Entre la Argentina y España: El espacio transatlántico de la narrativa actual 9783954870738

Escritores y críticos literarios abren nuevas vías de interpretación acerca del espacio transatlántico común en el que c

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Spanish; Castilian Pages 454 [455] Year 2012

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Entre la Argentina y España: El espacio transatlántico de la narrativa actual
 9783954870738

Table of contents :
Índice
INTRODUCCIÓN. Argentina-España, ida y vuelta
I. Principios sin fi nal: intercambios, traducciones y narradoras entre dos márgenes
Entre dos orillas. La narrativa argentina contemporánea (Ida y vuelta con España)
“Rabie Garcilaso”: nación, traducción y errancia en Argentina
Narradoras argentinas y españolas hoy. Lecturas de Pola Oloixarac y Mercedes Cebrián
II. Cruce de géneros narrativos: minifi cción, diario y ensayo
Argentina-España: hacia una lectura transatlántica de la minifi cción
La ficción diarística argentina en el siglo XXI
Notas de malos lectores
III. Articulaciones interdisciplinarias de la narrativa actual: cine, arte y tecnología
Cleptomnesis: el robo de la memoria en El viaje vertical de Enrique Vila-Matas y en El pasado de Alan Pauls
Fueye: una novela gráfi ca sobre las relaciones transatlánticas
Ciberliteratura argentina en papel: escritura y tecnología en La vida en las ventanas de Andrés Neuman y El púgil de Mike Wilson
IV. Formas de narrar el mercado: antologías, editoriales y premios literarios
De antología: resistencias, hispanismos, puentes y cuentos trans-
Independientes. Editoriales, experiencia y capitalismo
De naturalezas dobles: los premios literarios, el Premio Alfaguara y Andrés Neuman
V. Ficción y crítica: escritores en ambos mundos
El factor Fresán
Enrique Vila-Matas
Música prosaica
El estilo y lo Neutro en Marcelo Cohen
Zona cero. Pautas para una concepción tecnológica de la narrativa
El ovidiódromo de Juan Francisco Ferré
La Cosa, o Apuntes para el ser argentino como Expediente X
Rodrigo Fresán V.O.S. (Subtítulos para una narrativa eXtranjera)
Testigo extranjero (fragmentos de un diario transamericano)
17 apuntes sobre El viajero del siglo, de Andrés Neuman
VI. Finales con principio: narrar en el siglo XXI
Una obra desaparece. Notas sobre la narrativa reciente
Dos propuestas para el hispanismo transatlántico del siglo XXI
Mis estrictos contemporáneos. Una crónica personal
Sobre los autores

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Entre la Argentina y España El espacio transatlántico de la narrativa actual

ANA GALLEGO CUIÑAS (ED.)

Iberoamericana • Vervuert • 2012

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Monografía LETRAL, nº 3 financiada por el Ministerio de Innovación y Ciencia y por la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía

© Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 439

ISBN 978-84-8489-699-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-750-3 (Vervuert) Depósito legal: M-38020-2012 Diseño de cubierta y páginas interiores: Carlos del Castillo The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Entre la Argentina y España El espacio transatlántico de la narrativa actual

ANA GALLEGO CUIÑAS (ED.)

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Índice Introducción Argentina-España, ida y vuelta ANA GALLEGO CUIÑAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. Principios sin final: intercambios, traducciones y narradoras entre dos márgenes Entre dos orillas. La narrativa argentina contemporánea (Ida y vuelta con España). ROBERTO FERRO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “Rabie Garcilaso”: nación, traducción y errancia en Argentina. JULIO PRIETO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Narradoras argentinas y españolas hoy. Lecturas de Pola Oloixarac y Mercedes Cebrián. ERIKA MARTÍNEZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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II. Cruce de géneros narrativos: minificción, diario y ensayo Argentina-España: hacia una lectura transatlántica de la minificción. FRANCISCA NOGUEROL JIMÉNEZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 La ficción diarística argentina en el siglo XXI. DANIEL MESA GANCEDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Notas de malos lectores. ANDREA VALENZUELA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 III. Articulaciones interdisciplinarias de la narrativa actual: cine, arte y tecnología Cleptomnesis: el robo de la memoria en El viaje vertical de Enrique Vila-Matas y en El pasado de Alan Pauls. JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ ÁLVAREZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159

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Fueye: una novela gráfica sobre las relaciones transatlánticas. GRACIA MORALES ORTIZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ciberliteratura argentina en papel: escritura y tecnología en La vida en las ventanas de Andrés Neuman y El púgil de Mike Wilson. JESÚS MONTOYA JUÁREZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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IV. Formas de narrar el mercado: antologías, editoriales y premios literarios De antología: resistencias, hispanismos, puentes y cuentos trans-. PABLO BRESCIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 Independientes. Editoriales, experiencia y capitalismo. JOSÉ IGNACIO PADILLA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243 De naturalezas dobles: los premios literarios, el Premio Alfaguara y Andrés Neuman. VICENT MORENO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267 V. Ficción y crítica: escritores en ambos mundos El factor Fresán. ENRIQUE VILA-MATAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Enrique Vila-Matas. IGNACIO VIDAL-FOLCH . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Música prosaica. MARCELO COHEN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El estilo y lo Neutro en Marcelo Cohen. CHRISTIAN ESTRADE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Zona cero. Pautas para una concepción tecnológica de la narrativa. JUAN FRANCISCO FERRÉ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El ovidiódromo de Juan Francisco Ferré. ELOY FERNÁNDEZ PORTA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Cosa, o Apuntes para el ser argentino como Expediente X. RODRIGO FRESÁN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Rodrigo Fresán V.O.S. (Subtítulos para una narrativa eXtranjera). ANA GALLEGO CUIÑAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Testigo extranjero (fragmentos de un diario transamericano). ANDRÉS NEUMAN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 apuntes sobre El viajero del siglo, de Andrés Neuman. VICENTE LUIS MORA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . VI. Finales con principio: narrar en el siglo XXI Una obra desaparece. Notas sobre la narrativa reciente. REINALDO LADDAGA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dos propuestas para el hispanismo transatlántico del siglo XXI. ANA GALLEGO CUIÑAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mis estrictos contemporáneos. Una crónica personal. JORGE CARRIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN Argentina-España, ida y vuelta ANA GALLEGO CUIÑAS Universidad de Granada

“¿Hay algo más inventivo que una idea encarnada y emponzoñada cuyo aguijón empuja la vida contra la vida fuera de la vida? Retoca y reanima sin cesar todas las inagotables escenas y fábulas de la esperanza y la desesperación, con precisión siempre creciente que supera sobradamente la precisión finita de toda realidad”. (PAUL VALÉRY)

Debo a la conjunción de un Proyecto de Investigación I+D del Ministerio de Innovación y Ciencia llamado LETRAL y a dos pasiones, las narrativas argentina y española, la publicación de este libro. Y también a una idea fija: ligar mis investigaciones de literatura contemporánea escrita en español a la línea teórica de los estudios transatlánticos impulsada por Julio Ortega para el campo del hispanismo. Precisamente lo que más me interesa de este enfoque es la superación de un entendimiento finito de la realidad literaria producida en ambos lados del Atlántico en aras de trabajar los textos de ficción de un modo abierto, plural, no ceñido a una metodología estricta ni a un discurso crítico específico, sino a un estudio comparativo que comprende distintas tradiciones e

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instrumentos de análisis heterogéneos1. En el contexto actual ya no tiene cabida el modelo evolutivo de literatura en que aparece América Latina como caja de resonancia de Europa ni tampoco podemos abordar el estudio de la literatura española del último siglo sin tener en cuenta la producción cultural de Latinoamérica: “No puede entenderse la narrativa hispanoamericana del siglo XXI sin las lecturas cruzadas que los autores de una y otra orilla han hecho y hacen de Ricardo Piglia, Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Fernando Vallejo o César Aira. Es eso tan obvio que uno se pregunta en qué momento de la historia reciente de la hermenéutica nos equivocamos” (Carrión 2010: 250). Esto se debe, entre otros factores, a la erosión de los Estado-nación y al incremento de la movilidad a partir de la década de los ochenta, que ha favorecido los fenómenos de la globalización y la interculturalidad2, así como los avances en comunicación y tecnología, que han propiciado a su vez que la literatura escrita en español comparta posturas y campos de referencia similares en cada continente. Superadas las “obligaciones territorialistas” y las “miopías del nacionalismo”, y aunque las fronteras nacionales sigan existiendo políticamente (su soberanía económica es una fantasía), se han disuelto los nexos naturales entre la experiencia cultural y la localización territorial3 (véase Ludmer) y ha surgido en los últimos

1. Precisa Ortega: “La crítica transatlántica, probablemente, empieza siendo una renovación del hispanismo y una avanzada del Humanismo internacional. Recupera la textualidad aleatoria y discontinua de los contactos, intercambios, negociaciones, fracturas, cruces y mezclas de los lenguajes culturales que construyen espacios de afincamiento y estrategias de migración, dispositivos de articulación y prácticas de entrado y anudamiento” (2010: 10). 2. El concepto y el sentido de este término también lo tomo prestado de Canclini: “De un mundo multicultural –yuxtaposición de etnias o grupos en una ciudad o nación– pasamos a otro intercultural globalizado. Bajo concepciones multiculturales se admite la diversidad de culturas, subrayando su diferencia y proponiendo políticas relativistas de respeto, que a menudo refuerzan la segregación. En cambio, la interculturalidad remite a la confrontación y el entrelazamiento, a lo que sucede cuando los grupos entran en relaciones e intercambios. Ambos términos implican dos modos de producción de lo social: multiculturalidad supone aceptación de lo heterogéneo; interculturalidad implica que los diferentes son lo que son en relaciones de negociación, conflicto y préstamos recíprocos” (2008: 15). 3. Josefina Ludmer llama a este nuevo tipo de literatura “postautónoma”.

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tres lustros una literatura en español que sin duda está atravesada por una miríada de otras culturas y cuyo verdadero sello de identidad es la lengua: Después de decir que el tema de exilio y literatura es el tema de la literatura latinoamericana, Emir Rodríguez Monegal dijo una vez lo siguiente: “El exilio, entre nosotros, empieza precisamente porque es una literatura en lenguas que vienen de fuera y que hemos tenido que hacer nuestras a través de un trabajo de siglos. De alguna manera, es una literatura que seguimos haciendo nuestra a través de ese mismo trabajo”. Lo que quiero decir es que el territorio del escritor es la lengua en que escribe, y que la condición de emigrado causa en esa lengua interferencias que el escritor debe estar en condiciones de aprovechar creativamente. Escribir fuera, igual que leer en otra lenguas, es someterse voluntariamente a la hibridación, a la impureza. Esto, entre otras cosas, nos dejaron como legado los novelistas del boom latinoamericano: el derecho a romper la lengua española, a repudiar las prosas castizas, a abrazar los barbarismos (Vásquez 2009: 184).

Cuando hablo de cultura lo hago pensando en Canclini, es decir, como un sistema de “relaciones de sentido” que identifica “diferencias, contrastes y comparaciones”. No se trata pues en este libro de equiparar la cultura (literatura) española y la argentina como “sistemas preexistentes”, sino de atender también a la mezcla y los malentendidos que las vinculan: “para entender a cada grupo hay que describir cómo se apropia y reinterpretan los productos territoriales y simbólicos ajenos” (Canclini 2008: 20-21). Es necesario entonces revisar el estado actual de las apropiaciones y trasvases literarios entre la Argentina y España, diversos y en ocasiones contradictorios, no para llegar a conclusiones cerradas sino para plantear nuevas preguntas que nos ayuden a situarlas en el mapa transatlántico hispánico. Para ello es primordial partir de la base de que los espacios literarios de América Latina y de España devienen en la actualidad en un solo espacio común, el de la lengua española, toda vez que convergen en una encrucijada transoceánica en la que desfilan escritores móviles con una identidad localista, nítidamente híbrida4. Y es que,

4. Francisca Noguerol explica la extraterritorialidad de la narrativa latinoamericana desde 1995, rasgo que también podemos aplicar al caso español: “vivimos un momento en que la búsqueda de identidad ha sido relegada a favor de la diversidad; como consecuencia, la creación literaria se revela ajena al prurito

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como advierte Canclini, desde la década de los ochenta no podemos pensar en el espacio literario latinoamericano y en el español por separado y sin ponderar los intercambios culturales transnacionales que se han ido sucediendo (véase también Casanova). Porque en los noventa se acaban los dualismos local/extranjero, alta cultura/cultura de masas y asistimos a una reaparición del sujeto –autónomo y descentrado cuyo vacío termina siendo ocupado por distintas “estrategias discursivas”– y un cambio de la percepción de la experiencia que conllevan el debilitamiento de fronteras literarias precisas y la migración continua de escritores y textos: Los años noventa han visto la aparición de una hornada de escritores cosmopolitas por biografía y vocación, comprometidos con su carrera literaria y dispuestos a desplazarse a otros países para alcanzar proyección internacional. Deseosos de romper con los estereotipos sobre el escritor latinoamericano, estos autores retratan en sus textos sociedades multiculturales, caóticas y tecnificadas en las que cada vez resulta más evidente la manipulación de la verdad (Noguerol 2008: 27).

Entonces ¿qué significa hoy escribir en “otro” lugar? Una posible respuesta es brindada por Sylvia Saítta: la extranjería de un texto habría de pasar por el desplazamiento geográfico en la ficción, el uso de otra lengua, la extrañeza de la anécdota o el efecto de traducción (2003: 35). La producción narrativa actual es sumamente proteica y sólo en el acento del lenguaje podemos encontrar una sombra de pertenencia, de identidad nacional. Por eso es necesario que en el siglo XXI se ensayen otros acercamientos teóricos, como el “espacio transatlántico”, que vindicamos en este volumen, y no desde el concepto de globalidad, sino de peculiaridades literarias que confluyen. El punto de partida es la idea de espacialidad y sus significantes asociados –espacio, lugar, superficie, territorio, nación, tierra natal, hogar, etc.–, ligada por supues-

nacionalista a partir del cual se la analizó desde la época de la Independencia, aún vigente en múltiples foros académicos y que rechaza la literatura universalista como parte del patrimonio cultural del subcontinente. Así, uno de los procesos más interesantes de los tiempos recientes viene dado por el carácter posnacional (Castany 2007) o pangeico (Mora 2006) de la literatura en español” (2010: 93).

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to al devenir, el desplazamiento, los tránsitos, los viajes, las migraciones y deambulaciones y, entonces, a lo “propio” y lo extraño, lo íntimo y lo público, la pertenencia y la ajenidad, la otredad, lo extranjero. Una tensión que compromete tanto el espacio físico como el escritural y el poético, y que involucra las múltiples dimensiones de la globalización: geográficas, culturales, políticas, mediáticas, identitarias, afectivas (Arfuch 2005: 12).

Entendemos el espacio transatlántico como un concepto de cruce, tránsito y convergencia de formas narrativas compartidas entre la Argentina y España en la actualidad. Es decir: la idea de espacio no sólo está ligada a la idea de atemporalidad, sino a la del reconocimiento recíproco entre campos literarios, que sin duda desechan el “relato único” y el esencialismo para apostar por una concepción “abierta” del espacio ficcional que llama la atención sobre las interacciones, la multiplicidades y la coexistencia de las diferencias (véase Arfuch 2005: 16); y que en el caso concreto de la literatura en español se habría de definir por su carácter transatlántico. Tal y como expone Doreen Massey, “el espacio es producto de interrelaciones” (2005: 104), lo que significa que siempre hay “vínculos que deben concretarse, yuxtaposiciones que van a atraer aparejadas interacciones” (ibíd. 2005: 105) que deben analizarse y definirse para el espacio literario argentino-español. Así, lo importante es la capacidad de este espacio de generar una esfera de encuentro transatlántico que posibilita e incorpora “la coexistencia de trayectorias relativamente independientes” (ibíd. 2005: 119), que se influyen mutuamente y entran en conflicto, sobre todo a partir de los años noventa del pasado siglo. Y es que el espacio no es una superficie, sino una forma de ver el mundo, de leer la literatura: el espacio transatlántico es un “sistema abierto” que invita a producir nuevas líneas de lectura y formular otros interrogantes en relación a la identidad y al espacio literario en lengua española5. Esto es, en el espacio transatlántico de la narrativa actual hay que poner el énfasis en el lector y reformular la pregunta que planteaba

5. En el asunto preciso que nos ocupa no hay que soslayar, aunque no sea el objeto de este libro, el dominio y la subordinación americana en tiempos de la colonia por parte de España, y el desprestigio y falta de interés por lo español en el siglo XX en la Argentina, cuestiones que han signado la construcción de identidades y han influido fuertemente en las lecturas que se han hecho a lo largo del tiempo en un lado y en otro del Atlántico

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anteriormente Saítta: ¿qué significa hoy leer en un lugar determinado? Es imprescindible atender a la lectura como creadora de significados capitales en ambas orillas en un marco literario reciente en el que el mercado forma parte constitutiva de la producción cultural. Esto genera una suerte de tensión entre los Estados nacionales y el mercado global, que en el tema que nos ocupa sigue estando en manos de las grandes editoriales españolas, que monopolizan la distribución de buena parte de los libros en el continente americano. A saber: la literatura atraviesa contextos, se desplaza y cuando éstos cambian, lo primero que muda es el modo de lectura y el lector. De esta manera, la situación de recepción de un texto lo transforma, lo reescribe, y estas operaciones son las que nos interesa desentrañar: cómo se ha leído la narrativa de un lado y otro del océano en los postreros quince años en la Argentina y en España, puesto que –como nos enseñó Borges en “Pierre Menard”–, la lectura depende del contexto histórico, y en el último medio siglo, el hispánico es más transatlántico que nunca. Ahora bien, desde el prisma de la escritura hay una convergencia mayor en la narrativa actual que pasa por la desconfianza de los modelos narrativos centrales, la apuesta por la marginalidad y el fragmentarismo (un relato mínimo, reducido a lo esencial), la aspiración a la condición del arte contemporáneo, la improvisación, lo instantáneo y lo mutante6 (véase Laddaga 2007: 14-15). Cuando hablo de “narrativa actual” me refiero a obras concretas publicadas a finales del siglo XX y durante el siglo XXI por escritores que han nacido en la segunda mitad de la pasada centuria y cuya textualidad tiene un claro marchamo transatlántico7, además de ser referencias fundamentales para aprehender el espacio actual de interrelación literaria entre la Argentina y España. Por este catálogo de razones he invitado a colaborar en este proyecto editorial a escritores y especialistas en literatura argentina y española de primerísima fila para que reflexionen sobre estas problemáticas (y otras) de la narrativa actual, así como para trazar entre todos una suerte de hoja de ruta de la literatura del siglo XXI, un mapa con nuevos recorridos de lectura que se avienen a una crítica que, como debe ser hoy día, es más independiente, valiente y rigu-

6. Laddaga también menciona la tradición actual del “escribir mal” tan ponderada por César Aira en sus textos. 7. O en el caso de Vila-Matas a finales de la primera mitad, en 1948.

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rosa que nunca8. Pero, ¿cómo hacer una crítica literaria posnacional?, ¿cómo trascender lo nacional y las rigurosas delimitaciones de campo de la academia?, ¿de qué forma leemos estos textos cuando la literatura ha dejado de ser autónoma en relación con lo económico? Los ensayos aquí compilados comparten un modo de mirar “estrábico” que, aunque sigue teniendo en cuenta la articulación imaginaria que otorga sentido a las tradiciones9 nacionales (que no hay que perder de vista para entender ciertos textos), las manipulaciones editoriales a este respecto y la voluntad del escritor de pertenencia a un campo concreto; suponen un espacio literario común a la literatura argentina y española con cruces, interacciones y divergencias que sin duda también están orientadas por el mercado editorial. No obstante, nuestro compromiso es pues con la literatura, y no con el compadrazgo o el clientelismo, así como nuestro principal reto ha sido romper con la división monolítica en perfiles de conocimiento –España frente a Latinoamérica– que las academias española y argentina han impuesto tradicionalmente a sus profesores e investigadores. En este sentido, reconozco que no ha sido fácil instar, y convencer, a los participantes de este libro de la necesidad de abordar las dos orillas en todos los temas tratados, aunque invariablemente todos los capítulos aquí recogidos participan del enfoque de los estudios transatlánticos de literatura. La función principal de la crítica literaria actual10, y de la que se ha llevado a cabo en este volumen, es ubicar un libro en la biblioteca de un espacio transatlántico común, ponerlo en relación con su contexto y con otras

8. Nótese cómo se ha reducido el espacio de la crítica y su influencia en la actualidad, que cada vez es menor, ya que hay más concesión al mercado que a la calidad literaria. 9. La tradición “no es algo que exista de modo inmanente, no es un corpus ni un canon, sino una creencia. La literatura hispanoamericana existe, simplemente, cada vez que alguien busca responder (como lector, escritor o crítico) a algún escritor que haya existido en esta apartada región del mundo” (Volpi 2008: 110). 10. “Se diría que con el cambio del siglo XX al siglo XXI y con la aparición de nuevas formas de organización en el seno de la Academia –como las derivadas de los estudios culturales– y de nuevas formas de organización de los discursos del saber –como las derivadas de Internet– estaríamos en una posición privilegiada para cambiar de una vez por todas las estructuras finalmente institucionales y, por tanto, políticas, que fueron fijadas durante períodos históricos de gobierno no democrático (imperialismo, despotismo ilustrado, dictaduras militares), y que percibimos como anacrónicas e injustas” (Carrión 2010: 251).

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obras para orientar y suscitar múltiples lecturas. Nuestra intención también ha sido contribuir a la visibilidad de algunas publicaciones al margen del mercado y delinear unos cuantos ejes de referencia cultural ante los innúmeros canales de opinión y la pluralidad de puntos de vista que dispersan y atomizan la crítica literaria del momento. En definitiva, nos hemos empeñado en romper fronteras canónicas, en abrir nuevas vías de interpretación y analizar intercambios dialógicos e intertextuales para bosquejar lo que podría llegar a ser la “futuridad” de las letras de la Argentina y de España en el siglo XXI, sobre todo del espacio transatlántico en el que convergen. El presente libro se compone de colaboraciones que ofrecen un panorama (sobre la base de estudios literarios generales y análisis concretos de autores y obras) de las prácticas narrativas de los últimos quince años en ambas orillas que habrían de contribuir a (re)pensar desde un punto de vista comparado –interdisciplinario y cruzado– el contexto cultural en este cambio de siglo, bajo una nueva episteme que Lipovetsky ha denominado “hipermodernidad”. La idea original de esta monografía, y así se transmitió a los que la integran, era reflexionar sobre el espacio narrativo de la Argentina y España, elucidar zonas de coincidencia y alejamiento, desde perspectivas transversales y multidisciplinares11. Es claro que ambos campos, aunque diverjan en puntos de vista, comparten un mismo espacio transatlántico, un mismo tono de época actual, y similares problemáticas y preocupaciones que se reflejan en los ensayos de este volumen. Los veinticinco textos recabados se antojan apasionantes por sus contrastes, sus inopinadas convergencias y sus hallazgos insólitos, pensados para acotar con pulso firme un espacio cultural de producción literaria entre la Argentina y España. De esta forma, los autores de las páginas que siguen tiran de los hilos internos que mueven la narrativa actual para relacionar un lado del Atlántico con otro, lo que deviene en alteración tanto del archivo cultural argentino como del español, a la par que construye nuevas y enjundiosas lecturas desde un paradigma transatlántico que no reconoce ningún centro. Así, esta monografía se divide en seis secciones. La primera, “Principios sin final”, trabaja tres cuestiones como puntos de partida: los

11. Estamos en una época post y multi en el que se nos hace prácticamente imposible instalarnos en un solo prisma teórico: el “trabajo conceptual necesita aprovechar diferentes aportes teóricos debatiendo sus intersecciones” (Canclini 2008: 18).

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intercambios transatlánticos, las traducciones (uno de los principales ejes temáticos de los estudios transatlánticos) y la narrativa escrita por mujeres. Roberto Ferro es el que comienza y ahonda en las relaciones de ida y vuelta entre la Argentina y España para establecer parámetros que alumbran el espacio de la narrativa argentina contemporánea, desde el manejo irreverente del capital cultural europeo a las distintas fases en que se ha desarrollado su ligazón con España desde principios del siglo XX y la importancia última del mercado en el siglo XXI que hace que España se haya proclamado como centro de legitimación de la literatura hispanoamericana. Para ilustrar la forma de estas comunicaciones transatlánticas, Ferro sugiere una magnífica metáfora que remite al “mecanismo de una lanzadera de funcionamiento discontinúo e imprevisible que va y viene con movimientos asintóticos sobre un extenso bastidor tendido entre las márgenes atlánticas”. Julio Prieto, por su parte, se encarga de esa tradición rioplatense caracterizada “por la errancia, en el doble sentido de lo que falla o yerra y de lo que vaga o se desplaza hacia otro lugar”, principalmente en lo que a la “traducción” se refiere, cuya impronta “desviada” configura lo nacional en el Río de la Plata. Prieto describe con sagacidad una escritura que deambula entre lenguas y acentos; como si los textos para poder respirar en una lengua tuvieran que trasladarse a otra. Y Erika Martínez se ocupa del análisis de narradoras de la última década, tanto de la Argentina como de España, y elije muy certeramente a Pola Oloixarac y Mercedes Cebrián, que con dos notables obras –Teorías salvajes y Qué inmortal he sido– ejemplifican tendencias, motivos y formas literarias que han convulsionado la literatura actual. La segunda sección está dedicada a una tríada de géneros substanciales para pensar los soportes narrativos del siglo XXI: la minificción, el diario y el ensayo. Francisca Noguerol lleva a cabo una atenta lectura transatlántica de la minificción hispánica, sobre la base de tres de los cuatro grandes temas de estos estudios transatlánticos: las vanguardias históricas, la traducción y las migraciones. Y de esta manera, Noguerol perfila con trazo seguro los cauces que han ido tomando las formas breves argentinas y españolas desde los albores del siglo XX. A continuación, Daniel Mesa Gancedo reflexiona, con la lucidez que le caracteriza, acerca de la práctica diarística en el marco de la ficción argentina del siglo XXI. Mesa Gancedo da cuenta del auge de las novelas-diario en la actualidad e indaga en sus “artimañas narrativas” en función del uso de moldes más tradicionales –“diarios fictivos”– o de otros más posmodernos como la “autoficción diarística”. Y Andrea Valenzuela escribe sobre la crisis posmo-

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derna y la imposibilidad de evitar la repetición en algunos ensayos paradigmáticos en un lado y otro del Atlántico, un asunto de “deudas” que alude ante todo a la herencia borgiana de los malos lectores. Y es que Borges sigue siendo una figura tutelar hoy, como demuestra el brillante recorrido que hace Valenzuela por los ensayos delirantes de Vila-Matas, por el parasitismo de Marcelo Cohen, la pendencia de Alan Pauls y la preocupación por el modo en que fabricamos el tiempo y por la dimensión del mercado de Eloy Fernández Porta. El tercer apartado de este libro responde al deseo de emplear enfoques interdisciplinarios que pongan a dialogar la narrativa actual con el cine, el arte y la tecnología; y acaben con algunos límites entre géneros y discursos. José Manuel González Álvarez acepta el reto y dedica su capítulo a El viaje vertical de Enrique Vila-Matas y a El pasado de Alan Pauls, novelas cinematográficas con sendas adaptaciones fílmicas. Su riguroso trabajo no homogeniza ambos textos bajo afinidades temáticas, sino que recoge un “diálogo transatlántico y transestético que una y otra vienen a poner sobre el tapete desde basamentos algo dispares”. Continúa Gracia Morales Ortiz, que se atreve con la novela gráfica. Al albur de la insoslayable asociación semiótica entre verbo e imagen en la cultura –visual– actual, Morales hace un afinado recorrido por la historia del género en la Argentina y se concentra en el análisis (estructura, estilo, título, temas) de Fueye de Jorge González, exiliado en España desde mediados de los noventa, cuya temática primera es la inmigración transatlántica. Además, incluye en su artículo un bonus track: una reveladora entrevista con el autor.Y concluye esta sección Jesús Montoya Juárez con una perspicaz meditación acerca del espectro mediático-tecnológico de la narrativa de los últimos años. En concreto, se ocupa del cruce de coordenadas transnacionales y tecnológicas en La vida en las ventanas de Andrés Neuman y El púgil de Mike Wilson Reginato, “autores excéntricos del canon argentino contemporáneo, que forman parte del acervo de la ciberliteratura latinoamericana reciente”. El cuarto bloque es consecuencia del auge y la fluidez en la que circulan los bienes culturales en la actual “sociedad líquida” de consumidores12, como ha consignado Bauman, que hace indispensable dedicar un apartado de este volumen al intrincado binomio

12. Para Eloy Fernández Porta éstos son “drogadictos” y para Fernández Gonzalo serán “zombis”.

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“literatura y mercado”. Por este motivo, Pablo Brescia fue invitado a diagnosticar, con agudeza, el estado de salud de la literatura latinoamericana actual, a través de una serie de antologías del cuento –Pequeñas resistencias– que proyectan estéticas de diversa índole que han variando con el tiempo y que inciden en la militancia y la voluntad de “entrometer al cuento en el mercado editorial”. La radiografía sesuda del panorama editorial independiente de la Argentina y España corre a cargo de José Ignacio Padilla, que con acierto esboza los movimientos de geopolítica editorial que en los últimos años se han consolidado en el centro. Por eso Padilla explica con escrupuloso detalle el comportamiento de las editoriales independientes frente a los grandes grupos, que cristaliza “escenas donde se articulan capitalismo, experiencia y lenguaje”. Y Vicent Moreno se dedica en su trabajo a una de las manifestaciones más claras de la “lógica del mercado”: los premios literarios, que habrían de establecer una jerarquía fija, una vía de legitimación y visibilidad, y un modo de circulación específico de los textos que crea en muchos casos una “retórica del escándalo”. Moreno toma la decisión certera de profundizar en la vocación global del Premio Alfaguara, que derriba la concepción nacionalista de la literatura en español y cuya maquinaria es ejemplificada a través del genuino caso de Andrés Neuman. Llegamos a la que quizás es la sección más interesante y novedosa de la presente monografía transatlántica, que recoge la voz de cinco grandes autores argentinos y españoles, junto con cinco artículos críticos sobre la obra de cada uno de ellos a cargo de Ignacio Vidal-Folch, Christian Estrade, Eloy Fernández Porta, Ana Gallego Cuiñas y Vicente Luis Mora. Los escritores son Enrique Vila-Matas, Marcelo Cohen, Juan Francisco Ferré, Rodrigo Fresán y Andrés Neuman. Las razones que motivaron la elección de esta nómina obedecen a varios criterios: en primer lugar, son escritores nacidos entre finales de los cuarenta y los setenta; argentinos y españoles que han vivido fuera de su país de origen, exiliados, con una “doble pertenencia” o con un fuerte ligazón atlántica13. En segundo lugar, la literatura de todos ellos se adscribe a la tradición “antirrepresentacionalista”, que pone el énfasis en la “acción lingüística”, en

13. Los escritores aquí congregados no pueden establecer una identificación unívoca con Argentina o España (caso de Neuman y Fresán), están fuertemente ligados a América (caso de Vila-Matas y Ferré) o han emigrado de un país a otro (caso de Marcelo Cohen, Rodrigo Fresán y Andrés Neuman).

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cómo el lenguaje “impone su forma y su sentido a la vida misma” (Arfuch 2010: 30) y en el modo en que se imbrican y redistribuyen categorías como realidad y ficción en el espacio literario hispánico. Y en tercero, porque estos cinco escritores han producido narrativas nómadas y mutantes de distinto signo que procesan varias tradiciones sin aunar sujeto y nación, a través de un yo discursivo que está en múltiples lugares aunque mantenga una tonalidad asimilable a una zona específica. Así, una de las diferencias más nítidas entre la literatura argentina y la española podría pasar por la entonación, por “ciertas modulaciones de la lengua, una especifidad [sic] del idioma que supo aprehender Borges” (Saítta 2003: 24), y que reproducen de una u otra manera cada uno de estos narradores: Narrativas, por tanto, surgidas de un estado de cosas plurinacional, mutinacional o plenamente internacionalizado, dígalo como prefiera. De hecho, si no fuera por el idioma utilizado, muchos de estos textos podrían homologarse con otros publicados en otras tradiciones, en otras lenguas, en otras culturas. Es más, muchos de sus autores preferirían haber nacido dentro de esas otras tradiciones, lenguas, o culturas, aunque lo más probable es que no podrían ser lo que son, sea esto lo que sea, sin haber nacido donde nacieron, pero tampoco serían lo que son si no hubieran leído ciertos libros o cómics (Ferré 2007: 10-11).

Enrique Vila-Matas, en la más pura tradición literaria argentina, apuesta por la pérdida, la errancia, y el borramiento del yo desde una España que no se ha prodigado en la práctica metadiscursiva. Es como una suerte de escritor emigrado irremediablemente sedentario: fuera de lugar, su literatura, como la de Ferré, no es de exilio, aunque sí exiliada; esto es, en fuga permanente y desplazamiento continuo. La interesantísima entrevista que le hace el novelista y ensayista Ignacio Vidal-Folch hace hincapié en estos rasgos de su obra y pone de manifiesto por qué es uno de los escritores españoles más importantes del panorama peninsular y más valorado en la otra orilla. En cuanto al fabuloso Marcelo Cohen, su experiencia fuera de Buenos Aires (vivió en Barcelona desde 1975 hasta 1996) ha hecho más palmaria su conocida profundización en la “diferencia idiomática” entre España y la Argentina. Dos décadas que “hicieron del joven maximalista argentino de clase media judía un impreciso precipitado de nutrientes de otras personas, libros y acontecimientos surtidos” (Cohen 2006: 37). Traductor y editor, por medio de la práctica de estos oficios ha dado cuenta de la problemática lin-

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güística en el exilio: “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna […] Los españoles y yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras” (Cohen 2006: 43). Y es que, como capta con buen olfato Christian Estrade, Cohen mantiene durante mucho tiempo una lucha por la propiedad de la lengua en España –por dirimir quién la usa mejor– que convierte la palabra textualizada en el arma más eficaz. A la sazón, Marcelo Cohen entiende la literatura como “contramemoria”, un “dispositivo de amnesia”, un lugar donde confluyen multitud de voces bajo la categoría barthesiana de “lo neutro”, una lengua impura y polimorfa que narra lo fantástico en contraposición a la lógica analógica. Por otra parte, el español Juan Francisco Ferré produce una literatura de frontera que representa un territorio global sin voluntad de pertenencia. Heredero de un linaje de narradores españoles “mutantes”, su proyecto ficcional incorpora con maestría las posibilidades narrativas que ofrecen las nuevas tecnologías y el sinfín de niveles de conciencia y realidad que se superponen y mezclan. El notorio ojo crítico de Eloy Fernández Porta se ha fijado en esto y en el tratamiento sustancioso de las relaciones afectivas y las condiciones de producción del amor en la actualidad –“un imaginario de las artes verbales” sumamente complejo (Laddaga 2007: 21)–, en el que la narrativa de Ferré cobra un significado especial en su diálogo con el corpus ovidiano y en su forma de mostrar textualmente “una crítica del cuerpo como lugar de la política a la vez que como espacio de la abyección”. En lo que a Rodrigo Fresán se refiere, sobresale la adopción como identidad de la “extranjería” y la extrañeza lingüística que destila su obra, de notable riqueza y arrojo, que es analizada por Ana Gallego Cuiñas en un artículo que repasa los motivos literarios y estructuras más sobresalientes del conjunto de textos publicados por el argentino hasta la fecha. Por último, Andrés Neuman es el autor que más vive (y padece) la tensión lingüística entre el espacio literario español y el argentino; dos tipos de habla que lo hacen más argentino allá y más español acá. Neuman se traduce a sí mismo constantemente, migra de un dialecto literario a otro sin problema y construye una poética extraordinariamente madura que es desmenuzada por el escritor y ensayista Vicente Luis Mora. Observamos entonces que la mayoría de los autores y críticos invitados a colaborar en esta monografía aparecen de una forma u otra en las descripciones y cavilaciones de buena parte de los capítulos que la integran. Enrique Vila-Matas, Marcelo Cohen, Rodrigo Fresán, Andrés Neuman, Jorge Carrión, Juan Francisco Ferré y Eloy

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Fernández Porta son nombres que se repiten una y otra vez en estos ensayos, escritos por investigadores de una y otra orilla casi en la misma proporción. No obstante, quiero aclarar que no hay una intención programática ni homogénea en la elección de estos autores, sino que más bien se trata de incluir a modo de ejemplo narrativas, fundamentales en la última década, que convergen en un espacio de renovación14. Me doy cuenta de las limitaciones de esta selección y de la injusta exclusión de autores que igualmente podrían avenirse a los criterios que he mencionado con anterioridad. Porque las motivaciones principales que me han llevado a destacar a estos cinco escritores son al cabo personales (afinidades electivas) y prácticas (el limitado espacio de esta edición), esto es: la voluntad de ofrecer al lector un intento parcial (como cualquier otro) de mostrar (no para rebatir ni reemplazar) algunas textualidades (de ida y vuelta) que contienen y anticipan la literatura que vendrá en la Argentina y en España. La sexta sección, que pone fin al libro, apunta a nuevos principios y líneas de lectura para las letras de ambas orillas atlánticas. Reinaldo Laddaga, con la brillantez a la que nos tiene acostumbrados, retrata la actualidad del campo narrativo latinoamericano y español, incidiendo en la sobreabundancia de publicaciones, y prestando especial atención a los enjundiosos vínculos latinoamericanistas de escritores españoles15 como Jorge Carrión, Fernández Porta, Fernández Mallo o Manuel Vilas, y, a la disolución de la obra literaria en virtud de la realización de “proyectos” artísticos. Luego, Ana Gallego Cuiñas pergeña dos nuevos campos de exploración para los estudios transatlánticos de literatura, cuya investigación desde este prisma teórico puede resultar muy beneficiosa para la literatura hispánica del siglo XXI. Por último, Jorge Carrión cierra el volumen con un magnífico ensayo que resume su experiencia vital y literaria en América Latina (en la Argentina en particular); que además funge de testimonio de su concordancia con un grupo de narradores españoles y de la recepción desigual de sus obras, así como muestra lecturas eminentes de

14. Y desde luego tampoco pretendo establecer jerarquías en obras literarias contemporáneas porque como sabemos el valor real se establece con el paso del tiempo. 15. De la misma forma que Roberto Ferro contempla las relaciones de la narrativa argentina con España, Ladagga lo hace con la española y la latinoamericana, en especial, con la Argentina.

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su “biblioteca” personal y da varias claves de su ficción. En definitiva, el conjunto de estos capítulos dan cuenta de la notable pertinencia de lo transatlántico como idea (fija, encarnada), como modo de leer hoy día. Sin respuestas cerradas ni conclusiones categóricas que encorseten los textos, los trabajos reunidos en este libro formulan nuevos interrogantes, diseñan “cartografías” para transitar por algunos senderos de la narrativa actual, y sobre todo fomentan el diálogo y el reconocimiento de “comunidades en la diferencia” (Arfuch 2005: 17) a la manera de la Argentina y España. Ambas –como prueban estas páginas– comparten un espacio transatlántico que hay que seguir explorando, porque como advierte Doreen Massey, “el espacio siempre está en proceso de realización, nunca se halla concluido. En el espacio siempre quedan cabos sueltos” (2005: 119): la precisión de la realidad siempre es infinita.

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I Principios sin final: intercambios, traducciones y narradoras entre dos márgenes

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Entre dos orillas. La narrativa argentina contemporánea (Ida y vuelta con España) ROBERTO FERRO Universidad de Buenos Aires

“Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija a dos o tres precursores: varones venerables y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolición general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutible genial Macedonio Fernández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inmaduro Güiraldes de “El cencerro de cristal”, libro donde la influencia de Lugones –del Lugones humorístico del Lunario–, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable para mi tesis”. (JORGE LUIS BORGES)

“Borges pone en la letra de esta cita lo que luego se transformará en el corazón maldito de un relato que recoge la versión de un modo de imaginar el curso que siguió la historia de la literatura argentina o, mejor dicho, la figuración del momento en que se resuelve una encrucijada decisiva del curso de esa historia. Es un relato que transita con diversos matices innumerables transcripciones que lo diseminan por los más recónditos márgenes del canon literario, pero que de una u otra manera siempre convergen en un punto de encuentro: Macedonio nos salvó de Lugones”. (ERBÓREO R. FROT)

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Prolegómenos Inicialmente, me propongo desalentar en este artículo toda tentativa de armar un elegante lista de nombres de escritores y de obras, ordenados en una serie afín con las enumeraciones y promociones que la retórica de los suplementos culturales de los diarios suele presentar con el objeto de dar un panorama sobre un sector determinado del hacer literario, ya sea desde una perspectiva que privilegia lo genérico, ya sea lo nacional o algún tipo de periodización fácilmente reconocible. Con ese objetivo, en un primer movimiento, me centraré en la especificación del significado que procuro atribuirle a la cláusula “narrativa argentina contemporánea”, para luego apuntar a establecer las modalidades en las que los autores y textos que participan de ese conjunto se vinculan con un espacio más amplio, el escenario de la circulación de textos en España, que forma parte a su vez de un ámbito aún más extendido: el de la literatura institucionalizada y regida por las reglas de intercambio impuestas por la globalización. Ante todo, tomar como objeto de reflexión especulativa la narrativa argentina supone la exigencia de asumir una serie de presupuestos; por una parte, es necesario caracterizar la convergencia y amalgama de los rasgos a partir de los cuales se define un espacio literario como propio de una identidad nacional, en este caso la argentina, y por otra, exponer aquellas cualidades y componentes que habilitan la inscripción de un escritor y de su obra en ese conjunto en el que se los hace pertenecer como parte integrante de tal localización. Establecidos esos parámetros, apunto a señalar el modo en que la referencia a ese corpus se vincula con la contemporaneidad; es decir, cuáles son los textos narrativos que componen esa categoría. Esa cuestión se puede exponer en términos de una disyuntiva: contemporáneas serán aquellas obras que se han publicado en un lapso relativamente breve, es decir, no más de diez años; o, en cambio, se consideran como tales a aquellos autores y textos que participan activamente en la formación de los criterios de producción y legitimación de la escritura narrativa actual, sin que se priorice la fecha de publicación. Esto último, a su vez, implica la idea de que los textos literarios manifiestan su singularidad cuando son articulados al conjunto de relaciones en las que se producen. En esta aproximación a la narrativa argentina me inclino por privilegiar, entonces, aquellos autores y textos portadores de una fuerte carga de entropía, es decir, los que por sus significaciones con-

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mueven estereotipos y provocan la suspensión de las ratificaciones constituidas por los modos privilegiados de producción de sentido. El conjunto, así especificado, establece un campo de relaciones con el espacio literario español en un ida y vuelta que configuro metafóricamente con el mecanismo de una lanzadera de funcionamiento discontinúo e imprevisible que va y viene con movimientos asintóticos sobre un extenso bastidor tendido entre las márgenes atlánticas: la imagen apunta a formar constelación con otras metáforas vinculadas al tejido, tales como textos, tramas y urdimbres. He seleccionado cuatro momentos determinantes en los que los desplazamientos de esa lanzadera han provocado modulaciones decisivas para la constitución de la autonomía de la literatura argentina. Correlativamente, esas puntualizaciones, me permitirán otorgarle espesor y densidad a los vínculos entre las textualidades que se hacen pertenecer a las literaturas argentina y española, revisando los deslizamientos y entrecruzamientos tramados en ese vaivén de ida y vuelta que anuncia el título de este ensayo. Esos cuatro momentos no son la consecuencia de determinaciones lineales, sino más bien son instancias de convergencia de múltiples factores. El primero de esos momentos se refiere a la polémica que, alrededor de 1930, se produjo en torno al idioma de los argentinos; la secuencia siguiente examina la instalación en Buenos Aires de notables editores exiliados tras la Guerra Civil Española que van a establecer en la Argentina un centro de irradiación de publicaciones hacia toda Hispanoamérica; luego, el tercer momento revisa las derivaciones del impacto del boom de la literatura latinoamericana y del comienzo de la hegemonía editorial española, que se extiende hasta el presente; y, finalmente, aludo al progresivo y constante crecimiento de España como un centro de legitimación de la literatura hispanoamericana en general y de la argentina en particular.

El idioma de los argentinos De las diversas perspectivas posibles para caracterizar los vínculos entre los espacios literarios argentino y español, la que se articula en torno de la problemática de la lengua y sus representaciones permite establecer, con un cierto grado de certeza, una instancia clave en la que se pone de manifiesto la conciencia de la autonomía alcanzada por la literatura argentina.

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La lengua, pensada como un complejo entramado de componentes, dispositivos y agentes, a la vez yacimiento y fuente de los imaginarios sociales, está atravesada por el devenir histórico; es decir, no funciona como un cuerpo indeleble, sino que es un flujo sometido a las transformaciones espacio temporales que los hablantes experimentan en los procesos históricos que los tienen como actores. Cuando el uso de una lengua se extiende a un conjunto heterogéneo de regiones, lo que inicialmente fue una imposición hegemónica producto de la apropiación de territorios de ultramar, en el devenir de los procesos históricos a lo largo de varios siglos, dejan entrever rasgos que permiten distinguir particularidades que ponen en compromiso cualquier concepción totalizante de uniformidad. En 1927, Jorge Luis Borges dicta una conferencia cuyo título es una síntesis del tema abordado: “El idioma de los argentinos”; tres años después, Roberto Arlt, publica un aguafuerte con el mismo título. Esa coincidencia de dos escritores que son exponentes de poéticas muy distantes, se inscribe en una tradición dentro del espacio literario argentino que pone de manifiesto la importancia decisiva de la cuestión del idioma. A propósito, la publicación en La Gaceta Literaria de Madrid de un artículo de Guillermo de Torre en el que proponía que Madrid debía ser considerado como “el meridiano cultural de Hispanoamérica” por su influencia cultural e idiomática. La idea suscita una activa polémica, en particular en la revista Martín Fierro, que dedica al tema dos números, uno centrado en dar respuesta a la nota de Guillermo de Torre, y el otro dedicado a las opiniones de escritores españoles. Más allá de los pormenores que exponen las diversas actitudes polémicas, es evidente que, en los años treinta, ya se ha sedimentado y consolidado un inconmovible consenso en torno de la autonomía del espacio literario argentino. La posición que Borges y Arlt proponen es un adecuado compendio de la autoconciencia en torno de una identidad lingüística y literaria, y consecuentemente de su densidad e importancia, lo que los habilita a tomar distancia de cualquier pretensión de dominio hegemónico o de caracterización ancilar de literatura argentina.

Una época de oro del libro El triunfo del franquismo y la instauración de un régimen autoritario, caracterizado por la imposición violenta de ideas reaccionarias,

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imprimieron un sello indeleble en la vida cultural española, provocando una diáspora de exiliados que se desperdigaron por Europa y América. En la Argentina muchos de esos emigrantes proscritos eran escritores, periodistas, libreros o editores. Un grupo de esos exiliados contribuirá de manera decisiva a la consolidación de la industria del libro en la Argentina; las editoriales Emecé, Sudamericana, Losada y El Ateneo, fueron promovidas por españoles. En algunos casos, se integraron a empresas que ya habían iniciado su actividad, como Antonio López Llausás, que se hizo cargo de la gerencia de Sudamericana, constituida hacia muy poco. Otros, como Medina del Río, fundarán Emecé; Pedro García, El Ateneo y Gonzalo Losada, la editorial que lleva su apellido. La coyuntura internacional favorable, en la que confluyen, por una parte, la participación de exiliados españoles que aportaron su experiencia editorial y, por otra parte, la circunstancia de que España, tras la Guerra Civil, había dejado de exportar libros, contribuyeron a que la industria editorial argentina ocupara ese espacio, constituyéndose en un polo dominante en el mundo de habla hispana. Esa circunstancia favorece la posibilidad de que Buenos Aires sea, además, un centro importante de difusión en Hispanoamérica de la literatura escrita en otras lenguas, entre un extenso corpus es posible señalar algunos ejemplos significativos: Jorge Luis Borges traduce Palmera salvajes de William Faulkner, Orlando de Virginia Woolf1 y La metamorfosis de Franz Kafka; José Bianco, Otra vuelta de tuerca de Henry James; Julio Cortázar, Robinson Crusoe de Daniel Defoe; J. Salas Zubirat, Ulises de James Joyce; asimismo, en esos años, se traslada al castellano a Proust, Gide, Sartre, Camus… Este breve inventario no pretende ser exhaustivo, sino que apunta a presentar una muestra relevante2. La consolidación de la industria del libro en la Argentina, constituyéndose en un centro privilegiado de difusión de la literatura

1. La traducción de Orlando de Virginia Woolf produce una amplificación y diseminación de los protocolos de las biografía imaginarias, que Borges toma de Marcel Schwob en Historia Universal de la Infamia, y luego se ha desplegado prolíficamente en el campo literario hispanoamericano pasando por García Márquez, alcanzando en Bolaño un nuevo eslabón que exhibe la riqueza de esa genealogía narrativa. 2. John King (en King 1989), cita a Gabriel García Márquez, que al referirse a las traducciones editadas en Buenos Aires dice: “Eran los libros de Sudamericana, de Losada, de Sur, aquellas cosas magníficas que traducían los amigos de Borges”.

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universal, es correlativa a una notable producción narrativa. En los años cuarenta aparecen, entre otros muchos, Ficciones y El Aleph de Borges; La invención de Morel y Plan de evasión de Bioy Casares; Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal; La bahía del silencio de Eduardo Mallea; Sombras suelen vestir de Ernesto Bianco. Mientras tanto, en Buenos Aires viven y escriben tres grandes escritores que pasan casi desapercibidos; con el correr de los años sus obras se constituirán en referencia insoslayable de las corrientes más fecundas de la narrativa argentina. Me refiero a Macedonio Fernández, al uruguayo Juan Carlos Onetti y al polaco Witold Gombrowicz; la traducción de su novela Ferdydurke, llevada a cabo por un heterogéneo grupo de colaboradores en la confitería Rex, es un índice elocuente de la creatividad literaria de aquellos años.

El camino del boom nos llevó a Barcelona Durante la década del sesenta, en Latinoamérica se produce una compleja transformación de los valores sobre los que se asentaba el espacio literario latinoamericano, la denominación con que habitualmente se lo identifica, “el boom”, designa con un término vinculado a la comercialización un salto abrupto en el nivel de ventas; lo que, por una parte, es un acierto metonímico, pues en ese período se produce una masiva incorporación de lectores, pero por otra, implica una deformación hiperbólica que achata y desconoce determinantes políticos, ideológicos e históricos. Para una caracterización más precisa del fenómeno no es suficiente la referencia a un grupo de escritores representativos que irrumpen con un conjunto de obras innovadoras y que reciben el apoyo masivo de una masa de lectores hasta entonces nunca alcanzada, centralizados inicialmente en Buenos Aires y México, que luego se amplió a Barcelona. La recepción de esas obras en Europa y Estados Unidos exhibe una tendencia que es reduccionista, estableciendo una asimilación entre la nueva narrativa latinoamericana y el realismo maravilloso; lo que repite, en alguna medida, la lectura que las novelas de la tierra tuvieron hacia finales de los años veinte y principios de los treinta. Recepción fijada en el rasgo de exotismo que se le atribuye como nota distintiva al continente latinoamericano. No es pertinente para el objeto de este artículo discutir ese aspecto, pero resulta necesario dejar sentada la señalización porque esa dirección crítica hace

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una exégesis del Macondo de García Márquez instalándolo como un modelo totalizador, lo que implica el desconocimiento de figuraciones novelescas como la Santa María de Onetti, tan latinoamericana como Macondo; dicho esto sin otro afán que el de exhibir una marcada distorsión todavía vigente de un modo de lectura tan difundido como aberrante. Si bien Buenos Aires fue una de las capitales del boom, en la literatura argentina no hubo réplicas del realismo maravilloso. Julio Cortázar, figura prominente de ese proceso, cuando aparece su novela Rayuela en 1963, ya había publicado varios libros de cuentos, muchos de los cuales participan de la tradición de la narrativa fantástica, que en la literatura argentina tenía una vasta genealogía que se remonta a Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones, Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Esa y otras tradiciones que se entrelazaban en la biblioteca privilegiada de los escritores argentinos, de las que la poética de la novela de Macedonio Fernández es una de las más significativas, funcionaron con un cordón sanitario que la mantuvo al reparo de la fiebre contagiosa de tanta casas con espíritus y chocolates erotizantes, que proliferaron y siguen aún engrosando las listas de mejores vendidos. La literatura argentina de aquellos años tuvo algunos fenómenos propios: la emergencia de Ernesto Sábato como uno de los autores más leídos, sin participar del boom; la aparición de editoriales como Jorge Álvarez con catálogos alternativos; y la publicación de los primeros textos narrativos de autores cuyas obras futuras van a marcar decisivamente la producción literaria, Juan José Saer, Ricardo Piglia y Manuel Puig. Mientras tanto, la literatura española tenía escasa repercusión de este lado del Atlántico. La lanzadera llevaba más de lo que traía, sólo Juan Goytisolo era reconocido como parte del movimiento de renovación, pero al igual que la narrativa española en general, no aparecía con vínculos firmes a las formas de escritura en desarrollo. El boom también fue una vía regia para la intervención desembozada del mercado en la literatura, constituyendo el punto de partida de un desarrollo que hoy se manifiesta a través de múltiples evidencias, en particular por el modo en que se promocionan los libros y se difunden los autores. Asimismo, es la primera etapa de un profundo desplazamiento que tendrá a España como centro dominante de legitimación, no el único pero sí aquel que se instituye en pasaje obligado hacia la difusión internacional de la obra de los escritores argentinos. En el lapso que va desde el boom hasta la actualidad, los nombres de Carmen Balcells y Carlos Barral pueden condensar adecuadamente

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la transformación de los modos de circulación de los textos, su validación y la manera en que son promocionados. Si en el plano de la escritura la lanzadera llevaba más de lo que traía, en el orden de la configuración de valores comienza una etapa que llevará a Barcelona a constituirse en una meca ansiada por lo escritores argentinos.

No fue por el idioma que cambió el meridiano cultural, fue por el mercado El ocaso de los fastos del boom antecede a diversos procesos históricos, sociales y culturales decisivos para la conformación del espacio literario hispanoamericano; en América Latina, tras un período de fuerte agitación política, se produce el ascenso en varios países de brutales dictaduras que bajo la consigna común de la seguridad nacional, perseguirán, asesinaran y obligarán a un exilio masivo a miles de ciudadanos; mientras que en España, de manera inversamente simétrica, el absolutismo franquista es reemplazado por gobiernos de transición que culminarán en una apertura democrática y una estabilidad institucional sobre la que se asentará un fuerte crecimiento económico. Los años siguientes estuvieron signados en América Latina por un progresivo regreso a la democracia formal, pero también por la imposición de políticas inspiradas en el neoliberalismo que produjeron sucesivas crisis de diversa magnitud. Progresivamente el mundo se encaminaba a la imposición de nuevas reglas de intercambio y relación, el capitalismo ingresaba a otra etapa de su desarrollo que se ha tipificado como la globalización. Este apretado resumen tiene por objeto enmarcar la declinación del sector editorial en la Argentina, que en las últimas décadas del siglo XX fue cediendo su posición central ante el empuje de las editoriales españolas que hoy dominan el mercado de producción y circulación de libros en Hispanoamérica. Desde 1976, se entrega anualmente el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, al que se lo suele equiparar con el Premio Nobel de los escritores hispanohablantes. Este acontecimiento va a marcar una tendencia por parte de España de asumir el liderazgo en el espacio cultural de una comunidad internacional integrada por millones de hablantes de la lengua española. En sintonía con esa política, las editoriales españolas organizan concursos de escritores y obras, situándose como portadoras y artífices de la

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legitimación de valores literarios, asumiendo, en consecuencia, el manejo de la comercialización de los libros premiados. Desde el declive de los efectos del boom, España ha ido acrecentando su presencia en el espacio literario hispanoamericano, la potencialidad de su industria editorial ha alcanzado posición dominante en el mercado de libros hispanoamericanos. Los premios que otorgan son un índice de la importancia que tiene para los escritores argentinos alcanzar la consagración en el mercado español, tal como lo pone de manifiesto su participación en esos eventos. Recibieron el Premio Herralde Alan Pauls, en 2003, por El pasado y Martín Kohan, por Ciencias Morales, en 2007; Eduardo Berti, Carlos Busqued y Marcelo Damiani fueron finalistas de esa distinción. El Premio Alfaguara de Novela distinguió a Tomás Eloy Martínez por El vuelo de la reina en 2002, a Ema Wolf y Graciela Montes por El turno del escriba en 2005 y a Andrés Neuman por El viajero del siglo en 2009. Sergio Olguín recibió el Premio Tusquets de Novela por Oscura monótona sangre3. Otro índice elocuente de ese desplazamiento es el hecho de que escritores como Rodrigo Fresán o Andrés Neuman se hayan radicado en España4. El regreso de la lanzadera al margen argentino trae un segmento considerable de la narrativa española de estos años. Sin tener en cuenta los betsellerimos inevitables, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Eduardo Mendoza y Justo Navarro son estimados y valorados, pero no forman parte de la biblioteca desde la que se traman las ficciones narrativas. Ese lugar es únicamente ocupado por Enrique Vila-Matas.

Un lector de otra parte La irrupción de Roberto Bolaño en el escenario de la literatura hispanoamericana de finales del siglo XX y principio del XXI provocó

3. Desde 1998, el diario Clarín organiza, junto a la filial argentina de Alfaguara, un concurso de novela; el jurado de los últimos años ha tenido como integrantes a dos españoles, la novelista Rosa Montero y el crítico Juan Cruz, lo que aparece como otra variante de los vaivenes de la lanzadera. 4. Los casos son diferentes, Fresán vive en Barcelona desde 1999; Neuman, en cambio, es hijo de exiliados argentinos, vivió su infancia en Buenos Aires; conserva la doble nacionalidad.

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una excepcional conmoción, ya que su obra perturba modelos establecidos. La posición que Bolaño alcanzó sólo es equiparable con la que llegaron a detentar los escritores del boom durante su apogeo. Desde la publicación de La literatura nazi en América, en 1996, hasta Los detectives salvajes, en 1998, se produce un ascenso vertiginoso que lo instala en un lugar prominente, que más allá de lo inusual de ese proceso tiene como marca distintiva la imposibilidad de asignarle una filiación a alguna tradición nacional. Su deslocalización –vivió durante sus primeros años en Chile, luego pasó la adolescencia en México para instalarse desde mediados de los setenta, con alrededor de veinticinco años, en Cataluña– lo lleva a reivindicarse más como trasatlántico y panhispánico que como chileno, latinoamericano o español. Desde esa posición tan particular que distingue a Roberto Bolaño, enmarcada por la profunda mutación de la producción y circulación de bienes y mensajes que se rotula bajo el nombre de globalización, este escritor hiperbóreo (como diría Libertella) produce en su libro El gaucho insufrible, de 2003, una caracterización de la literatura argentina, que resulta relevante para la reflexión especulativa de este trabajo. El relato que da título al libro remite desde su título a una modalidad genérica que está íntimamente ligada a la tradición literaria argentina: la gauchesca. El texto exhibe una saturación de marcas que reenvían al poema épico fundacional Martín Ferro de José Hernández, el folletín Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, a las novelas Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y El estereoscopio de los solitarios de Rodolfo Wilcock, a los cuentos “El sur” y “El Evangelio según San Marcos” de Borges, “Aballay” de Antonio Di Benedetto, “Cartas a una señorita en París” de Julio Cortázar, “Ser polvo” de Santiago Dabove. Bolaño reescribe el género gauchesco continuando una vasta genealogía –en la que participan, entre otros, Osvaldo Lamborghini y César Aira– para componer una parodia de homenaje a la literatura argentina. Las marcas que remiten a textos, autores y tradiciones son indicio relevante de que Bolaño, como lector deslocalizado y situado en un punto que excede las tradiciones nacionales, puede percibir la literatura argentina como una entidad autónoma atravesada por genealogías y con modalidades canónicas construidas por redes de validación con dominantes producidos como parte de su despliegue incesante. Es posible plantear que el espacio literario que se va constituyendo a partir de las trasformaciones que imponen las reglas de cir-

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culación de bienes, discursos y textos dentro de la lógica de la globalización, está configurado por una doble economía de legitimaciones. La primera de esas dinámicas sitúa al escritor y a su obra en la tradición en la que se filia su escritura, a partir de las marcas que exhibe para confirmar o perturbar el legado o los legados que reescribe y/o trastorna. En la medida que esa tradición heredada esté configurada por elecciones estéticas, lingüísticas y formales que le otorguen un perfil distintivo, la autonomía de ese espacio literario se recorta con más nitidez. La otra dinámica es la relacionada con la expansión más allá de los bordes ciertamente inestables de esa tradición, que se distingue por su especificidad, a un escenario abierto, que podemos caracterizar como el de un espacio literario globalizado, en el que las modalidades de reconocimiento conformadas por una lógica diferente de legitimación y valoración están en íntima relación con la inscripción primera del texto y del autor en una literatura que le ha servido de marco y referencia. Si bien es viable, como en el caso de Roberto Bolaño, que surja un escritor y una obra que está situada en un punto exotópico de ese diagrama, así como también que las relaciones de fuerza que constituyen el espacio literario globalizado se pueden modificar, la aproximación a la narrativa argentina contemporánea exige la necesidad de establecer las pautas a partir de las cuales es posible pensar un grupo de escritores y sus obras como parte de un ámbito que tiene tradiciones y valores a partir de los cuales se configuran los elencos canónicos y las permanencias genéricas. La percepción crítica de la narrativa argentina que exhibe Roberto Bolaño, no sólo en “El gaucho insufrible” sino en también buena parte de su obra, es relevante porque permite visualizar la nitidez con que se puede caracterizar ese conjunto al que me estoy refiriendo.

Más allá de Borges La posibilidad de diseñar una aproximación a la narrativa argentina de los primeros años del siglo XXI, se asienta en la necesaria revisión de aquellos procesos que aparecen como constitutivos de las líneas de fuerza en torno de las cuales se articula la compleja y abigarrada diversidad de la producción literaria de ese período. Para ello, desde mi perspectiva, se impone la exigencia de fijar la atención en los años sesenta.

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La ampliación del público lector en ese período es correlativa a la paulatina declinación de la revista Sur como la instancia privilegiada de legitimación, lo que exhibe la progresiva diversificación de los polos a partir de los cuales se promueven los valores literarios. Por primera vez en la historia cultural de América Latina, los acontecimientos del continente alcanzaban mayor relevancia que los que ocurrían en Europa. En esa época, la obra de Julio Cortázar emerge como centro canónico, pero será apenas un efecto fugaz, la figura de Jorge Luis Borges ya a finales de la década se constituye como el foco dominante de ese espacio, posición que se irá consolidando hasta alcanzar la dimensión que hoy tiene. Ése es el punto de partida de la aproximación que estoy trazando, el siguiente paso debe ser el repaso por la obra de algunos escritores argentinos que comenzaron a publicar en esa época y en esas circunstancias; todos ellos son decisivos en el desarrollo de la narrativa contemporánea. En 1967, la editorial Jorge Álvarez pone en circulación el libro de cuentos La invasión de Ricardo Piglia, desde entonces su participación en el espacio literario argentino ha ido intensificándose. Sus cuentos, novelas y ensayos lo han situado en lugar prominente dentro de la narrativa contemporánea. Su escritura, atravesada por ficciones intelectuales, ensayos que bordean las prescripciones genéricas, los apuntes críticos autorreferenciales, ha ejercido en forma insistente un fuerte impacto en los modos de leer dominantes. Forma parte de la poética de Piglia la idea de que los escritores leen para escribir o para aprender a hacerlo. Su última novela, Blanco nocturno, de 2010, ha recibido casi simultáneamente dos distinciones, el Premio Rómulo Gallegos y el Premio Nacional de la Crítica, otorgado en España5. La obra de Ricardo Piglia remite a múltiples tejidos intertextuales; centrándome en el período que estoy caracterizando, sus vínculos con la obra de Roberto Bolaño y de Enrique Vila-Matas son intensos y manifiestos. En la Zona, el primer libro de cuentos de Juan José Saer, aparece en 1960, ése es el comienzo de una obra en constante expansión. El fragmentarismo, las repeticiones, la sucesión interminable de tenta-

5. El Premio Rómulo Gallegos es el más prestigioso de América Latina; de modo conjetural es posible pensar que hay una cierta simetría con el orden canónico que se va constituyendo en España: en 1999, fue premiado Roberto Bolaño y en 2001, Enrique Vila-Matas.

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tivas de representar real que se resuelven en fracasos e incertidumbres, se van extendiendo en sus novelas y cuentos hasta culminar en su novela póstuma La grande, publicada en 2005. Saer, que vivió desde 1969 en Francia, donde enseñó literatura y cine en la Universidad de Rennes, ocupa un lugar central en la narrativa argentina de los últimos treinta años, constituyéndose en una referencia insoslayable en el momento de pensar ese espacio. En 1968 se publica en Buenos Aires La traición de Rita Hayword, la primera novela de Manuel Puig; Juan Goytisolo la recomienda a la editorial Gallimard, que la edita al año siguiente. El diario Le Monde la va a considerar una de las mejores novelas del año. Boquitas pintadas, su segunda novela, aparece en 1969. La irrupción de Manuel Puig en la narrativa argentina produce un seísmo considerable; la ausencia de un narrador que organice los materiales puestos en relato genera un vacío perturbador en el que las voces protagónicas emergen atravesadas por discursividades provenientes de los medios masivos, entrecruzadas con las tradiciones de la cultura popular. La escritura de Puig abre en la literatura argentina un campo de exploración de la formas de la oralidad alejada y distante de toda concesión al coloquialismo naturalista. La obra de Rodolfo Walsh se despliega en el encuentro, el pasaje y la disonancia de dos formaciones discursivas diferentes, la literaria y la política, tramadas y confabuladas desde su inscripción primera: la práctica periodística, que legitima y promueve ese contacto. La primera edición de Operación masacre, una investigación sobre fusilamientos ilegales durante una asomada cívico militar en junio de 1956, había aparecido al año siguiente de los sucesos, pero es en los años sesenta cuando Walsh va a ocupar un sitio destacado en el espacio literario; sus ficciones y sus artículos periodísticos se dan a leer como un depósito inabarcable de significaciones, configurada en la lucidez de los procedimientos narrativos, en la agudeza del estilo y en el riesgo de la innovación. Desde El camino de los hiperbóreos, de 1968, Héctor Libertella ha ido construyendo una obra en que es posible leer un programa en los que se intersectan los modos de la ficción con los de la crítica, la teoría y la autobiografía intelectual. Su escritura trastorna el curso narrativo de sus textos con la inserción de digresiones teóricas o filosóficas, ese movimiento tiene algunas modulaciones reiteradas, como la puesta en disolución de las ficciones culturales de la identidad. Piglia, Saer y Libertella, más allá de las diferencias de sus poéticas, diseminan, complican y diversifican un aspecto que Borges,

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como heredero de Macedonio, había situado en el núcleo de sus especulaciones: una literatura debe reflexionar sobre los modos y estrategias de producción de sentido. En sintonía con una tradición muy extendida en la literatura argentina, los tres ejercieron la docencia universitaria. Esa línea que tiene como antecedentes inmediatos a David Viñas y Noé Jitrik, se prolonga en Alan Pauls, Silvia Molloy, Sergio Chejfec, Martín Kohan, Marcelo Damiani, Miguel Vitagliano, Aníbal Jarkowsky y Florencia Abbate. El encuentro y el entrecruzamiento entre la investigación periodística y la innovación de estrategias narrativas, por una parte, y la exploración de la posibilidad de las voces de la cultura popular en su mixtura con los discursos formateados por los medios masivos, por otra, abre un yacimiento en el que la serie proveniente de Walsh se acerca y confunde con la de Puig. Cuando el dominante es el periodístico la genealogía se extiende a Martín Caparrós, María Moreno y Cristian Alarcón; cuando el dominante, en cambio, son las voces babélicas de la cultura contemporánea, se relaciona con Washigton Cucurto, Fabián Casas, Juan Diego Incardona. Con el objeto de amplificar los perfiles a partir de los que pretendo cartografiar la literatura argentina contemporánea debo incorporar al menos tres alternativas más. Desde la publicación de Moreira en 1975, César Aira viene produciendo una obra anómala, con un ritmo inusual –llega a publicar tres o cuatro novelas por año– exhibiendo una capacidad inaudita para imaginar y construir historias. La literatura de Aira se vincula con la potencia de una máquina narrativa que aparece como inacabable. Su presencia en el espacio literario se sobreimprime y distorsiona las líneas a las que me referido anteriormente, porque las contradice y las parodia. Por su parte, la escritura de Silvia Molloy aparece como un territorio de sondeos de la intimidad. Su novela de 1981, En breve cárcel está centrada en la construcción del sujeto en el proceso de la escritura. La configuración de esa subjetividad en la novela de Molloy se despliega en torno de dos problemáticas: la escritura autobiográfica femenina y la definición de una identidad homosexual. En esa misma dirección, Tununa Mercado, desde Canon de Alcoba, de 1988, hasta La madriguera, de 1996, indaga la memoria, la experiencia del exilio, el erotismo y la práctica intensa de la palabra literaria. En 1976 aparece Su turno para morir de Alberto Laiseca, que ha continuado una extensa y prolífica obra en la que se destaca su monumental novela Los sorias, de 1998. La narrativa de Laiseca, que podría pensarse como realismo delirante, se aparta de las tradiciones de la

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literatura argentina, combina la parodia de géneros, integrando formas mixturadas del sadomasoquismo, la pornografía, el policial negro y la novela histórica, entre otros. Su presencia en este ensayo es insoslayable, ya que, a diferencia de los anteriores, su obra aparece como una incrustación de lo anómalo y de lo impensado. La poética narrativa de Laiseca ha abierto un campo de posibilidades por el que transitan desde posturas diferentes, Roberto Gárriz, Florencia Abbate y Roque Larraquy. Las obras de estos escritores, que he tomado como referencia, son a su vez convergencias y desvíos de urdimbres entre tradiciones nacionales y de intercambio con otras literaturas. La visibilidad de cada uno es diferente, así Libertella y Laiseca tienen más bien una participación subterránea, pero es notable el modo como se reiteran sus errancias en muchos escritores de la narrativa contemporánea argentina. En la instancia de pensar la consistencia y el espesor de esa narrativa, los sedimentos activos sobre los que se asientan y de los que divergen forman parte decisiva de su configuración.

La biblioteca insaciable El nuevo panorama editorial, los parámetros a partir de los cuales se seleccionan las obras y también los modos de promoción que las imponen dejan fuera de circulación un sector considerable de escritores, en particular aquellos que ingresan al espacio literario. El vacío que no atienden las grandes editoriales comenzó a ser ocupado por una variedad muy diversa de sellos editoriales, que van desde la cooperativa a la manera de Eloisa Cartonera, que propicia la publicación de escritores inéditos, hasta Adriana Hidalgo, que combina su catálogo de ficción argentina con novedades de prestigiosos ensayistas de las ciencias humanas, pasando por Interzona, Entropía, Mansalva, Eterna Cadencia, Acento Impar, Santiago Arcos, entre otros. Siguiendo la idea de exponer las líneas de fuerza que atraviesan y configuran la narrativa argentina contemporánea partiendo de escritores que habían publicado por primera vez en la década del sesenta, acaso con un afán propiciatorio, señalo algunos escritores que han iniciado su obra en la primera década del siglo XXI con proyectos que perturban el espacio literario y que el ojo de la crítica no se ha privado de señalar.

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Echándonos de menos, 2005, de Roberto Gárriz, da a leer un cruce atrevido entre el humor de Macedonio y la desmesura de un realismo delirante; La descomposición, 2007, de Hernán Roncino, despliega una prosa alambicada en la que se asoma la tensión de una violencia siempre inminente; En la pausa, 2008, de Diego Meret, sondea el entrecruzamiento en las formas autobiográficas urdidas con la formación de la experiencia a través de la lectura y la escritura; Los topos, 2008, de Félix Bruzzone, configura un relato que toma distancia de los discursos que han tratado el tema de los desaparecidos para apartarse de la épica y la elegía y explorar otras posibilidades; La comemadre, 2010, de Roque Larraquy, en un registro cercano al absurdo reescribe y parodia los supuestos positivistas de la cultura argentina. La propuesta que originó este ensayo me colocó frente a una disyuntiva, podía elegir una vía directa, no problematizar y entonces referirme a la literatura argentina de los últimos diez años haciendo un panorama centrado en obras y autores, tomando como vector su repercusión en un campo literario ampliado que considerara los vínculos entre la Argentina y España. Preferí seguir un camino más sinuoso y complejo, que me llevó a trazar esta aproximación crítica a la narrativa argentina contemporánea pensándola como un corpus rigurosamente datado y diferenciado por una localización determinada; lo que me impuso la necesidad de establecer a partir de qué presupuestos ese corpus de autores y obras es algo más que una lista y se configura como una entidad autónoma, atravesada de tradiciones y linajes. Este ensayo es una tentativa especulativa provocada por la interpelación implícita en el ofrecimiento que me hiciera Ana Gallego Cuiñas de participar en este volumen. Mi objetivo ha sido situarme en un plano que me permitiera exponer que toda elección de una modalidad de periodización forma parte de un debate polémico en el que la puja se centra en las formas de control que se imponen al disponer los recortes. La metodología que se hace prevalecer en la segmentación y, posteriormente, en su integración a serializaciones más amplias, está en el núcleo de las cuestiones más complejas con las que se enfrenta la historización de la literatura. Por último, como es lógico de suponer, dada la extensión de mi trabajo, hay ausencias notables, las mismas se deben tanto al objetivo que me propuse como a mi valoración de aquellos escritores sobre los que asenté las líneas de fuerza que articulan mi perspectiva sobre la narrativa argentina contemporánea.

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Consecuentemente, esta lectura crítica, como todo ensayo que se precie de tal, se entrecruza con otros géneros, de ahí que yo exhiba en el final mis anhelos de que sea pensado en cercanía con el folletín teórico. Entonces confieso esos deseos: la narrativa argentina contemporánea. (Continuará.)

Bibliografía KING, John (1989): Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura 1931-1970. México: Fondo de Cultura Económica.

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“Rabie Garcilaso”: nación, traducción y errancia en Argentina JULIO PRIETO

El principio podría ser París; para hablar de literatura argentina, rioplatense, y sus proyecciones transatlánticas siempre se acaba (o se empieza) volviendo a París: “A la ciudad de París, con las disculpas pertinentes” (19), como se lee en la dedicatoria de la novela homónima de Mario Levrero, escrita en 1970 y publicada diez años después en Montevideo. En esa novela hay un momento desconcertante –en realidad hay muchos, pero uno me intriga en particular–. La novela se abre con el regreso del narrador, tras un largo viaje –“trescientos siglos en ferrocarril” (21)– a un fantasmal París donde los taxistas muestran una inquietante propensión a desplomarse muertos sobre el volante. El narrador se aloja en un extraño “Asilo para menesterosos” regentado por un cura, y al poco de llegar llaman a la puerta de su habitación; al abrir entra un hombre que se dirige a él muy agitado: “¡Oiga! ¡Usted es nuevo, usted todavía no me va a mentir! ¡Dígame lo que ve! […] No nos permiten tener espejos, hace tres años que estoy aquí” (43). La escena es suficientemente extraña, pero el desconcierto al que me refiero viene por un detalle suplementario, cuando el narrador acota a propósito de ese hombre: “Habla con acento inconfundiblemente húngaro” (43).

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En esta escena lo inexplicable de la situación concuerda con la sucesión de rarezas y prodigios inexplicados en el relato. Así, poco después asistimos al vuelo nocturno del narrador sobre los tejados de París, inopinadamente provisto de alas tras caer desde una azotea en la que una mujer desnuda retoza con media docena de perros. Más allá de las extrañezas de la diégesis, el desconcierto empieza por lo perturbador del adverbio: “inconfundiblemente”. Supongamos que el idioma en que se expresa ese hombre sea el castellano; no podemos afirmarlo con seguridad, pues aunque la novela esté ostensiblemente escrita en español, el narrador (ya que el relato se ubica en París) podría estar traduciendo del francés o de algún otro idioma en que se habría expresado originalmente lo narrado. Pero admitamos esto por un momento: es decir, supongamos que el idioma en que habla ese personaje (y no sólo aquel en que se escribe lo que dijo) sea el castellano. En castellano podemos enumerar una serie de acentos inmediatamente reconocibles: se puede hablar español con acento mexicano, francés, cubano o catalán, y esos acentos serían “inconfundibles” en la medida en que forman parte de la memoria compartida del idioma. Ahora bien, ¿qué sería hablar en castellano con acento “inconfundiblemente húngaro”? ¿Cuál sería la memoria de lo húngaro en lengua española? No es impensable, desde luego, hablar español con acento húngaro: hablarlo con acento “inconfundiblemente” húngaro, en cambio, es imposible en las actuales coordenadas históricas salvo como alucinación auditiva o fantasía lingüística. Pues bien, la primera idea que quisiera proponer aquí es que la exploración de esa fantasía lingüística es uno de los rasgos “inconfundibles” de la literatura argentina y rioplatense. Se trataría de ver, entonces, cómo de la traducción de ese acento imaginario, de esa extranjería inscrita en la lengua, surge una tradición literaria. En esa tradición los anclajes nacionales se caracterizan por la errancia, en el doble sentido de lo que falla o yerra y de lo que vaga o se desplaza hacia otro lugar. En la novela de Levrero el desconcierto del acento “inconfundiblemente húngaro” se conjuga con la vaguedad e inverosimilitud de las afiliaciones nacionales –su reblandecimiento en una suerte de deriva o suspensión del imaginario geopolítico–. Así, unas páginas más adelante, el hombre de acento “inconfundiblemente húngaro”, que resulta llamarse Juan Abal y ser un ex profesor de filosofía de la Universidad de París, le confiesa al narrador: “usted sabe cómo somos los catalanes”. Confesión que plantea la duda de si este filósofo es un catalán cuyo acento en español (o tal vez en francés o en otro idioma) al narrador le suena a “húngaro”, o bien de un húngaro que por algún motivo cree ser (o se identifica

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como) catalán. El extrañamiento casi cómico de la afiliación nacional asociado a la presencia siniestra de otro idioma –en el sentido freudiano de lo Unheimlich: una extrañeza íntima o familiar– recuerda un rasgo memorable de la primera novela de Levrero, La ciudad, escrita en 1966 y publicada en 19701. En la innominada ciudad en que discurre la acción de esa novela hay algo francamente extraño: aunque todo indica que ésta ocurriría en algún país hispanohablante (ya que el castellano es el idioma en el que aparentemente se comunican casi todos los personajes), los libros (y, lo que es más inquietante, los mapas) están escritos en un idioma extraño e inidentificado que el narrador percibe “con disgusto” (95). También aquí es significativa la suspensión de las marcas nacionales: lo más parecido a una ubicación geopolítica de ese extraño idioma es el hecho de que las ilustraciones de las tapas de los libros que lo contienen “hacían acordar, en cierta forma, a los afiches polacos” (95). En ambas novelas se apela a un imaginario lingüístico-nacional fraudulento o inverosímil, ya que la memoria visual compartida que dan por supuesta esos “afiches polacos” es tan improbable como la existencia de un acento “inconfundiblemente húngaro” en la memoria colectiva del español. El París de la novela de Levrero es, por cierto, menos francés o rioplatense que inminentemente alemán: la acción se sitúa poco antes de la ocupación de París por el ejército nazi. Bien es cierto que esta ubicación cronológica es tan dudosa como sus marcas lingüísticas y geopolíticas: el anclaje histórico se disipa en irrealidad, pues si aparentemente estamos en el París de 1940, ese París no es del todo el de la Segunda Guerra Mundial, sino el de una “cuarta guerra” que el narrador menciona de pasada y donde la organización de la “Resistencia” es extrañamente anterior a la ocupación de la ciudad por los nazis. Sobre los nazis en la literatura hispanoamericana se podría escribir un libro –bien mirado, ese libro ya se escribió, aunque quizá podrían

1. Un suplemento de desrealización y dislocación geopolítica vendría dado, en un plano intertextual, por el hecho de que Juan Abal sea el protagonista de otra ficción argentina, “El manuscrito de Juan Abal”, de Elvio Gandolfo, relato publicado en 1982 en el número 6 de la revista de ciencia ficción El péndulo, el mismo número en que apareció originalmente El lugar, la novela de Levrero que integra junto con La ciudad y París su llamada “trilogía involuntaria”. Para un interesante análisis de las estrategias de desrealización de París a partir de un principio de replicación fractal e interpolación de modelos mass-mediáticos, véase Montoya Juárez (2009).

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agregársele algunos capítulos–2. Por ejemplo: Hitler en la literatura del Río de la Plata. Lugar destacado en ese capítulo ocuparía la novela de Ricardo Piglia Respiración artificial, publicada como la de Levrero en 1980: en esa novela Hitler se encuentra con Kafka en un café de Viena (o al menos así lo imagina Tardewski, un filósofo polaco expatriado en la Argentina), una hipótesis histórica tan delirante como inquietantemente congruente. En el París de Levrero, Hitler aparece dos veces: curiosamente esas apariciones recuerdan menos a la novela de Piglia que a la última película de Quentin Tarantino, Inglorious Basterds. Son apariciones histriónicas, bañadas en lo fraudulento del simulacro. En la primera, el narrador se topa con un montón de gente apiñada ante un escaparate y se produce el siguiente diálogo: —¿Qué hacen? […] —Ven televisión. […] —¿Fútbol? —No […]. La guerra (97-98).

En la pantalla del televisor se ve el avance de los tanques alemanes: “Una breve toma, casi en primer plano, muestra fugazmente a Hitler, sable en mano, dirigiendo la tropa, sobre un caballo blanco” (98). En la segunda aparición, una célula de la “Resistencia” hace ejercicios de tiro en un patio con una figura de cartón-piedra. El narrador observa: “La figura representa a Hitler (aunque más bien hay que adivinarlo, porque es un dibujo un tanto infantil y publicitario), y está perforada por innumerables agujeros de bala” (104). (Ostensiblemente esto es un pasaje de una novela de Mario Levrero, pero muy bien podría ser un extracto del guión de una de las secuencias finales de Inglorious Basterds.) Más allá de la inverosimilitud de que la invasión alemana se retransmita en directo y por televisión en 1940, o de que las acciones de la Resistencia precedan a la llegada del invasor, lo que llama la atención en estas escenas es un tono entre la pesadilla y el chiste que es una de las virtudes de la narrativa de Levrero. Más sobre esto en seguida. Afiches polacos, déspotas germanos, acentos húngaros: estos ejemplos extraídos al azar de dos novelas de Mario Levrero sugieren la posibilidad de leer una suerte de “lado u orilla centroeuropea”

2. Véase Roberto Bolaño, La literatura nazi en América (1996).

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de la literatura rioplatense, una proyección transatlántica que evita deliberadamente recalar en España. En esta lectura, se trataría de ver la elisión o el “salto por encima” de España como una negación productiva que determina la tradición rioplatense. La tradición española sería algo así como la “materia oscura” de la literatura rioplatense, en el sentido astronómico del término: algo que no se ve pero cuyos efectos se infieren, produciendo un desvío mensurable, una determinada curvatura en lo que se lee. Según esto, la literatura del Río de la Plata colindaría, al otro lado del Atlántico, menos con la Península Ibérica que con Polonia, Prusia o el Imperio Austro-húngaro. Buenos Aires o Montevideo, en esa tradición, estarían imaginariamente ligadas de forma más productiva a lugares como Praga, Trieste, Posnan o Viena que a las previsibles orillas hispánicas. La mayor o menor frecuencia con que determinados lugares europeos se representan en esa literatura (obviamente podrían aducirse ejemplos en uno u otro sentido) sería menos relevante que un hecho que la conforma de entrada: la voluntad de no verse en el espejo español –recordemos lo que confiesa el personaje de Levrero, en su acento “inconfundiblemente húngaro”: “no nos permiten tener espejos”–. El motivo del espejo ausente hace pensar en el lema de la Real Academia Española de la Lengua: “Limpia, fija y da esplendor”, donde lo que se propone justamente es velar por la claridad del espejo de la tradición. Claridad que en la reproducción de lo mismo promueve una ideología de la identidad, un efecto de nación derivado de las cualidades cristalinas (fijeza y reflectividad) del modelo lingüístico. El gesto fundacional de la literatura del Río de la Plata, por el contrario, sería el desvío de ese modelo: desde la “gramática ignorante” que propugnara Sarmiento hasta el “neobarroso” de Perlongher, el espejo se enturbia o se escamotea, gesto en cuyas variaciones, de Borges, Arlt y Felisberto Hernández a Piglia, Levrero o Aira, se resume lo esencial de esa tradición. En ese gesto, nación y traducción se anudan por el polo de la errancia. De ahí la vigencia en esa literatura de discursos y prácticas de “mala” escritura, que hasta cierto punto es posible ver como un repertorio de prácticas de traducción errante. En su diario póstumo, recientemente publicado, Bioy Casares refiere una parábola de Borges que incide en esta idea. Se titula Error de un conferenciante: “¿Qué ocurriría en el mundo si no existiera el español? –preguntó, inspirado, el orador; él mismo contestó enseguida: ‘La gente tendría que hablar en otros idiomas’” (46). En cierto modo, la literatura del Río de la Plata parte de esta premisa: lejos de

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lamentar una presunta desaparición del español, se trataría de escribir a partir de esa falta imaginaria, haciendo productivo el “error” de suponer una lengua imprescindible. A partir de la crítica de esa falacia patética lingüística, se trataría de escribir como si no existiera el español, escribir en español hablando en otro(s) idioma(s). O bien: escribir como si el español fuera otro idioma, como si la lengua materna fuera la traducción errática de un original perdido. Todo ello entraría en el espectro de lo “inconfundiblemente húngaro” de la literatura rioplatense. Así, para ingresar en esa literatura una obra no precisa estar escrita en español. Si para Borges la obra maestra de la literatura gauchesca es The Purple Land (1885) de William Hudson, una novela escrita en inglés sobre el Uruguay (cuyo título en su primera edición significativamente era: The Purple Land that England Lost), para Ricardo Piglia el mejor escritor argentino del siglo XX es Witold Gombrowicz, autor que a pesar de haber vivido más de veinte años en Argentina escribió toda su obra en polaco. Ferdydurke, novela publicada en Varsovia en 1937 y reescrita en Buenos Aires una década después, sería un caso notorio de traducción errante. De hecho, se diría que es justamente la perversidad de la traducción de esa novela, en la que su autor colaboró activamente desconociendo el español, lo que le otorga a Gombrowicz un lugar destacado en la tradición rioplatense. En su versión en castellano, compuesta por el autor y un grupo de amigos encabezados por el cubano Virgilio Piñera, Ferdydurke evidencia múltiples ejemplos de los caprichos verbales de Gombrowicz, promotor de un léxico mutante: “extrañez”, “asqueroseo”, la “fachalfarra”, el “cuculeíto” (vocablos que a Gombrowicz le sonaban mejor que la mera “extrañeza” o el mero “asco”, la mera “facha” o el mero “culo”). En esa traducción, el discurso gombrowicziano de la inmadurez se ve potenciado por la inspiración absurdista y el acento cubano de Piñera, de modo que en vez de “autos” argentinos circulan por ella “carros” cubanos. Es decir, Ferdydurke sería una novela ejemplarmente argentina por su condición de novela polaca traducida a un español delirante con acentos a la vez porteños y caribeños. En la estela de la parábola de Borges habría que considerar a los escritores argentinos que se pasan a otro idioma: pienso no tanto en aquellos que abandonan la lengua materna para migrar a otra literatura (como es el caso de Héctor Bianciotti y su inserción en la tradición francesa como miembro de la Academia) como en aquellos que sin dejar de ser escritores argentinos proponen un vaivén entre idiomas y literaturas –Copi, Wilcock, Perlonguer–, escritores que

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deambulan entre el español y otras lenguas (respectivamente, francés, italiano y portugués). En esta constelación de acentos “errantes” una figura clave es Roberto Arlt, pariente cercano de Gombrowicz en cuanto autor cuya escritura implica un margen de traducción que hace productivo un déficit lingüístico. En cierto modo, la escritura de Arlt está continuamente abandonando el español sin necesidad de cambiar de idioma. Su madre, Ekaterina Iostrabitzer, era austro-húngara (una italo-austríaca de Trieste); su padre, Karl Arlt, un polaco-alemán de Posnan (a la sazón súbdito de Prusia). En cuanto hijo de inmigrantes centroeuropeos en cuyo hogar se hablaba un español precario y a quien las circunstancias privaron luego de una educación formal, el peculiar reto al que se enfrenta Arlt se podría formular así: ¿cómo acceder a la literatura desde la desposesión no ya de una lengua materna sino de la capacidad de leer y traducir otros idiomas? La “mala” escritura de Arlt es una forma de negociar esa doble carencia. En la primera e inédita versión de su obra teatral Saverio el cruel, un típico personaje arltiano –un loco interno en un manicomio– formula un deseo que en cierto modo sintetiza su proyecto literario: “hablar en un holandés espantoso” (60)3. En otras palabras, trasladar la idea de traducción infiel a la propia gramática y manejar la propia lengua como una lengua extranjera, a partir de un principio de terror. En Arlt el ideal de lengua literaria – un español fantasmal, obsedido por el espectro de la lengua errante que quiere traducir– es algo que da miedo. El caso de Arlt corrobora la tesis de George Steiner según la cual la traducción “no necesariamente es algo que pone en juego dos o más lenguas” (287). Así, se podría proponer lo siguiente: después del Quijote –“el mejor libro del mundo” para Macedonio Fernández–4, la influencia más significativa de la literatura española en las

3. Para una lectura de la vertiente “centroeuropea” de las letras rioplatenses, Saverio el cruel es una obra que habría que añadir, junto a novelas como París de Levrero o Respiración artificial de Piglia, al capítulo de las figuraciones rioplatenses de Hitler, ya que aparte de ser mencionado varias veces como modelo en las fantasías despóticas del “cruel” Saverio, toda la pieza puede leerse como una febril parábola del totalitarismo. En ese sentido, no deja de haber una suerte de justicia poética en el hecho de que el manuscrito original de esa obra, así como los papeles póstumos de Arlt, se conserven en el Instituto Iberoamericano de Berlín. 4. Para un análisis iluminador de la huella cervantina en Macedonio, véase el reciente ensayo de Daniel Attala, Macedonio, lector del Quijote (2009). Sobre Macedonio y la noción de “mala” escritura, véase Prieto (2010).

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letras rioplatenses habrían sido las malas traducciones españolas de literatura europea en las ediciones populares que, según observa Ricardo Piglia, “son el espejo donde la escritura de Arlt encuentra ‘los modelos’ […] que quiere leer” (26-27). Ello sugiere una conjunción de traducción y “mala” escritura que, ligada a un desvío de la tradición clásica española, en gran medida es constitutiva de la literatura del Río de la Plata. Sarmiento, en la polémica con Andrés Bello sobre el español americano, defiende el uso vernáculo y antiacadémico –una “ortografía vulgar, ignorante, americana”–, según propone en su Memoria sobre ortografía americana (1843), y una literatura nueva para una nación nueva, idea que expresa así un año antes: Cambiad de estudios, y en lugar de ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de León, adquirid ideas de donde quiera que vengan […] que eso será bueno en el fondo, aunque a veces sea inexacto: agradará al lector, aunque rabie Garcilaso. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza (XII, 230).

Sarmiento combina esta idea con una práctica de citas apócrifas y “mala” traducción de la tradición de la metrópoli que se ve favorecida por la inflexión poscolonial de la modernidad hispanoamericana. “A tale / told by an idiot, full of sound and fury, / signifying nothing”, cita de Macbeth, se convierte en cita de Hamlet en el epígrafe de Recuerdos de provincia (1850). En ese mismo texto, Sarmiento describe esta práctica de lectura irreverente como la tarea de “ir traduciendo el espíritu europeo al espíritu americano, con los cambios que el diverso teatro requería” (III, 173). En cierto modo, la tarea del escritor hispanoamericano sería la tarea de la (mala) traducción5. Borges retoma en lo esencial esta idea en su ensayo “El escritor argentino y la tradición” (1955), donde propone una teoría de la cultura argentina y latinoamericana basada en la productividad de la periferia y en la confabulación de tres nociones: tradición, traducción, traición. La idea de la lectura como malversación, como

5. Como observa Sylvia Molloy, “[s]i traducir es leer, es leer con diferencia: la traducción que perpetra, por así decirlo, el lector, no copia los contornos del original sino que, necesariamente, se desvía de ellos […] En cierto sentido, podría decirse que traducir, como lo entiende Sarmiento, no es ‘leer muy bien’ sino, desde un punto de vista convencional, leer muy mal” (1996: 38).

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traducción infiel, impregna la escritura de Borges, que incesantemente explora lo que Walter Benjamin llamara en un texto póstumo “el valor de las malas traducciones: los malentendidos productivos” (2002: 250). En sus “Autobiographical Notes” (1970), Borges refiere una anécdota reveladora: como su primera lectura juvenil del Quijote fue en la traducción inglesa, cuando leyó el original, el español de Cervantes le pareció una “mala traducción” (42). En esta anécdota se diría que está resumido el arte literario de Borges. “Pierre Menard, autor del Quijote”, relato donde, en la estela de Sarmiento, se reivindica “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas” (450), sería una variante de la misma idea: al fin, ¿qué sería el Quijote de Menard sino una “traducción” aberrante y afrancesada de la obra maestra de Cervantes al español del siglo XX? Traducción irreverente dentro del mismo idioma, que aun siendo idéntica, sería superior al original de Cervantes, precisamente en virtud del suplemento de su reescritura en español por un escritor extranjero. La convergencia de (mala) traducción y figuración nacional en la literatura rioplatense desde Sarmiento a Borges o Martínez Estrada recuerda el comentario de Friedrich Schlegel en uno de los fragmentos del Athenäum sobre lo “inacabado” de la Alemania del Romanticismo (1988: 107). La Argentina que postulan textos como Recuerdos de provincia o “El escritor argentino y la tradición” propondría una situación análoga: un campo propicio para una nueva “época de la traducción creativa” (1958: 64). A lo largo del siglo XX, a medida que se debilita el vínculo entre discurso literario e identidad nacional, esta línea de “traducción errante” adquiere entonaciones crecientemente apátridas. Consideremos una serie de filósofos apátridas rioplatenses (o “inconfundiblemente húngaros”): Juan Abal, el ex profesor de filosofía catalán o húngaro de la novela de Levrero; Tardewski, el filósofo polaco expatriado en la Argentina de Respiración artificial; Gombrowicz, el personaje y autor polaco transterrado en la Argentina de Trans-Atlántico (1953), el Diario argentino (1953-1969) o el Curso de filosofía en seis horas y cuarto (1969). En la segunda mitad del siglo XX, esa línea de “traducción errante” se diría que llega a su apoteosis en la poesía de Néstor Perlongher. Su poética del “neobarroso transplatino”, con sus múltiples trasvases de jergas bajas y limítrofes (portuñol, lunfardo, germanía de la prostitución masculina, etc.), opera un extrañamiento de la lengua al que es difícil encontrarle parangón en la tradición hispánica moderna. Para encontrar algo equiparable quizá habría que remontar-

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se a las Soledades de Góngora y su creativa traducción al español de la sintaxis latina. De hecho, el modo en que Perlongher actualiza el Barroco gongorino está vinculado a las trayectorias “errantes” que nos interesan aquí, pues implica una triangulación que pasaría por La Habana y París, en la medida en que la reescritura del Barroco de Lezama Lima sería tan determinante en esa poesía como la traslación que éste hace de un Góngora entreverado de Mallarmé. Perlongher explora el espectro de desvío de lo aceptable en una lengua, tensando y dilatando sus márgenes de legibilidad por medio de un nomadismo interlingüístico que implica una suerte de “traducción sin rumbo”. Perlongher lo dice mejor: “entre las muecas pizpiretas / la adaptación de la pintada / banda al inglés, al castellano, / runa gorjea, lela rima / agita el torpe peineteo, / el puro bucle de la pluma” (2003: 228). Como en el caso de Gombrowicz, la informalidad o pérdida de rumbo de la traducción adopta una marcada inflexión de disipación geopolítica y nacional. En ese sentido, su primer poemario es significativo desde el título: Austria-Hungría, publicado el mismo año que París de Levrero y Respiración artificial de Piglia, sugiere que la literatura rioplatense no sólo tiene fértiles orillas polacas o alemanas sino también un lado “inconfundiblemente austro-húngaro”. La poesía de Perlongher trabaja el topónimo como figura de una suerte de borrado transnacional, según el principio de que “la disolución se acelera en los bordes” (248). AustriaHungría, Danzig, Riga, Oslo, aparecen como instancias de desvanecimiento del lugar y sus anclajes nacionales, vistos bajo la luz de una metafísica sardónica. Así lo sugiere el que tal vez sea su poema más célebre, “El cadáver de la nación”: “Decir ‘en’ no es una maravilla? / Una pretensión de centramiento? / Un centramiento de lo céntrico, cuyo forward / muere al amanecer y descompuesto de / El Túnel / Hay cadáveres” (128). En cuanto técnica de dispensar el lugar, la figura privilegiada en la escritura de Perlonguer sería la orilla. En cierto modo, toda su poesía y su estética del “neobarroso” podrían verse como una reescritura del discurso borgeano de las orillas. Austria-Hungría puede leerse como traducción intralingüística de un lenguaje marginal –el del deseo homosexual asociado a lo lumpen– en términos diacrónicos espurios. Interpretación perversa de una fantasía de pasado, Austria-Hungría pone en juego un gesto de traducción suspendida, que revolotea con una mezcla de fascinación e irrisión en torno al lustre legendario del Imperio Austro-húngaro. El gesto de la “mala” traducción en Perlongher no implica, pues, una transcodificación

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sino una puesta en escena del traslado. En toda traducción se trata de mudar de código: aquí las palabras se mudan, pero enmudeciendo el territorio en que podrían recalar. La lengua inicia un viaje hacia un lugar donde se borra toda noción de equivalencia: en cierto modo lo que se escenifica es la necesidad e imposibilidad de la traducción, la intensidad de un gozne que une y separa (otra figura del deseo). El gozne o hiato de la traducción estaría cifrado en el signo diacrítico –el guión– que hace conceptualmente posible la existencia de esa extraña entidad geopolítica: “Austria-Hungría”. Argentina, como fantasía nacional ex céntrica, removida desde el margen del deseo, vendría a ser el “entremedias de lo austro-húngaro”: la nación desvanecida en el hiato-gozne-guión como instancia de trasvase y desplazamiento. Una fantasía ex nacional, literalmente escrita desde la otra orilla: desde el São Paulo transplatino donde Perlongher compuso la mayor parte de su poesía, así como sus estudios antropológicos sobre el SIDA y la prostitución masculina, originalmente escritos en portugués6. La traducción desfuncionalizada, venida a menos –mero acoplamiento de códigos fundidos sin descodificación– sería el agente reactivo en la imaginación de ese espacio barroso –la orilla transplatina–, donde se humedecen secas instancias imperiales (no necesariamente centroeuropeas) y se despliegan las (no siempre civilizadas) derivas de la poesía perlongheriana. Para volver a París (una conclusión posible para un comienzo al que siempre se acaba volviendo), consideremos una escena que, al igual que la poesía de Perlongher, revela el carácter teatral de la nación diluida en un circuito de “traducción errante”. Levrero declara haber escrito París y las otras dos novelas de la “trilogía involuntaria” bajo la inmediata influencia de la lectura de Kafka (La ciudad 11). Hasta cierto punto, por su modo de deambular entre la pesadilla y el chiste, el París de Levrero sería la traducción –una traducción singularmente perversa– de la América de Kafka. Un judío de Praga que escribe en alemán imagina América; un escritor sudamericano que escribe en español imagina París: ese circuito de ficciones transatlánticas aflora en el texto de Levrero en la escena en que el narrador asiste a una actuación de Carlos Gardel en el teatro Odeón, un evento tan improbable como el acento “inconfundiblemente húngaro”

6. Véase Perlongher (1987a) y (1987b).

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de Juan Abal, puesto que en el momento en que se ubica el relato (poco antes de la invasión de la ciudad por el ejército nazi) Gardel ya había muerto7. El teatro le produce la impresión de formar parte del espectáculo, como si el teatro parisino se hubiese “maquillado” de teatro bonaerense de principios de siglo. La actuación de un muerto, reanimado en un ciclo de teatralidad anacrónica: sería otro modo de decir la disipación simbólica de la nación. Ésa parece ser la conclusión de Levrero, que a mi vez tomo prestada como conclusión posible de estas reflexiones: Me dio la sensación de estar observando una revista vieja, con su publicidad que ahora nos parece ingenua o exagerada […], y se me ocurrió que había un extraño sentido en el ciclo de Buenos Aires exportando a Gardel, importando al Odeón y reexportando esta nueva combinación polvorienta de teatro y cantor (108).

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7. Gardel debutó en el teatro de la Ópera de París en 1929, pero teniendo en cuenta que murió en un accidente aéreo en 1935 –hecho que no deja de constatar el narrador de la novela de Levrero: “no podía hacer calzar en ninguna parte la tragedia de Medellín” (108)–, su coexistencia con Hitler en el París de 1940 es un elemento más que contribuye al efecto de dislocación histórica y geopolítica de la novela.

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Narradoras argentinas y españolas hoy. Lecturas de Pola Oloixarac y Mercedes Cebrián ERIKA MARTÍNEZ Universidad de Granada

“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”. (WALTER BENJAMIN)

Durante la última década, las narradoras jóvenes transitan por estéticas tan diferenciadas entre sí como las de sus compañeros de generación. ¿Cuáles son estas estéticas? En el caso de Argentina, Elsa Drucaroff ha señalado que la joven narrativa está caracterizada por una discusión del realismo o, más bien, por la búsqueda de un “realismo agrietado” (Drucaroff 2007a). Sus narraciones son, en palabras de Marina Kogan, “avatares del realismo inverosímil” (Kogan et al. 2006). Hay en la joven narrativa argentina una huida de la denuncia y la solemnidad. La misma Drucaroff establece un panorama que trataremos de resumir en adelante. Partiendo del realismo trastornado, han escri-

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to relatos de iniciación autoras como Selva Almada o Paula Varsavsky. Alejandra Zina, Mariana Enríquez o Claudia Feld se inclinan por una variante absurda, siniestra del antiguo realismo social. Lo fantástico irrumpe en la literatura de Samanta Schweblin y Fernanda García Curten. El peso de los muertos, del pasado, es una presencia fantasmal en la obra de autoras como Alejandra Laurencich, Patricia Suárez o Patricia Ratto. La frustración política se abre paso en la obra de Florencia Abbate. Eloísa Suárez frecuenta el policial clásico y Anna Kazumi Stahl reflexiona sobre la escritura en la frontera. Los excesos del cuerpo marcan las narraciones de Fernanda García Lao, Gabriela Liffschitz, Andrea Rabih o Viviana Lysyj. Los medios masivos son una preocupación crucial en la obra de Bettina Keizman o Vignoli (Drucaroff 2007b)1. Muy enriquecedor es, además, el número 29 de la revista digital El Interpretador, con artículos monográficos sobre narrativa reciente, donde Sebastián Hernaiz distingue entre obras que utilizan diciembre de 2001 como referente de las acciones de sus relatos (por ejemplo, El cuerpo de las chicas, de María Inés Krimer) y obras que omiten dicha fecha emblemática (por ejemplo, Hoy, de Karla Kastellazzo). De entre las antologías recientes, hay que destacar Una terraza propia, de 2006, compilación de jóvenes narradoras argentinas reunida y prologada por Florencia Abbate, donde se constata la existencia de una gran variedad de estilos, argumentos y recursos ajenos al fantasma de lo femenino. En el caso de España y más allá de las evidentes diferencias en su ejecución, se observa la tendencia de algunas narradoras de la última década a frecuentar una radical contención estética acompañada de una indagación moral en la crueldad. Escritoras como Pilar Adón tantean la perversión y lo monstruoso con un estilo inquietante pero equilibrado que llena sus relatos de tensión. Esta sobriedad oscura es desarrollada por Elvira Navarro, que ahonda en los caminos de lo atroz y el territorio de la exclusión social. Nuria Labari ha escrito relatos sobre la crudeza de la educación sentimental que alternan lo terrible y lo cómico. También hay, por supuesto, toda una serie de autoras próximas a lo que Eloy Fernández Porta ha definido

1. Algunos nombres no mencionados, pero igualmente interesantes son los de Ángela Pradelli, María Fasce, Betina González o Paola Kaufmann.

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NARRADORAS ARGENTINAS Y ESPAÑOLAS HOY

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como afterpop y que conforman diferentes respuestas al “exceso simbólico creado por los medios”. El pop observado como ruina, con todas sus consecuencias ideológicas, forma parte, por ejemplo, de la obra de Mercedes Cebrián o Lolita Bosch. Sobre la claustrofobia familiar, ha escrito Cristina Cerrada, cuya simplicidad alcanza unas cotas de densidad cercanas al realismo carveriano. La cuentista Patricia Esteban Erlés se acerca sin sentimentalismos a una cotidianeidad de proyecciones fantásticas2. En diciembre de 2009, la revista Quimera dedicó el dossier de su número 313 a la novela española entre 2000 y 2009. En él pueden encontrarse artículos interesantes sobre el tema de Jorge Carrión, Pozuelo Yvancos, Vicente Luis Mora, Lolita Bosch o Nuria Labari. De entre las antologías específicas, puede destacarse Todo un placer, de 2004, donde Elena Medel recopiló relatos eróticos de jóvenes narradoras españolas. Trazado este brevísimo panorama, nos acercaremos en adelante a los proyectos narrativos de dos escritoras, la argentina Pola Oloixarac y la española Mercedes Cebrián, atendiendo a sus propuestas, sus posibles concomitancias, sus diferencias, entrevistas a través de la lectura de la novela Las teorías salvajes, de 2008, y la nouvelle Qué inmortal he sido, incluida en el libro La nueva taxidermia, de 2011.

Literatura y aberración El Río de la Plata ha sido, durante el siglo XX, un caldo de cultivo óptimo para la proliferación de lo que podríamos denominar una estética de lo aberrante, que va de Roberto Arlt a Washington Cucurto, pasando por César Aira. En nombre de esta estética, que sabotea el valor estético dominante o la propia idea de valor estético, toda una serie de autores y críticos han emprendido durante las últimas décadas una revisión de la historia de la literatura que está situando en el

2. Igualmente interesantes son autoras como Irene Jiménez, Sara Mesa, Cristina Gálvez, Sara Mesa, Care Santos, Silvia Sánchez Rog, Lara Moreno, Cristina García Morales, Marta Rivera de la Cruz, Eva Salmerón, Magda Bandera, Ruth Baza, Belén Carmona, María Zaragoza, Silvia Nanclares, Txani Rodríguez, Aloma Rodríguez, Eider Rodríguez, Blanca Riestra, Marina Sanmartín o Eva Puyó.

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centro del canon a escritores antes desplazados3. ¿Es posible inscribir una novela como Las teorías salvajes (2008), de Pola Oloixarac, dentro de dicha tradición? No parece descabellado, o al menos no más descabellado que la novela misma. Se me ocurren al menos dos motivos: 1. Su insolente instrumentación de los géneros menores como vía de ruptura con la institución literaria. 2. Su utilización de la violencia sintáctica, léxica y estructural como voluntad de estilo, erigida en el caso de Oloixarac en voluntad de poder.

Las teorías salvajes es una novela obscena. Y su obscenidad no tiene nada que ver con el sexo. Es obscena en su empeño por resultar inapropiada. En su mezcla impúdica de ilustración humanística y enciclopedismo nerd. Una mezcla que no aspira tanto a confundir alta y baja cultura como a constituir una nueva aristocracia fundada sobre el control de un espectro difícilmente abarcable del saber que va de la filosofía a lo tecnológico. El mayor exponente de esta salvaje secta intelectual sería el joven Pabst, personaje cuya superioridad dialéctica es una consecuencia directa de la repulsión física que genera en los demás. La inteligencia es, en su caso, una excrecencia de la fealdad equiparable al olor fétido que segregan algunas mofetas para defenderse. Y es que el narcisismo herido explica el desprecio que supuran los protagonistas de esta novela, la necesidad de subyugar a quien te ha humillado. A este cambalache de erudiciones, hay que añadir además la alternancia desjerarquizada de la narración literaria, el diario íntimo, el post, la carta, el tratado filosófico, el monólogo interior o la tesis académica. Como César Aira, Oloixarac ha fabricado un artefacto literario aberrante: caótico, extravagante, descompensado, excesivo y, por todo ello, fecundo. Una anotación de la narradora sobre la retórica oral de su ficticio maestro, Augusto García Roxler, puede darnos al-

3. Me refiero, con otros términos, a la popularizada noción de “mala literatura”, desarrollada por Julio Prieto a partir de algunos planteamientos como el de “pensamiento del afuera”, con que Foucault se aproximó en 1966 a la obra de Maurice Blanchot. Muy vinculadas a ella están también las “literaturas postautónomas” de Josefina Ludmer, caracterizadas por llenar de ambivalencia el sentido de una obra: “son y no son literatura al mismo tiempo, son buenas y malas, son ficción y realidad” (Ludmer 2007).

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gunas pistas: “Glosar la forma secreta del mundo requería una parafernalia muy especial y, en el caso de Augustus, de argumentaciones intrincadas, de hordas de subordinadas encolumnadas detrás de un sujeto iluminado, cuya complejidad bordeaba, por momentos, la confusión” (Oloixarac 2008: 76). La prosa de Oloixarac es un conglomerado delirante donde ensamblan, de forma heterodoxa y casi siempre paródica, academicismos, latinajos, tecnicismos filosóficos y neologismos geek en construcciones que rehúyen el decoro. Esta deformidad parece, en su caso, la materialización discursiva de lo monstruoso, esa pulsión con la que el lector tiene que pactar, como pactó el primer homínido con las bestias para adquirir su humanidad. Lo aberrante impregna la escritura igual que impregna la especie, tal como dicta la Teoría de las Transmisiones Yoicas que formula esta novela. ¿Transmisiones qué?

Fundamentos de una especulación La Teoría de las Transmisiones Yoicas es el perverso núcleo filosófico de Las teorías salvajes. Fue supuestamente concebida a principios de siglo por el antropólogo holandés Johan Van Vliet, desarrollada por el mediocre profesor de la UBA Augusto García Roxler y llevada hasta sus más radicales consecuencias por la narradora, de seudónimo Rosa Ostreech. La teoría parte de una genealogía traumática de la humanidad: el nacimiento de la primera persona entre hordas de predadores y la pervivencia de ese miedo primigenio reprimido en el inconsciente de la especie. Dentro de la Teoría de las Transmisiones Yoicas, “las guerras primordiales entre presas y predadores son la sustancia que invade los espacios-memoria del pensamiento” (Oloixarac 2008: 158). Esa sustancia está constituida, como las mónadas de Leibniz, por matrices de puntos de vista imborrables: “fantasmas de todas las acciones futuras” (Oloixarac 2008: 159). Según Van Vliet, “hay celdas de espacio tiempo que almacenan memoria de lugares, intenciones, posiciones de juego: la historia se acumula en estas celdas, comunicada a los jugadores mediante atracciones, pensamientos-fantasma, reencarnaciones, llamadas intempestivas de terceros: transmisiones yoicas o marcas indelebles en la sintaxis que organiza las relaciones interpersonas en el universo” (Oloixarac 2008: 159). El yo avanza a través de un “campo minado de perspectivas” (Oloixarac 2008: 159).

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Estas consideraciones sientan las bases para la constitución de una historia gramatical del mundo, cuya brillante ilustración es el final de esta novela: una conspiración nerd orquestada por Pabst y Kamtchowsky para intervenir el mapa de Buenos Aires en Google Earth, devolviendo a los internautas fragmentos del pasado porteño que conviven sincrónicamente en el espacio con imágenes del presente. Un complot salvaje en cuya cacharrería hay algo del aliento anarcoide de Roberto Arlt. Pero la Teoría de las Transmisiones Yoicas es también una antropología de la voluptuosidad y la guerra, de su interdependencia. La prehistoria silenciada de los pactos entre hombre y bestia se materializa mitológicamente en el trato carnal entre animales y doncellas, como estrategia que garantiza la supervivencia. Oloixarac parte de la siguiente afirmación de Sun Tzu sobre El arte de la guerra: “Toda guerra está basada en el engaño”. Para desarrollarla silogísticamente (Oloixarac 2008: 120): Definition of deception: the practice of deliberately making somebody believe things that are not true. An act, a trick or device intended to deceive somebody. Thus, all war is based in metaphor. All war necessarily perfects itself in poetry. Poetry (since indefinable) is the sense of seduction. Therefore, all war is the storytelling of seduction and seduction is the nature of war.

Con la intención de demostrar dicha teoría, la narradora lleva a cabo un experimento para el que escoge como víctima a Collazo, escritor montonero al que seduce. Su meta: “provocar al monstruo que hay en él para vencerlo”. Ostreech emprende así una seducción-destrucción que culmina con la persecución de Collazo por los parajes de El Tigre. En su persecución, la narradora se topa en medio de la selva con un coloso de Perón inacabado y ya en ruinas, como la Estatua de la Libertad que se encuentra Charlton Heston en la película The Planet of the Apes (1968).

El deporte de la provocación Más allá de la batalla contra Collazo, Las teorías salvajes emprende una guerra de largo alcance contra el lector de izquierda, cuyos pilares

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dinamita sistemáticamente. Es al monstruo de dicho lector a quien profundamente busca provocar este libro hasta convertirlo en la verdadera razón de su experimento. Entre sus provocaciones están la ridiculización de una desaparecida a través de las mojigatas páginas de su diario, el retrato de los síndrome de Down como obsesos sexuales que sacan ventaja de la piedad social, la grabación de lo que podría ser una violación en el baño de un pub, drogas mediante, como la oportunidad de convertirse en una estrella del porno casero de su protagonista, etc. Esta acumulación, ingenua por exceso, persigue la abolición de la víctima como institución, consecuencia esta última de la banalización del proceso de revisión histórica emprendido por el kirchnerismo. Lector provocado, lector destruido. Para lograrlo, Oloixarac asedia sistemáticamente a los dos grandes tótems del mainstream progresista argentino: el psicoanálisis y el marxismo. En su vertiente destructiva, Las teorías salvajes reduce a los ostentadores de ambas doctrinas (artistas, académicos, estudiantes) a un conjunto de mediocres de bases filosóficas deficientes. En su vertiente constructiva, propone una refutación de Freud (el trauma primordial de los seres humanos no es el de ser asesinos, sino el de haber sido presas) y del materialismo histórico (frente a la historia como lucha de clases, la novela expone su teoría de la historia como sintaxis del espacio). Tras una escena en la que Pabst se masturba frente a un travesti mientras imagina la cara de Althusser y vomita, se expone la siguiente idea: persona y propiedad son inseparables, no hay yo sin mío: “la única propiedad posible se entrelaza ontológicamente a la responsabilidad moral” (Oloixarac 2008: 227). En esta novela, los nerds emprenden una revolución contra la clase sexualmente dominante, fundando una “épica onano-emancipatoria, donde conocimiento técnico y opresión inicial avanzan hacia la aceptación sexual” (Oloixarac 2008: 232). Fin de la parodia.

El doble destronado: narcisismo y éxtasis paródico Según A. W. Schlegel, la épica pertenece a las etapas de florecimiento mientras que la parodia surge en momentos históricos de crisis. Las teorías salvajes recurre al menos a dos herramientas, la parodia y la estilización, que Tinianov diferenció en 1921: ambas crean dos planos, pero mientras la parodia los desajusta, la estilización los hace coincidir.

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Con frecuencia, señala Tinianov, la estilización se convierte en parodia gracias al elemento cómico (Tinianov 1992: 169). La parodia implica una distancia muy fructífera entre autor y discurso que genera una polémica y una percepción suplementaria. Crea un doble destronado. Las teorías salvajes se vale de él para convertirse en una máquina trituradora que no se detiene ante nada ni nadie. Especializada en imposturas de izquierda, la máquina devora también a la propia narradora. Rosa Ostreech es el mayor exponente de la teoría de la conciencia como narcisismo. En el reducto onanista de su pied-à-terre y su cabeza, Ostreech se describe físicamente como un portento y tiene un altísimo concepto intelectual de sí misma. Fuera de ese reducto, la realidad torpedea su dignidad, infligiéndole pequeñas humillaciones que dan a la narradora un baño de ridículo. La supuesta seducción dominadora de Collazo está trufada de momentos autoparódicos, como cuando se le atasca el hielo en la laringe (Oloixarac 2008: 108) o se topa con unos villeros que la llaman gorda (Oloixarac 2008: 140). Ostreech se obsesiona por un profesor de la UBA, Augustus, a quien retrata como un mediocre y que, sin embargo, la ignora supinamente. El tratado-diario con el que se dirige a él tiene un tono enfervorizado, de un sublime paródico que termina convirtiéndose en el tono general del libro. Pero Las teorías salvajes funda también un universo grotesco, bajo cuyas leyes -como dijo Wolfgang Kayser- “deben revelarse de pronto como extrañas y siniestras las cosas que antes nos eran conocidas y familiares” (Oloixarac 2008: 224). En su exceso y excentricidad, la sátira de Oloixarac está emparentada con Gombrowicz. También en su definición del mundo que habita el hombre y que lo habita como una realidad hostil, ajena, ridícula y caricaturesca. Ideologías y géneros literarios son parodiados por igual. Es el caso de la Bildungsroman, cuyos tópicos recorre Oloixarac para contradecirlos. Su novela cuenta el crecimiento psicológico, moral y sexual de varios jóvenes porteños que no se transforman en ciudadanos sensibles en busca de respuestas, sino que atraviesan toda una serie de ritos de iniciación, versiones contemporáneas de la experiencia del miedo como condición necesaria de la madurez. Contra la pedagogía progresista como ideal educativo, Las teorías exponen la vigencia antropológica de la didáctica de la amenaza. La soledad y la abulia que habían movido al Adán Buenosayres de Marechal en su “Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia” se transforman aquí en los móviles de una degeneración. Porque la humanidad es, como ha dicho Dorr, una máscara de la bestia.

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La historia como estructura La Buenos Aires de Las teorías salvajes parece uno de los mundos posibles de Leibniz, construido sobre las verdades intermedias, ésas que no son ni las verdades positivas de la voluntad de Dios ni las verdades de razón de las matemáticas, sino tan sólo las verdades que versan sobre lo posible. Según Heidegger, cada punto del universo contiene una red de acontecimientos que componen su actual momento y es imposible afirmar que exista un presente absoluto. El espacio-tiempo es relativo, no se pueden asegurar las consecuencias de un hecho. Partiendo de presupuestos limítrofes, Las teorías salvajes desemboca en la citada escena de la intervención hacker de Google Earth. La revolución nerd convierte el mapa electrónico de Buenos Aires en un “mamarracho”, yuxtaponiendo tiempos históricos, eliminando la distancia temporal entre ellos, generando una “relación sintáctica, pura, entre el mundo y aquello que tuvo lugar en el mundo” (Oloixarac 2008: 247). Esta sintaxis del espacio tiene como meta aislar la noción de consecuencia, formular una concepción de la historia no como memoria ni archivo (difícil no leer aquí un cuestionamiento de las recientes políticas argentinas de la memoria), sino como “acumulación de relatos carentes de hilación (sic) y jerarquía” (Oloixarac 2008: 247). La propia estructura del libro responde a esta lógica: constituye una anarquía de relatos que proceden supuestamente de la impresión de la carpeta “Mis documentos” de la narradora. El relato no es un todo organizado. Las teorías salvajes niega la historia como “fenómeno estudiable del que se puedan esclarecer causas y efectos, de modo de poder cambiar y mejorar” (Oloixarac 2008: 247). Por el contrario, defiende que los hechos vuelven sobre sí mismos y se explican sólo por sí mismos. La conspiración que inspiran estas ideas da lugar a las “Notas para una teoría de las explosiones”, título de inspiración arltiana que persigue una autodenominada “utopía libertaria de no visibilidad”. Pero la perversidad, cuya historia narra esta novela, hace que en sus páginas haya tanto de libertario como de reaccionario4. En este sentido, puede decirse que Las teorías salvajes constituye un vapuleo hilarante y de aspiración humanista al statu quo intelectual de su época.

4. Es por ello que su novela puede compararse, como ya se ha hecho en varias ocasiones, con los proyectos de Michel Houellebecq o Peter Sloterdijk.

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A través del espacio, el tiempo Qué inmortal he sido es la primera de las dos nouvelles que conforman La nueva taxidermia (2011), de la escritora española Mercedes Cebrián5. Su título procede de unos versos de Susana Thénon que encabezan el relato: “Qué inmortal he sido / y qué poco lastima el porvenir / extranjero” (Cebrián 2011: 13). Como anuncia la cita, esta novela corta narra la recherche de un tiempo ideal: el pasado perdido. Recherche entendida como búsqueda, pero también paródicamente como investigación, recreación racionalista, objetivización científica. Proust pasado por Perec. Narrada en primera persona, Qué inmortal he sido cuenta, en 18 capítulos, el experimento puesto en marcha por su protagonista para tratar de dar respuesta a preguntas como las siguientes: ¿es posible revivir un acontecimiento del pasado?, ¿cuál es la naturaleza del recuerdo?, ¿reside en la sinergia de sus fetiches? Para averiguarlo, la narradora alquila un local en un bajo y se convierte en escenógrafa de su propio pasado. Puede escucharse aquí, como ha señalado el profesor Rafael Alarcón, el eco del Pierre Menard de Borges, pero también de À rebours de Huysmans, donde Jean Des Esseintes llena su casa con una colección ecléctica de objetos de arte y decide vivir a través de ellos, llegando a recrear un viaje sin pisar la calle. La narradora de Cebrián escoge dos “coordenadas espacio-temporales en las que el presente se portaba bien y nos resguardaba de cualquier variante del frío (…); no había nada muriendo, o eso nos parecía; cualquier acción hacía crecer algo y todo crecimiento era benigno” (Cebrián 2011: 18). A modo de ensayo, la narradora comienza poniendo en pie la habitación de su primer novio. Pero los pasos inaugurales de todo psicoanálisis –incluido éste, tan material– son dolorosos. Por ello, el primer viaje en el tiempo a través del espacio es un fracaso. El segundo intento será definitivo: la reconstrucción de una fiesta de juventud que “lo engloba todo: la sensación de éxito, de cosmopolitismo, de presente imbatible” (Cebrián 2011: 48). Para lograrlo, la narradora acumula con esmero objetos, referentes, análogos, hasta crear una reproducción fiel a aquel espacio y tiempo en la comple-

5. La segunda nouvelle del libro se titula Voz de dar malas noticias (Cebrián 2011: 77145). El análisis de este artículo se circunscribe exclusivamente a la primera.

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jidad de sus detalles sensoriales. Todo ello mientras mide las distancias entre el pasado y su escenificación antes del estreno, cuando todo estaba limpio, “la bandeja de pasteles todavía intactos (…), y nosotros, los recién llegados, igualmente intactos y con la sensación de merecernos algo extraordinario” (Cebrián 2011: 19). Capítulo a capítulo, este afán por recrear un pasado ileso va revelando un presente vulnerado cuya elipsis se va volviendo cada vez más significativa. En su ensayo Sobre la fotografía, de 1973, Susan Sontag analiza la forma en que ésta puede llegar a condicionar la experiencia. La necesidad de vivir es sustituida, mediante la fotografía, por la necesidad de certificar que se ha vivido. Al mismo tiempo la cámara se interpone entre el ojo y el mundo, operando simbólicamente como escudo protector, neutralizando la ansiedad, el miedo, la inquietud que genera mirar la realidad de frente. En ese sentido, una cámara es también un amuleto. En Qué inmortal he sido, la recreación momificada del pasado nace, en un principio, de la necesidad de constatar retroactivamente la felicidad que fue. Los museos íntimos que levanta la narradora funcionan, en cierta manera, como certificados. Al menos el primero de ellos, porque al concluirlo se evidencia un mecanismo que el segundo experimento tratará de evitar: “Se acabó recrear en general, sin complemento directo, el recomponer con el único fin de comprobar que tuvo lugar una vivencia tangible, que no estamos antes el fruto de una alucinación” (Cebrián 2011: 48). Los museos comparten, además, con la fotografía su batalla perdida contra el tiempo y la extrañeza que produce observar un objeto que es y no es del pasado. Como ciertas fotografías, los museos poseen eso que Roland Barthes llamó punctum: una capacidad de herir que no proviene de los elementos previstos de la escena, sino de ciertos detalles que nos apuntan por azar a lo más íntimo. La narradora prepara metódicamente todos los pormenores del escenario, su studium, a la espera de que su combinatoria o el azar hagan surgir el punctum. La reproducción de la habitación del primer novio es un éxito tal que la narradora se topa con el malestar: “Deprime y duele estar allí dentro, produce un estado de ansiedad y desasosiego que hace necesaria la automedicación” (Cebrián 2011: 46). Pero en su modalidad tradicional, un museo recrea una realidad indemne, no dañada por la historia. Embalsama la vida. Y “hay algo tristemente ilegítimo detrás de todo eso; la reconstrucción tridimensional del recuerdo nace ya falseada” (Cebrián 2011: 24). Por ello, el experimento de la narradora es un intento de resucitar el

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pasado que trata de esquivar los peligros del “cartón piedra espaciotemporal de la ficción” (Cebrián 2011: 26). Su desarrollo obliga por tanto a afrontar la diferencia entre lo auténtico y lo fingido: ¿puede una recreación emocionar tanto como una reconstrucción? ¿Alcanza un escenógrafo la emoción de un restaurador? La apuesta final por la reconstrucción desemboca en una segunda cuestión: si existe una esencia de la realidad, ésta reside de forma dispersa en los detalles, luego todo elemento puede ser clave para una reconstrucción exitosa. Hecho que condena, a su vez, a la neurosis del catálogo. Igual que ocurre con la fotografía, los museos esconden una ambición inconfesa de posesión. Sus vitrinas, sus falsos escenarios, adolecen de un intento de detener, acotar, poner bajo control aquello que nos fascina, que no puede abarcarse en su realidad y que quisiéramos cazar (como diría Sontag), hacer nuestro. Así ocurre con el tiempo pasado que no deja de crecer incontrolable en nuestra memoria y cuyo devenir quisiéramos paralizar. Como si sólo pudiera comprenderse una realidad detenida. O como si la comprensión pudiera detener el dolor. Sí, el museo íntimo de este libro tiene algo de escudo: su escenario protege del presente y quizás también de un pasado que la memoria quiere contarse de otra manera. Sea como sea, la narradora necesita revivirlo. No para recuperarlo (toda pérdida resulta definitiva) sino para descongelar la parte de sí misma que se quedó atrás, detenida. Para traerse al presente. De hecho, sentimentalmente, puede decirse que la narradora no está. Hay en ella un estado cero de la emoción que lo ocupa todo. Más allá de la alexitimia, el discurso de la narradora constata cierta pulsión contemporánea por reducir la vida al objeto, la nueva taxidermia. ¿Contemporánea? Precisemos, la pulsión que aquí se disecciona atraviesa una alienación más concreta: la que producen las nuevas formas del capitalismo. En todo el libro de Cebrián hay una tensión entre los objetos concebidos como realidades de consumo y los objetos como fetiches íntimos, una contraposición y a veces un intercambio entre el valor sentimental y económico de las cosas. Hay, además, en esta nouvelle una parodia de la sacralización de la ciencia como única vía para conocer la realidad y un contraste con el objeto de estudio y los procedimientos de la narradora, más propios del psicoanálisis o del relato detectivesco. También una reflexión sobre lo virtual que no necesita de las nuevas tecnologías para señalar sus profundas raíces en nuestra identidad y nuestra

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memoria. El “pasado piloto” puesto en pie es real en el mismo sentido en que lo era la pipa de Magritte. Por eso, cuando la anfitriona original de la fiesta descubre por accidente su obra, la narradora casi se defiende con un “Esto no es lo que parece” (Cebrián 2011: 73). El libro apunta al mismo lugar que Michel Serres cuando afirma que todas las producciones intelectuales del ser humano son virtuales: “lo virtual es la misma carne del hombre” (2001). Sólo en ese sentido puede entenderse como virtual el piso piloto del pasado. Porque lo que prevalece en él es la obsesión por acabar con lo aparente de su naturaleza, por darle vida, hacerlo real. La voluntad científica que mueve de forma paródica el proyecto impregna la prosa de la nouvelle: una prosa austera, que combina la precisión analítica, el ansia de catálogo y la indagación objetivista de los textos académicos con la sintaxis voluble, los coloquialismos, la mezcla de lo arbitrario y lo significativo del discurso íntimo (Cebrián 2011: 19): Hay unanimidad con respecto a lo bueno de la fiesta. Pero, ojo, no caigamos en el error de recrear sus restos apagados, lo que ve la anfitriona al día siguiente: los vasos de tubo vacíos, los cuencos donde al principio hubo pistachos llenos de cáscaras y colillas, el reloj camuflado entre los almohadones del sofá que se olvidó aquella chica al liarse con el invitado; tampoco las botellas semivacías de vino, ni las de cava tibio, abierto y ya sin fuerza.

Gracias a la voz poderosa de este libro (sin duda una de sus mayores virtudes), el ensayo íntimo narrado deviene en una indagación de gran profundidad sobre los límites de la ficción y la subjetividad dentro de las formas actuales del capitalismo, donde la relación de la memoria con las cosas está mediatizada por el consumo. El humor hace el resto. Un humor omnipresente que surge de las observaciones de una narradora con supuesta vocación científica y que llega a la ironía como sin saberlo, en un tono aparentemente naíf y lleno de inteligencia. Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, y Qué inmortal he sido, de Mercedes Cebrián, están protagonizadas por dos personajes femeninos que llevan a cabo un experimento existencial y político, que ambas plantean paródicamente como una investigación. Dicha investigación constituye además el marco narrativo de las dos obras. En ambos casos, el proyecto entraña una reclusión física y supedita la relación con los demás a su posible función dentro del experimen-

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to. Oloixarac se acerca a los mitos de la historia reciente de Argentina para cuestionar a la intelectualidad progresista, su lógica y sus vacas sagradas. Cebrián reflexiona sobre la acción de la ficción en la memoria y las condiciones de posibilidad de un regreso ritual al pasado que desbloquearía el presente. Tanto una como otra construyen una narración cuyos andamios teóricos persiguen la existencia del tiempo en el espacio, aunque se dirijan a lugares muy diferentes.

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Argentina-España: hacia una lectura transatlántica de la minificción FRANCISCA NOGUEROL JIMÉNEZ Universidad de Salamanca

“Aquí o allá, lo mismo da (…). Habría que hacer la tertulia en medio del océano Atlántico” (RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA)

El epígrafe elegido para iniciar la presente reflexión, tomado de una de las colaboraciones de Ramón en la revista argentina Saber vivir durante los años cincuenta, refleja la conciencia del madrileño de encontrarse en la tensión entre dos patrias –España y Argentina–, y la indiscutible riqueza que este hecho le significó1. Gómez de la Serna será uno de los

1. Recordemos su estrecha relación con Argentina a través de la influencia que ejerció desde la tertulia del Pombo sobre autores procedentes de los más diversos países, de su magisterio internacional a partir de la Revista de Occidente, de sus dos viajes a Buenos Aires para dictar conferencias –en 1931 y 1933–, su matrimonio con una argentina, su colaboración continua con revistas conosu-

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protagonistas de las siguientes páginas, en las que pretendo demostrar la absoluta pertinencia de realizar una lectura transatlántica para explicar el devenir de la minificción hispánica atendiendo, como nos ha pedido Ana Gallego, a las relaciones existentes entre Argentina y España. La ficción breve, categoría textual que abarca todos aquellos textos de una página de extensión signados por su carácter proteico y el valor que adquiere la elipsis en sus contenidos, viene siendo estudiada especialmente desde la década del noventa del pasado siglo, cuando se canonizaron términos como el que da título a este ensayo o el de “microrrelato”, sin duda el que ha gozado de mayor difusión por aludir, específicamente, a las composiciones breves marcadas por la narratividad, y que algunos teóricos defienden como un género en sí mismo (Valls 2008; Andres Suárez 2010). En el estudio de esta modalidad, estrechamente relacionado con el interés por los híbridos genéricos característico de la posmodernidad (Noguerol 1996), cobra asimismo gran importancia la ideología posnacional, que niega el estudio de la literatura atendiendo a las fronteras entre países. De hecho, desde un principio estos textos han sido comentados atendiendo a una proyección universalista, ya sea a través de congresos internacionales a los que han acudido especialistas procedentes de todos los lugares donde se habla español; por la difusión de volúmenes como La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico (Lagmanovich 2005), o por blogs como La nave de los Locos, incesante venero de información mantenido por Fernando Valls, en el que los nuevos creadores son reseñados sin atender a su lugar de origen. Este hecho es puesto de manifiesto por Ramiro Oviedo en “Los raudos espejos del desencanto (guiños entre el microcuento español e hispanoamericano)”, donde se comentan los títulos aparecidos en la colección Micromundos, de la editorial barcelonesa Thule, y los integrados en la antología Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera (Valls/Roger 2005), para concluir: “Los guiños del microcuento a ambas orillas de la lengua española existen para afirmar y vigorizar el género, no para inventar fronteras” (Oviedo 2008: 484). En la misma línea, Valls subraya el papel desempeñado por la Red en el conocimiento de la minificción:

reñas y su asentamiento definitivo en Buenos Aires desde 1936, como consecuencia de la Guerra Civil Española.

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ARGENTINA-ESPAÑA: HACIA UNA LECTURA TRANSATLÁNTICA

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Internet ha creado un órgano de difusión hispano que nos ha proporcionado la conciencia de estar trabajando en todo el ámbito de la lengua española, rompiendo las barreras nacionales, e incluso el artificial marbete –más político y administrativo que literario– de lo que ha venido llamándose literatura hispanoamericana o latinoamericana. Las formas breves, por razones obvias, han sido las más beneficiadas con la expansión de la literatura a través de la red (Valls 2008: 12).

La idea de realizar una crítica “en marcha”, como se deduce del párrafo que acabo de citar, concuerda con los postulados exigidos por Julio Ortega para los estudios transatlánticos, interesados ante todo en leer los textos “a la luz de ambas orillas del idioma, en su viaje de ida y vuelta, entre las migraciones de las formas y las transformaciones de los códigos” (Ortega 2001: 11). Ajeno a la consideración del sujeto latinoamericano en su papel de subalterno –ya veremos, de hecho, la importancia capital que para la ficción breve española detentan autores como Jorge Luis Borges y Julio Cortázar– y decidido a generar un “diálogo horizontal”, en el que “su misma apertura es parte de su descentramiento” (Ortega 2006: 95), este nuevo paradigma crítico muestra, sobre todo, “una vocación de camino” (Ortega 2006: 97), con el objetivo de, como ya apuntó Valls arriba, “reformular el largo y desigual intercambio entre España y América hispánica, de modo de superar la lamentable división de áreas peninsular e hispanoamericana” (Ortega 2001: 10). Ortega enfatiza la necesidad de atender al criterio transatlántico en cuatro aspectos específicos de la crítica literaria: la reescritura de los textos coloniales, las vanguardias históricas (marcadas por un evidente internacionalismo), la difusión de textos canónicos a través de la traducción y las migraciones provocadas tanto por motivos políticos (exilios) como económicos. Entre ellos, los tres últimos factores resultan fundamentales para entender las relaciones mantenidas por España y Argentina en el devenir de la “brevedad”. De hecho, un autor tan crítico con el Proyecto Transatlántico como Abril Trigo, al que considera una nueva versión del pensamiento hispanista alimentada por el capitalismo español (Trigo 2010: 37), no puede negar la validez de estos criterios: Who can deny the pertinence of a Transatlantic perspective for the study of certain periods of intense economic, political, demographic or cultural transactions, such as the literature of exile (e.g. the Republican exiles in Latin America after 1939 or the Latin American refugees in Spain after the 1970s), or certain parallel literary movements

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(e.g. Modernismo and the Generation of 98), or the long-lasting influence of certain journals and publishing houses (e.g. Revista de Occidente or Espasa Calpe), or the impact of certain editorial policies (e.g. the important role of Spanish publishers in the fabrication of the Latin American boom)? (Trigo 2010: 20).

Así, Trigo da la razón a los críticos que, con Ortega a la cabeza, se interesan por deshacer las fronteras nacionales proponiendo una nueva “geotextualidad” (Ortega 2001: 11), hecho que, como ya señalé arriba, resulta especialmente adecuado para la categoría que nos ocupa. Veámoslo.

Las vanguardias históricas Resulta bien conocido el rol desempeñado por las vanguardias históricas en el nacimiento de los primeros textos calificables como microrrelatos, así como la proliferación en este momento de otras formas de ficción brevísima. Todas ellas surgieron tanto del deseo de los autores por experimentar con los géneros como de su rechazo hacia la obra de largo aliento, su relación antisolemne con la literatura y su cultura universal, que los llevó a admirar en igual medida los aforismos nietzscheanos, los “mínimos” ensayos británicos y los poemas en prosa de tradición francesa, frecuentemente antologados en las revistas de la época2. En un momento marcado por la “tradición de la ruptura” y el hipervitalismo, pocos autores llegaron al delirio de otro lenguaje y otro mundo con más fortuna que Ramón Gómez de la Serna, quien defendió la atomización estética en consonancia con los hallazgos

2. Este periodo ha sido estudiado con especial atención en España por Domingo Ródenas (2008) y, para el caso argentino, por Laura Pollastri (2007) y Noguerol (2008). Los tres profesores coinciden en afirmar el papel capital desempeñado en el fervor a lo breve por autores como Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Ramón, que pasaron significativamente por Buenos Aires en algún momento de sus vidas; del lado argentino destacan las figuras de Oliverio Girondo, Macedonio Fernández o Jorge Luis Borges, unidos por vínculos de amistad con Gómez de la Serna como lo demuestra, entre otros muchos indicios, su común participación en el “Homenaje a Ramón” publicado el 18 de julio de 1925 por la revista Martín Fierro.

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de otras disciplinas coetáneas. Así lo destacó en el prólogo a Greguerías 1910-1960: “La prosa debe tener más agujeros que ninguna criba y las ideas también. Nada de hacer construcciones de mazacote, ni de piedra, ni del terrible granito que se usaba antes en toda construcción literaria” (Gómez de la Serna 1991: 63). Y, un poco más adelante: “Reaccionar contra lo fragmentario es absurdo, porque la constitución del mundo es fragmentaria, su fondo es atómico, su verdad es disolvencia” (Gómez de la Serna 1991: 67). En esta situación inauguró toda una línea de trabajo de la que, acertadamente, se hace eco Irene Andres-Suárez: Como se sabe, su influencia no se limitó a España. En sus libros Greguerías (1917), Muestrario (1918) y Libro Nuevo (1920) conviven ya diversas formas y modalidades de la brevedad, a) la greguería, b) el trampantojo o gollería, c) el capricho o disparate, y, aunque varios de estos últimos son instantáneas o meros ejercicios experimentales, muchos de ellos poseen ya las características del microrrelato, según indica Antonio Rivas, lo que le confiere a Ramón un papel importante en la consolidación del relato hiperbreve de lengua española (AndresSuárez 2010: 40)3.

En la misma línea se encuentra la siguiente declaración del escritor Antonio Fernández Molina: “Se ha despertado ahora un interés por una forma de expresión que estaba dormida y a la que no se le había hecho ningún caso. Es algo que viene con algo de retraso, y que creo que tenía que haber sucedido antes, sobre todo cuando en España tenemos la gran aportación de Gómez de la Serna” (Fernández Molina 2005: 82). Ramón se mostró, pues, como uno de los primeros cultores de brevedades narrativas, al principio inseguro de la especificidad que encerraban sus experimentos literarios –a los que, como homenaje a Francisco de Goya y por su esencial impronta absurdista denominaría disparates, caprichos y gollerías–, pero que poco a poco reconoció como diferentes a su otra producción breve. Este hecho lo llevó en 1925 a separar de la edición original de Greguerías los microrrelatos incluidos en la misma, para incorporarlos posteriormente en el volumen Caprichos.

3. La obra breve ramoniana ha sido analizada en interesantes reflexiones recientes por Luis López Molina –en su edición de Disparates y otros caprichos (Gómez de la Serna 2005)–, Antonio Rivas (2008) y Darío Hernández (2010).

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Resulta, pues, fundamental, rastrear la huella ramoniana en la minificción en español, tal y como lo hiciera Juana Martínez para el caso de su “invención” más reconocida en “Algunos aspectos de la proyección de la greguería en Hispanoamérica” (Martínez 1993). Y esto porque resulta evidente que, como ya apunta López Molina en “Greguería y microrrelato” (2008), muchos cultores de la fórmula patentada por el madrileño –“metáfora + humor= greguería”– actuaron asimismo como primeros cultivadores de la ficción breve. Es el caso de Oliverio Girondo, quien practicó la greguería en Membretes (1924-1926) y que en Espantapájaros (1932), claro antecedente del fundamental Historias de cronopios y de famas (1962) cortazariano, incluye un microrrelato como conclusión del volumen. Así se aprecia también en Baldomero Fernández Moreno –sus “Aires aforísticos”, editados a partir de 1928, fueron reunidos en La mariposa y la viga (1947)–, Conrado Nalé Roxlo en su Antología apócrifa (1944) o César Fernández Moreno, autor de Ambages (1972) y, al mismo tiempo, responsable de microrrelatos dispersos a lo largo de toda su obra. En la actualidad, este hecho se hace visible por los vínculos existentes entre hiperbreves y greguerías –lo que se aprecia en bastantes textos incluidos en Mil y un cuentos de una línea (Azid 2008)–, así como por la producción de algunos relevantes autores contemporáneos. Es el caso de Eduardo Berti, que ha firmado tanto el conjunto de microrrelatos La vida imposible (2002) como el delicioso Ramonerías (2011), homenaje greguerístico a Gómez de la Serna desde su propio título. Del mismo modo, y sólo por ofrecer un ejemplo de los cientos que podemos rastrear sin dificultad, si Ramón nos enseñó que “la B es el ama de cría del alfabeto”, Ana María Shua recupera la imagen para “Triángulo amoroso”: “A ama a B que ama a C. Como se observa a simple vista, B está embarazada” (Shua 2004: 17). La impronta de Gómez de la Serna se mantuvo viva en la neovanguardia gracias, especialmente, a la figura de Julio Cortázar. Heredero del pensamiento surrealista, patafísico y cercano a los juegos escriturales del taller Oulipo, el argentino residente en París desde 1951 supo dotar de cotidianidad, magia y fantasía las minificciones que integran Historias de cronopios y de famas (1962), Un tal Lucas (1979) –en su gran mayoría microrrelatos– y que aparecen de forma dispersa en La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Último round (1969) y Los autonautas de la cosmopista (1983). Su admiración por el inventor de la greguería se hace patente en la siguiente declaración:

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Ramón sigue estando en el aire de nuestra literatura actual, presente pero invisible como el aire. (…) Seguimos respirando el aire de Ramón, su lección inigualada de libertad y de imaginación, su búsqueda de diagonales cuadriculadas en las vías demasiado cuadriculadas de la realidad aparente. Yo le debo a Ramón conocimientos y líneas de fuga; los conocimientos me vinieron desde sus estudios de escritores como Oscar Wilde, Baudelaire y Cocteau (…). Las líneas de fuga me fueron propuestas desde la escritura misma de Ramón (Cortázar 1978: 26).

Este hecho explica su deseo de tratar a “las palabras como si fueran objetos, y hasta criaturas con vida propia”, como leemos en el capítulo 93 de Rayuela (Cortázar 2004: 445), por el que produjo textos de clara raigambre experimental, donde el juego se da la mano con el absurdo temático y la invención lingüística4. Del mismo modo se entiende su invención de “universos paralelos” como el que conforma Historias de cronopios y de famas, que ejercerá una impronta incuestionable en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Así se aprecia, por ejemplo, en Antonio Fernández Molina –En Cejunta y Gamud (1969)–5 y Cristóbal Serra –Viaje a Cotiledonia (1965) y Retorno a Cotiledonia (1989)6–, escritores que no suelen formar parte de las nóminas oficiales por contradecir la tradición supuestamente “realista” de la literatura española, pero cuya obra debe ser revisada y ocupar el puesto que merece en los manuales. Véase, en este sentido, la evidente impronta cortazariana en el texto que abre En Cejunta y Gamud, donde los habitantes de Cejunta

4. He estudiado este aspecto en “Minificción y juegos con el lenguaje” (Noguerol 2009). 5. Irene Andres-Suárez da cuenta de este hecho en “Antonio Fernández Molina, escritor surrealista” (Andres-Suárez 2010), donde destaca cómo este autor, en el relato “La tos”, presenta un hombre que vomita conejitos al toser –claro homenaje a la cortazariana “Carta a una señorita en París”–, mientras en otros lugares sabemos de libros que pierden letras –“El hueco”– o de relojes girasoles que “se mueven en sentido inverso”, y que de nuevo nos recuerdan significativos episodios de Historias de cronopios y de famas. Por mi parte, añadiría que el Pompón (1977) de Fernández Molina se encuentra en la misma órbita como personaje que el protagonista de Un tal Lucas (1979) cortazariano, resultando ambos claros herederos del Plume (1938) de Henri Michaux. La necesidad de realizar una comparación profunda entre ambos creadores se encuentra, pues, servida. 6. Ediciones Cort ha editado recientemente ambos libros en una edición conjunta (cf. Serra 2007).

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podrían ser adscritos a la estirpe de los famas cortazarianos, mientras los de Gamud se muestran como claros cronopios: En Cejunta venden unas cajas que tienen forma de zapato y al abrirlas se ve dentro a un pequeño lagarto en estado de hibernación, que al contacto del aire vuelve a la vida. Al instante se adhiere al sexo del que abre la caja, que su víctima soporta entre molestias y privaciones. Durante este tiempo la piel del individuo se va tornando verdosa y esa es la señal, inequívoca, de que se le concederá un cargo importante, pues los lagartos tienen mucha influencia en la vida local. Cuando al cabo del año el lagarto se desprende, el sexo de estos hombres no es apto para la procreación. Pero los hombres verdosos son muy enérgicos para hacer cumplir las leyes y su aire aburrido les da un empaque del que gustan mucho los habitantes de Cejunta (Fernández Molina 1991: 5).

Pero Ramón también influirá en Julio Cortázar –y, a través de él, en otros autores hasta nuestros días–, por su novedosa forma de acercarse a los objetos cotidianos, sobre los que lanza una mirada inquisitiva y a los que presenta pasando de un papel subordinado al de dominadores de los seres humanos. Ya lo señaló tempranamente Borges: “Ramón ha inventariado el mundo, incluyendo en sus páginas no los sucesos ejemplares de la aventura humana, según es uso en poesía, sino la ansiosa descripción de cada una de las cosas cuyo agrupamiento es el mundo” (Borges 1925: 56). Así se aprecia en el ensayo “Las cosas y el ello”, aparecido en 1934 en la Revista de Occidente y en la base de textos cortazarianos tan glosados como “No se culpe a nadie” (Final de juego 1956), por el que, recordemos, un sencillo pullover termina ahogando al hombre que decide ponérselo7. En esta línea se encuentran páginas tan demoledoras como la secuencia 238 de La sueñera –“Cuando mi sillón favorito avanza por el living con los brazos extendidos y el paso decidido pero torpe, sé que se trata de un sueño. Vaya a saber qué pesadilla lo tiene otra vez así, sonámbulo” (Shua 1996: 96)– o el microrrelato de José María Merino “Acechos cercanos”, del que transcribo el final:

7. El granadino Ángel Olgoso realiza una magnífica glosa del mismo en “Último grito en París”, donde la protagonista es atacada por los zorros de su abrigo de piel (Olgoso 1999: 58).

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(…) Fue comprendiendo poco a poco que los objetos domésticos parecían inertes, pero que estaban al acecho. La noche de fin de año abandonó la casa con toda su investigación. Cuando lo encontraron en la habitación del hotel, el agua rebosante del baño casi había disuelto la tinta de los documentos. Enroscada con fuerza en el cuello, la goma de la ducha parecía una serpiente (Merino 2002: 9).

La traducción en antologías seminales Si Gómez de la Serna y Cortázar revelan el papel desempeñado por las vanguardias en el desarrollo de la minificción, no resulta menos importante el rol de tres antologías firmadas –junto con otros autores– por Jorge Luis Borges. Así, Antología de la literatura fantástica (Borges/Casares/Ocampo 1940), Cuentos breves y extraordinarios (Borges/ Casares 1953) y Manual de zoología fantástica (Borges/Guerrero 1957) fungen como verdaderos pilares de la tradición brevísima en español, inaugurando nuevas formas de lectura con modos –fantasía y metaficción–, motivos –don Quijote, Chuang Tzu, bestiario metafísico– y espacios –orientalismo– decisivos en la historia de la nueva modalidad textual. Con ello se hace evidente que, en el estudio de la ficción brevísima, Borges resulta tan importante en su papel de traductor y antologador como por su propia creación o por la revisión continua que disfrutan –o sufren, en los peores casos– sus obras8.

8. La miscelánea Borges múltiple evidencia este hecho, incluyendo versiones del conocido microrrelato “Borges y yo” firmadas por autores tan disímiles como Francisco Hinojosa, “‘Borges y yo’ y yo”; Margaret Atwood, “Yo, ella y eso”; Roy Blount Jr., “Blount, Borges y yo”; John Fowles, “El club J. R. Fowles”; Joyce Carol Oates, “JCO y yo”; Josef Skvorecy, “Mitty y yo” y John Updike, “Updike y yo” (Brescia/Zavala 1999: 25-42). En cuanto al “mito” Borges, reseño entre otros microrrelatos posibles el espléndido “El otro Borges” (Olgoso 2009: 33-34) y el divertido “Borges en la peluquería”, de Fabián Vique, que no me resisto a transcribir: —Córtame las puntas, Ramón. —¿Usted cree que alguien hace crecer el pelo, su pelo por ejemplo? ¿Todo lo que se escribe es literatura? ¿Toda literatura es fantástica? ¿La filosofía es una rama del hombre? —La rama es una rama del árbol, Ramón. —¿El árbol es una rama de la tierra? ¿El hombre de la idea? ¿La tierra del cosmos? ¿La idea del verbo? ¿El cosmos del caos? ¿El caos de la filosofía? ¿La filosofía es una rama de la literatura fantástica? —Las puntas nomás, Ramón, las puntas (Vique 2007: 16).

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Antología de la literatura fantástica, colección ampliada hasta alcanzar su edición definitiva en 1945 y cuya significación ha sido analizada por Javier de Navascués (2004), inaugura una forma de (re)lectura signada por la importancia concedida a los textos fantásticos breves, ajenos al canon imperante y procedentes de todas las partes del mundo. Borges y sus amigos traducen sus piezas favoritas9 y las difunden conscientes de la novedad de su labor. Este hecho será enfatizado en Cuentos breves y extraordinarios: “Lo esencial de lo narrativo está, nos atrevemos a pensar, en estas piezas; lo demás es episodio ilustrativo, análisis psicológico, feliz o inoportuno adorno verbal” (Borges/Casares 1998: 7). Del mismo modo, en Manual de zoología fantástica, ampliado diez años después a El libro de los seres imaginarios, los recopiladores muestran una conciencia clara de la originalidad del volumen: Por lo demás, no pretendemos que este libro, acaso el primero en su género, abarque el número total de los animales fantásticos (…). Un libro de esta índole es necesariamente incompleto; cada nueva edición es el núcleo de ediciones futuras, que pueden multiplicarse hasta el infinito. Invitamos al eventual lector de Colombia o del Paraguay a que nos remita los nombres, la fidedigna descripción y los hábitos más conspicuos de los monstruos locales (Borges/Guerrero 1997: 569).

Esta línea será continuada por Cuentos breves y extraordinarios (1953), considerada la primera antología de minificción de pleno derecho debido a la extensión de los textos que la integran, y que se encuentra en la base de otros textos universalistas y de cariz fantástico fundamentales en el devenir de la nueva categoría textual. Es el caso de El libro de la Imaginación (1976), del mexicano Edmundo Valadés, y en España, de la antología que sirvió de piedra de toque para potenciar la práctica de y la atención sobre el género: La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (Fernández Ferrer 1990), continuada en Grandes minicuentos fantásticos (Arias 2004). La variada filiación de los textos incluidos en este volumen es puesta de relieve en el sustancioso prólogo formado por Borges y

9. Significativamente, el único español incluido en la nómina es Ramón Gómez de la Serna, que aparece con los títulos “Por qué el infierno” y “La sangre en el jardín” (Borges, Casares y Ocampo 1977: 189-190).

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Bioy: “Este libro quiere proponer al lector algunos ejemplos del género (narrativo), ya referentes a sucesos imaginarios, ya a sucesos históricos. Hemos interrogado, para ello, textos de diversas naciones y de diversas épocas, sin omitir las antiguas y generosas fuentes orientales. La anécdota, la parábola y el relato hallan aquí hospitalidad, a condición de ser breves” (Borges/Casares 1998: 7). Tanto en Antología de la literatura fantástica como en Cuentos breves y extraordinarios aparece “El sueño de la mariposa”, fechado en el año 300 a.C. y atribuido al filósofo chino Chuang Tzu: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu” (Borges/Casares/Ocampo 1977: 78). Estas escasas líneas sintetizan perfectamente el argumento de las fantasías metafísicas, ficciones en las que, en palabras de los antologadores, “lo fantástico está, más que en los hechos, en el razonamiento” (Borges/Casares/Ocampo: 1977: 7). Esta veta creativa gozará de especial relevancia en la ficción breve, dando lugar a toda una familia de textos denominada por Raúl Brasca de “los herederos de Chuang Tzu”, que retoman “el repetidísimo planteo de la dualidad como forma para obtener el efecto” (Brasca 2000: 5). Uno de sus eslabones fundamentales de la misma se encontrará en “Un sueño”, incluido por Borges en La cifra: En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben (Borges 1989b: 322)10.

En esta situación el homo sapiens es reemplazado por el homo significans, “maker and reader of signs” (Culler 1975: 130), lo que provoca que el interés anecdótico del discurso disminuya para universalizarse y lanzarse a enorme profundidad. Así se aprecia en títulos tan interesantes como “Página primera” o “La gran trama/El desenlace”,

10. He analizado la importancia de este tema en “Ficciones metafísicas en el relato hispanoamericano contemporáneo” (Noguerol 1997).

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que abren y cierran, respectivamente, Cuentos del libro de la noche, de José María Merino. El último, acompañado significativamente del dibujo de un laberinto con dos figuras a punto de adentrarse en él, concluye del siguiente modo: “Luego pienso que tal vez no son las tramas las que están dentro de nosotros sino nosotros quienes estamos enredados en ellas. Y por fin comprendo que ser consciente de ese secreto debe de ser el desenlace mismo del cuento, y que con ello han de concluir también todos estos relatos” (Merino 2005: 163). La fantasía metafísica se encuentra, asimismo, en la base de las meditaciones borgesianas sobre el Quijote. Este hecho se aprecia, por ejemplo, en “Magias parciales del Quijote”, donde el autor concluye el carácter eminentemente metaficcional de la obra cervantina: “Tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios” (Borges 1989: 47). Dicha reflexión es continuada en títulos como “Un problema” (Borges 1989: 172), “Parábola de Cervantes y de Quijote” (Borges 1989: 177) y “El acto del libro” (Borges 1989b: 294). Todos estos títulos resultan fundamentales para entender por qué la mayor parte de las relecturas de Cervantes en el ámbito de la minificción, de las que ofrece una estupenda muestra la antología MicroQuijotes (Epple 2005), se encuentran marcadas por la reflexión metaficcional y la mise en abîme. Por otra parte, textos como “El sueño de la mariposa” contribuyeron decisivamente al marcado aire oriental de bastantes ficciones breves, que parecen hacerse eco de la famosa sentencia borgesiana según la cual “el Oriente es hoy la encarnación de la irrealidad” (Borges 1989: 453). Así lo demuestran volúmenes como El libro del señor de Wu (1980), de Rodolfo Modern; Ella contaba cuentos chinos (2008), de Rosalba Campra, o El perfume del cardamomo (2008), de Andrés Ibáñez. En este apartado debe destacarse, por último, la decisiva impronta desempeñada por Manual de zoología fantástica (1957) y su continuación ampliada, El libro de los seres imaginarios (1967), en la recuperación del bestiario deudor de la filosofía idealista. Estos textos, que analicé en el artículo “Dragones en mazmorras de papel” (Noguerol 2006), han sido continuados recientemente en antologías minificcionales como Textículos bestiales (Brasca/Chitarroni 2004) y Bestiario erótico y otras historias de animales (Omil/Piérola 2006). Así, Borges y Margarita Guerrero abrieron la veda para analizar lo imposible al describir el “A Bao A Qu”, un animal con capacidad

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de aparecer o desaparecer según fuera observado o no: “Vive en estado letárgico, en el primer escalón, y sólo goza de vida consciente cuando alguien sube la escalera. (….) Sólo logra su forma perfecta en el último escalón, cuando el que sube es un ser evolucionado espiritualmente” (Borges/Guerrero 1997: 571). Así, entre estas nuevas especies cobran especial relevancia las relacionadas con menesteres literarios. Todas ellas siguen la estela del “mono de la tinta”, símbolo de la noción de redundancia en la escritura: “(…) Es muy aficionado a la tinta china, y cuando las personas escriben, se sienta con una mano sobre la otra y las piernas cruzadas esperando que hayan concluido y se bebe el sobrante de la tinta. Después vuelve a sentarse en cuclillas, y se queda tranquilo (…)” (Borges/Guerrero 1997: 668). Este modelo de escritura gozará de especial relevancia entre autores catalanes como Juan Perucho o Jordi Doce. Así, el primero describe al calígrafo como una dócil criatura “de insustituibles habilidades con la pluma” (Perucho 2004: 389), mientras el papelero se caracteriza porque “sorbe golosamente toda la caligrafía que ve en un papel” (Perucho 2004: 389). Frente a él, la “Hormiga alfabética” ideada por Doce explica los huecos generados entre las palabras cuando escribimos: (…) Siente este diminuto insecto una predilección casi obsesiva por las letras del alfabeto, que han acabado por constituir la base de su dieta. Tiene por costumbre infiltrarse en las palabras de los hombres, con la consiguiente aparición de huecos y agujeros que a la larga dificultan enormemente la comprensión. Aunque son perseguidas con saña, se multiplican con inusitada facilidad y rapidez (…) (Doce 2001: 49).

Exilios, migraciones y contactos Llego ya al último punto de mi exposición subrayando la importancia que tuvo, para el desarrollo de la minificción en España, el asentamiento de jóvenes escritores argentinos –Noni Benegas, Clara Obligado, Carlos Vitale– en los años setenta y ochenta, que abandonaron su país huyendo de la “Guerra Sucia”. Benegas, de hecho, publicó en 1984 Argonáutica, libro con un prólogo de José María Valverde en el que se aprecia cómo ni la crítica ni el público peninsular estaban preparados para este tipo de escritura:

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Aquí, en este libro tan pequeño, no terminaríamos nunca de pintar ramas de árbol genealógico, y, por cierto, en varias dimensiones (...) [Podría afiliarse a] ese extraño género, el poema en prosa (…), esa página, o página y media que se repliega sobre sí misma, buscando su isla de ritmo dentro de la ritmicidad general que late en todo el libro. Pero ésta sería una manera de mirar: otra, acaso, atendería a la imaginación, que, en este caso, sí, es visionaria en la estirpe de las Illuminations, pero con un humor que no hubo ni entonces ni en su presunto heredero, el demasiado serio surrealismo (…). Apenas intentamos retener como posible asidero de precedente esta última etiqueta, ya acude otra referencia: la de la extraña lógica de los sueños, tan coherente y necesaria mientras nos duran. ¿Pronunciaremos el shibboleth, la palabra “Kafka”? (…) La verdad es que resulta difícil hacer el crítico y el historiador ante este librito (Benegas 1984: 7-8).

Clara Obligado, exiliada en Madrid desde 1976, se ha mostrado como una de las grandes impulsoras de la minificción con su taller de escritura creativa –del que han surgido importantes microrrelatistas–, así como por su edición de las conocidas antologías Por favor, sea breve (2001) y Por favor, sea breve 2 (2009). En cuanto a Carlos Vitale, asentado en Barcelona desde los 28 años, revela el profundo vínculo existente entre autores “breves” argentinos y españoles al editar Descortesía del suicida (2001) con prólogo de José María Merino. Entre los hijos de exiliados destaca Flavia Company (1963), que llegó con 10 años a Barcelona, escritora tanto en catalán como en español y autora de Trastornos literarios (2002). En la misma línea se inscribe Andrés Neuman (1977), en Granada desde los catorce años, quizás el más reconocido de los autores hispano-argentinos por su continua teorización sobre la ficción breve y por las magníficas secciones de microrrelatos que incluye en El que espera (2000) y Alumbramiento (2006). El hecho de que muchos autores argentinos de textos breves –Luisa Valenzuela, Ana María Shua, Raúl Brasca, David Lagmanovich, Laura Pollastri con su antología El límite de la palabra– hayan utilizado editoriales peninsulares como plataforma de difusión de sus textos –Thule, Páginas de Espuma y Menoscuarto– avala la teoría de que, en los últimos años y como consecuencia de la globalización, España cumple un papel decisivo –y, a veces, ejerce un peligroso monopolio– a la hora de distribuir nuevos títulos por todo el subcontinente. Así se explica que talentosos creadores como Eduardo Berti, al que ya aludí arriba, hayan fijado recientemente su residencia en la Península.

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Por otra parte, los encuentros internacionales, en los que ocupa un lugar relevante la lectura de textos de creación, han permitido que los autores se conozcan entre sí, generando una fluida red de contactos que comienza a dar sus frutos. Es el caso de Luisa Valenzuela, que conoció durante su estancia en Neuchâtel –como consecuencia de la celebración del IV Congreso Internacional de Minificción– a los españoles David Roas y José María Merino. Fascinada por el microrrelato de Roas “Demasiada literatura” –luego dedicado por este autor a Valenzuela en Distorsiones (Roas 2010)–, que cuenta la historia de una pareja a la que, en cualquiera de sus viajes y como consecuencia de un “preocupante” azar siempre le toca en suerte la habitación 201,Valenzuela, que durante el congreso ocupaba una pieza con este número, ideó una serie de microtextos sobre la 201 cuyo primer exponente es “Explicación racional de un hecho insólito”11. Por su parte, la traviesa autora leyó en la misma reunión “Contaminación semántica”, donde inventó la palabra “funicular” para destacar las estupendas relaciones existentes entre los aficionados a la brevedad y que dedicó a José María Merino: La vida transcurría plácida y serena en la bella ciudad de provincia sobre el lago. A pie o en coche, en ómnibus o en funicular, sus habitantes se trasladaban de las zonas altas a las bajas o viceversa sin alterar por eso ni la moral ni las buenas costumbres. Hasta que llegaron los hispanistas y subvirtieron el orden. El orden de los vocablos. Y decretaron, porque sí, porque se les dio la gana, que la palabra funicular como sustantivo vaya y pase, pero en calidad de verbo se hacía mucho más interesante. Y desde ese momento el alegre grupo de hispanistas y sus colegas funicularon para arriba, funicularon para abajo, y hasta hubo quien funiculó por primera vez en su vida y esta misma noche, estoy segura, muchos de nosotros funicularemos juntos. Y la ciudad nunca más volverá a ser la misma (Valenzuela 2008b: 111).

Merino, divertido por el juego propuesto por Valenzuela, revisa el microrrelato en “Sorpresa peligrosa” que, obviamente, dedica a su homóloga argentina:

11. Este hecho es reflejado por la autora en el estupendo ensayo “Microficción: intensidad en pocas líneas” (Valenzuela 2008).

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Luisa Valenzuela nos dijo que acaba de descubrir que “funicular” era un verbo. Al escucharla, el tren acostumbrado a bajar y subir en una aburrida e interminable rutina, sintió tal sorpresa que se detuvo un instante en mitad de la pendiente. Si no hubiese recuperado instantáneamente el sentido del motor, hubiéramos caído marcha atrás, cuesta abajo, y seguro que habríamos quedado todos completamente funiculados (Valenzuela 2008a: 122).

Siguiendo esta línea, Valenzuela comenta el texto de Merino con un alegato en defensa del universalismo de lo que ella misma ha bautizado como OBB o, lo que es lo mismo, “Orden de la Brillante Brevedad”, y sobre la que subraya con sabiduría: “Es el sentido del motor, precisamente, ese hallazgo meriniano, lo que mueve a los cultores de la secta al humor y a la irreverencia” (Valenzuela 2008: 122). Llegados a este punto, no puedo sino mencionar con toda celeridad –pues soy consciente de haber superado el límite concedido al presente ensayo– la impronta ejercida por la literatura argentina en dos de los mejores microrrelatistas españoles actuales: Ángel Olgoso y José María Merino. Aunque he aludido a ambos repetidamente a lo largo del presente trabajo, deseo destacar su común fervor por la obra de Borges y Cortázar, con cuyos juegos metaficcionales parecen disfrutar especialmente12. Así, Olgoso abre La máquina de languidecer con dos citas tomadas, respectivamente, de Borges: “Solamente a Dios se le ocurre hacer una máquina de carne, sangre, grasa y huesos”, y de Witold Gombrowicz: “Sufro cuando me deforman” (Olgoso 2009: 19). Siguiendo este pensamiento, inicia el citado volumen con “Empirismo”, perfecto homenaje a la filosofía

12. No puedo dejar de consignar aquí “Füssli”, magnífica revisión de “Continuidad de los parques” incluida por Olgoso en Cuentos de otro mundo que, con toda probabilidad, Cortázar habría aplaudido: Un hombre contempla con arrobado detenimiento “Presencias nocturnas”, cuadro poco conocido de Füssli, pero de ejecución sublime e impregnado de la dulce pátina del ensueño, que representa un interior con chimenea holandesa de ladrillos encendida al fondo y sobre la que se apoyan, a ambos lados, una vieja mandolina y una presencia que parece el fantasma de un fantasma. Pintado en el centro de la pared contigua a la chimenea puede distinguirse, pese a lo angosto de la perspectiva, un cuadrito cuyo motivo central es una ventana algo desvencijada que se abre a su vez a otra habitación. Tras el cristal de esa ventana se desarrolla, en miniatura, de modo casi inapreciable, la siniestra escena del asesinato por la espalda de un hombre que, vestido anacrónicamente, contempla con arrobado detenimiento el cuadro “Presencias nocturnas” de Füssli (Olgoso 1999: 30).

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idealista desde la primera línea: “Cuando cierro los ojos, el mundo desaparece” (Olgoso 2009: 21). Por su parte, Merino homenajea al autor de “Cefalea” y “Casa tomada” en “Plaga”, prueba fehaciente de la necesidad de seguir ahondando en la veta transatlántica para los estudios sobre minificción y título con el que, por su irónica advertencia sobre el éxito de los textos breves, deseo concluir estas páginas: En poco tiempo, la casa se llenó de microrrelatos. Se multiplicaban incesantemente, y empezaron a ser muy dañinos en la biblioteca. Ni trampas ni venenos pudieron exterminarlos, y tuvo que trasladarse a otra vivienda. Ahora cree que sus libros están a salvo, sin saber que miles de microrrelatos están rodeando la casa y que nada podrá evitar la invasión (Merino 2007: 228).

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La ficción diarística argentina en el siglo XXI DANIEL MESA GANCEDO Universidad de Zaragoza

“Querido relato” Recuérdese el encabezamiento tradicional de las entradas de los diarios más “ingenuos”: “querido diario”. Esa fórmula esconde una hipótesis verdadera: la de que quien elige la forma del diario para contar una historia adopta –finge– una actitud cuidadosa. Es la actitud de alguien que se preocupa por sí mismo y proyecta esa preocupación sobre el texto1. Dicho de otro modo: ésa es la actitud de alguien que, al preocuparse por sí mismo, termina transformándose en texto, contribuyendo así a una de las “tradiciones más antiguas de

1. Es una postura estoica, senequista, según Foucault, quien señalaba que, para “cuidarse”, resultaba necesario pertrecharse de discursos verdaderos y razonables, misión a la que contribuyen tres técnicas: la escucha, la escritura (personal) y el autoexamen: “tomar notas sobre las lecturas, las conversaciones y las reflexiones que se escuchan o que uno se hace a sí mismo; tener una especie de libreta de apuntes sobre los temas importantes (lo que los griegos llamaban hypomnémata) y que debían ser leídos cada cierto tiempo para reactualizar sus contenidos” (Foucault 1999a: 284).

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Occidente”2. O dicho, aun, de otro modo: es la actitud de alguien que considera su texto como algo que debe ser cuidado. Reformulemos, entonces: quien se preocupe por su historia encontrará en la forma diarística un molde adecuadísimo, de fuerza insospechada. Y, para cuidar, hay que escuchar. El diario –o, al menos, su forma– parece la metamorfosis de un “oído saturado”3. Una metamorfosis que –podemos pensar– implica una abreviación y una agudeza… No, no se puede empezar así: hay que cortarlo; la entrada debe ser otra. Quizá por eso habría que tachar este primer epígrafe sentimental; y la tachadura será, también, una tajadura: querido relato desaparece y surge, pero no en su lugar, sino después del texto: posted at… La entrada, lo que los estudiosos del diario llaman “entrada”4, hoy, en otros contextos, se llama post… Pero, porque de ficciones se trata, el post es impostado o, directamente, una impostura. Así que mejor convendría imposted at… Pero voy a postergar mi entrada hacia esos territorios todavía por un tiempo.

2. “[...] ocuparse de sí va acompañado de una constante actividad de escritura. No se trata ni de un rasgo moderno nacido de la Reforma ni de un producto del Romanticismo; es una de las tradiciones más antiguas de Occidente, una tradición ya establecida, ya profundamente enraizada cuando Agustín comienza a escribir sus Confesiones [397-401]” (Foucault 1999c: 453-454); “A partir del siglo XVIII, y hasta el presente, las “ciencias humanas” han reinsertado las técnicas de verbalización en un contexto diferente, haciendo de ellas no el instrumento de la renuncia del sujeto a sí mismo, sino el instrumento positivo de la constitución de un nuevo sujeto. El hecho de que la utilización de estas técnicas haya dejado de implicar la renuncia del sujeto a sí mismo [como en la tradición cristiana], supone una ruptura decisiva” (Foucault 1999c: 473-474). “Tal es, sin duda, el objetivo de los hypomnémata [libretas de apuntes en la tradición griega clásica]: hacer de la recolección del lógos fragmentario y transmitido por la enseñanza, por la escucha o por la lectura, un medio para el establecimiento de una relación de uno consigo mismo lo más adecuada y acabada posible.” (Foucault 1999b: 294). 3. Así vio Blanchot (1977: 296) la relación entre Eckermann y Goethe, expresada en un libro, las Conversaciones, que tiene mucho de “diario”. 4. Entrada: Unidad de texto que comienza por una fecha y comprende el conjunto de notas inscritas bajo esa fecha. Anotación-nota: Unidad de texto delimitada por dos blancos y que posee a menudo coherencia temática y estilística (Braud 2006: 11).

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Novela y diario en la modernidad La reflexión sobre la práctica diarística e incluso sobre su utilización en el marco de la ficción está hoy bastante avanzada, aunque en las últimas décadas parece haber decaído un tanto como preocupación teórica5. Ese eventual “desinterés” teórico coincide paradójicamente con una práctica cada vez más visible de la ficción de diario, de la cual no queda exenta, desde luego, la narrativa en español. Según los especialistas (Martens), este auge de la ficción diarística ha coincidido en otros momentos del pasado con una cierta decadencia de la práctica (o al menos de la publicación) del diario real, una asimetría que sería interesante investigar también en la actualidad. Si la ficción diarística (o la novela-diario)6 es un género mimético

5. Los principales aportes sobre la escritura diarística “real” se encuentran en el ámbito francés en la segunda mitad del siglo XX (Braud, Del Litto, Didier, Girard, Leleu, Rousset, además de Lejeune, entre otros). Los aportes teóricos hispánicos son muy escasos (apenas Trapiello; sobre el diario hispanoamericano sólo existe una monografía inédita: Cruz Ortega). Por otro lado, los estudios sobre la relación entre novela y diario se ubican sobre todo en el ámbito anglosajón y en los años ochenta (Field, Martens, Porter-Abbott, Prince). 6. Sobre la cuestión terminológica: “novela-diario”, “diario ficticio”, “ficción diarística”: Field, Martens y Prince hablan de “novela-diario”; Porter Abbott prefiere “ficción diarística”, aduciendo que es más preciso considerarla un “recurso narrativo” que un género (Porter-Abbott 1982: 12); en esa línea cita a otros estudiosos, alemanes y francófonos que ratifican su elección terminológica: Brang y Raoul. Define la “estrategia diarística” como “la estrategia de plantear la ficción como un documento no-retrospectivo de un solo autor ficticio” (Porter-Abbott 1982: 12). La distinción me parece, sin embargo, operativa: podemos hablar de “novela-diario” cuando se trata de una narración extensa íntegramente en forma de diario; la “ficción diarística” supone un significado más amplio, que incluye a la “novela diario”, pero puede ser más breve –un cuento– y/o no adoptar esa estrategia discursiva en su integridad. En tal caso, podríamos hablar de “diario fictivo” para el segmento diarístico inserto en una narración que no adopta esa forma en su totalidad. Por fin, aunque a veces se utiliza “diario ficticio” para el caso de “diarios falsos”, cercanos al “fraude” (todos los dictadores, al parecer, han dejado alguno), en el marco de este trabajo casi equivale a “ficción diarística”. Hay también lo que podríamos llamar “diarios facticios”: construidos por editores a partir de cartas (en el ámbito hispanoamericano: Gómez de Avellaneda, Mistral) o como recurso expositivo a partir de todo tipo de documentos: en el ámbito argentino reciente hay que citar el Diario íntimo de San Martín: Londres, 1824. Una misión secreta Buenos Aires (Terragno 2009).

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(de un determinado tipo de escritura: el “diario real”), podríamos pensar en comparar las novelas que nos interesan con algunos casos de diarios reales en la actualidad. Ese posible estudio de casos se vería afectado, sin duda, por fenómenos virtualmente inéditos, pues, en este momento, la práctica real (y tradicional) de los géneros de la intimidad está en concurrencia con prácticas estrictamente contemporáneas: lo que algunos han llamado el “escribicionismo” o la “espectacularización verbal del yo” a través de la escritura (a través, obviamente, de los mecanismos de publicación inmediata que ofrece la Red). A pesar de que la diversidad de textos que adoptan la forma de diario es muy notable, creo que el marco de referencia externo que podría considerarse en la actualidad para juzgarlos es éste de la escritura “éxtima” (por usar el término que usó Michel Tournier para referirse a su propio diario), mucho más que el de la práctica del “diario” real, que, por definición casi, como ha visto Lejeune en muchos de sus estudios, es muy difícil de aquilatar7. No puedo dedicar en esta ocasión demasiado tiempo a la reflexión teórica sobre las relaciones entre ficción y diario, así que me limitaré a enunciar algunos de los dilemas que atraviesan esa relación y a remitir a las conclusiones (provisionales) de este trabajo que –obviamente– es una tarea in progress. Una de las cuestiones teóricas que resulta especialmente importante en la actualidad es la de la importancia del “realismo”: del testimonio más “fidedigno” a la fantasía más desatada, todo cabe en los generosos márgenes de la narrativa contemporánea. Por ello, podría decirse, la forma de diario se presenta hoy como una eventual piedra de toque de la ficción: reconocidos tanto su origen mimético (mimético en primer lugar de un acto de escritura, igual que la novela epistolar) como su uso, digamos, “fraudulento” (como expediente documental), la práctica de la ficción diarística es, ahora, sobre todo, una declaración implícita de la práctica de una escritura auto-consciente y, acaso por eso mismo, un índice (si se considera el fenómeno en un marco más amplio) del peso (o directamente, de la crisis) de la estética realista en la actualidad

7. Para el ámbito hispánico, sigue siendo de referencia la investigación de campo de Manuel Alberca.

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(incluso en los casos aparentemente más “referenciales”)8. La tensión entre ficción y no-ficción y las aporías del “detallismo” como recurso narrativo se ven también implicadas9. En los orígenes de la novela-diario (en el siglo XVIII, digamos), la forma se instituyó como un recurso para fingir “realismo” o garantizar la veracidad de los hechos contados. Sin embargo, paradójicamente, en los periodos de hegemonía de la narrativa realista, como recuerda Martens, la novela-diario no fue un género preferido, porque se le considera un tipo de escritura demasiado “subjetiva”. El debate está implícito en el elusivo prólogo que Borges pone a una de las primeras novelas-diario hispanoamericanas que deberían merecer atención en un análisis moderno: La invención de Morel, de Bioy Casares. Para llegar a esa condena del “subjetivismo” de la estrategia diarística, como atentado contra el realismo, hubo de pasarse por un reconocimiento consciente de su condición de “recurso” ficcional. Es decir, de otro modo: hubo de desaparecer la ingenuidad con la que se otorgaba condición documental (diríamos) al texto con forma de diario. Sólo una vez que la forma ha sido absorbida por la ficción, puede cuestionarse su adecuación a la consecución de determinados objetivos. La práctica histórica –la experiencia lectora– demostró que la narración desde un solo punto de vista limitado en el tiempo y el espacio podía no corresponder a un sujeto real ni ocuparse de unos hechos verdaderamente sucedidos. A partir de ese momento (hacia los años veinte del pasado siglo)10, esa sospecha entra a formar parte de la expectativa de los lectores y la estrategia diarística parecerá no convenir a la ficción “total” que el realismo busca.

8. Un modelo al respecto, no igualado en el ámbito hispánico, me parece: Any Human Heart (2002), de William Boyd, repaso desde una perspectiva subjetiva de los principales sucesos del siglo XX en –al menos tres continentes–. 9. “Una vez escritos, los rasgos circunstanciales toman un aire de necesarios, casi como en la realidad. Pero en el momento de inventarlos es tan pueril, tan poco serio… De sólo pensarlo, me invade un desaliento invencible” (Aira 2001: 100). Fresán (2004: 47) habla de la relación entre diario y el debate “ficción / no-ficción”: “[...] me dicen, la escritura de diarios resulta ser una sana costumbre para mantener el músculo en actividad y comprender el modo en que la no ficción puede ayudar a lo ficticio y la manera en que las historias minúsculas se nutren de la Historia”. 10. “[…] the diary novel had become a consciously accepted genre by the 1920s” (Martens 1985: 185).

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Una segunda cuestión teórica tiene que ver con el psicologismo (Martens 1985: 189): la ficción diarística entra en crisis (además de por la sospecha acerca de su valor “documental”) cuando se establecen herramientas narrativas más apropiadas para dar cuenta de los procesos psicológicos (como la “corriente de conciencia”). Pero en realidad no es la “novela-diario” la que entra en crisis, sino propiamente la “novela psicológica”. En tal sentido, el prólogo que Borges puso en 1940 a La invención de Morel (novela-diario sin fechas, porque no puede tenerlas) indicó (no sin paradoja) que la primera novela de Bioy suponía un hito en la superación de novela psicológica, en la medida en la que primaba lo que había en ella de “imaginación razonada” (esto es, la del malicioso autor implícito), por encima de la perspectiva limitada de un solo sujeto (o sea, el inerme protagonista-narrador). Es posible, entonces –me atrevo a sugerir–, que en la actualidad la forma de diario se avenga perfectamente a un tipo de narrativa que sin duda se corresponde con un concepto renovado de la “imaginación razonada”, quizá afín a lo que (para espantar los últimos fantasmas del “realismo mágico”) Rodrigo Fresán (cuya última novela El fondo del cielo, se ha declarado deudora explícita de La invención de Morel) llamó en otro lugar (justamente, en un “diario fingido”) “irrealismo lógico” (Fresán 2004). O, si se permiten retruécanos propios, una reflexión imaginada, una ficción (o simulacro) de reflexión que –como el texto de Bioy– resulta casi imposible de distinguir de una “reflexión verdadera o de facto”. Sin embargo, una variante de la dialéctica realismo/psicologismo interesa especialmente en la consideración del uso de la forma diario: es la que podríamos traducir en términos de objetividad/ expresividad. El privilegio del polo “expresivo” está relacionado con momentos de preocupación por el “yo”, en los que prima, por encima de todo, la “verdad privada”, el efecto de lo real sobre el sujeto y la consideración de que ese efecto, puesto en palabras, tiene interés y validez transpersonal. Obviamente, es una manifestación más de la estética del “patetismo” (Beltrán 2011: 18). El auge de la forma diario se correspondería en esas circunstancias con el repunte de una “sentimentalidad”, con el interés por los relatos –dicho brevemente– que hablan “de sufrimiento”. Ese interés se proyecta mejor en una forma (como la del diario) que carece de “reglas” y que, por eso, permite el máximo de expansión expresiva del “yo” (Martens 1985: 186).

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Históricamente, el auge de las novelas-diario ha coincidido no sólo con la crisis del realismo, sino también con la crisis del género novelesco mismo11. La narrativa no retrospectiva desde un solo punto de vista (ficticio) (tal como Martens define a la novela-diario) florece, en definitiva, en el momento en el que la literatura se hace “auto-consciente” y no pretende ser puro discurso referencial. Prince ya lo señaló en un artículo inaugural: la ficción diarística suele incluir como tópico la reflexión sobre la propia escritura del diario; es, por lo tanto, una forma de “escritura transitiva”, que se atenúa cuando se pretende un “escribir” intransitivo (Martens 1985: 481), referencial, diríamos, más atento a la story que al telling.También vio algo parecido Porter Abbott (1984: 54), al señalar que muchas de esas ficciones diarísticas están protagonizadas por escritores, puesto que hacen de las dificultades de la mimesis el tema mismo de la mimesis. Algo en lo que también coincide Martens de modo explícito: “The type of formal expressiveness that is most characteristic of twentieth-century diary fiction is a self-conscious use of the fiction of writing. […] The fiction of writing was an essential, in fact the essential, part of the mimetic gesture (Martens 1985: 191). La forma diario se “enterraría” en los periodos que privilegian el “simple placer de la aventura”, el gusto por las “buenas historias”, y reemergería en momentos de desconfianza en esa posible quimera12. El interés en el argumento va en contra de las posibilidades de la forma diario: un diario no tiene argumento, no puede tenerlo, no puede considerarse un inicio, un fin y un desarrollo de las peripecias. La ficción diarística finge también esa imposibilidad de argumento y, al hacerlo, revela que antes (y más allá) del argumento sigue habiendo (otra) escritura. La mejor manera de hacerlo es transcribir una escritura que haya tenido como condición esa carencia: un supuesto diario “real”. Quizá el auge actual de la forma diario esté indicando, además de una más compleja relación con el realismo, una crisis de aquella

11. “The diary novel did not begin to come back into vogue until the period one critic calls that of the ‘crisis of the novel’, the period that began with the attacks on Naturalism in France in the early 1880s” (Martens 1985: 115). 12. Conviene anotar de nuevo, al pasar, que el paradójico prólogo borgiano a La invención de Morel considera a esta novela un arquetipo de “relato de aventuras”. Algo que ya ha sido refutado por no pocos críticos (y creadores, entre ellos Juan José Saer). Su carácter diarístico –obviado por Borges– abonaría esa refutación.

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narrativa alto-posmoderna que creyó superar la “enrarecida” nueva novela (más o menos experimental) de los sesenta recuperando un supuesto “simple arte de contar”. En su aparente simplicidad-facilidad (Martens 1985: 186-188), en su aparente crudeza, la forma diario busca dar la impresión de algo “no artístico” (Porter Abbott) y, por tanto, de borrar las fronteras entre lo literario y lo no literario. A ello contribuye también su carencia de “fin” (contra lo que se espera de un producto artístico; Martens 1985: 187). Por ese lado, entonces, su práctica se convierte en recurso que conviene a la narrativa ya no posmoderna, sino tal vez “supermoderna” (en el sentido que da Augé a ese término, que a veces se ha traducido como “sobremodernidad”), entendiendo por tal la que pretende superar –elevarse por encima de y resolver allí– cualquier dialéctica. Como señala Porter Abbott, las ficciones diarísticas adoptan la forma paradójica de la “ausencia de forma” (Porter-Abbott 1982: 13), parecen exigir “poco esfuerzo” (Martens 1985), y aparentan una forma “democrática” (Martens 1985: 186) y “natural” de expresión (Martens 1985: 187). Esta ficción de “espontaneidad” se consigue, según Porter Abbott, mediante la condición “no retrospectiva” de la narración y mediante otros recursos intrínsecos (la presentación del texto como documento real; 13), apoyándose en mecanismos paratextuales (la presencia de notas editoriales o prólogos) o intratextuales (la presencia de “entradas aburridas” o “interrumpidas”). No obstante, el modo en que la forma diario contribuye (o se enfrenta) a la crisis de la novela se complica algo más en la actualidad por el auge de un modo de escritura que no fue considerado, en la mayoría de los casos, por los teóricos de los años ochenta: me refiero, como ya se habrá previsto, a lo que se ha denominado autoficción. Por lo general, la teoría de la novela-diario se ha basado en ficciones que usan la forma de diario (íntegra o parcialmente) pero que cumplían de modo inequívoco lo que Lejeune denominó el “pacto novelesco” (y no el autobiográfico): esto es, en ningún caso plantean (ni permiten suponer) la identidad entre el yo del autor real del texto y el yo del diario. Así sucede incluso en los casos más sofisticados del uso de la forma en el siglo XX: Stiller de Frisch (1954), L’emploi du temps de Butor (1956) o The Golden Notebook, de Doris Lessing (1962). Lo mismo ocurre en textos hispanoamericanos más o menos contemporáneos de éstos (aunque mucho menos sofisticados) como son Los pasos perdidos, de Carpentier (1953) o La tregua, de Benedetti (1960).

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Pero en las novelas-diario de los últimos años13 ese pacto se ha roto: estas novelas (que se presentan explícitamente como tales) pretenden ser transcripción de experiencias (incluso de diarios) reales de sus respectivos autores, trasladadas de un modo más o menos “crudo” a la ficción. Las implicaciones teóricas de esta contaminación son múltiples y no hay aquí tiempo de desarrollarlas. No son diarios “publicados”; tampoco son diarios “falsos”: son imposturas de diarios o, si se permite, dado el interés que tienen en fijar una voz, son “diarios impostados”. Y ello es así aunque la marca específica del pacto autobiográfico (la coincidencia onomástica explícita de autor-narrador-protagonista) se haya borrado de modo más o menos intenso: usando “segundos” nombres y apellidos; cambiando el nombre pero no el apellido; conservando el nombre, pero silenciando el apellido; integrando referencias inequívocas al autor; o haciendo que en ningún momento se inscriba el nombre del yo –lo que sería la práctica diarística más verosímil, puesto que el diarista no necesita nombrarse en su diario– y, por tanto, permitiendo que se identifique con tanta más razón con el que figura en la portada de la novela. Contra lo que afirma Martens14, estas novelas-diario autofictivas sí pretenden acercarse a los usos del diario real –que fingen transcribir–, eluden (o contradicen) la distinción entre autor-real y narrador (Martens 1985: 33), y, por tanto, vuelven poco operativa la búsqueda de “huellas” del autor-real en la ficción (como ingerencias en la voz del narrador) para comprender el sentido del texto (Martens 1985: 35), puesto que todo él se da como tal huella. Son, por definición, “narradores fiables” y el texto no deja lugar a estrategias de “desconfianza” (editores, prólogos, diálogos, presencias de un autor implícito), o reduce dichas estrategias a una, difícil de aquilatar: la frecuencia y la precisión en la inscripción de las fechas, cuyo significado es obviamente distinto en un diario ficticio que en uno real, especialmente, en el caso de las interrupciones, que si en un diario real deben ser consideradas “silencios reales” (no hay palabra, aunque haya habido experiencia), en un diario “auto-fictivo” pueden ser, “simplemente”, supresiones o elipsis y, en cualquier

13. El reciente artículo de Francisca Noguerol (2009) no trata sobre este tipo de textos sino de lo que la misma autora llama “misceláneas”. 14. “Diary novels adopt the formal structure of real diaries as well, but they generally do not copy real diaries’ use of form” (Martens 1985: 26).

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caso, no remiten a un “tiempo exterior” al tiempo del relato, que, por definición, no existe (si no hay palabra, no hay experiencia). Igualmente, la oposición entre autor-real y narrador, derivada del control sobre su materia (incompleto en el caso del diario real; completo en el de la novela-diario [Martens 1985: 34]) también se convierte en poco operativa. El autor de un “diario autofictivo” sólo recobra el control sobre su materia convirtiéndola en ficción, y, en consecuencia, ficcionalizándose él mismo. Eso sólo se consigue tratando la materia retrospectivamente, pero fingiendo darla in progress: sólo el conocimiento (a posteriori o incluso a priori) de que esos sucesos tuvieron lugar, fuera del texto, permite la identificación15, pero es una información extratextual que pretende dejarse fuera al presentar el texto como ficción. Para Porter Abbott, según se vio, la “estrategia diarística” consiste en “plantear la ficción como un documento no-retrospectivo de un solo autor ficticio” (Porter-Abbott 1982: 12; traducción mía). Pero si

15. A tal punto que, en algunos casos, impide leerlos como “ficción”: es interesante al respecto la lectura que hace Beatriz Sarlo (2008) de la novela de Massuh, confesando que los “personajes” de la novela también le escribían a ella –a Sarlo– e-mails: “Cuando Gabriela Massuh escribe ‘yo’, ¿de quién está hablando? De Gabriela Massuh, que es un nombre en la tapa del libro para los que no la conocen; de Gabriela para quienes la conocen y creen saber que la historia que cuenta en su novela es una historia verdadera. Yo estaba leyendo La intemperie y, en ese momento, como si hubiera sido enviado por alguien con la intención de plantearme un problema de teoría literaria, llegó a mi casilla de correo un mensaje de Diana, la mujer que abandona a la narradora en la novela. El mensaje de Diana (que no se llama Diana, pero cuyo nombre tiene las mismas vocales) produjo una especie de turbulencia: esa mujer me escribía mientras yo la leía a ella contada por otra mujer, que también podía mandarme un mensaje en ese mismo instante. Los lectores que no conocen a Gabriela Massuh ni a Diana no podrán sentir la nerviosidad de que se mezclen las páginas de una novela con las pantallas de su correo electrónico. [...] El circuito del chisme hizo conocer los materiales autobiográficos de La intemperie antes de que fuera una novela. [...] Tampoco hay necesidad de saber si la novela de Massuh es autobiográfica. Pero cuando se sabe que lo es, resulta imposible olvidarlo porque no se puede decretar una amnesia temporal de lo que se conoce sobre sus personajes (y probablemente se ha conocido más de lo que piensa Massuh). Por eso, la novela tiene un aura que es confesional y periodística: relato de lo que se supo antes de que lo contara su protagonista, por la malevolencia o la curiosidad afectuosa del chisme que lo difundió con ese sopor verbal del boca a boca, que la novela viene a corregir. Massuh anula el chisme al convertir lo que fue su materia en argumento”.

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el autor no es (inequívocamente) ficticio, la aparentemente inequívoca “progresión” (no-retrospección) se ve necesariamente alterada, mucho más si los textos se presentan explícitamente adscritos a un tiempo vital que ya no es el del autor real y la distancia entre las fechas de (supuesta) escritura y de publicación es relativamente amplia. La distancia temporal entre escritura y publicación es la misma que en la autobiografía o en la autoficción, pero en la presentación en forma diarística se elimina el rasgo gramatical de la retrospección: el uso del pasado. Esa “impostura”, desde luego, nos acerca ya a la nueva forma de la “entrada”, a la que me referí ya hace un rato: el post. Pero he de seguir postergando la reflexión sobre ese aspecto, para referirme a otros dos problemas que se hacen particularmente presentes en la ficción diarística: en primer lugar, debe mencionarse la cuestión del fragmentarismo narrativo. Aunque ese parezca uno de los “dogmas” del relato contemporáneo, conviene señalar que la fragmentación regida por (sometida a) la sucesión de fechas complica la cuestión, pues establece un criterio “objetivo” para la segmentación –el tiempo de la escritura– y además permite revelar en la superficie el fluir temporal que toda narración presupone (y la conciencia “subjetiva” que quien habla tiene de ese fluir)16. Entonces, cuando la continuidad ha estallado, atenerse a la inexorable cadencia de los días fingidos, presupone una voluntad de orden y, tal vez, una cita (paródica o no) del tipo de novela que primero se atrevió a trabajar con ese fragmentarismo, la novela-diario “tradicional”. El diario confiesa y reproduce la condición interrupta de la escritura y hace que ésta sea, también, recursiva: cada entrada implica la fundación de un nuevo presente, que debe hilvanarse al ya caducado ayer y al aún inexistente mañana mediante estrategias discursivas varias (resúmenes, conclusiones, correcciones, previsiones): no future, pa-

16. Es algo que quizá no tiene suficientemente en cuenta Martens cuando afirma: “The diary form offered the additional advantage of an intermittent time structure. As an accretion of small, separate segments, the journal is an ideal form for projecting the impression of a discontinuous, self-contradictory, fragmented consciousness” (Martens 1985: 127). Esa conciencia discontinua, autocontradictoria y fragmentada podría reflejarse también en un texto aun más caótico que el regido por una organización calendárica. Field es más sucinto: “[…] the very introduction of dates is a mimetic act which forms part of a contract” (Martens 1985: 23).

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rece decir el diarista; todavía lo contado puede mutar en algo absolutamente imprevisible, a la vuelta de la página… Pero todo eso, que también aparece, en la novela-diario, es en ella, sin embargo, “ilusorio” (Porter-Abbott 1982: 22), otra trampa más de la ficción. Por otra parte, lógicamente, el recurso a la organización diarística (sintagmática) permite (“obliga a”) descomponer en series paradigmáticas los motivos principales de la novela, construir historias paralelas, cada una con sus respectivos ritmos17. Si, por un lado, parece reforzarse así, en cierto sentido, el tema del aislamiento y la precariedad del sujeto, por otro lado –o dicho de otro modo– se reproduce también la independencia del texto respecto de una realidad dada. De nuevo, la ficción diarística es la más adecuada plasmación de una narrativa arreferencial. El último aspecto que quiero señalar en relación con estas “artimañas” narrativas de la ficción diarística quizá sea la clave de su virtualidad “supermoderna”: me refiero a la frecuencia con la que, en ese género, se hace explícita la propia actividad de escritura. Se trata de un rasgo a mitad de camino entre lo temático y lo estructural. De hecho, como ha señalado Prince, muchos de los componentes temáticos de la escritura diarística (la soledad o los diferentes accidentes de la identidad) son comunes a otros tipos de escritura, incluso ficcional18. La pulsión, más o menos intensa, por consignar las circunstancias que condicionan la acción de escribir es, ciertamente, un rasgo característico del diario19. El uso ficcional de esa “manía” deberá

17. De todos modos, no cabe olvidar que ya en los años cincuenta, obras como las citadas L’emploi du temps de Butor y The Golden Notebook de Lessing, verificaron un uso complejo de la forma (separando y volviendo a hilvanar tiempo de la historia y tiempo del relato en el primer caso; simultaneando la “transcripción” de diferentes cuadernos en el segundo) que, hasta donde conozco, no ha vuelto a encontrarse en español, al menos. 18. Porter Abbott (1982: 18), señala no obstante que el motivo del espejo es más frecuente en las novelas-diario que en los diarios reales: “One of the telling differences between fictional diaries and even the most claustrophobic non-fictional journaux intimes of the nineteenth century is that the fictive diarist is directed at least once by his author to look into this symbolic instrument”. Es, sin embargo, un motivo “datado”, probablemente, que debe ser contrastado en los textos y que sólo tendría un valor estadístico. 19. “What makes a diary novel unlike any other kind of narrative is, rather, a theme, or, more precisely, a complex of themes and motifs […]. I am not

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ser tenido en cuenta, pues, de nuevo, en este caso, las circunstancias de la escritura a las que obsesivamente vuelve el diarista “ficcional” son “simuladas” o si se quiere –de nuevo– “impostadas”: raramente, las condiciones de la escritura “inmediata” dicha por el yo de la novela-diario serán idénticas a las de la escritura “mediata” hecha por el autor. Por eso, por ejemplo, las referencias tópicas al espacio de la escritura (comúnmente, una habitación “propia”, aislada; Abbott (1982: 17) traslada al texto (e imprime en él) una función temática (la mencionada soledad) que afecta al yo que escribe; por eso, también, la (simulada) “inmediatez de la escritura” constituye un recurso privilegiado para justificar ficcionalmente la eventual inestabilidad del punto de vista20. Alcanzar la fusión del acto de escritura y de todos los actos que pueden articular una trama (Porter-Abbott 1984: 43) constituye el límite de la ficción diarística, acaso inalcanzable en la medida en que esta modalidad ficcional está atrapada por otro condicionante: su supuesta (simulada) informidad (ausencia de trama y argumento). Podría pensarse que esa aporía de la autorreflexividad en la ficción diarística aparece, no obstante, compensada por otro recurso “convencional”: la frecuencia (mayor en los diarios ficcionales que en los reales) con la que sus protagonistas-narradores son definidos como escritores, voces sin duda impostadas en el concierto de una ficción que no quiere parecerlo. Ésta es una condición insoslayable cuando se trata de “diarios autoficcionales” (Aira), pero también ocurre cuando el yo de la ficción se aleja del autor (Cohen): la escritura aparece como una actividad esencial en su horizonte –que,

speaking of such topics as loneliness, authenticity, loss of self, quest for self or affirmation of self, which are so prominent in many fictive (and non-fictive) diaries but are also found in many other works. I am speaking of the theme of the diary, the theme of writing a diary and its concomitant themes and motifs” (Prince 1975: 479). 20. Porter Abbott (1982: 21) lo expresa en los siguientes términos: “[...] the nonretrospective procedure, with its potential for heightening our awareness of the process of writing and with the possibilities it affords of allowing an alteration of the narrator’s point of view over the course of narration can convert the narration itself into a kind of action”. Martens (1985: 26) también destaca esta circunstancia: “The authors of diary novels […] choose the form consciously, and usually with some particular artistic end in view: to convey the impression of immediacy, to show the development of a character, to present variations on a theme, to establish a context for dramatic irony, and so forth”.

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en palabras de Porter Abbott (Porter-Abbott 1984: 53) entabla una relación dialéctica con la acción en el mundo y específicamente con la concepción del arte– y, en todo caso, los avatares de la composición no pueden dejar de proyectarse sobre ese horizonte21.

Ficciones diarísticas argentinas del siglo XXI Dada la escasa reflexión en el ámbito hispánico sobre las relaciones entre narrativa y escritura diarística, me parecía necesario establecer los parámetros teóricos básicos, antes de entrar en el repaso de la producción argentina reciente de textos que, de un modo u otro, se han ceñido a ese molde. Lo primero que hay que decir es que la historia de la “ficción diarística” en Argentina es casi tan extensa como la del diario (íntimo) real, algo en lo que coincide con la mayoría de las tradiciones occidentales22. No es este el lugar para indagar con detalle en los antecedentes: basta decir que podemos encontrar ejemplos al menos desde principios del siglo XX. Luego, el corpus ha ido creciendo hasta convertirse en un interesantísimo campo de investigación: son numerosas las ficciones breves que se sirven de ese recurso y entre las que destacan, entre otros, ejemplos de Storni (“Diario de una niña inútil” 1919), Cortázar (“Lejana” 1951; “Diario para un cuento” 1982), Silvina Ocampo (“El diario de Porfiria Bernal”

21. “Diary fiction not only mirrors the author’s own situation (writing alone in a room), but, more important, its unique conditions can make it a kind of laboratory in which the real author examines the behavior of his or her medium in the course of day-to-day living. “Laboratory” may perhaps be misleading, since, like most art, these texts are finished, polished, edited, whole, and fictive. […] What we read instead is an imitation of a drama of composition” (Porter Abbott 1984: 50). 22. A tal punto la práctica se ha extendido que, recientemente, Marcelo Birmajer consideró necesario incluir entre sus “Diez consejos para escritores” (Libertad Digital, 17 de marzo de 2006. En ) el siguiente: “En lo posible, procure no llevar un diario íntimo. Dicho implemento se ha convertido en un engañoso género literario. Si quiere publicar sus intimidades, hágalo deliberadamente; pero no obligue a sus herederos a sentirse culpables por revelar secretos que usted indudablemente registró para continuar siendo atendido después de muerto”.

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1961), Denevi (“Fragmentos de un diario íntimo” 1966), Angélica Gorodischer (“Querido, querido diario” 1968) o, ya más cerca, Piglia –a quien me refiero luego– o el último Bioy (“Nuestro viaje (diario)” 1991). Son también numerosos los textos extensos que sólo parcialmente incluyen fragmentos diarísticos: El amor brujo, de Arlt (1932); El laberinto, de Mujica Lainez (1974); El endemoniado Sr. Rosetti, de Bajarlía (1977); Pubis angelical, de Puig (1979); Respiración artificial, de Piglia (1980). Si considerásemos sólo novelas íntegramente escritas en forma de diario habría que remontarse al menos hasta La novela de las horas y los días, de Manuel Ugarte (1903); Xaimaca, de Ricardo Güiraldes (1923); De la elegancia mientras se duerme, de Lascano Tegui (1925); el Diario de un solterón penitente, de Miguel Ángel Speroni (1940) o La invención de Morel, de Bioy (1940). La forma del diario ficcional extenso, sin embargo, parece desaparecer durante la segunda mitad del siglo XX y sólo encuentro, en el límite, el Diario de un misógino de Pablo Ingberg (1999). Algunos otros, como Aira, inician su actividad como “diaristas autoficcionales” en la década de los noventa: los brevísimos Diario de la hepatitis (1993) o “Diario de un demonio” (en La trompeta de mimbre 1998), pero entregan quizá la parte más significativa ya en el siglo XXI (Fragmentos de un diario en los Alpes 2002). Esa actividad diarística “autoficcional” típicamente contemporánea tiene también algunos antecedentes más o menos remotos: El diario de Gabriel Quiroga (1910), de Manuel Gálvez; el Diario de Andrés Fava (1950) o el ya citado “Diario para un cuento” (Deshoras 1982), de Cortázar o el “Diario de Manhattan”, de Néstor Sánchez (1988). Con el cambio de siglo, y corroborando algunas de las hipótesis teóricas expuestas en la primera parte de mi trabajo, parece producirse una “explosión” de la forma diarística ficcional, independientemente de su extensión; y a día de hoy, la riqueza de esa práctica es tal en el ámbito argentino (como en el hispanoamericano en su conjunto) que empieza a permitir una cierta sistematización23. A partir de los parámetros que acabo de exponer –y que acaso permi-

23. El análisis de los ejemplos en otros territorios hispanoamericanos daría para otro trabajo. En España, la reciente Alba Cromm de Vicente Luis Mora (Seix Barral, 2010) también mezcla diferentes modalidades de discurso entre las que se cuentan diarios íntimos, blogs y cuadernos de notas. De la vigencia de la forma hoy en día en otras tradiciones muy atendidas desde la nuestra, pueden ser testimonio Diario. Una novela (Chuck Palahniuk 2003, trad. 2005) o Diario de un mal año (Coetzee 2007).

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tirían un análisis mucho más sutil–, sugiero –para ordenar la producción en lo que va del siglo XXI, que expongo enseguida– una primera clasificación en dos grandes bloques, según la condición del yo que escribe: a) el uso más tradicional (el diario de un personaje que, en principio, no se puede identificar con el autor) que podríamos considerar “diario fictivo” (para evitar la ambigüedad de “ficticio” y la insistencia en “ficcional”); y b) el uso más postmoderno o, si se prefiere, supermoderno, que se correspondería la “autoficción diarística”, textos a los que podríamos denominar “diarios autofictivos” o, propiamente, “diarios impostados”, esto es, aquellos en los que el yo que habla puede, de modo más o menos ambiguo identificarse con el del autor real. Aparte habría que considerar las ficciones que adoptan la forma del blog, por razones que expondré más tarde. En todos los casos, la integridad o no de la forma diarística del texto y su extensión serían criterios que deberíamos igualmente tener en cuenta: podemos encontrarnos con “minidiarios” (cuentos en forma de diario) o verdaderos “diarios monstruo” (como los llama Lejeune), extensísimas narraciones que intentan recoger la pulsión omnívora de la escritura desbordada y cuyo mayor reto es quizá, simplemente, leerlos. Diarios fictivos

Al primer grupo corresponden ficciones breves como el “Diario de una lectora de diarios”, de Eduardo Berti, muy reciente, o la reescritura o continuación de Xaimaca que, por encargo, emprendieron aún más recientemente cinco autores (Mariano Blatt, Félix Bruzzone, Esteban Castroman, Sergio Olguin y Leonardo Oyola). Relatos extensos, íntegramente en forma de diario “fictivo” son (cronológicamente): Diario íntimo de una niña anticuada, de Laura Ramos; Testigo del paraíso, de Nyls H. Volmaro; y Glasgow 5/15, de Isabel de Gracia24. El texto de Ramos es un pastiche de novela-diario sentimental, con un componente de “relato de formación” evidente, ambientada en los setenta en Argentina, muy consciente de su carácter, arropado en una compleja estructura metatextual y a menudo disfrazado

24. En lo que sigue, todas las citas refieren a las ediciones consignadas en la bibliografía final.

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de ejercicio de estilo paródico (tono que, a veces, recuerda a La invención de Morel). También, como varios de los textos que mencionaré, insinúa un componente de “texto en clave” que, acaso como el diario real, excluye a (parte de) sus lectores. También la obra de Volmaro remite, más claramente, a La invención de Morel, en cuanto se trata del diario de un muerto tras un suceso terrible “no imaginado por el ser humano” (Volmaro 2007: 11), una explosión nuclear en los alrededores de una finca, a la que habían ido a solazarse el narrador y sus amigos para fin de año. Los personajes –como los de Bioy– no saben qué les pasa exactamente, y el protagonista al final se describe en términos que recuerdan a los del fugitivo de La invención de Morel: “Me miré en el espejo del comedor. ¿Tanto puede cambiar un hombre en quince días? He envejecido veinte años. A la luz de las llamas noté mi rostro cubierto de sombras desparejas. Parecía un leproso, las manos y pies ulcerados, sin cabello, las encías hinchadas, las uñas desprendidas y la barba que no alcanzaba a cubrir el cuero arrugado. La imagen, de terror” (Volmaro 2007: 207). Glasgow 5/15 resulta más interesante, pues se trata de un “diario de enfermedad” y también “de investigación”. No lleva fechas, sino sólo indicación de meses que organizan el relato de una narradora que cuenta las consecuencias de un accidente sufrido por su hermana. Pero comporta también un componente metaficcional derivado de la reflexión sobre la “historia clínica” como modo narrativo que se relaciona explícitamente con la escritura diarística: Diez páginas para el relato de una muerte, o mejor, del recorrido de una vida hacia la muerte. Fecha, horario, diagnóstico, resultado de análisis y estudios, tratamiento, firma. Un relato que parece una especie de diario o crónica, pero no de la propia vida (aunque también de la propia vida, quién podría negarlo) sino de la vida de un tercero, de una persona recién conocida, o conocida apenas en alguno de los muchos aspectos en que puede serlo una persona [...]. La HC es como un hilo tomado con la punta de la lapicera por cada narrador y modelado para que forme palabras y letras que van llenando el papel desde la primera página hasta la última, donde se corta, con la muerte o con el alta médica. Una especie de tejido al que cada participante imprime su carácter o estilo. El salto de una caligrafía a otra es como un ritmo: marca un tiempo, pero también la aparición de un nuevo tono que se pega al anterior, como si lo sostuviera en el aire para que no se produzca el silencio, para que la historia no termine, para que no acabe todo. Sin embargo, no asocio esta coreografía tan delicada

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con quienes son sus autores. Porque los narradores de la HC son médicos de profesión, trabajadores que desarrollan una tarea técnica (De Gracia 2009: 34-35).

La “historia clínica” es, a menudo, un relato hacia la muerte, hasta el punto que “el tiempo se puede medir en renglones. Uno podría decir: a esta persona el día 29 de abril a las 15 (‘se encuentra actualmente en coma Glasgow 5/15 con la mirada desviada hacia la derecha y la cabeza hacia el mismo lado’) le quedaban seis renglones de vida” (De Gracia 2009: 36). Con el diario coincide también esa escritura en su “ausencia de anticipación”, de intriga o de suspenso (De Gracia 2009: 46), la escritura no se adelanta a los hechos. El diarista “fictivo”, cabe decir es un simulador, igual que el médico que escribe la “historia clínica”: “la lapicera puede escribir más rápido, pero el médico la demora, simula no saber, simula que los tratamientos pueden tener buenos resultados, que todavía hay esperanzas, que el paciente tiene una posibilidad” (De Gracia 2009: 47). En el extremo “monstruoso”, por su extensión, de este tipo de escritura se encuentra Donde yo no estaba de Marcelo Cohen (Buenos Aires, 2006; Barcelona, 2008), que merecería un análisis individual muy demorado. Son más de 700 páginas para recoger apenas unos meses de la vida del dueño de una lencería, Aliano D’Evanderey. Se trata de una fantasía costumbrista-futurista, más o menos distópica (en la línea de algunas narraciones de Aira, Fogwill, Laiseca o, fuera de Argentina, Juan Abreu), relacionada con otras novelas del autor (las que configuran el ciclo del “Delta Panorámico”: Los acuáticos [2001]; Impureza [2007]; Casa de Ottro [2009]). En el diario se trenzan relaciones con la familia, problemas comerciales y de salud y alguna “aventura” conspiratoria. Todo ocurre en un mundo que se parece al nuestro pero que está habitado por seres y máquinas novedosas y, lo más importante, se dice en una lengua que también está desplazada respecto del castellano común. Las referencias a la escritura del diario y a su función son numerosísimas, pero me interesa más destacar la conciencia desviada que allí también se expone sobre el interés de estos relatos inacabables que se desarrollan linealmente. A raíz de una historia que le cuenta una clienta, Aliano afirma muy al principio de sus anotaciones: [...] ninguna historia puede culminar, y por lo tanto librar de su peso a quien la guarda, mientras no consiga que al menos un oyente la aguante hasta el fin. […] entre el final lógico de la historia de esa mu-

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jer y el final forzado por mi intervención quedaba un resto de anécdota, algo que iba a molestar a la mujer como una miga en el escote, hasta que capturara otra atención en la cual depositarlo entero. De modo que mi supuesta bondad era muy parcial, inoperante y dudosa. Bondad, auténtica bondad, es embucharse la historia entera sin decir ni pío. (Miércoles 20; 13).

Estos relatos, entonces, juegan con la figura del lector, reclaman su paciencia y su cuidado, cuestionan, siempre, su capacidad de aguante. Pero lo que en un diario real puede ser contingente –como también lo es la vida y su transcripción–, en un diario fictivo, construido, no puede serlo: la vida es el texto y no leerlo íntegro dejará al lector con la conciencia “molesta”, por esa miga que, acaso, no ha encontrado para comprender el sentido de la historia. Mucho menor, pero también significativo, es el papel que un diario encontrado –transcrito parcialmente– tiene en otras novelas recientes como Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007) de Luis Chitarroni o Las teorías salvajes de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 2008; Barcelona, 2010). El primero (considerado por algunos reseñistas “el libro más difícil del mundo”25) simula ser un cuaderno de escritura fragmentario, especie de diario “de obra en marcha” (Las equis distantes), pero sin fechas, y que incluye numerosos fragmentos diarísticos (de otros tres textos distintos) además de alusiones a diarios de algunos otros personajes. El más extenso es el “Diario de Xochimilco” (Chitarroni 2007: 134-156), que, sin embargo, es una más bien “escritura cronometrada”, más cercana a la escritura “horal” (“heural”) que Isabelle de la Charrière echaba de menos ya en el siglo XVIII, en su correspondencia con Benjamin Constant26.

25. . Allí se dice que la lectura de la obra se hace imposible sin Google y el intercambio de “comentarios” al post se convierte casi en una prolongación de la ficción, dando pie a un interesantísimo “ejercicio de recepción” in progress. 26. “Je vous avouerai que je trouve bien un peu dur que vous ayez passé tout d’un coup du charmant heural à une correspondance ordinaire, et que vous ne commenciez vos lettres qu’en recevant les miennes et pour les faire partir tout de suite”, (16/3/1788, matin; sabelle de Charrière, Œuvres complètes, III, Genève: Slatkine, 1981, III, p. 70; citado por Lejeune, “Au jour d’aujourd’hui”, Epistolaire, Revue de l’A.I.R.E., 32, 2006 [accesible en ]).

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La novela de Oloixarac, por su parte, alude a varios diarios: los “de campo” de algunos antropólogos y, sobre todo, al diario de una revolucionaria maoísta de los años setenta, tía de la protagonista y víctima de un secuestro. Ésta lo encuentra y los transcribe fragmentariamente a instancias de su madre, con intención de publicarlos. La descripción de los “valores” que se atribuyen al diario, apunta hacia una intención quizá paródica, pero poco lograda a juicio de Beatriz Sarlo (Diario Perfil, 15/2/2009): Creía que la verdad fundamental del manuscrito, haciendo a un lado su indiscutible importancia histórica, radicaba en el uso del tiempo presente, en las desprolijidades de la escritura rápida y en cierto desorden estructural: la pequeña sólo debía corregir los errores ortográficos. [...] La mayoría de las entradas de su diario, a partir de los diecisiete años, eran cartas a Mao Tse-tung, prócer chino del Ejército Rojo, una letra del nombre fue cambiada para disimular. Eran cuadernos de tapa dura, tamaño oficio. Los había enterrado en un sotanito con goteras, olían bastante mal (Oloixarac 2010: 28-29).

No vuelve a aparecer ese diario hasta casi el final de la novela, ya a punto de ser editado. En ese momento se incide en una cuestión tópica de las relaciones entre escritura diarística y compromiso político: “Me dijo [una compañera] que ojo con tener diarios, que pueden ser muy comprometedores”; “[...] los militantes del Partido no podemos tener documentos personales que puedan poner en peligro al Partido, a nuestros compañeros o a nosotros mismos” (Oloixarac 2010: 223). Intimidad (o memoria) y clandestinidad parecen excluirse y, en parte, ese es también uno de los temas de la novela. Diarios autoficcionales o impostados

La distinción entre “diario fictivo” y diario “autofictivo” no puede ser radical. Entre ambos extremos se sitúan casos fronterizos que permiten sospechar la proximidad (mayor o menor) entre el yo que habla en la ficción y el autor de ésta, pero que no aparecen explícitamente identificados. El componente de roman à clef que tienen algunos de los textos mencionados (Diario de una niña anticuada, Las teorías salvajes o, particularmente, Peripecias del no) los sitúa justamente en esa frontera. A ella llegan también –desde el otro lado– los diarios supuestamente “reales” escritos y publicados por algu-

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nos autores para satisfacer algún compromiso editorial. Pienso en los casos de los breves diarios de varios autores argentinos que se integran en la serie propiciada por la revista española Eñe, que ha hecho de ese tipo de escritura un elemento de continuidad en su trayectoria: Rodrigo Fresán les cuenta una mudanza27; Elvio Gandolfo, sus experiencias entre Montevideo y Buenos Aires28; y Alan Pauls, sus supuestas tribulaciones en Princeton29). De todos ellos, es Pauls quien con más intensidad está utilizando últimamente la forma diarística en sus recientes publicaciones, jugando en la frontera entre lo testimonial y lo ficcional: “Filcar. Un diario íntimo” (Pauls 2010) todavía podría pasar por un diario real hiperreflexivo (sobre el orden y el caos), a partir de experiencias urbanas concretas, que termina, como no podía ser de otro modo, abruptamente. Igual que éste, su última entrega diarística (“Historia clínica. Un diario íntimo”, 2011), sólo identifica las entradas por el día de la semana (y ocasionalmente por la hora o el momento del día), lo que impone ya, desde luego, una distancia respecto del calendario “real”. Coinciden también estos dos diarios en la importancia de la instancia médica como interlocutor del sujeto y en la reflexión teórica o filosófica, pero determinadas referencias a costumbres del personaje o la circularidad de la composición permiten sospechar que se trata de una ficción. En la misma colección de “crónicas y relatos” que incluía un diario de Pauls aparecían otros dos textos que adoptaban, con variantes, la misma forma, acumulación que puede ser un testimonio indirecto de la vigencia de la forma: María Carman entregaba un “Diario del 22 de noviembre de 2000” (Carman 2010). Éste sí que es verdaderamente un diario “horal” en el sentido que se explicó antes. Se trata del cuaderno de campo que una antropóloga urbana (condición que es la de la autora) lleva durante una observación más o menos improvisada del movimiento de los mendigos en la estación donde toman los trenes que los devuelven a sus ciudades-dormitorio. La descripción de un escenario fantasmal se mezcla con la transcripción “naturalista” de diálogos y con apuntes sobre la vida privada de la observadora, que poco a poco van estableciendo

27. Fresan, Rodrigo (2008): “Biblioteca particular (Moviendo libros)”. En: Eñe, 14, verano. 28. Gandolfo, Elvio (2010): “Diariomon y Diarioba”. En: Eñe, 22, verano. 29. Pauls, Alan (2010): “Diario (suspenso)”. En: Eñe, 21, primavera.

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una identificación alegórica entre la “memoria” y la “basura”, que culmina en un post-scriptum cuasi onírico. Anna-Kazumi Stahl incluye también en ese volumen un relato titulado “Primeros días porteños” (Anna-Kazumi 2010), en el que, tras una relativamente larga introducción retrospectiva, se cuenta la primera semana de una norteamericana-japonesa (como la autora) en Buenos Aires, con un enfoque objetivista. El relato se interrumpe cuando esta recién llegada empieza a comprender sus primeras palabras en los libros que hojea en Corrientes. Esta inscripción explícita de la cuestión lingüística revela la condición ficcional del relato: aunque está escrito en presente, es evidente que el diario no pudo ser redactado en español en su momento, al hilo de los días, pues la protagonista afirma su ignorancia del idioma. Así pues, lo que se entrega es una traducción o una reconstrucción, 22 años después, un después, un post que deja huella explícita también en el relato. En esta misma serie habría que incluir el “Diario de un joven escritor argentino”, de Juan Terranova (2005). Fechado en Buenos Aires, en febrero de 2004, finge ser un diario real durante dos semanas que mezcla reflexiones irónicas sobre la “condición” de “joven escritor argentino” (y las implicaciones de cada una de esas palabras)30 con anécdotas cotidianas que giran por lo común en torno al motivo de la “interrupción” y la “dispersión” y apuntes sobre la escritura de una obra de encargo sobre la batalla de El Alamein. El diario constituye (blanchotianamente) la escritura sustitutoria y el espacio en el que se revelan con más claridad los engranajes de la literatura (hay comparaciones mecánicas explícitas). Quizá lo más interesante, en esa línea es la intuición de la escritura diarística como escritura autocancelada: “[...] cada día que pasa envejezco irremediablemente y me alejo de mi calidad de “joven escritor”. Es más, mis palabras se devalúan mientras escribo” (Terranova 2005: 139). Éste sería quizá el momento para referirme a Ricardo Piglia, uno de los autores que ha hecho de la práctica y reflexión sobre el diario un recurso fundamental en su poética31 y que, de ese modo, dada la proyección de su escritura en las últimas décadas, ha situado al género en un lugar privilegiado del campo literario en español. Aunque debería centrarme en el periodo cronológico que me he impuesto

30. Hay que mencionar su relación con el menos ficcional texto de Fresán (2004). 31. Para un somero estado de la cuestión puede verse González Álvarez (2009: 144-152).

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(el siglo XXI), me parece necesario trazar rápidamente los pasos que construyen hasta el momento la ficción diarística de Piglia. El autor empieza a utilizarla en “Nombre falso” (1975), donde se incluyen fragmentos del diario de un personaje llamado Lettiff y de un cuaderno atribuido a Roberto Arlt; en el mismo volumen al que ese relato da título, incluye también “La caja de vidrio”, cuya intriga está construida, en buena parte, sobre la lectura y transcripción clandestina que Genz hace de los diarios de Rinaldi. También en Respiración artificial (1980) se transcriben fragmentos de los diarios de Enrique Ossorio. Hasta ese momento, el uso del diario es puramente “fictivo”. El giro autoficcional comienza con la inclusión de fragmentos supuestamente procedentes del diario del autor en la nouvelle Prisión perpetua (1988), en la sección titulada “En otro país”. Allí, aunque la inscripción de fechas puede ser ocasional –remitiendo al origen absoluto del supuesto diario del autor en 1957– lo habitual es transcribir entradas independientes señaladas por un título que condensa el sentido del fragmento. La primera edición de esa nouvelle preparaba (y condicionaba) la lectura de otro texto incluido en el mismo volumen, que supondría un avance más en la contaminación de ficción, crítica y autobiografía, ya características de la escritura de Piglia: las “Notas sobre Macedonio en un diario”, éstas sí fechadas entre 1962 y 1980. Al año siguiente, otra nouvelle, “Encuentro en Saint-Nazaire” volvería a integrar la ficción diarística, mediante la inclusión de citas del diario de Stevensen, que tiene una curiosa capacidad “profética”, aunque no lleva fechas. La versión más extensa de la nouvelle que se publicó en 1998 se completaba ya directamente con el “Diario de un loco”, no fechado, pero organizado alfabéticamente mediante títulos para cada una de las breves entradas. El resto de los capítulos de esta escritura en Piglia lo constituyen sus “Notas sobre literatura en un diario” (Formas breves 1999), nueva hibridación de crítica y ficción; las reflexiones (y los reflejos) sobre el diario de Pavese en el cuento “Un pez en el hielo”, supuestamente escrito hacia 1970, pero no publicado hasta la segunda edición de La invasión (2006) y, finalmente, sus “Notas en un diario”, en curso de publicación desde enero de 2011, en las páginas del periódico El País (y otros)32. Estos textos “en progreso” son los que más me interesan en este instante. Su publicación se ha conside-

32. Dejo a un lado los comentarios sobre el diario de Kafka en El último lector 2005, porque aunque el volumen aparece en una colección de “narrativa”, la presencia de lo ficcional en esos textos es muy débil.

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rado el comienzo de cumplimiento del compromiso del autor de dar a la luz sus diarios, publicación que toda su obra anterior habría ido preparando, según ha declarado reiteradamente. El hecho de que estas “notas” empiecen a publicarse justo después de su última novela Blanco nocturno tiene tal vez su importancia. Como se sabe, Piglia anunció durante bastante tiempo que una novela con ese título probablemente se apoyaría de modo más o menos intenso sobre los diarios de Emilio Renzi, el álter ego habitual del autor. Cuando el libro pudo leerse, no hubo tal presencia diarística (también se frustró la expectativa temática, que vagamente se había orientado hacia la guerra de las Malvinas). En ese contexto de expectativa frustrada, Piglia coloca, inmediatamente, sus “notas de diario” aparentemente más “sinceras”. En efecto, la presentación hasta el momento adopta una periodicidad más o menos mensual y recoge anotaciones sobre tópicos habituales en el autor (la literatura y la crítica, la “vida privada”, la paranoia y el control, las nuevas tecnologías, los nuevos medios) así como también transcripción de sueños, recuerdos y anécdotas, en este caso cada vez más volcados hacia lo ficcional incomprobable. Por lo general, las circunstancias de enunciación coinciden con las del autor (un profesor en EE. UU.), pero las notas sólo van fechadas con el día de la semana (y habitualmente se comienzan en “lunes”) y cada entrega lleva un título común, tomado de alguno de los temas más o menos desarrollados en los fragmentos. Hasta el momento, la reflexión metadiarística es escasa, pero no desdeñable. En la tercera entrega (“El consejo de Tolstoi” 12/3/11), leemos, por ejemplo: Jueves. Después de tantos años de escribir en estos cuadernos he empezado a preguntarme en qué tiempo de verbo hay que situar los acontecimientos. Un Diario registra los hechos mientras suceden, no los recuerda, ni los organiza narrativamente. Tiende al lenguaje privado, al ideolecto. Por eso cuando uno lee un Diario, encuentra bloques de existencia, siempre en presente, y sólo la lectura permite reconstruir la historia que se despliega invisible a lo largo de los años. Los Diarios aspiran al relato y en ese sentido están escritos para ser leídos (aunque nadie los lea).

Encuentros con mendigos o con catedráticos de literatura, inquietantes llamadas a medianoche, recuerdos de la madre y metamorfosis oníricas del narrador, reflexiones sobre catástrofes naturales y sobre series de televisión, todo encuentra lugar en esta escritura que parece ir cumpliendo un pacto privado del autor con sus

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lectores: su diario va abandonando, poco a poco, su condición de “texto virtual” y, por entregas, sigue indagando en una cuestión clave en la poética pigliana: cómo narrar los hechos reales. Pero la escritura diarística autoficcional argentina también ha ofrecido textos extensos, propiamente “novelas-diario”. Con cierta frecuencia, los sujetos que proponen ese pacto ambiguo han sido mujeres, y a menudo tomaban esa opción para, tras una relativamente amplia y conocida actividad como ensayistas, incursionar por primera vez en el territorio de la ficción: tal es el caso de La intemperie de Gabriela Massuh33. El yo que habla en La intemperie no lleva nombre, pero por su profesión y sus circunstancias personales no resulta difícil, a quienes la conocen, identificarlo con la autora. Su novela es la crónica de una crisis sentimental en medio de una profunda crisis económica (la argentina de principios de siglo), y de cómo ambas se trenzan para dificultar la realización de proyectos narrativos o culturales que den cuenta de esos procesos: lo privadoíntimo supone el lugar de repliegue revitalizador en un momento en el que lo colectivo parece sumirse en el caos. Incluye, por eso, una reflexión explícita sobre la necesidad de un cambio de paradigma narrativo, que sea capaz de mostrar sin contar, y de ahí quizá la elección de la forma diarística34. Del mismo modo, el recurso al “patetismo”, la “sentimentalidad” o lo “lacrimoso” incluso, parecen responder a un intento de superar una narrativa finisecular que aparentemente había dejado de lado esos efectos. Esta deriva “sentimental” en autoficciones diarísticas escritas por mujeres podría invitar a considerar de nuevo la relación de la escritura diarística (y su versión ficcional) con lo que algunos teóricos han llamado la “posición femenina” (Catelli) en la escritura de la intimidad. Pero no hay que olvidar que estamos leyendo intimidades “impostadas”, y quizá esa perspectiva fuera aquí menos pertinente. En cualquier caso, la práctica del diario “autofictivo” por parte de los hombres ha sido también muy frecuente en lo que va de siglo, y, por supuesto, ha dado lugar a novelas de cierta extensión. Desde luego, hay que referirse ya a César Aira, otro autor que ha hecho de la relación entre relato y “hechos reales” uno de los centros de su escritura. En 1993 había entregado uno de sus “mi-

33. O de No tengo tiempo, de María Pía López (2010), que aún no he podido ver, pero que al parecer coincide con algunos de los rasgos que señalo a continuación. 34. He dedicado más atención a esta novela en otro lugar (Mesa Gancedo 2010).

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nidiarios” (Diario de la hepatitis), apenas 44 páginas que, aprovechando aparentemente la postración por la enfermedad apuntada en el título, ordenaban algunas reflexiones sobre poética, filosofía o matemáticas. En 2002, publica Fragmentos de un diario en los Alpes, un texto algo más extenso, gracias a la inclusión de apéndices en los que se desarrollan algunas referencias apuntadas en las reflexiones fechadas durante los cinco días de septiembre de 2001 (hay referencia al reciente atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York) que el yo –innominado– ha pasado en casa de su traductor al francés y amigo Michel, sin ninguna razón que se consigne, fundamentalmente preocupado por el tema de la “representación” y los objetos. La ausencia de identidad explícita entre el autor que firma la portada y el yo que habla, unida a determinadas estrategias de selección argumental, impiden considerar estos textos como puramente “autobiográficos”. Al margen de esas habituales digresiones airianas sobre los mecanismos de la creación verbal, queda de este minidiario la importancia del secreto, que afecta a la razón de su estancia en Francia y al papel de lo “invisible”, en concreto, quizá, de una “amada invisible” que emerge en los apéndices como personaje ausente. Este minidiario se mueve sobre los márgenes de “lo no dicho”. En otro texto breve del año anterior, Cumpleaños, que no es un diario, pero habla de un día “señalado” y finge, como suele, una escritura inmediata, Aira hace algunas afirmaciones que permiten equiparar su teoría narrativa con la escritura diarística y leer en otra clave su práctica explícita de esa forma: Hay una acumulación de tiempo que es inherente a la novela, una sucesión de días distintos, sin la cual no es novela. De lo que se escribió un día hay que reivindicarse al siguiente, no volviendo atrás a corregir (es inútil) sino avanzando, dándole sentido a lo que no lo tenía a fuerza de avanzar. Parece magia, pero en realidad todo funciona así; vivir, sin ir más lejos (Aira 2004: 95).

Es en esas mismas páginas de Cumpleaños donde Aira define sus novelas como “tours de force de la chapucería” (Aira 2004: 97) y a la “novela inacabada” como el desiderátum de su escritura; así, termina de equiparar su concepción de la narrativa con el principio generador de la escritura diarística: esa paradójica “forma informe”. Otros textos en los que la combinación de adscripción autoral, diarismo y ficción se da en diverso grado pueden ser: Un guión para Artkino, de Fogwill (escrita en 1977, revisada en 1985, y publica-

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da sólo en 2009) o Una luna (Diario de hiperviaje), de Martín Caparrós (2009). Fogwill usa “atenuadamente” la forma del diario (sin fechas, más que la final), para dar cuenta del progreso en la escritura del mencionado guión, que un escritor llamado Fogwill realiza por encargo de una productora soviética, en una Argentina socialista del futuro. La redacción en presente desgrana el contexto vital del autor y sus relaciones, y en varios momentos se declara que se está escribiendo ese diario. Caparrós, por su parte, entrega para una colección de “narrativa” (por lo general de ficción) un libro de crónicas de viaje alrededor del mundo durante 28 días. Ciertamente, no se corresponde con lo que ya se ha establecido como “autoficción”: en el libro se combinan los reportajes, basados en entrevistas con diversos sujetos desplazados en zonas de conflicto (bélico o, “meramente” económico), con las reflexiones del autor sobre su experiencia como viajero y como escritor. Es este segundo componente, sin duda, el que se abre a la ambigüedad de lo autoficcional. En la aceleración del propio desplazamiento del que escribe (con el corolario del sentimiento de que el tiempo desaparece) y en el efecto de surgimiento de “mundos paralelos” que la escritura genera reside la condición del hiperviaje, la categoría que ilustra aquí Caparrós y que, en buena medida, está relacionada con la ficción o, al menos, con los retos que la ficción plantea también al escritor, un sujeto, por lo demás, problemático: [Las crónicas] En principio tienen que estar en tercera persona y tener menos de dos mil palabras. En mis crónicas, dos mil palabras es lo que suelo usar para aclararme la garganta. Y, peor, el problema de contar sin incluirme: la tarea de desaparecer. Un buen ejercicio, me digo: un desafío -y otra manera de viajar (Caparrós 2009: 15). He escrito mucho en estas horas. ¿Será que escribo cuando estoy aburrido? (Caparrós 2009: 37). Debe ser maravilloso creer tanto en uno mismo [como los jugadores del Real Madrid] aun cuando la supuesta realidad te dice lo contrario –y escribir, por ejemplo, un libro como éste– (Caparrós 2009: 123).

Si al comenzar estas reflexiones señalaba que el diario es la metamorfosis de un “oído saturado”, quizá un buen ejemplo de esa condición son estas “crónicas” de Caparrós, un diario construido

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con las voces de otros, hilvanadas mediante la voz del yo que no acaba de estar convencido de su propia entidad.

(Im)Posted at La consideración del libro de Caparrós, cercano al periodismo creativo escrito por un sujeto “evanescente”, unida a la difusión periodística de algunos otros diarios (como los de Piglia o Pauls) me permite derivar sin demasiada violencia hacia la última forma de “ficción diarística” que quería considerar aquí. Se trata de la que elige el canal del blog, ese sumidero de la escritura irrefrenable35. Digo “blog” y todo lo dicho hasta ahora sobre el diario parece ya, curiosamente, “pasado de fecha”, caduco. La escritura al hilo de los días y las horas ha mutado: la entrada se ha transformado porque el soporte se ha transformado. La entrada ahora es “post” y el blog, al menos parcialmente, podría concebirse, entonces, como una manifestación de lo que podríamos llamar postdiarismo, lo que, a su vez, será, por qué no, una nueva etiqueta que pegar al rimero de posts que ha definido a la postmodernidad, esa post-rimería. En el sentido postal (“envío”, “entrega”, o algo así; quizá incluso “remisión”), en un idioma otro y con lejana referencia a una aventura (aquella en la que los envíos se hacían por tracción a san-

35. El blog (weblog) mantiene una relación “etimológica” con el “cuaderno de bitácora”, en efecto, con el “libro de viaje”, más o menos metafórico, atado al tronco (o al poste: log-book) que funcionaba como especie de “caja negra” de toda singladura. En uno de sus sentidos metafóricos, Cortázar practicó a menudo esa escritura de bitácora: así llamó al libro paralelo a la escritura de Rayuela, pero no fue el único. Alguno de ellos se publicó póstumamente con la etiqueta de “diario” (el de Andrés Fava –que ya mencioné antes–, en relación con El examen). Las propias “morellianas” incluidas en (una posible lectura de) Rayuela funcionan ya como una “bitácora” metaficcional. Parece que existe otro logbook de 62/Modelo para armar en Princeton, y uno de los últimos libros extensos de Cortázar, Los autonautas de la cosmopista puede entenderse también como “cuaderno de bitácora” de un viaje real. Agustín Fernández Mallo ficcionaliza esa escritura del argentino en Nocilla Experience cuando postula la existencia de una Rayuela B (“Teoría de las bolas abiertas”). La novela de Fogwill a la que me he referido antes funciona quizá como el log-book de un guión inexistente (o acaso “virtual”).

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gre, de posta a posta, de poste en poste, de puesto en puesto), hoy la escritura fechada se crea, entonces, mediante un “nuevo” verbo (de poco coste): “postear”, y hacerlo at u on, en una hora y/o fecha precisas, es hacerlo best before. Si hay precocidad en la escritura blog, también hay, en cierto modo, pre-caducidad. La fecha, en el blog, es de “consumo preferente”. Pero lo que ahora me interesa es el “posteo” fingido, o sea la “impostura” del post. Lo que me pregunto es cómo se relaciona esa impostura con la de la “entrada” en los diarios “(auto)fictivos” que acabo de considerar. Sólo en ocasiones, cuando el blog integra el tiempo como parte de su discurrir, cuando el posted at es algo más que una etiqueta automática, se acerca a la escritura diarística. Por lo demás, el blog (como canal) y el diario no mantienen una relación “natural” ni genética. Desde una perspectiva diarística, el blog es un monstruo: un “diario público”36. Para comprender estas complejas “imposturas”, interesa más, por volver a los términos foucaultianos del principio, cuál es la entidad del sujeto que cuida (de) esos textos, su master (amo) o moderador. Habría que ver si esa entidad también ha mutado con el texto; pero lo que parece claro es que en el blog (real o ficticio: ya veremos si esa distinción tiene algún sentido) el sujeto se cuida mucho de mostrarse, en los dos sentidos –ahora antitéticos– de “cuidarse”: disimulo de la identidad y espectacularización escribicionista del yo parecen pulsiones paralelas en ese medio37. Como no aspira a la

36. Que ya estaba inventado: el Diario en público de Elio Vittorini –1957, trad. 2008– o también Sciascia, Negro sobre negro; o incluso el Journal de Jules Renard. En el ámbito hispánico cabe citar a Federico Campbell: Post Scriptum Triste, el “Dietario voluble” de Enrique Vila-Matas en las páginas de El País (que luego se recogió en volumen, 2008) o el “Diario infinitesimal” de Hugo Iriart en Letras Libres o el “Minutario” de Sheridan en la misma revista. En Venezuela (con alguna distancia entre la escritura y la publicación) son especialmente notables los 4 volúmenes de Diarios literarios de Alejandro Oliveros (publicados entre 2002 y 2009) y que han conducido, aquí sí casi naturalmente, a un Diario on line (). 37. Quizá relacionable con la “exagóreusis” que Foucault relacionaba con el origen de las “tecnologías del yo”: “Se trata de una verbalización analítica y continua de los pensamientos, que el sujeto practica en el marco de una relación de obediencia absoluta a un maestro. Esta relación toma como modelo la renuncia del sujeto a su voluntad y a sí mismo” (Foucault 1999c: 473).

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intimidad ni a la privacidad38, el blog no puede jugar al recato o al secreto como elemento ficcional, a diferencia de la “ficción diarística”, que puede incorporar incluso la “ausencia de publicación” a su propia composición textual. Un eventual blog ficcional debe jugar con otras características, entre las cuales destaca el mencionado “escribicionismo”, esa supuesta “pulsión expresiva”, que parece crecer en proporción inversa respecto del interés de sus contenidos, según afirmaría algún apocalíptico. Por eso, quizá la única posibilidad de un blog “verdaderamente ficcional” sería otro monstruo: el blog en Internet, sí, pero “íntimo”, “inaccesible”, verdaderamente sumido en el rincón más encriptado de la red. Si el blog público es posted, entonces el blog íntimo sería el verdadero (imposible) blog im-posted. En el espacio virtual de la red, entonces, parece tener poco sentido plantear la posibilidad de “blogs ficcionales”. Sometido al régimen del simulacro, ese espacio no-factual impide distinguir entre blogs reales y blogs ficticios: todos –como canales– tienen la misma “realidad”. Sólo por sus contenidos, podríamos distinguir –tal vez– entre los que hablan de temas “reales” (informativos, noticiosos, a menudo construidos a base de cut-paste, fagocitadores de otras textualidades) o los que desarrollan temas “ficticios” (creativos y, entonces, casi siempre destinados a alimentar libros). Para hablar de la ficcionalización del blog debemos salir de ese espacio virtual y volver –me temo– al ya caduco espacio real del papel. Se postula novedad, entonces, para unas ficciones que adoptan una ficción dispositiva análoga en cierto grado (jamás idéntica: ¿ubi sunt colores e imágenes, por ejemplo, y todo el “ruido” textual que generan los virtualmente infinitos links asociados o, eventualmente, la publicidad?) sobre la página (on page) a la de los blogs en pantalla (on line). En ese sentido, un blog ficcional (en papel) es, a priori, no un simulacro, sino un pastiche o una (mala) reproducción de algo, en otro material aparentemente “inapropiado” (un riesgo del que la novela-diario estaba, en principio, libre)39.

38. Un diario íntimo on line parece una paradoja, aunque existen, del mismo modo que existen blogs privados, con derecho reservado de admisión. En ese caso, revelan con mayor claridad su mera condición de soporte. 39. El blog es un canal, que puede servir a la escritura diarística como a muchas otras escrituras. Lo que permite es la datación precisa y el registro del momento de enunciación y es ahí (junto con la “disponibilidad” inmediata para la es-

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El cambio de material, sin embargo, cancela también la mayor parte de las posibilidades específicas de la escritura-blog: entre otras cosas, la detiene. La escritura se fija y ya no fluye, y el tiempo, verdaderamente, se estanca y se cosifica. La aceleración del intercambio escritural propia del blog sólo es representable –en ese eventual blog ficticio– como precipitación estilística (en la mayoría de los casos, inconsciente). En cualquier caso, una reflexión más profunda sobre el alcance de esta escritura escapa a los propósitos de mi trabajo40. Desde luego, son cada vez más los autores hispanoamericanos que practican la inmediatez de esa escritura que propicia una “nueva intimidad”, exhibida y (quizá) fingida. Esos blogs entran, obviamente, en relación directa con lo que cada vez resulta más difícil discriminar como su “obra de creación”. La mexicana Cristina Rivera Garza fue una de las primeras, en el ámbito hispanoamericano, que ha reflexionado sobre las relaciones entre esa escritura-blog y la ficción, hasta el punto de reconocer la necesidad de inventar un término para nombrar un nuevo “objeto metanarrativo” opuesto a la no-vela: La blogsívela, como otros tantos trabajos meta-narrativos, muestra el revés; se hace, de hecho de ese revés, en ese revés. Con salidas falsas, con principios repetitivos, con capítulos que no llevan a ningún lado, con finales que se desdicen, la blogsívela se quiere tartamuda, imperfecta, inacabada, en-proceso-perpetuo. A eso yo le llamo la escritura errante, la que erra [sic] y la que yerra, el lado más vulnerable de los “lenguajes literarios” que le abre la puerta a la heteroglosia, ese temido, y no por eso menos anhelado, extraño (Rivera Garza 2004: 77).

Hasta aquí nada nuevo: el inacabamiento y el yerro o la polifonía de ese “nuevo objeto textual” parecen convenir también a la forma del diario “en sí”. Nada se dice ahí de ficción y nada sobre la virtualidad del nuevo canal, más que la posibilidad de componer una obra en directo y en marcha. Todo esto conviene, pues, al blog “real”,

critura) donde reside la semejanza con el diario (si bien en el blog esa datación y esa disponibilidad están mediadas por la tecnología, con lo que ello implica de cambios “sustanciales” en el tipo de escritura que resulta). 40. Remito sólo al trabajo de Vicente Rubio (2011), quien señala la “ilusión” de continuidad entre diario y blog. Ver también Lejeune (2000), para un estadio anterior de la reflexión. También Serfaty o, desde el ámbito hispánico, Mora.

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porque un blog ficcional tiene, casi necesariamente, insisto, la forma de un libro. No se me oculta que también muchos blogs reales –como si se tratara de una nueva realidad “mallarmeana”– parecen sólo haber sido creados para terminar en un libro41. En el mejor de los casos, el blog se utiliza como territorio de experimentación y de adelanto de textos42, como una herramienta, digamos de nuevo, pro-ficcional43. Pero estos textos procedentes de blogs se hacen conscientes de algunas de las limitaciones impuestas por el cambio de formato (la amputación de los comentarios), aunque no de otras (el orden de lectura, tan importante, por ejemplo) y por tanto, difícilmente pueden presentarse como blogs ficcionales. En el ámbito argentino la conexión entre blogs, diarismo y ficción también se ha producido, en textos que no obstante han tenido todavía una proyección restringida. La ya citada Gabriela Massuh no lleva (hasta donde conozco) un blog pero presenta su ficción

41. En el ámbito hispánico, ejemplo singular de ello han sido los que podríamos considerar blogs “corporativos” de El Boomeran(g): Han pasado ya al libro los de Sergio Ramírez, Santiago Roncagliolo y Marcelo Figueras, como mera transcripción de los posts virtuales, con amputación de los comentarios de los lectores, lo que desvirtúa la entidad del blog como “diálogo inmediato” (entidad destacada, paradójicamente, por Basilio Baltasar editor de la colección) y privilegia la voz autoral, en contra del supuesto “democratismo” del canal. Los títulos son, respectivamente: Ramírez, Sergio (2007): Jet-Lag. Madrid: Alfaguara; Roncagliolo, Santiago (2007): El año que viví en peligro. Madrid: Alfaguara; Figueras, Marcelo (2008): Cuando todos hablamos. Madrid: Alfaguara. Otros autores que mantienen o han mantenido un blog dentro de ese marco corporativo (o se han vinculado a él) todavía no han dado forma de libro a sus posts, hasta donde conozco (Benavides, Thays, Pron, Paz Soldán), pero las características de sus textos se diferencian poco de la “columna” periodística, que busca opinar o informar. La peruana Claudia Ulloa utilizó los textos de su blog “Séptima madrugada” para recomponerlos, sin orden cronológico, pero con inscripción de fechas, en un libro del mismo título: Ulloa, Claudia (2007): Séptima madrugada. Lima: Estruendomundo. 42. Con características semejantes a los autores citados en la nota anterior, pero desde una perspectiva más “independiente” resultan también muy dinámicos desde el punto de vista del blog autores con una obra ya de cierto peso, como la citada mexicana Rivera Garza, el chileno Alberto Fuguet o el argentino Sergio Chejfec. Hasta donde conozco tampoco han traducido sus blogs al formato “libro”. 43. Dejo de lado absolutamente la conexión de la ficción con otros formatos de escritura on line como la constricción a los 140 caracteres de la ya llamada twitteratura, porque me parece que se alejan cada vez más de mi tema.

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diarística en La intemperie como acumulación de posibilidades discursivas, reservorio de textos donde se mezclan lo íntimo y lo ensayístico, casi igual que ocurre en esos otros vehículos44, y además, “tematiza” la escritura en red, a través de la representación de varias experiencias en chats (que luego juzga, fuera del texto, como negativas). Distintos son los casos de Daniel Link y Hernán Firpo, blogueros activísimos (especialmente el primero)45 y autores de dos novelas que hacen uso consciente de las posibilidades de esa escritura on line como virtualidad representada en la ficción o como cauce por el que ésta se desarrolla. En 2006, Link publica Montserrat (luego también en Barcelona, 2010), que se inicia con una “advertencia”: “La mayoría de las entregas que integran esta novelita fueron publicadas previamente en Linkillo (cosas mías) () en las fechas que se indican en cada caso. Los hechos y personajes son ficcionales y cualquier semejanza con la realidad es mera homonimia o coincidencia” (Link 2006: 7). Luego, nos encontramos con una novela de acción (las peripecias en el barrio de Montserrat de una pareja gay que intenta recuperar a su gata secuestrada y descubre misterios que no esperaba) que va pasando puntualmente (las entradas llevan fecha y hora exacta, lo que puede tener una función, dado el interés por la numerología de algún personaje) al ordenador del narrador-protagonista (que se llama Manuel o M.), aunque para ello deba interrumpir –cada vez con más frecuencia– su propio trabajo de escritor. Se incluyen e-mails de amigos y comentarios del blog, lo que revela explícitamente la condición pública (y dialógica) de esa escritura, fundamental en el desarrollo de la trama enigmática. El blog-diario funciona, además, como “noticiario” sui generis, para una audiencia

44. Define su libro como “un falso diario, una falsa novela y una falsa crónica”. El formato del libro proviene de los modos de producción con que cuenta Massuh: la escritura fragmentaria. “Tengo un trabajo de ocho horas y escribo en los márgenes. La construcción de la novela fue como un enorme rompecabezas donde fui sacando y poniendo fragmentos, articulando y llenado con historias de ficción para que fuera entretenida, porque mi gran miedo era que fuera un plomo”, confiesa la escritora en una entrevista (Friera 2008). Y continúa: “Ese no género que tiene el libro, que es una especie de crónica, diario, novela, ensayo, fue por la necesidad de decir cosas que sentía que no tenía lugar para decirlas. Yo, salvando las distancias con las verdaderas víctimas de la exclusión social, también había sido una excluida de la vida de una persona”. 45. También ha publicado fragmentos de diarios reales (Link 2002).

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restringida, sobre los sucesos en el barrio, lo que genera reflexiones como la siguiente: Martes, marzo 15, 2005, 12:18 AM. El más intransigente de los críticos de este diario personal vive en casa. Cada vez que las lee, S. me reprocha que el carácter pormenorizado de mis comunicaciones sobre los acontecimientos del barrio atenta contra la verosimilitud de lo que digo. Al mismo tiempo, se queja de que introduzco detalles de color que no agregan sino una apariencia vicaria de literatura a fragmentos de vida cotidiana, cuyo único encanto debería ser el que tuvieren “en bruto”. La segunda crítica la acepto de buen grado, pero si no me tomara esas libertades no sé si me divertiría contar las cosas que me cuentan o las que me pasan. La primera, por el contrario, me parece injusta. Voy ordenando los fragmentos de una historia (que por el momento se me escapa) de la manera más clara para el lector y con los recursos (limitados, lo sé) a mi alcance (Link 2006: 68-69).

En Montserrat, por tanto, la escritura-blog está utilizada de un modo funcional bastante elaborado, con toda la conciencia de pastiche que antes señalaba. Su carácter de work-in-progress procede de ese uso, aunque –paradójicamente– no pueda representarse como en los blogs on-line (de la entrada más reciente a la más antigua). Otro ejemplo de novela-blog fronteriza con la autoficción lo constituye Escupir de Hernán Firpo (2009). Aquí, sin embargo, la función del blog es, podríamos decir, “supletoria”: la obra consta de dos partes, “Escupir” y “Diario de un escritor de ficción”. La primera parte es, asumidamente, una especie de “folletín” postmoderno sobre las tribulaciones de un escritor “ex joven”, recientemente divorciado, salpicado de numerosos recuerdos de infancia y no pocas escenas de sexo. No tiene forma de diario, aunque hay algunas alusiones al género: “Antes se escribía en un cuaderno que venía con candado y llavecita. Te ibas a dormir y lo guardabas bien guardado debajo de tu almohada. Ahora hacés un blog y la intimidad no existe: todo el mundo quiere decir cosas” (Firpo 2009: 30). Además, se nos dice que el protagonista lleva un cuaderno con citas de los escritores “posibles” (a los que puede imitar). Lo que me interesa en este contexto es que esta “especie de folletín” se publicó “en once episodios” en la página web de una revista electrónica argentina () entre el 13/5/2008 y el 23/5/2008, incluyendo los comentarios de los lectores. Por su parte, el “Diario de un escritor de ficción” relata las peripecias del autor para conseguir publicar su novela Escupir y tam-

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bién se había publicado en el blog de “La lectora provisoria” entre el 3/6/2008 y la última entrada que he encontrado, que es la 11, del 14/7/2008, aunque lleva un “continuará”, con sus respectivos comentarios46. A pesar de su título, sin embargo, y su publicación secuencial y datada, este texto tampoco tiene forma de diario y, al pasar al papel (con otra paginación y tipografía distinta de Escupir) se deja leer como una “sátira” (autoficcional, eso sí) del mundo literario argentino (sin eludir en este caso los nombres reales). A pesar de lo dicho, el patrón genérico –podríamos decir– del diario lleva al autor a algunas reflexiones (casi reivindicaciones) terminológicas de interés para mi propósito (por cuanto pone “en abismo” algunas de las obras aquí mencionadas). Mientras prepara una entrevista con Luis Chitarroni (de nuevo asociado a este tipo de escritura)47, se lamenta: El diario es todo un tema: antes era fácil decirlo, hoy es otra cosa. Hoy si te hablan del diario hay que aclarar bien los tantos, y como periodista que soy me siento testigo en peligro de un daño, diría, sindical. Uno ve con tristeza cómo se le ha cedido la crónica a la literatura. La crónica no es más que un artículo periodístico. Salvo en alguno que otro medio, la crónica es non fiction. [...] Estoy rodeado de diarios. Clarín, Crónica, diariooo. Y de los otros diarios. Me vuelvo orgánico, de pronto, clasista y combativo, porque ya se adueñaron de la crónica ¿y ahora? ¿Y mañana? ¿Y qué va a pasar en unos años? Vas a ir al quiosco de diarios y te van a dar el último de Link o El diario de la rabia o el de Adán y Eva. Escúcheme bien señor quiosquero: ¿diarios de los de antes no tiene? O peor: ¿cómo se le dirá al Clarín, a La Nación, al de Lanata,

46. Firpo vuelve al mismo formato (esta vez todavía sin “diario suplementario”, pero incluyendo los comentarios de los lectores) de novela-blog por entregas con Todo lo que maté, publicada también en La lectora provisoria entre el 20/12/2010 y el 17/3/2011, en 16 partes. Hasta donde sé, aún no ha pasado al papel. 47. En una entrevista, Firpo declara que fue Chitarroni quien le animó a construir la novela como agregación de los dos textos: “Que salgan los dos juntos es una idea del editor de Mondadori, Luis Chitarroni. Lo que sucedió es que cuando escribí la novela, antes de publicarla me invitaron y la colgué en el blog de Quintín (Eduardo Antín). Hubo mucha gente que la leyó y tuvo muchos comentarios. Entonces, Quintín me dijo de escribir una segunda parte y ese día en el colectivo 168, se me ocurrió agregar como secuela las situaciones que vive un escritor al buscar a alguien que le edite la novela” ().

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al auténtico realismo sucio? Y se van a sonreír: ah, perdoname, flaco, pensé que me pedías el de Gabriela Massuh, La intemperie. O El diario de un genio. Es así desde que el arte es el proyecto y la trastienda, una obra en sí misma. Duchamp. Él y sus ready made son los culpables de que todo sea producto del deseo (Firpo 2009: 33).

El autor se revela consciente de la conexión-contaminación del “diario personal” con el “diario periodístico”, teme el eventual solapamiento de ambos tipos de escritura (quizá a través de los blogs) y expone una posible “tradición” vanguardista para la práctica de este género. Los proyectos de Link y Firpo, con todas sus diferencias, parecen intentos relativamente serios de integrar las posibilidades del blog en el mundo de la ficción (al nivel de la intriga en el primer caso; más relacionado con la difusión, en el segundo). Eluden, cada uno a su manera alguno de los peores riesgos del blog como género –si es que existe–: el didactismo. Quien lleva un blog pretende, al parecer, “enseñar” algo (en el doble sentido del término), quizá enseñarlo todo48.

Conclusión de la jornada Pero, para terminar, dejemos el espacio aparentemente descentrado de la escritura-blog, y volvamos al centro conceptual de mis reflexiones: la ficción diarística. Porque, justamente, en el centro de la que podríamos considerar “novela-diario” inaugural (por todo el potencial imaginario y expresivo que concentra) en la tradición hispánica, La invención de Morel, una frase me parece dar la clave, no sólo de la novela-diario, sino de todo el género “diarístico”, o mejor dicho, de las posibilidades ficcionales del género diarístico (sea cual sea su soporte, material o virtual): “Ahora parece que la verdadera situa-

48. Es algo que afecta, por ejemplo, al Diario de las especies, de la chilena Claudia Apablaza (que ha conocido tres ediciones: en Chile, 2008; en México, 2009; y en España, 2010, pero que no se encuentra y quizá no se encontró en Internet): quiere presentarse como novedosa novela-blog, pero palidece como sucesión de monólogos más o menos artificiosos, a menudo casi resúmenes o ejercicios de teoría narrativa, y sólo aprovecha del blog el maquillaje-andamiaje de la datación –aunque el tiempo no importe– y los comentarios –aunque parezcan no influir en el discurso–.

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ción no es la descrita en las páginas anteriores; que la situación que vivo no es la que yo creo vivir”. En la frontera entre situación y descripción o entre vida y creencia surge una escritura preparada siempre para el borrado o, si se prefiere, para la corrección. La forma del diario, entonces, desde al menos esa invención de Bioy Casares –que Borges consideraba un “género nuevo”– puede ser una herramienta para superar muchas de las tensiones dialécticas que han atenazado a la narrativa moderna (“realismo”/“psicologismo”, “intelectualismo/ sentimentalismo”, “enseñar/entretener”, “ficción/no-ficción”, “trama/escritura”, “literario/no-literario”), a través de una práctica inestable –transicional y transgresora– de géneros más tradicionales (ensayo, autobiografía o incluso poesía). Las novelas-diario, hoy, son, podríamos decir, “laboratorios narrativos” que llevan al límite esa práctica transgresora y hacen obra de la obra que no se escribe, extremando la intuición de Blanchot. Si la novela-diario no quiere ser “arcaica”, señaló hace tiempo ya Martens, debe trascender, desde luego, el uso puramente “confesional” de la forma. Debe optar por una utilización “argumental” de esa misma forma, pues es ahí donde reside toda su “potencia semántica”, la que puede, verdaderamente, aportar renovación al género narrativo49. La estructura diarística permite manipular la intriga, por ejemplo, desvanecer o hipertrofiar –verosímilmente– las figuras de los protagonistas, o subrayar la inconclusión como un rasgo central del relato, obligando a leer como “abiertos” unos procesos –de crisis personal o colectiva–, que, sin embargo, en el momento de lectura ya han mutado, puesto que probablemente la propia lectura constituye el cierre previsto; y esa incertidumbre entre apertura y clausura constituye una de las perplejidades más estimulantes de las muchas que, a día de hoy, plantea la ficción diarística. La literatura argentina ofrece un campo de prueba privilegiado, pero la investigación debe abrirse a muchos otros territorios.

49. “In twentieth-century prose fiction the diary is often used, as it were, anachronistically. Many present-day diary novels retain functions inherited from fiction of the pre-World War I period that derive from an understanding of the diary as a confessional mode. […] Diary novels that are genuinely novels of their time and do not still trade atavistically on the credit of the journal intime, however, tend to use the diary form as a device. […] In the broadest sense, the phenomenon relates to and can be accounted for in terms of what can be called an expressive use of literary form” (Martens 1985: 189).

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Notas de malos lectores ANDREA VALENZUELA

Es harto posible que yo deba algo o mucho Unos meses después de la muerte de Ortega y Gasset en octubre de 1955 apareció una nota necrológica en su homenaje en la brevísima revista cubana Ciclón. Se titulaba «Nota de un mal lector» y su autor era Borges. El tema central era Miguel de Unamuno, muerto 19 años antes que Ortega y Gasset, a quien Borges siempre respetó. El único párrafo que Borges le dedica por completo al difunto Ortega y Gasset es bastante corto y en él Borges dice lo siguiente: “Los estoicos declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo, por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a Ortega y Gasset, cuyos volúmenes apenas he hojeado” (Borges 1956: 28). Es decir, a regañadientes y con la ayuda de cierto estoicismo, Borges acepta la posibilidad de esta influencia que ha sido provocada por una especie de efecto-mariposa místico antes que por la lectura devota o asimilación por osmosis o simbiosis de la obra de Ortega y Gasset. A pesar de la reticencia de Borges, sin embargo, hay algo en su tono que no denota desgano sino, por el contrario, un cierto sentido del humor y hasta podría decirse goce, que tal vez no sea más que una suerte de ineludible negación argentina de la me-

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lancolía. La melancolía, por ejemplo, producida por la ansiedad que debiera suscitar la posibilidad de esta clase de influencia. “Si Harold Bloom tiene razón al decir que el camino de todo escritor empieza por leer desviadamente a sus padres, para atacar la angustia de las influencias”, escribe Marcelo Cohen: “parte de la lectura interesada consigue disfrazarse de una dicha de las influencias” (Borges 1956: 11). El examen de algunos ensayos escritos por autores argentinos y españoles contemporáneos, a veces en diálogo y a veces no, podría revelar quizás algunas variantes recientes de esta experiencia al parecer poco anglosajona de la dicha, que sin embargo tiene un precursor importante en el a menudo anglosajón Borges. Por supuesto, en estos ensayos la dicha, así como la influencia que la provoca, se mueve en ambas direcciones sobre el océano Atlántico. Una posible “respuesta”, aunque no planificada, a la nota necrológica de Borges podría ser un ensayo de Enrique Vila-Matas cuyo título es, simplemente, “Argentina” y que después de todo puede que se trate de una respuesta más deliberada de lo que el sentido común nos autorizaría a decir, si se toma en cuenta que el ensayo cultiva conscientemente la figura ya no del mal lector sino del pésimo lector. Se trataría en todo caso de una respuesta dichosa. En lugar de ir a Argentina Vila-Matas hace turismo navegando por Internet. Se adentra en el país Argentina, pero a través de una cadena de búsquedas de autores argentinos que se le van abriendo eslabón a eslabón y que lo van absorbiendo. No sólo le cuesta romper la cadena que ha creado sino que tiene dificultades incluso para salirse de ella. Así, al internarse más y más en esa serie de textos, nombres de autores, biografías, fichas, fechas, fachas, datos, entradas enciclopédicas, lo que el ensayo hace es confundirse acerca de los lugares en que se encuentra y, lo que es quizás más importante, acerca de los géneros en que transita. Este viaje virtual podría ser una versión contemporánea del viejo ejercicio de mala lectura que propuso Borges, leer metafísica como si fuera literatura fantástica: «Sigo navegando en la Red y tengo la impresión de estar viajando por las carreteras de una extraña película, me imagino el obelisco raro y me pregunto si algún día circularé de verdad por esa carretera y me digo que no es probable pero que en el caso de que esto sucediera haría parar el automóvil…” (Vila-Matas 2003: 35). Lo extraordinario de este viaje cuyos sucesivos guías turísticos son escritores que llevan a otros escritores y que Vila-Matas persigue a través de la Red como en una pelí-

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cula, es que todos los escritores argentinos que menciona y que lo atrapan son autores menores u olvidados. Las figuras literarias que, así como Ortega y Gasset en la nota necrológica de Borges, no desfilan por este ensayo, son el propio Borges, Cortázar, Sarmiento y demás escritores argentinos extremada o relativamente conocidos, ya sea antiguos, modernos o contemporáneos, y en lugar de ellos descubrimos personajes que fueron llamativos en su época pero que a diferencia de Gombrowicz (que también fue llamativo en su época, al menos en Buenos Aires) han sido olvidados en la nuestra: un tal Omar Vignole, “el filósofo de la vaca” y un tal Raúl Barón Biza y sus dos sucesivas esposas, trágicamente muertas y debidamente conmemoradas. Interesantemente, el archivo posbibliotecario y virtual por el cual navega Vila-Matas no ha olvidado ni borrado a esas figuras. Es así como el pésimo lector da con ellas, en una especie de gesto que deliberadamente no da con las figuras más famosa y prestigiosamente asociadas con el país que da su título al ensayo, “Argentina”. El pésimo lector (español) construye deliberadamente una tradición (argentina) alternativa y poco real –o que en realidad sólo dispone de una modalidad de existencia posible que además es inmaterial, así como lo es el ya ni siquiera turismo sino falso turismo del autor a través de la Red1. En un largo ensayo sobre la crisis del relato posmoderno titulado “Como si empezáramos de nuevo: Apuntes por un realismo inseguro” Marcelo Cohen se pregunta (con cierta melancolía anglosajona, aunque en este caso la melancolía se debe más bien a que Cohen asocia la crisis de la narrativa argentina que le preocupa con el genérico y manoseado concepto de “posmodernismo”), entonces Marcelo Cohen se pregunta si no habremos llegado a una situación en la cual la compulsión (que alguna vez fue sólo pulsión) de la repetición “parece dar lo real por perdido” (Cohen 2003: 133). La pregunta es legítima y quizás aquí se le pide prestada a Cohen en forma ilegítima, ya que él está hablando de ficción, de relatos,

1. El turismo es una de las pocas cosas que Borges alguna vez denunció. En su famoso ensayo de 1932 “El escritor argentino y la tradición” dice que como perspectiva y punto de organización formal de lo que alguien podría escribir acerca de un lugar, el turismo lleva inevitablemente a la creación de mentiras. Los otros dos prismas que deben ser evitados son el fanatismo nacionalista y la perspectiva del que falsifica dinero (Borges 1974: 270).

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de una crisis que sumada a innumerables crisis y a la crisis posmoderna del realismo ha reducido la ficción a su actual dependencia formal de técnicas de “reescritura y combinatorias” (Cohen 2003: 133), que por lo demás también están en crisis. Cohen no se refiere en ningún momento a la reflexión ensayística. Sin embargo, la pregunta resulta interesante (en forma menos melancólica) cuando volvemos a los ensayos del propio Cohen, en los que a menudo irrumpe la ficción, y a los de otros autores. El ejemplo más excéntrico y por lo mismo el más representativo, sin embargo, nos devuelve por ahora a Vila-Matas, en cuyos delirios ensayísticos, para hablar de ellos decide convertirse en Gombrowicz (Vila-Matas 2003: 111, Hemingway: 142 y Bolaño: 75, por dar algunos ejemplos). Lo que este recurso malicioso nos recuerda es que gracias a la dicha de las influencias de Borges, la crisis posmoderna de la imposibilidad de evitar la repetición o sus variantes ha alcanzado, en efecto, a los escritores de España y Argentina, pero también nos recuerda que en manos de ellos la cuestión nunca ha podido pasar más allá de ser un asunto de deudas. Es posible que yo deba algo o mucho dice Borges, al inaugurar la dicha de las influencias, y si aquí se considera que el delirio de Vila-Matas es el más representativo de la manera en que se manifiesta esta ansiedad convertida en dicha, es porque en su manera de responder al problema no se olvida de que aquí éste se entiende, así como lo entendió Borges, como una serie de deudas. Es decir, en términos de un tipo de contrato abierto que, además, podríamos decir que es social, y que definitivamente no está reprimido ni es melancólico, o no le debe nada ni a Freud ni a Lacan. Como ya se puede haber percibido, pareciera ser que una buena parte de la culpa de tanta dicha la tiene Borges, y es cierto: fue él quien dijo en “El escritor argentino y la tradición” que los argentinos tenían más derecho que los propios europeos a usufructuar de la tradición occidental, ya que estaban mucho más capacitados que ellos para innovarla (Borges 1974: 273). Sin embargo, mucho de ese sentimiento o falta de ansiedad frente a lo que han escrito los otros se establece a lo largo de los años en las maneras de leer practicadas, valga la redundancia, por los lectores de Borges. Maneras de leer que se puede decir fueron inspiradas por el propio Borges, pero que las practicaron otros. Fueron otros, también, los que luego tradujeron esas maneras de leer a maneras de escribir. Esto, además, sucedió en ambos lados del Atlántico, cosa que vuelve a complicar la aseveración original de Borges con respecto a los privilegios de ser argentino.

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La pobre Bauer Al comienzo de su excelente ensayo ilustrado2 El factor Borges, Alan Pauls escoge una palabra extrañísima para referirse a un lugar común que por lo tanto se ve inmediatamente alterado en forma violenta. Al referirse a “la lectura, la traducción, las múltiples instancias de reproducción” de la obra de Borges, dice que “hace más o menos cuarenta años [éstas] vienen encarnizándose con Borges y con su obra” (Pauls/Helft 2000: 7-8). Es decir, los cuarenta años de atención, admiración, estudio, reconocimientos, reproducciones, reediciones, relecturas, revaloraciones, replanteamientos, recuestionamientos, reescrituras, regurgitaciones de la obra de Borges no han sido más que una sucesión de agresiones en contra de él y de su obra. Leer, estudiar y publicar cosas de Borges y acerca suyo han sido sólo maneras de dañar algo que era de él. La pregunta sería qué. Dañar qué. A propósito de Vila-Matas, quien por el hecho de haber escrito sobre Borges bien podría ser considerado como uno de los que se encarnizaron con él, es como si los seguidores de Borges hubieran sido secretamente seguidores de Gombrowicz en quien, como vimos más arriba, Vila-Matas una vez se transformó y quien al zarpar de Buenos Aires famosamente les dijo a sus amigos que lo estaban despidiendo, que mataran a Borges. El factor Borges no puede ser menos. Sus primeros tres capítulos son todos sobre Borges cuando era joven. Los tres son ejercicios intelectuales variados que van simultáneamente discurriendo maneras figurativas de matar al joven Borges, el “clásico precoz”, y descubriendo los modos reales en que éste de hecho fue muriendo o suicidándose y así abriendo espacio para Borges, el eterno anciano que vino en su lugar y al que todos creemos conocer. Más adelante, en las discusiones de ese Borges ya más reconocible, el de El Aleph, Ficciones y Otras inquisiciones, el ensayo continúa atacándolo, ahora de maneras más apropiadas a su nueva condición de escritor establecido. En el memorable capítulo siete, titulado “Segunda mano”, se citan las acusaciones de que Borges fue víctima en 1933 en el libro Policía intelectual, de Ramón Doll, donde éste llama a Borges parásito por los modos en que repite y reproduce los textos de otros, “como si nunca hubieran sido publicados” (Pauls 2000: 103). En esa sec-

2. Por Nicolás Helft.

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ción Pauls dice que aunque sería saludable olvidar a Doll, eso no quiere decir que las cosas que le imputó a Borges hayan sido desacertadas. Y más tarde, hacia el final del ensayo, Pauls plantea que sería bueno “idiotizar a Borges” (Pauls/Helft 2000: 156), con lo cual se refiere a que habría que asemejarlo a sus personajes desquiciadamente eruditos, enloquecidos por haber querido llevar sus obsesiones más allá de sus límites (los de las obsesiones y los de ellos mismos). “Idiotas” los llama, y dice que por la versatilidad con que creó tantos de esos personajes y tan variados, Borges debiera ser considerado como uno de ellos. La demolición de la figura intocable y remota de Borges en este ensayo es absoluta. Y absolutamente necesaria como una manera de darle a probar a Borges de su propia medicina, que por supuesto es al mismo tiempo una manera de expresar la dicha de estar sometido a su influencia. Las burlas a Ortega y Gasset venían dándose incluso en los años del “clásico precoz”. Pauls cita una chistosa diatriba antiespañola que Borges firmó a los 28 años como Ortelli y Gasset. Nos dice Pauls que la publicó en respuesta a un artículo de La Gaceta Literaria que había aparecido poco antes bajo el título “Madrid, meridiano intelectual de Hispano-América” (Pauls/Helft 2000: 39). Es decir, incluso antes de matar a su propia versión juvenil, Borges ya venía tratando de negociar su ansiedad y su dicha de las influencias. Su respuesta en ese momento y en otros posteriores fue siempre cómica (y en la medida en que envejecía más irónica) y polémica. Lo movió un fuerte afán por plantar semillas de discordia y siempre lo hizo hallando el modo de reírse de sus adversarios, una fórmula casi segura para duplicar, de hecho, cualquier discordia. Alan Pauls opina que este amor por el enfrentamiento además se extiende por toda su obra. “En rigor, toda la literatura de Borges podría leerse como un gran manual sobre las distintas formas del diferendo, desde la querella intelectual o erudita […] hasta el enfrentamiento físico de un duelo a cuchillo o un hecho de sangre, […] este [es un] Borges polémico –un Borges peleador, que milita en la discusión, pero también, y sobre todo, un escritor que hace de la relación de fuerzas uno de los motores principales de su literatura” (Pauls/Helft 2000: 4041). Más adelante, Pauls insiste: Borges dedicó toda su vida a “narrar querellas”; lo movió una suerte de “lógica de contrapunto” o “lógica peculiar que da el odio” (Pauls/Helft 2000: 41). La pendencia con Borges en imitación de las pendencias que Borges sostuvo con otros y que otros sostuvieron con él forma parte del intento por imitar la poética que Alan Pauls identifica en la

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obra de Borges, poética que, con Doll, Pauls llama parasitismo. Consiste en el conocido programa artístico de Borges. El hacer efectivamente todo lo que Doll lo acusó de hacer, “repetir mal lo que otro dijo bien” (Pauls/Helft 2000: 108); “falsear y tergiversar ajenas historias” (Pauls/Helft 2000: 112); convertirse en un “neoparásito subversivo” (Pauls 2000: 108). Éstas son las condiciones en que Borges, según Pauls, se hace el artista, el escritor. Tener pendencia con Borges o encarnizarse con él es también saber leerlo. Si nos dejamos influenciar en forma dichosa habría que decir incluso que reírse de Borges también es saber leerlo; es haberlo entendido bien. Pauls insiste en que Borges no sólo se ríe de sí mismo y de otros y de muchas cosas, sino además, en forma más general, “instala la risa en el corazón del pensamiento” (Pauls/Helft 2000: 145). Su ejemplo es la conocida anécdota en que Foucault estalló en un ataque de risa leyendo un (falso) ensayo de Borges en el cual había una parodia genial del afán por la clasificación y la enumeración. Más allá de los chistes y la risa esa escena de lectura es el origen nada menos que de Las palabras y las cosas, lo que le brinda un nuevo tono a la imagen de esa risa que Borges “instala en el corazón del pensamiento”. Las implicaciones son múltiples y no terminan (ni empezaban tampoco) con Borges. Es Marcelo Cohen quien nuevamente recuerda en su lenguaje lo que realmente significa el pertenecer a una generación de escritores que, por culpa de Borges, nunca tuvo donde ocultar su parasitismo. En el prólogo de ¡Realmente fantástico! y otros ensayos describe sin pudores la primera mitad de esa colección, en la que hay una selección de ensayos sobre escritores de otras lenguas, y confiesa que para escribir esos ensayos leyó «sin escrúpulos, por ventilación, saqueo estético y aprendizaje» (Cohen 2003: 13). Pero la verdad es que si algo mostró Borges es que el parasitismo lo trasciende incluso a él. Todos los escritores son parásitos. La cuestión es que Borges decidió sacar el parasitismo del closet y luego, para colmo, destruyó el closet. Con eso, las opciones de sus herederos se vieron drásticamente reducidas. Borges los condenó a nacer en un mundo sin closets; los obligó a pasearse a plena luz del día con su parasitismo a cuestas, como quizás se hubiera podido ver a Gregorio Samsa, si en lugar de morir hubiera sido expulsado de la casa paterna. Es quizás por causa del mismo término “parasitismo” y su importancia en esta discusión, que el gesto estilístico mínimo que condensa los modos en que la generación de parásitos desclosetados se relaciona con su pasado, su presente, sus pendencias y encarni-

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zamientos, sea no sólo una alusión a Kafka, sino además una breve intervención (de Vila-Matas, refiriéndose a Bolaño) que se debe leer en la misma clave en que Kafka le leía sus ficciones a Max Brod: muriendo de risa. “Vida y literatura abrazadas como el toro al torero y componiendo una sola figura, un solo cuerpo. Algo así como aquello que le decía Kafka a Felice Bauer: ‘Mi manera de vivir está organizada únicamente en función de escribir’. O esto otro, también dirigido a la pobre Bauer: ‘No es que tenga una cierta tendencia a la literatura, es que soy literatura’” (Vila-Matas 2003: 77). El gesto es mínimo, una inflexión casi imperceptible que lo altera todo. Desde el momento en que “Felice Bauer” se convierte en “la pobre Bauer”, la figura trágica de Kafka se desarticula completamente. La segunda mitad de lo que dijo pierde súbitamente el peso que había alcanzado a tener en la primera parte y lo que dice después incluso llega a parecer cómico o pretencioso. Entonces se hace inevitable tomar distancia de Kafka, pero al mismo tiempo él se vuelve quizás más conmovedor y, paradójicamente, la situación en su totalidad acaba por acercarlo, aunque de otra manera: como apropiándonos de él. El parasitismo y la querella practicados por Borges ya ocurrían a este minúsculo nivel formal: “Es una intervención mínima, sin alardes, decididamente anti-espectacular: como las jugadas más brillantes del ajedrez, moviliza un mínimo de fuerzas para obtener un máximo de efectos, y en ese sentido podría ser el paradigma absoluto del estilo: cambiar el mundo cambiándole apenas una coma” (Pauls/Helft 2000: 11).

Ya pasó todo En un ensayo sobre la experiencia del terror o sopor del escritor frente a la página en blanco, Vila-Matas acaba llenando el tiempo vacío con reflexiones acerca de lo que significa escribir: “escribir es pactar con el sinsentido del mundo” (Vila-Matas 2003: 189); “todo escritor es un gran embaucador” (Vila-Matas 2003: 190). Este ensayo, cuyo título es “El buzón de los fantasmas” está fechado noviembre del 2001, es decir, dos meses después del 9/11. Por supuesto las opiniones que Vila-Matas vierte aquí no tienen por qué ser consecuencia directa de ese evento que ni siquiera menciona ni de aquello en lo que poco después se convirtió el mundo. Es evidente que son opiniones formadas luego de años de escribir ficción, ensayos, colum-

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nas y que sólo por casualidad incluye en un ensayo justo dos meses después de la caída de las Torres Gemelas. Es más, lo que dice acerca de la escritura son conclusiones que bien podrían haber sacado Erasmo de Rótterdam, Schopenhauer u Osamu Dazai en sus siglos o países respectivos. En una clave levemente distinta son además conclusiones que se le podrían atribuir a Alan Pauls en su lectura de Borges (previa al 9/11), que lo inspira a decir que “perder no es una fatalidad sino una construcción, un artefacto, una obra” (Vila-Matas 2003: 15), de donde se infiere una poética que no podría existir sin que antes hubiera una experiencia de pérdida o de sinsentido o de vacío. Sólo un detalle en el ensayo de Vila-Matas revela su ubicación de este lado del 9/11. Las penúltimas líneas del ensayo son las siguientes: “Ya se hace tarde, mañana será otro día. Confianza en que la pobre realidad siga siendo la misma. Sospecha de que como siempre los profesores madrileños seguirán entendiéndola” (Vila-Matas 2003: 190). Aquí hay una confesión detallada de lo que el autor entiende por “sinsentido del mundo”. Tiene que ver con algo muy concreto, la velocidad con que cambia la llamada “realidad”, velocidad que los académicos, que son la medida de todo lo que va con retraso, no llegan a percibir. Es decir, el problema no es del mundo sino del tiempo, y ni siquiera del tiempo sino de cómo lo estamos experimentando ahora –en noviembre de 2001– según Vila-Matas: como una máquina que aspira el sentido (los sucesivos sentidos) de manera más o menos regular y acelerada y que no deja imaginar un futuro posible; que insólitamente nos habitúa a la súbita pero diaria demolición de todo lo que es sólido (en lugar de su lenta evaporación o derretimiento, en el famoso decir de Engels y Marx), que todos, incluso los que no la siguieron en vivo, dicen haber sentido cuando vieron la transmisión televisada de la caída de las Torres Gemelas. Es una experiencia del tiempo que en todo caso ya describía Marcelo Cohen en 1999, en un ensayo entre otras cosas sobre Buenos Aires en ese momento, que se titulaba “La ciencia ficción y los restos de un porvenir”. En este ensayo Cohen se dedica a mostrar que ni las utopías ni las distopías de la ciencia ficción se hicieron realidad y que en verdad lo que pasó o a lo que se llegó fue otra cosa. Una tras otra aparecen alocuciones como “ya pasó todo”, o “[vivimos con] la seguridad de que el mundo ha fracasado”, o “aniquiladas las fuerzas anímicas para empezar de nuevo, sólo queda reorganizar los vestigios de un error” (Cohen 2003: 158), o “así es el hoy de buena parte del mundo: una excepcionalidad de la sinra-

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zón, una forma descriptible pero indefinible: el fracaso de las categorías de la razón, los proyectos de dominio de lo real y las previsiones de las ideologías; la imaginación hecha tumor” (Cohen 2003: 171), o “el futuro pide y pide que la imaginación lo pueble de algo” (Cohen 2003: 160). Cohen quiere preguntar finalmente lo que siempre se han preguntado los escritores argentinos: ¿cómo será la literatura del futuro? Y como muchos escritores argentinos que se han hecho esa pregunta, Cohen lo hace plenamente consciente de que preguntar eso desde Buenos Aires puede suponer una ventaja cognitiva debido a la distancia que separa a esa ciudad de las (demás…) ciudades importantes del globo3. El argumento sería y siempre ha sido que Buenos Aires está lo bastante lejos de los árboles que a otros, entonces, no dejan ver el bosque. Es quizás por eso que el ensayo vislumbra o cree percibir en 1999 una noción del tiempo y del futuro a la cual gente que vive en ciudades más centralizadas sólo llegará después de septiembre de 2001. Cohen lleva su percepción de esta ventaja un paso más allá que algunos de sus precursores y contemporáneos argentinos cuando concluye, en el mismo ensayo, que “el futuro es el Tercer Mundo” (Cohen 2003: 170) y por lo tanto (presumimos) la literatura del futuro está en ese mismo Tercer Mundo. En otro ensayo, “Algunos tiempos perdidos”, Cohen trata de adivinar esa literatura por medio de una analogía entre la pulsión de la escritura y la experiencia del tiempo que nos ofrece el jazz, con sus “temas que terminan como si fueran a seguir” (Cohen 2003: 179-180). Éste vendría a ser el sello formal de la literatura del futuro salida del Tercer Mundo. Propuesta que inmediatamente entra en conflicto con Vila-Matas, quien como ya hemos observado parece preocupado por la misma cuestión de cómo experimentamos y representamos el tiempo, no así por la cuestión geográfica: “uno lee el diccionario de Aira y lo primero que decide es no ser un escritor latinoamericano nunca” (Vila-Matas 2003: 31). Tanto él como Cohen, sin embargo, terminan escribiendo cosas casi idénticas acerca del atontamiento del tiempo y resolviendo en forma parecida el problema de cómo representarlo. Cohen escribe ensayos como “¡Realmente fantástico!” en que inventa elaboradas fan-

3. Por supuesto, Cohen es un individuo que vivió 21 años en España. Los ensayos aquí mencionados fueron escritos y publicados después de su retorno a Argentina en 1996.

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tasías visuales y narrativas que poco a poco se van apoderando del ensayo y de su ritmo, que acaba enteramente supeditado a códigos que recuerdan la temporalidad entrecortada del cine. Por otro lado, Vila-Matas, como ya se vio más arriba, juega con la idea de Borges de confundir los géneros como una manera de producir algo nuevo y dice, por ejemplo, en su conferencia “Mastroianni-sur-Mer” que “esta conferencia podría perfectamente ser una película” (Vila-Matas 2000: 182). Ambos escritores recurren al cine como una manera de crear nuevos códigos de representación del tiempo. Lo hacen de manera distinta, pero los impulsa la misma preocupación con la creciente banalidad de las palabras y un mismo autor de cabecera, Walter Benjamin, en este caso particular con su famoso ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Ahí está, entonces, de dos lados del océano Atlántico, (más o menos) simultáneamente, una misma preocupación que en realidad son dos: por un lado cómo estamos experimentando el tiempo y por el otro cómo y qué se escribe, que viene a ser lo mismo que preguntar cómo y qué se escribirá. Esta misma cuestión del tiempo es uno de los temas que más ha preocupado a Eloy Fernández Porta, un ensayista español más joven que los escritores hasta ahora mencionados, pero cuya preocupación con la manera en que fabricamos (ésa sería su palabra para ello) el tiempo lo sitúa en diálogo con autores de una generación más antigua. Por algo Vila-Matas dijo, del libro que aquí nos incumbirá brevemente, Homo Sampler.Tiempo y consumo en la Era Afterpop, que se ha convertido en uno de sus referentes de cabecera. Así nos recuerda la dicha de las influencias, que entre estos autores parece circular libremente. Para Porta nuestra experiencia del tiempo es algo que se fabrica. Argumenta que el público actual sufre de una suerte de romanticismo contemporáneo según el cual: “suele esperar de la experiencia estética que le muestre otro mundo temporal” (Porta 2008: 160). Escapismo que podría ser un intento de salida “pop” de sentimientos como la sinrazón y el sinsentido expresados por Vila-Matas y Cohen, que en el caso de ellos los llevaba a reflexionar sobre el tiempo y el futuro. En el caso de Porta lo lleva a reflexionar acerca de la sociedad de consumo, donde la fabricación del tiempo por los artistas no satisface el romanticismo contemporáneo al estar más preocupada por responder o incluso contrarrestar (paradójicamente, reproduciéndolos en forma fragmentaria, repetitiva, exhaustiva: sampleándolos) los “tiempos épicos paroxísticos” (Porta 2008: 153) y las “cronologías maquinadas, producidas” (Porta 2008: 157) que ca-

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racterizan la producción en masa de nuestra experiencia del tiempo. Éstas serían las “estrategias de representación del tiempo real” que postula Porta, que no viene al caso enumerar o explicar aquí. Lo importante para efectos de su conversación con los demás autores leídos en este ensayo es que por un lado confirma sus preocupaciones y en cierto sentido las vuelve a legitimar una generación más tarde, y por otro lado las refresca saludablemente al recordarnos que la experiencia del tiempo y también la de un futuro posible, no menos el de la literatura, está siempre mediada por el mercado. Y es Vila-Matas, lector de Porta, quien incluye esta importante dimensión comercial en las ya discutidas (por él y Cohen) dimensiones existenciales, formales y políticas del problema del tiempo y el futuro. No basta con vislumbrar la sensación a partir de la cual se escribirá en un futuro vaciado de todo sentido ni de tratar de anticipar las motivaciones y formas que adoptarán los escritores de ese futuro. Hace falta además deducir el contexto en que se moverán y que los hará posibles. Por eso las preguntas acerca del mercado editorial a las que Vila-Matas vuelve con frecuencia terminan de cerrar el círculo a partir del cual algunos escritores actuales han pensado el problema de la literatura del futuro. Se puede decir que las preguntas o quejas de Vila-Matas son el último eslabón necesario, en el mundo de hoy, para tratar de entender este problema en su máxima extensión. Son muchos los ensayos en que Vila-Matas se ha preocupado por esta cuestión. En “Otras voces”, de 2000, ofrece una historia crítica de las relaciones editoriales entre España y América Latina, cuyas crisis históricas (identifica dos hasta ese momento) se pueden comparar con la inflación (económica) (Vila-Matas 2003: 117-120). En “Rebelión a bordo”, de ese mismo año, critica la moda de las presentaciones públicas de los libros, gracias a las cuales cada vez hay más lanzadores de libros y cada vez menos lectores (Vila-Matas 2003: 159-162). En “Celebrar la vida envuelto en una manta”, de 2002, critica el mercado editorial español actual, al que sólo le interesan las novelas y donde publicar cuentos o poesía es, entonces, un acto heroico pero suicida (Vila-Matas 2003: 135-138). En “La metaliteratura no existe”, de ese mismo año, critica la función periodística que gira en torno a los escritores y sus editoriales (o las editoriales y sus escritores) y habla de cómo se ha llegado a un consenso acerca de cuáles serían las preguntas de rigor para cualquier escritor actual y cuáles las respuestas de rigor que éstos deben dar, todos la misma, con variaciones mínimas, de modo que seguramen-

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te nunca más nadie volverá a decir nada interesante o provocativo (Vila-Matas 2003: 199-202). Vila-Matas es quien más atención le ha prestado al problema de la sociedad de consumo de libros en español, quizás por encontrarse no más cerca de ella, sino en una de sus capitales mundiales, Barcelona. Si hubiera que resumir en una sola palabra la conclusión que saca de todo ello, ésta sería uniformización; la literatura (no sólo la ficción) se va uniformando al ritmo del tiempo fabricado (así lo diría Porta) en, con, por la sociedad de consumo de libros. Por supuesto, el fenómeno no es exclusivo al mercado editorial español o en español y las preocupaciones de Vila-Matas (el único que las expresa en todas sus dimensiones: la dimensión del mercado que le interesa a Porta y las dimensiones formal, política y existencial que le interesan a Cohen) no son nuevas. Lo importante aquí es establecer la diferencia entre lo que intenta hacer Porta y lo que intentan hacer Vila-Matas y Cohen, todos preocupados por un mismo problema que si bien no siempre abordan desde los mismos ángulos, están todos de acuerdo en que existe y en que seguirá existiendo y creciendo. Porta ofrece soluciones concretas observadas en algunas obras visuales, literarias y de otros géneros, las «estrategias de representación del tiempo real». Vila-Matas y Cohen plantean preguntas y problemas relacionados, pero que en realidad no tratan de resolver. Se podría incluso decir: preguntas por medio de las cuales Cohen y Vila-Matas se dejan inquietar, deliberadamente. Incluso cuando ofrecen respuestas (“el futuro es el Tercer Mundo”) los autores mencionados incurren menos en la observación empírica de prácticas ajenas y más en la provocación sin demasiada argumentación, demostración o defensa, casi se diría, disparatada o ya directamente ridícula. Practican la provocación por el gusto de provocar; la pendencia y no el diagnóstico es para ellos el género de expresión adecuado para sus preocupaciones más serias, como si estuvieran abriendo espacio al factor Borges en un tiempo que Borges no llegó a conocer. Alan Pauls nos recordaba cómo ante las acusaciones de Doll, Borges seguramente habrá dicho: ¡por supuesto, soy un parásito! “Con la astucia y el sentido de la economía de los grandes inadaptados, que reciben los golpes del enemigo para fortalecer los propios, Borges no rechaza la condena de Doll, sino que la convierte –la revierte– en un programa artístico propio” (Pauls/Helft 2000: 104). Vila-Matas y Cohen no tienen un enemigo tan definido como Doll, pero sí una suerte de adversidad difusa y preocupante que en su

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opinión amenaza el futuro de la literatura (en español). Cierro con la siguiente hipótesis: como todos los escritores siempre, los parásitos desclosetados quieren cambiar el mundo. Ya saben que la única manera de hacerlo es “cambiándole apenas una coma [al mismo mundo]” (Pauls/Helft 2000: 11). Por eso cuando escriben ensayos identifican y plantean con mucha claridad los obstáculos que se interponen entre ellos y su escritura pero no están buscando cómo sortear esos obstáculos sino cómo vivir en ellos y alimentarse de ellos. La labor del sorteo pertenece, si a alguien, a la crítica, que es menos parasitaria.

Bibliografía BORGES, Jorge Luis (1956): “Nota de un mal lector”. En: Ciclón II, 1, (enero), p. 28. — (1974): “El escritor argentino y la tradición”. En: Obras completas 1923-1972. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 267-274. COHEN, Marcelo (2003): ¡Realmente fantástico! y otros ensayos. Buenos Aires: Norma. PAULS, Alan/HELFT, Nicolás (2000): El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina. PORTA, Eloy Fernández (2008): Homo Sampler: Tiempo y consumo en la Era Afterpop. Barcelona: Anagrama. VILA-MATAS, Enrique (2000): Desde la ciudad nerviosa. Madrid: Alfaguara. — (2003): Extrañas notas de laboratorio. Mérida/Venezuela: Celarg.

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III Articulaciones interdisciplinarias de la narrativa actual: cine, arte y tecnología

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Cleptomnesis: el robo de la memoria en El viaje vertical de Enrique Vila-Matas y en El pasado de Alan Pauls JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ ÁLVAREZ

“Era como si la cultura estuviera entrando en él a través de la música de unas palabras y frases sueltas que se le aproximaban viajando desde paraísos remotos para marcar el compás de una poesía extraña. De modo que la cultura era esto, pensó Mayol” (EL VIAJE VERTICAL 2009: 209).

Transcurrida ya una década de siglo XXI, contamos con una mínima, pero tal vez suficiente, perspectiva crítica para abordar ciertas idas y venidas de las letras españolas y argentinas finiseculares. Más allá de los incuestionables nexos culturales y de las inveteradas historias de exilios en ambas direcciones ya consabidas, el cambio de centuria ha atestiguado la consolidación de un diálogo transatlántico sin embargo lánguido en décadas anteriores, sobre todo en cuanto a la recepción de la literatura argentina en España durante los setenta y ochenta.Tal proceso se reaviva ligeramente en los noventa con la difusión de Marcelo Cohen y Daniel Moyano –exiliados en este país– y conoce cierta eclosión a

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partir del año 2000 con el desembarco editorial simultáneo de autores como Ricardo Piglia, Rodrigo Fresán, Juan José Saer, César Aira o, más recientemente, Martín Kohan y Alan Pauls. En atención a ello y como botón de muestra de esta reciprocidad, me propongo recalar en las páginas que siguen en El viaje vertical de Enrique Vila-Matas (1999) y en El pasado de Alan Pauls (2003), títulos galardonados con el Premio Rómulo Gallegos 2001 y con el Herralde de Novela 2003, respectivamente, que avalan el reconocimiento, difusión y consagración panhispánica del español y el argentino en ambas orillas del Atlántico. Por ello, nuestro objetivo no será tanto homogeneizar ambos textos bajo supuestas afinidades temáticas –pues pertenecen a proyectos literarios de una autonomía hoy incuestionable en las letras iberoamericanas– como recorrerlas a la luz de un diálogo transatlántico y transestético que una y otra vienen a poner sobre el tapete desde basamentos algo dispares. Ambos textos distan de tocar las autoficciones librescas impresas en entregas anteriores (Wasabi 1994, Recuerdos inventados 1994) para incursionar en narraciones aparentemente convencionales que perfilan la demolición de la memoria personal y su posterior recomposición a manos de las artes, transfundidas en distinto grado en el horizonte mental de sus protagonistas: así, literatura, cine, pintura y fotografía deparan, por un lado, una permanente traslación en torno a imaginarios culturales transatlánticos y, por otro, se revelan vías conducentes a una amnesia benéfica o, para ser más precisos, a una cleptomnesis: el robo y ulterior instauración de falsas memorias que, contra pronóstico, no generan aquí textos de grandes escorzos metaliterarios ni de gran sofisticación teórica, como quizá cupiera esperar de los artífices de El factor Borges (2004) y El mal de Montano (2002); y sí promueve, sin embargo, el abordaje de un tema como el descenso abisal en tanto forma de regeneración memorística1. Uno y otro se aposentan sobre esa paradoja para desmantelarla

1. Las dos narraciones refieren peripecias vitales y procesos psicológicos más o menos lineales. No abunda en ellas la “literatosis” onettiana, aunque sí existe un hábil manejo de las referencias artísticas. En adelante nos referiremos a estos textos como EVV y EP. Una y otra obra han sido objeto de una recepción relativamente escasa por parte de la crítica académica, circunscrita a notas, reseñas, entrevistas a los autores o a algún breve artículo en el mejor de los casos. EVV fue llevado a la pantalla por la directora mallorquina Ona Planas en formato de telefilme. Fue estrenado en el 10º Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria en marzo de 2009 y emitido por las televisiones au-

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y hacer transitable, connotando positivamente el mnemocidio y haciendo de éste una plataforma de relanzamiento vital. Alan Pauls iza con El pasado un tratado contemporáneo sobre el amor y sus afueras bosquejado antes en El pudor del pornógrafo (1984) y El coloquio (1990), si bien en esta ocasión los avatares de Sofía y Rímini apuntan mayormente a esa lucha de contrarios acuciante entre un pasado invasivo y la tentación de la amnesia como paliativo, donde el recuerdo personal se diluye por mor de un vampirismo simbólico que tinta toda la novela2. En el caso de El viaje vertical tal operación se obra de modo más explícito, mediante una suerte de Bildungsroman atípico, una travesía por enclaves del Atlántico que llevan al septuagenario Federico Mayol a fraguar una nueva identidad, tan tardía en su consecución como balsámica en sus efectos. Barcelona, Oporto, Lisboa, Sintra, Madeira y el abismo conforman un homenaje nítido a lo transatlántico, pero no único ni exclusivo en la dilatada obra del barcelonés3. El elogio de Portugal como fachada atlántica y de Lisboa como ciudad finis-

tonómicas catalana, balear y andaluza. La película El pasado (2007) fue dirigida por Héctor Babenco, cineasta argentino afincado en Brasil, con guión de Babenco y Federico León. 2. La novela ha sido hasta ahora contemplada desde el prisma amoroso y no han faltado las alusiones a la mujer araña como motivo temático muy transitado por Pauls desde el ensayo y la ficción. Por su parte, Mercedes Serna ha propuesto la filiación de EP con Rayuela a tenor de su análogo tratamiento del eros y el erotismo: “La sexualidad vivida en El pasado, así como su final, aunque abierto, posiblemente vampírico, se acerca a las ideas de Bataille (…) La cancelación del principio de individualidad, la singularidad del ser (…) Hay un devoramiento fragmentario del otro en la pérdida del yo” (Serna 2004: 3). 3. Casi huelga exponer a Vila-Matas como paradigma del escritor transatlántico, no sólo por la proyección latinoamericana de su obra sino por los bien conocidos lineamientos latinoamericanistas (Borges, Macedonio, Arlt, Gombrowicz, Pitol, Piglia, Bolaño, Fresán, Villoro o el propio Pauls), que informan el mosaico de una poética con especial inclinación a las letras argentinas. No conozco una caracterización más certera de ello que la ofrecida por Rodrigo Fresán –ya célebre en los estudios vilamatianos– para quien “una forma más tonta que extraña de definir a Vila-Matas sería afirmar que trata del más argentino de los escritores españoles. Después de todo, allí está la manía referencial y el siempre dúctil aparato enciclopédico, el humor en serio, los juegos metaficcionales donde el autor es siempre protagonista, las apelaciones cómplices a su lector, y el tránsito cosmopolita, constante y sin compromiso, por las bibliotecas y las ciudades” (Fresán en Heredia 2008: 166).

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terraica brotaba ya en Recuerdos inventados, particularmente en el relato homónimo de este libro. Aparte de citar a destacadas plumas latinoamericanas (Roberto Arlt, Sergio Pitol, Álvaro Mutis o Felisberto Hernández), los microtextos del relato se emplazan en el litoral luso y en las islas Azores, donde culmina una cascada de recuerdos que nos permitimos reproducir, al tratarse de una clara prefiguración del descenso final de Mayol, si bien atribuidos entonces al poeta trágico portugués Antero de Quental: Trágico y raro, aquí el verdadero último pasajero soy yo. Hoy es 11 de septiembre de 1891, y estamos frente al convento de la Esperanza, Ponta Delgada, isla de San Miguel, Azores. Voy a poner fin a mi vida, y mis recuerdos los acogerá la piadosa nada que a todos habrá de alojarnos. Entre los hijos de un siglo maldito, yo también tomé asiento en la impía mesa, donde bajo la holgura gime la tristeza de un ansia impotente de infinito. Voy a decir adiós a todos frente a este mar4 (…) (Vila-Matas 1994: 15-16).

Estos motivos de la caída libre y sus consecuencias balsámicas para el sujeto habrán de jalonar, en rigor, el resto de su producción narrativa bajo diferentes formulaciones, pero siempre presididas por una atenta mirada literaria transoceánica. No en vano, el primer epígrafe de El viaje vertical, “Caer”, son cinco versos de Altazor que demarcan claramente el signo descendente del viaje propuesto: “Cae/ Cae eternamente/ Cae al fondo del infinito/ Cae al fondo de ti mismo/ Cae lo más bajo que se pueda caer” (Vila-Matas 1999: 9). Y en el otro extremo de la novela asoma otra referencia crucial, cuando el narrador-cronista nos participa que el renacido anciano “cada noche antes de dormirse, a modo de sustituto del padrenuestro que rezaba en la infancia, leía en voz alta un poema de Virgilio Piñera que le tenía fascinado” (Vila-Matas 1999: 240). Ese poema es, naturalmente, “La isla en peso” (1943) y su inserción entraña

4. Una expansión reelaborada de este pasaje puede hallarse en el relato “El embrujo de la lejanía”, donde Vila-Matas desarrolla su predilección por el archipiélago de las Azores, que considera resto vivo de la sumergida Atlántida (Vila-Matas 2003: 15-17). En la misma línea el narrador ideado por Rosario Girondo para El mal de Montano se arroga la condición de “Quijote de las Azores”. Por su parte Federico Mayol expresa su deseo de que el azoriano hotel Bom Jesus donde se hospeda tuviera sucursales en Cabo Verde y en el Estrecho de Magallanes para conseguir una perfecta caída libre transatlántica.

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otra declaración de intenciones por cuanto nos espejea de nuevo la trayectoria de Mayol: una vivencia tormentosa de la insularidad y a la par desveladora (“más abajo, más abajo/ y el mar picando en sus espaldas (…) / siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla”) (Piñera 2000: 49) que viene precedida, además, de un verso neurálgico para nuestro análisis: “La eterna miseria que es el acto de recordar” (Vila-Matas 1999: 37). Un tercer guiño anexo lo encontramos en Exploradores del abismo (2007), donde Vila-Matas desempolva, no por azar, dos versos de Roberto Juarroz (“En el centro de la fiesta está el vacío/ pero en el centro del vacío hay otra fiesta”) (Vila-Matas 2007: 16) pertenecientes a su volumen Duodécima poesía vertical (1991) que condensan el sentido último de tales relatos: investigadores del abismo que, lejos del nihilismo moderno, buscan en esa excursión el contenido del vacío y sus posibilidades regeneradoras, esto es, una reelaboración de las inquietudes que habían propulsado EVV y mucho antes las narraciones de Nunca voy al cine (1982). De Lisboa afirma Mayol que “nunca se sabe si llega uno al fin de un viaje o al punto de partida” (Vila-Matas 2007: 150), y de esa indefinición crucial se nutre buena parte de la obra vilamatiana, cuyas piezas dialogan intra e intertextualmente en un continuo alarde de coherencia y cohesión. En virtud de ello puede entenderse la recurrencia a la pulsión suicida en la novela –anunciada en los relatos de Suicidios ejemplares 1991– comenzando por el propio Mayol, en quien no es difícil adivinar un plácido suicidio como pasaporte a la Atlántida; también es la solución que halló su amigo Antonio Geli o el final elegido por su admirado George Sanders (dosis de barbitúricos), sin olvidar el simulacro suicida que practica el taxista Cardoso en la Boca do Inferno, descrita como cueva marina que incita igualmente a una exploración en vertical. La inercia autodestructiva reporta curiosamente para el protagonista la epifanía de un yo renovado al que siempre aspiró e incluso acarrea un resarcimiento respecto a la (des)memoria dejada atrás. No en vano, EVV es una pregunta tenaz por la identidad personal de Federico Mayol y el proceso de (re) construcción de ésta; una de sus únicas convicciones es el parecido físico con el actor británico George Sanders para no obstante puntualizar pronto que “soy alguien a quien nunca nadie ha querido reconocerle ese parecido” (…) “alguien que para ser otro tiene que borrar de su pensamiento a su mujer, borrarla de su memoria” (Vila-Matas 2007: 22); en idénticos términos se pronuncia su esposa: “He decidido, en los pocos años que me quedan, averiguar quién

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soy realmente o, como mínimo, quién pude ser y no he sido” (VilaMatas 2007: 13); y otro tanto le sucede al hijo mayor, Ramón Mayol, quien dice no reconocerse en el retrovisor del taxi” (Vila-Matas 2007: 43). Es sabido que otras ficciones vilamatianas posteriores a la que nos ocupa (Bartleby y compañía, El mal de Montano, Dietario voluble) movilizan personajes escritores depositarios de un culturalismo que oficia como disolvente de la identidad, un yo desmadejado que se fractura ante una red de citas convergentes en la desmemoria, a fin de que el yo pueda “dimitir de sí mismo para desaparecer tras otras máscaras” (Alberca 2007: 138)5. En EVV la operatoria es sutilmente distinta por cuanto el lego Federico Mayol construye –bien que tardíamente– una cultura a jirones; un frágil nudo de referencias robadas que no obstante resultan desveladoras de un yo ignoto hasta ese momento. Asistimos, sí, al desplome y a la reinvención de una memoria, la de Mayol, que troca su catalanismo y catolicismo de partida por un flamante judaísmo y, esencialmente, por el apego a una verticalidad transatlántica terminal, cristalizada en la Atlántida como nueva patria. Gobierna el texto un divorcio manifiesto entre memoria y discernimiento, que llegan a ser inversamente proporcionales: “Lo recuerdo todo pero no comprendo nada” (EVV 2009: 95), reconocerá el protagonista, a quien la falsedad mnémica se le ofrece como llave; muestra palmaria de ello es el plagio y la tergiversación de citas que el ex empresario perpetra en el Coloquio Internacional sobre islas y mitología; o en la asunción de los consejos contenidos en el inexistente volumen La silla vacía. Igualmente espuria es La cultura sin disciplina, ensayo sobre la vejez atribuido a Antonio Geli –apócrifo escritor amigo de Mayol– cuyo título sin embargo ilumina bien la anárquica andadura letrada del protagonista, quien no duda en pertrecharse de datos ficticios que desgranará con solemnidad en la tertulia de intelectuales adonde es invitado; se trata de un bagaje fabricado azarosamente y a la vez vertebrador de su nuevo ser, plasmado con nitidez en la formidable última carta escrita a su hijo Julián, y remitida por el narrador-cronista al modo de una diseminatio recolectiva que certifica la definitiva fusión con su vástago:

5. Para un análisis del yo y su configuración en la obra vilamatiana son básicos los trabajos citados al final de Pozuelo (2010), Alberca (2007: 135-142) y Casas en Toro (2010: 205-211).

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De Cataluña me acuerdo, pero ya me dirás tú dónde está. Me dedico a la cultura sin disciplina, doy conferencias sobre las islas y sus mitologías, le he montado una librería a tu primo Pablo, voy a ser el protagonista de una novela, pinto puertos metafísicos con muchas palmeras (…) Recibe un abrazo atlántico de tu padre artista (EVV 2009: 241).

Consumada en este punto la cleptomnesis del personaje, VilaMatas da un salto intertextual significativo cuando tres años después, en El mal de Montano, se autoproclama “parásito literario” y declara que “me habría encantado ser visitado por los recuerdos personales de A. Pauls, por los recuerdos del día en que escribió Segunda mano, un capítulo de su libro El factor Borges” (Vila-Matas 2002: 119-120). El español usurpa la memoria del argentino al explayarse sobre el jugoso ensayo de éste y anhelar su autoría, en un ejercicio de vampirismo libresco sobre el que Pauls había teorizado a propósito de Borges. En realidad ambos escritores se reconocen mutuamente en el cultivo de esta práctica autoficcional, pues en el marco de la presentación de Doctor Pasavento en la Feria del Libro de Buenos Aires en 2006, el porteño pondera en la obra del catalán “una primera persona que no es el yo sino su antídoto, su veneno antidótico, su némesis, y que lo que se teje entre primera persona y mundo es mucho más complejo, más peligroso y más desconcertante que una relación de oposición o de beligerancia” (Pauls en Heredia 2008: 381). Esta transmutación de la identidad encuentra un cauce nada trivial en el marco de la actividad pictórica. En el caso de EVV, Julián Mayol aparece como personaje desquiciante para Federico por abanderar una erudición estéril con la que pretende aplastarlo, y las andanadas de éste contra la cultura no se hacen esperar: “Mayol vino a decirle a Julián que el camino del arte era el de la impostura y que la única fuente de lo bello era la acción (…) Películas, libros, pinturas, sinfonías… no eran más que sucedáneos de la vida” (EVV 2009: 74). Sin embargo sus respectivas trayectorias serán líneas paralelas abocadas a converger en un punto. Este pintor de sueños metafísicos, que asegura haber sido un pez arrastrado por la espuma de la última ola que anegó la Atlántida, encarnaría un “bovarismo” insolente e iluso a ojos de su padre, quien pese a ello habrá de practicarlo más tarde en el ansiado injerto de una nueva memoria. La denostada vocación artística de Julián porta en sí, paradójicamente, las claves que guiarán a Federico en su apacible descensum ad inferos. Víctima parcial del efecto Pigmalión, el septuagenario se ve atrapa-

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do oscuramente por los cuadros de su hijo, erigiendo esa sublimación pictórica en horizonte de su existencia venidera: un viaje con tintes metafísicos, recalando en distintos puertos atlánticos y en pos de esa Atlántida que cree haber hallado en Madeira. A este respecto es evidente el carácter epifánico que la pintura posee sobre la singladura vital de los Mayol. Atracción y repulsión por este arte se convierten en sinónimos dentro del texto, pues para Federico dichos lienzos pasan de pálidos sucedáneos de la vida a cristalizar en un auténtico oráculo. Las reiteradas descripciones que el narrador efectúa de ese Puerto Metafísico anhelado por Julián remiten inevitablemente, en su nitidez e irrealidad, al onirismo angustioso –y vertical también– de Giorgio de Chirico, cuyo magisterio asomará en El mal de Montano y que aquí se apresura a desterrar el propio Julián: “Lo único que tenía claro sobre el cuadro era que debía parecerse lo menos posible a un De Chirico” (EVV 2009: 57). De nuevo un rechazo explícito no logra ocultar el nexo evidente, como también resulta meridiana cierta impronta daliniana en ese universo ficcional de memorias desintegradas, relojes blandos y anhelos de infinito que domina EVV y en buena medida la densa novela de Pauls. La médula de uno y otro texto aparece plasmada y prefigurada en la apoyatura del lienzo, que oficia a menudo como disparador reflectante inter artes. Lucien Dallenbach ha percibido la función de estos relatos especulares, los cuales atestiguan suficientemente que no alcanzan su pleno régimen más que cuando se adscriben a una colaboración de este tipo. Pintura, obra de arte, fragmento musical, novela, cuento, novela corta… Es como si todo reflejo, para tomar impulso, tuviera que pactar antes con una realidad homogénea a la que refleja: una obra de arte (Dallenbach 1991: 87).

Muy en sintonía con ello, la representación pictórica provee de claves al protagonista, arrogándose una facultad anticipatoria que es más acusada si cabe en EP, donde la incidencia de este arte es temática y estructuralmente decisiva: primero porque Pauls consagra buena parte de su texto a referir las peripecias artísticas y amorosas del pintor británico Jeremy Riltse, abanderado del Sick Art6 y cuya

6. El binomio enfermedad-arte, de signo tan proustiano, ha signado buena parte de la producción de Vila-Matas y Pauls, cuestión en la que no ahondaremos

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obra es venerada por Sofía y Rímini en su trajín por diversos museos y ciudades europeas. Constituye Riltse un probable anagrama de Elstir, el pintor que Marcel Proust ideara para En busca del tiempo perdido, un bucle nada descabellado puesto que Pauls procede a una desactivación del mundo memorialista proustiano sin dejar por ello de homenajearlo7. La inserción de esta trama paralela –la de Riltse y el accidentado paradero transatlántico de sus cuadros– no resulta inopinada sino que acaba entroncando con la principal y suministrando la clave de lectura de la novela cuando, muy lateralmente, se nos refiere la devoción que la pareja profesa al lienzo Spectre’s portrait: “Fanáticos hasta la miopía, miraban el cuadro de tan cerca que habían empezado a empañar el vidrio con el aliento”. Tras ofrecernos una descripción detallada de éste, la voz narradora aporta un dato sustancial en adelante: El espectador entiende, cree entender, que están pidiéndole auxilio y se compadece. Pero luego desvía los ojos hacia la placa de bronce, lee el título del cuadro y comprende, a la vez, la grosería de su error y la voluntad secreta del artista. Spectre’s portrait. Es su propia cara la que inspira el espanto de las manchas. Él mismo es el espectro que Riltse ha retratado (EP 2007: 40).

Se defiende aquí entonces un tipo de pintura inclusiva toda vez que el espectador-personaje forma parte de lo representado –recordemos que Mayol llega a soñar también con ser retratado por su hijo– lo condiciona y en este caso lo acapara hasta ser la ficción misma; esto es, Rímini vería en el lienzo un anticipo de lo que supondrá esa persecución espectral de Sofía hasta el final y que en buena medida él ha contribuido a engendrar8. La perfección del amor alcanzada por

aquí. En el caso del argentino, despunta de manera muy notable en Wasabi e Historia del pelo (2010). En lo que hace a nuestro texto, es Riltse, con su pintura matérica del Sick Art, el galvanizador de este motivo y no faltan en la novela disquisiciones de calado sobre el particular. Es iluminador al respecto el trabajo de Ignacio Lucía, quien vincula perspicazmente enfermedad y puesta en abismo (Lucía 2009). 7. La secuencia de consonantes “rlt” parece evocar la también extravagante figura de Roberto Arlt. Por su parte, el mismo Pauls reconoce que “quería que el amor de Riltse y de Pierre-Gilles funcionara dentro de El pasado como Un amor de Swann dentro de En busca del tiempo perdido” (Beccacece 2003: 2). 8. Ramírez Barreto ha querido ver un correlato formal en ese tándem literatura-

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ambos es asimilada repetidamente con la de una obra de arte y esto será el desencadenante de su separación; la armonía lograda resulta asfixiante porque “vivían en el interior de un interior”, de suerte que sólo la ruptura se le presenta a Sofía como culminación singular del proceso artístico-amoroso labrado (EP 2007: 59); e incluso cuando Rímini, ya soltero, parece perder el norte de su vida, vaga como “una obra maestra de la inercia, sin dirección ni propósito: vida inmanente, vida en caída libre” (EP 2007: 385). Viaje vertical y belleza artística también maridados, pues, en esta novela hasta su término, porque el retorno de Rímini a las fauces del hogar es comparado nada menos que con la repatriación de una atemporal pieza de museo: “No, no volvía a una casa, ni al amor de una mujer, ni siquiera a un pasado (…) Volvía a un museo” (EP 2007: 513). De lo expuesto hasta ahora se colige que ambos son textos esencialmente “kinéticos” en sentido etimológico, en la medida en que se regocijan no solo en la narración de desplazamientos físico-vitales sino en la narrativización de célebres escenas del séptimo arte, que a su vez pasan por la férula del lenguaje literario, en un sugestivo quiasmo que habilita la retroalimentación entre los dos códigos: así, tanto el penetrante imaginismo descriptivo que inunda EP como el nomadismo geográfico-simbólico de Federico Mayol en EVV allanaron notablemente el camino hacia sus respectivas versiones fílmicas, pero el concurso del cine rebasa la condición de herramienta narrativa para tornarse a menudo en el único nutriente de unas memorias, las de Mayol y Rímini, venidas paulatinamente a menos. La de Vila-Matas es una novela cinematográfica en su médula narrativa y cinéfila en su contenido, toda vez que se eslabonan homenajes varios a figuras del celuloide; tal es el caso de la actriz norteamericana Kim Novak, con quien también es identificado físicamente Federico Mayol, y transfigurada en la silueta de algunos paseantes con que éste se cruza en La Ribera barcelonesa (EVV 2009: 80-81). —¿A que no sabes a quién me recuerdas con esa manta? Mayol, que temió lo peor, se negó a saberlo.

pintura, que daría cuenta significativa de la maraña narrativa y sintáctica de EP: “La expansión plástica de Riltse tiene todo que ver con la efusión lingüística de Pauls. ¿No es el derrame, la desproporción, el signo de esta novela? ¿Será el detalle excesivo un intento grotesco de retrato de la experiencia?” (Barreto 2011: 897).

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—A Kim Novak –le dijo su hijo. No sé si tienes ahora presente esa escena de Vértigo en la que James Stewart, en su apartamento de San Francisco va y… —¡Kim Novak! ¡Me parece que un día te voy a encerrar en un psiquiátrico! (EVV 2009: 73) ¡Tienes el alma podrida de cinefilia o cinemanía o como se llame esa enfermedad. No sabes qué es la vida, todo lo vives como si estuvieras en una burbuja! (EVV 2009: 73).

Las repetidas apelaciones a secuencias de Vértigo no son desde luego casuales por cuanto desarrollan en primera instancia el motivo de la acrofobia y después su inútil superación; es paradigmática una de las últimas escenas en que John Scottie Ferguson aparece apostado en lo alto de un campanario, con los brazos abiertos, viendo cómo Madeleine Judy cae al vacío accidentalmente. El personaje ha solventado su miedo a las alturas pero no puede evitar contemplar el suicidio como viaje hacia la mitificación. Traer a primer plano la pieza de Hitchcock permite remitir al campo semántico (y etimológico) del vértigo, la verticalidad y lo vertiginoso por el que voluntariamente eligen “despeñarse” nuestras novelas. Las diatribas de Mayol contra la cinefilia de su hijo no hacen en realidad sino reforzar la suya, ratificando un creciente ejercicio de apropiación y desvalijamiento de la memoria ajena, ahora extrapolado a la figuración cinematográfica: “Mayol tuvo la sensación de que la sosias de Bette Davis se había introducido en su cuarto de hotel para comentarle a bocajarro la situación exacta en la que se encontraba, en aquellos instantes, su vida de viajero sin rumbo” (EVV 2009: 148). Erige éste su identidad y reconduce su itinerario a través de esquirlas discursivas que va usurpando o “arañando” de cuantos referentes le salen al paso: “Entró directamente en la secuencia final de una película en la que llovía mucho y una mujer se despedía con tristeza de un elegante joven que se iba rápido e indiferente bajo la lluvia (…) Mayol se preguntó si podría haber en esa escena algún nuevo mensaje dirigido a él” (EVV 2009: 149). Más adelante, a su llegada al hotel de Madeira, prende el televisor y encuentra una secuencia de la teleserie norteamericana El fugitivo que lo reconforta nuevamente en la autorreferencialidad de esa huida hacia delante también emprendida por él; en igual medida opera la carta robada al vecino que cree estarle perfectamente destinada (EVV 2009: 70-71); y análoga función oracular posee una película

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portuguesa no mencionada donde “una mujer llamada María visitaba a un hombre para pedirle que no hundiera a alguien a quien posiblemente ella quería” (EVV 2009: 172). El saqueo indiscriminado de recuerdos ajenos emparentaría a Vila-Matas con textos como “La memoria de Shakespeare” de Borges, con la reescritura de éste que hace Ricardo Piglia en “El último cuento de Borges” o con El factor Borges del mismo Pauls, que completaría un bucle intertextual bien definido por Piglia: La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos (…) Son acontecimientos entreverados en el fluir de la vida, experiencias inolvidables que vuelven a la memoria, como una música (Piglia 2000: 53).

El ya viejo litigio sobre la traslación discursiva a otros códigos9 se reabre aquí con las versiones cinematográficas de ambos textos, desencadenantes de reacciones dispares entre sus responsables. Para conjurar discordias, Vila-Matas subrayó la autonomía de ambas artes, mostrándose satisfecho con la adaptación efectuada: “Confío plenamente en Ona porque conozco su trabajo y forma parte del mundo cinematográfico que comparto” (Mulet 2010). Menos conciliador ha sido Pauls a la hora de enjuiciar el relato fílmico de Babenco10; aunque también se cuida de salvaguardar la idiosincrasia irreductible del cine, no deja de oponer sustanciales objeciones a la película:

9. José Antonio Pérez Bowie ha estudiado con solvencia la teoría que subyace a estas traslaciones para concluir la independencia de los códigos: “Al analizar la transformación fílmica de un texto literario precedente no cabe hablar de la superioridad de éste, sino de una igualdad entre lenguajes diversos, dado que el paso de una estructura significante a otra implica también que se modifique la estructura de la significación; aparte de que, al mismo tiempo, varía la situación comunicativa entre los usuarios de ambos mensajes y su forma de consumo y de que el proceso transposicional se orienta más al sistema de llegada que al de partida” (Pérez Bowie en Notario Ruiz 2008: 68). 10. El del cine no es un mundo precisamente ajeno a Alan Pauls. A su labor como guionista (La era del ñandú 1987) se une la de crítico literario y cinematográfico en el diario Tiempo argentino y en el suplemento cultural de Página12. Como era de prever, Héctor Babenco vierte la novela de éste en un guión metafílmico de cierta densidad donde proliferan fotos, espejos y pantallas que contienen a los protagonistas como sujetos retratados, reflejados o espectadores.

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Tuve la impresión de que estaba demasiado preocupada en contar una historia en vez de olvidarse de la historia e irse al carajo (…) Está como muy preocupada por lo que les pasa a los personajes y lamenté un poco eso. Lamenté también que la película quedara a mitad de camino entre una película de autor singular y una película comercial. Me parece que hubo una cierta indecisión ahí que no le hizo bien a la película. Lo que veo es que el cine tiende a achatar pero es casi, yo creo, un problema de lenguaje, una cierta inconmensurabilidad entre el cine y la literatura (Kasztelan 2011: 5).

La noción de desplazamiento geotextual pesa de modo sustantivo también sobre EP, una novela netamente episódica que confía su vigor narrativo al potencial de la secuencia cinematográfica. El universo del celuloide salpimenta de continuo la pieza de Alan Pauls y surte al texto literario de múltiples pantallas reflectoras que ensanchan el significado de la trama, la resemantizan o la preludian en algún punto. Así, sobre la pared de su nuevo departamento de soltero, Rímini colgará un premonitorio afiche de la película Drácula, que marcará el comienzo de su amnesia bajo la forma de lo que será una permanente succión vampírica por parte de Sofía hasta las últimas consecuencias. En adelante desfilan escenas, títulos, actores y cineastas predilectos de la pareja, bien en forma de comentario fílmico, bien con ellos mismos narrados como espectadores absortos en el interior de un cine. Es palmario el homenaje transatlántico de Pauls al cine clásico francés e italiano, como también lo es el efecto especular y explicativo de algunas de esas películas: el porteño confiesa que el desencadenante de su novela fue la pieza La mujer de la puerta de al lado (1981) de François Truffaut, aunque en el nivel intradiegético Sofía se decantará por Rocco y sus hermanos (1960) de Luchino Visconti, y en especial por “la escena en la que Rímini perdía el control y lloraba como un chico” (EP 2007: 58), un duelo interpretativo entre Alain Delon y Annie Girardot que declaran haber visto incansablemente; las descripciones y alusiones a personajes secundarios del cine sirven a menudo como término de comparación para lances de la novela y estados anímicos: eso acontece con Rímini –cuyo apellido es, por cierto, la ciudad de nacimiento de Federico Fellini– quien identifica su decadencia con una sensación de astronauta octogenario “usurpada” de 2001 odisea del espacio: “Se sintió tan viejo que la imagen del anciano agonizante de 2001 odisea del espacio (…) lo asaltó como si fuera un recuerdo personal” (EP 2007: 545). Pero en esta red tupida de referencias descuella sin duda El diario íntimo de Adela H. 1975, película de Truffaut sobre los excesos amo-

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rosos de la hija de Victor Hugo, quien muere víctima de su propia pasión. El acoso, la fijación persecutoria del amor actúa de nuevo como pantalla proyectora de la ficción novelesca que Pauls nos entrega, pues Rímini y Sofía aseguran llevar viendo esta obra desde los dieciséis años y la voz narradora no escatima una prolija descripción de sus escenas más destacadas, justificándose así la trascendencia de esta pieza fílmica en el devenir textual: Adela H. será el nombre del bar porteño donde se reúnan Las Mujeres que Aman Demasiado, un conciliábulo de féminas comandado por Sofía para ajustar cuentas pendientes con los hombres y la historia de las emociones. En tales sesiones sus integrantes declaman e interpretan pasajes de películas, agregando una componente de teatralidad y adensando si cabe el espesor semiótico de EP, una novela donde se dramatizan secuencias fílmicas y se entreveran pintura y fotografía: cuando Sofía y Rímini se retiran de la reunión –en el que será su último contacto con otras personas– su perfección marmórea desea ser capturada por las parroquianas del Adela H: “Subida a una silla, una mujer propuso pintarlos. Otra, más impaciente, hizo relampaguear su cámara de fotos sobre los bailarines inmóviles” (EP 207: 547). El protagonista es ahora una servil comparsa que realiza trabajos de secretariado y transcripción para la célula femenina de “terrorismo emocional”. Su memoria bastarda recibe el tiro de gracia con la transfiguración última de Sofía, devenida vampiro de “edad incalculable” que desrealiza los contornos de Rímini: “Casate conmigo”, le susurró rozándole el cuello con los colmillos húmedos de sus labios”, ajustada catáfora de ese desenlace vampírico. La usurpación del recuerdo y su atmósfera pesadillesca culminan cuando la mujer se abalanza sobre él para recitarle en sarta los momentos más sobresalientes de su vida –copados por el cine y la pintura– remedando acaso esa enumeración anafórica, caótica e hipnótica a partes iguales que campea en “El Aleph”: Yo también me arrodillé en Londres ante la rosa de Riltse, sí, decía, yo también detesto Austria con todas mis fuerzas, sí, yo también volé de fiebre en Viena y me dejé palpar por un médico del Hospital Británico (…) Yo también oí llover sobre un techo de zinc mientras abortaba. Sí, decía, yo también lloro hasta enceguecerme con el encuentro de Rocco y Nadia en la terraza de la catedral (EP 2007: 544).

Sofía consuma así la anulación de su compañero, quien antes había perdido ya su condición políglota, abandonando su profesión

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de traductor y renunciando a su capacidad para decodificar la realidad. No obstante, no se trata solo de una neutralización mnémica sino de, además, “hacerles a los hombres una memoria (…) como los hombres se pasaron siglos haciéndoles hijos a las mujeres” (EP 2007: 539), de ahí que tanto Rímini como Mayol se pregunten obsesivamente en sus singladuras por el futuro que aguarda a sus respectivos recuerdos. A la amnesia lingüística del primero le sigue la visual cuando descubrimos que redacta todos los días al pie de las fotos notas supuestamente autobiográficas que Sofía no reconoce como tales; aflora aquí la autoficción en tanto Rímini tampoco logra distinguir a quienes aparecen en dichas fotos, reducidos a la categoría de figurantes anónimos11: Hasta los lugares donde posaban (…) le resultaban desconocidos. Ellos dos estaban en foco, siempre, pero todo el resto (…) parecía nublarse y replegarse y enmudecer detrás de un velo opaco (…) Ahí estaban ellos, Rímini, Sofía, traspapelados en un mundo falso, construido especialmente para la foto (EP 2007: 549-550).

La apoteosis de la amnesia viene dada entonces por el muy cinematográfico desangramiento conjunto del final. Este acto simbólico de vaciarse para ingresar a la dimensión pétrea y atemporal del arte hace de la desmemoria su razón de plenitud, como bien atestiguan las ficciones Pauls y Vila-Matas. Y si al inicio hablábamos de idas y venidas transatlánticas, de una geotextualidad agitada por la fusión de las artes, ahora cabe reseñar el efecto contrario que éstas ejercen: el repliegue centrípeto de unos personajes que han desintegrado las imágenes de Buenos Aires y Barcelona, deshaciéndose del cronotopo narrativo en favor de esa desmemoria invasiva. Ambas novelas coinciden así en afirmar el carácter sublimatorio y prospectivo del suicidio, una suerte de viaje vertical hacia un pasado recién estrenado con múltiples visos de futuro, pero divergen en el signo de ese vacío memorístico: mientras el español permite a

11. Con todo, Roland Barthes matiza la cuestión de la subjetividad en el arte de la fotografía al hablar de una fusión en ella de los niveles denotativos y connotativos. Para Noel Burch la tendencia es asimismo acusada en el cine a partir de 1935 por su “hegemonía icónica” pues “prácticamente todos los significantes narrativos mayores tienen igualmente un carácter diegético (Burch 1995: 247).

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su creación pilotar cada estadio de su aventura abisal hasta el fondo (“‘Por fin’, murmuró Mayol”, EVV 2009: 242), el argentino arrastra a Rímini a una fusión extática no terminada sino con matiz durativo: “Seguían desangrándose” (EP 2007: 551). La victoria del pasado viene dada en el primer caso por la estela de Sofía también como dictatorial administradora del futuro; en el segundo, Mayol hace del “archivo borrado” la catapulta para un prometedor porvenir en el abismo. Dos formas distintas de arribar a sus particulares Atlántidas.

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Fueye: una novela gráfica sobre las relaciones transatlánticas GRACIA MORALES ORTIZ Universidad de Granada

Así comienza la historia(eta) Hace unos meses, Ana Gallego Cuiñas, me invitó a participar en este libro. Me marcó unos límites: estudios trasatlánticos, relaciones Argentina-España, prosa, últimas décadas. Empecé a sugerir nombres o tendencias, pero la mayoría ya estaban asignados. De acuerdo, lo seguiría pensando, le prometí a mi compañera Ana Gallego. Y unas horas después se me había ocurrido una idea que no sabía si resultaría del todo adecuada: ¿por qué no “novela gráfica” argentina? Sí, ya sé, no es el género “prosa”, en un sentido estricto. Pero, ¿acaso no hay claros componentes narrativos en la novela gráfica? Y lo que es más importante aún, ¿no existe en Argentina una valiosa producción de historietas, sobre todo desde los años cuarenta hasta nuestros días? Entonces me asomé a Google, ese gran escaparate para el curioso “surfista” de nuestros días1, y en la pantalla de mi ordenador

1. Utilizo este concepto que Alessandro Baricco desarrolla a lo largo del libro Los bárbaros. Ensayo de una mutación (Baricco 2008).

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empezaron a aparecer nombres y artículos y noticias periodísticas donde se ponía de evidencia el momento de efervescencia que vive este género. Se hablaba, por ejemplo, del éxito que ha supuesto la reciente reedición por RM de la obra cumbre de la historieta argentina: El eternauta, publicada por primera vez en 1957. Igualmente, destacaba otro título: Fueye (2008) de Jorge González, obra ganadora de la primera edición del Premio Internacional de Novela Gráfica, organizado por la Fnac y Ediciones Sins entido. Jorge González nació en Buenos Aires, en 1970, y reside en España desde 1995. Esta circunstancia, junto con los comentarios que pude conocer sobre el texto, me impulsaron a acercarme a esta obra en concreto. Cuando leí Fueye me di cuenta de que tenía el material necesario para llevar a cabo un trabajo que respondiera a lo que este libro requería: estudios trasatlánticos, Argentina-España, prosa (más o menos…), últimas décadas. Le hice la propuesta a Ana Gallego, que la recibió con entusiasmo, y desde ese momento nombres de guionistas y de dibujantes, muchos de ellos hasta entonces desconocidos para mí, se han hecho ya enriquecedoramente cercanos: José Luis Salinas (1908-1985), Héctor Germán Oesterheld (1919-desaparecido en 1977, durante la Dictadura Argentina), Alberto Breccia (1919-1993, aunque nació en Uruguay, se traslada con tres años a Argentina), Solano López (1928), Quino (1932), Horacio Altuna (1941), José Muñoz (1942), Carlos Sampayo (1943), Carlos Trillo (1943), Juan Giménez López (1943), Fontanarrosa (1944-2007), Juan Sasturain (1945), Enrique Breccia (1945), Scafati (1947), Ricardo Barreiro (1949-1999)…, y un largo e inabarcable etcétera. Ahora bien, hay que reconocerlo: por mucha pasión que se ponga, no hay quien consiga hacerse experto en historieta argentina en unos meses. El campo es muy amplio y complejo y se ha visto además profusamente enriquecido en los últimos años con autores nacidos entre los sesenta y los ochenta: Diego Aballay, Max Aguirre, Max Cachimba, Sergio Carrera, Liniers, Maco, Minaverry, Juan Saenz Valiente, Gustavo Sala, Pablo de Santis, Salvador Sanz… La finalidad de este artículo, entonces, no es realizar una reseña del desarrollo de este género en la Argentina, tema sobre el que se ha publicado bastante material en los últimos años, sino centrarse en el análisis de una obra en concreto: Fueye, de Jorge González, ofreciendo también, a modo de anexo, una entrevista con el autor.

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¿Novela? gráfica En 1978, en la portada de su libro Contrato con Dios, Will Eisner introduce la expresión “novela gráfica”; a partir de entonces, y sobre todo en los últimos veinte años, se ha discutido mucho sobre la pertinencia de este concepto, bastante controvertido. Para muchos autores y seguidores del género, no existe una diferencia entre lo que ha comenzado a llamarse novela gráfica y lo que tradicionalmente se ha identificado como “historieta” (ésta es la denominación en Argentina) o “tira cómica” o “cómic” o “tebeo” (como acostumbra a nombrarse en España). Consideran que este nuevo concepto se ha creado respondiendo a una estrategia comercial: la finalidad sería darle un halo de “respetabilidad” y de hacer más vendible lo que antes se consideraba un género, bien para niños, o bien un grupo minoritario de adultos. Además, se suele aducir también que lo que realmente se ha modificado no es la calidad de las historias o los dibujos, sino el formato del libro y de la edición, haciendo que se trate de objetos ciertamente más cuidados, pero también bastante más caros2. Muy lúcidamente Juan Antonio Ramírez, en su prefacio al libro La novela gráfica de Santiago García, propone cómo una de las razones por las que el cómic no había llegado a conseguir su plena credibilidad como expresión artística se debe a su naturaleza híbrida, que le hace no insertarse cómodamente ni en las artes plásticas ni en la literatura. A partir de esta idea, Ramírez propone una hipótesis sobre las motivaciones y el auge del concepto “novela gráfica”: Es probable que la poderosa emergencia de la novela gráfica, en fechas recientes, tenga algo que ver con este rechazo: ya que no podían ser considerados del todo como grandes artistas visuales, los autores de historietas habrían acudido al seno de la literatura para ver si eran aceptados como escritores, ganando premios Pulitzer y ocupando los escaparates de las grandes superficies y de las librerías ordinarias. Era necesario, en consecuencia, hacer cosas muy extensas, con formato de libro, y con todas las pretensiones temáticas de la Literatura con mayúscula (subjetivismo autobiográfico, flash backs, diferentes tipo narrativos, etc.). El movimiento de la novela gráfica (llamémoslo así) podría considerarse, pues, como el último (hasta ahora) de los varios

2. Barrero (s. f.). Véase también Altares (2009).

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intentos hechos por el cómic para asaltar la fortaleza de la respetabilidad cultural (Ramírez 2010: 12).

Más allá de esta discusión terminológica, lo que realmente nos interesa destacar ahora es que, tanto la creación de esta nueva nomenclatura como la polémica que ha ido surgiendo a su alrededor, demuestran una realidad indudable: que este género se ha puesto de moda en los últimos años. Para algunos, este cambio en el estatus cultural del cómic o la historieta se ha debido al éxito internacional que han alcanzado diversos autores y algunas de sus obras. Por ejemplo, Maus, de Art Spiegleman, que consiguió el Premio Pulitzer en 1992, siendo la primera y única vez que una novela gráfica obtiene este galardón; por su parte, Chris Ware obtuvo el Guardian First Book Award en 2001 con Jimmy Corrigan, the Smartest Kid on Earth; también debemos recordar a Marjane Satrapi, cuya obra Persépolis, publicada en Francia entre 2000 y 2003, mereció un buen número de premios y reconocimientos y fue llevada al cine en 2007 (ganando el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes 2007 y los premios al Mejor Primer Film y Mejor Adaptación en los Premios César de 2008). Estos textos que estoy poniendo como ejemplo de un listado que merecería ser mucho más amplio revelan la existencia de una clara voluntad “literaria” y “artística” en los autores de novela gráfica o de cómic, quienes están apostando por un lenguaje diferente que necesita un receptor más implicado, más “culto”, abordando temas más “serios” y problemáticos. En consecuencia, como apunta Santiago García, en los últimos veinte años ha cambiado considerablemente nuestra percepción de los cómics y ahora “leer cómics es elegante entre los adultos inteligentes” (García 2010: 22). Por otra parte, si aceptamos está relación, conscientemente más estrecha en los últimos años, entre cómic y literatura, podríamos afirmar que es precisamente con el género de la narrativa con el que más elementos tiene en común la actualmente llamada “novela gráfica” (de ahí la elección de este nombre y no el de “literatura gráfica”). Efectivamente, el guión de un cómic mantiene muchos de los elementos que se estudian desde la narratología; básicamente, parte de lo que se ha venido definiendo como una “fábula” , la cual se convierte en un “discurso” (que está constituido por palabras pero también por imágenes en este caso): para elaborar dicho discurso el historietista, como el novelista, elige la existencia (o no) de un

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narrador, con un punto de vista concreto; enmarca la historia en un espacio y un tiempo y decide cómo usar estas categorías; configura una serie de personajes que pueden expresarse de forma directa mediante diálogos… De hecho, una práctica que se ha venido manteniendo desde que el cómic empieza a desarrollarse hasta nuestros días ha sido la de adaptar al lenguaje ilustrado textos novelísticos famosos. Acercándonos a este siglo XXI y situándonos específicamente en el ámbito argentino, podríamos destacar, por ejemplo, la publicación en 2000 de una adaptación gráfica de La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, con guión de Pablo de Santis e ilustraciones de Scafati3. Por otra parte, nos parece interesante destacar también ahora la existencia de novelistas de reconocido prestigio que, en algún momento de su trayectoria, han incursionado en este género. Merece la pena citar el caso de Julio Cortázar: sin duda uno de los autores más polifacético e inquieto del panorama de la literatura en lengua española del siglo XX. Como sabemos, en 1975 aparece en México su Fantomas contra los vampiros internacionales. Una utopía realizable narrada por Julio Cortázar. Para varios estudiosos, este libro responde a un “esfuerzo postmodernista de democratización cultural y de cariz resueltamente didáctico” (Alazraki 1994: 363). El mismo autor declara en la entrevista realizada por González Bermejo cómo y por qué le surgió la idea de escribir esta especie de novela gráfica. Por una serie de circunstancias divertidas, llegó a mis manos una revista mexicana de tiras cómicas donde había una aventura de Fantomas en la cual yo mismo figuraba como uno de los personajes. Decidí valerme de las imágenes, cambiándoles el sentido y agregando textos que mostraban cómo los genocidios culturales no son obra de algún loco suelto que incendia bibliotecas, como en esa historieta, sino que se trata de una maniobra perfectamente montada contra nuestras culturas y nuestras luchas por una soberanía material e intelectual. Conseguí que el libro se vendiera en edición popular, en los quioscos de diario, y en él incluí la sentencia del Tribunal Russell concerniente a las dictaduras del Cono Sur (González 1979: 122).

Igualmente, podemos citar el caso más reciente de Pablo de Santis (1963), que además de escribir para televisión, desarrolla

3. En España, ha sido publicado por la editorial Libros del Zorro Rojo en 2008.

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su labor literaria entre la escritura de literatura juvenil, de guiones para historietas (podemos citar, por ejemplo, el álbum Rompecabezas (1995), la adaptación ya comentada de La ciudad ausente o El hipnotizador (2010) y novelas para adultos (con La traducción [1997] quedó finalista del Premio Planeta y con El enigma de París obtuvo el Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América en 2007). Por último, nos gustaría recordar cómo bastantes guionistas de cómics son o han sido también novelistas, si bien, en muchos casos, no han obtenido tanto reconocimiento por esta labor como por su trabajo como guionistas: es el caso del Carlos Sampayo, Juan Sasturain, Fontanarrosa, Copi o el mismo Oesterheld, que comenzó escribiendo cuentos para niños.

Un análisis de Fueye de Jorge González Estructura de libro

Hay que empezar diciendo que la publicación titulada Fueye se divide en dos mitades, que implican dos textos muy diferentes, tanto en la temática, como en la estructura, como en el tipo de grafismo que proponen. La primera parte, titulada “Fueye”, nos presenta, propiamente, la novela gráfica. El personaje que sirve de hilo conductor a esta historia es Horacio, el hijo de un inmigrante italiano que se traslada a Buenos Aires. Este relato está, a su vez subdivido en tres secciones, que corresponden a su vez con tres fechas y tres momentos de la vida de este personaje: 1916, la llegada de Horacio y su padre a Buenos Aires y su inserción en este espacio; a partir de 1931, lo vemos ya siendo un joven y prometedor pianista, hasta que, tras denunciar a su padre, Antonino, activista político de tendencia anarquista, consigue casarse con María, hija de un importante empresario con intereses en el gobierno; finalmente, 1968, donde encontramos ya a un Horacio adulto, encerrado en una vida rutinaria y desilusionada, trabajando cada día en una empresa de su suegro. Cuando esta novela gráfica finaliza y pasamos la página, nos sale al encuentro el título de la segunda mitad del libro: “Así nomás”. Se trata de una narración autobiográfica, una especie de diario que ocupa nueve días: desde un martes hasta el jueves de la semana siguiente. Nos encontramos con el propio autor, Jorge, viajando de

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Madrid (lugar en el que reside) a Buenos Aires (su ciudad natal), donde se queda a pasar unos días. Se mezclan en estas páginas dos temáticas fundamentales: por una parte, las reflexiones que este viaje le provocan como nuevo emigrante, en este caso no desde sino hacia Europa; por otra, se nos muestran los primeros acercamientos a la novela gráfica que hemos leído anteriormente, “Fueye”. Se juega, entonces, con dos códigos: el de la narración en primera persona y el del texto metaficcional. Álvaro Pons, que formó parte del jurado que le otorgó a este proyecto el ya citado Premio Internacional de Novela Gráfica, ha definido así esta segunda parte del libro Fueye: Una especie de “making of” que supera ampliamente el habitual objetivo anecdótico para conformarse en un epílogo que consigue transformar todo el sentido de la obra, pasando de ficción a autoficción, consiguiendo comprender cómo la reflexión sobre ese contraste entre la ilusión del que emigra y la pérdida de la ilusión ha venido por el sufrimiento en propias carnes de esa situación (Pons 2008).

Se trata, sin duda, de una estructura muy sugerente la que elige Jorge González, porque estas dos partes, a pesar de sus diferencias tanto temáticas como formales, se intercomunican y se enriquecen mutuamente. Cuando el lector finaliza ese relato de la vida de Horacio, descubre entonces esta segunda mirada donde Jorge se retrata a sí mismo, en el doble sentido: se dibuja (a grandes rasgos, sin minuciosidad), pero también se autoanaliza (aquí sí entrando en detalle). En “Así nomás” ha cambiado la perspectiva, pero se siguen abordando conceptos que eran fundamentales en “Fueye”: el desarraigo del inmigrante, la ciudad de Buenos Aires, la idiosincrasia del argentino… Título

En el Diccionario de la Real Academia, en su vigésima segunda edición, no aparece de forma exacta el término “fueye”, sino que el que podemos encontrar tiene una grafía diferente: se trata de “fuelle”. La definición que se nos ofrece contiene varias acepciones, de las que recogemos dos que nos interesa destacar: 7. m. coloq. Capacidad respiratoria. 10. m. coloq. Arg. y Ur. bandoneón.

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Como ya hemos dicho, Jorge González elige el término “fueye” con “y”. Esta variante es la que se usa en Argentina y proviene desde el lunfardo. El uso de esta grafía está evidenciando, entonces, en qué dialecto y en qué sociolecto le interesa al autor inscribir su obra: se quiere remarcar la pertenencia argentina, por una parte, pero también la filiación con lo arrabalero, que es la cuna del lunfardo. Se trata, además, de un sustantivo que ha tenido cierta resonancia dentro de la propia historia del tango. Ya en 1928 Pascual Contursi lo incluye en la letra de su tango titulado “Bandoneón arrabalero”. En él se trata al fueye como a un hijo al que se adopta, tras haberlo encontrado abandonado: Bandoneón arrabalero, / viejo fueye desinflado, / te encontré como a un pebete, / que la madre abandonó, / en la puerta de un convento, / sin revoque en las paredes, / a la luz de un farolito / que de noche te alumbró.

Por su parte, Homero Manzi escribe una letra titulada justamente “Fueye”, que se da a conocer en 1942. Se trata de un tango sobre ilusiones perdidas (temática que, como veremos, supone uno de los elementos clave de este libro). Recogemos su estribillo: Fueye / no andés goteando tristezas. / Fueye / que tu rezongo me apena. / Vamos / no hay que perder la cabeza. / Vamos / si ya sabemos muy bien que no hay que hacer; / que ya se fue de nuestro lao / y que a los dos nos ha tirao / en el rincón de los recuerdos muertos.

Aparte de esta relación directa, entonces, del título con el mundo del tango y del arrabal argentino, nos interesa destacar también el otro significado de la palabra “fuelle”, que adelantábamos al transcribir la definición del Diccionario de la Real Academia Española: capacidad respiratoria. Creemos que esta otra acepción resulta también muy sugerente en el contexto de esta novela gráfica. Si seguimos consultando el citado Diccionario y buscamos ahora el verbo “respirar”, encontramos una significación que nos interesa en la entrada número cinco: “Descansar, aliviarse del trabajo, salir de la opresión o del calor excesivo, o de un agobio, dificultad, etc.”. Así, “fuelle” puede ser también tener (o no) capacidad para “respirar”: capacidad para “salir de las opresiones o los agobios”. Esta necesidad de aliento, esa búsqueda de aire, de libertad, está presente en los principales personajes que componen esta novela

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gráfica. Se ha comentado que el nexo común de este libro es el tema de las ilusiones perdidas (Pons 2008) y estamos de acuerdo; pero también tendríamos que destacar cómo se recae una y otra vez en el renacer de dichas ilusiones, porque los personajes, finalmente, las necesitan. Es ese dilema entre lucha y resignación lo que configura a estos seres: ese estado entre mantener y perder el fuelle. Estilo

Afirma Manuel Barrero en su artículo “La novela gráfica. Perversión genérica de una etiqueta editorial”: “pretender interpretar una novela gráfica por dos vías, separando lo novelístico de lo pictórico constituye una aberración, porque las imágenes de un cómic se hallan subsumidas en el discurso textual” (Barrero s. f.). Estamos totalmente de acuerdo con esta premisa. Por eso, al hablar del estilo de la narración, nos acercaremos a los diálogos de los personajes o las intervenciones del narrador (la parte verbal), pero también a la significación de la imagen. En la primera parte del libro, en “Fueye” es, de hecho, fundamentalmente lo pictórico lo que contiene al relato. De este modo, el lector de esta novela gráfica “lee” más mirando y observando que realmente leyendo. Por dos razones fundamentalmente: la ausencia de narrador y la forma escueta de los diálogos. Ciertamente, el relato decide no utilizar el recurso de un narrador externo; sólo en la tercera parte de la historia, cuando se nos presenta la vida del Horacio-adulto, este se expresará en primera persona mediante un texto-monólogo interior, que Jorge González le pide que escriba a Sebastián de Caro. De este modo, suele ser la imagen la que se narra a sí misma y es el lector el que debe interpretarla sin la mirada o la guía de un narrador. Por otra parte, como hemos anunciado, los personajes tampoco son demasiado locuaces: dicen en cada momento lo justo y exacto y hay escenas fundamentales (el asesinato que comete Vicente o el naufragio del barco en que viajan los músicos compañeros de Horacio) que ocurren en silencio, sin un ninguna voz narrativa externa que intervenga y sin las palabras de los personajes: de nuevo será necesario interpretar correctamente lo pictórico para conocer lo que está ocurriendo. Y es que una de las cualidades de Jorge González como creador es saber prescindir de lo no necesario: usando la elipsis siempre

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que le resulta útil, elimina todo lo superfluo de la historia que va a contarnos y deja sólo lo imprescindible. Esto implica dos cuestiones para el receptor: lo obliga a recomponer los huecos, pero también a prestar toda la atención (y toda la intuición) a la información contenida en cada viñeta, en la que los detalles se vuelven hipersignificativos. Otro de los elementos de su estilo pictórico que queremos destacar, por su importancia en la configuración de una mirada sobre la historia, es el uso del lápiz y del color: se trata siempre de tonos lúgubres, apagados, sucios, entre el ocre, el gris, el negro… En la entrevista que incluimos como anexo, Jorge González nos habla de su fascinación por las posibilidades que le ofrece el uso del lápiz y nos cuenta también cómo eligió para los dibujos un tratamiento sepia. Se nos recrea, así, una realidad siempre nebulosa y como difuminada, que nos recuerda, inevitablemente, a la imagen sucia y desgastada de Buenos Aires que, desde la literatura, propone Roberto Arlt. Las imágenes que componen “Fueye” juegan también a no ser siempre claramente reconocibles, a encontrarse en muchos casos a medio camino entre la mancha y la forma definida; a veces son sólo trazos que necesitamos recomponer (por ejemplo, en las escenas de sexo, donde muchas veces se insinúa desde la abstracción más de lo que se muestra de forma explícita); no obstante, como hemos dicho, el autor consigue siempre que posean una gran expresividad y una enorme significación. Asimismo, consideramos necesario destacar también en Jorge González el manejo magistral de los planos, de los enfoques y su uso consciente de la disposición de cada viñeta en la página, de su ubicación y su tamaño. Uno de los momentos que más nos ha llamado la atención, por la inteligencia con la que está usada la imagen, es al comienzo del relato de la etapa adulta en la existencia de Horacio. En una sola página se repiten obsesivamente una serie de treinta y cinco viñetas, desde una dimensión microscópica, en el que sólo logramos ver pequeñas manchitas, hasta que, paulatinamente, se van ampliando y empezamos a discernir su significación: se trata de la repetición infinita de una misma jornada, desde que suena el despertador hasta que llega el oscuro del sueño. Estas treinta y cinco viñetas, que cuando luego vuelvan a repetirse, ya en un formato mayor, ocuparán tres páginas completas, así como su angustiante reiteración, reflejan de una forma claustrofóbica la rutina vacía en la que se ha convertido la vida de Horacio.

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En medio de este devenir absurdo, Horacio conoce a Ágata y se enamora de ella. A partir de entonces, las treinta y cinco viñetas de su actividad diaria se verán entrelazadas con instantáneas del recuerdo de la noche compartida con ella, que irrumpen en su cotidianidad en cualquier momento de forma ineludible. Por su parte, en “Así nomás”, el estilo resulta mucho más libre y arriesgado. Las imágenes combinan dibujos elaborados con otros que son, claramente, bocetos, estudios; igualmente se combina el blanco y negro con el uso del color (rojos, verdes, que hasta ahora nunca habían sido usados). El relato también resulta más abierto y ecléctico. Es como un collage, donde se une la estructura del diario, con, por ejemplo, cartas de la madre de un amigo que le sirvieron de inspiración, con la recreación pictórica de algunos diálogos, correos electrónicos, reflexiones poéticas y a veces oníricas sobre la identidad argentina y sobre su propio ser, etc.… Se nota que, en esta sección, el autor decide conscientemente no seguir un molde específico ni ponerse cortapisas y, desde ese punto de vista, esta segunda mitad del texto nos traía a la mente, de algún modo, los libros-almanaques de otro argentino ya citado, Julio Cortázar. La temática de la inmigración

Sin duda, la reflexión sobre la figura del inmigrante y sus relaciones transatlánticas se presenta como uno de los puntales básicos del libro que venimos analizando, tanto en la primera como en la segunda parte. Fijándonos en “Fueye”, la ida desde Italia hasta Buenos Aires para estos personajes inmigrantes se presenta como lo que hemos comentado antes con respecto al título de esta obra: como una forma de tomar aliento, de buscar una oportunidad, un impulso hacia algo mejor. Pero luego, en el hacinamiento de los conventillos o entre la opresión política, tampoco es fácil “respirar” y los personajes necesitan un nuevo elemento de escape. El ámbito de la música y el tango (en el caso de Vicente) o el de la lucha anarquista (en el caso del padre de Horacio) serían, por ejemplo, dos de esos lugares de evasión. El tema de la inmigración se nos presenta ya en la primera imagen del libro: nos encontramos con rostros, rostros observando hacia arriba, rostros anónimos, rostros en actitud expectante y boquiabierta. Pasamos la hoja y descubrimos hacia dónde se dirigen

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esas miradas: un trozo de la cubierta exterior de un enorme barco, que ocupa dos páginas, y la gente abajo, como un borrón multiforme que contempla ese barco que simboliza para ellos la ilusión y la promesa. Pocas viñetas después nos encontramos con una fecha, Génova, Italia, 19 de octubre de 1916, y un barco ya saliendo a alta mar. Tanto este elemento, el del barco, como la especificación de las fechas, serán dos elementos claves que enmarquen la novela. En la siguiente página nos encontramos ya en un conventillo bonaerense, donde suenan frases en italiano, en español, en alemán. El hacinamiento y la ausencia de intimidad allí es perfectamente visible en tres viñetas: una familia come en una mesa mientras en la misma habitación vislumbramos una cama y una bacina; en otro cuarto otros personajes hablan de las reformas que el patrón está prometiendo hacer en el lugar; en la última imagen un hombre duerme junto a una pistola mientras en la cama de al lado otro hombre jadea sobre el cuerpo desnudo de una prostituta… Entre las microhistorias sobre inmigrantes que nos cuenta “Fueye”, una de las que posee mayor carga de ternura y tragedia es la de Vicente. Este músico, de cuerpo enorme y mirada bonachona, será quien lleve al niño Horacio a conocer el mundo del tango y será también quien le anime a seguir tocando el piano. Vicente se ha venido sólo desde España a Argentina; en Galicia ha dejado a su mujer, Catalina, a la que recuerda siempre y a la que ha decidido ser fiel. En Buenos Aires toca el bandoneón, en una casa de prostitutas, y después se va a dormir a su pequeña habitación que comparte con otro huésped (con quien nunca ha hablado y del que ni siquiera conoce su nombre), que ronca y ronca en su cama cada noche. En Vicente existe una nostalgia constante de lo dejado al otro lado del océano; en un momento dado, otros personajes se burlan de él y le gritan que es un “cornudo”, que su mujer no va a estar esperándole. Vicente, frustrado, impotente, perdido, terminará en la cárcel por un asesinato estúpido, absurdo, pero perfectamente verosímil dentro de su soledad y su desesperación: matará al desconocido que ronca cada noche en la cama de al lado, sentando su pesado cuerpo sobre la cara del hombre y ahongándolo. Antes de que lo lleven a la prisión en Ushuaia, Vicente le regala su bandoneón al niño Horacio, y este instrumento, guardado en un armario, acompañará siempre al protagonista. Como hemos dicho, las circunstancias del proceso migratorio vuelven a ser el eje de “Así nomás”, la segunda parte de Fueye. Aquí

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González se centra fundamentalmente en su experiencia como argentino “laburando” en Europa. Pero no sólo nos va a ofrecer su vivencia personal; por ejemplo, en un momento determinado se nos recrea la conversación de Jorge con su amigo Thomas Dassance, quien ha optado por el camino inverso a él: Thomas es francés pero vive desde hace diez años en Buenos Aires. Más allá de tópicos, con la honestidad y la lucidez del que no tiene miedo a autoevaluarse, hablan y desgranan algunos de los elementos fundamentales de las relaciones transatlánticas Argentina-Europa. Si, como dijimos, en “Fueye” no existe narrador y la imagen, así, se vuelve hipersignificativa, en esta segunda parte González recurre a una voz narrativa en primera persona y se esfuerza por hacer un trabajo de introspección sobre su propia condición como argentino: nostalgia, dualidad entre la necesidad de huir y el sentimiento de culpa y traición por haberse marchado, el miedo y el impulso de volver, la necesidad de tensión, la conciencia de una existencia sin raíz y del extrañamiento… Éstas son ideas o frases que aparecen en los soliloquios de Jorge. Nos ha parecido especialmente interesante, por su contenido y su lirismo, el momento de la llegada a Buenos Aires: tras ver las luces de la ciudad desde la ventanilla del avión, el lector pasa la página y encuentra un dibujo abstracto del propio Jorge como flotando en el aire, rodeado de reflexiones. Recogemos dos de esos retazos: Da igual en qué parte del mundo esté, suelo encontrarme estirando el cogote y arrastrando mis ojos hacia un punto indiferente en la nada. Más allá de alguna estupidez psicológica que pueda tener, hay algo, una vacuna que me inyectaron en la casa de mi infancia, en las primeras calles y plazas y en los primeros grados de la escuela que me hicieron ser “pampeano”, me llenaron el hígado de promesas y enamorarme perdidamente del aire, del espacio, de lo abstracto, y la metáfora se convirtió en algo natural. Un amor incondicional a la posibilidad y la ventana. ¿Hasta qué punto vivo marcado por esa “sensación de promesa”? ¿Puede ser una inercia tan abrasiva?

Aquí descubrimos algo interesante que nos sirve para abrirle nuevas posibilidades interpretativas a “Fueye”. ¿Es esa ambición, esa tendencia “a la posibilidad y a la ventana”, esa “sensación de promesa” la que termina condenando a los personajes de “Fueye” a la desilusión? ¿Es la imposibilidad para asumir la realidad de una forma cerrada y estable lo que les empuja primero al sueño y, finalmente, a la frustración?

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“Así nomás” finaliza con el recuerdo de un brevísimo diálogo con un amigo, mientras se nos ofrece una imagen fotográfica de Buenos Aires desde una terraza: —…Mirá todo este lío… Todo torcido, los cables, el óxido… —…Cada edificio tiene la altura y el color que le parece… —Hugo… Somos algo así… ¿no?

El tango: una banda sonora

Sin duda, “Fueye” es una novela con banda sonora. Literalmente: las primeras personas que compraron el libro, se llevaron con él un CD de regalo, con la banda sonora compuesta para esta edición por el bandoneonista Marcelo Mercadante. La importancia del tango en la novela se deja ya intuir desde el título, como apuntamos, y empapa todo el transcurrir de la historia. En sus primeros compases será el personaje de Vicente y luego Horacio quienes se sientan integrantes de este mundo donde se mezcla música, prostitución y arrabal. Con ellos iremos asistiendo a cómo este género evoluciona desde el ámbito más “maldito” y suburbial de Buenos Aires hasta ser integrado por las clases más poderosas, que lo adoptan como elemento un tanto exótico para acompañar sus fiestas. En “Fueye” el tango está unido al erotismo y la sensualidad, pero también a la expresión de la decepción, a la conciencia lúcida y dolorosa de las ilusiones perdidas. Esta dualidad se halla siempre presente. En las primeras páginas de esta historia asistimos a la charla de café de un grupo de músicos, entre los que se encuentra Vicente; están discutiendo sobre la letra de un tango que acaba de componer Luis. En él vuelve a expresar esa lucha interna entre esperanza y desilusión: Esperar, la vida es tan sólo esperar. No me queda nada más por sufrir. Miseria cruel, ya ni ganas de reír. Mi voz me engaña susurrándome esperanzas. Ansiar, desear… ¿Pa’qué? Sé que algún día vendrás para decirme que la vida es tan sólo esperar. Payaso triste soy; bailarín disfrazado, mi corazón maquillado. Oculto estoy tras el amor que nunca vendrá. Debajo de mi sombra espero la caricia que nunca llega, nunca llega… ¡La vida es tan sólo esperar!

Aunque brevemente apuntada, es interesante la polémica que se genera sobre si el tango debe favorecer sólo un ambiente de seduc-

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ción y baile o si es legítimo que empiece a tomar otro tono, más reflexivo, metafísico y, finalmente, amargo. El tango estaba evolucionando y, como dice Vicente, “hay que dejar que siga su destino”. Asistimos, entonces, a ese momento en que estas canciones abandonan la temática festiva para avanzar hacia otras inquietudes, que suponen en realidad la expresión autóctona de ese pueblo de inmigrantes, de desarraigados, cuyas ilusiones de prosperidad se verán frustradas. La presencia de la mafia, las luchas políticas, la corrupción… todo esto aparece sutilmente esbozado en esta novela gráfica, como un telón de fondo de un Buenos Aires en el que las voces y las letras se van volviendo más críticas, más desesperadas y más impotentes. Finalmente, asistimos también a otro momento histórico de esta forma musical: el de su consolidación fuera de Argentina, cuando, en la época de la juventud de Horacio, se le solicita que vaya a tocar a Estados Unidos. En la última parte, cuando el protagonista adulto vive en su rutina perfectamente establecida, varios tangos suenan de fondo mientras realiza sus actividades diarias: “Rencor”, “Golondrina”, “Nada”, “Olvido”. Las letras de los temas elegidos encajan perfectamente con la sensación de vacío de Horacio, con la sensación de haber renunciado a todos sus sueños. Algunas noches él continúa tocando en un boliche, como una forma de evasión y consuelo, y allí conocerá a Ágata, a quien acompañará al piano mientras ella canta “Soledad”. Será, por tanto, de nuevo la música la que se encargue de abrir una nueva puerta a la esperanza en la vida del personaje. En resumen, como vamos viendo, las letras desgarradas y rotas del tango argentino expresan la vida de los personajes que atraviesan “Fueye”, hijos de la desilusión y del engaño. No sólo Horacio, de quien tanto hemos hablado; también su padre es un personaje frustrado, cuya lucha política le impide ocuparse de su hijo y de Nélida, su amante; el ya citado bandoneonista Vicente, que terminará preso al sur de Argentina, desde donde sigue escribiendo cartas a su mujer en Galicia; o Luis, el amigo travesti de Horacio... Todos ellos, como vemos, personajes masculinos (también suele ser masculina la voz de las letras del tango). No hay, por el contrario, personajes mujeres que mantengan un claro protagonismo; ellas están siempre definidas por lo que son con respecto al personaje-hombre: prostitutas, amantes, esposas. No llegamos a saber cómo viven ellas este desgarro de las ilusiones, si lo asumen desde una actitud diferente; pero el relato, de algún modo, las salva y nos

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las muestra, aunque sea brevemente, como personas más valientes y más lúcidas, más pragmáticas y realistas que sus compañeros.

ANEXO. ENTREVISTA CON JORGE GONZÁLEZ (MAYO, 2011) ¿Cuándo y cómo te acercas al género de la novela gráfica? Desde siempre me ha gustado leer, escribir y dibujar historias. Echando un vistazo hacia atrás me parece que la necesidad de contar fue apareciendo naturalmente a medida que iba creciendo. A propósito, ¿te convence este término, el de “novela gráfica”? ¿O te reconoces más en otras denominaciones como “historieta” o “cómic”? ¿Crees que existe alguna diferencia sustancial que justifique esta nueva terminología? Me parece un término que fue buscado para intentar encontrar mayores ventas, tratando de encontrar otro público al que los términos historieta o cómic les pudiese parecer infantil. Lo ha logrado en alguna medida y bienvenido sea si trajo ese movimiento. En lo personal, me da igual cualquier denominación y me da risa cierta seriedad con la que intentan calificar y organizar todo lo que se ha hecho hasta ahora. ¿Reconoces la influencia o el magisterio de autores (de novela gráfica o de otros géneros; argentinos o de otras nacionalidades) en tu trayectoria? En la historieta: Alberto Breccia, José Muñoz, Horacio Altuna, Moebius, etc.... En la pintura: Edward Hopper, Mark Rothko, Van Gogh, etc.... En el cine: Fritz Lang, Orson Welles, Luis Buñuel, Leonardo Favio, etc.... Tú eres el dibujante y el guionista de Fueye. ¿Piensas en estas dos facetas creativas como lenguajes diferenciados o se involucran la una a la otra? ¿Has trabajado en otras ocasiones sólo como guionista o sólo como dibujante? En el caso de Fueye están integradas. Mis limitaciones en cada una de las facetas van empujándose y ayudándose para hacerse una sola, van avanzando juntas. Trabajé con Horacio Altuna (Hard Story, Hate Jazz) y Carlos Jorge (Mendigo) como dibujante. Es una manera diferente de trabajar porque son dos personas las que entran en el juego

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pero también se intenta que tanto el dibujo como el guión vayan de la mano. Hablemos de Fueye. Me ha llamado mucho la atención las dos partes de las que se compone la publicación de Sins entido: 1. “Fueye” y 2. “Así nomás”. Me ha parecido muy sugerente esta unión de la ficción con ese otro lenguaje, a medio camino entre el diario y la reflexión metaficticia. ¿Cómo fue la idea de incluir este último elemento? ¿Estaba desde el principio previsto en el proyecto de tu obra? Los personajes de la primer parte, “Fueye”, se mueven en su presente, no tienen la distancia que da el transcurrir del tiempo y que les permitiría ser más “autoconscientes”. No pueden reflexionar y pensarse como participantes de una época o como una bisagra importante en la historia socio-política de Argentina. Lo mismo ocurre con sus sentimientos, los que tienen que ver con la extrañeza, el exilio y la melancolía, se van desenvolviendo de a poco y sin darse cuenta. Me era necesario contar esos huecos importantes que aparecían en la ficción y la mejor manera que encontré era hablando de los huecos en mi vida en “Así nomás”. Comparto una experiencia migratoria más allá de que las épocas sean bien diferentes. Creo que ambas partan cuentan lo que les toca contar, son “cerradas” en sí mismas pero se asocian y complementan en muchos puntos. La intención de “Así nomás” es previa al origen del libro. Algunas de sus páginas son preguntas y dibujos acerca de lo que tenía ganas de contar y ahora me doy cuenta de que fueron el disparo de la primera parte. Alguna vez escuché a Borges decir que “conteníamos multitudes”. En el libro hay muchas de mis “multitudes”. Cada una de ellas está preguntando y busca la manera de “explicarse” lo mejor posible incluso generando nuevas preguntas. Me parece muy significativo que esa segunda parte, “Así nomás”, ocupe los días de un regreso a Buenos Aires, desde la ciudad en la que resides desde 1995, Madrid. Porque Fueye también habla de viajes trasatlánticos y de la situación de desarraigo y desconcierto del inmigrante. Desde tu punto de vista, ¿sería éste el tema más importante de esta obra? ¿No te parece una cuestión fundamental de la identidad argentina? La cuestión migratoria es uno de los temas fundamentales en la construcción de la identidad argentina. Intenté contarlo y pregun-

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tarlo en la primera parte a través de otros personajes en aquellos años y de preguntármelo sin atajos en la segunda parte. La nostalgia que genera el vacío del camino que dejamos de lado para meternos en otro es un espacio complejo de llevar. Algo así pasa con “Fueye”. También es igual de complejo el vacío nostálgico del que prefiere quedarse quieto y no arriesgarse a lo que le pide el deseo. Ese vacío es un imán permanente y aunque va perdiendo fuerza con el tiempo tiene la seducción de la vida posible a la que rehusamos vivir. Eso genera melancolía… El porteño (me incluyo) está siempre rodeado de una nostalgia, de una melancolía a veces insoportable… Buscamos atrás porque nos gusta regodearnos en el ayer y desearlo…pareciera ser que vivimos el presente para que nos quede de inmediato un recuerdo en el que pensar y revivirlo más adelante y constantemente, relatarlo e internarlizarlo cada vez más. Creo que mucha de nuestra nostalgia viene de nuestra herencia histórica y hay cierta inmadurez en cuanto a la dificultad que tenemos por ofrecer más energía en el presente. Otro elemento profundamente argentino: el tango. En “Así nomás” afirmas: “El disparador de todo esto fue la palabra ‘tango’. Un día se me apareció muy fuerte en mi cabeza y no tuve más remedio que comenzar a tirar de mi ovillo. Tango, tango… tango…”. ¿Crees que las letras de tango que introduces en Fueye, así como el ambiente de música, baile y sensualidad en el que se desarrollan algunas situaciones, dicen algo simbólico sobre el habitante porteño? ¿Las usaste con esa intención? ¿Cómo ha sido ese proceso? La música se me hace natural como disparo y “columna vertebral” de una historia. El tango es la música, letra y baile que pertenece a Buenos Aires. Nació y fue haciéndose durante el proceso migratorio de finales del siglo XIX y fue madurando con el paso de los años... la mezcla de gente de distintas nacionalidades, sumadas al extrañamiento que da el llegar a un país nuevo. Es una estética que pertenece sólo a esa ciudad y la representa en casi todas sus aristas, como el flamenco a España o el jazz a los Estados Unidos. Es impensable sentir ese Buenos Aires sin la presencia del tango. Sus calles y rostros aún siguen respirando esa música. Tus dibujos estremecen, no ya sólo por lo que muestran, sino por la técnica y los colores que utilizas. El gris, el marrón, el negro… Colores muy apagados. Ambientes como difuminados,

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muchas veces sórdidos, muchas veces como con un halo de niebla sobre ellos… ¿Podrías hablarnos un poco de esto? ¿Del estilo y la técnica que has usado? Me gusta el lápiz, las manchas cuando paso la goma o el dedo, la forma en que se desliza, su inmediatez. Tenía ganas de sentarme y hacer una página por día, intentar no detener la mano para corregir. El lápiz tiene esa cosa de empujarte a dibujar sin cuestionarte demasiado y a dejar las cosas tan cual van saliendo. Luego la atmósfera sepia la daba con el Photoshop. En tu blog jfgv.blogspot.com estás colgando algunas imágenes de un nuevo proyecto, Dear Patagonia. ¿Podrías adelantarnos algo de él? ¿Tendrá conscientes puntos en común con Fueye? Dear Patagonia sucederá en la Patagonia Argentina. Es una historia que se inicia a principios del siglo XIX y que llega hasta nuestros días. El guión y dibujo son míos aunque en alguna de las partes del libro van a colaborar Alejandro Aguado, Hernán González y Horacio Altuna. El tema va girando alrededor de la idea de la Patagonia como oxígeno. El oxígeno a veces ayuda a limpiar y a cambiar, otras es veneno y ahoga. Los personajes se moverán en esta zona del sur del país, Buenos Aires y algunos países de Europa. Hay una parte mía, muy muy pequeña y habrá otra que puede tener cierto parecido con “Así nomás” de Fueye. La escribe Alejandro Aguado, un dibujante e historiador que vive en la zona patagónica y que me ayuda a “poner en tierra” muchos temas que quiero contar. Tendrá algo menos de 300 páginas. Por último… ¿Consideras que, desde la crítica más oficial y académica, empieza a haber un interés serio por lo que estáis haciendo los historietistas? La prensa se ha volcado muchísimo en los últimos años y con la fuerza que da el Premio Nacional hace que sea un buen momento. Hay muchas cosas por trabajar como industria porque aún no se vende lo suficiente como para vivir de ello... pero bueh... todo se irá viendo.

Bibliografía ALAZRAKI, Jaime (1994): Hacia Cortázar: aproximaciones a su obra. Barcelona: Anthropos.

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Ciberliteratura argentina en papel: escritura y tecnología en La vida en las ventanas de Andrés Neuman y El púgil de Mike Wilson JESÚS MONTOYA JUÁREZ Universidad de Murcia

Introducción Desde mediados de los años noventa viene consolidándose un corpus creciente de textos de autores hispanoamericanos particularmente marcados por dos coordenadas que se cruzan. En primer lugar, la tendencia a lo centrífugo (Aínsa 2010) de sus discursos narrativos y críticos, que fuerza al replanteamiento de la validez de los cajones de sastre epistemológicos nacionales en el estudio de una literatura hispanoamericana que puede pensarse desde categorías posnacionales o incluso transnacionales1. En esta reciente narrati-

1. En este sentido pueden consultarse los volúmenes: Montoya Juárez, Jesús/Esteban, Ángel (eds.) (2008): Entre lo local y lo global: la narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006); Montoya Juárez, Jesús/Esteban, Ángel (eds.) (2009): Mira-

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va hispanoamericana con frecuencia lo local se margina, se elude o, por el contrario, sí aparece aunque en términos de irrisión, apocalipsis o, empleando el término de Ludmer, como una cierta “isla urbana” (cfr. Ludmer 2010) que tiene mucho de nodo glocal. Una narrativa que, en definitiva, se escribe desde la asunción de la licuefacción de las fronteras nacionales aunque éstas no hayan desaparecido o, más bien, desde la sospecha de que la noción de frontera ha mutado y se ha imbricado en mayor o menor medida con toda realidad susceptible de ser narrada. Los manifiestos literarios ya clásicos de la nueva narrativa del continente americano que produce literatura en español se las entienden difícilmente con los Estados nacionales cuando no niegan el hecho de que pueda pensarse en una literatura hispanoamericana –o en cada una de las literaturas nacionales– más allá de como una convención o tradición construida por los distintos actores del campo literario (cfr. Volpi 2008). En segundo lugar, buena parte de la narrativa de los últimos años se ha caracterizado por un trabajo central con el espectro mediático-tecnológico propio de lo que Mark Poster definió como Segunda Edad de los Media (Poster), en textos que establecen redes de sentido que conectan con una experiencia de real indiscernible del “simulacro” contemporáneo más de tres décadas después del momento teorizado por Debord como la ocupación total de la vida por parte del mercado. En el Río de la Plata, quizás la narrativa más interesante, a cargo de autores en su mayoría nacidos alrededor de los sesenta y los setenta pertenecientes a, como mínimo, dos generaciones, podría pensarse como una reedición del viejo esfuerzo reclamado por Rodó para la literatura de comienzos del XX: la búsqueda de un lenguaje adecuado al presente para referir o comprender el presente, o sus fragmentos. En este sentido, la cibercultura y la videocultura, pese a funcionar de diverso modo en los textos, resultan en todos ellos instrumentos fundamentales en la persecución de ese lenguaje2.

das oblicuas en la narrativa latinoamericana: fronteras de lo fantástico, límites del realismo; Esteban, Ángel/Montoya, Jesús/Noguerol, F./ Pérez, M. A. (eds.) (2010): Narrativas latinoamericanas para el siglo XXI y Noguerol, Francisca/Esteban, Ángel/Pérez, M. A./ Montoya Juárez, J. (eds.) (2011): Literatura más allá de la nación: de lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa latinoamericana del siglo XXI. 2. A esta problemática he dedicado precisamente mi ensayo Realismos del simulacro (2008).

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En este artículo me interesa leer cómo se cruzan estas coordenadas (la coordenada transnacional y la tecnológica) en las obras de dos autores de la joven generación argentina, La vida en las ventanas (2002), de Andrés Neuman, y El púgil (2009), de Mike Wilson Reginato, que forman parte del acervo de la ciberliteratura latinoamericana reciente. Aplicamos el término no únicamente a la llamada “literatura electrónica” –la serie de producciones en formato digital, arquitecturas lingüísticas diseñadas para ser colgadas en red, hipertextos, blogs, hipermedia, etc.–, sino a un campo integrado en un concepto amplio de cibercultura que, como plantean Taylor y Pittman3, refiere a su vez a un conjunto de “cultural products created for the new medium and those that adress it in other more traditional media, as well as the new discourses, practices and communities that such cultural products generate” (Taylor/ Pittman 2007: 1). En este sentido ha sido reconocida la deuda de la cibercultura contemporánea con la obra experimental de autores como Borges (De Toro 1995, Hayles 1999, Landow 2006, Herbrechter y Callus 2009), Bioy (Carrera 2001) o Cortázar (Aarseth, McCraken, Brown 2005). Las obras de Neuman y de Wilson sin duda exploran el territorio de dicha tradición a la luz de la tecnología digital.

Internet como archivo de metáforas: los naufragios electrónicos de La vida en las ventanas4 Como vengo señalando, la producción literaria latinoamericana desde los noventa evidencia particularmente un carácter translocal y transnacional en diferentes sentidos, no ya en lo que atañe a su temática: si atendemos a las biografías de los autores nacidos desde 1960, observamos que muchas de ellas transcurren fuera de sus

3. Afín a la definición de ciberespacio que da Pierre Lévy, para quien dicha noción incluye no sólo la información contenida en la web, sino también “the material infrastructure of digital communications” así como “the human beings who navigate and nourish that infrastructure” (Lévy 2001: xvi). 4. He estudiado más ampliamente esta novela de Neuman en el artículo “Escrituras de lo virtual”. En: Revista Rilce (en prensa), del que este epígrafe constituye un extracto.

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países, o entre varios países, cuando no, como ocurre en numerosos casos, sucede que publican parte de su obra en naciones diferentes del país en el que transcurre su cotidianidad. Incluso a menudo, siguiendo la lógica del funcionamiento del mercado editorial, deben ser reconocidos en Europa o Estados Unidos, para lograr una distribución media en sus propios países5. El caso de Neuman, argentino de nacimiento pero cuya biografía transcurre en buena parte en Granada desde su adolescencia, tal vez sea un caso extremo que hace estallar cualquier automatismo en su adscripción a una determinada tradición literaria6. Si algunas de sus novelas –Bariloche (1999) o Una vez Argentina (2003)– transcurren en Argentina, su reciente El viajero del siglo (2010), nos sitúa en la Alemania del XIX, y esta novela, La vida en las ventanas (2002), diluye por completo los referentes locales a los que anclar la ficción. El espacio narrativo de esta novela es el de la máquina global del capitalismo tardío que presenta todos los rasgos frecuentemente descritos en teorizaciones sobre lo posmoderno, como es el caso de La era del vacío, de Lipovetsky, citado expresamente en la novela7. La novela de Neuman actualiza el género epistolar con la ficcionalización del empleo del correo electrónico. El texto finge una comunicación ciega por este medio entre Net, un joven universitario de una ciudad de provincias innominada, y Marina, que se intuye un antiguo amor del protagonista que nunca responderá a los e-mails, por lo que la novela resulta en realidad un monólogo o un cruce de monólogos, dado que varios de los correos reproducen cartas manuscritas ajenas –la nota de suicidio de su abuelo– o nuevos e-mails de otros personajes –es el caso de los mails de Xavi, ami-

5. Estas cuestiones resultan ampliamente debatidas en el volumen Montoya Juárez/Esteban (2008): Entre lo local y lo global: la narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006), en los artículos de Canetti, Volpi o Noguerol. 6. Aunque no es objetivo último del artículo ni creo que sea necesario delimitar la argentinidad o españolidad de Neuman, sorprende cómo se sigue obviando en la mayor parte de los estudios literarios en España la pregunta por la pertinencia de categorías nacionales para estudiar la literatura argentina, uruguaya, española, puertorriqueña, etc., actual en autores y narrativas des- o multilocalizados, que claramente cuestionan la posibilidad de su adscripción a un canon nacional. Las razones, me temo, con gran frecuencia suelen ser políticas. 7. Las referencias a lo local son mínimas, apenas el nombre de una calle granadina, Fuente Nueva, próxima al campus universitario.

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go de Net, y de Paula, su hermana–. El antropónimo de Marina entronca con un campo semántico significativo en la novela. El mundo cartesiano aparece ante los lectores mediado por el discurso de un “náufrago” que “navega” la Red. No resultará difícil a un lector anticipar que la aparente comunicación es en realidad un simulacro. Marina es, como su nombre indica, el puerto imposible para el náufrago o la construcción necesaria para dar lugar a la falsa confesión que es la novela. A los reproches por el silencio de su interlocutora –“Marina, sol nocturno, ¿es que no vas a hablar nunca?” (Neuman 2010: 47)– les van sucediendo fallas en el verosímil narrativo introducidas por un narrador no fiable8, en un juego autoconsciente común en la metaficción posmoderna –“Mi imposible Marina” (Neuman 2010: 107)–, hasta que, finalmente, se desvela el secreto: “Como te he dicho, mi querida lectora, mi personaje, hay cobardías que ennoblecen, mentiras necesarias. Al fin y al cabo se trataría de una brizna. De un solo movimiento. Un movimiento simple, fácil como el olvido, tan difícil. Fácil como decir, adiós fantasma” (Neuman 2010: 196). La temática de la novela es el desarraigo y la desterritorialización de la subjetividad en un presente que ha perdido las referencias a partir de las cuales edificar un sentido, desde la mirada de un sujeto representativo de una generación de la que se habla con frecuencia pero a la que no se le suele conceder voz. Net es un veinteañero, estudiante de Letras, hedonista y abúlico, que vive en el seno de una familia desestructurada, compuesta de una madre hipocondríaca e histérica, un padre ausente del que el narrador afirma escuetamente que trabaja en “La Empresa”, y una hermana adolescente, con la que vagamente se sugiere que su padre mantiene una relación incestuosa. La sombra metaficcional de escritores exiliados o de algún modo desterritorializados, en las tradiciones argentina y española, planea sobre la tematización de dicho desarraigo. La novela dialoga con Gombrowicz y el esperpento valleinclanesco. Las referencias a los personajes de la pieza Luces de Bohemia, o a la serie de novelas protagonizadas por el Marqués de Bradomín, se repiten a cargo del narrador principal y, sobre todo, de Xavi, aparentemente el único amigo del protagonista, dueño de un bar de copas, narcotraficante, drogadicto y lector de Lautréamont.

8. Traduzco del término unreliable que emplea Booth.

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Nihilista y entregado al fatalismo, Xavi se ubica un paso más allá en el proceso de “naufragio” que afecta al protagonista. Después de “navegar” por una adolescencia prolongada en el tiempo más allá de los veinticinco, ambos personajes parecen situarse ante un abismo, el de la certidumbre del naufragio encarnado en su plenitud por los personajes “adultos”. La tesitura estriba bien en adoptar un lenguaje adecuado, predeterminado, con el que ingresar en el infierno relativo de la incomunicación de la clase media. Vestir una “máscara” o una identidad asumible –como ocurre al llevar, dice el narrador, “todos mis carnés en el bolsillo” (Neuman 2010: 19)– los estudios, un trabajo, un matrimonio, etc. Es decir, atravesar el túnel de la existencia que lleva a la edad madura para naufragar socialmente, renunciando a la lucidez del sinsentido. O bien, elegir otro modo más auténtico de naufragar, si es que esto es posible, en cuyo caso se extreman los riesgos, metaforizados en el bar de Xavi, un espacio donde se bebe por solidaridad, “con los que, como yo, han acabado allí porque no había otro remedio” (Neuman 2010: 41). Con frecuencia el narrador emplea el recurso de las mayúsculas en cada palabra para remarcar los lenguajes insostenibles de ese mundo previsible que conduce al primero de los naufragios –“¿Acaso no son aún más importantes la Confianza Mutua, los Aprendizajes, los Recuerdos Compartidos”(Neuman 2010: 84)–, o bien inserta acotaciones teatrales en su discurso para marcar su artificiosidad esperpéntica: Jugar a ser estudiante resulta ¿cómo decirte? Entretenido. […]. Lo más edificante son las advertencias: –Tenga firmeza, jovencito. No olvide que está usted preparándose. –¿Preparándome para qué? (pregunta inquieto el jovencito, con el bolsillo repleto de carnés). –Bueno (carraspean), esa sería una cuestión distinta… Unos años más tarde, vemos a nuestro jovencito ganándose la vida de alguna manera o de cualquier manera. Muy en el fondo siente que alguien lo ha engañado, pero no acaba de encontrar culpables y tampoco queda tiempo. (Aplausos) (Neuman 2010: 19-20).

Se trata en el fondo de dos maneras de abordar la vida, o como reza la nota de suicidio del abuelo José, de jugar al ajedrez: “Existen dos maneras de jugar al ajedrez: con el máximo sentido común, o con auténtica desesperación. En el primer caso se juega para no caer. En el segundo caso se busca, con el riesgo que sea, que el otro caiga derrotado. No es lo mismo. Es posible llegar a conocer ambas maneras, pero no ejercerlas” (Neuman 2010: 73).

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Entablar una comunicación es el único modo de conferir estatuto de realidad a la propia identidad9. Ésa es la función de la relación telemática entre Net y Marina, pues si Marina se revela como “una pantalla sobre la que proyectar imágenes”, en el fondo también Net sólo parece existir en el proceso de actualización de una hipotética lectura. Literalmente, el narrador afirma su existencia o la destruye en cada una de las epístolas. Los ejemplos son numerosos: “Ayer resucité, no estuvo mal, no hay grandes cosas que hacer los domingos” (Neuman 2010: 11), “Aquí me tienes, he resucitado. No hay grandes cosas que hacer los martes” (Neuman 2010: 15), o “Perdona. Tengo que morirme” (Neuman 2010: 41). La única posibilidad de comunicación real que cataliza una reacción en la vida de Net ocurre en el universo cartesiano. Net alcanza una cierta transformación cuando abandona los estudios y el domicilio familiar para vivir con Cintia, una joven que conoce y con la que entabla una relación amorosa, momento en que pasa a trabajar primero en una academia, después en un almacén de cortinas. El aparente naufragio, la deserción de su carrera, termina abriéndole una tercera vía para la reconciliación consigo mismo. Esta salida incierta inviste con los atributos de lo teatral la tesitura anteriormente descrita. Es significativo que en la última sección del libro la recurrente “resurrección” del narrador se dé a la inversa, cuando deja la escritura telemática y sale al universo cartesiano (“Cuando acabe de escribir tendré que resucitar y preparar el almuerzo” [Neuman 2010: 193]). Las “cartas” no se escriben para olvidar un amor, sino –como dice Net– para “olvidarme” (Neuman 2010: 194). En la novela parece sugerirse una relectura de algunas problemáticas vinculadas al modernismo y la vanguardia, ahora visitadas desde la lucidez del horizonte teórico posmodernista. García Montero señala, a propósito de la transición entre las poéticas de la vanguardia y la posmodernidad, cómo en estas últimas se acepta el hecho de

9. Vicente Luis Mora apunta a la incomunicación como la temática clave de la novela, que en este sentido conecta con una vasta tradición de la literatura moderna. A partir de la imagen de la ventana, traducción de Windows, paradigma de la posmodernidad, Neuman encuentra, a decir de Mora, un modo de metaforizar la distancia insalvable entre uno y el mundo (véase Mora 2002). El diálogo con el conocido sistema operativo es literal, inclusive el texto introduce una cita de las “Instrucciones de Uso de Ventanas 95” para dar entrada a la tercera sección.

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que la propia crisis de identidad del individuo tiene algo de teatral; la muerte del sujeto, algo de mito: “Grandeza y miseria, miseria y grandeza de las vanguardias que pronto tuvieron que sentarse a escuchar otra voz, también surgida del hueco de la lucidez, pero dispuesta a encender la luz eléctrica y a descubrir que en el sótano del poeta era el mismo poeta quien hacía de ladrón, de criado y de señor de la casa (Neuman 2010: 108). Con la desaparición de las mayúsculas, los metarrelatos que explican la historia y la vida cotidiana, ha sobrevenido la oportunidad, como sugería Vattimo, de alcanzar un nuevo modo de ser humanos, una nueva conciencia de la dignidad de lo transitorio en el único universo que nos es dado habitar, “la vida en las ventanas”, un capitalismo tardío en que la vida transcurre “del patio interior a la pantalla, de las ventanas vecinas a los recuadros de colores de mi ordenador” (Neuman 2010: 192). Unos tiempos inmóviles, en que uno debe reconciliarse con la permanente posibilidad del anacronismo: “[…] entiendo a Xavi. Tal vez no soportó la idea de ser un voyeur en vez de todo un visionario. […] ¿Será que nos persigue otro mal du siècle? Él, mi semejante, mi hermano, tuvo razón en una cosa: cuanto más se aleja el veinte menos falta para el siglo XIX. Avanzar es un círculo. Y su centro es intocable” (Neuman 2010: 196). Si Xavi, el álter ego siniestro del narrador, termina diluyéndose en su propio universo de fantasmas, incapaz de alcanzar una salida emancipadora, id est, la redención a través de un amor homoerótico que se confunde en cierto sentido con la camaradería, la salida del protagonista de la “parálisis” termina afectando positivamente a su familia. A su madre, a su hermana, también a sus tíos. Inclusive su padre se ve humanizado, a ojos de Net, una vez éste lee completa la nota de suicidio del abuelo, en la que elogia a su padre y lo descubre como un buen hijo. Ésa es a fin de cuentas la mínima utopía que construye la novela, en diálogo fundamentalmente con Rimbaud (particularmente con Una temporada en el infierno, citado expresamente), la de la posibilidad de un naufragio vital reconciliado con el individuo, a pesar de la renuncia a un diálogo imposible con “el Diablo”, teniendo que aceptar el sabor insípido en lo cotidiano de los “cigarrillos light”: En medio de la noche azul, veo un e-mail clavado en mi pantalla. El mensaje no tiene título. El remitente dice: El Diablo. Quizás deba correr el riesgo. (…) Si lo abro, ¿arderá en llamas mi ordenador? Soy un curioso y un cobarde. Mi destino es trágico. En medio de la veloz

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noche azul pienso en Maldoror, en las antiguas tentaciones, en aquellas temporadas infernales. Sé que han existido. ¿Es posible todavía mantener correspondencia con el Diablo? Entonces me decido. Borro el correo, abandono la red, cierro todas las ventanas; me temo que no creo en los milagros. Todos duermen. Aburrido, me he asomado al balcón y he encendido un cigarro: es uno de esos light que no saben a nada (Neuman 2010: 43).

La novela es pionera en la exploración de las posibilidades expresivas de tecnologías de la comunicación –el e-mail, la televisión, los sms–, aunque los trata fundamentalmente como medios de (in) comunicación, pese a que el formato o la organización visual del texto sugieren un mayor esfuerzo de “integración mediática” (Johnston) que en muchas otras novelas, al semejar una concatenación de textos “cortados” y “pegados” de Internet. Sin embargo no se centra en las transformaciones que particularmente Internet en tanto espacio o realidad virtual produce en una noción amplificada de lo real, pues no profundiza en la dimensión interactiva del medio que posibilita el acceso a “comunidades virtuales” o a “relaciones humanas en curso” (Rheingold 1993: 61) como sí ocurre en otras novelas latinoamericanas recientes, como El exilio según Nicolás, de Gabriel Peveroni o El delirio de Turing, de Edmundo Paz Soldán. La novela de Neuman emula un hipertexto, aunque no profundiza en las formas de leer que la tecnología hipermedia genera, como sí hace El púgil de Mike Wilson, novela que analizaremos a continuación. La vida en las ventanas de Neuman proyecta un continuum de incomunicación y desrealización entre el espacio virtual y el cartesiano, en que se explicita el Zeitgeist del capitalismo avanzado encarnado en la generación del nuevo siglo para cuya descripción la red Internet nutre de metáforas. Internet se tematiza como espectáculo y la interactividad –la exploración de la Red como espacio comunitario– deviene en realidad en un simulacro. Si consideramos esta novela como un artefacto cultural habría que aproximarla por tanto al polo integrado, según la terminología de Eco, pues desde luego hay un optimismo utópico en su deseo de incorporar los lenguajes de la tecnología. Pero por otro lado, cifra su valor en la negatividad del hecho de ser conscientes de que el exilio virtual no puede dejar atrás el cuerpo de lo real. La imagen de la literatura que se bosqueja en la novela subraya su valor como instrumento orientador para los “naufragios electrónicos” y proporciona sentido para los naufragios vitales bajo el capitalismo avanzado. Y, en

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segundo lugar, en la novela de Neuman los materiales masivos ingresan “cocinados” y no “crudos”, es decir, tamizados por la imaginación narrativa, cuando no simulan un carácter masivo, siendo creados ad hoc: pasan por elementos de un pastiche que en realidad no son ajenos. El recurso puede ser interpretado como una crítica a la posibilidad de discernir el discurso literario de otras ficciones y discursos de la cultura popular y a la vez como el refuerzo de la imagen, que se desprende de la lectura, de la escritura literaria como mediador legítimo, como brújula en las relaciones conflictivas entre los diferentes mundos interconectados que construyen lo cotidiano en el siglo XXI.

El fin del mundo desde el fin del mundo o el narrador como “semionauta” Es frecuente en la pléyade de textos de crítica literaria que emplean nociones procedentes del posmodernismo crítico la referencia a la tematización de aspectos vinculados con la cultura de masas como un rasgo definitorio del mismo, señalando en la presencia de una seducción por lo masivo un carácter posmoderno de los objetos analizados frente a un modernismo entendido en sentido amplio, que incluiría al modo anglosajón las vanguardias históricas, en que estos elementos estarían ausentes o la distancia respecto de ellos sería ostensiblemente marcada. Pero al leer una novela como El púgil, pienso, no resulta tan relevante identificar esos mecanismos para después marcar la mínima distancia respecto de la cultura masiva que salva la canonización de la novela como literatura, aun posmoderna, como subrayar la forma en que la novela, consciente de que el horizonte de producción discursiva es el sensorium simulacional de la saturación mediática, diluye lo que podríamos llamar la conciencia de la existencia de una realidad o de una experiencia ajena a dicho simulacro10. La desconexión con esa realidad, mediada por

10. El análisis de esta tematización del sensorium simulacional a partir de las apropiaciones de la tecnología, la imagen y los medios en los textos de las últimas dos décadas, nos exige una precisión mayor, un esfuerzo para dar cuenta a través de nuevos conceptos de las relaciones de los textos con el simulacro massmediático y su funcionamiento, para contestar a la pregunta sobre de qué nuevos modos estos elementos aparecen en ellos, los configuran y con qué problemáticas hacen

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redes discursivas previas al espectro digital, siquiera imaginada, o con su posibilidad, supone una inflexión en el pastiche posmoderno característica de buena parte de la literatura de nuestro tiempo. Mike Wilson (1974) es, como Andrés Neuman, otro autor particularmente excéntrico en el canon argentino contemporáneo. Nacido en Saint Louis, Missouri, de padre estadounidense y madre argentina de origen italiano, estudió la primaria y el liceo en Buenos Aires, aunque, como él mismo describe, su infancia fue “un tour de las dictaduras” de Chile, Paraguay y Argentina11. Su formación académica tuvo lugar en Cornell, donde fue compañero de dos escritores influyentes en su estética, Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón. Si bien por su origen híbrido podría fungir como escritor latino en los EE UU, su irrupción en el mercado literario –sus obras aparecen íntegramente en Chile– podría convertirlo en un exponente de un fenómeno editorial, la ciencia ficción chilena del 2000, de extraordinaria vitalidad y calidad. Wilson es un autor radicado en el país transandino, donde ejerce como docente universitario y acomete proyectos colectivos precisamente con otros autores chilenos, como Álvaro Bisama, Francisco Ortega o Jorge Baradit, cultores de la ciencia ficción. Su obra de ficción se ambienta en lugares tan dispares como un barrio residencial de Santiago (Zombie 2009) o el interior saturado de “no lugares” (Augé) de los EE UU (Rockabilly 2011). Sin embargo, El púgil visita un Buenos Aires apocalíptico y postapocalíptico con reminiscencias de El Eternauta12, de Oesterheld,

rizoma. Si “Tlön”, “Funes” o “Morel” han sido analizados como sugeridores o anticipadores del concepto del simulacro en un sentido contemporáneo, el adjetivo posmoderno en este sentido está haciendo referencia a configuraciones muy diferentes si se lo aplica a las ficciones borgianas, a los textos de Puig, a las novelas de Piglia o a las de la generación McOndo. Razón de más para que el debate modernidad/posmodernidad, aunque insoslayable a la hora de hablar de estas cuestiones, no deba ser ya el eje único de la discusión, en un espacio latinoamericano y, más específicamente, rioplatense, donde los paradigmas de las mediaciones (Martín-Barbero), hibridaciones (García Canclini) y de las modernidades periféricas (Achugar, Sarlo) entablan un diálogo fructífero desde los noventa. Mi ensayo Realismos del simulacro (2008) supone un esfuerzo de sistematización de esas transformaciones culturales que imagen, medios y tecnología producen en el sensorium contemporáneo, en el contexto rioplatense. 11. Como declara el propio Wilson en la entrevista que le hace Díaz Oliva. 12. Citado expresamente en la novela: “Le gustaban los cómics, incluso tenía una colección bastante extensa del género; en el cajón del velador guardaba una edi-

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con una estética que conecta en ocasiones con los dibujos animé al estilo de Akira. La mayor parte de las escenas que componen la novela presentan un aire retro-cyberpunk con algunas gotas de steampunk13 que impregna la ciudad de atmósferas oscuras que apelan al imaginario cinematográfico del género (Blade Runner, Mad Max, Dark City o The Matrix). El protagonista, Roque “el Brujo” Art, es un boxeador fracasado, si bien la narrativa que hace imaginar, mediada por la serie de relatos cinematográficos sobre figuras del boxeo, se frustra pronto para acabar hibridando otros géneros, y derivando en un relato de cyborgs y aliens. La novela principia en la derrota del púgil en el ring, con sus patéticas lágrimas ante los flashes de las cámaras en el Luna Park. Abruptamente, un espacio cotidiano plagado de objetos sin brillo –el apartamento de Art–, se transforma en la narración de una suerte de fin del mundo bonaerense, paralelo al desarrollo de una delirante relación simbiótica de Art con su refrigerador. Apodado por él “el androide”, el electrodoméstico cobra vida, adopta el nombre de Hal (el superordenador de la película 2001: A Space Odyssey [1968] de Kubrick) y bautiza a Art como Major Tom (en referencia al personaje inspirado en el mismo film y creado por David Bowie para su tema “Space Oddity” [1969]), para inmediatamente promover la participación de Art en el proceso de lo que llama “completarnos”, con la consecución y ensamblaje de las diferentes piezas que conducen a la transformación de la fisonomía del electrodoméstico y a la progresiva identificación entre las dos entidades. La novela no privilegia un lamento por la inhumanidad de lo humano, ni tematiza un escalofrío ante la imposibilidad de distinción entre lo humano y el cyborg. Como señala Paz Soldán en la contratapa de la novela, en efecto en El púgil se vuelve irrelevante la pregunta. La autoconciencia como característica que divide las aguas entre la máquina y el hombre ha desaparecido de la psique de los

ción de El Eternauta” (Wilson 2009: 19). Oestherheld se presiente en los monstruos mecanoides, invasores del espacio, que recuerdan a los cascarudos de El Eternauta, y aunque el orden se da a la inversa, en la nieve sobre Buenos Aires que hace acto de presencia también en la novela de Wilson. 13. El steampunk, influido de la estética de la ciencia ficción decimonónica, adopta una estética industrial retro en el diseño de objetos y espacios; en este sentido, Art imagina un dirigible en la cúspide del Obelisco, un monumento vuelto engendro mecánico que camina por Buenos Aires.

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personajes, radicalmente puesta en crisis desde el principio. Lo que se sugiere una metáfora de una alienación subjetiva al comienzo de la novela –“Lo de anoche no lo perturbaba (…) ni siquiera sabía con certeza si aquel que lloraba con tanto esmero había sido él o no (…) quizás ahora él era alguien que no conocía su yo de ayer” (Wilson 2009: 15)–, termina literalizándose en unas pocas páginas. El protagonista recuerda vagamente haber tenido una conversación con un antiguo profesor de matemáticas suyo, por cierto chileno, en la que éste introduce la incertidumbre ontológica con nitidez. En el discurso del profesor se cruzan la memoria de un capítulo de Twilight Zone, a cargo de Rod Serling, de la película Blade Runner –hipotexto recurrente en la novela–, con la cita de las leyes de la robótica de Asimov14 o las referencias al test de Turing: Uno de mis capítulos favoritos fue escrito por él, ese sobre la familia y su robot, un robot que se vuelve malo, no sé, de esas típicas historias en las cuales el androide viola su directiva Prima, hueón, la famosa Prime Directive… tú sabes eso de las tres reglas que tienen los androides. (…) En todo caso la Tercera Directiva pasa a ser la única que importa, tiene sentido, ¿no? Digo, hueón, esa es la única directiva que me importa a mí, si en fin somos todos unos androides con cibernética orgánica ¿o no?, en todo caso, yo ni estoy muy seguro de que todos seamos tan autoconscientes como presumimos ser… el test de Turing sería un buen inicio, el hueón se ideó una prueba para discernir la existencia de inteligencia artificial, así tipo el Voight Kampff Test de Blade Runner, buenísima, ¿no?, pero en este caso se pone una máquina supuestamente inteligente en una habitación y un hueón en otra, después un árbitro se comunica con ellos vía teletipo, sin saber cuál es cuál, los interroga por varios minutos… ¿me sigues?… y bueno, al término del diálogo, si el árbitro no puede distinguir cuál es humano y cuál mecánico, se determina que la máquina es efectivamente inteligente. No sé, hueón,… no creo que me haría un test así, qué pasa si me dicen que no soy autoconsciente, ¿qué hago hueón? (Wilson 2009: 30-31).

La cita hace evidente cómo en la novela la posibilidad de la memoria se halla configurada por la cultura de masas. Es sintomático que uno de los pocos recuerdos accesibles para Art sea esta conver-

14. La directiva “que importa” al profesor es la tercera ley de la robótica según Asimov, el principio de autoconservación del androide, siempre y cuando no dañe a otro ser humano y no deba desobedecer a su amo.

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sación plagada de referencias televisivas, para más inri porque ésta tuvo lugar en el set de rodaje de Highlander II15, la secuela del film de ciencia ficción que fue en efecto filmada en Buenos Aires en los ochenta, y además, porque esa memoria resulta literalmente ajena, al ser injertada en la narración en segunda persona por una voz maquínica que emana de la presencia de Hal: Acuérdate, major tom. no tenías respuesta. te alejaste. te asustaste. te sentiste aludido. svss… sí. fue en esa época que dudaste. sí. tu mente titubeó. vacilaste ante el espejo. lo del profe fue inadvertido. pero lo dicho surtió efecto. te alejaste de las luces. aprovechaste el momento. exploraste el sector de rodaje. lo encontraste bárbaro. era un cruce de calles angostas. svss… edificios antiguos. ruinosos. dilapidados. con fachadas negras. cicatrizadas. recubiertas de hollín. esa fue la primera vez que te diste cuenta. que tu ciudad era… distinta. su rostro registraba lo que ocurría. (…) te quedaste observando los edificios. por un rato. svss… de a poco empezaste a sentirlo… te devolvían la mirada. Sí (Wilson 2009: 32).

La posibilidad de concepción del self como un “androide” de “cibernética orgánica” se refracta en cada una de las páginas de la novela, siendo prefigurada desde el inicio, inclusive en el paratexto, un fragmento de la canción “Transmission” del grupo afterpunk británico Joy Division: “Listen to the silence, let it ring on. Eyes, dark grey lenses frightened of the sun. We would have a fine time living in the night, Left to blind destruction, Waiting for our sight”. La cita de la canción, extraída de su contexto, prefigura el argumento de la novela, el plural del yo poético se reproduce en el discurso de la simbiosis posthumana entre Hal y Major Tom-Art, ente plural que también esperará “nuestra visión” (“wating for our sight”) en medio de una “destrucción ciega” (“Blind destruction”), pues literalmente parte de la función que desempeña Art es encontrar dos tubos catódicos que sirvan a Hal de ojos16. Cada refe-

15. Los inmortales, en castellano. 16. Acaso también el estribillo de “transmisión”, no referido explícitamente, puede anticipar el papel de Art en la novela: “Dance, dance, dance, dance to the radio” (Bailar no ya alrededor sino hacia/en dirección a la máquina). La música de Joy Division resulta un elemento clave de la novela (cfr. Brown 2010a), de hecho, como el propio Wilson sugiere: “En un mundo ideal, El púgil vendría con uno de esos viejos walkman que pesaban una tonelada y un casette TDK

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rencia o producto cultural insertados conforman una red tanto interna como externa a la propia novela que lleva a una nube interesantes cruces y conexiones en las que El púgil puede pensarse como un nodo o sample. Vamos a leer cómo los diferentes elementos conectan constituyendo redes de sentido a lo largo del texto, tirando de este hilo inicial. El título de la canción deviene en clave de sentido a lo largo de la narración, sirviendo a la definición de la condición de la existencia del individuo en un universo que es también prefigurado como una transmisión defectuosa –“El puesto callejero aparecía y desaparecía como si su existencia dependiera de una transmisión inestable” (Wilson 2009: 46)–. La canción va y viene en los bucles de la memoria impostada de Art y, antes, se ha refractado en una imagen ecfrástica descrita en los primeros compases de la novela. Se trata del recuerdo por parte del protagonista de un experimento curioso que lleva a cabo una antigua amiga del gimnasio, la producción de una transmisión autorreferente, evocada reiteradamente por el narrador a lo largo del texto. Ese “abismo de Luciana” se vuelve la metáfora que mejor describe la identidad o su vacío: Conectó el aparato a una tele vieja marca Sharp que estaba en el despacho del manager. Al encenderla se podía ver a tiempo real todo lo que entraba en el recuadro del lente. —Pará y pensá (…) ¿qué veríamos si apuntáramos la cámara hacia la pantalla? (…) Luciana dirigió el lente hacia la pantalla. Art se acercó a ella, y desde el borde de su silla vio la imagen. Frunció el ceño, confundido. En la tele aparecía un abismo de luz y sombra, una infinita serie de cuadros, uno dentro del otro… era algo profano. En el fondo del abismo le pareció ver un vacío irrefutable (…) Antes de llevarse la cámara, Luciana le recomendó una película de ciencia ficción, algo sobre una cinta de Moebius (Wilson 2009: 16).

Tanto Art como los personajes aparentemente humanos que pululan por Buenos Aires viven en ese espacio de irrealidad performado por la cultura de masas en que la identidad, como se colige de la

con un mix de Joy Division. Es el soundtrack del Buenos Aires que tengo en la cabeza” (Wilson, entrevista cit. en Brown 2010a: 242). Nótese que la mítica marca japonesa tiene una presencia central en el film Blade Runner, un neón de TDK ilumina la escena final entre Deckard y el Replicante, escena que constituye un hipotexto que se privilegia en momentos clave de El púgil.

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interpretación de esa imagen ecfrástica, no alcanza un suelo estable para articularse, sino que se ve atrapada en una reduplicación ad infinitum del mismo vacío. El caso más obvio es el de Art, que ya parece escindido en origen –el apodo pugilístico “el Brujo” hace pensar de inmediato en esa duplicidad–, se escinde nuevamente en Major Tom, y ambos conectan simbióticamente con Hal. A menudo sin transición, la novela visita el plano de los sueños del protagonista, mediados por la cultura masiva. En ellos Art “prefería citar películas”, pues ello “lo hacía sentirse más entero, más auténtico” (Wilson 2009: 24). Estos sueños siempre tienen lugar en una lavandería, la forma que adopta para Art lo que Eco llamó lo más real que lo real (cfr. Eco 1986) y que, por ello precisamente, deviene en un “refugio vital” (Wilson 2009: 22). La lavandería supone para Art la única imagen concebible de los vínculos afectivos donde, una vez más, los seres humanos –que de partida parecen prototipos– son sustituidos por máquinas no antropomórficas: A Art le reconfortaba que fuesen GE (General Electric), era una marca cómoda, hogareña, le traía recuerdos, más bien cuasi memorias, de una vida de familia, aquel núcleo familiar que todos tienen en alguna parte de la mente, salido de comerciales en que figuran casas grandes, soleadas, gente linda, manteles a cuadros, sábanas limpias con olor a primavera, cereal a-lo-yanqui sobre la mesa, esperando que los niños –la parejita autómata– desayunen mientras el papá lee el periódico y fuma un cigarrillo o una pipa saludable, y la mamá, siempre delgada, joven, sonriente y salida directamente de los recetarios de los años cincuenta, carga la secadora GE, deleitándose como si viviera una especie de orgasmo electrodoméstico. (…) La lavandería era, para él, la manifestación perfecta de los Prototipo, desplazando las figuras humanas por la ternura y el calor abrasador de las máquinas automáticas, enfiladas con disciplina y exhibiendo sus ranuras tragamonedas con patriotismo (Wilson 2009: 22-23).

En “su lavandería” Art vuelve a desear ser otro, “el pinocho futurista de I. A.” (Wilson 2009: 23), la película de “Spielberg a-loKubrick”17 (Wilson 2009: 23). Durante las diferentes variaciones del mismo sueño que reproduce la novela, Art a veces ocupa el pa-

17. En efecto, la película fue producida por Kubrick y partió de un proyecto de él. Kubrick cedió el rodaje a Spielberg, que la concluyó tras la muerte de su amigo.

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pel de David, el niño robot, y emplea levemente modificadas las líneas de diálogo reservadas a él en la escena final de I. A. En otras variaciones del sueño, Art entabla un diálogo con David que exige su participación en su drama cinematográfico. Los sueños circulares de Art recuerdan a las “Ruinas circulares” de Borges, y a su vez a las fábulas circulares de las novelas de Piglia (pienso en el relato “El anillo” de La ciudad ausente 1991), analogías literarias de una cinta de Moebius, otra imagen evocada en la novela, que ilustra el procedimiento constructivo de un relato que progresa en espiral. La invasión de la esfera de realidad o de la vigilia a cargo de los sueños y las ficciones masivas es una constante. La transmisión circular se refracta como vemos en la temática del doble: Art se cruza con otros seres esquizoides, como el Clon de Orson Welles o con los supervivientes de una invasión extraterrestre en curso que se refugian en el interior del inmenso cadáver de lo que parece ser una especie de ballena gigantesca18. Estos últimos matan el tiempo jugando una partida de rol en que adoptan identidades ajenas. Invitado a adoptar una identidad para el juego, Art responde que desea ser “un autómata”. La única relación que entabla Art a lo largo de la novela –que a duras penas podemos calificar de afectiva– distinta de la que establece con Hal, es con la joven Alicia, que lo sigue como si se tratase del conejo blanco del clásico de Carrol. El antropónimo arrastra inmediatamente al inconsciente la figura del conejo, invocado previamente por las referencias de una canción de Echo and the Bunnymen, o por la cita de la línea de diálogo de Morfeo en The Matrix, por boca de Hal19. De nuevo reaparece en la reescritura, en un viejo y sucio cine, de una escena de la película Donnie Darko (2001) protagonizada por Art y Hal, un film donde un siniestro conejo gigante se aparece a un adolescente y lo manipula so pretexto de un inminente fin del mundo por venir. En un determinado momento Alicia cuenta un relato a Art, el único que recuerda, sobre el autor de una serie de novelas gráficas de ciencia ficción que, enamorado de un personaje, inserta en su obra un villano secundario, una suerte de autómata, que le sirve de receptáculo para entrar en las ficciones. Ese personaje se vincula con “el cuarto hombre”, que reaparece en una parábola incompleta, proveniente de la introducción

18. Guiño tétrico al relato popular de Pinocho, también el mito básico del film I. A. 19. “Down the rabbit hole” (44).

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al libro de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, también citada cíclicamente en El púgil. El subtexto, incompleto, también en el original, fabula sobre una sociedad futura donde un hombre se dedica a reparar compactadores de basura. Estaba totalmente perdido el pobre, pasaba días sin decir nada, pero esa mañana se me acercó y me susurró al oído... me dijo... Chino, escucháme... Uno. Había una vez un hombre que reparaba compactadores de basuras, porque le gustaba hacer eso más que cualquier otra cosa en este mundo. Dos. Había una vez un hombre que reparaba compactadores de basuras en una sociedad donde escaseaban materiales para la construcción. La basura debidamente compactada se utilizaba para formar cimientos arquitectónicos. Tres. Había una vez un hombre que odiaba los compactadores de basuras, sin embargo, los reparaba para poder comprarle sedantes a su esposa. Cuatro. Había una vez un hombre que, al rearticular los compactadores de basuras que tanto odiaba, creó una máquina que... Dardo no terminó la frase, una bala inglesa le perforó la tráquea, murió por supuesto, pero por unos instantes la herida tuvo un efecto peculiar. Su voz se había convertido en un zumbido grave... algo curioso... estaba entrelazado con interferencia estática (Wilson 2009: 38-39).

Este subtexto contiene interesantes implicaciones meta-artísticas: refiere a la estética del reciclaje y la variación en la repetición que fundamentan la novela. El fragmento ingresa por vez primera por boca del tintorero japonés que custodia los tubos catódicos de Hal, quien afirmará finalmente: “–Y ahora entiendo… en este momento, en este lugar... Usted es el cuarto hombre. (…) ¡Usted está rearticulando la máquina!” (Wilson 2009: 39). Como tantos otros elementos cruzados, el relato se convierte en clave de sentido. Una nueva versión del “cuarto hombre” acabará con la vida de Alicia en un abrazo fatal, disolviendo al tiempo el estatuto de realidad del personaje femenino, que parece saltar del cómic al espacio narrativo en que tiene lugar esta escena de textura ecfrástica20. El estatuto irreal de

20. Una vez más, anticipada en el relato que le cuenta previamente la propia Alicia unas páginas antes: “–(…) Esa noche, en las oficinas de la editorial, en un sobre sin abrir, estaba el último guión que envió… Ella presiente lo ocurrido. An-

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este personaje incluso parece prefigurarse en la descriptio inicial que lleva a cabo de Alicia el narrador –“sus ojos brillaban de una forma inconcebible… belleza animé” (Wilson 2009: 65)–, situando a Art, que de partida resulta incapaz de concebirse autónomamente, en una disyuntiva falsa: el resto humano independiente de la máquina parece haberse evaporado, y la identidad posthumana es ya la única forma del ser concebible en el horizonte de la novela21. Como en una cinta de Moebius que va incorporando los diferentes niveles de realidad de las ficciones masivas (la música, el cine, la televisión, el cómic) en un mismo plano, los espacios y los tiempos de lo soñado, lo visionado o lo vivido están a la vez dentro y fuera de las esferas a las que en principio pertenecen. La lavandería, por ejemplo, reaparece afuera de sus sueños, en la escena en la que Hal le pide que lo lleve para obtener los tubos catódicos que le servirán de ojos. A ese espacio de ensoñación parece ser enviado de nuevo Art para obtener la última pieza que requiere Hal para completarse, el “protocolo de programación”, la serie de palabras combinadas que en la película de Spielberg se emplea para que el robot “active” un vínculo filial irreversible con su propietario22. En esta última aparición de la lavandería tiene lugar la descripción de una escena que visualiza de forma clara una identidad posthumana leída como distopía: Ve a David. Ve a Alicia. Están tirados en el piso, uno al lado del otro… David boca abajo, Alicia de espaldas. Ella tiene el pecho partido, abierto por el esternón. Una maraña de cable de fibra óptica fluye

gustiada, busca al autómata, lo halla, cegada se lanza llorando a sus brazos… éste, sin pensamiento, de instinto monstruoso y vacío, acaba con ella” (Wilson 2009: 69). 21. Como en algunas otras novelas de la Generación McOndo, pienso, por ejemplo, en Mantra, de Fresán, o Por favor rebobinar, de Fuguet, el cuerpo posthumano no es empleado para mostrar las huellas del trauma colectivo, ni tampoco para denunciar los abusos del poder en el presente, sino que, como sugiere Brown, es centralmente explorado como una realidad que “requires new mythologies and different ways of remembering individual experience” (Brown 2010b: 146). Existen referencias a Malvinas, interesantes de recorrer, pero en este caso aisladas del contexto de la dictadura. La reflexión sobre el trauma colectivo queda en un segundo plano, siendo la crisis identitaria individual la temática principal de El púgil. 22. En la versión en castellano del film recibe el nombre de “protocolo de impronta”.

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desde el tórax de David hasta colmar la abertura en el pecho de Alicia. Se acuerda de las palabras del niño androide… Te haré un corazón mecánico como el mío… Jamás dejará de latir… (…) La cabeza de Alicia gira hacia él. Abre los ojos. Sonríe. Vuelve a soltar una carcajada plural. Abre la boca y le habla. Su voz es la de David… y la de Alicia. (…) —Lo hemos logrado, Major Tom (…) Somos uno… siempre debió ser así. (…) Sé lo que buscas, Major Tom… Alicia ya no existe de esa manera. Ella ahora es Mami y es nosotros… es una madre un hijo (Wilson 2009: 116).

La novela está plagada de imágenes que parecen representar verbalmente viñetas de cómic, en su retórica del exceso espectacular, en las que, a la vez que se visualiza una concepción del cyborg en que se han diluido las posibilidades utópicas entrevistas por la crítica posthumana23, se proyecta una lectura metaficcional. El propio nombre del protagonista –Roque “el Brujo” Art– ya dispara un complejo sistema de referencias culturales, haciendo inmediatamente pensar en Roberto Arlt –cuya obra Los lanzallamas y su protagonista Erdosain son expresamente también referidos en El púgil–; en el personaje de ficción Rocky –“Roque”–; y tal vez en el boxeador pampeano real Juan Roberto “el Brujo” Cabral. El significado del antropónimo “Art”, arte en español, hace ingresar otras significaciones interesantes de explorar, en la medida en que la novela reproduce numerosas imágenes del personaje protagónico (arte) interactuando con máquinas. Leída desde esta clave, la fábula dis-

23. Así, Haraway: “(…) the cyborg appears in the myth precisely where the boundary between human and animal is transgressed. Far from signaling a walling off of people from other living beings, cyborgs signal disturbingly and pleasurably tight coupling” (Haraway 1991: 152); o Hayles, para quien lo posthumano refiere tanto a entidades donde la carne humana se hibrida materialmente con la tecnología como también a configuraciones de la subjetividad humana articulada en simbiosis con las máquinas llamadas “inteligentes”. En ambos casos, el horizonte posthumano no atiende a diferencias entre “bodily existence and computer simulation, cybernetic mechanism and biological organism, robot teleology and human goals” (Hayles 1999: 3). Este modelo contiene un potencial utópico para ambas autoras, en la medida en que pone en crisis los binarismos sujeto/objeto, masculino/femenino, amo/siervo, proponiendo la superación de valores del capitalismo patriarcal. Este potencial ha desaparecido en la novela, donde lo posthumano tal vez se pueda leer desde el zombi. Como sugieren Lauro y Embry, el zombi hace estallar esos mismos binarismos, sin la propuesta de un nuevo horizonte, sino como pura negatividad.

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tópica sobre la disolución de la identidad y la experiencia se revela como un relato sobre las transformaciones de la escritura y la lectura en la era de lo digital. —Únete a nosotros. Éste es tu lugar. Nosotros te amamos. Tú nos amas… Eres la única pieza que falta. Complétanos. (…) Si tan sólo entendieras… esto es lo que buscabas, ¿no? Para eso creaste este lugar, estas máquinas que lavan y secan… para que te brindaran una familia. ¿No es así? La mano del cuerpo de David hace un gesto para que se acerque. Sin entender la fuerza que lo domina, Art obedece, se aproxima. La cabeza de Alicia le susurra al oído. –Ven con Mami. Ven con David (Wilson 2009: 117-118).

El púgil exacerba el procedimiento estético que Jameson había descrito con la noción de pastiche, reelaborado ahora desde una lógica influida de la tecnología digital. El narrador de El púgil parece sentarse a escribir, como el personaje del Clon de Orson Welles, sobre un “cajón de videocasetes” de “títulos amarillentos” (Wilson 2009: 48) de ciencia ficción. Como el engendro del “cuarto hombre”, la novela se construye con elementos accesibles mediante la tecnología de la comunicación digital. El autor es también un “cuarto hombre” que crea una máquina, la novela, en simbiosis con la tecnología. Opera compactando “basura”, cruzando de forma compleja elementos espurios. Algunas de las imágenes en que Art aparece son enormemente ilustrativas de esta simbiosis como condición del arte contemporáneo: —llévame detrás de tus párpados… la lavandería. Sí. Down the rabbit hole… Hal, no creo que func… —no completó la frase. La luz roja de los ojos de Hal se intensificó, la habitación se revistió de un resplandor dantesco. —Está bien, Hal… te llevaré. Abrió la puerta del pequeño refrigerador verde-oliva. Se acostó en el piso boca arriba e insertó su cabeza en el electrodoméstico. Cerró los ojos (Wilson 2009: 44).

La novela de Wilson, escrita desde la conciencia de que la virtualización del espacio y el tiempo es extraordinariamente densa y compleja tras medio siglo de televisión y 25 años desde la popularización de la informática, no toma la cultura de masas como

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un bloque homogéneo sino que es sensible a los “aditivos” de las producciones pop (Fernández Porta 2008) que ingresan en ella. El texto no se reduce a un festival de la cita sino que pone de relieve que todos los relatos contenidos en las ficciones masivas, cinematográficas, literarias, el soundtrack que de continuo resuena en la novela24, están enriqueciendo una historia que se construye según el modelo hipertextual, el de un relato sin un eje central, donde se disuelven las diferencias entre el texto y los diferentes hipotextos, incorporados como parte del mismo. O mejor, donde los hipotextos se enfundan el relato principal configurando un híbrido que conecta con la temática diegética del cyborg. Wilson vuelve obsesiva la pregunta por dónde acaba la novela y comienza su entorno, en la senda de las sugerencias de Michel de Certeau y, antes, de Borges, entre otros, para quienes el uso de un objeto implica una operación interpretativa y de transformación25. La novela de Wilson privilegia el procedimiento menardiano de la rescritura en la variación desde la “conciencia mediática” (Paz Soldán/Castillo 2001) de lo digital, donde los diferentes subtextos y referencias van tejiendo el relato de un mismo vacío, enriqueciendo el sentido de la historia. Dejados caer en la narración, la mayoría de las ficciones y referencias culturales ajenas conservan la matrícula que permite hacer imaginariamente un click y acceder al enlace que nos sitúa ante añadidos multimedia en un namedropping, de gusto kitsch (cfr. Fernández Porta 2007), que convierte a la novela en una superposición de estratos que a su vez remiten literalmente a otros discursos y producciones culturales. El púgil es un palimpsesto que vuelve obvias las referencias, tal vez porque se autoconcibe como un cibertexto, un interfaz en que el lector juega un papel activo (cfr. Aarseth) en la medida en que prefigura el acto de la lectura junto a un ordenador con conexión a Internet26.

24. Fundamentalmente Joy Division, David Bowie, Radiohead, Echo and the Bunnymen y diferentes bandas sonoras de filmes de ciencia ficción, como las de 2001 y Donnie Darko. 25. Nos referimos a la noción de “habitar la cultura” que propone De Certeau en La invención de lo cotidiano, y por supuesto al texto “Pierre Menard autor del Quijote”, de Borges. 26. Andrew Brown ha sugerido esta idea en su acertado análisis de la obra: “El púgil funciona como un procesador de textos culturales en que canciones, películas y novelas entran en el texto y, a través de las combinaciones y alteraciones,

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El púgil supone un palimpsesto que modifica también sus referentes culturales. El ejemplo más osado radica en la rescritura del final de I. A. cruzado con escenas que a su vez remiten a la película Donnie Darko, que Wilson acomete, con la literalización del fragmento del guión puesto en boca de David que deviene en la operación quirúrgica antes citada y la posterior ejecución del protocolo, ante la pantalla de un cine, donde el papel del ser artificial no lo interpreta el refrigerador, sino, como sospechábamos, el propio Art. Wilson pareciera ser el productor de su novela proponiendo a Richard Kelly el rodaje de la película de Spielberg (y tal vez concediéndole alguna colaboración a Cronemberg). La figura del cyborg acaso también sirva para definir el tipo de narrador que la novela construye27. En cualquier caso, las transparencias metaficcionales de esta atracción por la tecnología a cargo de la escritura concluyen en un horror tecnofóbico: —Únete a nosotros. Éste es tu lugar. Nosotros te amamos. Tú nos amas… Eres la única pieza que falta. Complétanos. (…) Si tan sólo entendieras… esto es lo que buscabas, ¿no? Para eso creaste este lugar, estas máquinas que lavan y secan… para que te brindaran una familia. ¿No es así? La mano del cuerpo de David hace un gesto para que se acerque. Sin entender la fuerza que lo domina, Art obedece, se aproxima. La cabeza de Alicia le susurra al oído. –Ven con Mami. Ven con David (Wilson 2009: 117-118).

Las imágenes de híbridos ciborguianos, leídas como parte de la reflexión por la crisis de la identidad subjetiva que tematiza la novela, proyectan en último término un sentido siniestro, pero leídas como metáforas del gesto artístico, plantean una reflexión por la

(…) a través de los mashups, produce narraciones que son a la vez conocidas y completamente nuevas” (Brown 2010a: 243). 27. Una voz narrativa que en ocasiones adopta como gesto estético la representación simbólica deficitaria típica de los robots –“Pedazos de concreto se desprendían de las paredes, el estruendo era ensordecedor y constante, agua cubría su cuerpo acostado” (Wilson 2009: 121)– o, como le ocurre a la memoria de Art, se ve saturada de referencias masivas: “De pronto el viejo tintorero enloqueció… Era Akira, era Kill Bill era Kwai Chang Caine era Kato era una fiera, un Bruce Banner emputecido con una espada samurái en la mano” (Wilson 2009: 40).

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condición de una escritura que no puede hacer otra cosa que imponerse el trabajo –manual, físico, primitivo– con los materiales procedentes de la máquina del capitalismo tardío. El trabajo de Art sobre su refrigerador persiste, en medio de la noche, durante un “apagón masivo”, que afectó a los individuos “perdidos sin sus ciberespacios y sus radioelectrodomésticos” (Wilson 2009: 41). La adopción de un lenguaje, aun a riesgo de acometer este trabajo, insomne y heterónomo, con la tecnología, es el único modo de supervivencia imaginable desde la escritura, la única alternativa al silencio: Y si uno, por alguna razón, estuviera despierto a esa hora, parado en cierto balcón de cierto edificio y estuviera mirando las siluetas negras de los edificios que abarcaban el horizonte, uno podría ver que hacia el oriente había unos departamentos ruinosos y que en uno de esos departamentos se iluminaba una pequeña ventana… un leve resplandor palpitante. Uno podía llegar a imaginarse que en esa habitación había un púlsar diminuto… un púlsar inteligente que deseaba comunicarse a través del universo negro de la ciudad.Y si uno pudiera asomarse a esa ventana, vería que ese púlsar era, de hecho, la llama del soplete que Art le aplicaba a la puerta de Hal, cuidadosamente fundiendo aberturas simétricas en el armazón de aluminio verde oliva (Wilson 2009: 41).

La novela proyecta la idea de una cultura conformada por samples infinitamente combinables, donde cada obra particular conforma un itinerario que toma en serio el pop como tradición cultural (Fernández Porta 2008: 10). La estética de El púgil conecta en cierto modo con la detournement situacionista, y hace pensar en algunos procedimientos ensayados por el arte de la postproducción: donde ya no se trata de lamentarse “porque ya todo ha sido hecho” sino de inventar “protocolos de uso para los modos de representación y estructuras formales existentes” para acabar construyendo “recorridos originales entre signos” (Bourriaud 2007: 14)28. El novelista en

28. La cita de Bourriaud corresponde con su definición del concepto de postproducción, si bien habría que precisar que el término, acuñado para referir a la obra de, fundamentalmente, artistas plásticos, no casa completamente con el proceder de Wilson en la medida en que los materiales hipotextuales, a pesar de la saturación intertextual, siguen integrándose en el diseño de un relato organizado por un individuo único, por lo que se mantendría una noción de autoría pese a su puesta en crisis o su difuminación fruto del impacto de nuevos modos de escritura afectados por la tecnología. No obstante, la poética del re-

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este sentido, como les ocurre a las figuras del DJ, el internauta y el artista contemporáneo de la “postproducción”, deviene en un “semionauta” (Bourriaud 2007: 15), un navegante de los signos que trabaja con los paisajes culturales de la saturación mediática, toda vez que ha desaparecido del horizonte artístico todo vestigio de una realidad ajena al simulacro, siquiera como idea o ficción mantenida en el inconsciente. En este punto conectan la problemática central tematizada en la diégesis –la identidad cyborg–, con el procedimiento escriturario y la lectura metaficcional también presente en la novela: la cibertextualidad implícita en El púgil nos transforma también a sus lectores en sujetos posthumanos en simbiosis con la tecnología29. Las referencias de la cultura global que emergen de ese abismo televisivo autorreferente del que parecen surgir las memorias de Art son también las nuestras: ahora, más allá de las metáforas, eternamente disponibles online ante la mirada.

Conclusiones Como he tratado de mostrar, en ambas novelas –desde un paradigma genérico realista en Neuman, y desde la ciencia ficción/cyberpunk en Wilson– la tecnología funciona como agente clave en la disolución del espacio cartesiano, la identidad o la experiencia comunitaria, vinculada a la posmodernización de la cultura bajo el capitalismo tardío, pero también en la reapropiación de la tecnología por parte de estas novelas puede leerse un costado utópico. Si, como sugieren Hardt y Negri, las máquinas no son sino “herramientas biopolíticas desplegadas en regímenes específicos de producción”

ciclaje de Wilson se espejea en ese arte de la postproducción que llevan a cabo artistas contemporáneos como Rikrit Tiravanija o Jorge Pardo en obras que estudia Bourriaud (cfr. Bourriaud 2007: 8-9), como ellos, Wilson también se impone la tarea de seleccionar objetos culturales que son insertados en un contexto definido, en su caso la trama de la novela. 29. La cibertextualidad se vuelve explícita en la literatura hipermedia, que llevará, según sugiere Chiappe, a nuevas formas de lectura: “We can imagine the reader of the future as a modern DJ. Not the classic disc-jockey who chose records and broadcast them without a pause, but one who now alters recorded comercial music, composing his or her own songs in so doing” (Chiappe 2007: 223).

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(Hardt/Negri 2005: 425) facilitando ciertas prácticas e impidiendo otras, la reapropiación y el juego con la tecnología que llevan a cabo estas novelas constituyen prácticas que invitan a pensar en una posible “reterritorialización” (Hardt/Negri 2005: 426) que confiere a la literatura un papel valioso aún en la vuelta del milenio: ambas novelas suponen dos esfuerzos por explorar la tecnología de la comunicación contemporánea en tanto archivo de realidades simbólicas para referir las transformaciones de la vida cotidiana, concibiendo la miscelánea de ficciones accesibles en red como un cajón desastre de recursos expresivos para apresar, o mejor, para conectar, en un lenguaje adecuado, con nuestro presente.

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IV Formas de narrar el mercado: antologías, editoriales y premios literarios

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De antología: resistencias, hispanismos, puentes y cuentos transPABLO BRESCIA University of South Florida

“Son los escritores hispanoamericanos mismos los que muchas veces se han declarado a favor de un contrato de trabajo que no beneficia, que explota a la literatura, en nombre de la obligación moral de los escritores de reflejar –de preferencia combativamente– la realidad de sus respectivos países”. (ENRIQUE LIHN) “El cuento es el género emigrante por excelencia. Se infiltra a través de los territorios lingüísticos más extraños, a través de los orbes culturales más dispares”. (RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL)

Donde hubo fronteras cenizas quedan Cada cierto tiempo, el decir de la literatura reactiva la dicotomía local-nacional vs. universal-mundial, tomando las correspondientes formas de la contemporaneidad. Desde fines del siglo y del milenio

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pasado, diversos discursos sociales y culturales vienen insistiendo sobre la supuesta disipación de fronteras y la globalización de territorios, consumos, gustos y estéticas. La heterogénea plasmación de la identidad de una cultura/nación/región determinada supuestamente se contrapone a la idea de una homogeneidad de prácticas individuales y colectivas en esta época. La literatura latinoamericana no ha sido ajena a este fenómeno, tanto es así que pareciera que deberíamos colocar el término entre comillas o en cursivas. Reparemos brevemente en dos ejemplos que, desde ángulos diversos, analizan el estado de la cuestión –la cuestión es la literatura latinoamericana– llegando a conclusiones parecidas. Desde su ensayo en Palabra de América (Cabrera Infante 2003), Jorge Volpi, uno de los referentes más reconocidos y premiados de los escritores nacidos en los sesenta, viene anunciando el fin de la literatura latinoamericana. En su reciente libro El insomnio de Bolívar (2009), se pregunta si el concepto de América Latina ya no es más que un “cadáver insepulto” e identifica cuatro síntomas: el fin de las dictaduras, el fin del realismo mágico, el fin de los intercambios culturales (¿?) y el desinterés del resto del mundo por la región (Volpi 2009: 56). Desde una visión menos apocalíptica, también reflexiona sobre este tema el crítico Gustavo Guerrero en un artículo del mismo año en el que afirma que los referentes ideológicos y culturales latinoamericanos ya no son los de antaño; esta categoría estaría entonces en un proceso de redefinición: en lugar de aquellas visiones totales –que, en el fondo, y como vectores de metarrelatos, siempre fueron parciales– habrá que acostumbrarse ahora a los pasajes segmentados que elaboran las comunidades en la red o a las arborescencias que resultan del modesto ejercicio de discernir fragmentariamente entre un puñado de obras y autores esos rasgos de un aire de familia que varían de individuo a individuo y que ninguno consigue agotar o resumir (Guerrero 2009: s. p.).

Estos juicios no son prescripciones, sino más bien síntomas de un fenómeno proveniente no sólo de la propia producción literaria de los creadores sino de un posicionamiento ante al mercado de bienes culturales en los comienzos del nuevo siglo-milenio. Se sabe que desde los años setenta el mapa clasificatorio de la literatura latinoamericana se ha hecho mucho más complejo y difícil de simplificar en torno a ismos. Lo que aún permanece es la función-autor en algunos nombres importantes, incluidos los sobrevivientes del

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boom. Continuando una línea iniciada en un artículo anterior1, quisiera detenerme en una muestra de antologías de cuento hispánico de la primera década del siglo XXI para, desde sus prólogos, notas e introducciones, examinar qué elementos destacan en una literatura que se propone panhispánica y transatlántica2.

Resistencias (pequeñas) Algunas antologías intentan ser un florilegio; otras, el testimonio de una generación; otras quieren dar noticia de la novedad; todas, explícita o implícitamente, trabajan con cierta idea de lo literario y proponen (o se proponen) intervenciones en el campo. De las muchas antologías de cuento que reúnen a narradores latinoamericanos publicadas en los últimos veinte años pueden mencionarse como influyentes McOndo (Fuguet/Gómez 1996), Líneas aéreas (Becerra 1999), Se habla español (Paz Soldán/Fuguet 2000), Bogotá 39 (Tamayo 2007) y El futuro no es nuestro (Trelles Paz 2009). Todas –incluida la cuarta, que tiene un prólogo muy breve pero, como diría Borges, discutidor– proyectan una estética, aun cuando renuncian a tal propósito (se puede ver en McOndo).Y ninguna presta atención especial al género literario que las cobija. Por esta razón, merece un párrafo aparte (en realidad, un estudio aparte) la geografía del cuento que, desde España, coordinó el premiado argeñol –nacido y criado en Argentina y crecido en Granada– Andrés Neuman. Pequeñas resistencias fue publicada durante el primer lustro del siglo XXI por Páginas de Espuma, editorial reconocida por su afición al género breve, en un intento de construir un puente transatlántico y transhispánico en cuatro entregas. Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español (2002) contiene tres elementos clave para la apreciación crítica y el posicionamien-

1. Brescia (2010). 2. Hay muchos artículos sobre la “nueva narrativa” latinoamericana que han aparecido en revistas culturales y periódicos en España y América Latina. Entre ellos, sobresale el dossier de Quimera titulado “Las dos orillas: la nueva literatura transatlántica” (2004). La crítica de corte académico, en comparación, se ha demorado en evaluarla. Saludables excepciones son los trabajos de Wilfrido Corral (2005, 2006), trabajos colectivos como Montoya Juárez/Esteban (2008): Entre lo local y lo global. La narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (19962006), y los libros de Diana Palaversich (2005) y de Jorge Fornet (2007).

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to en el campo: un manifiesto, la sanción de una figura reconocida en el género –José María Merino–, y el trabajo de selección y edición de un joven escritor que ya para ese entonces había dejado de ser promesa y se había convertido en realidad –Neuman–. Este primer volumen también incluye poéticas de los participantes sobre el cuento, honrando así una tradición reflexiva muy propia del género, especialmente en Latinoamérica, desde Horacio Quiroga hasta Ricardo Piglia, e incluyendo al mismo Neuman. Aunque ya va siendo tiempo de ocuparse de analizar los cuentos y sus propuestas, en este espacio me interesa analizar lo que dicen/ piensan Neuman y Merino. El manifiesto se titula “La rebeldía breve” y no sorprende que se inicie una vez más con la comparación entre la novela y el cuento. Lo que sí salta a la vista es que el contraste se haga en términos de mercado: “Las novelas –aunque no todas– venden más”, dicen los que se manifiestan (Neuman 2002: 7). Pareciera un eco anacrónico del conocido reparo de Edgar Allan Poe, aquello de que resulta ridículo determinar el valor literario por una mera cuestión de cantidad de páginas. Lo cierto es que esta antología se queja de la maquinaria literaria en España (editores, distribuidores, reseñistas) por lo que denomina “la oficialización de la –supuesta– inferioridad del cuento” (Neuman 2002) y esto es una señal inequívoca de lo atentos que están los escritores a los dispositivos de esta maquinaria. Merino, cuentista de fuste y también antólogo, define al género como “intensidad inversamente proporcional a extensión” (en Neuman 2002: 11). Luego pone el acento en lo que nos interesa: la trascendencia de fronteras que marquen diferencias entre lo español y lo latinoamericano, lo que permite, según él, “jugosas comparaciones” (en Neuman 2002: 12). Y esto es una voluntad explícita de la antología: revisando el índice, aunque se desdigan de cualquier origen nacional, pasan como españoles Rodrigo Fresán (argentino de nacimiento), Fernando Iwasaki (peruano de nacimiento), Juan Carlos Méndez Guédez (venezolano de nacimiento) y hasta el mismo Neuman. Merino concluye su intervención con un ataque frontal al lector de novelas (o de cierto tipo de novelas) y atribuye la poca lectura actual de cuentos a la (mal)formación de lectores dóciles que aspiran al entretenimiento. Así, el cuento aparece como un género difícil, demasiado exigente o literario para el presente. Como cierre de estos prolegómenos, Neuman detalla los criterios de selección: escritores menores de 40 años con un libro publicado, “buenos cuentos y cuentistas” (Neuman 2002: 17), quince páginas de límite, justificación de la inclusión de las poéticas individuales, plu-

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ralidad de lenguas y orígenes, brevedad y justificación de la autoinclusión en términos de compromiso con la empresa. Significativamente, tanto el manifiesto como la última nota de Neuman emplean la palabra militante (“desgraciadamente, al cuento le hacen falta militantes”; “toda antología de cuentos es un acto militante”; 2002: 8 y 18), señal de la importancia de la intervención política en el campo literario para aquellos que están incluidos en el libro. En la nota introductoria a Pequeñas resistencias 2. Antología del cuento centroamericano contemporáneo (2003), Neuman vuelve a hablar del “carácter militante” de esta colección, lo cual explica su resistencia, y subraya un aspecto clave para nuestra pesquisa: “Nuestro razonamiento era: si alguien vive, lee y publica en un país, ¿puede ser acaso un autor extranjero?” (2003: 8). El antólogo de este segundo volumen es el escritor Enrique Jaramillo Levi, quien realizó una enjundiosa tarea de investigación, plasmada en un extenso prólogo. Las diferencias con la versión española (y con las que siguen) no podía ser más marcada. Los criterios de calidad se anuncian similares, pero el radio geográfico inevitablemente abarca seis países y se amplía también la cronología –son los últimos cincuenta años–. En principio, la perspectiva de un escritor que se aboca a la historia del género podría ser beneficiosa e iluminadora, pero el resultado es algo anacrónico y desfavorece un tanto los objetivos del proyecto. El género cuento tiene su propia historia y derrotero en el continente; Jaramillo Levi parece sentir ese peso y por ende se remonta hacia los “Orígenes del cuento en Hispanoamérica”, segunda sección del prólogo. Muestra sus conocimientos –a pesar de que mencione a Ernesto Sábato, que no era cuentista–, cita a algunos de los críticos que han estudiado el género, y se concentra en un recorrido histórico por el cuento centroamericano, a veces mencionando libros sobre la novela y relevando ese género distinto3. La división por países y el profuso listado de nombres y fechas dan una perspectiva contrapuesta con ese aire de renovación que proponía la primera entrega4.

3. Si bien puede argüirse que en muchos momentos el cuento y la novela van de la mano en su trayectoria en Latinoamérica, también puede plantearse la noción de que el cuento propone un viaje independiente de la novela, muchas veces adelantándose a los procedimientos que luego serán considerados novedosos en ese género más extenso. 4. La última historia del cuento latinoamericano con ánimo abarcador es la de Leal (1966). Hace 45 años que no tenemos una historia del cuento latinoame-

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Si se pone el acento en la voluntad dialógica intrarregional y transatlántica, ese aire se estanca. Hay generalidades –entre los criterios de selección está la “variedad temática [y] formal” (Neuman 2003: 9)–; hay escasas menciones a España, salvo al pasado colonial; se habla de Centroamérica como una región con rasgos históricos en común –pero, ¿y los literarios con respecto al cuento?–; y, en lo que pareciera desafiar la intención del proyecto de las resistencias, se le pide a los textos “representatividad literaria y nacional capaz de proyectar la literatura centroamericana en otros ámbitos, sobre todo en España (por ser esta una publicación española)” (2003: 9). O sea, ¿la esencia nacional sigue importando, después de tanta proclama en su contra? Un equipo de antólogos se encarga de Pequeñas resistencias 3. Antología del nuevo cuento sudamericano (2004). La nota introductoria está a cargo del director de Páginas de Espuma, Juan Casamayor. Una vez más, se alude a la “militancia” de Neuman (2004: 11) con respecto al proyecto y al desapego por la nacionalidad como criterio; también se reafirma la voluntad de hacer una “obra de cuentistas realizada por cuentistas” (2004: 13). La cartografía del cuento asume su eclecticismo con un prólogo con “Nueve preguntas para nueve países” (no se especifica quién hizo las preguntas), que se plantea como una conversación escrita. El resultado es interesante. En torno a la pregunta sobre rasgos regionales en común en torno al cuento, Juan Carlos Chirinos (quien se ocupa de Venezuela), habla de permeabilidad; Millia Gayoso (quien antologa Paraguay) sorpresivamente señala el cuento como “eco de las voces silenciadas” (en Neuman 2003: 17); Juan Gabriel Vásquez (quien reunió los textos de Colombia) desdeña el decálogo de Quiroga (erróneamente, creemos), y Neuman (quien agrupó los cuentos de Argentina) señala pertinentemente tres factores: el Modernismo como origen histórico, la proclividad hacia lo fantástico y Borges. Significativamente, cuando se habla del canon de la región se menciona a cuentistas que no pertenecerían a ella (Rulfo, Monterroso), lo cual vuelve a plantear la idea de la poro-

ricano de perfil académico. Lo que sí ha surgido, sin embargo, es otro fenómeno: el de las antologías. Éstas, tantas veces armadas con propósitos didácticos y de divulgación, han cumplido la función de hacer la historia reciente el género. Para el siglo XX, se destacan los trabajos de Oviedo (1989 y 1992), Ortega (1989 y 2001 [1997]) y Burgos (1997).

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sidad de fronteras. Todos defienden la autonomía del cuento y es otra vez Neuman el que propone los juicios más sugerentes: “Quizás el cuento tenga un extremo clásico (que tira del texto pidiéndole estructuras redondas y facturas cerradas) y otro extremo insurrecto (que obliga al cuento a entrar en mestizaje y a hacer de su brevedad un desafío al lenguaje)” (2004: 9). Se reconoce la impronta teórica en torno al género, se habla de los temas de la época –cierto realismo, cierta representación de los medios audiovisuales– y se pasa revista a los cuentistas esenciales en la historia literaria de cada país. Examinar los avatares editoriales con respecto al género arroja algún que otro resultado sorprendente: se menciona el respeto que existe por esta especie en Perú, antologado por Carlos Dávalos; en Ecuador, seleccionado por Xavier Oquendo; y en Venezuela, por ejemplo. Casi todos los antólogos descartan definir una nueva generación de cuentistas en sus respectivos países. En esta conversación entre escritores que fungen de lectoreseditores, surgen tres líneas de fuerza con respecto a los temas que venimos tratando. En primer lugar, hay una conciencia de la historia del género mediante la cual los antólogos reconocen las fuentes tanto locales como universales, apuntando a una idea de tradición de escritura imbricada a diversas tradiciones de lectura. En segundo lugar, hay en todos ellos un posicionamiento en torno a la evidencia de la relación entre el género y lo social: en Uruguay (cuyo antólogo es Gabriel Peveroni), en Perú, en Bolivia y en Ecuador pareciera que ha mermado significativamente (Oquendo denuncia una pobre “globalización temática”; 2004: 34); no es el caso de Paraguay y de Venezuela. Las posturas de Neuman y Vásquez al respecto vuelven a resultar interesantes. Frente a la supuesta despolitización de la más reciente generación de escritores argentinos, Neuman habla de un cambio de lenguaje, “del discurso social al la parábola íntima” (2004: 35). Por otra parte, las apreciaciones de Vásquez sobre la teoría del género, sin ser originales, proponen un punto de partida para la discusión: siguiendo a Frank O’Connor, indica que el cuento se presta más “para tratar al individuo solitario, desprendido de todo marco social” (2004: 36). Por último, al tocar el tema de los intercambios culturales entre países, la función de las editoriales vuelve a tener protagonismo. Max Valdés, antólogo de los cuentistas chilenos, denuncia una homogeneización que supedita lo literario a lo comercial; Neuman vuelve a colocar a España en el centro del escenario: a pesar del supuesto borrado de las fronteras, sigue habiendo desconocimiento entre pares aunque muchos se sientan in-

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tegrantes de un “Mercosur sentimental” y en esto, según Neuman, “España está cumpliendo una doble función editorial: hace de obstáculo y de puente, de fiscal y de intermediario” (2004: 38). Las Pequeñas resistencias 4. Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño (2005) agrupan zonas muy disímiles entre sí, como lo son México, el Caribe y Estados Unidos. En la “Travesía final”, Neuman vuelve a la noción de la discriminación editorial y crítica en torno al cuento y resalta las virtudes del proyecto, que termina siendo “[u]na suerte de mapa instantáneo para perseguidores de cuentos” (2005: 13). Los antólogos son, para esta entrega, Enrique del Risco (Estados Unidos), Ignacio Padilla (México) y Ronaldo Menéndez (Caribe). Resulta llamativo que cada prólogo tenga un título. En “Antología profética (de cuentos)”, Del Risco aprovecha el 11 de septiembre y el famoso “todos somos americanos” de Le Monde para hacer un parangón y declarar que, más allá de que el español siga siendo marginado en Estados Unidos, los alcances de la multiétnica cultura norteamericana son tantos que podría empezar a hablarse de una tradición literaria norteamericana en español desde los tiempos de Cabeza de Vaca. El antólogo propone despegarse de lo identitario en términos nacionales y atender a los procesos culturales porque “la experiencia norteamericana no es otra que la experiencia de la modernidad llevada a sus límites entre el furor tecnológico y aquella tumultuosa desolación tan bien retratada por el pintor Edward Hopper” (en Neuman 2005: 13). Para ello, dice Del Risco –y pareciera enlazarse con los juicios de Vásquez– el cuento es vehículo ideal, proponiendo nuevos mundos de la imaginación donde el territorio no admite alambrados nacionales5. En “El viaje y el rito”, Padilla identifica el cuento latinoamericano como una fuente inagotable y central para la narrativa mexicana y habla de una generación, la suya, que pasa por el cuento en la escuela y se nutre de la televisión, el rock y el cómic, medios que comparten más de un rasgo con el género. También atiende a la realidad editorial que otros han mencionado: los lectores (¿quiénes serán?) prefieren biografías y novelas. Padilla hace un diagnóstico peculiar sobre esta cuestión en el campo mexicano: el cuento, según él, se ha ajustado a esa reali-

5. Nota de aclaración: como escritor, participé tanto de Se habla español como de la cuarta entrega de las Resistencias.

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dad de una manera tal que sufre de “esquizofrenia estilística” (en Neuman 2005: 21), los libros han perdido la unidad de una obra –un requisito discutible a todas luces, creemos– y los cuentos se parecen a las novelas. Para reunir a sus cuentistas, Padilla echa mano de los conceptos del viaje (por la literatura, hacia lo humano) y el rito (la repetición de los actos) y concluye que la única patria de estos cuentistas mexicanos es la lengua (en Neuman 2005: 24). Finalmente, Ronaldo Menéndez, en “Como la mala hierba”, detalla los criterios forzados de la antología (geográficos, socioculturales, cronológicos) para hablar del “inclusivismo múltiple” (en Neuman 2005: 25) del Caribe que trasunta ciertas certezas: detrás del “espejismo de la unidad sociocultural” de la región (en Neuman 2005: 26), tal vez haya algo más profundo; la idea de generación apunta a los postguevaristas que reniegan de la identidad nacional; y el ser autores publicados da una mínima garantía de calidad literaria. Finaliza Menéndez anotando tres rasgos en estos cuentistas: vocación leve de experimentación y universalidad; componente político alejado de la denuncia y huida del folklorismo representativo. Esta última entrega del proyecto es la más desconectada entre sí; no hay diálogo entre los prólogos y es problemático justificar por qué se reunieron regiones tan disímiles a no ser por criterio editorial. Aun aceptando la idea de una experiencia globalizada de la modernidad, resulta difícil creer que los escritores que provienen del Caribe apelan a los mismos referentes culturales que los mexicanos. De todas, tal vez Estados Unidos sea la región más desterritorializada, en términos de Deleuze y Guattari; el imaginario nacional de EE UU es fuerte, pero el escritor que escribe en español desde ese territorio no lo siente suyo (o tan suyo), y esa saludable distancia le permite ser irreverente, como diría Borges, con las tradiciones. No obstante, en los tres prologuistas se advierten coincidencias en su lectura de los cuentistas reunidos: un desapego por la correlación nación/región-representatividad temática; tendencia a la “universalidad moderna del idioma”, como dice Padilla (en Neuman 2005: 23); y, frente al peso de lo público, registro de lo subjetivo.

La tarea (que nos espera) Hace muchos años, el crítico Emir Rodríguez Monegal, a propósito del tema del realismo mágico, había dictaminado que estábamos

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ante un diálogo de sordos. Ciertamente, y con respecto a nuestro tema, es tentador sucumbir a este dictamen a pesar de las excelentes intenciones de las Pequeñas resistencias. El principal objetivo de una antología es dar a conocer, y esto se cumple con creces. También se configura un mapa panhispánico del cuento en estos días. Hasta allí llegarían los aportes de estos libros. Porque, diría un abogado del diablo, hay demasiada ignorancia (en el sentido más neutro de la palabra): el terreno es inabarcable, se publica mucho, quién sabe cuánto se lee o quién lo hace, los libros no llegan, etc., etc.6. Pero no sucumbamos al facilismo de concebir la literatura ora como utopía privada (lo es, en parte), ora como conciencia pública (lo es, en parte) y quedarnos empantanados. Ante los ejemplos que contrarrestarían cualquier tentativa teórica, tampoco caigamos en la pereza intelectual de partir desde la aparente imposibilidad. Solamente con la lectura de las páginas de introducción a estas antologías pueden identificarse patrones e incluso elementos en tensión para pensar en la literatura pan y transhispánica a través del prisma de la resistencia. Dejo anotados algunos de ellos: (1) La resistencia se vincula con la militancia tan socorrida en las introducciones a estos volúmenes. Esta voluntad de entrometer al cuento en el mercado editorial es significativa; por todo el prestigio del que goza la novela, causante de algunos ataques al lector –que nos parecen poco efectivos como herramienta crítica–, el cuento, no obstante, goza de buena salud y vive y vibra precisamente en las antologías (cf. el listado en la tercera página). Lo que parece difícil de publicar son libros de cuento de autor y esto obliga a los cuentistas a convivir en pluralidad con otros y a replantearse la idea de una obra, en términos de extensión determinada, de una voz que necesite varias iteraciones para ser reconocida. El cuento tiene fervorosos escritores y fervientes lectores –lo que más se vende no es lo que más se lee o, al menos, lo que mejor se lee–. (2) La resistencia se intensifica al tratar con en-

6. No son sólo los escritores quienes se quejan de la poca conexión entre orillas. En el número de la Revista Letral dedicado a la literatura transatlántica (2010), el editor Manuel Borrás, de la editorial Pre-Textos, admite: “Pese a este esfuerzo aunado de jóvenes poetas y editores sensibles a lo americano, creemos que ya adentrada la primera década del siglo XXI aún sigue perdurando si no tanto desconocimiento, sí idéntica desconfianza y en consecuencia falta de fluidez en la información entre ambas orillas” (Borrás 2010). Nótese el desplazamiento del desconocimiento a la desconfianza.

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casillamientos geográficos o identidades nacionales o continentales. Salvo en el caso del segundo volumen, en estas muestras la literatura vinculada al ser nacional es un concepto en franco declive y, en cambio, los procesos culturales (como la modernidad o la posmodernidad) adquieren mayor relevancia para el análisis. Sin embargo, este fenómeno de ampliación de fronteras, de desarraigo ¿feliz? si se quiere, deja al descubierto ciertas tensiones: en varios prólogos se reconoce la tradición cuentística nacional y continental latinoamericana; la relación España-América –tan importante en Sor Juana y el Siglo de Oro español, en el Modernismo y la generación del 98, en los intercambios transatlánticos provocados por la Guerra Civil– sigue quedando en deuda, ya que pocos escritores latinoamericanos se reconocen lectores de sus pares españoles actuales; e incluso las mismas antologías en su clasificación parecen sentir una nostalgia por lo regional. (3) Si la patria es la lengua –una idea que merece ser debatida– y lo que une estos textos es cada vez más el idioma y cada vez menos la procedencia ligada al estereotipo nacional, también, desde estas resistencias, puede argumentarse que la patria es el género. Los antólogos identifican la fuerte tradición cuentística latinoamericana y mundial, reconocen la historia del género y algunos (Neuman/Vásquez), con sólidas bases, teorizan sobre él, liberándolo de aquella “obligación moral” de la que hablaba Lihn en el primer epígrafe de nuestro trabajo para poder “infiltrarse”, como quería Menéndez Pidal en el segundo epígrafe, en el drama individual y colectivo. Es relevante destacar que esto ocurre en una época supuestamente post-genérica; sin embargo, la forma del cuento resiste. Enraizado en la tradición pero atento al cambio, el cuento bien puede ser un lugar privilegiado donde se condensan las tensiones de los procesos constitutivos de la literatura actual. Si nos queda tarea por hacer, quisiera concluir estas reflexiones con un llamado a la construcción de otro puente: aquel que una en sus lecturas a escritores y críticos. La conciencia de que estas pequeñas resistencias se hicieron desde los cuentistas es clara; en vez de América para los americanos, el cuento para los cuentistas (lectores y escritores). Bien. Pero no olvidemos que muchos de ellos –lectores y escritores, también– ejercen la crítica, cultural y académica. En la historiografía literaria hispánica existen sobrados ejemplos de lecturas transversales, transatlánticas. Recientemente, el grupo de trabajo liderado por Julio Ortega ha producido libros de interés. Es de lectura obligada el artículo de Ricardo Gutiérrez Mouat sobre globalización, cosmopolitismo y latinoamericanismo, que propone releer no sola-

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mente textos recientes a partir de conceptos como la ética, la repatriación, el destierro y la migración, amén de citar los valiosos aportes de Kwame Anthony Appiah, Edward Said, Christopher Domínguez Michael y Fernando Rosenberg sobre el tema. También destacan los aportes de Jorge Carrión sobre el viaje y las estructuras culturales de intercambio entre España y Latinoamérica y de Vicente Luis Mora sobre las lecturas que hacen de Borges los narradores españoles actuales. Y sería fructífero agregar a este debate el volumen América Latina en la “literatura mundial” (Sánchez Prado 2006) que trabaja muchas de las cuestiones de las que venimos hablando a partir de los conceptos de La república mundial de las letras (2001), de Pascale Casanova, y los artículos de Franco Moretti sobre el tema7. Si los escritores son hijos o sobrinos –directos o no tanto– de sus rutas de lecturas, también tienen en sus genes la huella de sus arraigos y nomadismos, sus relaciones personales, sus retroalimentaciones locales y globalizadas, hispanas y mundiales. Quizá ese código genético esté cifrado en algún cuento que alguien tendrá que contar.

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7. Sería valioso poner a dialogar estos aportes con las generalidades del libro de Volpi (2009).

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Nos invitan a hacer algunas anotaciones sobre editoriales en España y Argentina. Difícil: o bien hacemos una comparación entre catálogos, con lo que implícitamente suscribimos la ideología de la autonomía literaria; o bien prestamos alguna atención a las condiciones materiales de la producción a uno y otro lado del mar (aunque sea casi imposible comparar mercados editoriales). Nos limitaremos a observar el comportamiento de algunos independientes frente a los grandes grupos editoriales para arriesgar algunas intuiciones sobre su impacto en lo que se solía llamar “campo literario” y en la constitución de escenas donde se articulan capitalismo, experiencia y lenguaje. En los últimos meses hemos oído que la literatura argentina vive un renacimiento –especialmente cuando Argentina fue el país invitado en la Feria del Libro de Frankfurt en 2010–. Además, Buenos Aires fue designada Capital Mundial del Libro para el año 2011 por la UNESCO. Pero, ¿cómo medimos el impacto de la literatura y la industria editorial argentina en España, y viceversa? Cuantitativamente, podemos ver algunas cifras desalentadoras; cualitativamente, el asunto es más delicado.

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Revisemos algunas cifras. El CERLARC tiene un índice para medir el impacto de las exportaciones de una industria editorial en otra: el Índice de Presencia del País Exportador España-Argentina es el máximo, 1/28; mientras que el mismo índice para la presencia argentina en España es de 11/28. La balanza comercial del libro arroja un déficit de 60,9 millones de dólares para Argentina (35,5 millones en la relación comercial con España). Y si en 2009 España exportó 214.9 millones de dólares a América Latina, sólo importó 7,2 millones de la región. En el conjunto “iberoamericano”, México y Colombia tienen una participación significativamente mayor que la Argentina, que es sólo del 3,3%. Por último, España publica 4 veces más novedades que Argentina cada año (Uribe Schroeder/ Villamizar Mantilla/Mojica Gómez 2010). Una conclusión apurada sería que, a pesar del repunte del sector editorial argentino, su importancia internacional es reducida. Atrás quedaron los años dorados (1937-1955, aproximadamente), cuando Argentina ocupó el lugar dejado por la industria editorial española, en colapso tras la Guerra Civil y exportó millones de volúmenes en tiradas que promediaban los 10.000 ejemplares (Larraz 2010). Atrás quedaron también los años sesenta, un momento en el que confluyeron un campo cultural/literario consolidado y grandes proyectos editoriales. Sin olvidar que después de la desnacionalización y concentración de fines de los noventas (1998-2002), hoy los grandes grupos concentran el 75% del mercado argentino (Botto 2006; Diego 2010: 48, 61). Pero este tipo de estadísticas nada nos dice sobre cuestiones como ¿qué lee la inteligencia española? No sé si un estudio sistemático al respecto sería interesante; pero a falta de éste, me remito a unas observaciones de Ignacio Echevarría a partir de una encuesta realizada a “veinticinco de los más destacados escritores actuales” por el suplemento cultural del diario ABC. Se preguntó a 25 hispanohablantes (23 españoles, 2 latinoamericanos; 22 hombres, 3 mujeres) por los títulos fundamentales del siglo XXI. Echevarría concluye que los encuestados leen muy poca literatura española o la valoran mal: sólo 18 de 122 menciones fueron a autores españoles. Sólo hubo 9 menciones a latinoamericanos, repartidas entre Bolaño (2666) y Vargas Llosa (La fiesta del chivo); ninguna a un argentino (Echevarría 2011)1.

1. El 60% de las menciones fueron a literatura en lengua inglesa. Treinta menciones a títulos de Anagrama; seguida en preferencias por Mondadori. Casi po-

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Además, habría que mirar más de cerca los números. Por ejemplo, ¿qué áreas temáticas predominan en la producción de cada país?2, ¿cuáles son los capitales de origen de las industrias editoriales? (Norma compró Kapelusz; Planeta, Emecé y Seix Barral; Random-House Mondadori, Sudamericana.) Todavía supone algún prestigio (pero, ¿cuál?) publicar en Alfaguara (pero, ¿en qué país?) o en Anagrama o en Emecé; aparecer en Sudamericana ya no supone nada, ni tampoco ganar el Premio Biblioteca Breve. ¿Qué quiere decir que los derechos de Borges y Saer los tenga Planeta, pero los de Piglia, Anagrama? ¿O que Vila-Matas se pasara a Seix Barral después de hacer carrera en Anagrama? En apariencia lo que tradicionalmente se veía como un campo relativamente autónomo se ha polarizado: de un lado, los grandes grupos editoriales y la globalización; del otro, las editoriales independientes y las escenas locales. Ejemplos sobran. En un conocido libro, André Schiffrin cuenta el caso francés: en 2002, al hundirse Vivendi, que representaba una tercera parte de la edición francesa, Hachette se hizo cargo del rescate, con apoyo de Chirac, y obtuvo así el 98% del mercado de diccionarios, el 82% del de libros escolares, el 52% de los de bolsillo y el 45% de la literatura en general. En 2005 la Comisión Europea Antimonopolio prohibió la operación y la compra se dividió entre Hachette y Wendel, una gran firma de inversiones. Hachette, que tiene una enorme presencia en la prensa francesa –junto con Dassault, fabricante de armas– puede ejercer la ‘promoción cruzada’ de sus intereses económicos –desarrollo de productos para el gran público, promoción y venta a través de sus redes de distribución (Schiffrin 2006, 29)–. Wendel rebautizó ‘su parte’ como Editis y aseguró que no revendería rápidamente, que estaría presente de 10 a 15 años como mínimo en el sector. Pero apenas tres años después, en 2008, vendió Editis al Grupo Planeta por 1000 millones de euros, obteniendo un beneficio récord del 300%. Planeta es ahora el segundo mayor grupo editorial de Francia (Schiffrin 2011: 19-21).

dríamos decir: los españoles leen novelitas escritas en inglés –pero en traducción–. Bromas aparte, la consecuencia es grave. Los modelos de experiencia que luego se imitan vienen encapsulados en una jerga que no es la del original ni la de la lengua receptora. El lenguaje con el que se modela mucha literatura y las propias experiencias está doblemente mediado. 2. España: 24,3% de las novedades corresponde a educación y el 16,4% a literatura; Argentina: 12,7% y 17%, respectivamente.

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Hachette no está lejos del mercado editorial en castellano. En 2004 compró el Grupo Anaya; en otras palabras, posee Tecnos, Cátedra, Alianza Editorial, Anaya Educación, etc. El caso de Random House Mondadori también es interesante: propiedad del enorme grupo alemán Bertelsmann y de Fininvest (50% de Berlusconi) reúne editoriales como Lumen, Sudamericana, Debate y Plaza & Janés, y tiene tres divisiones geográficas (España, Cono Sur y América Central). Pero si hablamos de ‘promoción cruzada’, hablemos de los grupos Santillana y Planeta. Prisa/Grupo Santillana Ediciones Generales posee Alfaguara, Alfaguara Infantil, Aguilar, Taurus, El País-Aguilar, Suma de Letras, entre otras. Menos editoriales que Planeta, pero, a cambio, más filiales (y estaciones de radio) en América Latina. El Premio Alfaguara de Literatura tiene proyección internacional y el Premio de Ensayo Isabel Polanco tiene el aval de una de las Ferias de Libro más importantes del mundo: Guadalajara. En el grupo destaca el diario El País, cuyo suplemento cultural, “Babelia”, le sirve de vitrina. En el pasado tuvo su propia cadena de librerías (Crisol); tiene su propia división de gestión de derechos de autor y difusión cultural, además de la empresa publicitaria Gestión de Medios y su propia distribuidora (Ítaca). Planeta, el primer grupo en lengua castellana, agrupa unas 30 editoriales: Emecé, Ariel, Crítica, Paidós, Espasa-Calpe, Seix Barral, entre las más importantes, y filiales en América Latina. Administra premios literarios como Biblioteca Breve, Nadal, Joaquín Mortiz, Espasa de Ensayo, Planeta-Casa de América y el más conocido: Planeta. Incluye medios de comunicación en España y América Latina: Antena 3, Onda Cero, La Razón, etc. Tiene su propia empresa de distribución, Logista Libros –en sociedad con el Grupo Logista, que entre otras cosas distribuye tabaco– y dos cadenas de librerías: Casa del Libro, probablemente la más grande de España y Bernard, con presencia en ocho ciudades, y que compró Bertelsmann. Por último, tiene el 50% de Círculo de Lectores, el club de libros más grande de España. Estos pocos detalles apuntalan la obviedad de las cifras: el desequilibrio en la balanza comercial y los espejismos del renacimiento del sector argentino: cuando el 75% está en manos de los grupos, ¿cuál es el espacio cualitativo para el libro argentino de autor argentino? Si la constitución de la autonomía literaria dejó fuera al Estado y a la Iglesia, delimitando un campo borroso, entre público y priva-

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do, la zona privada ha crecido hasta la hipertrofia, confundiéndose con el mercado. Los grupos concentran todas las áreas de especialización que en el pasado permitían delimitar el campo, incluyendo la distribución de la información y los medios de legitimación –edición, premios, medios de comunicación, manuales escolares–. Si son juez y parte, si tienen el “monopolio de la producción, la reproducción y la manipulación legítimas de los bienes simbólicos y del poder correlativo de imposición legítima” (Bourdieu 2010, 145), ¿cómo se determina la validez de lo literario?3

Criterios ¿Quiénes se sitúan en el polo opuesto al de los grandes grupos? En España las siete editoriales “emergentes” de CONTEXTO (Barataria, Periférica, Global Rhythm, Impedimenta, Libros del Asteroide, Nórdica y Sexto Piso) unen esfuerzos para la difusión y distribución de su trabajo; AEMI, la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes agrupa 16 editoriales (Aldus, Juan Pablos, Sin Nombre, El Tucán de Virginia, Trilce, entre otras); EDINAR, la alianza de Editores Independientes de la Argentina por la Bibliodiversidad, reunió a otros 33 editores independientes (Bajo la Luna, Caja Negra, Biblos, Entropía, Eterna Cadencia, Mansalva, Prometeo, etc.). Pertenecer a una banda o ser un cineasta independiente puede ser muy canchero, como se dice en Argentina y Perú, pero en el caso de las editoriales, ¿cuál es el criterio para distinguir la independencia? El primero, el más amplio, es que el capital de estas empresas no proviene de grupos de inversión ni de conglomera-

3. No se trata de culpar al mercado, en abstracto. Apunto a una desigualdad en las relaciones que hay que considerar al hablar de intercambios en literatura y cultura. El capital tiene bandera. El Estado español, por ejemplo, a través de sus Centros Culturales de España, que dependen de AECID y del Ministerio de Relaciones Exteriores, mantiene una política de promoción de su cultura. Fernández Mallo, Vilas, Mora, Fernández Porta, Carrión (Anagrama, Alfaguara, Visor, Seix Barral, Mondadori) han visitado varias capitales latinoamericanas invitados por estos centros; ¿no influyen estas invitaciones en la validez de lo literario? La literatura tiene pasaporte. Casualmente, Jorge Carrión ha tocado tangencialmente estos temas (Carrión 2010).

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dos empresariales, lo que aseguraría su fidelidad a algún criterio más allá de la rentabilidad. Muy bien: Gallimard y Tusquets son independientes. El problema es que esta distinción pone del mismo lado a Anagrama y a la editorial los Amigos de la Parroquia; borra las diferencias entre empresas pequeñas y modélicas (como Almadía en Oaxaca o Plural en Cochabamba) y las renovadas propuestas amicales (Tamarisco en Buenos Aires) o autogestionadas (Traficantes de Sueños en Madrid; Tinta Limón en Buenos Aires). ¿Cuál es ese criterio al que hay que ser fiel para ser independiente? Veamos algunos. Ideología estética

Este criterio afirma la primacía de la forma de la obra sobre su función; y es el que depende más de la autonomía literaria –la cual resultaba de la interacción de actores especializados en un campo más o menos regulado por éstos–. Paradójicamente, las mismas condiciones materiales que posibilitaron la existencia del campo y su dinámica “interna” (mercado, instancias de legitimación, etc.) son negadas al afirmar a) la singularidad de los productos simbólicos –que, sin embargo, circulan en el mercado de la literatura y el arte– y b) la autonomía de la forma –que evoluciona y se autorregula–. El campo se cierra para constituirse. Pero esta autonomía sólo se consigue con una sanción que la instaura, y quien sanciona necesita cierta legitimidad o autoridad para ejercer esa sanción. Dichas así las cosas, la lucha de los “independientes” de aquí y de allá parece una nueva pugna por la legitimidad y la imposición de criterios –novedad, realismo estético, autenticidad, etc.– al campo y público. Digo “parece” porque creo que las nociones de campo y autonomía ya no son productivas para describir el presente. Un caso. En una conferencia reciente Manuel Borrás situaba el trabajo de Pre-Textos, su casa, en el “terreno de lo estético [...] desde la más radical independencia”. En Pre-Textos, dice, “jamás [hemos] contado, en la tarea de incorporar a nuestro catálogo según nuestro criterio de excelencia la mejor literatura hispanoamericana, con un mínimo apoyo institucional. Tal orfandad nos ha permitido, por otro lado, movernos con total y absoluta libertad sin tener que pagar peajes de ningún tipo a nadie, es decir, a instituciones, modas, tendencias, partidos políticos en el gobierno, etcétera” (Borrás 2010: 6, 7).

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Pre-Textos siempre ha sido una editorial de primera, y muchos amantes de la literatura aspirarían a esta ‘radical independencia’. Pero aquí interesa porque presenta nítidamente un tipo de reivindicación (primacía de la forma) que nos aleja de cuestiones materiales. Toda editorial española goza de una mínima protección del Estado –en el sentido clásico de actor privilegiado que orienta los procesos de socialización, pertenencia ciudadana e integración simbólica–. Esta ‘protección’ puede considerarse precaria, pero es mayor a la que existe en otros países. Me refiero a la ley del precio único, a las subvenciones a la edición y las páginas web, a la protección laboral y el seguro de desempleo, al IVA reducido y, en general, a toda política de fomento de la cultura y la empresa. Pre-Textos tiene una excelente distribución en Madrid a través de Machado Libros y llega a muchas ciudades latinoamericanas despertando interés (especialmente en México, D.F.); imagino que un intenso trabajo de relaciones públicas asegura la visibilidad de la editorial en los suplementos culturales españoles y, finalmente, la empresa coedita una docena de premios en España (lo anuncia en su web), lo que siempre asegura algún capital para una editorial. Todas estas acciones son hábiles y legítimas, e insertan a la editorial en la pugna por la imposición de criterios estéticos específicos al campo y una zona del mercado. La misma definición de independencia –distanciamiento del estado y los recursos públicos– coincide con una aceptación tácita de las leyes del mercado; pero esta contradicción no es de Borrás, sino que es propia de la noción de autonomía. Otro caso: Sexto Piso, editorial mexicana con oficina en España, que publica con doble ISBN (como RM, Katz y Adriana Hidalgo, español/mexicano, español/argentino). Sexto Piso es interesante porque en España participa del grupo CONTEXTO y en México, a través de SP Distribuciones, distribuye las ediciones de éste y de otras editoriales independientes españolas y argentinas. SP Distribuciones “tiene como eje rector la circulación de obras y ediciones de calidad. Si bien las editoriales que componen la oferta son diferentes entre sí, todas comparten una política editorial alejada de consideraciones comerciales y que está orientada a la publicación de autores y obras trascendentes” (Sexto Piso 2009). Lo que Borrás expresa de manera matizada a lo largo de varias páginas en las que repasa su carrera como editor, aquí se expresa de manera cruda e inverosímil (¿alejada de consideraciones comerciales?). De he-

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cho, este párrafo llega lejos: reivindica la trascendencia de los criterios estéticos. Pero quiero reconocer la transparencia con la que Diego Rabasa, uno de los cuatro socios-editores, señala en una entrevista la vaguedad de la noción de independiente y el hecho de que los independientes mexicanos dependen fuertemente del estado (Sobre edición 2011). Territorio

Este criterio es complementario al anterior; pero atiende a delimitar los circuitos de producción restringida y los de gran producción, lo que equivale a enfatizar la distinción elitista entre alta y baja cultura. Si el criterio estético de la evolución autónoma de la forma supone un grado de transformación e innovación, aquí en cambio se trata de la conservación tradicionalista de un canon. Un ejemplo: la Biblioteca Castro, que lleva publicados 200 tomos lujosos, en papel biblia, encuadernados en tela, que “recogen la obra de los autores clásicos españoles de todos los tiempos” y sin ánimo de lucro (Biblioteca Castro 2011). La cultura de todos los tiempos contra el mercado. Lejos de los criterios de territorio y excelencia literaria están las jóvenes editoriales que apuestan por una bastante tardía posmodernidad española, saltando entre la alta cultura y la cultura de masas –de Nietzsche a Mad Men, de Alain Badiou y Jean-Luc Nancy a Los Simpson– de un modo que poco tiene de liberador y que más parece una ‘homogeneización por el diseño’. Estos saltos no resultan políticamente radicales sino reaccionarios: un abandonarse a la libertad del mercado. Patrimonio cultural: bibliodiversidad

En España, la agrupación “Bibliodiversidad. Comisión de Pequeñas Editoriales/Asociación de Editores de Madrid” se creó en 2003 para hacer frente a la siguiente situación: descenso de los niveles de lectura, dificultad de acceso de la producción editorial independiente a las librerías, “degradación” del libro (regalo como suplemento de los periódicos, venta en grandes superficies). Las 130 editoriales agrupadas buscaban y buscan ‘preservar la bibliodiversidad’ (Colleu 2008; Danieli 2006). En Argentina, EDINAR va más lejos y defiende la “edición cuidada, independiente y respetuosa del contenido intelectual y la forma gráfica, la priorización de la calidad y el valor cultural de nuestros libros, su cuidado artesanal y la articulación de unidad discursiva en nuestros respectivos catálogos” (EDINAR 2007).

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Las asociaciones de editores independientes abundan: REIC en Colombia, EDIN en Chile, AEMI en México... Detengámonos en un pequeño grupo internacional, Editores Independientes, que reúne a Era de México, Lom de Chile, Trilce de Uruguay y Txalaparta del País Vasco. Desde 1998 estas editoriales han llevado algunos proyectos conjuntos, por ejemplo coediciones internacionales gracias a la adquisición colectiva de derechos. El panorama en el que se ven a sí mismas es el de la compra de empresas independientes por los conglomerados, el de la “tiranía del mercado”, y se proponen “mantener y alimentar la diversidad editorial y la difusión de los textos”; defienden una “concepción editorial con un fuerte carácter cultural, la convicción de que la inteligencia y la crítica son indispensables en cualquier sociedad y de que los libros valiosos deben apoyarse por encima de su desempeño en el mercado” (Editores Independientes s. f.). Marcelo Uribe, de Ediciones Era, pone las cartas sobre la mesa en un artículo titulado “El acceso al libro y el precio único” (Uribe 2005, 2006): la tendencia global es a la homogeneización y desaparición de librerías: cada vez hay menos librerías por habitante (en este caso, en México). Si el asunto se deja a la supuesta autorregulación del mercado, sólo los más fuertes sobrevivirán, imponiendo sus productos de venta masiva. Para que los pequeños sobrevivan y con ellos los miles de títulos para públicos minoritarios, hace falta alguna regulación –estatal: vuelve el debate público/privado– y por eso aboga por una Ley de Precio Único para México. El argumento es que esta ley permitiría la supervivencia (¿y multiplicación?) de editores y libreros independientes, lo que redundaría en un mayor y más democrático acceso al libro4.

4. El caso de México es peculiar en América Latina. Todavía sostiene un fuerte aparato estatal de promoción de la cultura: becas a escritores, subvenciones a la edición, riquísimos fondos editoriales públicos (CONACULTA, Fondo de Cultura Económica). Ello permite, por ejemplo, una ingente producción académica pública, de alta calidad. Pero por lo mismo, en el contexto latinoamericano los independientes mexicanos son los más dependientes del Estado. Esta situación distingue a México de España –donde creo que todavía se sostiene una alianza entre Estado y mercado– y de América del Sur –donde en los años noventa la ola antiestatal entregó el campo al mercado–. La ley argentina de “Defensa de la actividad librera” (2001) protege al librero de las grandes superficies, pero concede a los editores la venta directa al Estado y sus redes de bibliotecas. Los libreros pueden saldar libros sin permiso del editor luego de 18 meses de tenerlos en stock. En España, la ley 10/2007,

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La “Declaración de los editores independientes del mundo latino” (70 editores la firmaron en la Feria del Libro de Guadalajara de 2005) afirma que la globalización económica amenaza el trabajo de los editores independientes, poniendo en peligro la bibliodiversidad; sugiere buscar acciones que refuercen la solidaridad entre los actores del mundo del libro y que promuevan la lectura y los acuerdos comerciales. Insiste en que los editores independientes deben poder controlar las condiciones de la difusión y distribución de sus productos, por lo que exige también la Ley del Precio Único (Declaración 2005). Ahora bien, la tendencia a la homogeneización no viene sólo de los grandes grupos. En cierta medida las formas son intercambiables: una novela publicada por Periférica (Fogwill, Yuri Herrera) bien podría aparecer en Anagrama o Alfaguara. ¿No podrían Eterna Cadencia y Entropía intercambiar parte de su catálogo? Es más, dos recientes libros argentinos –los fundamentales La hora de los monos, de Falco, y Los topos, de Bruzzone– podrían haber aparecido en Entropía o, quizá menos, en la vieja Interzona, pero aparecieron en Emecé (Planeta) y Mondadori-Argentina5. En una época en que la ideología estética es insuficiente, los editores recurren a nuevos criterios, implicando aspectos como la legitimidad (un libro es más valioso que otro), la distribución (políticas culturales, regulación del mercado, cultura pública) y el acceso democrático a un patrimonio común preservado. El concepto de bibliodiversidad es adaptado del de biodiversidad, que ya es en sí una mezcla de preocupación ecológica con capitalismo –la biodiversi-

“De la lectura, del libro y de las bibliotecas”, que reafirma el precio fijo (1975) no ha logrado sus objetivos. No ha favorecido la coexistencia de títulos de alta rotación con otros de rotación más lenta; no ha permitido el acceso igualitario a la cultura porque este viene garantizado por una redistribución más equitativa de la renta; no ha protegido al libro de las imperfecciones de un mercado elefantiásico regulado en favor de los actores más consolidados; y no ha favorecido la bibliodiversidad porque muchos libros publicados no están en las librerías por falta de espacio y costos de mantenimiento de stock. En cambio, la ley sí permitió la supervivencia de pequeñas y medianas librerías no especializadas, siempre a la espera del próximo best-seller que salve la temporada (Lionetti 2011). 5. Donatella Iannunzi, de la editorial Gallo Nero es explícita: “Compartimos inquietudes, somos lectores con el mismo perfil, algunos de nuestros títulos incluso serían intercambiables en nuestros catálogos” (Fanjul 2011: 13).

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dad como un recurso estratégico explotable–. La bibliodiversidad es un capital al que se suma el afán multiculturalista. Los problemas con las defensas del patrimonio son varios: a) el objeto de ese patrimonio es siempre un poco vago, tal como sucede con los lugares declarados Patrimonio de la Humanidad; y de hecho, la “Declaración de los editores” cita la “Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales” de la UNESCO; b) no está claro quién decide los criterios “universales” para reconocer ese patrimonio (es decir, una minoría se autolegitima e impone sus criterios); c) la masa que hipotéticamente se beneficia de la protección de ese patrimonio es, en realidad, una minoría (los turistas, en el caso del patrimonio arqueológico; la minoría lectora de la clase media, el “público”, en el caso de la bibliodiversidad); d) antes que proteger la cultura ¿no sería más urgente lanzar iniciativas que cambiaran las condiciones materiales de las poblaciones (alfabetización funcional, por ejemplo) para que así éstas pudieran, por su cuenta, no sólo consumir los productos de la multiculturalidad sino también, producirlos y distribuirlos? ¿Dónde se establece y se consolida un significado socialmente compartido: en el mercado, en la esfera pública, en la sociedad civil? (García Canclini 2010; Rabotnikof 2008). Anticapitalismo: circuitos alternativos

De un lado la bibliodiversidad se vuelve un capital; del otro se exige la intervención del estado, pero la defensa de la bibliodiversidad no propone una alternativa al mercado ni hace una crítica de fondo del sistema capitalista de edición (alta rotación: más libros y con menores tiradas, cada vez). Sin embargo, existen alternativas: cooperativas, grupos de autogestión y el copyleft. La librería, editorial y distribuidora asociativa Traficantes de Sueños, en el barrio de Embajadores, en Madrid, nos da un buen ejemplo. El local de la librería es un activo centro cultural en el que se organizan presentaciones, talleres y discusiones, y se ofrecen libros en la línea ideológica de la cooperativa (antisistema, teoría política, arte crítico). Simultáneamente se editan libros de alto nivel (ya llevan unos 75); sus autores participan del copyleft –licencias con diversos grados de flexibilidad para la reproducción de contenidos: se agradece la fotocopia y los PDF de los libros editados pueden descargarse gratuitamente, sin restricciones, desde cualquier país–. La

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asociación también distribuye y vende sus libros en la web. Es decir, este proyecto abarca diferentes aspectos del mundo del libro, como en el caso de los grandes grupos, pero desde una posición anticapitalista. Jamás he escuchado que Traficantes de Sueños esté en crisis, ni que reclame protección del Estado. Su legitimidad le es dada por su ideología y por la calidad de sus libros6. Al mencionar este criterio nos hemos asomado a un aspecto complementario, el de la distribución –de contenidos y productos– que puede enriquecer nuestro sencillo esquema. Distribución (vs. autoedición)

Autoedición y edición independiente no son lo mismo. Un libro autoeditado no existe socialmente, no tiene –o no tenía– legitimidad. Un libro independiente, en cambio, participa de una esfera comercial-cultural: tiene distribución –probablemente gracias a una distribuidora independiente– y está disponible en los puntos de venta legitimados: las librerías (independientes). Se trata de recorrer un intervalo: en el extremo inferior o negativo se ubica la autoedición sin distribución, marcando el límite exterior del campo cultural. Un poco más arriba, hacia el cero, se encuentran el copyleft, la reproducción autorizada, la libre descarga. Más arriba aún se encuentra la distribución a través de empresas de mediano o gran capital, de alcance regional (Machado Libros) o nacional (UDL Libros, Logista). De una manera interesante, los actores empiezan a solaparse: Machado –estupenda librería y editorial de muy buen nivel– es una de las grandes distribuidoras de Madrid –Tusquets, Pre-Textos, Siruela, El Acantilado, Galaxia Gutenberg, en exclusiva–. También se ocupa de comercializar los fondos de Enlaces Editoriales –Paidós, Crítica, Ariel, Península, El Aleph (es decir, Planeta) y Anagrama– a través de un contrato con Logista Libros, que se ocupa de la logística desde su propio almacén. Estas editoriales y distribuidora se han posicionado fuertemente en el campo, tienen más visibilidad, ventas y prestigio que otros independientes. Pero el relevo generacional se prepara: un consor-

6. El proyecto “Los 100 mil libros de Bellatin” también hace una crítica de fondo al sistema capitalista de edición (Link 2011).

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cio emergente de distribuidores, muy profesional y de rápido crecimiento, es UDL Libros, cuyo director comercial es Javier Cambronero. UDL añade constantemente sellos a su distribución, tiene una página web muy bien organizada, rica en contenidos y ha apostado, como lo hizo Machado hace algunos años por los (nuevos) independientes. Me interesan dos grupos de editoriales implicadas: CONTEXTO (y afines) y editoriales independientes argentinas (Adriana Hidalgo, Eterna Cadencia). UDL distribuye a muchos independientes, pero no distribuye a todos los independientes. Cambronero ha detectado con buen ojo un aire de familia –tipo de papel, formato, diseño, uso intensivo del color; sobre todo diseño, un diseño que quiere ser ‘canchero’– que hace que sus libros, para un librero, sean rápidamente identificables7. La diversidad en muchos casos es sólo temática (Nevksy Prospects: rusos; Nórdica: Europa del norte; Periférica: América Latina y Estados Unidos). Probablemente exagero pero los libros a los que me refiero son más o menos intercambiables: no representan una identidad literaria (asociada a una forma específica y a la ‘radical independencia’)8. Y sin embargo, no me imagino a UDL distribuyendo libros de Anagrama o Tusquets, que corresponden a otra experiencia, distinta a la que proponen UDL y CONTEXO. Globalización

El alcance geográfico de la distribución nos lleva a la vieja cuestión de la globalización. SP Distribuciones importa a México las ediciones de CONTEXTO (además de Machado, Capitán Swing, Astiberri y algunos otros). No exporta a España libros mexicanos. UDL distribuye Adriana Hidalgo, Capital Intelectual y Eterna Cadencia en España (¿seguirá La Cebra, Caja Negra, Entropía?), y exporta a Argentina

7. Dice Rubén Hernández, de Errata Naturae: “Respecto al diseño de corte pop: el hecho de leer a Bertrand Russell no quiere decir que tenga que vestirme como él” (Fanjul 2011: 12). 8. En los momentos fuertes de la tradición (francesa) desde los que teorizaba Bourdieu una forma estaba ligada a una identidad. Un tipo de escritura permitía diferenciarse, distanciarse, identificarse. Lo que desde fuera se ve como una pugna por la legitimidad y el control del campo, al interior aparecía como una disputa entre ideologías estéticas.

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algunos de los sellos independientes que distribuye. Panoplia de Libros exporta Abada, DVD, Periférica, Zorro Rojo, Asteroide, Nórdica, entre otros. No tengo datos sobre las cuotas de mercado alcanzadas, pero intuyo que son todavía muy pequeñas. Lo que me llama la atención es lo homogénea que puede ser la ‘diversidad’: uno viaja y encuentra los mismos libros en todas las ferias y librerías de moda. Lo que de un lado parece un esfuerzo pequeño y modesto, casi romántico de empresa editorial local, comparte plenamente aspectos y mecanismos que se suelen atribuir a los ‘noindependientes’. Ahora bien, en la escala de la globalización, el ejemplo que acabo de dar ocupa la primera posición. Bastante por encima, encontramos estos otros: En 2010 Anagrama publicó en Barcelona Ese modo que colma, del mexicano Daniel Sada. Simultáneamente apareció una edición mexicana, también en Anagrama (ISBN: 9786077720690). Nada grave, un pequeño éxito independiente. También en 2010 Ricardo Piglia publicó Blanco nocturno, siempre en Anagrama. El libro apareció en Barcelona, en setiembre, a la vuelta del verano. Unos meses antes ya estaba disponible en Argentina: ISBN español, impreso en Buenos Aires. El contenido, la maquetación y la portada eran idénticos a los de la edición española. Sólo cambiaba la calidad del papel (blanco) y de la impresión. El libro que circuló en Buenos Aires parecía una copia pirata del libro español. ¿Es éste un libro argentino de autor argentino? Los lectores argentinos estarán agradecidos por el menor precio del libro (en comparación al libro importado), pero esto es posible por el precio y calidad de los insumos, por los bajos salarios y la flexibilidad laboral –condiciones que se impusieron con la desnacionalización de la industria en los años noventa (Botto 2006)–. El siguiente paso es imprimir en Asia (como hace, por ejemplo RM). En el punto más alto de la escala de la globalización están los grandes grupos. Algunas de las filiales de Alfaguara en Latinoamérica hacen poco más que reimprimir las ediciones de la casa matriz con ISBN local (a veces encargando la impresión a Colombia: es más barata). Y si bien las ediciones españolas se reeditan o distribuyen en Latinoamérica, lo contrario no es cierto. La relación es desigual: la globalización se da en una sola dirección. Actualmente Alfaguara aspira a posicionarse en el mercado “hispano” en Estados Unidos, por lo que también edita con ISBN norteamericano.

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Modo de comunicación

Llegamos a un problema amplio, complejo, que no puedo desarrollar: el de las formas de ‘comunicación’ de las editoriales, editores y autores. Las formas tradicionales eran: publicidad, suscripciones (socios), notas de prensa y reseñas o reportajes que, en principio, hacía un medio de comunicación ‘independiente’. Lo poco de ingenuidad que me quedaba respecto a estos asuntos se me quitó cuando, como librero, recibí materiales informativos de un par de grandes editoriales españolas que anunciaban su ‘campaña de promoción’ en “Babelia”, “ABC Cultural”, etc. Los materiales no se referían a publicidad pagada... Me sorprendí menos cuando Alfaguara publicó el último libro de Fernández Mallo. En dos días, el autor dio 64 entrevistas para promoverlo (Sanz Villanueva 2011). Prisa/Santillana gestionó 64 entrevistas para el autor de un producto que el grupo fabrica, distribuye, promociona, reseña y exporta. ¿Qué significa esto para la autonomía literaria? Un poco menos tradicionales son los manifiestos. Ya hemos visto los de los editores independientes: tomas de posición en la disputa de legitimidad en el campo. La participación en Ferias del libro también es un modo de comunicación. Algunos independientes, confundidos, ‘exigen’ un lugar en las ferias, como si éstas fueran espacios públicos y no espacios de pago, gestionados por las cámaras (privadas) del libro. Algunos lo tienen más claro, como los editores españoles asociados en REPE (Red de Editoriales de Poesía Emergente): al ser preguntados sobre lo que podría aportar REPE a su editorial responden uno tras otro: presencia en las ferias y mayor visibilidad (Cumbreño 2010). Es común que los independientes se asocien para pagar un stand. Así lo hacen AEMI, CONTEXTO y, desde hace 3 o 4 años, en la Feria de Buenos Aires, los independientes argentinos coordinados por Bajo la Luna (Cactus, Caja Negra, Eterna Cadencia, La Bestia Equilatera, La Cebra, Libraria, Tinta y Limón)9.

9. ¿Qué distingue estas editoriales jóvenes de sus equivalentes en España, también agrupadas en un stand en la feria? Creo que las españolas trabajan en un nicho a caballo entre el mercado y el Estado; en la medida en que el Estado da un marco global (aunque frágil), como mencioné al hablar del criterio estético. A excepción de Traficantes de Sueños, pugnan por entrar al mercado cultural. Las

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Lo decisivo en las grandes ferias sucede detrás de los escenarios. Contratos, compra y venta de derechos, etc. ¿En qué medida los independientes tienen acceso a una ronda de editores, en qué medida pueden vender a sus autores? Sonia Budassi, de la pequeña e interesante editorial Tamarisco de Buenos Aires, contaba su experiencia en esta suerte de speed-dating que es una ronda de editores. Tras un encuentro de cinco minutos, un editor alemán se llevó alguno de sus libros; meses después contactó a la editorial: quería 76 de Félix Bruzzone. El libro fue publicado por Berenberg, tuvo muy buena crítica en Alemania y posteriormente Bruzzone fue fichado por Mondadori-Argentina. Finalmente: las redes sociales y las páginas web. Para un independiente una web (o un blog) es un medio relativamente económico de exponer sus productos. Los grandes grupos pueden producir contenidos multimedia específicos (videos, entrevistas, book trailers), mientras que una editorial ‘de autor’ probablemente prefiera la flexibilidad de Facebook (Periférica, Nevksy Prospects) o un blog (Eterna Cadencia). Aquí empieza a notarse el cambio generacional. Pre-Textos y Anagrama tienen sobrias páginas web donde distribuyen sus contenidos: parecen un tradicional gabinete de prensa. Julián Rodríguez (Periférica), James Womack (Nevksy Prospects), Ana Pareja (Alpha Decay) y Jan Martí (Blackie Books) prefieren la ‘presencia mediada’ de Facebook. Muestran bocetos de portadas, comentan en qué están trabajando, anuncian eventos, comparten sus alegrías. Dice Mar-

argentinas, en cambio, aparecen en un momento posterior a la gestión neoliberal de Menem (con puntos de contacto con la de Fujimori, en Perú). Tras una amalgama confusa (desestatización, democratización y reforma del Estado) el espacio público se desplazó a la sociedad civil. Curiosamente, al tiempo que se revalorizaba el ámbito privado-mercantil se esperaba que la sociedad civil garantizara los servicios sociales tradicionalmente asegurados por el Estado (justicia, educación, salud). Ése fue el trasfondo de acciones colectivas en la Argentina postcrisis 2001 (autogestión cultural, cartoneras, Belleza y felicidad, Proyecto Venus) y en el Perú de la caída de Fujimori (el acto colectivo de “Lavar la bandera”, la supervisión de las elecciones por la ONG Transparencia, etc.). Estaba en marcha una ‘ciudadanización de la política’ que marca la emergencia de estos proyectos editoriales –con todas las contradicciones que implica la asimilación de una “sociedad civil de mercado” a una lógica privatista–. Me pregunto si una interpretación de este tipo sería mínimamente productiva para la España actual, la del 15 M y su crisis de representación.

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tí: “Tenemos un contacto diario con gente que no conocemos [...] Nos dan feedback constante, nos proponen libros, nos enseñan los blogs donde nos han reseñado, preguntan cosas”; y luego Pareja: “como paso muchas horas en el ordenador, en el perfil de la editorial en Facebook ya se ha fusionado lo personal y lo profesional” (Fanjul 2011: 12). ¿Cuál es el estatuto de sus enunciados en la Red: realidad, construcción, ficción? ¿Estas interacciones pertenecen al campo literario, no pertenecen a éste o lo diluyen? Me resultan ambiguas porque están ligadas a una ‘producción de identidad’ que ya no pasa por defender una forma o escritura, sino por exhibir una subjetividad. No me refiero a la tradicional idea del editor que impone su huella personal a la editorial. La novedad no está en el canal (la web frente a la prensa o la televisión) sino en el estatuto del enunciado. No se trata de información neutral sino de una puesta en escena en la que se entrecruzan la empresa (editorial), los contenidos y la producción de subjetividad: una autoexhibición mediatizada. Las grandes editoriales llevan tiempo produciendo contenidos multimedia y ahora intentan aprovechar también la presencia mediada de las redes, con mayor o menor éxito, para producir su subjetividad. Pero las formas de la presencia mediada no sólo operan en la Red. Operan ‘en vivo’, siempre. ¿Qué cosa más ‘auténtica’ e ‘inmediata’ que una performance? Todo lo contrario. El performer se ‘desnuda’, se autoexhibe de forma controlada y todos jugamos a ver su desnudez. En España, por ejemplo, andan de moda las jam session –no sé por qué el nombre se ha extendido aquí a la danza y poesía–. Hace un tiempo oí de las jam sessions de escritura. El escritor escribe en vivo, un músico lo acompaña, el texto se proyecta en una pantalla. Doble o triplemente alejada se aproxima la presencia del autor. El texto es ficcional pero el gesto de escribir es “real”; estamos frente al creador, creando, pero el autor es una construcción. Todavía podemos añadir un giro perverso a esta incorporación de mediaciones. Recientemente leí que la idea había sido importada de Argentina y un par de estos eventos habían sido organizados por Mondadori: por ejemplo la sesión de Javier Calvo y Patricio Pron con el DJ Nicenoise en el Café-Galería de Arte Cosmo, en Barcelona (puede verse el aviso y un video corto en Jamdeescritura.com). El círculo se cierra: el autor desnudo y el grupo editorial confluyen en la producción capitalista de subjetividad.

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Escenas Quiero hablar de ciertas escenas, pero para explicar por qué éstas interesan, tengo que dar un rodeo. En un ensayo sobre literaturas postautónomas, Josefina Ludmer lanza intuiciones a partir de ciertas escrituras del Río de la Plata; encuentra en esas escrituras formas, enunciados, fraseos, fragmentos de lenguaje que circulan libremente y cuyo estatuto no es claro: realidad/ficción, historia/ literatura, realidad/sujeto: “esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura” (Ludmer 2007). La misma escritura va de la boca a la crónica al diario al blog al libro. Creo, con ella, que hemos entrado en un momento postautónomo. La causa no es el monopolio de los medios de legitimación que mencioné antes; esa suerte de crisis moral es síntoma de algo más hondo. El estatuto de lo que se enuncia es ambiguo: todo se mezcla en continuos indiferenciados de realidad-ficción, sujeto-objeto. Esta nivelación tiene como resultado que no haya límites claros: ya no se sabe si la escritura está dentro o fuera del campo –de allí la fragilidad de las categorías de buenas y malas escrituras–, y por lo mismo, vemos una profusión de formas intercambiables. Sin límites, el campo se desvanece; ya no existe un campo simbólico para la batalla, y sin ese anclaje las formas y las escrituras no pueden funcionar como marcas de identidad: borrado el fondo, no se pueden aprehender las diferencias. ¿Qué sucede si hacemos una sencilla inversión en el argumento de Ludmer? No hablemos de los enunciados real-ficcionales de los textos que ya no podemos llamar literarios, sino de los enunciados ficcionales-reales del discurso social. Nada nuevo bajo el sol, aunque esto no equivale a la cosa posmoderna. Lo que nuestra época ha hecho visible es que vivimos en la abstracción. No sólo la literatura incorpora enunciados de realidad; desde siempre nosotros, inversamente, hemos modelado nuestras vidas a partir de la literatura, el cine y todo tipo de discursos. Cuando se relaja la oposición entre el estatuto real y el ficcional sucede algo a dos niveles: en el consumo de la literatura, los modelos ‘simbólicos’ y las experiencias ‘reales’ se confunden; entramos en el reino de la experiencia mediada. Complementariamente, en el nivel de los actores y el agenciamiento de la identidad, la identidad ‘real’, ‘íntima’ y el personaje ‘público’ se confunden en la zona de la autoexhibición. No se trata de que los autores sean un fraude y se ocupen de

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simulacros, sino de que la experiencia ‘íntima’ está modelada o mediada por el discurso ‘público’. Ése es el marco en el que leo a editores y autores independientes. En esta época de transición estamos pasando de las batallas simbólicas por el control del campo –que suponían la distinción entre lo real y lo simbólico, la clasificación y diferenciación de formas y escrituras, y las identidades literarias y políticas– al diseño de escenas y territorios donde circulan enunciados con estatuto de realidad-ficción, dispuestos para la autoexhibición mutua10. Volvamos, otra vez, a mis ejemplos favoritos para insistir en lo importante que es la pertenencia a una ‘escena’: la ‘escena poética’, la ‘escena independiente’. En la última Feria del Libro de Madrid, Blackie Books y Errata Naturae, que compartían stand, vendieron camisetas hechas a partir de sus títulos, en cajas de regalo, junto con sus libros. Diseño, identidad y marca confluyen en la pertenencia a la escena indie. En Buenos Aires, Eterna Cadencia es una editorial, librería, café, centro social y blog11. Todas las semanas organiza presentaciones, charlas, entrevistas públicas; son muy activos. Y los eventos son cubiertos inmediatamente en su blog: fotografías, notas, largas entrevistas a los invitados y autores de la editorial. Cuando pasé por allí me sorprendió el espacio para las presentaciones: era más pequeño de lo que me había imaginado. La suma de estos elementos crea una identidad exitosa para el conjunto. Eterna Cadencia se convierte en un agente cultural que produce y regula contenidos. Los actores (escritores, críticos, público) se insertan entusiastamente en esta ‘escena’. El barrio madrileño de Malasaña, barrio popular para ir de copas, es para algunos el ‘barrio de la poesía’. Allí se encuentran, por ejemplo, Arrebato Libros (librería que cohesiona editoriales de poesía independientes y organiza anualmente un festival de poesía en Casa de América) y La Realidad (bar del que es copropietaria la

10. ¿Es realmente necesario dar ejemplos de esta nueva configuración? Baste con mencionar un artículo que celebra de manera acrítica nuestra época (Vilas 2011). 11. Otras librerías-editoriales que nuclean escenas (también en el barrio de Palermo) son Crack-up y La Internacional Argentina-Mansalva (Aira frecuenta la casa). Me detengo en Eterna Cadencia por su fuerte presencia en Internet (Friera 2009).

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poeta Ajo). ¿Para quiénes es éste el circuito madrileño de poesía? Para sus propios agentes. Es fácil observar que la muchísima gente que frecuenta Malasaña no se ha enterado de su existencia. La ‘sanción’ viene a través de instituciones como Casa de América, Casa Encendida, El País (Fanjul 2010). Los poetas del circuito no sólo exponen su poesía, son más bien promotores culturales. Los autores promueven una escena en la que se insertan a sí mismos. Del mismo modo en que los grandes grupos asumen todas las etapas de la cadena de producción/distribución, cada individuo asume muchos roles: escribe, edita, bloguea, cuelga videos, entrevista y se entrevista, participa en eventos y los fotografía y narra, lee y reseña. Ludmer dice de sus escrituras que “hacen presente”, que hacen presente un muestrario global, sin metáfora.Yo me pregunto si lo mismo se puede decir de la escritura múltiple de un individuo como el que acabo de mencionar. Esas escrituras producen una presencia mediada. También en Malasaña se ubica una nueva y exitosa librería-café: Tipos Infames-Libros y Vinos. Podríamos hablar de La Buena Vida o alguna otra librería-café, pero me interesa ésta. El modelo tradicional de librería y librero experto (otro agente regulador del campo literario) va desapareciendo. En Tipos Infames encontramos los libros que típicamente distribuyen Machado y UDL Libros; también se organizan regularmente presentaciones... y fiestas. El grupo CONTEXTO, por ejemplo, celebra las suyas aquí. Con la librería-café pasamos del modelo literario al de red social. La librería-café se emparenta también con la pequeña sala de conciertos, donde el público local se agrupa laxamente, sin delimitarse como gremio o comunidad, sin buscar fijar una identidad, pero diferenciándose al mismo tiempo, con la misma vaguedad, de otros (Casa del libro, FNAC, librerías tradicionales, clubes de lectura, instituciones públicas). Éstos son los lugares donde las ‘escenas’ se encarnan, donde la autoexhibición mutua se materializa. Son lugares de presencia (mediada). Para bien o para mal, el criterio de legitimidad ya no es formal ni literario ni ideológico: el criterio de autenticidad es espacial: asisto a una escena (o la sigo en Facebook)12. El soporte

12. Se afirma con mucha felicidad que la web trasciende fronteras pero yo creo que en muchos casos las reproduce. El Cultural hizo recientemente una encuesta sobre los mejores blogs literarios en español entre 34 escritores (33 españoles). El resultado: 14 blogs españoles (la mayoría llevados por los mismos encuestados) y 1 peruano. Estos escritores participan de la ‘escena’ en Internet (Arjona 2011).

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ya no es la escritura sino una ‘oralidad mediatizada’ –y modelada por otras escrituras–. El poeta y el escritor que hacen una performance o dan una charla están aproximados y alejados por mediaciones simbólicas y técnicas13. De allí que resulten anacrónicos los afanes primitivistas y los retornos nostálgicos o cínicos a las voces ‘desnudas’, ‘auténticas’. Asisto a una escena, pertenezco a escenas. Mi subjetividad es un sistema articulado de fragmentos de objetividad. Mi subjetividad es un capital. Acumulo capital. Ése es el profundo grado de articulación entre experiencia y capitalismo. Para decirlo de manera brusca, la dialéctica sería ésta: la producción de subjetividad se modela según los procedimientos de narración y articulación que circulan en el mercado; pero complementariamente, el capital incorpora los modos de representación que se dan a sí las subjetividades. Lo informe de nuestro mundo (interior) se articula según un catálogo de modelos de experiencia disponibles, con el añadido de que experiencia y subjetividad son un capital. El estatuto ambiguo de los enunciados y la presencia mediada son ‘transversales’, se distinguen en los grandes y en los independientes, en los grupos y en los individuos, atraviesan el “campo” de extremo a extremo, disolviéndolo. Pero no creo que el panorama sea del todo desolador. Lo que se juega en las textualidades menos interesantes es una manipulación de lo que queda del fuera/dentro del campo para acumular capital cultural. Pero quizá en las textualidades más interesantes se juegue el plantar “piedras de lenguaje” no metaforizado o poco metaforizado. Ello equivale a una reificación crítica, a rasgar el tejido de la realidad, a recordarnos que vivimos en la abstracción, lo cual no es un empobrecimiento –simulacro–, sino un enriquecimiento, una apertura a otras posibilidades.

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JOSÉ IGNACIO PADILLA

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De naturalezas dobles: los premios literarios, el Premio Alfaguara y Andrés Neuman VICENT MORENO Indiana University

Denostados y desprestigiados, pero también anhelados y ampliamente publicitados, los premios literarios son, sin duda, parte integrante del mundo de la cultura, y pueden ser útiles a la hora de comprender cómo se articula y hacia dónde se dirige la literatura actual en cuanto a sistema. En los últimos años, los premios literarios, particularmente aquellos convocados por grandes grupos editoriales, han caído en una desacreditación que, sin embargo, no ha impedido que sigan teniendo lugar y aparezcan otros nuevos. El discurso alrededor de los premios orbita habitualmente en torno a algo que podemos denominar una retórica del escándalo1, tanto en la acepción de rechazo que produce el premio literario al decir que está pactado de antemano o que sólo persigue intereses comerciales, como en la connotación de crear cierto tumulto, un ruido en la escena literaria. Podemos citar como ejemplos el

1. Véase a este respecto The Economy of Prestige de James English, quien introduce el concepto de “escándalo” para hablar sobre el tipo de discurso negativo que rodea a los premios culturales.

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caso del escritor Juan Marsé, en España, y su renuncia a seguir siendo jurado del Premio Planeta en la edición de 2005, debido a desavenencias con la mecánica del premio y los criterios de selección que, según el autor, estarían enfocados más en tener una conveniente dimensión mediática que en premiar la calidad. También, en Argentina, el escritor Ricardo Piglia se vio envuelto en una polémica tras ganar el Premio Planeta Argentina en 1997 ante la acusación de un finalista, Gustavo Nielsen, de que la novela ya había sido previamente contratada por la editorial2. Estos tipos de escándalos, u otros menos visibles como pueda ser simplemente el desacuerdo con el veredicto del jurado o la expectación que lo rodea, sin embargo, son inocuos por cuanto no producen cambios significativos y en cierta manera puede decirse que forman parte ya del propio campo cultural. En realidad, la polémica que rodea a los premios tiende a una consideración de éstos como elemento externo, o incluso accesorio, a la literatura, en el sentido de que no son verdaderos sancionadores o legitimadores del valor de una obra, por ejemplo. Si bien es necesario dudar y cuestionarse la capacidad sancionadora de los premios literarios, no es posible desdeñarlos del todo porque, como mínimo, son uno de tantos elementos legitimadores existentes en el sistema de la literatura y que, en consecuencia, señalan qué es literatura en un momento dado y por qué, qué es publicable y a qué posibles causas obedece esto. El hecho de que sean más visibles también los hace más criticados, pero ofrecen al crítico una excelente punta de lanza que permita ver cómo está organizado el sistema literario y editorial en la actualidad y a qué obedece o qué lo mueve. Esta es precisamente la premisa de este trabajo: intentar en primer lugar buscar un espacio crítico y teórico a los premios literarios que, alejado de la retórica del escándalo, nos permita un análisis productivo sobre el funcionamiento general del sistema que llamamos literatura y que, a su vez, nos ofrezca claves sobre la actualidad del panorama de la literatura en español. En este sentido, mostraré cómo los premios son sintomáticos de un fenómeno panhispanista3 que, desde España busca una expansión del comercio simbólico y económico con América Latina, en un proceso que es a la vez utópico –la eliminación de barreras nacionales en la concepción de literatura– y problemático, por cuanto

2. Para un análisis más detallado del caso véase Laera (2007: 43-66). 3. Para una discusión de este concepto véase Pohl (2001b: 275).

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este comercio se mueve principalmente desde España. Finalmente, me acercaré a la figura del autor hispanoargentino Andrés Neuman y su novela El viajero del siglo, galardonada con el Premio Alfaguara 2009, con el fin de explorar importantes aspectos relacionados con los premios literarios, el comercio del español y el propio concepto de literatura, su historia y también su futuro.

Hacia una consideración crítica: Los premios literarios y la doble realidad de la literatura Existen dos grandes narrativas a la hora de hablar de los premios literarios en la contemporaneidad. Por un lado, está aquella que considera los premios como una vía rápida de legitimación y visibilidad para los autores y también como una manera útil para el organizador del premio de hacerse publicidad. En otras palabras, tendríamos algo así como una relación simbiótica donde autor y organizador se ven beneficiados mutuamente. La proliferación de premios otorgados, ya no sólo desde editoriales, sino desde bancos, ayuntamientos, cajas de ahorros y asociaciones de todo tipo deja traslucir la realidad de una oferta y demanda de este tipo de premios4. Por el otro lado, existe una versión bastante más negativa de los premios literarios, en particular de aquellos convocados desde las grandes casas editoriales. Esta narrativa consideraría a los premios literarios como un síntoma de la intromisión cada vez más acusada del mercado en el campo literario que, valiéndose de técnicas más propias de la mercadotecnia, premia a autores que pueden tener un impacto mediático, sin descubrir nuevos valores y con una capacidad de sanción simbólica mínima El crítico Ignacio Echevarría, por ejemplo, en un artículo para El País en 2003 titulado “El tinglado de los premios” arremetía precisamente contra la fórmula de los premios comerciales que, en su opinión, habría contaminado todo el sistema literario. Así, para Echevarría, “[c]omo Napoleón el día de su coronación, el merca-

4. Como reflejo de esta realidad cabe mencionar la publicación de un libro titulado Guía de premios y concursos literarios en España, 2008-2009, cuya edición de 2008 recogía un total de 1.800 premios literarios diferentes convocados anualmente en España.

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do editorial arrebata los laureles de las manos temblequeantes de la crítica o de la academia y se los ciñe él mismo sobre su cabeza” (Echevarría 2005: 323). El crítico, por lo tanto, describe un panorama donde la crítica imparcial o desinteresada no tiene cabida a la hora de sancionar la calidad o validez literaria de un libro y donde el mercado, en este caso, encarnado en las grandes editoriales actúa de juez y beneficiado principal a través de sus premios. En una línea parecida se expresa Ramón Acín, quien, en su libro Narrativa o consumo literario (1975-1987), traza un recorrido por la historia de los premios literarios en España opinando que estos empezaron siendo una valiosa “guía estética” [en referencia principalmente al Premio Nadal en sus orígenes] (Acín 1990: 168) para dar paso, tras la creación del Premio Planeta (1956) a una “loca carrera del dinero y con ello una concepción totalmente mercantilista de los premios y la literatura” (Acín 1990: 169). Pese a que su análisis apenas abarca hasta mediados de los años ochenta, Acín apunta a una consideración que se hará más pronunciada durante los años noventa y que coincide con la señalada por Echevarría. Así, para Acín, “los premios han dejado de tener validez. Apenas descubren nuevos valores, jóvenes escritores, puesto que se apuesta sobre seguro, jugando al nombre conocido dada la función comercial/publicitaria que les rige y les mantiene” (Acín 1990: 175). La posición de ambos críticos es la de considerar el premio literario como un elemento cuya función habría de darse dentro de las coordenadas marcadas por el campo literario, es decir, que fuera capaz de legitimar obras u autores desde una autonomía propia del campo literario y sin recurrir a sancionadores externos basados en una lógica mercantilista que busca el interés económico por encima del simbólico. Sin embargo, ante la progresiva injerencia, por así decirlo, de mecanismos comerciales, los críticos, y también algunos autores, dudan de la validez de los premios para legitimar en última instancia qué es literatura. Dos consideraciones se desprenden de esta actitud hacia los premios que es necesario reevaluar para realizar un acercamiento crítico y productivo sobre qué significan los premios literarios hoy en día y qué nos muestran sobre la literatura contemporánea. Por un lado, esta actitud hacia los premios es un reflejo de una determinada forma de pensar sobre literatura y la cultura en general como una esfera autónoma cuya “pureza” reside en el desinterés que se muestra hacia lo económico o hacia el éxito comercial, por ejemplo. Sin embargo, esta idea está en permanente tensión con la verdadera realidad de cualquier producto cultural, es decir, de la necesidad y de-

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pendencia de un mercado para poder sobrevivir, o al menos, para adquirir una visibilidad. Los premios literarios encarnan esta misma dualidad que James English, en su estudio sobre el lugar de los premios literarios en el mundo de la cultura, The Economy of Prestige, ha llamado “equivocidad”. Según él, los premios literarios “sirven simultáneamente para reconocer un tipo de valor inequívocamente estético y ostensiblemente más alto y como un espacio en que dicho valor aparece sujeto a un sistema comercial de producción e intercambio” (English 2005: 7; mi traducción). English caracteriza aquí los premios literarios como portadores de la “doble realidad” que cualquier producto cultural posee: un valor simbólico y cultural, por un lado, y un valor económico, por el otro. En los premios, al hecho de estar “premiando” o reconociendo el valor simbólico –en teoría, estrictamente evaluado dentro y en relación al sistema literario– va unida también una recompensa económica directa (a través de la cuantía del premio) o indirecta (por el aumento de número de ventas). En la lógica del campo literario, definida por Pierre Bourdieu como una de “economía invertida” (Bourdieu 1993: 39) donde el capital simbólico se define precisamente como una negación del capital político o económico (Bourdieu 1993: 75), podemos comprender que el premio literario, especialmente en los últimos veinte años, ha tenido que navegar por las aguas de la sospecha. La acusación también de que los premios literarios no premian la calidad de una novela, sino el impacto mediático que ésta va a tener ha sido recurrente en los años noventa hasta entrado ya el siglo XXI, precisamente en el contexto de los conglomerados empresariales y los circuitos de legitimación que se producen entre editoriales y los medios de comunicación. La segunda consideración que podemos extraer tiene que ver con el hecho de que los críticos asumen una posición hacia los premios comerciales, y por extensión, a la “dictadura del mercado” como si estos no fueran también parte integrante de lo que es literatura. El problema de los críticos aquí sería considerar el premio como un elemento externo al campo literario que más que mantener (dentro una concepción del premio exento de intereses políticos o económicos, en línea con una concepción del arte como una manifestación autónoma), contamina el campo de producción cultural. Si consideramos, sin embargo, al premio literario como un elemento propio del campo literario, como es mi intención aquí, las cuestiones que surgen son cuál es el papel que los premios literarios desempeñan en la producción literaria actual, por una parte, y qué nos revelan sobre el contexto cultural, social o político donde se crean. En este sentido,

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son útiles las palabras de English cuando afirma que “los premios no son una amenaza o una contaminación con respecto a un campo de prácticas culturales en el que no tendrían un lugar legítimo. El premio es una práctica cultural en su forma contemporánea por antonomasia” (English 2005: 26). En otras palabras, lo que indica English y en general conforma la tesis de su trabajo es que se hace necesario considerar el premio literario como parte integrante del sistema de producción cultural actual, en la medida en que este arroja luz sobre el particular significado y modos de legitimación que adquiere la literatura como práctica cultural en la actualidad, especialmente en un contexto socioeconómico presente donde el campo económico parece introducirse de formas más intensas y variadas que en el pasado. De hecho, la crítica a los premios literarios es en realidad un reflejo de la crítica o de la ansiedad generalizada que desde el campo literario se tiene con respecto a una pérdida de autonomía –entendida como la capacidad legitimadora del propio campo literario sin intromisión del campo económico– más acusada en los últimos años a raíz del fenómeno de absorción de editoriales por parte de conglomerados empresariales. El caso más ejemplar sería PRISA que tiene a su disposición medios de comunicación (El País) y editoriales (Alfaguara) creando circuitos cerrados de legitimación y publicidad muy poderosos. En los últimos años han surgido también nuevos premios literarios que, en cierta manera, son reflejo del poder económico de este nuevo tipo de edición y también de las sospechas en cuanto a su poder simbólico por cuanto se les ha acusado de premiar obras que puedan tener un impacto mediático y de venta más que descubrir obras o valores que puedan renovar el panorama literario. Así, al Premio Planeta, pionero de este tipo de galardones, se le ha unido recientemente el Premio Primavera (1997) organizado por EspasaCalpe, también del grupo Planeta en conjunción con Ámbito Cultural de El Corte Inglés, y el Premio de Novela Ciudad de Torrevieja (2001), organizado por Plaza-Janés (del grupo Random House) en conjunción también con El Corte Inglés. Otro aspecto que va unido a los grandes conglomerados editoriales es la progresiva expansión en América Latina, mediante la adquisición de editoriales y su presencia cada vez más sólida en la industria del libro5. Esta expansión

5. Para una discusión más amplia sobre este tema, véase Fernández (2009) y Miles (2005).

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es al mismo tiempo económica, puesto que amplía el mercado para estas empresas, y simbólica, porque intenta crear una red de lectura en el ámbito del español que traspasaría las fronteras políticas de los respectivos países6. Este fenómeno tiene a la editorial Alfaguara como uno de sus máximos exponentes, y el premio literario entregado por ésta es, sin duda, ejemplo y síntoma de un proyecto que habla de importantes circuitos económicos y simbólicos transatlánticos y también urge a reevaluar el concepto de literatura nacional en el contexto del siglo XXI.

España 3-Argentina 3: el Premio Alfaguara y el comercio del español Tras un lapso de veinticuatro años, el Premio Alfaguara volvió a irrumpir en la escena literaria en 1998 con una vocación global que incorporase a América Latina. Un repaso por sus ganadores arroja el dato de que autores españoles y argentinos han conseguido el galardón en tres ocasiones cada uno, mientras que el resto se reparte entre Cuba (2), México (2), Chile, Nicaragua, Perú y Colombia. La vocación global de Alfaguara empieza en 1993 con la creación de Alfaguara Global, una iniciativa que, pese al nombre, está circunscrita al ámbito de habla hispana. El objetivo de este proyecto es precisamente concentrarse en la publicación de autores hispanoamericanos y derribar barreras nacionales, en busca de un territorio común definido por la lengua. En palabras de Juan Cruz, director literario de Alfaguara, a la sazón: “Lo que se pretende conseguir es que un buen escritor venezolano sea tan conocido en Madrid o México o Bogotá como en Caracas. Que los libreros de todos los países de habla española conozcan nuestra literatura sin importarles dónde está escrita” (Pohl 2001b: 272). Pese a que la iniciativa de Alfaguara está basada en autores que ya pertenecían al catálogo y al fichaje progresivo de otros autores españoles e hispanoamericanos a lo largo de los años noventa, es el Premio Alfaguara y su distribución lo que en realidad supone un verdadero cambio con respecto a otras casas editoriales con presencia en América Latina y por su-

6. Para una problematización sobre el fenómeno por su centralización en capital español, véase De Castro (2008).

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puesto, con respecto a otros premios. Así, este premio se convierte en la piedra angular para la “empresa del español” de Alfaguara, puesto que la novela ganadora se publica simultáneamente en todos los países del ámbito hispanoamericano. Según la propia página web de la editorial, “En [el premio] se vuelcan todas las sedes de Alfaguara para editar, distribuir y promocionar la novela ganadora por todo el ámbito del español, consiguiendo así llegar a cuatrocientos millones de lectores potenciales”. El énfasis en la búsqueda de un mercado más amplio que incluya a varios países distingue a este premio de otros, incorporando un nuevo elemento al equilibrio entre valor simbólico y valor económico. Al hablar del premio, Ruiz, no ve razones comerciales en éste: El Premio no está hecho, al contrario de otros premios literarios, por razones comerciales. Queríamos subrayar la vocación literaria y global de Alfaguara. Queríamos tener un acontecimiento al año que nos pusiera en contacto con todas las organizaciones. Fíjate tú, si no había propósitos estrictamente comerciales, que le dimos el premio a un nicaragüense, que es de un país donde no tenemos casa –hay muy pocos donde no la tenemos–, y a un cubano cuyo mercado de origen es cero. Mira que somos unos ingenuos (Pohl 2001a: 325).

Obviamente, cabe tomar estas declaraciones con precaución, puesto que, aunque Ruiz utiliza un discurso de ingenuidad para referirse a su estrategia, en realidad apunta a la ampliación de un mercado que a largo plazo puede ser muy rentable para los intereses de la editorial. La posibilidad de llegar a un mayor número de lectores y lo que es más importante al asentamiento de la estructura simbólica y económica de Alfaguara y el grupo PRISA en el mercado latinoamericano no puede pasar desapercibida. Pese a esta iniciativa la realidad es que todavía, y con la excepción de las novelas ganadoras o de autores canónicos, la creación de un mercado sin fronteras geográficas o políticas sigue siendo utópico. Así, determinados libros que se editan en Alfaguara-Argentina, por ejemplo, no llegan a España u otros países y viceversa. Pese a la opinión de Ruiz de que “[h]abría que acabar con la idea de que son de un sitio o de otro [los autores] (…) Son de la lengua española”. La verdad es que la nacionalidad todavía tiene un peso específico dentro de la literatura. Una razón cabe buscarla en que precisamente nuestra concepción moderna de literatura va unida a una concepción de la identidad nacional y territorial. A través de sancionadores del capi-

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tal cultural como puedan ser los currículos educativos, antologías, etc. se aprecia que existe una fuerte correlación entre los textos y la procedencia de éstos. El Premio Alfaguara es un esfuerzo apreciable por derribar este tipo de concepciones nacionalistas de la literatura, pero es tal vez el interés excesivo lo que a la larga también le perjudica. Es decir, al promocionar ampliamente el premio como precisamente una forma de llegar a más lectores y de construir un territorio basado en la lengua más que en la geografía, el potencial simbólico se ve claramente perjudicado al ser percibido como dirigido e interesado. En este sentido, tiene una capacidad simbólica más alta la creación espontánea de redes de autores y lectores que se van descubriendo mutuamente. A las cifras del número de ejemplares en circulación y de la cantidad de dinero que los premios comerciales siempre destacan, se une en el caso del Premio Alfaguara las cifras de los países galardonados y de los lectores potenciales, dando la impresión de un fenómeno calculado y, por lo tanto, de márketing más que estrictamente literario.

Andrés Neuman: el viajero de los premios y la invención de la literatura Con la concesión del Premio Alfaguara de Novela en 2009 a Andrés Neuman por su novela El viajero del siglo, asistimos a la culminación, y tal vez a un punto de inflexión, de lo que ya era para el escritor un recorrido relativamente exitoso por el mundo de los premios. El autor hispanoargentino había sido finalista en dos ocasiones del Premio Herralde (1999 y 2003, con Bariloche y Una vez Argentina, respectivamente) y también del Premio Primavera en su edición de 2002 con La vida en las ventanas. Además, había conseguido el Premio Hiperión de poesía de 2002 gracias a su poemario El tobogán. La obtención del Premio Alfaguara suponía, pues, un salto importante en cuanto al tipo de presentación del autor dentro del panorama literario. Las menciones de honor anteriores habían contribuido a edificar y consolidar un capital simbólico notable, especialmente los segundos puestos en el Premio Herralde y su triunfo en el Premio Hiperión, galardones que gozan de un prestigio literario. Así, el Premio Herralde concedido por Anagrama basa su prestigio en el carisma y supuesta independencia de su editor, con gran poder simbólico en

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el campo literario español; el Premio Hiperión, por su parte, procede de la poesía, ya de por sí un género literario autónomo en el mapa del campo literario, según la terminología de Bourdieu. En otras palabras, Andrés Neuman no era ningún desconocido en el campo literario, pero carecía de la visibilidad y peso que el Premio Alfaguara conlleva por sus posibilidades de promoción y dotación económica (175.000 dólares). Este premio ejemplifica en el caso de Neuman algo que English ha llamado una “intraconversión de capital” (English 2005: 10) y que según él es una de las características más importantes de los premios literarios. En otras palabras, la acumulación de capital simbólico le permite acceder al capital económico y social otorgado por un premio comercial como el de Alfaguara. En entrevistas posteriores al fallo, Neuman no desdeña el valor económico del premio, que según él, “le permite comprar tiempo” (Hora 25 2009) pero afirma que lo que más le atraía era precisamente la posibilidad de ver su libro publicado en los países de habla hispana sin atender a su nacionalidad, sino como parte del proyecto de una lengua común, en clara consonancia con lo que apuntábamos anteriormente a propósito de Alfaguara Global. El caso concreto de Andrés Neuman y su Premio Alfaguara es un ejemplo de cómo los premios literarios, independientemente de retóricas negativas, forman parte de la naturaleza propia de cualquier producto y productor cultural, es decir, de la necesidad de balancear un componente simbólico con la capacidad económica de mantenerlo y hacerlo posible. Por su parte, la novela El viajero del siglo es también en su contenido una clara muestra de los intercambios económicos y simbólicos que produce la literatura. Destacada por la crítica y el propio autor por ser una novela que, bajo su apariencia de novela decimonónica (principalmente, porque está ambientada al principio del siglo XIX) esconde elementos que la hacen totalmente contemporánea. Así, en la propia contraportada se destacan temas que crean un puente con la actualidad como “la extranjería, el multiculturalismo y los nacionalismos, la emancipación de la mujer”. Un tema que, sin embargo, no aparece reseñado y que tiene gran importancia es precisamente lo tratado en este trabajo: la doble realidad de la literatura, de la que los premios son una condensación, y la posibilidad o no de un mercado global que no atienda a nacionalidades y que merecería otro estudio. Así, el protagonista de la novela, Hans y la que se convierte en su amante, Sophie, comienzan la labor de traducir poemas para realizar una antología de poesía europea. Así, alrededor de esta

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empresa conjunta surgen importantes apuntes en relación a la literatura. Por un lado, el más obvio es el intento de los personajes por fundar un espacio literario común independientemente de lenguas o nacionalidades, al modo del famoso concepto de Weltliteratur de Goethe, y que Hans defiende ante el pensamiento más conservador del profesor Mietter, defensor de la necesidad de un contexto nacional para entender el texto literario. Las implicaciones con nuestro presente globalizado son obvias y algunas de las objeciones y posibilidades ya han sido comentadas a propósito de Alfaguara Global. Incluso, más específicamente, el texto prefigura el intercambio transatlántico hispánico en la voz de Sophie que opina que, en la novela, opina que deberían incluir a Sor Juana Inés de la Cruz, puesto que a pesar de haber nacido en México, era muy leída en España (Neuman 2009: 361). En segundo lugar, cabe destacar el momento histórico en que se desarrolla la novela, aproximadamente a principios del siglo XIX, un periodo en que se funda nuestra concepción de literatura moderna, precisamente a través de su inscripción en antologías e historias literarias7. Finalmente, es necesario notar la propia relación amorosa que de Sophie con Hans y con Rudi Wilderhaus, prometido de Sophie e hijo de una poderosa familia terrateniente. Esta relación se puede leer simbólicamente como la doble naturaleza de la literatura en su tensión entre el componente propiamente simbólico, encarnado por Hans y la tarea de traducción que permite a Sophie una independencia y una emancipación, y las ataduras de carácter económico y de poder que ésta mantiene con su padre y con Rudi. La novela de Andrés Neuman demuestra que discusiones contemporáneas sobre la literatura –su negociación constante entre el componente simbólico y económico así como la tensión entre nacionalismo y globalización– tienen su raíz en la fundación e historia de ésta. Los premios literarios, especialmente el caso de Alfaguara, y las controversias que suscitan son una condensación de este tipo de cuestiones, y como tal, analizables desde esta perspectiva. Volviendo al tema de las sospechas que levantaban los premios li-

7. Véase Mainer (2000) para una discusión sobre la institución de la literatura como sinónimo de la historia de la literatura; y para una discusión sobre el concepto mismo de literatura como respuesta a una crisis en la filosofía, a través de la figura de los hermanos Schlegel, la escuela de Jena y el Athenaeum, véase Lacoue-Labarthe/Nancy (1988).

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terarios y sobre si estos son importantes a la hora de evaluar qué es literatura, podemos acabar con una cita de El viajero del siglo sobre la traducción que podemos aplicar a los propios premios: “La traducción no traiciona ni sustituye, es una aportación más, un empujón a un texto que ya estaba en movimiento, como cuando alguien se sube a un coche en marcha” (Neuman 2009: 319).

Bibliografía ACÍN, Ramón (1990): Narrativa o consumo literario (1975-1987). Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. BOURDIEU, Pierre (1993): The Field of Cultural Production: Essays on Art and Literature. New York: Columbia University Press. DE CASTRO, Juan E. (2008): “Reading, Publishing, and Writing Networks: The Hispanophone and Latin American Literary Spaces in The Twenty-First Century”. En: The Spaces of Latin American Literature. New York: Palgrave MacMillan, pp. 91-104. ECHEVARRÍA, Ignacio (2005): “El tinglado de los premios”. En: Trayecto: un recorrido crítico por la reciente narrativa española. Madrid: Debate, pp. 318-326. ENGLISH, James F. (2005): The Economy of Prestige: Prizes, Awards, and the Circulation of Cultural Value. Cambridge: Harvard University Press. FERNÁNDEZ MOYA, María (2009): “Editoriales españolas en América latina. Un proceso de internacionalización secular”. En: Información Comercial Española, ICE: Revista de economía, 849, pp. 65-77. Hora 25 (2009): “Entrevista a Andrés Neuman, Premio Alfaguara 2009”. En: Hora 25 (Documento de audio). En: Cadenaser.com, 23 de marzo, web [12 de marzo]. LACOUE-LABARTHE, Philip/NANCY, Jean-Luc (1988): The Literary Absolute. Albany: State University of New York Press. LAERA, Alejandra (2007): “Los premios literarios: recompensas y espectáculos”. En: Cárcamo et al. (eds.) (2007): El valor de la cultura. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, pp. 43-66. MAINER, José-Carlos (2000): “La invención de la literatura española”. En: Historia, literatura, sociedad (y una coda española). Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 153-190. MILES, Valerie (2005): “Publishing in Spain and Latin America”. En: Publishing Research Quarterly, 22.3, pp. 22-27. NEUMAN, Andrés (2009): El viajero del siglo. Madrid: Alfaguara.

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V Ficción y crítica: escritores en ambos mundos

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1 En algún lugar ya se ha dicho: Rodrigo Fresán nació muerto. En Buenos Aires, 1963. Después, el muerto comenzó a respirar y acabó viviendo –felizmente para su familia y lectores– para contarlo. El muerto narra muy bien. Quienes leyeron Mantra, saben de qué hablo. Fresán tiene un punto en común con Samuel Beckett, que siempre tuvo la impresión de que habitaba en él un ser asesinado antes de su nacimiento. Vivo o muerto, Fresán narra con extraordinario vigor y repartiendo mucho juego y con un gran abanico de máquinas creadoras, y lo viene haciendo desde su debut temprano con su rompedora y juvenil L’homme du bord extérieur, que le consagró como un escritor transgresor en los contenidos y experimental en las formas. Las influencias que se diría que registra ese libro primerizo –cine, televisión, todo tipo de cultura pop, y literatura anglosajona sobre todo– constituyeron un revulsivo generacional dentro de la literatura argentina. Con la literatura de Fresán entró una cierta modernidad que en aquellos días, en su país, brillaba por su incomprensible ausencia. Lo sorprendente del joven Fresán era que, a diferencia de alguno de sus colegas generacionales, no tenía problema metafísico ni intelectual alguno con Borges, cuya grandeza traumatizaba la voluntad de escritura de algunos.

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Esa desinhibición ante el trauma borgiano tiene, a mi modo de ver, una explicación que se non è vera, è ben trovata: Fresán nació en Buenos Aires en 1963. Y fue precisamente en ese mismo año de 1963 cuando Witold Gombrowicz, desde lo alto del barco que iba a zarpar, al abandonar para siempre Buenos Aires, les había recomendado a sus amigos y jóvenes discípulos traumatizados por la literatura de Borges (y por la del propio Gombrowicz, pero eso él lo disimulaba, hacía como que no ocurría): “–¡Matad a Borges!”. Sospecho que Fresán llegó muerto –y luego vivo– al mundo en el día y momento mismo en que Gombrowicz, desde lo alto de su transatlántico, se despedía para siempre de Buenos Aires pidiendo que mataran a Borges. Fresán debió perfectamente escucharlo. Algún día reencontrará ese primer recuerdo. El grito asesino del puerto lo dejó sin necesidad alguna de acabar con Borges, pues de eso ya iban a encargarse otros. Así que puede decirse que cuando Fresán nació, Borges ya no estaba allí. Gombrowicz le había facilitado el trabajo (y hasta el asesinato) desde el mismo puerto de la ciudad. Y Borges ya no estaba allí, aunque “brillaba en la oscuridad” (como el padre de ese inquietante relato que Fresán titula La sustitución de los cuerpos), brillaba de forma extraña, lo que incluso le lleva a decir al propio Fresán tal vez de forma inconsciente en ese mismo cuento: “¿Fue Lee Harvey Oswald un cuerpo robado aquella mañana en Dallas, 1963, cuando todo comenzó a transformarse en otra cosa, cuando la historia cambio de signo y de frecuencia?”. ¿Fue Borges un cuerpo robado en algún momento? No es Fresán el más indicado para preguntarle esto. “Nada inspira más confianza que alguien que se niega a recordar, alguien que lo único que recuerda es que se olvida de casi todo. Y todos los días vuelvo a empezar casi de cero. Limpio. Biografía en blanco. Me parece que, por ejemplo, hoy nací de muy buen humor, creo” (Los amantes del arte: una “memoir” amnésica).

2 Algunos años después, Fresán iba a resucitar a Borges sin más problema, del mismo modo que también Fresán, sin más problema, había sabido sobrevivir a su propia muerte. En Mantra el lector de

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Fresán encontró ya muchos detalles de esas historias de muerte y supervivencia. De hecho, Mantra es un libro que nació muerto, pero con el factor Fresán añadido, es decir, con la noción del Aleph de Borges en su interior más secreto, y acompañada de la Quantum Theory y del irrealismo lógico propuesto por el propio autor, siempre en las antípodas de García Márquez y los coroneles con gallos amazónicos. En Fresán todo es visión alucinada enmarcada paradójicamente en la sensatez más rigurosa: “Mientras que lo que se conoce como realismo mágico es la medida y justa intrusión de lo fantástico en el tejido de la realidad, yo diría que los Mantra nos ubicamos dentro de algo que bien podría llamarse irrealismo lógico y que empieza y acaba de definirnos a la perfección: mínimas esquirlas de lógica, como las luces en los trajes de los charros, bordados sobre la amplia y cotidiana tela de lo irreal e imposible”. Con esas mínimas esquirlas de lógica se iba componiendo el traje de Mantra, libro no por casualidad encabezado por una cita de Philip K. Dick (autor que Fresán admira sin reservas) sobre Ciudad de México, donde cuenta que esa ciudad ha aparecido en sus sueños cuando en realidad nunca ha estado allí, sabe muy poco sobre ella, y es por eso por lo que muchos detalles de su sueño le asombran tanto. Es lógico que el irrealismo lógico de Fresán esté montado sobre esa ciudad surrealista y desbordante sobre la que tanto se sabe y al mismo tiempo no se sabe nada: México, territorio extremo de la imaginación, país exagerado donde cualquier historia es posible, terreno abonado para cualquier esquirla de lógica, espacio idóneo para el maravilloso aburrimiento de los suicidas que aparecen en Monólogo para hijo de puta con ballenas y hermanita fantasma, otro de los relatos de La velocidad de las cosas, el libro de Fresán del que más aprendo, tal vez por su infinitud de interpretaciones y lecturas. “El suicidio –contrario a lo que gran parte de la gente piensa– no está impulsado por la desesperación sino por el aburrimiento”.

3 ¿Tanta sabiduría de Fresán sobre el aburrimiento, por ejemplo, podría ser autobiográfica? Ampliemos la pregunta. ¿Qué hay de autobiografía en todos esos relatos de La velocidad de las cosas que tanto utilizan la primera persona del singular? Habitualmente consideramos que la vida de un escritor debe informarnos sobre su obra, pues

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queremos encontrar una especie de causalidad entre las aventuras vividas y los episodios narrados, como si las unas produjesen a los otros; creemos que el trabajo del biógrafo autentifica la obra, que nos parece más verdadera si se nos muestra que ha sido vivida, de tan tenaz que es nuestro prejuicio de que el arte es en el fondo ilusión, y de que es preciso lastrarlo, cada vez que sea posible, con un poco de realidad... Pues bien, la biografía de Fresán nos obliga a invertir ese prejuicio. Es más, en el caso concreto de La velocidad de las cosas me atrevo a asegurar que no es la vida de Fresán lo que encontramos en su obra, sino que es la obra lo que encontramos en la vida de Fresán. Dicho de otro modo, no es la vida la que informa de la obra en Fresán, sino la obra la que irradia, explota en la vida, dispersando en ella los mil fragmentos que parecen preexistirla. El mundo de Fresán –del que es un inmejorable ejemplo La velocidad de las cosas– está lleno de esencias que se dispersan en la obra y en la vida del autor fragmentándose en apariencias, de las que finalmente importa bien poco si son ficticias o reales. Comprendemos así cuán vano resulta buscar las llaves de La velocidad de las cosas. Porque en realidad es el mundo el que nos proporciona las llaves del libro: es el libro el que abre el mundo. La velocidad de las cosas no intenta hacer realidad ni ficción, quizás tan sólo reflexión sobre las esencias (ficción) y sobre el arte (la realidad). Y así se da la circunstancia o paradoja de que, cuando el narrador, en el último relato del libro –un epílogo que es también un nuevo prólogo–, dice adiós al mundo, lo hace para empezar por fin su libro. En otras palabras, solamente en ese momento las dos vidas paralelas –las del autor y las del narrador dispersado en muchos narradores– acoplan indisolublemente sus duraciones: la escritura del narrador/narradores es literalmente la escritura de Fresán; no hay autor ni personajes, ya sólo queda una escritura. La velocidad de las cosas es básicamente una escritura. “Y mi locura son las ballenas”.

4 La velocidad de las cosas es básicamente una escritura. No es exactamente una novela, tampoco un libro de relatos, más bien una escritura o, si se prefiere, Divagaciones, Voces, Teorías: propuestas escritas con un ritmo vertiginoso, en las que la acción se diversifica en múltiples acciones interiores.

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La velocidad de las cosas es un libro que me resulta siempre idóneo para ponerlo como ejemplo de escritura que me interesa, como ejemplo de libro que no sólo intuyo que es de mi propia familia literaria, sino que amistosamente comparte conmigo la sospecha de que la autobiografía no estrecha de miras, la autobiografía amplia será –ya lo es- un género esencial en la literatura de este siglo todavía embrionario. La velocidad de las cosas es uno de esos libros de construcción mixta y formatos alternativos donde se cuenta lo que pasó pero –a diferencia de lo que ocurre con la clásica autobiografía– también lo que pudo haber pasado, lo que no pasó, y lo que sucede en esa línea delgada pero extensísima que separa la no-ficción de la ficción y a su vez separa también al escritor de lo que escribe. La velocidad de las cosas parece estar propugnando de forma natural la desaparición de ciertas fronteras narrativas y abrir camino para la autobiografía amplia. “Lo verdadero, visto como territorio fértil para sembrar con las semillas de lo imaginario, o mejor todavía, novelizar la vida”, decía no hace mucho Fresán cuando, a propósito de un libro de su admirado Rick Moody, hablaba de “los pastiches de W. G. Sebald, Javier Marías, David Foster Wallace, los relatos verdaderos y junkies de Denis Johnson, Dave Eggers (que debutó y se hizo famoso con su humildemente titulada Una historia asombrosa, conmovedora y genial), Roberto Bolaño, Lorrie Moore, César Aira y su Cumpleaños, William T. Vollman, Javier Cercas, Richard Powers, Claudio Magris remontando El Danubio como si se tratara de su vida, Antonio Tabucchi apareciendo y desapareciendo como ‘Narciso’ por entre las páginas del epistolar Se está haciendo cada vez más tarde, Paul Théroux y sus novelas con escritor (...) En todas y cada una de ellas la pregunta parece ser: ¿qué es verdad y qué es mentira? Y la respuesta es: ¿qué importa?”. Sí, ¿qué importa? Me han preguntado una infinidad de veces si tal o cual historia “era verdad”. Parece cómo si el asunto de si es verdad o no, fuera a la larga lo que más interesara de lo que leemos. Confesaré que yo mismo me he sorprendido tratando de indagar, en conversación con algún escritor, si aquello que éste contaba en tal o cual libro debía considerarlo como verdadero. He actuado muchas veces así, y cada día me parece más absurdo haberlo hecho, porque es como si aún no supiera que no se escriben novelas para contar la vida, sino para transformarla, para inventar lo real y, además, añadiéndole algo falsamente personal y encima contando lo que pudo también ocurrir y no ocurrió y hasta contando lo que

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ocurriría si no hubiera ocurrido nada. Siempre me ha parecido absurdo haber actuado así, como si no hubiera oído nunca aquello tan extremadamente justo de que el poeta es un fingidor que finge constantemente, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente. Como si no me acordara de eso que al comienzo de este libro de Fresán dice Paul Auster, eso de que nos convertimos en las historias que contamos sobre nosotros mismos. “Y después del nosotros, me aflojó varias muelas de una bofetada” (Monólogo para hijo de puta con ballenas y hermanita fantasma).

5 A estas alturas de la experiencia, resulta patético que haya quien todavía se resista a creer que la ficción habita en la verdad. No sé sabe qué grave promesa debieron hacerle a ese ancestral lector fundacional que creyó a pies juntillas que venía el lobo cuando en realidad todo lo había inventado su hijo, el fabulador, un joven con muchas facultades para hacer aparecer y desaparecer la línea recta de sus improbables verdades, de ese tipo de verdades como la que leemos en uno de los relatos de Fresán: “La mujer de los espejos ha hecho montar a su alrededor una compleja estructura de espejos venecianos para poder contemplar mejor el breve instante de su final”. Leer para ver, leer para creer y para no creer o para creer en el último espejo, que puede aparecer después de desaparecer. Le oiremos hablar de esto a Fresán a lo largo de este libro que muy posiblemente es, más allá de las maniobras literarias de rigor para hacerlo pasar por ficción, rigurosamente autobiográfico, tanto como es rigurosamente falso más allá de las maniobras literarias de rigor para hacerlo pasar por autobiográfico. O las dos cosas al mismo tiempo, lo que a mi entender sería la pista más fiable. Aunque, a decir verdad, ¿qué importa? Ante todo estamos ante un libro móvil. Creo recordar que ya el critico Ignacio Echevarría calificó muy oportunamente a Fresán de escritor mutante de libros. Se escapa –por motivos obvios– cualquier precisión que queramos hacer sobre este escritor de libros mutantes. Creo haberlo dicho ya no hace mucho, pero vuelvo a sentir deseos de desahogarme: cada vez que escribo sobre La velocidad de las cosas me veo obligado a leer nuevos cuentos que acaba de añadir Fresán a su infinito libro, lo que ha acabado por convertirlo en el que más veces he leído en

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mi vida, y también en uno de los que siempre está en mi lista de libros contemporáneos favoritos. “Ahora aparezco. Ahora desaparezco. Ahora aparezco para desaparecer y se me perdonarán, espero, ciertas vacilaciones a la hora de intentar promover algo parecido al orden luego de un permisivo caos de años. Nadie dijo que iba a ser fácil”. En este fragmento del último cuento de La velocidad de las cosas hallamos la línea del río de la vida del libro entero, una línea parecida a la de ese río español, el Guadiana, famoso porque tanto aparece como desaparece, aunque eso último no le impide, cuando vuelve a aparecer, seguir siendo el Guadiana. Este libro de sinuoso recorrido en el que el estilo avanza dando triunfales zancadas, mientras la trama camina detrás arrastrando los pies. “Le pregunté a Robyn Hitchcock de qué trataba The Speed of Things y, algo molesto, me respondió: “Exactamente de eso”.

6 “Mis padres nunca terminaron de ponerse de acuerdo en cuanto a lo que ocurrió durante mi nacimiento” (Apuntes para una teoría del escritor). Me voy a dormir. Ayer –como si fuera un personaje de un cuento de este libro– me desperté pensando que el peor destino posible para este libro de cuentos sería mi inexistente país de origen. Como ese país no existía, los cuentos de Fresán no tenían destino, tampoco los míos. Dormí mal. Yo era Fresán vivo o muerto en el cuento, en el sueño. Y ese país que no existía era el mío, sólo que no sabía cuál podía ser y en cambio sí sabía que para no existir siempre fue necesario antes haber existido. Era otoño.Y a mi lado había unas páginas sombrías que no presentaban huella de nadie, salvo el trazo de unas estrellas encendidas en el fondo de un cielo de escarcha.

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Enrique Vila-Matas IGNACIO VIDAL-FOLCH

Hace poco entrevisté para un programa de Televisión Española a Enrique Vila-Matas. Él acababa de publicar Dublinesca y buena parte de la conversación giró en torno a esta novela. Ahora, ante la posibilidad que se me ofrece de escribir sobre la poética o la estética de Vila-Matas, en lugar de redactar un ensayo crítico he preferido volver sobre aquella conversación más o menos espontánea y rehacerla por escrito. Es un privilegio, me ha parecido, variar y seguramente mejorar lo que se dijo impromptu de viva voz. Retirar lo dicho, repetirlo mejor. ¿No es precisamente una superioridad de la escritura sobre la vida la posibilidad de corregirla, aunque sea modestamente? Ignacio Vidal-Folch. Esta venerable edición de Ulises que ahora sostengo entre mis manos, la de editorial Rueda, la primera en lengua española, fue fundamental para dos o tres generaciones de españoles interesados en la literatura como creación, y también la que has manejado mientras escribías Dublinesca, ¿verdad? Enrique Vila-Matas. He manejado esa traducción de Salas Subirats, la primera, la mítica, la legendaria; también he manejado la de Valverde, y finalmente también la de editorial Cátedra. Según me encajaba mejor una u otra en la novela, recurría a una u otra.

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I.V. F. Yo leí la de Sala Subirats siendo adolescente, la leí como un deber de aprendizaje. Encontré dificultades para transitarla y prefiero con mucho la de Valverde; aunque claro, suele ser mejor una segunda traducción que una primera. Tú, sin embargo, creo que tienes una opinión mejor sobre aquella. E.V. M. En contra de lo que se cree a veces, tengo la impresión de que la de Salas Subirats es más solvente de lo que parece. Pero bueno, no hay que fiarse de lo que digo porque apenas sé inglés. Hablo por pura intuición y por trabajos lentos de comparación entre el original de Joyce y las tres traducciones al español. Siempre acababa pensando en lo que habría traducido yo de haber sido el traductor y Salas Subirats ganaba muchas batallas ahí. Pero entiéndeme: jugaba a ser traductor del Ulises, algo para lo que ni en broma estoy preparado. I. V. F. Ulises, excusa la obviedad, fue uno de los cuatro cinco libros fundamentales de la novela del siglo XX, ¿no es verdad? E. V. M. Bueno, nunca me gusta afirmar cosas con rotundidad, pero quizá sea la cumbre de la vanguardia de la literatura europea. De hecho Joyce lleva la literatura ya a sus límites, y después de él parece ya complicado continuar. Su trabajo lo continuó por ejemplo muy bien Beckett, trazando el camino de la polifonía joyceana a la afonía beckettiana. I. V. F. O sea, del esplendor formal de la escritura de Joyce a esa sequedad, esa escritura mínima y tartamuda. E. V. M. Sí, y que va siendo cada vez más mínima, más árida, más breve, con menos texto, sin deseo de apagarse del todo pero apagándose. Yo en el fondo me formé en este tipo de libro, este tipo de vanguardia más que en la de Joyce, y fue un acierto empezar por ahí porque así pude tener menos respeto a la literatura y adentrarme en ella. En Dublinesca se plantea un retorno al esplendor, un retorno a Joyce, porque uno intuye que si seguimos por el lado de Beckett tenemos poco que hacer. Claro que a lo mejor –en ese camino del “poco qué hacer”– está el más interesante camino que podamos emprender. I. V. F. Acabaríamos obligados a callarnos, ¿no? Cosa que es muy desagradable.

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E. V. M. Pero antes de callarnos tenemos mucho tiempo para decir algo. De todos modos, estoy con Banville cuando se ríe de Beckett (hay que reírse de todo, creo), cuando dice, si no recuerdo mal: “Si lees a Beckett ya sabes exactamente lo que va a decir, ‘nunca, nada, jamás, fin’”. I.V. F. Me recuerda a Ferlosio en Vendrán años más malos y nos harán más ciegos, aquel poema que dice: “Nazca el niño negativo/ nadie, nunca, nada, no”. E. V. M. Qué fantástico esto del Niño Negativo, perdona que te lo ponga con mayúsculas, pero es que es mayúsculo ya sólo saber que se puede pensar en poner en mayúsculas al Niño Negativo. Bueno, a lo que íbamos. En Dublinesca se trataba de presentar de forma paródica el fin del mundo o de la era Gutenberg. Y al mismo tiempo, de la forma más hábil posible, hacerlo resurgir, resurgir de las supuestas cenizas. Juan Villoro, en la presentación del libro en México D. F., dijo que el libro se podría resumir como “el muerto vivo” y cantó aquella canción que dice más o menos: “Resultó que el muerto no estaba muerto, sólo se había ido de parranda”. Villoro es de los mejores lectores que conozco, aprecio enormemente sus ensayos literarios. I.V. F. …Ah, esa rumba tan estimulante de Peret, el gitano catalán. E. V. M. Bueno, creo que es de un colombiano, Guillermo González Arenas. I.V. F. De hecho una operación milagrosa parecida, una resurrección, o un brillante juego de prestidigitador, lo realizaste en Bartleby y compañía; y el “milagro” consistió en sacar petróleo, o sea, literatura, armar un libro a partir de la imposibilidad de escribir, de una serie de autores con una obra brevísima, o de obra inexistente. Por cierto que Bartleby es uno de los libros que más lectores te han traído, entre otros motivos, supongo, porque muchos lectores nos vimos reflejados en esas páginas. Mucha gente quiere escribir, quiere decir, y no puede o no sabe. E. V. M. Es verdad que se produjo un efecto que yo no esperaba ni lo tenía previsto, que fue la identificación de los lectores con esta idea de no escribir, de querer escribir y no poder hacerlo, de empezar a escribir y dejarlo. En realidad el tema de fondo del libro no

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es tanto dejar de escribir, sino algo aún más simple: el caso tan general de gente que vive y que un día deja de vivir: una historia bien conocida. La muerte. Gente que ha tenido una vida espléndida y en un momento determinado, sin darse cuenta, deja de vivir bien y a veces de vivir simplemente. En fin, éste sería el fondo final del libro. Bartleby no habla de un problema de escritura. Yo siempre hablo a través de escritores, pero a través de ellos estoy hablando, me parece a mí, del resto de los negocios del mundo. I. V. F. Sí que es común morir, es una triste costumbre que suele tener la gente. Pero me alegra que en el libro te refieras a Pepín Bello, aquel amigo de Lorca, Buñuel y Dalí, cuya obra completa se reduce a una especie de pequeño poema, que dice: “El ate,/ el atene,/ el ateneís,/ el ateneísta/ es una mezcla de erisio y marista/ que me ha subyugado”. Me caía muy bien Pepín Bello. Le escuché en la Pedrera de Barcelona una conferencia sobre sus célebres amigos de juventud, llena de gracia y buen humor, él tendría entonces poco menos que cien años. Se murió el año pasado. E.V. M. Sí, a los 103 años. Delante de mí le pegó una bronca a un amigo que estaba fumando y este amigo le dijo: “Pero bueno, Pepín, ¿tú cuándo dejaste de fumar?”. Y Pepín respondió: “Hace cuatro años”. O sea que dejó de fumar a los 99 años. I. V. F. Es una edad excelente para dejar de fumar. E. V. M. Tenía un extraordinario sentido del humor. Y en el fondo fue también nuestro Marcel Duchamp. Al menos en ciertos aspectos. En el sentido de que era un hombre de ideas, tenía las ideas pero no aparecía. De hecho, la fotografía de la generación del 27, la única que tenemos, la que tomaron en el Ateneo de Sevilla, me contó Pepín que fue él quien la hizo, él es el autor de la fotografía; salió un momento del Ateneo, encontró a un fotógrafo callejero y lo hizo entrar, para que tomase la foto. Así que detrás de esa famosa foto, que además es una foto que crea la idea de generación, una generación que sin esa foto sería otra cosa, está Pepín Bello. I. V. F. Detrás, entre bambalinas, tirando de los hilos. E. V. M. Sí. A mí me parece fantástico estar detrás y no tener que estar bajo los focos, estar detrás y no hacer las cosas, que las hagan otros. Perfecto.

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I. V. F. A propósito de la inactividad y de Duchamp, el otro día vi una película estupenda en la que le entrevistaban y el periodista le preguntaba: “Oiga, ¿usted por qué dejó de pintar?” –porque como sabes Duchamp había sido un buen pintor al óleo, de joven, pero lo dejó–, “¿por qué, Duchamp, dejó de pintar?”. Y él respondió: “No, si la pintura al óleo es algo que está muy bien, un invento estupendo, pero… ¡Es que ya llevamos con eso trescientos años, es hora de pasar a otras cosas, ¿no?”. E. V. M. Yo conozco otra anécdota de Duchamp. Le preguntan: “¿Por qué no pinta ya?”. Y él responde: “Mais que voulez-vous?” –respondió Duchamp abriendo los brazos– “je n’ai plus d’idées” (“¿Qué quiere?, ya no tengo ideas”). Es una manera de quedarte muy tranquilo, y no dar la lata a los demás repitiéndote. I. V. F. Volviendo a Dublinesca, que es la historia de un editor que considera que ha llegado la era digital y el final de la Galaxia Gutemberg, y por consiguiente del trabajo y la pasión de toda su vida, y viaja a Dublín, al Bloomsday, para recorrer los lugares que Bloom recorre en Ulises. Una frase muy buena de Dublinesca dice que “no me preocupa tanto el hundimiento de la Galaxia Gutemberg, lo que de verdad me preocupa es mi propio hundimiento”. O algo así. E. V. M. Todas las generaciones han tenido la impresión de estar al final de una etapa, todas han tenido esta impresión de haber llegado al fin del mundo. Yo creo que este síndrome está ligado a una angustia existencial. Humana. Esa frase que tanto oíamos de pequeños, de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, obedece al hecho de que se recuerda el pasado con cierto esplendor que además ni siquiera se ha vivido, se ha oído hablar de ese esplendor. Dublinesca parodia esta angustia del fin del mundo. Viene a decir “se acaba la literatura”, y es una forma de que no se acabe. Es un truco más. Es un truco más para aplazar la muerte. Porque es tan divertido el funeral por la muerte de la era Gutenberg en el cementerio de Dublín, que si llegase la muerte a ese funeral y viera a esa gente celebrando esa muerte a pleno pulmón y riéndose, como mínimo se quedaría tan desconcertada que aplazaría un rato el fin de la literatura. La buena literatura siempre le declara la guerra a la muerte. Sí, se trata de contener a la pobre y desdichada muerte. I. V. F. Por lo menos hasta que se acabasen los chistes.

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E. V. M. Yo digo que no hay inteligencia sin humor. Y no hay novela sin sentido del humor. Al principio yo pensaba para Dublinesca en un funeral en serio, luego me di cuenta de que un solo registro trágico, sin el acompañamiento de la comedia, era patético, no tenía sentido para mí. Lo imaginaba como el hundimiento de la república de Venecia. Cuando la república se estaba yendo a pique se celebraban unas fiestas extraordinariamente divertidas y frívolas. Y el personaje de Riba, el editor, personaliza ese fin, de manera semejante a como el barón Trotta personaliza la caída del Imperio Austrohúngaro en La marcha Radetzky, o el príncipe Salina de El Gatopardo personaliza el fin de la aristocracia siciliana. Me gustan estos personajes que encarnan en ellos mismos el fin de todo. Yo quería hacer uno de estos personajes que encarnase el fin de algo, y decidí que Riba encarnase el fin de la era Gutenberg porque es algo que conozco mejor que… el fin de las carnicerías, por decir una cosa de estilo kafkiano. A veces me acusan de hablar mucho de literatura, pero es que si hablo de la caza del jabalí o del piragüismo en Banyoles me sale todo muy endeble. I. V. F. Al final de cada capítulo repites la frase de Ulises que dice: “Siempre aparece alguien que uno no imaginaba nunca”, según Valverde. Tú la cambias a “siempre aparece alguien que no te esperas para nada”, una versión más llana, menos retórica. E. V. M. El personaje de Macintosh aparece al final del sexto capítulo (de Ulises) es un desconocido, que va con su gabardina Macintosh. Nabokov afirma que es el propio autor, y que cuando en el entierro del sexto capítulo Bloom ve a Macintosh está viendo al propio Joyce. Yo quería que Riba viera también al autor, o sea a mí, pero por en medio se me cruzó el personaje del narrador, y al final no sé si Riba ve al autor o al narrador… Bueno, lo sé, pero no te lo voy a decir. No tengo el permiso de quien tendría que dármelo. En Google corren ya algunas teorías sobre si es uno o el otro. Espero que este asunto se resuelva pronto. Veremos. I. V. F. La frase le da un matiz optimista a esta novela ¿no? E. V. M. Renace el autor. Nietzsche anuncia la muerte de Dios. Joyce alcanza la cumbre de la era Gutenberg; luego tenemos a Roland Barthes o a Beckett que anuncian la muerte del autor. Bueno, mi idea era que volviera Dios, y de paso, que volviera el autor. Estoy

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contando el final de la novela y no debería hacerlo. Suerte que te lo explico algo sincopado, quizás muy mal. El caso es que vuelve el autor. Como ves es un final optimista. Más no lo puede ser. I. V. F. Efectivamente. Es la novela del camino a un funeral pero que anuncia una resurrección. E. V. M. Es la paradoja de alguien que no sabe qué hacer de su vida y encuentra en un funeral por el fin del mundo –de su mundo– algo que hacer. I. V. F. Dublinesca es el título de un magnífico poema de Philip Larkin, Larkin, paradigma de un poeta de vida pequeña, prudente, acobardada. El paradigma contrario sería, por ejemplo, Hemingway. E. V. M. Larkin me gusta muchísimo. Hemingway hace mucho daño porque hace creer que para leer y escribir hay que cazar elefantes o leones, es imprescindible una vida constantemente aventurera. Pero si eres un aventurero constante poco tiempo tienes para concentrarte en escribir. Pero sobre todo crea la imagen de que el escritor no tiene por qué ser un intelectual. Entonces la cultura de masas exige que el escritor no sea un intelectual aburrido, como Larkin, sino que sea aventurero. Que no sea intelectual, que no venga a complicarnos la vida. Entonces los escritores adoptan esta estrategia Hemingway, y se presentan ante el público como personas no intelectuales para no asustar. I. V. F. ¿No te encantan esas biografías de escritores en las solapas de los libros, donde dicen: “Fui marinero en un barco mercante, camarero en el Ritz de París, fregué suelos, maté focas”. E. V. M. Es urgente hacer una parodia de esas biografías, inventando oficios más insólitos. Porque lavaplatos del Ritz de Monterrey, México, lo hemos sido todos. I. V. F. Sí, “et in Ritz ego”… De todas maneras me extraña que critiques a Hemingway, que es el motor o uno de los motores de una de tus novelas más conocidas, París no se acaba nunca, y que es la historia de tu formación como escritor, y cómo te fuiste a París tras las huellas de Hemingway, pero en cambio a quien te encontraste fue a Marguerite Duras.

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IGNACIO VIDAL-FOLCH

E. V. M. Ahí contaba la verdad porque realmente yo había leído París era una fiesta y más que ser escritor lo que quería era vivir como vivía Hemingway, me encantaba la idea de ser pobre en París, tener una novia y leña para el fuego y caminar por las tardes hacia la casa de la monstruosa Gertrud Stein… Y bueno, ya es bien y demasiado sabido: conocí a Marguerite Duras, que le alquilaba una buhardilla a un amigo mío, Javier Grandes, y me alquiló otra a mí. La historia de Marguerite Duras es la historia que más veces he contado en mi vida, y menos mal que es una historia verdadera porque si no lo fuera a estas alturas empezaría ya a tener problemas. I. V. F. En tus crónicas de Desde la ciudad nerviosa le dedicas un texto muy bonito y largo, una especie de poema en prosa… Recuerdo que en ese mismo libro, en otro artículo sobre el miedo a hablar en público, contabas que de joven padecías ese miedo, pero aún así en un cine fórum alzaste la mano para intervenir, y empezaste a decir: “Yo creo que…”, y no sabiendo qué creías, ni qué querías decir, ni cómo continuar la frase, dijiste: “Yo creo que… ha llegado el momento de acabar este coloquio”. E. V. M. Eran unos retiros espirituales de aquellos que organizaban los curas. Hubo un coloquio para poner en común las conclusiones de todos los participantes, y allí todos los niños teníamos que dar nuestra opinión, “Yo creo que… yo creo… yo creo”, decían todos. Al fin me tocó el turno y dije: “Yo creo que hay que dar por terminado este coloquio”… Me propuse escribir para retirarme del mundo y escribir sobre el mundo. Pero para eso tenía que estar en soledad. Hasta que un día, cuando ya había publicado tres libros, me invitaron a dar una conferencia y me di cuenta de que si quería ser escritor tenía que hablar en público. Lo cual no lo tenía previsto. Y entonces descubrí que tenía ese miedo a hablar en público… Pero bueno, ahora que me doy cuenta, yo creo que… hay que dar por terminado este coloquio y todo lo demás. ¿Cómo te diría? Dar por acabado todo. Aunque sólo sea para después poder parodiar ese final.

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Música prosaica MARCELO COHEN

“La linealidad de la prosa y su inexorable carga de sentido siempre la dejan mal parada ante el deseo de ser música que, se dice, alienta en todas las artes.Tópicos como ‘escritura melodiosa’ o ‘polifonía’ siempre confunden un poco la cuestión.Tal vez el narrador deba escuchar lo que las nuevas músicas hacen con su herencia y los materiales, incluido el ruido, para acceder a esa lengua extranjera que quisiera oír en su relato.”

Soy traductor. Profesional. Traduzco varias páginas la mayor parte de los días de mi vida y he contraído un hábito, incluso una dependencia, que no se sacia escribiendo por más que me considere escritor. Con todo, me niego a aceptar que el hormigueo que me ataca los dedos cuando paso un tiempo sin traducir, y se extiende a todo el cuerpo en terca búsqueda de una postura, un aliento, un paso, sea pura compulsión. No. Los dedos quieren tocar. Tal vez quieran ayudarme a suspender la convivencia conmigo mismo, a ilusionarme con que toco a otra criatura. Pero para mí que extrañan un instrumento. Es evidente que sienten la traducción, más que como hermenéutica, como ejecución. Están manifestando una nostalgia de la música nada infrecuente en los que trabajan con palabras, y se persuaden de que traduciendo la alivian, porque creen que apenas empiecen la mente que va a guiarlos entrará

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casi en trance, atenta más a cribar del original volúmenes y modulaciones que significados que, de no mediar la fastidiosa excursión al diccionario, podrían manifestarse por necesidad. Sí: el traductor pretende que está ejecutando una partitura, incluso de memoria. Y con gran desprendimiento, porque en vez de ejercer la maestría imponente del concertista se deja poseer, no ya por el original, sino por un lenguaje originario en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno. Claro que día a día se desengaña. Como Dionisio después de una juerga, choca contra la masa de Apolo y se hace cascotes de razonamiento. Pero la pequeña catástrofe no lo convence de que sólo en la música el sonido carece de cara oculta. El traductor, como el escritor, piensa que ni la música está libre de la tensión del sentido, ni la literatura apabullada por la significación. “La fragilidad musical tiende a la inarticulación de un sentido siempre a la vez ofrecido y retirado”, dice Jean-Luc Nancy. Y la literatura anhela incurablemente una fragilidad semejante como una prenda de indeterminación, de encantamiento, y de que todo sonido atañe al cuerpo, por usar un término vago. Para el poeta, liberar el pensamiento es regresar al ritmo, sentir cómo se esboza en la carne, mezclarlo al fin, dice Bonnefoy, “con las estrellas,/ los bosques y los trinos, las sombras y los días”. Pero también la pesada razón de la prosa quisiera aligerarse en la promesa de una visión rápida y pasajera, a la vez comprensible e inexplicable. Cantidad de narradores, se comprende, descartan que su arte medre con la irracionalidad. ¿Pero cuántos otros no siguen entregando el origen de un relato a una melodía, como si la música fuese una lengua extranjera que no sabemos hablar pero nos habla? No obstante la música es simultánea, materialmente profunda; no sólo tiene dirección sino grosor efectivo, verticalidad; en la música hay contrapunto y acordes, por tanto armonía y disonancia; y ya me dirán cómo se indica al lector al lector un pizzicato o un glisando. La prosa es crudamente sucesiva, por mucho que el lector pueda guardar en la memoria una serie de voces que al cabo deberían resultar en polifonía. Connota y metaforiza; no tiene armónicos. Y aun cuando reconozcamos el tono de un narrador –si está frenético o abatido–, intensidad, altura o duración del sonido de la prosa son elaboraciones de la lectura, que casi desde la Edad Media dejó de acompañarse de un susurro. El relato es cosa mental. Apollinaire y los simultaneístas, viendo que el poema podía dar su todo en una página, intentaron crear la armonía legible. Por la misma época en que el serialismo abolía la escala tonal jerárquica en

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beneficio de una música como puntos en el espacio, del protagonismo del timbre, las intensidades o el ataque, la prosa evolucionaba del equilibrio dramático causal a la consideración del sonido libre de referencia fija, lo que redundó en una portentosa amplificación semántica. Declinó la tiranía del final, al menos el final predeterminado, como había desaparecido en el dodecafonismo la sensación de reposo, de “regreso a casa” que, al cabo de las variaciones y las modulaciones, ofrecía la tonalidad a las tensiones de una sonata. Desde Joyce la narración se exilió del nudo dramático y echó a vagar por el sentido, “diseminándolo”. Y no sólo eso. Así como el gruñido plebeyo, jocundo y ondulante de Armstrong desplazaba al cantante melódico tieso y aflautado, Faulkner mancilló la herencia de Conrad con nuevas infracciones temporales y el inglés de linaje bíblico con los giros rasantes de un rufián de provincias, un campesino analfabeto, una chica fácil o un idiota. Pero además las nuevas músicas espacializaban el tiempo. Eso embebió todas las lenguas. Si vamos al castellano, desvanecer en espacio el yugo de la línea, conseguir que la novela apartase al lector de la carrera del proyecto con la muerte, es lo que procuraron todos los experimentos de “profundidad musical”, del capítulo de Rayuela con líneas argumentales a los símiles de tango e improvisación jazzística de Néstor Sánchez o los calambures rumberos de Cabrera Infante. Todo era parte –palabras de Adorno– del trabajo de la prosa “por la transformación del lenguaje comunicativo en otro mimético” (una mímesis, digamos, de aquello que no pide ser representado pero es condición de la naturaleza y del lenguaje a la vez). Repetición de motivos. Yuxtaposiciones. Variaciones temáticas. Disolución de la cronología. Todo bastante en vano. (Tampoco hay atonalidad para el relato; un símil sería la supresión del dominio del verbo sobre los nombres; ¿pero entonces quién actuaría el drama o padecería la falta de drama?) Por supuesto, ningún prosista ignora que su música, aun si sólo se la atribuye un reseñador, es una música específica de la literatura. Sin embargo el relato sigue porfiando con la aspiración de hacer danzar, de suscitar a la vez la reflexión, el entusiasmo y la congoja de la nada. Martí lo había conseguido bajo el dominio de la música posromántica. En la época del colapso de la novela, Juan José Saer casi se sale con la suya en un relato socarronamente titulado La mayor: “Antes, otros, ellos, podían.” Las desfachatadas comas de este comienzo, el súbito paso de tres troqueos a un yambo, la resolución de una serie de vocales abiertas en una cerrada, introducen en la prosa, no sólo una malversación de las reglas del verso, sino la síncopa y el

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staccato, con lo que el recuerdo personal recién abierto se expande a una lejanía retrospectiva que parece fundirlo con la especie y con lo inhumano, mientras la visión hacia delante, como siempre en Saer, va explayar en minuciosas descripciones su escepticismo ante el conocimiento: hay algo que a fines del siglo XX ya no se puede; a saber, disolverse un bizcocho en la lengua, como Proust, y recordar panorámicamente una vida. La grandeza de ese estilo lapidario señala el límite de una idea de la música basada en la hondura y la pureza, del deseo de una voz “venida de lejos,/ inasequible al tiempo y su erosión” (Louis-René des Forêts). Lo quiera o no, el relato carga con el carácter designativo del lenguaje y arrastra sus usos instrumentales. Esboza sentido o lo implanta donde la naturaleza no lo solicita. La palabra tiende a estabilizar. Estanca las turbulencias, opaca los fulgores, iguala los altibajos del latido. Las maniobras que practica el relato para agitar la lengua son su modo de progreso. Por eso el vanguardismo siempre retorna; para recuperar el contacto con la fuente; para que el arte sea un vislumbre de otro mundo detrás del mundo. Dados los previsibles fracasos, una salida fatal del vanguardismo es el coqueteo con el silencio. Pero el silencio no existe. John Cage cuenta que un día entró en una cámara anecoica y, cuando esperaba oír por fin absolutamente nada, oyó dos sonidos: uno, bajo, era el del pulso de su sangre; otro, agudo, el de su sistema nervioso. De ahí la tentación literaria de suponer que la realidad última, inasible, es un chisporroteo configurado en ritmos. Después de todo, los biólogos aseguran que todos los organismos vivos obedecen a relojes que pautan fenómenos tan distintos como la presión arterial, la apertura y cierre de los pétalos de las flores, el sueño o la absorción de ciertas sustancias. Ezra Pound, famoso por su oído infalible, dijo: “Creo en un ritmo último y absoluto. La percepción del intelecto se da en la palabra; la de las emociones en la cadencia. Sólo en la unión de ritmo perfecto y palabra perfecta se puede registrar la visión de doble faz”. Sin embargo no deberíamos confiar tanto en el ritmo. La música, como el lenguaje, tanto puede crear particularidades como acallar lo insoportable. El ritmo sostenido troquela el pensamiento; encanta, somete y relega los ruidos inconvenientes, que quizá sean los de una verdad demasiado absurda o denigrante. Esto lo prueba el hecho de que los humanos no podamos oír dos ruidos cualesquiera sin adjudicarles una pauta (y, en definitiva, la depravación de tocar música para los que marchaban al horno crematorio). [Dado que

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para Pound el ritmo era al verso lo que la línea a la pintura –algo ilimitado, continuo más allá del marco, “el rastro del paso de una fuerza”– inició su plan de renovación de la poesía con el cuestionamiento de los metros heredados.] Pound entendía la poesía como un arte aseverador de los valores emocionales; la mejor prosa, como “una presentación de las circunstancias”. [La prosa sólo alcanzaba intensidad poética cuando la construcción y el argumento daban a una percepción o una frase un vigor fuera de lo común.] Ahora bien: es justamente por “la presentación de las circunstancias” que en la prosa se genera el espacio de lo vivido. El relato da lugar a la experiencia, [la configura y aun] la prefigura. Lo que el relato busca en la música no es la suspensión del juicio sino la impugnación de la vida vicaria, el desbloqueo de la sensación. No profundidad, sino atención al pasaje de los momentos. [Pero] (Sin embargo) todo lo que el narrador designa es pasado. No puede no tapar el acontecimiento: con la primera palabra ya suscita una imagen que eclipsa la realidad de lo que querría contar. Y mientras el relato lidia así con sus contenidos, la música, aun si fuese pura relación numérica, dice la eterna duda humana sobre el llamado de las cosas: en la manifestación de esa incertidumbre, que apunta a un misterio huidizo, está su facultad mimética. La prosa, dice Agamben, es ese desarrollo del lenguaje en donde no hay oposición entre límite métrico y límite sintáctico. En poesía se llama encabalgamiento a la continuación de una frase en el verso siguiente, después de la saciedad rítmica del anterior. Dada la falta freno métrico, en la prosa el pensamiento prospera como el yuyo y el relato tiene que vérselas aparatosamente con la discordia entre sonido y sentido; y encima, con el oprobio artístico de transportar información. Cuando el buen sonido se le empezó a volver engañoso, la música lo rompió y lo recompuso en otros órdenes o en desorden. En cambio la narrativa no tuvo más remedio que empezar por otro expediente: narrar el colapso de las historias más biensonantes que nos contamos para afirmarnos; la tragicomedia del error de apreciación. La caída de los argumentos personales da una música ambigua a las grandes novelas de la vida equivocada, (“He perdido lo que sólo creía tener”), desde Los embajadores y Don Casmurro hasta La ocasión y El llanto. En todas hay una explicación que trastabilla, luego una identidad que se triza, y una prestancia tonal hostigada por el ruido de una verdad, alguna verdad que no se deja decir. (Después, o al mismo tiempo, vinieron las roturas de la sintaxis). “Zumbido, rechinar, crepitar, ruido de fondo, ruido sin ruido, o incluso

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solamente un estupor mineral que todavía es sorpresa del mundo” (Nancy). Estancamiento, como en las notas largas, desnudas y vibratorias de Giacinto Scelsi o los sofocados acordes de Morton Feldman. O todo lo contrario. No sabemos si John Coltrane hubiera llegado al estupor mineral, pero un disco como A love supreme prueba que el himno de amor divino de nuestro tiempo, si quiere expresar su modo de amar, puede valerse de polirritmias que en otro habrían parecido demoníacas, intervalos abismales como vuelcos del corazón, modulaciones descalabrantes y la ofrenda del instrumento musical, ese invento humanísimo y sensual, tanto al salmo y al riff mecedor como al sonido perforante y la angina de pecho, el graznido, la descompensación rítmica y los colapsos de volumen, el centro del desquicio mundano; como si la música sólo pudiera reencontrarse sinceramente con la danza después de haber cavado en el stress. En la narración, “ruido” sería aquello que no transmite ninguna información ni suma a ningún efecto. Todavía estamos algo lejos. Aira busca un modelo en los métodos azarosos de Cage, como Kerouac buscó en el bebop, como Perec (insondablemente) en el free de Ornette Coleman, que hacía jazz sin swing ni tema. Recursos para hacer del tiempo un espacio de sonidos desencadenados, para el derrame multidireccional de la forma. Casi siempre se trata de idear un dispositivo lo bastante laxo (constricción o reto), para que el poco fiable sujeto no se entrometa, o en todo caso intervenga como mero amanuense, como en la utopía administrativa de Roussel o en las manipulaciones de recortes o cintas grabadas de Burroughs. En el extremo de esta aspiración (que el dispositivo elija lo que quiere expresar y el escritor acarree soluciones) está la del escritor como performer. No exactamente intérprete, sino artista de un espectáculo más importante que el texto mismo. No es pose antiintelectual. Es una forma de superar el impedimento que son las palabras y competir con la realidad por la atención del lector. Neutralidad moral, exoneración del escritor en ejecutor, importancia de la emisión por encima del texto: no hay ejemplo más acabado de esta concepción que “Pierre Menard, autor del Quijote”. Aunque poco musical en apariencia Borges traducía, y la de Menard es la ejecución insuperable de un original —traducido a sí mismo, dejando la interpretación a cargo del tiempo o el receptor—, que como toda gran ejecución es una performance. El párrafo del Quijote escrito por Menard es el sueño de Glenn Gould. Al escritor que busque desligarse del yo le abre posibilidades amplísimas. Pero se diría

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que sólo para el traductor la performance se asimila a la ejecución y la fantasía de “tocar” literatura está más cerca de realizarse. De hecho, si hay un progreso de la literatura que se parezca al de la música, se realiza cabalmente en las sucesivas versiones que cada lengua hace de un clásico de otra. La maestría del traductor, como la del ejecutante, estaría en la entrega de su “ser-ahí” a la expresión del original. Y sin embargo... veamos. Al comienzo del capítulo tercero de La máquina blanda, me encuentro con que Burroughs hace decir a un personaje: “I’m a private asshole”. Asshole es un idiota, un forro, un tarado, y también, literalmente, es el ojo del culo. Inspiradamente traduzco: “Soy un ojete privado”. Me complazco, porque la solución es musicalmente fiel, pero en realidad he dejado que se perdiera el imprescindible juego entre “private asshole” y “private eye” (que significa “detective privado”) y por tanto todo el sesgo paródico del texto. Este sentido tendré que reponerlo en otro párrafo, con la casi segura distorsión del sonido. No es sólo que en realidad se traduzca a otra melodía, la posible en otra lengua, sino que tarde o temprano hay que traducir lo que el original dice. Cierto que en esos desplazamientos puede aflorar un estilo del traductor, un toque, un fraseo. Pero si la traducción tiene algo de musical, no es la fidelidad. La música enseña: abandono y control. El abandono da entrada a lo que la organización quiere acallar, la potencia expresiva del sonido indómito. La esfera del control es la composición. A la música de hoy ningún elemento sonoro le es ajeno. Compone con lo que el momento aporta, y a veces en el momento: con el arrastre de lo heredado, el archivo general de las palabras y las melodías, las potencias y los dolores del cuerpo, la orquesta, el tambor y la computadora, como si sólo por la absorción de todas las ocasiones del presente pudiera llegar al meollo. Es una música que encuentra la armonía en la asunción de la impureza. Si un ruido oportuno puede escapársele, lo sampleriza. Si el pasado la agobia, lo remezcla; no para de desestablizar el juicio estético, de invertir la idea de vulgaridad en la subversión de lo sublime, eso cuyo efecto sería librarnos de las pasiones bajas, sobre todo del juicio. En la mesa de DJ Spooky se mezclan el rumor callejero, ritmos procesados, textos codificadados, y extraviadas frases del pop con música de cámara o el percusivo piano de jazz de Matthew Shipp: el resultado es un artefacto de “ajuste de la mirada” para una “tierra de sueños rotos y añicos de culturas”. En Medúlla, el último disco de Björk, el canto de un esquimal, un coro paralitúrgico, el grito, el sollozo, el susurro, el jadeo, prueban que la música de la voz humana, bien que nacida no sólo

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de la garganta y el diafragma sino de cualquier víscera donde repercuta un sentimiento, puede ser tan diversa que anula las distinciones espurias creadas por los lenguajes, el de la música incluido. Pero la prosa es el arte de dar lugar al acontecimiento –y a la sensación–. Hoy todo lugar es la relación de un sinfín de elementos y sólo componiendo los más surtidos es posible perforar el velo de mensajes para dar forma a la experiencia. La facundia política de los setenta no impidió a Osvaldo Lamborghini intuir muy pronto que esa forma, bajo apariencia de aplomo, debería sentir su provisoriedad bien sentida; que en el sonido se pone en juego el pellejo. Leamos El niño proletario: “Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos ilícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria”. Esta mezcla gestos y melodrama exagerado suena, pero como ningún género musical (ni literario). Es un sonido sucio pero no parasitario, como si la prosa, pagando con aliteraciones y cadencias el peaje que le exige la poesía, se perdiese luego de vista con sus arritmias, sus tópicos coloquiales, sus inmundicias porteñas y su venia al Siglo de Oro, todo en un aparato portátil que crea diáfanamente una situación sólo para corregirla en el párrafo siguiente. Es la prosa de una época (la de Puig) que infringía los dogmas de especificidad y jerarquía de las artes. Uno no sabe si comparar los bloques de Lamborghini con las planificadas nubes de sonido de Ligeti –variantes superpuestas de una misma línea tonal– o con las canciones de un performer a lo Tom Waits, cuyos materiales provienen “del desguace o de una casa de empeños”. La tragedia, la política, el poder y Argentina están a la vista; se dicen claramente cosas hasta entonces no dichas, pero el conjunto trasciende el lenguaje articulado y la memoria sólo podrá recomponerlo parcialmente, como una pieza oída el día anterior en un teatro. Esta trascendencia es la que, para Lévi-Strauss, emparentaba la música con el mito. Pero ya se sabe que el mito, si funda comunidades, instaura y rige lo vivido y lo que se vivirá. El mito invade el sueño. El mito alienta la iconolatría. Lo que la literatura busca en la música, en cambio, es una aceptación de desaparecer, formas que nos hablen del inacabamiento, mareas que lleguen y se retiren dejando sólo una frescura despabiladora en sentidos embotados. Porque to-

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das las apariencias cantan. El lugar común del relato y la música –el pasaje entre razón y sensibilidad– es la composición. No hay en lo que pasa un fondo inexpresable, pero tampoco sonidos del todo huecos. Arte y mundo se engendran uno a otro, todo el tiempo, y si algo solemos pasar por alto es justamente lo que aparece. La literatura quiere de la música, no el poder de ensoñar, sino el de reconstituir la atención, de hacer despertar.

Bibliografía NANCY, Jean-Luc (2003): El sentido del mundo. Buenos Aires: La Marca. AGAMBEN, Giorgio (1987): Idea de la Prosa. Barcelona: Península. MONJEAU, Federico (2004): La invención musical. Buenos Aires: Paidós. POUND, Ezra (1989): Ensayos literarios. Barcelona: Laia. SCHNEIDER, Michel (2002): Músicas nocturnas. Barcelona: Paidós.

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El estilo y lo Neutro en Marcelo Cohen CHRISTIAN ESTRADE Université de Toulouse 2-Le Mirail

El viaje con sabor a huida, una guerra que cierra toda posibilidad de vuelta, veinte años de exilio donde escribe gran parte de su obra. Aunque esta trama corresponde a la estadía de Witold Gombrowicz en la Argentina, donde vivió más de veinte años (1939-1963) y escribió gran parte de su Diario y de su obra1, quisiera hablar de otro “viajero” argentino, del escritor Marcelo Cohen que llegó a España a fines de 1975, para alejarse de Buenos Aires y para hacer mundo. Su viaje se convirtió rápidamente en exilio después del golpe del 76, y permaneció veinte años en Barcelona oficiando de traductor y de periodista. Du-

1. Dos de sus cuatro novelas publicadas Trans-Atlántico y La seducción (en realidad Cosmos la empezó en Buenos Aires y la terminó en Vence), y sobre todo una “reescritura pluralizada” (tomo la expresión de Rafael Cippolini en su texto archiinformado “Ferdydurke forrado de niño. Biografía de una versión” (Cippolini 2004), realizada por un comité de traducción dirigido por Virgilio Piñera e integrada por Humberto Rodríguez Tomeu, a un castellano macarrónico. Este episodio reescriptural de Ferdydurke tiene tanto de mito como de real reescritura del texto. Le debemos a Ricardo Piglia el considerar a Witold Gombrowicz como un escritor argentino (Cf. Piglia 2000: 35-41).

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rante ese “exilio” el viajero le dio un nuevo inicio a su narrativa, en un nuevo contexto, donde a la distancia el referente va a flaquear gradualmente y donde va a fraguar lentamente un estilo que reposa sobre una tensión dentro de la lengua en una búsqueda de lo Neutro. Quisiera acercar a mi lectura de la obra de Marcelo Cohen la categoría de lo Neutro descrita por Roland Barthes en sus clases del Collège de France, difícil de asir en tanto no tiene una definición que pueda hacer de lo Neutro una herramienta simple de análisis textual. Aunque podamos entender hasta qué punto lo neutro se aplica a diversos campos, en química es aquello que no es ni básico ni ácido; en política, aquellos países que no toman partido; en botánica, aquellas flores que no se reproducen; y en gramática, aquello que no es ni femenino ni masculino, los verbos ni activos ni pasivos o los verbos intransitivos (cf. Barthes 2002: 31 y ss.); Barthes llama Neutro a aquello que esquiva2 el paradigma, principal resorte del sentido en la perspectiva de Saussure. Ahí donde el sentido radica en una elección de un término en vez de otro, es decir, que reposa sobre un conflicto binario, lo Neutro sería el tercer término que esquiva y desbarata el paradigma. Recordemos que lo Neutro de Barthes, no es lo lívido, lo indiferente, lo gris, sino una actividad ardiente de la escritura que va a aproximar describiendo veinte figuras donde lo Neutro busca suspender la tensión que habita en la lengua por los hechos del discurso.

Escritura y contaminación El escritor argentino varado en España publica en 1981 el libro de cuentos titulado El instrumento más caro de la tierra. Ahí encontramos los primeros síntomas de una poética futura que ya muestra las primeras inflexiones de la asertividad de la lengua y del tambaleo del referente. Como escritura de la distancia empieza a mostrar las huellas de desarraigo pero también de contaminación lingüística. El referente urbano de los cuentos de El instrumento más caro de la tierra es el primero en flaquear. En el cuento de apertura aparece

2. Aunque la traducción al español traduce déjouer por “desbaratar”, prefiero la segunda acepción del verbo en francés que se traduciría por “esquivar”, más adelante utilizado también por el propio Barthes.

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Buenos Aires y en el último, Barcelona, pero en los cuentos intermedios, entre estos dos soportales, va tomando forma un barrio en una ciudad que ya no es del todo Buenos Aires y que va a emprender un largo camino para desfigurarse y mutar hasta desaparecer completamente de su ficción. “El instrumento más caro de la tierra” acontece en una Buenos Aires con un personaje llamado Felisberto que va en colectivo a Corrientes y Libertad para intentar vender su bandoneón. El cuento que cierra el libro, “Nadar sabe mi llama la agua fría”, acontece, a su vez, en Barcelona, donde un argentino varado pasa una entrevista de trabajo en una empresa de seguros. Los cuentos intermedios, entonces, suceden en lugares con un referente trunco, como es el caso del segundo cuento “Séptimo arte”. Estamos en Villa Canedo, un barrio que podría estar en Buenos Aires que volverá en cuentos posteriores (como en “Cartago”, “Música en el jardín de Florencia” y en cuentos de Un buitre en invierno –su libro de cuentos posterior–), pero la metrópoli está cambiando a pasos demoledores al punto de tener que derribar un cine para ensanchar una avenida. Si no fuera por el nombre ficticio del barrio y el proyecto de construir una autopista llamada de Opción, y un par de calles imaginarias como avenida Wellington esquina WadRas, la acción podría situarse inconfundiblemente en Buenos Aires, con sus jacarandaes, sus Fiat 600, sus almacenes, el barrio de Flores, y puestos a hablar del séptimo arte, las películas de Burt Lancaster. En otro orden de cosas, la prosa de Marcelo Cohen empieza a mostrar signos de contaminación lingüística que denotan una escritura desterritorializada. El más llamativo se produce en el cuento titulado “Cartago”, porque se trata de un monólogo que se acerca a un ejercicio de estilo asombroso que hilvana e inventaría una serie impresionante de porteñismos, expresiones falocéntricas y frases hechas del habla porteña donde, sin embargo, se le escapa un “qué flipado debo estar” (Cohen 1981: 68). El efecto de sorpresa es notorio. También en “El instrumento más caro de la tierra” se cuela alguna contaminación, como cuando el usurero le dice a Felisberto, el viejo que está buscando comprador para su bandoneón, “Bueno, colega, toque” (Cohen 1981: 13). En otros cuentos el narrador emplea la palabra “vaqueros”, por blue-jeans, y el neologismo “nostalgear”, mientras que utiliza el voseo y se le cuelan expresiones del español peninsular, como la de decir “tío” por un tipo. Estas contaminaciones lingüísticas, llamémoslas impurezas, y la invención de esa zona imaginaria incrustada en Buenos Aires son quizás los primeros síntomas de una prosa que va a iniciar, y luego

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a cultivar, una deriva de significante, una escritura que siembra dudas en cuanto a su pertenencia territorial. En la escritura refundada de Marcelo Cohen, donde un castellano periférico choca con el español, o hablando en otro registro, donde un dialecto choca con la lengua vernácula de la que deriva, no hay sustitución ni amalgama, no hay cambio de orilla, sí préstamos y algunas transacciones lingüísticas. Sería difícil sin embargo apreciar la relación de Marcelo Cohen con la lengua y sus leyes territoriales sin observar estas tensiones en el campo de la traducción.

(Por una traducción menor) Marcelo Cohen ha traducido más de sesenta libros del inglés, del portugués, del catalán y del francés, y a autores como Chester Himes, J. G. Ballard, Marlowe, Clarice Lispector y Raymond Roussel. Esta tarea de traductor ejercida en España fue determinante en su relación con la lengua. En su texto “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua”, el autor da cuenta de la pugna, con visos de cruzada3, que llevó a cabo desde su llegada a España. En otros artículos ya aparecía este tema de la propiedad de la lengua entendido, como bien subraya, en el doble sentido de la propiedad4. Convocan la len-

3. La Nueva gramática de la lengua española, publicada en 2009, señala algo interesante y novedoso en su prólogo. Desde luego, las dificultades inherentes a tamaña empresa, pero sobre todo dos criterios fundamentales que se siguieron para conjugar tradición y novedad. El primero y más importante “es la asunción del principio de que la norma tiene hoy carácter policéntrico”; bella formulación esta de norma policéntrica, casi un oxímoron, que sigue así: “La muy notable cohesión lingüística del español es compatible con el hecho de que la valoración social de algunas construcciones pueda no coincidir en áreas lingüísticas diferentes. No es posible presentar el español de un país o de una comunidad como modelo panhispánico de lengua”. Noqueado el panhispanismo lingüístico, amén del reciente diccionario, la nueva gramática distingue españoles; el español europeo del peninsular, el de áreas como la andina, el Río de la Plata, el de Estados Unidos o de Filipinas. El segundo criterio, no menos interesante “permite interpretar la norma como una variable de la descripción”. Ambos criterios no hacen sino ablandar el concepto de norma, policéntrica y variable, y proponen una visión novedosa del concepto nodal para una gramática de la lengua. 4. Este texto fue leído en las primeras jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria en Rosario en noviembre de 2006, aunque ya tenía una versión pre-

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gua propia pero sobre todo el decir bien, la norma y la corrección del idioma que amén de la expresión ‘escribir con propiedad’ sería una de las caras del escribir bien o mal. Recuerda Marcelo Cohen sobre todo un episodio trascendente que posicionó la tensión del exilio cuando un irascible Osvaldo Lamborghini lo exhorta a no traducir el Fausto de Marlowe –por esos días en manos de Cohen– al “gallego” y le recomienda la lectura de Kafka, por una literatura menor de Deleuze y Guattari, y de “Los traductores de Las 1001 noches” de Jorge Luis Borges, ubicando de manera definitiva “las tensiones del exilio en su meollo, la lengua” (2007b: 15), de donde ya no sabrá moverse. El exilio de Cohen no es entonces político, desarraigo impuesto de su medio, imposibilidad de volver, o sí lo es en su esencia a través de la lengua. Así como el exilio en tantos escritores produjo ya sea un cambio de piel como son los casos de Beckett o, para quedarnos más cerca del Río de la Plata, los casos de Wilcock o el más complejo de Copi, Marcelo Cohen marca su negativa a españolizarse y evoca episodios de pugnas sintácticas y gramaticales, de inconciliables discusiones al punto que afirma: “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna” (2007b: 16). El mismo Cohen sigue su explicación más adelante: “El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación; me mancillaba, me opacaba la voz, me anulaba como vehículo de una particularidad” (2007b: 16). Además de la batalla por el idioma que incluye evidentemente cuestiones léxicas pero también el leísmo y el uso de los tiempos verbales, Cohen concentra sus fuegos en una negativa a traducir a un español fluido y se rebela contra las editoriales5. Esta diglosia particular del escritor-traductor produce así un cortocircuito que lo lleva, primero en sus traducciones, a abrazar otros idiomas, otros americanismos, slangs y claro, alguna aberración, algún preciosismo en sus forcejeos con el idioma. Desde un punto de vista táctico más que enfrentarse con el español pe-

via en Molloy/Sisking (2006: 35-56). Como bien lo indica el propio Cohen su planteo ya había ocupado un artículo doble publicado en el diario La Vanguardia (“Algunas cuestiones sobre la propiedad del idioma”. En: La Vanguardia. 9 de agosto 1988, p. 30 y 16 de agosto de 1988, p. 25.). 5. Notemos que firma un auténtico brulote contra la política de las editoriales hacia con los traductores, por la presión que les infligen, la explotación y el desprestigio intelectual (“La hora…” 1988: 49).

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ninsular el traductor Cohen busca desbordarlo desde otras comarcas lingüísticas. Así, las traducciones de Marcelo Cohen son la panacea de los traductólogos, aún poco afectos a considerarlas como objeto de estudio, por ese principio o criterio dilatorio y porque es escritor y las resonancias de la lengua no suenan igual cuando son de un traductor de profesión o de un escritor que traduce6. En su traducción de Marlowe Cohen realiza por ejemplo un trabajo de reconstrucción textual a partir de las distintas versiones del Fausto respetando los pasajes en verso de Marlowe, pero quisiéramos detenernos en su traducción de Locus Solus de Raymond Roussel, que ya tenía una traducción al español publicada en 1970 por Seix Barral y firmada por José Escué y Juan Alberto Ollé. La traducción de Cohen fue publicada en España por Numa en 2001 y luego en Argentina dos años más tarde. Revisada, sorprende la presencia de una nota de traductor en el segundo capítulo si recordamos que la nota del traductor es considerada por los puristas como el signo de un fracaso de la traducción7. Sin embargo, ahí donde solventar el calembour omnipresente en la obra de Raymond Roussel sería una tarea imposible, Marcelo Cohen decide dirimir una traducción “imposible” mediante una nota al pie de traductor. El gambito es osado (Roussel 2003: 29) y ahí explica la imposibilidad de colmar los juegos de palabra de Raymond Roussel, recordando al pasar que sobre éstos reposa en gran medida el procedimiento creativo del autor, claramente expuesto en Cómo escribí algunos libros míos. El recurso afirma aquello que el traductor entiende como la labor del traductor, no solamente una solución parcial sino una teoría ad hoc (2007b: 23), y donde de yapa leemos un claro guiño a Marcel Duchamp. Recordemos que Escué y Ollé dejan en su traducción el término en francés demoiselles, es decir, que sortean lo intraducible dejando el original. Podemos arrimar el célebre texto de Deleuze y Guattari, sin duda el que mayor repercusión ha tenido, profesado por Lam-

6. En la obra de Cohen abundan los personajes escritores o traductores. Están O’Jaral, traductor pirata en El testamento O’Jaral y Ezequiel Adad, escribiente en la ciudad de Insomnio, pero no se ensayan en la escritura o en la traducción. 7. “[…] quand on aura traduit le scone écossais et le muffin anglais par petit pain, on n’aura rien traduit du tout. Alors que faire ? Mettre une note en bas de page, avec description, recette de fabrication et mode d’emploi ? La note en bas de page est la honte du traducteur […]” (Mounin 1963: 73).

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borghini, que aboga por una literatura menor pues lo que ahí está en juego es el tema de la lengua: la literatura menor es la de una minoría hecha en una lengua mayor, sea como ejemplo la literatura judía en Praga en lengua alemana. De ahí, surgen los tres rasgos de la literatura menor, elaborada con una lengua fuertemente desterritorializada, altamente politizada –en ella todo es político– y donde la enunciación, más que individual, es colectiva (Deleuze/Guattari 1975: 29 y ss.). Y es que en la lucha contra los estereotipos y el escribir “bien” de ese momento acomodado en un “lenguaje fluido” (Cohen 1988: 30), el propio traductor ha ido abriendo el angular y explorando los bordes de la lengua para –jugando con el paradigma como nos enseña Barthes– hacerse de una lengua espesa, grumosa y poblada de impurezas. Y así como el traductor avanza en su gesta contra la fluidez, la norma editorial, en su defensa de un castellano fuera de un lugar y en pos de, como decía Lezama Lima, las intensidades de la lengua; el exiliado de la lengua ha ido fraguando una lengua propia en intensidades que no esconden el deseo de no pertenecer a un territorio o, como dice Barthes, en pos de lo Neutro. Ahí donde Cohen afirma por esos años que el español no es sino un montón de añicos (Cohen 1991: 1), entendemos que le han permitido armar lentamente un centón, para luego fraguarlo en estilo.

Errante en la lengua Pero el viaje de Marcelo Cohen fue de ida y vuelta, si eso podemos decir de una viaje de veinte años, y el efecto no fue menos irritante cuando se encuentra con un repertorio en Argentina, dice, “producto de un sampleado del periodismo, la publicidad, el show político, la cultura psi y los desechos de un argot de calle planchados por la clase media”, con un “léxico angustiosamente corto” (2007b: 21). El desterrado de la lengua, en pose de resistente, vuelve a su tierra y ya no encuentra a los suyos. Si el español ambiental de España lo alejaba de su cultura, el rioplatense que encuentra a su vuelta parece haber mutado al punto de expulsarlo de su propia lengua, y para hilar su expresión parece Cohen ser un extranjero en su lengua materna. La distancia, las tensiones dentro de la lengua y su labor de traductor han debilitado en Marcelo Cohen el referente lingüístico, llevándolo hacia la pendiente que va de lo real a lo imaginario. Buenos Aires y Barcelona, nombres propios, van a deformarse hasta des-

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aparecer y ceder a Bardas de Crámer o Talecuona, por ejemplo, ciudades imaginadas que aparecen en sus ficciones posteriores, pero también a otros barrios y sobre todo a islas-ciudades a partir de Los acuáticos, con todo lo que puede significar para una lengua ser insular: ciudad Ajania, Isla Brunica, Isla Bruya, donde en cada una se habla, por supuesto, una lengua distinta. Sin embargo, donde más se columbra la deriva hacia un nombre sin referente es en los nombres de los personajes. Barthes, no éste de lo Neutro, sino aquel del grado cero de la escritura, ofrece un sustancioso análisis del nombre en la obra de Proust. El escritor, señala Barthes, crea el nombre siguiendo modelos sobre todo culturales pero también fonéticos presentes en la lengua (Barthes 1972: 118-130). En Cohen los personajes de su primera obra se llaman Felisberto, Noemi, Víctor Hugo Robles, o simplemente Giménez. Más adelante nos encontramos con algún nombre ingenioso que cortocircuita por su significado alguna función sintáctica como el gestor de conciencias llamado Georges LaMente. El apellido, grupo sustantivo, no deja de hacer interferencias en la oración como en esta: “Los inmutables ojos de LaMente, que parecían saberlo, se volvieron urticantes”; o en esta otra “Daba la impresión de que LaMente se movía al borde de una satisfacción”. Sea lo que fuere, aun estamos con personajes cuyo nombre, si no los ubica en un lugar muy preciso, ofrece aún resonancias suficientes para que los ubiquemos en algún lugar. A partir de Los acuáticos, se produce otro quiebre con la aparición de personajes como Viol Minago, Wiraldo Sang, Fusco Maraguane, Aliano D’Evanderey, Velden Rosezno. Nombres improbables y apellidos insólitos, cuyos ecos y resonancias nos alejan de todo modelo cultural para señalarnos algún lugar de la imaginación donde puedan reverberar. Pensando entonces como lo hace Barthes sobre el autor de la Búsqueda, que cual fundador de nombres arma un sistema que es el reflejo de sus ideas, es decir la piedra de toque de un realismo férreo; en Marcelo Cohen la gramática de estos nombres, porque logran borrar la huellas culturales, estiran al máximo el espectro del nombreapellido, y ahondan en lo posible, siguiendo esa teoría del reflejo, un realismo sin referente. Los nombres de los personajes de Marcelo Cohen no tienen lugar de residencia. Así como Buenos Aires y Barcelona, a partir de Villa Canedo, tambalean y se disgregan en lugares imaginarios, y los nombres propios de los personajes no tienen coordenadas válidas, el nombre común también parece surgir de la nada y darle forma a algo. Fumar un Benson o un Camel, no mejor fumar maría o costo, ma-

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nejar un Seat o un fitito, cantar un tango, jugar al mus o al truco y tomar ginebra o jerez se convierten en fumar fraghe, manejar un flaytaxi, cantar un merigüel, jugar a la guampana y tomar yecle. Coexisten distintas clases de palabras ficción (Langlet 2006: 29) en los relatos de Marcelo Cohen; a veces el neologismo es lúdico como el cuasicarn o la musicsala o el trimonio, a veces sacados del universo ciencia ficcional como la estación orbital, el ciborg o el robot; otros como el fraghe (algo así como marihuana), el minorco o el caprinino (mascotas biónicas) o el yecle (una bebida) alimentan una lengua sin referente.

Fuera del paradigma, lo Neutro Pero más allá del sustantivo, lo Neutro está en sus inmediaciones, es decir, en el adjetivo8 –la figura más ambivalente tratada por Bar-

8. Respecto del adjetivo y volviendo a Roussel, quisiéramos señalar aquello que distancia con mayor nitidez la traducción de Cohen de la del tándem EscuéOllé. Este pasaje es representativo: Al ver los maravillosos reflejos que había obtenido de los nervios faciales de Dantón, inmovilizados por la muerte hacía más de un siglo, Canterel había concebido la esperanza de dar una completa ilusión de vida actuando sobre cadáveres recientes, resguardados de cualquier alteración por un frío intenso. Pero la necesidad de baja temperatura impedía usar la potencia electrizante del aqua-micans, que al congelarse rápidamente habría aprisionado a los difuntos y les habría imposibilitado moverse. Experimentando largamente con cadáveres sometidos a tiempo al frío adecuado, el maestro, al cabo de muchos tanteos, había acabado sintetizando por una parte el vitalio y por otra la resurrectina, rojiza sustancia ésta compuesta en base a eritrita y que, inyectada en forma líquida en el cráneo del fallecido, por un orificio abierto en el costado, se solidificaba sola en torno al cerebro ciñéndolo por todas partes (Roussel 2003: 129).

Mientras que el de José Escué y Juan Alberto Ollé versa así: Al ver los reflejos maravillosos que obtenía con los nervios faciales de Dantón, inmovilizados por la muerte hacía más de un siglo, Canterel había concebido la esperanza de conseguir una ilusión completa de vida, interviniendo sobre cadáveres recientes, protegidos contra cualquier alteración por un frío intenso. Pero la necesidad de una temperatura baja impedía utilizar el intenso poder electrizante del aqua-micans, que, al congelarse rápidamente, hubiera aprisionado los cadáveres, incapaces, entonces, de moverse. Ensayando con numerosos cadáveres sometidos a tiempo al frío necesario, el maestro, después de muchos intentos, acabó sintetizando por una parte el vitalium, y por otro la resurrectina, sustancia rojiza a base de eritrita, que, inyectada

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thes (Barthes 2002: 84 y ss.)– ofreciendo un campo de reflexión más amplio y más sutil. Así como se adosa al sustantivo para calificarlo, es decir, enterrarlo y encerrarlo, el adjetivo es el único capaz, acompañado por el artículo lo, de expresar lo Neutro. Frente a esta ambivalencia del adjetivo, lo Neutro busca una lengua sin predicación donde los objetos no se verían encerrados por el adjetivo ni los sujetos por el predicado. De cierto modo, para abolir este paradigma sujeto/predicado lo Neutro sería lo impredicable. Pero ¿cómo puede la expresión desprenderse del adjetivo? Sería prácticamente imposible pero sí, en cambio, la descripción y en mayor medida la metáfora logran eludirse, según Barthes, los peligros de la adjetivación porque no son aposiciones, complementos de, epítetos, sino cuadros panorámicos en el primer caso y transferencias9 en el segundo. En un escritor de mundos imaginarios, de paisajes urbanos pero también de paisajes interiores –a veces no sabemos bien cuál de ellos– el lugar de la descripción es central. Tiene éste una fuerza de representación sorprendente, aglutinando objetos en párrafos asindéticos, como esta de Ciudad Ajania en el Delta Panorámico: La ciudad se hizo estrecha de talle y alta de envergadura, como si el bienestar sólo pudiera representarse en una silueta esbelta. Cuando más moribundas las afueras, más circunscrito el adentro. Nada de toxinas. Reluciente la ciudad y tersa la población. Carne suntuosa fajada por la Ronda Perimetral. El precio de una tanatocracia próspera. Rascacielos, puentes aéreos y por supuesto parques obligatorios, todo superpoblado e hiperactivo (Cohen 2001: 19).

Otro ejemplo sería el “despertar” de Dainez, personaje de “Un hombre amable” que da lugar a vívidas descripciones del mundo que va descubriendo el personaje. La hipotiposis se apoya una vez más en la asíndeton, pero también en grupos nominales. Señalemos

en estado líquido en el cráneo de un determinado sujeto difunto por una abertura lateral, se solidifica por sí misma alrededor del cerebro, estrechándolo por todas partes (Roussel 1970: 142).

9. Se trata de un tropo, sea la metáfora, la metonimia o la sinécdoque, utilizadas cuando el léxico no permite designar algunas nociones, es decir para paliar una insuficiencia.

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que a pesar de ser, como en otros casos10, un punto de vista, este despliega una auténtica visión panorámica: Qué gusto da ver eso. Es la mano derecha, se desplaza hacia la izquierda y por donde va pasando aparecen: el garabato de humo que suelta la chimenea de un fábrica de envases de plástico; una cabina bancaria con la cristalera rota y dentro los jubilados cavilando, leyendo folletos; las claraboyas de policarbonato en el techo de otra fábrica; barro y matojos; una isla peatonal de cemento con su cola de aspirantes al viaje, y la lejana avenida por donde quizá llegue un ómnibus; una estación de servicio; una huerta; un perro helado en un salto; las camionetas dormidas bajo la marquesina del supermercado Kum Chee Wa. Se extienden arriba una inmensidad de nubes y dispersos restos de cielo azul turquí (Cohen 2004: 146-147).

La descripción panorámica, dicho con Barthes, es Neutra en tanto visión del mundo hecha de superficies, de planos y de volúmenes como extensión (Barthes 2002: 207), y en Marcelo Cohen tiende además a desplegar el mundo exterior como el mundo interior, a amplificar el afuera ensanchando el adentro. Esto tiene como efecto desbaratar la predicación porque no sabemos si despliega un objeto o una idea: Aunque Neuco y Abrán no eran inseparables, pasaban casi todo el tiempo juntos. Más que la defección de los padres, más que el agotamiento quisquilloso de las madres, los unía la disponibilidad. Cuerpos crudos expuestos en ventanas tapadas con plástico, transacciones urgentes entre macetas con cactus, parpadeo de pantallas de reventa, polvo del aire destinado a charco viscoso; huidas, alarido de novia golpeada, disparos, resuello de baleado, asterisco de sangre en una mancha de cal, olor a miedo cortando la tarde del viernes; la tarde del

10. Ésta sería otra “Con el ojo amplificado del distraído, vio una vieja minúscula agachándose en un huerto a recoger una papa. En una charca, sobre una hoja podrida, vio un lagarto barbudo enganchado a un anzuelo. Vio el talón descalzo y calloso del chico que tiraba el cordel. El penacho de humo alzándose de un sábalo asado en una playa de río. Un hombre gordo chupándose los dedos a la sombra de una acacia. Vio una extensión de fango resinoso donde se atrofian hasta los laureles, cruzada de acueductos y agujereados trechos de asfalto y pasarelas de aluminio que unen antiguas viviendas obreras, rotas las más, algunas todavía habitadas, y entre los pilares bandas escuálidas de atracadores pesimistas” (Cohen 2001: 51).

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sábado, esmalte de uñas, falso chanel y gelatina de pelo para la noche de baile; tufo a metano y parrilla engrasada los domingos, tiempo mediante y las penalidades de la changa fortuita, en claros de tierra batida; goma, cartón, herrumbre en pilas de cigüeñales, vidrio de botellas, dueñas barriendo al fondo de un callejón: una geometría no euclidiana del pináculo de la historia; arquitectura de la privación y registro fósil del no pensamiento: Lamarta era un esqueleto capitalista de subsistencia aplastado por el vicio. Había una pauta ahí, y Abrán y Neuco derivaban por la superficie, y pispeaban el fondo, buscándola para rehuirla (Cohen 2007a: 27 y 28).

La ausencia de conjunciones en esta descripción panorámica en forma de collage sin suturas es a su vez una translación; ahí donde el narrador habla de amistad se desliza y describe la ciudad, o viceversa. La descripción en Cohen es panorámica y rehúye de la predicación. Sin embargo, este ejercicio de osmosis no siempre se opera en esa unidad de sentido que es el párrafo. A menudo aparece en la escritura de Marcelo Cohen en la metáfora, lugar de lo Neutro que sirve rehuir del adjetivo, cierto, y también para paliar una insuficiencia. La metáfora es una figura predilecta para fijar la superposición de la mente y lo real, del sentimiento y el objeto, y para desbaratar, una vez más, la predicación. Cohen fija por ejemplo en la experiencia táctil las relaciones entre los hombres: “los hechos y los actores están vinculados, como los dedos y los pistones con el sonido que sale de una trompeta” (Cohen 2005: 73); plasma un sentimiento sobre un objeto tecnológico: “la excitación de la noche anterior le titilaba en el cuerpo como información sobrante de un chip oxidado” (Cohen 2005: 64); observa lo humano en los objetos mismos: “reflejados en el vidrio circular del lavarropas, el muchacho y el cuerpo de Lydia parecían figuras en un vaso de limonada” (Cohen 2005: 150). La escritura de Marcelo Cohen puede vislumbrarse observando el recorrido del escritor dentro de su propia lengua y a través de otras en su oficio de traductor. Su escritura esquiva el tópico, la frase hecha, la oración simple y todo aquello que pueda anclarla a un lugar. Cultor de lo Neutro, errante en una lengua sin territorio, Cohen forja un estilo, inconfundible, mediante descripciones y metáforas que fraguan imágenes de osmosis entre el ser y lo real, y que quizás justifiquen la faja de su novela Donde yo no estaba de 2006 que rezaba “la última novela del mejor escritor argentino contemporáneo”.

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Zona cero. Pautas para una concepción tecnológica de la narrativa JUAN FRANCISCO FERRÉ

“Lo real no es imposible sino cada vez más artificial”. (DELEUZE Y GUATTARI) “No hay una tecnología de la barbarie que no sea también una tecnología de la cultura”1. (MCKENZIE WARK)

El título de este ensayo expresa sin ambages su principal aspiración: mostrar las relaciones creativas que la narrativa literaria mantiene con las nuevas tecnologías de la información y la cultura relacionada con ellas, la así llamada cibercultura. Tal exposición se hará partiendo de algunas ideas generales sobre la cuestión para, a continuación, someterlas a una mayor elaboración y concreción al relacionarlas con mi última

1. “There is no technology of barbarism which is not also a technology of culture” (2004: sin paginar).

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novela, Providence. Sostengo la convicción, compartida también por otros teóricos actuales, de que las formas artísticas, ya sean literarias o de cualquier otra índole, vuelven a tener en el presente una preeminencia en la captación o percepción de los nuevos fenómenos y acontecimientos, si se prefiere decir así, un potencial de anticipación de los cambios y las mutaciones que afectan a la vida social y cultural mucho mayor que el pensamiento o la teoría. Como dice con acierto Steven Shaviro: “Con el fin de comprender los cambios sociales y tecnológicos, necesitamos también una ‘revolución constante’ de nuestros métodos de reflexión crítica. En este sentido, la teoría cultural va muy por detrás de la producción artística actual”2. Desde este punto de vista, entiendo que al comentar mi propia novela estoy tratando de teorizar por otros medios, extrayendo de los materiales novelescos motivos de reflexión mucho más sustanciales que los directamente surgidos de la mera valoración crítica. Por así decir, entiendo que la teoría es una plataforma o un soporte conceptual que permite a la ficción llegar más lejos en sus planteamientos y especulaciones, pero ésta, al mismo tiempo, arrastra a aquélla en sus estrategias y logros, forzando sus límites discursivos e ideológicos.

Introducción: el nudo tecnológico-cultural Mi planteamiento general se sitúa, pues, entre las dos citas destacadas en epígrafe. En una, la de Deleuze y Guattari, el problema se enunciaría como cuestionamiento de la idea de realidad culturalmente sancionada (centrada en una revisión conceptual de las fórmulas de la teoría lacaniana); mientras en la otra, invirtiendo el famoso dictum de Walter Benjamin, se enunciaría un programa de aproximación crítica a las relaciones entre cultura y tecnología, tomando partido por el ideario hacker y estableciendo una imposibilidad para distinguir, en lo que se refiere a la tecnología, entre barbarie y cultura y, por tanto, una necesidad de repensar ambas categorías de modo que una (la cultura) pueda expandirse sin obstáculos

2. “In order to come to grips with social and technological change, we need a ‘constant revolutionising’ of our methods of critical reflections as well. In this regard, cultural theory lags far behind actual artistic production” (Shaviro 2010: 133).

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a través de la otra (la tecnología asociada en parte a la barbarie, dados sus efectos devastadores, por el ideario humanista tradicional). La primera idea nos llevaría, por tanto, a una interrogación sobre lo que para un escritor contemporáneo pueda significar definirse o no como realista en un momento histórico como el presente en que la realidad ha padecido tales mutaciones que es imposible atenerse a los viejos criterios de reconocimiento, a las anticuadas pautas de representación, a los desfasados modos de recreación de la realidad. Qué se puede entender por realismo en un mundo desleído donde el simulacro se ha convertido en una categoría más de la realidad y ésta, a su vez, en una ficción ubicua y monstruosa compuesta, en primacía, de simulaciones tecnológicas y entornos de realidad alternativa. Qué es el realismo en un mundo donde cada acontecimiento puede ser retransmitido en directo a cada punto del planeta, donde podemos elegir entre un evento deportivo, una catástrofe natural o una acción de guerra o de terrorismo, cuando “en la red digital global”, como dice Slavoj Žižek, “el tiempo no es más que velocidad, instantaneidad, simultaneidad”3. Cómo seguir siendo realista sin poner entonces en cuestión una realidad alterada por la lógica dislocadora de los medios tecnológicos de producción y reproducción que han transformado de raíz la realidad y, de paso, nuestra capacidad cognitiva y nuestra concepción ontológica de la misma. Cómo dar cuenta, por otra parte, de los acontecimientos que (se) suceden, como decía Derrida, en “un espacio público profundamente trastornado por los aparatos tecno-tele-mediáticos y por los nuevos ritmos de la información y la comunicación” (Derrida 1995: 92), si no es asumiendo narrativamente los procedimientos y técnicas de éstos. Cuando se ha consumado la digitalización de la realidad, es decir, el proceso de desrealización por el que la realidad se sitúa por entero bajo el signo y el imperio de lo virtual, ¿qué otra opción le queda a la narrativa, en este contexto de máxima inestabilidad de los referentes, excepto la de hacerse tan mediática y tecnológica como la realidad? Así, y sólo así, podría hablarse de un realismo de alta definición, esto es, un realismo que tome plena conciencia, para bien y para mal, del creciente dominio de lo artificial sobre todos los ámbitos de la realidad.

3. “In global digital network, time is nothing but speed, instantaneity, and simultaneity” (Žižek 2008: 274).

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En este contexto, se hace necesario efectuar un reajuste del avejentado aparato realista a las nuevas realidades y a las nuevas condiciones de vida. Una renovación crítica de su instrumental de aproximación a la realidad. No obstante, a comienzos del siglo XXI, la cuestión para el escritor no ha cambiado tanto en lo sustancial, a pesar de todo, o si ha cambiado ha sido sólo para afirmar una cuestión radical que en otros tiempos suponía un dilema en cierto modo moral y no sólo estético o artístico y hoy quizá solo exprese impotencia o desánimo ante las dificultades que se le oponen para realizarse en plenitud. El poder que tenía la literatura de crear narrativas que establecían de inmediato una comunicación con la sociedad, otorgando un sentido a la vida de sus miembros, eso que alguien llamó la forma suprema del espíritu humano, ha sido usurpado en gran parte por los medios audiovisuales, cuyas narrativas espectaculares y tecnificadas han colonizado, con su ración de ficciones y alucinaciones estimulantes, no ya nuestras vidas sino también nuestras formas de ver y comprender el mundo. Para qué entonces ser escritor en un mundo inundado de imágenes y tecnologías que vuelven inútiles los esfuerzos de la literatura por preservar su repercusión, así sea simbólica o inmaterial, sobre la realidad. Una vez resuelta esta cuestión fundamental, rechazando la validez de las viejas soluciones ofrecidas y renovando al mismo tiempo, con esta afirmación intempestiva, el deseo de un nuevo compromiso crítico con la realidad, se plantea la vieja cuestión ahora en otro nivel, como un desafío de nueva generación. La segunda idea se funda en la consideración de que a una “tecnocultura” le debería corresponder, como correlato literario, si esto es posible aún, una “tecno-narrativa” (con sus variantes genéricas: la “tecno-novela” y el “tecno-relato”). Este planteamiento se resume en examinar la idea de narración más adaptada, con sus rupturas y mutaciones, a una era de cultura mediática y su pretensión de recrear la vida cotidiana bajo el capitalismo tecnológico, globalizado y multimediático. Con la consiguiente búsqueda de nuevos modos narrativos más acordes con la situación histórica y de nuevos lenguajes y nuevos modos de escritura representativos del imaginario contemporáneo expresado en ellos. En general, podría decirse que en estas narrativas la pantalla se ha transformado en un equivalente virtual de la página, y viceversa, de modo que el formato de ésta funcionaría en su disposición de los signos verbales asimilándose a una pantalla, metafórica o real, en tanto nuevo marco de recepción y percepción generalizado de toda forma narrativa expandida.

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En este sentido, el desafío a que se enfrenta la narrativa en la era de la información y los medios digitales lo define muy bien Lev Manovich, uno de los más importantes teóricos de los nuevos medios, como “infoestética”, un concepto crucial tanto para comprender las mutaciones en la cultura del nuevo siglo como en la narrativa literaria. Esta nueva definición estética establecida en función de su vinculación a la información, las bases de datos y a las tecnologías que las administran y gestionan parecería la más adecuada, precisamente, a un mundo como el actual designado por Manuel Castells, uno de sus más lúcidos analistas, como “la sociedad de la información”. En este dominio, el aspecto a destacar es la redefinición de cultura introducida por la interacción o interferencia de la tecnología en el dominio más tradicional de la cultura humanista o alta cultura. Como dice Lev Manovich de nuevo: “Por usar una metáfora proveniente de la cultura computacional, los nuevos medios transforman toda cultura y toda teoría cultural en una ‘fuente abierta’. Esta apertura de las técnicas, las convenciones, las formas y los conceptos culturales es, finalmente, el efecto más prometedor de la computarización –una oportunidad de renovar la visión del mundo y del ser humano”4. En suma, como decía más arriba, en un tiempo en que el simulacro se ha convertido en parte de la realidad, confundido con ella como una categoría fundamental en la organización de su vistosa apariencia y el funcionamiento efectivo de sus intereses económicos y políticos, la narrativa literaria necesita transformarse, por estricta supervivencia artística, en tecnológica, en “tecno-narrativa”, con el fin de explorar esa nueva “hiperrealidad” (producto de la reconfiguración de la antigua realidad por las múltiples tecnologías del simulacro) con el instrumental adecuado a sus rasgos más acusados. Los rasgos determinantes de esta situación (en la que, como dice McKenzie Wark, “lo que es verdad no es real; lo que es real no es verdad”5) serían éstos: fragmentación de la experiencia, derrumbamiento de los modelos dogmáticos de reglamentación política,

4. “To use a metaphor from computer culture, new media transforms all culture and cultural theory into an “open source”. This opening up of cultural techniques, conventions, forms, and concepts is ultimately the most promising cultural effect of computerization –an opportunity to see the world and the human being anew” (Manovich 2001: 333). 5. “What is real is not true; what is true is not real” (2004: sin paginar).

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moral o cultural, desbancamiento del paradigma literario, dominante desde la invención de la imprenta en la cultura occidental, por la lógica dislocadora de los medios tecnológicos de producción o reproducción, etc. Frente a esta situación crítica surge o se alza el nuevo paradigma, ya mencionado, de la “tecno-narrativa” o ficción mediática. Es posible definirla como esa ficción o “hiperficción” (en la medida en que asume procedimientos de ficción de muy diversa procedencia) que realiza un careo estético con los medios tecnológicos y sus ubicuos simulacros virtuales (audiovisuales o cibernéticos) y, en este sentido, supera de una vez por todas los dilemas de representación en que sumía al discurso literario la ya desfasada metaficción. Como señala Žižek, nuestra época está viendo aparecer, como secuela de ese señalado proceso de mímesis, una serie de formas narrativas que evidencian una “percepción de la vida que rompe los límites formales de la narrativa lineal y convierte la vida en un flujo multiforme: el carácter azaroso de la vida y las versiones alternativas de la realidad” (Žižek 2006: 102). Esta nueva concepción de la vida y la realidad no puede ser ajena a la influencia de las formas tecnológicas (Žižek está pensando, sobre todo, en lo que denomina el “hipertexto ciberespacial”, ibídem) que están reconfigurando el aparato narrativo que ha permitido durante siglos dar cuenta de los aspectos más sutiles y complejos de la experiencia humana y generando, al mismo tiempo, un nuevo ideario estético y un nuevo modelo narrativo que se hagan cargo de estas mutaciones radicales que afectan a sus fundamentos seculares.

Providence, o la crítica de la razón digital Esto es tan antiguo, se me dirá, como El Quijote, que en su “Segunda Parte” ya supo enfrentarse a los desafíos que la tecnología de la imprenta suponía para la cultura humanista de su tiempo. Como recuerda Goytisolo en su reseña de Providence en “Babelia”: “Si nuestro máximo creador introducía en su obra maestra los verosímiles de las novelas de caballerías, morisca, bizantina, bucólica, etcétera, a fin de parodiarlas y edificar la suya sobre sus ruinas, atento lector de Cervantes, Juan Francisco Ferré compendia en Providence las manifestaciones artísticas contemporáneas –el cine, la tele, la omnívora Red, los mitos y falacias de la utopía cultural norteamericana– para machacarlas y mezclarlas en su batidora”. Los malignos “encanta-

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dores” y los perversos “encantamientos” que enloquecían al pobre Alonso Quijano (mostrándole en toda su miserable crudeza el artificio desencantado de la realidad) son hoy los veloces espejismos mediáticos y la virtualidad electrónica casi infinita de las imágenes de síntesis, la implosión del poder “tecno-mediático” de producción de realidad. Providence se constituye así, como ficción metafórica y literal, en un libro mutante, metamórfico, viral: novela, película, videojuego, página web, etc. Una “hipernovela”, usando este concepto acuñado por Italo Calvino en este sentido también: una máquina narrativa de procesar formas ficcionales de muy distinta procedencia mediática. Una novela compuesta de múltiples niveles de realidad y ficción que no se sabe con exactitud si es la base de una película, o la película misma, o un videojuego basado en ésta, etc. Todo esto es algo que el lector debe descubrir por sí mismo a medida que recorre, sin prejuicios, sus páginas-pantallas. Providence se define, pues, como un juego virtual cuyas reglas sólo se aprenden jugando, esto es, leyendo y releyendo. Como decía también Goytisolo en su reseña de la novela: “El lector, sin dejar de serlo, se convierte en espectador e internauta. Navega por el ciberespacio y descubre las trampas de lo que se nos vende engañosamente por real”. Me propongo analizar este cúmulo de cuestiones tratado en la novela partiendo de tres conceptos esenciales a ella: los videojuegos, en tanto artefacto paradigmático de la cultura y la sociedad de nuestro tiempo; el hipertexto, en cuanto nueva construcción relacional del conocimiento y la información; y la realidad virtual, con su correlato la digitalización, como proceso de alteración de la realidad perceptiva y de nuestras ideas acerca de ella. Con todos estos conceptos y categorías en mente, podría decirse que el lector de la novela ingresa de pleno en el abstracto dominio de la “simulación” (en la acertada definición de Baudrillard: “la generación por los modelos de un real sin origen ni realidad: lo hiperreal”6) y se enfrenta en la ficción, precisamente, a una situación de “crisis de lo real”, más allá del “principio de realidad”. Ese lugar utópico, por inexistente o inverificable, donde lo real, al ser reproducido, toca “el punto de su producción efectiva” (tal y como Deleuze y Guattari definen, como alternativa a Baudrillard, el concepto de “simula-

6. “la generation par les modèles d’un réel sans origine ni realité: l’hyperréel” (Baudrillard 1991: 10).

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ción”). Esto supone, para concluir, la toma de conciencia literaria de que la así llamada realidad es un (sub)producto de la “simulación” tanto como lo sería un artefacto tecnológico o artístico. Los videojuegos, o la lógica lúdica de la sociedad tecnocrática

La novela se estructura, como un videojuego paradigmático, en tres niveles (El principio Delphine, El movimiento browniano y La corporación Cthulhu) y se accede a cada uno de ellos cambiando de pantalla. Ya este aspecto nos da el primer formato al que se atiene la ficción novelesca a la hora de configurarse. No se debe olvidar, para calibrar la relevancia de la incorporación de estos artefactos en la novela, que los videojuegos, la forma cultural emergente de nuestro tiempo según no pocos teóricos, constituyen una alegoría no del mundo sino de una determinada visión del mundo, ya que los conceptos, las relaciones de poder, los afectos y la ideología que ponen en juego sus algoritmos proceden de la misma estructura de la sociedad de control, el complejo militar tecnológico unido al entretenimiento sin límites. Como dice McKenzie Wark en ese tratado imprescindible sobre la cuestión que es Gamer Theory, la lógica subyacente de la sociedad contemporánea responde a la lógica de control informático del videojuego: “Los juegos no son representaciones de este mundo. Son más bien alegorías de un mundo configurado como un espacio de juego”7. En suma, la cibercultura de los videojuegos es la síntesis y el paroxismo de todos los conceptos en juego en la actual sociedad tecnocrática. Lo que me interesa, en segundo lugar, al apropiarme como narrador de la estética de los videojuegos, es el modo en que el lector se transforma en un jugador y, al mismo tiempo, por la propia lógica escenificada en el juego literario, se cuestiona la temporalidad de la narración y su estabilidad espacial así como el papel intrínseco del autor y del personaje, como ha señalado René Audet. Se crea también, de ese mismo modo, una nueva temporalidad para el desarrollo de la ficción. Y, como paso final de este proceso, la narrativa se ve desmontada como unidad de producción en histo-

7. “Games are not representations of this world. They are more like allegories of a world made over as a gamespace” (2004: sin paginar).

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rias arborescentes, con bifurcaciones cronológicas y finales alternativos e incompatibles, etc. Tampoco es ajena a los fines de dicha apropiación, como he dicho ya, la capacidad de estos artefactos lúdicos para compendiar los rasgos más polémicos y controvertidos del presente social, cultural y político. Todo ello se explicita en la descripción del videojuego que da título a la novela y sobre el que gira en gran parte la trama de la misma. Esta descripción del juego se realiza, precisamente, en el capítulo titulado “Inserto 2: PROVIDENCE®” del que extraigo este extenso fragmento: :::providence®::: videojuego experimental concebido con la finalidad de poner a prueba la adaptación de los seres humanos a las reglas cada vez más competitivas del sistema económico: incluye programas que registran las reacciones fisiológicas y emocionales del jugador, mide las actitudes y respuestas del mismo durante el desarrollo del juego y extrae conclusiones pertinentes de todas ellas de cara a completar la información solicitada por el ejército, la policía, las corporaciones y otras agencias privadas de empleo en la primera pantalla el jugador, conectado en red con otros jugadores, puede elegir participar en un secuestro aéreo desde los siguientes puntos de vista: pasajeros (85), terroristas (5) y personal de vuelo (10), con diversas intenciones: secuestrarlo y conducirlo a un aeropuerto distinto con la intención de exigir un rescate (opción 1), estrellarlo contra un edificio representativo del país de destino (opción 2) o hacerlo estallar en pleno vuelo sobre la ciudad de destino u otra de su elección (opción 3) en el caso de la opción 1, el jugador podrá ampliar el número de perspectivas introduciendo el código correspondiente al equipo especial de rescate (25), o a los negociadores (4) en todos los casos, aunque esta elección disminuya considerablemente las posibilidades del juego, el jugador podrá adoptar el punto de vista de los distintos familiares de los secuestrados o de las víctimas (105), en función de sus preferencias en pantallas posteriores, según su nivel de pericia, se le ofrecerán diversas opciones: rascacielos incendiados (89), accidentes automovilísticos (70), revueltas callejeras (58), tortura de prisioneros masculinos (4) y femeninos (17), deportes de riesgo (24), sexo extremo (225), crisis cotidianas (123), guerras preventivas (3), invasiones militares (8), bombardeos de ciudades con armamento convencional (152) o con armamento nuclear (34), vidas de célebres asesinos (5), deportistas (26), políticos (7), artistas (3), etcétera el juego, aun si se administra en dosis mínimas, provoca efectos inesperados en los jugadores, y, desde luego, extrema la tendencia libidinal de cada sujeto implicado en el mismo

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estos son, en gradación ascendente, algunos de los efectos secundarios constatados con más frecuencia entre sus usuarios durante el período inicial de implantación: ::trastornos de identidad ::perturbaciones en la percepción del entorno cotidiano ::confusión mental ::agresividad extrema ::megalomanía/solipsismo ::trastornos cognitivos ::sinestesia crónica ::eretismo/ninfomanía/satiriasis ::alucinaciones sensoriales ::disfunciones mnemónicas ::episodios de mudez radical ::ecolalia y egolalia compulsivas ::tendencias suicidas y delictivas ::acciones de alto riesgo ::accesos violentos de pedofilia y pederastia heterosexuales/homosexuales ::asaltos criminales a entidades bancarias, supermercados y centros escolares ::violaciones/acosos /crímenes sexuales ::asesinatos rituales ::iniciativas terroristas providence® fue ideado con otro nombre de marca a finales de los noventa en un laboratorio clandestino de la rusia postsoviética y experimentado en prisioneros políticos chechenos de ambos sexos: después de comprobar sus terribles efectos habría sido descartado y destruido, pero una versión en un formato más primitivo habría sobrevivido y habría sido adquirida en el mercado negro internacional por un grupo mafioso asiático: las fuentes vacilan ante un continente tan vasto y no se ponen de acuerdo sobre si se trataba de los temibles clanes malayos, las guerrillas mongoles, la hermandad tailandesa o incipientes bandas vietnamitas de traficantes de órganos con posterioridad a esto, providence® habría sido probado y mejorado en tailandia, malasia o indonesia, las versiones vuelven a diferir en este punto, sobre presos políticos, presuntos terroristas, delincuentes comunes, prostitutas, transexuales, etcétera, por agencias gubernamentales que lo habrían desechado por ineficaz y devuelto más tarde a la organización que se lo había proporcionado para proceder luego a su comercialización ilegal en el sudeste asiático como entretenimiento clandestino de espectro mayoritario: de ahí, todavía no se sabe cómo, habría pasado a occidente (europa en primer lugar, américa después) a comienzos del nuevo siglo, poco antes o poco después de los ataques al world trade center: los testigos divergen en este pun-

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to y algunos expertos sugieren que las caóticas circunstancias posteriores a la catástrofe pudieron ayudar a su expansión incontrolable en el entorno del consumo doméstico la firma comercial que lo había lanzado al mercado con ese nombre decidió retirar todas las existencias una vez que, a partir del tercer año de su lanzamiento, las denuncias contra las secuelas y efectos secundarios de las sucesivas versiones del videojuego crecieron exponencialmente hasta alcanzar una masa crítica contraproducente o altamente peligrosa para el equilibrio de fuerzas del sistema en ese momento todo el mundo entendió que el procedimiento de denuncia, prohibición y eliminación del mercado del videojuego formaba parte también de un cierto nivel del juego y que la actitud moralista o puritana de los que efectuaban las denuncias constituía el suplemento psíquico adecuado para desarrollar al máximo las posibilidades de ese nivel del juego, ya que este se encontraba entonces en plena fase de reestructuración de sus componentes y redefinición de sus objetivos, con lo que no se podía exigir otra conducta de sus usuarios más críticos sin afectar al futuro del juego es necesario tener en cuenta este dato para entender que, en el periodo cultural de máximo desarrollo del juego, los componentes liberadores de artefactos de esta categoría eran directamente proporcionales a su grado de complicidad con el estado de cosas, por lo que resulta todavía muy difícil calibrar, a pesar de los numeroso informes médicos disponibles, el verdadero impacto del videojuego prohibido en la conciencia de sus usuarios y consumidores reales (Ferré 2009: 107-110).

Uno de los recursos principales de la novela, que focaliza su narración no por casualidad en un excéntrico director de cine español llamado Álex Franco, consiste en partir del medio cinematográfico para llegar al videojuego como formato lúdico que lo ha superado tanto en atractivo para sus usuarios y consumidores como en potencial alegórico respecto de su época. En este sentido, uno de los motivos rectores de la novela es el título de otro de sus capítulos: “La vida (no) es un videojuego”, dando a entender con ello que el videojuego como forma narrativa sería la metáfora perfecta para describir los procesos que están reconfigurando la vida de los humanos en el siglo XXI. Procesos que afectan a la economía y la política, sin duda, pero también a las relaciones personales, la sexualidad, los afectos, las emociones, y a todo el bagaje sentimental de lo que tradicionalmente se venía entendiendo como experiencias de la subjetividad. Como insiste Steven Shaviro: “Todos los impulsos del deseo, todas las estructuras del sentimiento, y todas las

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formas de vida, son arrojados al campo gravitacional, o capturadas por el atractor extraño, de la mercantilización y la acumulación del capital”8. Por esto, otra de las cuestiones esenciales abordadas en Providence trasciende la relevancia cultural de estos artefactos interactivos de consumo e influencia crecientes y atañe directamente a la vida contemporánea y, como decía, a su remodelación por los procesos del capitalismo. Como se afirma en la novela, no sin sarcasmo: lo que ha sucedido en los últimos cincuenta años es un fenómeno insólito. En lugar de que el cine se haya ido pareciendo cada vez más a la realidad, ha sucedido a la inversa y la realidad se ha ido pareciendo más y más al cine hasta el punto de hacerse indistinguibles. Me quedo sin saber con exactitud el nombre del confidente genial de los sabuesos (¿Bierhoff?, ¿Bichkov?, ¿Biberkof?, ¿Biedermaier?), pero no la última y trascendental reflexión del presunto programador germano, todo un filósofo consumado de la cosa audiovisual: si la vida se ha vuelto similar a una película, qué les queda a las películas por hacer. ¿Parecerse a un videojuego?... –¿Y a la vida? ¿Qué le queda a la vida, Franco? Piense, piense en todo ello, antes de irse a dormir. Ya sé que estará fatigado. No es para menos, conociendo sus hábitos. Piense un poco, ande, no sea perezoso. Estamos hablando de la principal industria del entretenimiento del siglo veintiuno. ¿No le entra nada por el cuerpo al oír esto?... (Ferré 2009: 118-119).

Por otra parte, el propósito de este planteamiento novelístico no podía dejar de lado la reflexión sobre los mecanismos de la ficción tanto en la vida como en la cultura. No en balde, los videojuegos, o juegos de ordenador, como cualquier otra forma representativa de la cibercultura de nuestro tiempo, participan también, al igual que la literatura, los mitos, las historias, las fantasías subjetivas o colectivas y las narrativas humanistas de la tradición o los relatos sociales de la publicidad y la televisión (por no hablar de las grandes y desacreditadas metanarrativas históricas), de la arraigada condición de ficciones. En este sentido, Providence aprovecha la ocasión para ajustar las cuentas a esta tendencia humana a creer en sus propias representaciones y ficciones, y cuestionar así los fundamentos del ilusionis-

8. “All impulsions of desire, all structures of feeling, and all forms of life, are drawn into the gravitational field, or captured by the strange attractor, of commodification and capital accumulation” (Shaviro 2010: 131).

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mo creyente y la alienación ideológica, en un período de grandes mutaciones que necesariamente impondrá otras ficciones o, lo más probable, como se ve a diario en las producciones de la cultura de masas, variantes cada vez más sofisticadas de las mismas ficciones, leyendas y mitos: La vida es una ficción extraña. Y como tal podría bastarnos, es cierto, si otras peligrosas ficciones no estuvieran parasitándola desde el principio con su insidioso atractivo. Las ficciones innatas y las mitologías de la especie, como decía Jack en su inimitable estilo, son los instrumentos usados por la gran máquina para acrecentar su poder sobre la mente humana. Éste era, en el fondo, el sentido de todos los videojuegos, y, por supuesto, el designio del cine desde su invención, crear una mitología artificial que actuara como alma de la tecnología (Ferré 2009: 501-502).

El hipertexto, o la nueva lógica relacional del relato

Providence es un hipertexto engañoso, en la medida en que simula serlo y, al mismo tiempo, disimula su condición de tal. Quizás transferida a un formato tecnológico su organización hipertextual resaltaría con mayor evidencia para el lector transformado en usuario privilegiado de sus páginas-pantalla. Presentándose en el formato libro no puede sino parecer una novela de trazas tradicionales, con su esquema aristotélico apenas subvertido por algunos aspectos inasimilables de la ficción como las licencias, anomalías y alteraciones espaciotemporales, que favorecen una autonomía mayor del texto respecto de cualquier realidad referencial y una advertencia sobre su verdadera condición hipertextual, innegable y paradójica al mismo tiempo. He aquí tres razones que avalan esta visión de la novela: • La linealidad laberíntica. La discontinua linealidad de su trama se compone no como un cúmulo aleatorio de fragmentos, nodos o recovecos textuales, donde el lector se perdería sin remedio a la busca de un sentido que se le hurta en todo momento. La construcción narrativa se concibe, en cambio, como seguimiento de un hilo lógico que conduce al lector, engañado o hipnotizado por sus estrategias de seducción, de la primera línea a la última con objeto de que al final quede atrapado como su protagonista en el bucle que estructura la novela como un relato infinito. Providence posee, en este sentido, un formato mucho más perverso que la red o la ramificación interminable propias de otras es-

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tructuras hipertextuales. La lógica del enlace y la conexión, típicas del hipertexto canónico, rigen su estructura subyacente, por así decir, sin imponer a la apariencia de la novela ningún rasgo caótico de dispersión o diseminación de sus componentes. Una vez más, la apropiación literal del videojuego, con sus escenografías realistas de mundos posibles, permite establecer esa superficie narrativa trucada que garantiza, por otra parte, los efectos de disolución ficcional buscados. • Las bifurcaciones cronológicas. En principio, este aspecto parecería proceder también de los videojuegos, pero su alcance se extiende también a la configuración de la trama en tanto organización cronológica de hechos que pertenecen a distintos niveles de realidad y de ficción. Providence tiene así varios finales, un doble desenlace que puede parecer contradictorio en una primera lectura, con una catástrofe tan espectacular como el incendio del rascacielos que obsesiona al protagonista como detonante de esa bifurcación temporal que, en ambos casos, con inevitable ironía, conduce a la desaparición física del protagonista. En cierto sentido, se trataría de una aplicación tecnológica en el cuerpo narrativo de la novela de la visión del tiempo y las posibilidades del relato cronológico expresadas por Borges en su célebre “El jardín de senderos que se bifurcan”, uno de los textos fundadores de la teoría y la práctica hipertextual. Por esta razón, cuando la narración parece haber agotado una de sus posibilidades de clausura, se abre de inmediato la posibilidad de otra, a partir de un momento crítico de su trama, se traza una línea de fuga narrativa que, sin embargo, conduce al mismo destino. En un caso, final 1, el protagonista es trasladado a una mansión en la playa donde descubre los engranajes de la conspiración en que ha estado implicado desde el principio y los agentes efectivos de la misma, antes de ser eliminado del juego por éstos; mientras en el otro, final 2, con la mediación de otro personaje carismático (el ciborg indígena llamado con ironía “Darth El Deconstructor”), acaba volcando su cerebro y toda la información importante contenida en él en una memoria artificial. Asimismo, los detalles narrativos que conducen a cada uno de los finales también sufren alteraciones o modificaciones significativas, sumiendo la novela en un régimen de incertidumbre narrativa que no es ajena, como he dicho, ni a la influencia de los videojuegos ni a los enlaces aleatorios del hipertexto. • La diseminación informática, la base de datos, la “infoestética” (L. Manovich). A lo largo de la novela se van sembrando motivos, con-

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ceptos y signos que no sólo se relacionan con sus respectivos contextos sino que, además, establecen relaciones a distancia entre ellos dentro del cuerpo textual, configurando una composición en red que encierra algunas de las claves más relevantes de la trama. Es por esta razón que la posibilidad de conferir un formato tecnológico a la novela permitiría entender en su totalidad, de un modo mucho más evidente, este aspecto esencial de su construcción como dispositivo de información cultural, histórica e ideológica. La lectura lineal, por desgracia, impuesta por la tecnología del libro, hace de este proceso algo más complejo o confuso, dificultando su apreciación integral. En el apartado siguiente abordaré la cuestión, relacionada con esto, de la información acumulada en el cerebro del protagonista a lo largo de sus peripecias desde el comienzo de la novela y volcada después en un cerebro artificial como base de datos original de la que la novela extraería todos sus materiales en bruto. En este sentido, cabe concebir Providence como réplica ficcional de los mismos procesos de manejo de información que le dieron origen. Y esta es otra de las cuestiones esenciales que suscita esta novela mutante y poliédrica, de múltiples niveles de lectura: si su redefinición de la forma y las posibilidades expresivas de la novela a partir de su fricción con los medios tecnológicos, generando nuevos sentidos y nuevos modos de relación con la iconosfera mediática contemporánea, sirve como renovación de su poder artístico en un entorno mediatizado por dichos medios, o supone más bien, como sugiere Katherine Hayles, “el comienzo del desplazamiento de la novela por un discurso híbrido que aún carece de nombre”9. RV (Realidad Virtual), o el ciberespacio de la mente

Providence, como he dicho con anterioridad, describe una conspiración a escala global, más o menos paródica, para imponer el mundo virtual al mundo real. O para integrar la dimensión virtual en lo real. El desenlace de esta conspiración se percibe desde el comienzo por la imposibilidad de distinguir entre lo que, en la ficción de la

9. “The beginning of the novel’s displacement by a hybrid discourse that as yet has no name” (Hayles 2002: 113).

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novela, pertenecería al orden de lo real, esto es, realmente acontecido dentro del mundo en que se mueven los personajes de la trama; o bien al orden de lo virtual o lo irreal, esto es, limitado al régimen de la fantasía subjetiva o la ficción derivada de algún medio, ya sea el cine, los videojuegos o la televisión. Como decía Goytisolo en su reseña de la novela: “el destinatario de ella va de sorpresa en sorpresa, vuelve sobre sus pasos para verificar que no se ha extraviado y reinicia su incentivo periplo: todo es a la vez real e inverosímil, un viaje que le lleva imperceptiblemente a un alucinante universo virtual”. De ese modo, la incertidumbre narrativa que se instala como régimen de lectura trata de proyectar cada una de esas categorías señaladas (fantasía, film, videojuego) en el formato mediatizado por la tecnología más avanzada. Dicha mediatización se entiende, como dije más arriba, como alteración de la realidad, realidad alterada o creación de una realidad alternativa. Una realidad virtual, desde luego, pero también una idea de realidad que ha sido contaminada, en todo o en parte, por esa dimensión paralela de lo posible. Una realidad producida por la fusión de lo real y lo virtual en el mismo plano de realidad. A este proceso muchos teóricos lo han catalogado como “digitalización de la realidad”: conversión de la realidad cotidiana en realidad numérica, en simulacro computarizado. Ésta es la realidad transfigurada de la que Providence intenta dar cuenta explotando al máximo, por otra parte, los recursos acreditados del género novelesco. En palabras de Goytisolo de nuevo: “Si el cine y la televisión cambiaron el rumbo de la novela en la pasada centuria… Internet y sus derivados inciden en el presente de su evolución en la medida en que modifican la percepción de lo real y lo virtual, difuminan sus diferencias, alteran la comprensión de nuestro entorno cotidiano”. Providence se constituye así en un ejemplo de lo que lo que Michael Heim denomina, ironizando sobre los conceptos en juego, el “realismo virtual”. Un ejemplo significativo de esta percepción problemática de la realidad extraído precisamente del comienzo de uno de los finales alternativos de la novela: Ahora sí, el aire de la mañana despide un olor penetrante a ceniza mojada, a los residuos de una barbacoa descomunal, a rescoldos fríos de una orgía nocturna para pirómanos reincidentes y bomberos veteranos. Soy víctima de un exceso de sensaciones, como el adicto a la carencia sustantiva. Me giro para mirar por última vez la negra silueta del rascacielos abrasado y el sol me ciega con su ímpetu matinal. Vuelvo a echar de menos mis gafas. Sólo distingo un relieve cariado

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contra un cielo tan deslumbrante como una pantalla de luz halógena. No era una pesadilla, como había llegado a creer, era todavía peor. Era la realidad en toda su crudeza. O una reproducción bastante fiel del modelo. Bienvenido a la obscenidad de lo real (Ferré 2009: 505-506).

Como no podía ser de otro modo, uno de los rasgos que aluden a esta nueva realidad, desde el comienzo de la novela, es, según decía más arriba, su organización como bucle recursivo, su circularidad narrativa. La trama de Providence logra unir el principio y el fin de la enunciación de su discurso mediante una estrategia de “remediación”, como la denomina Jay David Bolter, que implica disimular de nuevo sus motivos para simular mejor sus efectos en el lector. Su trama, en este sentido, se concibe como un viaje al comienzo de la novela, a la génesis de sí misma, ese punto cero en que se produce el volcado de la memoria del cineasta narrador y protagonista en un ordenador, constituyendo una memoria artificial que es la base de datos sobre la que la novela construye su discurso. Ese bucle ficcional, que conecta el principio y el final anulando el espacio-tiempo narrativo, permite a su vez identificar el origen no-humano, posthumano o maquinal del discurso, pues es de ahí, del corazón mismo de lo digital, del seno de sus circuitos electrónicos, de donde procede la voz artificial o impostada del narrador de la novela, de las entrañas del artefacto cibernético que ahora se erige en instancia narrativa absoluta (por eso, entre otras cosas, alterna la primera y la tercera persona del singular en su relato). Un dispositivo discursivo dotado con un pleno dominio de la información en juego, nunca mejor dicho, y un control total de sus mecanismos de organización y transmisión (una “ficción cibernética”, como la denomina David Porush). En este punto, de manera inevitable, Providence cobra indudables dimensiones y rasgos provenientes de la ciencia-ficción literaria y cinematográfica, pero también de la especulación científica más radical (la que experimenta, en concreto, con redes neuronales e inteligencia artificial), con lo que se acentúa aún más la complejidad de planos de realidad y de ficción que en la novela funcionarían como signos de una supuesta realidad: Una descarga acelerada de imágenes aún más abstractas e indefinidas lo ciega en un primer momento, antes de que Álex pueda acostumbrarse otra vez a las nuevas condiciones de la visión. Un brillo intenso de tonalidad azul penetra por el borde lateral de las gafas, como

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una cuña o una astilla iridiscente, y luego vira al rojo y al verde con brusquedad, causándole agudas molestias en el ojo derecho, como incisiones microscópicas en el tejido nervioso, y perturbando de ese modo su capacidad inicial de concentrarse en el flujo de colores, gamas y texturas que inunda ahora sus doloridas retinas. Una masa de imágenes inservibles meticulosamente extraída de su memoria individual como muestras de tejido enfermo (Ferré 2009: 561-562).

La nueva realidad es esto, la realidad digital: un flujo incontrolable de imágenes e información flotando en el vacío de los circuitos de una inteligencia artificial. Como decía con razón en su crítica a la novela en Ojos de papel el crítico Alejandro Lillo: “Nosotros mismos, incluidos en esta delirante espiral, nos sentimos incapaces de distinguir entre realidad y fantasía, entre lo que puede ser una película, un guión, una alucinación producto de las drogas o una partida de un juego de ordenador, una mezcla de todas ellas o nada de todo eso. Porque tal vez todo sea real, no haya nada perteneciente al mundo de la fantasía”. En relación con todo ello, otra interrogación que planteo en la novela, y que puede servir como cuestión final sobre este tema, es la de por qué los sueños de trascendencia de la materia del puritano (la idea de que el cuerpo es un obstáculo para alcanzar el estado de gracia y pureza que el cristianismo más fundamentalista promete desde sus comienzos) están a punto de realizarse gracias a la tecnología más avanzada. De hecho, el videojuego virtual o la página web también llamada Providence se define al final de la novela, jugando con la tecno-gnosis (o fusión del ideario gnóstico con las nuevas tecnologías, como analizara Mark Dery) y el mesianismo tecno-ideológico que tanto abundan en la cibercultura, en estos contundentes términos: Una utopía libidinal a la que acceder a través de la tecnología, pero que trasciende la dimensión rutinaria y limitada de la tecnología aplicada al entretenimiento y la diversión para convertirse en un umbral de conocimiento y experiencias superiores, un portal o una puerta de acceso a las más altas y refinadas pruebas del espíritu liberado al fin de la carne (Ferré 2009: 489).

Conclusión Mi comprensión del papel del novelista en el siglo XXI no puede ser, por tanto, más crítica: responder desde un medio artístico tradi-

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ZONA CERO. PAUTAS PARA UNA CONCEPCIÓN TECNOLÓGICA

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cional, destinado a perder influencia a medida que avance la cultura del nuevo siglo, a los desafíos de un mundo basado en la permanente novedad tecnológica y el exceso de imágenes e información. Si la respuesta es excesiva es por puro mimetismo. Por pura mímesis del mundo en que acaecen tales procesos. Sólo puedo concebir el realismo en nuestro tiempo de una forma expandida, absorbiendo innumerables elementos imaginarios. Hoy es imposible ser realista sin tener en cuenta la interferencia de ficciones tecnológicas en la vida diaria. Todo el problema del escritor contemporáneo radica, en definitiva, en saber cuál es la versión de la realidad con la que se identifica.

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El ovidiódromo de Juan Francisco Ferré ELOY FERNÁNDEZ PORTA

En el Libro I del Ars Amandi la primera referencia a la seducción sucede bajo el signo de la violencia. Ovidio refiere el episodio del Rapto de las Sabinas como modelo de seducción colectiva. Su protagonista, Rómulo, es retratado como un héroe cuya valentía “llenó de gozo a los varones sin mujeres”. El episodio mítico lo sitúa Ovidio en un teatro, lo que le da pie a desarrollar un tema fascinante: la topografía de los lugares públicos como espacios de seducción. Estos sitios incluyen el circo, el desfile triunfal, el teatro mismo; en la Roma que él describe no se liga en las tabernas, ni en el mercado, ni en la calle. Todos ellos, espacios espectaculares: la seducción es indisociable de un acto de contemplación y se formula como una distracción libidinal del show. El espectáculo acoge la seducción: ofrece el lugar de encuentro y las condiciones epistemológicas que lo hacen posible. De esta manera, la seducción aparece como un modo particular, más experto y agudo, de vivir la experiencia estética, sea ésta la lucha, la dramaturgia o el desfile. En el momento seductivo el objeto de contemplación es desestetizado –nos distraemos de él–, pero también reestetizado: seducimos llevados en volandas por el acto de contemplación, inspirados por él. Al seducir trasla-

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damos al ámbito privado el dinamismo y la tensión del acto y, con ellos, los roles sociales que vemos representados. De Ovidio en adelante el vínculo entre contemplación estética y mirada deseante es una constante en la historia de las artes, si bien no ha sido tan frecuentemente consignado en la tratadística amorosa, que, con la excepción de algunas aproximaciones sociologistas, tiende a describir el primer encuentro entre los amantes como una decisión privada e incondicionada. En el campo del cine una buena representación se encuentra al principio de la película de Brian de Palma Vestida para matar, en que una visita al Philadelphia Museum of Art da lugar a una extensa, silenciosa, hitchcockiana secuencia de flirteo. En la versión de De Palma el flirteo es una trampa: la mujer que finge dejarse seducir es, de hecho, una seductora cuyos fines son perversos. Pero no basta con el lugar; hace falta pasar al acto, y eso sólo puede hacerse con las condiciones propias del sitio. Sobre el encuentro entre dos en el circo, Ovidio aconseja: “busca la ocasión para empezar una charla amistosa y sean palabras triviales las que den comienzo a la conversación. Trata de preguntarle con mucho interés de quién son los caballos que se acercan, etc.”. Esta escena sucede durante el espectáculo; hay que dejar de prestarle atención para seducir o ser seducida. Es una interrupción. Esa interrupción presupone una mirada común sobre el mismo fenómeno, y propone un modo particular de desarrollarla. En otro pasaje, el poeta recomienda hacer algún comentario informado sobre las interioridades del espectáculo. De este modo, el hombre interrumpe la contemplación de la carrera para promocionarse, proponiendo un primer eslogan trivial, demagógico, y sugiriendo una analogía entre la fuerza del equino y la suya propia. Si esa estrategia puede funcionar –si alguien decide que funciona– es porque el seductor se apropia de las cualidades simbólicas y emocionales del acto contemplado, que así pasa a ser el referente originario de la relación. El rapto amoroso y su protocolo son publicidad de sí; el resto del Libro I está dedicado a distintos modos de expresarlo. La propuesta ovidiana, apenas hace falta señalarlo, tiene consecuencias muy claras en nuestra cultura. Si tomamos los rasgos principales que Ovidio atribuye a la escena amorosa y los trasladamos a las condiciones propias de nuestra época obtenemos el siguiente esquema: Teatro (o circo, o desfile) – Espectáculo (audiovisual) Interrupción – Corte publicitario Presentación – Autopromoción

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Violencia – Negociación de género Ovidio – Ovidiódromo Arte de Amar – Producción tecnodiscursiva de los vínculos amorosos Esta serie de analogías resulta útil para examinar las condiciones de producción del amor tal como son representadas en un amplio sector de las artes contemporáneas, y en particular en aquellas manifestaciones que renuncian a una perspectiva esencialista (la consideración del amor como acuerdo privado desvinculado del socius) y se detienen a considerar los condicionamientos y cortapisas que constituyen la condición de posibilidad de las relaciones, desarrollando así una idea políticamente activa de la seducción como crítica cultural. El cine reciente nos ha ofrecido ejemplos diáfanos, como el personaje de Frank Mackey en Magnolia de Paul Thomas Anderson, que dirige una ovidianísima escuela de seducción bajo el lema “Search and Destroy” –y la presenta por medio de una inolvidable performance de macho calculador y vengativo, en la que muchos espectadores han visto la redención artística de Tom Cruise–. En la narrativa norteamericana del cambio de siglo se ha desarrollado también una potente línea de investigación, desde Lorrie Moore hasta Miranda July pasando por Harold Jaffe, que analiza los tratados de autoayuda y el consejismo sentimental como una modalidad feminizada del Ars Amandi, poniendo en evidencia el carácter normalizador y coercitivo de los discursos how to. En literatura española estas formas de análisis han sido menos concurridas, si bien tienen un ejemplo singular, y diferenciado de los casos mencionados, en la obra narrativa de Juan Francisco Ferré. La aproximación de Ferré a las relaciones personales, presente desde su plaquette de relatos Homenaje a Blancanieves, está regida por una crítica del cuerpo como lugar de la política a la vez que como espacio de la abyección. En su caso, el diálogo con el corpus ovidiano es aún más directo que en los autores anteriormente mencionados, que por lo general prescinden del referente clásico y prefieren considerar la literatura consejista, representada por libros como The Rules, como los textos ovidianos de hoy. Este vínculo puede articularse alrededor de cuatro conceptos. En primer lugar, el tema de la transformación, que en su obra se plantea bajo la doble condición paradójica de un cambio figural en el orden establecido y un movimiento comercialmente orientado y corporativamente comodificado. De ahí que en su caso las metamorfosis se conviertan en Metamorfosis®, títu-

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lo de su segundo libro de relatos, que podría ser definido como el traslado del género al ámbito espectacular contemporáneo. El tema del cambio adopta así distintas figuras, tanto físicas como simbólicas: el travestismo, la transexualidad, la mutilación y la castración, pero también la pérdida de la inocencia y el renuncio ideológico (el “cambio de camisa”). En estos relatos la fisicidad posthumana se transforma siguiendo los parámetros exigidos por los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, a la vez que el texto mismo redefine continuamente su estatus genérico. En este sentido su propuesta actualiza la idea ovidiana de la metamorfosis con criterios afines a la estética de la nueva carne de David Cronenberg, en que los nuevos dioses y semidioses de la sociedad de consumo son mutantes. Este factor se objetiva, en su teoría literaria, en la propuesta de una narrativa mutante, que toma elementos de la retórica latina (la hipotaxis, el gran período sintáctico, las modalidades ejemplares y expositivas de narración) para formalizarlos en una estética experimental en que la novela gira y se reinventa en derivas rizomáticas y relatos cambiantes. Esta praxis literaria tiene su antecedente más inmediato en el posmodernismo norteamericano, y en particular en autoras como Kathy Acker, cuya frase “lo sexual es el reino de lo político” utiliza Ferré como pórtico de su libro I Love You Sade. Ferré comparte con Acker una decidida apuesta por la vía abyecta del feminismo, en que los postulados de la crítica de género son subsumidos en una perspectiva sádica. Exaltación del órgano, destrucción del sentido en el sexo, inversión de los códigos y de los signos: en la anatomía abyecta ferreriana el cuerpo mutante se convierte en el lugar de una nueva praxis de las relaciones. Si Acker dejó escrito, en un pasaje de su antinovela Aborto en la escuela, que “la literatura es la menos sensual de las artes, porque carece de cuerpo”, Ferré ha ofrecido otra versión más específica de esa queja en su conocida declaración, que constituye un motto de su obra, “la literatura española contemporánea es poco carnal”. Ese descontento parcial con la tradición novelística de origen –que cabe interpretar también como una resuelta y activa integración en la tradición del descontento, con Juan Goytisolo como antecedente más claro– confiere a sus textos una cualidad dual, que puede ser descrita como un imprevisto puente entre dos fecundas corrientes de la contemporaneidad artística: por una parte, el interés por las filosofías del libertinaje y la tematización de la carnalidad que es propio de un importante sector de la literatura y el pensamiento fran-

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ceses de inspiración sadiana; por otra, un sentido de la composición del texto –de la piel del cuerpo del texto– que, aunque plenamente original, hunde sus raíces en las innovaciones de técnica literaria que, introducidas por el movimiento posmoderno, se despliegan en las estéticas del cambio de siglo y, relacionadas con el auge de las ciberculturas, llegan hasta nuestros días, ya despojadas del membrete experimental y convertidas en la modalidad más propiamente realista de la creación literaria. Parodiando los usos analógicos de la literatura comparada antigua, cabría describir a Ferré como un autor perversamente francófono en sus temas y modernamente norteamericano en sus formas o, si se prefiere, como un hacker literario con mentalidad de aristócrata libertino. Un primer ejemplo de esta perspectiva puede observarse en su novela La fiesta del asno, no por azar prologada por Goytisolo. El tratamiento del problema vasco, despojado aquí de las miopías ideológicas e histrionismos emocionales al uso, aparece encarnado en la figura de Gorka, un terrorista que a lo largo de la narración es objeto de distintas transformaciones y cambios de sentido político, al término de las cuales acabará asesinado y desmembrado, sus órganos vendidos por una red internacional de traficantes: cuerpo ideológico desarticulado. En el contexto de su tratamiento de los media, Ferré recurre en dos ocasiones al formato anuncio, en ambos casos en textos interpolados en forma de relato breve, bajo el título “Cuñas de publicidad local”. El objeto así promocionado es “el patriota” vasco, y la semblanza de su virtudes se presenta en primer lugar como una crítica de género, como una burla de los presupuestos sobre la masculinidad asociados a la lucha armada. En el primer caso el patriota se describe como si fuera un auto (“Sentarse al volante de un patriota y ponerlo en marcha es sentir el poder de la hermosa tierra que el patriota pisa con su poderosa planta”). La enumeración de las virtudes del producto cambia entonces de signo y la alegoría de la agresividad se convierte en violencia literal: “y además es muy útil si tienes que cargar leña en el monte, secuestrar a algún empresario o concejal en la ciudad, huir de un control policial (…)”. Esta desalegorización del lenguaje publicitario culmina con la denuncia del narcisismo político-consumista: “Sólo un patriota compra otro patriota”. En este infalible eslogan se pone en evidencia el papel del consumismo, enunciado, a partir de la teoría freudiana, como fase del espejo en que el sujeto busca proyecciones de sí mismo en el exterior y las objetiva en el objeto de consumo. Comprarse a sí mismo, adquirir

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lo absolutamente idéntico, se convierte así en la realización última de la ansiedad consumista, a la vez que introduce, en el lenguaje nacionalista macho, el fantasma de la homosexualidad, en lo que sólo puede ser interpretado como una lectura perversamente literal de las tesis de Freud sobre el narcisismo. La segunda narración interpolada, desarrolla las consecuencias de este planteamiento vendiendo una figura que resulta ser “el hombre más buscado, no la mujer, nunca la mujer, no te engañes, significa muchas cosas distintas y todas en el mismo lote, al mismo precio”. Esta distinción simbólica entre los sexos se formula en una lógica afectiva que es, literalmente, ovidiana, y que se encuentra en un momento coercitivo del primer volumen del Ars Amandi: “desconfiarás más todavía de tu familia, tus antiguos amigos o compañeros, salvo que a ellos también los busquen”. En esta versión la paranoia persecutoria del terrorista y su ruptura ascética de todos los vínculos emocionales es la extensión política del dictum de Ovidio sobre la confidencia en el amor: “El que ama no debe tener miedo del enemigo; huye de aquellos que crees leales; así estarás seguro. Ten cuidado con tu pariente, con tu hermano y con tu amigo querido. Todo este grupo te dará serios motivos para temer”. En este pasaje, el amor es imaginado como un tesoro que cualquiera podría robar, y en relación con el cual nadie es de confianza. De la misma manera que la mujer no debería ser exhibida, tampoco debería ser siquiera mencionada. Este egoísmo extremo se aplica aquí al amor a la patria –y al pro patria mori horaciano– entendido como extensión política de la lógica sentimental amorosa: el credo nacionalista, pues, como causa bélica formada por soldados del amor, en nombre de la cual deben cortarse todos los lazos afectivos. En este sentido, del texto de Ferré resulta un desarrollo crítico de los postulados contenidos en esa sección del Ars Amandi, pasando ackerianamente del ámbito de lo privado al de lo político. La conclusión del anuncio viene también marcada por codificaciones genéricas que distinguen entre dos modalidades de la masculinidad: “el hombre más buscado del país, no un erudito a la violenta”. Toda esta argumentación, y, con ella, el capítulo que nos ocupa, desemboca en un último relato que puede ser entendido como su conclusión. Se trata de “El invitado de la noche”, incluido en Metamorfosis® dentro de la sección “Los negativos”. La narración describe un programa televisivo sensacionalista cuyo protagonista es “un donjuán actual”, bien conocido por el público por su lista de amantes, que asciende a 625. En principio, el programa está planteado como un reality show en

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que el personaje deberá demostrar sus virtudes amatorias. Sin embargo, desde el primer minuto su desarrollo empieza a incomodar al participante. En riguroso directo se van poniendo en juego cuatro modalidades de seducción. La primera, el flirteo entre el protagonista y la regidora (una Doña Inés moderna), que empieza como un simple efecto especial, poco más que un imperativo del guión, pero se va complicando a medida que la regidora toma el control. La segunda, las relaciones que entabla el protagonista con sus ex y ante la cámara. Estas relaciones van subiendo de tono en función de las variaciones en el índice de audiencia, determinado por “el gentío consumista [que] os reunió”, y que representa un tercer modo seductivo: el que mantiene el espacio televisivo con sus espectadores. Estos tres modos del seducir desembocan en el cuarto y más importante: los anuncios que interrumpen el programa. El protagonista se ve sorprendido por la decisión de los programadores de “restringir los minutos de publicidad a productos relacionados con la intimidad, el amor o el cuerpo”, a la vez que por la decisión de interrumpir su performance con “otra menopausia publicitaria”, de tal modo que en un momento del relato el programa se confunde con su propia publicidad: el donjuán empieza a quedar atrapado en su extensión publicitaria. Siguiendo un modelo narrativo de variaciones y repeticiones que remite al uso literario del ostinato en la narrativa posmoderna, y en particular en las fictions de Robert Coover, Ferré va llevando la situación hasta el paroxismo por medio de sutiles complicaciones (del galanteo con la regidora, del aumento de los anuncios, con la aparición de una extraña amante a la que no reconoce). En este proceso de deconstrucción del Don Juan la figura más decisiva es el corte. Las interrupciones publicitarias sirven primero para erotizar la situación con su corriente de productos “corporales”, pero el aumento de su frecuencia va haciendo que el amante se corte, le deja en medio de un coitus interruptus, lo vuelve incapaz de culminar el acto sexual y lo expone en vivo y en directo a la humillación de la impotencia. La lógica ovidiana de la interrupción publicitaria del espectáculo llega aquí a su reversión absoluta: el amante como publicista, cortado; su seducción, interrumpida; su espectáculo, sajado. Sólo falta el slash final: en una escena de pesadilla, planteada como el castigo a su impotencia mediática, la regidora se pone unos guantes de goma, toma instrumental quirúrgico y lleva a cabo “el corte publicitario otra vez, traumático ahora”. La castración final del Don Juan es la apoteosis del programa; después de ella sólo queda una última escena, que muestra al protagonista solo y loco en un asilo.

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Al desarrollar literariamente el fantasma de la castración el relato de Ferré saca a la luz los presupuestos reprimidos en aquel antiguo corte del amante en las gradas del circo: ser emasculado, ser desposeído de la virilidad. En este proceso, el autor maneja distintos niveles del discurso de género. Por una parte, el desmantelamiento del Don Juan, tema recurrente a lo largo del siglo XX desde el teatro de Valle-Inclán hasta el cine de Gonzalo Suárez, se plantea desde una perspectiva masculina crítica con los códigos de la masculinidad tradicionales. Por otra, asume los elementos de crítica de género presentes del feminismo prosexo ackeriano, y en particular su reformulación provocativa del cuerpo femenino desde “váter para hombres” hasta cuerpo político en que todo intento de posesión es destruido. También, en menor medida, juega irónicamente con el mito freudiano de la castración, revertido en el mito misógino del feminismo como discurso castrador. Esta imagen del corte puede remitirse a una obra anterior, la ya mencionada I Love You Sade, en que Ferré creó un texto de crítica-ficción en diálogo con el artista Pablo Alonso Herráiz. En este libro-catálogo imaginario se despliegan una serie de imágenes afines al imaginario sádico, una de las cuales es una fotografía, en primer plano, de un órgano sexual masculino quirúrgicamente preparado para una operación de cambio de sexo, con la zona para el clítoris dibujada sobre el glande, rodeado por tijeras e instrumental al efecto. La imagen es comentada por un personaje llamado Johannes Francken, que la describe con un término que tiene aroma conclusivo: “esta autopsia filosófica del phallus pater”.

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La Cosa, o Apuntes para el ser argentino como Expediente X RODRIGO FRESÁN

UNO Buenas tardes… ¿Hay alguien allí? ¿No estamos solos? ¿Estamos mal acompañados? Aquí hace frío. Mucho frío. Y yo vengo desde el pasado. Yo soy un eternauta y un escrinauta flotando desde uno de los tantos pasados posibles –uno de esos fragmentos de pasado, una esquirla de ayer– que es el mío y en el que yo tengo muchos menos años y estoy con los ojos clavados en esa zona crepuscular que es todo televisor en blanco y negro. Pocos canales. Cuatro. Sin el más remoto control sobre el aparato; por lo que hay que ponerse de pie y darle una vuelta a una rueda que nos traslada de una dimensión a otra. Pero no hay problema. No voy a cambiar lo que estoy viendo. Es mi infancia, es sábado y es Sábados de Súper-Acción: sesión continuada de cinco películas que se reparten, temáticamente, en soldados, cowboys, comedias ligeras, detectives privados y, al caer la noche, terror o ciencia-ficción. Son los primeros años setenta pero lo que yo estoy viendo entonces –y vuelvo a ver, leyendo, ahora– es una película de 1951 titulada

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La cosa de otro mundo y dirigida, aunque no figure en los créditos, por Howard Hawks con guión del mismo Hawks y Ben Hetch, basado en una novela corta de John W. Campbell Jr. titulada Who Goes There? Por entonces, está claro, yo no sé quiénes son todos ellos. No me interesa mucho, aunque me interesará con el tiempo, en esa edad que ya asoma en el horizonte y que es la edad de coleccionar nombres y créditos y data y trivia. Menos me interesan aún los nombres de los actores que pertenecen a esa raza de intérpretes de una época donde abundan los secundarios y terciarios y cuaternarios y uno los va viendo, sábado a sábado, con súper-acción, mutando a gladiadores o a aviadores o a agentes secretos, da igual. Ya saben: esos rostros con mandíbulas prominentes, esa cualidad robótica para decir sus líneas dobladas en México o en Puerto Rico. Aquí, en La cosa de otro mundo, todos ellos son oficiales de la Fuerza Aérea norteamericana, aterrizados en una remota base del Ártico junto a la que se ha estrellado una nave de otro planeta en la que, por supuesto, viajaba La Cosa del título. Con el correr de los años me enteraré que, en la película, La Cosa –a la que apenas alcanzamos a ver– fue interpretada por James Arnes, quien no era otro que el marshall Matt Dillon en la serie Gunsmoke y… Pero me estoy alejando de lo que me interesa. Lo que en verdad me importa es esa historia: un puñado de hombres sitiados por el paisaje y, en ese paisaje, de pronto, la presencia extraterrestre y alien de –mayúsculas, por favor– La Cosa de Otro Mundo. La Cosa a la que los oficiales desentierran y, congelada, llevan dentro de la base mientras yo, pequeño, les gritaba: “¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo hagan!”. Porque se sabe: todo lo que se congeló acaba descongelándose y pronto la cosa –forma de vida con poderosa capacidad de adaptación y asimilación de otras formas de vida, vegetal vampírico, alguien la describe como “una zanahoria intelectual”– comienza a dar cuenta de los habitantes del lugar. Se suceden los enfrentamientos, La Cosa acaba siendo electrocutada y, sobre el final, alguien advierte: “Watch the Skies!”. Miren al cielo.

DOS La cosa de otro mundo no es lo que se dice una gran película pero, en el año 2001, fue escogida por la Library of Congress para ser preser-

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vada por su “significado e importancia cultural”. Entiendo que los bibliotecarios eméritos entendieron que La cosa de otro mundo revelaba –como ese otro clásico del contagio extraterrestre que es Invasion of the Body Snatchers– un determinado sentimiento. Una forma de ver y de mirar las cosas durante los años más calientes de la Guerra Fría en los que la figura del ser interplanetario funcionaba, ambiguamente, como denuncia de la infiltración bolchevique y roja o de los manejos zombi-hipnotizadores del senador Joe McCarthy y su pandilla. Ustedes eligen… Treinta y un años después de la filmación de La cosa de otro mundo se estrena un remake titulado, más sintéticamente, La cosa. Es una decisión interesante, pienso. Ya no hace falta aclarar que La cosa es de otro mundo. Se da por hecho. Es el año 1982 y yo ya sé quiénes son Hawks y Hetch y Campbell. Yo tengo diecinueve años y otros militares (iguales a los de principios de los setenta pero diferentes; toda una nueva camada de mortales invasores) están en el poder. Y yo – que escribía y quería ser escritor cuando fuera grande mientras veía La cosa de otro mundo– ahora voy a ver La cosa y nada ha cambiado demasiado de este lado de la pantalla: yo escribo pero sigo queriendo ser escritor (es decir, contaminar mi biblioteca con un libro con mi nombre) cuando sea más grande.Y ya sé perfectamente quiénes son el director John Carpenter, el actor Kurt Russell, el músico Ennio Morricone y los especialistas en efectos especiales Stan Winston y Rob Bottin, también conocido como Robotín. Y, sí, esta nueva versión es más fiel al original, más claustrofóbica-paranoica (por si a alguien le interesa, el guión fue firmado por un hijo de Burt Lancaster), la aplicación de maquillaje y prótesis varias es especialmente gore y escalofriante (vista hoy tiene el encanto de lo mecánico, de la sangre artificial pero no digitalizada), los humanos han cambiado de polaridad (ahora están en la Antártida) y el final es mucho más oscuro y desesperanzado. En su momento, la película fue un fracaso porque se estrenó casi simultáneamente con el E.T. de Steven Spielberg. Sí, 1982 fue ese año en que los visitantes interestelares tenían que ser buenos. Cosas que pasan y que no impidieron que, al día de hoy, La cosa esté considerada un clásico de culto, venda bien en DVD y Blu-ray, haya mutado a videogame para Playstation y Xbox, esté en desarrollo una prequel cinematográfica y una miniserie en el Sci-Fi Channel, y hasta tenga su propia atracción en el parque temático de los Universal Studios en Orlando, Florida, donde los visitantes son invitados a tener frío en Miami. Pero a mí me importa otra cosa sobre La cosa.

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A mí me importa algo que sospeché cuando vi La cosa de otro mundo, fui confirmando cuando vi La cosa de otro mundo, y de la que ahora estoy completa y absolutamente seguro: La Cosa es argentina y la literatura argentina es un Expediente X. Un Expediente X que –por peligroso e inasible– jamás les permitirán abrir e investigar a los agentes Mulder y Scully, más ocupados y preocupados en aclarar asuntos igualmente clasificados como cuál es la Gran Novela Americana y si fue escrita en inglés por un ruso adicto a las mariposas.

TRES Pensar, entonces, en la Argentina como otro planeta y en la literatura argentina como La Cosa. La literatura argentina como el enigma de otro mundo que está en éste. Y me acuerdo de un cuento raro y menor (de ser esto posible) de Jorge Luis Borges donde, siempre me divirtió, el escritor evita decir Casa Roja y opta por el un tanto absurdo y recatado Casa Colorada. El relato está incluido en El libro de arena. En el epílogo explicatorio, Borges se disculpa con un “el destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe. Acabé por ceder: el lamentable fruto se titula ‘There Are More Things’”. Y atención: la palabra things en el título y una frase final que –cuando yo la leí por primera vez, en Venezuela– me pareció maravillosa: “La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”. Y aquí intentaré otro pliegue espacio-temporal entre 1975 y este 2009. Entonces yo leía muchas novelas de ciencia-ficción. Ahora, acabo de publicar una novela con ciencia-ficción. La diferencia es ínfima pero decisiva y me acuerdo de mí mismo, en Caracas, leyendo por primera vez La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares (otra novela con ciencia-ficción) y me acuerdo de mí, semanas atrás (discúlpenme este aparte un tanto autorreferencial, en pleno tour promocional por mi El fondo del cielo) respondiendo una y otra vez a la misma pregunta de parte de periodistas españoles y latinoamericanos. Y la pregunta que me hacían –como si yo fuera una cosa de otro mundo– era: “¿Por qué y cómo una novela fantástica a esta altura del asunto?”. Y la respuesta que yo daba y que repito ahora es una

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de esas respuestas sencillas para los nativos y exóticas y casi incomprensibles para los extranjeros que, sin embargo, enseguida lo comprenden casi todo (casi es aquí, me temo, la palabra clave y operativa) y más detalles un poco más adelante aunque, ahora, la respuesta era y es y sigue siendo: “¿por qué no?”. Y hay algo divertido y paradójico en todo esto. En que yo haya estado escribiendo y ahora esté leyendo algo con la palabra argentino en su título. Yo que, ahora mismo, he dejado de ser lo que se supone es un escritor argentino para muchos en tiempos en que los escritores argentinos –no los otros escritores argentinos que asisten a este encuentro, me apresuro a aclararlo– parecen haber perdido todo interés por viajar al espacio exterior conformándose, felices y satisfechos, con ser terranautas testimoniales de crisis económicas y otras catástrofes y, a lo sumo, permitirse el recreo de ponerse gafas de colores para ver Avatar. Días atrás, en un suplemento cultural de Buenos Aires, leí a un narrador argentino de menos de treinta o treinta y cinco años –uno de esos “jóvenes narradores argentinos” que alguna vez fuimos todos nosotros– definiéndose como “escritor neo-peronista” y sentí un escalofrío. ¿Qué significaría semejante rótulo? ¿Sería el posible boceto para uno de esos frecuentes eslóganes-pegatinas argentinos como “Perón vuelve”, “Los argentinos son derechos y humanos”, “El silencio es salud”, “Lo’ vamo’ a reventar” y el más inquietante de todos: “Dios es argentino”? Pero lo de antes, lo que casi acaba de pasar: qué hago yo aquí, presentándome como argentino, como argentino torcido e inhumano. Supongo que lo hago –por hoy y nada más que hoy, si pestañean se lo van a perder– porque días atrás, en un reciente ensayo del mexicano Jorge Volpi llamado El insomnio de Bolívar, en un capítulo titulado “America Latina, Holograma”, leí una referencia a una novela mía donde se señala que “nada en ella delata una marca nacional”. La novela mía a la que se refiere Volpi es la inmediatamente anterior a El fondo del cielo, se titula Jardines de Kensington y, lo siento, es uno de los libros más argentinos que yo jamás he escrito, más argentino incluso que Historia argentina y Esperanto que son para mí, apenas, “asquerosamente argentinos”, lo que no es lo mismo. Jardines de Kensington –que transcurre en Londres del mismo modo en que buena parte de Mantra transcurre en Ciudad de México y El fondo del cielo en la Nueva York de los años treinta, en la guerra de Irak y en el ámbar fantasmal de un futuro donde el tiempo ya no cuen-

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ta— es argentino porque obedece los lineamientos claros y las instrucciones precisas de un ensayo de Borges titulado “El escritor argentino y la tradición” donde se demuestra cabalmente que, sí, hay más cosas. Y que un escritor argentino tal como yo lo entiendo es aquel para quien la curiosidad puede más que el miedo y no cierra los ojos nunca y siempre mira al cielo.

CUATRO Y no digo que Volpi se equivoque sino que, simplemente, lee con otros ojos, con los ojos de un escritor latinoamericano, sin darse cuenta de que los escritores argentinos no somos latinoamericanos sino extraterrestres. Por eso repito aquí lo que dijo Borges cuando, al final de su ensayo/botella al mar, dice: “Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino por ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación o una máscara” y, líneas antes: “Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”. Así, del mismo modo en que La Cosa imita y se asimila a todo lo que la rodea mientras viaja e invade un mundo tras otro, la tradición argentina –polimorfa y perversa– se asume como extradición, como traición a la idea de tradición, como vale todo.Y no hay mejor prueba de esta pulsión y compulsión que esa gran fachada de fachadas que es Buenos Aires funcionando casi como la criatura de un científico loco: un parque temático y psicótico de metrópolis extranjeras donde La Cosa sería más que feliz sintiéndose tan internacional. Así, ya lo dije varias veces, las diferentes literaturas latinoamericanas suelen hundir sus raíces en el suelo de sus respectivos territorios mientras que la literatura argentina lo hace en la pared. Y esa pared es, siempre, la pared en la que se clavan y se alzan y se ordenan los estantes de una bibliotecas cargadas con los libros de todos los planetas posibles. De todos los planetas por los que uno viajó leyendo y contagiándose e infectando a otras culturas tan lejanas, tan inmediatamente próximas; porque pocas cosas nos acercan más y más rápido que un libro.

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CINCO Lo que me lleva de regreso a lo de antes, a esa extrañeza ibérica y latinoamericana porque, de pronto y sin aviso, uno se salga con una novela fantástica. Los motivos son más bien obvios aunque no del todo simples: la gran tradición de la literatura argentina pasa por el género fantástico. No hay escritor argentino que no lo haya rozado o abrazado: Lugones, Borges, Bioy, Cortázar, Marechal, Arlt, Oesterheld, Puig, Piglia, Cohen, Gorodischer, Fogwill, Saccomanno, Cross, Aira… Las razones para semejante epidemia no están tan claras. Puede aventurarse que se trata de un rebote de lecturas infantiles o, tal vez, una reacción casi lírica al espanto que nos une: si la no-ficción argentina es tan terrorífica y gore; por qué entonces no enfrentarla con ficciones noblemente fantásticas pobladas por máquinas que invocan la memoria de mujeres fatales. Y activarlas como cuentos más que novelas y, de ser novelas, que sea un modelo de novela atomizada y fractal en la que, siempre, parecía estar desarmándose un modelo para armar que podía llamarse Facundo, Adan Buenosayres, Rayuela, Sobre héroes y tumbas, El sueño de los héroes (la vida de una novela que intenta recordar el cuento olvidado de una noche), El beso de la mujer araña, Respiración artificial. Algo así hacía yo –o buscaba yo, en tanto pequeño lector que quería ser escritor cuando fuera grande– cuando en 1975 leía por primera vez La invención de Morel (y El sueño de los héroes) de Bioy Casares y descubría exactamente el tipo de literatura, de literatura argentina, que a mí me interesaría practicar: una literatura argentina fuera del tiempo y del espacio. Y detalle curioso: en las últimas páginas de La invención de Morel un narrador sin nombre –y hasta entonces sin nacionalidad– evocaba las estrofas de un himno nacional que a un lector de Buenos Aires resultarían extrañas y extranjeras pero que a mí, ahí y entonces, me resultaban muy familiares: los versos del himno nacional venezolano, de mi patria adoptiva. Estrofas tan diferentes en espíritu y cadencias a los de mi primer himno. La melodía del himno venezolano, me decían, venía de una canción de cuna y su letra hablaba de lanzar el yugo pero respetando la ley, la virtud y el honor; mientras que su contraparte argentina era un frenesí de fragmentos robados a óperas europeas, un mega-mix de humores diferentes comulgando en lo tanático donde, oíd mortales, se juraba con gloria morir. El himno nacional argentino es, supongo, una de

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las manifestaciones más bastardas de La Cosa y no estaba mal dejar de escucharlo por un rato, pensaba yo desde Caracas. Porque era un himno agotador, difícil de cantar, que se la pasaba cambiando de velocidades y que, cada vez que te obligaban a cantarlo en el patio de la escuela, te dejaba nervioso durante horas. Era un himno anfetacocainímano-cafeínico, sí. Por lo que yo, en Venezuela –donde mi vida académica comenzó a volar por los años y acabó convirtiéndome en el semianalfabeto que soy hoy para la ley de mi lugar de nacimiento– experimenté mi primera gran mutación. Adopté de inmediato el acento local (muchos de mis amigos no supieron mi origen hasta que llegó el momento de regresar a él) y fui expulsado de ese colegio donde cantaba ese himno plácido y arrullador y no le dije nada a mis padres y, durante casi dos años, me dediqué a fingir que iba todas las mañanas a mi secundario cuando, en realidad, iba a una biblioteca a leer. Clásicos y modernos. Todo lo que se me pusiera a tiro. Y así me fui convirtiendo, sin prisa ni pausa, me fui convirtiendo en un escritor argentino. Y pregunta: ¿cómo había llegado yo allí? Respuesta: paradójicamente yo recién me asumí como escritor argentino convirtiéndome en extranjero cortesía de un episodio típicamente rioplantense. Yo fui, digamos, secuestrado y canjeado por mi madre y, de ahí, eyectado al espacio exterior donde escribo todo esto.

SEIS Escribí en detalle acerca de lo que acabo de contar en un relato titulado “La vocación literaria” cerrando mi primer libro, Historia argentina, aparecido en 1991. Allí, de algún modo, intento rastrear las pistas de mi Big Bang profesional como si lo contara desde una misteriosa fundación en Iowa, en un futuro no muy lejano, donde se preservan los últimos especimenes de esa especie en extinción que son los escritores. Dije antes que Historia argentina y Esperanto –que podrían ser “oídos” como una colección de singles y un álbum conceptual sobre el mismo tema– son “asquerosamente argentinos” porque lo que me interesó a mí entonces fue una aproximación a mi país con las pupilas de un turista definitivo. Yo, por entonces, pensaba en debutar con libros más parecidos a mis últimos libros (libros, en el decir de Volpi, “sin ninguna marca nacional”) pero lo cierto es que (luego

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de que un editor me predijera que era muy difícil debutar con productos tan alienígenas) me propuse adoptar –como La Cosa, como un body-snatcher– la forma de un argentino, pero ocultando entre sus pliegues los tentáculos de un organismo de otra galaxia. Así, la Argentina –país extraterrestre– narrado por un extraterrestre con recursos extranjeros. Yo fundiendo letras nacionales con formatos y estéticas de objetos voladores no identificados dentro del panorama local como 2001: Odisea del Espacio de Stanley Kubrick o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust o “A Day in the Life” de The Beatles o “El marido rural” de John Cheever o Matadero-Cinco de Kurt Vonnegut. Si me lo preguntan, cada uno a su manera, creo que Borges y Cortázar y Bioy Casares y Piglia y Neuman hicieron exactamente lo mismo a la hora de deformarse personas para formarse como escritores. Who goes there? ¿Quiénes andan allí? Respuesta: argentinos con A de alien.

SIETE Aliens que inquietan y complican y que –a la hora de viajar o de ser recibidos– no se sabe muy bien qué son, qué hacen o para qué sirven y aquí entramos en la parte difusa y llena de turbulencias de este escrito. ¿Ustedes pensaban que lo anterior era raro y desorientador? No. Ahora viene lo bueno y ajústense los cinturones y no hay en lo argentino ninguna de las coordenadas reconocibles del Big Bang del Boom. Sus superhéroes contemporáneos de ese gran fenómeno son más bien laterales, no ofrecen las postales de lo exótico y de lo políticamente utópico, no montaron grandes juergas en la Barcelona de anteayer, y no ganaron grandes premios literarios españoles de entonces, y todos, cada uno a su manera, podían entenderse como freaks-dandys difíciles de cartografiar y de ubicar como hasta no hace mucho lo fue ese cosa/escritor argentino nacido en Barcelona llamado Enrique Vila-Matas. La Argentina –no, mejor dicho, Buenos Aires– nunca se antojó como un destino turístico folk o vacacional con cierto perfume de antiguas fragancias virreinales. Lo argentino no se baila ni se canta, el tango presenta una coreografía demasiado difícil y rigurosa que no se puede acompañar con ron o tequila y, lo único que queda es

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la leyenda urbana del porteño típico (a la que se le saca mucho provecho en los comerciales de la televisión española), las chicas pijas y progres peninsulares coincidiendo en que “les encanta el acento argentino”, y la un tanto perversa piedad por las sucesivas calamidades donde siempre late la memoria más o menos difusa de un familiar español de apellido López o Pérez al que, se supone, seguro conocemos todos y cada uno de nosotros. Este último malentendido ha sido el descubrimiento de Guillermo Francella como actor “dramáticocómico” en la película El secreto de tus ojos, donde Ricardo Darín (en otra de esas películas cuyo guión parece estar compuesto por un 40% de la palabra “boludo”) es para los españoles lo que alguna vez fue José Sacristán para los argentinos quienes, a no asustarse, también han sucumbido a amores indiscriminados e indiscriminantes de ida y vuelta como los que se dedican a Felipe González, Joan Manuel Serrat, Pedro Almodóvar, Joaquín Sabina y las rebajas de Zara. Somos, sí, complejos. O complicados. Incluso para nosotros mismos. Borges –quien para Bolaño, ese cosa/escritor argentino nacido en Chile era como Merlín en Camelot– parece ser el oráculo más o menos común. Pero jamás nos pondremos de acuerdo en cuanto a quién es el Rey Arturo y la mesa redonda está llena de ángulos en los que se sientan o se empujan demasiados caballeros. A mí no me parece mal que así sea. Me gusta ese destino atómico donde los escritores argentinos se parecen un poco a esas ingenuas a la vez que solitarias ilustraciones de El Principito: cada uno en lo suyo, únicos habitantes de pequeños planetas desde los que saludarse o ignorarse, sin preocuparse por entablar polémicas y mirando con extrañeza al loco inseguro que, de tanto en tanto, habla mal de todos (o habla bien de X para después poder hablar mal de Y y Z) para así, después, poder hablar bien de sí mismo. Pero es poca cosa. Perturbaciones atmosféricas reportadas por la prensa y poco más en la pantalla de esta España a la que muchos jóvenes escritores argentinos consideran no la Madre Patria sino la Madrastra Patria por haber desmontado o abducido editoriales porteñas y haber tentado a carnes débiles con cuantiosos galardones en euros. Lo cierto es que, en lo personal, todo el asunto cansa un poco y que cada vez que –de tanto en tanto y no creo que vuelva a ocurrir muy pronto– la industria editorial de España se propone un redescubrimiento o refundación o puesta al día de las Letras Latinoamericanas, lo único

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que a uno le preocupa es en qué bolsa van a meterlo. Ya se sabe: el último de estos modelos se titula Bogotá ’39 y yo me pregunto qué les ocurre a los escritores ahí reunidos cuando cumplen los 40. ¿Los asesinan? ¿Los remplazan por escritores más jóvenes como si se trataran de miembros de una de esas boy-bands tipo Menudo? ¿O se ven obligados a quitarse años? Ya que estamos en tema: el otro día leí que pusieron las vidas y obras de cientos de escritores famosos en una computadora y se llegó a la conclusión estadística que un escritor promedio alcanza su cenit creativo a los 42 años y 7 meses y medio de edad. Así que ya saben: para la próxima, por ejemplo, mucho más cool, Machu-Pichu 42 años y 7 meses y medio. No, en serio, para la próxima, una modesta proposición: no hablemos de países, ni de generaciones, ni de signos zodiacales, ni de festivales, ni de agentes o de editoriales; hablemos de libros. Uno por uno. Mientras tanto y hasta entonces, la misión es desvanecerse como persona para que aparezcan los personajes. Y –en lo que a mí y a tantos otros respecta– buenas noticias, creo. El experimento parece haber salido bien porque ya van varios años que, en Barcelona, no me llaman para participar opinando en artículos periodísticos sobre “los nietos del Boom” o para posar en la inevitable foto de grupo junto a colegas sudacas a los pies de la estatua de Colón, al final de las Ramblas. Ya no figuro en esa categoría y no se me invita a rectangulares mesas redondas para analizar las sucesivas oleadas de invasores no con plumas en la cabeza pero sí con plumas entre los dientes. Visitantes que llegaron aquí para escribir y reescribir en estas tierras realistas en las que –de tanto en tanto– los jóvenes intentan ser vanguardistas pero, siempre, sabiéndose malditos porque, a sus espaldas, como texto fetiche y totémico, como ominoso monolito negro, se alza y se alzará por siempre la novela más vanguardista de todos los tiempos, de todo el idioma y en la que figuran ya todas y cada una de las maniobras metaficcionales. Entiendo el que no quieran acordarse de ella y de esa frase con la que comienza y donde se lee: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Tampoco me llaman por teléfono de radios cada vez que en la Argentina “pasa algo”. Tal vez tenga que ver con el hecho de haberme sido concedida la nacionalidad española… Aunque tengo perfectamente claro que no soy español y probablemente nunca lo seré para los españoles. Seamos sinceros: los argentinos y los latinoamericanos que ahora importan y rinden más y mejor son los jugadores de fútbol y los

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siempre ocurrentes y vergonzantes (para mí) concursantes en reality shows ibéricos. No me importa. Tampoco me quejo, porque yo no tengo ningún motivo para quejarme. Es más: me considero muy afortunado y agradezco vuestra generosidad. No podría haber escrito en ninguna otra parte las novelas que escribí en España y me batiría a duelo hasta con el mismísimo Capitán Trueno por el honor de mis magníficos y queridos editores españoles. De verdad. Y están advertidos: yo voy a seguir escribiendo porque no sé hacer otra cosa y si todo sigue así, salvando las abismales distancias, moriré afuera como Gardel y Cortázar (que no eran argentinos pero sí eran argentinos), como Borges, como Puig, como el Che Guevara. Todos ellos extraterrestres de alto calibre láser y de probada radiactividad. Todos ellos, también, escritores. Y si todo sigue así, como parece ser, ya no se hablara de escritores extranjeros con la nacionalidad por delante sino con la obra por delante y vamos saliendo de las nubes negras y pesadas en las que me he metido obligado por las circunstancias porque yo suelo, siempre que puedo, viajar en tren. Otra vez: ¿Moriré yo afuera? ¿Moriré Lejos? ¿Moriré abandonado en la nieve –dicen los científicos y los ecologistas– ya no tan eterna y recibiendo el calor de ruinas de base antártica en llamas? ¿Moriré atrapado en una órbita sin retorno dando vueltas al planeta en mi satélite y transmitiendo mis pensamientos como un disc-jockey de medianoche sin amanecer? Quién sabe… Lo cierto es que no me imagino (chiste solo apto para argentinos, lo siento) derrumbándome en el suelo de un piso de Palermo Dresde o de Palermo Combray o de Palermo o de Palermo Discovery o de Palermo Pepperland o Palermo Bullet Park o de ese Palermo por el que alguna vez paseó Borges y hoy tiene una plaza con su nombre, la misma plaza a la que me llevaban a mí de recién nacido, con toda la vida y la muerte por delante. Puestos a imaginar mi eclipse total y definitivo, me gusta pensarme muy viejo y muy lejano, como en ese relato mío que ya mencioné, como en “La vocación literaria”, presionando la tecla del ordenador que hace que mi país desaparezca para reaparecer como “mi hoy inexistente país de origen” y así ascenderlo al cielo donde se alzan la Atlántida, Shangri-La, Eldorado, Xanadú, la Ciudad de los Césares y todas esas metrópolis que sólo existen, por escrito, para ser leídas. Ese cielo que está bajo tierra, que es un sótano de un comedor de la calle Garay donde late otra versión de La Cosa, de la

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misma cosa: “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. Cuando me levanto de buen humor, luego de una noche de sueño profundo y después de un café cargado, me gusta pensar que la literatura argentina es exactamente eso: un aleph, un punto de energía y concentración pura, fácil de encontrar y de disfrutar. Un diamante loco que desearíamos que estuviese aquí para revelarnos todas las vistas de este mundo y del universo y más allá. Cuando no me levantó de tan buen humor, no he dormido tan bien y descubro que se acabó el café y que era yo quien se había comprometido a comprarlo, mucho más cauto –abriendo con cuidado el periódico con temor de encontrarme con el titular Hay vida en Marte: son argentinos– me digo que vale la pena lanzarse a la búsqueda de La Cosa. O de sentarnos a esperar a que La Cosa nos encuentre y nos asimile seguros –aquí adentro, justo antes de salir, sin que haga ninguna falta jurar morir con gloria– de que la verdad, de que la verdadera ficción, está ahí afuera. Y –cantando en la nieve– nos saludará con la mano. Y –la curiosidad siempre podrá más que el miedo y no cerraremos los ojos– la miraremos saludarnos. Tan felices –tan feliz yo– de ya no tener que pensar, de haber pensado por última vez, en todas estas cosas, en La Cosa.

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Rodrigo Fresán V.O.S. (Subtítulos para una narrativa eXtranjera) ANA GALLEGO CUIÑAS Universidad de Granada

“La literatura, tal vez, pueda salvar el planeta”. (JOHN CHEEVER) “El tímido homenaje de un amor”. (ADOLFO BIOY CASARES)

Ayer por la noche encontré en la Red una película llamada Rodrigo Fresán, en la que se narra la totalidad de la obra que ha publicado el escritor homónimo hasta el momento. Aún sigo sin salir de mi asombro porque justo estaba preparando un ensayo acerca de la poética de la ficción del argentino, revisada a partir de su última novela, El fondo del cielo. Pero sé que las casualidades no existen y que aunque el largometraje es anómalo y está rodado en un lenguaje extranjero que no asimilo a ninguna lengua conocida, las imágenes que contiene explican sin ambages los mecanismos y motivos de la narrativa de Fresán. Ahora, a la luz diurna, me siento capaz de volcar mis impresiones en este trabajo como si fuesen los subtítulos que

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tanto eché de menos mientras la veía. No obstante soy consciente de que contar una película es como contar un sueño: es difícil de transmitir y raramente interesa a nuestro interlocutor a menos que él aparezca en la historia onírica. Se trata siempre de una experiencia casi inenarrable que toma en la vigilia una forma fragmentaria y cifrada, del mismo modo que algunos subtítulos fílmicos alephizan diálogos, se alejan del original y generan una comprensión imaginaria en el espectador. Y es que toda película subtitulada es una suerte de relato falso, paralelo, que revela la imposibilidad de traducir un idioma extranjero.

La eXcritura es un oficio de eXtranjería Para Rodrigo Fresán los escritores son personas exiliadas por naturaleza, por eso suele autodenominarse “extranjero profesional”1. Sin duda se refiere al extrañamiento de la mirada narrativa que practica y profesa en su literatura, así como a la extranjerización progresiva a la que somete su obra, que con el paso del tiempo se va desterritorializando amén de alejarse más y más de su país natal para ubicarse en el extranjero –mirar desde más lejos– y circular por lugares inespecíficos que remiten a la modernidad global. Sabemos que Fresán nació en Buenos Aires, donde vivió hasta que con veintiséis años se trasladó a Barcelona, y que desde la infancia se ha sentido diferente, lejano, un ser de otro mundo: sirva de ejemplo “El hombre con los ojos de rayos X”, columna que publicaba en el suplemento NO del periódico Página/12, en la que “Rayitos” hacía una apología de la marginación, lo extranjero, lo extraño, lo que está fuera: en definitiva, del outsider (véase Cilimbini). Tal vez por esta razón haya manifestado ya en sus primeros textos la incomodidad de quien no está a gusto en un determinado lugar2, rasgo que ha im-

1. “Todo escritor es un poco extraterrestre para los demás y, a lo largo de su vida y obra, no hace más que procurar descubrir aquel planeta en el que nació, aquel de donde le llegan –como telegramas a media noche– todas las historias que se le ocurren” (Fresán 2002a: 457). 2. El mismo Fresán ha subrayado este rasgo en la obra de su tan admirado Cheever. Asimismo, ha expuesto que la Argentina es un “país fantasmal” y que sus ciudadanos son insólitos.

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preso un sentimiento “ajeno” a sus novelas. Pero, ¿ajeno a qué? La respuesta nos la da el propio autor: Hay un lugar que figura en la partida de nacimiento del escritor […] De ahí que yo piense que cuando se habla de tradición literaria hay que hacerlo siempre a partir de libros, no de lugares. Uno viene de determinados libros o de determinados autores (Fresán 2002b).

Su patria es su biblioteca. Incluso sostiene que le parece “raro” que lo consideren un escritor argentino: “a mí me parece rarísimo.Yo siempre digo que nací argentino pero espero morir en mi biblioteca” (Tironi 2006). Se desliga entonces de la tradición literaria de su país natal, aun siendo ésta una especie de extradición. Pero no caigamos en la trampa fresaniana: en uno de los anaqueles centrales de su biblioteca se encuentra la genealogía completa de narradores argentinos que como Borges, Bioy Casares, Oesterheld, Aira y Cohen, están “afuera” y cuya identidad literaria se fragua en la extrañeza y la ambigüedad3: tal vez una de las características de la argentinidad sea precisamente el sentimiento de extranjería4. Este tema se aborda también en los relatos de Fresán, donde la primera persona de la narración parece ver la Argentina y a los argentinos desde “afuera”, en un afán de comprender la historia y la idiosincrasia del país o simplemente porque la Argentina va desapareciendo de su escritura con el tiempo. O quizás sea más fácil aprehender la realidad “cuando contemplamos nuestra vida en tercera persona. Desde arriba, desde el más afuera de los lados posibles” (Fresán 2003: 105), como si la leyéramos, aunque el precio que haya que pagar sea la soledad: T. E. Lawrence es, en mi modesto entender, el hombre del lado de afuera paradigmático. El lado de afuera es ese lugar impreciso donde

3. Igualmente, hallamos en su literatura modulaciones de la teoría la conspiración y el complot, otro tema repetido por todo un linaje de escritores argentinos en el que sobresalen Roberto Arlt, Macedonio Fernández o Ricardo Piglia. Y es que, para Rodrigo Fresán, la vida está completamente textualizada y todo lo que nos rodea está cifrado o codificado. 4. “La Argentina esconde algo. Un agujero negro en la historia. No tengo modo de explicarlo, una suerte de don que se desarrolla con el tiempo: los escritores poseen una suerte de clarividencia. No pueden adivinar el futuro pero sí están capacitados para presentir el desarrollo y hasta el final de una determinada historia. Algo parecido a vivir cinco minutos en el futuro, pienso” (Fresán 2002a: 33).

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sólo hay espacio para un hombre. No es un bando ni es otro, no es esta ideología ni es aquélla. Es, sencillamente, el lado de afuera. Y la elección de lado de afuera es la elección de la más eufórica de las soledades. Uno está solo pero bien acompañado por uno mismo y, de improviso, todos los nudos pueden desenredarse y todas las cerraduras ceden ante el impulso incontenible de aventureros individuales enarbolando banderas privadas (2003: 104).

La voluntad de Fresán de alejarse de la argentinidad –aunque como sentenció Borges ésta es una fatalidad– y su fascinación por la literatura norteamericana y europea (Cheever, Vonnegut, Dickens, Proust, Philip K. Dick, Banville, Madox Ford) le han llevado a separarse de este pasado para afirmar que el Extranjero es su “patria verdadera”, como lo es también la literatura: “El Extranjero” (es el “más allá”), un mapa abierto donde es extremadamente fácil perderse por el solo placer de encontrarse. El Extranjero es entonces esa ruta por la que yo –pasajero de última llamada que sacude su pasaporte por sus muelles y aeropuertos– he perseguido tantas teorías a las que sólo me permití alcanzar cuando estuve seguro de poder convertirlas en práctica demostrable, en prueba incontestable de algo digno de ser contado. No por nada –me acuerdo sin saber del todo por qué me acuerdo– L. P. Hartley escribe al principio de The Go-Between que “El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de otro modo”. Creo que está en lo cierto (Fresán 2002a: 24).

Llegados a este punto se precipita otro interrogante: ¿qué lugar ocupa entonces Rodrigo Fresán en el campo literario argentino? Él mismo ha señalado que en la Argentina hay una concepción distorsionada de su producción narrativa, que se ha equiparado con su labor periodística. Efectivamente, pienso que esto es así, y que el exilio tampoco ha ayudado a que su obra ingrese de modo incontestable en el canon narrativo actual del país, del que con frecuencia es orillado. Pero sin duda su ficción se sitúa en la genealogía arriba mencionada –en ese anaquel central de la biblioteca argentina–, aunque también entronca con otro tipo de narrativa que, como indica Emilse Beatriz Hidalgo, desde la década de los ochenta viene desarrollando una notable transformación de los imaginarios simbólicos debido a distintos factores: la expansión de los mass media, la migración transnacional y el proceso de globalización, que apuntan a esa “cultura de la hibridación” que predica García Canclini. De

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otro lado, la poética de Fresán tiene un componente lúdico –como la de Vila-Matas o Bolaño5– que se complace en enigmas y guiños constantes que provocan una doble dimensión intertextual e interdiscursiva6. Porque la literatura de Rodrigo Fresán no representa ni compite con la realidad, sino que crea otra distinta que, como también pasa en Borges y Onetti7, contiene “una reflexión intensa y personal sobre el arte de narrar historias, casi diríamos un manual de instrucciones de uso” (Vásquez 2009: 57). Así, su narrativa gira en la órbita de Bajtin y acepta el “fabulismo de la vida”, su carácter abierto, mutable, inacabado, que no puede fijarse en ningún argumento. La existencia para Fresán, en términos de Paul de Man, habría de ser producto de la narración, ya que la vivencia de toda identidad es fragmentaria y caótica. De ahí la imposibilidad de contar una historia coherente con argumento y personajes definidos psicológicamente en su obra: lo importante no es el qué sino el cómo8 se narra. Al cabo, Fresán no es más que “un lector que escribe”9 y que evidencia en sus novelas el proceso de escritura, el making off de la historia, para poner el énfasis en que la única forma de dar sentido a la vida es escribir literatura; contar historias para que alguien las lea:

5. Ratifica Fresán en otra entrevista la misma idea: “Lo que a mí me puede relacionar mucho con Enrique o con Roberto, es que las literaturas nuestras no tienen la raíz en el suelo, o sea, no buscan ser literaturas nacionales, sino que las raíces están puestas en la biblioteca y en las lecturas. Yo siempre lo digo, la patria es la biblioteca de un escritor o el ADN es la biblioteca” (Areco 2007: 59). 6. Su manía referencial es desbordante y el desopilante número de citas de sus textos puede llegar a asfixiar el texto en algunas ocasiones. Pienso, por ejemplo, en Vidas de santos y Jardines de Kensington. O también en los excesivos paratextos que anteceden líneas de lectura de la obra. Del mismo modo que los consabidos agradecimientos que incluye al final de sus libros, en los que detalla las ideas que se le han ocurrido después de haber leído ciertos libros. Quizás lo único que tenemos que reprocharle a Fresán es esta necesidad de controlar la lectura, porque buena parte de las trampas y los trucos de los que se alimenta la composición de su escritura se explicitan en las últimas páginas. 7. Del mismo modo que hiciera el uruguayo, Fresán dejó de ir al colegio para leer libros en la biblioteca durante un año y medio. 8. “En el núcleo de los grandes errores siempre duerme –esperando que la despierten– la posibilidad de alguna gran historia, de una buena historia” (Fresán 2003: 222). 9. Se adscribe también a la tradición mayúscula de autores argentinos que escriben sus lecturas, verbigracia: Sarmiento, Cortázar, Borges o Piglia.

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En la lectura está todo el secreto; y no tardé demasiado tiempo en comprender que los dueños de las plumas más sensibles y virtuosas son los lectores que escriben y no lo escritores que leen. Por eso -y tal vez por mi asma- aparezco y desaparezco, me dirijo a ustedes a través de estos párrafos breves que no me fatigan. Respeto ante todo la figura del lector (Fresán 2003: 150).

Una sola obra orgánica y nómada Ya en su primera obra, Historia argentina10, publicada en 1991, están contenidos los libros que vendrán, puesto que anticipa el tono, el estilo y los temas tratados hasta el momento: creatividad, enfermedad, muerte, dios, amor e infancia. Esto es: voces enviando mensajes desde un futuro imperfecto, delirios mexicanos, textos iniciáticos y ajenos, la condición de escritor como karma y privilegio, los muertos que se niegan a ser olvidados y los amnésicos que se niegan a recordar sus vidas, epifanías religiosas, mesías secretos, la infancia como tierra baldía o como Neverland donde todo puede ocurrir y ocurre, la espasmódica relación entre las singulares primera y tercera persona, y todo eso. Está claro, se sabe: la velocidad de ciertas cosas nunca se altera (Fresán 2003: 231).

Fresán ha cultivado una textualidad autorreferencial en la que los mismos personajes cruzan sus novelas (Mantra, Alejo), se repiten motivos (“El aprendiz de Brujo”), y se vuelve a una localidad inventada –faulkneriamente– que se llama “Canciones Tristes”, con algo de Buenos Aires –una “esquizofrenia”–, aunque su verdadero

10. Publica Historia argentina en la Editorial Planeta (dirigida entonces por Jorge Forn), que era entendida como contraria a los escritores que se unieron en torno a la revista Babel (Pauls, Bizzio, Chitarroni): babélicos (de estructuras narrativas complejas y experimentales) frente a planetarios (de estructuras narrativas más sencillas y ultrarrealistas). Aunque su primera novela está entre ambos modos y estilos. En ella también se trata el tema de los desaparecidos, los efectos de la dictadura militar argentina, la Guerra de las Malvinas y la corrupción. En este primer libro, Fresán no duda en dar fe de la muerte de los discursos utópicos (incluido el peronismo como señala Plotnik) y desacralizarlos mediante la ironía.

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“núcleo fundacional” sea Viedma, “una ciudad de la Patagonia”11. Como intuye Romano de Thuesen, en estas páginas que alcanzaron un notable éxito en la Argentina tenemos ya la simultaneidad de tiempos y espacios, la sobreabundancia de imágenes que provienen de escenas cinematográficas (en especial de Kubrik y Lynch), televisivas (como la serie Dimensión desconocida de Rod Serling) y musicales (Beatles, Bob Dylan), que ilustran la mezcla de cultura de pop12 y alta cultura que será uno de los sellos de identidad de su poética literaria. El uso del lenguaje de una “cultura consumidora” y una estructura narrativa con “la forma del Shopping Center” son ejemplos de esto mismo: Las formas en que los personajes han logrado responder al mundo que los rodea están basadas, en algún grado, en apropiarse y jugar con el potencial poder del lenguaje. La combinación de lecciones aprendidas de la cultura del consumo y avisos publicitarios, junto a una intensa necesidad de recargar el lenguaje con un acto. Los actos que logran obtener un valor significativo, una vez más, se encuentran en textos que constantemente entrecruzan la división discursiva entre literatura y realidad (Hernández 2007: 177).

Por otra parte, los libros de Fresán mutan en cada nueva edición: se amplían13, corrigen, se combinan y sintetizan. Relatos que se mantienen siempre en movimiento porque toda interpretación en el universo ficcional de Fresán es artificiosa, y por tanto válida: la literatura es un artefacto. Por esta razón el autor evidencia constantemente el mecanismo de construcción de la historia que se vuel-

11. En una entrevista que le hace Macarena Areco, Fresán expone que Canciones Tristes es un homenaje a Buenos Aires: se trata de un lugar que quiere estar en todas partes y no está en ninguna. 12. Aunque no hay que soslayar que hoy día ya no es operativa la distinción entre alta y baja cultura, sino más bien entre una alta cultura pop y una baja cultura pop, como sugiere Fernández Porta.Y es que “La resistencia a la cultura pop no es más que una manifestación secundaria de una actitud reaccionaria que incluye también la resistencia a la teoría y, en general, al giro cultural tal como se ha producido en los últimos veinte años” (Fernández Porta 2010: 25). 13. Además, cada vez que reedita Fresán una novela, aparece como una versión corregida y aumentada. Es considerable el cambio por ejemplo en Vidas de santos desde su primera aparición en Argentina hasta la última edición de Mondadori.

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ve paratextual y funciona como un rompecabezas: los fragmentos fungen de piezas que se avienen a cualquier exégesis (Kurlat 2003: 221). Su idea atómica de la novela, como en Cheever, desemboca en una producción en bucle que hace pensar –José Luis Amores dixit– que Fresán está escribiendo todo el tiempo el mismo libro. O mejor dicho, que está construyendo in perpetuum la misma casa de la ficción, al estilo de Henry James. La comparación no es baladí: Fresán ha hablado repetidas veces de que su obra literaria es como una casa14: con cada nueva publicación va encendiendo una habitación, un sótano, un cenicero o un armario. Esta idea de equiparar el proceso de composición literaria con el de una casa se puede relacionar con la afamada “casa de la ficción” que describe Henry James en su prólogo a The Portrait of a Lady. Así pues, imaginamos las aberturas en las ventanas y la dimensión de los cuartos de una casa gigante y fantástica que ejemplifican la formas literarias que adopta cada libro de Fresán, el modo “rizomático” de su narrativa y la apuesta por una representación plural, horizontal y múltiple de la realidad y de la identidad, que se conforma en el dinamismo, el cambio y lo heterogéneo. La voz de la escritura migra constantemente, se transforma, se rompe y se borra la distinción entre narradores y personajes dentro de una estrategia textual que confunde varios niveles de ficción. Porque la casa a la que alude Fresán es una construcción prefabricada, laberíntica, muy alta15, y, por supuesto, mudable: Thoughtout the stories and fragments the multiple narrative voices break away from all rigid constructions of identity and subjectivity by disorganising or disseminating the narrative structure across a number of horizontal multiple segments interconnected thought repeated motifs, echoes and elements (Hidalgo 2007: 6).

Esto crea un efecto de fluidez y movilidad en la narración que deviene en una lectura oblicua capaz de trenzar una miríada de fragmentos. Y esto tiene que ver con su concepto del oficio de escritor sedentario –la casa, la estructura– y al mismo tiempo nóma-

14. Fresán ha comentado que Una casa para siempre de Vila-Matas es uno de sus textos preferidos, cuyas ausencias e invertidas causalidades nos hacen acordar a su propia orbe narrativo. 15. La crítica ha resaltado la estructura hojaldrada de su novelística, por sus capas y niveles de altura.

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da16 –las fracciones, los personajes en tránsito17–. La literatura es el verdadero hogar, la casa que edifica Fresán en la ciudad (biblioteca) de las letras como refugio y salvación. La misma lección que nos han brindado relatos como El Mago de Oz o Alicia en el país de la maravillas, muy presentes también en la imaginación torrencial que escribe Rodrigo Fresán.

Naufragan barcos literarios y caen escritores en la piscina Quisiera detenerme en la repetida imagen marítima que asoma en las narraciones de Rodrigo Fresán: la literatura como barco, el proceso de creación del escritor como quien se sumerge en una piscina18. De hecho, esta metáfora acuática aparece en Historia argentina y persiste hasta su última novela. En varias entrevistas, el argentino ha contado que al principio de su aventura literaria se veía “parado” en la punta de un muelle observando cómo llegaba a puerto un barco armado. Sin embargo, con el paso de los años la imagen se ha transformado en el imaginario de Fresán: él sigue en ese muelle, pero ya no llega un barco entero, sino retazos de un naufragio en alta mar y la obligación de precipitarse a las profundidades marítimas para buscar los restos o acabar como un náufrago lanzando botellas al mar. El significado de esta metáfora es claro; tan sólo quisiera llamar la atención sobre los ecos de Benjamin en la concepción fresaniana de la ficción, en especial acerca de su análisis de las ruinas de los grandes edificios que sugieren la idea de plano, de planificación, más que en los pequeños edificios por muy bien conservados que estén. Paz Soldán interpreta que la visión del flâneur benjaminiano y su ligazón con las ruinas textuales (citas, cartas, fragmentos) que los otros han dicho o escrito, se exhibe en las publicaciones del au-

16. Nuestro autor ha argumentado en más de una ocasión que la escritura es para él una actividad nómada porque el escritor viaja constantemente de un lugar a otro en la ficción. 17. Algunos de sus personajes son migrantes y viajeros que se desplazan por Nueva York (Isaac o Ezra), Londres (J. M. Barrie), México D. F. (Mantra), Barcelona (Copito de Nieve) o Argentina (Alejo o Federico Esperanto). 18. O su famoso relato “La chica que cayó en la piscina aquella noche”.

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tor de Mantra. Y su obra es inconclusa porque “el proyecto de Fresán remite a la imposibilidad de los proyectos literarios totalizadores en la escritura contemporánea” (Paz Soldán 2003: 107). Lo único que queda son las huellas de un naufragio que sólo puede producir un sinfín de esquirlas narrativas difíciles de (re)componer. Por esta razón, Fresán defiende el uso de la “teoría del glaciar” en sus textos, en contraposición a la “teoría del iceberg” de Hemingway: en la narración se esconden elementos del mismo modo que salen otros a flote. Esta metáfora marítima igualmente se relaciona con el distanciamiento y la lejanía que Fresán vindica para la escritura: dentro del mar el autor está afuera, sin centro y distanciado de todo. El agua también es en su obra –subraya Carolina Navarrete– “potencia unificante” e inmovilidad –materia literaria– de la cual el escritor sale y entra. Y como en los cuentos de Cheever, a decir del mismo Fresán, “una epifanía acuática y final ofrece cierto consuelo, cierta posibilidad de redención” (2006: 237). Recordemos a este respecto el célebre cuento de Cheever “El nadador”, en el que a Neddy Merrill se le ocurre llegar a su casa por el agua, a través de las piscinas de la zona: Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua (2006: 268).

Ahora bien: lo que importa en Cheever es el tipo de agua (oscuras, verdes, claras), no la forma de la piscina, porque sus relatos, tal y como enuncia Fresán, son “variaciones sobre una misma epifanía”19, “un mismo e inconfundible resplandor brillando sobre un río de piscinas que desemboca en el océano de las casas junto al mar y, desde ahí, se extiende hasta cubrir toda una visión del mundo” (Cheever 2006: 18). Una imagen similar se repite en el célebre cuento de Fresán “La chica que cayó en la piscina aquella noche” –incluido en La velocidad de las cosas20– donde estos motivos se resemantizan y cobran

19. Al modo de sus queridas Variaciones Goldberg. 20. Esta referencia de “la chica que cayó en la piscina aquella noche” se ha convertido en un motivo que se repite en las novelas de Fresán.

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una fuerza extraordinaria: la piscina21 sería como el molde literario; el agua, la materia narrativa (que cada tanto hay que depurar y cambiar) y el escritor habría de zambullirse en ella, como lo hace el narrador de La isla de Morel cuando se baña en la pileta de natación nada más llegar a la isla de Faustine. En cambio, Fresán elige una piscina –en español– para que “La chica” caiga “aquella noche”. Una chica hermosa, la más hermosa nunca vista, como “Ella”, la escritora amada de El fondo del cielo: Ver su cuerpo era como ver una tormenta adentro de una botella. Cuánto que darle de vida, pensé entonces. Poco y nada, me dije; y no la vi caer sino derrumbarse con la seguridad de que lo horizontal y todo lo que se precipitaba en él desde las alturas era el mejor de los mundos posibles. Quise caer con ella y lo hubiera hecho […] de no haber estado vacía la piscina (Fresán 2002a: 374).

Una chica-aleph en una piscina-aleph cayendo ad infinitum hasta que todas las chicas caigan en todas las piscinas para desencadenar una escritura especular sin fin, como la de Fresán, en el mismo sentido que François Ozon en su magnífica película Swimming Pool.

Una poética cruzada, simultánea y múltiple Como he anunciado, en 1999 Rodrigo Fresán se traslada a Barcelona, y a partir de ese momento publica Mantra, Jardines de Kensignton y El fondo del cielo. A este respecto podemos concluir que desde Historia argentina a La velocidad de las cosas su narrativa, sin duda experimental e innovadora, está aún ligada a lo local y nacional, aunque integra elementos de la posmodernidad globalizada. A partir de Mantra, sin embargo, su escritura se va alejando de la Argentina y se localiza en ciudades extranjeras reconocidas: México D. F., Londres y Nueva York. Como si el cambio de espacio de Fresán en Barcelona hubiese conllevado una ruptura total con su origen y su pasado histórico. Pero

21. Vicente Luis Mora sugiera la comparación de la teorías de las piscinas de María-Marie en Mantra con la “ya antigua campaña publicitaria de Levi’s, un clásico de los anuncios en televisión, que se a su vez se tomaba de El nadador, un clásico cuento de Cheever, otra de las referencias claves de Fresán” (2007: 135).

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¿por qué? Fresán ha comentado que salió de Argentina por necesidad –para seguir escribiendo– y que eligió nuestro país por pura comodidad, ya que había sido editado aquí y tenía varios amigos. Ahora bien, ¿hay algún cambio trascendente en su escritura tras el exilio? Él sostiene que hay una diferencia entre escribir en Argentina y escribir en España y pienso que a la luz de la lectura atenta de sus publicaciones tras la mudanza esta sentencia se corrobora. En cambio, no ha variado el lugar desde el que escribe Fresán: la infancia. En mi opinión, toda su narrativa, hasta su vocación literaria, parte y sucede ahí. Aunque también es necesario reflexionar acerca de las implicaciones del desarraigo y del sentido que pudiera tener escribir en el extranjero. En esta etapa, la obra fresaniana se vuelve más digresiva (la digresión en la acción es una constante formal desde su primera publicación) y con más testimonios de la cultura pop. Juan Gabriel Vásquez define este tipo de experiencia de exilio como la de un inquilino: el escritor inquilino (o en todo caso el escritor inquilino que soy yo) se descubre después de mucho años de vivir fuera obligado a aceptar que el desconocimiento es su mejor carta; el escritor inquilino (o en todo caso el escritor inquilino que soy yo) puede entonces acordarse de que el verbo inventar viene del latín invenire, que significa “encontrar”, y, por lo tanto, de que su oficio consiste precisamente en buscar. ¿Y en dónde vale la pena buscar? Evidentemente, en territorios donde todavía haya vacíos, donde la novela no lo haya explorado –y encontrado– ya todo (Vásquez 2009: 186).

Para Vásquez la preocupación básica del exilio voluntario, del inquilino, se sintetiza en tres preguntas: “¿para qué se va uno?, ¿cómo escribirá cuando esté fuera?, y la más aterradora: ¿cómo justificarán sus libros su partida?” (2009: 189). A los dos primeros interrogantes ya he respondido y al tercero podría contestar aludiendo a la extranjeridad irredenta de Fresán, que se ve exacerbada con la experiencia fragmentada del exilio, las incertidumbres y el tratamiento del país de origen como territorio desconocido. En España, Rodrigo es considerado un “escritor argentino” y en Argentina, eventualmente, un “escritor extranjero”. Quizás por eso uno de los ejes de su poética sea el cruce (entre América y Europa) y la condensación, como en Borges. Y es que en Fresán asistimos a la singularidad de una voz narrativa (que denomina “irrealismo lógico”) trufada de lirismo, elipsis, aliteraciones, anáforas, paréntesis y

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repeticiones que redundan en la idea de una poética cruzada y sin distinción genérica.

La telerrepresentación Las novelas de Rodrigo Fresán transcurren en parte dentro de la cabeza de un yo, como si fuesen una película22 y la primera persona, su protagonista23; esto es, en la línea de lectura de Ricoeur, sus personajes se ven a sí mismos como otro o como si el inconsciente tuviera un lenguaje televisivo o cinematográfico (Paz Soldán 2003: 105). El argentino ensaya las posibilidades narrativas de la primera persona y descubre una variante llamada la “última persona”: mutación donde se funden el “yo” y el “él” como una “voz confesional y crepuscular” (VV. AA. 2005). Y esto hace que se engarcen la percepción televisiva24 y el modo de narrar25 hasta el punto de que algunos de sus textos también se pueden leer como estrategias discursivas audiovisuales del videoclip (véase Berruti, Novo y Di Marco 1995). El resultado literario es la construcción de una poética simultánea de realidades alternativas y múltiples que pone en juego recursos como la polifonía, la fragmentación, y la repetición: Le sorprendió descubrir que empezaba a pensar en sí mismo en tercera persona. Se veía desde afuera y terminó entendiéndolo como otro síntoma de su reciente invisibilidad. Una vez leyó en una revista que los que estuvieron clínicamente muertos por algunos minutos sienten lo mismo. No estaba mal así; de algún modo dolía menos y se preguntó si estaba yendo hacia algún lado, si estaba a mitad de camino entre un lugar y otro. Y con la tercera persona llegaron los sueños (Fresán 2003: 83).

22. “Hay días en que la vida sólo puede soportarse si pensamos que se trata de una película, que este deprimente comienzo desembocará en un final feliz” (Fresán 2005: 84). 23. Esta idea aparece en Mantra en relación al pasado del protagonista que es visto como una película. 24. La televisión, como Internet, para Rodrigo Fresán es comparable a una ventana; un libro, en cambio, es una puerta por la que puedes entrar y perderte. 25. En Esperanto –a decir de Kurlat– se entiende la vida como un televisor con problemas de sintonía (2003: 226).

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En este mismo rubro, una de las preguntas-caracol que plantea la narrativa de Fresán es el modo en que una cultura procesa la multiplicidad informativa (la televisión, Internet, etc.) y cómo se refleja en la literatura la relación del hombre con estos “artefactos tecnológicos” así como los efectos de la saturación mediática (Paz Soldán 2003: 101). Pienso que el modo en que maneja Fresán esta problemática de la posmodernidad es a través del uso de la técnica textual de la “acumulación” (la mencionada multiciplicidad en la escritura y la inscripción del lenguaje de distintos medios en el relato), toda vez que se apoya en el “modelo ciberespacial del hiperlink” y el “cutup de William Burroughs”. Así, en su obra no hay experiencia sin mediación tecnológica: “el individuo sólo puede empezar a comprenderse a sí mismo a partir de un análisis de su relación con el televisor” (Paz Soldán 2003: 105). A saber: en un mundo hiperrealizado como el actual el signo hace desaparecer la realidad, como habría de afirmar Baudrillard, y el individuo actúa como si tuviera una cámara en la cabeza que le “telepresenta”: “Hace mucho que la televisión y los media salieron de su espacio mediático para asaltar la vida ‘real’ desde dentro, exactamente de la misma forma que lo hace el virus con la célula normal. No hace falta casco ni combinación digital: nuestra voluntad acaba por moverse en el mundo como en una imagen de síntesis” (Baudrillard 2009: 43). Fresán toma estas premisas para crear una literatura que coagula esta hiperrealidad: Me atrae la idea de que este libro funcione entonces como una suerte de viaje a la cabeza del que escribe mientras está escribiendo, mientras se distrae sintonizando y fragmentos y anécdotas que quizás alguna vez pasen a formar parte de sus ficciones; como una entidad que contiene a todas esas posibilidades de libros que se presentan entre un libro y otro (Fresán 1994: 12).

En este sentido, Fernández Porta desarrolla a la perfección las consecuencias narrativas de la experiencia televisiva en el último cuarto de siglo, que bien podrían aplicarse a la narrativa de Rodrigo Fresán: El tratamiento de la experiencia televisiva es más formal que temática; se ocupa de la manera en que la televisión modifica las convenciones perceptivas del espectador, y adapta algunas de sus técnicas para la construcción literaria […] Para los autores que empiezan

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a publicar en los ochenta escribir sobre televisión no es ya un desmán populista en el marco de una cultura literaria elitista o excluyente: es parte de su experiencia cultural. Este cambio en el trato con la tecnología de la imagen es representativo de uno de los cambios sustanciales que se dan en la dinámica del posmodernismo: el paso de las temáticas de la percepción y la conciencia individual a las temáticas de la ideología y la conciencia colectiva (2010: 140).

Literatura apocalíptica: narrar la destrucción Siguiendo las recomendaciones de Cheever, Fresán escribe el fin del mundo en sus novelas. En la literatura del argentino y en la vida de todos nosotros el mundo ya se ha acabado muchas veces y se seguirá acabando otras muchas más.Y cada vez que el mundo se “reinicia” lo hace con una “memoria falsa” que toma la forma de una película eterna en La invención de Morel de Bioy Casares, de una máquina con voz de mujer en La ciudad ausente de Ricardo Piglia, y de una imagen que capta la belleza de un triángulo amoroso en El fondo del cielo de Rodrigo Fresán26. Pero este tema apocalíptico es abordado por nuestro escritor mucho antes, ya que en sus primeras publicaciones menciona la creación de la bomba atómica y la inagotable capacidad destructiva del ser humano. Lo interesante del proyecto Manhattan y del desarrollo de la primera bomba atómica en Los Álamos en 1945 es el hecho de que “las personas que producen cosas no comprenden lo que hacen” (Sennett 2010: 11) en el preciso momento en que lo están haciendo. Y esto entronca con el concepto de “artesanía” que rescata y estudia Richard Sennet en su libro sobre el tema, que podría emparentarse con la técnica constructiva que Fresán despliega en su ficción: la artesanía, para Sennett, es ambigua, puesto que el buen artesano “emplea soluciones para desvelar un territorio nuevo; en la mente del artesano, la solución y el descubrimiento de problemas están íntimamente relaciones. Por esta razón, la curiosidad puede preguntar indistintamente ‘por qué’ y ‘cómo’ acerca de cualquier proyecto” (2010: 23). Y el proyecto literario del autor de La velocidad de las cosas comprende igualmente una poética artesanal cuyo resultado se materializa en libros que nunca se repiten, que son únicos, siempre diferentes. Fresán

26. Dos chicos en la nieve contemplando a su amada en la ventana.

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no manufactura, Fresán apuesta por los trabajos manuales que se escriben con la mano izquierda. Otro acontecimiento histórico que refiere un sentido apocalíptico de la vida y que ha acaparado la atención narrativa de Fresán es la destrucción de las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001. Lo hace en su última publicación como telón de fondo del encuentro fugaz entre “Ella” e Isaac, que guarda con él una fotografía –del triángulo amoroso– que le ha dado Ezra mientras se derrumba la primera torre. Pero creo que en Fresán la alusión a este atentado, como en Subirats, no pasa tanto por la denuncia de un “ataque suicida al centro simbólico del poder capitalista y militar mundial por parte del Jihad”, sino por dar cuenta de un evento electrónico manufacturado a partir de este ataque. La transubstanciación de su significado contingente y su valor reflexivo en un grandioso ritual primitivo de sacrificio, un nacionalismo agresivo, y la iconografía trivializada que ha servido de alimento para una propaganda permanente de guerra. El 11-S se ha convertido en un ejemplo de movilización de la masa electrónica planetaria para la legitimación del proyecto babélico de construir una Superpotencia Nuclear Mundial, cuya piedra fundamental fue el holocausto de Hiroshima y Nagasaki (Subirats 2005: 139-140).

Si bien por debajo de esta lectura tecnológica está John Cheever y su consejo de contar una historia de amor cuando el mundo se está acabando o de redactar una carta de amor como si se estuviera escribiendo desde un edificio en llamas. Porque uno de los grandes atractivos de la obra de Rodrigo Fresán es la visión del mundo que proyecta y su tono apocalíptico27, cuyo fin último es salvar la literatura y a los escritores, especie en extinción, para demostrar que lo único que puede redimir el mundo es precisamente la literatura. La única experiencia real en un mundo ficcionalizado in extremis es el placer de armar “máquinas de lectura”: Una novela que uno va leyendo a la vez que sus protagonistas van leyendo cartas y fragmentos de diarios y noticias de periódicos. Todo sucede para, de inmediato, ser puesto por escrito y pasado de mano en mano y de ojos en ojos. Todos leen allí adentro; y uno los lee desde

27. Balthasar Mantra escribió: “Toda buena historia que se precie de tal debería concluir, siempre con el fin del mundo” (Fresán 2000a: 483).

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afuera y –me sorprendió entonces pero no supe explicármelo hasta muchos años después– se tiene la sensación que tanto héroes como villano actúan sólo para superar las limitaciones de la carne y de la sangre y poder ser convertido en papel y tinta (Fresán 2005: 251).

O tal vez la única experiencia auténtica sea la del amor.Y su placer.

Recordar un amor nevado en El fondo del cielo El fondo del cielo es la novela que más le ha costado escribir a Fresán: una suerte de laboratorio literario –libro “huérfano”– del que ha desechado una pléyade de páginas y al que compara con un “papel en blanco”. Este símil me interesa especialmente porque uno de los elementos que sobresalen en el texto es la nieve28. Metáfora de la fugacidad y la poesía para Fresán, y preludio de la destrucción para Osterheld, que cuenta cómo la nieve, inopinadamente, cae en copos en la ciudad de Buenos Aires en El Eternauta, donde la humanidad está a punto de extinguirse a manos de extraterrestres teledirigidos29. Pero ésta también nos hace acordar a los “copos gruesos como la nieve artificial de las viejas películas, como la nieve de It’s a Wonderful Life (Fresán 2005: 294) o a la nieve fantástica que Eduardo Manostijeras fabrica cuando esculpe en hielo figuras para su amada. Amor místico en Tim Burton y en Rodrigo Fresán, quien en El fondo del cielo narra una “historia de amor con traje espacial” y perfume de ciencia-ficción para hacer que dos muchachos enamorados –Los Lejanos– construyan un planeta de hombres de nieve, casi extraterrestres30. Éstos después formarán parte de un libro llamado

28. La comparativa entre hoja de papel arrugado y una bola de nieve es obvia: “un escritor descontento que arranca una página de su cuaderno todavía caliente de tinta fresca y, enojado pero no furioso, la arruga con su mano hasta convertirla en una bola para así experimentar la extraña fuerza de una hoja de papel” (Fresán 2002a: 169). 29. También Fresán incluye un relato en La velocidad de las cosas llamado “Pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas”. En este se comienza aludiendo a la nevada de Buenos Aires, momento en que empieza a ser la capital argentina “parte indivisible de Europa”. 30. “Nuestro muñecos de nieve son hombres de nieve: tienen forma de hombres. Uno y otro y otro más hasta que perdemos la cuenta y ella mirándonos traba-

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Evasión31, escrito por la misma mujer bella que los arrasó “como un tsunami” y que luego se inmoló para salvar el mundo. Esa mujer sin nombre es “Ella”, un resplandor que todo lo ilumina: se puede sobrevivir a la certeza de que una determinada mujer es la más hermosa que jamás se ha visto, sí; pero es tanto más difícil seguir viviendo luego de experimentar el convencimiento absoluto de que esa mujer es y será, también, la más hermosa que jamás se verá en toda la vida (Fresán 2009: 80).

“Ella” sabía que su única alternativa –y tal vez la de todos nosotros– era escribir para recordar una historia de amor. El amor, como pensaba la niña Hilda de La velocidad de las cosas es un sentimiento casi extraterrestre: “algo que no se entiende y que se disfruta mientras se lo tiene sin hacer preguntas ni exigir respuestas, algo casi extraterrestre” (2002a: 66). Hilda, hija de dos modelos argentinos, Daniel y Diana, concebida mientras sus padres veían un documental sobre el calentamiento global, nació sietemesina y medio muerta, fea y obsesionada con un planeta extraterrestre que inventa para ella su madre, Urkh 24, en el que sería por fin la mujer más hermosa. Urkh 24 aparece desde los comienzos literarios de Fresán –en Trabajos manuales y La velocidad de las cosas, por ejemplo– y es delineado como un planeta donde los escritores pasan buena parte de su tiempo, es decir, es el planeta de la ficción. Como lo es por antonomasia el Uqbar de Borges. Rememoremos el contenido de esas páginas ausentes de la enciclopedia quimérica de Jorge Luis Borges: “La sección Idioma y Literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejanas y de Tlön” (2003: 432). Y los metafísicos de Tlön, como los extraterrestres de Urkh 24, no buscan

jar desde la ventana. Está oscuro y no estamos seguro de si ella llora o sonríe. Las dos cosas, probablemente” (Fresán 2009: 121-122). Y luego empezaron a darle forma a una bola de nieve gigante: “Un planeta. Un planeta para ella. De pronto es el amanecer, de pronto es la luz metálica del amanecer y ahí estamos nosotros. De pie junto a nuestros hombres de nieve” (Fresán 2009: 122). Esos hombres eran adoradores que habían creado para ella: habitantes de ese planeta que era el suyo, que se derretirían con la luz del sol. 31. La literatura es evasión.

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la verdad sino el asombro en la contemplación crepuscular32 de los habitantes de la Tierra. Pero la presencia borgiana en el proyecto de Fresán y en concreto en El fondo del cielo va más allá: Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente. Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo –y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas– es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio” (Borges 2003: 436-437).

Pasado, presente y futuro también se mezclan en Fresán, pero como tres programas de televisión que se emiten simultáneamente. El fin del mundo en Borges está prefigurado en un recuerdo crepuscular falseado, como también en Fresán, escrito por un dios que el autor de Esperanto encarna en una bella mujer. Borges está en el ADN de todos los escritores argentinos, y muy especialmente en el del creador de Urkh 24, “Aquel-Lugar-Donde-Se-Dejan-Oír-Las-MelodíasMás-Desoladas”, aunque la crítica no lo haya remarcado suficientemente. Entonces Fresán inventa un planeta habitado por extraterrestres que viven en un presente absoluto y perfecto, que observan la tierra y quieren conquistarla pero que terminan fascinándose con las “imprevisibles imperfecciones” de los humanos y con la nieve. La creación nace del error y los extraterrestres adictos a la “Tierra-ficción” van postergando la invasión de nuestro planeta, aun a costa de su extinción. Contactaron con la Tierra a través de una serie de habitantes que les sirvieron de “antenas” y transmitían todo lo que sucedía: una especie humana secreta, extraña, como Hilda o “Ella”, la antena del último extraterrestre, la chica que escribe para repetir su recuerdo y fijar en la memoria una imagen del amor: No es una historia de ciencia-ficción porque es una historia que lo único que hace es mirar hacia atrás, recordar, fabricar recuerdos en la máquina de la memoria. No: en realidad ésta es una historia de amor. Tal vez no sea la historia de amor más grande pero sí, seguro, la historia de amor más larga (Fresán 2009: 254).

32. Como en Solaris de Tarkovski, con la que Fresán dialoga a lo largo de todo el libro.

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Así, el amor es lo único comparable al proceso de creación de una obra de arte que exige concentración, tiempo, imaginación, abnegación y libertad: “El amor, podríamos decir, se abstiene de prometer un fácil tránsito a la felicidad y el sentido de la vida. Una ‘pura relación’ inspirada en prácticas consumistas promete que ese pasaje será fácil y directo dejando la felicidad y el sentido en manos del destino o de la suerte, como si se tratase más de una lotería que de un acto de creación, hecho con dedicación y esfuerzo” (Bauman 2010: 38-39). El amor no se aviene a las leyes del mercado ni a la hipertrofia del yo actual que se convierte en mercancía en el ciberespacio global. Es lo único que no miente y es original. Advierte “Ella”: “No olvides nunca. Ha llegado el momento de recordar para siempre” (Fresán 2009: 122). Porque en la tensión entre recuerdo y olvido se fragua también la escritura de Fresán: otro de los temas cardinales de su último libro es la asimilación de los mecanismos narrativos del recuerdo (no lineales ni cronológicos) y de la memoria a la experiencia de la extranjería: “El acto de recordar tiene algo tan tecnológicamente inexplicable como cualquier de esos milagros de culturas extraterrestres tan avanzadas que resultan inalcanzables” (Fresán 2009: 56). Y ahí, en esa zona extraña del pasado está el futuro de la literatura y del hombre. El problema deriva de las posibilidades estrechas del lenguaje para inventar un verbo que conjugue pasado, presente y futuro, de un modo simple y con palabras “creíbles” capaces de describir situaciones inverosímiles. La solución que ofrece Fresán es armar un relato circular, obsesivo, caótico y vertiginoso que habla como un extraterrestre que aprende el idioma terrícola, en aras de inventar un nuevo lenguaje para el recuerdo. Los mundos paralelos, la ucronía y el deseo de eternizar el presente absoluto se superponen como en Morel: el futuro será el pasado, porque tal vez “en la memoria de los hombres […] está el cielo” (Bioy Casares 1996: 4). Al fondo de la memoria de una mujer sentada “mirando al poniente”, una viajera de la eternidad no se resigna a la pérdida del pasado, a apagar a HAL y perder un lenguaje ficcional que sin duda nos llevaría al fin del mundo: El pasado es, apenas, un lenguaje que muy pocos reconocen y que sólo dominan con alguna mínima eficacia los más solipsistas académicos. El presente es un reflejo casi automático, es como respirar. El futuro es privilegio de los que pueden permitirse pensar en el futuro y son pocos, cada vez menos; y son los que hace apenas unos

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meses han descubierto que el futuro es mucho más breve de lo que se supone o se suponía. El futuro se acaba, se contrae. El futuro es una especie en extinción y se parece cada más al presente y falta menos para que sólo sea pasado (Fresán 2005: 15).

My mind is going Ahora atisbo cuál ha podido ser la intención última del “hombre de genio” que ha dirigido esta película llamada Rodrigo Fresán. Aunque probablemente se trate de una cinta falsa o del sueño de un personaje X que juega a cruzar historias múltiples y simultáneas, postergando la resolución de incógnitas hasta el final de los tiempos. Porque “cuando uno cree comprenderlo todo, enseguida sobrevienen el espanto de la más absoluta de las ignorancias” (Fresán 2002a: 21) o unos minutos “extra” en un largometraje extranjero sin subtítulos. Entonces es cuando siento que en realidad el filme es intraducible e infinito, que afortunadamente no va a acabar nunca y que lo mejor es no intentar contarlo sino ver en persona la versión original. I can feel it.

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Testigo extranjero (fragmentos de un diario transamericano) ANDRÉS NEUMAN

Aeropuerto, patria en tránsito Aeropuerto de Barajas, Terminal 4. “Hola, señor, hola”, me aborda la muchacha del traje inenarrable y los folletos en la mano, “¿es usted español o extranjero?”. “No lo sé”, le contesto con distraída sinceridad. Ella se aleja ofendida. Tras el despegue, nuestro avión tarda demasiado en estabilizarse. Nos balanceamos mientras ascendemos. Como hay una cámara instalada en el exterior del aparato, no puedo evitar mirar nuestro propio vaivén en los monitores: el avión parece el Cristo Redentor de Río de Janeiro tirándose por un barranco. Lo miro, nos miro, con una mezcla de nerviosismo y desdén, como si se tratase de la emisión de un accidente ajeno. Al girar la cabeza, leo en la portada de El País de hoy, 27 de junio, las declaraciones de Zapatero: “La crisis ha sido un Aterriza como puedas”. Es una tranquilidad que él ya haya aterrizado. Veo un par de películas bastante lamentables, City of Ember (falsa ciencia ficción con moraleja religiosa: el futuro de los pueblos depende de que volvamos a las enseñanzas de nuestros padres funda-

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dores) y Una cuestión de honor (policial intimista también con moraleja: los héroes buenos siempre serán buenos). Tengo la impresión de que ambas películas podrían tomarse como arquetipos de la épica bicentenaria que está a punto de invadir Latinoamérica. Trato de consolarme leyendo un poco de nueva narrativa argentina.

Buenos Aires, el virus del apocalipsis Aterrizo en Ezeiza y automáticamente, como quien cambia el dial de una radio, me escucho hablar y pronunciar en porteño. Vuelvo al que ya no soy, retomo extranjeramente mi dialecto materno. Es el paso del asertivo “Buenos días” español al deslizante “Buen díííaaa…” argentino. ¿Por qué el día será diverso en España y único en Argentina? ¿Un país plurinacional se saluda en plural, y un país centralista se saluda en singular? HOTEL EN BUENOS AIRES: REGAL PACIFIC. CLIMA DEL HOTEL: MINIMALISMO DE TECHO ALTO. CARÁCTER EN RECEPCIÓN: VERSALLESCO. Por un golpe de azar que me divierte, he aterrizado en Buenos Aires durante la jornada de reflexión electoral. Mañana habrá elecciones legislativas en todo el país y la disyuntiva parece clara: volver al menemismo por la vía macrista, o reelegir al peronismo progresista. El voto por el peronismo progresista, hoy inevitablemente dirigido a los Kirchner, serviría para evitar esa otra parte infame del peronismo retrógrado. Para bien o para mal (siendo justos: para bien y para mal), la política argentina es del todo inconcebible sin el peronismo. Trato de escribir macrista en mi portátil y el Word me corrige: machista. A veces el corrector ortográfico parece un detector ideológico. Muchos argentinos no dicen Sí. Dicen Obvio. Los motivos son obvios. La obsesión por los botes de alcohol en gel, los retrovirales y las mascarillas va en aumento. Nadie sale a la calle, si es que sale, sin alguna de esas tres cosas, o con las tres cosas. En Argentina las mascarillas se llaman barbijos. Lo cual me extraña porque aquí, acá, no se dice barbilla sino mentón o a veces pera. Se supone que lo llaman así por la barba, pero los barbijos son unisex. Igual que los virus y el miedo.

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Nos lavamos las manos. Nos lavamos las manos. Desde el estallido de la gripe A, no dejamos de lavarnos las manos. Al fin nuestras costumbres coinciden con nuestros principios. La mayor preocupación política ante la gripe A no es la salud, sino la economía. O sea, las graves consecuencias económicas que, en un momento financiero tan delicado, podría tener la epidemia. Paseo por las calles disponibles, temerosas. Pienso en los paisajes apocalípticos de Ensayo sobre la ceguera de Saramago, Plop de Rafael Pinedo, El año del desierto de Pedro Mairal. Los cines, teatros, librerías y tiendas están casi vacíos. A la espera de la declaración oficial de la alerta sanitaria, el pánico ha disuadido a los clientes. Súbitamente queda muy clara la relación entre autoridad y mercado: el consumo depende del orden. Domingo. Cuatro de la tarde. Partido decisivo del Torneo Clausura. Finalmente no han cerrado el estadio, pero el partido se interrumpe por otro tipo de alerta: están cayendo cubos de granizo. Los equipos de Vélez y Huracán, que se estaban jugando a muerte el campeonato, se retiran a los vestuarios. La gente espera. La gripe calla. El cielo ruge. El agua golpea. El césped vacío alberga una pelota en el círculo central. Nadie se ocupa de ella. Nadie, salvo un periodista que salta al rectángulo de juego, patina hacia la media cancha, se acuesta boca abajo en la hierba mojada y empieza a fotografiarla. El fotógrafo quiere retratar la pelota sola, testigo del desalojo, rodeada de granizo en mitad del campo. Sentado frente al televisor en un café del aeropuerto de Ezeiza, de pronto pienso que, por justicia poética, debería ganar Huracán: no sólo juega mejor, sino que tiene nombre de apocalipsis. Alguien me mira a mí. Yo miro la pantalla. Dentro de la pantalla, el público mira al fotógrafo. El fotógrafo contempla la pelota. Lo que mira la pelota es el misterio del país.

Santiago de Chile, el orden ensimismado Lo primero que me llama la atención de Chile, antes de aterrizar en Chile, es el formulario de aduanas. No es como los otros. Parece hecho para confirmar la imagen chilena en el exterior: profesionalidad, progreso, legalidad, orden. Está mejor diseñado que el de Argentina, que es largo y redundante. También supera al de España. El impreso chileno es breve y razonable. Moderno, con letra grande,

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casilleros amplios. Tiene cierta vocación de lucimiento, de lavado de cara, de aquí no pasa nada. HOTEL EN SANTIAGO: NH PROVIDENCIA. CLIMA DEL HOTEL: VERY SPANISH HIGH STANDARD. CARÁCTER EN RECEPCIÓN: CORTESÍA LIGERAMENTE IRÓNICA. “Si algún día hay un terremoto en China”, dice ella, “la televisión chilena irá a buscar a un chileno en Pekín para preguntarle cómo lo ha vivido él”. Hojeo suplementos culturales atrasados. Me entretengo comparándolos con los de Argentina. Si el tono predominante en las reseñas argentinas es la exhibición doctoral, en Chile lo habitual parece ser la agresión cascarrabias. Unas parecen destinadas a demostrar que el crítico es mucho más inteligente que el autor. Las otras, a disuadir a las editoriales de seguir distribuyendo los libros del autor en el país. Así, entre la lección y la expulsión, al entusiasmo o al placer les queda poco espacio. They are too elemental. “Los que éramos muy jóvenes en ese minuto, cuando los libros de Bolaño llegaron a Chile”, me dice el periodista, “fuimos embestidos, iluminados por él. Pero a los que no eran tan jóvenes les pasó lo contrario”. No es lo mismo ser embestido que atropellado. Y que te iluminen no es igual a que te eclipsen. Bolaño fue un chileno que escribió la gran novela mexicana de su tiempo viviendo en Cataluña. Sin embargo fue rabiosamente latinoamericano: supo ser mexicano, no pudo evitar ser chileno, coqueteó con la idea de convertirse en argentino. Panamericano Bolaño, hoy la cosa parece distinta. Muchos jóvenes escritores están intentando dejar de ser propiedad simbólica de sus países. No para ser de otros, sino para no ser de ninguno. Visitamos la Plaza de Armas. La catedral es hermosísima. Alrededor de ella, sentados en los bordes, hay numerosos peruanos. No sólo están en los bordes de la ley divina, sino también de la humana: son, oh hermanos latinoamericanos resistiendo al invasor imperialista, inmigrantes ilegales. Leo un pequeño cartel, escrito a mano y con rotulador, que anuncia: “Jueves 9, Concentración Catedral, 10:00 am. Marcha migrante a La Moneda por la entrega del carnet”. Del otro lado del mismo cartel, leo: “¡¡Basta de abusos carajo!! Jueves 9, 10:30. Marcha a La Moneda. ¡¡Por la entrega del certificado de residencia definitiva inmediata!!”. Trágicamente, las horas de convocatoria no coinciden. El chileno habla a solas. El argentino habla para sí mismo.

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La Paz, cómo trepar la Historia Aeropuerto de Santa Cruz. Me acerco a los mostradores de Aerosur para pedir mi tarjeta de embarque. El empleado se está yendo. Lo llamo. No reacciona. Al rato sale otro empleado, me mira y dice: “¡Si ese vuelo es a la noche!”. Le pregunto si no podría darme ahora la tarjeta de embarque. “Más tarde”, me responde, “ahorita tenemos una reunión”. Y los mostradores de la compañía quedan desiertos. Dos detalles resumen el aeropuerto: no hay escaleras mecánicas y hay puestos de lustrabotas. “Aquí hay mucha gente ignorante”, me explica el conductor, “ahora tenemos un presidente indígena, ¿sabe?, y aquí hay mucha gente ignorante, uno les dice y ellos hacen, señor”. Asiento. Lo miro: se trata de un hombre aindiado. No sé si sus palabras han sido una crítica al Gobierno, una cortesía con el pasajero blanco y la empresa española que le paga, o una ironía magistral. Me doy cuenta de que en esa ambigüedad reside la fortaleza de carácter de los bolivianos. HOTEL EN LA PAZ: PLAZA. CLIMA DEL HOTEL: ANTAÑO MODERNO. CARÁCTER EN RECEPCIÓN: ELÍPTICO. Me recomiendan que, por las dudas, tome sorojchipills. ¿Sor quién?, me asombro. Sorojchi-pills. En aimara sorojchi significa mal de altura. El resto es capitalismo. Desde mi habitación, las vistas nocturnas de la montaña y sus luces infinitas me sobrecogen. Esta ciudad no está entre las montañas, sino en las montañas, sobre ellas. Metáfora de su propia Historia, la capital de Bolivia ha crecido escalándose a sí misma, construyéndose un destino cuesta arriba. El dice que boliviano es similar al dizque mexicano, aunque no significa exactamente lo mismo. Como tantas cosas aquí, su origen es aimara. En lengua aimara uno no puede contar lo que uno mismo no haya visto. Por ejemplo, no podría afirmar: “Ha muerto Michael Jackson”. Habría que decir: “Dice que Michael Jackson ha muerto”. En vista del caso, esa noticia sólo debería haberse dado en aimara. En la plaza Abaroa me entero de que el homenajeado, Eduardo Abaroa Hidalgo, héroe de la Guerra del Pacífico, murió luchando

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por el mar boliviano. He aquí la biografía ejemplar del prócer latinoamericano: nació, luchó y perdió. Sus derrotas nos enseñan el camino. Abaroa no fue un militar, sino un civil valiente. Más motivo para terminar perdiendo. La estatua que lo inmortaliza señala pacientemente una salida hacia el mar. Un cuento del autor paceño Marcos Sainz narra la historia de Abaroa como una reescritura del flautista de Hamelín: todos los bolivianos lo siguen con entusiasmo hacia la ansiada costa, guiados por su dedo clarividente, y uno por uno se van ahogando por no saber nadar. “¿De Granada?”, me dice el conductor que me lleva al aeropuerto, “mis dos hermanas viven ahí. Fíjese. Hace seis años. Al principio fue difícil. Ahora están bien y ahorrando plata. No puedo visitarlas por la visa. Una se ha acostumbrado al estilo de vida. La otra no y se quiere volver. Yo le digo que aguante. Que aguante un poco más”.

Lima, club y copia “Aquí la clase alta”, me explica, “sigue siendo Un mundo para Julius. Y si los girasoles viven mirando al sol, ellos viven mirando hacia Miami”. HOTEL EN LIMA: CASA ANDINA. CLIMA DEL HOTEL: BUEN GUSTO BORROSO. CARÁCTER EN RECEPCIÓN: SOÑOLIENTO. Vamos al restaurante Rodrigo. Y entonces pruebo, loada sea la parentela del chef, benditos sean los jugos gástricos andinos, el mejor pulpo de toda mi vida. Es un pulpo bebé a la parrilla en salsa de anticuchos. Recupero la fe en la humanidad. O por lo menos en la que cocina. “Aquí todo el mundo le lame el culo a Mario”, me comentan. Sería interesante preguntarse por qué entonces no lo votaron. Pregunta que Fujimori, con una risa atroz, se habrá hecho muchas veces. En el Parque Kennedy, a modo de homenaje patrio, puede leerse una pancarta tan grande como asombrosa: “Nadie tiene razón contra el Perú”. La cita es de Avelino Cáceres, caudillo de la guerra contra Chile.

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¿Los polvos azules?, pregunto, ¿pero qué demonios son los polvos azules? Entonces mi amigo se encoge de hombros y me lleva. Me llevan al mercado de Los Polvos Azules. Que vendría a ser, ¿qué? Mi amigo lo define como “un mall informal”. O sea, un unformall. Algo así. Porque aquí venden de todo, todo, todo. Pero falso. Una versión clandestina del capitalismo. Una realidad paralela y paralegal. Una réplica pirateada del mundo. Son cientos de puestos, cientos. Curioseo aquí y allá. Me acerco a un negocio de discos. Un adolescente revuelve, compara precios y pregunta por qué determinado disco es más caro que otros. “Ah”, contesta la dependienta, “¡porque esa es copia original!”. Los medios peruanos son los únicos del planeta que dejaron en segundo plano la muerte de Michael Jackson. Y lo hicieron curiosamente por razones musicales: el mismo día en que el Rey del Pop se durmió para siempre en su habitación, la popular cantante folclorista Alicia Delgado fue encontrada sin vida en su domicilio. Ella también tenía 50 años de edad, y las circunstancias de su muerte fueron igual de extrañas. En el caso de Alicia Delgado las sospechas recaen en su supuesta amante, la cantante Abencia Meza, alias Pistolita, actualmente acusada de ordenar su asesinato. La globalización tiene sus matices. El folclore también.

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17 apuntes sobre El viajero del siglo, de Andrés Neuman VICENTE LUIS MORA

“Si hay que soldar el imperio alemán: ¿podrán sus fragmentos unirse?” (K. VON METTERNICH 2004).

1. Traducción y tradición. Tomemos esta frase de El viajero del siglo, formulada por el interesante personaje secundario Levin: “ningún libro es exactamente el mismo a lo largo del tiempo, los lectores de cada época van transformándolo” (Neuman 2009: 319). Esta metáfora sobre la traducción puede leerse de otra forma, alterando levemente los términos: “ninguna época es exactamente la misma a lo largo del tiempo, los lectores de cada libro van transformándola”. En esa alteración, en esa aliteración, en la distancia entre esos deslizamientos del significante, reside uno de los significados profundos de El viajero del siglo.

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2. Géneros. Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) trabaja usualmente cinco géneros: novela, relato breve, ensayo, poesía, aforismo. Los cinco están presentes en El viajero del siglo. El relato breve aparece en algunas remembranzas de los personajes y en un cuento “policíaco” que aparece periódicamente en la novela; el ensayo, en los largos e interesantes debates en casa del señor Gottlieb; el poema, en las traducciones que hace Neuman de diversos poetas extranjeros; el aforismo comparece disimulado en algunas descripciones: “Entre las telarañas un insecto asistió al sueño de Hans, hilo por hilo” (Neuman 2009: 20); “Hans (…) padecía una inquietud perpetua, siempre como esperando una noticia que no acaba de llegar” (Neuman 2009: 284). En ese sentido, y en otros también, El viajero del siglo puede ser considerado la summa de la obra de Neuman.

3. Descensus ad caelos. Es soberbia la escena donde Hans y Sophie se encuentran por primera vez (Neuman 2009: 44 y ss.), por la delicadeza con la que está recreada y por la impresionante precisión con que Neuman describe la psique femenina de la época, digna de un James o de una Austen.

4. Posmodernismo encubierto, I. Neuman entra como un elefante en la Historia del XIX con la cacharrería textual posmoderna. Hasta doce tipos de formatos distintos (cartas, descripciones, conversaciones completas, conversaciones con interlocutores elididos, notas del delicioso Libro sobre el estado de las almas del padre Pigherzog, poemas, traducciones, interpolaciones de dramas como Guillermo Tell de Schiller o La vida es sueño, acotaciones a esas obras, noticias de prensa, crítica literaria disfrazada de comentario de textos, el citado relato detectivesco) crean un tejido enmarañado donde el concepto de fragmento lo preside todo, a pesar de la aparente vertebración. Neuman introduce la incertidumbre posmoderna a través de toda

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APUNTES SOBRE EL VIAJERO DEL SIGLO

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esa artillería de códigos dirigida a socavar precisamente la presunta certidumbre de la forma moderna de contar. Frente al monolitismo moderno, la dispersión monádica; frente a sus férreos puntos de vista, el perspectivismo psicológico y narrativo. Hay un narrador omnisciente, sí, pero está completado por otras numerosas perspectivas de observación y modalidades narrativas, que no convierten del todo la novela en polifónica pero sí en polisémica, poliédrica y polimórfica.

5. Nombres-pasadizo. En un juego que hemos visto también en El fin de la guerra fría (2008), de Juan Trejo, los nombres de los personajes admiten sentidos ocultos u homenajes. Hans debe ir a ver a un tal Lyotard. El padre Pigherzog podría encubrir a un “duque cerdo”, si aceptamos juegos de palabras anglogermanos. Luego volveremos al nombre de Álvaro.

6. Sueño. De Gerard de Nerval dice agudamente uno de los personajes que escribe como si estuviera dormido. Neuman, por el contrario, escribe como acabara de salir de una hibernación. Con largo tiempo reflexionado por detrás y energía renovada por delante.

7. Temporalidad. El tiempo de la novela es confuso, pero creo que es una confusión deliberada –posmoderna y relativista en cierto sentido–, para permitirle a Neuman hablar de lo que quiera. En principio, la acción de la historia se sitúa en torno al año 1816, después de la consolidación de la Cuádruple Alianza creada en Europa por distintos tratados (en la página 383 Hans y Álvaro leen un periódico que recoge la noticia del aniversario del nombramiento de Metternich como canciller; ese recorte debió de publicarse el 9 de octubre de 1810, pues Metternich había sido nombrado ministro de

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Exteriores y canciller del Imperio austríaco por Francisco I el 8 de octubre de 1809), pero después se habla del año 1823 como algo ya pasado (Neuman 2009: 398). Aunque la documentación histórica de Neuman es asombrosa, se deslizan algunos anacronismos, no sé si deliberados: se habla de la segunda fase del pensamiento de Schlegel, caracterizada por su religiosidad tras su conversión al catolicismo (caso similar al de Clemens Brentano), pero el primer libro donde se atisbarían esas ideas en Friedrich, Filosofía de la historia, es de 1827. De ahí que la condición mutante del espacio narrativo establecida por Neuman, sobre la que ahora volveremos, se extienda también a la del tiempo narrativo de El viajero del siglo.

8. La música es la madre. Este apunte es algo hermético, disculpen.

9. Autocrítica. En la 406 asistimos a una curiosa lectura del poemario del propio Neuman, Mística abajo: “la cuestión es que ¿por qué los creyentes van a ser los único con derecho a hablar de espiritualidad?, ¿por qué los ateos tenemos que renunciar a lo invisible? (…) ¿por qué los ateos nos emocionamos con la música religiosa?, porque la trascendemos, mejor dicho al revés, nos la traemos abajo” (Neuman 2009: 406).

10. Posmodernismo encubierto, II. En medio de una época archifijada por la Historia, un período congelado y anotado por décadas de ciencia historiográfica, Neuman inserta una bomba posmoderna: Wandernburgo. Esta ciudad inventada es descrita por el autor como una ciudad móvil en el exterior (fluctúa en las fronteras entre Sajonia y Prusia) y mutante en el interior, donde calles, edificios y establecimientos cambian cada día de sitio, como en Dark City, la sugestiva película de Alex Proyas. Wandernburgo, neologismo ale-

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mán (Wandern + Burg) que podríamos traducir como ciudad errante, es un invento genialoide de Neuman (la idea de una urbe errante ya estaba en La saga fuga de J. B., de Torrente Ballester, pero como invención, no como símbolo), que introduce el relativismo histórico y la fluidez en un contexto poco dado a esas alegrías y dado a la tirantez, permitiéndole esa idea al autor la flexibilidad que necesita para introducirse por las escasas y angostas rendijas de la Historia. El resultado es una asombrosa manera de hacer respirar al siglo XIX sin manipular los hechos, sólo haciendo fluctuar nuestra mirada sobre los mismos.

“La comparación del mundo con un laboratorio había despertado en él una vieja idea”. (ROBERT MUSIL, El hombre sin atributos)

11. Historia como laboratorio. Creo no excederme en la interpretación si afirmo que la intención de Neuman parece ser la de utilizar la historia europea del XIX como un modo de explicarnos el presente. Como si lo que (nos) ha ocurrido estuviera ya explicado o escrito entre las líneas de la Europa decimonónica. En algún lugar Hans –que a mi juicio tiene los puntos de vista más parecidos a los de Neuman–, apunta esta condición del pasado como laboratorio: “verán (…) Creo que el pasado no debería ser un entretenimiento, sino un laboratorio para analizar el presente” (Neuman 2009: 173). Es ésta una lectura hasta cierto punto interesada de la Historia, pero es una de las posibles, y es innegable que, bien utilizada, tiende puentes que dan mucho que pensar. Por ejemplo, fue divertido y terrible para mí leer (Neuman 2009: 399) cómo Hans le dice a Álvaro que teme que las recién independizadas colonias españolas en Hispanoamérica tengan su futuro hipotecado por las oligarquías locales… el mismo día que el presidente de Honduras era sacado del país por los militares. Giros de la historia, eternos retornos, uroboros paradójicos y crueles. El azar no existe, lo dijo Borges: por desgracia, esa historia es un ritornello de marchas fúnebres. También pueden verse en la novela de Neuman destacadas inercias históricas que explican la difícil complejidad territorial española, las tempra-

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nas tendencias germánicas al antisemitismo y antagonismos sociopolíticos europeos que acabarán –o no– en los tratados de Yalta y Postdam.

12. He aquí la paradoja de estos tiempos de narradores globales: Neuman, argentino de nacimiento, es uno de los escritores “españoles” más europeos. Pero esto no es nuevo: también Volpi es quizá el más europeo de los narradores mexicanos. Es un fenómeno sostenido, según hacíamos referencia en algún post anterior, por unas dinámicas precisas: tanto la narrativa latinoamericana como la española, y de igual modo la desarrollada en castellano en Estados Unidos (es decir, toda la narrativa hispánica o hispanoamericana) están viéndose sumidas en un proceso de globalización que tiende a unir sus partes sólo por tres elementos vinculantes: la lengua, el uso del fragmento y la común heterogeneidad. Lo del fragmentarismo es algo en lo que venimos insistiendo aquí desde hace tiempo, y Gustavo Guerrero ha apuntado también la condición fragmentaria y la heterogeneidad como elementos claves de la literatura latinoamericana esencial en un excelente artículo publicado en Letras Libres en junio de 2009. A juicio de Guerrero es inviable “cualquier intento de abarcar el campo literario con una sola mirada o en una sola perspectiva”, y se ha producido un cambio que afecta, precisamente, a los narradores hispánicos de la edad de Neuman: como buenos hijos de la postmodernidad, nuestros últimos escritores, muchos nacidos después del boom, son los primeros que viven su identidad latinoamericana no como una evidencia indiscutible e intangible, no como una esencia prácticamente sagrada, sino como un objeto histórico sujeto a cambios y variaciones, que puede construirse y reconstruirse, y que no excluye la libertad de elegir entre diversas versiones ni la posibilidad de reinventar versiones más personales o individuales. Dicho en otras palabras: hemos entrado en el tiempo de las identidades post-tradicionales, abiertas y reflexivas, en una dinámica en la que cada cual adapta de distintas formas los rasgos comunes al proceso de crearse un rostro propio y viceversa (Guerrero 2009).

Parecidos argumentos podemos encontrar en las últimas reflexiones de autores como Beatriz Sarlo, Ángel Esteban, Milagros Ez-

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querro o Francisca Noguerol, así como en estudiosos que apuntan, como Claire Taylor y Thea Pitman (Taylor/Pitman 2007), que el uso habitual y sistemático de las nuevas tecnologías en los últimos escritores latinoamericanos (Paz Soldán, Rivera Garza, Yépez, Chiappe, Herbert, Busqued, Claudia Ulloa, Thays, Tryno Maldonado, Noemi Guzik Glantz, etc.) es una forma más de hacerles salir de su entorno local, insertarse en un espacio literario más amplio y globalizado, y prácticamente elegir el modo de escritura en que quieren desarrollarse. En 1960, un narrador latinoamericano venía muy determinado por su entorno cultural, por la biblioteca paterna, por los fondos de las bibliotecas públicas de su ciudad y por la tradición novelística de su país. Hoy no, salvo decisión propia. Internet ha acabado con esa limitación, ensanchando el espectro cultural de los últimos narradores hasta cotas insospechadas. Un estudio de campo literario de la narrativa actual –en cualquier lengua– que, intentando describir sus habitus, ignore las modificaciones suscitadas por el ciberespacio está condenado al más rotundo de los fracasos. Y el motivo central es claro: Internet, de muy diversos modos (desde el perfil listado resultante de la búsqueda de estos autores en Google, pasando por sus comunicaciones por correo electrónico con autores de otros países, sus blogs y muros de Facebook, hasta las entradas sobre escritores en Wikipedia), es el lugar donde estos narradores establecen la mayoría de sus acciones y relaciones de campo, por no hablar de que en algunos casos, como las novelas hiperfónicas de Chiappe o las hipertextuales de Leonardo Valencia, es el campo exclusivo de escritura. La identidad hoy en día no es tanto una post-identidad sino, a mi juicio, una identidad expandida, más ancha y flexible que la que se tenía hace apenas cuarenta años. Y éste es un factor clave a la hora de evaluar las producciones literarias de nuestro tiempo; no en vano esos cambios subjetivos, que estudiamos in extenso en nuestra tesis doctoral, afectan por igual a escritores y lectores, reconfigurando a su vez la experiencia de la recepción. No todo es nuevo, de acuerdo, pero nada es ya como antes.

13. Errancia. A los apuntados hechos hay que añadir que muchos de estos narradores viven en países distintos de los suyos de nacimiento, o han tenido largas estadías fuera de ellos. Esa deriva geográfica

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trae también consecuencias, como apunta el propio Neuman en la novela: “Profesor, usted mismo (…) ha viajado y lo sabe, cualquiera que se haya mudado sabe que los cambios de lugar traen cambios interiores” (Neuman 2009: 98). El viajero del siglo, desde el título, es una novela sobre el viaje, el tránsito y el destierro, donde el autor exhuma o exorciza, según queramos verlo, su propia experiencia biográfica (“son muy inquietos esos argentinos, últimamente están por todas partes […] Hablan de su país continuamente y nunca se quedan en él”; Neuman 2009: 170). Hans es, como Neuman, traductor, viajero e intelectual errante; Álvaro lleva “de paso” en Wandernburgo 10 años (Neuman 2009: 88), y un poco más adelante dice: “en realidad es imposible estar completamente en un lugar o irse del todo (…) casi todo el mundo vive así, ¿no?, entre irse y quedarse, como en una frontera” (Neuman 2009: 122). Hans vive en ese estado durante toda la novela, aunque lo que le retiene en Wanderburgo no es la ciudad, a la que nunca acaba de aceptar y entender; su identidad es Sophie, es el amor quien le impide salir de la ciudad cambiante.

14. En unas líneas. Álvaro, el agitado español que aparece en la novela, es uno de los personajes mejor caracterizados a partir de frases decisivas, capaces de sintetizar un modo de ser en un apunte conversacional: “¡Yo adoro España!, suspiró la señora Pietzine, ¡es un país tan cálido! Querida señora, dijo Álvaro, no se preocupe, ya lo conocerá mejor” (Neuman 2009: 77).

15. Intrahistoria. Las tensiones sociopolíticas del período europeo comprendido entre 1810 y 1830 son introducidas hábilmente en la novela por medio de detalles secundarios (piezas musicales, ediciones) e incluso de objetos. A modo de muestra, un botón: Pierre Renouvin ha explicado cómo las potencias europeas de la época (Austria, Rusia, Inglaterra y, en menor medida, Prusia) temían las ideas revolucionarias francesas y orientaban su política, tanto ex-

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terior como interior, a contenerlas (Renouvin 1998: 29 y ss.). Es un miedo frecuente en la época, que Neuman recrea a través del temor de los wandernburgueses al birrete jacobino de Hans, que convierte su atuendo en inquietante. Su amigo Álvaro no es el prototipo del español romántico de la época (que sería otro Álvaro, el recogido en el drama de Ángel de Saavedra, perseguido por la fuerza del sino), pero sí es el liberal próximo a las ideas revolucionarias que no llega a tiempo de participar en las revueltas de Barcelona de 1821. Este modo de diluir la historia en la peripecia de los personajes, en vez de contarla explícitamente, como hacen las novelas históricas –género al que no pertenece El viajero del siglo al plantear un modelo posmoderno de revisionismo; las novelas históricas recrean, Neuman problematiza semántica y formalmente–, es uno de los elementos más interesantes de la novela. El viajero del siglo está más próxima, en ese sentido, a una novela de Thomas Pynchon que a una de Walter Scott.

16. Traducciones. Ha sido apuntado más arriba, pero hay que enfatizar el alto valor intelectual que tienen las numerosas páginas en que Neuman traduce y comenta poemas de la época, tanto alemanes como franceses e ingleses. No sólo las traducciones en los tres idiomas son casi exquisitas en cuanto al poema de llegada, sino que las reflexiones sobre los problemas y condicionamientos ofrecidos por los textos de partida son valiosas y sugerentes, demostrando un conocimiento de la cultura de la época que va mucho más allá de la palabra documentación. Por ejemplo, la explicación del último verso del Kublah Khan de Colerigde contenida en la página 306 es admirablemente deliciosa y malévola. Neuman ha digerido y destilado el siglo XIX europeo, y su cosmovisión alumbra un modo poco frecuente de tratar la tradición, recuperarla y retraducirla a nuestro contexto. El viajero del siglo guarda en su interior un excelente ensayo sobre la literatura del siglo XIX, de unas ciento cincuenta páginas de extensión, que añade al mérito de su inteligencia el agradecible esfuerzo de presentar todas las traducciones realizadas de propia mano. Aunque no les gustase la novela o no les guste la escritura de Neuman, sólo por esto, El viajero del siglo es un libro necesario.

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17. Posmodernismo encubierto, III. Esta novela es uno de los ejercicios literarios más ambiciosos realizados en los últimos años. No sólo por su variedad interna, por su escritura intachable y por la sensibilidad psicológica que demuestra Neuman al describir sus personajes. El propósito de reconstruir esos fragmentos del Imperio alemán de que hablaba Metternich en sus memorias era, a priori, un intento casi épico. Un propósito de autores titánicos como William T. Vollmann o Robert Musil. La Europa de principios del XIX se movía, o más bien no se movía, en una situación de statu quo dirigida a la inmovilidad expansiva del contrario, como ha señalado Charles Zorgbibe en su conocida Historia las relaciones internacionales (cfr. Zorgbibe 2005: 58). Ser capaz de penetrar en ese complejo sistema de alianzas estratégicas, contrapesos políticos, diplomacias de rapé, parapetos geográficos que, paradójica y lateralmente, daban cauce al principal movimiento cultural de renovación, el Romanticismo, supone una valentía narrativa e intelectual poco frecuente en nuestra narrativa, poblada de eficaces microhistorias1. Neuman, además, ha sido capaz de disfrazar una novela rotundamente posmoderna en un hábil marco tardomoderno, presentando El viajero del siglo como una novela decimonónica cuyas fuerzas interiores de demolición sólo son visibles con una lectura atenta: El viajero del siglo es una narración omnisciente, pero preñada de perspectivismo; es una novela lineal, si bien creada a base de fragmentos narrativos y de “esemplasia coaxial” (por utiliza el complicado término de John Barth) de textualidades y géneros muy diferentes: es decir, una novela monumental, creada desde la tensión interna, la lucha de contrarios y las tendencias autodestructivas. Como la misma Europa que retrata.

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Entiendo por microhistoria las narraciones estilísticamente impecables y centradas en un determinado momento histórico, entre las cuales podríamos contar libros de Leonardo Sciascia o Italo Calvino y la obra casi completa de Pierre Michon; en nuestras letras se ha sumado últimamente a esta interesante vertiente narrativa Ricardo Menéndez Salmón con su meritoria La luz es más antigua que el amor (2010).

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Bibliografía GUERRERO, G. (2009): “La desbandada. O por qué ya no existe la literatura latinoamericana”. En: Letras Libres, 93, junio, pp. 24-29. MENÉNDEZ SALMÓN, Ricardo (2010): La luz es más antigua que el amor. Barcelona: Seix Barral. METTERNICH, Klemens von (2004): Metternich. The Autobiography. London: Ravenhall Books. NEUMAN, Andrés (2008): Mística abajo. Barcelona: El Acantilado. — (2009): El viajero del siglo. Madrid: Alfaguara. RENOUVIN, Pierre (1998): Historia de las relaciones internacionales (siglos XIX y XX). Madrid: Akal. TAYLOR, Claire/PITMAN, Thea (2007): “Introduction”. En: íd. (eds.): (2007): Latin American Cyberculture and Cyberliterature. Liverpool: Liverpool University Press, pp. 22 y ss. TORRE FERNÁNDEZ DEL POZO, Servando de la (2007): “Fuentes para el Estudio de la Guerra”. En: Cuadernos de Historia del Derecho, 14, pp. 203 ss. TREJO, Juan (2008): El fin de la guerra fría. Barcelona: La Otra Orilla. ZORGBIBE, Charles (2005): Historia de las relaciones internacionales. 1. De la Europa de Bismarck hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Madrid: Alianza.

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VI Finales con principio: narrar en el siglo XXI

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Una obra desaparece. Notas sobre la narrativa reciente REINALDO LADDAGA

Antes que nada, tengo que reconocer que decir algo significativo sobre la cuestión que me propuso Ana Gallego Cuiñas, la editora de este volumen, me resulta muy difícil. La cuestión es la de las relaciones entre la literatura española reciente y la argentina. Hasta hace poco podía tener la sensación de que con un poco de esfuerzo intelectual y un plan de lectura bien construido podía decir respecto a esta relación algo que tuviera sentido y no valiera solamente para hoy, este día y esta hora. Ahora no tengo esa sensación. ¿Por qué? Por muchas razones. Una, la primera, es la superabundancia de cosas publicadas, junto con la multitud de pistas a través de los cuales esas cosas se ponen a circular. Apreciemos lo curioso del fenómeno: a pesar de la conciencia que tantos compartimos de que el libro como forma no tiene la misma centralidad o prestigio que antes tenía, la publicación corre a una velocidad más frenética que nunca. Otros podrán decir por qué pasa esto con una certeza y una precisión a las que no puedo aspirar (por mi parte, pienso que se debe a la combinación de fuerzas diferentes: la clase de presiones que operan sobre los editores de las casas grandes, en una época de grupos que tienen intereses en varios dominios, y las facilidades con las

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que se encuentran los editores de casas pequeñas para imprimir y distribuir sus libros). La topografía de las escenas literarias, por otra parte, no tiene la simplicidad y discreción que la que las escenas literarias solían tener. Solía ser fácil, si uno iniciaba un proyecto más o menos constante de escritura, componer un mapa de las opciones fundamentales que el espacio en que había caído le ofrecían: Florida o Boedo, digamos. Solía ser fácil, entre otras cosas, porque las solidaridades fundamentales (y las enemistades más estructurantes) eran circunscriptas por las fronteras nacionales. Ni siquiera, a veces, nacionales: municipales. Pero uno de los teoremas fundamentales de cualquier teoría verosímil del mundo presente es el que dice que los sistemas de proximidades y distancias de cada persona se le ordenan en relación a la posición que viene a ocupar en un espacio de flujos o una red cuya distribución está menos constreñida por la fijeza de los lugares: Buenos Aires, Madrid, México. De manera que la cuestión de la relación entre los escritores españoles y los latinoamericanos no puede plantearse como se planteaba hace, digamos, tres o cuatro décadas, cuando se suponía que la primera conversación que un escritor mantenía era con los otros de su país. Nuestras conversaciones, estos días, son variadas y azarosas. Dado el azar particular de cierta conversación en que participo, mi punto de entrada a la literatura española del presente lo constituyen los trabajos de un grupo de escritores de los cuales no sé si forman o no un círculo de colaboradores, pero que son próximos: Agustín Fernández Mallo, Manuel Vilas, Jorge Carrión, Eloy Fernández Porta. Los libros que tengo en mente son España, de Manuel Vilas; Los muertos, de Jorge Carrión; las diferentes entregas del proyecto Nocilla, de Fernández Mallo; los ensayos recientes de Fernández Porta. Incidentalmente, me parece que estos escritores están muy particularmente atentos a lo que sucede en Latinoamérica. Han viajado extensamente por la región. Tienen vínculos personales, en ciertos casos estrechos, con escritores latinoamericanos. Y, por otra parte, la verdad es que se confrontan con situaciones semejantes. Porque tanto para latinoamericanos como para españoles (o alemanes, o japoneses, por otra parte), escribir hoy por hoy implica escribir en una situación cuyos datos básicos son muy diferentes a los datos básicos a partir de los que sus predecesores operaban. Sería tedioso para los lectores y difícil para mí la enumeración de todos, pero voy a mencionar algunos de esos datos, los que me pasó que me vinieran a la mente cuando leía los libros que mencioné antes.

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Mi punto de partida cuando quiero identificar el conjunto de problemas respecto a los cuales las producciones más interesantes del presente son tentativas soluciones es lo que todos sabemos: que una confluencia de procesos de tipos muy variados (culturales, políticos, científicos, tecnológicos) desplegados en el curso de las últimas décadas nos ha dejado en una situación tan diferente a la situación en la que operaban nuestros precursores que comenzamos recién a percibir las implicaciones y las consecuencias. Un escritor no puede realizar la menor acción sin tener una idea general de las coordenadas del territorio en el que se encuentra y las acciones que ese territorio favorece: quiénes son sus lectores, de qué manera se distribuyen en el espacio y se ordenan en el tiempo, cómo es posible alcanzarlos, qué es razonable esperar que suceda una vez que se los ha alcanzado. Una obra de arte es un objeto o un evento que alguien prepara con el objeto de inducir a otro a actuar de tal o cual modo. Un libro es una proposición de acción: el primero de los mensajes que un libro emite en nuestra dirección es “léeme”; el de una pintura es “mírame”; el de una pieza de música, “escúchame”. Una obra es una escaramuza particular en la gran guerra humana por la atención, que es siempre un recurso escaso. Y que es más escaso hoy por hoy que lo que solía, considerando lo multiforme y extenso del bazar de apariencia fabricadas en el que ingresamos continuamente. Un libro es uno entre muchísimos; una pintura una entre muchísimas; una pieza de música es una entre muchísimas. Vivimos en la época de los grandes números. A veces nos parece que los artistas fueran demasiados; otras veces nos parece que nunca puede haber demasiados artistas. No tengo los números, pero estoy convencido de que ha crecido significativamente la proporción de artistas a no artistas: hace un par de años, en Inglaterra, uno de cada cinco jóvenes se identificaba como artista o aspirante. Una enormidad, como quiera que uno lo mire. Pero el cálculo, por otra parte, el cálculo que aspiraría a establecer esta proporción se vuelve difícil. ¿Quiénes, son, entre nosotros, los artistas? O, mejor preguntado, ¿quiénes no? En un momento en que la tecnología dominante favorece que individuos cualesquiera compongan, de manera muy rápida, imágenes, filmaciones, piezas de sonido que, en algunos casos, podrían ser tomados por la clase de cosa pulida que pensamos que los profesionales realizan. Pero justamente ahora los profesionales no quieren que las cosas sean perfectamente pulidas, porque si lo son parecen trabajo de aficionado. La barrera que divide, que separa a los profesionales de los no profe-

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sionales, en cualquier caso, se modifica. Y a veces atraviesa a los autores: tal o cual se nos presenta, en el mismo libro, como, digamos, escritor profesional (virtuoso, sistemático, pagado) y, pongamos, como fotógrafo aficionado (torpe, incidental, gratuito). Donde estaba el técnico de un medio específico, viene a llegar, todavía no del todo, el artista genérico que, entre otras cosas, hace libros. Esto sucede, claro está, en un universo en el que la comunicación tiene lugar con tanta frecuencia en persona como a través de medios digitales. No puede exagerarse lo insólita, lo históricamente inesperada que es esta forma de comunicación, ni tampoco, en este espacio, puede decirse nada particularmente preciso. Hace poco leía una entrevista con cierto locutor de radio norteamericano, que sugería que la comunicación a través de las pantallas de nuestras computadoras se parece menos a la comunicación televisiva que a la comunicación por radio. “La radio –dice Ira Glass– tiene un cierto número de ventajas sobre lo impreso y la televisión. Una de ellas es que la intimidad es la posición automática. Me refiero a la intimidad en términos de algo tranquilo y a la vez emocional y en términos de alguien portándose de manera divertida”. Y esto es precisamente lo que Glass piensa que la comunicación digital tiene en común con la comunicación radial: “la red es como la radio: alguien que está sentado allí solo está, de alguna manera, cerca tuyo”. Pensaría que Glass tiene toda la razón si no fuera que, por otra parte, está la radio de mitin político, que favorece e incluso demanda una voz proyectada, y la televisión de entrevistas de medianoche, que favorece el tono menor, como la radio que él menciona. Pero las comparaciones entre medios importan, al fin y al cabo, poco: importa mucho más que las formas de comunicación que tienen lugar en la red son ruidosas y silenciosas de una manera particular, pero que siempre pareciera preferir esa situación en que dos están cerca como dos cuerpos no podrían estarlo nunca, o podrían estarlo en condiciones particulares. En la Red, incluso cuando les hablamos (o así creemos) a muchos, incluso cuando lo que hacemos es poner en circulación formas textuales que no se diferencian demasiado de los anteriores artículos y conferencias, pensamos que deberíamos hablar como se le habla a un conocido. Pero, al mismo tiempo, no sabemos nunca a quién le hablamos. Yo creo que una característica que define la situación contemporánea es la percepción simultánea de que no hay diferencias culturales verdaderamente abismales (es posible siempre entendernos, aunque fuera muy rudimentariamente, con el individuo humano culturalmente más distante) y que las diferencias

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de individuo a individuo, de vecino a vecino, digamos, se incrementan. Dicho de otro modo: no podemos saber nunca con ningún grado de precisión a quiénes tenemos en torno. La situación es la de alguien que sabe que el conjunto de los individuos en el territorio en que se mueve usan el mismo pool de recursos que él o ella usa para llevar adelante sus prácticas de comunicación y de subjetivación, los mismos sistemas de imagen y sonido, los mismos lenguajes, los mismos instrumentos, pero que la selección de esos recursos que cada uno realiza es altamente idiosincrática, irregular, de perfiles quebrados. (Por eso es que todo el tiempo hablamos de nosotros. Me decía un amigo que le parecía curioso tener más de lo que solía la experiencia de que todos sus amigos se ponían a hablar de sí mismos en el momento en que los encontraba. Como si no les interesara otra cosa. ¡Qué mal!, le dije. Pero al mismo tiempo pensé que era natural: ¿por qué no sería el caso que uno estuviera interesado más que nada en sí mismo? A la vez, recordé que, después de todo, vivimos en un universo cultural que nos demanda que hablemos de nosotros mismos. Éste es el mundo donde la práctica normal de sí mismo es la terapia.) Así siento que me hablan los autores que antes mencionaba. Las narraciones que incluyen sus libros tienden a asociar el informe de los estados y las acciones de los individuos que se nos presentan escribiendo lo que vamos a leer con el catálogo de las colecciones de obras, relaciones, neurosis, peculiaridades que vienen a ocupar el lugar de las antiguas identidades. Estas narraciones son a veces pequeñísimas, restringidas a las cuatro o cinco líneas, o vastísimas, extendidas en secuencias de volúmenes en donde se pierden. Hace unos días recibí un libro de Jorge Carrión: Teleshakespeare. Es un análisis de las grandes series televisivas recientes: Los Soprano, The Wire, Dexter. No me detengo en las cosas que Carrión tiene para decir sobre estas series, pero sí en el hecho muy simple de que se detiene en ellas y, supongo yo, las ve como modelos para la escritura. Hay otros, por supuesto, que lo hacen, considerando que estas producciones son lo más significativo que la época tiene para ofrecer. Y es cierto: la época sobresale en lo muy vasto. Y en lo muy pequeño. Lo mejor se encuentra en las horas y horas de las megaseries y en los minutos o segundos de tal o cual video implantado en Vimeo o en YouTube. Por eso la composición de un libro como España, de Manuel Vilas, está hecha de partículas anárquicas, dispuestas en nebulosa. Y por eso la unidad del proyecto Nocilla, como Fernández Mallo llamó a su plan, es el proyecto.

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Hay que decir que, en el contexto de las artes plásticas que los escritores tanto referencian, la palabra que con más frecuencia usan los artistas para describir lo que hacen es “proyecto”. Este nuevo episodio de la historia de los léxicos es importante y analizarlo demandaría un texto aparte. Pero muy rápidamente podemos notar algunas connotaciones de este último término, particularmente cuando lo ponemos en la proximidad del anterior descriptor dominante. “Hacer obra” es actuar de manera orientada a un estado final en el cual un objeto se expone al juicio de alguien que no ha estado por necesidad implicado en su generación. No sólo eso: usamos la palabra para referirnos a tal o cual objeto parcial, esta o aquella pintura, este o aquel libro, pero también, como cuando decimos “la obra de Jorge Luis Borges” al conjunto de sus producciones. Al conjunto de sus producciones que, el propio Borges, junto con tantos otros, pensaba que representaba un retrato del sujeto en profundidad que le parecía ser. El deseo de la obra solía, en efecto, estar vinculado al deseo de darle una forma definitiva a la propia vida, un perfil estable, un sello reconocible. “Proyecto”, por otra parte, connota un proceso de composición en principio abierto, gradual, en el curso del cual se pasa de un estado a otro estado, a veces imprevistamente y un poco sin saber por qué. “Proyectos” son, por otra parte, los documentos que se presentan a las instituciones que muchas veces son la principal fuente de financiación con la que cuentan los escritores, como los artistas o los músicos. Este punto es importante, porque supone una diferencia en la manera en que el presente compone lo que compone. No imaginamos al escritor en la disciplina de silencio, los meses o los años en que acuña y atesora la obra en el silencio de su estudio, los años de silencio del artista que Balzac fantaseaba en “La obra maestra desconocida”. Exagerando un poco, podríamos decir que las producciones se publican o exponen antes de existir. El relato de la cosa artística, el mito incluso de la cosa artística preceden a la cosa misma. El mito y las asociaciones: un “proyecto”, con mucha frecuencia, involucra a otros. Por eso, es comprensible que el término se use tanto en una época que propende a pensar que la producción colaborativa en las artes es una condición no sólo deseable, sino normal. Es que los artistas, con una frecuencia nueva, se asocian con otros, y preparan el espacio de operaciones y los medios de trabajo para que las cosas que resultan de la asociación se pongan a circular en ese otro espacio donde pueden encontrar a sus extraños. Los artistas, los escritores del proyecto propenden a

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explorar, cuando pueden, formas de autoría compleja (otra vez, en más de un medio). Hace poco escuchaba emisiones radiales antiguas. Una de ellas muy preparada: Para acabar con el juicio de dios, de Antonin Artaud. La interrupción. El grito proyectado. La barra de sonido muy aguda, resistente, acompañada por los ruidos que remiten a un fondo del mundo que por fin se manifiesta. Extraordinario. Imposible de hacer hoy. La otra, una serie de programas que Orson Welles produjo a comienzos de los años cuarenta. Ahí está Welles, sentado en la otra luz, y hablando, a veces de manera vacilante, de esta cosa y aquella otra: la suspensión selectiva de los controles de precios y una visita ebria a tal o cual estatua. Las cosas que la conversación arrastra. Los materiales impuros, imprecisos, que aloja como puede la conciencia de un individuo que navega el curso del día, sin saber si alguna vez terminará. Estas cosas nos gustan. Nos gustan, en todo caso, más que lo que nos gustaban antes. Nos gustan, tal vez culpablemente, más que la producción fantástica de Artaud. Tenemos la impresión, que debe ser correcta, de que hay algo de letal en la forma perfecta. Los escritores que mencionaba antes, en todo caso, la tienen. Reconozco en la fuente de sus libros un horror a la forma, y ese horror engendra arquitecturas temporarias, dominios de distribución variable, diseños de circuitos intrincados, partes que parece que aun estuvieran en vías de alcanzar su posición propia en el conjunto y se destacan imperfectamente del espacio en el que vienen a aparecer, de modo que puede ser difícil indicar dónde comienzan o terminan, tanto que sugieren al lector que los confronte menos como un objeto a observar que como territorio para recorrer. Y para perder de vista: algo en las mejores producciones del presente parecieran basarse en la convicción de que vale la pena no dejar al lector (al espectador, al asistente) con demasiado bagaje, y sí, mejor, con instrumentos que le faciliten el inicio de otra navegación. Noten que no he dicho nada de ningún libro en particular. La verdad es que decir apenas dos palabras sobre cualquiera de ellos sería traicionar su riqueza. Al mismo tiempo, la clase de análisis que demandarían es bastante diferente al más habitual. Y tampoco dije gran cosa, supongo, sobre las relaciones de estos escritores con la literatura latinoamericana, o con tal o cual escritor latinoamericano. Dos nombres son sin duda los que cuentan, dos nombres muy diferentes: Roberto Bolaño (2666, en particular, la composición en mosaico, la vastedad y dispersión de la composición en mosaico) y César Aira, que desde hace muchos años despliega lo que, bueno, hay

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que llamar un “proyecto”. Juego de las dimensiones (de lo pequeñísimo a lo muy vasto), multiplicidad de los formatos y los medios (he mencionado aquí los libros, pero los escritores en cuestión son también, y muy explícitamente, performers), formación y presentación de colecciones, en un contexto de información hiperabundante, placer por las formas reticulares, asociación de los archivos de composición de lo que se trata de exponer, cultivo de la evanescencia: todas estas cosas aparecen y reaparecen en los libros que mencionaba (y también en los escritores latinoamericanos cuyo trabajo sigo con más constancia, por ejemplo [pero hay muchos otros], Sergio Chejfec o Mario Bellatin).

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Dos propuestas para el hispanismo transatlántico del siglo XXI ANA GALLEGO CUIÑAS Universidad de Granada

Para Julio Ortega “Trans-Atlántico es una nave corsaria que contrabandea una fuerte carga de dinamita, con la intención de hacer saltar por el aire los sentimientos nacionales hasta hace poco vigentes entre nosotros”. (WITOLD GOMBROWICZ)

Un autor polaco desde la Argentina de los años cincuenta planea una obra con la forma de una nave que transporta dinamita de contrabando –probablemente marca Acme– destinada a hacer explotar las ruinosas fronteras nacionales de un lado del Atlántico, e incluso –también probablemente– las del lado del puerto que la ve partir. Sí, sin duda ese cargamento debía proceder de “A Compañy that Makes Everything”, cuyas siglas componen el afamado acrónimo A.C.M.E, toda vez que un vocablo griego que significa “apogeo”, “punto álgido”. Sólo empresas ficticias que se dediquen a la falsificación y la piratería pueden fabricar

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una dinamita de tan “fuerte carga” que logre derrumbar las alambradas nacionales. Sólo empresas como la literaria pueden inventar escrituras Acme que revienten nacionalismos y límites genéricos. Sólo narraciones como Trans-Atlántico son capaces de alcanzar, en el ecuador del siglo XX, “el punto más alto al que se puede llegar”: la producción adulterada de un relato explosivo que contrabandea las aduanas de naciones y géneros. Gombrowicz se da cuenta muy prontamente de la necesidad de revisar “nuestra relación con la Nación”, “estrechamente ligada a toda la problemática moderna” (2004: 9) y más aún a la posmoderna, que pone el énfasis en el individuo como sujeto “agente de la memoria” y en el texto “como proceso intercultural abierto” (Ortega 2003: 105). Como ya apuntó Ricardo Piglia: “Para un escritor la memoria es la tradición. Una memoria impersonal, hecha de citas donde se hablan todas las lenguas. Los fragmentos y los tonos de otras escrituras vuelven como recuerdos personales […] La relación entre memoria y tradición puede ser vista como un pasaje a la propiedad y como un modo de tratar a la literatura ya escrita con la misma lógica con que tratamos el lenguaje.Todos es de todos, la palabra es colectiva y anónima” (1995: 55). Así, en el caso del hispanismo, las grandes tradiciones nacionales, las “originales”, de largo aliento devienen “lecturas amnésicas”, historias sesgadas, excluyentes y canónicas de autores y obras que ya no se dejan constreñir por los corsés geográficos e ideológicos que imponen los “Estados-nación”. Borges en su afamado “El escritor argentino y la tradición” ya pone el dedo en la llaga “espacial” de los nacionalismos: ¿la tradición argentina está sólo en Argentina? ¿Cómo sustraerse del nacionalismo sin dejar de ser argentino? Tal y como afirma Julio Ortega, Borges hace desaparecer –probablemente con la Goma de Borrar Gigante de Acme– las fronteras de la lectura y de la escritura literaria, evidenciando los “usos laterales” –“falsos”– y liberando al hispanismo de “su redundancia académica y del presupuesto estatal, al darle al debate literario su trama comparativa, plurilingüe, y la conciencia de su temporalidad” (2003: 104).Y como Borges, Gombrowicz se convierte en otro precursor de las lecturas trasatlánticas, de ficciones que paulatinamente irán cristalizando la “sociedad de flujos” donde está inmerso el escritor desde la segunda mitad del siglo XX; una sociedad de simultaneidad, de “apropiaciones”, de migraciones y de movimientos constantes de la información, definida por la intensidad de la penetración de diversos medios y contextos culturales en todos los aspectos de la vida, y, en la génesis de nuevas formas de “identidad” y de experiencia mediática (véase Canclini 2001). En la actualidad no es fácil desligar dónde termina el espacio literario español y dónde comienza, por ejemplo, el

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argentino o rioplatense1. Sin ir más lejos, el suplemento cultural de El País, “Babelia”, dedicó un número monográfico a la literatura argentina en septiembre de 20102, donde se hizo una selección de los escritores más relevantes de los últimos decenios. Curiosamente no aparecía en la lista de “elegidos” el escritor argentino Rodrigo Fresán, que lleva dos lustros viviendo en España. A saber: pocos son los que pueden poner en tela de juicio el ingreso de su obra en el canon argentino –al menos en algunos de sus linajes– por lo que el único criterio de exclusión habría de obedecer a razones “nacionales”. Nos preguntamos: ¿lleva “demasiado” tiempo residiendo en el espacio español? ¿O es que acaso su literatura no es “argentina”? Algo parecido sucedió en Chile con Roberto Bolaño –exiliado largamente en México y España– cuya aceptación en el canon nacional chileno llegó tras su muerte y de la mano del éxito internacional. Pero mucho antes ocurrió con el propio Gombrowicz, al que tras años de debates y enfrentamientos, un sector de la crítica argentina lo incluye –también– dentro de la tradición literaria nacional. Entonces, ¿podemos seguir hablando hoy día de literaturas nacionales o por fin, después de tantos años de espera, la “fuerte carga” de la dinamita Acme que contiene Trans-Atlántico ha estallado? En rigor, la literatura escrita en español tiene un carácter eminentemente trasatlántico desde su fundación, puesto que se ha forjado sobre la base de cruces y canjes que han propiciado procesos de adopción, reelaboración y aplicación en lo local a ambas lados del Atlántico. Esto es: las poéticas españolas y latinoamericanas han dialogado siempre (de una u otra manera y a pesar de las relaciones de poder impuestas por la colonización) a través de los siglos, las historias, las culturas y las geografías del mundo hispano. La fluidez de estos cruces es incontestable en los tiempos de la colonia, “como demuestra la rica y amplia crítica colonial, donde el paradigma transoceánico está impuesto desde hace décadas. La pérdida de esta fluidez con las independencias de América Latina no quebró

1. Esto ocurre obviamente en el terreno literario, en el económico, político y social las fronteras entre estos dos espacios siguen siendo, por desgracia, muy férreas. 2. Se trata del número 983 del 25 de septiembre de 2010. El artículo se titula “Un mosaico extraordinario de historias y versos” y en él aparecen: Juan José Saer, Juana Bignozzi, Ricardo Piglia, Fogwill, Diana Bellesi, César Aira, Irene Gruss, Marcelo Cohen, Mirta Rosenberg, Sergio Chejfec, Alan Pauls, Guillermo Martínez, Pablo de Santis, Leopoldo Brizuela, Fabián Casas y Martín Kohan.

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del todo los intercambios” (Fernández de Alba 2006: 102) pero sí modificó las particularidades de estos, sobre todo a partir de las vanguardias históricas y de la irrupción del boom de la narrativa latinoamericana en la Península, pues se propusieron nuevas rutas y reciprocidades, de distinto orden y dirección, en un sentido y en otro. Es más, la España contemporánea no puede entenderse sin la América a la que emigraron varios millones de habitantes de la Península, pero tampoco sin la presencia de los hispanoamericanos en ésta, ya que nuestra realidad hispánica es el resultado de esta encrucijada cultural atlántica (véase Ortega 2001). Si a esto añadimos el hecho de que desde la segunda mitad de la centuria anterior asistimos a una “aceleración de procesos sociales y económicos”3, así como a la “progresiva homogeneización de las prácticas culturales y de consumo”, al desarrollo de sistemas de información y transporte, y al crecimiento del modelo capitalista de mercado, llegamos a la conclusión de que estamos ante un fenómeno político, geográfico y cultural que –como afirman Fernández de Alba y Pérez del Solar– ha marcado manifiestamente no sólo cómo se entienden la España y Latinoamérica actuales en sus dimensiones de tiempo y espacio, sino que también nos señala cómo debemos estudiarlas: desde su carácter transatlántico4.Y es que “Los estudios transatlánticos implican el creer en la posibilidad de una verdadera comunidad cultural plural e igualitaria que abarque ambos lados del Atlántico, unida por el mismo océano que la separa” (Fernández de Alba/Pérez del Solar 2006: 107). El enfoque transatlántico aplicado al estudio de la literatura nace, a decir de Alba y Solar, cuando la denominada “globalización” provoca una transformación en los “límites y poderes del Estado-Nación” que pone en tela de juicio la noción de “identidad nacional” a la par que evidencia un nuevo modo de intercambio “transnacional”, y de circulación “intercultural”, que vendría a cuestionar el modelo tradicional de análisis cultural en términos nacionales. Es claro: en el caso específico de las escrituras hispánicas venimos

3. Además, el marco teórico transatlántico pone en circulación una serie de términos claves como “globalización” y “cosmopolitismo”, que evidencian dinámicas sociales y económicas que exceden el ámbito de lo textual. 4. Sin olvidar, por supuesto, que también han contribuido al intercambio transatlántico entre ambas orillas intereses políticos y económicos de diferente índole y magnitud que exceden el objetivo de este ensayo.

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constatando desde hace más de una treintena de años el final de la construcción romántica de las consabidas literaturas nacionales5. La naturaleza híbrida y el carácter fronterizo de la mayoría de las “nuevas” producciones literarias no se dejan constreñir por los corsés nacionales y devienen señal inequívoca de la vocación transatlántica de las nuevas redes de escrituras y lecturas hispánicas que tejen una compleja malla de intercambios textuales que crean imaginarios de distintos órdenes en los dos lados del Atlántico, aunque las academias nacionales no sean capaces, como hemos visto, de zafarse de la etiqueta nacional. Y es que asistimos a la aparición de una nueva generación de autores españoles e hispanoamericanos que tratan la temática de este “posmodernismo transnacional” de forma preferente en sus ficciones, por lo que se hace necesario aplicar en su análisis distintos enfoques interdisciplinarios, categorías geopolíticas, tecnológicas y culturales que habrían de conectar irremediablemente ambas orillas. Así, los principales temas que propone Julio Ortega como foco de los estudios trasatlánticos tienen en cuenta estos nuevos movimientos, trueques y comunicaciones de ida y vuelta en continua transformación. A saber: la reflexión sobre la reescritura de la época colonial, la vanguardia histórica, los viajes y la hibridez en la traducción. Ahora bien, Ortega también entiende

5. Los estudios transatlánticos hispanos –los anglosajones comenzaron en la década de los sesenta– empiezan a perfilarse con la institución de nuevos modelos de crítica y teoría durante los años setenta y ochenta, ya que algunos autores estudiaban la posibilidad de conexiones más amplias en el sistema artístico de la escritura en español. Así, John Beverley, en Del Lazarillo al sandinismo: estudios sobre la función ideológica de la literatura española e hispanoamericana (1987), señaló los contactos entre la construcción del sujeto nacional en la poesía de Góngora y en la poesía sandinista. En esta obra reconocía los puntos en común que existen en las culturas hispánicas y trataba de buscar, más allá del texto, una estética que trascendiera los autores, los géneros y los siglos. Esta forma de proceder permitiría entender mejor la literatura hispánica, los elementos que determinan su creación y su eventual adscripción a un canon de motivos. Por otra parte, a mediados de los noventa, Marina Pérez de Mendiola coordinó una colección de ensayos, Bridging the Atlantic.Towards a Reassessment of Iberian and Latin American Cultural Ties (1996), donde conecta ambos lados del Atlántico para aprehender la producción intelectual y artística iberoamericana. Estos estudios no sólo proporcionaron una valiosa aproximación a la historia de las ideas, sino que examinaron problemas literarios, sociopolíticos y filosóficos. Animaron así a un diálogo que habría de discutir las intrincadas y conflictivas relaciones coloniales y poscoloniales entre España y Latinoamérica.

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la práctica trasatlántica como un modelo de lectura interdisciplinar que emplea herramientas de la crítica textual a la vez que otras con una clara voluntad de integración, puesto que –como se ha indicado– estas escrituras que eclosionan en el último tercio del siglo XX presentan un trasvase de códigos y un préstamo intergenérico de soluciones narrativas entre disciplinas heterogéneas.

Dos propuestas para los estudios transatlánticos La realidad transatlántica de la cultura hispánica hace que esta propuesta teórica se nos antoje muy fecunda para analizar desde otras ópticas las transmisiones, conexiones y procesos de producción que han operado en el campo de la literatura escrita en español en el transcurso de los siglos XX y XXI (véase Gallego Cuiñas 2011). En líneas generales, además de los temas arriba señalados por Julio Ortega, pienso que puede resultar fructífero emplear las premisas de los estudios transatlánticos de literatura para otras problemáticas actuales del ámbito hispánico. A la sazón, expondré en este trabajo dos de los posibles ejes de estudio que habría de contemplar este nuevo hispanismo transatlántico para discutir dichas problemáticas, las cuales, sin duda, tienen su germen en el panorama trazado. El primero de ellos apunta a las intrincadas ligazones entre literatura y mercado, que ya fueron abordadas en profundidad y prolijidad en el caso del boom latinoamericano (Rama 1984), pero que hoy cobran una fuerza y una dimensión distintas. Y es que desde los años ochenta se suceden nuevos modos de comportamiento editorial que signan la penetración y el arraigo de procesos y estructuras propias de una nueva noción de mercado más abierta, pero a la vez restrictiva, compleja y contradictoria. Por un lado, es innegable la aparición de novedosas formas de producción editorial vinculadas al horizonte de la globalización y al cosmopolitismo, en sintonía con los presupuestos de otras vías de comercialización y de la demanda de otras lecturas y escrituras, a la que obedecen, por ejemplo, la multiplicación de pequeñas editoriales “independientes” y especializadas, el uso de las herramientas de la web para la difusión o el del “formato blog” en las publicaciones. Pero por otro, sigue siendo determinante la influencia de las grandes editoriales nacionales –principalmente las españolas– y el sistema de distribución de la industria editorial en el panorama hispanoamericano. Porque

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el actual sistema de comercialización de libros, como ha afirmado el argentino Ricardo Piglia, sigue generando “guetos nacionales” que influyen en la discusión de temas como la lengua común o la relación entre literaturas disparejas. La pregunta entonces se precipita: ¿cómo afecta esto al entramado transatlántico de la literatura hispánica? La respuesta apunta a variables económicas y políticas que siguen propiciando las desigualdades de los tiempos de la colonia. Quizás la primera tarea a la que nos tendríamos que enfrentar sería el examen de los factores que interactúan en el contexto social, cultural y editorial en el que circulan las escrituras de los últimos años y que constituyen el mapa literario de las relaciones transatlánticas entre España y América Latina. Para ello es necesario el conocimiento de los pactos literarios y económicos que se han creado entre escritores y mercados editoriales (editoriales, premios literarios, revistas científicas, suplementos literarios, instituciones, etc.) a partir del boom y de la internacionalización de la literatura hispanoamericana hasta nuestros días (véase Sorensen 2004). Esto es: habría que calibrar la magnitud de la presencia de las literaturas latinoamericanas en España y de la literatura española en Latinoamérica, a la par que entre los distintos países de América Latina, teniendo en cuenta las políticas editoriales de difusión nacionales y la circulación del mercado del libro desde la época del boom (véase Gras 2004). Pero habría que hacerlo siempre de un modo abierto y plural, y, sobre todo, abierto al futuro. Hasta ahora las discusiones académicas parten de debates y polémicas negativas entre el mundo editorial y los escritores; pero en la actualidad estamos en otra fase, en la que el mercado y todas las redes de difusión cultural no son necesariamente malos ni buenos en sí mismos, si no que dependen del marco económico, político y social en el que se integran y las lógicas que lo perpetúan. De esta manera, algunos de los interrogantes que habrían de discutirse y discernir son: ¿ha aumentado en los últimos años el número de escritores latinoamericanos que residen en nuestro país?, ¿tiene esto que ver con las políticas editoriales peninsulares?, ¿se publica ahora más literatura latinoamericana en España y más española en América Latina?, ¿han cambiado las políticas editoriales en los últimos años con respecto al boom?, ¿cuáles son las líneas y propuestas de estas políticas editoriales y a qué obedecen?, ¿hay más presencia de escritores latinoamericanos en los circuitos de formación y difusión literarias españoles (medios de comunicación, suplementos culturales, premios literarios, instituciones, talleres literarios, ferias literarias, conferencias, revistas

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etc.)?, ¿cuál es la recepción de los escritores españoles en América Latina?, ¿por qué circuitos se mueven y cómo lo hacen? Y en relación a esto, también habría que investigar la forma en que están diseñados los canales de difusión cultural, como las revistas literarias (¿qué clase de enfoque crítico predomina?, ¿qué temas, obras y escritores interesan más?); los suplementos culturales (¿son independientes?, ¿reflejan una jerarquía de valores literarios?, ¿qué cabida tiene en ellos la literatura latinoamericana y española?); y los blogs literarios (¿es ya una práctica común entre escritores?, ¿qué alcance tienen?, ¿qué tipos existen?, ¿cuál es su público? ¿se escriben y leen de otro modo?). Por otro lado, también es necesario someter a revisión crítica las teorías enunciadas en los últimos años en lo concerniente a desarrollos narrativos y tecnológicos, tanto en el marco cultural como en el mediático, sin olvidar la sociología de la sociedad en red –sociedad del conocimiento–, o los análisis centrados en la tecnología y su repercusión en la escritura6. Y, por último, habría que contemplar el posicionamiento de los escritores con respecto a la articulación de los diferentes aparatos editoriales: grandes, medianos y pequeños7. La segunda propuesta de estudios transatlánticos que expondré en este ensayo tiene que ver con el auge de las escrituras del yo, más concretamente con el análisis del intercambio epistolar entre los intelectuales de un lado y otro del Atlántico. Las cartas literarias siempre han ocupado un lugar marginal para la crítica, puesto que se han entendido como una especie de addemdum de la “obra principal” de los escritores. Sin embargo, este género establece un pacto comunicacional diferente que instaura un vínculo enjundioso con las obras de los escritores, y que permite trabajarlas en relación a éstas y a otros discursos (es una interesantísima zona de cruce

6. Consúltese, en el blog de Julio Ortega, “La ciudad literaria”, su entrada “Crítica Transatlántica en el siglo XXI”: . 7. Algunos de estos interrogantes se debatieron en el I Congreso Internacional de LETRAL “La literatura latinoamericana en España y la literatura española en América: diálogo entre escritores, críticos y editores”, celebrado en diciembre de 2009 en la Universidad de Granada. Puede consultarse el dossier sobre “Literatura y mercado” que publicó la Revista Letral (número 3, diciembre de 2009) con las contribuciones que leyeron en este encuentro los editores de Alfaguara, Pre-Textos, Páginas de Espuma e Iberoamericana/Vervuert.

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muy vinculada con las premisas transatlánticas), ya que funcionan como una suerte de laboratorio de la escritura. También es cierto que este género presenta grandes dificultades para su caracterización y abordaje, verbigracia la variedad de usos discursivos que la animan, la diversidad estilística, la pluralidad temática, ideológica y cultural de la que participan distintamente remitentes y destinatarios, o el despliegue diacrónico que ha comportado variaciones capitales (telegrama, cartas manuscritas, mecanografiadas, correo electrónico, redes sociales, etc.) en el tiempo. No obstante, todo ello no ha hecho sino intensificar y estimular la reflexión acerca de este tipo de escritura que se ha convertido en un reto crítico y teórico que felizmente se ha ido superando en los últimos decenios. Porque no hay que olvidar que la literatura hispánica no ha resultado ajena al sobresaliente desarrollo que están experimentado las escrituras autobiográficas: la inserción masiva de los epistolarios –diarios y memorias– en los circuitos de la industria editorial y su movilización predominante es consecuencia del creciente interés tanto del público lector como de la crítica literaria. Interés por el reverso íntimo de la escritura, por desentrañar su significación textual y social, por contextualizar las circunstancias de su gestación y las mediaciones socioculturales que han ido redefiniendo su recepción. De esta manera, la correspondencia entre autores de las dos orillas tiene un enorme potencial transatlántico que habría de revelar los contactos, diálogos y transferencias que han proferido las plumas de América con las españolas, y viceversa8. Es más, puede que ésta sea la prueba más fehaciente y palmaria de la caracterización transatlántica de la literatura hispánica. Aunque no hay que olvidar que la Corporación Acme suele fabricar productos de escasa fiabilidad, falsificaciones y apócrifos, que estallan estrepitosamente y del modo más inopinado9. La dinamita que portaba el navío corsario de Gombrowicz empezó a explotar hace tiempo, pero de forma desordenada y aislada. Entonces, quizás este nuevo mile-

8. Un primer intento de análisis del tema puede verse reflejado en Ana Gallego Cuiñas y Erika Martínez (eds.) (en prensa): Queridos todos: el intercambio epistolar transatlántico entre escritores hispanoamericanos y españoles del siglo XX. Frankfurt: Peter Lang. 9. Por ejemplo, el número 322 de la revista Quimera, de 2010, se dedicó al tema “Literatura y falsificación”: en él, asombrosamente, Vicente Luis Mora escribía y firmaba todos los artículos del monográfico bajo el nombre de diferentes críticos y escritores falsos.

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nio sea el momento más propicio para subir a este Trans-Atlántico pirata y (re)orientar esa “fuerte carga”, inventar nuevos explosivos, o tal vez, cambiar de marca.

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Mis estrictos contemporáneos. Una crónica personal JORGE CARRIÓN

I Son las siete y todavía faltan trece años para llegar a esta mañana de mayo, en que he madrugado para ir a la estación de Sants y subirme en un AVE con destino a Sevilla, donde esta tarde daré una conferencia. En el taxi pienso que si tuviera que escoger a los miembros de mi generación, serían sin duda Costa, Núria, Bibiana y Sofía. Nuestra amistad se remonta a la adolescencia. Sólo Costa y Sofía permanecen en sus ciudades de origen, Mataró y Alicante; Bibiana acaba de ser madre en Tel Aviv y Núria, después de varios años en Pequín y en Kabul, se ha instalado en Tánger. Los cinco nacimos en la España casi democrática de 1976; los cinco tenemos estudios universitarios; los cinco hemos viajado por países radicados en varios continentes. Por teléfono, por e-mail, en persona cuando es posible, charlo con ellos porque los quiero y porque me recuerdan quién soy, pues lo generacional tiene que ver con los afectos y con la identidad. Pero no necesariamente con lo nacional. Entre 1998 y 2005 frecuenté la redacción de la revista barcelonesa Lateral. Fue allí don-

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de conocí al colombiano Juan Gabriel Vásquez, al francés Mathias Enard, al español Juan Trejo, a los peruanos Gabriela Wiener y Jaime Rodríguez Z., entre tantos otros. No sé si en aquellos momentos éramos exactamente escritores; pero sí estoy seguro de que sabíamos que lo estábamos siendo, que lo íbamos a ser, que era una realidad inminente, porque leíamos y escribíamos sistemáticamente y no concebíamos futuro alguno que no pasara –indefectiblemente– por la lectura y la escritura. Tan fuerte como esa certeza era, intuyo, sabernos barceloneses. El llamado campus urbano de la Universidad Pompeu Fabra había favorecido en mí ese sentimiento –nunca completo– de pertenencia. Cuando llegué a Lateral, Eloy Fernández Porta, que es dos años mayor que yo, ya había abandonado sus páginas; cuando en 2003 dejé Barcelona, ya había introducido a Robert Juan-Cantavella en el equipo de la revista. Los tres nos habíamos conocido en la universidad. De mis años de licenciatura y doctorado podría enumerar muchos otros nombres, todos ellos importantes para mí, todos ellos generacionales. Si esto fuera una novela de Robert Bolaño, escribiría que fue entonces cuando los libros y la noche, en una ciudad hiperbólica y seductora, tejieron nuestros destinos en un tapiz que entonces nos parecía un taller de aprendices, una fiesta, un entrenamiento, un juego de niños. Si esto fuera un discurso como el que Bolaño pronunció en Sevilla en 2003, hablaría de nuestra relación con los grandes autores hispanoamericanos del siglo XX e incluso –como hizo el autor de Los detectives salvajes– buscaría mi propio lugar en la geopolítica literaria del Cono Sur. Pero esto no es una novela ni un discurso, sino una crónica sobre quienes, como yo, nacieron en los años setenta y decidieron con firmeza ser escritores. Sobre quienes en aquellos años coincidimos en Barcelona y sobre los que leí en mi misma lengua y conocí o no la otra orilla del Atlántico: mis estrictos contemporáneos.

II A menudo la crítica y la historia literarias se construyen desde la supuesta omisión del yo, la misma que predicó el periodismo hasta la llegada del New Journalism. La relación de un lector con una obra concreta es similar, por su fugacidad, a la de un reportero con una noticia particular; pero al igual que un periodista se inscribe

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en uno o más campos determinados, el lector literario profesional lo hace en uno o más sistemas de producción y de recepción, condicionados por sus relaciones personales. No hay más que leer con atención y con conocimiento de causa, por poner dos ejemplos recientes, el último tomo de la Historia de la literatura española, escrito por Jordi Gracia y Domingo Ródenas, donde se evidencian los gustos de los autores y sus filiaciones; o la Historia abreviada de la literatura argentina, de Martín Prieto, donde el hecho de que su autor sea de Rosario marca una clara distancia respecto a otras historias escritas desde la capital. Si el periodismo narrativo blanqueó la presencia de una mirada subjetiva en el relato de toda historia real, quién sabe si no tendremos que hablar en un futuro próximo de filología narrativa, en que hablar de uno mismo sea la vía más honesta para hablar de la vida y de la obra de los demás. Relatos con estructura y estilo literarios contados en primera persona, que revelaran la red social y el cuerpo de quien escribe. La narración personal del amor a la palabra escrita. Cuando en agosto de 2002, durante el primero de los cinco días de escala entre Sídney y Barcelona, entré en la Librería de Ávila, muy cerca del Colegio Nacional de Buenos Aires, de entre todos los libros de César Aira que allí había por alguna extraña razón escogí La villa. Hasta aquel momento no había leído nada de aquel autor, de quien sólo sabía que era la proverbial antítesis de Ricardo Piglia. Por la tarde, en un apartamento prestado, leí las primeras cincuenta páginas de aquella novela y decidí devolverla. Estaba mal escrita. Tal vez ése fue mi tercer encuentro crucial con la literatura argentina. Los dos primeros, a mediados de los noventa, fueron con Rayuela y con los cuentos y ensayos de Borges; aquel viaje pionero al Cono Sur era un efecto tardío de aquellas lecturas decisivas. Los siguientes autores habían llegado con naturalidad a mis lecturas: Macedonio Fernández, Alfredo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Silvina Ocampo, Juan José Saer, Rodrigo Fresán, el propio Piglia. Con ninguno de ellos había tenido yo la sensación de que no fueran parte de la misma tradición de Borges y Cortázar. Y ahora me encontraba de nuevo en la Librería de Ávila, improvisando una excusa para cambiar aquel libro incómodo, cuyo título persiste en mi memoria, eclipsando el título del libro por el que fue cambiado, sin saber qué pensar sobre aquella experiencia desconcertante. Supongo que para eso viajo. Mi último día en Argentina decidí que al año siguiente dejaría Barcelona y que me iría a dar la vuelta al mundo y que comenzaría el periplo en Buenos Aires. Supongo que aquella lectura fallida ha-

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bía puesto en marcha algún tipo de engranaje en mi cerebro, porque unos quince meses más tarde me cité con Aira en el barrio de Flores para entrevistarlo. Para entonces había leído La luz argentina y Un episodio en la vida del pintor viajero y, sobre todo, sus extraordinarios ensayos. Porque Aira es un escritor de ideas. Alejandra Pizarnik es una auténtica poética; y su Diccionario de autores latinoamericanos, que leí en la biblioteca pública de San Martín de los Andes, la construcción de su propia tradición. Aquel encuentro tuvo dos consecuencias principales: el descubrimiento de otra tradición de la literatura argentina (Roberto Arlt, Osvaldo Lamborghini, Fogwill, Alberto Laiseca, etc., de quienes sólo había leído textos aislados) y la pista hacia algunos de mis estrictos contemporáneos porteños. Al día siguiente fui a Belleza y Felicidad, la librería, galería y sede de la editorial Eloísa Cartonera: alrededor de una mesa, mientras se pasaban el mate, Washington Cucurto y Fernanda Laguna departían con un par de empleados cartoneros. Sin abrir la boca, curioseé durante un rato y compré libros (fotocopiados, con solapa de cartón). Cosa de negros podía leerse desde esa otra tradición de la literatura argentina, la tradición en cursiva, recién fertilizada con la savia de la inmigración de lo que los argentinos llaman los países limítrofes. La entrevista se publicó en Lateral. Le propuse a Mihály Des, su director, coordinar en la distancia el suplemento especial del siguiente verano: crónicas de viaje. Hasta entonces, mi relación con el periodismo narrativo se había reducido al New Journalism, a la sección de la revista que habíamos llamado “Sin ficción” y a los escritores más o menos cercanos que la nutrían (Charo González, Arcadi Espada, Juan Villoro); pero al instalarme en Buenos Aires leí dos libros que me abrieron nuevas perspectivas –perspectivas radicales– sobre el género. Larga distancia, de Martín Caparrós, y Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky. La otra literatura argentina, la que no era visible en España (o yo no había sabido ver), se me iba revelando. Supongo que su lectura, de hecho, me llevó al proyecto de relatos de no ficción sobre mi propio viaje que culminaría en La brújula. Con el objeto de invitarlos a que participaran en el especial del siguiente verano español, me cité con Caparrós y con el también cronista Juan Pablo Meneses. Durante los meses y años siguientes trabé relación con Edgardo Cozarinsky, con María Sonia Cristoff, con Graciela Speranza, con Osvaldo Aguirre, con Beatriz Sarlo, con Marcelo Cohen. Mientras que en Barcelona me relacionaba casi exclusivamente con mis estrictos contemporáneos, al parecer en Buenos Aires y en Rosario sólo iba a conversar con otras generaciones.

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A menudo me sorprendo enumerando los libros más importantes que leí durante aquellos años de vagabundeos por América Latina y de estancias prolongadas en Buenos Aires y en Rosario. Porque no todo fueron lecturas argentinas, aunque casi todo estuviera condicionado por el contexto argentino (sus editoriales, sus librerías, sus bibliotecas, las bibliotecas de las casas y hoteles donde me alojé): La Odisea, La montaña mágica, Lefeu o la demolición, Memorias de un antisemita, Vigilar y castigar, Viajes de Sarmiento, El astillero, Corazón tan blanco, El último confín de la tierra, el Quijote, Infancia en Berlín hacia 1900, El rojo y el negro, Nadie me verá llorar. Cada tres meses enviaba una caja llena de libros al domicilio de mis padres, donde mis estanterías pasaron los dos años de mi ausencia. Lo mismo hice durante los primeros seis meses de 2005, que pasé en Chicago: las novelas de Saul Bellow, los libros de Susan Sontag, los ensayos académicos sobre Sebald y los libros de historia del turismo, junto con centenares de fotocopias, fueron empaquetados y enviados a la dirección paterna. ¿Qué hacían mientras tanto mis estrictos contemporáneos del otro lado del Atlántico? Los largos e-mails que me enviaron en aquella época Robert, Eloy y Juan, al margen de las cuestiones personales, hablan de Proust fiction, Bibliografieras y El fin de la guerra fría, respectivamente. Aunque se acostumbre a decir que un escritor es su obra; yo diría que un escritor, al menos mientras esté vivo, es, sobre todo, sus proyectos. De los tres que acabo de citar, sólo el de Eloy no llegó a concretarse. Ahora me doy cuenta de que los años de mi viaje son los mismos en que se gestaron sus grandes ensayos posteriores. Una amiga me trajo desde Barcelona un ejemplar de Golpes. Ficciones de la crueldad social, la antología que Vicente Muñoz Álvarez y Eloy publicaron en 2006. Me fascinó la inteligencia del prólogo, que ahora veo como una semilla de Afterpop. Desde finales de los años noventa, Eloy había ido cartografiando la otra tradición de la literatura española, la tradición que venía de Juan Goytisolo y de Julián Ríos, que él leía en contrapunto a la americana (del norte y del sur); pero no fue hasta ver la nómina de los autores de Golpes cuando me di cuenta de ello y de los efectos que esa reivindicación podría llegar a tener. Recuerdo que busqué en Google a Manuel Vilas, en uno de los ordenadores de la biblioteca del Centro de Cultura Española de Buenos Aires, y que me sorprendió descubrir que Magia, publicada por DVD al igual que Golpes, estaba provocando un debate interesante en foros de discusión que yo desconocía por completo. Eloy defendía la obra de Vilas, de Juan Francisco Ferré o de Germán Sierra, es decir, de autores nacidos en

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los años sesenta, como haría años después con las de autores nacidos en los ochenta y los noventa; tal vez porque nadie había comprendido como él que el gusto y el canon se codifican según criterios generacionales y que era esa codificación la responsable de que en la España de mediados de la década pasada imperara la literatura realista, la narrativa sobre la Guerra Civil, el ensayo socialdemócrata, la poesía de la experiencia. Leí Los informantes, de Juan Gabriel, en un vuelo de Nueva York a Ciudad de Panamá. Me pareció una obra redonda, que demostraba que su autor había asumido como propias la maestría técnica y conceptual de Philip Roth, Ricardo Piglia y W. G. Sebald. Como tema central, la herencia. Cómo dialogar con nuestros padres; cómo interiorizar, cómo cuestionar su legado. Recuerdo que le mandé una carta manuscrita, felicitándolo por su novela. Pero durante los meses siguientes, mientras trabajaba en GR-83 y Viaje contra espacio una pregunta volvía a mí una y otra vez: ¿hasta qué punto se puede ser crítico con la herencia de nuestros padres sin problematizar las estructuras narrativas que nos han legado los escritores de esa generación? Años más tarde descubriría que mientras yo vivía en Rosario y preparaba mi viaje a México, es decir, en agosto de 2004, Agustín Fernández Mallo estaba leyendo “Brasilia es nombre de gata ciega” y el resto del suplemento de crónicas de viaje que había coordinado yo para Lateral, postrado en la cama de un hotel de Tailandia, donde comenzó a escribir el proyecto Nocilla. Para entonces, María Sonia Cristoff había seleccionado “Ciudad en formol”, otra de las crónicas de La brújula, para su antología Idea crónica (en la que yo era el único autor español). Y Hanna Grzimek había traducido “El Grito. Días extraños en territorio Neruda” al alemán. La brújula, que se había puesto en marcha en Buenos Aires a mediados de 2003, tras la lectura de Caparrós y de Cozarinsky, apuntaba en varias direcciones, secretamente complementarias.

III Mi regreso a Mataró, en agosto de 2005, estuvo marcado por el descubrimiento de los blogs y por la agonía de Lateral. Fue en Diario de lecturas donde conversé por primera vez con Germán Sierra (que vive en Santiago de Compostela), con Juan Francisco Ferré (Málaga),

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con Agustín (Palma de Mallorca) o con su administrador, Vicente Luis Mora (radicado entonces en Córdoba). La desaparición de Lateral coincidió con el agotamiento de la etapa de Fernando Valls y su equipo de la Universidad Autónoma de Barcelona al frente de la otra revista literaria de Barcelona, Quimera, cuya redacción –casualmente– se encuentra en Mataró. A principios del año siguiente, Llucia Ramis, por entonces su redactora, nos convocó a Juan, a Jaime y a mí como posibles sucesores de Valls en la dirección del proyecto. Lo asumimos con la voluntad de renovar la imagen de la revista, que durante los últimos años se había vinculado sobre todo con la filología hispánica, con las siguientes líneas de actuación: vindicación de la narrativa expandida (la literatura en relación con otros tipos de escritura: el cómic, el cine, las teleseries, el arte contemporáneo), exploración de las corrientes más interesantes de la literatura internacional (con énfasis en la latinoamericana) y generación de espacios donde dar visibilidad a las poéticas españolas que prácticamente no la tenían (desde Antonio Orejudo hasta lo que después Eloy llamaría el afterpop). Yo tenía en mente las dos revistas que había seguido durante mis años argentinos: Punto de vista, cuya voz más reconocible era la de Beatriz, y Otra parte, dirigida por Graciela y Marcelo. Era importante la creación de zonas de diálogo entre tradiciones y generaciones distintas, con un fuerte componente crítico. Y destacar en portada a los autores canónicos que mejor representaban esa literatura plural y crítica que sintonizaba con los traumas y la tecnología de nuestra época. Entre los primeros dossieres que impulsamos estuvieron los de Juan Gelman, W. G. Sebald, Antonio Gamoneda, Ricardo Piglia y J. G. Ballard. Como coordinador de las páginas de reseñas, me pareció importante incorporar al proyecto a críticos que no estaban vinculados a ninguna publicación de alcance nacional, como Vicente, y a colaboradores que escribieran desde la otra orilla, como Jimena Néspolo, que durante un par de años fue la crítica de literatura argentina de la revista. Curiosamente, conocí a Matías Néspolo, que vive en Cataluña desde hace años, a través de su hermana, que reside en Buenos Aires. Entre ambos me convencieron para que publicáramos en Quimera el prólogo/manifiesto del proyecto Los heraldos negros (antes, Jimena había publicado el artículo “Antonio Di Benedetto: heraldo de la nueva literatura argentina”), acompañado de un intercambio de e-mails entre Andrés Neuman y el propio Matías. Se trataba de la respuesta, aún sin editor definitivo, a otra antología de jóvenes es-

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critores argentinos, La joven guardia, editada por Maximiliano Tomas (a quien, por cierto, conocí en 2008 y frecuenté durante el curso que pasó en Barcelona, como alumno de un máster en periodismo narrativo). Jimena, Matías y Maxi: al parecer, finalmente, había encontrado interlocutores argentinos nacidos en los setenta. En aquella misma época, además, leí Una puta mierda, de Patricio Pron, que reseñé en ABCD. Enseguida le abrí las puertas de Quimera (lo primero que publicamos suyo fueron sendos artículos sobre Copi y sobre literatura alemana contemporánea) y lo presenté en otros medios donde yo colaboraba. Porque he tratado siempre de tender puentes entre las dos orillas cuando se trata de autores que me parecen valiosos: por eso he apoyado la obra del mexicano Antonio Ortuño, de los venezolanos Rodrigo Blanco y Willy McKey, del boliviano Rodrigo Hasbún o de los argentinos Iosi Habilio, Pablo Kanchadjian o la propia Jimena. Por eso construí el volumen colectivo El lugar de Piglia. Crítica sin ficción como un mapa internacional que rastreara, mediante la confluencia de voces muy diversas, de países y generaciones distintas, las lecturas que habían ido formando los estratos de la recepción del escritor argentino. No me interesa el intercambio epistolar como lo practicó, por ejemplo, Camilo José Cela, es decir, como una expansión del ego y como una estrategia para medrar. No hay más que leer los epistolarios de algunos de los más insignes escritores del siglo pasado para percatarse de que ésa es la norma. Lo he tenido fácil para escapar de ella, porque soy un pésimo corresponsal: mis e-mails acostumbran a ser telegráficos y no prodigo el elogio. Excepto en contadas ocasiones –cuando la conversación lleva a la amistad–, me interesa menos la relación personal que el intercambio de información que significa. De lecturas. Aspiro a que mi cultura literaria sea una red con el mayor número de nodos posible. Por eso mantengo un blog y un perfil en Facebook: como formas de apertura al otro. En Redes complejas. Del genoma a Internet, Ricard Solé analiza el caso de Wordnet, una base de datos semántica que comenzó a construirse en 1985, y llega a la conclusión de que su clave son las palabras polisémicas, pues permiten la conexión de “grupos de elementos en principio poco relacionados entre sí”. Más allá de posibles efectos positivos en los nodos de mi red, ahora me doy cuenta, mientras el tren avanza hacia el Sur, de que el gran beneficiado he sido siempre yo: si llegué a la escritura de Los muertos, por ejemplo, es porque decenas de personas me aconsejaron, con mayor o menor vehemencia, decenas de lecturas y, gracias a esa abundancia de estímulos,

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algunas se convertirían en fundamentales (Blade runner, Adormidera y memoria, Poesía contra poesía, Libro de los Pasajes, Respiración artificial, Austerlitz, Los Soprano,Véase: amor, Watchmen…). Después de intercambiarnos algunos e-mails, conocí a Patricio en Madrid, en febrero de 2008. Visitamos juntos una exposición de Horacio Coppola en la Fundación Telefónica. Recuerdo que a los pocos minutos ya me contó que él no tenía memoria, que los fármacos que debía tomar hacían que no se acordara de los libros que había leído o de las conversaciones que había mantenido y que por eso llevaba aquellas libretitas negras, el diario cotidiano de sus vivencias.Yo había sido invitado a moderar una mesa redonda en Casa América sobre Ricardo Piglia y él me acompañó. Regresé a Barcelona a la mañana siguiente; pero creo recordar que él, con el objeto de escribir una crónica para La capital de Rosario, fue a todos los actos de la semana. La reseña de mi libro Australia. Un viaje que publicó en su blog me hizo creer que, en efecto, había encontrado un escritor argentino de mi generación que pudiera ser mi interlocutor. Para entonces acababa de publicarse Mutantes. Narrativa española de última generación en Berenice, la misma editorial que había publicado mis dos libros de viaje y que, con Javier Fernández al frente, se había convertido en el sello de referencia en literatura española junto con DVD. En realidad, la antología había sido recopilada por Julio Ortega y Juan Francisco Ferré para Fondo de Cultura Económica de México y tenía más sentido en ese otro contexto. Pese a su carácter nacional, el hecho de que hubiera en ella textos de veinte autores de distintas edades y estéticas la convertía en un muestrario bastante representativo de las últimas tendencias narrativas. Desde mi regreso a Mataró, combinaba la docencia con el ejercicio de la crítica, la codirección de Quimera, la escritura creativa y los viajes. Entre 2006 y 2009 estuve tres veces en Oriente Medio, en Argentina en un par de ocasiones, viajé por tierra desde Venecia hasta Estambul y desde Buenos Aires hasta Lima. A principios de 2008, caminando por un parque natural de Jordania, se me ocurrieron la trama y la estructura de Los muertos. Comencé a escribir la novela aquella misma tarde. Continué en casa y en casas prestadas y en nuevos hoteles, durante los meses siguiente. En septiembre, los diez días que pasé en Mallorca escribiéndola tuvieron como contrapunto el cruce de cartas con Gonzalo Garcés. A raíz de un artículo suyo publicado en “Babelia”, en que enfatizaba los malentendidos entre la literatura argentina y la española, yo le respondí en mi blog con una carta abierta en que trataba de defender la necesidad de es-

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tablecer puentes entre los distintos países latinoamericanos. Para él la literatura es un arte de la diferencia; para mí, tanto de la inclusión como de la crítica. La relectura de esas cartas, dos años y medio después, demuestran que nos atrincheramos en nuestras posiciones (y en nuestros egos) y que no fuimos capaces de avanzar hacia el lugar del otro (algo que, por otro lado, estaba claro en su postura inicial). Jimena Néspolo me escribió un e-mail en que hablaba de la teoría del puente contra la teoría del puñal.

IV Los heraldos negros se convirtió finalmente en La erótica del relato. Publicada en 2009, se revelaba, tardíamente, como la respuesta a las preguntas que Maxi se formulaba en el prólogo –fechado en junio de 2005– de La joven guardia: “¿Existe una nueva generación de narradores argentinos? ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que escriben?”. La respuesta, por supuesto, era indirecta y complementaria, porque lo que Matías y Jimena se habían propuesto hacer era dar a conocer la nómina de autores no incluidos por Maxi en su volumen. La otra nómina. Sólo dos autores están en ambos libros: Andrés Neuman y Patricio Pron. Me viene ahora a la memoria el subtítulo de la antología que publicó Héctor Libertella en 1997, 11 relatos argentinos del siglo XX (una antología alternativa). Esa dinámica casi hegeliana, en que algo se afirma a través de la negación o el complemento de lo otro, sin duda es una constante en la historia literaria. Explícita o implícitamente, una poética se opone a algunas de sus contemporáneas y se alía con otras. Como el canon, las oposiciones y las alianzas son vibrátiles, movedizas. En el volumen colectivo Odio Barcelona, que apareció el año anterior, me sorprendió encontrar estas palabras en el texto de Matías: “Para no mentar la última novelita del llamado grupo Nocilla –última en el sentido cualitativo. Con todos sus vicios y escasos méritos, si es que tiene algunos–. Y evito a conciencia la palabra generación –tan apreciada por los suplementos y las revistas literarias– porque sospecho que lo de la Nocilla no es más que una moda. A lo sumo, una tendencia estética de temporada, a riesgo de que se agote con las rebajas de la próxima liquidación”. Me sorprendió porque era obvio que La erótica del relato sí era una intervención llevada a cabo por un grupo cerrado de escritores argentinos, pero Matías sabía que lo

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que la prensa llamó la generación Nocilla era en realidad un movimiento abierto y que nadie se ponía de acuerdo sobre sus supuestos integrantes. “Abrimos fuego”, se lee al final del manifiesto que firman Los Heraldos. Con la distancia de los años, interpreto aquella intervención crítica en la escena española en relación con la inminencia de la publicación de su primera novela, porque desde 2009 se ha vuelto bastante común que los escritores menores de cuarenta años que publican en España su primera novela se posicionen en contra de ese ente inconcreto, casi abstracto, llamado generación Nocilla. Así, el colombiano Juan Sebastián Cárdenas dijo: “Ahí no hay nada nuevo ni experimental. Cuando lees la vanguardia de los años veinte y treinta y alguien te dice que está haciendo algo nuevo...”. Y el español Carlos Pardo, también mi estricto contemporáneo, declaró: “Que digan que hay que acabar con Galdós y el realismo demuestra su ignorancia. La verdadera experimentación de la literatura no está en los mutantes, que en el fondo solo repiten fórmulas. Está en una lectura de la tradición no canónica”. Está claro que se postula como alternativo de una tradición alternativa. Matías puso en conversación el relato de malevos porteños con Moby Dick en Siete maneras de matar un gato, su primera novela. La larga sombra de Melville. Los días 27 y 28 de noviembre de ese mismo 2009 se celebró en La Casa Encendida de Madrid el encuentro Reiniciando el monstruo, que proseguía en la línea de los dos congresos Neo3 organizados por Eloy en Barcelona en años anteriores, pero sin la participación de artistas visuales. Me volvió a incomodar que la nómina fuera exclusivamente española. Para entonces ya había leído Twistanschauung, escrito en catalán y en castellano por Víctor García Tur, el mexicano radicado en Madrid Federico Guzmán Rubio estaba a punto de publicar Los andantes y vería pronto la luz la novela Fiesta en la madriguera, del mexicano afincado en Barcelona Juan Pablo Villalobos y consideraba que todos esos autores, y tantos otros, debían convivir en cualquier encuentro de literatura mutante. El único invitado cuyo origen no era español era Doménico Chiappe. A los pocos días, Vicente publicó en su blog el texto “Distancia”. En él se podían leer que había decidido distanciarse de los mutantes por dos razones: “La primera es que me he dado cuenta de que no soy agrupable, de que me resulta muy difícil como creador (y como crítico) mantenerme dentro de una relación grupal. Es un defecto mío, una incapacidad, pero soy así y me temo que me he estado engañando al respecto. La segunda razón sería una creciente incomo-

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didad. De un tiempo a esta parte tengo la sensación de llevar puesto un uniforme muy ajustado, un traje que me aprieta en exceso. El overol mutante no me permite ejecutar movimientos que antes me resultaban fáciles”. Una y otra vez el texto insiste en la existencia de un grupo: hasta en diecinueve ocasiones es repetida esa palabra. Lo leí dos veces seguidas, atónito. Busqué los e-mails que me había escrito durante los últimos años. Volví a leer el texto. Intercambié con él algunos correos, en que le comunicaba mi sorpresa ante aquella confesión pública que no venía a cuento y que, además, mostraba una visión equivocada de un fenómeno que jamás había tenido una nómina cerrada, ni había sido grupal, ni siquiera generacional (pues en él convivían escritores nacidos en los sesenta y en los setenta, en franco diálogo con autores de los ochenta). Supuse que, por la lejanía de su residencia en Alburquerque, que hacía que su contacto con la realidad literaria española fuera sobre todo virtual, Vicente se había convencido durante los últimos años de que los destinatarios de aquellos e-mails que él mismo seleccionaba de su lista de contactos éramos en realidad un grupo. Porque revisando las listas de autores que había difundido la prensa (en que se suman unos veinticinco nombres), el índice de Mutantes (veinte) o los invitados a los distintos “congresos de nueva literatura española” que se habían producido hasta entonces (unos treinta y cinco autores) estaba claro que no existía. Aunque en mi vida cotidiana en Barcelona, desde 2005, mis interlocutores del mundo cultural fueran, sobre todo, Juan, Eloy, Jaime, Gabi, Mathias, Robert y otros amigos del círculo Lateral que también colaboraban en el proyecto Quimera (como Lluís Alabern, Anna Juan-Cantavella o Pierre Marques), cuya codirección yo dejé entonces después de tres años de intenso trabajo no remunerado, sentí que Vicente me estaba imponiendo –desde los Estados Unidos– un rol que no sólo me era incómodo, sino que además era falso. Yo tenía y sigo teniendo una relación muy cordial con Agustín, Germán, Mario Cuenca Sandoval, Lolita Bosch, Javier Moreno, Juan Francisco Ferré, Mercedes Cebrián, Óscar Gual, Álvaro Colomer y tantos otros escritores, de origen español y de otros orígenes, con los vaivenes propios de la vida (viajes, libros, e-mails, tiempo); pero era falsear los hechos afirmar o insinuar que existía un grupo cerrado, una nómina fija, de autores mutantes. Desde mi punto de vista, lo afterpop (y mi nombre no aparece en el prólogo del libro de Eloy) es un lugar de lectura sin ningún tipo de límite. Desde él se pueden proponer lecturas muy interesantes de obras de muchísimos escri-

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tores nacidos en los setenta, además de los que ha he mencionado, como los argentinos J. P. Zoey, Pola Olixarac o Félix Bruzzone, de la chilena Claudia Apablaza, del venezolano Willy McKey, del mexicano Carlos Velázquez y de muchos autores españoles. Los trailers que de mi novela Los muertos hizo el videoartista Sergio Espín provocaron una pequeña conmoción en el mundo cultural español. Ignacio Echevarría escribió: “Carrión pertenece a una promoción de escritores que han descubierto con varias décadas de retraso la intertextualidad, la labilidad genérica, el fragmentarismo, la cultura pop, el mestizaje, el nomadismo y otros muchos aspectos que son invocados últimamente, y saludados, como novedades. Lo específico de estos escritores, sin embargo, no es nada de eso sino el hecho de haberse construido como tales en un medio que potencia, por medio de las llamadas redes sociales, la desinhibición, y disfraza como estrategias de comunicación lo que no dejan de ser, cualquiera sea el circuito considerado, estrategias comerciales más o menos intencionadas”. Javier Marías: “Se ha equivocado de arte y remeda series de televisión o cómics creyendo que con eso inaugura una nueva literatura, cuando no está entregando más que obras deudoras y epigonales”. Vicente Verdú: “Los casos de novelas sin mayor fin que crear sudokus o sucesivos Macguffins, señuelos falsos al estilo de la serie Perdidos y que no llevan a nada ni a nadie: sólo tratan de viajar por el mismo laberinto donde la narración se extravía y la literatura –o lo que sea– desaparece sin honor. Perdidos los autores, envejecidos y cansados los lectores, ahora llega incluso a suceder que los libros se promocionan en la red mediante el llamado ‘book clip’, un trailer de la obra escrita al estilo del trailer del cine o del telefilme“. Afortunadamente, esa lectura sesgada y malintencionada fue contrapesada por otras que vieron en la novela la experimentación puesta al servicio de la crítica de ciertas políticas y relatos de la memoria histórica. Pero el e-mail de Patricio fue explícito: “Me ha dejado muchos interrogantes, lo que es bueno y malo a la vez. Me ha sorprendido su carencia de lo que uno podría llamar literariedad, que es el criterio con el que yo leo las obras de ficción; al carecer de ella, el libro plantea una dificultad y un desafío, y yo no creo haber estado a la altura de él. Mi falta de interés absoluta en cosas como Lost o The Wire hizo el resto; supongo que simplemente no lo he pillado. Ahora bien, a mí me parece que este podría ser un buen punto de partida para una conversación, pública o no“. Durante la promoción de la novela, quedé con él en Madrid para hablar en persona sobre su lec-

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tura. Cuando nos despedimos, pensé que, desde nuestras posiciones respectivas, lo habíamos conseguido; pero no fue así. No escribió sobre Los muertos, pero a partir de entonces fue realizando todo tipo de comentarios despectivos sobre elementos constitutivos de la novela. En abril publicó una larga reseña en Revista de Libros sobre el proyecto Nocilla de Agustín con el título “La vieja aspiración a la novedad” en que se leía: “Un grupo de escritores nacidos principalmente en la década de 1970 y unidos por relaciones de amistad y de intercambio intelectual y por una estrategia de intervención colectiva en el mercado literario”. Como siempre, no se dan datos concretos: de quién se está hablando y, sobre todo, de qué obras se está hablando. Agustín, por cierto, nació en 1967. Busco en el diccionario la palabra grupo: “pluralidad de seres o cosas que forman un conjunto, material o mentalmente considerado”. Aquel mismo mes Vicente publicó su novela Alba Cromm. En dos años, mi intercambio intelectual, por e-mail, por teléfono o en persona, había sido mucho mayor con Patricio que, por ejemplo, con Germán Sierra (1960) o Juan Francisco Ferré (1962). Está claro que mi proyecto de crear una red abierta de jóvenes autores hispanoamericanos había fracasado. Con suerte, iría creciendo la red, en direcciones inesperadas. Pero cada vez éramos menos jóvenes y, sobre todo, cada vez pesan más las decepciones.

V En julio de 2010 Eloy, Agustín y yo fuimos a Buenos Aires invitados por el Centro de Cultura Española. Durante aquellos días leí con fervor Los topos, de Félix Bruzzone, y conversé fugazmente con él en La Giralda (su lectura completaba la de otra potente novela política, Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac). Otro día, quedé con Gonzalo Garcés en otra cafetería de Corrientes. Edgardo Cozarinsky nos llevó a una milonga gay; Margarita y Martín nos invitaron a su casa de Tigre; Maxi y Mana nos invitaron a almorzar cerca del Río de la Plata; Nora y Martín nos obsequiaron con un locro en La Boca; Graciela y Marcelo nos invitaron a cenar en Palermo. A solas, como hacemos siempre que voy a Buenos Aires, Beatriz Sarlo y yo nos citamos en un viejo restaurante porteño de ascendencia italiana, y hablamos de las lecturas recientes, de tenis y de la vida intelectual de los cafés de Corrientes.

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Las relaciones siempre son múltiples. La autobiografía nunca es justa. La memoria siempre oculta datos. La escritura nunca es exhaustiva. Los mapas siempre son incompletos. No obstante, esta crónica quiere darle un sentido a la multiplicidad; ser personal y no obstante justa; mostrar datos; dibujar, por escrito, una cartografía lo más completa posible de mi vida intelectual entre dos países. Alguien de Duomo Ediciones, del equipo de Granta en español, me escribió a finales de marzo de 2010 para preguntarme por qué no me había presentado a la convocatoria para el número 11, que llevaría por título Los mejores narradores jóvenes en español (es decir, mis estrictos contemporáneos). Absorbido por mis clases, la promoción de Los muertos y la escritura de Los huérfanos, no me había enterado de semejante convocatoria. Lo primero que hice fue enviar un e-mail a mis estrictos contemporáneos de ambas orillas del Atlántico, comunicándoles la noticia: para mi sorpresa, todos ellos estaban al corriente y se habían presentado, directamente o a través de sus editores o agentes. Hice que Mondadori les enviara un ejemplar de mi novela. El 1 de octubre se hizo pública la selección. Tres escritores argentinos radicados en España: Andrés Neuman, Matías Néspolo y Patricio Pron. Y escritores españoles seleccionados: Alberto Olmos, Elvira Navarro, Sònia Hernández, Pablo Gutiérrez, Andrés Barba y Javier Montes. En el prólogo se hacían explícitas las razones de la exclusión de Robert y de mí (y de Mario Cuenca Sandoval y Óscar Gual y tantos otros): el fantasma de Nocilla volvía a hacerse presente; en esta ocasión, Valerie Miles y Aurelio Major le adjudicaban incluso un manifiesto que no existe. En el texto también había un alegato en contra del ruido de las bitácoras y de las redes sociales, pero desde entonces los editores de Granta no han cesado de escribir en el blog de la editorial y en Facebook sobre la promoción internacional del número y sobre los autores seleccionados que han sido posteriormente publicados por la editorial que dirigen. A principios de 2011, Robert, Juan, Jaime, Pierre, Mathias y yo nos fuimos a pasar un fin de semana a la casa que Mathias acababa de alquilar en los Pirineos. Después del asado, el vino y el café, nos pasamos la tarde discutiendo sobre un proyecto al que volvemos recurrentemente desde diciembre de 2005: un libro de homenaje a Lateral. Junto a los nombres de las personas que se vincularon al proyecto de Mihály Des en su primera etapa, surgieron los de nuestros contemporáneos, esa red de caminos que se bifurcan: Ramón González Férriz (que lleva muchos años ya en Madrid), Laura Alzubide (que vive en Lima), Daniel Attala (que da clases en Francia), Marta Rebón (nómada siste-

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mática y traductora del ruso), Eusebio Lahoz (que vive entre Francia, Madrid y la Alpujarra), Valentina Lijman (que se radicó en París), Tamara Villoslada (que regresó a Córdoba, Argentina) y los barceloneses, de orígenes dispares, Leonardo Valencia, Charo González, Juan Gabriel Vásquez o Gabriela Wiener, entre tantos otros. A medianoche dábamos cuenta de la segunda parrillada y después llegaron los gin-tonics. Los últimos en irnos a dormir fuimos Mathias y yo. Él acababa de leer Teleshakespeare y sostenía que era un buen libro con un efecto indeseable, si lo que queríamos era “defender la literatura, pues provoca que quieras ver más televisión”. No sé cómo la conversación, excitada por el alcohol, nos llevó a los modos en que un libro se legitima y es legitimado. “Tus novelas son excelentes”, le dije, “pero al invocar La Iliada, Cervantes o Miguel Ángel, las estás apuntalando sobre unas marcas muy prestigiadas por la tradición, no hay riesgo en ello, es una apuesta segura”. Y así llegamos al día de hoy. He madrugado. ¿Qué hacen ahora mismo mis estrictos contemporáneos? A algunos he dejado de leerlos, como tal vez hayan hecho ellos conmigo. Con muchos perdí el contacto; surgieron nuevos. Nada que no se parezca demasiado al mecanismo de la vida. Gonzalo Garcés acaba de mudarse a Barcelona. Sigo con atención sus ensayos en prensa, pero todavía no he leído ni un solo libro suyo. Siempre recuerdo aquellas palabras de Paul Celan: “La lectura no se impone, se expone”. He tardado ocho años en saber que Cristina Rivera Garza estuvo en el encuentro de Sevilla en 2003 y que polemizó con Bolaño sobre la importancia de Internet para la literatura, que el chileno veía como una moda pasajera. Durante este tiempo ha ido creciendo el mito de “Sevilla me mata”, por la inminente muerte de su autor, mientras que el texto de Cristina permanecía secreto, aguardando el momento de emerger como la alternativa que realmente es, el relato de un futuro que está llegando. En el quiosco de la estación de Sants veo la portada del número de Quimera de este mes: el rostro de Mathias, de perfil, es apuntado por el dedo de Miguel Ángel. Compro El País y ABC, como cada sábado: la portada de “Babelia” está dedicada a Juan Gabriel, que acaba de publicar Cosas que no hacen ruido al caer, el último Premio Alfaguara de novela, que llevo en mi maleta. A las ocho y cuarto parte el AVE y empiezo a leer El espíritu de mis padres sigue subiendo con la lluvia, la nueva novela de Patricio: “Entre marzo o abril de 2000 y agosto de 2008, ocho años en los que viajé y

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escribí artículos y viví en Alemania, el consumo de ciertas drogas hizo que perdiera casi por completo la memoria”. En la novela se citan una y otra vez los nombres de Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, como si fueran la cara y la cruz de la literatura argentina contemporánea. Aparecen también muchos nombres de escritores y muchos títulos de libros. En cambio, el narrador se cruza en el aeropuerto con Maradona pero no menciona su nombre (su marca). En cambio, las canciones y los discos no tienen autor ni título. En cambio, las películas que se invocan y se describen no son identificadas. Mañana, camino de Tánger, leeré la novela de Juan Gabriel. Y me daré cuenta de que, aunque con Los informantes me sentí parte de su misma generación, a él en realidad sólo le interesa su generación colombiana, como a Patricio le interesa la argentina; y a mí, la generación que tal vez conformamos Costa, Núria, Bibiana, Sofía y yo. Pero todavía estoy en el AVE. Han tenido que pasar al menos trece años para que llegue este momento. Me dirijo a Sevilla, donde a las siete hablaré sobre la ficción cuántica. A las ocho, será Vicente quien pronuncie una conferencia. No deja de maravillarme que la persona que hace trece años llamaba a la puerta de la redacción de Lateral sea la misma que evoca ahora públicamente aquellos años, por escrito o a viva voz. Me rodean los jugadores del equipo B de balonmano del Barça. Mañana me iré a Tánger: tengo ganas de que Núria me enseñe la ciudad, de reescribir aquellas horas que pasé en ella hace ya ocho años. El viernes volaré a Alicante: Sofía me explicará la ruta por Australia de su viaje de bodas. Mi mirada bascula entre el televisor, donde se proyecta Copia certificada, de Kiarostami, y el ordenador portátil de uno de los jugadores, en cuya pantalla se suceden partidos grabados. Durante un rato he creído que eran partidos de su inminente rival sevillano, pero finalmente me he dado cuenta de que se trata de los entrenamientos propios. En esas imágenes que se repiten ambos equipos, por tanto, están conformados por jugadores que se conocen, que tal vez sean amigos, que tratan de dar lo mejor de sí, de meter goles, de dejarse la piel defendiendo, de alcanzar la excelencia; pero no están compitiendo de verdad, aunque tampoco jueguen de mentira, simplemente están entrenando, cansándose, perfeccionando su técnica, practicando las jugadas, memorizando los esquemas defensivos y ofensivos, sudando, a la espera del momento definitivo. Barcelona-Sevilla-Tánger

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Sobre los autores PABLO BRESCIA es profesor de Literatura Latinoamericana en la University of South Florida y escritor. Además, es autor de Modelos y prácticas cuento en el cuento hispanoamericano. Arreola, Borges, Cortázar (2011) y ha participado como autor y coeditor de varios libros, entre ellos Borges múltiple: cuentos y ensayos de cuentistas (1999) y El ojo en el caleidoscopio: las colecciones de textos integrados en la literatura latinoamericana (2006). Ha publicado también ficción: La apariencia de las cosas (cuentos, 1997) y Fuera de lugar (cuentos, 2012), y sus relatos más recientes han aparecido en revistas literarias y antologías de Cuba, España, Estados Unidos y México. JORGE CARRIÓN combina su carrera literaria con la académica, ejerciendo como profesor de Literatura Contemporánea y Escritura Creativa en la Universidad Pompeu Fabra. Ha participado en la dirección y redacción de revistas como Lateral o Quimera y sus críticas literarias aparecen en el suplemento cultural del ABC, “ABCD”. Ha publicado tanto libros de viajes –Australia, un viaje o Norte es Sur. Crónicas americanas, entre otros– como ensayos –Viaje contra Espacio. Juan Goytisolo y W. G. Sebald o Teleshakespeare– y narrativa, Los muertos. MARCELO COHEN nació en Buenos Aires en 1951. Entre 1975 y 1996 vivió en Barcelona. Ha traducido más de 40 libros de ensayo y literatura, del inglés, el francés, el italiano, el portugués y el catalán. Publicó, entre otras, las novelas El país de la dama eléctrica, El Testamento de O’Jaral, Inolvidables veladas, Hombres amables, Donde yo no estaba y En casa de Ottro. También es autor de varias colecciones de relatos como El instrumento más caro de la tierra y de la recopilación de ensayos Realmente fantástico.

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CHRISTIAN ESTRADE nació en Buenos Aires en 1973. Es profesor titular de Literatura Latinoamericana en la Université de Toulouse-Le Mirail, donde también imparte clases de Historia y de Traducción. Después de doctorarse en Francia, realizó una estancia posdoctoral en el IASH de la University of Edimburg. Es autor de un libro de teoría literaria, La ficción en su borde, sobre la nota al pie en la ficción, y está terminando un ensayo sobre diarios de escritores latinoamericanos. ELOY FERNÁNDEZ PORTA es profesor de la Universitat Pompeu Fabra y colaborador de diversos medios y revistas culturales. Ha publicado relatos y ensayos destacados, como Afterpop. La literatura de la implosión mediática; Homo Sampler, que fue escogido como ensayo del año por la revista Quimera; y Eros, la superproducción de los afectos, que ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2010. JUAN FRANCISCO FERRÉ es escritor y crítico literario. Es doctor en Filología Hispánica. Entre 2005 y 2012 ejerce como profesor invitado e investigador en la Brown University. Es autor de las antologías El Quijote. Instrucciones de uso (2005) y Mutantes (2007), en colaboración con Julio Ortega. Ha publicado la colección de relatos Metamorfosis® (2006) y las novelas La vuelta al mundo (2002), I love you Sade (2003) y La fiesta del asno (2005). Asimismo, publicó el libro de estudios literarios Mímesis y simulacro. Ensayos sobre la realidad (Del Marqués de Sade a David Foster Wallace). Su última novela, Providence, fue Finalista del Premio Herralde en 2009. ROBERTO FERRO es escritor y crítico literario. Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, es profesor e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras. Ha dictado cursos y seminarios de posgrado en Venezuela, México, Francia e Italia. Forma parte del Consejo de Redacción de numerosas revistas académicas y literarias. Entre sus libros publicados están: El asesino tiene quien le escriba, Lectura (h)errada con Jacques Derrida, El lector apócrifo, La ficción. Un caso de sonambulismo teórico, Línea de flotación y Onetti. La fundación imaginada. Hacia fines de 2011, presentó su primera obra de ficción El otro Joyce. RODRIGO FRESÁN es escritor y periodista nacido en Buenos Aires, aunque actualmente vive en España. Su primera obra, Historia Argentina, un libro de cuentos, fue elegida por la crítica como la “revelación narrativa” de 1991. Más tarde publicó un compendio de na-

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rraciones cortas como Vidas de santos (1993), Trabajos manuales (1994) y Esperanto (1995); así como las novelas La velocidad de las cosas (1998), Mantra (2002), Jardines de Kensington (2003) y El fondo del cielo (2009). ANA GALLEGO CUIÑAS es profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada. Doctora en Filología Hispánica y licenciada en Antropología Social y Cultural por esta misma universidad, ha sido investigadora invitada en UCLA, Princeton University, Université de Paris Sorbonne, Universidad de Buenos Aires y Yale University. Ha dictado varias conferencias e impartido cursos de doctorado y seminarios en EE UU y Francia. Ha escrito los siguientes libros: Trujillo: el fantasma y sus escritores. Historia de la novela del trujillato (2006), La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa (2007); y, en colaboración, Juegos de manos. Antología de la poesía hispanoamericana de mitad del siglo XX (2008) y De Gabo a Mario. La estirpe del boom (2009). Ha publicado artículos sobre novela del trujillato, literatura peruana, narrativa rioplatense contemporánea, mercado editorial y epistolarios en revistas de reconocido prestigio internacional. Asimismo, es especialista en estudios trasatlánticos de literatura, investigadora principal del Proyecto I+D LETRAL y editora de la revista homónima. JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ ÁLVAREZ, doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Salamanca, es autor de dos monografías: En los bordes fluidos. Formas híbridas y autoficción en la escritura de Ricardo Piglia (2009) y El cálamo centenario: cinco asedios a la literatura argentina (1910-2010) (2012). Además, ha publicado numerosos artículos y capítulos de libro en torno a escritores latinoamericanos en revistas académicas especializadas de EE UU, Francia, Italia, Alemania, Portugal, España, Venezuela y Chile. REINALDO LADDAGA nació en Rosario en 1963. Es doctor en Filosofía por la New York University y, actualmente, profesor en la University of Pennsylvania. Ha enseñado en distintas universidades y es autor de obras como: La euforia de Baltasar Brum (1999), Literaturas indigentes y placeres bajos. Felisberto Hernández,Virgilio Piñera, Juan Rodolfo Wilcock (2000), Estética de la emergencia (2006), Espectáculos de realidad (2007), Estética de laboratorio (2010) y Un prólogo a los libros de mi padre (2011). ERIKA MARTÍNEZ es doctora en Filología Hispánica y licenciada en Teoría de la Literatura. Su primer libro de poemas, Color carne (2009) fue galardonado con el Premio de Poesía Joven Radio Na-

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cional de España. Ha publicado, además, el libro de aforismos Lenguaraz (2011). Como editora, ha preparado los volúmenes Quiroga íntimo (2010), La voz en bandolera (2007; antología de la poeta argentina Diana Bellessi) y Me incitó el espejo (2010; antología del poeta chileno David Rosenmann-Taub), junto con Álvaro Salvador. DANIEL MESA GANCEDO es profesor titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Zaragoza. Entre sus numerosas publicaciones destacan las monografías: Novísima relación. Narrativa amerispánica actual (2012), Ricardo Piglia: la escritura y el nuevo arte de la sospecha (2006), Extraños semejantes. El personaje artificial y el artefacto narrativo en la literatura hispanoamericana (2002), La apertura órfica. Hacia el sentido de la poesía de Julio Cortázar (1999), La emergencia de la escritura. Para una poética de la poesía cortazariana (1998). JESÚS MONTOYA JUÁREZ es investigador y profesor en la Universidad de Murcia. Ha coeditado los libros Entre lo local y lo global. Miradas oblicuas en la narrativa latinoamericana contemporánea (2008), Narrativas latinoamericanas para el siglo XXI: nuevos enfoques y territorios (2010) y Literatura más allá de la nación: de lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI (2011). Asimismo, ha publicado artículos de crítica literaria en libros colectivos y publicaciones especializadas de Estados Unidos, América Latina y Europa. Ha sido investigador visitante en las universidades de Buenos Aires, Paul Valéry de Montpellier, Duke y la Université de Paris Sorbonne. VICENTE LUIS MORA es doctor en Literatura Española Contemporánea y Premio Extraordinario de Doctorado por su tesis doctoral. Ha publicado Alba Cromm (2010), el libro de relatos Subterráneos (2006), la novela en marcha Circular 07. Las afueras (2007), así como los ensayos Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (2006), Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (2006), La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (2007) y Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura (2008). Asimismo, ha publicado varios poemarios, el último de los cuales es Tiempo (2009). Acaba de aparecer su ensayo El lectoespectador (2012). GRACIA MORALES ORTIZ es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Granada. Impartió clases de Literatura Hispanoamericana y Teatro en el Departamento de Filología Española de la Facultad de Letras de dicha universidad desde el curso 1998/1999

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hasta marzo de 2003; desde entonces, lo hizo en la Universidad de Jaén hasta octubre de 2009, fecha en la cual regresó a la Universidad de Granada, donde permanece en la actualidad. Ha publicado teatro, poesía y cuento, además de numerosos artículos sobre literatura hispanoamericana en revistas de ámbito internacional. VICENT MORENO obtuvo su doctorado en Literatura Hispánica en Indiana University y actualmente ejerce como profesor de Lengua y Literatura Española en Arkansas State University. Su área de investigación se centra en la manera en que se presenta y construye el concepto de literatura en la contemporaneidad, así como su lugar en cuanto a referente social y cultural. Sus intereses incluyen la literatura y cultura española de los siglos XX y XXI, en especial las prácticas y mecanismos de legitimación que las hacen posible. ANDRÉS NEUMAN nació y pasó su infancia en Buenos Aires. Hijo de músicos argentinos emigrados, terminó de criarse en Granada, en cuya universidad fue profesor de Literatura Hispanoamericana. Mediante una votación convocada por el Hay Festival, formó parte de la lista Bogotá-39 entre los nuevos autores más destacados de Latinoamérica. Más tarde fue seleccionado por la revista británica Granta entre los 22 mejores narradores jóvenes en español. A los 22 años publicó su primera novela, Bariloche (1999), que fue finalista del Premio Herralde. Sus siguientes novelas fueron La vida en las ventanas (2002), Una vez Argentina (2003; nuevamente finalista del Premio Herralde) y El viajero del siglo (2009), que obtuvo el Premio Alfaguara, el Premio Tormenta y el Premio de la Crítica. Su más reciente novela es Hablar solos (2012). FRANCISCA NOGUEROL JIMÉNEZ es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, y ha enseñado en diferentes universidades americanas (Estados Unidos, Colombia, México, Brasil, Chile) y europeas (Francia, Italia, Croacia y Alemania). Es autora de más de 150 trabajos de investigación publicados en revistas nacionales e internacionales, y de los libros: La trampa en la sonrisa (1995; 2ª edición 2000), Los espejos las sombras. Mario Benedetti (1999), Augusto Monterroso (2004), Escritos disconformes: nuevos modelos de lectura (2004), Contra el canto de la goma de borrar: asedios a Enrique Lihn (2005), Contraelegía. La poesía de José Emilio Pacheco (2009), Narrativas latinoamericanas para el siglo XXI: nuevos enfoques y territorios (2010) y Literatura más allá de la nación: de lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI (2011).

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JOSÉ IGNACIO PADILLA, Ph. D. Princeton University (Spanish & Portuguese, 2008, con una tesis sobre poesía y artes plásticas: Girondo, Hidalgo, Huidobro, Noigandres, Eielson). Editó la revista more ferarum, además de volúmenes de homenaje a César Moro y Jorge Eduardo Eielson. Desde el año 2009 dirige la Librería Iberoamericana. JULIO PRIETO es doctor en Filosofía y Letras por la New York University. Fue profesor de Literatura en varias universidades norteamericanas y actualmente reside en Berlín, donde fue becario de la Fundación Alexander von Humboldt. Es autor del libro de ensayos Desencuadernados: vanguardias ex-céntricas en el Río de la Plata (2002) y De la sombrología: seis comienzos en busca de Macedonio Fernández (2010), así como del volumen de poesía titulado Sedemas (2006). ANDREA VALENZUELA, profesora de Español en Bard High School Early College, Estados Unidos, es doctora en Literatura en Español y Portugués por la Princeton University. Autora de los artículos “Los días terrenales del PCM y José Revueltas: polémica, poética y el letrado” (2004) y “La muerte de César Vallejo (en una o más novelas de Roberto Bolaño)” (2007). Es miembro del consejo de redacción de la Revista Letral desde 2008. IGNACIO VIDAL-FOLCH es escritor y ejerce, también, como periodista en el diario El País. Es autor del libro de cuentos Amigos que no he vuelto a ver (1997) y de las novelas No se lo digas a nadie (1987), La libertad (1996) y La cabeza de plástico (1999). Ganó el premio NH al mejor libro de cuentos por Más lejos y más abajo (1999). Sus obras le han valido un puesto entre los escritores más representativos de su generación. Turistas del ideal (2005) es el primer volumen de una trilogía, al que han seguido Contramundo (2006), Noche sobre noche (2010) y Grandes borrachos daneses (2011). ENRIQUE VILA-MATAS es uno de los más destacados escritores europeos del momento y está traducido a 29 idiomas. De su extensa obra cabe destacar, entre otros, Historia abreviada de la literatura portátil, Suicidios ejemplares, Recuerdos inventados, El viaje vertical (Premio Rómulo Gallegos 2001), Bartleby y compañía (Premio Ciudad de Barcelona, Prix du Meilleur Livre Étranger, Prix Fernando Aguirre-Libralire), El mal de Montano (Premio Herralde, Premio Nacional de la Crítica, Prix Médicis Étranger 2003, Premio Internazionale Ennio Flaiano), París no se acaba nunca y Doctor Pasavento (Premio Fundación Lara 2006, Premio de la Real Academia Española 2006). Su último libro es Aire de Dylan.

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