Entre la seda y el hierro: la creación poética y cuentística de Antonio Pereira
 9783968693507

Table of contents :
ÍNDICE
PRÓLOGO
I. MI PATIO ES LO QUE INVENTO: CREACIÓN POÉTICA
UN PAÍS SIN TIEMPO: LA VOZ POÉTICA INTERIOR DE ANTONIO PEREIRA
LA VOZ COMO SÍMBOLO DE LO VIVIDO EN LA POESÍA DE ANTONIO PEREIRA
LA DIMENSIÓN IRRACIONALISTA DEL CUERPO EN LA POESÍA DE ANTONIO PEREIRA
II. EL HILO DE LA COMETA: NARRATIVA BREVE
FABULACIÓN Y PENSAMIENTO LITERARIO. LA CUENTÍSTICA DE ANTONIO PEREIRA
POÍESIS Y CONFIGURACIÓN NARRATIVA EN LOS CUENTOS DE ANTONIO PEREIRA: INTERPRETACIÓN Y ANALOGÍA
INICIATIVA Y ESPACIOS DE CONTENCIÓN EN LOS CUENTOS DE ANTONIO PEREIRA
EL ÍNCIPIT EN LOS CUENTOS DE ANTONIO PEREIRA
POÉTICA PARA LOS BEBEDORES DEL ANOCHECER: LA METAFICCIÓN COMO CLAVE EN LA NARRATIVA BREVE DE ANTONIO PEREIRA
EL LARGO CAMINO HACIA LA MÍNIMA EXPRESIÓN: HIPERBREVEDAD Y FRAGMENTARISMO EN LA OBRA DE ANTONIO PEREIRA
III. CODA
CIERTO ACENTO DE PONIENTE
BIBLIOGRAFÍA
SOBRE LOS AUTORES

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Natalia Álvarez Méndez (ed.)

Entre la seda y el hierro La creación poética y cuentística de Antonio Pereira

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Ediciones de Iberoamericana 133 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

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Entre la seda y el hierro La creación poética y cuentística de Antonio Pereira Natalia Álvarez Méndez (ed.)

Iberoamericana - Vervuert - 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-310-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-349-1 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-350-7 (e-Book) Depósito Legal: M-21032-2022 Diseño de la cubierta: a.f. Diseño y Comunicación Ilustración de cubierta: Retrato de Antonio Pereira, Álvaro Delgado, Fundación Antonio Pereira, León Diseño de interiores: ERAI Producción Gráfica Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

Natalia Álvarez Méndez Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 I. Mi patio es lo que invento: creación poética Alfredo Saldaña Un país sin tiempo: la voz poética interior de Antonio Pereira. . . . . . . . . . . . . . 15 Armando López Castro La voz como símbolo de lo vivido en la poesía de Antonio Pereira. . . . . . . . . . . . 37 Sergio Fernández Martínez La dimensión irracionalista del cuerpo en la poesía de Antonio Pereira . . . . . . . . 51 II. El hilo de la cometa: narrativa breve Natalia Álvarez Méndez Fabulación y pensamiento literario. La cuentística de Antonio Pereira. . . . . . . . . 73 Tomás Albaladejo Poíesis y configuración narrativa en los cuentos de Antonio Pereira: interpretación y analogía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Carlos Javier García Iniciativa y espacios de contención en los cuentos de Antonio Pereira. . . . . . . . . . 107 José Enrique Martínez El íncipit en los cuentos de Antonio Pereira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127

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Raquel de la Varga Llamazares Poética para los bebedores del anochecer: la metaficción como clave en la narrativa breve de Antonio Pereira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 Carmen Morán Rodríguez El largo camino hacia la mínima expresión: hiperbrevedad y fragmentarismo en la obra de Antonio Pereira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165 III. Coda Pablo Andrés Escapa Cierto acento de Poniente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213 Sobre los autores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225

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PRÓLOGO Natalia Álvarez Méndez Universidad de León. Grupo GEIG e IHTC Patrona de la Fundación Antonio Pereira

Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 13 de junio de 1923-León, 25 de abril de 2009) es autor de numerosos títulos que enmarcan diferentes géneros —cuento, novela, poesía, microrrelato, artículo periodístico y dietario—, aunque todo ello parece configurar un mismo libro que se erige con una unidad e identidad individualizables e inconfundibles. No en vano, el narrador y el poeta se complementan, destilan complicidad constante y no se olvidan del “oficio de mirar” que también perfila sus textos periodísticos. Desde esas premisas, la seda —las influencias y el mundo literario que le interesaron— se mezcla con el universo vital del hierro —representante del negocio familiar mercantil de la ferretería—. La seda y el hierro son, por lo tanto, los símbolos de lo personal y lo profesional que se funden en su universo literario, especialmente en la poesía y en el cuento. Con la indagación en estos dos últimos géneros, el presente volumen tiene como objetivo primordial incidir en la relevancia de su poliédrica creación y de su poética. Es muy posible que un elevado porcentaje de lectores, y quizás también suceda esto con parte de la crítica y de la academia, identifique a Antonio Pereira con su faceta como narrador. Sin embargo, este escritor leonés, antes de inclinarse de forma poderosa hacia el cultivo del cuento, sobresale en la poesía, género al que concedió siempre un gran valor. No ha de extrañar, por ello, que la lírica protagonice sus primeros libros publicados y que sea esta categoría la que abra el presente volumen bajo el encabezamiento de uno de sus versos: “Mi patio es lo que invento”, del poema “Balada de mi patio”, de Viva voz, recogido en Meteoros. Poesía, 1962-2006 (Pereira 2006a: 302-303),

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del que reproduzco a continuación sus últimos versos como muestra de la personalidad literaria pereiriana: […] Mi patio es lo que invento en las noches del vino o azotadas de ausencia. Lo trazo con palabras: palabras que si secas surten lanzas de agua, si nacidas del frío valen sol en el mármol, nombres de la celinda en patria del centeno, palabras como Córdoba, lejana y nunca sola. Sobre el costado izquierdo, de cara al yeso blanco, mi corazón insomne es el patio del mundo (2006a: 302-303).

El poeta edifica, pues, el mundo a través de las palabras, de los misterios y los símbolos que estas amparan, pero también se posiciona en el mismo, dando cuenta de sus luces y de sus sombras. En el acercamiento realizado a la poesía del autor villafranquino, el primer capítulo, a cargo de Alfredo Saldaña, ofrece una aproximación biográfica a su figura, pero también una necesaria contextualización histórica y sociocultural de su obra. Asimismo, nos permite descubrir los ejes que cimentan la personalidad poética pereiriana y aquellos en los que podemos localizar el germen de su escritura. El recorrido por su trayectoria lírica, que, desde sus primeros pasos hasta sus últimos versos, irrumpe en el panorama literario español sin complejos y ajena a las modas, va desgranando muchos de los elementos que constituirán también las claves de su narrativa: depuración de la palabra, perspectiva ética y moral, historia colectiva, memoria personal, existencia cotidiana, constantes temáticas universales, ironía, ingenio y erotismo, entre otras. A su análisis se unirá el de Armando López Castro, que se adentra en las particularidades del estilo de Pereira enfocando la función de la voz presente en algunos de sus poemas. Sus comentarios profundizan en esa voz que se convierte en símbolo de lo vivido y que refleja la singular lectura del mundo que realiza el poeta aunando experiencia y materia verbal. Seguidamente, la reflexión sobre el género lírico se cierra con la observación

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Prólogo

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de algunos de los resortes de creación y funcionamiento de los símbolos en el mismo. De tal modo, Sergio Fernández Martínez concede especial atención a la relevancia de los mecanismos irracionalistas en la obra pereiriana, abocando a interesantes argumentaciones sobre el cuerpo como símbolo en sus textos poéticos. Que Antonio Pereira es uno de los grandes cuentistas de la literatura española está fuera de toda duda, pero por ese mismo motivo es necesario un escrutinio amplio de su narrativa breve. Así, la segunda sección es introducida por la expresión “El hilo de la cometa”, tomada del cuento homónimo de Historias veniales de amor (1978) y que, al margen del desarrollo argumental de dicho relato, se ha escogido como representativa de su obra —como ya lo hizo en su momento Juan Carlos Mestre para titular el prólogo a Sesenta y cuatro caballos (2011), selecta y hermosa antología que trasluce el “talento poético-narrativo” pereiriano—. Si se ha elegido de nuevo esa fórmula es, en esta ocasión, porque es susceptible de simbolizar el oficio de volar con el que Pereira asociaba la creación narrativa, así como el sesgo polisémico de su prosa y su carácter elusivo y de insinuación, encarnados en la presencia de una cometa de la que solo se ve el hilo, dejando el resto a la imaginación del lector, con la configuración de un universo narrativo en el que localizamos muchos datos a través de lo sugerido, del ingenio, de las alusiones veladas, de los silencios y de los sorpresivos giros finales o de las posibilidades de interpretación que las historias dejan abiertas. Seis serán las investigaciones que acoten su cuentística. La primera, de mi autoría, propone un sencillo pórtico para adentrarse sintéticamente en su poética narrativa. Entre sus rasgos esenciales, reseño cómo trabaja la entidad narradora, la oralidad, el territorio vital del noroeste, el cosmopolitismo, el juego entre realidad y ficción, los principios y los finales del cuento, la necesidad de un lector cómplice, la intertextualidad, la metaliteratura, el humor, la sensualidad y el erotismo. Posteriormente, el examen del arte narrativo pereiriano se realiza con cabales consideraciones sobre algunos de los ejes sobre los que se asienta su cuentística: la configuración narrativa a cargo de Tomás Albaladejo, cartografiada mediante la teoría de los mundos posibles y examinada a través de la teoría de las neuronas espejo que ponen de manifiesto la carga emocional del autor en la poíesis y cómo esta afecta a la instancia receptora; los dispositivos configuradores de los diversos grados de proyec-

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ción ideológica sociopolítica, en los que profundiza Carlos Javier García, demostrando cómo se vinculan la experiencia y la construcción del sentido en su narrativa breve gracias al espacio narrativo, a las elipsis, a un original registro lingüístico y a la ironía; los inicios de los relatos, en cuyo valor penetra José Enrique Martínez detallando con acierto sus claves y su alcance, además de su trascendencia en lo que atañe a las técnicas que precisan de un lector cómplice para que las historias sean desentrañadas en su completitud; la metaficción como elemento destacado en su cuentística, tal como pone de manifiesto Raquel de la Varga Llamazares en su completo análisis de este recurso en el corpus pereiriano, cuya presencia constata que no se trata ni mucho menos de un procedimiento esporádico; y la hiperbrevedad y el fragmentarismo como herramientas sobresalientes, junto a otros elementos de su poética, en el camino del quehacer de depuración del relato que conduce hacia la mínima expresión, según advierte y perfila Carmen Morán Rodríguez. Finalmente, aunque podría haberse considerado como el capítulo de cierre de la anterior sección, se sitúa en un tercer bloque, con rango independiente de coda, un texto que se agrega a la perspectiva académica de todo lo expuesto hasta el momento. De tal modo, la visión investigadora se combina con la percepción que de la obra de Antonio Pereira tiene uno de los escritores actuales que se ha distinguido como heredero del “acento de Poniente”, de la singular fabulación enmarcada en la geografía del noroeste de Iberia. En esa línea, Pablo Andrés Escapa traza un recorrido exquisito que devela los recursos que caracterizan la actitud pereiriana ante la materia susceptible de ser narrada —sea historia, tradición oral, fábula o mito—, siempre con una deuda importante con la memoria y con el compromiso de una lengua exigente, de las palabras justas que convierten tanto lo cotidiano como lo maravilloso en ficciones que trascienden, conmueven y perduran. La obra de Antonio Pereira, que sorprenderá con hermosas ediciones conmemorativas en 2023, año de celebración del centenario de su nacimiento, permite a sus lectores cómplices disfrutar de sus versos, de sus precisos y magníficos cuentos, del ciudadano Pereira y de sus rincones afectivos, del tono oral, de su inteligente oficio de mirar, de los frutos de la seda y del hierro, del poso humano y de la vecindad, de la vigorosa dimensión ética proyectada en la mirada social y el testimonio solidario, así como del ingenio, de la ternura y del humor con los que envuelve el retrato de lo cotidiano,

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Prólogo

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del existir y de la peripecia humana, para, en suma, como expresa uno de sus títulos, contar y seguir, contar y seguir a su lado. Queda pendiente para futuros estudios una aproximación a sus novelas, a su producción periodística y a su dietario. Mientras tanto, sirva este libro como exponente inicial de la significación de una obra literaria que Pereira trazó mediante palabras depuradas que contienen el misterio en la envoltura de sus versos y de su prosa cuentística. En ambas modalidades genéricas, ciertamente entretejidas, Antonio Pereira canta y cuenta, con el resultado de fundar la vida en la ficción y de perpetuarla en un territorio sin tiempo trenzado por la memoria y la fabulación.

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I. MI PATIO ES LO QUE INVENTO: CREACIÓN POÉTICA

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UN PAÍS SIN TIEMPO: LA VOZ POÉTICA INTERIOR DE ANTONIO PEREIRA Alfredo Saldaña Universidad de Zaragoza

Para Úrsula Rodríguez Hesles, in memoriam

Antonio Pereira, alguien que echó “mucho cuento a la vida” (como escribiera en el Diario de León Verónica Viñas el 8 de agosto de 2007), nació en Villafranca del Bierzo el 13 de junio de 1923 y murió en León el 25 de abril de 2009. Allí, en su villa natal, como él mismo recordó en reiteradas ocasiones, comenzó a leer en su adolescencia. De aquellos años, guardó siempre un recuerdo imborrable de don Manuel Santín, cura, profesor y el primer escritor que pudo conocer, en cuya academia estudió Pereira parte del bachillerato (por allí había pasado también, con anterioridad, Ramón Carnicer).1 Un hecho algo más que anecdótico que, según él mismo explica, marcó su juventud fue que a los once o doce años le pusieron gafas, circunstancia que contribuyó a que forjara un temperamento más o menos solitario y volcado hacia la lectura, una personalidad que Pereira con mirada serena y diáfana recrearía posteriormente en un poema inolvidable, titulado “Ese niño que miro y que me mira”, incluido en Situaciones de ánimo (un libro iniciado en 1962 al que haré alguna referencia más adelante): Manuel Santín, don Manolo, fue un personaje polifacético, articulista en la prensa local y regional y un gran estudioso de la obra del también villafranquino Enrique Gil y Carrasco. Ramón Carnicer (1912-2007), desarrolló durante años una intensa actividad docente y es autor de una obra literaria y ensayística de referencia. 1 

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Alfredo Saldaña

Hizo falta este agosto sin orillas en la mañana que no mueve el viento, estar en vacación desde la nube hasta la paz tendida de los huesos. El sol parece quieto en su camino. Ningún latido en el compás del tiempo. Repliego la mirada hacia mi hondura y es un niño sin voz lo que contemplo. Torpe para nadar, le duele el agua. Torpe para los saltos y los juegos. —Torpe, torpe… —le dicen. Él me mira. Tiembla una luz delgada entre sus dedos. Nunca se alzó bastante hasta los nidos. Torpe, si no era en alcanzar los sueños. Agua miope y dulce va a sus ojos. Yo me conozco naufragando en ellos (Pereira 2006a: 134).

Torpeza y miopía que forjarán el aislamiento en el que fraguará la personalidad poética pereiriana y que se traducirá posteriormente en el desarrollo de una obra singular ante la que sus críticos, desconcertados, experimentan una gran dificultad a la hora de ubicarla colectiva o generacionalmente.2 La tardanza en publicar su primer libro, a la que me referiré más adelante, contribuyó a desubicar a Antonio Pereira con respecto a sus compañeros de generación. En sus propias palabras: “A mis treinta y tantos años con bastante obra édita e inédita, yo no había publicado un libro. Mis coetáneos, que a su tiempo lo hicieran con algún éxito, entraron en una generación, que es la manera de salir siempre en la foto” (Pereira 2006a: 347). Ricardo Gullón (1989: 19) se refirió a él en los siguientes términos: “poeta original y a su manera raro, es decir, huidizo a las clasificaciones que lo agruparían según el criterio o la falta de criterio vigentes”. En mi opinión, la crítica literaria española ha adolecido históricamente de una obsesión casi patológica por encasillar a sus escritores dentro de algún grupo o movimiento literario, como si fuera imposible desarrollar una actividad al margen de esos compartimentos. Si por edad, Pereira debería adscribirse a la denominada “generación del medio siglo”, por las fechas de sus primeras publicaciones —si exceptuamos algunos poemas aparecidos en Espadaña y algunas otras colaboraciones periodísticas— formaría parte de la generación posterior, algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con César Simón (1932-1997), un poeta que publica sus primeros libros, Pedregal y Erosión, en 1971. Sin embargo, Pereira parece escribir a contracorriente de 2 

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Así pues, nos encontramos con una personalidad volcada hacia la lectura y —de la mano del también villafranquino Antonio Carvajal Álvarez de Toledo, poeta y articulista en prensa a quien visitaba en su casa de la calle del Agua— asimismo hacia la escritura, pues sus primeras publicaciones datan de cuando tenía doce o trece años, “en un periodiquito que se llamaba El Sembrador, editado por la congregación religiosa de los Operarios Diocesanos, unos curas que se dedicaban justamente a administrar los seminarios” (Pereira 2004: 14). Fue por entonces cuando Pereira compuso su primer poema y comenzó a colaborar en diferentes periódicos y revistas. Con trece años publicó su primer artículo en el Diario de León, una crónica sobre la fraternidad entre Villafranca y Astorga. Se iniciaba así una pasión literaria —en principio, poética— que iba a acompañar a Antonio Pereira el resto de su vida, una pasión que pudo alimentar con las frecuentes visitas a la imprenta y librería que Tomás Nieto, su tío y padrino, tenía en su ciudad natal. Para lo que aquí interesa, la poesía de Antonio Pereira, aquellas visitas fueron importantes porque le permitieron leer obras como Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, y quizás entonces se gestó el germen de ese “hábito poético” (López Castro 2010-2011: 115) que acompañaría al de Villafranca a lo largo de su trayectoria y que actuó como un agente unificador de sus diferentes escrituras.3 Antonio Pereira recuerda que, después de haber obtenido el título de maestro nacional, en 1941, su vida dio un giro: las sucesivas modas y los modos más en boga de una y otra generación. Es un verso suelto, algo profundamente inoportuno y chinchoso para una crítica literaria acostumbrada a trabajar desde el encasillamiento. El hecho, y esto apenas se discute desde hace ya bastante tiempo, es que el criterio generacional se muestra sensiblemente estrecho e insuficiente para contextualizar y analizar los planteamientos y las propuestas de algunos escritores. Antonio Pereira y César Simón son solo dos ejemplos, pero junto a ellos podríamos citar a Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, José María Fonollosa, Carlos Edmundo de Ory, Antonio Fernández Molina, Alfonso Canales o el mismo Antonio Gamoneda, por mencionar solo unos pocos poetas coetáneos del propio Pereira que muestran con sus poéticas la inoperancia de dicho criterio. 3  La información biográfica aquí recogida está tomada en su mayor parte de “Notas de una vida”, de Carmen Busmayor, que pueden leerse en la web del escritor (www.fundacionantoniopereira.com), “Antonio Pereira. El poeta que canta y cuenta y el narrador de historias”, de José Enrique Martínez (2010: 109-158), y la “Introducción” de José Carlos González Boixo a Recuento de invenciones (2004).

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A partir de ahí empezó a interesarme el comercio, porque de alguna manera me atraía mucho la literatura e intuía que en aquel mundo —me estoy refiriendo a la ferretería de mi padre en Villafranca— aparecían unos tipos, todo el paisanaje de aquellas montañas, junto con viajantes procedentes de Bilbao, de San Sebastián, de Barcelona. […] El mundo de los trenes, de las fondas y de las gentes me atraía enormemente […], empecé una vida de recorridos, a mi aire, por plazas de Galicia, como el Barco de Valdeorras, Monforte de Lemos, Sarria […], era muy hermoso […], a veces atendía más a lo literario que a lo comercial. Me refiero a fijarme en las cosas y escribirlas (Pereira 2004: 16).4

Esto es, renunció a trabajar como maestro y se hizo viajante de comercio. El Barco, Monforte, Sarria…, localidades que están ahí mismo, a la vuelta de la esquina, muy cerquita de Villafranca, pero que en 1941 representaban para un joven golpeado por la curiosidad y ávido de aventuras el misterio, los secretos y la oportunidad de descubrir paisajes y seres humanos desconocidos con los que compartir experiencias y emociones. En cualquier caso, ahí encontramos el germen de su escritura; como el propio poeta recordaría años después, entonces comenzó a fijarse en cosas y a escribirlas. En efecto, lugares como estos, habituales referencias en su escritura narrativa, aparecerán expresamente mencionados en algunos poemas de su primer libro. En 1947 —con una descripción geográfica e histórica de Villafranca salpicada de elementos poéticos— gana su primer premio como escritor en un concurso convocado por el Ayuntamiento de León en el que Victoriano Crémer, por su parte, obtuvo la Flor Natural (el galardón más prestigioso de los Juegos Florales, un tipo de concurso literario muy extendido a lo largo y ancho de la geografía poética española de aquellos años), laurel que obtuvo Pereira el año siguiente, 1948, con un soneto dedicado a la basílica de San Isidoro. Poco después, en 1949, lo encontramos ya en la capital de la provincia en contacto con los miembros de Espadaña, encuentro que resultará decisivo con un grupo, sin embargo, “al que llegué tarde, casi al final de su movida navegación” (Pereira 2006a: 346-347). Ese año, y en el número 38 de la citada revista, publicará, agrupados bajo el título general de “Poemas del estío”, tres sonetos de temática amorosa: “Sed en los labios”, “Misa de A su padre, “que trabaja el hierro”, y a su madre dedicará Pereira su segundo libro de poesía, Del monte y los caminos (1966). 4 

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doce” y “Dos, uno, siete, siete…”. Copio aquí el primero de ellos, “Sed en los labios”: Por fin llegó el estío, mas en vano buscó mi corazón tu forma ilesa. ¿En dónde estás? Un sol entero pesa tan inhumano ardor, tan inhumano tonelaje de luz sobre mis huesos, que he de morir de sed si tú no vienes —¡traedla pronto, arcángeles o trenes!— desbordada en el río de tus besos. Ha de esperar aún mi fantasía el milagro que traiga hasta la arena de mi desierto el agua deseada. Y, entretanto, yo forjo cada día —verso a verso— la rígida cadena que ha de apresar mi vida en tu mirada (Pereira 1949).5

Poco después, publicaría “Sonetos del Bierzo”, “Viajeros del alba” y algunos otros poemas en diversos números de Alba, revista dirigida primero en A Coruña y luego en Vigo por el también villafranquino Ramón González Alegre y clave para el resurgimiento de la poesía gallega tras la Guerra Civil, Altano, Arte, Poesía Española, comandada por el garcilasista José García Nieto, y, más tarde, en publicaciones como Caracola, Ínsula, El Extramundi, la leonesa Claraboya (con poemas en los números 2, 5, 9 y 11), etc.6

Estos poemas fueron recogidos, de nuevo, en Meteoros. Poesía, 1962-2006 (2006a), con algunas variantes, lo cual da muestra de esa labor de corrección y depuración a la que Pereira sometía su propia escritura. “Sed en los labios” pasó a titularse “Sed en la ausencia” y los tercetos quedaron como sigue: “¿Ha de esperar aún esta ardentía / a que el cielo libere hasta la arena / de mi desierto el agua deseada? // Yo, insomne, consumido en lejanía, / sin ángel ni aeroplano que a mi pena / le dé alivio de su brisa alada” (Pereira 2006a: 45). 6  Un acertado y documentado análisis de las relaciones entre Pereira y sus amigos más jóvenes de Claraboya puede leerse en José Antonio Llamas, donde se defiende que uno y otros estuvieron signados por un deseo de superación del realismo social imperante en los cincuenta, “la puesta en cuarentena de los García Nieto y adláteres oficialistas de la dictadura” (Llamas 2014: 38) y el rechazo a la sobrecarga esteticista que trajeron algunos novísimos. 5 

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Aquí y en este momento se hallan las coordenadas que marcan el inicio de su trayectoria poética, el instante en el que, como él mismo ha señalado, comprendió que “la poesía era otra cosa. Aunque no sabía qué cosa” (Pereira 2006a: 345). Si bien, en rigor, nunca fue un espadañista propiamente dicho —algo parecido a lo que le ocurrió a Antonio Gamoneda—, Pereira mantuvo una relación más o menos estrecha y constante con diversos miembros del grupo: Victoriano Crémer, Eugenio de Nora, Luis López Anglada, José Castro Ovejero, Luis López Santos, Manuel Rabanal. Poco antes se había incorporado a las tertulias de la Biblioteca Azcárate, a la sazón dirigida por el sacerdote Antonio González de Lama, con quien Pereira trabó una estrecha amistad. Con todo, y aunque Pereira se mantuvo, con algunas excepciones, bastante alejado del registro social y político que, en aquellos años cincuenta, Crémer, Nora, Celaya o Blas de Otero imprimieron a sus propuestas, habría que reconocer que el universo poético de Pereira, más próximo al de Machado que a los de Neruda o Saint-John Perse (por mencionar tres poetas insoslayables de aquel momento), encontró en la revista leonesa un caldo de cultivo extraordinariamente nutritivo con el que enriquecer el suyo propio. Espadaña, como acertadamente resumió el profesor Francisco Martínez García (1982), se concibió y dio sus primeros pasos como tertulia, creció y floreció como revista y tuvo posteriormente un desarrollo como tendencia que alcanzó la totalidad de la geografía española.7 De este modo, León conoce una intensa actividad poética durante las décadas de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, primero gracias a la labor desempeñada por Espadaña (1944-1951), y después con Claraboya (1963-1968), algo parecido, por ejemplo, a lo ocurrido en ZaJosé Antonio Llamas defiende un relato bastante diferente, riguroso y lesivo con respecto al legado de Espadaña: “la labor de nuestros antecesores, los espadañistas, no había calado en la juventud. Se había quedado como un reducto de expertos, la mayoría de ellos camuflados bajo el manto del insuperable temor a las represalias del franquismo y la censura. Eran un clan de ocultos e incómodos poseedores de una luz que había brillado en la justa linde de un bando y otro bando, solapada por un cura que explicaba la teología de la modernidad, pero que callaba cuando se hablaba de la teología de la liberación” (Llamas 2014: 104). En rigor, durante el periodo en el que estuvo activa la revista Espadaña (1944-1951), difícilmente podría haberse hablado de la teología de la liberación, corriente surgida en América Latina avanzada ya la década de los sesenta. 7 

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ragoza, con una ingente labor editorial y de publicación de revistas literarias aglutinadas alrededor de Miguel Labordeta y sus compañeros del Niké.8 Aunque un lector menos avisado no sea consciente de ello, es sabido que la poesía acompañó a Antonio Pereira a lo largo de toda su vida de una manera constante e intensa, y ello, como hoy conocemos, hasta el final de sus días. Siempre se consideró un poeta, lo mismo cuando escribía en verso que cuando lo hacía en prosa, creencia que, como digo, puede resultar chocante a algunos de sus lectores menos enterados. En una entrevista publicada en el Diario de León el 8 de agosto de 2007, al hilo de la aparición de Meteoros. Poesía, 1962-2006 (2006a), afirmó: “tenía ganas de reverdecer mi condición de poeta, aunque, tanto si escribo en verso como si lo hago en prosa, escribo siempre con voluntad esencial de poesía” (en Viñas 2007), declaraciones enormemente relevantes de alguien que, desde sus raíces, escribió de manera persistente como un poeta.9 Aunque ha pasado a la historia literaria como un extraordinario narrador —un escritor de cuentos y de algunas novelas que le han reportado, sin duda, numerosas alegrías y un gran reconocimiento crítico—, Pereira insistió en reiteradas ocasiones en que le gustaría ser recordado como poeta lírico,

En el mismo número de Espadaña en el que aparecieron los poemas de Pereira, se publicó un comentario crítico bastante elogioso de Sumido 25, el primer libro de Miguel Labordeta, quien, posteriormente, en 1950, en el n.º 47 de dicha revista, entregó el manifiesto “Poesía revolucionaria”, en el que carga contra una poesía adocenada por la subvención oficial, mediocre, lastrada por la nostalgia, insoportablemente perfecta y putrefacta, frente a la que surge lo esencial de su particular propuesta poética: insumisión, contradicción y autocrítica permanentes, hasta el punto de contradecirse de una manera radical, desautorizándose incluso; el manifiesto funciona como una declaración de intenciones poéticas y en él Labordeta apuesta por una poesía entendida como un antídoto contra el estado generalizado de somnolencia social, revolucionaria, caracterizada por su constante afán de remover conciencias, subvertir los conceptos más arraigados en el imaginario colectivo, alterar la sintaxis más usual y quebrar la lógica interna de la gramática, todo ello junto a un irrenunciable deseo de alcanzar nuevos y liberadores sentidos a partir de una incansable labor de erosión y desintegración del lenguaje (Labordeta 2015). 9  El título del volumen procede del poema “El pudor era un meteoro”, incluido en Dibujo de figura (1972b). Por otra parte, “meteoros”, en opinión de Armando López Castro (20102011: 112), “guarda relación con la naturaleza de la palabra poética, la cual ha de ser sentida en la inmediatez de su repentina aparición”. 8 

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“cuanto más lírico, mejor” (Pereira 2004: 18), palabras que dan cuenta del considerable valor que otorgó siempre a la poesía. Aunque, como ya hemos recordado, tardara en publicar su primer libro, Antonio Pereira fue un escritor precoz.10 Con nueve, tal vez diez años, escribió versos como estos, que pasan por ser, según confesión propia, los cuatro primeros que garabateara al albur de una ensoñación provocada por una niña de Bilbao: “Lagrimitas de mujer, / perlas de mi corazón, / que venís a entristecer / las delicias del amor” (Pereira 2006a: 345). Una precocidad que lamentaría posteriormente y hacia la que siempre mostró una “nula simpatía” (Pereira 2006a: 345), pero, como asimismo reconoció, también conviene recordarlo, tardó en publicar, “lo que da la falsa impresión de poeta tardío” (Martínez 2010: 115).11 *** Habrá que esperar hasta 1964, a punto de cumplir su autor cuarenta y un años de edad (el colofón fecha la impresión del libro el 15 de mayo), para la publicación de su primer poemario, El regreso, volumen CCXX de la legendaria colección Adonais (de la que Pereira era suscriptor de honor con el n.º XIII) y que, de alguna manera, cierra una primera etapa de su producción poética (González Boixo 2004).12 Con este libro se dio a conocer en el panoEn “El poeta hace memoria”, Antonio Pereira (2006a: 343-360) explica esta aparente contradicción entre su temprana pasión por la escritura, esa “vocación vergonzante”, y la tardanza en dar a conocer sus escritos por el tipo de vida viajera y disipada que llevó en su juventud. 11  Esta demora en la publicación de sus primeros libros fue, según Armando López Castro (2010-2011: 106), un elemento positivo “que le ayudó a perfilar su escritura, suprimiendo la acumulación de realidad y de lenguaje”. 12  Retengamos la fecha: 1964. Es el año en el que algunos poetas de la generación posterior a la de Pereira publican sus primeros libros, el año, por ejemplo, en el que Francisco Ferrer Lerín publica De las condiciones humanas, José María Álvarez Libro de las nuevas herramientas; en 1963, Pere Gimferrer había dado a la imprenta Mensaje del tetrarca. Un año después, en 1965, José-Miguel Ullán publicaría El jornal y Amor peninsular. Una etapa en la que comienza a fraguarse un nuevo tipo de poesía que recupera algunas técnicas vanguardistas, más o menos irracionalista, barroquizante y culturalista, caracterizada por una cierta ruptura con el realismo social imperante. Y la poesía de Antonio Pereira emerge con determinación a contrapelo de estas poéticas. Con determinación y regularidad pues en ocho años, hasta 1972, publicará cuatro libros de poesía y su primera antología. 10 

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rama literario, aprendió a medir el valor de las palabras y el silencio, trazando un lenguaje dotado de una considerable unidad temática y formal, con una contrastada cohesión musical y un potente sentido del ritmo. El resultado es un libro en el que lo particular y lo general, lo singular y lo colectivo, lo local y lo universal se yuxtaponen sin anularse recíprocamente en ningún momento. De hecho, José Enrique Martínez (2010) distingue dos partes en el poemario: “En la primera, el autor poetiza vivencias de ‘desterrado’, de viajero, de habitante de ‘ciudades sucesivas’, de paisajes no familiares… Silencio, soledad, hostilidad, son los sentires del desterrado […]. La segunda parte poetiza el gozo de lo conocido, de la costumbre, reverdeciendo la sensación de seguridad […] y el sentido de la intrahistoria” (Martínez 2010: 116). Dedicado a su esposa, expresamente mencionada en el poema titulado “Úrsula ciudad”, el libro destila inocencia y sencillez por todas sus páginas; es la poetización de una vuelta, un retorno, un regreso (Martínez 2010) y se abre con “Afirmación de vecindad”, un soneto que da cuenta del compromiso que Pereira adquirió con su territorio y con los habitantes de esas tierras, retratándolos en “su propio lugar, o su propia casilla, o su cuartel de nobleza, esto es, de verdad” (Dolç 1972: 19). Regresar es, como indica José Enrique Martínez (2018: 25), “tornar a la seguridad de la costumbre”. Copio el comienzo y el final de ese poema: Soy de una tierra fría, pero hermosa. Aquí la nieve, la esperanza helada de que se alumbre cada madrugada el destino difícil de la rosa. […] Yo, con vosotros. Dando cada día testimonio de cómo entre los hielos abre el amor sus minas imborrables (Pereira 1964: 11).

Este soneto contiene toda una declaración de intenciones de esa sensación de vecindad, cercanía y complicidad que esta escritura genera entre muchos de sus lectores, y es un ejemplo de la labor de reescritura que en ocasiones Pereira llevó a cabo. Tras su primera publicación en El regreso (1964), el texto se reeditó, sin cambios, en Contar y seguir (1972a), y, con alteraciones relevantes en el segundo cuarteto, en Meteoros. Poesía, 1962-2006 (2006a),

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hecho que da cuenta de una singular evolución poética. Copio a continuación las dos versiones de dicho fragmento: Y me basta. Me basta si esta cosa que nombramos amor o sueño o nada se la puedo cantar a quien me agrada, a quien conmigo está y en mí reposa (Pereira 1964: 11). Y me basta. Me basta si esta rosa que al fin ha de nacer inmaculada se la puedo decir a quien me agrada, a quien conmigo va y en mí reposa (Pereira 2006a: 13).

En este caso, la presencia de Dios es constante y las referencias a ciudades y otros lugares concretos del paisaje (Manzanal del Puerto, Valgrande, Grajal de Campos, Cantamilanos, Villaralbo, pero también Normandía o el vibrante y exótico topónimo quechua Guayabamba, etc.) no cumplen una función meramente demarcadora o contextualizadora, sino que contribuyen a la intensificación de emociones, sentimientos y estados de ánimo del sujeto poético, que aparece integrado ya como un elemento más en esos escenarios. Como en una especie de “diario de a bordo”, ese sujeto acaba disolviéndose para dejar que sean el propio viaje y el paisaje real e imaginario los auténticos protagonistas del poemario. En el poema que cierra la primera parte, uno de los más logrados del conjunto, titulado, como el libro, “El regreso”, declara su jubilosa vuelta a casa, su amor a los cien mil habitantes de esa ciudad que no menciona por su nombre, al tiempo que es un extraordinario ejemplo de filtrado de la memoria y el territorio a través del lenguaje poético. Copio los últimos versos: porque todos lo saben su nombre de carbón redondo y puro, de trenes en la noche palpitante, duro como una espada que parte en dos el corazón del aire (Pereira 1964: 37).

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Una segunda etapa, que coincidiría con su incorporación al mundo literario madrileño (participando de manera más o menos asidua en tertulias como las del café Gijón e Ínsula13) y que se prolongaría hasta 1972, una etapa en la que encontramos títulos como Del monte y los caminos (1966), Cancionero de Sagres (1969) y Dibujo de figura (1972b), recogidos todos ellos, junto a su primer libro y los dos inéditos de esos años, Situaciones de ánimo y Memoria de Jean Moulin, en Contar y seguir (1972a).14 Aunque correspondan a diferentes momentos de su trayectoria, hay una evidente y estrecha conexión entre su primer poemario, El regreso, y los dos siguientes, Del monte y los caminos y Cancionero de Sagres. Son libros en los que encontramos poemas que oscilan entre las maravillas y posibilidades de apertura y conocimiento que ofrece el viaje y las promesas de reencuentro con las raíces que brinda el retorno al ámbito más familiar. Todos ellos confluyen en una estética común, respetuosa con los moldes estróficos tradicionales —nuestro poeta se ha declarado “devoto del Romancero” (Pereira 2006a: 358), y no son pocos los romances y sonetos que pueden leerse en esEn tertulias como estas pudo conocer a algunos hispanistas que luego —en esa extraña negociación que establecen la realidad y la ficción— fueron incorporados como personajes literarios a algunos de los relatos de La divisa en la torre, donde, al parecer, fueron tratados con no demasiada benevolencia. Preguntado al respecto, respondió: “[No tengo nada contra los hispanistas], son gente simpatiquísima. Venían mucho a las tertulias de Madrid. Hablo de mis tiempos mozos. Tengo amigos hispanistas; sobre todo amigas, que venían muy liberadas. Estudiaban nuestra literatura con gran provecho y pasaban unos ratos malísimos, porque, al volver a las universidades americanas, querían repetir nuestras tertulias, pero no les salían las tortillas de patatas, porque no ponían los huevos adecuados y no les cuajaban. Las tertulias de Madrid eran de hablar todos a un tiempo. Y a los hispanistas no se les daba bien...” (en Viñas 2007). 14  Con la excepción de “El ciego, el poeta”, poema de la segunda parte de El regreso, Contar y seguir recoge los libros hasta entonces publicados de manera íntegra y dos colecciones de poemas inéditos hasta esa fecha: Situaciones de ánimo, dedicado a Ramón Carnicer, que reúne un total de trece poemas fechados por su autor en los años 1962 y siguientes, y Memoria de Jean Moulin, un conjunto de cuatro poemas escritos en 1968 que se abre con unas palabras de André Malraux pronunciadas en la ceremonia de traslado de las cenizas de Moulin al Panteón: “Il était le chef d’un peuple de la nuit”, cita que Pereira incorporará al final de uno de los poemas. El título, como es sabido, alude a uno de los héroes de la resistencia francesa, Jean Moulin, perseguido por la Gestapo y el Gobierno de Vichy, capturado y ejecutado en julio de 1943. 13 

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tos libros—, comparten temáticas y motivos semejantes a la vez que se sirven de un registro lingüístico al mismo tiempo sencillo y refinado, tratado con rigor, que se acompaña de frecuentes recursos expresivos (elipsis, hipérbatos, metáforas, metonimias, aliteraciones, etc.). Me acabo de referir a una “evidente conexión” entre El regreso y los libros posteriores, pero, a la vez, también podemos hallar unas diferencias relevantes. Del monte y los caminos (1966), finalista del Premio Guipúzcoa de Poesía en la convocatoria de 1964, supone un ahondamiento en la conciencia lingüística y una dilatación del componente ético y moral de la palabra, al tiempo que abre la puerta a una poesía más meditativa y reflexiva en la que se intensifica lo autobiográfico. Corroído por la desdicha y la aflicción de sus “paisanos de los montes ásperos y de los caminos imposibles” (Pereira 2006a: 350), Del monte y los caminos es “el libro del trabajo, de la brega y de la pobreza” (Martínez 2018: 25). Pereira ahonda en su posición itinerante, pero, al mismo tiempo, da un giro a su escritura y se adentra en otro tipo de poesía: “una poesía de liberación moral, creada en cada momento en que el poeta, indeciso entre lo que sabe de sí mismo y quiere para sí y lo que quiere de ella y del mundo, se vierte hacia el exterior sin dejar de recobrar, en cada impulso, su propio ser de hombre y espectador” (Dolç 1972: 14-15). Así es la poesía que podemos leer en Del monte y los caminos, un libro armado a través del viaje como motivo vehicular, configurado como una suerte de ajuste de cuentas con la memoria personal, familiar y colectiva y en el que se rinde homenaje a toda esa “gente sufrida” (Pereira 1966: 14) que tradicionalmente ha vivido en el lado más hostil y adverso de la historia, un libro, en suma, en el que lo ético y lo estético comparten un mismo objetivo.15 Hasta tal punto es su complicidad con esa gente, que el poeta percibe que su canto no es suficiente para remediar tanto dolor y tanta injusticia, y reclama una herramienta para romper el paso, brazos rudos

Al hilo de esta escritura, Pablo Andrés Escapa ha señalado: “bajo esa voluntad estética aflora una preocupación ética que recorre toda su obra” (2013: 40). 15 

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con que palear la nieve, y el esfuerzo para portar un cuerpo por el bosque de las sombras, como un árbol herido (Pereira 1966: 32-33).

En este contexto de orfandad, desarraigo y soledad, la presencia de Dios pierde peso con respecto a su libro anterior y, cuando aparece, casi siempre lo hace para dar la callada por respuesta: “El hombre habla hacia dentro y se contempla / en el espejo cóncavo del alma. / Lo que sabe lo aprende con su pena. / Si pregunta a lo alto, Dios se calla” (Pereira 1966: 42). De ahí que, más que a la catedral, como símbolo del poder no solo religioso sino también político y social, se cante aquí a la ferretería —recordemos, el oficio de su padre— como emblema de todas esas actividades que ha llevado a cabo secularmente “la población de sus desheredados”, esos seres humanos que llevan “con sudor escritas / en la memoria sus señales” (Pereira 1966: 31): Hoy no voy a cantar por una catedral. Ni siquiera por pájaro, mujer o nube altiva. Hermosa a su manera y de cantar posible si la mira el amor es la ferretería. […] Y los clavos, decidme, los clavos, qué parroquia van a tener si no es la gente sometida que va por los caminos con hierro en el calzado y señales profundas de clavos más arriba (Pereira 1966: 14-15).

Cancionero de Sagres (1969) se publicó en la colección Arbolé, dirigida por el, en su momento, espadañista Luis López Anglada, que firma el texto

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de la primera solapa, y de la que Pereira era “suscriptor especial”. Se trata de una poesía de corte tradicional o popular, que bebe en los villancicos, las jarchas y las cantigas de amigo galaico-portuguesas, registros por los que Pereira mostró siempre un gran interés; de este modo, quizás sea este el libro más lírico de cuantos escribió Pereira, la obra en la que el cantar se impone sobre el contar, y ello ya desde el mismo título. Repleto de imágenes y referencias a la geografía, la historia y la cultura lusitanas, es obvio que el libro, aunque no expresamente, está dedicado a Portugal, “país de rosas y quebranto” (Pereira 1969: 84), “la nación que más quiero, después de la mía” (Pereira 2006a: 354), un canto armado sin que ese aprecio le conduzca hacia una expresión desaforadamente elogiosa, escrito en el país vecino, “sobre el terreno”, como afirma el poeta, durante la dictadura de António de Oliveira Salazar, circunstancia que —sin dotar al libro de un contenido político o testimonial determinados— aflora en muchas de sus páginas en ese aliento de complicidad y solidaridad con los más humildes y desarraigados, a quienes, en “Coral de Lisboa”, se dirige en estos términos: “Este himno os debía. Si no vale / la voz de un hombre solo, hacedme sitio / para que cante hermano con vosotros” (Pereira 1969: 59). Como es sabido, Sagres es una freguesia —pedanía, barrio, feligresía, parroquia— del concelho de Vila do Bispo, en el extremo más occidental del Algarve. Allí pasó sus últimos años, soñó y emprendió su último viaje Enrique el Navegante, infante de Portugal y primer duque de Viseu. Sin embargo, ese lugar funciona aquí como sinécdoque de un país que el sujeto de la enunciación siente como propio, un país cuyos habitantes “solo hablan con su silencio” (Pereira 1969: 16). A ellos, a sus desvelos, conflictos y adversidades, se refiere el poeta cuando escribe: “Yo canto por los que quedan, / patria a la que nadie nombra” (Pereira 1969: 18). El poemario incluye canciones, romances, seguidillas y una emocionada elegía a su amigo Ramón González Alegre, “Carta a González Alegre”, muerto a los cuarenta y siete años, en septiembre de 1968, y con él Pereira se lanza a la búsqueda de una “poesía necesaria”, a la luz del Victoriano Crémer de Nuevos cantos de vida y esperanza (1951), del Gabriel Celaya de “La poesía es un arma cargada de futuro”, incluido en Cantos iberos (1955), o del Blas de Otero de “A la inmensa mayoría”, poema de Pido la paz y la palabra (1955) en el que el bilbaíno retrata a ese poeta que decide bajar de su particular torre de marfil

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y salir a la calle para escuchar los latidos de la gente. Así, en “Biografía”, Pereira escribe: Los poetas nacen en feligresías apartadas, de concejos con nombre de lluvia cayendo. […] Hasta un día en que tocan con la mano el pecho de otro hombre, tan duro y contrincante de la niebla, y es una chispa roja lo que salta, la poesía necesaria (Pereira 1969: 37-38).16

Dibujo de figura (1972b), dedicado a Luis Hernando Avendaño, a quien Pereira tuvo como nefrólogo, se publica, como Del monte y los caminos, gracias al poeta y editor José Batlló en la mítica colección El Bardo; el libro marca un cierto punto de inflexión en la trayectoria pereiriana y contiene algunos de sus poemas más logrados. En opinión de José Enrique Martínez (2010), que comparto plenamente, se trata de su mejor libro de poesía y muestra una evidente evolución con respecto a los anteriores. El verso regular ha dado paso al verso libre (dictado no tanto por la servidumbre de la rima o la medida sino por los pálpitos del corazón), la jerarquía sintáctica se ha difuminado debido en parte a una relajación de la puntuación y, al mismo tiempo, el coloquialismo ha ganado terreno con expresiones propias del lenguaje oral, presentes, desde el primer libro, a lo largo de toda su obra17. Todo ello apuntalado sobre una “ironía cervantina y socarrona” (Llamas 2014: 39) y sin perder el sentido del ritmo y el contacto con algunos tópicos de nuestra tradición literaria, como sucede con estos versos que reescriben el comienzo de las manriqueñas Coplas a la muerte de su padre: “Pero el seso se aviva y se despierta / para la vida más que por la muerte” (Pereira 1972b: 15), una En las versiones de este poema recogidas en Contar y seguir (1972a) y Meteoros. Poesía, 1962-2006 (2006a), se ha suprimido la coma que aparece detrás de “niebla”. 17  En su libro anterior, Cancionero de Sagres, en el poema titulado “Noticia a Rafael Morales”, quizás a modo de aviso, dejó escrito en endecasílabos blancos: “Amigo Rafael, me estás riñendo / de prosaísmo, como si lo viera” (Pereira 1969: 76). 16 

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muerte que, sin embargo, aparece incorporada en la sección que cierra el libro, “Consolación a Claudia”, donde el poeta, a lo largo de siete poemas escritos en un tono marcadamente intimista y confidencial, recuerda a su madre, fallecida en 1968; el texto que abre esa parte se inicia con estos versos: Hoy vine a levantar las aldabillas y fue romper los sellos de la muerte. […] Ahora puedes hablar, podemos, madre, hablar y hasta cantar, si no es muy alto, no vayan a decir que ni siquiera nos pusimos de alivio (Pereira 1972b: 49).

Una muerte que, más allá de la del ser querido, se extiende como un manto negro hasta casi cubrirlo todo. Con un registro expresivo acentuadamente crítico, no muy habitual en esta poesía, leemos en esa misma sección otros versos que parecen rememorar un episodio oscuro y siniestro de nuestra historia colectiva, la Guerra Civil y sus consecuencias, un tema que ya había sido tratado con anterioridad en Del monte y los caminos: yo sabía que un muerto no es gran cosa en una edad de tapias y cunetas. […] Para matar a un hombre tiene que estar entero, de otro modo sería rematarlo (Pereira 1972b: 52-53).

El libro, por otra parte, da cuenta de esa mesura y esa contención con las que Pereira afrontó siempre su trabajo poético, del valor que en todo momento concedió a las palabras y al silencio: “Por cada verso que os he dado en limpio / otros sin culpa acaso se han quedado / en el cajón que crece hacia el olvido” (Pereira 1972b: 29), y se produce una ampliación del horizonte temático con la incorporación de nuevos motivos signados por la ironía, el ingenio y el erotismo, rasgos, todos ellos, que establecen puentes y paralelismos con su escritura narrativa: “El cuento literario tiene mucha afinidad con el poema y, además, en mi poesía […] no es difícil encontrar ingredientes narrativos” (Pe-

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reira 2006a: 358).18 Sin ir más lejos, el título con el que recogía su producción poética de la década 1962-1972, Contar y seguir (Pereira 1972a), daba cuenta de ese sesgo narrativo que sirvió de enlace entre su cuentística y su poesía. Más aún, Pereira ha reconocido en más de una ocasión que en sus libros de cuentos hay textos con un altísimo voltaje poético. De hecho, esa vinculación entre ambos géneros ha sido diagnosticada por todos los lectores, empezando por el propio Antonio Pereira, quien va todavía más lejos y reconoce la obligación contraída por su escritura narrativa con la poesía: “la deuda que como cuentista mantengo con la poesía va más allá de algunos préstamos temáticos. La aportación que me hizo la poesía está en dos puntos: uno, el potencial de sugerencia de las palabras; otro, el sentido de la economía procesal” (Pereira 2004: 18-19). En términos semejantes, Pereira abundó en la proximidad entre el poema y el cuento en la citada entrevista de 2007; allí habló de “economía verbal, potenciación del lenguaje, poder de sugerencia de la palabra, llamada a la complicidad del lector…” como rasgos comunes entre ambas modalidades genéricas. Esa economía procesal o verbal, esa “renuncia a los meandros y digresiones”, como diría el propio Pereira (2006a: 359), guarda una relación muy estrecha con la labor de condensación o síntesis que debe orientar todo poema (Busmayor 1996). Así pues, contar, y no cantar, y seguir, Contar y seguir es el título elegido para reunir su poesía hasta ese año, 1972, como si el poeta, marcado profundamente por la tradición oral, “siempre abierto por naturaleza al lenguaje palpitante del pueblo” (Dolç 1972: 11), quisiera recordarnos que su trabajo consiste no tanto en loar o entonar los grandes hechos de la vida como en relatar o referir con un registro nada hinchado y ampuloso sucesos protagonizados por la gente corriente.19 Tenemos a nuestro alcance un riguroso y detallado análisis de esas conexiones entre la lírica y la narrativa en La escritura nómada. Los límites genéricos en el cuento contemporáneo, de José Manuel Trabado Cabado, donde se habla de esas modalidades fronterizas que se hibridan creando zonas de intersección entre los diferentes géneros: “Son escrituras situadas en la frontera y que pueden ser leídas desde distintos territorios” (2005: 118). 19  Según Eloísa Otero, la maestría de Antonio Pereira en el relato tiene un claro origen: “Antonio era alguien que escuchaba. No que ‘supiera’ escuchar. Sino alguien que estaba ‘a la escucha, que ponía atención a las historias que todos contamos, cuando contamos la vida” (2013: 30), palabras que valen también para buena parte de su poesía. 18 

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En 1972 inicia una nueva etapa, volcado casi de forma exclusiva hacia el cuento, marcada por la reedición de sus libros, a veces con nuevos, pocos, poemas añadidos, en selecciones antológicas o de manera completa, con obras como Antología de la seda y el hierro (1986)20, una selección personal con poemas ya divulgados y que incluía doce inéditos que daban cuenta de una gran diversidad temática y tonal; Raros y no olvidados (1987), volumen que recogió diez textos pertenecientes a diferentes etapas no reunidos anteriormente en libro; Poemas de ciudades (1994a), edición no venal del Ayuntamiento de Ponferrada con nueve poemas ya publicados; Una tarde a las ocho (1995), edición de bibliófilo que incluía dieciséis composiciones de Pereira acompañadas de ocho ilustraciones del recordado artista leonés Tino Gatagán; entre esos textos, podemos leer unas “Prescripciones del vino” en las que, como señala José Enrique Martínez (2010: 120), el vino se presenta como símbolo de comunidad, solidaridad y sentido de la igualdad entre los que confraternizan ante un chato21; Poemas del claustro (1999), volumen que contiene, entre otros textos de Jesús Hilario Tundidor y Luis Antonio de Villena, once poemas de Antonio Pereira, tres de ellos inéditos; y Meteoros. Poesía, 1962-2006 (2006a), un volumen que le permitió revisar y corregir sus propios poemas y sobre el que afirmó en 2007: “La poesía que se ampara en ese título, al pertenecer a un período de tiempo tan extenso, es variada. Por cierto, que la consideración de poesía completa es relativa. Ciertamente, quien tenga ese libro tiene mi perfil poético de toda una vida, aunque, por razones de espacio, algunos poemas bien queridos por mí han quedado fuera en esta ocasión” (en Viñas 2007). Por el contrario, este volumen incluyó un nuevo poemario, Viva voz, formado por treinta y dos textos, la mayoría ya publicados, un conjunto con el que Pereira obtuvo el Premio Quevedo de Poesía convocado por el Ayuntamiento de Madrid. El libro contiene algunos textos magníficos (“Balada de mi patio”, “Desnudo sobre raso”), cuatro poemas en prosa (“La violinista”,

“Entre la seda y el hierro” dio título al Congreso Internacional sobre la obra de Antonio Pereira que, dirigido por Natalia Álvarez Méndez y Raquel de la Varga Llamazares, se desarrolló en León entre el 2 y el 4 de abril de 2019. 21  Claro, esto es válido en un contexto —me temo que ya pasado— en el que chatear consistía en ‘beber chatos’ (vasos de vino) y no en ‘mantener una conversación mediante chats’. 20 

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“Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos”, “La esquela” y “El escalatorres”) procedentes de su libro de cuentos Picassos en el desván (1991), dato que confirma la creencia del autor de que algunos de sus relatos más breves eran auténticos poemas, “poecuentos”, en expresión de José Enrique Martínez (2014a: 22), y se inicia con un texto, “Casa”, concebido a modo de poética y donde declara su confianza en la fuerza genesíaca, honda e imaginaria de la palabra (Martínez 2018). Copio los versos iniciales: “Y todo es más sencillo. Las palabras / contienen el misterio, no hace falta / oscurecerlas con las (malas) artes, / son más profundas cuanto son más claras” (Pereira 2006a: 299). Y, por último, un epílogo, “El poeta hace memoria”, en el que Pereira ofrece algunas claves para calibrar el alcance de su conmovedora y relevante cosmovisión poética, desarrollada “sobre el gráfico de la pura existencia cotidiana, desde el tinte irónico al arranque social o realista, a lo largo de una gradación que deja aproximarse, hasta lesionarnos, el sabor, el color y el aire de nuestros días” (Dolç 1972: 14). *** “Confieso que he volado, pero que esa libertad de las alas avivaba la nostalgia de mis raíces” (Pereira 2006a: 347-348). Estas palabras del propio Antonio Pereira podrían sintetizar muy bien el alcance de su particular proyecto poético, una escritura que responde, como ha señalado José Enrique Martínez (2010: 114), a una cierta poética de la austeridad, resultado de una insistente labor de lima, pulimento y depuración, asentada sobre la convicción de que menos es más, llevada a cabo con independencia y una extremada conciencia del valor de las palabras y del oficio de escritor, anclada en la tierra y apegada al corazón del paisaje pero, al mismo tiempo, impulsada por un vuelo dotado de una enorme potencia imaginaria con el que alcanzar, como dejó escrito en su primer libro, “un país sin tiempo” (Pereira 1964: 63). Antonio Pereira nunca formó parte de ese aparato más mediático y publicitario que estrictamente estético que suele acompañar el curso y la consolidación de las generaciones literarias, apenas participó en banquetes y celebraciones gregarias, actos y movimientos colectivos lastrados por el interés comercial y no orientados por el valor o la calidad de los propios textos litera-

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rios. De alguna manera, su propuesta cayó en tierra de nadie, entre sociales y novísimos, y fue recibida con oídos sordos. Con los pies en la tierra y el corazón y la inteligencia en alto vuelo, Pereira —sus críticos han insistido en ello en reiteradas ocasiones— desarrolló dicho proyecto “como un oficio no altivo, sino humilde” (Martínez 2018: 23), de manera independiente, al margen de tendencias, escuelas y corrientes en las que disolver su singular propuesta literaria, una invitación que se materializa, en este caso, en una obra poética centrada en lo medular del ser humano: la soledad, la melancolía que genera el desarraigo, el amor en algunas de sus manifestaciones, el vértigo ante el paso del tiempo, la presencia amenazante o liberadora de la muerte, etc., constantes universales que el poeta supo recrear a través de sujetos, paisajes y contextos más o menos próximos, identificados sin demasiada dificultad; se presenta así como un escritor de la memoria personal y colectiva, del uno entre todos, con todos, una memoria en la que los recuerdos, como declaró en repetidas ocasiones, comparten escenario con las invenciones. Desarrolló en su particular noroeste peninsular —como lo hiciera en su noroeste argentino ese gran narrador que fue Héctor Tizón al describir los parajes de la Puna— un mundo propio, apegado a la realidad del paisaje y del paisanaje —hasta el punto de que los seres humanos que va encontrando por los caminos son parte esencial de esos escenarios—, abarrotado de imágenes cargadas de una plasticidad torrencial, un mundo propio, singular y a la vez universal, convirtiéndose así, como puede leerse en la solapa de su primer libro publicado, en un “poeta de lo provincial dicho universalmente”, un poeta, sin embargo, arraigado en unas raíces abatidas por el viento de la imaginación.22 En palabras de Armando López Castro (2010-2011: 113): “La instalación en lo íntimo de ese espacio natural, que permite al poeta expresarse con su propia voz, es lo que confiere a la poesía una eternidad, un valor ejemplar y universal”. Pereira construyó de este modo, como señalara Antonio Colinas (2016: 11), una obra “en donde confluyen con frecuencia tiempo y memoria, infancia y vida, tierra y vivencia”.

Niall Binns (2013) se ha referido al “provincianismo orgulloso” de Antonio Pereira; Luciano Rodríguez (2015), por su parte, al noroeste pereiriano como un territorio delimitado por unos marcos geográficos muy abiertos y dibujado por el escritor con gracia y naturalidad. 22 

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Un país sin tiempo: la voz poética interior de Antonio Pereira

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Hubo un momento, lo he recordado páginas más arriba, en el que Antonio Pereira comprendió que “la poesía era otra cosa”. Otra cosa —las palabras aparecen en cursiva en el texto del poeta—, algo, no sabemos muy bien qué, que conlleva una labor de vigilancia y escucha, como si esa otredad nos demandase una disponibilidad y una atención extremas al remitirnos a un mundo ajeno, inédito, en gran parte desconocido, un mundo inexplorado o por construir, metáfora de otra realidad que al mismo tiempo nos falta y nos completa y que solo son capaces de descifrar aquellos cuyo trabajo se asienta en la mirada, una mirada que Pereira posó con intensidad y precisión sobre paisajes físicos e imaginarios, con la que construyó una realidad poética a la que se entregó de un modo incondicional y en la que finalmente, y desde el principio, encontró consuelo y misericordia.23 En sus propias palabras: “La poesía, más que conocimiento o comunicación, es para mí una tregua de consolación” (Pereira 2006a: 355). Una “tregua de consolación” y un don con el que el viaje ha bendecido al viajero que regresa a casa con dádivas y obsequios para los demás, como puede leerse en “Los regalos”, poema de su primer libro cuyos versos finales dan un giro de tuerca a aquella expresión, “pobre de solemnidad”, tomada del Derecho Civil del siglo xix, al tiempo que recogen la máxima aspiración del poeta, ser “la voz y el cantar”: “Para mí no traigo nada. / Solo la voz y el cantar. // Vedme las manos vacías, / rico de solemnidad” (Pereira 1964: 42). Una tregua de consolación, un don y, podríamos añadir ahora, una vía de expresión para reflejar con un lenguaje concentrado y extrañamente familiar los alientos esenciales de la vida, el dolor y la alegría en la convivencia con los semejantes, la nostalgia y la melancolía que surgen tras la ausencia o la pérdida experimentadas por quien vivió entrañablemente entre la gente, una vía de expresión con la que Antonio Pereira, además de divertir y entretener, no dejó de conmover y hacer reflexionar a sus lectores. Recordemos que en 1969, con el título general de “Oficio de mirar”, que tan bien recoge el germen de su trabajo, el poeta inició una sección semanal de artículos de opinión en La Vanguardia Española (así se denominaba entonces el diario barcelonés, periódico en el que también fue colaborador habitual Ramón Carnicer). Recientemente, con el título Oficio de mirar (andanzas de un cuentista, 1970-2000), se han publicado los diarios inéditos que Pereira redactó a lo largo de esas tres décadas (Pereira 2019a). Un certero análisis de la escritura periodística de Antonio Pereira puede leerse en David Rubio (2018). 23 

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LA VOZ COMO SÍMBOLO DE LO VIVIDO EN LA POESÍA DE ANTONIO PEREIRA Armando López Castro Universidad de León

Hay dos elementos esenciales en la expresión poética: el ritmo, asociado a un impulso musical, que desencadena el movimiento del poema; y el tono, que depende de la inflexión de la voz, de los distintos matices melódicos o diferencias tonales, que esta presenta dentro del discurso y que, a su vez, reflejan diferentes estados de ánimo. El estilo de un escritor es tan singular como su voz. Para un escritor como Antonio Pereira, que ha manifestado varias veces que se considera tanto un poeta como un cuentista, el fenómeno de la voz no es algo marginal en su escritura, sino que representa la presencia de la palabra como algo musical o audible, como algo que reaviva lo que se ha perdido. Si el poeta escribe para sobrevivir, la función de la voz consistirá en eliminar lo superfluo para preservar lo esencial, aquello cuyo regreso se desea.1 En el lenguaje habita siempre una nostalgia de lo primordial, un retorno imposible de lo originario. De tal retorno participa el primer libro de poemas de Antonio Pereira, El regreso (1964), en donde hay un intento de hacer que retorne la palabra perdida. Si como ya escribió Novalis en sus Fragmentos, “escribir poesía no es hablar con el lenguaje, sino dejar que el lenguaje hable en uno”, este estado de recepción o de escucha ante lo que la palabra pueda decirnos, que va en contra de cualquier interferencia, es algo que se percibe en la mayor parte de los poemas del libro, que pretenden formar parte con Hablando de la “dispersión de voces”, que caracteriza al discurso poético, escribe Jacques Derrida: “Tiene que ver con la voz, porque, contrariamente con el tópico más extendido, nada me interesa más que la voz. Una voz no discursiva si se quiere, pero voz al fin y al cabo” (1999: 167). Para el comentario de los poemas, sigo la edición del propio poeta (2006a). 1 

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el cuerpo del lenguaje, pues en eso consiste el poema, en el salto renovado hacia el fondo de uno mismo. Precisamente, en el poema “Afirmación de vecindad”, que va aislado y sirve de introducción a las dos partes en que se divide el libro, lo que más nos sobrecoge es la presencia de una voz solidaria, capaz de acoger las experiencias de la memoria: AFIRMACIÓN DE VECINDAD Soy de una tierra fría, pero hermosa. Aquí la nieve, la esperanza helada de que se alumbre cada madrugada el destino difícil de la rosa. Y me basta. Me basta si esta rosa que al fin ha de nacer inmaculada se la puedo decir a quien me agrada, a quien conmigo va y en mí reposa. Queden en el dorado mediodía la pronta floración bajo otros cielos y los mares con lunas navegables… Yo, con vosotros. Dando cada día testimonio de cómo entre los hielos abre el amor sus minas imborrables (Pereira 2006a: 13).

En el opúsculo aristotélico De interpretatione, se nos dice: “lo que hay en la voz es un símbolo de aquello que, al hablar, siente nuestra alma; y lo que hay en la escritura es, a su vez, símbolo de lo que hay en la voz” (16a: 3-4). Y lo que aquí transmite la voz es un mundo íntimo (“a quien conmigo va y en mí reposa”), que necesita un oído amante para compartir esa experiencia. A ello obedecen los recursos expresivos más destacados en el poema: la presencia de los deícticos (“Aquí”, “esta rosa”), que sirven para particularizar la expresión; el uso del lenguaje enunciativo (“Soy de una tierra fría, pero hermosa”, “Y me basta”, “Yo, con vosotros”), que muestra el deseo del hablante de afirmarse en lo que dice; y la dialéctica de dos símbolos muy cargados de significación: “la

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nieve” y “la rosa”, el acto inaugural de la nieve y la pasión amorosa de la rosa, conviviendo en el poema y potenciándose mutuamente. Para el poeta, la voz no es solo un simple escenario, sino que se convierte en la materia misma de la escritura del poema, que nos hace pasar de lo efímero a lo eterno (“Dando cada día / testimonio de cómo entre los hielos / abre el amor sus minas imborrables”. ¿No es esta también la función de la poesía? Lo que aquí la voz quiere decir, concentrando la atención del lector sobre la unión de los dos símbolos, es la posibilidad del sonido sobre el sentido, el que ese acontecimiento singular del amor compartido pueda ser conmemorado en el poema.2 Escribir poesía en España durante la década de los años sesenta no era tarea fácil, porque a la visión de una patria extraña, puesta en tela de juicio, se unía la retórica de un lenguaje falso, al servicio de la ideología oficial. Y lo que debe hacer el lenguaje poético es revelar lo que la ideología oculta, que es lo que sucede en los poemas Del monte y los caminos (1966), en los que se da un estallido de libertad como reacción a una realidad enmascarada. Lo primero que siente el lector ante este libro solidario (“Canto del conocimiento y de participación”, lo llamó Vicente Aleixandre), es una búsqueda de la verdad colectiva desde la órbita personal. Así lo vemos en uno de los mejores poemas del libro, el que abre la tercera parte, “Del monte en soledad”, y que dice así: ¡Cerrad las puertas! Cese el acarreo de las ramas sin fruto destinadas al chasquido paciente de los llares. ¡Cerrad con duros clavos las ventanas! No más el hormigueo hacia las cuevas. Pobre, pero cumplida está la patria de montones oscuros repartidos sobre el lecho extendido de las pajas.

Aludiendo a la relación entre la escritura y la voz, que solo se puede percibir en el oído interno, señala Hans-Georg Gadamer: “La poesía es el surgimiento de la manifestación lingüística misma y no un mero tránsito hacia el sentido. Es un continuo resonar conjunto de captación del sentido y manifestación sensible del sonido por medio de la cual el sentido toma cuerpo”, de su ensayo “La voz y el lenguaje” (1998: 63). Sobre la operación mágica de la nieve, véase Menchu Gutiérrez (2011). 2 

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Todo conviene al sueño: Está la sangre como una tibia corza aletargada. Nadie la mueva. Que se tenga el viento frente al espino de la empalizada. Tregua de Dios: invierno. Por las tejas pasan los días y las noches. Pasan los sueños en el humo… No pasa nada (Pereira 2006a: 103).

Con motivo de la invasión de Praga por las tropas soviéticas, circuló mucho el estribillo de una vieja canción de cuna: “Cierra bien la puerta, hermano, / será la noche larga”. También el poema de Pereira expresa el amor por la libertad frente a cualquier tipo de imposición. A través de la forma verbal en imperativo, reiterada a lo largo del poema (“¡Cerrad las puertas!”, “¡Clavad con duros clavos las ventanas!”, “No más el hormigueo hacia las cuevas”, “Nadie la mueva”), propia del lenguaje apelativo, con el que el hablante quiere compartir una experiencia con el lector, y de la inversión irónica, contenida en el verso final (“No pasa nada”), que resulta destacado en el poema por su menor extensión, lo que el poeta pretende revelar es lo que la ideología oculta. La experiencia de la Guerra Civil había dejado una versión falsa de la patria, de la que las generaciones más jóvenes no se sentían solidarias. Además, la patria había dejado un montón de escombros (“pero cumplida está la patria / de montones oscuros”), un rastro de sangre, y había que saber lo que había debajo de esa sangre, símbolo de vida (“Está la sangre / como una tibia corza aletargada”). Lejos de la poesía combativa o hímnica del momento, cultivada por la poesía social, Pereira interpreta críticamente esa realidad desde la órbita personal. Y el medio lo encuentra en el sueño (“Todo conviene al sueño”), que es el ámbito de la libertad y la posibilidad. Cuando una patria es falsa, también lo es su lenguaje, y lo que este debe hacer es restaurar su verdadero sentido.3 En su “Discurso sobre lírica y sociedad”, que figura en Notas sobre literatura (1958), escribe Theodor W. Adorno: “Las obras de arte son exclusivamente grandes por el hecho de que dejan hablar a lo que oculta la ideología. Lo quieran o no, su consecución, su éxito como tales obras de arte, las lleva más allá de la conciencia falsa” (2003: 51). 3 

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En el cuaderno Situaciones de ánimo, que aparece recogido en la antología Contar y seguir (1962-1972), hay un poema singular, “Ese niño que miro y que me mira”, que revela un desdoblamiento entre el niño que fue el poeta y el hombre que ahora es. Tal cambio de rumbo apunta a un reconocimiento de la infancia, que solo es posible mediante la ingenuidad de la mirada: “Repliego la mirada hacia mi hondura / y es un niño sin voz lo que contemplo” (2006a: 134). Se da aquí un retraimiento hacia lo íntimo, del que surge la voz poética, que suena espontánea y natural, como la música. Eso es lo que escuchamos en este poema: SÓLO LA VOZ Si tuviera una guitarra, siempre callada estaría. Me basta con las palabras. La música va escondida. Digo amor y suena el mar haciéndome compañía. Dios grito, y no es una cuerda, es mi corazón que vibra. Canciones sin más ni más que escribo, nunca más vivas. Si tuviera una guitarra, para qué me serviría (Pereira 2006a: 142).

Todo poema nace para ser escuchado. La voz se convierte así en el lazo natural entre emoción y sonido, visión y lenguaje. Antes que a las palabras, la voz remite al sonido, de manera que escuchar la voz interior (“es mi corazón que vibra”), resulta tan natural como respirar desde lo hondo, en donde el lenguaje surge espontáneamente. Destilar la voz equivale entonces a entrar sin rodeos en lo esencial, dejar que se exprese solo aquello que realmente canta. Por eso aquí, es la música, que fija su morada en la intimidad (“La música va escondida”), la que se apodera del oyente y le permite exponer directamente los sentimientos. Esa voz natural habla con sencillez, desde el corazón, y es capaz de reconocer lo que falta en su asociación con la música,

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cuya fuerza expansiva, puesta aquí de relieve por el condicional (“Si tuviera una guitarra”), abre la posibilidad de darnos el impulso necesario para librarnos de la dependencia de un hecho real. Y dado que la música tiene un significado metafísico y trascendente, el sonido de la voz natural, recogido por las canciones tradicionales (“nunca más vivas”), nos pone en marcha hacia lo inefable, integrando lo personal y lo desconocido dentro de un orden oculto (“Digo amor, y suena el mar / haciéndome compañía”). El tono de la voz nos ayuda aquí a descubrir el modo en que el poeta utiliza el lenguaje, que se abre desde lo interior a una visión del mundo, en la que se vuelve a la unidad del origen, objeto de toda poesía, gracias a la armonía de la voz musical, atenta a ritmos y cadencias. Escuchar la musicalidad de la canción equivale a no dejarse atrapar por la lógica, a experimentar con diferentes ritmos, a dejar que fluya la voz natural con toda su energía. La voz es algo que el escritor necesita para seguir adelante, de ahí la necesidad de mantenerla con vida.4 En el texto “El poeta hace memoria”, situado al final de Meteoros, tan necesario para entender la poesía de Pereira, refiriéndose al Cancionero de Sagres (1969), escribe el poeta: “Mi poemario no tenía nada de beato. Estaba dedicado a Portugal (la nación que más quiero, después de la mía), escrito en el país vecino cuando la dictadura de Salazar” (2006a: 354). Ejemplo de esta afinidad con la cultura portuguesa son los poemas “Paisaje con hombres”, que da título a la primera parte; “Coral de Lisboa”, dentro de la segunda; y “La hora de la saudade”, perteneciente a la tercera. Como este poema, expresión del amor ausente, ya lo he analizado en otra ocasión, voy a centrarme ahora en el segundo, donde hay un canto al trabajo en común de la vida solidaria: CORAL DE LISBOA Os he admirado siempre, convecinos de la mañana, hermanos del trabajo La voz se parece a un instrumento musical que, cada cierto tiempo, necesita ser afinado, según vemos en la imagen del “arpa olvidada”, dentro de la poesía de Bécquer. Sobre ello escriben Thaisa Frank y Dorothy Wall: “Es fácil olvidar que la voz no es un mecanismo sonoro incorpóreo, que está adherida a un ser vivo, a un ser que respira y tiene sus gustos, sus pasiones y sus estados de ánimo, factores todos que condicionan la escritura” (2012: 283). Sobre la ligereza y trascendencia de la voz musical, véase Vladimir Jankélévitch (2005). 4 

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durante el día, que al caer la noche como un cansado párpado sobre el sueño de la ciudad, aún guardáis una brasa en vuestra sangre para avivar la hoguera solidaria. Os veo por las calles desoladas, uno a uno, de prisa, sin pareja, llevando bajo el brazo las canciones junto al calor de vuestro pecho tímido. Luego os juntáis, y crece vuestra fuerza, como si de las manos enlazados hicierais corro a un fuego misterioso. Cuando oigo vuestro canto, no me basta su hermosura. Sois vosotros lo bello, hombres de los metales con los ojos cansados, muchachas del telar, delgados aspirantes al turno sudoroso de los días, que cada noche os apretáis en torno de una bandera clara donde cuelga la amistad sus corbatas de colores. Este himno os debía. Si no vale la voz de un hombre solo, hacedme sitio para que cante hermano con vosotros (Pereira 2006a: 188-189).

El himno como canto en honor de un dios o un héroe es una de las más antiguas formas de creación poética. De sus tres partes, la invocación, la narración de los hechos y la plegaria, la segunda es la que adquiere un desarrollo más amplio, pues en ella se da una unión, mediante la música de la canción, entre lo individual y lo colectivo. Como si se tratara de un contexto litúrgico, próximo al salmo (“Alabad al Señor, que la música es buena, / nuestro Dios merece una alabanza armoniosa”, Salmo, 147, 1), lo que hace el poeta es solidarizarse con los que sufren, poner su canto como realización de la humanidad. Su modo de expresarse, mediante el valor determinativo de los adjetivos (“la hoguera solidaria”, “las calles desoladas”, “un fuego miste-

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rioso”, “bandera clara”), que alteran el significado del nombre; la serie de repeticiones y equivalencias asimétricas (“hombres de los metales con los ojos cansados”, “muchachas del telar”, “delgados aspirantes al turno sudoroso de los días”), que refuerzan una misma situación de explotación; y la reiteración del símbolo del fuego (“una brasa en vuestra sangre”, “un fuego misterioso”), como significación de lo permanente, articulan todos ellos un proceso de reconocimiento, donde el canto solidario lleva a los individuos a sentir lazos de amistad con todos los hombres. De este modo, se da al canto su lugar en el mundo, que es lo que le otorga su belleza (“Sois vosotros lo bello”) y permanencia (“Si no vale / la voz de un hombre solo, hacedme sitio / para que cante hermano con vosotros”). Porque el mundo es humano cuando esa voz fraterna se convierte en objeto de discurso. Solo de esa amistad, que borra toda diferencia, puede venir la voz de un canto en libertad, que es requisito indispensable de toda poesía.5 Después de haber elevado las formas populares al rango de la más alta poesía en el Cancionero de Sagres, debido a la lectura constante de Pereira de los romanceros y cancioneros tradicionales, hay un cambio de rumbo en el libro siguiente, Dibujo de figura (1972b), que obedece tanto al progresivo abandono del verso por la prosa, como a la desaparición del “urgente contenido”, propio de la poesía social, y su sustitución por un tono menos patriótico y más elegíaco, con el que el poeta intenta hacer una relectura del mundo. Dibujo de figura es un libro bisagra, pues con él se cierra un ciclo de inmersión en lo histórico y se abre otro de profundización en la materia, de la materia de la experiencia y de la materia verbal. El título da a los poemas un cierto ensamblaje figurativo, una necesidad de que la materia se configure a sí misma y de manifestación de su propia posibilidad. Es en lo interior donde la materia se mantiene abierta y la voz disponible, con el deseo de tener un espacio propio, como sucede en el poema “La altura de los bosques”, donde la desaparición del ave queda sonando en la libertad de la muerte:

Refiriéndose a la década de 1920 en Alemania, que tiene mucho en común con la dictadura de Salazar en Portugal o con la de Franco en España, señala Hannah Arendt: “incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar cierta iluminación” (2001: 11). Sobre la interpretación del poema “La hora de la saudade”, véase mi ensayo “Los poemas de Antonio Pereira”, en Tierras de León (2010-2011). 5 

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LA ALTURA DE LOS BOSQUES La altura de los bosques pone estilo al amor. Como colores hace que ignora el mar y la llanura; como difiere el habla de las flores, que aquí exhalan aromas más extensos; como el hombre, que mira más arriba si acostumbra su paso hacia las cumbres de la blancura eterna y pensativa; así el ave proclama una manera de altivez El urogallo canta su libertad y olvida al ojo frío del aroma la ocasión de su garganta. No le compadezcáis. Su carne abierta por la pólvora negra y los metales sobrevive sonando, predicando muerte mejor que la de los corrales (Pereira 2006a: 258).

En la imaginación medieval, el desierto y el bosque son lugares simbólicos, de prueba y revelación. El caballero y el cazador encuentran en el bosque su lugar de refugio, alejado de la cultura erudita y revestido de un carácter sagrado. En ese territorio salvaje del noroeste peninsular habita el urogallo, cuyo canto abrupto prolonga su ritual hasta el atardecer, siendo su voz, metálica y estridente, una prolongación de la naturaleza remota y perdida. Y cuando se pone a cantar, reclamando en los cantaderos lance de amores, el urogallo no oye nada y los cazadores furtivos, en lugar de pararse a escuchar su canto, lo destrozan con un disparo. Pero como su canto es el sonido de la naturaleza, no puede morir. Por eso, el poeta se identifica aquí con su canto activo (“El urogallo canta / su libertad”), según pone de manifiesto el verso desplazado; subraya su duración mediante la forma verbal en gerundio

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(“sobrevive sonando”); y contrapone su muerte en el bosque a la de las aves domésticas (“muerte mejor que la de los corrales”). Un conocido lema en la lucha antifranquista era: “Cuando el urogallo canta, se denuncia y muere, pero el gallo canta”. Y así sobrevive su canto en la memoria, con la libertad que solo la muerte puede darle. En la medida en que el urogallo aparece cantando en “el claro del bosque”, se convierte en un animal poético, que no pide jaula ni una puesta a tiro, sino el volar alto en el aire de la libertad. Porque si no canta el urogallo, si no cantan los poetas, la voz quedaría desierta, sin cortejo, sin sus semillas más sabrosas, tratado de vivir por su cuenta lejos de la claridad del bosque, en el canto ciego y sordo de la muerte.6 Es propio de la escritura poética situarse en el límite, en la frontera, en el paso del dominio de lo real al territorio de la imaginación. Lo que transmite el poema al lector, que se aleja de lo cotidiano y se deja llevar por lo extraordinario, es una sensación instantánea de plenitud. Los poemas de Una tarde a las ocho (1995), que se forman al margen de la historia, nos seducen con su aura crepuscular, que no hace más que acrecentar, bajo el tono melancólico, la realidad de la propia fuerza poética. Eso es lo que se percibe en composiciones tan representativas como “Oración”, “Desacralizado” y “Poética”, en las que se escucha una necesidad de rebasar las normas establecidas y donde la voz se muestra más atrevida y liberadora. En el segundo de los poemas citados, la aceptación de la muerte como algo cotidiano cobra vida en el oído del poeta y transmite una sensación de espontaneidad en el ánimo del lector: ORACIÓN Señor ya sabes mis cuidados con el butano y los grifos todo lo cierro bien pero es difícil desentenderse inspecciono la antena las macetas con tantas criaturas que por debajo pasan sufro mucho Señor Respecto al “claro del bosque”, que aparece como “un centro en toda su plenitud”, dice María Zambrano: “No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido” (1977: 11). Sobre la relación del canto con la caza, véase José Ramón de Campos Galobart (2012). 6 

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y aunque te agradezco no haberme hecho cirujano ni conductor de autobús escolar te pido que un ratito te quedes responsable que aguantes todo esto mientras voy a un recado y cualquier día no vuelvo (Pereira 2006a: 290).

Lo que se entiende por palabra poética se hace presente por la relación que funda. Y así como la oración no ocurre en el tiempo sino el tiempo en la oración, el poeta usa aquí las formas del lenguaje apelativo, del imperativo (“Señor”) y de las formas verbales en subjuntivo (“te quedes responsable”, “que aguantes todo esto”), para compartir una experiencia íntima con el lector, según ponen de manifiesto las formas verbales en presente de indicativo (“cierro”, “inspecciono”, “sufro”, “te agradezco”, “te pido”, “no vuelvo”), que, además de hacer presente la ausencia de la muerte en el poema, aunque no se nombra directamente, sirve para destacar la forma primordial de la oración o la plegaria, que si por algo se distingue es por hablar directamente del misterio de la muerte, por indicar una relación vivida. Lo que hace aquí la oración, forma de la palabra básica, es establecer un diálogo con la muerte, con aquello que no se nombra, pero que late en el centro de la palabra, con la ausencia que funda el discurso poético.7 Suele ser el poeta hombre de un solo lugar, al que pertenece afectivamente y al que vuelve con su palabra. Para Pereira, este centro irradiante es el Bierzo, con su lugar Villafranca, tan presente a lo largo de su escritura, tanto en sus cuentos como en su poesía. En su último poemario, titulado precisamente Viva voz (2006), donde el retorno a lo nativo se manifiesta con tanta intensidad, quisiera detenerme en el poema “Bierzo de la helada tardía”, que para mí está al mismo nivel que otros poemas no menos importantes, como “Casa”, “Desnudo sobre raso”, “Elección de la amada” y “Flecos”, y en el que la pasión por los detalles, visible en el deseo de acoger lo significativo en lo pequeño y lo trivial, lleva las marcas del pasado en la visión particular de lo concreto: Respecto a la muerte como búsqueda de lo imposible o no realizado, señala Elena Bossi: “El lenguaje poético, por su polisemia y su carga simbólica, es el que más nos aproxima a la muerte. Se la devela a través de las metáforas básicas, a través de las formas que hablan de lo otro” (2001:14). Este poema es uno de los destacados por José Antonio Llamas (2014: 83). 7 

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BIERZO DE LA HELADA TARDÍA Difícil es cantar la primavera. Dolidamente el corazón os lleva, frutales de mi amor, porque a deshora se heló la sangre que en la rama espera. Os veo como un mástil sin bandera, triste muñón que al tibio miembro añora. ¿Dónde aquella canción prometedora que el sol traía a vuestra flor primera? Malheridos estáis, mas no sois muertos. se empreñarán las viñas y los huertos y volverán el pámpano y la higuera. Difícil es cantar. Pero no callo. Porque vivís. Porque si así no fuera, moriría de ver la muerte en mayo (Pereira 2006a: 328).

Frente al tiempo lineal de la historia, se levanta el tiempo circular de la poesía, que evoluciona de forma orgánica, igual que el desarrollo de un fruto. Por eso aquí, lo que hace la voz es tratar de recuperar la renovación primaveral desde la helada del invierno, la vida desde la muerte, a través de la posibilidad del canto. Valiéndose de procedimientos expresivos tan reconocibles como la forma verbal en futuro (“Se empreñarán las viñas y los huertos / y volverán el pámpano y la higuera”), que muestran una esperanza en el futuro; la reiteración de una misma estructura sintáctica al principio y al final del poema (“Difícil es cantar”), que subraya, mediante el contraste (“Pero no callo”), la posibilidad del canto; la afirmación positiva de la interrogación retórica (“¿Dónde aquella canción prometedora / que el sol traía a vuestra flor primera?”), cuya respuesta va contenida en la pregunta; y la serie de imágenes que aluden a la ausencia de vida (“se heló la sangre que en la rama espera”, “Os veo como un mástil sin bandera”, “triste muñón que al tibio miembro añora”), sirven todos ellos para expresar una situación incompleta (“Malheridos estáis, mas no sois muertos”), de la vida que vuelve y no se pier-

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de. Estamos, pues, ante un poema de una integridad y una delicadeza poco comunes, en el que la naturaleza va unida a su propia vida y donde la canción le permite al poeta seguir viviendo en su amor por el lugar de origen.8 En el poema, lugar donde la voz personal y la colectiva se complementan, la entonación, que es “un movimiento del alma”, representa la forma de decir las cosas. De hecho, uno de los grandes aciertos creativos de la escritura de Pereira es su carácter sonoro, la sensación de libertad y espontaneidad que transmite la voz. Lo que llama la atención en sus poemas es que crean una melodía con las imágenes y los sonidos más sencillos, lo cual nos lleva a hablar de una “poética de la pobreza”, de una belleza arquetípica, nacida del canto, que hay que saber escuchar para poder apreciarla. Al final de su poema “Los regalos”, de su primer libro El regreso, nos dice el poeta: “Para mí no traigo nada. / Sólo la voz y el cantar.// Vedme las manos vacías, rico de solemnidad” (Pereira 2006a: 43-44). Tal vez lo que se percibe en estos versos es una participación de lo existencial en lo poético, de lo simple en la palabra. Porque la inversión del proverbio clásico “pobre de solemnidad” por “rico de solemnidad”, que afecta tanto a lo personal como a lo poético, solo puede entenderse a partir de un proceso de renuncia, de desprendimiento, al que el canto intenta dar voz (“Sólo la voz y el cantar”). Allí donde existe la apropiación, no puede darse la realidad, de modo que la pobreza solo puede ser entendida en un sentido de intercambio y participación, que es consustancial a la experiencia poética. La aventura poética de Antonio Pereira solo se entiende desde el tiempo de la ausencia, que es el que habitan los desposeídos, los que han quedado privados de un centro originario. En defensa de todos aquellos que se han quedado sin nada, la voz poética trata de anular la separación de la edad adulta y volver a la unidad del mundo de la infancia (“Repliego la mirada hacia mi hondura / y es un niño sin voz lo que contemplo” (2006a: 134), escuchamos en el poema “Ese niño que miro y que me mira”), moviéndose entre la experiencia de la

Aludiendo al tiempo pasado de la irrecuperable ausencia, escribe Emilio Lledó: “Pero la imagen sonora de las palabras tiene otra forma de presencia y otra fuerza. Criaturas del aire, nacidas en el espacio que articula nuestro aliento, conservan aún esa misma sustancia temporal en la que se enhebraron” (2015: 151). En cuanto a la noción de lugar como viviente realidad, véase el ensayo de José Ángel Valente (1971: 15-19). 8 

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pérdida y el afán de sobrevivir. Para el que no le queda nada, la voz aparece como una cuerda tendida que vibra intensamente, como expresión del ritmo de la vida hecha palabra, que se traduce en un sentimiento de piedad por todas las cosas. Lo que hace la voz poética es descubrir una visión originaria del mundo, reconciliarnos con la vida en su simplicidad.9

Para escribir, hay que tener oído, saber escuchar. Comentando el poema “Flecos”, de su último libro Viva voz, escribe Eloísa Otero: “Y eso es lo que tenía Pereira, oído. Atendía a las historias que parecen pequeñas, anotaba las anécdotas curiosas, prestaba mucha atención a los diálogos”. De su ensayo “Antonio Pereira con el oído atento” (2013: 40). En cuanto a la poética de la pobreza, cifrada en la visión de lo simple, véase mi estudio (López Castro 2018: 233-254). 9 

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LA DIMENSIÓN IRRACIONALISTA DEL CUERPO EN LA POESÍA DE ANTONIO PEREIRA Sergio Fernández Martínez Universidad de León

Durante los más de cuarenta años transcurridos desde la publicación de El regreso (1964) hasta la de Viva voz (2006), la articulación irracionalista de Antonio Pereira en su obra poética atraviesa un profundo proceso evolutivo. Su tendencia a la sencillez léxica, al trasvase lingüístico de hondos sentimientos y el estilo sobrio y meditativo que confiere a la temática realista son algunas de las notas definitorias que proclaman su compromiso fundamental con la poesía, con el ejercicio poético, primero como medio de conocimiento y después, de comunicación. Ambas nociones, a modo de hipótesis, convergen en un entendimiento particular de la creación poética de raigambre personal, comprometida: “La poesía, más que conocimiento o comunicación, es para mí una tregua de consolación”, afirma el autor (Pereira 2006a: 355) aludiendo, seguramente, al largo debate entre conocimiento y comunicación generado entre los poetas de su generación (Lanz 2009).1 Pereira, preocupado siempre por la claridad expresiva —como lo define en su poética: “Ahora sé que es un crimen de lesa poesía / exprimirle a la almendra del verbo su licor / […] / Oh, tú, poeta pródigo / […] / no vayas a jurar el verso en vano” (2006a: 294)— alcanza esa sencillez no a través de una poesía El regreso entronca con determinadas características y perspectivas que la crítica señala como propias de la generación del 50 y otros grupos de posguerra. Sin embargo, debido a la tardía publicación de su primer libro de poemas y a su adscripción a una cosmovisión tan particular —que lo aleja de los hallazgos expresivos y temáticos de sus contemporáneos—, difícilmente puede ser encuadrado Pereira en el proceso histórico-literario que desarrollan los componentes de la segunda generación de posguerra. 1 

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objetiva o narrativa, sino porque consigue transmitir una emoción contenida, latente, cuyo carácter irracional permite que aflore en la superficie textual. En este sentido, Pereira, que entiende la poesía como “un hiperespacio” (2006a: 355), configura en su trayectoria una transición marcada por la actitud del poeta frente a su obra: de una poesía de contenido humano, social y telúrico, el poeta evoluciona hacia nuevos medios de expresión que incluyen innovaciones técnicas insertadas en la tradición simbolista. En esta órbita, que entronca con la realidad de la emoción y el mundo propio del poeta, afectado por la Guerra Civil, la posguerra y la aparición permanente de la labor profesional, Pereira cultiva un lenguaje literario no vuelto contra su genealogía, sino caracterizado por un individualismo marcado por diversos elementos irracionalistas. Incorpora, de este modo, matices personales que confluyen en una actitud renovadora del lenguaje lírico, y es en esta conquista expresiva donde adquiere especial relevancia la dimensión irracionalista de sus poemas. Si bien una interpretación del símbolo pereiriano desde los postulados de teóricos como Gaston Bachelard, Juan Eduardo Cirlot o Gilbert Durand ofrecería nuevas perspectivas con las que analizar su corpus y ampliar su hermenéutica, es aún más necesario proponer un primer acercamiento a los mecanismos de creación y funcionamiento de los símbolos en su obra poética. Posteriormente podrán aparecer estudios en torno a la significación concreta de cada símbolo, la evolución de las imágenes figurativas o la época que posibilita esta creación simbólica y llegar así a ese “dibujo de figura” tras un estudio de su imaginario poético. En su primera publicación, El regreso, destaca la presencia del recuerdo y la nostalgia. Para la crítica, se trata de “un canto a lo cercano, a la propia ciudad, a la vecindad, a lo familiar; a la amistad y a lo cotidiano; […]. Es, en suma, un canto a la costumbre” (Martínez 2010: 115) que, en ocasiones, se basa en la yuxtaposición de “dos mundos distintos: lo foráneo y lo nativo” (Dolç 1972: 16). Expandiendo estas generalidades, puede afirmarse que este primer poemario supone la adquisición de una conciencia existencial y un compromiso histórico surgido del tiempo concreto de la circunstancia particular del poeta.2

El regreso aparece en la Colección Adonáis. En mi monografía sobre la poesía leonesa y la Colección Adonáis (Fernández Martínez 2021: 63-69; 109-110) he analizado la llegada de Antonio Pereira a dicha colección, su importancia en ella y la amistosa relación que mantuvo con el entonces director, Luis Jiménez Martos. 2 

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Con ello es posible situar a Antonio Pereira en la órbita de la poesía poscontemporánea enunciada por Carlos Bousoño (1981a: 232-233; 1985: 9-19), cuya principal característica reside en una innovadora transformación: la abstracción deviene concreción y la intrasubjetividad permuta en la idea del sujeto que actúa en el mundo. Esta voluntad de profundización en lo intrasubjetivo, hacia un proceso de interiorización, hace que el mundo en sí mismo se difumine en diversos grados —llegando incluso a desaparecer— y ceda su lugar a una irrealidad sin significación lógica de la que únicamente se exige una emoción, que es una cuestión intrasubjetiva (Bousoño 1981a: 233). Su primera consecuencia es el irracionalismo verbal (Bousoño 1981a: 236), caracterizado por cuestiones como el pudor o la distanciación (Bousoño 1981a: 237-247), el paisaje autónomo (Bousoño 1981a: 250), la tendencia al impresionismo y a la abstracción (Bousoño 1981a: 250-252), la búsqueda de la sugerencia expresiva, sea esta lógica o irracional (Bousoño 1981a: 252-265), la reconfiguración de la anécdota (Bousoño 1981a: 265-272), el sentido de la composición (Bousoño 1981a: 272-283) y la búsqueda de la originalidad y la sorpresa (Bousoño 1981a: 283-284). Aunque algunos de estos factores han sido observados, por ejemplo, en relación a la implicación autorial como acto de subjetivación radical característico del autor villafranquino (Gamoneda 2012: 20-21) o a la sustentatio en su cuentística (Albaladejo 2017; 2018; Albaladejo y Amezcua Gómez 2017), el irracionalismo de la impresión subjetiva creadora de emociones no ha sido nunca tratado por la crítica, ni tan siquiera en las dos monografías acerca de su poética (Busmayor 1996; Llamas 2014). Sin embargo, algunas ideas centrales de la sustentatio guardan una importante clave para la comprensión de la dimensión irracional en la poesía de Antonio Pereira: la fluctuación entre razón y emoción. Precisamente, aquello que se capta exclusivamente por vía emocional es, en definitiva, irracionalismo: el irracionalismo o simbolismo consiste en la utilización de palabras que nos emocionan, no o no solo en cuanto portadoras de conceptos, sino en cuanto portadoras de asociaciones irreflexivas con otros conceptos que son los que realmente conllevan la emoción. Esta, la emoción, no se relaciona entonces con

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lo que aparece dicho por el poeta (la literalidad o al menos el significado lógico indirecto del “simbolizador” —denominemos así al término que simboliza): se relaciona con un significado oculto (oculto también, por supuesto, para el propio poeta) que es el verdadero sentido de la dicción poemática (llamémoslo desde ahora “el simbolizado” o “significado irracional”), y que sólo un análisis extraestético (que el lector como tal no realiza, ni tiene por qué realizar) podría descubrir (Bousoño 1981b: 21-22).

Es decir, la irracionalidad puede definirse como un fenómeno mediante el que la emoción procede de una significación que se ha asociado de manera inconsciente al enunciado poemático y que, en consecuencia, permanece oculta. En una de las anotaciones de su diario, Pereira afirma: “la poesía es una emoción recordada” (2019a: 73), una apreciación que se torna reveladora puesto que alude a los elementos inexplicables a la razón. Es decir, el propio poeta evoca la dimensión afectiva que generan unas palabras cuya cabal significación puede variar o incluso resultar incomprensible, pero que consiguen transmitir la emoción del mensaje, de lo sentido, de lo pensado, de lo racional y lo emocional: a través del irracionalismo se alcanza una nueva cota epistémica. Es en este punto donde me interesa demostrar cómo Pereira utiliza constantemente el simbolismo en su elaboración poética. Para ello utilizaré el símbolo del cuerpo, que se erige como un término cargado de valor simbólico permanente. La presencia del cuerpo cobra desde sus inicios en el corpus poético del autor un claro valor simbólico y adquiere la forma tanto de símbolo homogéneo como heterogéneo. Sus atribuciones, sugerencias y significaciones varían en cada poema, aunque puede establecerse una taxonomía inicial que divida en dos grandes grupos la carga irracionalista de este término multifuncional: aquel grupo de poemas en los que el término “cuerpo” aparece de manera explícita y aquel en el que este término se configura de manera metonímica. Para esclarecer la actitud creativa, las técnicas y los efectos sobre el lector que se desprenden del irracionalismo, se hace necesario reconstruir ese proceso desde su origen hasta su desembocadura en la emoción última. Así, Bousoño distingue el simbolismo heterogéneo —también denominado “símbolo de disemia heterogéneo”— como aquel que, aun manteniendo

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una asociación irracional con su consecuencia emotiva, porta también un significado lógico, pero que no guarda una relación directa o esperable con el primero (1981b: 24). Por su parte, el simbolismo homogéneo —también “imagen visionaria”, “visión”, “simbolismo de irrealidad” o “simbolismo ilógico”— comprende aquella forma de irracionalidad en la que desaparecen por completo los significados lógicos: la emoción actúa por implicación (Bousoño 1981b: 28). En el caso de la poesía de Antonio Pereira, las alegorías, el irracionalismo poético y el marco racional de la expresión son tres elementos que se fortalecen entre sí, y es precisamente en su fusión donde estriba su principal novedad lírica. A pesar de que Dolç insiste en que Antonio Pereira ha escrito un único libro (1972: 9-11) y es esta una afirmación sostenida por el propio autor, conviene puntualizar determinadas aclaraciones que el poeta expuso de manera esquemática —ocurre, por ejemplo en “El poeta hace memoria”, el sucinto epílogo a su obra poética completa (Pereira 2006a: 343-360)—, quizá movido por una voluntad de simplificación y que, en ocasiones, ha dado lugar a equívocos interpretativos o descripciones muy tangenciales de su poesía. Por ello, y lejos de agotar su pensamiento, las palabras de Pereira demuestran cómo —y hasta qué grado— su obra atraviesa un proceso de difuminación entre los límites entre realidad, pensamiento, percepción real y expresión visionaria.3 Como se apuntó anteriormente, a partir de El regreso, la obra poética de Antonio Pereira se encamina hacia una nueva expresión lírica de diversa profusión verbal a medida que se suceden sus publicaciones. Por ejemplo, Del monte y los caminos, publicado dos años después, prolonga la esencia, el tono y las formas de su primer poemario, e incluso Cancionero de Sagres, aparecido en 1969, perpetúa esa base perspectiva existencial Habitualmente se han utilizado los poemas que reflexionan acerca de la creación poética como declaraciones del propio autor. En parte, debido a la escasez de testimonios que se conservan. Es decir, son tomadas como referencias metapoéticas. Ocurre, por ejemplo, con el poema “El poema no tiene que llamarse nada”, de Situaciones de ánimo, o “Casa”, de Viva voz. Estos textos demuestran el interés del poeta por la palabra e incluso pueden comprenderse, en un marco interpretativo más amplio, como la preocupación de Pereira por la búsqueda de un lenguaje concreto y personal, pero no debe olvidarse que se trata de poemas y, por tanto, que en ellos existe una cierta distancia autorial. 3 

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que favorece el característico decir poético de Pereira. Con ello queda demostrada la importancia de la dimensión irracional desde los inicios de su obra, y más aún si se tiene en cuenta el poema “Oración con mi cuerpo”, perteneciente al cuaderno Situaciones de ánimo, redactado desde 1962 e inédito hasta su publicación, diez años después, en el volumen Contar y seguir: Me desnudo. Estreno una manera de sentirme de sangre y no de ropas. ¿Cómo saber, si el frío los ataba, la posible extensión de nuestros brazos? Aquí me llama el mar hasta su boca, y el hombre aquel que se tendía oscuro desenreda su cuerpo y lo levanta lento de asombro hacia la luz hermosa. Hoy rezo con mi cuerpo, por mi cuerpo, tan cercano de mí, tan fiel y amigo, verdad a la que toco y que me toca (Pereira 2006a: 137).

Este poema recoge, como ningún otro del autor, el valor del cuerpo como símbolo emocional. En un rápido análisis, es posible señalar las tres recurrencias troncales observadas ya por Francisco Martínez García: el regreso, la vecindad y el erotismo (1982: 1009-1012); tres cuestiones engarzadas en este poema por la utilización del simbolismo heterogéneo encadenado. La composición, que describe la observación del propio cuerpo, arranca con una desnudez que, en el tercer verso, adquiere una fuerte carga metafórica: “sentirme de sangre y no de ropas”. Posteriormente, la figura corporal se aproxima al espacio íntimo, donde se asocia con una segunda persona para, a continuación, retornar al lugar originario pero formulando en el camino un desarrollo metonímico que logra consagrar el cuerpo como espacio verdadero. Asimismo, las imágenes utilizadas para acotar el marco en el que sucede la contemplación de la desnudez propia se corresponden con diversas correlaciones técnicas que enriquecen los atributos irracionalistas asociados al cuerpo. Lo que resulta interesante en este momento es la constatación de

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lo que Bousoño denomina “conjunto simbólico homogéneo” (1981b: 111), entendido este como un doble símbolo en el que la forma recoge una cuestión poco probable o imposible al tiempo que el contenido conjuga diversas significaciones irracionales. Ocurre de igual modo en “Circulaban rumores”, el poema que abre el siguiente poemario de Antonio Pereira, Dibujo de figura, aparecido en 1972: Circulaban rumores, fuentes bien informadas proveían detalles temblorosos, la curvada figuración de un cuerpo entre dos luces, la toponimia oscura de sus huecos, el cuido con que hay que jardinearlo y eso que los maestros llamaban la hora tonta de la incauta, el tiempo imperdonable de la recolección. Como pájaros nuevos aprendíamos y una tarde sin viento nos soltaban y había que volar. Yo conmemoro el inmenso desierto, la distancia infinita si la andan unos dedos primerizos, entre un rostro sabido y la profunda culminación de un seno, y hoy daría no sé lo que daría por rehacer el viaje, que tanto me cundiera un cuerpo de mujer (Pereira 2006a: 225).

Nuevamente, la palabra “cuerpo” aparece en dos ocasiones y, en ambos casos, lo percibido en torno a este concepto se fundamenta en el irracionalismo. Sin embargo, a diferencia del poema anterior, este texto no desvela una intersección entre la imagen visionaria y la realidad: ofrece un sentido pero no a través de la racionalidad, sino mediante la alternancia de un lenguaje directo y de otro basado en el irracionalismo poético. Esas dos realidades opuestas, intensificada por la alusión explícita a “dos

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luces”,4 se requieren mutuamente para denotar ese intercambio en los modos de expresión. El poeta elige la estructura de un relato para dar forma al poema, con una disposición de los diferentes elementos que lo componen de manera deliberadamente desordenada: ritmo, contenido, temática. Sin embargo, se perciben dos partes claramente diferenciadas: la fase previa a la rememoración y la conclusión, renovación del paisaje autónomo enunciado por Bousoño como clave irracionalista. Retóricamente conviven una expresividad irracionalista y un lenguaje directo que analiza el recuerdo, pero es el primero el que se apodera de la superficie textual: la proyección del protagonista, el desplazamiento adjetival o la superposición de planos espaciotemporales confieren un simbolismo heterogéneo que comunica, desde el irracionalismo, una emoción que trasciende su significado lógico. Con ello Pereira no solo mantiene las constantes irracionalistas que han caracterizado hasta ahora su lírica sino que, en medio de su producción poética, desarrolla un nuevo modo de expresión que matiza o incluso modifica la carga emocional de su irracionalismo. Estos matices irracionalistas desembocan en el hallazgo de una renovada voz lírica que se adentra en un terreno que modifica, de manera sutil pero significativa, su obra previa. Dichos modos poéticos renovados se manifiestan en Una tarde a las ocho (1995), donde aparecen en perfecto equilibrio las dos líneas observables desde su comienzo, y se consolidan, de manera definitiva, en Viva voz (2006). En este caso, Pereira adapta el irracionalismo poético hasta constituirlo como una manera de entendimiento. Entronca, de este modo, con la teoría poética de Carlos Bousoño, quien, en el epígrafe titulado “Visualización que se produce al dar pormenores muy concretos en el desarrollo del término irreal” (1981b: 336-343), muestra cómo la irracionalidad sirve de puente entre la experiencia corporal y la palabra poética. El teórico observa una fuerte intensificación en la poesía contemporánea de

En el poema “Ahora tengo una casa junto al mar”, del mismo libro, aparece una construcción similar: “A veces / en la hora difícil de dos luces / lloro un hueco de caña o caracola, / cuento lo que daría por una catedral” (Pereira 2006a: 271-272). También en la sección “Espejo entre dos luces”, la segunda de Cuaderno de Sagres, se observa esa dualidad implícita en la temática y construcción poemática. 4 

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un desarrollo imaginativo no alegórico; se trata de una técnica “que fundamentalmente consiste, primero, en acumular detalles muy concretos dentro de los ‘desarrollos imaginativos no alegóricos’” (Bousoño 1981b: 336) y, segundo, en ampliarlos “a veces, complementariamente, en proliferaciones especialmente extensas, y a veces con ‘saltos’ a objetos afines, hasta alcanzar, en ocasiones, complejidad muy característica” (Bousoño 1981b: 337). Esta heurística de la palabra poética converge también en la poética pereiriana, donde el deseo de la expresión perceptiva se convierte en una transposición lingüística entre racionalismo e irracionalismo. Este carácter visionario se expande en otras formulaciones que permiten vislumbrar el sentido del cuerpo en la poética pereiriana. Se descubre también, a través de ellas, su complejo entramado afectivo, donde se fusiona el patrón lógico de la expresión con la estructura de la imaginación asociativa, generando dimensiones visionarias de distinto alcance, así como formas verbales específicas. Sucede, por ejemplo, en poemas como “5.ª dinastía” o “Desnudo sobre raso”, dos de las composiciones poéticas más extensas de Viva voz, donde las imágenes visionarias encuentran una correspondencia entre lo simbolizado y la disposición lírica y, de este modo, revelan la existencia de una superposición temporal; un procedimiento que Pereira emplea en otras ocasiones como alternativo a la metáfora. En ambos poemas se aprecia un conflicto entre dos modos de expresión poética; pues en ocasiones aparece una cierta nostalgia por la configuración textual de sus primeras composiciones, pero finalmente se impone un modo completamente distinto de nombrar: la culminación de un proceso creador depurativo. En el caso de “5.ª dinastía”, la irracionalidad corporal aparece dispersa a lo largo del poema —“He cansado la tierra indagando […] / la osamenta gloriosa de todos los caballos que fueron reventados” (Pereira 2006a: 308)—, pero se concentra, de manera especial, entre los versos diez y diecinueve: He buscado los lechos de los bien pareados, memoria de sus ojos a la altura condigna, la huella de los cuerpos

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hechos para los cuerpos, los ejemplos yacentes deducidos del mármol en que esposos o amantes duermen su simetría (Pereira 2006a: 308).

Por su parte, “Desnudo sobre raso” delimita el significado conceptual a través de dos significados simbólicos: por un lado, la exaltación del amante en el encuentro con la figura femenina y, por otro, el que viene dado en la visualización como tal. Como este significado segundo, de origen natural, no se corresponde con los datos de la experiencia, el lector lo recibe, como recuerda Bousoño (1981b: 381), con mayor plasticidad y, en consecuencia, con mayor intensidad y plenitud. Se trata, por tanto, de una dicción más individualizada que muestra, desde la ruptura visualizadora, la dimensión afectiva del procedimiento expresivo y temático: Chica desnuda amando sus rodillas. Materia del pintor, tronco de música, pausa en la danza o mármol esperando, no me la quitaréis, ni el tejedor de sedas. Soy yo quien la desvela del lado de la sombra de la puerta de roble. Quien recobra el camino de esas manos delgadas que nunca alzaron leche sino a labio de adulto. Dedos como perdidos y hacia lejos desde el pelo tienen que haber bajado. En los ojos detienen aceite de palmera que perfuma pañuelos con nostalgia de trenes. Junto a conchas que fueron nácar y aún son nácar si se estira la luz hasta la piel del lóbulo destierran los ecos de lenguas y ventosas como delicia o vuélvete. Un fulgor solitario de piedra aguamarina está cruzando la mejilla profunda hasta alcanzar el borde del beso que no alcanza.

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Un aliento ovalado empañando el cristal de ese espejo que vaga junto a cartas y prefijos y suavísimas prótesis. Ya las palmas cortejan incansables los favores del cuello, cuello de la mujer, bisagra aleve donde madrugan aún más que el alba las desolaciones. Cansadas de antepechos van las flores hermanas abriendo su areola. Lástima que hacia el yeso de una pared ausente. Las yemas sabedoras de la calamidad reparten una saliva neutra que apenas roza y se evapora, y círculos. Flancos resbaladizos. Pasar de largo y nada. Pero volver del muslo como quien va trazando flores indiferentes y aliviar la negrura con uñas de ciclamen. Cortinas de arpillera se han corrido de pronto sobre la dilatación de las pupilas. Cierres de chapa dulce han caído sobre las calles de los escaparates. Otra luz ha de ser la que silencie todas las conjeturas y alumbre más abajo y más pura la piel que envuelve al gozne tibio. Chica mayor sentada sobre el raso. Eres una canción apagada viniendo de un bosque. Una conformidad de humo gris y mechones sin cólera. Una lenta ironía donde masticas goma de malvavisco y tiempo y un corazón casado de viajante. Azafata sin mancha mientras la hora se acerca en los relojes concéntricos. Última vez te miro antes de que te vistas lo impuro de las botas, los cristales oscuros sobre armaduras blancas. El arsenal que arrastras cada tarde a las ocho por las provincias del interior (Pereira 2006a: 311-313).

El sistema visualizador de este poema, insertado en el erotismo característico del autor, es específicamente irracionalista: el sujeto lírico descubre par-

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simoniosamente el cuerpo de la mujer amada, recreándose en la descripción, por lo que el poema avanza con gran lentitud. Esa demora resulta esencial para el poema, pues se torna simbólica al expresar líricamente la sensualidad de la escena real. A ello se suman los incesantes cortes versales que marcan, de manera significativa, el ritmo de lectura. Además de estas técnicas, que resultan evidentes en una primera lectura, resalta la visualidad con la que se ofrece la propia descripción, donde también aparece, nuevamente, esa imagen umbrosa tan característica y recursiva en la dispositio irracionalista del autor: del inicial “Soy yo quien la desvela del lado de la sombra” frente al verso “Otra luz ha de ser la que silencie todas las conjeturas y alumbre más abajo”, situado al final. Por otro lado, como recuerda Bousoño, “si lo propio de la emoción simbólica es el misterio, lo propio del simbolizador es la visualidad” (1979: 111; énfasis en el original). Es decir, todo simbolizador posee la cualidad de que el lector se detenga en él para, posteriormente, pasar a la significación, al contrario que ocurre en la metáfora tradicional. En el caso de “Desnudo sobre raso”, sus simbolizadores de irrealidad resultan opacos en un primer momento puesto que no transmiten ningún significado lógico: posteriormente, además de simbolizar el significado correspondiente, cuando la función se anula, la forma irracional reaparece. Estas peculiaridades enriquecen y otorgan profundidad a la emoción recibida. En este caso, la rica visualidad erótica surge del crecimiento alegórico del plano imaginario, donde los elementos materiales, extraídos del campo semántico de la naturaleza, se relacionan directa o indirectamente con el cuerpo femenino. Así, términos como “mármol”, “roble”, “aceite”, “nácar”, “piedra”, “cristal”, “yeso”, “arpillera”, “chapa”, “goma” y “raso” modulan, desde el dominio de lo inesperable, el detallismo que conforma el poema, perteneciente al plano irreal. Este detallismo, que resulta innecesario desde el punto de vista estrictamente metafórico, como recuerda Bousoño (1981b: 343), es lo que se transforma en visualizante, generando de este modo formas expresivas inéditas que individualizan la concepción irracionalista de Antonio Pereira. De modo similar sucede en el poema “Tiempo de amar”, también perteneciente a Viva voz, que demarca una zona de quiebra en el tratamiento lírico del erotismo, donde el irracionalismo adopta una forma estructural yuxtapuesta, también tomando elementos de la naturaleza:

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Si el río se subleva por su pecho y allí estoy yo gritando con los brazos, ah, qué limpia madera salvavidas. (Y antes fuera tan sólo a la deriva un desdeñado vástago del árbol). Si el motor tercamente se ha parado y pasa el sol, y yo no paso, ah, luminosas manos sabedoras de cuál tornillo. (Y sólo eran unas manos en un bosque de manos). Si en dolor, cómo crece la mirada de quien nos vela. (Y nos enamoramos de lo que antes fueran unos ojos dentro de un mar de ojos borrados). Tronco de salvación donde abrazarme, manos de salvación, mirada amiga, ahora es el tiempo de decir que os amo: cuando el agua es de seda, cuando vuelo adelantando al sol. Cuando me basto (Pereira 2006a: 304).

La articulación de esta expresividad confiere una nueva dimensión en la que el irracionalismo, en el caso que aquí atañe, se sirve de elementos tangenciales a la corporalidad para impulsar los diferentes desenvolvimientos imaginativos. Este fenómeno perceptivo, en la manera en la que aparece en la obra de Pereira, posee un carácter renovador, puesto que interviene en otros procedimientos retóricos que desarrollan planos imaginativos colindantes. Pereira utiliza el irracionalismo como modo de comprensión de ciertas experiencias límite, dentro de las cuales aparece, con especial relevancia, el dolor corporal que, modelado a través de diversos mecanismos irracionalistas, confiere nuevas formulaciones en el corpus lírico del autor. La realidad del dolor, por tanto, queda expresada desde perspectivas lógicas e ilógicas —es decir, racionales o irracionales—, pero cuya configuración expresiva deriva,

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indistintamente, en un lenguaje directo y racional o en otro marcadamente simbólico. Esta retórica del dolor aparece en su plenitud en el poema “Estado de ánimo”, donde se conjuga una dialéctica entre la salud y la enfermedad. Desde un marco racionalista, pero expresado con procedimientos irracionalistas, la carga significativa del cuerpo afligido cobra diversos valores que, sin poder atribuirles un valor fijo y permanente, se relacionan con las ideas de la vida y la muerte: Descúbrase. Te quitas la camisa. Échese ahí. Estás crucificado. Respire lentamente, y tú respiras lentamente, acompasas los tramos de la espera hasta que un sobresalto te convence de que ya están en ti. Los ojos cierras. Pero en la sombra tensa reconoces cada instrumento por su propiedad, la i de lo incisivo, lo plano, lo cortante, lo rasposo. Muerdes tu voz. ¡Y todavía callas que ahora aceptarías la ruina, la vergüenza, el desleal olvido de quien amas! Toda esa pequeñez que muchos dicen sufrimiento moral, si te apagaran este dolor, el único dolor, el dolor físico (Pereira 2006a: 145).

El poema, situado en un espacio racional, como es el caso de una consulta médica —no se describe de manera directa, sino por vía simbólica—, adopta la forma de una anamnesis clínica5 y toma elementos narrativos denotando A este respecto resulta interesante, puesto que amplía los márgenes de lo literario, el breviario Los médicos leen a Antonio Pereira, coordinado por José Enrique Martínez (2014b), quien también ha analizado brevemente la importancia de la materia médica en la poesía de Antonio Pereira (2018: 24-38). 5 

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una unión de partes claramente objetivas e irracionales. En esta disposición, la utilización de símbolos heterogéneos sirve de contrapeso afectivo a aquello que se ofrece de manera racional y sugiere ideas paralelas a las narradas durante el poema. Con una marcada perspectiva existencial, el poema denota también el problema de la incomunicación y el modo de nombrar diversos procesos afectivos a través del irracionalismo, pero también de un lenguaje claro, alejado de la oscuridad conceptual. “El poeta”, señala Bousoño, “intenta buscar, en esa composición, la verdad ética que esencialmente le sea propia, la verdad personal, intransferible” (1981b: 337). Así, y dentro de esta relación entre experiencia del dolor y palabra poética, la teoría de la visión imaginaria y del símbolo como elemento irracional que conjuga dicha experiencia y su emoción originaria con la razón que la sucede aporta un sentido trascendente en la lírica de Antonio Pereira. El significado denotativo y el connotativo suceden de manera simultánea, a modo de alegoría disémica, donde permanece también el significado real. En relación a esta premisa, uno de los símbolos más utilizados en torno al dolor en la poética pereiriana es el de la sangre, como ya se vio en “Oración con mi cuerpo”. Ocurre lo mismo en alguna de sus estrofas más conocidas, como es el caso del poema que abre “Del monte y los recuerdos”: “Padre: te lo mandaba / la sangre. Y al abuelo / Manuel se lo mandaba / otra sangre, con qué / nombre, dime, que ya / no puedo recordarlo” (Pereira 2006a: 78), o la última estrofa del poema que cierra la sección “Del monte en soledad”, ambas pertenecientes a Del monte y los caminos: El hombre en soledad aprende a oírse el corazón, la sangre y sus oráculos: cuando escucha en las venas una dulce presencia en crecimiento, cuando pájaros locuaces quiere, nubes encendidas... es primavera. Aunque él no sabría explicarlo (Pereira 2006a: 106).

Ligada al ámbito de la creación poética, la imagen de la sangre, desde un lenguaje irracionalista, se pone al servicio de la racionalidad: imágenes visionarias como “la sangre me fluye como un verso muy largo” (Pereira 2006a:

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242), “y todo ha sido / de pulpa y de sangre” (2006a: 247-248); “busca mi corazón tu forma ilesa, / sufrimiento” (2006a: 243; énfasis en el original); “frente a mis ojos, cerca de mis manos / […] gira una melodía intravenosa / que disuelve en la sangre sus engaños” (2006a: 271) o “las palabras sagradas que amo con mi sangre” (2006a: 340) evidencian, desde la metapoesía, la intuición de un misterio creador donde la palabra —la poesía, en definitiva— aparece como la confesión de una realidad íntima concreta. En este sentido, Pereira crea simbólicamente un ambiente que traduce una experiencia y le confiere nuevos matices que redirigen el núcleo poético hacia el cuerpo sin nombrarlo directamente. Esta realidad del cuerpo afligido, una realidad impuesta por el paso del tiempo y la conocida “mala salud de hierro” del autor, incrementada por su hipocondría, atraviesa una formulación en la que, a través del símbolo se encierran las imágenes de la muerte, como sucede en el poema “El pródigo”. En él, a través de la función de la medida del verso y su ruptura, los encabalgamientos léxicos, las repeticiones y los apóstrofes se genera un sistema expresivo donde también aparece la consciencia sobre el propio fenómeno poético: “Mi corazón vive por encima de sus posibilidades. / […] // Mi corazón es pródigo como un cerezo enloquecido / por el verano. // Pero yo no le riño a mi corazón / porque está consentido y a lo mejor ya saben” (Pereira 2006a: 282).6 La imagen del corazón es muy profusa en el imaginario pereiriano: desde “Os presto el corazón mientras valga” (Pereira 2006a: 35), de El regreso, hasta “mi corazón insomne / es el patio del mundo” (Pereira 2006a: 303), de Viva voz, el corazón, núcleo simbólico por excelencia, deviene origen de variadas significaciones vitales, como es el caso del poema “Biografía”, donde ese telurismo característico del autor se fusiona con el acto de la escritura: “Los poetas nacen en feligresías apartadas / […] / crecen a mocedad con un cuaderno / que llevan bajo el brazo, / pegado al corazón” (Pereira 2006a: 172). De hecho, el símbolo del corazón en “El pródigo” y en otros poemas opera de manera similar a la que lo hace en Historia de una anatomía, poemario de Francisca Aguirre (2010), donde simboliza la convergencia del sujeto y la memoria: “muchas de las cosas que le pasaban al corazón / obedecían al mal funcionamiento del hígado o del páncreas / y desde luego todo lo que les sucedía a dichos órganos / repercutía sin ninguna duda en el cerebro” (Aguirre 2010: 9); “lo cierto es que a mí el corazón / cada día me pesa más me pesa tanto / que no hay quien lo mueva” (Aguirre 2010: 71). Al igual que Aguirre plantea “¿Quién iba a sospechar que las arterias / estaban tan unidas al destino?” (2010: 28), Pereira utiliza la imagen del corazón como centro enunciativo en varios de sus tex6 

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Pereira delimita de este modo el ámbito de enunciación y lo extrapola a otros ámbitos donde también figuran otras partes del cuerpo en las que es posible constatar ciertos grados de irracionalismo: “Así en la guerra, grises hospitales, / eran los tristes vientres en lo oscuro / y las amputaciones” (2006a: 249); “bandos de pájaros que ciegamente / daban contra mi pecho, lavanderas” (2006a: 261); “Dos y dos cuatro / ya no mando en nadie, / el hospital mis pájaros huyendo, / y el calendario lunes de ceniza” (2006a: 270); “Puedo escribir sin manos y besar sin dientes” (2006a: 283); “Retén el aire en el pulmón florido / hasta la hora en que tu canto sea / disculpado por la necesidad” (2006a: 294); “La complexión del ojo, la frente desatada, / el amor o el olvido por estrechos divanes / de fauno y arpillera y la lana del tórax, / los nudos marineros” (2006a: 318) o las dos primeras estrofas del soneto “Bierzo de la helada tardía”, donde se equipara la corporalidad humana con los árboles frutales: Difícil es cantar la primavera. Dolidamente el corazón os llora, frutales de mi amor, porque a deshora se heló la sangre que en la rama espera. Os veo como un mástil sin bandera, triste muñón que al tibio miembro añora.

tos: “Pero a mi corazón se ataban las alegres / porque era indescifrable la alegría / de los jóvenes dientes y los ojos, / la recatada pero inevitable ondulación del cuerpo, / todo para sumirse en una lejanía / como la muerte oscura e ignorada” (2006a: 241). En un estudio previo dedicado a la autora valenciana (Fernández Martínez 2019) pueden observarse ciertas sincronías temáticas entre ambos autores. Un análisis pormenorizado encontraría múltiples concomitancias ulteriores, como es el caso de la imagen de la herida y la cicatriz: “Se quejan las heridas / en algún sitio de este cuerpo / y me reclaman y me piden cuentas”, señala Aguirre (2010: 17), un mensaje similar al que transmiten las heridas en “Ahora voy a decirte por qué lloré aquel día”, de Pereira —“Él tenía una herida en el costado, / la herida iba cerrando poco a poco, los guardianes entraban a quererle, / ‘¡Veamos esa herida! ¡Con el tiempo / de primavera curan las heridas!’, / y alababan su buena encarnadura. / Al día en que los bordes se juntaron / siguió una noche, una amanecida...”— o la simbología cicatricial de su último poema, “A vosotros” —“Todos los que cerráis vuestras memorias clínicas / con la esperanza loca de que no volverán a abrirse / en distintos lugares las mismas cicatrices” (2006a: 341)—.

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¿Dónde aquella canción prometedora que el sol traía a vuestra flor primera? (2006a: 328).

La función del irracionalismo corporal en esta última composición ejemplifica esa tensión característica de la poética del autor. En cada término aludido, el lector entiende que se trata de símbolos que guardan una significación real. Los elementos corporales humanos —“corazón”, “sangre”, “muñón”, “miembro”— dialogan con los propios de la naturaleza —“primavera”, “frutales”, “rama”, “flor”— y, frente a ellos, aparece un solo término en su función implícita: la muerte, connotada desde la negación de dichos elementos que, a su vez, están igualados con la vida, que sugiere también el paso del tiempo y los ciclos vitales. Es, nuevamente, una muestra de simbolismo heterogéneo encadenado, donde los diferentes símbolos heterogéneos están comunicados, en aglomeración léxica, mediante una misma significación irracional. Se suceden, por tanto, el plano real, que es a la vez imaginario puesto que lo posibilita una serie de transformaciones preconscientes, y el irreal o simbólico (Bousoño 1981b: 31-33). Con este breve esbozo queda demostrada la importancia del irracionalismo poético en la obra de Antonio Pereira durante más de cuarenta años de creación literaria de la que se desprende una indagación expresiva y cognitiva entre lo simbólico y la realidad, tan relevante para la cosmovisión del autor. Este primer acercamiento a la dimensión irracionalista del cuerpo en la poesía de Antonio Pereira puede resultar de gran utilidad en la hermenéutica de su obra, tanto narrativa como poética. El cuerpo como símbolo en su obra lírica aporta dos dimensiones de un mismo significado: por un lado, aquella que comprende la heterogeneidad de la materia textual y, por otro, aquella que recoge la unidad de las esencias experienciales. De este modo, no se produce una discontinuidad interpretativa en sus diferentes niveles ni tampoco una disolución de significantes. Muy al contrario, se crea una tensión lingüística entre ambos extremos de la misma unidad, reforzando así el sentido y ampliándolo hacia un doble límite semántico. En consecuencia, los poemas ofrecen, simultáneamente, una realidad objetiva, concreta, aparente, pero también una realidad subjetiva, trascendente, esencial e implícita en aquella. Por su parte, la creación de significados, la semiosis, se configura en la poética pereiriana de manera ilimitada a través de los mismos símbolos

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corporales: no traza sino un movimiento pendular, donde las palabras cargan y descargan su sentido, haciendo que el lector asuma una labor de decodificación continua. Puede afirmarse que en el corpus poético de Antonio Pereira, la expresión irracionalista del cuerpo actualiza todas sus posibilidades, pues se trata de un espacio textual donde lo estrictamente denotativo rebosa de contenidos connotativos. Es en esta dimensión irracionalista donde conviven lo directamente perceptible y su dimensión simbólica, lo que genera un conocimiento situado más allá del propio discurso poético y permite alcanzar el dominio epistémico de la revelación.

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Preámbulo Me corresponde en estas páginas reflexionar sobre la poética narrativa que da lugar a la cuentística del autor objeto de estudio. Una poética que, como bien indica José Luis Puerto en “Antonio Pereira o el arte de contar”, la presentación a la antología Oficio de volar (Pereira 2006b), es “ese aroma que desprende el relato y que está constituido tanto por la sustancia argumental, como por el modo de verbalizarla, todo ello filtrado por la psique del escritor, que impregna lo que crea de su propia personalidad” (Puerto 2006: 7). Recuperaré, con tal intención y dotando al contenido de una mayor densidad, algunas de las afirmaciones al respecto enunciadas por mi parte en el prólogo escrito en colaboración con Ángeles Encinar en la edición Antonio Pereira y 23 lectores cómplices (Álvarez Méndez y Encinar 2019). Previamente, he de indicar que, si en el universo creador pereiriano ha destacado la ficción breve, este también se ha configurado con la poesía y la novela. A ello se suma el artículo periodístico, quehacer con el que comenzó a demostrar desde la adolescencia su habilidad en el “oficio de mirar” el mundo.1 Esa destreza, relacionada con la observación perspicaz de su entorno, le permite contar la vida con pericia tanto en los textos periodísticos como en sus poemas y fabulaciones. De tal modo, siempre fiel a su poética personal, el conjunto de su producción muestra una coherencia 1 

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Más información sobre su obra periodística en David Rubio (2017 y 2018).

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y unidad2 que ha sido valorada con admiración rendida desde sus inicios, como refleja, entre otros, Manrique de Lara:3 Aquí tenemos para nuestro solaz a un gran poeta, de quien todavía no se ha dicho la última palabra, y a un gran prosista, que sabe contar lo que ve y lo que pasa. Bajo estas dos anhelaciones subyace un mundo creador. De una parte, su riqueza descriptiva le sitúa en la zona más eminente de nuestros narradores. Y, por otra parte, su riqueza interior, su mundo sensitivo, nos proporciona un rico universo de sugestiones, en las que no hay sitio para diversiones de esteta […] Bastará con que Pereira se ocupe de recordar cualquier rincón de su nostalgia para que nos encontremos de pronto con la más estimulante de las sugestiones (Manrique de Lara 1975: 305-306).

No en vano, se perfila Pereira como un poeta que escribe cuentos y como un narrador con una visión lúcida de la realidad no exenta de la precisión y la depuración del lenguaje propias de la lírica, dueño de la sutileza y del ingenio, que se complace con el retorno al territorio de la intimidad, pero sin perder nunca el contacto con lo social. Todo ello bajo el halo de escritor caracterizado por una gran modernidad y por un coherente pensamiento literario que da origen a una sólida obra. La cuentística de Antonio Pereira Antonio Pereira es uno de los grandes cuentistas de la literatura española contemporánea. Reconocimiento de su maestría y elogio son las reacciones más frecuentes que suscita su obra entre la crítica especializada, los escritores coetáneos y de generaciones posteriores y entre sus lectores. Así lo confirmaba Ricardo Gullón, tras referirse a su poesía, en la introducción a Cuentos para Se ha hecho referencia en diversas ocasiones a cómo ilustra este dato con certeza Miguel Dolç en el prólogo a Contar y seguir (1972a). Véase, también como muestra, el análisis de Carmen Busmayor (1992) sobre las analogías entre la urdimbre poética y la narrativa de Antonio Pereira. 3  No es baladí que este fragmento, pero en versión levemente más amplia, sea el empleado por Francisco Martínez García para iniciar su estudio sobre Antonio Pereira en su Historia de la literatura leonesa (1982: 997). 2 

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lectores cómplices: “novelista de no escasa producción y cuentista con muchas cuerdas en su arco, ha logrado, creo yo, dominar el arte de la narración breve con una destreza no inferior a la de sus coetáneos mejores” (1989: 19). En 1994, Antonio Pereira, al reflexionar sobre la narrativa breve, afirmó: “ahora mismo no es que me guste el cuento. Es que me apasiona. Está llenando mi vida literaria” (en Santonja 1995: 168). Y también por esos años, en la antología de Cuento español contemporáneo, editada por Ángeles Encinar y Anthony Percival, sostenía: “El arte del cuento, para mí, en el momento actual es un desafío que me tiene inquieto, buscador, inconformista, crítico…” (1993: 233). En numerosas ocasiones, en artículos y prólogos a sus libros, el autor leonés ha meditado sobre su poética. Por ejemplo, en Recuento de invenciones, asevera que para él, escritor de poesía y cuento, aquella aportaba a este dos elementos fundamentales: “El potencial de sugerencia de las palabras y el sentido de la economía procesal” (2004: 19). La insinuación, o evocación, y la brevedad, junto a la intensidad y la elusión, son, sin duda, los pilares del género y el autor lo demuestra en su narrativa. Es enriquecedor asomarse a algunas de las características sobresalientes en la cuentística de Pereira.4 En este sentido, los títulos de sus colecciones y antologías apuntan a rasgos notables: Una ventana a la carretera (1967, Premio Leopoldo Alas), El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976), Historias veniales de amor (1978), Los brazos de la i griega (1982), El síndrome de Estocolmo (1988, Premio Fastenrath de la RAE), Cuentos para lectores cómplices (1989), Picassos en el desván (1991), Relatos de andar el mundo (1991), Las ciudades de Poniente (1994b, V Premio Torrente Ballester), Relatos sin fronteras (1998), Me gusta contar (1999a), Cuentos del Medio Siglo (1999b), Cuentos de la Cábila (2000), Recuento de invenciones (2004), Clara, Elisa, la teta de doña Celina, mujeres (2005), Oficio de volar (2006b), Cuentos del noroeste mágico (2006c) y La divisa en la torre (2007). Se puede intuir en ellos la importancia de la mirada, la necesidad de un lector interactivo, la pasión por contar, la relevancia del poniente y del noroeste como territorios literarios, el localismo y el cosmopolitismo, la sensualidad y el retrato de una época. Desde la inmediatez y el realismo, pasando por la esporádica experimentación Para obtener una visión histórica rigurosa de la misma, se recomienda el estudio de González Boixo (2004). 4 

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formal y por ocasionales incursiones fantásticas,5 Antonio Pereira se muestra como un maestro del arte de narrar, dueño del manejo de las técnicas narrativas y de un propósito claro: social, político o crítico, a veces, otras dramático, pesimista o esperpéntico, sin olvidar nunca el poder de la ironía y del humor. Todo ello, como bien reconoce José Enrique Martínez, adelgazando progresivamente la materia narrativa y llegando a un admirable despojamiento: “la brevedad del relato y la austeridad del lenguaje se imponen como ideal; maestro del arte de contar, Pereira eleva, por así decir, la anécdota a categoría. Cualquier escena, espacio, tiempo, circunstancia, por leves que sean, pueden dar vida a un relato” (2010: 125). Poética pereiriana Uno de los preceptos del decálogo presentado por Pereira en el prólogo a Me gusta contar era “7. Explotar la voz imaginada del narrador, un cuento es la ficción de una voz” (1999a: 11). Esta figura es primordial y cobra fuerza en sus cuentos. Se materializa en dichas fabulaciones a través de un narrador que logra hacer próxima su comunicación, siguiendo de nuevo los presupuestos del mencionado decálogo: “8. El narrador no lo sabe todo, conviene fingir dudas, a lo Cunqueiro […] / 9. El novelista puede ser altanero. El cuentista debe ser cordial y amistoso. / 10. Debe serlo incluso cuando escribe prólogos” (1999a: 11). Para lograrlo, emplea diversos mecanismos: apela con frecuencia al receptor de la historia mediante un certero tono oral que le sumerge en discursos coloquiales, conversacionales, de la vida cotidiana, en los que el autor trabaja la capacidad expresiva del lenguaje para darle prestancia estética; se integra en las historias relatadas; reflexiona sobre el proceso de escritura, juzgando el modo en que construye sus cuentos; o se presenta como el relator de historias escuchadas. El lector de sus narraciones breves tendrá la sensación de que Antonio Pereira está realmente conversando con él, contándole historias e invenciones en un tono cercano y afable.

Véase el volumen ofrecido en la colección “Las puertas de lo posible. Narrativas de lo insólito” a cargo de Raquel de la Varga Llamazares (2022). 5 

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Es indudable la influencia de la cultura natal en esa entidad narradora, con la tradición de filandones que acostumbran a sus gentes a la invención y la leyenda, en suma, a la fascinación por la palabra literaria, casi mágica, en su vivencia enmarcada en la oralidad. Afirma Pereira en el inicio del prólogo a Me gusta contar: “Llegué al oficio de escritor de cuentos escuchando narraciones orales, que prosperan en mi mundo del Noroeste. Y después —o al mismo tiempo—, con la lectura” (1999a: 9). Con anterioridad, en “Confesiones del autor” de Relatos sin fronteras, argumenta: “La experiencia me ha enseñado que si un cuento funciona en la prueba de la oralidad, puede no ser un mal cuento” (1998: 7). Desde esos presupuestos, traslada lo oral a lo literario, a la escritura, con una asombrosa capacidad de contar desde este modo, como si estuviera hablando, integrando lo conversacional en la categoría literaria. Una buena muestra de la fuerza de dicha tradición se constata en la película El filandón, dirigida por José María Martín Sarmiento, en la que Pereira es protagonista relator. No solo la impronta oral del noroeste se acomoda en su obra. Antonio Pereira se tituló como maestro nacional, pero decidió ejercer una profesión vinculada al comercio. Su experiencia como viajante en ese marco físico, al que alude con recurrencia en sus cuentos, le permite observarlo con detalle y llevarlo a la escritura envuelto en la atmósfera de la ficción. Así, convierte su territorio vital, tanto su paisaje como su paisanaje, en un espacio literario, un poniente o noroeste mítico integrado por León en dirección hacia el Bierzo y hacia Sanabria, por Galicia y el norte de Portugal. La importancia concedida a ese mundo provincial originó que fuera tachado de localista y costumbrista por la crítica. Sin embargo, aunque el autor reconoce su identidad leonesa y berciana, sus cuentos van más allá de recreaciones de tal índole. Profundiza en ese ámbito, pero con él demuestra que lo local contiene y proyecta lo universal con significaciones de hondo calado. De tal modo, a la impronta de su paraje de origen, de su paisaje del alma, se une la del cosmopolitismo. Su condición de viajante, derivada de su labor profesional, lo convierte en viajero impenitente. Su conocimiento de países extranjeros contribuye a que se potencie en su narrativa la presencia de escenarios cosmopolitas. Eso sí, estos son relatados en gran parte de los casos con una voz de su propio territorio que nos lleva de la mano a variadas geografías. Entonces se contrastan culturas, costumbres, paisajes, comportamientos in-

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dividuales y colectivos, sociedades, literaturas… En “Confesiones del autor” de Relatos sin fronteras, reconoce esa dualidad, confirmando que muchos de sus textos transcurren “dentro de España. (Me gusta escribir España). Los hay también que suceden por ahí lejos, sin fronteras para salir y sin fronteras para el regreso a lo más mío” (1998: 8). Suma, así, lo exótico al arraigo, lo desconocido a lo conocido. La antología Cuentos del noroeste mágico (2006c) permite comprobar la impronta de ese espacio real del noroeste peninsular que se transmuta en literario, convirtiéndose en el escenario de los acontecimientos narrativos o en el eje que da entrada al motivo de la nostalgia con el que sus habitantes lo evocan cuando se encuentran lejos del mismo. Así lo confirma González Boixo en el prólogo a dicha edición: Pereira aprovechó su experiencia viajera para ubicar parte de sus historias en lugares alejados de su territorio literario habitual. Moscú, Puerto Rico, Acapulco, Brasil, París, el Caribe, Nepal y Lisboa serán los escenarios de algunos cuentos. Lo que no cambia demasiado son los narradores, personajes anclados en lo sentimental y emocionalmente en las tierras del Noroeste y que, por diversas circunstancias, viajan a esos lugares. En este tipo de cuentos la nostalgia del territorio primordial suele ser uno de sus componentes esenciales (2006: 14).

Francisco Martínez García concluía hace años: “Recuerdo, retrato, esperanza: éste es el tríptico panorámico-temporal de la escritura —verso o prosa— de Pereira; proyectado sobre el aquí (‘estar’) y el allá (‘viajar’), este tríptico posibilita la urgencia del ‘regreso’ a la ‘vecindad’ consuetudinaria en la raya fronteriza de un tiempo sin antes ni después, con acá y más allá” (1982: 1015). En esa línea, la dialéctica vital entre lo local y lo cosmopolita, entre el marchar y el regresar, es definida por Martínez García (1982: 1010) desde el trasfondo del mito del eterno retorno que toma forma en el vaivén entre la perspectiva provinciana y la vivencia internacional, pero siempre regresando al punto de partida: Siendo el hombre para Pereira una simple vocación a la modestia, la vida ordinaria, la cotidiana —toda vida— es mera costumbre, rutina vulgar. El viajar es quebrar esa costumbre, salir de esa rutina, alejarse. Pero viajar no es tan sólo cambiar de lugar en la piel geográfica del planeta; viajar es huir, salir, alejarse uno mismo de

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sí mismo por las vías del pensamiento, del sentimiento, del dolor, de la duda, del miedo, del recuerdo, de la nostalgia, de la utopía… Paradójicamente, en este “viaje” —que es lejanía— el hombre no encuentra nada plenamente gratificador. En consecuencia, es inevitable la urgencia del regreso a la costumbre, el retorno a la rutina: regreso a la modestia vocacional, al “huerto familiar de la costumbre”, a la tierra, a las raíces, al suelo de verdades, a la ciudad, a la casa, al amor, “A Úrsula”… (1982: 1009-1010).

Antonio Pereira tiene muchas historias que contar, tal como refleja en su ya citado decálogo: “1. Lo primero es tener una historia que contar. Sin esto nada” (1999a: 10). Estas surgen de su mundo familiar y conocido, que ficcionaliza mediante constantes juegos de confusión entre narrador y autor. El lector atento podrá reconocer pinceladas del mundo real —lugares, individuos, noticias periodísticas, incluso algunos hechos de las tramas relatadas, así como datos autobiográficos— que trascienden la peripecia vital para integrarse en la ficción. Y en ella cobran vida propia, como no podía ser de otro modo, de acuerdo con el pensamiento de Pereira condensado al final de su cuento “El fabulador a domicilio” de La divisa en la torre, en el que se dice: “Los que creíamos en el fabulador sabíamos que jamás había contado nada que no fuera fantasía suya. […] Pero luego se supo que los neuros del hospital le tocaron al fabulador algún relé del mecanismo y ahora solo cuenta historias verdaderas. Y eso en nuestro pueblo no le interesa a nadie” (2007: 23). Ficcionaliza, por ello, los acontecimientos, los personajes, incluso a sí mismo, provocando ambigüedad a través de un alter ego literaturizado que es concebido por muchos como biográfico. Así lo hace desde El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976), y lo potencia en Cuentos de la Cábila (2000) y en La divisa en la torre (2007), con la figura del autor que se hace presente en el narrador y se implica en lo relatado. Lo explica José Enrique Martínez cuando, en alusión a Cuentos de la Cábila y La divisa en la torre, asevera que en ellos “la experiencia vivida y la fabulación se funden con el predominio de una o de la otra; en la última obra, la experiencia autobiográfica parece tomar ventaja. El narrador se confunde con el escritor” (2010: 133).6

Más información sobre el juego entre realidad y ficción que tiene lugar en Cuentos de la Cábila, en el estudio de María Pilar Celma Valero (2016). 6 

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De ese modo, nos conduce al original retrato de España desde los años cincuenta y sesenta hasta la primera década del siglo xxi, donde siempre pesa la nostalgia por determinados valores de un tiempo pasado recuperado desde el recuerdo. El motivo del regreso, del retorno a ese añorado mundo alejado de la modernidad, está muy presente en su cuentística. No extraña, por ello, que otra de las características de sus invenciones sea el triunfo de lo colectivo, de la vecindad. Perfila con benevolencia y proximidad las relaciones humanas de la sociedad del noroeste que tan bien conoce desde niño y adolescente, dividida en la clase modesta y la aristocracia antigua. Convierte en protagonistas a civiles vinculados con la provincia, a los que retrata sin humillarlos, pues entre ellos se crio en el barrio de la Cábila de su Villafranca natal, ubicado al otro lado del río. Sus historias presentan anécdotas y epifanías de esos seres sencillos y humildes que conforman una comunidad, trabajadores de la ciudad o del pueblo, con preocupaciones cotidianas, con defectos y vicios, frustraciones y anhelos. No olvidemos que en sus cuentos radica en cierto grado una crónica de la realidad y que sus tramas “se asientan en una aguda observación de la vida cotidiana que le permite sacar jugo de anécdotas triviales y de los quehaceres más sencillos” (Carrillo Martín 2005: 108). Queda pendiente, sin embargo, el desarrollo de estudios monográficos que profundicen en la dimensión ética e ideológica de gran fuerza en su obra que pone en jaque al autoritarismo del discurso institucional dominante de orden político y social. Como explicita Juan Carlos Mestre: “Su topografía describe ámbitos de conciencia, zonas de peligro por las que deambulan siempre con la tarea de ser personas, personajes en busca de rostro, ciudadanos arrastrados por la tormenta afectiva al recinto más consolador de la historia, el lugar donde toda herida de guerra cicatriza en palabras y toda reyerta de relámpagos se convierte en meteoros de la literatura” (2011: 17). Asimismo, los interesantes datos históricos que recorren sus cuentos se conjugan con apuntes literarios, ofreciendo una nueva vuelta de tuerca a la mezcla de realidad y ficción. No obstante, en sus relatos siempre se impone la ficción sobre el mundo real. Según ha explicado Ricardo Gullón: “La presencia del autor implícita —por lo menos la del autor implícito— en la fábula, y la bien fundada sospecha de que pueda ser determinante en la trama, sugieren que la vivencia opere como sustrato de lo contado, y, por lo tanto,

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que la experiencia artística responda al movimiento imaginativo causado por hechos que, en parte, proceden de la voluntad de re-crearse en la invención” (1989: 21-22). Para contar bien esas historias, es necesario aplicar una importante técnica narrativa. Así lo hace Pereira a la hora de construir su singular universo fabulador. El ingenio es el punto de partida de sus fabulaciones, enriquecidas por su capacidad de observación. A él se añade la singular unión de lo poético y lo narrativo. Si en su poesía se traslucen ingredientes narrativos, su condición de poeta, tal como ya se ha adelantado, impregna el cuento, con tendencia a lo lírico, mediante la técnica de la sugerencia y de la economía del lenguaje. De tal modo, es fiel a su decálogo, pues penetra en la historia pero no la dilata gratuitamente ni trata de embellecerla con vocablos vacíos: “2. Hay que profundizar en ella, que no se quede en anécdota, chascarrillo, ocurrencia. / 3. Extender la historia mientras no peligre el sagrado efecto único. (Poe). Se puede nutrir la historia, pero no hincharla” (Pereira 1999a: 10). El resultado es una escritura plena de matices. A las anécdotas, aparentemente sencillas, se las completa con implicaciones derivadas del juego con la ambigüedad, con sobreentendidos y con elipsis. Su obsesión por la depuración le lleva a un proceso meticuloso de redacción, de selección de la frase adecuada, de corrección, de prescindir de lo accesorio en un arduo trabajo de economía narrativa. También le conduce a la recomposición, fruto de la reescritura que surge de la relectura. Introduce, por ello, diversas variantes en la reedición de cuentos anteriormente publicados en los que afina el discurso reduciendo el texto original con austeridad y sobriedad, desechando todo aquello que no le encamine hacia la perfección. Como asevera con acierto Martínez García en referencia al oficio del autor leonés, “la palabra de Pereira es poéticamente virginal, original y paradisíaca porque es creadora de cada cosa que nombra” (1982: 1015). No en vano, el lenguaje siempre es certero y contribuye a la verosimilitud, como se deriva de otra de sus recetas enumeradas en Me gusta contar: “6. Si dudas entre dos palabras, elige la más clara. Si hay empate, quédate con la menos prestigiosa” (Pereira 1999a: 10). A su vez, defender el inicio del cuento es un arte que domina Antonio Pereira, con una selección magnífica de las primeras palabras y frases de cada ficción, capaces de captar la atención del receptor. De igual modo que atien-

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de a su cierre, aunque lo considera una consecuencia natural de la estructura del texto, sin olvidarse nunca del factor sorpresa: “4. Cuidar el comienzo, entrando rápido en el tema. El final sabe cuidarse solo. / 5. Que siempre haya expectativa. ¡Algo va a ocurrir!” (1999a: 10). Los cambios de punto de vista y los quiebros de la intriga, que rompen las ideas creadas en el lector durante el cuento, conducen en sus invenciones a finales que asombran o a finales abiertos, herméticos, que dejan en el aire la explicación esperada para que el receptor la complete. La colaboración lectora es una necesidad para dar plenitud a las historias. No en vano, hay un rasgo axial en toda la cuentística de Pereira: la búsqueda de un lector cómplice. No es de extrañar que publicara un volumen con ese título, con excelente prólogo de Ricardo Gullón, donde el profesor reflexionaba sobre el importante papel de esta figura, requerida por escritores tan diferentes como Virginia Woolf y Julio Cortázar, cuyo papel, según los críticos de la escuela de Constanza, es el de “generador e impulsor de la obra” (1989: 28). La palabra ‘lector’ aparece en numerosas páginas de nuestro autor, el narrador lo reclama o le anima a dar una respuesta. Pereira lo tenía en cuenta: “No diré que me pliegue a sus supuestas preferencias. Pero él está en mi proceso de creación […], y esto ocurre porque mi designio es causarle un efecto. […] Pero donde más lo tengo en cuenta […], cada vez más, es en el empeño de llevar a la página una voz eficiente, capaz de hacerle pactar y entrar en el juego de la credulidad” (en Percival 1997: 133). Tal como especifica con precisión Ángeles Encinar: Desde hace años, el escritor era consciente de la necesidad de interactuar con su destinatario, el receptor de sus textos, y practicaba asiduamente este precepto. En ocasiones, se adelanta a sus posibles respuestas y le considera impaciente […], “viciosín”, si quiere demasiados detalles […], o incluso, parafraseando a Baudelaire, “hipócrita lector” […]; pero en otros casos, requiere su total involucramiento, […] aunque no le importe su respuesta; o le sugiere lecturas interesantes (en Álvarez Méndez y Encinar 2019: 14-15).

La complicidad y el juego con el lector, tan reclamados hoy en día por los cuentistas actuales, se convirtieron en características de su narrativa. En la “Nota del autor” a la edición de Clara, Elisa, la teta de doña Celina, mujeres

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(Pereira 2005), enfatiza la función del receptor: “La relectura propiamente no existe, porque una página ya conocida es nueva cada vez que ponemos en ella los ojos y el alma” (2005: 5). Recordemos, asimismo, sus declaraciones al respecto realizadas años antes en Me gusta contar, en las que no puede desligar la figura del lector de la concepción del cuento: Maduros periodistas o jóvenes periodistas en prácticas suelen pedirte una definición del cuento. A veces habré dicho razonablemente que es el resultado de saber una buena historia y saber contarla con brevedad e intensidad; otras veces, que escribir un cuento supone una salida para un golpe de mano que fracasa si se lleva exceso de munición. Esta última gusta más y suelen ponerla en el titular. El caso es que defiendo una modalidad literaria que me apasiona y que les viene como anillo al dedo a los lectores de nuestro tiempo, sobre todo si son lectores interactivos, casi compinches del fabulador (Pereira, 1999a: 10).

Huidiza a la adscripción tanto a la generación del medio siglo como a la generación del 68, la personalidad literaria de Antonio Pereira le lleva a situarse al margen de movimientos y de modas, de las que se burla en muchas ocasiones, ya sea a través de la figura del narrador, de los temas, los personajes, los discursos o las ambientaciones de sus cuentos. Ese protagonismo de lo literario despliega otras dos sugestivas vertientes. Por un lado, la intertextualidad, los homenajes a autores reconocidos, y la inclusión de referencias culturales y artísticas. Por otro, la metaficción, que se convierte en un recurso relevante de su cuentística desarrollado mediante personajes apasionados por la literatura, como lectores o escritores, y reflexiones variadas sobre el acto de creación y sobre determinadas estéticas. Según indica Ángeles Encinar: Las referencias a otros autores y textos se hace con frecuencia de modo explícito, así sucede con Cervantes, Víctor Hugo, Enrique Gil y Carrasco, Zorrilla, Stevenson, Maurois, Victoriano Crémer, Cortázar, Laforet y Truman Capote, entre muchos otros; puede comprobarse la extraordinaria diversidad. Y el proceso de escritura es tema persistente, bien porque los narradores o protagonistas de sus textos son escritores —poetas o cuentistas— […], bien porque el argumento desarrolle los retos técnicos y de contenido a los que se enfrenta un autor (en Álvarez Méndez y Encinar 2019: 15-16).

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El prólogo “Cuento de los dos narradores”, de Cuentos del Medio Siglo (1999b), integrado años después como ficción en Cuentos del noroeste mágico (2006c), ilustra lo expuesto planteando reflexiones sobre la inocencia estética en los inicios autoriales y la pérdida posterior de esta por diversas causas.7 En el seno de la citada poética sobresalen otros resortes que caracterizan su ficción breve, entre ellos el humor y la sensualidad. El humor recorre todos los relatos, a veces tierno, a veces socarrón, y fruto de agudezas, dobles sentidos e ironías finas y amables. O, como lo describe Ricardo Gullón en el prólogo a Cuentos para lectores cómplices, un “humor gentil […] que parece burlarse de sí mismo, guiñando un ojo al lector” (1989: 19). Un humor localizado no solo en la trama, sino también en los títulos, en los personajes y en el lenguaje. El lector se divierte con las anécdotas relatadas. En palabras de Ángeles Encinar: “Es fundamental en todos los casos la mirada irónica o socarrona de la voz narradora mediante la perfecta utilización del lenguaje; siempre hay una selección minuciosa del término o el enunciado preciso para producir el efecto buscado” (en Álvarez Méndez y Encinar 2019: 17). Tal como argumentaba Ramón Carnicer en el prólogo a Una ventana a la carretera, primer libro de cuentos de Pereira: “Humor e ironía forman la vertiente que con la otra grave y meditabunda de lo poético, completa la realidad del humano vivir” (1967: xii). En cuanto al componente de sensualidad, reproduzco otra de las certeras aportaciones formuladas por Ángeles Encinar en el prólogo a Antonio Pereira y 23 lectores cómplices: El erotismo no suele ser explícito en las narraciones, se trata de sugerir, de hacer que la imaginación construya situaciones y momentos culminantes, por eso, se describen personajes ávidos de lo sensual. Las mujeres francesas abundan en sus historias por la visión liberal que el autor reconocía en el país vecino, al que viajaba con frecuencia. Son muchos los ejemplos […] Pero a este respecto, se podrían exponer numerosos casos, porque la sensualidad impera entre los extranjeros y los locales, hombres y mujeres, jóvenes y viejos; en escenarios conocidos e imprevistos, serios o de mayor trascendencia; parece ser una inclinación de todo Es un cuento muy citado y no lo reproduzco en el cuerpo de texto de este capítulo porque se puede leer en su versión completa en el capítulo que en este presente volumen firma Carmen Morán Rodríguez. 7 

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ser humano que solo necesita la chispa de su impulso (en Álvarez Méndez y Encinar 2019: 11-12).

Se ha denominado a este erotismo como “diocesano”, por su carácter sutil, enlazado en ocasiones con el humor, en pasajes que revelan insinuaciones y que perfilan personajes con sueños de seductor, deslumbrados por la belleza y las virtudes femeninas. La riqueza estética y ética de su cuentística es tal que no extraña que, una década después del fallecimiento del autor, una destacada nómina de escritores actuales uniera su voz a la de Pereira en un nuevo volumen de sus cuentos para ofrecer comentarios sobre los mismos. De tal modo, en Antonio Pereira y 23 lectores cómplices (2019b), se abordan todos los rasgos de su ficción breve a través de la óptica de creadores, en concreto de nombres consagrados en el ámbito de la poesía o de la narrativa española. Los enumero en el orden de aparición en la antología: Berta Vías Mahou, Soledad Puértolas, Antonio Gamoneda, José María Merino, Lara Moreno, Eloy Tizón, Pilar Adón, Marina Mayoral, Cristina Grande, David Roas, Luis Mateo Díez, Hipólito G. Navarro, Care Santos, Cristina Cerrada, Manuel Longares, Andrés Neuman, Julia Otxoa, Pedro Ugarte, Pablo Andrés Escapa, Patricia Esteban Erlés, Óscar Esquivias, Ricardo Menéndez Salmón y Nuria Barrios. Todos ellos rinden un merecido homenaje a su figura literaria, profundizando en su poética y reconociendo la maestría de Pereira en el género. Como autor sobresaliente en la literatura española contemporánea, también lo sitúa, y lo recupera para el público lector juvenil, la reciente edición Cuentos. Antonio Pereira (2021) llevada a cabo por Raquel Ramírez de Arellano en la colección Clásicos Modernos de la editorial Anaya. Conclusiones En suma, hablar de los cuentos de Antonio Pereira es hablar de arte narrativo. Voz relatora aguda y lector cómplice son, como se ha indicado, los dos ejes sobre los que giran las figuraciones del autor, siempre consciente de las técnicas del género. Es concienzudo al escribir, demuestra ser arquitecto de estructuras, maestro de la digresión, narrador ni ingenuo ni maleado y,

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además, dueño de la palabra. Con esos elementos convierte sus cuentos en auténticas metáforas de la vida y de un mundo donde la fabulación se impone sobre la realidad. Mediante diversos registros que fluctúan entre la oralidad y la escritura, lo literario y lo biográfico, domina su oficio, consciente de que el cuento “por breve que sea, no es una pura sucesión de informaciones, sino un mecanismo preciso, una estructura compuesta por elementos que se entrelazan y se corresponden, porque exigen una trabazón tan férrea como un relato extenso” (Senabre 2011: 79). Antonio Pereira juega con el arte de mostrar y eludir, el arte de contemplar el mundo y dejar al lector atrapado en la visión del hilo de una cometa que hace volar historias inolvidables trazadas por un extraordinario fabulador, historias rebosantes de matices y cargadas del asombro con el que la palabra literaria, que aboca al hallazgo, nombra la vida y se posiciona en el mundo.

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POÍESIS Y CONFIGURACIÓN NARRATIVA EN LOS CUENTOS DE ANTONIO PEREIRA: INTERPRETACIÓN Y ANALOGÍA Tomás Albaladejo Universidad Autónoma de Madrid

Recepción e interpretación, simulación y empatía en los cuentos de Antonio Pereira Cuando nos preguntamos cómo podemos abordar analíticamente los cuentos de Antonio Pereira, nos encontramos con que las posibilidades de actuación de la crítica literaria ante su obra son muy numerosas. Sin duda, la respuesta crítica a una obra de tanta riqueza y diversidad como es la del escritor berciano puede apoyarse en varios instrumentales metodológicos de análisis literario e incluso en una combinación de distintas opciones críticoliterarias. Así, a la pregunta ¿cómo descubrir la poíesis de sus cuentos, su creación como proceso y como resultado del proceso, desde nuestra posición receptora e interpretativa?, es posible responder que, sea cual sea el método elegido, será altamente fructífero intentar ponernos en la posición del autor y en su perspectiva, a partir del texto, a partir de la obra, y reconstruir su poíesis por medio de una explicitación como hipótesis de la misma, de sus componentes y de sus rasgos característicos. En la configuración del instrumental crítico desempeña un papel importante la crítica transferencial (Albaladejo 2012a: 33-34), que hace posible la incorporación a un instrumental crítico-analítico y teórico-explicativo de perspectivas y planteamientos procedentes de otras teorías e incluso de otros ámbitos del saber distintos de los estudios literarios y lingüísticos. Es en este punto donde la crítica transferencial facilita la incorporación de un instrumento conceptual analítico como es la teoría de las neuronas-espejo,

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incorporada a la teorización literaria por Alfonso Martín Jiménez a partir de los planteamientos y las aportaciones de Rizzolatti, Sinigaglia y Iacoboni (Martín Jiménez 2014; 2015: 36 y ss.). Así, Martín Jiménez explica: “Este tipo de neuronas, situadas en zonas específicas del lóbulo frontal y del lóbulo parietal de nuestro cerebro, no sólo se activan cuando realizamos una determinada acción, sino también cuando vemos que otra persona la realiza. Por ello, sirven para reconocer los movimientos que realizan los otros y su intención” (2015: 36). Las neuronas espejo hacen posible que en nuestro cerebro se produzca una simulación de una acción que observamos y por medio de esa simulación llegamos a comprender cuál sería nuestro propósito si realizáramos esa acción, lo cual permite la comprensión del propósito de quien realiza la acción observada. Marco Iacoboni y John Mazziotta ofrecen la siguiente explicación: A fundamental aspect of social behaviour is the ability to understand the emotional states of others and to empathize with them. Mirror neurons may provide a simulation-based form of empathy, possibly through interactions with more classic emotional brain areas, such as the limbic system. An fMRI [functional magnetic resonance imaging] study of observation and imitation of facial emotional expressions has demonstrated a large-scale neural network comprising mirror neuron areas, the anterior insula, and the amygdala. These data are compatible with the hypothesis that mirror neurons help us in understanding and possibly feeling the emotions of others by simulating their facial expressions (2007: 215).

Como explica Martín Jiménez, las neuronas espejo tienen “un papel esencial para facilitar la empatía y la comprensión de las intenciones, las expresiones lingüístico-gestuales y las emociones de los otros, favoreciendo la comunicación y la interacción social” (2015: 37). En el funcionamiento de la metáfora, que es construida en el espacio comunicativo de la creación y es interpretada en el de la recepción, las neuronas espejo son decisivas para la activación por el receptor, por el intérprete, del motor metafórico en respuesta a la observación e indagación interpretativas de la acción del motor metafórico que lleva a cabo el autor como creador de la metáfora e incluso como activador de una metáfora creada por otro autor

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(Albaladejo 2019: 567). Gracias a la ayuda de las neuronas espejo, podemos interpretar la obra literaria como resultado de la poíesis y también la poíesis misma, y asimismo podemos explicar nuestra posición interpretativa y la comprensión, desde esta posición, de la poíesis. Los cuentos de Antonio Pereira lanzan una fuerza narrativa y artísticolingüística a quien lleva a cabo su lectura; es una fuerza que impulsa un desplazamiento de su posición receptora a la propia posición poiética del autor, al producir una empatía entre lector y autor basada en una simulación en la mente y en el imaginario literario y cultural de la poíesis del autor como proceso, a partir del conocimiento interpretativo de la poíesis como resultado de la creación narrativa. Las neuronas espejo actúan en la realización de esta simulación y en la consecución de la empatía entre el lector y el autor por medio de la obra resultante de la poíesis. Esta actividad de las neuronas espejo no se limita a la actividad lectora, sino que desde esta salta a la actividad crítico-literaria como actividad correspondiente al segundo y al tercero de los conocimientos de la obra literaria identificados por Dámaso Alonso (1981: 37-45, 199-216, 395-416). En la diversidad, polimorfismo y riqueza constructiva de sus cuentos, Antonio Pereira nos ofrece un amplio espacio en el que nos plantea sugerencias y nos propone respuestas lectoras y crítico-interpretativas basadas en la simulación de las neuronas espejo para analizarlos y explicarlos. El autor y su obra narrativa apelan a una amplitud metodológica amplia sobre la que puede definir interactivamente, en un diálogo del lector y del crítico con el autor en la obra, la respuesta analítica y explicativa, es decir, la respuesta crítica. En anteriores trabajos me he ocupado de algunas de las técnicas narrativas de Antonio Pereira y he podido comprobar que sus cuentos han contribuido de modo decisivo a afinar y mejorar los métodos de análisis crítico y asimismo a plantear en estos matizaciones y modificaciones que permitan elucidar las claves de la obra cuentística de este autor con el fin de explicar, dentro de una relación interpretativa guiada por la empatía y la simulación de la poíesis, una realidad literaria de una gran riqueza y una complejidad compatible con la sencillez de una palabra escrita que no es ajena a la oralidad. Es lo que ha sucedido al explicar la figura retórica que es la sustentatio en la configuración narrativa con la producción de una sorpresa al aparecer lo inesperado o la

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oposición entre el momento o instante vital y el desarrollo sin sobresaltos del eje narrativo. Es en esta búsqueda de instrumental de metodología crítica que responda a la configuración poiética narrativa que Antonio Pereira nos ofrece empáticamente de sus cuentos donde la teoría de los mundos posibles (Albaladejo 1992: 49 y ss.) se sitúa en un espacio de respuesta que puede asociarse a las neuronas espejo. Esta teoría, que anteriormente he aplicado en el análisis crítico de obras del infante don Juan Manuel, de Emilia Pardo Bazán o de Leopoldo Alas “Clarín”, se basa en la confluencia y fusión entre el texto literario y el referente formado por diversos mundos, los cuales son transformados en construcciones textuales por medio de la intensionalización (Albaladejo 1992: 28), es decir, por la transformación de la extensión en intensión, como parte del proceso de creación de la obra literaria. El mundo de una obra literaria es el referente, que es el conjunto de seres, estados, procesos, acciones e ideas que es representado por el texto. Un mundo de personaje, como parte del referente, también está formado por seres, estados, procesos, acciones e ideas. Por su parte, un mundo de personaje contiene varios submundos: submundo real efectivo, submundo temido, submundo creído, submundo conocido, submundo deseado, submundo soñado, etc. Cada uno de estos submundos está constituido por seres, estados, procesos, acciones e ideas. Es de gran interés la respuesta de Antonio Pereira a la pregunta que Ángeles Encinar y Anthony Percival le formularon en Cuento español contemporáneo: “¿Qué representa o qué es para Usted el cuento en el momento actual?”. He aquí su respuesta: “El cuento es el resultado de saber una buena historia y saber contarla con intensidad y brevedad. El cuento quiere producir un efecto y sale a ello como a dar un golpe de mano, que fracasa si se lleva exceso de impedimenta. El arte del cuento, para mí, en el momento actual es un desafío que me tiene inquieto, buscador, inconformista, crítico… O sea, joven” (en Encinar y Percival 1993: 233). En esta respuesta Pereira destaca la necesidad de una buena historia y de la técnica para contarla. Como nos recuerda la sentencia “Rem tene, verba sequentur” de Catón el Viejo, el referente y su organización de mundos desembocan en la técnica y en la expresión. Condensación, intensidad y brevedad caracterizan el cuento (Baquero Goyanes 1974; Baquero Escudero 2011).

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En la carta que abre el volumen Todos los cuentos de Antonio Pereira, Antonio Gamoneda le dirige estas palabras: “tú, esencialmente, eres poeta, y, precisamente porque eres poeta, escribes una prodigiosa narrativa breve” (2012: 21). Como su poesía, los cuentos de Pereira, con su condensación, con su intensidad y con su brevedad, están perfectamente dispuestos hacia la producción de un efecto (Martínez 2010: 145-158), lo que hace que, como en la lectura de un poema, una vez terminada su lectura, el lector queda unido al cuento, cuya lectura repite en la mayoría de los casos. La teoría de los mundos posibles incluye la clasificación de los modelos de mundo de los que dependen los mundos del referente y, una vez intensionalizados, mundos textuales. El modelo de mundo de tipo I, como modelo de mundo de lo verdadero, rige los mundos y submundos de la obra (del referente y del texto) cuyos elementos son parte de la realidad efectiva. El modelo de mundo de tipo II, como modelo de mundo de lo ficcional verosímil, rige los mundos y submundos de la obra que están formados por elementos que, sin ser parte de la realidad efectiva, son similares a estos. Por su parte, el modelo de mundo de tipo III, como modelo de mundo de lo ficcional inverosímil, rige los mundos y submundos de la obra constituidos por elementos que no son parte de la realidad efectiva y tampoco son similares a los de esta realidad. Hay que tener en cuenta que un mundo o un submundo pueden contener elementos regidos por más de un modelo de mundo, produciéndose una combinación de elementos de distintos modelos de mundo; en estos casos actúa la ley de máximos semánticos (Albaladejo 1992: 52-58), por la que el mundo se adscribe al modelo de mundo al que pertenecen los elementos más alejados de la realidad: los elementos propios de modelo de mundo de tipo III atraen a su estatuto semántico-extensional los elementos que corresponden a modelos de mundo de tipo I y de tipo II, y los propios de modelo de mundo de tipo II atraen a los que son de modelo de mundo de tipo I. Sin embargo, existen restricciones a la ley de máximos semánticos, la cual no actúa cuando los elementos propios del modelo de mundo que en principio atraería a su estatuto semántico a los elementos de otros modelos de mundo se encuentran formando parte de un submundo imaginario, soñado, fingido, temido, etc. (Albaladejo 1992: 57). La organización de mundos del referente y del texto en los cuentos de Antonio Pereira se ofrece como incentivo a la empatía y a la simulación en la

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mente del lector y del crítico literario, como lector que es, de la poíesis y, en definitiva, a la construcción interpretativa de una respuesta fundamentada en la asunción por la instancia de receptora de la poíesis llevada a cabo por el autor y plasmada en su obra. Las neuronas espejo hacen posible la comprensión por los lectores de la actitud emocional del autor en su poíesis y los conectan empáticamente con él a través de su obra y también con la obra misma. Ensayo de una cartografía de los cuentos de Antonio Pereira De acuerdo con la teoría de los mundos posibles, en su sección en la que esta se ocupa de los mundos del referente y del texto y de los submundos de dichos mundos, es posible determinar en los cuentos de Antonio Pereira varias clases de cuentos como resultado de la actuación en su lectura e interpretación de la simulación y empatía producidas por las neuronas espejo. La cartografía de los cuentos consta de tres secciones, la primera de las cuales (A) se define por la configuración del referente y, consiguientemente, del texto de un mundo a partir de varios mundos o de un solo mundo principal; esta sección contiene cuentos clasificados en dos subsecciones (A1 y A2). La segunda sección (B) se fundamenta sobre la dinámica de los tres tipos de modelos de mundo y sus relaciones, con implicación activa de la ley de máximos semánticos, diferenciándose sus subsecciones (B1, B2 y B3) por el tipo de modelo de mundo que rige los mundos y submundos del referente y del texto. Por último, la tercera sección (C) ha sido construida teniendo en cuenta qué submundos son los que activan el motor narrativo del cuento y contiene tres tipos de cuentos (C1, C2 y C3). Así, se pueden establecer inicialmente estas clases de cuentos: Sección A Teniendo en cuenta la configuración de mundos del referente, que puede estar formado por una pluralidad de mundos o por un solo mundo claramente establecido como mundo central del referente y, por tanto, del relato, es posible tomar en consideración los siguientes tipos de cuentos:

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A1. Uno es el tipo al que corresponden los cuentos que tienen una configuración narrativa constituida por una pluralidad de mundos de personaje en el referente y en el texto. En esta clase de cuentos se sitúa el cuento “La crápula”, del libro Una ventana a la carretera, de 1967, cuyo referente está formado por muchos mundos de personaje que no están ampliamente desarrollados, pero que manifiestan un importante rasgo de la obra de Pereira, como es la variedad de mundos y, por tanto, de personajes. “La crápula” representa un día cualquiera, en el que, como otros muchos días, confluyen en un momento muchos mundos de personaje, lo cual ya es presentado por el autor desde el comienzo del relato: ¡A la cocina! ¡Vamos a la cocina! La cocina del Casino Recreativo y Cultural es en la villa el refugio último para los fieles, los tenaces. los puros trasnochadores de vocación: hombres que no aprenderán a dormir cuando los demás, como no sea en la noche sin amanecida (Pereira 2012: 50).

También “Los preventivos”, cuento del libro Las ciudades del Poniente, posee un referente con pluralidad de mundos de personaje, con una disposición referencial que hace que el último de los preventivos, que estaban obligados a presentarse en el cuartel de la Guardia Civil cuando una alta autoridad visitaba la villa, se presente cuando ni los propios guardias civiles tenían claro el motivo de tal obligación. El conjunto de mundos del referente se va estrechando porque los preventivos van falleciendo con el paso del tiempo. El cuento termina con el diálogo de los guardias sobre el último preventivo, personaje que en cierto modo representa a los demás preventivos: —Se presenta un tal don Patricio, catedrático de francés y algo de la Legión de Honor —informó el guardia de puertas, recién salido de la Academia—. Que ha recibido la comunicación y viene preventivo. —A este hombre ya no le rige la cabeza —rezongó el comandante de puesto—, pero las reglas son las reglas. Identificación y registro (Pereira 2012: 513).

En “Los preventivos” la pluralidad de mundos del referente, transformados en texto por medio de la intensionalización, es expresada en la mi-

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croestructura textual o superficial del cuento. Esta pluralidad contribuye a intensificar el significado de esta obra como literatura del postconflicto (Albaladejo 2015) por la reiteración de la situación en la que se encuentran los personajes que tienen que presentarse en el cuartel de la Guardia Civil en las circunstancias antes referidas. A2. Otro es el tipo al que corresponden los cuentos en los que se desarrolla bien un solo mundo principal, que normalmente es el del protagonista, bien un número muy limitado de mundos poco desarrollados semánticoextensionalmente. Hay un alto número de cuentos que corresponden a este tipo, en estos cuentos se establece un eje narrativo central que articula el relato de modo que este es conducido sobre el desarrollo vital del personaje protagonista. De los muchos cuentos que pueden entrar en este tipo voy a seleccionar algunos, en los que queda definido el mundo principal del cuento. Uno de ellos es el titulado “Rabanillos”, de Una ventana a la carretera, cuento cuyo referente, su proceso de intensionalización y la expresión correspondiente giran claramente en torno del protagonista, del que aparece en la narración un periodo muy largo de la vida de Rabanillos condensado en una breve microestructura que representa y envuelve su vida, de modo que ya en el final del relato aparece una referencia a su juventud y a la herida que sufrió en la Guerra Civil: “Rabanillos conserva el andar fachendoso y conquistador. Solo cuando amenaza lluvia se resiente del tiro que le dieron en la entrepierna, cuando lo del Ebro” (Pereira 2012: 40). Otros cuentos de Antonio Pereira en los que hay un mundo de personaje claramente definido con función axial en la obra por su presencia en el referente, en la macroestructura o estructura global textual subyacente, en la microestructura e incluso en el título, que es parte de esta, son “El tío Candela”, de Una ventana a la carretera, o “El escultor”, incluido en Picassos en el desván. Saturno Torío, al que llaman el tío Candela, prospera con un negocio que es favorecido por el hecho de estar algo alejado de la autopista. En “El escultor”, el título no procede del nombre o apodo del protagonista, sino de su profesión, que no es precisamente la que le da el éxito tras su regreso del extranjero. El sustantivo que representa su profesión es empleado en el cuento con ironía, tanto en el título como en el final de esta obra: “Con

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las bodegas llegaron los mesones típicos y los pubs, los alquileres altos y los traspasos millonarios de Domingo Filgueira Ovalle. El escultor, todavía se oye decir” (Pereira 2012: 394). En este tipo de cuentos también se incluye “La creación”, de Me gusta contar. La construcción referencial de este cuento está organizada en torno al mundo del protagonista, Pepe Ramos, encargado de unos grandes almacenes, el cual, a modo de creación, les da vida a una hora muy temprana cual hacedor: “El hombre que sabía todos los códigos contempló su obra y se sintió satisfecho. Accionó el mando que más le tentaba y de par en par se abrieron las puertas al público. Eran las 5:47, y si alguien se extraña de que tantos despertadores en Madrid hubieran sonado con adelanto, Pepe Ramos con el aire más natural del mundo te recita que el día séptimo terminó la obra que había hecho, capítulo tal versículo cual. Alguna parida así” (Pereira 2012: 634). “Pablito, apóstol”, de Una ventana a la carretera, se puede incluir en este tipo, aunque con la peculiaridad de que hay en este cuento un mundo central, el de Pablito, que domina el relato del lavatorio de pies del Jueves Santo, pero, como la microestructura del cuento revela, es sostenido por un amplio conjunto de mundos de personaje, los de quienes tienen responsabilidades eclesiásticas y los de aquellos a quienes van a lavar los pies: El sacristán mayor, engreído maestro de ceremonias, arrancó al mozo de sus cavilaciones. Hay que ponerse de dos en fondo. Como todos los años. A Pablito le toca emparejar con el Manchao. El Manchao es de los que corren a Pablito por la calle, si le cuadra. Ahora, en la iglesia, al Manchao le gusta hacerse el santo. [...] Va saliendo al altar la comitiva, despacio, con solemnidad armoniosa (Pereira 2012: 105).

El mundo de Pablito se combina con los mundos de los demás personajes que forman parte de la comitiva, de modo que todos sus mundos de personaje llegan a fusionarse y dan lugar a una especie de mundo conjunto de varios personajes, en el que destaca, no obstante, el del protagonista. Otros cuentos de Pereira que se pueden situar en este tipo son “La escalerilla”, de El síndrome de Estocolmo, “El gobernador”, también de El síndrome

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de Estocolmo, o “Cirujeda”, de Una ventana a la carretera. Son cuentos con un mundo de personaje sobre el que se define claramente el trazado narrativo de la obra, de la que dicho mundo es eje y núcleo. Sección B Sobre la base de la adscripción semántico-extensional del modelo de mundo que rige el mundo del referente y, por tanto, del texto, es posible establecer tres tipos de cuentos en la obra de Pereira. B1. Cuentos que dependen de un modelo de mundo de tipo I, de lo verdadero. Son aquellos cuentos cuyos referentes están formados por elementos referenciales que están regulados por un modelo de mundo de lo verdadero. Es el caso del cuento “Paco Pino”, de La divisa en la torre, en el que el referente está centrado en el poeta vallisoletano Francisco Pino, o del cuento “La expectativa”, también incluido en La divisa en la torre y de cuyo referente forman parte numerosas personas realmente existentes: “De aquella invitación de mis amigos voy a poner los asistentes, los que recuerdo, con sus nombres verdaderos, como cuando entré de meritorio en el periódico” (Pereira 2012: 799). Los cuentos con referente vinculado a un modelo de mundo de tipo I, modelo de lo real, de lo verdadero, están muy cercanos a los dietarios que Antonio Pereira redactó durante años y que han sido publicados recientemente con el título Oficio de mirar (Andanzas de un cuentista 1970-2000) (Pereira 2019a). B2. Cuentos construidos referencialmente a partir de un modelo de mundo de tipo I y de un modelo de mundo de tipo II, modelos de lo verdadero y de lo ficcional verosímil respectivamente. Esta agrupación de modelos de mundo de tipo I y de tipo II en estos cuentos es debida a la proximidad entre realidad y ficción, la cual es una característica de muchos de los cuentos de Antonio Pereira. Ciertamente, en muchos cuentos de Pereira hay seres, estados, procesos, acciones e ideas que responden a un modelo de mundo de tipo I y que

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son combinados con elementos correspondientes a un modelo de mundo de tipo II, actuando en tales casos la ley de máximos semánticos, por la que el modelo de mundo más alejado de la realidad atrae a su estatuto semánticoextensional el conjunto del referente. Es el caso del primer cuento publicado por Antonio Pereira, “Cuento de Nochebuena” (Pereira 1957). Como ha explicado Pablo Andrés Escapa en su estudio sobre la fusión de lo real y lo ficcional, esta es clave en muchos cuentos del escritor villafranquino: “Y ciertos son los personajes que caminan con prisa para celebrar a tiempo la Nochebuena en casa: un niño, su abuelo y el burro Macario. Pero lo que ya es materia del cuentista —vale decir del creador de fábulas memorables descuidado de su compromiso de la estricta verdad—, son los pasos que van haciendo el viaje” (2013: 44-45). En la lectura que Luis Mateo Díez hace del cuento “El gobernador” deja claro que no está seguro de que su contenido sea real, lo cual nos permite apoyar la idea de que no siempre es posible determinar qué es lo real y qué es lo ficcional en muchos cuentos de Pereira: “La penosa y divertida historia del gobernador de Pereira estoy seguro de habérsela oído antes de leerla, antes de que la escribiera, aunque no tengo ninguna certeza de que se origine en una anécdota real” (2019: 185). Que sea un cuento narrado en primera persona por el protagonista, el gobernador civil que acompaña a Franco durante su recorrido en coche por la provincia en la que desempeña dicho cargo, permite situar al menos en el ámbito ficcional la instancia narradora y su voz. El desenlace del cuento, del que forma parte el cese del gobernador por Franco, incluye también su nuevo destino: “Terminé y volví al coche insignia. Me senté lo más lejos posible de Su Excelencia, encogido junto a la portezuela. Pero él era un gran señor y volvió a tratarme con humanidad, como en el pazo cuando hablábamos de los injertos de escudete o de canutillo: ‘Couceiro, Couceiro, a usted lo que le haría falta es casarse’. Unos días después me llegó el cese, y casi al mismo tiempo me nombraron inspector del butano” (Pereira 2012: 354-355). En el relato oral de este cuento que Pereira hizo a Luis Mateo Díez el autor del cuento omitió el nuevo destino del cesado, lo que permite al autor de La fuente de la edad escribir en su reflexión como lector cómplice: “Es habitual que el narrador se guarde algún naipe en la manga y, sin embargo, eso

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jamás supone en él un engaño, siempre deja pistas para alentarnos y hacernos más sugestivo el cuento” (Díez 2019: 187). Natalia Álvarez Méndez y Ángeles Encinar, en su importante estudio introductorio a Antonio Pereira y 23 lectores cómplices (2019) se ocupan de la realidad y la ficción y de su integración conjunta en la obra de Pereira, llegando a producir una ambigüedad por la intencionada difuminación de sus límites, ambigüedad que alcanza al propio autor. Ello sin duda proporciona una riqueza extraordinaria a la creación literaria de Pereira, al ampliar sus horizontes semántico-extensionales y también pragmáticos. Como estas dos autoras escriben: “Ficcionaliza, por ello, los acontecimientos, los personajes, incluso a sí mismo, provocando ambigüedad a través de un alter ego literaturizado que es concebido por muchos como biográfico” (Álvarez Méndez y Encinar 2019: 13). En su estudio sobre Cuentos de la Cábila, Celma Valero escribe “la realidad inunda la ficción” (2016: 19), lo cual puede extenderse a otros cuentos de Pereira. Antonio Pereira consigue presentar la realidad como ficción y la ficción como realidad, con lo que activa las neuronas espejo del lector consiguiendo que se mueva en su recepción en un territorio paralelo al de su creación y haciendo posible que al interpretar la obra consiga una construcción analógica de su poíesis. La ficcionalización de la realidad y la apariencia de realidad de la ficción llevan al lector a desplazarse por un territorio tan rico como ambiguo en el que su interpretación es recreación, es simulación, produciéndose, por tanto, en cierto modo una poíesis compartida basada en la analogía. B3. Cuentos basados en un modelo de mundo de tipo III, de lo ficcional inverosímil, como modelo resultante de la combinación de modelos de mundo en la que participa un modelo de mundo de tipo III junto a modelos de mundo de los otros dos tipos, de acuerdo con la ley de máximos semánticos. Estos cuentos son poco frecuentes e incluso se puede cuestionar su adscripción semántico-extensional, pero representan una vía de configuración narrativa que no está cerrada en la obra de Antonio Pereira y que sin duda forma parte de ella. Así, en el cuento “Cirujeda”, que está organizado sobre el mundo del personaje protagonista, Adolfo Cirujeda, empleado de banca que sin esfuerzo ha memorizado los números de cuenta bancaria y los saldos de los clientes de la

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sucursal en la que trabaja, presencia un hecho inverosímil: en el entierro de uno de los cuentacorrentistas del banco, el difunto saca el brazo del ataúd y hace un gesto de burla: Entonces sucedió lo que seguramente no había ocurrido jamás en aquella ciudad, ni acaso en otras ciudades colindantes: don Silvano el irascible, que debió de ver a Adolfito desde su encierro y leerle el pensamiento —como es privilegio de los difuntos—, sacó el brazo del estuche de caoba en que viajaba y le dedicó a Adolfito ese ademán que admite algunas variantes técnicas y se llama, según en qué provincia: la higa, hacer la peseta, dar un corte de manga, ¡por aquí se va a Madrid!, o, más breve y agudo, ¡por aquí...! En cualquier caso, un gesto grosero, impropio de un caballero con importante saldo acreedor (Pereira 2012: 74).

Adolfo Cirujeda comunica lo que ha visto a sus compañeros del banco, al jefe de cartera y al director, que se asombra, pero no de que un difunto haya hecho ese gesto, sino de que haya sido hecho por un cliente de la categoría de don Silvano. Así, el director apela al empleado memorioso: “—Pero, veamos, amigo Cirujeda, recapacite usted: ¡cómo va a ser posible que don Silvano Valiente de la Poza, una cuenta tan limpia, honra y prez de la Casa...!” (Pereira 2012: 75). Y añade el director: “—Seguramente se equivoca usted, amigo mío, y el gesto ese, ¿cómo se dice?, ¡por aquí...!, fue de algún cuentacorrentista menor” (Pereira 2012: 75). Es cierto que en este cuento hay elementos regidos por un modelo de mundo de tipo III de lo ficcional inverosímil, son los elementos referenciales correspondientes al hecho que consiste en que un difunto saca el brazo del ataúd y hace con él un gesto. Por tanto, según la ley de máximos semánticos, este modelo de mundo atrae hacia su estatuto semántico-extensional los elementos referenciales que dependen de modelo de mundo de tipo II y, si los hubiere, también los regidos por modelo de mundo de tipo I. No hay en el cuento ninguna expresión que de modo explícito permita entender que lo que ha hecho don Silvano se trate de un hecho soñado o imaginado por el protagonista. No obstante, por la ambigüedad intencionada a la que tiende Pereira, no es descartable que la acción gestual del brazo de don Silvano sea producto de una especie de alucinación de Cirujeda, y en tal caso actuaría una de las restricciones a la ley de máximos semánticos: lo ficcional inverosímil, lo fantástico, no activa la ley de máximos semánticos cuando los

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elementos dependientes de modelo de mundo de tipo III forman parte de un submundo imaginario, como sucede con los gigantes que ve don Quijote, ya que estos están solamente en su submundo imaginado, puesto que en la realidad son molinos de viento. Por otro lado, en relación con el gesto de don Silvano, Pereira tensa al máximo la condición humorística de este cuento al presentar la sorpresa del director del banco no por el hecho de que el difunto haga un gesto que solamente pueden hacer los vivos, sino porque el gesto no es acorde con la condición de prestigioso cuentacorrentista del difunto. Sección C Una de las características de muchos de los cuentos de Antonio Pereira es el funcionamiento de un determinado submundo del mundo del personaje protagonista como motor narrativo, lo cual permite el establecimiento de las siguientes clases de cuentos en su obra. C1. Cuentos con submundo deseado como motor narrativo. La división del mundo del personaje en distintos submundos hace posible que el submundo deseado funcione como motor del relato. Así, en “Un Quijote junto a la vía”, uno de los relatos de Historias veniales de amor, el submundo deseado del protagonista, Laureano García Montón, contiene como una realidad deseada el ser escritor y ver publicadas sus obras, tanto sus colaboraciones en la prensa como su obra Filosofías de un pensador, lo cual le lleva a quedarse en el taller de artes gráficas en el que trabaja hasta altas horas, por lo que un día, al salir del taller, se encuentra en una situación en la que defiende a una mujer a la que unos hombres estaban acosando y es apaleado por estos, que lo abandonan muerto en las vías del tren. El submundo deseado del protagonista mueve el conjunto del relato desde el principio hasta el final, si bien el desenlace no forma parte de dicho submundo, sino de su submundo real efectivo. La generosa actitud de Laureano defendiendo a la mujer hace de él un Quijote, como el protagonista de la obra que él había sacado en préstamo de la biblioteca, conteniendo de este modo el cuento un paralelismo entre el personaje de Pereira y el de Cervantes (Albaladejo y Martínez-Carrasco Pignatelli 2018): “Vino el Juez y mandó que lo levantaran. Se apañaron

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algunas pequeñeces: un pañuelo de hierbas, la petaca... Nadie reparó en un libro deshecho sobre el arcén, con sus hojas desorientadas y llovidas. Tendrá que procurarse otro Quijote, la biblioteca de los Amigos del País” (Pereira 2012: 187). En los cuentos de Pereira con frecuencia no aparece en la microestructura toda la información que correspondería a la manifestación de la macroestructura en la que ha sido intensionalizado el referente. La reflexión que en Cuento popular y cuento literario hace José María Merino sobre la brevedad del cuento literario es perfectamente aplicable a la cuentística de Pereira y, en concreto, a “Un Quijote junto a la vía”: “Un cuento siempre es una pieza literaria cargada de economía, renuncia a muchas cosas, renuncia a lo superfluo porque requiere, exige, la colaboración del lector” (Merino 2012: 87-88). Otros cuentos de este tipo son “La tienda de Paco Santín”, de Una ventana a la carretera, “La nostalgia”, de Picassos en el desván, o “Así empezó Lourido”, igualmente de Picassos en el desván. C2. Cuentos con submundo fingido como motor narrativo. El submundo fingido también desempeña un papel clave en el impulso del desarrollo narrativo. Un ejemplo de este tipo es “El escultor”, en el que el submundo fingido del mundo del protagonista está en contradicción con su submundo real efectivo, en el que su éxito no es artístico, sino inmobiliario. Otro cuento de este tipo es “El gobernador”, en el que el submundo fingido del mundo de Franco, que se muestra amable con el gobernador Couceiro, da paso a su cese y a su nombramiento en un puesto de mucha menos importancia. C3. Cuentos con submundo creído (en contraposición con el submundo real efectivo) como motor narrativo, con intervención del submundo conocido. Estos cuentos presentan inflexión discursiva en la narración, es una inflexión narrativa por sustentatio. En los cuentos de este tipo se produce una contraposición en el interior del mundo del personaje entre el submundo creído y el submundo conocido, por un lado, y el submundo real efectivo, por otro. Es el caso del cuento “El encargo”, de Las ciudades de Poniente, cuento en el que el submundo real efectivo no coincide con el submundo creído y con el submundo conocido del escultor Félix Rocos, quien cuando es llamado al Pazo de Meirás cree que es por su trabajo como escultor. Será al final

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del cuento cuando la realidad pasa a ser parte de su submundo conocido y cuando se desmorona su submundo creído, ya que no había sido llamado por Franco por ser escultor, sino por la fama que había adquirido como sanador de vinos: “Félix Rocos, aquel día del viaje histórico, pensó que al fin le llegaba el reconocimiento como escultor, al entrar en la residencia oficial se les cuadraron los centinelas y él sacó pecho de artista, seguro que algún encargo para el oratorio del Pazo. Pero ya lo llevaban para la bodega, que requería sus ensalmos el gallego que por entonces mandaba en España” (Pereira 2012: 505). A lo largo de este cuento Antonio Pereira ha desarrollado una línea argumentativa en la que parecía que el protagonista había sido llamado por ser escultor, lo cual forma parte del submundo creído de su mundo de personaje, hasta que la contraposición entre el submundo creído y el submundo real efectivo se rompe gracias a la inflexión narrativa que hace que el personaje conozca que el motivo del viaje es sanar un vino y se incorporen a su submundo conocido elementos referenciales que son clave en el submundo real efectivo. Se produce de este modo una sustentatio, pero no solo para el lector, cuya evolución de su submundo conocido, del desconocimiento al conocimiento, es clave en la sustentatio y en su efecto semántico-extensional y pragmático en la instancia receptora, sino también en cuanto a las expectativas del protagonista. Se trata, por ello, de una sustentatio en paralelo (Albaladejo y Amezcua Gómez 2017). Como es sabido, la sustentatio es una figura retórica que consiste en presentar una línea temático-argumentativa que después experimenta un giro, una inflexión, de tal modo que dicha línea es abandonada a la vez que se presenta la línea discursiva real, que hasta entonces había permanecido oculta o anunciada por medio de leves indicios, produciéndose una sorpresa por el nuevo curso del relato o por su desenlace. Con esta figura el autor y el orador crean unas expectativas discursivas que quedan anuladas y son sustituidas por un desarrollo textual inesperado. En la Institutio oratoria, Quintiliano presta atención a esta figura (Albaladejo 2012b: 815-817), a la que había dado nombre Celso.1 “Sed non numquam communicantes aliquid inexpectatum subiungimus, quod et per se schema est, ut in Verrem Cicero: “quid deinde? quid censetis? furtum fortasse aut praedam aliquam?” deinde, cum diu suspendisset iudicum animos, subiecit quod multo esset improbius. Hoc Celsus sustentationem uocat. Est autem duplex: nam et contra frequenter, cum expectationem grauissimorum fecimus, ad aliquid quod sit leue aut nullo modo criminosum descendimus” (Quintiliano 1970: 9.2.22-23). 1 

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David Pujante, excelente conocedor de la obra de Quintiliano, ha tenido el acierto de situar la sustentatio en uno de los primeros planos de la retórica actual (Pujante 1999: 223; 2003: 259; 268). Su recuperación de esta figura ha permitido explicar adecuadamente el fenómeno literario consistente en la generación de expectativas semántico-pragmáticas que son canceladas por medio de una inflexión que rompe la línea discursiva del texto literario en la que se sitúan tales expectativas y la sustituye por una nueva línea discursiva, sobre la que se asienta la solución temático-argumentativa del texto. Tener en cuenta la sustentatio ha contribuido al análisis y a la explicación del poema “Navacerrada, abril” de Razón de amor de Pedro Salinas, del relato “La tragedia de la mina de carbón de Nueva York” del libro de relatos Sauce ciego, mujer dormida de Haruki Murakami y de la poesía de Antonio Gamoneda. La sustentatio es clave en varios cuentos de Antonio Pereira. Lo es, como se ha explicado, en “El encargo”. También lo es en “Obdulia, un cuento cruel”, obra en la que hay una sustentatio de carácter metanarrativo con la inflexión final que centra temáticamente el cuento en la salvación de las camelias, que finalmente no se marchitan y pueden cumplir, tras la muerte de Obdulia, la función para la que habían sido preparadas (Albaladejo 2017). De ahí que el cuento termine con la exclamación “¡Vamos!”. Es precisamente este fin del cuento el que permite comprender el título y el adjetivo ‘cruel’ en él presente. Como en el relato citado de Murakami, se trata de una duplex sustentatio (Albaladejo y Gómez Alonso 2015). Pilar Adón explica en su lectura de este cuento: Con su exclamación categórica que, en cierto modo, denota algo de cansancio junto a la evidente impaciencia, se cierra un cuento que, no obstante, no acaba ahí porque, obedeciendo a esa expresión tan frecuente que empleamos cuando queremos elogiar un texto y su maestría, es entonces cuando el lector lo hace redondo dándole la vuelta y regresando al conveniente título para reconocer, ahora sí con una comprensión total, la perfección que hay en él y lo oportuno que resulta (Adón 2019: 144-145).

La sustentatio, con la dinámica del submundo creído, del submundo conocido (especialmente del mundo del propio lector) y el submundo real efectivo, está presente en otros cuentos de Antonio Pereira, como “Cirujeda”

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o “El escultor”. Como ha escrito Ricardo Senabre: “En ocasiones, el autor reserva para la última línea del cuento la solución del asunto planteado, como sucede con frecuencia en la estructura de un soneto barroco” (2011: 32). La discursividad de los cuentos de Pereira se asienta dinámicamente sobre un lenguaje ágil orientado a la instancia lectora y al efecto en esta y en él están implicadas la pragmática y la semántica en una proyección textual y comunicativa. El estudio de Álida Ares (2017) sobre dos relatos de Cuentos de la Cábila da cumplida cuenta de ello. A modo de conclusión La cartografía de base tipológica que he presentado en este trabajo es una propuesta abierta, que necesitaría ampliarse con la utilización de otros criterios, además de los relacionados con el sistema de mundos y submundos de la obra literaria. No he incluido todos los cuentos que pueden ser adscritos a cada uno de los tipos ofrecidos, para los cuales he seleccionado solamente algunos, los que he considerado que representan mejor cada uno de los tipos de cuento propuestos. La riqueza y la variedad de los cuentos de Antonio Pereira van más allá de las categorías esquemáticas aquí ofrecidas. Estas constituyen un acercamiento a su obra cuentística, que difícilmente puede ser sometida a criterios clasificatorios rígidos. Consciente de ello, he intentado que mi propuesta sea flexible y que sea resultado de intuiciones generadas por aproximaciones interpretativas que buscan la analogía con la poíesis llevada a cabo por el autor. La fuerza narrativa de los cuentos de Pereira genera en los lectores una empatía extraordinaria que lleva a la que podemos llamar impregnación narrativa de la instancia receptora, a la que está asociada la simulación interpretativa de base analógica que produce la lectura de sus cuentos. Las neuronas espejo posibilitan la simulación y la analogía en la interpretación y facilitan la complicidad de los lectores, extraordinariamente representada por el volumen, antes citado, Antonio Pereira y 23 lectores cómplices, tanto por su contenido como por su título. Si en toda lectura de obras literarias la complicidad lectora es necesaria, en la de los cuentos de Pereira es absolutamente imprescindible. Lo es por la ambigüedad que muchos de sus cuentos presentan en cuanto a la figura del autor/narrador, así como por una

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tendencia a no expresar en la microestructura del cuento todo el referente, tendencia que sin duda proporciona al texto una gran calidad estética, también por la combinación de elementos reales y ficcionales. Los cuentos de Pereira son fragmentos de vida —y fragmentos de vidas— que constituyen mosaicos en los que la complejidad de la naturaleza humana cobra corporeidad literaria a partir de la propia realidad, pero también a partir de la ficción o, más concretamente, de una ficción vital que representa aspectos esenciales de la existencia. La sencilla complejidad o la compleja sencillez de los cuentos de Pereira hacen de estos una excelente vía de conocimiento del ser humano gracias a su poíesis y a la interpretación analógica que producen, la cual da como resultado una complicidad que en cada acto de lectura implica al receptor literario como ser humano que es.

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INICIATIVA Y ESPACIOS DE CONTENCIÓN EN LOS CUENTOS DE ANTONIO PEREIRA Carlos Javier García Arizona State University

Estilo sin dentellada En una mesa redonda celebrada en 2011, Eloísa Otero citó unas palabras de Antonio Pereira relativas al diario que había escrito a lo largo de cuatro décadas: Qué hacer, si hago algo, con este diario […]. Yo no salgo en la televisión, no voy a las tertulias de Luis del Olmo, no he salido del armario, aunque también es verdad que nunca entré… Y lo único que podría encontrar un lector, un comprador de mi diario, es que escribo bien, que estará bien escrito. Pero eso no basta hoy día. Además, mi diario funcionaría mejor si yo no fuera tan cauto, tan tontamente bondadoso. Soy incapaz de herir a nadie. Un rasguñín sí, pero lo que se vende y tiene éxito en un diario es morder, al estilo de Paco Umbral (en Otero 2018; itálicas mías).

El “rasguñín”, a mi entender, es un rasgo caracterizador del estilo sin dentellada, el cual tiende a presentarse sin desmesura y produce un corte superficial en la piel —un rasguño—, sin morder, sin buscar agrandar la importancia de los acontecimientos ni magnificar su valor y mérito a través del subrayado beligerante o espectacular. Alejado del estilo que acentúa evidencias incontestables, el relato buscaría dotar de sentido la experiencia personal y la propia interioridad de quien vive y observa su entorno con mirada irónica no exenta de escepticismo. Si partimos de la premisa de que el acontecer real no coincide con las palabras que lo representan, es preciso distinguir múltiples formas de contar

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en función de la perspectiva desde la que se cuenta, el tono, la mentalidad del hablante o la distancia emocional que enmarca la escritura de la experiencia. Es decir, el estilo entendido como la forma de aludir al acontecer o a la experiencia y a las coordenadas en que lo ocurrido o lo vivido se verbalizan. Considérese la presentación de un acontecimiento cruento apelando a la desmesura, a la crueldad, a la monstruosidad, convirtiéndolo en signo de la maldad sin medida. Por ejemplo, pensemos en la designación “crímenes contra la humanidad”, que señala a criminales especialmente monstruosos y a sus víctimas indefensas. En su libro sobre la violencia, señala Žižek (2008) la tendencia en nuestra época a designar a los autores de crímenes especialmente horrendos con nombres que son cifra de la crueldad. Al llamarles monstruos se les deshumaniza, dejándolos fuera del espacio social y alejados de la condición humana, como si no tuvieran relación con ella. El estilo de Pereira se aleja de la capitalización retórica de la crueldad, de la demonización beata e irreflexiva que presenta los conflictos con la lente de la espectacularidad grandilocuente, militante e impulsiva.1 Pensemos, por ejemplo, en la relevancia que adquiere lo familiar y lo cotidiano en sus relatos. Frecuentemente se tiende a identificar la vida cotidiana con un conjunto de rutinas vividas y sentidas como si se tratara de algo natural. Con todo, el análisis revelaría que un repositorio de prácticas sociales y culturales actúan sobre la mirada y moldean la realidad sociocultural y la propia experiencia. Es preciso desvelar en la recepción los mecanismos psicológicos, ideológicos o de otra naturaleza que influyen y dan forma a esa realidad social y cultural representada. Tanto en la literatura como en el periodismo contemporáneos, destaca una tendencia a presentar el tiempo de la Guerra Civil y del franquismo a través de experiencias originarias y fundacionales que servirían para dotar de sentido y unidad el relato de lo vivido. La unidad de la historia viene dada por la composición retrospectiva de experiencias que cuando fueron vividas El número de estudiosos de Pereira va aumentando. Recuérdense, entre otros, las aportaciones de Tomás Albadalejo (2015), José Carlos González Boixo (2004), María Pilar Celma Valero (2016), Ricardo Gullón (1989), José Enrique Martínez (2010), Ricardo Senabre (2011) y Dámaso López García (2004). Esta selección es muy limitada y, además de libros, hay una extensa nómina notas, reseñas, entrevistas y ensayos periodísticos. Véase la bibliografía referenciada por González Boixo (2004) en Recuento de invenciones. 1 

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en el pasado se proyectaban hacia el futuro con una sensación de propósito esperanzador; es decir, tanto la experiencia vivida como su relato se ofrecen como realidades cohesivas que progresan proyectadas a un futuro dotado de sentido, el cual aporta claves para entender la experiencia y su relato. Por un lado, entonces, las experiencias se dirigían a un objetivo decisivo y unificador; por otro, el relato está orientado por un impulso teleológico determinante del significado de la trama de lo vivido. Se trata de mecanismos o dispositivos ordenadores de la experiencia personal y social. En las políticas de la memoria del pasado a menudo se apela a una visión épica de la que se deriven efectos reforzadores de una ideología política, bien reforzadora de la dominante en la actualidad o bien resistente a ella. Veremos que el estilo narrativo de Pereira pone en entredicho los mecanismos de construcción de ese imaginario configurado por el agrandamiento épico, tanto en el plano privado como en el colectivo; incluso a veces se pone en entredicho el imaginario privado en sí y también su relación con la colectividad. Cuando así ocurre, se hace visible que los mecanismos de construcción son a la vez mecanismos de ocultamiento. De esto no debe desprenderse que la experiencia de la Guerra Civil y del franquismo se diluyan en textos sin consecuencias materiales. En este sentido, Helen Graham y Jo Labanyi relatan un incidente en el que una persona, al escuchar que alguien se refería a la Guerra Civil como si fuera un texto, puntualizó: “my father died in that text” (1995: 5). Ante esta observación, cabe decir que a la vez que es necesario no perder de vista esa realidad material, es preciso valorar que el significado de la propia materialidad, incluso la de la muerte, se entiende como producto del lenguaje. No hay nada dado. Siempre queda por delante examinar por qué las cosas y las palabras significan lo que significan, es decir, entender los mecanismos de significación. No olvido la relación que existe entre las tensiones sociopolíticas de esos períodos históricos y los ecos de la retórica épica que recogen determinados relatos de Pereira, entre los cuales estaría, por ejemplo, “Definición de la guerra”, que forma parte de Cuentos de la Cábila.2 No se mitiga el conflicto, En estas páginas no abordo el libro en su conjunto y abordo los relatos como unidades en sí. En cuanto al género de Cuentos de la Cábila, en un estudio monográfico dedicado al libro, Celma Valero lo considera un libro “constituido por un conjunto de relatos de sucesos 2 

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pero se considera abiertamente su configuración. El título, “Definición de la guerra”, apunta a la operación mental centrada en la idea de la guerra, no en la guerra en sí, la cual será observada con cierto grado de distancia. Ortega dedicó atención especial a estudiar los grados de proximidad o alejamiento existentes entre quien observa y los hechos. La distancia del observador, según él, deriva de la liberación psíquica que busca analizar la imagen de lo que ve: “los grados de alejamiento […] significan grados de liberación en que objetivamos el suceso real, convirtiéndolo en puro tema de contemplación. Situados en uno de los extremos, nos encontramos con un aspecto del mundo —personas, cosas, situaciones— que es la realidad ‘vivida’; desde el otro extremo, en cambio, vemos todo en su aspecto de realidad ‘contemplada’” (Ortega y Gasset 1983: 23). Existen, por lo tanto, diferentes grados de distancia entre los hechos y nosotros. El título del relato, “Definición de la guerra”, señala el grado de distancia o abstracción que conlleva la operación de definir, la cual somete la imagen del acontecer presentado a una perspectiva reflexiva. Estamos muy alejados de la retórica épica que apela a lo incontestable y no admite indeterminación del sentido. El relato nos sitúa inicialmente ante los hechos con un lenguaje que se acerca a la crónica: “Una mañana de julio me pilló la guerra. Me pilló con trece años recién cumplidos, en pantalón corto y volviendo a casa con el botijo de agua fresca de Trevijano. Los militares entraron por nuestro barrio. Era el ejército sublevado en Galicia” (Pereira 2000: 41). El punto de partida del relato se encuentra en la historia y busca conformar lo que se cuenta con la verdad. Los hechos se construyen dentro de unas coordenadas espaciotemporales definidas que permiten concretar el lugar y los personajes con relación a lo cotidiano. El contexto delinea algo real reconocible, el comienzo de la guerra, el cual despertará el interés del adolescente de entonces. Con la llegada de la guerra, ciertas costumbres van a quedar interrumpidas. Si al personaje le pilla en la calle volviendo de la fuente, pronto su

autobiográficos, escritos desde la memoria, pero recordados ficcionalmente por la magia de la palabra” (Celma Valero 2016: 23); por su parte, Senabre escribió que en el volumen “se recrean distintos recuerdos de la niñez del escritor, a la manera de unas memorias incompletas y fragmentadas, pero se hace recurriendo a la forma narrativa del cuento” (Senabre 2011: 23).

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percepción quedará sujeta al espacio cerrado de la casa. Desde allí se asoma a la calle: “Yo quería verlo todo con mis ojos y abrir bien las orejas” (2000: 42). Lo que se le ofrece es el movimiento que trae consigo la llegada de los militares, la agitación de las calles y plazas, los “¡Viva España!, y ¡Viva España y viva la República! —Todavía la República” (2000: 42). Pasados los militares, los vecinos salieron a la calle y se hicieron corrillos, unos hablaban a favor y otros en contra de los militares. El adolescente quería verlo todo y le pidió a su padre ir por el periódico, pero su respuesta fue terminante: “Quietos en casa” (2000: 43). Por lo tanto, la posición desde la que ve el comienzo de la guerra está sujeta a restricciones perceptivas de naturaleza espaciotemporal. Situada la narración en el presente de los hechos, no ve la calle desde la calle ni dispone de una perspectiva temporal desde la que valorar lo que sucederá. A partir de ese momento, la mirada al exterior quedará muy limitada: “Quedarse fue muy duro, era como saber que estaban dando una película histórica y ver sólo un trozo por un agujero” (2000: 43; itálicas mías). De esa “película histórica” derivaría un potencial épico aprovechable para construir la narración, pero al quedar el personaje alejado de ese material de película, el espacio y el desarrollo de la historia quedan reducidos a otra escala. Hay sucesos perturbadores en el resto del relato, sin embargo, el registro lingüístico no es el épico, no es de película. Aun así, lo vivido quedará registrado en la memoria del protagonista: “Hace más de setenta años, pero uno no olvida lo que ha comido en un día como ese, arroz caldoso” (2000: 43). Será un suceso revelador ocurrido precisamente a la hora de la comida el que condensará de modo figurativo el enfrentamiento civil y el cambio que se produjo al comienzo de la guerra: Cuando estábamos en la fruta se oyó revuelo en la calle y corriendo nos asomamos. Ahora no pasaba una formación numerosa, sería una escuadra, un piquete en dirección contraria a cuando entraron, y en el medio de los fusiles iban conducidos [sic] un grupo de hombres sudorosos con los brazos en alto. Había dos o tres de nuestro barrio, y estos marchaban con la mirada en el suelo. Los militares con sus prisioneros venían del cogollo de la ciudad y un guardia municipal iba delante y les enseñaba el camino de la cárcel. Ni un cuarto de hora tardaron en aparecer, liberados y contentos, los que hasta entonces habían estado presos, o sea, que salir unos para que entrasen los contrarios me pareció la definición casi cómica de la guerra. Si no fuera lo que vino después (2000: 43).

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El personaje observa el trasiego de la calle y su mirada adolescente ve que el cambio que trae consigo la guerra no permanece ajeno a la simetría de sustituir unos presos por otros. Pero hay que notar el cambio perceptivo que introduce la última línea del relato: “me pareció la definición casi cómica de la guerra. Si no fuera lo que vino después”. Ahí, en el último enunciado, desaparecen las restricciones perceptivas temporales de la experiencia y se introduce el punto de vista del personaje adulto que recuerda lo ocurrido hace más de setenta años. El pasado regresa como un fantasma oculto desde hace décadas. Ninguna de las dos perspectivas es una mirada neutra o aséptica, sino que el espacio es una proyección de ellas; son imágenes diferenciadas por la distancia, por la proximidad o el alejamiento de los sucesos. Sus miradas se encuentran definidas por una amalgama de signos plurales que incluyen valores pertenecientes al orden político y social. Si bien los dispositivos a través de los que hace inteligible el mundo no responden a la ideología política institucional dominante en el mundo del relato, hemos visto que lo que para el adolescente resulta visible implica una jerarquía; en su mirada se proyecta una visión normativa, aun si su manera de verse y relacionarse con lo que le rodea va asociada en el relato al pluriperspectivismo que introduce la voz del personaje adulto, el cual alude a lo que vino después del desfile “casi cómico” que vieron sus ojos adolescentes. A través de este final observamos que el texto en su conjunto permite valorar cuándo la visión está desenfocada y la mirada del personaje proyecta unos dispositivos de inteligibilidad deficientes para desvelar el acontecer. Según Lotman, las formas del espacio “se convierten en la base organizadora para la construcción de una ‘imagen del mundo’, un modelo ideológico global propio de un tipo de cultura dado” (1978: 272). Así ocurre en el relato de Pereira con la dirección de la escuadra o piquete de la formación militar, los presos sudorosos y con los brazos en alto, frente a la de los presos liberados, alegres y contentos. La dirección contraria a la que estos se dirigen equivale a un modelo ideológico cambiante, aunque no exento totalmente de las equivalencias que señala el juego de espejos simétricos. Lo que el adolescente ve o cree ver es una interpretación de las cosas, pero los hilos de la trama proporcionan indicios que señalan el alcance limitado de su mirada. Es importante en este punto la distinción entre historia y relato en un texto narrativo, entre lo que sucedió y lo que el personaje cuenta. Pen-

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semos en Lazarillo de Tormes, donde la estructura irónica de la novela señala que la vida transcurre más allá de lo que cuenta Lázaro y su propia vida es más amplia que su relato. De igual manera, en el mundo del relato que aquí nos ocupa, la vida transcurre más allá de lo que ve el personaje o de lo que aflora a través de su perspectiva; la vida es más amplia que el alcance del relato de la experiencia del adolescente. Aunque el personaje sea el forjador de su mirada, la imagen que transmite no tiene que ser percibida en la lectura como la imagen completa de lo que está delante. Dado este final elíptico, “Si no fuera lo que vino después”, es de esperar que el lector se pregunte qué vino luego en el mundo del relato. Más allá del mundo de la historiografía, cabe preguntarse si en el supertexto de Pereira existen relatos que pudieran aportar claves del después, de la guerra y de lo que vino luego, aquí omitido pero a la vez evocado elípticamente. Puesto que eso sería entrar en un mundo que va mucho más allá de lo pretendido en estas páginas, me limitaré a un breve comentario de “Los preventivos”, uno de los relatos más admirados por los lectores de Pereira y que alude a lo que vino luego. Contención liberadora La historia de “Los preventivos” gira alrededor de una situación que se repite a lo largo del tiempo en una ciudad de Poniente, del libro Las ciudades de Poniente. El relato abarca los años de la dictadura y se sitúa en un entorno localista que el lector informado reconocerá, pero que será trascendido dirigiendo su mirada a un territorio sin fronteras. El pasado de algunos habitantes genera suspicacias entre las autoridades del lugar, hasta el punto de obligar a los sospechosos a permanecer encerrados durante varios días al año en el cuartel de la Guardia Civil. La situación se repite desde que una alta autoridad empezó a ir a la ciudad en Semana Santa. Junto con don Patricio, catedrático del Instituto, acuden al cuartel “el tipógrafo Fernando, seis años por auxilio a la rebelión; los dos hermanos Cepeda, que habían llegado a comandantes en el otro ejército; María la Brava que no era roja ni azul pero tenía mal vino y podía escandalizar en la calle” (Pereira 1994b: 43). Salvo en el caso de María la Brava, la identidad de los sospechosos se presenta en clave

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política con ecos del pasado, de ahí que también la escueta referencia con la que se identifica a don Patricio se complete en las últimas líneas del relato al identificarle como “catedrático de francés y algo de la Legión de Honor” (1994b: 45). Con todo, no es un cuento político, al menos en la medida en que no se plantea en términos de ideología política. Veamos cómo se construye la trama, el tejido de los hilos que configura la historia. En primer lugar, hay que notar el papel de los personajes en la construcción del espacio narrativo. Lejos de tratarse de una extensión neutra, tanto la ciudad como el cuartel aparecen con los matices de la perspectiva cambiante de los personajes. “Los cuatro hombres que habían sido encerrados se encerraban todavía más ellos mismos, rumiando la humillación, más pegajosa y desazonante que el miedo” (1994b: 43). Ahora bien, el texto matiza que esa reacción “fue las primeras veces. Luego, una vez cada año, los sospechosos de la lista se las arreglaban para matar el tiempo […], como quien se ha quitado un peso de encima. Casi con gratitud por la detención que los alejaba de compromisos” (1994b: 43). Dedican el tiempo a merendar y a jugar unas pesetas a las cartas o al dominó, a discutir de todo, y don Patricio a hablar de la Revolución Francesa; a ratos entraban en la partida los guardias del puesto, sobre todo el Jueves Santo, que se jugaba a las chapas. “De todo hablaban, menos de él, de aquél que los mantenía unidos y metidos allí: la sombra vaga, pero dominadora, que planearía sobre sus cabezas hasta el Domingo de Pascua” (1994b: 42-43). Se alude tanto a la mentalidad represiva como a la reprimida que el paso del tiempo apenas logró paliar y que sobrevivió muchos años, aunque en parte acabara perdiendo su razón de ser originaria.3 Se desarrolla en los personajes un interés por la costumbre anual de ir al encierro, hasta el punto de acudir “casi con gratitud”; veían en la detención la posibilidad de alejarse Tanto González Boixo como Senabre señalan con acierto la actitud resignada y el pesimismo. Según el primero, el “humor tan habitual en las colecciones anteriores tiene un eco menor ahora [en Las ciudades de Poniente]. Un tono de resignación acompaña al obispo de ‘El apartamento’ y la censura de una época oscura se vierte en el dramático ‘Los preventivos’” (González Boixo 2004: 53). Senabre señala, entre otros motivos, “la resignación de los derrotados” (Senabre 2011: 88). A mi juicio, el análisis demuestra que los dispositivos configuradores de la trama marcan el cambio de los esquemas mentales de los personajes y su interacción con el espacio de la comarca. 3 

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de compromisos. Pese a las estrecheces espaciales y la vigilancia que impone el cuartel, los personajes esperan y viven sin pesar esos encuentros. Se señala así la paradoja de que precisamente al encontrarse detenidos en el cuartel experimenten una forma de liberación. Es de interés explorar el significado de las valoraciones aparentemente contradictorias y las paradojas que genera la propia situación comunicativa configuradora del cuento. A través del análisis de los esquemas mentales que estructuran la mirada de don Patricio y sus compañeros, aparecerán claves sobre el cambio que arraigó con fuerza en el inconsciente colectivo de los preventivos y de la propia ciudad. El hecho de que vivan el encierro “como quien se ha quitado un peso de encima” (1994b: 43), señala que habitualmente su vida se desarrolla ajena a sus intereses, atada por “compromisos” poco gratos y alejados de sus ideales del pasado vivido. De ahí que la posibilidad de compartir con personas afines el encierro compensara, hasta el punto de esperarlo sin pesar. Allí se explayan y desahogan el ánimo discutiendo y hablando de todo, especialmente don Patricio —recordemos que se señala su cátedra de francés y su vínculo con la Legión de Honor—, que hablaba de la Revolución Francesa. Existe ahí un asomo de iniciativa disidente, de control del espacio hasta el punto de cambiar su naturaleza; de represivo pasa a ser liberador. Lejos de configurar un espectro negativo, las mitologías del pasado permiten transformar el espacio de contención en un lugar donde se libera la imaginación creadora. Por otro lado, la complejidad del mundo creado en el relato no puede entenderse desde una perspectiva única. Es de notar que el narrador aporta una mirada distintiva al reproducir su voz vocablos que señalan la atmósfera autoritaria que contaminó la convivencia durante décadas, algo que, al menos aparentemente, es asumido acríticamente por los personajes. Destaca que las palabras con las que el narrador designa los encuentros anuales son “encierro” o “detención”, y alude a la división ideológica entre la zona azul y la roja; a María la Brava se la asocia con esta última, aunque no pertenezca a ninguna de ellas. También habla de los silencios, especialmente del relativo a la alta autoridad “que los mantenía unidos y metidos allí” (1994b: 44). Ahora bien, hay que detallar cómo actúa ese silencio sobre los propios personajes, los cuales se ven víctimas de una situación creada por las circunstancias que produjo la guerra y el orden hegemónico resultante.

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La subordinación a la norma incita a plantearse preguntas relativas al hecho de que el silencio emerge como síntoma del efecto que gradualmente va teniendo el paso del tiempo sobre ellos. La autoridad que se presenta anualmente es “la sombra vaga, pero dominadora, que planearía sobre sus cabezas hasta el Domingo de Pascua” (1994b: 44; itálicas mías). Represión y miedo, pero también amenaza paradójicamente liberadora por unos días. Es ese espacio el que les reconcilia y proporciona una razón de ser, aun si esa razón queda limitada al encierro que deja suelta la imaginación a través de la palabra. El lenguaje del narrador es sugestivo cuando alude a la autoridad como “la sombra vaga, pero dominadora, que planearía sobre sus cabezas” (1994b: 44); es decir, concreta que es una amenaza mental. Para mitigar su efecto, durante el encierro los personajes encuentran valiosa la vuelta al pasado y a los ideales que facilita el despliegue imaginativo creado por el lenguaje. Nada sustancial cambia en la larga época representada; cambian las modas y los “guardias se morían de muerte natural o pasaban a la situación de retiro” (1994b: 44); pero continúan las visitas al Parador, visitas que gradualmente van a verse impedidas por la discapacidad de los preventivos o por su muerte. Al final se hará visible que el catedrático “estaba perdiendo la memoria” (1994b: 44). Es preciso ver cómo la forma del componente lingüístico suscita la reflexión crítica del lector. Si previamente se señaló que el efecto de la sombra autoritaria era mental, pasados los años, el narrador usa el mismo campo semántico para señalar que el catedrático estaba perdiendo la memoria. Pero los elementos formales señalan que el papel de preventivo había sido interiorizado y él continuó dirigiéndose dócilmente al cuartel, ya solo al haber muerto los compañeros. En la medida en que la pérdida de memoria implica perder ciertas características humanas, el texto le muestra progresivamente deshumanizado, no tanto por la memoria menguante como por el hecho de realizar actos vacíos de sentido, tal como se entrevé en el diálogo que cierra el relato: —Se presenta un tal don Patricio, catedrático de francés y algo de la Legión de Honor —informó el guardia de puertas, recién salido de la Academia—. Que ha recibido la notificación y viene preventivo. —A ese hombre ya no le rige la cabeza —rezongó el comandante de puesto—, pero las reglas son las reglas. Identificación y registro (1994b: 45).

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El orden instituido ha hecho mella y el final subraya que, con el paso del tiempo, el espacio lo acaba habitando un autómata desmemoriado sobre cuya cabeza planearía la sombra dominadora del generalísimo (1994b: 45). Las últimas líneas identificarán esa sombra que visitaba el lugar en la Semana Santa. Si al comienzo los preventivos aparentan vivir en conformidad con el orden vigente, la trayectoria contada señala que parecen haber interiorizado la represión y la cautela. La sombra vaga y a la vez definida lo dominaba todo; el sistema que creó acaba interiorizándose y su transfiguración es completa. El narrador señala que “el catedrático estaba perdiendo la memoria” en el último encierro, situado ya en los años setenta; el comandante de puesto dice que al preventivo “ya no le rige la cabeza”. Es decir, si durante años la sombra amenazante planeaba sobre su cabeza hasta el Domingo de Pascua, ahora solo queda el acto vacío del autómata. La repetición del vocablo “cabeza” en diferente contexto produce un eco que subraya su relevancia y suscita la lectura crítica. La repetición no es una mera duplicación, sino que al repetirse recalca la idea; en el caso del personaje, resuena el efecto prolongado que ha tenido sobre él la sombra dominadora. El paso del tiempo también afecta a los guardias, que poco a poco llegaron a ser “como de la familia” (1994b: 44). Al final se han convertido igualmente en autómatas, para quienes “las reglas son las reglas”, preceptos que han perdido su razón de ser. El tiempo pasaba “despacio”, se había estancado y, aunque cambiaran las apariencias y las modas, “nunca ocurría nada” (1994b: 44). Ahora bien, la textura narrativa muestra que el paso del tiempo no solo afecta a las modas y provoca la muerte de algunos preventivos, sino que también produce un efecto deshumanizador general de los preventivos y de los propios guardias, autómatas también carentes de razón de ser. Queda preguntarse por el efecto de la sombra sobre la ciudad y sobre la colectividad del espacio narrativo. La visita anual aumentaba la vigilancia y los especialistas llegados con mucha anticipación hacían registros, “acotaban el río truchero y aleccionaban a los de Caza y Pesca”; su llegada condicionaba exteriormente la vida de la comarca. El texto señala también el efecto que tiene sobre los esquemas mentales de sus habitantes. Afirma literalmente que los cambios que traía consigo la visita ponían “en la comarca un aire contradictorio de protesta silenciosa y de satisfacción; de recelo, pero también de orgullo local” (1994b: 44). Igualmente aparece aquí la doble lógica que

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estructura la identidad. Doble lógica que tensa la unidad narrativa, en la medida en que la visita de la autoridad es también generadora de identidad colectiva, de sentido de pertenencia y “orgullo local” (1994b: 44). De igual modo que el superhéroe —pensemos, por ejemplo, en Superman— necesita del villano para afirmarse y es este quien configura su razón de ser, así también la comarca se afirma con la visita anual. La “protesta silenciosa” da forma a la condición de exilio interior y genera “un aire contradictorio” de “satisfacción”. Apariencia dócil en la que anida una resistencia maleable, “recelo” y a la vez “orgullo”, paradoja que va arraigando y da forma a una condición colectiva afín a la que caracteriza a los preventivos. Esta doble lógica produce una unidad tensa. Finalmente, hay que ver el efecto que todo ello tiene sobre el narrador. Su imagen se concreta de modo manifiesto en las primeras líneas, donde aparece como un ente figurado que frecuenta el Parador, pero a quien no le gusta acostarse en la cama con dosel, pues le da “una aprensión histórica, eso de dormir en misma cama que él” (1994b: 43). Estas primeras líneas son un marco, apenas visible, pero que supone una toma de posición relativa a la historia de los preventivos que le contaron amigos de la ciudad. Explica que le produce aprensión dormir en la misma cama, lo cual, al menos de modo figurado, pudiera acaso llevar a algún lector a confundirle con el mismo Pereira. En un artículo periodístico de 2011, leemos que el “propio Antonio Pereira decía ver espectros en algunos de los paradores que solía visitar” (Rioja 2011). Tanto el narrador como Pereira parecen experimentar cierta ansiedad asociada al pasado y a los espectros. Por otro lado, recordando que el relato “Los preventivos” forma parte del libro Las ciudades de Poniente, territorio asociado al noroeste, no deja de llamar la atención una reciente nota publicada en La Vanguardia con información relativa al cierre por obras del parador de San Marcos, asociando el lugar con su pasado polivalente, hospedería, cuartel, prisión o campo de concentración: “Lo fue durante la guerra civil española, cuando San Marcos fue una de las prisiones referentes en el noroeste del país, donde estuvieron presos 6.700 hombres, entre ellos personajes conocidos como el escritor Victoriano Crémer” (EFE 2017). La mención al noroeste también la recogió el Diario de León unos días antes por el mismo motivo de las obras (Redacción 2017).

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Por asociación de ideas, el significante “parador” evoca un significado cambiante según la enciclopedia cultural del lector. No sería de extrañar que la lectura de “Los preventivos” la sitúe uno en la ciudad de León y no en Villafranca del Bierzo, como me ocurrió a mí en la primera lectura. Acaso el lector pueda caer en la imaginación desatada del personaje de “El revisor parado” o en la asociación de ideas de la leche condensada que Julio Llamazares hila con el erotismo del cuento “Las erotecas infinitas”. En estas páginas no he seguido esa orientación, la cual, a menudo, lleva a sobreinterpretar. Sin desdeñar que el significado de los paradores sea polivalente y potencialmente despierte todo tipo de asociaciones, no he pretendido en estas páginas una lectura referencial ni localista, a la cual se le supone un referente necesario que pudiera entorpecer la lectura y llevar a confundir la realidad con la imagen relatada. Ciñéndome a la textualidad, sin extraviarme en psicologismos, no veo necesario salir fuera del texto —además, sabemos que, en términos rigurosos, no hay nada fuera del texto—. Con todo, en el propio mundo narrativo de Pereira la ambivalencia semántica está presente y la polisemia de los signos se desborda. Si al analizar “Los preventivos” descubrimos la paradoja de los espacios de contención en su vínculo con las prácticas agenciales de los personajes, en otros relatos, como en “Apariciones”, el componente narrativo deriva su significado de fuerzas semánticas codificadas en tensión que al final socavan el autoritarismo narrativo. Veámoslo brevemente. Tensión unificadora de múltiples perspectivas En “Apariciones” se cruza el lenguaje de la ideología política frente a la ironía, hasta el punto de constituir dos polos antagónicos. Estamos en el contexto de la Guerra Civil de Cuentos de la Cábila y los protagonistas son el narrador, entonces adolescente, y el Torvo, caracterizado sobre todo por una mirada aviesa cuyas palabras y silencios eran a menudo percibidos como una amenaza. En el contexto social del momento, la gente dice “que quienes tienen esa condición en los ojos ‘miran contra el Gobierno’. Alguien debió de decir —eran tiempos muy raros— que el Torvo miraba contra la comandancia” (Pereira 2000: 53). Y, en efecto, pronto sería requerido por las nuevas autoridades, las cuales, según el narrador, actuaron sin informarse, pues

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por poco que se hubieran informado hubieran descubierto “que el Torvo amedrentaba en los mítines pero no había hecho mal a nadie” y era útil y ayudaba a la comunidad (2000: 53). Lo tuvieron arrestado “hasta que una noche lo sacaron, diciéndole que iba trasladado para la cárcel de Orense […]. A lo mejor iban de verdad para Orense” (2000: 54). Nótese que el último enunciado marca una distancia narrativa con lo afirmado previamente. Pero el Torvo no llegaría a la cárcel. Hombre de recursos, al pasar un puente saltó al río y escapó. Terminada la guerra, en el ambiente había “fervor católico y al monjío llegaban novicias. Algunas eran hermosas, pero lo más llamativo es que todas fueran alegres hacia su encierro perpetuo” (2000: 55-56). Algunas veces, el adolescente tenía que echar una mano al sacristán de ese convento y recuerda de modo especial un Día de Difuntos en el que, tras tres misas seguidas, dio “algunas cabezadas […] aquel niño fantasioso” que fue y que años antes juraba haberle visto lágrimas a la imagen de la Virgen (2000: 56). Precisamente ese día, después de desayunar con el capellán, vio abierta la puerta que da a la huerta, espacio de clausura que se abre solamente para determinados trabajos. Y es ahí donde se produce la visión de quien había saltado al río escapando de las autoridades: “Asomé el morro y había un obrero con un sacho en la mano, velozmente se echó hacia abajo el sombrero de paja pero yo le vi la mirada. Me callé para siempre. Es lo que tiene haber inventado apariciones, que pierdes el crédito” (2000: 56; itálicas mías). Final revelador de la retórica de Pereira. Si bien el Día de Difuntos podría favorecer la visita de espectros a la mirada del adolescente, aquí, las tres misas seguidas propician momentos de duermevela y, finalmente, la confesión narrativa de haber visto de niño lágrimas en la imagen de la Virgen, todo ello desacredita la fiabilidad narrativa y no contribuye a la identificación del lector con lo contado por quien era propenso a perder el sentido de la realidad. El que fuera “niño fantasioso” dio paso al adolescente perspicaz de la escena, de ahí que se callara por considerar entonces que había perdido todo crédito narrativo en su entorno. El hecho de que las últimas palabras del narrador adulto den a entender que lo contado debe aceptarse con un grano de sal, abre las posibilidades interpretativas y tensa la lectura de lo leído previamente. Al leer “le vi la mirada”, sabemos que quien se la vio fue el adolescente y quien lo narra es el adulto. Coexisten en unidad tensa el focalizador y el narrador. El giro

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irónico del final socava lo que le precede y el personaje aparece ironizado por el conjunto del relato. Con la lengua bífida de la ironía no se afirma aquí lo opuesto, sino que se da pie a la ambivalencia del sentido que introduce el desenlace abierto. El texto no excluye la posibilidad de que el Torvo estuviera en la huerta del convento, cuya clausura, en efecto, se abría para la realización de ciertas labores; pero se introducen otros elementos que despiertan la suspicacia del lector. Recordemos que al afirmarse “le vi la mirada”, el texto deja entrever que el Photoshop mental es el que permanece más invisible. Frente a los datos del registro noticioso de “Definición de la guerra” o a la síntesis narrativa de “Los preventivos”, en “Apariciones” encontramos la perspectiva irónica que pone en entredicho las aspiraciones a la credibilidad.4 Es el final irónico el que abre la realidad cuestionándola frente al hablante autoritario y univocal que asegura captar la verdad. A través de la ironía, el hablante multiplica las voces y se abre a su alteridad constitutiva. Se muestra así que el alcance de lo vivido es particularmente revelador cuando se marca una distancia precisamente con respecto a lo que creyó haber vivido. Sin pretender posicionar a Pereira dentro de las ideologías políticas que miran al pasado en los debates de la memoria histórica, me interesa aquí su registro lingüístico y la ruptura del discurso autoritario que supone la ironía. Si el ayer vivido está ya sujeto a la alteración de la fantasía del personaje, no se fuerza el texto al señalar la posibilidad de disentir y suponer que la narración rememorante puede estar también alterada por el transcurso del tiempo y por los impulsos fabuladores del personaje. En este sentido, cabe contraponer, de un lado, la retórica del tanteo que plantea situaciones y deja entrever hechos abriéndolos a la indeterminación, de otro, la retórica épica asertiva que muerde o realza la expresión para manifestar ira, enojo o contrariedad, magnificando así el valor y el mérito de determinados hechos frente a otros que provocan aversión. Pereira inscribe en su lenguaje la retórica reflexiva que tantea y se repliega en busca de una conciencia autocrítica. Volvamos con diccionario en mano a la diferencia Cabe vincular el registro noticioso a la crónica o a la nota periodística en la que la anécdota se entrelaza con acontecimientos históricos reconocibles. 4 

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que establece Pereira entre el estilo que muerde y el que apenas es capaz de un “rasguñín”. Es sabido que la primera acepción de rasguño señala la “herida pequeña o corte hecho con las uñas o con roce violento”; pero en el campo semántico de la pintura existe otra acepción de rasguño que señala el “dibujo en apuntamiento o tanteo” (DRAE). María Moliner fija de modo preciso la acción de tantear: “Trazar las primeras líneas de un dibujo, que dan su forma general” (Diccionario de uso del español, 1975). Alejado de la exhaustividad y de la retórica épica, en Pereira abundan lugares, situaciones y personajes sugeridos y vislumbrados a través de hilos narrativos que, con vaguedad y sugiriendo espontaneidad,5 dejan entrever sin aclarar aspectos sugestivos situados en la sombra. Es sin duda un artificio optar por la incitación cómplice del lector.6 La preferencia de Pereira por este registro se manifiesta especialmente en la ironía, cuyos recursos socavan lo que se dice y, frente a la identificación con el acontecer, gana la disociación y el disentimiento del lector. Entonces el lenguaje, más que afirmar certezas, rasguña o tantea, señala el corte hecho en la realidad para revelarla a la vez que reflexiona sobre el alcance y la validez de lo que dice. El lenguaje tantea, mide y compara de modo aproximativo si lo dicho se ajusta a lo observado, se detiene en la propia percepción y en la construcción subyacente que la sustenta. Puede ayudarnos aquí una reflexión de Ortega: Para descubrir la realidad es preciso que retiremos por un momento los hechos de en torno nuestro y nos quedemos solos con nuestra mente. Entonces, por nuestra propia cuenta y riesgo, imaginamos una realidad, fabricamos una realidad imaginaria, puro invento nuestro; luego, siguiendo en la soledad de nuestro íntimo imaginar, hallamos qué aspecto, qué figuras visibles, en suma, qué hechos produciría esa realidad imaginaria. Entonces es cuando salimos de nuestra soledad imaginativa, de nuestra mente pura y aislada y comparamos esos hechos que la realidad imaginada por nosotros produciría con los hechos efectivos En una dirección afín, señala Senabre que el lector de Pereira nota “marcas coloquiales y de naturaleza oral en [sus] relatos, que ayudan a incrementar de este modo la sensación de inmediatez y espontaneidad que producen” (2011: 71). 6  Recordemos el título que Ricardo Gullón (1989) eligió para una antología de Pereira: Cuentos para lectores cómplices. 5 

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que nos rodean. Si casan unos con otros es que hemos descifrado el jeroglífico, que hemos descubierto la realidad que los hechos cubrían y arcanizaban (Ortega y Gasset 1964: 16).

Ortega se refiere a la ciencia y a las ciencias históricas, pero matiza a continuación que por ciencia “entiende toda ciencia de cosas, sean éstas corporales o espirituales” (Ortega y Gasset 1964: 17; itálicas mías). Al analizar los recursos disponibles para el descubrimiento de la verdad, en otras palabras, entiende que la ciencia de cosas es “tanto obra de imaginación como de observación, que esta última no es posible sin aquella —en suma, que la ciencia es construcción” (Ortega y Gasset 1964: 17; itálicas mías)—. Esta perspectiva que observa de modo crítico la propia construcción coincide con la que encontramos en “Apariciones”. Alejado de la narrativa épica, la voz narrativa tantea y, llevada por el yo escéptico, cierra el relato contraponiendo la mirada autoritaria que impone un único punto de vista frente a la irónica que resta firmeza y se abre a sus plurales signos y expresiones. La pluralidad de perspectivas hace visibles los mecanismos de la construcción del mundo representado. Recordemos que la primera parte muestra cómo las autoridades actúan conforme a una imagen de la realidad confundiéndola con la propia realidad. A pesar de que en el lugar existían múltiples valoraciones sobre Torvo, que le veían útil a la comunidad y consideraban que “no había hecho mal a nadie” (Pereira 2000: 53), las autoridades no atienden más que a la perspectiva que responde a esquemas mentales basados en el fervor político del momento de la guerra. Frente a esta perspectiva ideológica y autoritaria de la realidad, el relato introduce la ironía final que cuestiona la fiabilidad del incidente del convento cuando vio o imaginó ver al Torvo. El relato refleja así el repertorio de ideas y opciones que uno tiene a su disposición y la elección que lleva a cabo para la construcción del sentido. Con lógica interpretativa análoga a la señalada por Ortega, la estructura de la realidad se descubre tanto a través de la imaginación como de la observación. Los dispositivos irónicos rompen la identificación con lo que se relata y racionalizan la mirada cuestionándola. La ironía es un antídoto contra los procesos mitificadores de pureza o identidad plena y aislada, contra la ideología, entendiendo por ella la con-

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fusión de la realidad lingüística con la natural fenoménica.7 Si el final de “Apariciones” incita a cuestionar la fiabilidad de lo leído, el proceso narrativo de “Los preventivos” muestra que los personajes interiorizan la sombra amenazante y adversaria, aunque ellos pensaran en su fuero interno que resistían contra ella. El final manifiesta un proceso de contagio en el que hay que ver cómo uno no puede dejar de incorporar cosas de su adversario, aunque tenga claro que lucha contra él. El espacio de contención del cuartel acaba siendo interiorizado y la autoridad permanece invisible configurándolos como personajes sujetos a la sombra dominadora. Los dispositivos configuradores de “Los preventivos” y la ironía de “Apariciones”, desvelan que el lenguaje es una fuente de conocimiento que aumenta la capacidad relativa de dar sentido a la experiencia. El análisis de los dispositivos impone distancia y rompe la identificación con la propia experiencia y con la ideología; nos libera de su atracción y sometimiento al iluminarlas mostrando su construcción y disolver la verdad única y autoritaria. Su valor reside en su capacidad interrogativa para mostrar que la experiencia responde a unos mecanismos perceptivos, a unos esquemas mentales que la estructuran pero permanecen ocultos. Desvelarlos es una forma de liberación de las mitologías y poderes que prescriben las maneras de ser y pensar de la época en que uno vive. A través de su análisis se muestra que la identidad del yo es plural, mixta, híbrida y fluida, pese a que esa hibridación pueda ser inconsciente y el que hable o mire no sepa del todo lo que dice, por ser incapaz de expresar su otredad, su alteridad constitutiva. El deterioro de los personajes de “Los preventivos” muestra que la presión de la sombra dominante va interiorizándose y acaban por no saber lo que se dicen y hacen; incapaces de Paul de Man explica la ideología de una manera sugestiva: “What we call ideology is precisely the confusion of linguistic with natural reality, of reference with phenomenalism” (Man 2002: 11). Así, la percepción del adolescente dará lugar a interpretaciones basadas en sus fantasías adolescentes, las cuales ofrecen una explicación del acontecer como una continua ilustración de los esquemas mentales que rigen sus relaciones con los demás, quienes acabarán por desacreditar su fiabilidad narrativa. Los hechos son entonces ideaciones que responden a la lógica fantasiosa, la cual da razón y explica lo ocurrido. De este modo, las explicaciones de lo que en realidad fue un accidente eliminan lo accidental y el azar. El pensamiento crítico del adulto sí cuestiona las interpretaciones marcadas por las fantasías adolescentes y ajenas a la observación verificadora. 7 

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asomarse a su alteridad constitutiva acaban convertidos en autómatas. Por otro lado, “Apariciones” muestra que el conocimiento que aporta el lenguaje irónico es una vitamina disruptiva de la ideología autoritaria que confunde la realidad con su imagen verbal o visual. A través de la ironía sobre la mirada de Torvo se pone en cuestión el lugar común de una imagen vale más que mil palabras, dicho muy desacreditado hoy por el engaño a los ojos de la posverdad de Photoshop. Tanto la otredad que muestra el proceso narrativo de “Los preventivos” como la ironía final de “Apariciones” son dispositivos que revelan estratos profundos configuradores de la alteridad del yo.

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EL ÍNCIPIT EN LOS CUENTOS DE ANTONIO PEREIRA José Enrique Martínez Universidad de León

En mi librito Poética y materia médica en la obra de Antonio Pereira aludía a la diferente atención que ha merecido el desenlace del cuento y el íncipit o párrafo que inicia el relato, “cuya importancia reside en su capacidad para suscitar la atención del lector que, estimulado por la primera frase, se siente impulsado para internarse en el ámbito imaginativo que se le propone” (Martínez 2018: 51). Muchos arranques novelísticos son memorables en el doble sentido que quiero dar aquí a la palabra, como patrimonio de la memoria colectiva y como excelencia. Es el caso del íncipit del Quijote o de La Regenta, sin necesidad de añadir otros casos dignos de mención. Sin embargo, la crítica, en general, no ha prestado atención a un hecho de tanta trascendencia que puede mover al lector a proseguir o no la lectura, a entrar o no en la casa de la imaginación vertida en palabras por esa puerta abierta que es la primera frase de un relato. Tampoco los escritores españoles, tan cuidadosos a la hora de trazar la primera línea de sus relatos, como Juan Benet o Luis Mateo Díez, han reflexionado, que yo sepa, sobre el asunto. Sí lo han hecho, de modo excepcional, Horacio Quiroga, Juan Bosch e Italo Calvino. En el conocido “Decálogo del perfecto cuentista” del escritor uruguayo, la quinta receta reza así: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas” (Quiroga 2008a: 30). El relieve que concede al comienzo del cuento le hace volver sobre el asunto en el “Manual del perfecto cuentista”, en el que reitera que para comenzar hay que saber adónde se va, proporcionando después diferentes tipos de íncipit —a los que llama “trucos” del cuentista— para lograr eficacia narrativa y

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suscitar el interés del lector. El primero sería “el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar”, algo que “proporciona al cuento insólito vigor”; advierte Horacio Quiroga, para quien, según su experiencia, “la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente esos comienzos [exabruptos]” (2008b: 33), señalando algunos trucos de las frases secundarias, como el comienzo condicional; el comienzo dialogado, en cambio, antes eficaz, según advierte, es algo que “se ha desvanecido del todo” (2008b: 34). Recurre de nuevo a su experiencia para advertir que “el truco más eficaz” es el recurso a las viejas fórmulas de los antiguos cuentistas: “Era una hermosa noche de primavera” y “había una vez...”, por más que puedan despertar, escribe, “la malicia de los cultores del cuento” (2008b: 35). Otro “truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura” es “el del lugar común cuando se lo usa con mala fe”, es decir, sin correlación “entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran” (2008b: 35-36), lo que causa un efecto de sorpresa. Añade Quiroga finalmente: No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folclore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestro mejores cuentistas nacionales... (2008b: 36).

En 1958 publicó el escritor y político dominicano Juan Bosch sus “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, largo ensayo que, entre otras cuestiones de interés, presta atención al inicio, porque “el cuento debe comenzar interesando al lector sin dejarlo de su mano a lo largo del mismo” (2008: 261). Alude al comienzo tradicional como conjuro que “bastaba para despertar el interés” del oyente. Propone Bosch la cercanía entre el comienzo y la médula del relato; y para eso nada mejor que presentar al protagonista en acción, física o psicológica. Cito: Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminar. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión

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de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro (Bosch 2008: 262).

Aún insiste: “Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento” (Bosch 2008: 263). Italo Calvino, por su parte, en “El arte de empezar y el arte de acabar”, publicado como apéndice de Seis propuestas para el próximo milenio (1998), escribe: “El principio es siempre ese instante de distanciamiento de la multiplicidad de los posibles; para el narrador supone desprenderse de la multiplicidad de las historias posibles para aislar y hacer narrable aquella historia que he decidido contar en esta velada” (1998: 126). Pereira lo expresa de modo más sugerente en el íncipit de “El sedentario”, de Picassos en el desván: “Cuando uno cae por esta ciudad le es difícil escoger entre tantas historias. Con frecuencia son de tipos solteros” (2012: 404);1 con ello indica que él, el narrador, ya ha escogido una de tales historias, la de uno de los solteros, la del sedentario Julio Bernardo. Como indica el escritor italiano, el principio es la entrada en un mundo, un mundo verbal que aísla o acota una historia entre todas las posibles de ese otro mundo que está más allá de la obra literaria, antes o después de ella. Calvino establece diferentes tipos de íncipit: la invocación a las musas de los antiguos, la imprecisión cervantina (“En un lugar de la Mancha...”), la precisión del comienzo del Robinson Crusoe, el inicio in medias res, el “comienzo aplazado”, el principio cósmico (con Musil como ejemplo) y el comienzo tradicional de “érase una vez...”. Establece incluso la diferencia entre los íncipit memorables y los finales, que “no acuden a la memoria tan fácilmente” (Calvino 1998: 139). De una de sus obras más conocidas, Si una noche de invierno un viajero, indica Calvino que quiso “concebir una novela hecha de principios de novela” (1998: 139), en realidad, diez “novelas interrumpidas” entendidas como íncipit, al igual

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Las citas de los cuentos de Antonio Pereira proceden de Todos los cuentos (2012).

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que “todos los títulos leídos uno detrás de otro constituirían también un íncipit” (Calvino 2001: 10; 13; 15). En este sentido, no me parece ajeno al asunto que trato el caso de La conferencia de Pepe Monteserín, subtitulada El plagio sostenible (2006). La novela discurre en torno a la preparación de una conferencia sobre el sueño en sus diversas etapas: desde los que se preparan para dormir a los que no quieren dormir, duermen a medias, o duermen y sueñan, despiertan o mueren en el sueño, pero abordado todo ello —los diferentes motivos del gran tema del sueño— a partir de las primeras líneas de un extraordinario cúmulo de novelas, basándose en la presunción de que en ellas reside lo sustancial de una obra. A la largo de la novela de Monteserín se citan las líneas iniciales de un millar de obras de ficción, a las que se añade en los distintos índices una treintena de obras consultadas de teoría e historia de la literatura, del arte y de la filosofía. La novela de Monteserín es, pues, un espléndido mosaico de citas, a las que hay que agregar alusiones, parodias y otras formas de intertextualidad muy acordes con la idea reiterada de que nada es ni puede ser original en la vida, en el mundo, en la escritura. La obra se cita aquí como ejemplificación de la trascendencia que cobran los íncipit novelísticos, hasta el punto de servir para crear o cocrear con ellos una nueva novela. La clasificación de los íncipit tiene un interés relativo. De hecho, en la mayoría de los cuentistas, clásicos o modernos, podemos hallar comienzos como los citados por Calvino y aún aumentar los tipos. Así, por ejemplo, en Maupassant hay cuentos que comienzan con interrogaciones retóricas, como “Una aventura parisina” (Maupassant 2012: 182-190), en forma de carta como el titulado “De viaje” (2012: 236-241), in medias res, como “El parricidio” (2012: 311-317), con el recurso de contar a instancias de otro en “Confesiones de una mujer” (2012: 256-261). En numerosos cuentos del francés los íncipit son consideraciones, en ocasiones extensas, sobre maneras de ser (razones morales, políticas o de otra clase) que van a justificar el comportamiento de los personajes (de todos o alguno), como sucede en “El perdón” (2012: 340-346). De igual modo, en la cuentística de Pereira no es difícil ejemplificar los distintos modelos de íncipit que ha propuesto Calvino o que acabamos de ver en Maupassant: la imprecisión de “La violinista”, de Picassos en el desván: “A veces viene a la provincia la Sinfónica de Bratislava o una leja-

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nía así” (2012: 432); la precisión, en cambio del íncipit de “El ingeniero Balboa”, de El ingeniero Balboa y otras historias civiles, que fija el estado del protagonista, el lugar y su única acción, esperar: “Lena. Lena. Ahora que espero en la UVI de la Concepción que es una antesala donde un hombre no puede hacer otra cosa que esperar...” (2012: 143); el inicio tradicional de “érase una vez” con que comienza “Fábula de obispo y niño” en Historias veniales de amor: “Érase una vez una familia humilde y un niño muy bueno que se llamaba Leonín” (2012: 190); la calificación de “fábula” alude a algo consagrado como comienzo de un relato popular, aunque nada tenga que ver aquí con las fábulas de animales, sino con una ficción agradable, por más que acabe en desencanto; para Pereira, tal comienzo remite al gusto por las “viejas historias” y a su sencillez; recuérdese el íncipit de “Una semana y un día”, de Relatos sin fronteras, en el que se remeda el primitivo estilo de los cuentos: “—‘Érase una vez un rey, y aquella tarde de verano según iba yo por el sendero del bosque, me lo encontré de cara, Buenas tardes, rey, lo saludé, todos tenemos ganas de saber los pensamientos de usted sobre lo que está pasando en el Reino’, ¿no crees tú, cariñín, que habría que empezar siempre con la sencillez de las viejas historias?” (2012: 619); a tal forma de contar se alude en “Dalmira y los monjes”, de Picassos en el desván, no en el íncipit, sino a mitad del cuento: “La chica de Loúzara sacaba historias como pueden leerse en un libro de cuentos: era una vez un peregrino que llegó con un tesoro al convento...” (2012: 424); y, en fin, en la obra de Pereira hay cuentos que comienzan con interrogaciones retóricas, en forma de diálogo, in medias res, etc. El narrador mismo de “Cuento en la Escuela de Letras”, en Las ciudades de Poniente, alude a tres posibles comienzos en boca o en el pensamiento de uno de los asistentes al curso impartido por un escritor: “Quizá iba a hablarnos, por fin, de si es bueno empezar a contar con misterio como en las mejores piezas de Borges, o por el final con vueltas y revueltas a lo Benet, o in medias res, que le gustaba a Homero” (2012: 570). Parece que las “vueltas y revueltas” son lo más alejado de la desnudez de los íncipit pereirianos. Lo que resulta claro, por lo dicho hasta este momento, es que Antonio Pereira dio especial importancia al comienzo de sus cuentos, pudiendo citarse, de inicio, algunos íncipit memorables, como los de la muestra siguiente:

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1. El día que Manolito Cañibano apareció en el casino con una Parker de contrabando asomándole junto al puro, sus amigos, nada piadosos, le preguntaron: —¿Y para qué quieres tú la estilográfica, Manolito, si no te da por escribir? Y Manolito, que jamás se amoscaba por alusiones a su ignorancia contestó: —¡Anda este!, pues pa pinchar las aceitunas (“No hay burlas con el honor”, Una ventana a la carretera; 2012: 76). 2. Pocas veces he tratado de cerca a una rusa. Pero una vez, en Moscú, tuve una relación tan íntima que no he llegado a olvidarla. La historia empezó con la llegada de unos turistas argentinos (“Palabras, palabras para una rusa”, El síndrome de Estocolmo; 2012: 323). 3. En Oviedo, en una noche de setiembre, conocí por primera vez una mujer desnuda, y a la mañana siguiente supe el color del mar. Al doble descubrimiento llegué en un tiempo de desgracias mundiales pero yo me recuerdo inquieto por si el pantalón debía ser con vueltas o sin vueltas; dos mil aviones de Hitler machacaban Londres, y yo odiando la eterna espinilla que solía embravecerse justamente para el domingo... (“La hija del general”, El síndrome de Estocolmo; 2012: 367). 4. En mi ciudad había chicas guapas, las había en mi propio barrio, pero yo enloquecí por una de Cacabelos. Me atraía lo lejano (veinte kilómetros ida y vuelta) y, sobre todo, lo diferente. Las de allí eran menos esquivas y el pueblo mismo parecía estar siempre de fiesta (“La Orbea del coadjutor”, Cuentos de la Cábila; 2012: 706). 5. Nos lo tenían advertido. El vicio solitario le auguraba al contumaz dos consecuencias nefastas: la miopía y la tisis. Para nada me acordé de esos sermones cuando me encontraron unas dioptrías en cada ojo, pero tiempo después, al coincidir este estigma con una cosa de pulmón, pesé que muchas miradas me señalarían. Y no es que hubiera motivo. En el pecado de Onán, yo, ni pasarme ni demasiado poco: lo corriente (“La tuberculosis”, Cuentos de la Cábila; 2012: 724).

Son todos ellos comienzos prometedores, ejemplos sencillos entre otros muchos que se pudieran traer a cuento —nunca mejor dicho—, porque en ellos, en esas primeras líneas, se aprecian ya los rasgos que suelen caracterizar los relatos de Pereira: gracia en el contar, malicia, erotismo, humor risueño, ingenio, etc.; pero, además, porque ofrecen algo característico del género, sobre todo si el cuento es breve: son comienzos que nos introducen de lleno en el meollo del relato, bien caracterizando al personaje central del cuento,

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describiendo su figura o sus acciones, bien con alusiones que encaminan el cuento en una determinada dirección. Pondré ejemplos de lo uno y de lo otro, aunque podrían extraerse de la muestra anterior. “Los Cedilla”, pongamos por caso, cuyo comienzo se centra en la mujer y el marido, describiendo con economía y precisión cómo es ella y lo que él es, así como su rango social manifestado en la casa que habitan: La señora de Cedilla [...] es una dama de buen ver. De la señora de Cedilla puede decirse menos mal: “nacida doña Fernanda”, porque tratamiento y nombre parecen en ella inseparables desde el bautismo. Don Teodoro Cedilla es el marido de doña Fernanda. Uno casi no se atreve a añadir que don Teodoro es jefe de administración ni que el matrimonio habita casa con mirador, en capital de tercer orden, porque, aun siendo la pura verdad, parece rebuscamiento literario (Una ventana a la carretera; 2012: 65).

Otro ejemplo de caracterización del personaje en el comienzo de “La imposición de manos”, que se inicia con la presentación escueta y plástica del personaje y de su prestancia: “Una pipa, una barba blanca, una capa flotando al viento aunque no haya viento, tal es el fantasma del poeta Antonio Carvajal cuando tiene a bien revisitarme” (Cuentos de la Cábila; 2012: 696). Me refería también a la entrada en el relato por medio de alguna alusión o algún indicio de por dónde va a discurrir la narración. Pondré dos únicos ejemplos. El primero, el íncipit de “El ingeniero Démencour”: Siempre que paso las hojas de una revista francesa y pasan pañuelos de Christian Dior, cremas de belleza, los must de Cartier (eso que “hay obligación” de tener de Cartier), me acuerdo del comienzo de mi aventura en el puerto de Tánger: Je pense, monsieur, qu’il faut faire la présentation nous même. Fue ella la que lo propuso, más o menos así, “Yo creo que deberíamos presentarnos nosotros mismos”, la desconocida que parecía salida de un número de Marie Claire (Los brazos de la i griega; 2012: 205).

El íncipit anuncia el asunto del que va a tratar: “el comienzo de mi aventura en el puerto de Tánger”, aventura narrada en primera persona y supuestamente dirigidas las palabras a un interlocutor identificable con el lector o los lectores: “les voy a ser franco” (2012: 210).

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El segundo ejemplo es el íncipit de una de las más conmovedoras historias de Pereira, “Obdulia, un cuento cruel”: “En materia de flores, nunca me impresionó tanto la demasía como en la casa de Arganza, cuando las camelias para Obdulia” (El síndrome de Estocolmo; 2012: 319). La frase es una simple constatación, pero “cuando las camelias para Obdulia” nos insinúa el motivo, todavía vago, del cuento que después se resolverá. Es un íncipit intrigante, por más que ese “cuando” temporal reciba alguna precisión intratextual: “Todavía no había llegado el tiempo en que la abuela Társila mandó plantar de perales toda la finca...” (2012: 319), que le evoca al lector la historia de “Las peras de Dios”, cuyo íncipit declara: “Un día la abuela dijo que iba a transformar en perales todos los membrillos de la casa de Arganza” (Los brazos de la i griega; 2012: 260). De este modo en el íncipit de “Obdulia, un cuento cruel” se unen dos cuentos en un mismo espacio (la casa de Arganza) y algunos personajes decisivos como la abuela Társila, si bien los diferencia la tonalidad sentimental, pasmosamente triste en “Obdulia, un cuento cruel”. Por otro lado, en diferentes íncipit, Pereira defiende lo que podríamos llamar una poética de lo escueto, término que alude a aspectos narrativos como la concisión y la sobriedad expresiva, que motivó, entre otras razones quizá más poderosas, que la materia narrativa de sus cuentos fuera adelgazándose progresivamente, a la vez que se ampliaba el campo a la alusión velada, a la insinuación y a los finales sorpresivos. En el comienzo de los cuentos, especialmente, Antonio Pereira evita adherencias innecesarias y expansiones inmotivadas. En la cuarta receta del decálogo para cuentistas que perfiló en el prólogo de Me gusta contar aseveró: “Cuidar el comienzo, entrando rápido en el tema. El final sabe cuidarse solo” (Pereira, 1999a: 10). Entiendo que la segunda parte de la proposición, discutible sin duda, nos viene a decir que de un buen comienzo deriva de modo natural una historia interesante con el final coherente que le corresponda. Varios íncipit de los cuentos del villafranquino reafirman la idea de entrar rápido en el tema o, al menos, de evitar expansiones narrativas o amplificaciones de cualquier tipo, descripciones sobreabundantes o digresiones inútiles para el desarrollo del relato. En uno de los cuentos pereirianos, el escritor invitado a un taller de letras les advierte a los alumnos: “Recuerden que en las primeras líneas hay que estar metidos en acción” (“Cuento en la Escuela de Letras”, Las ciudades de Poniente; 2012: 568).

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Más sugestivo es el comienzo de “El hombre de la casa”, en el que el narrador se niega a encabezar el cuento con frases expansivas que acaso alarguen el cuento innecesariamente. Pereira es partidario de brindar solo los datos escuetos e ineludibles: Qué pesadez, el comienzo de un cuento terrorífico de Allan Poe: “Un pesado, sombrío, sordo día otoñal; las nubes agobiosamente bajas en el cielo, un terreno singularmente lóbrego, con las sombras de la tarde cayendo sobre la mansión melancólica...”. Yo no desconfiaré del lector hasta tal punto y le diré para esta historia que era enero y un casar en la sierra de Ancares. Basta (Las ciudades de Poniente; 2012: 529).

Más adelante, en pleno desarrollo del relato, se dice: “Fue una noche interminable —‘interminable, medrosa, de siluetas fantasmales’, que diría Poe... —”. Un adjetivo le bastó a Pereira frente a la expansión calificativa atribuida supuestamente al escritor americano.2 En la misma dirección se orienta el comienzo de “Una semana y un día”, de Relatos sin fronteras, ya citado, que comienza como los cuentos populares: “Érase una vez un rey...”, a continuación de lo cual, el narrador le comenta a su amante: “¿no crees tú, cariñín, que habría que empezar siempre con la sencillez de las viejas historias?” (2012: 619). Estamos en el espacio de la ficción, pero no es difícil adivinar que las ideas de Pereira sobre la escritura se compaginan mejor con esta sencillez que con los recovecos retóricos y narrativos. Sin duda, nuestro escritor asumía como propia la idea del Borges que aparece en el cuento “Si me lees te leo”: “Pienso que es vano gastar muchas páginas en una idea cuya En otra ocasión aludió Pereira al íncipit del cuento del americano: “El cuidar el comienzo del cuento y entrar rápido en el tema, figura también entre mis convicciones. En el empiece de La caída de la casa Usher, Poe se pone algo cargante: ‘Un pasado, sombrío, sordo día otoñal; las nubes agobiosamente bajas en el cielo, un terreno singularmente lóbrego, con las sombras de la tarde cayendo sobre la mansión melancólica...’ En tres líneas, una docena de palabras de la misma cuerda semántica: pesado, sombrío, sordo, otoñal, nubes bajas, agobiosamente, lóbrego, sombras, la tarde, cayendo, melancólica... Es verdad que La casa Usher granará en un regalo inolvidable para el lector, verdad también que Poe quiere empujar al lector hacia una sima irrespirable y habrá elegido como arma la reiteración. Que el bostoniano desconfiara en exceso de la capacidad de sus lectores, a mí, que lo soy con devoción, pero sin fanatismo, me parece la hipótesis menos grata” (Pereira 1999c). 2 

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perfecta exposición cabe en pocos minutos” (El síndrome de Estocolmo; 2012: 333). Observaba González Boixo, respecto a uno de los cuentos de Pereira, “un notable esfuerzo de contención en relación a lo narrado, algo que puede aplicarse como norma general en todos los cuentos” (2004: 51) del autor. La poética de lo escueto la defienden de uno u otro modo varios de los cuentos de Pereira. A propósito de la fotonovela elaborada por una gloria local, se alaba su parquedad: “Nada más pasar la cubierta de la fotonovela [...], viene el primer recuadro de la historia, con cuatro frases que bastan para hacerse con la situación, no como aquellos folletones que empleaban cantidad de palabrería” (“La cantera local”, Las ciudades de Poniente; 2012: 514). De igual modo, en “El retrato”, hacia el final del cuento, para lo que resta, escribe: “En Madrid, meses después, años. Lo cuento en un momento” (La divisa en la torre; 2012: 804), tal vez ante la sospecha del lector de que el cuento pueda alargarse, a la vez que muestra esa cercanía o familiaridad con él al expresarse de forma tan natural. Algo semejante ocurre en “Una mañana con Dalia”: a Pereira le gustaba contar (Me gusta contar es el título de una selección de sus cuentos), pero también le gustaba (o le gustaba a su alter ego en muchas narraciones) que le contaran, escuchar las historias contadas por otros que el narrador integra en su relato. En el cuento citado, incorpora la historia que le cuenta un viajante con el que coincide en el tren, una historia que, según dice el íncipit, “contó con detalle, pero yo la resumo”, confirmando así esa tendencia pereiriana a la retórica de lo escueto (La divisa en la torre; 2012: 804). En la práctica, muchos de los cuentos de Pereira disfrutan de comienzos ciertamente seductores, que lo son acaso más cuando impelen a la lectura. “Una mañana indiferente en que el ambulatorio despachaba la retahíla cansina de diarreas de niño y alguna vejiga de viejo y catarros banales que las devotas del seguro llaman andancio, una mañana de esas llegó un hombre joven con su volante y se puso a esperar en el banco alargado como de estación de autobuses” (“La enfermedad”, Las ciudades de Poniente; 2012: 563). Se trata de crear ciertas expectativas que induzcan a la lectura. Pereira ha dicho: “Al lector hay que mantenerlo en disposición expectante. Que sienta, durante la lectura, que algo va a ocurrir, y además, por la propia brevedad del género, que algo va a ocurrir, muy pronto. Esta tensión puede existir en la novela, pero con treguas. El cuento no permite relajamientos” (1999c). La cuestión es no defraudar después al lector si las expectativas creadas son exageradas.

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Es lo que se planteaba Bioy Casares, que consideraba un error prometer demasiado: “Creo de todos modos —añadía— en la conveniencia de prometer algo en las primeras líneas de una historia” (2008: 72). Antonio Pereira forja expectativas en el íncipit anunciando la historia que va a contar, el carácter del cuento o la técnica que va a seguir. En general son arranques próximos a lo metaficcional o enteramente metaficcionales. Y es en los comienzos de los cuentos donde más a menudo cobran relieve las alusiones metafictivas. Como he señalado en otra ocasión (Martínez 2018: 57), no encontramos en la obra de Pereira cuentos enteramente metaliterarios o metaficcionales, llamados así cuando el propio relato es el asunto del cuento, de modo que su principio estructurador es la reflexión sobre lo ficcional o sobre el estatuto narrativo. Lo que en cambio es frecuente en los cuentos pereirianos es la alusión metaficcional generalmente al comienzo del cuento o, en ocasiones, al final del mismo. El lector cómplice es en estos casos un factor decisivo del relato, es decir, un lector participativo y activador de los resortes del relato. No conozco a ningún escritor que apele en tantas ocasiones y por diferentes motivos a la complicidad del lector. En la práctica, son reflexiones del narrador, trasunto del autor en estos casos, sobre el arte de contar o, más bien, sobre el desarrollo concreto del cuento o sobre detalles lingüísticos, narrativos o de otro tipo, con una peculiaridad muy pereiriana: las brevísimas digresiones o rasgos de ingenio producen la impresión de que las confiesa a un amigo. No es raro que el narrador aluda al relato que está contando o escribiendo, a sus dificultades, por ejemplo, a lo que a la verosimilitud o la gracia del relato le viene bien o al recurso empleado. Lo explicaré con algunos casos entre los muchos que se pueden anotar. Ya en el primer párrafo de “Los Cedilla”, citado anteriormente, el narrador teme que lo que va a contar se crea inverosímil o mera afectación retórica: “Don Teodoro Cedilla es el marido de doña Fernanda. Uno casi no se atreve a añadir que don Teodoro es jefe de administración ni que el matrimonio habita casa con mirador, en capital de tercer orden, porque, aun siendo la pura verdad, parece rebuscamiento literario” (Una ventana a la carretera; 2012: 65). “Las erotecas infinitas”, de El ingeniero Balboa y otras historias civiles (2012: 130), comienza señalando el procedimiento empleado en el cuento, fórmula que explica bien González Boixo: “Al lector se le anuncia en este relato, antes de comenzar la narración, que se va a encontrar con una especie

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de ‘cajas chinas’ en versión literaria; es decir, que un relato contendrá otro y así, sucesivamente” (2004: 36). “El hilo de la cometa”, en Historias veniales de amor, comienza: “Esta historia podría escribirla un novelista o servir para una película” (Pereira, 2012: 167); le parece al narrador que la historia puede extenderse más de lo conveniente, si él no fuera cauto, un cuentista que no busca efectismos de cualquier tipo. Una mujer y un hombre se embarcan en Barajas y van a ser compañeros de vuelo. El marido de aquella y la mujer de este vuelven juntos en coche desde el aeropuerto y paran por el camino a tomar un whisky. El narrador volverá a insistir: “Si esta historia la estuviera escribiendo un novelista o un guionista de cine, terminaría de otra manera” (2012: 170). Pero él es un cuentista y las aventuras en el cuento pueden terminar de otro modo, mirando los dos el cielo y comentando: “Ya irán volando sobre el mar”, con un final abierto a cualquier suposición. “El otro y yo”, de Los brazos de la i griega, comienza con estas palabras: “No sé si debo escribir una historia cuya gracia es dudosa, y además me deshonra un poco” (2012: 56). Esta duda, incitante para el lector, se debe al asunto escatológico del relato, una competición de ventosidades sonoras con el vecino desconocido de la habitación de un hotel. Pero sí, el narrador contó la historia, que termina: “Solo debo añadir que, por una elemental delicadeza, el apellido Brunerer es inventado. También yo agradecería ver cambiado el mío, en el caso nada improbable de que a él, a Brunerer, se le haya ocurrido contar la misma historia pero desde el otro lado de la pared” (2012: 259). A Los brazos de la i griega pertenece también el último de los cuentos, de título homónimo al del libro, un relato excelente de inicio prometedor (“No quisiera volver al valle alto del Nepal, ahora que sus hoteles se parecen a los grandes hoteles del mundo”; 2012: 282) y que contiene interesantes elementos metanarrativos: “Ahora pienso si debo seguir adelante con una historia que me prohibí a mí mismo, temeroso de la incredulidad irónica de los otros. Pero quizás haya llegado el tiempo en que hay que contar lo que no queramos que se disuelva del todo con nuestros propios huesos” (2012: 283). El narrador confiesa una serie de premoniciones que se van convirtiendo en evidencias camino de Daksin Kali, lugar “consagrado a la diosa que significa la victoria del bien sobre los demonios” (2012: 283). Allí sorprende el rostro de un hombre que se parece al señor Adolfo de Ambasmestas, que murió de un atropello delante de la casa del narrador, sangrando por una herida en el brazo que, lavada,

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“era una Y mayúscula” (2012: 285). El narrador recuerda su muerte tras noches y días sufriendo, pero “todo lo que sea recordar o hablar de enfermedades me acelera el pulso” (2012: 286). Lo del señor Adolfo viene a cuento porque, en un momento, el nepalés que se le parecía “se subió un poco la manga de su chaqueta de lana, lo justo para enseñarme una cicatriz como es imposible que haya dos en el mundo” (2012: 286), un final conclusivo que cierra todas las premoniciones que el narrador venía teniendo. El temor de que se tachara de inverosímil el hecho es lo que hacía dudar al narrador de contar la historia del relato. Cuatro cuentos de Las ciudades de Poniente nos interesan aquí: “Los tiempos que vienen”, “El asturiano de Delfina”, “El final de Santiago Velasco” y “Un tal Cioran”. El íncipit del primero anuncia el carácter del cuento: “Esto es un cuento con moraleja” (2012: 517), una moraleja que tal vez podemos sintetizar diciendo que la práctica y la experiencia valen más que la teoría inexperta. En “El asturiano de Delfina”, alude a dos tácticas posibles, bien que no en el arranque, motivo por el que no me voy a detener en su comentario: “Ahora empieza una historia que habría que contar con pausas a cada poco, para dar idea de la lentitud del tiempo. O soltarlo de una vez” (2012: 524). “El final de Santiago Velasco” aporta dos elementos narrativos dignos de atención: cuando el narrador baja de la consulta del doctor Velasco, al principio del cuento, subía a la misma “aquel hombre rubio de la fábrica de harinas de las afueras” (2012: 542); y hacia el final del cuento, el único paciente que le queda al doctor en la ciudad es ese mismo hombre; de ahí que justifique la primera mención del personaje con el conocido dicho de Chejov: “Si esto fuese un cuento, valdría lo del clavo que si sale al principio tiene que servir luego para algo” (2012: 545). Es un cuento, una ficción, pero el narrador le da visos de algo verídico, por más que eso y todo lo que atañe al médico y su único paciente resulte inverosímil, por lo que el cuento termina a modo de desplante: “Comprendo que haya incrédulos, pero allá cada cual” (2012: 545). El aserto chejoviano se cumple perfectamente en el cuento “Un tal Cioran”, que comienza: “Fue una lástima la determinación de don Alfredo, por más que digan que limpiando la escopeta” (2012: 546). Lo que se insinúa se cumple al término del relato, cuando apunta el narrador: “Aún nadie podía barruntar lo de la escopeta” (2012: 550).

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En dos cuentos al menos, el narrador, más allá de la verosimilitud de la historia que va a contar, afirma su veracidad. En “Las cordobesas sueñan con el Danubio” no importa ahora el relato en sí, su asunto ciertamente ligero (“asuntejo” le llama el narrador), sino la expectativa que crea su anuncio de autenticidad; comienza de este modo: “Este asuntejo es de hace unos años. Lo conté entonces, en un relato no del todo verdadero, y ahora me da por ponerme a bien con mi conciencia de cronista veraz” (Relatos son fronteras; 2012: 601). Con mayor firmeza se anuncia la veracidad de “Los cuadros del psiquiatra”: “Esta historia es una anotación, sin enmiendas ni raspaduras, de una noche leonesa” (2012: 789); se trata, en efecto, de una breve anécdota en torno a la amistad que unió a los dos Antonios, Gamoneda y Pereira; el realismo del cuento está muy acorde con los indicios autobiográficos de los cuentos de La divisa en la torre, fábulas que el narrador de otro cuento, “El magnate”, moteja de “verídicas historias” (2012: 801). En algunos de los cuentos, el narrador anuncia o anticipa la historia que va a contar. Es otro modo de engendrar expectativas. “La historia de Bruno Merotto la oí contar en la ocasión menos adecuada a semejante tema: un despacho de Lingüística de la Universidad de Perugia” (“El caso Tiroleone”, Los brazos de la i griega; 2012: 236). ¿Qué historia es esa?, puede preguntarse el lector, que se encontrará después con una fabulación preñada de erotismo y humor. La curiosidad del lector se aviva en otro cuento al hablar en el íncipit de la renuncia de la gente de la ciudad V*** a salir en “una historia como esta”, lo que se debe, como se sabrá después, al hecho de que aparecen representados desnudos en los “Cuadros para una exposición” (Las ciudades de Poniente; 2012: 493), que así se titula el cuento, lo que explica, asimismo, que no se cite la ciudad y que a los personajes se les designe solo con las iniciales de sus nombres. Cuando el íncipit del cuento “Aventura de un fabricante de madreñas” (Las ciudades de Poniente; 2012: 555) alude un huésped de una fonda de la ciudad, “viejo y raro” y “que lleva estable no sé cuántos años”, pero del que “pocos conocen su experiencia extranjera”, se está incitando al lector a proseguir la lectura para conocer tal aventura; sobre ella versa el cuento, en efecto, en el marco entre el íncipit y el éxcipit o palabras últimas del relato, en las que tornamos a ver al protagonista, tras su aventura extranjera, en la fonda de la ciudad.

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El narrador pereiriano contó con lo que él llamó el lector cómplice de sus historias; pero defendió también sus derechos, el “derecho del narrador” (2012: 281), que le lleva, por ejemplo, a contrariar la realidad, pero sin abdicar de la verosimilitud. Ocurre en “El toque de obispo” cuando al final del mismo se refiere al toque del maquinista del tren al avistar la ciudad episcopal de Mondoñedo, concluyendo: “Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita” (Cuentos de la Cábila; 2012: 649). Al cuento le conciernen la verosimilitud, aunque la realidad sea otra, y la ficcionalidad, pues la autenticidad del relato no depende de que lo sea la realidad, sino de la conveniencia y la eficacia artística de la representación verbal. Sucede lo mismo en “La divisa en la torre”, primer cuento del libro homónimo, en el que el narrador, al ver a un personaje, “un cura novín, con alzacuello”, indica: “A mi imaginación valleinclanesca le convenía que fuese el capellán del pazo. Quede nombrado capellán del pazo” (2012: 750), pues tal es el poder del narrador que puede alterar la supuesta realidad en favor del rendimiento ficcional. Un procedimiento semejante utiliza el autor en “El secreto del cisne”, también de La divisa en la torre, en torno al traslado de los restos de Gil y Carrasco de Berlín a Villafranca del Bierzo. En el íncipit del cuento alude el narrador al automóvil grande y negro que traslada a la legación a Madrid: “Hubiera sido perfecto si en su lateral delantero portase un banderín metálico con el escudo” (2012: 756). La frase aparentemente inocua, no lo es, sin embargo, pues al final del cuento, con el retorno del auto, ya con los restos, a Villafranca, donde los reciben las fuerzas vivas de varios estamentos, recuerda el narrador: “El coche oficial entra puntual y solemne en la plaza Mayor, pon que lleva banderín, qué trabajo te cuesta” (2012: 761): el hecho pertenece, pues a la ficción, prestándole superior eficacia estética. Caso distinto, pero en el mismo ámbito de los derechos del narrador se da en “¡Manos arriba!” cuando aquel se ve tentado a realizar un inciso: “Una digresión puede arruinar un relato. Que lo arruine” (2012: 688). En otro cuento del mismo libro, Cuentos de la Cábila, el titulado “Cano y Canito” (2012: 805-806), el íncipit apunta a un cuento publicado en la revista Ínsula, el titulado “Aquella revolución”, que publicó después en el libro Me gusta contar y que califica como “cuento fantástico” con “una fuerte base real”. La base real tiene que ver con los preparativos para hacer frente a los mineros de Laciana, que se decía que venían hacia el pueblo, pero los mineros no

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aparecieron. El éxcipit reafirma los derechos del narrador: “Pero yo soy el narrador, y como no me pagarían ni Cano ni Canito [secretario y director de la revista respectivamente] hice de mi capa un sayo. En mi cuento de Ínsula hago entrar a los mineros en la ciudad galopado caballos, toman el casino y la imprenta, requisan doncellas y postales. ‘Aquella revolución’” (2012: 806). Como se ve, no es propiamente fantástico, sino simplemente abonado al campo de la ficción y de lo verosímil. En cualquier caso, ejerce los derechos del “narrador resabiado” en que se transformó el “narrador inocente” de sus primeros cuentos, los de Una ventana a la carretera, que volvió a reproducir o reeditar en Cuentos del Medio Siglo (1999b): al frente de los mismos se situaba el “Cuento de los dos narradores”, incluido después en los Cuentos del noroeste mágico (2006c). El narrador resabiado “no se arrepiente de sus cuentos de aquel tiempo. No le importa que [...] lo tachen de localista y de costumbrista y provinciano. Lo que siente es haber perdido el candor. Si aquello era de verdad candor” (Pereira 2012: 741). Muchos años antes, en Picassos en el desván (1991) había titulado uno de los cuentos “El narrador inocente”, en el que, como escribe González Boixo, “el escritor reconocido añora aquel inicial relato escrito con gran sencillez (lo que permite a Pereira un doble juego: incorporar el primer cuento que publicó; pero modificándolo, de manera que la aparente sencillez ya no es tal)” (2004: 50). Ocurría, simplemente, que el narrador inocente había perdido su ingenuidad y se había convertido en el escritor resabiado del que hablaba el “Cuento de los dos narradores”. No es poco, como se ha podido apreciar, el interés del íncipit de los cuentos pereirianos. Los recursos empleados en esas líneas iniciales de los cuentos, de carácter metafictivo o de otro tipo, precisan —es necesario repetirlo—, de ese lector cómplice y colaborador activo en el que piensa el narrador de cada cuento y el propio escritor, que tituló una conocida selección de sus narraciones Cuentos para lectores cómplices (1989). El lector cómplice participa imaginariamente en el proceso creativo, en sus posibilidades, en las convenciones literarias y las técnicas narrativas evidenciadas por el narrador dentro del propio relato. El lector cómplice rellena los huecos de la historia y sabe leer entre líneas. Ese es el lector requerido por Antonio Pereira para sus historias.

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POÉTICA PARA LOS BEBEDORES DEL ANOCHECER: LA METAFICCIÓN COMO CLAVE EN LA NARRATIVA BREVE DE ANTONIO PEREIRA* Raquel de la Varga Llamazares Universidad de León

Introducción Los rasgos que caracterizan a la escritura de Pereira —desde Una ventana a la carretera (1967) hasta La divisa en la torre (2007)— han sido repetidamente señalados por la crítica desde los años ochenta y noventa, momento de auge del autor y del género del cuento hasta la actualidad:1 la notable construcción del narrador —en una transición desde la tercera hasta la primera persona— entremezclado con los rasgos de la oralidad; la observación El presente trabajo se ha realizado gracias a la financiación del programa propio de ayudas predoctorales a la investigación de la Universidad de León. 1  Desde los años ochenta, la figura literaria de Antonio Pereira ha recibido atención por parte de la crítica desde los trabajos centrados en la literatura leonesa (Francisco Martínez 1982, Santos Alonso 1986), atención que se incrementó en los noventa, década en la que, además de protagonizar varios estudios académicos y revistas especializadas en el cuento como Lucanor, pasó a convertirse en un parte del canon del cuento contemporáneo español en la antología de Encinar y Percival en Cátedra (1993); además vio la luz Países poéticos de Antonio Pereira (Busmayor 1996), resultado de la primera tesis doctoral sobre el autor. En la década de los dos mil, tras la creación de la fundación que lleva su nombre y tras haber recibido reconocimientos tales como el Premio Castilla y León de las Letras o la distinción de doctor honoris causa por la Universidad de León, su cuentística se publica en la célebre colección Letras Hispánicas de Cátedra con Recuento de invenciones (2004), antología con un estudio previo de José Carlos González Boixo. Desde entonces y después de su muerte en 2009, los acercamientos a su obra están suscitando un interés cada vez mayor. * 

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directa y aguda de la vida, de la que surgen tramas y personajes cotidianos, a veces parte de una ambientación localista (mal entendida como costumbrista) que, en sucesivas publicaciones, contrasta con el exotismo y el cosmopolitismo; la técnica realista —que en ocasiones da lugar a la irrupción de lo sobrenatural— propone al lector un juego entre realidad y ficción materializada en un gradual autobiografismo, cualidad más señera de sus últimas obras; el manejo de la elipsis, rasgo cada vez más acusado con el paso de las décadas que define a Antonio Pereira como un maestro de la brevedad y que, gracias a la capacidad de la sugerencia, alcanzó un estilo reconocible y personal pensado para lectores implicados, capaces de hallar entre líneas la información elidida; el erotismo y el humor en sus diferentes facetas, convertidos en habituales ingredientes temáticos, generalmente inseparables y absolutamente compatibles con el tratamiento y la visión profundamente humanista de los personajes que, de tan corrientes, alcanzan un simbolismo universal en ocasiones extraordinario. Decálogo para cuentistas En la línea de otros escritores de cuentos, Antonio Pereira elaboró su propio “Decálogo para cuentistas”, publicado dentro del prólogo a la antología Me gusta contar (1999a). El contenido de estas prescripciones resulta genérico: tener una historia que contar y no solo una anécdota, la importancia no solo de un buen final, sino también de un buen comienzo, el peligro de usar excesiva y redundante adjetivación, potenciar la figura del narrador y, especialmente, respetar el sagrado precepto formulado por Edgar Allan Poe —unity of effect— por el que el cuento, como la poesía, se debe leer de una sentada y todos sus elementos deben conducir al lector hacia el final, potenciando la unidad de efecto. Aunque cotejar la cuentística de Pereira con cada uno de estos preceptos no es el objeto de este trabajo, basta con señalar que el autor no siempre cumple con las normas de su decálogo —de hecho, él mismo lo insinuaba irónicamente dentro del propio texto: “en esto de las prescripciones y los decálogos para cuentistas una cosa es predicar y otra dar trigo” (1999a: 10)—. En cambio, el contenido metaficcional inserto en su narrativa breve, tal y

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como veremos a continuación, es mucho más significativo para la creación de una poética propia. La metaliteratura como condición posmoderna A través de la figura del narrador —“la ficción de una voz”—, al que Antonio Pereira resaltaba en su decálogo como cimiento del relato, fue sembrando a lo largo de toda su trayectoria narrativa declaraciones e intenciones nada disimuladas sobre la escritura en general, sobre su propia escritura en relación con la literatura de su tiempo y sobre el papel activo del lector. De acuerdo a los tiempos y a la irrupción de la autorreferencialidad y la metaficción en la narrativa española a partir de los años setenta, El síndrome de Estocolmo (1988) evidencia “una implicación del autor en la narración, aspecto ya presente con anterioridad, pero que ahora se intensifica” (González Boixo 2004: 42), además del requerimiento de una mayor implicación del lector. Pero además de la fusión entre el autor y el narrador, hallamos en este volumen varios relatos que inauguran una tendencia que desarrollaría hasta su último libro de cuentos: convertir en personajes a escritores a quienes homenajea. Algunos de los nombres propios que protagonizarán relatos en este y el resto de volúmenes son Truman Capote, Lêdo Ivo, Nilita Vientós, Borges, “Papillón” y muchos otros del ámbito nacional y local como Antonio González de Lama, Camilo José Cela, Victoriano Crémer, Aleixandre o Antonio Linage Conde. Paralelamente, comienzan a aparecer personajes editores, escritores, lectores y tramas que pivotan sobre el propio acto de la escritura. Este aspecto de la narrativa pereiriana ha pasado más inadvertido en los acercamientos a su obra en los años ochenta y noventa, aunque con el paso de las décadas se fue acusando en dos vertientes que señalan Álvarez y Encinar (2019: 15): la intertextualidad (conformada por los ya citados homenajes) y el culturalismo frente a la veta puramente metaficcional a través de las reflexiones en torno a la creación, al mundo literario o al papel del lector. Esta última forma o tendencia narrativa, en tanto que surgió enmarcada en el contexto de la posmodernidad, no ha estado exenta de polémica. La ruptura de los límites entre ficción y realidad así como la parodia o la in-

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tertextualidad, pilares de la metaliteratura, son asimismo fórmulas literarias inherentes del paradigma literario posmoderno, sobre el que los trabajos de Lyotard (1979), Hutcheon (1988) y Baudrillard (1984) resultan fundamentales para su asimilación y posterior desarrollo. La propia Linda Hutcheon, en los años ochenta, realizó uno de los primeros estudios teóricos exhaustivos sobre la metaficción, definiéndola como “a fiction about a fiction —that is, fiction that includes within itself a commentary on its own narrative and/ or linguistic identity” (1984: 1). Patricia Waugh, otro de los nombres fundamentales, en Metafiction: The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction (1985) desarrolló otro estudio teórico al respecto que reformula las categorías expuestas por Hutcheon y matiza su definición prestando atención a la relación entre ficción y realidad, a la que considera como eje central de la metaficción (1985: 36). Sobre esta dicotomía nos detendremos a continuación. Realidad y ficción No es de extrañar que el Quijote —considerado no solamente la cumbre del canon literario español, sino la novela iniciadora de la metaficción (Alter 1975)— y sus constantes juegos entre ficción y realidad, dentro y fuera del texto, haya generado numerosos resabios en la narrativa breve de Antonio Pereira quien, en una de sus autobiográficas y ficcionales genealogías —“La ilustre Casa de Pereira”, de Cuentos de la Cábila (2000)— confiesa que ya desde niño se le ocurrían historias de ficción sobre su linaje tras haber leído diccionarios de apellidos y novelas. El ejemplo más destacado de esa influencia sobresale desde el propio título en “Un Quijote junto a la vía”, cuento perteneciente a Historias veniales de amor (1978). Con el habitual sustrato autobiográfico, el autor fabula en torno a un personaje que trabaja como tipógrafo y cuya verdadera vocación es la de ser escritor. Sin llegar a plantearse la falta de discernimiento entre lo vivido y lo leído, participa del arquetipo quijotesco en tanto que el personaje superpone a la realidad su visión idealista de la misma, provocando en el lector intensa conmiseración y lástima. Tras fantasear con su futuro e inexistente libro, su ensoñación se cierra con los datos de impresión coincidentes con el centenario de la muerte de Cervantes —“Terminó de imprimirse esta

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obra el 23 de abril de mil novecientos tantos, aniversario de la muerte de don Miguel de Cervantes…” (Pereira 2012: 185)—2 y, continuando con sus delirios, se dirige no casualmente hacia las eras, el campo raso a las afueras de la población que recuerda a los paisajes de la Mancha. Sin atisbo alguno de confundir la realidad con las apariencias, se topa con un grupo de hombres acosando y vejando a una mujer. Movido por el sentido de la justicia, trata de interponerse entre los agresores y su víctima de una forma paralela a cualquiera de los célebres pasajes en los que el ingenioso hidalgo acaba recibiendo una paliza por tratar de defender a una dama creyéndola en apuros. La sensación de patetismo que emana del personaje se acrecienta cuando comienza a interpelar a los agresores con réplicas totalmente anacrónicas: “Dejadla en paz, amigos. ¡Que vuele como un pájaro! ¿Acaso hay cosa más bella que la libertad? […] ¡Por el progreso, por la libertad…!” (2012: 186). Los agresores, que ni siquiera se habían percatado de su presencia, lo golpean hasta dejarlo inconsciente y medio muerto con la cabeza apoyada sobre las vías del tren. Antes de ser atropellado, balbucea sus últimas palabras: “La libertad… el hombre… y en negrita del diez… asesinos…” (2012: 186). Y precisamente la libertad, aunque utópica, es uno de los ejes literarios de toda la obra cervantina. El cierre del relato gira de nuevo en torno a un diálogo con la novela de Cervantes: entre las pertenencias del hombre, arrollado por el tren, fue hallado un libro: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Aunque la influencia cervantina en la narrativa pereiriana posea un calado mucho mayor que el que se observa en el arquetipo quijotesco en los personajes, la lectura metaficcional que se extrae del último cuento publicado en vida por el autor sobresale entre los demás aspectos —como el autobiografismo3 o el humor— a través de los ecos quijotescos de su protagonista. No podemos saber si esto fue algo buscado o si Antonio Pereira planificaba obras futuras, pero el hecho es que “Bradomín”, aparecido en el diario El País en 2008, paTodas las citas de los cuentos se llevarán a cabo por la edición de Siruela (Pereira 2012). Como se recalcará a lo largo del presente trabajo, el juego de autorrepresentación elaborado por el autor se incrementa con la evolución de su trayectoria literaria, rasgo que para la crítica forma parte constantemente de las prácticas metaficcionales, ya que la autorreferencia metaficticia “consistently displays its conventionality, witch explicitly and overtly lays bare its condition of artifice, and which thereby explores the problematic relationship between life and fiction” (Waugh 1985: 2). 2  3 

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rece una despedida llena de intenciones. Más allá del propio título, lo cierto es que Pereira nunca ocultó su admiración por Valle-Inclán. El narrador y protagonista coincide en un ingreso hospitalario con un compañero de habitación demente que afirma ser el marqués de Bradomín. Tras la sospecha inicial de la locura del hombre, se va gestando una interesante relación entre los compañeros de cuarto, dos nuevos Quijote y Sancho. “Puede tratarme de tú, otra cosa no oirá en esta república libertaria, pero llámeme Marqués” (2012: 891), es la declaración con la que se abre el cuento y en la que el personaje queda retratado como un Alonso Quijano moderno —“su figura era noble y quijotesca”—, un profesor de secundaria que ha terminado creyéndose el protagonista de las célebres Sonatas, incapaz de diferenciar realidad y ficción. Narradores en el abismo Otra de las influencias más acusadas en relación a lo metaficcional es la de Jorge Luis Borges, precursor de la posmodernidad en constante diatriba entre la ficción y la realidad. Hallamos en uno de los relatos que componen El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976) un texto con escasa repercusión en los acercamientos a la obra del autor y que carece de la fuerza de otros cuentos del volumen (González Boixo 2004: 36). Su título —“Las erotecas infinitas”— ya evoca uno de los cuentos más célebres de Borges: “La biblioteca de Babel” (1941). El diálogo que se establece con el autor argentino se lleva a cabo a través de diferentes planos, tanto formales como de contenido, que evidencian que se trata de algo más que un simple homenaje. Formalmente, lo más llamativo es el uso estructural tradicionalmente denominado como cajas chinas, y más específicamente, mise en abyme, recurso del que el autor argentino se valió en numerosas ocasiones.4 Una cita abre el relato: Este tipo de estructura es, como asegura Hutcheon (1984), recurrente en la narrativa narcisista o autorreferencial. Aunque contemos con numerosos productos artísticos —en campos diferentes al literario— desde tiempos indeterminados con carácter especular, su uso se acrecienta en el siglo xx, especialmente a partir de su proliferación entre los cultivadores del nouveau roman, definido y explicado por Jean Ricardou (1967). Con un cultivo cada vez mayor y generando nuevas modalidades, se han propuesto numerosos rótulos para esta práctica: relato especular, reflectividad, duplicación interior, estructura abismada o puesta en el abismo, entre otros. 4 

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“Aquel bote de leche condensada y en su etiqueta un niño que sostiene en la mano un bote de leche condensada donde la etiqueta tiene al mismo niño con el mismo bote de leche condensada en la mano cuya etiqueta…” (2012: 130).5 La trama nos ubica en la biblioteca del despacho del director de una sucursal bancaria junto a la secretaria, que en su incursión secreta encuentra, entre varios títulos de la mejor literatura universal, un libro de economía en el que descubre que la encuadernación no coincide con las páginas interiores. Su lectura provoca un brusco cambio de plano, y así sucesivamente en diferentes niveles intradiegéticos: historias y narradores que se suceden y se reflejan repitiendo, con diferentes ubicaciones y nombres, una misma historia de carácter sexual. En todas ellas, la lectura de un libro en el plano de la historia es el espejo que nos lleva hasta la siguiente, una tras otra, hasta que se interrumpe la secuencia y finaliza el relato con la escena que resulta corresponderse con la verdadera narración marco, plenamente antierótica: una pareja de madrileños lee un libro en la cama un domingo cualquiera, lectura que se interrumpe abruptamente al darse cuenta de que, presumiblemente, han olvidado una paella en el fuego. Sobre este cuento, como se adelantaba, prácticamente no se ha escrito nada más extenso al respecto que el comentario reciente de Soledad Puértolas (2019: 67-69), en la que hallamos una defensa de la modernidad del autor, del erotismo como algo novedoso y cambiante frente a la idea de que innovar en literatura es harto complejo cuando parece que ya está todo escrito. Revelador resulta el apunte realizado por González Boixo (2004: 36-37) sobre el carácter irónico del texto alusivo a cierta literatura erótica que no tiene ningún contacto con el mundo real. Lo cierto es que las propias palabras del autor en el prólogo del volumen de 1976 no dejan dudas respecto a sus intenciones: “Si el Quijote fue compuesto principalmente —yo no lo sé— contra los excesos de las fábulas de caballerías, bienvenida sería una genial novela erótica que acabara con los muchos libros malos, y no digo malos en Esta referencia gráfica sirve, como los escudos heráldicos que a su vez contienen infinitos blasones idénticos en su interior citados en numerosos estudios clásicos sobre las imágenes especulares, para la definición del mise en abyme y parece corresponderse con la imagen publicitaria de “El niño”, la más célebre leche condensada en España durante gran parte del siglo xx. En su etiqueta, se percibe la misma sucesión de niños y botes de leche condensada ad infinitum. 5 

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sentido predicador, que suele producir el género. Pero yo no soy don Miguel. Y ‘Las erotecas infinitas’, obviamente, no más que una tenue aproximación” (1976: 12-15). La sensualidad es precisamente uno de los rasgos más señeros de la narrativa pereiriana, temática destacable desde su primer libro de relatos hasta el último. Sin embargo, resulta obvia la diferencia entre este texto y el resto de su producción narrativa breve en cuanto al uso del erotismo, siempre sugerente y frecuentemente ligado a lo humorístico. La significación que aportan, por tanto, la estructura interna del relato y la especularidad de las historias se traducen en una probable relación indisoluble entre forma y fondo. En este sentido, la declaración de intenciones del autor en el prólogo relacionando el carácter paródico del cuento con el Quijote esclarece el significado del cuento en clave metaliteraria. ¿A qué literatura erótica se está refiriendo entonces? No fue hasta un año después de la publicación de El ingeniero Balboa y otras historias civiles cuando se creó la colección “La sonrisa vertical”, momento en que se inició la proliferación de literatura erótica en el ámbito nacional. Pero en 1976 —teniendo en cuenta que “Las erotecas infinitas” se pudo escribir con años de anterioridad respecto a su fecha de publicación— Pereira no podía estar parodiando una supuesta falta de calidad, ni la invariabilidad de argumentos de una literatura no solo no popular, sino todavía no desarrollada a causa de la censura de las décadas anteriores.6 Los nombres de los protagonistas de la historia marco —Edward Aldington y Mary Jane Brooke— no poseen ningún referente literario reconocible, y en el momento de publicación del volumen y el cosmopolitismo aún limitado de la narrativa de Pereira parecen sostener la lectura paródica, para la que resulta útil esa ubicación cosmopolita con personajes sofisticados, extranjeros, más propios del mundo del cine para un español de los setenta que los de su realidad cotidiana. Los otros títulos sí que poseen en su mayoría referentes reales, con escritores como John Cleland y Alfred de Musset, además de obras de autoría desconocida,

En “Mi hermano Pepe” (Oficio de mirar, en “Las raíces y las alas, 1980-1989”), confiesa que cuando leía literatura erótica lo hacía a escondidas, al contrario que su hermano Pepe, quien tenía en el lugar más visible de la estantería del salón los títulos mencionados en el cuento más algunos otros a los que hace un repaso (Pereira 2019a: 182). 6 

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que nos ubican en un contexto mucho más determinado: la novela del Romanticismo y el siglo xix. A todo lo anterior se le deben sumar los ecos borgianos a través la biblioteca —símbolo del universo—, que potencian la idea señalada por Puértolas de que la materia erótica ha formado y formará parte de la literatura universal allende los tiempos. La sensación repetitiva de historias concatenadas en el relato transmite que no son sino una misma historia que no cambia en su fondo: se escribe, en definitiva, un mismo libro hasta el infinito. Por ello, el autor parece proponernos a los lectores una lectura paródica y su visión de cierta literatura erótica de forma implícita en el relato, como manifestaba en el prólogo del volumen. La sensación repetitiva provocada por los planos abismados se rompe abruptamente con la irrupción de la narración marco que aclara el relato: cada historia que se repetía era parte del libro que una pareja lee mientras nosotros, los lectores, protagonizamos una nueva y última reduplicación en el plano extradiegético leyendo las infinitas historias autocontenidas. Los personajes que se nos presentan al final del relato resultan absolutamente cotidianos, con un aire castizo y con un contrapunto antierótico como el que poseen muchos de los personajes de los cuentos de Pereira que, sin embargo, son indesligables del erotismo. Se genera, por lo tanto, una interpretación metaficcional que encaja con su pensamiento literario tal como demuestra su escritura: para transmitir la sensualidad no es necesario ambientar las tramas en tiempos y lugares cosmopolitas ni valerse de personajes exóticos. Como sus propios cuentos demuestran, el erotismo forma parte de la vida de todos los individuos, hasta los más castizos, sin necesidad de pertenecer a un contexto extraordinario. Como es habitual en su obra, apuesta por evidenciar que lo universal se halla en lo local. Autoconciencia narrativa De entre las manifestaciones metaficcionales de los últimos años destaca, especialmente, la autoconciencia narrativa.7 En los cuentos de Pereira la poLa tendencia que se iniciaba en autores canónicos como Unamuno, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro o Carmen Martín Gaite se ha convertido actualmente en una práctica constante que caracteriza a una amplia nómina de autores nacionales, cultivadores de la au7 

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sición que ocupan sus narradores es, por lo general, profundamente crítica respecto a la propia creación literaria, incorporando con asiduidad reflexiones y digresiones de naturaleza lingüística del autor. Siguiendo un orden cronológico, uno de los casos más llamativos es el del cuento titulado “El narrador inocente”, publicado en Picassos en el desván (1991). El título nos adelanta la naturaleza metaliteraria del relato, que se puede dividir en dos partes: la narración marco, compuesta por el desdoblamiento de varios narradores, y un cuento de temática navideña. Comienza así: Un paisano nuestro se convirtió en escritor de éxito, vino por aquí y se quejaba de las desviaciones de su arte. Estaba harto de las técnicas y modas y quisiera él volver al agua limpia de la fuente. Fue más o menos lo que vino diciendo. Y también: —Con este frescor me gustaría a mí escribir —señalando para las cuartillas que se sacó del bolsillo de la chaqueta—. Habíamos salido de la aldea de los abuelos, en Fonsagrada, aprisa para alcanzar la Nochebuena de Villafranca (2012: 414). torreferencialidad metaficticia, encabezada por José María Merino, Juan José Millás, Javier Cercas, Javier Marías o Eduardo Mendoza (Gil González 2001; González Orejas 2003). Por otro lado, se debe tener en cuenta que, de forma paralela a la metaficción y en ocasiones confluyendo con la misma, en el ámbito del estructuralismo francés surgió de la mano de Genette la noción de la metalepsis narrativa, inseparable de la autoconciencia y la autorreflexividad. Este término, utilizado desde la retórica clásica en un sentido mucho más amplio y ligado a la metonimia, fue recuperado por Gérard Genette en su célebre estudio Figures III (1972), y posteriormente matizado en Nouveau Discours du récit (1983) y, especialmente, en Métalepse: De la figure à la fiction (2004). Entendido el fenómeno metaléptico como “toda intrusión del narrador o del narratario extradiegético en el universo diegético (o de personajes diegéticos en un universo metadiegético, etc.) o, inversamente” (Genette 1989: 290), es inseparable de la metaficción en tanto evidencia el carácter ficcional del narrador y los personajes ahondando en su naturaleza como constructo. Al coincidir, en ocasiones, con la autoconciencia narrativa, se han utilizado como sinónimos. No obstante, la metalepsis puede manifestarse de diferentes formas (mise en abyme, autoconciencia, transgresión fantástica, etc.) y no siempre implica necesariamente ni autoconciencia ni autorreferencialidad. Todavía hoy tanto la definición como las categorizaciones que se deslindan de lo metaficcional como de la metalepsis siguen generando falta de consenso y constantes revisiones que, por ello, no las hacen menos operativas. Por ello, en este estudio, se utilizarán ambas cuando sea pertinente.

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En el plano más externo se sitúa el narrador, refiriéndose a un supuesto escritor —el lector avezado sospechará se trata del propio Antonio Pereira—, que a través de la metalepsis se entremezcla sin solución de continuidad con otro nivel y con el siguiente narrador: el autor de éxito al que se aludía y que no es otro que él mismo en el pasado, convertido en un tercer narrador del relato, y autor de la historia principal del mismo.8 Con bastantes modificaciones respecto a su publicación original, se trata del primer cuento publicado por Pereira, titulado “Cuento de Nochebuena”, aparecido en el Diario de León el 23 de diciembre de 1957. Para su reedición no se conforma con su reescritura, sino que la ficción se vuelve sobre sí misma y a través de la figura del narrador introduce su pesar acerca de haber perdido el candor que entonces poseía su narrador inocente. El final del relato deja dudas al respecto: “El final importa poco —decidió el consagrado—. Por una inocencia así daría mi última novela. / Pero puede que él mismo fuese al autor del cuento, de cuando se atrevía a escribir un cuento rural, y sobre todo de un tema como la Navidad” (2012: 416). Para un lector poco familiarizado con Pereira, el cuento consistirá fundamentalmente en la trama sobre el trayecto del niño, su abuelo y el burro Macario durante la mañana de Nochebuena. Los lectores cómplices, en cambio, encontrarán dos cuentos en uno, en el que la parte metaficcional pesa tanto como la argumental del texto en su primera edición. Antonio Pereira retoma de nuevo la preocupación por una supuesta pérdida del candor juvenil por culpa de las teorías literarias aprendidas en el “Cuento de los dos narradores”, inédito incluido en la antología Cuentos del Medio Siglo (1999b) a modo de declaración de intenciones. Ese mismo año publicó otra antología —Me gusta contar—, por lo que la distinción que ya hace en el título en referencia a la filiación de algunos cuentos con las formas y temas propios de la generación del 50 se explicita de forma metaficcional en dicho cuento. Como explica Pablo Andrés Escapa, —“Los dos narradores, [pero] el mismo Pereira” (2013)— se convierten en los agentes del relato,

Partiendo del esquema propuesto por Pozuelo Yvancos (1988: 236), existe una distinción no solo entre el autor real y el autor implícito, sino también entre estos y el narrador implícito representado y el narrador. En la ficción pereiriana, como se observa, tiene un peso muy relevante la figura del narrador implícito representado que, en ocasiones, como la del texto que nos ocupa, es también el narrador. 8 

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mientras que la autorreflexividad literaria y la naturaleza metaficcional son las verdaderas protagonistas. Las referencias que encontramos tanto de títulos de libros como de críticas a la propia obra nos sitúan ante un juego muy practicado por el autor a través del autobiografismo llevado al extremo. Las dos partes esenciales del cuento son, por un lado, el repaso a la trayectoria literaria del autor y su recepción y, por otro, el juego más puramente metaliterario en torno a la construcción de las voces narrativas —“un cuento es la ficción de una voz” (1999a: 10)—, destacado agente literario de sus ficciones. De acuerdo a su estructura interna y a la fórmula con la que se abre el texto, podríamos pensar que versa sobre un sujeto narrativo personificado y con capacidad agentiva: “Había una vez un narrador inocente. […] El narrador inocente fue perdiendo la inocencia con los libros de teoría literaria y otras malas compañías, y […] se convirtió en el narrador resabiado. Pero no se arrepiente de sus cuentos de aquel tiempo, ni a sus personajes los niega. No le importa que al mandarlos de nuevo a la imprenta —Cuentos del Medio Siglo— lo tachen de localista y de costumbrista y provinciano” (2012: 741). Así, desde el plano ficcional aborda con socarronería una cuestión como es la de la construcción de la voz narrativa y el falso autobiografismo como recursos ficcionales, puros artefactos con apariencia de realidad. Por otro lado, no deja pasar la oportunidad de incorporar su respuesta al hecho de que la crítica haya hablado de costumbrismo en sus primeras obras.9 En la actualidad podemos entender el costumbrismo de dos formas: una más genérica (como el retrato de las costumbres típicas de un país o región) o, siguiendo una definición más estricta, como la corriente literaria adscribible a las primeras décadas del siglo xix en nuestro país y que se manifestó a través de diferentes cauces como el artículo, el cuadro o la comedia de costumbres, expresiones que no se pueden desligar de nombres como el de Mesonero Romanos, Mariano José de Larra o Estébanez Calderón y a la que desde el En su estudio Literatura leonesa actual (1986), Santos Alonso habla de costumbrismo hasta en cinco ocasiones, desde su acepción más generalizada referida al retrato de la vida cotidiana y sus costumbres hasta un costumbrismo irónico y a veces crítico. Sin embargo, lo que probablemente pudo molestar al autor berciano fue ser tildado de costumbrista en numerosas reseñas en prensa sin atender a una diferenciación entre los cuentos y novelas de los años sesenta y setenta, afines a las formas habituales de su momento literario y los cuentos de Picassos en el desván y El síndrome de Estocolmo, encuadrados en el cuento lírico. 9 

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propio siglo xix ya se le achacó la ausencia de crítica o de cuestionamiento social, siendo considerado como una rama menor y devaluada del realismo literario.10 Aunque en entrevistas como la realizada y publicada por Carlos Javier García (1995) Antonio Pereira hiciera referencia a la mala prensa del costumbrismo y a su definición del mismo,11 el cual desvincula de su obra, vuelve a referirse a esta corriente en La divisa en la torre (2007). Lo más llamativo del caso es que el texto en cuestión —“Seis palabras 4 pesetas”— no ocupa más de media página, siendo una de las piezas de narrativa hiperbreve del volumen que bien podría considerarse microrrelato. En la parte inicial, el narrador irrumpe —quebrantando una de las máximas de la brevedad— con una apostilla que rompe la secuencia para dar protagonismo al autor implícito representado: “La criada de la señora que me tenía de pupilo se llamaba Benigna, estaba buena para mis primarias necesidades de entonces y me consentía tocamientos por encima de la ropa. Pero sobre este tema de la pensión no quiero extenderme, porque irremediablemente se hace literatura de costumbres, que no sé por qué está tan mal vista” (2012: 769). Con la perspectiva temporal que ya poseemos respecto a la obra total de Antonio Pereira es innegable su filiación con lo cotidiano y con la geografía del noroeste. La fuerte presencia de personajes y espacios locales, símbolo de una identidad y de una realidad cultural que ya ha dado sus últimos coletazos, se empieza a combinar en la década de los 80 con historias ambientadas en espacios y con personajes (en apariencia) exóticos. Sin embargo, el autor nos ofrece en sus propios cuentos una lectura del porqué de su apego por lo local. Dos textos de Los brazos de la i griega (1982) entremezclan lo local —y a veces costumbrista— con lo cosmopolita. De forma llamativa, ambos son partícipes de la estética de lo insólito, rompiendo el mimetismo realista de su narrativa anterior. Como se tratará de explicitar a continuación, en su simbolismo reside la poética del autor. Quizá la crítica más famosa al costumbrismo español sea la de Ortega y Gasset, quien llegó a afirmar: “Hubo un tiempo en que irrumpieron en la literatura unos ilotas de la república poética llamados ‘escritores de costumbres’. Sus obras, útiles acaso un día para los historiadores, como hoy nos es útil Pausanias, carecen de valor estético” (1966: 180). 11  “Por costumbrismo (a veces denostado, y no sé por qué) entiendo sacar en un relato, como motivo fundamental, la matanza del cerdo en Laciana o una boda típica en Maragatería. Eso no me ha interesado” (en García 1995: 84). 10 

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“El pozo encerrado” narra la historia de una curiosa herencia consistente en una cabaña en medio de un viñedo berciano, dentro de la que se encuentra un pozo que parece comunicarse con un sicómoro en sus antípodas y que acaba sirviendo de hilo invisible de unión entre sus dueños, atravesando simbólicamente el globo terráqueo. A través del potencial simbólico de los espacios y objetos presentes en el cuento, el autor ahonda en la idea de la muerte como algo intrínseco e inherente al ser humano, así como en la idea de lo local universal a través de la teoría de las antípodas y nuestro supuesto doble al otro lado del globo. “Los brazos de la i griega” contiene, como ya se adelantaba, la mayor parte de claves poéticas de la narrativa pereiriana y su eje central es la relación entre lo local y lo universal. Como es habitual, un narrador en primera persona relata un viaje a Nepal en el que describe con todo detalle el exotismo de las calles y costumbres de Katmandú, resaltando la fascinación que producen para una persona originaria de un pueblecito de El Bierzo. Según pasan las horas y se familiariza con el espacio, va reconociendo a su alrededor elementos que le resultan cercanos en el espacio y también en las personas. “Todo es Uno como Uno es Todo e Idéntico” (2012: 283) es un axioma de las creencias orientales que aprende rápidamente, y ya en plena excursión a un templo en lo alto de una montaña, nuestro narrador descubre una curva, tras ella un molino de agua, y tras él unas pallozas con techo de paja idénticas a una curva, un molino y unas pallozas en su Bierzo natal. Y ya en pleno ritual —no sabe el narrador si por el mal de altura o quizá al imbuirse de la espiritualidad del grupo— en la mirada de su guía encuentra una mirada conocida que le recuerda mucho a la de su vecino Adolfo el de Ambasmestas, cuyo fatídico accidente había presenciado cuando era niño. Cuando el vecino Adolfo fue atropellado frente a su casa se hizo un corte entre la muñeca y el codo en forma de i griega, algo en principio nada mortal, pero que le hizo contraer el tétanos y fallecer poco tiempo después. Tras una intensa mirada con el guía espiritual, al remangarse este la chaqueta se produce la trascendental anagnórisis: una cicatriz en forma de i griega cruza su antebrazo, “como es imposible que haya dos en el mundo” (2012: 286). Tras la posibilidad de lo fantástico, patente en el cierre magistral del relato, al lector se le generará la duda de si el gurú nepalés se trataba en realidad de su vecino Adolfo el de Ambasmestas. Bien predomine la lectura realista, bien la

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sobrenatural, aflora una tercera lectura simbólica que ilustra la idea presente en toda la obra pereiriana sobre lo local universal. Incluso en los cuentos ambientados en países o ciudades exóticas y lejanas como Moscú, San Juan de Puerto Rico o Nepal, hay en todos ellos un aire de familiaridad y en lo más próximo, en cualquier innominado pueblo o ciudad del noroeste de Pereira, los personajes y situaciones acaban conformando hechos, modelos de comportamiento o valores universales. Otra de las ocasiones en que el narrador irrumpe poniendo al descubierto la construcción ideológica del texto y sus personajes es en “El secreto del cisne”. Haciéndose eco de la ya casi leyenda urbana que se extendió tras la repatriación del cuerpo de Gil y Carrasco en 1995 a su pueblo natal y a través del narrador en primera persona trasunto del escritor, nos embauca como si la anécdota fuese completamente autobiográfica.12 En el inicio y al final del cuento descubrimos, como lectores, no solo que nos encontramos en otro nivel intradiegético diferente al de la historia, gracias a los saltos metalépticos del narrador —“Nunca habías viajado en un coche de representación, aunque más te habría gustado, escríbelo [...]” (Pereira 2012: 756)— sino que además el este hace explícito que se trata de pura invención —“Lo tuyo, ahora, es terminar en belleza [...] y el coche oficial entra puntual y solemne en la Plaza Mayor, pon que lleva banderín, qué trabajo te cuesta” (Pereira 2012: 761)—. Pero en cuestión de explicitar los entresijos del proceso creativo hallamos piezas que versan casi en su totalidad sobre los ardides del narrador y la condición del propio texto como artificio literario, como “El apodo”, publicado en Las ciudades de Poniente (1994b). En él, el albacea de un escritor frustrado decide trabajar sobre el esbozo de un cuento que, en su transcripción directa, añade anotaciones de naturaleza técnica sobre las funciones de los personaEl cuento, todo un homenaje a Gil y Carrasco, convierte al autor y al poeta villafranquino en personajes. Don Enrique, aparecido en forma de fantasma, habla y explica los entresijos de su vida en Berlín, así como su poema que da título al relato. Cuando va a confesar cuál fue “el secreto del cisne” le entra un ataque de tos y desaparece, tal como la tuberculosis que en la realidad acabó con su vida. El falso autobiografismo del relato —aunque frecuente y muy acusado en todo el volumen— es tal que podríamos creer que realmente Antonio Pereira nos está contando una historia real de la que fue partícipe, algo que solo podemos desmentir si acudimos a fuentes reales (Varga Llamazares 2019: 40-41). 12 

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jes y el narrador. El cuento, que se abre con una célebre cita de Baudelaire —“Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frére”— deja al descubierto que el escritor, buscando siempre la complicidad de un lector dispuesto a entrar en su juego, es un hipócrita en cuanto a que acomoda la información y los silencios —“el narrador lo sabe todo” (2012: 562)— para que sea el lector quien averigüe la información elidida, todo ello a través de insinuaciones pero nunca, como es prescripción en el género del cuento, explicando más de lo necesario: “Todo poco a poco, sin que el lector advierta antes de tiempo el órgano de que se trata. Insinuar —pero ¡ojo!: en el momento adecuado” (2012: 561). La clave que da sentido a lo narrado nunca debe explicarse, “mejor dejarla a la complicidad del hipócrita lector, mi semejante, mi hermano” (2012: 561-562). Pero ni siquiera le hace falta al autor entrar en materia, porque algunos de sus títulos —generalmente desde la ironía— dialogan con el cuerpo que intitulan y nos ofrecen la opinión del autor sobre el género o la categoría literaria de los mismos. El caso más notable y de interés es “Obdulia, un cuento cruel”. Este texto, cuya indiscutible calidad técnica ha sido fruto de análisis pragmáticos y retóricos recientes (Albaladejo 2017; Albaladejo y Amezcua Gómez 2017), es a nivel argumental una de las historias más mordaces de Pereira, dramático pero sin renunciar al humor. ¿A qué crueldad se refiere el autor en el título y por qué ponerlo de manifiesto en la posición más visible? El hecho de hacer patente en el mismo título el adjetivo cruel evidencia su conciencia de la naturaleza cruel del propio texto, no tanto por la muerte que se describe, sino especialmente por la sutil construcción retórica ya explicada por especialistas a la hora de dosificar la información, ubicando en una posición de paralela importancia la muerte de unas camelias a la de la muerte de la prima Obdulia. Rompiendo la norma esencial de la brevedad del cuento, Pereira se atrevió a introducir digresiones de diferente tipo, pero especialmente de naturaleza metaficticia. Una de las más célebres aparece en “¡Manos arriba!”, de Cuentos de la Cábila, cuyo narrador, a colación de un libro didáctico que está ojeando, nos habla del término latino méntula. Embebecido con la belleza del vocablo encontrado, se deja llevar e irrumpe de forma abrupta y autoconsciente: Una digresión puede arruinar un relato. Que lo arruine. El latinista Eduardo Otero Pereira me rastrea el término, parece que ni Cicerón ni San Agustín se

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percataron de su belleza, menos mal que Catulo y Marcial sí le sacaron provecho. El Lateinisches Etymologisches Wörterbuch de Walde-Hoffmann (Heidelberg 1954), siempre según Otero apunta para méntula, -ae orígenes que pueden relacionarse con la afrodisíaca menta; con los verbos batir, frotar, con palabras que significan despuntar, sobresalir. Lo propio del caso. Pero volvamos a la Alameda Baja (2012: 688).

Antonio Pereira no solo ejerce de crítico de su propia obra dentro de la misma, sino que también se atreve con uno de sus grandes autores de referencia: Edgar Allan Poe. “El hombre de la casa” (1994b), cuento excepcional dentro de la cuentística de Pereira por la ausencia del humor, comienza así: Qué pesadez, el comienzo de un cuento terrorífico de Allan Poe: “Un pesado, sombrío, sordo día otoñal; las nubes agobiosamente bajas en el cielo, un terreno singularmente lóbrego, con las sombras de la calle cayendo sobre la mansión melancólica…” Yo no desconfiaré del lector hasta el punto y le diré para esta historia que era enero y un casar en la sierra de Ancares. Basta. De aquella noche de armas y caras amenazadoras, ahora puedo contarlo todo (2012: 529).

La doble intención del autor parece clara: por un lado, defender su propia concepción del cuento como un género que ya ha superado el periodo de consolidación en el que se utilizaban descripciones prolijas generadoras de una atmósfera concreta a través de la adjetivación. Por otro, como el narrador verbaliza, tener en cuenta al lector en la toma de decisiones, quien debe ser capaz de esgrimir todo lo que está ausente en el texto pero que se infiere a través de los hechos y silencios, todo en aras de la brevedad y la concisión. Y continuando con la figura del lector,13 encontramos un amplísimo corpus de cuentos en los que el falso autobiografismo y la autorrepresentación Con la posmodernidad, el foco de atención metaficcional no solo se traslada hacia el autor y el poder creativo de la lectura, sino también y con frecuencia hacia la figura del lector (Hutcheon 1984: 138-152; McHale 1987: 222-227; Waugh 1985: 26). Antonio Pereira introduce frecuentemente no solo al esperable lector actual en el texto sino al lector implícito, entendidos ambos de acuerdo a las teorías de Wolfgang Iser (1978). Además de las manifestaciones metaficcionales sobre el papel del lector dentro de la creación literaria, su vindicación más directa es el título del volumen Cuentos para lectores cómplices, con guiño cortazariano incluido. 13 

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destacan como técnica principal de los mismos. Cuentos de la Cábila, —obra de corte completamente autobiográfico— se abre con un texto polivalente, entre los que encontramos dos momentos muy reveladores en la materia que nos ocupa. Como el autor profería en la sexta norma de su decálogo: “Si dudas entre dos palabras, elige la más clara. Si hay empate, quédate con la menos prestigiosa” (1999a: 10). Así lo pone de manifiesto el narrador de “El toque de obispo” rememorando un viaje junto a su progenitor: “Aquella tarde, por el ambiente o porque encartara así, yo sentí como si tuviera más cerca que nunca al autor de mis días. Qué cursilada lo del autor de mis días. Es por no repetir tanto mi padre, mi padre”. Finaliza el cuento con una de las citas más conocidas del autor y más valiosas —“Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco cuando la historia es bonita” (2012: 649)— que muestra abiertamente cuál es su postura respecto a la naturaleza de la ficción.14 Como lectores, no debe preocuparnos la veracidad de lo narrado, no importa que sea real o no mientras sea una buena historia. Algunos de los cuentos versan, incluso, sobre cuestiones literarias que han quedado en un segundo plano en su recepción. El caso más evidente es el de “Palabras, palabras para una rusa”, uno de los textos más celebrados del autor. Curiosamente, el humor que destila el texto más la expectación que ha generado su lectura oral por parte del autor ha eclipsado a la parte metaliteraria, auténtica protagonista del cuento. Marina Mayoral en su lectura de “Palabras, palabras para una rusa” (2019: 155-160) es la primera en destacar como tema principal del cuento lo que el título advierte: el poder de las palabras. La escena del baile, en la que ante la imposibilidad de comunicación lingüística convencional el protagonista le recita a su interlocutora la Salve y la tabla de multiplicar, es por encima de lo cómico de la situación un elogio de la función poética del lenguaje. Como narrador y poeta sabedor A las lecturas metaficcionales que sugiere este célebre relato aún podemos añadir una nueva posibilidad. Si bien Mondoñedo es, por proximidad geográfica, uno de los destinos al que el padre Pereira probablemente viajaba para hacer sus negocios de viajante de ferretería, si por algo es conocida la ciudad lucense no es tanto por la feria de San Lucas, sino por su escritor más insigne: Álvaro Cunqueiro. De esta forma, no es descabellado pensar que Pereira escoge como ciudad mitrada sin tren precisamente Mondoñedo, casi sinónimo de Cunqueiro, señero referente en materia de metaficción para el villafranquino, como un guiño literario proponiendo al lector un ejercicio metonímico entre espacio y autor. 14 

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del ritmo y la musicalidad de las palabras —“Fue entonces cuando empecé a ser claramente consciente de mis armas” (Pereira 2012: 327)—, recalca en este cuento el principio de la función poética del lenguaje: en la literatura la forma es tan importante como el significado mismo de las palabras. En su “secuela” —“Con ‘la rusa’ en Tarragona” (2007)— retoma la misma idea: incluso dentro de la ficción nadie está a salvo del poder de las palabras. Metaficción e hiperbrevedad La publicación de Picassos en el desván (1991) supone un hito dentro de la cuentística de Pereira al contener varios textos hiperbreves que bien pueden considerarse como microcuentos. Y es precisamente en ellos donde se encuentran las dosis más altas de reflexión sobre las diferentes fases y entresijos de cualquier proceso creativo (Varga Llamazares 2018: 112). Dando título al volumen, y ya convertido en uno de los cuentos más conocidos del autor villafranquino, “Picassos en el desván” se erige, como señala Care Santos, en un prodigio de cuento en el que en quince líneas se halla implícita una novela río, “ambientaciones incluidas” (2019: 204). Sin embargo, no solo destaca del mismo el dominio de la sugerencia y de la brevedad, sino que la historia autocontenida del párroco de Priegue parece eclipsar por momentos al otro protagonista del cuento. Originalmente publicado en Lucanor (1988) bajo el título “El novelador”, remarca en el inicio y en el cierre el protagonismo del “escribidor”15 al que se le escapa delante de sus narices una buena historia para una novela. El tema principal del texto no es, por tanto, la aventura del párroco tratando de vender a escondidas los picassos en París. A través del disfraz de la ficción, Pereira parece decirnos lo que en otro tiempo expresaba de forma explícita en el “Cuento de los dos narradores”: que “no le importa que lo tachen de localista y de costumbrista y provinciano” (2012: 741)—, o lo que es lo mismo, que al verdadero escritor (no escribidor ni novelador) no le hace falta buscar ni ambientar sus tramas en lugares en Esta construcción agramatical, utilizada en otros cuentos del autor como “El fabulador a domicilio”, remite indiscutiblemente a la novela de Vargas Llosa La tía Julia y el escribidor (1977), próxima en cronología y con la que establece un interesante diálogo intertextual referido al sentido paródico del término y de la autorrepresentación autorial. 15 

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apariencia remotos y emocionantes, ya que los hechos más sorprendentes ocurren en cualquier lugar, incluso en una pequeña aldea a las afueras de Vigo. Pero incluso siendo cualquier cosa susceptible de convertirse en materia literaria, al poeta inspirado de “Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos” le falta lo más importante: una historia que contar, —como exige en la primera norma de su decálogo— o vencer el miedo a un exceso de responsabilidad estilística tras un genial comienzo (Neuman 2019: 228). La idea que se colige de “Picassos en el desván” sobre el origen de la materia de la ficción se retoma en “The End”, texto narrativo que el autor convirtió posteriormente en poema en prosa y que siembra en su sugestivo final las semillas de las que extraer dos posibles lecturas: “todos caímos en la cuenta de que no hubiera podido existir el arte del cine si no se hubieran inventado los caballos” (Pereira 2012: 466) o, lo que es lo mismo, la realidad siempre supera y nutre a la ficción, pero quizá también lo que consideramos como real sea un constructo inventado. Y cuando las historias dejan de ser mentira, como le ocurre a “El fabulador a domicilio” (2007), dejan de ser ficción y, por lo tanto, lo narrado “deja de interesarle a nadie” (Pereira 2012: 753). Para finalizar, merece la pena detenerse en “Sesenta y cuatro caballos” otro de los textos hiperbreves que vio la luz tanto en verso como en prosa. En una nueva autobiografía de corte historiográfico que distingue entre los Pereyra y los Pereira, el autor introduce una coda final que explica por qué es preferible una historia más “hinchada” hasta lo imposible frente a lo sensato, y pone el foco en el lector, ya que “a los bebedores del anochecer nos resulta más fácil aceptar lo enorme que lo mediano” (Pereira 2012: 624). En la primera versión del texto (1998) descubrimos que la fórmula para referirse a los receptores era la de “escuchadores de historias”, que posteriormente pasaron a convertirse en sucesivas reescrituras en personajes ebrios de anochecer: no unos borrachos cualesquiera, sino nosotros, los lectores cómplices embriagados de ficción. Conclusión Los textos abordados en el presente trabajo no se corresponden con la totalidad de relatos que podrían ser objeto de análisis en la materia que nos

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ocupa, aunque representan las formas e intereses mayoritarios en los que Antonio Pereira aborda la ficción autorreflexiva. Dado el número de composiciones y su recurrencia desde obras publicadas ya en los años setenta hasta su último cuento, resulta evidente que la denominada metaficción no se trata de un recurso esporádico en su obra, sino que, si contásemos numéricamente todos los cuentos en los que encontramos reflexiones en torno a la órbita de la ficción y le sumásemos todos los cuentos que protagonizan o contienen personajes trasunto de escritores reales, la cifra resultante sobrepasaría el medio centenar. Es decir, más de una cuarta parte de la producción total del autor villafranquino. Como se adelantaba en el inicio, dentro de su obra encontramos no solo una poética del cuento, sino reflexiones muy variadas en torno a la escritura, a su recepción y a la lectura, parte ineludible del proceso de comunicación. Como ya se ha señalado, la parodia o la autoconciencia literaria a través de la figura del narrador, frecuentes en la obra pereiriana, no son propias de la generación del medio siglo, en la que hay una separación y supremacía de la figura del autor, mientras que estas prácticas sí lo son en la literatura posmoderna. El cultivo de la hiperbrevedad y la fragmentariedad de algunos de sus textos de los años ochenta y noventa, vinculados en su mayoría con la metaficción, corrobora la modernidad de un autor ya considerado como clásico de la literatura contemporánea.

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EL LARGO CAMINO HACIA LA MÍNIMA EXPRESIÓN: HIPERBREVEDAD Y FRAGMENTARISMO EN LA OBRA DE ANTONIO PEREIRA Carmen Morán Rodríguez Universidad de Valladolid

Es ya prácticamente un lugar común del que resulta difícil librarse comenzar un estudio sobre microrrelato aludiendo a dos problemas: el primero, qué denominación es la más ajustada, entre un abanico de posibilidades que ha ido multiplicándose (citemos, como ejemplos, microrrelato, microficción, minicuento, ficción hiperbreve…), y el segundo, el estatuto genérico de la brevedad y la hiperbrevedad. Soslayaremos la primera de estas cuestiones, empleando como sinónimas varias de esas etiquetas. Por lo que respecta a la segunda —si el microrrelato es un género narrativo independiente—, nos detendremos brevemente en ella. Son defensores de la autonomía genérica del microrrelato Fernando Valls (2015) e Irene Andres-Suárez (2007), quien considera que se trata del “cuarto género narrativo” (2012), que vendría a sumarse a la novela, el cuento y la novela breve. Por el contrario, David Roas (2010) mantiene que el microrrelato no es otra cosa que un cuento extremadamente breve, sin que esa característica, la brevedad, baste para distinguirlo del relato. La difícil cuantificación de qué pueda ser lo “muy breve” (¿media página? ¿una? ¿una y media?...) nos haría inclinarnos por esta segunda opción, pero las teorías literarias se sostienen sobre las obras, y estas se escriben en ciertos momentos y bajo ciertas circunstancias, por lo que es necesario complementar esta mínima introducción teórica con alguna consideración histórica que encuadre las obras a las que nos referimos. Estemos de acuerdo o no con considerar la narrativa hiperbreve como un género per se, con sus características y leyes propias, lo cierto es que, a

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partir de los años noventa, la microficción hispanoamericana comienza a ser muy leída en España (anteriormente se conocía en círculos más minoritarios), y se suceden los estudios sobre microrrelato, desde una perspectiva teórica y general o centrados en autores particulares (pienso, por ejemplo, en la tesis de Francisca Noguerol sobre Augusto Monterroso, del año 1993). Ese interés por la narración en formato muy breve, siendo esta brevedad el rasgo más visible a simple vista (al que se suma la densidad, una vez que leemos el texto) hará que pronto se configure un marco de expectativas reconocido y compartido por los lectores, una clave de lectura y valoración de la obra a la luz de ese nuevo modelo. Y por tal motivo, la ingente cantidad de microrrelatos publicados a partir de esas fechas sí se adscribirá conscientemente a una tradición de la hiperbrevedad. Más aún: incluso textos anteriores, a menudo de difícil clasificación y marginales o al menos minoritarios, son ahora redescubiertos a la luz del microrrelato y leídos como microrrelatos, aunque sus autores fuesen por completo ajenos al debate sobre el microrrelato e ignorasen incluso la existencia de dicho debate (es, por ejemplo, el caso de los sueños de Cirlot y Arrabal, estudiados por Teresa Gómez Trueba 2019). El largo camino hacia la mínima expresión Si nos detenemos a observar la obra cuentística de Antonio Pereira, constataremos que es un cultivador destacado del cuento breve, pero no por ello puede decirse que haya sido un autor especializado en microrrelatos. Con razón afirma José Enrique Martínez: “Antonio Pereira es un escritor de cuentos de variable extensión, algunos de los cuales, muy pocos, más breves, se abarcan a un golpe de vista, pues no ocupan más allá de una página. No creo que Pereira haya tenido la intención previa de escribir microrrelatos […]. Pereira ha querido escribir cuentos que tienen sus exigencias de mayor o menor extensión” (2006). Con todo, hay que observar que José Enrique Martínez hacía esta atinada observación en una conferencia pronunciada con ocasión de la publicación de Meteoros, en 2006; antes, por tanto, de la aparición de La divisa en la torre (2007), libro en el que se constata una mayor tendencia a la brevedad y la anécdota, según veremos.

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En el mismo sentido que Martínez se pronuncia Raquel de la Varga Llamazares al afirmar: “Aunque destaque sobre todo por la escritura de relato breve aparecen de forma casi excepcional textos que consideramos como microrrelatos” (2018: 107), señalando además como el primero de ellos “Una novela brasileña”, publicado en un libro de cuentos de mayor extensión como es Los brazos de la i griega (1982). La tendencia a la brevedad se acentúa en él a partir de los años noventa. Parece acusar Pereira el interés de la crítica, de los lectores y de otros escritores (por lo general más jóvenes que él) por ese cuento en el que la brevedad extrema es rasgo sobresaliente y definitorio. Pero nos equivocaríamos si lo creyésemos plenamente partícipe del género hiperbreve, que solo entiende como solidario del cuento breve, rechazando las colecciones de microrrelatos y afirmando que tales piezas son “algo que yo sólo concibo como un entreverado de piezas más largas, ya que un libro sólo de ese tipo de relatos sería un poco cargante” (Pereira en Varga Llamazares 2018: 107). Desde sus inicios, Pereira había manifestado una clara inclinación por la brevedad. Los cuentos largos son en su obra cuantitativamente minoría (aunque constituyan ejemplos sobresalientes, como “El ingeniero Balboa”), y con mucha frecuencia en sus primeros títulos encontramos cuentos de tres, cuatro o cinco páginas:1 del volumen Una ventana a la carretera (1967), “Rabanillos” y “La vara” no llegan a dos páginas y media; “Beltrán, primera especial” y “El tío Candela” apenas las superan (tomo siempre como referencia la edición de Todos los cuentos en Siruela). Los relatos de El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976) sí son más extensos, pero las Historias veniales de amor (1978) nuevamente tienden a adelgazarse: dos páginas y media tienen “Los ejecutivos” y “La gracia del rey don Carlos”, dos “El forajido”; apenas tres y media tienen “Souvenirs”, “Un Quijote junto a la vía” y “Fábula con obispo y niño”; ninguno de los cuentos supera las cinco páginas. Los brazos de la i griega (1982), que contiene cuentos más extensos, como “El ingeniero Démencour”, incluye también varios que ocupan en torno a las

Como sabemos, Pereira retocaba constantemente sus cuentos e incluso trasladó algunos de ellos de una a otra colección. Nosotros hemos tomado como referencia la compilación llevada a cabo por su esposa Úrsula Rodríguez Hesles en Todos los cuentos (2012), en la que, respecto de las ediciones originales, se favorece, en términos generales, la brevedad. 1 

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cuatro páginas. Como ya se ha señalado, lo más notable es que aparece aquí la primera muestra de relato verdaderamente muy breve, de apenas ocho líneas, paradójicamente titulado “Una novela brasileña”, un texto que tiene la peculiaridad de estar en portugués y ser (o parecer) una noticia breve de periódico, correspondiente a la sección de sucesos. Una novela brasileña O Capitão do Exército Agenor Araújo de Medeiros, 39 anos, foi assassinado no final de noite ao tentar reagir a um assalto na rua Bertolini, próxima à Praia Branca, em Guanabara. O militar estava no seu carro em companhia de Palmira Fernandes Oliveira quando dois criminosos surgiram de arma em punho. Agenor morreu antes de ser socorrido no Hospital Bom Jesus da Estrela. Era casado com Fernanda Valéria Martins Costa com quem tinha una filha de sete anos. A ocorrência ficou registrada (Pereira 2012: 243).

La brevedad es fundamental en el texto, incluso desde el punto de vista visual: es importante que en el primer golpe de vista el lector repare en la paradoja de que una “novela” no llegue ni siquiera a ocupar toda la caja de escritura de la página. Se respeta (o se emula) el estilo periodístico sintético y objetivo al consignar los datos; estos, sin embargo, en su hiperbrevedad, encierran el germen de una historia que podemos adivinar complicada: atraco, intervención de un héroe (honorable, además, por su graduación militar), asesinato del héroe, consecuencias de este —viudedad y orfandad— y, lo más interesante de todo, por ser algo implícito en lo que el lector debe reparar, probable adulterio cometido por ese héroe… ¡Casi una muestra en miniatura de las funciones de Propp! La concisión no impide un cierto regodeo en lo puramente narrativo —incluso en la eficacia a la hora de manejar suspense y dramatismo (que son valores propios de la ficción y no de la información)—: “quando dois criminosos surgiram de arma empunho”. De ahí la contradicción entre el género que promete el título (“novela”) y la concisión con que se narra la historia. El cierre de la misma, “A ocorrência ficou registrada”, me parece fundamental, y apunta a una dimensión metaficcional: no solo importa el suceso, sino el que este suceso sea contado (y deje de ser realidad para convertirse en escritura). Queda esto reforzado por la ambigüedad del término ocorrência, que en portugués significa ‘suceso’, pero que comparte

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significante con el español ocurrencia, cuyo sentido es ‘fabulación’, algo propio de la invención literaria (y aquí, en efecto, el suceso deviene fabulación). Además, aunque la novela no sea verdaderamente entresacada de la sección de sucesos de un periódico, sino más bien una parodia de cierto estilo novelesco en la redacción de noticias de este tipo, Pereira juega aquí al objet trouvé, asumiendo como parte de su obra un texto encontrado, e invitándonos a leer un texto convencionalmente no literario como literario. La literatura está en todas partes, basta con saber mirar, parece decirnos don Antonio (muy tempranamente, por cierto, pues este proceder, cuyas raíces están en las vanguardias de inicios del siglo xx, será después explotado por autores más jóvenes, asociados a una estética posmoderna: pienso en Vicente Luis Mora, Agustín Fernández Mallo, Javier García Rodríguez…). A pesar de que ya estábamos habituados a que los cuentos de Pereira fuesen bastante breves, nunca hasta este ejemplo habíamos visto una brevedad tan extremada y que resultase clave interpretativa del relato. El síndrome de Estocolmo (1988) sigue la tónica de los libros anteriores, con una combinación de cuentos bastante breves (“La escalerilla” y “Si me lees te leo”, dos páginas y media; “Poeta en el Sheraton” menos de tres; “Visita impía del Gulbenkian” tres; poco más de tres “El gobernador” y “Truman Capote cuenta un cuento”; “Obdulia, un cuento cruel”, cuatro) junto a otros algo más extensos pero nunca mucho (los más largos son “La aventura”, de ocho páginas; y “El patronato”, con algo menos de ocho). Picassos en el desván (1991), significativamente el primer libro publicado por Pereira en la década de los noventa, ya muestra una decidida preferencia por la brevedad, pues, además de la tendencia antes manifestada a escribir cuentos de entre tres y seis páginas, encontramos en la colección siete relatos compuestos por unas líneas que no llegan a completar una página, y que por tanto visualmente producen ese impacto del relato muy breve: “Picassos en el desván”, “El escalatorres”, “Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos”, “La violinista”, “Los pasadizos”, “La esquela” y “The End”. Seamos o no partidarios de que el microrrelato constituya un género distinto del relato breve, tendremos que convenir que en estos siete cuentos la brevedad (la fugacidad, casi) es una clave de lectura insoslayable que incide en la interpretación, la comprensión y la valoración del cuento. Y esto en 1991, en

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un momento en que comenzaba a popularizarse en España la hiperbrevedad como recurso narrativo. En Las ciudades de Poniente (1994b) no habrá ninguna narración hiperbreve si por tal entendemos la que cumple ese impacto visual producido por ocupar menos de una página. Pese a ello, la tendencia general a la brevedad se acentúa: a excepción de “El asturiano de Delfina” (siete páginas y media) y “El revisor parado” (seis y poco), las demás narraciones oscilan entre cuatro y media y dos, e incluso menos de dos (“La enfermedad”, “Coleccionistas de historias”). Similar es la tónica de Relatos sin fronteras (1998) y Me gusta contar (1999a), pero en Cuentos de la Cábila (2000) nos encontramos que la extensión de los cuentos disminuye más aún, situándose en torno a las dos páginas, en algunos casos incluso menos (“Alcalde de barrio”, “La orla”, “El mal tiempo”, “La Corbata”, “Las adicatorias”, “El reconocimiento”), y solo excepcionalmente más (cinco “La Orbea del coadjutor”, tres y media “El protagonista”, tres y pocas líneas “La tuberculosis”, tres “La feria según nos va en ella” y “Manos arriba”). Las piezas de La divisa en la torre (2007) se mantendrán por debajo de las cuatro páginas (salvo “El secreto del cisne”, de seis; “El tren o la pastora que supo amar”, de cuatro, y “El caso de la calle Cronista Malvide”, de algo menos de cuatro); entre las piezas restantes, las más de ellas no llegan ni siquiera a las dos páginas en la edición de Todos los cuentos, lo mismo que sucede con “El último cuento” (2008) que cierra la colección. Otro indicio de la inclinación creciente a la hiperbrevedad y de una concepción de su obra como mosaico de fragmentos no necesariamente sujetos a una posición lineal, ni fija ni exclusiva en el todo de su producción, nos lo da la inclusión de varias de sus ficciones más breves en sus libros de poesía. El propio autor indicaba en el epílogo de Meteoros, “el lector de mi poesía, si también lo es o ha sido de mis cuentos, encontrará en Viva voz cuatro textos que habiendo visto la luz como microrrelatos, valen, a mi juicio, como poemas. Me ha parecido un experimento jugoso que puede verse en ‘Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos’, ‘La violinista’, ‘La esquela’ y ‘El escalatorres’” (Pereira 2006a: 360). Este trasvase de piezas de una etiqueta genérica a otra ha sido estudiado por José Enrique Martínez (2006). A estas cuatro piezas, que habían aparecido como microcuentos en Picassos

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en el desván, deberíamos añadir, ampliando la afirmación del propio autor, “Sesenta y cuatro caballos” (Pereira 2006a: 296; 2012: 624) y “The End” (Pereira 2006a: 317; 2012: 462), legibles también desde las dos perspectivas genéricas2. Con frecuencia se ha señalado la proximidad genérica entre el poema y el relato hiperbreve (es, de hecho, uno de los argumentos utilizados por los partidarios de distinguir el microrrelato del cuento sin más). Tratando justamente la producción de Pereira, y sin meterse en distingos entre microcuento y cuento, ya Ricardo Senabre advertía “el cuento se aproxima al poema bastante más que a la narración propiamente dicha, lo que explica que puedan existir cuentos brevísimos de igual modo que hay poemas intensos y repletos de significado cuya extensión se reduce a unos pocos versos, potenciados extraordinariamente por el uso de diversos recursos compositivos” (2011: 26-27). Dicho esto, me parece imprescindible reparar en que la cercanía entre microcuento y poema no es una ley general en la obra de Pereira, pues si algunos los clasifica como una y otra cosa, para otros (por ejemplo, “Una novela brasileña”) no propone una edición (y por tanto, una lectura) lírica. Y en el caso citado acierta de pleno, pues pese a su brevedad,

Siendo como era Antonio Pereira incansable corrector de sus textos, en cuyas reediciones introduce con frecuencia variantes, no debe extrañarnos que también las versiones de Meteoros presenten algunas diferencias respecto de las ediciones de esos mismos textos como cuentos. Son diferencias analizadas por Martínez (2006), y cuyo sentido final sintetiza bien Varga Llamazares: “Del análisis del proceso de poetización de estos microrrelatos se observa en todos los casos que, tras eliminarse los elementos espaciales y referenciales, ganan en universalidad. Sin embargo, la clave está en que tanto en su primera versión como despojados de esos elementos, siguen pudiendo considerarse y leerse como auténticos microrrelatos, ya que ambas versiones están en prosa, cuentan una historia y poseen esfericidad” (2018: 110). Acerca de “The End”, que Pereira no menciona entre los “cuatro” microcuentos mutados en poemas, y que Martínez (2006) no analiza, indica Varga Llamazares lo siguiente: “Quizá por su disposición en verso y no como poema en prosa José Enrique Martínez no lo incluyó en su análisis, pero es el único caso en el que, sin apenas variaciones formales y solamente debido a la supresión transita con naturalidad gracias a leves modificaciones de la narratividad de un género al lirismo del otro” (2018: 111). Por lo que respecta a “Sesenta y cuatro caballos”, esta pieza se publicó por primera vez en Relatos sin fronteras (1998) y, fallecido ya Pereira, dio título genérico a un pequeño volumen antológico preparado por la viuda del escritor, Úrsula Rodríguez Hesles, compuesto precisamente por sesenta y cuatro poemas y textos narrativos (Pereira 2011). 2 

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el texto se emparenta, tal y como el título jocosamente declara, con la novela (y aun con el novelón), no con el poema. Así pues, podemos afirmar que en Pereira existió siempre una tendencia personal a la brevedad, desligada del género del microrrelato, y que en todo caso podemos vincular a una tradición ya existente de relato muy breve (pienso, por ejemplo, en los cuentos-retratos de La otra gente, de Cunqueiro; en los de Meliano Peraile, contertulio de Pereira; incluso, fuera de nuestras fronteras, en los capítulos-relato de la serie novelesca de Don Camilo, de Giovannino Guareschi, breves capítulos que admiten en muchos casos una lectura aislada, como cuentos dentro de un universo reconocible). Esta tendencia personal de Pereira, ligada como vemos a una tradición de cuento breve que no se definía con el microrrelato, confluye con la eclosión de este último en los años noventa, de tal manera que nuestro autor termina dando en escritor de microrrelatos, si no a su pesar, sí sin esforzarse ni transformar la inclinación natural de su escritura. Porque el microrrelato, cuyo rasgo más visible es la brevedad, pero cuyo fundamento se encuentra en la densidad, encajaba a la perfección con las tres máximas que regían su particular poética del cuento: “Brevedad, sencillez, trascendencia” (Enrique 2015: 29). Además, el progresivo adelgazamiento en los cuentos tiene su efecto retroactivo, al pulir y desnudar el autor cada vez más cuentos anteriores. Y la máxima tendencia a la concisión la encontraremos en el último de los libros de Pereira, La divisa en la torre (2007), donde además también es máxima la identificación entre el narrador y el escritor Antonio Pereira, según ya señaló Rosell, quien acertadamente afirma: Como obra unitaria, La divisa en la torre puede ser interpretada en su vertiente autobiográfica […] en el microrrelato, que en su estilo supera en general la página, sí cabe una vida, cuando de la vida se extraen los fragmentos que recompone el autor según su parecer, y se organizan en una unidad mayor que es el entramado de microcuentos. Esta vida del escritor no es concebida sino fragmentariamente, puesto que el género literario específico que la “reinventa” se fundamenta en el silencio y la elipsis, elude la contextualización detallada y aprecia ante todo la sugerencia: la sugerencia de la historia de un yo que se presenta en pequeñas dosis (2009: 474).

A este respecto, es sumamente interesante constatar cómo cada uno de los Cuentos de la Cábila (2000) puede leerse como un relato mini autóno-

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mo, pero está inserto en una unidad narrativa superior, con un sentido autoficcional, pues el libro muy bien puede ser leído como una “novela de formación” compuesta de cuentos cortos y autorreferenciales (Celma Valero 2016). Y este viraje, anunciado en obras anteriores, y confirmado en Cuentos de la Cábila, llega a su máxima expresión en La divisa en la torre (2007), un libro en apariencia misceláneo, pero cimentado sobre una clave de lectura autoficcional que, además, invita a leer de manera retroactiva toda su obra anterior en esa misma clave. En paralelo a la expansión del microrrelato, la novela sufre, desde mediados del siglo xx, una tendencia a la ruptura de la linealidad, la fragmentariedad y la atomización en pequeñas unidades narrativas que el lector debe recomponer, y que a menudo admiten una lectura independiente, a manera de microficciones (Gómez Trueba 2013). ¿De qué nos habla esta tendencia a mostrar la novela, antes compacta y unitaria, como una mórula, o a agrupar las historias en principio independientes apuntando a una unidad de sentido final que no estorba su autonomía? Creo que es claro que esta tendencia es hija de la teoría de la relatividad einsteniana, y también de los postulados de la mecánica cuántica (en ese sentido, la elección del término cuánticos para los “cuenticos”, defendida por Juan Pedro Aparicio, es algo más que una ocurrencia verbal). Como Francisca Noguerol ha señalado, las diversas variantes de la escritura breve —sea en la vertiente del relato reducido a su mínima expresión, sea en la del fragmento de novela atomizada— no interesan ya tanto como géneros —superada esa cuestión a la que en el inicio de esta ponencia me he referido— sino que interesan por cuanto “revelan una concepción del mundo” (2019: 35). Lejos de dinamitar la idea de unidad, los fragmentos la reafirman pero la transforman, pues nos hablan de la escritura concebida como un goteo continuo —de gotas, sí, pero gotas que conforman un caudal—. No puedo sino estar de acuerdo con la hipótesis de Noguerol: Los autores que practican un arte de distancias cortas lo hacen por una mezcla de escepticismo, melancolía y ambición a partes iguales. Escepticismo de lograr una visión holística del mundo —de ahí la melancolía que los atenaza— pero, ambición, asimismo, por llegar lo más cerca posible de la misma, reconociendo que el fragmento y la grieta que este provoca en el pensamiento se acercan mucho más a la visión de la totalidad […] que los discursos característicos

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de la aprehensión del mundo occidental, signada por la taxonomización, las dicotomías y el antropocentrismo (2019: 36).

Optar por lo mínimo, por el fragmento, o mejor aún, por la multiplicidad de fragmentos, es la única manera de acercarnos en potencia al todo. Incluso una novela de mil páginas es un fragmento. Por eso, mejor crear obras cuya condición fragmentaria y molecular sea evidente, que creer en una obra unitaria y cerrada que pueda ser total. Mejor hacer gotas destinadas a conformar océanos, que pretender hacer creer al lector que la botella que le vendemos contiene toda el agua del mundo. Todo el universo está en un solo punto —Aleph, lo llamó Borges, como sabemos uno de los autores dilectos de Pereira—. Lo mínimo es una manera de pensar lo absoluto. Ya varios críticos han señalado con agudeza cómo toda la obra de Antonio Pereira, cuentista por antonomasia, se nos aparece entretejida, elaborada con arreglo a unas estrategias de intratextualidad que nos obligan a ser conscientes, a la vez, de las partes y del todo. De manera muy breve, repetiré aquí los más importantes de esos elementos recurrentes que refuerzan la cohesión de su obra. En primer lugar, el espacio. El del noroeste (que él acepta extender hasta Tierra de Campos), fundamentalmente. Claro que no todos los cuentos de Pereira transcurren en ese noroeste, pero en aquellos que localizan su peripecia en otras latitudes es habitual que la justificación se produzca porque el narrador se encuentra allí de viaje. Y el lector tiende a asumir (y Pereira, naturalmente, lo sabe) que ese narrador en tránsito por Río de Janeiro, Helsinki, Madrid, Caracas o Segovia, es el que otras veces ha escrito sobre el noroeste, el que procede del noroeste, y en definitiva —el ansia de los lectores por leer autobiográficamente no tiene límites, ni el escritor se los quiere poner— es el propio Pereira, quien se inmiscuye en el relato, haciéndose presente como fabulador, como enunciador, en lugar de presentar el cuento como un mundo ficcional autónomo. Por ejemplo, al inicio de “Las cordobesas sueñan con el Danubio”: “Este asuntejo es de hace unos años. Lo conté entonces, en un relato no del todo verdadero, y ahora me da por ponerme a bien con mi conciencia de cronista veraz” (2012: 601). Junto al espacio, la familia. A veces, solo el padre, quien en Cuentos de la Cábila es una presencia continua, evocada a través de pinceladas breves pero

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decisivas: “Alcalde de barrio”, “El toque del obispo” o “Los niños muertos y todos los muertos”; en este último relato, por cierto, el padre aparece como responsable de la vocación fabuladora del narrador; en muchos otros la figura paterna se caracteriza por no comprender del todo las veleidades literarias de su hijo, sin que una cosa y otra sean incompatibles —lo que sucede es que el padre no valora su propio talento fabulador, sino que considera únicamente literatos a las glorias municipales (“El protagonista”, “El caso de la calle Cronista Malvide”)—. La madre aparece menos, pero está también (“La prevaricación”). Y, por supuesto, otros parentescos más lejanos en ese territorio deliciosamente ambiguo de la ficción con un sí es no es de realidad (Elisa, la prima segunda…). Por encima de todos estos parentescos concretos, planea la presencia del clan, la familia en un sentido histórico, enfocada con una cierta sorna: los Pereira soñados en “La ilustre Casa de Pereira”, o el remoto y desmesurado Gonzalo Pereira, antepasado evocado en “Sesenta y cuatro caballos”. Y, por fin, la esposa, personaje decisivo en “El síndrome de Estocolmo”. Claro que las piezas de este puzle que promete ser un retrato no encajan del todo. Por ejemplo, la muchacha con la que a punto está de iniciarse sexualmente el narrador y protagonista de Cuentos de la Cábila parece ser la que, ya adulta, se encuentra al narrador en “El reproche de Tina” (Cuentos del noroeste mágico, 2006c), pero la inicial de la primera (S.), no coincide con el nombre de la segunda (Tina), ni la caseta de la pirotecnia donde se produce el incompleto encuentro de Cuentos de la Cábila es exactamente la caseta de la viña del relato del segundo volumen, si bien la etopeya del narrador y protagonista (adolescente tímido, intelectual, soñador y entregado a los ejercicios líricos) es siempre la misma. Otro ejemplo de esos desajustes que siembran en el lector la semilla de la duda: en “Una semana y un día” tenemos a un escritor y colaborador de prensa, que además se codea con otros escritores reales (“el Montalbán, el Marías, los bercianos que están en todo […] Camilo”); sin embargo, es de Jaén, como afirma su pareja, que aquí no es Delfina ni Úrsula, sino Silvia. Y en “Llave de U.” el juego da una vuelta más, una vuelta autoficcional, escamoteando el nombre completo pero dando una inicial, “U.”, coincidente con la de su esposa, Úrsula, de la que afirma: “U. no está mal. Es guapa. […] Pero todo hay que decirlo. U. es una mujer ‘con mucho carácter’. Ustedes me entienden. Me tiene advertido que no la cite en mi obra, que mi arte es solo mío, con que raramente me arriesgo” (2012: 854).

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Por seguir con esas constantes que anudan las piezas de una obra que termina adquiriendo densa unidad precisamente en función de la autorreferencialidad, mencionaremos las amistades, y muy especialmente las cofradías de amigos, presentes desde su primer libro (“La tienda de Paco Santín”, “La crápula”, “El fuero y el huevo”, sin olvidar, ya en Las ciudades de Poniente, “La batuta”). Pero lo más notable es que estos amigos pasan, a partir de un cierto momento, a ser amigos cuyos nombres y apellidos remiten a la realidad: Amancio Prada, Ramón Garciasol (“El símbolo”), Meliano Peraile (“El anacoluto”), Filemón de la Cuesta y Justo Pérez de Urbel (“Cura contra fraile”), Lêdo Ivo (“Pasárgada”), Juan Carlos Mestre (“La rebeldía del poeta”), Agustín Cerezales Laforet (“El cuento de Afanásiev”), Ángel Guinda y Luis Antonio de Villena (“La presidenta”, donde los protagonistas innominados son bien reconocibles, José María Aznar y Ana Botella), Basilio Losada (“El soldado Basilio Losada”), Borges (“El estigma”), Camilo José Cela (“C. J. C., un peligro”), Antonio Linage (“Stevenson en Sepúlveda”, “Las nieblas de la Purísima”), Victoria Armesto (“Stevenson en Sepúlveda”), Francisco Pino (“Paco Pino”), Vicente Aleixandre (de quien da una visión un tanto desmitificadora en “La visita a Velintonia”), Antonio Gamoneda (“Los cuadros del psiquiatra”), Eugenio Montes (“De poetas y mantenedores”), Jorge Guillén (“Una fobia de don Jorge”) y muchos otros. El hecho de que todos ellos aparezcan en el papel de estos relatos con la misma identidad con que transitan por el mundo sitúa la lectura a una dimensión autoficcional, pues asumimos que es el propio Pereira, amigo (o conocido) del relatado, quien asume lo que se cuenta con la misma realidad con la que el otro nombre propio se hace presente; de este modo podemos considerar que funcionan como realemas autoalusivos (Molero de la Iglesia 2000: 256) que presentifican no a un narrador abstracto, sino a uno al que inmediatamente pasamos a identificar con el escritor Antonio Pereira, amigo de Mestre, de Prada, de Garciasol, de Gamoneda o de Peraile. Lo mismo cabe decir de las menciones a tertulias reales (la tertulia “Contra esto y lo otro” de Peraile en el Gijón, por ejemplo, en “Las nieblas de la Purísima”, o en el mismo cuento la “Peña Chicote” y los “Amigos de Julio Camba”), o a la revista Ínsula (en “Cano y Canito”), entre otros datos. La frecuencia con que aparecen estos nombres reales se adensa notablemente en La divisa en la torre (2007), donde muchos de los cuentos son en

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apariencia anécdotas reales y como tales se presentan —en algún momento el narrador las llama “verídicas historias” (Pereira 2012: 821)—, lo que las emparentaría con la anécdota como género con amplia tradición literaria, según ha visto ya Varga Llamazares (2018: 112). Es importante notar que no se trata de que podamos suponer que tras el cuento hay una anécdota real, sino que el relato viene enmarcado por la voz del narrador, que expone su discurso y, a la vez, se incluye en él: “Lo de ir a Canarias fue porque acababa de publicarse una novela mía”, comienza “Papillón” (Pereira 2012: 785). Otro ejemplo, en “El soldado Basilio Losada”, donde además el cambio de tiempo verbal contribuye a hacer inmediata y más vívida la acción: En la casona de Verines, un verano de suavidad asturiana. Hay una cena de escritores y al momento sé junto a quién me conviene sentarme. Los huelo. A distancia sé dónde hay un Ricardo Gullón, un Cunqueiro, un Otero Pedrayo. De tal estirpe me pareció este caballero finamente barbado, de mirada indagadora y aire de aristócrata eslavo, que me han presentado como Basilio Losada (2012: 856).

Lo mismo sucede con las referencias históricas y políticas. Seguramente pasa Pereira por ser un autor desentendido de la denuncia política o el compromiso. Él mismo rehúye el papel de escritor de conciencia, y cultiva más bien una imagen autoparódica e indulgente, carlista por pura estética valleinclaniana. Por ejemplo, en el relato “Una fobia de don Jorge”, donde el poeta exiliado Jorge Guillén le interpela: “¡Supongo que usted no habrá levantado nunca el brazo!”, y el narrador confiesa su pasado carlista “como un aspirante a Bradomín”, más respetable, pero apostilla, en un aparte al lector: Tocante a saludar con el brazo en alto, me parece que mi primera vez fue en el descanso del cine cuando tocaron los himnos. Después, ya puestos a saludar, habré saludado no sé las veces, porque lo mismo venía Millán Astray que pasaba el paso de la Verónica; incluso habían sacado un decreto, diciendo los grados de ángulo que tenía que formar el brazo en relación con el cuerpo (2012: 540).

De manera que no solo se presenta como dispuesto a tragar con el saludo fascista, sino también dispuesto a mentir, por no darle un disgusto, a don Jorge Guillén (el exiliado aristocrático, “muy civil, con camisa blanca y cor-

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bata por dentro del batín limpísimo a cuadros”, ajeno a quienes ni siquiera pudieron exiliarse y se vieron oprimidos por el absurdo cotidiano de la dictadura durante su adolescencia, juventud, primeros ejercicios literarios, etc.). También la alusión que el narrador hace a la presión de la censura sobre sus obras en “Los boleros del dentista”, cuando, como de pasada y sin darle importancia, explica: “Una revista me devolvió un poema para que suprimiera un verso que hablaba de viudas de comandantes muertos en la guerra, y el poema mejoró con la supresión. Poco más” (2012: 772). Sería necesario contrastar esta despreocupada referencia con el contenido real de los 15 expedientes de censura relativos a Antonio Pereira que se encuentran en el Archivo General de la Administración, en espera de un estudio detenido. Tampoco escasean las referencias a la dictadura, y sobre todo, a las consecuencias que esta, omnipresente, tuvo sobre las vidas cotidianas de hasta los más insignificantes ciudadanos, que uno supondría a salvo de la mano de la autoridad (ahí reside a mí entender la gran carga de denuncia, en mostrar el absurdo y el control sobre los más mínimos recovecos de las vidas más privadas y ajenas al poder): pensemos por ejemplo en “Los preventivos”, uno de los cuentos más terribles de Pereira, ya comentado por Tomás Albaladejo (2015). O en “El encargo”. O en buena parte de los Cuentos de la Cábila (Celma Valero 2016: 19). Incluso en “Cura contra fraile”, donde, so color del relato de una anécdota, muestra la crueldad de las relaciones de poder impuestas por el franquismo incluso entre la curia. De estas referencias, la mayor parte contienen además algún nombre propio que, nuevamente, sirve como realema que empuja al lector a interpretar la identidad del narrador en clave autorreferencial. Otra de las marcas personales más distintivas de la escritura de Pereira, que se repite en sus publicaciones de fecha distinta, estrechando la cercanía entre mundos ficcionales aparentemente independientes y amparándolos todos bajo el nombre propio de Antonio Pereira, que cada vez se nos va perfilando de manera más concreta y reconocible, es la reflexión metalingüística (“Sacramento santo”, “El anacoluto”), que casi siempre se torna metaliteraria. Es decir, que incluye la reflexión sobre la escritura en el escrito: por ejemplo, el inicio de “El hombre de la casa”, con ese inicio “Qué pesadez, el comienzo de un cuento terrorífico de Allan Poe”. O el comienzo y el fin, circulares, de “El secreto del cisne”: “…escríbelo… pon que lleva

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banderín, qué trabajo te cuesta”, donde el propio escritor se ordena o tienta a sí mismo con lo que de verdad le gustaría narrar, aunque implique faltar a la verdad). Son interferencias del narrador en lo narrado (Celma Valero 2016: 25-26; 53-57) que imprimen a la obra un giro metaficcional; en muchos casos, especialmente en las obras finales de Pereira —sobre todo en La divisa en la torre— este giro alcanza a su obra previa, anterior, ya publicada y conocida por los lectores cómplices, que de esta manera no pueden dejar de identificar a ese lector que presenta como propias la historia de la rusa, la de los caballos y la revolución o la de las botas del 43 con Antonio Pereira. Complementando lo ya señalado por Rosell (2009), veamos algunos ejemplos. El hiperbreve “La hipocondría” se abre así: “Vino a buscarme un director de cine y quería ‘Las peras de Dios’, un relato mío, para hacer una película” (Pereira 2012: 817); esta no es otra que El filandón (1985), película de Chema Martín Sarmiento en la que en efecto Pereira aparece relatando su cuento “Las peras de Dios”, y algunas líneas más adelante el cuento de Pereira la cita por su título. El relato “La divisa en la torre” tiene como momento climático la recitación de unos versos que el narrador y protagonista lleva a cabo; el lector que conozca la poesía de Pereira no dejará de reconocer “Mi muerte no la sabré” (poema incluido en la segunda parte del Cancionero de Sagres, “Espejo entre dos luces”), e incluso para el que no la conozca la mención es tan explícita que sirve de invitación a acudir al volumen Meteoros. Poesía 1962-2006 (Pereira 2006a: 195) y comprobar que los versos citados pertenecen, en efecto, al poeta real Antonio Pereira.3 “Cano y Canito” trata sobre los avatares de la publicación de su cuento “Aquella revolución” en la revista Ínsula (Cano y Canito son, respectivamenA propósito de este asunto, y ya al margen del “experimento jugoso” de “recalificar” microrrelatos en poemas, ya comentado, hay que señalar los fuertes vínculos temáticos entre la poesía de Antonio Pereira y su producción cuentística. Podemos comprobarlo leyendo el poema “Odio los autos” (Pereira 2006a: 287), el relato “Los Cedilla” (2012: 65) y, sobre todo, “El escritor al volante” (2012: 793), donde se ofrece una clave autoficcional que alcanza retrospectivamente al relato y al poema. Ocurre también, por ejemplo, entre el poema “Noche de marzo en Sagres” (Pereira 2006a: 205-206) y el microcuento “Dos Sebastián, don Sebastián” (2012: 885-886). 3 

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te, Enrique Canito y José Luis Cano, director y secretario, respectivamente, de la publicación en sus inicios),4 de manera que una experiencia real (de la cual la propia obra publicada es prueba fehaciente) se convierte en materia de relato, de cuento y —por tanto, suponemos— de ficción. Pero Pereira es reacio a darnos la fórmula exacta de qué hay de ficción y qué de realidad en su escritura (Celma Valero 2016: 18). Lo mismo sucede en el cuento “Con ‘la rusa’ en Tarragona” (Pereira 2012: 837), que toma un hecho real constatable (su cuento “Palabras para una rusa”) para relatar irónicamente el éxito ya engorroso alcanzado por ese relato escrito años atrás, y crear un nuevo cuento que da noticia de una lectura pública en Tarragona donde lo que suponemos realidad (que le invitan a Tarragona y le piden que lea, una vez más, ese cuento) replica y amplifica el tema tratado entonces (pues una profesora le demostrará que el catalán, pronunciado pausadamente y en cierto tono, puede resultar para él tan fascinante como el español para la rusa de la ficción). Todos los ejemplos mencionados hasta aquí pertenecen a La divisa en la torre (2007), verdadera clave autoficcional que recompone el resto de la obra de Pereira bajo otra perspectiva, la perspectiva de un autorretrato compuesto por una miríada de fragmentos. El que analizaré a continuación, y con el que cerraré mi intervención, forma parte de Cuentos del noroeste mágico (2006c). Se trata del “Cuento de los dos narradores”, que cumple con la dimensión quintaesenciada de una página: Cuento de los dos narradores Había una vez un narrador inocente. No usaba teléfono móvil (ni soñar que pudiera inventarse), le gustaban las chicas metiditas en carnes, bailar en el Círculo Mercantil y viajar en los coches de línea. Al narrador inocente le dio por escribir lo que veía o imaginaba en sus comarcas del interior, el desvirgue de un criado de monjas, a quién se le ocurre, pero delicadamente contado. Metido a contar (por entonces él no hubiera puesto tan seguido contar y contado), urdió historias de desencanto como la del emigrante que regresa y ve convertida en supermercado la tienda de Paco Santín, o de ternura como la del niño pobre que encuentra y restituye unas buenas botas del mismo número que calza su padre, 4 

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Cano sucedió a Canito como director en 1982.

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también la necesidad de defender el fuero más que el huevo cuando uno va a los toros en el pueblo de Avellanejo. El narrador inocente fue perdiendo la inocencia con los libros de teoría literaria y otras malas compañías, y ahora no bautizaría un pueblo con el nombre de Avellanejo, porque se ve demasiado el plumero de lo rural. Tampoco incurriría en alguna que otra voluntad de perfección, de búsqueda de la calidad de página. El narrador inocente prosperó en el oficio de contar y se convirtió en el narrador resabiado. Pero no se arrepiente de sus cuentos de aquel tiempo, ni a sus personajes los niega. No le importa que al mandarlos de nuevo a la imprenta —Cuentos del Medio Siglo— lo tachen de localista y de costumbrista y provinciano. Lo que siente es haber perdido el candor. Si aquello de verdad era candor, que con estos cuentistas nunca se sabe (2012: 741).

Los dos narradores a los que alude el título son el narrador inocente y el narrador resabiado; ambos, sin embargo, son uno solo, en dos sucesivas maneras de afrontar la literatura. Y no solamente son uno, sino que son, a pesar de esa tercera persona que subraya el distanciamiento irónico, el mismo que ese otro escritor (el tercero) que escribe esas líneas, y al que identificamos con el autor. La etopeya de ese “héroe” inicial, el narrador inocente, rehúye deliberadamente lo intelectual, y en su lugar espiga rasgos anecdóticos, irrelevantes, poco individualizadores: “No usaba teléfono móvil […] le gustaban las chicas metiditas en carnes, bailar en el Círculo Mercantil y viajar en los coches de línea”. Parecen, además, preferencias poco aristocráticas. La vocación literaria se despacha con una desmitificadora expresión: “le dio por escribir lo que veía o imaginaba”, que rebaja la trascendencia de la iniciación artística, en una especie de contrafactum del Retrato del artista adolescente de Joyce, que mantenía el aura romántica del poeta y ha sido un modelo a lo largo del siglo xx para tantos escritores a la hora de relatar la propia adolescencia y juventud. Por otro lado, ya se insinúa la renuencia a establecer límites claros entre lo visto y lo inventado o imaginado. El cuento prosigue aludiendo no a los títulos, pero sí a las tramas de varios de los primeros cuentos de Pereira, bien reconocibles: “Una ventana a la carretera”, “La tienda de Paco Santín”, “Unas botas del 43” y “El fuero y el huevo” (cuentos todos incluidos en Una ventana a la carretera, primer libro de Pereira). Al sintetizar en apenas una frase cada cuento, el narrador establece una distancia crítica con ellos y su escritura de aquel tiempo, en el paréntesis metaliterario (“por entonces él

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no hubiera puesto tan seguido contar y contado”). El segundo párrafo de la historia evalúa, ya perdida la inocencia de la narración espontánea y menos metaliterariamente consciente, aquellos cuentos, reparando en su exceso costumbrista o en el obsesivo cuidado del estilo. Pero la propia redacción de estos reproches desprende también un tono irónico que nos lleva a sospechar que se distancia de ellas tanto (o tan poco) como de aquellos primeros cuentos. Y en el último párrafo, donde introduce, ya explícitamente, un dato que ancla autorreferencialmente el relato (Cuentos del Medio Siglo), confirma ese quiebro irónico que nos recuerda que el papel soporta por igual la verdad y la mentira, la realidad y la ficción: “Si aquello de verdad era candor, que con estos cuentistas nunca se sabe”. No es Antonio Pereira un autor en quien se piense a menudo cuando se hace recuento de los padres de la autoficción hispánica, nómina en la que nunca faltan Juan Goytisolo, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Javier Cercas… todos ellos autores de novelas que establecen un pacto de credibilidad particular con el lector. En los escritores mencionados la escritura del yo se dispersa en títulos diferentes, que conformarían una especie de continuo autoficcional. Cada novela sería una pieza más de un puzle —el yo— que ni se completa ni llega a formar una imagen inequívoca (toda vez que entre las piezas puede haber contradicciones, omisiones, etcétera). Sin embargo, como el ya citado trabajo de Rosell señala, la obra de Pereira demuestra la posibilidad, la pertinencia, de retratar un yo poliédrico a través de la escritura autorreferencial extremadamente discontinua que supone una obra breve e hiperbreve. Por su parte, analizando Cuentos de la Cábila, Pilar Celma advierte que bien puede ser leído como una bildungsroman, novela de crecimiento o de aprendizaje sentimental, cuyo sesgo irónico, y sobre todo autoparódico, la emparenta con la picaresca (Celma Valero 2016: 16-17). En ese sentido, la obra de Pereira, y de manera creciente si seguimos un orden de lectura cronológico, se aproxima a la autoficción a través de la narrativa breve e hiperbreve, de manera que la impresión de fragmentariedad e incompletitud se acentúa.5 Por otro lado, la ambigüedad que siempre, en Incluso, se cumple la solidaridad autoficcional entre la obra literaria de Pereira y sus paratextos (las entrevistas, su aparición en El filandón), que abundan en el mismo contrafactum paródico del escritor romántico (Celma Valero 2016: 48). 5 

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toda autoficción, existe, se acentúa más si cabe en este caso, ya que junto a un amplio número de textos que remiten de una u otra forma al yo autorial reconocible como Antonio Pereira, otros muchos no lo hacen en absoluto. Con Cuentos de la Cábila, y en seguida con Cuentos del noroeste mágico y La divisa en la torre, Pereira da un giro que modifica la percepción de toda su obra. Con razón nuestro añorado José Manuel de la Huerga (2014) habló de la “novela inédita” y “en teselas” para referirse a la recopilación Todos los cuentos (2012), que de ser una colección de cuentos pasa a ser, además, una especie de vida apicarada de un protagonista con mucho cuento, que aparece y desaparece a su antojo, haciéndose ubicuo y siempre dispuesto a hablar de lo ocurrido en torno a sí, pero a la vez enormemente hábil para evitar el tono confesional y sustituirlo por el humor, la desmitificación del héroe de la narración y la autoparodia.

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CIERTO ACENTO DE PONIENTE Pablo Andrés Escapa Escritor

I Fíjense en esta historia, ocurrida hace más de dos mil años en uno de los confines del mundo. Y no olviden, porque todas las historias piden su geografía para asentarse, que aquel límite imponía la ribera de un río en un país mal conocido que las legiones de Roma pisaban por primera vez. Moría la tarde y los hombres avanzaban presintiendo la vecindad del mar. A cierta hora los pasos de los soldados vacilan y acaban deteniéndose junto al recodo de un río. En medio de un silencio nuevo, lo único que se oye son los cascos del caballo que sujeta el cónsul en idas y venidas nerviosas sobre una orilla de arena. Por un instante, la conquista del mundo parece depender del hallazgo de un vado. A punto de hollar el agua el cónsul suspende su trasiego y vuelve grupas. Enfrenta la mirada inquieta de sus hombres, sin hablar. Con un gesto decidido extiende el brazo señalando la otra orilla. El crepúsculo, la niebla, tal vez el grito de un pájaro en la distancia mantiene a los hombres inmóviles frente a las espumas que giran en la sombra. Entonces, un rumor oscuro entre las filas va creciendo hasta afianzarse en un nombre aborrecible: Leteo. Con el brazo aún tenso señalando el horizonte, el cónsul percibe la agitación de los soldados, el horror cada vez más preciso ante la orden de cruzar. También él comparte el presagio ominoso: aquellas ondas que palidecen frente a ellos pudieran ser las del río del Olvido. Quien se adentre en las aguas vivirá sin recuerdos. El cónsul decide obrar por encima de la leyenda que lo nombra Décimo Junio Bruto, hierro sangriento de los gálicos, en el pórtico de un templo.

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Juzga que la memoria del acto que está a punto de emprender perdurará sobre las edades porque desafía un olvido más perenne que el bronce de los versos esculpidos en su honor: quiere cruzar el río del Olvido y vivir para recordarlo. Resuelto, se inclina sobre el caballo y sujeta con firmeza la enseña de la legión. Sin volver la vista atrás, se adentra en las aguas penumbrosas y gobierna el avance de su montura en meandros pausados hasta alcanzar la orilla opuesta. Desde allí, vuelto de nuevo hacia el rostro aterrado de sus hombres, alza el águila de plata para guiarlos a través de las aguas como un faro entre las brumas del Poniente. El historiador romano Tito Livio dejó noticia de este episodio en apenas cuatro líneas, poco más que una anécdota disuelta en la vasta descripción de las campañas romanas al norte del río Duero, por el país nuboso de los lusitanos y los gálicos. Otros historiadores de la Antigüedad refieren esas mismas empresas militares del occidente ibérico pero sin aludir al atrevimiento de Décimo Junio Bruto frente al río que sus hombres se negaban a cruzar. Tan solo el historiador Lucio Anneo Floro, que trabajaba en resumir a Livio casi cien años después, alcanzó a componer un párrafo más extenso que el de su modelo, pero un párrafo en el que las legiones de Bruto ya han superado el paso de las aguas tan temidas. Y, sin embargo, en su relato la estancia de la tropa romana al otro lado del río está investida de un halo de fatalidad y contrae tal deuda con el misterio que todo lo que les espera a los soldados en aquella andanza parece una derivación del suceso omitido. Omitido en el texto pero no en la memoria del historiador que lo había leído en un pasaje de Livio. Con una subordinación admirable, Floro aplaza los efectos del cruce del Leteo hasta el momento en que Bruto y sus hombres alcanzan el mar. De lo que dejó escrito, cabe inferir que cuando pusieron pie en el límite de la arena con las olas, aquellos hombres eran ya hijos del prodigio. Su llegada al Poniente más extremo, que en la ocasión era también el límite del mundo representado en los mapas, coincidió con la caída del Sol. Y advierte entonces el historiador que la visión de aquel incendio inédito sobre las aguas del fin del mundo avivó en el cónsul el temor religioso de que había incurrido en un sacrilegio. No se ofrece otra razón en el texto de Floro para explicar las órdenes que Décimo Junio Bruto, dominador de la Gallaecia, dio a continuación: replegar los estandartes y abandonar el país apenas conquistado.

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Volvamos al relato original y recuperemos un momento del suceso que recrea: Décimo Junio Bruto apenas llegado a la otra orilla del río del Olvido, unas aguas que los estudiosos coinciden en identificar con las que llevaba el Limia, en tierras ya de Portugal, un día del año 137 antes de Cristo. Si no me equivoco, el paso que Bruto acababa de dar ofrece un instante más decisivo para la literatura que para la historia. En el cuento de Livio —permítanme la licencia de llamarlo así— los soldados parecen seguir a su general conmovidos por una enseña aireada en la otra orilla. Pero la verdad es que se echa de menos un gesto que, a un nivel estrictamente narrativo, nos convenza como lectores de que los hombres de Bruto podían adentrarse en aquellas aguas sin miedo a salir de ellas olvidados de sí mismos. Al menos esa era la amenaza que les retenía. Y aquí viene lo extraordinario: con el paso del tiempo, en algún momento que no es posible precisar, alguien, ausente de las fuentes latinas que sucesivamente heredan el episodio desde Livio hasta Plutarco, transformó el relato de este comprometido pasaje para congraciarlo tanto con la credulidad del lector —o mejor diré del oyente, a falta de testimonio escrito conocido—, como con la exigencia mítica del Leteo, ya saben, ese río que acarrea la desmemoria a quien se moja en él.1 Y lo resolvió de manera tan admirable que su versión se ha impuesto en la memoria colectiva al relato original de Livio. Pronto comprenderán el motivo, en cuanto juzguen la invención que lo reemplaza. Es esta: llegado a la otra orilla, Décimo Junio Bruto no alzó el águila de Roma como un signo de la victoria sobre las aguas temidas. Halló un gesto más convincente de su triunfo del olvido levantando la voz hasta imponerse al rumor del río. Tenso sobre los estribos, comenzó a llamar, uno por uno, a cada uno de sus hombres. No hubo vacilación ni errores al nombrarlos: cada soldado era distinguido por su nombre propio y como heredero del nombre que su padre había usado antes que él. Y uno a uno, abandonados a la cita de aquella voz irreprochable, los legionarios fueron cruzando, vivos en la memoria del que los invocaba desde la otra orilla. Creo que estarán de acuerdo en que la enmienda de esta historia mejora al clásico. Pero tal vez sea más justo admitir que los intereses de Livio y los Cavada Nieto (2009: 113-130) recoge todas las referencias de la tradición latina al episodio. 1 

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de quien halló disculpa en su texto para aventurarse en una versión nueva de los hechos, no eran los mismos. El historiador latino quiso dejar constancia de un acontecimiento histórico: el valor de Bruto arrastró a sus hombres a cruzar un río en los confines del imperio. Que esa corriente pudiera ser la del Leteo acrecienta el mérito del hombre que se arriesgó a cruzar para proseguir con su empresa de someter la Gallaecia en nombre de Roma. Al narrador que vino después, lo que le conmovió por encima de todo fue el nombre del río, la antigua maldición que comportaba ese nombre. De modo que en su relato era menos urgente la exaltación del acto de cruzar que el énfasis en cómo salir victorioso de una amenaza legendaria. El mito por encima de la historia. Y al hacerlo así, se probó en el oficio del poeta —y valdría decir del cuentista— antes que en el del historiador. Porque este final —el del cónsul romano llamando a los soldados por su nombre— sanciona lo que, de acuerdo con Aristóteles, distingue a la poesía de la historia: el esfuerzo del poeta por buscar un interés distinto al que los hechos encierran por sí mismos; o, si lo prefieren, su empeño por iluminar una realidad oculta tras los sucesos, una realidad que, debidamente elaborada, acaba suplantando al acontecimiento que la propició. He recurrido al episodio narrado por Livio y a su enmienda posterior para ilustrar un procedimiento literario habitual, el de abandonar el registro estrictamente histórico de los hechos para acogerse al ámbito más permeable de un relato fabuloso. Se trata de una cuestión de actitud ante la materia susceptible de ser narrada tan antigua como el propio acto de narrar. Me refiero a esa tentación, vieja como el mundo, de contar la realidad para conjurarla, para convertirla en otra cosa por obra y gracia exclusivamente de poner determinadas palabras en un orden determinado. Nada nuevo; nada, en suma, que no sepamos o no hayamos experimentado en alguna ocasión ante la lectura de una página o quizá ante el discurso de una voz. En cualquier caso, reconocer lo dicho no invalida mi propósito de procurar un empeño que quisiera ser novedoso: el de constatar ciertos modales de contar, ciertas maneras de callar y de decir, cierto aliento caviloso, ciertas ensoñaciones sembradas entre líneas, cierta deuda con la memoria y el compromiso para transformarla de viva voz, cierto acento, en fin, a la hora de vestir la fábula que, después de conocida su virtud en la reparación de los pasos de Bruto en el noroeste peninsular, bien podemos describir como un

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acento de Poniente. Pero sería deshonesto no hacer aquí una salvedad, que en parte desacredita la idea que me convenía airear: que ese acento impuesto sobre el texto de Livio hasta borrar su versión original se gestó en algún lugar de Poniente. Poco rigor tendría yo si no admitiera que el remiendo parece de orden culto, inspirado quizá en un pasaje de la Ciropedia o sugerido por una cita de Plinio en la que se elogia la memoria de Ciro, capaz de recordar el nombre de cada uno de sus oficiales. Sospecho que lo propio del Poniente habría sido un aire más popular que hubiera fantaseado, por ejemplo, con la renuncia de solo uno de los soldados a seguir a su general al otro lado del río. Las razones más o menos cómicas o trágicas o peregrinas de la renuncia habrían decidido el tono del relato y, sobre todo, habrían desplazado el interés del episodio de lo heroico a lo vulgar. A lo vulgar contado con gracia, doy por hecho. Como ven, otorgo y quito casi a un tiempo, pero confío en el acierto de lo que me queda por decir: que existe una manera de abordar la realidad a través de la ficción que supone una herencia consciente de recursos narrativos practicados desde antiguo en cierta parte de nuestra geografía peninsular. Sería ingenuo pretender que esos modales creativos tienen lo que podríamos llamar garantía de exclusividad topográfica. Pero no hay ligereza alguna en admitir que algo en el ambiente del noroeste de Iberia —digámoslo así por acoger a Portugal en esta superficie— influye en la manera de imaginar y de entender la fábula desde hace siglos. Cunqueiro decía que no puede salir uno impune de vivir en un país cuyo norte limita con el fin del mundo y cuyo sur es el río del olvido.2 Acabamos de ver un ejemplo de esta herencia: no fue sino en tierras del Poniente donde el historiador romano dio por buena la existencia de esa confabulación entre la realidad —el río Limia— y el mito —el río Leteo— que hizo vacilar la firmeza de un ejército. Situar su narración en el límite del mundo conocido pudo animar la fantasía de Livio. ¿Pero podemos prescindir de la posibilidad de que en la Italia de los albores de nuestra era no circularan ecos que hacían del Poniente un territorio más cercano a lo fabuloso que otras provincias del imperio? En las páginas iniciales de El corazón de las tinieblas, Conrad recrea esa posibilidad y sus consecuencias: Lo dijo durante una charla en la fundación Juan March, el 4 de diciembre de 1975, que ahora puede recuperarse en . 2 

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Estaba pensando en épocas remotas —evoca Marlow, el narrador del relato varado en un bergantín junto a la boca del Támesis—, cuando llegaron por primera vez los romanos a estos lugares hace diecinueve siglos […] Imaginen los sentimientos del comandante de un hermoso… ¿cómo lo llamaban?... trirreme del Mediterráneo […] Imagínenlo aquí, en el mismo fin del mundo, un mar color de plomo, un cielo color de humo […] Un país cubierto de pantanos, marchas a través de los bosques […] toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en las selvas. No hay iniciación para tales misterios […] y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él (1987: 17-18).

Una de las maneras de dominar ese hechizo es abordarlo mediante la fábula. Y semejante propensión, con sus derivaciones en la existencia cotidiana tras un poso de siglos, ha dado en una manera de concebir la realidad a la hora de contarla que podría resumirse así: los narradores del noroeste —y permítanme un plural en el que quisiera verme incluido— somos herederos de un acento concreto, en buena medida sugerido por el espacio y alimentado por una pervivencia más longeva de las tradiciones orales, que ha acabado convirtiéndose en un patrimonio de recursos narrativos sucesorios, un imaginario compartido en el que, dentro de los variables usos particulares, conviven ciertas maneras coincidentes de contar crecidas al amparo de unos límites territoriales que parecen propiciarlas especialmente. Y lo cierto es que no faltan cuentos, novelas y poemas que lo confirmen. De modo que podría resultar de algún interés el intento de explicar cómo surge una manera de escribir con ese acento que parece reclamar un espacio propio en la literatura y en la geografía. Si no me confundo, el procedimiento por el que, con una naturalidad poco común se parte de la vida y se desemboca en la ficción en esta esquina de Iberia, sigue históricamente un camino que arranca en el paisaje, alimenta la memoria, se reconoce en un tono y acaba por afirmarse en una voz que parece entregarle un sentido nuevo a la realidad de la que partió. Mi intención ahora es recorrer esos pasos con ánimo de ilustrar la ruta; y no hacerlo solo. Son muchos los fabuladores del Poniente que podrían acompañar mi camino, pero dado que es el nombre de Antonio Pereira el que promueve estas páginas, será él quien más veces anime mi discurso con su voz. En tan buena compañía —confío— no se dudará de que por este rincón del mundo los lugares, con su próspero concierto de historia y de leyenda, han sabido constituirnos frente al tiempo y nos han inclinado desde

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antiguo a fantasear de un modo perceptible. Un verso de Antonio Manilla basta para explicarlo: “Hemos crecido aquí. / En un jardín plagado de quimeras” (2015: 21). II Lo primero, pues, es acotar la geografía que granjea este derrotero orientado tan naturalmente a la fabulación. Y en el levantamiento del mapa que lo abarca se podrían alegar las leguas que le concede Sabino Ordás, el patriarca más polifónico —o más ventrílocuo— de las letras leonesas en una página de Las cenizas del Fénix.3 No discutiré su autoridad, que es una y trina, pero prefiero alegar el enunciado de esos límites que Antonio Pereira puso en boca de uno de sus personajes. Quien se declara es otro Antonio, el cura protagonista de “El asturiano de Delfina”. El cuento incluye un viaje para asistir a una boda en un pueblo entre montes de Laciana, una de las parcelas topográficas del noroeste leonés por donde respira esa ficción propia del Poniente que intentamos esclarecer. A la altura de Camposagrado el Sol, en su caída, conmueve a los protagonistas del relato y los sume en un ensueño que no andará lejos, a pesar de los siglos que se interponen, de la fascinación que dominó a Junio Décimo Bruto frente al mismo Sol declinante, un remoto atardecer. El Antonio de la fábula, un trasunto del personaje real que fue don Antonio González de Lama, resuelve así la geografía del encantamiento: —En todo el Poniente, las tardes tienen como una lumbre que les falta a las mañanas —y don Antonio habló de esta porción de España que siempre le bastó para su vida—: Somos gente del noroeste. El noroeste es un país grande. Es la Galicia de los líricos antiguos y de los fabuladores de hoy, pero también es la Asturias de La Regenta y la Sanabria de San Manuel Bueno, y, por supuesto, el

Defiende el sabio de Ardón que ese ámbito “andaría entre los arribes del Duero, los Picos de Europa y esa costa que llaman de la muerte” y acaba denunciando que “está absolutamente desconocido, en cuanto ‘espacio cultural’, por nuestros venerables profesores”. La amonestación pertenece al artículo titulado “Amancio Prada, en los caminos del Noroeste” (Sabino Ordás 1985: 185). 3 

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Bierzo y los de Astorga, digamos que hasta el Torío para que quede dentro la catedral de León… —¿Y la Tierra de Campos? —se me ocurrió porque justamente Delfina procedía de allí. Se quedó pensando. —Está bien, pongamos que el noroeste llega hasta el castillo de Grajal. Pero de ahí no paso ni una legua (Pereira 1994b: 63).

En la cita de Pereira hay menos capricho —por no decir que ninguno— que consciencia de una tradición y una conducta. La cartografía que propone empieza por reconocer un solar físico, donde esa tradición brota, y termina por implicar un compromiso estético con los frutos producidos en tal latitud. Por encima de los mojones expresos de Galicia, Asturias, Sanabria y el Torío a este suelo le ponen límite un puñado de voces: el Poniente confina con los líricos antiguos de dulce acento galaico y portugués y también —estira Pereira aquellos ecos para que le alcancen—, con “los fabuladores de hoy”, y con La Regenta y con San Manuel Bueno, prosigue, un canon sucinto pero en el que el cuentista, vecino de una villa histórica de Poniente, acepta un oficio de letras que él quisiera prolongar sin perder el tono heredado. De este modo, el camino de la fabulación en el que Pereira se reconoce dentro y fuera de sus ficciones viene marcado, primero, por una geografía real; después, por la identificación de un acento —y yo me atrevería a decir que un acento en el que la geografía y sus accidentes estimulan, cuando no sostienen, a la imaginación—; y al fin, por el hallazgo de una voz propia, pero una voz fiel a unas obligaciones contraídas con el magisterio de los escritores que emprendieron antes la tarea de fundar un territorio con palabras que ya no es exactamente el territorio que las inspiró, sino un trasunto suyo, un símbolo con valor propio. El éxito de esta conquista es sumamente estricto: solo cuando el símbolo se adueña de la realidad hasta el punto de suplantarla, la fábula resultará auténtica. Y entonces creeremos, con la misma certidumbre que pisamos una acera cotidiana o un camino de tierra conocido, en las hectáreas de Celama y en las cuestas de Región, en las penumbras de Altivia y en las ensoñaciones de Badabia, en los caprichos de Castroforte del Baralla y en los diluvios de Auria, en las ruinas fértiles de Petavonium y en las confidencias que prosperan en las ciudades de Poniente, al menos cuando es Pereira quien gobierna

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los coloquios de esas provincias interiores que acaban erigiéndose en estados del alma. En ese ámbito confidencial, a menudo vespertino, prosperan los cuentos del noroeste mágico, por no abandonar los títulos nada inocentes con que el cuentista de Villafranca agrupó en cierta ocasión sus fabulaciones. Solo me queda una inquietud para cerrar el comentario a la cita alegada: la conclusión del discurso geográfico de don Antonio González de Lama, o de don Antonio Pereira, viene a reconocer que más al este de Grajal de Campos, desaparece el hechizo. La sutil socarronería que se insinúa en el pasaje recién visto debería ser suficiente para que ningún lector se precipitara a acusar a Pereira de complacencia en un patrioterismo literario neciamente reductor. Nada más lejos de las inquietudes de un hombre que puso al frente de una selección de sus cuentos el título de Relatos sin fronteras. En ningún caso debemos tomar la geografía de don Antonio, el del cuento, como una advertencia de que, fuera del noroeste, la imaginación palidece y no da para obras de mérito. Lo que Pereira deja decir al cura de la fábula, con el beneficio de esos discretos modales cervantinos que prefieren evitar el sermón propio para declararse por boca de un personaje, es que la imaginación encuentra un respaldo imprescindible en la geografía. Pero únicamente en la geografía sentida, en el paisaje que conforma nuestra mirada hasta establecer un vínculo entre los recuerdos y la vida. Estamos ante el paisaje como destino —y también como limitación— según dejó dicho Ortega. Pereira reivindica el suyo y cuando lo arropa de acentos enmarcados en los límites de ese Poniente que él reparte entre lindes geográficas, acentos líricos y títulos de libros, lo hace a sabiendas de que las sugestiones del entorno no son nada literariamente si no se abordan de manera que la experiencia real dé lo suficiente de sí para fundar un mito a partir de su evocación. El mito, no lo olvidemos, es el destino de toda geografía literaria. Y erigirlo exige cierta confabulación que antes de obrar en el rumbo de la escritura ejerce su dominio en la orientación de la vida: es el empeño de no conformarse con ocupar la realidad y contemplarla, sino con quererla contar de un modo que la haga memorable. Lo decía Pavese en su “Poética del destino”: “ver los gestos, las palabras y la vida también como símbolos, como mitos, significa que se configuran como existentes fuera del tiempo y que siempre se los ve como únicos, como revelados por vez primera” (1987:

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344).4 Con esa voluntad se hace cierta también la propuesta del poeta portugués José Manuel Teixeira da Silva en un libro con un título que es toda una invitación a transformar el espacio: O lugar que muda o lugar (2013), es decir, el lugar que es capaz de alterar el propio lugar, de enmendarse, diríamos, hasta alcanzar su emancipación temática y con ella su desvinculación del tiempo. Dudo que tal conquista sea meramente espontánea, que no esté vinculada en sus inicios a una emoción que tiene en el reconocimiento del paisaje propio su primer incentivo para manifestarse. “El paisaje es un estado de ánimo” (1994b: 64), admite un poco más adelante el narrador en “El asturiano de Delfina”. Y cuesta poco suscribir esa sentencia de Pereira, que lo fue antes de Amiel, un moralista suizo que hace dos siglos confió esa conclusión a su Diario íntimo. También anotó una queja en las mismas páginas: la eterna discordia entre la vida soñada y la vida real. Si no es demasiada presunción, yo creo que las vistas del Poniente, con su dispensa de brumas y melancolías, de misterio y soledades sonoras, de agua pasajera y de pájaros distantes, reducen esa desproporción entre la realidad y el sueño. A cambio, promueven cierta urgencia por levantar acta de su efecto sobre el alma entre los predispuestos a contar. Es como si el lugar observase también a quien lo transita y le dictara el pensamiento. Y aquí, no debe descuidarse que el testimonio de generaciones de viajeros por los caminos alargados del Poniente ha contribuido a acreditar una poética del paisaje que tiende al pasmo ante la topografía y que procura resolver el sentimiento de maravilla y de inquietud ante lo imponente mediante el recurso a sugerencias fabulosas por las que van y vienen, acaso con una comodidad menos arraigada en otras geografías, los ingredientes legendarios. “Cada camino tiene su imaginación. Y muere cuando deja de contar historias”, escribe Manuel Rivas en Las voces bajas (2012), un título que bien vale por compendio del acento de Poniente. Y antes que él, no faltaron viajeros por las sendas del noroeste que sintieran la misma necesidad de ponerle voz a los pasos para mantener viva la memoria del camino. Cuando en 1837 George Borrow —don Jorgito entre nosotros— vino a vender biblias protestantes por los conventos jurídicos de León, Galicia, Las evocaciones paisajísticas en la obra poética de Julio Llamazares o las trazas míticas de la Galicia fabulada de Méndez Ferrín parecen aplicaciones sentidas del párrafo de Pavese. 4 

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Asturias y Santander, no dejó de anotar sus pasos. A la vista del Manzanal, en una jornada que debía llevarlo de Astorga a Villafranca, sufrió de la consabida sugestión de lo fabuloso que procura aquí la tierra: En sus vertientes azules y en sus quebradas y pintorescas cumbres se enredaban todavía algunos tenues jirones de niebla […] Parecía una enorme barrera que fuese a estorbarnos el camino, y me recordó las fábulas relativas a los hijos de Magog, de quienes se dice que residen en lo más remoto de Tartaria, detrás de una gigantesca muralla de granito, que solo puede pasarse por una puerta de acero de mil codos de altura (Escudero y García-Prieto 1984: 174-175).

Medio siglo antes, Joseph Townsend, otro viajero inglés, cruzando por Babia de camino a Asturias una mañana de julio de 1786, se sentó al resguardo de una peña para contemplar el paisaje. No describe el panorama, pero reconoce en su apunte que le costó abandonar aquel mirador donde se sintió habitado por una fuerza poética como no había conocido nunca antes (Escudero y García-Prieto 1984: 88). Quizá se tratara de la misma beatitud que alcanzó a Enrique Gil y Carrasco llegando de las orillas del Sil a las praderas sonoras de rebaños junto al Luna.5 Este vecino ilustre de Villafranca —cuyo espíritu, por cierto, se desahogó una noche con Pereira en un hostal de carretera que el fabulador recuerda como un sueño en “El secreto del cisne” (2007: 29-39)—, pasó por Babia el mismo año que don Jorgito creyera reconocer en el Teleno una de las puertas de Tartaria. Les confieso que una y otra vez me conmueve la letra que don Enrique le puso al viaje, esos pasos que parecen dictados por la música: se oyen las esquilas y suena el agua, relinchan las yeguas y pasan nubes, cantan las mozas y el praderío entero baila. Tiene uno la impresión de que bajo las estrellas aún resuena el eco de los panderos que el viajero escuchó al Sol. En medio de ese idilio, no sé si al poeta se la va la mano cuando llega a decir que “los perros acariciaban a sus amos”, pero sin duda la inversión es una manera de invocar la Arcadia que Babia lleva dentro. Una mudanza de la realidad por obra del lenguaje. Lo admite el propio autor, al que siempre imagino caminando despacio, parán-

Enrique Gil y Carrasco (1839: 113-115). De más fácil acceso es la edición reciente al cuidado de Álida Ares y Valentín Carrera (2014: 83-89). 5 

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dose a tomar una nota aquí y allá, probando el agua helada de las fuentes en el cuenco de la mano: “Ya sabes que mi viaje es más poético que científico”, concede. Y como si todos los tiempos fueran uno cuando se trata de edificar con palabras los reinos del Poniente, el propio Pereira parece prolongar la prosa de su paisano siglo y medio después en un párrafo de “Las nieblas de la Purísima”: Pero ya alcanzábamos lo alto, el mundo se aclaraba poco a poco, luego fue una explosión del sol que sólo para nosotros los del valle había dejado de existir durante días y ahora nos decía: aquí he estado siempre, y nos cegaba. La luz. El calor. Incluso el olor del sol. Todo por debajo de nosotros era un mar, pero mirado desde aquí era un mar muy limpio, y en el horizonte más alejado lo surcaban barcos fantásticos, por si no fuera bastante la belleza intocada de las nubes. Los mástiles que allá sobresalían eran torres, yo sabía qué torres principales y las desgranaba: la torre de la colegiata de Villafranca con campanas que voltearon por el virrey de Nápoles, la torre de San Nicolás el Real, los torreones del castillo de Peña Ramiro… (2006c: 27-28).

Lo histórico invitando a lo poético, lo arcano insinuándose en la cotidianeidad, lo inmemorial en armonía con lo preciso para provocar una emoción. Pero la sensibilidad hacia el paisaje no lo resuelve todo. Así como la literatura no consiste meramente en escribir bien, un paisaje retratado con perfección no siempre produce un cuadro capaz de conmovernos. Sin el obligado tránsito de la realidad a la representación —esa vieja exigencia de los clásicos que consiste en imitar el modelo real para trascenderlo—, nada vale. Y del dilema de ser viajero a ser cuentista, o dicho de otro modo, del testimonio de la realidad a la fábrica de la fabulación, nos deja un recado imprescindible Andrés Martínez Oria en las páginas finales de Flor de saúco, su maravilloso paseo por los Ancares. Seguimos en el ancho reino de Poniente: “El caminante quiere asirse a una realidad que está ahí y se le escapa, quiere hollar ese mundo brumoso que ya no es más que lejanía, como al caminar le gustaría tocar el misterio, alzar un poco ese velo intangible y dar un paso ahí, como lo damos en el cuento fantástico, sumergirse y volver con algo en la mano...” (Martínez Oria 2016: 206). Algo en la mano, como la flor de Coleridge, traída desde el sueño hasta la almohada. Pero la mercancía que el fabulador debe traer ante los ojos de

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su audiencia para ganar su credulidad está hecha únicamente de palabras. Y con esta obligación, la de las palabras reunidas con justicia para hacer verdadera la fábula, salimos del paisaje para entrar por el suelo de la lengua que lo sostiene en esas ficciones que reclamarían, por encima de otras deudas, su compromiso con una voz que va fundando un territorio nuevo, un país verbal que resuena con un acento inconfundible, digamos que de Poniente. III Siempre hay una manera mejor que otra de contar lo mismo. No es solo una cuestión de elegir atinadamente las palabras, sino de acertar con un tono, con una modulación que dicta el discurso de suerte que parece que no pudieran ordenarse de mejor modo las palabras porque son el resultado de una armonía necesaria entre el tema y las intenciones artísticas del narrador. Creo que la obra de Antonio Pereira es un caso preclaro de esa afinidad entre su actitud como fabulador y su escritura. Creo también que tal concordia le debe mucho a los complejos oficios de la palabra echada al aire, es decir, a todos los arbitrios de la oralidad. Pereira insistía en que el cuento es la ficción de una voz y ese reclamo, en el que juega un papel decisivo la memoria de lo que se ha oído contar, le exigió la búsqueda de un equilibrio entre la palabra que seduce al oído y la que recrea la pluma cuando trata de asentar el discurso de la voz. Escribir de viva voz, diríamos, y a ser posible sin que se note el esfuerzo. Este pulso es una de las señas más reconocibles del acento de Poniente. A los escritores que trabajamos en semejante registro se nos ve el pelo de una deuda que se salda con preferencias varias, unas más poéticas y otras más próximas a las imposturas de un supuesto realismo siempre trascendido con elementos que sacrifican lo costumbrista y exaltan lo simbólico, pero todos abonados al rescate de un imaginario popular que ha conformado una memoria narrativa, fundamentalmente oral, capaz de alimentar la imaginación de un modo inconfundible. Y ese sustento pasa, entre otras querencias, por hacer de lo legendario una parte de la cotidianeidad, por abolir el tiempo histórico, por transformar el territorio en paraje mítico, por prestigiar la anécdota como materia del relato, por aceptar la digresión como parte del

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discurso y por someter la realidad, por grave que sea, a los sutiles discernimientos del humor. Confiado hoy a la imprenta y al papel, este acento recrea una deuda particular con lo que en otro tiempo fue contado para sostenerse en el aire y reposar en la memoria. Aquel caudal de historias de vida frágil, ahora que no se producen tal como lo hicieron durante siglos, junto al fuego de un hogar, parece haber contagiado de carácter mítico al propio hábito de contar al amor de la lumbre, como si aquellas reuniones en las cocinas para escuchar fueran parte de una edad en la que se convocaba al mito a hora más o menos precisa y ante testigos, y donde noche tras noche se renovaba el ritual de hacer confusas las fronteras entre la realidad y la leyenda por obra y gracia de la palabra dicha de viva voz. Trasladar ese hechizo al papel exige una voluntad de estilo que acaba por parecer una traición a los principios. El asunto es tan decisivo en el abordaje de la narración por estos pagos del noroeste que no son pocas las escrituras del Poniente que se alimentan de esa tensión. En la obra de Luis Mateo Díez, de Rafael Dieste, de Ánxel Fole, de Miguel Torga o de Eduardo BlancoAmor, entre otros, se percibe la necesidad de moldear la lengua para convertir en literario el registro popular sin ceder a las facilidades de lo pintoresco ni revolcarse —el verbo es de Blanco-Amor— en el estiércol folclórico. Pero me parece que, muy particularmente, Antonio Pereira intuyó en este proceso el riesgo de perder la inocencia del narrador original por el camino. Lo cual era perder las maneras y la voz, la desenvoltura de aquellos cronistas de antaño que, para cerrar el día, traían a las cocinas testimonio de lo cotidiano y de lo fabuloso con tal arte que sabían embaucar incluso al fuego con el cuento. Cunqueiro también advirtió esta virtud del relato oral como cimiento imprescindible de la narración. Y dejó dicho que en su país nada le gustaba más al animal llamado fuego que escuchar una buena historia. “Se le ve avivarse, alargar las llamas y batir unas contra otras como si aplaudiese”, recordaba una tarde que fue a conferenciar a Madrid.6 Pero si se abandona esa escuela del Poniente, ¿seguiría el fuego resistiéndose a apagarse por escuchar? Pereira se lo preguntó más de una vez y, como La conferencia pronunciada por Cunqueiro en 1976 en la Universidad Nacional de Educación a Distancia puede leerse y escucharse ahora gracias a la publicación de Rexina Rodríguez Vega y César Morán (2010). 6 

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fue siempre su costumbre, prefirió integrar sus vacilaciones sobre la pureza narrativa en la propia fábula. En el “Cuento de los dos narradores”, que vale por juicio diacrónico de su obra y por actitud ética ante la escritura, concluyó que había perdido la inocencia de los primeros relatos en favor de unos modales más resabiados como narrador. Pero con un giro inesperado, que acaso no deba menos a las desenvolturas propias de la narrativa oral que a su evolución como cuentista, termina su examen de conciencia con una duda que también hace vacilar al lector. Tras confesar que lo que siente es haber perdido el candor por el camino, Pereira matiza: “si aquello era de verdad candor, que con estos cuentistas nunca se sabe” (2006c: 108). Son las hipócritas dudas del narrador que él solía reclamar —y citaba a Cunqueiro como maestro en vacilaciones consentidas—, un recurso heredero de la oralidad, tan a menudo comprometida con la interpelación al oyente para sacar de supuestos titubeos al narrador. “¿Por dónde iba?”, solía fingir mi padre olvidos que reclamaban nuestra atención infantil para reparar el argumento de la historia que nos estaba contando. Y Luis Landero, en una página memorable de El balcón en invierno, recuerda las mañas de su abuela, una mujer analfabeta pero capaz de embaucar a la audiencia con el arte de contar de viva voz. Su testimonio vale por toda una poética sobre cuestión tan reconocible en las prosas del noroeste pero nunca, me parece, tan bien descrita: Mi abuela Frasca […] dominaba como nadie el arte de contar, y eso se notaba enseguida en el tono, en la línea melódica de la voz, en las pausas, en el movimiento acompasado de las manos, en cómo unía entre sí las frases, que parecía que una atraía como un imán a la siguiente, y lo mismo los episodios, donde uno hacía de larva, otro de crisálida, otro de mariposa, y en el ritmo del relato, ahora lento, ahora rápido, ahora viene una descripción, ahora se crea un suspense que pone en tensión toda la historia, ahora nos ponemos cómicos y ahora trágicos, ahora fingimos que no nos acordamos de un lance crucial del relato, ahora interrumpimos la narración para intercalar una poesía o una canción que vienen muy al caso y de las que de ningún modo se puede prescindir, ahora resulta que en plena aventura el héroe se sienta a la sombra de un níspero a merendar de su fiambrera, y ahí tenemos que seguir esperando a que ella diga exactamente lo que comió y lo que bebió, ahora se da una palmada en la frente porque se ha olvidado de contar algo que era muy importante para el cuento, qué mala memoria va teniendo esta vieja, o de pronto nos preguntaba de qué color era el caballo del

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héroe o cómo se llamaba un personaje que había aparecido al principio solo de refilón y que ahora iba a cobrar una gran importancia, porque resulta que ella tampoco se acordaba, y sin saber el nombre o el color era imposible seguir adelante con la historia, a ver si entre todos logramos acordarnos… (Landero 2016: 171-172).

De manera que no se dejen embaucar: los titubeos de Pereira son parte de una herencia narrativa que exige esa complicidad que siempre requirió de sus lectores para resolverse. Porque estén seguros de que, aun con todos los resabios adquiridos durante medio siglo de fabulaciones, nuestro autor seguía siendo fiel al “agua limpia de la fuente”, por decirlo con palabras que le pertenecen. La pureza de esos orígenes, representados por su libro Una ventana a la carretera (1967) —pero también visible en poemarios como El regreso (1964) y Del monte y los caminos (1966)— se reclaman en otro relato, igualmente aventurado en lo de dudar de las desviaciones del arte a medida que uno va progresando en el oficio. Se titula “El narrador inocente” y sus páginas publicadas en 1991, aun siendo un calco casi literal de otras impresas en 1957 con el título de “Cuento de Navidad” —su primer cuento impreso, por cierto—, tienen la virtud de decir otra cosa al abrigo, exclusivamente, de esa melancolía con que se enmarca la segunda versión. Arranca así: Un paisano nuestro se convirtió en escritor de éxito, vino por aquí y se quejaba de las desviaciones de su arte. Estaba harto de las técnicas y las modas y quisiera él volver al agua limpia de la fuente. Fue más o menos lo que vino diciendo. Y también: “—Con este frescor me gustaría a mí escribir —señalando para las cuartillas que se sacó del bolsillo de la chaqueta—: Habíamos salido de la aldea de los abuelos, en Fonsagrada, aprisa para alcanzar la Nochebuena en Villafranca...” (Pereira 1991: 67).

De pronto estamos en el registro elemental, en el “érase una vez dos caminantes que iban de camino a un pueblo una noche de invierno”. Pero con la perspicacia de que escribir así, con esa inocencia, sin otros avisos al lector, es incurrir en otro riesgo, el de la verosimilitud de lo que se va a contar, es decir, en el riesgo de aventurar fatalmente la única verdad que conoce la fábula, su condición de artificio digno de crédito. Y ante ese posible accidente es donde

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acude el narrador resabiado al rescate de sí mismo y del lector con un manojo de prevenciones. Este es el resultado en otro relato: Qué pesadez, el comienzo de un cuento terrorífico de Allan Poe: “Un pesado, sombrío, sordo día otoñal; las nubes agobiosamente bajas en el cielo, un terreno singularmente lóbrego, con las sombras de la tarde cayendo sobre la mansión melancólica…” Yo no desconfiaré del lector hasta tal punto y le diré para esta historia que era enero y un casar en la sierra de Ancares. Basta (Pereira 1994b: 71-77).

Y con semejante franqueza el cuento puede proseguir por la senda antigua, la del narrador inocente, aunque se trate de relatar la pérdida de la inocencia, que es, después de todo, lo que Pereira refiere en “El hombre de la casa”, el cuento del que he extraído la cita.7 La relación del escritor con lo que narra decide el tono de su escritura. El de Pereira procura ser cordial y fraterno, irónico pero confidente con el lector hasta el punto de hacer cierto el sueño de convertirlo en protagonista de lo que el fabulador escribe. Los lectores de Pereira, como pide la tradición oral, acabamos siendo parte del cuento, integrantes de esa primera persona del plural que reaparece constantemente por sus libros, miembros de alguna de esas corporaciones de sus ciudades torreadas, o hidalgas, o visigodas, o con obispo y sin gobernador, socios de esos patronatos a veces tan misteriosos que pueden enunciarse de esta suerte: “una tarde el alcalde nos reunió a todos los que andamos así y nos dijo…” (Pereira 1991: 179-185).8 “Los que andamos así”, y no hace falta más para vernos ya implicados en esa vaga cofradía. “Los que andamos así”, tan vagamente aludidos que atendemos de reojo, pero expectantes; y los que se preguntan la hora por las chimeneas cuando la nieve ha caído tan copiosa que el suelo y los tejados se igualan en altura y se pierde la noción del tiempo en las cocinas; o los que, forzados a viajar a pie con el patrimonio a cuestas, sujetan la cuna de un recién nacido entre los cuernos de una vaca para que el niño se vaya meciendo por el camino; o, en fin, el pájaro amigo que con el pico da la vuelta a las sardinas en la sartén para

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Publicado originalmente en Turia, 18 (noviembre de 1991). “La pirámide”, publicado originalmente en Turia, 12 (octubre de 1989).

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que no se quemen mientras el ama ha salido un momento a buscar el pan. Este es el tono del Poniente: leve y fabuloso, íntimo e irónico. Y todos estas criaturas comunes capaces de imaginar situaciones y personajes nada convencionales son criaturas de una fábula continua, alumbrada en los inviernos del noroeste desde hace siglos. Con ellos, personajes reales, comparten plaza otras vidas legendarias: la Dama de Arintero, que está jugando a los bolos con los mozos de La Cándana cuando vienen a buscarla de parte del rey; y el Cid Campeador, también metido en recreos cotidianos, como el de sentarse en un prao de Babia a pelar una naranja con la Tizona mientras ve pacer a Babieca en la tierra que, con deliberación legendaria, inspira el nombre de su montura; o el mago Merlín, haciendo y deshaciendo encargos, yendo y viniendo entre sirenas griegas, demonios con forma de bañera y vecinos menos notables de Mondoñedo. Y no faltan los objetos mágicos, ni los lugares nacidos para la ensoñación, ni animales fabulosos; a estos caudales imaginativos se suman vigas de oro enterradas, cuevas prodigiosas y fuentes con ondinas de brazos lánguidos, lagos sin fondo donde se oye un repique de campanas y gallinas que cantan después de guisadas, pero solo si se les ha echado algo de arroz en el caldo. Esta es la materia que alimenta una memoria colectiva e inspira un tono, entre fabuloso, lírico y socarrón a la hora de contar. A la hora, diría, de adornar la realidad más anodina con un destello que la saca de su sopor y la levanta de su condición más intrascendente.9 Pereira sanciona estas buenas prácticas, y como siempre, se pronuncia dentro de un cuento, uno titulado “El fabulador a domicilio”: “los que creíamos en el fabulador —escribe— sabíamos que jamás había contado nada que no fuera fantasía suya […] Ahora solo cuenta historias verdaderas. Y eso en nuestro pueblo no le interesa a nadie” (Pereira 2007: 23). La verdad en las fábulas, sean de Oriente o de Poniente, ocurran al norte o al sur, radica en la verosimilitud de lo narrado. No digo nada nuevo si invoco aquí el nombre de Coleridge para reclamar esa exigencia que implica la suspensión de la incredulidad del lector para aceptar el cuento, sea donde sea. Pero tampoco me parece desproporcionado cederle a los narradores de Prueba del felicísimo imaginario popular expresado a través de un patrimonio de fábulas y mitos compartidos en no pocos territorios del noroeste, son las casi mil páginas de ejemplos reunidos por José Luis Puerto (2011). 9 

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Poniente cierta primacía en eso de rebajar el estado de desconfianza que gobierna la existencia con unas galas propias cuya seña acaso más universal tenga que ver con la negación del tiempo que garantiza abordar la realidad como si estuviera habitada por el mito. Carlos Casares, un extraordinario narrador oral, como lo fue Pereira, agradecía a su abuelo esta enseñanza que le llegó de niño, escuchándole contar: “que los cuentos, como la vida, no son más que detalles y que el tiempo simplemente no existe” (en Valls 2017: 381). Herederas de un espacio y unas palabras inscritas en un pasado donde leyenda y realidad se confunden, estas fabulaciones vienen a negar los calendarios mortales para instalarse en una patria de la memoria donde el tiempo no tiene mayor obligación que la de correr en beneficio de lo insólito. Fabular así, aun poniéndole voz nueva a la anacronía, es producir una obra intempestiva. Pero intempestiva del modo más beneficioso para el arte, que es el de engendrar una obra que viene a sacudir el tiempo y el lugar donde aparece. El vaivén de cotidianeidad y elementos legendarios, el pulso de fantasía y trascendencia, el hábito humorístico y su poso de ejemplaridad, la sorpresa de lo maravilloso en medio de un ambiente trivial propicia una escritura que, sin descuido del apunte costumbrista, sabe disponerlo todo en otro plano donde se hace más significativo que en su espacio natural. Una forma de contar consciente de esta herencia admite sin conflicto las dos universales maneras de ser literario: la manera fantástica y la manera realista porque en estos acentos que el Poniente parece inspirar sin esfuerzo a sus criaturas, conviven desenvueltamente lo maravilloso con lo cotidiano, la erudición con la espontaneidad y el costumbrismo con el mito. IV Si hay algo intemporal en el paisaje del Poniente que desde antiguo despierta las apetencias míticas en la imaginación de sus inquilinos —sean residentes o estén de paso, como las legiones de Roma de camino al mar—, si persiste una propensión a abolir el tiempo en las fabulaciones que surgen al amparo de esta geografía, también la palabra que debe sostener la fábula que por aquí se alumbra ha de vivir fuera del tiempo. En realidad, toda palabra literaria, especialmente la poética, nace para ser intemporal. Piglia decía que

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la literatura está siempre fuera de contexto, que esa es su misión y su virtud, vivir al margen de la lengua pública, ser inactual. Me parece que alcanzar ese rango, que es una suerte de inmortalidad a la que puede bastarle un solo verso para existir, es un oficio del estilo más que de la inspiración. Y tiene sus trampas. Cuando por la sola gracia de las palabras se sostienen todas las exigencias de la ficción, podemos llamarnos a engaño y creer en una aparente facilidad que no existe: esa soltura de que todo parezca producto de una inspiración luminosa que levanta la fábula sin esfuerzo. Pero lo cierto es que, como decía Benet, otro arrendatario del Poniente por razones laborales, “la inspiración solo alcanza a quien se ha ocupado de organizar una estructura que le ayude a la comprensión total, la trascendencia y, si cabe decirlo, la invención de la realidad” (1999: 207). No sé si habrá mejor ilustración de esta exigencia entre las letras del noroeste que una admirable novela de José María Pérez Álvarez titulada Nembrot. Sus páginas, no todo lo conocidas que debieran, regalan una minuciosa lección de cómo el lenguaje puede sostener la vida y hacer de la existencia una ficción más auténtica que la propia realidad. Que la gran literatura es una fundación de palabras resulta tan sabido por estos pagos que Julio Camba, en un intento de desnudar el alma gallega, juzgó que era la capacidad de contar cuentos lo que la distinguía del resto de almas nacionales. En otros papeles parece matizar el veredicto y añade la emigración y las sardinas como complementos esenciales de la naturaleza indiscutible del gallego. Pero es en un párrafo dedicado a la influencia del marisco en la política española, que confirma como propia esa sabiduría narrativa que Camba atribuía a sus compatriotas, donde se desvela el origen de la particular inclinación de los gallegos a vivir del cuento: “cuando un paisano mío carecía de oficio y no sabía hacer nada que le permitiese vivir en su tierra, si no tenía dinero bastante para irse a Buenos Aires, venía a Madrid y se dedicaba a ministro” (Camba 2008: 145). Consecuencia de ese éxodo, no siempre triunfante en la satisfacción de las aspiraciones originales, es que muchos de los desplazados se dedicaron a contar cuentos en los periódicos con bastante éxito, de suerte que fueron surgiendo gallegos cuentistas por todas las provincias. “Hoy hasta los hay andaluces” (Camba 2015: 115-116), se resigna el articulista.10 Las citas de Camba se reparten entre “La influencia de los mariscos en la política española” y “Los cuentos gallegos”. 10 

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A poca experiencia que tengan como lectores de lo que se produce entre el Duero y el océano —por seguir en el distrito imaginario que deslindó Pereira—, ya deberían estar todos ustedes lo suficientemente avisados para reconocer en el desenlace de esta anécdota otro acento inequívoco del Poniente, esa retranca que todo lo llena con su fiesta y su matiz. El humor es un punto de vista en todas partes que en las letras del noroeste se resuelve en un estilo sutil y contagioso, capaz de manifestarse tanto en lo menudo como al por mayor. Abarca desde la acotación costumbrista, diestra en alojar el mito en un lugar concreto de la geografía local, de hacerlo cotidiano y familiar, diríamos, hasta la apostilla socarrona para rebajar toda afirmación solemne, pasando por la duda consentida que, a la postre, comunica más franqueza que inseguridad. Todas estas maneras abastecen un tono que se ajusta a una estructura —esa reclamación de Benet— en la que el estilo puede entonces obrar su ensalmo con naturalidad, como si no le quedara otro remedio. Y obrando así, por virtud de la afinación entre las palabras justas y el acento que las impulsa, se logra lo que podemos considerar el desafío más exigente en cuestión de letras inventadas: aceptar el desatino como alimento de la fábula, pero con la precaución de saber contarlo con propiedad. “Propiedad” no es otra cosa que eficacia de la forma —es decir, compromiso con la lengua—, para hacer verosímil mediante palabras cualquier asunto, por peregrino que sea. Las palabras debidas, por tanto, salvan un reto antiguo que distingue a la mejor literatura. Cervantes lo asumió con determinación y a la altura del capítulo 47 de la Primera parte del Quijote puso en boca de un canónigo el ruego de que a la hora de escribir se casaran las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren. Para ello exigía algunas garantías de parte del fabulador: en esencia, talento para suspender los ánimos, para provocar el asombro, para alborozar y entretener de modo que anduvieran a un mismo paso la admiración y la alegría juntas. Con estos avales, el camino hacia lo verosímil se allana, o al menos se distrae, y el escritor está en condiciones de abordar mayores atrevimientos. Tal vez por ello Cervantes admitió, en la misma página, que “la mentira es mejor cuanto más parece verdadera”. Es decir, no importa el calibre de la barbaridad que se asuma como materia de la ficción con tal de que se logre hacerla aceptable. Pereira dejó dicho en una fábula brevísima, “Sesenta y cuatro caballos”, que “a los escuchadores de his-

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torias nos resulta más fácil aceptar lo enorme que lo mediano” (1998: 119). Esa reclamación de verosimilitud, que hará buenos todos los desatinos que el narrador se proponga abordar, tiene su fuerza principal en la fascinación que las palabras logran ejercer en el lector. No existe otra vía en literatura, o no hay otro modo que le sea tan exclusivo: la palabra es el principio y el fin de todo propósito literario. Fue también Pereira quien supo ofrecernos una fábula ejemplar en lo que tiene de ilustración de ese reto de desechar lo mediano para contar lo enorme que solo puede asumir el narrador que cree en el poder del lenguaje. Ya habrán adivinado que me refiero a “Palabras, palabras para una rusa”, con esa reiteración tan poco inocente dejando recado ya desde el título. La verdad del cuento, que levanta una historia de amor apasionada que dura lo que dura un baile, se sostiene exclusivamente en la fascinación que producen las palabras en tan corto espacio de tiempo como el que ocupan los compases de una de esas “piezas sentimentales que se oían en Pasapoga en los años 50” (1988: 62), evoca el narrador. El hechizo es aún más admirable porque la pareja que baila no comparte la misma lengua. Un español enamora a una rusa con palabras que ella no entiende. Pero logra hacerla suspirar y casi desmayarse en sus brazos, rendida ante un discurso incomprensible. Y esta enormidad la aceptamos porque el narrador ficticio, que es quien baila, cree sin fisuras en la virtud acariciadora del lenguaje, una fe que profesa el narrador real. La confianza del bailarín en las posibilidades sonoras de su discurso es descrita por Pereira como si dictara una poética sobre la narración oral. El ensalmo que producen sus palabras a mí me recuerda al efecto que describe BlancoAmor en un cuento titulado “La vía”: “Crisanto sacaba las palabras en hilera por su hociquillo aportillado; apresuradas, como pespunteadas, y con tal certeza que no daba tiempo a dudar, poniéndole a uno las cosas delante como si se estuvieran viendo que aún, a veces semejaban las mismas repetidas para cada caso, al parecer sin importarle demasiado que se le creyera” (1975: 71). La confianza de Crisanto en lo que cuenta es tanta que se despreocupa de la verosimilitud del cuento. El hombre que susurra palabras a una rusa mientras baila obra con la misma convicción. Y Pereira no ahorra noticias sobre la fuente del secreto: es un acercamiento a los efectos propios de la poesía, inventando cadencias y asumiendo silencios estudiados, fiándolo todo a la musicalidad de las sílabas recitadas por una voz grave y sonora, lo que garan-

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tiza la ensoñación y permite al protagonista recurrir a textos tan disparatados para romper corazones como la Salve o la tabla de multiplicar. Sin el compromiso con la lengua, por tanto, nada se logra en el otro compromiso, el de la verdad de lo narrado, que a su vez es una forma de hacer menos fraudulenta la vida. Una novela hoy tristemente olvidada, como es La Gaznápira, de Andrés Berlanga, supone la mejor ilustración de esa solicitud que debiera inspirar siempre la labor de quien escribe: el concierto con las palabras, su renacimiento dentro de la fábula para que esta rompa los límites de la ficción y le devuelva al mundo, con verdad añadida, un testimonio de vida cuyo crédito descansa por encima de todo en la lengua de los personajes. El mismo compromiso con las palabras y la vida ofrece otra novela fiel al espíritu fabulador del Poniente, Calle Feria, de Tomás Sánchez Santiago, al que le basta una calle de Zamora para contar el mundo y sus oficios, la infancia y sus afanes, la realidad y sus ilusiones expuestas en coloquios callejeros surgidos del empeño de las voces por dejar memoria de lo que han oído y por contarlo “al serano”, esa hora en la que es más frágil el sol pero más perennes las palabras. V La exigencia con la lengua que sostiene el discurso del narrador completa el recorrido que les anuncié al comienzo: el de una fabulación que respira en el paisaje, que vive en una voz detenida en la memoria y que busca recuperar ese acento en una voz nueva, consciente de sus recursos cuando se trata de recrear el recuerdo para hacerlo fábula intemporal. Mas la palabra sin tiempo, la única que vale en literatura, tiene también su cifra secreta y su apelación al entendimiento del lector para descubrir lo que no se dice, pero está, entre las líneas de lo escrito. Es un último legado de ese acento de Poniente que deriva del hábito de escuchar afinado por generaciones de oyentes deseosos de atender cada noche al cuento y su secreto. Hay un relato de Pereira extraordinario en esta sutil ilustración. Se titula “Historia de monjas” (1991: 143-148).11 Aquí hablan las campanas de dos

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Publicado originalmente en Rey Lagarto, 7 (marzo de 1990).

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conventos separados por el río en Villafranca del Bierzo: las calzadas del Otro lado y las descalzas de la Antigua. Lo que se oyen son las horas que, con una puntualidad solar, llevan dando las monjas desde la fundación de sus conventos. Por tanto, un tiempo antiguo, un tiempo casi legendario pero que, transcurridos los siglos, aún rige la vida de todo el pueblo. Pero lo que de verdad cuenta el bronce batido, o lo que Pereira quiere que oigamos cuando tañen las campaneras de las dos orillas, es otra cosa: son los afanes y las dudas de las monjas, sus dolencias y su presentimiento de la muerte, “sus pasos por los hondos jardines, las cartas que les llegaban de Roma, el acento tan elegante del latín de los versos” (1991: 148). La monja protagonista del cuento, que es de Cambados —es decir, del Poniente—, y se llama sor Peregrina, tiene la misma habilidad de los fabuladores de su tierra para reconocer el misterio que alumbra la existencia: oyendo tocar a su homóloga del convento de la Antigua, sabe que quien tañe es una “monja muy joven y un poco tímida, pálida y venida de lejos” (1991: 148). Y ella replica con la cortesía debida para que su correspondiente sepa que la del Otro Lado pasa de los cien años, pero que una vez fue joven, como ella, y que la víspera de profesar, paseó con recato y se miró en las lunas de los escaparates y tanteó collares que ya nunca la habrían de vestir. En el cuento de Pereira, la voz de la monja centenaria es una cuerda que prolonga la agitación de sus manos para echar la voz al aire, una voz que pide confidencia y exige complicidad. Y solo así el cuento deja de ser una estampa más o menos costumbrista para convertirse en un testimonio discretísimo de lenguaje figurado, como corresponde a la clausura, pero un testimonio tan convencido de la locuacidad de las campanas cuando es una mano sabia quien las bate, que no hacen falta palabras añadidas que se impongan al latido del bronce. En las horas del pueblo que da la monja centenaria de Cambados van contadas sus cuitas, sus renuncias, sus sueños y su caridad. Y todo ello lo entiende al otro lado del río una monja que replica con su campana para corresponder contando lo suyo mientras la vida sigue. Este gran oficio de palabras, sean dichas por campanas o de atardecida junto al fuego del hogar, sean puestas en boca de un narrador inocente o en la de un cónsul romano que llama a los soldados por su nombre negando el olvido que pudiera ensombrecer sus vidas, obra milagros que solo la literatura puede ofrecer. En el fondo se trata siempre de lo mismo: contar; contar con las palabras justas para que perdure el mundo en las palabras. Solo así

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podrá tener sentido este quehacer leve pero capaz de sujetar el peso incalculable de la existencia en una línea, tal vez en esta que Pavese puso en labios de Hesíodo para describir el oficio de los poetas: “Con un simple nombre contaban la nube, el bosque, los destinos” (1987: 343). Herederos afortunados de palabras sin edad, en el Poniente seguimos creyendo en estos alumbramientos de la voz asentada en el papel cada vez que una cuartilla en blanco reclama las palabras del fabulador para fundarse.

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SOBRE LOS AUTORES

Tomás Albaladejo es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Madrid. Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Murcia. Doctor en Letras Modernas por la Universidad de Bolonia. Ha sido profesor en las Universidades de Málaga, Murcia, Alicante y Valladolid y visitante en las Universidades de Bielefeld, Tours, Nottingham y Oxford. Sus líneas de investigación: teoría del lenguaje literario, teoría de los géneros literarios, literatura comparada, retórica, teoría de la traducción literaria, discurso político. Algunas de sus publicaciones: Retórica (1990), Semántica de la narración: la ficción realista (1992), “Cultural Rhetoric: Foundations and Perspectives”, “European Crisis, Fragmentation and Cohesion: The Contribution of Ectopic Literature to Europeanness”, “Utopía en el Quijote. El discurso de la Edad de Oro”, “Writing Memory in Conflict and Post-Conflict”, “Diálogo en monólogo. Sobre un texto de Aristófanes”. Natalia Álvarez Méndez es profesora titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de León. Es directora del “Grupo de Estudios literarios y comparados de lo Insólito y perspectivas de Género” (GEIG), y directora de la colección “Las Puertas de lo Posible” (editorial Eolas). Actualmente es la investigadora principal del proyecto I+D+i “Estrategias y figuraciones de lo insólito. Manifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad)”, PGC2018093648-B-I00. Ha publicado los ensayos Espacios narrativos (2002) y Palabras desencadenadas. Aproximación a la teoría literaria postcolonial y a la escritura hispano-negroafricana (2010). Entre sus coediciones más recientes destacan Espejismos de la realidad. Percepciones de lo insólito en la literatura española (siglos xix-xxi) (2015), Territorios de la imaginación. Poéticas ficcionales

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de lo insólito en España y México (2016), Pensamiento y creación literaria en Sabino Ordás (J. M.ª Merino, J. P. Aparicio y L. M. Díez) (2018), Realidades fracturadas. Estéticas de lo insólito en la narrativa en lengua española (19802018) (2019). Pablo Andrés Escapa es autor de los libros de relatos Las elipsis del cronista (2003), Voces de humo (2007), Mientras nieva sobre el mar (2014; Premio Sintagma) y Fábrica de prodigios (2019; Premio de la Crítica de Castilla y León). Otros libros suyos son la novela Gran Circo Mundial (2011) y Cercano Oeste (2012), un ensayo sobre el Western y su reflejo en la realidad. Especializado en historia del libro y bibliografía material en el Siglo de Oro, ha publicado numerosos artículos en revistas científicas. Su edición del Syntagma de arte typographica de Juan Caramuel (2004) obtuvo el Premio Fray Luis de León en la categoría de Obras Literarias, de Divulgación y de Carácter General. Trabaja en la Real Biblioteca donde, entre otras funciones, es editor de la revista Avisos. Sergio Fernández Martínez, doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, es investigador posdoctoral Margarita Salas de la Universidad de León y desarrolla su trabajo en torno al cuerpo, el dolor y la vulnerabilidad en la poesía del siglo xxi en la Universidad de Salamanca. Su estudio monográfico más reciente es La poesía leonesa y la Colección Adonáis. Una historia revisada (2021). Ha editado los relatos de Felicidad Blanc en La ventana sobre el jardín (2019) y los cuentos infantiles de Mercè Rodoreda en Cuentos para niños (2019), por el que obtuvo el XIX Premi Aurora Díaz-Plaja. Asimismo, ha coeditado varios volúmenes de crítica literaria hispánica, como Narradoras españolas de posguerra (2022). Ha traducido del catalán al español a Teresa Pàmies, Mercè Rodoreda y Biel Mesquida. Carlos Javier García, doctor por University of California at Davis, en la actualidad es catedrático de Literatura Española en la Arizona State University. Es autor de Metanovela: Luis Goytisolo, Azorín y Unamuno (1994), La invención del grupo leonés. Estudio y entrevistas (1995), Contrasentidos. Aproximación a la novela española contemporánea (2002), Tres días que conmovieron

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Nota sobre los autores

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España. Tres periódicos y el 11M (2008). Edición, introducción y guía de lectura de El espíritu del páramo, Luis Mateo Díez (2008). Variantes de la modernidad. Estudios en honor de Ricardo Gullón, eds. Carlos Javier García y Cristina Martínez-Carazo (2011). Ha publicado artículos en revistas como España Contemporánea, ALEC, Letras Peninsulares, Romanic Review, Revista Hispánica Moderna, Hispanic Review y Anthropos. En 2016 publicó la edición crítica de Luis Goytisolo, Antagonía. Edición, prólogo y notas de Carlos Javier García. Epílogo Gonzalo Sobejano. Armando López Castro ha sido catedrático de Literatura Española en la Universidad de León. Su principal campo de investigación es la poesía. Entre sus libros destacan: Lectura de José Ángel Valente (1992), Las aguas de la memoria. Una aproximación a la poesía de Leopoldo Panero (1994), Sueño de vuelo. Estudios sobre San Juan de la Cruz (1998), En el límite de la escritura. Poesía última de José Ángel Valente (2002), Luis Cernuda en su sombra (2003), Un canto de frontera. Escritos sobre Antonio Machado (2006), El instante azul. Estudios sobre Juan Ramón Jiménez (2007), El ángel caído. Ensayos de lectura sobre Blas de Otero (2011), Nueve meditaciones sobre Antonio Gamoneda (2014), El hilo del aire. Estudios sobre Antonio Colinas (2017), De las sombras a la luz. Los poemas de Vicente Aleixandre (2019) y Memoria e imaginación: estudios sobre poetas románticos (2021). José Enrique Martínez, catedrático jubilado de Teoría de la Literatura en la Universidad de León, ha escrito sobre poetas como Panero, Ángel González, Colinas, Carvajal y Luis Alberto de Cuenca, entre otros, y sobre narradores como Pereira, Guerra Garrido, Merino, Luis Mateo Díez y Aparicio, además de diferentes trabajos sobre la intertextualidad, las relaciones interartísticas, el autobiografismo, el encabalgamiento y otros asuntos métricos. Entre sus libros destacan: La intertextualidad literaria (2001), La voz entrecortada de los versos (2010), Voces del Noroeste (2010), El lienzo de la página (2017), Rumor del verbo ardido. Estudios sobre la obra de Antonio Carvajal (2020) y La huella de la herida. Sobre la poesía de José Luis Puerto (2021). Ha coordinado volúmenes como: Victoriano Crémer. Cien años de periodismo y literatura (2009) y El viaje de la palabra. Estudios sobre la obra de Ramón Carnicer (2015) y El mundo del padre Isla (2005). Ha editado, entre otros textos, En la luz respira-

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da, de Antonio Colinas (2004) y Los signos de la sangre (Poesía 1944-2004), de Victoriano Crémer (2009). Carmen Morán Rodríguez ha sido docente e investigadora en las universidades de las Islas Baleares y Jaén, y actualmente es profesora titular en la Universidad de Valladolid. Sus intereses investigadores se centran en la literatura española contemporánea, campo en el que ha publicado monografías como Juan Ramón Jiménez y la poesía argentina y uruguaya en el año 48. Historia de una antología nunca publicada (2014) y Hologramas. Realidad y relato del siglo xxi (2017), en colaboración con Teresa Gómez Trueba. Además, ha editado Arias tristes de Juan Ramón y Memorias de Leticia Valle, entre otras. En diversos artículos y capítulos de libro ha estudiado la obra de autores contemporáneos, como Aurora Luque, Ada Salas, Gustavo Martín Garzo o Miguel Delibes. Alfredo Saldaña es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (Universidad de Zaragoza), profesor visitante en distintas universidades europeas, americanas y del norte de África y codirector de Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Sus líneas de investigación se centran en la filosofía de la cultura, la teoría crítica y la literatura contemporánea. Autor, entre otros, de los siguientes ensayos: Modernidad y posmodernidad: filosofía de la cultura y teoría estética (1997), El texto del mundo. Crítica de la imaginación literaria (2003), No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad (2009), La huella en el margen. Literatura y pensamiento crítico (2013), La práctica de la teoría. Elementos para una crítica de la cultura contemporánea (2018) y Romper el límite. La poesía de Roberto Juarroz (2022). Sus últimos libros de poesía son Humus (2008) y Malpaís (2015). Raquel de la Varga Llamazares es becaria predoctoral de la Universidad de León, donde realiza su tesis sobre la cuentística de Antonio Pereira compaginada con investigaciones en torno a lo insólito y la narrativa contemporánea y actual en español. Es miembro del Grupo de Estudios Literarios y Comparados de lo Insólito y Perspectivas de Género (GEIG) y forma parte del grupo de trabajo del proyecto Estrategias y figuraciones de lo insólito. Ma-

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Nota sobre los autores

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nifestaciones del monstruo en la narrativa en lengua española (de 1980 a la actualidad), PGC2018-093648-B-I00. Es coeditora de la antología Cuentos fantásticos. Emilia Pardo Bazán y editora de la antología de cuentos de Antonio Pereira titulada El hilo de lo irreal. Fabulaciones, ambas publicadas en la colección “Las puertas de lo posible” en la editorial Eolas, y autora de varios capítulos de libros y artículos en revistas sobre narrativa española contemporánea y la ficción insólita desde la perspectiva de género.

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