Epistolario De Weimar (1806

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Epistolario de Weimar (1806-1819) Selección de cartas de: Johanna y Adele, Arthur Schopenhauer y Goethe1

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Traducción, Prólogo y Notas

LUIS FERNANDO MORENO CLAROS Primera Edición: Febrero de 1999 ISBN: 84-7702-255-0 VALDEMAR

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Prólogo

El Epistolario de Weimar, cuyo protagonista nominal es Arthur Schopenhauer (1788-1860-72a), abarca el período comprendido entre los años de 1806 a 1819 (1831a). Esta época podría denominarse con propiedad «de juventud» del filósofo; en esos trece años plenos de vicisitudes, Schopenhauer comenzó a construir los cimientos de lo que sería un futuro de dedicación a la filosofía; además, al finalizar el año 1818, concluiría la obra que él mismo calificó como «el fruto de su juventud», y la principal: El mundo como voluntad y representación (1819-31a), una de las obras clave del siglo XIX y del pensamiento universal. Sin embargo, las misivas que hemos seleccionado no son, de ningún modo, «filosóficas» tal como ingenuamente cabría esperar en una selección epistolar de un filósofo, y además, las cartas de Arthur Schopenhauer no son ni siquiera las más numerosas. En los primeros años de esta época de su vida, Schopenhauer escribe sobre todo a su madre, y ésta lo mantiene al corriente de la actualidad de una de las ciudades más importantes de la Alemania romántica: Weimar. Y decir Weimar en las primeras décadas del siglo XIX era, ineludiblemente, nombrar a Goethe. La madre y Goethe, en principio, están muy presentes en la correspondencia de esta época: son los otros protagonistas de la presente selección.

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Johanna Henriette Trosiener (1766-1838-72a) pasó a apellidarse Schopenhauer al contraer matrimonio con Heinrich Floris Schopenhauer (1747-1805-58a), rico patricio acaudalado de Danzig, ciudad de Prusia oriental de donde ambos eran oriundos. Ella fue, durante los años de 1800 a 1814, la principal destinataria de las cartas de su hijo. De 1814 a 1818, año en el que concluye la presente selección, madre e hijo dejan de escribirse: el joven comienza un intento de acercamiento a Goethe fruto del cual es una escasa pero interesante correspondencia; asimismo, Schopenhauer se recluye en la concepción de su obra principal sin tratar de ella con nadie, ni siquiera epistolarmente. Sólo cuando la termina, escribe al editor Brockhaus ofreciéndosela y a Goethe comunicándole su conclusión. Luego, para descansar de tantos años de estudio, Schopenhauer realiza un viaje a Italia; a su regreso a Alemania, dominado por «el anhelo de enseñar», como él mismo escribe, se ofrece como docente a la Universidad de Berlín; acompañando a su solicitud adjuntó su célebre curriculum vitae, la narración más completa realizada por el propio Schopenhauer del período que comprende los años de su juventud. En realidad, las cartas que he seleccionado vienen a ilustrar y completar lo narrado en el curriculum, que, a su vez, sirve de colofón a los acontecimientos narrados a través de éstas. Las cartas de Arthur a su madre y su hermana se han perdido prácticamente todas, los fragmentos epistolares que especialistas de la talla de Gwinner o Hübscher consideran auténticos dejan mucho que desear en contraste con las jugosas y vivaces cartas de Johanna, las cuales, por otra parte, se leen hoy día como descripción fidedigna de [10]

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una época idílica de la cultura alemana: los últimos rescoldos del Weimar clásico. De las cartas de [11] Schopenhauer a Goethe se ha conservado la mayoría; alguna de ellas verdadera profesión de fe de la filosofía, resultan sumamente interesantes para comprender el talante filosófico de Arthur. Así pues, Johanna y Goethe son fundamentales en la juventud de Arthur Schopenhauer y ambos personajes, formarán con él un triángulo cuyos vértices en marcan una historia de emociones encontradas, producto de unos caracteres muy originales y dominantes que no estaban llamados precisamente a comprenderse. Finalmente, el trío se deshace y Arthur no tiene más remedio que proseguir en solitario su andadura personal e intelectual, esta vez por el mundo intrincado de la filosofía académica, mundo del que, como era de esperar, al cabo de poco tiempo queda absolutamente desencantado. El punto en el que concluye la presente selección da paso a períodos posteriores bastante bien definidos de la vida de Schopenhauer: los años del intento docente fracasado, el período de la reclusión en Frankfurt del Main y, al final, el de la fama del filósofo; cada uno de ellos daría pie a otras tantas selecciones de correspondencia semejantes a la presente. Sin embargo, entre los años de 1806 y 1819, Y en muy estrecha relación con la ciudad de Weimar, se desarrolla el período menos conocido y más determinante de la vida de Arthur Schopenhauer. En el año 1805, Heinrich Floris Schopenhauer (58) había muerto en extrañas circunstancias: se había precipitado desde lo alto de un granero en el que nadie

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podía explicarse qué estaba haciendo. Su esposa, Johanna, diecinueve años más joven que él, quedaba [12] viuda y dueña absoluta de una considerable fortuna. El matrimonio había engendrado dos hijos, Adele y Arthur; entonces contaban ocho y diecisiete años respectivamente. Johanna, al igual que su marido, era oriunda de Danzig, pero al ser ésta anexionada por el rey de Prusia, y tras haber perdido su libertad política y comercial, Heinrich Floris vendió sus posesiones en la zona y se trasladó a Hamburgo. A la muerte de su marido, Johanna se había sentido extraña en su lugar de residencia; sin embargo, tampoco quiso regresar a Danzig, donde aún vivían su madre y sus hermanas. Tenía un espíritu aventurero y poco dado a los convencionalismos sociales. Así, por ejemplo, de joven, en contra de todas las reglas sociales prescritas para una «señorita de buena familia», había querido ser pintora y seguir hasta Berlín al gran dibujante Chodowiecki, a cuya familia, afincada en Danzig, conocía bien, a fin de cursar seriamente estudios de dibujo y pintura bajo su dirección; intento fallido que concluyó con mucho revuelo y una rotunda negativa de sus padres y demás parentela. Al final, se resignó a continuar siendo una burguesa más y, cuando se presentó Heinrich Floris, un hombre ya mayor para ella, pidiéndole la mano, aceptó atraída probablemente por la extraordinaria calidad de vida y la libertad que un matrimonio de aquellas características concedía a las mujeres de la época. Por otra parte, el nivel de vida al que accedía —la riqueza del comerciante era muy considerable— sobre todo tras el abandono de Danzig y el traslado a Hamburgo, la ponía

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en contacto con lo mejor de la sociedad alemana: pintores y escritores, amén de patricios y generales, trataban con los Schopenhauer. El arte y la poesía, en una época en que estaban [13] de moda entre la gente «bien», entraban por la puerta grande de su casa. Goethe y el arte del Clasicismo y también, por otra parte, la pasión romántica, hacían furor en aquellos años. La señora Schopenhauer viajó además con su marido por toda Europa y llegó a residir unos cuantos meses en Londres, verdadero privilegio para aquel tiempo en el que muy pocas personas podían permitirse el lujo de realizar viajes de placer. Así pues, Johanna pudo, aunque casada, alimentar su fantasía de artista frustrada con sus frecuentes u ocasionales visitas a los museos más importantes de Europa y el trato constante con pintores y artistas sobresalientes o con meros diletantes que hablaban de los grandes y exponían a su vez sus propios sueños e iniciativas. A la muerte de su marido, Johanna se vio libre y dueña de una gran fortuna. Contaba entonces 39 años, edad suficiente como para escapar del filisteísmo dominante en las clases acomodadas hamburguesas y lanzarse a una vida más natural y libre, tal y como propugnaba el ideal clásico-romántico que embargaba el espíritu de los artistas y las clases cultas del momento. Weimar y su vecina Jena constituían entonces el centro artístico e intelectual de Alemania, tanto o más que Berlín, y además, en la pequeña ciudad a orillas del Ilm vivía el propio Goethe (1749-1832-83a), admiradísimo sobre todo por las señoras y la gente joven de ambos sexos debido a su extraordinario best seller: Los sufrimientos del joven Werther (1774-25a), por

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lo que Johanna eligió Weimar como futuro y definitivo lugar de residencia. Allí llegó en septiembre de 1806 (40a) y allí es asimismo donde comienza la historia de la que da fe el presente epistolario. [14] La rica viuda de Hamburgo llegó a la corte de Weimar en un momento de gran inestabilidad, prácticamente una semana antes de la célebre batalla de Jena, en la que, en octubre de 1806, Napoleón derrotó a Prusia y sus aliados. Weimar se ubica en las inmediaciones de las llanuras donde se libró la batalla y la ciudad corría gran peligro de ser asaltada por las tropas francesas. Pese a todo, Johanna, recién llegada a la «corte de las musas», no quiso abandonada. La extensa carta del 19 de octubre que envía a Arthur, redactada a lo largo de varias jornadas y que hoy leemos como si de un azaroso relato de Heinrich von Kleist se tratara, ha quedado como un testimonio histórico de inapreciable valor. Tras aquellos días de espanto y gracias al coraje, a su optimismo y a su buen carácter, agudizados por la sensación de poderío y libertad que la embargaban, la viuda Schopenhauer, recién comenzada una nueva vida, se había hecho dueña absoluta de gran parte de los corazones de la buena sociedad de Weimar. Johanna era rica y había traído de Hamburgo cartas de recomendación expedidas por personas importantes. El mismísimo consejero privado von Goethe se había presentado en su casa, y ella, además, había sabido ganárselo por completo al agasajar, recibiéndola un día después de esta visita, a la mujer del insigne autor, Christiane Vulpius, con la que Goethe acababa de contraer matrimonio. La

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sociedad de Weimar repudiaba a la nueva consejera por pertenecer a una clase inferior y haber vivido varios años maritalmente con el gran hombre sin que éste se hubiera decidido a desposada hasta entonces. El célebre comentario de Johanna tras la visita de Christiane: «Creo que si [15] Goethe le ha otorgado su nombre, bien podemos ofrecerle los demás una taza de té» concedió a madame von Goethe carta blanca para ser acogida entre la buena sociedad de la pequeña corte, que tomaría ejemplo de la «consejera áulica» Schopenhauer y, finalmente, admitiría también a la advenediza en sus reuniones. Pero tal actitud revelaba sobre todo que Johanna, haciendo gala de una bondad y de una espontaneidad a la que no amedrentaban las convenciones sociales e incluso revestida de ideal democrático — cualidades, por otra parte, quizá bien estudiadas—; estaba dispuesta y quería a toda costa brillar en Weimar. y lo consiguió; a las pocas semanas de los acontecimientos militares, el salón de su casa se convirtió en el lugar de reunión de moda y, poco a poco, llegaría a convertirse en uno de los salones más célebres de Alemania, al menos durante una década, tras la cual, e impulsada en buena medida por un revés financiero que la amenazó con dejada en la ruina, madame Schopenhauer pasó de célebre salonière a convertirse en famosa autora de libros de viaje y novelas sentimentales. Arthur asistió parcialmente como testigo al primer éxito de su madre; durante su celebridad como escritora famosa, su trato con ella habría de ser mucho más reticente.

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En el año 1806, pues, Johanna se trasladó a Weimar junto con su hija Adele (9), dejando a Arthur (18) afincado en Hamburgo, pensionista en una casa extraña. El joven había prometido a su padre, a cambio de participar también él en el gran viaje por Europa de los años 1803-1804 (15-16), organizado por el comerciante junto con su esposa, que comenzaría con los estudios y el aprendizaje [16] de la profesión mercantil al regreso de dicho viaje. Con ello renunciaba a matricularse en el instituto de enseñanza secundaria con vistas a la futura iniciación de una carrera universitaria, inicio éste que no cuadraba con los deseos de Heinrich Floris. Pero, una vez fallecido el padre, Arthur no se mostró conforme con su suerte. En su prolijo curriculum vitae, describe lo mal aprendiz que era, cómo durante las horas de trabajo en la contaduría su mente se evadía en múltiples ensoñaciones y desatendía los deberes propios de su infeliz condición. El joven prefería leer con pasión a los autores de su tiempo antes que dedicarse a las áridas aventuras comerciales y, además, le interesaba el mundo más vivo de la cultura, la ciencia y el pensamiento. Tras la muerte de Heinrich Floris, Arthur no se siente capaz de romper la promesa que le hizo a su padre, y, profundamente apenado, refiere sus cuitas a Johanna: ésta, al cabo, le concede el permiso para que abandone el aprendizaje del comercio, reestructure su vida y sus propósitos futuros y comience a prepararse con vistas al inicio de una carrera universitaria. A partir de ese momento (1807-19a), Arthur se acerca a Weimar y más personalmente a Johanna, constituyendo una carga para la vida de libertad y autarquía que ella estaba llevando

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hasta entonces, pues el hijo poseía un carácter muy diferente al de su progenitora. Pero Arthur no permaneció mucho tiempo en Weimar; ese mismo año ingresó en el instituto —o Gymnasium— de la vecina ciudad de Gotha. El «rico hamburgués», como lo denominaban sus conocidos, era arrogante y, además, mayor que sus compañeros de estudios, sin embargo, también era mucho más inteligente que la mayoría de ellos, y pronto comenzó a revelarse su carácter provocador [17] y problemático. A causa de sus algaradas de estudiante y el colofón de unos versos jocosos con los que se mofaba de un profesor, fue expulsado del instituto. A finales del año 1807 (19), la madre tiene que soportar la presencia definitiva de su hijo en Weimar al menos durante una larga temporada, hasta que éste termine de prepararse para ingresar en la universidad. Profesores privados de la corte weimariana, amigos de Johanna, serán los encargados de preparado para el ingreso. La madre se distancia claramente de él en este período de forzosa convivencia induciéndolo a que viva su propia vida con absoluta independencia de la suya. Arthur, según se desprende de las cartas de Johanna previas al regreso de Gotha, se había convertido en un joven sabelotodo, que gustaba de lanzar juicios oraculares sobre cualquier cosa y, lo que era peor, que censuraba a la diletante y liberal madre por cualquier minucia. Varias veces se había demostrado que no podían vivir juntos más de tres días. Además, Arthur no veía con buenos ojos aquella sociedad erudita que lisonjeaba a su madre pero que a él, en cambio, no le hacía el menor caso, y mucho menos a algunos chichisbeos que rodeaban a Johanna, y de los

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que ella se sentía tan orgullosa. A juzgar por testimonios fidedignos, la conducta de la madre del filósofo era correcta socialmente y su amistad con los miembros del sexo masculino que alternaban en su círculo era, antes que otra cosa, de carácter «platónico» e ideal. Le gustaba considerarse musa o, cuando menos, mantenerse como sombra omnipotente sabedora de su capacidad para «comprender a los seres inteligentes cuando hablan», por otra parte, ese tipo de amistades «ideales» —la que mantenía con Ludwig Fernow era [18] modélica a este respecto— formaban parte de lo que ella pensaba que debía ser su nueva vida, una existencia libre de convencionalismos y trabas sociales, lo más cercana posible a una «vida de artista». Para Arthur, pensando más en la poca honra que la forma de vida de su madre ejercía sobre el recuerdo del padre muerto, estos afanes de Johanna le parecían superfluos y vanos y alejados del ideal de inmaculada matrona que, según él, debería encarnar su madre. Sin embargo, durante 1808, a pesar de las múltiples desavenencias entre madre e hijo, éstas no fueron tan graves como para provocar un necesario alejamiento entre ambos; Johanna soñaba aún con poder convertirse algún día en abuela y vivir en casa de un Arthur casado y rodeado de niños, si bien le advertía a la vez de que casarse demasiado pronto podría hacerle semejante a cualquier «filisteo». En el año 1809, Johanna entregó a su hijo (21) la parte que le correspondía de la fortuna familiar, lo que coincidió asimismo con la partida de Arthur a la Universidad de Göttingen. De esa época no ha quedado vestigio alguno de la correspondencia entre madre e hijo, que al parecer fue escasa,

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señal de que su relación se hallaba muy deteriorada; por lo demás, apenas disponemos de testimonios epistolares de los años universitarios de Arthur. Los datos que conocemos acerca de este período se deben en su mayor parte a su curriculum vitae. En un principio, al ingresar en la universidad, se matriculó en medicina; al semestre siguiente, tras haber trabado amistad con el filósofo Gotlob Ernst Schulze, más conocido como «Enesidemo», decide matricularse en filosofía. Aconsejado por Schulze, inicia a la vez su andadura filosófica leyendo los textos clásicos de Platón y de Aristóteles (si bien [19] este último no le atrae en absoluto) e inmediatamente se enfrasca en la lectura de las obras de Kant. Göttingen se le quedó pronto pequeña y, ansioso de ampliar sus conocimientos escuchando lecciones de los filósofos eminentes de la época, Arthur, que entonces contaba ya 23 años, decide trasladarse a la Universidad de Berlín. Allí asiste a las clases de Fichte y de Schleiermacher, decepcionándole ambas eminencias lo indecible (a Fichte habría «que ponerle una pistola en el pecho y amenazarlo: ¡Deje usted de proferir tales estupideces o disparo!», escribiría Arthur en su diario). Pero en Berlín asistió, sin embargo, con interés a otras muchas clases, por ejemplo, a las del célebre filólogo Friedrich August Wolff. Como consecuencia de las campañas militares de 1813, que supondrían la derrota de los ejércitos napoleónicos, y de la aproximación de la guerra a Berlín, Schopenhauer abandona la ciudad al no advertir en él madera de héroe militar ni reconocer «otros 14

estandartes patrios que los de las musas». Desde Berlín regresa a Weimar donde se reencuentra con su madre, que ha cambiado los pinceles por la pluma; tanto es así que acaba de publicar su biografía de Karl Ludwig Fernow y se halla enfrascada de nuevo en la preparación de otra obra, su primer libro de viajes: Recuerdos de viaje de los años 1803, 1804 y 1805. Por otra parte, Johanna había admitido en su casa como huésped y nuevo chichisbeo a un tal señor Müller van Gerstenbergk, archivero y consejero de la corte de Weimar. Müller ocupaba unas habitaciones alquiladas en la misma casa de Johanna, que por estas fechas se había mudado [20] a una suntuosa vivienda situada en la Plaza del Teatro y no residía ya en la Explanada. Este hombre, que entonces contaba 33 años de edad, comía diariamente con Johanna y sustituía al recientemente fallecido Fernow ocupando el puesto vacante de amigo incondicional de la anfitriona de la casa. Gerstenbergk era también poeta y aficionado al arte. Para Johanna era un acólito y un admirador que la reafirmaba en sus intenciones literarias y artísticas, algo que necesitaba con urgencia la ya, por lo demás, madura mujer. Goethe, por el que ella sentía una admiración sin igual, estaba algo más distante en esa época, además de mucho más avejentado y enfermizo. Arthur vio con muy malos ojos al intruso, quien iba ganando terreno en el afecto de la madre conforme él lo iba perdiendo, lo que, ciertamente, ocurría a pasos agigantados. No pudiendo soportar por más tiempo la nueva situación reinante en su casa y sin interesarle lo más mínimo los conflictos políticos que se estaban viviendo por aquellas fechas en

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el país, Arthur siente el deseo de coronar sus estudios de filosofía con la obtención del título de Doctor. En la pequeña ciudad de Rudolstadt, en las inmediaciones de Weimar, apenas en unos meses, escribe el trabajo que presentó como tesis doctoral: De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, que luego editaría y que constituiría la primera de sus obras. Con su tesis obtuvo el grado de «Doctor en Filosofía», otorgado por la Universidad de Jena. El regreso de Schopenhauer a Weimar en 1813 inaugura el comienzo del fin de sus relaciones con Johanna. Desde noviembre de dicho año hasta abril de 1814, la situación Familiar en casa de los Schopenhauer se torna cada vez más insoportable. Las desavenencias entre los [21] dos hombres jóvenes, Arthur y Müller von Gerstenbergk, debieron de ser espantosas, con insultos, gritos y portazos a la orden del día, hasta que Johanna tomó la determinación de impedir que su huésped y su hijo compartieran la mesa y se vieran demasiado. Para colmo, Arthur se había traído con él de Berlín a un compañero de origen judío que le hacía de comparsa en las discusiones. El amigo «israelita» de Arthur, Josef Gans, sacaba de quicio a Johanna, pues quería imitar al fogoso joven «sin tener su talento». Ambos filosofaban e incordiaban más de la cuenta y criticaban la vida de la dueña de la casa y la de su amigo. Gerstenbergk, en un testimonio escrito que ha quedado de su pluma, dirigido a Ferdinand Heinke, se expresa así a propósito de Arthur y Gans: «El filósofo ejerce sobre mí su razón universal. Se ha traído consigo un judiíto de Berlín, que es amigo suyo porque toma pacientemente cada día su dosis de laxante objetivo de

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la cuádruple raíz. De ustedes espera que el KleistKorps tome París a fin de purgar con él a los franceses. El judío se llama Gans y con ese ominoso objeto subjetivo se sienta con nosotros a tomar el té un verdadero No-Yo... » Este Ferdinand Heinke, por cierto, no era otro sino el protagonista del episodio real vivido por Ottilie von Pogwisch y Adele Schopenhauer, tan jugosamente narrado por Thomas Mann en su novela Carlota en Weimar: el hallazgo de un oficial de cazadores malherido en el parque de Weimar y su posterior ocultamiento y curación, salvándolo así de caer en manos del enemigo. El rescatado oficial se había hecho también asiduo del salón de madame Schopenhauer. Al parecer, la opinión de Johanna sobre el amigo de Arthur era tan nefasta como la que también tenía de la tesis doctoral del hijo. Una de las anécdotas [22] que ha trascendido a la posteridad es que al entregarle Arthur su tesis recién publicada y leer ésta el título, Johanna habría respondido: «¡Ah! ¡Se trata de algo para boticarios!» Asimismo ha quedado testimonio de que incluso Johanna suscribió la carta de von Gerstenbergk a Heinke corroborando lo que éste había escrito: «Debería firmar sin más la carta de mi amigo, señor Heinke, pues no sabría decirle nada nuevo ni mejor que lo que él le escribe.» Sea como fuere, madame Schopenhauer no soportaba más en su casa la presencia de su hijo ni la de su conmilitón, por lo que ideó nuevos planes de alquiler; pensó que Gerstenbergk podía dejar su alojamiento, ella alquilaría las habitaciones vacías a otro huésped, y a su amigo lo alojaría en las habitaciones que Arthur y Gans tendrían que dejar libres; al parecer estaba algo falta de

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recursos. Así se lo comunicó a Arthur: en los tumultuosos días de las guerras napoleónicas reinaba la carestía por todas partes y era necesario economizar, por eso no tenían más remedio que vivir separados si el hijo no quería terminar con los recursos de la precaria hacienda de su progenitora. Arthur propone a Johanna elevar la pensión que le paga por él y por su amigo, pero esto no la seduce. El joven filósofo se ve perdido y desdeñado por su madre y, en el paroxismo de las disputas, llega a acusarla de acciones atroces, incluso de malversación de fondos, de dilapidación de parte de la herencia de Adele y del dinero asignado como pensión a la abuela materna. Durante los días que siguen a dichas disputas, Johanna sólo trata con su hijo por medio de misivas que la criada lleva del gabinete de la madre a la habitación de Arthur, Después de una terrible discusión acaecida el día 14 de abril de 1814, madre (48) e hijo (26) no volverán a verse [23] nunca más. Johanna fallecerá en 1838 (72), atendida en todo momento por Adele (41), que permaneció soltera. Al final de su vida, Johanna volvió a escribir alguna que otra vez a su hijo, pero fríamente. Arthur tampoco le escribió sino escasas cartas formales muy de vez en cuando; sin embargo, parece que hasta el fin de sus días guardó, junto a sus pertenencias más queridas —un busto de Kant o una estatua de Buda, por ejemplo—, un retrato de Johanna. Según podemos leer en el curriculum que Arthur escribe en 1819, lo único que le proporcionó verdadera alegría durante la última época de su estancia en Weimar fue la relación con Goethe. Éste había empezado a 18

tratar con Schopenhauer a raíz de su obtención del grado de doctor en filosofía y de la consiguiente publicación de la tesis doctoral. Parece que cuando Arthur regresó a Weimar, al terminar sus estudios, cobró alguna relevancia a los ojos del huésped más importante del salón de Johanna. Goethe, a pesar de que conocía al hijo de la anfitriona desde hacía ya seis o siete años, nunca antes había tenido trato con él. El «gran olímpico» había hojeado la tesis de Schopenhauer y creía ver en él un compañero para las investigaciones que en aquella época realizaba sobre la teoría de los colores. Goethe, ya mayor, aspiraba por aquellas fechas a dejar de ser el sempiterno autor del Werther y de otras tantas obras literarias que aún no habían superado la fama de aquél. Antes bien, desengañado de la política y viendo ya perdido a su admirado Napoleón Bonaparte, desterrando la idea de una Europa unida por ideales comunes y rechazando, en fin, la algarada [24] nacionalista que se extendía como reguero de pólvora a lo largo y ancho del viejo continente, hacía tiempo que deseaba pasar a la Historia como insigne figura científica de su siglo antes que como mero autor literario. De ahí su grandísimo empeño en la profundización de sus extraordinarios estudios de botánica y los años de intenso estudio para su monumental «teoría de los colores». En la conclusión de esta obra y su publicación había cifrado grandes esperanzas. Goethe pretendía haber demostrado con ella una teoría de los colores absolutamente contraria a la de Newton, vigente desde hacía ya tantos años, y que ahora él revelaba como falsa. La luz no podía descomponerse, hecho que creía haber

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demostrado el célebre científico inglés; antes bien, la luz era un todo, lo que se oponía a las tinieblas, la objetivación física del bien en contra del mal; un juego físico-metafísico aplicable a la unidad absoluta y la discordia bipolar de la totalidad de lo existente; entre ambos polos se hallaban los colores, productos subjetivo-objetivos del sujeto que los percibía y de la Naturaleza iluminada por la Luz. El editor Cotta, de Tübingen, tratando de halagar la vanidad del poeta y alentándolo a venderle a su editorial los derechos exclusivos de la esperada segunda parte del Fausto, publicó en 1810 el Esbozo de una teoría de los colores, obra en dos gruesos tomos que ningún otro editor hubiese aceptado de no haber sido Goethe su autor. Éste esperaba aún las repercusiones de su obra cuando reencontró a Schopenhauer convertido en doctor en filosofía. Pero éstas se retrasaban porque sencillamente no ejercían efecto alguno entre la comunidad científica de Alemania ni de ningún otro país. Schopenhauer, encariñado con el célebre autor, [25] se tomó con sumo interés los experimentos cromáticos de los que Goethe le hizo partícipe durante las mañanas soleadas o las frías y largas veladas de invierno. Tanto fue el interés que el joven filósofo llegó a sentir por el tema que, al abandonar Weimar empujado por la disputa con su madre y trasladarse a Dresde, a proseguir sus estudios, ya no universitarios, sino postdoctorales, e iniciar su vida en solitario y prepararse para dar a luz la obra que desde «hacía ya tiempo le estaba rondando la cabeza», redactó él mismo una teoría de los colores, «para dar gusto a Goethe y apoyarle en sus descubrimientos». Schopenhauer bregará durante un

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par de años con el poeta para que éste le manifieste su reconocimiento; mas Goethe le da largas: en realidad, aquel que se llamaba su discípulo utilizaba su nombre como estandarte, pero había ideado una teoría de los colores que casi nada tenía que ver con la suya y que incluso pretendía superarla. Schopenhauer, en pleno frenesí creador, atisbaba ya su gran obra El mundo como voluntad y representación para la que tanto su tesis doctoral como su ensayo sobre los colores servirían de iniciación. Abrigaba la intención de que Goethe viese en él un digno sucesor, erigiéndose en mentor de su obra. Pero éste, que no veía en Schopenhauer más que a un jovenzuelo arrogante, molesto por el hecho de que quien se declaraba su seguidor más incondicional le reprochase y le espetase a la vez que su obra de madurez estaba a medio terminar y que además era confusa y no contenía más que puro diletantismo científico, hizo caso omiso de su apasionado discípulo, con lo que Arthur se quedó sin mentor. Goethe estaba demasiado ocupado consigo mismo y con sus propias tareas y ensoñaciones como para hacer [26] demasiado caso a quienes no se le rendían absolutamente ni profesaban sus ideas sin controversia alguna. Su carácter conciliador le llevó a contestar a las cartas de Arthur con cortesía, pero también con evasivas, alentando entre ambos el distanciamiento. Tampoco de la lectura de EL mundo como voluntad y representación que, si hemos de creer a Adele Schopenhauer, Goethe leyó con «inusitado interés», nació un especial reconocimiento para Arthur ni afán alguno por estrechar lazos de amistad con él. Años después, sin dejar de reconocer la inteligencia del joven

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«doctor», Goethe manifestó que la relación con quien se llamó discípulo suyo había sido como uno de esos encuentros fugaces de dos caminantes que, habiéndose saludado amablemente, toman después caminos distintos. En efecto, Schopenhauer prosiguió con su obra a solas; aún tendrían que transcurrir varias décadas más para que sus singulares e innovadores pensamientos suscitasen algún interés. Luis Fernando Moreno Claros

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Esta Edición Para realizar la presente edición del Epistolario de Weimar he tenido en cuenta varias obras alemanas que recogen, o bien íntegramente o sólo en parte, la correspondencia de Arthur Schopenhauer. La referencia esencial y más completa del epistolario del filósofo, en la que también se reúnen las cartas a él dirigidas, es la que se incluye en la denominada «edición Deussen» de obras completas: Arthur Schopenhauer Sämtliche Werke, editada por Paul Deussen, Piper Verlag, München. Los volúmenes XIV, XV y XVI son los que contienen la correspondencia: Der Briefwechsel Arthur Schopenhauers, 1929, 1933 y 1942 respectivamente, a cargo de Carl Gerbhardt (1) y Arthur Hübscher (11 y 111). También he utilizado las siguientes recopilaciones: Gesammelte Briefe [Correspondencia completa. Incluye sólo las cartas de Schopenhauer], a cargo de Arthur Hübscher, Bouvier, Bonn, 1974. Die Schopenhauers. (Der Familien-Briefwechsel von Adele, Arthur, Heinrich Floris und Johanna Schopenhauer) [Incluye las cartas de la familia Schopenhauer, la mayor parte de ellas de Johanna y Adele Schopenhauer a Arthur], a cargo de Ludger Lütkehaus. Haffmans Verlag, Zúrich, 1991. Der Briefwechsel mit Goethe [Correspondencia con Goethe], a cargo de Ludger Lütkehaus. Haffmans Verlag, Zúrich, 1992. y Das Buch als Wille und Vorstellung, Arthur

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Schopenhauers Briefwechsel mit Friedrich Arnold Brockhaus [28] [Correspondencia con los editores de la casa Brockhaus], a cargo de Ludger Lütkehaus, C.H. Beck, München, 1996. Las notas a pie de página son en parte mías y en parte tomadas del extraordinario aparato crítico de las diversas ediciones citadas.

Nota de agradecimiento Agradezco a las Fundaciones alemanas Weimarer Klassik (Weimar) y Hanns-Seidel Stiftung (Múnich), el extraordinario interés que mostraron por mi trabajo y la generosa aportación económica que facilitó mi estancia en Alemania durante algunos meses. El presente libro es sólo uno de los frutos de los variados estudios que tuve ocasión de realizar en la Anna Amalia Bibliothek, el Goethe-Schiller Archiv y el Nietzsche Archiv de Weimar durante los meses de noviembre de 1997 a febrero de 1998, y cuya posibilidad se debió únicamente a la magnánima cooperación de ambas Fundaciones. Salamanca, enero de 1999

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Epistolario de Weimar (1806-1819)

(Selección de cartas de Johanna, Arthur Schopenhauer y Goethe)

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[1806] (18a)

Johanna Schopenhauer a Arthur Sábado noche1

Acabas de marcharte, todavía percibo el humo de tu cigarro, y sé que no volveré a verte en mucho tiempo. Hemos pasado una velada muy agradable los dos juntos, deja que ésta sirva de despedida. Adiós, mi querido y buen Arthur, es muy posible que ya no esté aquí cuando leas estas líneas, pero si estuviera no vengas a verme, no puedo soportar las despedidas. Al fin y al cabo, podremos vernos cuando queramos, creo que no será preciso esperar mucho tiempo hasta que la razón nos permita quererlo. Adiós; te he engañado por primera vez, pues pedí los caballos para las seis y media. Espero que no te duela mucho este engaño, lo hice por mí, pues sé lo débil que soy en tales momentos y cuánto me afecta cualquier emoción violenta. Adiós, que el Señor te bendiga. Tu madre, j. Schopenhauer. Escríbeme ya el próximo miércoles.

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 29 de septiembre de 1806

Tu carta, mi queridísimo Arthur, ha hecho verdaderamente agradable mi primera mañana en Wei26

mar. Pienso mucho en ti, y una vez que descanse y esté tranquila [32] te echaré mucho de menos; pero así lo quiere el destino, y finalmente, a qué no acabamos acostumbrándonos. Que te hayas tomado mi despedida polaca como hay que tomársela está muy bien por tu parte, creo que fue lo mejor para ambos; habría sufrido mucho si hubiera tenido que despedirme formalmente de ti. Con tu carta, le has dado a Adele2 una gran alegría; al principio no podía creerse que le hubieras escrito, también para mí es muy valiosa esa prueba de tu amor por ella. Con un tiempo espléndido, mi viaje fue realmente placentero. El martes a media tarde llegamos a Braunschweig, de donde partimos el miércoles, a las dos de la tarde. El profesor Romer3, a quien me dirigí por recomendación de Tischbein4, es un hombre muy amable que se esforzó cuanto pudo por informarme del camino hasta aquí y también nos sirvió de guía en el museo. Llegué a Halle el viernes por la noche y me enteré de que camino a Weimar no hallaría caballos ni alojamiento, puesto que todo estaba lleno de soldados. Me fue imposible encontrar de inmediato a mis viejos conocidos, esto hizo que no supiera qué decisión tomar; sin embargo, antes de que hubiera podido equivocarme vino el consejero áulico Schey con su mujer y el profesor Froriep; me hallé entre amigos que me aconsejaron, y decidimos, pues, que pasaría el sábado en casa de los Richardt y los Schey. Finalmente, el domingo, alquilé caballos de tiro que, a través de un camino por el que 27

casi no vi señales del ejército, me trajeron aquí directamente, adonde llegué ya entrada la noche, bastante tarde. Aquí reina la confianza; el ejército proseguirá pronto su marcha; qué sucederá luego es algo que, naturalmente, aún no puede saberse, pero ya verás cómo todo sale bien, aunque la guerra [33] es inevitable, aquí todo es vida y confianza. Te escribo hoy sólo estas pocas líneas para decirte que ya estoy aquí. Saluda a Willink5, Pistorius6 y demás amigos.

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 6 de octubre de 1806

Aquí estoy, en medio de la guerra, querido Arthur, pero hay que ser valiente, y te escribo para que tú también lo seas y para que no te inquietes por mí. El destino juega caprichosamente conmigo. Que me encuentre ahora aquí, justo en el centro de este huracán, en una tierra que probablemente habrá de ser el escenario de una guerra cruel... pero como nadie podía saber que sucedería lo que ha sucedido, me armo de paciencia y no me hago reproche alguno al respecto, pues he actuado según lo que creí más conveniente para mí y los míos. Personalmente, no arriesgo nada; incluso si, en el peor de los casos, los franceses llegasen a ser los amos de estas tierras, los habitantes de aquí sufrirán mucho con las contribuciones, pero yo, como extranjera que soy, no tendré nada que temer. Aquí nadie parece estar a 28

punto de marcharse, y donde los demás se quedan, me quedo yo también. Si ocurriera lo que no es de esperar, que la guerra se acercara demasiado y fuera a librarse alguna batalla cerca de la ciudad, eso es algo que se sabría por adelantado y siempre me quedaría la posibilidad de huir a Berlín. A causa de los ejércitos, los correos ya no parten directos a Hamburgo. El de hoy, de Hamburgo, no vino, por lo que no tengo ninguna noticia tuya, aunque estoy segura de que has escrito. Envío esta carta adjunta a la de un comerciante de aquí, vía Leipzig, lo mejor será que tú también [34] me escribas por ese camino; habla con Ganslandt7 al respecto, y escríbeme en cuanto puedas, estoy impaciente por tener noticias tuyas, querido Arthur. La visión de todo este aparato militar me parece harto interesante. Ayer pasó por aquí el ejército de Sajonia bajo el mando del príncipe de Hohenlohe, anteayer estuvo aquí el Rey8, el duque de Braunschweig y el Estado Mayor al completo, y así todos los días; todas las tardes llegan nuevas tropas, por la mañana se marchan y dejan sitio a otras nuevas; esto da mucha vida a este sitio tan pequeño... Los esbeltos y hermosos soldados en sus espléndidos uniformes nuevos y relucientes, los oficiales, todos esos príncipes y monarcas con los que nos encontramos a cada paso; los caballos, los húsares, la música militar… es una vida tan llena de grandeza y poder que me resulta imposible no sentirme irresistiblemente arrastrada por ella. Solamente cuando pienso en las inevitables consecuencias de la 29

guerra, y en que muchos de esos hombres, ahora pletóricos de energía y de vida, tal vez pronto yazcan muertos o mutilados en el campo de batalla, se me encoge el corazón. Los soldados, sobre todo los rasos, rebosan entusiasmo, sólo desean que llegue el instante decisivo; todo parece indicar que será en Erfurt; también Napoleón se aproxima allí con enorme poderío, muy pronto tiene que acontecer algo decisivo. Muchos piensan con Falstaff, wauld it were night and all was over9, pero también llegará ese momento. Te pido de nuevo, querido Arthur, que no te preocupes por mí incluso si durante algún tiempo no te escribo, dadas las condiciones tan irregulares del correo. Lo haría con gusto, pero es fácil que las cartas permanezcan estancadas o se pierdan. Por mi persona no corro riesgo alguno, a la [35] menor señal de peligro me marcharé; de nuestra fortuna únicamente están aquí los muebles, que nadie me quitará; la plata y las joyas puedo ponerlas fácilmente a salvo. Dile esto a todos cuantos por mí se interesan. Estoy bastante satisfecha con mi situación y ni un solo instante he tenido motivo alguno de zozobra: aquí tengo amigos que me ayudan en lo que pueden; Rídel10 me cuida como un hermano, el bueno de Falk11 hace también lo suyo y me mantiene constantemente informada de las últimas noticias, algo que me agrada mucho; también Bertuch12 se porta maravillosamente conmigo. He venido a parar entre buenas personas. Mi alojamiento lo dispongo yo misma como si no hubiera nada más que hacer: quedará 30

muy bonito y muy cómodo; mis muebles están ya desembalados y no se ha roto ni una sola pieza, ni un solo cristal, ni una sola taza. El miércoles dormiré allí por primera vez. Todavía no he hecho nuevas amistades, tan sólo ayer, en casa de los Kühn, una tal señora van Egloffstein, madre del mariscal de la Corte, que me invitó muy amablemente a visitada y cuya casa es aquí de las más brillantes. Fui a ver a la señorita van Göchhausen13, la cual, con la recomendación de Tischbein, me recibió muy solícita; la próxima semana quiere presentarme a la anciana duquesa14, así como a Wieland y a otras tantas amistades. Sólo con quererlo entraré aquí en los mejores círculos; sin embargo, observaré juiciosamente mi entorno a fin de no apresurarme. Goethe está todavía en Jena, le conoceré en cuanto regrese. Sophie y Duguet15 trabajan como chinos en mi nuevo alojamiento, Adele se porta estupendamente, está sana y prepara una hermosa carta para ti. Ha encontrado [36] una verdadera amiga en la pequeña Ridel. Mignon se escapa a cada instante y tenemos que encerrarlo; pasó una noche entera fuera de casa, pero luego regresó voluntariamente. Kühn viaja este lunes a Hamburgo, ha vendido su casa, pero su mujer y sus hijos permanecerán aquí tranquilamente hasta la primavera, luego entregarán la casa. También una tal familia Rodde, de Lübeck, se ha establecido aquí, se habla de barcos apresados allí, todavía no he visto a esta familia. Éstas 31

son, pues, mis nuevas; querido Arthur, ahora me gustaría saber enseguida cómo te va a ti, sobre todo qué tal estás de salud y cómo va tu oído. ¿Qué tal te llevas con Grasmeyerl6 ¿Cómo se porta Jenisch17 contigo? ¿Dejarás pronto de ejercer las obligaciones de los más pequeños? De que te encuentres bien en casa de Willink no me cabe la menor duda. ¿Cómo va tu humor? ¿Te amargas a menudo, o te conformas con este loco mundo por la sencilla razón de que no tenemos a mano otro mejor? ¿Qué hace Kymops?18 Ayer estuviste en casa de los Böhl19, espero que te divirtieras. Escríbeme algo acerca de Anthime20, y ya que tú, corazón de tigre, no quieres que se aloje contigo, dime al menos si tienes alguna idea aproximada de dónde se quedará. Saluda a los Böhl, Pistorius y Bregardt cuando los veas, a todos les escribiré en cuanto pueda; aquí en el hostal, con todo este jaleo, compartiendo habitación con Adele, me resulta casi imposible; únicamente con gran trabajo he podido garabatearte estas letras, y es seguro que habrás de verlos. Adiós, mi buen Arthur, piensa a menudo en nosotros. Tu madre, J. Schopenhauer

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Adele Schopenhauer a Arthur Weimar, 10 de octubre

Querido Arthur: No esperaba recibir tan pronto una carta tuya; sin embargo, ya ves que yo también puedo escribir. Te envío además una misiva para Emmy Pistorius, llévasela pronto y salúdala de mi parte. Junto a esta carta hay todavía otra para mademoiselle Connings, en Katrinen Kirchhof. Todo esto te llegará por medio del señor Kühn. La ciudad no es muy grande, pero a cambio debe de ser muy tranquila; ahora, sin embargo, vemos pasar soldados a cada momento, y hace unos días Sophie vio a un oficial prusiano herido, pero que se había roto la pierna en la ciudad. Sophie te envía saludos. Adiós, querido Arthur, que te vaya bien y no te olvides de Tu Adele Schopenhauer

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 18 de octubre de 1806

Como puedes comprobar, todavía estoy viva, y además puedo asegurarte que todos nos encontramos a salvo y que nadie en nuestra casa ha sufrido el menor daño. Anteayer, apenas me hube repuesto un poco, te escribí unas líneas a fin de tranquilizarte, pues temía que estuvieras demasiado inquieto por mi suerte; pero no sé si las recibirás, los correos no transitan todavía, se dice que mañana partirá el primero; esto te lo escribo por si 33

caso; dichas líneas las despachó sin sellar un oficial francés por medio de un oficial prusiano prisionero; al prusiano lo transportaban a otro lugar y me [38] prometió que a la primera oportunidad que tuviera entregaría mi carta al correo. Espero que lo haya hecho así, aunque es posible que esta carta llegue antes. Ahora quiero referirte brevemente la historia 19 de octubre

Aquí me interrumpieron ayer. Vivimos aún días muy agitados; tampoco enviaré esta carta hasta estar segura de que llegará, pues no desearía tener que contar esta historia de nuevo. Mientras tanto, te escribiré cada vez que pueda unas pocas líneas insignificantes con la esperanza de que por lo menos te llegue alguna noticia mía, pues realmente debes de estar muy preocupado por nosotros. Y ahora, deja que te cuente. Pero comenzaré desde muy atrás, pues aún no tengo la cabeza del todo en su sitio, aunque espero que esto se solucione escribiendo: escribir fue siempre un calmante para mí. Ya no recuerdo cuándo te escribí por última vez, y tampoco puedo ir ahora a mirar en mi caja de correspondencia; sólo sé que entonces este lugar se hallaba plagado de prusianos y sajones y que nadie imaginaba la proximidad de tan terrible catástrofe. ¡Buen Dios! ¡Si hubiera sabido lo que se nos venía encima, incluso a pie hubiera salido de aquí! Aunque hubiera hecho muy mal, pues ya ha pasado todo y los míos y yo estamos a salvo. Mi 34

alojamiento en el «Erbprinz», dada la cantidad de príncipes y generales que allí se hospedaban, resultaba muy incómodo. Me corría prisa, pues, tener mi propio hogar, así que el día 8 me trasladé a mis nuevas habitaciones, que yo había dispuesto enteramente a mi gusto y donde sólo faltaban ya las cortinas y otras cosas por el estilo. Llegué a Weimar el día 28; entonces, el ejército [39] prusiano se hallaba en las cercanías, pero todavía no en la ciudad. El día 1 entró aquí, de paso hacia Erfurt, de donde se sospechaba que los franceses se hallaban cercanos. Esto duró hasta el día 3 o el 4; ya te describí entonces toda la pompa militar; entonces todo eran esperanzas, nadie podía suponer que Turingia se convertiría en el escenario de la guerra. El día 3 observamos extraños movimientos en el ejército: tropas que hacía tiempo habían partido, ahora regresaban de nuevo; en los días siguientes, todos se replegaron desde Erfurt; en nuestra pequeña ciudad y sus alrededores acampaba un ejército de casi 100.000 hombres, prusianos y sajones. Los soldados se hallaban malhumorados a causa de las inútiles y fatigosas marchas, y los lugareños, a causa del duro acuartelamiento y la consiguiente carestía; todavía quedaban esperanzas, mas, un espíritu sombrío parecía oscurecer los semblantes: se esperaba y se temblaba. Yo quería marcharme, pero, ¿adónde ir? Todos me aconsejaban que me quedara; en realidad, no tenía más remedio, pues era imposible conseguir caballo 35

alguno, ni siquiera comprándolo; y tampoco nadie hacía el menor gesto de huir. El día 9 o el 10 llegó aquí el Rey, acompañado de la Reina21, del duque de Braunschweig y de un gran número de generales. La Gran Duquesa abandonó la ciudad. Se instaló un campamento desde Erfurt hasta el Ettersberg, a una milla de distancia de Weimar, que se extendió hasta muy cerca de nuestro parque. Se supo con certeza que los franceses habían irrumpido por la parte donde menos se los esperaba, que se habían adueñado de Coburg y de Saalfeld; se oían cañonazos en la lejanía, nadie sabía a ciencia cierta qué pensar, se creía que se replegarían hacia Leipzig y Dresde y que el Rey, la Reina [40] y el duque de Braunsweig permanecían aquí tranquilos, el ejército en el campamento... A nosotros nos latía el corazón de impaciencia. El día 11 me enteré de que G. v. KY se hallaba aquí. Le envié mi dirección, él mismo habló con Duguet y le dijo que vendría a visitarme por la tarde. Después, pudimos ver a soldados prusianos y sajones heridos que regresaban en fuga; los cañonazos lejanos no pararon apenas durante esos días. Nos enteramos de que un ejército harto pequeño, al mando del Príncipe Luis23, había sido completamente diezmado en Rudolstadt, tras ocho horas de combate. El Príncipe, cuyo bello porte habíamos podido admirar hacía escasos días, pereció; no quiso entregarse, ni tampoco sobrevivir a la derrota. La visión de los fugitivos y más aún la de los heridos era algo espantoso, se desarrollaban escenas 36

desgarradoras; en la calle, vi venir a un oficial a caballo; interrogó a un coracero herido: «¿Sabéis algo del capitán Bär?» «Ha muerto —fue la respuesta—, yo mismo lo vi caer.» El oficial era su hermano. Yo seguía decidida a marcharme, pero no tenía caballos; por otra parte, todos me aseguraban que mi persona no corría riesgo alguno si permanecía en la ciudad, pero que los caminos eran inseguros. Insistí, seguí buscando caballos, mandé hacer el equipaje y quise hablar con K. ante todo. Me escribió que no podría venir a verme aquella tarde, que vendría al día siguiente, el 12. No tuvimos otro remedio que calmamos un poco. El día 12 me visitó primero Bertuch, que me tranquilizó mucho; se sabía con certeza que los franceses se replegaban hacia Leipzig, todo podía salir bien, no corríamos peligro. Poco después, me anunciaron la visita de un desconocido. Me dirigí a la antesala y allí encontré a un hombre atractivo [41] y de grave apariencia, vestido de negro, que se inclinó profundamente ante mí y que muy cortésmente me dijo: «Permítame que le presente al consejero privado Goethe.» Dirigí mi mirada al resto de la habitación buscando a Goethe, puesto que según la torpe descripción que me habían hecho de él no podía reconocerla en el hombre que yo tenía delante. Mi alegría y mi confusión fueron enormes, pero creo que me comporté mucho mejor de como lo hubiera hecho de haberme preparado previamente para su visita. Cuando me hube tranquilizado un poco, tenía mis manos entre las suyas y ambos 37

nos dirigíamos hacia el cuarto de estar. Me dijo que ya había tenido intenciones de visitarme el día anterior, me tranquilizó con respecto al futuro y me prometió volver pronto. El día transcurrió sin novedad, el campamento y todo lo demás siguió como estaba. Por la tarde llegó G. v. K., que había deseado hallarme a solas, y así ocurrió. Se comportó conmigo como siempre y, por cierto, también me aconsejó que me quedara hasta el último momento. Parecía estar muy disgustado con el curso de los acontecimientos, me contó que el enemigo se hallaba en Naumburg y que había ardido el polvorín. «Si mañana seguimos aquí, estamos perdidos —me dijo—. Creo que usted no arriesga nada si se queda, pero si desea marcharse, vaya hacia Erfurt y de allí a Magdeburgo, y luego ya hacia donde mejor le parezca.» El general quería contarme muchas más cosas acerca de la situación, pero en esto apareció su ayudante y le comunicó que volvía a oírse un fortísimo cañoneo; apenas si tuvo tiempo de despedirse, y se apresuró a acudir junto al Rey. Era ya bastante tarde, pero a pesar de eso pedí a Conta24, que desde hacía unos días se hallaba alojado [42] en nuestra casa, que llevara mi pasaporte al duque de Braunschweig para que lo firmara. Así lo hizo. Yo albergaba todavía la esperanza de encontrar algún caballo, si bien en la posta no quedaba ninguno y a los ciudadanos no se les permitía darlos. Todavía no me había decidido del todo a marcharme, pero deseaba estar preparada en caso de necesidad. También llegaron Ridel 38

y mi paisano Falk; a este último le había prometido llevarlo conmigo para librarlo del destino del librero P.25, así que le encargué que se procurase un pasaporte y buscase caballos y que estuviera dispuesto para partir a cualquier hora. Ni él ni Ridel creían que existiese todavía un gran peligro. Leímos el manifiesto que yo había recibido y nos separamos tranquilamente. El lunes, día trece, por la mañana, fui al campamento con Conta y Adele; durante todos estos días había hecho un tiempo excelente: la vida y el ajetreo del campamento, el hermoso parque, la luminosidad del sol, me llenaron de gozo. De regreso a casa vimos a todos los oficiales ante el alojamiento del Rey y al propio monarca asomado a la ventana; sólo con mucho esfuerzo pudimos abrimos paso entre la multitud. Ya en casa me dijeron que K. había estado allí, le había dicho a Sophie que partiría a las dos, que no podría ya verme, me pedía que le escribiera unas líneas de despedida, y así lo hice; le pedí que me dijera si debía huir y a dónde, y que me consiguiera caballos. Eran las doce. Me dirigí al castillo a ver a la dama de compañía de la duquesa viuda26, señorita v. Göchhausen, que en ese tiempo se había hecho amiga mía, para poder enterarme de algo nuevo y concreto. Me la encontré precisamente en la escalera, junto a la duquesa, y allí mismo, en la escalera, le fui presentada. Ella ya había oído [43] hablar de mí, y a pesar de lo alarmada que estaba, me trató con mucha amabilidad y me invitó a acompañarla a sus aposentos. 39

Aquí llegaron diversos oficiales portando noticias inquietadoras. De nuevo se oyó un fuerte cañoneo; el campamento del que yo venía comenzaba a levantarse, todos se preparaban para la marcha. Cuando se retiraron los oficiales, tuve que sentarme un poco con la duquesa, permanecí con ella una media hora larga. Buscamos en el mapa el camino que K. me había recomendado; por cierto, la reina había tomado la dirección contraria. La duquesa me dijo que ya tenía todo listo para partir y me aconsejó que yo hiciera lo mismo; caballos no me podía dar, pues apenas ella misma tenía algunos, y a pesar de estar ya preparada para el viaje, todavía no se hallaba muy decidida. Me haría saber cuándo y hacia dónde partiría, y con esto me despedí de ella. En casa hallé la respuesta de K., me escribía que si le era posible se acercaría a verme un instante, que por lo demás, si se quedaban aquí las dos duquesas27, en cuanto que persona particular, yo no tendría nada que temer. Tampoco él tenía caballos, pasado mañana podrían obtenerse monturas de posta, entonces tendría que huir por Erfurt y Langens alza hacia Magdeburgo o Göttingen, esa ruta sería segura. Al fin me tranquilicé, pues no me cabía otro remedio. El trasiego de las tropas que abandonaban la ciudad, la marcha del Rey, todo esto me hizo caer en la cuenta del peligro que yo misma corría, un peligro que, en realidad, nadie había creído tan inminente. Hacia las cuatro, puesto que el tambor de su regimiento ya había redoblado por segunda vez, llegó 40

el propio K.; estaba bastante impresionado y a la vez pletórico por los grandes acontecimientos que le aguardaban; [44] no pudo decirme nada, nuestra despedida fue verdaderamente conmovedora. Entonces redobló por tercera vez el tambor y tuvo que marcharse. Me encogió el corazón ver partir de esa manera a aquel hermoso anciano. Todavía no sé qué habrá sido de él. Aquella despedida y el ajetreo de aquel día habían agotado mis fuerzas, mandé a Sophie y a Adele al teatro, donde precisamente se representaba Fanchon28, para poderme quedar a solas. Me recosté en mi sofá y allí permanecí completamente en calma; aquel silencio mortal, tras el barullo de los últimos días, era horrible. Hacia las siete volví a oír movimiento y voces en las calles, me sentía como ahogada en casa, hice que Duguet me condujera a la de Ridel. Sólo dando grandes rodeos pude llegar hasta allí, pues todas las calles estaban ocupadas por carros y caballos; se trataba de los pertrechos y el personal que seguía al ejército. En casa de Ridel nos dimos ánimos mutuamente: la opinión general seguía siendo que los franceses se hallaban en Leipzig y que nuestro ejército había salido a su encuentro hacia allí, donde con toda probabilidad se libraría una batalla. Me fui a casa, Ridel me acompañó; el barullo había decrecido un tanto, la mayoría de los carros había partido ya. En casa, encontré a Adele ya Sophie muy contentas, recién llegadas del teatro. Nos fuimos a la cama despreocupadamente. Esa noche me 41

desperté varias veces, reinaba un silencio mortal que, después de todo el jaleo que día y noche habíamos tenido hasta entonces, me atemorizaba sobremanera. No me levanté hasta las siete y media, la batalla ya había dado comienzo, poco antes de las seis de la mañana, en Jena. Tú conoces el camino que va de Weimar a Jena, conoces los escarpados riscos, que están provistos de muros a fin de [45] que los carros no se despeñen y se precipiten al abismo; abajo, en el fondo, se halla el Mühlenthal, allí estaban los franceses, el Emperador entre ellos. La niebla era tan espesa que al principio no se le veía, lo sé por testigos oculares; estaba sentado ante una fogata de campaña calentándose y preguntaba una y otra vez si no se veía a los prusianos; en esto se los vio asomar en lo alto. Los encolerizados franceses se lanzaron a escalar los empinados riscos, durante algún tiempo no pudo determinarse quién obtendría la victoria, pero el ejército francés recibía tropas de refuerzo a cada instante; los prusianos se batieron como leones, pero la desproporción era demasiado grande; a éstos logró expulsárseles de su posición privilegiada, la cual, desde luego, no supieron aprovechar lo suficiente, y ya conoces el resultado. Hasta las nueve no me enteré por mademoiselle Conta, que está aquí con nosotros en casa, que se oían cañones y que se esperaba fuera a librarse una batalla en las cercanías. Llamé a Sophie, mis joyas estaban cosidas en mi corsé, que me puse. Hacía unos días que había hecho que un comerciante de 42

aquí me diera cincuenta luises de oro en plata a cambio de un pagaré, a fin de proteger mi oro, pues no lo había en la ciudad; tenía también, algo más de cien luises de oro cosidos en una especie de cinturón que Sophie llevaba ceñido a su cuerpo; todos mis objetos de plata ya los tenía yo empaquetados, éstos, la ropa y algunas casas que consideré merecían la pena y que me permití retirar sin que la casa pareciera demasiado desnuda y fuera a levantar sospechas; se trasladaron a una pequeña cámara junto a mi desván y se las cubrió abundantemente con madera y leña de modo que la cámara pareciese una leñera. Otras cosas fueron enterradas [46] en el sótano, y luego se echó encima un montón de patatas. En menos de hora y media quedó todo dispuesto. Conta, su hermano menor y el novio de una de nuestras muchachas, el cual, por suerte, también se hallaba aquí, supusieron una gran ayuda para mi gente. Mi casera, la consejera áulica Ludecus29, vino a verme; ambas nos propusimos aguantar todo juntas y no perder el valor viniese lo que hubiera de venir. Esa mujer, realmente maravillosa, nos animó a todos con su tesón. A las diez, la anciana duquesa me mandó recado para avisarme de que en una hora partía hacia Erfurt, que podía unirme a ella si es que yo tenía caballos. Yo no había conseguido ninguno, así que me entregué valerosamente a mi destino. La buena Ludecus quiso llevarme junto con Adele a casa de la condesa Bernstorf, que, como danesa, se creía a salvo, pero a Sophie y Duguet no podía 43

llevármelos. ¿Cómo iba yo a abandonar a personas tan leales? Me quedé, ¡y qué bien hice! Madame Ludecus, mademoiselle Conta, Adele, Conta y yo, nos sentamos tranquilamente en mi habitación, en el primer piso, y nos entregamos a la tarea de hacer vendas, tal y como nos había pedido el gobierno. Fueron horas soporíferas, Arthur mío; los cañones tronaban a lo lejos, en la ciudad todo estaba como muerto, el sol iluminaba los verdes árboles ante mi ventana, exteriormente todo era calma, mas, ¡qué inquietud, qué tormenta, qué angustiosa espera en nuestros corazones! No obstante, hablábamos con calma y nos dábamos ánimos unos a otros. La tranquila resignación de la Ludecus era indescriptiblemente consoladora; yo traté de imitada lo mejor que pude, sólo que no podía mirar a mi Adele, pues entonces perdía todo mi valor. La propia Adele se hallaba tranquila y despreocupada, [47] una verdadera niña, y para mí, semejante a un ángel consolador. En esto, comenzamos a recibir una buena noticia tras otra: Bertuch y demás amigos nos aseguraban que la victoria era de los prusianos; nosotros, pobrecillos, esperábamos temerosos: fue una tortura. Conta se acercó al castillo y volvió trayendo la noticia de que la propia duquesa había enviado un cazador al campo de batalla para que le trajera noticias. Dieron las doce, dejamos de oír los cañones. Reinaba un silencio alarmante. Entre tanto, Sophie no había permanecido desocupada, mandamos comprar pan y carne, tanta cantidad como pudimos 44

conseguir; Sophie se ocupó de cocerla y asada; Duguet tuvo que traer cincuenta botellas de vino de la bodega, nos habían aconsejado que tomásemos dicha precaución, pues eso era lo primero por lo que los franceses preguntaban, y me habían advertido de lo peligroso que era dejados entrar en la bodega. Madame Ludecus hizo lo mismo. A la una, un amigo llamó a la ventana y nos gritó: «¡Victoria! ¡Victoria absoluta!» ¡Oh, Dios mío! Nos abrazamos unos a otros, no sabíamos qué nos pasaba; sin embargo, una inoportuna angustia sobrecogía mi corazón, una premonición de desgracia, tal y como ya la había experimentado yo una vez, en otro tiempo. Tiemblo al recordado, y es ahora cuando me doy cuenta. Pocos minutos después se desató un terrible griterío en las calles: «¡Vienen los franceses!» Cientos de personas corrían hacia la cercana plaza del mercado; abrimos precipitadamente la ventana, un centinela prusiano nos grita que no pasa nada, es que traen prisioneros de guerra. Realmente pudimos ver cómo traían a algunos prisioneros heridos. Vi a un cazador cubierto de sangre al que un valiente coracero sajón [48] defendía de los insultos del populacho, tal visión provocó que me retirara de la ventana, pero no tuve más remedio que volver a asomarme, pues llegaban jinetes sajones, prusianos, gran cantidad de carros de aprovisionamiento en furioso desorden, huyendo a la desbandada ... Entonces perdimos toda esperanza, nos tomamos las manos en silencio y nos encaminamos 45

hacia los aposentos de la consejera áulica, situados un piso más arriba, que nos parecían más seguros. Aún llegaron algunos amigos que nos dijeron que el aprovisionamiento de los 20.000 hombres de refresco que todavía quedaban en el campamento había tenido que ser retirado, pues aquéllos tuvieron que avanzar y no podían dejarlo atrás sin protección. Otros opinaban que las cosas no iban tan bien corno antes, pero que aún no estaba todo perdido. ¡Ah! Sin embargo, los rostros de quienes así se consolaban reflejaban tristeza, ya no sonreían como antes. De nuevo tronaban los cañones, cada vez más y más cerca, terriblemente cerca. Conta llegó del castillo con la noticia de que todo había terminado, que ya ni siquiera se montaba guardia ni ante el castillo ni ante las puertas; de nuevo vimos pasar sajones cariacontecidos. ¡Oh, mi Arthur! Me estremezco sólo de recordarlo. Entonces arremetieron los cañones; el suelo se estremeció, las ventanas temblaron... ¡Oh, Dios, qué cerca nos rondaba la muerte! Ya no oíamos estampidos aislados, sino un estremecedor y penetrante aullido, los silbidos y el crepitar de las balas y los abuses en terrible tormenta, sobrevolando nuestra casa sin cesar y cayendo a cincuenta metros de allí, en el suelo o en otras casas, sin causamos el menor daño; el Ángel del Señor nos protegía. Súbitamente sentí paz y gozo en mi corazón, tomé a mi Adele en [49] brazos y me senté con ella en el sofá; abrigaba la esperanza de que un obús nos matase a las dos juntas; por lo menos, que 46

ninguna tuviera que llorar a la otra. Jamás tuve tan presente el pensamiento de la muerte, ni jamás me pareció éste tan poco temible. Adele se había portado muy bien durante todo el día, e incluso en aquellos terribles instantes, no había vertido ni una lágrima, ni lanzado un solo grito de espanto; siempre andaba pegada a mí, y cuando era demasiado para ella, me besaba y me abrazaba, y me pedía que no tuviera miedo. También en aquellos momentos se mantenía muy callada, aunque yo sentía cómo se estremecían sus tiernos miembros, como si estuvieran atacados por la fiebre; y oía cómo le castañeteaban los dientes. La besé, le pedí que "se tranquilizara; si teníamos que morir, moriríamos juntas; dejó de tiritar y me miró risueña a los ojos. De hecho, yo estaba entonces mucho más tranquila de lo que ahora lo estoy al recordar y describirte aquella espantosa escena. Dios me concedió muchísimo valor, todo el que entonces necesitaba. La Ludecus estaba muy quieta, el pobre Conta siguió nuestro ejemplo y, por lo menos, hizo lo posible por ocultar su miedo; así pues, permanecimos allí sentados. Entonces callaron los cañones, pero enseguida oímos un terrible fuego de mosquetes en la calle, un bullicio sordo procedente del mercado y el trote de los prusianos en fuga. Luego, de nuevo durante algunos minutos, ese terrible silencio de la espera. En esto llega el hermano menor de Conta con la noticia de que ya se encontraban allí; él había visto desmontar a los generales frente al 47

castillo; por lo visto, su apariencia era extraordinaria: todos cubiertos de oro y plata; en la plaza del mercado yacían muchos muertos, prusianos [50] y franceses y, por cierto, ya se vendían allí caballos que habían sido capturados como botín, etc. Luego llegó Sophie con la noticia de que teníamos que alojar a cinco húsares; parecían ser muy correctos, uno de ellos era paisano de Sophie. Sus exigencias de comida, vino, forraje, nos parecieron, a pesar de todo, un tanto violentas, pero Conta y Sophie los tranquilizaron y les dimos todo lo que pudimos. El hospedaje sólo compete a la dueña de la casa, pero en aquel instante me fue imposible no aportar el vino, la carne, etc. que yo tenía a fin de ayudar a la buena Ludecus, a quien, entre tanto, había llegado a apreciar mucho. La necesidad extingue todo pequeño interés y nos enseña, ante todo, cuán cercanos estamos y cómo nos parecemos los unos a los otros. Ahora podíamos respirar de nuevo, creíamos que habíamos pasado lo peor, pero ¡ay!, eso estaba aún por llegar. Eran ya casi las ocho, me ocupé de que todos nos sentásemos convenientemente a la mesa, pues, aparte de algunas tazas de caldo y algún vaso de vino, ninguno de nosotros había comido nada en todo el día; además, eso serviría para espantar un poco el miedo; así, pues, nos sentamos a la mesa. En esto, se oyó un griterío llamando a fuego, y tan alta como el Mont Blanc se alzó al instante una columna de llamas. Claramente advertimos que el incendio no se hallaba cerca de nosotros, pero la 48

gente gritaba que el castillo ardía, que toda la ciudad ardería por sus cuatro costados. Querido Arthur, ¿no se te encoge el corazón al pensar en nosotros? Ay, hijo mío, ¡no he nacido yo para tanto espanto! Por fin nos enteramos de que el incendio se encontraba muy lejos de nosotros, en alguna parte de los arrabales de la ciudad, donde se apiñan muchas casas pequeñas; el castillo no corría peligro, [51] todo era calma, no soplaba viento alguno, nos encomendamos a Dios y nos tranquilizamos, mas en vano, pues un nuevo sobresalto nos aguardaba. Sollozando y temblando de miedo aparecieron dos mujeres acompañadas del joven Conta; habían huido de su casa escapando de los soldados. Les habían puesto las bayonetas en el pecho… se entraba en las casas por la fuerza, se saqueaba… Al principio no podíamos creerlo, sin embargo, sentimos que eso no tenía que hacernos perder la compostura; tanto yo como madame Ludecus hicimos comprender a las damas en tono severo que, si querían permanecer con nosotros, tendrían que sentarse bien calladitas en una esquina, sin trastornamos con sus quejas y sus lloros. La Ludecus y yo sentamos a la hija en una esquina y a la madre en la otra, y las dos infelices hicieron lo que les habíamos pedido. Mientras tanto, Sophie se había ganado por entero la confianza de nuestros húsares; la presencia de ánimo, el valor de esta mujer es indescriptible. Ella y Conta nos salvaron aquella noche fatídica de males de 49

los que casi nadie pudo librarse. Los húsares nos advirtieron que no debíamos dejar que se viera luz alguna y nos aconsejaron que trancásemos las puertas, pues echarlas abajo estaba prohibido y se pagaba con la vida, aunque los soldados, a quienes no se les permitía llevar ninguna provisión encima, gozaban de la libertad de exigir que se les diese de comer y de beber. Pero en nuestra pobre Weimar se había levantado esa prohibición; eso no lo sabíamos nosotros. Poco después, amenazaron con derribar la puerta principal; Sophie y Conta corrieron abajo y, Dios sabe cómo, trataron de persuadir a aquellos hombres salvajes de que se acercaran [52] a la ventana; los intrusos exigieron que se les diera enseguida pan y vino, y ambas cosas se les entregaron por la ventana. Se pusieron bastante alegres, cantaron y bebieron a la salud de Sophie, a lo que ella tuvo que corresponder, hasta que prosiguieron su camino. Así aconteció unas cuantas veces más, y de nuevo abrigamos la esperanza de que todo había pasado. De pronto, alguien de los nuestros gritó que habían echado abajo la puerta, que ya estaban en la casa... no era así, aunque la cancela exterior del jardín había sido forzada. Golpearon violentamente la puerta principal y exigieron que se les dejase entrar si es que no queríamos que derribasen la puerta; por lo visto, un señor de la casa les había prometido franquearles la entrada. Y efectivamente así había sido. Al joven Conta se le había ocurrido aquella tonta idea en la calle para librarse 50

de ellos cuando trajo a las mujeres. Sophie y el mayor de los Conta fueron, pues, a abrirles; los demás nos preparamos para ver aparecer de inmediato en la habitación a los soldados. Todos nosotros nos hallábamos apretujados en un cuartito trasero, a fin de no dejar ver luz alguna; a Adele la había acostado en una cama, yo me senté a su lado, mi bolsa con algunos táleros, en la mano. Oímos, pues, las terribles voces en el piso de abajo: «du pain, du vin, vite, nous montons» (el pan, el vino, rápido, vámonos), y a Sophie ya Conta dándoles calurosamente la bienvenida. Sophie les dijo que hacía ya mucho que los estaba esperando y que había guisado para ellos, sólo les pedía que no hicieran mucho ruido para que no los oyera el oficial que teníamos en casa. ¿Que deseaban comer en el salón? Ella no tenía la llave a mano, pero allí mismo, el vestíbulo, sería un lugar apropiadísimo para disponer una buena mesa; y así, les sirvió en el vestíbulo el vino, [53] el pan y la carne asada. Conta, quien pasaba por ser el marido de Sophie, hacía también lo suyo. Los salvajes se amansaron de nuevo, comieron, bebieron y estuvieron muy alegres. Imagínate, a la vez, aquellos rostros crueles, los desnudos sables ensangrentados, los blancos blusones que se ponen los soldados para tales menesteres salpicados de sangre, sus salvajes carcajadas y su conversación, sus manos tintas en sangre... Yo los vi tan sólo un instante, desde la escalera, eran unos diez o doce. Sophie, en medio de ellos, bromeaba y reía. Uno 51

la asió por la cintura, ella se volvió de repente y, rauda, se sacudió de encima la mano ensangrentada para que no pudiera palpar el cinturón con el dinero. A Duguet lo había encerrado ella casi a la fuerza; como francés que era, no arriesgaba nada, pero Sophie temía su cólera, que, como tú sabes, es de la peor clase. Como durante el día entero Duguet apenas había comido y en cambio, no había parado de trabajar, al beber y relajarse sus fuerzas, el pronto podría sobrevenirle con suma facilidad. Los señores se sentían tan a gusto que no hacían ademán alguno de marcharse, entonces Sophie se llevó abajo a Adele, que habló de forma encantadora con los soldados y les pidió que se marcharan, pues tenía mucho sueño; los desgraciados se dejaron ablandar por la niña y se fueron. Nuestros dos fieles húsares se hallaban también allí, los otros tres dormían en la antesala. Me quedaban tan pocas fuerzas que también yo necesitaba desesperadamente dormir, aun cuando la misma muerte se hallase agazapada a los pies de la cama; casualmente tanto ese día como el anterior me había sentido débil y no del todo bien. Las puertas se atrancaron de nuevo, me acosté en la cama completamente vestida, y junto a mí se recostó [54] Adele, y Sophie hizo otro tanto abajo, en su habitación. Junto a mi cuarto se acostó Conta: tanto él como los demás permanecieron despiertos, pero yo dormí apacible y tranquilamente durante cuatro horas. El incendio proseguía con furia, no se permitía a persona alguna sofocarlo, los pocos que se habían 52

atrevido a salir de sus casas fueron retenidos por los franceses. La duquesa había enviado a sus sirvientes al lugar del incendio, y tampoco les permitieron acercarse. Los humanos querían destruir la pobre Weimar, mas Dios se mostró misericordioso. Una pequeña calle, justo por encima de los establos ducales, ardía sin cesar, las llamas se elevaban a gran altura en el aire, tan sólo un poco de viento y hubiera ardido el castillo y con él, con seguridad, la ciudad entera. Pero no se levantó ni una pequeña ráfaga de aire, el fuego siguió plácidamente su curso hasta llegar a una casa que hacía esquina y allí se apagó solo. A pesar de que el incendio duró hasta media mañana del día siguiente, sólo cinco casas quedaron totalmente destruidas. El fuego lo iluminaba todo, yo veía las llamas imponentes, pero, a pesar de eso, tenía que dormir: nunca antes había sentido semejante cansancio. La noche transcurrió con bastante tranquilidad, oímos golpear varias veces la puerta, pero como no abrimos y tampoco podía verse luz alguna, nos dejaron en paz. La ciudad había sufrido horriblemente, y también los arrabales. La Explanada30, aun sin hallarse lejos, no queda en el mismo centro de la ciudad; esto, junto con la presencia de ánimo de Sophie y Conta, fue lo que nos salvó. La ciudad quedó prácticamente a merced de los saqueadores. Los oficiales y la caballería no tomaron parte alguna en los actos ignominiosos, e hicieron lo que pudieron [55] por protegemos y por ayudamos, pero, ¿qué podían ellos contra la cólera de 53

50.000 hombres exaltados a quienes esa noche se les permitía campar por sus fueros? Como los primeros mandos lo habían permitido, o por lo menos no lo habían prohibido de forma expresa, varias casas fueron saqueadas. Primero, como es natural, todas las tiendas. Ropa, plata, dinero, todo se lo llevaban. Los muebles y lo que no podía transportarse lo destrozaban; forzaron casi todas las puertas, rompieron todas las ventanas; a muchos los sacaron de sus casas amenazándoles con las bayonetas y, por si fuera poco, la socarronería de esa nación, sus salvajes canciones «mangeons, buvons, pillons brúlons tous les maisons» (comer, beber, pillaje, quemar todas las casas), que podían oírse a voz en grito en todas las esquinas. Por todas partes corrían portando antorchas encendidas que luego arrojaban al rincón que mejor les parecía; es un milagro que no ardiera todo por los cuatro costados. Los soldados habían encendido grandes hogueras de campaña en la plaza del mercado, allí se calentaban y asaban y cocían pollos, gansos y hasta bueyes. Su campamento se extendía desde la parte alta del parque hasta Oberweimar y Webicht, esto es, los que no estaban acuartelados en la ciudad vivaqueaban junto a enormes hogueras, sin tiendas de campaña. El parque se encuentra devastado, los hermosos árboles convertidos en leña para el fuego. Todos los edificios del parque, hasta los minúsculos chamizos donde se guardan las herramientas, han sido forzados o destruidos. Al principio, pocos eran en el campamento 54

los que sabían que abajo existía una ciudad, pero al llegar cargados con el botín quienes habían estado en Weimar, les contaron que en la parte de abajo se hallaba una ciudad de bastante buen ver en la que se dejaba vía [56] libre al saqueo, y así es como vinieron los restantes; los oficiales apenas podían dominar su indignación, pero no tenían orden de retener a los soldados. El príncipe Murat31 y otros tantos generales se encontraban en la ciudad; el Emperador no llegó hasta la mañana siguiente. Muchos vecinos huyeron de sus casas a los bosques y al campo, y buena parte de ellos no ha regresado aún. Cientos se habían salvado refugiándose en el castillo, también allí los franceses habían logrado entrar en la cámara de la plata y de la ropa y robado varias cosas, asimismo saquearon la cámara de armas del duque. La duquesa ha demostrado ser muy valiente, y nos ha salvado a todos. El Emperador estuvo hablando con ella más de dos horas, algo que aún no ha sucedido con ninguna princesa. Ella ha sido la única que ha permanecido aquí mientras todos los suyos huían; si llega a marcharse también, Weimar habría dejado de existir. Acogió en el castillo a cuantos pedían protección, y compartió todo lo que tenía con los refugiados; así se dio el caso que tanto ella como los demás, durante un día entero no pudieron comer sino patatas. Quienes estuvieron con ella me aseguraron que tan bondadosa mujer mantuvo constantemente toda su entereza, y que en su persona no se advertía diferencia 55

alguna con respecto a su comportamiento habitual. Quienes abandonaron sus casas han perdido casi todo, algunos tuvieron la buena suerte de recibir enseguida oficiales en cuartel, los cuales les sirvieron de alguna protección, incluso arriesgando por ellos sus propias vidas. Pero quienes mejor parados han salido son aquellos que, como nosotros, tuvieron el valor suficiente como para no mostrar miedo alguno, que conocían la lengua y las costumbres de los franceses; entre [57] ellos está Goethe, quien durante toda esa noche tuvo que desempeñar en su casa el mismo papel que Sophie y Conta desempeñaron en la mía. Falk pudo arreglárselas, a pesar de que habla mal el francés, y así algunos otros. Al consejero de minas Kirsten, que reside aquí, en la parte delantera de la casa, le ayudamos nosotros, pues con él no vive nadie que sepa francés. A Wieland32, dada su calidad de miembro del Instituto Nacional, el general Denon le asignó una escolta. La viuda de Herder33, cuyo alojamiento ocupo yo ahora, tuvo que huir al castillo; en su casa lo destrozaron todo y, lo que es peor, los manuscritos póstumos del gran Herder, que ella olvidó llevarse consigo, han sido desgarrados o han desaparecido. A los Ridel no les quedaron más que los muebles; los objetos de plata, el oro, la ropa, los vestidos, todo se ha esfumado. Según mi consejo, escondieron sus cosas en el desván, pero al producirse el incendio, lo creyeron más cercano de lo que en realidad estaba, y las trasladaron al sótano, donde inmediata56

mente irrumpieron los franceses. Se han quedado con el samovar de plata, puesto que nadie advirtió que se trataba en verdad de plata, y un farol que un soldado les devolvió tras habérselo arrebatado a sus camaradas en agradecimiento por una camisa que le dieron. A Kühn le ha ido terriblemente mal. Su casa se halla, como tú sabes, a las afueras de la ciudad, menos mal que no la compré. Los bárbaros hicieron allí todas las locuras que quisieron. Kühn salió de viaje el lunes hacia Hamburgo, pero tuvo que desistir y regresar enseguida. El martes se puso en camino, a pesar del enorme peligro existente, y no sé qué habrá sido de él. Su mujer e hijos se escondieron en un agujero bajo tierra, en el jardín, aun antes de que llegaran los franceses. El [58] preceptor, un francés, Perrin, permaneció en la casa, mas tuvo que huir en cuanto comenzó el saqueo y se vio amenazado por sables y bayonetas. Ya casi por la mañana descubrieron a los infelices en su escondite. Estuvieron a punto de dispararles allí mismo, pero lograron salvar sus vidas comprándolas con todo el dinero y todos los objetos de valor que tenían consigo. Hacia el mediodía llegaron otros soldados que volvieron a amenazados de muerte; al fin, ya casi por la noche, pudieron salir de allí, y ahora se alojan en casa del comerciante Desport, junto al mercado. Todos los días oigo el relato de algún horror. El profesor Meyer34 quiso permanecer en su casa, pero los prusianos en fuga dejaron allí mismo, en su calle, tres carros cargados de pólvora; uno de ellos 57

estaba completamente deshecho y la pólvora se había vertido al exterior. Meyer no pudo, pues, quedarse, así que se trasladó apresuradamente a casa de sus suegros, que no queda muy lejos de la de Kühn; también aparecieron allí aquellos demonios, lo robaron todo y, finalmente, bajo amenazas y a la fuerza, desalojaron de su casa a la pobre familia, que tuvo que presenciar la metódica carga de todas sus pertenencias en carros y luego ver cómo se las llevaban. El suegro de Meyer es un anciano enfermo e hipocondriaco que administra una contaduría, amante escrupuloso del orden. Goethe me contó después que jamás había visto una imagen tan viva de la desolación como la que ofrecía ese hombre, en medio de la habitación vacía, rodeado de documentos rotos y esparcidos por doquier; él mismo estaba sentado en el suelo, rígido, como petrificado; Goethe dijo que se parecía al Rey Lear, con la diferencia de que Lear estaba loco y, en este caso, era el mundo el que había enloquecido. [59] He socorrido a Meyer y a algunos otros con las camisas y otras ropas de tu padre hasta que consigan hacerse con otras nuevas. También he restablecido con nuestro vino algún que otro corazón exhausto. Asimismo, he enviado alguna ayuda a los heridos del hospital de campaña; los demás vecinos de la ciudad no pueden pensar en eso todavía, puesto que han perdido demasiado, pero yo sí, porque a mí me ha quedado todo. Los moribundos me han bendecido; eso me devuelve de nuevo la alegría, y su bendición ha de 58

traemos calma. Por las tardes se reúnen mis conocidos en casa, sólo puedo ofrecerles té, pero aún me queda mi carácter abierto, y algunos que llegan cariacontecidos se marchan de buen humor. La buena Ludecus me apoya siempre en todo. Continuaba yo dormida cuando, a eso de las seis de la mañana, me despertaron a causa del incendio que parecía acercarse peligrosamente; sin embargo, enseguida advertimos que no teníamos de qué preocupamos. En la calle vi algunos soldados dispersos, cargados con su botín; albergué la esperanza de que hubiera pasado el desorden y de que a las tropas se les hubiese dado la orden de proseguir la marcha; pero he aquí que vuelvo a oír barullo; nuestro honrado húsar se presenta con una parturienta muy joven que había dado a luz ayer, en medio de toda la desgracia, junto con el marido de ésta, el recién nacido, dos niños más y una criada. Nos pidió que, por el amor de Dios, acogiésemos a aquella pobre gente; los bárbaros habían saqueado su casa y los habían arrojado a la calle. La joven tenía la serenidad y el rostro de un ángel, se sentó en silencio y amamantó a su hijo; sin quejarse, comenzó a hablar de su suerte, tan llena de confianza en [60] Dios, de manera tan modesta, que me llegó al corazón; la abracé y la besé con inmenso cariño, como nunca he besado a una mujer; hubiera querido besarle la mano, pues tan grande fue la veneración que me inspiró. «Ve usted —me dijo—, ¿acaso no es hermoso que una señora tan 59

bondadosa como usted participe de mi destino? ¿Cómo no va a ser esto un consuelo?» Después, por otra gente, he vuelto a tener noticia de ellos; por lo visto no lo perdieron todo, pues los saqueadores no descubrieron el oro y la plata; la madre y el niño están sanos, el marido se llama Facius, es un hábil cantero y no le falta trabajo a lo largo y ancho de la región, por eso no le será difícil salir adelante. De manera que nuestro aposento se hallaba a rebosar; a saber: esa gente, la espeluznante vieja madame Jagemann con su hija, ayer por la tarde, y además, la forestala Willhemini, que había llegado huida de Erfurt y que se alojaba en casa de Riedel. Estos últimos, por cierto, temiendo al fuego que aún seguía ardiendo, habían ido a refugiarse al castillo, y nos narraron los horrores que allí habían ocurrido y lo que en estos momentos seguía sucediendo. En esto, oímos golpear violentamente el portón de la parte delantera de la casa. Desde la ventana vi cómo lo rompían en mil pedazos diez o doce hombres encolerizados, que irrumpían en el patio con las bayonetas en ristre. ¡Santo Dios, qué visión! A pesar de todo, pude guardar la calma; nos distribuimos lo mejor que pudimos en la habitación, se llamó al orden a los que comenzaron a gritar, yo me situé delante de Adele, de nuevo con la bolsa de dinero en la mano. Sophie y Conta se apresuran a ir al piso inferior; barullo, abajo cae la puerta que franquea el paso hacia mi habitación, a Conta le han [61] puesto las bayonetas en el pecho y a pesar de eso, junto 60

con Sophie, consigue con pan, vino y buenas palabras, deshacerse de los soldados. Ahora el húsar desea hablar conmigo, todavía no me había visto; volé hacia él, le tendí la mano; me dijo que no era digno de tal honor pues sólo era un pobre campesino, pero que podía asegurarme que sus manos no se habían manchado con crimen alguno, y así me la estrechó. Le ofrecí dinero, no quiso aceptarlo de ninguna forma, mas al final acabó por coger un tálero de plata35. En el calor del diálogo le mostré mi caja de rapé de oro, él la miró significativamente. Si vous la demandez il faut queje ous la donne, le dije. Esto conmovió a aquel hombretón bigotudo casi hasta las lágrimas, tan sólo me pidió que le diera unas pizcas de rapé de la hermosa caja. Luego me aconsejó que me dirigiera a algún general y solicitara que se me concediera una escolta. También me aseguró que el saqueo tocaba a su fin; la infantería, el único cuerpo culpable de los desmanes, tenía que proseguir su camino; él mismo había presenciado cómo un oficial mataba a uno de los saqueadores en la calle, y a otros dos los habían fusilado en el campamento. Ninguno de los nuestros podía ir a ver al general: Conta enía que quedarse en casa; por lo tanto, le di el brazo a mi húsar, tomé a Adele de la mano y, así, me dirigí al castillo, a ver al príncipe Murat. El camino hasta allí fue horrible; por todas partes se veían las secuelas de la noche anterior; en las calles, muertos y heridos, prusianos cautivos en el parque y en la plaza del castillo, 61

lugares por donde todavía dos días antes se pavoneaban orgullosos. Hombres feroces, sanguinarios, a los que no puedo llamar soldados, vestidos con blancos blusones desgarrados, el crimen y la muerte [62] en el rostro, que a cada instante interpelaban a mi húsar como camaradas; en medio, música, caballos, jinetes, un barullo sin fin. No se me concedió audiencia para ver al príncipe, éste se había encerrado y no recibía a nadie. Volví a casa, le escribí comunicándole quién era y la situación en la que me encontraba, apelé a su humanidad, le envié mi pasaporte firmado por Bourrienne36, le rogué que lo firmara y que me dijera a dónde podía ir, y le pedí me concediera una escolta. Esto se lo envié de inmediato con mi húsar, el príncipe en persona habló con él, firmó mi pasaporte —pour se rendre en France (para viajar a Francia)—, y escribió una orden dirigida a todas las autoridades militares y civiles para que se me otorgara protección; además, le ordenó me comunicara que estuviera tranquila, que como extranjera no necesitaba escolta alguna y que ya habían cesado los desórdenes. Pero no fue así, de nuevo irrumpieron soldados en casa. Por suerte, en aquel preciso instante apareció un oficial de dragones en busca de comida; éste despidió a la soldadesca sin mucho esfuerzo. En cuanto me enteré de esto, mandé que lo condujeran a una de mis habitaciones, corrí a vede enseguida y le pedí protección. Era un hombre muy amable, ya entrado en años; mi situación le llegó al alma, me aseguró que 62

todos los oficiales estaban indignados por lo que había ocurrido en Weimar, pero el ejército iba sin equipaje, y cuando la gente se hallaba cansada y hambrienta, sobre todo después de una batalla, había que permitirles que pidieran pan y vino. Pero lo que aquí había ocurrido era, a todas luces, espantoso; sin embargo, ahora tenía que acabarse. Mientras hablábamos, todavía tuvo que defendemos a nosotros y a nuestro vecino, a quien le habían roto las ventanas. A [63] las dos horas quiso marcharse, su honor dependía de que hiciera cierto camino antes del día siguiente. Poniendo en juego toda mi elocuencia conseguí al fin que me prometiera quedarse hasta las dos de la madrugada si no hallaba algún otro oficial que pudiera sustituirle y protegemos. Salió a ver si encontraba a alguien y me trajo, feliz, un comissaire des guerres del general Berthier, así pues, estábamos salvados. Arriba no quedaba sitio alguno, desalojé mi mejor habitación, la que tengo destinada a salón de gala, y me encargué de sentar al oficial a mi mesa, cosa que la buena Ludecus, rodeada de todos los que habían buscado asilo en su casa, no podía permitirse. El oficial de dragones se puso en camino nada más terminar de comer, y Mr. Denier se quedó con nosotros. No he visto muy a menudo un francés tan cortés, tan culto y, además, guapo. Durante todos esos días mi mesa estuvo muy mal servida; no hubo encarecimiento, pero sí una escasez tan grande de alimentos, sobre todo de pan, que llegamos a temer una 63

hambruna general. El bueno de Denier participó de nuestra desgracia como si también fuera suya; en su celo por protegemos, hizo que su amigo comiera con el general Berthier, mientras que él se quedó aquí, en casa, y cuando tuvo que salir me pidió permiso y me dijo a dónde iba y cuándo volvería; mientras tanto, sus hombres montaron guardia. Durante todo el día tuvo que defendemos de los saqueadores. A cambio le permití que por la tarde me presentara por lo menos a diez oficiales que tomaron té en casa y se alegraron muchísimo de volver a ver una bonita habitación, tazas limpias y una casa francesa, pues por francesa me tuvieron a causa de mi cortesía y de Adele, que una vez pasado el susto, estaba realmente [64] encantadora. Entre tanto, no perdí el tiempo; a todos los oficiales que vinieron les escribí los nombres de Loder, Schütz, Froriep y Reichardt37, en Halle, y les pedí que cuando llegasen tomaran todas esas casas bajo su protección. Me dieron su palabra de honor y, por propia iniciativa, me prometieron dar esos nombres a sus amigos. Entre tanto, Halle fue tomada por la fuerza, las puertas de la ciudad se cerraron a fin de permitir la huida a los prusianos; quizá mi intercesión haya ayudado a proteger a esa gente que tan amablemente se portó conmigo. En Halle han hecho lo mismo que aquí, y también Jena ha sufrido terriblemente, quince casas han ardido hasta los cimientos. Los Fromman y Fahrenkrüger38 salieron bastante bien parados. El doctor Stark tendrá que 64

permanecer allí para ocuparse del hospital. Cortaron para lumbre las viñas tan bonitas del hermoso valle, pero no quisieron arder, así que, para nada. Querido, querido Arthur, en qué tiempo vivimos; sin duda, the times are out of flight.39 El día siguiente, el 16, transcurrió de manera similar; estuvimos más tranquilos, si es que puede hablarse de tranquilidad cuando uno no se atreve ni a desnudarse para acostarse por la noche, cuando nos sobrecogemos al escuchar un chasquido cualquiera, cualquier caballo o carro que pasa, a causa de una simple voz en la calle... Llevamos aún bastante tiempo en este estado, querido Arthur, todavía muchos, muchos días. Mi salud no se ha visto considerablemente afectada, aunque he adelgazado tanto que todos mis vestidos, que ya empezaban a quedarme demasiado estrechos, me quedan ahora demasiado anchos; pero la desgracia no es tan grande, pronto reinará de nuevo la tranquilidad. La mañana del día 17 me dejó mi defensor Denier tras [65] haber tomado las medidas necesarias para que no se nos volviera a molestar con la carga de tener que alojar a más militares. Sin embargo, poco después regresó el regimiento del mariscal Augereau: precisamente fue a este regimiento, junto con otro, al que debemos nuestra desgracia de los días 14 y 15, y esto nos indujo a solicitar de nuevo el hospedaje de un oficial en nuestra casa. Tuvimos que alojar a dos, un tal Picard y un tal Normand. Probablemente fueran buena gente, pero en ellos se advertía con demasiada claridad 65

su espantoso oficio. Tuve que pasar el día entero con ellos; me parecía que tenía en casa a simples cocheros. La distancia existente en el ejército francés entre la caballería y la infantería es monstruosa; los miembros de la primera, hasta el más ínfimo de los húsares, llevan impresos los rasgos de la cultura, mientras que los de la segunda son una horda salvaje, acostumbrada a todo. Por suerte, durante toda la tarde estuve muy ronca, de modo que finalmente no pude articular sonido audible alguno, lo cual me excusó de aparecer a lo largo de todo el día siguiente. Los señores se despacharon a sus anchas aun sin mí, Padecí la misma enfermedad hace siete años, en Danzig, aunque no fue tan grave; mi cuñado me aconsejó entonces que no me descuidara; el día 18 estaba casi muda, y como los remedios caseros no me aliviaban, tuve que recurrir al médico, que no resultó ser otro que el doctor Huschke40, quien en tan sólo dos días me ha curado por completo. Sufrí lo indecible a causa de que el regimiento formaba diariamente delante de nuestra casa y, tres veces al día, los oficiales pasaban revista nombrando a voz en grito a cada soldado. La medida podía ser excelente en lo que respecta al mantenimiento del orden, pero yo me veía [66] obligada a ver de nuevo aquellos rostros espantosos, aquellos blusones blancos, sucísimos, que los soldados se ponen encima del uniforme, y que todavía llevaban impresas las huellas de la batalla y de todos los horrores perpetrados; esos hombres eran los mismos que habían 66

actuado durante aquellos días terribles. El día 18 se enterró aquí con toda solemnidad al general prusiano Schmettau. Tras el entierro, los soldados se congregaron otra vez en la Explanada, los músicos interpretaron arias de ópera y esos hombres salvajes bailaron y gritaron hasta la hora de regresar al cuartel. Por fin, el día 19, el regimiento abandonó la ciudad. Nos quedamos con el general Dentzel y una pequeña guarnición como defensa. El general es alemán y se ha comportado muy correcta y humanamente con nosotros, estudió en Jena antes de todo esto, así que su exacto conocimiento de las rutas ha servido de mucho al ejército. ¿Cómo habrá podido contribuir a devastar este paraíso un hombre que, sin duda alguna, pasó en él los mejores años de su vida? El general Smettau, al que enterraron aquí, llegó a Weimar muy malherido, se le notificó que en cuatro días tenía que partir hacia París, en un instante de abandono se arrojó por la ventana y murió pocas horas después. Desde entonces, y a causa de la gran cantidad de heridos que se apiñan en hospitales de campaña, hosterías, en el teatro, sin cuidado ni orden ni limpieza alguna, a causa de la espantosa cantidad de muertos sin enterrar que yacen por los alrededores, hasta delante mismo del palacio, volvimos a tener miedo, pues temíamos que se propagase alguna epidemia. Poco a poco se va restableciendo el orden a este respecto: a los muertos se los entierra en enormes fosas llenas de cal, lejos de la ciudad. Los caídos en la [67] batalla han sido 67

ya sepultados, los que mueren en el hospital se retiran de inmediato sin que, como al principio, se los apile simplemente en un montón y se los deje yacer días enteros en plena calle. Únicamente se tiene idea de los horrores de la guerra cuando, como en mi caso, se ven de cerca. Podría contarte cosas que te pondrían los pelos de punta, pero no quiero, pues sé demasiado bien lo mucho que te gusta cavilar acerca de la miseria humana; no lo creerás, hijo mío, pero todo lo que vimos juntos no es nada comparado con este abismo de sufrimiento. Lo que me hizo soportar la visión de las cosas más terribles que cabe imaginarse fue el hecho de que, donde pude, ayudé a paliar el sufrimiento ajeno. Mi paisano F. 41 me indicó el camino a seguir y, así, me he encargado de una sala en el Alexanderhoff donde yacen más de cincuenta heridos, la mayoría de ellos prusianos. Les envié telas viejas para vendas, vino, té que cocí antes en casa en un enorme perol, sopa, algunas botellas de Madeira, del que cada uno sólo recibió un vasito; no obstante, el inmenso júbilo que desencadenó tan pequeño alivio hizo que me sintiera muy dichosa. El pan y lo que pude enviarles lo distribuyeron Sophie y Duguet mismos, pues el severo inspector no me ofrecía ninguna confianza. En conjunto fue muy poco, pero ayudó mucho, sobre todo porque, como yo fui la primera, salvé a los desdichados de la desgracia de tener que desesperar de Dios y de los hombres. Esto llegó a oídos de Goethe y de otros, y han seguido mi ejemplo. Pero lo 68

que más me alegró fue una cantidad de manzanas que compré muy baratas y repartí entre un montón de heridos que yacían ante el teatro, sin alivio alguno, suspirando por algo fresco. También me ayudó F. en tan buena idea. [68] Se alegraron infinitamente. La mayoría de los heridos a los que asistí están ahora muertos, pero enseguida otros ocupan su puesto. Todas las noches llegan aquí por lo menos 300 heridos desde Naumburg y otros lugares, todas las mañanas se despacha una cantidad aún más grande hacia Erfurt... Querido Arthur, cómo endurece la desgracia; ahora me alegro cuando oigo que 4.500 hombres con sus huesos destrozados tienen que proseguir su viaje, yo, que hace todavía escasas semanas, por nada del mundo hubiera dejado marchar sin ayuda al joven que se rompió el brazo frente a la puerta de nuestra casa. Esperamos que dentro de pocos días se levante el hospital de campaña, la muerte nos ayuda terriblemente. F. trabaja como traductor del actual comandante; Dentzel se ha ido, el de ahora no sabe alemán, pero muestra casi más celo que él en ayudar a la ciudad: ha desarmado a todos los soldados que todavía siguen aquí acuartelados y mantiene la más estricta disciplina. Es maravilloso cómo juega el destino con nosotros: este F. vive ahora en medio de los mismos hombres de los que hace catorce días me vi en la obligación y quise rescatado, y les sirve. En la ciudad se vela muy bien por el orden. El comandante francés hace lo suyo, y todas las noches 69

patrullan 60 de nuestros vecinos, sin atención al rango ni a la persona, con el fin de garantizar la seguridad ciudadana. Tememos mucho menos a los franceses, sin embargo, desconfiamos de los habitantes de la comarca vecina, reducidos a la miseria y la desesperación. Esperamos al duque42, que, según dicen, regresará pronto. Entonces estaremos seguros y la época de bonanza curará nuestras heridas. Sin la duquesa, que permaneció aquí valerosamente, habríamos perecido todos. Habrían incendiado [69] el palacio y prendido fuego a la ciudad entera. Por lo visto ya se habían preparado proyectiles incendiarios; sólo ante la noticia de que ella se hallaba aquí, se nos respetó. Eso se sabe ahora con toda seguridad. No podemos imaginamos cómo hemos podido escapar a tamaña desgracia, el ángel del Señor cuidó de nosotros. Aún hoy me decía Goethe que en su casa se había hallado por todas partes pólvora desparramada y cartuchos llenos. En una casa situada justo enfrente de la suya, prendieron fuego intencionadamente, y sólo por pura casualidad lo descubrieron y lo apagaron. Por todas partes había pólvora y cartuchos, por doquier carros cargados de munición, de acá para allá corría la gente con bujías encendidas y, a pesar de todo, Dios nos asistió. Mi existencia aquí será agradable, se me ha conocido mejor en estos diez días que de ordinario en diez años. Goethe dijo hoy que mediante este bautismo de fuego me había convertido en weimariana, y tiene toda la razón. 70

También me dijo: «Ahora que el invierno, más triste que nunca, viene ya arrimándose, tenemos que arrimamos asimismo los unos a los otros y alegramos mutuamente en estos días tan sombríos.» Hago todo lo que puedo para mantenerme alegre y animada. Todas las noches, mientras duran estos días aciagos, se reúnen mis conocidos en tomo a mí, yo les sirvo té y pan con mantequilla en el más estricto sentido de la palabra; no se encienden más luces de las que se utilizan normalmente y, sin embargo, siguen viniendo una y otra vez, pues se sienten muy a gusto en mi casa. Meyer, Fernow43, a veces Goethe, se hallan entre ellos; muchos a quienes no conozco desean que se les admita en mi casa. También Wieland me ha pedido permiso hoy para visitarme estos días. Todo lo [70] que tanto deseé llega por sí solo, y tengo que agradecérselo simplemente a la suerte de que mis habitaciones estén intactas y a que se me brindase la oportunidad de mostrarme tal y como soy. Que mi serenidad se mantuviese inquebrantable se debe a que soy la única entre miles que no tiene que llorar alguna amarga pérdida y es sólo la desdicha general la que oprime mi corazón, no la propia. Bien siento cuán egoísta suena esto, y desde luego, ésta es la parte más terrible de la desgracia general: que también los mejores de entre nosotros tengamos que rebajamos a consentir ese egoísmo. Adiós, querido Arthur, ojalá que hayas tenido paciencia para leer esta carta interminable, pero no podía expresarme con mayor brevedad si quería 71

contarlo todo, y es que tenía que hacerla. Muéstrasela a mis amigas, madame Bregardt y madame Pistorius, sé que les interesa mi suerte y me resulta imposible redactar todo esto más de una vez. Di a las dos que escribiré en cuanto pueda, aún me quedan por redactar varias cartas de gran importancia que he de enviar a Danzig y todavía no me encuentro en el debido estado de ánimo como para concentrarme en una ocupación que requiera algo de tiempo. Esta misma carta no es sino la suma de lo que he ido redactando en diversos cuartos de hora, como muy bien podrás advertir. Cuéntale al señor Böhl lo que te he escrito o déjaselo leer, si es que tiene la paciencia suficiente como para hacerla, cosa que dudo, pues mi letra es muy pequeña y difícil de descifrar. Dile que he pensado a menudo en él y en madame Böhl y en la amistad que me profesan; ambos son mis amigos más antiguos en Hamburgo, también a ellos les escribiré uno de estos días. Cuando hayas terminado con la carta, envíasela a [71] Julchen44 a Danzig, pues tampoco puedo escribir esto de nuevo para mandarlo allí y, de todos modos, ahora me veo obligada a escribir a Danzig vía Hamburgo. Adieu, querido Arthur, quédate tranquilo en lo que a mí respecta, el horizonte se torna más claro cada día. Desearía que pudieras transmitirle mis saludos a Tischbein y decirle que todavía vivo y que estoy muy agradecida por sus recomendaciones. Goethe no ha sufrido ninguna pérdida, el profesor Meyer ha perdido casi todo, 72

también sus dibujos, aunque no sus escritos ni su buen humor. Los manuscritos póstumos de Herder se han perdido sin remedio.

Weimar, 26 de octubre de 1806

Fernow ha salido bastante bien. Los Ridel han perdido todo su dinero, la ropa y la plata. Los Kühn pasaron un miedo mortal, escondidos durante 24 horas en un agujero bajo tierra; todo, incluso sus muebles, ha desaparecido o ha sido destrozado; ésta es la suerte que corrieron quienes optaron por abandonar sus casas. Falk ha salido bastante bien, al igual que los Bertuch, los cuales tenían en casa al general Berthier, Wieland, en calidad de miembro del Instituto Nacional, tuvo derecho a una escolta. Los horrores cometidos son descriptibles, el saqueo duró dos noches y un día, al final nos salvamos gracias a la protección de Denier. Todas las ciudades por las que pasó el ejército corrieron la misma suerte que la nuestra; así es como se hace ahora la guerra45. [72] Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 24 de octubre de 1806

Creo haber recibido a su debido tiempo tu carta del día 18 y otra del 15, veo, pues, querido Arthur, que el correo funciona desde el exterior hacia el interior. La primera carta se retrasó algunos días, pero la segunda 73

llegó con toda puntualidad. Espero que el correo funcione así desde aquí al exterior; en ese caso, ya sabrás que, aparte del miedo y la angustia que he pasado, no he sufrido pérdida alguna y que me he enriquecido en experiencia y en sabiduría y arte de saber vivir. Ahora que todo ha pasado no quiero desprenderme aún del recuerdo de aquellos días espantosos, pues ¿quién no torna la mirada complacido hacia la pasada tempestad? En estos días te he escrito tres veces a fin de tranquilizarte; una de las cartas tiene que haberte llegado ya; asimismo habrás cumplido mi deseo y escrito a Danzig. En cuanto recibas esta carta, contéstame enseguida, pues hasta entonces veo muy difícil que me atreva a enviarte una carta de varios pliegos que estoy escribiendo para ti diariamente46 y que contiene el relato de lo que viví aquí estas últimas jornadas memorables. No desearía tener que escribir la historia dos veces, por eso tengo aún reparo en enviártela; por ahora me basta con que sepas que estoy tranquila y, según todas las apariencias, a salvo. No pude librarme de aquel espanto. Los primeros días, según indicios razonables, parecía que no había nada que temer, pero después, la tormenta nos acometió de tal modo y con tal intensidad que nadie acertó a saber dónde cobijarse para evitada. Al final ya no se encontraban caballos, los caminos eran inseguros, [73] nadie podía aclararme a dónde debía dirigirme; tampoco cabía esperar que la batalla se librase tan cerca de la 74

ciudad y que luego se perpetrasen los horrores que siguieron. Quienes huyeron en los últimos días, el lunes o el martes, lo mismo que el día de la batalla, sufrieron mucho, fueron a parar entre las tropas que huían y sus perseguidores; resultaron atropellados, robados, les desengancharon los caballos, allí quedaron muertos de miedo, abandonados a cielo raso. Mi sano entendimiento me permitió ver todo esto por anticipado, por eso, tras mi última conversación con el general v. K., decidí quedarme cuando menos todavía unos días, esto lo pensé la tarde antes de la batalla. La reina se marchó ese mismo día, regresó durante la contienda y pasó por la ciudad; no sabemos dónde se alojó. La duquesa madre salió bien parada con sus seis caballos; sus camareras, en cambio, fueron desvalijadas y sufrieron mucho. Bertuch vino hoy dos veces a casa, también él huyó durante la batalla y tuvo que soportar lo suyo; le robaron y pasó mucho más miedo que el que nosotros pasamos aquí. A una tal señora van Pfuel le ocurrió lo mismo, le quitaron los caballos y todo el equipaje y quedó tirada en la carretera, expuesta a todos los peligros. Yo no he perdido nada, pasé mucho miedo, pero sé con absoluta seguridad que me he librado de un espanto mayor. Cada vez veo con más claridad que debemos encararnos con nuestra suerte, pues, aunque huyamos de ella, nos persigue sin cesar y acaba por encontrarnos.

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Ahora reina aquí la tranquilidad. Tenemos un comandante francés y una pequeña guarnición para proteger la ciudad, únicamente la visión de los heridos oprime nuestros corazones, pero diariamente se los va [74] trasladando a otros lugares. Por supuesto, ¡nuestra hermosa comarca es ahora una inmensa tumba! Pero los muertos descansan, sólo a nosotros, a los que vivimos, nos ahoga la angustia del día. Por ahora estoy aquí a salvo, los ejércitos se hallan lejos de nosotros. La tormenta descarga en otro lugar, y por el momento es difícil que nos sorprenda otra tempestad. En cuanto advierta la más mínima señal de que pueda sobrevenir un peligro igual, ya procuraré yo buscar el medio de ponerme a salvo, y podré hacerlo con más calma que entonces, cuando por todas partes nos rodeaban los ejércitos; ahora se han marchado y ya regresan el orden y la tranquilidad; en pocas semanas todo volverá a ser como antes. Merced a tan desgraciados acontecimientos, me he sentido aquí, de una sola vez, más integrada de lo que nunca llegué a sentirme en Hamburgo; se me ha conocido enseguida y, como soy feliz al poder hacer por los demás infinidad de pequeños servicios que nada me cuestan, todos me quieren y procuran corresponderme con su cariño y su amistad. El invierno será, sin duda, mucho más sombrío que de costumbre, por eso tendremos que arrimamos más los unos a los otros, esto me hace pensar que puedo vivir aquí algunos momentos agradables. Si las cosas se enturbiaran de nuevo, me iría 76

a Dresde, puesto que Sajonia se ha declarado neutral; mas esto no es de esperar, así es que permaneceré aquí todo el tiempo que pueda. Los primeros días temimos el hambre, pero ahora es posible conseguir ya casi todos los alimentos; caros, desde luego, pero todavía más baratos que en Hamburgo, aunque no tan buenos, pero tú ya sabes que ése no es precisamente mi punto débil. Cincuenta o sesenta botellas de vino tinto, más no me ha costado la cosa, y [75] luego lo que desde entonces le he dado a mis amigos y a los pobres heridos; no es mucho, y me siento avergonzada de que se me haya compensado con tanta largueza. Hoy me pidió Bertuch una botella de vino de Madeira para el pobre anciano consejero Krause, el desdichado está fuera de sí, debido al espanto y la angustia; tal alivio le vendrá bien, y yo soy la única que puede proporcionárselo. Goethe se casó el domingo con su antigua amante Vulpius47, la madre de su hijo. Dijo que en tiempo de paz se pueden dejar a un lado las leyes, pero en tiempos como los nuestros debe honrárselas. Al día siguiente envió Goethe a mi casa al Dr. Riemer48, el preceptor de su hijo, para saber cómo me iba. Aquella misma tarde se hizo anunciar él mismo y me presentó a su mujer. La recibí como si no supiera quién había sido antes. Creo que si Goethe le ha otorgado su nombre, bien podemos ofrecerle los demás una taza de té. De sobra advertí cuánto le gustó a Goethe mi comportamiento. Se hallaban algunas damas conmigo, al principio estuvieron formales y encogidas, 77

pero luego acabaron por seguir mi ejemplo. Goethe se quedó casi dos horas, y estuvo tan animado y afable como desde hacía muchos años no se le había visto. Por ahora sólo ha presentado a su mujer en mi casa; como extranjera que soy y habituada a la gran ciudad, confiaba en que recibiría a su mujer tal y como debe recibírsela. Ella estaba, de hecho, muy cohibida, pero enseguida la ayudé a salir adelante. En mi situación y con la atención y el cariño que he obtenido en tan poco tiempo, puedo hacerle muy fácil la vida social. Goethe así lo quiere, ha puesto toda su confianza en mí, y por supuesto que voy a merecerla. Mañana quiero devolverles la visita. Escribe a Danzig, hace [76] mucho que no oigo nada de allá; todas las comunicaciones hacia esa parte se han interrumpido, creo que mis cartas a Danzig tendrán que ir todavía durante mucho tiempo vía Hamburgo. Saluda a Gansland, a Willink y a todos mis amigos. Pídele a Gansland que me escriba pronto; he logrado que el comerciante Rinder me diera 50 luises de oro a cambio de un pagaré para proteger mi oro en caso de necesidad, díselo a Gansland, él conoce mi firma y saldará sin más el pagaré cuando llegue. Adiós y no te preocupes por mí, no dirijas más las cartas poste restante, pues los carteros ya conocen mi casa. J.S.

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Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 7 de noviembre de 1806

[...] Mi situación aquí es realmente de lo más agradable. También tú te sentirías muy a gusto así, aunque los hamburgueses no estarían especialmente encantados, pues hago lo que me place de la noche a la mañana. He vuelto a tomar un profesor de piano para Adele y para mí; es el mejor de la ciudad. Próximamente volveré también a retomar mi actividad pictórica. A eso de las dos como con Adele, sobre las seis tomo té, luego vienen las visitas, sin invitación, inesperadamente... y, desde luego, aún no he pasado una velada a solas. El profesor Meyer, Fernow, Falk, Goethe, los Ridel, la familia Bertuch, mademoiselle Bardua49... un talento extraordinario, a poco se convertirá en la pintora más importante de Alemania, además toca el piano y Conta a la perfección. Conta y su hermana cantan también magistralmente. Wieland no ha venido [77] todavía, pues está enfermo, pero el consejero áulico Weyland50, un hombre asaz interesante y su mujer, así como el joven Bertuch que tú conociste en París, tocan y cantan de maravilla. Todos ellos y a veces otros algo menos extraordinarios vienen, ora en grupo, ora uno o dos. A madame Ludecus, que es una de las ancianas más amables que conozco y a su ahijada, mademoiselle Conta, les pido siempre que nos acompañen. Sobre las seis de la tarde van apareciendo uno u otro; a veces muchos, a veces pocos, según les 79

apetece. Tomamos té, charlamos, contamos historias, reímos, nos quejamos de nuestras penas, según nos place; quien tiene ganas, Conta y toca el piano en la habitación contigua; a las ocho y media cada cual se marcha a su casa. Ceno a las nueve en punto, y a las once me vaya la cama. Así es como he vivido desde que pasaron los primeros días de terror. Apenas salgo de casa y, como podrás observar, tampoco lo necesito. Actualmente, mi casa es la única en la que reina tal alegría; en todas las otras, en unas más y en otras menos, es de lamentar alguna pérdida. Naturalmente, esto cambiará. Dentro de poco volverá a abrirse el teatro y saldré más. La próxima semana vaya ser presentada en varias casas, y otra vez en la de la duquesa madre, luego ya veré qué es lo que hago. En cualquier caso, aquí me hallo en el lugar apropiado; a no ser que algún cambio violento disperse a estas personas que forman un todo tan armónico, mas todo esto queda detrás del tupido velo del porvenir; a nosotros sólo nos ocupa ahora el presente: ya llegará el consejo andando el tiempo. Poco a poco empezamos a hablar con calma del pasado. Los heridos, aparte de unos cuarenta y nueve que van a morir sin remedio y otros tantos menos graves que se [78] reponen en casas particulares, han sido ya trasladados. Desde entonces respiramos más tranquilos; la visión de toda esa miseria, puesto que miles de ellos languidecían en las calles prácticamente sin ninguna ayuda, nos partía

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el corazón. También van siendo más escasos los acuartelamientos, ya hemos sufrido bastante [...]

Arthur Schopenhauer a Johanna [8 de noviembre de 1806] Olvido de la desesperación superada. (De una carta a mi madre) 51

Éste es uno de los rasgos más extraordinarios de la naturaleza del ser humano: no lo creeríamos de no verlo. Tieck lo expresa maravillosamente con palabras parecidas a éstas: «Clamando y sollozando, preguntamos a las estrellas si alguna vez existió alguien más desgraciado que nosotros; y, mientras tanto, a nuestras espaldas, se entrevé ya el futuro que habrá de burlarse del dolor pasajero de los hombres»52. Pero, cierto, así tiene que ser. Nada permanece en esta vida pasajera. Ningún dolor sin final, nada de alegrías eternas, ninguna impresión permanente, ningún entusiasmo duradero, ninguna noble determinación que dure la vida entera. Todo se diluye en la corriente del tiempo. Los minutos, los incontables átomos de pequeñeces en los que culmina cualquier afán son los gusanos que roen y destruyen todo acto de grandeza y de valentía. La bestia terrible de lo cotidiano ejerce su constante presión sobre lo que desea elevarse, hundiéndolo y destruyéndolo. [79]

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No hay nada serio en la vida, pues lo que polvo es, carece de valor. ¿Qué son, entonces, esas pasiones eternas ante tanta miseria? La vida es una broma, como vemos en todo: Así lo creía antes, ahora lo sé.53

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 14 de noviembre de 1806

Hoy por la mañana, querido Arthur, he recibido tu carta del día 8. Ciertamente no contiene noticias consoladoras pero, al menos, me alegra saber que mi extensa carta ha llegado a su destino sin dificultad. Me doy perfecta cuenta de la impresión que ha tenido que provocarte, pero pienso que también tiene que servir para aumentar tu valor; puedes ver cómo somos capaces de ir seguros entre grandes peligros cuando la suerte lo quiere y no perdemos la cabeza. Y he aquí que una vez superada tan felizmente la desgracia, no me pesa haberla tenido que vivir. En lo que respecta a experiencia y conocimiento de las personas, mi ganancia ha sido infinita y, querido Arthur, cuanta más desdicha observo en el mundo, más satisfecha estoy con los seres humanos. En realidad no son tan malos. Ahora que salen a relucir anécdotas de todas clases, nos enteramos de rasgos de gallardía, de presencia de ánimo o de generosidad, que me llegan a lo más hondo del corazón; 82

desde luego, también de rasgos de maldad, de egoísmo y de mezquindad, pero la miseria del tiempo en que vivimos excusa estos últimos y otorga a los otros mayor relieve. Ahora vivo según el antojo de mi corazón: serena, tranquila, querida por personas extraordinarias [80] y en un círculo pequeño, sí, pero muy interesante. Aunque siempre estoy en casa, reparto mi tiempo entre el arte y la ciencia. A la música me dedico con empeño; doy al mejor maestro 10 gulden, apenas 10 florines, y éste deja muy atrás en el método de enseñanza a Grund54. Además, Fernow viene todas las mañanas a casa y me enseña italiano. Lo hace sin otro interés que el de la amistad que me profesa. Es un hombre asaz interesante y tan bueno que uno puede comportarse con él como si se tratara de una persona normal y corriente y, sin embargo, es uno de nuestros primeros cerebros. Lee la Vida de Karsten, de Fernow, y sus Estudios romanos, que es lo último que me ha traído, estoy segura de que te gustará. La próxima semana comienzo de nuevo con la pintura, y el profesor Meyer, como amigo que es, me ayudará con su consejo y apoyo. Van a pintarme al óleo, a tamaño natural, junto con Adele. La Bardua no me dejó en paz hasta que le prometí que posaría para ella. Es prodigioso lo que ha progresado esa joven artista tan sólo en un año, bajo la dirección de Meyer. Desea tener terminado el cuadro para la próxima exposición. Si el resultado final quedase tal y como ella asegura, me gustaría que la Bardua me lo cediera para ti, 83

pues creo que te gustaría. Esta semana pasada ha sido muy intensa. El domingo enterraron al viejo consejero Kraus55. Seguro que aún te acuerdas del agradable anciano que estuvo con nosotros cuando vinimos a Weimar. Era coeditor del Modejournal desde hace más de treinta años, íntimo amigo de Bertuch; un viejo solterón, pero el mejor amigo y confidente de las jovencitas, para las que organizaba bailes y otras mil pequeñas diversiones. Con su carácter inocente y festivo era el alma de cualquier [81] reunión. Cariñoso, afable, puro como un niño sin ser por eso aniñado, rebosante de amor por el arte, aunque sin elevarse a lo ideal, supo transmitirle a sus obras la gracia que rebosaba todo su ser. Fue director de la Academia de Pintura; ésta constituía su mayor alegría, sobre todo las dos jornadas en las que asistían a ella todas las niñas de Weimar, pues era el amigo y confidente de cada una de ellas. A este amable anciano de setenta y tres años lo torturaron expresamente esos bárbaros. Tenía su alojamiento ordenado de manera encantadora, y sentía una inmensa alegría cada vez que se reunían en él varias féminas que admiraban tan hermosa disposición y el orden que allí reinaba (así como él era, me imagino, debía de ser más o menos el viejo Phantasus). Este juguete suyo de precisión lo destrozaron ante sus ojos; aguantó esa noche, luego huyó amedrentado y maltratado hacia la duquesa, con quien permaneció dos días hasta que los Bertuch se lo llevaron con ellos. En cuanto se vio entre 84

amigos, recuperó su alegría y no pensó más en el horror pasado, pero había agotado sus fuerzas. Creía sentirse mejor, pero cada vez se debilitaba más y más hasta que, dulcemente, se durmió entre gozosas fantasías de su juventud sin percatarse ni de la proximidad ni de la mera posibilidad de la muerte. Se le enterró el domingo por la tarde, junto a la tumba de Lucas Cranach. Portaron el féretro jóvenes artistas; Goethe, Fernow, Meyer y otros muchos lo seguían, y también todas las niñas de la Academia de Pintura. La hermana de Conta, que vive en nuestra casa, depositó una corona de flores sobre el féretro al ser enterrado. Tuvo que ser algo indescriptiblemente conmovedor; yo no asistí al sepelio, pues procuro evitar todas las emociones de este tipo, [82] para mí demasiado vivas. Por la tarde vino Bertuch a casa. En cuanto vio a la Conta vestida de negro, rompió a llorar. Llegó más gente. Sólo se habló de Kraus, y todos los presentes aportaron pruebas de su bondad. El lunes fuimos Adele y yo a comer a casa de Goethe. El círculo de invitados era reducido: los Bertuch, el Mayor Knebel 57 con su mujer, de Jena; un hombre muy interesante que también es poeta, la mujer de éste, algunos desconocidos y yo. No me canso de ver a Goethe, todo en él escapa a la norma y, sin embargo, es infinitamente amable. Esta vez lo he visto enfadarse: su hijo, una especie de zoquete, pero muy similar al padre exteriormente, rompió un vaso con mucho estrépito; Goethe contaba algo en aquel momento, y tan 85

grande fue su susto que gritó. Enojado, miró a August sólo una vez, pero de una manera que me sorprendí de que el muchacho no cayera fulminado bajo la mesa. Jamás he visto un rostro tan expresivo y ágil; cuando cuenta algo, él mismo se transforma en el personaje del que habla. El timbre de su voz es música. Ahora es mayor (57), pero de joven tuvo que haber sido bello como un Apolo. El lunes me sorprendió madame Beyer, de Burdeos: su marido tiene parientes en Apolda, a dos millas de aquí. Y con ellos, Badwurm, que ha venido aquí a que lo curen. La pobre mujer, que no sabe una palabra de alemán, viene y se encuentra semejante espectáculo, una tierra saqueada por los franceses, etc. Por la noche vinieron a casa los Bertuch, los Knebel y Meyer. Se interpretó mucha música. La señora Knebel Conta de maravilla.58 La Bardua y Conta (y además el preceptor de Muhl) cooperaron y todo salió a la perfección. El miércoles por la noche vinieron Goethe, Fernow, Meyer, Ridel y un joven poeta, el Dr. Schürze, [83] quien todavía no había visto a Goethe y por eso se había hecho presentar en mi casa. Goethe estaba de un humor excepcional, las anécdotas se sucedían sin interrupción, fue magnífico; algunas veces nos reímos de tal manera que la gente se detenía en la calle pensando qué rayos pasaría aquí dentro. Por la mañana me recibió la duquesa madre, a quien no había vuelto a ver desde entonces; estuvimos las dos solas y la Göchhausen. Tratando a Anna Amalia, una se olvida 86

enseguida de su condición de princesa. Pasé dos horas con ella y, según parecía, se hubiese sentido muy complacida de haberme retenido por más tiempo. Bien podrás comprender que me guste estar aquí. Esta manera tan sencilla de conseguir que los hombres más excepcionales se interesen por mí es asombrosa. No he hecho todavía ninguna visita, todo ha surgido por sí mismo. Los jueves y domingos, desde las cinco hasta más o menos las nueve, se reúnen mis amigos en mi casa; cualquier novedad interesante que llega de fuera, se comenta aquí. Le he contado a Goethe el plan —con el que está de acuerdo y también desea fomentarlo— de dar sólo té, nada más, el resto del placer tiene que aportarlo la concurrencia. Si estuvieras aquí, querido Arthur, ¡cuán provechoso podría serte este círculo! Goethe, Meyer, Fernow, Schütze, madame Ludecus, Conta y la hermana, los Bertuch, los Riedel, los Weyland, todos éstos son los primeros invitados, los demás vendrán por sí solos. Además, esto no ocasiona gastos en absoluto, mas sí un gozo infinito. Aquí se carecía hasta ahora de un punto de reunión, y todos están muy aliviados de haber podido encontrarlo en mi casa. El teatro está todavía huérfano, de momento nadie quiere suscribirse, pero también eso acabará por [84] arreglarse. Tú, pobrecillo, te encuentras ahora en medio de la angustia que nosotros vivimos hace cuatro semanas, pero creo que ahí no podrá ser tanto. Creo que en Hamburgo ya ha pasado todo y ha debido de 87

transcurrir de una forma más pacífica que aquí. ¡Ah! Pero Danzig, cómo me duele no tener ni la más mínima noticia de allí, al menos directamente. Escribe a Julchen 59 a menudo, también una carta a Lotte, pues que tengas que escribir al doctor es algo que no deseo exigirte, a fin de que yo sepa algo de allá. Otra vez le entregué una carta la semana pasada a un oficial francés que se dirigía a Wittenberg, pero tampoco ésta llegará, como tantas otras que allí he enviado. Sophie se merece todo lo que dices de ella, se ha hecho muy popular en todo Weimar. Cuando Goethe viene, acostumbra casi siempre a hacerle una pequeña visita en su habitación, de la que él ya conoce muy bien el camino, y charla un rato con ella. Adieu, querido Arthur, no pierdas el valor, ya llegará también el tiempo en el que se cumplirán tus deseos. Cuando sabemos limitar nuestros objetivos, puede esperarse con seguridad el éxito. Esto lo experimento yo ahora, día a día pues, en realidad ¿qué es lo que hoy me hace dichosa? ¡Qué pequeño habría de parecer todo esto a los ojos del gran mundo, o de los elegantes hamburgueses! Piensa en esto con calma y tendrás que darme la razón. Adiós, escribe al menos cada semana o de lo contrario temeré por ti. Tu madre, J Schopenhauer [85]

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Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 28 de noviembre de 1806

Tu carta, querido amigo Arthur, llegó dos días más tarde que de costumbre, pero no eres tú el culpable, sino las circunstancias bajo las que se envió. La noticia de la toma de Hamburgo me sorprende, aunque aquí hacía ya tiempo que nos figurábamos algo parecido. Espero que no vaya a tener una influencia duradera sobre la suerte futura de la ciudad, sino que la tormenta acabe desviándose con áureos pararrayos. Estoy impaciente por recibir tu próxima carta. Espero que contenga más detalles acerca de tan gran acontecimiento; gracias a Dios que aun así todo haya sucedido tan pacíficamente. Los pobres habitantes de Lübeck lo han pasado todavía mucho peor que nosotros, pues parte de la lucha callejera se sostuvo dentro de las casas; tuvo que ser algo horrible, más allá de toda descripción. Pero tampoco ahí descansáis ahora sobre un lecho de rosas, sobre todo los comerciantes que negocian con mercancías inglesas, como Matsen, deben de estar muy preocupados. No acabo de entender muy bien por qué se fue Hesse, ¿se ha quedado Archenholz? Tienes razón, el espectáculo que ha originado mi extensa carta, no lo hubiera yo imaginado ni en sueños, ¡cómo es posible algo así en este mundo! Que la mandes copiar me parece muy bien, me gustará que exista esa copia dentro de unos años, también para mi propio recuerdo. La impresión del conjunto no la perderé 89

nunca, mas los pequeños detalles desaparecen de la memoria con el tiempo. Pero, ¿cómo ha podido llegarse hasta el punto de quererla imprimir? Suponiendo que como carta fuera de verdad una obra maestra [86] —cosa que a mí y seguro que a ti también, me parece ridícula— ¿cómo podrían mencionarse abiertamente ante el mundo todos esos nombres famosos: Goethe, Bertuch, Kalckreuth, la duquesa Amalia, etc.? Impídelo, te ruego por Dios que nadie me cometa tal genialidad, sería suficiente para destruir de una sola vez todas las agradables circunstancias en las que vivo; aunque bajo la actual situación de Hamburgo, nadie piensa en eso. Por cierto, ahora ya tienes que dársela a leer a todos aquellos a quienes no puedes negárselo, simplemente cuida cuanto puedas de que nadie la copie. Madame Faber tiene que leerla enseguida si es que de verdad quiere, también Westphale, sólo que no olvides prohibirle especialmente a él que la copie. Sigo, como siempre, viviendo aquí muy cómoda y muy feliz. Goethe vino a casa el domingo y también ayer por la tarde. El círculo que se reúne a mi alrededor los domingos y los jueves no tiene parangón en Alemania ni en ninguna otra parte. ¡Si tan siquiera una vez pudiera traerte aquí por arte de magia! Goethe se siente muy a gusto en mi casa y viene muy a menudo. He dispuesto para él en un rincón una mesita con útiles de pintura; la idea me la dio su amigo Meyer. Así, cuando le place, se sienta allí y traza de memoria 90

pequeños paisajes, a vuela pluma; son tan sólo bosquejos, pero llenos de vida y autenticidad, como todo lo que él hace. ¡Qué ser este Goethe! ¡Qué grande y qué bondadoso! Como nunca sé a ciencia cierta si vendrá, me sobresalto cada vez que lo veo entrar en la habitación; es como si este hombre poseyera una naturaleza más elevada que la de los demás, pues observo con claridad que produce el mismo efecto en todos los presentes, que, sin embargo, lo conocen desde hace más [87] tiempo y, en parte, le son más cercanos que yo. Él mismo cuando llega también parece estar siempre un poco taciturno y algo confundido hasta que ha visto bien a los presentes y sabe quién está. Acostumbra a sentarse junto a mí, un tanto retirado para poder apoyarse en el respaldo de mi silla; yo soy siempre la primera en entablar diálogo con él, entonces se anima y se vuelve indescriptiblemente afable. Es el ser más perfecto que conozco, también en el aspecto exterior. Un porte esbelto y hermoso que se sostiene muy derecho; vestido con suma pulcritud, siempre de negro o azul oscuro, el cabello exquisitamente peinado y empolvado, como le conviene a su edad, y un rostro magnífico, con dos ojos castaños muy claros, dulces y penetrantes a la vez. Cuando habla se embellece de manera increíble, entonces no me canso de mirarlo. Ahora tendrá unos cincuenta años 60, ¡lo que habrá sido de joven! Se interesa por todo y participa de todo, de vez en cuando cuenta pequeñas anécdotas, a nadie 91

agobia con su grandeza, es modesto como un niño; es imposible que no inspire confianza cuando se habla con él y, sin embargo, infunde respeto sin quererlo. El otro día le llevé su taza de té, como se acostumbra a hacer en Hamburgo, para que no se le enfriara, y me besó la mano. En mi vida me había sentido tan azorada, también quienes se hallaban cerca me miraron con cierto asombro. Desde luego, Goethe es tan majestuoso que en él el más sencillo gesto de cortesía parece condescendencia, y él mismo parece no tener ni idea de ello, al contrario, como el sol, en su callada majestad, lo pasa por alto. Luego están Meyer y Fernow, ambos también muy interesantes, muy distintos el uno del otro; Meyer es suizo. Fernow es mi favorito; todas las mañanas viene a [88] enseñarme italiano, algo que me alegra mucho. Asimismo vienen los Bertuch, Schütze, un poeta muy mediocre, aunque, por lo demás, muy cabal; el Dr. Riemer, que reside en casa de Goethe, también una cabeza de lo más instruida. Éstos son los personajes principales, sin olvidar a mi buena Ludecus, que, bajo el nombre de Amalia Berg ha escrito algunas novelas encantadoras. Además, concurren varios personajes secundarios que en cualquier otro lugar serían los protagonistas. Se reúnen a las cinco y media. Tomamos té, charlamos... Nuevas publicaciones, dibujos, composiciones musicales, todo se trae a mi casa; aquí se comenta, se pondera, se ríe, se alaba, según parezca; cualquiera que tenga algo nuevo lo trae consigo. La 92

Bardua dibuja la caricatura de alguien, Goethe se sienta ante su mesita, pinta y habla. El mundo joven interpreta música en la habitación de al lado, quien no tiene ganas no la escucha; así llegan las nueve y todos se retiran con la intención de volver la próxima vez. Esto sí que es vida, ¿verdad? He visto a Wieland. Tuve que hacer una visita a la señora von Egloffstein, él se enteró y ya estaba allí cuando llegué. Tiene setenta y tres años, pero es bastante vivaracho para su edad. También me pidió permiso para venir a mi casa. Cuando hace mal tiempo no sale nunca, por eso no había venido todavía. Mas como no puede vivir sin el juego, no va a encontrarse a gusto en mi casa, pues en mi círculo no juega nadie. Por lo demás, es mucho menos interesante que Goethe. Lleva un gorrito negro, como el de un abad; esto y su blanca melena le confieren una cierta dignidad. Su fisonomía es francesa y jamás pudo haber sido guapo; en la actualidad, y sobre todo sin gafas, es [89] bastante feo. Se mostró muy amable y atento conmigo, y parecía haber oído hablar mucho de mí, Esta tarde estoy invitada a tomar el té en casa de la tesorera von Fritsch, donde seguramente me lo encontraré otra vez. Nobles y burgueses se portan conmigo con extraordinaria gentileza, en pocas palabras, no me veo desilusionada en ninguna de mis esperanzas, y vivo todo lo contenta y feliz que puedo desear.

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Adieu, querido Arthur, podría escribirte mucho más, pero me falta tiempo, cuídate, ten valor, también acabará por irte bien; por ahora, hay que sembrar para luego recoger la cosecha, y tener paciencia y esperar, tal y como he hecho yo, tú sabes bien cuán distintos fueron mis mejores años de estos que ahora vivo. Tu madre, Johanna Schopenhauer Adele es obediente y buena, te envía saludos y espera una cartita tuya.

Arthur Schopenhauer a Johanna [Noviembre, 1806]61

¿Cómo pudo la semilla celeste hallar un sitio en nuestro duro suelo, allí donde la necesidad y la indigencia se disputan cada parcela? Hemos sido desterrados del espíritu originario y no podemos volver a él. El juicio de hierro del deseo ha caído sobre la mísera especie humana. La indigencia y la necesidad se ceban en ella irremediablemente, exigen toda la energía y limitan cualquier esfuerzo. Sólo una vez satisfechas éstas puede el espíritu, cansado y embotado, cegado por la niebla terrenal, mirar hacia adelante. No censuréis a los pobres si excavan el polvo en busca de la felicidad. [90] ¡Oh, Dios! ¡Incluso debemos perdonar a quienes recurren al mal! Pues tu Cielo está sellado y son muy pocos los rayos de luz que llegan hasta ellos. Y sin 94

embargo, un ángel compasivo cortó para nosotros la flor celestial y ésta resplandece ahora en las alturas con toda su magnificencia, arraigándose en este valle de lágrimas. Las pulsaciones de la música divina no han cesado de latir a lo largo de todos estos siglos de barbarie y un eco inmediato de lo eterno permanece en nosotros, inteligible para todos los sentidos e incluso más allá del vicio y la virtud.

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 8 de diciembre de 1806

Contra mi costumbre, querido Arthur, no he respondido a tu carta del 26 de noviembre, pero es que me ha sido imposible. Lo único que puedo decirte es que mi vida transcurre tan fluida y tranquilamente como siempre. Podría contarte todos los días algo interesante de las personas que me rodean, pero, ¿quién puede hacerlo? Acabamos por acostumbramos tanto a lo más elevado como a lo más bajo, y lo que a otros les parecería extraordinario, a mí ya casi no me llama la atención. Sin embargo, aún te contaré alguna cosa, al fin y al cabo, siempre tuve la costumbre de llevar a mis niños algún caramelo cuando volvía de las reuniones sociales. En primer lugar, te contaré algo sobre el día en que fui de visita a casa de la señora von Fritsch62. Esperaba haber encontrado allí a Wieland, pero no estaba. Sin embargo, sí encontré a Goethe. Estuvo otra 95

vez afable, pero no tanto como en mi casa. A mí ya se ha acostumbrado; viene a mis reuniones los jueves y [91] domingos, como si eso fuera lo más natural. Desde que está en Weimar, no ha hecho nunca algo así. Esas noches, enciende un farol pequeño de mano y se vuelve tranquilamente a su casa; imagínate a Goethe con un farolito. Ayer tarde Sophie tuvo que ayudarle además con una candela. Lo avisaron a las siete, y estaba bastante enojado, la esposa del Maréchal Lannes63 se hallaba de paso en la ciudad y tenía que alojarse en su casa. Como la habían estado esperando varios días y no había venido, Goethe pensó que habría aplazado su viaje indefinidamente. Así pues, ese día se comió tranquilamente un paté frío de hígado de ganso que estaba preparado para agasajar a la invitada y por la tarde se vino a mi casa. Pero he aquí que llega la dama y el paté había desaparecido y él se hallaba en mi casa, así que Goethe tuvo que marcharse enseguida. Poco antes tuve otra visita; el señor van Einsiedel64 se presentó él mismo en mi casa, puesto que le resultaba un tanto molesto buscar a otra persona para que lo presentara. Imagínate una esbelta figura en traje cortesano, con peluca, espada, chapaubas, profundamente apenado por la suerte del duque de Braunschweig, pues es el Tesorero Mayor de la duquesa viuda; no supe cómo arreglármelas, por suerte se hallaba conmigo mi buena Ludecus, que lo conocía y nos presentó debidamente; luego me he alegrado mucho de haber trabado 96

conocimiento con él; también tú lo conoces ya como poeta; además, acaba de traducir recientemente a Terencio, y magistralmente, según he oído decir. Sólo se quedó hasta cerca de las seis, pues tenía que acompañar a la duquesa al castillo, pero me prometió volver otro día. He reunido realmente una especie de corte a mi alrededor, no sé cómo. Otro señor administrador le ha [92] regalado a la Bardua una filomena con su alpiste para el invierno y además de eso le ha prometido un anillo si lo presenta en mi casa; pero no le va a ir muy bien, al parecer es un necio y bastante aburrido: no pega con nosotros. Mi retrato está terminado, la semejanza es muy grande, lo obtengo gratis, y te lo enviaré esta primavera. Adele no ha quedado bien. Pero no vayas a creer que se trata de una obra maestra, es simplemente el tosco intento de un talento incipiente que promete mucho para el futuro; desde este punto de vista, el cuadro es harto notable y sus obras llegarán a serlo mucho más cuando la artista haya alcanzado su escalafón final. Este cuadro, más un retrato de Wieland, y algunos otros trabajos de la Bardua se expusieron ayer formalmente en mi casa; los entendidos auguraron un excelente futuro a la valiente joven, que además es una criatura locuela y encantadora. Después, el profesor Meyer nos leyó un ensayo sobre piedras talladas, mostrando copias en yeso de lo más notable. Quienes en vez de eso prefirieron seguir charlando se quedaron tranquilamente en otra habitación. 97

Intenta trabar conocimiento con el pintor Runge66, que ahora vive en Hamburgo; es el mismo de quien Demiani67, en Dresde, nos hizo concebir una idea tan nefasta. Este Runge recorta muy bien figuras de papel y le ha enviado a Goethe algunos trabajos muy hermosos. Goethe nos habló de ello. Yo recorté para mí una rama florida de castaño rodeada por una fucsia, y la deposité sobre la mesa de dibujo de Goethe. ¡Tendrías que haber visto lo contento que se puso a causa de mi arte! Él, precisamente, acababa de traerme un bouquet de Runge con respecto al cual [93] quedaba yo muy por detrás, pero el mío era sólo una especie de primer intento, pues las flores son de tamaño natural. En esto, llegaron varias personas que tomaron mi trabajo por uno de Runge que creían haber visto antes, ante lo cual, y después de que lo hubieran admirado largamente, Goethe exclamó triunfal: «¡No!, ¡La mujercita! ¡Lo ha hecho la mujercita! ¡Tales cosas hace ella! ¡Mirad, mirad qué bello es!» Se alegró tanto como un niño ante un regalo de Navidad. Era jueves, aquella velada no se leyó, pero se interpretó mucha música; la mayoría de los presentes se fue a la habitación de al lado, junto al piano, y yo permanecí a solas con Goethe, pues no me cansaba de mirado ni de escuchado. Entonces me contó algo referente a una pantalla para la estufa que yo tenía que decorar; con un par de trazos me hizo enseguida un dibujo y me prometió que me ayudaría a pegarlos. ¿Quién se imaginaría así a Goethe? 98

Más tarde, Meyer, Fernow y Schütze vinieron a reunirse con nosotros. Formamos un pequeño círculo; después llegó la Bardua trayendo una de sus irresistibles ocurrencias y la velada concluyó entre bromas y risas. Por último, en casa del consejero privado van Schardt, he tenido ocasión de conocer a la señora van Wolzogen68, que ha escrito la maravillosa novela Agnes von Lillien, y a su hermana, la señora von Schiller69. Éste me visitó hoy. Ambas son muy cultas e interesantes. Con Falk estoy en guerra. Está en Naumburg, como intérprete del comandante de allí. Me escribió diciendo que me ha comprado dos caballos porque son muy hermosos y esbeltos, le respondí enseguida comunicándole que yo no necesitaba caballo alguno, [94] ni que tampoco le había encargado que los comprara y que él viera cómo salía del apuro. Y se lo ha tomado a mal; respondió con una misiva que nos ha hecho a todos mucha gracia, y así ha' quedado la cosa. Fernow asegura que, como fra diávolo a Nápoles, a mí se me transportará a Naumburg a causa de esta impiedad. Así es como vivo, querido Arthur, Seguro que en Hamburgo no andan las cosas demasiado bien, estoy impaciente por recibir más noticias, cuéntamelo todo detalladamente. [...] Haz el favor de ocuparte del asunto de las obras de Goethe, y de si puedo recibirlas aquí a través del librero Hoffmann. [... ] 99

Adiós, querido Arthur, cuídate mucho. J. Schopenhauer

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 19 de diciembre de 1806

Tengo delante de mí dos cartas tuyas que contestar: una del 10 y otra del 3 de diciembre. Aunque transcurra una semana sin que te escriba, querido Arthur, eso no debe preocuparte, a menudo me falta tiempo; por las tardes casi nunca estoy sola en casa y las mañanas se me pasan sin saber cómo, a pesar de que me levanto a las siete y media, ¿qué te parece mi conversión? Me sienta muy bien hacerlo así, y no me cuesta ya ningún trabajo. Lo mejor de todo es que Sophie puede disfrutar de su dorado descanso porque mademoiselle Conta ha asumido la tarea de despertarme. Las clases de italiano me ocupan mucho tiempo, me entrego al estudio con verdadero celo y espero [95] avanzar tanto a lo largo de este invierno como para llegar a poder leerlo con placer. Si seré capaz de llegar a hablarlo, eso no lo sé. Es un idioma maravilloso y cada día descubro cuán pecadores son nuestros traductores; he comenzado a leer el Ariosto y qué distinto es de la célebre traducción de Gries. Fernow afirma con toda razón que esas cosas son in traducibles, que como el idioma es tan fácil de comprender puede aprenderlo cualquiera que esté interesado en esa lengua y desee leer a los poetas, y los 100

demás que se las arreglen como puedan. La pintura me roba también mucho tiempo, me dedico a ella con bastante éxito. Al profesor Meyer le resulta muy divertido. 22 de diciembre

Me fue imposible terminar la carta a tiempo para que saliera con el anterior correo. Espero que mi silencio no te tenga muy preocupado. Aquí reina la tranquilidad. Dentro de poco ya no pasará por esta zona la ruta militar, es decir, por tierras de Weimar, .pues hace ya tiempo que dejó de utilizarse y no toca la ciudad; entonces apenas si advertiremos los vestigios de la desgracia pasada. El Cielo nos protegerá en el futuro. [...] Mi vida sigue siendo la misma de siempre. Cuando se vive con tranquilidad y a gusto no se tienen muchas cosas que contar. La semana anterior pasé una velada muy agradable en casa de la duquesa; sólo estábamos allí las camareras, Goethe, Wieland, Einsiedel y yo. Goethe estuvo pintando, como siempre; no obstante, en ninguna otra casa lo encuentro tan alegre y simpático como cuando está en la mía. También he podido conocer más a la señora de Schiller. Es una mujer muy culta, como podrás imaginar; su trato me resulta muy [96] interesante. Casi siempre hablamos de Schiller y me cuenta cientos de pequeños detalles de él que me hacen lamentar cada vez más el haber llegado aquí demasiado 101

tarde 70. Goethe sigue asistiendo a todas mis veladas. Ayer mi círculo fue reducido pero más interesante si cabe, aunque curiosamente nadie trajo nada para leernos; yo recorté otra vez flores y Goethe estuvo muy entretenido ordenándolas para una pantalla de estufa en la que él mismo quiere pegadas. Mientras tanto refería anécdotas de todo tipo. Me gustaría tener más tiempo o estar menos cansada de lo que estoy ahora para escribir, a fin de llevar un diario donde ir anotando todo lo que oigo de extraordinario o hermoso en cada una de esas veladas. La Bardua pinta ahora un retrato de Goethe. Estoy segura de que también posaría para mí si yo se lo pidiera; tengo el valor suficiente como para pintado, pero lo malo es que cuando llegaran las sesiones de pose y él me mirara seriamente con esos ojos suyos tan penetrantes me vería en peligro de salir corriendo; así pues, mejor es que me olvide de ello. La Bardua hará para mí una copia del retrato, que, al parecer, es bastante fiel. Nuestro teatro no se ha abierto todavía; ya tengo ganas de que lo abran, a pesar de que no lo echo de menos. [...] Otra cosa, querido Arthur, cuando me escribas procura ser un poco más cuidadoso en la elección de tus expresiones, pues el correo no es de fiar y puede uno acarrearse una desgracia, ya sabes que también soy capaz de comprender las medias palabras. [...] Pienso con disgusto en tu sordera, eso es lo único que ahora enturbia mi perfecta felicidad; si no tuviera la 102

esperanza de que te curarás de ella, sería algo que me torturaría lo indecible; sé valiente y no dejes [97] que eso te abrume demasiado a fin de que tampoco enfermes mentalmente. Al fin y al cabo, el valor y la entereza son nuestros únicos escudos contra el mal del mundo. Estoy de acuerdo contigo en que intentes todo lo que sea antes que someterte a la operación. Por eso está bien que te dejes inyectar de nuevo. Lástima que no tengas una copia de tu informe a Hunold, podría habérsela dado a Starck, o incluso a Loder cuando regrese de Rusia, a fin de haber sabido su opinión71. [...] La última tarde se habló en mi casa de latín, acerca de lo necesario que es y lo poco que actualmente se enseña. Dije que tú no lo habías podido aprender en tu niñez, aunque tienes una enorme facilidad para aprender a la perfección lenguas vivas. Goethe dijo que no le causaba ninguna sorpresa, que el latín era extraordinariamente difícil, que no existe ningún método de ayuda, que era necesario dedicarle toda la niñez para aprenderlo; y que es fácil coger diez luises de oro cuando simplemente se hallan depositados encima de la mesa, pero que cuando yacen en el fondo de un viejo pozo bajo piedras, cascotes y maleza, es ya otra cosa. Un niño puede intentar sacar algo con suma paciencia, pero un adulto es mejor que desista. Dije que tú tenías ganas de aprenderlo todavía, pero que yo te lo desaconsejaba. «Yo no haría eso —repuso—. Si de verdad lo desea, y a pesar de que ya nunca podrá 103

aprenderlo a la perfección y siempre le quede algo pendiente, será mucho lo que gane con su estudio.» Adiós, querido Arthur, felices fiestas, lástima que esta vez no pueda darte ningún caramelo. J Schopenhauer

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[1807] (19a)

[98]

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 5 de enero de 1807

Desde el día 21 no te he escrito, mi querido Arthur, y eso no es precisamente muy digno de elogio, pero estos impíos días de fiesta son los culpables; en compensación, es a ti a quien dirijo mi primera carta del año y, además, me he propuesto hacerla extensa y prolija, pues sé que eso te gusta. Con ocasión del Año Nuevo no vaya descarte «suerte», ni a expresarte nada acerca de mis buenas intenciones, me parecería que me estoy deseando «suerte» formalmente a mí misma. [...] Ahora vaya contarte cómo me ha ido hasta ahora; si fuera a vivir este año que comienza tan felizmente como lo he empezado, sería el más hermoso de mi vida. El primer día de fiesta fue también de reunión en mi casa. El día anterior, Adele tuvo su Nochebuena, y además, tal y como aquí se acostumbra: un gran abeto adornado con nueces doradas, manzanas y velitas de cera que me habían fabricado algunas damas. Además, muñecas, una pequeña tienda de bisutería y muchas 105

otras cosas, como ya imaginarás. Goethe es un ser indescriptible, todo le apasiona, tanto lo más grande como lo más pequeño. He ahí que el primer día de fiesta se sentó un buen rato en la tercera de mis habitaciones con Adele y la más pequeña de los [99] Conta, una chiquilla bella y desenvuelta de dieciséis años; los demás veíamos desde lejos qué conversación tan animada mantenía semejante trío, pero no podíamos comprender lo que decían; al fin, salieron los tres de la habitación y tardaron mucho tiempo en regresar, Goethe había ido con los niños a la habitación de Soophie, y allí se había sentado para que Adele le mostrara todas sus extraordinarias posesiones. Vio y admiró pieza por pieza, hizo danzar una por una a todas las muñecas, y volvió acompañando a las dos felices criaturas con un rostro enternecido y encantador acerca del cual nadie que no haya tenido la ocasión de verlo tal y como yo lo vi podrá hacerse una idea. A él le place todo lo que es natural y carente de ambiciones, y no hay nada que con mayor rapidez provoque su rechazo que lo pretencioso. Esa velada no teníamos nada para leer; un ensayo acerca de los distintos dialectos del idioma italiano, escrito por Fernow con la gracia que le es característica, que él mismo nos leía, y que nos había entretenido ya durante algunas sesiones, había tocado a su fin, y no teníamos otra cosa. De ahí que volviésemos de nuevo a mis recortes de papel, por los que Goethe se sentía vivamente interesado. El trabajo en mi pantalla se 106

encuentra en su apogeo; imagínate una pantalla para la que yo hago los recortes con el consejo de Meyer y Fernow, y con Goethe encargado de fijarlos. Dime si no saldrá de ahí una pieza extraordinaria. Esa misma tarde fabriqué además, junto con Meyer, que siempre tiene alguna de sus brillantes ideas, una luna transparente. Los demás nos observaban colocados alrededor nuestro, y otros conversaban en la habitación de al lado, Conta y la Bardua entonaban entre tanto una cancioncilla, y Goethe iba, ora a [100] mi mesa, donde yo trabajaba con Meyer, ora a tomar parte en la conversación. Luego, no se sabe cómo, se les ocurrió la idea de meter miedo a la Bardua, que enseguida se amedrenta, contándole alguna historia de aparecidos. Goethe se hallaba detrás de mí, enseguida puso un rostro muy serio, me apretó la mano para llamar mi atención y situándose frente a la Bardua comenzó a contar una de las historias más disparatadas que yo haya oído en mi vida y que él improvisaba en aquel mismo instante como bien podía advertirse; pero cuán vivo era su rostro, con cuánta pasión se dejaba arrebatar él mismo por su propia ocurrencia, es imposible de describir. Hablaba de una enorme cabeza que ve todas las noches a través del tejado; todos los rasgos de su cara están en perpetuo movimiento: uno cree ver los ojos y resulta que es la boca y de este modo se transforma constantemente; además, uno tiene que mirarla siempre una vez que la ha visto, y luego aparece también una larga lengua que cada vez se hace más y 107

más grande y unas orejas que se afanan en pos de la lengua, pero que nunca llegan a alcanzarla; en una palabra, era algo maravilloso, más allá de cualquier descripción. Pero hay que oírselo contar a él y, sobre todo, hay que verlo mientras lo hace. Ésta más o menos debe de ser su apariencia cuando escribe sus obras. El segundo día de fiesta hice lo que quería hacer desde hacía mucho tiempo: partí por la mañana temprano hacia Jena, donde permanecí hasta la tarde del día siguiente; Fernow me acompañó. Jena se ve muy triste, unas veinte casas han sido reducidas a cenizas y precisamente a la entrada de la ciudad. Del barullo que allí solían formar los estudiantes no hay ya nada que ver, todo estaba muerto y en silencio. Nos apeamos en [101] el «Sonne» y luego nos dirigimos a ver al librero Fromman; su esposa es natural de Hamburgo, pero muy culta y afable. Goethe aprecia mucho a esa familia, y especialmente a esa mujer. También sabía ya de mí por la recomendación de los Loder; así pues, muy pronto nos tratamos como viejas amigas. De allí fuimos a casa de Fahrenkrüger, que es un tipo muy gracioso, lleno de vida y de ingenio. Pasamos la velada en casa del Mayor Knebel, junto con los Fromman; resultó muy agradable. La señora Knebel Conta como un ángel; creo que ya te lo he contado anteriormente al referirme a otra ocasión en que me visitó. Él es un viejo cabeza loca, genial y absolutamente poético. A la mañana siguiente desayunamos al estilo hamburgués en casa de 108

Fahrenkrüger, comimos en casa de Fromman y, por la tarde, estábamos ya de regreso en Weimar con un hermoso ramillete de violetas, y es que ha hecho un tiempo tan caluroso que allí, en lo alto de las rocas, donde más calienta el sol, han florecido las violetas. Hoy ha nevado por primera vez. Al día siguiente fue domingo, y mi círculo se reunió de nuevo. El teatro ha vuelto a abrirse, lo cual me agrada sobremanera. No es que vaya mucho, pero de todas formas me alegra. En Jena se vive mucho mejor que aquí. El lugar es celestial. Es muy probable que en verano siga el consejo de Goethe y alquile unas habitaciones amuebladas en las afueras de Jena, que por tres meses pueden costar unos diez o quince táleros, para pasar una temporada con toda mi corte en medio de esa extraordinaria Naturaleza. Goethe también va allí. El último día del año ofrecí por primera vez una pequeña comida; pude haber invitado a más personas, pero me limité a doce: Goethe con su mujer; Fernow, Meyer, el Dr. Riemer, [102] que vive en casa de Goethe; la Bardua y el poeta Schütze, que le hace un poco la corte; el profesor Froriep, de Halle; el yerno de Bertuch, uno de los hombres más guapos y agradables que conozco, Conta y su hermana y Adele y yo. Éstos éramos todos, y con seguridad, uno de los círculos más agradables que pueden formarse. Goethe estuvo extraordinario, y todos me aseguraron que desde hacía muchos años no habían pasado una velada semejante. Ya hacía dos horas que había terminado el 109

año cuando nos separamos. El día de Año Nuevo se leyó en mi casa una obra cómica de Schütze, una pieza muy hermosa que obtuvo un enorme éxito. Trata de leerla, se titula «El poeta y su patria», y es un homenaje a todos los poetas muertos y a todos cuantos han de morir. Schütze ha comenzado a caminar por esos senderos hace poco, pero su primer intento ha sido fructífero; es ingenioso y satírico, y sin inquina ninguna, lo cual es bastante raro. También a Goethe le complació mucho, pero se hallaba bastante cansado de las locuras de la noche anterior. Desde entonces he asistido alguna vez al teatro. Ayer se reunió de nuevo nuestro círculo; Goethe comenzó a hablar de su cercana vejez con tanta suavidad en su tono de voz, con tan noble lucidez, que nos impresionó a todos profundamente. Mientras hablaba oprimía mi mano con firmeza, cosa que hace a veces, y siempre en esos momentos me recuerda vivamente a tu padre, quien también solía hacerlo así. Es increíble lo mucho que Goethe se ha acostumbrado a mí, todo el mundo se maravilla y también me maravillo yo misma, aunque la alegría que siento es infinita. Si te aburre que te cuente siempre lo mismo, dímelo sin temor, por favor; pero es que Goethe es para mí, [103] con mucho, lo más interesante que hay aquí. Además, vivo tanto con él que se entremete en todos mis pensamientos. Aún quedan más cosas que podría contarte, pero todas me parecen de menor importancia. Conta se ha marchado y eso me apena mucho, pues me 110

resultaba muy cómodo tenerlo conmigo. Si yo deseaba salir, ahí tenía su brazo; si quería jugar al ajedrez, él jugaba conmigo; si quería que alguien me leyera algo en voz alta, él me leía en voz alta; si yo quería música, ahí estaba él y Contaba acompañándose con la guitarra; si deseaba yo jugar al juego de las quatre mains, jugaba conmigo; si yo quería pintar, él hacía de modelo; que yo quería estar sola, él se marchaba. Un chichisbeo así, no lo volveré a encontrar nunca. Ha sido enviado a Varsovia con nuestro embajador, sólo Dios sabe cuándo volverá. [ ... ] Como felicitación de Año Nuevo te escribo a renglón seguido unos versos de Shakespeare, espero que los entiendas. Ten cuidado con lo que escribes, ningún sello está seguro en estos tiempos, una dama que yo conozco ha corrido un gran peligro a causa de una carta imprudente. Puedes escribir todas las novedades que haya siempre que cuides de que suenen ridículas o simplemente infundadas cuando no sean favorables ya sabes a quién. Adiós, querido Arthur, mi retrato podrás tenerlo en primavera, ahora todavía es pronto para embalarlo, ya que está aún demasiado fresco; además, quiero que permanezca aquí algún tiempo por mor de la Bardua. A causa de la paz, reina una inmensa alegría, fue proclamada a bombo y platillo en el teatro mientras se

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gritaba a voz en cuello vive Napoleón. Adiós, querido Arthur. J Schopenhauer [104]

Arthur Schopenhauer a Johanna [1807]73 Es inconcebible pensar cómo, con el destierro del alma eterna en los cuerpos, pudo ser deshecha la sublime apatía de la que gozaba anteriormente, reducida a la pequeñez de lo terrenal y desparramada entre los cuerpos y el mundo corpóreo, de modo que olvidó su estado anterior y pasó a formar parte de un punto de vista material tan infinitamente pequeño en comparación con el anterior que se imaginó que toda su existencia se reducía a eso y que eso la colmaba. Es inconcebible que el mundo exterior la despedazara de ese modo, que haya llegado a ignorar el maravilloso estado en el que se encontraba y lo poco que ella pertenece al mundo exterior, hasta este punto sucede, que hay miles que dejan este mundo sin haberse percatado de eso ni haber pensado siquiera sobre ello cuando bastaría uno solo, el más ínfimo y sencillo de los fenómenos naturales, inexplicables para el ingenio humano, por ejemplo, uno de los más elementales, para mantenerlos ocupados durante toda su corta vida. Pero el ser humano camina raudo sobre el puente cuya base desconoce, sin mirar a derecha ni a izquierda, siguiendo su pequeño sendero sin pensar en el punto de partida ni

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tampoco en el de llegada, ensimismado y únicamente preocupado en dar el próximo paso.

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 20 de febrero de 1807

Esta vez, querido Arthur, te escribo solamente unas líneas a vuela pluma; por lo demás, tampoco [105] puedo contarte de mí más que lo de siempre: mi vida se desenvuelve en el más hermoso de los círculos y cuanto más agradable resulta, menos hay que contar de ella; no obstante, esta semana he podido asistir a algunas diversiones desacostumbradas. El lunes se escenificó aquí «Tasso»74 por primera vez, y magníficamente interpretada. Cuando leí la obra no me hice una idea clara del enorme interés que puede llegar a suscitar esta pieza que, en apariencia, parece tan carente de acción cuando se escenifica, aunque, por supuesto, tiene que realizarse tal y como aquí se hizo. Anteayer, Einsiedel y Fernow nos leyeron una comedia de Plauto a Goethe y a mí, a Meyer y a varias otras personas más que habían venido a mi casa con este fin; la pieza, traducida del latín, se titulaba «El fantasma», Einsiedel la ha reescrito en nuestro idioma muy bellamente. A Goethe le gustó tanto que al punto quiso que se representara en mi casa. A pesar de lo disoluto de las costumbres, es harto entretenida, y las escenas son tan cómicas que la pobre Ludecus, que yacía arriba en el sofá, atacada de jaqueca, 113

se puso muy nerviosa a causa de la juerga que nos traíamos abajo. Los antiguos, querido Arthur, son nuestros maestros; sin embargo, con respecto a este artículo eres un incrédulo. [...] «La consagración de la fuerza»75 no he podido conseguirla todavía; de todas formas, ahora leo bastante menos; pero vivo mucho más, pues al fin y al cabo, las letras no son más que algo muerto. Adiós, mi querido Arthur, no tengo tiempo para más, la próxima carta será más extensa. J. Schopenhauer [106]

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 10 de marzo de 1807

Precisamente, mi querido Arthur, acabo de recibir tu carta del día 4, y ya que esta tarde tengo un par de horas libres quiero contestarla enseguida; aún no he respondido a una del día 18 de febrero. No me regañes por mi indolencia, pienso mucho en ti y con verdadero cariño. A menudo desearía tenerte conmigo, y cuando Fernowo Stephan Schütze me refieren cuán tarde comenzaron a estudiar y veo a lo que ambos han llegado, pasa algún que otro plan por mi cabeza. Pero, desde luego, ambos llevaron consigo a la academia unos excelentes conocimientos previos adquiridos en la escuela o por cuenta propia con gran esfuerzo, conocimientos que a ti, con la elegante educación que recibiste -y que no tuviste otro remedio que recibir, dada

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nuestra posición social- te faltan por completo. Ambos de muy modesta condición, nacidos en un lugar pequeño, pudieron renunciar sólo con desearlo a todos esos placeres que para ti, al menos en el futuro, parece que habrán de serte tan imprescindibles. Por lo tanto, debes permanecer en la carrera que un día tú mismo elegiste. Aquí, donde nadie es rico, se ven las cosas de otro modo, pero allí, donde tú estás, sólo interesa el dinero. Aquí nadie piensa en eso, vivir es lo único que importa. La felicidad se encuentra en aquello por lo que cada cual satisface las necesidades más imperiosas de la vida. Aquí me encuentro en un mundo completamente distinto; sin embargo, bien sé que "también tiene que existir el mundo en el que tú vives, pero me alegro de todo corazón de haberme librado de él. Puede ser que de vez en cuando mis opiniones te [107] parezcan un tanto extrañas, no te lo tomo a mal. Con esta agitada holgazanería que me traigo entre manos escribo mucho menos, le debo cartas a todo el mundo, esto me avergüenza y me enoja, pero no me sirve de ayuda: ¡los días pasan tan rápido! Y, sin embargo, apenas si salgo de casa. Dos veces por semana voy al teatro, dos tardes toma el té mi círculo, los días que restan se me van sin saber muy bien cómo. Fernow suele venir a verme cuando me quedo en casa, la Bardua, éste, aquél, y así transcurre el tiempo. Hoy me levanté a las ocho, desayuné y leí, a las nueve y media llegó Meyer. He comenzado a pintar mi retrato al pastel, a tamaño 115

natural, según mi imagen en el espejo, y Meyer me ayuda con sus consejos. Ya tenía ganas de volver a pintar algo grande, he retratado a Conta ya su hermana en miniatura y obtuve mucho prestigio con ello. Meyer se quedó conmigo hasta las doce, durante todo el tiempo que pinté. Me encontraría que tuvieras ocasión de escuchar sus francas palabras, de las que casi cada una de ellas mercería ser anotada. A las doce llegó Fernow; leí con él los magníficos cuentos de Gozzi76 de una a dos; después de comer tuve que cortar unos patrones de todo lo que ha de ser cosido, luego vinieron Conta y la Bardua, y de nuevo Fernow. Rieron, Contaron y tantearon a mi alrededor. Fernow nos dejó enseguida, Conta y la Bardua tomaron té conmigo. A las seis y media la Bardua fue a casa de Wieland, pues tiene mucho trato con sus hijas, quienes, por cierto, son lo peor de las obras del poeta. Luego jugué una partida de ajedrez con Conta hasta eso de las ocho, y aun así todavía tengo hasta las once un par de horas para ti. A las nueve ceno, pero en esto tardo muy poco tiempo. Ves, así es un día de mi vida, los otros son sólo [108] variaciones sobre el mismo tema. Es una vida de la que no se puede decir mucho, pero se lleva bien, y una no se entera en qué se le va el tiempo. Y ahora deseo responder brevemente a tu carta. [...] «La consagración de la fuerza» la he leído ya. Contiene algunas escenas y pasajes sueltos muy buenos, pero en particular prefiero «Los hijos de Tales»77. El propio Lutero es lo que 116

menos me gusta, me parece que su caracterización es imprecisa. La escena en la que se describe el ataque de catalepsia que le sobrevino mientras traducía es muy mala, también su tono cambia constantemente, ora habla como Schiller, ora como Shakespeare, e incluso a veces, como Lutero, y eso no está bien. En conjunto, la obra carece de carácter. Es una pérdida para el talento de Werner que viva entre esos hueros berlineses; debería venir aquí, e ir a la escuela a casa de Goethe. El Plauto de Einsiedel no se ha publicado aún, y me temo que con estos tiempos tan malos que corren será difícil que se publique pronto, pero su Terencio ha aparecido ya, mira a ver si tienes ocasión de leerlo. Que ni en el mundo ni en tu piel te sientas a gusto es algo que llegaría a preocuparme si no supiera que, a tu edad, eso es precisamente lo que le ocurre a todo aquel a quien la Naturaleza no destina a ser un tarugo. Pronto te aclararás y sabrás qué es lo que quieres, y entonces, cuando estés en paz contigo mismo, también el mundo acabará por gustarte. Desde luego, mi pobre y querido Arthur, a ti, con lo aislado que estás, te será mucho más difícil que a los otros el paso a la vida real. Tal vez sea yo la única que te comprende, que puede escucharte con paciencia y aconsejarte y consolarte... y precisamente te falto ahora, justo cuando más necesitas un ser al que puedas recurrir con entera confianza. Pero [109] esto no podemos cambiarlo, ten paciencia, seguro que te llegarán tiempos mejores. Justo en esta época de tu vida 117

en que ahora te encuentras, querido Arthur, se desvanece el mundo multicolor de la infancia, la primera primavera de la vida; aún no sabes por dónde te andas en el nuevo mundo que se abre ante ti; vacilas, y ni tú mismo aciertas a saber dónde está el puesto que te corresponde. Esto cambiará, tu malestar desaparecerá y vivirás alegre y con gusto. Quizá te parezca que no tengo razón en lo que digo, pero eso es también algo normal, y puede que te des cuenta de ello si dentro de un año vuelven a caer en tus manos estas líneas. [ ... ] Desde hace un par de veladas el propio Goethe lee en voz alta en mi casa; poder observado en esa ocupación y poder oír su voz resulta magnífico. Schlegel78 le ha enviado el manuscrito de la traducción de una obra de Calderón79; es música y armonía de color, pero apenas si llega a leer tres páginas por velada, pues su propio espíritu poético se excita enseguida; entonces se interrumpe a cada línea y brotan miles de ideas extraordinarias que fluyen en una tan copiosa cantidad que los presentes nos olvidamos del conjunto y sólo atendemos ya a lo particular. ¡Cuánta vitalidad y frescura envuelven a Goethe todavía! Junto a él, el pobre y viejo Wieland se me asemeja al anciano comandante van Eger, a quien Wallenstein dice: «por mis canas pasan los años sin apenas rozarme, mientras que por las tuyas... », ya conoces el pasaje80, lo dice de otra manera pero éste es el sentido. Además, también 118

Wieland se siente un tanto oprimido por la presencia de Goethe, de ahí que no asista a mi salón tan a menudo como le gustaría; Wieland va con gusto a los sitios donde sabe [110] que habrá de encontrarme. Hace poco visité a la Göchhausen; de inmediato, él apareció en su casa, pues había sabido por la duquesa que yo me encontraba allí. Esta vez me interesó de verdad este hombre. Estaba triste, pues el día anterior había recibido la noticia de que había muerto su único y verdadero amor, la anciana La Roche81. Habló mucho de sí mismo, de su juventud, de su talento que nadie —dijo— ha reconocido ni comprendido en su justa medida. «Se me ha elevado a las alturas o se me ha arrojado al barro, ninguna de las dos cosas me merecía.» Luego contó cómo había compuesto sus primeros versos sólo para gustarle a La Roche; que en realidad él no había nacido para poeta, sólo las circunstancias y no el poder del genio lo habían forzado a abrazar esa profesión; que había equivocado su camino, que tendría que haber estudiado filosofía o matemáticas, que a él le habían gustado siempre los números, entonces sí que habría hecho algo verdaderamente grande. Pero tuvo que estudiar leyes, luego fue registrador o algo así en el archivo de una ciudad de provincias y no le quedó más remedio que componer versos para descansar del absurdo tejemaneje de los legajos. «Jamás —dijo— tuve un amigo con quien poder compartir o poder hablar de mis trabajos; siempre estuve solo, nadie me comprendía, 119

nadie se allegaba a mi corazón.» Querido Arthur, oír hablar así a un anciano de casi ochenta años es, de verdad, algo desconsolador. Y éste es el «poeta de las gracias», que es tan franco como para sincerarse de esa manera ante mí, una extranjera a la que apenas ha tratado y ante una anciana dama de la corte a la que muy bien debe de conocer, no lo acabo de comprender. «Más tarde —dijo— vine aquí, y comencé a llevar una [111] vida distinguida, y todo siguió como estaba; ahora estoy viejo y decrépito y ya no permaneceré mucho tiempo entre vosotros y me olvidaréis pronto.» La Göchhausen y yo tratamos de consolarlo hábilmente, contradiciendo sus afirmaciones cuanto pudimos; me referí a Voltaire para darle ánimos, sé que oye con gusto que lo comparen con él... «¡Ah! —dijo— ¡Voltaire fue otra clase de hombre! ¡Qué no escribió él a mi edad! Yo ya no tengo fantasía; estoy acabado». Sin embargo, traduce aún a Cicerón, con mucho celo y enorme placer. [...] Si Riedel pudiera traerme un sombrero, haz el favor de encargarme a través de md. Pistorius un sombrero italiano de paja, hecho y adornado según la última moda. N.B. No te olvides de que mi cabeza es tan grande como la tuya, el sombrero tiene que quedarte bien a ti, de lo contrario no podré llevado. [...] Adieu, mi querido Arthur, saluda a todos mis amigos. J. Schopenhauer

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Arthur Schopenhauer a Johanna [Hamburgo, 28 de marzo de 1807]82

Renunciaría gustoso a toda diversión a fin de poder estudiar sin descanso y recuperar el tiempo que he perdido sin que nosotros dos hayamos tenido la culpa. [112]

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 13 de abril de 1807

Tengo dos cartas tuyas por contestar, querido Arthur, una del día 2 de este mes que he recibido hoy y otra del 28 de marzo, una carta muy extensa y seria que merece una respuesta sensata y que me ha dado que pensar, además de suscitar en mí la preocupación de si realmente puedo ayudarte y de cómo puedo hacerlo. Tu felicidad, tu satisfacción, me preocupan mucho; que las cosas fueran distintas; que todo ocurriera de otra manera para ti no pude decidirlo yo, pues mi voz no contó para nada en aquel asunto. Ahora sólo una reflexión serena y atenta puede ayudar a considerar qué es lo que cabe hacerse, puesto que cuando no queda ya ningún medio que probar en la consecución de nuestros deseos, sólo entonces podemos entregarnos con toda tranquilidad a lo inevitable y decir «no es mi culpa». Esa carta, por lo tanto, la contestaré más adelante, cuando me lo permitan las circunstancias; eso será para ti, al menos, una prueba más del amor que te tengo y de mi buena voluntad para

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ayudarte en lo que respecta a tu felicidad, aun cuando me falten las fuerzas para hacerlo. Aquí nos hallamos todos, al menos los mejores de entre nosotros, sumidos en profundo duelo a causa del fallecimiento de la duquesa madre. Hoy la enterrarán en una ceremonia íntima después de exponerla durante unas horas sobre un catafalco para que se la pueda ver. Quiero ir a verla con Bertuch. Ya sabes, no soporto ver un cadáver; sin embargo, creo que esta vez me hará mucho bien hacerlo. Considero que el solemne y triste esplendor que la rodea dejará en mi ánimo una [113] imagen consoladora y no una terrible. Deseo de verdad ver de nuevo a esa mujer tan extraordinaria y aún más extraordinaria soberana. Se dice que muerta tiene un gran parecido con su gran tío Federico II, aunque ya se le asemejaba en vida; tenía sus mismos bellos ojos, enormes y brillantes, que parecían penetrar con su mirada hasta lo más profundo del corazón; sin embargo, según las descripciones que se hacen de los de él, los ojos de ella eran mucho más dulces. La duquesa poseía algo indescriptiblemente bueno y amable en todo su ser. En total, he pasado con ella tres tardes y dos mañanas. Me tenía cariño y yo podía hablar con ella con mucha familiaridad, como si no fuera una princesa. ¡Ah! Ella era el lazo que mantenía unidos aquí a los mejores. Ella fue quien, durante su regencia, mientras su hijo era aún menor de edad, transformó Weimar, entonces un pueblo miserable, en lo que ahora es, la Atenas de Alemania. Se 122

trajo aquí a Goethe, Wieland, Schiller, a todos los espíritus grandes, los cuales hicieron de Weimar una Atenas alemana. No era una dama erudita, pero sí un ser afable y muy femenino, rebosante de amor hacia todo lo bello y bueno. Enviudó a los dieciocho años; y durante cincuenta y seis vivió aquí, hizo incontables cosas buenas y propagó la dicha a su alrededor como un genio bondadoso. Al comenzar a gobernar su hijo, su poder decreció considerablemente, pero siguió haciendo cuanto pudo hasta el último momento. Al parecer, sólo había estado enferma unos días, de poca importancia; tenía sesenta y ocho años. Podía creerse que viviría muchos más, pues jamás enfermaba, pero tantos disgustos, el ocaso de su casa entera y todo lo que tuvo que soportar en los últimos seis meses acabaron con su vida, a pesar [114] de que exteriormente nadie le había notado nada. Sólo Dios sabe cómo habrá de sobrellevado Wieland, inseparable de ella desde hacía más de treinta años, el anciano septuagenario a quien ella cuidaba como a un hermano querido y cuyas debilidades tan bien soportaba. La señora Göchhausen y Einsiedel han caído enfermos, ambos le deben todo y envejecieron con ella. Einsiedel fue incluso su paje. [... ]

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Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 28 de abril de 1807

Me he tomado el día de hoy entero para mí sola a fin de responder como es debido a tus quejas y tus anhelos. El asunto me importa muchísimo, Arthur mío, he pensado largo y tendido al respecto, mas no he dado con ningún resultado alentador. Esto, querido Arthur, no tiene nada de extraño, ya que es muy difícil ponerse en el lugar de otro, sobre todo teniendo en cuenta lo distinta que es tu situación de la mía, y lo diferente que es nuestro carácter. Tú eres indeciso por naturaleza, yo, quizá demasiado impulsiva, demasiado decidida, demasiado inclinada a elegir entre dos caminos el que en apariencia parece más maravilloso, tal y como hice con la elección de mi residencia. En efecto, en vez de mudarme a mi ciudad natal, con mis amigos y mis parientes, como hubiera hecho casi cualquier otra mujer de hallarse en mi lugar, elegí Weimar, ciudad que prácticamente desconocía. Pero en este instante quiero liberarme de todo eso y escribirte sólo aquello que me dictan mi juicio y la sabiduría de la vida, adquirida a fuerza de tantas y tan variadas experiencias. Que estabas insatisfecho con tu situación ya [115] lo sabía yo desde hacía tiempo, pero no me preocupaba demasiado, pues ya conoces los motivos a los que siempre atribuí tu descontento. Hay que añadir, además, que demasiado bien sé lo poco que participas de la alegre mentalidad de la juventud y la mucha disposición que posees para las 124

cavilaciones melancólicas, triste herencia que recibiste de tu padre. Esto era algo que me afligía a menudo, pero como no podía cambiarlo, no tuve más remedio que conformarme y esperar a que el tiempo, que tantas cosas transforma, quizá también llegase a transformarte a ti en ese aspecto. En esto llega tu carta del día 28 de marzo. El tono serio pero también sereno en el que escribes, surgido de lo más hondo de tu corazón, y que también llega al corazón, me sacó de aquella tranquilidad: ¡cabía la posibilidad de que, al seguir tu camino actual, estuvieras errando tu vocación! Así pues, he de hacer todo, todo por salvarte, en la medida en que aún es posible. Sé muy bien lo que significa tener que vivir una vida que choca con nuestro interior y, si es posible, mi querido hijo, quisiera ahorrarte tal sufrimiento. ¡Ah! Querido, querido Arthur, ¿por qué antaño tuvo mi voz que contar tan poco? Lo que tú ahora quieres fue ya entonces mi más vivo deseo; con cuánto ímpetu luché por hacerlo realidad; a pesar de la cantidad de objeciones que se me oponían acabé por salir adelante, mas a ambos se nos engañó de forma terrible. Callaremos al respecto, pues estos lamentos tardíos no sirven de nada. Inquieta por tu destino, indecisa acerca del consejo que debería impartimos a los dos, no encontré mejor salida que la de dirigirme a un amigo al que atribuyo el suficiente buen sentido como para que me aconseje precisamente en este caso, que, por lo demás, es muy [116] similar al que también un día fue el 125

suyo. En efecto, también él se decidió por seguir el camino del estudio, si bien en circunstancias aún más precarias que las tuyas, pues era muy pobre y contaba cuatro o cinco años más de los que tú tienes ahora; sin embargo, aparte de esto, sabía latín y tenía mejor formación escolar que tú. Este amigo es Fernow. Si lo conocieses, también lo querrías y lo admirarías tanto como yo. Él es aquí la única persona con la que puedo hablar de todo con plena confianza, porque sé que todo lo que a mí me atañe también a él le afecta vivamente. En definitiva, es mi amigo en el más amplio sentido de la palabra. Así pues, hablé con él y le leí los párrafos más sorprendentes de tu Carta. Como no te conoce personalmente, no puede decidir acerca de la carrera que podría serte más adecuada, pero me dio su opinión. Le pedí que hiciera el favor de redactármela para ti. Aquí te adjunto su escrito. Tiene dieciocho años en vez de los diecinueve que tú tienes, desde luego, un año más no supone ninguna diferencia esencial. Como podrás ver, Fernow opina como yo: que no es todavía demasiado tarde si de verdad sientes el impulso irresistible y el tesón suficiente como para dedicarte a la ciencia y al estudio con perseverancia. En ese caso, más o menos a la edad de veintiséis años, estarías ya en condiciones de vivir por tu cuenta de tu carrera. Si permaneces en el comercio, podrás dejar la casa Janisch83 a tus veintidós años; luego, según el plan de tu padre, tendrás que pasar aún otros dos años en otra empresa de comercio, sin que 126

puedas establecerte mucho antes por tu cuenta, algo que, desde luego, ni yo ni ningún amigo con experiencia te recomendaría. El tiempo, como puedes ver, es casi el mismo. Así y todo, te darás cuenta un [117] poco más tarde de que una situación estable como es debido, con mujer e hijos y todas las consiguientes responsabilidades hogareñas no es algo que corresponda a los primeros años de juventud de un varón, a menos que uno, naturalmente, no esté decidido ya a ser admitido de por vida en la venerable orden de los filisteas. Yo, Arthur mío, no deseo, en verdad, poner trabas a tu felicidad, pero tu camino debes buscarlo y elegirlo tú mismo; sólo entonces podré aconsejarte y ayudarte donde y como yo pueda. Así pues, procura en primer lugar aclararte a ti mismo. Si tu inclinación a la ciencia y al estudio es tan grande que estás dispuesto a afrontar el panorama de cinco o seis años de durísimo trabajo, alejado de todo tipo de magníficos placeres con el único propósito de llevar luego una vida moderada, llena de trabajo, tranquila y sin brillo alguno, tal vez innominado, únicamente impulsado por el esfuerzo y la consecución de lo mejor; si a causa de este panorama reniegas de buena gana de la esperanza de llegar a ser rico algún día, afamado, de vivir en una gran ciudad, de ser conocido y respetado por toda Europa, entonces, elige. Hazte médico o jurista, pues tienes que elegir unos estudios que te den de comer, no sólo porque únicamente así podrás vivir, pues nunca serás lo suficientemente 127

rico como para vivir sólo de tus rentas, sino también para que tengas una meta determinada que dé sentido a tu trabajo, pues sólo esa firme determinación hace feliz. En cuanto estés decidido, comunícamelo, pero tienes que decidir tú solo, yo no quiero aconsejarte y no vaya hacerla. Es un paso muy grande y muy serio, no te equivoques. Lee atentamente el escrito de Fernow y no te engañes a ti mismo a fin de no confundir el tedio y el descontento [118] que te provoca una situación que ciertamente no es muy agradable, con el apasionado afán por la verdadera sabiduría, que es capaz de superarlo todo con tal de alcanzar su propósito. Una vez decidido, no habrá problema para dejar a Jenisch. Trataré de buscarte un maestro en el que se pueda confiar, bien en una ciudad o en el campo, si es posible a pocas millas de aquí; tendrás que mudarte a su casa y con enconado empeño trabajar durante dos años de la mañana a la noche para recuperar el tiempo perdido. Fernow me asegura que con talento y esfuerzo es posible en ese tiempo aprender latín y todo lo necesario para prepararse para el ingreso en la enseñanza secundaria. A Weimar no quiero traerte; aquí, sobre todo viviendo en mi casa, te distraerías demasiado, sólo si todo tu afán y esfuerzo se concentra en la consecución de ese único fin, podrás alcanzar tu propósito. Una vez que hayas concluido ese aprendizaje, irás un año a cualquier Instituto para que te acostumbres a la vida académica; quizá te recomendaría el de Gotha, pues 128

tiene muy buena fama. Tengo aquí buenos amigos que, una vez que estemos de acuerdo sobre tus aspiraciones, sabrán aconsejarte y hallar los medios más eficaces para ayudarte a alcanzadas. Pero piénsalo bien, toda esa bella literatura que ahora lees, todo lo que ahora te causa alegría, tendrás que dejado de lado durante bastante tiempo para dedicarte a fatigosos y áridos estudios. Si esto es serio, tendrás que decidirte a llevar una vida anodina y solitaria, permitiéndote únicamente el mínimo de distracción necesario para no acabar con tu salud. Desde ahora mismo no podrás perder ni un solo instante; te aguardan muchos años de perseverancia, pues estoy convencida de que no deseas permanecer en la ancha [119] calzada por la que transitan las medianías, sino que aspiras a algo más elevado. Si de verdad te crees con la fuerza y el coraje suficientes como para esto, con gusto te ofrezco la mano. Pero, desde luego, no vayas a imaginarte la vida del verdadero erudito como algo maravilloso. Yo la conozco de cerca, querido Arthur. Es una vida dura, fatigosa y llena de trabajo, sólo el placer de la ocupación le otorga algún encanto. Además, jamás te harás rico; como escritor, sólo con muchísimo esfuerzo se consigue justo lo necesario para no morirse de hambre. Naturalmente, un hábil médico tiene mejores perspectivas, pero qué penosa, qué triste es su profesión; cuánta paciencia hay que tener para aguantar los cambios de humor de los enfermos y de los sanos, un médico no es jamás dueño de sí mismo. El 129

jurista lo tiene mejor, sobre todo, el catedrático de universidad, pero cuánto hay que soportar hasta llegar a la realización de algo significativo en su especialidad, qué árida es la profesión de abogado, qué escandaloso es las más de las veces el sentimiento para la justicia y la equidad. Para vivir como escritor hay que ser capaz de ofrecer algo extraordinario. Fernow vive así y yo sé cuánto trabaja. A las cinco de la mañana se sienta en su escritorio. Cuando a las doce viene a verme, ya deja tras de sí casi una jornada entera de duro trabajo. Por la tarde trabaja de nuevo y de ese modo transcurre un día tras otro, y ¿qué gana con eso? Desde luego, la alegría de su obra y el aplauso de los entendidos; esto último le preocupa muy poco, pues no es ambicioso, y de la primera no prescindiría por nada del mundo, seguiría trabajando así —dice— aunque fuera rico. De esta manera es como se gana la vida, aunque vive con muchas limitaciones, apenas si gana lo suficiente para [120] mantenerse; a cambio, a sus cuarenta y dos años tiene ya el cabello blanco como la nieve, la apariencia de un anciano y la salud arruinada. No obstante, él es uno de esos hombres animosos y despreocupados, bueno y alegre por naturaleza; jamás, como dice, se malhumoró por nada, posee un temperamento dulce y tranquilo y, ciertamente, la Naturaleza debió de dotarlo de una extraordinaria fuerza psíquica, tal y como todavía puede advertirse al contemplar la ruina de lo que antaño fue. 130

En tu vida actual, sin embargo, también has hecho ya progresos importantes. Estás aprendiendo la mecánica de los negocios. En caso de que tuvieras intenciones de permanecer más tiempo de aprendiz, podría hablarse con Jenisch a fin de que lo abandonaras o se comprometiera a cambiar; si lo deseas puedo escribir a Severin Schröder al respecto. Que tras pasados uno o dos años de aprendizaje vayas a otra casa es algo necesario y no lo considero ninguna desgracia. Permanece en el camino que un día elegiste, y tal vez al concluir con la pesada carga del aprendizaje mecánico y liberarte de todo ese tejemaneje que ahora tienes entre manos, acabes por encontrarle más sabor a los negocios; muchas cabezas extraordinarias se dedican a ellos, y es ahora, precisamente, cuando necesitamos más que nunca cabezas extraordinarias. El comerciante, en el sentido más grande de la palabra, es más libre que ningún otro; le sobran horas suficientes para dedicarse al cultivo de la más excelsa educación espiritual... Lee en el libro de Raynal que tú tienes, cuyo título ahora no recuerdo, lo que éste dice al respecto con tanta fuerza y veracidad84. Como comerciante puedes realizar infinitud de cosas buenas; podrás, más adelante, asegurar mi vejez, cuidar de Adele, y yo podré dejar a tu hermana [121] en tus manos con tranquilidad si muero antes de que pueda vivir por sí misma. Pero ahora no debe hablarse ni de mí ni nadie, sino sólo de ti. Querido Arthur, reflexiona bien acerca de todo esto y elige, pero después 131

mantente firme, no dejes nunca que te abandone la perseverancia y alcanzarás tu propósito, elijas lo que elijas. No te digo que no me engañes, pues os conozco a ti y a tu absoluta probidad, pero con lágrimas en los ojos te suplico que no te engañes a ti mismo y que te trates con seriedad y honradez, está en juego el bienestar de tu vida, la felicidad de mi vejez, pues sólo de ti y de Adele espero yo compensación por mi juventud perdida. No podría soportar saberte desdichado, sobre todo si luego tuviera que reprocharme haber contribuido a tu desdicha con mi blandura. Puedes ver, querido Arthur, que te quiero de todo corazón y que deseo ayudarte en todo de buena gana; recompénsame a cambio con tu confianza y cuando hayas tomado tu decisión sigue mi consejo y acepta plenamente las consecuencias de tu elección y no me martirices con tensiones. Sabes que no soy caprichosa y que sé aportar razones y que jamás apoyaría algo tuyo que no pudiera, yo defender también con razones. Todo lo que hasta ahora hice por ti fue bueno; que te cambiases a casa de Willink, que fueras a Wimbledon, todo eso fue obra mía, todo sucedió de acuerdo a unos fines determinados. Si antaño no se hubiera destruido mi plan con tanta frialdad, tú tendrías ahora una canonjía y estarías en la universidad. ¡Cuánto luché por ello! Böhme, Runge, Lienau, todos tuvieron que ayudarme, mis razones eran irrefutables, sólo aquella cruel estratagema pudo con ellas. Tu padre tampoco dejaba de tener razón, también él quería lo [122] 132

mejor para ti, y él sólo conocía este camino, que tal vez no deje de ser el mejor. No deseo pronunciarme sobre el problema de tu oído; si no se te pasa, será una desgracia que tendrás que sobrellevar con resignación y valor; si no es molesto, entonces la desgracia será insignificante y no te impedirá de ninguna manera llevar tus negocios; en caso contrario, pues entre tanto habrás llegado ya a ser algo, creo, no obstante, que tu sordera te sería menos perjudicial si fueras comerciante que si fueras médico o jurista. Y ahora basta de todo esto. Una gran desgracia se cernió sobre todos nosotros, pero ya pasó de largo. Goethe ha estado a punto de morir; desde hace quince días, el tiempo que ha estado enfermo, no he vuelto a verlo. Ahora se encuentra mejor y probablemente vendrá a mi casa pasado mañana. Escribió un discurso dedicado a la duquesa viuda que se leyó en la iglesia el día de sus solemnes exequias. Con mucho gusto te lo enviaría si no estuviese impreso en papel de tanto grosor: ¡qué bien sabe este gran hombre dar con el tono adecuado, qué genial es todo lo que hace! No sé si se ha publicado en la gaceta literaria de Halle o en la de Jena, allí podrás encontrarlo. Seguro que también vendrá en el Morgenblatt. En el Modejournal del próximo mes podrás encontrar un artículo muy bonito de Fernow sobre la duquesa, y también otro acerca de una riña ocurrida en Dresde, entre los pintores, en la exposición de este año. Hace un par de meses se publicó también 133

allí algo mío, pero sólo una traducción: «La moda inglesa». Bertuch no tiene aquí a nadie que entienda inglés como es debido, y yo le ayudé en su necesidad; me resultó muy divertido leer impresos mis garabatos. […] [123] Adieu, querido Arthur, el correo apremia y me duelen los dedos. Considera seriamente lo que te envío y escribe y contesta pronto tu madre J. Schopenhauer [Adjunto a la carta anterior: Ludwig Fernow a Johanna Schopenhauer] Con respecto al asunto del que usted, mi estimada amiga, desea conocer mi opinión, después de meditarlo atentamente, le diré lo siguiente: no considero que los dieciocho años sea una edad demasiado avanzada como para abandonar cualquier oficio y entregarse a una actividad literaria o de carácter científico. Es más, me atrevería a afirmar que es precisamente ésta la época más apropiada de la juventud, pues en ella coinciden memoria y juicio con la más madura fuerza del espíritu, de modo que toda empresa que desee emprenderse con firme determinación será más fácil de llevar a cabo en ésta que en cualquier otra etapa más temprana de la vida o en una posterior, en las que el espíritu está todavía demasiado tierno o ya no es tan moldeable. Esto, dando por descontado, naturalmente, que el deseo debe ir acompañado de las correspondientes capacidades nece134

sarias para su cumplimiento, y también que una vez que se ha decidido hacerlo le siga una disciplina severa y duradera, sobre todo en los primeros años, cuando la montaña que hay que escalar parece más elevada. Una considerable cantidad de eruditos y hombres de espíritu, empujados por las circunstancias, se vieron obligados a comenzar sus estudios a una edad avanzada de su juventud, y no sólo [124] fueron capaces de recuperar en poco tiempo lo que habían perdido, sino que además acabaron destacando con largueza por encima de la inmensa mayoría de cuantos se apiñan en el campo de la erudición y las ciencias. Usted misma conocerá a algunos de estos felices frutos tardíos y yo, sin ir más lejos, puedo avalar con mi propia experiencia que un impulso contumaz y un esfuerzo constante, aunque sea con unos años de retraso, al final, con toda seguridad, acaban por conducir a la meta anhelada; además de esto, siempre queda la satisfacción de haber llegado a ser lo que uno es gracias al propio esfuerzo, y esto es lo que compensa con creces de todas las penalidades que se sufrieron en esos años de la juventud. Hacía ya tiempo que había dejado atrás mis dieciocho años cuando por fin pude entregarme a realizar aquello que ansiaba. Pero una decisión de este tipo, que es definitiva y decide el curso de la vida entera, no puede tomarse sino tras un severo examen de uno mismo, o bien el impulso debe de haber sido de tal magnitud y tan bien definido que uno no pueda por menos que entregarse a él por entero, con 135

la pasión con la que nos entregamos a cualquier otro instinto; esto último es lo más seguro y lo mejor, pues garantiza la vocación interior. No siendo así, cambiando un destino por otro a causa únicamente del descontento circunstancial que nuestra suerte nos provoca, y atraídos por la apariencia exterior y sin saber si nuestra nueva situación no acabará también provocando en nosotros el hastío que provocó la anterior, estamos abocados al fracaso. Lo preocupante entonces no es sólo el tiempo que se pierde; lo peor es que, a raíz de la desilusión obtenida, también perdemos fe en nosotros mismos, faltándonos, por tanto, la [125] energía necesaria para ser capaces de reconstruir un plan de vida. Dado que no tengo el placer de conocer personalmente a su señor hijo, esto es, que ni conozco sus capacidades personales ni su carácter, he querido referirme aquí a este punto tan importante, pues desgraciadamente he tenido la posibilidad de encontrar a lo largo de mi vida varios casos parecidos, motivados más por una situación de descontento psicológico que por una verdadera y sincera inclinación. Confundir una causa por otra sólo trae luego como consecuencia un mal irreparable. Al verdadero impulso no le cabe la menor duda acerca de su inclinación, la aborda decididamente y permanece en ella irreductible. La temprana instrucción que recibió su hijo para el mundo y la vida, así como el conocimiento de varias lenguas vivas constituyen, sin lugar a dudas, una 136

admirable ventaja. Su espíritu ha adquirido con ello una extraordinaria soltura; su sensibilidad, una rica permeabilidad y su inteligencia, un tesoro de sabiduría de vivir; todo ello le protegerá contra cualquier tipo de pedantesca unilateralidad. No obstante, una temprana instrucción mundana de esta clase puede conducir a menudo a una dispersión del espíritu, a una ligereza consigo mismo que le impida concentrarse duradera y firmemente en un objeto y llegar a apropiárselo por entero, con lo cual cualquier actividad literaria y seria no queda sino en mero diletantismo. En caso de que su señor hijo, después de haber reflexionado seriamente y hallándose plenamente convencido de su vocación, tomara la decisión de dedicar su vida a la realización de una carrera erudita, lo primero que tendría que hacer, lo más necesario y primordial, sería recuperar el tiempo perdido dedicándose [126] con ahínco al estudio de las lenguas clásicas. Con la correspondiente aplicación y bajo los auspicios de un hábil maestro que fuera capaz de emplear con él un método de aprendizaje sencillo y eficaz, esto le llevaría unos dos años. Luego le aconsejaría, a modo de preparación necesaria para el ingreso en la universidad, asistir todavía durante uno o dos años a las clases de un instituto de enseñanza secundaria. Su señor hijo contaría entonces veintidós años cuando ingresara en la universidad, y es precisamente a esta edad, estoy convencido, cuando es mayor 137

la madurez del juvenil espíritu y la más apropiada por tanto para enfrentarse con la vida académica. La inmensa mayoría de nuestros estudiantes aprovecharía mejor su tiempo si en vez de ingresar en la universidad a los dieciséis o diecisiete años, lo hiciera a los veintiuno o los veintidós. Pero, lo dicho: a fin de conseguir una meta así, lo principal es, aparte de las capacidades personales y el verdadero impulso, la firme decisión y la disciplina severa para ser consecuentes con ella. Y ya que su señor hijo cuenta además con los medios exteriores, tan imprescindibles para la consecución de un propósito de tal envergadura, posee además, en este aspecto, una ventaja decisiva sobre todos aquellos que han de luchar también contra la pobreza y la necesidad y que no pueden agradecer esa suerte.85

Johanna Schopenhauer a Arthur [14 de mayo de 1807]

Así pues, estás decidido, Arthur mío; mucha suerte, únicamente espero que no te arrepientas, porque una vez dado este paso ya sería demasiado tarde para [127] retroceder. Ahora sólo hay un camino para nosotros, y he aquí el inicio. No hay tiempo que perder. Como ves, respondo a tu carta a las pocas horas de haberla recibido, y también he escrito ya a Jenisch y Willink. Ambas misivas te las envío abiertas, si te parecen 138

acertadas, entrégaselas a ellos. Que en contra de tu costumbre te hayas decidido tan rápido, me habría causado gran preocupación tratándose de otro, puesto que tendría que temer la precipitación; en ti me tranquiliza, pues veo en ello el poder del instinto natural que te anima. Ahora, mucha constancia y mucho coraje, buen Arthur, usa todo tu poder, toda tu fuerza para alcanzar tu propósito, seguro que te sentirás recompensado. Querido, querido Arthur, no hagas que me arrepienta de no haberme opuesto a tus deseos; tu dicha tiene que resarcirme de todo, de mis cuidados por ti, de tantas cosas que tú no sabes o que quizá, apenas ni sospechas. Sólo serás feliz si ahora no cejas en tu empeño, si te mantienes firme. A tu edad puede hacerse muchísimo sólo con que se quiera en serio. Bien es cierto que ahora lo deseas con toda el alma, pero, ¿serás capaz de ser constante? ¿No te atemorizará la cantidad de obstáculos que habrán de presentarse en tu camino? Es lo único que temo, pues talento no te falta; eres ya mayor y suficientemente inteligente como para saber lo que te conviene, y esto me consuela. Ya he hablado con mi amigo Fernow, y también le he contado tu rápida resolución a Meyer, que me visitó hoy. Goethe se despidió de mí ayer; pasado mañana se marcha a Carlsbad, quiera el Cielo que regrese revitalizado. A Meyer nuestro comportamiento le pareció justo y equilibrado, Fernow ha leído tu carta y se alegra mucho de tu decisión y, desde luego, está dispuesto a ayudarnos 139

y a aconsejarnos. Pienso alojarte en Gotha en casa de cualquiera de los muchos maestros excelentes que residen en esa ciudad. Fernow tiene allí un amigo, el Dr. Jacobs86, que debe de ser un hombre muy notable — según manifestaciones de Meyer—; asimismo, también es erudito e ilustrado como pocos. Tal vez sea él quien te aloje, en todo caso sí será quien dirija tus estudios. A finales de esta semana viajaré allí acompañada de Fernow y ya veré cómo y dónde te alojaré87. En Gotha vivirás lo mejor posible, pero tendrás que prescindir de cualquier tipo de lujo; cuando te encuentres entre nosotros y veas la vida que llevamos aquí, acabarás por considerar ese lujo como puro filisteísmo y llegarás a avergonzarte de él; una vez que seas un hombre y tengas tu propio hogar, entonces podrás hacer tu nido todo lo bonito que quieras y vanagloriarte de él, hasta entonces todo eso no será sino lastre inútil que no hará más que estorbarte. Así pues, todo estaría ya acordado. Viajarás, en cuanto puedas, vía Kassel hasta aquí directamente, si no se encuentra ninguna agencia de viaje, lo harás con el correo ordinario. Libros, pupitre, escritorio, me los enviarás a mí vía Lüneburg. Los demás muebles se quedarán, en principio, en casa de Willink. De momento, ya me ocuparé yo aquí de ti. Al campo no puedes ir, en las cercanías no vive ningún predicador con los conocimientos y la erudición suficientes. También es necesario que durante una temporada asistas a las clases [128]

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del instituto para que te acostumbres a las lecciones académicas; esto lo tienes a mano, podrás aprender allí varias cosas a la vez, de manera que no te cansará la uniformidad de una sola clase, tal y como ocurriría en el campo. En todo esto atiendo al consejo de Fernow: es mi amigo y le otorgo toda mi [129] confianza. Jamás ha estado en Gotha, no conoce a Jacobs personalmente pero mantiene con él una correspondencia erudita; no temas, pues, que Fernow quiera favorecer a un amigo. Lo bueno que te escribí acerca de Jacobs circula de boca en boca, desde que estoy aquí he oído hablar muy bien de él. No pienses más en tu resolución, ya está tomada; pero ármate de valor, trata de liberarte de todas las cosas inútiles, de todo lo superfluo, que sólo te servirá de obstáculo y no de ayuda. Tú desprecias la riqueza; aprende, pues, a despreciar también su pompa y a poner tu mirada en el bello y gran propósito que te has marcado, sólo así serás dichoso. También yo me siento ahora mucho mejor, pues tu insatisfacción me pesaba profundamente; ahora todo irá mucho mejor, así lo espero de corazón.

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Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 15 de julio de 1807

[ ... ] Con la marcha de tus estudios estoy más que satisfecha; infórmame, sin embargo, de tus progresos de cuando en cuando y di me si decides algún tipo de cambio. De tu aplicación y de tu seriedad no me cabe la menor duda; tampoco te exijo, pues, que tengas que darme cuenta alguna de ellas, pero como todo esto me interesa muchísimo, es sólo por mi propia satisfacción por lo que deseo saber cómo te va. Del profesor Galetti ya me han contado otros lo mismo que tú me has escrito. Que el entorno, el parque y la sociedad de Gotha habrían de gustarte ya me lo imaginaba yo, pero me alegra saberlo por ti. Sólo el asunto del agua en las comidas es, desde luego, un problema desagradable que 130] tendremos que solucionar. La costumbre de beber cerveza en las comidas es algo tan natural que no se me pasó por la mente el hecho de que no fuera a ser así en casa de Lenz88, hasta a los criados se les sirve, o si no, se les entrega dinero para que la compren. Tú pagas tan bien que es lo mínimo que tienes que exigirle. Como Lenz no bebe vino, no puedes pedírselo, si bien, puedes beber un vaso de vez en cuando en tu habitación; sólo te pido que bebas moderadamente. Para tu salud sería muy peligroso la desmesura para con tan ardiente bebida, eres demasiado nervioso. Por otra parte, nada hay que tanto peligro entrañe como la costumbre de beber mientras se lee, pues fácilmente se acaba por beber 142

demasiado y aunque uno pueda soportarlo sin llegar a emborracharse, tal desmesura, sin embargo, daña de otras maneras, sobre todo a la gente joven que no necesita de ningún tipo de fuego artificial. No te sermonearía de esta manera, querido Arthur, si yo misma no hubiera vivido desde mi juventud con hombres que, sin emborracharse, bebían siempre más de la cuenta, y esto, debido a la costumbre de muchos años, acababa transformando su naturaleza. He visto y también experimentado qué nefastas consecuencias trajo tal costumbre para ellos y para los suyos, eso sin pensar siquiera en el inmenso despilfarro económico. Sin embargo, ahora hablamos de agua, no de vino. Te aconsejo, querido Arthur, que con delicadeza, pero con suma claridad, hagas comprender al señor Lenz que desde hace ya unos años no tienes costumbre de beber agua en las comidas, que lo encuentras nocivo para tu salud y que te estropea el estómago, y que por eso le pides que te sirva cerveza. Y ya veremos qué es lo que sucede. Si no tienes el suficiente coraje para hacerlo, [131] sella la carta adjunta y entrégasela a Lenz. Aunque no, creo que sería mejor que hablarás tú por ti mismo y que rompieras la carta. En Gotha el vino tinto es caro y malo, y el Burgunda, demasiado fuerte y muy costoso. Te aconsejo que te hagas traer de cuando en cuando una botella de vino de Würzburg, que es muy bueno, y te bebas uno o dos vasos tras la comida, cuando te

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apetezca, en tu habitación. Y con la comida, cerveza, que tiene que dártela Lenz. [ ... ] De todas formas, mi idea era que te alojaras sólo durante un año en casa de Lenz, hasta que te hubieras orientado, y luego que vivieras ya por tu cuenta en una habitación alquilada y te las arreglaras según tu gusto, algo que, además, resultaría más económico y, por supuesto, mucho más agradable para ti una vez que te acostumbrases. Si te escatima la comida y tienes que gastar dinero en comer fuera lo que tendría que estar incluido en el precio que estás pagando, entonces te quedas hasta Navidad y luego te mudas, porque tales mezquindades son insoportables. Se lo comunicaremos por San Miguel y que proceda como quiera. En todo caso, debe hacerse todo del modo más suave posible, sin ofender a nadie, porque todavía puede que necesites su ayuda para concluir tus estudios como es debido, y a este fin y tras todas las pesquisas realizadas, no existe mejor lugar que Gotha.

Johanna Schopenhauer a Arthur Jena, 12 de agosto de 1807

He recibido tu carta del día 8, y de ella deduzco con placer que tus estudios marchan perfectamente y que tu situación se acomoda a tus deseos. Sigue así, y [132] no dejes que ni el esfuerzo, ni tampoco la agradable sensación de sentirte elogiado, te trastornen; antes bien, 144

procura dirigirte directa y seriamente hacia el gran fin que te has propuesto; no te faltan fuerzas para alcanzado, pero el camino es largo. [...] Que obtuvieras tanto éxito con tu composición de alemán para Jacobs no me sorprende; con tus muchas lecturas y tu talento es algo que te resulta muy sencillo; desearía, no obstante, que no te dejaras seducir por eso y que no dedicases ahora demasiado tiempo a esos asuntos, puesto que tu meta principal tiene que ser únicamente la adquisición de conocimientos sólidos y de una auténtica formación; las bellas ciencias son una ocupación muy atractiva y el aplauso que uno obtiene de ellas produce un placer demasiado grande como para que no queramos dedicamos a otra cosa; y, sin embargo, si uno desea elevarse por encima del vulgar diletantismo que hoy día cualquier ayudante de peluquero profesa y producir algo correcto, tiene que haber realizado estudios serios y profundos, que luego serán reconocidos por el especialista en sus obras. Todavía sigo en Jena, y permaneceré aquí unos días más. La comarca es maravillosa; he trabado amistades muy agradables y mi estancia aquí es más una economía que un gasto. Ayer fui de excursión con unos amigos al Kunitzburg, que yace en ruinas sobre una roca muy elevada. Estuvimos tres horas caminando y ascendiendo; el castillo se hallaba cerca de nosotros, sólo quedaba ya por atravesar un bosquecillo para llegar hasta él; pero en el deseado bosquecillo nos perdimos de tal modo que ya no hubo 145

forma de dar con una salida. El sol comenzó a ponerse deliciosamente; entre los árboles veíamos sus últimos fulgores, pero no podíamos salir [133] del bosque a admirar por completo el maravilloso espectáculo que adivinábamos. Al fin hallamos una salida pero el sol se había puesto ya. Sin haber estado en las ruinas emprendimos el descenso hacia el pueblo. Descansamos un poco, nos chanceamos y reímos de nosotros mismos, ya las diez y media, bajo un hermosísimo claro de luna, llegamos por fin a casa. Adele vino con nosotros y se portó como una heroína. La noticia de que los 63 táleros se acercan a su fin me asombra bastante, y tengo que pedirte que en el futuro te administres mejor. [...] Tú no eres un derrochador, querido Arthur, pero te dejas llevar con demasiada facilidad y temo que de Hamburgo te hayas traído contigo la locura de avergonzarte de vivir moderadamente, como corresponde a tu economía actual, la cual es ahora doblemente necesaria puesto que has abandonado un camino en el que tus años de aprendizaje podían haberte producido algo y aún te queda mucho hasta que puedas ganar algo de dinero. Yo misma trato de evitar cualquier gasto superfluo y te ruego que hagas tú lo mismo, ya que tanto mi asentamiento como el tuyo y estas primeras disposiciones han costado mucho dinero; te asombrarías si te hiciera la suma de todo lo que has gastado desde que has venido de Hamburgo. No protesto, querido Arthur, únicamente deseo llamar tu 146

atención y sé que con tu buena cabeza no te costará mucho hallar el buen camino. Que tu alegría es también la mía tú lo sabes; sabes, además, que aún no soy tan mayor ni estoy tan harta de la vida como para haber olvidado tan pronto que yo también fui joven. Deseo de todo corazón que te diviertas todo lo que puedas ahora en tu juventud, pero el derroche no tiene nada que ver con la verdadera diversión. [134] Ya conoces las verdaderas alegrías de la vida, sé fiel a ellas y no te dejes conducir por las falsas al lodazal del que habrás de salir con tu mente destrozada y tu alma confundida, y sólo para dejarte arrastrar de nuevo al torbellino al querer olvidarte de ti mismo y de tu arrepentimiento. Un corazón puro, mi querido Arthur, una juventud lozana y viva es la más hermosa de las suertes y ambas cosas pueden dilapidarse muy fácilmente a tu edad, y luego ya no hay modo de recuperarlas. No me hace mucha gracia que te trates sólo con barones y condesas; ¿acaso no hay ahí nadie que pertenezca a nuestra clase y cuya amistad pueda interesarte? Las opiniones y aspiraciones de esas personas que no han nacido para ganarse la vida como tendrás que hacerla tú y que, por lo tanto, se creen mejores, son muy distintas de las nuestras; además, el trato con ellas supone un enorme gasto y trastorna bastante nuestros puntos de vista. Tú perteneces al mundo burgués, confórmate con lo que te ha tocado y recuerda que me aseguraste que renunciarías a todos los lujos si pudieras dedicarte al estudio y las ciencias, que 147

esto te produciría más honor que la búsqueda del brillo y la apariencia. No censuro tu excursión a Liebenstein, aunque me parece que podrías haberte conformado con haber venido aquí y con la estancia en Kassel y en Weimar durante estas seis semanas, ya para todo el verano. Cómo la estancia ha podido costarte diez táleros al día es algo que no puedo entender, ya que un buen caballo, la comida y el alojamiento, entre tres, no pueden ser muy caros; probablemente has querido mostrarte espléndido, como rico hamburgués. La consejera privada Ludecus y mademoiselle Conta apenas han gastado 100 táleros en el mismo sitio durante cuatro [135] semanas. Tú no eres ningún rico hamburgués, aún necesitarás mucho en este mundo, y por eso te repito mi ruego de que no sigas por ese camino, pues seguramente acabarás lamentándolo tú mismo. Espero que todavía puedas arreglarte con los 20 táleros que tenías cuando echaste tu carta; desde aquí no puedo enviarte dinero: por lo tanto tienes que esperar hasta que regrese a Weimar. Aunque no quiero que te endeudes, antes de llegar a ese extremo avísame, que yo sacrificaré mi placer y regresaré a Weimar antes de lo previsto. Adiós, mi querido Arthur; no me interpretes mal, por favor te lo pido, tu bienestar y no otra cosa es lo único que me importa, y de buena gana haré todo lo necesario para contribuir a él; creo que tienes ya suficientes pruebas de ello. Tu madre. J Schopenhauer 148

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 22 de septiembre de 1807

[...] Me gustará mucho tenerte unos días conmigo; lo único que te pido es que te traigas contigo el buen humor y que dejes en casa ese espíritu tuyo de discusión a fin de que no tenga que pasarme tardes enteras discutiendo acerca de las bellas letras o las barbas del Emperador. Si, además, fueses capaz de traer contigo unas temperaturas atmosféricas más suaves para que todo fuese más amable, alegre y acogedor tanto interior como exteriormente, te lo agradecería doblemente. [ ... ] [136]

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 30 de septiembre de 1807

Espero verte aquí en un par de días si es que este tiempo tan espantoso no echa para atrás a tu compañía de viajes. Si llegases a una hora temprana, todavía estarías a tiempo de asistir a un baile en casa de Goethe; la consejera privada me ha encargado especialmente que te invitara. Difícilmente tendrás esta vez otra ocasión de ver a Goethe, porque es muy posible que se vaya a Jena la próxima semana. Pero en el baile aparecerá por lo menos algunos instantes. Por lo demás, esto no es algo definitivo, si no lo ves ahora, ya será otra vez. J Schopenhauer

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He quedado con la señora v. G. en que dejamos a tu elección que asistas o no al baile del domingo. Dice que esta vez acudirán encantadoras muchachas, más hermosas incluso que la última vez.

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 6 de noviembre de 1807

Lo desagradable que fue la impresión de tu carta de ayer no necesito decírtelo, tú mismo puedes imaginártelo89. Puedes ver qué ocurre con tu ilusorio conocimiento de los hombres y del mundo, lo que ha pasado ya te lo había advertido yo con anterioridad, pero tú te fiaste del cariño que Döring te tiene y de su apego al dinero; he aquí cómo te has equivocado. Si te ocurre esto con las cosas más cercanas a ti, tendrás que tener [137] poco a poco más cuidado con tus juicios absolutos, ésta es la primera lección que te imparte el mundo que te rodea; es dura, pero como no cambies, le seguirán otras mucho más duras. En ese caso, te sentirás tal vez muy desdichado, pero entonces ni la conciencia de saber que eres inocente ni la comprensión de los mejores te servirán de consuelo, ya que no tendrás ninguna de las dos. Arthur, si tan siquiera hubieras comprendido bien esa sentencia de Goethe que tanto te complaces en proclamar a los cuatro vientos: «Dejad a los tontos que sigan siendo tontos, pues se lo merecen.» 150

¿Significa esto que dejarán de serlo si se los pretende mejorar? Desde luego que no, eso significa ponerse a su altura; antes bien, habrá que dejarlos correr y utilizar su tontería para lo que convenga, ya sea la diversión o la necesidad; y, desde luego, apartarse de su camino, no vaya a ser que, a causa de algún mal paso, el tonto se vuelva colérico. Esto es arte de saber vivir, y esto y nada más que esto es lo que ha querido decir Goethe con su sentencia. No eres mala persona; no careces de ingenio ni de educación, tienes cualidades que podrían hacer de ti un ornato de la sociedad humana. Conozco, además, tus sentimientos y sé que hay muy pocos que sean mejores que tú, pero no obstante eres pesado e insoportable, y considero harto penoso convivir contigo. Todas tus buenas cualidades quedan ensombrecidas por tu «súper-inteligencia» y no sirven de utilidad ninguna para el mundo, y esto es únicamente porque eres incapaz de dominar la manía de querer saberlo todo mejor que nadie, de encontrar faltas en todas partes menos en ti mismo, de querer mejorarlo todo y ser maestro en todo. Con esto exasperas a las personas que te rodean, ya que nadie quiere dejarse [138] ilustrar y mejorar de manera tan violenta, y menos por un individuo tan insignificante como tú eres todavía. Nadie está dispuesto a soportar que lo censures tú, que tantas flaquezas tienes, y menos aún con el modo que tienes de hacerlo, afirmando en un tono oracular que esto es así y aquello asá, sin considerar que pueda existir alguna 151

objeción. Si fueses menos de lo que eres, serías tan sólo ridículo, pero de esta manera, eres irritante en extremo. En general, los seres humanos no son malos si no se los acosa. Podrías, como tantos miles de personas, haber vivido y estudiado tranquilo en Gotha, y disfrutar de toda la libertad personal que te otorgan las leyes si te hubieses limitado a seguir tranquilamente tu camino ya dejar que los demás siguiesen el suyo, pero eso no podías quererlo tú, y he aquí que ahora te han expulsado. No puedo aplaudir el comportamiento que los profesores han tenido contigo, pero tampoco quiero excusarte; dime, ¿qué tenías tú que ver con sus asuntos? ¿Por qué no te limitaste a escuchar sus clases, a tomar de ellas lo que te conviniese y a dejarte en paz de lo demás, de si sus lecciones tenían más palabras o más sentido? Y tenías que soplarle al oído a uno de tus compañeros durante la comida —en baja o en alta voz (lo mismo da, pues de cualquier manera se trata de una grave falta de educación) — tus juicios sobre uno de sus colegas. Una gaceta de literatura ambulante, tal y como a ti te agradaría ser, es una cosa aburrida y odiosa porque uno no puede pasar sus páginas y olvidarlas o dejar toda su basura detrás de la estufa, como se hace con las gacetas impresas. [...] Arthur, pones a la gente contra ti sin necesidad, y luego te tratan mal, esto es algo bastante frecuente y tendrá que ocurrirte a menudo; ya vivas entre filisteos o entre [139] bellos espíritus, nadie será capaz de soportar un comportamiento como el tuyo, 152

así pues, no te quedará más remedio que cambiar o hundirte. Te harán caer hasta lo más profundo y no caerás con honor; también los primeros y los más inteligentes acabarán por censurarte y apartarte de ellos, lo mismo que los más humildes. A semejanza de otra madre cualquiera, espero de ti amparo y alegría para mis cercanos años de vejez; el panorama que se me presenta contigo, podrás imaginártelo vivamente, de ahí que, por lo menos, no necesite hacerte ningún reproche con respecto a mi persona. Tampoco esto que te he escrito debes tomártelo como un reproche, sino únicamente como un intento de enseñarte de una vez cómo te ve el mundo, cómo yo, tu madre, que tantas pruebas te he dado de mi amor, por desgracia, te veo... y ahora saca tú mismo la conclusión que puedas sacar. [ ... ] Que te vaya bien, tranquilízate sobre lo que ha pasado, afronta el presente y sé un poco más listo en el futuro. J. Schopenhauer

Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 30 de noviembre de 1807

Al fin, querido Arthur, va siendo hora de que establezcamos un nuevo plan para tu futuro, y espero que éste sea más duradero que el anterior, que, ciertamente no sin culpa tuya, se ha venido abajo tan rápidamente. Pero como no podemos cambiar lo 153

sucedido no deseo hablar más del asunto; y además, no me dará pena si cuando menos te sirve de experiencia y en el futuro te despabilas y te conduces con más prudencia. He hecho [140] averiguaciones a diestro y siniestro, pero las respuestas llegaban con menor rapidez de lo que yo esperaba, de ahí que haya titubeado tanto por miedo a tomar decisiones que podían ser apresuradas; pero ahora ya puedo informarte de los resultados de todas mis pesquisas y serias cavilaciones. Puesto que ya no eres un niño, creo que es justo que tú también tengas voz en un asunto que tanto te concierne. Múnich, Göttingen o Braunschweig no son para ti. Creo que podrás ahorrarme la molestia de escribirte las razones de por qué esos lugares no son convenientes para ti; cuando te vea puedo explicártelas de palabra si así lo exiges. Sólo veo dos caminos: o permaneces aquí, en Weimar, o vas a Altenburg, a ocho millas de distancia. El instituto de aquí no te conviene, la fama de tus hazañas te ha precedido y no te admitirían con gusto; además, preveo cientos de colisiones en las que podríamos caer los dos y que tanto para ti como para mí serían harto desagradables. Tampoco debes olvidar que el director del instituto de Weimar es el hermano de tu Lenz, entregado a él en alma y cuerpo, y que, a despecho de todo lo bueno que hayas podido oír de su carácter, a pesar de su, quizá, notable erudición, se trata del pedante más insoportable y tonto que pueda existir, 154

y con el cual tanto los estudiantes como los demás docentes se hallan muy a disgusto. Éste teme que quieras introducirte en su redil de corderos y pondrá todo su empeño en impedírtelo, y por descontado que no querría tratos contigo ni mucho menos querría darte clases particulares. Schwab puede que sepa mucho, pero no sabe enseñar en absoluto y en sus clases recurre a los métodos más miserables del mundo. Riemer, uno de nuestros más célebres filólogos, que no [141] tiene nada que ver con el instituto, te daría clase de muy buena gana, pero sus ocupaciones con Goethe requieren todo su tiempo. Sólo te queda, pues, Passow90, de quien podrías aprender ciertamente muchas cosas, pero tampoco tiene demasiado tiempo; sólo podría dedicarte seis horas a la semana y además tendría que incluirse el domingo como ayuda suplementaria. Si deseas, pues, permanecer aquí, sólo podrás disponer de esas seis horas semanales con Passow; el resto del tiempo tendrás que estudiar por tu cuenta y buscar los medios de arreglártelas tú solo. De esta forma, he oído decir, es como mejor se estudia, y si uno empieza bien y cuenta con medios como los que proporciona la biblioteca de aquí, pueden realizarse avances gigantescos en cualquier ciencia. La otra propuesta que tengo que hacerte es que vayas a Altenburg y estudies allí, aunque no seas alumno del instituto; alojarte y comer en casa del director Matthiä91 y asistir a sus clases privadas junto con las clases públicas que te parezcan. Allí estarías más 155

o menos como ahora en Gotha. Al parecer, en la escuela de Altenburg se encuentra gente muy buena; entre otros, es muy famoso Messerschmidt; Matthiä es, al parecer, un gran filólogo, y su gramática griega es la mejor de las existentes; Passow lo elogia también desde el punto de vista de la estética, y lo pone casi a la altura de Jacobs. Altenburg es una ciudad pequeña muy bonita, situada justo en la frontera con las montañas bohemias, a ocho millas de aquí y a ocho de Carlsbad. Así pues, siempre podrás venirte desde allí en un día. El enclave de la ciudad debe de ser agradable, el tono de la sociedad muy bueno; allí vive mucha gente instruida, entre otros, un amigo de la universidad de Fernow; también Waitz, de quien posees [142] una colección de baladas; al parecer, allí la gente es muy sociable. [...] Si prefieres quedarte aquí, tendrás que limitarte a las seis horas semanales de Passow y a tu propia aplicación, pues ya no hay nada más para ti. El instituto está, de hecho, muy mal servido y en realidad sólo se dedica a escolares comunes y sin muchas aspiraciones; aparte de Passow, no hay en él ningún profesor del cual pudieras aprender algo. En este caso, alquilaría para ti y te amueblaría una habitación con gabinete no lejos de Passow y de mí. Espero que te parezca bien que procure organizar nuestra convivencia futura de manera que no perturbe nuestras mutuas libertades y que yo pueda seguir viviendo en la misma tranquilidad, despreocupada, libre e independiente que hace que actualmente mi 156

vida sea verdaderamente feliz. Así pues, querido Arthur, si te establecieses aquí, tendrías que vivir enteramente a tu aire, como si yo no estuviese; pero todos los días, desde la una hasta las tres, más o menos, vendrías a comer. Las tardes las pasaría cada uno como quisiera, exceptuando las dos en las que recibo, a las que doy por supuesto que asistirías junto con todos los demás y, si lo deseas, también puedes cenar conmigo esas dos noches; el resto cenas en tu casa, y también el té lo tomas diariamente en tu casa. Cómo nos arreglaremos con tus cenas y todo lo demás, ya veremos; Duguet podrá atenderte, ya que no tiene mucho que hacer. Así pues, querido Arthur, creo que esto es necesario para ambos; de esta manera vivirá cada cual más o menos en las mismas circunstancias que hasta ahora. Te confesaré que las mías me parecen muy agradables; estoy tan acostumbrada a este modo tan tranquilo de vivir que me horroriza cualquier cosa que pudiese suponer un cambio cualquiera en ellas. [143] Pero todo puede seguir siendo igual aun con tu presencia si se adopta una serie de reglas, y estoy convencida de que aceptarás gustosamente cuanto deseo proponer al respecto y que me permitirás que lo organice todo a mi modo, pues, además, con eso saldrá ganando tu propia libertad. A tu entero cuidado quedará llenar tu tiempo y saber emplearlo adecuadamente; puesto que, así y todo, sientes la importancia de este punto, creo que no debo decirte nada más acerca de él. 157

Con respecto a las distracciones, tienes teatro tres veces por semana y reunión en mi casa otras dos, creo que con eso será suficiente, aunque temo que mis reuniones no siempre te parecerán tan interesantes como a quienes, siendo mayores y más importantes de lo que tú eres actualmente, pueden tomar parte activa en ellas; tú serías el único jovencito entre nosotros. Sin embargo, espero que el interés que suscita el estar junto a Goethe, y demás, será suficiente para compensarte del placer que quizá llegues a echar de menos. No te hagas ilusiones acerca de otro tipo de diversiones y entretenimientos sociales, pues aquí no hay gente joven con la que puedas tratar: todos cuantos tienen tu edad quedan, por otra parte, muy por detrás de ti, y la mayoría de ellos tiene sus negocios y son casi todos consumados burgueses, pero esto no es lo principal y no tendrá por qué preocuparte. Ahora, elige tú, querido Arthur, Pero pronto, pues no queda mucho tiempo. Si quieres mi consejo, yo me inclinaría por Altenburg, porque creo que la estancia allí es la que más se adapta a tu propósito y porque, con menos distracciones que aquí, donde el teatro y demás sin duda te atraerán mucho, estarías, sin embargo, bastante mejor que aquí, como me cabe suponer [144] después de haber barajado varias opciones. ¿Que prefieres estar aquí? No tengo nada que objetar. Pienso que con aplicación y esfuerzo también en Weimar llegarás a alcanzar tu propósito. Serás 158

bienvenido, y procuraré hacer todo lo posible para que, sin necesidad de tener que sacrificar mi libertad y mi tranquilidad, tu estancia sea lo más cómoda posible. Te pido, pues, que reflexiones y te decidas a fin de que pueda alquilarte aquí una habitación o escriba a Matthiä, en Altenburg. Tengo que decirte además que me costó mucho convencer a Passow para que aceptara encargarse de tus clases, dispone de muy poco tiempo; hay que pensar que catedrático, esposo, escritor y crítico en una personita así esch muscho, como diría Meyer92. Por último, he de decirte que en Göttingen la situación de la enseñanza del latín es tan nefasta que se ha convertido ya en una coletilla repetida por todos. En Múnich la estancia resultaría muy cara, la vida social, no puede ser peor; [...] también está el Carolinum, en Braunschweig, una academia para nobles, por cierto, un sitio en el que jóvenes condes pagan mucho dinero por no aprender nada y donde las lenguas clásicas se hallan completamente relegadas; por fin, en la escuela de Pforta, uno puede llegar a ser un erudito, desde luego, pero las instalaciones provienen de la Edad Media y el ambiente que se respira allí es el de un verdadero monasterio, de modo que los estudiantes tienen que someterse a unas reglas muy estrictas. Todo esto lo sé por fuentes fiables. Como podrás observar, he hecho lo posible por informarme bien. Ahora tendrás que decidirte y hacerme saber enseguida el resultado para que pueda comenzar a preparar lo necesario. 159

He oído decir que Werner93 se encuentra en Gotha [145] y que se le ve mucho en casa de Lenz; esto es algo que me alegra por ti; en caso de que viniese a Weimar, mira a ver cómo haces para que venga a casa; tengo mucho interés en verlo y, además, mi amistad podrá proporcionarle sin ningún esfuerzo otras tantas. Cuando le hayas conocido puedes entregarle una carta de presentación para mí. Dicen que es bastante comunicativo y que se presta a leer y a declamar en público; me alegraría mucho si quisiera hacerlo en mi casa. Un par de palabras todavía sobre los juegos. Cómprame un juego de sombras pero no de esos didácticos, sino uno como aquellos que a ti te solían gustar tanto, o si no, una caja panorama de un tálero, o bien, una de esas cajas con transparencias, en fin, lo que a ti te parezca más curioso. Si encuentras un juego de dominó, cómpralo también; aquí andamos bastante mal de todas esas cosas; si además encontrases cualquier otra curiosidad que fuera bonita, tráetela también. El juego del torneo, y demás, ya los tenemos, pero no compres algo caro, aquí proporcionas con un groschen tanta alegría como con un tálero. Adieu, responde pronto, en cuanto te hayas decidido ya pensaremos más detenidamente el cómo y el cuándo. J. Schopenhauer

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Johanna Schopenhauer a Arthur Weimar, 13 de diciembre de 1807

Espero que hayas recibido los 50 táleros que te envié esta semana con el correo. La noticia de que otra vez estabas sin dinero me cogió por sorpresa; puesto que ni siquiera has pagado la cuenta de tu librería y, descontando que esta vez ni tuviste que pagar lecciones [146] ni otras cosas necesarias, sería de esperar que en el futuro fueras más prudente con tus gastos y aprendieras a administrarte mejor. Que quieras dejar Gotha «en triunfo» no me parece lo más apropiado, pues según mi parecer creo que no has hecho nada en absoluto digno de «triunfo»; tu estancia ahí no ha sido precisamente gloriosa. Cuando se terminan los estudios universitarios y se abandona la ciudad para comenzar una nueva etapa de la vida, entonces es normal y tienen sentido ese tipo de celebraciones, pero no es éste tu caso. No me gusta ese festejo, pero tampoco puedo prohibírtelo, aunque tu vieja muletilla «what's the use of it» no estaría aquí de más. A los profesores no les impresionará lo más mínimo tu triunfo, pues demasiado bien saben que a quien mucho baila pronto se le abuchea, y los alumnos del instituto, como juegan con el mayor agrado a ser estudiantes, jamás dejarán escapar una juerga a destiempo; espero que con los cincuenta táleros salgas del paso. Los gastos para Adele ascenderán tan sólo a un par de táleros; mejor es que traigas o una caja de sombras o una caja panorama, la que más bonita te 161

parezca de las dos, pero no vayas a olvidar te del dominó. Ya he alquilado un alojamiento para ti. En uno con vistas al parque no se podía ni pensar. Los edificios situados en esa zona son casi todos residencias señoriales; por otra parte, tampoco había mucho donde elegir, puesto que casi todos nuestros oficiales han regresado y escasean los apartamentos amueblados. He alquilado para ti un piso por encima de tu sombrerero, con dos bonitas habitaciones y un guardarropa. Tuve que coger esto, pues habitación y nete sólo no había. Sin embargo, ambas están muy bien amuebladas, y si quieres puedes volver a tener [147] otra vez tu vieja cómoda de Hamburgo. Tu casero se ocupará de buscarte a alguien que se encargue de lavarte la ropa, y todo lo demás, eso es lo mejor, así no hay que preocuparse de nada. Los demás oficios los realiza la criada de la casa, como de costumbre, a cambio de una propina. El día 21 ó el 22 quedarán libres las habitaciones, haré que las frieguen y las limpien bien y podrás mudarte el día 24. También mandaré esta semana que te lleven leña. [...] Y ahora, voy a hablarte de tu relación aquí conmigo. Me parece que lo mejor es decirte sin ambages lo que deseo, con toda franqueza, a fin de que nos entendamos enseguida. Ni por un solo momento has de dudar de que te quiero de verdad, te lo he demostrado hasta ahora y te lo seguiré demostrando mientras viva. Saber que eres feliz es algo necesario para mi felicidad, pero no necesito ser testigo de ello. Siempre te he dicho que ería 162

muy difícil convivir contigo, y cuanto más de cerca te observo más se agudiza, al menos para mí, esa dificultad; no voy a ocultártelo, y mientras sigas siendo como eres estaría dispuesta a hacer cualquier sacrificio antes que avenirme a eso. Reconozco tus cosas buenas; no reside en tu alma ni en tu interior lo que me repele de ti, sino en tu manera de ser, en tu conducta, en tus opiniones y tus juicios, en tus costumbres; en definitiva, no puedo estar de acuerdo contigo en nada referente al mundo exterior. También tu mal humor me oprime y contraría mi carácter jovial, sin que tú ganes nada a cambio. No hay más que vedo, querido Arthur, sólo has estado unos días de visita en mi casa y no ha habido más que escenas violentas, y por nada, sencillamente por nada. Y cada vez que te ibas respiraba tranquila, porque me ahogaba tu [148] presencia, tus quejas acerca de cosas inevitables, tus caras largas, esos juicios extravagantes que pronuncias como si de sentencias oraculares se tratase, sin que nadie pueda objetarles nada, y, más aún, la eterna lucha que debo sostener en mi interior para reprimir violentamente todo aquello que te respondería gustosa, sólo con el fin de no dar ocasión de provocar una nueva pelea. Ahora vivo tranquila; desde hace tiempo, los únicos momentos malos que he pasado te los debo únicamente a ti; vivo en paz conmigo misma, nadie me contradice, a nadie contradigo; en mi casa no se oyen gritos, todo sigue su curso uniforme, me preocupo de mis asuntos, nadie nota quién manda y 163

quién obedece, cada cual se dedica tranquilamente a sus deberes y la vida se desliza sin que yo sepa cómo. Ésta es mi verdadera existencia y así tiene que seguir siendo si en algo aprecias la paz y la dicha de los años de vida que aún me quedan. Cuando tengas más edad, querido Arthur, y veas las cosas con más claridad, podremos entendemos mejor y quizá hasta llegue yo a pasar mis últimos años en tu casa, con tus hijos, como es lo normal en una vieja abuela. Hasta entonces vamos a procurar que estas mil pequeñas tonterías no enturbien nuestro ánimo y acaben por expulsar de él el cariño. Para eso es necesario que no estemos mucho tiempo juntos, pues aunque en las ocasiones importantes pronto nos ponemos de acuerdo, sucede todo lo contrario en todas las demás. Escucha, pues, cómo quiero proceder contigo. En tu alojamiento estarás en tu casa, en la mía serás sólo un huésped, algo así como lo fui yo en casa de mis padres después de casarme, un huésped querido al que siempre se recibirá con cariño pero que no se mezcla para nada en los asuntos domésticos; tú [149] no tienes que preocuparte para nada de ellos, ni de la educación de Adele, ni de su salud, ni de mis criados; todo esto lo he llevado hasta ahora yo sola con el mejor sentido y lo seguiré haciendo, y no consentiré ningún sermón, pues sólo lograrías ponerme de mal humor y no serviría de nada. Puedes venir todos los días a eso de la una y quedarte hasta las tres; luego ya no te veré en todo el día, excepto en mis veladas en casa, las dos veces por 164

semana, a las que puedes asistir cuando quieras; también en esas ocasiones podrás quedarte luego a cenar conmigo siempre que dejes aparte ese enojoso gusto tuyo por la disputa, que tanto me crispa, lo mismo que todas esas lamentaciones sobre el necio mundo y la miseria humana que siempre me hacen pasar mal la noche y tener sueños desagradables, ya sabes que a mí me gusta dormir bien. A la hora de comer podrás decirme todo aquello que necesite saber de ti; el resto del tiempo tendrás que valerte solo, no puedo comprar tu bienestar a costa del mío, y aun no siendo esto así, estoy demasiado acostumbrada a vivir sola y no puedo desacostumbrarme así como así; por eso te ruego que no objetes nada en contra, pues no renunciaré bajo ninguna condición a seguir este plan. Tu cena te la enviaré diariamente con mi cocinera, y también tomarás el té en tu casa, ya te proporcionaré el servicio necesario y, además, si lo deseas, también una caja de té. Vuelvo a repetírtelo: tres veces a la semana tienes teatro, dos veces, velada; tendrás por tanto, diversión suficiente; también trabarás pronto alguna amistad con gente joven. ¿Cómo sería si yo no estuviera? Es suficiente, ahora conoces ya mi deseo, espero que te atengas a él estrictamente y que no vayas a pagarme mi amor maternal y el que haya aceptado tu decisión [150] rebelándote, cosa que no te ayudaría en nada y que lo único que lograría sería empeorado todo.

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De entre todas las razones que te inclinaron a elegir Weimar, sólo veo una: que en el fondo era lo que más te apetecía. En ningún otro sitio te encuentras ahora tan en tu casa como aquí; si eso llega a ser verdad con el tiempo, lo veremos; dejaré que lo compruebes, como he hecho siempre. Tu juicio acerca del instituto de Altenburg, según opinión de jueces harto competentes, de entre los cuales sólo necesito nombrarte a Passow, carece a todas luces de fundamento; se trata de un juicio emitido apresuradamente y proclamado sin la menor idea profesional; pero eso es algo a lo que ya nos tienes acostumbrados y así habrá de seguir siendo durante una temporada. Werner ha viajado precisamente a Jena, donde se halla Goethe desde hace más de cinco semanas. Goethe me ha enviado hoy un saludo y me comunica que dentro de seis días estará de regreso y que traerá con él a Werner, con quien debate todas las tardes, y que éste vendría a leernos muchas cosas a mi casa; así pues, tendrás ocasión de verlo. El «Atila» no puede representarse porque no se encuentra a nadie que encarne el papel principal, y en cuanto a las otras obras de Werner, es imposible pensar en representadas en Weimar. [ ... ] Que te vaya bien, espero que ésta sea la última carta en mucho tiempo J. Schopenhauer

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Acuérdate de darle una propina a la criada de Lenz. A Adele le he dicho que en el futuro vivirás en Weimar, lo cual la ha alegrado sobremanera, pero no se cansa de reclamar que tienes que regalarle algo por [151] Navidad; ya sabes cómo son los niños, las criaturas más interesadas del mundo. Puesto que tanto la caja de sombras como la caja panorama cuestan lo mismo y ella está tan ilusionada con las dos cosas, trae ambas; una de ellas tendrá que ser tu ofrenda. Espero que encuentres la ocasión de enviármelas, ya sabes que el 24 es el gran día. A ti te espero el día antes, tienes que asistir a la fiesta. Te adjunto un encargo de Fernow para la biblioteca de Gotha: debes enterarte de si tienen allí los libros que te indica en la lista, y escribir lo antes que puedas comunicándole cuáles de ellos están disponibles, luego puedes enviados aquí junto con tus cosas o con los juguetes.

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[1808] (20a)

Arthur Schopenhauer a Johanna94 No debemos verdecer y florecer como las plantas de la tierra: esto es lo que nos dice cualquier representación trágica. «Así pues, debemos aspirar a algo mejor», piensa el espectador contemplando con placer cómo es destruido todo aquello que tan a menudo le pareció lo más deseable.

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[1809] (21a)

Johanna Schopenhauer a Arthur [Weimar. San Miguel. 1809]

Es hora, querido Arthur, de que te rinda cuentas de tu herencia paterna. Me resulta más fácil hacerlo por escrito que de palabra, y también tú podrás darte cuenta y comprender mejor lo que tengo que decirte. En primer lugar, según la copia adjunta, podrás observar que el año '99 se rescindió el contrato que tu padre y yo habíamos suscrito el día de mi matrimonio, y que en el futuro, según costumbre hamburguesa, viviríamos en comunidad de bienes; tendrás que creer en mi palabra, pues de lo contrario tendré que mandar pedir una copia al ayuntamiento de allí. Los participantes en ese acto están, excluyéndome a mí, todos muertos. [...] Según el derecho hamburgués, a mí me pertenece la tercera parte de todo, la administración de vuestra fortuna y el usufructo hasta vuestra mayoría de edad; a cambio, tuve que prestar juramento de viudedad a fin de hacer efectivos vuestros derechos, empadronarme en la ciudad y pagar todos los impuestos consiguientes.

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Según la liquidación de Ganslandt que te adjunto podrás ver en qué situación nos encontramos. La confusión en la que tu padre nos dejó, las tristes circunstancias de su muerte que nos obligaron a actuar secreta y calladamente y los malos tiempos que siguieron son culpables de que no seamos ricos; no obstante, tenemos [154] lo suficiente como para poder vivir decorosamente, con lo cual podemos sentimos satisfechos. [ ... ] Como podrás comprobar en la factura, poseemos 54.950 táleros imperiales. [...] De estos 54.950 tl te corresponde a ti la tercera parte, esto es, 18.316 tl. A esto hay que añadir nuestro mobiliario familiar, el menaje, la ropa y la plata. Me he informado por Ganslandt de cómo suele hacerse esto en Hamburgo; por lo general, los herederos se ponen de acuerdo entre ellos; en caso de que no fuera así, se hace tasar todo por un tasador judicial y, o bien quien se queda con las cosas paga a los demás su valor, o bien se vende el conjunto y se reparte el producto de la venta entre los herederos. No desearía tener que mostrar a gentes extrañas mis pertenencias, y no me cabe duda de que tú llegarías a un acuerdo conmigo, pues sé también que nunca obligarías a tu madre. He estado pensando y he decidido añadir al valor de lo que tengo la cantidad que obtuve de las dos subastas y te propongo valorarlo en 2.000 táleros sajones; nuevo cuesta mucho más, pero en 170

una subasta difícilmente alcanzaría esta suma; en definitiva, no creo ser injusta contigo. De estos 2.000 tl te correspondería la tercera parte, esto es, 666 tl junto con los 18.316 tl., suman un total de 18.982 tl que, para redondear, serían 19.000. Los he invertido bien seguros al 5% para ti, como puedes observar en la cuenta adjunta. Así pues, cuentas con una renta anual de 950 tl. A esto hay que añadir los bienes de tu abuelo, [...] y de este modo cuentas con una renta de mil táleros anuales, los cuales, según tu actual manera de pensar y tu modo de vida, no dilapidarás. [ ... ] [155] Antes de tu partida te abonaré los intereses de este capital correspondientes al último trimestre, ascienden a 237 tl y 12 gr. Lo que has gastado hasta ahora, tu alquiler, etc., lo pago yo, naturalmente; tampoco te cobro el importe de la ropa blanca que mandé que te hicieran. Se me hace un tanto extraño tener que hacer cuentas contigo de esta forma, ¿acaso no es nuestro interés común? Pero tiene que haber orden. Nuestra mutua relación no puede romperla nada, el lazo natural está demasiado apretado, si yo necesitara algo, ¿a quién recurriría sino a ti? Y si tú necesitas a tu madre, aquí la encontrarás, como hasta ahora. Pero por eso tenemos que dejarlo todo bien concertado. [...] Los documentos que contienen tu capital estoy dispuesta a dártelos en cuando tú quieras, no obstante no los considero bien seguros contigo, si prefieres confiármelos a mí, escribiré sobre ellos que te 171

pertenecen, los seguiré conservando como hasta ahora y te enviaré los intereses. Piensa bien en todo esto y respóndeme como mejor te parezca, por escrito o de palabra. A mi madre le entrego anualmente 600 florines, o 150 tl. prusianos. Si fallezca, es mi principal deseo que se le siga abonando esa cantidad hasta su muerte. Si deseas contribuir tú también aportando una parte del capital de Danzig, eso lo dejo a tu elección. No hace falta que te comprometas ahora a nada, espera hasta ver cómo te las arreglas. Tu madre, J. Schopenhauer

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[1811] (23a)

Arthur Schopenhauer a Johanna [8 de septiembre de 1811]95

La filosofía es un elevado puerto alpino; a él conduce únicamente un sendero abrupto que transcurre entre piedras agudas y espinas punzantes; es solitario, y cuanto más se asciende, más desierto se torna. Quien por él transita no conocerá el miedo, abandonará todo tras de sí y, con perseverancia, tendrá que abrirse paso a través de la fría nieve. A menudo se detendrá de súbito ante el abismo y observará el verde valle allá en lo profundo: entonces, el vértigo se apoderará de él amenazándole con arrastrarle hacia abajo, pero deberá dominarlo, si es necesario, incluso clavando a las rocas con su propia sangre las plantas de los pies. A cambio pronto verá el mundo debajo de sí: ante su vista se esfumarán los desiertos y los pantanos, las desigualdades parecerán igualarse y las notas disonantes no le estorbarán más allá arriba; el orbe entero se extenderá ante su mirada. Él mismo se mantendrá siempre inmerso en el puro y frío aire alpino y podrá

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saludar al sol cuando a sus pies aún se extienda la noche oscura. Existe un consuelo, una esperanza segura, y ésta la experimentamos por medio del sentimiento moral. Si nos habla claramente, si surge en nuestro interior con tanta fuerza un móvil que nos anima a la acción dirigida hacia lo más grande; si a ese sentimiento estamos [157] dispuestos a sacrificar incluso nuestro bienestar aparente y externo, entonces intuimos con facilidad que nuestro bien es de otro tipo, un bien con respecto al cual de nada sirven todas las razones mundanas; advertimos que nuestro severo deber apunta a una felicidad más elevada de la que él es mensajero; que la voz que oímos en tinieblas proviene de un lugar iluminado. Pero ninguna promesa concede fuerza al mandamiento de Dios; antes bien, es su mandamiento en vez de la promesa... Este mundo es el reino de la arbitrariedad y del error; de ahí que sólo debamos aspirar a lo que no nos es robado por la arbitrariedad, y sólo afirmar y actuar según aquello en lo que no cabe la posibilidad de error alguno.

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[1813] (25a)

Arthur Schopenhauer a Heinrich Karl Abraham Eichstädt96. Rudolstadt, 22 de septiembre de 1813

Honorabilísimo Señor Tengo el honor de enviarle junto con la presente 10 federicos de oro en concepto de honorarios por mi doctorado. Mi tesis doctoral se la remitiré si es posible el día 24; si no fuera así, la enviaré con seguridad el día 27 de este mes, directamente desde aquí y dirigida a su nombre junto con un escrito en latín. Esta carta pasa por Weimar. Suyo afectísimo Arthur Schopenhauer

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Arthur Schopenhauer al Decano de la Facultad de Universidad de Gena97.

Filosofía

de la

¡Honorabilísimo Señor Decano! Cuando, a principios de este verano, el estrépito de la guerra ahuyentó a las musas de Berlín —ciudad donde yo estudiaba— y en las aulas enmudeció la voz de los docentes, también yo me trasladé en pos de aquéllas, pues sus estandartes son los únicos a los que me sentía obligado a seguir. No lo hice con agrado, puesto que, [159] precisamente en aquel tiempo, me encontraba preparando la solicitud para recibir el Grado de Doctor en Filosofía, con cuya obtención esperaba concluir mis estudios académicos. Hallándome ahora afincado tan cerca de vuestra ilustre y afamada Universidad, me dirijo a Usted, Excelentísimo Señor Decano, ya una tan respetabilísima Facultad de Filosofía con el ruego de que, tras conocer y examinar la prueba que le envío acompañando a este escrito y tras la consideración y valoración de los estudios que he cursado, tuviera a bien decidir si me considera digno de obtener el Grado de Doctor que usted está en disposición de otorgar. Le remito un opúsculo sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, el cual yo había pensado enviar a la Universidad de Berlín y que, según los estatutos de ésta, pero también porque el latín es una lengua menos apta 176

para investigaciones filosófico-críticas, he escrito en alemán. A continuación, adjunto un breve resumen de mi vida y de mi trayectoria académica. Carecí en mi infancia de la inmensa suerte de que se me iniciase en el conocimiento de las lenguas de los Antiguos, que son las que, con mayor facilidad, despejan el camino hacia la cima de las ciencias. Nacido en Danzig, destinado durante mucho tiempo a otra profesión que no tenía nada que ver con el estudio académico y la sabiduría, pasé el tiempo de mi pubertad en distintos países de Europa, razón por la cual pude disfrutar de una educación muy liberal gracias al cambio variopinto de costumbres y regiones que se ofrecían a mi vista, los cuales, al tiempo que me distraían, servían también para instruirme. Así pues, sucedió que, ya alcanzada la edad viril, mi afán innato por las ciencias -a pesar de [160] que desde mi niñez ya se había hecho sentir lo suficiente cobró tanta intensidad que me indujo a tomar la decisión de abandonar mi anterior modo de vida y mi anterior ocupación y consagrarme exclusivamente a los estudios, sobre todo a los de las lenguas clásicas, que son los que principalmente preparan la mente para las actividades eruditas. A partir de entonces, merced a varios años de esfuerzo extraordinario, de incomparable aplicación y, por cierto, sin mostrarme avaro con el dinero que fuese necesario para la adquisición de los medios que me 177

condujesen al logro de mi propósito, sino más bien con el tiempo, me dediqué a reparar y a compensar las pérdidas de mi vida anterior. Y de tal modo lo logré que, tanto en lo que se refiere a las lenguas clásicas como en el resto de los conocimientos imprescindibles para una adecuada preparación académica, pude equipararme en todos los sentidos a los demás jóvenes que deseaban ingresar en la universidad y —aunque casi con 22 años, una edad anormal para este menester, a causa del retraso ya mencionado— pude ingresar en la Georgia Augusta98. Allí consagré dos años enteros al estudio de la filosofía. Al principio, por cierto, me inscribí como estudiante de medicina y no asistía más que a las lecciones de esta disciplina, que también son de utilidad para los filósofos; luego, cuando en el segundo semestre decidí cambiarme a filosofía, no sólo asistí a las lecciones de filosofía en sentido estricto, sino también a las de historia y principalmente, a aquellas otras que versaban sobre distintas ramas de las ciencias de la Naturaleza. Más tarde me trasladé a Berlín con la intención de proseguir mis estudios bajo el auspicio de los célebres filósofos que allí los impartían; [161] asimismo, asistí de nuevo al ciclo completo de lecciones de ciencias naturales y aparte de éstas, también a las de filología que impartía el célebre Wolff99. Allí estudié, pues, dos años enteros incluyendo el semestre en curso, ahora interrumpido.

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Si yo tuviera la fortuna de obtener con mi tesis doctoral la aprobación de una tan ilustre Facultad de Filosofía, me ocuparía enseguida de hacerla imprimir; he aquí por qué me tomo la libertad de adjuntarle una súplica. Puesto que aquí donde me encuentro carezco absolutamente de amigos versados en filosofía, no he podido compartir mi opúsculo con nadie, por lo que nadie lo ha visto aún. Nuestra humana debilidad es tan grande que ni siquiera podemos hallamos completamente seguros de lo que tenemos ante los ojos sin el aval que le otorga la aprobación ajena; mucho menos, pues, debe uno fiarse de su propio juicio en asuntos de filosofía, disciplina respecto de la cual tantos afirman sin dudarlo que sus verdades son las más alejadas de cualquier seguridad. Por eso elevo a los doctos y preclaros filósofos de su Facultad una súplica urgente: en el caso de que mi opúsculo obtenga su aprobación en general, pero haya alguna particularidad que, según su opinión, no se atenga a la verdad, no sea lo suficientemente clara o bien, demasiado superficial, o que parezca que ya haya sido enunciada de otra manera, que me lo hagan saber sin otorgarme en ello la más mínima concesión. Ruego también que no me oculten si acaso alguna idea les pareciera aborrecible, algo que podría temer yo, por ejemplo, de la sentencia de Séneca escrita en el título100, aunque expresa a la perfección el espíritu con el que está escrita toda la tesis; y es que admite multitud de interpretaciones aborrecibles, ya [162] que 179

sólo a quienes poseen fama duradera se les permite «despreciar a la malintencionada multitud»101. También podrá parecer que el prólogo no es lo suficientemente serio. Pero lo que yo desearía saber sobre todo es si mi crítica de la prueba kantiana de la ley de la causalidad tiene algún otro precursor; yo, al menos, no he visto tratado este punto de discordia en parte alguna, si descontamos que Herder roza el tema en la Metacrítica, si bien, al igual que todo lo demás, lo hace de una manera harto superficial. Aparte de esto, ese libro102 se halla plagado de innumerables errores y no prueba sino que Herder no entendió en absoluto al gran filósofo, de suerte que es cosa de una minoría, de entre tantas objeciones falsas, encontrar una verdadera, aun cuando ni siquiera ésta se sustente sobre un fundamento sólido. No obstante, apenas si he tenido la oportunidad y el tiempo necesario para leer una mínima parte de la masa de escritos publicados acerca de la filosofía de Kant, bros a mano. Ahora, además, solicito a los tan preclaros filósofos miembros de su Facultad que tengan la bondad de atender el ruego que voy a exponer a continuación: en caso de que tuvieran noticia de que los libros que abajo indico se hallasen en alguna biblioteca de uso común o privada, desearía fueran tan amables de hacerme el favor de prestármelos sólo por pocos días, pero enviándomelos lo antes posible, favor por el cual les quedaría enteramente agradecido.

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Dichos libros son: Salomon Maimon: Investigaciones críticas sobre el espíritu humano. - Beck: Sobre el único punto de vista posible para juzgar la filosofía critica. Del mismo: Sistema de filosofía crítica. - Enesidemo. Fries: Nueva crítica de la razón. [163] Encomendándome a usted, excelentísimo Señor Decano, ya una tan Ilustre Facultad de Filosofía, ruego al Todopoderoso le conceda a usted salud y tenga a bien bendecirle con toda suerte de felicidad. Suyo afectísimo: Arthur Schopenhauer, de Danzig Rudolstadt, 24 de septiembre de 1813

Arthur Schopenhauer a Eichstädt Rudolstadt, 5 de octubre de 1813

Reciba usted mi más sincero agradecimiento por la benévola solicitud con la que se ha hecho cargo de todo lo concerniente a la concesión de mi Grado de Doctor; le ruego transmita también mi inmensa gratitud a la Facultad103, A causa del retraso del correo, hasta hoy mismo no he recibido el diploma. Confío igualmente en recibir de vuelta mi manuscrito, pues como ya tuve el honor de comunicarle a usted en persona, lo necesito enseguida para enviarlo a la imprenta, pues tras algunos cambios y añadidos habrá de ir tal como está. Una vez impreso no tendré reparo alguno en enviar ejemplares a todos los profesores de la Facultad, así como al Señor 181

Vicerrector. Por eso, ruego a usted encarecidamente que entregue al mensajero que le lleve esta carta el manuscrito, empaquetado, pero sin sellar. Creo no necesitar más ejemplares del diploma y le agradezco su bondadosa previsión. Asegurándole a usted mi gran consideración y respeto Su humilde y afectísimo servidor Dr. Arthur Schopenhauer [164]

Arthur Schopenhauer a Karl Friedrich Ernst Fromman Rudolstadt, 4 de noviembre de 1813

Aprovechando, estimadísimo Señor Fromman, el envío de mi opúsculo con el que he obtenido mi doctorado, le devuelvo asimismo, muy agradecido, la Lógica de Hegel; no la hubiera retenido durante tanto tiempo de no haber sabido que usted la lee tan poco como yo. En cuanto a los demás filósofos que recibí gracias a su bondad, del Bacon de Verulamio no me gustaría separarme aún, sino que todavía me lo quedaría muy gustoso durante algún tiempo, si es que usted no me indica lo contrario. De todas formas, se los devolveré dentro de quince días. Deseo y espero que no haya sufrido usted demasiado a causa de los desórdenes de la guerra y que ningún daño o pérdida privada haya empañado la dicha que, con seguridad, siente usted a causa del giro que ha

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tomado la causa de Alemania y la de la Humanidad entera. La próxima semana tengo pensado regresar a Weimar. Mis más afectuosos saludos a su estimada familia, quedando de usted con el mayor de los respetos su seguro y afectísimo servidor Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer a Friedrich August Wolf Weimar, 24. nov. 1813

¡Honorabilísimo Señor Consejero Privado! Tengo el honor de enviarle un opúsculo que he hecho imprimir con ocasión de mi doctorado. Comenzado en Berlín, lo completé y concluí en Rudolstadt, [165] donde, protegido por las montañas de todo el fragor de la guerra, pasé el verano. Mi intención había sido la de presentarlo en la Universidad de Berlín, pero como entre tanto mi regreso a esta ciudad se retrasaba demasiado, lo envié a la Facultad de Jena. Precisamente, el hecho de que lo tuviese destinado a la Universidad de Berlín es una de las razones de que mi tratado esté escrito en alemán, pues así lo recomiendan expresamente los estatutos de esa Universidad para todas las tesis de filosofía propiamente dicha. El alemán es, por otra parte, la lengua que requiere casi necesariamente el asunto de mi tratado, ya que el latín no conseguiría sino forzar violentamente los conceptos despojándolos de su 183

agudeza y precisión. Gracias a Kant, el alemán se ha convertido de una vez por todas en el lenguaje propio de la filosofía. Por lo demás, de este modo, mi pequeño tratado llegará al público con más facilidad; esto, suponiendo que vuelva a existir un público para la filosofía. Como usted puede ver, aun bajo el fragor de las armas he permanecido fiel a las musas. Tal vez alguien podría reprochármelo; sin embargo, soy consciente de haber obrado correctamente no entrando a formar parte de un ámbito de acción en el cual no hubiera podido mostrar otra cosa que buena voluntad a cambio de abandonar otro en el que, si los dioses lo permiten, espero rendir mucho más. Aún tengo que pedirle perdón, Señor Consejero Privado, por haber abandonado Berlín sin despedirme de usted; sólo las prisas y la repentina decisión con que dejé la ciudad me hicieron culpable de tamaña negligencia: partí tan rápido que ni pude pedir la baja de la Universidad ni empaquetar mis pertenencias y mis libros, [166] que dejé atrás, encomendando ambas cosas a un amigo. Su amigo, nuestro gran Goethe, se encuentra bien de salud; es alegre, sociable, benevolente, afable: ¡Alabado sea su nombre por toda la Eternidad! - Weimar ha sufrido mucho a causa del fuerte acuartelamiento y la comarca ha sido horriblemente asolada por los cosacos. Inútil sería describirle mi alegría a causa de la feliz 184

liberación de Alemania y, con ella, la de la alta cultura del yugo de los bárbaros. Espero oír muy pronto que no ha sufrido usted percance alguno a pesar del peligro al que Berlín ha estado sometida. Tal vez pueda sentir muy pronto la dicha de volver a verle; por lo demás, quede usted enteramente seguro de mi más profunda gratitud y veneración. Su afectísimo servidor Arthur Schopenhauer Arthur Schopenhauer a Friedrich Schleiermacher104 [Weimar, 24 nov. 1813?]

¡Respetabilísimo Señor Profesor! Me tomo la libertad de enviarle a usted un opúsculo que he hecho imprimir con ocasión de mi doctorado. Lo comencé ya en Berlín, como usted tal vez recuerde, para presentarlo en la Universidad de allí; luego, lo concluí en Rudolstadr, donde pasé todo el verano todavía con la intención de regresar a Berlín a doctorarme; pero como durante tanto tiempo no existió posibilidad alguna de regresar, envié el tratado a la Facultad de Jena. Fue precisamente el hecho de que lo tuviera destinado a la Universidad de Berlín uno de los [167] motivos de que lo haya escrito en alemán, pues, según los estatutos de aquélla, es obligación expresa presentar escritos en lengua alemana este tipo de trabajos filosóficos. Por otra parte, no es sino el alemán lo que pide casi 185

exclusivamente el asunto de mi tratado, puesto que el latín forzaría violentamente las ideas y las privaría de su sutileza y precisión; por otra parte, el hecho de que mi pequeño escrito esté en alemán lo hace accesible al público, en caso de que vuelva a haber un público con intereses filosóficos. Alguien podría criticarme por el hecho de que, mientras la libertad hacía progresos en Alemania, yo me hallara recluido en una comarca solitaria, entre montañas, ocupado en especulaciones filosóficas. Empero, habrá de absolvérseme por no haber entrado a formar parte de un ámbito de acción en el que no hubiera podido hacer otra cosa más que mostrar mi buena voluntad (o incluso algo menos) a cambio de abandonar otro en el que espero rendir mucho más. Tengo que rogarle encarecidamente, respetable Señor Profesor, me disculpe por haber abandonado Berlín sin haberme despedido de usted. Sólo las prisas con las que dejé la ciudad me hicieron culpable de tamaña negligencia; mi decisión de partir fue tan repentina que ni pude darme de baja de la Universidad, ni tampoco empaquetar mis libros y demás efectos, que dejé al cuidado de un amigo que se quedaba en Berlín. Ojalá pueda enterarme muy pronto de que no le ha ocurrido a usted nada malo en medio de tanto peligro como ha padecido la ciudad. Reiterándole mi gran respeto y la mayor consideración, queda de usted su afectísimo y seguro servidor Arthur Schopenhauer 186

[168]

[1814] (26a)

Goethe a Schopenhauer Al distinguido Señor Doctor Schoppenhauer [sic] Señor Doctor Schoppenhauer, en vez de a las once, según mi deseo, venga a verme mejor a las diez y media a fin de poder aprovechar la primera y mejor claridad de los rayos de sol. Weimar, 8 de enero de 1814

Goethe

Arthur Schopenhauer a Goethe [13 de enero de 1814]

Su Excelencia, me tomo la libertad de preguntar si esta tarde se me permitiría devolverle personalmente a su Excelencia el magnífico manuscrito solicitado, el cual no me atrevo a poner en manos del sirviente; y, a la vez, contarle a usted cómo me ha ido desde aquella mañana tan instructival05 con la recién comenzada teoría de los colores106.

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Le adjunto los grabados del hijo de catorce años del pintor Menken107, de Bremen, los cuales se me rogó mostrara a su Excelencia. Con todos mis respetos, queda de su Excelencia su humildísimo servidor Arthur Schopenhauer. [169]

Gottlob Ernst Schulze108 a Arthur Schopenhauer Göttingen, 20 de enero de 1814

Con su obra sobre el principio de razón suficiente, estimadísimo Señor Doctor, me ha hecho usted un regalo muy agradable por el que le doy las gracias encarecidamente, y asimismo por el placer que me ha proporcionado su lectura. En virtud de nuestra pasada relación, su obra poseía para mí un interés especial, y como además a causa de tal relación ya conocía yo su talento filosófico, comencé a leerla con no pocas esperanzas. Y tales esperanzas fueron colmadas con creces. Veo en su escrito, en la importancia que el tema posee para la filosofía, en el método que, seguido en el planteamiento y la respuesta de las preguntas que tal tema origina, en la sutileza y lo acertado de la observación de algunos actos del espíritu humano y en la consecuencia de las ideas que usted expresa, en la seguridad y lo atractivo del discurso, en el respeto por los logros de otros filósofos que son traídos a colación; en fin, en la ausencia de ese afán desmedido por decir

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tan sólo algo nuevo y original, aunque muchas cosas hayan sido presentadas desde una nueva perspectiva, veo, como decía, el indicio de todo lo excelente y extraordinario que aún cabe esperar de su autor; por lo tanto, no puedo por menos que saludar la obra como a una dichosa aparición. Usted sabe lo poco inclinado que soy a hacer cumplidos, por eso no necesito asegurarle que la impresión general que arriba manifiesto acerca de su escrito traduce en el más puro lenguaje mi más sincera convicción. Todo quedaría en este juicio si usted mismo no me hubiera exhortado expresamente a referirle además la [170] impresión que han suscitado en mí las explicaciones del objeto de su obra. Sin embargo, sobre este asunto, sólo lo poco que permiten los estrechos límites de una carta. Varias veces (sobre todo, he de decir, en la Crítica de la filosofía teórica, al examinar la deducción kantiana del principio de causalidad a partir de la forma del juicio hipotético) me he pronunciado acerca de la grande e íntima diferencia existente entre las razones ideales y las reales. En lo esencial estaríamos ambos de acuerdo. Pero no estoy convencido de que eso que usted denomina en el § 37 el principio de razón suficiente del ser sea algo diferente en sí mismo del principio de razón lógica. Es, desde luego, absolutamente correcto y verdadero lo que dice usted en la página 21 acerca de la diferencia que existe entre deducir el conocimiento de la igualdad de los tres lados de un triángulo basándose en 189

la igualdad de sus ángulos, y deducir el conocimiento de la igualdad a partir de simples conceptos. Pero esa diferencia solamente proviene, a mi entender, de la propia índole del conocimiento matemático, que nada consigue mediante los simples conceptos sino que necesita la construcción de los conceptos cuando debe surgir una idea de la igualdad o la desigualdad de distintas medidas. En eso que usted ha denominado la ley de la motivación no hallo, asimismo, otra cosa que la aplicación del principio de causalidad a una clase especial de objetos, a saber, las decisiones humanas. No obstante, su esfuerzo por aclarar las diferencias de las cuatro aplicaciones del principio de razón suficiente no resulta superfluo, sino muy loable. En efecto, y es que aun cuando esas aplicaciones no fueran distintas en el mismo grado, resultaría muy instructivo e importante tener en cuenta [171] todas y cada una de las diferencias establecidas a fin de que, de ese modo, puedan asegurarse mejor las diversas aplicaciones. Por lo demás, la probada agudeza en la búsqueda de las diferencias específicas ha aportado a la ciencia muchas más ventajas que el ingenio que desconoce o trata de igualar las diferencias de las cosas. La determinación de algunos actos psicológicos en su obra, no está, en mi opinión, lo suficientemente tratada ni expuesta. Pero «Allí donde abunda lo bueno no debe uno fijarse en pequeñeces». Y quien, como usted, ha elegido por modelos para el cultivo de la filosofía a un Platón, un 190

Aristóteles y un Kant, se halla en el camino del progreso hacia una perfección cada vez mayor. Por eso, alimento la dichosa esperanza de que o bien la filosofía, o bien la ilustración de los más altos asuntos del espíritu humano aún tendrán mucho que agradecerle a su celo y a su talento. Con todo mi respeto y amistoso afecto quedo de usted, suyo: G.E. Schulze Johanna Schopenhauer a Arthur [Weimar, abril, 1814]110

Desde nuestra última y desagradable entrevista he tomado la firme determinación, querido Arthur, de no volver a tratar contigo de viva voz asuntos de negocios, ni agradables ni desagradables, porque lo paga mi salud; he aquí el porqué de que ahora te escriba a pesar de lo poco que soporto escribirle a personas a las que veo todos los días. [...] Si no me equivoco, viniste aquí el 24 de noviembre. Gans111 llegó el 14 de enero, de esto estoy segura puesto que lo anoté en mi calendario. El 14 de abril [172] hará diez meses que vives en mi casa, y él, tres. Hacia finales de este mes desearía volver de nuevo a mi antigua forma de vida; en consecuencia, habrás de elegir otro lugar de residencia, o bien, si quieres permanecer en Weimar, tendrás que vivir por tu cuenta. Las habitaciones de Müllerl12 no han sido aún alquiladas y es muy probable que permanezcan sin alquilar hasta San 191

Juan, a no ser que antes encontremos un inquilino como el que quisiéramos tener; esto no es lo que ha determinado el deseo que te expreso, sino, más bien, las siguientes razones: a la larga me está resultando desagradable, o mejor, muy molesto tener que ocuparme de dirigir una casa tan grande: la economía doméstica, la preocupación por tanta comida, por tanta ropa, etc.; todos estos deberes, sobre todo, la constante presencia de un extraño como Gans, limitarán de forma muy considerable mi libertad en verano. Después, y esto es lo principal, va a salirme demasiado caro a la larga; a pesar de lo mucho que me pareció el dinero que me ofreciste para la manutención, creo que ante la actual carestía no tendré suficiente para cubrir los gastos; es cierto que en verano se prescinde de uno de los artículos más caros, la leña, que no sólo utilizo para calentar vuestras habitaciones, sino también para lavar la ropa, para los habituales asados, etc. Pero aparte de esto, el presupuesto actual para la comida, el café, el azúcar, el jabón, y demás, supera el doble de lo que antes solía pagar por dichos artículos, lo cual es demasiado. No te digo esto porque quiera cobrarte más de lo que establecimos; estoy acostumbrada a respetar firmemente las condiciones una vez aceptadas, no quiero que me des más de lo que apalabramos; además querría también apartar de mí la más mínima sombra de codicia o [173] egoísmo personal, te lo digo únicamente a fin de que no pienses que soy poco complaciente, para que veas que 192

tengo sólidas razones como para desear el retorno a mi vida anterior, volver a vivir sola. Quiero asegurar mi economía diaria a fin de poder arreglármelas con lo que tengo, y esto no puedo lograrlo con el dilatado presupuesto actual de consumo. Si entre tanto deseas ayudarme algo con los gastos, dale a los Duguet y a Müller112 una buena propina cuando te vayas para compensarles del trabajo que han tenido contigo y con Gans; de lo contrario tendré que dársela yo en tu nombre, pues es injusto que la gente no gane algo extra cuando ha trabajado más, y Sophie y Male han tenido un duro invierno. La cuenta de lo que tienes que abonarme puedes hacerla tú mismo. Resta 25 táleros del total como interés del medio año (que se cumple el 30 de junio) por la obligación que me prestaste. Espero poder reembolsártela a finales de año, ahora estoy tratando de liquidarla con Rinderl14. Tus documentos se hallan seguros en el archivo, cuando te vayas te los entregaré todos a cambio de un recibo firmado por ti, o incluso antes, si tú lo deseas.

Johanna Schopenhauer a Arthur [Weimar, 10 de abril (?), 1814]

[...] La idea de elevar tu pensión me desagrada, ¡qué contenta estaría si pudiera consideraros a ti y a tu amigo como mis huéspedes, sin cobraros absolutamente nada! Por lo demás, sé que dices en serio que no deseas que 193

sufra ningún perjuicio por vuestra causa y como tampoco quiero parecer caprichosa o neciamente generosa, dame por Gans, si quieres, tanto como [174] por ti, puesto que él no necesita menos que tú; pienso que de ese modo, ya que en esta época habrá menos gastos o al menos serán menores, podré arreglármelas mejor. Es imposible saber la cuenta exacta de los gastos. Te escribí acerca de la propina a mi gente porque estoy completamente segura de haberte prometido, al menos tácitamente, servicio gratuito. Te pedí «con lágrimas» que te quedases a vivir en mi casa, eso es cierto, no quería separarme de ti encolerizada, y también deseaba que pudieses observar mi forma de vida más de cerca y durante más tiempo a fin de que no te hicieras falsas ideas acerca de mí; pensé, además, que te haría mucho bien volver a vivir en el seno de una familia. En modo alguno te he señalado la puerta, jamás he pensado tal cosa; mucho tendrás que haberme enfurecido. Sólo te escribí debido a las razones que ya te comuniqué. No creo que sea lo más indicado que una madre viva en la misma casa que un hijo suyo ya adulto e independiente, a ninguno de los dos puede reportarles nada bueno; sin embargo, cuando el hijo vive en otra parte, su visita constituye siempre para ambos una alegría y un descanso. No comprendo a dónde quieres irte este verano; Dresde es muy triste, en Tübingen o Stuttgart no reina aún la calma, a Berlín no quieres volver... Yo te aconsejaría que te establecieras aquí, 194

donde puedes vivir cómodamente y donde podrás dedicarte a tus estudios igual que en cualquier otro sitio. Quizá desees, no obstante, dirigirte a Ilmenau, a Rudolstadt o a otra bella región cualquiera de los alrededores; ¿es éste el caso? Entonces te daré la bienvenida aunque por algún tiempo sigamos viviendo como hasta ahora, y podrás quedarte en mi casa hasta mediados o finales de mayo; es más, hasta lo desearía, [175] pues no podría consentir que sin necesidad tuvieras que alojarte en una fonda o en cualquier otro lugar durante quince días; si se tratara de unos meses sería diferente. Las razones de esto ya te las conté, y aunque no existiera ya la del elevado coste, aún quedan pendientes las otras. Pero basta, no desearía que a causa de sólo unos pocos días tuviéramos tanto tú como yo que soportar las molestias del traslado. ¿Que deseas establecerte en Weimar por más tiempo? En ese caso estoy dispuesta a ayudarte de palabra y obra en todo lo que sea necesario. Puesto que mi alojamiento será demasiado grande para mí cuando ya no vivas aquí, Müller quiere aligerarme un tanto la carga del alquiler trasladándose a las habitaciones traseras y alquilando el alojamiento que ahora ocupa. Tal alojamiento consta de cinco habitaciones que son muy buenas; tampoco nos es indiferente quién vaya a vivir en ellas, no querría que las ocupara un matrimonio con niños; de ahí que sea muy probable que permanezcan libres hasta después de San Juan; en todo caso, si se presentase una buena oferta 195

antes de tu partida, te lo haría saber y entonces trataríamos de instalarnos lo mejor que pudiésemos. Podría dejarle a Gans mi dormitorio, yo dormiría en mi gabinete y Müller se trasladaría al cuarto de Gans; de una manera u otra, ya veríamos el modo de arreglamos. Müller no te desaloja; él no sabe nada de lo que tú y yo estamos tratando, y es que no es mi estilo hablar sin necesidad de lo que hago o dejo de hacer. Casi nunca le hablo de ti, aun cuando él jamás te nombra con expresiones que no pudieses oír tú también, puesto que sabe que me haría daño si procediera de otro modo. Que lo estés insultando constantemente me resulta [176] sumamente desagradable y dice bien poca cosa de ti, tan poco como que te hayas acostumbrado demasiado a esa soez manera de expresarte. Acerca de las desagradables escenas entre tú y Müller hemos hablado tanto que ya es hora de que dejemos el asunto en paz. No me sentí satisfecha de ti entonces, pero tampoco de él; os lo dije tanto a uno como a otro; él reconoció el error de haberse dejado conducir hasta tal extremo en mi presencia, me pidió que lo perdonara y el asunto quedó zanjado entre mi amigo y yo. Estaba convencido de no volver a cometer semejante error, pero parece que eso resulta imposible, ambos sois un par de elementos tan contrarios que tienen que estallar rayos y truenos cuando os encontráis, y esto sin que ninguno de los dos sea más malvado de por sí. Esto lo vi muy claramente, no podéis estar el uno junto al otro; de ahí que tomase 196

yo las disposiciones que seguimos desde hace tres meses, gracias a las cuales hemos podido vivir en paz y encontrarnos más a gustol15. Así pues, Müller no tiene en la actualidad ninguna razón para desear tenerte lejos, él te odia a ti menos que tú a él, en eso se muestra más justo que tú. Comer a solas a mediodía le parece bien, pues ahora tiene mucho que hacer y hasta es muy posible que tal disposición siga vigente aun cuando te hayas ido; en realidad, no le incomodas lo más mínimo. Ni tus actos ni tus actitudes me gustan siempre, por supuesto. Me pareces demasiado negativo, harto despreciativo para con quienes no son como tú, demasiado sentenciador sin necesidad y, además, a veces me sermoneas excesivamente. No es que quisiera que fueses un húsar servicial, pero tu manera de ver las cosas y el celo que demuestras a la hora de imponer tus ideas a los demás no me gustan en [177] absoluto. Ya sé, es la forma de ser de los jóvenes de hoy, no tengo más remedio que aguantarme, pero pienso que también los jóvenes acaban por hacerse mayores. Sobre todo me molestan sobremanera tus insultos a quienes, inflamados del espíritu de los gloriosos tiempos que corren, se deciden a empuñar la espada sin que su naturaleza les haya capacitado para ello. Tendrías que dejar hacer a los demás lo que les apetece tal y como ellos te lo dejan hacer a ti, creo yo. Gans se siente feliz al poder amparar en ti su cobardía innata, y te imita como un papanatas sin tener tu talento; nada de esto es muy agradable de 197

escuchar, mejor sería que en el futuro procuraras ahorrarme tales espectáculos. No acierto a comprender por qué piensas que la unión de nuestra familia se ha roto. Espera a que haya ocasión, ni a Adele ni a mí habrás de echamos de menos; ya nuestra disposición a aceptar a tu amigo israelita debería servirte como una prueba de ello. Si yo quisiera renunciar a mi amigo porque no podéis soportaros, sería injusta tanto con él como conmigo. A menudo me has dicho con razón en otras ocasiones que tú y yo «somos dos», y así es como debe ser. Basta ya. He tomado las medidas oportunas para que por lo menos no tengáis que cruzar vuestros caminos, pues veo la imposibilidad de que algún día lleguéis a reconoceros. Yo, sin embargo, os conozco a ambos, y a cada uno de vosotros lo quiero como es, sin que prefiera a uno en perjuicio del otro, y no estoy dispuesta a sacrificar a ninguno de los dos. Puesto que debido a las razones que claramente advertí en cuanto conocí a Müller, sé que a la larga no podréis vivir bajo un mismo techo, y ya que también sé que tú no lo quieres así, ¿por qué habría yo de separarme de [178] un amigo que me es fiel y que sabe ayudarme cuando lo necesito, que me hace más agradable la existencia, y a quien tanto yo como muchas otras personas dignas de crédito lo consideramos un ser amable y bondadoso? ¿Únicamente porque, arrastrado por la cólera, el sentimiento y la pasión, se comportó contigo indebidamente cuando tú 198

tampoco lo hacías mejor que él? Sería injusta tanto con él como conmigo. Simplemente déjalo en paz, él no se mete contigo. Trata de ser afable, bueno y cariñoso conmigo y con Adele, desciende de ese sitial de juez que siempre pareces ocupar frente a nosotras y entonces verás cómo te queremos. No me contestes, es innecesario; cuando hayas decidido tu partida, comunícamelo, pero no corre prisa, ni tampoco necesito saberlo con mucha antelación. Si llegase alguna carta de Kabrun116 te avisaré enseguida. J.S.

Arthur Schopenhauer a Karl August Bottingerl17 Weimar, 24 de abril, 1814

Señor, hace algunos meses me dirigió usted un escrito tan halagüeño que no tuve por menos que sentirme muy honrado, además renovó la intención de corresponder vigorosamente a las esperanzas que tanto usted como otras tantas personas que me son favorables han puesto n mí. La amable estimación por mi persona de la que usted, respetable señor Consejero, hace gala en dicho escrito, es la que me concede el valor necesario para importunarle hoy con una respuesta. El consejo que [179] usted me dio de impartir lecciones en Jena es, sin duda alguna, no sólo bien intencionado, sino además, a todas 199

luces, provechoso. Sin embargo, de momento no entra en mis planes seguirlo. Cierto es que conozco vivamente mi profesión y el deber particular que de ella se deriva de enseñar públicamente no sólo por escrito, sino también de viva voz, y que estoy firmemente decidido a dedicar la mayor parte de mi vida a cumplir con mi deber y, en consecuencia, a emprender una trayectoria académica. Pero como el destino me ha deparado una gracia que a otros muchos servidores de Apolo y de Atenea suele negar muy a menudo con desprecio, ya que me adjudicó un capital de cuyos réditos me permite vivir en cualquier parte sin preocupación alguna, es mi deseo aprovechar tal gracia a fin de prepararme de todas las formas posibles para lo que estoy predestinado y así, una vez preparado y más maduro, emprender mi propia y particular trayectoria docente. Por consiguiente, todavía deseo dedicarme algún tiempo y a título privado a estudios serios de mi interés, y luego otro tanto a recorrer los más bellos países de Europa. Sólo entonces daré por concluidos mis años de aprendizaje, que habrán de dar paso a los de la docencia. Por varias razones, no estimo que sea precisamente Weimar el lugar más idóneo para mí, y mucho menos en verano. Por cierto que este invierno yo no hubiera querido hallarme en ninguna otra parte del mundo, pues el gran Goethe me honró con su compañía y con la enseñanza infinita que para mí supuso su trato. Sin embargo, en parte porque en el verano se ausenta a 200

tomar los baños, en parte porque la gran diferencia de edades impide una relación duradera entre nosotros y, [180] en parte, finalmente, debido a la inconstancia con que atrae hacia sí por unos momentos unas veces a éste y otras a aquél, no puede uno contar con él en sus planes. Mi verdadera y auténtica vida es la que dedico al estudio de la filosofía; todo lo demás ocupa un segundo plano, y no es más que un leve aditamento de aquélla. Puesto que puedo elegir, quiero un lugar que me proporcione un entorno bello, obras de arte y las fuentes y los medios necesarios para realizar mis estudios científicos, además de que me proporcione la tranquilidad que tanto necesito. En ninguna otra parte, a tenor de los viajes que he realizado, he visto todo esto tan bien reunido como en Dresde; además, ya abrigaba yo desde hace bastante tiempo el deseo de asentarme allí por una larga temporada. He aquí, pues, por qué siento tan grandes deseos de partir hacia Dresde. Mi nada despreciable biblioteca, cuya mayor parte aún se encuentra en Berlín, podría enviarla a Dresde con un coste moderado. Un joven amigo a quien tengo en gran estima'{", que me ha seguido hasta aquí desde Berlín y que ha pasado conmigo todo el invierno, está dispuesto a acompañarme allí o a donde yo quiera en cuanto nos lo permita la resolución de unos problemas que estamos esperando estos días con la máxima expectación. Mi decisión de trasladarme a Dresde sería ya definitiva si no existieran aún algunas dudas que 201

disipar, con respecto a las cuales, precisamente, me atrevo a pedirle a usted que sea tan amable de informarme. Aquí circulan dos rumores completamente diferentes acerca de Dresde. Uno afirma que la región en torno a la ciudad ha perdido gran parte de su belleza a consecuencia de la enorme devastación de la guerra; que en la misma Dresde está todo destruido y [181] revuelto y que, además, reina una gran carestía. El otro rumor dice que las cosas no están tan mal, que es cierto que la situación ha sido muy crítica, pero que ahora ya ha pasado todo; que sí, que a causa de la ausencia de la corte el lujo ha decrecido un tanto, pero que las cosas marchan bien nuevamente, la comarca está en su sitio y la carestía se ha superado ya casi por completo. En general, se mantiene la opinión de que el Rey119 ha de volver de nuevo a Dresde, y de que, en cualquier caso, Dresde seguirá siendo la corte de un Rey. Le quedaré, pues, extraordinariamente agradecido si hiciera usted el favor de proporcionarme alguna información, aunque sea en pocas palabras, tanto sobre el estado actual de las cosas en Dresde como acerca de qué es lo que se espera para el futuro, teniendo en cuenta lo que yo necesito a tenor de mis convicciones y los propósitos que le he descrito. He de pedirle sinceramente disculpas por la libertad que me tomo de molestarle con semejante ruego y con una carta tan extensa acerca de mis propios asuntos. Pero esto sólo se debe a la confianza en su célebre 202

humanidad y en la simpatía que, de modo especial, ha mostrado usted para conmigo por lo que me he atrevido a tomármela. Puesto que deseo tomar cuanto antes una decisión y ponerla en práctica, una rápida respuesta por su parte le haría acreedor de mi más inmensa gratitud. Queda de usted su muy humilde servidor Dr. Arthur Schopenhauer P.S.: Mi madre le presenta sus respetos. [182]

Johanna Schopenhauer a Arthur [Weimar, 17 de mayo, 1814]

La puerta que con tanto estrépito cerraste ayer tras comportarte tan indignamente con tu madre se ha sellado para siempre entre tú y yo. Estoy cansada de soportar tus malas maneras, me voy al campo y no regresaré hasta saber que te has marchado; se lo debo a mi salud, pues una segunda escena como la de ayer podría provocarme un ataque de apoplejía que quizá resultaría mortal. Tú no sabes nada del corazón de una madre: cuanto más amó, más dolorosamente siente cada golpe que le infiere la mano antes amada. No es Müller, esto te lo juro ante Dios en quien creo, quien te separa de mí, sino tú mismo, tu desconfianza, la censura que ejerces sobre mi vida y sobre la elección de mis amigos, tu desdeñoso comportamiento para conmigo, el despre203

cio que muestras hacia mi sexo, tu negativa manifiesta a contribuir a mi felicidad, tu codicia, tu mal humor al que das libre curso en mi presencia sin la menor consideración hacia mí; esto y mucho más es lo que ha hecho que acabes por parecerme absolutamente odioso y eso es lo que nos separa, si bien no para siempre, sí hasta que retornes a mí en calma y buena disposición. En ese caso estaría dispuesta a acogerte con benevolencia; pero si prefieres seguir siendo como eres, entonces no quiero volver a verte jamás. ¿Qué diría tu padre si viviera, él que pocas horas antes de morir te encomendó que me honrases y que no me dieses nunca disgustos? Si yo hubiese muerto y tuvieras que vértelas con tu padre, ¿te atreverías a sermonearle? ¿Tratarías de determinar su vida y sus amistades? ¿Acaso soy yo menos que [183] él? ¿Hizo él más por ti que yo? ¿Sufrió más? ¿Te quiso más que yo? Tú, que tanto quieres saber, estudia el mandamiento del padre y de la madre que a ti tanto te cuadra y reflexiona acerca de la sentencia: «La bendición del padre edifica el hogar del hijo, la maldición de la madre lo destruye.» No te maldigo, pero el sentimiento con el que me separo de ti no puede traerte, desde luego; ninguna bendición. Mi deber para contigo ha concluido, márchate, mi último negocio contigo se lo he confiado a profesionales que saben llevar sus asuntos con toda honradez y lealtad; ellos se encargarán de terminado. Y no vayas ahora a coronar tu comportamiento negándote a cumplir con las 204

formalidades a las que se halla sujeta toda herencia. Con respecto a ésta y los bienes de Danzig, dirígete a Kabrun; con respecto a los demás, a Ganslandt; no tengo nada más que tratar contigo. Recibirás tus libros, el retrato del abuelo y una pequeña escribanía de plata que una vez te regalé; se ha perdido una tapa, no sé cómo, es una nimiedad, pero si lo deseas puedes hacerla reparar y yo correré con el gasto. Aún tengo una cama de hierro con cortinas estampadas que te pertenece, quiero que la tasen, se te comunicará el precio y entonces dependerá de ti si la vendes por esa cantidad o quieres que se te envíe. Deja aquí tu dirección pero no me escribas, a partir de ahora ni leeré ni contestaré a ninguna de tus cartas; llegados a este punto se separan nuestros caminos, escribo esto con profundo dolor pero no queda otro remedio si es que quiero vivir y proteger mi salud. Así pues, todo ha terminado. He dado órdenes para que hasta el jueves por la mañana se te siga sirviendo en mi casa como de costumbre. Deja que nos separemos en paz [184] puesto que no podemos seguir juntos, y no trates de forzarme a ninguna otra entrevista que pudiera tener como consecuencia mi muerte repentina. Me has hecho demasiado daño. Vive y sé tan feliz como puedas. Johanna Schopenhauer

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Johanna Schopenhauer a Arthur [Weimar, 17 de mayo, 1814]

Como tendría que registrar una maraña infinita de papeles para encontrar la cuenta de liquidación de Ganslandt conforme a la cual, antaño, en San Miguel del año 1809, en cuanto la tuve en las manos, repartí contigo nuestra fortuna, y como tú dices que tienes aquí una copia, haz el favor de dejármela consultar, te la restituiré enseguida. He decidido devolverte esta misma mañana tus documentos; estáte, pues, preparado, pero te exijo que no aparezcas en mi habitación antes de que yo te haya llamado, necesito realizar esa tarea en calma y mi salud se resiente demasiado con disgustos tan violentos como el de ayer. Aquí te envío el monto de los intereses de Kabrun. Dos veces 95 táleros con 4 groschen hacen 190 d. con 8 g. Pero como el dinero prusiano es mejor en un 4% que el corriente de aquí y peor en un 2% al dinero sajón de la convención, 190 d. 8 g. prusianos hacen 197 d. 22 g. en dinero de aquí, cantidad que te envío. Así pues, ya sabes que cada rollo de 20 d. sajones contiene 21 d. y 6 g. de dinero de aquí. A cambio, recibiré de ti ahora 60 d. por el último mes del 17 de abril al 17 de mayo que es hoy. Los dos días completos que aún vas a permanecer aquí los sumo a los días en que estuviste en Rudolstadt. Lo único que tienes que hacer es devolverme [185] el dinero por medio de la mensajera, Sophie, y comunicarme si encuentras todo correcto. No consiento 206

una respuesta escrita pues temo que podrías darme nuevos disgustos que habrían de causarme mucho daño. Espero de inmediato la copia de la cuenta de Ganslandt solicitada. Si no te conviene resolver ahora este asunto, no tienes más remedio que aguantarte, pues a mí sí me conviene dejar bien liquidado cuanto antes cualquier negocio contigo. J. Schopenhauer [Arthur anota en el reverso:]

Quería usted hace poco que descontase 25 d. de la última pensión a cuenta de mi obligación, a pesar de que ésta no vence hasta el 30 de junio. ¿Debo descontarlos ahora? A mí me es igual, simplemente se lo recuerdo. Pues no hay prisa. [Johanna responde:]

Te enviaré el dinero franqueado a su debido tiempo.

Johanna Schopenhauer a Arthur [Weimar, 17 de mayo, 1814 (?)]

Aquí tienes tus documentos, examínalos; en cuanto hayas copiado, firmado y sellado como es debido el recibo que te adjunto, y el señor Schwabe, que ya ha sido puesto en antecedentes y con el que no tienes ningún compromiso, lo ratifique, se te entregarán los documentos. Acerca de las entradas habidas desde 1809 puedes consultar tú mismo con Ganslandt; con respecto

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a la herencia, trata directamente con Kabrun; y así, me hallaría ya desvinculada de ti por completo. [186] Deseo que me restituyas la anterior obligación y te quedes con la nueva que te adjunto; si prefieres quedar te con la vieja, devuélveme entonces ésta; cumpliré mi palabra. Personalmente no puedo liquidar este asunto contigo. J. Schopenhauer

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[1815] (27a)

Arthur Schopenhauer a Goethe Su Excelencia habrá recibido con seguridad mi manuscrito sobre la visión y los colores que hace ahora ocho semanas le envié junto a mi cartal20; aunque no ha satisfecho usted mi ruego de remitirme un acuse de recibo, no me cabe la menor duda de que le habrá llegado, puesto que el Dr. Schlosser121 me comunicó a su debido tiempo su recepción así como que inmediatamente se lo remitió a usted. Su Excelencia aún no se ha dignado a concederme el honor de una respuesta, lo cual yo principalmente me explico pensando que los maravillosos entornos de sus constantes y variados viajes y el trato con gobernantes, diplomáticos y militares lo tienen a usted demasiado ocupado y absorben toda su atención, de modo que mi escrito, en cambio, no podrá sino parecerle algo muy insignificante, o tampoco dispondrá usted del tiempo libre necesario como para escribirme una carta acerca de él. Sería ridículo y desproporcionado, pues, que yo me permitiera hacer a Su Excelencia el más leve signo de reproche al respecto. Por otra parte, empero, la intención con la que envié el escrito a Su Excelencia en modo 209

alguno me impone el deber de someterme a todas las condiciones bajo las cuales esté usted dispuesto a interesarse por él y a leerlo o examinarlo. [188] Sé por usted mismo que la actividad literaria siempre ha ocupado en su vida un lugar algo secundario, mientras que la existencia real fue siempre lo más importante. Para mí, en cambio, sucede al revés: lo que pienso, lo que escribo, es lo que posee valor para mí y es lo importante; lo que experimento personalmente y lo que me pase, lo considero secundario, incluso objeto de mi burla. He aquí por qué me resulta penoso y me inquieta el hecho de no tener aún la certeza de saber si un manuscrito mío que salió de mis manos hace ocho semanas llegó a dónde yo quería que llegase, y aunque esto sea muy probable, no saber por lo menos si ha sido leído, cómo ha sido recibido, en definitiva, cómo le ha ido. Esta incertidumbre acerca de algo que pertenece a lo que para mí es lo más importante me resulta sumamente incómoda y torturadora; sí, en unos instantes mi hipocondría puede encontrar en ello materia para alimentar las quimeras más nefastas y extravagantes. A fin de concluir con todo esto y de acabar de una vez con el fastidio diario que provocan unas esperanzas frustradas, a fin, al menos, de poder apartar este asunto de la mente y olvidado provisionalmente, ruego a Su Excelencia me devuelva mi escrito lo antes posible, con o sin respuesta, como a usted mejor le parezca. En cualquier caso, creo que se me permitirá 210

añadir todavía otro ruego con toda confianza: que me comunique usted con dos frases lacónicas si alguien más aparte de usted ha leído el escrito, o si se ha hecho alguna copia de él. En caso de que usted quisiera quedárselo durante más tiempo, tenga la bondad de indicarme la causa y, desde luego, de tranquilizarme con alguna respuesta. Espero que Su Excelencia no tome a mal mis ruegos [189] y que jamás dude de la inmutable y profunda veneración con la que perseveraré durante toda mi vida como El más humilde servidor de Su Excelencia Dresde, 3 de septiembre de 1815

Dr. Arthur Schopenhauer

Goethe a Arthur Schopenhauer Su amable envío, mi estimado amigo, me llegó en buena hora, en Wiesbaden, de modo que pude leerlo, meditado y regocijarme con su trabajo. Si hubiera tenido un secretario junto a mí, le habría dicho a usted muchas cosas. Sin embargo, si ahora quisiera disculparme por mi silencio tendría que enumerar con desgana una larga letanía de acontecimientos, cambios de lugar, ricas y agradables experiencias y distracciones. Así es que, de nuevo con un pie en el estribo, le pido que tenga un poco más de paciencia y que deje su obra en mi 211

compañía hasta mi regreso a Weimar. Entonces se la enviaré acompañada de algunas observaciones, tan pronto como se presente y lo permita la ocasión. Quede usted seguro de mi agradecimiento y mi recuerdo. Frankfurt del Main, 7 de septiembre de 1815

Goethe. [190]

Arthur Schopenhauer a Goethe

Su Excelencia, he recibido su benévola misiva y le expreso mi agradecimiento por esta tranquilidad provisional que con ella usted me ha deparado. Con una expectación cada vez mayor, me hallo esperando ya las anotaciones a mi ensayo que tan benévolamente promete usted enviarme desde Weimar. Entre tanto, no puedo dejar de comunicarle a Su Excelencia una prueba experimental de la formación del blanco a partir de no importa qué pareja de colores, y que he descubierto recientemente a pesar de la facilidad con que la encontré. Tal prueba despeja cualquier duda acerca de esta formación y, puesto que, en cierto sentido, ella constituye la verificación matemática de mi teoría, este experimento es asimismo importante para ella. Si superponemos dos espectros prismáticos de color de modo que el violeta del primero cubra el amarillo del 212

segundo, y el azul del primero, el amarillo ocre del segundo, surge entonces de la unión de cada una de las dos parejas de colores, el blanco. Como las dos parejas de colores se hallan una junto a la otra, puede observarse la estela blanca. Por lo demás, esta unión es más fácil de verificar que la que ya elaboré yo del púrpura y el verde por medio de tres prismas, e incluso posee la ventaja de que la objeción que su Excelencia adujo en contra de la anterior, a ésta no la ataca en absoluto. Con el añadido de este experimento quedaría ya verificada la formación del blanco a través de las tres parejas de colores, y realizada además con suficiente evidencia. [191] A la vez, puede llamarse la atención sobre el hecho de que la unión de colores prismáticos en no importa qué orden distinto al postulado no da nunca blanco, sino siempre un nuevo color. Aunque los eternos absurdos hablen ya actualmente de vuestra magnífica obra sobre los colores sólo como si de un enemigo vencido y derrotado se tratara y festejan de nuevo el triunfo de la banalidad (p. ej. hace poco en el Leipziger Literaturzeitung del 1 de agosto y algo antes en los Heidelberger Annalen), aun así todavía ha de incitar a muchos, incluso entre el número de aquellos que la denigran, a realizar observaciones sobre los colores, y es muy probable que descubran muy pronto el fenómeno que aquí os acabo de exponer; pero no van a saber qué hacer con él, ya que no cuadra ni en la teoría newtoniana ni en la vuestra. Supongo que no ocurrirá 213

tan deprisa que retornen al ojo y sean capaces de descifrar su verdadero significado, que no es sino: «Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad, se juntaba con ella». Platón, Banquete: p. 204, ed.: Bip.122 Estas palabras son, a la vez, la expresión de toda polaridad; nuevamente, Platón dijo de esta forma lo más significativo de todo. ¿Por medio de qué jeroglíficos podrían haber indicado si no los egipcios que 3/4 y 1/4,2/3 y 1/3, 1/2 y 1/2 es toda la acción del ojo? Puesto que sólo fue la comunicación de la prueba experimental lo que me incitó a importunar de nuevo a Su Excelencia con otra carta, no me queda ya hoy nada más sino pedirle tenga la bondad de disculparme [192] por ello y asegurarle mi más inconmovible y perseverante devoción. El más humilde servidor de Su Excelencia Dresde, 16 de septiembre de 1815

Dr. Arthur Schopenhauer

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Goethe a Arthur Schopenhauer El primer instante tranquilo que tuve tras mi regreso lo aproveché para examinar de nuevo tanto su ensayo como su primera y segunda carta y no puedo ocultar que lo hice con gran placer. Me sitúo en su lugar, y entonces no tengo por menos que alabar y admirar cómo un individuo que piensa por sí mismo se ocupa tan sincera y honradamente de ciertas preguntas y cómo mantiene limpiamente ante los ojos eso que a ellas atañe mientras intenta responderlo desde su propio interior, es más, desde el interior de la Humanidad. Si ahora lo abstraigo de su personalidad y trato de hacer mío lo que a usted pertenece, encuentro muchas cosas que yo expresaría gustoso desde algunos de mis puntos de vista en términos semejantes. Mas si llego a aquello en lo que usted difiere de mí; siento demasiado bien que soy ajeno a ese particular hasta tal punto que' me parece difícil, más aún, me resulta imposible tener en cuenta una contradicción, superada o acostumbrarme a ella. De ahí que no me permita tocar ese punto de discordia; solamente a propósito del violeta le enviaré una notita más adelante. A fin, sin embargo, de que su hermoso y encomiable trabajo no se estanque por completo sin salir a la luz pública, le hago la siguiente propuesta. En el curso [193] de mi viaje tuve la suerte de encontrarme con el señor Dr. Seebeck123. Este meticuloso y concienzudo 215

observador no ha dejado nunca de estudiar estos fenómenos y ha hecho de ellos su ocupación principal. Si usted me lo permite, le enviaré a él el ensayo y las cartas, o el ensayo solo, y seguro que con eso resultará, tanto para usted como para mí, la tan deseada colaboración y enseñanza. También el Dr. Seebeck se conduce más o menos como usted con respecto a mi teoría de los colores; la considera un fundamento y una guía, como un armazón y un bosquejo y que jamás tendría que haber pretendido ser nada más. También él ha resaltado varias negligencias, revelado muchos descuidos, rectificado pasajes y verificado otros, ha incluido cosas nuevas y, sobre todo, ha juzgado muy bien los méritos y las flaquezas de los adversarios. A pesar de tanto como el asunto habría de ganar con esto y de tanta alegría como me produciría vivir lo que a otros sólo se les reserva para después de su fallecimiento, me exigiría un gran esfuerzo, sin embargo, en mi situación actual, un ímpetu poderoso, volver a adentrarme en esa tan querida y hollada región. Es más, casi no pude complacer a mi amigo cuando solicitó de mí algunos datos acerca del desarrollo de los puntos principales. De ahí que mi mayor deseo sería que ustedes dos se aproximasen y que trabajasen juntos hasta que yo pueda retornar felizmente de mis maravillosos viajes espirituales124 —que actualmente me llevan y me traen de acá para allá— a las armoniosas

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y cromáticas regiones. A usted dejo la decisión, quede usted seguro de mi simpatía. Con los mejores deseos Weimar, 23 de octubre de 1815

Goethe [194]

Arthur Schopenhauer a Goethe

Su Excelencia me ha dado una inmensa alegría con su bondadosa misiva, porque todo lo que de usted proviene tiene para mí un valor inestimable; más aun, es algo sagrado. Por otra parte, su carta contiene el elogio de mi trabajo, y este aplauso suyo sobrepasa en mi estimación el de cualquier otra persona. Pero lo que más me alegra de todo es que usted, en su elogio, con esa adivinación que le es tan suya, vuelve a dar en el blanco al encomiar la sinceridad y la honradez con las que he trabajado. Pero no sólo lo que he realizado en este campo tan limitado, sino todo lo que confío producir en el futuro, tendré que agradecérselo a esa sinceridad ya esa honradez. En efecto, estas cualidades que originariamente sólo conciernen al aspecto práctico de las cosas, en mí se han trasladado al ámbito de lo teorético y lo intelectual: yo no puedo cejar, no puedo darme por satisfecho mientras exista aún una parte cualquiera de un objeto de mi estudio que no acabe de mostrarme limpia y claramente su contorno.

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Toda obra tiene su origen en una sola y feliz ocurrencia, y es sólo ésta la que proporciona la voluptuosidad de la concepción; sin embargo, el alumbramiento, la realización, no acontece, al menos para mí, sin sufrimiento. He aquí que entonces me planto ante mi propio espíritu como lo haría un juez implacable delante de un prisionero que yace en el potro del suplicio, y le obligo a que me responda hasta que ya no quede ninguna pregunta más que formular. Creo que únicamente a la carencia de esa honradez se deben la [195] mayor parte de los errores y absurdos que tanto abundan en toda clase de teorías y filosofías. No se encuentra la verdad no porque no se la haya buscado, sino por la sencilla razón de que no se la buscó adecuadamente; y es que, en vez de hallada a ella se trató de reencontrar una opinión ya preconcebida, o cuando menos de no perjudicar una idea que se estimaba; con tal propósito había que dar rodeos e idear toda clase de subterfugios y utilizados contra los demás y también contra uno mismo. El valor de no guardarse ninguna pregunta en el corazón es lo que hace al filósofo. Éste tiene que asemejarse al Edipo de Sófocles, que, en busca de ilustración acerca de su terrible destino, no cesa de indagar aun cuando intuye que de las respuestas que reciba puede sobrevenirle lo más horrible. Mas la mayoría de los filósofos portan en su interior una Yocasta, la cual ruega a Edipo, en nombre de todos los dioses, que no siga inquiriendo, y como 218

ceden ante ella, así le va siempre a la filosofía como le va. Tal y como hiciera Odín ante las puertas del infierno, que no cesaba de preguntar a la vieja adivina en su tumba, despreciando la obstinación, los requiebros y los ruegos de aquélla conminándole a la calma, tiene que inquirir el filósofo, que debe interrogarse a sí mismo sin contemplaciones. Pero este valor filosófico, que constituye una unidad junto con la sinceridad y la honradez en la investigación, cosa que usted ha reconocido en mí, no surge de la reflexión, no se deja provocar por máximas, sino que se trata de una tendencia innata del espíritu. Estrechamente entretejida con mi ser más íntimo, esa sinceridad y esa honradez se revelan también en lo práctico y lo personal, de modo que muy a menudo advierto con satisfacción cómo la gente casi nunca recela de mí, [196] al contrario, más bien, la mayoría me concede su confianza sin apenas conocerme. Esta cualidad mía (de la que temería haber presumido demasiado de no ser la honestidad lo único que a todos nos está permitido elogiar de nosotros mismos) es también la que me otorga la confianza para dirigirme a Su Excelencia de manera tan abierta y tan libre como es mi intención hacerla hoy. Su carta me ha privado de una esperanza que, a pesar de todo, había comenzado a instalarse poco a poco en mi interior, la esperanza de que usted satisfaría el deseo que ya le di a conocer en mi primera carta125. 219

Aun codiciando tanto esta satisfacción, no estoy tan loco como para exigirle que deba usted reconsiderar su postura; y ni siquiera si al mismo tiempo no le oculto que aquel deseo es un motivo más para mi actividad en este asunto; así pues, en su consideración no debe tenerse en cuenta nada más que el honor de la verdad, lo sagrado de la ciencia y la fama de vuestro inmortal nombre, contra las cuales se han alzado a raíz de este asunto un ejército de miserables héroes de cátedra a quienes sin duda alguna condenará la posteridad, pero a los que mejor sería que fuera ahora cuando se los entregara a ese merecido destino. ¿Por qué, como dice la carta de aprendizaje 126, «el juicio es difícil»? Porque tiene que ser al mismo tiempo objetivo e imparcial; difícil será hallar un verdadero entendido que no se tenga en tanta estima como para no mezclar junto con las observaciones objetivas, irremediablemente también las de carácter subjetivo. No debemos esperar, pues, abnegación alguna, y los huéspedes que prefieren «oír una canción ajena a la suya propia» no son precisamente los que se quedan. [197] Estoy convencido de que Su Excelencia no habría dirigido sus elogios tal como ahora lo ha hecho, con un cierto reparo, y no precisamente a mi persona, sino a mi obra, si mi escrito no contradijese en sus resultados y su significado algunas cuestiones secundarias de su teoría de los colores. Por fuerza yace el error en mi obra, o en la de usted. 220

De ser lo primero, ¿por qué tendría que privarse Su Excelencia de la satisfacción de corregirme, y privarme a mí de la enseñanza que me reportaría el que, en pocas palabras, trazara usted la línea que separa en mi escrito lo verdadero de lo falso? Aunque he de confesarle abiertamente que no creo que pudiera trazarse tal línea. Mi teoría es el desarrollo de un solo pensamiento indivisible, que, o bien es enteramente falso, o bien es enteramente verdadero: se asemeja a una bóveda de la que no puede extraerse una sola piedra sin que se venga abajo. La obra de usted, en cambio, es la compilación sistemática de numerosos hechos diversos (anteriormente, a causa de la falsa teoría de Newton, en parte adulterados, en parte ocultos); de ahí que sea sumamente fácil que haya podido deslizarse en ella algún pequeño error que con idéntica facilidad puede subsanarse sin que sufra el conjunto. Ahora bien, si fuera éste el caso, esos miserables enemigos a quienes nosotros tendríamos que exigir la abjuración de un tropel de errores centenarios, antes que descubrir y reconocer la infinidad de cosas verdaderas y excelentes que contiene la obra de Su Excelencia, tomarían precisamente ese ínfimo error como pretexto para desentenderse por completo de todo lo demás que ella contiene, y jamás (al menos mientras no venga una generación imparcial) llegaría la validez del conjunto a [198] ocultar la evidencia de ese minúsculo error. Por lo tanto, si es que se ha colado alguna equivocación, tarde 221

o temprano tiene que salir a la luz, «los niños que juegan hoy, mañana serán nuestros Jueces».127 Empero, cuánto más contribuiría a realzar su honor ante el mundo y la posteridad y cuánto reforzaría el reconocimiento de su obra el hecho de que esos pequeños errores casuales se constataran en el escrito de uno de sus primeros prosélitos —naturalmente manteniendo la justa consideración y el debido respeto a su habilidad— en un escrito que usted mismo editaría, antes que dejar que sea el enemigo quien los saque a la luz con inquina. ¿Acaso no es a veces beneficioso que cedamos un miembro del cuerpo al cuchillo del cirujano para salvar la vida? Y acaso no nos perdemos cuando, en cambio, le decimos al cirujano: «¡Haz lo que te parezca, pero ese tema ni lo toques!» A esto hay que añadir que los puntos en los que mi tratado desarmoniza con su teoría de los colores son prácticamente insignificantes; es más, las proporciones prácticamente desaparecen si las comparamos con todo en lo que aquélla secunda a ésta y le otorga una confirmación absoluta y un fundamento inquebrantable. La cuestión principal es la producción del blanco. Aquí Newton solo se acercó a la verdad por casualidad y con meras palabras mientras que usted ha ilustrado lo esencial del asunto, esto es, la absorción de todo color por su contrario. De esto únicamente habría que rectificar que el gris que acaso pudiera producirse no corresponde, tomado en sentido estricto, al color como 222

tal, sino sólo al color químico; y he aquí que todo lo que hay que decir para justificarle a usted queda ya suficientemente dicho. [199] La producción del blanco no significa para mí más que esto: que cuando en uno y el mismo punto de la retina la actividad de la percepción del rojo se da al mismo tiempo que la actividad con la que percibe el verde, nace la sensación del blanco o de la luz, es decir, se da entonces la completa actividad del ojo cuyas dos partes iguales eran verde y roja. Y lo mismo ocurre con las mitades desiguales. Malus y Arago128, en París, han realizado últimamente difíciles experimentos y sabias investigaciones sobre polarización y despolarización de los rayos luminosos, con lo que han puesto de manifiesto las luces homogéneas; sin embargo, todo esto es trabajo perdido: siguen una vía falsa mientras, siguiendo a Newton, busquen la causa esencial de los colores en una genuina y originaria modificabilidad (divisibilidad) de la luz, y es que ésta no reside en aquélla sino en una genuina y originaria modificabilidad (divisibilidad) de la actividad de la retina; a fin de provocar la manifestación por una causa secundaria (estímulo externo), es necesario utilizar una luz atenuada de cierta manera (por el oscurecimiento o también por la reflexión sobre la superficie originaria de ciertos cuerpos) que aquí, sin embargo, para la manifestación de los colores en el ojo, sólo juega el mismo papel que el del frotamiento en la producción de la leve electricidad (separación del polo + 223

y el polo -) residente en el cuerpo. Estos señores siguen una senda absolutamente equivocada desde el momento en que se empeñan en buscar, con Newton, los colores en la luz y no en el ojo. Es precisamente así como se equivocaron todos los filósofos anteriores a Kant, ya que establecieron el tiempo, el espacio, la causalidad como independientes del sujeto y, [200] a continuación buscaban el principio, el fin, el origen y el propósito del mundo, incluido el sujeto. La segunda contradicción es que sólo la oposición fisiológica y no la física, es polar. Recuerdo muy bien que ya expliqué esto a Su Excelencia de viva voz en Weimar, y que, de una manera harto liberal, me repuso: «Escriba usted una obra en dos gruesos tomos sin que haya que corregir algo en ella.» La tercera es la formación del violeta, una cuestión secundaria e insignificante. De todos modos, acogeré con alegría las anotaciones prometidas a este respecto. Por lo demás, estas pequeñas correcciones no suponen para mí mérito alguno; sí lo tiene, en cambio, el descubrimiento de la teoría de la que después estas correcciones emanan por sí mismas. Quien abre un nuevo campo en el camino empírico de la ciencia encuentra una gran cantidad de hechos y a continuación los expone según sus relaciones inmediatas, puede compararse a aquel que descubre una nueva tierra y traza los primeros esbozos de un plano. El teórico, empero, se asemeja a uno de tantos que, guiados por 224

aquél, llegaron allí, y que escala una enorme montaña desde cuya cima abarca enteramente de un vistazo la nueva tierra. El hecho de que llegara a la cima es su mérito; pero que desde lo alto vea cómo cuantos abajo deambulan equivocan el camino más próximo, que determine con exactitud las confluencias de los montes, ríos, bosques, todo esto no es ahora ya sino un juego de niños. Sé con absoluta certeza que yo he formulado la primera y verdadera teoría de los colores, la primera hasta donde llega la historia de las ciencias; también sé que un día dicha teoría será aceptada universalmente y que [201] se enseñará a los niños en las escuelas ya sea asociando mi nombre al honor de su descubrimiento, o el nombre de algún otro que también descubrió la misma teoría o que me la robó. Sin embargo, también sé con idéntica certeza que jamás hubiera podido descubrirla sin el grandísimo y precedente mérito de Su Excelencia. Creo asimismo que tanto el mottol29 de mi escrito como, en general, el tono del conjunto y, aún más, casi cada línea, expresan este reconocimiento: al fin y al cabo no soy más que el defensor de Su Excelencia (por eso espero también poder ostentar sus estandartes); incluso he aumentado intencionadamente las pocas divergencias que me separan de usted para que nadie crea advertir en mí una ciega dependencia y parcialidad. Mi teoría se relaciona con la obra de su Excelencia tanto como el fruto con el árbol. Y he aquí 225

que mi teoría servirá para proporcionar validez y aceptación a su obra sobre los colores. Su Excelencia mismo me enseñó una vez que debemos proceder siempre de manera positiva, construir constantemente y no demorarse demasiado con el derribo de lo extraño, a lo que yo repuse citando las palabras de su querido Spinoza: «Lo verdadero, ciertamente, se muestra a sí mismo y también muestra lo que es falso: la luz se muestra a sí misma a la vez que muestra las tinieblas»130. La parte didáctica de la teoría de los colores de Su Excelencia es, desde luego, positiva en tanto que expone los hechos y revela su correspondencia, su coincidencia; la parte polémica, negativa, era absolutamente necesaria porque aquí ante todo, a fin de abrir camino, había que deshacer el viejo error. No obstante, a cambio de la teoría de Newton que su obra derriba, no proporciona usted otra nueva. En esto, pues, ha consistido mi trabajo; en él obtiene el público lo que siempre desea ya lo que tan difícilmente renuncia, [202] a saber: conceptos generales que abarcan lo esencial de todo posible fenómeno del color. Por lo tanto, mi teoría sustituye muy bien a la de Newton en tanto que la mía es realmente aquello por lo que la otra se hacía pasar. Si comparo la teoría de los colores de Su Excelencia con una pirámide, mi teoría sería, a su vez, el vértice, el punto matemático indivisible desde el que se expande la enorme construcción y que es tan esencial que sin él la pirámide dejaría de existir; por su base, en cambio, uno 226

puede cortarla todo lo que quiera sin que por eso deje de ser pirámide. Usted, como los egipcios, no comenzó a edificada por la punta, sino que primero construyó los cimientos en toda su extensión y, luego, tomándolos como fundamento, continuó construyendo hasta la cúspide. En este edificio suyo, y según la alusión, ya se da y se determina perfectamente la cúspide; sin embargo, a mí me ha dejado usted la tarea de colocada verdaderamente donde le corresponde, con lo cual queda ya completa la pirámide, para consuelo de los siglos venideros. Los fenómenos que prueban mi teoría los ha expuesto usted extraordinariamente bien antes que yo, y como son tan irrefutables que nadie se atreve a discutirlos, los enemigos han hecho caso omiso de usted (al menos que yo sepa), guardando un absoluto silencio. Sobre esta evidencia basada en sí misma, inamovible y absoluta, se asienta firmemente mi teoría; mas con ella no puede asociarse en modo alguno la de Newton; la teoría de los colores de usted, en cambio, guarda con la mía una extraordinaria concordancia. En el marco de todas esas investigaciones adicionales de hechos aislados en torno a los que hasta ahora se centra continuamente la polémica, mi teoría será, de aquí en adelante, [203] aun cuando entre tanto la de Newton siga teniendo alguna vigencia, la única que acabará por refutar lo que jamás se logró refutar con éxito. He aquí por qué sostengo que la popularidad de mi teoría provocará el derrumbamien227

to de la de Newton. Esa «vieja fortaleza»131 la ha atacado usted por todas partes y horadado con tal denuedo que el zapador experto ve cómo flaquea y sabe que acabará por caer. Sin embargo, los inválidos de su interior se niegan a claudicar, es más, incluso berrean un absurdo Te Deum a los cuatro vientos. Pero gracias a vuestras trincheras y subterráneos, he logrado enterrar una mina bajo los cimientos de la fortaleza, que con su sola explosión derribará el edificio entero. Lo que ahora se espera de usted es que prenda la mecha y la vigile a fin de que estalle la mina, no vaya a ser que fracase la explosión. Ojalá que no le detenga el temor de que algunas de sus propias fortificaciones y máquinas de guerra —así y todo, a estas alturas ya innecesarias— pudieran sufrir algún daño en la empresa. En lo que respecta a la propuesta que Su Excelencia ha tenido la bondad de hacerme, lamento comunicarle no estar muy dispuesto a secundarla. No veo a dónde podría conducirme, ya que el juicio de cualquier individuo tiene muy poco valor para mí; en lo que se refiere a Su Excelencia la cosa es bien distinta, pues usted no es un individuo cualquiera, usted es único. Por lo demás, bien veo qué es lo que el Dr. Seebeck recibiría de mí: en tanto que, como yo, también él halló en vuestra teoría de los colores un trabajo preliminar y ha podido ocuparse de ella más tiempo y con más detenimiento que yo, tan sólo habría de ver en mi teoría aquella que él tendría que haber descubierto y no 228

descubrió, [204] lo cual no le hará la menor gracia. Por otra parte, no veo qué es lo que él habría de aportarme a mí a cambio: algunos experimentos aislados y prolija información sobre algunos contrincantes a quienes yo no doy valor alguno y que difícilmente me sería de alguna utilidad. Y por último, en lo que respecta al intercambio de conocimientos, tendríamos que dejar enteramente a la buena voluntad del Dr. Seebeck el que hiciera pasar los míos por suyos o no. Lo que yo necesito y deseo es autoridad; usted tiene mucha, pero él no puede dispensarme ninguna y he aquí el porqué de que no pueda ayudarme. Confío firmemente en que Su Excelencia me comprenderá y que también comprenderá mis sentimientos hacia usted y por eso no habrá de tomarse como un reproche sino solamente como una pequeña broma que le diga que ante vuestra propuesta no puedo por menos que pensar enseguida en la hija del párroco de Taubenhayn132, la cual, teniendo aspiraciones a casarse con el magnánimo señor, éste, en cambio, la destinó a su cazador más valiente. También pienso en Jean Jacques Rousseau, de joven, que, invitado a comer por una ilustre dama a quien visitaba, no se dio cuenta hasta el último momento de que ella pretendía enviarle a comer con la servidumbre'". Su Excelencia tiene ahora otras ocupaciones; quizá se encuentre en la elevada región de la creación poética, desde donde las investigaciones científicas han de parecerle, con razón, demasiado insignificantes. A pesar 229

de todo, no puedo creer que tales ocupaciones le impidan tomar parte de alguna manera en estos asuntos concernientes a la teoría de los colores. En efecto, se trata de un terreno tan reducido, tan fácil de abarcar, [205] y además tiene que estar usted tan indeleblemente impregnado del contenido esencial de la obra, fruto de sus investigaciones de tantos años, y mi escrito es tan corto y ya desde hace tiempo tan familiar para usted, que pensé que la decisión no habría de ocasionarle ni mucha pérdida de tiempo ni ninguna dispersión extraordinaria. También yo, si exceptúo un par de semanas, he considerado siempre este trabajo como cosa secundaria; por lo demás, constantemente rondan mi cabeza otras muchas teorías distintas a la de los colores. ¿Pero qué es, en definitiva, lo que pretendo con esta carta tan extensa y tan aburrida, con esta locuaz oratio pro corona134? Quizá que Su Excelencia se sienta inducido a mirar de nuevo a mi criaturita con benevolencia, y antes de que, en última instancia, la rechace, consienta en ser su padrino. En efecto, sin esa gracia su constelación no será propicia; la concepción y el doloroso alumbramiento habrán sido inútiles y no tendrá sino que regresar al seno de la madre. Las razones de esto ya se las expuse a Su Excelencia en mi primera carta. ¡Qué será del niño en manos del enemigo si sus propios amigos le niegan ayuda! El mundo, que desde hace tantos milenios se baña de colores sin saber qué son, seguirá existiendo mucho tiempo aún 230

sin que necesite servirse de tal conocimiento, y no se sentirá peor por ello: únicamente a mí me dolerá tener que leer y oir las absurdas opiniones sobre los colores, y además las alabanzas que a ellas se prodigan, mientras que yo, que sé algo mejor, debo guardar silencio. Dice Heródoto: «La más odiosa de las penas humanas: pensar mucho y no saber nada»; y Hamlet grita dolorosamente: «¡Se rompe mi corazón, ya que tengo que mantener la lengua quieta!» No obstante, [206] ya estoy acostumbrado a este sufrimiento en mi propia profesión. Si por ahora debo guardar el mutismo137 pitagórico, seguro que Su Excelencia atenderá el ruego que voy a pedirle, sobre todo si le recuerdo que fue el pensamiento de hacer algo que le complaciese a usted lo que despertó mi celo para dedicarme a un trabajo que, de no haber sido por esa razón, no hubiera realizado. Le rogaría, pues, que cuando Su Excelencia me devuelva el manuscrito me informe con toda franqueza y exactitud de si ha hecho partícipe a alguien de mi trabajo y, en ese caso, a quién. Nada más natural, al encontrarse usted con el Dr. Seebeck, cuya ocupación principal es la teoría de los colores, que le hubiese hablado usted de mi ensayo, o incluso que se lo hubiera prestado para que lo examinase. Me gustaría mucho saber cuál es la situación al respecto. Su Excelencia sabe cuántas razones existen para temer el plagio, y me ha confiado algunas experiencias propias de esa clase, por ejemplo von 231

Oken138. Por eso Su Excelencia comprenderá perfectamente que le pida encarecidamente que me aclare este asunto. Tengo la esperanza de que Su Excelencia habrá de ser indulgente con la locuacidad y la franqueza de esta carta, pues seguro que está convencido de que nadie se sabe impregnado de tanta admiración por usted como el más humilde servidor de Su Excelencia, Dresde, 11 de noviembre de 1815

Arthur Schopenhauer [207]

Goethe a Arthur Schopenhauer Weimar, 16 de noviembre, 1815

Muy agradecido estoy, estimado amigo, de que por medio de su amable y detallada carta quiera usted suprimir tan felizmente la distancia que nos separa. Sólo puedo responderla parcialmente y tranquilizarle acerca de la pregunta de si alguien más ha visto su ensayo; a este respecto puedo exclamar con absoluta franqueza: ¡Nadie! El Doctor Seebeck me visitó en el campo, donde yo no tenía el trabajo de usted; cierto es que pensé en el asunto, pero no me creí capaz del conocimiento necesario para realizar de memoria una adecuada explicación de aquél; además, disponíamos de poco tiempo y no quise interrumpir a Seebeck en su exposición de los fenómenos y su demostración, que en conjunto pertenecen ambas a la parte de los colores físicos. Por otra parte, me lo impedía la duda de si tal 232

cosa le agradaría a usted. Si le expresé mi deseo de ponerle en contacto con Seebeck fue a causa de que yo esperaba que mi amigo se interesase por la parte fisiológica y por lo general y teórico del asunto. Pero, ya que a usted no le parece bien, no insistiré más. Y esto es todo por ahora, por lo menos para que mi opinión sobre el violeta pueda acompañar a esta carta. En primer lugar, debo declarar mi insuperable aversión a tomar parte abierta, por mínima que sea, en la actual disputa en torno a la teoría de los colores; sin embargo, creo hallarme en deuda con usted y con su trabajo, el cual examino otra vez con gran atención, por haber ampliado mis opiniones. Quien se inclina a construir el mundo desde el sujeto no negará la consideración [208] de que dicho sujeto, en tanto que fenómeno, no es más que individuo, y de ahí que requiera una cierta porción de verdad y de error para mantener su carácter específico. Empero, nada separa más a los hombres que el hecho de que las porciones de ambos ingredientes se hallen mezcladas según muy diversas proporciones. G.

Mi representación del violeta me la confirman las razones siguientes: 1. En el cianómetro139 de Saussure140 se denomina al azul más oscuro de todos «Rey del azul», que es impensable sin un Oeil de rouge141. Ese reflejo 233

rojizo deseo yo dejado para el violeta que se revela en la sutilísima turbulencia que se muestra en la más profunda oscuridad. Jamás he logrado llegar a cima tan alta: la observación de dicho fenómeno. 2. Acondiciónese una habitación completamente oscura y colóquese en su puerta una blanca plancha metálica en la que se ha practicado una abertura bien redonda; si observamos ésta desde fuera, el espacio vacío aparecerá como un objeto negro sobre fondo blanco. Si lo contemplamos a través del prisma podrá verse el más hermoso violeta sin que quepa la posibilidad de pensar que la habitación oscura despide luz alguna. 3. Poseo entre mis aparatos un cristal de ventana pintado, en el que en determinados puntos se ha aplicado ligeramente la fina opacidad que lo cubre; con luz refractada esparce un amarillo luminoso, pero en densa oscuridad permite ver el más extraordinario de los violetas. Puede realizarse este experimento ante un [209] sombrero negro o delante de aquel agujero oscuro de la habitación cerrada. En lo que respecta a la formación del blanco desde distintos colores, no puedo suscribirlo. La poderosa acción de la luz solar suprime el skieron 142 del color para nuestros sentidos. Esa sombra, como amarillo o

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azul, puede intensificarse y unificarse o también mezclarse arbitrariamente sin ton ni son. Entré en una capilla neogótica; los cristales de las vidrieras eran enteramente de cristal de bohemia multicolor y pude apreciar que el sol que llegaba a mi ojo, entrara por uno u otro cristal, me parecía siempre carente de color, tan sólo un poco menos atenuado. Prepárese con los tres pigmentos más puros, amarillo, rojo y azul, una pequeña porción de negro y póngase en un gran barreño de agua, no se notará nada, pero tampoco podrá afirmarse por eso que se haya vuelto más clara. Hay en las percepciones de los sentidos un límite donde se nos escapan, y tanto en lo que se refiere a la experiencia como al juicio nos hallamos aquí en el punto más peligroso. En cuanto a la formación del blanco merced a la formación de la actividad bipartita del ojo, más adelante. Weimar, 16 de noviembre, 1815

G.

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[1816] (28a)

Arthur Schopenhauer a Goethe Su Excelencia me prometió hace ya diez semanas remitirme en breve su opinión sobre mi teoría de los colores. Por mi parte, el3 de diciembre le escribí una extensa carta143 que contenía la defensa de mi opinión acerca del color violeta y también una nueva y muy buena demostración de mi teoría. Desde entonces Su Excelencia parece haberse olvidado de nuevo tanto de mí como de mi teoría. Mi primera y siempre incierta esperanza de que, merced al propio interés, me ayudaría usted en la publicación de mi trabajo, ha ido desvaneciéndose poco a poco; la expectativa con la que aguardaba, en cualquier caso, obtener de usted por lo menos su juicio, se esfuma a la vista de que han pasado ya siete meses y en vano la estoy esperando; en fin, mi último ruego sería, pues, que Su Excelencia tuviese la bondad de devolverme el manuscrito, a fin de concluir de una vez por todas con este asunto; y es que esta inseguridad, esta indeterminación, esta espera, me resultan ya harto desagradables, desagrado que, ciertamente, tiene mucho

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que ver con mi no fingido amor a la verdad, la claridad y la certeza; por lo demás, he esperado y aguantado ya casi ocho meses, algo que es mucho más de lo que nunca me habría creído capaz. Dicho con toda franqueza, me resultaba imposible [211] imaginar que Su Excelencia no fuese a reconocer la corrección de mi teoría; pues sé que la verdad ha hablado a través de mí en esta cosa tan pequeña como un día habrá de hacerlo en cosas más grandes; y he aquí que usted posee un espíritu tan armónico, se halla tan bien templado, que todavía me parece imposible que no vaya a repercutir en él esta nota. No obstante, bien puedo pensar en que una cierta aversión subjetiva a determinadas tesis que no concuerdan enteramente con las suyas le quite las ganas de ocuparse de mi teoría; y he ahí la razón de que relegue y postergue constantemente esa tarea; por eso, dado que ni puede concederme su aprobación ni tampoco negármela, guarda usted absoluto silencio. En el fondo, me asombra que esto haya de ser así, sobre todo porque soy mil veces más su defensor (y, por cierto, con todas las de la ley) que su enemigo; sin embargo, ésta es la consecuencia que extraigo de algunas de sus observaciones, y así me veo obligado a creerlo. Finalmente, pido a Su Excelencia que quede convencido de que ni esta circunstancia ni otra cualquiera supondrá algún cambio en la auténtica y

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profunda admiración de la que verdaderamente nadie se siente tan poseído como el más humilde servidor de Su Excelencia Dresde, 23 de enero de 1816

Arthur Schopenhauer Dr.

Post scriptum Al término de estas consideraciones no puedo renunciar a la satisfacción de comunicar a Su Excelencia que hace ya tiempo que he descubierto el enorme [212] error que cometí en el primer capítulo de mi tratado. A saber, con referencia a la visión simple yo había dicho que dependía de que viésemos todos los objetos desde el mismo ángulo de los ejes ópticos. Esto es absolutamente imposible, si al punto ese ángulo no se modifica proporcionalmente conforme a la distancia, en parte en virtud del acercamiento de ambos bulbi en la visión de objetos cercanos, en parte por la modificación de la conformación interna del ojo y, así, de la refracción según la distancia. Por lo tanto, este ángulo tiene que modificarse según la distancia. Escribí aquella falsa tesis obnubilado por la prisa de precipitarme sobre mi objeto principal, los colores, sin la debida reflexión y sin haber llevado a cabo determinadas lecturas específicas. Enseguida, empero, la reflexión y la observación vinieron a enseñarme que la cosa era bien distinta. Entonces leí todos los libros, tanto antiguos como 238

modernos, existentes acerca del tema, incluso las arlequinadas de la filosofía natural del dr. Troxler144 en la Biblioteca Oftalmológica de Himly145. Únicamente me falta la obra de Charles Wells: On single seeing with two eyesl46, 1795, que he encargado a Inglaterra pero que no he recibido aún, pues el envío suele tardar más de tres meses. La información más satisfactoria la encontré en la Óptica de Robert Smith147, cuyas explicaciones he seguido en la revisión y modificación del pasaje de mi escrito. No es, pues, que el ángulo del eje óptico sea siempre el mismo; sino que los puntos de las dos retinas sobre los que reposan sus lados se correspondan enteramente en cada ojo; éste es el datum a partir del cual el entendimiento reconoce la unidad del objeto cuya acción es doble. Como esta condición no puede darse en la acción [213] de objetos situados a diferentes distancias del ojo, de entre dos objetos situados uno detrás de otro, vemos doble el objeto más alejado cuando el más cercano es simple, y el más cercano, doble, cuando el más lejano es simple. He seguido analizando esto detalladamente, remitiéndome asimismo a Smith y sus figuras así como también a otros, en particular a algunas opiniones más recientes. La modificación realizada concuerda perfectamente con la tesis principal de ese primer capítulo, esto es, la explicación de la intelectualidad de toda percepción; y he aquí que, con la revisión, puedo presentar esta 239

preposición aún con mayor claridad y viveza. He dejado tal cual la identidad interna del estrabismo y del tocar con los dedos cruzados, al igual que todo lo demás.

Goethe a Arthur Schopenhauer Cuántas veces, mi estimado amigo, a lo largo de esas largas veladas de invierno, he deseado que se hallase usted aquí, pues en el caso que nos ocupa no es posible esperar ninguna información por escrito. Sitúo la teoría de los colores en medio de los dos, como tema principal de nuestra conversación, y ésta no tiene por qué ser siempre unánime. Pero, a fin de no dejarle a usted, dados sus hermosos y honestos esfuerzos, sin la prometida cooperación, me ocupé durante dos días en Jena, todo cuanto me fue posible, en examinar qué es lo que desde hace ocho años se ha dicho, tanto aquí como en el extranjero, sobre los colores. Con esto quería yo fundamentar mi futura conversación con usted. Sin embargo, mi encomiable propósito produjo el efecto [214] contrario del que yo deseaba, puesto que demasiado claramente advertí que los hombres podemos estar de acuerdo en cuanto a los objetos y sus fenómenos pero que jamás llegaremos a estarlo en lo que respecta a los puntos de vista, la deducción o la explicación, incluso ni siquiera aquellos que están de acuerdo en los principios, pues su aplicación práctica los vuelve a enfrentar 240

enseguida. Y, de la misma forma, demasiado claramente me percaté también de lo inútil que resulta nuestro esfuerzo de querer comprendemos mutuamente. La idea y la experiencia no coinciden jamás en el punto medio, sólo puede conciliárselas mediante el arte y la acción. Me he ocupado de su manuscrito y de sus cartas, hasta el punto de haber encuadernado estas últimas con mis propias manos, porque todo ha de permanecer junto. Gustosamente mandaría hacer un resumen de su trabajo, pero como esto sólo podría realizarlo una persona competente, traicionaría con ello su secreto. Me alegraría mucho, pues, que quisiera hacer el resumen usted mismo; en efecto, me gustaría tener una breve exposición de sus opiniones para de este modo poderlas insertar alguna vez en el tratado sobre los colores. Hágame saber de cuando en cuando de sus ocupaciones; siempre me encontrará interesado, pues aunque soy ya demasiado viejo como para hacer mías las opiniones de otros, me agrada mucho, siempre en la medida de lo posible, informarme desde el punto de vista histórico de cómo han pensado y de cómo piensan. Hágame saber pronto si ha llegado esta carta a sus manos. Con mis mejores deseos Weimar, 28 de enero de 1816

Goethe

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Arthur Schopenhauer a Goethe Su Excelencia ha dicho en su biografía: «mas al final, el hombre se remite siempre a sí mismo.» En el momento presente también yo he de exclamar suspirando desconsoladamente: «¡Entré solo en el lagar!»148 No puedo ocultarle que me ha dolido mucho no haber obtenido de usted ninguna cooperación seria, ni el menor asomo de interés y ni tan siquiera una réplica. La satisfacción de aquel mi primer ruego la esperé con mucha más confianza de la que dejé traslucir: yo estaba seguro de hallar en usted una viva cooperación. Tan sanguíneas expectativas fueron extinguiéndose poco a poco; pero después de tanto tiempo, tras tantas cartas, que no haya podido llegar a saber su opinión, su juicio, nada, nada más que un elogio vacilante y un callado rechazo al aplauso, sin atisbo alguno de razón o contra argumentación alguna, esto fue mucho más de lo que yo hubiera podido temer, y muchísimo menos de lo que esperaba. Por lo demás, bien lejos queda de mi intención y, aunque sólo sea en el pensamiento, hacerle a usted el más mínimo reproche. Pues usted ha dado a la Humanidad entera, a nuestros contemporáneos y a las generaciones futuras, tantas y tan grandes cosas, que todos y cada uno de nosotros, en esa deuda colectiva que la Humanidad tiene para con usted, tenemos que denominarnos deudores, de ahí que ningún individuo, sea de la clase que sea, pueda atribuirse el derecho de hacerle a usted ningún tipo de [215]

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reproche. Empero, sinceramente, para ponerme a mí en semejante situación, en tal estado de ánimo, hay que ser un Goethe o un Kant: [216] ningún otro de los que miran al sol desde mi misma altura. Ahora bien, yo mismo estoy sorprendido de que su falta de colaboración, en vez de debilitar la buena opinión que tengo sobre mi trabajo y haber aniquilado mi valor, parece casi haber fortalecido tanto éste como aquélla. Estoy convencido de que mi teoría es absolutamente verdadera, nueva, y, en la medida en que el tema lo permite, importante. Estoy más ansioso que nunca de vindicar el descubrimiento con mi nombre, por eso, hace poco que decidí publicar el escrito para la próxima feria. Es casi como si tuviera que apelar a su aprobación, no a la de la absurda masa, sino al juicio del pensador único, al único hombre capaz de juzgar rectamente entre tantos millones de seres que se desparraman aquí y allá por los extensos intersticios del tiempo y el espacio y que, por cierto, son aquellos a quienes denominamos posteridad: en efecto, la totalidad de esa posteridad es tan absurda como la contemporaneidad. Sé que esa chusma que ocupa cátedras y dirige revistas literarias no dejará de ladrar contra mí, pero desde que le envié a usted mi ensayo, he hecho tan nuevos y tan sólidos progresos en el desprecio humano que, en caso necesario, estoy preparado tanto en el obrar como en el pensar a fin de no dar importancia alguna a la opinión de la masa humana. 243

Por lo demás, desde el año de la primera redacción de mi teoría no he dejado de ocuparme del tema, ni de leer, escribir y pensar sobre él. He aquí, pues, que vaya volver a redactar el ensayo, a hacer algunas correcciones, incluir algunas cosas y excluir otras, a mejorar la exposición. Por esta razón, tengo que pedir un favor a Su Excelencia, que con seguridad no me negará. Usted [217] me escribió que en Jena había intentado ponerse al corriente de lo que desde hace ocho años se ha escrito sobre la teoría de los colores; poco antes también elogió usted el que Seebeck tuviera conocimientos precisos de lo que piensan sus enemigos. Me gustaría, pues, que usted me informara detalladamente de todo eso. De lo que se ha publicado recientemente, aparte de las dos recensiones, no conozco nada más que ese necio producto de Klotz, la bonita obra de Rungel49 y la obra philosophicum-natural de Steffens (a la que no puedo elogiar); también, el infame escrito de Pfaffsl50, el lamentable prospecto en latín de Mollweides y algunos artículos en la biblioteca oftalmológica de Himlys, más antigua que el Tratado de los colores de Su Excelencia. La Nueva teoría de los colores luminosos de Bewers la recibiré próximamente. Ruego encarecidamente a Su Excelencia que me informe de todo lo que conozca excluyendo las obras citadas y, si pudiera ser, que me proporcionara una reseña literaria de Seebeck. Todo esto me servirá de algo si acontece sin demora alguna; Hartknoch publicará mi ensayo y le he prometido tener 244

el manuscrito listo para la imprenta en tres o cuatro semanas. Ruego a Su Excelencia que piense en que es de esperar que mi escrito aporte mucho a la gloria y la defensa de su obra, por eso creo con enorme confianza en la bondadosa satisfacción de mi demanda. Con la más inquebrantable admiración, el humilde servidor de Su Excelencia Dresde, 7, febrero, 1816

Arthur Schopenhauer Dr. Goethe a Arthur Schopenhauer Aparte de los escritos que usted, estimado amigo, ya ha mencionado, sólo tengo que añadir los siguientes: [218]

1. Parrot, Fundamentos de flsica teór., 2 part. Dorpat y Riga, 1812, prólogo, p. XX hasta la XXIV. 2. Benzenberg, Viaje a Suiza, 2 part. 3. Reseña del Tratado de los colores. Quaterly Review.

Por desgracia no tengo a mano el primer índice completo de Seebeck, estaba en una carta y por eso no ha llegado a mis actas cromáticas. Lo buscaré y se lo enviaré más adelante. Ojalá que aún pueda enviárselo a su debido tiempo. Casi de milagro le adjunto un ensayo inglés que desearía que me devolviera cuanto antes. Las maravillosas consecuencias de un fenómeno archiconocido pueden muy bien llevar a la desesperación. 245

Los colores entópticos151 van ganando más peso cada vez. Seebeck recibió de los franceses la mitad del premio por tal descubrimiento, Brewster la otra mitad por otra serie de cosas, y yo me propongo redactar de nuevo la exposición de los colores dióptricos de la segunda clase, lo cual no va a ocurrir tan pronto. De realizarse el trabajo, quizá la aclaración que de él se desprenda nos acerque un poco. Asimismo, una obrita del Inspector de Minas Voight acerca de los colores de las naturalezas orgánicas hará progresar, con seguridad, esta buena causa. Espero gozoso su ensayo revisado e impreso. Con mis mejores deseos Weimar, 11 febrero, 1816

Goethe Arthur Schopenhauer a Goethe Su Excelencia reciba mi más sincero agradecimiento por las noticias bibliográficas que tan amablemente me ha enviado. Por desgracia, la física de Parrot y la Quarterly Review no se encuentran en esta biblioteca, por lo demás, tan bien surtida. Me faltan algunas cosas: por ejemplo, la nueva teoría de los colores físicos de Brewers viene de Düsseldorf y difícilmente podrá llegar antes de la impresión de mi escrito; no obstante, del título concluyo que su teoría no tiene nada que ver con la mía. ¡Cuántos libros no habré consultado yo a fin de encontrar algo [219]

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que tenga que ver con mi asunto! Es imprescindible estar bien informado, por eso espero con expectación las reseñas bibliográficas del dr. Seebeck que me ha prometido Su Excelencia. Le devuelvo muy agradecido el manuscrito inglés; Su Excelencia tenía toda la razón en lo que expresó acerca de él: el ensayo carece de importancia. Siento mucho que una errata ortográfica en su carta ha hecho que me fuera imposible saber cuáles son los colores que cada vez están adquiriendo más importancia, algo que, naturalmente, me interesa mucho; ahí está escrito «entópticos» no será, quizá, «epópticos», También quisiera saber por qué descubrimiento recibió Seebeck el premio; ¿es el que dio a conocer en el anuario de Schweigger, sobre dos columnas formadas por dos láminas de vidrio que producen una luz invisible pero que al añadirles una placa de mica, dan una luz visible? Dos palabras de aclaración al respecto me alegrarían mucho. [220] Es hermoso y grande que Su Excelencia no tema ya volver a ocuparse de su obra. No hay que dar importancia alguna al juicio de la chusma profesional... Yo pienso que de ahora en adelante sólo depende del azar cuál sea el alcance inmediato de mi escrito y cuánto habrá éste de influir en la propagación de nuevos puntos de vista acerca de la teoría de los colores; lo principal es que se leerá; después podría ser que produjera un gran efecto, en el cual tendría usted una parte considerable. 247

Los hombres no leen ni aprenden nada de buena gana -a causa de la pereza- hasta que la chusma profesional no les dice que es bueno o útil; mas ya sabemos cómo son esos llamados expertos: primero tendrían que ser inteligibles antes de ser entendidos. Sin embargo, por desgracia, Plinio el joven dice con razón: numerantur sententiae, non ponderantur152, («Las opiniones se consideran según su número, no según su peso»), Livio dice de forma más consoladora: ueritatem laborarem nimis saepe, ajunt, extingui nunquan153. («La verdad, según dicen, es a menudo vilipendiada, pero jamás se la extingue»).

En pocas semanas confío en poder enviar mi escrito, mejorado e impreso, a Su Excelencia. Esperando recibir pronto alguna otra noticia o comunicación suya, quedo de usted su humilde y más sincero servidor. Dresde, 21 de febrero de 1816

Arthur Schopenhauer Dr.

Arthur Schopenhauer a Goethe Su Excelencia, tengo el honor de enviarle mi escrito ya impresol54. ¡Entro solo en el lagar! 155 Pero me mantengo firmemente en pie. En este caso, como en todos los demás, éste ha de ser mi sino: [221] «Pues ningún césar nos ha otorgado esa musa»

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Jordanus Brunus156

Si Su Excelencia se toma la molestia de releer el escrito, lo encontrará muy modificado y ampliado con añadidos muy significativos. Le pediría que me diera su parecer si no hubiera renunciado ya a la esperanza de obtenerlo algún día, y después de una larga correspondencia en la que tan a menudo y con tanta insistencia le pedí en vano que me lo manifestara. Tal vez Su Excelencia quisiera hacer el favor de anunciarme si hay esperanza de poder vede este verano en Topliz, lo cual, a causa de la teoría de los colores y, por muchos más motivos, es algo que deseo muy vivamente. Sin embargo, sospecho que visitará usted de nuevo las riberas del Rin, y creo que sólo una causa no deseada, por ejemplo algo que viniera impuesto por su estado de salud, podría favorecer mis deseos. En cualquier caso, quedo para siempre el más devoto y humilde servidor de Su Excelencia Dresde, 4 de mayo, 1816

Arthur Schopenhauer Dr.

Goethe a Arthur Schopenhauer Weimar, 16 de julio, 1816

El sello negro de mi carta tiene que servirme, mi estimadísimo sr. Dr., para excusarme esta vez, como tantas otras, por no comunicarle en la presente nada más

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que la recepción de su ocurrente ensayo. La enfermedad de mi querida esposa y su consiguiente fallecimiento157 me ha privado de toda actividad científica y, en particular, de la teoría de los colores, por la cual [222] había vuelto a sentirme atraído merced a su trabajo, a la publicación del artículo de Schultz158 —que le adjunto— y al traslado de todos mis aparatos cromáticos a Jena. También, desgraciadamente, tuve que interrumpir los experimentos con los colores entópticos, así como con los químicos, a los que me había acercado el magnífico escrito de Voight: Los colores de los cuerpos orgánicos. Entre tanto, es fácil colegir de todo esto que el punto desde el que tanto usted como yo partimos prosigue vivamente su desarrollo, si bien en direcciones distintas. Ojalá que tampoco usted se canse de cultivar este hermoso campo, ni de seguir alimentando sus opiniones a fin de que dentro de unos años nos topemos gozosos en el punto medio del que ambos partimos; al fin y al cabo, nosotros nos inspiramos en la más excelsa Antigüedad, y esa ventaja no va a quitárnosla nadie. Envíe noticias suyas de vez en cuando. Con mis mejores deseos Goethe.

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[1818] (30a)

Arthur Schopenhauer a F. A. Brockhaus159 Señor librero Brockhaus, en Leipzig. P.P. Como el sr. v. Biedenfeld160 me ha comunicado que, en principio, no rehusaría usted publicar un manuscrito mío, me tomo la libertad de explicarle más detalladamente de qué se trata. En efecto, yo querría publicar para la próxima feria de San Miguel una obra filosófica en la que llevo trabajando aquí, en Dresde, cuatro años ininterrumpidamente. Por una parte, no sería éste el lugar más adecuado, en cuanto que autor, de querer hacerme pasar por modesto frente al editor; por otra, en cualquier sitio es un error pasar por charlatán. He aquí por qué deseo referirle abiertamente y con toda franqueza aquello que, según mi parecer, debe ser lo más importante para usted acerca de mi obra. Al mismo tiempo, le tomo la palabra, como hombre de honor que es, de que guardará celosamente lo que vaya decirle, incluso el título del libro, que nadie debe conocer hasta que se publique en

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el catálogo de la feria. Mi obra es un nuevo sistema filosófico; pero nuevo en el más genuino sentido de la palabra; no se trata de una nueva exposición de lo ya existente, sino de una serie de pensamientos absolutamente coherentes y que hasta ahora [224] no habían visto la luz en ninguna cabeza humana. El libro con el que me he propuesto la ardua tarea de hacer accesibles al público esos pensamientos ha de ser, según mi firme convicción, fuente y ocasión de otros cien libros más. Lo esencial de esa serie de pensamientos se hallaba ya en mi cabeza hace cuatro años, pero, a fin de desarrollarlos y de clarificarlos completamente para mí mismo, merced a innumerables escritos y anotaciones, necesité emplear esos cuatro años enteros, en el curso de los cuales me consagré exclusivamente a su elaboración y al estudio de obras ajenas. Ya hace un año comencé la redacción de una exposición coherente del conjunto para los otros, y es ahora cuando la he concluido. Dicha exposición queda muy lejos de esa verborrea pomposa, vana y absurda que caracteriza a la nueva escuela filosófica y de la insulsa y prolija charlatanería del período anterior a Kant: es clara, comprensible y enérgica a la vez, y bien puedo decir que no carece de belleza: sólo quien tiene pensamientos propios y auténticos tiene también un estilo propio y auténtico. El valor que atribuyo a mi trabajo es muy grande, pues lo considero el fruto de mi existencia. Ciertamente, la impresión que el mundo produce en un espíritu 252

individual o, lo que es lo mismo, el pensamiento mediante el cual reacciona ese espíritu tras de haberse instruido, están ya formados alrededor de los treinta años, y todo lo que se produce después no es sino el desarrollo o la variación de ese pensamiento. Ahora bien, si esta reacción, si este pensamiento es verdaderamente auténtico y diferente de los pensamientos habituales que diariamente se repiten en millones de individuos, quizá pueda expresarse y comunicarse por medio de una obra, si es que un destino [225] favorable aporta a este fin tanto el ocio como la paz interior y exterior que se necesitan para concluirla. Éste ha sido, como yo creo, mi caso. Si, en consecuencia, quisiera yo medir la cuantía de mis emolumentos conforme a la proporción del valor que atribuyo a mi trabajo, éstos parecerían extraordinarios e incluso impagables. Pero si yo quisiera medir mis exigencias conforme al valor que el manuscrito tendrá, según pienso, para su editor, también tendrían que ser muy duras. Mas no deseo hacer tal cosa, puesto que no puedo exigirle que crea lo dicho sólo de mi palabra; de lo contrario, naturalmente, se sentiría inclinado a sospechar que estoy picado de amor propio. Admitido esto, me contento además con partir del hecho de que mi nombre es todavía muy poco conocido y que una obra de filosofía, mientras no haya obtenido el éxito, hallará un público muy escaso, si bien tanto más numeroso después. En esto habrían de basarse, pues, mis harto escasas exigencias. 253

La obra lleva por título: «El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, con un apéndice que contiene la crítica de la filosofía kantiana». Según un cálculo aproximado, si se imprimiese tal y como yo quiero, en octavo grande a unas 30 líneas como máximo por página, ocuparía unos 40 pliegos que no permito se dividan en dos volúmenes. Usted recibiría los dos tercios del manuscrito con toda seguridad a mediados de julio; no antes, porque actualmente, y aunque mantengo que ya está concluido, deseo redactarlo todo de nuevo en limpio e ir incluyendo algunas mejoras en el conjunto. Recibiría, por tanto, el tercio restante del manuscrito lo más tardar a principios de septiembre. Usted se comprometería [226] a tener impresa la obra para la feria de San Miguel, en buen papel, en formato grande, con letra clara bellamente impresa. Se comprometería mediante contrato a imprimir 800 ejemplares y a renunciar a cualquier derecho sobre una segunda edición. Tendría usted que prometerme por su honor que haría corregir tres veces cada pliego y la última vez, por un erudito autorizado por mí que, teniendo a la vista el manuscrito, repasaría las correcciones anteriores. Me abonaría el ridículo honorario de un ducado por pliego impreso, y esto al recibir el manuscrito completo, pues en cuanto se lo haya entregado parto de viaje a Italia, viaje que, a causa de esta obra, he retrasado dos años. Finalmente,

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me enviaría usted 10 ejemplares impresos en buen papel. No puedo enviarle el manuscrito para que usted lo examine, en parte porque ahora sólo es legible para mí, y en parte porque no lo suelto de la mano mientras no tenga un contrato y, en fin, también porque constantemente estoy ocupado con él. Su amable y definitiva respuesta le rogaría fuera cuanto antes, puesto que, en caso de no aceptar usted mi ofrecimiento, le pediría a una persona que parte a Leipzig que me buscara algún editor en la feria de allí. Al parecer, el señor von Biedenfeld le ha escrito a usted que yo enviaría el artículo «Color» para el Konversationslexicon; pues se trata lamentablemente de un error: yo nunca hago trabajos de ese tipo. Creo haber dejado bien claro que si el señor von Biedenfeld quisiera redactar él mismo el artículo, yo estaría dispuesto a revisarlo y corregirlo, tal y como he hecho con el artículo «Color» del profesor Ficinus161 para el diccionario de Piererl62. El pasado otoño tuvo usted la bondad de ofrecerme dos luises de oro el pliego por artículos para la Kunstblatt 163; no pude aceptar su propuesta dado que yo no trabajaré jamás para ninguna revista. Sólo quiero destacar de nuevo que no puedo comprometerme a enviarle el manuscrito antes de las [227]

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fechas que le he señalado. La conclusión que quiero dar a la obra no lo permite en absoluto. Con mi más sincero reconocimiento Dresde, 18 de marzo de 1818

Arthur Schopenhauer

F. A. Brockhaus a Arthur Schopenhauer Señor Dr. Arthur Schopenhauer, en Dresde, Su propuesta me resulta tan atractiva como moderados y equitativos los honorarios que la acompañan; así pues, la acepto sin más. En cuanto tenga en mis manos los dos tercios del manuscrito recibirá el honorario establecido. Si desea que formalicemos un contrato particular, haré un esbozo y se lo enviaré enseguida. Si tuviera usted tiempo y le apeteciera, tal vez podría revisar, corregir o ampliar dos artículos sobre «Color» y «Teoría de los colores» que aquí le adjunto para mi enciclopedia, le estaría muy agradecido. Puede contar con mi más absoluta discreción. Quedo de usted afectísimo. Brockhaus

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[228]

Arthur Schopenhauer a F. A. Brockhaus

Sr. Brockhaus, en Leipzig. Es para mí una satisfacción que haya aceptado usted mi oferta y, en consecuencia, el que me haya librado de ulteriores molestias. Por lo demás, confío en que un día se felicite por haber hecho un buen negocio. Lo único que ahora le pediría es que tuviera bien presente en la memoria que lo que más me importa no son los honorarios, los cuales, por lo demás, no se corresponden en absoluto con el valor de la obra ni siquiera con el tiempo y el trabajo que le he dedicado, sino antes bien la satisfacción de las condiciones restantes en referencia a la impresión y las correcciones; sólo cuando pueda confiar con seguridad en su cumplimiento podré sentirme tranquilo allende los Alpes. Confío incluso en que cuando usted mismo se percate de lo lejos que queda mi manuscrito de lo común, hará más por el aspecto exterior del libro de lo que yo mismo he podido exigirle. Debo rogarle, según le anuncié, que me envíe un contrato; esto es algo que me importa mucho, principalmente porque deseo se comprometa usted a renunciar formalmente a cualquier derecho sobre la segunda edición, a no imprimir más de 800 ejemplares y a editar la obra para la feria de San Miguel siguiendo las indicaciones que le he sugerido. Deseo quedarme absolutamente tranquilo al respecto. 257

Tenga usted la bondad de tener preparados dos tipógrafos para mediados de julio, pues de lo contrario no podrán imprimirse los 40 pliegos para antes de San Miguel. Le pido además comuníqueme de aquí a entonces a qué lugar debo enviar el manuscrito. [229] Por otra parte, la obra pasará la censura, pues en ella no puede encontrarse ni una sílaba que atente contra el gobierno o contra algo que con él se relaciona; asimismo, tampoco contiene nada que ofenda a las buenas costumbres; es más, del último libro se desprende una moral que se corresponde exactamente con la del auténtico Cristianismo. Sin embargo, aunque no se afirme explícitamente, se manifiesta de manera tácita pero harto evidente que toda la filosofía que expongo se halla en contradicción con los dogmas de las doctrinas judeo-cristianas. Sin embargo, en lo que respecta a este punto, actualmente se ha llegado a ser muy tolerante con los filósofos, incluso a habituarse a cosas bastante fuertes para el oído y que hace 50 años hubieran acarreado consecuencias muy graves a su autor; mi libro tampoco ataca nunca a la Iglesia directamente. Confío, pues, en superar airosamente la censura; por lo demás, no conozco con seguridad cuáles son los principios en los que se fundamenta ni acierto a comprender cómo interpretarán esos señores ciertas cosas. De ninguna manera estaría dispuesto a introducir cambio alguno en este escrito que para mí posee tantísima importancia. Pero creo que en el peor de los 258

casos, usted podría hacer imprimir el libro en Jena o en Merseburg, aunque no creo que haya que llegar hasta ese extremo. Por lo demás, como se sabe, para un libro, una prohibición no es precisamente una desgracia. Con respecto a los artículos de diccionario que usted me envió, poca cosa he podido hacer con ellos. En efecto, el primero explica la teoría de Newton que yo, junto con Goethe, he declarado falsa e incluso absurda y a la que en el diccionario de Pierer ha desplazado [230] mi propia teoría del lugar que tranquilamente ocupaba desde hacía cien años en todos los manuales escolares; y poco a poco la desplazará en todas partes, pues la fuerza de la verdad es siempre harto diferente de la que posee un nombre famoso o del griterío de los profesores ordinarios. Así pues, no puedo hacer otra cosa en la corrección de este artículo que se apoya en la teoría de Newton más que anotar al pie que se trata de una antigua canción que no contiene ni una sola palabra de verdad. El segundo artículo, intitulado «Teoría goethiana de los colores», es incompleto, insuficiente y (dicho entre nosotros) un trabajo verdaderamente chapucero. Pero, a fin de corresponder al menos a su deseo, he corregido algunos errores en flagrante oposición con la teoría de los colores de Goethe. Parece ser que el autor del artículo no ha oído aún nada de mí, lo cual, a tenor de sus entendederas, está muy bien. Con mi más entero reconocimiento 259

Dresde, 3 de abril de 1818

queda devoto de usted Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer a Goethe Su Excelencia hace ya mucho tiempo que no recibe noticias mías, pues como no tenía motivo alguno para escribirle, no he querido importunarlo sin razón. Entre tanto, he tenido el placer de saber por mi hermana las alentadoras nuevas sobre su estado de salud y, recientemente, también [231] la noticia de que es usted abuelo, por lo que le felicito de todo corazón. Esta vez me dirijo a usted a fin de despedirme desde una corta distancia, pues me traslado a otra mucho más grande. En efecto, tras más de cuatro años de trabajo, aquí en Dresde, acabaron mis manos la obra cotidiana y así, al menos provisionalmente, he concluido con los lamentos y el alboroto164. Por eso vuelvo la espalda a todo esto y marcho enseguida a la tierra donde florecen los limones, nel bel paese, dove il Si suona, como dice Dante165, allí «donde la cantinela del 'no, no, no' de las revistas literarias no puede alcanzarme», añadiría yo. Después, el próximo verano, pienso regresar por Suiza, «a través de las montañas y sus senderos de nubes»166,

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por lo que pasará un año por lo menos antes de que vuelva a ver Alemania. Mi deseo más vivo y el que más alegría me reportaría sería el de poder ver a Su Excelencia de nuevo antes de partir. Por desgracia, no tengo tiempo de ir a Carlsbad, ya que hasta primeros de septiembre, fecha en la que pienso partir, voy a estar muy ocupado con los últimos preparativos para la conclusión de mi obra. Pasar después por Weimar me lo impiden conocidas desavenencias; a pesar de lo que me gustaría ver a mi hermana, la cual tiene que haberse convertido en una muchacha extraordinaria a juzgar por las cartas que escribe y las siluetas recortadas y los poemas que las acompañan que el conde Pückler167 me mostró embelesado. Éste, por cierto, es un hombre extraordinario, y me alegraré de volver a encontrarlo en Roma. Que Su Excelencia pudiera venir aquí desde los baños sería para mí lo más deseable, pero es algo que ni siquiera me atrevo a esperar. [232] He aquí, pues, el porqué de que me tome la libertad de preguntarle si antes de mi viaje a esa tierra tan querida y tan bien conocida de usted, no desearía darme quizá algún consejo o alguna orientación aparte de las que se encuentran en sus cartas ya impresas, las cuales (espero que también el anunciado tercer tomo) llevaré conmigo. Tal vez podría recomendarme algunos libros sobre Italia aparte de los conocidos, o bien honrarme con alguna carta de recomendación que pudiera 261

proporcionarme relaciones interesantes o, cuando menos, útiles e importantes; y, en fin, también pudiera ser que usted desease enviar cualquier pequeñez a Roma o a Nápoles. Con cualquier cosa por el estilo me daría usted una inmensa alegría, como puede suponerse. Y ésta sería, pues, la intención egoísta de mi presente escrito pour prendre congé. Mi obra, que aparecerá en San Miguel, no sólo es el fruto de mi estancia aquí sino, con seguridad, de mi vida entera. Y es que no creo que de ahora en adelante sea yo capaz de crear algo mejor ni de tan rico contenido; además, considero que Helvetiusl68 tenía razón al afirmar que a los treinta años, lo más tarde a los treinta y cinco, el ser humano ha alcanzado ya, gracias a las impresiones vividas, el límite de lo que puede llegar a dar de sí su pensamiento, y que todo lo que produzca más tarde no será sino la repetición y el desarrollo de lo que hasta entonces ha acumulado. Un fausto destino me otorgó el ocio exterior y la íntima y vigorosa energía para poder producir pronto y fresco lo que otros, por ejemplo Kant, aun siendo fruto de su juventud, sólo pudieron servir marinado en el vinagre de la vejez. Tengo 31 años de edad. El título del libro que, aparte de mí y el editor, nadie conoce todavía, es [233] «El mundo como voluntad y representación, cuatro libros y un apéndice que contiene la crítica de la filosofía kantiana». Brockhaus tiene el encargo de enviar a Su Excelencia un hermoso ejemplar. Teniendo 262

en cuenta nuestros diálogos filosóficos, no me hago muchas ilusiones de obtener su aprobación en caso de que tenga usted la paciencia necesaria como para sumergirse en la corriente de un pensamiento ajeno. Como mínimo serán 40 pliegos. Mi teoría de los colores no ha causado aún ninguna sensación, por lo menos ninguna que haya tenido resonancia manifiesta —como la piedra que cae en el lodo, que no provoca ondas—; sin embargo, soy duro de roer, y es que sé que lo auténtico y lo bueno acaban siempre por obtener su derecho y su lugar. Sin embargo, veo también cómo esa cuña bien afilada de mi teoría abrirá camino al tratado de los colores de Su Excelencia por entre la compacta multitud, cómo con seguridad comenzará ésta a ejercer una callada influencia y cómo poco a poco acabará convenciendo aun cuando todavía nadie se atreva a clamar: pater, peccavimus! El Leipziger Zeitung, por ejemplo, que en agosto de 1815, de forma tan ofensiva, perversa y, en última instancia desmedida, cubría de polvo su tratado, el 14 de julio de 1817 se ocupó de mi obra con una reseña que era una pieza maestra de retorno al buen camino l69. El tipo se retuerce como un gusano, pues sabe cómo tiene que concluir: confiesa poco a poco que yo tengo absoluta razón en todos los puntos, sólo que —opina— a pesar de todo, Newton sale de ahí bien librado, y aún prosigue hablando, si bien en un tono harto tenue, de luces homogéneas. Al final dice que si a la postre usted 263

tuviera razón, los newtonianos podrían [234] consolarse pensando que ellos se han comportado siempre con absoluta corrección en todos los debates, mientras que nosotros lo hemos hecho con extremada grosería. ¡Un limpio refugio en una cosa tan falsa, vergonzosa y temida! Adjunta hallará la obra de uno de mis prosélitos, Ficinius, catedrático de química en la Academia de Medicina de esta ciudad: se trata del artículo «Color» para el diccionario de psicología y de medicina de Pierer, que habrá de aparecer en el tercer tomo, aún sin publicar. Tendrá usted la satisfacción de hallar en estos pliegos mi teoría asociada a la de usted, resultando para ella una demostración y un fundamento a priori por medio del cual le otorga reconocimiento de verdad; y, detrás de todo, nuestro Sir Isaak, sentado en el banquillo del condenado. Tal vez sea éste el primer manual propiamente dicho que incluye la teoría de Su Excelencia, si bien la visión de la primera fortaleza de la tierra que pretende conquistarse, abandonada por el enemigo y ocupada por nuestras tropas, agrada sobremanera. Pensé que mi avantgarde de ligeros húsares merecería algún elogio, aunque no ha obtenido ninguno en los cuadernos de física de usted. Entre tanto, mi pequeña vanidad se regocija pensando que primero en este pliego, y espero que también en muchos más, tengo un pequeño espacio junto a usted sobre el sitial en el que durante casi un siglo y medio se sentaba Sir Isaak

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tan ancho y orondo, dejando que el mundo entero lo adorase. Como por St. Schütz170 he sabido la noticia fidedigna de vuestra estancia en Carlsbad, le entrego la presente carta a Semler171, secretario de la biblioteca de aquí, una persona excelente y muy servicial. Con la esperanza de obtener algún signo de la [235] constancia de vuestra magnanimidad, queda de usted con profunda devoción el más humilde servidor de Su Excelencia Dresde, 23 de junio de 1818

Arthur Schopenhauer

Goethe a Arthur Schopenhauer Me ha agradado mucho haber recibido al fin noticias suyas. Prosigue usted su camino con rapidez y alegría; le deseo mucha suerte al respecto. Leeré, desde luego, con todo interés la obra que me anuncia. Si tanto trabajo nos tomamos para saber cómo pensaron nuestros antepasados, ¿cómo no ocuparse con la misma dedicación de nuestros valiosos contemporáneos? Que aparezca el artículo «Color» en el nuevo diccionario es muy digno de elogio. Habría mucho que recordar al respecto, pero todo ha de tener un principio. ¡Si al menos pudiésemos libramos de una vez por todas de esa controversia que siempre, de una forma u otra, 265

acaba por entorpecer la exposición limpia y natural! ¡Ojalá que su viaje italiano sea un éxito! No ha de faltarle a usted ni el gozo ni la utilidad. Tal vez le sea de utilidad la carta adjunta172. Ruego salude a los queridos compatriotas. Deseándole lo mejor Carlsbad, 9 de agosto de 1818

Goethe

[236]

Adele Schopenhauer a Arthur [5 de febrero de 1819]

Mil gracias, querido Arthur, porque aun por encima de los encantadores sones de Roma no has dejado de advertir mi recuerdo173, te acordaste incluso de la enorme cantidad de tiempo transcurrido y me escribiste tan cariñosamente. Desde hace mucho, mucho tiempo, nada me ha provocado mayor alegría que esa carta, como esa descripción de tu vida y tus andanzas. Estamos tan acostumbrados a creer que Roma e Italia, dado que se nos antojan inalcanzables, se hallan tan inalcanzablemente lejos, que me parece increíble que de súbito, tanto tú como ese anhelado país podáis llegar a aproximaros tanto que hasta llegue a saber con exactitud qué es lo que allí haces y cómo te va. Comprendo enteramente tus sentimientos; cómo la primera entrada, a pesar de todo, quizá no te satisfizo y tú, no obstante, poco después, pudiste disfrutar de todo

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tal y como se te ofrecía, sin ese paroxismo ilusorio, con pura tranquilidad contemplativa, sin martirizarte con las imágenes comparativas de tu imaginación; cómo el pasado en el que tanto vives casi se te transformaba en presente y cómo, finalmente, relacionando todo ello con tu obra, te resultaba el doble de interesante y el doble de satisfactorio. Tampoco me resulta extraño en absoluto ese maravilloso y dulce estado de ánimo que atribuyes a Venecia, sea el encanto como quiera que sea. Pensé que habría de ser más bello cada vez -escribes-, acabaría por no existir pesar alguno si uno no tuviera, precisamente, que pensarlo tan a menudo. Lo mismo sucede con la vida; y al final todos nosotros no tenemos sino que confesarnos el error y [237] apartar la mirada de nosotros y dirigirla a lo que nos rodea. No obstante, es bello tornar la mirada y posada otra vez en el pasado, más allá de Roma, de nuevo hacia Venecia, ¿no es verdad? [ ... ] Pero hablemos ahora de tu obra. La he recibido hace muy poco. El padre de Quandtl74 murió, de ahí el retraso. Goethe la saludó con gran alborozo; partió en dos175 el grueso libro y comenzó a leerlo al instante. Una hora después me envió el papelito que te adjunto y mandó me dijeran que te lo agradecía mucho y que creía que el libro era bueno. Que él siempre tenía la virtud de hallar los pasajes más interesantes cuando hojeaba los libros y que había leído las páginas cuya referencia indicaba y le habían proporcionado sumo placer. Por eso te las había anotado, para que supieras de cuáles se 267

trataba. Que pronto te escribiría él mismo para comunicarte su impresión; hasta entonces, debía yo referirte esto. Pocos días después, Ottiliel76 me dijo que el padre se sentaba ante el libro y lo leía con un afán e interés nunca vistos antes en él. Por lo demás le había dicho que hacía un año entero que no tenía una alegría semejante, que leería el libro de cabo a rabo y que intentaba dedicarle el mayor tiempo posible. Otro día, además, habló Goethe conmigo y me dijo que le alegraba mucho ver que todavía dependieras tanto de él a pesar de que en lo referente a la teoría de los colores hubierais terminado por separaros, ya que tu camino había seguido derroteros distintos a los del suyo. Lo que le gustaba extraordinariamente del libro era la claridad de la exposición y la manera de escribir, aunque tu lenguaje difiere un tanto del de los demás y uno tiene que acostumbrarse primero a llamar las cosas tal y como tú lo exiges. Mas cuando se ha [238] conseguido esa ventaja y se sabe que caballo no es ya caballo sino cavallo, y Dios algo así como dio, entonces se lee con facilidad y rapidez. También le ha gustado la división del conjunto, lo único que le inquieta es ese formato tan poco gracioso, y prefiere imaginarse que la obra consta de dos volúmenes. Dentro de poco espero poder hablar otra vez a solas con él, quizá me comente algo satisfactorio. Por lo menos eres tú el único autor que Goethe lee de esa manera, con tanto interés; esto, me parece a mí, tiene que alegrarte. Nosotras, Ottilie y yo, 268

comenzamos a leer la obra con mucha ilusión; el prólogo me asustó y quise comenzar enseguida por la parte que tú me habías señalado. Ottilie se empeñó en empezar por el principio, donde me encontré con demasiadas palabras y referencias extrañas; sin embargo, a pesar de todo, me alegró muchísimo haber creído comprender perfectamente las primeras páginas. Pero deja que lea un poco más, por lo menos la parte que me indicaste. Si yo tuviese un buen amigo que me ayudase en la tarea, leería el libro entero. ¿Crees que Quandt serviría para eso? Aquí no tengo a nadie aparte de Haser, mi profesor de italiano. Es un hombre bastante culto, aunque antes preferiría confesar que he leído el libro más contrario a las buenas costumbres que una obra de este tipo. No conoces los necios con los que vivo. Häser podría traicionarme, y entonces estaría perdida. Poseo escasos conocimientos, pero aun así, no me gusta mostrados, y eso está bien; pues a nosotras, mujeres, nos viste malla mucha sabiduría. A mi vida interior, en cambio, le es muy necesaria la seriedad, por eso procuro aprender algo donde y cuando puedo, pero como no necesito mostrado exteriormente, [239] lo dejo que cuaje y viva callado a gran profundidad. A Goethe lo he visto muy a menudo; la visita de la Emperatriz177 se celebró con grandes festejos, un baile de máscaras entre ellos. Goethe recibió el encargo de personificar en lo posible las obras de los cuatro grandes escritores que antaño residieron aquí unidos, y de 269

incluidas entre la procesión de disfraces. Captó la idea y compuso una serie de hermosísimos y extraordinarios poemas que tres jovencitas caracterizadas como Epos, Tragedia y Noche recitaron ante la Emperatriz a modo de inauguración del desfile. La procesión como tal se componía de las propias obras de Goethe, Schiller, Wieland y Herder, escenificadas con gran magnificencia, pompa y colorido. Allí donde era necesario hablaban los mismos personajes representados como heraldos de la fiesta, aparte de Epos y Tragedia. [...] Podrás imaginarte cómo me emocionó esa rápida mirada al magnífico pasado de Weimar, perdido hace ya tanto tiempo, y con cuánta emoción encarné yo el papel de Tragedia bajo la dirección de Goethe. Pasamos un día entero con él a solas, ensayando en el campo, y en virtud de la belleza de los versos y de su maestría al recitarlos, supo sacar el mejor partido de cada una de nosotras. Te los enviaré cuando se impriman, verás cómo te sorprendes de que sólo con un ensayo hubiésemos podido aprenderlos en apenas diez días. [...] Desde entonces, junto con Julie Egloffstein, suelo ir a casa de Goethe para leer o escucharle disertar acerca de arte dramático y, finalmente, también para interpretar algún papel. Goethe ensaya con nosotras Paleofrón y Neuterpe, que pronto representaremos en su casa178. Cada semana paso allí una velada entera; aprendemos con él mucho más de lo que podría creerse, [240] pues Goethe añade a la representación muchas otras cosas 270

bellas e interesantes. Al mismo tiempo, se divierte muchísimo, pues le hace recordar su juventud, a los Wolff179, etc., etc. [...] Tras la partida de la Emperatriz, reinó de nuevo el silencio y la calma y cada uno ha vuelto a disfrutar de su tiempo. Han pasado muchas cosas en mi pequeño círculo. Nuestra madre escribe ahora una novela180 que nos mantiene ocupadas buena parte de la tarde. La lee en alta voz; me parece que se trata de algo extraordinario y creo que son precisamente las mujeres quienes mejor escriben novelas. Como estoy empezando a perder la voz, me dedico más al piano, y lo hago con mucha pasión. A la vez, me aplico al estudio de los vasos antiguos, pues voy a ir a Dresde (por cuatro meses) y deseo visitar los museos con una mirada distinta. Querido amigo, trágate de nuevo esa amarga sensación; bien sé lo mucho que te duele que vaya ahora a Dresde, pero prometo verte cuando regreses. Iré a Leipzig y tú vas allí, o haces que me vayan a buscar; ya lo prepararé cuando esté en Dresde. Me gustaría haberte ahorrado este disgusto, pero desde hace cuatro años anhelo la oportunidad de aprender algo como es debido. Serás capaz de perdonarme, ¿no es cierto? [...] Lo que me refieres acerca del sentimiento que me embargó en Suiza es cierto. Has comprendido justamente lo que yo quería. Aparte de ti, nadie más lo ha hecho. Es maravilloso comprobar cómo a pesar de las enormes diferencias a las que nos somete nuestro sexo, educación y forma de vida, se vislumbra en 271

nosotros dos una misma naturaleza. En lo único en que no me identifico contigo es en ese orgullo tuyo tan desmesurado; sin embargo, soy capaz de comprenderlo. [241] Escribes, tú, grandísimo tonto, que aparte de mí jamás habrías podido amar a una mujer sin sensualidad. Me he reído mucho. Pero quisiera preguntarte si también me habrías querido en caso de que yo no fuese tu hermana, pues, en definitiva, existen cantidad de mujeres que están muy por encima de mí. Así pues, si fueran mis cualidades personales y no mi condición de hermana el motivo de tu inclinación, podrías querer a otra, casi —y digo casi— de la misma forma que a mí. La muchacha de la que hablas181 me da mucha pena; espero, por Dios, que no la hayas engañado; puesto que tú eres noble con todo el mundo, ¿por qué no habrías de serlo con una personita tan indefensa? ¡La cantidad de pequeñeces que le exigirías a tu esposa! Mas, resumiendo, a pesar de todo, me parece que sería fácil encontrar una muchacha que respondiese a gran parte de tus deseos, sólo hay que dejar obrar al destino: vosotros halláis diez mujeres antes que nosotras un solo hombre. Un hogar feliz es lo mejor que puede deparamos esta existencia, y la mayoría de las mujeres se casa muda, sin proferir queja alguna, sin obtener dicha felicidad y sin haber tenido siquiera derecho a buscarla. [...] Ahora precisamente me llega otra noticia sobre tu obra: el ministro Gersdorf la ha leído y le ha impresionado mucho. Gerstenbergk me la ha pedido, 272

pero no tengo ninguna gana de prestársela. Ottilie se encarga de recoger cualquier noticia que te incumba; de verdad que puedes sentirte orgulloso de su interés por ti. [...] No viste a Byron en Venecia. Me parece una inexplicable fatalidad; pues pocos poetas me han impresionado tanto como él y muy pocos han despertado en mí tan intenso deseo de verlos. [242] Adiós, mi carta se ha convertido en un libro, y en uno moderno, sin apenas correlación íntima de los detalles. Sin embargo, en mi interior, todo está perfectamente ordenado; mas es algo connatural a mi vida que a veces tenga que tomar la llave de la despensa, otras, la paleta, el sombrero de plumas o la pluma de ganso. Creo que entre las líneas de ésta bien pueden yacer más de veinte clases de estados de ánimo y ocupaciones. Pero tanto al principio como al final se halla mi cariño por ti. Addio. Tu Adele. [243]

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Al Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad K Friedrich- Wilhelm, de Berlín182. ¡Honorabilísimo Señor Decano! ¡Respetabilísimos Señores Consejeros y Asesores de la Facultad de Filosofía! Por la presente, me dirijo a ustedes con el ruego humildísimo de que tengan a bien concederme la autorización y el permiso necesarios para impartir clases de filosofía y ramas afines en su Universidad. Con el propósito de que ustedes puedan ponderar mi capacidad para esta profesión y deliberar acerca de si soy digno de tal honor, les adjunto los escritos que he publicado hasta el momento, a saber: mi tesis doctoral «Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente», el opúsculo «Acerca de la visión y los colores» y los libros sobre el mundo o el sistema de filosofía. Asimismo, añado a estos escritos el diploma del título de doctor que me otorgó la Ilustrísima Facultad de Filosofía de la Universidad de Jena. Para que ustedes puedan hacerse una idea de lo que ha sido la trayectoria de mi vida, les adjunto además y según es costumbre mi curriculum vitae, el cual, dada mi ya avanzada edad y las múltiples vicisitudes del curso de mi vida, ha resultado más extenso de lo normal. Si me estimaran digno de recibir la autorización y el honor solicitados, serían ustedes acreedores de mi eterno agradecimiento. Si, en su magnanimidad, quisieran además concederme un favor especial, me 274

permitirán que me tome la libertad de rogarles que las lecciones que yo tenga que impartir en el semestre anterior [244] al verano se inserten en el plan docente posterior a dicho semestre, ya que, debido a circunstancias ineludibles, debo permanecer aquí sin que pueda trasladarme a Berlín antes del mes de marzo; después estaría ya en disposición de satisfacer las demás prestaciones que ustedes tuviesen a bien exigirme. Con la firme confianza de que estoy plenamente capacitado para desempeñar con éxito la función docente, ruego a ustedes encarecidamente, sabida su benevolencia y bondad, accedan a complacer también esta otra demanda. Entregado a su indulgencia, Excelentísimo Señor Decano, así como a la magnanimidad de una tan Ilustre Facultad de Filosofía, ruego al Todopoderoso le conceda a Usted salud para el año entrante y para todos los venideros, y que tenga a bien colmarle de toda suerte de venturas. Suyo y devotísimo servidor Arthur Schopenhauer Dresde, 31 de diciembre de 1819.

[Adjunto]

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Curriculum vitae del Doctor en Filosofía Arthur Schopenhauerl83 Naturam expelles furca, tamen usque recurret.184 (Horacio, Epist., 10,24)

La evocación de mi vida al tener que elaborar el informe de su curso supone para mí mucho más de lo que, en la misma tarea, pudiese ser normal para cualquier otro. Dos son las causas de esta dificultad; la primera [245] es que la actividad que profeso, el estudio y la ciencia, sólo a mí mismo me la debo, es decir, que no me la han brindado, como a la mayoría, la simple casualidad o el intermedio y el cuidado ajeno, ya que me la destiné por propia voluntad al elegirla libremente. Y la segunda, que el camino que tuve que recorrer para llegar hasta donde ahora me encuentro no resultó ser tan fácil y llano, sino prácticamente intransitable además de hallarse vedado, máxime al principio, cuando aún ni siquiera lo conocía. Soy natural de Danzig, donde vine al mundo el día 22 de febrero de 1788. Mi padre fue Heinrich Floris Schopenhauer; mi madre, viva aún y harto conocida por una serie de escritos, es Johanna Henriette, nacida Trosiener. Por poco no nací yo inglés, pues casi a las

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puertas de mi alumbramiento, mi madre abandonó Inglaterra, donde entonces se hallaba, regresando a su patria. Mi excelentísimo padre era un rico comerciante y, además, consejero áulico de la Corte polaca; sin embargo, nunca permitió que se lo tratase con ese título. Era un hombre severo y riguroso, de una integridad y rectitud ejemplares y de una lealtad absoluta; de ahí que sobresaliese en los negocios con inestimable talento. Casi no puedo expresar con palabras lo mucho que le debo; y, si bien el camino que él había decidido abrirme en la vida —a sus ojos, indudablemente, el más conveniente de todos— no era el que más se avenía a mi espíritu, incluso así, sólo a mi progenitor he de agradecerle que desde mi más temprana edad se me iniciase en los más útiles conocimientos, y también que, después, no me faltasen la libertad, el ocio y todos los medios necesarios para la consecución de la única actividad [246] para la que yo me sabía destinado, la del estudio y la ciencia. En definitiva, más tarde, a una edad más avanzada, yo me beneficié, sin que tuviera que poner nada de mi parte, de lo que sólo muy pocos de mi condición y capacidades pueden disfrutar, esto es, del tiempo libre y de una existencia exenta de cuidados, ventajas que me permitieron consagrarme exclusivamente durante una serie de años a estudios que, financieramente hablando, eran absolutamente improductivos y a realizar investigaciones y meditaciones de 277

la más diversa índole; finalmente, pude incluso poner por escrito aquello que investigué y medité sin que se me distrajera o molestara en lo más mínimo. Todo esto he de agradecérselo únicamente a aquel hombre: Nam Caesar nullus nobis haec otia fecit185. «Pues ningún césar nos ha otorgado esa musa»

Por eso, mientras yo viva, tendré presente en mi corazón los méritos inexpresables y los favores de aquel padre ejemplar y mantendré incólume su recuerdo. Cuando en el año 1793, el rey de Prusia —el más excelso de los padres soberanos186— tomó la ciudad de Danzig bajo su dominio, mi padre, cuyo amor por la libertad era tan grande como el que sentía por su ciudad, abandonó ésta junto con su mujer y su hijo pocas horas antes de que fuese ocupada por las tropas prusianas, pues para él resultaba un espectáculo insoportable contemplar la caída de la vieja república. Pasó la noche en su casa de campo y al día siguiente se encaminó sin demora a Hamburgo. Mas no sin grandes pérdidas tuvo que comprar mi padre su salida y la de los suyos del destino al que estaba abocada Danzig; y es que, [247] aparte de la gran desventaja que supuso para sus negocios el cambio de lugar y la pérdida ocasionada por la venta de sus propiedades en un tiempo tan desfavorable, también se vio obligado a entregar al fisco la décima parte de toda su fortuna para, de este modo,

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poder ser declarado libre de sus compromisos con la ciudad. Así es como, en la más tierna edad, yo contaba entonces cinco años, me quedé sin patria. Desde entonces no he vuelto a tener ninguna otra. En efecto, aunque mi padre fijase su residencia en Hamburgo de por vida, y también estableciese allí su negocio, nunca quiso contarse entre el número de los ciudadanos con pleno derecho, sino que vivió conforme a las leyes que regulaban a los extranjeros asentados. En cuanto a mí, su primogénito, y por entonces también único heredero —mi hermana no había nacido aún—, mi padre había decidido que habría de convertirme en un hábil comerciante y, a la vez, en un hombre de mundo y de costumbres refinadas. Con tal propósito, consideró absolutamente necesario que yo aprendiese a hablar francés a la perfección. Cuando en 1797 realizó un viaje de placer por Francia e Inglaterra, me llevó consigo. Yo tenía diez años, y hasta entonces había recibido educación elemental en un instituto privado. Tras visitar juntos París, nos trasladamos a El Havre, donde mi padre me dejó en casa de un cliente amigo suyo para que, en la medida de lo posible, consiguiera hacerme todo un francés. Este hombre bondadoso y amable se ocupó de mí como si de su segundo hijo se tratase, y cuidó de que se me educase junto al suyo, que era de mi misma edad. Ambos niños recibimos, pues, en la más tierna infancia, lecciones de preceptores privados que nos iniciaron [248] en todas las 279

materias y disciplinas adecuadas a nuestros años. Junto al idioma francés aprendí además otras muchas cosas, incluso algunas nociones de latín, aunque sólo con el propósito de conocerlo un poco, a fin de que, si en el futuro me tropezaba con alguna palabra en esta lengua, no me fuese del todo extraña. En aquella ciudad amiga, situada en la desembocadura del Sena y junto a la costa marina, transcurrió la etapa más hermosa de mi niñez. Después de una estancia de algo más de dos años en El Havre, poco antes de cumplir los trece años de edad, regresé en barco a Hamburgo yo solo. Mi buen padre se alegró en extremo cuando, al fin, pudo oírme parlar como si fuese un verdadero francés; en cambio, mi idioma materno había empeorado de tal modo que sólo lograba hacerme entender con grandísimo esfuerzo. Una vez en Hamburgo ingresé en un instituto privado de enseñanza al que acudían los hijos de los hamburgueses más ricos y eminentes; su director, el Dr. phil. Runge, era asimismo autor de una obra pedagógica. Bajo la dirección de este hombre excelente, así como de los demás profesores que allí enseñaban, adquirí los conocimientos imprescindibles para un futuro comerciante, y también las finas maneras y modos de comportamiento que corresponden a los miembros de las clases cultas y elevadas. Desgraciadamente, al latín sólo se le destinaba una hora a la semana, de modo que únicamente se impartía como simulacro, de manera muy 280

superficial. Seguí disfrutando de esta enseñanza durante cuatro años. Sin embargo, ya tes de que transcurriese esta época, yo sentía una fuerte inclinación a seguir una carrera que tuviese que [249] ver con el estudio y la erudición; por eso rogué a mi padre que no me obligase a ser comerciante y me permitiera obedecer el dictado de mi voluntad. Mis intenciones encontraron su más viva oposición, y como él sólo veía en su férrea determinación mi futura estabilidad, no se dejó convencer por mis razones. Pero como no lo asedié ni lo importuné con ruegos inútiles ni le cansé los oídos tercamente con la misma cantinela, y además el Dr. Runge confirmó que mis capacidades intelectuales eran muy superiores a las que se necesitaban para ser comerciante, las intenciones de mi padre, si no del todo truncadas, se ablandaron hasta tal punto que, aunque no de muy buena gana, comenzó a hablar por propia iniciativa de enviarme al instituto de enseñanza secundaria. Puesto que para su amor paterno era prioritario antes que nada mi bienestar, y como la idea de una vida dedicada al estudio se asociaba en su imaginación junto a la de necesidad, mi padre pensó ocuparse primordialmente de alejar a tiempo de mi vida tal peligro. Por eso tomó la determinación de hacerme canónigo de Hamburgo y comenzó a preocuparse de las gestiones necesarias para tal fin. Pero como no estaba muy dispuesto a desembolsar la elevadísima suma que exigía la empresa, la cuestión relativa al cambio de mi 281

plan de vida volvió a ser de nuevo algo ante lo que había que tomar una resolución. Con esta demora, mi padre concibió nuevas esperanzas de hacerme cambiar de idea. El amor innato que profesaba a la libertad de todo ser humano le impedía exigírmelo por la fuerza, si bien no tuvo inconveniente alguno en utilizar la astucia para inclinarme a secundar sus intenciones. Él sabía de mi afán por ver mundo, así como del intenso deseo que albergaba de volver a El Havre [250] y visitar a mi querido amigo. Por eso me anunció que abrigaba el proyecto de realizar un largo viaje de placer por gran parte de Europa en la primavera siguiente: iría acompañado de su mujer, y yo también podría tomar parte en aquel maravilloso recorrido, dentro del cual tendría ocasión de visitar El Havre, si le prometía que a nuestro regreso me consagraría por entero a la carrera mercantil. Por el contrario, si deseaba seguir con mi proyecto de dedicarme a una carrera de erudito, debería quedarme en Hamburgo para empezar inmediatamente con el estudio del latín. Sólo de mí dependía elegir una cosa u otra. Tal tentación halló poca resistencia en mi joven espíritu. Después de haberme tomado el tiempo que mi padre me concedió para que reflexionase sobre su proposición, le di mi promesa. Así, en la primavera de 1803, con dieciséis años recién cumplidos, partí de Hamburgo en compañía de mis padres. En primer lugar visitamos Holanda, dirigiéndonos luego, a través de Francia, hacia Inglaterra. Después de una estancia de 282

mes y medio en Londres, mis padres resolvieron viajar al interior de la isla y a Escocia; mientras tanto, me dejaron en un pensionado para estudiantes en las cercanías de Londres con el fin de que afianzase mis conocimientos de la lengua inglesa, cosa que llevé a cabo felizmente en los tres meses que permanecí en aquel lugar. Cuando mis padres regresaron a Londres me fui con ellos; tras una estancia de mes y medio en esta ciudad nos dirigimos de nuevo a Holanda, desde donde, atravesando Bélgica, viajamos a París, ciudad en la que pasamos la mayor parte del invierno. Desde allí volví a El Havre. Luego visitamos Burdeos, Montpellier, Nimes, Marsella, Toulon y las islas Hyères, y después de [251] haber estado también en Lyon penetramos en Suiza. Una vez que la hubimos recorrido entera, viajamos a Viena, y también a Dresde y a Berlín. Finalmente, llegamos a Danzig. Tras admirar de nuevo nuestra antigua patria, regresamos a Hamburgo en los primeros días de 1805, tras una ausencia de casi dos años. Es evidente que estos dos años de mi juventud, transcurridos durante el largo viaje, fueron inútiles en todo lo que se refiere al cuidado del aprendizaje de los idiomas y disciplinas clásicas. Sin embargo, aún hoy me pregunto si no habrá sido para mí más provechoso el fruto de aquel viaje que las ventajas que pudiera haber perdido, e incluso si no llegará a superadas. Y es que, justamente en los años de la pubertad, cuando el alma 283

humana no sólo está más abierta a toda clase de impresiones, sino que, además, imbuida de una fortísima curiosidad, demanda la recepción y comprensión de las cosas, no se sobrecargó mi espíritu con palabras vanas ni con exposiciones de aquello de lo que yo aún no podía tener una noción clara y concreta, como suele ser lo acostumbrado; por eso no perdió aquél su finura natural, sino que, por el contrario, nutrido y adiestrado por la percepción directa de las cosas mismas, aprendió el qué y el cómo de ellas antes de ser embobado y fatigado por manidas opiniones sobre sus condiciones y mudanzas. Lo que más me alegra de todo esto es haberme acostumbrado desde joven a no darme por satisfecho con los simples nombres de las cosas, sino poder diferenciar tras su ponderación y exploración el conocimiento que da la experiencia directa de la vana palabrería; de ahí que en mis años venideros jamás corriese el peligro de confundir las palabras y las cosas. [252] Así pues, no me arrepiento de haber hecho ese viaje. Mas después, sin embargo, se me presentó algo mucho peor, un perjuicio que verdaderamente he de lamentar. Una vez en Hamburgo tuve que mantener mi palabra, y ya sin disculpa posible, dedicarme por entero al aprendizaje de la actividad mercantil. Entré de aprendiz en la casa de un honorable comerciante y senador hamburgués187. Jamás existió alguien menos apto que yo para el desempeño de esta profesión. Mi naturaleza 284

entera se rebelaba contra todo lo que tuviese que ver con los negocios; ensimismado constantemente en otras cosas, descuidaba del todo mis obligaciones; día tras día no pensaba más que en ganar tiempo para ocuparme de mis lecturas, o bien para deleitarme con pensamientos y fantasías. Ocultaba en el despacho libros a los que me entregaba con enorme alborozo en cuanto nadie me vigilaba. Cuando el famoso Gall188, estudioso del cerebro y creador de la frenología, dio unas conferencias en Hamburgo, yo embaucaba diariamente a mi jefe y maestro con artimañas y mentiras para poder seguir de cerca cada una de ellas. Además, un profundo abatimiento me volvía indisciplinado y molesto para cuantos me rodeaban; esto se debía en parte a que, en vez de las constantes distracciones a las que me había acostumbrado durante tan largo viaje, ahora tenía que vérmelas con un oficio que odiaba y con la más horrible de las servidumbres, y en parte a que cada vez me hallaba más convencido de que mi vida seguía un camino equivocado y que toda ella no era sino un gran error que yo creía irreparable. Un terrible golpe del destino vino a sumarse a mi desgraciada situación: el mejor de los padres me fue arrebatado por una muerte repentina y [253] cruel, debida a la casualidad189. A consecuencia de este doloroso suceso aumentó tanto la indolencia de mi ánimo que sucumbí a una verdadera melancolía. Aunque era ya dueño de mí mismo, por así decido, y mi madre no se interponía en mi vida para 285

nada, seguí ocupando mi puesto en la casa de comercio, pues la intensidad del dolor era tal que había quebrantado la energía de mi espíritu; y porque también, por otra parte, mi conciencia me impedía contrariar las decisiones de mi padre inmediatamente después de su muerte, y además, yo ya tenía una edad demasiado avanzada para poder dedicarme al aprendizaje de las lenguas clásicas. Empero, lo que me reservaba el destino, como antiguamente la Sibila a Tarquino, no podía entonces imaginármelo. Pasé casi dos años en casa de aquel comerciante, años que doy por perdidos, puesto que no adquirí de ellos utilidad alguna. Finalmente, al cabo de este tiempo, hallándome torturado por la depresión, cuando me quejaba en las cartas a mi madre —la cual vivía ya en Weimar— de la frustración de mis planes de vida y la irreparable pérdida de mis fuerzas que se malgastaban con el inútil trabajo, el marchitarse de mi juventud y también de lo inadecuado de mi edad, que ya no me permitía abandonar el camino emprendido e iniciar otro nuevo, sucedió algo extraordinario. El célebre Fernow, un hombre de verdadero y extraordinario talento —en aquel tiempo gran amigo de mi madre—, conociendo la existencia de tales cartas y a pesar de que entonces yo le era completamente desconocido, resolvió escribirme, conmovido por mi situación. Me aseguraba con absoluta sinceridad que yo todavía tenía la posibilidad de recuperar el tiempo perdido; que esto lo demostraba [254] 286

su propio ejemplo y el de otros eruditos que, como él, también habían comenzado sus estudios a una edad avanzada. Me aconsejaba, pues, dejar al punto toda otra ocupación y dedicarme de inmediato al estudio de las lenguas clásicas. Cuando leí esta carta, me deshice en lágrimas y al instante decidí —hasta entonces cualquier resolución había supuesto para mí una tortura— adoptar mi determinación de forma definitiva. Después de presentar mi dimisión a mi maestro, me trasladé inmediatamente a Weimar. Era el comienzo del año 1807, cuando ya habían quedado atrás mis dieciocho años. Siguiendo el consejo de Fernow me dirigí sin demora a Gotha, en donde me matriculé como estudiante en el floreciente y conocido instituto de esta ciudad. Sin embargo, sólo pude asistir a las clases de quellas materias que se impartían en alemán, dado mi escaso dominio de las lenguas clásicas. El famoso director del instituto, Döring, me dedicaba aparte, a diario, dos horas de clases privadas a fin de enseñarme los rudimentos del latín, pues tan grande era mi ignorancia de esa lengua que tuve que comenzar a declinar y conjugar desde el principio. Debido a mis sorprendentes adelantos, Döring me pronosticó los mayores éxitos para el futuro; gracias a esto fui emergiendo poco a poco de aquel estado de abatimiento y desánimo y concibiendo nuevas esperanzas; fresco y pleno de fuerza renovada, me lancé en pos de la meta que me había propuesto alcanzar. 287

Pero, ¡oh, nuevo contratiempo! Yo no había aprendido todavía a privarme de realizar las bromas peligrosas que me brindaba la oportunidad. Un profesor del Instituto, llamado Schultze, a quien, si bien recuerdo, yo no había visto nunca, había escrito algo [255] en un diario recriminando directamente a la Selecta190, a la que, como asistente a las clases impartidas en alemán, yo pertenecía. Durante una de las comidas, me burlé públicamente con unos versos jocosos191 de la opinión difundida por dicho profesor. Mi audacia llegó a oídos del interesado. A consecuencia de esto, el profesor Döring se negó a seguir dándome las clases particulares, si bien me aseguró que éstas constituían para él un verdadero placer pero que estaba en juego su palabra y debía mantenerla; también me expresó su deseo de que yo siguiese en el Instituto recibiendo las clases de otra persona, a lo que me opuse. A consecuencia de esto, al término del semestre abandoné Gotha, regresando a Weimar, donde el famoso Passow —ahora profesor en la Universidad de Breslau— me dio lecciones privadas de latín y, poco después, de griego. Más tarde se limitó únicamente a darme sólo las últimas, mientras que yo, por mi parte, ejercitaba mi conversación latina con Lenz, excelente e insuperable especialista en oratoria, en aquel tiempo director del Instituto de Weimar. Siempre sentiré una inmensa gratitud hacia estos dos hombres admirables, de los que tanto aprendí. Impulsado, en aquellas circunstancias, por una enorme sed de 288

sabiduría, a veces inquieto y otras un tanto atemorizado, intentaba con callada actividad, con esmerado celo y un trabajo constante remediar las carencias de mis años anteriores y con tardía aplicación recobrar ahora el fruto perdido de tantos años de retraso. No escatimaba dinero en la compra de todo aquello que pudiese ayudarme en mi educación, pero era muy avaro con mi tiempo, ya que los días se me pasaban uno detrás de otro hasta la medianoche sin contemplar nada [256] más que mis libros y papeles, siempre en constante actividad, como si ellos solos constituyesen la fuente del alimento diario de mi cuerpo. Tampoco vivía con mi madre, sino en casa de Passow, a fin de tener siempre a mano a mi profesor. Me dedicaba especialmente al estudio de las lenguas clásicas; además —y esto con la única ayuda de los libros—, preparaba matemáticas e historia, en cuyos rudimentos ya me había adentrado años atrás. Así pasé dos años en Weimar, transcurridos los cuales mis profesores me encontraron suficientemente preparado para entrar en la universidad. Para ser sincero, y aunque pueda parecer sorprendente, yo había recuperado en dos años y medio todo lo que perdí en los años anteriores. La feliz prueba de esto la tuve después en la universidad, donde pude confirmar en múltiples ocasiones que mis conocimientos de las lenguas clásicas no sólo podían compararse a los que poseían los demás estudiantes, sino que sobrepasaban a los de la mayoría de ellos, e incluso a los de los estudiantes de filología. 289

La razón de esto, o al menos en gran parte, era que yo, como αυτοδιδαχτος [autodidacta], había leído una gran cantidad de obras de los autores clásicos, muchas más de las que es posible leer en el Instituto, donde se estudian atropellada o demasiado precariamente. Por lo demás, seguí consagrándome a su lectura con aplicación durante todos mis años de universidad, actividad a la que dedicaba dos horas todos los días. Esta costumbre ha supuesto para mí dos ventajas fundamentales: la primera, que poco a poco fui adentrándome en el saber de la Antigüedad, en su espíritu y en sus altos valores, los cuales se me hicieron más evidentes cuando, en el presente año, tuve al fin la dicha de viajar a [257] Italia y de admirar con mis propios ojos sus hermosísimos y aclamados monumentos, con lo que pude apreciar en los sencillos restos de aquella sublime Edad Clásica lo característico y esencial de su espíritu. La segunda ventaja fue que, con estas lecturas, en especial las que conciernen a los filósofos griegos, mi expresión y mi estilo en el uso escrito del alemán se vieron notablemente reforzados y mejorados; finalmente, esta dedicación perseverante impidió que los conocimientos de las lenguas clásicas, que con tanta rapidez había adquirido, desapareciesen con idéntica celeridad. Tan arraigadas han quedado en mí las raíces de dichas lenguas que, aún hoy, después de haberme dedicado entre tanto a múltiples estudios de diversas materias, no han desaparecido; no las ha afectado tampoco mi 290

reciente aprendizaje del italiano, idioma que no estudié con el fin de utilizarlo como apoyo del latín escrito o hablado. Para confirmar lo dicho puedo asegurar con toda honestidad que el presente escrito172 lo he realizado sin ayuda mortal alguna y que antes de enviarlo a Berlín no habré de enseñárselo a nadie, aun siendo consciente de que puedo haber cometido alguna falta. De ser así, habría que atribuírselo únicamente a la debilidad e imperfección humana y no a carencia alguna de conocimientos. El que exponga aquí todo esto debe excusársele a un hombre que aprendió a declinar la palabra «mensa» a sus diecinueve años; si no, éste sería el más fatuo de los discursos y, ciertamente, en un asunto de banal importancia. A finales del año 1809, al alcanzar mi mayoría de edad, obtuve de mi madre la parte de la herencia que me correspondía, es decir, un tercio de la fortuna dejada [258] por mi padre —o al menos lo que aún quedaba de ella— , con la que yo debería asegurar mi existencia para el resto de mis días. Poco después me trasladé a la Universidad de Göttingen, donde me matriculé como estudiante de medicina. Pero tras haberme conocido a mí mismo más a fondo, a medida que trababa un contacto más íntimo con la filosofía mudé de propósito; abandoné la medicina y me dediqué exclusivamente a la filosofía. Mas el período que dediqué al estudio de la primera no fue en absoluto tiempo perdido, pues las lecciones a las que hasta entonces había asistido son 291

muy necesarias y provechosas para los filósofos. Durante los dos años que viví en Göttingen me consagré a los estudios con la constante aplicación a la que ya estaba acostumbrado, sin dejar que el trato con los demás estudiantes me apartase de aquéllos en lo más mínimo; y es que el hecho de que yo fuera mayor que mis compañeros, mi considerable experiencia y la singularidad de mi carácter me empujaban al aislamiento y la soledad. A consecuencia de esto, y aunque asistía a las clases con regularidad, aún me restaba bastante tiempo libre para dedicarlo a la lectura, preferentemente de Platón y Kant. Durante esos dos años asistí a las lecciones de G. E. Schulze sobre lógica, metafísica y psicología; a las de Thibaut sobre matemáticas; a las de Heeren sobre historia antigua y contemporánea, así como historia de la etnología y etnografía; a las lecciones de Lüder sobre historia política; a las de Blumenbach193 sobre historia natural, mineralogía, psicología y anatomía comparada; a las de Hempel sobre anatomía humana; a las de química de Strohmeier; a las de Tobías Maier sobre física y astronomía y a las de botánica de Schrader. A estos hombres excelentes he de [259] mostrar mi agradecimiento por lo mucho que aprendí en sus lecciones. En el otoño de 1811 me trasladé a Berlín, donde pasé a formar parte de la masa de estudiantes. En la populosa escuela de los famosos profesores de esa Universidad se perfeccionaron con entusiasmo mi 292

espíritu y mi ánimo. Asistí a las lecciones de Wolf194 sobre los poetas griegos y romanos, sobre la Grecia antigua y sobre historia de la literatura griega; también, a las lecciones de historia de la filosofía de Schleiermacher; con gran placer, asistí igualmente a las conferencias públicas de Erman sobre magnetismo y electricidad; después, durante tres semestres, a los Collegia de Lichtenstein195 sobre zoología; por segunda vez, a los de química experimental de Klaproth, y también a los de física con Fischer; astronomía con Bode; a la Geognosia de Weiss; psicología general de Horkel, y a la anatomía del cerebro humano con el profesor Rosenthal. Lo mucho que aprendí de estos hombres insuperables no lo olvidaré nunca. También seguí con gran interés los cursos de Fichte sobre la exposición de su filosofía, para poder juzgarla desde cerca con propiedad. Una vez tuve una larga discusión con él durante las horas que reservaba a las preguntas de los estudiantes; discusión de la que, seguramente, todavía se acordarán quienes la presenciaron. Habría permanecido dos años en Berlín si durante la segunda mitad del año 1813 los disturbios de la guerra no me hubiesen obligado a abandonarla con gran disgusto por mi parte, ya que por aquel entonces me preparaba para doctorarme en la ilustre Facultad de Filosofía de la Universidad de aquella ciudad. Con este fin, y después de haber tratado con el famoso —y por mí admiradísimo— Lichtenstein sobre las condiciones 293

y exigencias necesarias para ello, había comenzado a escribir el tratado sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente y, por cierto, en alemán, acomodándome así a los estatutos de dicha Facultad. En vista de la incertidumbre surgida a raíz de la batalla de Lützen, la ciudad de Berlín parecía verse seriamente amenazada y todos aquellos que estaban en condiciones de huir de ella lo hacían, la mayoría en dirección a Frankfurt o Breslau; yo, por mi parte, tuve a bien dirigirme hacia el lado del enemigo encaminándome hacia Dresde, lugar al que, tras varios contratiempos y peligros, llegué finalmente al cabo de doce días. Había pensado establecerme allí, pero en cuanto me percaté de lo temerario de mi propósito, me trasladé inmediatamente a Weimar. Una vez en la ciudad, ciertos contratiempos ocurridos en casa de mi madre, donde me había hospedado, me abrumaron tanto que tuve que buscar otro lugar de refugio, por lo que me trasladé a Rudolstadt. Allí pasé el resto del año en una pensión, el sitio más adecuado en aquellos tiempos turbulentos para un hombre sin hogar. Por lo demás, aunque estaba cómodamente instalado, sufría profundamente y me encontraba muy deprimido, sobre todo porque veía que mi vida había llegado a un punto en el que se le exigían otras dotes muy distintas de las que yo poseía. Por otra parte, en mi retiro de Rudolstadt me sentía subyugado por sus incomparables delicias. Puesto que toda mi naturaleza rechazaba lo militar, era [260]

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feliz al no ver a ningún soldado ni escuchar redoble alguno de tambores en aquel verano funesto; rodeado como estaba por valles y montañas cubiertas de bosque, podía entregarme ininterrumpidamente, inmerso en profundísima soledad, a los más remotos problemas [261] e investigaciones sin que nada me distrajera o dispersara. Para la consulta de libros tenía a mano la cercana biblioteca de Weimar. En aquel apartado retiro concluí mi tesis doctoral sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficientel96, abrigando constantemente la esperanza de poder regresar a Berlín, donde quería doctorarme. Pero ya que no pudo ser así, puesto que los caminos no quedaron libres ni durante el tiempo en el que callaron las armas ni durante la guerra que siguió, y como entonces me era muy necesario el título de doctor, decidí enviar mi tesis a la ilustre Facultad de Filosofía de la Universidad de Jena —que era la más cercana—, acompañada de la petición escrita de que se tuviese a bien concederme el grado de doctor. Cuando llegó el mal tiempo, mi apartado lugar de refugio, donde por lo demás no había pisado hasta entonces militar alguno, comenzó a parecerme muy triste. Por lo tanto, me trasladé de nuevo a Weimar, donde permanecí todo el invierno. Allí aconteció entonces, para consuelo de mi dolor, uno de los más felices y gratos sucesos de mi vida: el gran Goethe, quien verdaderamente puede ser considerado como el 295

mayor orgullo de nuestro siglo y de la nación alemana, me honró con su amistad y su confianza. Hasta entonces, sólo me conocía de vista, sin que nunca me hubiese dirigido la palabra; pero después de que el gran hombre hubo hojeado mi tesis doctoral se acercó a mí y me preguntó si no desearía yo estudiar su teoría de los colores. Para esta tarea prometía ayudarme personalmente con sus aclaraciones y con todos los recursos de que disponía, a fin de que, durante el invierno, a lo largo de las múltiples ocasiones que con seguridad habríamos [262] de tener para encontramos, le expresara mi aprobación o mi oposición a sus hipótesis sobre tal materia. A los pocos días me envió todo el aparato y los instrumentos necesarios para poder realizar la descomposición de los colores; más tarde me enseñó los experimentos más difíciles, muy contento de que mi mente no estuviese obcecada por prejuicios que la cegasen en la comprensión de la verdad de su teoría, la cual, por cierto, aún hoy, ya causa de razones que no viene a cuento mencionar aquí, no ha alcanzado entre el público la atención y el reconocimiento que se merece. Como el genial Goethe se permitió encontrarse conmigo repetidas veces a lo largo del invierno, no se redujeron nuestras entrevistas únicamente a tratar cuestiones que se referían a la teoría de los colores, sino que conversábamos durante muchas horas acerca de todas las cuestiones filosóficas posibles. Rodeado de tal

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estado de confianza obtuve, desde todos los puntos de vista, grandes e increíbles provechos. Al comienzo de la primavera del año 1814, después de que la paz reinase ya en todas partes, inicié en Dresde los preparativos para la continuación de mis estudios e investigaciones, sobre todo en lo referente al desarrollo del sistema filosófico que ya tenía yo en mente desde hacía algún tiempo. A tal efecto contaba con medios más que suficientes: la excelente Biblioteca Real y la famosa galería de pintura con las colecciones de esculturas antiguas —originales y copias vaciadas al yeso—, y también con extraordinarios aparatos de ciencias naturales. En esa querida ciudad viví con absoluta tranquilidad durante cuatro años y medio consagrado exclusivamente a multitud de investigaciones científicas, [263] aunque, principalmente, me aplicaba a la lectura de las obras de los filósofos de todas las épocas; me refiero a aquellos que nos dejaron sus propios pensamientos, y no a quienes volvieron a presentar, guisado de otra manera, lo que otros ya habían pensado. Entre tanto, en el año 1815, elaboré yo mismo una nueva teoría de los colores. Reconocí, sin la menor duda, que Goethe sólo había encontrado la esencia y la formación de los, así llamados, colores físicos, pero que, por el contrario, no había demostrado de manera alguna una teoría de los colores en general; teoría que, en mi opinión, obviamente no debía ser ni física ni 297

química, sino fisiológica. Con motivo de mi tratado sobre los colores, cuyo manuscrito envié entonces a Goethe, entablamos los dos una correspondencia que se mantuvo a lo largo de todo un año. Sin embargo, y a pesar de que nunca recibí ni la más mínima explicación de sus motivos, el gran hombre se negó de manera obstinada a concederme su aprobación, sólo porque mi teoría, igual que contradice a la de Newton en todas sus partes, tampoco armoniza en algunas particularidades con la suya. Pero como dice Bacon de Verulamio: «Pero el conocimiento no es luz seca, sin brillo, sino que está influido por la voluntad y por los efectos»197. El tratado sobre los colores lo publiqué en el año 1816, con la seguridad de ser el primero en dar la razón a Goethe. Por lo demás, cada vez estoy más convencido de que la teoría desarrollada es la única verdadera; no temo tampoco que tarde en alcanzar el reconocimiento que se merece, sino que me consuela pensar que ni el silencio malévolo ni la testarudez tienen la suficiente autoridad para negar, falsificar o reprimir la verdad. A este respecto, hago mías las palabras de Livio: «La verdad —se dice— [264] tiene a menudo un difícil asiento, pero jamás podrá ser aniquilada.» Al fin, en el año 1818, di por concluido mi propio sistema filosófico en el que había estado trabajando durante cinco años. Después, tras once años de estudios científicos, decidí realizar un viaje de placer. Pasando por Viena viajé a Italia: vi Venecia, Bolonia y Florencia, 298

llegando finalmente a Roma, ciudad en la que me detuve casi cuatro meses deleitándome en la contemplación tanto de los monumentos de la Antigüedad como de las más recientes obras de arte. Estuve en Nápoles; admiré Pompeya, Herculano, Puteoli, Baia y Cuma, y finalmente llegué hasta Pesto, donde, ante la ancestral majestad del intacto templo de Poseidón, que desde hace más de veinticinco siglos se yergue en la antigua ciudad, y contemplándolo con profundísima reverencia, pensé que me encontraba en el mismo suelo que tal vez otrora había hollado Platón. A continuación permanecí casi un mes en Florencia; visité por segunda vez Venecia; fui también a Padua, Vicenza, Verona y Milán y, al fin, a través del monte San Gotardo, llegué a Suiza. Después de viajar durante once meses, regresé de nuevo a Dresde en agosto del presente año. Habiendo albergado hasta ahora únicamente deseos de aprender, hoy me domina el anhelo de enseñar; me dirijo a la Magna Facultad de Filosofía de la Universidad de Berlín con la esperanza de poder satisfacerlo. —º—

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Notas 1. 20 de septiembre de 1806. 2. Louise Lavinia Adelaide Schopenhauer (1797-1849), única hermana de Arthur. 3. Jacob Ludwig Römer (1770-1855), secretario privado del duque de Braunschweig, teólogo. 4. Johann Heinrich Wilhelm Tischbein ( 1751-1829). Pintor, conocido de Johanna en Hamburgo. La había provisto de varias cartas de recomendación, entre ellas una para Goethe, pues Tischbein había sido compañero del poeta en el famoso viaje a Italia del poeta. A este pintor se debe el célebre retrato: «Goethe en la Campagna». 5. Gysbert Willink (1748-1812): Arthur se alojaba en su casa. 6. Amiga de Johanna en Hamburgo. 7. Liquidador de los bienes de los Schopenhauer en Hamburgo. 8. Federico Guillermo III, desde 1797 rey de Prusia. 9. Shakespeare, Enrique IV: «Desearía que llegase la noche y que todo hubiese pasado». 10. Cornelius Johann Rudolf Ridel (1759-1821), preceptor del príncipe, director de cámara de Weimar, amigo de Johanna.

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11. Johannes Falk (1768-1826), escritor satírico y patriótico, afincado en Weimar desde 1796, fundó y dirigió una institución de enseñanza para niños huérfanos. 12. Friedrich Justin Bertuch (1747-1822), escritor, editor, marchante de arte y librero en Weimar. Editor de numerosas revistas literarias y también de moda y sociedad. Autor de la primera traducción íntegra del Quijote al alemán (1775-76). 13. Louise von Göchhausen (1752-1807), dama de compañía de la duquesa Anna Amalia, muy amiga de Goethe. 14. Se trata de la duquesa Anna Amalia de SajoniaWeimar-Eisenach (1739-1807), sobrina del Rey Federico II de Prusia, madre del Archiduque CarlosAugusto, el gran amigo y protector de Goethe. A ella se debió que Weimar se convirtiera en la llamada «Corte de las musas», pues supo reunir a su alrededor a las figuras más sobresalientes de la cultura de su época. 15. Johannes Duguet y su mujer, Sophie, matrimonio al servicio de los Schopenhauer en Hamburgo y Weimar. 16. El médico de los Schopenhauer. 17. Se trata de Martin Johann Jenisch (1760-1827), comerciante y senador en cuya casa aprendía Arthur la profesión de comerciante. 18. Se trata de un perro de compañía. 19. Matrimonio amigo de Johanna.

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20. Jean Anthime Grégoire de Blésimaire (1787-1845). El amigo francés de Arthur, que por estas fechas se hallaba de visita en Hamburgo (véase el «Curriculum vitae»). 21. Federico III de Prusia y su mujer, la Reina Luisa. 22. Se refiere al General von Kalckreuth, a quien Johanna trataba en Danzig y Hamburgo. 23. El príncipe Luis Fernando de Prusia (1772-1806), muerto a manos de un húsar francés en la batalla de Saalfeld. 24. Karl Friedrich Anton von Conta (1778-1850), consejero de legación, amigo de Johanna. 25. Johanna se refiere a Johann Philipp Palm, editor y librero de Núremberg, fusilado por los franceses el 26 de agosto de 1806 en Braunau por haber editado el escrito «Alemania en su profunda humillación». 26. Se trata de Anna Amalia. 27. Referencia a la gran duquesa Anna Amalia y a su nuera, la duquesa Luisa de Sajonia-Weimar, casada con Carlos Augusto. 28. Opereta de Friedrich Heinrich Himmel, con libreto de August von Kotzebue. 29. Johanna Caroline Amalie Ludecus (1757-1827), escritora; publicó la mayoría de sus obras con el seudónimo de Amalie Berg; fue asimismo, dama de la corte de la duquesa Luisa de Sajonia-Weimar. Era la propietaria de la casa donde vivía Johanna Schopenhauer. 30. Die Esplanade. Lugar en el que se ubicaba la primera casa de Johanna Schopenhauer en Weimar.

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31. Joachim Murat (1767-1815), mariscal francés; desde 1808, rey de las dos Sicilias, en Nápoles. 32. Christoph Martin Wieland (1733-1813). Poeta y escritor; junto con Goethe, Schiller y Herder, forma el cuarteto denominado «los clásicos de Weimar». 33. Johann Gottfried Herder (1744-1803), teólogo y filósofo. 34. Johann Heinrich Meyer (1759-1832), judío pintor y estudioso del arte, amigo de Goethe y Johanna, director desde 1807 de la escuela de pintura de Weimar. 35. Species-Thaler en el texto; tálero equivalente a un Reich Thalery ocho groschen, contenía más plata que los táleros de plata normales. 36. Louis-Antoine Fauvelet de Bourrienne (1769-1834), escritor y diplomático francés, embajador en Hamburgo los años 1804 a 1806; a partir de 1814, prefecto de policía en París; más tarde llegaría a ser ministro de Estado de la Restauración borbónica. 37. Conocidos de Johanna en Halle. 38. Fromman y Fahrenkrüger; Johanna se refiere a la familia del editor Karl Friedrich Ernst Fromman (1765- 1837) y a la de Johann Anton Fahrenkrüger (1759-1816), pedagogo y escritor que residió en Jena de 1805 a 1812; Johanna había conocido a ambas familias en los tiempos de Hamburgo. 39. Hamlet: «los tiempos andan revueltos». 40. Médico de cámara de la corte de Weimar. 41. Johann Daniel Falk. 42. Carlos Augusto de Sajonia- Weimar.

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43. Karl Ludwig Fernow (1763-1808), escritor y crítico de arte. Desde 1802, catedrático de filosofía en Jena, desde 1804, bibliotecario de la biblioteca ducal de Weimar. Se hizo muy amigo de Johanna. Precisamente la primera obra por la que ésta sería conocida como escritora fue una biografía de él: Karl Ludwig Fernows Leben, Tübingen, 1810. 44. Julchen, Juliane Trosiener, la hermana menor de Johanna. 45. Esta extensa carta donde Johanna narra sus experiencias tras las batallas de Auerstädt y Jena la publicó Adele tras la muerte de su madre en el Zeitung für die Elegante Welt del 27 de julio de 1838, y posteriormente en el libro: Jugendleben und Wanderbildern (Braunschweig, 1839), recopilación de fragmentos auto biográficos de Johanna, reunidos y editados por Adele. 46. Johanna se refiere a la larga carta del 18 de octubre de 1806. 47. Christiane Vulpius (1765-1816), de baja extracción social, vivía maritalmente con Goethe desde hacía varios años. 48. Friedrich Wilhelm Riemer (1774-1845), filólogo, profesor de instituto, preceptor del hijo de Goethe, August. 49. Caroline Bardua (1781-1864), retratista y pintora de cuadros con motivos históricos. 50. Philipp Christian Weyland (1765-1843), desde 1790 secretario privado del duque Carlos Augusto.

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51. Se desconoce la fecha exacta de este fragmento. Es probable, sin embargo, que date de 1806, como reacción al relato de los acontecimientos narrados por Johanna. La fecha es una suposición de Arthur Hübscher [Arthur Schopenhauer Gesammelte Briefe, Bonn, 1987, p. 1]. 52. La cita no es de Ludwig Tieck, sino de Wilhelm Heinrich Wackenroeder. Tieck fue el editor de la obra; 1ª ed. Hamburgo, 1799. 53. «La vida es una broma, como vemos en todo: / Así lo creía antes, ahora lo sé.» Inscripción en la tumba de John Gay, en la Abadía de Westminster, en Londres. Schopenhauer visitó la célebre abadía el 14 de junio de 1803, durante su viaje por Europa en los años 1803-1804. Arthur anotó los mismos versos en el diario que llevó durante su itinerario, puede verse la entrada correspondiente a ese día en: «Arthur Schopenhauer: Diarios de viaje de los años 1803-1804 (Selección)», en: Revista de Occidente nº 193, junio 1997 pp.113-129. 54. El maestro de música de Johanna en Hamburgo. 55. Georg Melchior Kraus (1737-1806), paisajista y dibujante, desde 1778 director de la Academia de Pintura de Weimar. 56. En el año 1800, Schopenhauer, que entonces contaba 12 años, viajó junto con sus padres a Weimar desde Hamburgo. En concreto llegó a Weimar el 30 de julio para partir al día siguiente. Los Schopenhauer visitaron la Academia de Pintura guiados por

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Bertuch, El joven Arthur pudo ver a Schiller paseando por el parque a orillas del Ilm. 57. Karl Ludwig von Knebel (1744-1834). Traductor y poeta; fue primero oficial prusiano, más tarde maestro de ceremonias en el palacio de Weimar; amigo de Goethe, residía en Jena desde 1804. 58. La esposa del mayor Knebel fue, hasta 1797, cantante de cámara de la duquesa Anna Amalia. 59. Juliane Trosiener, la hermana menor de Johanna. 60. Goethe contaba entonces 57 años. 61. Fragmento; es muy probable que date de 1806. 62. Esposa de Friedrich August von Fritsch ( 1768-1845), Forestal Mayor de la corte de Weimar. 63. El Mariscal francés Jean Lannes (1769-1809), duque de Montebello, ostentó uno de los puestos de mando de mayor responsabilidad en la batalla de Jena. 64. Friedrich Hildebrand, barón de Einsiedel (1750-1828), Administrador de la duquesa Anna Amalia, Preceptor Mayor de la duquesa Luisa, escritor y traductor de dramas antiguos y de algunas obras dramáticas españolas. 65. Karl Wilhelm Ferdinand, duque de Braunschweig (1735-1806), comandante en jefe del ejército prusiano, no sobrevivió a la batalla de Auerstädt. 66. Se trata de Philipp Otto Runge (1777-1810). 67. Karl Friedrich Demiani (1768-1823), miniaturista y retratista, director de la Gemäldegalerie de Dresde. 68. Karoline, baronesa de Wolzogen, nacida von Lengefeld (1763-1847), nuera de Schiller.

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69. Charlotte von Schiller (1766-1826), esposa del célebre poeta. 70. Schiller había muerto apenas un año antes de la llegada de Johanna a Weimar. 71. Hunold era un célebre médico de Cassel y Stark, el médico personal del duque Carlos Augusto, catedrático de medicina en Jena; Loder era también un famoso cirujano que impartía igualmente clases en dicha universidad. 72. «Ten cuidado con lo que escribes, ningún sello está seguro en estos tiempos, una dama que yo conozco ha corrido un gran peligro a causa de una carta imprudente. Puedes escribir todas las novedades que haya siempre que cuides de que suenen ridículas o simplemente infundadas cuando no sean favorables ya sabes a quién.» Ninguna «cita de Shakespeare», como bien podrá advertirse. 73. La datación no es segura; W. von Gwinner, en su célebre biografía sobre Schopenhauer. Leipzig, 1862, edición revisada y aumentada en 1878 y 1910, supone que data de comienzos de 1807. 74. Torcuato Tasso, drama de Goethe. 75. Se trata de la tragedia de Zacarías Werner (17691823): Martín Lutero o la consagración de la fuerza, cuya lectura, al parecer, Arthur le había recomendado a su madre. 76. Carlo de Gozzi (1720-1801), escritor italiano. 77. Johanna se refiere a otro drama de Sacharías Werner.

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78. August Wilhelm von Schlegel (1767-1845), crítico y escritor, uno de los fundadores de la escuela romántica; catedrático en Bonn desde 1818. 79. Se trata de El príncipe constante. 80. Se refiere al drama La muerte de Wallenstein. 81. Sophie von La Roche (1731-1807), escritora alemana de novelas epistolares y relatos de viajes. De entre sus novelas es quizá la más famosa: Historia de la señorita de Sternhein, (1771), que parece haber tenido alguna influencia en el Werther de Goethe, 82. Fragmento y datación inseguros, según A. Hübscher: Arthur Schopenhauer Gesammelte Briefe, p. 2. 83. Comerciante hamburgués con el que Arthur realizaba su aprendizaje comercial. 84. Es probable que se trate de la obra: Memorias de política de Europa, de Guillaume Raynal (1713-1796). 85. La misiva original se ha perdido; Gwinner la reproduce en su biografía sobre Schopenhauer. 86. Christian Friedrich Wilhelm Jacobs (1764-1847). Judío especialista en filología clásica. Conocido en círculos literarios y académicos, su fama provenía sobre todo de sus supuestas traducciones alemanas de los discursos de Demóstenes. Era profesor de instituto y bibliotecario en Gotha. 87. Arthur acabó alojándose en casa del profesor del instituto de Gotha Karl Gotthold Lenz. Asistía a las clases del filólogo Jacobs en el instituto, y además recibía clases particulares del director del mismo centro: Friedrich W. Döring. 88. El alojamiento de Arthur en Gotha.

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89. A causa de unos versos jocosos de Arthur titulados: «Contra los filisteos de Gotha» y otros en los que se mofaba abiertamente de un profesor del instituto, Döring se negó a seguir dándole clases de latín. Esto trajo como consecuencia el hecho de que Arthur decidiese abandonar Gotha y trasladarse a continuar su formación a Weimar. Véase el «curriculum vitae». 90. Franz Ludwig Karl Friedrich Passow (1786-1833). Filólogo, profesor de instituto en Weimar; desde 1815 sería catedrático en la Universidad de Breslau. 91. August Matthiä (1769-1835), desde 1802, director del instituto de Altenburg. 92. Johanna trata de reproducir el acento judío suizo de Meyer: «esch isch ä vieles». 93. Sacharías Werner. 94. Gwinner supone que se trata de un fragmento epistolar que dataría de 1808. 95. Gwinner data el supuesto fragmento epistolar en la fecha arriba indicada; presume que Schopenhauer lo escribió durante su traslado de Göttingen a Berlín. 96. Heinrich Karl Abraham Eichstädt (1772-1847), fue desde 1797, catedrático de lenguas clásicas en la Universidad de Jena, y decano de la Facultad de Filosofía de esa universidad. 97. Se trata del «escrito en latín» mencionado en la misiva anterior. 98. Georgia Augusta Universität, de Göttingen. 99. Friedrich August Wolff (1759-1824), filólogo, estudioso de la Antigüedad clásica. En 1783 fue catedrático de filología clásica en Halle; en 1807, en

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Berlín. Arthur trabó conocimiento con él gracias a una carta de recomendación de Goethe, en 1811. En Berlín, Schopenhauer siguió con sumo interés las lecciones de Wolff durante tres semestres. 100. La sentencia a la que se refiere Schopenhauer no apareció en el texto impreso, como tampoco el «prólogo» al que alude a continuación. Gwinner pensaba que las palabras de Séneca muy bien podrían haber sido las que Schopenhauer cita en su obra Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (Reescritura de la tesis doctoral): Somnia (correcto Somnium) narrare vigilantis esto. «Quien cuenta el sueño está despierto». Epístola 53]. Se ha supuesto también la posibilidad de que la sentencia fuera: «Es más fácil creer que juzgar», que también cita Schopenhauer dos veces en la mencionada obra. 101. «…malignum spernere vulgus » (Horacio, Carmina II, 16,39). 102. Johann Gottfried Herder: «Entendimiento y experiencia. Una metacrítica a la crítica de la razón pura». Leipzig, 1799. 103. El Grado de Doctor en filosofía se le otorgó a Schopenhauer in absentia, el 2 de octubre de 1813, con la calificación magna cum laude. 104. Friedrich Ernst Daniel Schleiermacher (17681834). Pastor judío protestante. Fue uno de los más activos promotores del romanticismo alemán. Schopenhauer asistió a sus clases en la universidad de Berlín, en 1812; en concreto a las de historia de la filosofía en la época del cristianismo.

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105. A este respecto véase la carta anterior. Goethe había introducido a Schopenhauer en el estudio de su teoría de los colores. 106. Se refiere a la Teoría de los colores de Goethe. 107. Johann Heinrich Menken (1769-1837). 108. Gottlob Ernst Schulze (1761-1833), catedrático de filosofía en Helmstädt: desde 1810, en Göttingen. Fue conocido también con el sobrenombre de «Enesidemo» por su famosa obra: Enesidemo o sobre los fundamentos de la filosofía de los elementos, comunicada en Jena por el señor profesor Reinhold. Junto con una defensa el escepticismo contra las pretensiones de la crítica de la razón, (1792). Fue el introductor de Schopenhauer en la filosofía, y quien le recomendó que leyese antes que cualquier otra cosa, las obras de Platón y Kant. 109. Aprox. «Las pequeñeces no desmerecen el mérito» Horacio, Ars poética, v. 351/2: «Allí donde abunda lo bueno no debe uno fijarse en pequeñeces». 110. Esta carta y las siguientes de Johanna a Arthur, le fueron enviadas a éste por medio de la sirvienta desde el gabinete de Johanna a la habitación de Arthur. 111. Se trata del amigo de Schopenhauer Josef Gans, un estudiante judío carente de fortuna que Arthur se había llevado consigo a Weimar, alojándose ambos en casa de Johanna. Arthur pagaba pensión por él y corría con los gastos de su indumentaria y de sus libros. La relación con tal personaje no era aprobada por Johanna, que consideraba al judío pobre como un

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simple advenedizo que adulaba a Arthur para ganarse su protección. 112. Se refiere al archivero y consejero de gobernación Georg Friedrich Conrad Ludwig Müller von Gerstenbergk (1780-1738), quien, en 1813, había alquilado unas habitaciones en el primer piso por encima del que ocupaba Johanna, en la casa de ésta, y que, en estas fechas, las había dejado libres y se había trasladado a vivir al piso de abajo, junto con su amiga y anfitriona. (Véase la introducción). 113. Otro criado de Johanna. 114. Comerciante de Weimar, acreedor de Johanna. 115. Las «disposiciones» consistían en tratar de que los dos hombres se encontraran lo menos posible: Gerstenbergk comía aparte de los Schopenhauer y Johanna sólo se encontraba con él en ausencia de Arthur. 116. Comerciante hamburgués en cuya empresa tenían invertido gran parte de su dinero los Schopenhauer. 117. Karl August Böttinger (1760-1835), maestro y arqueólogo; había sido director del Instituto de enseñanza secundaria de Weimar y luego, en Dresde, inspector general de museos. Johanna había trabado amistad con él en 1810, y Arthur en 1812, en Dresde, merced a una carta de recomendación de aquélla. También a él le había enviado Schopenhauer un ejemplar de su tesis doctoral. 118. Josef Gans. 119. Se trata de Federico Augusto I (1750-1827), desde 1806, rey de Sajonia. Tras la batalla de Leipzig, en

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octubre de 1813, había caído cautivo de los prusianos. A causa del Congreso de Viena perdió las tres quintas partes de sus tierras. No regresaría a Dresde hasta el 7 de junio de 1815. 120. Esta carta se ha perdido; al parecer, Schopenhauer manifestaba en ella su deseo de ganarse a Goethe como editor de su teoría de los colores. 121. Se trataría de Friedrich Johann Heinrich Schlosser (1780-1815), abogado de Frankfurt y albacea de la herencia de la madre de Goethe, o quizás de su hermano, Christian Heinrich Schlosser (1782-1829). 122. «Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad, se juntaba con ella». Banquete, 191a. Schopenhauer cita a Platón por la famosa edición de las «obras completas» del filosofo ateniense conocida como «Bipontina»: La cita pertenece al mito narrado por Aristófanes acerca de los hombres esféricos y hermafroditas, los cuales amenazaban el reinado de los dioses y por eso Zeus decidió dividirlos en dos mitades; a través del amor intentarían recuperar ambas mitades la unidad perdida. Schopenhauer utiliza la cita de Platón para ilustrar la polaridad de la sección dividida de la retina [Sobre la visión y los colores. «Polaridad de la retina y la polaridad en general»]. 123. Dr. Thomas Seebeck (1770-1831), físico, codescubridor de los colores entópticos u originarios y de la termoelectricidad. Impartió lecciones en las universidades de Jena y Núremberg, en 1818 fue

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nombrado miembro de la Academia de las Ciencias de Berlín. 124. Goethe se hallaba enfrascado por aquella época en la composición de su Diván de Oriente y Occidente. 125. Véase nota 119. 126. Schopenhauer se refiere a la «Lehrbrief» [Carta de aprendizaje] del capítulo noveno del libro VII de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, cuyas primeras palabras son: "El arte es largo; la vida, breve; el juicio, difícil; la ocasión, fugaz ... » 127. «Los niños que juegan hoy, mañana serán nuestros Jueces.» 128. Etienne Louis Malus (1775-1812), físico; en 1808 descubrió la polarización de la luz. Dominique François Arago (1786-1853), astrónomo, físico y político. 129. «Lo verdadero, ciertamente, se muestra a sí mismo y también muestra lo que es falso.» 130. «Lo verdadero, ciertamente, se muestra a sí mismo y también muestra lo que es falso: la luz se muestra a sí misma a la vez que muestra las tinieblas» (Spinoza, Epístola 74). 131. En el prólogo de su teoría de los colores, Goethe denominaba a la teoría de Newton «una vieja fortaleza», una «Bastilla». 132. Alusión a la balada de Gottfried August Bürger. 133. Alusión al libro VII de las «Confesiones». 134. Alusión al célebre «Discurso de la corona» de Demóstenes.

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135. «La más odiosa de las penas humanas: pensar mucho y no saber nada». Historia de Tesandro, de la Historia de Heródoto (L. IX, 16). 136. «¡Se rompe mi corazón, ya que tengo que mantener la lengua quieta! Hamlet I/2, v. 159. 137. El «mutismo», término empleado por los pitagóricos para designar el silencio que debían guardar los novicios. 138. Alusión a la apropiación indebida del “naturalista y filósofo” Lorenz von Oken (1779-1851) de la teoría de Goethe acerca de la espina dorsal y el cráneo descubierta en 1790. 139. Tabla en forma de anillo utilizada para medir distintos tonos de azul. 140. Horace Bénédict de Saussure (1740-1799), geólogo, la primera persona que escaló el Mont Blanc. 141. “Los franceses designan esta evolución imperceptible del amarillo y el azul hacia el rojo con el término afortunado de Oeil de rouge. [mirada de rojo]” Goethe: Esbozo de una teoría de los colores, § 522. 142. La sombra. «El color en sí es algo afín a la sombra» Ibídem, §69. 143. Al igual que aquella primera carta a Goethe del mes de julio, tampoco ésta se ha conservado. Véase nota 120. 144. Ignaz Paul Vital Troxler (1780-1866), filósofo. 145. Carl Gustav Himly (1772-1837), oftalmólogo.

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146. Se trata de la obra de Charles Wells: Acerca de la visión simple, con dos ojos, Londres, 1792. 147. Se trata de la obra de Robert Smith: Un completo Sistema de Óptica, Cambridge, 1738. 148. Alusión a Poesía y verdad, de Goethe, 3ª parte, libro XV: «Desde chico tuviera yo harta ocasión de experimentar que en aquellos momentos en que más necesitamos ayuda nos gritan: “¡Médico, cúrate tú mismo!” Y cuántas veces no tuve por menos que suspirar con dolor “¡Entré solo en el lagar!”» 149. Se trata de la obra del pintor romántico Philipp Otto Runge: La bola del color o construcción de todas las relaciones posibles de las mezclas de los colores y sus afinidades completas. Hamburgo, 1810. 150. El «infame escrito de Pfaffs» se refiere a una obra de este autor en la que se trata muy mal a la teoría de los colores de Goethe con respecto a la de Newton: Acerca de la teoría de los colores de Newton, la teoría de los colores del señor de Goethe y la oposición química de los colores. Leipzig, 1813. 151. Espectro de colores que se forma en el interior de los cuerpos transparentes. 152. «Las opiniones se consideran según su número, no según su peso». Plinio el joven, epístola II, 12,5. 153. «La verdad, según dicen, es a menudo vilipendiada, pero jamás se la extingue». Tito Livio, «Ab urbe condita libri» XII, 39, 18. 154. El tratado Sobre la vista y los colores se publica en 1816 en la imprenta de Johann Friedrich Hartknoch, en Leipzig. No tuvo ninguna repercusión.

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Trece años después, Schopenhauer se decide a escribir y publicar una versión latina del tratado para, de este modo, probar suerte en el mundo científico de otros países. Pero tampoco esta vez obtuvo la repercusión esperada. No sería hasta la publicación de Parerga y Paralipomena (1851), obra que otorgó al fin la popularidad a su autor, cuando Schopenhauer se decide a reeditar su tratado en 1854, 38 años después de la primera edición de 1816. 155. Véase la carta a Goethe del 7 de febrero de 1816 y la nota 148. 156. «Pues ningún césar nos ha otorgado esa musa» Giordano Bruno, De immenso et innumerabili, L. VIII, epílogo. 157. Christianne Vulpius falleció el 6 de junio de 1816. 158. Christoph Friedrich Ludwig Schultz (1781-1834). Consejero de Estado. 159. Se trata de Friedrich Arnold Brockhaus (17721823), fundador de la editorial del mismo nombre establecida en 1805 en Ámsterdam, en 1811 en Altenburg y, final y definitivamente, en 1817/8 en Leipzig. 160. Ferdinand L. K. von Biedenfeld (1788-1862), conocido de Schopenhauer en Dresde, había escrito a Brockhaus ofreciéndole la obra de Schopenhauer. Brockhaus le contesta diciéndole que, por conocidos suyos, sabía ya que Schopenhauer era un joven de excelentes cualidades y, sin reparar en el ofrecimiento de «una obra», comunica a Biedenfeld que estaría dispuesto a admitir un artículo de

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Schopenhauer acerca de la teoría de los colores para incluido en la 5ª edición de su Konversationslexikon, famoso diccionario enciclopédico de la editorial Brockhaus. Pero de la carta se desprende que Brockhaus ya había ofrecido a Schopenhauer una colaboración para una de sus revistas, algo que éste no había aceptado. Tampoco hay que olvidar que por aquel tiempo este editor había publicado ya algún libro de viaje de Johanna Schopenhauer. 161. Heinrich David August Ficinus (1782-1857), catedrático de física y química en Dresde, simpatizante de la teoría de los colores de Schopenhauer. 162. Diccionario de medicina Dr. Johann Friedrich Pierer, Leipzig, 1819. 163. Leipziger Kunstblatt, revista de arte, música, teatro, etc., editada por Brockhaus. 164. «... das Aechzen und das Krächzen... » Alusión a un poema de Goethe: «Rechenschaft», V. 15-16, Gesellige Lieder. 165. La cita exacta dice: «Del paese là dove il „si‟ suona», Divina comedia, Infierno, canto XXXIII, v. 80. 166. Al igual que «la tierra donde florecen los limones», se trata de una alusión al poema de Goethe «Mignon», «Kennst du den Berg und seinen Wolkensteg», del tercer libro de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, y Balladen. 167. Hermann Ludwig Heinrich, Príncipe de PücklerMuskau (1785-1871), oficial del ejército y escritor.

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168. Helvetius, Claude Adrien (1715-1771), De l'esprit, París, 1758, t. I, discurso III, p. 314. 169. Reseña de autor desconocido. 170. Johann Stephan Schützem (1771-1839), teólogo judío y escritor. 171. Cristian August Semler (1767-1825). 172. Goethe escribió una carta de presentación para Lord Byron, que se hallaba por entonces en Italia. Schopenhauer era un apasionado admirador del poeta inglés, mas nunca hizo uso de la carta: la admiración que la amante veneciana de Schopenhauer, Teresa Fuga, sentía por el poeta, le impidió a aquél, a causa de los celos, presentarse a Byron. 173. Aparte de un viaje por Italia del Sur, Arthur se afincó en Roma desde diciembre de 1818 hasta mayo de 1819. 174. Johann Gottlob von Quandt (1787-1859), coleccionista, mecenas, amigo de los Schopenhauer. Éste, por encargo de Arthur, había llevado El mundo como voluntad y representación tanto a Adele como a Goethe. 175. Goethe «partió en dos...», «dividió en dos partes» efectivamente el volumen de 725 páginas, demasiado grueso para un libro de la época en un solo volumen, a fin de leerlo más cómodamente y mandarlo encuadernar, probablemente, en dos volúmenes. 176. Ottilie von Goethe, von Pogwisch de soltera (17961872). Nuera de Goethe e íntima amiga de Adele. 177. María Feodorowna, emperatriz de Rusia.

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178. Paleofrón y Neuterpe, pequeña obrita en verso que Goethe había compuesto en 1800 para celebrar el 61 cumpleaños de Anna Amalia de Sajonia-Weimar. Con un nuevo final, se representaría otra vez el 3 de febrero de 1819 para celebrar el nacimiento de la princesa María, nieta de Carlos Augusto. 179. Se refiere a los actores Pius Alexander Wolff y su mujer Amalie. 180. Se trata de Gabriele, considerada hoy como la mejor obra de Johanna. 181. Referencia a la amante de Arthur en Dresde, probablemente una sirvienta; fruto de esta relación nació una niña que moriría a las pocas semanas. 182. La carta original está escrita en latín. La traducción alemana es de W G. Gwinner (1827-1919), primer biógrafo de Schopenhauer. Decano de la Facultad de Filosofía era, a la sazón, el célebre filólogo Philipp August Boeck (1785-1867). Schopenhauer había asistido durante el semestre de verano de 1812 a sus lecciones acerca de la vida y los escritos de Platón. Al recibir la presente carta acompañada del curriculum vitae, el propio Boeck llamaría la atención de sus colegas sobre «la no poca arrogancia y vanidad fuera de lo común del señor Schopenhauer». 183. Vitae Curriculum Arthurii Schopenhaueri, Phil. Doct. [Original en latín], traducción alemana de Wilhelm Gwinner. El curriculum, en esta misma versión, que aquí ha sido un tanto mejorada, lo publicó Revista de Occidente (nº 164, enero de 1995).

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184. «Quiere combatirse a la Naturaleza con la horca, mas aquélla vence siempre». 185. Véase nota nº 156. 186. Se refiere a Federico II, «El grande». 187. Se refiere al senador Jenisch. 188. Franz Joseph Gall (1785-1828), médico anatomista. Célebre por sus teorías frenológicas. 189. El 20 de abril de 1805, Heinrich Floris Schopenhauer fue encontrado sin vida; aparentemente su muerte fue debida a un accidente sufrido al caer desde lo alto de un granero en el que no tenía motivo alguno para encontrarse. Se cree, casi con seguridad, que fue un suicidio. 190. Clase especial formada por los alumnos mayores o más destacados, “selectos”. 191. Los versos aludidos son los siguientes: Lechuguino de tribuna, alegría de la cátedra, Cuentista de la ciudad y orador de palco. Perfecto cristiano, perfecto judío, ateo. Que por la mañana sostiene libros y por la noche abanicos, Maestro en las siete artes liberales, El hombre que todo lo puede y que todo lo sabe, Flor y corona de los espíritus más bellos, Quien tiene mil amigos y lo proclama.

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En: Gedichte von an über Arthur Schopenhauer. Edición de Arthur Hübscher. Zúrich, Haffmans Verlag, 1984. 192. Recuérdese que el curriculum original fue escrito en latín. 193. Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840), desde 1776 fue catedrático en Göttingen: fue profesor de Schopenhauer desde 1809 a 1811. Se le considera el creador de la antropología moderna y uno de los precursores de la anatomía comparada como ciencia en Alemania. 194. Véase nota nº 99. 195. Martin Hinrich Carl Lichtenstein (1780-1857), médico e investigador de la Naturaleza. En 1811, catedrático de zoología; en 1813, director del Museo Zoológico de Berlín. Schopenhauer lo había conocido en 1808, en casa de Johanna. 196. Ueber die vierfoche Wurzel desSatzes vom zureicbenden Grunde(1813). 197. «Intelectus lumini sicci non est, sed recipit infusionem a voluntate et affectibus». «Pero el conocimiento —como dice Bacon de Verulamio—no es luz seca, sin brillo, sino que está influido por la voluntad y por los efectos»

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Cronología de los años de infancia y juventud de Arthur Schopenhauer (1788-1819) 1788 Nace Arthur Schopenhauer el 22 de febrero en la ciudad libre de Danzig (hoy Gdansk, Polonia) en la Heiligengeistgasse 114. Se le bautiza el 3 de marzo en la Sant Marienkirche. Sus padres: Heinrich Floris Schopenhauer (1747-1805), rico comerciante y patricio de la ciudad hanseática, y Johanna Henriette Trosiener (17661838).

1793 Danzig es anexionada por Prusia. Heinrich Floris Schopenhauer, disconforme con la nueva situación política, abandona la ciudad con grandes pérdidas para sus negocios; deja sus posesiones en Danzig y la cercana Oliva y se traslada con toda la familia a la ciudad libre de Hamburgo, donde se establece de nuevo como comerciante.

1797 Nace Adelaide (Adele) Schopenhauer (fallece 1849 a los 52 años). El pequeño Arthur viaja a El Havre (Francia) para aprender francés. Allí pasará dos años muy

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felices en compañía de la familia del comerciante amigo de su padre Grégoire de Blésimaire. Entabla una profunda amistad con Anthime Grégoire, hijo de éste.

1799 Arthur regresa a Hamburgo, ingresa en la Rungeschen Privatschule para prepararse para la vida de futuro comerciante. Habla francés a la perfección y casi ha «olvidado» su idioma materno.

1800 Viaja con los padres a Carlsbad y Praga. Primer diario de viaje (del año 1800). Arthur progresa rápidamente en sus estudios, por lo que pide al padre que le mande al Gymnasium para así poder seguir más adelante una carrera universitaria. Heinrich Floris, sin embargo, desea que Arthur se prepare para la vida de comerciante, encontrando superflua la idea del hijo de seguir estudios humanísticos, que es lo que éste quiere. Propuesta del padre a Arthur: un maravilloso viaje por toda Europa de casi dos años de duración y después la preparación para la vida de comerciante, o entrar inmediatamente en el Gymnasium. Arthur se decide por el viaje.

1803-4 Gran viaje por Holanda, Inglaterra, Francia, Suiza, Austria, Silesia y Prusia. En 1803, Arthur pasa algunas semanas como pensionista en la Eagle House, una famosa escuela de Wimbledon, para aprender inglés. Durante los años del viaje europeo, el joven lleva un diario en el que anota 324

minuciosamente el itinerario y las incidencias del viaje, así como algunas impresiones personales. Primeros atisbos de una visión pesimista del mundo y de la vida que le hacen concebir algunas experiencias, pero más sus muchas lecturas y su carácter un tanto depresivo y melancólico.

1805 Regreso a Hamburgo. Arthur debe cumplir la promesa hecha a su progenitor y así pues, comienza su aprendizaje para la futura vida de comerciante en la Casa Jenish de Hamburgo. EI 20 de abril, Heinrich Floris fue hallado sin vida; aparentemente su muerte se debió a un accidente sufrido al caer desde lo alto de un granero en el que, por lo demás, carecía de motivo alguno para encontrarse. Sin embargo, Johanna, Adele y Arthur sospecharon siempre que se trató de un suicidio, versión que hoy es la que prevalece.

1806 Tras una serie de gestiones hechas con los negocios del padre que aseguran a la familia rentas vitalicias, Johanna y Adele abandonan definitivamente Hamburgo, trasladándose a Weimar. Athur permanece en Hamburgo y prosigue con sus estudios de comercio. Estos estudios se revelan para él como una tortura, pues sus deseos manifiestos son los de abandonarlos y dedicarse definitivamente a las ciencias del espíritu y a seguir una carrera universitaria. Schopenhauer lee intensa y apasionadamente a Mattias Claudius, W.H. Wackenroders y Ludwig Tieck.

1807-9 325

Consideraciones críticas de Arthur sobre la vida que lleva su madre en Weimar, ciudad en la que Johanna se ha rodeado de un brillante círculo artístico-literario del que también forma parte el mismísimo Goethe, a quien el joven Schopenhauer admira. Arthur no puede seguir con el aprendizaje del comercio y decide definitivamente seguir estudios universitarios. Ludwig Fernow, erudito y literato gran amigo de Johanna, anima tanto a Arthur como a su madre en esta aventura y aconseja la entrada del joven en el Gymnasium de Gotha. En diciembre se traslada Arthur a Weimar. Entabla relación con Franz Passow, Zacharías Werner, y J.D. Falk. Al cumplirse su mayoría de edad, recibe su parte de la herencia del padre, esto le permitirá de aquí en adelante llevar una vida independiente. El 9 de octubre de 1809 se matricula en la Universidad de Göttingen como estudiante de medicina.

1809-11 Cambia los estudios de medicina por los de filosofía. Lee a Platón, Aristóteles y Kant bajo la influencia del filósofo G.E. Schulze. En 1811 durante el semestre de vacaciones de Pascua, viaja de nuevo a Weimar. Encuentro con el poeta Chr. M. Wieland. Schopenhauer a Wieland: La vida es una cosa miserable. Me he propuesto pasar la mía reflexionando sobre ella. En otoño de este año, Schopenhauer se traslada a la Universidad de Berlín.

1811-13 Estudios en la Universidad de Berlín. Asiste a las clases de Fichte y de Schleiermacher. Se desencanta de ambos 326

filósofos. Sus opiniones se ven fortalecidas por el filólogo Fr. A. Wolff. Intensas críticas en sus diarios a las lecciones que recibe de ambos filósofos. Críticas también a la filosofía de Schelling. Primeros atisbos de una filosofía propia. En sus diarios aparece por primera vez el concepto de das bessere Bewustsein (la conciencia mejor, o el mejor conocimiento). En la primavera de 1813 deja Berlín a causa de los rumores de guerra. Arthur no toma partido sino por «el ejército de las musas». Sin embargo, como era bastante natural por aquella época, y emulando a su querido Goethe, Arthur admira también a Napoleón, quien para él encarnaba por aquella época al verdadero precursor de la voluntad.

1813-14 Corta estancia en Weimar. Desavenencias con la madre. Johanna tiene un amigo sentimental, von Gerstenbergk, cuya relación con él no soporta Arthur, Éste se retira una corta temporada a Rudolstadt a fin de escribir allí su tesis doctoral, Über die vierfoche Wurzel des Satzes uon zureichenden Grunde. (De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente). Goethe es uno de los primeros lectores de la tesis. Arthur recibe el título de Doctor en Filosofía por la Universidad de Jena (13 de octubre de 1813). Nueva estancia en Weimar, allí se relaciona estrechamente con Goethe, quien justamente se ocupa de su teoría de los colores. Arthur se relaciona con Friedrich Majer, por medio de quien entrará en contacto con la antigua filosofía de la India, el Brahmanismo, y el Oupnek'hat (los Upanischadas en la traducción latina de Anquetil Duperron).

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1814-18 Nuevos conflictos con la madre. En mayo de 1814, tras la «ruptura definitiva» con Johanna, a quien nunca más volverá a ver, Arthur se traslada a Dresde. Allí entabla relación con los círculos literarios de la ciudad. Intensos estudios en los archivos y bibliotecas de esa ciudad. Relación con el filósofo K.C.F. Krause. En 1815, redacción del tratado Über das Sehn und die Farben (Sobre la visión y los colores), que se publica en 1816. La teoría de los colores de Schopenhauer, aunque aparentemente parte de la teoría de Goethe, está en desacuerdo con ella, esto hace que Goethe deje enfriar la relación con el «díscolo discípulo». Enorme desilusión de Arthur, que siempre pensó que su obra cromática tendría que haber alegrado al gran olímpico. A finales de 1818, Schopenhauer concluye su obra principal, Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación). El convencimiento propio de que esta obra aportará grandes conocimientos a la Humanidad hace que Arthur desee verla publicada lo antes posible. La obra aparece con fecha de 1819.

1818-19 Primer viaje a Italia: Arthur visita Venecia, Roma, Nápoles y Milán. Aventura amorosa con una tal Teresa Fuga. Schopenhauer tiene un encuentro fortuito con Lord Byron, para quien además portaba una carta de recomendación de Goethe, mas, comido por los celos, no hace nada por trabar amistad con él. De la correspondencia con Adele se desprende que durante su estancia en Dresde, Arthur había tenido amores con una sirvienta, fruto de los cuales nace una 328

niña que muere a los pocos meses. En Milán recibe la noticia de la quiebra de la casa L.A. Muhl, de Danzig: debe regresar inmediatamente a Alemania. Nuevas tensiones familiares. También la relación con Adele, que hace de intermediaria entre Arthur y Johanna, se deteriora. Mientras que las fortunas de Johanna y Adele han sufrido considerablemente con la quiebra, Arthur, gracias a su enconada desconfianza y sus conocimientos del mundo de los negocios, logra mantener en pie su fortuna. El 19 Y el 20 de agosto, Schopenhauer se encuentra con Goethe por última vez. Tras haber terminado su obra, con «ansias de enseñar» y quizá también más temeroso de su futuro económico, Arthur se plantea la posibilidad de dar clases en alguna universidad; así, se ofrece como docente en la Universidad de Berlín. Escribe su Lebenslauf (Curriculum vitae).

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