Escribas 970-31-0449-5

Bajo el término “escribir” se ocultan realidades muy diversas. A pesar de la aparente sencillez de su acto, cuando el es

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Escribas
 970-31-0449-5

Table of contents :
Prólogo. Los escribas y la relación de escritura
El escriba egipcio
El escriba grecolatino
El escriba monástico
Bibliografía
Índice

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'ESC'R113AS SERGIO PÉR:EZ CORTÉS

casaabiertaaltiempo

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA

RECTOR GENERAL Luis Mier y Terán Casanueva SECRETARIO GE:\IERAL Ricardo Salís Rosales

Difusión

Cultural

COORDINADOR GENERAL Hernán Lara 7avala

DE

DIFUSIÓN CULTURAL

JEFE DEL DEPARTAYIENTO EDITORIAL Juan Carlos Rodríguez Aguilar

Primera edición: 2005 Diseño editorial Mónica Zacarías Najjar Digitalización y retoque Juan Clovís Ilaquet D.R.© 2005, Universidad Autónoma Metropolitana Coordinación General de Difusión Cultural Departamento Editorial Cozumel 35-B, col. Roma Norte, 06700 México, D. F. http: // www. uam.mx/ difusion correo-e: [email protected]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra -incluido el diseño tipográfico y de portada-, sea cual fuera el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del editor ISBN: 970-31-0449-5

Impreso en México



Printed in Mexico

Quisiera agradecer al doctor Luis Mier y 1erán por su apoyo permanente e infatigable, a la Coordinación General de Difusión Cultural, encabezada por Hernán Lara Zavala, por su profe­ sionalismo, y a la Dirección de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de Iztapalapa por su generosa participación. A todos ellos se debe la publicación de este libro fs a mi familia, sin embargo, Áurea, Yoshi y Seiji, a quienes se debe el aliento que me permite escribir

Prólogo Los escribas y la relación de escritura

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Solo y en silencio, sentado ante el escritorio de mi estudio,

trato de poner por escrito mis pensamientos sobre una página en blanco. Tengo ante mí hojas, una gran cantidad de notas extraídas de libros, una pluma y recurro a un tipo de escritura cursiva sin ninguna disciplina pero suficientemente rápida como para seguir muy de cerca el hilo de mis ideas. "Nada extraordinario", se dirá, y con razón. Sin em­ bargo, este acto de apariencia cotidiana es, en cada uno de los rasgos que lo conforman, la confluencia de profundas transformaciones que permanecen ocultas tras un título ge­ nérico: escribir. Siguiendo a un paleógrafo contemporáneo llamaremos "relación de es­ critura" a este encuentro entre el escritor y su página. Entonces, desde el punto de vista histórico, la nuestra es una entre otras posibles relaciones de escritura. Quizá sea más sencillo percibirlo desplazándose hacia atrás en el tiempo. Es, en todo caso, la estrategia que seguiremos al visitar a los escribas del mundo antiguo, entre la cultura egipcia y la civilización medieval. Un enorme arco de tiempo, sin duda, pero que se justifica porque observar tales transformaciones requiere de la larga duración. En nuestro viaje, cada una de esas relaciones de escritura mostrará que posee la consistencia de las cosas que duran muchos siglos, lo mismo que la fragilidad de las cosas que están destinadas a desa parecer. Las diversas formas de aproximación a la página se explican porque, dentro de las formas de comunicación humana, el acto de escribir tiene una historia propia. En efec­ to, el ser humano es por definición un hablante y el habla es su forma básica de comu­ nicación. En su código genético se encuentra alojada tal facultad, la cual ejercerá espon­ táneamente a medida que alcance cierto grado de madurez dentro de una comunidad . Pero la naturaleza no ha hecho del hombre un escritor ni un lector. El lenguaje forma par­ te de la definición de humani da d, mientras la escritura es apenas una invención de esta última. El primero es el fundamento natural de la comunicación en tanto que la segun­ da resulta del esfuerzo deliberado por crear un medio alternativo, a la vez visible y per­ manente. En consecuencia, la escritura ofrece dos aspectos relevantes: desde el punto de vista técnico es un sistema de intercomunicación por medio de signos convenciona­ les visibles; sin embargo, siendo un producto humano está sujeta a los accidentes de su

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inserción en una cultura y una sociedad determinadas, es decir en una historia llena de egoísmo, aversión, amor u odio. El lenguaje también tiene una historia, pero ésta se desa­ rrolla sin la intervención consciente de los hablantes mientras que sin una decisión de la voluntad la escritura no se crea o se fosiliza. Existen excelentes historias de la escritura centradas en los aspectos funcionales de cada sistema cuyos principios constituyen la ciencia llamada gramatología. Normalmen­ te, dichas narraciones no prestan atención al individuo que se apropia de esos sistemas y dejan sin respuesta cuestiones como: ¿quién realiza la escritura?, ¿cómo la adquiere?, ¿con qué propósitos hace uso de ella? Esto último es, por el contrario, el dominio de in­ terés de nuestro trabajo. El escritor que se aproxima a la página lo hace impulsado por ciertas motivaciones, haciendo uso de determinados instrumentos, obedeciendo a cierta disciplina corporal, teniendo en mente un público de lectores y escritores a los que su texto va dirigido . Intentaremos seguir los pasos del escritor antiguo mientras se aproxi­ ma a su lugar de trabajo, penetrar tras él y mirar sobre su hombro en el taller de escri­ tura. El presente ensayo no es una historia de la innovación que es la escritura, sino un fragmento histórico del acto de escribir, del personaje que lo realiza, de su comporta­ miento gestual, de sus utensilios y de su universo espiritual. Desea ser un pequeño ho­ menaje a aquellos que han empuñado el pincel o la pluma y puesto que se concentra en la antigüedad les ha tomado prestado el nombre: escribas. A pesar de su aparente sencillez, la relación de escritura está compuesta de una se­ rie de minucias hacia las que deseamos llamar su atención, una por una. Considérese en primer lugar el uso de ciertos instrumentos por parte del escritor. Resulta indispensable referirse a los instrumentos porque incluso la conducta verbal y gestual más deslumbran­ te, sin útiles tecnológicos no es, ni puede ser, escritura. La tecnología y la escritura no son fenómenos distintos; la escritura no ha podido ser nunca separada de la tecnología por­ que sin un crayón o una computadora la escritura sencillamente no es escritura. Sea que reproduzca sonidos lingüísticos o logogramas, la escritura es un medio de comunica­ ción mediante signos visibles que requiere por tanto formas de permanencia, en general durables. Los signos verbales y los signos gestuales pertenecen al universo de la comu­ nicación humana pero -salvo metafóricamente- no entran en la categoría de escritura. Entre tales utensilios destaca el soporte sobre el que se realiza: los hombres han escrito sobre los materiales más diversos: piedra, barro, yeso, cerámica, textiles, pieles o huesos de animal. Muchos de ellos estuvieron presentes en el periodo que nos interesa, pero, entre todos, los más importantes fueron el papiro y el pergamino. Examinar el soporte de escritura, su producción, su antigüedad, no es indiferente: se trata de un espacio que ha sido necesario crear y socializar. Es un lugar de trabajo que en cierta medida deter­ mina los medios de expresión gráficos disponibles, como lo muestra la enorme diferen-

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cia visual entre dos sistemas originalmente pictográficos: la escritura cuneiforme, reali­ zada con una punta triangular sobre arcilla, y su contemporánea la escritura jeroglífica egipcia, realizada con pincel sobre papiro. Al aproximarse a su página el escritor recurre además a determinados útiles de es­ critura cuyo uso exige un grado de instrucción, el desarrollo de ciertas habilidades y des­ trezas. En la historia los hombres se han servido de medios muy diversos: cinceles, cu­ chillos, buriles, brochas y hasta de sus dedos, pero en lo que concierne al periodo que cubre nuestro trabajo los instrumentos básicos fueron el junco, el estilete, el cálamo y la pluma de ave. Los instrumentos de escritura son importantes porque permiten que el trabajo físico se convierta en algo tan ligero como dibujar con un junco en forma de pin­ cel sobre papiro o tan exigente como escribir con una pluma de ave sobre piel de ani­ mal, como lo hacía el copista medieval . El lector encontrará a los escribas antiguos rodeados de muchos otros utensilios adicionales como raspadores, esponjas, limas, puntas de hueso y recipientes con agua, para subrayar con ello el carácter artesanal de su trabajo. Los escribas se identificaron profundamente con sus instrumentos de traba­ jo y esperamos que al evocar éstos se logre reconstituir de manera parcial su perdido uni­ verso simbólico. Entre los medios técnicos a disposición del escritor se encuentran en tercer lugar los tipos gráficos manuscritos. No es nuestro propósito ofrecer ni remotamente un panora­ ma paleográfico; en cambio, sí creemos necesario recordar que el uso de ciertos tipos ma­ nuscritos estaba asociado a dos cosas: primero, a la accesibilidad del escrito o por el contrario a la exclusión consciente de un lector entrometido; a ofrecer a éste una página amable o a la inversa, un escrito que le resultara impenetrable. En segundo lugar, los ti­ pos gráficos estaban asociados a cuestiones simbólicas y espirituales. Al escritor moder­ no, con sus tipos gráficos mecánicos o electrónicos, estas cuestiones le inquietan poco, pero en la cultura manuscrita el escriba se hacía reconocible a sí mismo y a su comuni­ dad de acuerdo con el tipo gráfico que utilizaba: de este modo, el escriba grecolatino se mantuvo fiel siempre al tipo llamado "capital rústica" para elaborar los buenos libros pa­ ganos, en el mismo momento en que el escriba cristiano adoptaba el tipo llamado "t;.n­ cial", convirtiéndolo en la escritura de la civilización y la cultura romano-cristiana. Me­ diante el tipo gráfico manuscrito el escriba prevenía al lector del contenido del texto que tenía ante los ojos y lo introducía en ese complejo simbolismo de la letra y del libro, característico de las culturas de la antigüedad. Hemos prestado una atención particular a la puntuación de las páginas antiguas por una razón: en nuestros días el escritor, que cuenta esencialmente con lectores anónimos y distantes, está obligado a proveer toda cla­ se de ayudas gráficas para la correcta comprensión de su mensaje. En la antigüedad, por el contrario, los escribas egipcios o grecolatinos incluían poca o ninguna puntuación,

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dejando al lector profesional la tarea de reconocer las pausas y las divisiones en el texto como parte de su preparación previa a la lectura. La puntuación sistemática fue una apor­ tación del escriba medieval. La puntuación, que durante mucho tiempo fue una parte de la ejecución vibrante y apasionada de la lectura en voz alta, y por tanto un deber del lector, pasó a ser una obligación ineludible para aquel escritor que tiene aspiración a ser comprendido. Provisto de sus utensilios, el escritor ante su página adopta necesariamente cierta ges­ tualidad. Desde la invención de la escritura la fisiología humana no se ha modificado y tampoco han cambiado las premisas fisiológicas del acto de escribir. Pero el funciona­ miento corporal en una cultura es tan variable que pueden constatarse posturas en ex­ tremo diferentes, algunas de las cuales podrían parecer imposibles al escritor moderno si no fuese porque están bien testificadas en los escribas antiguos. La diversidad es muy grande y el único límite parece ser que el gesto del escritor no se encuentre imposibili­ tado. En todos los casos el escritor obedece a algún tipo de disciplina corporal. Se ha perdido el recuerdo de la adquisición de ese dominio de sí por el cual la mano, vigilada por los ojos, ejecuta los signos mientras la boca murmura

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cesa por completo la vocali­

zación y el cuerpo acepta reducir sensiblemente su movimiento. Al taciturno escritor moderno tal inmovilidad le parece algo natural, pero para los antiguos grecolatinos el mundo del escriba debió ofrecer un pálido contraste con el mundo excitante, dramático y deslumbrante del orador ante su público. La actitud del escritor moderno, sentado ante su mesa plana de trabajo, es un gesto reciente. No aparece en ninguno de los momentos que habremos de examinar: el escriba egipcio trabajaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas o con una rodilla levantada, descansando el rollo de papiro sobre el faldellín que había sido fuertemente tensado pa­ ra ofrecer una superficie firme de escritura. Aunque en su origen, se trata de un gesto de humildad (pues el escriba era un sirviente del faraón), tal postura alcanzó gran dignidad y los personajes más importantes deseaban ser representados de ese modo, sin duda pa­ ra vanagloriarse de poseer el arte de la escritura. Su colega el escriba grecolatino escribía con más frecuencia sentado en un taburete o en una banqueta baja, apoyando el rollo so­ bre las rodillas o los muslos que eran ligeramente elevados colocando una pequeña pla­ taforma bajo los pies. La postura del escriba grecolatino se explica quizá porque escribir era una tarea servil, pero ella fue adoptada también en la civilización cristiana y se la en­ cuentra muy representada en los escribas por excelencia: los evangelistas. Por su parte los escribas monásticos trabajaban sentados en bancos frente a un plano inclinado donde descansaba una única hoja de pergamino. Puesto que su caligrafía exigía que escribieran con la mano separada de la superficie, mantenían un cuchillo en la otra, tanto para sos­ tener con firmeza el pergamino como para asegurar su propio equilibrio. Escribir con un

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cuchillo en la mano izquierda se convirtió en el símbolo iconográfico de la escritura me­ dieval. El cuerpo es, lo sabemos, un espacio de mostración, un horizonte de valores y significados en el que se concentran complejas prácticas y disciplinas. Las actitudes de los escribas antiguos muestran que el cuerpo del escritor no escapa a esta regla. Si acompañamos al escritor a su lugar de trabajo lo encontraremos en cierta actitud corporal y haciendo uso de determinados instrumentos. Con frecuencia está solo, pero su soledad es aparente: en su mente está presente la comunidad de lectores y escritores a la que se dirige, con sus expectativas y motivaciones. Todo ello forma una suerte de medio espiritual en el que se desenvuelve el escritor, el cual acaba por hacerse visible en las páginas que elabora. En la escritura utilitaria, que ha existido siempre, el propósito es transmitir la información de tal modo que el lector puede recuperarla con la menor distorsión posible en ausencia del escritor. Pero existen, desde luego, muchas otras acti­ tudes ante el escrito. En nuestros días cuando un escritor desea expresarse, en general dialoga consigo mismo, con su razón o con sus afectos, e invita a su lector a seguirle por los senderos de su irrepetible experiencia. Pero esta concepción de lo que es un autor in­ volucra un complejo proceso de individuación que data de poco tiempo atrás. Los escri­ bas antiguos permiten mostrar que la escritura puede desenvolverse en un medio espi­ ritual d i stinto. Los signos jeroglíficos del escriba egipcio, por ejemplo, no estaban destinados a comunicar a los hombres entre sí, sino a establecer un vínculo entre las pa­ labras pronunciadas por los dioses y un grupo selecto de mortales para asegurar a éstos una vida permanente en el más allá. El escriba sabía que aun si esos signos permanecie­ ran ocultos a los ojos humanos y no fuesen leídos por nadie, seguirían siendo eficaces porque su objetivo era establecer un modo vehemente y sobrehumano de comunica­ ción. En consecuencia, él se desenvolvía mentalmente en un horizonte de eternidad, en una trama tejida entre la religión, el arte y la magia que resulta inconcebible a sus cole­ gas modernos. Era espiritual también, pero en sus propios términos, el mundo del co­ pista medieval. Es verdad que éste tenía en mente lectores humanos, pero más que trans­ mitir información él esperaba suscitar sentimientos de reverencia y de humildad ante los magníficos manuscritos que contenían la palabra de Dios. La suya

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una tarea manual

pero consistía en preservar para todos, en libros hieráticos y magníficos, el mensaje de salvación; su obra no era sólo un libro sino un relicario, una victoria física sobre la fati­ ga y espiritual sobre el mal. El libro contenía una prédica pero no hecha con los labios sino con la escritura, por ello el escriba debía estar movido por una piedad profunda y por la convicción de que, en su duro trabajo, era observado por los personajes más su­ blimes, incluido el Señor. Las siguientes páginas quieren aportar la prueba de que, aun en la soledad, el escriba (y el escritor) mantiene un diálogo consigo mismo y con la comu­ nidad a la que tiene en la mente, diálogo sin el cual su actividad deviene incomprensible.

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La escritura es, en potencia, una invención susceptible de modificar la historia hu­ mana. Pero su inserción en una cultura determinada provoca que reciba valoraciones contrastantes. En la antigüedad fue siempre una posesión valiosa y un arte en sí mismo, pero aun así recibió diferentes grados de apreciación. El escriba, que naturalmente parti­ cipaba de ese aprecio (o de ese desdén), expresa con claridad el juicio que la escritura me­ recía a sus contemporáneos. El escriba egipcio, por ejemplo, se desempeñaba en un marco de prestigio excepcional. La situación era privilegiada para todos los escribas, pero en algunos casos significó formas muy elevadas de reverencia personaL En consecuencia, los escribas egipcios exaltaban la escritura como un logro único y un bien inigualable y desarrollaron un alto nivel de orgullo personal y colectivo que se expresó en textos arrogantes de autoelogio. Los escribas grecolatinos, por su parte, también podían alcanzar una gran estimación. Para muchos la escritura significó abandonar la esclavitud y en algunos casos los con­ dujo hasta la fortuna económica. Pero entre ellos la escritura nunca dejó de ser una faena servil. Ella no conducía a las cimas más elevadas del saber que les eran ajenas y nunca pudieron convertirse en verdaderos autores de las obras que escribían. Es normal que entre esos escribas no se encuentre ninguna expresión exaltada y aunque podían estar agradecidos por el aprendizaje de las letras, no vieron en éstas ninguna victoria de la razón o el progreso humanos. Para el copista medieval la valoración de la escritura era una cuestión ambigua: en el monasterio era el simple trabajo manual de copiar una y otra vez hileras de signos, pero se traducía en obras bellísimas y textos de salvación. Los copistas alcanzaron un alto grado de autoestima y con frecuencia reclamaban un justo reconocimiento por sus fatigas, pero debían hacerlo en un contexto que exigía humildad y refrenaba, como un pecado, el orgullo. De manera que sus obras, que entre nosotros suscitan admiración, fue­ ra de ciertos pequeños ambientes monásticos no provocaban ningún entusiasmo referi­ do al valor intelectual intrínseco de la escritura. El escriba antiguo fue un gran persona­ je en el Egipto antiguo, un siervo en el mundo grecolatino y un servidor de Dios en la civilización cristiana. Por eso ofrecen un buen observatorio de la valoración histórica de la escritura. Puede decirse entonces, en general, que las sociedades antiguas no asocia­ ron la escritura a ningún desarrollo social o político y, salvo casos muy contados, ésta no fue tampoco un medio de expresión personaL El universo intelectual de esos escri­ bas fue enteramente ajeno al nuestro; al visitarlo, deseamos que el pensamiento del es­ critor realice un trabajo crítico sobre sí mismo perdiendo, así sea por un momento, las coordenadas de nuestra edad y geografía. En síntesis, bajo el término escribir se esconden realidades muy diferentes. Las trans­ formaciones en la relación de escritura no son nada más modificaciones técnicas en el

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acto de escribir (aunque éstas son reales) sino profundas alteraciones en la concepción de lo que es y lo que hace un escritor, en el valor de la escritura y en las expectativas de aquellos que son destinatarios del mensaje. Sin embargo, permanece una constante: la escritura pertenece al mundo de la comunicación entre los hombres; ella sustituyó a la voz y permitió aproximar a los distantes, pero de ningún modo eximió al escritor de enta­ blar una relación de sí a sí y una relación de sí con su otro. Por eso en su gesto de apa­ riencia insignificante se concentran, en un resumen, siglos de transformaciones en las convicciones humanas. La escritura se revela así, después de un largo viaje, como uno de los grandes personajes en el diálogo que los seres humanos se ven obligados a enta­ blar con los otros y consigo mismos.

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El escriba egipcio

Evocar al escriba egipcio significa remontarse casi hasta el origen de la escritura en el cercano Oriente. El suyo, a diferencia de muchos otros traba­ jos humanos realizados desde fechas sin memoria, es un oficio reciente puesto que es inseparable de la invención que lo acompaña: la escritura. Ello nos lleva alrededor del año 3400 a. C., momento en que algunos pocos innovadores establecieron los principios básicos de la escritura jeroglífica, aun antes de que el sur y el norte de Egipto se encon­ traran unificados bajo un solo gobierno. El momento de su aparición es relativamente preciso porque la escritura no es una lenta invención colectiva y anónima a cargo de to­ do un pueblo, sino que resulta de una búsqueda consciente y puntual, un esfuerzo de­ liberado de unos pocos hombres decididos a crear un medio visible de comunicación. La escritura tiene su fundamento en un acto de la voluntad y hay indicaciones dentro del sistema jeroglífico que permiten pensar que hubo una formulación reflexionada de sus principios básicos. Durante la antigüedad el principio básico de la escritura en el sentido pleno de la palabra, es decir la representación visual de los sonidos del lenguaje, fue descubierto de manera independiente al menos en tres ocasiones: en Sumer, en China y en la cultura maya de América Central. Tal vez fue en Sumer, que le antecedió en la in­ vención por apenas unos cientos de años, donde Egipto encontró la inspiración para escribir, aunque lo hizo aportando un desarrollo original y propio. La entonces joven es­ critura egipcia reclamó un término para significar el concepto, un especialista para lle­ varla a la práctica y una gestualidad específica, asociada a la manipulación de soportes y útiles para lograr su realización. El escriba fue el individuo portador de esta innova­ ción y su oficio quedó ligado a ella en todos los planos: social, técnico y afectivo duran­ te un enorme periodo de casi cuatro mil años, hasta la derrota final del paganismo egip­ cio por parte de la religión de Cristo, un poco antes del año 500 de nuestra era. Es natural que en un arco de tiempo tan extenso el oficio sufriera considerables trans­

formaciones. Durante el tercer milenio a. C. el escriba fue sobre todo el creador y perfec­ cionador de la escritura egipcia. En ese primer momento su competencia consistía en establecer no sólo el texto de la composición escrita sino algo más básico: la instrumenta­ ción gráfica destinada a producirlo. Su tarea era reducir la enorme diversidad de la len­ gua hablada a una estructura llamada lengua escrita, compuesta de un tesoro de signos

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jeroglíficos, la cual se convertiría luego en la expresión oficial del Estado, la religión y la cultura, es decir en su manifestación más apreciada. Poseer la escritura significaba tener el conocimiento del universo de símbolos y disponer simultáneamente la llave de su crea­ ción y sus reglas posibles de combinación. Los símbolos los obtuvo de los objetos que lo rodeaban a diario, lo que otorgó a su arte un aspecto figurativo que jamás perdería: se­ res humanos, utensilios, animales de todas clases, plantas, aves y reptiles animaron con su presencia la vida de esta escritura . Los utensilios y los soportes los creó de materia­ les naturales. Aunque en lengua egipcia el sentido primero de la palabra escriba era "aquel que usa el pincel para escribir, dibujar o pintar", lo cierto es que una parte de la escritu­ ra jeroglífica que el escriba realizaba era en piedra, porque se esperaba que lo escrito que­ dara para siempre, dejando huellas imborrables. La escritura era incisa en la roca de muros y dinteles, sea rebajando el fondo para hacer resaltar el signo en relieve, o bien a la inversa, grabándolo, a veces a profundidades considerables para impedir que fuese destruido o alterado. Debido al procedimiento y a su uso ritual, Clemente de Alejan­ dría, un escritor cristiano de inicios del siglo

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d. C., llamó a esos signos "entalladuras

sagradas" (en griego Íepó�, hi erós, "sagrado", yA.1ÍTp