Escritos De Combate

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JEAN-JACQUES

ROUSSEAU ESCRITOS DE COMBATE Traducción y Notas Salustiano Masó Introducción, Cronología y Bibliografía Georges Benrekassa

JEAN-JACQUES

ROUSSEAU

ESCRITOS DE COMBATE Traducción y Notas Salustiano Masó Introducción, Cronología y Bibliografía Georges Benrekassa

EDICIONES

LA MAQUETA DE LA COLECCION Y EL DISEÑO DE LA CUBIERTA ESTUVIERON A CARGO DE ENRIC SATUE» PARA LA COMPOSICION TIPOGRAFICA SE HAN UTILIZADO TIPOS GARAMONT CUERPO 10 SE ENCUADERNO CON TELA BAVIERA DE CORINTEL, S. A. Y PARA EL INTERIOR SE UTILIZO PAPEL OFFSET EDITORIAL DE 71 GRAMOS DE PAPELERA PENINSULAR LA SOBRECUBIERTA SE HA ESTAMPADO SOBRE PAPEL VERJURADO INGRES DE L. GUARRO CASAS, S. A.

A veces andan en manadas y matan a los negros que atraviesan las selvas. Se abalanzan incluso sobre los elefantes que acuden a pacer a los parajes donde ellos habitan, y los hostigan de tal modo a palos o a puñetazos que los obligan a emprender la huida dando berridos. Nunca ha capturado nadie pongos con vida, porque son tan vigorosos que diez hombres no bastarían para sujetarlos. Pero los negros cogen muchos indivi­ duos jóvenes, tras haber matado a la madre, a cuyo cuerpo se agarra fuertemente el pequeño. Cuando uno de estos animales muere, los otros cubren su cuerpo con un montón de ramas o de hojas. Anade Purchass10* que en las conversaciones que tuvo con Battel. supo por éste que un pongo le raptó a un negrito, el cual se pasó un mes entero en compañía de estos animales. Pues no hacen ningún daño a los hombres que sorprenden, al menos cuando éstos no los miran, como el negrito pudo observar. Battel no describe la segunda especie de monstruo. »Dapperlw confirma que el reino del Congo está lleno de esos animales que en las Indias reciben el nombre de orangutanes, es decir, habitantes de los bosques, y que los africanos llaman Quojas-Morros. Tan semejante al hombre es este animal —dice— que algunos viajeros han sospechado que pudiera haber salido de una mujer y de un mono, quimera ésta que los propios negros rechazan. Uno de estos animales fue llevado desde el Congo a Holanda y presentado al principe de Orange. Federico Enrique10*. Era de la estatura de un niño de tres años y mediana gordura, pero fornido y bien proporcionado; muy ágil y muy vivo; carnosas y robus­ tas las piernas; toda la pane delantera del cuerpo desnuda, pero el dorso cubieno de pelo negro. A primera vista, su rostro se asemeja al de un hombre, pero tenia la nariz chata y remangada; sus orejas eran también las de la especie humana: los pechos, pues era hembra, los tenia redondos y

rollizos; el ombligo, metido hacia dentro; los hombros bien ajustados; las manos con oposición de dedos y pulgares; las pantorrillas y los calones gordos y carnosos. Andaba con frecuencia erguido en dos pies, y era capaz de levantar y acarrear cargas bastante pesadas. Cuando quería beber, cogía con una mano la tapadera del jarro mientras que con la otra lo sostenía por la base. Luego se enjugaba graciosamente los labios. Para dormir se acosta­ ba, la cabeza sobre un almohadón, arropándose con tanta mafia que se le hubiera podido tomar por un hombre en el lecho. Los negros cuentan de este animal cosas insólitas. Aseguran que no sólo viola a las mujeres y a tas ninas, sino que aun se atreve a atacar a hombres armados. En una palabra, hay muchos indicios de que se trate del síriro de los antiguos. MeroUa|0A habla sin duda de estos animales cuando refiere que los negros capturan a veces en sus cacerías a hombres y mujeres salvajes.» También se habla de estas especies de animales antropomorfos en el tercer tomo de la misma Historia de los riajes, con el nombre de Beggos y de Mandriles; pero ateniéndonos a los relatos anteriores, hallamos en la descripción de estos presuntos monstruos semejanzas sorprendentes con la especie humana, y diferencias menores que las que podrfan señalarse entre unos hombres y otros. No vemos en estos pasajes las razones en que se basan los autores para negar a los animales en cuestión la denominación de hombres salvajes, pero es fácil conjeturar que será a causa de su estupidez, y también porque no hablan: Débiles razones para quienes saben que, si bien el órgano de la palabra es natural en el hombre, la palabra misma no le es en cambio connatural, y no ignoran hasta qué punto su perfectibilidad puede haber elevado al hombre civil por encima de su condición originaria. El corto número de líneas en que se nos dan estas descripciones puede inducirnos a juzgar lo mal que han sido observados dichos animales y con qué prejuicios se los ha visto. Por ejemplo, se les califica de monstruos, y no obstante se reconoce que engendran107. En un sitio dice Battel que los pongos matan a los negros que atraviesan las selvas, y en otro añade Purchass que no les hacen ningún daño, ni siquiera cuando los sorpren­ den; al menos en tanto que los negros no se paren a observarlos. Los pon­ gos se reúnen alrededor de las hogueras encendidas por los negros cuando éstos se retiran, y se retiran a su vez cuando el fuego se apaga. Tal es el hecho. Veamos ahora el comentario del observador: Pues a pesar de su mucha habilidad no tienen ti suficiente sentida para alimentarlo echando mis leña. Me gustaría dilucidar cómo Battel o su compilador Purchass pudieron saber que la retirada de los pongos era efecto de su inepcia y no de su voluntad. En un clima como el de Loango, el fuego no es una cosa muy necesaria para los animales, y si los negros lo encienden, no es tanto contra el frío como para ahuyentar a las fieras; con que nada mis natural que después de haberse solazado algún tiempo con las llamas o de haberse calentado bien, los pongos se aburran de permanecer en el mismo sitio y se vayan en busca de su alimento, que les exige mis tiempo que si comieran carne. Se sabe, por otra parte, que la mayoría de los animales, sin exceptuar el hombre, son perezosos por naturaleza, y se resisten a toda clase de actividades que no sean de absoluta necesidad. Y finalmente, parece muy raro que Ios pongos, cuya fuerza y habilidad tanto se ensalza, que saben enterrar a sus muertos y hacerse cobertizos de ramaje, no sepan echar leños al fuego. Recuerdo haber visto a un mono efectuando esa misma operación que a los pangos, no se les quiere conceder. Es cierto que como mis ideas no

andaban entonen por ese rumbo, yo mismo incurrí en la falta que reprocho a nuestras viajeros, y no puse cuidado en examinar si la intención del mono era en efecto alimentar el fuego o simplemente, como creo, imitar el proceder de un hombre. Sea lo que fuere, estí bien demostrado que el mono no es una variedad del hombre, no sólo porque estí privado de la facultad de hablar, sino, sobre todo, porque existe la seguridad de que su especie no posee la de perfeccionarse, que es el carácter específico de la espede humana. Experiencias que no parecen haberse llevado a cabo en el pongo y el orangutin con suficiente esmero pan poder sacar la misma conclusión. Sin embargo, habría un procedimiento mediante el cual, si el orangutin u otros fueran de la especie humana, los observadores mis toscos podrían asegurarse de ello, incluso con demostración: pero ademís de que una sola generación no bastaría para esta experiencia, debe tenérsela por impracticable, porque antes de poder intentar sin riesgos el experimento que debetía certificar el hecho, sería preciso demostrar la certeza de lo que no pasa de ser una suposición. Los juicios precipitados y que no son fruto de una razón lúcida se exponen a caer en lo excesivo. Nuestros viajeros tienen sin mis por anima­ les. con el nombre de pongos, mandriles y orangutanes, a los mismos seres que los antiguos, con el nombre de sátiros, faunos y silvanos, tenían por divinidades. Quizi después de investigaciones mis exactas se descubra101 que son hombres. Entretanto, creo que existen tan buenas razones para atenernos en esto a Merolla, religioso ilustrado, testigo ocular y que con toda su ingenuidad no dejaba de ser un hombre de talento, como al mercader Battel, a Dappcr, Purchass y demis compiladores. ¿Qué juicio hubieran formado semejantes observadores acerca del niño encontrado en 1694. del que ya he hablado anteriormente, que no daba señal alguna de razón, andaba a cuatro pies, no poseía lenguaje al­ guno y emitía sonidos que en nada se parecían a los articulados por un ser humano? Tardó mucho tiempo —prosigue el mismo filósofo que me parti­ cipa este hecho— en ser capaz de pronunciar algunas palabras, y aun esto de una manera birbara. En cuanto supo hablar, le interrogaron acerca de su primer estado, pero no se acordaba de nada, lo mismo que nosotros no nos acordamos de lo que nos sucedió en la cuna. Si por desgracia para él este niño hubiese caído en manos de nuestros viajeros, no cabe duda que tras haber observado su estupidez y su silencio habrían resuelto mandarlo de nuevo a la selva o encerrarlo en una casa de fieras. Luego habrían hablado doctamente del caso en sus bonitas narraciones, describiéndolo como un animal muy extraño bastante parecido al hombre. Desde que hace tres o cuatrocientos aflos los habitantes de Europa invaden las demis partes del mundo y publican sin tregua informes y libros de viajes siempre renovados, estoy convencido de que no conocemos a otros hombres que los propios europeos; y aun a la visa de los prejuicios ridículos que ni siquiera entre la gente de letras se han extinguido, no parece sino que cada cual, bajo el pomposo título de estudio del hombre, apenas si hace 'otio que el de los hombres de su país. Por mis que vayan y vengan los individuos, diríase que la filosofía no viaja en absoluto, de ahí que la de cada pueblo sea poco adecuada para cualquier otro. La causa de esto es evidente, al menos en cuanto a tierras lejanas se refiere. Apenas hay mis de cuatro clases de hombres que emprendan viajes largos por el mundo: los marinos, los mercaderes, los soldados y los misioneros. Ahora

bien, difícilmente podemos esperar que entre los de las tres primeras clases ie den buenos observadores, y respecto a los de la cuarta, entregados a la sublime vocación que los requiere, y aun cuando no estuvieran sujetos a los prejuicios propios de su condición como todos los demás, hemos de creer que no se dedicarían con gusto a unas investigaciones que parecen de pura curiosidad y que los apartarían de las tareas más importantes a que se les destina. Por otra pane, para predicar con fruto el Evangelio basta con poseer celo y Dios da lo demás, pero para cstudhr a los hombres hay que tener facultades que Dios no se compromete a dar a nadie y que no siempre son patrimonio de los santos. No abrimos un libro de viajes en el que no encontremos descripciones de caracteres y costumbres; pero nos quedamos atónitos cuando vemos que esa gente que tantas cosas describe no dice sino lo que todo el mundo sabia ya, no ha sido capaz de percibir en el otro cabo del mundo más de lo que cualquiera de ellos hubiera podido observar sin salir de su calle, mientras que los rasgos verdaderos que distinguen a las naciones y que impresionan a los ojos que saben ver han escapado casi siempre a los suyos. De ahi procede esc bonito proverbio, tan sobado por la turba filosofesca (5). según el cual ios hombres son en todas panes los mismos, y como tienen por doquiera las mismas pasiones y los mismos vicios, es hano inútil tratar de caracterizar a los distintos pueblos; lo cual encierra más o menos tanta lógica como si dijéramos que no es posible distinguir a Pedro de Juan porque ambos tienen nariz, ojos y boca. ¿No veremos renacer jamás aquellos tiempos dichosos en que los pueblos no se metían a filosofar, y tan sólo los Platón, los Tales y los Pitágoras, animados por un ardiente deseo de saber, emprendían los más dilatados viajes únicamente para instruirse, e iban a tierras lejanas para sacudirse el yugo de los prejuicios nacionales, aprender a conocer a los hombres por sus similitudes y por sus diferencias y adquirir esos conoci­ mientos universales que no son exclusivamente de un siglo ni de un país, sino que. por ser de todos los tiempos y de todos los lugares, constituyen, por así decirlo, la ciencia común de los sabios? Se admira la magnificencia de algunos curiosos que han hecho o mandado hacer costosísimos viajes a Oriente con sabios y pintores, a fin de dibujar ruinas y descifrar o copiar inscripciones. Pero no acieno a concebir cómo es posible que en un siglo que se precia de tan espléndidos conoci­ mientos no se encuentren dos hombres bien compenetrados, ricos, uno en dinero y otro en genio, amantes ambos de la gloria y con deseo de inmor­ talidad. dispuestos a sacrificar veinte mil escudos de su hacienda el primero y diez aflos de su vida el segundo en aras de un viaje célebre alrededor del planeta, para estudiar, no siempre piedras y plantas, sino los hombres y las costumbres al fin y que, después de tantos siglos dedicados a medir y considerar la casa, tengan al cabo la ocurrencia de querer conocer a sus moradores. Los académicos que han recorrido las regiones septentrionales de Europa y las meridionales de América tenían por objeto visitarlas como geómetras más que como filósofos. Sin embargo, puesto que eran a un tiempo lo uno y lo otro, no pueden considerarse totalmente desconocidas las regiones vistas y descritas por los La Condaraine,#l) y los Maupenuis110. El joyero Chardin11', que ha viajado como Platón, no ha dejado nada por decir sobre Persia. China parece haber sido bien observada por los jesuí­ tas'12. KcmpferO* da una idea aceptable de lo poco que ha visto en el

Japón. Fuera de estos relatos, no conocemos en absoluto los pueblos de las Indias orientales, frecuentados únicamente por europeos mis atentos a llenar la bolsa que la cabeza. Africa entera y sus numerosos habitantes, tan singulares por su carícter como por su color, estin todavía por examinar. Toda la tierra esti llena de naciones de las que sólo conocemos los nombres, ¡y nos metemos a opinar sobre el género humano! Supongamos que un Montesquieu. un Buffon. un Diderot. un Duelos, un D'Alembeit, un Condillac u otros hombres de ese temple viajaran con el fin de instruir a sus compatriotas, observando y describiendo como ellos saben hacerlo, y reco­ rrieran Turquía, Egipto, Berbería, el imperio de Marruecos. Guinea, la tierra de los cafres, el interior de Africa y sus costas orientales, el Malabar, Mongolia. las riberas del Ganges, los reinos de Siam, de Pegu y de Ava, China. Tartaria y, sobre todo, el Japón; a continuación, en el otro hemisfe­ rio, Méjico. Perú, Chile, las Tierras de Magallanes, sin olvidar los patagones verdaderos o falsos"'4, el Tucumin, el Paraguay a ser posible, el Brasil, y finalmente las islas del Caribe, Florida y todos los territorios salvajes, viaje éste el mis importante de todos y el que habría que efectuar con mis cuidado; supongamos que estos nuevos Hércules, de regreso de estas expe­ diciones memorables, hiciesen con tiempo y tranquilidad la historia natu­ ral. moral y política de lo que hubiesen visco, vertamos entonces surgir de su pluma un mundo nuevo, y aprenderíamos así a conocer el nuestro. Digo que cuando unos observadores como estos afirmen que tal animal es un hombre, y que ocro es efeccivamence un bruco, habri que creerlo; pero sería una gran simpleza remitirse sobre ese particular a viajeros incultos, respecto a los cuales se siente uno a veces tentado a plantear el mismo problema que ellos se meten a resolver con respecto a otros animales. (XI) Esto me parece de una evidencia absoluta, y no concibo de dónde pueden hacer derivar nuestros filósofos todas las pasiones que atribu­ yen al hombre natural. Con excepción de los puros njenesteres físicos, que la propia naturaleza reclama, todas nuestras demis necesidades no son tales mis que por la costumbre, antes de la cual no eran necesidades en modo alguno, o por nuestros deseos, y no se desea lo que no se esti en condicio­ nes de conocer. De donde se infiere que no deseando el hombre salvaje mis que las cosas que conoce y no conociendo mis que aquellas cuya posesión esti en su mano o son ficiles de adquirir, no debe haber nada tan tranquilo como su alma ni tan limitado como su espíritu. (XII) En el Gobierno civii, de Locke1", encuentro una objeción que me parece demasiado especiosa para que me sea lícito disimularla. «Puesto que el fin de la sociedad entre el macho y la hembra, dicc este filósofo, no consiste simplemente en procrear, sino en continuar la especie, esta sociedad debe durar, incluso después de la procreación, por lo menos el tiempo necesario para la crianza y la conservación de la prole, es decir, hasta que los hijos son capaces de proveer por sí mismos a sus necesidades. Vemos que las criaturas inferiores al hombre observan constantemente y con exactitud esta regla que la infinita sabiduría del Creador ha impuesto sobre las obras de sus manos. En aquellos animales que se alimentan de hierba, la sociedad entre el macho y la hembra no dura mis tiempo que el de cada acto de apareamiento, porque como las mamas de la madre son suficientes para alimentar a los pequeñuelos hasta que éstos son capaces de pacer la hierba, el macho se contenta con engendrar y después ya no vuelve a ocuparse de la hembra ni de las crías, a cuya subsistencia en nada puede

contribuir. Pero entre los animales carnívoros la sociedad dura mis tiempo, debido a que como la madre no puede atender bien a su subsistencia propia y alimentar al mismo tiempo a sus crías con su presa sólo, que es una forma de alimentarse mis laboriosa y también mis peligrosa que la de comer hierba, es absolutamente necesario el concurso del macho para el sostenimiento de su común familia, si es que cabe usar este término; la cual hasta que se halla en condiciones de ir a buscar alguna presa por si misma no podría subsistir si no fuera por los cuidados del macho y de la hembra. Esto mismo observamos en todas las aves, si se exceptúan algunas aves do­ mésticas que se encuentran en lugares donde la continua abundancia de ali­ mento exime al macho del cuidado de dar de comer a los polluelos. Vemos que mientras los pollos tienen necesidad de alimento en su nido, el ma­ cho y la hembra se lo llevan puntualmente hasta que estas avecillas pueden volar y proveer a su subsistencia. »Y en esto, a juicio mío, consiste la principal si no la única razón de que el varón y la hembra en el género humano estén obligados a una sociedad mis larga que la que mantienen las demás criaturas. Esta razón es que la mujer es capaz de concebir y por lo común queda de nuevo embarazada y da a luz otro hijo mucho ames de que el precedente se halle en condiciones de prescindir del auxilio de sus padres y pueda proveer por sf mismo a sus necesidades. Así, estando obligado un padre a cuidar de los hijos que ha engendrado y a asumir ese cuidado durante mucho tiempo, también se halla en la obligación de continuar viviendo en la sociedad conyugal con la misma mujer con quien los ha tenido, y de permanecer en esta sociedad mucho mis tiempo que las demis criaturas, entre las cuales, como los hijos pueden subsistir por sí mismos ames de llegada la hora de una nueva procreación, el vínculo del macho y la hembra se rompe por sí solo y uno y otro se encuentran en plena libertad hasta que la época de celo que suele incitar a los animales a aparearse les obliga a escoger nuevas parejas. Y en esto nunca admiraremos bastante la sabiduría del Creador, que habiendo dado al hombre unas cualidades propias para proveer al futuro tanto como al presente, quiso e hizo de suerte que la sociedad del hombre durara mucho mis tiempo que la del macho y la hembra entre las demis criaturas; a fin de que con ello la industria del hombre y de la mujer se viese mis estimulada, y sus intereses mejor unidos, con miras a hacer provisión para sus hijos y dejarles alguna hacienda, por lo que nada puede ser mis perjudicial para los hijos que una unión incierta y vaga o una disolución fácil y frecuente de la sociedad conyugal.» El mismo amor a la verdad que me mueve a exponer sinceramente esta objeción me incita a acompañarla de algunas observaciones, si no para resolverla, al menos para aclararla. a) Primeramente haré notar que las pruebas morales no tienen mucha fuerza en materia de física y que mis que para dar razón de los hechos existentes sirven para certificar la existencia real de estos hechos. Pero como hemos visto, tal es el género de prueba que emplea Loclce en el pasaje que acabo de transcribir; pues aunque pueda resultar ventajoso para la espe­ cie humana que la unión del hombre y de la mujer sea permanente, no se infiere que 'esto lo haya establecido así la naturaleza, porque entonces habría que decir que ha instituido también la sociedad civil, las artes, el comercio y todo cuanto se pretende que es útil para los hombres. b) Ignoro de dónde habri sacado Locke que entre los animales

carnívoros la sociedad del macho y de la hembra dura mis que entre los que viven de hierba y que uno ayuda al ocro a alimentar a las citas. Pues no vemos que el perro, el gato, el oso ni el lobo reconozcan a su hembra mejor que el caballo, el camero, el toro, el ciervo oi todos los demis cuadrúpedos reconocen a la suya. Parece, al contrario, que si la hembra necesitara el concurso del macho para conservar a sus crfas. esto setfa, sobre todo, en las especies que se sustentan s6io de hierba, porque la madre precisa mucho mis tiempo para pacer, y durante todo este intervalo se ve obligada a descuidar a su prole, mientras que una osa o una loba devora su presa en un instante, y así le queda mis tiempo para, sin padecer hambre, dar de mamar a sus crías. Este razonamiento viene a confirmarlo una observación sobre el número relativo de mamas y de crías que distingue a las especies carnívoras de las frugívoras, a la cual ya me he referido en la nota V1U. Si esta observación es justa y general, puesto que la mujer no posee mis que dos mamas y raras veces da a luz mis de un hijo en cada parto, te* nemos aquí una poderosa razón mis para dudar de que la especie huma­ na sea carnívora por naturaleza, de modo que para poder sacar la con­ clusión de Loclce, todo parece indicar que habrfa que volver del revés su razonamiento. No hay mayor consistencia en la aplicación de esa misma distinción a las aves. Pues ¿quite podrí persuadirse de que la unión del macho y de la hembra sea mis duradera entre los buitres y los cuervos que entre las tórtolas? Tenemos dos especies de aves domésticas, el pato y la paloma, que nos ofrecen ejemplos directamente contrarios al sistema de este autor. En el caso de la paloma, que vive sólo de granos, el macho perma­ nece unido a su hembra y crían a sus pichones en común. El pato, cuya voracidad ei bien notoria, no reconoce ni a su hembra ni a sus crias y no ayuda en nada a su subsistencia. Y entre las gallinas, especie no menos carnívora, no vemos que el gallo se tome el menor trabajo por los polluclos. Y si en otras especies el macho comparte con la hembra el cuidado de alimentar a la pollada, es porque las aves, que al principio no pueden volar y no gozan de la ventaja del amamantamiento, se hallan mucho menos en condiciones de prescindir del concurso del padre que los cuadrúpedos, a los que basta la teta de la madre, al menos durante algún tiempo. c) Hay mucha ¡ncertidumbre en cuanto al hecho principal que sirve de base a todo el razonamiento de Locke. Pues para saber si, como ti pretende, en el estado puro de naturaleza la mujer se queda de nuevo embarazada y tiene otro hijo mucho antes de que el anterior pueda atender por sí mismo a sus necesidades, harían falta experimentos que, sin duda alguna. Loclce no había hecho y que nadie estí en condiciones de hacer. La cohabitación continua del marido y la mujer es una circunstancia tan propicia para exponerse a un nuevo embarazo que resulta sumamente difícil creer que el encuentro fortuito o el solo impulso del temperamento produz­ ca unos efectos tan frecuentes en el puro estado de naturaleza como en el de la sociedad conyugal; lenticud que tal vez contribuyese a que los hijos fueran mis robustos y que ademís podría ser compensada por la prolonga­ ción de la facultad de concebir hasta una edad mis avanzada en las mujeres que menos hubieran abusado de ella en su juventud. Con respecto a los hijos, hay sobradas razones para creer que sus fuerzas y sus órganos se desarrollan mis tarde entre nosotros que en el estado primitivo de que hablo. La debilidad original que heredan de la constitución de los padres, el afín que se pone en envolver y obstaculizar todos sus miembros, la

molicie en que se les cita, tal vez el empleo de otra leche distinta a la de la madre, todo contraria y retrasa en ellos los primeros progresos de la naturaleza. La aplicación que se les obliga a poner en mil cosas sobre las que se (¡ja continuamente su atención mientras que no se da ningún ejercicio a sus fuerzas corporales puede retardar también considerablemente su desarrollo, de modo que si en vez de sobrecargar y fatigar de mil maneras su mente en esa primera edad se les permitiera ejercitar el cuerpo en los continuos movimientos que la naturaleza parece exigirle, es de creer que estallan mucho antes en disposición de andar, de actuar y de atender por sf solos a sus necesidades. di Por último, Locke prueba, cuando mis, que podría existir en el hombre un motivo para permanecer unido a la mujer cuando ésta tiene un hijo; pero no prueba en modo alguno que tenga que estar ligado a ella antes del parto y durante los nueve meses del embarazo. Si una mujer dada le es indiferente al hombre durante esos nueve meses, si llega incluso a serle desconocida, ¿por qué va a acudir en su auxilio después del paño? ¿Por qué va a ayudarla a criar un hijo que no sabe siquiera si es suyo y cuyo nacimiento él no ha resuelto ni previsto? Locke da, evidentemente, por supuesto lo que se halla en cuestión, pues no se trata de saber por qué el hombre ha de permanecer unido a la mujer después del parto, sino por qué ha de ligarse a ella después de la concepción. Satisfecho el apetito, el hombre no tiene ya necesidad de tal mujer, ni la mujer de tal hombre. Este no se preocupa lo mis mínimo de las consecuencias de su acción, de las que tal vez no tiene siquiera la menor idea. Uno se va por un lado y otro por otro, y no parece verosímil que al cabo de nueve meses se acuerden de haberse conocido, ya que la clase de memoria merced a la cual un indivi­ duo da preferencia a otro para el acto de la generación exige, como demuestro en el texto, mis progreso o mis corrupción en el entendimiento humano del que puede suponérsele en el estado de animalidad de que aquí se trata. Otra mujer puede, por consiguiente, satisfacer los nuevos deseos del hombre tan cómodamente como la que ya ha conocido, y otro hombre satisfacer igualmente a la mujer, suponiendo que sienta el mismo apetito durante el embarazo, de lo que razonablemente cabe dudar. Y si en el estado de naturaleza la mujer no experimenta pasión amorosa después de la concepción del hijo, el impedimento para la sociedad con el varón se hace aún mucho mis grande, puesto que entonces ya no tiene necesidad ni del hombre que la ha fecundado ni de ningún otro. No hay, pues, en el hombre ninguna razón para volver a buscar a la misma mujer, ni en la mujer para buscar al mismo hombre. El razonamiento de Locke se viene abajo y toda la dialéctica de este filósofo no ha podido librarle del error en que Hobbes y otros incurrieron. Tenían que explicar un hecho del estado de naturaleza, es decir, de un estado en que los hombres vivían aislados y en el cual ningún hombre determinado tenía motivo alguno para permane­ cer al lado de otro cualquiera, ni quizí los hombres para estar unos al lado de otros, que todavía es mucho peor, y no pensaron en trasladarse mis alli de los siglos de sociedad, es decir, de unos tiempos en que los hombres tienen siempre una razón para permanecer cerca unos de otros y en que tal hombre particular tiene, frecuentemente, una razón para permanecer al lado de tal hombre o de tal mujer panicular. (XIII) Me guardaré bien de enfrascarme en las reflexiones filosófi­ cas que habría que hacer sobre las ventajas y los inconvenientes de esta

institución de las lenguas. No soy yo persona autorizada para impugnar los errores vulgares, y la clase ilustrada respeta demasiado sus prejuicios para soportar con paciencia mis presuntas paradojas. Dejemos, pues, que hablen aquellos a quienes no se reprocha como un crimen haber osado tomar a veces el partido de la razón contra la opinión de la multitud. Nec quidquam filicitali humani generis decederet, si, pulsé tot linguarum peste et confusione, utiam artem calieren! mortales, et signis, motibus, gtstibusque licitum foret quidvis explicare. Nunc vero ita comparatum est, ut animalium quoe vulgo bruta creduntur, melior longe quim nostra hic in parte videatur conditio, ut pote quoe promptiis et forsan /elidís, sensus et cogitationes suas sine interprete significent, quim ulti queant mortales, praesertim ti peregrino utantur sermone. Is. Vossius, De Poemat. Cant. et Viribus Rythmi, pig. 66. («En nada se amenguaría la felicidad del género humano si, desechando la funesta y confusa multiplicidad de las lenguas, esforziranse los mortales por sobresalir en un arte uniforme y único, con el cual tendrían la facultad de explicarse acerca de todas las cosas por medio de signos, de movimientos y de gestos. En la situación actual, la condición de los anima­ les que el vulgo califica de brutos parece con mucho preferible a la nuestra en este aspecto: Pues ¿no dan a conocer mis rápida y acaso mis fielmente sus sentimientos y sus pensamientos, sin necesidad de ningún intérprete, superiores en esto a los hombres, sobre todo cuando éstos tienen que entenderse en una lengua extranjera?» (Isaac Vossius, De Poematum cantu et viribus rythmi, Oxford, 1673, pp. 65-66.) Donde Rousseau transcribe motibus, el texto original dice nutibus. El ensayo de Vossius, que atribuye al ritmo y la pantomima una importancia primordial, anuncia las ideas que Rousseau expresari en el Emilio, en el Ensayo Jotre et origen de ¡tu lenguas, y en el Diccionario de la mítica. N. dei T.) (XIV) Cuando muestra Platón hasta qué punto las ideas de la cantidad discreta11* y de sus relaciones son necesarias aun en las artes mis nimias, se burla con razón de los autores de su tiempo que pretendían que Palamcdes,,, había inventado los números en el sitio de Troya, como si —dice este filósofo— Agamenón hubiera podido ignorar hasta entonces cuintas piernas tenía"*. Parece imposible, en efecto, que la sociedad y las artes hubiesen llegado al punto en que ya se encontraban en la época del si­ tio de Troya sin que los hombres hicieran uso de los números y del cílculo. Pero la necesidad de conocer los números antes de adquirir otros conocimientos no hace mis ficil de imaginar la invención de los mismos; una vez conocidos los nombres de los números, es ficil explicar su sentido y promover las ideas que tales nombres representan; pero para inventarlos fue pteciso, antes de concebir esas ideas, haberse familiarizado, por decirlo así, con las meditaciones filosóficas, haberse ejercitado en considerar a los seres en su sola esencia e independientemente de cualquier otra percepción, abstracción muy dificultosa, muy metafísica, muy poco natural y sin la cual empero dichas ideas no hubieran podido nunca trasponerse de una especie o de un género a otro, ni hacerse los números universales. Un salvaje podía considerar separadamente su pierna derecha y su pierna izquierda, o con­ templarlas juntas bajo la idea indivisible de un par, sin pensar nunca que tenía dos; pues una cosa es la idea representativa que nos pinta un objeto y otra la idea numérica que lo determina. Menos aún era capaz de contar hasta cinco, y aunque aplicando sus manos una sobre otra pudiera observar que los dedos se correspondían exactamente, se hallaba muy lejos de pensar

en su igualdad numérica. No sabia mejor la cuenta de sus dedos que la de sus cabellos, y si. tras haberle hecho comprender lo que son los números, alguien le hubiera dicho que cenia igual cantidad de dedos en los pies que en las manos, posiblemente se habría sorprendido mucho al compararlos y comprobar que era cierto. (XV) No hay que confundir el amor propio con el amor de si mismo, dos pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de st mismo es un sentimiento natural que mueve a todo animal a velar por su propia conservación, y que en el hombre, guiado por la razón y modificado por la piedad, determina la humanidad y la vinud. El amor r^opio no es mis que un sentimiento relativo, facticio y originado en la sociedad, que mueve a cada individuo a hacer mis caso de Si que de cualquier otro, que inspira a los hombres todos los males que mutuamente se infieren y que es el verdadero principio del honor. Bien sentado esto, puedo afirmar que en nuestro estado primitivo, en el verdadero estado de naturaleza, el amor propio no existe. Pues consideríndóse cada hombre en particular único espectador que le observa, único ser que se interesa por 61 en el universo y único juez de sus propios méritos, no es posible que un sentimiento basado en comparaciones que no esti en su mano efectuar pueda germinar en su alma. Por la misma razón este hombre no abrigari odio ni deseo de venganza, pasiones que sólo pueden surgir del sentimiento de haber sufrido alguna ofensa. Y como quiera que es el desprecio o la intención de hacer dafto, y no el daAo en si. lo que constituye la ofensa, unos hombres que no saben ni valorarse ni compararse pueden hacerse muchas violencias, siempre que obtengan de ello algún provecho, sin ofenderse nunca reciprocamente. En una palabra, viendo cada hombre a sus semejantes poco menos que como a animales de otra especie, puede arrebatar la presa al mis débil o ceder la suya al mis fuerte sin considerar estas rapiñas mis que como hechos naturales, sin la menor moción de insolencia o de despecho y sin otra pasión que el dolor o la alegiia de un lance afortunado o adverso. (XVI) Es cosa muy notable que al cabo de tantos años como llevan los europeos afaníndosc por inducir a los salvajes de las diversas regiones del mundo a que adopten su forma de vivir no hayan conseguido aún ganarse a uno solo, ni tan siquiera con la ayuda del cristianismo; pues nuestros misioneros los convierten a veces en cristianos, pero jamis en hombres civilizados. Nada es capaz de superar la invencible repugnancia que les impide adoptar nuestras costumbres y vivir a nuestra manera. Si estos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende, ¿por qué inconcebible perversión del juicio se niegan constantemente a civilizarse a imitación nuestra o a aprender a vivir dichosos entre nosotros, mientras que en cambio leemos untas referencias de franceses y otros europeos que se han refugiado voluntariamente entre esos pueblos y han pasado con ellos la vida entera, sin poder ya abandonar una forma u n extraña de vivir, y vemos incluso a misioneros sensatos añorar enternecidos los dias apacibles e inocentes que pasaron entre esas razas tan despreciadas? Si se contesta que no tienen suficientes luces para discernir con buen juicio entre su condición y la nuestra, replicaré que la estimación de la felicidad no es asunto de la razón tanto como del sentimiento. Ademis dicha contestación puede vol­ verse con mayor fuerza aún contra nosotros; pues hay mis distancia de nuestras ideas a la disposición de inimo en que habría que encontrarse para

concebir el gusto que hallan los salvajes en su manera de vivir que de las ideas de los salvajes a las que podrían hacerles concebir la nuestra. En efecto, después de algunas observaciones les es (Scil advertir que todos nuestros trabajos van encaminados a dos únicos objetos, a saber: Las como­ didades de la vida para uno mismo y la consideración entre los demis. Pero ¿cómo vamos nosotros a imaginar la clase de placer que experimenta un salvaje con pasarse la vida a solas en medio de los bosques, o pescando, o soplando en una mala flauta, sin arrancarle nunca un solo tono ni preocuparse de aprender? En mis de una ocasión se han llevado salvajes a París, a Londres y a otras ciudades; sin pérdida de tiempo, se ha desplegado a su vista nues­ tro lujo, nuestras riquezas y todas nuestras artes mis útiles y curiosas; jamis todo esto ha suscitado en ellos otra cosa que una admiración estúpi­ da, sin la menor muestra de codicia. Recuerdo entre otras la historia de un jefe de ciertos indios americanos del norte a quien llevaron a la corte de Inglaterra hace unos treinta altos. Hicieron desfilar mil cosas ante sus ojos, con inimo de regalarle algo que le gustara, sin hallar nada que pareciese interesarle. Nuestras armas las encontraba pesadas e incómodas, nuestros zapatos le llagaban los pies, nuestras ropas le molestaban, todo lo rechazaba; por último observaron que parecía darle gusto envolverse los hombros con una manta de lana que tenía en sus manos. Al menos reconoceréis la utilidad de esto, le dijeron enseguida. Sí, respondió él, me parece casi tan bueno como una piel de animal. Y puede que ni siquiera eso hubiera dicho de haber llevado una y otra bajo la lluvia. Quizi se me diga que la costumbre, que hace a cada cual tomar apego a su manera de vivir, impide a los salvajes apreciar lo que de bueno hay en la nuestra. Y según esa razón, debe de parecer, al menos, harto extraordinario que la costumbre tenga mis fuerza para mantener a los salvajes en el gusto de su miseria que a los europeos en el disfrute de su felicidad. Mas para dar a esta última objeción una respuesta a la que no pueda replicarse una palabra (sin alegar todos esos salvajes jóvenes que nos hemos esforzado en vano por civilizar; y sin hablar tampoco de los groen­ landeses y de los habitantes de Islandia que se ha intentado criar y educar en Dinamarca y han acabado por perecer todos ellos a causa de la tristeza y la desesperación, ya de pura pena y decaimiento, ya ahogados en el mar al que se hablan arrojado con inimo de regresar a su país a nado)119, me contentaré con citar un solo ejemplo fundado en sólidos testimonios y que propongo a la consideración de los admiradores de la civilización europea. «Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabo de Buena Esperanza jamis fueron capaces de convertir a un solo hotentote120. Van der Stel, gobernador de El Cabo, que había tomado a uno a su cargo desde la infancia, lo mandó educar en los principios de la religión cristiana y en la prictica de los usos europeos. Lo vistieron ricamente, le hicieron aprender varios idiomas y sus progresos respondieron muy bien a las providencias tomadas para su educación. El gobernador, que esperaba mucho de su inteligencia, lo envió a las Indias con un comisario general que lo empleó útilmente en los negocios de la Compaflía. Volvió a El Cabo a raíz de la muerte del comisario y pocos días después de su regreso, durante una visita que hizo a algunos hotentotes parientes suyos, tomó la decisión de despo­ jarse de su atavío europeo para vestirse con una piel de oveja. Y así, con esta nueva vestimenta, se presentó en el fuerte, cargado con un fardo que

contenía sus antiguos ropajes y que entregó al gobernador con las siguientes palabras (víase el frontispicio): " Tened la bondad, señor, de reparar en que renuncio para siempre a esta indumentaria. Renuncio también para toda mi vida a la religión cristiana; mi resolución es la de vivir y morir en la religión, las maneras y los usos de mis antepasados. La única gracia que os pido es que me dejéis el collar y el machete que llevo. Los conservaré como recuerdo vuestro." Inmediatamente, sin esperar la contestación de Van der Stel, tomó las de Villadiego y nunca mis se le volvió a ver por El Cabo.» Histoire des voyages, tomo 5. pág. 17). (XVII) Se me podfia objetar que, en medio de semejante desorden, los hombres, en vez de matarse a porfía unos a otros, se habrían dispersado, de no haber existido limites para su dispersión. Pero, primeramente, esos limites hubieran sido cuando menos los del mundo, y si pensamos en el exceso de población resultante del estado de naturaleza, comprenderemos que la tierra en ese estado no habifa tardado en verse saturada de hombres, obligados de esta suene a permanecer juntos. Además, se habrían dispersa­ do si el mal hubiera sido rápido y se hubiese tratado de un cambio sobrevenido de la noche a la mañana; pero nacían bajo el yugo; estaban ya acostumbrados a llevarlo cuando sentian su peso, y se contentaban con esperar la ocasión de sacudírselo. Y finalmente, una vez habituados a mil comodidades que les obligaban a la convivencia, la dispersión no era ya tan fácil como en los primeros tiempos, cuando nadie tenia necesidad más que de si mismo y, por lo tanto, cada cual hacía lo que le venia en gana sin aguardar el consentimiento de otro. (XVIII) Contaba el mariscal de V...121 que durante una de sus campanas, cieno proveedor de víveres hizo padecer y murmurar al ejército con sus excesivas bribonadas. El mariscal le reprendió severamente y le amenazó con mandarlo ahorcar. Esa amenaza no reza conmigo, le contestó descaradamente el bribón, y me cabe la gran satisfacción de deciros que no se ahorca a un hombre que dispone de cien mil escudos. No sé cómo fue ni cómo no, anadia ingenuamente el mariscal, pero, en efecto, no lo ahorca­ ron, aunque mereció la horca cien veces. (XIX) La justicia distributiva se opondría a esta igualdad rigurosa del estado de naturaleza, aun cuando fuese practicable en el seno de la sociedad civil. Y como todos los miembros del Estado le deben servicios proporcionados a sus fuerzas y facultades, los ciudadanos deben ser distin­ guidos y favorecidos a su vez en proporción a los servicios prestados. En este sentido es como hay que entender un pasaje de Isócrates en el que elogia a los primeros atenienses por haber sabido distinguir cuál era la más ventajosa de entre las dos clases de igualdad; La que consiste en hacer panicipar de las mismas ventajas indiferentemente a todos los ciudadanos, y la otra que estriba en distribuirlas conforme al mérito de cada cual121. Aquellos hábiles políticos, aftade el orador, proscribiendo esa injusta igualdad que no establece ninguna diferencia entre los malvados y las personas honradas, se adhirieron inquebrantablemente a la que recompensa y castiga a cada cual según sus méritos. Pero, en primer lugar, no ha existido nunca una socie­ dad, cualquiera que sea el grado de corrupción a que hayan podido llegar, en la que no se estableciese alguna diferencia entre los malvados y las gentes de bien. Y en materia de costumbres, como la ley no puede fijar medida bastante exacta que sirva de regla al magistrado, y a fin de no dejar la suene o el rango de los ciudadanos a su discreción, procede con la

máxima prudencia, prohibiéndole el juicio de las personas y dejándole únicamente el de las acciones. Sólo unas costumbres tan puras como las de los antiguos romanos pueden soportar censores, y unos tribunales semejan­ tes pronto lo habrían trastornado todo entre nosotros. A la estimación pública corresponde establecer la diferencia entre los malvados y las perso­ nas decentes; el magistrado no es juez mis que del estricto derecho; pero el pueblo es el verdadero juez de las costumbres; juez integro y hasta docto sobre este punto, al que a veces se engafla, pero al que no se corrompe jamás. Las categorías de los ciudadanos deben por tanto determinarse, no con arreglo a su mérito personal, lo cual dejaría al magistrado la posibilidad de una aplicación casi arbitraría de la ley, sino conforme a los servicios auténticos que prestan al Estado, susceptibles de una estimación mis exacta.

Y erro si he tomado la pluma en esta ocasión sin necesidad. No puede resultarme ventajoso ni agradable im­ pugnar al señor D’Alembert1. Le estimo como persona, ad­ miro su talento, aprecio sus obras, soy sensible al bien que ha dicho de mi país: Honrado personalmente por sus elo­ gios, una justa y honesta reciprocidad me obliga a toda suene de consideraciones hacia él; pero las consideraciones no prevalecen sobre los deberes más que en aquellos para quienes la moral sólo consiste en apariencias. Justicia y ver­ dad, he ahí los primeros deberes del hombre. Humanidad, patria: Tales han de ser sus primordiales afectos. Siempre que miramientos particulares le hacen cambiar este orden, incurre en falta. ¿Puedo yo errar al hacer lo que debo? Para responderme es preciso tener una patria que servir, y más amor a los propios deberes que temor a desagradar a los hombres. Como todo el mundo no tiene a mano la Enciclope­ dia, voy a transcribir aquí, del artículo Ginebra, el pasaje que me ha movido a tomar la pluma. Habría debido apar­ tarla de mi mano si yo aspirara al honor de escribir bien; pero es otro el honor que me atrevo a recabar, en el que no temo competencia de nadie. Al leer este pasaje aislado, más de un lector se sorprenderá del celo que ha podido dictarlo: Leyéndole en el contexto de su articulo, se verá que la come­ dia que no hay en Ginebra, y que podría haber, detenta la octava parte del espacio que ocupan las cosas que hay en esta ciudad. «En Ginebra no se tolera la comedia. No porque se desaprueben los espectáculos en sí, sino porque se teme, dicen, la afición al atavío, la disipación y el libertinaje que las compañías de comedias difunden entre la juventud. Pero ¿no sería posible remediar este inconveniente mediante leyes severas y bien aplicadas sobre el comportamiento de los

cómicos? Por este medio, Ginebra tendría espectáculos y buenas costumbres, y disfrutaría de las ventajas de unos y de otras; las representaciones teatrales formarían el gusto de los ciudadanos y les conferirían una discreción, una delicadeza de sentimiento que es muy difícil adquirir sin su ayuda; se beneficiaría con ello la literatura sin que se propagara el libertinaje, y Ginebra reuniría la prudencia de Lacedemonia a la cortesanía de Atenas. Otra consideración, digna de una República tan prudente y tan ilustrada, debiera quizá indu­ cirla a permitir los espectáculos. El prejuicio infundado con­ tra la profesión de comediante2, la especie de vilipendio en que hemos puesto a estos hombres tan necesarios para el sostén y el adelanto de las artes es, sin duda, una de las causas principales que contribuyen a la disolución que les reprochamos: Procuran resarcirse mediante los placeres de la estima que su condición no les permite obtener. Entre nos­ otros, un comediante de buenas costumbres es doblemente respetable; pero apenas si se le agradece y recompensa. El exactor (1) que ofende a la indigencia pública y que se ali­ menta de ella, el cortesano que se arrastra y que no paga sus deudas: Esa es la clase de hombres a quienes más honramos. Si los cómicos fuesen no sólo tolerados en Ginebra, sino contenidos primero mediante reglamentos acertados, prote­ gidos luego y hasta considerados en cuanto se hiciesen dig­ nos de estima, y absolutamente situados, por último, al mismo nivel que los demás ciudadanos, pronto tendría esta ciudad la ventaja de poseer lo que se cree tan raro y no lo es más que por culpa nuestra: Una compañía de cómicos esti­ mables. Añadamos que esta compañía pronto sería la mejor de Europa; algunas personas, llenas de gusto y de disposi­ ciones para el teatro, y que temen desprestigiarse entre nosotrbs dedicándose a él, acudirían a Ginebra para cultivar no sólo sin bochorno, sino aun con estima, un talento tan grato y tan poco común. La estancia en esta ciudad, que tantos franceses consideran triste por la privación de los espectáculos, sería entonces amenizada por esparcimientos honestos, como es el de la filosofía y la libertad; y los extran­ jeros ya no se sorprenderían de ver que en una ciudad donde los espectáculos decentes y normales están prohibidos, se permiten farsas soeces y sin ingenio, tan contrarias al buen gusto como a las buenas costumbres. Y eso no es todo: Poco a poco el ejemplo de los comediantes de Ginebra, la

regularidad de su conducta y la consideración que les hada gozar, servirían de modelo a los comediantes de las demás naciones y de lección a quienes con tanto rigor, y hasta inconsecuencia, los han tratado hasta ahora. No se les vería pensionados por el gobierno por un lado y objeto de anate­ ma por el otro; nuestros clérigos perderían la costumbre de excomulgarlos y nuestros burgueses de mirarlos con despre­ cio; y una pequeña República tendría la gloria de haber reformado a Europa sobre ese punto, más importante acaso de lo que se cree.» He ahí ciertamente el cuadro más agradable y seduc­ tor que pueda ofrecérsenos; pero, al mismo tiempo, el con­ sejo más peligroso que pueda dársenos. Tal es al menos mi sentir, y mis razones las doy en este escrito. La juventud de Ginebra, arrastrada por autoridad de peso tan grande, ¿con qué avidez no se entregará a unas ideas hacia las que siente ya inclinación más que sobrada? Tras la publicación de este tomo, ¿cuántos jóvenes ginebrinos, por lo demás buenos ciudadanos, no esperan sino el momento de favorecer el establecimiento de un teatro, creyendo prestar un servicio a la patria y casi al género humano? He ahí la causa de mis inquietudes; he ahí el mal que quisiera prevenir. Hago justicia a las intenciones del señor D’Alambert; espero que él tenga a bien hacérsela a las mías: Mi deseo de disgustarle no es mayor que el suyo de perjudicamos. Pero, aun en el caso de que me equivocara, ¿no estoy obligado a obrar y hablar según mi conciencia y conforme a mis luces? ¿He debido callarme? ¿Podía hacerlo sin faltar a mi deber y traicionar a mi patria? Para tener derecho a guardar silencio en esta ocasión sería preciso que no hubiera tomado nunca la pluma para tratar de asuntos menos necesarios. Dulce oscuridad que hiciste durante treinta años mi ventura, tendría que haber sabido amarte siempre; habría de ignorarse que yo he tenido algunas relaciones con los editores de la Enciclopedia, que he suministrado algunos artículos a la obra, que mi nombre se halla con los de los autores; sería preciso que mi celo por mi tierra fuese menos conocido, que se supusiera que el artículo Ginebra había escapado a mi atención, o que de mi silencio no pudiera inferirse que doy por bueno su conteni­ do. Como nada de todo eso puede ser, preciso es, pues, que hable y que desautorice lo que no apruebo, a fin de que no

se me atribuyan otros sentimientos que no sean los míos. Mis compatriotas no necesitan de mis consejos; lo se perfec­ tamente; pero yo sí necesito hacer honor a mi nombre de­ mostrando que pienso como ellos acerca de nuestras máxi­ mas. No ignoro hasta qué punto este escrito, tan lejos de lo que debería ser, está lejos incluso de lo que habría yo podido hacer en días más venturosos. Tantas cosas han con­ currido para ponerlo por debajo de lo mediano que en otro tiempo me era dado alcanzar, que me asombra que no sea peor todavía. Escribía por mi patria: Si fuera cieno que el celo suple al talento, lo habría hecho mejor que nunca; pero he visto lo que había que hacer y no he podido llevarlo a cabo. He dicho fríamente la verdad, pero la verdad ¿a quién le importa? ¡Triste recomendación para un libro! Para ser útil hay que ser agradable, y mi pluma ha perdido ese arte. No faltará quien me discuta malévolamente esta pérdida. De acuerdo; pero no obstante yo me siento disminuido, y por debajo de nada no es posible caer. Primeramente, no se trata ya aquí de un mero vanilo­ quio filosófico, sino de una verdad práctica importante para todo un pueblo. No se trata ya de hablar a la minoría, sino al público; ni de hacer pensar a los demás, sino de explicar claramente mi pensamiento. Ha sido necesario, pues, cam­ biar de estilo: Para que me entienda mejor todo el mundo, digo menos cosas en más palabras; y por querer ser claro y sencillo, he venido a resultar flojo y difuso. En un principio había calculado uno o dos pliegos de imprenta a lo sumo; puse enseguida manos a la obra, y como el tema se me dilatara, dejé correr la pluma sin restricciones. Estaba enfermo y triste; y aunque tenía gran necesidad de distracción, me hallaba tn un estado tan poco propicio para pensar y para escribir que, de no haberme sostenido la idea de un deber que cumplir, habría arrojado cien veces mi papel al fuego. Me he vuelto menos se­ vero conmigo mismo, y busque en mi trabajo algún ali­ ciente que me lo hiciera soportable: Me lancé a todas las digresiones que se presentaron, sin prever hasta qué punto, por aliviar mi tedio, iba a hacerme tedioso quizá para el lector. Sería inútil buscar en esta obra el gusto, lo selecto, la corrección. Como vivo solo, no he podido enseñársela a nadie. Tenía yo un Aristarco3 severo y discreto; ya no lo

tengo, n¡ lo deseo (I), pero lo echaré siempre de menos, y siento su falta mucho más en mi ánimo que en mis escritos. La soledad sosiega el alma y mitiga las pasiones que el desorden del mundo hizo nacer. Lejos de los vicios que nos irritan, se habla de ellos con menos indignación; lejos de los males que nos conmueven, se siente menos turbado el ánimo. Desde que no veo a los hombres, casi he dejado de odiar a los malvados. Por otra pane, el daño que me han hecho personalmente me quita el derecho a juzgarlos. Y es preciso que de aquí en adelante les perdone a fin de no parecerme a ellos. Sin pensar más en el asunto, sustituiré el amor de la venganza por el de la justicia; más vale olvidarlo todo. Espero que no se encuentre ya en mí aquella aspereza que se me reprochaba, pero que hada que se me leyese; consiento en ser menos leído, con tal de vivir en paz. A estas razones viene a sumarse otra más cruel y que quisiera en vano disimular; el público la descubriría, bien a pesar mío. Si entre los ensayos brotados de mi pluma este opúsculo se halla por debajo de los otros, la culpa no es tanto de las circunstancias como mía: Es que estoy por debajo de mí mismo. Los males del cuerpo agotan el alma: A fuerza de sufrimiento, pierde su vigor. Un instante de efervescencia pasajera despertó en mí un vislumbre de talen­ to; se presentó tarde, y se extinguió muy pronto. Al volver a mi estado natural, me he sumido de nuevo en la nada. Tuve sólo un momento, y ha pasado ya; me avergüenzo de sobrevivirme. Lector, si recibes esta última obra con indulgencia, acogerás a mi sombra: Pues en cuanto a mí respecta, ya no existo. Montmorency, 20 de marzo de 1758. (I) A d amicum etsi produxeris gladium, non desperes; est enim regresas ad amicum. Si aperueris os triste, non límeos, est enim concor­ dado, excepto convitio, et improperio, et superbio, et misterii retelatione, et plaga dolosa. In bis ómnibus effugitr amicus. Ecdesiastic, XXII, 26, 27. [Si has sacado la espada contra tu amigo, no desesperes, que aún pue­ de volver; si contra tu amigo has abierto la boca, no te inquietes, que aún cabe reconciliación, salvo caso de ultraje, altanería, revelación de secre­ to. golpe traidor, que ante esto se marcha todo amigo. Eclesiástico, XXII, 21. 22 (N. del T.)].

). J. ROUSSEAU, CIUDADANO DE GINEBRA, AL SEÑOR D ’ALEMBERT, DELA ACADEMIA FRANCESA, DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS DE PARIS, DE LA DE PRUSIA, ETC. SOBRE SU ARTICULO «GINEBRA»DEL TOMO VII DE tLA ENCICLOPEDIA. Y MUY ESPECIALMENTE SOBRE EL PROYECTO DE FUNDAR UN TEATRO DE COMEDIA EN ESTA CIUDAD. AMSTERDAM, MARC MICHEL REY M. DCC. LVIII

He leído con gusto, señor, vuestro anículo GINE­ en el tomo 7.° de la Enciclopedia, y al releerlo con más gusto todavía, me ha inspirado algunas reflexiones que creo poder ofrecer, bajo vuestros auspicios, a mis conciuda­ danos y al público. Mucho hay en este anículo digno de encomio; pero si los elogios con que honráis a mi patria me quitan el derecho a elogiaros de igual modo, mi sinceridad hablará por mí; el no ser de vuestra opinión sobre algunos puntos es explicarme ya bastante respecto a los demás. Comenzaré por el que más me repugna tratar y cuyo examen menos me conviene; pero sobre el que, por la razón que acabo de mencionar, no me está permitido el silencio. Es el juicio que formuláis acerca de la doctrina de nuestros ministros en materia de fe. Hacéis de esa respetable corpo­ ración un elogio muy hermoso, muy veraz, muy exclusiva­ mente merecido por ellos entre todos los cleros del mundo, y que aumenta aún más la consideración de que os han dado prueba al demostrar que aman la filosofía y que no temen a la mirada del filósofo. Pero cuando se quiere honrar a los hombres, señor, ha de ser a su manera, y no a la nuestra, por temor de que puedan ofenderles con razón las alabanzas dañosas, que no porque se hagan con buena in­ tención dejan de lastimar el estado, el interés, las opiniones o los prejuicios de quienes son objeto de ellas. ¿Ignoráis que todo nombre de secta es siempre odioso, y que semejantes imputaciones, raramente sin consecuencia para seglares, no lo son nunca para teólogos? Me diréis que es cuestión de hechos y no de alaban­ zas, y que el filósofo se debe más a la verdad que a los hombres; pero esa presunta verdad no es tan clara, ni tan indiferente, que tengáis vos derecho a exponerla sin buenas autoridades, y no veo yo de dónde pueden sacarse para probar que los sentimientos que profesa una corporación y

BRA,

con arreglo a los cuales se conduce, no son los suyos. Me diréis también que no atribuís a toda la corporación ecle­ siástica los sentimientos de que habláis; pero se lo atribuís a unos cuantos, y, dentro de un número reducido, unos cuan­ tos constituyen siempre parte tan grande que el todo tiene que resentirse por ello. Unos cuantos pastores de Ginebra profesan, según vos, un socinianismo4 perfecto. Tal declaráis abiertamente ante la faz de Europa. Me atrevo a preguntaros cómo lo sabéis vos. No puede ser más que por vuestras propias conjeturas, o bien por algún testimonio ajeno, o porque os lo hayan confesado así los pastores en cuestión. Ahora bien, en materias de dogma puro y que no dependen de la moral, ¿cómo se puede juzgar sobre la fe de otro por mera conjetura? ¿Cómo se puede juzgar siquiera basándose en la declaración de un tercero, contra la de la persona interesada? ¿Quién sabe mejor que yo lo que creo o dejo de creer, y a quién habrá que recurrir sobre ese aspecto anees que a mí mismo? Si tras haber sacado de los discursos o los escritos de un hombre decente consecuencias sofísticas y desautorizadas, un clérigo encarnizado persigue al autor por estas consecuencias, el clérigo cumple con su oficio y no sorprende a nadie. ¿Pero debemos honrar a los hombres de bien del mismo modo que un bribón los persigue? ¿E imitará el filósofo los razonamientos capciosos de que tan a menudo fue víctima? Quedaría pues que pensar, respecto a aquellos de nuestros pastores que según vos pretendéis son socinianos y rechazan las penas eternas, que ellos mismos os hayan con­ fiado sus sentimientos particulares sobre el caso: Pero si tal fuera en efecto su sentir, y así os lo hubiesen confiado, sin duda os lo habrían dicho en secreto, en la honesta y libre expansión del trato filosófico; se lo habrían dicho al filósofo, y no al escritor. Pero no han hecho tal, y mi prueba no tiene réplica: Es que lo habéis publicado. No pretendo con esto juzgar ni reprobar la doctrina que vos les atribuís; digo tan sólo que no tenemos derecho a atribuírsela, a menos que ellos la reconozcan, y añado que no se parece en nada a la doctrina en que nos instruyen. No sé qué es eso del socinianismo, de suerte que no puedo hablar de ello ni bien ni mal, e incluso por algunas nociones confusas acerca de esa secta y de su fundador, siento en mí

más distanciamiento que gusto respecto a ella; pero, en general, soy amigo de toda religión pacífica en que se sirve al Ser eterno conforme a la razón que él nos ha dado. Cuando un hombre no puede creer algo que encuentra absurdo, no es culpa suya, sino de su razón (II); ¿y cómo voy a concebir que Dios le castigue por no haberse formado un entendimiento (III) contrario al que recibió de él? Si un (U) Creo advertir un principio que, bien demostrado como podrfa serlo, arrancarla inmediatamente las armas de la mano al intolerante y al supersticioso, y apaciguaría ese furor por hacer prosélitos que parece animar a los incrédulos. Es que la razón humana no tiene una medida común bien determinada, y es injusto que cualquier hombre proponga la suya como regla de la de los demás. Demos por supuesta la buena fe, sin la cual toda disputa no es mis que palabrería vana. Hasta cieno punto rigen principios comunes, hay una evidencia común, y ademis, cada cual tiene su propia razón que le deter­ mina; de suene que esta apreciación no conduce en modo alguno al escepticismo. Pero, por otra pane, como los limites generales de la razón no son invariables y rígidos, y como nadie tiene acceso a la del prójimo, ved ahi al soberbio dogmítico frenado de improviso. Si algún dSa fuera posible instaurar la paz donde reinan el interés, el orgullo y la opinión, con ello se pondría fin de una vez a las disensiones de sacerdotes y filósofos. Pero acaso no les tuviera cuenta ni a unos ni a otros, pues entonces no habría mis persecuciones ni controversias; los primeros no tendrían ya nadie a quien atormentar; los segundos, nadie a quien convencer: Mis les valdría dejar el oficio. (III) Si me preguntaran a esto por qué disputo yo entonces, daría por respuesta que yo hablo a la mayoría, que expongo verdades pricticas, que me fundo en la experiencia, que cumplo con mi deber, y que tras haber dicho lo que pienso, no me parece mal que alguien no sea de mi opinión. Conviene recordar que estoy contestando a un autor que no es protestante; y creo contestarle, en efecto, poniendo de relieve que aquello que, según él, hacen nuestros ministros en nuestra religión, se haría inútil­ mente, mientras que en otras se hace necesariamente, sin darse cuenta de ello. El mundo del intelecto, sin exceptuar la geometría, esti lleno de verdades incomprensibles, y sin embargo incontestables; porque la razón que demuestra su existencia no puede palparlas, por decirlo asf, a través de los limites que la detienen, sino únicamente columbrarlas. Tal es el dogma de la existencia de Dios; tales son los misterios admitidos en las confesiones protestantes. Los misterios que ofenden a la razón, por servirme de los términos del señor D’Alembcn, son otra cosa muy distinta. Su propia contradicción los reduce al absurdo; se aborden por donde se aborden, resulta evidente que no existen: Pues aunque una cosa absurda no pueda verse, nada hay tan claro como la absurdidad. Es lo que ocurre cuando sostenemos a la vez dos proposiciones contradictorias. Si me decís que un

doctor viniese a ordenarme de pane de Dios creer que la pane es mayor que el todo, ¿qué podría pensar en mi fuero interno, sino que ese hombre venía a ordenarme que estu­ viese loco? Sin duda el onodoxo, que no ve ningún absurdo en los misterios, está obligado a creer en ellos. Pero si el sociniano lo encuentra, ¿qué se le puede decir? ¿Se le va a demostrar que no lo hay? Comenzará él por demostraros que ya es un absurdo razonar sobre lo que es imposible com­ prender. ¿Qué hacer entonces? Dejarle en paz. No puede ya escandalizarme que aquellos que sirven a un Dios clemente rechacen la eternidad de las penas, si la encuentran incompatible con su justicia. Que en ese caso, antes que abandonarla, interpreten lo mejor que sepan los pasajes contrarios a su opinión. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Nadie está más lleno que yo de amor y de respeto por el más sublime de todos los libros; me consuela y me instruye todos los días, cuando los otros no me inspiran más que asco. Pero sostengo que si la Escritura misma nos diera de Dios alguna idea indigna de él, habría que desecharla en eso, como en geometría desecháis las demostraciones que llevan a conclusiones absurdas, pues sea cual sea la autentici­ dad del texto sagrado, pensaremos que la Biblia está alterada antes que creer que Dios es injusto o malvado. Ahí tenéis, señor, las razones que me impedirían reprobar esos sentimientos en unos teólogos equitativos y moderados, a quienes su propia doctrina enseñaría a no obligar a nadie a adoptarla. Diré más: Unas maneras de pensar tan convenientes para una criatura razonable y débil, tan dignas de un Creador justo y misericordioso, me parecen preferibles a ese asentimiento estúpido que hace del hombre un animal, y a esa bárbara intolerancia que se complace en atormentar ya en esta vida a aquellos a quienes destina a los espacio de una pulgada es también un espacio de un pie. lo que estáis diciendo no es en absoluto una coia misteriosa, oscura, incomprensible; estáis enunciando, bien al contrario, un absurdo luminoso y palpable, una cosa evidemente falsa. Sean cualesquiera las demostraciones que la susten­ ten, jamás podrán prevalecer sobre la que la destruye, porque ésta procede directamente de las nociones primarias que sirven de base a toda certidum­ bre humana. De otra manera la razón, dando testimonio contra sí misma, nos obliga a recusarla, y lejos de inducimos a creer esto o aquello, nos impedirla creer ya en nada, puesto que todo principio de fe sella destruido. Oe suene que todo hombre, de cualquier religión que sea, que afirme creer en tales misterios, o es un impostor, o no sabe lo que dice.

tormentos eternos en la otra. En ese sentido, os agradezco en nombre de mi patria el espíritu de filosofía y de humanidad que reconocéis en su clero y la justicia que le hacéis; estoy de acuerdo con vos sobre ese punto. Pero no puede sacarse en consecuencia que sus miembros, por ser filósofos y tolerantes tes (IV), sean herejes. En cuanto al nombre de panido que vos les dais, en cuanto a los dogmas que vos decís son los suyos, no puedo ni aprobaros ni seguiros. Aunque un sis­ tema tal no sea quizá sino muy honorable para quienes lo adoptan, me guardaré de atribuírselo a mis pastores que no lo han adoptado, por temor de que el elogio que pudiera yo hacerles a ese respecto diese a otros motivo para una acusa­ ción muy grave y viniese a resultar en detrimento de quienes yo habría querido ensalzar. ¿Por qué he de ocuparme yo de la profesión de fe ajena? ¿No he aprendido a temer sobra­ damente tales imputaciones temerarias? ¿Cuántos no se han ocupado de la mía. acusándome de falta de religión, que sin duda han leído en mi corazón peor que mal? No les tacharé de adolecer de esa falta ellos mismos, pues uno de los deberes que mi fe me impone es el de respetar los secretos de las conciencias. Señor, juzguemos las acciones de los hombres, y dejemos a Dios juzgar sobre su fe. Es demasiado ya, quizá, respecto a un punto cuyo examen no me corresponde y no es tampoco el objeto de esta carta. Los ministros de Ginebra no tienen necesidad de pluma ajena para defenderse (V); no es la mía la que elegi(IV) Sobre la tolerancia cristiana, puede consultarse el capitulo que lleva esc título en el libro undécimo de la Doctrina cristiana, del profesor Vernet’ . Se veri en £1 por qué razones la Iglesia debe tener aún mis miramientos y circunspección en la censura de los errores sobre la fe que en la de las faltas contra las costumbres, y cómo se unen en las reglas de esta censura la mansedumbre del cristiano, la razón del sabio y el celo del pastor. (V) Esto es precisamente lo que acaban de hacer mediante una declaración pública, según se me anuncia por carta. No he recibido esa declaración, aci en mi retiro, pero sé que el público la ha acogido con aplauso. Asf. no sólo disfruto del placer de haber sido el primero en tributarles el honor que merecen, sino el de ver mi veredicto unánime­ mente confirmado. Bien advierto que esta declaración torna enteramente superfluo el comienzo de mi cana, y lo tornarla indiscreto tal vez, en cualquier caso; pero cuando me disponía a suprimirlo vi que, con relación al artículo que lo motivó, la causa aún subsistía, y que siempre podría tomarse mi silencio por una especie de consentimiento. Dejo, pues, estas

rían para tal fin, y semejantes discusiones están demasiado lejos de mi vocación para que pueda entregarme con gusto a ellas; pero al tener que comentar el artículo en que vos les atribuís opiniones que nosotros no les conocemos, callarme sobre dicho aseno habría sido como darle por válido, y eso es lo que yo estoy muy lejos de hacer. Sensible a la dicha que nos cabe de poseer una corporación de teólogos filósofos y pacíficos, o más bien una corporación de oficiales de mo­ ral (VI) y de ministros de la virtud, veo surgir aterrado toda ocasión que se les ofrece de rebajarse a no ser más que clérigos. Nos impona conservarlos tal como son. Nos impor­ ta que disfruten ellos mismos de la paz que nos hacen amar, y que no turben odiosas disputas de teología su descanso y el nuestro. Nos impona, en fin, aprender siempre por sus lecciones y por su ejemplo que la dulzura y la humanidad son también vinudes del cristiano. Me apresuro a pasar a una discusión menos grave y menos sería, pero que nos interesa todavía lo bastante como para merecer nuestras reflexiones, y en la que entraré de mejor grado por ser un poco más de mi competencia: Es la del proyecto de establecer un teatro de comedia en Ginebra. No expondré aquí mis conjeturas sobre los motivos que os hayan podido inducir a proponernos un establecimiento tan contrario a nuestras máximas. Cualesquiera que sean vuestras razones, para mí sólo cuentan las nuestras, y lo único que voy a permitirme decir a vuestro respecto es que seréis seguramente el primer filósofo (VII) que haya incitado jamás a un pueblo libre, a una pequeña ciudad y a un Estado pobre a tomar a su cargo un espectáculo público. reflexiones tanto más gustoso cuanto que, si no son ya pertinentes respecto a un asunto felizmente cancelado, no contienen en general nada que no honre a la Iglesia de Ginebra y no sea de utilidad para los hombres de todos los países. (VI) Asi es como el abate de Saint-Pierre llamaba siempre a los eclesiásticos, ya para decir lo que en efecto son, ya para expresar lo que debieran ser. (Vil) De dos historiadores célebres, ambos filósofos, ambos dilectos para el señor D'Alcmbert, el moderno7 sería de su misma opinión, acaso; pero Tácito11, del que tanto gusta, sobre el cual medita y al que se digna traducir, el grave Tácito a quien