el poeta no es, entonces, mero cronista, sino que también se erige como árbitro del nuevo capital social del madrileño, del valenciano o del sevillano (o, como en este caso, del madrileño frente al valenciano). Por otra parte, la frecuencia de muchos de estos registros parece coincidir, además, con la incorporación de la femme savante a los diferentes ámbitos públicos, como parte de una crítica a las argucias de aquellas damas que engañan a los galanes y a los extranjeros de visita en la urbe.Ya desde antes de 1621 Lope ha ido explorando el papel de la mujer independiente en el territorio urbano: en Las sirenas de Madrid registraba toda la belleza de determinadas prendas de vestir coincidiendo, por ejemplo, con el que será un repetido patrón en el auto calderoniano (la voz femenina como arma de seducción mortal), y en El sembrar en buena tierra (1616) y Quien todo lo quiere (1619) continuó desarrollando estas mismas preocupaciones. Especialmente sugestiva es la pieza De cosario a cosario, cuyo primer acto transcurre mayoritariamente en la calle Mayor, y en la cual el Fénix juega con los celos como motivo impulsor de la trama y unos personajes femeninos (Celia en especial) motivados por el dinero, como será el caso del indiano don Juan, que caerá en sus redes amorosas. La comedia nos interesa porque capta dos motivos que se repetirán con éxito en otros títulos

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suyos y de los dramaturgos siguientes; uno de ellos atañe a los valores visuales del imaginario teatral del verso barroco: el galán Fernando, quejándose de las cortesanas licenciosas que viven en la Corte, se lamenta hablando de un Cupido no desnudo, sino más bien vestido de gala compuesta: ¡Mal haya quien en Madrid ama a ninguna de veras!; pues es cosa más segura vestir el gusto de mezcla. Si yo pintara el Amor en la Corte, no le hiciera desnudo, sino abrigado y con dos bolsas por flechas; pintárale con sus botas, su fieltro y capa guardera: porque el Amor, en Madrid, siempre ha de andar con espuelas. (cursivas mías).

La otra imagen, en cambio, explora el valor clásico de lo auditivo en la peligrosa seducción femenina como canto de sirenas homéricas en el mar de los peligros callejeros; el mismo Fernando se quejará de que «a lo menos, los discretos, / en este mar de sirenas, / mudan casas a su gusto, / con todas las estafetas: / si viene la de Sevilla, / dama sevillana sea; / si la de Castilla viene, / castellana os entretenga». En esta misma línea, la bella Lisarda será definida en estos términos: «Entre las sirtes y euripos, / entre las dulces sirenas / de Madrid, nació Lisarda; / yo, para morir por ella»; y Celia confiesa que diligencias he de hacer con oro, ruegos y amigos (tres cosas que han derribado los más altos edificios): que espanten este lugar, en cuyo pequeño río fui sirena; en cuyo soto verde fui ninfa de Ovidio; en cuya calle Mayor, banco de Flandes, peligro del mar, donde se anegaban

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coches, que son sus navíos; en cuyo Prado fui un olmo entre sus fuentes dormido: que vi las de algunos ojos que murmuraban rendidos.

Esta metáfora tan repetida hará que, hablando de la mutabilidad de los hombres en las conquistas, Lisarda hable de «camaleones», y que Trebacio, más maduro, se lamente de «las sirenas de Madrid». Ambas licencias entroncan con el sentir de una urbe que vive del amor como un proceso altamente codificado, de lo mixto y del compuesto eclecticismo (sirenas como mitad mujer, mitad pez), del poder absoluto de las apariencias y del dinero, de la agobiante sobreabundancia de los lindos, y de la obsesión por lo nuevo que obliga a estar al día en modas y conductas; así, Teodoro informa a Celia que si de la Calle Mayor no hay en las tiendas, señora para serviros ahora, joyas de tanto valor, Puerta de Guadalajara y Platería os darán lo que Lucindo, galán, en su promesa declara.

Siguiendo la actualidad concerniente a los decretos suntuarios, en la misma comedia el personaje don Juan preguntará la razón por la que no «traen / tocas las mujeres ya», y Fernando le responderá que «más aire al rostro les da, / y mejor los rizos caen», es decir, porque ahora pueden lucir un rostro acompañado de joyas y maquillaje que se convierten pronto en marca de distinción. Como muestra de interés amoroso, Juan regalará una banda de oro a Inés, excusándose de que «el ser de oro perdonad, / ya por la llaneza nuestra; / que bien sé que de diamantes / fuera poco»; se intercambiarán también chapines y guantes, y Celia confesará que «lo que un amante novel / da lo primero es caudal». Este placer por los lujos materiales, que veremos ya más abiertamente desarrollado en Tirso y Calderón, tendrá en este Lope tardío uno de los más habilidosos cultivadores, si bien hay que

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recordar, siguiendo a Rafael González Cañal, que no hubo poeta que no opinara sobre el asunto. Tal es el caso, por ejemplo, de ciertos pasajes de Las bizarrías de Belisa en donde el Fénix incide en algo que apenas necesita comentario: «¿Amores en la corte sin dinero, / y más ahora que tan caro es todo?» (vv. 372-73). Se vuelve a la idea de que las mujeres construyen y destruyen fortunas, lo que parece disgustar a un don Juan que viene de tierras menos perniciosas y que encuentra la Corte demasiado corrupta y superficial. Así, en su descripción de la mujer cortesana, Lope nos recordará que «hay romas, hay pioquintas, / unas que se contentan con dos cintas, / y otras como tarascas de dineros, / que engullen mayorazgos por sombreros; / unas piadosas, y otras socarronas, / tales severas, tales juguetonas; / unas mudables por andar más frescas, / y otras firmes de amor, como tudescas» (vv. 405-12). Incluso Lucinda afirmará que «no se levanta hermosa, / mujer que ha dormido mal» (vv. 463-64), casi a modo de nota misógina sobre la ausencia de castidad de algunas damas cortesanas. Uno de los grandes encantos de esta comedia reside entonces en los detalles, que acaban por definir su ambiente estilizado y sofisticado, y que dan cuenta de la evolución en temas y motivos que experimenta la comedia urbana en este Lope último. La llegada apresurada de Finea cubierta con su manto nos recuerda a los compases iniciales de La dama duende calderoniana, y la misma prenda vuelve más tarde cuando el Conde don Enrique invoque la presencia de Belisa tapada de medio ojo con un manto sevillano12. Así también, la opción de llevar anascote o raso resulta indicat iva del buen gusto para estas damas y —por dar otro caso paradigmático—, cuando Belisa ve a don Juan por primera vez, le llama la atención el ferreruelo del galán, a modo de capa distinguida y masculina, haciendo también mención en este retrato del joven protagonista a «un peto doble / de Milán, labrado a prueba / del plomo, que muros rompe» (vv. 154-56); más tarde, cuando Belisa pregunta por don Juan, parece mostrar un interés central en su peinado, en los ornamentos de la cabeza y en la bigotera (vv. 1033-1122), es decir, to12 Las ordenanzas lo mandaban en ciertas mu j e re s , según nos indica Zamora Vicente en su edición de Las bizarrías de Belisa y El villano en su rincón, 1970, p. 147, n. 615. No obstante, la extrapolación de este mundo de escondidos y tapadas al Madrid del siglo xvii debe hacerse con suma cautela, pues no deja de ser, ante todo, un elemento dramático.

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dos los signos de distinción que construyen al personaje del galán urbano (y que operan como esas acotaciones escénicas que siempre se echan en falta en Lope). Más aún: a finales del primer acto, en la cual Belisa y Lucinda mantienen un punzante diálogo, se intercambian malintencionadas alusiones a la ropa, como el sombrero o los guantes de achiote (Belisa desearía ahogar en el río a su rival, de lo furiosa que está [vv. 947-48]); y lo mismo ocurre con el armario femenino, pues contamos con un consejo que viene del mismo Conde, el cual comenta con respecto a Belisa que los centros de atención femenina son, sin duda, la cabeza y los pies: para que la cuesta bajes a tus chinelas acuerda, que hay muchos ojos que suben cuando se bajan las cuestas. Ponte en la cabeza rosas, y en los zapatos rosetas, de manera que en los pies y en la cabeza se vean» (vv. 591-98).

El tipo de ropa será fundamental, a la larga, en el desenlace de la trama. Sabemos que Belisa se viste de luto como signo de que ha perdido su libertad (se le ha visto pasear por la calle Mayor, donde se encontraban los comercios de paños y joyas, y por donde deambulaba lo más ocioso de la Corte); por eso resulta casi oximorónico ver la belleza de Belisa en negro («la causa contradecían» el talle y la gala de Belisa, dirá Celia [vv. 47-48]). Pero también el desenlace se fragua en detalles: la boda final se celebrará, como parte de toda la venganza tramada por don Juan y Belisa, gracias a un traje de bodas que pasa de manos como si de una sortija se tratara. La fuerte carga semántica de cada prenda viene a indicar, una vez más, la complejidad de un espectáculo teatral que no puede entenderse si no se manejan todos estos códigos visuales tan cambiantes como significativos. Vemos así cómo las transacciones de capital son continuas en la pieza, y por ello don Juan se quejará a Tello de las nuevas necesidades de la Corte y de lo caro que está todo. Otro tipo de tráfico consiste en regalos y dádivas; si en El perro del hortelano Teodoro y Diana se intercambiaban sonetos, el soneto que Belisa le había cantado a don Juan en el primer acto puede considerarse, por

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su preciosismo, otro fetiche, otro signo externo de cortejo. No obstante, Lope amplía el sistema de intercambios, dado que en este caso don Juan enviará a Belisa una joya, un fénix de diamantes (vv. 1556ss.) que ha comprado en la Puerta de Guadalajara con el fin de que su dama se la ponga para la romería del Trapillo (el día de San Marcos, cuando el soto está florido), evento que constituía uno de los festejos de la temporada. A partir de la extendida costumbre de estas visitas, el hogar también recibe su tratamiento en la pieza: se discuten la cama, los baúles, los retratos que hay en casa, es decir, todos los signos externos que definen el capital de quien los habita13. Cuando Finea va a visitar a don Juan (a quien Lope da los apellidos de la familia del Duque de Sessa), el ajuar de su dormitorio resulta ser tan indicativo como su propio carácter, funcionando como ese suplemento que, in absentia, completa el retrato del galán para la dama14. Semejantes inquietudes muestran muchos de sus contemporáneos a la hora de elaborar los detalles que condimentan sus conflictos dramáticos. En La huerta de Juan Fernández Tirso cultiva esta tradición de narrar la experiencia madrileña mediante avatares románticos de feliz desenlace (este paraje se había convertido en lugar de encuentros y desencuentros, y era famoso, como ya he comentado antes, por sus duelistas). En este caso no se nos cuenta demasiado sobre Madrid, aunque sí se emplaza parte de la acción en la calle de la Gorguera, enfrente de San Sebastián, según se nos indica en el tercer acto. Comedia de disfrazadas, la historia nos narra las peripecias de Petronila y Tomasa, que se dirigen a Madrid vestidas de hombre para enmendar sus particulares entuertos15. Pocos personajes se juntan en una pieza lenta de largos parlamentos que parece carecer de la agilidad e interés de otros textos parejos; no obstante, resulta digna de mención porque aporta una serie de datos que ayudan a enriquecer la visión tirsiana del Madrid que le tocó vivir. Es, por ejemplo, muy significativo lo que sugiere Tomasa al inicio de la pieza con respecto a las capacidades sen13

Con respecto a la situación social de Belisa, véase Land, 1974, pp. 104-105. Se comenta más a fondo el tema en la Introducción a la edición del texto (ed. García Santo-Tomás, 2004). 15 No entro aquí en el juego genérico de las ‘disfrazadas de hombre’ en relación al tema de la identidad en el teatro del mercedario; remito, no obstante, al interesante ensayo de Stoll, 1998. Comento algunas de estas cuestiones, desde una óptica pedagógica, en García Santo-Tomás, 2004b, en prensa. 14

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suales del tejido en relación con la clase social, en una frase que considero fundamental para entender la materia como marca de distinción: «perdonadme esta simpleza. / ¿Por qué hizo Naturaleza / el tabí, la seda, el paño / la holanda, el cambray y estopa / distintos al tacto y vista? / Porque cada cual se vista / según su estado la ropa». Sin embargo, Tirso se permite ir aún más lejos en este tratamiento tan preciosista del cuerpo humano: como fetiche de lo pequeño y lo íntimo, el pie se erige como marca de identidad, definiéndose en términos apenas vistos antes; en una escena de miradas furtivas, de ambigüedad sexual y genérica y de disfraces sospechosos, Tomasa espiará a Petronila cuando ésta duerma, confesando que «de la bota tiré», «quité escarpín y calceta», y afirmando entonces de «tan chico pedestal»: vi un juguete de azúcar, una manteca soriana, un bollo de manjar blanco, y dije: ‘¡Oh, quién fuera banco de tal pie cada mañana!’ Tan igual, tan ampollado, tan tierno, con tanto aliño tan melindroso, tan niño, y en fin, tan desjuanetado.

Al igual que en Por el sótano y el torno, Tirso juega aquí con lo cómico para amortiguar en lo posible la sensualidad peligrosamente atractiva de un cuerpo humano convertido en objeto de seducción y adoración simultáneas, alejándose así, como veremos más adelante, de otras visiones del pie mucho más realistas y grotescas (las de Zabaleta o Quevedo, por ejemplo) que entroncan con una tradición muy diferente de representar las bellezas y miserias femeninas. Semejante es, por último, el caso en Calderón. En Casa con dos puertas mala es de guardar, por dar un ejemplo, Félix ofrecerá una pormenorizada relación de los atributos externos de la dama, destacando su sombrero y lo ecléctico («ni bien de corte, ni bien / de aldea» [vv. 370-71]) de su atuendo (Calderón volverá en esta comedia al tema de la ropa en vv. 1750-1825). La sensación de estilo es aún más patente en El astrólogo fingido, en la que el galán protagonista, llamado Juan, «llevaba un vestido airoso / sin guarnición ni bordado, / y con lo bien sazonado / no hizo falta lo costoso», como parte de esta noción de

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estilo y de glamour para la cual no hace falta mucho capital; y así, acaso desde el encanto de la mezcla de diferentes estilos, se nos describe al joven de la última moda: Cabos blancos sin cuidado, valona, y vueltas muy grandes con muchas puntas de Flandes. En fin muy a los soldado. Muchas plumas, que llevadas del viento, me parecía, que volar don Juan quería votas y espuelas calzadas (vv. 4-16).

Igualmente significativo resulta en Calderón, como en otros muchos poetas de su generación, el amplio conocimiento de la cultura material del barroco que despliega en sus comedias. Como parte de esta fascinación por lo nuevo, en Fuego de Dios en el querer bien leemos que «si a las confiterías / vas de la Calle Mayor / en ellas hay puntas, justas, / abanicos, guantes, medias, / bolsos, tocados, pastillas, / vendas, vidrios, barros y otras / diferentes brujerías». Esta última enumeración no hace sino reflejar la emergencia de toda una serie de nuevos productos que han ido adquiriendo una presencia insustituible en el ajuar del cortesano y que, en cierta manera, pueden considerarse como una larga sinécdoque de lo que, durante esta fascinante primera mitad de siglo, significa la experiencia madrileña: plural, fresca, flexible y generosa. Al mismo tiempo, el uso de este «brujerías», entre lo herético y lo seductor, anuncia ya lo que será una fascinación cuasi-fetichista por cierto tipo de objetos que, desde su propia novedad, resultan ilegibles tanto como poliédricos en su uso y en sus derivaciones sociales. Como resultado, la ampliación material a través de lo nuevo no resulta exclusiva del entramado económico de la ciudad, sino que deriva también en la propia lengua literaria, que busca —en ocasiones mediante curiosos neologismos ya examinados— renovarse a sí misma a través de la incorporación de toda una serie de términos de gran rendimiento estético.

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2. Barberos, zapateros y la ruptura narrativa del paisaje Desde un plano meramente sociológico, todos estos fenómenos culturales asociados al uso de ropas y adornos corporales no son, ni mucho menos, exclusivos de este momento histórico. Los procesos socioculturales que genera el «problema» de la ropa y la moda cuentan con una genealogía crítica muy amplia, bien desde la aproximación que la asume como una manera de esconder la identidad de la persona, bien como un acto simbólico de diferenciación premeditada. El primer aspecto ya fue tratado, por ejemplo, por Geörg Simmel en libros capitales como Filosofía del dinero o ensayos como «The Metropolis and Mental Life», a través de fértiles y sugerentes análisis sobre la cultura material de un Berlín de fines del siglo xix no demasiado diferente del Madrid que nos ocupa. Simmel discutió importantes aspectos sobre nociones de distancia y movimiento en el entorno urbano, la construcción de los mundos público y privado, la convivencia de extraños, o la circulación y movimiento en la cultura moderna, que se unieron a otros intereses no menos atractivos como la fenomenología de la comida, el papel de los sentidos en las relaciones personales, la experiencia de aventura, el sentido del adorno, el estilo de la exhibición o el papel social de la fe. El asunto de la moda, de hecho, fue uno de los mejor explorados por el sociólogo alemán, ya que se invirtió la noción de estilo como algo diferenciador al proponer, por el contrario, que era el camuflaje de lo personal e individual —y no su revelación— lo que llevaba a la gente a adoptar determinados modos de vida. El estilo se configuraba entonces como una forma de establecer distancias, como un exagerado subjetivismo que, en última instancia, conducía a esconderse del otro; adoptar nuevas modas servía entonces para preservar un sentido del yo y no para expresarlo, creando una suerte de máscara frente al miedo, como síntoma de que existe una vida privada compleja e intensa bajo la ocultación de la moda. Simmel concebía el estilo, en otras palabras, como un verdadero gesto de anonimato, y así se verá, por ejemplo, en muchas de las escenas teatrales en las que los extranjeros buscan atrapar cuanto antes el «filis» (término calderoniano) del toque urbano. Las intuiciones del sociólogo alemán no han sido abandonadas en el tiempo, sino que más bien han abierto la puerta a otras reflexiones

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no menos cruciales en torno a la relación entre sujeto y objeto en las sociedades europeas (tal fue el caso, por ejemplo, del influyente estudio de Max Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo). En época reciente ha sido el sociólogo francés Pierre Bourdieu quien, por ejemplo, ha definido este tipo de objetos y materiales como portadores de un extraordinario grado de flexibilidad, ejerciendo así sutiles grados de distinción mediante sofisticados mecanismos de discriminación, e incluso generando —siguiendo su concepto de habitus— procesos de reproducción social16. Lo cierto es que, desde perspectivas diferentes, ambos sociólogos han iluminado de manera precisa una teoría de consumo que articula claramente la distinción seminal entre el objeto per se (en este caso la ropa) y el uso que se hace de ese mismo objeto17. En realidad, ciertas nociones puramente modernas asociadas a la idea de estilo, tales como chic, passé o glamour ya están presentes, de forma embrionaria, en la percepción táctil, olfativa y visual de la prenda barroca; y, al tiempo que se empieza a percibir la influencia francesa en la forma de vestir del madrileño, ya contamos con un término —cambray— que alude a la conocida localidad de donde proviene la materia que tanto se cotiza en la sociedad urbana. «Cuando yo salgo reñido, / con celos o con sospechas» –se pregunta el joven Fernando en la pieza lopesca De cosario a cosario, o voy a Atocha, o al Prado, a Palacio, a la Comedia, veo tanto mozo ilustre, tanto copete y guedejas, tanto calzón, tanta liga tanto cambray, tanta seda, vuelvo más celos que truje, y digo: «¿Quién hay que vea tanto lindo, que no escoja y olvide por cosas nuevas? 16

La categoría social del objeto y su conexión con la noción de gusto personal es uno de los temas que articulan el clásico estudio de Bourdieu, 1984. Al lector interesado remito a Csikszentmihalyi y Rochberg-Halton, 1981. 17 Uno de los estudios clásicos sobre la semiótica de la ropa en la modernidad es el de Lurie, 1981; la selección de ropa como acto performativo y como marca de identidad —asunto que es el que aquí se discute— es analizado por Campbell en 1996.

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En cualquier caso, desde Simmel a Bourdieu, o desde Simmel y Bourdieu, algunos de estos parámetros han sido incorporados —a veces de manera intuitiva— por aquellos que han centrado estas reflexiones en paradigmas concretos de las letras españolas18. No obstante, muchos de estos trabajos se han limitado a una descripción diacrónica de los diferentes cambios estéticos que afectaron a la forma de vestirse, y por ello resulta necesario un estudio que se dedique exclusivamente a la semiótica del vestido en la España premoderna tal y como se ha llevado a cabo ya en otras literaturas: qué implicaciones socioculturales tiene cada prenda, qué relaciones se construyen entre lo local y lo foráneo, entre lo ortodoxo y lo herético, cómo afecta a la lengua literaria toda esta revolución estética, o qué conexiones se establecen entre el vestido y conceptos tales como memoria, poder y clase19. En nuestro caso, se puede afirmar que gran parte del ajuar del urbanita madrileño del siglo xvii puede ser analizado bajo esta premisa la cual convierte a cada elemento en un acto performativo que hermana, de manera simultánea, la naturaleza del objeto con su capacidad de establecer o cimentar redes sociales; la ropa, entonces, resulta ser un componente fundamental en la articulación de vínculos personales, tanto desde su propia naturaleza como desde su uso. Léanse si no, por ejemplo, los pasajes madrileños de La Gitanilla de Cervantes bajo esta premisa, y la novela se torna en una hermosa alegoría sobre las relaciones espaciales entre centro y margen, fluidez y estatismo, en donde los famosos «brincos» —esos pequeños adornos convertidos en fetiches nemotécnicos que acentúan la belleza de la gitana— conectan a la joven protagonista con su falso pasado milenario y la empobrece-

18 Véanse

los apuntes de Deleito y Piñuela en 1946, pp. 151-247, 275-299.Trabajos de interés son los de McGrady, 1967; y Juárez, 1997. No obstante, el más actualizado de los estudios es el volumen de Cuadernos de Teatro Clásico 13-14 (2000) dirigido por Mercedes de los Reyes, con aportes fundamentales en cuanto a los tipos de ropa y su funcionamiento en la sociedad de los Austrias y en su literatura. 19 Remito, por ejemplo, al magistral análisis sobre literatura isabelina de Jones y Stallybrass, 2001; y, para el caso francés, Roche, 1996. Desde una perspectiva más general, el tema de los bienes de consumo en los Países Bajos ha recibido atención crítica por parte de Schama, especialmente en su monumental The Embarrassment of Riches. An Interpretation of Dutch Culture in the Golden Age, 1988, en particular el quinto capítulo, «The Embarrassment of Riches», pp. 289-372.

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dora certidumbre de su futuro. Esta capacidad de transformación ha sido señalada por Peter Stallybrass y Ann Rosalind Jones desde una asociación muy teatral cuando escriben que investiture was, in other words, the means by which a person was given form, a shape, a social function, a «depth». Clothes give a nature to what previously had no nature; they take an existing nature and transnature it, turning the virtuous into the vicious, the strong into the weak, the male into the female, the godly into the satanic.

La «investidura» de Preciosa, en este caso, es uno de los ejemplos más notables de cómo la existencia de determinadas prendas convoca no sólo un tipo de intriga narrativa, sino también una resonancia en el lector que hace de esta novela ejemplar un texto sumamente atractivo desde la misma «tiranía» de la ropa: «clothing has the force of an iron yoke, enforcing conformity» —han escrito Jones y Stallybrass—» clothing has the ability to leave a «slavish print»; clothing is a ghost that, even when discarded, still has the power to haunt»20. Este «yugo» resulta ser la marca de distinción en Andrés, el enamorado joven de la protagonista que, a pesar de ir vestido de gitano, no olvida sus maneras galanes y se resiste a robar como sus nuevos camaradas. Se asume así la ropa como una suerte de memoria simbólica, pero fundamentalmente como moneda de cambio que afecta a las nociones de centralidad impuestas por una sociedad muy consciente de sus diferencias internas. Los brincos de la gitana —como metáfora de incorporación de lo marginal a lo hegemónico dentro de los parámetros de una misma cultura— ya dan lugar a una compleja percepción por parte de la expresión estética; cuando, al final de la novela, Preciosa debe reconstruir su identidad en un ámbito completamente nuevo, es su madre la que debe superar los filtros de la ropa para poder identificar las marcas de nacimiento que recuerda en su hija. El «misterio» de la belleza de la gitana queda así reducido a una simple semiótica que la permite traspasar todas las barreras sociales en una sola maniobra. No obstante, el fenómeno es todavía más complejo cuando se trata de otro tipo de «orientalismo», a saber, el marcado por la distancia

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Jones y Stallybrass, 2001, pp. 2 y 4 respectivamente.

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existente entre la metrópoli y las colonias, entre las formas de vestir del madrileño y las del indiano que, en muchas ocasiones, participará del anhelo expresado por Simmel de discreta incorporación a un nuevo medio. ¿Cómo se concibe, entonces, el acto de llevar ropas extranjeras en una sociedad cada vez más inmisericorde con la pérdida de «hombría» y casticismo en el lindo urbano? ¿En qué medida la delicadeza de ciertas prendas importadas crea una tensión en aquellos que, desde la propia ciudad, incorporan estas materias nu evas a su imaginario personal o colectivo? Juan de Zabaleta se quejará de esta simplonería, años más tarde, cuando hable del galán vistiéndose de mañana con unas «medias de pelo tan sutiles que, después de habérselas puesto con grande cuidado, es menester cuidado grande para ver si las tiene puestas»21. Lo que en un cierto tipo de expresión literaria puede ennoblecer la trama, en otro parece ser el motivo idóneo para una crítica de mucho más alcance. En cualquier caso, sabemos ya que este asunto complica todo un debate estético que, alimentado por la «traición» del que las lleva, deriva en importantes cuestiones sobre identidad personal y colectiva, hibridez cultural, y distribución territorial entre Metrópoli y colonia. De hecho, muchas de las narrativas del período construirán alguno de sus conflictos —ya sea intriga principal o secundaria, ya sea un motivo aislado o recurrente de chanza— en torno a la semiótica de la ropa de aquel que viene de fuera, del choque de lo extraño, de los nuevos placeres táctiles. Esta compleja negociación se experimenta muy significativamente en la España de los Austrias: la tensión de la lengua literaria por atrapar aquello que, en principio, parece inefable, resulta especialmente sintomática de una cultura que atestigua incipientes procesos de transculturación a través de viajes, mercantilismo, colonización y movimientos migratorios, dando lugar a una lengua imperial sin fronteras geográficas22. Mary Gaylord nos recuerda con razón que «whether we choose to remain focused on the Old World or on America, or try to have one foot on either side of the water, we do well to remind ourselves regularly that here and there are particularly slippery deictics for

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Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 100. Sobre la travesía de diferentes culturas por parte del objeto comerciado durante esta época, remito a Braudel, 1973 y 1982; Curtin, 1984. 22

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the period we study»23. El intercambio de objetos y materias entre, por ejemplo, Sevilla y las Indias, Madrid y Francia, o Valencia e Italia hace que la literatura del período se vea inundada de nuevos objetos que influyen en la forma de comer, de beber, de vestirse o de fumar, por citar tan sólo ciertos hábitos. En el caso de nuestro objeto de análisis, resulta interesante que muchas de las mercancías que se convierten en fetiche lo hacen por su origen misterioso, sus formas y tactos desconocidos, creando un divorcio entre su manufactura y su consumición, su re-figuración en una entidad completamente distinta que porta ya un bagaje de tipo étnico, religioso y cultural que es, precisamente, su poder de mercancía intercambiable y, por tanto, su componente más atractivo. Esta metonimia —ya sea o no en forma de souvenir— generará igualmente nostalgia por un tiempo o un espacio que permanece encapsulado en el tamaño, forma, tacto, aroma o aspecto del objeto que se acoge desde el confort de lo local y lo familiar. Además, el consumo de estos productos también dará lugar a una suerte de «mímesis invertida», en la medida en que la ideología imperial que se propaga en el Nuevo Mundo a través de usos y costumbres tanto religiosas como seculares será contestada ahora desde la paradoja de su mutua porosidad: el objeto americano generará procesos imitativos por parte de sociedad metropolitana (fumar o beber chocolate, por ejemplo), los cuales contendrán en sí un margen de diferencia que arrastrará consigo a la expresión lingüística24. Desprovista aún de una acuñación precisa, esta «erótica del objeto» se encuentra ya presente en las ciudades comerciales de la España imperial. El elemento importado es dueño de una biografía singular: sustituye la experiencia del creador por la experiencia del poseedor, que lo traslada y re-semantiza en un ámbito nuevo, dando así auténtica relevancia a su antiguo ámbito al originar preguntas y generar va-

23 Gaylord, 1996, p. 225. El trabajo de Elliott, 1985, ha sido igualmente influyente en los últimos treinta años. 24 El proceso de mímesis como contestación al modelo que la impone ha sido estudiado por Fuchs en 2001; «Mímesis —ha escrito Fuchs— can operate both as a weapon of the state, encouraged and promoted in the emulation of its rivals, and as a weapon against the same state, forced by imitators to relinquish its original preeminence», y que «the most interesting mode of resistance to orthodox ideologies of exclusion may often be imitation with a difference» (pp. 6, 164); ver Taussig, 1993. En este caso se trata, claro está, de una mímesis involuntaria.

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lor. El traslado del objeto entonces no sólo es espacial, sino también temporal, en cuanto que el ámbito americano se percibe como un espacio primitivo, arcaico, y por tanto el objeto viaja hacia su propio futuro cuando se traslada a la Metrópoli. Esta sensación de ausencia y pérdida conecta con el concepto de fetiche establecido por Freud, dado que the possession of the metonymic object is a kind of dispossession in that the presence of the object all the more radically speaks to its status as a mere substitution and to its subsequent distance from the self. This distance is not simply experienced as a loss; it is also experienced as a surplus of signification. It is experienced, as is the loss of the dual relation with the mother, as catastrophe and jouissance simultaneously»25.

El fetiche ejerce entonces un poder sustitutivo, y desplaza el momento de autenticidad al erigirse él mismo como el inicio de una nueva narrativa que pertenece ya al poseedor del objeto. Es a partir de esta nueva semántica en que su forma(to) cobra relevancia: la miniatura puede ejercer como metáfora del espacio interior y el sujeto burgués, mientras que lo gigante puede aludir a la autoridad estatal, a la vida pública; la miniatura es la perruque, la respuesta subversiva, el microcosmos que encierra territorios prohibidos. El objeto como souvenir delicado y hermético, como objeto de una «infancia pura», es apartado de su condición de «naturaleza como lucha» para pasar a la intimidad de interiores, de secre t o s , de espacios de nostalgia y de memoria. Jean Baudrillard ha escrito que el objeto exótico y antiguo es lo que da precisamente valor al sistema moderno de objetos, y que la «anterioridad» del objeto exótico reside en su forma y en su modo de fabricación; en última instancia, se está domesticando «lo salvaje», sometiendo lo caluroso a lo frío, y por ello es natural que muchos de los tratados medicinales hablen de bienes como el chocolate o el tabaco como mezclas «calientes» que trastornan el organismo26. No obstante, perece existir una añadida dificultad para esta lengua literaria, que a veces no sigue con fidelidad la etimología de la palabra, o que busca un término nuevo para domesticar el producto foráneo según 25

Citado en Stewart, 1984, p. 135. Como complemento, véase Hyde, 1979. Tal es el caso, por ejemplo, de ya citado Un discurso del chocolate, del médico Santiago Valverde Turices, publicado en Sevilla en 1624. 26

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su rendimiento social («agasajo» para el chocolate, por ejemplo). Así pues, esta «fetichización» del objeto arranca del hecho de que estos productos son consumidos mediante un divorcio del medio y las personas que los produjeron, lo que se ha llamado por algunos como «consumer ignorances», y es esta misma reescritura lo que hace tan fascinante su estudio. Hay un indudable hechizo de lo nuevo, y este fetichismo por lo pequeño, por lo adaptable y lo hermosamente acabado que tan importante resultará en la sociedad de salón del xviii, será también —como indicaré más tarde— una de las más sugerentes aportaciones literarias de la literatura urbana del momento. Esta ambivalente fascinación por el objeto queda entonces fielmente reflejada en la narrativa urbana de esta primera mitad de siglo. Con el cambio de reinado, la tercera década del siglo xvii atestigua una verdadera explosión en el desarrollo de la novela, y la ciudad de Madrid se convierte en una de las favoritas en las piezas de temática urbana, no sólo desde los recorridos públicos, sino desde los interiores de sus casas en donde ocurren las más entretenidas aventuras. La cultura material del Barroco se explora en muchas de estas piezas a través del tratamiento de objetos de consumo27 como muebles, joyas y otros elementos de los interiores domésticos. Solamente coincidiendo con el ascenso al trono de Felipe IV y la llegada al poder de Olivares se publican, en estos años de frenético cambio, muchos de los textos más interesantes del período, que se erigen así como precursores de lo que será toda una tradición de novelar Madrid que recorre el siglo xvii28.

27

Con respecto a estos asuntos, son interesantes los trabajos de Auslander, 1996; Weatherill, 1988. 28 Diego de Agreda y Vargas publica sus Novelas morales (1620), Juan Cortés de Tolosa su Lazarillo de Manzanares, con otras cinco nove l a s (1620), Maximiliano de Céspedes su Guía y avisos de forasteros que vienen a la Corte (1620) y Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo su Casa de placer honesto (1620). Les siguen, en años sucesivos, Lope de Vega con Las fortunas de Diana, que incluye en La Filomena (1621), Francisco de Lugo y Dávila con su Teatro popular: novelas morales (1622), Gonzalo Céspedes y Meneses y sus Historias peregrinas y ejemplares (1623), José Camerino en sus Novelas amorosas (1624), Juan Pérez de Montalbán y los Sucesos y prodigios de amor en ocho novelas ejemplares (1624), Juan de Piña con Novelas ejemplares y prodigiosas historias (1624), Matías de los Reyes con El curial del Parnaso (1624), Tirso de Molina y sus famosos Los cigarrales de Toledo (1624), Lope de Vega con La Circe (1624), Alonso de Castillo Solórzano en Tardes entretenidas (1625), El proteo de Madrid o El defensor contra sí,Andrés de Prado con El cochero honroso, Baltasar Mateo Velásquez con El filósofo de la aldea

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Sin embargo, es esta misma manifestación estética la que se encarga de seguir fielmente la inevitable decadencia histórica29. El disfrute que produce esta proliferación de bienes de consumo, muchos de ellos fundamentales en el cuidado de la piel y —por consiguiente— en la percepción táctil del medio urbano, acaba por ser abandonado en otro tipo de expresión literaria que, ya avanzado el siglo, parece seguir fielmente la descomposición del imperio a través de su propia cultura material. El caso de algunas ficciones cortesanas de Alonso de Castillo Solórzano es, por ejemplo, fascinante, en especial desde su magistral Las harpías en Madrid30. Años más tarde, en Día y Noche en Madrid, Francisco Santos escribe audaces páginas sobre las ropas de los ricos en una línea semejante a la ya vista en las comedias citadas, en donde la precisión del material es uno de sus ingredientes fundamentales: «Estos ricos, para el adorno personal, no dejan terciopelo rizo ni liso, felpa, camelote, tafetán ni raso, que todo lo arrastran, y aun inventan otras telas; medias de pelo y de arrugar, las bastantes; zapatos, los que sobran; sombrero de castor, más de uno; ropa blanca, mucha, que no hacen otra cosa las doncellas de casa». Sin embargo, es mucho más detallado y significativo el espacio que dedica a la vestimenta de los pobres cuando abandona el mercado exuberante y dirige su lente hacia otro estrato no menos visible de la sociedad cortesana; resulta por ello casi simétrico al anterior el retrato que hace del vecino pobre: Cada noche ha menester su mujer dos cuartos de hilo para remendarle el hato; toma la camisa y, más que el verla rota, la aburre y consume no tener remedios para ella, obligándola la fuerza de la necesidad a cercenar las faldas para acudir al cuerpo; si ase los calzones, que parecen, salpicados de diferentes remiendos, papagayos en muda, los tiene en pie, volviéndolos lo de atrás adelante. Las mangas vestideras, que asidas a un miserable jubón de gamuzas andan, son de fustán, bien parecidas a los calzones en

(1625) y Alonso de Castillo y Solórzano en sus Donaires del Parnaso (1624), Las harpías en Madrid, y su Tiempo de regocijo y Carnestolendas de Madrid, por citar tan sólo algunos casos. Quevedo escribirá Cosas más corrientes de Madrid y que más se usan y Premática del tiempo, en unos años en los que salen a imprenta, como ya he señalado, otras crónicas urbanas como las de Pinelo, Quintana y Suárez de Figueroa. 29 Tres ejemplos fascinantes de este recorrido cronológico son Arredondo, 1995; Rey Hazas, 1995; Ugarte, 1990. 30 Véase Alonso de Castillo Solórzano, Las harpías en Madrid, ed. Jauralde, 1985; Soons, 1978; a modo de complemento véase Zanzana, 1993.

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lo trabajoso. La ropilla, sin mangas, que perdidas se han desecho a puras peticiones de los zaragüelles. La capa, muy alcuza, que también ha entrado en las sisas de tantos remiendos como se han ofrecido para socorrer la necesidad del vestido. El sombre ro, como los zapatos, que a puro limpiarlos ya no tienen color. Las medias han sido parte para haber hecho a su mujer maestra de coger puntos, y con toda esta miseria se holgaría de tener qué comer para él y su mujer31.

La sensación que se percibe es, sin duda, una de desolación y crisis que, a través de la ropa, trasciende a todo aquello que se va gastando y haciendo jirones. De un Madrid espléndido y generoso se pasa así a uno de remiendos y sin color cuya miseria queda ahora a la intemperie; el paso del tiempo sobre la piel urbana queda así reflejado una vez que ésta, desnuda de todo el velo de su modernidad incipiente, deja transparentar su propia decrepitud, su proyecto fracasado: «clothing —volviendo a la cita inicial de este capítulo— is a worn world», un mundo a cuestas, pero también un universo gastado que envejece al ritmo de su dueño, al ritmo de su entorno. Si el coche era ya un espacio propio dentro del cual todo era posible, la literatura escrita entre 1620 y 1670 recorre todo un trayecto que incluye un anhelo de regular —de conocer, a fin de cuentas— estos espacios materiales, pero que también frecuenta la decadencia urbana mediante la imagen del remiendo, del jirón y de la piel desprotegida: esta misma piel que se celebraba en las comedias urbanas como una cartografía de secretos placenteros, acaba siendo la evidencia desnuda de que la vida urbana —como sinécdoque de la propia existencia en crisis del español de fines del xvii— logra erosionar y, en última instancia, aniquilar por completo al individuo. Como el famoso «Miré los muros de la patria mía» de Quevedo, el testimonio de Santos es igualmente un homenaje a otros «muros», aquellos que habían servido para inventar nuevos espacios en ricos materiales, y que ahora son tan sólo un lamentable zurcido. Juan Zabaleta es también uno de los más ávidos cultivadores de los «periplos de la piel» cuando en El día de fiesta por la mañana escribe sobre el amanecer indolente del galán y la dama, sobre sus preparativos y su afán por «urbanizarse» a través de la ropa y los cosméticos. 31 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 40 y 41 respectivamente.

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Sin embargo, esta «arquitectura de seducción» que supone la posibilidad del espacio adecuado en este camerino grotesco acaba convirtiéndose en todo un calvario voluntario para el cuerpo del cortesano. La visita del zapatero y las manualidades destructivas de la escabechina del barbero, por ejemplo, nos trasladan a una visión muy grotesca de la estética barroca; se suceden, especialmente para el caso del galán, las imágenes del cuerpo abierto, de la herida y la apertura sangrante. Cuando éste inicia su aderezo matinal, el jubón es «peso que suele hacer daño mortal al alma»; las medias llevan los ataderos «tan apretados que no parece que aprietan, sino que cortan»; ponerse la golilla «es como meter la cabeza en un cepo, tormento inexcusable en España», en este retablo que no hace sino manipular al infinito la fisonomía del cortesano. El autor es, además, especialmente incisivo con el calzado: cuando entra el zapatero32, «apodérasele de una pierna con tantos tirones y desagrados como si le enviaran a que le diera tormento», y con ello anuncia un suplicio que se prolonga de manera continuada hasta haber ajustado el zapato a la horma del pie, que según las modas, debe ser lo más pequeño posible («the foot measures the person», nos indica Peter Stallybrass33); en este caso, sin embargo, es tan sólo un ridículo lastre que le sirve al autor para enarbolar una crítica de mayor trascendencia. Zabaleta construye entonces una divertida coreografía que puede interpretarse como el negativo de un baile cortesano de salón. El pie, que debía ser idealmente un signo de autoridad, es en estas páginas un anclaje sin dirección que gravita pesada y torpemente a base de golpes: el galán «acocea» el suelo para ajustar unos zapatos que ya le vienen «angostos», en una relación con el zapatero que tiene algo de morboso en cuanto que aproxima dos cuerpos en una suerte de esfuerzo atlético donde la piel segrega (sangre, sudor, saliva) y se comparte en toda su elasticidad pervertida: el zapatero «humedece con la lengua los remates de las costuras», lo que provoca que Zabaleta añada que es una «tremenda vanidad sufrir en sus pies un hombre la boca de otro hombre sólo por tener aliñados los pies»; el hombre «obedece 32

Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, pp. 100 a 106. Stallybrass, 1997, p. 315, y su lectura sociopolítica del zapato y del zapatero en la Europa renacentista. Quevedo ya se refiere a un dedo que sale de un zapato de un pobre como «tortuga que saca / la cabeza de la concha» en su romance «Responde a la sacaliña de unas pelonas». 33 Ver

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como un esclavo» al «cruel ministro», quien «deja en el empeine un dolor y unas señales como si hubiera sacado de allí los bocados». Por una parte, la escena subvierte todo el ceremonial asociado a Papas y Emperadores en el que los cuerpos (sentados, arrodillados) mantienen una dignidad muy contenida; por otra, la frase corta y contundente subraya toda la pantomima gestual del cortesano para quien calzarse supone un verdadero despliegue gimnástico, casi circense, lleno de violentas contorsiones. Parece como si nos encontráramos ante un matadero que, una vez acabada la escabechina, deja al zapatero «sudado» y al galán «dueño de unos movimientos tan torpes como si le hubiera echado unos grillos», casi animalizado como una bestia a la que se le marca la piel. Esta última imagen nos traslada entonces a una lectura de la sociedad madrileña en la que su base y fundamento están asediados, acaso secuestrados, por sus mismos placeres materiales. Si el andar cortesano debía ser un acto de prestancia y poderío, en estas páginas se trata precisamente de una lectura contraria que denuncia la falta de firmeza y solidez (las dos cualidades del pie en la Europa premoderna) de los cimientos sociopolíticos. Es por ello que el pasaje se cierra con el recordatorio, por parte de Zabaleta, de que el zapato no achica el pie porque los huesos no pueden alterar su tamaño por mucho que se violenten. Este efecto final en el que la ropa ciñe, ajusta y reprime el cuerpo masculino del galán que busca, precisamente, ampliar su encanto, expandir sus atributos, es una paradoja tan grotesca como triste, al tiempo que se convierte en una reflexión sobre la naturaleza y los límites de la masculinidad de este cuerpo que se penetra y se ciñe de forma esperpéntica. Con ello se alcanza uno de los fines que describe a este tipo de estética, como es la unión de lo cómico con lo trágico34. No extraña, por tanto, que sastres y zapateros sean las dos profesiones de mayor lectura política en la Europa renacentista. El tormento supremo llega, no obstante, con la visita del barbero. El galán, que desea ser afeitado, sufre una suerte de crucifixión, de desolladura como si se tratara de uno de los santos mencionados anteriormente. La minuciosidad con que se narra este episodio burlesco corrobora el tono de ritual que se ha trasladado definitivamente a lo profano de la preparación estética, del afeite y de los polvos. El galán aguanta sin protestar, sufre su calvario con el estoicismo propio de

34 Véase

Ziomek, 1984, p. 14.

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aquellos que saben lo que les espera, del precio que se debe pagar por la gallardía, al tiempo que su ejecutor o verdugo (se utilizan verbos como «desenvaina», «sacude», etc., siempre iniciando las frases) cumple con su encargo de forma desganada. Los períodos se acortan, la acción se acelera, la rutina se exhibe en la facilidad, en la parsimonia silenciosa del barbero. Las imágenes de Zabaleta son inequívocamente familiares: el barbero «pide lumbre para los hierros y dice que pongan el escalfador en la lumbre», para después colocar al reo en una posición indefensa en donde «déjale la cabeza como cabeza de degollado que llevan de presente». El castigo que se le impone al galán es narrado con un sarcasmo muy medido que genera un efecto humorístico inconfundible: «córtale un poco en un carrillo, y pone el dedo de en medio de la mano, que gobierna la cabeza, como que afirma sobre la cortadura, por quitarle la sangre con el dedo. Esta atención dura hasta que vuelve a bañarle, que entonces se limpia la sangre de todo punto». Con ello, el barbero confirma su estatus de poder casi sagrado, en donde su mano «gobierna la cabeza» del reo y decide su destino último en este bautizo grotesco, como parte de un culto a la imagen que establece así a sus acólitos tanto como a sus demiurgos. El galán se encuentra, como ya ocurría con el zapatero, a merced de la rutina de estos «ministros» de la apariencia, y las resonancias de las torturas inquisitoriales parecen recorrer, a partir de estas brutales imágenes, toda la escena. Estampa semejante es la de Santos en Día y noche cuando narra cómo afeitan a una mujer las afeitadoras después de acomodar la cabeza de la víctima sobre sus faldas, con las piernas abiertas: vala quitando el vello y el bozo, señales que en el rostro de la mujer dicen tiempo quieto y sosegado, y quitado dicen tiempo ocasionado y revuelto; si tiene cañones, la echa un hilo, con que la va repelando, que se puede creer que sufre por gusto lo que no hiciera por penitencia; en viéndola rapada, saca una redomita de agua y blandamiento, amortajando dos dedos en un pedazo de toca, la va lavando; pregúntale qué agua es aquélla y responde que se llama agua costosa, que hasta entonces no se ha inventado otra mejor, que es agua que conserva el rostro limpio y sin arrugas35.

35 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 116-117.

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Desde estos episodios tan indicativos se llega a uno de los rasgos que ya desde Bajtin se ha señalado como típicamente carnavalesco: la boca abierta, el orificio al rojo vivo, que en estas dos novelas se despoja del carácter cósmico primigenio que se daba, por ejemplo, en algunos pasajes de Rabelais36. En el método del barbero de El día de fiesta se incluyen manualidades tan sorprendentes e incisivas37 («báñale segunda vez, repásale con la navaja, y por quitarle bien los pelos del perfil del labio inferior le mete dos o tres veces el dedo en la boca, y echa de ver que es bobo en que se lo sufre») que convierten al cuerpo cortesano en una suerte de geografía pervertida, manipulada y violada. Al igual que ya había hecho años atrás Luis Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo cuando espiaba a los madrileños en sus tristes hábitos domésticos, Zabaleta y Santos registran, en este final de reinado, la inmovilidad política en la que se encuentra sometida una sociedad cortesana que es víctima de su propia indolencia y de sus propios códigos de funcionamiento38. Los «placeres» del tacto son, en estos testimonios, una sucesión de agresiones contra el cuerpo individual y, en última instancia, contra el mecanismo social; la sangría de estos cuerpos es también el derroche moral de sus individuos. Placer y dolor se mezclan como se mezcla lo cómico con lo trágico. Como resultado, en vez de ennoblecer el aspecto más sofisticado del entramado madrileño, se destruye desde la fragilidad de sus interiores a través de la risa y el humor en imágenes de larga estirpe literaria que rescriben aquí, desde la frase corta y contundente, desde la estocada verbal, todo lo absurdo del «compuesto» urbano.

36

Para una mayor profundización en las tesis de Bajtin sobre la imagen de la boca abierta, véase 1987, pp. 294-306. 37 Las citas provienen de Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, p. 104. A la boca abierta Bajtin la relacionaba con la «imagen grotesca del cuerpo» en su análisis de la figura de Pantagruel.Todo orificio supone un contacto con la topografía grotesca de las entrañas, incluso con la entrada a los infiernos como imagen folklórica, predominando en ella «la idea de muerte-absorción». Este sentido corporal se violenta en la perforación que el barbero lleva a cabo con sus dedos, ligada a la idea bajtiniana de que «la imagen de la boca muy abierta se asocia orgánicamente a las de la deglución y la absorción»; véase 1987, pp. 294-305. 38 Consulta recomendada es la de Maravall, 1986, vol. IV, pp. 521-538.

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3. A flor de piel: placeres compartidos en la ciudad alcahueta La hermosa cuatro sentidos aprovecha, pues verán que el tacto, la vista, el gusto, y el olfato, cada cual agradece cuanto logra. Rojas Zorrilla, Lo que son mujeres

En un formidable trabajo de publicación reciente, Claudia Benthien ha escrito que la piel es, ante todo, un lugar de encuentros que genera todo un arsenal de metáforas —persona, vida, espíritu, cuerpo o, pars pro toto, el ser humano— y que «functions simultaneously as the other of the self, as its enclosure, prison, or mask»39. Es, como hemos visto, objeto de penetración, de ruptura, para poder así acceder a su interior, generando nuevos tipos de conocimiento científico, de métodos de vigilancia y poder, e incluso de prácticas heréticas. Desde el discurso de la medicina, la piel también sufre invasiones cuando, en vez de quitar lo doloroso o lo dañino, se introduce algo (Benthien nos recuerda la enorme influencia del famoso De humani corporis fabrica [1543] de Andrea Vesalio) y, en general, la conjunción de piel y objeto es, según se va viendo, de una gran rentabilidad estética. Algo semejante ocurre con esa piel literaria de Madrid, tan sometida a todo tipo de peligros: la sífilis de los truhanes quevedescos, los duelos en Calderón, las infecciones en Santos, las supuestas bofetadas a Elena Osorio que Lope recrea en numerosas ficciones…40, son francamente incontables las formas de escribir sobre la piel, de violentar el tacto, de dejar huella; recuérdese si no la divertida escena cervantina de Rinconete y Cortadillo en la que Chiquiznaque, matón de Monipodio, se tiene que conformar con acuchillar a un criado, ya que el señor de éste — objeto inicial del ataque que se le ha encomendado por la fraternidad— tiene la cara muy pequeña (debido a la «estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos», nos dice el

39

Benthien, 2002, pp. 2 y 13; una propuesta más personal es la de Josipovici,

1996. 40 Véase,

por ejemplo, García Santo-Tomás, 1995.

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jaque). La piel, en suma, es materia literaria favorita en los poetas del xvii cuando se trata de explorar su rendimiento estético desde la brutalidad del mito, la ironía del folklore y lo grotesco de la cultura popular, y su porosidad se torna en una fértil sinécdoque de toda la violencia urbana desde su saturado paisaje y desde la misma saturación emocional de sus ocupantes; parece lógico que, ante el miedo a lo ajeno, sean tan temidos esos barberos, médicos y dentistas cuyas famosas maniobras han circulado ya por este capítulo. ¿Qué siente la piel en contacto con la piel, y qué papel asume la expresión estética del período? En una sociedad preocupada por sus efectos sanitarios, económicos y éticos, la urbe es su gran alcahueta. Cuando en La villana de Getafe Elena pregunta a Inés qué le parece Madrid, ésta le responde lo que a las alcahuetas le ha sucedido advertid: que no ganan de comer hasta haberlas azotado, que habiéndolas afrentado las han dado a conocer; no menos Madrid ha sido, pues el haberse aumentado nace de haberse dejado, porque sea más conocido. ¡Lindas calles!

Plural, pública y brutal, la imagen absorbe medio y persona en un sólo cuerpo violentado, sobre el que se escribe su hospitalidad (recordemos la noción ya comentada de Madrid / mater) tanto como su miseria. No resulta por ello extraño que uno de los temas favoritos del siglo sea el de la prostitución y su conexión con uno de los más agresivos enemigos de la «piel urbana»: la enfermedad venérea41. Esta asociación con la enfermedad y la podredumbre no es casual, ya que 41

A propósito de este tema véanse los estudios ya citados de Carrasco y Villalba Pérez. En relación con las letras auriseculares, ver Deleito y Piñuela, 1948; Defourneaux, 1971, pp. 70-71; para el caso sevillano, Moreno Mengíbar y Vásquez García, 1997, y el recién publicado libro de Rioyo, 2003, especialmente los capítulos que le dedica al reinado del cuarto Felipe. Tangencial, pero interesante, es la reciente compilación de Barbeito, 1992.

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remite a una lectura etimológica de la palabra puta, del indo-europeo pu, que significa decaer o pudrirse, con conexiones en otras lenguas europeas: putain en francés, old put en irlandés antiguo, putta en italiano, puta en español y portugués, y palabras cognadas como pútrido, pus, supurar y putorius42. En las letras españolas, es ya conocida la tradición de novelar «el mal francés» desde las alusiones roma(na)s en la protagonista de La lozana andaluza. Así las cosas, y como bien ha señalado Villaba Pérez, durante los siglos xvi y xvii van a ser constantes los esfuerzos por asignar un espacio determinado a las prostitutas madrileñas tanto como a los enfermos de sífilis: en las cercanas vías descendentes al Prado de San Jerónimo, especialmente Huertas y San Juan (hoy calle Moratín), van a abundar los burdeles, hasta el punto de que se ha hablado de la existencia de romerías orgiásticas en el Trapillo y Santiago el Verde, acaso desde las severas crónicas de Juan de Zabaleta en su Día de fiesta por la tarde y otros textos coetáneos. Las enfermedades venéreas canonizarán también el famoso hospital de Antón Martín, donde transcurren algunos de los romances más famosos de Quevedo («Tomando estaba sudores / Marica en el hospital», o «A Marica la chupona / las goteras de su cama / le metieron la salud / a la venta de la zarza»), al que llama, con gran ironía, el «hospital del amor», dedicando un romance «a la perla de la mancebía». En Don Diego de noche Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo escribirá de lo «indecente» de estas visitas cuando a las once de la noche el noctámbulo protagonista juzgó ser tiempo de llegarse al sitio de las vayas, campaña donde se escaramuzan los gracejantes cortesanos, vulgarmente llamado el prado, y con mayor propiedad lonja, donde se ferian placeres de Venus, indecente contratación, y mucho más allí, por hacerse entre fuentes murmuradoras, que aun el saber que tienen de su culpa testigos tan mal sufridos no basta a ponerles freno43.

42

Esta última referente a la familia de las mofetas: de hecho, en inglés skunk deriva de la palabra india algonquin para polecat, y en la Inglaterra de los siglos xvi y xvii polecat será un término peyorativo para prostituta. Un ejemplo, no muy lejano a este capítulo, sirve de evidencia: la traducción de Sir Roger L’Estrange y Mr. Ozell de La garduña de Sevilla de Castillo Solórzano, publicada como The Spanish Pole-cat: or, The Adventures of Seniora Rufina (E. Curll and W. Taylor, 1717). 43 Salas Barbadillo, Don Diego de noche, 1944, p. 150.

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La enfermedad y fealdad de las prostitutas se convierte así en materia predilecta de los poetas de la corte del cuarto Felipe, a medio camino entre la denuncia realista y la licencia verbal. El marco urbano es ahora coartada de desmanes y escenario de intercambios materiales de toda clase, y por ello este asunto juega un papel fundamental en la construcción madrileña de muchas novelas, acaso como testimonio de un problema que había adquirido proporciones endémicas ya desde el establecimiento capitalino en 1606, y que había forzado al mismo Felipe IV a circular una pragmática en 1623 prohibiendo la existencia de mancebías con graves mu l t a s . Las llamadas «casas de las arrepentidas», como bien nos recuerda Antonia Morel D’Arleux, habían comenzado a proliferar como método de control y vigilancia44. El Monasterio de Santa María Magdalena, de monjas bernardas, había pasado a ser llamado por el pueblo «casa de las arrepentidas», y trasladado en 1623 a la calle Hortaleza, como precedente a lo que en 1691 será la fundación en Madrid, a cargo del Consejo de Castilla, de la Casa de San Nicolás de Bari. Incluso, en un intento de vigilancia suprema, se buscará una regulación a través de la ropa: las Ordenanzas de mancebía recopiladas en 1621 insistían en que se llevaran mantos negros y no blancos, en unos años en los que la sífilis era materia de preocupación. Ya incluso el guardainfante será motivo de chanza en algunos poetas del momento, que lo ven como la prenda ideal para camuflar, bajo su ampulosa morfología, los más ingeniosos desmanes. Es ésta, además, una prenda inequívocamente urbana: recordemos, si no, que el paleto Toribio de Guárdate del agua mansa no había sabido qué era aquello que encontró debajo de la cama de su adorada urbanita. Por ello, la letra al guardainfante que Trapaza canta en las Aventuras del Bachiller Trapaza de Castillo Solórzano (quien también se prodiga en El disfrazado) va encaminada a criticar la adopción absurda de modas francesas, pues «España debía conservar su traje, pues era el más galán del Orbe, y no admitir el estraño» y, más importante aún, a sancionar la existencia de conductas pecaminosas asociadas a esta prenda45.Trapaza comenta que la hizo en Salamanca, «dándome motivo de hacerla ver la primera mu44 Véase

Morel D’Arleux, «Recogimientos y cofradías del ‘pecado mortal’ en los siglos xvi y xvii»; en Carrasco, 1994, pp. 111-135. 45 Manejo la edición de Joset, 1986, pp. 195-198.Ver también Velasco Kindelán, 1983.

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jer con guardainfante tan a lo francés», para pasar después a desgranar toda una serie de bromas que no se alejan mucho de las gastadas por muchos de sus coetáneos: Al comprar un guardainfante un marido a su mujer, estas razones le dijo, poniendo la vista en él: «Uso nuevo de los diablos, embuste que Lucifer trujo a España, porque tenga el segundo mal francés; aunque no eres mal de madre, le presumes parecer, pues siempre de panza en panza en estaciones te ven. ¡A cuántas les mientes carne, que sin vientre y sin envés, sola la armadura traen en dos cañas de alcacel! ¡Cuántas gordas por el uso no se quieren conocer, y a cualquiera que se pone la haces jurar de tonel! ¡A cuántas prestas volumen, que en vigor Matusalén, las alcobas del mondongo hizo pasar la vejez! ¡A cuántas que te han comprado suples ya la desnudez, trayéndoles enjaulada una camisa arambel! ¡Cuántos vientres, sin ser rastro, cubrirás como una pez, y al llamarte guardainfante guardademonios diré! ¡A cuántas finges perfectas, que tienen (y yo lo sé) las caderas derrengadas sobre dos piernas de nuez! ¡Cuántas han de dar por ti

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ensanches a su placer, en fe de que has de encubrirlas las nueve faltas del mes; y aunque de sospecha al bulto querrán confesar por él, ser guardainfante el esparto y que aquél no lo ha de ser! Cuando encubres a las flacas, eres un trasunto fiel de empanada de figón, gran bulto y sin qué comer. ¡Cuántas partidas de tabas, que cubren delgada piel, crujen en ti como en bolsa de trebejos de ajedrez! Y a ser, como eres, de esparto, del metal de una sartén, por cencerro bien tocado pudieras servir a un buey».

La composición resulta interesante por diferentes razones: la atención a los materiales, las menciones a la piel, a la pobreza femenina, el asunto de la ostentación de la ropa, los embarazos camuflados, y la ya manida alusión al «mal francés» o sífilis. En total, una muy poco halagadora mención a una prenda tan popular como denostada, y que aquí se presenta como una invitación a las más dudosas de las conductas. Ropa y prostitución parecen fundirse bajo la lente de Castillo Solórzano, dando lugar a una nueva modalidad de «encuentros carnales» que tiene como protagonista a un elemento visto ya antes: el coche. Poca distancia hay entre la imaginería del coche y del guardainfante. He señalado ya que tan importante como las esquinas y avenidas que se recorre resulta ser la nueva accesibilidad en el carruaje, y por ello se insiste con mucho cuidado en su morfología y en la dinámica de relaciones que impone (es conocida, por ejemplo, la expresión «dar mano a la cortina» para abrir la ventana). Se aprecia en Abre el ojo de Rojas Zorrilla, quien habla de ir «en el estribo», es decir, ocupando los asientos del lado de las puertas situados al lado de los estribos, por ser el lugar más fresco y apropiado para entablar relaciones; así conoce la protagonista a don Clemente, según confiesa él mismo:

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«…habrá dos meses / poco más o menos / que viéndoos ir al estribo / de un coche, quedé tan muerto / de ver por las celosías / del manto un lucero negro / que me echaron de ver todos / ser mi mal, mal de ojo vuestro», y un soldado de Salas Barbadillo mata una noche «un duende en el estribo de su coche»46. Cambia entonces la ventana como marco de adoración y pleitesía: en esta erótica móvil, la retórica del amor cortés se urbaniza al extremo, confluyendo con nuevos discursos en los que la relación sustituye a la amada en lugar elevado por la amada en lugar móvil. Los matices son tan amplios como lo es la sofisticación del retrato que se haga, si bien se da una constante importantísima en esta visión de lo urbano: las tácticas que propone la disposición arquitectónica de estos vehículos no sólo conciernen a los estímulos auditivos en juego (el traqueteo por el empedrado, el ruido de las reses, el silencio impuesto en los intercambios propiciados en su interior, etc.), sino también a los elementos visuales que se negocian, y de ahí su gran rentabilidad estética. En la La villana de Getafe se nos cuenta que «pues en el coche pasaron / lindas cosas. —¿De qué modo? / —Los pies, sin lenguas, hablaron; / allá lo imagina todo». Más radical aún, Zabaleta construirá en un solo cuadro una imagen que incluye sensaciones táctiles, olfativas, visuales y auditivas en estos madrileños que coquetean de coche a coche y en donde, aprovechando la mala iluminación de la ciudad, a las mujeres les sirve «la voz de cara» como si de un confesionario se tratara: «Apenas se ha desaparecido el sol, cuando se aparecen en el Prado los coches, cargados de diferentes sexos y de diferentes estados.Van a tomar el fresco, y en un zapato alpargatado con ruedas se aprietan seis personas. Las que no van en los estribos se queman. ¡Linda gana de hablar! […] Las mujeres eran feas, hacían afeite de las sombras de la noche»47. La «celosía» de Rojas Zorrilla

46 La fantasía de Salas se cuenta en el entremés «La lonja de San Felipe», inserto en El caballero puntual, en Salas Barbadillo, Obras, ed. Cotarelo, 1909, vol. II, pp. 223242. Salas se queja también de lo que se fornica en los coches en incontables ejemplos: en «El comisario contra los malos gustos», comedia en verso que incluye en Las fiestas de la boda de la incasable malcasada; en El cortesano descortés (donde apareen unas rameras de luto y otras que, en palabras del juglar don Marcelo, van en «un coche de mujeres de placer, muy resplandecientes de cara; y tanto por eso, como porque no se hablaban, parecían pinturas»); y en la comedia en verso «El Prado de Madrid y baile de la Capona», incluida en Coronas del Parnaso. 47 Zabaleta, Día de fiesta, ed. Cuevas, 1983, pp. 332, 337-338; cursivas mías.

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es ahora trasladada a la voz sin rostro de este verbo ejecutor y ordenante. Es por ello que esta práctica resulta paradigmática y sintomática de lo que son otras lacras sociales, como las nuevas modas de vestir o peinarse; Héctor Brioso abre nuevos espacios de relación al opinar que lo ‘íntimo’ del coche se confunde ahora con la promiscuidad de sus pasajeros. El armatoste sobre ruedas se nos antoja una alcoba con sus cortinillas y sus puertas, o bien un enorme guardainfante, esto es, otro aparato denostado por satíricos y moralistas. La censura cobra toda su fuerza cuando Quevedo lo considera poco menos que grotesco del postizo: la cabellera de muertos, la calza con relleno, el guardainfante que oculta despojos de todas clases en su interior para darle su forma de campana, incluso la guedeja. Son secuelas del debate contra los afeites, contra el barro, contra el ‘acero’, etc. Y en el fondo se trata siempre de tópicos misóginos reavivados ahora en los momentos de la difusión incipiente de las primeras modas populares o democráticas. Sin estar al alcance de todos, los coches son vistos como un factor de disolución social, no sólo moral o económico, puesto que ocultan la condición de sus pasajeros literal o figuradamente 48.

Es significativo que Zabaleta hable de coches «cargados» con mujeres (hará lo mismo cuando hable de la cazuela en el corral), porque la imagen, que sugiere una animalización y convierte así el cuerpo femenino en pura mercancía anónima, acaba funcionando como igualadora social y económica: la oscuridad de la noche se multiplica en la más intensa oscuridad del interior del coche, borrando todas las marcas de distinción en el individuo. Por ello no sorprende que ya en Covarrubias se vieran coches dibujados con gente dentro en placentero regocijo (en el número 69 de su segunda centuria, aparecen unos amantes abrazados en su interior), ya que es precisamente este hábito subversivo el que más indigna a los moralistas. Se anuncia con ello la noción más audaz del vehículo barroco: el coche como burdel. Así, Salas Barbadillo comenta en La sabia Flora malsabidilla (1621) que «Por Madrid en los coches se vende carne, / y es ya carnicería calle. / No sé cómo se vende, no hay quien lo entienda, / siendo ellos los carneros la carne de ellas», y que el Prado es un «mercado o feria», porque

48 Véase

Brioso, 1996, pp. 230, 233.

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«júntanse allí del gusto los mohatreros, / lonja es donde se tratan cambios de Venus». Por su parte, Francisco Santos habla de una nueva forma de prostitución en La Tarasca de parto en el Mesón del Infierno (1672) cuando comenta que «volví la vista a un lado y a la orilla de un arroyo… vi sentadas infinitas mujeres divididas, pero las más o todas tenían galanteos admitidos, de hombres al parecer y en las acciones brutos, pues algunos ajustaban la suma sin salir del sitio, aguardando hora para ello. Otros se dejaban emplazar o emplastar para las moradas de ellas», en donde juega con el doble sentido de «morada» como albergue y como «afeite» femenino típico del maquillaje de las prostitutas, tal y como se indica en Covarrubias. Más lacónico en su queja, Quiñones de Benavente cuenta en su pieza Los coches que «en tentación cochil toda hembra peca», situando así a este nuevo «hogar» en el polo opuesto del verdadero templo de devoción que es la iglesia. La incorporación femenina al discurso social urbano contiene además un elemento de nostalgia en aquellos que censuran el libertinaje y la ausencia de una orientación espiritual en la mujer, sustituida ahora por una nueva educación que se adquiere tempranamente; la mujer pierde así su lozanía al «estropearse» en el ámbito público, tal y como propone Tirso en La huerta de Juan Fernández cuando se queja de que la honra femenina peligra por culpa del uso habitual del coche: «en naciendo se mece / en un coche en vez de cuna», comparándola con la ciruela que ha caído del árbol y se ha convertido en «pasa»49. Este tipo de denuncia se dirige también a la aceleración espacio-temporal: temporal, porque el coche hace que la niña madure antes de tiempo como la uva pasa, seca y arrugada, desligada de la savia del árbol original; espacial, porque resulta alarmante el hecho de que la mujer va así construyendo e incorporándose a nuevos espacios no conocidos antes, tal y como anuncia Fernández de Navarrete en su Conservación de Monarquías en un fragmento que recoge todos los matices de esta deficiencia social: con la comodidad de los coches y de las sillas de mano, no dejan calle que no anden, tribunal a que no acudan, negocio en que no intervengan ni transacción en que no se hallen. Habiendo llegado a términos de asis-

49

308.

Hay ejemplos tirsianos de gran interés estudiados por Strosetzki, 1998, pp. 306-

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tir tan poco en las labores domésticas y gobierno económico de sus casas, que el padre o marido que muestra de ello desabrimiento le tienen por mal acondicionado, rústico e inurbano.

El vehículo sirve así para la «conquista» del espacio por parte de un grupo social cuyo ámbito de acción se diseña en interiores inaccesibles y paisajes domésticos. Henri Lefebvre ya se percató de esta fusión entre lo humano y lo mecánico al hablar de los coches como «analogons, for they are at once extensions of the body and mobile homes, so to speak, fully equipped to receive these wandering bodies»50. Parece cierto, por ello, que estas «casas móviles» desde las cuales muchas cortesanas fueron incorporándose al tejido público de la urbe sin perder del todo su privacidad e intimidad, acabaron convirtiéndose en las letras de mitad de siglo en uno de los motivos estéticos más significativos. Como resultado, según avanza el siglo se hacen cada vez más frecuentes y variados los testimonios que, al hablar de la ciudad, incluyen diatribas contra los efectos nocivos de la prostitución en sus ciudadanos. Muchos de estos problemas se tratan en Día y noche en Madrid de Francisco Santos. En su periplo por este Madrid tan decadente, los protagonistas se encuentran con dos prostitutas sifilíticas, a las que moteja de dos búhos, cubiertos o envueltos en dos mantillas blancas con su guarnición negra y muy angostas de faldas; por ir en faldas menores llevaban guardapieses, con algo de aquello que relumbra, que como es de noche cuando salen estos murciélagos, han menester mantillas blancas, que aunque estén raídos como su cara y gastadas como su cantidad, es color que resale, y los relumbrones, aunque sean falsos como ellas […] Iban estas dos aves nocturnas con mucha color en el rostro, con que encubren o disfrazan la funda gálica; muchos dicen que la vergüenza arroja colores al rostro, y según esto, ninguna de éstas tienen vergüenza, pues jamás se les ve color propio, que el que manifiestan después de compuestas es artificial51.

50 Véase

Lefebvre, 2000 [1974], pp. 98-99. Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 175. 51

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La descripción resulta fascinante porque, de nuevo, se alude a la enfermedad como una suerte más de ropaje («funda gálica») en relación con la ya comentada imagen de la ropa «raída», «gastada» que resulta ser la marca de distinción de este estrato social. Santos hace también cala en lo que entonces se llamaban «cortesanas enamoradas», forzadas a vivir ya desde 1596 en el Barranco de Lavapiés, pero en realidad desperdigadas en cifras crecientes por toda la ciudad. La novela recoge los efectos de una antigua Recopilación que obligaba a las prostitutas a ir claramente diferenciadas, prohibiéndolas el lucimiento de oro, perlas y seda, pero obligándolas por otra parte a llevar guardainfantes, cuyo uso había sido eliminado del ajuar colectivo por ley de 1639; así, en cierto momento Juanillo y Onofre nos dirigen hacia unas damas que van bien vestidas, pero cuya respetable imagen es todo un espejismo p o rque son «muy desgarradas» y consiguen sus mantos «con tramoyas»52. Se recurre aquí de nuevo al extendido concepto de las falsas apariencias, en donde su cuerpo es un compuesto de olores, sabores y colores de connotaciones enfermizas y rancias, sin la frescura que se asocia con la virtud de la pureza, y en donde la decrepitud cutánea sirve de marca distintiva: la causa de su mayor hermosura, que es el adorno; sin el adorno, ¿cómo amanece? Y tomando un espejo contemplarían la falta que les hace la falta de las galas, el cabello descompuesto y sin el cuidado ordinario, que poco las adorna, mirando el color del rostro pálido y a trechos amarillo, qué ajeno está de la hermosura; los ojos con ojeras y legañas, de haber estado aquellas breves horas cerrados; mirarán los labios cárdenos, el aliento pesado y enfadoso, todo causado de una noche que para descansar se acuestan, y si esto que sirve de descanso desfigura tanto, ¿qué hará una enfermedad?

En estas mujeres que «sólo estudian el ejercicio de desnudar para desnudar a los hombres para vestirse y adornarse», y cuyo caudal, volviendo a imágenes ya comentadas, es «comerse de cáncer sus miembros y consumirse poco a poco», el apetito carnal dará lugar a la transmisión de enfermedades «graves, como la lepra, asma, perlesía, hidropesía», eliminando otros apetitos más elementales para el correcto 52 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 88.

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funcionamiento del cuerpo humano: «el no poder lograr la comida en el estómago con desgana de ella, el frenesí, la lengua pasmada, la gota y otros achaques tan graves y más llenos de penas, desasosiegos, inquietudes y dolores, y que tan sin rienda pequen por tan viles modos!»; por ello, y sin abandonar ideas previamente expuestas, «peores son éstas que la víbora, que, aunque reventar a la madre que la cría, ya es obra de la naturaleza; pero lo que éstas hacen es obra del demonio»53. La queja de Santos se enmarca así en un momento histórico en que el espacio urbano se ve invadido por todo tipo de servicios carnales (ya se ha hecho mención al proxenetismo organizado), hasta el punto de que, como recoge Villalba Pérez en un testimonio de la época, los mismos «padres» y «madres» de estas mancebías (es decir, los intermediarios entre prostíbulo y clientes de rango) se quejarán de que las prostitutas «se salen en cuerpo a la calle y se meten en todas las casas de la vecindad y en las tabernas y bodegones». La cita, que continúa explicando cómo estas escenas provocan «pendencias» y «muertes», interesa también por el hecho de eliminar las fronteras entre lo público y lo privado, entre la seguridad e intimidad del interior y la amenaza del exterior tal y como las propias enfermedades que se propagan a través de estos encuentros54. La epidermis urbana se funde aquí con la de sus propios habitantes en una superficie rugosa, abierta, áspera y enferma. El encuentro carnal amoroso, «the epitome of tactile sensation» según ha escrito Benthien, queda ahora completamente abandonado55. En la misma novela, Santos se detiene en un retrato de la mujer pública que resulta ser un precioso testimonio de lo que, salvando las distancias de la ficción, podía ser el uniforme de la calle. Nuevamente, ropa y ética se unen en un pasaje que, como en otros ya estudiados, combina la orografía de la tela con el capital social del que la porta:

53 Todas las citas provienen de Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, pp. 89-91. Estas mujeres que «desnudan» recuerdan a las «capeadoras», llamadas así por Quiñones de Benavente en las dos partes de su entremés La capeadora, en honor a las mujeres que despojaban a los hombres con ruegos y engaños; igual ocurre en el entremés Don Gaiferos y las busconas de Madrid, del mismo autor. 54 La anécdota la recoge Villalba Pérez, 1997, p. 515. 55 Benthien, 2002, p. 109.

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trae la picarona camisa muy delgada, con el cabezón y puños bien labrados; enaguas de beatilla, con puntas algo grandes porque se vean bien, que es anzuelo para la pesca de estos tiempos; medias de pelo, de un color tan salido como ellas; calcetas de hilo muy delgado, más de un par, porque hagan piernas; zapato muy replicado, él y el zapatero porque lo hiciese pequeño; ligas de colonia ancha con puntas blancas, que faltar en lo que se ha de ver fuera mucho descuido; encima de un jubón de cotonía, uno de rasilla, porque venga con la tela de la cara, que es bien rasa; la cabeza hecha un mayo con cintas de más colores que inventa Venecia, toda ella una flor, pero flor con muchas espinas, más que el espino, junco, zarza y cambronera, frutos que produjo la tierra después que fue maldita […] mira tú todo esto cómo se sustentará con quince reales de salario56.

Resulta igualmente indicativo el consejo de Onofre a Juanillo cuando le recuerda que, si decide casarse, debe considerar que la mujer es una joya […] que se ha de guardar con recato usando de ella con mucho amor, y se ha de manosear sin que falte algo de sospecha lícita dentro de tu pensamiento, pues hay algunas que, aunque las traten bien, se bastardean, perdiendo de su intrínseco valor, y muchas que, tratadas con poca estimación, se aburren y vienen a menos de lo que son; y así, el hombre avisado y cuerdo la ha de tratar con amor y caricia, sin fiarse de ella, como de enemigo que puede ofenderle si quiere57.

Se vale así Santos de imágenes del tacto en una novela en la que no faltan pasajes aún más escabrosos, como por ejemplo cuando Juanillo sufre abusos de niño al ser adoptado por una pareja de adultos: «todo fue horror y confusión para mí; él procuraba acariciarme, y yo toda el ansia tenía era por huir de su vista. Era, en fin, el que ejecutaba la justicia en los miserables que por sus pecados salen a vergüenza pública, sentenciados a pena corporal»58. El manosear a la mujer, o el acariciarme del padrastro pederasta dan cuenta de una narra-

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Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 47. 57 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 21. 58 Francisco Santos, Obras selectas. I. Día y noche de Madrid. Las tarascas de Madrid y Tribunal espantoso, ed. Navarro Pérez, 1976, p. 23.

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ción que no conoce límites a la hora de retratar las miserias de un Madrid en donde el acto de tocar, alejado de la sublime cortesanía de la comedia urbana, se desvirtúa por completo y se despoja de toda su sensualidad. Pero es el mismo Santos quien consigue ir aún más lejos. En La Tarasca de parto, veremos cómo la primera criatura, la Maya, encarna la moda de engalanar a niñas y doncellas en las fiestas de la Cruz de Mayo, sentándolas en una especie de trono mientras su corte solicita dinero de los transeúntes, lo que les sirve para merendar a todas; junto a ella, el Desengaño pintará actividades menos inocentes, y para ilustrar su opinión le hace visitar las Mayas, dando lugar a descripción de escenas chocantes —y poco cultivadas en las letras del período— de prostitución, extorsiones y corrupción de menores: «esta es una mujer que en llegando este mes recibe una criada de más de la que tiene, y en las fiestas de mayo planta su tienda como ves con estas dos llamadoras; hace su feria, adórnase de galas, píntase el rostro, ya enseñadas las discípulas, llevan a la concha de Venus a los peces tontos…». La ciudad se torna en escenario delirante en el que el autor deja volar la imaginación a través de personajes-alegoría en donde se consume todo tipo de placeres en una bacanal de «juego» y «día festivo», de gente «contenta» que recuerda a las mujeres de risa floja que ocupaban la cazuela en el caso de Zabaleta; así lo vemos cuando escribe, a modo de registro, que, al echar por una angosta callejuela vimos otra Maya de poca edad, ya la que ella pedía era mujer: con tanto cuidado ejercía al oficio de pedidora, que no dejaba pasar a ninguno, que poco o mucho, no diese para la Maya. Pregunté al Desengañado qué género de Maya era aquella. Me respondió: «Esta mujer que has visto es maestra de niñas y toda la semana está inquietando a las muchachas, con que a Fulanita ha de poner Maya el primer día de fiesta, y las muchachas, con estas voces, no hacen cosa de provecho, deseando el ser galanas y compuestas, empleando aquellas tiernas memorias en el juego y no en la labor; convida a las de mejor rostro, sin perder día festivo de este mes, y para que veas y oigas el logro que saca, sabrás que de lo que junta, envía contenta a la Maya con un pastel de dos cuartos y ella se queda con lo demás…59»

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Obras Completas, III, pp. 157 y 175 respectivamente.

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Y, no contento con semejantes ejemplos, en la séptima división de su libro El Arca de Noé y Campana de Belilla Santos arremete de nuevo contra la práctica de la prostitución, pero más todavía contra aquellos que la pagan, y en especial contra aquella clientela masculina con dinero o familia que desatiende las responsabilidades domésticas ocupando el día con mujeres solteras o alcahuetas. Pero este «inquietar muchachas» ya resulta muy significativo de las quejas del autor, porque detrás de la queja se esconde una nostalgia por un pasado que poco a poco ha ido despareciendo. A fin de cuentas, ya fue un clásico como Bajtin quien escribió que degradar supone «entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales»60. En cualquier caso, todos estos títulos vienen a indicar que lo que en un principio resulta ser un mal compartido, acaba por ser motivo predilecto en la articulación de las narraciones más originales y provocadoras del momento, no exentas, como hemos visto, de una ya permanente carga de pesimismo y denuncia.

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Bajtin, 1987, p. 25.

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