Enseñanza Universal

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ENSEÑANZA UNIVERSAL LENGUA MATERNA

Jamás la especie humana cambiará de naturaleza; ella es atontada por las explicaciones, es un hecho. Pero ese hecho es tan viejo como el mundo. Un pequeño poblado, aquí y allá, se sublevará de tiempo en tiempo contra las explicaciones. Cuando, deperfeccionamiento en perfeccionamiento, estén visiblemente demasiado atontados, seformará en esepoblado una centroderecha y una centroizquierda. La verdadera derecha sostendrá a los maestros explicadores; la extrema izquierda gritará por la emancipación intelectual, pero los centros, flotando continuamente entre los extremos, mantendrán la estabilidad del equilibrio. Se cambiará el nombre de los explicadores, se hará una nueva escuela normal, se la deshacerá, y esas débiles oscilaciones animan la escena y entretienen a los mirones; ellos creen que el péndulo es libre en sus movimientos, y no ven que está atado a un punto fijo. Desde siempre han existido esas pequeñas revueltas contra las explicaciones;pero una revolución contra las explicaciones, jamás.

JosephJacotot

ENSEÑANZA UNIVERSAL LENGUA MATERNA

Prólogo JACQUES RANCIÉRE

Editorial Cactus Serie «Perenne»

Jacotot, Joseph Enseñanza universal. Lengua Materna, la ed. - Buenos Aires : Cactus, 2008. 316 p, ; 20x14 cm. Traducido por: Pablo Ires ISB N 9 7 8 -9 8 7 -2 4 0 7 5 -2 -0 1. Filosofía. I. Ranciere, Jacques» prolog. II. Ires, Pablo, trad. III. T ítulo C D D 190

Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme dAide a la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du sontien du Ministére Frangais des Affaires Etrangeres et du Service de Coopération et d ’A ction Culturelle de TAmbassade de France en Argentine. Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.

Timlo original enfrancés «Enseignement universel. Langue matemelle.» Autor joseph jacotot Título en español «Enseñanza universal. Lengua materna» Ira. edición en español - Buenos Aires, Junio de 2008 Traducción Pablo Ires Diseño de interior y tapa: dg::loop (dgloop€yahoo.com.ar) Ilustración de tapa: Vera Ires Impresión: MPS Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. ISBN 978-987-24075-2-0 editorial [email protected] www.editorialcactus.com.ar

11 Jacques Ranciére La lengua de la emancipación / 23 Joseph Jacotot ENSEÑANZA UNIVERSAL LENGUA MATERNA 25 29 38 110 112 125 136 141 177 195 209 215 219 225 229

Prólogo De la lectura y de la escritura Del estudio de la lengua De la gf'amdtica De la historia De la geografía De la cronología De la aritmética De la improvisación Diferencia de los tres géneros De la elocuencia delpúlpito Del orador de tribuna Asambleas que ejercen el poder material Asambleas que ejercen un poder moral Asambleas que se supone que ejercen una parte del poder 239 De la elocuencia en la abogacía 259 POST-SCRIPTUM

Componendas para la presente edición

A veces se piensa que un acontecimiento es como un rayo que surge de la nada, que en nada se encarna y que nada deja a su paso. Una rareza que ocurre una vez en la vida, o en la historia, o que convoca a una espera eterna, promesa-que-ocurre-no-ocur riendo- jamás. Es cierto que un acontecimiento parece producirse sin cita, en la urgencia y como por azar. Sin embargo a poco que se lo vive, va tomando la consistencia de un destino, y pronto nos topamos con la certidumbre de que todo es acontecimiento. ¿Entonces no existió el acontecimiento? El caso de Jacotot parecería avalar esta idea de un acontecimien­ to fugaz. Pero si se mira bien, se disipa el equivoco. Vemos así que su experiencia, fruto del azar, no sería nada si no hubiese sido afir­ mada mil veces en otras tantas repeticiones que acompañaron la vida del innovador a partir de entonces. Pues siempre se puede

elegir el compromiso con la quietud y la razón del mayor núme­ ro, y ser un ejemplar más de la especie que siempre va e irá igual En este sentido un acontecimiento se adopta, como se adopta una vida entre las tantas que podemos componer. Es esta adop­ ción, una especie de crianza, la que arrastra a jacotot hacia lo im­ pensable y lo convierte en un bicho raro, dueño de un discurso salvaje y una empresa imposible. Nuestro propio encuentro con jacotot es azaroso y a la vez pre­ parado por mil pequeños hechos. Desde entonces es un compañe­ ro de ruta, y podríamos adoptar cualquiera de sus máximas, exabruptos, simpatías, y antipatías como propias. Antídoto indis­ pensable contra el sabiondo-explicador-atontador que todos lle­ vamos dentro, es sobre todo su sabiduría práctica la que nos ha­ bla. Y oímos sus palabras cada vez más definitivas a medida que se crían nuestros hijos. Este libro es crucial en nuestras vidas. A lo lejos, sentimos una fuerte gratitud. También hacia jacques Ranciére, quien no sólo nos acercó a Jacotot, sino que en el prólogo que acompaña a este libro da muestras de una rara y poderosa conjunción: un pensamiento lú­ cido y a la vez batallador. A pesar de la dificultosa traducción de una lengua distante -aunque igual-, hemos disfrutado como nunca la composición de este libro. Es un libro que seguramente va a dar ánimo a mu­ chos, ya que es una invitación a animarse. Queremos agradecer a Leandro, a los talleres de Bonpland, a Clarita y Gastón, a Miguel y Valentina, a Julia que es una santa, a Carlos y Ana María... ¡Ah! y a Verita, que debuta como ilustradora de tapa.

Prólogo La lengua de la emancipación

Es preciso desconfiar de los títulos. El lector que, en la Bélgica o en la Francia de los años 1820, tomaba en sus manos un libro intitulado «Lengua materna» podía caer fácilmente en el error: en apariencia sólo se trataba de un método para uso de los maestros de escuela, enseñando cómo había que iniciar a los niños en la escritura, luego en la lengua y en fin en todo lo que constituía en esa época la enseñanza de los colegios, de la aritmética a la geogra­ fía o de la cronología a la retórica. El lector argentino de hoy po­ dría, simétricamente, ver allí un testimonio sobre debates pedagó­ gicos con dos siglos de antigüedad. Y sin embargo esta obra de apariencia inofensiva o anticuada contenía una potencia de subversión cuyo eco resuena todavía en el corazón de nuestro presente. Esta potencia se sostiene en dos palabras: emancipación intelectual. En esto residen la apuesta del libro y la potencia que lo anima. La obediente progresión de los

ejercicios propuesta a los maestros tendía hacia un sólo fin, hacia una insurrección inédita destinada a derrocar la más radical de las tiranías que se ejercen sobre los humanos: la que los declara inca­ paces de servirse de su propia capacidad de pensar y de conocer. Pues, antes de la tiranía declarada, evidente, que prohíbe a los in­ dividuos la libre expresión de los pensamientos, existe la tiranía mucho más radical que les impide concebirse enteramente como seres pensantes. Esta tiranía no necesita de ningún aparato represi­ vo ya que se identifica con un orden de cosas que ella hace recono­ cer como evidente por aquellos mismos a los que oprime. En efecto, ¿quién rechazaría constatar que existen sabios e ignorantes, que los ignorantes no pueden aprender más que si los sabios le enseñan su ciencia, que por ende los sabios deben adaptar su cien­ cia a la ignorancia de los ignorantes, explicársela, partiendo de lo más simple para ir paso a paso hacia lo más complejo, pero que el éxito mismo de su esfuerzo depende de las capacidades intelectua­ les que la naturaleza ha repartido desigualmente entre los alum­ nos? Este conjunto de evidencias ha respaldado las prácticas de ía pedagogía desde la noche de los tiempos. El siglo en el que nació Jacotot había ampliado esta visión de 1a progresión ordenada del saber en vista de la evolución misma de la humanidad. El progreso de las luces hacía pasar a la humanidad a la adultez. Pero lo hacía progresivamente. El pueblo ignorante -~el pueblo niño- estaba aún por detrás del progreso general. Ese retardo hacía de él un animal inadaptado a las condiciones nuevas, siempre susceptible de ex­ presar esa inadaptación en reacciones funestas para el orden social. Correspondía pues a las elites esclarecidas dar la instrucción al pue­ blo, hacerlo acceder, paso a paso, al grado de saber necesario y suficiente para que tome su lugar en la sociedad y en el orden gubernamental modernos. Es todo este edificio el que trastorna el autor de Lengua materna>al revocar su evidencia mejor admitida: la necesidad de que los

ignorantes aprendan mediante las explicaciones dadas por ios sa­ bios. Esta evidencia es demasiado natural como para que algún razonamiento pueda jamás quebrantarla. Es preciso oponerle he­ chos, hechos tales que sólo el azar pueda producirlos. Yjustamen­ te en el caso de Joseph Jacotot el azar se encargó de ello. Durante la Revolución francesa y el Imperio napoleónico, él había enseña­ do, según el viejo método, todo tipo de ciencias, de la retórica a las matemáticas y al derecho. Pero el retorno de la monarquía lo había obligado al exilio en un país, Bélgica, por entonces someti­ do a la dominación holandesa. La necesidad de comunicarse con estudiantes que ignoraban el francés, en tanto que él mismo igno­ raba el holandés, lo había conducido a un procedimiento impro­ visado: dar a esos estudiantes una edición bilingüe de un clásico de la literatura pedagógica francesa, el Telémaco de Fenelón, pedirles que aprendan una parte de memoria, leer el resto y resumirlo sir­ viéndose únicamente de las palabras aprendidas en el mismo li­ bro. El éxito inesperado de esta experiencia azarosa había ido mu­ cho más allá de lo que esperaba. Un hecho hasta allí increíble se había impuesto para el profesor Jacotot como para todo el mun­ do: es posible confrontando simplemente un texto escrito en su lengua materna a un texto escrito en una lengua desconocida, apren­ der no solamente el sentido de las palabras de esa lengua sino sus formas de construcción y de expresión. Eso es posible sin que ningún maestro asista al alumno y le explique, paso a paso, la formación de las palabras de la lengua y las reglas de su gramática. Este hecho extraordinario obligaba a plantear una pregunta que, ella también, era impensable hasta entonces: ¿Para qué sirven en­ tonces las explicaciones? ¿Para qué sirven si se puede aprender sin ellas? A pregunta impensable, respuesta igualmente impensable. Jacotot la formula así: las explicaciones no sirven para enseñar al alumno lo que no podría aprender sin ellas; sirven para enseñarle que no podría aprender sin ellas, sirven para enseñarle su propia

incapacidad. La lógica «normal» de la pedagogía está destinada en primer lugar a esta demostración. Esta destinada a suministrar la evidencia de un mundo cortado en dos: existen aquellos que sa­ ben y aquellos que no saben, Pero esta misma evidencia se desdo­ bla: no solamente define posiciones en relación a un contenido de saber que ciertos poseerían y otros no. Lá diferencia de tener recubre de hecho una diferencia de ser. existen aquellos que son capaces de avanzar por sí mismos sobre el camino del saber y aquellos que son incapaces de ello, que necesitan ser guiados, que solamente aprenden con la ayuda de un guía que sabe algo más, algo de otra naturaleza y que conserva el secreto de su superioridad: sólo él sabe la manera en que espreciso aprender. El sabio maestro pro­ mete a su alumno que hará de él su igual transmitiéndole su ciencia. Del mismo modo, las elites prometen al pueblo que él mismo ejercerá su poder cuando esté instruido. Pero esta pro­ mesa de igualdad es el medio de reproducir indefinidamente la desigualdad, de asegurar el poder perpetuo de aquellos que se arrogan el privilegio de saber de dónde hay que partir, a dónde hay que llegar, por qué vías y a qué velocidad. Eí arte de la peda­ gogía es eí de reproducir indefinidamente la distancia, es decir la desigualdad, que pretende suprimir. Todo está dado desde el punto de partida. Todo está dado por el punto de partida, por la situación inicial, aparentemente indiscu­ tible, que el sabio maestro se da: aquella que consiste en comenzar por el comienzo. La cosa parece ser obvia y parece conducir por consecuencia al método que va de lo más simple a lo más comple­ jo. Ahora bien es allí que reside el engaño inicial. Pues el ser que se supone virgen, al que el maestro se propone dar los primeros ele­ mentos del saber, ya ha comenzado hace mucho tiempo a apren­ der. Es por eso que la cuestión de la «lengua materna» está en el corazón de la relación entre tiranía y emancipación. El gesto ini­ cial de la tiranía es en efecto olvidar que el niño que ella «comien­

za» a instruir ya ha hecho el más difícil de los aprendizajes: el de comprender los signos intercambiados por los seres humanos al­ rededor suyo y apropiárselos a su uso para hacerse comprender por ellos. Lo hace según su propio método que es el método de todo ser parlante: no comenzando por el comienzo, insertándose en el tejido de una circulación que siempre ya ha comenzado. Él se ha hecho un lugar en el tejido común, observando, escuchando, com­ parando, repitiendo, improvisando. Lo propio de la tiranía edu­ cativa es anular este primer aprendizaje, devolviéndolo a la nada cotidiana de la rutina y el azar. Se trata de producir de este modo el sujeto del que tiene necesidad, el ignorante, separando al joven sabio de lo que sabe. No hay, dice ella, más que un único método que vale, el que aparta todo azar, toda percepción simplemente empírica de relación entre las cosas y los signos, a fin de definir un camino necesario para adquirir ios conocimientos en su lugar den­ tro del orden del saber, en el buen momento, comandado por la lógica del aprendizaje. Un progreso tal no puede ser evidentemente más que la progre­ sión de su punto de partida: del foso cavado entre el sabio y el ignorante a través de la anulación del saber de éste. Es por eso que la pretendida progresión del aprendizaje es sobre todo una suce­ sión de re-comienzos. Comienza por la obligación de que el alumno parta de ese «b-a/ba» que ya ha sobrepasado hace largo tiempo; continúa con la división de las disciplinas que supone para cada una su único camino para tomar en un único sentido; con la sepa­ ración de los maestros que aparecen como detentadores del único saber propio a esas disciplinas: con la división de los años escolares y la sucesión de los manuales que constituyen otras tantas nuevas partidas, otras tantas «virginidades», es decir incapacidades del alum­ no incesantemente reproducidas. Es por relación a esta lógica del atontamiento que los ejercicios aparentemente anodinos de Lengua materna adquieren todo su

sentido. Abramos la primera lección: se pone bajo los ojos del alumno la primera frase del Telémaco. Se le encomienda repetir: «Calipso, Calipso no, Calipso no podía...». La pedagogía esclare­ cida no dejará de plantear la pregunta: ¿en qué es más emancipa­ dor aprender palabras de memoria así que repetir «b-a/ba»? La respuesta es simple: «b-a/ba» no dice nada a nadie. Comenzar por «b-a/ba» es comenzar por un fragmento que no tiene otra función que la de esbozar una cierta totalidad, la totalidad tras la cual el alumno correrá siempre, siempre en retardo en relación al maes­ tro. En cambio, «Calipso no podía consolarse de la partida de Ulises», no es el elemento de una maquinaria pedagógica; es una frase; una frase de novela destinada a ser leída; una frase que presu­ pone que aquel que la lee es capaz de entenderla sin explicación, que pertenece al mismo universo de lenguaje que aquel que la ha escrito. Es una frase semejante a todas las que el niño ha aprendido a descifrar escuchando alrededor suyo. Para él no se trata pues más que de continuar sobre la ruta ya comenzada, con los mismos medios utilizados hasta ahí. La diferencia, de seguro, es que la frase está escrita. Pero existen justamente dos maneras de ver la escritura. El método de los edu­ cadores -de los tiranos- hace de ésta una alegoría de la barrera que separa la ignorancia del saber, un enigma indescifrable para el niño, en tanto que el explicador no haya disipado su oscuridad. El mé­ todo -el anti-método™ Jacotot hace de ella una superficie dos ve­ ces semejante a lo que el niño es capaz de conocer: semejante en tanto dice en el lenguaje hablado que él domina, semejante en tanto muestra a través de imágenes que el niño ha aprendido a reconocer. Desde entonces ya no se trata de saltar de la ignorancia al saber; sólo se trata de poner en relación dos competencias, com­ parar una cosa que él conoce a una cosa que ve. De allí la impor­ tancia de el libro, el libro único sobre el cual debe hacerse todo su ejercicio. Poco importa Calipso seguramente. Podría ser cualquier

personaje, cualquier libro. El punto de partida es indiferente. El punto de partida de la emancipación es, en efecto, comprender que no hay punto de partida del saber. No se trata más que de continuar el camino ya comenzado. Lo que es nuevo, lo que co­ mienza un proceso nuevo, es tomar conciencia de esto, es afirmar su capacidad de conquistar con las mismas armas el territorio de los signos escritos que se suponían inaccesibles a las inteligencias infantiles o populares. Poco importa Calipso. Lo que importa es el ejercicio que consiste en apropiarse una cosa, un texto, un todo cerrado que se pueda tomar en la mano. Es observar la forma de cada palabra, el trazado de cada letra, transformar la observación de cada trazo de signos sobre papel en una competencia para ha­ blar; es disipar la autoridad del discurso del maestro, del metadiscurso, aprendiendo a hablar de lo que dice un libro con las palabras del libro. Es poder leer siempre lo nuevo en lo que ya se ha adquirido, poder siempre verificar lo que se dice con la ayuda de esta cosa que tenemos a la mano. Claramente, se trata de algo distinto a recetas de cocina pedagó­ gica. Un «método» no es un conjunto de procedimientos. Es una manera de marchar. A cada paso, es el sentido de la marcha lo que cuenta. Existe en efecto una elección inicial e irreversible entre dos modos de marchar: se va de lo que se ignora a lo que el maestro sabe, o se va de lo que ya se sabe a un nuevo conocimiento; se verifican incapacidades o se verifican capacidades. Se hace referen­ cia al saber que viene de arriba o al que se puede mostrar con el dedo. Tomar con las manos, ver, comparar, decir lo que se ve, mostrarlo en el libro, repetir lo que se ha dicho: todas esas opera­ ciones parecen ser sólo recetas empíricas. Pero lo que su ensambla­ je trastorna es de hecho el sentido mismo de la «empiria», la tradi­ cional división de lo sensible que separa el mundo en hombres de saber y de cultura y en hombres de empiria y de rutina. Ver, decir lo que se ha visto, repetir, se supone que es lo propio de las inteli­

gencias no formadas, las del pueblo y las del infante. El niño, se dice, ve sin comprender la razón de lo que ve, habla sin tener la ciencia del lenguaje; del mismo modo el hombre «mecánico» re­ pite por rutina adquirida gestos cuyas razones físicas y fisiológicas ignora. A esto se opone, de seguro, la ciencia de aquellos que com­ prenden las razones del decir, del ver y del hacer. Ahora bien los ejercicios de la educación universal llegan para revocar esta divi­ sión: el ignorante que ve, compara y repite pone en juego la mis­ ma razón que el sabio, la que pone en evidencia relaciones, forja hipótesis e instituye experiencias para verificarlas. Verifica que no hay dos formas de inteligencia apropiadas para humanidades dife­ rentes sino una sola y misma inteligencia común a todos. El alumno que justifica sus palabras mostrando en el libro lo que en él ha visto, lo que le permite decir de él lo que dice, establece una rela­ ción entre las capacidades de ver, de decir y de saber que revoca las divisiones de las que hacen uso los «tiranos» para asegurar su privi­ legio. La gran astucia de éstos es separar las capacidades para poder oponerlas, jerarquizarlas y legitimar así su superioridad. Por eso, poco importa que se contradigan. Lo más frecuente es que estig­ maticen la vista como el órgano que pega las almas simples en la materialidad sensible inmediatamente dada. Oponen a sus ilusio­ nes el trabajo del pensamiento que se sirve de las palabras para analizar y juzgar. Otras veces, a la inversa, condenan el parloteo de la palabra perdida en las futilidades de la comunicación o en los artificios de la retórica. Oponen a esto la rectitud de la intuición intelectual que observa la cosa en sí misma, la cosa en su esencialidad ideal. Pero condenen las ilusiones de la vista en nombre de la razón del discurso, o condenen los artificios de la palabra en nom­ bre de la contemplación de la Idea, siempre es el mismo mecanis­ mo el que está en juego. Se trata de asegurar la evidente oposición de dos inteligencias, de dos humanidades. En la pequeña palabra Calipso, en la manera en que inicia el proceso de otro aprendizaje,

existe ya la inversión de esta presuposición que armoniza el orden del conocimiento transmitido con el de la dominación. Las autoridades del saber no se han equivocado al ensañarse contra el autor de Lengua materna. Lo que se ponía en cuestión allí no era una querella sobre las mejores maneras de enseñar a leer y a escribir. Era el orden de la dominación. El viejo revolucionario joseph Jacotot se había vuelto sin dudas escéptico sobre las virtu­ des de las asambleas y sobre las posibilidades de la revolución políti­ ca. Pero la otra vertiente de su escepticismo respecto de las institu­ ciones, era una radicalización del pensamiento de la igualdad. El derrocamiento de la tiranía no era asunto de leyes a hacer votar por asambleas. Se iniciaba en lo más próximo y profundo de la experiencia, en el corazón de todo proceso de aprendizaje, de toda situación de comunicación. La tiranía más esencial, la que coman­ da a todas las otras es la que liga a los hombres a través de la opinión de la desigualdad de las inteligencias. Pero esta tiranía es posible aboliría desde ahora, no importa dónde. Es posible anun­ ciar esta «opinión» asombrosa y verificarla, transformarla en he­ cho: todos los hombres tienen una igual inteligencia. Todos son capaces de aprender solos a partir del momento en que aprenden algo y relacionan a ello todo el resto. Los obreros, los hombres del pueblo a quienes llegaba esta afir­ mación sorprendente eran capaces de comprender de inmediato su sentido y lo que allí estaba en juego: comprendían en efecto que su problema no era, como numerosos «sabios» se lo imaginan aún hoy, adquirir la ciencia del proceso social para comprender su situación; consistía en reconocerse y en afirmar capacidades de ver y de sentir, de decir, de comprender y de hacer semejantes a las de aquellos que los tenían sometidos. Es esto lo que entenderán ante todo por el verbo «emanciparse»: revocar las maneras de ser, de decir, de ver y de hacer que los adáptaban a su posición subalterna; desarrollar en ellos capacidades que los hicieran entrar desde en-

ronces en un mundo nuevo de igualdad intelectual y sensible, oponer, aquí y ahora en cualquier circunstancia, los resultados de este mundo de la igualdad a los del mundo de la desigualdad. Esta exigencia no es un asunto del pasado. La historia de la emancipación intelectual no es un tema de pedagogía de la escuela primaria. Pero no es tampoco un cuento fabuloso del tiempo de las grandes esperanzas en la revolución social. Lo que la emancipa­ ción intelectual enseña también es a rechazar las razones que se reclaman de la evolución ineluctable de las sociedades. El tiempo de Jacotot es actual como es actual el combate a todo instante renovado entre las dos lógicas de la igualdad y de la desigualdad. Pues la predicción de Jacotot se ha revelado exacta. Era preciso, decía él, escoger entre dos ideas de la igualdad: la que se afirma aquí y ahora como una presuposición a verificar, y la que se repele hacia el futuro como una meta a alcanzar a través del progreso de la civilización y la labor de la Escuela pública. Quien hace de la igualdad un fin refuerza de seguro la maquina desigualitaria. De seguro hace de las instituciones de la educación instrumentos y a la vez alegorías de la desigualdad, de la desigualdad cubierta con los ornamentos de la igualdad. Nosotros podemos verificar esta predicción todos los días: pasado el tiempo de las grandes prome­ sas de igualdad por venir, los mecanismos de la progresión escolar sirven para reforzar la asimilación siempre más estrecha de la lógi­ ca de la dominación a la lógica de la pedagogía explicadora. La sociedad pedagogizada con la que Jacotot nos amenazaba es la que hoy nos gobierna. No son solamente los profesores y los manua­ les los que explican, son todas nuestras instituciones, nuestros mi­ nisterios, la miríada de comités y comisiones de todo tipo que ellos nombran, pero también nuestros diarios, radios y televisio­ nes que son investidos en la tarea sin fin de explicarnos cualquier cosa, de las necesidades del mercado mundial a los diversos he­ chos, de las tendencias profundas reveladas por los últimos son-

déos de opinión a los abismos psicológicos y sociales revelados por el menor «fenómeno de sociedad». Este gigantesco sistema de explicaciones trabaja sin tregua para separarnos de lo que vemos y de lo que hacemos, transformando cualquier cosa en un enigma que necesita del auxilio de expertos y comentadores en cualquier materia. Cada vez más nuestros gobiernos y nuestras clases domi­ nantes se presentan como nuestros pedagogos: nos explican hasta qué punto las cosas son complicadas y que sólo ellos pueden tener éxito con su complejidad. Cada vez más las razones del poder se identifican con las de la ciencia y el deseo de resistir a ellas es asimi­ lado al comportamiento de los ignorantes. Por eso es necesario releer a Jacotot. Pues sus escritos no nos hablan de los problemas de la educación en la Europa del siglo XIX. Nos hablan de la manera en que hoy se ejerce la dominación global de las potencias económicas y estatales. No se dirigen sim­ plemente a los docentes y a los especialistas en pedagogía. Se diri­ gen a todos. Su fin no es enseñarnos las buenas maneras de ense­ ñar. Es llevarnos a enfrentar la lógica global de la dominación. Es invitarnos a imaginar la posibilidad asombrosa de un mundo fun­ dado no sobre el privilegio de elites auto-declaradas expertas sino sobre el reconocimiento de la capacidad de todos.

Jacques Ranciére París, Marzo 2008.

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Joseph Jacotot Enseñanza universal Lengua materna

Creo que Dios ha creado el alma humana capaz de instruirse sola y sin maestro. Hace falta aprender algo y relacionar todo el resto con eso, según este principio: Todos los hombres tienen una inteligencia igual Aquel que no se cree capaz de enseñar lo que no sabe a su hijo aún no me ha comprendido.

Prólogo a la primera edición

Me propongo exponerles la marcha que es preciso seguir para adquirir conocimientos sin mucho esfuerzo y con economía de tiempo. Declaro que no responderé a ninguna crítica; pero com­ prometo a todos los que emplean la Enseñanza universal a cam­ biar su método aprovechando las observaciones que les parecieran justas. Haremos así una serie de experiencias cuyo mérito estará probado por los resultados. En cuanto a mí, sólo doy garantía del método cuya idea doy. Pienso que todo hombre es un animal razonable, capaz por consiguiente de captar relaciones. Cuando el hombre quiere ins­ truirse, es preciso que compare las cosas que conoce entre sí y que las compare con las que aún no conoce. Sin duda, estas pocas líneas ya contienen una multitud de cues­ tiones metafísicas. Pero no tengo él tiempo de recorrer ese laberin­ to con aquellos que desean arrastrarme hacia él. No busco demos-

trar una teoría, se trata de un hecho que voy a contar; es una expe­ riencia que tenemos que hacer, es un resultado que es preciso al­ canzar. Si he comenzado por dar a entender que supongo una in­ teligencia igual en todos los hombres, mi proyecto no es sostener esta tesis contra lo que sea. Es mi opinión, es cierto; esta opinión me ha guiado en la sucesión de los ejercicios que componen el conjunto del método, y he aquí por qué creo útil poner como principio: Todos los hombres tienen una inteligencia igual. Esta no es la máxima de todos nuestros sabios, pero es la de Descartes y ía de Newton: lo que no obstante nada prueba. «Sin embargo», dirá un crítico, «si vuestro método está basado en ese frágil fundamen­ to, si la base se viene abajo, el andamiaje, es decir el método, debe derrumbarse también». Podría responder al crítico: si mi método conduce a un resultado satisfactorio, lo cierto es que no depende de mi opinión más que de la vuestra. Cuando no demuestre que el camino debe conducir a ía meta, no se seguirá que no la he alcanzado. Muchas experiencias de las que nadie duda han perma­ necido sin explicación. «Usted gira en un círculo vicioso», añadiría el argumentador: “cuando se le piden hechos, comienza por poner un principio; y cuando se ataca vuestro principio, se parapeta de­ trás de hechos conocidos solo por usted». Yo respondería; se insis­ tiría, y ía disputa sería interminable. He dicho que no quiero discutir; y para probarlo, dejo la última objeción sin respuesta, a riesgo de dejaría circular como invencible. El lector podrá decidirse enseguida y tirar el libro; pero al menos no me acusará de haberlo tenido largo tiempo en suspenso. En cuanto a aquellos que quieren ensayar y asegurarse, por su propia experiencia, de la eficacia del método, íes ruego leerme con atención. Haré todos mis esfuerzos para ser claro: no pido por su sufragio, no solicito una ciega aprobación, pero pido confianza, docilidad y perseverancia para seguir la ruta que voy a indicarles.

Si por azar este libro cae en las manos de un sabio extranjero que quiere dirigir una educación según mi método, me contenta­ ré con decirle: haga aprender un libro a vuestro alumno, léale a menudo usted mismo, y verifique si el alumno comprende todo lo que sabe; asegúrese que ya no pueda olvidarlo; finalmente mués­ trele cómo relacionar a su libro todo lo que aprenderá seguida­ mente, y usted hará Enseñanza universal. Si estas pocas palabras no bastan al sabio, temo que no me comprenda tampoco al con­ tinuar la lectura; pues no diré otra cosa que lo que acabo de decir: Sepan un libro y relacionen a él todos los otros: ese es mi método. Por lo demás, varíen los ejercicios de los que hablaré, cambien su orden: poco importa. Si aprenden el libro y si relacionan todos los otros con él, seguirán el método de la Enseñanza universal. No es sólo por comenzar por los rudimentos que nos extravia­ mos, es porque aún no sabemos ios rudimentos al salir del cole­ gio. No se es sabio porque se ha aprendido; se es sabio sólo por­ que se ha retenido. No tendría nada que añadir para los sabios: cada uno de ellos examinará con facilidad lo que es preciso hacer. Pero habiendo seguido otro trayecto para adquirir sus conocimientos, no creo que tengan la suficiente confianza para introducir un discípulo en el nuevo camino. Casi todos aquellos que han venido a Lovaina para reunirse conmigo, me han parecido sorprendidos por mi sis­ tema; pero no me animaría a vanagloriarme de haber convencido a uno solo, aunque he persuadido a varios. Otros se han visto sorprendidos por la negligencia de mi lenguaje, y no dudo que consignemos, en este escrito, expresiones familiares que alguna vez se me escapan. Se creerá percibir en esa observación, quizás, la prueba de la falsedad de mi método: en efecto, ¿cómo creer que un hombre que escribe con tan poca elegancia va a dar lecciones de estilo? Ya no responderé a esta objeción más que a cualquier otra. Si trabajo alguna vez en la historia de la Enseñanza universal, pro­

curaré entonces curar mí estilo. Es una historia agradable, como lo son todas las historias en las que están en juego las pequeñas pasio­ nes. Hoy escribo para instruir, y no para divertir ni para conmo­ ver: escribo para los establecimientos de Enseñanza universal. Allí se enseña que mi estilo no tiene nada que ver, y que la retóricay la razón no tienen nada en común. No citaré ningún hecho: aquellos que los conocen no tienen necesidad de ellos; aquellos que los ignoran los conocerán un día; aquellos que no quieren ver no ve­ rán jamás. Galileo prestaba complacientemente su telescopio a todo el mundo: unos veían con él los satélites que el filósofo había descubierto; los otros decían, escribían e imprimían que los satéli­ tes no se veían. Sin embargo era un hecho. Pregunten a ios que hoy dan seguridad de ello si han visto los satélites. Les responde­ rán que no tienen ningún interés en negarlo: Todo está en todo.

Enseñanza universal Lengua materna

De la lectura y de la escritura Primera lección Se pone bajo los ojos del alumno el primer libro de Telémaco. Se dice: Calipso Calipso no podía Calipso no podía consolarse Calipso no podía consolarse de Calipso no podía consolarse de la partida Calipso no podía consolarse de la partida de Ulises1. El alumno repite. Se hace escribir esta frase hasta el final según un ejemplo. Se verifica que el alumno distingue todas las palabras, todas las síla­ bas, todas las letras. 1 Es el inicio del libro. Cf. Fenelón, Aventuras de Telémaco, Porrúa, México, 1983,Libro I ,p a g .l.(N . deT.)

Cuídense de ir demasiado rápido al comenzar; retengan al alum­ no sobre la primera lección hasta que la sepa imperturbablemente. ¡Hay para él tantas adquisiciones nuevas para hacer en una sola frase; hay que estar tan atento para no confundir algo, y repetir tan a menudo para no olvidar nada! Desconfíen del prejuicio que ofrece la ciencia. Parece que aque­ llo que sabemos no debe ser una carga para la memoria. Por otro lado, lo que no se hace de modo común es sometido a burla. Déjenlos reírse de nuestro métodoporpalabras; no pierdan vuestro tiempo en atacar ba be bi bo bu, y pasen a la segunda lección. Aconsejo también hacer escribir desde el principio hasta el fi­ nal. Es lo que sucede a duras penas en el viejo método. «¡Los prin­ cipios! ¡Los principios!», les gritarán los reptado res. Déjenlos ha­ blar; comiencen por vuestro propio comienzo. En líneas generales su alumno se llenará de la escritura del promedio; pero cuando haya escrito largo tiempo hasta el final, será preciso que vuelva a los principios olvidados desde hace tiempo. «¡Qué circuito!» Se les dirá también: «¿qué hacer con los niños si ellos se instruyen en tan poco tiempo?» Esto me lo han dicho a mí mismo. He devuel­ to a aquel que me ha hecho esta objeción hacia las personas que niegan la Enseñanza universal. Que ellos se peleen o se pongan de acuerdo no es cosa de ustedes. Den vuestra segunda lección. Segunda lección Se hace repetir la primera frase, y se añade la segunda siguiendo el mismo procedimiento. El alumno repite y escribe. Se hace la verificación como en la primera lección. Nada impide dar estas dos lecciones en una; eso depende de la voluntad del alumno: Labor improbus omnia vincit?, se dice en 2 E l trabajo constante vence todas las dificultades. Fragmento de 2 versos de las Geórgicas de Virgilio 1 ,144 y 145 (N. deT.).

nuestras escuelas. Pero esperen un momento; pues el profesor, in­ agotable en citas, muy pronto añade también seriamente: Non datur ómnibus adire Corinthnm3. Él no se inquieta en absoluto por la contradicción manifiesta entre los términos omniay ómni­ bus; y el escolar se decide, como es justo, por la segunda proposi­ ción que da tranquilidad a su pereza. No hay duda de que con una buena retórica todo esto se explica de maravillas; pero desrazonarán si admiten los dos principios a la vez. Digan a los niños, con todo el mundo: Labor improbas omnia vincit; pero no le digan lo con­ trario, aunque todo el mundo lo diga. Tercera lección Se hace repetir, y se añade la tercera frase. El alumno repite y escribe desde el comienzo. Se verifica observando lo que el alumno ha olvidado para hacérselo repetir. Desde el momento en que el alumno ha olvidado algo, anóten­ lo para repreguntárselo. Decimos que el espíritu no se enseña: por tanto si el niño posee espíritu, no tiene necesidad del vuestro; si no lo tiene, no podrían dárselo. Pero la ciencia sí se enseña. Así pues, el maestro debe ocuparse sobre todo de enriquecer la me­ moria de sus alumnos. Tengan confianza en su espíritu; pero nun­ ca se fíen demasiado de su memoria. Cuarta lección Se hace repetir, y vamos, si es posible, hasta las palabras había desaparecido de su visté. 3No se da a todos desembarcar en Corinto. (N . de T.) 4Aquí jacotot pide que se llegue al final del primer párrafo de Telémaco: Calipso no podía consolarse de la partida de Ulises. En su dolor, se sentía desgraciada por ser inmortal. Sus cantos no resonabanya en la gruta. Las ninfas que la servían no osaban hablarle. Sepaseaba, a menudo, sola sobre el céspedflorido, delque una eternaprimavera

El alumno repite y escribe desde el comienzo hasta donde tenga tiempo de llegar. Se verifica: muestren ca, pou, pouv, ¿zzV, una ¿\ una i, etc.; háganselo señalar al alumno. Es necesario exigir que el alumno, quien conoce las palabras, preste atención lo más pronto posible a las letras y a las sílabas: eso será útil para la gramática. Hinpouvait [podía], a, i indican el im­ perfecto, y íes el signo de la tercera persona del singular: el alum­ no lo verá sin problemas; pero es preciso que conozca perfecta­ mente la ortografía de esa palabra. Hay que preguntarle dónde está pou, dónde está pouv. esta descomposición de la misma pala­ bra de varias maneras diferentes, le será de una gran ayuda en el estudio de las lenguas extranjeras. El conocimiento de la sílaba pouv le permitirá adivinar la palabrapouvoir [poder], y se lo con­ ducirá de este modo a hacer por sí mismo la anatomía exacta de las palabras compuestas. Por ejemplo, en latín, aquel que conoce tiby can, adivina tibieen, etc. Es una gran cuestión de retórica saber si las lenguas que poseen palabras compuestas prevalecen sobre aquellas en que no las hay Tal es el imperio del hábito. Nuestra lengua es ante todo la intérprete de nuestro pensamiento; muy pronto deviene su tirana; ya somos esclavos y aún nos creemos libres. Uno no piensa más que en hablarse muy bajo a sí mismo, y el alma acaba por confun­ dir la facultad que le es propia con el instrumento que le sirve para mostrarla. Un hombre simple cree que la palabra pain [pan] es mucho más natural que la palabra pañis5. Nos reímos de esta lógibordeaba su isla;pero estos bellos lugares, lejos de calmar su dolor, no hadan sino traerle el triste recuerdo de Ulises, a quien ella había visto tantas veces a su lado. Casi siempre permanecía inm óvil a la orilla del mar, regándole con su llanto, y mirando hacia el lado por donde el barco de Ulises, surcando las olas, había desaparecido de su vista. Fenelón, Aventuras de Telémaco, op. cit., pág. 1. 5Pan, en latín.

ca cuando se trata de las palabras, y sin embargo le rendimos ho­ menaje cuando hablamos de su composición. Aquel que no co­ noce la lengua del abad de LÉpée6, no creerá que una lengua de palabras vistas pueda ser tan ciara como una lengua de palabras escuchadas. ¿Se concebirá, con ese prejuicio del oído, que el alma podría expresar sus pensamientos con palabras tocadas, olidas o degustadas, etc.? Es este prejuicio del hábito el que nos hace encontrar, en nues­ tra lengua, una claridad, una elegancia, un esplendor, una abun­ dancia, una energía completamente particular. Cada pueblo alaba sobre todo a ios hombres de genio que han escrito en su lengua: este prejuicio es tan potente que hace callar incluso al prejuicio del nacimiento. Algunas veces es de un mendigo que uno se honra; otras es del hijo de un liberto o de un esclavo que uno se glorifica; y para mantener nuestras pretensiones de pueblo a pueblo, a me­ nudo nombramos como nuestros representantes perpetuos a hom­ bres que nuestros ancestros despreciaban o perseguían en vida. Un pueblo se cree superior a otro por su espíritu no solamente debido a que antaño un fulano ha escrito muy bien en su lengua, sino también porque esta lengua es la más rica, como se dice. Yo creo que una lengua sirve para expresar los pensamientos y los sentimientos de los pueblos; no creo que un pueblo tenga pen­ samientos y sentimientos que los distingan de otro. La más estéril de las jergas puede volverse capaz de expresar todo, cuando la co­ munidad de la que es idioma sienta su necesidad. La lengua latina no se presta a la composición de las palabras como la lengua grie­ ga, y sin embargo Cicerón asegura que se puede decir en latín todo lo que se dice en griego. 6Abad de L’Épée, nacido en Versalles (1712-1789). Funda una escuela para sordos-mudos, a ios cuales enseña a hacerse comprender por medio de un lenguaje de signos (N. deT.).

Por ejemplo, cuando escucho pronunciar la palabra bienfaisance [beneficencia], si no la descompongo a través del pensamiento, la composición es un trabajo inútil; no poseo más que una palabra simple. Si se supone que el oyente realiza él mismo la descomposición de la palabra que oye, es preciso distinguir los casos en que el análisis es exacto, o vago, o inexacto. Cuanto más exacto es el análisis, más restringido es el empleo de la palabra; así, astronomía y uranografía no pueden emplearse en sentido figurado tan fácil­ mente como anatomía que ciertamente sólo presenta una idea, siendo ana algo tan vago que no nos estorba en absoluto. Podre­ mos pues decir, por ejemplo, la anatomía de ía lengua latina, y emplear esa palabra en sentido figurado en todas partes donde tenemos la idea de tomía, pero astronomía y uranografía no se pres­ tarán a un número tan grande de usos. Yo no diré que la Enciclo­ pedia es la uranografía de las ciencias; pero diré que ella es su pano­ rama, porque la palabra panorama está compuesta, como la pala­ bra anatomía, de signos elementales cuyo sentido es más vago y más indeterminado. Una palabra simple, como son las palabras en latín, posee en muchos casos ventaja sobre la palabra compuesta. Ejemplo: Vous avez beaufaire; beaufaire es una palabra compuesta: al descom­ ponerla, estarán muy lejos del pensamiento de aquel que la pro­ nuncia7; además uno se puede equivocar en el análisis: es lo que sucede diariamente a los etimólogos. Si cuando escucho Ratisbonn^, viera allí ratisser [rastrillar] y bonté [bondad], ¿dónde estaría? Se pretende que es preciso ver allí ratis bona\ lo acepto:

7En este caso de frase compuesta, si se la toma sin descomponer y con el verbo avoir (tener), su traducción es «Por más q u e . e s decir, algo muy distinto a la traducción de cada palabra por separado. (N. de T.). 8Ciudad del SE. de Alemania, en Baviera (Regensburg). (N. deT.).

¿pero qué regla tendrán aquellos que lo ignoran?, y aquellos que lo saben ¿piensan en ello? ¿Se hacen los alemanes la idea de la lluvia cuando nombran esta ciudad en su lengua? ¡Qué manantial de juegos de palabra!9 Sin embargo el orador nos hace pensar según su voluntad. Entonces hacemos o no hacemos la descomposición cuando él quiere. Así Homero no quiere que descompongamos El ojo de buey deJuno\ pero nos encantará analizar el epíteto dtAndrómaco cuya boca sonríe cuando sus ojos están llenos de lágrimas. Sobre esto habría una labor por hacer. Trabajen, digan otra cosa, digan lo contrario, poco importa; escuchen a los otros, reflexionen y escriban: sigan el método de la Enseñanza universal. Si ustedes creen que lo que dicen es lo que hay que decir, podrán tener mucho talento pero nunca serán más que Aristóteles, o Sócrates, o Platón, o Locke, etc., quienes se han equivocado todos, según lo que dice Kant, de quien algún día se señalarán los errores. He aquí a dónde lleva la idea de la superioridad: no tengan ese orgullo y no se equivocarán jamás. Vuelvo a la lectura luego de esta larga divagación. El viejo mé­ todo es vicioso bajo otro punto de vista: se nos hace leerpou-vait [podía]: ahora bien>j?ou no significa nada, no más que vait. Lee­ mos tambiénpa-ra-vent [paravientoj: ahora bien esas sílabas, gra­ vadas en mi memoria, no son de ninguna utilidad para mi mente. ¿No sería mejor hacer leer par~h~venú Yo lo pienso, puesto que 9La aparición del término Ratisbona, correspondiente al alemán Regensburghz sido objeto de controversias. La palabra Ratisbona no es descomponible en latín sino en idioma celta: ratis-bona significa «el puerto de la muralla». También hay un uso francés del término, Ratisbonne, heredado de la designación gala. Se puede pensar a su vez que el término alemán Regensburg significa «el fuerte de la lluvia», y en este caso se lo hace remitir a un afluente de! Danubio llamado Regen. La cuestión es compleja por la multiplicidad de las formas antiguas que se le pueden atribuir a la actual Regensburg. (N. deT.).

cada sílaba, leída de esta manera, expresa una idea en francés, y me será útil, por consiguiente, para comprender un díaparer [parar] y venter [hacer viento]. Pero esta regla, como cualquier otra, posee sus ventajas y sus inconvenientes que sería muy largo detallar. No hay más que una regla infalible: hacer todas las combinaciones y no creer nunca que uno lo ha visto todo. La Enseñanza universal difiere en esto de todos los otros métodos, donde se cree que la instrucción viene del maestro. Quinta lección Se hace repetir de memoria la ortografía de las palabras. El alumno prepara solo la lectura de algunas palabras o de algu­ nas frases. Él debe escribir siempre desde el comienzo. Se verifica lo que se ha añadido. Pongan el mayor cuidado en verificar si el alumno sabe la or­ tografía. La ortografía es la base de una infinidad de reflexiones que la mente no hará jamás si la memoria no le presenta clara­ mente todas las letras, todas las sílabas. La lengua china sólo se compone de monosílabos; la nuestra también es china en ese punto: lo que nos lleva al error es que los chinos separan sus sílabas, y nosotros, en nuestra lengua, las mezclamos para hacer palabras que como consecuencia sólo comprendemos en líneas generales, puesto que descuidamos los detalles. Los chinos rei­ rían mucho si leyeran la regla de Quintiliano: Es preciso que se evite colocar varios monosílabos seguidos10. Racine ha dicho: Le jour nest pas plus pur que lefond de mon coeur.1! !0Marco Fabiano Quintiliano: Retórico latino del Siglo I. Autor de Institutiones oratorias, obra pedagógica sobre la elocuencia. (N. deT.). !! E l día no está más limpio que elfondo de m i corazón. (N . de T.)

jCómo fluyen dulcemente esos monosílabos a nuestro oído! ¡Qué bien expresan el aprieto de Hipólito inocente, pero asustado por una horrible acusación, apenas osando elevar los ojos ante su padre irritado, y hablando con una voz temblorosa y entrecortada! Confieso que es fácil alabar a Racine a diestra y siniestra luego que ha muerto. Pero si Racine viviera, no faltaría mucho para que un hombre, aferrado sobre los principios, atrapara ese verso al vuelo, y le aplicara la ley de proscripción. Sea lo que fuera, los versos raramente son monosilábicos, y hay que ejercitar al alumno para prestar atención a todo. Sexta lección Cuando el alumno sabe de memoria hasta Calipso asombrada, uno ya no se ocupa de la lectura. El continúa aprendiendo de memoria, y escribe alternativamente sobre el ejemplo y con la memoria. El alumno ya sabe leer lo suficiente como para descifrar y com­ prender los libros relacionando lo que ignora a lo que ha aprendi­ do. Supongamos que un niño conozca las palabras hiatus, noctescit, undarum, oquis, y que les pregunte qué significa dehiscentíbus undis: verán en un instante que se trata de la pregunta vaga e indetermi­ nada de un espíritu perezoso. Muéstrenle las sílabas de, hi, se, ent, i, bus, und, is, y a vuestro turno pregúntenle cuál es aquella que no conoce. Se verá en un fuerte aprieto con la pregunta: ayúdenle si lo necesita; pero búrlense de él. Tengan cuidado sobre todo de volver a vuestra explicación, a fin de asegurarle que no olvidará: es preciso que cada conquista sea una adquisición durable; de otro modo seguimos el viejo método que dura siete años.

De! estudio de la lengua Séptima lección El alumno que escucha repetir continuamente el primer libro por aquellos que lo saben, muy pronto lo sabe él mismo. Verificamos si él sabe la ortografía de todas las palabras. El alumno ya comienza a aprender un libro de memoria. Todos los días, a horas determinadas, se debe hacer la repetición entera; no hace falta dividir sin una absoluta necesidad. Por ejemplo, es imposible recitar todos los días los seis primeros libros de Telémaco; pero es necesario hacer esta repetición dos veces por semana, como se acostumbra en los establecimientos de Enseñanza universal. Ya lo he dicho, y lo repito, he aquí nuestro método: sepan un libro, y relacionen a él todos los otros. La serie misma de los ejerci­ cios que propongo puede ser variada al infinito; pero les aconsejo atenerse a ella, hasta que vuestras experiencias justifiquen poco a poco aquellas que yo he hecho. No cedan demasiado rápido al deseo de componer una teoría. Cuando se conocen los hechos, ¿no puede uno verse satisfecho con un resultado tan extraordi­ nario? Esto es incomprehensible para muchos sabios distingui­ dos debido a su celo en la instrucción de la juventud. Sin embar­ go he aquí el secreto: sepan un libro. Aunque todos los desarro­ llos que añado a eso fuesen falsos, incluso absurdos, como lo han escrito educadamente algunos antagonistas de mi método, el hecho permanecería. Si él existe, se seguirá de ello que esos señores, tan tajantes, no saben todo; si él no existe, toda discu­ sión será tiempo perdido. Hay que distinguir dos cosas en lo que digo: el camino que trazo, del que respondo, y mis opinio­ nes de las que no respondo. Cuando adelanto, por ejemplo, que la retórica y la razón no tienen nada en común, se me opone lo que Sócrates decía a Gorgias. Yo conocía Gorgias y Sócrates; co­ nozco también a Aristóteles, y me he decidido por la opinión de

Aristóteles, que es la mía. Si no estuviera decidido a evitar los combates singulares, sostendría mi parecer como cualquier otro; pero no creería razonar haciendo citas de autores; ellos se han peleado en su tiempo; sus libros son arsenales en los que uno puede armarse de cabo a rabo, de una parte y de otra. Además me supongo vencido en esta lucha; ¿qué relación tendrá mi de­ rrota con la verdad? ¿Se seguirá de ella que hace falta estudiar muchos libros? He aquí la cuestión que es preciso decidir, no a través de razonamientos, sino de hechos. Del mismo modo, el que cita a Sócrates, ¿lo ve como infalible?, ¿admite con él la metempsicosis? Entonces, ¿Sócrates sólo tendría razón cuando es del parecer del que cita? Lo creo; y es así como todos lo hacemos. Cuando no se ha leído nada, el apetito de citar apela por lo general a la opinión de los sabios. Ahora bien, los sabios quieren que sus discípulos lean muchos libros durante siete años: yo re­ comiendo a los míos leer sólo uno durante un año, y relacionar a él todos ios otros. He escuchado también proponer seriamente que se remita el juicio de mi método ante una comisión de sa­ bios de la vigilia. Podemos ahorrarnos la solemnidad del fallo; me doy por condenado de antemano. Finalmente, se cita algu­ nas veces la opinión pública. Aquí la partida se vuelve más equi­ librada: cada pretendiente se forma, en tal caso, un público a su medida, compuesto siempre de personas razonables, es decir que piensan como uno, y se excluye a todos los que comparten la opinión contraria. Todos decimos, en ocasiones semejantes: El estado es mío, o bien, como Sartorio: Roma no está en Roma, ella está por entera donde yo estoy. Dejen todas esas charlatanerías; continúen haciendo aprender un libro sobre el cual será preciso reflexionar toda la vida. No se hundan dentro de las bibliotecas. Aquel que siempre lee no será jamás leído.

Octava lección De este modo, continuando la escritura, se aprenden de memo­ ria los seis primeros libros de Telémaco; se recitan dos o tres cada día, en horas determinadas; se hace notar el sentido de las palabras. Se verifica si el alumno sabe la ortografía de todas las palabras. Cuando el alumno sabe de memoria, debe repetir sin cesar con los demás. La repetición se hace en común; cada uno recita a su turno sin interrupción, y lo más rápido posible, para emplear bien el tiempo; luego, se comienza a dirigir la atención sobre el sentido de las palabras. Existen, en las lenguas, signos de cosas: Gruta; signos de personas: Calipso; signos de acción o de hechos: Ella se paseaba. Uno no se equivoca sobre los signos de este tipo. Hay algunos que expresan una sucesión de hechos, un conjunto de cir­ cunstancias, un cuadro: son los que sobre todo hace falta estudiar y aprender, para emplearlos a propósito. Si ustedes se acuerdan de todas las circunstancias en las que los han visto, se servirán de ellos en las mismas circunstancias y para hechos análogos; pero si han olvidado varios de los hechos cuya imagen estos signos tienen por fin reconstituirnos, entonces sólo pueden pronunciarlos al azar. Uno no siempre es afortunado jugando a esta lotería; por este camino se puede adquirir locuacidad y una gran facilidad de elo­ cución: pero sólo habla bien aquél que ha aprendido la cosa de la que habla observando a través del pensamiento. Ahora bien, el niño más pequeño es capaz de ver, por consiguiente de compren­ der, el término más abstracto. Tomo la expresión: lo estricto de la policía. Den todas las definiciones que les plazca, se les opondrán otras, y henos aquí en la vieja doctrina, es decir en un laberinto inextricable. «Es así como hay que definir», dice uno; «en absolu­ to», replica el otro, «usted no ha designado bien el género y la especie». El niño bosteza mientras que los doctores se pelean. Lo mejor que puede hacer es olvidarse de lo que ha escuchado: pero los meses transcurren; él no aprende nada. ¿Qué harán entonces?

Es preciso hacer notar al alumno, en su libro, el conjunto de los hechos que se llaman lo estricto de lapolicía. Por ejemplo: suenan las once, escucho la campana de retiro, veo al comisario entrar en un café; él habla a los bebedores que demandan todavía un minuto: él se niega, sale, y el café se cierra cuando la campana ha cesado, etc., etc. Se ha preguntado si Telémaco es un libro indispensable en la Enseñanza universal. Él no tiene nada de indispensable. Pero creo que es más fácil aprender una lengua en una historia bien escrita que en un libro lleno de reflexiones. Así, cuando leo Massillon y Bossuet, reconozco todos los hechos que he visto en Telémaco y comprendo; pero sin este recurso, me hará falta perpetuamente un intérprete que me cuente lo que dice el autor. Hay una historia en un discurso, como hay un discurso en una historia. Massillon dice: La distinción, que hiereya el orgullo de aquellos que nos están sometidos, los vuelve censores más severosy más esclarecidos de nues­ tros vicios. Se dirá: ¿cuál es el niño que puede comprender ese lengua­ je?, ¿quién descenderá en el pensamiento profundo del orador? Pero puede ser cualquiera quien recuerde los hechos análogos a los que el orador ha visto. Así lo hará un escolar indócil reprendido sin cesar por su profesor. El orgullo del niño se irrita por esas reprimendas. Si el profesor tiene algún defecto, algún ridículo, algún tic imperceptible para cualquier otro, el niño ante todo lo descubre, y lo exagera. Esto es lo que se ve, lo que todo el mundo sabe; esto es lo que nos enseña que Massillon no está tan lejos de nosotros como se lo cree. Su aparente superioridad sólo reside en el encanto de su estilo; él ha aprendido el nombre propio de todos esos cuadros; y cada palabra que pronuncia ofrece a nuestra imagi­ nación encantada un espectáculo variado que nos agrada tanto más cuanto que lo recreamos, por así decir, nosotros mismos a medida que el orador habla. Massillon no dice nada nuevo; si fuera así no lo comprendería. El no inventa nada; él recita, relata, copia la na­

turaleza: la copia exactamente; y es esta semejanza perfecta con lo que yo mismo conozco de antemano, la fuente del placer que experimento al acordarme de lo que dice. Decimos: «¡Qué bello es cuando se escucha a estos grandes hombres!» Eso significa: ¡Qué verdad en los menores detalles, es decir, qué memoria! Ejerciten pues la memoria de vuestros alumnos a través de repe­ ticiones sucesivas. Novena lección El alumno comienza a escribir como el promedio, luego sucesi­ vamente en grandes cantidades. El repite sin cesar el libro escogido por el maestro. El maestro puede escoger el libro que le plazca. Es sólo la ruta la que señalo como necesaria, en el sentido de que no conozco otra que lleve tan rápidamente al fin. En cuanto a los libros, a los ejer­ cicios, a mis opiniones, no dejaré de repetirlo, nada de todo eso es mi método. Telémaco es un ejemplo que he escogido para hacer­ me comprender, además es con Telémaco que la experiencia fue hecha. Hemos encontrado el estilo de Telémaco un poco cansino, es verdad; pero como no hay nada perfecto, ¡qué padre no estaría contento si su hijo supiera el francés como Fenelón! Ese virtuoso prelado no era perfecto; ningún hombre es perfecto ni para bien, ni para mal, puesto que un hombre es un animal razonable. Si sólo fuera animal sin ser razonable, dejaría de ser hombre; habría cambiado de naturaleza. Aún en el exceso de las pasiones y del aturdimiento, la conciencia, es decir la razón, conserva en noso­ tros la naturaleza humana. Todos tenemos el germen de todas las virtudes y de todos los vicios. La razón, que jamás nos abandona, nos ha sido dada para desarrollar nuestras virtudes y para sofocar nuestros vicios; pero su triunfo jamás puede ser completo. ¡Afor­ tunados aquellos que pueden alcanzar la sabiduría de Fenelón! Su libro como su persona, sus costumbres como su estilo, pueden ser

propuestos como modelos a la juventud. Por lo demás, esta opi­ nión de mi parte no es exclusiva. En todo lo que digo, como en las objeciones de mis adversarios, existe exactitud e inexactitud. El tono que a veces ellos adoptan haría creer que se ven a sí mismos como infalibles. Si hubieran ejercitado su memoria, recordarían que el hombre se equivoca muy a menudo. Sólo un hecho, sin retórica, he aquí la instrucción sólida; incluso yo había tenido en primer lugar el proyecto de hacer imprimir solamente la serie de las lecciones. El método hubiese sido mejor comprendido, despe­ jado de todo este fárrago. Pero un viejo hábito me arrastra a pesar mío, y hago frases sin pensar en ellas. Como no responderé a las críticas, aprovecho esta ocasión para prevenirles que ellos caerán en la misma falta que yo si escriben. Haciendo su retórica, sabrán bien que no se trata de antítesis, sino de una experiencia a repetir; lo sabrán como yo, y como yo pondrán sus opiniones en lugar de los hechos, porque finalmente, como yo, no son más que anima­ les razonables. Ellos podrían decir con Fígaro, releyéndose y pen­ sando en mí: ¡No soy tan bestia como el señor! En cambio, he aquí lo que haría un razonable sin más, si existiera: repetiría la experien­ cia y observaría el resultado. Es lo que hacemos en la Enseñanza universal: nosotros no somos más razonables que los otros por eso; pero necesitamos que la experiencia triunfe, y la hacemos con atención: ellos tienen necesidad de que los hechos sean falsos y claman que la experiencia no triunfará. Décima lección Se verifica si eí alumno ha comprendido, es decir si ha prestado atención a lo que recita. Primer ejercicio Maestro: ¿De qué no podía consolarse Calipso? Alumno: De ía partida de Ulises.

Maestro: ¿Hacía frío en la isla de Calipso? Alumno: No sé. Maestro: Observa. Alumno: No, reinaba allí una primavera eterna. Maestro: ¿Por qué ella paseaba sola? Alumno: Porque estaba triste. El número de las preguntas es infinito. Es sobre todo aquí que el absurdo del método debe parecer palpable a los conocedores. -«Nada impide», dirán, «que se le pre­ gunte a un niño si hacía frío en la isla de Calipso: pero considerar estas preguntas tontas como un medio para aprender el francés como Fenelón, ¡es poco frecuente tal descaro!». -¿No se hacen en todos los colegios preguntas para asegurarse de que los niños com­ prendan lo que dicen? Eso es cierto: se les pregunta en primer lugar sobre los verbos deponentes, y yo propongo invertir el or­ den que se sigue, y terminar por la gramática. -«Pero nosotros no queremos novedades». —;Bien! Continúen vuestra carretera de sie­ te años. ¡Buen viaje! Por otra parte, esto no es nuevo; hace mucho tiempo uno sólo tardaba un año en hacer sus estudios, y se han tenido buenas razones para renunciar a esa novedad de otro tiem­ po. No la adopten pues, pero no se enfurezcan por tan poca cosa: ¿por qué se enfadan? -«Yo odio, detesto a los taumaturgos que reali­ zan ensayos aventureros con niños defamilia». -N o creo que odien a los taumaturgos porque engañan a las personas crédulas. -«Pero se dice que ustedes tienen éxito». —¿Qué les importa? -«El honor de mi país». —¿Es verdad que es ese el motivo secreto de vuestro implacable odio? Vamos, pongan la mano sobre el corazón. -«Nugoe, nugcecanoris verbis inflantur, distenduntur, cum magno scientiarum detrimento», es decir: boberías, tonterías que se despliegan, que se hinchan de palabras resonantes, y que son la plaga de las ciencias, dice otro retórico del país latino. -Con la mano en el corazón,

¿tiene usted mucho interés por la ciencia, señor? Éste responde: «Yo no hablaba de vuestro método, y no es de mi competencia verificar los hechos». Esto es lo que escucharán repetir continuamente bajo todas las formas. Dejen decir lo que sea; pero no comiencen por la gramá­ tica: se saldrían de la ruta. Segundo ejercicio Maestro: ¿Qué es una diosa? Alumno: Es un ser inmortal servido por ninfas. Maestro: ¿Todas las diosas son servidas por ninfas? Alumno: No sé. Maestro: ¿Por qué lo has dicho? Alumno: Para responder. Maestro: Sería preciso decir: Calipso era servida por ninfas; pero ignoro si todas las diosas tenían ninfas para servirlas. Hagan siempre preguntas cuya respuesta esté en el libro que se sabe, no importa dónde. Aún cuando los elementos de la solución estuvieran dispersos, está en la memoria reunidos. El espíritu ve siempre bien lo que ve; pero a menudo se habla de lo que no se ha visto; y sí existe un hombre que tenga más genio que otro, lo que no creo, debe desrazonar como el más tonto, si existen tontos, cuando habla de lo que ignora. El Journal de París, él mismo, se ha equivocado hablando de la Enseñanza universal. Ejerciten al alumno en generalizar; no digo que le enseñen a generalizar; es una facultad común a todos los hombres. Mués­ trenle que está distraído, que habla sin ver, y razonará tan bien como vosotros. Nosotros siempre nos equivocamos por distrac­ ción. En el viejo método, se disculpa una falta por distracción como una falta de ortografía: eso vuelve al espíritu demasiado liviano para juzgar ligeramente antes de haber examinado. Se dice

que también uno se equivoca por ignorancia; sin duda: pero ¡qué distracción es más grande que la del orgullo, del amor propio, de una pasión cualquiera, la que finalmente nos hace olvidar nuestra ignorancia, y nos hace hablar sin saber lo que decimos! No quiero decir que sea posible para el hombre no estar distraí­ do; quiero decir que la distracción, en la acepción más extendida de esta palabra, es la única causa de nuestros errores; es nuestro más grande enemigo: no podemos ejercitarnos lo suficiente en un combate que es preciso renovar continuamente. Se dice que todo vicio viene de la estupidez: eso es cierto en un sentido, es decir que la ira, por ejemplo, nos vuelve semejantes a la bestia. Pero nuestras pasiones no nos vuelven bestias; en efecto, la bestia no sabe que está enfurecida: el hombre lo sabe, y esa es su superioridad. De acuerdo a esto, se podría definir al hombre como un animal que puede ser razonable, y eso sería verdad bajo ciertas relaciones; entonces el axioma «todo vicio viene de la estupidez» se inverti­ ría y se diría «toda estupidez viene del vicio», es decir de una pasión, de una distracción que nos impide considerar ía cosa bajo todas sus caras. Por tanto no es jamás la inteligencia la que falta, sino la atención. Tercer ejercicio Maestro: ¿Cuál es eí estado de una persona afligida? Alumno: Busca la soledad. Maestro: Es verdad que Calipso estaba triste, y que buscaba la soledad; ¿pero quién dice que todas las personas afligidas buscan ía soledad? Alumno: Todo el mundo sabe eso. Todo el mundo sabe eso. Estaría muy asombrado si aquellos que han estudiado por eí antiguo método comprendieran esta fra­ se. En un sistema semejante, ¿en qué se va a convertir la profundi­

dad de los pensamientos que distingue a los grandes escritores? No hay profundidad de pensamientos. Un pensamiento no es ni profundo, ni superficial, ni nada de lo que cae bajo los sentidos: todo eso pertenece a la retórica. Nosotros ya hemos visto que un niño puede comprender Massillon; pero se dirá, «¿comprenderá al ambicioso Adrasto?», «¿sabe él lo que es la ambición?» ¡Dios lo preserve de saberlo alguna vez] ¡Pueda no hacer en absoluto la triste experiencia de los males que esta pasión trae detrás de sí! Pero si es verdad que los hombres son grandes niños, y que los niños son pequeños hombres, nada tan semejante al niño que el hombre que no hace uso de su razón. Todas las pasiones nos vuel­ ven tontos. Los movimientos desordenados del corazón del hom­ bre hecho no son algo de lo que el niño no tenga alguna idea por sí mismo. Sólo hay una manera de ser bestia. El objeto que nos seduce puede cambiar; pero los pretextos con los que buscamos colorear nuestras faltas, la impaciencia, etc., son infantiladas que todo el mundo conoce a cualquier edad. Si hubiera uno de los personajes de Fenelón que el niño no podría comprender, ese sería Mentor, sería la sabiduría, sería la prudencia, y todas las otras vir­ tudes. El no ha vivido aún lo suficiente como para conocer todo su valor. Pero poco a poco se aprende, a través del ejemplo de Telémaco y estudiándose a uno mismo, que la presunción es una estupidez; y como el niño puede hablar muy bien de la presun­ ción, puesto que es presuntuoso, que diga lo contrario y hablará de Mentor. Todo el mundo sabe eso. Cuarto ejercicio Maestro: ¿Qué quiere decir todo el primer parágrafo? Alumno: Calipso (1) no podía consolarse (2) de la partida de Ulises (3). Maestro: Expliqúese.

Alumno: En su dolor y ella se hallaba desgraciada, es la repeti­ ción de nopodía consolarse; Ser inmortal, da la idea de Calipso; Las ninfas que la servían, me hace pensar en Calipso; No osaban ha­ blarle, me recuerda que ella no podía consolarse; Su gruta, veo a Calipso; su canto ya no resonaba., ella estaba triste; Ella sepaseaba a mentido sola (2); Sobre los pastos floridos con los que una eterna primavera bordeaba su isla (1); Lejos de calmar su dolor (2); No hacían más que evocarle el triste recuerdo de Ulises, a quien ella había visto tantas veces a su lado (2,3); Y ella volteaba sin cesar (1) hacia el lado en el que la nave de Ulises, surcando las olas, había desaparecido de su vista (3)12. He aquí un artificio oratorio: la repetición. Este artificio es co­ nocido por todo el mundo; es lo que hace falta remarcar. En general, el fin principal del estudio es eí de distinguir con cuidado lo que se ha aprendido para no olvidarlo, y a su vez repetir natural­ mente lo que se ha hecho para tomar el hábito de hacerlo a volun­ tad. Es el comienzo del arte. El hombre emocionado dice siempre lo mismo, y cuando carece de expresiones, vuelve a decir ías mis­ mas palabras. Él desconfía de la impresión fugitiva producida por algunos signos, siempre en número escaso según él, como para comunicar sus sentimientos desbordantes. El arte no es sino la imitación de ía naturaleza; y cosa singular, aunque nunca se trata de algo más que de hacer lo que hemos hecho, lo que todo el mundo hace, es necesario aprender el arte a través de ejercicios repetidos y de una atención sostenida, a fin de descomponer y de grabar así en nuestra memoria, por partes, una reflexión cuyo modelo más perfecto nos suministra a cada instante el más simple de los hombres. Todos nosotros empleamos ía repetición como Fenelón, cuando sentimos la necesidad de comunicar nuestros sen-

cimientos: esa es ía naturaleza, ese es el hombre. Pero mostrar a los otros el signo de un sentimiento que ante todo no experimenta­ mos, sentir a voluntad: eso es Fenelón, eso es el orador. Los que dicen que hace falta sentir para emocionarse no han desarrollado lo suficiente su pensamiento. Los sermones de Massillon están llenos de objeciones escritas con todo el vigor que podrían intro­ ducir allí las pasiones que él combate. ¿Se dirá que en ese momen­ to él comunica sus propios sentimientos a sus oyentes? Cuando Racine hace hablar a Atalía con tanta elocuencia como a joad, ¿se dirá que el poeta experimenta sucesivamente sentimientos tan opuestos? Aristóteles tenía pues razón cuando decía que la retórica enseña lo que hay que hacer para persuadir. Hace mucho tiempo que se le ha propuesto a él mismo la objeción que se me ha hecho: «En vuestro sistema la retórica es un arma de doble filo». Aristóteles responde por mí: Eso es verdad; la retórica, como todo el resto, tiene sus ventajas y sus inconvenientes: sólo hay una cosa que no posee inconvenientes, es la virtud. Yo añado que la retórica es el arte de persuadir, y que persuadir es agradar y conmover. Se agrada por los hábitos que se muestran; se conmueve excitando las pasiones. ¿Hace falta más para demos­ trar que la retórica y la razón no tienen nada en común? Si fuéra­ mos razonables, no habría retórica: 1averdad no tendría necesidad de ella para agradarnos; en vano el error se deslizaría bajo flores, él no podría seducirnos. ¿Hay que renunciar por tanto a la retórica? Lo mismo vale preguntar si podemos dejar de ser hombres; pero no es menos cierto que la gradación, todas las reglas y figuras de la retórica, no tienen ninguna relación con la verdad. Hace falta pro­ curar persuadirnos de ciertas verdades, puesto que nuestras pasio­ nes buscan persuadirnos del error. Nuestras pasiones no se meten con la geometría, y la geometría se manifiesta sin retórica. La ver­ dad, como el error, puede presentarse envuelta de una secuencia armónica; pero el número de los términos, su combinación, su

cadencia suspendida, no tienen, una vez más, ninguna relación ni con la verdad, ni con el error que acompañan. La verdad Ies otorga valor y ellas sirven para maquillar el error; pero ese cortejo impo­ nente es el mismo en todos los casos. Era la misma legión que rodeaba el trono de Trajano y de Cómodo. Sin embargo el orador siente cuando quiere, y he aquí cómo. Cuando leemos Racine, somos conmovidos por la visión de los signos que nos presenta: por tanto, si la memoria del poeta le recuerda esos signos que ha aprendido, él mismo debe estar con­ movido. Es una serie de acciones y de reacciones la que produciría el movimiento perpetuo del pensamiento si las distracciones, in­ separables de nuestra naturaleza, no interrumpieran el curso de ese río inagotable en su fuente, distracciones cuyos desbordamientos perjudican su regular fluir. La gran dificultad, en estos momentos de agitación, no es saber lo que hace falta decir, sino lo que hace falta mantener en reserva. La inteligencia proporciona torrentes; corresponde al arte reunirlos o dividirlos; pero puesto que el arte se aprende, no se trata del espíritu, pues el espíritu no se aprende. Quinto ejercicio El maestro da temas de composición. Por ejemplo: imiten el primer parágrafo. El alumno compone, y entrega su copia antes de salir. El día siguiente lee su obra. «Filoctetes no podía consolarse de haber develado el secreto de la muerte del gran Alcides, que había jurado no descubrir jamás. En su dolor, se hallaba más desdichado por el recuerdo renovado de su perjurio, que por el abandono tan inhumano de los griegos, la trai­ ción de Ulises, y el horrible sufrimiento de su herida. Su antro reso­ naba noche y día con sus gemidos. En el arrebato de su dolor, sus alaridos alejaban de él a las bestias salvajes que habían habitado antes esa horrible caverna. A menudo, en los letargos que seguían a sus

frecuentes accesos de dolor, veía en sueños el brillante Olimpo, donde todos los Dioses estaban reunidos: allí veía también al gran Alcides rodeado de rayos de gloria, sentado cerca del trono de Júpiter. Pero esas imágenes de felicidad, lejos de moderar su dolor, no hacían más que recordarle el triste recuerdo de su perjurio. A menudo permane­ cía tendido sobre la orilla del mar, y sus miradas volteaban sin cesar hacia el lado en el que los barcos de los reyes griegos, surcando las olas, habían desaparecido de su vista.» Maestro: ¿Por qué has dicho de haber develado el secreto de la muerte del gran Alcides? Alumno: Es un hecho de la historia de Filoctetes13. Maestro: ¿Para qué sirven las imitaciones? Alumno: Para tomar el hábito de emplear las expresiones fran­ cesas en su verdadera acepción. Maestro: ¿Qué entiende usted por expresión? Alumno: La reunión de dos palabras formando un sentido. Maestro: ¿Está en Telémaco la expresión esas imágenes de felicidad? Alumno: En el sitio en el que Telémaco ve a Ulises en sueño. Maestro: ¿Es el mismo sentimiento? Alumno: Sí, pues Telémaco, así como Filoctetes, está triste por sus sueños. Maestro: ¿No podría emplear esta expresión para reflejar otro sentimiento? Alumno: No sé nada, no lo he visto. El artificio oratorio que nosotros llamamos repetición se en­ cuentra por todas partes. Pero hay algo que es necesario hacer no­ 13Esta historia está basada en el relato que le hace Filoctetes a Telémaco en Fenelón, op. cit., LibroXII, pág. 140. (N. deT.)

tar al alumno: son los diversos hechos los que sirven de base a las diferentes formas de la reflexión que el orador ha repetido. Calipso no podía consolarse de la partida de Ulises. Desde el momento en que se sabe francés, uno es capaz de repetir bajo mil formas dife­ rentes que se han aprendido en los libros no podía consolarse, por­ que todo el mundo sabe cuál es el estado de una persona que no puede consolarse; pero no por eso uno sabe repetir la idea Calipso, porque no todo eí mundo conoce a la diosa Calipso. Fenelón lo sabía; él copia o imita los hechos que ha leído; helos aquí: Calipso era inmortal; habitaba una gruta, amaba el canto (si no se supone este antecedente, la reflexión su gruta ya no resonaba con su canto sería una reflexión tonta y sin base); ella era servida por ninfas; una primavera eterna bordeaba su isla de pastos floridos: he aquí los materiales propios al tema, y que lo distinguen de cualquier otro. Es lo que hace que en nada haya nada. Sin esos hechos diferentes, la transformación sucesiva de la reflexión del orador sólo seria un lugar común que debe encontrarse toda vez que se hable de pesa­ res, porque todo está en todo bajo la relación del sentimiento. Este es el sentido de todo está en todo. Significa: ejerciten a vues­ tro alumno en comparar todas las pinturas del mismo sentimien­ to, y en ver en qué consisten la semejanza y la diferencia. Este axioma, todo está en todo, es la base, no de nuestra teoría (no tenemos teoría), sino de los ejercicios que debemos hacerle realizar al alumno. Que sepa algo, que lo repita perpetuamente, y que lo relacione a todo el resto. Se ha preguntado si las matemáticas estaban en Telémaco (pues ¿qué no se pregunta?). Respuesta: Todo está en todo, nada está en nada, decimos en nuestro estilo bárbaro. Pero mientras ríen de nuestras propias locuciones, nosotros nos habituamos a investigar las semejanzas y las diferencias. 1° Las matemáticas son una lengua. 2o Según lo que acabo de leer, la misma reflexión se ofrece bajo

varias formas diferentes; en matemáticas se trata del mismo artifi­ cio, es la misma marcha del espíritu humano: allí se emplean las transformaciones. Así, en lugar de presentarnos tres bajo la forma 3, se lo transforma en 3+2-2. El fin de las transformaciones de Fenelón es comunicar un sentimiento que no sería transmitido por una sola frase; el del matemático es mostrar aquello que no se ve cuando se expresa tres a través de 3, y que salta a los ojos cuando se escribe 3+2-2. 3o El dolor es un tema a considerar bajo una infinidad de aspec­ tos; pero este tema inmenso se encuentra limitado por la inten­ ción que se tiene de hablar del dolor de Calipso. Del mismo modo, tres puede escribirse 3, y adoptar una infinidad de transformacio­ nes; pero si uno pregunta en qué se convierte tres cuando uno sustrae dos me encuentro limitado por la misma cuestión. Es como si se me dijera: emplee el signo -2 para escribir tres, luego bórrelo, y verá lo que quedará. Ese sería un libro útil como el de las trans­ formaciones en matemáticas, y nadie sería demasiado bueno para eso. Los geómetras me comprenderán bien: Todo está en todo, Lo que Fenelón ha hecho en ese parágrafo es lo que todos noso­ tros hacemos cuando sólo hablamos sobre hechos que conoce­ mos: depende de nosotros ver cuándo decimos lo que nos dicta nuestra inteligencia, y cuándo escribimos al azar, de memoria, y sin verificar si lo que nos ha aportado nuestra memoria es relativo o no al tema que tratamos. Aquel que no tuviera la suficiente inteligencia para hacer esta distinción no sería hombre. Sería ani­ mal; y aquel que es capaz de ver todo esto es un hombre por entero. No hay mitades de hombres. Es su distracción la que les hace decir tonterías, y no su naturaleza. Repitan continuamente lo que ha dicho Buffon: El genio no es otra cosa más que una gran aptitud de la paciencia. «Pero yo no soy dueño de estar atento», dirán ustedes. ¡Bien! Ustedes dirán y harán muchas tonterías, y se los castigará, y se burlarán de ustedes como si hubieran podido

hacer o decir mejor, pues se lo supone tácitamente: de otro modo los burlones, que no ríen de vuestra distracción sino de vuestra inteligencia, cometen a su turno una tontería, pues no se burlarían de un loro. Así ellos mismos restablecen la igualdad por la manera en que la discuten. Ver bien, he aquí nuestra naturaleza; decir bien es el fruto de un trabajo tenaz; hacer bien no es menos difícil. Yo digo mal, y tú haces mal: ¿de qué lado está la superioridad? jBuen tema de disputa] Si debiera resolver esta cuestión, diría: la inteligencia es igual en todos los hombres; es el lazo común del género humano. La reci­ procidad de los servicios que estos deben prestarse, a causa de su debilidad individual, exigía que cada uno pudiese contar al menos con la misma voluntad, con la misma disposición de benevolen­ cia de una y de otra parte. ¿Pero se podría contar con esta dulce inclinación del corazón que nos lleva a amarnos todos entre noso­ tros si la inteligencia, necesaria para comprender las relaciones de hombre a hombre, no existiera del mismo modo en todos los hombres? Aquel al que yo complaciera, ¿no tendría la facultad de medir la extensión de los servicios que él puede esperar de mí, y de preparar los medios de testimoniarme su reconocimiento, de ayu­ darme en fin con sus consejos y con todos los otros medios que estén a su alcance? ¿No puede apreciar su eficacia en tal caso, su inutilidad en tal otro?, ¿podrá su amistad, sin genio, prever el pe­ ligro que me amenaza cuando la pasión me cierre los ojos sobre la profundidad del abismo que recorro? ¿No puedo ver yo mismo las trampas que me tienden el odio, el artificio, todas las pasiones que conspiran contra mi virtud tambaleante? ¿En qué se convier­ ten la moralidad de las acciones humanas, y la conciencia cuya existencia nadie de buena fe discute, si no puedo hacerlo? Y si puedo hacerlo, ¿qué le falta a mi inteligencia? ¿No impondré si­ lencio a mis pasiones, a mis distracciones cuando quiera? ¿Qué me faltará para llegar a la perfección que es dada alcanzar al hombre?

Venceré mi pereza, y me instruiré de los hechos; los combinaré en la calma de la razón: el hombre no podría hacer más. Me elevaré por encima de los otros hombres, no por la inteligencia, sino por mi coraje y mi paciencia; y si tengo sobre todo la suerte de distin­ guirme por buenas acciones, no estaré por eso orgulloso; pero es­ taré feliz y contento, cualquiera sea la parte que haya adquirido de un patrimonio que pertenece en común a mi especie: todos noso­ tros tenemos igual derecho a ello; pero ese patrimonio no produ­ ce nada sin cultivo14. Si entonces trabajo para alcanzar ese fin por el cual he nacido, veré que es aún más raro hacer bien que decir bien; que puedo obtener uno y el otro provecho; y como este convencimiento me viene del conocimiento de mi propia natura­ leza, veo esta palabra, axioma de los antiguos, como el fundamen­ to de la Enseñanza universal: Conócete a ti mismo. Sexto ejercicio El maestro da como tema de composición, por ejemplo: ¿Qué es el valor y el coraje?, o bien: ¿Qué es la modestia, la desconfianza? El alumno escribe, entrega su copia antes de salir, y lee al día siguiente sobre su cuaderno: «El valor es el coraje puesto en acción, etc.;». «La modestia es una suerte de reserva en el porte, las palabras y las acciones, etc.;» «La desconfianza atribuye un cuerpo a la sombra, una intención al azar, etc.» Maestro: ¿Dónde ha visto que el valor es el coraje puesto en acción? Alumno: Esta reflexión me ha venido de los siguientes pasa­ jes: Largo tiempo su valor lo sostuvo contra la multitud, - Falante u La palabra culture puede traducirse al castellano como ctdtivo o como cultura. Creemos que no hace falta explicar mucho la opción que se toma en esta ocasión. (N. deT.)

tenía un hermano llamado Hipias, célebre en todo el ejército por su valorXr>. Maestro: ¿Cuáles son los hechos que le han sugerido vuestras reflexiones sobre la modestia? Alumno: He leído en el primer libro de Telémaco: —Con los ojos bajos, guardando un modesto silencio, Mentor seguía a Telémacol6. Maestro: Expliqúese. Alumno: Los ojos bajos, es una reserva en el porte; guardando silencio, es una reserva en las palabras, y seguía a Telémaco, es una reserva en las acciones. Maestro: ¿Y sobre la desconfianza? Alumno: Pigmalión era desconfiado, y Fenelón dice que él te­ nía miedo de su sombra, y que el menor ruido lo asustaba. Maestro: Expliqúese. Alumno: Él tiene miedo de su sombra, la toma por alguien que lo viene a degollar; está alerta al menor ruido, y se siente completa­ mente conmovido17, él cree escuchar los pasos de asesinos que bus­ can penetrar en sus aposentos para matarlo. Maestro: Continúen prestando atención a los hechos; apren­ derán poco a poco a conocer el verdadero sentido en el cual los franceses emplean sus palabras, y sabrán entonces ubicarlas con­ venientemente. Con estas primeras reflexiones que hace el alumno leyendo con atención, aprenderán lo que deben esperar de él. Todos pueden ver algo: nadie puede ver todo. Pero ellos aprenden, a través de estos ejercicios, a desconfiar sólo de su memoria y de su atención, y a no dar por excusa de su pereza una pretendida falta de inteligencia. 15Fenelón, op. cit., Libro XIII, pp. 148-149. K' Ibídem, Libro I, pág. 2. 17Ibídem, Libro III, pp. 21-22.

Un niño que estuviese siempre con personas instruidas hablaría bien, y jamás pronunciaría una palabra fuera de su pensamiento y del sentimiento que tiene por fin expresar. Cuando nosotros aprendemos nuestra lengua materna, nadie nos la explica, y todos la comprendemos sin otro intérprete que la visión de los hechos que son su traducción viviente. Cierren la puerta, se dice en nuestra presencia. La acción que nosotros vemos hacer, después del sonido de las palabras que han impresionado nuestro oído, sirve de comentario a esta frase; y así yo comprendo cierren lapuerta. Si a continuación escucho cierren la ventana, me vuelvo más sabio en tres signos nuevos, y he aprendido cuatro cosas: Io cierren la puerta-, 2o ventana; 3opuerta\ 4o cierren. Esto me sirve para comprender otra cosa. He aquí el método que si­ guen todos los hombres, de un polo a otro, método infalible y universal porque se lo sigue sin maestro, por propia inteligencia, y sin otra guía que la necesidad. Pero desde el momento en que la necesidad está satisfecha, la atención se relaja, y ya no aprende más que por los ojos de otro, es decir, al azar y a menudo sin reflexión: de suerte que, terminados los estudios, es preciso recomenzar su educación, procurar acordarse de los conocimientos que se han adquirido, añadir a ellos los que faltan, y caminar por uno mis­ mo, es decir, ya no estudiar solamente con el oído, sino también con los ojos y todos los otros sentidos. No basta que aprenda lo que piensa mi vecino, sino que piense yo mismo sobre lo que él piensa. La instrucción por el oído es la más rápida, cuando no se deja nada al azar. De este modo, aquel al que un inglés explicara la historia de Joseph, por ejemplo, y se tomara el esfuerzo de apren­ derla de memoria, comenzaría a comprender a su maestro. El maestro sólo hablaría de esta historia; poco a poco la amplificaría añadiendo allí nuevos detalles de su imaginación, de manera de pasar en revista toda la lengua. El alumno hablaría inglés en poco tiempo y muy bien si el maestro hablara solamente de eso.

Pero si el tema de la conversación varía sin cesar, como sucede ordinariamente, la educación se hará más lentamente por el oído que por los ojos y siguiendo el método que yo índico. Así, a través de nuestro método, se aprende una lengua más rápido de lo que se haría en el propio país. Pero si se aplicara nuestro procedimiento al oído, el progreso sería más rápido aún que sirviéndose sólo de los ojos. Sucede que escuchamos, por así decir, sin esfuerzo y a pesar nuestro; en consecuencia, la lección es continuay sin interrupción: escuchamos sin escuchar; pero no vemos los caracteres de un libro sin verlos. En todas las cosas hace falta querer; y para aprender a decir bien es indispensable la voluntad firme y sostenida. La dificul­ tad está allí pero sólo allí; todos nosotros tenemos la inteligencia necesaria, pero es preciso que tengamos siempre la voluntad. Sea quien sea, el alumno puede ver y, por consiguiente, com­ prender el sentido de todas las palabras. Puede repetirlas acordándo­ se de la cosa o de los hechos de los que ellas son el signo. Que no diga que no puede; que confiese con franqueza que es perezoso, y estaremos de acuerdo. Pero no admitan jamás la incapacidad, o bien dejen vuestras lecciones. Lo más curioso es que no hay repartidores de lecciones más grandes que aquellos que admiten la jerarquía de los espíritus humanos. ¿Cómo esperan esos doctores que podamos comprenderlos cuando nos muestran relaciones que ellos han visto si suponen que no tenemos la facultad de percibir por nosotros mismos esas relaciones, aunque el azar nos hubiese ofrecido ios ob­ jetos en las posiciones en las que ellos nos los presentan? ¿Qué es un maestro? No es un hombre que pregunta a otro: «¿No ve lo que le muestro?» Es el azar, decimos, quien ha hecho los descubrimientos más grandes: he aquí pues el primero de los maestros. Ahora bien, el azar no dice otra cosa que esto: ¿No ve lo que le muestro? Esos grandes descubrimientos, de los que se hace tanto ruido, no pertenecen por tanto a ningún hombre en particular, sino a la especie humana, es decir, al azar de las circunstancias. Uno no hace

un descubrimiento porque posee espíritu; sino que poseemos es­ píritu porque somos capaces de ver que se ha hecho un descubri­ miento: y ese espíritu recorre las calles. Musschenbroeck no probó su espíritu, sino su ignorancia (y el hubiese podido ser su víctima) cuando descubrió la botella de Leiden18. El tenía inteligencia por­ que vio cómo había que hacer para recibir una conmoción. ¿Qué dirían ustedes de aquellos que por no querer repetir la experiencia pretendieran que el hecho es imposible? Yo diría, por mi parte, que temen la conmoción. Séptimo ejercicio El maestro da como tema de composición, por ejemplo, el co­ raje en relación al combate de Telémaco contra el león, recomen­ dando a los alumnos que siempre deben hacer la composición en clase y detallar más, es decir, hacer un mayor número de reflexio­ nes observando un mayor número de hechos. EL CORAJE «El hombre corajudo está siempre presto a combatir, aunque fuese sin armas. El sabe sacar provecho de las menores ventajas que encuentra; no se conmueve en vista del peligro, por grande que sea, y su valor aumenta con el riesgo». De este modo se toman por temas de forma sucesiva las virtu­ des, los vicios, las fallas y las buenas cualidades. Imperceptiblemente el alumno se extiende más, sin hacer jamás al azar lo que llamamos amplificaciones; pues siempre ve lo que dice.

i8Pieter Van Musschenbroeck (1692-1761). Físico holandés, profesor de la Universidad de Duisburg y miembro deia Academia de las Ciencias de París, conocido principalmente por la invención de la botella de Leyden, en 1745, el primer condensador de la historia de la electricidad. (N. deT.)

INTERÉS «El interés, ese infalible escrutador del corazón humano, regula todos nuestros deseos, todos nuestros pasos, incluso alguna vez nuestros sentimientos; en una palabra, es el móvil de todas nues­ tras acciones. Lo que llamamos bellos sentimientos, buenas cuali­ dades, amor propio, no es a menudo otra cosa que interés. A nues­ tras espaldas, él penetra por todas partes. Es un mal casi incurable, un enemigo vil, bajo e insoportable, que hace nacer la desunión, la discordia, que trae detrás suyo una infinidad de vicios, y que crece en la pasión por adquirir, o más bien ía produce; él expande por todas partes su contagio, desde los primeros hasta los últimos; pues es un error creer que los grandes y los ricos estén exentos: al contrario, es a menudo en esta clase que él reina.» «Lo que a menudo es alabado como virtud es interés, que como una suerte de brutalidad, acude con locura a asolar las tierras bajo bellos nombres de ambición y de gloria; pero nosotros lo ignora­ mos. El partido que promueve nuestro interés es siempre el único digno de nuestra elección». «Pero existe otro interés que es una suerte de piedad, de compa­ sión, que experimentamos a la vista de nuestros semejantes, y que a menudo nace también de ese interés del que he hablado prime­ ro; es cierto pues que el interés hace nacer el interés». Vemos que un discurso (es decir, una serie de reflexiones) con­ siste siempre en hechos sobre los cuales se reflexiona. El alumno que se contentara con escribir algunas frases sobre cualquier tema pasa por un imbécil para eí mundo; para nosotros es un perezoso o un ignorante: es un ignorante si no conoce los hechos, o si los ha olvidado, es lo mismo; es un perezoso si conoce los hechos, y no quiere reflexionar sobre ellos y combinarlos. Él jamás mostrará espíritu si permanece en esta indolencia, pero no por ello tendrá menos la facultad de mostrarlo. No podrá decir lo que ve, puesto

que no ve nada; pero al menos convendrá, con su conciencia, que no ha querido ver. Es para hacer adquirir este imperio sobre uno mismo que recomendamos dar al alumno temas determinados, e incluso le indi­ camos la página de la que debe extraer sus reflexiones. Al principio dirá poca cosa. Pero he aquí lo que estimulará su pereza y le quitará toda excusa: aquel que menos ha hecho escucha leer lo que los otros han visto, y siente que también podría verlo. Otra ventaja: aquel que más ha hecho no ha dicho lo que los otros han pensado: de allí la consecuencia de que el tema es infinito; pues cien mil niños harían entre todos un volumen infolio19a partir de algunas líneas. ¡Bella lección para el orgulloso que estaría tentado de ad­ mirar su propia inteligencia! Así, ante cualquier dificultad que el alumno experimente en reflexionar sobre un pequeño número de hechos, es bueno que él aprenda a combinarlos para extraer de ellos el mayor número po­ sible de reflexiones. Este es el camino: es preciso no apartarse de él, o bien extraviarse. La Enseñanza universal es un camino corto; pero hay que hacerlo por uno mismo: no es un velocífero que los transporta dormidos a donde tengan la intención de llegar. La más exacta de las reflexiones debe ser rechazada si el alumno no puede mostrar su fuente en el círculo en el que intencionalmente ha sido encerrado, no como mala, sino como fuera de la cuestión propuesta. El objetivo de este ejercicio no ha sido fácilmente captado por algunos de los que me han honrado con sus visitas; y es por eso que insisto: voy a explicarme a través de un ejemplo. El alumno dice, en la lección que acabamos de leer: El hombre corajudo no se conmueve en vista delpeligro, por grande quesea. Es preciso exigir que muestre el hecho que le hizo decir no se conmueve, y en vista

delpeligro, y también por grande quesea. De este modo se volverá dueño de dirigir su atención hacia donde quiera. Me he dado cuenta, más de una vez, que las personas ajenas a la Enseñanza universal no siempre me comprenden. Se me hacen varias veces las mismas preguntas, porque se escucha con distrac­ ción, sobre todo cuando se tiene un pequeño interés en el asunto: luego, se me acusa de charlatanería: eso no está bien. Que se me diga que soy tan oscuro que es imposible comprenderme; de ese modo se acusará sólo mi talento, no mis intenciones. Las creo tan puras como las intenciones de las personas que vienen a verificar­ las con pequeñas precauciones oratorias de las que no me engaño. Creo haber adivinado a todos aquellos que se han tomado el tra­ bajo de venir de muy lejos para charlar conmigo. He visto, cada vez, la lealtad, el artificio, la ciencia y la ignorancia, y no poseo mérito alguno en haberme dado cuenta. Además de nuestra len­ gua materna, todos nosotros hablamos, a pesar nuestro, una len­ gua universal que muestra los sentimientos que queremos escon­ der, tanto como aquellos que deseamos expresar. Aprovecho esta ocasión para dar gracias a aquellos que han lle­ gado a mí por amor a las ciencias, y para decir a los que han venido con otra intención que no les guardo rencor, pero que su rol no me ha constreñido en absoluto. Me he reído mucho de la creencia que se veía en ellos, de que bajo el velo transparente del que esta­ ban cubiertos, su intención era impenetrable: ¡como nos hace reír un hombre enmascarado que se cree desconocido, cuando su nom­ bre se lee sobre su máscara! Como esta lección es importante, continuemos nuestra char­ latanería. Hagan ver a vuestro alumno que Fenelón compone precisamente del mismo modo en que ustedes piden que él componga; que por consiguiente el libro que ustedes le hacen aprender es a la vez una selección de hechos instructivos y de modelos a imitar.

Cuando Fenelón, en el tercer libro, ha compuesto los adioses de Narbal a Telémaco, ha escrito: «Los dioses se declaran, exclamó Narbal; ellos quieren, mi querido Telémaco, ponerte a salvo. Huye de esta tierra cruely maldita. ¡Feliz quien pudiese seguirte hasta las costas más desconocidas! ¡Feliz quien pudiese vivir y morir con vos! Tero un destino severo me ata a esta desdichada patria; es preciso sufrir con ella; ¡quizás será necesario ser sepultado en sus ruinas! No importa, con tal de que diga siempre la verdad, y que mi corazón no ame más que lajusticia. Para vos, ¡oh! mi querido Telémaco, ruego a los dioses te conduzcan de la mano, concediéndote el más precioso de todos los dones, que es la virtudpura y sin mancha, hasta la muerte. Vive, retorna a Itaca, consuela a Penélope, sálvala de sus temerarios pretendientes. ¡Que vuestros ojos puedan ver, que vuestras manos puedan abrazar al prudente Ulises, y que este encuentre en vos un hijo que iguale su prudencia! Pero, en vuestra felicidad, acuérdate del desgraciado Narbal, y no dejes nunca de amarme.»1* Al explicar un pasaje cualquiera de Fenelón, hagan ver que este orador sigue el camino que ustedes trazan a vuestros alumnos; que ellos noten, con ustedes, que este camino está en la naturaleza de nuestra inteligencia. Den a hacer los adioses de Narbal a Telémaco a quien quieran; todo el mundo dirá: Retorna a Itaca, etc., etc., hasta el final. Muestren al niño que en esas frases no habría sin embargo más que una composición imperfecta y trunca, una so­ lución incompleta de la cuestión propuesta. Sí se me pidieran, en efecto, los adioses de Narbal a Telémaco, el discurso me enseñaría, es verdad, que alguien íe dirige la pala­ bra; pero sería imposible que yo adivinara quién, aún cuando su­ piera el libro de memoria. Pero borren el nombre de Narbal, si ustedes quieren, y lean: Los dioses se declaran, exclamó...; ellos quie­ ren, mi querido Telémaco, ponerte a salvo. Fie aquí, me digo, un

hombre animado por algún acontecimiento que lo agita y lo ator­ menta. ¡Huye de esta tierra cruel y maldita! ¡Feliz quien pudiera seguirte! Pienso enseguida en un peligro que se trata de evitar. Pero un destino severo me ata a esta desdichada patria; es preciso sufrir con ella, /quizás será necesario sersepultado en sus minas! Si Telémaco hubiera tenido necesidad de huir de Salento, eso podría aplicarse al nuevo reino de Idomeneo burlado por Protésilas. Ese es el len­ guaje que sostendría Filocles; pero los hechos rechazan esta supo­ sición. Si se añade: que los dioses te conduzcan de la mano, haría falta que hubiera alguna aventura maravillosa, la cual era difícil de esperar en los hechos que el orador ha visto. La virtudpura y sin mancha no sería más que una amplificación retórica, un parloteo sin razón, si no es Narbal quien habla; pues sólo él es testigo de una bella abnegación de Telémaco, que no quiere salvar su vida por una mentira que parecía inocente al propio Narbal. Final­ mente, con tal de que diga siempre la verdad sería ininteligible para Telémaco si no se tratara de circunstancias (conocidas por él y por su interlocutor) en las que era preciso decir la verdad. He aquí pues una buena composición; esto es lo que hay que imitar: es así que hay que ejercitarse en encerrarse en los hechos, sin divagación, tanto como sea posible. La dificultad de la lengua, la falta de ex­ presiones, los recuerdos que burlan la memoria: estos son los obs­ táculos que hace falta vencer. He aquí lo que hace decir, incluso a Fenelón: Hasta en las costas más desconocidas; vivir y morir; y mi corazón no ama más que lajusticia. En efecto, estas reflexiones no son tan específicamente aplicables al tema. No pretendo que haya que decir lo que yo digo; se puede soste­ ner que alabo y censuro a Fenelón sin razón. Uno puede burlarse de estos análisis, de estas disecciones frías de un crítico subalterno que osa cortar las alas del genio con las tijeras de la mediocridad (como decía, creo, Baculard). Procuren convencer a vuestros alum­ nos que se los criticará precisamente como acabo de criticar a

Fenelón, y que no se los alabará jamás, porque sólo aceptamos alabar a los muertos.

Por lo demás, esta es según creo la única regla sin excepción en literatura: No se aparten de vuestro tema. Cuando vuestros alumnos aprendan sólo eso, ustedes les habrán prestado un gran servicio. Ahora bien, ven lo que hay que hacer para obtener ese resultado; nosotros somos capaces de notar si, al hablar o al escribir, nos desviamos de ios hechos que son el tema de nuestros discursos. La dificultad no está por tanto en nuestra inteligencia, sino en nuestra memoria que no nos recuerda el signo del que tenemos necesidad. Hagan pues apren­ der el valor de todos los signos que están en Fenelón. Se les dirá que Boileau ha dicho: Lo que se concibe bien se enuncia claramente, Y las palabras para decirlo llegan fácilmente. Ustedes responderán: —Señor, ¿cree usted que «Boileau ha di­ cho» es un razonamiento en buena lógica? —«¿Pero la autoridad de los grandes hombres?». -¿Admite usted la autoridad de los gran­ des hombres? -«¿Quién es el presuntuoso que se animaría a re­ chazarla?» —¿De qué grandes hombres admite usted la autoridad? -«De todos». -¿Cicerón le parece un gran hombre? -«¿Por qué esa pregunta?» —Es que Cicerón ha dicho que las palabras no llegaban fácilmente para enunciar claramente lo que se concibe bien. Cicerón piensa que las palabras presunción, movimientos prudentes, movi­ mientos medidos, etc., etc., no llegan más fácilmente que tabaqueraypañuelo cuando uno no las ha aprendido, y cuando no las ha repetido muy a menudo. Dejen pues al argumentador, y verifiquen si vuestro alumno conoce todas las palabras, todas las expresiones, todos los giros, en fin, todo lo que se puede aprender en Telémaco.

Octavo ejercicio El maestro da a hacer sinónimos de palabras. AUMENTAR Y AÑADIR Aumentar significa volver más considerable; añadir no es otra cosa que poner al lado. Se dice: Aumentar sus posesiones. «He leído en Fenelón: Un rey que sólo hace la guerra para au­ mentar sus posesiones merece perder lo que posee.»21 Se añade al valor de algo. «Para un buen padre, la sola esperanza de aumentar la fortuna de sus hijos se añade a su felicidad.» AUSTERIDAD Y SEVERIDAD «La austeridad consiste en ía manera de vivir, y la severidad en la de pensar» «El hombre austero es sobrio, frugal y laborioso; enemigo del fasto y del lujo, sólo hace alarde de hábitos simples, sólo se sirve de muebles groseros, y en una palabra, sólo padece lo que es nece­ sario de las verdaderas necesidades.» «Aquel que es severo es riguroso; desaprueba, censura y conde­ na el menor error y la falta más pequeña. Es, si puedo expresarme así, un exceso de virtud el que lo guía y lo vuelve el terror y el espanto del culpable.» «La austeridad no influye más que sobre uno mismo; pero la severidad repercute sobre uno y sobre los otros.» «La severidad atemoriza al malvado antes que conducirlo hacia el bien.»

SUCESIONES, CONSECUENCIAS «Al igual que las sucesiones [suites], las consecuencias son las cosas que siguen a un hecho; pero las sucesiones son su prolongación, las consecuencias son su resultado.» «Más grandes son las consecuencias cuanto más repercuten sobre los otros. Esos efectos desventajosos de una acción son habitual­ mente las sucesiones funestas de una falta. Si esa falta causa la des­ gracia, no sólo del que la ha cometido, sino de aquellos que no tenían ninguna parte en ello, sus consecuencias son deplorables: ¡tal vez no hay ya tiempo de repararlas!, pues las consecuencias, a veces más grandes que el error, son casi irreparables.» «Las sucesiones son a veces ventajosas y a veces desfavorables: una acción virtuosa posee felices sucesiones; las sucesiones de un crimen son de una horrible consecuencia.» «La palabra consecuente expresa la cualidad de aquel cuya razón, considerando las sucesiones de todas sus empresas, le hace prever sus consecuenciasyy lo vuelve lo suficientemente consecuente para obrar en consecuencia.» MAR, ONDAS, OLAS Y MAREAS «Las ondas \ondes] son las aguas de la mar; las olas son las ondas agitadas; las mareas son, por así decir, la forma de las ondas.» «El mar brama, las ondas se irritan, las olas se entrechocan, las mareas se rompen, una nave se abre paso, la naturaleza lanza un grito, el hombre desaparece...; la calma renace, las ondas están apacibles, las mareas se aplacan, las olas imitan el reposo de la naturaleza... ¡sólo el recuerdo habla de la muerte!» «La vida es un mar, los acontecimientos representan las ondas, las mareas son el conjunto del destino, las olas son el imperio de

las circunstancias, el hombre navega sobre un esquife22 con espe­ ranza, hacia la puerta de la eternidad.» «¿Por qué tantos imprudentes perecen en medio de las mareas? Ellos han olvidado que estaban en el mar; se despiertan con el ruido de las mareas irritadas: jhan desaparecido bajo las olas!» Maestro: ¿Dónde ha visto que la austeridad consiste en la mane­ ra de viviñ Alumno: Fenelón hace la pintura de la manera de vivir de Filocles en la isla de Samos en estos términos: Hegésipo encuentra la gruta vacíay abierta, pues lapobreza y la simplicidad de las costumbres de Filocles hacían que él no tuviera ninguna necesidad de cerrar su puerta al salir. Una burda estera dejuncos le servía de lecho'., duran­ te el verano se alimentaba defrutos recién recogidos, y en invierno de dátilesy de higos secos... Él no se aplicaba a la escultura más quepara huir de la ociosidad?, etc. Luego añade: La naturaleza ardiente y austera de Filocle^x y más adelante, cuando Hegésipo quiere hacer cambiar a Filocles su manera de vivir, y llevarlo a Salento, Fenelón dice: Filocles, queprimero se había enternecido al reconocerá Hegésipo, recobró su aire austero25, etc.; y por otra parte, luego de haber ha­ blado de la conducta de Filocles: Filocles quiere, por medio del esplendor de una virtud austera, abrirse camino hacia la realeza’26. Maestro: Explícame cuáles son las razones por las que añades: Y la severidad consiste en la manera de pensar. Alumno: He hecho estas reflexiones al leer las siguientes frases: Acestes nos preguntó en tono severo... tomándonos por extranjeros

22Pequeña embarcación. (N. deT.). 23Fenelón, op. cit., LibroXI, pág. 129. (N. deT.). 24Ibidem, Libro XI, pág. 131. 2Libro VI, pág. 57.

no es necesario que vuestro alumno les crea palabra alguna; hace falta que él verifique por sí mismo si los elogios que ustedes dan al escritor son fundados. Ustedes harán verificar pues algunos sinó­ nimos en Telémaco. Todo está en todo. He aquí un ejercicio nuevo: la verificación. Nada ayuda más a la memoria que este ejercicio. Yo no puedo olvidar lo que he hallado una vez en mi libro, puesto que mi libro no saldrá de mi memoria. El ejercicio que propongo, resultante de la máxima Todo está en todo, debe durar toda la vida. Es el medio de continuar su educa­ ción sin maestro, según los hábitos contraídos en la infancia; no­ sotros debemos olvidar la ruta antigua, por así decir, para hacernos otra distinta, cuando hemos salido de las escuelas ordinarias, don­ de se dan las reflexiones completamente hechas, con esta máxima alentadora: «Es tal señor quien lo ha dicho. Reténganlo bien; pues si lo olvidan, ya no serán capaces de encontrarlo». Por lo demás, nada se repite; por consiguiente se retiene poca cosa de lo que se ha estudiado durante largo tiempo. No se confundan: esto se asemeja a la crítica de lo que se hace comúnmente. Sin embargo no tengo la intención de hacer cam­ biar ningún uso. Es un escollo que señalo en interés de los profe­ sores de nuestro método. Los otros no deben comprender nada de todo esto. Un pequeño autor de diez años es un monstruo a sus ojos. Ellos desconfían de los frutos precoces, y no repetirán nues­ tra experiencia. El mundo va como iba y como irá. Estaría loco si pensara reformar el género humano. El hombre es libre>pero la especie no lo es: ella está sometida a leyes fijas e invariables. Cada hombre tiene en sí mismo el po­ der de infringir esas leyes de sociedad, y de hacer mejor o peor que su semejante; pero la especie de hoy es la especie de otro tiempo, ni mejor, ni peor: seguirá siendo lo que es hasta la con­ sumación de los siglos.

Es pues a ustedes que me dirijo, sólo a ustedes, que han recibi­ do la educación que se les ha encargado transmitir. Traicionarían la confianza de los padres si no fueran precisos en hacer que se hagan todos los ejercicios cuya eficacia han visto. Serían tan culpables como lo sería el hombre del viejo método, cuyo resultado es cier­ to para él luego de siete años, si decidiera imitarlos sin tener la convicción del éxito. ¡Ojalá pudiera estar tan seguro de la constancia de uno como lo estoy de la obstinación del otro! Sin embargo, digo esto sólo de la especie, y jamás de los individuos. El más viejo de los sabios a quien he comunicado mi método es uno de los que mejor lo ha comprendido. Así pues, pueden encontrarse algunos hombres que renuncian a sus prejuicios; pero deben ser raros: eso supone una sencillez que no es común. Cualquiera que tenga presunciones con el espíri­ tu, debe rechazar con desdén nuestro sistema, e incluso nues­ tras experiencias. Por lo demás, como no tengo nada que dis­ cernir con los sabios, sino solamente con aquellos que necesi­ tan ser instruidos, estoy contento de decirles aquí que no he rehusado mis lecciones a nadie antes del decreto de su majestad sobre la instrucción primaria; que desde esa época me he con­ formado a las leyes como debía, y que he rechazado de inme­ diato enseñar los objetos comprendidos en el decreto; pero he continuado dando servicio a todos los que han venido a rogar­ me que les enseñe otra cosa. Siempre estoy dispuesto a ayudar a los individuos con mis con­ sejos: la perfectibilidad de la especie es en mi visión un disparate filosófico. Noveno ejercicio El maestro da a hacer traducciones, por ejemplo, los pesares del ambicioso en base a los pesares de Calipso.

LOS PESARES DEL AMBICIOSO «El ambicioso no podía consolarse de ía pérdida de sus títulos y de sus dignidades. En su dolor, ya no puede soportar la vida. Se ve abandonado por los aduladores que lo rodeaban, y que huyen de él. No encuentra en sí mismo ningún consuelo. Sien­ te, en su alma, un vacío espantoso que no puede llenar. Los fa­ vores de los que ha gozado, los proyectos que había concebido, no le parecen más que un sueño. Todo le trae amargos recuerdos, y sus pensamientos voltean sin cesar hacia el objeto eterno de sus pesares y de su desespero.» Maestro: ¿Dónde han visto esta expresión: No puede consolarse? Alumno: En el primer parágrafo del primer libro: Calipso no podía consolarse. Maestro: ¿Es el mismo sentimiento? Alumno: Sí; pues en ambos se trata de pesares. Maestro: ¿Yesta expresión: soportarla vida} Alumno: En el primer libro, Telémaco, condenado a la esclavi­ tud por Acestes, exclama: Quítenme la vida que nopodría soportar. Maestro: No veo que sea la misma circunstancia. Alumno: Sí; pues Telémaco piensa la desdicha como una con­ dición que le parece más dura que la muerte. Maestro: ¿Pero dónde han encontrado esta expresión: abando­ nadopor los hombres? Alumno: En el quinto libro, Filoctetes contando sus desgracias a Telémaco, le dice, hablando de su miseria luego de la partida de los griegos de la isla de Lemnos: Allí, abandonado por los hombres, etc. He aquí un nuevo ejercicio muy importante: la traducción. Los pesares de Filoctetes, en el primer ejemplo, son una imitación. Sólo hay que cambiar los nombres y los hechos; las expresiones

convienen casi todas a los dos temas, porque el sentim iento que Filoctetes experimenta tiene m ucha relación con el de Calipso. Cuando hablamos de los pesares del ambicioso, generalizamos más los hechos; ya no se habla de gruta ni de antro: nosotros sólo podemos imitarlas reflexiones del autor; y a esta especie de im ita­ ción la llamamos traducción.

Se pueden traducir todas las reflexiones e incluso todas las series de reflexiones. Es una fuente inagotable de ejercicios. Unas veces se pide los pesares del ambicioso, otras los del avaro, etc. El análi­ sis de la idea pesares se encuentra en el autor, y todo el mundo la conocía antes de haberla leído; el análisis de la idea ambición está también en el libro, y además se la conoce también de antemano: de suerte que aquel que ha verificado que Telémaco sólo contiene reflexiones que todo el mundo ha hecho, aquel que ha aprendido la lengua a través de nuestros ejercicios, está preparado para todo. Aquí está ciertamente el desarrollo oratorio que se imita, desde que se percibe una relación entre el tema que se propone y el tema tratado por el autor. Es lo que todos nosotros hacemos mediante nuestras lecturas que nos inspiran a nuestras espaldas. Bajo este punto de vista, Fenelón es la traducción de Homero y de Virgilio; Bossuet, Cicerón están en Fenelón. El alumno de la Enseñanza universal, que los habrá reconocido en su libro, habrá adquirido conocimientos fijos y durables, pues no olvidará jamás lo que ha repetido tan a menudo. En cada ejemplo no se ve más que una lección; pero el maestro, educado en el método, sabe bien lo que debe hacer; y lo que yo escribo no es para él más que un memento. Los otros no querrán hacer la experiencia, y por consiguiente, no tienen necesidad de mayores desarrollos. Décimo ejercicio El maestro da a hacer sinónimos de expresiones; por ejemplo:

INVADIDO DE DOLOR; ASOLADO POR EL DOLOR; ABATIDO POR EL DOLOR; SUMERGIDO EN EL DOLOR «La diferencia y la semejanza que hay entre estas expresiones es grande; pues invadido de dolor anuncia un dolor que llega en el instante, que toma el corazón en un momento en el que no se lo esperaba.» «.Asolado por el dolor parece decir que el dolor estrecha el cora­ zón, no deja ningún reposo; él crece continuamente.» «.Abatido por el dolor significa que el dolor supera las fuerzas y extingue el coraje.» «Sumergido en el dolor; esta expresión nos representa una gran extensión de dolor. Cuando uno está sumergido en el dolor, uno también está asolado y abatido.» LOS GOLPES DE LA FORTUNA; LOS ULTRAJES DE LA FORTUNA; LOS RIGORES DE LA FORTUNA «Existe, en la imaginación de los hombres, una potencia supe­ rior que regula sus destinos, que decide su suerte, que tiene en sus manos la desdicha o la prosperidad, para dispensarlos al grado de su capricho, que vuelve a elevar de repente a aquellos que más había rebajado: es la fortuna. El hombre está expuesto sin cesar a sus golpes, a sus ultrajes, a sus rigores.» «Los golpes de la fortuna son cambios rápidos, súbitos, sorpresivos, temibles, que alteran el destino del hombre, que lo rebajan, que lo elevan, que lo vuelven a sumergir en nuevas des­ gracias, que lo vuelven, finalmente, el triste juguete de un destino inmutable en sus variaciones.» «Los ultrajes de lafortuna son también golpes, pero siempre son crueles; son esos acontecimientos desastrosos que llegan a aniqui­ lar nuestras esperanzas, a hacer fracasar nuestras empresas, o a su­

marse a nuestras desdichas, a través de infortunios aún más riguro­ sos que los primeros.» «Los rigores de lafortuna son las duras leyes, las fuertes pruebas, las penas amargas, a las cuales ella somete a aquellos a los que agobia con su inexorable ira.» «Hay un asilo, un refugio, un auxilio para los desdichados, que ni los golpes de lafortuna pueden perturbar, ni aún alcanzar, es la virtud. En cualquier país, en cualquier condición que se esté, uno es dichoso (en un cierto sentido de esa palabra), con tal de que sepa reunir las variaciones de la fortuna en la invariabilidad de una co'nducta siempre firme y prudente; así, uno se pone al abrigo de sus golpes, se sonríe ante sus ultrajes, no se desanima ante sus rigores.» «¡Está resignado y contento en su infortunio el que reconoce en todos esos cambios la voluntad superior e infinitamente sabia de aquel que todo ha creado! Viendo los golpes de lafortuna, él cono­ ce la fragilidad de las cosas humanas; sintiendo sus ultrajes, apren­ de a situar su esperanza en aquel que únicamente es digno de todo amor; y absorbiendo sus rigores, él siente que la mano paternal de un Dios lo prueba para purificarlo.» Se puede notar, en estos ejemplos, que el alumno comienza a permitirse expresiones que no están en Fenelón. Es preciso reco­ mendarle, al respecto, una prudente reserva. Solamente cuando se conoce todo su libro uno puede aventurarse a imitar sus expresio­ nes; pero antes, uno debe imponerse la obligación de copiarlas con exactitud. Al someterse a esta regla, la inteligencia acaba por reconocer lo que se llama el genio de la lengua, y ya no hay peligro en marchar solo. Aquellos señores que escriben árabe en francés, ¿no muestran espíritu? Sí, sin duda; pero no es espíritu francés. Cada lengua posee su genio, es decir, cada pueblo posee sus hábitos. No hablo de las palabras: son evidentemente convencio­ nes arbitrarias en el origen; en cuanto a las expresiones, es la inteli­ gencia la que las ha creado. Pero, aunque cualquier hombre tenga

una inteligencia igual, nos es imposible adivinar cuáles son las ex­ presiones aprobadas en tal o cual pueblo. En tanto hombre, pue­ do tener la idea de comparar algo que produce males con un ma­ nantial, y emplear la expresión manantial de males; pero me es imposible adivinar si los chinos, por ejemplo, han adoptado esta comparación; si reúno las dos palabras mana?itial y males en la lengua de los mandarines, los chinos quizás se burlen de mí, por­ que yo no he hablado dentro del genio de su lengua. Yo poseo espíritu de hombre, pero no espíritu de chino; y sólo aquellos que hayan frecuentado Pekín lo poseen. De allí resulta el hecho de que el hombre que quiere hablar una lengua determinada debe renunciar a las tres cuartas partes de su espíritu, para aprender el espíritu francés o el espíritu holandés. El espíritu no se aprende; pero sí se aprende el espíritu francés. En Fenelón vemos mil veces más espíritu de lo que muestra una perso­ na cualquiera; y decimos que Fenelón posee más espíritu que otro; para mí es un error: las reflexiones de Fenelón son las que todo hom­ bre ha hecho; los signos que él emplea, ha debido aprenderlos: ¿qué lo pone por encima de nosotros en materia de inteligencia? Nada, abso­ lutamente nada. Pero él es un gran hombre por su coraje y su pacien­ cia para estudiar y aprender, y mucho mejor por sus virtudes. Fenelón ha dicho: Un príncipe no aplicado se entrega, con una confianza ciega, afavoritos artificiales y corruptos. Hagan traducir por una mucama; ella va a decirles de su ama: «La señora tiene el gusto del aseo y de los placeres ruidosos; ella sólo sabe lo que son los cuidados de la limpieza; una de sus mujeres ha sabido agradarle halagando sus gustos y sus caprichos: ella no ve que se la engaña, y no juzga más que por los ojos de esta mujer, que se enriquece a sus expensas.» Desciendan más abajo: el sirviente de cuadra, malhu­ morado por las intrigas de su camarada, dirá lo mismo de su amo. Se cree que Telémaco es una escuela para los príncipes: es una es­ cuela para todo el mundo. Todos nosotros estamos en Telémaco;

tanto yo, que escribo estas líneas, como aquellos que se burlan de ellas. Todo está en todo. Último ejercicio Hagan realizar sinónimos de composición. Antes de proponer esos sinónimos, asegúrense de que el alumno sabe seis libros de memoria, y que conoce los otros a través de los ejercicios de los que han sido objeto, y de los temas de composición que ellos han proporcionado. Se puede pedir que haga el análisis de al menos veinticuatro libros; y es así que encontramos continuamente aproxi­ maciones y comparaciones para hacer. Se pueden hacer sinónimos de composición como se quiera, sea hablando, sea escribiendo. Hablar es todavía más útil; pues aquel que habla (según nuestros ejercicios) sabe escribir y la recíproca no siempre es verdad. Es de notar también que vuestro alumno hablará bien de todo, cuan­ do conozca los hechos, si él habla bien de Telémaco, de Idomeneo, etc.; pues Todo está en todo, y nosotros decimos siem­ pre lo mismo. COMIDA DEL PRIMER LIBRO; COMIDA DEL OCTA­ VO LIBRO «Estas dos comidas se asemejan, en el sentido de que ambas son ofrecidas a Telémaco y a Mentor, con la intención de entretener­ los; estaban agotados y habían remado mucho tiempo; pero la comida de Adoam es ofrecida con benevolencia: su fin era el de socorrer a los desdichados, mientras que el fin de Calipso era el de adular a Telémaco con una buena recepción, a fin de hacerle expli­ car lo que ella deseaba saber. Ambas comidas se hacen luego de una conversación, y son servidas una por jóvenes ninfas vestidas de blanco, y la otra por jóvenes fenicios vestidos de la misma manera. Un concierto embellece la comida; en la primera, ese con­

cierto ablanda aTelémaco; en la segunda, ese joven hombre prue­ ba los placeres que le son ofrecidos por Adoam, pero no se anima a entregarse a ellos. En la primer comida, Calipso disipa la pena de Telémaco; y en la segunda, Mentor disipa su temor. En la primer comida, Fenelón nos describe un joven crédulo, imprudente, presto a dejarse seducir por las tramposas dulzuras que lo rodean, expues­ to a los más grandes peligros (es decir, rodeado de placeres que atacan la virtud), de los que acaba por salvarse; en la segunda co­ mida, Fenelón describe al mismo joven, instruido por la experien­ cia, temeroso y desconfiando de sí mismo.» «En la primer comida, Fenelón describe los manjares que com­ ponían la comida, pues su simplicidad y la bondad de esos ali­ mentos embellecían su descripción: esos manjares eran la produc­ ción de una isla en la que reinaba una primavera eterna.» «En la segunda comida, él no habla de los manjares, que no podían ser extraordinarios; una nave, en plena mar, no puede ofre­ cer nada cuya simplicidad y frescura puedan embellecer el relato de una comida.» Se ha hecho una objeción:«Telémaco, siempre Telémaco, y nada más que Telémaco; es un círculo muy estrecho para el genio. To­ dos esos alumnos serán echados en el mismo molde; no habrá nada más monótono que la conversación de esos señores, nada más flojo y afectado que su estilo». En primer lugar, deseo que todos aquellos que hacen la obje­ ción sepan bien su Telémaco, lo deseo para todo el mundo: hubiera podido, en su tiempo, desearlo para el propio Fenelón. Pero haría falta que, como nosotros, a través del método de la Enseñanza uni­ versal, ellos hubiesen repetido de tal modo que las expresiones les fuesen tan familiares como las de la conversación que han aprendi­ do de memoria; en fin, que puedan hablar a propósito de ello como si dijeran buen día o buenas noches, invadido de dolor, o aba­ tido por el dolor, etc. Solamente entonces sentirían todo su valor.

Les ruego observar a continuación que ese reproche es inherente a cualquier método de instrucción común. Son ciertos libros clá­ sicos los que se ponen en manos de todos los alumnos, y no se ha pensado todavía en temer ese inconveniente. Es cierto que, aún sin haber pensado en ello, se han organizado de manera de preve­ nirlo, haciéndonos cambiar con frecuencia de libros, de los cuales no se repite, en consecuencia, ninguno. ¿Pero se pretendería que nosotros, al limitarnos a un solo autor, tomemos la precaución de no aprenderlo por el temor de retenerlo demasiado bien? Cuando salimos de los colegios, ¿no hablamos con lo que hemos aprendi­ do y retenido? Pero todo esto nos introduce en discusiones interminables: no se lancen en ese laberinto. Conténtense con saber, por experiencia, que este camino conduce mucho más rápido que el viejo. Hagan, y dejen que hablen, «Vacunen a su hijo, y él no tendrá la viruela», ha dicho un inglés. «Pruébenos cómo es posible que la vacuna proteja de la viruela», han gritado primero los médicos. Luego el pueblo ha repetido: «¡Pruébenos, pruébenos!» YJenner vacunaba. Finalmente los médicos lo han imitado, los gobiernos han alenta­ do, ordenado la vacuna, y miles de hombres no vacunados mue­ ren aún por la viruela. La especie humana es así; el hombre es libre, el género humano no lo es: recae en la viruela por siempre. Algunas veces parece cambiar; pero es una apariencia: bien podrá trocar algún día la viruela por la peste; pero jamás adoptará la vacuna. O será por una mala razón que ignoro. Todos los indivi­ duos pueden ser razonables; el género humano no puede serlo. El no discute nada; rueda, como los planetas, por leyes eternas que regulan hasta las anomalías que creemos percibir en su curso. Un hombre razonable escoge el médico y el preceptor de su hijo; el género humano no procede de ese modo a tal fin. «Vues­ tro hijo está en edad de aprender, es preciso darle un maestro. Usted está enfermo, es preciso llamar a alguien.» -¿Qué toma us­

ted? —«Es preciso tomar algo». —¿Pero llamar a quién, tomar qué? -«Eso sería demasiado largo de discutir: llamen a alguien y tomen algo». —¿Pero qué maestro? —«¡Buena pregunta! Denle un maestro que ustedes pagarán». —¿Pero qué método seguirá? —«¿Qué im­ porta? Todo camino conduce a Roma.» He aquí el proverbio: es la sabiduría de las naciones la que ha hablado. Se dice que el género humano se compone por individuos; por tanto él debe participar de su naturaleza. Yo no sé si eso debe ser; pero veo que no es. Se podría decir que ese ser de nuestra imagina­ ción que llamamos género humano se compone de la locura de cada uno de nosotros, sin participar de nuestra sabiduría indivi­ dual. Una asamblea de sabios sería un ser sin razón, movida por pasiones, agitada por arrebatos de locura, de las que ustedes no verían huella alguna en cada uno de los miembros que componen la corporación a la cual pertenecen. Ustedes sin duda creen que yo digo todo esto para quejarme amargamente del desprecio con el que se han negado a seguir un método cuya excelencia yo querría demostrar indirectamente; que busco lanzar dudas sobre la razón del único juez reconocido en to­ dos los prospectos, calumniando al público, nuestro contemporá­ neo; estarían equivocados: yo no menosprecio al público, puesto que él no existe, y no recuso a ese tribunal abstracto, para apelar a otro no menos abstracto: quiero decir a la posteridad, inútil y últi­ mo recurso de un autor descontento. He aquí mi fin: quiero darles esperanza y confianza. Trabajen con ardor en la instrucción de ios alumnos que les sean confiados y tendrán alumnos aún cuando vues­ tro método fuera detestable: todo el mundo los tiene. Vuelvo a los sinónimos de composición. He aquí una manera de analizar los temas de composición del primer libro: pesares, artifi­ cio, ruego, invitación, lugar, invitación, consejos, comida, invita­ ción, oferta, ruego, consejos, tempestad, dirección, encuentro, peli­ gro (de ser inmolado), predicción, irrupción, combate, victoria.

Cada uno de estos temas contiene muchos otros. Ejemplo: pe­ sares, partida, dolor, hallarse desgraciado; inmortalidad, gruta, re­ sonar, canto, ninfas, no animarse, hablar, pasearse, a menudo, so­ ledad, hierba, flores, primavera, eternidad, bordear, isla, lo bello, lugar, moderar, dolor, no hacer más que recordar, tristeza, recuer­ do, ver, al lado, inmóvil, orilla, mar, bañar de lágrimas, sin cesar, girar, el costado, barco, surcar las olas, desaparecer. Entre todas estas ideas existe unidad: por tanto, estando dada cada una, puede reproducir todas las otras en la cabeza, no por una proeza del espíritu, sino naturalmente y sin esfuerzo. Entonces poseemos genio, es decir, ligazones de ideas o memoria; hacemos rimas sin saberlo. Estando dado eco, por ejemplo: resuena, ninfa, recuerdo, triste, etc., evocan para mí hechos; y yo compongo una pequeña historia, y poseo genio, es decir, memoria. Acabo de pronunciar una blasfemia; he hablado de genio y de rimas: un poco de paciencia; hay rimas y rimas: aquellas que se nos da a completar, y aquellas que nosotros mismos elegimos. Cuando Racine ha escrito: Je lepris tout sanglant, en baignant son visage, él debía escoger en cualquier Richelet29, la terminación age, pero en fin, no podía tomar de cualquier parte: ¿es eso hacer rimas? El espíritu del poeta observa, ve y elige, a veces con la rapidez del relámpago, la palabra que conviene al tema y que rima; otras veces la aguarda mucho tiempo, contra lo que dice Boileau, que tam­ bién dice que las palabras llegan fácilmente. En fin, supongo que la palabra usage recuerda a Racine, según sus lecturas, la expresión Imagedusentiment, rendrel’usage*, supongo que piensa en Josabeth, y él dirá, del mismo modo que yo digo buen día:

mes pleurs du sentiment lui rendirent Tusage, y yo admiro su superioridad sobre mí: lo admiro tanto más cuanto que comprendo cuántos estudios, cuántas repeticiones ha debido hacer para llegar a esta perfección. Explicar eso por el genio es caer en las cualidades ocultas. Que no se diga que eso es imponer trabas al genio, que el genio quiere ser libre. Responderé que el escolar más insuficiente a quien se le diga: He aquí dos versos para ordenar:^ lepris tout sanglant, mespleurs lui rendirent Tusage du sentiment, en baignantson visage, y que pusiera los dos versos en su lugar, no pasaría por un genio. Ahora bien, el pensamiento está en el tema, y las expresiones en la lengua: ¿qué queda para el genio? Sea lo que sea, den la mayor importancia a los sinónimos de composición. Es necesario notar cuáles son los pasajes de Fenelón que provocan la máxima impresión en la lectura: seguidamente, nos daremos cuenta de que son los mismos temas los que se tocan y los que ligan en todos los poetas, en todos los oradores. Esto se atiene a la naturaleza del hombre, y no depende de nuestras con­ venciones. En todas las lenguas, en todas las obras, se encuentra Fenelón en cada página: he aquí por qué yo repito continuamen­ te: Todo está en todo. Aunque he enseñado durante cuarenta años, falta para que haya verificado todo, pero me he visto sorprendido de volver a ver en Fenelón todo lo que había leído. Adopten pues con confianza esta máxima, Todo está en todo, hasta que hayan reconocido las excepciones por sí mismos, y extraerán, por sus propias observaciones, esta utilidad de nuestro aforismo, de modo que cada excepción, percibida por la reflexión, se grabará fácil­ mente en vuestra memoria. Todo está en todo es la mnemónica de la Enseñanza universal. Lo que digo de la máxima Todo está en todo es aplicable a la denominación de Enseñanza universal que doy a mi método. Lo

cierto es que no la he aplicado a la universalidad de los conoci­ mientos humanos, y eso no es posible de hecho: me faltaría el tiempo, a pesar de que, según creo, no me faltaría el poder. Voy a explicarme claramente sobre una denominación que ha causado alarma en los pupitres de ias viejas escuelas. Cuando llegué a Bélgica, me estremeció la acogida que he reci­ bido; incluso, aunque extranjero, he obtenido un empleo de la generosidad del gobierno. Yo había aprendido muchas cosas en mi vida; no las sabía demasiado bien, como sucede a todos aquellos que divagan al estudiar: quien mucho abarca, poco aprieta. He ofrecido en Lovaina mis servicios gratuitos a todos los que quisie­ ran aprovecharlos; tuve la suerte de tener éxito; he instruido con rapidez a niños y hombres por el método del que se habla en esta obra. Se han dirigido a mí para pedirme lecciones de cosas que ignoraba; como yo daba mis lecciones gratuitamente, me he ani­ mado a emprender, y el éxito ha respondido totalmente a mi ex­ pectativa. He hecho aprender el holandés, el dibujo, la composi­ ción musical, todas cosas QUE YO IGNORO. Hoy, cuando me encuentro rodeado de mis alumnos, el más ignorante de la re­ unión soy yo. Ese espectáculo me da placer; me alegra mucho ser útil a aquellos a los que debo tanto. No pretendo saldar mi deuda; pero he deseado hacer ver que sabía apreciar un favor; y quizás llevado por mi fervor, he prometido a todo el mundo la Enseñan­ za universal gratuita. Me encuentro feliz cuando pienso en un pa­ dre de familia a quien he dado una profesión, en un hijo al que puedo ayudar en su amor filial proporcionándole los medios para alimentar a una madre pobre a la que ama. He tenido el derecho de hablar hasta hoy. Continuaré tanto como pueda en el marco de las leyes; pues ante todo quiero vivir tranquilo a la sombra de su protección tutelar. Tanto como me sea permitido hacerlo, redo­ blaré esfuerzos para sostener una promesa que veo como sagrada; y si las otras naciones, oyendo hablar de esto, no fueran tan sabias

para respetar un motivo tan bueno y para excusar un celo que sin dudas Íes parecerá insensato, ai menos los belgas no se quejarán de mí: ellos alentarán mis esfuerzos, ellos justificarán mi audacia. Ruego solamente a aquellos que se dirijan a mí hacerlo de buena fe: nada de ardides, nada de subterfugios: yo no llamo a nadie; pero recibo a todo el mundo. Aquel que ha venido a tantearme hace más de un año, y que de vuelta en su casa en lugar de trabajar me ha escrito por no se qué instigaciones una carta de injurias, ha come­ tido una falta; no le guardo rencor; pero él me ha hecho perder un tiempo precioso para aquellos de sus conciudadanos que desean sacar provecho de mis consejos. Si soy un charlatán, hay que con­ venir al menos que esta especie de charlatanería es rara; viene al caso decir, con el Journal de Paris, «¡Asombroso!» Desde hace cuatro años, se me han enviado tanto un artículo de El Observador, como un Sumario de las lecciones de M. Jacotot0; otra vez he recibido un grueso libro en latín, en el que alguien, según me pareció, se burla de mí. Hice lo que aconsejo a mis lectores si los aburro: no he leído. Si esos señores quisieran ins­ truirse en mi método, vendrían a hablarme, o bien continuarían tomando mis lecciones gratuitas. Algunas personas han sido in­ dignas en su conducta respecto a mí; existe quien ha sido expulsa­ do de varias casas. Si se les calumnia, puede sucederles como a mí (pues existen en el mundo casi tantos calumniadores como charla­ tanes); si se les insulta sin razón, demanden a los malvados, no entren en cólera; esperen, y si ellos se corrigen, y piden perdón, acuérdense que es la prueba de un gran coraje, y que estamos ex­ puestos a fallar cuando somos distraídos por alguna pasión. Si los malvados se obstinan, y añaden ultraje tras ultraje, ustedes no tie­ nen nada que enseñarles: ellos saben bien que están equivocados. 30 Se trata del Sommaire des leconspubliques de M. Jacotot sur lesprincipes del énseignement universel, publicado por J. S. Van de Weyer, Bruselas, 1822. (N. deT.)

Guarden entonces silencio y ocúpense de vuestros alumnos: uste­ des no están encargados de la educación del género hum ano. Presten atención al hecho de que esto no es más que retórica: vuestra conciencia les dirá que el precepto es bueno, aunque la secuencia no esté bien escrita.

Lean sin embargo, si tienen el tiempo, todas las diatribas contra la Enseñanza universal. Anoten todo lo que en esos panfletos está de acuerdo con lo que yo digo; eso forma parte de mis principios: pero no olviden jamás que mis principios no son mi método. Undécima lección Cuando el alumno posee el hábito de observar, de comparar y de percibir las semejanzas y las diferencias; por ejemplo, cuando puede decir lo que piensa de la comida ofrecida por Calipso, en el primer libro, y de aquella de Adoam; cuando de esa aproximación ha extraído la consecuencia de que en la comida se habla ordina­ riamente de aquellos que sirven, de cantos, de manjares, etc.; cuando ha hallado la razón de la diferencia de los sentimientos, según los hechos y la posición relativa de los personajes, él ve en qué difieren la intención de Calipso y la de Adoam, así como los sentimientos de Telémaco en la isla y sobre el barco; Telémaco está invadido de dolor en casa de Calipso, de asombro y de respeto cuando escucha a Mentor, etc., etc. Cuando el alumno habla con abundancia sobre estos diferentes temas, ha llegado el momento de hacerle emprender una obra de literatura, es decir, por ejemplo, un discurso; pues hasta el presen­ te no ha hecho más que fragmentos. Se le pide el análisis del discurso de Massillon sobre las tenta­ ciones de los grandes, o de cualquier otra obra de literatura. Él verá que un discurso no es otra cosa que una proposición. Las tentaciones son más peligrosas para los grandes que para los otros hombres.

Esta proposición se descompone en otras tres: EL PLACER ES MÁS PELIGROSO; LA ADULACIÓN ES MÁS PELIGROSA; LA AMBICIÓN ES MÁS PELIGROSA. Finalmente, cada una de esas verdades se desarrolla sucesivamente. 1° EL PLACER ES MÁS PELIGROSO. Los grandes no encuentran obstáculos; No temen la censura; No están distraídos por el amor a la fortuna. 2° LA ADULACIÓN ES MÁS PELIGROSA: Hace másfuertes sus vicios; Corrompe sus virtudes. 3o LA AMBICIÓN ES MÁS PELIGROSA. Los vuelve desdichados; Los envilece; Los vuelve injustos. He aquí un plan compuesto, como se ve, de proposiciones va­ riadas, absolutamente diferentes entre sí. Esta condición es necesa­ ria. El desarrollo continuo de una única y misma proposición se volvería monótono y cansador. Aquí, el orador se ha propuesto diez desarrollos sucesivos y distintos.

Io El exordio (es decir, el discurso abreviado); 2o Los grandes no encuentran obstáculos cuando quieren abando­ narse alplacer; 3o El temor de la censura no los retiene; 4o En los grandes, el amor a la fortuna no se hunde en ningún momento en la voluptuosidad; 50 La adulación hace másfuerte sus vicios; 6o Ella corrompe sus virtudes; 7o La ambición los vuelve desdichados; 8o Ella los envilece; 9 o Ella los vuelve injustos; 10° La peroración (es decir, el discurso abreviado, o la conse­ cuencia de ese discurso). Así la dificultad de un plan de composición consiste en escoger, en el número infinito de desarrollos contenidos en una proposición cualquiera, aquellos que más difieren entre sí. De esta diferencia sensible resulta la variedad; y la unidad estará en el conjunto, puesto que todos los desarrollos derivan de la proposición principal. 51 en vuestros establecimientos, les llegara un alumno que hubie­ ra terminado los estudios ordinarios, aún los universitarios, podrían, siguiendo este camino, perfeccionar los conocimientos elementales que él ha adquirido, y dirigirlo hacia todos los géneros de literatura. Dirá el Journal de Paris: «No es así como se hace un Bossuet, un Massillon, un Homero, un Virgilio. Todas esas disecciones secas y áridas no producirán jamás un hombre de genio». No escuchen esa retórica: intenten hacer aprender a vuestro alumno un libro del género al cual se destina, y al que relaciona todos los otros del mismo género; que conozca el conjunto, los detalles de la obra que estudia; que si fuera perdida pudiera rehacerla, y verán. Solamente les prevengo que no encontrarán muchos alumnos para conducirlos a esa altura. Uno raramente se entrega a un traba­

jo tenaz, como Racine, o bien se io hace de memoria, y para eso no se tiene necesidad de maestro. La Enseñanza universal no es necesaria, puesto que es la marcha que el hombre sigue natural­ mente cuando tiene necesidad y cuando no está distraído por al­ guna pasión o por algún prejuicio; pero si bien la Enseñanza uni­ versal no es necesaria, es muy útil: tal poeta que se cree Racine, y que no me animo a nombrar, se volvería para mí el igual de ese gran hombre si siguiera la ruta que nuestro primer trágico ha se­ guido sin saberlo: él ha aprendido, ha copiado, ha imitado, ha traducido todo lo que había aprendido y repetido sin cesar. Pero dispenso a los críticos de toda objeción al respecto. Soy tan terco en mi opinión como pueden serlo ellos mismos. Por tanto no responderé nada a aquellos que pretenden que la inteli­ gencia de Racine sea diferente de la mía. Cada uno me aprueba en el fondo de su alma cuando piensa en sí mismo. Lo que les im­ portuna y los atormenta es la aplicación de mi sistema al vecino. Desde que han venido de ciudades vecinas a argumentar sobre mis opiniones, no he visto aún a un solo hombre oponerse a mí en su nombre, ni citarse él mismo como un ejemplo de idiota; siempre es tal amigo, tal persona de su conocimiento lo que me presentan como prueba de la falsedad de mis principios. De divagaciones en divagaciones, hay uno de ellos que me ha preguntado si los animales tenían inteligencia. Como no soy preceptor de perros, lo he enviado a P. Bougeant y a Descartes, que han tratado el tema a fondo. Pero la Enseñanza universal no es eso: esas preguntas ociosas son de la vieja escuela. Se trata de saber qué es lo hay que hacer cuando uno encuentra a un hombre al que señores de genio le niegan una inteligencia igual a la suya. Yo afirmo que es preciso seguir el camino que indico; es el que yo he seguido; ¿mis alum­ nos han devenido oradores como Bossuet? Respondo que hace falta trabajar mucho tiempo para devenir Bossuet; pero despejan­ do esa pregunta indirecta, propuesta en lo alto para esconder lo

que se piensa en lo bajo, y traduciendo yo mismo lo que dicen en lo que quieren decir, pregunto: ¿mis alumnos devienen hombres como ustedes, los que hablan? Sí, sin duda: haremos la confronta­ ción cuando les plazca. He aquí suelta la gran palabra; he aquí el mayor rasgo de locura que pueda descubrirme a sus ojos, los oigo reír; veo sus ojos centelleantes de ira, de acuerdo a su carácter: ¡Yo insulto al público! ¡No muestro el menor respeto! ¡La menor re­ serva en mis expresiones! He aquí que se lanzan, ¿y por qué ese diluvio de frases que van a llover sobre mi rostro? ¿Cuál es mi crimen?, ¿qué mal he hecho a ese poeta irritado, a ese literato en­ furecido? ¿He atacado su honor?, ¿he dicho que era un tonto? En absoluto: digo que él es yo, y que yo soy él por la inteligencia; que él está por encima de mí efectivamente, pero que yo podría igua­ larlo. El tesoro que ha adquirido íe pertenece; pero yo habría po­ dido adquirirlo según lo que pretendo: ¿sólo la muerte es capaz de expiar esta grave falta? Vemos sin embargo lo que falta a nuestro alumno para hacer lo que esos señores hacen. Una vez llegado al punto de estudiar los planes y el conjunto de una obra, ¿qué dificultad mayor habrá de vencer que aquellas que ya ha superado? Hasta aquí las palabras, las expresiones, etc., todo era arbitrario y de convención; ahora casi todo está en la naturaleza; ahora todo el mundo lo hace por azar: se trata de ejercerse en hacerlo cuando uno quiere. Existen algunos usos relativos al género que tratamos, a la lengua en la que escribimos: vemos todo eso cuando observamos; se lo sabe cuan­ do se lo aprende, se lo retiene cuando se lo repite, y finalmente se lo imita sin dudar. El resto consiste en figuras retóricas que todo el mundo emplea naturalmente, y cuyo hábito sólo hace falta ad­ quirir: la gradación, la disposición, etc., etc., pertenece a todas las lenguas, a todos los países, en fin al hombre. La única cosa importante es aquella por la cual hemos comen­ zado siempre: meditar sobre hechos. Ahora bien, el sermón que

estudiamos, por ejemplo, no sólo no contiene nada que el hom­ bre menos instruido no conozca y diga todos los días, sino que constituye también para nuestro alumno reflexiones familiares, constantemente presentes a su pensamiento, puesto que todas ellas derivan de los hechos contenidos en Fenelón. La historia de Telémaco nos proporciona las reflexiones del orador sobre el pla­ cer. La de Idomeneo nos haría decir lo que él dice de la adulación. Parece que Massillon componía sobre Protésilas. En fin la historia de Adrasto está llena de hechos de los que el sermón sólo es la consecuencia. He aquí lo que nuestros alumnos pueden imitar tan bien como ios oradores de nuestros días y, por consiguiente, tan bien como el propio Massillon. Cuando se dice oradores de nuestros días se trata habitualmente de un insulto; en mi boca, no puede ser eso: yo comparo a mis alumnos con los que, entre aquellos, poseen más talento, no con la intención de rebajar su inteligencia, sino para hacer sentir que, a pesar de su modestia que se niega torpemente a mis elogios, como Ies concedo tanta inteligencia como a Massillon, igualo a Massillon con todos mis alumnos, puesto que para mí todos son cualquiera. No es de la inteligencia de nuestros oradores que yo río, sino de su orgullo. Nada es más admirable, a mis ojos, que la inteligencia humana; nada me parece menos fundado que las pretensiones a la superioridad de naturaleza. Se tomaba un ignorante por un negro, y decir un negro era decir todo. Buffon estaba persuadido de que él no era un negro. La cuestión se ha vuelto cuanto menos dudosa en relación a los negros. ¿Por qué no suspenderían vuestro juicio cuando se trata de un ignorante blanco? Alienten pues nuestros esfuerzos, en lugar de ponernos trabas: ¿qué temen? Si ustedes continúan marchando, nosotros no los atraparemos nunca, puesto que no tenemos más espíritu que uste­ des. Permanezcan a la cabeza, ios seguiremos; sean los jefes de vues­

tros iguales: por su naturaleza, todo hombre está hecho para diri­ gir a sus semejantes, que podrían igualmente dirigirlo; pero esta igualdad natural mantiene aún la desigualdad adquirida por las circunstancias, la desigualdad de las posesiones. Precisamente por­ que somos todos iguales por naturaleza debemos ser desiguales por las circunstancias. D uodécim a lección

Aprender y comparar, comparar y verificar, esa es la Enseñanza universal. Massillon tenía que decir: Los grandes no encuentran obstáculo cuando quieren librarse alplacer, y aquí tenemos la ejecu­ ción de esa parte del plan de composición: El placer es el primer escollo de nuestra inocencia, pero es el escolloprivilegiado de la vida de los grandes: el común de los hombres encuentra obstáculos, los grandes no los encuentran: ¿qué obstáculos encontrarían?No, no los encuentran; David no los ha encontrado: por consiguiente, ellos no los encuentran, He aquí un desarrollo, un razonamiento oratorio. Resta el esti­ lo, y vuestro alumno debe saberlo de memoria; o bien no ha apren­ dido su libro, no conoce sus palabras y sus expresiones. El término principal en latín es el verbo; es por eso que es el verbum por excelencia; en francés, es el sustantivo abstracto el que más contribuye a formar lo que se llama el estilo. Ejemplo: El primer ESCOLLO de nuestra INOCENCIA es el PLACER; las otras PASIONES, más tardías, sólo se desarrollan y maduran, por asi decir, con la RAZÓN. Esta lo previene, y nosotros nos hallamos corrompidos casi antes de saber lo que somos. Esa INCLINACIÓN infortunada, que toma siempre su FUENTE en lasprimeras COS­ TUMBRES, mancha todo el CURSO DE LA VIDA de los hom­ bres. Es elprimer RASGO envenenado que hiere EL ALMA; es él quien borra su primera BELLEZA, es de él que emanan enseguida todos nuestros otros VICIOS.

El estilo está en las palabras remarcadas. Reemplácenlas y no habrá más estilo. ¿El sentimiento ya no será comunicado? No digo eso; digo que ya no habrá estilo. Recuerden los libros de los que se alaba el estilo: encontrarán allí estos sustantivos abstractos. La con­ versación familiar sólo parece reservada para el uso que se hace de esta clase de palabras. Este estilo no es lo bello; lo bello es de todos los tiempos y de todos los países: este es un uso francés. Todo esto no hace al pensamiento; pero es su ornamento a la moda. El hábi­ to no hace al hombre; pero el hábito que él viste le da importancia a los ojos de las personas que se dejan seducir por la apariencia. Este empleo de los sustantivos abstractos se deja notar en toda clase de composición: tragedias, poemas, poesías ligeras, etc. Veri­ fiquen, y si encuentran la observación exacta, tengan cuidado de hacer aplicación de ella cuando escriban. El verbo es la palabra de moda en latín; eso no es sorprendente: es mucho más completo en esta lengua que en francés, donde falta la voz pasiva. Nosotros sólo podemos hablar pasivamente en francés con varias palabras. Poco importa que los sustantivos abstractos formen o no la parte principal y distintiva de lo que llamamos estilo; y esta opi­ nión, no más que cualquier otra, no es la Enseñanza universal. Sepan un libro; luego vean, examinen, observen bajo todas las caras: he aquí nuestro método. Una vez más, yo sólo enuncio mis opiniones en forma de ejemplo: si alguien tomara la pluma para refutarlas, prevengo que no responderé; pero los invito a leer la crítica, no para creer en ella, sino para acabar de convencerlos, a través de estos nuevos ejemplos, de que ese consejo es el único realmente útil. Observen siempre, y siempre verán algo de más, de igual, de semejante, de diferente, incluso de opuesto. La cose­ cha se hace así poco a poco, y se adquiere insensiblemente la con­ vicción de que el suelo es inagotable: eso vuelve modesto y atento a lo que dicen los demás. Todos nosotros recorremos un país des­ conocido e inmenso; la relación de cada viajante debe ser tomada

en cuenta; el hombre que se eleva como el águila por encima de las nubes, puede abarcar de un vistazo toda la extensión del vasto dominio de las ciencias; pero la lejanía en la que se encuentra res­ pecto a cada parte no le permite observar todos sus detalles. No es porque se critiquen mis opiniones que alguien se equivoca; es por­ que se las quiere sustituir por otras que habría que contentarse con añadir. Ninguna ciencia es completa; ninguna lo será jamás, Aristóteles no se ha equivocado por decir algo distinto que Platón; es su pretensión de decir lo contrario lo que lo ha perdido. Predigo a aquellos que sigan ese ejemplo que caerán todos como él ha caído. Cuando se estudian las reglas del arte oratorio en Laharpe35o en Quintiliano, uno se aplica a retener de memoria lo que ellos han dicho; se lo recita bajo mil formas diferentes en la conversación; se lo escribe, uno se sirve de ellas como de razones sin réplica. Se sigue de este modo, hasta el fin de sus días, el viejo método, el método de tal ha dicho. Hagan precisamente lo contrario: comiencen por aprender un autor, repítanlo sin cesar, relacionen con él todas vuestras otras lecturas, verifiquen las observaciones de los gramáticos y de los retóricos; pero finalicen por esta verifica­ ción, y vuestra instrucción se hará rápidamente y de modo más seguro. He aquí lo que adelanto: esto no es una opinión, es un hecho. Poco me importa que se repita o no la experiencia: creo de antemano que no se hará nada con ella. La especie humana no entiende: las pequeñas especies, es decir las corporaciones, son de la misma naturaleza. Yo me ocupo de un individuo, le ofrezco mis servicios, y eso es todo. Es un bello precepto aquel de amar a su prójimo como a uno mismo, ¡aunque sea bien difícil observarlo! Se puede, pero no se ha dicho: «amen al género humano como a ustedes mismos»; eso no tendría ningún sentido. El género huma­ 35 Crítico francés (1739-1803) de espíritu dásico; autor de un Curso de literatura. (N. deT).

no no tiene necesidad de ningún individuo; y cualquiera sean nues­ tras pretensiones, no llegan a la vanidad de instruir al más peque­ ño de los cuerpos sabios. Esos seres abstractos poseen hábitos, pre­ juicios invariables. Poseen un idioma aparte que se llama la lengua de la república de las letras, que no se asemeja en nada a la lengua de la república romana. Pienso que es la última que hay que estu­ diar, salvo que lean a ios comentadores dentro del idioma, si tie­ nen el tiempo para ello. Decimotercera lección He aquí el único ejercicio de la Enseñanza universal, lo que llamamos sinónimos, es decir las comparaciones: observen y com­ paren toda vuestra vida, ustedes jamás verán todo. Dos cosas les parecen semejantes al primer vistazo: busquen sus diferencias; ellas son diferentes a vuestros ojos: vean las semejanzas; Todo está en todo. Por ejemplo, les parece que una tragedia y una comedia no se asemejan; observen: es lo mismo. Aquí se trata de personas apa­ sionadas a las que ustedes no temen, y cuya estupidez les parece ridicula por esta razón; allí se trata de personas apasionadas cuyos excesos les hacen temblar, y que por consiguiente, los dominan. El animal experimenta sentimientos diferentes; pero la razón que jamás es conmovida, no ve más que un loco en Orosmano32 tan­ to como en el misántropo33. Orosmano enfurecido me hace tem­ blar cuando exclama: Que el terror habite a las puertas del palacio Jamás voh/exú. a ver Zaire, dice él, y un minuto después está a sus pies. Alceste dice también quejamos volverá a ver a Cefxsa. Esto 32Jacotot se refiere a un personaje de la tragedia Zaire de Voltaire (1734). (N. deT). 33El misántropo es una comedia de Moliere de 1666. (N. deT). 34Qiie la terreur habiteaiixportesdupalais. (N. deT).

me hace reír; pero yo mismo soy risible si no veo que Orosmano no es menos ridículo. Una tragedia es una comedia a los ojos de la razón. ¡Qué de cosas a imitar en las tragedias cuando se quiere hacer una comedia, y viceversa! «Nosotros sabemos todo esto», se dirá. Pero señores, ¿quién les ha dicho que no lo sabían? ¿Alguna vez he sostenido que yo venía a revelar al género humano alguna gran verdad desconocida hasta ese día? Si esto hiera nuevo, ¿lo comprenderíamos? La Enseñanza universal está basada en aquello que todo el mundo hace, en lo que hacemos todos los días; yo digo a mi alumno Age quodagi^5\ hagan hoy, mañana, siempre, eso que hicieron ayer: ustedes esta­ ban en el camino, no se aparten de él; continúen vuestra educa­ ción como la han comenzado; terminen el estudio de vuestra len­ gua con el procedimiento que han seguido hasta este día; no lo cambien, no han aprendido en los rudimentos lo que saben; no pierdan tiempo; no escuchen a esas personas que pretenden ense­ ñarles lo que han aprendido solos: ellos los atrasan. -«Pero yo tengo confianza en sus principios». -Entonces sígalos. Le pregun­ to a otro, ¿y usted? -«Por mí parte, yo estoy apurado en llegar, y no tengo siete años a mi disposición. Muéstreme el camino, por favor». Se lo indico y él llega. He aquí el hecho; jamás he dicho otra cosa; confieso incluso que en rigor él no tenía necesidad de mí. La Enseñanza universal no es nada: no es una novedad; es el viejo método el que es una novedad, un verdadero descubrimien­ to, cuyos sucesivos perfeccionamientos son otros tantos lugares de reposo que alargan el camino cada vez más. Uno se esfuerza en perfeccionarlo, y cada día se logra volver más fastidioso el estudio. Sólo para saber la regla de los participios es necesario devorar va­ rios volúmenes. El infinito está ahí, sin duda, como en todas par­ tes; yo lo sé; pero todos esos principios ¿son el inicio o el final del

camino más corto? Esta es la cuestión, y yo afirmo que está resuel­ ta, no por mí, sino por la naturaleza. Yo imito su marcha, y los otros la modifican: es preciso que esto sea así, puesto que nosotros llegamos seis veces, siete veces, ocho veces más pronto que ellos. Decimocuarta lección Yo digo que el alumno irá bien sin ustedes. Si es un hombre que quiere aprender, pónganlo sobre la ruta; ubiquen los pretiles para que él no caiga a mitad de camino dentro de los participios, hacia donde sus sectarios lo llamarán sin cesar: ellos lo intimidarán con sus pronósticos y lo halagarán con sus promesas. Si se trata de un niño que tiene necesidad, marchará también completamente solo como cualquier hombre; pero desde el momento en que la nece­ sidad ya no se deja sentir, tómenlo de la mano; desconfíen de la pereza de su espíritu; animen sus esfuerzos, y recompensen sus éxitos con elogios: no hace falta otras recompensas en nuestra casa: el rápido éxito basta para animar al estudio, y tenemos cada día ejemplos de ello. Esos ejercicios públicos, esos premios del viejo método, son insultos a la inferioridad de naturaleza, si ella existe, y recompensas no merecidas para el fuerte, si su rival ha nacido débil. No alaban jamás la naturaleza; alaban el trabajo, la pacien­ cia, la docilidad; sólo alaban las virtudes; es eso lo que nos falta a todos, y lo que podemos adquirir. Todo el resto nos ha sido dado precisamente para alcanzar ese fin, él único digno de todos nues­ tros esfuerzos. Pero el testimonio de la conciencia es una recom­ pensa lo suficientemente alta; aún no es un verdadero hombre quien busca otra cosa, y no tengo gran confianza en él desde el momento en que veo que ese testimonio no le basta. Por lo de­ más, esta es también una opinión independiente del método. Evítense combatirla; siento que jamás me fiaría plenamente del argumentador que desea algo distinto que el testimonio de su con­ ciencia. Nadie, sin duda, goza de ese dulce testimonio sin ninguna

mezcla; pero eso sería la pura felicidad: aquellos que la buscan en otra parte me parecen locos; yo también, como cualquiera, cuan­ do los imito. Por lo demás, a cada cual su parecer; pero ese no es nuestro método. A fuerza de repetirlo, quizás se lo comprenderá. Si alguien que hubiera leído mis eternas repeticiones disputara, con ustedes, sobre la Enseñanza universal y, divagando sin cesar, les hablara algunas veces de mis opiniones, de las habladurías o de las calumnias (como se quiera) que circulan a mi cuenta, no le respondan nada; él no quiere ser esclarecido, puesto que cambia la cuestión; es de mala fe; pues conoce el estado de la cuestión como ustedes, puesto que no es más bestia que ustedes. Vuelvan pues a vuestros alumnos; anímenlos continuamente a hacer comentarios, admirando los que hayan hecho: ellos pueden todo, exijan todo. Que sientan la dignidad de su especie, y ellos no verán como imposible lo que otro ha hecho. Pero sobre todo no se creerán superiores a nadie, tampoco a aquellos que se arras­ tran lentamente sobre el otro camino: Recuerday mi hijo, que escondido bajo ese lino, como ellos, fuiste pobre, y como ellos huérfano*6. Apuren, apuren pues su marcha. No hay buenos ni malos pro­ fesores en la Enseñanza universal. Yo soy digno de ustedes, y uste­ des son dignos de mí: si uno de nosotros es preferible no es aquel que posee más espíritu; todos nosotros tenemos la misma inteli­ gencia: es aquel que piensa continuamente en sus alumnos, que los ama, que se interesa en su progreso, que los hace hablar, que despierta la pereza adormecida, que sostiene el fervor; en una pala­ bra, es aquel que se ocupa de su educación con toda la solicitud 36

Vous souvenant, monfils, que, cachésons ce Un Commeeux, vousfinespauvre, y comme eux orphelin. (N. deT).

que inspiraría el amor de sus propios hijos. No hace falta genio para eso; pero hace falta un cierto carácter, un gusto particular, y una abnegación sin reserva. Eso no se aprende, al igual que el espí­ ritu. He aquí la semejanza; he aquí la diferencia: todo el mundo posee espíritu; pero todo el mundo no posee el carácter conve­ niente a tal o cual situación de la vida humana. ¡Afortunados aque­ llos que han sido dotados de este carácter por la naturaleza] Estos lo hacen por gusto. Aquel que lo hace por virtud es mucho más loable; pero él nunca lo hace de manera constante como el prime­ ro; pues la virtud es un esfuerzo, y es de temer que uno se relaje. Riendo terminemos este sermón del que ustedes no tienen necesi­ dad, puesto que no les enseña nada, a través de un mal juego de palabras que quizás hará encogerse de hombros a nuestros amigos: he aquí la enseñanza de la Enseñanza universal He dicho, en alguna parte, que los ejercicios de los que hago mención sólo son relatados como ejemplo. Estas lecciones no son preceptos, sino modelos. Uno no está obligado a seguirlos exacta­ mente; se puede invertir su orden, y variarlos al infinito. El con­ junto de las lecciones sirve para hacer ver en general la marcha que ciertamente hemos seguido; pues he omitido muchos detalles. No­ sotros hemos propuesto varios otros temas a tratar durante el cur­ so de las lecciones; ustedes verán el orden que hace falta seguir para proponerlos. 10 Mentor dice a Telémaco: «Jamás hables por vanidad.» El no desarrolla este pensamiento; desarróllenlo. 2o Encontrar temas de composición. SIMPLICIDAD Y MAJESTUOSIDAD «La simplicidad es la ausencia de todo ornamento externo o superfluo. Es la sola naturaleza sin el auxilio del arte, algunas veces

amable y graciosa, otras sublime y majestuosa. La majestuosidad es un aire imponente que imprime respeto y que se muestra en lo que es grande, elevado, noble, sublime y simple.» «La simplicidad es enemiga de toda afectación y, por consi­ guiente, es natural; no se sigue de eso sin embargo que lo natu­ ral sea siempre simple. La majestuosidad, que a menudo se deja ver en lo que es bello, es más sublime en la simplicidad que en la magnificencia; hay sin embargo simplicidad sin majestuosidad.» «La primavera, fijando su estancia en las campiñas, en medio de ios verdes prados salpicados de flores, orna la naturaleza con las gracias simples que hace nacer.» «Las tempestades, agitando el océano en sus negros abismos, excitando las aguas enfurecidas, y cubriendo el cielo de una som­ bría noche, nos ofrecen la naturaleza en toda su majestuosidad. Aquellos que, elevados al más alto rango entre los hombres, re­ presentan la divinidad sobre la tierra, llevan impresa sobre su persona una majestuosidad que imprime a los pueblos el respeto de aquel que debe sostener las leyes. Esta majestuosidad extrae su principal fuerza de la virtud que ennoblece, con su carácter augus­ to, la frente de aquel que ella condecora; no es la púrpura real, no son esos guardias, esos oficiales, esa corona, los que atraen la vene­ ración de sus pueblos para ese buen rey; son la nobleza y la pureza de su alma, las que muestran, en todas sus acciones, su simplici­ dad majestuosa.» «La majestuosidad simple es como la belleza acompañada de gracias.» EL PENSAMIENTO «Esta flor porta el nombre de la dichosa facultad intelectual de la que es emblema.»

«Sus vivos colores la distinguirían y la harían notar en todas partes donde se encuentra si la poca elevación de su tallo no la sustrajera a menudo de las miradas.» «Agradable como los recuerdos cuya imagen vuelve a trazar, se multiplica y crece en casi todas las estaciones, sin exigir ningún cuidado. Semejante a los pensamientos del espíritu, ella se renue­ va profusamente sin cesar. Si fuera menos común sería el lujo de nuestros jardines. Estas flores no se marchitan en un tiempo de­ terminado: vemos que algunas están secas cuando las otras no ha­ cen más que estallar. ¡Cuántos pensamientos puede hacer nacer esta observación! Es así que nuestros más bellos pensamientos se multi­ plican al infinito, desaparecen como un bello sueño, y disipándose, transportan al corazón la esperanza que los había nutrido.» Encontrar temas de traducción, por ejemplo: —Telémaco com­ bate al león; traducen: La virtud combate a las pasiones, —Los en­ cantos de la vida campestre; traducen: Los encantos del estado militar. —Eldolor de Telémaco en la vuelta; traducen: El ambicioso perseguido por la fortuna. -Telémaco consolado luego de que ha oído la voz que brama; traducen: estado de un hombre al que se brinda la libertad. —La voz que brama (en el segundo libro), tradu­ cen: La voz de la conciencia. (Este pasaje de Telémaco es la traduc­ ción del discurso del genio de las tempestades a los portugueses que bordean el cabo por primera vez37). Se puede no solamente traducir así, sino de una infinidad de maneras. Lo que el alumno ve en un pasaje cualquiera está allí para su inteligencia, y el frag­ mento que observa en esa visión deviene su modelo y su guía. Todo está en todo. En cualquier caso se trata de nuestro método. 37 Jacotot alude aquí a las primeras travesías de los portugueses en el África buscando nuevas rutas comerciales hacia Oriente. El cabo bordeado era seguramente el cabo Boj ador, que era considerado como infranqueable debido a lo tempestuoso de sus aguas, y respecto del cual se tejían variadas leyendas sobre monstruos con tentáculos, etc. (N. deT).

Sea por inspiración, es decir, de memoria, sea que el objeto esté real e inmediatamente presente bajo los ojos, nadie habla, ni escri­ be, ni compone de otro modo. 3o Decir lo que es la oda, la poesía descriptiva, la comedia, la tragedia, etc., etc., todos los temas de literatura. Basta para ello con observar y conocer el francés; tengo la prueba de ello: hagan la experiencia y verán. 4o Un objeto cualquiera: una flor, un espejo, el canario, el gato, etc., etc.; es claro que si se trata de una flor, por ejemplo, el alum­ no no hablará ni de pétalos, ni de corola; él sabe bien lo que es; pero no conoce su nombre. ¿Qué importa? El extraerá sus térmi­ nos y sus expresiones de la lengua común, hasta que sepa las len­ guas particulares que contiene. En una lengua existen una infini­ dad de lenguas particulares, incluso en literatura. Existe la lengua del derecho, de la cátedra, etc.; y así sucesivamente para todos los géneros. Existe la lengua de la oda, de la tragedia, de la comedia, de la prosa en tal caso, de la prosa en tal otro, etc. El genio no puede adivinar nada de todo esto; y he aquí por qué un hombre, que sólo sabe una de ellas, habla mal todas las otras, cualquiera sea su genio. Otro sabe dos o tres, y pasa por un genio universal. Olvidamos que él ignoraba la lengua de la oda y la de las come­ dias, etc.; él tenía bastante genio: pero en ambos casos no conocía los signos. El error proviene del hecho de que se estudian las len­ guas como si no fueran más que una colección de palabras. Se cree que se posee la lengua, y eso no está todavía en ninguna parte. ¿Puede conocerse toda una lengua? No, por la razón que acabo de dar. ¿Es buena esta razón? Yo lo creo, y les aconsejo estudiar según esta suposición.

APOLO «El primer sentimiento que inspira este magnífico rostro es la admiración. Cuesta comprender que la naturaleza, aunque tan bella, produzca alguna vez semejante obra maestra de perfección. No temo decir perfección; todo está allí, al menos a los ojos de los hombres. La justeza de las proporciones, la gracia de los contornos, la fineza, lo mullido, la delicadeza de los rasgos, todo allí se ha encontrado reunido en el conjunto más admirable. Lo que sor­ prende sobre todo en ese rostro, incluso cuya posición es a la vez tan natural y tan noble, es la expresión de la figura. Se ve en esa boca entreabierta, cuyo labio está un poco levantado, esa sonrisa de desdén que experimenta el dios del día, a la vista de la atrevida serpiente a la que una de sus flechas va a atravesar. ¡Cómo la mira­ da de este ojo fijo expresa el desprecio que le inspira la impotencia del reptil que osa desafiarlo! ¡Cómo la tranquilidad de este rostro muestra tan bien la calma y la seguridad de su corazón! ¡Él no teme al monstruo que va a castigar!... Hasta en el arreglo descui­ dado, pero agraciado, de esos cabellos ondeantes, hasta en esa frente descubierta y majestuosa, se percibe la serenidad y el reposo de su alma. Un yo no sabe qué es lo suave, lo varonil, lo enérgico, lo noble que da a ese rostro algo grande y sublime, lo que no se encuentra en el común de los hombres, y que parece no poder pertenecer jamás a su naturaleza; en fin... es un dios.» 5o Sinónimos de pensamientos. Los menores retrasos irritan su naturaleza ardiente. Reflexionen: La menor resistencia inflama su ira. 6o Hacer un pensamiento sobre un pensamiento. Dios da a los reyes, cuando le place, grandes y terribles lecciones, ha dicho Bossuet.

Reflexionen: Las revoluciones dan a lospueblos terribles pero in­ útiles lecciones. La mente es a menudo engañada por el corazón, ha dicho La Rochefoucault. Reflexionen: El corazón es a menudo engañado por la mente. Es claro que el alumno debe siempre mostrar el hecho que le ha inspirado esa reflexión; de otro modo ha salido de la Enseñanza universal. Entonces no está seguro de nada; trabaja con genio, es decir por tanteos y a ciegas. Madame de Sévigné38sabía: Luego de la lluvia viene el buen tiempo; y ella ha dicho: Luego de la lluvia viene la lluvia. Este es un ejemplo: hay una infinidad de otros. 7o Hacer cartas: Penélope a Telémaco, Mentor a Ulises, y recí­ procamente. Todos los personajes del libro proporcionan estos temas. Se habla mucho del estilo epistolar: entendámonos. Escri­ bimos para expresar los pensamientos y los sentimientos: toda vez que ese fin es cumplido, se ha escrito bien. El fondo de los cono­ cimientos necesarios para ello se encuentra en todos los libros. Se puede decir todo con la lengua común. Se dice, por ejemplo, «es necesario estudiar a Madame de Sévigné para hacer un libro en el género epistolar». Se tiene el hábito de observar a esta dama como un modelo: es una convención a la cual uno debe someterse como a todas las otras. Pero si no quieren ser autor de ese género, si sólo se trata de comunicar vuestros pensamientos y vuestros sentimien­ tos, lo pueden hacer sin otra guía que el libro que ustedes saben. Se ha creído que nuestros alumnos inflarían el estilo al haber apren­

38Marie De Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné (1626-1696): Es autora de cartas dirigidas a su hija y a otros corresponsales conocidas por la espontaneidad del estilo y por contener interesantes detalles sobre las costumbres de su tiempo. (N. deT.).

dido de memoria que en Fenelón mañana a la mañana se dice: cuando la aurora con sus dedos de rosa entreabra las puertas del Oriente. Es que se supone que ellos aprenden signos como loros, sin ligar ningún sentido a estos; se supone que no siguen la única regla de la Enseñanza universal: no aprendan un signo aislado de los hechos que representa, y sin relación con las circunstancias en las que ustedes lo han visto en vuestro autor. Todo el mundo po­ see la facultad de ver en qué casos hay que decir la mañana o bien la aurora. Basta para eso la inteligencia que cada uno posee, y la intención que puede tener. Pero todo esto es un vasto tema para discusiones interminables. Por ejemplo, yo profano encuentro muchas expresiones rebusca­ das, es decir íuera de lugar, en lo inimitable. No me gusta en abso­ luto el Yo no estoy a vuestra altura', ¿por qué? Sería muy largo y muy inútil decirlo. No admiro menos por esto a Madame de Sévigné. Por lo demás, esta es la verdad: ella ha sido dicha; pero eso no impide que sea la verdad. Den a juzgar a varias personas la obra de un contemporáneo subrayando lo que desagrada a cada uno: todas las líneas serán subrayadas. A cada uno su gusto, cuando se trata de un contemporáneo. Pero no hay nada para decir de un muerto. El fallo ha pasado y posee la fuerza de la cosa juzgada. En cuanto a mí, he leído cartas llenas de expresiones, incluso por lo general más auténticas que las del modelo único en dicho género. CARTA Idomeneo a Menelao «¿Es cierto que en este mundo del que quisiera desaparecer, que en esta Grecia de la que he debido huir, aún existe un solo hombre que se interese en mi suerte? Los dioses, los crueles dioses que me han quitado a mi hijo, ¿me habrían dejado a mi amigo? Pero, ¿qué

digo?, ¿está en mí acusarlos de crueldad? ¿No soy yo el monstruo que ha sacrificado a mi niño? ¿Por qué no me han castigado me­ jor?, ¿por qué no han vengado, con mi sangre, la sangre inocente de ese hijo que en su ira me han ofrecido? Los hombres aterroriza­ dos quizás me habrían compadecido, ¡y el nombre de infortuna­ do al menos habría suavizado el horrible nombre de parricida! |Oh Menelao! Tus males fueron grandes, pero no son nada al lado de lo que produjeron; Helena te ha sido devuelta; Paris ha recibido el justo castigo por su crimen; las propias ruinas de Troya pueden apenas atestiguar lo que fue. La bondad, si existe, debe ser tu recompensa; no creo que lo desee, pero me pregunto ¿vol­ verá lo mío?, ¿se me devolverá mi hijo? ¿Qué valor tiene, al lado del suyo, la pérdida de mi reino? Si todos los reinos de la tierra estuviesen en mi poder, ¡con qué alegría los sacrificaría para po­ der reencontrar a mi hijo! Pero, ¡desgraciado!, ¿dónde me extra­ vío! ¡Ofendo aún, con este deseo, la naturaleza que he ultrajado pero que se ha vengado a través de mis remordimientos! ]Oh! mi amigo, ¿comprendes mis tormentos? ¿Experimentas mis males como en otro tiempo yo compartía los tuyos? Solo en medio de los hombres, alejado de una patria cuya pérdida me ha costado tanto, mil veces más culpable que el más criminal de los hom­ bres, odioso al mundo entero, horrorizado de mí mismo, so­ portando mi miserable vida a pesar mío, ¿sientes qué dulzura hallaría en la muerte? ¿Por qué no viene esta muerte tan deseada? ¿Por qué no viene a vengar a los hombres y a los dioses? Yo que los he ultrajado tanto, ¿por qué no puedo hacerlo también sacrifi­ cándome a su ira? Pero no, debo sufrir, debo sufrir durante toda mi vida... Que mi suerte se cumpla por entero, y que vaya a llorar por mi hijo, por mi crimen y por mi patria lejos de los griegos, deseando su olvido.» 8o Hacer retratos: Mentor, Protésilas, etc.

9o Hacer paralelos: Narbal y Filocles, etc.; el guerrero y el co­ merciante, etc. 10o Hacer relatos: la historia de Metofls, etc. Verán si el alumno imita de Fenelón la verosimilitud, ia suce­ sión, etc., de los hechos que imaginará; si lo imitará mezclando con arte, en su relato, descripciones de lugares, de sueños, de com­ bates, discursos, conversaciones, espectáculos extraordinarios, etc. 1Io Realizar observaciones gramaticales. Eso se puede hacer con la lengua común. Yo he enseñado el hebreo a varios alumnos que han adivinado la gramática de esa lengua. Un ensayo de ese tipo se ha registrado, desde hace muy largo tiempo, en la academia de Bruselas.

PARALELO PRIMAVERA Y OTOÑO «Todos los años, la naturaleza ve nacer cuatro estaciones dife­ rentes: este cambio regular ofrece la más agradable variedad; la primavera y el otoño separan el verano del invierno, y preparan poco a poco a los hombres para ver un cambio que sería quizás más riguroso si fuera brusco, y si esas dos estaciones opuestas se sucedieran rápidamente.» «La primavera, por la suavidad de su temperatura, lleva insensi­ blemente al hombre de los rigores del invierno a los ardores del verano. Aplaca los negros aquilones para animar los dulces céfiros, los que con su aliento bienhechor funden los hielos y las nieves. Hasta entonces, las plantas y los árboles, apretujados por el frío, parecían estériles; sus ramas resecas parecían morir; pero la llegada

de la primavera hace renacer toda la naturaleza; todo nace, todo crece, todo florece cuando la ardiente canícula deja sentir sus ardo­ res, y llega a expulsar a la dulce primavera.» «Sin embargo eí otoño sucede al verano; él aporta los frutos que la primavera prometía con abundancia; llega con una mano liberal a recompensar los trabajos a través de sus ricos dones. Pero sus escarchas y sus nieblas anuncian el invierno. Al esparcir las ricas producciones de la naturaleza sobre la tierra, despoja a esa natura­ leza de los ornamentos de los que la primavera la revestía. Por último, reemplaza los calores por los presagios de los fríos hielos.» «Toda la vida posee incluso una primavera y un otoño; ía pri­ mavera no hace más que prometer eso que el otoño prodiga. La primavera sería perfecta sí estuviera acompañada de las numerosas ventajas del otoño. Y el otoño, tan rico, tan bello, seria admirable si, abandonando sus funestos presagios, su austeridad fuera atemperada por las graciosas risas de la primavera.» HAZAEL39 «No lejos de Damasco, en Siria, al fondo de un valle agradable, en el que la naturaleza satisface abundantemente las necesidades de los hombres, se encontraba, antaño, la choza de los padres de Hazaél. Usbeck y Néala, su esposa, se consolaban en esa amable soledad de los ultrajes de ía fortuna. Su hijo Hazaél, aún niño, mostraba ya las más afortunadas disposiciones para el estudio. Tier­ no objeto de los cuidados de su madre, lo era también de las re­ flexiones y de las meditaciones a las cuales se abandonaba su padre.» «Usbeck, en otro tiempo favorito de un rey de Siria, víctima de los envidiosos, vuelto sabio a través de ía experiencia de sus des­ gracias, sólo pensaba en prevenir a su hijo contra los peligros de

los cuales había sido blanco. Hazael, el amable Hazael respondía a los cuidados de su viejo padre, a través del cariño más vivo y a través de rápidos progresos en las ciencias, que aquel le enseñaba. Apenas a la edad de doce años, Hazael conocía la virtud de las plantas, la conformación de los animales, los presagios que se ex­ traen de los movimientos extraordinarios que se efectúan en la naturaleza; estudiaba el curso de los astros; se instruía en las cos­ tumbres de los pueblos lejanos a través de la lectura de buenos libros y a través de las lecciones de su padre.» «Ya su joven corazón se ejercitaba en la práctica de las virtudes a través del ejemplo de su madre; pues Néala, sabía y bienhechora, se preocupaba sobre todo en socorrer las desgracias y en hacer feliz a su esposo. Los días, los meses, los años transcurrían para ellos en el seno de una paz profunda, sin que se dieran cuenta de la huida del tiempo, y sin embargo la fortuna se aprestaba a asestar a esta familia los golpes más crueles.» «Usbeck contaba quince lustros: Néala había visto pasar sesenta inviernos. A veces Hazael se entristecía al ver la vejez arrugar la frente de sus queridos padres; ¡pero no se animaba a hacerlos parte de sus temores!... Desgraciadamente estos eran lo suficientemente fundados. Usbeck, consumido por una lenta fiebre, murió reco­ mendando a su hijo el amor por la virtud. El dolor condujo a su esposa a la tumba.» «Hazael, dejado sólo sobre la tierra, se abandona a amargos pe­ sares; olvidaba alimentarse, el sueño no suavizaba en absoluto su abrasadora pena; varios días habían pasado luego de la muerte de Néala sin que su desgraciado hijo pensara en los medios de soste­ ner su existencia.» «El infortunado tiene pocos amigos. Sin embargo quedaba un apoyo para Hazael. Un hombre, que había quedado en deuda con Usbeck por su ascenso, cuando este gozaba de la opulencia, se enteró del infortunio de su hijo, y pagó a él su deuda de reconoci­

miento. Llevó ai huérfano quien quiso volver a ver una vez más la tumba de sus padres, y la regó de lágrimas al lanzar allí flores; la choza de Usbeck fue cerrada con respeto, y ningún extraño la ha­ bitó luego. Hazaél, en la casa de su benefactor, conservó un tinte melancólico que era causado por el recuerdo de sus padres; su gus­ to por el estudio allí se acrecentó, y él lo cultivó. Alcanzada la edad de 20 años, sumaba al porte más majestuoso, a la figura más agra­ dable, un espíritu cultivado, una erudición profunda y una con­ versación tan agradable como instructiva. Tantas ventajas reunidas le atrajeron la estima y la benevolencia universales. El mundo lo amaba, él amo el mundo; pero no ha podido hallar la felicidad en medio de los placeres; a la edad de los errores, se extravió varias veces siguiendo el torrente de sus pasiones; finalmente, reconoció su ilusión; notó, con un doloroso asombro, cuánto se había abu­ sado. Abandonado a buscar la felicidad sin poder encontrarla, cayó en una especie de misantropía que afligió a todos sus amigos, y principalmente a Amintas, su benefactor.» «Amintas tenía una hija, llamada Zarina, educada en casa de una hermana de su padre; Zarina había recibido la educación más cuidada; jamás había visto a su hermano adoptivo; ella lo vio, y Hazaél, conmovido por sus virtudes, adquirió por ella una afección cuya base era la estima. Zarina había observado con pena la aversión de Hazaél por los hombres: su corazón se afligía por ello; por otra parte, ella hacía justicia a sus brillantes cualida­ des. Bajo su persuasión, Hazaél dejó de huir de los hombres; perdió poco a poco ese humor salvaje que lo caracterizaba, y se volvió amable y contento. Pidió y obtuvo la mano de Zarina, su matrimonio se consumó. Durante varios años, gozó con una felicidad que no fue perturbada por ninguna nube; la fortuna le sonreía, su felicidad parecía tener que durar por siempre, cuando la muerte llegó a golpear a su esposa, y se llevó a la tumba todo lo que lo ataba a la vida. Su dolor, que sólo pudo ser superado

por su virtud, se atemperó a ía larga, y el estudio, del que siem­ pre se había ocupado, sirvió una vez más para moderar su agudo dolor. Habiendo conocido por su reputación el gran nombre de Minos, Hazaél tomó la resolución de viajar a Grecia para ins­ truirse de sus leyes, y un esclavo griego que él compró hizo más fuerte su deseo pintándole las costumbres de sus compatriotas. Parte y se vuelve a Creta con su esclavo, pasando por ía isla de Chipre, donde ve a Telémaco, hijo de Ulises. Hazaél devuelve a ese joven príncipe a Mentor, su preceptor, quien era ese mismo esclavo griego del que he hablado. Hazaél llegó a Creta cuando los cretenses congregados querían elegir un rey, luego de la huida de Idomeneo, la corona le fue ofrecida, pero él la rechazó. Re­ tornó a Siria para habitar en los mismos lugares de su nacimien­ to, en esa misma choza en la que habían muerto Usbeck, Zarina y Néala. Allí vivió apacible y tranquilo; allí, eximido de temores y penas, añoró largo tiempo los objetos queridos de su recuerdo; todos los días, iba a hacer libaciones sobre sus tumbas; vivió de ese modo hasta la vejez más extrema, y se adormeció en el sueño del hombre virtuoso.»

De la gramática Es necesario verificar la gramática, pero esto no es más que un juego; nosotros la sabemos hace largo tiempo, pero ignoramos aún que la sabemos: es tiempo de aprendería. Abro el libro y no comprendo nada, porque está escrito en el viejo método, es decir, en el orden inverso. Leo: Elparticipio pasado concuerda con su régi­ men directo, cuando ese régimen lo precede. Lean ía regla, y bus­ quen en vuestra memoria un ejemplo análogo al del gramático. Primer libro de Telémaco: No veíamos allí ninguna otra carne más que la de los pájaros que ellos habían tomado con redes, o la de

animales que habían atravesado con susflechas^. Ustedes han apren­ dido que los gramáticos llaman participios a las palabras tomado [pris] y atravesado \percée$\; que una 5es el signo de varios, o como dicen ellos, del plural, que una e añadida es la señal de lofemeni­ no^, Ustedes saben, por las verificaciones que ya han hecho, lo que es un régimen: así pues, conocen la famosa regla, y la observan sin dudar de ella. Den gracias al gramático; él no les ha enseñado más que palabras, no podía enseñarles nada más: no es su culpa. Si ustedes solamente hubieran aprendido la lengua a través del oído, hubieran tenido necesidad del gramático: es él quien habría ende­ rezado ios malos hábitos que se contraen frecuentando al público que habla a veces bien, a veces mal. Un niño de la corte habla mejor que un pequeño campesino, en razón de que ambos repiten con igual exactitud lo que escuchan. En cuanto a nosotros, que sólo conversamos con los maestros gramáticos, sólo tenemos ne­ cesidad de ellos para aprender una nueva lengua que hace falta conocer, sin duda, a fin de poder expresar más fácilmente reflexio­ nes que están al alcance de todo el mundo. Pero se preguntará: «¿hará un niño las reflexiones que exige la verificación que ustedes proponen?» No hay ninguna duda de que los alumnos del viejo método no las harán jamás; se los cree incapaces; no se les exige nada, y ellos no hacen nada: una cosa va con la otra. Nosotros exigimos todo, y el alumno laborioso hace todo: el indolente hace un poco, el indócil perezoso no hace nada, absolutamente nada. Si no hubiera más que hombres de esta última clase, todos los métodos serían igualmente buenos, o más bien igualmente inúti­ les. Pero este perezoso, que duerme sobre nuestros bancos como sobre los vuestros, y que les observa como un idiota, puede des­ pertarse un día; sus gustos pueden cambiar: la edad, los pesares, la 40Ibídem, pág. 3. 41Se entiende que esto funciona así para el idioma francés. (N. deT.).

esperanza de un éxito rápido, mi! circunstancias inesperadas pue­ den modificar su voluntad. Con el viejo método, es demasiado tarde; no sabrá jamás nada; habría que hacer la ruta de siete años, y él no tiene ese tiempo. Por otra parte, ¿qué le inspiraría el coraje? Se lo desanima, se lo sermonea: «la edad de aprender ha pasado; uno no aprende más que en la infancia; y además usted jamás ha tenido aptitudes», se le dice. Que eí desgraciado que se arrepiente venga a nuestra casa. Nosotros llamamos genio al sin­ cero arrepentimiento, a una voluntad determinada; le mostrare­ mos un camino que pronto habrá recorrido. Presten atención al hecho de que sólo hablo a un individuo: el hombre escucha, la especie es sorda.

De la historia La historia es el relato de los vicios, de las virtudes, de las buenas cualidades o de las faltas de ciertos hombres. No hay mejor medio, dice Bossuet, para descubrir lo quepueden laspasiones y los intere­ ses, los tiemposy las coyunturas. Nosotros afirmamos, como saben, que ese medio sólo es el mejor porque no nos estudiamos a noso­ tros mismos; pero eso lo hace el que quiere. Para conocer el orgu­ llo, no tengo necesidad de observar, en la noche de los tiempos, a Nabucodonosor; me basta con lanzar un vistazo sobre mi vecino o sobre mí mismo. No comprendería aún a todos los personajes de la historia si no me asemejara a ellos. Pero Bossuet estaba obli­ gado, por las coyunturas, a seguir el viejo método que supone sin razón que el conocimiento de los hechos antiguos es más ins­ tructivo que el conocimiento de ios hechos que nos rodean, aun­ que estos sean absolutamente iguales. Bossuet ha hecho por tan­ to una historia. Nos resta verificarla y la verificación nos bastará para aprenderla.

Se dice que es útil conocer la historia para hablar de ella con las personas instruidas. Eso sin duda es agradable; pero podemos muy bien conversar filosóficamente de los movimientos del corazón humano sin ir tan lejos a buscar hechos y ejemplos. De este modo, resultando la utilidad real de la historia del conocimiento que ella nos da del corazón humano, y conociéndose cada uno de nosotros a sí mismo según lo desee, no tenemos necesidad de estudiar a Nerón y a Marco Aurelio para saber de qué son capaces los hom­ bres. Pero en materia de saber, en este mundo todo es convicción. Lo que se exige de un hombre no es ciencia ni razonamientos; es tal ciencia, tales razonamientos: no es incluso tal ciencia; es tal parte de la ciencia. Aquel que no conoce los tiempos fabulosos pretende que son inútiles de conocer. Quien conoce de memoria las dinastías de Egipto llama a eso el verdadero saber. En fin, cuan­ do hablamos de una ciencia, el amor propio de cada uno traduce por lo bajo el propósito de Sertorio que ya he citado, y nosotros decimos: La ciencia no está en la ciencia; la verdadera ciencia, la ciencia útil está por entero en lo que conozco de ella. Por otra parte todos los días se hace más necesario restringir de este modo el término ciencia. Nuestros últimos nietos estarán todavía más apremiados por la elección; pues los hechos se suceden y se multi­ plican cada día, será preciso convenir entonces que todos nuestros conocimientos de detalle sobre la antigüedad son sandeces inúti­ les, y acordaremos en ello. Sin embargo uno no estará de acuerdo con esto porque sea verdad, sino porque se tendrá necesidad de aceptarlo. Tal vez un día nuestros descendientes no sabrán nada de lo que nosotros sabemos, y creo que ellos valdrán lo que nosotros, como nosotros valemos lo que nuestros ancestros, si está permiti­ do llamar a eso valer. Resulta de esto que tal o cual ciencia no quita ni da inteligencia, del mismo modo que una cantera no da la facultad de cortar las piedras, de disponerlas, y de elevar un palacio o una cabaña.

El prejuicio que nos hace creer en la superioridad de la inteli­ gencia de los sabios posee muchos inconvenientes; nos convence de que la memoria y el espíritu es lo mismo. Desde el momento en que se sabe, nos imaginamos que hemos razonado, y se estu­ dian de la misma manera los hechos, que uno no puede adivinar, y las reflexiones del prójimo, que debe hacer uno mismo. Se nos mantiene en esta abyección, haciéndonos creer que es un orgullo­ so aquel que exclama: ¡Por mi-paneyo también soypintor! No se ve que el orgullo no está en ese noble movimiento del alma. Es la inteligencia humana la que se observa, la que se ve, la que se siente, la que se juzga. No hay orgullo en decir bien alto: ;Yo también soy pintor! El orgullo consiste en decir por lo bajo a los otros: «uste­ des tampoco son pintores». Por mi parte, yo digo que todos no­ sotros somos pintores. Añado, para volver a mi tema, que todos nosotros somos modelos a estudiar; no hay uno de nosotros que no sea, para su propia instrucción, un original tan bueno como todos los originales de la historia. Independientemente de la pretendida necesidad de conocer con precisión tales hechos más que tales otros, uno va a clamar de admiración ante Tácito: se nos dirá «¿no son entonces los Anales de Tácito, según ustedes, la fuente de una sólida instrucción?» -Sí, sin duda: más vale estudiar el arte oratorio en Tácito que en cual­ quier gacetero que no sabe su lengua, y que incluso no sabe relatar los hechos. Tácito, como orador, es un buen modelo; pero la re­ tórica no es la historia: no hay más historia en Tácito que en cual­ quier otro historiador. Sé bien que todo esto se confunde, y que el historiador más elocuente pasa por el mejor historiador. Tengan cuidado en hacer la distinción; y de acuerdo a nuestro método, no aprendan Tácito en primer lugar; comiencen por aprenderse. Si es cieno que lo que pasa hoy será algún día historia, desembrollen en Tácito la razón de las explicaciones, de las reflexiones, de la censu­ ra, de los elogios que él brinda a sus personajes; piensen en los

cotorreos de hoy en día; verifiquen', ustedes encontrarán todo eso en Tácito. Separen pues la historia de la elocuencia. En el mundo sólo existe una historia sin reflexión por parte del escritor; no hay más que una: es el Evangelio. 1 ° HECHO. Elprimer hombrey laprimera mujer han sucumbi­ do ala tentación. En tanto Adán y Eva obedecieron a Dios, gozaron de una felicidad que nosotros no sentimos; pero todos los pueblos se hacen una imagen de esafelicidad cuando hablan de la edad de oro. Verifiquen. Hay un solo personaje que no sucumbe jamás a la tentación: es Mentor; pero Mentor no es un hombre. He visto la pintura de la edad de oro en mi libro, y he pensado que la felicidad, cuya ima­ gen reconstituía Fenelón, no era desgraciadamente más que una pintura. Sé por mí mismo que no hay felicidad sin virtud. 2o HECHO. Caín asesina a su hermano Abel. La envidia ma­ dre de los asesinatos. Verifiquen. Aquel que haya leído la historia griega pensaría en Atreo y Thieste, en Eteocles y Polinices. Es el mismo crimen. Abel era virtuoso: he aquí la diferencia. Pero nosotros que sólo conocemos Telémaco diremos: Pigmalión hizo perecer a su cuñado; Astarbé y Malacón, Protésilas y Filocles nos suministran también de modo preciso la reflexión de Bossuet: La envidia madre de los asesinatos. 3o HECHO. Luego del diluvio, que llegó 1656años después de la creación del mundo, los hombres construyen la torre de Babel. Primer monumento» dice Bossuet, del orgullo y de la debilidad de los hombres. Verifiquen. Idomeneo hizo elevar torres, desde donde sus tropas podían acabar de un golpe con sus enemigos, a los que él no creía poder perseguir sin bajeza. Los bárbaros imploran el auxilio de todos los pueblos vecinos, y Mentor dice a Idomeneo: Espor esas torres que

estás en un peligro tan grande. Esas torres eran pues un monumen­ to deí orgullo y de la debilidad de Idomeneo. ¿Para qué sirve conocer un hecho antes que otro? ¿Hay hechos más o menos instructivos? Existen muchos monumentos del or­ gullo y de la debilidad en Telémaco sin hablar de esas torres. Estu­ diamos la historia como estudiamos una lengua, para ponemos en relación con los hombres instruidos, pero no pensamos aprender con ello algo nuevo. Todo está en nuestro libro, y nuestro libro no contiene él mismo más que lo que todos nosotros sabemos. Es una vergüenza de convención ignorar los principales hechos de la historia, y es preciso someterse a todas las convenciones: ellas son el lazo de la sociedad. Esta puede muy bien prescindir de noso­ tros; pero su existencia y su conservación nos son absolutamente necesarias. Sigamos pues el uso: pero no olvidemos que es un uso que la razón no aprueba ni desaprueba, no más que al uso contra­ rio. Siempre ha habido y habrá usos; ellos variarán de tiempo en tiempo; pero la razón no intervendrá jamás en esos cambios más que para decirnos: «sigan, ustedes forman parte de la especie»: ade­ más volentem ducunt, invitum trahuntfataA2. Sin embargo si us­ ted quiere seguir siendo hombre en ese torbellino, conserve el su­ ficiente sentido para ver que se trata de un uso. Se dice que lo que es está bien o mal. Si la cosa está bien, ¿por qué quieren cambiarla? Si está mal, ¿por qué haríamos mejor? Yo no quiero cambiar nada, porque jamás quiero más que lo que puedo. Y además el bien, el mal, lo mejor, son cuestiones de retó­ rica que la mayor parte de los hombres resuelven casi siempre por la simple consideración del tiempo: si se les oye, el bien, el mal, lo mejor, son el pasado, el presente y el futuro. Por otra parte, una 42 Alusión de Jacotot a la epístola 107 de Séneca a Lucilo: Fata volentem ducunt; nolentem trahunt (Los hados guían a quien se somete y arrastran a quien se resiste). (N. deT.)

vez más, sólo me dirijo a aquellos que siguen la Enseñanza univer­ sal. Continuemos verificando a Bossuet. 4o HECHO. Nemrod, hombre salvaje, deviene por su humor violento, elprimero de los conquistadores, Era rey de Babilonia don­ de los caldeos observaron los astros, tanto como los egipcios los observaban en Tebas y en Menfis. Verifiquen. En nuestro libro se habla de Menfis y de Tebas. Los tirios, dice Narbal, observaron los astros, lejos de la tierra, siguiendo la ciencia de los egipciosy de los babiloniosFinalmente Adraste era conquis­ tador, y él poseía un humor violento. Que el humor violento sea el carácter distintivo de un conquis­ tador no es algo difícil de ver. Con tal de que uno de vuestros alumnos no haga una objeción que su propia pereza le podría su­ gerir: «Si todo está en mi libro, y sí mi libro está en mí, ¿para qué todo este aparejo? Voy a encerrarme en mí mismo, me envolveré en mi ciencia, y reflexionaré completamente solo, pues tengo in­ teligencia como cualquier otro». Confieso que este ejercicio es el principal de todos; es la base de todos los estudios; hace falta vol­ ver a él continuamente. Un cuarto de hora de meditaciones sobre vuestras lecturas vale más que varios meses empleados en leer. Pero una meditación eterna no les enseñará una sola palabra de las que necesitan en la sociedad de los hombres. Ustedes no podrán ha­ blar de historia, de geografía, de matemáticas, etc., a nadie. Todos estos hechos, todas estas lenguas diferentes les serán desconocidas, y serán clasificados según el grado de vuestra ignorancia. Sin duda, esta objeción no es más que un pretexto; aquel que la hace lo siente bien: dudo también que esté satisfecho con la respuesta. Uno jamás confiesa su convicción cuando se tiene interés en no ser convencido. Dejen a ese perezoso algún tiempo a sí mismo; pron­

to sentirá los inconvenientes de esta contemplación taciturna de su ser. Los ingleses, se dice, son pensantes, y los franceses ligeros. Jamás he comprendido eso. Si la cosa es cierta, los principios de la Enseñanza universal son falsos; pues yo creo que un libro inglés en el que hallamos la pintura de las costumbres inglesas, no es ni más ni menos instructivo que un libro francés. El pueblo inglés o el pueblo francés es lo mismo: son dos seres abstractos. No sé lo que es un pueblo que está equivocado, o un pueblo que tiene razón. Un inglés, un francés tienen la misma inteligencia: cada uno de ellos hace uso de esta según le place. Virtudes, vicios, faltas, bue­ nas cualidades, todo es igual de una parte y de otra. La diferencia está en la voluntad, no en la naturaleza, ni en el clima, ni en el gobierno: Homosum, humoni nihila me alíenumputoAA, esta es la regla común. Pero ¿no hay faltas peores que otras? Cuestión de retórica. Un francés habla cuando debería callarse, y un inglés se calla cuando debería hablar. Sería un discurso divertido aquel en el que se discutiera de qué lado está la razón. Hay grandes hombres en Inglaterra, en Francia, en todas partes; hay pequeños hombres en todos los rincones del globo: sin dudas estos no son difíciles de encontrar, pero ellos no son así más que porque les conviene. En cuanto a mí, yo leo la historia de Francia en la historia de Inglate­ rra. Aquellos que creen en el clima pueden, una vez más, dispensarse de continuar: la verificación de todas las historias sobre una sola no es su costumbre. Que aprendan todo, es el buen medio para no saber nada. 5o HECHO. 2083 años después de la creación del mundo, en el tiempo deAbraham, Inaco fundó el reino de Argos. Joseph es hijo deJacob, descendiente deAbraham; sus hermanosfiieron celososde su virtud, y la envidia es,por segunda vez, causa de unparricidio. 44 Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno. C£ Plubio Terencio, El atormentador de si mismo. (N. deT.)

Verifiquen. Es siempre lo mismo. Eso ya ha sido dicho. Bossuet supone, en la velocidad de su relato, que el príncipe conocía todos los detalles históricos. El escolar que ha leído la Epitome historioe sacroe45 será instruido pues de un mayor número de hechos que el propio alum­ no de Bossuet. Es cierto que la historia de la religión debe ser conocida por todo el mundo, y se dirá que Bossuet no ha fallado en instruir de ella al delfín46. Sin duda, pero quiero decir que aquel que no haya aprendido como Bossuet ignoraría muchos hechos de la historia profana; pues en todas partes la marcha del escritor es la misma; él avanza siempre sin mirar a sus costados. Sin em­ bargo el hombre que poseyera el discurso sobre la historia univer­ sal pondría en un aprieto al hombre más sabio del mundo que sólo hubiese leído el mismo libro; cuanto más libros hubiese leí­ do aquel, es decir, cuanto más sabio fuera, menos respondería al hombre de ese pequeño volumen. No lean pues siempre, pero relean sin cesar. Ustedes no sabrán todo, pero sabrán bien; escu­ chen a los sabios, su conversación los instruirá; porque ustedes la retendrán con la ayuda de vuestra mnemónica. Pero ellos no apren­ derán nada con ustedes. Unos los escucharán con aire distraído y desdeñoso; los verdaderos sabios, los que han notado que uno se instruye con todo el mundo, los escucharán pero olvidarán lo que ustedes habrán dicho, tan sabios como son, si no siguen nuestro método sin saberlo; si no se forma una ligazón de ideas que rela­ cione, en su cabeza, lo que ustedes dicen con lo que ellos han aprendido tan laboriosamente en sus vigilias. Sólo se retiene lo

jacotot se refiere a una obra del siglo XVIII del abate Charles Francois Lhomond. (N. deT.). 46Bossuet fue escogido como preceptor del delfín (heredero del trono) Luis de Francia, hijo del rey Luis XIV y de María Teresa de Austria, para quien escribió el Discurso sobre la historia universal (N, deT.)

que se repite: y si la repetición es continua se va rápido; si sólo se hace a grandes intervalos, y a fuerza de cambiar de libros, se nece­ sita mucho tiempo para que produzca su efecto. Sin embargo veo que los autores parecen haber tomado precauciones en relación a esto: todos los libros están copiados unos sobre otros, y los estan­ tes de una vasta biblioteca no son apenas más que repeticiones eter­ nas; pero los sabios que leen lo que los sabios escriben están lejos de sospecharlo, puesto que amontonan cada día nuevos libros. A su vez, sólo luego de haber fatigado sus ojos y su espíritu durante mu­ cho tiempo él se hace finalmente, a pesar de todo esefárrago, de apenas un pequeño volumen cuyo producto es bien nítido. 6o HECHO. Cecropsfundó doce ciudades con las que compuso el reino de Atenas. Los pueblos del Egipto se establecen en diversos lu­ gares de la Grecia. Verifiquen. «Yo amo la Grecia, dice Sertorio; muchos egipcios han dado allí las leyes.» Noten que Fenelón sigue nuestro método, y que sólo compone sobre hechos. 7o HECHO. Moisés liberó alpueblo hebreo de la tiranía de los egipcios, fosué conquistó la tierra santa. Pelops reina en el Peloponeso. Bel, rey de los caldeos, recibe de esos pueblos los honores divinos. Verifiquen. Vean si la reflexión que les proporciona el hecho desconocido no se encuentra en alguno de los hechos de vuestro libro que les son conocidos de antemano. Así, por ejemplo, Bel recibe los hono­ res divinos. Dice Massillon que Isis, Osiris, etc., los benefactores del género humano, han sido a menudo deificados por el recono­ cimiento. En este caso se trata de una locura de los pueblos, y en consecuencia eso no enseña nada; pero si se supone que Bel se hacía rendir los honores divinos, ese rasgo de orgullo tampoco es nuevo para mí. Vean a Nabofarzan en Telémaco.

8o HECHO. Toma de Troya, Samuel último juez, y Saúlprimer rey de los hebreos. Médon y Nelea, hijos de Codrosquien se había sacrificado por la salvación de su pueblo, se disputan el reino; los atenienses crean los arcontes6,1, y Médon fue elprimero. Verifiquen. La mala conducta de Boccoris (hijo de Sesostris, quien había he­ cho feliz al Egipto) subleva a los egipcios que nombrarán rey aTermutis. Nosotros ya hemos visto odios y disputas de hermanos. Los vicios, las pasiones son siempre las mismas; también las virtudes, testigos de ello son Sesostris y Codros. Pero son sobre todo las desgracias que causan las pasiones las que nosotros notamos, por­ que no siempre uno es castigado inmediatamente por sus faltas. La conciencia habla algunas veces tan bajo que la distracción de los éxitos, el arrebato de las pasiones acallan su voz por algunos ins­ tantes. Es un sostén más para nuestra debilidad, ¡qué terribles ejem­ plos! Pero el placer de hacer el bien es una recompensa demasiado dulce para la virtud; nada puede distraernos de este disfrute inte­ rior: los ejemplos, las promesas son menos necesarias. El hombre virtuoso es pagado en el instante mismo; el malvado tarda a veces en serlo; la recompensa de la virtud acompaña siempre al primero. En estos ejemplos de verificación (y aquí sólo se trata de ejem­ plos), preferimos hablar de los vicios, porque es más fácil estar de acuerdo sobre ese punto; por ejemplo se discutirá que Sesostris fue un hombre virtuoso, y por el contrario apenas encontraremos contradictores cuando se lo censura. El ejercicio será mucho me­ jor comprendido entonces por todo el mundo. 9o HECHO. Año 261 de Roma. Roma, que se había defendido tan bien contra los extranjeros, pensó en perecer por sí misma: se 47Magistrados superiores de muchas ciudades-estado de la antigua Grecia. (N. deT.)

había despenado la envidia entre lospatricios y elpueblo; la poten­ cia consular,; aunque ya moderad-a por la ley de Publio Valeriano, pareció todavía excesiva a esepueblo celoso de su libertad. Verifiquen. Nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos. Dice Men­ tor, se sacrifican los mayores interesespor sus debilidades... ¿Es ese el vencedor de los daunios? He aquí también la envidia madre de los asesinatos. Es verdad que aquí se trata de pueblos y de patricios; pero la pasión es la misma: es una tragedia terrible, pero al mismo tiempo una come­ dia ridicula a los ojos de la razón. Ya hemos escuchado a Massillon: La distinción, que hiereya el orgullo de aquellos que nos están some­ tidos, los vuelve censores más severos y más esclarecidos de nuestros vicios. Es la traducción de Bossuet. En tales circunstancias, los patricios hacían retórica tanto como los tribunos. Digan esto a los tribunos, díganlo a los patricios, ellos se dejarán llevar y actuarán una nueva escena de la pieza que se interpreta desde el comienzo del mundo: ¡pieza trágica para los individuos, y cómica a los ojos de la razón, cuando se piensa en la desfachatez, en el énfasis con los que se despachan tantas sandeces! En medio de todas esas agitacio­ nes, el mundo irá como va y como iba. Incluso los individuos no cambian más que la especie; pero ellos podrían: esa es la diferen­ cia. Un pueblo culpable, un pueblo inocente, ya lo he dicho, esas palabras no tienen ningún sentido. Eso sólo se entiende hablando de un único individuo; pues sólo un individuo puede cambiar de conducta, aunque al observarlo uno lo creería arrastrado por la necesidad al igual que a la especie. No he conocido hombre que haya cambiado de parecer. A veces se lo calla, se lo esconde, o se muestra a otro que ha hecho valer más alto su parecer; pero espe­ ren el momento propicio y lo verán: crean en el cambio de parecer y casi siempre serán engañados. En fin, para comparar las peque­ ñas cosas a las grandes, aquel que ha dicho que nuestros alumnos

de un año no están en las universidades lo dirá toda su vida: quizás algún día se calle; pero a la primera circunstancia, volverá a decir: «Yo decía que los hechos no son constantes». Aquellos que se eno­ jan con tanta obstinación se equivocan. Esta es la especie, este es el hombre. Nosotros no podemos hacer hombres a favor de la Ense­ ñanza universal. Aquellos que lo están podrían corregirse, pero no lo querrán: y es en este sentido que digo: el hombre es para el hombre el más útil de los instrumentos como el más insalvable de los obstáculos. Aquel que fuera educado en los principios de la Enseñanza uni­ versal no sería orgulloso. Cualquier hombre posee tanta inteligen­ cia como él; lo sabe bien. Si posee un carácter desafortunado, hace sus esfuerzos para corregir ese humor que lo carcome. Si él tiene coraje, se sirve de él para soportar la vida. Sabe que la retórica y la razón no tienen nada en común; desconfía de los prestigios de su elocuencia cuando la acción puede dañar al vecino. No tenemos necesidad de aprender la retórica para estar sometidos a su impe­ rio. El corazón es el más elocuente, y por consiguiente el más peligroso de los oradores. Pero hay circunstancias en las que el hombre razonable (tanto como pueda serlo) se abandona con gus­ to a las dulces ilusiones, a ese encanto de la imaginación que da a luz, a su antojo, todos los colores que desea según el objeto que afronta. El objeto más apagado, removido con destreza, presenta al ojo deslumbrado una faceta menos sombría, y algunas veces tanto más brillante cuanto más espesas son las tinieblas. Fijen vues­ tras miradas sobre ese reflejo de sentimiento que brilla en los ojos de un amigo fiel, de una esposa querida, de una tierna madre, o de un hijo bien amado. El más pequeño rayo de luz basta para ilumi­ nar las tinieblas cuando se vive allí desde hace tiempo: no desvíen ese precioso rayo; no piensen en el brillo que le falta. Observen, observen aún cuáles son los objetos que les muestra. ¿No bastan para saciar un alma sensible? Un padre feliz se ofusca por las fallas

de sus hijos; pero aún en la desgracia, tenemos casi siempre bue­ nos hijos, y entonces ¿qué nos falta? ¿Puede el cariño paterno, ingenioso en hallar perfecciones en lo que ama, dejar de admirar esas imágenes y complacerse con ellas? ¿Se agotará esa fuente in­ agotable de alegrías? Así el sabio vive contento incluso sin ser afor­ tunado. Ejercítense en esa retórica, tendrán necesidad de ella a menudo; pero no cambien continuamente de dirección. Todos los caminos de la vida son duros; pero por más que cambien de ruta, no saldrán de esta vida: permanezcan en vuestra senda, vayan todo derecho, no pueden ir mejor si caminan con vuestra conciencia. Estos son los principios de la Enseñanza universal. Pero aunque todo esto fuese falso, el método para aprender en un año lo que se enseña en siete no sería por ello menos verdadero; es un hecho tan verdadero como este: la envidia es madre de los asesinatos, Es a ustedes que me dirijo, a ustedes que como yo trabajan para vivir. El camino de la instrucción no es el camino de la fortuna. Ustedes conocen bien el camino de la fortuna; yo también lo co­ nozco, y no es por estupidez que no lo he tomado. Se lo toma cuando se quiere; pero uno no siempre viaja allí en buena compa­ ñía. La envidia es madre de los asesinatos. 10° HECHO. Dice el historiador; Durante todos esos tiempos ha habido muchos grandes hombres entre los cuales se mezclan muchos extravagantes a quienes uno no deja de dar el nombre defilósofos. Uno de esos filósofos que Bossuet llama grandes hombres fue expulsado de Atenas por ateo. Presten atención a todas estas sectas diferentes. Se cambia sin ce­ sar, esempre bme, para aquellos que adoptan el cambio, se entiende. Hipócrates era observador; él hacía la Enseñanza universal; par­ tía de los hechos. Hoy en día se niegan muchos hechos adelanta­ dos por Hipócrates. Así hemos creído largo tiempo en hechos falsos, o bien discutimos ahora verdades palpables. Este es el cír­ culo vicioso del que la especie no sale. Pero con tal de que algunos

de los hechos adelantados por Hipócrates sean verdaderos, él ha brindado un gran servicio; ha mostrado el verdadero camino: él es padre de la medicina. Sigan el ejemplo de Hipócrates; átense a los hechos, ustedes harán retórica después: puede ser buena o mala, eso no presenta inconvenientes, pero no imiten a los oradores médicos; no se dejen deslumbrar por los artificios oratorios de esos grandes escritores. En nuestros días, M. Broussais48ha enseñado al mundo un he­ cho nuevo: hemos negado el hecho; luego hemos seguido el viejo ejemplo de los detractores de la vacuna; hemos discutido, unos seriamente, otros con furor; hemos escrito para saber si el hecho podía ser cierto. Sin embargo, si el hecho es cierto, nosotros no daremos jamás las suficientes gracias a M. Broussais; y si el hecho es falso, no vale el tiempo que se pierde en disputar y en hacer frases sobre nada. He aquí lo evidente: pero uno no puede cam­ biar la costumbre. No hay corporación que no se haya pronuncia­ do alguna vez sobre un hecho nuevo en las ciencias: «Esto no es de su competencia». Necprobatis, nec improbatisi9: he aquí el lengua­ je de las corporaciones. Para aprender esta lengua no se necesita maestro: basta con Maelzel50.

De la geografía La historia, iluminada por la geografía y la cronología, es un estudio accesorio que es preciso no descuidar. Pero la geografía se 48Médico francés (1772-1838), famoso por haber popularizado la práctica de la sangría entre sus pacientes. Se decía que él sólo había derramado más sangre que Napoleón en todas sus campañas. (N. deT.) 49Ni probado ni sin probar (N. deT.). 50Johann Maelzel (1772 - 1838), fue un mecánico de la corte de Viena a quien se deben grandes inventos, entre los más destacados: el metrónomo, el autómata mecánico, el audífono de Beethoven y el panarmónico. (N. deT.).

ve; sólo se trata de retener las posiciones que se han observado sobre el mapa. Fieles a nuestro sistema mnemónico, no estudia­ mos la geografía como ciencia; para profundizar en ella es preciso aguardar a que conozcamos las matemáticas. Nos contentaremos con observar sobre el mapa la situación de todos los objetos de los que se habla en nuestros libros. Incluso uno puede divertirse haciendo de memoria mapas que no contengan más que ios nom­ bres de los lugares de los que se habla en los libros que nosotros aprendemos. Ustedes observarán que en este momento sólo desarrollamos nuestro método con la intención de mostrar cómo se enseña la lengua materna. Los otros conocimientos que relacionamos a este estudio se suponen accesorios; cuando se quiera aprender lo que sea, a fondo y rápidamente, se seguirá la marcha indicada por la lengua materna: Tengan un libro al cual relacionen todos los otros. Cada ciencia en particular exige un desarrollo especial que yo me propongo ofrecer sucesivamente. Ahora bien, cuando se sabe bien una cosa de la que se hace su principal ocupación, sólo se trata de dar una regla para adquirir nociones poco numerosas pero suficientes, fijas y durables, de todo el resto. El ejemplo que aplico a la geografía basta para dirigirse en todos ios otros estudios. Supongamos, en efecto, que sabiendo la literatura a través del método, quisiera echar los ojos sobre un libro de fisiología. Mi intención no es volverme fisiólogo, pero las ciencias son herma­ nas; por otra parte no conoceré bien todos los recursos de mi len­ gua si sólo leo literatos: es de la lengua de la física, por ejemplo, que nuestros grandes poetas han sacado tantas expresiones enérgi­ cas y comparaciones sensibles. Leeré pues la fisiología en un buen escritor; me perfeccionaré en el estudio de las expresiones y de las locuciones; compararé los estilos de los diferentes géneros. Esos hechos y esos ejercicios nuevos me harán hacer reflexiones nuevas,

y como continúo la ruta que me ha sido trazada desde la infancia, no podría desviarme: nada de esfuerzos, nada de tanteos; yo no cambio de actitud; no recomienzo mi educación; permanezco en mis hábitos; yo repito sin cesar lo que he aprendido; temo siem­ pre olvidarlo: es la base de todo el edificio; es el término de com­ paración al cual relaciono todo. Se forman así, en mi cabeza, per­ petuas ligazones de ideas; pero su número no podría perjudicar su claridad; el orden que reina en todas mis adquisiciones no me permite confundirlas. Todo está bajo mi mano, a mi disposición; lo reencuentro cuando quiero- Leo por ejemplo en un fisiólogo la explicación de lo que pasa en el sueño; comparo lo que he leído en mi libro de literatura sobre los sueños con la opinión del sabio, y esta comparación graba para siempre en mi cabeza el razonamien­ to del médico al lado de la descripción del poeta. Del mismo modo sucede en la botánica y en todas las otras cien­ cias: sus primeros elementos están en todas partes. El literato toma prestado de todas partes; toma a cuatro manos para alimentar su espíritu, para mantener o reavivar el fuego de su imaginación. Nadie duda de que sería muy sabio aquel que conociera un libro y que supiera todos ios comentarios a los que ha dado lugar. Es verdad que esta suposición es absurda dentro del viejo método: ese resultado no puede ser obtenido más que a fuerza de días y años de vigilia; es el fruto de los esfuerzos continuos de una me­ moria que sucumbe sin cesar bajo la carga de un número prodi­ gioso de hechos y de reflexiones nuevas, esparcidas, sin orden, y en consecuencia sin ligazón. Pero lo que parece casi imposible se vuelve un juego cuando se comienza por saber un libro. Es fácil darse cuenta que todos los otros libros no son otra cosa que el comentario y el desarrollo de las ideas contenidas en el primero. Es esta observación, es este ejer­ cicio, que nosotros llamamos Todo está en todo, el que vuelve fácil la adquisición de un número ilimitado de nuevos conocimientos.

Así pues, jamás aprendan nada sin relacionarlo a través del pen­ samiento al primer objeto de vuestros estudios. Este ejercicio debe durar toda la vida. Amontonen continuamente, jamás serán aplas­ tados por el fardo de la cosecha. La cadena de vuestros conoci­ mientos jamás será interrumpida; ustedes encontrarán a voluntad todos sus eslabones, que se enlazan sin ninguna solución de conti­ nuidad. Las observaciones del prójimo, como las vuestras, se vol­ verán vuestra propiedad segura: ustedes la comunicarán cuando les plazca, sin poder alienarla jamás. Así se forman ligazones ínti­ mas entre vuestras ideas; ellas se ayudan entre sí, se desarrollan, se esclarecen unas por otras; aunque se toquen en todos los puntos, no se mezclan. Todo tiene su lugar asignado; todo se presenta sin que se lo busque; todo se encuentra cuando se lo quiere: la más perfecta unidad reina en esta variedad infinita. Es un círculo inmen­ so cuyos puntos innumerables se presentan al pensamiento uno por uno, como él quiera, reunidos o desunidos en el nivel en que los ha fijado; cuyo conjunto y detalles no forman finalmente más que un todo que la inteligencia puede abrazar de un solo vistazo. Aquel a quien M. Las Cases ha enseñado el inglés ha compren­ dido este método perfectamente. Él no era, aunque se lo diga, un hombre superior por la inteligencia; pero fue extraordinario por la voluntad: jamás habría creído en nuestro método si no hubiera hecho la experiencia. Él había aprendido casi todo; pero había via­ jado por la antigua ruta; y cuando entró en. la nueva, se creyó extraviado en un país perdido: no encontró nada semejante a lo que había visto; le parecía que retrocedía en lugar de avanzar. Por lo tanto, escuchen estas palabras de un hombre en éxtasis en vista de un acontecimiento que no se esperaba: Apenas hemos leído cin­ cuenta páginas>y estamos completamente asombrados de ver que sabemos la lengua. He aquí lo que sucede a los propios niños si no se desaniman, como nos enseña el gran viajero que ha estado ten­ tado de hacerlo cien veces. Cualquier otro sabio como él no ha­

bría tenido su paciencia; se habría detenido demasiado pronto; habría sido convencido de que llevaba un camino erróneo,, y ha­ bría perdido su tiempo. Pues la iluminación es repentina e instan­ tánea por así decir. Esta ruta se asemeja (en esto solamente) al largo viaje en el cual no se ve la tierra a mitad de camino; pero se llega, y se ve todo, en el instante en que menos se piensa en ello. Sopesen bien las palabras del sabio que ha hecho la experiencia; estamos completamente asombrados de ver que sabemos la lengua. ¿Qué se responderá a esto? Yo lo sé de antemano. Helo aquí: 10 Que el hecho es falso; que nosotros lo hemos fabricado para la necesidad de nuestra causa; que ese M. Las Cases, que se llama­ ba en otro tiempo M. Lesage, no es más que un alumno anónimo de la Enseñanza universal, o que ese pasaje del Memorial es de nuestra fabricación; 2o Que aún cuando el hecho fuera tanto cierto como inventa­ do, no es todavía concluyente; que un método no se prueba por el ejemplo de un único individuo; que nosotros no tenemos otros hechos, puesto que nuestros alumnos han sido rechazados en las universidades del reino. Acuérdense de decir a vuestros alumnos que el argumento más usado en retórica consiste en decir audaz y descaradamente lo contra­ rio de lo que el adversario sostiene. Eso impresiona al buen público; sería necesario que él se moviera para verificar; pero ama el reposo. Esa retórica, lo sé, no hará fortuna entre las personas honestas que reflexionan; pero la masa no reflexiona. Ella será por ende convencida de que nuestros alumnos han sido reprobados en el examen; eso está impreso en un diario, e incluso fechado: jno hay medio de negar conformidad a una afirmación impresa! La tram­ pa es ciertamente muy burda, pero la masa agacha la cabeza. Sería muy imprudente, se dice, negar un hecho que fuera verdadero: el escritor, cualquiera sea, es sin duda hombre demasiado honesto para rebajarse a ese punto. Conclusión: el hecho debe ser falso.

Pero he aquí otro problema: nosotros decimos, también impri­ mimos que el hecho es verdadero. Observen bien, es de lo impre­ so que ustedes leen; yo firmo mi declaración, y aquí está: He apli­ cado el método de la Enseñanza universal a ciencias que no conoz­ co; los individuos están vivos, son conocidos por todos los admi­ nistradores del país; yo he dado en algunos meses una condición a padres de familia; he creado algo así como becas a varias leguas de donde estoy, para la juventud pobre y estudiosa que quiere traba­ jar. Es cierto, y lo confieso sin vergüenza, eso no me cuesta nada de mi dinero, como se lo ha dicho muy elegantemente; es cierto que no sería bueno para nada si sólo pudiera servir a mis semejan­ tes con dinero, puesto que no tengo. Incluso estoy obligado a rechazar las cartas que se me escriben si no están timbradas. He aquí mi declaración. Los valones51 tienen necesidad de saber el holandés, yo les he ofrecido ayudarlos a cumplir las intenciones del gobierno al respecto. Nada más simple, nada tan fácil; reúnan vuestras academias, reúnan vuestros profesores, rodéense de gra­ máticas y de diccionarios; escuchen, consulten todos esos orácu­ los; no me opongo a ello; yo les ofrezco dirigirlos: intenten, no intenten, poco me importa; pero no digan que el estudio del ho­ landés es largo y penoso. Nada es largo con nuestro método; todo es largo con el método de siete años. Cuidado, les ruego; presten atención al hecho de que todo lo que ustedes acaban de leer está impreso en caracteres de imprenta, y hagan, les suplico, hagan conmigo como con mis antagonistas: vamos, sean equitativos, tengan entre nosotros un exacto equili­ brio: digan de mí lo que han dicho de los otros: ¡Haría falta que este hombre, el que firma, tuviera una imprudencia rara para dar por cierto un hecho falso! 51 Naturales de Valonia, una de las tres regiones que componen el estado federal de Bélgica, junto con Flan des y Bruselas. (N. deT.)

Ven que yo hago también mi pequeña retórica, y estimo que ella pondrá en un aprieto a más de un lector. Aprovechamos esta divagación para hacerles observar, mis que­ ridos alumnos, que Todo está en todo. Lo que nos sucede en este momento es un hecho tan antiguo como el mundo. Ven que en este sentido el estudio de mi libro es tan provechoso como la lectura de cualquier otro. He aquí un problema singular: «Concibo que el género huma­ no, que una asamblea cualquiera no tenga voluntad, pero que tan­ tos individuos parezcan desrazonar sin darse cuenta de ello, no puedo comprenderlo, y estoy a veces tentado de creer que es usted el mentiroso. A fin de cuentas, prefiero creer que usted está loco que acusar a tantas personas de locura: pereat unus52. La razón pública es mi ley suprema», -Ustedes no prestan atención al he­ cho de que nunca he dicho que los otros no saben razonar; digo que ellos desrazonan voluntariamente, como yo cuando divago, por orgullo, por pasión, por prejuicio, por mala fe. El hombre jamás se engaña, sobre todo cuando se trata de hacer el mal y dañar. El duque de Alba no se engañaba; él sabía bien lo que hacía rodar la cabeza de un ilustre inocente, respecto de sus conciudada­ nos: aquellos que, con el tiempo, sólo hablaban de sus atrocidades con calma eran sus sicarios, y no se engañaban, o eran cobardes que no estaban engañados, jamás nos engañamos cuando hacemos el mal, ni cuando calumniamos; de otro modo no habría conciencia. Yo no pregunto pues el parecer de nadie, puesto que el parecer de los otros es el mío, y recíprocamente, en cambio doy aviso a todo el mundo de que puedo enseñar el holandés que ignoro más rápidamente que todos los gramáticos del mundo reunidos. No lo digo para que se lo crea, lo digo para que se lo sepa: ¿y qué me importa a mí que se hable holandés, o griego, o latín, o francés?

Añado que soy el primer maestro del mundo, que soy el único, y es de todos ustedes que obtengo mi diploma, pues discutirme el hecho, y declarar que es imposible, es reconocer que yo soy el único capaz. Y bien, rechazo incluso este elogio; declaro además que todos ustedes pueden hacer lo que yo hago; que cada uno de ustedes puede hacerlo por sí mismo, sin maestro (no más otro que yo), si quiere seguir nuestro camino. Me equivoco, no soy el único: M. Las Cases ha dirigido a su alumno por nuestro método, y el alumno ha dicho: Es un método seguro, infalible, el mejor de todos los métodos. En buena retórica, admitan que el voto de ese alumno vale el voto de varios cuerpos sabios que no han repetido la experiencia. A propósito de repetir la experiencia, permítanme todavía una pequeña observación. ¿Cuál es la academia que en Europa ha repe­ tido las experiencias de Newton? ¿Cuál es la academia que duda de ellas? jOh sabios, qué ejemplo les dan a los ignorantes! ¿Cuál es el médico que ha hecho él mismo la observación que cita? ¿Cuál es el candidato a doctor que ha sido testigo de todos los hechos que él afirma? ¿Cuál es el hombre del mundo que no repite, sin examen, no solamente un hecho, sino una reflexión salida de la boca de un grande? ¿Todas esas personas son bestias? Para nada, es una apariencia: ellos son hombres como yo, y yo soy hombre como ellos: puedo, como ellos, mentir en mi interés; puedo lla­ mar a mi contradictor, como ellos, un hombre extraño y singular; ellos pueden, como yo, usar mil pequeñas supercherías de niño para engañar a los otros; pero sus esfuerzos son inútiles si quieren engañarse a sí mismos. Uno no se engaña a sí mismo, mi buen amigo lector. Puedes enojarte, y tu conciencia te dirá: «Acabas de añadir una estupidez a la primera». -Pero yo no conozco esa Ense­ ñanza universal. -«Y bien, no hables dé ella mi querido», te dirá, «no te ocupes de ese charlatán de nueva fábrica, que dice a las personas que pueden prescindir de su bálsamo. Intentemos vivir

de ahora en adelante con buena inteligencia; él pretende que escu­ chándome siempre sabrás muchas cosas, y que aprenderás fácil­ mente de ellas muchas otras. Como conciencia, te enseñaré a no calumniar a nadie; en tanto razón (pues yo soy buena para todo, según él), te dirigiré en tus estudios». -Prefiero más enojarme. -«Adiós entonces, yo no puedo vivir con un loco; pero te preven­ go, no serás feliz, y voy a escribirlo sobre tu frente». Dice un moderado: «creo, por mi parte, que todos lo métodos son buenos». Es también una astucia oratoria. No se dejen enga­ ñar. Traduzcan este artificio al tribunal de razón. Ella les dirá que todos los caminos no son iguales. Tenemos el derecho de elegir, sin duda; pero elegir es decidirse por las diferencias que se perciben entre varias cosas. Si hubiera semejanza perfecta, uno no elegiría; uno se quedaría en el lugar, como el asno de la fábula entre dos celemines de avena, o bien se inclinaría maquinalmente, mecáni­ camente de un lado más que del otro, sin elección, sin decisión. Esos movimientos de autómatas no componen la manera de con­ ducirse del hombre; eso revela los engranajes materiales ocultos bajo una envoltura material: aún hace falta que una inteligencia extraña haga mover el resorte que da un aire de vida a ese manequin. Los franceses no sospechan que hablan flamenco cuando dicen manequin) sin embargo es así como los flamencos llaman en su lengua a un pequeño hombre. En francés es una figura de retórica. Aquellos que pretenden que el hombre esté compuesto de ruedas dentadas, deberían convenir al menos que si el hombre es un péndu­ lo, ese péndulo posee la facultad de montarse él mismo; cuando se deja montar por otro, no es incapacidad, es pereza de girar la llave. ¡Ciertamente no, no todos los métodos son buenos! Por tanto, no hay punto medio, el nuestro es mejor o es peor; la razón dice que hay que cambiar o permanecer en el lugar; que siete años son siete veces más largos que un año, o que un año dura menos que siete, como quieran; pero la razón dice algo. Que un padre de

familia gaste mil francos o diez mil francos es muy diferente: de­ cídanse, pero no digan que esas dos cantidades son iguales, que todos los métodos pasados, presentes y futuros son buenos: no haría honor al método de nuestros padres, sancionado por el uso de varios siglos, si cualquier otro pudiera así sin ceremonias sen­ tarse al lado suyo sobre el trono donde reina, desde tiempo inme­ morial, durmiendo como el rey de Jauja. Los tronos no se com­ parten; incluso sólo son útiles al reposo del pueblo porque uno solo reina sin igual, sin competidor. Cuando los emperadores eran dos, el pueblo romano sufría por sus divisiones. Solamente se vive en paz bajo uno solo. ¡Que los hombres se esfuercen para hacer concordar lo que es con lo que sería razonable! Sin embargo eso es muy simple. Veo lo que es, mi razón lo condena, y no lo apruebo. Mi razón me dice también que ese estado de cosas es invariable, y me someto a él sin murmullo. Pero no soy humillado al punto de ser llevado por el torrente, y tampoco quiero darme tontamente el aire de seguirlo por razón y después de haber reflexionado maduramente sobre ello. Yo no censuro: es tiempo perdido; yo no alabo: mentiría. Pero todo esto es muy difícil de comprender cuando no se es­ cucha. El alumno de M. Las Cases no ha visto todo aquello, y sin embargo sabía observar. El sólo ha visto que este método, que le encantaba, debía ser universal; que todos los métodos lo son por naturaleza. La inteligencia no tiene más que una manera de ser: ella aplica la síntesis a todo cuando lo desea; ella analiza todo cuando quiere; son dos caminos opuestos, pero universales. Un camino es a veces más corto que el otro. Se va de los rudimentos a Corneille33; este viejo trayecto es aplicado en toda la Tierra a todas las ciencias. Nosotros vamos de Corneille a los rudimentos, este método es 53 Pierre Corneille (1606-1684): Poeta dramático francés. Compone numerosas obras. Se lo considera el verdadero creador del arte clásico en el teatro. (N. deT)

universal y debe serlo. ¿Qué es más simple? Y bien, él no lo ha visto. ¡Y me molestaría que tantos otros que no son él no lo hu­ biesen adivinado! En ese caso yo estaría loco. Si se me preguntara cómo no ha captado una cosa tan simple, diría: uno no ve más que lo que se observa sin distracción, y vivi­ mos rodeados de distracciones. Las pasiones nos ciegan: aquel es llevado por deseos ardientes; otro no puede vencer su obstinación, tal individuo es demasiado feliz, se complace en su situación que absorbe todas sus facultades morales; sólo tiene tiempo para satis­ facer las necesidades del cuerpo. Finalmente, hay quienes son des­ graciados, ¡y la desgracia es una terrible distracción! Que yo tuvie­ ra vergüenza de mí mismo si insultara esa distracción. Ya he anunciado que más de una vez noté cuán difícil es hacerse comprender. Algunos alumnos a los que había recomendado veri­ ficar la geografía, habían creído que hacía falta buscar sobre el mapa todos los lugares, las ciudades y los ríos de los que se hace men­ ción en su libro; en consecuencia, siguiendo el orden de ese libro, buscaban primero la posición de los lugares nombrados en la pri­ mera página, y así sucesivamente. Ese trabajo era largo y pesado. Hace falta estudiar la geografía en el orden inverso. Se echa el ojo sobre un mapa, se lo lee, y uno se detiene a considerar la posi­ ción exacta de cada punto que se conoce, pero del que se ignora la situación sobre el globo. De esta manera no hay búsqueda, y se termina por conocer todo sin tanteos; por ejemplo, veo un río, y el mapa me enseña que es el Danubio: yo me acuerdo de lo que conozco sobre ese río, lo repito mentalmente, la historia me recuerda la geografía, y recíprocamente. Es debido a que en el viejo método comenzamos sin cesar nue­ vos estudios, que necesitamos tantos años para saber tan poca cosa. Que uno no se asombre si hablo tan a menudo, y casi siempre en los mismos términos, de la superioridad de la Enseñanza uni­

versal: es un hecho que ha sido negado y que creo deber afirmar en favor de los maestros a los que habría perjudicado, en lugar de favo­ recer, si el éxito pudiera ser discutido. De otro modo, y no pensan­ do más que en mí, guardaría el más profundo silencio sobre esas querellas. No doy ninguna importancia a todo eso; el público sólo ha tenido conocimiento de los resultados cuando se ha vuelto del interés personal de los belgas anunciarlos a los padres de familia.

De la cronología He aquí también una ciencia que tiene necesidad del cálculo, y que descansa sobre los conocimientos matemáticos. No es cues­ tión de decir aquí entonces lo que hay que hacer para volverse cronologista; es preciso limitarse a la cronología que debe saber un literato. Lo poco que nosotros aprendemos siempre debe formar parte de nuestras repeticiones continuas, nuestra pequeña enciclo­ pedia debe estar constantemente bajo nuestros ojos. Basta cono­ cer, por ejemplo, la creación, el diluvio, Moisés, Saúl, Salomón, Nabucodonosor, Ciro, Alejandro, Popilio, Sila, etc. Nada impide que se emplee cualquier ayuda para la memoria. Verificar la cronología y la geografía es darse cuenta a través del razonamiento, y de acuerdo a los hechos que se han aprendido en los libros, que el Danubio, por ejemplo, debe estar donde uno lo ve sobre el mapa; y que Trajano debe ocupar el rango que le está asignado sobre los cuadros cronológicos. Durante esta verificación, el conocimiento de la lengua mater­ na deviene más completo. Se aprenden las palabras y las expresio­ nes de dos lenguas particulares. Pero todos esos cuadros se borran poco a poco de la memoria; sólo hace falta contar con la repetición; y como uno no puede repetir todo, debe limitarse a muy poca cosa: la reflexión hará el resto.

Hay muchos metodistas que han ensayado instruirnos divir­ tiéndonos. Yo no creo que este camino sea seguro. El éxito es efí­ mero como el placer que lo ha producido. Se nos entretiene algún tiempo con cuadros o imágenes; incluso parece que todo eso se graba profundamente en caracteres imborrables: ¡ilusión! La repe­ tición desnaturaliza el placer cuya novedad nos ha seducido; cuan­ to más se lo degusta, más soso e insípido se vuelve: se renuncia a ello; ya no nos queda incluso ni el recuerdo, y con él ia ciencia se evapora y se disipa. No pienso que Racine disfrutara en repetir sin cesar a Eurípides, ni Demóstenes en hacer rodar piedritas en su boca54, ni un virtuo­ so en repetir hasta la saciedad un concierto que sabe de memoria. Uno no puede adquirir una instrucción sólida divirtiéndose; cual­ quiera sea la ciencia o el arte que ustedes cultiven, a pesar del ardor que los arrastra o el gusto decidido que los lleva a ello, se hallará siempre un detalle que les gustará menos, una parte que les parece­ rá fastidiosa, y si a pesar de todo vuestro genio, esa parte, o esos detalles descuidados, son necesarios a la perfección del conjunto, ustedes no alcanzarán jamás la perfección. El allegro te conmueve poco, ten paciencia: estudia, repite el allegro o la ejecución no esta­ rá completa. El adagio te aburre por su lentitud, abúrrete tocándo­ lo: uno no se instruye divirtiéndose. El tono ameno les disgusta, la ironía los subleva por su amargura: estudien esa lengua o vuestra tragedia que habría sido perfecta carecerá de efecto en el más bello sitio. Tenemos necesidad de todo, y jamás nos gusta todo por igual; créanle a Boileau: «uno sólo hace difícilmente versos fáciles». Tie­ nen un disfrute demasiado constante, desconfíen de esa felicidad perfecta; y para terminar con un juego de palabras, la perfecta feli­ cidad [bonheur] no existe incluso en pintura \peinture]. 54 Jacotot se refiere a la anécdota que refiere a Demóstenes, en una habitación subterránea, hablando con piedras en la boca para ejercitar su dicción. (N. deT.).

Decimos pues a nuestros alumnos que no se diviertan, y es el tema de una nueva acusación. «Con este método se extenúa a las personas o se las agobia», se dice; y se olvida que en los otros establecimientos hay nueve o diez horas al día, no digo emplea­ das, sino al menos destinadas al estudio. Nosotros no somos más exigentes; pero decimos: Uno no se instruye divirtiéndose. Deci­ mos, como el padre dice a sus hijos en La Fon tai ne: Trabajen, esfuércense: Es elfondo lo único quefalta55. Aprendan vuestro libro; todo está ahí, los vicios, las virtudes. Todo está en todo. Compartía nuestra opinión, y la llevaba hasta la exageración, aquel que decía: «Denme una línea de la escritura de un hombre, y lo haré colgar»56. Cuéntenme una frase de la con­ versación de quien ustedes quieran, encontraré allí todo lo que deseen a fuerza de interpretarla de mil maneras. Todo hace alusión a todo cuando se quiere. El lector cubre siempre la mitad de los gas­ tos del espíritu de un autor; algunas veces posee todo el mérito de la obra, dice aproximadamente Bossuet hablando de sus oyentes. Esta es quizás una de las razones por las cuales las piezas que están plagadas de alusiones terminan por volverse insípidas. Es necesario sin duda que la mente del auditorio trabaje; no es tanto lo que el autor dice como lo que el lector piensa de ello lo que nos instruye y nos liga; pero amamos la libertad, queremos pensar a nuestro antojo; y el escritor que no habla más que por alusiones y por alegorías nos conduce demasiado; no nos deja ir por nosotros mismos; somos, por así decir, pasivos: es un enigma cuya palabra todo el mundo sabe, y que no tiene nada de picante para nadie. 55Jean de La Fontaine, LeLaboureur etses Enfants. (N. deT.) 56Frase atribuida por algunos a Richelieu y por otros a VoÍtaire. (N. deT.).

Por el contrario, cuando la pintura que se pone bajo nuestros ojos no nos ofrece, por alusión, la imagen de ningún tiempo y de nin­ gún lugar en particular, cada uno de nosotros reconoce un perso­ naje diferente; incluso imaginamos, según la disposición de nues­ tra alma, objetos diversos cuya descripción parecemos leer sucesi­ vamente. Un solo cuadro de este tipo vale lo que una galería com­ pleta de retratos, cuya semejanza nos impresiona más a medida que los observamos un mayor tiempo. No se trata por tanto de tal o cual hombre, se trata del hombre que es preciso mostrar. Yo mismo haré las alusiones; pero si el velo es demasiado transparen­ te, no tendré más el gusto de adivinar. Cuando se lee a Racine, y se lo comprende, estamos tentados de creer que los otros no ven allí lo que nosotros mismos descubrimos, es una satisfacción de la que estamos celosos, porque nos creemos en posesión de ese des­ cubrimiento: uno lo cree de tal modo que se apresura en hacer ostentación de ello. En eso todos somos un poco como Giges57. Pero sobre todo ese es el carácter distintivo de los retóricos; es el oficio de esas personas que no sabrían hacer el cuadro de un acon­ tecimiento trágico, pero que en los lugares públicos detienen a los que pasan para mostrarles sus detalles con una varilla. Nosotros les decimos, por nuestra parte, como Acestes a Oronte: Veremos. Digan pues a vuestros alumnos que observen. Si un periodista extranjero leyera esto, por eí mayor azar del mundo, no dudo que se diga a sí mismo: «¿Pero qué significa todo este alarde? Jamás hemos oído hablar de esto. ¿Entonces hay que enviar a nuestros hijos a Lovaina, Tirlemont, Amberes, o a

57 Giges (s. VII a.J.C.) Rey de Lidia. Poco se conoce de su llegada ai poder, lo que fue objeto de las más diversas y fantásticas historias y relatos. Hasta el mismo Platón, en un diálogo de La República inventó una historia increíble, conocida luego como el «mito de Giges» acerca de un supuesto anillo, el cual le permitía ser invisible y acceder de esta manera al poder. (N. deT.)

Bruselas para instruirlos?, ¿es sólo Bélgica la que posee, en el mun­ do literario, este maravilloso secreto? Si yo hablara de esta locura en mi hoja, sería siempre un pequeño artículo, ¡y son tan raros! Escribiré para recoger informaciones.» Él escribe, y se le responde que el hecho es falso; escribe a otro que le dice que el hecho es verdadero. Dentro de dicha perplejidad, ¿qué hacer? En la duda, abstente. Y él se abstiene. En cuanto a mí, como ustedes lo ven, tomo mis precauciones contra todas las objeciones que pudieran hacerse. Cuando ustedes se quejen de aquellos que los calumnian, se les dirá que todo eí mundo tiene sus fallas; que hay que saber soportarse unos a otros; que vuestro método no existe sin inconveniente; que ustedes ven la paja en el ojo ajeno sin ver la viga que está en el vuestro. Res­ pondan a aquel que les hable así, traduciendo su parábola: «Usted es muy paciente con los males que no sufre. No se siente la viga en el ojo ajeno; pero se siente bien la paja que se tiene en el suyo». Agradezcan no obstante el consejo, porque es bueno, aunque in­ tempestivo y mal dirigido. Cúrense, al respecto, si pueden, de un prejuicio casi universal. Si un hombre no predica con el ejemplo, no se escucha lo que él dice; se hace depender la verdad de todo lo que no es tal. Si un calumniador dijera frente a nosotros que no hay que calumniar, creo que seríamos muy tontos en creerle. Apues­ to a que alguno leyendo esto dirá: «jQué aburrimiento! Todo eso debe ser falso». Usted se equivoca, responderé yo. Sólo quería pro­ bar que uno no se divierte instruyéndose: ¿no lo he conseguido? No crean que todo esto sea tan inútil como parece a los sabios. Es el camino de la Enseñanza universal; comencemos por ser razo­ nables, es lo más difícil: el resto es un juego. He aquí, por ejemplo, lo que es difícil: se van a burlar de uste­ des como de mí. «Por lo que dicen, ellos no tienen pretensión con el espíritu, pero si se les cree, ¡son los razonables por excelencia!» ¿Soportarán ustedes ese sarcasmo?, ¿tendrán la audacia de confesar

la razón?, ¿no renegarán de ella? Si ustedes tienen esa falsa vergüen­ za, no dejarán de hacer progresos rápidos, pero jamás irán tan lejos como yo esperaba. Alcanzarán en un momento la meta que uno se propone a través del viejo método; pero no se está muy lejos cuando se llega al punto al que este nos conduce. La cronología no es tan difícil de aprender. Repitan continua­ mente algunas épocas, llenarán poco apoco los intervalos leyendo su historia.

De la aritmética La lengua de las matemáticas nos es todavía absolutamente ex­ traña: es tiempo de aprender sus elementos. Hace falta estudiar las matemáticas, como estudiamos la lengua materna, durante toda nuestra vida: el método es siempre el mismo, como lo haré ver. Un geómetra que conociera la marcha que hemos seguido para el estudio del francés, imaginará fácilmente la ruta que habría que seguir para aprender las matemáticas. Todos aquellos que han sido admitidos en la escuela politécnica se acordarán que es más o me­ nos así como estudiaron. Varios de entre ellos han adquirido en un año muchos más conocimientos de los que se puede adquirir siguiendo el viejo método que, dividiendo y subdividiendo conti­ nuamente los estudios sin repetir nada, dirige lentamente hacia la meta a la que jamás se llega. Tal alumno que ha tenido todas las recompensas del colegio en matemáticas, algunos años después no sabe una palabra de lo que ha visto. He aquí los hechos; la prueba y la contraprueba han sido repetidas. No importa, uno se atiene al viejo uso: ya hemos dicho por qué. Aquí no se trata de enseñar las matemáticas; ese será un tema aparte: se trata solamente de preparar al alumno para aprenderlas un día, dándole algunos conocimientos positivos e imborrables

que servirán de fundamento sólido a todos aquellos que seguida­ mente adquirirá solo. Como todos los hombres tienen pretensiones de superioridad, ios geómetras desprecian a los literatos; ellos insultan su ignoran­ cia, a la que he escuchado llamar crasa en cierta academia. La ex­ presión no era educada, pero era verdadera. Un literato ignora por lo general todo lo que sabe un alumno de la escuela politécnica, y no es poco decir. De su lado, los literatos gastan bromas un poco pesadas sobre los geómetras; y como ellos hablan mejor la lengua materna que los algebristas, y como la gran cuestión se trata en esta lengua, los literatos hacen reír a expensas de sus adversarios. Esta retórica que hace reír no tiene ciertamente nada en común con la razón, pero consigue fácilmente la victoria sobre el enojo despectivo de los geómetras. Cuando Júpiter se enoja, se dice que él está equivocado; eso es verdad; pero cuando Júpiter ríe, ¿tiene razón porque ríe? Reír y enojarse son movimientos convulsivos: son dos enfermedades pasajeras. Es más agradable reír que enojar­ se; pero lo uno no prueba más que lo otro quién tiene o no razón. Sin embargo son los dos grandes argumentos de la retórica. Un geómetra ha dicho que la retórica es el arte de tener razón cuando uno se equivoca. Ese geómetra sólo ha dicho la mitad de la ver­ dad. La retórica es el arte de tener razón en todos los casos, sea que se esté equivocado, sea que se tenga razón. Sócrates era acusado de dar al error las apariencias de la verdad; era también acusado de ser enemigo de ios sofistas. Se acusa de todo a un hombre que vive. Entre un hombre y otro existe el mismo estado de guerra que existe, como dice Buffon, entre un gallo y otro. Pero el gallo no conoce su estupidez, y es por eso que nos es inferior. La verdad para mí es que Corneílle es digno de Newton, y recíprocamente. Era también la opinión de un gran geómetra. Yo añado solamente que todos nosotros hemos nacido para ser Corneille o Newton por la inteligencia. Todos tenemos la facul­

tad, pero no todos lo hacemos: he aquí la diferencia. Esta dife­ rencia es tan reai, tan positiva, como si derivara de la naturaleza, aunque sólo existe de hecho; y como nosotros sólo juzgamos el valor de las cosas por nuestra inteligencia, poco importa a los hombres que yo pueda prestarle servicio si no lo hago; que pueda descubrir verdades si no descubro nada; que tenga espíritu si no lo muestro, en fin que haya podido aprender a conmoverlos cuando los hago reír a costa mía. Los hombres difieren y diferirán siempre de hecho, como si su naturaleza fuera diferente. Buffon, quien ha dicho que el genio está en la paciencia, ha dicho también que existe más distancia de tal hombre a tal otro, que de tal hombre a tal animal. Que los citado res de los grandes hombres se salgan de allí como puedan. Nosotros no tenemos todos los mismos gustos, las mismas dis­ posiciones, es decir, la misma voluntad; pero el niño más pequeño posee la misma inteligencia que Arquímedes adulto. Este niño está rodeado de objetos que le hablan, todos a la vez, lenguas dife­ rentes; es preciso que las estudie separadamente y en su conjunto; ellas no poseen ninguna relación, y a menudo se contradicen. El niño no puede adivinar nada de todos estos idiomas que la natura­ leza habla al mismo tiempo a su ojo, a su tacto, a todos sus senti­ dos. Hace faka que él repita con frecuencia para recordar tantos signos absolutamente arbitrarios; hace falta que estudie todos los objetos para saber lo que su paladar, su oído deben esperar de ello. Estos signos son arbitrarios, pues dependen de nuestra organiza­ ción, que podría ser cualquier otra sí Dios lo hubiera querido. Aún entonces, permaneciendo la naturaleza tal como es, y también nuestra alma, comprenderemos la naturaleza como hoy la com­ prendemos: sin embargo todas esas lenguas serían modificadas. Si lo que digo es verdad, cuánta atención hace falta para apren­ der todo esto. Todo el mundo lo sabe; se lo ve, y sin embargo ¡se discute al hombre su inteligencia! Desde el momento en que la

voluntad cesa con la necesidad, la inteligencia descansa: parecemos sordos y mudos, y se nos toma por idiotas. Lo que nosotros he­ mos hecho ¿no es pues una garantía suficiente de lo que podemos hacer? ¿Hay necesidad de eminencia para explicar todas esas varie­ dades? Cuando observo veo, cuando estoy distraído ya no veo, precisamente como si no tuviera la eminencia. Pero se dice que la eminencia es la causa de la disposición a observar a derecha más bien que a izquierda, y esto no es por otra parte más que una disputa de palabras: ¿qué importa que carezca de espíritu o de voluntad, puesto que el resultado será el mismo? Importa mucho decidirse por una o por otra opinión cuando se trata de instruir; pues el eminente, en tanto permanece en su eminencia, sigue su instinto, es decir, su genio; él no tiene necesidad de vuestros con­ sejos para hacer descubrimientos, no más que un perro trufero para desenterrar sus trufas. Si por el contrario ustedes quieren con­ ducirlo sobre una ruta distinta, será imposible; él no posee esa eminencia: todos vuestros esfuerzos serán inútiles. Pero si suponen el principio labor improbus omnia vincit, si su­ ponen conmigo que el hombre puede vencerse a sí mismo; si creen que los gustos y la voluntad cambian, no buscarán en absoluto hacerpequeños Molieres, como dice el Journal de París; ustedes no darán espíritu a vuestros alumnos; intentarán darle voluntad. Pero entonces se dirá, «¿la voluntad dada es por ende vuestro método, puesto que con la voluntad, como con la eminencia, el resto mar­ cha completamente solo?» —En absoluto: basta ciertamente la vo­ luntad que tenemos; pero la voluntad adquirida por los esfuerzos de la razón es una virtud. Tenemos necesidad de ser alentados, de ser sostenidos por la promesa de llegar prontamente: ahora bien, el viejo método es desalentador por el hecho de que nos da la esperanza de llegar en siete años; y como dice Oronte:

Con frecuencia uno desespera, cuando siempre se espera08. Yo cito a menudo el Journal de Paris, no porque su desprecio me afecte más vivamente que el de cualquier otro: sentimos bien que no miento si creo que tengo tanto espíritu como cualquiera; el desdén de quien sea debe hacerme reír, y no enfadarme. Pero el diario de la capital de un pueblo en el que casi todo el mundo muestra tanto espíritu me parece ser el representante natural de todos los antagonistas de mi sistema. No pierdan pues vuestro tiempo en leer los diarios; mis ami­ gos me alabarán, mis enemigos me censurarán: la masa sola no sabrá si existe un método por el cual podría dejar de ser masa, si pudiera quererlo. Pero aunque ella esté compuesta de hombres como yo, yo tengo una voluntad, y no ha sido dado a las masas, a los reunidos, a la más pequeña corporación tenerla. Cuando se me habla de la voluntad de una masa, eso me hace reír; pero no impi­ do que se crea en ello. Volvamos a los individuos; pensemos en nuestros alumnos, en cada uno de ellos en particular, y hagamos ver que el método de la Enseñanza universal es aplicable al estudio de la aritmética, § 1er Existen, como se ve, diez cifras, es decir, diez palabras simples dentro de la lengua para escribir en aritmética todos los números. Esos signos son absolutamente arbitrarios: son los elementos de una lengua extraña a la lengua materna; forman una especie de pasigrafía59. Cada pueblo posee dos lenguas para calcular: dice uno, 58Una traducción más precisa de las palabras de Oronte en E l misántropo de Moliere parece ser: No hay desesperación comparablea la de esperarsiempre. (N. deT.) 59Las pasigrafías pretenden ser lenguas universales pero exdusivamente escritas,

y escribe 1; nueve, y escribe 9; más +; menos Así la aritmética es, en relación a la lengua francesa, lo que la lengua escrita es a la lengua hablada en China, o aún lo que la lengua del blasón es a los signos de esas palabras en los escudos de armas. Las palabras escri­ tas no conservan a la vista ningún rasgo de la semejanza que el oído capta cuando se las escucha pronunciar. Las cifras forman parte de los radicales de la nueva lengua. Todo eso se aprende con el primer libro que cae bajo la mano. No hacen falta más que dos ojos y la repetición. Apuesto que se encontrará alguien que en la muchedumbre va a decir gravemente: «Pero aquel que no tuviera ojos no vería; y puesto que hay hombres que care­ cen de ese sentido, ¿por qué no se encontrarían quienes no tuvie­ ran inteligencia?» Responderé a la objeción: Lo que usted acaba de decir no es un buen razonamiento. Ahora usted dice: «Eso puede ser»; pero yo creía que hace un momento usted pretendía que «Eso era». Comparación no es razón; todo el mundo lo sabe. Sganarelle60mismo lo sabía bien cuando dice: Y a nosotros nos gusta más, a nosotros personas de estudio, una comparación que una similitud. El contradictor lo sabe también; y es por distracción que ha di­ cho: «Todos nosotros no tenemos los mismos órganos; asipues, to­ dos nosotros no tenemos quizás la misma inteligencia; y, finalmentt,por tanto, todos nosotros no tenemos la misma inteligencia». Por las razones que he dicho, creo que Dios ha creado el alma humana capaz de instruirse sola, y de distinguir sin maestro todo aunque fácilmente podrían convertirse en lenguas habladas. El principio que inspira todas las pasigrafías consiste en que las palabras de las diferentes lenguas con igual significado pueden ser representadas por el mismo número en un diccionario pasigráfico (N. deT.) 60Personaje de Moliere (N. deT.)

lo que nos rodea. Veo que la cosa sucede así en el principio; luego uno se detiene cuando ya no tiene necesidad, cuando ya no tiene la voluntad de avanzar: también lo veo. Comprendo que la falta de atención baste para explicarme esta diferencia, y yo me atengo a ella. Pero se dirá francamente, «¿está usted seguro de esto como de que dos y dos son cuatro?» ¡Bella pregunta! Si yo estuviera seguro de esto, usted también lo estaría y no habría punto de disputa. Permita que yo le pregunte a mi turno: ¿Está usted seguro de que la cosa es como usted dice que podría ser? Cinco y cuatro son nueve; quiten dos, queda siete. Este pasaje de Boileau no es sometido a ninguna contestación. Cicerón, quien como lo hemos visto no siempre comparte el pa­ recer del poeta, pensaba igual que él sobre la propiedad de esos cinco números. ¿Hay que creer a Cicerón o a Boileau? «Lo que se concibe bien se enuncia claramente», dice Boileau; no tengo pues más que concebirlo bien, y todo está dicho: ahora bien, si yo no tengo espíritu, no lo aprenderé jamás, y jamás concebiré; no ha­ blaré bien, pero eso no será mi culpa. Escuchemos ahora a Cicerón: «Por más que ustedes conciban bien, si no aprenden la lengua, no la adivinarán». Yo pretendo que es preciso ofrecer esta máxima a los alumnos, que ella es más útil que la otra. Ven que si entro en todos estos detalles es para prevenirlos con­ tra los artificios oratorios del viejo método. Se nos dirá también que entonces hace falta fe. ¿Cuál es el maestro que no necesita de la confianza de su alumno? En el método de siete años se puede, en rigor, discutir con el maestro todo a lo largo del camino: siem­ pre se llegará a fuerza de años. En nuestra casa se necesita de la docilidad y de la perseverancia, y el camino es llevado a cabo pron­ to. Sin embargo los aficionados al camino de los escolares podrían también verse satisfechos en nuestra casa; no hay un alumno que

no pueda rezagarse sobre nuestros bancos siete años como en el colegio: cada cual a su gusto. No solamente algunos hallan que se va demasiado rápido en los colegios, sino también que se preguntan seriamente a qué edad es preciso hacer comenzar a los niños. ¿Se los fatigará tan jóvenes? La bella edad va a marchitarse en la sequedad del estudio: esta tierna flor será ahogada en las lágrimas. Tal es el lenguaje de la amabili­ dad maternal. El médico, según esos principios, o incluso no con­ sultando más que las alarmas de la madre, y simplemente para complacerla, pronuncia que el estudio es fatigante y perjudicial para la salud. «Al igual que el cuerpo tiene necesidad de un ejerci­ cio moderado pero continuo, la inteligencia tiene necesidad de un reposo absoluto para desarrollarse. El cuerpo se debilitaría sin movimiento; pero la inacción nutre la inteligencia, que se usaría antes de la edad por el pensamiento. Así como un estómago aprende a digerir los alimentos digiriéndolos, el cerebro sólo deviene capaz de digerir bien el pensamiento no digiriendo nada en absoluto. Eí niño es demasiado joven para pensar: si pensara a esta edad, ya no podría pensar siendo hombre». Todos estos pequeños prodigios son tonterías de la edad madura. «He visto», dice un filósofo, «un virtuoso de siete años; él tocaba muy mal el violín a los veinte. El talento adquirido en la infancia hace abortar el talento por venir; sucede igual con el espíritu que se ha malogrado demasiado tempra­ no, aquel que se habría tenido más tarde. Hace falta que vuestro querido niño descanse». No hay madre que no diga: «Es evidente». No es por tanto a las madres, sino a ustedes que me dirijo; a ustedes que han visto a los pequeños niños hacer las reflexiones que nosotros mismos hacemos. No solamente creo que se pueda reflexionar a cualquier edad, sino que creo que se lo hace. El pen­ samiento es la vida de la razón, como la esperanza es la vida del corazón. Sin el pensamiento, no hay hombre, no hay más que un animal: ahora bien, el niño no es tonto; pues él entiende lo que se

dice y lo que él mismo dice. Si se pretendiera que es demasiado para él pensar en instruirse sobre las cualidades de aquello que lo rodea sin forzarlo a pensar en otra cosa, admitiría ese lenguaje; pero sostener que el niño es incapaz de reflexión, es negar la evi­ dencia. Es cierto que un día se me ha dicho que a esa edad el razonamiento sólo era maquinal', confieso que no comprendo más el razonamiento maquinal que el pensamiento digerido de un céle­ bre médico. Un niño conoce, tan bien como Aristóteles, el pre­ sente, el pasado y el futuro. Conoce esas tres partes del tiempo, puesto que jamás los confunde ni cuando habla, ni cuando escu­ cha. Ahora bien, conocer no es otra cosa que distinguir. No dirá lo que es el tiempo, ¿y qué filósofo lo diría de una manera satisfacto­ ria para todo el mundo? Disputaríamos eternamente sobre ello. Sin embargo nosotros no confundimos la idea de tiempo con ninguna otra, y esto es lo que el niño hace tan bien como noso­ tros: él no dice ninguna otra cosa mal, pues él no dice nada; y nosotros haríamos bien en imitarlo en eso. Creo por tanto que César niño pensaba como César al borde del Rubicón. No creo que el pensamiento crezca y se desarrolle poco a poco. El pequeño César pensaba en los caramelos, y el gran César en las coronas; pero el pensamiento no varía con su objeto. Antes de saber lo que es una corona, hay que aprender muchos hechos que nada puede hacernos adivinar. La causa del error común (si no soy yo el que me equivoco) ¿no vendría del hecho de que confundimos el pensamiento, que nos es natural, con la expresión de ese pensamiento, que es una adqui­ sición y un hábito que sólo el ejercicio puede dar? Ahora bien, para hablar no basta con notar; hace falta notar que se nota, decírselo a uno mismo, hablarse a lo bajo para aprender a hablar bien alto. Notar que existe un presente, un pasado, un fu­ turo, es lo propio de todo hombre. Permanecemos allí, porque no hace falta más en el comercio ordinario de la vida. Pero me

sobreviene una nueva necesidad, algo así como el deseo de distin­ guirme, sólo tengo que notar que todo el mundo sabe que existe un pasado, un presente, un futuro; que eso hace tres tiempos, que el primero expresa tal idea, y el segundo tal otra; y heme aquí gramá­ tico, es decir, expresando en francés lo que yo sabía mucho antes de decidirme a pintarlo a los ojos con caracteres de convención que no tienen ninguna relación con el pensamiento que existe antes de to­ dos los caracteres, e independientemente de todas las lenguas. Sé bien que se ha dicho que uno no piensa sin el auxilio de las lenguas; pero yo confieso que no comprendo aún esta locución viciosa. Algunos signos son el objeto, pero no la idea de mi pensa­ miento. Algunos caracteres escritos me hacen pensar, y pienso a veces que ya he pensado eso. He aquí que eso ayuda mi memoria. Lo que es escrito está sin cesar a mi disposición; vuelvo a ello cuando quiero: cuanto más observo la misma cosa, más descubro en ella nuevos detalles. Pero nada ayuda a mi pensamiento. Pienso porque existo, y no olvido mis pensamientos, que devienen así la fuente inagotable de nuevos pensamientos si repito continuamen­ te el libro que he adoptado. Pero en fin, tomen en todas estas querellas el partido que les plazca. Hagan repetir sin cesar 0 ,1 ,2 ,3 , etc.: he aquí mi método. § 2. Cuando el alumno cuenta las diez primeras cifras, se continúa. -«¿No hay nada más que esta lección? ¿Qué fruto puede esperarse de un cultivo tan tonto? ¿Es este el método expeditivo?» —Sí, sin duda; uno no puede ir rápido más que avanzando lentamente. En la guerra, uno hace conquistas con todas sus fuerzas, pero sólo se las conserva con una parte de ellas; es igual en las ciencias: cuando se comienza a aprender, la atención es completa; pero cuanto más se avanza, más ella se divide; lo que sigue nos distrae de lo que prece­ de, y la conquista que nos había costado tanto nos es arrebatada.

Vayamos pues lentamente, es decir, repitamos sin cesan Se me ha preguntado por dónde había que ingresar en el dominio de las ciencias. Como son hermanas, como Todo está en todo, se trata de una curva cerrada que no comienza y no termina en ninguna parte de la Enseñanza universal. Esta curva tendrá, si se quiere, puntos singulares; pero jamás será interrumpida bruscamente. Por lo de­ más, dejemos este lenguaje desconocido y fuera de lugar. Yo pien­ so, como lo hemos visto en la lección que precede, que hacer razo­ nar a un niño es hacerle hacer lo que hace por naturaleza. Él puede fastidiarse de llevar su atención sobre tal objeto en lugar de tal otro; es entonces, pero solamente entonces que se fatiga: ustedes lo castigarán, él se amargará, permanecerá ignorante, y se habrá vuelto desapacible. He aquí por qué la cuestión que nosotros agi­ tamos es muy importante, aunque se aleje de la meta de los esta­ blecimientos organizados para dar a todos una instrucción común y uniforme. Pero un padre rico, que no estuviera distraído del amor a sus hijos por el amor a la fortuna, podría instruir él mismo a su hijo según nuestros principios. Es en este caso que se vuelve interesante la solución al problema ¿por dónde hay qué comenzar? Por mi parte, yo comenzaría por el estudio de las matemáticas, si el niño lo quisiera; intentaría hacerle querer; iría tan lentamente y repeti­ ría tanto que él no podría ni aburrirse ni fatigarse: el fastidio sería solo para mí, si un padre se aburre con su hijo. -«¿Pero si ignoro las matemáticas?». -Y bien, den un maestro a su hijo, puesto que no me han comprendido. YO YA LES HE DICHO QUE SE ENSEÑA LO QUE NO SE SABE CUANDO SE QUIERE. ¿Cómo se hace para que ustedes hayan continuado la lectura de este libro con vuestros ojos hasta esta página si vuestro espíritu ha quedado atrás? Yo enseñaría en primer lugar las matemáticas, puesto que es lo más largo para aprender, y por consiguiente, lo más difícil de rete­

ner. Cualquiera que ha vivido dieciocho a veinte años sabe todo lo que existe en la literatura. He aquí por qué digo a mis alumnos: vengan a que Ies enseñe que no tengo nada que enseñarles; este es un gran conocimiento. Conócete a ti mismo, es todo. En las otras ciencias, y en matemáticas sobre todo, es otra cosa. Se trata de hechos de los que jamás hemos sido testigos. En este sentido, los geómetras tienen razón en creer que ellos son más sabios que los literatos; sólo se equivocan en estar orgullosos de eso; pues no existe para ello superioridad de inteligencia. El niño puede por tanto permanecer toda su vida ajeno a las ciencias, mien­ tras que siempre sabrá literatura sin dudar de ello, tal como M. Jourdain hacía prosa. Los literatos han intentado elevar un edifi­ cio de literatura; pero se han guardado bien de iluminar la entrada: nosotros habríamos reconocido enseguida todos los materiales y el prestigio hubiera sido disipado. Se nos conduce a Corneille a través de los deponentes y los supinos61; este camino se hace en reversa y dentro de espesas tinieblas; el tiempo que perdemos en llegar de lo desconocido a lo conocido, ese tiempo del que el abu­ rrimiento da cuenta bostezando a cada instante, nos convence de que marchamos cuando no hacemos más que patalear. Finalmen­ te el velo cae. Vemos, o más bien volvemos a ver la luz. Afortuna­ dos también cuando la reconocemos y no creemos haber hecho un descubrimiento. Si lo pensamos de ese modo, /bárbaro/, reco­ mendamos los supinos; si no somos engañados por la ciencia pas­ tiche del gramático, recomendamos también los deponentes. ¿Por qué mi vecino no lo haría?... Cuanto más locos hay, más reímos. Por otra parte, es la trampa para villanos de nuestros padres.

En matemáticas, la marcha es directa; jamás se encuentra otra cosa que lo desconocido, es decir, lo nuevo en todo eí camino, y esta ruta es infinita. Comenzarían entonces por allí si se ios alenta­ ra, incluso en la educación común. Pero como acabo de decir por qué no se los alentará, continúen haciendo milagros y digan a vues­ tros alumnos: «¿Ven que saben todo eso?». Ellos responderán que sí y habrán ganado siete años. Se gritará, ellos reirán, y sus padres también. Eso no prenderá; pero con tal de que vivan de una pro­ fesión honorable, ¿qué importa que no sea respetada? Cuando se íes llame charlatanes, podrán decir por lo bajo a los arquitectos del viejo laberinto: Quid ride$?fabula de te narratur62. Y conténtense del testimonio de vuestra conciencia. Pero un padre independiente haría bien en comenzar por las matemáticas. Lean lo que voy a añadir en secreto: existe con qué hacerles saltar los ojos, A falta del padre, ¿por qué la madre no haría ía educación de su hijo? Si ella no tiene la inclinación, sin duda no hace falta que la emprenda: eso sería virtud de su parte, y jamás uno debe contar con su virtud. Pero en fin si tuviera placer en cultivar a esta joven planta que ya le debe la vida, si su celosa ternura ya ha excluido el trabajo remunerado que lo habría nutri­ do de una leche ajena, ¿por qué no acabaría su obra? ¿Quién de nosotros se atrevería a luchar con una tierna madre? Todo el mun­ do quizás, excepto ustedes y yo. No me comprometo a obtener, con mi ciencia adquirida, el éxito que prometo a sus cuidados, con tal de que ella siga el camino que indico. ¡Una mujer! ¿Piensan en ello? ¿En qué se convierte la superiori­ dad del sexo masculino? Ustedes bien saben que yo no creo en la superioridad de una inteligencia sobre otra. Si estuviera tentado de creer en ella alguna vez, caería más bien en el error opuesto. Observo, y veo alrededor mío, en todos los países, al hombre 62Famoso verso de Horacio: ¿De qué te ríes?Lafábula se refiere a ti. (N. de T.).

sometido a la mujer. El ser más débil comanda. Por tanto, ¿diría yo que tiene más espíritu? Algunas veces nosotros nos subleva­ mos: si ese ser habla, nos calla; a menudo incluso no tiene necesi­ dad de hablar; una esposa mira a un hombre enojado, esa mirada lo ablanda al instante; él ruge, se humilla: esa mirada pertenece a una lengua superior que nosotros no sabemos hablar como ellas. Nosotros tenemos demasiado espíritu para comprender ese len­ guaje, pero no tanto como para hablarlo. Finalmente cuando ya no somos sensibles a esas expresiones conmovedoras, a esos signos que la naturaleza les ha enseñado para conducirnos hacia la razón; cuando ya no las comprendemos, hay embrutecimiento: dejamos de ser hombres. ¡Qué prueba de superioridad!, diré. Pero yo no creo en ello. Las mujeres tienen sus pasiones, sus vicios, sus capri­ chos como yo; y he aquí la cuestión resuelta. Por lo demás, perfec­ ta igualdad. Ellas jamás han hecho tragedias como Racine; ahora bien, Racine no escribiría una carta como ellas. -«Pero una trage­ dia es más difícil de hacer que una carta; hace falta saber muchas más cosas». -Sí; pero la inteligencia que combina lo que sea es siempre la misma. No hay dos maneras de ver lo que se ve: hay varias cosas para ver. Cuando se ha estudiado y repetido largo tiem­ po, se las ve simultáneamente, se las combina, y uno allí se da cuenta de las relaciones de Madame de Sévigne con la inteligencia. -«Pero las mujeres no tienen esa profundidad de reflexión que es nuestro patrimonio distintivo». —Hagan esta objeción a Katerina de Rusia y a Elisabeth de Inglaterra. Citen un ejemplo en contra, yo les replicaré con un ejemplo a favor. Está en el libro de la natu­ raleza como en los nuestros; está lleno de hechos apropiados para sostener todas las opiniones. Vasto campo para la retórica: aviso a los aficionados. Pero nosotros no podemos extraer de ese libro más que algunas razones. Pienso que la razón está en el conjunto. Por tanto no responderé nada a aquel que no lo haya leído todo entero. Es un pequeño aplazamiento indefinido que doy a los crí­

ticos: ¡ellos muestran tanto aplomo cuando no estoy ahí! Hay uno de ellos que se despachaba gravemente en un círculo del que se creía el oráculo: «Ustedes no me convencerán de que se pueda enseñar el holandés sobre el epítome latino». No se me ha dicho lo que se le ha respondido; sé solamente que se ha reído, y yo río también de ello. He aquí como se escribe la historia. Un día recibí la siguiente carta anónima: Señor: «Usted abusa de la hospitalidad que se le ha concedido tan ge­ nerosamente; usted introduce novedades peligrosas. El desprecio público lo persigue, y hace largo tiempo que vuestra charlatanería es juzgada. Dejemos, todas las frases y vayamos a los hechos. Si vuestro método fuera bueno, ¿no habría recibido ya su recompen­ sa por ello? No se hace nada por usted; uno se ríe, otro se indigna solemnemente de vuestra conducta; y aunque usted parezca des­ preciar las recompensas, sabemos bien que es el lenguaje de una ambición que tiene vergüenza, y que se disfraza. Nosotros lo co­ nocemos perfectamente, puesto que, según vuestras propias con­ fesiones, usted se nos parece. Pero es aún peor, usted pretende que vuestro método sea bueno. El desprecio del que está cubierto se transfiere pues a vuestra persona. Es preciso que usted haya come­ tido algún crimen que nosotros no conocemos, pero del que nos es imposible dudar, puesto que es probablemente un crimen del que se lo acusa. Ahora bien, los hombres son tan malvados que siempre es más prudente creer todo sin prueba cuando se habla mal de alguien que fiarse de sus propios ojos cuando se habla bien». Por mi parte, he quemado la carta y me he dicho: Basile63 tenía razón «Calumniemos, siempre queda algo de la calumnia» Alguien

que había llegado a mi casa temblando, me ha confesado que se le había asegurado que yo lo recibiría mal: él salió del error al verme. Espero que muchos lectores se vean igualmente sorprendidos de no reconocer la Enseñanza universal según el retrato que se íes habrá hecho. Es un feo defecto la calumnia, y siempre he desdeña­ do responder a ella. Pero esta opinión mía es extraña al método: no pretendo defenderla. Sé que se podría decir que hay personas a las que se puede calumniar, hacia las que no se debe guardar la fe jurada; que esas cuestiones son muy complicadas y muy delicadas. Yo no pienso así; pero vuelvo a mis cifras. Sin embargo un hombre moderado podría detenerme aún un instante. Me dirá: «Confiese entre nosotros y le prometo ser discreto, confiese al menos que vuelve demasiado a menudo sobre su persona: eso corta el hilo de vuestras ideas; ya no existe unidad en todo ese parloteo, y usted mismo es un mal retórico. Eso revela el humor; usted repite continuamente que ríe, pero se creerá que se esfuerza en reír; y luego, a fin de cuentas, esto no tiene el menor interés: no existe la menor instrucción para extraer de este fárrago». —Respondo, y me doy prisa: Doy gracias a vuestro celo oficioso; haga la experiencia, venga a verme, y apreciará si río con buen corazón. En fin usted no me ha comprendido; Todo está en todo: si mi libro fuera más grande, valdría tanto como cual­ quier otro, suponiéndolo bien escrito. Todo está en todo: vale tanto conocer la Enseñanza universal como otro acontecimiento: es todo uno. -«Pero esto no es divertido». -¿Por qué no tiran el libro? Den un pequeño paseo. Eso los distraerá. Yo no soy autor ni sabio; pero estoy encargado de hacer de ello. Hago lo que puedo para que mis alumnos sepan lo que ignoro. Es un crimen del que todos mis colegas en Europa deben buscar volverse culpables como yo. Nosotros, profesores, seríamos muy poco útiles si nuestros alumnos debieran saber sólo lo que nosotros sabemos. Volvemos a nuestra buena madre. Con que hubiera una sola de ellas a la que estas observaciones fueran útiles, yo me creeré

pagado lo suficiente. Caemos por lo común en dos excesos opues­ tos: o bien, como nuestros padres, se relega al niño con los do­ mésticos, porque él no es capaz de razonar; o bien, según el pare­ cer de algunos filósofos, no se le habla más que de razones de la mañana a la noche: se le enseña el arte de pensar como hacía Condillac. Creo que los niños son capaces de razonar como yo; pero a menudo he notado que no escuchaban nuestras razones; nuestra cháchara se pierde inútilmente. ¿Qué hay que hacer? Ya lo he dicho. Hay que interrogarlos sobre lo que han aprendido. Está en ellos hablar, en nosotros hacerles notar no que desrazonan, ellos lo saben bien, sino que nosotros nos damos cuenta de ello. Ellos tienen necesidad de aprender que el hom­ bre es un animal que distingue muy bien cuando aquel que habla no sabe lo que dice. Es el método de la Enseñanza uni­ versal. Era el de Sócrates, con esta diferencia: que Sócrates pre­ guntaba para instruir, y nosotros preguntamos para ser instrui­ dos. En el método de Sócrates hace falta ser sabio; en el nues­ tro basta con ser ignorante: y sin embargo, cosa singular, exis­ ten pocos profesores de nuestra especie. Todo el mundo puede serlo, como se ve; pero no nos animamos a instruirnos en la escuela de un niño: uno no quiere que él se adelante por temor a que nos pase. Confieso que eso es duro para aquellos que creen que el maestro está por encima del alumno por la inteli­ gencia. Pero en fin he aquí un método que por lo menos si es tonto, no es orgulloso. Una madre puede servir pues de institutriz a su hijo. Suponga­ mos ahora que sea una hija. Comiencen por enseñarle música so­ bre el piano o el.arpa. -«¿Pero si yo no lo sé?» -Y bien, estarán en el mismo caso que yo, y mis alumnos comienzan a componer al cabo de algunos meses. Por lo demás, ofreceré más adelante el método que he seguido. Me conformaré con añadir, por el mo­ mento, que la música o el dibujo pueden servir de base a cualquier

instrucción. Para hacerme comprender con un sólo ejemplo: se sabe toda la historia cuando se sabe la historia de la música. Ese bello arte tiene para las señoritas esta ventaja: que sólo les está permitido volverse sabias en música. Se ha convenido llamar pe­ dantes a aquellas que tuvieran otros conocimientos un tanto pro­ fundos. La música implica por otra parte un relajamiento de los cuidados de la pareja, y como ese relajamiento no es censurado por nadie, ustedes pueden aprovechar ese permiso. Yo sólo hablo de instrucción, y no de educación. Una madre no tiene necesidad de consejos para la educación de su hija. Los tratados de educación pueden estar repletos de excelentes obser­ vaciones; pueden servir de modelos de estilo; pero el problema de la educación es insoluble; pues allí todo reside en la voluntad: es el dominio de la conciencia, y todos nosotros la tenemos. No puede enseñársenos nada en moral. Yo conozco niños mimados que se han vuelto muy amables; otros que han permanecido in­ soportables. No hay resultado fijo para tal o cual sistema. Podría sin embargo hacerse un sistema que, aunque no produjera nin­ guna ventaja, al menos no tuviera inconvenientes: dar siempre buenos ejemplos a los niños. Si cualquier madre tomara con­ fianza en este plan de educación, no hay quien no sea capaz de seguirlo. Aunque cometiese alguna falla, ella ama a su hija; sacri­ ficará todo a ese tierno objeto de su afección. Nosotros amamos a nuestros niños; pero la ternura materna es una especie de pa­ sión de la que se puede esperar todo. Den buenos ejemplos a vuestros niños, ellos verán la felicidad de la que ustedes gozan a través de la virtud. Este espectáculo es la mejor lección que pue­ den recibir. Si ello no es útil, créanme, sufran en silencio, y no añadan a vuestros dolores la amargura del arrepentimiento por no haber seguido otro sistema distinto. ¡Ha nacido muy desgra­ ciado aquel a quien el ejemplo de una madre virtuosa no puede conducir a la virtudl

En cuanto a la instrucción, se trata de otra cosa. Ciertamente existen caminos más cortos, y otros más largos. El alumno no aprende porque nosotros no sabemos nada, la paradoja sería de­ masiado chocante; pero él aprende aunque nosotros no sepamos. Él mismo se instruye; nosotros no hacemos más que dirigirlo. La maestría del profesor Arquímedes se reducía probablemente a eso. En el viejo método, se distribuyen innumerables maestros a lo largo del camino. Cada uno detiene al alumno para hacerle un largo cuento totalmente nuevo, y liberarle un tránsito a través del cual es admitido por el cuentista vecino. Pero ¿qué garantía, qué seguridad tenemos de que se ha observado una exacta proporción en la solidez de todos estos sucesivos escalones? Si uno de ellos llegara a quebrarse en el camino, el alumno que ha trepado difi­ cultosamente durante largo tiempo caerá; y antes que yo ya se ha dicho a dónde se llegaba así, de caída en caída. En nuestra casa un único maestro hace todo; él tiene todo el honor o todo el oprobio: he aquí una garantía suficiente para el público. Él no puede ser engañado mucho tiempo. Se me escribe de Amberes que un niño que no conocía las letras, ha sabido leer y escribir fácilmente en quince días a través de nuestro método. El señor profesor Séprez enseña completamente solo las lenguas vi­ vas y las lenguas muertas, el dibujo» las matemáticas, etc. Confie­ so que el señor Séprez, quien ha sido alumno en la escuela politécnica, sabe las matemáticas; reconozco incluso que haría fal­ ta un ardor de padre para dirigir a su propio hijo en esta ciencia si no se la conociera. La razón de esto es que aún no existe el epíto­ me de esta ciencia64, y que a fin de cuentas, cuando mostramos lo que no sabemos, no hacemos más que indicar el orden que es preciso poner en los estudios y en las sucesivas lecturas. 64El Epítome de Matemáticas ha sido publicado con posterioridad a este libro (Nota del editor francés).

«Acta de confesión», se dirá: «Usted enseña con libros: eso no es malo. Pero ¿no es usted el que ha dicho que eso era imposible? ¿No ha comprendido entonces el provecho que se podía extraer de los libros? Estos libros existían para usted como para nosotros. ¿Por qué clama al milagro? ¿Por qué gritará aún mañana que es imposible, luego de haber dicho eí día anterior que es completa­ mente simple?» Yo me equivocaría en enfadarme en tanto el em­ pecinamiento y la obstinación son de un tonto, y si como el ini­ mitable La Fontaine nos lo enseña, El sabio dice, según los tiempos, ¡Viva el rey, viva la liga! entonces hay muchos más sabios de los que yo creía. Es verdad que aún en matemáticas se puede seguir nuestro mé­ todo. Uno se asegurará pues de que el alumno sabe escribir todos los números posibles. Se le dirá que eso se llama numeración, y se le dará por tema de composición: ¿Qué es la numeración? Él pue­ de decirlo con la lengua común. Los nuevos signos que el alumno acaba de aprender son signos compuestos, palabras dobles, triples, etc. Él conoce todo eso en la lengua materna: estos son sinónimos. Aquel que sabe imitar a Massillon, observará y verá. Está en la naturaleza de la mente humana no inventar en una lengua cualquiera más que un pequeño número de caracteres, lue­ go combinarlos entre sí. Esas combinaciones, como la forma de los caracteres, son convenciones. Los romanos escribían 5 por V; ellos quizás observaban a 10 como 5 y 5, y escribían eso como X, es decir 5 y 5. Observaban 4 como 5 menos 1, y 6 como 5 más 1; escribían el primero como IV, y el segundo como VI. No hay sucesión, ni regla constante en sus combinaciones. Los árabes han tenido mucho más ingenio, como se dice, que los romanos maes­

tros del mundo, y los griegos ore rotundo^. La convención de los árabes es fija, y la numeración de los romanos sería un tema más difícil de tratar. Los árabes llaman al diez una decena, al once una decena y uno, al veinticuatro dos decenas y cuatro, etc. ¡Qué gali­ matías la numeración en la lengua francesa, en comparación a los signos árabes de la aritmética! ¿Son los árabes los primeros in­ ventores de esa regularidad? Yo no sé nada de ello; pero no esta­ ría sorprendido si así fuese: existe en el árabe y en todas las len­ guas orientales una regularidad que podía servir de modelo en semejante ocasión. Sea lo que sea, he aquí un ejemplo de imitación: ¿cómo harían ustedes para expresar todos los números con dos cifras? Todos los geómetras lo han dicho, sin duda; ellos son geómetras porque han hecho imitaciones: permítannos hacer en esto como ellos. Por lo demás, propongan a continuación imitaciones que no han sido hechas; por ejemplo, no empleen el cero. Yo lo he pedido y se me ha respondido. Ellos van a decir: «eso no es difícil». Siempre es­ tán; solamente cuando lleguen al álgebra, los gritos habrán cesado. § 3. Sabemos que un número expresa cuántas veces una cantidad (una longitud por ejemplo) contiene la unidad o la medida. Pero se puede medir una longitud con una semi-medida; para expre­ sar ese cambio de unidad, es preciso decir dos para uno, cuatro para dos, etc. Aquel que viera la cosa bajo este punto de vista no inventaría nuevos signos para expresar las mitades, y si se le propusiera sumar 1 a tres mitades, diría: «Tres y dos hacen cinco mitades». No es así como se ha razonado; se ha dicho que cuando se divi­ de uno en dos partes, cada una se llama mitad; escribimos por

tanto Vi, y leemos de arriba abajo, uno dividido por dos, o un medio, etc., etc. Ustedes encontrarán en todos los libros lo que hemos dicho. He aquí lo que hay que aprender cuando se quiere saber matemá­ ticas; es en este sentido que las matemáticas se pueden adivinar. Se puede hacer todo tipo de razonamientos, e imaginar signos para ilustrarlos, pero no se hablaría la lengua de los geómetras. Cada nueva manera de ver introduciría una lengua nueva. Ha­ bría tantos idiomas como los que se hablan sobre el globo: todos ellos diferirían, y la traducción de uno al otro se volvería literal­ mente imposible. Traducir es imposible. Cada pueblo tiene sus convenciones, sus hábitos y su espíritu diferente al espíritu del vecino. Por ejemplo, una palabra presenta en el espíritu de un holandés una sucesión de imágenes, evoca en su imaginación una reunión de hechos que la palabra en francés no despierta de ninguna manera. Asífirmamento [firmament], en francés, ha sido copiado del latín» e imaginado por el inventor para dar la idea de firmeza, de solidez, según una vieja opinión de los antiguos físicos. La causa de este origen se olvida, y firmamentoyque es evidentemente una palabra hecha en su origen con intención, no es más que un signo absolutamente arbitrario. Pero la palabra uit-span-z-eU que traducida a contrapelo quiere decir lo que está extendido haciafuera, recuerda el pensamiento de Ovidio: ... Etquodtegit omnia coelum66. Esa palabra uitspanzelexpresa en holandés el firmamento, y no deja duda sobre la intención de su inventor: y si el hábito atenúa o borra las huellas de ese signo, un hábil orador puede fácilmente, 66... y puesto que cubre todo el cielo. (N. de T.).

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con la ayuda de algunos preliminares, llevar al auditorio a des­ componer y a considerar aisladamente todas las sílabas. Dios ha creado la tierra, y ha hecho de ella el dominio del hombre; es para él que ella se adorna con flores, y que se cubre de cosechas que lo alimentan; es para él que ella abre su pecho a los rayos del sol; es para embellecer su estancia que la mano de Dios ha extendido sobre su cabeza ese pabellón sembrado de estrellas que envuelve toda la creación: este espectáculo imponente le recuerda durante la noche la omnipotencia de su maestro, cuyo nombre está escrito en el firmamento con caracteres brillantes sobre la frente de las estre­ llas. Es en vano que el hombre quiera borrar el recuerdo de los bie­ nes que ha recibido de ella. El sol, al que nada puede detener en su curso, vuelve cada mañana a situarse en el firmamento frente a sus ojos como para decirle: Él es un Dios; es él quien me ha hecho. La palabrafirmamento, así situada, debe recordar a los holande­ ses mil ideas religiosas de las que la palabra francesa no conserva ningún rasgo. He aquí una de las razones por las cuales he dicho que no se puede traducir. Habría volúmenes a escribir sobre este tema; yo trazo la marcha que ustedes pueden seguir. En matemáticas, no más que en literatura, no hace falta decir lo que yo digo; pero es preciso observar, y decir lo que se ve. Es preciso sobre todo repetir sin cesar, a fin de que la atención no espere a la memoria. Es igual en matemáticas: quien no tiene el hábito del cálculo no puede proseguir sus reflexiones continuamente trabadas, ni abandonarse a su imaginación cuyo fuego se extingue a cada paso. No olviden que todo esto no es el método. Nuestro método es un hecho, y esto está compuesto de buenas o malas reflexiones, poco importa. Nuestro método es un camino; lo que se dice cuan­ do el camino está hecho no es más que el relato del viaje; pero no es eí viaje. Uno puede no creer a un viajante: se dice que son todos mentirosos; pero me parece que es una estupidez decirle: «pruébe­

nos que nosotros veríamos todo eso si hiciéramos el viaje». La Enseñanza universal tiene mala suerte. Se es tan perezoso que de ordinario se dice de la historia de los viajantes: «Prefiero creerle que ir allí a verlo». Se nos dice. «Prefiero no ver nada que ir allí para creerlo». «Pues finalmente», dice uno, «jamás he pensado que podía enseñar la composición musical; no conozco un acorde; y puesto que soy incapaz de ello, bien siente usted que tampoco puede hacerlo. Sería entonces un hombre muy extraordinario» -Pero, señor, ¿cómo un hombre como usted no cree en los hom­ bres extraordinarios?; y si ios hay, ¿por qué no yo? ¿Me ha usted medido? ¿No soy un gran hombre, al menos dentro de lo posible ante cualquier confrontación? —«Yo lo juzgo por lo que leo», dirá usted. -Le pido mil perdones; usted me había juzgado antes de escucharme: acepte que era una ligereza. Por lo demás, sabe bien que no creo en los grandes hombres por naturaleza; tranquilícese como yo me tranquilizo; adopte nuestros principios, ellos son estimulantes. Supongo que usted no es todavía un gran hombre; nosotros podemos estirarnos todavía un poco. Todo pez pequeño puede devenir grande. Es la divisa de la Enseñanza universal. «Deje vuestras infantiladas», dice el otro; «trate más seriamente su tema. Ese tono desagradable hace más enemigos a vuestro mé­ todo de los que cree: pues finalmente no da ningún recurso a los que se han pronunciado contra usted. Aquellos mismos que no han dicho nada están interesados en encontrarle errores, tanto irri­ ta su humor desabrido a vuestros lectores. ¿Qué quiere que diga de vuestro método un periodista de Francia o de Inglaterra que no ha hablado aún de la Enseñanza universal? ¿No da usted a enten­ der, en todo lo que he leído hasta ahora, que ellos no han cumpli­ do los compromisos que contraen con sus abonados al no anun­ ciar su pretendido descubrimiento? Discernieron en vuestro carác­ ter, intrigante y quisquilloso, que usted habla de ellos cuando se queja de obstáculos y trabas. No seremos engañados por sus cartas

anónimas, con palabras inventadas, para darse eí gusto de respon­ der a ellas: pues finalmente ¿quién ie busca chicana aquí? ¿No es usted amado por las personas honestas? ¿No ha hecho por vuestra posición todo lo que se podía hacer? Usted mismo ha hecho la estupidez de confesarlo: yo declaro que ios periodistas no serán la víctima de todo esto’. El Miroirhs, hablado bien de usted; el Journal de Paris se ha burlado, y usted se lo ha tomado a pecho, se ve. Del resto, silencio por todas partes. Usted que ama las traducciones, escuche bien, he aquí una que me ha venido a ía cabeza: Eí maes­ tro universal ha aparecido en el dominio de las ciencias, como Alejandro el grande en el imperio de los persas. Toda la tierra se ha muerto, en su presencia, de pavor frente al hijo de Filipo, y de desprecio frente al Universal. Los dos conquistadores han compartido sus conquistas: Alejandro con sus generales, y eí Universal con sus iniciados. Aquello no ha durado, y esto durará aún menos. Es el mayor rasgo de semejanza. He aquí ía gran diferencia: todo el universo está lleno del nombre del rey de Macedonia; a dos leguas de aquí no se sabe que usted exista. ¡Un perro perdido basta para hacer un artículo de gaceta, y el método de ios métodos no puede encontrar lugar en ninguna parte! Us­ ted sabe bien cuántos artículos ofrecidos y rechazados. Los dia­ rios alemanes, que resonaron con lo objetivo y lo cognitivo de Kant, no dicen una palabra de Todo está en todo, y miles de otros pequeños jeroglíficos ni más ni menos fáciles de comprender que el kantismo. Los ingleses y los franceses tienen sus fantasías; todo eso es consignado, sin dificultad, en el M orningoú Moni­ tor. si se anunciara eí arte de volar con alas de tafetán, la novedad correría impresa de un polo a otro, aunque viniese de la más pequeña ciudad; ¡y usted!... ¿No es la prueba evidente de que, como usted lo dice en vuestros intervalos lúcidos, nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos? Créame, no sea tan rígido en esto; dobléguese frente a los distribuidores del renombre, reciba

sus elogios con respeto, sus reproches con docilidad; renuncie so­ bre todo a ese principio de la igualdad de las inteligencias: usted no podría creer cuánto subleva eso a estos señores. Vamos, pro­ métame que dará algún paso; de otro modo, se lo predigo, vues­ tro método jamás será posible». Mis queridos alumnos, y todos ustedes que han aprendido de mí que la retórica y la razón no tienen nada en común, presten atención al hecho de que jamás dije que los resultados fueran po­ sibles; he dicho que eran verdaderos. Por lo demás, no entiendo nada de esta intriga que se llama reglas de convivencia: yo no ten­ go ese genio. Soy tan estúpido respecto a eso que creía que la vanidad debía ceder al deber. Ya no lo creo. Si yo hubiera tenido el talento de realizar una tragedia, no habría tenido el de hacerla ac­ tuar, ni el de ablandar al Señor Semanario soportando sus recha­ zos. No tendría quizás el talento de hacer imprimir esta carta; pero en ese caso se la enviaría manuscrita. Estoy muy molesto por esto, para aquellos que no me conocen: no hay en todo lo que acabo de decir una sola palabra dictada por una tonta vanidad. No está en mí el orgullo filosófico; yo no digo que el dolor no es un mal, digo que hay que soportar el mal; yo no creo que la riqueza sea una quimera, quizás nadie en el mundo conozca mejor que yo el valor del oro: la mayor parte de las penas que he aguantado no hubiesen sido nada si hubiera tenido dinero. En la necesidad, he hecho como el salvaje que toma su arco y va a la caza; he dado lecciones con el viejo método por medio franco el cachet. Gracias al gobierno, hoy ya no tengo otra necesidad que la de mostrar que sé estar agradecido de un favor, y he dado gratuitamente lecciones miles de veces más útiles que las que hacía pagar; hago todavía como el salvaje: él descansa, duerme, no hace expediciones cuan­ do no tiene hambre; él tendría hambre si no comprendiera cómo una expedición puede procurar presa. Yo soy, por mi parte, más sabio que él; pero soy también perezoso: ustedes lo ven, mis que-

ridos amigos, son quienes hacen todo; además, yo estoy impedi­ do. Es vuestro turno; yo ya sólo soy bueno para el consejo. Cuan­ do tenía necesidad de ganar, me he hecho examinar como un esco­ lar, eso era completamente simple; ahora que no tengo necesidad, y que se me grita de todos los costados: venga que yo lo examino, me río, y me mantengo tranquilo y silencioso. ¿Pero quién podría examinarme sobre la Enseñanza universal? Nadie sobre la Tierra. Y sin embargo cualquiera lo hace todos los días, y yo respondo a todos aquellos que llegan a cuestionarme a mi casa. Respondo incluso con complacencia, sin fatigarme, se diga lo que se diga. Pero un examen del viejo método... poco a poco me he vuelto incapaz de sufrirlo; olvido todos los días lo que sabía, lo que he enseñado treinta años. Si el propio M. Delavigne me preguntara cuál es mi método para la poesía, le res­ pondería: es el que te ha hecho poeta; le contaría todo lo que él ha hecho, quizás sin sospecharlo, para adquirir ese talento que lo dis­ tingue, tan joven, entre todos nuestros poetas; yo diría a M. Arnault cuál es la ruta que él ha seguido para aprender tantas lenguas fran­ cesas igualmente bien, las que sabe hablar apropiadamente sin con­ fundirlas; mostraría a M. de Jouy67cómo ha hecho para conservar en Belisario ciego el ascendente que un gran hombre ejerce siem­ pre sobre lo que le rodea; y por qué todo el furor de Antonina, que se anima a resistírsele, debía caer con estas palabras: ¡Quése me devuelva mi guía! Palabra sublime en tanto él era viejo. Diría a M. Berton: ¿Usted no ha estudiado una partitura? En­ tonces mi método es bueno, puesto que es el vuestro. Diría a Haydn: ¿Usted ha devenido un gran hombre con seis sonatas de Bach? ¿No ha sentido que uno es músico cuando se comprenden seis sonatas? 67 Autor dramático francés (1764-1846). Produjo gran cantidad de obras, entre ellas la tragedia Belisaire (1818). (N. deT.).

Estos son hombres que nos entenderían. Las primeras compo­ siciones de nuestros más jóvenes alumnos son las de Grétry quien, declarado incapaz, era rechazado por los maestros del viejo méto­ do, como lo era M. Berton. Lo que hay de singular es precisamente lo contrario de lo que sucede todos los días. Un músico se presenta en mi casa; él com­ prende todo el método, «todo excepto para la música», dice él; a un pintor es el dibujo el que lo pone en un aprieto; a un latinista, el latín; a un aritmético, la aritmética; y así para los otros, etc. Vamos todavía, coraje. Aquel de vuestros alumnos que tenga el gusto por la música es Haydn: él no tiene necesidad de ustedes; pero no se quejará nunca de que ustedes lo hayan detenido en su marcha. Aquel que sólo toca el piano por deber jamás será célebre; pero sabrá más de composición musical en un año de lo que ha­ bría aprendido en toda su vida con los otros. Supongamos finalmente que haya exageración en todo esto: si ellos fueran buenos, aquellos que gritan, ¿no rendirían al menos homenaje a mis intenciones? Yo tengo el proyecto de brindar ser­ vicio y se me detiene. ¿Se teme que aquel método no se adopte, y que vayamos de golpe a ayudarnos entre todos, para la vergüenza de los siglos pasados? jOh, los desgraciados, ellos no saben lo que es la desgracia! No conocen las angustias de un padre que ve a sus hijos en la necesidad, de un hijo que ve a su madre sufriente, sin poder aliviar su pena. Que ellos disfruten de su posición si es una suerte ser insensibles a las penas de sus semejantes; que me calum­ nien, yo me consuelo de ello pensando en ustedes: este pensa­ miento me compensa de todo, y ellos se sorprenden de que yo mantenga a mis alumnos a través de un lazo tan indisoluble; ¡que no los sacrifique por amor a la fortuna! No, yo me ato a ustedes para siempre; no quiero fortuna si hace falta que me vuelva insen­ sible a vuestras penas. Ellos no son hombres más que a medias si no conocen lo que es la miseria. Yo la conozco, como ustedes; esa

lección me ha sido preciosa: me ha vuelto mejor de lo que era. Ya no cambiaré; en absoluto quisiera su felicidad a ese precio. ¡Cuántas acciones de gracias tenemos todos que dar a los seño­ res miembros del jury de instrucción! Ustedes se acuerdan de esos instantes de alarma en los que todos temíamos ser separados, cuan­ do todavía tenían necesidad de mis consejos: vuestras lágrimas han sido afortunadamente secadas por la filantropía prudente y escla­ recida de vuestros jefes, dignos de todo vuestro respeto y recono­ cimiento. Ellos los han vuelto a la vida, y de ahora en adelante vuestra existencia está asegurada. No es que ella haya estado nunca seriamente comprometida: yo me habría hecho examinar cien ve­ ces antes que abandonar el bien que había iniciado. Sin embargo no hagamos este insulto a la humanidad, de creer que se haya sonreído viendo vuestras lágrimas. Es un prejuicio de la juventud no ver en todas partes más que hombres honestos: muy confiada, en su noble candor, ella se toma por modelo del corazón humano; pero apenas ha vivido algunos años, engañada sin cesar por no desconfiar, termina por desconfiar de todo, y algunas veces ya no cree en la virtud: error mil veces más funesto aún. Esta misantro­ pía sólo puede extraviarnos. El hombre no ha nacido bueno ni malo, como se lo ha sostenido; es tanto lo uno como lo otro; hace el bien y hace el mal: si fuera constante no sería hombre. Saca provecho del momento o tiene paciencia. Hace falta mucha paciencia para volverse geómetra. Era el mé­ todo de Newton, era el de Lagrange, es el de M. Poisson cuya sagacidad admiraba Lagrange. Esos hombres encuentran porque buscan siempre; buscan siempre porque tienen el gusto por la búsqueda; pero no harían una tragedia, porque no les gusta ser poetas. Para ver detrás de sí hace falta dar media vuelta; para ver mucho hace falta observar largo tiempo: ahora bien, el tiempo no está siempre a nuestra disposición. He aquí, sin buscar otra causa, por qué el hombre no puede ser universal de hecho, aunque lo sea

por su aptitud natural. Él emplea su inteligencia apenas para satis­ facer sus gustos y contentar sus deseos. Ahora bien, además de que el azar de las circunstancias cambia algunas veces nuestros gustos, nosotros mismos podemos cambiarlos, y crearnos nuevos place­ res en el estudio como en ía virtud. El estudio lo cansa y le dis­ gusta. Y bien, sea maestro de usted mismo; trabaje a disgusto, pero trabaje siempre; usted no ama la profesión donde la suerte lo ha ubicado, busca el cambio: imposible. Una cadena de hierro lo ata a este estado; no intente rompería, en lugar de ceder ella quebraría vuestros miembros que se contraen en convulsiones inútiles; no espere nada del tiempo: vuestra vida debe apagarse antes de que sus ataduras sean debilitadas. ¿Qué hacer? Yo se lo digo, es preciso querer lo que es posible; ahora bien, hay que ver como posible sólo lo que depende de usted. La paciencia y el coraje le pertenecen, úselos; después de muchos esfuerzos con­ traerá el hábito de ser lo que debe ser. No crea que el hombre haya nacido para tal posición social en particular. El hombre está hecho para ser feliz por sí mismo, independientemente de la suer­ te; sin eso la virtud sería una quimera. No escuchen esas palabras tan dulces para la pereza: «Todos nosotros no podemos dominar nuestros gustos y nuestras inclinaciones; se nace perezoso o labo­ rioso». Cierren el oído a este adulador: él los pierde adulándo­ los. Conócete a ti mismo, diré yo, tú no tienes necesidad de la opinión del otro. Pregunta a tu conciencia: «¿*Puedo cambiar mis hábitos?, ¿he nacido para tantos esfuerzos?» Escuchen bien su respuesta: «¿Eres tú un ser degradado por la naturaleza? jQuél ¿•No sientes tu corazón?, ¿no conoces el valor de una buena ac­ ción? ¿No eres capaz de amar lo que está bien, o no sabes distin­ guir el vicio de la virtud? Si puedes, ¿qué esperas para hacer tu felicidad? Es preciso buscarla, sin duda; pero ¿no sabes tú dónde está, y no ves que eres despreciable a tus propios ojos si te estan­ cas en esta inercia? ¿No sientes ese combate interior, esa perpetua

agitación que altera la paz de un alma que no posee voluntad?» La virtud nos llama; pero habría que moverse para seguirla: el vicio nos lleva, y nosotros nos dejamos acunar como niños. El hombre con coraje llega a la felicidad por el precio de sus esfuer­ zos; el hombre flojo y dormido, el hombre autómata llega a la vergüenza, a los arrepentimientos, al desespero. He aquí la Enseñanza universal. Sócrates lo ha dicho, y yo pien­ so como él: el hombre razonable puede hacer todo; pues por más difícil que sea una ciencia, la virtud lo es aún más. Sería muy sor­ prendente que Fenelón no hubiese podido aprender la lengua fran­ cesa; ¡Fenelón, ese modelo de paciencia y resignación! Hubiera sido preciso que el azar y un concurso desgraciado de circunstan­ cias lo hubiesen extraviado en el laberinto de las ciencias. Enton­ ces, como sucede todos los días, se exhala y no se llega; otro entra por azar en la buena vía> y consigue llegar a la meta sin esfuerzo y como jugando. Otra fuente común del error es la observación siguiente: «mu­ chos grandes hombres no son virtuosos; por tanto, la virtud no tiene nada que hacer en las producciones del genio. Basta la pasión por la gloria y un gusto dominante. Temístocles no ha vencido en Salamina por la virtud; pero las tropas de Miltiades le quitaban el sueño: he aquí su genio». El hecho es cierto: todo se puede a través de las pasiones; pero la virtud o la razón, que es lo mismo, la razón que pone un freno a las pasiones y les impone silencio cuando quiere; ¿no podría lo que puede una pasión, a la cual le corresponde controlar a su antojo? ¿Es incapaz la reina de las pasiones de hacer lo que pueden sus esclavas? La razón es algunas veces esclava de las pasiones, sin duda, pero ella así lo quiere; mientras que las pasiones le obedecen a pesar suyo. He aquí por qué una madre puede forjar el destino de su hijo a través de ejemplos que le den el gusto por la virtud, que le enseñen a ser razonable. He aquí la Enseñanza universal. -«¿Pero usted está

seguro que en las artes se iría tan lejos con la razón como con las pasiones?» —Lo creo: es la educación que se daba a los antiguos, y ellos eran grandes hombres a los veinte años. En fin supongamos que uno no se vuelve de este modo Corneille, o Racine, o Newton; supongamos que la razón no tiene el ojo tan penetrante, tan justo como las pasiones, es decir, como la desrazón; supongamos que el deseo de probarme a mí mismo que soy hombre, que las ganas de saber hasta dónde puede ir mi razón no bastan para obtener resul­ tados a los cuales puede conducirnos el amor a la gloria, es decir una especie de locura: y bien, nosotros nos detendremos en el camino, les dejaremos proseguir vuestra carrera y ustedes nos per­ mitirán no desear ios éxitos que sólo se obtienen en la fiebre o en el delirio. -«Pero una noble pasión me anima». —Lenguaje insen­ sato, retórica pura, noble pasión, noble locura, noble arrebato, noble convulsión. Es el lenguaje de los manicomios. Guardémo­ nos de penetrar en ese noble santuario donde reside la divinidad que hace el objeto de ese noble fanatismo. En cuanto a nosotros, permanezcamos en el tema mientras po­ damos; he aquí la Enseñanza universal. Decimos al alumno: lean esto, ¿qué han leído? Reléanlo; ¿qué han retenido? Combinen; ¿qué relación han percibido? Escuchen esta frase musical; ¿qué sien­ ten? Si él está tentado de decir una tontería al pasar para relajarse, nada de lógica, nada de silogismo formal para probarle que está equivocado: él lo sabe bien. Le preguntamos: ¿qué piensa usted de esto? Y él ya no vuelve. Yo doy el mismo paso con los niños grandes; hay uno de ellos que ha dicho de mí: «él es bueno, pero es excéntrico68». Si el niño

68 En francés, la palabra original designa, al igual que en castellano, lo que remite a una obra primitiva o singular, pero también da la idea -peyorativa—de lo que posee un carácter excéntrico o extravagante. Hemos elegido según el caso la traducción más conveniente. (N. deT.).

grande estuviera frente a mí, no le daría una lección de lógica. Todo el mundo conoce la lógica, un día lo haré ver. No le diré: «Usted cambia ia cuestión; la Enseñanza universal puede dar resul­ tados que, aunque muy naturales, usted llama milagros y yo pue­ do ser entonces un excéntrico». Tampoco diré: «Yo me supongo original, y usted copia». Siempre queda la pregunta: ¿qué vale más, la copia suya o el original mío? Yo no diré nada de todo eso. Yo lo observaré hasta el fondo del alma, y le preguntaré riendo: ¿Qué piensa usted? Su conciencia le diría: «Ves bien que el original tiene razón; eres tú el que desrazonas». El estudio de las matemáticas posee esta ventaja, mostrarnos a través de un resultado evidentemente imposible que hemos hecho un razonamiento erróneo. Cuando se suma 1 a 3/2 tenemos 5/2; generalizando, se podría indicar el procedimiento siguiente para todos los casos semejantes: Sumen los dos términos de la frac­ ción, y dividan el resultado por 2. Es preciso dar a luz procedi­ mientos para redactar. La marcha del espíritu humano es la misma que la que se sigue para hablar del coraje y de la paciencia leyendo un relato de hechos y de acciones en las que resaltan esas dos virtu­ des. La inteligencia capta todos los detalles del hecho que conside­ ra; hace la clasificación de aquellos que pueden esclarecerla sobre el objeto de sus investigaciones; descarta, olvida, no observa aque­ llos que pueden variar; hace abstracción de ellos para ocuparse sólo de los hechos esenciales a la solución que busca. El objeto que se estudia, desembarazado por así decir de envolturas extrañas que lo ocultan, aparece al desnudo bajo la forma que le es propia. No queda más que generalizar lo que se ve; y la expresión, cuando se conoce la lengua, transmite en toda su pureza, en toda su energía, la imagen de lo que se ha pensado con los sentimientos que se han experimentado durante la contemplación o la meditación del alma sobre los hechos que ella ha considerado atentamente, y combina­ do cuidadosamente entre sí.

Usted se equivoca, dice Kant, la certeza matemática no proviene de los sentidos. Los sentidos no pueden presentarnos más que he­ chos particulares, una consecuencia extraída por analogía de algu­ nos hechos conocidos por todos los otros que no se han verifica­ do; esta consecuencia no es una certeza matemática: es una creen­ cia hipotética y condicional que no llegará jamás a socavaren nada el pequeño sistema que se ha construido, y que se supone irrefuta­ ble hasta nuevo orden. De esta naturaleza son todos los sistemas de las ciencias llamadas exactas: el primer descubrimiento echa abajo la hipótesis; se hace otra que dura hasta nuevo orden, y así sucesivamente. Pero en matemáticas, incluso en lógica, se trata de axiomas que no temen ninguna revolución en las ciencias; por ejemplo: El todo es más grande que laparte. Este axioma, tan viejo como la especie humana, no debe la existencia al número de los hechos que lo atestiguan. No significa que yo crea que el todo es mayor que la parte de acuerdo a todos los hechos conocidos hasta este día. Nosotros pretendemos decir una verdad eterna, inmuta­ ble, independiente de todos los cuerpos, incluso anterior a la crea­ ción de la materia. No es una ley impuesta a mi inteligencia por ios cuerpos que han impresionado mis sentidos, es una ley que mi espíritu o, como dice Kant, que lo cognitivo impone a lo objetivo, es decir, incluso a los cuerpos que me son desconocidos. Si Dios creara un cuerpo nuevo, el todo sería más grande que la parte. Esta réplica, dice Kant, parece en primer lugar muy atrayente, y parece a primera vista que Locke, a quien sobre todo está dirigida, no tendría nada que responder. Según Kant lo cognitivo, es decir la inteligencia, posee ideas en sí misma, independientes de lo objeti­ vo, es decir, de la naturaleza. Era la opinión de Sócrates: cuando él interroga a un pequeño esclavo, lo lleva a través de sus preguntas a construir un cuadrado que sea el doble de otro tan bien como los geómetras de la época. Sócrates concluye de este ejemplo que el alma de ese niño que no ha aprendido nada, se acuerda de todas las

propiedades de las líneas y de los espacios; y Sócrates no parece sorprendido de todo ese saber, puesto que está fuera de duda (y es lo que asombra al interlocutor, y acaba por confundirlo) que el alma, por la metempsicosis, ha sido instruida de todo lo que se puede saber, puesto que ella ha vivido desde hace siglos, habitando cuerpos de toda especie, cuerpos de animales, de pájaros, de reptiles, de mujeres, de pequeños, de grandes, de pobres y de ricos. Yo soy de la opinión de Sócrates para la lógica y la moral; pien­ so que aquel que ha vivido dieciocho o veinte años sabe todo eso, únicamente porque ha vivido. Para las ciencias es otra cosa: Sócrates mismo sólo las supone conocidas a través de la vida del alma duran­ te la trasmigración. Ahora bien, yo no creo en la metempsicosis. Les aconsejo por tanto estudiar las matemáticas como si ustedes no hubiesen sido jamás Sócrates, Platón, Pitágoras, Arquímedes o Kant. La opinión de Kant parece más sostenible que la de Sócrates. Pues si en otro tiempo yo he sido peripatético, por ejemplo, y reaparezco bajo la forma femenina, y desposo a un individuo que en su vida de antaño era platónico, chocándose los recuerdos de la mujer y del marido continuamente, nosotros haríamos sin duda una mala mezcla; Sócrates y Xantipa69estaban probablemente en un caso semejante, así como muchos otros. Todo lo que digo parece muy tonto, y sin embargo esta razón de incompatibilidad de humores hubiera podido ser alegada por Platón, en la discu­ sión del divorcio, y nosotros leeríamos eso muy seriamente por­ que sería Platón; y Cicerón nos diría: Prefiero equivocarme con Platón que tener razón con cualquier otro. He aquí, yo espero, la retórica enfrentada al hecho. No es que yo quiera hacer pasar mi pequeña historia; es un ejemplo de las metamorfosis y los encuen­ tros divertidos que continuarían la serie. Se pueden imaginar otros que quiero dejar adivinar: eso haría una divertida novela corta.

La novela de Kant es mucho más seria: ¿es más cierta? M i inte­ ligencia, dice él, da leyes a la naturaleza. Sin duda; pero si no hubiera naturaleza, nosotros no habríamos juzgado, no habría­ mos impuesto leyes. Si Dios creara un cuerpo, el todo sería más grande que la parte. Eso no trae ninguna dificultad, puesto que llamamos cuerpo a un todo que es más grande que su parte. Sin embargo yo creo, como Kant, que mi facultad de juzgar a los cuerpos es independiente de su existencia, en el sentido de que estos no le otorgan la facultad, sino que le proporcionan la oca­ sión de ejercerla. Así, en un sentido, Sócrates tiene razón: el espíritu humano es capaz de adivinar todo; él contiene todas las ciencias; las inventa como si las recordara. Locke tiene razón: si él no tuviera cuerpo jamás habríamos dicho: «el todo es más grande que la parte». Kant tiene razón: aunque sólo vea un único cuerpo, tengo la facultad de comprender, tan claramente como si los viera todos, que el todo será siempre más grande que su parte. Todo el mundo tiene razón, y yo también; pero estudien siem­ pre las matemáticas, y no lean esto. Felizmente nuestro método es independiente: ustedes ven por qué se querría que fuese una teoría. Como aquí no se trata de aprender matemáticas, sino de tener nociones elementales de esa ciencia, me detengo hasta que la experiencia de M. de Séprez haya sido hecha. Yo les haré conocer el resultado. Me basta por el momento con decirles que el método es el mismo para ia lengua de las matemáticas y para la lengua materna. Aprendan los hechos y las expresiones de convención que los hagan volver al pensamiento. Hagan los ejercicios de los que he­ mos hablado. No olviden la tabla de Pitágoras. Es preciso hacerla repetir todos los días. Pitágoras era un gran hombre. Su nombre quiere decir quien persuade a una asamblea, o bien discursopersuasivo. Termino con

este ejemplo en el espíritu de nuestro método. Poco importa que la etimología de la que se habla sea verdadera o falsa; el acerca­ miento que acabamos de hacer les enseña dos radicales griegos. Uno no puede olvidarlos, pues se relacionan a una palabra que ustedes repiten todos los días. Aquellos que saben el francés saben el griego y el latín; pero no lo sospechan. Intentaremos mostrarles que no tenemos nada que enseñarles al respecto. No existe uno de mis lectores que no sea más sabio de lo que cree. Nosotros somos risibles con nuestras pretensiones, porque siempre apoyan en fal­ so; nosotros no tenemos en cuenta lo que sabemos: perdemos así el fruto de los estudios que hemos hecho sin estudiar. La Enseñan­ za universal nos enseña a disfrutar, a través de la reflexión, de los conocimientos adquiridos en la infancia; sin atormentarnos por amontonar continuamente nuevos tesoros: ¡Dichoso aquel que sabe todo lo que sabe!

De la improvisación Necesitamos saber escribir; pero la necesidad de comunicar los pensamientos y los sentimientos a través de la palabra existe en todo momento. El talento de hablar bien contiene además el de escribir bien bajo más de una relación. Hablar es escribir rápido; escribir es hablar lentamente y buscando los signos de los que se tiene necesidad. En este sentido, quien sabe hablar sabe escribir; pero la recíproca no tiene lugar. Sin embargo aquel que había tie­ ne muchos recursos que faltan al escritor. Este no emplea más que caracteres muertos; él sólo habla a nuestra memoria; todos los signos que pone bajo nuestros ojos son arbitrarios. Jamás está muy seguro de que será perfectamente comprendido. El lenguaje de la naturaleza, el conjunto de los hechos que suceden bajo nuestros ojos, todo eso es universal y existe más allá de nuestras convencio­

nes; pero los signos que inventamos para designar esos diferentes cuadros jamás nos presentan de ellos más que una analogía in­ completa y trunca; y por otra parte, aunque la misma acción suce­ da al mismo tiempo bajo los ojos de todos, el ruido que hace mi interlocutor, al mostrarme cada objeto, sólo me da una vaga idea de lo que más le impresiona dentro del número infinito de cir­ cunstancias que necesariamente acompañan el hecho que atrae nuestra atención. En semejante caso, todos adivinamos, no hay duda; pero como nosotros sólo comprendemos esta lengua artifi­ cial con la ayuda de la mirada, de los gestos y de la acción, es decir, mediante la lengua universal, es la lengua del hombre la que sirve de intérprete necesario a la lengua del ciudadano. Y en tanto la lengua natural está limitada, y deja siempre en la incertidumbre los detalles del pensamiento o del sentimiento, las lenguas que son inventadas conservan todos los caracteres de su madre común. Cuando uno escribe toda la vida para hacerse entender queda siem­ pre algo por explicar. He aquí el origen de los volúmenes infolio, y esa ventaja, que parece ser el patrimonio de las lenguas escritas, termina por engendrar disputas interminables. Cuanto más escri­ ben, más necesitarían escribir para desarrollar lo que está escrito. De cualquier lado que uno se sitúe se ve el infinito por todas par­ tes. Además el lector también divaga tanto como le place. Pero el que habla posee mucha más ventaja. Aunque no se comprendie­ ran los sonidos que salen de su boca, sus ojos, su actitud, su acen­ to, serían comprendidos por todo el mundo. Un hombre se ofre­ ce de golpe a mis ojos: comprendo esa marcha lenta, esa mirada sombría que parece mirar sin ver; se detenga o avance, hable o se calle, reconozco la triste víctima del inmutable destino que lo per­ sigue; es una mano invisible la que lo empuja: él exclama; yo esta­ llo, me estremezco de horror cuando se calla, o cuando sus acen­ tos sordos y lúgubres anuncian a un desgraciado que no habla más que a sí mismo: él es traicionado, sin auxilio; su voz ya no convo­

ca, ha perdido su resorte, se extingue lentamente en su pecho opri­ mido. ¿Puedo no comprender ese lenguaje? Mientras tanto, ¿quién de ustedes ha dicho que ese desgraciado es Edipo, o Hamlet, o Taima más bien que Orestes o Manlio? ¿Cuántas cosas es preciso haber visto de antemano para distinguir un desgraciado de otro, un acontecimiento de otro, el pavor del pavor, y el dolor del do­ lor? Es la verdad la que me impresiona, he aquí el talento; él está allí por entero, y no está sino allí. Cuando se lo ve, se dice ¡qué bello es eso! ¡Eso significa que esos gestos, esos acentos, esa inmo­ vilidad, son elocuentes y verdaderos! ¿Pero cómo diría «esto es verdad» si no lo sabía? Yo encuentro todo en mis recuerdos; admi­ ro al hombre que sabe imitar tan bien a sus semejantes, y que me muestra, como por encantamiento, tantos hombres en uno solo. Todos nosotros pagamos ese tributo de admiración. Sobre este punto hay unanimidad. Pero si usted pretende explicar las sensa­ ciones que el hombre superior acaba de excitar en nosotros, las discusiones y las disputas serán interminables: entramos en la len­ gua artificial, y esa lengua es diferente, no solamente de pueblo a pueblo, sino aún de individuo a individuo. El inconveniente es aún más sensible cuando se escribe; pues al hablar yo les muestro mi emoción, y despierto la vuestra a pesar de ustedes: ya no es un recuerdo, es una realidad. Yo les digo que Taima es admirable en la lengua que él habla para decirnos que Sila no era feliz. Pero la escritura es inanimada en su naturaleza; el lector que no se abandona no puede ser arrastrado, y uno se equi­ voca sobre los sentimientos o la convicción del escritor por los signos en uso, como cuando juzgamos de la benevolencia del co­ razón por la cortesía de las palabras o por fórmulas de etiqueta. Sucede igual en la lengua natural como en la música: ella sólo expresa bien el sentimiento, y no el pensamiento. Todo el mundo se emociona cuando Taima habla, incluso aquellos a los que la lejanía no permite distinguir todas las palabras que él pronuncia.

El poeta y Taima no tienen nada en común. Racine es magnífico, y Taima también. Sólo que el actor tiene que hacer mucho para combatir a Racine, porque aquí la distracción es muy fuerte: no puedo olvidar completamente a Racine, y yo comparto mi admi­ ración cuando veo a Joad y escucho todo lo que dice. Pero no ser vencido en esta lucha me parece más glorioso que triunfar ante cualquier otro escritor. Esa victoria no es sin embargo un espectá­ culo menos interesante. El éxito es aún más brillante, pues enton­ ces el actor hace todo él mismo: compone casi todas las situacio­ nes que nos representa. Consigue una doble corona. Ven lo que la señorita Mars hace con los textos de Marivaux. ¡Qué bella com­ posición! Con qué ligereza ella trata al autor; por el contrario, con qué respeto, con qué atención interpreta a Moliere. Pero aquí, como en cualquier otra cosa, no es el genio sino el talento lo que admiro. La superioridad existe; la reconozco, la siento; pero esta superioridad es adquirida como la de Corneille y la de Newton. No la admiraría sí fuera natural. Yo no admiro la naturaleza, sino al Creador. Admiro lo que hace el hombre, eso está en él; no lo que puede hacer, él ha recibido la facultad. Se pueden superar las dificultades más grandes por un trabajo tenaz. Pero si a uno le cuesta tanto vencerse a sí mismo, es mucho más difícil aún convencer a los otros. La palabra lo logra mejor que la escritura; lo sé por experiencia: pero en fin no tengo sino este recurso para hacerme comprender, y quiero intentarlo. La improvisación es evidentemente un talento adquirido. En efecto, ¿qué puede ver el genio? Puede combinar, decidir cuáles sentimientos sería preciso comunicar, y en qué orden. Todo el mundo tiene ese genio. El sabio, el ignorante, el niño, la mujer, el hombre, todos nosotros lo hacemos mentalmente: pero una pala­ bra no viene en el momento en que la esperábamos, y esta bús­ queda nos turba; otra palabra se presenta sin cesar, y ese importu­ no nos distrae. ¡Dichoso si no se escapa de nuestra boca! Entonces

sentimos que ella nos ha traicionado: ese pensamiento nos des­ concierta, y quedamos mudos. Improvisar es hablar completamente solo a personas que los escuchan, sin detenerse, sin hacer entrar en calor continuamente vuestro verbo a través de interrupciones; es dar explicaciones que no se piden, resolver objeciones que no se han hecho; en una pala­ bra, es ser actor completamente solo en presencia de espectadores que responderán si les place, que guardarán silencio si les convie­ ne. En la conversación, todo el mundo improvisa lo que dice; y si cada uno de nosotros retuviera lo que ha sido dicho de una parte y de otra, podría, siguiendo un cierto orden de uso y de conven­ ción, hacer de todo eso otros tantos discursos diferentes. He aquí por qué un filósofo, experto en la profundidad de los pensamien­ tos como se dice, admiraba las profundas discusiones de un círcu­ lo de mujeres de Paris sobre cuestiones que no parecen ser de la incumbencia de ese sexo. Cada uno de los que hablan en una so­ ciedad hablaría mucho tiempo si no fuera interrumpido cuando está animado, es decir, cuando está por completo en lo que dice, y cuando no experimenta ninguna distracción; e incluso la interrup­ ción no puede más que animarlo aún más. Pero el silencio del auditorio produce el efecto contrario, desde el momento en que él lo nota; todas esas miradas vueltas sobre él lo aterrorizan, y se calía: pero eso no es falta de genio, una vez más, es una distrac­ ción; se trata de un hombre débil: no es dueño de los movimien­ tos de su corazón palpitante; él ya no se posee; la razón lo abando­ na; desde entonces, ya no ve nada; ya no puede comparar nada; medir nada: ha perdido el genio porque ha perdido la razón. Apren­ de pues a vencerte; HE AQUÍ LA PRIMERA REGLA DE LA IMPROVISACIÓN. Aquí hablo de ía improvisación en el medio de una reunión. La mirada maligna de un solo oyente puede muy bien desconcertar al orador; pero cuando se hace retórica uno contra uno, y cuando los

dos interlocutores se entienden bien, no hay ya improvisación, es decir, no hay necesaria continuidad en las palabras: el gesto mudo, la mirada, todo se comprende, todo cuenta entre dos amigos, todo forma parte del discurso; incluso los silencios cuentan como los suspiros en la música: ellos explican la frase, determinan sus movimientos, y al aislarlas, dan valor a las expresiones de las que está compuesta. Es más difícil agradar a dos que a uno solo. ¿Cómo conciliar, en efecto, dos opiniones a menudo opuestas? Cuanto más penetran en el alma de uno, más irritan al otro. Habría que avanzar al mis­ mo tiempo sobre dos rutas contrarias, decir a la vez el pro y el contra, y ese sería un medio infalible de disgustar a todos. Moliere, con todo su talento, jamás lo ha intentado más que en apartes reales o supuestos. Por el contrario, si se trata de una asamblea la empresa no es riesgosa. Se la puede arrastrar porque ella siente, se la puede enga­ ñar porque ella no razona. El pueblo de Atenas iba continuamen­ te, como por un movimiento de oscilación, de un orador a otro sin descansar ni detenerse en ningún parecer. Es la libertad, la vo­ luntad de cada miembro la que produce ese aire de indecisión y de balanceo maquinal de la masa. Esos choques voluntarios produ­ cen movimientos imprevistos. Las fuerzas existen; su intensidad, su concurso, su punto de aplicación varían continuamente con la voluntad variable de los individuos; y la resultante, es decir, la dirección que tomará el cuerpo movido, no puede ser conocida por nadie. Así pues, aquel que mejor sabe excitar las pasiones es el más seguro de triunfar, con tal de que no hable en favor de Milón frente al tribunal presidido por Pompeyo70; pues entonces no ha­ bla Frente a una asamblea; él sólo tiene por oyente a Pompeyo. El 70 Acusado por el asesinato de Ciodius en el año 52 a.c., Milón fue defendido por Cicerón, que pronuncia en dicha ocasión su alegato ProMilone. (N. delT.)

alegato de Cicerón no es menos un modelo del arte de hablar a los asambleístas. Es probablemente en este sentido que Quintiliano ha dicho que «un discurso puede estar bien hecho aunque el ora­ dor no haya triunfado.» Quintiliano tiene razón, porque el dis­ curso debe ser juzgado por la especie humana que jamás cambia de manera de sentir, y para la cual no existe Pompeyo. Ustedes ven que el genio no tiene nada que hacer en todo esto. Suceda o no como lo digo, la fuerza de las circunstancias es un hecho al cual él debe someterse, y que no depende de nosotros en manera alguna. SEGUNDA REGLA. Nunca se dejen pues intimidarpor losgri­ tos. Ante todo una asamblea que grita es una asamblea de locos; usted no se equivoca porque ellos gritan: hay que procurar acallar­ los sin duda; pero los gritos, esta razón última del mayor número, nada pueden; y si usted consigue calmarlos, reflexione en lo que ha dicho, y verá que es una estupidez oratoria. Esta era la opinión de Foción, y Focíón jamás ha pasado por mal bromista. Él había escuchado a Demóstenes, había estudiado al pueblo de Atenas, había observado eí oleaje tumultuoso, el flujo y el reflujo de ese mar agitado. Por tanto un día que se lo aplaudía cuando estaba en la tribuna, se volvió para preguntar a su vecino: «¿He lanzado al­ guna estupidez?». Su temor era fundado: reír, aplaudir, llorar, son el signo de un sentimiento o de una pasión. No teman más los aplausos que las censuras, o no improvisarán jamás. Sean calmos en vuestros más grandes movimientos oratorios; modérenlos porque lo juzgan conveniente, y no porque les falta coraje. Es la sola razón la que debe ser vuestro timón. Además son circunstancias en las que el deber exige no tomar en cuenta nada de todo ese estruendo. Mostrándole a los atenienses uno por uno, Sócrates decía a Alcibíades: «Vea, he aquí sin embar­ go a lo que usted teme cuando asciende a la tribuna.» Pero dirá usted que está en la naturaleza el ser intimidado por el número.

Sin duda; todo está en la naturaleza: está en la naturaleza dejarse llevar por el torrente como remontarlo; pero aquel que lucha con­ tra las olas, usa fuerzas que la naturaleza le ha dado. Si usted no puede vencerse, usted no es hombre: dé la vuelta y cállese. No diga que es preciso por tanto amenazar con el gesto a sus oyentes, lanzarles miradas furiosas, hacerles entender que nada puede hacernos retroceder; ¿hay que lanzarse en la discusión como en una pelea, subir a la tribuna como uno se lanza al asalto? Yo le respondería: ¿tiene usted intención de hacer retórica? Ella es bue­ na; pero en todo esto no existe razón. ¿No les he citado a Cicerón y a Demóstenes por modelos? Un furioso tal como lo describen no es un orador: él puede tener talento; pero no posee razón. Ha­ gan todas las suposiciones que quieran, imaginen todas las fallas que puede tener un orador; si él sabe la lengua, verán que no es el genio sino la razón la que ha fallado. Ahora bien, la lengua se aprende, y la desrazón no es más que una distracción. Aquellos que pretenden que en la literatura hay tantos genios diferentes como dioses en la mitología, tienen como los griegos sus dioses superiores y sus dioses inferiores; ellos sitúan entre estos últimos a los improvisadores y a los rapsodas. ¿Qué revolución ha destronado pues a esos poetas que improvisaban los cantos gue­ rreros; a ese Tirteo71 que los espartanos pidieron a los atenienses para inspirarles el amor a la gloria, y asegurarles la victoria? Esos improvisadores, se dice ahora, jamás han alumbrado nada compa­ rable a las producciones escritas de nuestros grandes hombres. Se olvida a Brydayne y a Mirabeau. Que no se piense que la improvi­ sación es la escritura; esos dos talentos difieren en sus medios como

71 Tirteo, del que se duda si era espartano de origen o de adopción, compone elegías que presentan contenido y forma épicos. La poesía de Tirteo se moldea en tomo a la única exigencia de arriesgar la vida por la victoria en la primera fila de los combatientes (N. deT.).

en su fin. Aunque Bourdaloue sea un gran orador, él mismo decía hablando de Brydayne: «Se da a sus sermones los dineros que se ha robado a los míos». Es que Brydayne hablaba y Bourdaloue reci­ taba un discurso escrito. Si los discursos de Brydayne se hubiesen impreso, no se los hubiese comprendido a la lectura. Lo que Brydayne decía estaba hecho para ser dicho, y no para ser leído o recitado. Lo que Bourdaloue o Massillon escribían estaba hecho para ser leído, y no para ser dicho. SÍ Taima improvisara, su actua­ ción cambiaría al instante: no sería menos admirable; pero sería distinta. Yo me hago una idea vaga de ese cambio cuando lo veo en una de esas piezas escritas a medias, o casi todas por hacer, se­ gún una tela colocada sobre una trama en la que los detalles sólo son indicados sin desarrollo. Mirabeau no escribe como Bossuet; pero Bossuet no sabía ha­ blar como Mirabeau. El renombre de un improvisador sólo está fundado en la tradición; es un hecho histórico del que no queda ningún rastro. Bossuet siempre está allí: podemos escucharlo y admirarlo cuando queramos. Mirabeau ya no está; incluso sus contemporáneos no lo han conocido. Sus discursos se leían; uno era encantado, o aterrorizado, o repelido por el estilo, según la opinión del lector. No se pensaba que esas composiciones estuvie­ ran hechas para ser leídas. Tal hombre se había permitido discutir sobre su improvisación, de acuerdo a sus viejos prejuicios de lec­ tura, e incluso con las prevenciones de una facción; él se encontra­ ba en la asamblea a la que había llegado riendo con sorna para escuchar al gran hombre: Mirabeau se mostraba, hablaba, el en­ canto se efectuaba; y él salía seducido o confundido. ¿Pero tenía ese primer orador más genio que sus adversarios? No, sin duda; pero era el único que recibió del azar de las circuns­ tancias la educación conveniente. La historia de su vida lo atesti­ gua. Pero esta explicación es demasiado simple. Por otra parte si esa superioridad ha sido adquirida, otro podría elevarse a esa altura

y eclipsarlo. Los efesios decían: «Si alguien quiere sobresalir aquí, que vaya a sobresalir a otraparte.» Es nuestra divisa para todos. Es el considerando subentendido en todos los exilios promulgados por los pueblos de Grecia contra tantos hombres célebres. La vista de un gran hombre no rae irrita más que la de un nue­ vo rico que ha hecho su fortuna con su trabajo; por el contrario, los honro, los respeto. Su ejemplo es estimulante para aquellos que tienen la paciencia de tomarlos por modelos; pero admito que deba desesperar a los otros. Para vengarse, estos explican de mil extrañas maneras cómo puede hacerse para que ellos no sean César. Lo comparan a un manzano que porta manzanas. Se les concede la gloria, y se les discute el mérito de haberla conseguido. Es un ídolo que se adora en una lengua que no habría podido aprender: se explica su mecanismo a través de los principios de un sistema que no habría podido inventar; se cantan sus alabanzas en versos que él no habría podido hacer. En la Enseñanza universal, creemos, como lo hemos visto, que todos los hombres tienen una igual inteligencia. No se deja excusa a la pereza. Se pregunta también (pues nos gusta mucho más discutir que estudiar), si existen lenguas más apropiadas que otras para el talen­ to de la improvisación. «La lengua francesa», dicen los franceses, «ofrece un obstáculo invencible a los improvisadores». «Nuestra lengua», añaden, «es una lengua de la razón; las sandeces que uno se anima a soltar seriamente en otro idioma pueden pasar; se lo permite en idiomas que no pueden hacerlo mejor: pero nuestra lengua no se presta a las licencias poéticas que no son sino desvíos de la razón. El francés es el intérprete común de todos los pueblos cuando se trata de serios intereses. Es la lengua de la diplomacia; sus movimientos prudentes y medidos no pueden conciliarse a ios transportes, a las divagaciones de la improvisación: su construc­ ción fija e inmutable fastidiaría demasiado al improvisador. El

ejemplo de los italianos no prueba nada. Su lengua es flexible y se presta a todas las necesidades del hablante. El genio del improvisador impone leyes a la lengua; la lengua francesa, por el contrario, da leyes a aquellos que la hablan, y no quiere recibirlas de nadie.» Respondo a esto que improvisar es escribir rápido, y se dice que los más bellos pasajes de Corneiíle son aquellos que él ha trabaja­ do menos. No es que yo crea que el genio de un hombre pueda improvisar una lengua como él improvisa el pensamiento: es pre­ ciso haber estudiado largo tiempo para lograr hacer con dificultad versos fáciles; pero se logra, y el conveniente ejercicio debe condu­ cir a hacer fácilmente versos fáciles. Digo el conveniente ejercicio, pues no es preciso creer que se aprende a hablar cuando se aprende a escribir: son dos talentos diferentes. Para escribir bien, hace falta emprender la labor veinte veces; para devenir improvisador, jamás hace falta volver sobre una palabra soltada. Aquí no se tacha, no se borra; el menor retraso, la más ligera duda arruinan todo; hablen mal, pero hablen siempre: desde el primer día es preciso ser dueño de sí; alguna tontería que se nos escape no debe distraernos de nuestro objeto. Comiencen, continúen y terminen^ HE AQUI LA TERCERA REGLA DE LA IMPROVISACIÓN. Un minuto, un segundo si quieren; pero hagan un todo completo, sin solu­ ción de continuidad. Usted ha dicho las cosas más bellas, pero ya ha contraído un mal hábito, pues ha habido un reposo en vuestro discurso: vuestro espíritu ha sido perezoso, o usted ha carecido de voluntad. Una malvada vergüenza lo ha retenido; usted ya es el juguete de las distracciones. Sobre todo en el comienzo se debe exigir del alumno que se ejercite en la audacia contra sí mismo, contra su orgullo y sus pretensiones de espíritu. Él siente que la estupidez está sobre sus labios, quiere contenerla, teme pasar por una bestia y se calla: he aquí ya un día perdido. Él no sabe vencer­ se, no se anima a hacer un solecismo; ¿cómo no temería los sarcas­ mos del prójimo? La razón llega al final de todo esto. Y no diga:

«yo no podría decidirme a pronunciar palabras en el aire, sin or­ den, sin sucesión, sin razón». Le responderé: ¡usted es muy reser­ vado cuando se trata de un juego, de una apuesta, de un ejercicio que vuestro maestro le propone! ¿Es cierto pues que esa es la razón que lo retiene? Usted se ruboriza, tiembla de miedo de hablar mal: ¿pero estamos convencidos de que hablaría bien? Usted me había prometido que tendría el coraje de hablar, al menos hable mal; nada sería más fácil; el momento llega y usted balbucea: ¿es la razón o el orgullo lo que lo retiene? ¿No es usted como esos can­ tores que pierden la voz cuando se les escucha, como esa mujer cuyo andar le resulta fácil cuando está sola, y que cojea desde el momento que se la observa? Vamos, no diga: «Yo no he recibido disposiciones de la naturaleza»; puesto que no tiene el coraje de hablar mal usted jamás hablará bien; estará toda su vida a merced de cualquiera; se le hará desrazonar en las ocasiones más importan­ tes; un juego de palabras, un estallido de risa, ios abucheos le harán perder la cabeza: puesto que es el esclavo de su vanidad, será el escla­ vo de todo el mundo. Vea ese gran hombre que sabía hacer todo: poema épico, tragedias, poesías ligeras; si un ignorante fingía verlo como un tonto, él se volvía furioso y se transformaba en bestia; ni la menor sal en sus respuestas: este escritor tan elegante y tan pulido ha olvidado todas las reglas de decencia, dice groseras injurias, es la ira la que se exhala: él tiene distracciones, ha perdido su talento. Una vez caído en el prejuicio, si no hay que hablar para no decir tonterías, ya no se puede improvisar en su lengua; pero una vez más se podría aprender una lengua extranjera si uno no quisiera resignarse por hablar mal en los comienzos. Ejerciten pues a vuestros alumnos en hablar sin dudar desde el primer día. ¿El aprendiz de improvisador se ruboriza de lo que dice? Tanto mejor; si tiene el coraje de continuar todo está hecho, el éxito está asegurado: él posee inteligencia puesto que siente su estupidez, y tiene fuerza de carácter puesto que continúa. Un es-

crltor tantea y encuentra lo que quiere decir; un improvisador se lanza directo a la meta, la pierde, recomienza: el espíritu se acos­ tumbra a hablar tan rápido como se piensa, o si se quiere, a pensar tan lentamente como se habla. El pensamiento, que es uno, es producido, es completado al instante; pero el discurso, que es una sucesión de signos distintos y separados, no puede arrastrarse más que con lentitud. Aquel que no es dueño de suspender el torrente de sus pensamientos, no podría seguirlo con la palabra. Bajo este punto de vista, todas las lenguas son igualmente apropiadas para la improvisación: es el ejercicio lo que falta. La lengua griega era más complaciente que la lengua latina; sin embargo Cicerón, Cra­ so, y tantos otros, improvisaban en latín. Había entonces maes­ tros de improvisación, probablemente como lo son los maestros de la Enseñanza universal, es decir, personas que dirigen y escu­ chan a los alumnos estimulando sus esfuerzos. Hoy en día los maestros sólo sueñan con obstáculos y dificultades. Nos parece ver centinelas ubicados de vez en cuando para detener a los que pasan: para llegar, hace falta tener la suerte de escapar a ese cordón de examinadores que no encuentran jamás ningún pasaporte en regla. De lo que menos se informan es de vuestra razón. Ellos jamás discuten sobre este importante punto: es siempre la facul­ tad lo que se les discute. La historia de la literatura está llena de nombres ilustres que habrían quedado en el olvido si nuestros grandes hombres hubiesen tomado en cuenta el juicio que se hacía sobre ellos en su infancia. Afortunadamente para las artes, ellos han despreciado el horóscopo, y han continuado su camino. En el tiempo de ios antiguos era otra cosa. El sabio era aquel que escu­ chaba a la razón. He aquí el punto de partida, la máxima profesa­ da por todo el mundo. Ahora bien, un sabio era propuesto como único modelo. Se creía que la razón bastaba para aprender todo cuando se tenía la voluntad. Es el sistema que nosotros seguimos. Digan: «Yo no quiero hacer»; pero no digan: «No puedo hacerlo».

Usted tiene mucho más espíritu de lo que dice, y lo sabe bien. Veo que es perezoso, y no estoy muy seguro de vuestra modestia. La modestia, como se la entiende, es a menudo una virtud de osten­ tación, como muchas otras. Uno tiene una idea alta de su inteli­ gencia, y no habla más que de su poca aptitud; uno se cree supe­ rior, y se inclina modestamente para saborear un elogio. La verda­ dera modestia consiste en no verse ni humillado, ni orgulloso de la posición en que Dios nos ha ubicado; en permanecer en los límites que nos ha asignado: es vanidad agotarse en esfuerzos in­ útiles para salir de allí; no es modestia, es demencia no sentir la dignidad del hombre, o decir que uno no comparte esta gracia con sus semejantes. Es una concesión a la pereza, y casi nunca uno piensa lo que dice. Esos seres que se pretenden desagraciados por la naturaleza no quieren más que pretextos para dispensarse de tal estudio que les desagrada, de tal ejercicio del que no poseen el gusto. ¿Quiere usted estar convencido de ello? Espere un instante, déjelos hablar; escuche hasta el final. Luego de la precaución ora­ toria de este modesto personaje que no posee, según él, espíritu poético, ¿oye usted qué solidez de juicio se atribuye? ¡Qué perspi­ cacia lo distingue! Nada se le escapa: si usted la deja ir, la meta­ morfosis finalmente ocurre; y he aquí la modestia transformada en orgullo. Ejemplos de esto hay en todos los pueblos como en todas las ciudades. Se reconoce la superioridad de otro en un géne­ ro, para hacer reconocer la suya en uno distinto, y no es difícil de ver, en la continuidad del discurso, que nuestra superioridad ter­ mina siempre por ser a nuestros ojos la superioridad superior. Se ha convenido llamar a eso modestia: yo me sometería a la conven­ ción; pero no veo allí ningún esfuerzo; me diría por lo bajo: esta modestia no es una virtud, es orgullo disfrazado. Sólo es modesto aquel que, en los principios del viejo método, se convence de su superioridad natural y nos trata como iguales; quien siente su fuer­ za y jamás abusa de ella; quien no se muestra tal como es, temero­

so de deslumbrar con los relámpagos de su inteligencia, o de hu­ millarnos elevando su cabeza por encima de los enanos que lo rodean. Esta estatura gigantesca nos asustaría y él se inclina; des­ ciende hasta nosotros: esta actitud forzada le molesta; pero la con­ serva sin cesar. He aquí la virtud; pues es un esfuerzo del gigante que nosotros deberíamos tener en cuenta, si existiera. Jamás he visto esa virtud; yo he visto personas interpretar esa comedia y curvarse en efecto hasta mí; pero observando mejor, se perciben los zancos: ahora bien, los zancos no son el talle, y esos gigantes de carnaval son muy pronto reconocidos. Si usted se cree nacido grande, eso no es mérito propio. ¿Con qué me aturde los oídos? ¿No sería loco decir a un perro: «Ves que tengo más espíritu que tú»? Si usted ha devenido grande por vuestro trabajo, lo comprendo; es para mí que ha trabajado tanto: usted ha querido agradarme. Y bien, me agrada, estoy contento con usted; yo le doy la obligación de enseñarme todo lo que se puede hacer cuando uno es hombre. Ese genio del que usted me habla, soy yo quien lo festejo aplau­ diendo; yo lo atormento cuando quiero \y él se anima a insultar al único juez que puede tener sobre la Tierra! Nosotros suponemos pues que todo hombre posee genio; su­ ponemos incluso que todo hombre ha nacido improvisador. Una tierna madre ha visto a su único hijo partir para la guerra; ella lo espera, llora, y su hijo no acude durante mucho tiempo a sus súplicas. Dios atiende finalmente sus plegarias. Ella vuelve a ver el objeto de su ternura. El entra, ella experimenta un sobrecogimiento que no le permite hablar. ¿No piensa, no siente nada cuando reconoce los rasgos de lo que ama? El corazón de su hijo late sobre su corazón que palpita: esos largos abrazos, esos estrechamientos de un amor inquieto en el instante de felicidad, de un amor que parece temer una nueva separación; esos ojos en los que la alegría brilla en medio de las lágrimas; esa boca que sonríe para servir de intérprete al lenguaje equívoco de ios llantos,

esos besos, esas miradas, esa actitud, esos suspiros, ese silencio mismo, ¿lo comprende usted? Y bien, esa buena madre ha dicho todo. Intenten traducir lo que acaban de ver. Se necesita ser Homero para decirlo en griego, o Virgilio para decirlo en latín, o Racine para expresarlo en francés. Pero Homero, y Virgilio, y Racine, no son más que traductores: el lenguaje arbitrario que han apren­ dido prueba que son sabios; pero ellos jamás reflejarán sino aproximadamente lo que el lenguaje natural les ha enseñado. La improvisación de los pensamientos y de los sentimientos es com­ pleta: Homero, Virgilio y Racine no pueden alcanzar esa perfec­ ción más que como padres. ;Qué lejos están de ello como poe­ tas! Todo el mundo posee el genio de la improvisación en el sentido de que todos nosotros improvisamos siempre. Sería di­ vertido que un hombre no pueda aprender a decir el nombre de lo que piensa y de lo que siente. ¿Cómo no siente usted que Racine es bello porque me hace pensar en lo que yo he pensado, en lo que he sentido? Es la contra-traducción que yo mismo hago la verdadera causa de mi emoción: si no comprendiera como Racine la ternura materna, los versos de Josabeth no podrían conmoverme. Si Racine conociera mejor que yo el corazón de una madre, perdería su tiempo en decirme lo que ha leído allí; yo no encontraría su observación en mis recuerdos, y no sería con­ movido. Ese gran poeta supone todo lo contrario: él no trabaja, no se esfuerza tanto, no borra ni una palabra, no cambia una ex­ presión más que porque confía en que todo será comprendido por sus lectores, exactamente como él mismo lo comprende. Él cree que todos han visto lo que él ha visto, pensado lo que ha pensado, sentido lo que ha sentido, ni más ni menos. Él se esfuer­ za en decirlo todo; pero una lengua artificial es imperfecta: es la obra de la inteligencia humana, y yo debo penetrar en mí mismo. Es preciso que recurra a mi propio genio, al genio de todos los hombres, para adivinar lo que Racine ha querido decir, lo que él

diría como hombre, lo que dice cuando no habla, lo que no pue­ de decir en tanto no es más que poeta. He aquí lo que cada uno de nosotros piensa leyendo a Racine; pero esos puros disfrutes nos parecen hechos únicamente para no­ sotros. Es un placer privilegiado que nos reservamos para nosotros mismos, con exclusión de quien sea. «¿Usted siente eso como yo, lo dice seriamente?» Uno se admira, se cree Racine y tiene razón. La locura está en la pretensión de tener solamente uno la inteligencia de una lengua que todo el mundo puede aprender cuando quiere. Es así como se extasía uno frente a un cuadro. Se dice: «el ojo de un pintor ve cosas que el vulgo no ve». Error ridículo. El ha visto lo que yo no he percibido, me lo cuenta con su pincel y yo me admiro. ¿Pero cuál es entonces la causa de mi admiración? Él ha imitado la naturaleza, responderé. Pero si se insistiera: «¿Usted conoce entonces la naturaleza como él; había notado todos esos detalles?», ¿no estaría entonces obligado a confesar que admiro como un tonto, o que tengo el mismo ojo que David o Rafael? Rafael observaba como yo observo, porque él era hombre como jo\pero él notaba que había observado: he aquí su superioridad. Él se daba cuenta por sí mismo de todo lo que veía, e intentaba vol­ ver a trazar su recuerdo. jCómo debía reír Vernet cuando escucha­ ba al parisino que no había visto más que las ondulaciones del Sena, decidir sobre la verdad de un cuadro que pinta la naturaleza de luto, el mar iracundo, el mar enfurecido y los reflejos de una luz espantosa, la pompa horrible y el terrible aparejo que envuelve a un barco sacudido por la tempestad! Pero un marinero testigo del naufragio del cual ha escapado, se acordaría de esas escenas de horror, y viendo todo diría por sí mismo, como Vernet: ¡Qué bello es esto! ¡Qué pobre esa lengua de la pintura! ¡Qué pocas cosas sobre esa tela en comparación a este cielo que yo improviso! Todos nosotros improvisamos al leer, como al observar, al tan­ tear y al escuchar. Cada uno de nuestros sentidos nos proporciona,

en un instante, una infinidad de ideas y de sentimientos que exis­ ten todos a la vez sin mezclarse, sin perjudicarse. Es sólo sobre el papel que el pensamiento y el sentimiento se extienden y se debi­ litan al dividirse a través de signos que se aíslan por su naturaleza, y sólo se reúnen por el pensamiento que los relaciona a la unidad. Cada arte posee sus reglas que es preciso aprender; pero esas reglas son convenciones: he aquí por qué están sujetas al cambio. La música no es la naturaleza: no es más que una imitación según hábitos variables, según los tiempos y los lugares. Lulli era admi­ rado, por tanto era admirable, es decir que con los signos, los usos recogidos en su tiempo para la armonía y la melodía, él excitaba las pasiones de sus oyentes. Querer juzgar hoy en día ei valor de sus expresiones musicales por el efecto que producirían sobre nues­ tros oídos, es como querer juzgar el mérito de una lengua por otra. Hagan, según los tiempos, signos completamente en uso como hacían Lulli o Mozart: llegarán igualmente a la meta. Estas reflexiones tienen por fin mostrar que Todo está en todo, que por todas partes se encuentran modelos del arte, siempre que se sepa leer. Bossuet, por ejemplo, está siempre para imitar o para traducir, aún cuando trate temas que a ustedes les parecen los más alejados de aquel que los ocupa. Bossuet transportaba a su audito­ rio; por tanto, él tenía un talento superior; he aquí nuestra regla. Los hombres del tiempo de Luis XIV eran los hombres de hoy. He notado más de una vez el asombro de la juventud cuando yo hablaba de Bossuet, cuando leía algunas de esas páginas donde la elocuencia está, por así decirlo, oculta a nuestros ojos bajo un es­ peso velo, porque el tema no nos parece incluso susceptible de ser tratado elocuentemente. Conozco a mi auditorio, diría Bossuet; yo lo hacía fundirse en lágrimas; he sido más de una vez interrum­ pido por sollozos. Créanme, si tuviera el honor de dirigir la pala­ bra frente a ustedes, conocería todos vuestros pensamientos más secretos; puedo sondear los repliegues de vuestro corazón; lo haría

palpitar cuando quisiera: sé también lo que es preciso decir para exaltar el ardor de una juventud ardorosa, o para tocar su alma a través de la pintura de los sentimientos honestos que la naturaleza ha grabado en ella. Tómenme por modelo. Vean el efecto que producían mis palabras. Tradúzcanme, y vuestro discurso no po­ drá dejar de gustar, ornado de todos los artificios oratorios que yo mismo he tomado de Cicerón, quien los había aprendido de Demóstenes. El pensamiento está siempre preparado: aprendan a improvisar la expresión.

Diferencia de los tres géneros La improvisación italiana es un divertimento sin ningún inte­ rés, sin ninguna utilidad real. ¿Qué importa, en efecto, que uno sepa improvisar en verso sobre un tema cualquiera? ¿Para qué pue­ de servir esto en la vida? Aquellos que tienen un gusto decidido por este ejercicio, no tienen necesidad de reglas y, cuando uno se hace un estado de ese talento, lo que la inclinación ha iniciado por azar resulta muy pronto perfeccionado por la necesidad de vivir. Aquellos que sólo tienen un ansia pasajera, una simple curiosi­ dad en saber cómo se aplicaría el método a esta especie de impro­ visación, tienen necesidad de guías y de sostenes en su empresa. En general, nuestro método no es necesario para quienes quieren in­ tensamente y siempre, como para quienes no quieren en absoluto; en general, nuestro método, como todos los métodos del mun­ do, sólo es bueno para la masa que va como se la hace ir. Nosotros alentamos a nuestros alumnos: ¿qué más podía hacer el maestro de Cicerón? Yo he dicho que era preciso saber vencerse a uno mismo. Pero nadie duda de esta verdad, y todo el mundo sabe como yo que cuando se tiene miedo no se puede improvisar. Añado que todos

nosotros tenemos la facultad de ser maestros de nosotros mismos. Se está de acuerdo en esto; pero uno se asombra de que yo llame enseñanza a la exposición de estas verdades incontestables y no discutidas. En Bélgica alguno se ha indignado de que un extranje­ ro, sin cargo, venga a dar lección a todo un pueblo y le imponga una nueva creencia. Pienso que este error ha sido una de las causas de todos los sarcasmos y de todas las calumnias con las que se ha querido acusarme. Se ve, por lo que precede, que no quiero dirigir a nadie: yo quiero ayudar a los ignorantes, y los sabios se lanzan entre estos y yo con una especie de furor. Yo no hablo a ningún pueblo, hablo a todo hombre que quiere escucharme: que sea bel­ ga, inglés o francés, él es hombre; y si tiene necesidad de mí, eso me basta. Yo le diré lo que se necesita hacer para improvisar en una lengua, aunque no la conozca. Luego de haber dado prueba de su coraje para vencer una falsa modestia, luego de haberme asegurado de su docilidad, le diré: aprende un canto de un poema de vuestro país; intenta relatar los otros; haz todos estos ejercicios con las reflexiones que has leído más arriba. Verán que uno es músico cuando se saben seis sonatas y se las comprende, que uno es poeta cuando se sabe un canto de Homero y se lo comprende, es decir, cuando se ha verificado que todo está allí. La experiencia se hace en el momento en que yo escribo. Si no tiene éxito, informaré de ello a los maestros de la Enseñanza universal a fin de que no pierdan su tiempo en ensayos inútiles. Yo debo esperar la burla de los otros pueblos: todos ellos se asemejan. Los franceses no aprenderán sin risa que, a través de la Enseñanza universal, un flamenco logra hablar y escribir tan bien como ellos. Los pueblos son, como los individuos, envidiosos y burlones los unos de los otros. Ellos repiten seriamente que la len­ gua francesa es buena para hablar a los hombres, el español para hablar a Dios, el inglés a los pájaros; y no sé qué otra cosa más, he

olvidado el resto. Cuando dos hombres se encuentran, se hacen cum­ plidos como si se creyeran iguales en inteligencia; pero si uno de ios dos ha penetrado en el país del otro, ya no se hace tanta ceremonia: se abusa de su fuerza como de la razón: todo en el intruso denota un origen bárbaro; lo tratamos sin cortesías como a un idiota. Su pro­ nunciación hace desfallecer de risa, la torpeza de sus gestos, todo anuncia en él la especie bárbara a la cual pertenece: aquel es un pue­ blo pesado, este es un pueblo ligero y frívolo, aquel grosero, este orgulloso y altanero. En general, un pueblo se cree, de buena fe, superior a otro pueblo; y con poco que las pasiones se mezclen, he allí la guerra encendida: se mata tanto como se puede de una parte y de otra, sin remordimientos, como cuando se aplastan insectos. Cuanto más se mata, más glorioso es. Uno se hace pagar tanto por cabeza; tal pide una medalla por una ciudad quemada, una gran insignia si es una gran ciudad, según la tarifa; ¡y ese tráfico de sangre se llama amor a la patria! ¿Esta demencia no es universal? ¿Dónde está pues ese pueblo que se pretende superior a los otros por la ra­ zón, por la inteligencia? Ustedes hablan de amor a la patria, y es en nombre de la patria que se lanzan como bestias feroces sobre el pueblo vecino; y si se les preguntara qué es vuestra patria, se degolla­ rían ustedes mismos los unos a los otros antes de llegar a un acuerdo sobre ese punto. Sí, sin duda, hay una patria: es laque se defiende. No hay ninguna patria que ataque. Usted dirá: «Todo el mundo sabe eso». -Confiese que no se dudará de esto; admita que las dis­ putas de superioridad de pueblo a pueblo son tan ridiculas como las pretensiones de los individuos. ~~«Eso es posible; pero vuelva pues a la Enseñanza universal». -N o he salido de ella: yo le digo que todos los pueblos, como los individuos, tienen una igual in­ teligencia; que los pueblos difieren por las costumbres como los hombres por las acciones. El calumet72, la pipa, el turbante, el 72El término calumet, cuyo significado es «caña» y es de origen francés, fue

hábito largo, el chaleco de pana por arriba o por debajo, la taberna o el salón; el hombre escoge en todo esto lo que le conviene; todo esto no quita ni da la inteligencia: esa elección pertenece a la vo­ luntad, y no he dicho que los pueblos, no más que los hombres, tenían la misma voluntad. Aníbal amenazaba a Roma; los roma­ nos prefirieron perecer antes que ceder, y no perecieron. Los ro­ manos no tenían más inteligencia que nosotros; pero se trataba de su gusto, sus costumbres y sus hábitos; otro pueblo se hubiera dedicado a la comedia: cada uno según su gusto; pero la inteligen­ cia es la misma. Por lo demás, ustedes saben que yo no escribo para los pue­ blos: ellos son lo que han sido y lo que serán. Yo hablo a cada individuo: un individuo puede todo lo que quiere: he aquí la Enseñanza universal. Hay que aplicar este método sobre todo a las cosas útiles: hacer una tragedia improvisada demanda un largo estudio; improvisar un pequeño cumplido en verso es un talento de salón que supone igualmente conocimientos adquiridos, independientes de la inte­ ligencia que todos nosotros tenemos; pero esos talentos no en­ cuentran muy a menudo su aplicación, y no son tan útiles como la improvisación en prosa. Ahora bien, existen tres géneros: algunas veces uno se propone alabar o censurar. Se trata del mismo género que se llama demos­ trativo. Yo no sé por qué los retóricos han hecho un solo género para dos cosas tan diferentes. Uno alaba apenas por necesidad, o al pasar y con descuido; digo por necesidad, es decir para obedecer a los usos, a las convenciones recibidas. Los académicos han conve­ nido alabarse entre ellos; pero se siente la obligación de la alabanza en esas composiciones literarias: es incluso admitido que esos dis­ dado por los europeos para definir las pipas sagradas que fumaban los pueblos indígenas de América del Norte. (N. deT.).

cursos académicos no traen consecuencia. Es una parada que se interpreta por orden y de mala gana. El orador está comprometi­ do por su rol, y cuando tiene la torpeza de permanecer en él y de ejecutar la orden al pie de la letra, cuando no sabe sustituir apro­ piadamente al tema que se le ha impuesto un tema de su fabrica­ ción, los bostezos de su auditorio ie advertirán que tiene demasiado escrúpulo. Un poco de superchería es útil en semejante ocasión. Por lo demás, uno es equitativo hacia el panegirista obligado, se toma en cuenta su abnegación: cada uno se hace justicia, y siente que no podría hacer mejor en su lugar. No está en la naturaleza que un hombre alabe sinceramente a otro hombre. En efecto, cuando se cree en la diferencia de las inteligencias, cuando se cree que el genio posee todo hecho, no queda ya nada por alabar; y cuando la con­ ciencia desmiente el elogio, sólo se puede alabar torpemente. Sentimos, de acuerdo a estas reflexiones, cuán difícil debe ser hacer un elogio. «Es muy fácil», decía Sócrates, «alabar a los atenienses en presencia de los atenienses». Habría podido añadir: «pero la empresa sería muy aventurada en presencia de los lacedemonios». No hay ningún elogio citado como obra maestra; pero sobre todo no hay colección de elogios que haya hecho algu­ na vez la reputación de un gran escritor. Algunos poetas han veni­ do hasta nosotros con sátiras; ninguno con elogios. Habría con qué morir de aburrimiento. Pero en fin, si nosotros queremos enseñar a improvisar un elo­ gio, hacemos estudiar la oración fúnebre de Henriette de France73. Observamos que Bossuet ha escogido esta proposición oratoria: Dios ha querido la revolución de Inglaterra. Es eso lo que se trata de probar. El marco es vasto, el espectáculo es grande, el ejemplo es 73 Henriette-Marie de France, hija del Rey Enrique IV y de María de Médicis, y mujer de Carlos I, rey de Inglaterra y Escoda. Su oración fiinebre fue pronunciada por Bossuet. (N. deT.).

terrible, las consecuencias son horribles, los obstáculos renacen continuamente. La virtud de Henriette parece en principio alla­ nar todo. Dios triunfa ante todo. El acontecimiento había sido predicho de antemano: esta siniestra predicción nos aterroriza. Nosotros hacemos ver que todos los detalles de esta bella com­ posición se encuentran por todas partes; que todos los elogios están calcados sobre este, y que él mismo se asemeja a todos los otros. La historia de Inglaterra está escrita en cada palabra; sería fácil inventarla según el discurso; y si uno se equivocara sobre ios hechos precisos, no podría imaginar más que hechos análogos cuando se sabe leer. Ahora bien, he aquí cómo hacemos leer: Exordio: «Aquel que reina en los cielos, de quien dependen todos los imperios, a quien sólo pertenece la gloria, la majestad, la independencia, es también el único que se glorifica haciendo la ley de los reyes> dándoles> cuando lo desea, grandes y terribles lecciones.» Esto me enseña que Carlos sólo reinaba sobre un rincón de tierra, que su imperio no contenía más que algunos pequeños reinos; único me permite comprender que su gloria ha sido per­ dida, su independencia destruida, su majestad violada; seglorifi­ ca haciendo la ley me enseña que Dios había amenazado en la Escritura a aquellos que abandonaran su culto; cuando lo de$eay me indica un acontecimiento inesperado. La desobediencia era antigua; el castigo llegó cuando casi se había olvidado su causa. Continúen así la lectura, ustedes aprenden lo que es escribir. Si yo no encuentro los hechos, o hechos análogos leyendo vues­ tro discurso, escuchando vuestra improvisación, es como si us­ tedes no hablaran. Esta regla es la misma para improvisar como para escribir; es la marcha de Racine como la de Bossuet. Racine ha dicho:

Éste, en un secreto vallecito, Sobre la orilla de un agua pura, Crece, al abrigo del aquilón, Un joven lirio, el amor de la naturaleza74. Ven efectivamente que Joas ha sido secretamente ascendido en el templo: él era alimentado con puras máximas, estaba al abrigo de los furores de Atalía, todo el mundo lo amaba. ¿No diríamos que muchos versistas ignoran esta regla? Ellos van a decirme: «No­ sotros la sabemos bien; pero tenemos genio, y las reglas no están hechas para nosotros». Dejen a esos señores enhebrar palabras que no dicen nada, con las que es imposible componer un cuadro de hechos concordantes y verosímiles, y recomienden esta única regla a vuestros alumnos. Toda la retórica está allí. Que ellos sean elegantes, armoniosos, magnífi­ cos, precisos, incluso sublimes; no los sigan a las nubes, no tienen ninguna invención, nada de genio: observen, y digan lo que ven. Cuando se ha aprendido el discurso de Bossuet, se lo repite sin cesar, se verifican todos los otros y se lo improvisa. «Pero explíquenos», se dirá, «¿cómo se hace para improvisar?». Se hace lo que acabo de decir: se aprende el francés; se sabe un discurso del géne­ ro, se lo comprende, se comparan todos los otros con él, se estudia la historia de un hombre, y se abre la boca. He aquí el secreto. Mirabeau no tenía otro. Censurar es demasiado fácil: aquí no hacen falta reglas particu­ lares. Quien sabe alabar sabe por otra parte todo en el género de­ mostrativo; pues Bossuet no ha dejado de censurar a Enrique VIII y a todas las sectas de Inglaterra. Ustedes no olvidarán tener siem­ pre una sátira lista: eso da variedad al discurso, sin perjudicar su unidad, cuando el tema de la censura es escogido en los hechos. La

variedad proviene de los sentimientos diversos que nacen de la contemplación del mismo objeto. Bossuet, sin salir de su tema, excita mi admiración por el espectáculo imponente de la omnipo­ tencia de Dios, y mi espanto por el retrato de Cromwell. El cam­ bia continuamente de sentimientos, y habla siempre de la misma cosa que me presenta cada vez bajo un nuevo aspecto; y sin em­ bargo no puede decir nada nuevo. He aquí un singular problema cuya solución es muy fácil. El orador debe decir lo nuevo, y no hay nada nuevo. Esa es la explicación de esta aparente contradic­ ción: lo que Bossuet dice no es nuevo, la historia era conocida por todos los oyentes; sus reflexiones no eran nuevas, todo el mundo las había hecho; pero eran inesperadas. No es un orador aquel que es adivinado antes de que haya hablado; no es un músico aquel cuyas frases se acaban todas mentalmente a medida que él las co­ mienza. Es orador quien, repleto de su tema, escoge en la infinita variedad de sus pensamientos aquellos que debe presentar, aque­ llos que es preciso poner en otro orden y reservar para el momen­ to en que el oyente, distraído por lo que escucha, ya no piensa en una aproximación que habría hecho en cualquier otra circunstan­ cia. Ejercítense en no conformarse con esas relaciones que saltan a los ojos; excaven en vuestro tema; vuestros oyentes piensan como ustedes; ellos han captado como ustedes lo que les impresiona; no reconocerán, en lo que ellos mismos dicen, lo que se presenta de inmediato sin que se lo espere. Varíen vuestras combinaciones, escojan aquellas que más le han costado: el oyente se verá sorpren­ dido sin haber aprendido nada. Él podía decirlo como ustedes; pero no pensaba en ello en el momento mismo en que ustedes lo han dicho, y esa apariencia de novedad les gusta. He aquí lo que llamo decir lo nuevo, aunque no haya en ello nada nuevo, joas era como una tierna flor; ¿quién no lo decía en el templo? Díganlo en una circunstancia en que todo el mundo piensa en ello, y eso se llama llanoi expresen esta idea conocida de antemano en el mo-

mentó en que nadie piensa en ello, y eso parecerá nuevo. No pue­ de haber en esto facultad particular para hablar oportunamente y poner en su lugar lo que hace falta decir. La facultad común a todos los hombres consiste en percibir relaciones: ese talento se encuentra en todas las cabezas. La facultad de aprender a comuni­ car por signos esas combinaciones de la inteligencia ha sido dada a todo el mundo. Apreciar el efecto que producirá ese desarrollo sucesivo, según el lugar asignado a cada pensamiento, a cada senti­ miento, es todavía la misma facultad. Todo eso se puede, pero hace falta querer, hace falta esperar, cambiar, volver a menudo so­ bre lo que en principio se ha dejado de lado. En todas esas opera­ ciones, en todas esas maniobras de la memoria, el genio sólo es espectador; él juzga figuras variadas que un caleidoscopio da a luz agitado por una mano extraña; pero no aprende nada, no más que el lector de Massillon. Mi espíritu no aprende nada viendo una nueva combinación que resulta de mis recuerdos o de circunstan­ cias independientes de mi voluntad. Me doy cuenta de que yo sabía lo que acabo de escribir, como sabía lo que acabo de leer en Bossuet. Es de allí que nace, para mí, la causa del desagrado que experimentamos por el estudio en el que la voluntad mantiene a nuestro espíritu encadenado: él está continuamente dispuesto a romper sus eslabones. Fuércenlo pues a la paciencia, ejerciten vues­ tra memoria a través de repeticiones continuas: ustedes no exten­ derán su espíritu; pero vuestro espíritu escogerá sin ningún esfuer­ zo entre todos los objetos que se presentarán como naturalmente y por hábito. La aptitud de la paciencia, de la que habla Buffon, se concibe muy bien en este sentido. Si usted tiene el gusto, la dispo­ sición, la inclinación o el deseo -es lo mismo-, usted tendrá éxito con la voluntad que tiene; hará todo lo que acabo de decir sin que se lo mande. Si usted tiene varios gustos, varias disposiciones a la vez, el éxito se vuelve más incierto; a veces hay que vencer una inclinación, a veces otra distinta; ese combate lo distrae, usted no

consigue hacer nada, y se le declara incapaz en cuanto a la inteli­ gencia. Yo digo, por mi parte, que usted no peca de estupidez sino de flojera; que puede vencer vuestras malas disposiciones; que la razón le ha sido dada para eso, a usted como a cualquier otro. Inten­ te y verá. ¿No puede decidirse a alabar? Muy bien, arrójese a la sátira. La sátira, literariamente hablando, no es más fácil de componer que el elogio. Si usted se burla de mí en mi cara, le haría falta un gran talento para hacerme gustar de vuestras chanzas o juegos de palabras. Pero atacar a un hombre ausente, volverlo ridículo, es cosa fácil entre reidores. Hablen siempre; aquellos que los escu­ chan están dispuestos a la indulgencia: en materia de sátira no se discute el espíritu a nadie. Sólo el león se indigna ante la patada del burro; los otros animales jamás la encuentran mal aplicada; de igual modo, es siempre una patada. ¡Valor!; en este caso, no exis­ ten obstáculos a vencer; se los acoge, se les sonríe; cuiden solamen­ te que esta benevolencia no anime demasiado vuestra vanidad: podrían ir demasiado lejos. He aquí el escollo de la sátira. Ven bien que esta dificultad puede también vencerse por la voluntad, y que si se dejan engañar, es del vicio que procede vuestra burrada. Para el elogio, las dificultades se presentan en un orden inverso. A la primera palabra de vuestro exordio, el oyente frunce el ceño si él es potente; se hace el distraído si es vuestro igual; bosteza si uste­ des hablan en una asamblea; poco a poco vuestra voz se extingue, las concesiones se suceden, ustedes retroceden en lugar de avanzar, y acaban por dar la prueba de lo que no dejo de repetir: no es la inteligencia la que falla, sino la voluntad. Y bien, siga la costum­ bre, no elogie más, censure siempre; y si usted desea adquirir una gran facilidad en este género, la Enseñanza universal aún puede ayudarlo. Estudie una sátira, verifique todas las otras, allí no en­ contrará más que lo que usted mismo ha dicho; pero las combina­ ciones se producen fácilmente y usted se volverá satírico e improvisador si eso le conviene.

En todo lo que digo sobre la improvisación, supongo, como se lo ve, que el alumno desea comenzar por adquirir ese talento. En efecto, si se tratara de un alumno que hubiese comenzado sus es­ tudios bajo vuestra dirección, entonces él sabe un libro; ya no tiene que aprender nada; le resta solamente verificar: y si tiene voluntad, el talento no puede faltarle. Supongamos que se sabe Telémaco, tenemos todos los materiales tanto de una oración fúnebre como de una sátira. Ya no se trata más que de confron­ tar los estilos, las expresiones, y de ver en qué todo eso se aseme­ ja o difiere. Se trata de una lengua común con variedades que hace falta conocer; pero este conocimiento no se adivina, se ad­ quiere: son dialectos con los que no está permitido inventar. Nada de genio, por favor. Por lo demás, pretendo que todos ios materiales del elogio están en Telémaco; pero ellos sólo están allí para nosotros, para nuestra memoria; para los otros, están dis­ persos, aislados, sin continuidad: es como si no estuvieran. La Eneida está en Homero para Virgilio que sabía Homero; las tra­ gedias de Racine están en Eurípides para Racine, no para Racine hombre de genio, sino para Racine hombre que conocía Eurípides, y que relacionaba todas sus lecturas a ese único poeta, que estudia­ ba y comparaba siempre. Cuando se sabe un libro, la materia jamás falta, los pensa­ mientos abundan; es preciso escoger y poner orden allí al hablar: eso es todo. Procure acordarse de esta experiencia que hemos hecho: un hombre nos desagrada y notamos una de sus faltas; yo les pregunto ¿cuál es la acción, las palabras de este hombre que no tenemos la disposición de interpretar malignamente; cuál es el hecho del que no podemos inducir la prueba de la falta que hemos notado? ¿Habla bien?, ¿es un charlatán? «No vaya más lejos», dirá usted; Terencio y Moliere, todo el mundo ha dicho eso y lo contrario también:

La enana, un resumen de las maravillas del cielo73 «Continúe». Y bien, continúo: cada buena cualidad de un per­ sonaje de mi libro puede desarrollarse al infinito, pasando en re­ vista todo lo que se hace y se dice en los libros; pues a través del pensamiento yo puedo prestar a mi personaje lo que pertenece a otro. Así pues, un elogio, mil elogios están en Telémaco por piezas y fragmentos: reunidos es imposible para las personas del viejo método que leen todo; reunidos libro en mano es la obra de nues­ tros iniciados; presentarlos cuando uno quiera escribiendo, esto es Racine; finalmente decirlo a la primera interpelación, he aquí la improvisación. El escolar, Racine y el improvisador marchan en nuestra casa sobre la misma ruta; el camino es directo, es único: lo sigue el que quiere. Se lo puede hacer sin maestro. Un maestro nunca es necesario para el hombre; pero él es infinitamente útil, no para aquellos que quieren que se les pruebe que este camino conduciría a la meta, sino para aquellos que, no habiendo reflexio­ nado nunca, y no estando atormentados por la necesidad de re­ flexionar, se dejan conducir con docilidad sin tener el coraje y la paciencia de avanzar completamente solos. Ellos necesitan un com­ pañero para distraerlos de la fatiga y del aburrimiento del viaje: acompáñenlos pues. Si aún suponiéndolo solo sobre la tierra, el hombre posee la facultad de razonar sobre hechos, ¡cuál hecho es más digno de su atención que el de su semejante que reflexiona y le comunica sus reflexiones sobre los hechos de los que ambos son testigos al mis­ mo tiempo! Los pensamientos de uno se vuelven un nuevo tema de pensamientos para el otro. Él se ejercita imitando el ejemplo que se le da; y aunque la lección del maestro no tuviera más que 75 La naine, un abrégédes merveities des áeux. Cf. Moliere, E l misántropo, acto II, escenaV. (N. deT).

Lengua materna O _________ _

esa ventaja, nada puede reemplazarla, aún para los hombres de genio, si los hay. Estamos de acuerdo sobre esto; eí estudio del hombre es la lección más útil de todas. No hay duda de que Platón, escuchando a Sócrates, podía sacar más provecho de una conversa­ ción que nosotros leyendo todo Platón. Pero escuchar sólo es apro­ vechable cuando se entiende. La lección oral es muy fugitiva: el libro permanece allí, puedo abrirlo cuando quiera, mientras que las palabras se esfuman, uno ya no puede encontrarlas. A menudo he dicho a mis oyentes: en tanto que ustedes sólo me escuchen, no aprenderán nada, no retendrán nada, incluso no me comprende­ rán. Tomen notas, recompongan ese discurso que yo improviso, ustedes estarán perdidos en ese laberinto: es un caos que la luz aclara sólo a medias para ustedes, y a menudo nada. Sin embargo se obstinaban en venir a escucharme de las ciudades vecinas, la afluencia era tan grande que el curso ha cesado a falta de lugar para contener a los oyentes. Tal es el ascendente de la improvisación: el oyente se encuentra halagado de seguir el curso de este río que no se agota jamás. Por otra parte se creía notar, en mis discursos, lo verdadero mezclado con no se qué de extraño, de singular, incluso de nuevo, como si existiera lo nuevo. Esta última nota, aunque falsa, me ha hecho muchos enemigos entre las personas pretensiosas que temían que mi discurso no fuese verdadero. Finalmente yo no podía ser comprendido perfectamente, y se ha interpretado de modo malicioso, de modo calumniante, lo que no se entendía. De allí esa ira que me hace reír tanto. Cuando improvisen, no hagan como yo; den la lección como se acostumbra: no se llegará a entenderlos; pero no se los criticará. Sin embargo no renuncien por esto a vuestro camino; tengan un libro común entre vuestros alumnos y ustedes; sépanlo todos; hablen entonces tanto como les plazca; ellos comprenderán todo lo que ustedes digan; lo retendrán sin esfuerzo, e irán siete, ocho veces más rápido que los otros. Si nosotros hubiéramos retenido

todo lo que nos han dicho los diez o doce sucesivos discurseros que hemos escuchado hablar cuando éramos pequeños, seríamos más sabios que cualquiera sobre la Tierra. Pero otro tanto se lo lleva el viento, porque no hay nada en común entre nosotros: el profesor revolotea de rama en rama, sus reflexiones no se relacionan a nada fijado en mi cabeza. Olvido esa chachara, y él también. El más sabio de los sabios sería un profesor que hubiera retenido todo lo que ha dicho, o un autor que supiera todo lo que ha escrito. El medio de volver útiles a los colegas sería por tanto introducir en ellos la Enseñanza universal; para eso no tendría nada que cam­ biar en lo personal. Usted ríe, no se deja engañar por mi pequeña precaución oratoria, ni yo tampoco. Usted sabe bien que no se me preguntará lo que habría que hacer, y yo también: he aquí por qué declaro que podría volver a los colegas de Europa mil veces más útiles de lo que son. Inválido como estoy, tendría una gran tarea que cumplir; pero tengo tanta audacia sólo porque sé que no me comprometo mucho. Ven que termino, como Boileau, con un trazo de sátira. ¿Sobre la cabeza de quién caerá ese trazo? Decidan como quieran. Por mi parte, según mis principios, digo: esto no cae sobre nadie. Europa es un ser abstracto que no posee ni pensamiento, ni voluntad. En este sentido, la Enseñanza universal es un absurdo, como la mo­ narquía universal. Yo sólo hablo a los hombres uno por uno, y a medida que encuentro que quieren escucharme. Confieso tam­ bién, para mi vergüenza, que estos no son numerosos. Hasta aho­ ra sólo ha venido un inglés con intención formal para sacar prove­ cho del método seguido en Bélgica. Si los franceses, si los alema­ nes, los españoles acudieran a nuestras escuelas, habría quizás de qué enojarse; pero hasta que eso pase ¿por qué no se nos deja ense­ ñar en paz en nuestro desierto? Sabemos bien que en vano se espe­ ra enfurecernos; y hay personas que observan esos pequeños arre­ batos como útiles a su salud. ¡Que les haga un gran bien!

La tribuna es un campo de batalla. El pulpito es un trono en el que el orador reina sin oposición como sin compañía. Él habla a oyentes cuyos pensamientos no hace más que desplegar; se le obe­ dece, y se ama obedecerle. Reprima las pasiones o aliente la virtud, es con el mismo silencio respetuoso que se escucha, que se recibe en el fondo del corazón cada palabra que sale de su boca. Todo lo distingue de la multitud que lo rodea; él lleva vestimentas que lo hacen reconocible, y su presencia manda un silencio universal. Ubicado por encima de la asamblea, le habla con una autoridad tanto más imponente cuanto más numerosa es aquella. ¡Qué con­ traste imponente! Vean la pequeñez de aquel que manda, y echen un vistazo sobre esa multitud: ella escucha, con los ojos bajos, a un hombre que no perdona ningún vicio y no fomenta ninguna debilidad, que reprende, incluso amenaza, él sólo, con la voz y el gesto, a todo el pueblo que lo escucha. Esta potencia viene del cielo: los estallidos de la voz del orador no irritan; por el contrario nos conmueven. No es un derecho lo que él ejerce, se le discutiría; lo que él cumple es un deber sagrado. No es él quien nos amenaza o nos calma, es Dios mismo el que nos habla por su boca. Ante su nombre, nosotros sólo sentimos nuestra insignificancia, y escuchamos con respeto. En vano nuestra conciencia reconocería en secreto la verdad de las palabras del orador, las pasiones sublevadas no escucharían a la conciencia; la vanidad de cada uno de nosotros insultaría el orgullo de uno de nuestros semejantes que se permitiría darnos sermones que él mismo tendría necesidad de recibir; una conducta ejemplar no le daría ese imperio, nosotros podríamos transformar con arte sus cualidades en vicios; y en lugar de obedecer, nos daríamos a nosotros mismos, según la necesidad de nuestras pasiones, el de­ ber de arrancar la máscara de esas virtudes de ostentación: el púlpi-

to se convertiría en un teatro; aplaudiríamos el talento, y despre­ ciaríamos los consejos. Lo que la propia necesidad no obtiene de nosotros más que con dificultad, la creencia lo hace sin esfuerzos. Obedecemos a la potencia; los efectos de la fuerza se asemejan a los de la con­ vicción: hace falta un ojo clarividente para distinguir estas dos causas tan diferentes. Pero un pueblo sometido a la voz de un solo hombre sin armas, sin cortejo, sin potencia, es un milagro que la conciencia no podría hacer, y este milagro de todos los días es operado por la fe. El orador del pulpito es a la vez nuestro amo sobre la Tierra, nuestro intérprete junto al dueño de los cielos, nuestro regulador y nuestro guía. Lleva nuestros votos y nuestras plegarias a ios pies del Eterno; sus deseos son nuestros deseos, sus esperanzas son las nuestras: él no consulta a nadie. Su parecer es siempre el de todos los oyentes; él no busca sus sufragios; le son dados de antemano sin reserva, sin restricción: el pueblo está todo entero en su perso­ na cuando él eleva al cielo sus manos suplicantes. Todas las distin­ ciones desaparecen, todas las convenciones sociales son olvidadas; en esas asambleas augustas los hombres conservan su igualdad pri­ mitiva. Si en los edificios destinados a la piedad, todavía aparece a los ojos distraídos algún rasgo de desigualdad social, existen mo­ mentos durante la plegaria en que la presencia de Dios eclipsa todo y llena todas las almas. Él se aparece a los hombres, no a la socie­ dad; y cuando el orador del púlpito entretiene a sus oyentes con misterios sagrados, ya no se habla de pueblos, de corporaciones, de derechos, de privilegios ni de pretensiones. Todo el entorno desaparece, sólo queda el hombre mudo en éxtasis frente al crea­ dor, y el orador sólo habla, en su nombre, a criaturas. Tal es la posición de un improvisador sagrado; es sobre todo allí que la improvisación encuentra su lugar. Tenemos bellos discursos escritos en ese género; pero los más bellos pasajes no producen

jamás el efecto de la improvisación. Sin duda en este género como en los otros dos, es preciso conformarse a las reglas, es decir, a los usos; se debe dividir el discurso en puntos, o componerlo sin inte­ rrupción según los tiempos y los lugares. Ninguna de esas conven­ ciones puede perjudicar el efecto. Uno está acostumbrado a ello y el hábito hace que no se piense. Los indiferentes o los profanadores juzgan con el compás literario y no son conmovidos; pero el fiel sólo piensa en las palabras y es penetrado. Sin embargo, aquel que osara violar las reglas, perturbaría a la asamblea con dicha tentati­ va; aquí la sumisión a las reglas es una ley sagrada; el uso es un deber; es una audacia condenable cambiarlo sin autorización supe­ rior, sin orden del jefe reconocido en tal caso. La propia lengua de la naturaleza, la lengua de los signos universalmente comprendi­ dos en todo el globo, se altera con convenciones y leyes: querer hacerlo distinto es un crimen. Cambiar un gesto, restringirlo, dar­ le más desarrollo bajo pretexto de expresar con más energía el res­ peto y la adoración, en fin permitirse una expresión cualquiera no consagrada, es una profanación. Así pues, los cultos difieren sobre todo por ese lenguaje mudo. Los signos de los sentimientos, de naturales que eran en un princi­ pio, se han vuelto poco a poco arbitrarios, y es un crimen modifi­ carlos. Los cultos difieren también por las reglas del discurso. De un lado, toda la pompa oratoria está permitida: sin duda es una decoración inútil en sí misma, pero vuelta necesaria por el uso. De otro lado, toda búsqueda es proscrita, el lenguaje más simple es el que se prefiere; todo estudio gramatical preliminar es inúdl, y aquel que habla primero se vuelve, sólo por eso, digno de servir a todos los demás de intérprete y de órgano junto a Dios, quien parece haberlo escogido entre todos por la iluminación repentina que se ha dignado a inspirarlo. Pero en todos los casos, es menos en los libros de literatura que en los hábitos autorizados de donde hay que tomar las reglas que

se deben seguir. Este género puede servir de modelo a todos los otros, y no se regula por ningún ejemplo extraño. Estudie pues un discurso de esta especie, y relacione todos los otros con él. Por lo demás, siga para este estudio la marcha que hemos trazado. No olvide sobre todo el ejercicio de la traducción. Guárdese de creer que yo le propongo una imitación servil, y que vuestro espíritu no tenga nada que hacer. Usted tiene bajo los ojos un bello desarrollo de un único pensamiento de un gran orador. Escoja otro pensamiento. El orador ha agotado su reflexión y to­ das sus consecuencias, todas sus aserciones y todas sus pruebas, en hechos históricos que él conocía y que su memoria le ha recorda­ do. El libro que usted ha aprendido no es menos rico en hechos, y usted los ve todos al mismo tiempo; las reflexiones que les sugeri­ rán esos hechos son inagotables: usted tiene, como ese escritor, la facultad de combinar. Aíslese, a través de la meditación, de cual­ quier objeto extraño que pudiera distraerlo. Fuerce vuestro espíri­ tu a fijarse sobre uno de esos hechos, vuestra memoria le recordará todos los otros; con paciencia compárelos el tiempo suficiente; vuelva continuamente a ellos, y vuestra inteligencia captará un número infinito de relaciones: de allí mil reflexiones que será preci­ so transmitir a través de la palabra, y usted habrá traducido al escri­ tor. No es un maestro a quien deben seguir por detrás y de lejos; es un émulo al que se trata de acompañar; su ejemplo no debe intimidarlos; vean todo lo que un hombre puede extraer del hecho más ordinario, de la reflexión más simple; he aquí vuestra tarea: ella es digna de ustedes, pero no está por encima de vuestras fuerzas. Sin embargo, antes de aventurarse de este modo en esta lucha que los asusta, y de la que ustedes quizás sólo creen tener que esperar confusión y vergüenza, hagan un ensayo preliminar. Este largo desarrollo del mismo pensamiento, ¿por qué no lo harían por ustedes mismo? Tomando prestado del maestro todos sus pensamientos, ¿por qué no los presentarían en un orden distinto?

¿Qué puede detenerlos aquí sino la pereza o el hastío? Y bien, confórmense ante todo con invertir los párrafos. ¿No tienen sufi­ ciente espíritu como para cambiar los vínculos necesarios, según el orden del escritor, por otros vínculos necesitados por la nueva com­ binación que ponen allí en su lugar? Si lo desean, este ensayo les saldrá bien luego de algunos intentos, ese éxito los animará; y de esfuerzo en esfuerzo, de inversión en inversión, alterando todas las ideas sin cambiarlas, llegarán a recomponer el mismo edificio bajo mil formas diferentes con los mismos materiales. Es así como hay que enseñar la elocuencia del púlpito. Sin duda, aquellos para quienes el hecho es nuevo sólo pueden com­ prender esta explicación, que no se relaciona a nada en su cabeza, con una atención que quizás no están dispuestos a concedernos. Pero nosotros continuaremos repitiendo la experiencia que nos sale bien, sin meternos de lleno a explicar lo que nos es imposi­ ble decir más claramente. En general, no se piensa en el hecho de que algunas veces se hacen objeciones a la Enseñanza universal que no por ser inter­ puestas de buena fe son por ello menos irreflexivas. ¿Qué hay de más seguro y de más infalible que el método seguido por los geómetras para conducirnos a las aplicaciones de esta ciencia tan útil dentro de la sociedad? Sin embargo, si se recuerda el tiempo en el que las personas comenzaron por entregarse a este estudio, se verá que de entrada no se percibía ningún fin de utilidad a tantas proposiciones y búsquedas minuciosas. Cuando el cálculo dife­ rencial fue inventado, su posibilidad fue atacada; aún hoy, no hay acuerdo sobre la rigurosidad de las demostraciones que establecen sus primeros principios. Incluso no lo hay sobre la línea recta, de la que aún no se ha dado una definición al gusto de los metafíisi­ cos. Es el gran caballo de batalla de aquellos que no saben las ma­ temáticas; si quisiéramos creerlesnosotros jamás sabríamos más que ellos, y la especie humana estaría aún por preguntarse si es

efectivamente verdad que la línea recta es el camino más corto. Si Rolle viviera, no dejaría de repetir: «Demuéstrenme que el cálculo diferencial debe conducir al resultado que se busca. Admito que se llega; pero yo no me pondría en camino en tanto no viera, antes de partir, que es cierto que llegaría». Es siempre el mismo prejuicio de la vieja educación. Se nos habitúa a ir de las reflexiones a los hechos. Se pide la definición, los principios de una cosa que no hemos visto. Se juzga esta cosa por la idea que uno se ha formado de ella según una descripción siempre inexacta y a menudo infiel; y no se piensa que en botáni­ ca, por ejemplo, no hay que aprender las plantas en Linneo, sino verificar a Linneo observando las plantas. Aún es más fácil explicarse hablando que escribiendo, y si yo escribiera para el público, hace largo tiempo que habría renuncia­ do a esta empresa. Yo no tengo pues otro proyecto que el de recor­ dar a mis alumnos el camino que han seguido, a fin de que ellos puedan dirigir a los otros. No crean pues, aquellos que desean sacar provecho de la Ense­ ñanza universal, que este libro puede barrer todas sus dudas, resol­ ver todas las objeciones, aclarar todas las dificultades; pero si vie­ nen a mí con confianza, me será un placer ayudarlos. Sólo poco a poco, y en nuestros establecimientos donde la experiencia se veri­ fica repitiéndose todos los días, uno se esclarecerá por los hechos, mucho mejor aún que por mis palabras. Entonces yo seré com­ pletamente inútil para todo, como ya lo soy para muchas ramas de los conocimientos humanos a los cuales he tenido ocasión de aplicar el método con todos sus desarrollos. Esperando este feliz resultado que todo el mundo puede ob­ tener como yo, haga exactamente lo que digo, lo que usted me ha visto hacer.

Del orador de tribuna La tribuna es un campo de batalla. El orador sagrado no porta­ ba más que palabras de paz y caridad: apaga los resentimientos, calma la ira y todas las pasiones. Este otro orador no asciende a la tribuna sino para excitarlas. Sólo busca la victoria que se le dispu­ ta. Combate, hace la guerra, él quiere derrocar a un partido que se opone a sus esfuerzos. Todo es resistencia. Incluso no puede lograr entre los suyos que se le obedezca siempre. Es un general cuyo ejército está continuamente presto a sublevarse. A menudo se le discute la autoridad que se arroga; se lo abandona en lo álgido de la pelea; jamás está seguro de su partido, él debe halagarlo y sedu­ cirlo: es preciso que agrade para que se lo siga; y cuánto más éxito consigue junto a los suyos, más irrita a aquellos que debe comba­ tir. SÍ la gloria de vencer no le pertenece por entero, la vergüenza del fracaso cae sobre su cabeza; es abandonado desde el momento en que es vencido, y su precaria supremacía se sostiene únicamente por el éxito. Es un puesto de honor, deseado incluso por aquellos que son incapaces de presentarse por él. Es una dignidad ante la cual todos pretenden tener un igual derecho, aunque no todos se animen a elevarse hasta allí. Sólo se renuncia temporariamente; y de un momento al otro, cualquiera puede presentarse en lugar del orador y de un modo indiscreto destruir todas las esperanzas de la victoria: eí triunfo estaba asegurado, la derrota es infalible. Esta realeza, demasiado compartida y transportada continuamente de mano en mano, no puede dirigir nada de un modo fijo. Si la plaza no ha sido tomada por asalto, el menor error, la intervención in­ tempestiva de un inexperto destruye y desconcierta todas las me­ didas. En vano el hábil jefe retoma el comando: el momento ha pasado, la confianza se ha perdido, el enemigo ha retomado valen­ tía, y la victoria pasa bajo otras banderas. Tal es el desenlace de este tipo de combates.

Ahora bien, combatir no es razonar. La guerra gobierna el mun­ do. Lo que ella ha decidido, quiere que se lo ejecute de buena fe. Su fuerza pretende someter a la propia razón; la más ligera obser­ vación irrita al vencedor; el silencio es incluso un crimen. Nada, en efecto, es más insultante que el silencio. Aquel que se calla parece calmo, parece desaprobar con reflexión, y ese ejemplo es más contagioso porque posee la apariencia de la razón, y la razón es el enemigo inconciliable de la fuerza y de la violencia. Se supo­ ne que quien no aprueba abiertamente desaprueba en secreto. El Taciturno76 no escapa al ojo penetrante del duque de Alba, que quería forzarlo a declararse por el despotismo de Felipe II. La es­ pada hace entonces la ley, e incluso, en esas discusiones sangrien­ tas, cada uno se vale de la razón: se invoca la verdad. De una y de otra parte se recluta a los soldados, se marcha a la guerra, y la cuestión se decide hierro en mano: el cañón proclama el fallo. El juicio es pronunciado; no solamente hay que someterse a él, sino reconocer su justicia. Obedecer no basta: es preciso obedecer con celo, con placer, y confesar el error, las faltas, los crímenes del partido vencido; proclamar la razón, la bondad, las virtudes del partido vencedor. Poco a poco uno se acostumbra a la obediencia; se comienza teniendo vergüenza, y para desembarazarse de este sentimiento que nos humilla ante nuestros propios ojos, uno se persuade de que es razonable celebrar a Augusto en verso, después de haber dirigido las armas contra él. Ni la guerra ni sus consecuencias tienen ninguna relación con la razón. El duelo no es más ridículo que la guerra. El éxito en un combate de cien mil hombres no prueba nada. El duelista obede­ ce a sus pasiones, y ya no razona. Matar para otro no es más de76 Guillermo I de Orange-Nassau, llamado El Taciturno. Noble flamenco, se educó en la corte de Carlos I, y durante los primeros años del reinado de Felipe II formó parte del Consejo de Estado de Fiandes. (N. deT.).

mostrativo. El general que conserva su presencia de espíritu en medio de un cuadrado de infantería que acaba de derribar, y que ordena pinchar a los hombres en lugar de tirar al bulto y asestar golpes que tumbarían muchas veces sin matar, ese hombre tiene coraje, y esa sola palabrapinchen puede decidir la victoria y decidir una gran cuestión: pinchen no tiene ninguna relación con la razón, no más que el tayau77del cazador. Es en esos instantes de horror que el amor a la patria se conside­ ra una virtud. Pero en el momento en que uno defiende su patria, uno no es virtuoso, es egoísta; no se obedece a la virtud, sino al instinto: es el caso de la defensa propia. La razón la autoriza en el hombre, puesto que él no puede renunciar a su cualidad de animal sin dejar de ser. Pero no es la razón la que combina y dispone todos los medios que empleamos para conservar nuestra vida que es ataca­ da; es un sentimiento que nos impulsa y arrastra a pesar nuestro; no se trata ni de discusiones, ni de razonamientos, se trata de vivir. Cuando la patria se dirige al exterior y nos arrastra a los comba­ tes, ya no hay en nosotros sentimiento natural que nos mande. Es al deber que obedecemos; es por amor a la patria que nos sacrifica­ mos; lo que nos honra es un incierto suicidio, porque la virtud lo aprueba y lo ordena. No son hombres, son ciudadanos quienes van a exponerse a morir para obedecer la ley. Sócrates combatía por virtud en el sitio de Potidea; pero los desgraciados habitantes no hacían más que obedecer a la ley de la naturaleza. Defenderse no es ni deber, ni virtud. Aún cuando la sociedad no existiera, atacar a su semejante sería un crimen; atacarlo dentro de la socie­ dad es ultrajar a la vez las leyes naturales y civiles. Asaltar la socie­ dad vecina, por las órdenes y bajo el estandarte del pueblo al que se pertenece, es sacrificarse, es someter la razón y renunciar a ella; 77 Tayau significa «nuestro padre sol» en idioma huichol. Es el Dios al que se encomiendan los cazadores de esa tribu que habita en territorio mexicano. (N. deT.).

es ahogar los sentimientos de la naturaleza para cumplir los debe­ res que Dios mismo nos impone haciéndonos nacer sobre tal rin­ cón de tierra en lugar de sobre tal otro. Nuestros sentimientos provienen de él, así como la organización social: ahora bien, como el individuo sólo existe para formar la especie, y no la especie para el individuo, este debe sacrificarse por su patria; pero cumplir con ese deber es la más difícil, y en consecuencia la más noble de las virtudes. Esto no pertenece a la razón, esta ley está por encima de la razón. El precepto se limita a exponerla. Sacrificarse sin ninguna esperanza, como Curtius, se volvería un esfuerzo por encima de la humanidad. De todo lo que nos rodea, nada es quizás más difícil de explicar que este misterio de la sociedad; pero no se trata de discutir: se debe obedecer sin murmullo a la voluntad de la patria; todavía no es demasiado con obedecer: la virtud es una acción, es un esfuerzo. En ese caso, si somos débiles, procuremos distraernos con la promesa de las recompensas; soñemos con la gloria toda vez que el ansia de vivir se presente a nuestro pensamiento; pero cuando el momento haya pasado, cuando el deber esté cumplido, volvamos a penetrar en la naturaleza, y volvamos a la razón. Ese espectáculo no es menos bello que el de la virtud que se inmola a sí misma. ¡Hay algo más conmovedor que esos instantes de ar­ misticios en el que dos ejércitos, sosteniendo las armas, se confun­ den; en el que los soldados, vueltos hombres, olvidando la patria, se abrazan como hermanos y parecen resarcirse, a través de esos testimonios pasajeros de amistad recíproca, de los males que se han hecho y de los que se van a hacer! Pero ellos se separan a la primera señal, se observan con ojo salvaje, vuelven a degollarse. Eí valor, el azar, una nada decide todo. Yo admiro de ambos lados a todos esos héroes de la patria; pero me digo que todo ese ruido no tiene nada que ver con mi razón. También los oradores deciden de todo en sus discusiones. Esas discusiones mismas son guerras; ellas se inician con ardor, se con­

tinúan en raptos, arrebatos, con gritos tumultuosos; por último algunas veces se terminan violentamente. ¿Qué tiene en común la fría razón con tanto ruido? Sin embargo la ley, esa suprema reguladora de las acciones del ciudadano, se hace oír desde el seno de esta tempestad; ella habla en medio de esos relámpagos y de ese trueno; yo la escucho con respeto, obedezco; yo someto a ella mi razón que no puede explicar este nuevo misterio. He aquí tam­ bién una virtud del ciudadano. No busquen hacerme oír que es la razón la que ha hablado; yo no reconozco su voz. De acuerdo a estos principios, veamos lo que debe hacer un orador en la tribuna.

Asambleas que ejercen el poder material En algunas repúblicas de la Grecia, el pueblo reunido reinaba sobre sí mismo. Las pasiones de cada individuo lo mecen con esperanzas, lo halagan con ilusiones engañosas para determinarlo a satisfacerlas. Los oradores hablan el mismo lenguaje que este indi­ viduo moral que se llama pueblo. Se lo asusta desplegando ante sus ojos la apariencia amenazante de las fuerzas de un enemigo temible; luego, se le muestra que él puede entregarse con honor; o bien se exalta su coraje con el cuadro de su gloria pasada. El recuer­ do de Maratón78 lo estimula por algunos instantes. Esquines es exiliado y la guerra es declarada, Demóstenes triunfa, pero Filípo cuenta con la pereza, que es naturalmente durable; él sabe que esos arrebatos son pasajeros por naturaleza. Los éxitos del orador son la obra del momento; él quita un decreto como se suprime una for­ 78 En la batalla de Maratón (490 a. c.), el rey persa Darío organizó una expedición para apoderarse de Grecia. Fue vencido por las tropas de Milcíades en las llanuras de Maratón. (N. deT.).

tificación; juzga de lo que hay que decir según los tiempos y los lugares. La amplitud de las secuencias, el orden literario, la elegan­ cia, todas las cualidades del estilo no constituyen el mérito de se­ mejante discurso. Es una frase, una palabra, a veces un acento, un gesto el que ha despertado a un pueblo dormido y levantado a esa masa que tiende siempre a caer por su propio peso. En tanto que Manlio ha podido mostrar el capitolio, ese gesto lo ha salvado. Desde el momento en que Foción podía atrapar el instante para decir una frase, Demóstenes era vencido. Mirabeau lo había com­ prendido; él dirigía los movimientos, dirigía eí reposo a través de frases y palabras; se le respondía en tres puntos: él replicaba, discu­ tía incluso largamente para cambiar poco a poco la disposición de los espíritus; luego salía de golpe de los hábitos parlamentarios, cerraba la discusión con una sola palabra. Por largo que sea el dis­ curso de un orador, no es esa longitud, no son esos desarrollos los que dan la victoria: el más mínimo antagonista opondrá secuen­ cias con secuencias, desarrollos con desarrollos. El orador es aquel que triunfa; es el que ha pronunciado la palabra, la frase que ha hecho inclinar la balanza. Ahora bien, no hay nadie que no haya tenido esa buena fortuna en su vida. Todo hombre es Demóstenes en ese sentido; pero Demóstenes había adquirido el talento de hacer a voluntad lo que había hecho mil veces sin sospecharlo. Vean esas asambleas que parecen estar plagadas de oradores distin­ guidos: son triunfadores de batallas sin sospecharlo; ellos no re­ flexionan sobre nada, no observan qué efecto ha producido tal día un vistazo, un gesto, un término, una palabra que se Ies ha escapa­ do. Si bien tienen la facultad natural, no creen que todo el mundo la posea como ellos, y que sólo les quede por adquirir eí entero arte. ¿Quién de nosotros no había bien mentalmente y sin decir nada? ¿Quién de nosotros no sabe leer por lo bajo? ¿Cuál es el actor que da a sus movimientos tantas gracias como las que exis­ ten en nuestra actuación cuando sólo pensamos en nuestros gestos

sin hacer ninguno de ellos? ¿Qué artista pone más alma en sus cantos que yo cuando canto? Sin embargo yo no puedo hacer nada, aunque imagine la perfección; por tanto es el arte lo que me falta, y no la inteligencia. Yo no tengo, como se lo ha dicho, una aptitud del espíritu, tengo el espíritu todo entero; pero no tengo el arte. La naturaleza me habla desde que comienzo a vivir; yo escucho y comprendo: esa es mi naturaleza. Siento mis necesida­ des, tanteo para satisfacerlas, noto que he tenido éxito, me acuer­ do de ello. Lo que hago por azar, lo recomienzo con intención, deliberadamente y cuando me place; he aquí el arte: es una adqui­ sición de la voluntad. Esto es cierto de los oradores tanto como de los niños. Ellos se forman en las asambleas, como nosotros nos formamos en la vida; mil circunstancias se oponen al completo desarrollo del talento: la necesidad cesa, y permanecemos allí. Aquel que por azar ha hecho reír a costa suya en la última sesión, podía aprender a hacer reír siempre que quisiera si observaba, si estudiaba todas las relaciones que han atraído esos abucheos que lo desconcertaron cerrándole la boca para siempre. Tal fue el debut de Demóstenes. Al hacer que se rían de él sin quererlo, aprendió cómo podría excitar los rumo­ res contra Esquines. Pero Demóstenes no era perezoso; no podía serlo. En las asambleas soberanas de las que hablamos, nos hace falta una pasión constante, un coraje sostenido, una paciencia a toda prueba; vigilias laboriosas para no dejar escapar el cetro que se ha usurpado, para no verse precipitado de ese trono tambalean­ te bajo los esfuerzos de tantos competidores que lo asedian y lo sacuden. Su posesión no podría mantenerse sin agitación; todo el mundo lo disputa con un derecho igual (es la inteligencia); feliz­ mente para el poseedor, hace falta demasiada actividad para per­ manecer en él, y sus rivales sólo pueden ocuparlo por intervalos: él sucede perpetuamente a cada uno de estos; y ese derecho, que re­ viste sin cesar, parece no haber sido interrumpido: los interrupto­

res son demasiado numerosos para que se los note. Demóstenes y Mirabeau no parecen abandonar nunca el sitio; sus nombres son los más a menudo repetidos, y uno sólo retiene esos nombres. Pregúntenles qué artificios han usado para retomar el lugar que les había sido quitado azarosamente, y qué arce han empleado para mantenerse allí algunos días. Por tanto, es la tenacidad de la reflexión y del trabajo lo que prevalece sobre la pereza en esas asambleas tempestuosas en las que se pelea, en las que se arrebata a los concurrentes uno por uno, porque cada oyente posee su opinión, la que en ocasiones cambia a cada minuto. Hace falta conocer su opinión hoy, su opinión en el momento en que se habla: ahora bien, eso se lee sobre las figu­ ras. En una asamblea, un orador que no ve lo que piensa el oyente más alejado de él, no puede responder a nada. Él se complace en la sonrisa de aprobación de algunos próximos, y no puede modificar sus palabras, puesto que no ve que ellas irritan a los lejanos; no percibe ese ceño que se frunce, ese punto que anuncia la tormenta; un grito de ira lo interrumpe y lo sorprende: ese grito puede serle favorable; pero es por casualidad, no es por talento, puesto que él no lo ha previsto. A menudo la pasión de uno solo se comunica poco a poco; esa avalancha se agranda en su curso, avanza y cae de improviso sobre la cabeza del apasionado orador, y lo aplasta. Tampoco es la inteligencia lo que le ha faltado en ese caso al orador. El terrible efecto que produce la explosión repentina de la pasión de uno solo, comunicada a toda una masa con la rapidez del relámpago, ese efecto es inevitable si no ha sido previsto. Ha­ blo siempre de una asamblea compuesta de individuos aislados, y no de un cuerpo sobre el cual pesa una masa reunida de antemano con opiniones y prejuicios, y formando un bloque que nada pue­ de mover en sentido inverso del que rueda. Esta es una materia inerte y sin reflexión; sería preciso dividir sus elementos antes de cualquier tentativa, y la división es imposible. Entonces todos los

artificios oratorios se reducen a una palabra. El orador que dice: ¡A los votos! es el que mejor habla. Y bien, este mismo ejemplo es aplicable a nuestros principios; pues el orador busca la victoria, y no otra cosa, puesto que no hay razón en todo esto. Intenten pues desprender poco a poco alguna partícula de la roca que aplastará todo en su caída; pero aguardando digan: ¡A los votos!, puesto que es la lengua del país, puesto que no se comprende más que eso. jCuántas circunstancias preciosas dejamos escapar algunas veces por una obstinación mal entendida! ¡Qué golpe asestaríamos a esta masa de votos si se la agrandara con algunos «¿z los votos»más! En resumen, todo eí mundo sabe eso; pero uno se conduce como si no lo supiera. Saber no es nada, hacer es todo. Ejercítense por tanto en hacer; estudien un discurso, uno sólo, sépanlo, rela­ cionen todos los otros a él, verifiquen sobre ese modelo todo lo que se dice, comparen con esta unidad arbitraria todos los discur­ sos de la misma especie: ustedes no aprenderán nada; pero tendrán el arte de hacer cuando lo deseen lo que han hecho miles de veces sin notarlo, y por consiguiente, sin utilidad para el porvenir. Lo que hay de singular es que a cada instante hacemos lo que digo, algunas veces cuando no habría que hacerlo, y olvidamos el artificio oratorio en el momento en que tendríamos necesidad de él. ¡Qué respetable sería el hombre si la razón obtuviera de él lo que la cobardía le arranca! Nosotros tenemos miedo, y gritamos con los demás «a los votos»en el momento decisivo en que habría que morir antes que ceder; quedamos libres para algunos acomodamientos con nuestra conciencia, y luego de algunos días, nos creeríamos deshonrados por gritar «a los votos» para un fin aprobado por la razón. Esos hombres a medias que ceden o resis­ ten a contracorriente no son oradores. Ellos ignoran que se trata de una guerra; creen en las proclamaciones, no tienen el coraje de perecer en su puesto; se ruborizarían de una estratagema aunque asegurara la victoria. El táctico ríe de su delicadeza; en primer lu-

gar la alaba, la fomenta; y desde que ha ocupado el lugar, Insulta esta semi-defensa cuya insuficiencia había calculado: Si hubiese sido vencido, yo sería el criminal79, César sabía esto: ¿qué digo yo? Todo el mundo lo sabe; pero César obraba en consecuencia. Sin embargo usted dirá, «esa tram­ pa me provoca espanto». Es otra cuestión. ¿Qué importa que a usted le cause o no espanto? Se trata sólo de lo que usted siente como hombre: yo no hablo de lo que dice vuestra razón. Si usted ha nacido en Atenas, se trata de una virtud: es un deber que le impone la cualidad de ciudadano. Combata por la patria como se combate. Si vuestra posición le permite quedarse en su lugar sin mostrarse sobre el campo de batalla, ¿qué acaba por hacer? ¿Por qué traicionar, con razonamientos fuera de lugar, los intereses cuya defensa ha contraído? ¿Por qué va a la guerra como se va al salón? ¿Qué hay de común entre las omisiones calculadas, las deferen­ cias, la cortesía recibida en los círculos, y los ardides de la guerra? Aquí el engaño mismo es una virtud, porque orienta la vida del que lo emplea; en el salón es el rasgo de un carácter vil y bajo. Créame, retorne a vuestro sitio, y no cargue con los asuntos de otro. Sea buen padre de familia, piense en los intereses de vuestros niños; usted es demasiado perezoso para trabajar sin descanso en servir a la patria. ¡La hora ha sonado, y usted aún no está en el foro! El hambre, la contrariedad lo hace salir antes de tiempo; usted ha tomado una tarea por encima de vuestras fuerzas. Se nos conduce al combate del sable, es preciso ir por nosotros mismos al combate de la palabra: esta virtud es más pesada que la del guerre­ ro. Aquí hace falta vencerse continuamente; pero esta dificultad no proviene de la inteligencia.

Asambleas que ejercen un poder moral Desde el momento en que el pueblo todo ya no está en la asam­ blea, el poder de una reunión cualquiera es sólo moral; la fuerza física no está en ella: esa fuerza sólo es auxiliar del cuerpo delibe­ rante; le presta o le niega su apoyo; este deja de ser cuando ella lo abandona a sí mismo. El senado romano ya no ordenaba; parecía suplicar sobre el monte Aventino. Esta potencia facticia extrae su origen de la opinión, del miedo al porvenir y del contento con el presente. Quiten todos esos móviles y ella ya no está. Supriman uno de ellos y hay combate sin victoria; es una agitación continua: ya no hay reposo, ya no hay felicidad, e incluso no hay esperanza. Supriman dos de esos recursos y hay amenaza de revolución, pero queda la esperanza de retorno al antiguo orden de cosas, que pue­ de subsistir aún con algunas nuevas modificaciones para volverlo soportable a los de la nueva opinión, sin quitarle el respeto del que estaba rodeado según los viejos principios. El establecimiento del tribunado no destruía el senado; pero hacía falta una mayor virtud a un patricio para obedecer a los plebiscitos que a un plebeyo para someterse a las decisiones del senado romano: era un viejo hábito de parte del pueblo. Por otra parte, cuanto más estrecho se hace el poder, más está en su naturaleza. Un hombre posee una voluntad, una masa sólo posee su apariencia. Es preciso que esto resida en la naturaleza de las cosas puesto que, desde la creación, las sociedades se organizan como por instinto en torno a uno solo: que él usurpe o que se lo elija, el hecho de la obediencia es el mismo: que haya revoluciones o masacres, es siempre en tomo a la voz de un hom­ bre que uno se agrupa, que se marcha, que se degüella; y estos glóbulos aislados tienden a aglomerarse en uno solo, como en el orden físico. Tal es la ley de la materia; es igual para las masas de hombres. Esta gravitación hacia un centro es universal. Es el he­ cho más general en la historia de los hombres como en la historia

natural. Ninguna partícula de la materia sabe que es acarreada; el hombre lo sabe, es eí único ser creado en saberlo. Puede resistir a través de la voluntad, pero el peso de la masa lo aplasta al pasar; ese espectáculo espanta, y los otros ceden voluntariamente creyendo que obedecen a la razón, cuando sólo han tomado consejo del miedo que hace desrazonar. Existe en esas asambleas un trayecto fijo del que no se desvían jamás. El que lo ha adivinado conoce de antemano el parecer que se adoptará. Appio Claudio era el orador que comprendía mejor estos principios de inflexibilidad. Un jefe puede cambiar de pare­ cer y hacer adoptar sucesivamente todas sus opiniones sin mur­ mullo: él es hombre, escucha a veces las pasiones, otras veces la voz de la razón. Augusto cambió de conducta con las circunstan­ cias. Un cuerpo es una masa que sólo actúa por pasión. Un senado sólo podía fundar la monarquía universal; ese estado contra natura debía disolverse cayendo en manos de uno solo. Un senado posee una conducta determinada que él mismo no puede cambiar, y el orador que lo impulsa por el camino que él sigue, y en el sentido de su marcha, triunfa siempre sobre todos los otros. En las asam­ bleas compuestas de esta manera existe una tendencia perpetua al exceso. Cuanto más se exagera, más seguro se está de triunfar. Se trata precisamente del movimiento acelerado de una masa que gravita continuamente hacia el mismo punto a pesar de todos los obstáculos: desconfíen de ese reposo aparente; ella permanece en su lugar, pero tiende a cambiarlo. Se la fija en su curso, se suspen­ de su marcha, se la repele incluso en sentido contrario si ustedes quieren; pero vuelve a recular con nuevas fuerzas adquiridas; y cuantos más esfuerzos hayan hecho para hacerla retroceder, más necesario es prepararse para sucesivas sacudidas que requerirán con­ tinuamente de nuevos obstáculos. Pero finalmente todos esos di­ ques se romperán, y ese río arrastrará todo hasta desbordar. Pres­ ten ayuda pues a este desborde; padezcan en primer lugar la ley de

la necesidad, puesto que hace falta padecerla un día, y no preparen a través de pequeñas resistencias los males de la agonía que pueden evitar. ¡Qué sufrimiento para un senador que lucha en retórica contra Appio! El era vencido sin utilidad. Sea pues Appio en esas asambleas, cuando haya que serlo; es el único medio de terminar prontamente: el monte Aventino hará el resto. Entonces es de Menenio Agripa que el cuerpo tiene necesidad en las circunstan­ cias difíciles; es él quien salva a este pequeño pueblo que sólo que­ ría escuchar a Appio80. Vemos que en este caso, como en todos los otros, es preciso conocer al hombre, es preciso conocerse a uno mismo. Todo el mundo sabe eso y aquí tampoco es la inteligencia la que falta. No se observa, no se estudia, o bien se olvida: es como si no se hubiera aprendido. Estudie pues un discurso de este género, uno sólo, y siga el método en todo el resto. Usted ve que en todo este tumul­ to es preciso no ser distraído ni por el miedo, ni por otra pasión. Sin duda una pasión, el furor, la venganza, basta para dirigirlo, y usted no necesita lección; pero una pasión no es un talento. Appio sólo era orador por azar. Menenio lo era a voluntad: él cambiaba de tono cuando le hacía falta. He aquí el imperio sobre uno mis­ mo, he aquí la razón. No hace falta que el hombre renuncie jamás a ello, aún cuando emplea la retórica. Si el fin que se propone está de acuerdo con la razón, o con los sentimientos naturales que ella aprueba, el talento adquirido se ennoblece, la retórica deviene auxi­ liar de la verdad y merece nuestro reconocimiento. Si se trata de hacer triunfar el error en interés nuestro, obedecemos a nuestras pasiones, no tenemos más que instinto, y en una circunstancia

80 Jacotot alude aquí a la secesión de los plebeyos romanos en el monte Aventino; y a la intervención de Menenio Agripa que, a diferencia de Appio Claudio, les concede implícitamente el estatuto de seres parlantes. Cf. Jaques Ranciére, El desacuerdo, Nueva Visión, Bs. As., 1996, pp. 37-41. (N. deT.).

distinta nuestra incapacidad se vuelve manifiesta: no tenemos re­ cursos adquiridos para una necesidad imprevista. Nos asemeja­ mos al animal, que hace perfectamente una cosa sin poder hacer otra. Pero si se trata de vencer las pasiones para obedecer a las leyes que la sociedad nos impone, si es preciso triunfar sobre nosotros para hacer triunfar al prójimo, entonces la misma razón que no explica cómo ese sacrificio puede ser exigido de nosotros, esta ra­ zón que se somete sin examen, es sin embargo también el único auxilio que nos queda para cumplir tantos deberes sagrados aun­ que inexplicables. Es ella quien dirige al general en medio de la carnicería; es esta potencia la que seca las lágrimas en su ojo infla­ mado, la que suspende a voluntad el ejercicio de todos sus senti­ dos; en medio de los cadáveres, él no siente la fetidez. No es una sensación demasiado violenta la que le hace olvidar todas las otras; es una atención concentrada sobre un objeto que parece impedirle ver lo que no es preciso observar en ese instante. Pero esta concen­ tración es voluntaria y medida. Él ve todo, y sólo piensa en lo que quiere; no es arrastrado, aunque todos sus movimientos sean rápi­ dos como el rayo. Si se abandona es porque lo necesita: se detiene cuando lo desea; posee la actividad más desordenada de la pasión: pero ese arrebato del cuerpo no es más que una obediencia pasiva. ¿Qué hay de asombroso en que la razón triunfe sobre las pasiones del prójimo cuando ella ha tomado un imperio absoluto sobre nosotros mismos? Todo se hace por las pasiones, lo sé; pero todo, incluso esas tonterías, se harían aún mejor por la razón. He aquí el único principio de la Enseñanza universal. Todos los otros derivan de este. Estudien un libro y relacionen todos los demás a él: he aquí la única regla del método. Quien siga la regla llegará más rápido que cualquiera. Aquel que quisiera seguir la regla de acuer­ do al principio, pues todo el mundo puede hacerlo, haría todo mejor que cualquiera de nosotros.

Asambleas que se supone que ejercen una parte del poder Este tipo de asambleas no tienen más que una autoridad presta­ da. El senado de Trajano, por ejemplo, ejercía algunos antiguos derechos de los senados de la república romana, luego otorgados nuevamente por un emperador que había sentido vergüenza por los excesos de sus predecesores. Trajano conocía la violencia de sus pasiones y desconfiaba de ellas; era contra él mismo que quería un senado; había prohibido que se le obedeciera cuando estuviese borracho: pero no veía que esas precauciones lo protegían sólo a medias. Hubiera hecho mejor sosteniéndose por sus propios es­ fuerzos, que recurriendo a tan frágiles sostenes. Amaba ser alabado del bien que hacía, como del mal que no hacía: esos elogios, que se daba a sí mismo a través de la boca de los grandes, lo defendían contra su propio corazón si este hubiera estado tentado de fallarle. Tenía el alma demasiado grande para no justificar la aprobación que se da siempre de antemano en semejante caso. Entraba al se­ nado con toda la pompa que lo rodeaba. El pueblo aplaudía con sus aclamaciones ai vencedor de los dacios cuando recorría las pla­ zas públicas sobre el carro triunfal. En el senado se celebraba su victoria sobre enemigos aún más difíciles de vencer. Ahí él triunfa­ ba sobre sus pasiones; y aunque esta victoria obtenida sobre sí mismo, en su palacio, fuese menos completa que la que había conseguido en Panonia, ese triunfo era más glorioso porque es más raro, y asegura aún más la felicidad de los pueblos que los éxitos más brillantes de las batallas más decisivas. Sin embargo, en medio de una asamblea semejante, no hay más que literatos; es un cuerpo académico; todo pasa por auténticos o falsos cumplidos, medidos o exagerados: el único talento requeri­ do consiste en dar al panegírico un aire de verosimilitud; las reglas precedentes bastan para eso. No hay combate a librar, todo el mundo

está de acuerdo; basta alabar a Trajano. Recurran pues a lo que hemos dicho sobre el elogio: traduzcan a Bossuet. No es sólo en relación a la oración fúnebre; hay personas vivas a las que se alaba en la cara: se les dice todo lo que se les diría después de su muerte si llegara la idea de hacer su elogio. Es así como Cicerón hablaba de César, y César era víctima de las elocuentes palabras de Cicerón. Trajano no podía ser engañado por la retórica de Plinio; se siente que Plinio obedece a Trajano. Cicerón no parece obedecer más que a los movimientos de su corazón; sin embargo Plinio no po­ día odiar a Trajano, y Cicerón alimentaba contra el dictador un odio implacable. Ha habido desde entonces otro Trajano y un nuevo panegirista81. Este orador tenía también un raro talento en ese género; sus pequeños discursos son modelos de estilo, y supe­ riores por mucho a todas las composiciones de su juventud. Él no amaba, tampoco odiaba: elogiaba sin sentir nada; pero elogiaba siempre con gracia, algunas veces con calculados respetos para dar un aire de pura verdad al elogio estudiado. ¡Pero qué lejos de Cicerón! Este discutía frente a César sobre las cualidades de César; las comparaba, establecía preferencias: parecía despojar de todo a su ídolo, quien salía de sus manos más brillante aún que antes, con cualidades de las que en apariencia se lo había despojado; el otro admiraba sin restricción. Cicerón hacía creer en su amor; el otro no había estudiado la lengua de este sentimiento; no ha sabi­ do hablarla cuando ha tenido necesidad de cambiar de lenguaje con las circunstancias. Infinitamente por debajo de Cicerón, está sin embargo por encima de Plinio. Es cierto que él tenía un recur­ so que ha faltado al panegirista latín. Trajano reinaba con igualdad sobre todos. SÍ los votos universales no eran absolutamente since­ ros, lo eran todos en el mismo grado. Quizás no íuera un senti­ 81 Quizás Jacotot se refiere al panegirista de Trajano Decio, quien fue emperador de Roma entre los años 249 y 251. (N. de T).

miento del corazón, pero la concesión era completa y unánime en todos los labios. Plinio no decía más que lo que se repetía todos los días. El otro orador debía observar algunos decoros; estaba obligado a reticencias; esta dificultad, nueva en un sujeto que no admite reticencias, y que habitualmente sólo se embellece a través de la exageración, le ha impuesto un freno saludable; se ha mante­ nido en los límites que le fueron prescritos, y los esfuerzos que debía hacer han servido para pulir y perfeccionar su estilo. Cuan­ tos más obstáculos encuentra la inteligencia, más los sobrepasa, cuando se posee la voluntad para hacerlo. Ahora bien, en las asambleas de las que hablamos no se trata de otra cosa más que de agradar. La dificultad sólo existe en la volun­ tad del amo al que es preciso adular según su gusto. El gusto de Augusto no era el de Trajano. El senado de Augusto era de una perfecta nulidad. Esa constitución se asemejaba a esos pequeños juegos que se juegan en la sociedad; se diría que eran niños, el más grande de los cuales dice a los otros: «Yo seré empe­ rador y tribuno del pueblo, tendré todo el poder, y ustedes serán senado; tú serás cuestor82, y tú cónsul, y tú me agradecerás; yo me llamo Octavio, pero se me llamará Augusto: y nos divertiremos mucho». La única diferencia es que el pequeño juego de Augusto no era inocente. No se trata por tanto aquí de estudiar nada: todo el mundo sabe jugar a ese juego. Se dirá quizás que Augusto era un gran hombre; yo lo sé. No tenía aún más que dieciocho años cuando le sucedió eso: lo que encaja en nuestros principios. Augusto no era razonable, puesto que no sabía vencer todas sus pasiones: pero parecía ser el dueño de sí mismo. Una sola pasión hacia callar a todas las otras. Él masacraba cuando esa pasión se lo ordenaba; 82 Magistrado romano, encargado de la administración de los fondos públicos (N. deT.).

perdonó cuando ella se lo aconsejó. Livio tenía miedo cuando ella hablaba de clemencia; es lo que Augusto llamaba un consejo de mujer. El lo siguió, porque la sed de reinar, que ahogó el amor paternal en Agamenón, hizo callar en Augusto el placer de la ven­ ganza. Así son casi todos los grandes hombres. En ellos una sola pasión dominante actúa: ese móvil único los impulsa sin distrac­ ción, y avanzan sin cesar hacia la meta de sus deseos, sin que las circunstancias los favorezcan. La mayor parte de los hombres tie­ nen demasiados deseos y gustos diferentes. La voluntad cambia, ellos vuelven sobre sus pasos, y siempre agitados, jamás avanzan; pero la inteligencia es la misma: es una pasión única la que haría falta; pero casi nunca se tiene ese medio para el éxito. La razón sería aún más infalible; pero la razón siempre está ausente. Debido a que tácitamente se adoptan estos principios, no se reconocen hombres superiores entre nuestros contemporáneos. Por más bri­ llantes que sean los talentos de un hombre, se los rebaja asignán­ doles una causa vergonzosa. Cuando Demóstenes se jactaba ante los atenienses, los atenienses respondían ante ese pretendido mila­ gro de la inteligencia humana que todos sus bellos discursos olían a autoridad: ellos decían algo verdadero desrazonando. Era la en­ vidia, pasión baja, pero clarividente como todas las pasiones, la que resolvía entonces el problema que nos ocupa. Hoy es una pequeña pasión que nos hace reír desde el fondo del corazón de los atenienses celosos de Demóstenes. La razón concilia todo eso, me parece; el talento de Demóstenes, así como todos los talentos, residen en la autoridad. Todos los atenienses tenían la inteligencia para adquirir autoridad; pero no tenían la voluntad. Demóstenes era ambicioso, los atenienses eran envidiosos; lo uno no vale más que lo otro, eso se destruye: queda el talento que distinguía a Demóstenes entre todos sus conciudadanos. Según el conocimiento que tenemos de nuestro propio cora­ zón, no podemos creer que un hombre se eleve por encima de

nosotros por la fuerza de su razón; preferimos imaginar una causa oculta. Diríamos con gusto: «Toda virtud proviene del vicio». El éxito solo no es una prueba de razón, puesto que basta una pasión para obtener éxitos. Eso es verdad; pero lo que yo admiro en los grandes hombres es la potencia de la inteligencia humana, aún cuando ella es el ministro de nuestras pasiones. Lo que admiraría más sería un buen resultado, sin mezcla, obtenido por la razón. El sol me deslumbra con sus rayos; pero no es en él que me gusta pensar cuando lo veo. La sociedad produce esos soles cuando le place, ella los extingue a su antojo. El hombre que no escuchara más que la razón sería grande sólo por eso; él no tendría la pasión de brillar que hace llevar a cabo cosas tan grandes: tendría el sentimiento de su digni­ dad. Sin orgullo, como sin envidia, no despreciaría los favores de los reyes, ni los de la fortuna; vería todo con ojo calmo, incluso a la desrazón. No sería un espectáculo nuevo para él; recordaría que ha sido atrapado miles de veces en las trampas de las pasiones. Nos conocería a todos; pero él mismo sería un enigma para la mayor parte de nosotros. El hombre conoce al niño porque él lo ha sido; pero el niño no conoce al hombre. Aquel del que hablo sería supe­ rior a nosotros por la voluntad; pero seguiría siendo nuestro igual por la inteligencia. ¿Había hombres de esta especie en el senado de Augusto? ¿Por qué no? En ese caso la metamorfosis de Octavio no les sorprendía; no estaban irritados; disfrutaban de los frutos del nuevo tallo tras­ plantado sobre ese árbol, sin amargos recuerdos, sin insensata ad­ miración. El gran Condé83 lloraba de admiración cuando veía la clemencia de Augusto. Ese rasgo prueba más para el admirador 83Luis II, príncipe de Condé, llamado el gran (1621-1686): Fue considerado uno de los generales más importantes del reino de Luis XIV y de todo el siglo XVII. (N. deT)

que para el clemente. Condé, como todos los militares, tenía fran­ queza y lealtad; se dejaba llevar a la desobediencia por carácter; se irritaba por un castigo injusto, como un niño por los juicios que no ha merecido. Es así que Condé se volvió conspirador por des­ pecho. Era un hecho, toda la historia de Francia era modificada. Pero afortunadamente para Francia, ese pequeño capricho no era una pasión. Condé era un gran hombre; no tenía la pasión de Augusto, no podía pues comprender su lenguaje. Él creía oír la voz de la razón, que es tranquila en medio de una tempestad polí­ tica, y dijo: Yo soy dueño de mí. Ante esta voz que le recordaba lo que había hecho, lo que habría podido hacer, derramaba lágrimas. Las lágrimas del gran Condé han hecho, como se sabe, la fortuna del papel de Augusto en CinneP. Los primeros espectadores, distraí­ dos por los gritos de Emilia, no entendieron a Augusto, aunque todos tuviesen la suficiente inteligencia para comprenderlo. Sea lo que fuera, yo soy dueño de mí conduce a todo. A las artes, a las cien­ cias, a la guerra como a la tribuna, al senado de Augusto como al de Trajano, quien sólo es dueño de sí por el azar de las circunstancias. Cuando Augusto era dueño de sí, hacía feliz al mundo, aunque no obedeciera a su razón. Un simple senador, el más razonable de todos, no podía más que trabajar para su propia felicidad. He aquí por qué la razón, en ciertos casos, no es tan útil a los pueblos como las pasiones; he aquí por qué es del interés de la sociedad recompensarlas. Se las alienta porque se las necesita, a falta de algo mejor. Todo el senado no podía hacer tanto bien a los romanos como una única palabra de Augusto. Pero todas las asambleas, del tipo de las que hablamos, no están tan trabadas en su paso como las de Augusto o Trajano; existen las 84 Cinna o la clemencia deAugusto es una tragedia de Comeille (1641) en la que Augusto revela su grandeza perdonando a Cinna y a Emilia, que habían conspirado contra él. (N. deT,).

que están revestidas de un poder moral, independiente de aquel que gobierna. El senado de César era el caso. Ese estado es necesa­ riamente precario por naturaleza. Se trata de saber si el senado derrocará a César, o si él mismo será destruido o encadenado; pero mientras se aguarda el acontecimiento, cualquiera sea, no existe tribuna. En las asambleas del primer orden, como en Atenas, un orador no tiene superior, y sólo tiene iguales en el foro. Aquí, por el contrario, los oradores están ligados por los deberes que cada uno de ellos está obligado a cumplir. En el foro todo es un tema de discusión; aquí, por el contrario, existen máximas sagradas e indiscutibles. Discutir sobre los derechos del César no era emitir una opinión de orador, era hablar como conspirador. En las asam­ bleas de este tipo, la guerra es reemplazada por la justa85: es un carrusel en el que todo ha sido regulado de antemano.

De las formas Las formas son convenciones. Esta lengua, que nadie puede adivinar, debe ser conocida por el orador. Cuanto más arbitraria e independiente de la razón, más el orador depende de ella, una falta contra esta gramática fabricada al azar es imperdonable; despierta la risa o la indignación. Las más sagradas de esas reglas son las que la asamblea no ha hecho.

De la edad Para asegurar la pureza de este lenguaje impuesto, se toman to­ das las precauciones imaginables. El orador debe ser viejo: se trata de un idioma que sólo se aprende bien en la vejez. 85 Aquí Jacotot parece referirse a la j usta de jinetes que se enfrentan a la carrera lanza en mano. (N. deT.).

De la riqueza Se prefiere el orador rico a aquel que no lo es. La riqueza no es un mérito ni un demérito: pero se cree encontrar en ella una garantía. Esas grandes cuestiones, y otras mil de igual naturaleza, que se discuten seriamente en estas asambleas, son susceptibles de infini­ tos desarrollos a favor y en contra. La experiencia ha sido hecha muchas veces. Se ha dicho sí y no alternativamente no sólo por partidos diferentes, sino por la misma facción, y siempre con la misma seguridad, la misma dignidad o el mismo furor. Por tanto allí, como en Atenas, es la retórica la que habla por boca de los oradores y no la razón. Establecido esto, el método es el mismo para las variedades, las especies y los tipos de asambleas. En todos los casos, basta saber un discurso y relacionar todos los otros a él. Escogemos Mirabeau, y podemos refutarlo desde el momento en que lo hemos comprendido bien. Otro orador po­ dría igualmente servirnos de modelo, puesto que todos ellos si­ guen exactamente el mismo camino. Cada uno siente su debili­ dad y busca un apoyo en la fuerza material o moral. El talento consiste en ocultar este camino al vulgo, y persuadirlo de que se habla el lenguaje de la razón: ahora bien, ya hemos dicho que todo el edificio social estaba más allá de la razón; por consiguiente razo­ nar para atacarlo o defenderlo es hablar en el aire, es querer expli­ car un misterio. Así pues, todo debe pasar por discusiones, dispu­ tas que no prueban ni explican nada; y como esas disputas son combates, y como el éxito de un combate depende del ingenio y de la fuerza y no de la razón del combatiente, sólo se trata en último análisis de aprender a desrazonar en tal o cual sentido. Es lo que la pasión hace a las maravillas, y con una apariencia de buena fe y de razón que sorprende y a menudo persuade; pero yo pretendo que en esta guerra, como en todos los tipos de guerra, cuando el deber nos llama, y cuando uno debe batirse por o be-

diencia y por virtud, por sumisión al orden que Dios ha estableci­ do y que nosotros no podemos comprender; cuando en fin la razón lo quiere en ese sentido, yo pretendo que sea todavía ella la que deba prevalecer siempre. La razón calma, la meditación des­ prendida de todo interés personal juzga lo que habría que decir; y el sofisma más seductor, más verosímil, será siempre la obra de aquel que mejor sabe lo que es un sofisma. Quien conoce la línea recta se aparta de ella cuando le es preciso, tanto como le hace falta y nunca demasiado. La pasión, por más superioridad que nos dé, puede encandilarse a sí misma, puesto que es una pasión. La razón ve todo como es; muestra y oculta a los ojos tanto como juzga conveniente, ni más ni menos; pero cuando se trata sobre todo de dos oradores presentes el uno al otro, aquel al que la pasión dirige sentirá que es reconocido: se nublará, y esa distracción sólo puede perjudicar el despliegue de su talento, cualquiera sea. Sea pues dueño de sí en esas batallas: es la primera regla del improvisador. La inteligencia jamás falta: es la voluntad la que está ausente. Aquellos que creen que hace falta una pasión para darnos la voluntad, deben ser llevados a deducir de esta opinión que los hombres difieren en inteligencia. En efecto, sólo se juzga la inteligencia por los efectos: ahora bien, casi siempre una pasión, una disposición, un gusto dominante es la causa de nuestros talen­ tos y de nuestros éxitos: por ende, puesto que todos los hombres difieren en gustos e inclinaciones, es como si difirieran por la inte­ ligencia. No se presta atención al hecho de que la razón nos ha sido dada precisamente para vencer todas nuestras pasiones, y vol­ vernos capaces de todos los esfuerzos necesarios para hacer lo que queremos, todo lo que debemos querer. Cuando la patria llama a un hombre, él debe tener la facultad de cumplir el deber que se le impone; es preciso que tenga la inteligencia suficiente para apren­ der a cumplirlo; la orden es a menudo dada al azar, pero eso no puede ocurrir de otro modo; es cumplida con indolencia, se la

descuida algunas veces bajo el pretexto de la dificultad de cum­ plirla. Pero aquí es un individuo el que se excusa, y si escuchan sus razones renuncian a la razón, ya no admiten la moralidad de las acciones humanas. ¿Por qué ha aceptado el puesto si ha podido rechazarlo? Si su deber era permanecer allí, ¿por qué no ha pereci­ do antes que faltar a defenderlo? Los valientes nos dan ese ejemplo todos los días. Sin duda uno puede no tener los conocimientos necesarios para dispensarse de sus funciones de ciudadano; pero se los puede adquirir. El amor al poderío nos hace pedir todos los lugares; el amor a la gloria nos vuelve capaces de llenarlos digna­ mente. Lúculo pidió el generalato sin conocer la guerra; la conoció cuando llegó a Asia: la había aprendido en el camino. Si no hubiera tenido más que el deseo de mando, sólo hubiera devenido general. ¿Las pasiones nos volverían pues propios a todo, y la razón propios a nada? ¿Sólo por las pasiones podemos llegar a las ciencias, a las artes, a los talentos, a la gloria?; y la razón, la inteligencia que puede condu­ cirnos a la virtud, ¿no puede hacer lo que se obtiene de las pasiones, cuya violencia y cuyos arrebatos condena? No, nada puede ser difícil para aquel que puede vencerse a sí mismo. Pero supongamos que el orador esté en una posición en la que la razón decide que él debe hablar y no callarse; son circunstancias en las que todo se reduce al movimiento del cuerpo que se levanta y se sienta como un resorte: entonces el método es inútil; ya no hacen falta estudios preliminares, y estamos siempre preparados para las asambleas en las que basta ese balanceo maquinal. El conocimiento de las leyes sobre las elecciones, de la influen­ cia ejercida desde el exterior, etc., etc., todo eso es necesario cono­ cerlo. No se pueden adivinar los hechos; es preciso aprenderlos y comprenderlos antes de hablar. A menudo un orador no habla para aquellos que están presentes; es preciso pues que conozca las dis­ posiciones de los ausentes: casi siempre nos hacemos ilusión res­ pecto a esto; pero no es la inteligencia la que falta, es la pasión la

que nos empuja. Todos estos conocimientos preliminares son in­ mensos si los queremos adquirir con el viejo método; para noso­ tros es un juego: sabemos todo de antemano; todo está en nues­ tros libros: sólo hay que cambiar nombres.

De la elocuencia en ia abogacía Un pequeño número de hombres está destinado a la tribuna; pero la abogacía es una profesión ejercida en toda la Tierra a favor del oprimido al que continuamente hay que defender contra ata­ ques que se renuevan a cada instante. La sociedad se ha reunido para convenir derechos y deberes de cada miembro. Todas las ins­ tituciones sociales se han establecido para forzarnos a cumplir nues­ tros deberes, y para asegurarnos el ejercicio de nuestros derechos. Esos deberes y esos derechos son convenciones sociales; como las lenguas, varían de un pueblo a otro, lo que hace que, según la expresión de Pascal, la justicia sea algo curioso a los ojos de la razón, puesto que cambia de parecer según las épocas y los lugares. La obediencia que debemos a esta justicia civil es también un mis­ terio de la sociedad. La misma ley lo reconoce y dice: la cosa juz­ gada no es la verdad; pero usted debe conformarse a ella como si lo fuera. El juez, como el legislador, puede equivocarse; la ley, el fallo no son lecciones de razonamiento: son obligaciones que se les imponen. No se trata de someter a ellos vuestra razón, sino vuestras acciones. El pensamiento de un hombre es independiente del de otro hombre; pero los movimientos del cuerpo están regla­ dos en el orden social por una voluntad extraña. El cuerpo social se compone de cuerpos de hombres que se mueven, no por la razón de cada uno de ellos, sino por razones de convención que no tienen nada en común con la razón, puesto que la razón no cam­ bia y esas razones difieren de un polo a otro. Incluso cuando esas razones arbitrarias se hallan de acuerdo con la razón universal, son

todavía algo distinto que la razón; pues no extraen su potencia de esa conformidad pasajera que se debe sólo al azar. No basta regular las acciones según leyes; en ciertos casos es nece­ sario decir también, para que sirva de ejemplo, que ellas son obra de la razón. El derecho romano no es ciertamente la razón escrita (por ejemplo para los chinos), pero en algunas partes del globo es esta razón escrita la que se supone la razón. En tanto no se hace otra cosa que pensar, uno es hombre; desde el momento en que se habla, se deviene ciudadano, y todas las palabras deben estar en armonía con la palabra de la sociedad que regula todo lo que se vincula a lo físico. La menor discordancia, la más ligera cacofonía es severamente castiga­ da; digo más, es punible. Uno permanece en el mismo tono y cree estar en el tono; pero pronto se da cuenta del error en el que estaba, cuando uno mismo cambia, o cuando se va a otro país. Si no hubie­ ra estrellas, nos creeríamos sobre una tierra fija e inmóvil. Lo que nosotros hacemos, lo que decimos en el tribunal, tanto como en la tribuna, tanto como en la guerra, está regulado pues por suposiciones. Todo es ficción: sólo la conciencia y la razón de cada uno de nosotros es invariable. El estado de sociedad está fun­ dado sobre esos principios. Si el hombre obedeciera a la razón, entonces las leyes, los magistrados, todo sería inútil; pero las pa­ siones lo arrastran: él se subleva y es castigado de una manera muy humillante. Cada uno de nosotros se encuentra forzado a buscar un apoyo al lado suyo contra el otro. Dentro de esta dura necesi­ dad que el hombre ha creado por su culpa, no debe quejarse de obedecer a las razones del prójimo, puesto que no quiere seguir la guía infalible que le había sido dada para conducirse sobre una ruta invariable. No le queda más que marchar ciegamente y según órdenes cuyo fin no siempre comprende, y que a veces se contradicen. Si encuentra, en esta infinidad de leyes, una anomalía que lo conde­ na, jamás es su propia razón la que debe salvar la dificultad: el caso ha sido previsto, otro decide, y la decisión se supone razonable.

Es evidente que desde el momento en que los hombres entran en sociedad para buscar protección unos contra otros, esa necesi­ dad recíproca anuncia una alienación de razón que no promete ningún resultado razonable. ¿Qué mejor puede hacer la sociedad sino encadenarnos al estado desgraciado al que nosotros mismos nos consagramos? En Roma, el hombre nacido libre que se vendía por la intervención de un tercero perdía sus derechos a la libertad. El sacrificio, una vez hecho, se volvía irrevocable. En vano sentía los pesares, en vano su razón se levantaba contra las leyes que debía padecer, la sociedad descansaba por entero sobre la conservación de los derechos del hombre que acababa de comprar otro hom­ bre; las formas sociales habían sido observadas en 1a adquisición: esta razón, superior en el estado social a la razón misma, imponía silencio al vendido. Platón ha dicho que los hombres serían felices si los reyes fue­ ran filósofos, o si ios filósofos fueran reyes. Eso es falso. Un rey filósofo, o un filósofo rey, forma parte de la sociedad que impone sus leyes incluso a aquel que reina. No hay tanta diferencia entre las organizaciones sociales como se cree, en cuanto a los efectos de esas diferentes organizaciones para la felicidad de los pueblos. El pueblo, es decir, el número más grande, no toma ningún partido en esas oscuras discusiones que no comprende, y que jamás querrá comprender. Soy yo, individuo, el que tengo necesidad, para mi interés particular, de que tal rey sea filósofo, o de que tal filósofo sea rey; yo creo ver mi felicidad en ese cambio, y fácilmente me persuado de que veo en eso la felicidad pública. Pero esas felicida­ des diferentes, al decir de cada uno, son como las razones diferen­ tes; no son la felicidad, como estas no son la razón. No hay más que una razón; ahora bien, ella no ha organizado el orden social: de esta manera, la felicidad no podría ocurrir allí. Hagan todas las constituciones que quieran, no se hará con eso la felicidad de la sociedad. Yo soy de un parecer, sin duda tengo preferencias; pero

es como ciudadano que ascendía a la tribuna; he ido también a la guerra, y habría querido poder destruir todo el ejército enemigo: todo ciudadano lo haría si pudiera; pero la razón se calla en seme­ jantes momentos. Sólo el interés se hace oír, no hay hombres de una parte ni de otra, no hay más que soldados y ciudadanos: se cumple su deber sin dudar, es una virtud; pero esas virtudes no serían necesarias si fuéramos razonables; nosotros no lo somos, no lo seremos jamás: de allí el orden social del que nadie puede cam­ biar su naturaleza. Lean la historia de un pueblo, es la historia del otro. La filosofía no puede hacer nada sobre este orden inmutable que no viene de la razón, sino de las necesidades que la falta de razón ha hecho nacer; y eso es para siempre. En la sociedad, el abogado es un ciudadano encargado de una misión honorable. El puesto eminente que ocupa por sus talentos y su probidad convoca sobre él las miradas de la multitud. Es el defensor de todos aquellos que tienen necesidad de protección en la desgracia; nunca está encargado de acusar ni de perseguir: sus funciones son un patrocinio. La sociedad le permite defendernos contra ella misma y contra sus más augustos agentes; ahogados en un diluvio de leyes, a menudo ignoramos nuestros deberes; y cuan­ do la sociedad quiere castigar nuestra ignorancia, es para salvarnos de sus rigores que el abogado se aplica a desembrollar un caos en el que nosotros sólo podríamos extraviarnos. Es para aprender a ex­ cusar nuestras faltas, a justificar nuestras intenciones, que él se des­ vela y se libra sin descanso a un estudio laborioso. Es el único intercesor que nos queda en los instantes en los que la sociedad irritada se arma por entero contra un solo hombre; es el que con­ suela y aconseja al acusado. El desgraciado, separado del resto de los hombres, no encuentra más apoyo que en el abogado que re­ presenta él solo a toda su afligida familia, quien recibe sus temores y sus esperanzas. ¿A quién confiarse en una situación en la que todo nos abandona? El pobre, cuya pobreza agrava aún la desdi­

cha, algunas veces no tiene el recurso de escoger él mismo a su defensor; la sociedad le designa uno; y aunque lo escoja al azar, dentro de una numerosa corporación, ese orden está siempre com­ puesto de hombres honestos, e incluso el azar no puede encontrar más que celo, honor, devoción y discreción. Es quizás el único cuerpo en la sociedad en eí que la traición resta sin ejemplo. Nin­ guna consideración desvía al abogado de la senda del honor; en los momentos más difíciles, cuando la sociedad parece decidida de antemano a condenar, y cuando hace del cumplimiento de un deber sagrado un crimen de parte del abogado, raramente se lo ha visto rechazar el puesto de honor: jamás, y ese espectáculo hace honor a la humanidad, jamás uno sólo se ha rendido cobarde­ mente al ministro o al cómplice de los furores de la sociedad pres­ to a echarse atrás, violando las promesas más sagradas. El honor de los abogados es quizás el único honor puro y sin tacha sobre toda la Tierra, Por todas partes se encuentra sinceridad y mentira, fide­ lidad y perfidia; pero he aquí todo un orden, dispersado por todas partes en corporaciones, en el que la traición es desconocida. Es su naturaleza. Si un hombre tuviera una debilidad, y se dejara llevar hacia una mala acción, se vuelve incapaz en el ejercicio de sus fun­ ciones como abogado. Cuando no es atacada la vida de un ciudadano, pero hace falta protegerlo en la posesión de sus bienes, la tarea del abogado no es ya peligrosa, pero sus funciones no son menos respetables. Una reunión de hombres elegidos representa a la sociedad, y juzga en­ tonces sin pasión y sin temor entre dos contendientes incapaces de cualquier influencia. Ese tribunal augusto, además del respeto que inspira, extrae también su principal brillo del combate al que se entregan, en su presencia y bajo la mirada del público, los defen­ sores de los ciudadanos que llegan a reclamar justicia. El talento del abogado es como la decoración de esta escena imponente. Los discursos pronunciados frente a los jueces, la atención de los ma­

gistrados, el silencio del público que aguarda el fallo, todo da a esa ceremonia un marco que anuncia a la vez la fuerza de la justicia que va a pronunciarse a través de sus órganos, la debilidad de los ciudadanos que escuchan en un respetuoso silencio, y la supremacía de una clase de hombres a la que únicamente pertenece el dere­ cho de tomar la palabra en tan graves circunstancias. Es necesario que el abogado sepa improvisar: la improvisa­ ción es todavía más indispensable en la tarea del abogado que en la tribuna. En las asambleas políticas, uno se prepara de antema­ no por escrito para sostener un proceso; cada orador presenta el tema bajo el punto de vista que lo ha impresionado en su gabi­ nete; esos discursos sucesivos no tienen ninguna relación entre ellos: todo transcurre en lecturas insoportables, si hubiera que escucharlas todas; pero la asamblea deja leer, porque no tiene ningún interés en estos combates de pluma en los que cada lu­ chador se presenta en ausencia de su rival que llegará luego a blandir su espada en soledad. Ellos dan golpes en el aire que serían mortales si alguien se encontrara allí para recibirlos; paran golpes que no le han sido dirigidos, o que han sido parados cien veces. De una parte y de otra se imagina un ataque que no debía tener lugar. Por más que el contradictor haga un movimiento imprevisto, se adelante sobre un camino en el que no se lo espe­ raba, se lo deja pasar, y uno se precipita sobre otro camino que se disputa con aquellos que se animaran a presentarse en él; y como no se encuentran obstáculos se permanece, de una parte y de otra, dueño del campo de batalla que cada uno se ha forjado. Es la escena de los espadachines de teatro, cuyos golpes pasan bajo el brazo, y no tocan jamás el cuerpo de los adversarios de modo que nada impide gritar victoria o recomenzar continuamente ese juego, sin otra dificultad que la de gritar siempre; felizmente la voz termina por enronquecer y extinguirse. Esos combates no terminarán jamás por falta de combatientes; terminan al contra­

rio porque habría demasiados si se les concediera a todos el ho­ nor de esta guerra supuesta. El abogado no puede gozar de este privilegio de un hombre que habla a sus iguales. El habla, por su parte, a sus superiores que le recuerdan el tema cuando se aparta de él. Puede, sin duda, preparar su alegato; pero según el criminal, según la réplica, la cuestión cambia de cara a cada instante: el abogado que no posea el hábito de la improvisación puede dirigir a sus clientes a través de consejos de despacho, escribir informes elocuentes; pero no triunfará en el estrado. ¿Cómo se aplica el método de la Enseñanza universal a este tipo de improvisación? Es lo que me queda por desarrollar. Suponga­ mos pues que un joven que ha terminado sus estudios se presente a ustedes para aprender a pleitear; pues ustedes saben que no va­ mos a buscar a nadie, y no ignoramos el hecho de que no somos necesarios para quien quiera adquirir este talento u otro distinto. I o Hagan aprender de memoria el alegato de Cochin a favor de Rapalli contra su mujer, sobre esta cuestión: Si el temor a perder unafortuna quita la libertada lapersona que se casa contra su inclinación8Ó. La elección del alegato es arbitraria; pero yo señalo el que cons­ tituye el objeto de nuestros estudios. Es necesario tener un térmi­ no de comparación al cual se relacione todo en la serie de ejerci­ cios. Es el método general dentro de la Enseñanza universal. Des­ de que se conoce un poco el alegato, se lo repite cada día por entero, luego se comienza a leerlo con atención para comprender­ lo: es en vano que escuchen las observaciones de un maestro, uste-

fi6Henri Cochin, Oeuvres completes, Fanttn, etc., Paris, 1821, pág. 51 y sigs. Se trata del alegato de defensa de Henri Cochin a favor del señor Jean-Bapciste Rapalli, tesorero de Francia en la Generalidad de Paris, por la demanda de su mujer, Eléonore de Lorme. (N. deT.).

des sólo las retendrán si los hechos que le han sugerido esas re­ flexiones están continuamente presentes a vuestro pensamiento. Vuestras propias reflexiones se borrarán poco a poco ellas mismas si olvidan el hecho que íes ha dado nacimiento. La lectura de lo que va a seguir no puede entonces tener ni interés, ni utilidad para aquellos que no poseen la paciencia o el tiempo de llevar a cabo el estudio que recomiendo como un preliminar indispensable. No es de un hombre razonable el querer juzgar una experiencia sin seguir su proceso en todos los detalles; es de sabio dudar de un resultado que uno mismo no ha obtenido; es una presunción por desgracia tan común como la charlatanería el decidir audazmente que se sabe de antemano qué efecto debe producir en la cabeza de un hombre tal ensam­ blaje de conocimientos que uno no posee. Nosotros no nos corregiremos ni unos ni otros prometiendo más de lo que po­ demos, y juzgando temerariamente de lo posible o de lo im­ posible a través de axiomas de metafísica. Es preciso desconfiar igualmente de la vanidad que cree poder todo y de la que ase­ gura que los resultados que no hemos obtenido son imposi­ bles. «Si eso fuera factible, un hombre como yo lo haría, o al menos lo adivinaría, o en fin lo comprendería. No lo he ni hecho, ni adivinado, ni comprendido; ven bien que es imposi­ ble; este razonamiento es decisivo; por otra parte he decidido, no volveré sobre ello». Esta tontería, sin ser más razonable, es sin embargo menos grave que la mala fe de aquel que me decía educadamente, a mí, leyendo las composiciones de uno de mis alumnos de diez años: ¡Es admirable! ¡Es sublime! ¡Es increíble! Pero habría que verlo escribir. Se reprocha a los académicos el decirse entre ellos: Ninguno tendrá espíritu, Juera de nosotros y nuestros amigos.

Sobre este punto todos somos académicos. Yo que ya no soy académico, creo que aquel que dice esto posee tanto espíritu como yo, y yo tanto como éi, sea quien sea. Le ruego no enfadarse y creer, bajo mi palabra, que si este descubrimiento probara mi su­ perioridad sobre otro, demostraría mi superioridad sobre mí mis­ mo, puesto que no lo había hecho ayer. Ahora bien, no pienso que yo haya adquirido espíritu. 2o Exordio, Remarco la expresión formar una unión*7; me represento a Cochin en el estrado; juzgo, según el conocimien­ to de los hechos, cuál era el sentimiento del orador; adivino su intención empleando esta expresión antes que otro sinónimo; este signo arbitrario, unión, me parece bien escogido para ins­ pirar interés, y para determinar a los jueces a conservar el ma­ trimonio; formar una unión me parece una comparación elegi­ da entre otras mil para describir una elección libre y espontá­ nea, reflexiva; formar es una palabra que no oigo en la conver­ sación familiar, y formo el proyecto de hacerla entrar en mi lengua de improvisación. Si hago todas estas reflexiones, he aquí que me vuelvo enri­ quecido con dos palabras; yo las sabía de memoria, pero no me pertenecían: era Cochin al que recitaba. Ahora acabo de apro­ piarlas según mi uso; han devenido, separadas o reunidas, los signos de mis pensamientos y de mis sentimientos: desde ahora, en mis repeticiones diarias, no podría pronunciar este exordio sin despertar en mí todas las ideas que ligo a él; y si en una cir­ cunstancia particular y análoga experimentara el mismo senti­ miento, la expresión se presentaría por sí misma.

87Aquí Jacotot alude al primer párrafo del alegato de Cochin: E l matrimonioya noformaría una unión indisoluble si para romper sus nudos sagrados bastara con alegar en términos vagos una supuesta falta de consentimiento y de libertad. Ibidem, pág. 51. (N. deT.).

Es así que este solo discurso deviene inmenso por el estudio que haré de él; pues me propongo continuar este examen de las pala­ bras y de las expresiones hasta el final. He aquí la primera indica­ ción del maestro: el alumno camina solo; no tiene necesidad de guía a este respecto. Pero esa indicación es inútil para aquel que no sabe el discurso, o que lo olvida a falta de repetirlo. 3 0 Ya noformaría - sipara—bastara. Remarco alternativamente esta locución destinada a expresar este razonamiento lógico abs­ tracto y aplicable en todas las circunstancias imaginables: Eso ya no sería, si estofuera; ahora bien, esto debe ser; por tanto, eso no puede ser. Digo que esta relación, esta vista del espíritu, este razonamiento pertenece a todas las causas. Es preciso pues que aplique a ella mi reflexión y que compare su redacción a todas las que encuentro en la serie: he aquí una fuente inagotable de sinónimos de locucio­ nes. Las diferencias y las semejanzas se extraen de la identidad o de la variedad de los sentimientos que el orador quiere comunicar. Una vez señalada esta comparación de las locuciones sinónimas, se pasa a otras observaciones. 4o Hago notar aún sobre esta locución que ella está dividida en dos partes, lo que da a luz dos combinaciones diferentes; dado que se puede decir: si para —bastara —ya no formaría. He aquí pues todavía una exposición nueva y, por consiguiente, un estudio nuevo para proponer a vuestros alumnos. Es claro que sólo les propongo modelos de ejercicio: son ejemplos y no leyes. Todo lo que se ve es útil; es preciso registrar en todos los sentidos: la materia es inagota­ ble y es la razón por la cual nos encerramos en los límites de un único alegato. El estudio de las inversiones tiene la ventaja de que nos conduce a descubrir que el orden de las ideas es, él mismo, un signo que hace falta conocer para emplearlo apropiadamente. Comparen pues los órdenes; no descuiden este nuevo tipo de sinónimos.

5o Un alma sensible, etc., hasta ...de coacción y de violencia. El orador da aquí la explicación de la palabra alegar que ha pro­ nunciado en la primera frase. Todo el proceso reside en esta pala­ bra, como lo verán. Generalizando esta observación, todas las ve­ ces que leo un informe o un alegato me pregunto: ¿cuál es la pala­ bra principal? Y comparo los pasos seguidos por el orador en to­ dos los casos. He aquí sinónimos de desarrollos. Cochin disimula aquí todas las objeciones de la parte adversa, cuyo efecto tiene el cuidado de atenuar a través de la suposición que hace de un caso que no existe, hablando de una mujer loca­ mente presa de alguna pasión: hagan notar que esta trampa es la de los chismeríos; que todo el mundo posee el ingenio para hundir de este modo suavemente el puñal; que no es la inteligencia la que falta, sino que es preciso notar lo que se hace con naturalidad to­ dos los días, a fin de aprender a hacerlo con arte. 6o La dignidad, etc., hasta ...de sufamilia!®. He aquí el desarrollo de la idea primitiva: No basta. Noto también que todos los días digo pero, y grabo en mi me­ moria esta forma del pero oratorio; tendré entonces cuidado de comparar aún estas nuevas formas. Estas formas tienen por meta cambiar la cuestión, y presentar la causa bajo la forma más favorable a nuestro cliente. 86 Un alma sensible al más ligero disgusto o locamente presa de alguna pasión se aprovecharía enprimer lugar de un medio muy aparente, podría disfrazar con arte sus primeros sentimientos, exagerar las inquietudes demasiado ordinarias en proximidad de un compromiso tan grande, la debilidad de la edad, la timidez del sexo, el respetuoso temor que la naturaleza inspirapor suspadres, todo se volveríapara ella una prueba de coaccióny de violencia. Idem. (N. deT.). 89 La dignidad del sacramento, el sosiego de lasfam ilia, la honestidadpública, no permiten hablar ligeramente sobre tales ideas; y si esjusto romper un compromiso formado sobre los negros ampióos de la coacción, esprecisopor el contrario mantener con santafirmeza los matrimoniosformadospor el concierto apacible de laspartesy de sufamilia. Idem. (N. deT.).

7° Hay pocos, etc., hasta... de todos los compromisosr90 Este párrafo es una repetición de la primera frase; contiene los hechos principales del proceso. He aquí el orden en el cual las ideas de la primera frase se suce­ den en este párrafo: Unión - libertad y consentimiento -form ar - nudos sagrados indisolubles - libertad y consentimiento - indisolubles - alegar supuesto —términos vagos —sagrados. Asi el orador se repite continuamente, sin repetirse jamás. Un pequeño número de ideas combinadas y repetidas bajo diversas formas bastan para hacer un discurso. La verdadera diferencia con­ siste entonces en los hechos que jamás son los mismos. Puedo hacer por tanto sinónimos de discursos; todos ellos están uno en el otro, y desde el momento en que sepa uno de ellos, relacionaré fácilmente todos los otros a él. 8o El señor Rapalli, etc., hasta en romper*1. 90Haypocos matrimonios en ¿os que estafeliz armonía haya reinado más que en eldel señory k señora Rapalli. La señorita de Lorme instruye varios días antes kfirm a del conm toden^m m onm lejosdehacerm tars^rechazü^nohad^adom m repu^m ricw, algima hacia k persona qtte se le destinabapor esposo; ha recibido las solicitudes ¿leíseñor Rapalli con k prudencia y la moderación que convienen a una hija bien nacida, pero sin pena ni indisposición; alpie de los altares, se ha comprometido solemnemente con toda k tranquilidad que conviene aun asunto meditado durante mucho tiempo. Luego de ese momento decisivo, ha tratado al señor Rapalli como aquel que el cielo acababa de darkpor esposa. Presente, le haprodigado favores; ausente, le ha expresado su cariño en una cana en k que reina k ingenuidad, y en k que la naturaleza se despliega sin arte, pero con toda k modestia que convenk a su sexoy a su edad. Regalos, tra je é boda, todo ha sido recibido públicamente y con reconocimiento; y ¿Uego de que todo ha estado consumado, ¡no se teme hacerle sostener que todo eso no ha sido masque una ceremonia exterior!Es, uno se anima a decirlo, elevar elescándalo dentro d e k iglesia. ¿Se volverá de este modo elsacramentojuguete del capricho, y dispondrá a su gusto k inconsistencia del más santo de todos los compromisos?Ibídem, pp. 51-52. (N. d e T ) 91El señor Rapalli no imputa a su mujer sus comunes desdicha; está convencido de que k demanda que ha concebido es el efecto de su comodidad, y no de su corrupción;

En la sucesión del discurso, el orador ha dejado escapar con intención el término locapasión; podríamos reprochárselo: termi­ na respondiendo indirectamente a la objeción que podría hacérsele; pero éí permanece en la unidad, pues repite sagrado e indisoluble. Aquí termina el exordio. Es visible que el orden de los párrafos podría ser diferente, y que el discurso podría comenzar por el fi­ nal; pero ese orden sería el signo de un sentimiento diferente; sería en cierto modo comenzar por pedir disculpa: el adversario habría comprendido el sentido de este orden de pensamientos y no ha­ bría dejado de sacar ventaja de ello. Se ve que cada palabra, cada expresión, cada explicación, cada desarrollo, así como el orden de todas estas partes entre sí, son otros tantos signos diferentes de diversos pensamientos y senti­ mientos; que el orador debe cuidarse de no traicionarse emplean­ do todo eso al azar y sin reflexión; del mismo modo que debe espiar a su adversario a fin de adivinar todo lo que tiene en el alma para responderle y sacar partido de la más ligera inadvertencia. El derecho es un campo cerrado. Desde el primer día nos ejercitamos en hablar invirtiendo los párrafos del exordio; luego se da una frase, una idea sola por don­ de el alumno debe comenzar a improvisar los vínculos necesarios en el nuevo orden que está obligado a inventar sin preparación. Noten además que se pueden defender todas las causas de Cochin siguiendo la marcha de nuestro alegato, y recíprocamente, se puede pleitear contra Rapalli dirigiéndose según un alegato cualquiera tomado como modelo. Usted reconoce bien nuestro método. Se toma un libro, y se relacionan todos los otros a él. Se le preguntará por qué condecora que se rompe el encanto que lo ha seducido, y que se verá bien pronto a la religión y a la bttenafe volver a estrechar nudos que sólo la envidia se hubiera esforzado en romper. Ibídem, pág. 52. (N. deT.).

esta Enseñanza con el título de universal. Puede responder, si tiene un momento de ocio, que ese nombre le ha sido dado porque es aplicable a todo, y puede enviarme a aquellos que quieren apren­ der lo que sea. Quizás se le diga: «Puesto que concedo que todo método es universal por naturaleza, ¿porqué daré ese nombre pre­ ferentemente al vuestro?» Responderá que, hasta el presente, es el único que merece ese título, puesto que no ha venido aún a la mente de un maestro de escritura, por ejemplo, creer que pudiera dirigir a cualquiera en el estudio de las matemáticas o de la lógica. He aquí lo que responderá, o guardará silencio y obtendrá el mis­ mo resultado, cualquiera sea el partido que tome. Usted no será comprendido por aquellos que tienen la intención premeditada de no comprender. Continuemos. 9o El señor Rapalli es originario, etc., hasta ... de Parisn . El orador comienza por los hechos anteriores al hecho del ma­ trimonio del que se trata. Jus exfado oritm33, es la regla del aboga­ do cuando relata los hechos. Esta regla le permite decidir sobre la elección de las circunstancias que debe presentar a los jueces, y sobre el orden que seguirá para la composición de ese cuadro des­ tinado a disponer a los oyentes a favor de su cliente. Noten pues que notan la razón de la elección y del orden de los hechos. Observen que, en un alegato, el orden en que el abogado ha adquirido sus ideas se encuentra invertido. En efecto, ha comen­ zado en el exordio por decimos que no basta alegar vagamente una 92E l señor Rapalli es originario de Génova, ha nacido de unafam ilia noble. Su padre, quien había recibido una rica herencia en 1696, había aumentado todavía sufortuna a través del comercio. En 1716, envió a Francia al señor Rapalli, su hijo, para continuar el mismo comercio. Su capacidady su buena fe leprocuraron muy pronto una gran prosperidad; eso lepermitiópocos años después retirarsey obtener un cargo de tesorero de Francia en la Generalidad de Paris. Idem. (N. deT.). 93E l derecho nace del hecho (N. deT.).

supuesta falta de consentimiento; nos relata ahora que el señor Rapalli, noble y rico, había obtenido un cargo honorable. Es evi­ dente que este relato tiene por fin demostrar la reflexión hecha en el exordio; pero justificar una reflexión no es otra cosa que seguir, en el desarrollo hablado o escrito, un orden inverso al de las ideas, puesto que la reflexión extrae su origen del hecho que le es anterior. El exordio espor tanto un relato generalizado. Es preciso estudiar los exordios bajo este nuevo punto de vista. He aquí un ejercicio añadido a todos los otros. Todo hombre que encuentra un exor­ dio magnífico a la primera lectura, no sabe lo que dice; admira evidentemente sin reflexión y habla sin pensar. ¿Cómo puede sa­ ber, cuando no conoce los hechos, si el exordio, es decir la conse­ cuencia de los hechos, es razonable? Es la forma material lo que se admira; las abstracciones nos encantan; dejamos divagar a nues­ tros pensamientos mientras que el orador habla; inventamos una causa a la cual pueda convenir todo lo que él dice; esta labor de nuestra imaginación nos seduce, y nos persuade aún más que el relato exacto de los hechos: seríamos pasivos al escucharlo; somos activos al componer nosotros mismos. El orador, en su exordio, cuenta pues con la actividad de nues­ tra inteligencia, y desde el momento en que ha logrado ponerla en movimiento, está seguro del éxito: triunfa sobre nosotros a través de nosotros mismos. En la improvisación, él posee recursos que no tiene escribiendo: puede, por la manera de pronunciar y de separar las palabras, apelar a nuestra atención cuando le place y dejarla descansar cuando le hace falta. Así pues, se debe ejercitar al alumno en leer. He aquí la regla de nuestra declamación en la Enseñanza universal: No hay declama­ ción. Lo que se llama declamación es un arte de invención, y no un arte de imitación; ahora bien, nosotros sólo queremos imitar la naturaleza. Decimos, por nuestra parte, que es preciso leer como es preciso escribir. Aquel que ha estudiado la declamación, leyó

todo a libro abierto; nosotros no somos tan sabios: no nos anima­ ríamos a leer lo que no comprendemos, y no comprendemos (se­ gún la etimología de la palabra) más que lo que nuestro espíritu toma en conjunto y ve por entero. SÍ alguien sabe leer es sin duda Taima. Pregúntenle si se animaría a leer un fragmento que no ha leído de antemano. Nuestros lectores de salón no hacen tanta ce­ remonia: leen sin vueltas el primer libro que les cae en la mano; no ven que esta lectura es una mentira; imaginan, improvisan, y la sucesión da a menudo un mentís perpetuo desde su inicio: es una traducción que ellos inventan; de una historia hacen una novela. Pretendo que para decir la primera palabra de Atalía, S í..., hace falta conocer toda la pieza. Ya no se puede leer, como no se puede interpretar un concierto a primera vista. Pero me detengo. ¿Cómo hay que leer? Como se habla. Adop­ ten vuestra voz, vuestro tono, vuestros gestos propios; sean uste­ des mismos. Todo lo que hemos dicho sobre los tres géneros es aún aplicable aquí. Así se dirá el exordio, los hechos, todo el discurso según los principios en los que debe estar compuesto. 10° El nominado, etc., hasta ...e l objeto amado94. En este párrafo y en los siguientes continúo haciendo mis ob­ servaciones.

94 El nominado de los bautistas lepropuso., en el mes de agosto de 1726, a la señorita de Lorme como un partido muy ventajoso; él exageró lafortuna del señor Dupin, su padrastro; le consiguió una entrevista con ella en eljardín del Palacio reaL Ella agrada al señor Rapalli quien se entrega con prisa a concluir el matrimonio. Se le dio a entender que este asunto debía ser conducido con mucho de secretoy misterio, porque la señorita de Lorme era pretendida en matrimonio por partidos considerables, que podrían atravesarse en lo que seplaneaba. Eso era muy indiferente al señor Rapalli, y además un hombre enamorado seprestafácilmente a todo lo que debe asegurarle la posesión del objeto amado. Ibídem, pp. 52-53. (N. deT.).

Aquí veo que el orador responde indirectamente a una objeción de la que no habla. Hela aquí: El señor Rapalli se había introduci­ do, bajo diferentes disfraces, en la familia de la señorita de Lorme. Cochin destruye esta objeción sin hablar de ella. No me cuesta adivinar cuáles son las objeciones que no merecen más que una refutación indirecta, y haré comparaciones de todos estos tipos de soluciones. Aquellos que conocen el derecho han notado más de una vez la importancia de la distinción que acabamos de establecer. Sin duda es preciso no dejar nada sin respuesta; pero a menudo un iniciado da a una objeción más importancia de la que esta tendría sin el instrumento que él ofrece indiscretamente con su respuesta. Los viejos no dejan de tender esa trampa a la inexperiencia de la juven­ tud: una palabra ha sido pronunciada por el adversario, una ma­ niobra débil adelantada por la parte adversa, el aprendiz que se da cuenta de la falla de razonamiento cree haber hecho un descubri­ miento; ataca con ardor el punto dejado adrede sin defensa; triun­ fa en una cuestión ajena a la cuestión; gana un proceso inventado expresamente para consumir sus fuerzas, y pierde el proceso que se había encargado de defender. Vean a Cochin: discute todo; pero da a cada discusión la impor­ tancia que merece: no pierde de vísta en absoluto su objetivo princi­ pal. La señorita de Lorme ha dicho sí libremente y sin coacción. He aquí la cuestión: no se lo puede arrancar de este sitio inexpugnable. 1Io ¿Pero son estas observaciones más importantes o más ins­ tructivas que otras reflexiones? Ya les he dicho que algunas re­ flexiones no constituyen un método. No son los gramáticos ni los retóricos los que dañan nuestra instrucción: ellos no nos per­ vierten; pero nos atrasamos empezando por los retóricos, y yo mismo caería en ese inconveniente si creyera que mis observacio­ nes lo volverán improvisador. Yo reflexiono para mostrarle que usted puede reflexionar. Quiero animarlo dándole el ejemplo.

Cuando se da una lección de dibujo o de música, hay que cantar bien o mal, poco importa; hay que tomar el crayón y manejarlo en presencia de vuestros alumnos; hay que improvisar para darles confianza; no se trata de aplastarlos con vuestra superioridad natu­ ral'. al contrario, tanto mejor si usted ha vencido: reconozca de bue­ na fe su superioridad adquirida; pero exija continuamente más. No se trata para el alumno de igualar a su maestro rápidamente; hace largo tiempo que él lo ha aventajado; se trata de sobrepasarse a uno mismo, eso siempre se puede hacer: es un camino que no se acaba. Aquel que más anda se encuentra a la cabeza de los viajeros; pero no llegará jamás a la perfección, no más que aquellos que lo siguen. He aquí lo que hacemos para dirigir a nuestros alumnos en el estudio de la lengua materna. Les explicaré, en escritos siguientes, nuestra marcha para aprender una lengua extranjera, la música, la pintura, cuyos resultados están establecidos, etc., etc. El método de la Enseñanza universal, desde la lectura hasta la improvisación, está pues por entero en estas pocas palabras: Sepan alguna cosa, relacionen a ella todo el resto por vuestra reflexión, y verifiquen las reflexiones del otro sobre lo que ustedes saben. He aquí el viejo método: comiencen por las reflexiones de Aguesseau^, de Laharpé>Gietc., etc.; al cabo de diez años, usted será abogado pleiteante. Digan a aquellos que quieren discutir sobre estos métodos: «Es­ cojan; pero no se enojen, si pueden: no hay por qué hacerlo». Si por ejemplo encuentran a Cefisa cuando esperaban a Ceümene en la página 94 de este libro97, conténtense con reír del quoepro qua98. 95 Magistrado francés (1668-1751)- Orador elocuente y erudito. Fue canciller en 1717, y de 1727 a 1750. (N. deT.). %Ver nota 31. 97Ver pág. 94 en ia que Jacotot mezcla dos personajes de obras distintas. Alceste {Elmisántropo de Moliere) y Cefisa (Andrómaca, de Eurípides). (N. deT.). 98Esto por aquello. (N. deT.).

r Las metidas de pata, los errores, las paradojas de los capítulos de este escrito, los pequeños axiomas del autor, pueden servir de eter­ no alimento a vuestras bromas. Todo tiene un costado risible en este mundo: la Enseñanza universal como las academias, los insti­ tutos y las universidades, el sabio como el ignorante, el burlador tanto como el burlado. Pero cuidado, si la experiencia es decisiva, por más que usted no la repita, la injuria más grosera, la broma más delicada sólo serán retórica perdida. Si el hecho es verdadero, usted no puede hacer nada con él. Vamos niños, rían de inmedia­ to, pero no entren más en cólera. Eso es malsano. He aquí, mis queridos alumnos, lo que pueden responder a los furiosos, a los panfletarios y a los calumniadores, si no juzgan que es todavía más sabio callarse. En cuanto a las personas que no tienen pretensiones, no tendrán nada que discernir con ellas. Un hombre razonable no discute la posibilidad de una experiencia; la verifica o no dice nada: pero entonces no se vanagloria de su amor por el progreso de las ciencias: sería una inconsecuencia.

E! 29 de junio de 1818 fui nombrado profesor para la lengua francesa en la universidad de Lovaina. M. Falk, hombre de espíri­ tu, en ese momento embajador en Inglaterra, era entonces minis­ tro de la instrucción pública en el reino de los Países Bajos. Abrí mi curso en la universidad el 15 de octubre de 1818. La sala estaba llena; estallaba en aplausos. Un profesor de la univer­ sidad que estaba presente, escribiendo a uno de sus amigos en Bruselas para dar cuenta de esta escena, decía: El entusiasmo era semejante al que Taima provoca sobre el escenario cuando elpúbli­ co no puede impedirse interrumpirlo con aplausos. Este primer éxito me valió el honor de una diatriba, en un dia­ rio que se redactaba entonces en Lovaina. Era un diario de la opo-

99 Este post-scriptum ha sido añadido a esta obra a partir de la cuarta edición, para volver imposible toda falsificación en Francia. (Nota de los editores franceses)

sición, y fui acusado de venderme a la oligarquía. Daré a conocer esa diatriba. Esta era la opinión que los hombres de la oposición tenían de mí, y algunos meses después, el partido contrario se levantó con­ tra el innovador. M. Falk escribió, en dicha ocasión, una carta al señor rector Harbaur. He aquí lo que respondió el revolucionario vendido a la oligarquía. Sr. Rector, «He reflexionado en lo que usted me ha dicho ayer. He pensa­ do que convenía a mi posición dar una respuesta escrita. Me es imposible dar cuenta de cada una de las expresiones de las que me sirvo al hablar; pero como la interpretación que se puede dar a mis palabras comprometería la tranquilidad que necesito, renuncio desde este momento a hacer un curso público, y me limitaré a dar lecciones a aquellos alumnos que me lo pidan, conforme al regla­ mento. Añado solamente que creo haber sido útil a la juventud; creo haber merecido la estima de los padres de familia; creo inclu­ so haberla merecido del gobierno, del que jamás he hablado más que para alabar a los belgas la suerte que tienen de vivir bajo leyes iguales para todos. Invoco, al respecto, el testimonio de todos aquellos que me han oído. Tengo el honor de ser, con respeto y reconocimiento.. etc.» Así el curso público había cesado. Mientras duró, la sala estuvo llena, no solamente de oyentes de la ciudad, sino también de afi­ cionados que venían de las ciudades vecinas durante el invierno para oírme. Planteaba en esa época los fundamentos de la Ense­ ñanza universal. Invito a los antagonistas a leer atentamente el artículo de El Observador opa Ies ofreceré en el segundo volumen. Ellos se con-

fesarán; verán que luego de once años no dicen nada nuevo contra la Enseñanza universal: Todo está en todo, es decir, todo lo que los antagonistas de todos los países escribirán está en aquello que ha sido escrito por los antagonistas belgas. Es una prueba de la igual­ dad de las inteligencias extraída de los propios escritos de aquellos que sostienen la desigualdad. Yo publico lo que está a favor y en contra. No quiero engañar a los padres de familia ocultándoles lo que mis adversarios ven como razones. Franceses, la Enseñanza universal, que yo he establecido desde hace mucho tiempo en Bélgica, comienza a ser conocida en Fran­ cia. Varios padres de familia franceses ya han sacado provecho de la buena nueva de la emancipación intelectual. Vuestros doctores se ven amenazados en lo que poseen de más caro en el mundo: hemos atacado sus pretensiones a la superioridad intelectual. Va­ rios de ustedes, despreciando esos oráculos interesados, se han ani­ mado a intentar instruir a vuestros hijos por sí mismos; y a pesar del anatema pronunciado por una corporación que vive de vues­ tros prejuicios, los éxitos han coronado la empresa. Me entero con placer que, en todos los puntos de vuestro rei­ no, la emancipación intelectual hace rápidos progresos. Ha hecho falta mucho tiempo para que ustedes fuesen instruidos de lo que pasaba en Bélgica. He encontrado muchos obstáculos; pero los he vencido. La coalición de los sabios belgas está rota; se guardaba silencio en primer lugar para no publicar una novedad que podía sacarlos de vuestro letargo. Ese silencio era calculado. Ellos habían previsto que ustedes alcanzarían, dentro de la Enseñanza universal, esa actividad que los distingue; ya no les resta hoy más que la esperanza de ver extinguirse pronto este incendio que se expande con una espantosa rapidez. Vuestros sabios se callaron de entrada por cálculo; hoy se callan por fuerza. Ahora mi voz llega hasta ustedes; los periodistas, que

les prometen a cambio de vuestro dinero instruirlos de lo que pasa en las ciencias, hacen causa común con los sabios a los que la eman­ cipación intelectual ha destronado. El periodismo posee sus pretensiones tanto como la universi­ dad. Esta defiende su supremacía intelectual; los recluta en Colléges en los que se explica a vuestros hijos que no pueden prescindir de explicaciones. El otro (quiero decir el periodismo) reconoce la necesidad de las explicaciones; sólo que las quisiera distintas. Así el yugo los espera de los dos costados; estos señores los invitan a elegir: he aquí el verdadero tema de la disputa entre ellos. Han terminado por hacerles aborrecer la correa universitaria; pero les tienen destinada otra distinta. De cualquier lado que giren, no ven alrededor de ustedes más que bridas de diferente forma. Desde que el mundo existe, los pueblos jamás han recibido otras instruc­ ciones. Jamás se ha pensado en otra cosa que en ensillar vuestras inteligencias. Acabo de llamarlos a la emancipación intelectual, y la universi­ dad y el periodismo se entienden a las maravillas para acallar mi voz. Lo han logrado durante mucho tiempo. Finalmente los he­ chos han sido conocidos por ustedes. Piensen mucho en ello; no volteen al jinete que los monta para prestar la espalda al que los quiere montar. Vuestra inteligencia no tiene necesidad ni de la escuela normal, ni de la universidad, ni de la sociedad de las bue­ nas bridas. Un lionés, un borgoñés, un francés en fin, no tienen necesidad de un parisino para decidirse, y viceversa. Si por casualidad algún maestro explicador echa los ojos sobre lo que les escribo va a enfurecerse. Dirá: «no es así que se nos debe hablar, merecemos consideración por nuestra abnegación, y nues­ tros talentos tienen derecho al respeto». No escuchen esas sande­ ces y respóndanle: el fundador no le habla a usted, señor, sino que habla de usted. Eso es muy diferente; es a los franceses que él dirige la palabra; nos llama a la independencia intelectual Si él

hiciera un discurso en una sala universitaria, en presencia de los grupos de choque \faisceaux\, de cara a los bedeles y demás, el fundador no sería tan imprudente para reprocharles la infame in­ tención de robar las monedas de aquellos que se embrutecen; pero cuando el fundador nos habla a nosotros del estado humillante en el que se ha degradado el género humano hasta el día de hoy, no puede gritar lo suficientemente alto. Nosotros dormimos, es pre­ ciso que nos despierte. Pero en fin, aun cuando fuera verdad que ustedes tengan derecho a algunos miramientos de su parte, el pue­ blo francés no les debe nada, y les hace terribles reproches. Noso­ tros les diremos: aquellos de ustedes que conocen los hechos de la Enseñanza universal son inexcusables. Estas pocas palabras basta­ rán: ¡descienda a vuestra conciencia, desgraciado! Respondan así, padres de familia, y no discutan. Empleen un tiempo precioso en sacar provecho de la buena nueva. Imiten a los belgas. Aquí desde hace mucho tiempo un padre pobre lleva a cabo la educación de su hijo. Se han dicho a los belgas todas las sabias cosas que los decepcionados explicadores les han soltado. Los belgas tienen un carácter calmo; han hecho los ensayos sin decir nada, y se han burlado de sus sabios. Pero su alegría interior ha durado largo tiempo sin salir del recinto de las familias. En cuanto a ustedes, franceses, son por vuestro carácter más de te­ mer para el despotismo intelectual Apenas han tenido conoci­ miento de la buena nueva, han sacado provecho de ella. Han hablado, han discutido con los doctores, les han dado miedo, y ellos han venido hacia mí. Esta visita tardía me ha hecho reír a sus expensas; les he hecho entender que no me engañaba con sus protestas, y que sin los clamores y la indignación de los padres de familia la escuela normal de Francia no me habría hecho un honor cuyo valor sintiera. Es así como las cosas han pasado en Bélgica en el comienzo. Debía ser así. Todos los pueblos se parecen. ¡Cuidado con eso

franceses) Si creen ser más avisados100que las otras naciones, según la expresión conmovedora del duque de Lévis501; si prestan oído a esas adulaciones académicas, recaerán muy pronto en el atonta­ miento. Se adula al caballo para embridarlo, y el animal se deja embridar. Se dice que los franceses son más avisados que los otros pueblos; eso siempre causa placer ai escucharlo, y mientras que el avisado disfruta tontamente de este elogio, se lo lleva al colegio para dirigirlo, justamente como si no fuera avisado, como si fuera un hotentote102. Se lo trata como los explicadores alemanes tratan a sus pobres pequeños compatriotas. {Franceses! Retengan bien esto: «Entre nosotros no se ve como realmente avisado más que a aquellos que son de la opinión de que se los embride»503. Que los sabios señores de la Francia me permitan conversar un instante con ustedes; no es a la nación sabia que yo hablo: es a los pobres, a los ignorantes; he aquí el verdadero público a mis ojos. Ahora bien, diga lo que diga el señor duque de Lévis, ese público no puede quejarse de que alguna vez lo haya insultado. Yo tengo la intención de serle útil, eso es todo. Para llegar a ese fin, me he tomado, es verdad, la gran libertad de divertirme a expensas del público académico; alguna vez he reído del público de los buenos

100 El término francés es avisé, podría traducirsepor listo, sagaz, etc., lo cual favorecería la comodidad del lector; podría traducirse por opinado, lo cual iría bien con la intención de Jacotot y se ajustaría a algunos de los juegos de palabras que el propio Jacotot suelta más adelante. Aquí hemos elegido hacer esta traducción más literal. (N. deT.) 105 Pierre Marc Gastón Duc de Lévis (1764-1830). Fue diputado a la Constituyente, par de Francia y escribió diversas obras de literatura y economía política. De 1829 es su Lettre sur la métodheJacotot. (N. deT.). 102EtnÍa nómada del sudoeste de Asia. (N. deT.). 103 En esta frase hay un juego de palabras que se pierde en castellano: O n ne regarde comme véritablemente avisé.rparmi nous que ceux qui sont d ' avis qu on les bride. (N. deT.).

métodos, a menudo del público universitario. ¡Pueda yo haberles inspirado un poco del desprecio que siento por esos públicos! ¡Oh, si fuera lo suficientemente afortunado para haberles provocado desconfianza frente a sus promesas explicadoras! Esos diversos públicos, que se disputan la explotación del público al que yo hablo, pretenden que no se puede, sin indecencia, atacar sus pre­ tensiones. Dicen: «no hay que hablar de ellos más que en términos convenientes», es decir, en términos que les convienen. De este modo quieren atontarlos, pero está prohibido defenderse de ellos. Eso es atacar las leyes que han organizado el atontamiento. Así se les hace conocer que sólo es posible instruirse con dinero, y es inconveniente decirles lo contrario. Se los fuerza a sentarse al ban­ quete de las ciencias, tanto por cabeza, y esos posaderos se enojan si se quiere hacerles ver que el plato científico les costará más bara­ to en familia; no quieren rebajar nada del precio de la cuota, so pretexto de que ellos no tienen otro medio de subsistencia. Sin embargo cuando hablan así mienten. No lo diría si escribie­ ra para ellos, porque no sería educado. Pero entre nosotros, ven qué torpe es el subterfugio. Un maestro es útil a los hombres, es necesario al infante; pero un maestro explicador es atontador. Por más que les paguen como maestro, en vano su subsistencia estará asegurada; si ustedes no reconocen la necesidad de sus explicacio­ nes, si no humillan vuestra razón frente a su razón, vuestra inteli­ gencia frente a su inteligencia, el salario no basta para su orgullo; si ustedes no dicen, con el señor duque de Lévis, que casi todos son bestias, serán excomulgados por la academia francesa. El señor duque no es maestro de escuela: él es rico; no quiere vuestro dine­ ro; no tiene necesidad de él: pero el señor duque, así como el maestro de escuela, se ponen perfectamente de acuerdo sobre la inferioridad de vuestras inteligencias. Cuidado con creer que haya en Francia treinta millones de al­ mas. Quizás no haya más que cuatro. Lejos se está de que todas

esas almas estén hechas a igual semejanza; según el señor duque: «Se han visto siglos que no han producido más que una única alma digna de ese nombre. Las tres cuartas partes del tiempo uno no ve sobre la Tierra más que almas sin inteligencia; los otros son raros, y es dudoso que Francia pueda mostrar uno solo», sin con­ tar al señor duque de Lévis y a los rectores universitarios. Si esto fuera así, ¡franceses avisadosX, confieso que la Enseñanza universal no puede serles útil, pues ella supone que todos ustedes poseen la misma alma. El señor duque de Lévis ha querido evi­ dentemente hacerles la corte a mis expensas cuando los Momafran­ ceses avisados. En efecto, ¿cuántos franceses puede haber (según los principios del señor duque de Lévis) que sean realmente avisados? Quizás dos o tres en la academia o en la universidad, como mu­ cho. Es verdad que el académico no ha dicho que todos los france­ ses son avisados, de otro modo estarían enrolados bajo las bande­ ras de la Enseñanza universal. He aquí la expresión textual: elfran­ cés avisado. ¿Hay malicia en la elección de esta expresión? Si el francés significa (por sinécdoque) losfranceses, es uno de nuestros discípulos quien ha hablado; es un adulador que los llama a todos avisados quien piensa sin embargo que las tres cuartas partes de ustedes son imbéciles. Pero si por casualidad el francés avisado quisiera decir que no hay más que uno en todo el reino que es avisado, ¿cuál sería ese. francés avisado? Sin duda nuestra última interpretación es la más conforme a la opinión de la desigualdad profesada por el señor duque. Pero henos aquí en una gran perple­ jidad: ¿cómo hacer para desenterrar a este avisado entre treinta millones de no avisados? Cuando un francés viajara fuera de Fran­ cia, los extranjeros se preguntarán: ¿es el avisado? Si el señor duque va a tomar las aguas de Spa104, ¿por qué signo podremos recono­ cer si él es o no el francés avisado? Se dirá: «el señor duque ha 104

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Ciudad de Bélgica, cuyas aguas minerales son muy renombradas. (N. deT.)

hecho una bonita carta al fundador; esta carta no está escrita en alemán: quizás se trata del francés avisado con el cual tenemos el honor de bañarnos». Se harán mil conjeturas; él es par105 es ver­ dad; él es duque, es verdad; él es académico, es verdad; pero eso no demuestra que él es elfrancés avisado. De este modo los extranjeros permanecerán en la duda. Ni la frente ni el cráneo de un francés podrán quitar la dificultad, y el francés avisado del siglo XIX es un ser de la imaginación de un académico. Todos los franceses son avisados. Ven ustedes que soy más gene­ roso que el señor duque. Pero, dicho sin enfadarlos, creo que los alemanes son tan avisados como ustedes. Creo que un pequeño po­ bre es avisado como un pequeño rico, como un pequeño duque. ¿Saben ustedes, pueblo francés, por qué el señor duque de Lévis tiene una idea tan pequeña de vuestra inteligencia, y sobre todo por qué se los dice con tanta confianza? Es que él sabe cuán supe­ rior se creen ustedes a los otros pueblos. En efecto, desde el mo­ mento en que admiten esos rangos de espíritus entre los pueblos, se ven conducidos sin poder replicar hasta las consecuencias últi­ mas del académico. El acaricia vuestro orgullo diciéndoles que ustedes son el pueblo avisado. Luego añade: hay grandes pueblos más avisados unos que otros, y existe la misma diferencia intelec­ tual entre los pequeños pueblos. Así el parisino es más avisado que el bretón; el académico de Paris es el más avisado de todos los académicos de Francia. Franceses, comprenden ahora que no se los llama avisados más que para embridarlos mejor. Pero he aquí otra causa del estado al que se los ha llevado; he aquí un nuevo medio retórico con el que algunos de ustedes quizás todavía son engañados: una vez instituidas las academias avisadas, se les incul­ ca bien temprano un cierto respeto por este tipo de inteligencia.

Poco a poco las reglas de la gramática devienen la ley suprema y ustedes creen buenamente que no son hombres porque no son gramáticos. Acabo de convocarlos a la emancipación; los invito a sacudir ese yugo vergonzoso. Vuestros tiranos intentan retenerlos a través de los prejuicios que les han ofrecido: en unos casos yo no tengo el tono conveniente, dicen ellos, y eso prueba que no sé lo que digo. No se trata de razonar, es preciso adoptar un cierto tono\ y como es la academia la que da el tonoyes ella la que juzga si aquel que habla ha razonado bien o mal. He aquí donde están con vues­ tros maestros en inteligencia. Por ejemplo, el párráfo que usted acaba de leer es de un estilo pesado, flojo, etc., la academia conclu­ ye de ello que yo desrazono, y quizás algunos franceses avisados repetirán ese fallo académico. Si tengo la desdicha de decir que la Universidad atontadora recauda un impuesto consecuente sobre vuestras inteligencias atontadas, se les dirá que la expresión im­ puesto consecuente no es francesa, y que por consiguiente, usted no tiene por qué quejarse de ese impuesto. Así, si se ignora la gramá­ tica no se puede pensar; y como de hecho la academia avisada ha sido designada por ley jueza de gramática, ella se declara jueza de vuestros pensamientos y de los míos. Es allí donde se los quería llevar, y se lo había logrado. Por mi parte yo los llamo a la eman­ cipación intelectual, en un francés muy malo, es verdad, pero eso no les impide comprenderme. Aparten de vuestros niños a los explicadores atontadores y a los examinadores aún más atontadores; eso es muy claro. Ustedes se encontrarán bien por esto; no pre­ gunten la opinión de los avisados10S. Ensayen y verán. Se ha intentado otro medio. Se ha dicho que la Enseñanza uni­ versal no vale nzáz, porque yo no trato con consideración suficien­ te a los atontadores y no tengo los respetos convenientes por el atontamiento, y también porque no sé la lengua francesa tan bien

como los avisados. No se han detenido allí. En el temor de que esos razonamientos académicos no produjeran efecto sobre cier­ tos espíritus, se ha imaginado asustarlos con el cuadro de ios efec­ tos perniciosos de la Enseñanza universal. El señor duque de Lévis se ha encargado de hacerles un bello sermón sobre este tema. Ha dividido su discurso en dos partes: Efectos producidos sobre la juventud francesa; y Efectos producidos sobre el espíritu de las mujeres de Francia. Efectos producidos sobre el espíritu de laspersonasjóvenes. Parece, según el señor duque, que ustedes personas jóvenes no tienen una gran idea del buen sentido de vuestros ancianos. Den­ tro de esta suposición, el duque avisado prevé que la opinión de la igualdad de las inteligencias debe conducir al menosprecio de los viejos. En efecto, cualquiera que crea en la igualdad, debe creer en la desigualdad, y la vanidad es el efecto inevitable de nuestra doc­ trina. Desde el momento en que un joven esté convencido de que todas las inteligencias son iguales, tendrá necesariamente la con­ vicción de la superioridad de su espíritu. Efectosproducidos sobre los espíritusfemeninos El señor duque no está casado, por lo tanto es desinteresado en la cuestión. El se queja de los maridos cuyas mujeres han sido educadas en la opinión de la igualdad de las inteligencias. Pero ante todo, si se cree en esto a los maliciosos, los maridos de las mujeres del viejo método ¿no tienen a veces que soportar el hu­ mor agrio de sus esposas? ¿Es que en Paris todas las mujeres que creen en los espíritus diferentes son obedientes? ¿Su sumisión es siempre ejemplar? Franceses de París, les pregunto en confidencia: ¿temen ustedes que vuestros hijos no disfruten, en sus matrimo­ nios, de la paz de la que ustedes gozan, si la doctrina perniciosa lograra propagarse?

Amables criaturas cuya belleza nos seduce, cuya sonrisa nos en­ canta cuando se dignan a ocuparse de nosotros, ¿ya no podrían hacernos felices si nos creyeran sus iguales? ¿Es preciso que rindan homenaje a nuestra superioridad intelectual para que podamos contar con vuestra ternura? ¿Ya no aman a vuestro igual? Así, nada de amor sin respeto; nos hará falta renunciar a las más dulces afec­ ciones si ustedes no humillan vuestra inteligencia. Sólo puedo es­ coger mi compañera entre seres degradados. ¡Qué oscuro porve­ nir! Siempre frente a una especie de espíritu que sólo puede com­ prender a medias mis placeres y mis penas, que sólo me ofrecerá consuelos tardíos y torpes. Siempre a mi lado ese fantasma que se me parece, pero que no soy yo; él me obedece, pero no tiene sufi­ ciente espíritu para satisfacerme. Esa esclava es educada para some­ terse a mi voz; reconoce la superioridad de mi sexo, y si necesito un consejo, si lo reclamo, no se animará a dármelo, se cree incapaz de ello. Sin embargo, puede suceder que el prejuicio de la educa­ ción se disipe poco a poco; entonces seré más desgraciado aún. El hábito de ver al ser superior puede desarrollar de golpe una idea nueva. Se ha notado una de mis imperfecciones; la impaciencia me habrá hecho desrazonar un instante; ya está, el encanto está roto. He aquí la esclava que juzga a su maestro y se venga a través de un desprecio a menudo injusto por causa de un respeto irre­ flexivo. Se me había admirado por prejuicio, se me desdeña sin razón; y por haber usurpado el primer rango, me encuentro rele­ gado al último. Mujeres, véannos como vuestros iguales, no pedi­ mos más que eso. Nosotros las protegeremos, la ley que hemos hecho lo ordena, es una pequeña compensación de todo el bien que tenemos de parte vuestra. Si uno de los dos pudiera prescindir del otro, serían ustedes. Encuentran placer en volvernos felices; así su felicidad, como la nuestra, es vuestra obra. ¿Qué nos de­ ben? Nada más que la satisfacción de ver que somos dignos de vuestra ternura.

Pero volvamos al duque de Lévis: él no cede fácilmente. Infeli­ cidad en los matrimonios, impertinencia de los jóvenes, he aquí los dos puntos de su sermón. Añade sin embargo una inculpación más grave; el peligro de la opinión que combate es mil veces más alarmante que lo que había dicho al principio. La autoridad de los maridos se ve comprometida por la nueva doctrina; es evidente, pero es una pequeña desgracia al lado de aquella con la que nos amenaza el académico. Desde que reina la vieja opinión, es decir, desde el comienzo del mundo, la autoridad de los maridos se ha visto siempre más o menos comprometida en Paris, etc. Todas las novelas, todas las comedias, sátiras, vodeviles, y otras obras de ese género contienen maliciosas bromas sobre esta supremacía legal cuya legitimidad ha sido siempre discutida. Si se cree a los moralistas de todos los tiempos, ios debates sobre este tema están continua­ mente abiertos en los matrimonios como en el teatro. Los tribu­ nales aplican la ley de tiempo en tiempo; pero los fallos mismos suministran mil pasajes nuevos contra las pretensiones de los ma­ ridos a la superioridad intelectual. Si todo lo que se dice es cierto, no concibo cómo la opinión de la igualdad de las inteligencias podría acrecentar el desborde. Prefiero creer que el señor duque, que no está casado, ha querido alegrarse inocentemente y hacer la sátira de lo que es simulando alterarse de lo que sería. Por lo de­ más, se trata evidentemente de una transición de la que el moralis­ ta ha tenido intención de cuidarse. El ha marchado por gradación; es una figura de retórica que sienta bien a un académico. Luego de haber preparado al lector, hablándole de la autoridad de los mari­ dos, exclama que toda autoridad estará comprometida por la opi­ nión de la igualdad de las inteligencias. Como ven, esto se vuelve serio. Así cualquiera que no crea que los prefectos poseen más inteligencia que sus administrados estará en revuelta contra la au­ toridad. Francamente, no pensamos que la opinión de la igualdad de las inteligencias pueda hacer equivocar a ningún prefecto. Una

mujer está forzada por ley a obedecer a su marido aún cuando se crea superior a él por la inteligencia, lo que sucede algunas veces; del mismo modo, un administrado que, creyendo en las bestias (de acuerdo con el sistema del señor duque), se imaginara ver un imbécil en su prefecto, no está exento de obedecerle bajo pretexto de que ciertamente existen idiotas y de que los hay muchos (según lo que dice el señor duque). La ley supone sin dificultad que todo hombre posee la inteligencia necesaria para ser prefecto. La ley no puede tener el proyecto de insultar al pueblo dándole un superior. Eso sólo ha sucedido una vez en la historia. Aún Calígula, que­ riendo burlarse, se ha visto obligado a buscar un caballo para ha­ cerlo cónsul. El sistema del señor duque es verdaderamente es­ pantoso. Según él, hay un número incalculable de espíritus fal­ sos e imbéciles; ¡bello cumplido para la masa de funcionarios públicos de todos los países! Pues finalmente, si existen tantas bestias, es preciso que algunas de ellas se cuelen en las prefecturas como en las academias. En vano se aportará el mayor cuidado en escoger; donde no hay nada, el rey pierde sus derechos, se dice en Francia, y si la materia espiritual falta, es imposible hacerla opor­ tunamente por más prefectos que se coloquen, se desplacen, se reubiquen según las necesidades. Si ustedes piensan que los su­ periores no siempre tienen el tiempo de escoger con reflexión, y que finalmente pueden equivocarse, verán que las prefecturas (si el señor duque de Lévis tiene razón en su cálculo desesperante) deben estar administradas por inteligencias limitadas. Sin hablar de que los conocimientos del oficio sólo se pueden adquirir ejer­ ciéndolo, y que por consiguiente es preciso ejercerlo antes de haberlo adquirido, es evidente que de todas las especies animales (si el señor duque de Lévis no se equivoca), la peor gobernada es la especie humana. Los bueyes tienen un pastor; y por más que el señor duque de Lévis diga que es una bestia, es sin embargo menos bestia que sus bueyes.

La doctrina del duque es realmente desesperante para el peque­ ño número de hombres de genio que la naturaleza ha lanzado sobre el globo aquí y allí. Se trata de un viviente sofocado bajo montones de cadáveres. ¡Pobre Corneille! ¿Qué habías hecho? ¿Qué crimen habías cometido cuando Dios te puso sobre la Tierra? Hete aquí sometido a una multitud de inteligencias subalternas; obliga­ do a obedecer a las órdenes del señor alcalde, del señor subinten­ dente, del señor intendente, todas personas (según el señor duque de Lévis) que probablemente poseen el espíritu falso. Hay tantos tontos según el sistema de la desigualdad que la nube de depen­ dientes que van a las alcaldías, a las intendencias, y que importu­ nan, debe ser una carga muy humillante para cualquier genio. Si existen algunos parisinos avisados en el momento en que escribi­ mos, ¡me compadezco de ellos! Suenan las cuatro: ven las calles atestadas de imbéciles (sistema del duque) que llegan a rascar los despachos de las alcaldías, de las prefecturas, de los ministerios. La suerte del país está en sus manos. No hay por qué gemir pensando en todas las metidas de pata que este montón de sonsos (sistema del duque) han debido cometer por incapacidad. ¡Cuántos pobres infe­ lices debe haber, cuántos espíritus falsos, idiotas, incapaces (sistema del duque) entre el primer ministro y el último de los peones! Si hace falta renunciar a la opinión de que ios hombres son semejantes, si es cierto que las inteligencias tienen alcances dis­ tintos, habría que apreciar los cerebros antes de escoger un sim­ ple burgomaestre107; de otro modo puede suceder (sistema del duque), incluso debe suceder que a menudo se nombre a un estúpido, a una inteligencia inferior a la de un gran número de habitantes de la ciudad. ¡Qué de murmullos agitará el ascenso de dicho cretino! Puesto que las inteligencias son desiguales, es pre507Primer magistrado municipal en algunas ciudades de Alemania, Suiza y los Países Bajos. (N. deT.).

ciso que necesariamente yo tenga más o menos espíritu que mi cadí108; y como soy juez y parte, no dejaré de decidir ja cuestión en mi favor. Ei señor duque no se ha percatado de que si hay una opinión per­ turbadora, es la suya. Él es par de Francia; según nosotros, posee como cualquier otro las cualidades intelectuales para ser un buen par. Puede comprender a los ministros cuando proponen una ley; tiene la inteli­ gencia para estimar ventajas e inconvenientes del proyecto. Pero aquel que cree (de acuerdo con él) que existe un gran número de bestias, debe temblar con estas palabras: hornada deparesm . El señor duque ha debido espantarse ese día (según sus principios). Antes de que la religión hubiese proclamado la legitimidad de los reyes, no había sobre la Tierra más que gobiernos de hecho. Los amos del mundo se veían en aprietos para explicarse a sí mis­ mos su elevación sobre sus semejantes. Finalmente habían imagi­ nado que su origen era divino; Alejandro decía simplemente que él era hijo de Júpiter. Los emperadores romanos eran dioses; bas­ taba haber reinado tres días para ser divinizado; y en ese tiempo de derrocamientos, el derrocador escuchaba la apoteosis del derroca­ do con una imperturbable sangre fría esperando su turno. La opi­ nión del señor duque no hubiera bastado entonces para explicare! estado de las cosas, y se recurría a una suposición más racional, como se dice. Un monstruo aplastaba entonces a los pueblos que no tenían el consuelo de pensar que ese monstruo poseía más espí­ ritu que ellos. Como hombre, su yugo hubiese sido insoportable; pero como semi-dios, no tenía nada que decir. La religión nos enseña que Nerón es un hombre como otro. SÍ ese señor se divierte iluminando sus jardines con cristianos unta­ 108Juez, entre ios musulmanes. (N. deT.). 109Hornada: Conjunto de personas que acaban una carrera o reciben un nombramiento ai mismo tiempo. (N. deT.).

dos de sebo, debo creer, con el señor duque, que ese monstruo posee una inteligencia superior, que tiene derecho a la obediencia pasiva de todas las inteligencias inferiores. Los cristianos se some­ tían a ese monstruo, pero no es según el sistema del duque. Nerón hacía verso, pero otro hubiese podido hacer mejores que él; y como eso podría suceder en todos los países del mundo, los académicos, jueces supremos de hecho del espíritu, muy pronto distribuirían verdaderas coronas. Se mediría el ángulo facial de Nerón, se tan­ tearían sus protuberancias, y se decidiría así sobre su trono. ¡Qué desórdenes nacerían de estas experiencias preliminares a las que habría que someter a aquellos destinados a reinar! Los cristianos obedecían a Nerón; sin embargo lo veían como a un hombre, e incluso como a un hombre malvado. Nerón era su emperador. Nabucodonosor tenía, como se sabe, una gran estima de sí mismo. No es por esta razón que se le obedecía; él no tenía personalmente el derecho de comandar a los judíos. Reinaba, ese es el hecho; era, como dice Bossuet, el servidor de Dios, como Nerón, como todo el mundo; al igual que todos los hechos, ser­ vía a los designios eternos de Dios. He aquí el pensamiento que justifica lo que es, sea lo que sea; he aquí la única razón de la paciencia con la cual se deben soportar los hechos. La opinión de la superioridad intelectual de los superiores de hecho está eviden­ temente mal fundada en mil circunstancias. El sistema de educa­ ción del señor duque sería atontador y poco seguro; nosotros lo invitamos a imaginar otro. Sería desafortunado, en interés del or­ den establecido, que este sólo pudiera mantenerse a través de la creencia en la desigualdad de las inteligencias. Por el contrario, la Enseñanza universal dice que todos los hom­ bres tienen la misma inteligencia, y que por consiguiente no existe ninguna razón de preferencia bajo esa relación; de allí conclui­ mos que cualquier cambio nada puede mejorar. ¿Qué escogería­ mos sí tuviésemos la elección? Y sobre todo ¿de qué elección

podría decirse con seguridad que nos felicitaremos todavía ma­ ñana por ella? Franceses, los invito a juzgar por sí mismos lo que dicen vues­ tros doctores. Está en ustedes decidirse y elegir entre ambas opi­ niones, para dirigirse en la educación de vuestros hijos. El señor duque de Lévis no les presentará jamás este lenguaje; no podría hacerlo sin inconsecuencia, los ha juzgado incapaces de juzgarlo. Hay (según él) tantos espíritus falsos y tantos imbéciles entre no­ sotros que no podría humillarse al punto de someterse a una deci­ sión emanada de un pueblo de sonsos; no es una opinión que enuncia, es una verdad que proclama y que íes impone. Es cierto que a través de una rareza inexplicable, parece algunas veces dar cabida a vuestros sufragios y apoyarse en el consentimiento de los pueblos; pero en su boca eso sólo puede ser una figura académica, a no ser que sólo crea en la igualdad de las inteligencias cuando ella se pronuncia sobre su desigualdad. En cuanto a mí, los reconozco a todos como jueces competen­ tes en esta materia como en cualquier otra, tanto como a los aca­ démicos, los duques, los pares, los rectores y los inspectores: esco­ jan pues entre el método explicador y el nuestro; vean si piensan, como nosotros, que un método es atontador cuando es explica­ dor. Que aquellos que son del parecer del señor duque continúen enviando a sus hijos a los colegios; no es a ellos a los que hablo. Pero aquellos de ustedes que no son lo suficientemente ricos para pagar tantas buenas explicaciones, harán bien en escucharme todavía un instante. Dejemos al duque: he hablado de él tanto tiempo porque conozco el imperio de los prejuicios. He intenta­ do abrir los ojos a algunos padres de familia que han escuchado decir toda su vida lo que el académico ha repetido, sin cambiar en ello una sola palabra; pero un viejo proverbio parece rejuvenecido en boca de un académico; adquiere nuevas fuerzas en las palabras de un duque y par. Quién de ustedes no ha tenido alguna vez el

despiste de decir: «el señor duque lo ha dicho, entonces es ver­ dad »; «un sabio académico lo ha dicho, entonces es verdad»; «un noble par lo ha dicho, entonces es verdad». Se puede hacer un discurso con esta materia, pero jamás se hará un razonamiento. El señor duque ha hecho una larga carta con estas pocas palabras: Hay muchos hombres que no poseen nada bueno; por tanto no po­ drían hacer nada bueno incluso cuando lo quisieran. Lean atenta­ mente la paráfrasis académica, y no encontrarán allí otra cosa. ¿Es la moda de hoy razonar así? El académico ha hecho bien en con­ formarse a ella. Se deben seguir las costumbres del siglo, es preciso marchar con él. ¡Cosa divertida! El señor duque alaba mucho el método de la Enseñanza universal, quiere que se me dé una gran pensión, y que se me haga, no duque, sino consejero de estado; pone una pequeña condición a sus generosidades, que yo renuncie a este método cuyos resultados extraordinarios alaba. Varios be­ llos espíritus ya han tenido la idea del señor duque; es una idea plena de reflexión; van a ver. Yo digo: En la Enseñanza universal se dirige a los alumnos según la opinión de la igualdad de las inteligen­ cias. Los bellos espíritus responden: «no dirija según esta opinión y pediremos una gran pensión para usted», es decir, según me pa­ rece, «nosotros adoptaremos el método, y lo haremos consejero de estado desde el momento en que usted haya renunciado a vues­ tro método». Franceses, no les impido decir esas bellas cosas con el señor du­ que, si es que eso puede divertirlos; es preciso tomar el placer don­ de se lo encuentra; solamente permítanme decirles que la Ense­ ñanza universal es un método por el cual se dirige a los alumnos según la opinión de la igualdad de las inteligencias- He conocido sabios que razonaban más precisamente que el señor duque de Lévis; ellos decían: «puesto que la Enseñanza universal descansa sobre la opinión de la igualdad y puesto que esta opinión es absur­ da, es preciso proscribirla susodicha enseñanza». Nuestro acadé­

mico es un moderado que pretende acomodar todo, y quiere a todo precio que se adopte eí método sin adoptarlo, es decir que se dirija a los alumnos según la opinión de la igualdad, rechazando la opinión de la igualdad; así corta en dos la definición de la Ense­ ñanza universal. Según él es un método magnífico mediante el cual se dirige a los alumnos. Esta dirección es una bella invención de mi parte y merece una gran pensión, a condición de que yo no diga cómo hay que dirigir. Entonces se podrá dirigir según la opi­ nión del señor duque, lo que no cambiará el método en nada. ¿Es aún la moda de Paris razonar así? Es como si se dijera a la sociedad de los métodos: «Todos los métodos que pregonan son excelen­ tes; pero dejen vuestras explicaciones y eso no cambiará nada en un método explicador». Siendo el señor duque el más ilustre de nuestros antagonistas en el orden social, he creído útil para los franceses prevenirlos al res­ pecto. Si hablara a los prusianos o a los ingleses, se burlarían de mí. Es otro orden social. No tendré que prevenir a los ingleses contra el prejuicio de la desigualdad de las inteligencias más que en el caso de que ellos crean en la superioridad intelectual del se­ ñor duque, como él ha tenido la bondad de reconocer la mía. Existe otra objeción contra la igualdad de las inteligencias. Eí señor duque no la ha hecho, ;qué pena! Se dice: «Las voluntades no son iguales, por tanto las inteligencias son desiguales. Un cere­ bro enfermo no posee voluntad; por tanto no puede mostrar su inteligencia, por tanto no la tiene; por tanto no podría incluso mostrarla cuando le volviera la voluntad al curarse». Es la objeción no podría inchiso cuando quisiera bajo una forma fisiológica. «El no tiene voluntad porque está enfermo; así pues, aún cuando no estuviera enfermo, aún cuando recobrara el libre arbitrio, no ten­ dría inteligencia; pues no la muestra por falta de voluntad; jpor tanto, no podría mostrarla a pesar de todo!» Lo que hay de curio­ so es que la especie humana es ia única, entre los animales, que está

sometida a esta enfermedad. El hombre está a veces tan enfermo como para parecer un animal, pero los animales jamás tienen en­ fermedades que los hagan parecer un académico. Nunca tendremos más que opiniones sobre todo esto. jBellos espíritus!, ¡filósofos!, ¡fisiólogos!, etc., resígnense de buena gana, jamás conocerán la verdad. Digan: «Nosotros creemos en la igual­ dad de las inteligencias», y escucharé vuestras razones. Pero no di­ gan: nosotros estamos seguros, de otro modo permítanme reírme de ustedes en sus narices. Yo estoy seguro, por mi parte, que ustedes no saben lo que dicen cuando tienen la presunción de hablar así. Franceses, después de haberles dicho lo que creo apropiado para demostrar que no hay nada demostrado sobre estas importantes cuestiones, les queda tomar vuestro partido. Escojan entre dos opiniones rivales; permanezcan en el atontamiento o tomen el camino de la Emancipación intelectual. Préstenme un instante de atención los padres de familia que quieren emancipar a sus hijos, les voy a decir lo que hay que hacer para alcanzar este fin, aunque Riesen los más pobres y los más ignorantes de todos los hombres. 1° Aquel que quiere emancipar al otro, debe ser él mismo eman­ cipado. 2o Un campesino, un artesano, padre de familia, se emancipará intelectualmente si piensa en lo que es y en lo que hace dentro del orden social. 3o Desde el momento en que un campesino reflexione sobre sí mismo, verá que los artesanos son hombres como él. 4° El artesano reconocerá en el campesino a su semejante. 5o El campesino, es decir, el hombre que cultiva ía tierra, es un ser que posee la inteligencia para hacer siempre mejor lo que hace. No hay un campesino que no pueda perfeccionar el método que emplea para cultivar la tierra. 6o No hay un artesano que no sea un hombre por entero. To­ dos los perfeccionamientos en las artes se deben a artesanos.

7o El artesano y el campesino son pues seres pensantes como los académicos. 8o El campesino y el artesano que no reflexionan en lo que hacen no son incapaces de reflexionar. 9o Desde el momento en que quieran reflexionar sobre su ofi­ cio, estarán emancipados. 10o No basta con reflexionar una vez por azar, hay que tener la voluntad constante de hacerlo. 1Io Es preciso reflexionar sobre todas las cosas. 12o Es preciso pensar en las herramientas que se emplean, y ver si no se podrían perfeccionar esas herramientas, o inventar otras. Ningún campesino, ningún artesano, tiene necesidad ni del pare­ cer ni de las explicaciones de nadie para pensar en eso. 13o Es preciso pensar en la manera en que se emplean esas he­ rramientas. 14o El artesano y el campesino pueden mostrar la misma inte­ ligencia en el ejercicio de su profesión. Es el mismo hombre em­ pleado en dos cosas diferentes. 15o El artesano puede ver que el campesino posee las mismas virtudes y las mismas buenas cualidades que los artesanos. 16° En ambos lados existen los mismos vicios y los mismos defectos. 17° Sucede igual en todas las prácticas del artesano. Todos los hombres son semejantes. 18o Si el campesino piensa en todos aquellos con los que trata, verá que su criado y su amo son, ambos, hombres como él. Igual conciencia para conducirse bien, igual inteligencia para obrar con espíritu, cuando lo desean. Cuando uno ha reflexionado, sin explicación, sobre lasemejanzamoral e intelectual que existe entre todos los hombres, uno está emancipado. 19o Todo padre emancipado puede llevar a cabo la educación de sus hijos sin el auxilio de ningún maestro explicador.

L Escritura y lectura.

Un padre emancipado le pedirá a un discípulo que le escriba las plegarias que el hijo sabe de memoria. El padre exigirá que el niño muestre y escriba cada palabra que pronuncia. Desde el momento en que el niño sepa leer las plegarias escritas, sabrá leer las plegarias impresas. Y eso no costará nada. Sabrá leer todo y escribir todo sin dinero. II.

Emancipación del hijo. El padre emancipado hará leer a su hijo el primer libro de Telémaco. El niño lo copiará, lo aprenderá de memoria y lo recita­ rá todos los días. El padre emancipado verá que Calipso se parece efectivamente a todas las mujeres que conoce. Calipso es triste como todas aquellas que están tristes; se aburre, espera, teme, etc., como todas las personas de la ciudad y del pueblo. El padre emancipado verá que todos ios personajes del libro se asemejan a los hombres y a las mujeres que recorren las calles en su país; pero no explicará todo eso a su hijo. Se contentará con decir­ le; «¿Qué piensas tú de esta Calipso, de este Telémaco, en fin de todos los personajes de los que se habla en el primer libro? ¿Qué piensas tú de una diosa, de un desgraciado, de un náufrago, de si­ mular, en fin de todo lo que se dice en el primer libro?» Desde el momento en que el niño haya respondido algo que parezca razonable al padre emancipado, ese niño estará emancipa­ do él mismo, puesto que piensa sin explicación. Cadapalabra del libro suministrará preguntas al padre. El hijo escribirá sus respuestas. El primer libro es inagotable. Estos ejerci­ cios deben hacerse todo el resto de la vida.

III. Aritmética El padre pedirá a un discípulo que le preste la más corta de las aritméticas. El hijo la copiará; la comprenderá sin explicación y, por consiguiente, sin dinero. Aquí se termina la educación de los hijos más pobres de los campesinos y de los artesanos. El hijo está destinado a hacer el oficio de su padre; no tiene necesidad de saber más. El emanci­ pará a sus hijos a su turno y poco a poco el número de los hom­ bres aumentará, y el prejuicio de la desigualdad de las inteligen­ cias se disipará. IV. Geometría, etc. Matemáticas. Si el padre (yo lo supongo emancipado él mismo, esta condi­ ción es necesaria para cualquier maestro de Enseñanza universal) es lo suficientemente rico como para prescindir del trabajo de su hijo, y quiere continuar su educación, le dará un libro de geometría, etc., y simplemente le dirá: «Lee, observa, y explícame esto. ¿Qué pien­ sas tú? Hazme algo a tu gusto según lo que has aprendido». V. Todas las ciencias están en los libros para un niño emancipado. Todo padre emancipado puede verificar si el hijo estudia, piensa, se explica y hace algo con esta ciencia que ha aprendido. VI. Sucede igual en todas las artes. VII. Recapitulación.

Un padre está emancipado cuando ha reflexionado Io sobre su profesión y sobre la manera en que la ejerce; 2o sobre los hombres que lo rodean, para saber si ellos se parecen por la inteligencia, si tienen los mismos vicios y las mismas virtudes; por último, está emancipado cuando ha verificado en qué sentido es cierto decir que Todo está en todo. Un padre emancipado puede emancipar a sus hijos, exigiendo que hagan, sobre lo que sea, lo que él mismo ha hecho. Esto es todo. Lo que acabo de decir basta para las clases más pobres y para los más ignorantes de la sociedad. Hablemos ahora a los otros. Sea quien sea, si usted quiere emancipar a vuestro hijo, es preci­ so empezar por emanciparse a usted mismo. Haga pues el ejerci­ cio Todo está en todo, tal como acaba de ser explicado. I.

Los ricos. En cualquier país, los más ricos y los más pobres son los más libres en la educación de sus hijos. Las leyes, allí donde se meten con la instrucción, no piensan en los desdichados de la última clase; los muy ricos no tienen en cuenta para nada la organización universitaria. Las recompensas prometidas a los soldados de ese regimiento no pueden ser merecidas por los indigentes, y son muy poca cosa para ser ambicionadas por los otros. Así esa esclavitud no pesa realmente más que sobre la clase media, que en ninguna parte forma la mayoría de la nación. Hay en toda la Tierra mu­ chos menos niños en los colegios que en las calles. Voltaire decía: Sijuera rey; querría serjusto, Y cada día de mi imperio augusto Estaría marcado por nuevos servicios.

Por mí parte yo digo: si fuera rey, o príncipe, o duque, educaría a mis hijos yo mismo. Si fuera conde, vizconde, barón, banquero muy rico, etc., en fin, si fuera por mi posición social independien­ te de los sabios, si no tuviera ninguna necesidad para mis niños de los certificados de un examinador atontador, los emanciparía, es decir que alejaría todo maestro explicador. Cuanto más nos elevamos en el orden social, más aplicable es la emancipación intelectual. Es allí sobre todo que es preciso ser hombre, y basta con serlo cuando se está situado tan alto; uno no sabría incluso volverse sabio. En ese caso, basta estar emancipado para emancipar a sus hijos. Los regidores, los pre­ ceptores deben ser, bajo los ojos de un padre de familia seme­ jante, lo que son los repetidores en los establecimientos de Enseñanza universal. No hay nada más para decir sobre este tema. II. La clase media. Hay países (en Inglaterra por ejemplo) donde la clase media es libre. Pero yo hablo a los franceses para quienes la instrucción está regulada por la ley. En esta misma clase, la educación de las señoritas se deja librada al libre arbitrio de los padres de familia. Ellas no están destinadas para exámenes en tal o cual escuela. Excluidas de los empleos, no se exige nada de ellas; la madre puede educarlas a su gusto; y yo he dicho en mis obras lo que hay que hacer para eso. En fin, puede suceder que en esta misma clase se encuentren hombres que no se preocupen por sacar provecho de las ventajas prometidas a los colegiales. Y bien, es preciso que estos comiencen por emanciparse a sí mismos, si no lo están, luego emanciparán a sus hijos, como ha sido dicho en el artículo sobre los pobres.

Hecho eso, es preciso penetrar en la Enseñanza universal. Ahora bien, la marcha que hace falta seguir para esto está trazada en mis obras. Aprender algo y relacionar todo el resto con ello, según este principio: todos los hombres tienen una igual inteligencia. Pero la masa de los individuos de la clase de la que hablamos no es completamente libre. La mayor parte está obligada a llevar el yugo de los examinadores atontadores y, por consiguiente, a recu­ rrir en ciertos casos a los explicadores. Entonces la Enseñanza uni­ versal está perdida. Sin embargo, nada impide que se emancipe a los muchachos desde su infancia. Ellos pueden aprender a leer, a escribir, a dibu­ jar, a tocar el piano, etc., por el método de los pobres. Educados en reflexionar, reflexionarán sobre las explicaciones que estarán obligados a escuchar más tarde; pero estas no los atontarán, por­ que sabrán que no son necesarias. Y el género humano se emanci­ pará poco a poco, a pesar de las explicaciones que él sentirá que no tiene que dar. Franceses, la opinión es la reina del mundo. Todos los grandes cambios de los que habla la historia se deben al cambio de opi­ nión. El rostro político de Francia ha cambiado; es un hecho. ¿Quién ha producido ese cambio? La opinión. Ustedes viven bajo el yugo de los explicadores, ¿por qué? Porque creen en la necesidad de las explicaciones. Si cambian de opinión, todo el andamiaje atontador se derrumbará por sí mismo. Si los pueblos creyeran en la igualdad de las inteligencias, la Universidad cambiaría de tono y de lenguaje; la Academia francesa daría, como tema con premio, el elogio de la nueva opinión. Algunos espíritus importantes di­ rían todavía quizás por lo bajo: «Yo tengo más espíritu que mi vecino»; pero en público, en la barra, en la tribuna de los diputa­ dos, e incluso en la cámara de los pares, ya no se animarían a insul­ tar a la especie humana. Por toda la Tierra, es la opinión de los campesinos la que hace la ley. Embrutecidos como han estado

hasta ese día, imponen rudamente su manera de pensar a aquellos mismos que los gobiernan. Los sultanes parecen omnipotentes; ¿quién es aquel que osaría reír hablando de Mahoma?, ¿quién se atreve un día a poner la luna en su manga510? La opinión, sea cual fuera, es la reina del país donde los campesinos la proclaman. Franceses, vuestra suerte está en vuestras manos. No tienen ne­ cesidad de maestros explicadores. Desde el momento en que lo crean, no habrá más de ellos. Por lo demás, estén prevenidos. ¿Será Francia, o Inglaterra, o Alemania, quien primero adoptará la opinión de la igualdad de las inteligencias? Lo ignoro. Es en Gijón, mi patria, donde menos discípulos de la Enseñanza universal existen. Quizás esto comien­ ce fuera de Europa. Una vez más, franceses, ustedes habrán sido prevenidos. Las personas que lean atentamente mis obras notarán que el nuevo sistema de instrucción encierra dos partes distintas. La primera parte es relativa al modo de enseñanza; la segunda al orden de los estudios. Modo de enseñanza Se ha dado el nombre de método a una cierta sucesión de expli­ caciones orales, dadas por un maestro instruido a un alumno ig­ norante. Esta significación de la palabra método, siendo conocida por todo el mundo, no es aplicable a la Enseñanza universal en la que no se explica nada. De allí proviene el hecho de que muchos sabios de muy buena fe no han comprendido esta frase: la Ense­ ñanza universal es un método por el cual se enseña lo que se igno1,0Alusión de Jacotot a la leyenda musulmana en la que Mahoma demuestra sus poderes al incrédulo Habib alzando sus manos hacia el cielo y ordenando a la luna descender, entrar por una de sus mangas y salir por la otra. (N. deT.).

ra. En efecto, si a través de la palabra enseñarse quiere decir expli­ car, comunicar lo que se sabe, es evidente que la frase de la que se habla envuelve una contradicción palpable; es la enunciación de un absurdo. Hay que confesar incluso que en una primera aproximación, es difícil hacerse una idea clara de lo que significan estas palabras: enseñar lo que se ignora. En efecto, siempre se ha creído en la des­ igualdad de las inteligencias, por consiguiente, en la debilidad de la inteligencia de los niños, y a consecuencia de ello, en la necesi­ dad de las explicaciones orales: es pues natural que aquellos que tienen la opinión de la desigualdad vean como un hombre deli­ rante a aquel que diga: yo enseño lo que ignoro. En vano traducirá de otro modo este pensamiento, en vano añadirá: se aprende conmigo lo que ignoro. Esta segunda frase no es más inteligible que la primera para aquel que está tomado de antemano por la idea de que las explicaciones son necesarias. En vano eí autor intenta ex­ plicar este hecho extraño diciendo: «El alumno aprende sin expli­ caciones, porque las inteligencias son iguales». Es precisamente esta pretendida explicación la que derriba todo el sistema. Los más razonables dirán: «es al menos dudoso que las inteligencias sean iguales (el mismo autor confiesa que esta igualdad no es más que una opinión); por consecuencia, es muy dudoso que un niño sea lo suficientemente inteligente para prescindir de explicaciones ora­ les; de tal modo el sistema de los maestros ignorantes es un siste­ ma absurdo». Los más moderados parecen al menos tener derecho a pensar que las promesas de este tipo son temerarias, y los ensayos muy aventureros. Acepto todo eso. Sólo que haría observar a las personas que hablan así de buena fe que cambian la cuestión sin prestar aten­ ción a ello. No se trata dt promesas, sino de cosas hechas. Se razona cuando es necesario observar; se discute la posibilidad mientras que el hecho está presente.

Yo no digo: «creo que las inteligencias son iguales, por tanto un niño puede instruirse sin maestro explicador»; eso es lo que se llama un sistema. Pero digo: «yo he enseñado lo que ignoro, o si ustedes quieren, varias personas han aprendido conmigo lo que ignoro: por tanto han aprendido sin explicación; yo aviso al público, a fin de que pueda sacar provecho de esta nueva experiencia. Yo creo que todo hombre tiene la inteligencia para escribir sin explicaciones; he visto muchos ejemplos de esto. Creo que todo hombre tiene la inteligen­ cia para dibujar muy bien, desde el primer intento, sin explicacio­ nes; he visto muchos ejemplos de esto. Yo creo que todo hombre puede aprender sin explicaciones la ejecución, la composición, la improvisación musical, que puede hacer romances, dúos, tríos, cuartetos, partituras, etc., sin maestro que le explique el contra­ punto; he visto muchos ejemplos de esto. Yo creo que todo hombre puede escribir las lenguas como los mejores escritores sin ir al co­ legio; be visto muchos ejemplos de esto. Yo creo que todo hombre puede modelar bien desde eí primer ensayo, y puede mezclar los colores pintando de inmediato al natural, siempre sin que se le dé ninguna explicación; he visto muchos ejemplos de esto. Yo creo que todo hombre puede aprender muy rápidamente y muy bien las lenguas muertas y vivas sin explicación (se trata siempre de expli­ caciones orales), he visto muchos ejemplos de esto. Yo creo que todo hombre puede aprender la pronunciación de una lengua extranje­ ra sin ninguna explicación, sólo con escuchar hablar; he visto mu­ chos ejemplos de esto. Yo creo en fin que todo hombre puede apren­ der todo solo y sin explicaciones orales. Esto es lo que digo. Pienso que no puedo más que sentirme satisfecho de haber publicado los hechos de los que he sido testigo. ¿Qué sucederá? Algunos pobres ensayarán, y todos ellos tendrán éxito. Si solamente algunos lo tuvieran, verán si han carecido de inteligencia o de voluntad. De su lado, los sabios

reflexionarán sobre este conjunto de hechos nuevos, increíbles y sin embargo indiscutibles, y verán el partido que pueden sacar del descubrimiento. Sea lo que sea, no digo: «Yo creo, etc., en consecuencia propon­ go tal sistema de educación», sino que digo: «Yo he visto, etc., y pienso, etc.». Piensen como yo si quieren; yo quiero brindarles un servicio anunciando hechos que jamás han sido vistos por nadie. Cuando hice este anuncio al público, en medio de todos los métodos explicadores, era fácil de prever lo que sucedió. La buena nueva fue anunciada en un estilo poco cuidado y, por esta razón, muy enérgico, quizás un poco rudo aún. Los explicadores se irri­ taron; incluso el público, que posee la opinión de la desigualdad, se agitó; y como sucede cuando uno se enoja, hasta se llegó a negar los hechos, Pero poco a poco los espíritus se calmaron, y ya no se lanzan más gritos cuando se oye hablar de la igualdad de las inteli­ gencias. Se comienza a creer que algunas personas pueden instruir­ se sin maestro explicador; aún no se animarían a determinar la cantidad de individuos capaces de obtener ese resultado: cuanto más se ensaya, más se encuentran. Incluso se dice que no existe hombre sobre la Tierra que no haya aprendido algo por sí mismo y sin maestro explicador. Se tiene razón; la Enseñanza universal existe realmente desde el comienzo del mundo al lado de todos los métodos explicadores. Esta enseñanza, por sí misma, ha for­ mado ciertamente a todos los grandes hombres. El artesano en su taller, desde que quiere reflexionar, se perfecciona completamente solo. Todo hombre ha hecho esta experiencia mil veces en su vida, y sin embargo jamás hubiera venido a la mente de nadie decir a otro: «yo he aprendido muchas cosas sin explicaciones, creo que usted puede hacerlo como yo». Es poca cosa, sin duda, y nadie había pen­ sado nunca en ello. Es, lo confieso, demasiado simple para que se lo comprenda la primera vez que se lo oye decir. El hombre se ha creado una infinidad de necesidades ficticias que observa como ne-

cesarías. Las explicaciones orales son de ese tipo; sucede al azar el darse cuenta de ello, pero publicarlo es una buena nueva. Digo que este descubrimiento precioso es fruto del azar; y el público me dará quizás el gusto de contarle esta pequeña historia. Me encontraba, como se sabe, de profesor en una universidad extranjera por una sucesión de circunstancias extraordinarias. Nin­ guno de los primeros alumnos que se presentaron ante mí para aprender el francés comprendían esa lengua; había, en ese número, quienes no entendían lo que yo decía. Puse entre sus manos un Telémaco con una vieja traducción en su lengua materna. Un com­ pañero, que servía de intérprete, íes dice de parte del profesor que aprendan el texto francés invitándolos a ayudarse de la traducción para comprenderlo. Esos jóvenes aprendieron valerosamente la mitad de ese primer libro, hasta estas palabras: había partido de Itaca. Entonces les hice decir que repitan sin cesar lo que sabían y que se conformen con leer el resto para contarlo. Luego les dije que escriban lo que pensaban de todo eso. Yo había sido explicador toda mi vida, por consiguiente creía como todos mis colegas que las explicaciones, y sobre todo mis explicaciones, eran necesa­ rias; ¡cuál fue mi sorpresa cuando vi que se podía prescindir de ellas! El hecho estaba bajo mis ojos, no me era posible ponerlo en duda. Tomé mi partido, y me decidí a no explicar nada para ase­ gurarme hasta dónde podía ir el alumno de este modo, sin expli­ caciones. Sucedió que los alumnos ubicaban la ortografía y se­ guían las reglas de la gramática a medida que los veinticuatro li­ bros se les volvían familiares a través de la repetición. Pero un resultado que me sorprendió más allá de toda expresión fue ver a algunos pequeños extranjeros escribiendo como los escritores fran­ ceses, y por consiguiente, mejor que yo y que mis colegas los pro­ fesores explicado res. Esos primeros resultados impresionaron todas las miradas, e incluso muchos sabios los admiraron; pero nadie comprendía el

método, nadie veía que allí no había método. Todo el mundo caía en el error en el que ha caído a continuación el sabio y honesto Kinker; se atribuían los progresos de los alumnos a la superioridad del señor Jacotot. Se decía, «es un viejo profesor de derecho, de matemáticas, y ha estado en la escuela politécnica». La sociedad de los métodos de París tampoco ha comprendido la cosa; ella pretende a toda fuerza que la Enseñanza universal sea un método, y quizás los franceses han conservado aún este prejui­ cio. Se nos pregunta: «¿Qué piensa usted del método?, ¿cuál es el método?, ¿qué debe hacer el maestro?» A todas esas preguntas res­ pondo: el maestro no debe hacer nada; el método no es nada; él reside en la naturaleza de la inteligencia humana que ha sido crea­ da capaz de instruirse sola y sin maestro explicador. No hay nada que examinar, nada que juzgar en ese método; sólo se pueden ver, examinar y juzgar los resultados. El maestro no posee método; él dice: «hagan»; y el alumno obedece a través de su propio método. Pero ese método está por encima de la ciencia de todos los examinadores y de todos los jueces. Estas son reflexiones que han escapado a la sociedad de los métodos; desde el momento en que se ocupa de métodos, ella tampoco sabe lo que es la Enseñanza universal. Yo no dejo de repetirlo a aquellos que vienen a verme. He prevenido a los ingle­ ses; puede ser que estos no caigan en el error de la sociedad de los métodos. Esta sociedad está por entero fuera de tema, y temo que los franceses no se deslumbren con las explicaciones de la sociedad de los métodos explicadores. El señor conde de Lasteyrie111 ha visto los resultados, puede hablar con conocimiento de causa. Que él los examine y los juzgue; todo hombre, todo ser intelectual 1' 1Conde de Lasteyrie (1759-1849), famoso filántropo y hombre de ciencias francés, Cf. Lasteyrie, Restmie de la methode de M. Jacotot, Prudhomme, Grenoble, 1829. (N. deT.).

tiene derecho a ello. Pero desde que está en el mundo, jamás ha visto a un niño a quien el maestro no explicara nada. Los maestros siempre han tenido un método, una serie de procedimientos que pueden ser expuestos por escrito y que, por consecuencia, pueden ser examinados y juzgados. El señor de Lasteyrie no conoce más que eso; ha concluido, como sucede habitualmente, que no podía haber allí más que eso. La sociedad de las buenas bridas promete pues a los franceses com­ parar todas las bridas de buena fábrica con la brida de la Enseñanza universal. La sociedad compara así dos cosas que no pueden ser comparadas. Les dirá en qué los procedimientos que emplea el maestro de la Enseñanza universal son preferibles a los otros pro­ cedimientos de los demás métodos. Por más que grite desde Lovaina a la honorable sociedad: YO NO EMPLEO NINGÚN MÉTODO; la honorable sociedad promete exponerlo en su dia­ rio. ¿Y qué? ¿No hay nadie, en esa sociedad, que pueda brindar servicio a los pobres, gritando a los oídos del señor de Lasteyrie: «¡Presidente, presidente!, ¿está ahí? Querido presidente, le ruego, ¿le sería imposible comprender lo que voy a decir? ¿No son las inteligencias iguales? Usted tiene buenas intenciones, pero está a veces un poco distraído, y a menudo, cuando se le habla, no escu­ cha más que lo que usted dice». Solamente una pequeña palabra: el maestro (en la Enseñanza universal) no posee método; de este modo usted no puede com­ parar este método con ninguno de los buenos métodos que presi­ de. Es verdad que el alumno (en la Enseñanza universal) posee un método, pero ese método, esa marcha del espíritu humano, esa serie de procedimientos intelectuales no es asible, no se lo puede escribir y depositar en el despacho de la sociedad, y usted no es presidente de ese método. ¡Ingleses! Si los parisinos son tan buenos como para tener nece­ sidad de las buenas explicaciones de la buena sociedad de los bue­

nos métodos, espero que esta vieja moneda francesa no encuentre curso en vuestra isla. Juzguen por ustedes mismos. Ustedes no tienen necesidad del señor conde de Lasteyrie, no más de lo que él tiene necesidad de ustedes. Lean lo que digo y no pregunten a la sociedad lo que he dicho; presten atención y decídanse por sí mis­ mos. ¿No ven lo que hay de aiontador en las pretensiones de esta pequeña aristocracia que se arroga, desde Paris, el derecho de ex­ plicar lo que escribo? Eso tiene el sabor del viejo método. Cómo un hombre, así fuera el señor conde de Lasteyrie, tiene la audacia de decir a su semejante: «¡Padre de familia! He aquí un libro, pero usted no lo comprendería si yo no se lo explicara. En este libro no hay método de parte del maestro, pero voy a exponerle ese méto­ do, pues lo compararé a los otros. No hay procedimientos, pero usted debe creer que los hay, si yo se lo digo». No creo que los ingleses necesiten los anteojos del señor de Lasteyrie; tengo inclu­ so algunas razones para creer que los parisinos y muchos miem­ bros de la sociedad comparten la opinión inglesa sobre esos ante­ ojos; pero un hombre pobre de un poblado de Francia, que no está todavía emancipado, creerá quizás que existe una serie de pro­ cedimientos, puesto que el señor de Lasteyrie los ha visto, compa­ rado y juzgado. He aquí lo que digo a los ingleses. Ahora retomemos el hilo de nuestra narración. Mientras enseñaba el francés, pensaba en el latín. Hice la expe­ riencia y tuvo éxito. Ruego a mis lectores prestar atención al he­ cho de que no es mi método el que ha logrado el éxito, es el del alumno. En efecto, yo me limito a decir: «He aquí un libro, apren­ dan el latín». Se ve que no hay allí ni buen ni mal método de parte del maestro, no lo hay. Luego me atrevía a decir: «Aprendan el griego». El alumno aprendió el griego por su propio método, y yo me dije: ¡Abajo todos los métodos explicadoresl ¡Abajo todos los métodos de todos los maestros! He aquí uno nuevo, pero no es

uno de esos métodos que los sabios puedan juzgar; no se lo puede ver, ni mostrar» ni someter al examen de la sociedad de París. ¡Sería una buenafarsa si algún sabio se atreviera a comparar este método con el de los maestros! Lafarsa se interpreta todos los días en París, calle... Los actores ofrecían, hace algún tiempo, la pieza intitulada: Emancipación intelectual, método para la música. Uno de los per­ sonajes toma la palabra y dice: -«¡Mis queridos amigos! Entre nosotros estamos convencidos de que todos los buenos métodos estarán puestos en nuestro crisol112, y que la nación francesa ten­ drá confianza en el resultado que saldrá de nuestro análisis. El pue­ blo de las provincias no puede tener sociedades como la nuestra para conducirlo en sus juicios. Existen, por aquí y por allá, en las capitales de provincia, algunos pequeños crisoles; pero el mejor crisol, el crisol por excelencia, sólo se encuentra en París. Todos los buenos métodos se disputan el honor de ser depurados, verifica­ dos en nuestro crisol. Uno sólo tiene el derecho de sublevarse; pero lo tenemos, pasará por allí como los demás. La inteligencia de los miembros es el vasto laboratorio en el que se lleva a cabo el legítimo análisis de todos los métodos. En vano el Universal se debate contra nuestros reglamentos, nos dan el derecho a juzgarlo y lo juzgaremos. ¡Ingrato! Nosotros alabamos su método, y él nos dice impertinencias, nos acusa de atontar al pueblo, ¡al que llama a la emancipación! Señores, ¿merecen ustedes esta extraña acusa­ ción? No sin dudas. Continúen mostrando calma en medio de las injurias. Diré pues, con imparcialidad, que la emancipación inte­ lectual es una buena cosa, con tal de que se la encierre dentro de justos límites. ¿Cuáles son esos límites, señores? Ustedes y yo. Sí, nosotros somos límites, límites necesarios más allá de los cuales la 112Recipiente utilizado en los laboratorios para las reacciones químicas a altas temperaturas. (N. deT)

Enseñanza universal no es más que un libertinaje de espíritu, una licencia desenfrenada que es preciso apurarse a reprimir. Existe lo bueno, lo mediocre y lo malo en todos los métodos, en todos los procedimientos. Ahora bien, noten esto: ¿cómo se puede hacer la separación de lo bueno, de lo mediocre y de lo malo? Sólo puede hacerse en nuestro crisol. Los padres de familia que no tienen crisol esperan o deben esperar con impaciencia el resultado de nuestro análisis. Nosotros les hemos dicho, en el diario, que tenían necesi­ dad de él. Ustedes han previsto, señores, a qué anarquía intelectual llevaría la emancipación si ustedes no le pusieran límites. El acusado pretende que su método no es nada; se ha aceptado su palabra en el reino de los Países Bajos, y ha sido juzgado a través de un juego de palabras: ‘puesto que no es nada, como él mismo lo dice, ya no hablemos de ello5, dijeron los sabios de Bélgica. En cuanto a noso­ tros, señores, que hemos acudido a los lugares, debemos confesar que en verdad hemos visto algo, y luego de haberlo lanzado en nuestro crisol intelectual, hemos decidido que diremos: Es bueno». El acusado apela este fallo y dice, para su defensa: para enseñar la música digo al alumno que toque, improvise, haga un dúo, un trío, un cuarteto, una partitura: él hace todo eso a través de su método; juzguen el método del alumno, pónganlo en vuestro cri­ sol si ustedes quieren, jtan sabios como son! Pero les ruego, no juzguen el mío; ¿es que vuestra sociedad no tendría suficiente es­ píritu para ver que yo no poseo método que pueda ser examina­ do, juzgado, alabado, censurado, comparado? Hagan creer a los padres pobres que existe un gran misterio a develar, un profundo análisis que hacer, y que ellos deben esperar respetuosamente que les digan cuándo y cómo podrán permitirse comenzar. Hay un ardid tan viejo como el de las sociedades sabias, con el que el mundo fue y probablemente será siempre engañado. Se advierte al público que no se tóme el trabajo de examinar; la Revue se encarga de ver, la sociedad se compromete a juzgar; y para darse

un aire de importancia que se impone al perezoso, no se alaba, jamás se censura, ni mucho ni muy poco. Admirar con entusias­ mo anuncia un pequeño espíritu; pero al alabar o censurar con medida, además de que nos hacemos una reputación de imparcia­ lidad, nos colocamos así por encima de aquellos a los que juzga­ mos, valemos más que ellos, hemos desenredado con sagacidad lo bueno de lo mediocre y de lo malo. El producto es una excelente explicación atontadora que no puede dejar de hacer fortuna. Por otra parte se invocan algunos pequeños axiomas que hinchan su discurso: No hay nada perfecto... Hay que desconfiar de la exagera­ ción. .. Está a tiempo de corrección... Con esos pequeños refranes, no hay nada de lo que no se pueda hablar doctoralmente, tan bien como la sociedad de los métodos de Paris. Animado por los éxitos que había obtenido, me atreví a decir a mis alumnos que pinten, y fui obedecido. No encontraba ningún obstáculo con mis alumnos; pero los sabios no eran tan educados en apariencia como la sociedad de los métodos. ¡Se grita contra la charlatanería! La sociedad del señor de Lasteyrie jamás ha hablado así de nadie. Su lenguaje no posee tanta grosería, ¿pero es más educado en realidad? A menudo he sufrido por el tono meloso, pero protector, con el cual se habla a esos pobres autores de Fran­ cia que tienen la bonhomía de creer en las luces de la sociedad, o que se encuentran reducidos a invocar su testimonio por necesi­ dad. Entonces se trata de una gran dama cuya protección reclama un desdichado, y que se digna a lanzar una mirada de bondad sobre aquel que le implora. Cuando uno se encuentra en esa posi­ ción, gusta de humillar al protegido a través de mil consejos que él no pide y que le hacen sentir su inferioridad intelectual. ¡Qué es­ píritu tenemos con aquellos que tienen necesidad de nosotros y la estupidez de decírnoslo! ¡Qué bien sabemos adoptar el tono serio de los explicadores! ¡Con qué deleite desplegamos nuestros pensa­ mientos cuando no tenemos que temer contradicción alguna!

¡Cómo saboreamos nuestras propias palabras cuando un pobre diablo está obligado a humillarse frente a una decisión que implo­ ra! Todos somos un poco sonsos de esa sonsera; pero el tipo de los sonsos de esa especie lo constituyen los reporteros de las socieda­ des sabias y los redactores de las hojas públicas. Estos son quizás más cómicos aún en sus pretensiones de gobernar los espíritus. Préstese atención al hecho de que aquí no se habla de los diarios de ningún país en particular. Se habla de la especie sabia, de la especie periodista en general; poco importa si es El observador bel­ ga, o El Observador austríaco, o el Diario de educación, el Globo o el Times, esas pequeñas corporaciones son seres de razón que desrazonan de la misma manera en todos los países. Esos jefes intelectuales son por costumbre invisibles, no se los puede atrapar. Esos gobernadores de ideas, a imitación de los gobernantes reales, se hacen una guerra perpetua entre ellos; pero se coaligan contra la Enseñanza universal de los pueblos y de los verdaderos gobiernos. ¿Logrará la emancipación intelectual hacerse a la luz a través de esas nieblas espesas de explicadores que explican a los pueblos sus derechos y a los gobiernos sus deberes? Esto es difícil de creer; los soberanos consultarán a los explicadores que los rodean, y los pue­ blos tienen confianza en las explicaciones contrarias, ¿Cuál es el padre de familia que se cree capaz de decidir, en materia de educa­ ción, sin la opinión de la sociedad de los métodos? La emancipa­ ción intelectual haría desaparecer esta sociedad; juzguen pues con qué ojo debe observar las pretensiones de la Enseñanza universal. Obligada a hablar, debido a una sucesión de hechos que conoce (que debe conocer) luego de diez años, ella busca ponernos las bridas como embrida a todos los métodos explicadores. ¡Cuíden­ se, padres de familia! Hagan sus asuntos ustedes mismos: esos ad­ ministradores de vuestros dominios intelectuales no siempre son insensibles a su interés. No es el amor al dinero el que domina a esos administradores, sino el amor a la dominación intelectual.

Desconfíen de toda especie de amor. No cuenten demasiado so­ bre los productos de todo lo que se llama amor, cualquiera sea el objeto. ¡Vean lo que se hace, vean lo que se dice algunas veces en contra de la conciencia por puro amor a las trufas! El señor de Vatimesnil113 tenía una buena intención; buscaba las mejoras de un sistema atóntador. Pero ese gran maestro no ha adoptado los medios para llegar a su meta. Si es preciso creer a los medios, él habría despachado a Lovaina a un explicador atontador para saber a través de él lo que piensa de la emancipa­ ción intelectual. Eso no era algo reflexionado. El amor a las ex­ plicaciones es un amor igual a cualquier otro: es preciso descon­ fiar de sus informes. He aquí el hecho: el campeón de! viejo114 se ha presentado a! torneo después de la hora que le había sido impuesta: el combate fue postergado para el día siguiente; pero el campeón del viejo no se animó a volver para defender a su dama: el huyó y aún corre. Esto debe servir de lección a todas las grandes personas que quie­ ren informes sobre un tema cualquiera (pues todo está en todo). No pregunten jamás a un explicador atontador lo que piensa de los explicadores atontadores. Hay un solo caso en el que se puede actuar así sin inconsecuencia; es cuando uno mismo condena la emancipación intelectual, y cuando para conformarse a un viejo uso, en una palabra por pura formalidad, uno simplemente se propone poder decir a los chillones: «Yo me he hecho explicar, se me ha hecho un informe, lo he enviado a ios lugares, he tomado todas las informaciones que la prudencia exigía». Esos lugares co­ munes son un seguro talismán. Esas prudentes palabras confor­ man a todo el mundo, y nadie se atreve a preguntar: ¿por quién se 113Ministro de instrucción pública en el año 1828. (N. deT.) 114 Cuando Jacotot había de «el viejo» sin más, se está refiriendo al «viejo método». (N. deT.).

ha hecho explicar? ¿Cuáles son los intereses del reportero? ¿En qué clase ha escogido al juez que debe hacer el descenso sobre los luga­ res? No se pregunta nada de todo eso. Se aguarda, de un lado y de otro se espera, se gana tiempo durante eí cual se continúa con ardor el atontamiento. Sobreviene otro orden de cosas, el manda­ tario y el mandante caen a la vez, pero el atontamiento prosigue. Eso debe ser así, lo predigo en mis obras. Jamás la especie humana cambiará de naturaleza; ella es atontada por las explicadones, es un hecho. Pero ese hecho es tan viejo como el mundo. Un pequeño poblado, aquí y allá, se sublevará de tiempo en tiempo contra las explicaciones. Cuando, de perfeccionamiento en per­ feccionamiento, estén visiblemente demasiado atontados, se for­ mará en ese poblado una centroderecha y una centroizquierda. La verdadera derecha sostendrá a los maestros explicadores; la extre­ ma izquierda gritará por la emancipación intelectual, pero los cen­ tros, flotando continuamente entre los extremos, mantendrán la estabilidad del equilibrio. Se cambiará el nombre de los explicadores, se hará una nueva escuela normal, se la deshacerá, y esas débiles oscilaciones animan la escena y entretienen a los mirones; ellos creen que el péndulo es libre en sus movimientos, y no ven que está atado a un punto fijo. Desde siempre han existido esas pequeñas revueltas contra las explicaciones; pero una revolu­ ción contra las explicaciones, jamás. La sed de las explicaciones es una enfermedad incurable. En lugar de leer y meditar mis obras, se piden explicaciones de esas obras. En seguida tenemos mil explicadores en movimiento. «Soy yo el buen explicador del método no explicador», dice uno. «Tú mientes, soy yo», dice el otro. «Cállense todos», dice el presidente de la sociedad de las buenas bridas agitando su campanilla; «uste­ des son todos presuntuosos, la sociedad trabaja en el silencio, en­ saya, pone a la obra la serie de los procedimientos, aunque el fun­ dador diga que todos ustedes tienen tanta inteligencia como la

sociedad, cuarenta veces un espíritu tiene más espíritu que un es­ píritu completamente solo, eso es evidente. Cállense pues todos, y que los padres de familia esperen, en un respetuoso silencio, el fallo de la sociedad de los métodos. Ninguno de ustedes posee la inteligencia lo suficientemente desarrollada para comprender al fundador. Quizás la escuela normal podría dar una opinión pasa­ ble sobre este tema, pero la opinión de la sociedad es la más segu­ ra. Esa gente de la escuela normal se sostiene en el atontamiento por los prejuicios, por el dinero, por otros mil lazos; su embaja­ dor ha hecho una penosa embajada. El derecho de la gente de letras ha sido violado en su sagrada persona; se ha dado ya declara­ ción de guerra. Por todas esas razones y por muchas otras, los franceses harán bien en no prestar oído a las pérfidas declamacio­ nes de un encargado de negocios, cuyo carácter ha sido manchado en el campo enemigo. En consecuencia la sociedad ha decidido y decide unánimemente lo que sigue: se ordena a los padres de fa­ milia permanecer, ellos y sus hijos, dentro de las explicaciones per­ feccionadas que la sociedad les ha recomendado y les recomendará seguidamente, hasta el momento en que la sociedad les permita emanciparse, conforme a los reglamentos que hará para la susodi­ cha emancipación». Pero ya tenemos bastante sobre el modo de enseñanza. Sin duda ahora se comprende en qué difiere el método no explicador de los otros, y por qué la sociedad del señor de Lasteyrie no entiende nada de este método. Terminemos exponiendo nuestras ideas so­ bre la sucesión de los estudios. Hay padres de familia que son libres en la educación de sus hijos, es decir, I o los soberanos y los grandes por su nacimiento y por su fortuna; 2o los muy pobres; 3o ios del medio que no man­ dan a sus hijos a los lugares que ofrecen los explicadores y los examinadores atontadores en todos los países; 4o por último aque­ llos padres que sólo tienen hijas.

Aquellos de los que acabo de hablar pueden emancipar a sus hijos ocupándolos sólo en la lengua materna, hasta los catorce años. En ese tiempo el niño sabrá: Io Los veinticuatro libros de Teíémaco; recitará los seis primeros y relatará los otros. 2o Habrá hecho composiciones morales como los mejores alum­ nos del pensionado de la Señorita Marcélis. 3o Sabrá hacer reflexiones metafísicas, como los alumnos de los que hemos hablado. Así conocerá al hombre bajo la doble rela­ ción moral e intelectual. 4o Conocerá la obra de Fenelón bajo la relación del arte. En esa época, y en el estado intelectual en el que se encontrará luego de haber hecho los ejercicios consignados arriba, aprenderá solo, sin maestro explicador, todo lo que quiera. Le preguntaba al enviado de la escuela normal, ¿cree usted que los niños de catorce años que saben leer como los alumnos de la señorita Marcélis tienen necesidad de un explicador para compren­ der un libro de aritmética? Usted no sabe leer mejor que ellos, y sin embargo podría aprender solo la aritmética que usted no co­ noce. \Qué piensa usted de esto? ¿Ha pensado el enviado? No sé; pero no ha respondido nada; y como se dio cuenta de que si per­ manecía en Lovaina se lo forzaría a pensar, el perezoso, quien no tenía el hábito de ello, ha tomado la diligencia para retornar a Paris. Que los parisinos hagan la experiencia y verán. Pregúntenle: iQuépiensa usted de esto?Tomará su sombrero, y usted se librará de él; la receta es infalible. Decía yo a algunos discípulos ingleses que fueron testigos del des­ engaño del campeón del viejo: en general no se sabe poner la trampa a esta especie de presa. Yo voy a hacerles una comparación para expo­ nerles lo que hago cuando discuto con un diplomático del viejo juego: Cuando un indio quiere atrapar un animal, le lanza al cuello un lazo enrollado; el animal emprende la huida, el indio se detiene, y

el animal cree escapar corriendo sin darse cuenta que la cuerda se extiende y que el lazo se aprieta a medida que él galopa, hasta que al fin una sacudida violenta lo derriba de costado. El indio llega entonces y se apodera del animal amordazado. El indio jamás falla su jugada. Del mismo modo, cuando vuestro adversario quiere divagar, aprovechen la primera tontería que diga y échenle el lazo: ¿Qué piensas de esto? El lógico proteo brincará515, se le caerá la baba, dará a la tontería que ha dicho mil formas variadas; sin embargo, si ustedes se quedan en su lugar, si en lugar de lanzarse sobre todos los huesos que él les lanza para quebrarlos, si en lugar de correr tras él, le aflojan tranquilamente el cordel repitiendo ¿qtté piensas tú de estol vuestro porfiador no irá lejos. Se atrapa a las ballenas también por este medio. No hace falta lanzar el arpón más que una vez. He aquí el consejo que doy a mis discípulos para salirse victo­ riosamente de una discusión con un atontador cualquiera. Pero volvamos al orden de los estudios y a la elección de las materias a enseñar. Uno puede, como decía hace un momento, limitarse a la lengua materna, y cuando el alumno piense y escriba como los mejores escritores franceses, entonces denle libros, ábranle vuestros anfiteatros, vuestros gabinetes de física, vuestros labora­ torios: el alumno emancipado no necesita de nadie para conducir­ lo en el laberinto de las ciencias. Él tiene el hilo en la mano, y ese hilo es el famoso Todo está en todo.

115 Hombre que cambia muy a menucio de ideas, afectos o aspecto. En alusión al dios marino Proteo quien cambiaba de forma a voluntad. (N. de T.).

TODO ESTÁ EN TODO Algunos sabios comienzan a comprender la utilidad de este ejer­ cicio del que se han ofrecido varios ejemplos en el Journal de Vemancipation intelectuelle1Ió. Intentemos explicar una vez más lo que entendemos por el ejercicio Todo está en todo. Desde que vuestro alumno sabe escribir su lengua materna como los mejores escritores; desde que piensa como ellos; desde que conoce la obra de Fenelón, no tiene más que relacionar con ella todas las obras de literatura. Es esta relación, es esta comparación la que constituye el ejercicio intelectual al cual se ha dado el nom­ bre de Todo está en todo. Si el alumno observa una obra gramatical relacionándola a la obra de Fenelón, verá que el gramático es el mismo ser intelectual que Fenelón- Es el mismo arte, y él dirá: Todo está en todo. En una palabra, consideren un dado, una bota, una canción, un libro, un pasaje de un libro, una obra humana cualquiera, verán siempre pruebas de la misma inteligencia. Todo está en todo. Ejemplo. He aquí un pasaje de un pequeño libro de aritmética: «La suma de las fracciones es una operación por la cual se re­ únen varias fracciones para hacer una sola. Antes de hacer nada, es preciso reconocer si ellas poseen el mismo denominador. En caso contrario, se debe recurrir a la cuarta reducción117».

n6Revista fundada por el propio Jacotot. (N. deT.). 117 Operación que permite reducir dos fracciones al mismo denominador, y que consiste en multiplicar los dps términos de la primera fracción por el denominador de la segunda, y los dos términos de la segunda por el denominador de la primera. (N. deT.).

«Cuando las fracciones tienen el mismo denominador, se co­ mienza por sumar todos los numeradores, y se busca cuántos en­ teros hay, lo que se conoce dividiendo el total de los numeradores por el denominador común; el resto forma el numerador de una nueva fracción que tiene por denominador al denominador co­ mún. Los enteros se aplican a los centavos, o a las libras, si las fracciones son fracciones de centavos o de libras. Lo que queda de la adición se lleva a cabo como habitualmente.» He aquí las reflexiones del alumno al considerar esta obra humana. Hay casi siempre en lo que hace el artista una simplicidad que tiende a volver más clara cada parte de su obra.

«se reúnen varias fracciones para hacer una sola».

La prudencia es una de las principales cualidades del artista.

«Antes de hacer nada, es preciso...»

Ella le es raramente inútil, y mediante ella pone en uso los conocimientos que ya ha adquirido.

«En caso contrario, se debe recurrir a la cuarta reducción».

Luego de haber allanado las primeras dificultades, trabaja con el orden de la atención.

«Cuando las fracciones tienen el mismo denominador, se comienza...»

Conjetura, busca y encuentra la conclusión de una parte de su obra en su obra misma.

«se busca cuántos enteros hay, lo que se conoce dividiendo el total de los numeradores por el denominador común».

Él es dirigido así por una cierta economía que le hace emplear todo según su valor, sin poner nada en demasía.

«.. .forma con ello el numera­ dor de una nueva fracción que tiene el denominador co­ mún».

Para captar el espíritu de este ejercicio Todo está en todo, habría que escuchar a alumnos de la señorita Marcélis explicar todo esto a viva voz. Se procurará en el Journal de l’emancipation intelectuelle no dejar ninguna nube sobre este tema, ofreciendo de vez en cuan­ do algunos ejemplos. Este ejercicio, como se ve, liga todas las ciencias y todas las artes bajo un único punto de vista; tiene por fin asegurarse del hecho de que el espíritu humano muestra siempre ser el mismo en todas sus producciones. Desde 1819, el axioma Todo está en todo sublevó a los sabios de Bélgica, y el señor duque de Lévis, en 1829, se ha arrastrado en consecuencia, repitiendo sus bufonadas al respecto. Yo hubiera deseado que un par, un duque, un académico, un francés no hu­ biese caído en ese lodazal; pero está escrito que los sabios chapo­ tearán en él hasta la consumación de los siglos: Todo está en todo. Desde 1819, se me escribía: «Señor, el otro día quise sostener el axioma Todo está en todo en una sociedad de bellos espíritus. Un burlón me preguntó si todo estaba en Telémaco. Respondí con descaro que sí. Él añadió: -¿Y en el primer libro? -Sí, siempre desvergonzadamente. -¿Y en la primera palabra? -N o sé. Todo el mundo estalló de risa. Le ruego que me diga lo que había que responder». Había que responder que usted cree que todas las obras humanas están en la palabra Calipso, puesto que esa palabra es una obra de la inteligencia humana. Aquel que ha hecho la suma de las fracciones es el mismo ser intelectual que el que ha hecho la pala­ bra Calipso. Ese artista sabía el griego; ha escogido una palabra que

significa artificiosa, oculta. Ese artista se asemeja a aquel que ha imaginado los medios de escribir la palabra que se habla. Se ase­ meja a aquel que hace el papel sobre el que se la escribe, a aquel que emplea las plumas para este uso, a aquel que Ies saca punta con una navaja, a aquel que ha hecho la navaja con hierro, a aquel que ha procurado el hierro a sus semejantes, a aquel que ha hecho la tinta, a aquel que ha impreso la palabra Calipso, a aquel que ha construido la máquina para imprimir, a aquel que explica los efec­ tos de esta máquina, a aquel que ha generalizado estas explicacio­ nes, a aquel que ha hecho la tinta para imprimir, etc., etc., etc. Todas las ciencias, todas las artes, la anatomía y la dinámica, etc., etc., son los frutos de la misma inteligencia que ha hecho la pala­ bra Calipso. Un filósofo que atracó en una tierra desconocida adi­ vinó que ella estaba habitada al ver una figura geométrica sobre la arena. «He aquí el paso del hombre», dice él. Sus camaradas lo creyeron loco, porque las líneas que les mostraba no parecían un paso. Los sabios del perfeccionado siglo XIX abren grandes ojos alelados cuando se les muestra la palabra Calipso, y cuando se les dice: «la mano del hombre está allí». Apuesto que el enviado de la escuela normal de Francia dirá, observando la palabra Calipso: «por más que se lo diga, esto no tiene la forma de una mano». Todo está en todo. Decía yo con ocasión de la llegada del enviado del señor de Vetimesnil: «no es posible que la universidad no tenga nada mejor que esto; esperemos que venga otro. Acepto con gusto brindar ayuda a una universidad dentro de la cual he contribuido durante treinta años a atontar a la juventud porque no sabía más que eso; pero que al menos se me envíe a alguien que no venga a juzgarme, sino a pedirme lecciones. Que si la universidad cree no necesitar­ me me deje en paz. No basta con no pagar sus deudas, es preciso también ser honesto; ella me debe una pensión, ¿es una razón para venir a fastidiarme?

La palabrafastidiar parecerá trivial ai señor duque de Lévis; pero hace falta que se acostumbre a ella, es así como hablo. También decía a los profesores ingleses presentes en la recepción del repre­ sentante de la universidad de Francia: vayan a decirles a los ingleses que han sido testigos de una escena divertida; aunque sean serios, esto los hará reír quizás un instante. Arlequín debía trescientos francos; su acreedor le advierte que pague, y él responde: «Tengo que pedirle un favor, bríndeme un nuevo servicio, présteme aún trescientos francos, y le deberé seiscientos». Todo está en todo. Yo reía hablando así; pero los ingleses no tenían ganas de reír; se vol­ vieron más serios aún que de costumbre. ¿Era piedad?, ¿era des­ precio? ¿Para quién?... jFranceses! ¿Qué piensan ustedes de esta página de la historia universitaria? Todo está en todo; no siempre es el más rudo en hacerse pagar el que paga más justamente. He relatado todo esto para los que son felices conociendo a fondo la historia de la Enseñanza universal. Deseo que Francia pague a mis pequeños niños la pensión que me debe, no importa cuándo; sería una prueba de que ella está emancipada y de que ha sacado provecho de la buena nueva. Pero volvamos al ejercicio Todo está en todo. Además de la ven­ taja de ejercitar la inteligencia del alumno, tiene por fin ponerle continuamente su ignorancia frente a sus ojos. Luego de haber hecho reflexiones morales y metafísicas, y cuando piensa y escribe como los mejores escritores, se da cuenta de que es demasiado ignorante para explicar de un modo sencillo todas las palabras del primer parágrafo, hará quizás su análisis gramatical si ha verificado la gramática; pero no hará su análisis mitológico si no ha estudia­ do los mitos; dirá a grosso modo que Calipso es una divinidad inferior. ¿Dirá lo que un ontólogo diría sobre esos seres de la ima­ ginación griega y que no tenían ninguna existencia real? ¿Dirá lo que un maestro de escritura diría sobre el arte de formar palabras con la mano? ¿Dirá lo que diría un impresor, un grabador, un

escultor, un pintor, cuando la palabra es impresa, grabada, esculpi­ da o pintada, como hacen los chinos? ¿Comparará esa palabra con la de los escudos de armas, con las de los sacerdotes egipcios? El alumno reflexiona sobre estas palabras: Calipso nopodía conso­ larse', lleva a cabo reflexiones morales; ¿pero dirá que ella está enfer­ ma, que es preciso darle tal remedio según los principios de la tera­ péutica?, ¿sabrá preparar ese remedio como un farmacéutico? En su dolor. « s e trata de un estado patológico», diría la medi­ cina, puesto que ella sufre aunque el mal sólo sea moral. He aquí todo lo que el alumno les dirá sobre esto: Metafísica y patología. «La metafísica es, por así decir, la naturaleza del alma; la patolo­ gía es la metafísica del cuerpo.» «La ciencia de la metafísica es un océano sin fondo ni rivera; no pudiendo el alma ser ni vista ni tocada, no se puede dar una prue­ ba irrecusable de lo que se dice de ella; y para no estar en continua discusión, los metafísicos deben ser y creerse recíprocamente de buena fe y de buen juicio; además, no deben dudar de tener todos la facultad de presentar bien sus ideas.» «No sucede igual para la patología, y eso por un efecto inevi­ table del hecho opuesto de aquel que he hablado para probar que en metafísica nada se puede probar. El cuerpo es material, por ende se lo puede tocar, él vive; ahora bien, todo lo que vive es sensible a la impresión de otro objeto; por consiguiente, siem­ pre se puede verificar la justeza de un comentario, de una obser­ vación, de una opinión relativa a la patología. No se podría ne­ gar, por ejemplo, la impresión dolorosa que recibe el cuerpo por el contacto de un objeto duro, o por la punta aguda y acerada de una flecha o de un dardo; pues si se la quisiera soportar con coraje, la firmeza del alma podría impedir los signos violentos del dolor, pero la tensión de los nervios y de los músculos, la

contracción de los miembros revelarían, a pesar de la voluntad, el sufrimiento del cuerpo.» «El conocimiento de la metafísica y de la patología deben ense­ ñar necesariamente que el alma y el cuerpo someten alternativa­ mente sus movimientos el uno al otro, a medida que uno u otro es más fuertemente ocupado, o sobrecogido, o afectado. Es decir que los movimientos del cuerpo obedecen a las sensaciones del alma si su agitación es más fuerte que la del cuerpo, y que el cuer­ po comunica al alma la impresión violenta que él recibe.» Es lo que ha sido respondido en casa de la señorita Marcélis. No se puede decir más cuando sólo se conoce Telémaco. Conti­ nuemos: Su gruta. El naturalista sólo prestaría atención a las curiosidades de la isla que tienen alguna relación a sus estudios; un arquitecto observaría la construcción de las bóvedas, un geómetra sus super­ ficies, etc. Ya no resonaba. Un físico escucharía la resonancia de la bóveda, y buscaría explicar ese fenómeno según la forma de la bóveda y según las leyes de la acústica. De su canto. Un músico hablaría de la melodía de los sonidos; un poeta de la prosodia y de los versos que cantaba Calipso; un fisiólogo examinaría si se canta con un instrumento de cuerdas, etc. Un filólogo diría: «Hay una edición de tal año en la que se encuentra esta variante: Del dulce sonido de su voz», añadiría miles de cf., y pondría el precio en alguna parte. Las ninfas que la servían. Un jurisconsulto examinaría como tesis general los derechos y los deberes de los amos y de los súbdi­ tos, de los padres y de los hijos, de los maridos y las mujeres, y citaría la ley natural, la ley divina, las leyes humanas, el derecho civil, el derecho de las personas, el derecho criminal, y sobre todo la jurisprudencia de los fallos de la Corte de su ciudad.

Sepaseaba sola. ¿Cuál era el número de los paseadores?, pregun­ tará malignamente un aritmético que no pretende que 1 sea un número. Pero un médico, meditando sobre ese amor a la soledad, verá allí el signo de una enfermedad cuyos síntomas son descritos en la semiótica118. Sobre lospastosfloridos. Un naturalista botánico, sin prestar aten­ ción a Calipso, se ocupará de las clases, los géneros, las especies y variedades que presentan todas las flores que adornan los pastos. Con los que unaprimavera... Un astrónomo les preguntará cuál es la causa de la primavera, y ios interrogará en ese caso sobre el sol, la luna y las estrellas. La aflicción del átomo Calipso no po­ dría ocupar a aquel que viaja imaginariamente en el vacío por el que circulan los mundos. Bordeaba... Admiren este bello borde; un geómetra lo medirá, hará elevar el terreno, construirá la curva que lo rodea, etc., etc. Isla. Un geógrafo no estará contento si usted no le dice cuántas islas hay sobre el globo. Vista. El físico, quien los interrogaba hace un momento sobre el oído, les preguntará ahora sobre todas las partes de la óptica. ¿Se propaga la luz en línea recta, etc.? Inmóvil. Un médico volvería a la semiótica; pero un matemáti­ co les preguntará cómo Calipso permanecía en equilibrio; el ana­ tomista se los preguntará también. Mar. Llegan aquí nuevas preguntas geográficas, hidráulicas, etc. Vuelta hacia... El anatomista les preguntará cómo gira el cuerpo. Un actor estudiará la pose de Calipso; un pintor dibujará el cuerpo. Barco. Un carpintero los interrogará sobre el ensamblaje, los clavos, las muescas, etc. 118 Parte de la medicina que se ocupa de los signos o síntomas de las enfermedades (N. deT.).

Surcando las olas. Un navegante preguntará cómo Ulises se con­ ducía sobre los mares a falta de brújula; un comerciante, qué mer­ cancías hubiera podido traer de sus viajes; un banquero, cómo los negocios se trataban entonces sin tratos; un matemático, cuánto perdía de su peso ese cuerpo que flotaba en el agua, cuál era su velocidad y la de las olas, etc. etc. Vemos, sin ir más lejos, que no hay un sabio que pueda respon­ der a todas las preguntas que proporcionan solamente las palabras del primer parágrafo. Nadie en el mundo lo sabrá jamás a fondo. (Es la expresión favorita del viejo.) ¿Qué hacer? La emancipación intelectual responde: ante todo es preciso ser hombre, es preciso aprender algo, Telémaco por ejem­ plo, y decir lo que se piensa, luego relacionar con esto todo lo que sucesivamente se aprenderá, verificando si todos los sabios y todos los artistas poseen la misma inteligencia a través del ejercicio Todo está en todo. He aquí el orden de los estudios en la emancipación intelectual. Pero en fin, diremos, ¿cómo hacer si se quiere adoptar en los colegios el orden de los estudios planteado? Respuesta: aquí se trata de la ruina de la Enseñanza universal. Sin embargo para vol­ ver a los colegios mil veces más útiles de lo que son, habría que decidir en primer lugar cuál es el objeto al que se dará preferencia. Supongamos que entre todas las materias que se enseñan, se escoja el latín como el estudio más importante. En esta suposición, no habría nada que cambiar a todo lo que se ha hecho; sólo se repeti­ ría en todas las clases el autor adoptado para la sexta clase. El pe­ queño que entra en la quinta sabría Fedro de memoria, por ejem­ plo; lo repetiría todo el año, al mismo tiempo que hace todos los deberes de la quinta clase. Al pasar a la cuarta, haría la misma repetición, relacionando el autor escogido a todos aquellos de la clase en la que se encuentra. El comienza a conocer Fedro bajo las relaciones gramaticales; en la tercera, aprende la cantidad, siempre

haciendo los deberes de la clase en la que está; en la segunda, igual repetición; finalmente, en retórica, Fedro, que ya se conoce como versista, sería estudiado como poeta, etc. Pero es demasiado. No se hará nada de esto. El atontamiento no soltará su presa. Por otra parte, las explicaciones son tan atontadoras por naturaleza que nadie pide la lección. Se tiene vergüenza de recibirla, sobre todo cuando se trata del hecho de la Enseñanza universal. Además, los profesores del viejo admiran los resultados que obtienen. Dicen ellos: «vean las narraciones, las descripciones de nuestros pequeños atontados cuando les decimos: Mañana pri­ maveral Ya la aurora... poco a poco el sol... lospequeñospájaros.,. el granjero diligente... etc... Con este material, ¡vean las bonitas cosas que dicen! Un tonto siempre encuentra uno más tonto que lo admira, ha dicho Boileau. Nosotros no creemos en los tontos; ¿pero no es una desgracia que se atonte hasta ese punto a la infancia? ¡Franceses! Aquellos de ustedes que dirijan a sus hijos según la opinión emancipadora ahorrarán mucho dinero. Se puede dotar a una hija con el dinero qué cuesta la educación de un hijo. Vale la pena pensarlo. La opinión atontadora es la ruina de las familias. Se les dirá que la opinión de la igualdad de las inteligencias no es nueva. Helvétius519 ya había dicho: Todos los hombres común­ mente bien organizados poseen una igual aptitud de espíritu. Es preciso que los atontadores tengan mucha confianza en su impe­ rio para intentar mantenerlos embridados con semejantes razones. Respóndanles: si Helvétius lo ha dicho, habríamos debido sacum Claude Adríen Helvetius (1715-1771), filósofo francés de tendencia utilitarista. (N. deT.).

dirnos el yugo mucho antes. Pero los atontadores, como es su costumbre, están equivocados a propósito de esto. Según Helvétius, el hombre no es libre: él nace sin espíritu; pero lo tendrá en mayor o menor medida según las circunstancias. La desigualdad de los espíritus resulta del sistema de Helvétius. Habría muchas cosas para decir al respecto: pero esto no merece una discusión seria. Según Helvétius, el hombre es un ser que no posee voluntad. Nosotros decimos, por nuestra parte, que ustedes son libres. {Fran­ ceses, un poco de energía! ¡A la emancipación intelectual! ¡Sacúdanse el yugo humillante de las explicaciones atontadoras! ¡Discípulos de Francia! Les encomiendo a los artesanos y a los campesinos franceses. Díganles que pueden llevar a cabo la educa­ ción de sus hijos. Díganlo sobre todo a las madres. El corazón de una madre está hecho para comprender la buena nueva de la emancipación. ¡Discípulos de Francia! Apresúrense. Ya los discípulos de Ingla­ terra han comenzado. Rivalicen con celo y ardor; y veremos cuál de esos dos pueblos será primero emancipado.

Esta primera edición de mU quinientos ejemplares se terminó de imprimir en MPS, Santiago del Estero 238 de Lanús, Argentina, en el mes de junio del año dos mil ocho.