Encuentros con desconocidas: feminismo y discapacidad
 9788427712294, 8427712294

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Encuentros con desconocidas Feminismo y discapacidad

Jenny Morris (ed.) N

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El origen de este libro hay que buscarlo en una serie de reuniones mantenidas entre mujeres discapacitadas en 1993 y 1994 . Dialogamos sobre nuestras experiencias con personas discapacitadas y los movimientos de mujeres y muchas sintieron la necesidad de estudiar con mayor detenimiento un conjunto de cuestiones que les preocupaban. Hablamos también de las relaciones que hay que establecer entre mujeres con discapacidades físicas y sensoriales, mujeres con dificultades de aprendizaje y las supervivientes de los sistemas de salud mental. Estas conversaciones constituyeron un aspecto importantísimo del desarrollo de este libro y estoy muy agradecida a todas las personas que participaron en ellas. La misma discapacidad y minusvalía, además de otras presiones derivadas de la vida coti­ diana, han supuesto que diversas mujeres a quienes hubiese gustado hacer sus aportaciones a este libro 110 hayan podido hacerlo en su momento. Sin embargo, los diálogos que mantuvi­ mos y el trabajo que hicieron fueron muy importantes y 110 cabe la menor duda de que cons­ tituyen 1111 elemento en el continuo desarrollo de los temas que se suscitan en el libro. Aunque mi com etido com o compiladora ha sido el de reunir las intervenciones clave en los campos del feminismo y la discapacidad, soy muy consciente de mi deuda contraída con quienes nos precedieron, sobre todo con las mujeres discapacitadas que no tuvieron la oportunidad de ver publicadas sus reflexiones. Este libro no pretende hacer una descripción definitiva del feminismo y la discapacidad. Son muchos los temas que hace falta desarrollar, en especial las relaciones entre los diferentes aspectos relativos al m ovim iento de personas discapacitadas al que nos referimos al principio. Por último, tengo que agradecer a las coautoras su trabajo denodado y su paciencia. Ha llevado m ucho tiempo reunir todas las aportaciones, pero creo que pueden estar orgullosas de su trabajo. J e n n y M o r r is

Jenny Morris

Encuentros con desconocidas

Feminismo y discapacidad

N A R C E A , S.A. DE ED IC IO N ES

La presente obra ha sido editada con la ayuda del Instituto de la M ujer

© NARCEA.S. A. DE EDICIONES Dr. Federico Rubio y Galí, 9. 28039 Madrid Título original: Encounters with Strangers Colletion copyright © Jenny Morris 1996 First published in Great Britain byThe Women’s Press., 1996 Traducción: Pablo Manzano Bernárdez Cubierta: Andrea Tomasov I.S.B.N.: 84-277-1229-4 Depósito legal: M -40.464-1997 Impreso en España. Printed in Spain Fotocomposición: M.T., S. L. Av. Filipinas 48. 28003 Madrid Imprime: C.L.M. Pol. Ind. Codeín, 28940 Fuenlabrada (Madrid)

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Indice

Prólogo a la edición española, por Elena Martín O rte g a ............

Introducción. Jenny Morris

Mujeres discapacitadas y feminismo .......................................... Relevancia de la perspectiva feminista........................................ Mujeres y el movimiento de personas discapacitadas ............ Feminismo y vida independiente: el derecho a e le g ir............ Referencias.......................................................................................

1. Invidente, demente: experiencia y efectos de un inter­ nado «especial». Sally French La Barclay Institution ........................................................................ La educación.................................................................................... Castigos y abusos............................................................................. Efectos de la Barclay S chool......................................................... C onclusión....................................................................................... R eferencias.......................................................................................

2. Experiencias de mujeres discapacitadas de raza negra y de minorías étnicas. Ayesha Ver non

Introducción.................................................................................... Significado del tra b a jo ................................................................... ¿Es la educación una preparación para la vida?......................... El puesto de trabajo........................................................................ C onclusión.......................................................................................

13 17 21 26 31 32 35 39 46 56 62 63

65 70 72 80 86

3. E ncuentros con personas extrañas: reacciones ante las m ujeres discapacitadas. Lois Keith Cómo nos ven los d em ás.............................................................. 87 Significado de la silla de ruedas.................................................... 89 Paternalismo y dependencia......................................................... 97 Afrontando la realidad................................................................... 102 Referencias...................................................................................... 107 4. Blancos fáciles: los derechos de la discapacidad en el debate sobre los «m enores cuidadores». Lois Keith y Jenny Morris Introducción.................................................................................... Estructuración social de los «menores cuidadores»................. ¿Cómo vemos la situación? ......................................................... ¿Por qué los padres/madres discapacitados piden el apoyo de los menores de su familia? ...................................................... Los derechos de los niños y niñas y vida fam iliar.................... C onclusión.......................................................................... ............ Referencias....................................................................................... 5. A gresiones sexuales y discapacidad infantil. Margaret Kennedy D efiniciones.................................................................................... ¿Qué sabemos sobre la agresión sexual a menores discapaci­ tados? ........................................................................................... Obstáculos para el conocimiento de las agresiones................. ¿Son vulnerables los menores discapacitados a las agresiones sexuales?....................................................................................... Respuestas de los menores discapacitados ante la agresión sex u a l............................................................................................ Cuestiones para el fu tu ro .............................................................. Referencias.......................................................................................

109 110 118 120 130 134 136 139 142 145 150 153 157 158

6. M ujeres con dificultad de ap ren d izaje se o rg an izan contra las agresiones. The Powerhouse Introducción.................................................................................... 161 Formas de trabajar ju n ta s .............................................................. 163

El principio Perspectivas

163 165

7. P ruebas prenatales y prevención de la m inusvalía: ¿tiene derecho la m ujer a elegir? Ruth Bailey Introducción................................................................................. Contexto médico de las pruebas prenatales........................... Contexto científico de las pruebas prenatales ...................... Pruebas prenatales y política pública....................................... C onclusión.................................................................................... Referencias....................................................................................

169 171 178 181 185 187

8. E xperiencias de las m ujeres discapacitadas con los m édicos de cabecera. Nasa Begum Introducción.................................................................................. Cómo emprendí esta investigación.......................................... La inscripción como paciente de un médico de cabecera . . Dificultades en la relación con el médico .............................. Experiencias positivas ................................................................ Respuesta de los médicos de cabecera ante la minusvalía . . C onclusión.................................................................................... Referencias....................................................................................

189 191 195 200 205 207 215 216

9. Algo no funciona: la locura com o discapacidad. Julie McNamara La locura, un problema de m u je r............................................ Cuidadoras asesinas: el terror de última h o r a ......................... La locura, problema de discapacidad........................................ Lo personal es político................................................................ ¿Una comunidad acogedora?.................................................... Tenemos algo que d e c ir.............................................................. Referencias....................................................................................

217 218 220 222 224 226 228

10. N uestra vida en su totalidad: renovación del m odelo social de discapacidad. Liz Crow Introducción.................................................................................. 229 ¿Es «todo» la discapacidad?......................................................... 230

¡Volvamos a la m inusvalía!......................................................... Una nueva definición de m inusvalía........................................ Respuestas ante la minusvalía.................................................... Un modelo social renovado de discapacidad......................... C onclusión.................................................................................... Referencias....................................................................................

232 234 236 242 247 250

Bibliografía en español........................................................................ 251 índice te m átic o .................................................................................... 255

Nasa Begum es investigadora invitada en el Policy Studies Institute , y codirectora del Living O ptions Project, del King's Fund Centre de Londres. Ruth Bailey es codirectora del D isability A rts in London. Su capítulo en este libro lo redactó como tesis para la obtención del grado de Master en política social. Liz Crow es una feminista discapacitada que desde 1987 trabaja como consultora para la igualdad de los discapacitados, sobre todo en educación, artes y medios de comunicación, así como en los sectores sanitarios. Sally French ha padecido siempre un defecto visual y estuvo interna en escuelas especiales. Trabaja en la Brunel U niversity enseñando psicología y sociología aplicadas a la salud y la enfermedad. Lois Keith es profesora en una comprehensive school de Londres y dirige grupos de educación de adultos. Margaret Kennedy investiga sobre los problemas de la discapacidad y la protección infantil. Fundó y dirige el D isability and C hild Protection Forum. Ella misma está discapacitada y es una destacada enfermera y trabajadora social. Julie McNamara ha trabajado como coordinadora de salud mental en el servicio de educación de Hackney y ha participado activamente en el mo­ vimiento de personas discapacitadas. Jenny Morris es periodista, consejera de la BBC e importante activista en favor de las personas discapacitadas. Coordina el equipo de autoras de este libro. The Powerhouse es un grupo de mujeres discapacitadas (sobre todo, con dificultades de aprendizaje) y no discapacitadas que trabajan a favor de un hogar seguro para mujeres maltratadas, con dificultades de aprendizaje. Ayesha Vernon es una activista negra comprometida con el feminismo y la discapacidad.Trabaja como consultora sobre cuestiones relativas a la raza y la discapacidad.

Prólogo a la edición española

Cuando leí el título de este libro «Encuentros con desconocidas. Femi­ nismo y Discapacidad» pensé: ¡qué interesante, un grupo doblemente margi­

nado! No quiero considerarme prototipo de nada, pero creo que esta reacción es bastante habitual. Y el mayor valor de la obra que Jenny Morris presenta es, pre­ cisamente, desmontar esta aproximación victimista al hecho de ser mujer y tener una discapacidad. El avance del conocimiento supone ir contra la mera intui­ ción, superar las primeras impresiones que suelen estar guiadas por los elementos más perceptivos y simples de la realidad y que, precisamente por ello, pueden ocultar su verdadera naturaleza. Esta obra nos ofrece una perspectiva sobre la experiencia de las mujeres discapacitadas que trasciende el enfoque de la «doble desventaja» que mayoritariamente ha presidido este tema. Este cambio de perspectiva se produce gracias a que el contenido del libro re­ fleja las experiencias directas de personas que comparten la condición de mujer y discapacitadas y no el análisis o la interpretación que otras personas «extrañas» al problema pueden hacer de sus sentimientos o vivencias. Jenny Morris no con­ sidera que sea imposible empatizar con esta realidad desde fuera de la misma, pero sí defiende que para ello es preciso superar el sentimiento de compasión que aparece como reacción más habitual ante este colectivo. La compasión impide identificarse con aquel a quien se considera inferior y desgraciado. Destaca lo que de diferente tiene con respecto a nosotros mismos otorgándole a esos rasgos una connotación negativa y ocultando todo lo común que pudiera servir de base para una experiencia conjunta. Cuando se analizan los lazos de las reivindicaciones de las mujeres discapaci­ tadas con el movimiento feminista se destaca ante todo la necesidad de rescatar la actitud combativa que ha venido caracterizando el progreso feminista, has mujeres

se presentaban como discriminadas pero no desde una posición de sometimiento y aceptación que lleva a la indefensión y la pasividad sino desde el enfrentamiento ac­ tivo y la transformación constante. Como se señala en el primer capítulo del libro, «... la actitud de benevolente paternalism o... 110 da lugar al reconoci­ m iento de los prejuicios ni de la discriminación». Es preciso pues que el fe­ minismo se ocupe del colectivo de las mujeres discapacitadas prestando atención a las características peculiares que presenta y que exigen actuaciones específicas, y que lo aborde desde una posición que supere actitudes compasivas y paternalistas. En el libro se critica también el olvido en el que el movimiento de las perso­ nas discapacitadas ha tenido a las mujeres habitualmente, pero se critica sobre todo la concepción de la discapacidad como una inhabilitación que reduce la au­ tonomía de la persona en todos los ámbitos de su vida personal y laboral y que presenta el problema como si no dependiera en modo alguno de factores sociales. La alternativa a esta concepción es precisamente el modelo social de la discapaci­ dad en el que se analiza cómo lo que es preciso es adaptar la sociedad de tal manera que toda persona, discapacitada o no pueda desarrollarse y vivir feliz. Este enfoque desplaza el problema desde la persona discapacitada al marco so­ cial, ofreciendo con ello una visión mucho más positiva de la discapacidad. Sin embargo, el libro va más allá y, sin cuestionar los avances que el modelo social ha supuestoseñala el riesgo que ello tiene de ocultar la importancia de la dimen­ sión vivencial y sentimental del problema. El análisis social de la discapacidad margina la experiencia del dolor y de la pérdida individual que una discapaci­ dad sin duda supone. Las autoras del libro defienden que sin caer en una posi­ ción victimista es preciso reivindicar la importancia de «la experiencia perso­ nal de nuestro cuerpo y nuestra mente». Es este equilibrio, sin duda difícil, entre responsabilidad social y experiencia personal el que se plantea en esta obra como camino de avance para las mujeres discapacitadas. En esta obra se recogen testimonios de más de un centenar de mujeres que cuentan sus vivencias superando el pudor y el dolor que ello pueda generarles, ya que defienden que la única manera de cambiar la mentalidad con la que hasta ahora se ha analizado la realidad de las mujeres discapacitadas es que ellas mis­ mas hablen de sus experiencias en lugar de verlas interpretadas por extraños. A lo largo de los capítulos se abordan discapacidades de distinto tipo: deficiencias visuales, auditivas, motóricas; problemas de aprendizaje y de salud mental. Y en cada caso se analizan los ámbitos que mayor incidencia tienen en la forma de vivir la discapacidad: la educación, el trabajo, los servicios médicos y las relacio­ nes familiares y sociales.

En el caso de la educación, si bien la mayor parte de las experiencias han re­ sultado negativas para las mujeres que las relatan — enseñanza segregada, bajas expectativas, marginaciám— todas ellas reconocen que ha sido una vía de escape a través de la cual han podido demostrar su valía y que resulta un requisito in­ dispensable para su independencia, por lo que supone para la autoestima y como puerta al mundo laboral. El trabajo por su parte, si es importante para cualquier persona, se hace imprescindible en el caso de las mujeres discapacitadas. Sentirse capaz de controlar la vida de una misma significa entre otras cosas tener inde­ pendencia económica. El estatus social también va unido en nuestra cultura al éxito laboral. Y, lo que es más importante, para muchas de estas mujeres ha su­ puesto el único medio de no acabar su vida vegetando en un rincón y conocer que existían otras realidades. Un capítulo especialmente entrañable es el de las mujeres que añaden a este rasgo y al de su discapacidad el pertenecer a minorías étnicas. El relato del efecto de­ vastador del sexismo, el racismo y la discriminación es realmente impactante. Una mujer de estas características sufre el rechazo incluso de otros grupos étnicos porque desgraciadamente, como señala Ayesha Vernon, «el hecho de que se oprima a

alguien no quiere decir que el oprimido carezca de prejuicios en contra de otros grupos oprimidos de la sociedad».

Junto con los problemas en la educación y el trabajo se analizan otros dos ám­ bitos que resultan especialmente interesantes por ser mucho más desconocidos. En primer lugar, el que se refiere a la perspectiva de los hijos de mujeres discapacitadas como cuidadores forzados a una vida necesariamente limitada y negativa. Habi­ tualmente es ésta la imagen que se ha venido transmitiendo, planteando que se trata de familias en las que los papeles se han cambiado ya que son los hijos los que tienen que asumir las responsabilidades de los progenitores. La reflexión que Lois Keith y Jenny Morris aportan plantea por el contrario que una discapacidad no impide a las mujeres seguir asumiendo su función educativa con respecto a sus hijos y que enfocarlo así es hurtar otra esfera más de autonomía e independencia, una esfera vital por otra parte. Su artículo pone además de manifiesto cómo los hi­ jos y las hijas tienen en muchas ocasiones que hacerse cargo de tareas con respecto a sus madres que en realidad serían propias de los servicios sociales. Es la ausencia de estas prestaciones la que en ocasiones obliga a la familia, incluidos los hijos, a cubrir apoyos que deberían estar asegurados por la sociedad. El otro ámbito de preocupación que se presenta se refiere a las medidas que 'e proponen para la prevención de las minusvalías. Es éste uno de los temas más delicados ya que afecta a un derecho básico de las mujeres como es el de decidir

sobre su propio cuerpo y su maternidad. La polémica sobre las pruebas prenata­ les y la amenaza que podría llegar a suponer la manipulación genética como prevención de futuras personas discapacitadas se analiza en detalle por Ruth Bailey. Los datos que se ofrecen en otros dos capítulos acerca de las agresiones sexua­ les de las niñas discapacitadas y del número y las condiciones en las que se de­ senvuelven las mujeres en instituciones psiquiátricas completan un panorama que pone de manifiesto de manera patente la urgencia de conocer en profundidad la realidad de las mujeres discapacitadas y de tomar determinadas medidas que ellas demuestran en este libro tener perfectamente identificadas. Esta necesidad se hace aún más clara cuando nos damos cuenta de que sin duda las mujeres que han participado en este libro son un grupo privilegiado dentro del colectivo al que re­ presentan ya que son capaces de hablar sobre su propia experiencia, con lo que ello supone de avance y liberación de la opresión que sufren. Si pudiéramos acce­ der a los sentimientos de esas otras muchas mujeres discapacitadas que no tienen esta conciencia es seguro que descubriríamos nuevas áreas de sombra. En todos los ámbitos de experiencia que se recogen a lo largo de los diversos capítulos se lee una misma reivindicación, el derecho a la dignidad y a la capa­ cidad de elección y control como requisitos de una vida independiente. Estos ob­ jetivos son comunes al movimiento feminista y al movimieñto de las personas discapacitadas y en nuestra opinión explican la fuerza y la lucidez que se ob­ serva en las aportaciones de las autoras de esta obra en las que la necesidad de luchar por estas metas se hace doblemente necesaria por su condición de mujeres y de discapacitadas. En sus palabras y en sus vidas se comprueba cómo efectiva­ mente es desde la autoestima y la reivindicación, y no desde la compasión y el victimismo, como es preciso interpretar y apoyar a este colectivo habitualmente olvidado y que el libro ayuda a conocer y sobre todo a respetar. ELENA MARTÍN ORTEGA Universidad Autónoma de Madrid

Introducción J e n n y M o r r is

Este libro tiene sus orígenes en dos intercambios que se están lle­ vando a cabo: uno, con el feminismo; el otro, con el movimiento de personas discapacitadas. La discapacidad es un problema de las mujeres, dado que la mayoría de las personas discapacitadas son mujeres; sin em­ bargo, su experiencia ha estado ausente, durante mucho tiempo, de las preocupaciones del feminismo, mientras que, en el movimiento de las personas discapacitadas, se la ha tratado, por regla general, como una «cuestión especial». En este capítulo inicial, que servirá también de introducción a los ca­ pítulos siguientes, pretendo examinar estos dos diálogos y urgir, tanto al feminismo como al movimiento de las personas discapacitadas, a que re­ conozcan la importancia de las experiencias de las mujeres discapacitadas. En el pasado, tanto las feministas no discapacitadas como los hom­ bres que dominaban el movimiento de las personas discapacitadas han sido ajenos a las preocupaciones de las mujeres discapacitadas. Nuestros encuentros con ambos grupos nos han hecho sentirnos indefensas por­ que o bien nos han tratado como «invisibles» o han definido nuestras experiencias por nosotras. Este libro es una invitación para que entren en nuestro mundo, en nuestros propios términos, y comiencen a dialo­ gar sobre la base del respecto y la igualdad.

Mujeres discapacitadas y fem inism o De todos los libros que tengo en mi biblioteca sobre el saber, la fi­ losofía y la política feministas, investigaciones que versan sobre diversos

campos de la vida de las mujeres, como el empleo y la maternidad, es­ critos sobre la violencia doméstica, los derechos sobre la reproducción, las perspectivas feministas sobre el estado de bienestar, sobre el abuso infantil, etcétera, ninguno se ocupa de las experiencias de las mujeres discapacitadas. En algunos (muy pocos) libros y artículos, el limitado análisis que hacen de nuestras vidas aparece como un área «especial», expresada con frecuencia en términos interrogativos acerca de si las mujeres con minusvalías físicas o sensoriales, con dificultades de apren­ dizaje o con todo ello tienen una «doble desventaja» a causa de su ex­ periencia del sexismo y de la discapacidad y, en caso afirmativo, cómo se produce. Por regla general, estos estudios «especiales» tratan de eva­ luar qué es «peor», qué produce los efectos más graves en las oportuni­ dades que se ofrecen a la mujer. Siempre me siento incómoda al leer algo sobre nuestra vida y nues­ tras preocupaciones cuando las presentan en estos términos. Cuando Susan Lonsdale escribe: «Para las mujeres, la categoría de “discapaci­ tada” se combina con su categoría de “hembra” para crear un único tipo de opresión» (Lonsdale, 1990, p. 82), me siento abrumada por la desventaja. Cuando Margaret Lloyd afirma que el problema de las mu­ jeres discapacitadas es «el dilema de la identidad de un individuo que experimenta múltiples desventajas y opresiones» (Lloyd, 1992, p. 208), me siento una víctima. Quizá debiera sentirme agradecida por estos intentos de poner de manifiesto las experiencias de mujeres como yo, teniendo en cuenta que, en otros análisis feministas de la vida de las mujeres, las discapacitadas brillan por su ausencia. Por tanto, puede que esté siendo injusta: todo lo que sé es que tales escritos no me sirven en absoluto de apoyo. Tenemos que encontrar un modo de expresar nuestras experien­ cias, poniéndolas en común con las demás y con las personas no disca­ pacitadas, de manera que, aunque llamando la atención sobre las difi­ cultades de nuestra vida, no sofoque nuestra voluntad de afirmar nuestra valía. En realidad, los escritos feministas no suelen convertir en víctimas a las mujeres (no discapacitadas) cuyas vidas se someten a in­ vestigación y análisis. Los análisis feministas de la opresión que sufren las mujeres constituyen un medio para afirmar la resistencia, para lu­ char contra la opresión. Los estudios de las experiencias de las mujeres,

aunque son sobre las dificultades a las que se enfrentan en su vida, no suelen presentarlas como víctimas pasivas. Una representación de nuestra vida que combine las perspectivas feminista y de los derechos de las personas discapacitadas tiene que en­ rizarse en la oposición a la opresión; formará parte de la lucha contra ¡a discriminación y los prejuicios que experimentan las mujeres disca­ pacitadas y, como tal, no se centrará sólo en nuestra exclusión, sino también en nuestra supervivencia. En este libro, la descripción que hace Sally French de las niñas con discapacidades visuales que fueron ex­ cluidas de la educación normal y apartadas de sus familias para llevarlas a una escuela «especial» en régimen de internado es un relato sobre desventajas y discriminación (capítulo 1). Sin embargo, también es un relato de supervivencia. Dice la autora: «El encarcelamiento a largo plazo puede producir efectos profundos y duraderos en las personas so­ metidas a él. Constituye todo un mérito de las mujeres [entrevistadas] que, de esta experiencia, hayan surgido unos seres humanos capaces y acogedores». No creo que, a la hora de contemplar nuestra vida, tenga ninguna utilidad plantear la cuestión de si el determinante más importante de la experiencia es «el género o la discapacidad» o «la raza o la sexualidad». En parte, pienso así porque nuestras experiencias no están fragmenta­ das en categorías analíticas. Cuando AyeshaVernon (capítulo 2) entre­ vistó a otras mujeres negras y pertenecientes a minorías étnicas, descu­ brió que «las mujeres discapacitadas negras y pertenecientes a minorías étnicas experimentan gran cantidad de obstáculos derivados de la com­ binación de la segregación por la discapacidad, el racismo y el sexismo». Aunque algunas mujeres notaban que, en ciertos momentos y en determinados lugares, la raza, la discapacidad o el género determi­ naba su experiencia, como manifestaba una de ellas, «ocurre en singu­ lar, en plural y en combinación, y lo que cuenta al final del día es la to­ talidad. Se piensa de ti que eres completamente inferior porque eres las tres cosas». Antes de padecer mi discapacidad física, el sexismo dominaba mi interacción con el mundo privado y público; ahora, la reacción de las otras personas hacia mí, como mujer discapacitada, estructura mi expe­ riencia. Mi discapacidad impide también que la mayoría de las mujeres no discapacitadas identifiquen sus intereses con los míos. Un incidente

que forma parte de mi experiencia como discapacitada en un centro de trabajo ilustra perfectamente esta situación. Cuando un compañero de trabajo me amenazó porque yo había aparcado mi coche de manera que cerraba la salida al suyo — no tenía más remedio porque una persona no discapacitada había aparcado en el espacio reservado para mí como discapacitada— se puso en eviden­ cia el límite que sin duda tiene el sentido de ofensa de mis colegas fe­ meninas. Su indignación se dirigía contra mí, como mujer discapaci­ tada: no se habría comportado del mismo modo frente a un hombre discapacitado, pero, por otra parte, su reacción ante mi discapacidad constituyó un elemento clave de su percepción y de sus acciones. Así, cuando una mujer le afeó su conducta, él manifestó que me «compa­ decía». Esto diluyó la percepción de ella de su violencia amenazadora contra mí; dejó de verlo como una amenaza. Por aquella época, yo tam­ bién era plenamente consciente de que «compadecerse» de una per­ sona discapacitada forma parte de la hostilidad, de la incapacidad para identificarse con él o ella y es totalmente compatible con la tendencia a ofender física, verbalmente o de ambas formas. Como la percepción que la mujer tuvo de mí también contenía un elemento de «compa­ sión», la manifestación que hizo el hombre de sus sentimientos hacia mí creó entre ellos una comunidad que quebró la común identidad de ella conmigo como mujer. A diferencia de las feministas no discapacitadas, cuyo enfoque de la «doble desventaja» de la discapacidad y el sexismo sólo puede alimentar las actitudes negativas de quienes nos «compadecen», este libro se cen­ tra en la comprensión de nuestra realidad en el contexto de nuestra lu­ cha, nuestra resistencia y nuestra supervivencia. Como las feministas de los años 60 y 70, que «descubrieron» la exclusión de las mujeres de la historia, que pusieron de manifiesto la experiencia de la pobreza y la discriminación de las mujeres, que insistieron en que había que reco­ nocer y detener la violencia contra las mujeres, nosotras estamos moti­ vadas por la sensación de ofensa e injusticia. Nos ofende que se silen­ cien nuestras voces, de manera que no se reconozca la opresión que padecemos, y definimos como injusticia la exclusión de las personas discapacitadas del núcleo de la sociedad. Al hacer esto, ponemos en común nuestra experiencia y amplia­ mos nuestra comprensión de la realidad concreta de nuestra vida co­

tidiana, utilizando esa politización de lo personal para dar sentido a nuestras experiencias de prejuicios y discriminación. La comprensión del tipo de encuentros como el descrito antes nos fortalece, del mismo modo que a las feministas de los años 60 y 70 las fortalecía su comprensión de la naturaleza de la interacción cotidiana entre hom ­ bres y mujeres, las relaciones desiguales de poder, profundamente en­ raizadas, que tratamos de cambiar. Como escribe Lois Keith en el ca­

pítulo 3:

Las personas discapacitadas tenemos que trabajar continuam ente en contra de las fuerzas destructivas que nos consideran impotentes, pasivas y carentes de atractivo. Da la sensación de que, con independencia de lo amable y positivamente que tratemos de ir por el mundo, estamos con­ denadas a encontrarnos con alguien cuya respuesta a nuestro carácter no habitual, nuestra diferencia respecto a la norma nos hace sentir impo­ tentes y airadas.Tratar de comprender los complicados sentimientos que dimanan de nuestros encuentros cotidianos con el mundo es fundamen­ tal para la vida de todas las personas discapacitadas.

Relevancia de la perspectiva feminista Aunque nos sintamos traicionadas y excluidas por los análisis y el activismo feminista, muchas mujeres discapacitadas siguen sintiendo que los aspectos clave del feminismo tienen gran relevancia respecto a nuestra forma de experimentar la opresión y la discriminación. Como las mujeres en general, muchas personas discapacitadas viven en íntima relación con quienes tienen un poder económico y social mayor que ellas. Como mujeres, la politización de las personas discapacitadas tiene sus raíces en la afirmación de que «lo personal es político», que nuestras experiencias personales respecto a la denegación de oportunidades no hay que explicarlas por medio de nuestras limitaciones corporales (nuestras minusvalías), sino por las barreras sociales, ambientales y de actitud que forman parte de nuestra vida cotidiana. Las investigaciones feministas ponen en primer plano los problemas centrales de la vida de las mujeres. Como escribe Miriam David, «Con­ sidero el feminismo como investigaciones sociales que no convierten en invisibles a las mujeres y a las chicas, sino que tratan de poner de

manifiesto los problemas sociales desde el punto de vista de las muje­ res» (David, 1991, p. 95). En consecuencia, las feministas han investi­ gado la maternidad, la violencia, el empleo, la pobreza, todos los aspec­ tos de la vida de las mujeres influidos por la estructuración social del género y sus consecuencias económicas y personales. Todos ellos son problemas relevantes para las mujeres discapacita­ das, aunque es raro que se incorporen nuestras experiencias a las inves­ tigaciones feministas en estos campos. La exclusión de las mujeres dis­ capacitadas significa que las descripciones de las experiencias de las mujeres son incompletas porque todo un grupo importante de muje­ res queda fuera del cuadro. Es más, esta exclusión hace que la teoría y el análisis feministas sean incompletos, al no preocuparse de entender las interacciones entre los dos constructos sociales del género y la dis­ capacidad. Si las investigaciones y análisis tratan de «iluminar los pro­ blemas sociales desde el punto de vista de las mujeres discapacitadas», las investigaciones feministas tendrán que adoptar formas nuevas para exa­ minar las experiencias de las mujeres. Todas las formas de prejuicio tienen su raíz en la negativa a identi­ ficarse con la realidad de una persona, dejándola aparte de la comuni­ dad humana. Es éste un aspecto muy importante de los prejuicios que experimentan las personas discapacitadas, basado, con frecuencia, en el supuesto de que la calidad de nuestra vida es tan mala que no merece la pena vivir y, en consecuencia, no es conveniente identificarse con nuestra realidad. Por desgracia, el modo de excluir algunas sociólogas feministas de sus investigaciones la realidad subjetiva de las mujeres dis­ capacitadas entra en connivencia con estos supuestos prejuiciosos. Esta exclusión se puso de manifiesto de forma especial en la inves­ tigación llevada a cabo durante los últimos 15 años, aproximadamente, sobre la «asistencia comunitaria».Tanto Lois Keith como yo nos hemos manifestado en contra del modo en que las investigadoras feministas definen a quienes proporcionan asistencia gratuita a las personas disca­ pacitadas y ancianas como «asistentes» y a quienes reciben esa asistencia como «personas dependientes» (Keith, 1994; Morris, 1993). Las voces de las personas discapacitadas y ancianas brillan por su ausencia en esa investigación y, a pesar de nuestras críticas, siguen ausentes en los estu­ dios más recientes producidos en este campo, como es la definición de «los niños como asistentes». Este es el tema del capítulo 4, en el que

Lois Keith y yo examinamos la forma de considerar los sociólogos y los profesionales de los servicios sociales a los hijos de padres discapaci­ tados como «menores asistentes» y a sus padres como «dependientes». Nosotras sostenemos que el hecho de que los profesionales se ocupen de estas cosas y no de satisfacer las necesidades de ayuda práctica que tienen los padres discapacitados concuerda con la política de asistencia comunitaria del gobierno de relegar a la categoría de trabajo volunta­ rio gratuito el que se realiza en el seno de las familias. La definición de los hijos de padres discapacitados como «menores asistentes» lesiona tanto el derecho del padre o madre a la asistencia (reconocido en la Chronically Sick and Disabled PersonsAct de 1970) como el de los niños, recogido en la ChildrenAct de 1989. Resulta particularmente decepcionante que las feministas no hayan puesto en evidencia que el debate sobre los «menores asistentes» forma parte del ataque general contra las madres sin pareja, que ha consti­ tuido un aspecto importante del panorama político de los años 90. En­ tre los progenitores cuyos hijos se definen como «menores asistentes», destacan de manera desproporcionada las madres divorciadas y separa­ das sin pareja. Como señalamos, Las especiales dificultades experimentadas por las madres discapacitadas y sin pareja y el modo como el debate sobre los «menores asistentes» ha alimentado el debate sobre las madres sin pareja — debates ambos que suponen un ataque implícito, cuando no explícito, a la capacidad de las mujeres para actuar como progenitoras sin la presencia de un hombre en la familia— siguen siendo cuestiones no estudiadas, a pesar de su im­ portancia.

Para nosotras, es claro que, si las investigadoras feministas comenza­ ran a incluir a las mujeres discapacitadas, tendría que cambiar el mismo marco de análisis. Margaret Kennedy deja bien clara esta cuestión en su exposición y análisis sobre los malos tratos experimentados por niños y niñas discapacitados (capítulo 5). Partiendo de la postura de que «las definiciones oficiales del maltrato físico y emocional y del abandono no abarcan todo el conjunto de experiencias de malos tratos de las que pueden hablar los adultos discapacitados», revisa las pruebas consis­ tentes en las experiencias de niños y niñas discapacitados, los obstácu­ los para el descubrimiento y la acción y concluye que «necesitamos in­

vestigaciones que se basen en la experiencia directa de los adultos y ni­ ños discapacitados; en particular, tenemos que conseguir que se reúnan los adultos supervivientes para que articulen y pongan en común sus experiencias...» Una de las «investigaciones feministas» de mayor éxito de los años 70 y 80 ha sido la relativa a la violencia doméstica. Tanto la investiga­ ción como el activismo han llamado la atención sobre la violencia que las mujeres experimentan en sus hogares, la han tachado de inacepta­ ble, han requerido al sistema judicial para que tome en serio esta cues­ tión y, mediante el movimiento de acogida de las mujeres, les han dado oportunidades para que escapen de las relaciones violentas. Sin em­ bargo, ninguno de los estudios sobre la violencia doméstica ha consi­ derado el problema desde la perspectiva de las mujeres discapacitadas y, por tanto, no sorprende en absoluto que sólo desde hace muy poco los hogares de acogida de las mujeres hayan comenzado a estudiar cómo prestar sus servicios a las mujeres discapacitadas. Como las mujeres no discapacitadas, las discapacitadas tienen que enfrentarse al problema de reconocer la violencia que experimentan y conseguir que lo reconoz­ can los demás. Las investigaciones feministas sobre la violencia experi­ mentada por las mujeres discapacitadas en sus hogares tendrían que po­ ner en evidencia los malos tratos sufridos tanto en los hogares de acogida como en sus casas, a cargo tanto de asistentes profesionales como de miembros de sus respectivas familias. Liz Kelly nos recuerda que «The Oxford English Dictionary define la violencia en el sentido de un daño infligido al yo. El daño puede ser fí­ sico, emocional, psicológico, material o de todos los tipos. La violación puede agredir el cuerpo, la mente o la confianza en sí misma. El ejerci­ cio de la violencia supone la negación de la voluntad y la autonomía de las víctimas» (Kelly, 1988, p. 39). La negación de la voluntad y la au­ tonomía es un lugar común en la vida de muchas personas discapacita­ das; necesitamos que las investigaciones y análisis feministas pongan de manifiesto estos problemas del mismo modo que han hecho con los que atañen a las mujeres no discapacitadas. Aunque se han establecido servicios dirigidos a las mujeres que su­ fren la violencia doméstica (como la definen las mujeres no discapaci­ tadas), violaciones o ambas cosas, los servicios orientados a las mujeres discapacitadas que padecen abusos y violencia se han desarrollado muy

poco. La Powerhouse, un grupo de mujeres con dificultades de aprendi­ zaje y sus colaboradoras, se constituyó con el fin de atender específica­ mente a las mujeres con dificultades de aprendizaje que padecieran abusos y carecieran de refugio. En el capítulo 6, las mujeres que parti­ cipan en la Powerhouse nos cuentan cómo llegaron a reunirse para crear el primer refugio de este tipo: la Beverly Lewis House, que se encarga es­ pecíficamente de las mujeres que tienen dificultades de aprendizaje, in­ cluyendo a las que padecen minusvalías físicas, sensoriales o de ambas clases. Si las investigaciones feministas futuras hacen suyas las preocupa­ ciones de las mujeres discapacitadas, esta circunstancia no puede dejar de influir en las exigencias políticas de las mujeres. Una de las áreas más debatidas entre las feministas y el movimiento de las personas discapa­ citadas ha sido la del aborto. Los análisis feministas han enmarcado el debate sobre la asistencia comunitaria en torno a ciertos supuestos acerca del mayor o menor sentido de la vida de las personas discapaci­ tadas; del mismo modo, en el debate sobre «el derecho de la mujer a es­ coger», se ha dado por supuesto que el «feto minusválido» supone una peor calidad de vida, tanto para el niño o niña como para la madre. El capítulo 7, de Ruth Bailey, sobre las consecuencias de las pruebas pre­ natales de personas discapacitadas a la luz de los avances más recientes de la genética, cuestiona las perspectivas adoptadas tanto por el movi­ miento feminista como por el de personas discapacitadas. A partir de su amplia revisión del debate, descubre que es muy considerable el alcance de las ideas opresoras de la normalidad y de lo que constituye al ser humano... a la hora de informar los procesos de decisión políticos, científicos y médicos relacionados con la nueva tecnología genética. Estas ideas opresoras tienen consecuencias tanto para las mujeres discapacitadas como para las no discapacitadas, y los movimientos feministas y de las personas discapacitadas tienen una mag­ nífica ocasión para dialogar con el fin de proteger y promover los inte­ reses generales de las mujeres en este contexto.

La segregación que predomina en las experiencias educativas de las personas discapacitadas y la discriminación que determina nuestra si­ tuación de desigualdad respecto al acceso al mercado laboral significan que pocas mujeres discapacitadas están en condiciones para conseguir

una financiación suficiente para llevar a cabo investigaciones sobre los problemas que nos importan realmente. El capítulo de Nasa Begum constituye un ejemplo del tipo de trabajo que podría desarrollarse si fuésemos capaces de crear un espacio para investigaciones feministas sobre las experiencias de las mujeres discapacitadas. Su investigación partió de una cuestión de considerable interés para nosotras — el uso que hacemos de los servicios de salud— aunque suele quedar en la pe­ numbra por la «oposición del movimiento de las personas discapacita­ das a que se interprete la discapacidad como un catálogo de problemas médicos». Como señala la autora en el capítulo 8, «en el pasado, las personas discapacitadas lucharon tanto contra la conversión de sus vi­ das y experiencias en problemas médicos que se ha tendido a minimi­ zar la preocupación por sus necesidades sanitarias». Esto nos lleva al se­ gundo gran tema del que se ocupa el libro: nuestro diálogo con el movimiento de las personas discapacitadas.

Las mujeres y el m ovim iento de personas discapacitadas Aunque el movimiento de personas discapacitadas ha realizado en los últimos años importantes conquistas para todas las personas disca­ pacitadas, ha tendido a considerar las preocupaciones de las mujeres como cuestiones particulares o marginales: las experiencias e intereses de mujeres no han ocupado un lugar destacado en las campañas del movimiento. Las mujeres discapacitadas tienen un punto de vista propio sobre una de las campañas más importantes desarrolladas por el movimiento de personas discapacitadas: la campaña a favor del «pago directo» — ayudas en metálico que permitan obtener la ayuda precisa a quienes necesiten asistencia personal— . Esta campaña corrió a cargo del Independent Living Movement, movimiento internacional de personas disca­ pacitadas que sostiene que las minusvalías físicas, sensoriales o intelec­ tuales no significan, en s( mismas, que las personas no puedan elegir y controlar sus vidas. La concepción de una vida independiente insiste en que la biología no es una fatalidad. La minusvalía no provoca necesa­ riamente la dependencia ni una mala calidad de vida; lo que acaba con

la independencia de las personas es la falta de control de la ayuda física necesaria. En consecuencia, la asistencia personal controlada por la per­ sona discapacitada es fundamental para la consecución de una vida in­ dependiente y, para quienes lo deseen, la posibilidad de obtener asis­ tencia personal, mediante ayudas en metálico proporcionadas con ese fin, es un aspecto clave para conseguir esa independencia. Los iniciadores del Independent Living Movement han desempeñado un papel clave para apoyar y dar confianza a las demás personas disca­ pacitadas a la hora de convertirse en patronos de asistentes personales, de establecer situaciones en las que la recepción de asistencia consti­ tuya un medio de capacitación en vez de un modo de verificar la pro­ pia inutilidad. Sin embargo, con frecuencia, pasan desapercibidas las ne­ cesidades especiales de las mujeres discapacitadas al no reconocerse su función «asistencial». Por ejemplo, Making Our Own Choices (Barnes, 1994), al describir el trabajo de un asistente personal, no hace ninguna referencia a la posibilidad de un asistente personal que permita al pa­ trono (es decir, a la persona discapacitada) ocuparse de los hijos o llevar la casa. Cuando estudié la experiencia de las personas que necesitaban asis­ tencia personal en su vida cotidiana (Morris, 1993), descubrí que, para las mujeres, el hecho de prestar asistencia personal y apoyo a los otros miembros de su familia constituía una función importante. Las muje­ res discapacitadas buscan una asistencia personal que les permita ocu­ parse de sus hijos, llevar sus hogares o atender a sus padres o a otras personas también necesitadas de asistencia. En cambio, el movimiento de las personas discapacitadas ha tendido a centrarse en un tipo de asis­ tencia que permita el empleo asalariado u otras actividades ajenas al hogar. No cabe duda de que estas cosas también son importantes para las mujeres discapacitadas, pero, hasta ahora, el movimiento de las per­ sonas discapacitadas no ha otorgado suficiente importancia al hecho de que la elección y el control, que se sitúan en el núcleo central de la concepción de vida independiente del movimiento, también se rela­ cionan con el mundo privado de la familia y de las relaciones persona­ les. Para las personas discapacitadas, sean hombres o mujeres, la vida in­ dependiente supone tanto la posibilidad de mantener sus relaciones privadas como la de participar en el mundo público del trabajo (véase: Morris, 1995).

Durante los últimos 20 años, aproximadamente, el movimiento de personas discapacitadas ha logrado importantes avances para persuadir al mundo no discapacitado de que adopte lo que nosotros llamamos el «modelo social» de la discapacidad. Esto significa caer en la cuenta de que los obstáculos creados por la sociedad niegan oportunidades, dis­ criminan y excluyen a las personas con minusvalías físicas, sensoriales o intelectuales o con disfunciones mentales o emocionales. Supone fi­ jarse en los aspectos erróneos de la organización de nuestra sociedad y no en nuestras discapacidades — lo «erróneo» de nuestros cuerpos o nuestras mentes— . En otras palabras, significa descubrir los prejuicios que padecemos, los ambientes físicos o de comunicación inaccesibles, la falta de disponibilidad de recursos para poner a nuestra disposición la tecnología y demás barreras creadas por la sociedad. El sexismo y el racismo se refieren a la opresión sufrida por las mu­ jeres y las personas de raza negra; la discapacidad alude a la opresión que experimentan las personas con minusvalías físicas, sensoriales o in­ telectuales o con disfunciones mentales o emocionales. Julie M cNamara presenta en el capítulo 9 su alegato a favor de todas las personas discapacitadas, sosteniendo que los supervivientes del sistema de salud mental forman parte del movimiento de las personas discapacitadas. La misma sociedad discapacita a las personas. La combinación de prejui­ cios personales e institucionalizados crea unos ambientes discapacitadores. A menudo, las personas que han pasado por los sistemas de salud mental o tienen un historial psiquiátrico tienen dificultades para encon­ trar trabajo, vivienda y satisfacer otras necesidades para conseguir una buena calidad de vida a causa de los obstáculos derivados de la sutil o no tan sutil conducta discriminatoria de los otros. Las personas con disfun­ ciones mentales son discapacitadas. La discapacidad tiene que ver con la supresión del poder de las personas o con la negación del acceso al po­ der. Quienes utilizamos el sistema de salud mental estamos discapacita­ das por la enorme cantidad de prejuicios sociales y personales que se di­ rigen contra nosotras. El modelo social de discapacidad, al hacer hincapié en la opresión social y económica, en vez de sobre las inadaptaciones individuales y las tragedias personales, obliga al reconocim iento de la discapacidad como un problema de derechos civiles. En el momento de la publica­

ción de este libro, en Gran Bretaña, tendremos, al menos, alguna forma de legislación contra la discriminación, sea la limitada ley propuesta por el gobierno conservador, en el poder cuando se redacta el libro, o la más ambiciosa ley de derechos civiles, propuesta por el movimiento de personas discapacitadas. El hecho de que, en 1983, el gobierno re­ chazase una ley que proponía la penalización de la discriminación de las empresas contra las personas discapacitadas con el pretexto de que no existía tal discriminación constituye una buena muestra de lo con­ seguido en cuanto a la modificación de la forma de pensar de la gente. La fuerza del pretexto aludido se derivaba de la actitud predominante respecto a las personas discapacitadas, de benevolente paternalismo, una actitud que no da lugar al reconocimiento de los prejuicios ni de la discriminación. Esta situación tuvo una especial relevancia para mí cuando mi empresa — una administración educativa local cuyo lema era «Progreso con humanidad»— trató de ponerme de patitas en la ca­ lle tras sufrir un accidente que me dejó permanentemente paralizada. En aquella época — en realidad, hace muy poco tiempo— , a la gente le resultaba difícil considerar discriminatoria esa acción. Después de todo, todo el mundo sintió lástima por mí y ¿acaso no era una tragedia que nunca más pudiese pasear ni trabajar (pensaban)? El modelo social de la discapacidad no sólo comenzó a modificar las actitudes generales de la gente respecto a las personas discapacitadas, sino que liberó, además, a éstas de la carga de la tragedia personal, de la opresión de las inadaptaciones personales. Es difícil sobreestimar el im­ pacto del modelo social en la vida de las personas discapacitadas. Como dice Liz Crow en el capítulo 10: El descubrimiento de esta forma de pensar sobre mis experiencias fue la tabla de salvación proverbial en áreas borrascosas. Me hizo comprender mi vida, que comparten miles e, incluso, millones de personas, y me afe­ rré a ella. Durante años, el modelo social de la discapacidad me ha permitido afrontar incontables situaciones de exclusión y discriminación, sobrevi­ vir a ellas y superarlas, incluso. Ha sido mi punto de apoyo, como lo ha sido, en general, para el movimiento de las personas discapacitadas. Nos ha proporcionado una visión de nosotros mismos libre de las restriccio­ nes impuestas por la discapacidad y una orientación para nuestro com­ promiso a favor del cambio social. Ha desempeñado una función funda­ mental en la promoción de la autovaloración, la identidad colectiva y la

organización de las personas discapacitadas. No creo que sea una exage­ ración decir que el modelo social ha salvado vidas.

Quizá, sea un signo de la madurez evolutiva del movimiento de personas discapacitadas el hecho de que, ahora, podamos contemplar una forma de pensar que, hace sólo 20 años, era revolucionaria y, tras pensarlo un minuto, decir que no es muy correcta. Cuando estábamos pensando en comenzar a elaborar este libro, organizamos una serie de reuniones de mujeres discapacitadas. Liz Crow ya había publicado en Coalitioti, una de las revistas del movimiento de personas discapacita­ das, una versión anterior del capítulo que aparece en el libro y nuestras primeras discusiones versaron sobre algunos de los problemas que plan­ tea en relación con el modelo social. En general, algunas mujeres discapacitadas mostraban su preocupa­ ción porque la forma de politizar nuestra experiencia no daba lugar a reconocer la experiencia de nuestro cuerpo; porque, con demasiada frecuencia, no era posible hablar sobre la experiencia de la minusvalía; porque muchas de nosotras nos sentíamos presionadas para centrarnos en la discapacidad, en las barreras sociales. A muchas les parece que esta forma de hablar es peligrosa porque nos hace vulnerables ante las per­ sonas no discapacitadas, que pueden decir: «así que eso es; ya sabíamos que vuestras vidas eran tristes a causa de la enfermedad o la incapaci­ dad; ya sabíamos que es una tragedia». En nuestras discusiones, recordamos que una de las razones por las que elaboramos el modelo social de la discapacidad era protegernos de los sentimientos de compasión hacia nosotras de las personas no discapa­ citadas, que se creían con el derecho de decirnos cómo nos sentíamos respecto a nuestras experiencias. En realidad, esas personas proyectaban en nosotras sus propios temores de pérdida y de dolor, de dependencia y de mortalidad. En el proceso de defendernos de estos ataques que nos des­ trozaban y desarmaban, que dictaminaban que nuestras vidas no mere­ cían la pena, sólo era posible mantener que lo que nos discapacitaba era el conjunto de obstáculos externos, prejuicios y discriminaciones sociales. Un grupo de mujeres apreciaba que el lugar destacado que ocupa­ ban los hombres en el movimiento de personas discapacitadas y su re­ ticencia general a hablar de los sentimientos ha dificultado la supera­ ción de esta versión simplista del modelo social. Com o decía una mujer: «Se ha hecho hincapié en que nos discapacita la sociedad y he­

mos desarrollado una cultura en la que no se puede hablar de nuestro dolor y nuestra pérdida individuales. Me parece que tenemos que rei­ vindicar que es bueno hablar entre nosotras de estas cosas». Como escribe Liz Crow, tenemos que introducir en nuestra polí­ tica la experiencia de la minusvalía. Tenemos que escribir sobre la ex­ periencia personal de nuestro cuerpo y nuestra mente, investigarla y analizarla porque, si no imponemos nuestras propias definiciones y perspectivas, el mundo no discapacitado seguirá haciéndolo por noso­ tras de manera que nos aliena y nos descalifica. Algunas de nosotras he­ mos hablado sobre estas cuestiones y estas descripciones han influido en algunas aportaciones a este libro. No obstante, nos da la sensación de que el mundo público, dominado por las personas no discapacita­ das, sigue sin ser un lugar seguro para comunicar todas nuestras expe­ riencias. Aunque la experiencia personal de la minusvalía, de la disfun­ ción mental o de ambas cosas es relevante en la mayoría de los capítulos de este libro, el estudio público de esas cuestiones tiene un límite. Tam­ bién, de algún modo, a las mujeres discapacitadas nos resulta más fácil expresar la pena, la pérdida y el dolor, así como la fortaleza y la alegría, en escritos autobiográficos y de ficción que aparecen en libros del es­ tilo de M ustn’t Grumble (Keith y cois., 1994).

Fem inism o y vida independiente: el derecho a elegir Aunque el feminismo puede interpretarse de formas diferentes y tiene diversos significados, para la mayoría de las mujeres, tiene que ver con la capacidad de elegir y el control de nuestra vida; elección y con­ trol que se consigue con la igualdad de derechos a la vivienda, al em­ pleo, a la educación, con la igualdad de categoría ante la ley, con la ca­ pacidad de elección y el control sobre la sexualidad y la reproducción. También tiene que ver con el hecho de sentirnos bien con nosotras mismas como mujeres, reconociendo nuestra dignidad y valor en las aportaciones que hacemos en cada campo de nuestra vida1. 1 Este párrafo refleja los pensamientos de Alia Hassan, por cuyas reflexiones sobre la vida independiente y el feminismo le estoy muy agradecida.

A muchas personas discapacitadas — hombres y mujeres— , esto les resultará familiar, no tanto porque asocien estas aspiraciones con el fe­ minismo, sino porque la capacidad de elección y el control, así como los derechos y el acceso necesarios para lograrlos, constituyen los obje­ tivos de la vida independiente propuestos por el movimiento de personas discapacitadas. Aunque creemos que ni el feminismo ni el movimiento de personas discapacitadas han descrito adecuadamente nuestras preo­ cupaciones ni han hecho campañas a favor de lo que convierte la capa­ cidad de elección y el control en posibilidades reales para las mujeres discapacitadas, nos inspiramos en ambos movimientos. Nuestra visión y nuestro análisis de la opresión y la injusticia padecidas por las mujeres discapacitadas están informadas y motivadas por el feminismo y por los derechos de los discapacitados. Este libro se ocupa de muchas de las cuestiones clave de los debates actuales dentro del movimiento de personas discapacitadas y del femi­ nismo. Pone en evidencia la mala calidad de la educación que reciben los niños y niñas discapacitados; las experiencias de las mujeres discapa­ citadas negras y asiáticas; los abusos padecidos por las mujeres y los ni­ ños y niñas discapacitados, y las experiencias de las mujeres en los siste­ mas de salud y de salud mental. También aparecen aquí análisis que atacan los fundamentos del modelo social de la discapacidad; de la per­ cepción pública de las mujeres discapacitadas; de los problemas relacio­ nados con las pruebas prenatales, y de la perspectiva feminista sobre la «actividad asistencial en la familia». Esperamos que este libro suponga una aportación importante para la afirmación de la fortaleza de las mu­ jeres discapacitadas como seres humanos, autónomos y valorados y a la estructuración de un plan político y de investigación que refleje cada vez más nuestras preocupaciones.

Referencias BA R NES, Colin, ed. (1994): Making Our Oum Choices: Independent living, personal assistance and disabled people. British Council o f Organisations o f Disabled People. DAVID, M. (1991): «Putting on an act for children?» En Maclean, M. & Groves, D. (Eds.), Women ’s issues in Social Policy. Routledge. KEITH, Lois, ed. (1994): M ustn’t Grumble: Writing by Disables Women.The W omen s Press. KELLY, Liz (1988): Surviving Sexual Violence. Polity Press. LLOYD, Margaret (1992): «Does she boil eggs?» Towards a feminist model o f disability», Disability Handicap and Society,Vol 7, N ° 3, pp. 207-21.

LONSDALE, Susan (1990): Womcn and Disability. Macmillan. M O R R IS,Jenny (1993): Indcpcndent Lives? Community Carc and Disabled Pcoplc. M acm i­ llan. — (1995): «Creating a space for absent voices: disablcs w om en’s experiences o f receiving assistance with daily living activities», en Fcminist Review, N° 51, pp. 68-93.

1. Invidente, demente: experiencia y efectos de un internado «especial» Sally F r e n c h Este capítulo describe las experiencias de ocho mujeres con problemas visuales que, en la actualidad, tienen entre 40 y 50 años y estuvieron escolarizadas durante los años 50 y 60 en un internado para niñas deficientes visuales. Cinco de las mujeres en cuestión ingresaron en la escuela cuando tenían cinco años, una fue con seis y las otras dos, con siete; todas ellas per­ manecieron en dicha escuela hasta los 16 años. Se les hicieron entrevistas semiestructuradas, pero se les insistió en que se expresaran con toda liber­ tad. Algunas personas a las que se les propuso la entrevista declinaron su participación porque consideraban demasiado dolorosas sus experiencias para contarlas. Para proteger el anonimato, se pusieron pseudónimos a to­ das las mujeres y, a los efectos de este trabajo, eran: Gwen y Joy, hermanas; Ruth y Celia, también hermanas; Andrea; Stella; Eve, y Harriet. Las mujeres hicieron una descripción muy vivida de la forma de vida en la escuela y de los efectos que produjo en sus vidas. Sólo dos de las mu­ jeres, Ruth y Andrea, tuvieron alguna experiencia de la escuela ordinaria. Yo estuve cuatro años en la escuela, entre los 9 y los 13 años, y recuerdo a todas las mujeres, aunque sólo tres pertenecían a mi grupo de compañeras.

La Barclay Institution La Barclay Home for Blind and Partially Blind Girls] se inauguró en Brighton en 1893. Fue fundada por la Sra. Campion, gracias a la apor1 «Hogar Barclay para niñas ciegas y parcialmente ciegas». (N. delT.).

tación de 500 libras esterlinas donadas por el Sr. D. Alexander Barclay, para enseñar destrezas de tipo industrial a las niñas total y parcialmente ciegas de los asilos y hogares muy pobres. La idea inicial era que el H o­ gar albergara a chicas de edades comprendidas entre los 16 y los 21 años, pero, casi desde el principio, muchas de sus habitantes eran niñas pequeñas. Las alumnas de la Barclay Home recibían una educación muy básica, tras la cual pasaban al grupo de mujeres que asistían a la «escuela técnica», en donde seguían aprendiendo técnicas del tipo de la cestería y las labores de punto. Cuando dominaban una o más de estas técnicas, las mujeres pasaban a los Barclay Workshops para mujeres total o parcial­ mente ciegas, en donde, durante unos años (o durante toda la vida) se ganaban a duras penas la vida. En 1928, se abrió una tienda en Brighton para vender los productos que elaboraban. El Hogar creció con gran rapidez, pero, con el paso de los años, se limitó a atender exclusivamente a niñas. La filosofía de la escuela siguió centrada en las destrezas manuales y, respecto a las niñas, las expectati­ vas del personal eran muy reducidas. En el Annual Report de 1935, se lee: El objetivo es que una niña normal, cuando deje la Barclay Home a los dieciséis años, sea capaz, si se lo solicitan, de cortar y confeccionar una bata o prenda de vestir infantil sencilla, de preparar y servir adecuada­ mente una comida sencilla, de mantener limpia y ordenada una casa y, además, de emplear sus ratos libres haciendo cestos o jerséis.

Hurt (1988), en su historia de la educación especial, confirma que las primeras instituciones dedicadas a educar a las personas ciegas o con deficiencias visuales se limitaban a prepararlas en una serie de destrezas manuales, con lo que establecieron un modelo que se aplicó durante muchos años más.Tomlinson (1982) señala que muchas de las primeras escuelas para niños ciegos y deficientes visuales fueron fun­ dadas por hombres de negocios y estaban dominadas por intereses co­ merciales. En 1941, durante la Segunda Guerra Mundial, evacuaron la escuela a la mansión QueenAnne (la antigua casa de la familia Churchill), en la campiña de Berkshire, donde permaneció hasta su clausura en 1970; éste es el ambiente de la escuela que recuerdan todas las mujeres entre­ vistadas. Tras la promulgación de la EducationAct de 1944, que, a efectos

educativos, separaba a los niños ciegos de los que padecían defectos vi­ suales, la escuela pasó a denominarse: «Barclay Schoolfor Partially Sightcd Girls»2.

Recuerdos del primer día Pregunté a las mujeres que entrevisté qué podían recordar de su primer día en la Barclay School y si comprendían lo que les estaba ocu­ rriendo. Eve, que ingresó inmediatamente antes de su sexto cumplea­ ños, tenía unos recuerdos muy vividos: Recuerdo que mis padres me dijeron que iba a ir a la escuela, pero, en­ tonces, no me daba cuenta de que viviría apartada de ellos yo sola. Me di­ jeron que estaría en la escuela con muchas niñas que llevaban gafas. Puedo recordar a mamá haciendo mi maleta, pero no creo que me diese cuenta de lo que ocurría hasta que llegué a la escuela y traspasé las puertas.Vi a la encargada y mis padres me dijeron adiós, y creo que entonces me di cuenta de que se iban y me dejaban sola; en ese momento, me aterroricé. Por supuesto, lloré y me sentí muy mal; me acuerdo que le dije a la en­ cargada: «estaré llorando hasta que vea otra vez a mi mamá». No la volví a ver hasta que tuvimos un día de visitas, que no fue hasta cuatro semanas más tarde, por lo menos. Sé que estuve muy disgustada y desanimada du­ rante algún tiempo. Recuerdo mi primer día allí como si fuese ayer.

Joy también recordaba muy bien su primer día en la escuela: Tenía unas ganas locas de ir porque una hermana mía estaba allí. R e­ cuerdo a mamá hablando de mi ropa y preparándola; estaba entusias­ mada, pero, a la media hora de estar allí, ya quería volver a casa. Sabía que estaría allí hasta que tuviera 16 años y, cuando tienes cinco, te pa­ rece una eternidad. Recuerdo que pensaba lo grande que era todo; al vivir en una zona construida, nunca había visto hasta entonces una ex­ tensión tan grande de terreno; estaba realmente bien cuidado, con todos aquellos arbustos, rododendros y narcisos. Recuerdo que la primera no­ che, en la cama, lloraba porque quería volver a casa y nadie me confor­ taba. Nadie en absoluto... Mi casa estaba muy lejos y, en realidad, no te2

«Escuela Barclay para niñas con visión parcial». (N. delT.).

© narcea, s. a. de ediciones

nías a nadie. En los dormitorios no había nada agradable, ni un solo ju ­ guete. Puedo recordar mi primer día a la perfección.

No todas las mujeres comprendían por qué iban a la escuela y ni si­ quiera que iban a ella hasta que se quedaban solas. Stella, que ingresó a los cinco años, recordaba: No tenía ni idea de que iba a dormir allí. Creía que iba a pasar un día fuera y que volvería a casa a la hora del té; no tenía ni idea de que iba a una escuela especial y nadie me lo explicó; yo sabía que era diferente del resto de la familia, pero no comprendía por qué. Cuando fui algo mayor y pregunté a mis padres por qué tenía que irme, se dieron la vuelta y di­ jeron que porque yo era muy especial. Era así y yo tenía que aceptarlo.

La separación del hogar y de la familia Las mujeres hablaron de sus sentimientos respecto a la familia deri­ vados del hecho de abandonar el hogar a una edad tan temprana. Eve explicó: Yo no me sentía como una más de la familia. Muy pronto me sentí des­ vinculada de ellos. En la actualidad, no veo a muchos miembros de mi familia y creo que, probablemente, la razón sea esa separación temprana. Recuerdo que, mucho tiempo después, mis padres me dijeron que, cuando me sacaron por primera vez un día de visita, yo estaba muy re­ traída y no les dije nada hasta que ellos me hablaron. Stella también se sintió un tanto desvinculada de su familia: No era que no los conociese, pero, en realidad, yo no conocía una fami­ lia normal, que era el mayor problema. También, cuando iba en el tren a casa, solía preguntarme si los reconocería; solía pensar: «¿Me conocerá mamá?», y tenía miedo de no encontrarlos en la estación, pero siempre me llamaban y yo volaba entusiasmada por el andén hasta ellos. No po­ día olvidarlos. Sorprendentemente, algunas mujeres no llegaron a desvincularse de sus familias. Andrea se mantuvo en estrecho contacto con la suya e, in­

cluso, se las arregló para mantener el contacto con las amigas que hizo durante el trimestre que asistió a la escuela infantil local. Decía: Yo estaba contenta; mis padres venían a verme siempre que podían y ahí estaba toda la diferencia; yo sentía que me querían y siempre me sentí parte de la familia.Todas las semanas tenía carta y me incluían en todo lo que ocurría. En el pueblo había muchas personas que me conocían y siempre me saludaban cuando volvía a casa. Vivíamos en un pueblecito en el que todo el mundo se conocía (y todos sabían lo que les ocurría a los demás) .Yo solía escribirme con mis amigas durante el trimestre y eso me ayudaba mucho cuando volvía a casa.

Harriet también se mantuvo en contacto con los niños de su pue­ blo aunque nunca estuvo con ellos en la escuela: Era un pueblecito muy unido; teníamos la catequesis de los sábados y las fiestas de Navidad y, en verano, teníamos jornadas deportivas en el campo del pueblo. Todo el mundo se conocía y nos reuníamos todos. Nunca perdí el contacto con él.

La educación Las reducidas expectativas de las niñas y la importancia otorgada a las destrezas manuales persistieron mientras existió la escuela. En 1958, el año en que yo llegué a la escuela, el Annual Report decía: Se sabe que muchas de las niñas no alcanzarán nunca un nivel acadé­ mico muy elevado, idea que refuerza el nuevo Williams Intelligence Test para niños con visión defectuosa. En consecuencia, consideramos que es necesaria la inclinación profesional desde una edad temprana, introdu­ ciéndose de la mejor manera posible.

Todas las mujeres que entrevisté recordaban que su educación es­ tuvo dominada por los conocimientos orientados a la casa y otras des­ trezas prácticas. Joy recordaba: Los martes y los jueves, teníamos durante todo el día tareas domésticas. Si hacíamos jalea, teníamos que preparar la gelatina y el zumo de frutas; no podíamos coger un paquete de jalea y verter agua hirviendo encima. Si se trataba de pesar ingredientes, teníamos que hacerlo sin básculas,

utilizando cucharas. Solíamos hacer nuestros propios pasteles de Navi­ dad y llevarlos a casa y la Sra. Slater (la profesora de tareas domésticas) solía llevar las camisas de su marido para que las planchásemos.Yo lo pa­ saba bien, pero el resto de la educación era muy mala. No se hacía el Eleven-plus*; no había ningún tipo de examen.

Stella recordaba que todos los años, durante una semana, las niñas dejaban sus clases para hacer limpieza general y que las tareas domésti­ cas y de limpieza predominaban sobre los demás aspectos de su vida: Recuerdo que todos los días realizábamos tareas domésticas antes de desayunar, incluso los domingos; no había excusa, todo tenía que estar impecable. Solíamos dedicar una semana al año para hacer limpieza ge­ neral de los dormitorios y salas de recreo. Era muy duro; recuerdo que teníamos que dar la vuelta a los colchones y limpiarlos con cepillo y re­ cogedor, así como ponernos de rodillas para limpiar los zócalos. Todo se hacía en el horario escolar. Para dar brillo al suelo, utilizábamos esa es­ pantosa cera espesa. No había excusa; todas las niñas tenían que hacerlo.

Los informes anuales de la escuela, desde sus comienzos hasta su clausura, ponen de manifiesto que la mayoría de las niñas, al salir de la escuela, trabajaba en el servicio doméstico, en fábricas, lavanderías y como dependientas y auxiliares de clínica. Un número reducido conse­ guía algún empleo en oficinas o recibía alguna preparación en técnicas comerciales. Este modelo de actividad laboral es patente en el caso de las mujeres a las que entrevisté: al dejar la escuela, tres trabajaron en tiendas; una, en una panadería; una como auxiliar de clínica; dos, en oficinas, y una en una fabrica. Andrea resumió su experiencia educativa diciendo: Creo que nuestra educación fue muy básica; nunca nos dieron oportu­ nidades ni nos impulsaron a hacer algo mejor. Pocas niñas pasaron a es­ cuelas mejores; podrían haber hecho mucho más.

Y Celia confirmó que «si tus padres insistían, te permitían presen­ tarte al Eleven-plus, pero la educación era demasiado básica para que lo superaran muchas». 3 El examen Eleven-plus sirve para seleccionar a los niños que acaban la primaria y de­ termina el tipo de escuela secundaria al que pueden acceder. (N. delT.).

En la educación de las niñas se invertía muy poco dinero. En 1964, un año normal, se gastaron 631 libras esterlinas en libros, equipamiento, material de papelería y visitas educativas (.A nnual Report 1964-65a). Po­ demos comparar esta cantidad con las 1.233 libras invertidas en la edu­ cación en Blatchington Court, una escuela para chicos con defectos vi­ suales con un número similar de alumnos (Annual Report 1964-65). Las mujeres recordaban a las maestras, con pocas excepciones, como bondadosas, no amenazadoras pero poco eficaces. La experiencia de Stella pone en evidencia que no conseguían satisfacer las necesida­ des de las niñas derivadas de su deficiencia visual: Yo tenía un problema visual que me hacía difícil leer los libros, pero no podía decírselo a ellas porque allí no existía el «no puedo», por lo que tuve que esforzarme, a pesar de no ver nada; en la sección de mayores, no teníamos ningún libro impreso con letras grandes. Cuando era pequeña, me pusieron en la clase 2, que no era para la mayoría de las niñas. R e­ cuerdo que lo único que hacíamos era dibujar y jugar con juguetes. Cuando me cambiaron de clase, después de unos dos años, carecía de mu­ chas destrezas y conocimientos básicos y tenía tareas especiales para po­ nerme al día. Durante los recreos, tenía clases especiales de lectura con la directora. Recuerdo que una palabra en la que me atasqué fue «ink» («tinta»). No se trataba de que no conociese la palabra, sino de que no po­ día verla: las letras se me juntaban, pero ella no entendía nada en absoluto.

Recuerdo que me hicieron jugar a juegos, como al stool-ball4, que muy pocas podían dominar, y a dar incontables paseos para observar la naturaleza en los que era imposible que viésemos la mayoría de las co­ sas que nos señalaban.

De las «clases para ahorrar vista» a las lentes de contacto y los dispositivos de mejora de la visión limitada Es posible que el fuerte sesgo hacia las destrezas y oficios manua­ les reflejara, al menos en parte, las ideas predominantes hasta los años 4 Juego antiguo, parecido al cricket, que siguen practicando en Sussex, sobre todo las chicas. (N. delT.).

40 acerca de que las personas con defectos visuales graves debían tra­ tar de «ahorrar vista» evitando cualquier actividad que requiriese un trabajo de precisión. Antes de la Segunda Guerra Mundial, las clases para niños con defectos visuales se denominaban «clases para ahorrar vista» y, en ellas, gran parte de la enseñanza era oral. Corley y cois. (1989) describen cómo se obligaba a los niños a trabajar con los bra­ zos estirados, poniéndoles una especie de arneses que les impidieran acercarse. Hacían su trabajo en pizarras y estaba estrictamente prohi­ bida la escritura de letras menores de 5 cm. Si se permitía el uso de plumas, las plumillas tenían que estar cubiertas, de manera que los ni­ ños no viesen lo que escribían: tenían que aprender a escribir de ese modo. Resultó difícil acabar con estas ideas claramente dañinas. Sólo en 1950, el oftalmólogo de la Barclay School dice: «De acuerdo con las ideas actuales sobre la miopía, hemos relajado considerablemente al­ gunas de las restricciones más molestas y estoy informado de que esto ha dado lugar a un marcado cambio psicológico» (Annual Report 1949-50, p. 9). En los años 50, la preocupación por el desarrollo de las lentes de contacto y otras diversas ayudas para paliar las deficiencias visuales sus­ tituyó las restricciones impuestas sobre las actividades del estilo de la lectura y la escritura; en realidad, las niñas de la Barclay School sirvieron de conejillos de Indias para probar muchos de estos nuevos instrumen­ tos. En 1957, el oftalmólogo se refiere a sus esperanzas de que las lentes de contacto «no sólo mejoren considerablemente su aspecto y agudeza visual, sino también que les proporcione mayor confianza en sí mis­ mas» (Annual Report, 1956-57, p. 13) y, en 1960, afirma que «es gratifi­ cante saber que el trabajo que hemos venido realizando en la Barclay School ha sido, en cierta medida, innovador» (1959-60, p. 15). Ruth y Celia, dos hermanas a las que entrevisté, mostraban mucho menos entusiasmo en relación con las lentes de contacto que les obli­ garon a llevar. Ruth explicaba: Pensaban que tenías que desenvolverte bien, pero no fue así. Pude lle­ varlas durante un par de horas, pero habían previsto que las llevara du­ rante ocho. No podía; mis ojos no las toleraban, aunque mejoraban mi visión.Tenía que sentarme allí con ellas puestas, haciéndome daño; tenía los ojos totalmente empañados, pero no había manera de que me las

quitasen; nadie mostraba la menor simpatía; su postura era la de que te­ nías mucha suerte porque te hubiesen escogido. No eran como las len­ tes de contacto modernas; te cubrían todo el ojo y eran gruesas y pesa­ das. No sé quién pagaría por esas cosas espantosas, pero se suponía que, si las tenías, debías llevarlas porque eran caras. Supongo que éramos un grupo de jóvenes con diferentes problemas visuales con quienes podían probarlas. Cuando salí, las tiré inmediatamente por lo incómodas que eran.

La opinión de Celia era igual: Eran verdaderamente incómodas. En la escuela, tuve muchos problemas y muchas reprimendas porque me parecía que el sol las estropeaba y no podía tenerlas puestas el tiempo que ellos pensaban. Ellos querían que las usáramos porque nos habían escogido y porque mejoraban mi vi­ sión. No me dejaban que me las quitase hasta que pasara el tiempo esti­ pulado, de manera que tenía que sentarme allí, sin que importara nada que me llorasen los ojos. A pesar de todo, me gustaba ir a Moorfields porque íbamos en tren.Yo sólo tenía 10 u 11 años. En cuanto me mar­ ché, las tiré; ahora llevo unas mucho más pequeñas.

En los informes anuales de la época, algunos de los cuales muestran fotografías un tanto engañosas de niñas leyendo a una distancia «nor­ mal» gracias a las ayudas para las deficiencias visuales, se manifiestan también un entusiasmo y una excitación enormes en relación con di­ chas ayudas. Describiendo una experiencia sobre el uso de lentes teles­ cópicas de finales de los años 50, escribía: Recuerdo que un señor norteamericano, que me pareció muy impor­ tante, me hizo fotografías con las lentes puestas. Primero, quiso que, con ellas puestas, hiciera punto, manteniendo el punto en mi regazo. Esto era fácil, porque yo podía hacer punto sin mirar. No cabía duda de que estaba entusiasmado y me dijo que se notaba lo mucho que ayudaban las lentes.Yo sabía que se equivocaba. Después, me pidió que leyera, pero entonces su actitud cambió por completo: se puso tenso y, antes de ha­ cer la fotografía, me tiró de mala manera el libro, que tenía a unos cinco centímetros de la cara, dejándolo encima de mis rodillas. Aunque yo sa­ bía que él había hecho trampa y que eso no estaba bien, me sentí culpa­ ble por su disgusto y sabía perfectamente que no había superado una prueba importante (French, 1993, p. 71).

La rutina diaria Los relatos de las mujeres sobre la forma de pasar el tiempo fuera del horario escolar muestra un panorama de trabajos pesados y de re­ glamentación estricta. Andrea lo recordaba así: En verano, escardábamos y, en otoño, teníamos que limpiar las hojas y las ramas. Los sábados, teníamos que limpiar la casa. Pasábamos la mayor parte del tiempo limpiando y haciendo cosas en el jardín; todo estaba completamente organizado y siempre nos decían lo que teníamos que hacer, nos gustase o no. Se convertía en una rutina, una forma de vida y nosotras lo aceptábamos — ¿qué íbamos a hacer?— Hacíamos lo mismo una semana tras otra.

Los recuerdos de Eve eran similares: Los sábados por la mañana, teníamos que escardar los bancales con pin­ chos. En otoño, teníamos que recoger, una por una, las hojas del césped. Teníamos que recogerlas cuando había escarcha con las manos húmedas, que se nos quedaban heladas y mojadas. Solíamos hacerlo durante unas horas, hasta la comida. Después, teníamos que ponernos en fila para la­ varnos las manos antes de comer y utilizar un único retrete. Si no conse­ guías entrar, tenías que esperar hasta después.Tras la comida, íbamos a dar un largo paseo de dos en dos y no se nos permitía mirar a nadie ni hablar con nadie que pasase por la carretera en dirección opuesta. Las encarga­ das decían: «No quieren hablar con vosotras, no quieren ver vuestras feas caras». Volvíamos después para el té y, en invierno, teníamos que leer al­ gunos libros de la biblioteca. No eran demasiado interesantes y algunas no veían lo suficiente para leerlos. Ibamos a la cama a horas diferentes: las más pequeñas, a las cinco y media y las mayores, a las ocho y media. Ruth recordaba la dureza del trabajo: Nos asignaban una sala para limpiar todas las mañanas, antes del desa­ yuno. Había que barrer, limpiar el polvo y limpiar los baños y retretes. Después, estaba el salón de baile y la cancha de squash; recuerdo que lo hacíamos los sábados; teníamos mucho trabajo de limpieza, desagradable y pesado. Recuerdo que había unas latas enormes de cera, roja y pastosa, y teníamos unas cosas grandes y pesadas, que llamábamos «parachoques» y que teníamos que empujar adelante y hacia atrás para pulir el linóleo o

el parqué. Después de las comidas, teníamos que fregar los cacharros en grandes tinas de madera, con agua muy caliente y sosa, y el trabajo de los sábados por la tarde consistía en limpiar los zapatos para el domingo.

Puede compararse este estilo de vida con el de la directora que, además de tener una sirvienta personal (una exalumna de la escuela), ocupaba las habitaciones más exquisitas de la casa. Aunque algunas actividades, como la natación, la danza y las audi­ ciones musicales, eran entretenidas, ninguna de las mujeres recordaba alguna ocasión en la que hubiera tenido oportunidad de elegir qué ha­ cer. Gwen recordaba: Cuando éramos pequeñas, solíamos jugar a diversos juegos en la hierba; teníamos que salir del edificio. Cuando hacía buen tiempo, estaba bien, pero, para jugar, sólo teníamos la hierba; tenías que prepararte tus pro­ pias diversiones y jugar a los juegos que se te ocurriesen; no se podían sacar juguetes, excepto pelotas y cuerdas para saltar. No se permitía que sacásemos muñecas ni cosas por el estilo. Me solían gustar los paseos lar­ gos porque nos sacaban de allí, pero no podías hacer otra cosa que ir y, a veces, no te apetecía.

Una de las tareas de las niñas mayores consistía en ocuparse de las pequeñas. Andrea explicaba: «Cuando llegabas a prefecta, tenías que dormir con las pequeñas y cuidar de ellas; si te necesitaban, tenías que estar con ellas de noche». Gwen recordaba haber estado en la lista para ayudar a bañar a las pequeñas: Solíamos tener que ayudar a bañarlas y llevarlas a la cama. No podíamos hacer otra cosa, pero no me importaba, porque era algo diferente. A las pequeñas, les gustaba cuando las secábamos, frotándolas con la toalla; querían tener a alguien en quien confiar porque les faltaban sus padres. Nosotras teníamos que limpiarles los zapatos y, si la pequeña que estaba a tu cargo iba a la iglesia con los zapatos sucios, te regañaban.

Stella recordaba la forma impersonal en la que se les obligaba a tra­ tar a las niñas pequeñas: Solíamos ayudar a bañar a las pequeñas y llevarlas a la cama; estábamos en una lista y ésa era una de nuestras obligaciones. Sabíamos cómo cui­

darlas, pero no se nos permitía tratarlas como ahijadas; a las encargadas no les gustaba que las tratásemos amistosamente y nos ordenaban que no lo hiciésemos.

Todas las mujeres recordaban la rígida reglamentación que organi­ zaba la totalidad de su vida. Gwen explicaba: La reglamentación era muy rígida; teníamos que ponernos en fila para que inspeccionaran nuestros zapatos y, cuando íbamos al baño, tenía­ mos que ponernos en fila para que viesen que estábamos limpias. Te­ níamos organizado todo el tiempo; no hacía falta en absoluto que pen­ sáramos por nuestra propia cuenta; teníamos que hacer lo que se nos decía y ésa era nuestra vida. Por la hora del día y por la campana, sabía­ mos lo que teníamos que hacer.Teníamos que aceptarlo, ¿qué le íbamos a hacer?

Castigos y abusos El cuidado de las niñas con deficiencias visuales otorga una especial res­ ponsabilidad a las encargadas y al personal doméstico; la dirección tiene que agradecerles la forma altruista de cumplir sus funciones (Annual Report 1959-60, p. 16). Los informes anuales de la Barclay School, como otros muchos do­ cumentos oficiales, dan una falsa impresión de la vida real. El Dr. Connell, médico de la escuela, comenta, en 1945, la buena salud de las ni­ ñas, atribuyéndola a «la permanente atención de la hermana», y el Dr. Chandler, otro médico de la institución en época posterior, decía: «Me gustaría aprovechar la oportunidad para agradecer a la hermana y a su personal la excelente atención prestada a las niñas durante el último año» (Annual Report, 1951-52). June Monkouse, alumna de la escuela desde los 8 a los 11 años, a principios de los años 50, se refiere a un terrible rito de cepillado del cabello que tuvo que padecer todas las noches a manos de la hermana: Tras unos pocos intentos, hundió el cepillo en mi pelo con tanta fuerza que me dio un tirón de la cabeza hacia atrás, haciéndome lanzar un grito de dolor. «No seas un bebé», me espetó, y siguió dándome tirones

de la cabeza. Después, todas las noches me cepillaba la cabeza y yo es­ taba aterrorizada (Monkhouse, 1980, p. 21).

Sigue recordando cómo la hermana le pegaba en los nudillos con tanta fuerza que le hizo sangre en los sabañones, la obligaba a recoger sus vómitos cuando estaba enferma y «le pegaba con la zapatilla en el culo con todas sus fuerzas». Cuando, al ir corriendo, tropezó con un banco del jardín y se partió los incisivos, la reprendieron severamente por torpe, y recuerda que, cuando se puso histérica al marcharse su ma­ dre, la separaron de las demás niñas por su «asquerosa conducta». June afirma que «aún hoy, puedo decir que es la mujer más cruel que he co­ nocido» (Monkhouse, 1980, p. 21). Con los años, los informes anuales no dejan de ser igualmente con­ gratulatorios. El de 1962 dice: «una vez más, me complace expresar las felicitaciones más sinceras del consejo a [la directora] por otro año de incansable dedicación al bienestar de la escuela en general y a satisfacer las necesidades de todas y cada una de las niñas» (Annual Report 196162). Contrasta radicalmente este informe con mi propia descripción de la escuela en esta época, en la que los abusos eran no menos evidentes: Las encargadas nos llamaban por nuestros apodos y eran muy diestras con las reglas, los paños mojados, las combas y su propia fuerza física. Llevaban unas reglas cuadradas azules y blancas y, a la menor falta, te pe­ gaban con ellas; las que tenían alguna minusvalía añadida solían ser blanco frecuente de sus acciones. Recuerdo a una niña de cinco años a la que sometieron a este tipo de abusos en su primera semana de estan­ cia en la escuela. Las niñas pequeñas dormían en el piso de arriba y te­ nían que bajar las escaleras siguiendo una línea recta y manteniéndose a su izquierda; cualquier hueco entre una niña y la siguiente constituía un delito merecedor de castigo. Esta niña, insegura al ir por un lugar desco­ nocido, dejó un hueco entre ella y la que la precedía y le pegaron con saña con la regla (French, 1992, p. 49).

Todas las mujeres a las que entrevisté recordaban duros castigos y una atmósfera psicológica ofensiva. Stella recordaba: Incluso de muy niñas, nos ponían de cara a la pared durante horas. Con bastante regularidad, nos pegaban con fuerza en las piernas con la regla. Nos dejaban varias semanas sin dulces o nos mandaban a la cama sin to­

mar el té. Muy a menudo, nos dejaban sin recreo, teniendo que estar todo el tiempo de pie y sin movernos en el rincón. Con mucha fre­ cuencia, nos dejaban sin salir; recuerdo que no nos permitieron ir a la fiesta de Navidad y tuvimos que estar de pie y de cara a la pared desde las dos y media hasta las seis de la tarde; en esa ocasión, nos castigaron a 12.Tuvimos que desfilar delante de nuestros visitantes y, a la hora del té, nos dieron queso y berros, mientras las demás niñas tomaban pasteles. El motivo de este castigo fue que yo tiré las plantas de la sala de recreo mientras corría a su alrededor.Yo no las vi, pero de nada hubiera servido decirlo; pensaban que yo era descuidada y traviesa. Me impidieron asis­ tir a la fiesta de Navidad por haber tirado unas tres plantas. Recuerdo ese día como si fuera ayer.

Harriet recordaba que una de las encargadas la había agarrado del pelo, arrastrado por el dormitorio y golpeado con una percha de alam­ bre. Uno de sus primeros recuerdos de su estancia en la escuela era la paliza que le dio la encargada principal, que era enfermera titulada: Ibamos a la cama a las cinco y media de la tarde y nos levantábamos a las siete de la mañana y no se nos permitía levantarnos para ir al retrete. Yo estaba muy inquieta porque me habían llevado con unos padres adoptivos a los tres años, ingresando en la escuela a los cinco, y una no­ che mojé la cama. La prefecta de servicio se dio cuenta de lo que había pasado y trató de encubrirme, me sacó de la cama y me llevó al baño, pero apareció una de las encargadas. Me sacó del baño y, tal como es­ taba, mojada y enjabonada, me dio la mayor paliza de mi vida. Me hizo mucho daño: imagínate, estaba totalmente mojada y ya sabes cómo duele. Yo lloraba y gritaba; estaba aterrorizada.

Andrea, que, en general, no se mostraba crítica respecto a la escuela, recordaba que, a los seis años, tuvo que estar de pie, en el rincón, con sus sábanas mojadas alrededor del cuello y, más tarde, tuvo que lavarlas a mano. La mayoría de nosotras compartía el mismo recuerdo angustioso de la prohibición de ir a los servicios cuando lo necesitaba. Resumiendo esta experiencia, escribí: Después del té, teníamos que salir en fila para ir al retrete de la planta baja; por supuesto, en la casa había muchos más, pero teníamos que estar vigiladas constantemente. En toda la tarde, con independencia de que

estuviésemos en el interior del edificio o en el exterior, no nos dejaban ir a los servicios, por lo que era de vital importancia aprovechar esta oportunidad, sobre todo teniendo en cuenta que, a menudo, el tiempo de que disponíamos antes del té era insuficiente. Las encargadas disfru­ taban humillándonos en esta situación; si tardábamos más de unos pocos segundos, aporreaban la puerta o molestaban, diciendo que saliésemos. A menudo, mandaban regresar a la mitad de la fila, diciendo que estaban cansadas de vernos moviéndonos, que teníamos retretes en el cerebro y que ya era hora de que creciéramos y pensáramos en otra cosa para cam­ biar (French, 1992, p. 20).

La mayoría de las mujeres tenía recuerdos desagradables de que las obligaran, de muy pequeñas, a comer comidas que no les gustaban. Ce­ lia recordaba: Cuando no te gustaba una comida, te obligaban a sentarte allí. A mí no me gustaban los espaguetis y ellas te los metían con la carne picada; re­ cuerdo haber estado allí sentada hasta media tarde, aunque estuviera frío como el hielo; te quedabas sentada en el comedor mientras todas las de­ más habían vuelto a la escuela. Cuando eras mayor, si tenías suerte y en­ contrabas a alguien a quien le gustase, podías pasárselo sin que se dieran cuenta, pero, si te cogían, te ponían el doble. Recuerdo que algunas ni­ ñas no conseguían tragar la comida y les daba verdaderas náuseas.

Stella también recordaba este tratamiento: Algo que no podía soportar era cuando te obligaban a comer una co­ mida que no te gustaba. Yo odiaba el estofado irlandés y siempre me obligaban a comerlo. Trataba de tragármelo con el pudín y, a veces, ellas volvían a traerlo a la hora del té.Yo sólo tenía cinco o seis años.

Cuando fue haciéndose mayor, a Joy le entristecían de modo espe­ cial los apuros que pasaban las niñas pequeñas en la escuela; explicaba: Nadie nos consolaba y ni siquiera nos decían una palabra bondadosa. A medida que nos hacíamos mayores, nos íbamos adaptando, pero las pe­ queñas necesitaban consuelo y nadie se lo daba. No me gustaba que las maltratasen, no me gustaba que les pegasen; estaban lejos de casa y no eran felices. Yo veía que esto ocurría demasiadas veces; cuando fui ha­ ciéndome mayor, sentía mucha pena por las pequeñas.

Las muestras de emoción se reprimían siempre. Harriet y yo recor­ damos que, cuando una niña pequeña supo por una carta de su casa que había muerto su abuela, la encargada le dijo delante de todas noso­ tras: «Comprendería que llorases si fuese tu madre, pero no puedes llo­ rar por la muerte de una persona anciana». El único sitio seguro para llorar era la cama e, incluso entonces, había que hacerlo en silencio. Todas las mujeres recordaban que el comportamiento de las encar­ gadas era muy frío y severo. Stella explicaba el efecto que esta conducta le producía: Nunca mostraban afecto ni cariño alguno, ni siquiera cuando tenías cinco años. Aunque yo era una niña pequeña, no me gustaba sentarme en las rodillas de mi mamá porque nunca lo hice en la escuela. Me acos­ tumbré a la falta de contacto físico y no pude hacerme a él. Las amigas se convirtieron en algo muy importante, nos consolábamos un poco unas a otras, pero tendríamos que haber podido acercarnos más a los adultos. Era imposible; no podías acercarte y confiar en ellas; no podías contarles tus pequeños secretos o tus pequeñas preocupaciones porque te rechaza­ ban, no querían acercarse a ti; sus actitudes hacia las niñas eran muy victorianas. Con frecuencia, decían que éramos unas niñas horrorosas, siem­ pre desaliñadas y sucias. Nos hacían ver que éramos lo más bajo de lo bajo. Nos regañaban por lo más nimio, un simple calcetín caído merecía la desaprobación. No recuerdo que nunca nos felicitasen por algo.

Eve recordaba el mal trato psicológico recibido y el efecto que le produjo: Había demasiada disciplina y siempre muy estricta. Solían despreciar continuamente a las personas y te hacían sentir inútil. Solían hacerte sentir que estabas allí como castigo y no para aprender algo. No com­ prendían a las niñas en absoluto, nunca pensaban en su vista. Esperaban que hicieses lo que ellas querían y se enfadaban mucho si no veías algo, no te limpiabas bien los zapatos o no hacías algo que querían que hicie­ ses; te quitaban la confianza que tuvieses en ti misma. Siempre estaban riñéndonos, por lo que nos asustaba decir lo que pensábamos, no nos atrevíamos a decir nada si teníamos problemas.

Harriet recordaba también este trato y cómo aprendió a enfren­ tarse a él:

Te daban la impresión de que estabas en aquella escuela porque eras una especie de delincuente. A mí me dijeron que, cuando dejase la escuela, sólo serviría para fregar aseos públicos; ése era el tipo de estímulos que te daban. Pero, cuando fui haciéndome mayor, descubrí formas indirec­ tas de arreglármelas para que mi vida fuese más agradable. Solía presen­ tarme voluntaria para todo, de manera que me dejaran sola sin andar detrás de mí continuamente. Como yo solía hacer esto, las demás niñas creían que era una chivata y me hacían la vida imposible. Las niñas em­ pezaron a odiarme, pero podía afrontarlo y sabía que no era posible ju ­ gar a las dos barajas.

Las mujeres cuyos padres vivían lo bastante cerca para visitarlas re­ cordaban que las encargadas también los trataban de manera fría y dis­ tante. Joy explicaba: Más o menos, los ignoraban; las encargadas no conversaban con ellos. N o les decían: «Su hija tiene un problema» o «Su hija está disgustada por algo». No se preocupaban en absoluto por los padres. Si se entriste­ cían al tener que separarse de sus hijas, ellas los ignoraban. Creo que era terrible; los padres no tenían derechos en absoluto.

Gwen tenía recuerdos similares: Los trataban con toda frialdad. Ellos se limitaban a venir, te recogían y te dejaban; no les daban ni una taza de té ni nada por el estilo. Cuando te llevaban de nuevo a la escuela, después de pasar un día fuera, tenían que marcharse de inmediato; no podían quedarse un rato ni entrar en el edi­ ficio.

Eve recordaba que, después de marcharse, ellas criticaban a los pa­ dres: Cuando regresábamos con nuestros padres, mientras estaban allí se mos­ traban agradables, pero, tan pronto como se marchaban, nos criticaban a nosotras y a nuestros padres. Decían que tus padres no eran lo bastante estrictos contigo, que no debían dejar que hicieses «esto» o «lo otro», que debías ayudar más a tus padres, en vez de andar corriendo por las calles durante las vacaciones. Daba la sensación de que pensaban que ellas nos trataban mejor que nuestros padres.

Los abusos que padecían las niñas llevaron a muchas a fugarse de la escuela (Monkhouse, 1980).Todas recordamos que, en enero de 1960, dos niñas, de 11 y 12 años, se marcharon por la noche y estuvieron au­ sentes durante dos días completos. Las encontraron a 160 kilómetros de la escuela, tras recogerlas un camionero que abusó sexualmente de ellas muchas veces (Daily Express, 30 de enero de 1960; Peterborough Citizen and Advertiser, 3 de febrero de 1960). Por orden de la directora, que fue acusada de tratar de preservar la reputación de la escuela a expensas de la seguridad de las niñas (Daily Express, 28 de enero de 1960), la desapa­ rición de las niñas no se comunicó a la prensa hasta 36 horas después. En respuesta a las mencionadas acusaciones, la directora dijo: «He dado 20 años de mi vida a estas niñas, ¿cómo puede decirse que no las cuido?» ( Wokingham Times, 5 de febrero de 1960). Además, manifestó: Quiero a las niñas y, por supuesto, ellas están antes que nada. Les he de­ dicado mi vida...Yo no pude hacer nada para detener a esas niñas. Esta es una escuela feliz. Todas las niñas son felices. (Daily Mail, 30 de enero de 1960).

Aunque se dijo que no hacía mucho que las niñas habían recibido una «reprimenda» (Daily Herald, 29 de enero de 1960), no se llevó a cabo ninguna investigación en la escuela. En realidad, se interpretó su conducta como un intento inútil de «demostrarse» a sí mismas que su visión parcial no constituía un inconveniente (Daily Mail, 29 de enero de 1960). La policía las devolvió a la escuela en cuanto las encontró.

Comentarios de las niñas a sus padres Pregunté a las mujeres si alguna de ellas, de niña, refirió a sus padres el trato que recibían en la escuela. Pocas lo hicieron. Eve explicaba: No les dije nada. No sé por qué no lo hice; creo que lo aceptaba como algo normal. Supongo que pensaría que no lo tendrían en cuenta por­ que, si tú decías algo, en la escuela nadie se preocuparía; te dirían que te marchases o «te está bien empleado». Supongo que pensaría que no te­ nía sentido decirles a los adultos nada que me ocurriese. Si escribías una carta a casa, no te dejaban decir a tus padres que habías ido al dentista, al médico o a algo por el estilo.Yo pensaba que a todas las personas las tra­

taban así; no tenía ni idea de que pudiese ser de otro modo. Hasta que salí de la escuela y entré en el mundo no me di cuenta de la forma tan distinta de trato que habíamos recibido. La madre de Stella no la tomó en serio: A medida que fui creciendo, me sentía muy amargada. Conté a mis pa­ dres lo que ocurría, pero mi mamá solía decir: «Bueno, has tenido que ser bastante mala para merecer ese castigo». No me tomaba en serio. La idea de mi madre era que, si hacías algo mal, tenían que castigarte por ello y que así debía ser. No creo que se diese cuenta de la severidad de los castigos que recibíamos. Joy y Gwen, que son hermanas, contaron a sus padres muy poca cosa.Joy explicaba: Yo pensé que les preocuparía al estar tan lejos; incluso cuando era pe­ queña pensaba así. Sabía que no podían hacer nada, no había forma de volver a casa. Ellos sabían que no me gustaba, pero yo no entraba en muchos detalles porque sólo conseguiría preocuparlos pues no les gus­ taba apartarse de nosotras. Yo sabía que, si les decía cosas, sería aún peor. Las encargadas y el régimen de la escuela impedían que contáse­ mos a nuestros padres lo que pasaba durante el trimestre. Las llamadas telefónicas estaban prohibidas y censuraban las cartas minuciosamente. Stella recordaba: El domingo, después de ir a la iglesia, teníamos tiempo para escribir car­ tas; se leían todas las cartas y, si a las encargadas no les gustaban, las rom­ pían y nos decían que las escribiésemos otra vez. Eso me ocurrió cuando dije que no era feliz o cuando les comenté que me habían echado una bronca. Lo mismo le pasaba con frecuencia a un montón de niñas.

La adolescencia La mayoría de las mujeres recuerda la total falta de intimidad en la escuela, que se hacía más difícil al llegar a la adolescencia. Joy expli­ caba:

No me gustaba que nos metiesen en los baños a todas juntas; a medida que te hacías mayor se hacía más desagradable. Una se bañaba, otra se estaba secando y otra esperaba. Siempre había cuatro o cinco niñas en el baño al mismo tiempo. Las encargadas entraban y salían también; a na­ die se le dejaba que se bañase sola, no confiaban en nadie en absoluto. Ruth tenía recuerdos semejantes: Había una falta total de intimidad; estábamos todas juntas en aquellos inmensos dormitorios, nos vestíamos todas juntas, todas estábamos jun­ tas en el baño. Incluso los retretes carecían de pestillos; tenías que sen­ tarte allí y gritar «¡está ocupado!» hasta los 16 años. Stella recordaba cómo la inspeccionaban después del baño: Teníamos que ponernos en fila esperando entrar en el baño, no había ninguna intimidad. Incluso, solían tenernos (no me gusta decir esto) allí de pie, con el pijama bajado y los brazos levantados para comprobar que nos habíamos lavado por todas partes. Eran muy estrictas a este respecto. Y eso era cuando teníamos 15 ó 16 años. A Harriet le parecía tan normal esa falta de intimidad que tuvo que aprender a ser recatada: No había intimidad en ningún sitio. Llegaba hasta tal punto que, cuando ibas a casa, olvidabas la intimidad y aparecías desnuda ante la gente o en un sitio inconveniente. En la escuela, nadie se preocupaba de que alguna estuviese desnuda delante de las demás y yo creía que así tenía que ser, no sabía que era diferente. Me llevó mucho tiempo aprender lo que era la intimidad y cómo ser recatada. Las mujeres recordaban que les hacían ponerse unos vestidos muy simples que, casi siempre, eran viejos. Durante la adolescencia se hicie­ ron especialmente conscientes de esta situación. Stella recordaba: Desaprobaban el maquillaje y no recuerdo haber llevado nunca leotardos o medias a la escuela. Solíamos llevar unos horrendos calcetines gri­ ses y zapatos negros, incluso con nuestros propios vestidos, hasta los 16 años. A ellas no les gustaba que llevásemos peinados de fantasía, nos lo decían siempre. Yo tuve suerte al tener un pelo rizado natural, de ma­

ñera que podía peinármelo con cierto estilo. Querían que nuestra apa­ riencia careciese en absoluto de gracia. Todo era usado; tenías mucha suerte si conseguías algo nuevo. Los zapatos eran horrorosos; sólo re­ cuerdo una ocasión en la que conseguí un par nuevo y, con ellos, me parecía que era la reina de los mares. Andrea también recordaba los vestidos viejos y que sólo tenían ropa limpia una vez a la semana: Te creías la reina de los mares si conseguías un jersey nuevo, sin estrenar. Muchos eran viejos y estaban zurcidos; yo nunca tuve uno nuevo. Una vez conseguí un par de zapatos nuevos, pero la mayoría eran usados. Lo que más me molestaba era tener que llevar las mismas bragas toda la se­ mana. Incluso cuando éramos adolescentes, sólo nos daban ropa limpia una vez a la semana. Solíamos lavarla por la noche y secarla en los radia­ dores, pero aún entonces te preguntaban por qué lo hacías. Ninguna de las mujeres recordaba que le hubiesen explicado algo sobre la menstruación o haber recibido algún tipo de educación se­ xual. Ruth recordaba: Cuando te hacías un poco mayor, veías que las niñas se acercaban a un cajón del rellano; allí se guardaban las compresas. Teníamos que decír­ selo a la encargada y teníamos que utilizar un retrete especial. Si te em­ pezaba de repente, lo tenías mal porque sólo nos daban unas bragas lim­ pias a la semana y no te daban otras por nada del mundo. Stella recordaba haber estado en la más absoluta ignorancia al res­ pecto: Del período, no te explicaban nada, salvo que era algo que les pasaba a todas las mujeres jóvenes. Mi mamá también era así. Incluso cuando me pasó, yo no sabía qué era aquello.

El final de la Barclay School Un año antes del cierre de la Barclay School, se efectuó una inspec­ ción que «aportó muchos consejos útiles» (Annual Report, 1967-68). Se

organizó un grupo para la obtención del C SE\ contratándose a profe­ sores especialistas de matemáticas, lengua, historia y geografía. Se decía que «este sistema está funcionando bien; proporciona a las niñas un in­ centivo para trabajar y conseguir lo que se lleva a cabo en la Secondary Modern School ordinaria» (Annual Report, 1967-68). Pero, un año más tarde, en 1969, la Barclay School se fusionó con la Blatchington Court School for Partially Sighted Boys, de Seaford; con las niñas fueron transfe­ ridas dos encargadas (Annual Report, 1970-71). No están claras las razo­ nes de la fusión, aunque es probable que se debiese al escaso número de alumnas matriculadas. En la actualidad, la hermosa mansión QueenAnne es un importante hotel. En el brillante folleto del mismo se lee: «A lo largo de los años, este magnífico edificio ha acogido a prestigiosos huéspedes» (The Roy al Berkshire, sin fecha). No se hace mención alguna de la gran cantidad de niñas que, durante 20 años, estuvieron confinadas y fueron maltratadas en él.

Efectos de la Barclay School Falta de confianza en sí mismas La mayoría de las mujeres dejaron la Barclay School con una pobre idea de sí mismas e hicieron falta muchos años para reducir o superar esos sentimientos. Decía Eve: No confío tanto como debiera en mí misma aunque, con los años, he mejorado mucho. Asistí a un cursillo de entrenamiento asertivo que me ayudó. Incluso ahora, hay veces que me resulta difícil pensar por mi cuenta cosas corrientes, cotidianas, tontas. También me asusta mi de­ ficiencia visual. Creo que se debe a la escuela; ellas destruían continua­ mente tu confianza en ti misma y creo que nunca me liberé por com­ pleto de este problema.

Los sentimientos de Gwen eran semejantes: 5 «Certificado de Enseñanza Secundaria» (N. delT.).

A medida que pasan los años, adquieres mayor confianza en ti misma. Hubo una época en la que no era capaz de mantenerme firme ante na­ die, pero ahora sí. Te falta confianza en ti misma porque nunca te han dejado pensar por tu cuenta y, de repente, te ves obligada a hacerlo y re­ sulta difícil. Yo carecía de opiniones; en realidad, no las necesitaba, todo te lo daban hecho. Eso te hace perezosa y, cuando dejas la escuela, se te hace difícil porque siempre esperas que te digan qué hacer. Mis padres me ayudaron mucho, pero tardé en evolucionar. También Harriet padeció una debilitadora falta de autoestima: Lo más dañino fue la forma de destruir tu confianza en ti misma, el modo de decirte que no podías hacer determinadas cosas porque tú eras una persona «así y así» o por tu origen. Realmente, te destrozaban. Cuando salías al mundo, no eras tú misma, sino la persona que te habían dicho que eras. Todo el tiempo te habían martilleado: «eres una delin­ cuente, no eres buena para nada».Te hacían sentir que tenías que mante­ nerte siempre en segundo plano porque no eras tan buena como otras personas. Yo solía decirme: «No soy nada, no soy nadie, no puedo ha­ cerlo», pero, poco a poco, descubrí que sí podía. A la mayoría de las mujeres les asustaba viajar y salir por su cuenta porque nunca les habían permitido hacerlo. Stella recordaba: Me asustaba salir porque, para ser sincera, nunca me habían enseñado a tomar un autobús. Durante cuatro o cinco años, no hice amigos porque estaba demasiado asustada para salir por mi cuenta. Si lo hacía, volvía loca a mi madre, preguntándole una y otra vez: «¿Dónde está la puerta?», «¿cuándo vendrá el autobús?» No confiaba en mí misma para descubrir algo por mi cuenta; antes de ir a cualquier sitio, tenía que conocer todos y cada uno de los detalles. Hasta haber cumplido los 20 años no empecé a tener vida social. Harriet tuvo dificultades similares: No tenía ninguna confianza en mí misma. El primer día que salí por mi cuenta fue cuando empecé a trabajar. Tenía que andar kilómetro y me­ dio hasta la parada del autobús y, cuando había recorrido la mitad del camino, comencé a aterrorizarme; pensaba: «¿Y si me equivoco y tomo otro autobús?» «¿Y si me bajo en un pueblo diferente?» Tuve que espe­

rar unos minutos y obligarme a seguir. Era muy tímida y estaba muy nerviosa. A Stella todavía le resulta difícil pedir ayuda cuando la necesita y cree que se debe a las actitudes del personal de la escuela: En la escuela, nos decían siempre: «Nada de “no puedo”»; no podíamos decir que no podíamos ver algo. Me resulta muy difícil pedir ayuda o admitir que necesito que me echen una mano. La mayoría de las mujeres tenía la sensación de no saber comportarse socialmente al encontrarse con otras personas y esa sensación persistió unos cuantos años después de abandonar la escuela. Stella explicaba: Me ponía muy nerviosa encontrarme con otras personas; no sabía qué hacer. No podía hablarles porque, durante todo el tiempo que estuve en la escuela, lo único que podía decir era: «sí, gracias» y «no, gracias»; no existían los «sis» ni los «peros». En la escuela, nunca conversábamos con personas adultas, por lo que no sabía cómo comportarme. Incluso ahora, a veces, me resulta difícil; soy aprensiva ante las personas con autoridad y tengo unos problemas enormes a la hora de tomar decisiones. Es pura falta de confianza en mí misma porque nunca nos permitieron pensar por nuestra cuenta. Después tienes que defenderte y aprender a hacerlo. Encontré a un chico que fue muy bueno conmigo y que me hizo salir adelante. Fue muy difícil, pero me di cuenta de que tenía que ser más positiva. También tuve que enfrentarme a mis padres porque eran muy protectores. Las experiencias de Eve eran similares: Yo era muy callada. En la escuela nos obligaron a que no hablásemos con otras personas si ellas no hablaban primero —te lo martilleaban hasta metértelo en la cabeza—, por lo que no era fácil hacer amigos. No conocía a nadie y me sentía diferente de todo el mundo. Durante los primeros años, estuve muy aislada, pero, con el tiempo, adquirí más con­ fianza en mí misma. Cuando trabajé en Waitrose, me hice amiga de esta chica, Pat, que tenía un defecto auditivo y con la que, por tanto, tenía algo en común: ambas teníamos una discapacidad. Ella tenía mucha más confianza en sí misma que yo en mí y solía decir: «vamos a hacer esto» y «vamos a hacer lo de más allá», y lo hacíamos. Me ayudó mucho. Mi

marido también me apoya mucho; cuando quiero hacer algo, él me apoya; me ha ayudado mucho a adquirir confianza en mí misma. La confianza de Harriet en sí misma no mejoró casi nada hasta que tuvo su primer perro lazarillo, en 1982: Me asustaba la gente; si alguien decía mi nombre de manera algo brusca, me sobresaltaba y pensaba que había hecho algo mal.Yo estaba real­ mente asustada; solía meterme en mi caparazón, llorar y temblar. Me costaba mucho hablarle a alguien; mis padres adoptivos no me dejaban llevar a nadie a casa, por lo que carecía de ayuda. El hecho de tener un perro lazarillo hizo que saliera de mí misma. La gente empezó a ha­ blarme sobre el perro y, poco a poco, aprendí a relacionarme con los demás. El perro me abrió muchas puertas. Si alguien me hubiese dicho 12 años antes que sería capaz de presentarme en una sala con cien per­ sonas y hablar ante ese auditorio sin haberlo preparado siquiera, me hu­ biera muerto de risa. Hoy lo hago y no acabo de creerme que lo esté haciendo. Acudo a seminarios y conferencias e, incluso, he actuado como tutora en diversos seminarios. No tenía idea de que fuese capaz de hacerlo; creo que era un tanto estúpida y tímida. El perro ha supuesto tal diferencia en mi vida que me es imposible expresarlo. Me da la sen­ sación de que, ahora, puedo afrontar casi todo, mientras que, antes, creía que no podía enfrentarme a nada, me sentía inútil. Estos sentimientos de timidez y de falta de adecuación a las situa­ ciones se complicaban por el hecho de que algunas mujeres se habían desvinculado de sus comunidades de origen. Ruth explicaba: No conocía a nadie; vivíamos fuera del pueblo y no había nadie de mi edad; era muy duro. Era un ambiente muy diferente del de la escuela y yo era muy, muy tímida. No obstante, me hice amiga de una chica en la juguetería y solíamos salir juntas y eso me ayudó. Cuando abandonó la escuela, Eve fue a un centro de formación profesional dirigido por el Royal National Institute for the Blind. Resulta un tanto paradójico que necesitase los servicios de una institución para invidentes con el fin de combatir los efectos de otra. Explicaba Eve: Era el extremo opuesto de Barclay porque trataban de sacar lo mejor de ti misma y de enseñar a defenderte en el mundo exterior. Si no hubiese

estado allí, no sé cómo me las hubiera arreglado. íbamos por nuestra cuenta, que era otra cosa que nunca me habían permitido hacer en la escuela; teníamos que hacer tests de movilidad. Incluso en las vacacio­ nes, yo no salía con demasiada frecuencia por mi cuenta porque me fal­ taba práctica y me asustaba. Era el extremo opuesto de Barclay.

La casa, los hombres y los hijos Algunas mujeres se refirieron al efecto de crecer en un ambiente exclusivamente femenino. Stella decía: Produjo en mí un efecto devastador; en realidad, no sabía cómo acer­ carme a los chicos. Algunas veces, había salido con hombres, pero nunca me había enamorado de ninguno. Me encontraba más a gusto con las mujeres. Para mí, los hombres eran como de otra especie y no me cabe duda que eso se debía a aquellos tiempos. Joy recordaba: Tuvo un efecto terrible, yo no sabía qué hacer cuando salí al mundo. En mi primer empleo, trabajé como auxiliar de sala de un hospital y me gustó; dejé la escuela una semana y estaba allí la siguiente, y pensaba: «Que sea una sala femenina» —no creo que hubiese podido enfren­ tarme a un hombre y ¡no digamos a un hombre desnudo!—. De todos modos, fue una sala femenina y me trataron muy bien; más tarde cuidé a hombres y me acostumbré. No obstante, respecto a las relaciones y los amigos, me resultó muy difícil. Aunque Eve se desligó de su familia de pequeña, consiguió formar un hogar feliz para su marido y sus hijos: Siempre pensé que, cuando tuviera hijos, no querría que pasasen por lo que yo tuve que pasar. Quería darles todo el amor que pudiese. Mis pa­ dres dudaban que pudiese arreglármelas con los niños, pero lo hice. Pienso que, en gran parte, es cuestión de sentido común. Recuerdo que, cuando tuve a mi hija, lo primero que dijo mi padre fue: «¿Cómo se las arreglará?» No dijo que estuviera encantado ni nada por el estilo. Ruth y Andrea tienen hijos con deficiencias visuales y Celia tiene una hija con parálisis cerebral, que le provoca graves discapacidades fí­

sicas y dificultades de aprendizaje. La hija de Ruth fue a la escuela nor­ mal y se desenvolvió bien, pero el hijo de Andrea y la hija de Celia fue­ ron a escuelas especiales. Celia explicaba: No quería que fuese a un internado. Por fortuna, en esta zona hay algu­ nas escuelas especiales diurnas muy buenas, por lo que Lucy tuvo suerte ingresando en una de ellas; más tarde, nos ofrecieron una plaza de inter­ nado parcial porque necesitaba unos cuidados que no se le podían pres­ tar con facilidad, se iba haciendo mayor y yo tenía otro hijo. Ahora es mayor y vive en una casa corriente con otras cinco mujeres jóvenes. No hubo manera de que pudiese asistir a una escuela ordinaria. Los sentimientos de Andrea respecto a la educación de su hijo son ambivalentes: Creo que fue bueno que se mezclase con otros niños y tuviese la expe­ riencia de una escuela ordinaria, pero él mismo dijo que no quería ir a la escuela secundaria local. No creo que hubiese conseguido allí la ayuda que necesitaba; antes de dejar la escuela, leía bastante mal, pero, en un año, ha alcanzado el nivel que le corresponde por su edad. Me pregunto si hubiese sido mejor para él ir a esa escuela a los cinco o seis años. Le dije siempre que, si no se encontraba a gusto, no tenía por qué quedarse. No quería que padeciese lo que tuve que sufrir yo.

El empleo Todas las mujeres estaban convencidas de que la educación recibida limitó gravemente sus oportunidades de empleo. Decía Gwen: He sido feliz con todos los empleos que he tenido, pero no tienes bas­ tante confianza en ti misma para aspirar al empleo que quieres porque careces de los estudios necesarios. La educación que te han dado sólo sirve para defenderte más o menos. Los sentimientos de Stella eran semejantes: Yo estaba bien preparada para trabajar en la panadería; lo hacía bien, pero no me gustaba. Era muy duro, muchas horas. No era lo que yo habría es­ cogido, pero mi nivel educativo no era suficiente para hacer otra cosa.

Eve sentía que la falta de confianza en sí misma y la poca formación recibida la hacían reacia a buscar trabajo o a responder a ofertas de em­ pleo. No obstante, en general, las mujeres estaban contentas con los em­ pleos que tenían y con los que habían tenido anteriormente. Joy decía: Disfruté trabajando en el hospital; estuve allí seis años. Después, me pre­ paré como telefonista y ahora trabajo en Marks and Spencer en la sec­ ción de alimentación, que está muy bien. He disfrutado mucho en to­ dos los trabajos que he desempeñado. Celia tiene unos sentimientos similares: Empecé a trabajar en los Delicatessen y estuve allí cuatro o cinco años. Después, trabajé en la oficina local de correos, cuando vivíamos en el pueblo, atendiendo a los clientes y trabajando en la tienda. Lo he pasado bastante bien, pero, a veces, pienso que quizá pudiese haberlo hecho mejor.

Conclusión Aunque puede dar la sensación que este informe presenta una vi­ sión puramente histórica, centrada en los «tiempos antiguos», cuando la gente no sabía nada, conviene tener en cuenta que la probabilidad de que las niñas discapacitadas, incluidas las que están en instituciones al efecto, padezcan abusos es mayor que la de sus compañeras no discapa­ citadas (véase The A B C D Pack y el capítulo de Margaret Kennedy en este libro). A partir de una revisión bibliográfica, Camblin (1982) con­ cluye que es más probable que padezcan malos tratos los niños que pa­ recen «diferentes» o «difíciles» que los demás niños, y Wescott (1993), en sus entrevistas con personas discapacitadas, puso en evidencia consi­ derables abusos físicos, emocionales y sexuales. Puede observarse tam­ bién que el internamiento a largo plazo puede tener unos efectos pro­ fundos y duraderos en quienes lo padecen. Stella resumió lo que dijeron muchas mujeres sobre los efectos de la Barclay School en sus vidas: No creo que nunca pueda llegar a dar el 100%. No obstante, en la me­ dida en que puedes ganarte la vida, tener un hogar feliz y ser indepen­

diente, no puedes considerarte fracasada, aunque pende sobre ti una nube porque puedes recordar un montón de cosas desagradables. Sirva como tributo a las mujeres que, con esa experiencia, se han convertido en seres humanos capaces y acogedores. Este informe valida nuestras experiencias como mujeres con de­ ficiencias visuales y pone en evidencia la crueldad vigente en institu­ ciones dedicadas a educar a invidentes en un pasado muy reciente. Ahora, las personas discapacitadas hablan y, por fin, se pone de mani­ fiesto la falsedad de la idea muy extendida de que esas personas no pa­ decen malos tratos (véase Baker, 1990; Potts y Fido, 1991; Humphries y Gordon, 1992; Atkinson, ed., 1993). No obstante, aún quedan mu­ chas voces que escuchar y muchas historias que contar.

Referencias A B C D Consortium (1994): The A B C D Pack: Abuse and children who are disabled (1993) A BC D Consortium (c/o NSPC C Child Protection Training Group). Annual Reports, Barclay H om e for Blind and Partially Blind Girls. 1928-45. — Barclay School for partially Sighted Girls, 1948-68. — (1964-65; 1970-71). Blatchington Court Scholl for partially Sighted Boys. A TK IN SO N , D. (1993): Past Times: Older people with learnittg difficulties look back on their Uves. O pen University Press. BAKER, M. (1990). With A ll Hopes Dashed in the Human Zoo. Danny Howell Books. CAM BLIN, L. D. (1982): «A survey o f State efforts in gathering information on child abuse and neglect in handicapped population», en Child Abuse and Neglet.Vol 6, N ° 4, pp. 465-72. CORLEY, G. R O B IN SO N , D. y LOCKETT, S. (1989): Partially Sighted Children. N FER Nelson. FR E N C H , S. (1992): «Memories o f School -1958-1962», en O ’Keefe, S. (ed.) Living Proof. Royal National Institute for the Blind. — (1993):‘«Can You See the Rainbow?» the roots o f denial’, en Swain,J. Finkelstein,V. French, S. y Oliver, M ., Disability Barriers - Enabling Environments. Sage. H U M PH R IE S, S. y G O R D O N , P. (1992): O ut o f Sighf.The experience of Disability 19001950. Northcote House. H URT,J. S. (1988): Outside the Mainstream. B.T. Batford. M O N K H O U SE ,}. (1980): Sight in the Dark. Hodder and Stoughton. N IC H O LL, S. (1989): «A day in the life of...», The New Beacon,Vol. 73, N ° 868, pp. 304-5. POTTS, M. y FIDO, R . (1991): A Fit Person to be Removed: Personal accounts oflife in a mental deficiency institution. Northcote House. T O M L IN SO N , S. (1982): A Sociology of Special Education. Routledge & Kegan Paul. W ESTCO TT, H. (1993): Abuse o f Children and Adults with Dissabilities. NSPCC.

2.--Experiencias de mujeres discapacitadas de raza negra ----y de minorías étnicas----Ayesha V e r n o n

Introducción Este capítulo se ocupa de las experiencias de educación y empleo de las mujeres discapacitadas de raza negra y de minorías étnicas y se basa en una pequeña investigación de carácter cualitativo. Para muchas investigadoras feministas, su historia personal es un elemento impor­ tante a la hora de explicar el porqué y el cómo del enfoque de su tra­ bajo. Yo no soy una excepción: las experiencias de educación y empleo que constituyen mis temas de investigación también son mis experien­ cias y es inevitable que informen mi perspectiva. En consecuencia, co­ menzaré presentando una breve descripción de mi historia personal. Nací en una aldea rural del estado de Gujerat, en el suroeste de la India, en la que el principal medio de ganarse la vida era la agricultura. Yo era la tercera de la prole, tras un primogénito varón, al que se otor­ gaba un especial valor, y otra niña. Por aquella época, mi padre se había casado con tres mujeres y tenía un hijo de cada una; yo era hija de su tercera mujer. Mi padre se divorció de mi madre cuando yo tenía me­ nos de dos años y a mí me separaron de ella. Esto se debía a la costum­ bre de que el hombre conservase a los hijos, dejando así libre a la mu­ jer para contraer nuevo matrimonio. Para mi familia, era difícil ganarse la vida cultivando los 4.000 me­ tros cuadrados de tierra que tenía, por lo que mi padre marchó a Africa por razones económicas, dejándome a mí y a mi hermanastro con mi abuelo y mi abuelastra. Mi abuela padecía una forma grave de artritis que le hacía difícil ocuparse de nosotros, por lo que me enviaron a casa

de una tía, en otra aldea, la cual tenía también varios hijos. Estando allí, contraje una grave enfermedad a consecuencia de la cual quedé ciega. Fue muy repentina y, en la actualidad, creo que fue meningitis. Mi ceguera supuso un importante golpe para mi familia. Pensaban que hubiera sido preferible que hubiese fallecido, en vez de conver­ tirme en una carga para ellos. Mi ceguera suponía una tragedia aún mayor por ser una chica. Si yo hubiese sido un niño, habría sido mu­ cho más fácil, porque habría encontrado alguna mujer vidente que me cuidara e, incluso, habría cumplido mi papel de padre y esposo. Para una mujer ciega, no había nada que hacer, salvo esperar la curación.Yo no hubiera podido casarme con un hombre, vidente o ciego, por lo que era imposible que cumpliera mi función femenina de esposa y ma­ dre. Mis vecinos y familiares decían a menudo que, de haber sido un niño, la situación no sería ni la mitad de mala; al ser una niña, hubiese sido mejor morir, pues mi vida no merecía la pena. Mi abuelo se ocupó de mí hasta que tuve 14 años. Durante mi in­ fancia, trató de buscar un medio de curar mi ceguera. Gran parte del tratamiento que recibí se basaba en la religión y, con frecuencia, me de­ cían que la única razón de que no mejorase era que yo no quería mejo­ rar. A los 14 años, mi padre regresó a la India para volver a contraer ma­ trimonio y llevarse toda la familia a Inglaterra, donde había estado trabajando durante los últimos cinco años. De este modo, llegué con él a Inglaterra y tuve mi primera oportunidad de recibir una educación. Pasé seis años en dos internados para invidentes y tres años en un centro universitario normal. Estos nueve años que pasé fuera de casa y lejos de las normas tiránicas de mi padre desempeñaron un papel fun­ damental en mi liberación. * Mi padre siempre lamentó haberme dejado abandonar su casa para recibir una educación. Era imposible encontrarme una pareja mediante un matrimonio concertado, pero no quería que trabajase y tuviese una carrera porque consideraba que no era propio de una mujer. Hubiese querido tenerme en casa, sentada en un rincón, vegetando.Yo sé que, si hubiese sido un hombre, habría estado muy orgulloso de mis logros y me habría animado. Por último, me repudió cuando me casé con un hombre elegido por mí. Mi experiencia del racismo comenzó cuando ingresé en mi primer internado para ciegos, en el que todos los alumnos eran de raza blanca,

salvo un chico asiático y yo. Allí padecí agresiones físicas y verbales de los alumnos y un trato menos favorable de parte del personal. Me re­ sultaba difícil hablar inglés, llevaba una indumentaria india y, como musulmana, necesitaba una dieta especial. Poco a poco y de forma su­ til, me persuadieron para que llevase ropa inglesa y comiera platos in­ gleses. Los profesores me prometieron que no le dirían nada a mi pa­ dre. Yo tenía que comer la comida; si no lo hacía, me moriría de hambre porque la única alternativa era la ensalada. En una ocasión, pu­ sieron ante mí un plato de embutidos.Yo supe lo que era por el olor. Cuando pregunté a la gobernanta por qué había embutidos en mi plato, me lo arrebató y me dijo: «entonces, ¡vete sin él!» Ese día no comí nada. Al no poder comprar ropa por mi cuenta, el personal me daba ropa de segunda mano para que me la pusiese. Para sobrevivir y que me aceptasen, no tenía más remedio que llevar esa ropa. Por supuesto, mi asunción de una identidad inglesa no detuvo los comentarios racis­ tas de los otros alumnos porque no podía cambiar el color de mi piel. Mi doble experiencia de discapacitada y con la piel oscura me vino directamente a las manos cuando, el primer día de mi estancia en un centro universitario, la gobernanta de la residencia de estudiantes en la que fui a vivir me dijo: «Tú tienes un doble inconveniente, porque la mayoría de la gente no quiere estar con una persona de color ni con una invidente y no digamos con una persona invidente y de color». La consecuencia era que no debía esperar tener amigos. Esto me hizo sen­ tirme inmediatamente una proscrita.Yo era la única invidente de 5.000 alumnos y sólo había un pequeño grupo de estudiantes negros. Esa no­ che, estuve a punto de hacer las maletas y regresar a casa, pero me quedé, porque la alternativa de volver bajo la tiranía de mi padre y ve­ getar sentada en un rincón me resultaba demasiado repugnante. Antes de ese comentario nefasto que, en un momento, hizo pedazos mi con­ fianza en mí misma, ya había entrado en contacto con algunas personas y pensaba que había hecho algunos amigos, pero, tras él, me encerré en mí misma y centré la atención en mis estudios, que consideraba la clave de mi liberación. Aunque la carrera versaba sobre la política social y las relaciones ra­ ciales, o sea, la opresión, ni los profesores ni los alumnos tenían en cuenta mi experiencia como discapacitada. Así, aunque la carrera con­ templaba problemas relativos a la raza y el género, hasta que no salí del

centro universitario no descubrí el modelo social de la discapacidad y el movimiento relacionado con los problemas de la discapacidad. Me alegré muchísimo al descubrir un movimiento que expresaba mi expe­ riencia de la discapacidad como motivo de opresión, aunque me di cuenta del defecto que suponía la falta de reconocimiento de mi expe­ riencia como mujer discapacitada negra, que es totalmente diferente de la del hombre discapacitado blanco. En materia de empleo, he padecido la discriminación por la disca­ pacidad, el racismo y el sexismo. Trabajé por primera vez en una im­ portante organización benéfica para personas discapacitadas, en la que sufrí el racismo manifiesto y descarado de mi supervisora blanca, que una semana alababa mi trabajo y la otra decidía que tenía que volver a pasar el test que ya había superado con todos los honores. Por último, me despidió con el pretexto de que mi inglés no era suficientemente bueno. De allí, fui a trabajar en una organización negra dedicada a pro­ mover las relaciones raciales. Aquí descubrí que mi discapacidad me se­ paraba de los demás compañeros negros. También padecí una brutal agresión sexual de un determinado individuo. Mi experiencia de mujer discapacitada dentro de la comunidad ne­ gra resulta muy molesta para algunas personas negras. En el pasado, me advirtieron que no debía hablar de la segregación por discapacidad que existe en la comunidad negra para no fomentar una visión desfavorable de los negros que provocara el racismo. Creo que, lejos de provocar el racismo, las personas negras tendrían que reconocer sus propios prejui­ cios porque, hasta que no aprendes a juzgarte de verdad a ti misma, no puedes juzgar a los demás. Esto no quiere decir que niegue el papel que desempeña el racismo en la vida de las personas negras ni sus efec­ tos lesivos, pero las personas negras son tanto opresoras como víctimas de la opresión. Lo mismo puede decirse de las mujeres y de las perso­ nas discapacitadas: el hecho de que se oprima a alguien no quiere decir que el oprimido carezca de prejuicios en contra de otros grupos opri­ midos de la sociedad. Hasta que las personas negras que luchan contra el racismo, las mujeres que luchan contra el sexismo y las personas dis­ capacitadas que luchan contra la segregación a causa de las discapacida­ des no se percaten plenamente de sus propios prejuicios contra otros grupos minoritarios oprimidos, estarán haciendo oídos sordos a una parte significativa de las experiencias de hombres y mujeres de raza ne­

gra y con discapacidades y no conseguirán dar muchos pasos en pro de sus propias causas, porque, en la medida en que estemos divididos y lu­ chemos sólo en beneficio de nuestros intereses exclusivos, seguiremos estando oprimidos. Se conocen poco las experiencias de las mujeres negras discapacita­ das. Se investiga y se publica muy poco desde nuestro punto de vista. Este capítulo pretende comenzar a dar voz a nuestras experiencias. Está basado en diez entrevistas semiestructuradas y grabadas magnetofóni­ camente con mujeres discapacitadas de raza negra y de otras minorías étnicas y versa sobre sus experiencias en el terreno de la educación y en el del empleo asalariado. Dos mujeres son indias, una afroasiática oriental, tres paquistaníes, tres afrocaribeñas y una árabe. Las edades de las mujeres están comprendidas entre los 25 y los 40 años; de ellas, tres tienen entre 25 y 30 años y el resto, entre 30 y 40. Siete mujeres son solteras sin hijos, una es madre sin pareja, otra está casada y con hijos y otra, casada sin hijos. Las entrevistas se transcribieron, enviándose una copia de la trans­ cripción, en un formato comprensible, a las interesadas para que refle­ xionasen sobre el texto e hiciesen los comentarios que creyeran opor­ tunos y del modo que deseasen. Para dar las mayores oportunidades posibles a las mujeres participantes, se les dio la opción de devolverme la transcripción, una vez corregida, y la de telefonearme de manera que pudiera recoger sus comentarios en el ordenador mientras me los dictasen. De este modo, pude corregir las transcripciones de acuerdo con sus indicaciones, enviándoles la versión enmendada para que la conservasen. Se les pidió que cada una eligiera un pseudónimo. Tratando de no explotar ni alienar a las mujeres, puse en común con ellas mis propias experiencias, lo que contribuyó a promover un sentimiento de comprensión y de confianza mutuas entre todas noso­ tras. Mi vida se ha enriquecido al compartir estas experiencias íntimas con estas mujeres y al dar testimonio de la enorme fortaleza de espíritu y de la determinación con las que combaten sus numerosas batallas co­ tidianas con el fin de poder vivir su vida. Estoy profundamente agradecida a estas mujeres por haber compar­ tido conmigo sus luchas traumáticas y sus triunfos. Cinco de las mujeres entrevistadas siguen en contacto regular conmigo para dialogar sobre diversas estrategias, como las técnicas de asertividad y las de entrevista.

Significado del trabajo El empleo es el medio de vida. Permite nuestra supervivencia física y es una clave determinante de nuestra sensación de bienestar mental. Cuando nos hacemos adultas, el trabajo es un medio fundamental para adquirir independencia emocional y económica. Esto también vale para las personas discapacitadas; en realidad, el trabajo tiene una impor­ tancia especial como un modo de eliminar actitudes y situaciones que destruyen la autoestima e impiden nuestra independencia. Shafeen siente que el trabajo la ha ayudado a superar la baja autoes­ tima provocada por la aparición de su discapacidad y las actitudes de los demás al respecto: Desarrollo mi trabajo con toda seriedad. No cabe duda de que mi trabajo contribuye a mi autoestima. Desde que comencé este trabajo, la respon­ sabilidad me ha hecho confiar mucho más en mí misma como persona. Tenía claro que su falta de confianza anterior estaba relacionada con la dependencia de sus padres. Desde mi accidente, he dependido mucho de mis padres porque vivo con ellos y creo que esa dependencia es extremadamente poco saluda­ ble; me ha afectado psicológicamente. Por tanto, el trabajo es muy im­ portante, como persona discapacitada y como mujer, porque en el tra­ bajo soy independiente y porque me da oportunidad de llevar a cabo lo que no hice antes. Me proporciona confianza en mí misma y eleva mi autoestima, ayudándome, así, a afrontar mi discapacidad. Shazia siente también que el trabajo constituye una parte impor­ tante de su identidad y de su independencia y esto tiene una relevancia especial por su carácter de mujer y discapacitada: Para mí, el trabajo me da una identidad. Evidentemente, como mujer, la independencia económica es importantísima y, respecto a mi discapaci­ dad, necesito esa independencia. Para algunas mujeres discapacitadas, como Neelam, el empleo es lo único que les impide convertirse en prisioneras virtuales en sus propios hogares, sin relación con el mundo exterior. Como explicaba Neelam:

Me ha dado una idea más clara de cómo es el mundo exterior. Si hu­ biera estado desempleada, no tendría ni idea; habría pasado la mayor parte del tiempo sentada en casa, pero no sabría nada de ese mundo. Shazia se refería a que la satisfacción y la sensación de plenitud en su trabajo son fundamentales para su felicidad: Para mí, si no soy feliz en mi trabajo, no soy una persona feliz... El tra­ bajo me da la sensación de no estar aislada, de aprender y desarrollar ac­ tividades, de dar, una sensación de logro. Puedo ir a casa con la cabeza alta. El trabajo es una parte importantísima de la vida de todo el mundo y, si no puedes trabajar, hay una parte de ti que no se desarrolla. Otras mujeres aludieron a su necesidad de tener un objetivo y a que el trabajo daba sentido a su vida. Para Momta, el empleo significa varias cosas: La seguridad económica es un factor, el dinero para llevar a cabo tus planes personales en el presente y en el futuro. Eso es lo primero y, en segundo lugar, para tu orgullo personal, para sentir que consigues real­ mente algo ahí fuera. Respecto a mi discapacidad, creo que estoy consi­ guiendo mucho. La dignidad también tiene su parte, porque se supone que no trabajamos, que las personas discapacitadas no nos ganamos la vida, que somos dependientes y necesitamos que nos cuiden. El trabajo remunerado es una forma de determinar nuestra catego­ ría social. Por ejemplo, Neelam sentía que el estar empleada era funda­ mental para situarse en el mundo: El hecho de estar empleada te otorga una categoría social. La gente te respeta. La gente piensa que formas parte del mundo, de la sociedad. Sin embargo, cuando estás desempleada, careces de categoría, no tienes nada, te consideran y tratan como si no fueses nadie. No cabe duda de que el trabajo te da categoría y, en cierto sentido, me ha dado confianza en mí misma. En realidad, se estima tanto el trabajo remunerado que el que desa­ rrollan las mujeres en el hogar no se considera «trabajo», a pesar de que, con frecuencia, ocupa más horas y es más exigente que el remunerado.

El «trabajo» proporciona a las personas un lugar en el mundo, un lugar en la sociedad; define quiénes somos. Esto se pone claramente de ma­ nifiesto en el hecho de que la pregunta: «¿qué haces?» suele ser la pri­ mera que se dirige a un extraño cuando comenzamos a charlar con él. Con esa pregunta, no nos referimos a lo que la persona en cuestión hace en su casa o en su tiempo de ocio, sino en su trabajo remunerado. Esa pregunta supone otra: «¿cuál es tu posición en la sociedad?», y la respuesta da inmediatamente a la gente una idea del nivel de vida, de la capacidad intelectual, del nivel educativo y del nivel social de la otra persona. Para conseguir un empleo, dedicamos entre 16 y 20 años o más de los primeros de nuestra vida a la educación. Nos preparamos para «tra­ bajar». Sin embargo, no se prevé que las personas discapacitadas traba­ jen porque suele darse por supuesto que no son capaces de trabajar. ¿Cómo afecta esta actitud, combinada con las ideas acerca del papel de las mujeres en la familia, la experiencia educativa de las mujeres disca­ pacitadas? y ¿hasta qué punto influye el racismo en la experiencia es­ colar de las mujeres discapacitadas de raza negra y de minorías étnicas?

¿Es la educación una preparación para la vida? Una educación de buena calidad y en igualdad de condiciones es fundamental para preparar a las personas para aprovechar las oportuni­ dades de la vida. Sin embargo, las experiencias de las mujeres discapaci­ tadas de raza negra y de minorías étnicas pone en evidencia que no tienen acceso a una educación en condiciones de igualdad. A este res­ pecto, son muchos los factores que intervienen. Siete de las mujeres entrevistadas habían asistido a escuelas especia­ les (es decir, segregadas), aunque cinco de ellas también habían asistido en algún momento de su educación primaria o secundaria a centros ordinarios. Ocho de ellas recibieron alguna forma de enseñanza postsecundaria o superior y dos de éstas habían cursado sus estudios post­ secundarios en centros segregados. En las escuelas especiales se hace, a menudo, hincapié en activida­ des como la fisioterapia que, al parecer de algunas mujeres, tuvo un efecto negativo en su educación. Momta, que llegó a Gran Bretaña a

los 12 años, procedente de Uganda, pensaba que su educación se resin­ tió a causa de la preocupación por los aspectos médicos y de rehabilita­ ción. «El aspecto físico tenía el máximo nivel de prioridad para todos. Ya sabes, en la escuela especial, lo más importante era levantarte sobre tus propios pies y moverte: la natación y la fisio eran más importantes que los estudios. Para mí, resultó muy decepcionante.Yo esperaba con­ seguir aquí un buen nivel educativo, que podría haber adquirido si no hubiera perdido tanto tiempo. En la escuela especial sólo di inglés y matemáticas en un nivel básico, que ya había superado, por lo que no gané nada asistiendo a una escuela especial». El interés por conseguir que los niños discapacitados hagan lo que se considera «normal» puede obstaculizar el desarrollo de la educación. Sunita fue primero a una escuela para niños sordos, pero su padre no quería que utilizase el lenguaje de signos, por lo que pasó a una escuela ordinaria que disponía de una unidad para niños con dificultades audi­ tivas en la que no se enseñaba el lenguaje de signos. A diario, tenía lar­ gas sesiones de logopedia. Su educación se resintió por la importancia otorgada a conseguir que hablara «normalmente». «Pienso que la edu­ cación es más importante y mi hermano pequeño solía meterse con­ migo, diciendo que en la escuela me ponían tareas muy fáciles.Yo de­ bería haber tenido la misma educación que las personas que oyen». La mayoría de las mujeres que asistieron a escuelas especiales pensa­ ban que su educación era de calidad inferior a la que deberían haberles proporcionado. Laila hablaba así de su experiencia de educación segre­ gada: «no me preparó en absoluto, era una auténtica pesadilla... No querían hacerme nada. Sus expectativas respecto a mí eran muy bajas». Mary también creía que su educación en una escuela segregada en la que todos los niños eran blancos no le permitió explotar sus posibi­ lidades. «En las escuelas especiales estás sobreprotegida. Creo que, salvo que fueses realmente lista, nunca te daban oportunidades». Como mu­ chos niños que asisten a escuelas segregadas, Mary se sentía como si «ya la hubiesen dejado por imposible». La limitación de las opciones también se experimentaba en la edu­ cación postsecundaria segregada. Tras salir de la escuela, Momta fue a un centro de enseñanza postsecundaria de carácter segregado en el que cursó «estudios empresariales (R S A ) que, en la actualidad, carecen de valor, pero era lo único que se ofrecía».

No obstante, a veces, las instalaciones especiales de que disponen los centros segregados pueden facilitar más el acceso a la educación que los centros ordinarios, en los que, con frecuencia, no se presta demasiada atención a las necesidades concretas de los niños que padecen, por ejemplo, minusvalías sensoriales. Anita, que es sorda, tuvo dificultades en la enseñanza primaria porque estaba en una escuela ordinaria que carecía de instalaciones adecuadas para los niños sordos. Lo explicaba así: «Desde los 5 a los 11 años, mi educación se retrasó mucho porque estaba en una clase con 40 alumnos sin problemas auditivos y un maes­ tro, y yo no podía desenvolverme en absoluto en ese ambiente. Había un maestro peripatético que solía leerme cosas que nunca entendía. Así, a los 11 años, iba por detrás de todos mis compañeros y no había adquirido ninguna de las destrezas básicas de lectura, escritura y aritmé­ tica». A Anita la clasificaron como «de aprendizaje lento». «Creían que me quedaba atrás a causa de alguna dificultad de aprendizaje, cuando, en realidad, era el ambiente. No se preocuparon por mis necesidades». A los 11 años, enviaron a Anita a una escuela segregada para niños sordos, en contra de la voluntad de sus padres. Sin embargo, para Anita fue «uno de los mejores años de mi vida. Hice progresos a pasos agigantados... fue lo mejor que me pudo ocurrir porque, en ese momento, era lo que necesitaba. El internado disponía de un sistema de sonido en circuito cerrado, nosotras llevábamos auriculares y, por primera vez, oí el so­ nido. Antes, no hablaba adecuadamente, no me comunicaba. En esta es­ cuela especial hice progresos enormes en mi inglés hablado y en otras materias. Me daban clases orales, pero también me enseñaron el len­ guaje británico de signos, que aprendí con gran rapidez». Todas las que asistieron a escuelas ordinarias encontraron trabas para su educación, que, a menudo, se tradujeron en evaluaciones que manifestaban que no eran capaces de «seguir» los estudios, por lo que había que enviarlas a escuelas especiales. A veces, los obstáculos eran materiales, en cuanto no facilitaban la satisfacción de las necesidades derivadas de sus minusvalías (como la interpretación del lenguaje de signos, materiales editados en braille o grabados en cinta magnética, acceso a todas las zonas de la escuela), pero, a menudo, también surgían actitudes obstaculizadoras. La incapacidad de las escuelas ordinarias para comprender y atender las necesidades derivadas de las discapaci­ dades supone que, como Anita, muchos niños y niñas con minusvalías

físicas, sensoriales o de ambos tipos corran el riesgo de que los clasifi­ quen también como «alumnos con dificultades de aprendizaje». Jackie, por ejemplo, también fue clasificada como «de aprendizaje lento»: «Como nunca me dedicaron tiempo, me enviaron a escuelas especiales. Creo que, si hubiese tenido el apoyo necesario, habría seguido en es­ cuelas ordinarias. Yo era lenta en lectura y escritura. Si no eras una alumna brillante, estabas acabada». La incapacidad para tener en cuenta las necesidades que se derivan de las minusvalías físicas o sensoriales no se limita a las escuelas. Neelam se refirió a la discriminación indirecta que experimentó en la ins­ titución de enseñanza superior a la que asistió: «No me daban con an­ telación la lista de libros. Si lo hubieran hecho, podría haberla enviado a la R N IB y me los hubieran grabado en cinta magnetofónica, pero tuve que hacer que mi lector me leyera los libros en voz alta. Acabé yendo a la librería y haciendo que mi lector me leyera los libros». A menos que se proporcionen los medios adecuados para satisfacer las necesidades derivadas de las minusvalías, es difícil que los niños y jóve­ nes puedan explotar todas sus posibilidades. En el caso de los niños y niñas de raza negra y de minorías étnicas, a veces, el racismo influye en el modo de evaluar sus capacidades. Jac­ kie explicaba que «el psicólogo vino y me administró un test. En aque­ lla época, todo el mundo creía y confiaba en ellos, así que fui a una es­ cuela especial». En el test del psicólogo aparecía una pregunta sobre los cubiertos que utilizaba Jackie para comer. Se suponía que tenía que utilizar un tenedor, pero ella utilizaba la cuchara. «Para comer arroz con guisantes, nosotros utilizamos la cuchara. Hay gente que emplea las manos y hay quienes utilizan una cuchara, es cuestión de cultura. No sé qué harían al respecto; lo único que sé es que, a continuación, fui a una escuela especial. Para mí, fue un atraso, porque yo sabía que la es­ cuela no representaba nada positivo. Mi madre no tenía nada que decir, porque, en aquella época, todo el mundo creía lo que decían los psicó­ logos». En la escuela, Jackie se dio cuenta de que «en relación con las personas de raza negra, no había nada positivo en los libros ni en otra parte; todo se refería a los blancos y las cosas que habían hecho». Jackie tenía la sensación de que le habían vetado cualquier progreso acadé­ mico. «Era la actitud: tú, que tienes dificultades de aprendizaje, ¿cómo vas a examinarte?»

El hecho de estar aislada, como la única niña negra o asiática, puede provocar dificultades. Mary tenía la sensación de que su educación se había resentido tanto por el hecho de estar en una escuela segregada como por ser la única niña negra. «En las escuelas especiales, te sobreprotegen... No te daban ningún estímulo. Era como si pensaran que había que dejarte por imposible... Su actitud era la de “nunca conse­ guirás nada”, y creo que se debía a que yo era negra. Era la única per­ sona negra de la escuela». También Neelam tuvo problemas por ser la única niña asiática en su escuela para niñas ciegas. «No tenían ni idea de los problemas prác­ ticos que me afectaban, de la comida que comía, de la ropa que llevaba, si debía asistir a las asambleas, de ninguna cuestión práctica concreta. Superado esto, surgió la otra cuestión: ellos tenían unas expectativas muy limitadas respecto a mí porque estaban convencidos de que yo no podía hablar un inglés demasiado bueno. Yo nací en Newcastle y tenía acento del norte y la escuela a la que fui estaba en el sur. Pensaban que el problema de lenguaje se debía a que yo no era capaz de hablar inglés y no a mi fuerte acento regional. En consecuencia, me obligaron a re­ cibir clases de dicción. Ellos me transformaron. Perdí un rasgo propio y ellos me moldearon de acuerdo con lo que pretendían, en contraste con lo que yo quería ser». Neelam tenía la sensación de que el trata­ miento al que la sometieron se debió al hecho de ser asiática: «en ese ambiente, todas eran niñas, todas eran ciegas y, sin embargo, se esperaba que mi C.I. fuese bajo. Creo que eso lo explicaba mi cultura asiática». Neelam se refirió a su sensación de aislamiento social a causa de sus ideas sobre lo que podía y no podía hacer: «Las profesoras y directoras eran muy reacias a dejarme asistir a muchos, muchos sitios: viajes, dis­ cotecas, porque yo era asiática y pensaban que mis padres no lo aproba­ rían. No se plantearon cómo eran mis padres, no juzgaron cómo era yo, sino que juzgaron la globalidad de mi ser asiático». Cuando los profesores no tienen en cuenta el racismo o la segrega­ ción a causa de las discapacidades, los niños negros y de minorías étni­ cas poco pueden hacer, salvo aguantar las agresiones y la persecución de los demás niños. Sunita manifestó que los niños de la escuela ordi­ naria a la que asistía solían llamarla «Paki»1 y se metían con ella por ser 1 Sunita es paquistaní, de ahí «Paki». (N. delT.).

sorda y asiática. «Yo no tenía más remedio que ignorarlo; los maestros no servían en absoluto de ayuda. Recuerdo que un día, después de que me llamasen “Paki”, me quejé y el maestro me dijo: “¿Qué te pasa?, es sólo un nombre». A Sunita la molestaban por ser asiática y discapaci­ tada. Hablaba de las «bromas pesadas de los demás niños de la escuela ordinaria, que me llamaban “la sorda Paki”. Por ser de piel oscura y discapacitada, me pusieron un montón de motes». Cuando Momta fue a un centro especial de enseñanza postsecundaria, sintió la necesidad de adaptarse a la forma de vida británica para que la aceptasen: «Tienes que aprender a adaptarte. No había comida vegetariana y tenía que comer carne. Si no comías ni te mezclabas, eras literalmente una proscrita. Tenía que vestir como los demás. Te­ nías que adaptarte. Si no te adaptabas, se notaba a la legua y no te aceptaban». Momta explicaba también que el hecho de asistir primero a una escuela ordinaria en Uganda y después a una escuela especial en este país le planteó problemas de aceptación de sí misma como persona dis­ capacitada. Las personas discapacitadas también hacen suyos los estere­ otipos que la sociedad tiene respecto a ellas, como ella misma explica: «Yo pensaba: éste no es mi sitio [en la escuela especial], no quiero estar con estas personas. No soy como ellas. Yo interioricé las percepciones que la sociedad tiene de nosotras, las tenemos asumidas. Es la “norma” que hacemos nuestra. Al ser la única niña discapacitada de una escuela con 300 ó más personas, te conviertes en una persona no discapacitada o tratas de serlo y piensas como tal. Después, cuando ingresas en un ambiente en el que sólo hay chicas y chicos discapacitados, te ves obli­ gada a aceptar la discapacidad. Aquí, el sistema es insano. No te capa­ cita». La minusvalía de Shazia no se manifestó hasta su adolescencia y el principal obstáculo que experimentó fue el racismo: «El recuerdo de opresión que tengo del sistema educativo es el racismo, porque era la única niña negra de mi clase». Como musulmana, sus padres no que­ rían que llevase el uniforme escolar, «lo que me hacía diferente y me apartaba del resto. Los demás niños se metían mucho conmigo y los maestros no hacían nada al respecto». La experiencia del racismo y de la segregación a causa de la disca­ pacidad es una experiencia de alienación y aislamiento y las conse­

cuencias emocionales que de ello se deriven pueden ser trascendenta­ les. Tanto en la enseñanza primaria como en la secundaria, Shazia es­ tuvo muy aislada por ser la única niña negra y porque decían que tenía algo «mal». Decidió que «les demostraría que estaban equivocados me­ diante mis estudios y logros». Shazia hizo sus estudios cerrada en sí misma y enterrada entre libros porque, en su adolescencia, sufrió un doble golpe: «uno, el del aislamiento en una tierra extraña y el hecho de ser la única alumna negra del grupo superior de mi nivel, y después, cuando comenzaron a aparecer mis discapacidades, el del dolor y el trauma correspondiente». Shazia explicaba que las actitudes racistas de los profesores pudie­ ron influir en su progreso educativo: «Tenía a un hombre blanco en matemáticas que era absolutamente racista. Se sentaba allí en la clase de matemáticas y hablaba de sus experiencias bélicas en Birmania, en la India y en Africa. Se refería a lo sucios que eran los birmanos, los afri­ canos y los indios. Allí, yo era la única persona negra y dijo todo esto ante toda la clase. Era verdaderamente paternalista y racista. Solía po­ nerme tan furiosa que temblaba cuando tenía clase con él y empecé a hacer novillos». A pesar de las experiencias de este tipo, Shazia tenía la sensación de que la educación sería su salvación. «Me sumergí en mis libros. Aunque era una forma de escapar, también era mi salvación, porque veía que en la educación, aunque fuese racista, en la lectura sobre muchos temas, estaba mi vía de salida. Sabía que, si lo hacía bien, me daría oportunida­ des e independencia». La actitud positiva de Shazia respecto a las oportunidades que le ofrecía la educación no siempre coincidía con la de los profesionales blancos con los que se relacionaba: «Cuando estaba en la escuela se­ cundaria preparando mis exámenes O-Level y el orientador me pre­ guntó qué quería hacer, le dije que quería ir a la universidad. El me miró y me dijo: «Bueno, yo que tú no me preocuparía; por experiencia sé que, hagas o no tus exámenes O-Level, la mayoría de las chicas asiáti­ cas se casan y tienen hijos antes de lo que crees». No me dio ningún consejo sobre la materia en la que debía especializarme ni acerca de mis capacidades. Se limitó a sonreír, como si dijese: “no sé quién te crees que eres, chiquilla”. Creo que me puso furiosa y me infundió miedo, porque me quedé pensando: “¿tendrá razón?”»

El hecho de que las instituciones de enseñanza postsecundaria y superior no satisfagan las necesidades de los estudiantes discapacitados puede provocar frustraciones a largo plazo a causa de las oportunidades que por ello se pierden. Después de dejar la escuela, Sunita comenzó a estudiar para obtener el título B T E C , pero tuvo que abandonar los es­ tudios antes de finalizarlos porque no había ningún intérprete del len­ guaje de signos y le resultaba muy difícil leer constantemente los labios de los profesores. A Sunita le desespera el hecho de haber perdido oportunidades de educación y, aunque ahora esté casada y tenga tres hijos pequeños, sigue procurando mejorar su educación. Espera ir a la universidad cuando sus hijos sean mayores: «Realmente, quiero una buena educación, quiero ir a la universidad, ¡quiero hacerlo!, ¡quiero hacerlo! Pero no puedo porque tengo tres hijos pequeños, tengo que hacer las faenas domésticas, tengo que prepararle la comida a mi ma­ rido y tengo que trabajar para ayudarle a pagar la hipoteca». A pesar de sus difíciles experiencias educativas, algunas mujeres en­ trevistadas seguían creyendo que la obtención de títulos académicos constituye la clave de la independencia en la edad adulta. Han visto frustradas sus aspiraciones y, sin embargo, mantienen sus ambiciones. La confianza de Sunita en una buena educación es fuerte y, durante los úl­ timos 10 años, ha seguido dedicándose parcialmente a los estudios al tiempo que trabaja: «Mi educación fue muy limitada y eso me ha per­ judicado. Estoy muy interesada por la educación porque es la clave de todo». Sunita espera llegar a ser profesora de sordos adultos: «Recuerdo que, cuando era una niña pequeña, mi mamá me dijo que fuera profe­ sora porque ella también era profesora en la India. Desde entonces, quise ser profesora, pero me dijeron: “tú no puedes ser profesora; eres sorda.” Esto me trastornó de tal manera que durante mucho tiempo no tuve ambición alguna». Aunque Jackie estaba convencida de que la escuela especial a la que asistió no la preparó en absoluto para la vida, desde entonces ha lu­ chado para construirse una vida mejor por su cuenta. Dejó la escuela a los 16 años: «Casi tuve una crisis nerviosa. Cuando dejabas la escuela, o ibas a la universidad o aceptabas un trabajo horrible, que no te gustaba porque era para personas con dificultades de aprendizaje. Por tanto, de­ cidí ir a la universidad durante cuatro años. Hice asistencia comunitaria y economía doméstica y en esos cuatro años fui a cuatro centros dife­

rentes. No podía estudiar otra cosa.Yo no podía sentarme en casa como una zombi y quedarme viendo la televisión, porque el año siguiente a mi salida de la escuela lo hice y me volví loca. No tenía otra elección que motivarme a mí misma para mantener mi cordura. Tenía que lu­ char; si no lo hubiera hecho, hoy no estaría aquí». Parece que las mujeres discapacitadas negras y de minorías étnicas se enfrentan a multitud de obstáculos — una combinación de racismo, sexismo y segregación a causa de las discapacidades— cuando preten­ den continuar su educación y esto tiene importantes consecuencias respecto a sus experiencias en el mercado laboral, en el que una buena educación es crítica.

El puesto de trabajo En el momento de realizar las entrevistas, nueve de las mujeres te­ nían un empleo remunerado (dos trabajaban con dedicación parcial y siete con dedicación plena; de éstas, dos estaban autoempleadas). Todas habían experimentado dificultades a la hora de ingresar en el mercado laboral, al dejar la escuela o la enseñanza superior. Con frecuencia, rela­ cionaban esas dificultades con la preparación inadecuada que recibie­ ron en su período escolar. Por ejemplo, Neelam decía que tenía la sen­ sación de que la educación segregada que había recibido no la preparó de ninguna manera para el mundo exterior: «Me habían enseñado a utilizar el óptico y otros diversos aparatos y a moverme, pero no tenía ninguna experiencia relativa al modo de afrontar el mundo exterior ni de las destrezas personales y sociales necesarias. No sabía cómo desen­ volverme en el mundo exterior». Los relatos de las mujeres sobre su búsqueda de empleo son des­ cripciones llenas de rechazos y de puertas cerradas. Momta, que ahora trabaja como funcionaría de la administración local, explicaba que «tuve que dedicarme dos años a buscar trabajo, enviar solicitudes y ha­ cer llamadas telefónicas hasta conseguir mi primer empleo. Llegué a tener algunas entrevistas, pero, a la hora de la verdad, no querían saber nada de ti. Ese era el mayor obstáculo. Muchas citas para entrevistas se hacían por teléfono, de manera que, en ese momento, los empresarios no sabían nada de mi discapacidad. En aquella época, los formularios

de solicitud eran muy secundarios; te decían: «venga para una entre­ vista». En algunas solicitudes escritas, hice constar mi discapacidad y, en efecto, me citaron para algunas entrevistas, pero es fácil decir que sí so­ bre el papel; la negativa suele llegar después de la entrevista». El Department of Employment dispone de Disablement Resettlement Officers2 (DRO, que, en la actualidad, se conocen como P A C T : Placement, Assessment and Counselling Teams3) cuya función consiste en des­ cubrir la ayuda que una persona discapacitada necesita para obtener un empleo. Sin embargo, sólo tres de las mujeres entrevistadas entraron en contacto con un D R O y sus experiencias no fueron positivas. Momta explicaba: «Yo estaba muy molesta con su actitud. Ella desconocía qué puestos de trabajo había vacantes; me puse en sus manos y le dije: “Mire, yo quiero hacer algo, dígame qué ofertas hay”. Me contestó: “Bueno, nada; usted no tiene ningún título, ¿cómo cree que podemos encontrarle un trabajo? No hay nada a su alcance”. No recuerdo todo lo que dijo, pero sus expresiones faciales, su lenguaje corporal, la forma de tratarme fueron decepcionantes; me descalificó antes de empezar. Es imposible expresar con palabras estas cosas». Al final, Momta consiguió su primer trabajo tras importunar una y otra vez a otra D R O para que le ayudase a conseguir una entrevista. «Había una vacante a la que parecía que podía optar — de administra­ tiva en un servicio de salud— y ella habló con la secretaria». Me entre­ visté con un hombre de la unidad del servicio y le impresioné. Conse­ guí mi primer empleo y ya hace seis años y medio. También Neelam solicitó la ayuda de una D R O , pero tenía la sen­ sación de que se daba por supuesto que, al ser una mujer con una de­ ficiencia visual, la única posibilidad de trabajo a su alcance era como telefonista o mecanógrafa. Descubrió también que la D R O hacía pre­ guntas sobre su vestimenta, su vida de familia y sobre su capacidad para trabajar con hombres. «Le parecía que el hecho de vivir con mi familia comprometería mi independencia y que no sería capaz de afrontar el trabajo por estar viviendo con mi familia. No se le ocurrió pensar que era por razones económicas; yo no podía correr con los gastos necesa­ 2 Podemos traducirlo como: «Funcionarios para capacitación laboral de discapacita­ dos». (N .delT.'). 3 «Equipos de colocación, evaluación y asesoramiento». (N. delT.).

rios para vivir por mi cuenta. Le parecía que yo no era la persona ade­ cuada. Por regla general, yo llevaba faldas y blusas, pero ella pensaba que yo disimulaba y que, normalmente, yo llevaba un atuendo asiático. No podía aceptar que aquélla era mi forma de vestir. Creía que no se­ ría capaz de trabajar al lado de hombres». Un grupo de mujeres descubrió que sólo podía aspirar a trabajos poco especializados y con salarios bajos. Por ejemplo, al principio, Su­ nita sólo pudo conseguir un trabajo «en una fábrica, haciendo un tra­ bajo muy monótono, consistente en poner cofias a los fusibles que se colocaban en los enchufes.Yo era una de las más rápidas, pero el trabajo era tan monótono que no significaba nada para mí y pensaba que era capaz de hacer algo más». Dejó este trabajo y asistió a las clases vesper­ tinas de un centro superior para presentarse a los exámenes O-Level, con la esperanza de conseguir un trabajo burocrático. Más adelante, Anita consiguió un trabajo como auxiliar administrativa en la adminis­ tración civil del estado. Estuvo simultaneando el trabajo con los estu­ dios, que seguía con dedicación parcial, y, en la actualidad, es trabaja­ dora social. Pocas mujeres entrevistadas recibieron alguna ayuda importante de los servicios de empleo o de otros profesionales para su­ perar las desventajas de su educación inadecuada o de las actitudes dis­ criminatorias de los empresarios. Laila descubrió que su única opción, tras cinco años de búsqueda infructuosa de trabajo, era autoemplearse. «A los cinco años de buscar trabajo, me encontraba desanimada porque, con independencia de la dirección en la que me moviese, sólo encontraba un rechazo detrás de otro. Al final, me di cuenta de que, fuese la que fuese mi preparación, no me aceptarían. Así, que decidí dedicarme al trabajo como volunta­ ria, que llevé a cabo durante unos siete años, antes de autoemplearme. Me aterrorizaba cortar el cordón umbilical que me unía al sistema de beneficencia porque me había hecho muy dependiente del mismo. Antes de conseguir una entrevista, Neelam envió más de 100 soli­ citudes. En todas ellas, señalaba su discapacidad y su origen étnico, pero cree que la discapacidad fue lo que más influyó en su suerte. «Para el primer trabajo al que me presenté no había formulario de solicitud. Mi familia vio el anuncio en el periódico. Se trataba de teletrabajo: vender género por teléfono. Llamé y me vendí muy bien. Casi consigo el tra­ bajo. Me dijeron: “Sí, ¿por qué no viene?” Entonces, pensé que era me­

jor ser sincera, que era mejor mencionar mi discapacidad. Inmedia­ tamente, al otro extremo de la línea, la voz se hizo fría. Me dijeron: «Me temo que no la consideremos capaz de desarrollar el trabajo; lo siento muchísimo, buscamos a otra persona. La volveremos a llamar; conservamos sus datos». Básicamente, era como decir “gracias, pero no gracias”». Parece muy corriente que los empresarios den por supuesta la in­ capacidad de una persona discapacitada para hacer determinadas cosas que se consideran esenciales en un puesto de trabajo concreto. Dice Neelam: «Cuando estaba buscando mi segundo puesto de trabajo y en­ viando millones de solicitudes, recibí una carta de uno de los periódi­ cos locales en la que se me decía con toda claridad: “Siento mucho no poder ofrecerle el trabajo solicitado porque no creemos sea capaz de llevarlo a cabo por ser invidente”». El trabajo en cuestión consistía en vender espacios publicitarios, tarea en la que Neelam tenía ya expe­ riencia en aquella época. «Yo sabía cómo hacerlo, sabía lo relativo a los tamaños, al espacio necesario para un anuncio concreto, sabía cómo calcular las pulgadas correspondientes, cómo vendérselo a alguien y cómo hacer para que el anuncio tuviese la mejor apariencia posible en el papel; yo sabía todo eso y sabía cómo desenvolverme, pero ellos no se planteaban esto, sino sólo que yo no veía y que no podría realizar el trabajo. No se les ocurrió pensar que podía haber formas de superar la discapacidad en relación con ese trabajo concreto». Laila manifestaba: «Nunca conseguí llegar a una entrevista porque tenía que preguntar si los edificios permitían un fácil acceso con silla de ruedas y su actitud cambiaba en cuanto mencionaba la cuestión del acceso». Ella misma contó una conversación telefónica con una posible empresaria que, cuando Laila dijo que utilizaba una silla de ruedas, le dijo: «“Bueno, en ese caso, sería una pérdida de tiempo para usted y para m í”. “¿Por qué?”, pregunté yo y me dijo: “Porque usted tendría que preparar el té; en la oficina hay cuatro personas”. Le dije: “Puedo preparar perfectamente el té; yo me lo preparo sola”. Ella dijo: “Le es­ toy diciendo que sería una pérdida de tiempo para usted y para mí. Adiós”, y colgó el teléfono. Esta fue la más directa; otros eran más suti­ les y decían: “Sí, ya le diremos cuándo es la entrevista”, y, cuando yo te­ lefoneaba de nuevo, me decían: “Ya hemos dado el puesto a otra per­ sona”».

Mary, que es ciega, sufrió una discriminación directa cuando bus­ caba un trabajo como mecanógrafa en un importante periódico: «Me pusieron un test que era patéticamente fácil, un test de inglés, de meca­ nografía y, resumiendo, lo superé en su totalidad. La jefa del departa­ mento de mecanografía dijo: “El puesto es suyo, sin problemas”.Yo pensé que ya tenía un puesto de trabajo pero, cuando llamé para pre­ guntar qué procesadores de texto utilizaban y todo eso, para valorar mis necesidades de equipamiento, me dijeron: «Bueno, no la hemos aceptado definitivamente para ese puesto”, y continuaron diciendo: “Nos gustaría darle el puesto, pero tenemos el problema de quién com­ probaría su trabajo”. Me quedé absolutamente desolada porque había realizado todos sus tests a la perfección y, en ese momento, estaban real­ mente entusiasmados; después, se pensaron dos veces la cuestión de emplear a una persona discapacitada. Creo que la mujer era sincera, pero los de arriba le dijeron que no». En otro periódico al que Mary dirigió también una solicitud de empleo le dijeron: «“Nos preocupa que las chicas se aprovechen de us­ ted y alguien tendría que comprobar su trabajo”. En realidad, estaban buscando excusas para no emplearme». Varias mujeres pensaban que estaban en situación de especial des­ ventaja por la falta de una legislación contra la discriminación en rela­ ción con las personas discapacitadas. Por ejemplo, Neelam creía que, al no haber una legislación que prohibiese la discriminación contra las personas discapacitadas, los empresarios se sentían con libertad para ex­ presar abiertamente sus actitudes discriminatorias. «Creo que, si perte­ neces a una minoría étnica o eres una mujer, hay cierta protección, pero, para las personas discapacitadas, no existe tal protección, no hay legislación al respecto». Aparte de la actitud de los empresarios, hay una serie de obstáculos físicos a los que tuvieron que enfrentarse las mujeres entrevistadas. Para quienes padecen minusvalías de movilidad, el primer obstáculo es el de llegar al lugar de la entrevista, como explicaba Momta: «En algunos si­ tios, era muy difícil. No podía entrar, aunque me habían dicho que sí podía. Llegas allí y te encuentras con un par de escalones y luego otro, y así sucesivamente; tienes que pedir a otras personas que te ayuden y piensas: “olvídalo, éste no es tu trabajo”». Para Jo, que es una profesora bien preparada y utiliza aparatos ortopédicos, la inaccesibilidad física de

la mayoría de las escuelas suponía un enorme obstáculo para conseguir un puesto de trabajo: «Nueve de cada 10 escuelas son inaccesibles para las personas discapacitadas». Incluso en escuelas razonablemente accesi­ bles,^ se cuestionaba la posibilidad de desenvolverse adecuadamente: «Básicamente, no consigo superar las entrevistas. Antes de la entrevista, hacen siempre una visita a la escuela y ahí me desanimo porque, aun­ que el lugar esté bien en el plano físico y la clase sea accesible, siempre me quedo rezagada. La visita está pensada para que entres en contacto con la gente y hagas preguntas. Los demás candidatos esperan intencio­ nadamente, pero yo no estoy en condiciones de participar en una con­ versación animada y me siento aislada. Así que, cuando llego a la entre­ vista propiamente dicha, no estoy al tanto y me da la sensación de que no aguantaría físicamente. Me comparo con los demás candidatos y creo que estoy en inferioridad de condiciones porque ellos pueden re­ alizar actividades extracurriculares, como encargarse del tenis después del horario lectivo». Para las mujeres con deficiencias visuales, como Neelam, los obstá­ culos aparecen desde el primer momento del proceso de búsqueda del trabajo: «Toda la información está impresa, los anuncios están impresos, los formularios de solicitud siempre están impresos; nunca tengo ac­ ceso a esa información». Después, como ella misma explicaba, tras su­ perar los obstáculos relativos al acceso y a las actitudes y de conseguir llegar a la entrevista contra todos los elementos adversos, «está el pro­ blema de demostrar que puedes hacer el trabajo. Tienes que decirte: tengo estas aptitudes; puedo hacerlo. Si careces de ese respaldo, si no estás convencida de que puedes conseguir la preparación adecuada, no hay manera de que consigas el empleo, no te aceptarán». Quienes consiguen un empleo, tienen que elaborar estrategias para afrontar los prejuicios de los empresarios. Más tarde, Jo se las arregló para conseguir puestos docentes con dedicación parcial que le dieron confianza en sí misma y que le permitieron acceder a una plaza do­ cente con dedicación completa. Rápidamente pudo demostrar su ca­ pacidad como buena profesora, que le supuso el ascenso a directora de estudios empresariales. Sin embargo, por motivos de seguridad de cier­ tos equipos informáticos caros, trasladaron su despacho a la segunda planta, quedándose aislada al no poder subir y bajar las escaleras para llegar a la sala de profesores. Entonces, Jo entró a trabajar en una em­

presa de selección de personal. De nuevo, el acceso constituyó un pro­ blema de primer orden, pues su despacho estaba en la cuarta planta y, aunque había un ascensor, «se estropeaba y era una pesadilla. La actitud de la empresa era: “la forma de arreglártelas es cosa tuya”». En conse­ cuencia, Jo tomó la sabia decisión de dejar de trabajar para otros y autoemplearse. Jo tuvo que fundarse en la asertividad y en la confianza en sí misma para superar los obstáculos físicos y los derivados de las actitudes. No obstante, esa confianza en una misma puede resultar difícil de conse­ guir cuando las experiencias escolares y de ingreso en el mercado labo­ ral son negativas.

Conclusión La discriminación que sufren las mujeres discapacitadas de raza ne­ gra y de minorías étnicas presenta muchas facetas. Espero que este ca­ pítulo sirva de punto de partida para que otras mujeres negras y de mi­ norías étnicas den a conocer sus experiencias. Las mujeres discapacitadas negras y de minorías étnicas experimen­ tan múltiples obstáculos que se derivan de la combinación de la segre­ gación a causa de la discapacidad, el racismo y el sexismo. Como dice Anita, «ocurre en singular, en plural y en multitud de ocasiones y, al acabar el día, lo que importa es la totalidad. Te consideras completa­ mente inferior porque eres las tres cosas». El hecho de que éstas influyan en la calidad de la educación y en el tipo de empleos a los que tenemos acceso determina la calidad global de nuestra vida. No obstante, es evidente también que estas mujeres poseen un carácter indomable y una determinación impresionante para salir airosas frente a multitud de actitudes negativas de los compañeros, los profesores, los posibles empresarios y, en algunos casos, de sus pro­ pias familias. Nuestra determinación para superar las situaciones de opresión puede darnos la fuerza necesaria y, mientras mantengamos ese carácter, la discriminación y la opresión, en sus variadas formas, no dominarán nuestra vida.

3. Encuentros con personas extrañas: reacciones ante las — mujeres discapacitadas — Lois K e it h C óm o nos ven los demás La primera vez que salí en mi silla de ruedas sin la compañía de otra persona adulta fue para ir a la vuelta de la esquina a ver un piso ac­ cesible que pensaba alquilar. Había estado cinco meses en el hospital, acompañada siempre por otras dos o tres personas y, para mí, esta vuelta era muy importante para adquirir confianza en mí misma. De nuevo, volvía a tener el control de mi vida. No estaba completamente sola; mi hija de cuatro años estaba conmigo y ésta era otra característica impor­ tante de este paseo: madre e hija íbamos juntas sin depender de nadie. Cuando estábamos cerca de nuestra primera esquina, un hombre al que no había visto antes, más bien mayor y cuya inseguridad al an­ dar era patente, se detuvo ante mí y me dijo: «¿Se encuentra bien, que­ rida?, ¿le empujo la silla?» Si no fuese por la intromisión, hubiese re­ sultado ridículo. Era evidente que, de los dos, yo era la que mejor se desenvolvía, aún siendo una principiante con la silla de ruedas. Sin embargo, aún no había desarrollado las antenas que me ayudaran a prever lo que ocurriría a continuación y todavía estaba pensando cómo responderle cuando se me acercó tambaleándose y agarró el manillar del respaldo de mi silla, faltando poco para que me tirase y me desequilibrara. Estaba tan sorprendida que no sabía qué hacer y m urm uré algo tan patético como: «Estoy muy bien; por favor, dé­ jeme», al tiempo que daba un tirón con la silla de ruedas, dando la vuelta a la esquina, mientras mi hija me decía: «Mamá, ¿por qué ha hecho eso?, ¿le conocemos?»

Probablemente no fuese el primero de los que he denominado «en­ cuentros con personas extrañas», expresión que debo, en parte, a R obert Murphy y su libro: The Body Silent , pero es el primero que re­ cuerdo porque puso en evidencia la diferencia entre la idea que yo quería tener de mí misma, como persona visiblemente diferente ahora, aunque todavía competente y dueña de su intimidad, y la idea que los demás se hacían y siguen haciéndose de mí. Como señala Robert Murphy, «la persona que está discapacitada desde hace poco tiempo se enfrenta al mundo con un cuerpo modifi­ cado y una identidad alterada que, ya de por sí, haría que su reentrada en la sociedad fuese una cuestión delicada y arriesgada. Pero su futuro se hace aún más peligroso por la forma en que lo (sic) tratan los no dis­ capacitados, incluyendo a sus mejores amigos y compañeros y a los miembros de su familia» (Murphy, 1987, p. 96). Las personas discapacitadas tenemos que enfrentarnos continua­ mente a las fuerzas destructivas que nos consideran indefensas, pasivas y carentes de atractivo. Da la sensación de que, con independencia de lo amable y positiva que sea nuestra forma de ir por el mundo, estamos condenadas a encontrarnos con alguien cuya respuesta ante nuestro ca­ rácter distinto, nuestra diferencia de la norma, nos haga sentir indefen­ sas y enojadas. En la vida de todas las personas discapacitadas, es funda­ mental tratar de comprender los complejos sentimientos que suscitan nuestros encuentros cotidianos con el mundo. De hecho, en cualquier grupo de personas discapacitadas, no pasa mucho tiempo sin que surjan historias relativas a los encuentros moles­ tos, horribles, paternalistas, insensibles, inútiles y, a veces, divertidos que tenemos casi a diario con dependientes, taxistas, personas que pasan a nuestro lado por las aceras, ascensores o salas de espera, con el médico, la recepcionista del médico, el público de restaurantes y cines, las per­ sonas que vienen a reparar nuestra lavadora o nuestro coche y con cualquiera con quien nos crucemos por la calle. Esto no se debe a que las personas discapacitadas seamos incapaces de mantener una relación social ordinaria. En realidad, disponemos de un conjunto de técnicas sofisticadas para tratar con personas que no conocemos o con las que no es probable que volvamos a encontrarnos. El hecho de que estos encuentros y las preguntas, comentarios y mira­ das que los acompañan sean casi siempre incómodos y molestos, aun­

que, por regla general, no descaradamente hostiles, nos obliga a no per­ der de vista en ningún momento lo difícil que es desarrollar las activi­ dades ordinarias con nuestros cuerpos no ordinarios. Ejercer como discapacitadas durante todo el día puede convertirse en un proceso agotador. No me refiero al hecho de tener una minus­ valía — en mi caso, no poder andar— . Como la mayoría de las perso­ nas, esto lo sobrellevo sin problemas. Aludo al hecho de tener que pasar una parte significativa de cada día relacionándome con un mundo fí­ sico diseñado históricamente para excluirme y, todavía más agotador, tener que afrontar las concepciones previas o erróneas de otras perso­ nas sobre mí. Para que las personas discapacitadas se relacionen con las demás sin perder su confianza en sí mismas y sin consecuencias lesivas, tenemos que comprender lo que sucede. Tenemos que aprender a ca­ nalizar estas experiencias, filtrarlas y darles sentido, manteniendo nues­ tra dignidad y nuestro derecho a desarrollar nuestros asuntos cotidianos a nuestro modo, con independencia e intimidad.

Significado de la silla de ruedas Yo «ejerzo de discapacitada» durante todo el día porque, en mis en­ cuentros cotidianos con el mundo, lo primero en lo que se fijan los de­ más es en mi silla de ruedas, que matiza e informa su forma de con­ templarme. Esto no siempre es evidente ni molesto — con frecuencia, el deseo de las personas de ser amables y ayudar es auténtico— , pero incluso sus sonrisas manifiestan que, a su modo de ver, mi categoría co­ rresponde a algo que ellas no son y les alegra no ser. Las premisas acerca de lo que significa utilizar una silla de ruedas (hablan de estar «confi­ nada a una silla de ruedas» y «atada a una silla de ruedas») son tan abru­ madoramente negativas y tan diferentes a la visión que yo quiero tener de mí misma que, a menos que tenga alguna forma de comprender y afrontar estos encuentros, pueden destruirme. Sin duda, el hecho de que los demás te definan como tú no te de­ fines no es un problema exclusivo de las personas discapacitadas. Desde hace muchos años, las mujeres vienen escribiendo sobre nuestra nece­ sidad de oponernos a que nos definan exclusivamente con arreglo a nuestro cuerpo y nuestra apariencia, pero, en el caso de las personas

discapacitadas, la situación es diferente porque algunas nos desviamos de manera muy significativa de lo que se considera una apariencia «normal». Por supuesto, no todas las personas discapacitadas usan sillas de ruedas ni todas son mujeres, pero me centraré sobre todo en este grupo concreto de personas discapacitadas no sólo por ser el grupo que conozco mejor, sino también porque la silla de ruedas se ha con­ vertido en símbolo de necesidad y de dependencia y, en los encuentros que tienen con quienes la utilizamos para movernos, las personas no discapacitadas actúan con un conjunto de ideas preconcebidas sobre nosotras. No obstante, muchos comentarios y observaciones sobre las experiencias de las usuarias de sillas de ruedas resultarán muy familiares a otras muchas personas discapacitadas y a todas aquéllas cuya «diferen­ cia» física sea evidente. Todos los encuentros sociales están regidos por reglas de conducta. Hay cosas que se pueden decir y otras que no. Por ejemplo, en el sector de la sociedad británica en el que me desenvuelvo, se considera co­ rrecto e, incluso, un cumplido decirle a una persona que está delgada, pero de mala educación decirle que está gorda. Es aceptable decirle a una persona que es alta, pero ineducado señalarle que es más baja de lo normal. Del mismo modo, hay cosas que la gente cree que puede de­ cirle a las personas discapacitadas lo que no diría de ninguna manera a otras. Erving Goffman ha dicho que el punto de partida y el núcleo de toda interacción social es el establecimiento de las posturas de lo que él llama «deferencia y comportamiento» de los participantes. Cada parte debe comportarse como una persona digna y solvente y mantener un espacio social y una distancia a su alrededor. A su vez, la otra respeta este comportamiento mostrándole su deferencia (Goffman, 1956). Co­ mentando este trabajo, Robert Murphy dice: La medida en que varía este respeto mutuo según la situación y las per­ sonas implicadas y la forma de expresarse es un artificio de la cultura. Se produce a través de una gramática subconsciente de gestos y matices verbales, un lenguaje tan sutil que escapa a la conciencia de ambas par­ tes, salvo cuando se suspende o altera, como ocurre con frecuencia en los encuentros con personas físicamente discapacitadas. (Murphy, 1987, p. 102).

El mejor ejemplo que conozco de esto es una historia que me contó hace poco una amiga íntima. Esta amiga, una mujer con poco más de cuarenta años, volvía a Londres en un tren Inter-City tras una reunión de alto nivel en un departamento gubernamental. Iba ele­ gantemente vestida y llevaba un ordenador portátil. Había regresado en un tren que circulaba a media tarde y estaba esperando un taxi en la cola correspondiente con todos los demás hombres y mujeres que re­ gresaban del trabajo. Sin embargo, el taxista no vio en ella a una mujer de negocios que volvía a su casa de trabajar, sino la silla de ruedas. En cuanto mi amiga se acomodó en el taxi, el conductor le dijo: «¿Es mi­ nusválida desde hace mucho tiempo?» Pensando en la reunión cele­ brada y en lo que iba a cenar, contestó de forma evasiva: «Sí, desde hace tiempo». Sin inmutarse, el taxista insistió: «¿Está muy deprimida?» «¡Lo que me deprime», dijo mi amiga, feliz por haber encontrado la res­ puesta adecuada en el momento apropiado, «es la gente que me hace preguntas personales que no tiene derecho a hacer!» Hay que decir que el taxista se dio cuenta de que se había propasado y pidió disculpas de inmediato: «Tiene usted razón. Perdone», y el resto del viaje continuó en silencio, pero el problema no consiste en que el ta­ xista en cuestión hubiese sido ineducado, sino en que tomó la silla de ruedas como el único indicio de acuerdo con el cual debía comportarse. Los demás signos externos que utilizaría normalmente: vestimenta, hora y lugar de llegada, edad, forma de hablar, eran insignificantes en relación con el hecho de que conducía a una «persona minusválida». No cabe duda de que también entraban en liza cuestiones de género y, hasta cierto punto, estaba utilizando expresiones y conductas que, a menudo, utilizan los hombres en relación con las mujeres, pero el factor más importante en este encuentro era que, como muchas personas que se enfrentan con otra desconocida sentada en una silla de ruedas, el conductor vio un ex­ terior dañado y, en consecuencia, se sintió dispensado de utilizar las con­ venciones sociales habituales que nos dicen que debemos callarnos cuando percibimos en los otros ciertas características negativas. Le hizo preguntas que daban por supuesto que su calidad de vida era mala y de­ primente, negándole el respeto debido. A fin de cuentas, este taxista ha­ bría tenido que llevar en su coche a muchos hombres y mujeres de ne­ gocios de cuarenta años y no podemos imaginárnoslo preguntándoles: «¿Qué, amigo, hace mucho tiempo que está calvo?, ¿le deprime?»

Como dice Robert Murphy, «una discapacidad grave [es decir, una minusvalía] inunda todos los demás signos de nivel social, relegando a una categoría secundaria todos los logros, las funciones sociales y la se­ xualidad, incluso. No es un papel, sino una identidad, una característica dominante a la que se someten todas las demás funciones sociales» (Murphy, 1987, p. 90). Durante muchos años, el trabajo de Goffman sobre el estigma constituyó la mejor descripción de lo que le ocurre a las personas dis­ capacitadas en encuentros sociales como el antes referido. Decía este autor que la sociedad categorizaba a las personas y que hay una serie de atributos necesarios para que le clasifiquen a uno como ordinario y natural dentro de cada grupo. Cuando aparece ante nosotros una per­ sona extraña y se considera que posee una característica que la hace di­ ferente de las demás que pertenecen a esa categoría, un atributo o cua­ lidad menos deseable, en nuestra mente, esa persona se reduce «de una persona normal y completa a otra tarada, rebajada». Goffman deno­ mina «estigma» a un atributo de este tipo, pero también podemos lla­ marlo «defecto» o «desventaja» (Goffman, 1963, p. 12). Cuando alguien presenta alguna deficiencia muy visible, como al utilizar una silla de ruedas, las reglas de conducta no son claras y surge todo tipo de confusiones y problemas. Como dice Murphy: La persona discapacitada tiene que hacer un esfuerzo extra para hacer valer su categoría como individuo autónomo y digno, pero la reacción de la otra parte puede arruinar por completo estas pretensiones me­ diante alguna acción u omisión desconsiderada. Incluso cuando la per­ sona sin deficiencia corporal trata conscientemente de ser deferente con la parte discapacitada, tiene que luchar contra la ambigüedad subyacente al encuentro, la falta de orientaciones culturales claras acerca de cómo comportarse y, quizá, contra su propia sensación de repulsión. (Murphy, 1987, p. 103). Esta falta de orientaciones culturales supone que las situaciones so­ ciales entre las dos partes crean una interacción ansiosa e insegura. Se alteran y deforman todas las reglas, incluidas las de conducta educada, y los extraños creen que pueden abordar al «individuo estigmatizado» en la medida en que se muestren «comprensivos con su desgracia» (Goffman, 1963, p. 28). Muchos autores han criticado justificadamente el trabajo de Goff-

man, señalando que parece que la responsabilidad de la situación recae en la «persona estigmatizada» por poseer tales atributos «indeseables». Sus expresiones también son, con frecuencia, ofensivas, al incluir a la persona discapacitada en la categoría de «las abominaciones del cuerpo, las diversas deformidades físicas» (p. 14).También critican su trabajo los autores que quieren llevar nuestra comprensión de las relaciones de poder en la sociedad más allá de la mera descripción de lo que ocurre en los encuentros individuales entre personas discapacitadas y no disca­ pacitadas. Michael Oliver, en su libro: The Politics of Disablement, afirma que tenemos que «romper los grilletes del enfoque individualista de la discapacidad, que se centra en lo desacreditado y desacreditable, y dar cuenta de las experiencias colectivas de las personas discapacitadas en términos de las ideas estructurales de la discriminación y la opresión» (Oliver, 1990, p. 68). Sin embargo, aunque el análisis de Goffman de los encuentros en­ tre dos partes de las que una es visiblemente diferente no llegó a des­ cubrir los orígenes y raíces estructurales de los prejuicios y parecía res­ ponsabilizar a la persona discapacitada de su «deficiencia», tenía razón al señalar la importancia de comprender lo que sucede en estos en­ cuentros. No debería despreciarse el examen detallado del significado de las sonrisas, los gestos paternalistas, las preguntas, las miradas, las fal­ tas de educación y el rechazo como elemento propio de un individua­ lismo apolítico ni relegarse a los estudios psicológicos. El análisis de es­ tos hechos, aparentemente menores pero, en realidad, muy significativos en la vida de las personas discapacitadas, de lo que signifi­ can y de los efectos que producen en nosotras forma parte del pro­ greso político que estamos llevando a cabo las personas discapacitadas. En su libro: Pride Against Prejudice, Jenny Morris afirma que debemos encontrar formas de evitar la interiorización de sus valores en nuestras vidas. «Uno de los mayores problemas de las personas discapacitadas es que todos estos mensajes despreciativos que recibimos todos los días del mundo no discapacitado que nos rodea forman parte de nuestra forma de pensar sobre nosotras mismas» (Morris, 1991, p. 22). Con el fin de evitar que las ideas que ellos tienen de nosotras pene­ tren en nuestras cabezas, tenemos que comprender primero lo que ocurre. La gente puede sentir que es — utilizando las palabras de Goff­ man— «comprensiva con la desgracia de personas de nuestra clase»,

pero, en realidad, nosotras no lo vemos así. Sus sonrisas, preguntas y co­ mentarios refuerzan la sensación de que, con independencia de la ima­ gen que podamos tener de nosotras mismas, la sociedad nos impone una identidad negativa y gran parte de nuestra vida social consiste en luchar contra ello. Los extraños no nos permiten olvidar que su per­ cepción de nosotras está dominada por nuestra diferencia. Las personas como yo, que necesitamos la silla de ruedas para lo­ grar la movilidad y la independencia, la consideramos como un ins­ trumento liberador. Tengo cierto cariño a mi cacharrito, me angustio si no está a mi alcance y siento pánico si no lo tengo a la vista. No siempre me gusta verme en él — ¿a qué mujer le gustaría cuando vi­ vimos en una sociedad cuya idea de la belleza femenina consiste en un cuerpo esbelto, terso, bien musculado, vestido con faldas ajustadas y tacones altos?— Pero me gusto lo suficiente y disfruto llevando ves­ tidos, zapatos y ciertos adornos adaptados a mi figura y necesidades actuales. Sin embargo, la idea de la silla de ruedas como objeto de liberación constituye una visión claramente minoritaria. Para la mayoría de las personas, simboliza un amplio conjunto de atributos negativos como la dependencia, la menesterosidad, la debilidad de mente y de cuerpo, la enfermedad y una curiosa combinación de las cualidades que se atri­ buyen a la infancia y a la vejez. Esta situación se pone de manifiesto en el tipo de preguntas que se hacen de forma rutinaria a las personas que están en silla de ruedas. En una reunión que celebré no hace mucho con un grupo de amigos cuando estaba preparándome para escribir este artículo, elaboramos una lista de preguntas que nos habían hecho personas completamente desconocidas durante las últimas semanas pre­ cedentes. Son éstas: —¿Qué se hizo? (Esta pregunta tiene muchas variantes; la más corriente es: «¿qué le pasó?»). —¿Vive con sus padres? —¿Por qué utiliza ese tipo de silla? —¿Qué hace cuando quiere ir al servicio? (En un avión). —¿Va a recogerle alguien? (En un tren). —¿Le deprime mucho? —¿Ha puesto el freno? (En el teatro). —¿Le duele?

— ¿Ha aprobado el examen de conducir? (También: «¿necesita permiso de conducir para eso?» Se supone que esta pregunta es un chiste). — ¿Puede andar algo? — ¿Está mejor?

Podemos quitar importancia a estas preguntas, considerándolas como intromisiones molestas, aunque relativamente insignificantes, en nuestra intimidad, pero esto supondría pasar por alto lo que subyace en ellas. En realidad, cuando la gente ve a alguien en una silla de rue­ das, piensa (a menos que le aseguren que es temporal y que pronto vol­ verá a andar por su cuenta) que, para nosotras, debe ser una situación insoportable, que trataría de evitar por todos los medios. No es raro que la gente diga que, antes de tener que utilizar una si­ lla de ruedas, es mejor morirse. En un solo día me encontré con tres manifestaciones de este tipo. La primera fue un artículo del periódico The Guardian sobre una mujer a la que le implantaron pechos de silicona tras una mastectomía. Las prótesis se rompieron y enfermó grave­ mente. Decía: «poco después, empezó a dolerme la cadera, hasta tal punto que tuve que utilizar una silla de ruedas. He tenido que luchar para dejarla de lado y obligarme a andar tambaleándome con muletas porque, si a mi edad, me quedo en la silla de ruedas, me destrozo a mí misma». La segunda fue una emisión de radio que escuché a primera hora de la tarde sobre el padre de un chico que nació con una minus­ valía física que afectaba la movilidad. El padre tomó la determinación de que su hijo aprendiera a andar, dedicándose a entrenarle contra viento y marea a que anduviera kilómetro y medio; la emisión finalizó con esta declaración triunfal: «La he devuelto al hospital; ya no necesi­ tamos tener en casa esa condenada silla de ruedas». La tercera fue una historia que me contó una mujer a la que fui a ver para que me arre­ glase una chaqueta. Su madre, que padecía una enfermedad del sistema nervioso, se recluyó en casa los dos últimos años de su vida, negándose a salir porque no soportaba verse ni que la vieran en una silla de ruedas. La silla de ruedas es el símbolo de la dependencia. Como me dijo una mujer, la gente lo ve como una pancarta que dice: «Necesito ayuda». Para ella, esto era positivo. Tiene un hijo adulto que tiene difi­ cultades agudas de comunicación y de aprendizaje. Es capaz de andar, pero no tiene concentración y le falta coordinación. Cuando van los dos tratando de que él ande, las personas que lo presencian se sienten

incómodas y embarazadas y se dan la vuelta, pero, cuando está en la si­ lla de ruedas, les abren las puertas y les ayudan a subir los bordillos y los escalones. En este caso, la gente está deseosa de echar una mano porque da la sensación de que uno sabe qué hacer y están claras las reglas de comportamiento. Sin embargo, cuando los usuarios de sillas de ruedas rehúsan aceptar la ayuda y la protección que les ofrecen, rompiendo sus esquemas, esas reglas se hacen confusas. Aunque hay muchos tipos y clases de personas discapacitadas y una variedad enorme de minusvalías y de grados de discapacidad, de los cuales algunos son evidentes y otros imperceptibles, la silla de ruedas es la representación simbólica de la discapacidad y la minusvalía. El icono de la silla de ruedas es el símbolo que vemos en las puertas de los servi­ cios, en las plazas de aparcamiento, en las rampas de acceso y en las ca­ jas de los supermercados y alude a todas las personas discapacitadas (lo que constituye un motivo de comprensible enojo para quienes necesi­ tan un tipo de ayuda muy diferente). Por regla general, la gente cree que sabe lo que supone una silla de ruedas. Si pedimos a la gente que realice una de esas encuestas que se basan en asociaciones rápidas de palabras y preguntamos por «silla de ruedas», la lista de palabras resul­ tante se parecerá a: «anciano, enfermo, dependiente, ayuda, necesidad, confinado, condenado». Si pedimos más detalles, nos encontraremos con: «triste, solitario, valiente, decidido» e, incluso, «manta de cuadros y zapatillas de paño». No obstante, el significado que la sociedad da a las sillas de ruedas y a quienes las usan (en ese orden) nunca es sencillo. La silla de ruedas es un artefacto que la mayoría de la gente relaciona con la enfermedad y la ancianidad, pero, al mismo tiempo, es también una silla con ruedas, no muy diferente del carrito del bebé, cuyo significado cultural es el de la infancia, lo que no debe sorprendernos habida cuenta que, m en­ talmente, consideramos ya muy próximos los estados de la primera in­ fancia y de la ancianidad. En AsYou Like It, Jacques, el personaje de Shakespeare, nos recuerda que la séptima etapa del hombre no es sino «una segunda infancia y mera inconsciencia, sin dientes, sin ojos, sin nada». Todo el mundo es más alto que nosotros, vamos en sillas con rue­ das, a veces necesitamos que nos empujen: debemos ser bebés. Cual­ quier persona que utilice una silla de ruedas puede contar anécdotas

relativas al hecho de hacer una pregunta cuya respuesta vaya dirigida a la persona que la acompañe o vaya detrás empujando la silla, reci­ biendo, incluso, algunos golpecitos en la cabeza. Yo misma tengo unas cuantas anécdotas de encuentros con otras personas en los que daba la sensación que me consideraban una cría. En una ocasión, estaba con mis hijas tratando de entrar a un maravilloso espectáculo de música y color llamado «Colourspace» que se presentaba en un gran espacio abierto, en The Barbican, en Londres. Cuando pregunté a la taquillera si disponía de acceso fácil para los usuarios de sillas de ruedas, me respon­ dió inocentemente: «No, no creo, porque no se permite la entrada a cochecitos de niño». Se quedó asombrada ante mi indignación, sin querer escuchar que se trataba de dos cosas diferentes y que, en este caso, la madre y responsable de mis hijas era yo. Un amigo mío cuenta otra anécdota, que también se produjo en un gran complejo artístico, al tratar de llevar a su hijo y a su hija al Children’s Film Club un sábado por la mañana. Aunque este cine dispone de accesos adecuados para los usuarios de sillas de ruedas, le dijeron que no podía entrar con sus hijos porque «no va un adulto con usted». En nuestra sociedad, no se consideran personas «completas» a los bebés, sobre todo en los lugares públicos (en donde predomina la idea muy inglesa de que a los niños se les ve pero no se les escucha); de igual modo, tampoco se consideran personas completas a las que van en sillas de ruedas. Se supone que debemos ser cariñosos con los bebés y con los niños, pero no que tengamos que darles exactamente los mis­ mos derechos que a los adultos en una etapa de su vida en la que no sabrían hacer uso de los mismos. Esperamos que crezcan como adultos autónomos e independientes, capaces de responsabilizarse de quienes son menores que ellos. No ocurre lo mismo con las personas discapa­ citadas.

Paternalismo y dependencia El mensaje cultural de que debemos ser cariñosos con «los minus­ válidos» es muy poderoso. Opera como un mecanismo que distancia al «donante» de cariño del receptor y, al mismo tiempo, le autoriza a ser paternalista con él. La idea de cuidar y ayudar a las personas menos

afortunadas que nosotros es importante, incluso en el clima arreligioso y materialista de nuestra sociedad, pero, por desgracia, esta postura de buena voluntad y de generosidad sirve a menudo para anular a las per­ sonas discapacitadas. El otro día, escuché en la Radio 4 de la B B C al propietario de un restaurante que decía que, si se hubiese aprobado la Civil Rights Bill for Disabled People\ se habría visto obligado a cerrar su negocio porque no podría haber corrido con los gastos que pensaba suponían los cambios que hubiera tenido que efectuar. «Por favor, no me interpreten mal», imploró, «no tengo nada en contra de las perso­ nas discapacitadas, quiero a las personas discapacitadas. Yo doy mucho dinero para obras de caridad». Cuantas menos personas discapacitadas fuesen a su restaurante, más las quería. Su forma de hacer que las cosas se quedasen como están consistía en dar mucho dinero para obras de caridad. La función de las obras de caridad, tanto en el plano de dar dinero a grandes organizaciones que «velan» por las personas discapacitadas como en el de mostrarnos bondadosos y agradables con las personas menos afortunadas que nosotros, está en la raíz de las relaciones entre las personas discapacitadas y no discapacitadas, tanto en situaciones po­ líticas como individuales. Las obras de caridad crean una cultura de de­ pendencia y se supone que debemos sentirnos agradecidas por lo que nos dan. Como dice Jenny Morris, «nuestra gratitud es un aspecto esencial de la relación; en realidad, la obra de caridad sirve para que la persona no discapacitada se sienta bien consigo misma. Nuestra grati­ tud es el donativo que se espera hagamos a cambio de la tolerancia y la ayuda material» (Morris, 1991, p. 108). ¿Qué tiene de malo agradecer la ayuda que nos brindan otras per­ sonas? Bueno, no tiene nada de malo si la^ayuda se ofrece libremente, en pie de igualdad, sin que haga falta contraprestación alguna, salvo un simple «gracias».Todos los usuarios de sillas de ruedas que conozco dan muchas veces las gracias todos los días y lo hacemos sin ningún pro­ blema cuando otras personas nos abren puertas pesadas, nos ven ante una rampa y nos preguntan si queremos que nos empujen, se ofrecen a llevar una bandeja llena de tazas de té a la mesa más cercana a nosotros, retiran una silla para que podamos sentarnos a la mesa y lo toman o ' «Ley de derechos civiles de las personas discapacitadas». (N. delT).

hacen cualquier otro gesto consciente que mucha gente hace todos los días. En tales casos, se trata de una ayuda no amenazadora, no invasora, que hace que ambas partes se sientan bien mutuamente. Se funda en el hecho de que las personas se detienen, nos miran, preguntan si quere­ mos que nos echen una mano y no insisten si decimos que no. Los problemas surgen cuando los motivos que tienen las personas para ayudarnos no son tan claros; cuando su oferta de «ayuda» se basa en sus necesidades y no en las nuestras. El poema «Do Unto Others»2, de Janice Pink, que cuenta una anécdota (real) del encuentro de la autora con una mujer en la caja de un supermercado, expresa esto de una forma espléndida. La mujer en cuestión, llamando la atención de la ca­ jera ante el hecho de que «aquí hay una persona tullida», agarra la bolsa de Janice, diciendo que es «lo menos que puedo hacer, porque, por la gracia de Dios, ¡yo podría estar como usted!» Pero su «conciencia» se convierte pronto en ofensa cuando Janice pone de manifiesto que ese comportamiento le resulta entrometido y ofensivo. El poema acaba con la lección que la benefactora creyó necesario darle a la ingrata Janice: «I know you’re being very brave, but that was rather rudeNext time someone helps you, try to show some gratitude. O f course you think lije isn’tfair, but when you’refeeling blueBig smile! And then remember, there’s someone worse than you!» (Pink,

1994).3

No tenemos por qué comprender que nuestra presencia en el mundo resulte incómoda a las personas no discapacitadas y que, a ve­ ces, sientan más repulsión que incomodidad. La confusión fundamental en las relaciones entre nosotros consiste en que, por una parte, nuestra presencia las desconcierta y no saben cómo comportarse con nosotros y ni siquiera qué palabras utilizar para describirnos, pero, por otra parte, tienen clara la idea de que deben ser amables y bondadosas. A nosotros 2 «Haz a los otros». (TV. delT.). 3 Dejamos en inglés estos últimos versos del poema para que pueda apreciarse la rima y la com posición de los mismos. La traducción es: «Sé que está siendo muy valiente, pero eso ha sido muy grosero / La próxima vez que alguien la ayude, procure mostrar cierta gra­ titud. / Por supuesto, usted piensa que la vida no es justa, pero cuando se sienta triste / ¡Sonría!Y recuerde después que ¡hay alguien que está peor que usted!» (N. delT.).

nos corresponde pasar por alto su incomodidad y su confusión y acep­ tar la «ayuda». Nuestra gratitud forma parte de la mentira de que, entre nosotros, todo va bien. No tenemos derecho a enfadarnos. Tenemos que callarnos cuando aparcan en la zona reservada a los conductores discapacitados («no em­ plee ese tono conmigo, no había otro sitio donde aparcar» o incluso: «me importa un carajo»). No podemos decirles que no aceptamos sus reglas de que no podemos entrar y ver la película en este cine porque las personas discapacitadas suponen un peligro para la salud y la seguri­ dad («No me grite, yo sólo cumplo con mi obligación»).Tenemos que sonreír ante sus observaciones de que ocupamos mucho sitio, que so­ mos un problema cuando hay que atravesar puertas, si tenemos per­ miso para conducir un vehículo peligroso («¿No aguanta una broma?» o «veo que se ha molestado»).Tenemos que tolerar sus miradas y, si nos atrevemos a desafiarlas, dicen: «Sólo pretendía ver si necesitaba ayuda». No me gusta nada este tipo de confrontaciones y trato de evitarlas por todos los medios. Como la mayoría de las mujeres, me paso la vida sonriendo y diciendo «gracias» y «perdone», pero, a veces, me encuen­ tro en situaciones en las que no tengo más remedio que enfrentarme con la hostilidad que, con frecuencia, no se aleja mucho del origen de la bondad y de la preocupación. Con independencia de la frecuencia con la que se producen esas situaciones, siempre me sorprenden y me hacen daño. Como dice Nancy Mairs, por regla general, ocurre cuando «dejo de ser una tullida alegre, una figurita menuda que asoma al final de la mesa de Navidad, blandiendo mi muleta y pidiendo la bendición de Dios para todos y me transformo en Caliban4, el monstruo más vil» (Mairs, 1988). Ocurre en situaciones en las que manifiesto a la gente lo que siento realmente, aunque lo diga de forma educada. En un artículo titulado: «This Week Vve Been Rushed O ff M y Wheels»\ me he referido a una de estas ocasiones. Sucedió en una calle estrecha, de Londres, después de comer fuera de casa con una amiga: Estaba cogiendo el coche cuando ocurrió lo de siempre. En una calle con mucho tráfico, con coches aparcados en ambos lados, interrumpí el 4 Individuo de carácter degradado y bestial. Es probable que el nombre «Caliban» pro­ ceda de «cannibal» que, a su vez, se deriva del español «caníbal». (N. delT.). 5 «Esta semana me han expulsado de mi silla de ruedas». (N. delT.).

tráfico mientras plegaba mi silla de ruedas en la formidable grúa mecá­ nica que la fija al techo de mi automóvil. Un hombre de unos treinta años, típico hombre de negocios de la City , de los de BMW, se acercó, ofreciéndome una ayuda innecesaria, y trató de cerrar la puerta; era evi­ dente que no se cerraría mientras la grúa estuviera en lento movimiento hasta finalizar su función. Me quedé muy satisfecha por el modo en que traté al individuo en cuestión, espetándole una frase, un tanto desagradable, de este tipo: «Deja mi puerta, imbécil; ¿no ves que tienes que esperar?», cerrando violentamente la puerta en ese preciso momento. Furioso, con el rostro de color rojo escarlata, me soltó unos cuantos improperios a través de mi ventanilla cerrada, insistiendo en que sólo trataba de ayudar. (Keith,

1994).

Tanto la amiga con la que estaba como muchas personas no disca­ pacitadas que han leído el artículo se quedaron muy desconcertadas ante mi reacción, que creen innecesariamente agresiva. ¿Acaso no tra­ taba de ayudarme? ¿También ellas recibirían una andanada así si ofre­ cían ayuda a una persona discapacitada? Sin embargo, me parece que no trataba de ayudarme. No podía hacer nada para acabar antes; sim­ plemente, estaba impaciente.Yo no quería que me sostuviera la puerta, haciéndome sentir mal por tener interrumpido el tráfico, contemplán­ dome como a alguien que dependía de su ayuda. Me sentí furiosa y se lo demostré. A la gente le resulta difícil entender estos enfados. A mí también. Sin embargo, este incidente me tendría que sentar bien. Yo me ha­ bía dado cuenta de la superficialidad de su preocupación y le hice frente adecuadamente, enfurecida en este caso. Pero, en especial, a las mujeres les resulta muy difícil saber cómo encauzar toda la furia que pueden desencadenar ese tipo de encuentros casuales con personas des­ conocidas. Siempre existe la posibilidad de que lesionen nuestro frágil sentido de nosotras mismas como personas independientes y privadas. Por eso es tan importante interpretar lo que ocurre y percatarse de los gestos y preguntas que, a los demás, pueden parecerles muestras de pre­ ocupación por nuestro bienestar o de curiosidad por las condiciones de nuestra vida, pero que nosotras experimentamos como hostiles, invasoras y paternalistas. Por eso es tan importante que las personas discapacitadas se reúnan, hablen, escriban y escuchen lo que otras tengan que decir. El movi­

miento de personas discapacitadas y la creciente cultura de las personas discapacitadas reconocen nuestra necesidad de examinar nuestro le­ gado común y las experiencias que compartimos y el modo en que nos oprimen. El hecho de tratar de comprender lo que sucede en estos encuentros, de analizar nuestras reacciones no sólo es un acto de autoconservación, sino que también es importante para comprender las re­ laciones de poder presentes en las relaciones entre las personas discapa­ citadas y las no discapacitadas. Como dice Jenny Morris: Con frecuencia, las manifestaciones de los prejuicios no son patentes; son los supuestos tácitos sobre nosotras, que constituyen la piedra de to­ que de la mayor parte de nuestras interacciones con el mundo no disca­ pacitado. Para nosotras, a menudo es difícil identificar por qué nos pone tan furiosas la conducta de alguien o nos hace sentir inferiores. En con­ secuencia, nuestros enfados y nuestra inseguridad pueden parecer poco razonables, no sólo a las demás, sino también, a veces, a nosotras mismas. (Morris, 1991, p. 18).

Por desgracia, da la sensación de que, en realidad, al mundo no le gusta que las personas discapacitadas cobren mayor fuerza al unirse, al menos no en público. El hecho de ser bondadosos y caritativos con no­ sotras se basa en que el público está dispuesto a tolerarnos una a una, pero se siente profundamente incómodo cuando nos reunimos muchas.

Afrontando la realidad Una vez tuve la mala suerte de tratar de comer en un restaurante de pescado y patatas fritas, popular y ganador de premios, del norte de Londres. Tuve que llamar para preguntar si era accesible para las perso­ nas minusválidas y me advirtieron que convenía que fuese a primera hora y así hice. Lo que no dije es que estaríamos dos personas en silla de ruedas, con otro adulto y nuestros tres hijos. Desde el primer momento, su comportamiento fue desagradable hasta la hostilidad. Dijeron a mis hijas que dieran las gracias a la pareja que les dejó sentarse a su mesa porque estaban a punto de marcharse. Nos dejaron en un rincón, nos dijeron que no podíamos juntar dos mesas porque la camarera no podría pasar alrededor de ellas (esto no

era cierto) y, a partir de entonces, nos ignoraron. Al final, terminamos marchándonos, enfadados y yo a punto de echarme a llorar. De su con­ ducta se deducía, sin lugar a dudas, que, aunque la presencia de un usuario en silla de ruedas se vería con buenos ojos, nosotras dos éramos demasiado. Era una imagen demasiado deprimente para este restau­ rante con tendencia a convertirse en la sal de la tierra. A menudo, las personas discapacitadas nos sentimos humilladas cuando nos consideran menos atractivas, indeseables o como objetos de preocupación y compasión. En el caso de las mujeres, la forma de vernos los demás configura, desarrolla e, incluso, daña nuestra idea de noso­ tras mismas. Muy pronto, aprendemos a definirnos mediante nuestros vínculos y relaciones con los demás. En su libro: In a Different Voice, Carol Gilligan habla de que los hombres y las mujeres experimentamos de forma diferente las relaciones y, en especial, las cuestiones relativas a la dependencia. Desde su infancia, los niños y los hombres aprenden a verse a sí mismos como individuos separados e independientes, mientras que las niñas y las mujeres se inclinan mucho más a definirse a sí mismas por medio de sus relaciones y vínculos (Gilligan, 1982, capítulo 1). En nuestro trato con un mundo discapacitante, aunque tanto los discapacitados como las discapacitadas nos debatimos para conseguir el equilibrio entre dependencia e independencia, es probable que las mu­ jeres tengamos mayor necesidad de agradar a los otros, tratemos de ser útiles y de hacerlo todo bien. Michele Wates, una mujer que todavía andaba, aunque con gran di­ ficultad, cuando escribió el texto que citamos a continuación, describe un encuentro con alguien a quien no conocía y a quien nunca más volvió a ver. Había ido a recoger a sus hijos al colegio. Viendo la huidiza mirada de compasión, se encontró preparándose para el momento en el que pasaran por el angosto pasillo. Ella no podía de­ fenderse de las personas entrometidas, completamente extrañas, incluso, como este hombre, para señalarles que, aunque se arrastrara como un animal herido, sus ojos eran brillantes, tenía una amplia sonrisa y su voz, si hubiera tenido ocasión de oírla, era alta y clara; que confiaba en sí misma. Cada vez con mayor frecuencia, se preguntaba por qué tenía que hacer tantos esfuerzos para convencer a la gente de que estaba en buena forma psíquica, ya que no física. (Wates, 1994).

Me imagino que Michele luchaba contra la nueva e infausta iden­ tidad que le había caído en suerte y que experimentaba en las miradas, los gestos y las preguntas de los demás. Como todas las personas disca­ pacitadas cuyos cuerpos contravienen los valores de juventud, belleza, salud y libertad, tenía que luchar contra la visión que los demás y, por tanto, ella misma tenían de sí, no sólo como alguien con un cuerpo es­ tropeado, sino como una persona deficiente. Como muchas mujeres, Michele sentía que, con su brillante sonrisa y sus ojos luminosos, tenía la responsabilidad de hacerlo todo bien. Pero nuestro deseo de hacer­ nos todo más fácil siendo siempre brillantes y agradables en nuestras relaciones con el mundo y nuestra necesidad de que todo el mundo piense bien de nosotras pueden ser destructivos. Si actuamos de ese modo, significa que adoptamos siempre una postura pasiva y agradecida, negando nuestra ira y nuestra rabia justifi­ cadas. Tenemos que aprender formas de oponernos a la fuerza que nos empequeñece en estos encuentros, que no nos lleven a sentirnos ho­ rrorizadas por nuestra propia conducta. A las mujeres, nos han condi­ cionado para pedir perdón por cosas que no son faltas con el fin de que la otra persona se sienta mejor y, a veces, las mujeres que vamos en silla de ruedas podemos provocar algunas dificultades a los otros. O cu­ pamos mucho espacio, a veces pisamos a la gente o necesitamos que los demás se aparten para dejarnos pasar y podamos ir a lo nuestro, pero es importante que no pidamos perdón por existir. Los enfados constituyen otra dificultad para quienes nos han edu­ cado para que pensemos que nuestra función en la vida consiste en pa­ sar por alto los comentarios, en hacer que todos se sientan bien. Nunca me he sentido mejor por el hecho de soslayar mi mal hum or en mis encuentros con el mundo, aunque esté convencida de que mi enojo está justificado. La mayoría de las mujeres no está programada de este modo. En cambio, como la mayor parte de las personas discapacitadas que conozco, he trabajado mucho para dominar un conjunto de técni­ cas de resistencia para los encuentros que nos obligan a responder. Una de estas técnicas es la evitación, a menudo simulando ignoran­ cia. Con frecuencia, esto confunde a la gente, aunque no se sorprenda demasiado, habida cuenta que se asume más o menos que no estamos en plena posesión de nuestras facultades mentales. Un caso de este tipo se produjo cuando estaba comprando con mis hijas, hace un par de se­

manas. La dependienta, dando por supuesta una familiaridad ine­ xistente por el mero hecho de haber iniciado una conversación con ella (le pregunté si tenían pantalones vaqueros con cintura elástica), dijo de pronto: «¿Qué te hiciste?» En un primer momento, me quedé sorprendida, pero me las arreglé para darle una respuesta a una pre­ gunta completamente diferente de la que me había dirigido. Con las buenas maneras que mi madre me enseñó, le dije: «Bueno, he salido con mis hijas, les estoy comprando ropa para el próximo trimestre». Esta respuesta tuvo el efecto deseado de callarla, aunque nos descon­ certó a todos. Otra táctica para hacer frente a preguntas y respuestas impertinen­ tes consiste en adoptar el papel de educadora. Explicas a quien corres­ ponda por qué crees que se está comportando de forma inadecuada, cómo te hace sentir y qué tiene que hacer para modificar su actitud. Esta postura merece la pena, pero es agotadora y sólo hay que utilizarla cuando el extraño va a ser tu compañero, vecino o alguien con quien vayas a tener algún tipo de relación. De todas formas, a veces, la pongo en práctica en otras situaciones, como la primera vez que alguien les dijo a mis hijas, que sólo tenían cuatro y seis años: «¿Sois unas niñas buenas que os preocupáis por mamá?» Me quedé tan molesta y en­ fadada que sólo acerté a decir que no, que ellas no se preocupaban por mí, que eran demasiado pequeñas.Yo era la que me ocupaba de ellas aunque ella creyera que, al ser yo discapacitada, era incapaz de compor­ tarme como una madre. No sé si le vino bien, pero tenía que decirlo aunque sólo fuera para ayudar a mis hijas a comprender lo que pasaba y para que se diesen cuenta de que había formas de resistir en esas si­ tuaciones. Otras posibilidades son el sarcasmo, los tacos o los gritos, pero pro­ curo evitar estas respuestas porque, como a la mayoría de las mujeres, me resulta incómoda la agresión manifiesta. Me gustaría ser capaz de dar siempre la respuesta perfecta, pero no es fácil. Recuerdo una oca­ sión en la que estaba tratando de abrir la puerta de unos servicios, bas­ tante pesada, y una mujer se me acercó y me dijo: «Yo he sido enfer­ mera, ¿quiere que la ayude?», y le contesté: «No, gracias, necesito hacer pis, no una inyección». Otra posibilidad consiste en prever las dificultades y anticiparse. Para esto, tengo una técnica muy buena que me ayuda en la dolorosa

tarea de confirmar la idea que un extraño tenga de mí como una cria­ tura desamparada. En situaciones en las que necesito que me ayuden para subir un bordillo o una rampa empinada, espero hasta que veo a una persona adecuada y le digo: «¿Le gustaría hacer la buena obra del día?» Esto modifica de forma sutil la relación de poder: soy yo quien hace la petición y esto es significativo porque transforma la relación tí­ pica con la persona discapacitada, que siempre está reaccionando, en otra en la que esa persona inicia la acción. La ironía que encierra mi pregunta es evidente para ambas partes; ahora, la otra persona está dis­ puesta a ayudarme a mí y ambas nos sentimos felices con la tarea. No obstante, es importante encontrar el modo de manifestar nues­ tro enojo cuando sabemos que conviene hacerlo. En sí, el hecho de que una persona nos ofrezca su ayuda o haga alguna pregunta no nos inhabilita; el problema aparece cuando sabemos que, detrás de esas pre­ guntas, hay una serie de presunciones respecto a lo penosa que debe ser la calidad de nuestra vida y la suerte que tienen los demás de no ser como nosotros. Igualmente problemática es la otra cara de la moneda — el enfoque del tipo: «creo que es usted maravillosa; no sé cómo lo hace»— . Es raro que las personas discapacitadas consideren esto como una alabanza, a menos que se diga cuando hacemos realmente algo ma­ ravilloso y no cuando nos dedicamos simplemente a hacer nuestra vida. Nuestra fuerza reside en comprender cómo afectan y alteran nues­ tras percepciones de nosotras mismas todas estas respuestas y en encon­ trar formas de oponernos a este proceso. Utilizando las palabras de Bar­ bara Macdonald en su exposición sobre la idea que se hacen los demás de las personas ancianas, «si me avergüenzo de mi falta de fuerza, habré dejado que otra persona ocupe mi cabeza durante el resto de mi vida» (Macdonald, 1983, p. 32). No debemos dejar que otras personas nos hagan esto adoptando su idea de quiénes somos y definiéndonos según lo que no somos capaces de hacer. Es esencial establecer un diálogo con otras personas discapacitadas y no aislarnos de las personas que pueden ayudarnos a interpretar y ana­ lizar nuestro mundo. No debemos pensar que somos de otro mundo por el mero hecho de ser físicamente diferentes y necesitamos una vi­ sión amplia, política, de las fuerzas que operan en estos encuentros so­ ciales individuales. Nuestros debates con otras personas discapacitadas y con quienes, sin serlo, viven y trabajan con nosotras y son nuestras alia­

das suponen que no todos nuestros encuentros con el mundo nos deja­ rán la sensación de tratarse de «encuentros con personas extrañas».

Referencias GILLIGAN, Carol (1982): In a Different Voice. Psychologigal Theory and Women’s Development. Harvard University Press. GOFFM AN, Erving (1956): «On the nature o f deference and demeanour», American Antropologist, N° 58, pp. 473-502. — (1963): Stigma, some notes on the management of a spolied identity. Penguin. KEITH, Lois (1994): «This Week I’ve Been Rushed ofFMy Wheels», en Keith, L. Ed. M ustn’t Grumble.Writing by Disables Women. The W om en’s Press. M ACDO NALD, Barbara, y R IC H , Cynthia (1983): Look Me In Tlte Eye: Oíd Women, Aging andAgeism. The W omen s Press. M AIRS, Nancy (1988): «On Being a Cripple», en Saxton, Marsha y Howe, Florence, Eds. With Wings.An anthology of Uterature by women with disabilities. Virago. M O R R IS, Jenny (1991): Pride Against Prejudice.Transforming Attitudes to Disability.The W o­ m en’s Press. M U RPH Y, Robert (1987): The Body Silent. Dent. OLIVER, Michael (1990): The Politics of Disablement. Macmillan. PINK, Janice (1994): «Do U nto Others», en Keith L. Ed. M ustn’t Grumble.Writing by Disabled Women. The W om en’s Press. WATES, M ichele (1994): «Self Respect», en Keith L. Ed. M ustn’t Grumble: Writing by Disabled Women. The W omen s Press.

4. Blancos fáciles: los derechos de la discapacidad en el debate sobre los «menores cuidadores»-----Lois K e i t h Je n n y M o rris Introducción La voz de la locutora sonaba lúgubre mientras leía: «Durante toda su vida,Jason y su hermana Jamie, de 16 años, han estado ocupándose de su madre. Theresa, madre sin pareja, está parcialmente paralítica a causa de una poliomielitis infantil». Su voz descendió una octava al des­ cribir a otra madre y sus hijos: «Stephanie, de once años, y sus dos her­ manos han sacado adelante su casa. Su madre, Christine, padece escle­ rosis múltiple». Este documental de 50 minutos, titulado: Looking After M u m \ fue emitido en la serie Cutting Edge2, del canal 4, en la franja horaria de máxima audiencia, una semana de 1994. Se encuadra en el marco de la creciente atención que se está prestando a un problema social de los años 90, resumido por los periódicos «de calidad» y la prensa profesio­ nal con expresiones como: «Niños que sufren al cuidar a sus padres dis­ capacitados» (Independent, 8 de mayo de 1992) y: «Los trabajadores so­ ciales... han recibido instrucciones para que estén atentos a los niños que soportan la carga de atender a parientes enfermos o discapacitados en sus hogares» (Community Care, 8-14 de septiembre de 1994). Este capítulo trata de los hijos e hijas de personas discapacitadas a los que se define como «menores cuidadores» y sostiene que la forma en la que se está produciendo este fenómeno atenta contra sus dere­ 1 «Cuidando a mamá». (N. delT.). 2 «El filo de la navaja». (N. delT).

chos y contra los de las personas discapacitadas. Creemos importante afirmar desde el primer momento que este problema tiene gran im­ portancia personal y política para nosotras, pues somos madres discapa­ citadas.

Estructuración social de los «menores cuidadores» La identificación de los «menores cuidadores», como se les ha de­ nominado, constituye sólo la última etapa de un debate que ha desem­ peñado un papel significativo en el desarrollo de la política guberna­ mental y de la práctica de los servicios sociales respecto a la ayuda que necesitan las personas discapacitadas y ancianas que residen en sus pro­ pios hogares. Como feministas que escriben desde la perspectiva de los derechos de la discapacidad, hemos criticado en el pasado la forma en que las académicas feministas no discapacitadas han definido a los miembros de la familia y a los amigos que ayudan a las personas ancia­ nas y discapacitadas como «cuidadores» y a quienes «reciben el cui­ dado» como «dependientes». Nos oponemos a la función de «cuidado», definida como «hacerse cargo de» la persona que necesita ayuda prác­ tica (Graham, 1983, p. 13) y al silencio al que las investigadoras femi­ nistas han sometido las voces de quienes «reciben el cuidado». Sostene­ mos que, al considerar este «cuidado informal», no asalariado, como una cuestión de igualdad de oportunidades para las mujeres (no disca­ pacitadas), se silencian los derechos de las personas ancianas y discapa­ citadas a una ayuda adecuada que les permita elegir y controlar su vida (véase Morris, 1991, capítulo 6). Hemos señalado también cómo los cuidadores, en cuanto grupo de presión, nacieron como una organización de autoayuda, con el obje­ tivo de proporcionar apoyo y confianza en sí mismas a las mujeres para oponerse a actuar como asistentas no asalariadas, pero han pasado a convertirse en una organización profesional, de carácter nacional, fi­ nanciada por el gobierno, cuyo objetivo consiste en convertir el cui­ dado informal en una «ocupación», con sus correspondientes ingresos, la protección de una pensión y otros beneficios (Morris, 1993, pp. 3140). Sostenemos que, al hacerlo así, quienes han participado en esa campaña, junto con las investigadoras de este campo, han estado en

connivencia con la postura gubernamental de que los recursos públicos nunca serán suficientes para proporcionar el apoyo que necesitan las personas ancianas y discapacitadas y con su insistencia en que «el cui­ dado en la comunidad debe ser, cada vez más, cuidado a cargo de la co­ munidad» (Department of Health, 1981, párrafo 1.9). El mismo «debate sobre los cuidadores» y el interés de los medios de comunicación por el mismo en el transcurso de los años 80 y 90 es­ tuvo marcado, para muchas personas discapacitadas, por los términos y eslóganes emocionales utilizados por quienes pensaban que no se reco­ nocían los derechos y las necesidades de los «cuidadores informales». Los medios de comunicación plantearon la cuestión en los mismos tér­ minos que los académicos: «¿Quién cuida de los cuidadores?», «cuidar a los cuidadores», «¿quién paga el coste de los cuidados?» Estas eran las expresiones que servían de «gancho» en los debates. Libros, artículos de periódicos y revistas y programas de televisión nos presentaban imáge­ nes de personas dependientes, normalmente ancianas y, a menudo, indiferenciadas en cuanto al género, en zapatillas, cuyas sillas de ruedas empujaba alguien o a quienes alguien daba de comer (Keith, 1992). Si los investigadores y periodistas no pudieron evitar la utilización de estos disparadores emocionales para llamar la atención del público sobre las necesidades de los «cuidadores», no podemos sorprendernos de que, a veces, se excedieran al presentar la vida de los hijos e hijas de personas discapacitadas. En el momento de redactar este capítulo, en los libros y revistas que tenemos sobre la mesa podemos leer títulos como: «Mi hijo es mi cuidador», «Mi madre me necesita» y «Cuidar a mamá es un trabajo duro». El primero de éstos es el título de un ar­ tículo e investigación, el segundo es el de un libro dirigido a quienes se relacionan con niños de familias en las que uno de los progenitores está discapacitado y el tercero, un artículo periodístico de la prensa «seria». Aunque la cuestión de los «menores cuidadores» ha ido suscitando cada vez mayor atención pública y política, hasta ahora, las investiga­ ciones que han puesto de manifiesto su existencia se han efectuado a pequeña escala y, para nosotras, plantea más preguntas que respuestas. En cuanto al número de niños y niñas participantes, es demasiado pe­ queño para que las conclusiones puedan considerarse pruebas incon­ trovertibles. La Carer’s National Association ha señalado que podría haber en el país unos 10.000 «menores cuidadores», mientras que Gillian Par-

ker estima que 68.000 menores de 16 años proporcionan «cuidados» a sus padres (Parker, 1994, p. 9). En fecha más reciente, la Crossroad Care Association anunciaba a bombo y platillos que «Las estimaciones revelan que hay más de 20.000 menores que cuidan a familiares dependientes» (Comunicado de prensa, 18 de noviembre de 1994). Los trabajos de investigación, las campañas y el interés de los me­ dios de comunicación respecto a los «menores cuidadores» han repe­ tido dos cosas ya presentes en el debate sobre los cuidadores en ge­ neral. Definieron y dieron nombre a una función (la de «menores cuidadores») que, hasta que menores y adolescentes no tomaron con­ tacto con investigadores o profesionales, no era como ellos la habían descrito. En segundo lugar, tanto los investigadores como los promoto­ res de las campañas y los periodistas han definido la cuestión principal como la de proporcionar a los «menores cuidadores» unos servicios que faciliten la «carga de la asistencia» que sobre ellos recae. Antes de pre­ sentar una perspectiva alternativa, desde el punto de vista de los padres discapacitados, queremos considerar con detenimiento estos dos aspec­ tos del debate.

¿Una inversión de funciones? Aunque las distintas estimaciones estadísticas del número de «meno­ res cuidadores» provocan cierta confusión, también lo hace la utiliza­ ción de los términos «cuidado» y «cuidadores». En general, la evolución de las investigaciones y de la política sobre los «cuidadores» ha asumido que este problema social se refiere a una relación en la que una parte — el «cuidador»— se responsabiliza de otra — el pariente «depen­ diente»— . En consecuencia, el empleo de la expresión «menores cuida­ dores» da por supuesto que nos referimos a una situación en la que un niño o niña, en general, se responsabiliza de un adulto — su padre o su madre, por regla general— y que, por tanto, se produce una inversión de funciones, al hacer el menor de «padre o madre» de su padre o madre. Hay un montón de estudios a pequeña escala que se ocupan de la cuestión de qué tareas tienen que realizar los hijos de padres discapaci­ tados o enfermos crónicos y de las consecuencias emocionales y prác­ ticas que de ello se derivan, tanto para los adultos como para los meno­

res, pero tales estudios son predominantemente anecdóticos y suelen estar mal diseñados. El Thameside Study (O ’Neill, 1988) y el Sandwell Study (Page, 1988) recibieron críticas de investigadores posteriores, como Aldridge y Becker (1993) por no aportar ningún dato relativo a lo que dicen los «menores cuiadores» sobre su vida y necesidades. No obstante, la misma investigación que Aldridge y Becker llevaron a cabo en Nottingham, que pretendía «elaborar un modelo analítico especí­ fico que ayude a comprender las funciones y necesidades de los cuida­ dores» (p. 6) se derivó de una muestra oportunista de 15 niños y niñas, uno de los cuales sólo contaba tres años, cuyas tareas de «asistencia» a su abuela describió su propio progenitor. Aunque estos investigadores revelaron algunas pruebas anecdóticas interesantes sobre la vida de los menores a los que interrogaron, para describir a los interesados, utilizan con frecuencia unas expresiones que éstos no emplearían para hacer su propia descripción. En realidad, da la sensación de que han impuesto a los sujetos de su investigación sus propias definiciones y puntos de vista. U n ejemplo de este tipo es el estudio de Merseyside, efectuado por Sandra Bilsborrow (1992). En este estudio, la autora entrevistó a once menores que ella misma iden­ tificó como prestatarios de ayuda a algún pariente discapacitado o en­ fermo. En la sección sobre «La perspectiva del cuidador menor» apa­ rece el epígrafe: «Las necesidades de cuidados del pariente dependiente», aunque ninguno de los niños participantes en su estudio aludió a las «necesidades de cuidados» ni al «pariente dependiente». En cambio, se refirieron a tareas concretas, como «comprar», «limpiar» y «cocinar» para «mi mamá» (salvo uno de los entrevistados, todos ayudaban a sus respectivas madres). Aldridge y Becker (1993, p. 58) dicen que no han utilizado en su informe el término «dependiente» porque ninguno de los niños de su estudio lo empleó, pero, en ese caso, ninguno de esos menores utilizó tampoco la expresión «proveedor de cuidados» para describirse a sí mismo ni la de «receptor de cuidados» para describir a sus padres o pa­ rientes, aunque los investigadores utilizan consistentemente ambas ex­ presiones. Esto da lugar a una confusión considerable respecto a la cuestión que, para muchos investigadores, ocupa el centro del debate sobre los «menores que cuidan»: «¿quién hace de progenitor?» o «¿han intercambiado sus funciones los padres discapacitados y sus hijos?»

La idea de que los niños y niñas tengan que ejercer de «padres o madres» o la del «intercambio de funciones» parece fascinar a los inves­ tigadores y periodistas y constituye un aspecto importante de la mayo­ ría de las descripciones de la vida de las familias en las que uno de los progenitores está discapacitado o enfermo. La fascinación colorea la perspectiva del investigador o periodista, aunque contradiga la idea que los niños se hacen de su vida. Por ejemplo, Aldridge y Becker hablan de niños para quienes «las funciones se han invertido, de manera que el hijo se convierte en el progenitor de su progenitor», aunque añaden que «aunque el hijo se haya responsabilizado del progenitor, su presen­ cia [de los progenitores] en el hogar, en cuanto figuras parentales, es crucial» (p. 58). Da la sensación de que estos investigadores son reacios a desechar la idea de la «inversión de funciones», aunque las pruebas que obtienen no respaldan esa postura. Así, Aldridge y Becker dicen: Ningún cuidador — niño o adulto— se refirió al receptor de los cuida­ dos en términos de dependencia. En la práctica, es posible que las fun­ ciones se hayan invertido, pero, desde el punto de vista emocional, el ca­ rácter de sus padres como guardianes permanece intacto. Esto puede explicar por qué los niños cuidadores demostraron un nivel tan elevado de compromiso con sus padres y por qué la pérdida de un progenitor no supuso un beneficio psicológico inmediato para el niño cuidador [sic]. De este modo, vemos que la carga de responsabilidad de los niños cuidadores constituía sólo una responsabilidad práctica y no una carga, en términos de su relación emocional y psicológica con sus padres. (Al­ dridge y Becker, 1993, p. 58).

Sin embargo, su investigación se resume como «una descripción de las opciones y la responsabilidad invertidas: de niños que tienen que re­ alizar las tareas más básicas, personales e íntimas, convirtiéndose en pa­ dres de sus padres...» Nos da la sensación de que la negativa de éstos y otros investigado­ res a desechar la idea de los menores que «ejercen de padres o madres» se debe al modo en que el hecho de «cuidar», en cuanto asunción de responsabilidad respecto a otra persona, se vincula con la provisión de ayuda en relación con determinadas tareas de cuidado personal. Al­ dridge y Becker ilustran con toda claridad este vínculo cuando pre­

guntan: «¿a qué edad sería aceptable que una persona (menor) se responsabilizara del cuidado de su progenitor, para asearlo, ducharlo o darle

su medicación? (1994, p. 33). El Independent Living Movement1>rechaza la premisa de que el hecho de recibir ayuda en relación con tareas de cuidado personal suponga ne­ cesariamente convertirse en individuo dependiente, haciendo que al­ guien se responsabilice de ti (véase Morris, 1993, capítulo 2). Si una per­ sona que necesita esa ayuda sigue teniendo el control del modo de dispensarse dicha ayuda, mantiene su independencia y su responsabilidad de sí misma. Los estudios de investigación sobre los menores cuidadores asumen con demasiada rapidez que la recepción de ayuda en relación con tareas de cuidado personal supone dejar la responsabilidad de la pro­ pia persona en manos de otra; de ahí, el supuesto de que, en esta clase de situaciones, el niño o niña ejerce de progenitor de su progenitor. Es más, gran parte de las ideas que giran en torno a la cuestión de los niños que son «cuidadores» distinguen con dificultad entre el ejer­ cicio de la paternidad o maternidad — la preocupación y el sentido de la responsabilidad que los padres tienen respecto al bienestar de sus hi­ jos en todas sus manifestaciones— y las cosas prácticas y físicas que los adultos hacen cuando cuidan a sus hijos y llevan su casa, aspecto que también señala Gillian Parker (Parker, 1994). Aunque las investigacio­ nes académicas y los documentales de televisión, como LookingAfter M um , presentan pocas pruebas sobre niños que «ejerzan de padres de sus padres», pero sí muchas sobre niños que llevan a cabo una serie de tareas y, a veces, tareas de cuidado personal, a falta de otra ayuda alter­ nativa, los investigadores y los periodistas parecen incapaces de evitar presentar este tipo de cuadros de hogares en los que un progenitor está enfermo o discapacitado. Es posible que los progenitores que caen enfermos o quedan disca­ pacitados en el transcurso del ejercicio de su maternidad o paternidad necesiten ayuda para mantener o volver a adquirir la confianza en su capacidad para seguir cumpliendo a satisfacción con sus obligaciones, pero quienes se dedican a investigar estas cuestiones quizá necesiten re­ cordar que la capacidad de un progenitor de amar a sus hijos y de aten­ derlos no depende de que sea capaz de llevar a cabo todas las tareas fí­ 3 «Movimiento a favor de la vida independiente». (N . delT.).

sicas que pueden realizar otros progenitores. Más aún, aunque una mi­ nusvalía física no influya en el deseo de un progenitor de desarrollar su función, la falta de una vivienda o de unos servicios sociales de apoyo adecuados limitará mucho lo que pueda hacer para sí mismo e incre­ mentará lo que tengan que pedir que le hagan otros miembros de la fa­ milia (véase Morris, 1993, capítulo 6). Como dice Gillian Parker, en su libro: Where N ext for Research on Carers? (1994), «aunque parezca cierto que los niños cuyos padres están discapacitados soportan, a veces, un nivel de responsabilidad superior al de sus compañeros, lo hacen porque sus padres reciben un apoyo insu­ ficiente y no necesariamente porque sus padres estén discapacitados». Si se da por supuesto que, de por sí, la minusvalía o la enfermedad crea una situación en la que un progenitor no puede mantener la res­ ponsabilidad de sus hijos de manera que no sólo se exige a los hijos que lleven a cabo tareas prácticas o de ayuda personal al progenitor en cuestión, sino también que tomen el tipo de decisiones que suelen to­ mar los padres, como veremos, las consecuencias pueden ser significati­ vas, tanto para el progenitor como para el hijo.

«Hacer más fácil soportar la carga de los cuidados» Tenemos que decir que, en general, el problema social del «cui­ dado» se ha interpretado y basado en el supuesto de que el trabajo no asalariado dentro de la familia de quienes se identifican como «cuida­ dores» seguirá existiendo y que los gobiernos central y locales desarro­ llarán políticas y prácticas tendentes a apoyar ese trabajo. En concor­ dancia con la postura del gobierno respecto a que los recursos públicos nunca serán suficientes para reemplazar la ayuda práctica que se brinda en la familia (sobre todo, a cargo de las mujeres) a las personas discapa­ citadas y ancianas, muchos investigadores y promotores de campañas se han centrado en la provisión de servicios que «hagan más fácil de so­ portar la carga de los cuidados». En la práctica, esto ha significado ser­ vicios como: «suspensión de los cuidados» (es decir, descansos cortos para el «cuidador» que, con frecuencia, suponen el internamiento en una residencia de la persona discapacitada); equipamiento para facilitar las tareas físicas de levantar a la persona discapacitada, etcétera, y grupos

de apoyo para los «cuidadores». En este marco de referencia, las perso­ nas discapacitadas y ancianas son «dependientes»; sus compañeros o compañeras, parientes y amigos se convierten en sus «cuidadores», y la única situación en la que se elimina la «carga de los cuidados» es cuando se interna a las personas en residencias o cuando la familia re­ leva al «menor cuidador». Como en el caso de los estudios sobre los cuidadores adultos, los investigadores y promotores de campañas han insistido en que debe reconocerse la función de los «menores cuidadores» y satisfacerse las necesidades creadas por su función. No negamos que, cuando tanto el progenitor como el menor prefieren esa asistencia práctica en el marco de la relación progenitor-hijo, sea ésta aceptable (dependiendo de las tareas que haya que realizar, aspecto que trataremos más adelante) ni que deban satisfacerse las necesidades derivadas de la función desem­ peñada por el hijo o la hija. Sin embargo, tenemos que decir que, en la mayor parte de las circunstancias, si la atención se centrase en las nece­ sidades de ayuda práctica y cuidado personal del progenitor, sería más fácil proteger el derecho del hijo a no tener impedimentos en relación con sus oportunidades educativas y sociales y promover su bienestar emocional. En cambio, algunos investigadores de los «menores cuidadores» ex­ presan su preocupación porque «el apoyo profesional se oriente especí­ ficamente al receptor de los cuidados en vez de a los niños o niñas» (Aldridge y Becker, 1993, p. 36). Dicen que «ninguna institución pro­ fesional los ha incluido en las discusiones sobre sus responsabilidades asistenciales, experiencias o necesidades» y que «en ningún momento han hablado los trabajadores sociales con ellos sobre sus funciones asis­ tenciales» (p. 39). Aunque sea importante y a veces vital reconocer la necesidad que tienen los menores cuidadores de hablar sobre las dificultades por las que atraviesan, nos parece más adecuado que se consulte al progenitor sobre el apoyo que necesitan de asistentes comunitarios, personal de enfermería, médicos y trabajadores sociales, y no porque queramos mantener lo que Aldridge y Becker describen como «el velo de silen­ cio que rodea la experiencia de los cuidados brindados por menores» (p. 37), sino porque creemos que, en la inmensa mayoría de los casos, el progenitor está dispuesto a tomar decisiones sobre la organización de la

familia y es capaz de hacerlo. Si se proporcionan servicios sociales al miembro de la familia que necesita ayuda, será mucho más probable que el niño o joven pueda dedicarse a sus menesteres ordinarios rela­ cionados con su desarrollo personal. En realidad, las pruebas (incluidas las que aporta la investigación de Aldridge y Becker) indican que los proveedores de servicios reco­ nocen, de hecho, que los niños y jóvenes prestan ayuda práctica y, a veces, cuidados personales a sus padres. Por desgracia, este reconoci­ miento suele adoptar la forma de asumir que los niños y jóvenes ten­ drán que llevar a cabo tareas de mantenimiento de la casa, compras y ayuda en los cuidados personales cuando su progenitor esté enfermo o discapacitado. En consecuencia, no basta con reconocer la función de los «niños cuidadores», a menos que se garantice, al mismo tiempo, la provisión de ayuda al progenitor discapacitado o enfermo por otras vías. Más importante aún, ninguna investigación sobre los «niños cuida­ dores» señala que las personas discapacitadas tienen derecho legal a que se evalúen sus necesidades y se satisfagan esas necesidades ya valoradas (incluyendo la asistencia práctica y los elementos auxiliares, las adapta­ ciones y el equipamiento necesarios). La Disabled PersonsAct4, de 1986, obliga a realizar esas evaluaciones a las administraciones de los servicios sociales y la Chronically Sick and Disabled Persons Act, de 1970, obliga a satisfacer las necesidades evaluadas. El hecho de centrarse en las necesi­ dades de los niños y jóvenes, derivadas de la ayuda que puedan propor­ cionar a un progenitor, sólo sirve para ocultar esos derechos y, en con­ secuencia, refuerza la necesidad de que la ayuda se brinde dentro de la familia.

¿Cómo vem os la situación? Como madres discapacitadas, tenemos un evidente interés en este debate: nuestros hijos no son nuestros «cuidadores», no ejercen como nuestros padres, pero la interpretación social de los «menores cuidado­ res» y la atención que, a continuación, le han prestado los medios de 4 «Ley sobre personas discapacitadas». (N. delT).

comunicación nos afectan cada vez que salimos a la calle con nuestros hijos, siempre que nos encontramos con personas desconocidas, en es­ pecial con profesionales sanitarios y de los servicios sociales. Las inves­ tigaciones sobre los «menores cuidadores» y la presentación que de ello han hecho los medios de comunicación destruyen nuestra función de madres y define a los progenitores discapacitados como incapaces. También nos interesa la cuestión desde el punto de vista de nues­ tros hijos, porque, si necesitamos ayuda, no queremos que ellos se vean obligados a proporcionárnosla en unos niveles inadecuados para ellos. En definitiva, no queremos lesionar su bienestar emocional y fí­ sico ni su desarrollo educativo y social. Es interesante señalar que, durante el mismo período en que los planes sociales definieron la figura de los «menores cuidadores» y se ocuparon de sus necesidades, los mismos padres discapacitados se ma­ nifestaron e hicieron oír su voz más que antes para definir sus derechos a ser padres y el apoyo que necesitan, a veces, para desempeñar esta función (Gradwell, 1992; Morris, 1989; Morris, 1992; Masón, 1992). Como madres discapacitadas, creemos que nuestros intereses y los de nuestros hijos se reflejan mejor en el tipo de investigación y en las recomendaciones de la Maternity Alliance (1993a y b) y de Shackle (1993) que en las relacionadas con el «grupo de presión de los cuida­ dores». Nada tiene esto de sorprendente, porque las publicaciones de la Maternity Alliance se derivan del trabajo en colaboración con los padres discapacitados y parten de la definición que las personas discapacitadas hacen de sus experiencias e intereses. En particular, mientras que el «grupo de presión de los cuidadores» define las necesidades de ayuda personal de los padres discapacitados y enfermos en relación con su «dependencia» de la familia y de los amigos, la Maternity Alliance ha se­ guido las definiciones del movimiento de las personas discapacitadas relativas a las necesidades de ayuda personal, en relación con la vida in­ dependiente. En otras palabras, las ha definido en relación con la nece­ sidad que tienen las personas de elegir y controlar cómo se le adminis­ tra la ayuda personal. Por eso, la Charter for Disabled Parents and Parents-to-be5 que se derivó del trabajo conjunto con padres discapaci­ 3 «Carta de padres y futuros padres discapacitados». (N. delT.).

tados se ocupó de las posibles formas de promover la vida indepen­ diente, insistiendo en que: Contemplamos una sociedad en la que los servicios sean lo bastante fle­ xibles para satisfacer las necesidades individuales, tal como las definen los mismos padres. Además, la necesidad de efectuar adaptaciones en la casa, de comprar equipamiento especial o pagar una ayuda doméstica complementaria, por ejemplo, impone cargas financieras extraordinarias a los padres discapacitados que han de reconocerse y respaldarse ade­ cuadamente en el plano financiero. (Maternity Alliance, 1993b).

Aunque las investigaciones y recomendaciones de la Maternity Alliance se centraron en la promoción de la independencia del progeni­

tor discapacitado, muchos de sus descubrimientos sobre las actitudes discapacitantes e insuficiencias de la provisión de servicios se hacen eco de los realizados por las investigaciones sobre los «menores cuidadores». En consecuencia, ambos tipos de investigación se ocupan de la misma realidad y la describen; la diferencia estriba en la forma de definir esa realidad y las relaciones asociadas con ella, en el modo de reconocer las necesidades relacionadas con la realidad en cuestión y las recomenda­ ciones políticas que de todo ello se derivan. Queremos analizar la situación a la que se enfrentan los padres disca­ pacitados y sus hijos, desde el punto de vista de los obstáculos discapaci­ tantes que experimentan. No obstante, también queremos reconocer plenamente los derechos de los hijos e hijas. En consecuencia, las dos secciones siguientes de este capítulo se ocupan de estas dos cuestiones.

¿Por qué los padres/madres discapacitados piden el apoyo de los menores de su familia? Con independencia de las dificultades que, a veces, son inherentes a la discapacidad y la enfermedad, hay una serie de factores más impor­ tantes que la enfermedad o la discapacidad en sí para determinar tanto la necesidad de apoyo como las dificultades experimentadas al tratar de conseguir el tipo de apoyo correcto del modo más adecuado. Estos obstáculos discapacitantes de por sí, hacen necesario acudir a la familia y a los amigos.

La pobreza A menudo, la minusvalía y la enfermedad llevan consigo el desem­ pleo y la disminución de la capacidad de obtener ingresos. Es posible que quienes nacen con una minusvalía tengan que soportar una educa­ ción segregada y la discriminación al tratar de ingresar en el mercado de trabajo. Quienes padecen una minusvalía sobrevenida en la vida adulta tienen un riesgo elevado de perder su empleo y, con frecuencia, son incapaces de volver a ingresar en el mercado de trabajo. La en­ cuesta del gobierno sobre las personas discapacitadas descubrió que sólo el 31% de los adultos con edad inferior a la de jubilación estaba empleado (Martin y White, 1988). La minusvalía y la enfermedad su­ ponen unos costes elevados en la vida cotidiana, lo que, sumado a los ingresos reducidos, puede crear auténticos obstáculos para una vida in­ dependiente. La pobreza significa que, cuando las personas discapacitadas necesi­ tan ayuda práctica y cuidados personales, tienen que recabarla de la fa­ milia, de los amigos y del estado. El componente asistencial de la Disability Living Allowance sólo permite disponer de ayuda durante unas pocas horas semanales y sólo una pequeña proporción de las personas discapacitadas tiene derecho a percibir dinero en efectivo de acuerdo con las normas restrictivas de las pruebas del Independent Living Fund (situación que es improbable que cambie en cualquier sistema futuro que pudiera introducirse). La evaluación de las necesidades que llevan a cabo los gestores de asistencia de los servicios sociales no suele basarse en los principios de la vida independiente y, con frecuencia, da por su­ puesto que los interesados dispondrán de la ayuda no asalariada de los miembros de su familia — en realidad, los gestores de asistencia de los servicios sociales no tienen más remedio que partir de ese supuesto a causa de las limitaciones presupuestarias— . Las investigaciones sobre los «menores cuidadores» también reco­ nocen el efecto de la pobreza, aunque la relación entre los ingresos re­ ducidos y la incapacidad de conseguir una ayuda adecuada fuera de la familia se plantea en relación con la sensación de los niños y jóvenes de que no tienen otra «opción» respecto a la ayuda a sus padres. Aldridge y Becker descubrieron que «la mayoría de los niños cuidadores entrevis­ tados experimentaba privaciones económicas. Sus familias tenían que

vivir con un solo salario o de la seguridad social...» (1993, p. 16). Dicen que «a los niños cuidadores se les niega efectivamente la posibilidad de elegir y, a menudo, en el hogar prevalecen unas circunstancias (por re­ gla general, socioeconómicas) que impiden implantar otras alternativas asistenciales» (p. 17). Probablemente, no sea accidental el hecho de que muchos de los niños que, según los medios de comunicación, «cuidan» a sus padres vi­ van en un hogar con un solo progenitor sin pareja, aunque no poda­ mos generalizar, dado que ni las referencias periodísticas ni las investi­ gaciones a pequeña escala pueden considerarse representativas de los «niños cuidadores». No obstante, la relación entre la presencia de un solo progenitor y la pobreza, unida a la ausencia de otro adulto que pu­ diera constituir otra vía de ayuda, puede significar que los progenitores sin pareja tengan mayor riesgo de quedar a expensas de sus hijos.

Actitudes profesionales discapacitantes La falta de capacidad personal de adquisición de bienes puede su­ poner que el progenitor discapacitado tenga que acudir al departa­ mento de servicios sociales de su administración local solicitando su ayuda, aunque, a veces, las actitudes profesionales disuaden a los proge­ nitores discapacitados de pedir el apoyo que necesiten. La investigación de la Maternity Alliance, publicada como: Mother’s Pride and Others’ Prejudice, puso en evidencia que las actitudes manifes­ tadas por los profesionales sanitarios y de servicios sociales pueden ha­ cer que los padres discapacitados sean reacios a solicitar ayuda. Una mujer decía: «La trabajadora social me amenazó con llevarse a mi bebé porque creía que yo no era capaz de cuidarlo por mi cuenta. Pero estoy muy orgullosa de poder decir, al cabo de cuatro años, que he demos­ trado que estaba equivocada» (Maternity Alliance, 1993a, p. 18). Otra madre dijo que, aunque había pedido reiteradamente información y solicitado que la viese un neurólogo, la única respuesta consistió en que el visitador sanitario le dijese que «podían clasificarme como ma­ dre inepta a causa de mi esclerosis múltiple» (p. 18). En el congreso de la Maternity Alliance, algunas madres manifestaron su «miedo a que les quitaran a sus hijos. Este temor provocaba que fuesen reacias a solicitar

ayuda del departamento de servicios sociales, dado que cualquier peti­ ción podría interpretarse como muestra de incapacidad para desenvol­ verse por su cuenta» (Shackle, 1993, p. 10). Parece que estos temores están justificados: «Gwen explicó que, tras su accidente [un choque, cuyo causante se dio a la fuga, que se tradujo en una paraplejía], su marido la dejó y ella perdió la custodia de su hija porque el juez dudaba de la calidad de vida que pudiera ofrecerle. “ ... Tenía derecho a hablar por teléfono con mi hija durante diez minutos a la semana y a las vacaciones con ella sólo cuando pudiese pagar los gastos. Incluso era difícil pasar con ella las vacaciones porque se insistió en que tuviese conmigo a una cuidadora por si tenía un accidente, aun­ que durante los 300 días restantes del año no tuviese cuidadora”» (Shackle, 1993, p. 13). Una pareja de personas discapacitadas vio cómo se ponía en entre­ dicho su capacidad como padres: «Tras el nacimiento, tuvieron grandes dificultades para que les dieran el alta del hospital con [su hijo].“No se trataba sólo de preguntar a la hermana si quería ir a casa, ni de consul­ tar al ginecólogo o al pediatra, sino que nos dijeron: ‘esperemos y vea­ mos qué dicen los servicios sociales’”. Estaban muy preocupados por la posibilidad de que se dictase una resolución que confiase la custodia de Christopher a los servicios sociales y eso les impedía presentar una reclamación por el trato recibido. Por ejemplo, cuando consultaron a un abogado acerca de los continuos interrogatorios de su visitadora sa­ nitaria, éste les aconsejó que no se pusieran a mal con ella porque po­ dría remitir su caso al departamento de servicios sociales» (Shackle, 1993, p. 15). Una vez más, las investigaciones que se centran en los «menores cuidadores» refleja también el efecto de las actitudes discapacitantes. Cuando Aldridge y Becker entrevistaron a los padres de los niños de su investigación, descubrieron que los padres temían que les quitasen a sus hijos, lo que, a menudo, les disuadía de pedir ayuda. Una mujer mani­ festó: «Por supuesto, tenía miedo. Así te lo digo: tenía un miedo enorme y era terrorífico. Yo no aceptaría ninguna ayuda de los servicios, como las ayudas en el hogar; me aterrorizaba que la apartasen de mi lado. Me aterrorizaba que, llegado el caso, me dijeran: “dada su enfermedad, te­ niendo en cuenta todo, usted no puede atenderla, no puede”, y no me atrevía a decir nada. No me atrevía a hacerles saber cómo me sentía o

cómo se sentía ella». Otra mujer dijo: «las personas discapacitadas lo ocultan [el hecho de necesitar ayuda] porque tienen miedo de perder a sus hijos. Por eso, no me pongo en contacto con los profesionales» (Aldridge y Becker, 1994, p. 10).

Servicios discapacitantes Las experiencias mencionadas hacen más probable que los padres discapacitados y enfermos pidan ayuda a la familia y a los amigos.Tam­ bién se ven obligados a hacerlo cuando los profesionales prestan una ayuda inadecuada o insuficiente. Por desgracia, se trata de una expe­ riencia muy corriente (véase Morris, 1993). Por ejemplo, la investigación de la Maternity Alliance descubrió que, con frecuencia, los servicios sanitarios y sociales no conocen muy bien a los padres discapacitados ni sus necesidades. «La terapeuta ocupacional que vino a verme no se había encontrado nunca con una situación como la mía antes de visitarme, por lo que tuve que decirle las áreas en las que tenía dificultades y sugerirle formas de sortearlas» (Maternity Alliance , 1993a, p. 19). Una mujer manifestó que «da la sensación de que su terapeuta ocupacional está reinventando la rueda — ayudas dise­ ñadas desde el principio— . No puedo creer que nunca hayan tenido problemas en otras zonas; ¿por qué no pueden estudiar en común las soluciones?» Y otra mujer decía: «Vino a verme una visitadora sanitaria y comadrona que me resultó muy útil en relación con el bebé, pero a mí no me sirvió de nada en relación con lo que debería hacer, como madre diabética, ni con los problemas a los que diese lugar esa condi­ ción» (p. 20). Esas experiencias son desconcertantes y el enojo que pro­ vocan las intervenciones profesionales inadecuadas contribuye a que las personas acudan con mayor probabilidad a su familia y amigos. La falta de conocimiento de las necesidades de los padres discapaci­ tados — de su experiencia apreciada desde su punto de vista— explica, en parte, el hecho de que, cuando tienen determinados servicios a su disposición, con frecuencia, les atienden de forma insuficiente, discapacitante o ambas cosas. Una mujer aludió a la incongruencia entre el tipo de ayuda que habrían necesitado su hija y ella y la que les facilitaron: «Cuando tuve

que ir al hospital por un problema de la espalda, estuve enferma du­ rante seis semanas y tanto E. como yo necesitábamos ayuda durante las 24 horas. Me costaba 640 libras que yo no podía pagar... Llamé a los servicios sociales preguntando si podría disponer de alguna ayuda eco­ nómica para contribuir a pagar la ayuda, pero me dijeron que no, sin embargo, ¡a E. la podían acoger en un hogar! Para mí, esta opción era intolerable. Pregunté si me podrían facilitar el dinero que abonarían a la familia que acogiese a E. para pagar la ayuda en nuestra casa, de acuerdo con nuestras necesidades, pero me dijeron que no» (Maternity Alliance, 1993a, p. 20). Otras mujeres han referido cómo, en el caso de que el departa­ mento de servicios sociales facilite la ayuda solicitada, puede resultar difícil convencer a la persona que presta la ayuda de que haga las tareas que los interesados necesitan. Algunas mujeres que asistieron a la Mater­ nity Alliance’s Conference hablaron de sus experiencias con las personas que prestan la ayuda, señalando su tendencia a ocuparse de los hijos, en vez de apoyar a los padres de manera que puedan hacerse cargo de las tareas de atención a los hijos (Shackle, 1993, p. 10). Otras personas di­ cen que las ayudas domiciliarias no realizan las tareas que quieren ha­ cer y, a menudo, esto hace que los padres se valgan para ello de sus hi­ jos o de otros miembros de la familia. Una mujer manifestaba: «Me concedieron a una asistenta domiciliaria para que llevara al colegio a mi hijo, pero no se encargaron de las tareas de la casa porque, a la caída de la tarde, ya había otras personas en mi domicilio. Esto suponía que mi hijo tenía que encargarse de hacerme muchas cosas» (Maternity Alliance, 1993a, p. 20). Las investigaciones sobre los «menores cuidadores» descubrieron también este tipo de experiencias y pusieron de manifiesto que los ser­ vicios oficiales tomaban como cuidadores a los miembros de la familia (niños incluidos), considerándolos como proveedores de servicios cuya presencia suponía que no se asignasen para tales menesteres unos re­ cursos públicos, siempre escasos. Por ejemplo, la investigación de Merseyside describe una situación en la que se optó por que un menor se hiciese cargo, como único cuidador, de uno de sus padres, que padecía una minusvalía física. «El trabajador social remitió a la familia al servi­ cio de ayuda domiciliaria. Una persona del servicio visitó a la familia con el fin de proporcionar ayuda durante las mañanas. Tras un corto

período, se suspendió la ayuda porque se consideró que el niño cuida­ dor era capaz de realizar las tareas que desarrollaba la asistenta domici­ liaria» (Bilsborrow, 1992, p. 19). La investigación de Nottingham descubrió que los servicios oficia­ les dan por supuesto que los niños pueden comenzar a realizar deter­ minadas tareas prácticas a partir de una determinada edad; por ejemplo, los Community Care Assistants dejan de prestar servicio cuando los hijos alcanzan una edad que se considera suficiente para que ayuden a sus padres discapacitados, que oscila entre los 12 y los 16 años (Aldridge y Becker, 1994, p. 5). Como manifestó una madre: «Se limitaron a decir que no podía seguir prestando la ayuda porque pensaban que los niños podrían valerse por sí mismos a esos efectos... de esto va a hacer tres años, por lo que el mayor tenía alrededor de 12 años y el pequeño, nueve... pero no queremos que el pequeño haga demasiadas cosas por­ que padece asma» (1994, p. 5). Incluso cuando se facilitan los servicios, es frecuente que se obligue al menor a ayudar o se dé por supuesto que éste complementará la ayuda proporcionada por el asistente o asistenta. Un niño señalaba: «A veces, cuando voy al colegio por la mañana, [el asistente] me dice: “ven a comer a casa para que pueda salir y hacer algunas cosas”» (Bilsbo­ rrow, 1992, p. 32). En consecuencia, la forma en la que los servicios sociales distribu­ yen sus recursos y prestan los servicios hace necesario, por tanto, que las personas discapacitadas tengan que valerse de los miembros de la fa­ milia. Unos servicios que sean insensibles a las diferencias culturales pue­ den obligar también a que las personas discapacitadas tengan que acu­ dir a sus familiares en el caso de las minorías étnicas. Un seminario so­ bre el tema, celebrado en la Maternity Alliance’s Conference, puso en evidencia que no se reconocen ni se satisfacen las necesidades de los padres discapacitados de comunidades de origen asiático: «Si hubiese más trabajadores sociales, asesores, trabajadores comunitarios, asistentes domiciliarios, matronas y demás personal procedente de grupos étni­ cos minoritarios, que hablasen sus respectivos idiomas, sería posible que los padres expresaran con mayor libertad sus necesidades y problemas y solicitaran el asesoramiento de los proveedores de servicios... Hace falta prestar una atención especial al desarrollo de estrategias de comunica­

ción con las personas discapacitadas que no entienden el inglés. Muy pocas personas de este país pueden entenderse en idiomas extranjeros» (Shackle, 1993, p. 11). Las personas discapacitadas pertenecientes a cualquier grupo de población se verán obligadas a acudir a sus familiares y amigos si no hay muchas opciones respecto al tipo de ayuda que puedan prestar los servicios oficiales o las personas que realicen el trabajo de ayuda en los hogares. Esto último es muy importante; las personas tienen que con­ fiar en quienes, necesariamente, «se inmiscuyen en su familia» y en su propia intimidad personal. Las personas de raza negra y de minorías ét­ nicas experimentan unas dificultades especiales a este respecto: «En las familias asiáticas, la incompatibilidad religiosa o racial, la falta de com­ prensión cultural y el desprecio de las necesidades manifestadas por las familias destacaban de modo especial» (Aldridge y Becker, 1994, p. 7).

Ambientes discapacitantes Las investigaciones sobre los «menores cuidadores» revelaron tam­ bién casos de barreras arquitectónicas que hacían necesaria una ayuda específica. Una niña, entrevistada por Aldridge y Becker, dijo que tenía que dejar de ir al colegio para ayudar a su madre a subir y bajar las es­ caleras cuando tenía que ir al servicio. Su madre manifestó que había solicitado al ayuntamiento un cambio de vivienda, para que le asigna­ ran una casita de una sola planta, de manera que su hija no tuviera que faltar al colegio para prestarle la ayuda que necesitaba. Sin embargo, el ayuntamiento le respondió diciendo que no disponía de una casa de una sola planta lo bastante grande para alojar a su familia; la única co­ municación posterior de los organismos oficiales consistió en la ame­ naza de la administración educativa de llevarla ante los tribunales por­ que su hija faltaba al colegio. Durante bastantes años, cuando las administraciones locales y las cooperativas de viviendas han construido con arreglo a la norma de accesibilidad para sillas de ruedas, se han basado en el supuesto de que sólo hacían falta viviendas de un solo dormitorio de este tipo y no de tamaño familiar, lo que ha afectado de modo especial a los padres dis­ capacitados.

En general, un ambiente inaccesible genera mayores necesidades de ayuda. Por ejemplo, si las tiendas, las bibliotecas, las oficinas de correos, el transporte público, etcétera no permiten un acceso fácil a las perso­ nas que tienen problemas de movilidad, hará falta que otra persona se ocupe.de hacer las compras de la familia, cambie los libros en las bi­ bliotecas y haga efectivos los ingresos que correspondan a las personas discapacitadas. Si no se dispone de materiales impresos con tipos gran­ des, en braille o grabados en cinta magnética, quienes padecen minus­ valías visuales tendrán que depender de otras personas; de igual modo, a falta de instalaciones adecuadas o de intérpretes del lenguaje de sig­ nos, las personas sordas o duras de oído tendrán que depender de otras que oigan. La eliminación de esas barreras supondría una notable diferencia positiva en la vida de la mayoría de las personas discapacitadas y pone de manifiesto la inconveniencia de definir nuestras necesidades en el sentido de «cuidados asistenciales» y no como derechos civiles.

Experiencias y comunidades discapacitantes A menudo, las mujeres que se han criado con alguna minusvalía fí­ sica o sensorial o con alguna dificultad de aprendizaje no han tenido oportunidad de desarrollar las destrezas necesarias para cuidar de sí mis­ mas ni de nadie, sobre todo si la educación recibida ha sido de tipo se­ gregado o en régimen de internado, en las que se enfatiza la protección más que la promoción de la independencia. «Micheline descubrió que, durante sus primeros años, no adquirió en grado suficiente las habilida­ des necesarias para cuidar de sí ni para atender a nadie. Cuando dejó por primera vez el hogar y la escuela, se dio cuenta de que no era capaz de cuidar de sí misma y no digamos de cuidar a otra persona. “¡Nunca tuve la suficiente confianza en mí misma como para pensar en tener y cuidar una planta!” Sin embargo, lo hizo y, a partir de ahí, empezó a ha­ cer otras cosas de mayor envergadura. “Cuando vi que la planta salía adelante, pasé a encargarme del canario”» (Shackle, 1993, p. 4). Las imágenes negativas de las personas discapacitadas dificultan el establecimiento de la identidad de las personas como progenitoras. «Las imágenes de personas discapacitadas como padres o abuelos destacan

por su rareza. No es fácil combinar la imagen del progenitor “que da” con la de la persona discapacitada “dependiente”» (Shackle, 1993, p. 7). En un seminario sobre las imágenes de los padres y madres discapacita­ dos, varias personas discapacitadas manifestaron que los medios de co­ municación les habían fotografiado cuando actuaban como padres o madres. «Todas las personas interesadas tenían la sensación de que las fotos no representaban adecuadamente su experiencia, pues se centra­ ban en su historia personal cuando, en realidad, ellas trataban de plan­ tear un problema social o insistían en divulgar la idea de los medios de comunicación sobre el padre minusválido o la madre discapacitada como una persona aislada, heroica y vulnerable, en vez de fijarse en la experiencia concreta de la familia en cuestión» (p. 7). Las imágenes negativas, la segregación y la discriminación forman parte de las experiencias cotidianas de los niños y adultos discapacita­ dos.Vivir en una sociedad que no valora a las personas discapacitadas, en la que estar enfermo o ser diferente supone quedar apartado, signi­ fica vivir en una comunidad que no ofrece la clase de apoyo necesaria para capacitar a las personas. Las investigaciones sobre los «menores cuidadores» ponen en evi­ dencia algunas consecuencias de esta situación cuando los niños y los jóvenes describen los prejuicios que han experimentado en relación con sus padres discapacitados: «Decían que era una lisiada y todo eso y me molestaba» (Bilsborrow, 1992, p. 34). En general, la segregación de las personas discapacitadas respecto a la vida económica y social su­ pone que muchas personas no discapacitadas conozcan o comprendan muy pocas cosas en relación con las minusvalías, lo que complica la ex­ periencia minoritaria de los hijos de padres discapacitados y aumenta su aislamiento: «No puedo contárselo a mis amigos porque no lo en­ tienden...» (Bilsborrow, 1992, p. 35). La investigación de Nottingham descubrió que era raro que las co­ munidades en las que vivían familias en las que el padre o la madre era discapacitado o estaba enfermo les prestasen ayuda. «Esto coincide con otros hallazgos precedentes de que las personas — familiares incluso— suelen disimular o evitar la enfermedad y cualquier tipo de compro­ miso con familias en las que haya algún enfermo o discapacitado. Quizá se deba a que teman involucrarse o no estén muy seguros del grado en el que tendrían que comprometerse o, incluso, sólo porque no quieran

comprometerse en ningún momento con una familia que necesite una ayuda tan evidente» (Aldridge y Becker, 1994, p. 3). A veces, padres e hijos experimentan una hostilidad declarada. Como decía una chica: «En cuanto hay algo que no haces bien en rela­ ción con tu madre, ya te están criticando» (Aldridge y Becker, 1993, p- 5)El efecto de las actitudes sociales más generales también se aprecia en los supuestos acerca de las funciones de hombres y mujeres. Las ideas sobre lo que hacen los hombres y las mujeres y la forma de rela­ cionarse entre sí pueden provocar situaciones en las que, si la esposa está enferma o discapacitada, su marido no le sirva de gran ayuda e, in­ cluso, puede darse el caso de que la abandone al no desarrollar ya las funciones que, de acuerdo con la sociedad en general, tendría que rea­ lizar. En sí, una circunstancia de este tipo puede crear una situación en la que los niños se vean obligados a ayudar. Por ejemplo, Miriam describió la negativa de su padre a prestar ayuda en relación con su sensación de que su esposa ya no desempe­ ñaba la función que él esperaba: «Le resulta difícil afrontar la situación; lo sé porque una vez dijo que había perdido a su mujer; que no tenía una esposa que pudiera acompañarle al bar. El ve a otros hombres que salen con sus esposas, pero no piensa en sacarla en su silla de ruedas» (Aldridge y Becker, 1993, p. 32).

Los derechos de los niños y niñas y vida familiar Hemos visto que hay una serie de factores que suelen experimen­ tar los padres y madres discapacitados y enfermos y pueden obligarles a pedir a sus hijos que les presten ayuda práctica. Hemos dicho también que las investigaciones y planes políticos que definen a los hijos de pa­ dres enfermos o discapacitados como «menores cuidadores» no reflejan la realidad, tal como la define el padre o el hijo. En realidad, al inter­ pretar de este modo la función, tanto los investigadores como los res­ ponsables políticos presionan a las familias para que satisfagan las nece­ sidades de asistencia de sus miembros con una ayuda externa mínima. El hecho de definir a los hijos de padres discapacitados o enfermos como «niños cuidadores» no sólo atenta contra la relación entre padre

o madre e hijo o hija, sino que elude también la cuestión de si los me­ nores deben realizar esas tareas de asistencia personal. Hay que decir con toda claridad que no podemos aceptar que los hijos de padres discapa­ citados o enfermos lleven a cabo tareas que influyen negativamente en su desarrollo emocional, social y educativo. En realidad, todos los pa­ dres y madres entrevistados por Aldridge y Becker en su estudio de se­ guimiento manifestaron que esta situación les parecía inaceptable (Al­ dridge y Becker, 1994, p. 32). El hecho de que se den tales situaciones es un reflejo de los inconvenientes sociales y económicos que acompa­ ñan la enfermedad y la minusvalía, que sólo pueden solucionarse si se eliminan las barreras discapacitantes que hemos señalado. No obstante, como madres discapacitadas, sabemos muy bien la fa­ cilidad con la que el resto de las personas asume, sin justificación, que nuestros hijos «nos cuidan». Aunque es importante dejar bien sentado que es inadecuado, injusto e, incluso, peligroso pedir a los niños o niñas que cuiden de sus padres discapacitados o enfermos, hay que tener en cuenta las responsabilidades que, por regla general, se consideran ade­ cuadas para los menores de distintas edades. Como dice Gillian Parker: Las investigaciones que se realicen en este campo tienen que entrar en el debate sobre lo que cualquier niño de cualquier familia hace para los demás y para sus padres. Sólo entonces pueden hacerse afirmaciones so­ bre las responsabilidades inadecuadas que se cargan sobre las espaldas de los «niños cuidadores». (Parker, 1994, p. 10).

Es posible que a las personas discapacitadas no les pareciese tan controvertible esta cuestión si el debate se desarrollara siempre en el contexto de un diálogo serio sobre los derechos de los menores de edad. Por desgracia, cuando caen en manos de muchos productores de televisión y periodistas, los padres discapacitados se convierten en blan­ cos fáciles de la acusación de que, si no podemos hacerlo todo por nuestra cuenta, somos incapaces de hacer adecuadamente nuestro tra­ bajo. En realidad, a veces, se considera que la misma idea de «persona discapacitada con hijos» encierra un matiz de explotación. Es posible, por tanto, utilizar de este modo a las personas discapaci­ tadas como blancos de acusaciones, teniendo que aceptar que se des­ criba a nuestros hijos como «angelitos» que se ven obligados a «dejar

sus tareas escolares y a sus amigos» para atendernos. Sin embargo, no se otorga el mismo tratamiento a los casos en los que se pide a los hijos de otras familias que se hagan cargo de ciertas responsabilidades que al­ gunos adultos, con un enfoque más «centrado en el niño» (que podría interpretarse como «blanco y de clase media»), consideran excesivas y de carácter explotador. Por ejemplo, en nuestro trabajo educativo, vemos con frecuencia casos de familias para las que es normal que sus hijos realicen determi­ nadas tareas que limitan su libertad de elección en su vida social y edu­ cativa, la cual, en opinión de otros grupos de la sociedad, forma parte de los derechos universales de los niños. En los centros de secundaria, hay estudiantes, sobre todo chicas, a las que no se les permite participar en clubes, actividades teatrales ni deportivas, que exigen permanecer en el centro después del horario escolar, porque tienen que recoger a algún hermano o hermana menor o realizar de forma habitual ciertas tareas domésticas, como cocinar o limpiar la casa. Hay niños que tienen que ausentarse del colegio en horario escolar para llevar a sus padres al ayuntamiento o al médico. Otros ven limitadas sus posibilidades de elección respecto a la enseñanza superior porque tienen que quedarse en casa para asumir responsabilidades familiares muy serias. Otros gru­ pos se sentirían incómodos con estas restricciones impuestas sobre la vida de los niños, pero estas cuestiones no tienen que convertirse en argumentos condenatorios en el debate público sobre el modo de ac­ tuar de las familias en las que el padre o la madre está discapacitado, pues hay que aceptar las diferencias que existen entre las distintas fami­ lias y no siempre es conveniente decir a los padres que pertenecen a otros grupos culturales y sociales: «no deberían permitirles hacer eso con sus hijos; les están negando sus derechos». No obstante, aunque es importante comprender que las distintas familias contemplan de modo diferente la infancia y sus libertades, también conviene aclarar qué podemos pedir a un menor y qué ha de considerarse inaceptable. Aldridge y Becker señalan diversas tareas y responsabilidades asistenciales; en su opinión, es evidente que de algu­ nas puede decirse con facilidad: «nunca debe pedirse a los niños que hagan esto»; son las de levantar al adulto y las de carácter íntimo, como bañar, acompañar a los servicios, secar y vestir al adulto, que resultan angustiosas y embarazosas, tanto para el padre o la madre como para el

hijo o la hija, y suponen privar de intimidad y dignidad al padre o a la madre. En tales circunstancias, las opciones que padre e hijo tienen depen­ den, con frecuencia, de la ayuda que reciban del exterior, de la libertad de movimientos que permita la vivienda y de los medios y equipa­ miento adecuados. Cuando la casa facilita los movimientos del adulto, es mucho menos probable que el menor tenga que levantar al adulto. Si se facilita una ayuda adecuada, el menor no tendrá que llevar a cabo tareas de carácter íntimo, que ni el menor ni el padre o madre desean que realice el hijo. Creemos que los promotores de campañas y los in­ vestigadores deberían ocuparse más explícitamente de las necesidades que hay que satisfacer para que los padres no tengan que encargar a sus hijos tales cometidos. En concreto, deberían estudiar cómo pueden ha­ cer efectivos las personas discapacitadas los derechos a la asistencia práctica, a las ayudas, adaptaciones y equipamiento que les reconoce la legislación vigente. Otras tareas, como cocinar, arreglar la casa, ir de compras o acom­ pañar al padre o madre al salir a la calle pueden resultar pesadas si el menor tiene que hacerlas siempre, pero no se puede estigmatizar a los padres y a los hijos como «dependientes» y «menores cuidadores», res­ pectivamente, por el mero hecho de que el padre o la madre esté en­ fermo o discapacitado. El documental del canal 4 que mencionamos al principio de este capítulo caracterizaba a los hijos de una mujer dis­ capacitada como personas que «cuidan a mamá» mediante unas imá­ genes que presentaban a la familia haciendo la compra semanal en el supermercado. Es posible que Christine haya enviado a sus hijos por las distintas calles del supermercado a buscar comida para gatos por­ que ella no pueda andar mucho, pero la situación presentada no di­ fiere mucho de la compra semanal que hacen millones de familias en las que el padre o la madre no está enfermo ni discapacitado. Para los realizadores del programa, era demasiado fácil hacer ver que las difi­ cultades de la familia dependían por completo del hecho de que Ch­ ristine padeciese esclerosis múltiple. La realidad consistía en que, como a la mayoría de las madres, la habilidad de sus hijos para crear un cua­ dro completo mediante una serie de situaciones aisladas la puso entre la espada y la pared y que, como muchos hijos de padres divorciados, ellos se encontraban atrapados en medio del conflicto entre sus pa­

dres, lo que, evidentemente, era muy dañino, desde el punto de vista emocional. Los investigadores y los periodistas deben tener mucho cuidado cuando achacan a la minusvalía o enfermedad las relaciones y las tareas que se plantean cuando el padre o la madre de familia padece una en­ fermedad o discapacidad. Esa costumbre sólo puede llevar a estereoti­ par o estigmatizar a los padres discapacitados y a sus hijos y no contri­ buye en absoluto a promover los derechos humanos y civiles de ambos.

Conclusión La consideración de los «menores como cuidadores» tiene conse­ cuencias a gran escala y potencialmente devastadoras para muchos pa­ dres que padecen discapacidades, enfermedades o ambas cosas. Los in­ vestigadores y la Carer’s National Association se han ocupado de la ayuda que necesitan los menores identificados como «cuidadores» para de­ sempeñar esa función. Por regla general, los medios de comunicación se han centrado en las «cargas» que recaen sobre estos menores y, explí­ cita o implícitamente, han cuestionado la conveniencia de que se les permita seguir al lado de sus padres. Ninguno de estos enfoques consi­ dera el problema del apoyo que necesitan los padres discapacitados o enfermos. En el momento en que concluimos este capítulo, la radio, la televisión y los titulares de los periódicos se hacen eco de la difícil si­ tuación de una niña de siete años que permaneció sentada durante dos días al lado del cuerpo de su madre, fallecida a causa de un lupus, una enfermedad del sistema inmunitario. Charlotte estaba a cargo de unos padres adoptivos, pero se le perm itió volver a su casa porque, como manifestó el portavoz de los servicios sociales, su madre «no soportaba su ausencia permanente y quería ver a Charlotte durante los fines de semana» (The Independent, 23 de diciembre de 1994). Los medios de comunicación no se preguntan por qué no recibió esta mujer una ayuda suficiente, sino por qué se permitió que Charlotte volviera a casa con su madre. Todos los padres y madres enfermos o discapacitados viven con este miedo: ¿nos consideran unos padres suficientemente buenos? Si no es así, ¿vendrá alguien a «rescatar» a nuestros hijos de la «carga» de

tener un padre o una madre con una enfermedad o discapacidad? Pa­ decemos esta sensación en diversos grados, dependiendo, sobre todo, de los recursos materiales que tengamos y de si tenemos compañeros o compañeras o una familia que pueda prestarnos ayuda. En gran me­ dida, la cuestión de los «menores cuidadores» constituye un grave pro­ blema para los progenitores sin pareja que, en su inmensa mayoría, son mujeres. El hecho de que el documental del canal 4, al que nos referi­ mos en este capítulo, versara íntegramente sobre la vida de madres dis­ capacitadas sin pareja, separadas o divorciadas no es accidental. Sin em­ bargo, en la amplia cobertura periodística que recibió este programa, no hubo ningún comentario a este respecto. Tampoco los investigado­ res de este campo han señalado la correlación existente entre los niños que tienen que proporcionar un elevado nivel de asistencia práctica a su padre o madre discapacitado y la probabilidad de que el citado pro­ genitor sea una madre sin pareja. El problema de las especiales dificul­ tades experimentadas por las madres discapacitadas sin pareja y la forma en que el debate sobre los «niños cuidadores» ha influido en el debate sobre las madres sin pareja — debates en los que se aprecia un ataque implícito, si no explícito, contra la capacidad de las mujeres para ejercer como madres sin la presencia de un hombre en el ho­ gar— sigue siendo una cuestión pendiente de estudio, a pesar de su importancia. De todas formas, la representación política, académica y periodís­ tica de los «menores cuidadores» nos descalifica como padres y madres a todos, hombres y mujeres discapacitados, divorciados o solteros. En último término, todos los padres y madres discapacitados experimenta­ mos en nosotros mismos el supuesto básico de los ajenos a nuestra si­ tuación de que nuestros hijos «cuidan de» nosotros. Más grave es la si­ tuación de quienes tienen poco dinero o carecen del apoyo de la familia y amigos, que están a merced de los juicios que hagan los pro­ fesionales de los servicios sociales respecto a su capacidad para ejercer como padres en grado suficiente. Con frecuencia, las peticiones de ayuda se interpretan como muestras de la incapacidad para actuar como padres o madres, lo que explica el auténtico miedo que sienten padres e hijos, que les aconseja guardar silencio acerca de cualesquiera dificul­ tades que puedan surgirles, por tem or a que los hijos queden bajo la tutela de las autoridades.

En una sociedad en la que ser discapacitada o discapacitado supone la segregación, el internamiento en instituciones, la negación de la au­ tonomía y la discriminación, constituimos blancos fáciles. Es una socie­ dad de la que lo mejor que podemos esperar es la benevolencia carita­ tiva, mientras la revulsión y el miedo nunca andan muy lejos de la superficie. En esta sociedad, los hijos de padres discapacitados son «hi­ jos del coraje», «angelitos», cuyas atenciones son dignas de aplauso, mientras no traspasen ciertos límites — que varían según una serie de factores, entre los que se encuentra el interés prestado por los medios de comunicación— . En esta situación, la pregunta más frecuente no es: «¿Cómo se puede ayudar a esta madre o a este padre?», sino: «tal como está la situación, ¿hace falta apartar de su casa a este niño o a esta niña, o internar al padre o a la madre en una institución?» Al convertir a los niños en «cuidadores», tanto los investigadores como la Carcrs’ National Association han dejado de lado la cuestión de cómo pueden los padres y madres discapacitados hacer efectivos sus derechos a la asistencia práctica, las ayudas, adaptaciones y equipa­ miento, de acuerdo con la Chronically Sick and Disabled Persons, de 1970. A menudo, la mejor manera de garantizar los derechos del niño, reconocidos por la Children Act , de 1989, como el derecho a una in­ fancia segura y protegida, consiste en prestar la ayuda adecuada al pa­ dre o madre discapacitado. En cambio, estas organizaciones, en con­ nivencia con los supuestos que subyacen a la N H S and Community Care Act, de 1990, citan al arquitecto, las familias, los amigos y los ve­ cinos, que «siguen siendo los medios primordiales que permiten que las personas lleven una vida normal en el seno de las comunidades» (GrifFiths, 1988, párrafo 3.2).

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5. Agresiones sexuales y discapacidad infantil M a rg a ret K ennedy

Tenemos que confiar en nuestra capacidad de leer e interpretar. En vez de creer a los «expertos», suponiendo que lo saben todo, debemos bus­ car los vacíos y los planes ocultos. Si el saber y el poder van de la mano, las feministas tenemos la responsabilidad de adquirir el saber y transfor­ marlo. (Cameron y Fraser, 1987).

En los últimos años, se han reconocido y ha surgido la preocupa­ ción por las agresiones sexuales padecidas por los niños y niñas disca­ pacitados. Esta preocupación ha tardado en aparecer y, sin duda, se basa en los esfuerzos encaminados a proteger a los menores no discapacita­ dos. Este capítulo presenta un panorama del estado actual de conoci­ mientos y del pensamiento sobre esta cuestión y señala algunos proble­ mas de los que tendrán que ocuparse los trabajos que, en el futuro, se lleven a cabo en este campo.

D efiniciones Las orientaciones facilitadas en relación con la implantación de la

Children Act, de 1989, definen cuatro categorías de agresiones: aban­

dono, lesión física, agresión sexual y agresión emocional. No obstante, algunas autoras feministas, como Liz Kelly, han hecho hincapié en la importancia de incluir en la definición de agresión la experiencia sub­ jetiva del niño y la niña (Kelly, 1988). Es posible que quienes han su­ frido las agresiones no experimenten las situaciones del mismo modo que las interpretan los profesionales y los responsables políticos cuando categorizan dichas agresiones.

En los últimos años, las personas discapacitadas y sus organizaciones se han opuesto, en general, a las definiciones vigentes de agresión, poniendo de manifiesto que las reacciones de la sociedad ante las mi­ nusvalías han influido en la interpretación de la agresión y se han tra­ ducido en agresiones. Sostienen que las definiciones oficiales de agre­ siones físicas y emocionales y del abandono no contemplan un amplio conjunto de experiencias abusivas a las que sí se refieren las personas discapacitadas. Afirman, en concreto, que la agresión no puede definirse sólo con arreglo a lo ocurrido, sino con el modo de experimentarlo el sujeto. Se trata de un aspecto importante que hay que señalar en el contexto de lo que las personas discapacitadas definen como «prácticas abusivas». Esta expresión alude a las prácticas profesionales, institucionales y so­ ciales que constituyen un aspecto «habitual» de la vida de menores y adultos discapacitados, pero que los interesados experimentan como auténticas agresiones. La British Association for the Study and Prevention of Child Abuse and Neglect (B A SP C A N ) llevó a cabo un estudio sobre la discapacidad y las agresiones entre 1989 y 1992 para investigar algunas de estas cuestiones y publicaron sus descubrimientos en Child Abuse Review (vol. 1, n°. 3, 1992). Un jefe de equipo de los servicios sociales manifestó: «Acepta­ mos que los medios físicos de control son más adecuados para los niños que presentan dificultades de aprendizaje que para otros niños. Los ni­ ños quedan encerrados en sus dormitorios por la noche. Conozco a un niño que está atado a una silla para garantizar su seguridad. Aceptamos las diferencias, pero, ¿debemos hacerlo?» En el estudio, se descubrió todo un conjunto de prácticas abusivas, entre las que podemos señalar: alimentación a la fuerza; fotografías (en un contexto médico) de las minusvalías de los niños efectuadas de forma intrusiva e insensible; programas médicos de rehabilitación ex­ perimentados por los sujetos como dolorosos y opresores; restricciones físicas; utilización incorrecta de la medicación; prohibición de visitas; violación de correspondencia; violación de comunicaciones telefóni­ cas; días de puertas abiertas en los que personas ajenas a los niños inva­ den su espacio íntimo; eliminación de privilegios, y agresiones econó­ micas y contra la propiedad. Al ampliar la definición de la agresión, los adultos discapacitados

nos obligan a considerar un enorme conjunto de experiencias que mu­ chos niños no discapacitados no tienen que padecer. La discrimina­ ción, la segregación y las desventajas que experimentan los niños y niñas discapacitados como unos aspectos más de su vida cotidiana po­ drían interpretarse como verdaderas agresiones (y muchos así lo creen). Los mismos usos lingüísticos en relación con las discapacidades mues­ tran que no se valora a las personas discapacitadas y algunas han des­ crito estas experiencias de discriminación, de rechazo, como agresiones emocionales, por lo que conviene reconocerlas como tales. Me han criticado por incluir estas experiencias en el marco de la protección y de las agresiones a los menores porque dicen que «entur­ bio el agua». Aunque califiquemos estas prácticas como «agresiones», «prácticas abusivas», «transgresión de los derechos del niño» o «agresio­ nes del sistema», si permitimos que sigan produciéndose, no hacemos sino permitir que se lesione a los niños y niñas discapacitados y se trans­ gredan sus derechos humanos básicos. Las personas discapacitadas no han hecho más que empezar a dar voz a sus experiencias de agresiones físicas y emocionales. Todavía tie­ nen pocas oportunidades de expresar sus experiencias de agresiones se­ xuales, aunque, si les damos esas oportunidades, no cabe duda que sur­ girá la oposición a las definiciones oficiales de la agresión sexual del mismo modo que se suscitó el cuestionamiento de las definiciones de las agresiones físicas y emocionales. En el caso de las agresiones sexuales, la definición más corriente es la atribuida a Kempe y Kempe: La participación de niños y adolescentes, evolutivamente inmaduros, en actividades sexuales que no pueden comprender del todo, para las que no pueden prestar un consentimiento informado y que violan el tabú de las reglas sociales (citado en Kempe y Kempe, 1984, p. 9).

Las feministas han criticado esta definición porque no incluye la idea de que puede utilizarse la fuerza o la amenaza de la fuerza y que el poder de los adultos sobre el niño o la niña puede constituir un poder coercitivo suficiente (Ash, 1984, cit. en MacLeod y Saraga, 1988, p. 19). Es más, la definición no dice nada sobre el que abusa, sino que se limita a describir al menor.

¿Qué sabemos sobre la agresión sexual a menores discapacitados? En realidad, sabemos muy poco sobre las experiencias de agresio­ nes sexuales de los niños y niñas discapacitados. Hay muy poca infor­ mación estadística. Las administraciones de servicios sociales tienen que conservar registros de todos los niños de su zona sobre los que haya información relativa a agresiones o que se considere que están en situación de riesgo. A finales de marzo de 1993, había 32.500 nombres en los registros de protección infantil de Inglaterra y el 63% de las ni­ ñas incluidas en el registro había sufrido agresiones sexuales (Depart­ ment of Health , información a la prensa, 21 de abril de 1994). No se se­ ñala ni documenta si algunas de estas niñas padecen minusvalías. Esa información no se exige y no se ha registrado nunca. Prácticamente, en el Reino Unido, no existen investigaciones sobre las agresiones padecidas por niños discapacitados, aunque el estudio de Hilary Brown y Vicky Turk, de la Canterbury University, se interesa por las agresiones padecidas por adultos con discapacidades para el aprendi­ zaje (Brown y Turk, 1992) y, en el estudio más reciente sobre agresio­ nes sexuales experimentadas por 1.244 personas de edades comprendi­ das entre los 16 y 21 años, se incluye una pequeña muestra de personas discapacitadas (Kelly, Regan y Burton, 1991).

TABLA 1:

Experiencias de agresiones múltiples según el género en el caso de las personas discapacitadas que respondieron Sin experiencias Una experiencia D os experiencias Tres experiencias Cuatro experiencias C inco experiencias % que informa de agresiones Fuente: Kelly, Regan y Burton, 1991

N°. 8 10 4 5 2

Mujeres % 28 34 14 17 7

N°. 16 2 3 1 -

Varones

72 32 Base de 29 mujeres y 26 varones

% 62 8 12 4 -

Los principales descubrimientos de esta investigación sugieren que una de cada dos chicas y uno de cada cuatro chicos experimentan al­ guna forma de agresión sexual antes de cumplir 18 años. En el caso de los chicos y chicas discapacitados, el estudio parece indicar que las pro­ porciones correspondientes son de 2 de cada 3 chicas y de 1 de cada 3 chicos. No obstante, hay que tener mucho cuidado al generalizar a par­ tir de una muestra tan pequeña. Diversos investigadores estadounidenses y canadienses han tratado de medir la incidencia de las agresiones sexuales a menores discapaci­ tados. Sin embargo, en comparación con las investigaciones sobre los casos correspondientes a los no discapacitados, aquéllas son insufi­ cientes y escasas. Westcott y Cross (1995) hacen una revisión detallada de las investigaciones relativas a las agresiones a niños discapacitados (tabla 2). TABLA 2: Agresiones sexuales a niños y niñas discapacitados ESTUDIO

NIÑO S

FUENTE DE INFORM ACIÓN

Welbourne y cois., 39 mujeres ciegas Entrevistas de nacimiento o 1983 (EE.UU.) antes de los 10 años Chamberlain y cois., 1984 (EE.UU.)

Doucette, 1986 (EE.UU.)

DESCUBRIMIENTOS Alrededor del 50% de las mujeres experimentaron, al menos, un inci­ dente o contacto sexual forzado.

87 chicas, con difi­ Grabaciones y en­ 1. El 25% de las chicas había pade­ cultades de apren­ trevistas con las cido agresiones sexuales, defini­ dizaje en distintos chicas das de forma estricta como «rela­ grados ción sexual forzada completa o en grado de tentativa». 2. La edad media en el momento de sufrir la agresión era de 14 años. 30 mujeres discapa­ Informes persona­ 1. El 47%> de las mujeres discapaci­ citadas y 32 no dis­ les sobre las expe­ tadas padeció agresiones sexuales, capacitadas riencias de la infan­ frente al 34%> de las no discapaci­ cia tadas. 2. Incremento del riesgo (de sufrir agresiones).

ESTUDIO Sullivan y cois., 1987 (EE.UU.)

NIÑOS 1. Todos los alum­ nos de 9". Gra­ do de un inter­ nado para niños sordos. 2. 150 alumnos de un internado para niños sor­ dos. 3. 322 alumnos de un centro de educación postsecundaria para estudiantes con dificultades de audición. 4. 100 niños sor­ dos que cursan estudios en in­ ternados o en centros ordina­ rios.

FUENTE DE INFORMACIÓN 1. Encuesta.

DESCUBRIMIENTOS 1. El 50% de los alumnos manifestó haber padecido agresiones sexua­ les.

2. Entrevistas indi­ 2. El 50% de los alumnos manifestó viduales. haber padecido agresiones sexua­ les. 3. Encuesta.

3. 13 estudiantes (4%) manifestaron haber sufrido agresiones sexuales y 24 (7%) haber padecido agre­ siones sexuales y físicas.

4. Entrevistas indi­ 4. De los 64 niños de internados, viduales. 40 (63%) padecieron agresiones sexuales en la escuela, 10 (16%>) los sufrieron en su casa y 15 (23%), tanto en su centro con en su casa. De los 35 alumnos de centros ordinarios, 21 (60%) padecieron agresiones sexuales en su casa, 9 (26%), en la escuela y 5 (14%), tanto en casa como en la escue­ la.

Ammerman y cois., 1989 (EE.UU.)

148 niños de eda­ des comprendidas entre los 3 y los 19 años, en tratamien­ to psiquiátrico y con múltiples mi­ nusvalías de diversa gravedad

Registros médicos, 1. El 39%) de los niños daba mues­ psiquiátricos, de tras de haber padecido o estar pa­ enfermería y de deciendo agresiones (seguros: trabajo social 19%; probables o posibles: 20%). 2. De este 39%», las agresiones se­ xuales afectaban al 36%>. 3. Incremento del riesgo (de agre­ siones).

Hard (citado en Mayer y Brenner, 1989) (EE.UU.)

95 adultos discapa­ Desconocida citados para el aprendizaje

1. Alrededor del 50% informa ha­ ber padecido agresiones. 2. Se sospechaba que 70 niños ha­ bían padecido agresiones sexua­ les y otros 50 los habían sufrido efectivamente.

ESTUDIO

NIÑOS

R JE N TE DE INFORMACIÓN

DESCUBRIMIENTOS

Kennedy, 1989 (Reino Unido)

Niños sordos co­ Encuesta a 156 1. El 83% de las mujeres y el 32%> nocidos por los profesores y traba­ de los varones habían padecido profesionales jadores sociales de­ agresiones sexuales. dicados a los sordos 2. En el 45%) de los casos, las agre­ siones sexuales se produjeron an­ tes de cumplir los 18 años.

Benedict y cois., 1990 (EE.UU.)

500 niños con múltiples minusva­ lías físicas y para el aprendizaje

Sinason (s/f) (Reino Unido)

40 niños con difi­ Psicoterapeuta que 1. 30 (75%>) habían sufrido agresio­ cultades de apren­ trataba a los niños nes sexuales. 2. De los 30, 21 (70%) eran niñas y dizaje y problemas emocionales remi­ 9 (33%>) eran niños. tidos a la clínica Tavistock en 1991-92

Registros médicos, 1. Informes sobre agresiones y de enfermería, de abandono en el 10,6% de los ca­ trabajo social y clí­ sos. nicos 2. De este 10,6%», el 8% padeció agresiones sexuales. 3. No se registraba aumento del riesgo (de agresiones).

Fuente: Westcott y Cross (1995).

Dada la creciente atención que durante los últimos años vienen prestando los investigadores y los profesionales de la asistencia infan­ til a las agresiones sexuales a niños y niñas no discapacitados, tenemos que averiguar por qué no se incluyen en estos trabajos a los discapa­ citados.

Obstáculos para el conocim iento de las agresiones Las prácticas y los supuestos de partida de los investigadores y de los profesionales de la asistencia infantil hacen improbable el reconoci­ miento de las agresiones sexuales a los niños y niñas discapacitados o que se recoja información sobre sus experiencias.

Métodos de investigación Los mismos modelos de investigación pueden crear obstáculos al reconocimiento y a la obtención de información. La mayoría de los métodos de investigación presumen que quien responde no padece minusvalías físicas o sensoriales ni dificultades de aprendizaje. Los cuestionarios que utilizan los investigadores de este campo requieren la visión, el control motor para rellenar el cuestionario y unos niveles de comprensión y concentración relativamente elevados. Del mismo modo, las entrevistas grabadas en cinta magnetofónica requieren el habla. Los investigadores no suelen tener en cuenta la necesidad de utili­ zar unos cuestionarios para rellenar en formatos adecuados para los ni­ ños y adultos ciegos o para personas que tienen dificultades de apren­ dizaje, como tampoco el modo de ayudar a las personas que padecen minusvalías físicas importantes para que contesten confidencialmente un cuestionario. Las entrevistas cara a cara no se adaptan a las necesida­ des de los niños y adultos con discapacidades comunicativas, dificulta­ des de aprendizaje ni a las de quienes utilizan el lenguaje de signos. Los niños cuya lengua materna no es el inglés experimentan otros obstácu­ los añadidos para que se les tenga en cuenta en cualquier investigación sobre las agresiones: pocos proyectos de investigación incluyen en sus presupuestos los costes de los intérpretes del lenguaje de signos u otros idiomas minoritarios. Además, con frecuencia, cuando los investigadores se enfrentan con la posibilidad de incluir en sus estudios a niños discapacitados, tienen la sensación de verse amenazados y de carecer de las destrezas necesarias; les parece que los obstáculos son demasiado grandes.

Premisas sobre las agresiones sexuales a los menores discapacitados Hasta hace poco, tanto los investigadores como quienes trabajan en el campo de la protección de la infancia partían de la base de que la minusvalía protegía a los niños y niñas de las agresiones. Se creía que los adultos no los encontrarían atractivos (sic) o les darían pena

(Marchant, 1991, pp. 22-24). Simplemente, no constituirían un obje­ tivo adecuado para ninguna forma de actividad sexual. A fin de cuen­ tas — se pensaba— , incluso los adultos discapacitados no suelen parti­ cipar en actividades de tipo sexual, por lo que no sería probable que se abusase sexualmente de menores discapacitados. Esta circunstancia condujo a que no se prestase atención a la protección de los niños dis­ capacitados. Aunque se reconozca la posibilidad de las agresiones sexuales, los niños discapacitados no suelen formar parte del núcleo central de la actividad y de las preocupaciones de quienes trabajan en la protección infantil. Cuando se le preguntó por las medidas que se estaban to­ mando para salvaguardar a los niños discapacitados, un responsable de la política en el campo de la protección infantil respondió: «Déjenme resolver primero las cuestiones relativas a los niños normales» (Ken­ nedy y Kelly, 1992, pp. 147-149).También hay pruebas de la creencia de que las agresiones experimentadas por los niños y niñas discapacita­ dos tienen menor importancia que los padecidos por los no discapaci­ tados. Este tipo de actitud se refleja en el comentario de un consejero a una madre cuyo hijo discapacitado había sufrido una agresión sexual: «Al menos, no le ha ocurrido a uno de sus hijos no discapacitados» (Marchant, comunicación personal). El B A S P C A N Disability and Abuse Working Party obtuvo pruebas de que los indicadores de agresiones se interpretaban en relación con la minusvalía del niño. Por ejemplo, un médico general le dijo a la madre de un niño: «Sra. Jones, ¿no sabía que los niños sordos se masturban porque están frustrados a causa de su dificultad de comunicación?» Un pediatra, al examinar a una niña con tetraplejía espástica hipotónica que presentaba lesiones vaginales, cicatrices anales y una enfermedad de transmisión sexual, manifestó: «Estos síntomas pueden deberse a un síndrome desconocido». Los niños que han sufrido agresiones se culpan a sí mismos, y esto vale tanto para los no discapacitados como para los discapacitados. Los agresores manipulan a los menores para que lo sientan así y, en conse­ cuencia, no digan nada. La diferencia entre los niños no discapacitados y los discapacitados estriba en la respuesta que reciben cuando lo di­ cen, si llega el caso. Si los adultos creen — como ocurre con frecuen­ cia— que a nadie se le ocurriría hacer daño a un menor discapacitado

y que éstos no son «atractivos», el relato de la agresión puede enfren­ tarse con la creencia de que, sin duda, el niño «lo ha interpretado mal», en especial si se trata de un niño con dificultades de aprendizaje. Si los menores discapacitados lo «contaran» de otra manera, mediante signos conductuales e indicaciones, por ejemplo, con manifestaciones de ira, regresiones, defecando u orinándose o con signos de terror, es fácil que se atribuyesen sus reacciones a su desánimo a causa de la minusvalía o de su experiencia de la discapacidad.

Obstáculos para la manifestación de las agresiones Es preciso reconocer que ciertas características de la vida de algu­ nos niños discapacitados constituyen obstáculos para la manifestación y el reconocimiento de las agresiones. Un factor importante es la depen­ dencia física que algunos tienen en relación con sus agresores. El hecho de depender de un adulto para la satisfacción de las necesidades de atención personal, para la asistencia médica regular (como las inyeccio­ nes) o la fisioterapia, coloca al niño o niña (e incluso al adulto) en una situación potencialmente vulnerable. El B A S P C A N Working Party tuvo conocimiento del caso de una niña que, al contarle al trabajador social lo que le había ocurrido, le manifestó su miedo de que su familia se enterase de la agresión, así como que la habían amenazado con devol­ verla al hospital si alguien la descubría. En tales situaciones, a los niños les resulta muy difícil manifestar las agresiones sufridas por miedo a que dejen de satisfacerse sus necesida­ des básicas. Su miedo puede incluir también la preocupación por quién sustituirá al asistente agresor. La dependencia física de algunos niños y niñas es tal que llegan a temer por su vida. Los programas orientados a impedir las agresiones a los menores les enseñan a decir «no» a aquello que no les guste, en especial los toca­ mientos, y a acudir de inmediato a alguien en quien confíen y le cuen­ ten lo ocurrido (el principio: «No, vete, di»). Para los niños no discapa­ citados ese consejo es útil y se ha utilizado con buenos resultados, pero, para los discapacitados, estos principios no tienen en cuenta sus minus­ valías. Muchos utilizan formas de comunicación no verbal. Decir «no» a un agresor puede resultar muy difícil y contarle a alguien la situa­

ción, aún más. El hecho de que muchas modalidades de sistemas de co­ municación aumentativa, en especial los sistemas de símbolos, que em­ plean el dedo o el ojo para señalar en tableros de símbolos, censuran todo uso de palabras o símbolos que describan los genitales o actos se­ xuales. Los niños que utilizan tableros de símbolos señalando con el dedo o con la vista sólo pueden hacerse entender por una o dos perso­ nas claves en su vida y, ¿qué ocurre si una de ellas es la agresora? Los niños y niñas que no pueden hablar descubren con frecuencia que los equipos de protección de menores no dominan su particular sistema de comunicación. En consecuencia, al niño no siempre le es posible encontrar a alguien que comprenda lo que quiere decir. Sin embargo, el hecho de contar lo ocurrido es sólo el principio; otro obs­ táculo que superar es que el adulto crea lo que dice el menor. El mito de que la minusvalía «protege» al niño de la agresión conduce a que los adultos no crean a los niños que tratan de relatar sus experiencias y, para un discapacitado, sobre todo si está sometido a alguna forma de institucionalización segregada, puede resultar muy difícil «irse», esca­ par del agresor. Es más, puede ocurrir también que el menor discapacitado carezca de la confianza en sí mismo y de la autoestima suficientes para decir nada, con lo que se crea un círculo vicioso en el que el niño no es ca­ paz de hablar y decir que están abusando de él. En realidad, la expe­ riencia que el discapacitado tiene, en general, de prácticas abusivas puede hacer difícil el mismo hecho de calificar algo como agresión se­ xual. El B A S P C A N Working Party obtuvo pruebas de una adulta disca­ pacitada que ilustran esta situación: No parecía nada extraordinario. La forma en que el portero miraba por dentro de mi camisón, lo levantaba y me tocaba me parecía, creo, igual a lo que me habían hecho miles de veces antes los médicos y otras perso­ nas que miraban, pinchaban, hurgaban y hablaban, todas como si yo no existiese. Todas mis experiencias primeras en los hospitales me «prepara­ ron» para las agresiones. Si nunca te han dado la oportunidad de opo­ nerte a que un médico te quite la ropa para limitarse a mirarte la pierna o si te resistes a que un médico te baje las bragas con el único motivo de medirte la pierna pero el médico te las baja sin importarle lo que digas, cómo vas a darte cuenta de que lo que te hace el portero en un ascen­ sor se llama «agresión sexual» y que puedes y debes decir «no».Todo me parecía igual.

¿Son «vulnerables» los menores discapacitados a las agresiones sexuales? Cuando se reconoce que los niños y niñas discapacitados son vul­ nerables a las agresiones, algunos investigadores y profesionales corren el riesgo de centrarse en la minusvalía y en el menor y no en el agre­ sor y en la sociedad. Algunos investigadores tienden a considerar la minusvalía como una «característica provocadora de la agresión». Por ejemplo, Krents y cois, dicen que «... con frecuencia, los niños que son víctimas de agresiones tienen cualidades que les hacen diferentes o di­ ficultan su cuidado. Entre ellas están las discapacidades mentales y físi­ cas, así como los problemas conductuales y emocionales» (Krents y cois., 1987, p. 80). Ammerman y cois. (1989) utilizan descripciones de niños discapa­ citados que han sufrido agresiones sesgadas y claramente negativas y culpabilizadoras. Describen «trastornos conductuales» consistentes en: «aversión a los padres», «respuestas inadaptadas», «vocalización inade­ cuada» y a padres «incapaces de controlar la conducta desviada de su hijo» (citado en Kelly, 1992, p. 160). La teoría feminista se opone a es­ tos argumentos señalando que, con independencia del hecho evidente de que los niños reaccionan contra la agresión y de que su conducta es consecuencia y no causa del mal trato recibido, estas posturas teóricas se centran en el niño y no en el adulto agresor cuando explican por qué se produce la agresión (Kelly, 1992). Si aceptamos que los niños y niñas discapacitados se encuentran en una especial situación de riesgo en relación con las agresiones — y parece que así sucede— , tenemos que examinar el mundo social en el que viven para poder entenderlo. En otras palabras, tenemos que exa­ minar cómo se crea esa vulnerabilidad. Podemos señalar dos factores importantes.

Actitudes discapacitantes Los valores sociales negativos que se otorgan a los niños y niñas que padecen minusvalías transmiten mensajes contundentes tanto a los me­ nores como a los agresores potenciales.

En el curso de su investigación sobre el desarrollo de los niños sordos, Susan Gregory entrevistó a los padres y a sus hijos con disca­ pacidades auditivas. Dos madres que tenían hijas sordas a consecuen­ cia de la rubéola durante el embarazo se expresaron del siguiente modo: «Yo tuve la rubéola; tenía que haber abortado.» «Creo fervientemente en él [el aborto]. Incluso ahora, el sexo es casual; todos los niños tenían que ser queridos; si no lo son, hay que eliminarlo. Para que fuese como es, no la habría traído al mundo. Sinceramente, no traigas a nadie al mundo si has tenido la rubéola. Gracias a Dios, no vie­ nen muchos niños sordos.»

Las hijas eran conscientes de los sentimientos de sus madres: «Mi madre me dijo que me hubiese abortado si hubiera sabido lo de la rubéola.» Susan Gregory: «¿Qué te parece eso?» «Sí, estoy de acuerdo en que habría que abortar a los minusválidos.» Susan Gregory: «¿También a los sordos?» «Sí.»

La actitud general de que las personas con minusvalías físicas o sensoriales o con dificultades de aprendizaje no deberían haber na­ cido forma parte importante de la vulnerabilidad a las agresiones que experimentan los niños discapacitados. Si se los considera «inferiores» y «menos valiosos», los agresores pueden interpretarlo como una es­ pecie de permiso para agredirles. Los mismos niños interiorizan la idea de que son «defectuosos» y es imposible que lleguen a hacerse aceptables. El tipo de mensajes que reciben los niños y niñas discapa­ citados respecto a su valor se resume en el comentario de un joven aquejado de parálisis cerebral que padeció una agresión sexual. Decía: «Para qué iba a practicar la sodomía con un niño normal; yo ya era defectuoso». La forma en que se sobreprotege a menudo a los menores discapa­ citados, sin dejarles pensar ni elegir por su cuenta, también provoca y refuerza esta impotencia. La pasividad que de ello se deriva hace muy difícil que el niño confíe en sus propios instintos para distinguir la con­

ducta aceptable de la del adulto agresor y para buscar a algún adulto que pueda protegerlo.

La segregación los hace vulnerables a la agresión Las investigaciones indican que el riesgo de padecer agresiones se­ xuales en ambientes institucionales es de dos a cuatro veces superior al de sufrir agresiones sexuales en la comunidad en la que se reside (Rindfleisch y Rabb, 1984; Shaughnessy, 1984). Hay ciertos factores relacionados con los internados que provocan la vulnerabilidad a la agresión. El aislamiento en relación con la sociedad — que puede de­ berse a la situación geográfica, a unos vínculos inadecuados con la fa­ milia y la comunidad o a ambas cosas— puede hacer imposible la ma­ nifestación de las agresiones sufridas. La mayor cantidad de personal asistencial adulto en los internados, en comparación con el ambiente familiar, aumenta la posibilidad de que alguien se convierta en agresor. En realidad, los agresores pueden pensar que les resulta más seguro agredir a niños en un internado y convertir en «blanco» de su actua­ ción a los grupos vulnerables. Los centros en régimen de segregación también transmiten a los menores discapacitados mensajes relativos a ellos mismos que pueden provocar una baja autoestima. Como dice Theresa Degener, una abogada que representa a personas que han su­ frido agresiones y que también es discapacitada: Los niños que crecen en una institución o que reciben una educación en régimen de segregación en una escuela especial para discapacitados aprenden que son anormales y no deberían ser como son. Por eso reci­ ben todo tipo de terapias, pasan una proporción significativa de su in­ fancia en hospitales y van al médico con mayor frecuencia que sus igua­ les no discapacitados. (Degener, 1992, p. 152).

En la educación especial, a los niños discapacitados se les da poca información sobre los programas de seguridad y prevención y es me­ nos probable que reciban educación sexual, en comparación con los niños no discapacitados. En un reciente curso de formación que im­ partí a profesores de niños sordos de seis escuelas o unidades en la zona de una administración local, ninguno de ellos había implantado un programa de seguridad y prevención para sus alumnos.

Respuestas de los menores discapacitados ante la agresión sexual Por desgracia, aunque se descubra y reconozca la agresión sexual sufrida por un niño discapacitado, las respuestas que se den a tal expe­ riencia pueden seguir siendo discriminatorias y discapacitantes. Quienes se dedican a la protección de la infancia pueden sentirse abrumados cuando un niño discapacitado manifiesta haber padecido una agresión porque los problemas prácticos que plantea la investigación de la denuncia y de proporcionar el apoyo necesario al niño parecen in­ superables. La experiencia de Ruth Marchant y de Marcus Page al tratar de facilitar la ayuda adecuada a un grupo de niños afectados por múlti­ ples minusvalías, pertenecientes a un gran internado, que habían sufrido agresiones ilustra a la perfección hasta qué punto los problemas prácticos pueden considerarse obstáculos. Descubrieron que las razones dadas pra explicar la incapacidad de prestar ayuda a los menores eran diversas, pero todas tendían a centrar el problema en el menor, en vez de en los obstá­ culos planteados por el medio físico y la falta del apoyo o las destrezas suficientes. Marchant y Page confeccionaron una lista de los comenta­ rios de los trabajadores y les dieron una orientación nueva, evitando si­ tuar el problema en el niño, como aparece en la tabla 3. La «reorienta­ ción» de Marchant y Page pone en evidencia que, por regla general, la dificultad se achaca a que el discapacitado no se adapta al programa dis­ ponible y no lo contrario, con lo que se «culpa» al niño, en vez de con­ siderar que los servicios proporcionados son inadecuados o inaccesibles. La sensación de que los problemas prácticos y los «factores que complican» la situación son abrumadores destaca de modo especial cuando los niños implicados pertenecen a minorías étnicas, tienen difi­ cultades importantes de comunicación o presentan una «conducta de­ safiante». Esa reacción no hace sino cofirmar la sensación de rechazo de los menores, cuando lo que necesitan es una afirmación de su valía y una ayuda para comprender que las actitudes discriminatorias los discapacitan. Como dice Droisen, «en último término, puede resultar im­ posible desenmarañar la cuestión de si tus sensaciones se deben a la agresión o al racismo... Se mezclan y se intensifican mutuamente; en aras de la supervivencia, hace falta desenmarañarlo» (Droisen, 1989, ci­ tado en The A B C D Pack, p. 36).

TABLA 3 COM ENTARIOS

ORIEN TA CIÓ N NUEVA

El problema es el niño

El problem a es la institución, el trabajador o ambos

«No puede acceder al edificio».

«Nuestro edificio no facilita el ac­ ceso».

«No puede llegar al gabinete de te­ rapia».

«Nuestros gabinetes de terapia están mal situados».

«No puede utilizar nuestros servi­ «Los servicios higiénicos que tene­ cios». mos son inadecuados». «No puede hablar».

«No sabemos cómo comunicarnos, utilizando el Bliss/ Makaton / Rebus o el lenguaje de signos».

«Su grado de comprensión no le «No tenemos el compromiso, el permite afrontar el proceso de con­ tiempo, los conocimientos o la con­ sejo y seguimiento». fianza necesarios para trabajar con niños discapacitados». «Carece de las destrezas lingüísticas ídem. necesarias para desenvolverse en el trabajo de grupo». Fuente: Marchant y Page, 1992, p. 31.

Es importante comprender el efecto traumático adicional que la falta de provisión de servicios produce en el niño discapacitado que ha sufrido una agresión, que quizá ya piense: «me han agredido porque soy discapacitado» o «no soy una persona valiosa y digna». Esos pensa­ mientos pueden quedar confirmados cuando se pone en evidencia que nadie está dispuesto o es capaz de brindarle la ayuda y el apoyo necesa­ rios. Por regla general, la sociedad actual devalúa a los niños discapaci­

tados, al no preocuparse de crear unos servicios de protección infantil adecuados a sus necesidades, y este mensaje se complica aún más en el caso del niño que necesita protección y ayuda a causa de una agresión. Sin embargo, puede ser igualmente lesivo insistir en que los niños discapacitados son, en primer lugar y ante todo, niños y niñas y que los métodos de trabajo con los no discapacitados son los adecuados. La adopción de la postura de «en primer lugar, son niños» puede significar la negación de la realidad de la minusvalía y de las necesidades que ella implica. Esta postura tampoco combate la opresión relacionada con la deprimente experiencia de las reacciones de los otros ante la minusvalía. Los niños discapacitados no son meramente niños que tienen una mi­ nusvalía física o sensorial o una dificultad para el aprendizaje; esta pos­ tura niega la realidad de las necesidades que se derivan de la minusvalía, haciendo más difícil el reconocimiento de que estos niños requieren unas técnicas diferentes para que sus manifestaciones y sus respuestas sean satisfactorias. Por ejemplo, un niño con parálisis cerebral necesita un bolígrafo más grueso para poder agarrarlo para escribir; un niño ciego puede utilizar formas, en vez de colores, para expresar sus senti­ mientos; un niño sordo necesita un intérprete del lenguaje de signos. Es más, los niños discapacitados establecen muy rápidamente para sí mismos la conexión entre la discapacidad y la agresión. Quizá no la inscriban en un marco de discriminación, opresión o prejuicio, pero sí describen de forma más concreta los aspectos prácticos de su situación: «No le vi venir» (niño ciego); «no le oí llegar» (niño sordo); «no pude escapar» (con dificultades de movimiento); «no pude decir nada» (niño que utiliza otras formas de comunicación, como el British Sign Language, Makaton, Blissymbolics o Rebus). Ayudar a estos niños a compren­ der que la agresión se produjo porque alguien decidió agredirles y que, quizá, los agresores hayan utilizado su discapacidad como un medio para facilitar la agresión es una tarea dolorosa y deprimente. Muchos terapeutas dirán que la minusvalía no tiene relación con la agresión sufrida porque «también padecen agresiones muchos niños no discapacitados», pero esto no tiene en cuenta de ninguna manera los sentimientos íntimos del niño mayorcito que entiende los valores de la sociedad y declara: «Me agredieron porque era un discapacitado». En mi trabajo con niños y niñas discapacitados durante los últimos cinco años, me han dicho cosas como éstas: «me atacaron porque me consi­

deraban inútil»; «me atacaron porque todo el mundo piensa que soy inútil»; «abusaron de mí porque todos creen que soy inútil y no valgo nada»; «me atacaron porque sabían que no podía decir nada»; «me ata­ caron porque nunca les he gustado ni me han querido»; «abusaron de mí porque yo ya era defectuosa». Sencillamente, el principio de «primero son niños» no permite comprender al trabajador de protección infantil las necesidades añadi­ das de los niños discapacitados. Es un principio que significa que no hay que buscar recursos adicionales, porque los proveedores de servi­ cios pueden decir, en su beneficio, que todo lo que hacen en favor de los niños no discapacitados que han sufrido agresiones sirve para los niños discapacitados. La realidad no se palpa en los niveles directivos, sino a pie de calle, donde unos trabajadores bien intencionados y cari­ ñosos se enfrentan con el hecho de que trabajar con un niño discapcitado que ha sufrido una agresión es más complejo y con que nunca se les ha preparado para afrontar las situaciones que de ello se deriven. Hacen preguntas como: «¿Cómo puedo ayudar a que exprese sus senti­ mientos a un niño que no habla?» «¿Cómo trabajo con un niño con deficiencias visuales cuando la mayor parte de mi trabajo supone dibu­ jar y pintar?» «¿Cómo ayudo a un niño con parálisis cerebral que no habla ni utiliza los brazos o las manos para expresar su enojo?»; o «¿cómo trabajo con un niño sordo que utiliza el British Sign Language empleando un intérprete?» Los trabajadores de protección infantil tienen que afrontar también la difícil cuestión de cómo pueden ayudar a los niños y niñas discapacita­ dos para que asimilen el doloroso conocimiento de que su agresor puede haberlo escogido como blanco precisamente a causa de su discapacidad. Por desgracia, la atención profesional a la minusvalía suele prestarse en el marco de un modelo médico, con el resultado de que los meno­ res y adultos agredidos se conceptúan como víctimas y como «enfer­ mos». De ahí, puede derivarse que la imagen de sí mismas de las perso­ nas que hayan sufrido una agresión sea aún más deprimente. Por otra parte, se hace más difícil reconocer los factores externos al niño que influyen en la agresión. En otras palabras, en vez de centrarse en el agresor y en la deprimente experiencia de una sociedad discapacitadora, es fácil deslizar la atención a las insuficiencias evidentes del niño o la niña.

Por todas estas razones, muchos adultos que han padecido agresio­ nes sexuales han rechazado el modelo médico y la etiqueta de «víc­ tima», optando por el uso positivo del término «superviviente». Esta postura pone de manifiesto sus estrategias para afrontar la situación y su fortaleza frente a la adversidad. Cada vez más, las personas supervi­ vientes buscan la ayuda y el apoyo de otros supervivientes, de conseje­ ros y amigos. Quien sobrevive a la agresión contempla su situación como el resultado de acontecimientos fortuitos de la vida y no como una enfermedad médica o psiquiátrica. El o la superviviente siente que necesita desarrollar su fortaleza y su poder, en vez de hacerse «bueno» o «buena» o «mejor», haciendo suyo el objetivo del refuerzo personal, en vez de la recuperación.

Cuestiones para el futuro Aunque en la actualidad se reconoce de modo más claro la expe­ riencia de la agresión a los niños y niñas discapacitados, es necesario tener más en cuenta el modo en que la sociedad en la que viven discapacita a los que tienen minusvalías físicas, sensoriales, intelectuales o todas ellas, haciéndolos vulnerables a las agresiones — sexuales, emo­ cionales y físicas— . Los estereotipos, las actitudes negativas, las expecta­ tivas y los pronósticos de la sociedad y los prejuicios y la discrimina­ ción del discapacitado hacen vulnerables a los niños. La situación de riesgo en la que se encuentran estos niños no se deriva de la minusva­ lía en sí, sino de las respuestas de los adultos ante esa minusvalía. En esta tarea, nos ayudaría mucho conocer mejor la experiencia de la agresión desde el punto de vista de los niños discapacitados. Como dice Liz Kelly: Provoca una especial preocupación el hecho de que pocos estudios... [de las agresiones sexuales a niños discapacitados] se basan en el con­ tacto directo con los niños o jóvenes y con personas adultas con disca­ pacidades. Lo que creemos que sabemos se basa, ante todo, en las per­ cepciones de los clínicos, los profesionales y los padres que, en su inmensa mayoría,... son no discapacitados.Tampoco abundan las prue­ bas de una conciencia clara de los factores añadidos de la raza, la clase social, el género y la sexualidad. (Kelly, 1992, p. 165).

Necesitamos investigaciones que se basen en la experiencia directa de adultos y niños discapacitados; en particular, tenemos que hacer po­ sible que los supervivientes adultos se reúnan para articular y poner en común sus experiencias y para que los trabajadores de protección in­ fantil aprendan de estas experiencias las mejores maneras de prevenir las agresiones sexuales contra los niños discapacitados. Un aspecto importante de la promoción de las manifestaciones de hechos acaecidos y del trabajo a favor de la supervivencia consiste en prestar mucha atención a las necesidades de comunicación de niños y adultos. La comunicación eficaz es necesaria para: desarrollar progra­ mas de seguridad, tanto en las escuelas ordinarias como en las «especia­ les»; evaluar a los niños que parezca que han sido agredidos; facilitar que el niño o la niña pueda expresar sus deseos y sentimientos; facilitar que el niño o la niña pueda hacer comprender su experiencia a los tra­ bajadores de protección infantil y al sistema judicial; permitir que el niño acceda a la terapia o al consejo. Las trabajadoras feministas de protección infantil deben seguir ad­ quiriendo conocimientos e ideas sobre los niños discapacitados que padecen agresiones y transformar los estereotipos negativos al uso en el campo de la protección infantil. Esto sólo puede conseguirse estable­ ciendo acuerdos con las personas discapacitadas y haciendo que se re­ conozcan sus experiencias.

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6.--Mujeres con dificultad de aprendizaje se organizan ----contra las agresiones----T he Po w erh o u se The Powerhouse es un grupo de mujeres discapacitadas (sobre todo, con dificul­ tades de aprendizaje) y no discapacitadas que han puesto en común sus expe­ riencias de agresiones emocionales, físicas, sexuales y verbales, que han realizado campañas para conseguir un refugio — un lugar seguro— especialmente dirigido a mujeres con dificultades de aprendizaje. Este es su relato de lo que han hecho.

Introducción Hace algunos años, varias mujeres con dificultades de aprendizaje de un Community College del este de Londres comenzaron a reunirse. Entre otras cosas, hablaron de que, a menudo, lo que otras personas hacen y dicen de las mujeres con dificultades de aprendizaje les hace daño. He aquí algunas de las cosas que decían las interesadas sobre las agresiones experimentadas por las mujeres con dificultades de aprendizaje: «Las mujeres con dificultades de aprendizaje tienen pánico y se sienten confusas en relación con lo que deben hacer si abusan de ellas, a dónde pueden dirigirse para pedir ayuda.» «Las mujeres se sienten perdidas, asustadas y desconcertadas.» «Las mujeres se sienten apabulladas; no hay un sitio adonde pueden acudir.» «¿Por qué atacan a las mujeres? ¿Por qué son siempre mujeres?» «¿Por qué los hombres hacen estas cosas a las mujeres? Es peligroso para las mujeres y para los niños.» «Algunas mujeres estamos demasiado asustadas para marcharnos de casa, para salir a la oscuridad; los hombres te siguen; no confío en ellos.»

«A las mujeres, les pegan en sus casas, en sus residencias, o bien ellos in­ cendian su casa o cualquier cosa.» Las mujeres con dificultades de aprendizaje pertenecientes al grupo sentían que los refugios que había para mujeres no eran adecuados para ellas y que las que los organizaban no habían pensado en las mujeres con dificultades de aprendizaje. Una de ellas, Alison Hazel, escribió un poema que decía: ¿Por qué no pensáis en esto? Lo habéis hecho para las mujeres no discapacitadas, habéis construido para mujeres no discapacitadas. Deberíais pensar en hacerlo para las mujeres discapacitadas también. Podemos hacer las mismas cosas que vosotras. No creáis que, si tenéis una dificultad de aprendizaje, no podéis hacer nada. También tenemos derecho a hacer las mismas cosas que vosotras. Es cierto. Las mujeres con dificultades de aprendizaje decían: Si pudiésemos decir lo que, en realidad, queremos, sería un hogar seguro para mujeres con dificultades de aprendizaje, con trabajadoras y conse­ jeras, en un domicilio confidencial, en donde pudiésemos permanecer durante algún tiempo y hacernos fuertes hablando sobre nuestras expe­ riencias y aprendiendo a hacer más cosas por nuestra cuenta. Las mujeres decidieron reunirse para hablar sobre estas cuestiones y llamaron a otras para que se reunieran con ellas. Desde comienzos de 1991, el grupo se ha reunido todas las semanas. Pertenecen a él mujeres con dificultades de aprendizaje, mujeres discapacitadas, mujeres negras y blancas y lesbianas. El grupo se impuso el nombre de «Powerhouse» y escribió un himno (con la melodía de Oh, When the Saints Go Marching We have the right to Uve our Uves we have the right to Uve our Uves. For we are proud Disabled Women, we have the right to Uve our Uves.

Thcre’s shelter in the Powerhouse there’s shelter in the Powerhouse For we are proud Disabled Women, we have the right to Uve our Uves.]

Formas de trabajar juntas Necesitábamos una serie de cosas para poder reunimos: un lugar seguro en el que celebrar las reuniones; transporte y ayuda para acudir a ellas; ayuda en las reuniones; asesoramiento. También necesitábamos pasarlo bien en las reuniones, de manera que no dejáramos de asistir. Teníamos que cambiar nuestra forma de hablar y de hacer las cosas para que todas participaran al máximo posible y comprendieran lo que ocurría. Queríamos estar seguras de que las mujeres con dificultades de aprendizaje pudieran trabajar con mujeres sin dificultades de aprendizaje y que las primeras dirigieran el proyecto. Estas son las reglas que rigen nuestras reuniones: Hablar con frases cortas y con palabras cortas; utilizar dibujos; respetar lo que dicen las personas; respetar a las mujeres diferentes; escuchar en las reuniones; responsabilizarnos: decir si no entendemos algo, dar ideas, decir si no estamos de acuerdo.

El principio Para conseguir dinero de los servicios sociales y de otros patronos financieros, tuvimos que inscribirnos como organización de caridad y 1 Dejamos la letra original en inglés para que pueda apreciarse su carácter de himno con la melodía indicada. Su traducción es: Ia. estrofa: «Tenemos derecho / a vivir nuestra vida» (repetido) / Estribillo: «Porque somos unas mujeres discapacitadas orgullosas [de serlo], / tenemos derecho a vivir nuestra vida.» / 2a. estrofa: «Hay un refugio en la Powerhouse» (re­ petido) / Se repite el estribillo. (N. delT).

elaborar unos estatutos que recogieran la finalidad del grupo y su forma de operar. Todo esto llevó mucho tiempo y, a veces, resultó muy difícil hacerlo, porque la forma de trabajar de las demás personas no concuerda con la forma de trabajar que necesitan utilizar las mujeres con dificultades de aprendizaje. Comenzamos trabajando con la East London Housing Association.2 Esta asociación consiguió dinero de la Housing Corporation para cons­ truir un hogar seguro para nosotras.Trabajamos con ellos para buscar el terreno y diseñar la casa. Pedimos a los arquitectos que hiciesen los pla­ nos de manera que nos resultaran fáciles de entender y estudiamos todo lo que había que hacer para que pudieran vivir en la casa mujeres con todo tipo de necesidades. Queríamos que la casa fuese adecuada para mujeres que utilizaran sillas de ruedas, para las que no pudieran ver, no pudieran oír o padecieran ambas discapacidades. Nos reunimos muchas veces con los arquitectos y con personas de la Housing Association para hablar acerca de cómo debía ser la casa. Decidimos que la Housing Association gestionara el hogar y dirigiera a los trabajadores de apoyo, pero los estatutos de la Powerhouse establecen que el grupo más importante del consejo de dirección estará siempre constituido por mu­ jeres con dificultades de aprendizaje y en el consejo también estarán re­ presentadas las mujeres con discapacidades físicas, las negras y las lesbianas. Como había que encargarse de muchas cosas, la Powerhouse decidió crear tres grupos menores que se dedicarían a: vivienda, economía y reglamento y el empleo. El grupo de vivienda se ocupó del diseño de la casa y de todos los aspectos menores, aunque importantes, como la elección de colores, al­ fombras y muebles. El hogar seguro tenía seis pisos, con dos dormito­ rios, un salón y una cocina en cada uno. Cuenta también con una sala que pueden utilizar las residentes como sala de reuniones o comedor, una sala para las actividades de orientación, un despacho, un dormito­ rio para el personal del hogar, lavandería y una sala de proyección. El grupo de economía se ocupó de conseguir ayuda y donativos, de manera que pudimos contratar a un trabajador para la organización de cuestaciones y administración financiera y a un trabajador de explo­ tación y adquirir equipos de oficina. Proporcionar un buen servicio a 2 «Asociación para la vivienda del este de Londres». (N ’ delT).

las mujeres en el refugio cuesta alrededor de 375.000 libras esterlinas al año. Una parte importante de este presupuesto proviene de las admi­ nistraciones de servicios sociales y de salud, que remiten a mujeres al hogar seguro, pero necesitamos también conseguir fondos procedentes de organizaciones de caridad y de crédito y empresas, así como a través de cuestaciones. El grupo de reglamento estudió qué debíamos hacer para seleccio­ nar y contratar a dos trabajadores, cómo debía funcionar el consejo de dirección y se ocupó de decidir lo que necesitábamos para seguir tra­ bajando, de manera que pudiésemos abrir la casa y planear la ayuda. El grupo se encarga también de dar a conocer a la gente las agresiones pa­ decidas por las mujeres con dificultades de aprendizaje y lo que los in­ vestigadores y juzgados tienen que hacer para que cesen las agresiones. Este grupo registra también lo que sucede, lo que marcha bien y lo que no va tan bien.

Perspectivas Cuando la casa estaba a medio construir, empezamos a planear el en­ vío de información sobre ella a las administraciones de los servicios so­ ciales y de salud. Teníamos que decidir una denominación para el hogar y escogimos el de Beverley Lewis House. Beverley Lewis fue una mujer ne­ gra, sorda, ciega y con dificultades de aprendizaje que tenía una persona­ lidad acogedora y mucho que ofrecer. Murió a los 23 años, envuelta en periódicos y pesando menos de 31 kg. Para su familia, supuso una gran alegría porque su madre tenía muchos problemas de salud mental y no podía prestar a Beverley el apoyo que necesitaba. Aunque su familia pidió muchas veces ayuda a los servicios sociales y de salud, no consiguió la que precisaba. Beverley Lewis murió porque el sistema de bienestar social no le dio la protección que le correspondía como ser humano. Con el apoyo de la familia de Beverley Lewis, Powerhouse ha dado su nombre al hogar seguro, con el fin de que permanezca en ella su recuerdo. A menudo, no se les da a las mujeres con dificultades de aprendi­ zaje la oportunidad de vivir independientemente; con frecuencia, tie­ nen una experiencia parecida a la que una mujer que participa en Po­ werhouse expresó en este poema:

Éste es mi hogar. El personal va de uniforme. Este es mi hogar. No tenemos dinero nuestro. Este es mi hogar. No elegimos la comida. Este es mi hogar. No me admiten en mi cocina. Este es mi hogar. ¿Por qué no puedo elegir la comida que como? Este es mi hogar. ¿Por qué no puedo gastar mi dinero en lo que quiera? Este es mi hogar. ¿Por qué no tengo una llave? Este es mi hogar. Quiero cerrar el pestillo de la puerta de mi cuarto de baño. Este es mi hogar. La gente entra en mi dormitorio sin llamar. Este es mi hogar. El personal no nos deja tener nuestras propias cosas. Este es mi hogar. El personal no nos respeta. Éste es mi hogar. ¿Por qué no podemos salir cuando queramos? ¿Éste es mi hogar?

La Beverley Lewis House da oportunidad a las mujeres para escapar de las agresiones, así como de vivir con independencia con todo el apoyo que necesiten. Nuestro folleto cuenta a las mujeres cómo puede ayudarles la House (véanse las pp. siguientes). Aunque la Beverley Lewis House está en Londres, pueden venir mu­ jeres con dificultades de aprendizaje de cualquier parte del país. A las mujeres se las trata con respeto y se les ayuda a elegir por su cuenta. Pueden permanecer hasta dos años y se les ayuda a establecerse en su propia casa. Este es el primero y único refugio de este tipo. Las mujeres perte­ necientes a Powerhouse quieren garantizar su buen funcionamiento y hacer todo lo posible para acabar con las agresiones contra las mujeres con dificultades de aprendizaje.

para mujeres con dificultades de aprendizaje que se sientan asustadas o tratadas de mala manera y quieran acabar con esa situación. Si te atacan o te han atacado o tratado de mala forma

puedes hacer algo para solucionarlo. Puedes telefonear a la Beverley Lewis House

o pedirle a una amiga que llame por ti.

Una trabajadora del Hogar te atenderá por teléfono y, si quieres, puede concertar un encuentro contigo para que vivas en el Hogar seguro hasta que encuentres tu propio hogar seguro.

Puedes estar en tu propia casa cuando quieras.

Habrá trabajadoras del H ogar que puedan ayudarte a aprender a hacer más cosas por ti m ism a, com o: * Cocinar, utilizando * Ir de compras, la batería de cocina. Viajar.

* Escoger tus propios vestidos.

* Utilizar el dinero.

* Hablar en tu propio nom bre.

Si tienes hijos, también pueden venir contigo.

Habrá una consejera con la que puedas hablar sobre tus problemas.

La Beverley Lewis House no tiene obstáculos que te impidan el acceso con aparatos u otro tipo de ayudas.

7. Pruebas prenatales y prevención de la minusvalía: - ¿tiene derecho la mujer a elegir? R u t h B a il e y

Introducción Este capítulo revisa las consecuencias de las pruebas prenatales para las personas discapacitadas, sobre todo a la luz de los avances habidos en los conocimientos de la genética, que están dando más posibilidades para la prevención de las minusvalías. En la actualidad, se ofrece rutinariamente a las mujeres la realiza­ ción de una o más pruebas durante el embarazo, que van desde un sim­ ple análisis de sangre hasta descubrir la «probabilidad» de que el hijo tenga espina bífida o el síndrome de Down, o la más invasiva y arries­ gada de la amniocentesis, en la que se extrae líquido de la bolsa amniótica que se analiza buscando indicios de defectos genéticos. Si alguna prueba indica que el niño o niña potencial pudiera presentar una mi­ nusvalía, se ofrece a la madre la posibilidad de abortar. Las feministas no discapacitadas han aplaudido mucho la implanta­ ción de las pruebas prenatales. Las consideran otro medio por el que las mujeres pueden controlar su reproducción. Sin embargo, desde media­ dos los años 80, algunas autoras feministas han señalado también que este control tiene un precio (véanse, por ejemplo: Farrant, 1985; Hubbard, 1986; Oakley, 1986; Rothman, 1989). Ese precio incluye la ansie­ dad que domina la primera etapa del embarazo — para decidir si ha­ cerse o no las pruebas y esperar los resultados— y la difícil decisión relativa a la continuación del embarazo o la práctica de un aborto, si se diagnostica una minusvalía. No obstante, el apoyo implícito a las pruebas prenatales se puso de © narcea. s. a. de ediciones

manifiesto cuando las feministas no discapacitadas utilizaron el con­ senso general que existía en torno al aborto respecto a las minusvalías para reforzar su decisión general de oponerse a la limitación del dere­ cho al aborto en los años 80. El apoyo para oponerse a estas tentativas no sólo se movilizó fundándolo en la defensa general del «derecho a elegir» de las mujeres, sino también respecto a la defensa del aborto se­ lectivo cuando se diagnosticasen minusvalías mediante las pruebas pre­ natales. En fechas más recientes, se han presentado las pruebas prenatales en el contexto de la rápida expansión de los conocimientos sobre genética humana. La aplicación médica de estos conocimientos supone que, en la actualidad, es posible diagnosticar antes del nacimiento muchas más minusvalías. El desarrollo de nuevos métodos de reproducción asistida, como los llamados «bebés-probeta», supone también que hay medios para evitar el nacimiento de niños discapacitados. Esto ha llevado a al­ gunos a preguntarse hasta qué punto se debe permitir o animar a las mujeres a tener «el niño perfecto».También ha suscitado el fantasma de la Alemania nazi, en donde la búsqueda ideológica de una «raza pura y sana» condujo al holocausto. Aún hay poca conciencia de que esto su­ puso la exterminación sistemática de las personas discapacitadas (vé­ anse: Morris, 1991, capítulo 2; Gallagher, 1990; Burleigh, 1994; Proctor, 1988). Las personas discapacitadas, sobre todo las mujeres discapacitadas, han puesto en tela de juicio la defensa feminista del aborto selectivo y suscitado una serie de cuestiones acerca del uso creciente de las prue­ bas prenatales que facilita la nueva genética. En pocas palabras, consi­ deran que las pruebas prenatales y el aborto selectivo se enraízan en la opresión de las personas discapacitadas y la perpetúan (véanse: Davis, 1985, 1987; Glasman, 1987, 1991; Finger, 1984; Hannaford, 1985; M o­ rris, 1991,1992; Saxton, 1984;Wilkie, 1987,1989). Por ejemplo, Jenny Morris dice que el supuesto de que la minusva­ lía sea motivo suficiente para el aborto se basa, de manera fundamental, en prejuicios que consideran que no merece la pena vivir con una dis­ capacidad. Morris sostiene que nadie tiene derecho a juzgar la calidad de vida de otra persona en el sentido de que sea tan mala que no me­ rezca la pena vivir. Permitir el aborto sobre la base de ese juicio es, de por sí, muy cuestionable. Además, afirma que, como las pruebas prena­

tales dan por supuesto que la vida de una persona discapacitada no me­ rece la pena vivirse, devalúan a todas las personas discapacitadas. Algu­ nas temen también que este enfoque del «problema» de la minusvalía influya negativamente en la atención que se preste a las personas disca­ pacitadas. En este sentido, Ellen Wilkie dice: En la medida en que continúe permitiéndose el aborto basado en la dis­ capacidad, se nubla el futuro respecto a la mejora de la vida de [las per­ sonas discapacitadas] en todos los terrenos, p. ej., el acceso a los edificios, el empleo, la educación y una vivienda adecuada. (Wilkie, 1989, p. 126).

Estoy de acuerdo con la sustancia de los argumentos de las personas discapacitadas. Sin embargo, como feminista discapacitada que trata de comprender las pruebas prenatales como una política social, esos argu­ mentos también me plantean muchas cuestiones: ¿cómo y por qué se manifiestan los prejuicios que están en el núcleo de las pruebas prenata­ les? ¿Es posible concebir unas pruebas prenatales que no utilicen los jui­ cios sobre la calidad de vida? ¿Qué dinámica política y social relaciona la categoría de las personas discapacitadas con las pruebas prenatales? El objetivo que persigo en este capítulo consiste en comenzar a ex­ plorar estas cuestiones. Lo haré examinando el contexto médico y científico del Reino Unido en el que se han desarrollado y se aplican las pruebas prenatales. A continuación, examinaré las políticas sociales que rigen el uso de las pruebas prenatales. De este modo, espero que sea posible aclarar el carácter del riesgo que encierra el diagnóstico prenatal para las personas discapacitadas, comprender los riesgos de la «nueva eugenesia» y concluir con unas recomendaciones que abran una vía para evitarlos.

Contexto m édico de las pruebas prenatales La profesión médica desempeña un papel importante en las prue­ bas prenatales: es responsable del desarrollo de la tecnología diagnóstica prenatal, así como de la supervisión de las pruebas prenatales. En con­ secuencia, ¿cómo influyen los puntos de vista y los intereses de la pro­ fesión médica en la práctica de las pruebas prenatales y en las decisio­ nes que toma cada mujer?

No es habitual que se hagan las pruebas prenatales con el fin de tra­ tar una determinada condición de la madre o del feto. Sin embargo, se considera correcto o ético ofrecer las pruebas prenatales porque — se dice— pueden prevenir el sufrimiento al permitir que la mujer opte por el aborto si su feto presenta alguna minusvalía. Entonces, ¿cómo aprecia la profesión médica los grados o tipos de minusvalía que lleven a un nivel tal de sufrimiento que justifique la oferta del aborto a la mujer? Un genetista clínico, Clarke, señala que la profesión médica no ha solido ocuparse explícitamente de esta vital cuestión. En su defensa, la profesión médica dice que corresponde a los padres decidir si el aborto está justificado. Pero Clarke indica que esta postura pasa por alto la fun­ ción de la profesión a la hora de decidir qué objeto tiene la comproba­ ción de las minusvalías y afirma que, en realidad, las pruebas se intro­ dujeron porque era posible hacerlas, desde el punto de vista técnico, y no porque se hubiese probado su necesidad o que fuesen «algo bueno» (Clarke, 1993). No hace mucho, en la prensa médica se ha debatido esta cuestión, con motivo de la legislación de 1990 que permite el aborto hasta el momento del nacimiento en caso de «deficiencia grave», correspon­ diendo a los profesionales médicos la responsabilidad de decidir en concreto qué constituye una «deficiencia grave». Parece que la de­ ficiencia grave se está definiendo, en un sentido estricto, como las con­ diciones que resulten fatales en el nacimiento o cerca de él (Bennet, 1993; Green, 1993; Lilford y Thornton, 1993). Quizá esto indique la incertidumbre de la profesión médica respecto a la moralidad de per­ mitir el aborto pasadas las 24 semanas, que es el momento en el que el feto es capaz de nacer vivo. El otro aspecto interesante que ha surgido de este debate en la prensa médica es que, cuando se diagnostica prenatalmente el síndrome de Down o la espina bífida, se ofrece el aborto «teniendo en cuenta el impacto psicológico que tenga en la madre» y en el interés del feto (Bennet, 1993, p. 929). Presumiblemente, en el «impacto psicológico» se incluyen las tensiones y limitaciones relacionadas con las consecuen­ cias sociales y económicas a las que se enfrentan las mujeres que crían a niños o niñas discapacitados, de las que hay abundantes pruebas.

En conjunto, estas observaciones ilustran que la idea de sufrimiento que utiliza la profesión médica abarca el dolor físico y la angustia inhe­ rente a una determinada situación médica, pero también el impacto psicológico y la reacción social a la minusvalía, tanto para el niño po­ tencial como para la madre. Hay algunas pruebas que indican que esta idea de sufrimiento se extiende aún más, incluyendo el impacto de la minusvalía en la sociedad. Por ejemplo, en su revisión de los servicios de diagnóstico prenatal, el Royal College of Physicians] advierte que, si los padres son «capaces de aceptar cierto grado de deficiencia del niño», los médicos deben recordarles las consecuencias a largo plazo de tener un hijo discapacitado, incluyendo «la situación que puede crearse des­ pués de sus respectivas defunciones» (Royal College of Physicians, 1989, p. 50). Esto puede suponer que, aún en el caso de que los padres quie­ ran criar al hijo discapacitado, la sociedad quizá no y los padres deben tenerlo en cuenta. Esta utilización de la idea ampliada de sufrimiento arroja cierta luz sobre el hecho de que el síndrome de Down sea una de las dos situa­ ciones corrientes por las que se ofrecen las pruebas prenatales. Las per­ sonas con síndrome de Down no suelen padecer dolor físico ni angus­ tia como consecuencia de su discapacidad. Da la sensación, por tanto, de que, en la medida en que las pruebas prenatales relativas al síndrome de Down tratan de prevenir el «sufrimiento», lo que se tiene en cuenta aquí es el sufrimiento social o psicológico de otros. En este contexto, el problema general de tipo ético consiste en el oscurecimiento de las dimensiones sociales y económicas del «sufri­ miento», planteándose la cuestión en un nivel médico e individual y no en el nivel político. La mujer concreta interesada tiene que tomar decisiones basándose en las circunstancias sociales y económicas en las que se encuentre, en vez de esperar o prever un cambio social. No obstante, cuando el contexto social y económico general de la disca­ pacidad informa las decisiones y las prácticas clínicas, existe el riesgo de que el problema social o la discapacidad que se percibe se trans­ forme en objeto de la medicina, lo que provoca que haya muy poca discusión pública sobre el carácter adecuado o aceptable de esa op­ ción política. 1 «Real C olegio de Médicos». (N. delT).

Dado que 110 se habla mucho explícitamente de las razones éticas de las pruebas prenatales, ¿influyen en las pruebas prenatales lo que piensan los médicos sobre la discapacidad y la minusvalía? La medicina moderna se centra en la estructura y el funciona­ miento del cuerpo, en los procesos de la enfermedad y en los medios para curar o mitigar los efectos de las enfermedades. Por definición, una minusvalía es un defecto de esas estructuras y funciones. Me atrevo a decir que las dificultades aparecen a causa de la costumbre médica de relacionar el nivel de funcionamiento con la calidad de vida. Por ejemplo, una investigadora médica, la Dra. Seller, ha estudiado las posibilidades de evaluar prenatalmente la gravedad de la espina bífida. Para hacerlo, trató, en primer lugar, de establecer una correlación entre el grado de minusvalía y la calidad de vida. Su investigación sobre menores con espina bífida concluía afirmando que la calidad de vida de esas personas era «siniestra» (Seller, 1990, p. 446). Las pruebas en las que fundaba esa aseveración se basaban exclusivamente en las funcio­ nes corporales, es decir, el número de personas incontinentes, el de las que eran paralíticas, etcétera. N o mencionaba en ningún m om ento cómo se sentían esos menores en relación con estas limitaciones ni los factores — médicos o sociales— que impedían o mejoraban su calidad de vida. En cambio, el estudio de la pedagoga Elizabeth Anderson so­ bre menores con espina bífida y parálisis cerebral descubrió que, aun­ que se enfrentaban con una serie de limitaciones, era evidente que és­ tas dependían de la complejidad de las circunstancias sociales y que no existía una correlación simple entre el grado de minusvalía y la situa­ ción social (Anderson, 1982). Otra dificultad, relacionada con lo anterior, consiste en la tendencia a convertir la enfermedad o la minusvalía en el centro de atención, ex­ cluyendo casi a la persona. Es evidente que, en el caso de las pruebas pre­ natales, lo único que se sabe del feto es si tiene o no una minusvalía. Aún así, parece que no se han llevado a cabo muchas tentativas de discusión sobre las consecuencias de la minusvalía concreta diagnosticada ni de su influencia sobre las posibilidades de desarrollo vital. Por ejemplo, en un folleto que se entrega a las madres que se someten a pruebas prenatales, la primera y única referencia a los efectos del síndrome de Down es:

Los bebés nacidos con el síndrome de Down... presentan un aspecto ca­ racterístico, son deficientes mentales y pueden tener otros defectos de nacimiento. (Wolfson Institute, s/f).

Más aún, el folleto se refiere en abstracto al diagnóstico de la situa­ ción, en vez de referirlo a un feto que forma parte de una madre. La consecuencia es que, como en el caso de una enfermedad, las condi­ ciones negativas pueden «eliminarse» y conviene hacerlo así. Esta pre­ sentación deja en la penumbra la diferencia fundamental que existe en­ tre las pruebas prenatales y otras formas de prevenir enfermedades, consistente en que el «tratamiento» que sigue a las pruebas prenatales — el aborto— «cura» la condición negativa eliminando el feto, en vez de detener la condición negativa original. La referencia a la curación tampoco es adecuada porque, como dice el activista de la discapacidad Simón Brisenden: literalmente, no hay ninguna situación en la que deba considerarse que una persona discapacitada está enferma, porque ninguna enfermedad relacionada con la discapacidad... abarca de forma tan plena la vida de una persona que llegue a definir a esa persona. (Brisenden, 1987, p. 177).

La ginecóloga Wendy Savage señala otro conjunto de factores que indican la forma en que la profesión médica enfoca las pruebas prena­ tales y el aborto selectivo. Dice: Los médicos... están muy de acuerdo con las pruebas prenatales, dado que el avance de los conocimientos médicos ha hecho que sobrevivan muchas personas minusválidas. En el pasado, no habrían sobrevivido, porque la naturaleza tenía un modo de garantizar que no sobreviviesen algunas personas minusválidas, pero nosotros lo modificamos. Así, cuando la gente dice: «¿cómo podéis jugar a Dios y decidir qué feto ha de vivir o morir?», olvida que ya hemos cambiado la historia natural, interfiriéndola después de nacer el bebé. (Savage, 1988, p. 18).

Da la sensación de que este tipo de manifestaciones expresa los sen­ timientos ambivalentes de la profesión médica acerca de si sus técnicas deben utilizarse siempre para permitir que sobrevivan las personas dis­ capacitadas, así como cierta lamentación de que, en el pasado, se hayan utilizado con ese fin. Aparece implicada también una comparación en­

tre las pruebas prenatales, para evitar el nacimiento de un bebé discapa­ citado, y la práctica de retirar o mantener el tratamiento a niños con síndrome de Down o espina bífida (Whitelaw, 1986). Desde el punto de vista de la profesión, las pruebas prenatales constituyen «la opción más fácil»: aunque el aborto sea moralmente problemático, lo es menos que llevar a la muerte a un recién nacido. Es más, al menos en teoría, la madre es más responsable que el médico de la decisión de abortar o no a su feto discapacitado, mientras que el médico es el responsable último de retirar o mantener el tratamiento. En consecuencia, para la profesión médica, la opción a favor de las pruebas prenatales es evidente de por sí y en absoluto problemática. Es una forma de evitar las dificultades de «afrontar» las minusvalías que carecen de cura médica. Sin embargo, otros factores que influyen pue­ den ayudar también a explicar por qué se han introducido y expan­ dido los programas de pruebas prenatales en determinados momentos. En primer lugar, el desarrollo de las pruebas prenatales ha beneficiado los intereses profesionales. Por ejemplo, en su estudio histórico de la asistencia médica a las mujeres embarazadas, Ann Oakley afirma con­ vincentemente que la asistencia prenatal «no es nada si no puede con­ trolarse a la mujer». En ese contexto, puede considerarse que las prue­ bas prenatales avalan el hecho de que la asistencia prenatal siga centrándose en los hospitales, asegurando, de este modo, la función de los ginecólogos, al tiempo que permite obviar la necesidad de los mé­ dicos, varones, por regla general, de basarse en la información sobre el bebé que puedan aportar «meras» mujeres (Oakley, 1986). Farrant ha demostrado que las pruebas prenatales han servido de palanca para ob­ tener recursos gubernamentales para m ontar instalaciones para las pruebas en una época de recortes presupuestarios para la asistencia ma­ ternal (Farrant, 1985). El hecho de que también el contexto institucional promueva el apoyo de los médicos a la prevención de la minusvalía y no sólo actitu­ des médicas, se confirma ante la situación de que, en algunas áreas, las acciones de los médicos pueden provocar minusvalías y, sin embargo, tales prácticas continúan. Me refiero aquí a la tasa de incidencia de mi­ nusvalías del 20% de los bebés tratados en cuidados intensivos neonata­ les (Griffin, 1993).

¿Se influye sobre las mujeres? Tenemos que considerar otra cuestión: ¿qué influencia tiene el contexto médico de las pruebas prenatales en la visión de las mujeres sobre la minusvalía y la discapacidad, en general, y en sus actitudes res­ pecto al aborto selectivo, en particular? Disponemos de pocos datos sobre esta cuestión y debemos tratar con precaución la idea de que la profesión médica pueda imponer sus ideas a las mujeres. Como mues­ tra el estudio de Green y Statham de un pequeño grupo de mujeres que se sometieron a las pruebas del síndrome de Down, la mayoría de ellas desea tener a su disposición las pruebas (Green y Statham, 1993). Más en general, se ha dicho que cualquier programa de salud cuyo ob­ jetivo sea evitar enfermedades, como los programas de vacunación in­ fantil, sólo tendrá éxito si concuerda con las normas culturales. No hay razón para pensar que, a este respecto, las pruebas prenatales sean dife­ rentes. Sin embargo, podemos estudiar brevemente los mensajes que encierra la práctica de las pruebas prenatales que pueden ejercer alguna influencia sobre las mujeres. Aunque el objetivo del diagnóstico prenatal consiste en ofrecer a las mujeres la posibilidad de una elección informada, ¿existe, acaso, tam­ bién, alguna expectativa o presión subyacente para que las mujeres abor­ ten un feto minusválido? Algunos ginecólogos se han mostrado reacios a efectuar las pruebas prenatales a mujeres que no pensaban abortar en caso de resultados positivos (d’A Crawfurd, 1983; Farrant, 1985). Esta presión para abortar puede formar parte también de la estruc­ tura y el proceso del mismo diagnóstico prenatal. En otras palabras: la oferta del diagnóstico prenatal supone la recomendación de aceptar esa oferta que, a su vez, lleva consigo la recomendación de finalizar el embarazo si se descubre alguna anormalidad. (Clarke, 1993, p. 1000).

El razonamiento que rige esta situación es que, como los médicos hacen esta oferta en el contexto de un procedimiento médico estable­ cido, ellos fijan una «cadena probable de hechos en la mente de cada uno» (Clarke, 1993, p. 1001). Aun a riesgo de ser demasiado determinista, la mayoría de las in­ vestigaciones y desarrollos se han centrado en los aspectos técnicos de las pruebas y en las posibilidades de impedir la minusvalía, en vez de

hacerlo sobre las necesidades de apoyo de las mujeres para tomar deci­ siones. Así, se ha pasado por alto la necesidad de consejo y de informa­ ción adecuada (Green y Statham, 1993) y, como ha reconocido incluso el Royal College of Physicians, se han dejado de lado, en gran medida, las consecuencias psicológicas del aborto selectivo. Podríamos decir que, en cierto sentido, las pruebas prenatales han institucionalizado el miedo a la minusvalía e incrementado el valor añadido a los niños no discapacitados. La primera cuestión que suele plantearse y responderse inmediatamente después del nacimiento es: «¿está bien el bebé?» Esta pregunta domina, en la actualidad, las prime­ ras etapas del embarazo porque la mayoría de las mujeres se someten a alguna forma de pruebas prenatales. Sin embargo, el número de las que dan a luz a un bebé discapacitado es muy pequeño — menos del 3% (d’A Crawfurd, 1983). Las pruebas prenatales pueden suscitar también falsas expectativas respecto a la evitación o el control de la minusvalía: más del 90% de las minusvalías infantiles se producen en el nacimiento o después de él y, en gran parte, son efectos de factores ambientales o de accidentes. Quizá todo t^sto no sea sino lo que ha dado en llamarse «las conse­ cuencias no pretendidas de la aplicación de la tecnología» (Schwartz Cowan, 1992). Da la sensación de que la práctica institucional de las pruebas prenatales separa sistemáticamente a los normales de los «anor­ males» y pone en pie un conjunto de juicios diferentes sobre el futuro de los últimos en comparación con los primeros. Algunos autores du­ dan de este «control de calidad» (Rothman, 1989). Es cruel decirlo, pero creo que el valor otorgado a los fetos minus­ válidos está directamente relacionado con la medida en que a las muje­ res les resulte difícil la decisión de abortar sobre la base de la minusva­ lía. Uno de los mayores peligros será, sin duda, que la decisión de abortar se convierta en rutinaria.

Contexto científico de las pruebas prenatales Los avances recientes en la comprensión de la genética humana y de las tecnologías reproductoras están proporcionando nuevos medios para prevenir las minusvalías y las enfermedades. Previendo estos avan­

ces, en 1968, el científico estadounidense Richard Sinshiemer acuñó la expresión: «nueva eugenesia», referida a lo que garantizaría «a todos los seres humanos un derecho individual y natural: el derecho a la salud» (Fox Kellar, 1992, p. 294). La nueva eugenesia surgió de la investigación genética indepen­ diente y «pura» (en contraste con la aplicada) que se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial, desconectada de las ideas de pureza ra­ cial. Hay pocas pruebas de que la nueva eugenesia, como ideología polí­ tica, fuese mucho más que los pronunciamientos de unos pocos científi­ cos norteamericanos. Sin embargo, la aplicación práctica de estos nuevos conocimientos genéticos, a través de procedimientos médicos como las pruebas prenatales, hace posible una forma de «mejora» humana nunca vista hasta ahora. De este modo, el objetivo eugenésico de «mejorar la calidad de la población», eliminando las presuntas malas características, puede cumplirse sin necesidad de la intervención o la coerción estatal. Sin embargo, hay que considerar muchos aspectos de la idea de «mejora humana»: ¿constituye realmente una «mejora humana» el he­ cho de impedir el nacimiento de alguien que padece un defecto gené­ tico?; ¿quién decide lo que constituye una característica genética lesiva o beneficiosa para la mejora humana? Surge aquí el problema de que el contexto institucional de la in­ vestigación genética no permite la discusión pública de estas cuestiones vitales. Existe una muy íntima relación entre la investigación genética y la práctica médica, es decir, las nuevas aplicaciones de los conocimien­ tos genéticos se transforman en prácticas médicas — si bien de forma experimental— como un elemento más de la etapa inicial de desarro­ llo o inmediatamente posterior a ésta, sometida sólo a la sanción de las comisiones deontológicas de los hospitales. Las autoridades públicas se han mostrado reacias a inmiscuirse en las cuestiones implicadas relati­ vas a la libertad clínica y de investigación. A principios de los años 80, no tuvieron más remedio que considerar la cuestión de la investigación embriológica, estudiando si debía regularse y cómo. Posteriormente, la cuestión sólo atrajo la atención pública después de haberse desarro­ llado las tecnologías correspondientes. Las autoridades también se han mostrado reacias a intervenir para limitar la utilización de la tecnología genética, al considerarlo como una restricción de los derechos a la elección del individuo. Los científi-

eos han presentado la mejora humana como «un hecho... a causa de la demanda de los consumidores» (Kelves, 1992, p. 319). Quizá, la cues­ tión no consista sólo en si las personas deben tener «derecho a elegir», sino en qué términos se percibe y presenta esa elección. Al equiparar la mejora humana con la demanda de los consumidores, se corre el riesgo de reducir o eliminar la gravedad moral de la elección. El sociólogo norteamericano Troy Duster escribe: Armadas con la elección del individuo, las selectas naciones occidentales tendrán que afrontar el control social de esta nueva tecnología [gené­ tica] mediante instrumentos estatales explícitos o bien ver cómo la prác­ tica rutinaria de los grupos sociales sustituye el control social. (Duster, 1990, p. 35).

En otras palabras, a menos que el estado se ocupe o regule el uso de la nueva tecnología genética, los debates acerca de «qué clases de personas deben nacer» y el conjunto de opciones disponibles, las acti­ vidades de las comunidades científica y médica decidirán esencial­ mente esas cuestiones. Otro motivo de preocupación es que los resultados de la investiga­ ción genética tienen la apariencia de hechos objetivos sobre la existen­ cia humana. Este punto de vista pasa por alto el grado en el que esa in­ vestigación y, en especial, el concepto de enfermedad genética están influidos por los prejuicios sociales y los problemas económicos. Hay pruebas de que la elección de la enfermedad o característica que some­ ter a prueba y relacionar con un gen concreto constituye una decisión social, influida por las preocupaciones sociales. Por ejemplo, algunos autores han dicho que las tentativas para encontrar un factor genético que tenga relación con las enfermedades coronarias estuvieron influi­ das por el elevado coste de la asistencia sanitaria dedicada a estas enfer­ medades (Duster, 1990). Se espera que, cuando se descubra que un in­ dividuo está en situación de riesgo, adopte medidas preventivas. Esa información permite también que las compañías de seguros excluyan los grupos de riesgo elevado de los seguros de asistencia sanitaria. Más aún, el mismo concepto de enfermedad genética no sólo abarca los desórdenes genéticos considerados como enfermeda­ des, sino también las anormalidades genéticas relacionadas con desórde­

nes genéticos no conocidos, así como con desórdenes que pueden no ser genéticos ni enfermedades (citado en: Fox Kellar, 1992, p. 291).

Los mismos términos en los que se presenta la investigación gené­ tica son parciales y contribuyen a reforzar la idea de que la minusvalía genética constituye una categoría definitiva y una experiencia total­ mente negativa. Un ejemplo lo tenemos en el Proyecto Genoma H u­ mano, que aspira a identificar la función de cada gen y su posición re­ lativa. El proyecto se considera socialmente deseable y justificado por la búsqueda de genes responsables de determinadas enfermedades. La di­ vulgación popular del proyecto ha llevado a hablar de genes «buenos» o normales, que se definen como humanos, y genes «malos», que cau­ san enfermedades y, por implicación, son «anormales» o infrahumanos. En el mejor de los casos, se trata de una simplificación excesiva que, aunque puede hacer más accesibles unas ideas científicas complejas, no aclara el hecho de que cada ser humano tiene un genoma único ni que la variación genética es vital para nuestra supervivencia. Es más, como señala el redactor de Science Tom Wilkie: hay una preocupación justificada de que la insistencia en la constitu­ ción genética de la humanidad deforme nuestro sentido de los valores y nos lleve a olvidar que la vida humana es más que la mera expresión de un programa genético escrito en la química del ADN. (Wilkie, 1993, p. 3).

Los riesgos relacionados con la forma de desarrollarse la investiga­ ción genética son insidiosos y provienen menos de un intento eugenésico explícito o de la amenaza de compulsión que de la ignorancia de las consecuencias colectivas de las acciones individuales y de dejar que lo que nos permite hacer la ciencia fije los planes políticos y médicos. Como veremos, esto está ocurriendo ya.

Pruebas prenatales y política pública En esta sección, me ocuparé de la política y de los problemas polí­ ticos que encierran las pruebas prenatales.

La política de prevención de la minusvalía Desde finales de los años 70, los responsables de la política de salud en el Reino Unido han dedicado mucha atención a las estrategias des­ tinadas al mantenimiento de la salud, de manera que sea más fácil que las personas permanezcan sanas. Los motivos para hacerlo así son, por una parte, la elevación del gasto sanitario del estado en una época de crisis económica y, por otra, la situación relativamente estática del nivel de salud de la población, a pesar de ese gasto. En este contexto político, podríamos considerar el diagnóstico pre­ natal como un procedimiento médico que se desarrolló en un mozmentó adecuado para recibir, al mismo tiempo, la financiación del es­ tado y el apoyo de los médicos. El perfeccionamiento de los antibióticos y de las condiciones sociales hace que, en la actualidad, sea raro que las enfermedades infecciosas produzcan minusvalías o la muerte en la in­ fancia. En consecuencia, las condiciones genéticas y congénitas explica­ ban en una proporción mucho mayor las minusvalías infantiles. El diag­ nóstico prenatal constituía un medio adecuado para reducir la incidencia de esas minusvalías. Es más, diversas características de las pruebas prenatales hacían más fácil ponerlas en práctica que otras políti­ cas de promoción de la salud, como la de animar a la gente a que deje de fumar. Las pruebas prenatales daban unos resultados mensurables y definidos, indicaban un uso eficiente de los recursos estatales, propor­ cionaban a la profesión médica una función clara y permitían la utiliza­ ción de las estructuras sanitarias ya existentes. Nada de esto ocurría con la educación para la salud. Además, las pruebas prenatales constituían un signo visible del compromiso del estado con la asistencia sanitaria a las mujeres en un momento en el que se cuestionaba ese compromiso. El objetivo general de prevenir la minusvalía mediante las pruebas prenatales y el posterior aborto resultaba políticamente conveniente en el contexto de las prioridades más generales relativas a la salud y ha se­ guido siéndolo en la medida en que este objetivo se inscribía en la po­ lítica de maternidad durante los años 80. No obstante, esto contrasta con la resistencia del gobierno a adoptar medidas para prevenir, en pri­ mer lugar, las minusvalías del feto. Por ejemplo, si las mujeres toman ácido fólico inmediatamente antes o después de la concepción, la pro­ babilidad de que se produzcan defectos del tubo neural puede redu­

cirse en un 75%. En su momento, el gobierno recomendó a la Fedcration of British Bakers2 que se añadiese ácido fólico al pan, como el modo más seguro de garantizar que todas las mujeres lo tomaran en cantidad suficiente, pero no consiguió su objetivo. Una legislación que obligara a los panaderos a efectuar esa operación sería contraria a la postura del gobierno respecto a la desregulación de la industria. En consecuencia, el compromiso con la prevención no suele ser absoluto, sino que de­ pende de los intereses que entren enjuego en relación con el medio concreto de prevención que se considere.

¿Elección o economía? Consideremos brevemente si los intereses del estado respecto al diagnóstico prenatal, sobre todo los económicos, chocan con el obje­ tivo explícito del mismo, es decir, con facilitar a las mujeres una deci­ sión informada (Royal College of Physicians, 1989), y, si es así, cómo. Para demostrar la eficacia del diagnóstico prenatal, los economistas de los servicios de salud llevaron a cabo diversos análisis de costo-beneficio, para confirmar que el ahorro o los «beneficios» de las pruebas prenatales serían mayores que los recursos invertidos en ellas. En estos análisis, un elemento importante era el cálculo del ahorro del estado al evitar el coste de la ayuda a un niño discapacitado (metodológica­ mente, esos cálculos resultaban muy difíciles y, entre los economistas, no había consenso respecto a la forma de efectuarlos). Esos análisis su­ ponían o, quizá, ilustraban que el interés del estado por las pruebas pre­ natales no se orientaba a que las mujeres pudieran tomar una u otra decisión, sino a que optasen por el aborto: los beneficios y la justifica­ ción del gasto en diagnósticos prenatales sólo aumentarían si las muje­ res optaran por el aborto, en caso de resultado positivo. Hay que tener cuidado para no interpretar este interés económico con excesiva literalidad, en el sentido de que el estado presione a las mujeres para que opten por el aborto, en caso de que las pruebas pre­ natales den resultado positivo. El ahorro debido a los programas de pruebas prenatales es teórico, sin que aparezca ningún dinero extra en 2 «Federación de panaderos británicos». (N. delT.).

los presupuestos de salud. No obstante, creo que este interés tiene una función ideológica, que afecta negativamente a las mujeres y a las per­ sonas discapacitadas. Las informaciones de prensa sobre el diagnóstico prenatal suelen mencionar los costes que genera a lo largo de su vida una persona dis­ capacitada, como ocurre en los debates parlamentarios sobre el aborto, que presentan, a menudo, esos costes como una «carga» financiera pú­ blica y privada. La insistencia en las ventajas económicas que se derivan, tanto para la mujer como para el estado, presenta, casi siempre, una defensa patente y cerrada de que el diagnóstico prenatal es la mejor manera de compartir la «carga» de la minusvalía. Implica que el apoyo del estado se extiende hasta ofrecer el diagnóstico prenatal, pero no hasta com­ partir la «carga» mediante unos servicios innovadores y flexibles que proporcionen una ayuda auténtica. En consecuencia, surge el temor de que, si una mujer decide no hacerse las pruebas o continuar su emba­ razo, a pesar del resultado positivo de las mismas, se considere que lo hace bajo su responsabilidad y tenga que pagar por ello. Esta referencia permanente al coste para el estado y para las muje­ res es, ante todo, una especie de insulto a las personas discapacitadas. No reconoce las muchas y diferentes funciones que desempeñan las personas discapacitadas en la sociedad, a pesar de los obstáculos que se oponen a ello, ni que otras muchas categorías de personas cuestan al estado una gran cantidad de dinero en el transcurso de su vida. Supone también que, respecto al dinero, las reclamaciones de las personas disca­ pacitadas al estado deben tener un límite e, incluso, que ese límite se ha superado. Esto es insidioso, sobre todo cuando la «solución» que se ofrece es el aborto. Indirectamente, puede ser también un medio para reducir la demanda de servicios de asistencia comunitaria muy necesa­ rios. En un momento en el que el gobierno hace hincapié en la reduc­ ción del gasto público, la consideración de las personas discapacitadas como «cargas caras» contribuye a crear un clima en el que se cuestione la justificación de la prestación de servicios de apoyo. Da la sensación de que existe una línea divisoria precariamente fina entre el objetivo de prevenir las minusvalías en beneficio de la socie­ dad, cuyo efecto, si no su intención, podría ser eugenésico, y los objeti­ vos de facilitar la decisión informada de las mujeres y de prevenir el su­

frimiento individual provocado por la minusvalía. La científica femi­ nista Ruth Hubbard sostiene que: Se espera que las mujeres lleven a la práctica los prejuicios eugenésicos de la sociedad «optando» por someterse a las pruebas adecuadas y... «de­ cidiendo» terminarlo si parece que el resultado molestará. (Hubbard, 1986, p. 240).

Por tanto, da la sensación de que la amenaza de la eugenesia no proviene de ninguna compulsión o coerción explícita, sino de las ex­ pectativas y limitaciones económicas que establecen unos parámetros rígidos para la elección de la mujer. Parece también que esos paráme­ tros se fijan sin que medie ningún debate real ni en el nivel político ni en el clínico.

Conclusión De todo esto sólo surgen la complejidad y la confusión. Por una parte, la complejidad supone que es difícil interpretar que la utilización y el desarrollo de las pruebas prenatales tengan una intención eugenésica explícita ni que constituyan una respuesta política meditada a la discapacidad. Por otra, la confusión significa que, con demasiada facili­ dad, no se advierten ni se discuten las consecuencias sociales y colecti­ vas de las pruebas prenatales. En realidad, la acusación de la «falta de discusión» parece un tema recurrente. A partir de esta auténtica confusión y de estas complejidades, re­ sulta difícil señalar con precisión las consecuencias concretas que se de­ rivan para las personas discapacitadas. No cabe la menor duda de que la forma de discutir la política relativa a las pruebas prenatales muestra, con frecuencia y en el mejor de los casos, una considerable ignorancia sobre la discapacidad y la minusvalía. Es más, todavía no conocemos las consecuencias de las posibilidades que ofrecen los nuevos conocimien­ tos de genética. El miedo está justificado, no tanto por la posibilidad de que se recorten los derechos y libertades, sino por el desencadena­ miento de la capacidad de alterar la vida — y la muerte— sin disponer de los mecanismos o medios para discutir si esto es deseable o dónde situar los límites de su utilización. Más aún, son muchas las posibilida­

des que se abren para que las ideas opresoras de normalidad y de lo que constituye a un ser humano, impulsadas de modo muy especial por la investigación genética, informen los procesos de decisión políticos, científicos y médicos. Teniendo en cuenta todo esto y como mujer discapacitada, preo­ cupada tanto por las personas discapacitadas como por los intereses de las mujeres, ¿qué recomendaciones puedo hacer sobre la futura política relativa a las pruebas prenatales y sobre los conocimientos de genética? En prim er lugar, tengo que reiterar que cualquier decisión res­ pecto a someterse a las pruebas o a optar por el aborto corresponde a la mujer. Hay que prestar mayor atención a la influencia de las cir­ cunstancias sociales y de la misma experiencia de las pruebas sobre la libertad de tales opciones. En la medida en que se amplíen las posibi­ lidades de elección (en el marco de la ley del aborto) y mayor sea el apoyo que se dé a la mujer, m enor será el riesgo de que el aborto a causa de la minusvalía se convierta en algo rutinario y previsible. En particular, hacen falta mucha investigación, imaginación y sensibilidad en relación con la provisión de información sobre las minusvalías a continuación de un diagnóstico positivo. Esa información tiene que m antener un delicado equilibrio para no dar una visión descarada­ mente optimista ni claramente pesimista, pues ambas llevan al desá­ nimo y a decisiones orientadas por una información incompleta, ine­ xacta o ambas cosas. En segundo lugar, tendría que producirse un debate mayor en to­ das las fases de la investigación e implantación de las pruebas prenata­ les. Los políticos, los científicos y los médicos deben tener en cuenta que las personas discapacitadas están especialmente interesadas por las pruebas prenatales y, en consecuencia, deberían participar sistemática­ mente en los debates sobre dichas pruebas, lo que proporcionaría algu­ nos puntos de vista generales en relación con la complejidad de la ex­ periencia de la discapacidad y la minusvalía, ayudando a corregir muchas concepciones erróneas vigentes. Esto no quiere decir que la voz de las personas discapacitadas tenga que ser decisiva, sino que debe estar representada. Hay que señalar que muchos grupos de presión tra­ dicionales relacionados con las discapacidades se enfrentan, a este res­ pecto, con un conflicto de lealtades, porque, a menudo, pertenecen a ellos muchos padres. Es fácil que los puntos de vista de las personas dis­

capacitadas y de sus padres no concuerden, por lo que es muy impor­ tante que tengan una representación distinta. Mi tercera recomendación recoge las otras dos, confirmando que las personas discapacitadas, con independencia del tipo de minusvalía que padezcan, forman parte de la sociedad y debe reconocérseles el mismo respeto y dignidad que a cualquier otro ser humano. Esta reco­ mendación consiste en que debe satisfacerse su petición de una legisla­ ción global de derechos civiles. Por supuesto, esto no descalifica la uti­ lización de las pruebas prenatales ni elimina los peligros de los nuevos conocimientos de genética, sin embargo, proporciona un marco de re­ ferencia mucho más claro respecto al cual pueden juzgarse esas pruebas y estos peligros.

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8. Experiencias de las mujeres discapacitadas con los m édicos de cabecera-------------N a sa B e g u m Da la sensación de que las mujeres con artritis enfadan o aburren a algu­ nos médicos de cabecera... si alguna no tiene la fortaleza suficiente para enzarzarse en un combate verbal, se marcha en silencio, habiendo per­ dido su tiempo y su energía y deprimida por no haber conseguido nada.

Introducción Cuando nos reunimos un grupo de mujeres discapacitadas, antes o después acabamos hablando de la profesión médica y de nuestras expe­ riencias con los servicios de salud. Este capítulo surgió a partir de un diálogo de este tipo, cuando una mujer comentó que las mujeres disca­ pacitadas tenían tantos problemas en relación con los servicios de salud que se podría escribir un libro. Dado que ocuparse del conjunto del mundo médico era una tarea relevante aunque inviable, decidí limi­ tarme a estudiar las experiencias de las mujeres discapacitadas con los médicos de cabecera. Sea por razones biológicas o sociales, en general, las mujeres visitan más a sus médicos y están más dispuestas a tomar su medicación que los hombres y se responsabilizan más de la salud de otras personas (Roberts, 1985). Los estudios sobre la salud de las mujeres han puesto de manifiesto las preocupaciones sobre la cantidad y calidad de los servi­ cios de salud que se ofrecen a las mujeres y los aspectos relativos al con­ trol social de la medicina. Esos mismos estudios documentan de qué modo controla la profesión médica la vida de las mujeres y define las conductas aceptables e inaceptables. Helen Roberts explica:

Las mujeres y los médicos (incluso cuando se trata de médicas) no sólo tienen puntos de vista sutilmente diferentes en relación con la salud, sino que habitan mundos distintos. Los médicos tienen el poder de de­ finir qué es enfermedad y qué no, qué es una conducta adecuada del paciente y qué no, así como lo que ocurra en la consulta. (Roberts, 1985, p. 2).

El trabajo sobre las experiencias de las mujeres como proveedoras y receptoras de los servicios de salud pone de manifiesto los problemas y dificultades que se plantean en el mundo médico, predominantemente ocupado por hombres y definido por las percepciones masculinas de la «normalidad». Sin embargo, aunque haya llegado a reconocerse que las definiciones de la «normalidad» y la experiencia del mundo médico puedan estar determinadas por el modo en que las dimensiones añadi­ das de la raza, la clase social y la edad interactúan para configurar la vida de las mujeres, no se ha hecho ningún análisis del papel que de­ sempeña la discapacidad en la experiencia de la salud y de los servicios de atención sanitaria de las mujeres. En el pasado, las personas discapacitadas han luchado de tal manera para oponerse a la conversión de su vida y experiencias en un pro­ blema médico que han solido minimizar las preocupaciones por sus necesidades sanitarias. El carácter a menudo opresor del tratamiento médico y la oposición a que la discapacidad se interprete como un ca­ tálogo de problemas médicos ha hecho que las personas discapacitadas se cuiden mucho de plantear problemas de salud en las esferas públicas, académicas o ambas. Aunque esta respuesta al carácter intrusivo y, con frecuencia, intervencionista del mundo médico sea comprensible, las personas discapacitadas, bien a causa de la minusvalía, bien a causa de enfermedades corrientes, son dientas de los servicios de salud. Como dice Margaret Lloyd: ... la definición restringida de la discapacidad como situación de carác­ ter clínico se traduce en la omnipresencia del poder de los médicos so­ bre la vida de las personas discapacitadas, del que el poder de decisión sobre la aptitud para trabajar y el derecho a percibir prestaciones de la seguridad social no son sino meros ejemplos. Sin embargo, esto no sig­ nifica necesariamente que los aspectos médicos de su vida carezcan de im­ portancia para las personas discapacitadas. (Lloyd, 1992, p. 211).

La autoridad y el control que ejerce la profesión médica sobre la vida de las personas discapacitadas produce, inevitablemente, un pro­ fundo impacto tanto en los hombres discapacitados como en las m u­ jeres discapacitadas. Sin embargo, las personas discapacitadas no cons­ tituyen un grupo homogéneo y, con frecuencia, determinados factores, como la raza, la clase social, la edad, la sexualidad, el sexo y el género, desempeñan un papel significativo en la configuración de sus experiencias de los servicios de salud. Por ejemplo, las personas de raza negra han llamado la atención sobre el hecho de que la idea equivo­ cada de que las personas que padecen anemia falciforme son «drogadictas» les impide, a menudo, el acceso a los servicios de salud. Las mu­ jeres discapacitadas han manifestado su preocupación por la forma en que los programas de rehabilitación hacen hincapié en «el cultivo de actitudes competitivas» y se han ocupado de los problemas relativos a la sexualidad y el empleo masculinos (Morris, 1989, 1994; Matthews, 1983). Hacen falta muchos más trabajos sobre la forma en que la dis­ capacidad interactúa con otras dimensiones de las desigualdades socia­ les, incluyendo las experiencias de la gente en relación con la asisten­ cia sanitaria. Disponemos en la actualidad de una bibliografía bien fundada que estudia la forma en que la ideología sexista del mundo médico subyace, con frecuencia, en la experiencia que las mujeres tienen de los servicios de salud, aunque ninguno de estos trabajos menciona a las mujeres discapacitadas. Este capítulo trata de introducir la experiencia que las mujeres discapacitadas tienen de la salud y de la asistencia sani­ taria, estudiando un aspecto de esta experiencia: su contacto con los médicos de cabecera.

C óm o emprendí esta investigación En un prim er mom ento, pretendí celebrar entrevistas detalladas con un pequeño número de mujeres, con el fin de descubrir el carácter de las relaciones de las mujeres discapacitadas con sus médicos de cabe­ cera. Puse anuncios en la prensa dirigida a las personas discapacitadas, invitando a las mujeres a que se pusieran en contacto conmigo si que­ rían tomar parte en el estudio, contestando un cuestionario o partici­

pando en una entrevista directa. Pensaba que podría diseñar un cues­ tionario muy corto, con una serie de preguntas abiertas, que me diera una idea de los tipos de cuestiones que preocupaban a las mujeres dis­ capacitadas. El cuestionario iría seguido por un pequeño número de entrevistas cualitativas. La respuesta a los anuncios fue impresionante. Alrededor de 100 mujeres de todo el país respondieron al anuncio y 3 organizaciones me pidieron ejemplares del cuestionario. Las conversaciones telefóni­ cas y las cartas recibidas en relación con la investigación pusieron de manifiesto que la experiencia de las mujeres discapacitadas con los médicos de cabecera constituía para ellas un motivo importante de preocupación. Con el fin de utilizar la experiencia de todas las mujeres que ma­ nifestaron interés por la investigación, decidí desarrollar más el cues­ tionario, de manera que pudiera circular de mano en mano y utili­ zarse también por correo. A las mujeres que no podían rellenar el cuestionario, se les dio oportunidad de celebrar una conferencia tele­ fónica, mantener una entrevista directa o ayuda práctica para relle­ narlo. El cuestionario se diseñó para dar cabida a informaciones cuanti­ tativas y cualitativas. Su objetivo primordial consistía en explorar las experiencias de las mujeres discapacitadas y no las características o la práctica del médico de cabecera. Incluía preguntas abiertas sobre el médico de cabecera actual y sobre los anteriores. Durante el plazo hábil al efecto se recibieron 80 cuestionarios convenientemente re­ llenados.

Limitaciones de la investigación La mayoría de las investigaciones empíricas tienen limitaciones, bien por la metodología utilizada, bien por la naturaleza de la materia en sí y, también a veces, por una serie de factores imprevistos. Esta in­ vestigación no constituye una excepción. Aunque no pretendía ser un estudio representativo, el mero hecho de que se basara en una autoselección hacía que la muestra estuviese intrínsecamente sesgada, pues estaba inevitablemente formada por mujeres discapacitadas que que­

rían manifestar sus experiencias con los médicos de cabecera. Igual­ mente, el empleo de cuestionarios como la principal herramienta de la investigación excluía a algunas mujeres discapacitadas, en especial a aquéllas para quienes el inglés escrito no constituye el método de co­ municación preferido. Si este trabajo se desarrollara más, convendría utilizar lo que Mike Oliver llama «paradigma de investigación emanci­ pador» (Oliver, 1992), enfatizando de modo especial el diálogo en grupo y en las entrevistas semiestructuradas, con el fin de llegar a las mujeres discapacitadas que no aparecen suficientemente representadas en esta fase. La investigación hizo hincapié en el establecimiento de un plan desde la perspectiva de las mujeres discapacitadas y, en consecuencia, ofrece muy poca información sobre los médicos de cabecera de las mu­ jeres, el tipo de práctica que realizaron, la frecuencia de contactos, etcétera.Visto en retrospectiva, habría resultado útil estudiar con mayor de­ tenimiento la información relativa a las características de los médicos de cabecera. No obstante, el material aflorado por la investigación constituye un buen punto de partida para sacar a la luz un ámbito de experiencia poco conocido. Por último, el estudio no incluye ninguna comparación con las mujeres no discapacitadas ni con los hombres discapacitados. Es evi­ dente que muchas cuestiones planteadas aquí no son exclusivas de las mujeres discapacitadas. Sin embargo, el objetivo central de esta inves­ tigación consiste en demostrar el grado en el que el médico de cabe­ cera puede configurar la vida de las mujeres discapacitadas y en poner de manifiesto la urgente necesidad de incluirlos en las conversaciones sobre la salud de las mujeres, la asistencia sanitaria primaria y el uso de los servicios de salud de las personas discapacitadas.

Características de las mujeres que respondieron Las mujeres que respondieron se distribuían geográficamente de forma bastante equitativa: el 43% vivía en ciudades grandes; el 33%, en ciudades pequeñas, y el 20% en pueblos. Casi la tercera parte de la muestra vivía en soledad. El 30% vivía con un compañero, el 14% vivía con un compañero y sus hijos, el 7% vivía con sus hijos y otro 7%, con

otros familiares. Sólo una persona manifestó que vivía en una residen­ cia, de modo que la representación de este grupo en nuestro estudio era claramente insuficiente. Sólo el 4% de la muestra no manifestó su orientación sexual. El otro 96% comprendía un 5% de lesbianas, un 9% de mujeres bisexuales y un 82%) de mujeres heterosexuales. Dado que se estima que 1 de cada 10 personas de la población no es heterosexual, parece que en la inves­ tigación participaron unas proporciones muy representativas de las mu­ jeres lesbianas y bisexuales. La mitad de las mujeres (52%>) tenía hijos. Se incluyen aquí a todas las que tuvieron hijos, contando tanto a los ya emancipados como a los que aún vivían con ellas. Un 5%> de la muestra estaba formado por mujeres afrocaribeñas; el 2%, por asiáticas, y el 84%) estaba constituido por mujeres europeas bri­ tánicas. Es difícil averiguar la proporción de mujeres negras discapaci­ tadas de la población. Aunque su representación en este estudio pa­ rezca razonable en el plano teórico, no puede garantizarse que las mujeres negras discapacitadas constituyan una proporción significativa de la muestra. Aproximadamente dos tercios de las mujeres tenían edades com­ prendidas entre los 21 y los 49 años, mientras que sólo el 14% era de edades entre los 50 y los 59 y otro 14%, mayor de 60 años. La encuesta del gobierno sobre la población discapacitada indicaba que la mayor proporción de personas discapacitadas estaba por encima de los 60 años (OPCS, 1988). En cambio, esta muestra representa, sobre todo, a muje­ res cuyas minusvalías no están relacionadas con el proceso de envejeci­ miento. El 29% de las mujeres nació con una minusvalía; otro 17% quedó afectado por alguna minusvalía antes de los 22 años, mientras que el resto se vio afectado en la vida adulta. La mayoría de las mujeres describía su minusvalía como un pro­ blema físico: el 20% padecía esclerosis múltiple; el 12% padecía lesiones de espalda o de médula espinal, y el 11%, artritis u osteoartritis. Las mujeres sordas sólo constituían el 3% de la muestra y las ciegas, el 5%, aunque el 22% manifestó que su minusvalía afectaba la vista.

La inscripción com o paciente de un m édico de cabecera El 94% de las mujeres estaba inscrita como paciente de un médico de cabecera. Casi la mitad (el 49%)) de la muestra se había inscrito como paciente de su médico de cabecera actual desde un tiempo que oscilaba entre 1 y 10 años; otro 46% llevaba inscrito como paciente más de 10 años. Sólo el 3% de las mujeres llevaba como paciente de su médico de cabecera menos de un año. El motivo más corriente (55%) para inscribirse como paciente de un médico de cabecera concreto era la proximidad del ambulatorio. Al­ rededor de un tercio (38%) de las mujeres manifestó que la razón de su inscripción como paciente de su médico se debía a la reputación del mismo, mientras que el género y la facilidad de acceso eran los motivos aducidos por el 28 y el 30%, respectivamente, para seleccionar a un mé­ dico. En cambio, cuando preguntamos a las mujeres por los factores que consideraban importantes a la hora de elegir a un nuevo médico, la faci­ lidad de acceso (62%), la reputación (64%), la situación geográfica (59%) y el género (41%) adquirían gran importancia. Es probable que esto sea un reflejo de la diferencia entre lo que buscan las mujeres y lo que tie­ nen a su disposición. Los factores señalados como importantes al buscar a un médico de cabecera quizá tuviesen poco que ver con la elección final porque las opciones eran limitadas desde el primer momento. El proceso real de búsqueda de médico puede constituir una tarea ardua. Aunque las Family Health Services Authorities' faciliten detalles so­ bre los médicos de cabecera, a menudo no se da información o sólo muy limitada sobre la facilidad de acceso y otros detalles importantes para las mujeres discapacitadas. El hecho de encontrar a un buen mé­ dico de cabecera puede ser cuestión de suerte. Nora contaba cómo, cuando cambió de domicilio, no me sirvió de mucho preguntar al Family Practitioner Committee sobre los detalles relativos al médico más próximo cuya consulta permitiese el acceso fácil. Me enviaron una lista de los médicos de cabecera locales y me indicaron que fuese a las distintas consultas hasta encontrar una que permitiese un acceso fácil. Armada con un plano, hice precisamente eso. 1 «Administraciones de los servicios de salud familiar». (N. delT.).

Tuve suerte de que este método casual me permitiera encontrar al me­ jor médico de cabecera que he tenido.

Por regla general, los ambulatorios de medicina general tienen unas «áreas de captación», en el sentido de que sólo admiten pacientes que vivan a una determinada distancia de los mismos. Esto puede restringir las posibilidades de las personas a la hora de escoger a un médico de cabecera. Aunque la proximidad de la casa a la consulta fuese impor­ tante para las mujeres que participaron en este estudio, es evidente que algunas estarían dispuestas a desplazarse a distancias considerables para encontrar a un médico de cabecera que les sirviese de ayuda. Roseanne tuvo mucha suerte al poder cambiar a un médico de cabecera de una zona lejana a su domicilio. Explicaba: Viajo 8 km hasta la consulta de mi médico de cabecera, en vez de 400 m hasta la del médico del pueblo, que era el anterior mío de cabecera. La razón de ello no es sino que confío realmente en mi médico de cabe­ cera. Todos los médicos de cabecera son útiles y entre ellos hay buena comunicación. Tienen un enfoque humano que supone una diferencia importante, al ver que te consideran una persona y no un paciente más.

Algunas mujeres decían que no cambiaban de médico de cabecera por la dificultad que supone buscar a otro: «Ni siquiera pienso en cam­ biar de médico por no tener que buscar a otro que me acepte», escribía Joni. «Al menos, mi médico de cabecera actual conoce mi historia y, aunque no hace nada a menos que se lo pida, no me ignora por com­ pleto. Me parece simpático y, cuando me ve, cree en mí». Con frecuen­ cia, cuando las mujeres tienen que cambiar de médico, se ponen muy nerviosas. Jennifer escribía: «Me ha llevado mincho tiempo encontrar a un médico de cabecera que me escuchara y me creyera. Ahora, tengo que buscar a otro y sólo quiero encontrar eso mismo».

El contacto con los médicos de cabecera El motivo más frecuentemente mencionado para ir al médico era solicitar recetas de medicamentos de consumo habitual o por proble­ mas relacionados con la minusvalía.

C ontacto con los m édicos de cabecera Porcentaje de mujeres que acuden al médico de cabecera por las razones siguientes R azón para acudir al m édico Solicitar recetas Problemas relativos a la minusvalía Remisión a otros servicios de salud Autorización para acudir a otros servicios Resfriados, catarros, estado general alterado Informes médicos Control del dolor Revisiones de los pechos o del cuello del útero Salud infantil Menopausia Anticoncepción Servicios maternales Otras

% 84 60 56 51 48 41 41 37 19 16 10 5 15

Nota: las mujeres dieron más de una razón para acudir al médico de cabecera.

La remisión a otros servicios de salud, la autorización para acceder a otros recursos y servicios no médicos y la obtención de informes mé­ dicos eran también razones corrientes para acudir al médico de cabe­ cera en esta muestra. Partiendo de los comentarios de las mujeres, que­ daba claro que el apoyo del médico de cabecera en estas cuestiones era, a menudo, muy importante. Roseanne habla del grado de apoyo que le había brindado su médico de cabecera al facilitarle la remisión a otros servicios de salud: «Cuando empecé a debilitarme con el dolor crónico y me di cuenta de que no iba a “mejorar”, mi médico de cabecera me sirvió de gran ayuda y no me repitió la estupidez de «tranquilícese» que me dijeron en la consulta del hospital. Probó con diversos medi­

camentos, me dedicó su tiempo y no tuvo ningún escrúpulo para re­ mitirme al hospital homeopático». Nora escribió: Utilizo continuamente una silla de ruedas. Los servicios del hospital lo­ cal se negaron a darme una silla nueva porque la que utilizaba tenía me­ nos de cinco años. Me dijeron que, si estaba estropeada, ¡era porque la había maltratado! Le repetí mi conversación a mi médico de cabecera. Me dijo: «déjemela». A los 10 días, tenía una silla de ruedas nueva (los servicios del hospital no dieron ninguna explicación del motivo de su cambio de opinión).

Izzy se refirió a una actitud similar de su médico de cabecera: «Está de acuerdo en que puedo llevar una vida mucho mejor si recibo ayuda de los servicios y, por eso, va a encargarse de que consiga lo que nece­ sito». Por otra parte, varias mujeres aludieron a las dificultades que les ha­ bían puesto para remitirlas a otros servicios. Rachel se refirió a que «las indicaciones [del médico de cabecera] que se hacen en estas cartas [de remisión al hospital] hacen que mis problemas parezcan triviales: “tiene dolores de cabeza y rechaza la medicación”. En realidad, he probado 12 medicinas diferentes durante muchos años, que me han producido efectos colaterales, y el dolor es insoportable. Ahora, parece que la co­ lumna vertebral se ha incrustado en el cráneo y me han tenido que re­ mitir a un neurólogo... después de 14 años de ir cada mes peor». Las mujeres decían también que el acceso a los especialistas de­ pende de los conocimientos y opiniones de cada médico de cabecera. Por ejemplo, Elizabeth decía que su médico de cabecera «me ha resul­ tado muy útil porque, al principio de mi enfermedad, me mandó muy pronto a un alergólogo especialista, que es uno de los pocos médicos que aceptó mi encefalopatía miálgica como una enfermedad grave, pero también inútil porque no quiso mandarme a ningún profesional alternativo, p. ej., a un médico homeópata, a los que desprecia porque dice que están chiflados». A los médicos de cabecera se los utiliza de forma generalizada como pasaportes para acceder a otros recursos o actividades médicas. La figura 1 muestra un diagrama de los fines para los que se recababan informes de los médicos de cabecera:

Figura 1: Informes de los médicos de cabecera que sirven de pasaportes para solicitar diversos beneficios. Instalaciones de ocio (12,2%)

Dispositivos de ayuda y adaptaciones (40,0%))

Vacaciones (22,2%)

Empleos (20,0%) Universidades (5,6%)

Los médicos tienen tendencia a centrarse en la minusvalía funcio­ nal y a hacer inferencias sobre la capacidad y la competencia sin fijarse mucho en los obstáculos ambientales, económicos y de actitudes, que pueden ser más importantes. Estas actitudes de los médicos tienen una enorme importancia para las personas discapacitadas cuando solicitan informes médicos con el fin de valorar el empleo y los medios de ocio. Una serie de personas que respondieron nuestro cuestionario expre­ saba su preocupación por el grado en que los médicos pueden confi­ gurar su vida y sus oportunidades. Emma escribe: Antes, había tenido una médica de cabecera, pero su actitud ante la dis­ capacidad era muy negativa. Cada vez que la visitaba a causa de un res­ friado o catarro me decía que dejara de trabajar; yo no debía preocu­ parme por trabajar a causa de mi discapacidad. Daba siempre por supuesto que no estaba trabajando, a pesar de que le dije muchas veces que sí lo hacía. Muchas mujeres discapacitadas tienen que sufrir un proceso de exámenes médicos antes de que les den un empleo y es preocupante que la idea que se haga un médico general de la «empleabilidad» de una mujer discapacitada constituya un factor decisivo. Es más, hay ideas y valores específicos respecto a ciertos grupos de mujeres discapacita­ das, como las lesbianas, las negras o las que tienen dificultades de apren­

dizaje, que pueden exacerbar las dificultades que experimentan las mu­ jeres discapacitadas en general. Daniella indica: Los médicos de cabecera tienen el poder de permitir a las personas con dificultades de aprendizaje su participación plena en la sociedad... Mi médico de cabecera ha abusado de su poder. Yo tuve que manifestar y defender mi capacidad para participar en las vacaciones de los estu­ diantes, en trabajos y en viajes. Mi médico de cabecera iba a quitarme mis derechos por sus ideas sobre las personas con dificultades de apren­ dizaje.

Un médico puede tener una influencia fundamental en las oportu­ nidades de una mujer. El médico de cabecera de Eve tuvo que redactar informes médicos cuando presentó una solicitud para que se la admi­ tiese como madre adoptiva. «Le preocupaba de modo especial la idea de que adoptara a un niño y se tomó la molestia de mencionar mi ce­ guera en los informes médicos, incluso en los lugares en los que no co­ rrespondía. Era evidente que él lo consideraba un obstáculo y preten­ día manifestarlo así».

Dificultades en la relación con el m édico El 40% de las mujeres dijo que tienen dificultades cuando se rela­ cionan directamente con su médico de cabecera actual. Aunque el por­ centaje es alto, no indica el valor real porque hubo mujeres que no re­ llenaron la casilla del cuestionario que indicaba si tenían dificultades con su médico de cabecera, pero sí aludieron a diversos problemas al contestar las preguntas abiertas. Las dificultades mencionadas con ma­ yor frecuencia se referían a los problemas de acceso y a las actitudes ne­ gativas.

Obstáculos para acceder a las consultas Los obstáculos para acceder a las consultas están relacionados en gran medida con las personas que van en silla de ruedas y algunas Fa­ mily Health Services Authorities han tomado medidas para eliminar los

obstáculos físicos, como escalones, la anchura de las puertas, etcétera. Sin embargo, los problemas relacionados con el acceso físico no se de­ tienen en los ladrillos y el cemento de los edificios. Por regla general, a Penny la visita su médico de cabecera, en parte porque no dispone de medio de transporte para ir al médico y en parte por la falta de dispo­ sitivos adecuados en el ambulatorio. Escribía: «... no tengo medio de transporte: los problemas de la vista me impiden conducir y aquí no tenemos medios de transporte que permitan utilizar la silla de ruedas. El ambulatorio tampoco dispone de servicios accesibles para minusvá­ lidos ni camas adaptables, aunque cuenta con una rampa de entrada y con unas puertas horriblemente pesadas». Chris se refirió a su «práctica en grupo en el nuevo ambulatorio, presuntamente preparado para el acceso de personas minusválidas, que tiene una peligrosa pendiente en el aparcamiento y una empinada rampa». Roseanne decía que «el ac­ ceso es muy difícil si llevo conmigo a mi bebé porque hay que pasar a través de unas puertas dobles muy pesadas. No tiene agarraderos de co­ lor naranja en el aparcamiento». Las mujeres con discapacidades visuales notan con frecuencia que no se tienen muy en cuenta sus necesidades para acceder a los estable­ cimientos. Lisa explica: «El médico de cabecera con el que me inscribí como paciente... siempre se mantiene distante y en silencio, que es lo peor que le puede ocurrir a una persona con problemas de visión a la hora de tratar con alguien...» Sharon señala que «cuando voy al ambu­ latorio, nadie me indica dónde está la sala de espera ni la consulta del médico de cabecera, aunque hay varias... Nunca se indican otros servi­ cios y, como no puedo ver los folletos ni los carteles que hay en la sala de espera, ni siquiera sé que existen...» Una mujer ciega, entrevistada cuando sometimos a prueba el cuestionario, se refirió a que el uso ex­ clusivo de materiales impresos no sólo impide el acceso a información fundamental, sino que lesiona también el derecho a la intimidad. Hay cosas relativas a distintos aspectos de mi historial médico y a mi tratamiento actual que no querría compartir con mis amigas, pero no puedo enterarme porque no las ponen a mi alcance de forma privada. Me veo obligada a pedir públicamente que me den la información que necesito... Ella (la médica de cabecera) me ha dado a veces folletos sobre cosas o información y he tenido que recurrir a alguien para que me lo leyese... Siempre tengo hacer que otra persona vea lo que han escrito...

La médica siempre me escribe cosas.Yo les he dicho que, si me escriben, hagan el favor de llamarme por teléfono y decirme el contenido del es­ crito también. La compañía del gas lo hace, no sé por qué no puede ha­ cerlo la médica.

Las mujeres sordas y las que tienen dificultades de aprendizaje tam­ bién mencionaron problemas relativos a la intimidad y al acceso a in­ formaciones. Con frecuencia, la falta de intérpretes titulados del len­ guaje de signos en los equipos de atención primaria hace que las mujeres sordas tengan que depender de la familia, los amigos o los hi­ jos para comunicarse con sus médicos de cabecera. Aunque a las muje­ res sordas pueda parecerles inaceptable esta situación, a menudo no tie­ nen otra opción y, en consecuencia, no es fácil que las mujeres sordas puedan acceder a la asistencia y tratamiento sanitarios sin implicar a un tercero. Aunque, al menos en parte, se reconoce que la utilización de las redes informales, como la familia y los amigos, no constituye un método adecuado de comunicación con las mujeres no discapacitadas que no hablan inglés, no se ha aprendido la lección respecto a las mu­ jeres sordas. La preocupación por la intimidad y la confidencialidad puede llevar a que las mujeres sordas no consulten a sus médicos de ca­ becera a menos que sea absolutamente necesario. Por ejemplo, es fácil que las mujeres jóvenes sordas que quieran conseguir anticonceptivos no quieran dar esa información a su médico de cabecera si no dispone de un intérprete titulado del lenguaje de signos, cuya práctica dependa de la aplicación estricta de un código deontológico. Las mujeres con dificultades de aprendizaje no sólo tienen que lu­ char con el carácter inaccesible de la información escrita, sino que, a menudo, tienen dificultades para entender las expresiones de los médi­ cos de cabecera cuando éstos se comunican con sus pacientes. Aunque los obstáculos comunicativos erigidos por la profesión médica no son un problema exclusivo de las mujeres con dificultades de aprendizaje, con frecuencia, éstas tienen unas necesidades específicas de comunica­ ción y de apoyo que no suelen reconocerse. Más aún, la falta de dispo­ sición de los profesionales médicos a reconocer el derecho de las muje­ res con dificultades de aprendizaje a decidir y a elegir en relación con su propia vida lleva consigo, a menudo, la tendencia a fiarse de las ideas y opiniones de los padres, los cuidadores u otros profesionales. En con­ secuencia, no suele procurarse apoyar a las mujeres con dificultades de

aprendizaje y comunicarse con ellas de manera fácilmente inteligible que les permita decidir respecto a los consejos o el tratamiento que se les ofrezca. Las barreras creadas por la comunicación ineficaz son espe­ cialmente importantes cuando las mujeres con dificultades de aprendi­ zaje no disponen de apoyo o defensa independiente.

Obstáculos constituidos por las actitudes Las personas con dificultades de aprendizaje en particular, pero también las personas discapacitadas en general se perciben como «eter­ nos niños» y, a veces, esta actitud influye en el modo en que los médi­ cos nos tratan.Victoria habla de su experiencia: Aunque él sabía que iba a la universidad, seguía tratándome como a una niña. En una ocasión, cuando me estaba desnudando antes de una ex­ ploración, respondí a través del biombo y en voz muy alta a preguntas dirigidas a mi madre que debería haberme hecho a mí. ¡Me dijo que era una descarada! Jo describió cómo se pasaron por alto el zumbido que sentía en sus oídos y sus molestos efectos, como si fuese una cría: «Llegaron, incluso, a diagnosticame una esquizofrenia, debido a que dieron por supuesto que, como yo era “retrasada”, no sabría distinguir entre un ruido y una voz en mi oído». A menudo, las mujeres discapacitadas descubren que se les oculta información. Micheline explica cómo su médico de cabecera violó su intimidad al proporcionar información confidencial a su marido. «Du­ rante dos años, no me dijo que tenía esclerosis múltiple y sólo lo hizo cuando [pregunté]: “es esclerosis múltiple, ¿verdad?”. Mi marido lo supo dos años antes que yo. Debían habérmelo dicho». En realidad, a veces, les es más fácil a los médicos de cabecera hablar con los familia­ res (u otros conocidos) que con las mujeres discapacitadas directa­ mente. Otra mujer se pregunta si los médicos de cabecera se encuen­ tran por naturaleza incómodos con las personas discapacitadas «... cuando me siento en la consulta, siempre da la sensación de que están nerviosos... cuando hablan conmigo, parece que están incómodos, ¡quizá sea natural que estén nerviosos!»

De esta investigación se desprende con toda claridad que las muje­ res discapacitadas encuentran que la reacción de los médicos de cabe­ cera ante la minusvalía se orienta hacia los problemas de asistencia sa­ nitaria. Como escribía Eve: «A veces, me doy cuenta de que el médico de cabecera, sobre todo alguno que está aquí durante un período corto y es nuevo, se interesa más por mi problema de la vista o por el de mi hijo que por lo que voy a preguntarle». Rachel decía: «Da la sensación de que, cuando digo que tengo discapacidades, todos los médicos quie­ ren decirme que mi problema más reciente se debe a estas discapacida­ des, sin examinarme siquiera ni hacerme el más mínimo estudio». Algunas mujeres manifestaron que les gustaría que sus médicos de cabecera las vieran más como personas completas y no las consideraran — como indica K.C.— «sólo como personas con síntomas, sin el menor apoyo o comprensión, exclusivamente desde un punto de vista médico». Las actitudes y presupuestos discriminatorios relativos a que, inevi­ tablemente, las personas discapacitadas tienen peor calidad de vida son corrientes en nuestra sociedad. No hay razón para suponer que los mé­ dicos de cabecera no interioricen las actitudes predominantes y esto produce un efecto profundo en el modo de responder del médico ante las necesidades de las mujeres discapacitadas. Sally se refería a lo dañina que puede ser esta postura: El médico de cabecera de la familia que durante mi adolescencia y hasta los veintitantos años consideraba absolutamente negativo, me conocía desde la infancia y tenía unas expectativas muy pobres respecto a mí... Traté de superar mi incontinencia en secreto; el médico de cabecera no me prestaba apoyo alguno. Cuando le pedí ayuda (con el apoyo de otra mujer con lesión de médula espinal a la que conocí), me dijo que com­ prara los pañales especiales «fuera de la ciudad», para evitarle esa ver­ güenza a mi familia. Las actitudes negativas de los médicos no sólo afectan la visión que las mujeres discapacitadas tienen de sí mismas, sino que se traducen en limitaciones en cuanto al acceso a informaciones y a la asistencia sani­ taria. A veces, esto produce un efecto profundo en la capacidad de las mujeres discapacitadas para elegir en cuestiones relacionadas con su sa­ lud y en otras áreas de su vida, como las relaciones sexuales y la deci­ sión sobre tener o no hijos.

Varias mujeres manifestaron su sensación de que tienen que com­ portarse de determinadas maneras para conseguir o mantener el apoyo del médico de cabecera. Judith escribe sobre el contraste de sus expe­ riencias con un médico suplente y con su propia médica de cabecera: La última vez, estuve con un médico suplente que era maravilloso — ¿habría ido al médico por esto, por eso o por lo otro?— . Pero, con mi médica de cabecera, voy si es necesario y, hasta ahora, ella coopera, pero siempre está la amenaza (no siempre manifiesta) de que, si no cumplo con el tratamiento que ella indique (hospitales, fisioterapia, paseos), la próxima vez puede retirarme su apoyo.Y, con frecuencia, son tratamien­ tos que sé que pueden dejarme en cama durante semanas o meses.

A veces, las barreras que crean las actitudes de los médicos también afectan a las personas no discapacitadas. Elizabeth decía de su médico de cabecera: «Me resulta difícil hablar con él; es un hombre de pocas palabras, cuyas opiniones médicas ortodoxas mantiene contra viento y marea». Monica se lamenta: «Siempre me ha resultado difícil hablar con mi médico de cabecera. Sé siempre que tenemos muy poco tiempo... Me da la sensación de que es reacio a hablar con franqueza y de forma directa». Rosina dice: «Siempre va corriendo y es muy distante y seca».

Experiencias positivas Las mujeres que tuvieron buenas experiencias con los médicos de cabecera ponen de manifiesto la importancia que pueden tener para ellas. La mayoría enfatiza la actitud del médico de cabecera y el efecto producido tanto sobre la calidad del servicio proporcionado como la sensación de las mujeres respecto a ellas mismas. Por ejemplo, Anna se refirió a que su médica de cabecera utilizaba el tiempo que hiciera falta para comprender sus necesidades: «Aunque está muy ocupada, su actitud hacia mí es muy acogedora, cooperativa y comprensiva. Cuando fui por primera vez a su consulta, yo estaba muy mal. Ella no me dejó irme del ambulatorio hasta que descubrió el mo­ tivo... Me dijo que la llamara siempre que estuviese preocupada». Ann comentó: «Mi médico de cabecera me hace sentir bien por el interés que se toma... es un hombre agradable que es capaz de infundirme se­

guridad cuando estoy angustiada. Me agradece el esfuerzo que hago para ir a su consulta, de manera que no me siento un estorbo, como les hacen sentir a algunas personas discapacitadas». Algunas mujeres escribieron en unos términos que indicaban que las expectativas que tenían respecto a su médico de cabecera eran mí­ nimas y que apreciaban el más mínimo nivel de comprensión hacia ellas. Joni escribió: «En general, mi médico de cabecera trata de ayu­ darme cuando puede. Es acogedor y me conoce bien. A veces, tengo la sensación de que nadie está a mi lado, nadie trata de conseguir un diag­ nóstico adecuado ni de proporcionarme ninguna ayuda. Si se lo pido, me remite a donde haga falta y siempre me comunica los resultados de las pruebas cuando recibe una carta del hospital». Por otra parte, algunas mujeres recibieron un servicio de buena cali­ dad. KC explicaba la importancia de la actitud de su médica: «Mi médica de cabecera es extremadamente eficaz; comprende las necesidades de las mujeres discapacitadas, con independencia de los problemas médicos. Es sensible y abierta y siempre está dispuesta a dar sugerencias o a hablar so­ bre cómo me siento respecto a un determinado aspecto del trata­ miento... Siempre está abierta a cualquier información sobre las cuestio­ nes relativas a las discapacidades». Otra mujer insistía en la importancia de que el médico de cabecera diera por supuesto que todos los proble­ mas de salud estuvieran relacionados con la minusvalía. Louise escribió: «La primera vez que fui, me dio la sensación de que hubiese estado tra­ tándome toda la vida, como si fuese una mujer, señalando que, a veces, la minusvalía es importante pero otras no afecta mi estado general». Las mujeres apreciaban a los médicos de cabecera cuando se comu­ nicaban bien, mostraban empatia y recetaban o remitían a otros servi­ cios de manera que percibieran su utilidad. Judy escribía: «En general, se pone a mi disposición; su postura no es la de “sólo tengo cinco minu­ tos y ya le estoy recetando”. Siempre gira su silla de manera que nos veamos cara a cara y escucha». En particular, las mujeres aprecian que los médicos trabajen en co­ laboración con ellas, como decía Filie: «Nunca ha dejado de pregun­ tarme mi opinión o por mis sentimientos respecto al tipo de trata­ miento o de medicamentos (y sus efectos) con los que ha procurado tratar mis problemas. Tengo un problema especial en relación con el tipo habitual de medicamentos que se utilizan para tratar la osteoartri-

tis, pues soy alérgica a todos. Solemos trabajar en equipo y buscar las mejores alternativas». La médica de Sally creó un sistema de registro para promover la comunicación entre médica y paciente. Los «pacientes tienen su propio currículum vitae médico extraído de sus registros: antecedentes médi­ cos, operaciones, medicación y necesidades personales de asistencia; un ejemplar queda en la consulta y otro lo tiene el paciente (puesto al día cuando sea necesario) y firmado por la médica de cabecera. Es extre­ madamente útil cuando hay que ir al hospital o a curas de reposo — o si, por cualquier causa, no puedes comunicarte (tras un accidente, etc.)». Esta médica concreta no sólo mantiene informada a Sally fotocopiándole artículos relevantes de revistas médicas, sino que reconoce sin problemas su propia falta de conocimientos y actúa en consecuen­ cia: «Asistió a un cursillo de formación relativo a mi minusvalía, pues carecía de experiencia antecedente en este campo, para comprender mejor mis necesidades».

Respuesta de los m édicos de cabecera ante la minusvalía Es evidente que la respuesta del médico de cabecera ante la minus­ valía de una mujer tiene una influencia significativa en su experiencia de la atención primaria. Alrededor del 60% de las mujeres que respon­ dieron dice que su médico actual respondió bien ante sus necesidades relacionadas con la minusvalía, pero 4 de cada 10 mujeres expresaron su insatisfacción. La forma de reaccionar de los médicos de cabecera ante las minus­ valías de las mujeres varían mucho. A veces, el hecho de que una mujer presente un problema con el que el médico de cabecera no suele en­ contrarse en su trabajo cotidiano hace que responda ante la mujer con curiosidad y, quizá, con entusiasmo. Phillipa se refirió a que el médico de cabecera «me trató como si fuese un conjunto de síntomas intere­ santes, entusiasmándose casi ante mis síntomas: “¡un caso raro!”» Algu­ nas mujeres tuvieron bastante suerte al encontrar un médico que se in­ teresó por aprender en relación con problemas de los que no sabían mucho; otras se dieron cuenta de que la ignorancia del médico le daba pánico. Como decía Jane, «en algunos casos, cuando se dan cuenta de

que sus conocimientos sobre mis problemas son limitados, tienen algo parecido a una “reacción de pánico”. Esto significa que, a veces, me re­ miten inadecuadamente a un neurólogo, cuando el “problema” no tiene que ver con ese campo, pudiendo incluso tratarlo ellos mismos o sería más conveniente que me remitieran a otro especialista». Rosina aludió a las distintas maneras de responder los médicos de cabecera ante su falta de conocimientos sobre la minusvalía: «Algunos ni siquiera han oído hablar de mi problema, poniéndose a estudiar algo para ver qué hacen. Unos, por supuesto, son más agradables que otros, de manera que, en ciertos casos, esta falta de conocimientos... se hace más fácil de soportar. La falta de conocimientos o el hecho de que no hayan encontrado antes otro caso similar se tolera cuando el médico es una persona agradable, con ganas de ayudar». Es evidente que los médicos de cabecera no pueden tener unos co­ nocimientos específicos de todas las minusvalías ni de sus efectos. Sin embargo, la capacidad de aprender aspectos de las minusvalías de las mujeres directamente de las interesadas y la disposición a buscar otras fuentes de información era muy importante para determinar la capaci­ dad de respuesta de un médico de cabecera ante las necesidades de las mujeres. Como señalaba Izzy, «estaba de acuerdo en que necesitábamos un análisis médico completo de esta minusvalía y un esclarecimiento definitivo de los problemas y del pronóstico a largo plazo. Se movió mucho para conseguirlo y el hecho de haber recibido esto me ha dado mucha seguridad y un gran apoyo». La experiencia personal o el interés del médico de cabecera res­ pecto a una determinada minusvalía puede influir mucho en el modo de interactuar el médico con una mujer discapacitada. Por ejemplo, Penny escribe: «Nos tenemos un respeto mutuo y ambas estamos abier­ tas a la otra. Dado que su madre también padece esclerosis múltiple, hemos intercambiado puntos de vista y artículos médicos sobre el tema — en ambas direcciones— . Me siento muy afortunada al t^fier una ex­ celente relación con ella...» Judith dice: «Sólo he encontrad*? a una mé­ dica que me creyese (que era más importante que cualquier interven­ ción) y se debió a que su sobrina tenía tam bién1línla encefalopatía miálgica y había visto los resultados». Judith se refirió a cómo otros médicos de cabecera no habían dado crédito a sus síntomas físicos: «Si no lo entendí mal, decían que son psi­

cológicos (hipocondría, etc.). Si son psicológicos, no son reales,“autén­ ticos” (aparentemente). Si no son reales, no necesitan tratamiento. Si no necesitan tratamiento, es señal de que necesito “animarme”. Si discuto, digo que no estoy de acuerdo o no me conformo, es una “prueba” de estas teorías. Con independencia de que sea físico o psicológico, la si­ tuación se queda en tablas. Ellos no saben casi nada de lo que me pasa y dan la sensación de que creen que se debe a mi inadaptación». En cam­ bio, Elizabeth decía: «Mi médico de cabecera creyó desde el primer momento que yo tenía una auténtica enfermedad física grave; me diag­ nóstico encefalopatía miálgica y me remitió a... A este respecto, he te­ nido mucha suerte». Por desgracia, parece que los médicos de cabecera de las mujeres que padecen encefalopatía miálgica y las que tienen enfermedades como la esclerosis múltiple, difíciles de diagnosticar, son especialmente proclives a suponer que sus síntomas físicos tienen su origen en dificul­ tades «psicológicas». Como dice Ruth: «Todo lo achacaban a los ner­ vios — “serénese, no tiene nada malo”— durante los primeros días, an­ tes del diagnóstico». Jennifer se encontró con que, «como decían que mi discapacidad era psicosomática, las demás enfermedades también las achacaban a mi “mente”». Entre ellas estaba una muñeca rota, que no diagnosticaron hasta pasadas dos semanas. Como dije antes, varias mujeres se refirieron a que los médicos so­ lían atribuir todos sus problemas de salud a su minusvalía. Como escri­ bió Micheline: «Todo lo que no va bien se debe a la esclerosis múlti­ ple», e Izzy confirmaba que: «Suele relacionar todas las demás enfermedades con la principal, como extensiones de la misma». Sharon dice que, «aunque mi falta de visión no tiene nada que ver con un res­ friado o con los anticonceptivos que tomo, por ejemplo, es raro que salga de la consulta sin que me hagan algún comentario al respecto». Por otra parte, Elizabeth apreciaba el hecho de que su médico de cabe­ cera «me conocía antes de tener la encefalopatía miálgica y trata con seriedad cualquier problema nuevo, sin dar por supuesto que se deba a la encefalopatía miálgica». La capacidád de los médicos para identificarse o empatizar con las preocupaciones de las mujeres discapacitadas puede ser un factor im­ portante de la relación de las mujeres con los médicos. No obstante, como las mujeres discapacitadas quedan marginadas tanto en los traba­

jos sobre los servicios de salud que realizan mujeres como en el pensa­ miento feminista en general, no hay razón para creer que les irá mejor con las médicas de cabecera. Entre las mujeres que respondieron nuestro cuestionario, había algunas que tenían muy mala impresión de las médi­ cas de cabecera y otras cuyas experiencias con los médicos de cabecera eran muy buenas. Los factores más importantes que determinan el valor de esas experiencias son el hecho de dar crédito a lo que dicen las mu­ jeres sobre su salud y su cuerpo y el de reconocer su conocimiento prác­ tico. Como escribe Wislocka: «Ella es muy abierta y apoya algo que creo puede ser muy útil: cuando me quedo estancada, me pregunta qué creo que pueda ser útil antes de nada; cuando pruebo algo, me pregunta qué me parece más útil. Cuando he probado un servicio, p. ej., la clínica del dolor, me pide que lo evalúe, indicando a continuación cómo podrían mejorarse las áreas menos eficaces. Cuando desconoce una respuesta, es sincera y dice que no sabe qué hacer para ayudarme». Por su parte, la experiencia de Izzy con una médica de cabecera fue claramente nega­ tiva: «... trató de que me admitiesen en el hospital psiquiátrico en dos ocasiones, basándose en que se trataba de un caso de histeria y de suici­ dio. En ambas ocasiones, tenía una artritis recrudecida...» Otra cuestión que merece investigarse con mayor detenimiento es si las respuestas de los médicos de cabecera están influidas por el hecho de que la minusvalía apareciese en la edad adulta o fuese evidente desde el nacimiento o la primera infancia. No cabe duda de que, en esta muestra, había notables diferencias entre las experiencias de las muje­ res: quienes padecían la minusvalía desde el nacimiento o desde la pri­ mera infancia manifestaban que sus niveles de satisfacción por la forma de ocuparse de las necesidades derivadas de la minusvalía de sus respec­ tivos médicos de cabecera eran inferiores a los de las mujeres cuya mi­ nusvalía había surgido posteriormente.

Respuesta de los médicos de cabecera a las mujeres discapacitadas Hay también una diferencia significativa entre los informes de las mujeres sobre sus experiencias acerca del modo de responder de los médicos de cabecera ante sus necesidades de asistencia sanitaria en

cuanto mujeres, según que su minusvalía fuese de nacimiento o adqui­ rida: las mujeres que eran minusválidas desde el principio manifestaron un nivel de satisfacción inferior ante las respuestas de sus médicos de cabecera a este respecto. Otras investigaciones posteriores sobre las acti­ tudes de los médicos podrán aclarar si a las mujeres que entran en la vida adulta con alguna minusvalía les parece que es menos probable que las traten como mujeres. La experiencia de Sharon confirma esta opinión: «Me da la sensación de que, en general, mis médicos de cabecera me han visto más como ciega que como mujer. Esto ha supuesto que no me hayan dado la información que, con frecuencia, he necesitado». Sigue mostrando hasta qué punto su médico de cabecera trataba de influir en ella en relación con lo que era «aceptable» o «inaceptable» para una mujer discapacitada, transmitiéndole el mensaje de que una mujer ciega no debería tener hijos: Cuando estaba embarazada de mi primer hijo, recibí una carta del hos­ pital pidiéndome que asistiese a la consulta de pacientes externos de la clínica. No tenía ni idea del motivo, pero supuse que se trataba de al­ guna clase de revisión. Cuando llegué, me dijeron que alguien (no po­ dían decirme el nombre del remitente) había enviado una carta, indi­ cando que debían ofrecerme la posibilidad de abortar. No podía asegurar quién había escrito la carta, pero en la fase en la que me en­ contraba, sólo mi médico de cabecera sabía que estaba embarazada. Sharon reflejaba la experiencia de una serie de mujeres discapacita­ das cuando escribió: «En todos mis embarazos, he sentido... que me miraban como a un monstruo. Me hicieron sentir como si fuera una irresponsable y causa de preocupación o como si fuera maravillosa y una inspiración. No me gusta ninguna de esas etiquetas». Desde muchos frentes se ha combatido el derecho de las mujeres discapacitadas a tener hijos, sin embargo, los debates feministas sobre la «ingeniería» genética o el aborto raramente han tenido en cuenta la realidad a la que se enfrentan las mujeres que padecen minusvalías físi­ cas, sensoriales o intelectuales. Sally, que manifestó que su minusvalía consistía en una lesión espinal derivada de un tumor infantil, decía: El médico de cabecera se negó a remitirme al ginecólogo cuando que­ ría casarme. Se negaba a recetarme la píldora —me aconsejó que me hi­ ciese esterilizar en secreto—, aunque, al final, lo hizo a regañadientes.

Me sentí muy amargada, sabiendo que otras mujeres que padecen la misma minusvalía que yo, habían recibido apoyo y estímulo para tener hijos. Entonces no sabía que tenía derecho a cambiar de médico ni cual­ quier otra opción.

A veces, un médico de cabecera mostró su apoyo, favoreciendo que una mujer discapacitada optase por tener hijos o no. Wislocka escribió: A pesar de mi lesión de espalda, estaba desesperada por tener un hijo. Todo el mundo decía que estaba loca, pero mi médica de cabecera con­ sideró la cuestión desde ambos puntos de vista y me dijo que podía ha­ ber problemas, pero si me hacía feliz el ser madre, me sentiría menos estresada y notaría menos dolor. Sugirió remitirme a un consejero de pareja sobre cuestiones de fertilidad y remitió también a mi marido para la inversión de la vasectomía.

Algunas mujeres se refirieron a sus experiencias de exploraciones de las mamas y del cuello del útero en términos positivos. Por ejemplo, Beverley dijo que la respuesta de su médico de cabecera en relación con estas cuestiones fue «excelente. En las exploraciones del cuello del útero, me resulta difícil la revisión si lo hago al modo convencional, por lo que me exploran poniéndome yo sobre el lado izquierdo. Con mucha paciencia, tiempo y comprensión, nada es demasiado problemático». Por su parte, Rosina dijo: «Tengo dificultades para que me hagan frotis cervicales y otras prueba ginecológicas porque no puedo utilizar una mesa de exploración y la médica es reacia a tratarme en casa. Por regla general, accede a que me hagan el frotis en casa, pero tengo que solici­ tarlo y justificar las razones por las que necesito hacérmelo. Tendría que haberme hecho el frotis no hace mucho. Esta vez, mi médica de cabecera se ha negado a hacerme la prueba en casa y no sabe dónde puedo hacér­ melo. Espero que me dé una respuesta». Aunque es evidente que algunos médicos de cabecera tratan de resolver las dificultades planteadas por las discapacidades de movimiento, otros desarrollan su práctica profesional como si nadie tuviese dificultades para utilizar las mesas de exploración, cuya altura está pensada para facilitar el trabajo del médico o enfermera que explora y no de acuerdo con las necesidades de la paciente. Tanto los médicos de cabecera como las mujeres se beneficiarían de la divulgación las prácticas de ciertos médicos que inventan formas nuevas de trabajo, basadas en las necesidades de las mujeres discapacitadas.

Algunas mujeres que respondieron a nuestras preguntas indicaban que sus médicos de cabecera no les habían indicado que se hiciesen ex­ ploraciones de las mamas ni del cuello del útero y, para Judith, esto no hacía sino confirmar su sensación de carencia de género; escribía: «¿Soy una mujer? La mayor parte de las veces, no estoy muy segura. Nunca le planteo estas cuestiones a mi médica de cabecera. Ella tampoco quiere que lo haga...Yo no quiero montar un número para no confirmar su opinión acerca de mi “hipocondría”; pero creo que, en el fondo, a me­ nudo no me veo a mí misma como una “auténtica mujer”. Es curioso el hecho de que la aparición de un bulto en el pecho fuese para mí una experiencia muy positiva; y, en ese momento, mi médica de cabecera me trató como a una adulta, responsable y ¡¡sexuada!!: una experiencia nueva.» La forma de considerar el médico a su paciente tiene una influen­ cia fundamental en la experiencia de la asistencia sanitaria. Una mujer, al responder las preguntas sobre la medida en que estaban satisfechas sus necesidades de asistencia sanitaria como mujer, escribió: «No me gustó que escribiese en mi historia: “pálida, gruesa, deprimida...” [El] me deprimió». K.C., por su parte, se refirió en términos positivos a sus experiencias en este campo de la asistencia sanitaria, diciendo que su médico de cabecera mostraba una «actitud excelente en relación con mi identidad de lesbiana discapacitada». Hacen falta nuevas investiga­ ciones sobre la formación de las actitudes de los médicos ante las mu­ jeres discapacitadas y el modo en que la formación inicial y perma­ nente de los mismos pueda contribuir a establecer mejores relaciones. En general, una de cada cinco mujeres que contestaron el cuestio­ nario de esta muestra dijo que la respuesta de su médico de cabecera actual ante sus necesidades de asistencia sanitaria como mujer era ine­ xistente o no demasiado buena.

Acceso de las mujeres discapacitadas a los servicios de medicina general Muchas mujeres participantes en esta investigación tenían ideas cla­ ras acerca de cómo podía mejorarse la calidad de la asistencia primaria de salud que recibían y satisfacerse sus necesidades de forma más ade­

cuada. Como factores clave para asegurar que el contacto entre las mu­ jeres discapacitadas y los médicos de cabecera sea constructivo, señalan la comunicación, la información y el reconocimiento del saber prác­ tico de las mujeres discapacitadas en cuanto a sus propias necesidades sanitarias. Sharon explica: «Creo que... debería darme más información sobre los servicios que proporcionan.También sería conveniente que el per­ sonal de recepción estuviera más al corriente de cosas como... la forma correcta de guiar a una persona ciega». Clare indica que su médico de cabecera podría responder de forma más adecuada a sus necesidades «permitiendo que tuviera mayor control sobre mi salud, por ejemplo, con el control del dolor», mientras Kate cree que un enfoque más constructivo consistiría en: ... una perspectiva investigadora, más diálogo sobre el tratamiento y el pronóstico con la paciente, como ser inteligente cuya participación en la resolución del problema es deseable.

Judith señala que su médica de cabecera tiene que: «escuchar; reco­ nocer mi saber práctico; reconocer mi experiencia; reconocer su falta de práctica y de experiencia», y añade: Yo no pido que me cure...Yo busco apoyo para desenvolverme. Esto puede suponer el reconocer que es difícil, ayudarme a acceder a diversos re­ cursos, ayudarme a planear la organización de mi salud y aprender téc­ nicas convenientes.

Maggie hace una serie de sugerencias para mejorar la experiencia que las mujeres discapacitadas tienen con los médicos de cabecera. Es­ cribe: «Yo no estoy preparada para ceder el control de ningún aspecto de mi vida y me gustaría responsabilizarme más de la organización de mi situación. Me gustaría ver: • ambulatorios accesibles, • que los pacientes lleven los registros, • unas estructuras administrativas más pensadas para los pacientes que para el personal de los centros, • igualdad de oportunidades de formación para todo el personal,

• información fácilmente accesible y al día, • una persona designada como responsable de las cuestiones relati­ vas a las discapacidades, • un equipo de asistencia primaria más amplio que pueda respon­ der con mayor rapidez a las necesidades.»

Conclusión Muchas cuestiones suscitadas por esta investigación también las se­ ñalan las investigaciones que se centran en la experiencia de las muje­ res discapacitadas. No obstante, las pruebas obtenidas aquí indican tam­ bién que la minusvalía y la discapacidad son factores determinantes del acceso de las mujeres a la asistencia primaria de salud. La misma minusvalía crea necesidades específicas que los médicos de cabecera no siempre son capaces de reconocer ni de responder a ellas de forma adecuada. Las discapacidades — los obstáculos que restan oportunidades a las personas con minusvalías— constituyen también un aspecto clave de la experiencia de la asistencia primaria de salud, en la medida en que las barreras físicas, de comunicación y de actitudes impiden el acceso a los servicios que necesitan las mujeres. Con frecuencia, los médicos de cabecera desempeñan un papel sig­ nificativo en la vida de las mujeres discapacitadas, sin embargo, se tiene poco en cuenta la relación entre la minusvalía, la enfermedad y las nece­ sidades de asistencia sanitaria que las mujeres discapacitadas tienen como mujeres. Cualquier investigación futura sobre la experiencia que las mu­ jeres tienen de la asistencia sanitaria, sobre todo las investigaciones in­ formadas por una perspectiva feminista, deben incorporar las preocupa­ ciones señaladas por las mujeres que participaron en esta investigación. Es importante también que el movimiento de las personas discapacita­ das convierta en un motivo de campaña la cuestión del acceso a la asis­ tencia sanitaria. Al hacerlo, no debemos confundirla con la conversión de nuestras necesidades y nuestras vidas en un problema médico, sino afrontar, en nuestros propios términos, la experiencia de la minusvalía, insistiendo en que las necesidades de asistencia sanitaria relacionadas con la minusvalía, así como las que no lo están, se traten de forma que nos capaciten para actuar en vez de reducir nuestras posibilidades.

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9. Algo no funciona: la locura com o discapacidad-------JULIE M CNAM ARA

La locura, un problema de mujer Durante los últimos veinte años, más o menos, las investigaciones feministas han puesto en evidencia el modo en que hemos heredado una cultura de la normalidad y la desviación, delimitada por los varo­ nes, que define a las mujeres como locas en virtud de nuestro género. El fundamento de la conducta ordinaria, de lo que funciona bien, si­ túa inmediatamente a las mujeres en un plano de mal funcionamiento por el mero hecho de ser mujeres. La idea de que las mujeres tienen una propensión hacia la locura supera con mucho las pruebas bien fundadas de que la representación femenina en las instituciones de sa­ lud mental y otros servicios del mismo tipo es inferior a la media. Se trata de una idea que sirve para descalificar a las mujeres que se des­ vían del papel social previsto. N o basta con indicar que el gran nú­ mero de mujeres remitidas a los servicios psiquiátricos o a quienes sus médicos de cabecera presentan como enfermas mentales se debe a su biología. Tampoco puede explicarse en grado suficiente recurriendo a las condiciones sociales de las mujeres. La ecuación está profunda­ mente arraigada en los arquetipos culturales del psiquismo occidental: ser mujer, en nuestra sociedad, es correr el riesgo de que nos califi­ quen de locas. Los estereotipos miopes de la feminidad se centran en la pasividad, la debilidad y la dependencia, atributos infantiles que son el polo opuesto a las ideas aceptadas del carácter adulto y de la madurez. En cambio, los estereotipos de la masculinidad enfatizan la competencia,

la actividad, la capacidad de análisis y la independencia, todos ellos atri­ butos deseables y, sobre todo, adultos. Las investigaciones de las psicólogas feministas han puesto de manifiesto que los estereotipos del adulto sano, respecto a los cuales evalúan y diagnostican los profesio­ nales la enfermedad mental, se ajustan al estereotipo interiorizado del varón adulto (Broverman y cois., 1970; Chesler, 1972; Millett, 1991; Ussher, 1993). Por regla general, se considera que las mujeres somos imprevisibles y víctimas desobedientes de nuestras hormonas, neuróticas y excesiva­ mente emocionales. Representamos una amenaza para los hombres y es preciso que nos llamen al orden, por lo que nos tratan como basura: «como algo que está fuera de lugar, que destroza el orden de nuestra vida» (Douglas, 1966, p. 2). Quienes nos oponemos al statu quo, nos sa­ limos de nuestro papel y desafiamos las restricciones sociales que re­ primen nuestro ser en el mundo, convirtiéndonos en algo parecido a las «rebeldes heroicas... sumidas en una intensa experiencia de castra­ ción femenina biológica, sexual y cultural y lanzadas a la condenada búsqueda de la potencia», de Phyllis Chesler (Chesler, 1972, p. 31). Nuestra insania es tanto una «penalización por ser “m ujer” como el deseo o la osadía de no ser» (p. 16). En una sociedad dominada por los Varones, las mujeres estamos en las antípodas de quienes tienen el po­ der y nos perciben como «las otras» o «no como nosotros». El hecho de que nos perciban como un grupo ajeno supone la posesión de «una diferencia vergonzosa» (Goffman, 1968, p. 167). Ser diferente o la con­ sideración como diferente supone «correr el riesgo de caer en la lo­ cura o, al menos, el de la adjudicación del calificativo» (Ussher, 1993, p. 140).

Cuidadoras asesinas: el terror de última hora Algunas imágenes actuales de mujeres que aparecen en los medios de comunicación ilustran lo profundamente amenazadoras que resulta­ mos en el pensamiento de los hombres. Esto se pone en evidencia, por ejemplo, en el género fílmico de las «mujeres trastornadas» que ha he­ cho furor en los últimos años, con películas como Atracción fatal , La mano que mueve la cuna y Misery. Las dos últimas son fascinantes porque

se centran en mujeres trastornadas que actúan como amas de cría o institutrices que matan. En estas películas, se pinta a las mujeres como ejecutoras de grandes males tras una fachada de amor y cariño. Es cu­ rioso que, en las profundidades de las fantasías masculinas, aparezcan mujeres poderosas. Para ellos, somos una cantidad desconocida de quie­ nes son en gran medida dependientes desde su crianza. Su dependen­ cia los hace vulnerables, por lo que alimentan resentimientos y temo­ res. ¿Qué puede infundir mayor terror a un hombre que una mujer que desafía las expectativas al uso y hace exactamente lo que siente y cuando lo siente? Se convierte en una loca incontrolable, algo que no funciona, que hace impotentes a los hombres. En particular, Misery es un exponente magistral de la misoginia en­ raizada en el miedo a la castración. Se trata de una película sobre una mujer que vive sola y, por tanto, fuera de los vínculos del control mas­ culino. La protagonista, la «Dragón Lady», es una antigua enfermera con una condena por matar a bebés y una fijación obsesiva en su nove­ lista favorito a quien rescata de un temporal. Lo carga al hombro, lo lleva a su casa y lo ata a la cama para cuidarlo hasta que se recupere. Allí, comienza a matarlo con toda amabilidad. El hombre herido queda completamente indefenso, castrado por esta mujer perversa, de manera que se dispone a destruirla. Hubo ocasiones en la que me cayó simpá­ tico, en las que yo quería salvarlo, como cuando ella le rompe de nuevo los tobillos por desobediente. Sin embargo, no pude introducirme lo bastante en la fantasía de William Goldman, el director de la película, y de Stephen King, el escritor, relativa a una mujer irremediablemente perversa. En el clímax de la batalla, el protagonista le grita: «¡Bruja loca!...Tergiversaste todo, ¡joder!», cuando, por último, la mata en un frenesí orgiástico. Ella muere postrada encima de él (parece que algu­ nos hombres son completamente fóbicos con respecto a que las muje­ res estén encima). Los trabajos como el de Elaine Showalter (Showalter, 1987) han anclado firmemente la construcción social de la locura en los planes feministas, señalando que los tratamientos psiquiátricos son una forma insidiosa de subordinar a las mujeres, pero la construcción social de la locura también se refiere a la supervisión y el control de aquellas per­ sonas — mujeres y hombres— que no se adaptan.

Todos tenemos prejuicios respecto al carácter diferencial o a quie­ nes situamos como «otros», quienes no forman parte de nuestro grupo. Las personas que experimentan y muestran una enfermedad mental suelen ser más vulnerables y constituyen un blanco fácil como cabezas de turco. Las cabezas de turco son importantes porque preservan la au­ toridad de quienes están al frente del sistema, que pueden «mantener el poder sobre aquellos a quienes se adjudica el papel estigmatizado» (Goffman, 1968, p. 164). Los consecutivos gobiernos de nuestra era in­ dustrial se han asegurado de que las personas con enfermedades men­ tales, una vez identificadas, queden segregadas del resto de la sociedad. De ahí la introducción de la legislación coercitiva, desde las Asylum Acts de 1828 y 1845 hasta la Mental Health Act de 1983. Quienes no desempeñan la función social que se les señala quedan sometidos a re­ condicionamiento o reprogramación para que se comporten del modo considerado adecuado por nuestros guardianes del control social: psi­ quiatras, psicólogos y demás (Ussher, 1993, pp. 67 y 135; Goffman, 1968, p. 165; Showalter, 1987, p. 137; Foucault, 1979, pp. 146-147). La cultura occidental hace tal hincapié en el hecho de estar contro­ lado, de que todo funcione y se ajuste a las normas vigentes que admi­ tir que se utilizan los servicios de salud mental es admitir que uno no funciona, está incontrolado o loco. En una sociedad ferozmente capita­ lista, ligada a la productividad y al consumismo, la norma principal consiste en la supervivencia del más adaptado y, a quien no pueda man­ tenerse así, se le considera in-válido: un fracaso improductivo y una carga para el estado. Cuando, a través de los servicios psiquiátricos, se identifica a al­ guien como disfuncional, él o ella adquiere una ficha psiquiátrica y, a continuación, se le niega el acceso al poder, situándolo como loco, fuera del grupo (Ussher, 1993, p. 136). Las instituciones de salud men­ tal de este país están repletas de personas a las que consideran ajenas quienes tienen el control, es decir, personas que tienen en su haber «violaciones tipificadas de las normas sociales» (Schell, 1966, p. 25). En ningún otro sector de la sociedad están mejor representadas las perso­ nas negras e irlandesas, las mujeres de toda clase, las lesbianas y los ho­ mosexuales (Ussher, 1993, pp. 138-140; Race and Class, 1983).

Dejemos de lado, por el momento, los debates sobre si la enferme­ dad mental constituye una minusvalía o no, si es orgánica o una cons­ trucción social. Esos debates sólo sirven para dividirnos, aunque, al menos, mantienen en funcionamiento los servicios psiquiátricos. La deconstrucción de las categorías no sirve de mucho para quienes te­ nemos una dolencia psíquica y, con frecuencia, niega las experiencias reales de las personas y la realidad de su vida o aparta la atención de ellas. La sociedad discapacita a las personas. La combinación de los pre­ juicios personales e institucionalizados crea los ambientes discapacitantes. Las personas que han pasado por los sistemas de salud mental o han adquirido de otra manera una historia psiquiátrica se encuentran, a menudo, con los obstáculos erigidos por la conducta discriminatoria, sutil y no tan sutil, de los otros que se oponen a su acceso al empleo, la vivienda y demás necesidades que satisfacer en aras de una buena cali­ dad de vida. Las personas con enfermedades mentales son discapacita­ das. La discapacidad se refiere a la abolición del poder de las personas o a la negación de su acceso al poder. Quienes utilizamos el sistema de salud mental estamos discapacitados por la enormidad de prejuicios so­ ciales y personales que se nos dirigen. Es evidente, por tanto, por qué el «movimiento de la discapacidad» debe acoger a los supervivientes del sistema de salud mental. Las expresiones «superviviente» y «superviviente del sistema de sa­ lud mental» fueron acuñadas por el grupo radical manifestante: Survivors Speak Out, que nació a raíz de la Mental Health 2000 Conference, celebrada en Brighton, en 1985. El grupo está constituido por supervi­ vientes de los servicios psiquiátricos y psicológicos del Reino Unido y se manifiesta a favor de un mejor trato a las personas diagnosticadas como mentalmente enfermas y de la restauración de nuestros derechos humanos fundamentales.Yo abrazo con orgullo el calificativo de «su­ perviviente» porque proclama la esperanza contra toda esperanza, la existencia a pesar de los traumas de la vida y, a menudo, a pesar del tra­ tamiento recibido en los servicios de salud mental. Es también un tér­ mino que inflama la sensibilidad de la mayoría de quienes trabajan en la profesión psiquiátrica. Hasta no hace mucho, las personas discapacitadas han tratado de dis­ tanciarse del «movimiento de los supervivientes». Por desgracia, los pre­

juicios abundan por igual dentro del movimiento de la discapacidad como fuera de él y nosotros experimentamos el antiguo estigma que se adjudica a las personas que padecemos enfermedades mentales. Es más, a veces, da la sensación de que existe una jerarquía de opresión dentro del movimiento que lleva a considerar sospechosas a las personas con «mi­ nusvalías ocultas». Para algunas personas, nosotras somos demasiado si­ métricas en lo físico para que nos admitan. Por fortuna, este tipo de acti­ tudes excluyentes está empezando a desaparecer y fue muy reconfortante el hecho de que muchos supervivientes psiquiátricos se uniesen y fuesen bienvenidos a las manifestaciones a favor de los derechos civiles de 1994.

Lo personal es político Veamos qué le ocurre, en realidad, a quien tiene un trastorno men­ tal. En cierto sentido, se acusa a la persona presuntamente enferma y, a continuación, se limitan sus movimientos y se la segrega de la sociedad. En algunos casos, se encierra a estas personas y se las detiene contra su voluntad y, a veces, se les «ofrece», a modo de terapia, la electrotortura del cerebro. Kate Millett describe sus propias experiencias del régimen psiquiátrico tradicional como «el terrorismo del estado contra el indi­ viduo» (Millett, 1991, p. 10). Cuando se enfrenta una con el encarcela­ miento forzoso impuesto por los poderes que sean, la paranoia es una respuesta saludable. El sistema de salud mental está instaurado a imagen del sistema pe­ nal, con una diferencia fundamental: en el sistema penal, la mayor parte de los antecedentes se «cancelan», es decir, se eliminan de los expedien­ tes al cabo de cinco años. En el caso del sistema de salud mental, en cambio, tu historia te sigue los pasos, en tus historiales médicos, du­ rante el resto de tus días. El hecho de tener un historial psiquiátrico significa que te están vedadas ciertas profesiones y que tendrás dificul­ tades para hacerte un seguro, para acoger o adoptar niños y para obte­ ner un visado de entrada para visitar determinados países. Como he te­ nido oportunidad de aprender con el paso de los años y con graves costes personales, todo esto puede tener efectos trascendentales. A principios de septiembre de 1983, tras tres años de tratamiento psicoterapéutico y de transferirme de una clínica a otra, me dieron de

alta, como paciente externa, en el St A nne’s Hospital, de Nottingham. Dos años después, perdí un trabajo que me ofrecieron como trabaja­ dora social en una residencia de St Albans. El día en que debía presen­ tarme a trabajar, recibí una carta, entregada en mano, que me decía que mi solicitud para el puesto de trabajo había sido «rechazada». Esa carta contradecía otra anterior en la que se expresaba la «satisfacción» por «haber sido admitida» y se me invitaba a unirme al personal y a los re­ sidentes de la institución; mucho antes de la fecha de incorporación, habíamos establecido la relación de funciones que desempeñar. Decidí hacer caso omiso de la segunda carta y desafié su concepto de la realidad, presentándome a trabajar, armada con la primera carta. Tuve que volver. La razón era que no había ido a un médico al que en ningún mo­ mento me dijeron que visitase ni a mi médico de cabecera, que sabía poco de mí porque no hacía mucho que me había inscrito como pa­ ciente suya, ni el personal médico del departamento de los servicios sociales a los que me incorporaba. Mis investigaciones revelaron que me habían rechazado a causa del historial psiquiátrico incluido en mi expediente médico. El médico de cabecera y el funcionario médico del departamento de servicios sociales me describieron como «funda­ mentalmente inestable, desde el punto de vista emocional, e inade­ cuada para ese trabajo». «Ese trabajo» se situaba en el contexto de un proyecto de rehabilitación de salud mental. Si los dos médicos varones habían decidido que no era adecuada para ese trabajo en la comuni­ dad, quizá estuvieran diciendo que no es posible rehabilitar a los pa­ cientes psiquiátricos, actuales o antiguos. Si era así, ¿por qué gastar to­ dos esos fondos públicos en el proyecto? Era una guerra sucia y, como no tenía nada que perder, hice pú­ blico todo el asunto. Pedí ayuda al Partido Laborista local, al National Councilfor Civil Liberties (ahora Liberty) y, por supuesto, a la prensa. Siete meses después, me ofrecieron la reincorporación al trabajo, con toda clase de disculpas del director de los servicios sociales por el «error ad­ ministrativo» consistente en no haberme avisado para el reconoci­ miento médico. Así, pues, aparentemente, es posible rehabilitar a las personas. Hasta la aprobación de los reglamentos del gobierno, en 1991, no era posible acceder a los expedientes médicos que, efectiva­ mente, son propiedad del Secretario de Estado. Sin embargo, tras ame­

nazar al médico de cabecera por una negligencia, me permitieron ver el contenido del mío. No podía oponerm e a lo que figuraba en él, pero, al menos, ahora sé que estoy en contra de los ejercicios de redac­ ción creativa de una serie de profesionales que han empleado mucho menos de 20 minutos en entrevistarme, aunque sus palabras me discapacitan para el resto de mi vida. Mi historia no es en absoluto inusual. En el contexto de una socie­ dad dominada por los varones, las voces de las mujeres se sofocan y se silencian en todos los niveles. En el mejor de los casos, nos desprecian por histéricas, pero las mujeres a las que han diagnosticado en los servi­ cios psiquiátricos tienen muy pocas oportunidades de que las tomen en serio. Estamos en el extremo final de las interpretaciones discapacitantes y sexistas de nuestras experiencias vitales.

¿Una com unidad acogedora? Ante nuestros ojos, están desmontando y poniendo a pública su­ basta nuestro sistema de bienestar. Nos están vendiendo el mito de una nueva comunidad acogedora en la que, con todas nuestras vulnerabili­ dades, nos acogerán con amor y nos auxiliarán. Durante los últimos 30 años, se han modificado los principales hospitales de estancias largas para la «subnormalidad» y los grandes «cubos de basura» de la psiquia­ tría; sin embargo, en Inglaterra, todavía siguen abiertos 90 grandes hos­ pitales psiquiátricos de los 130 registrados en los años 60 (Sayce, 1994, pp. 4-5), mientras los recursos comunitarios son miserablemente insufi­ cientes, como han señalado de forma contundente M IN D y otras or­ ganizaciones. Por otra parte, son pocos los hogares de crisis y las comu­ nidades terapéuticas, lo que supone que las personas con trastornos tienen pocas oportunidades de tratamiento. Esto significa también que, con frecuencia, las personas con trastornos tienen que acudir a su fami­ lia o a sus amigos para que les brinden su apoyo para tratar de salir del hospital. Las mujeres representan una abrumadora mayoría de nuestros cui­ dadores sin sueldo, nuestros «cuidadores informales», aguantando la parte más fuerte de una política gubernamental insensiblemente infradotada en el plano económico. Pero las mujeres cuidamos a las perso-

ñas, ¿no es así? Nos han educado para cuidar. La explotación de nuestra socializada disposición a ayudar constituye un cínico abuso del sexismo institucionalizado (Marshall, 1985, pp. 32-36). ¿Acaso podemos extra­ ñarnos de que sea más probable que las mujeres y no los hombres pi­ dan ayuda a su médico de cabecera o caigan en depresiones? (Brown y Harris, 1978). No estamos locas, estamos profundamente enfadadas. En realidad, estamos furiosas. La actual caza de brujas de los supervivientes de los servicios de sa­ lud mental que están «sueltos» en la comunidad, a cargo de los medios de comunicación es una terrorífica cristalización de los prejuicios de la sociedad respecto a las personas con trastornos. Por regla general, a quienes utilizan los servicios psiquiátricos, se les considera una ame­ naza violenta para la comunidad y, sin embargo, son cientos de veces más peligrosos para ellos mismos que para otros (Prins, 1990). Una pe­ queña minoría de las personas que utilizan los servicios de salud men­ tal se comporta de forma violenta, normalmente durante un período de crisis. A veces, se producen resultados trágicos, como en el caso de la muerte de Jonathan Zito, muerto a manos de Christopher Clunis. Una única acción de este tipo puede tener unas repercusiones enormes para todos los usuarios de los servicios psiquiátricos. El Secretary of State for Health reaccionó estableciendo un plan de 10 puntos por el que im­ plantaban unos controles más rígidos sobre la puesta en libertad de las personas con «desórdenes mentales» y su inserción en la comunidad, así como mayores poderes respecto a las altas supervisadas. Este plan fue una respuesta al clamor público promovido por las noticias sensacionalistas de la prensa. Cuando examinamos la vigencia del estigma que se une a los trastornos mentales, los periodistas tienen muchas respuestas que dar al respecto — un estudio descubrió que dos tercios de todas las referencias de los medios de comunicación a las «enfermedades menta­ les» se centraban en la violencia (Philo y cois., eds., 1993). Survivors Speak O ut ha hecho mucho en cuanto a oponerse a los estereotipos de los medios de comunicación de masas, animando a los supervivientes a que hablen en primera persona, haciendo frente a los mitos y refutando los prejuicios, pero, entretanto, la política del go­ bierno ha reforzado los temores de la comunidad con respecto a los «pacientes psiquiátricos». Su plan de 10 puntos describe «nuevas fases para endurecer sustancialmente la asistencia comunitaria a las personas

mentalmente enfermas» (Department of Health , nota de prensa, 12 de agosto de 1994). En principio, se propuso la introducción de etiquetas electrónicas de identidad para seguir los movimientos de las personas que hubiesen sido adscritas a secciones de salud mental u obligadas a seguir un tratamiento. Esta propuesta chocó con las protestas de los usuarios y de los profesionales de los servicios de salud mental. Se dijo que el «etiquetado» era bárbaro y podía resultar contraproducente en el plano terapéutico. La secretaria de estado,Virginia Bottomley, retiró la propuesta, pero optó por «la sanción legal de que los pacientes que no cumplan su programa de asistencia pueden ser recluidos a la fuerza en el hospital» y requerir a los prestatarios de servicios para que manten­ gan al día unos «registros de supervisión» de los «pacientes en situación de riesgo elevado» (Department of Health , nota de prensa, 24 de febrero de 1994). Las orientaciones sobre el registro y la supervisión de los pa­ cientes dados de alta han creado una situación en la que el Gran Her­ mano vigilará a esas personas durante el resto de su vida. No entiendo que eso mejore la paranoia. Hackney, el barrio de Londres en el que vivo, tiene el número más elevado de todo el país tocante a las remisiones a los servicios de salud mental, de acuerdo con la sección 136 de la Mental Health Act (remisio­ nes efectuadas por la policía). La mayoría de estas remisiones afectan a varones jóvenes, de raza negra y de edades comprendidas entre los 18 y los 26 años. ¿Se trata de asistencia en la comunidad o de la política ra­ cista de una comunidad?

Tenem os algo que decir Si prestamos atención a quién establece los planes de cambio en cada momento, es evidente que el poder sigue en manos de los profe­ sionales no discapacitados, los «especialistas» que han dedicado su vida a estudiar los fenómenos de la «conducta desviada». Es muy raro en­ contrar a un profesional que sea superviviente del sistema o que admita haber experimentado un trastorno mental. Por ejemplo, en la International Women and Mental Health Conference de 1993, ninguna conferenciante describió sus propias experiencias. En cambio, cada profesional presentó ante nosotras la vida de sus dientas,

como materiales interesantes de casos susceptibles de estudio e investi­ gación. Se trataba de un congreso feminista, dirigido por mujeres que profesan comprender la dinámica del poder y el modo en que nos han reducido a la impotencia. Sin embargo, constituía un ejemplo evidente del estado de anulación en el que se encuentran los supervivientes del sistema de salud mental. Las psicólogas y terapeutas feministas se apro­ piaban de las experiencias de otras mujeres. Ellas, como sus colegas pro­ fesionales masculinos, controlan las vidas de las mujeres en el sistema de salud mental. El estigma con el que se marca a las personas con trastornos es tal que los profesionales o asistentes tienen miedo de admitir cualquier clase de vulnerabilidad emocional. Las mujeres supervivientes tienen que ocupar un lugar central en todos los procesos de decisión que crean servicios de salud mental. Como no estamos, no tenemos elec­ ción en cuanto a la ayuda que recibimos, cómo nos tratan ni dónde. Sobre las cuestiones del poder ya se ha escrito mucho antes que nosotros. Tenemos que oponernos a las fuerzas sociales que crean una subclase de personas: «los discapacitados», esos seres infrahumanos que no están en posesión de todas sus facultades. Por otra parte, tenemos que oponernos a la cultura de los benefactores agobiados por la culpa­ bilidad que musitan: «gracias a Dios, allá voy», mientras tiran de la mu­ jer ciega más próxima para cruzar una calle que ella no tenía la menor intención de cruzar y vuelven a tomar posesión del siguiente grupo de mujeres discapacitadas para llenar sus brillantes carruajes. Es fundamental que las mujeres supervivientes estemos presentes en el movimiento de las personas discapacitadas. Tenemos que crear coaliciones de personas discapacitadas y supervivientes para luchar por los derechos civiles, por la supervivencia. Necesitamos también coali­ ciones para llevar a cabo cambios positivos en un mundo que ha cre­ ado una falsa división entre quienes compran y proporcionan los trata­ mientos y quienes los reciben. Como señala Bernice Johnson Reagon, «el trabajo coaligado no se hace en casa. El trabajo en coalición hay que hacerlo en la calle... es el trabajo más peligroso que puedes hacer y no debes buscar la comodidad... N o os voy a dejar vivir mientras no me dejéis vivir» (Johnson Reagon, 1985). Las mujeres psicólogas y te­ rapeutas pueden sentirse incómodas al romper el aura mística y elimi­ nar el regusto del poder y permitir que las mujeres supervivientes se

hagan con el control de sus propios destinos. En el movimiento de per­ sonas discapacitadas, la eliminación de la escala de poder entre quienes tienen minusvalías visibles y quienes las tienen «ocultas» puede hacer daño. Dentro del movimiento de las supervivientes, todo esto supon­ drá reparar las grietas que existen entre las mujeres que han sobrevi­ vido al tratamiento psiquiátrico y las que pagan por la terapia. A menos que podamos ser sinceras respecto a nuestras diferencias y nuestros te­ mores a diferenciarnos, no podremos trabajar unidas ni cambiar el mundo.

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10. Nuestra vida en su totalidad renovación del m odelo social de discapacidad --------Liz Crow Introducción El origen de este capítulo es un artículo escrito para Coalition — una de las re­ vistas del movimiento británico de personas discapacitadas. En ¡os cuatro años transcurridos desde su aparición, tanto el diálogo con otras personas discapacitadas como mis propias circunstancias han influido en mi forma de pensar. Durante este tiempo, hemos empezado a hablar con más libertad sobre nuestras experiencias de minusvalía y el modelo social de la discapacidad que se defiende aquí, desarrollada de modo más completo, ya está empezando a aplicarse informalmente en el movi­ miento de personas discapacitadas.

Mi vida tiene dos fases: antes del modelo social de discapacidad y después de él. El descubrimiento de esta forma de pensar sobre mis ex­ periencias fue la balsa proverbial en mares tormentosos. Me hizo com­ prender mi vida, compartida con miles, millones incluso, de personas de todo el mundo y me adherí por completo a ella. Esta era la explicación que había estado buscando durante muchos años. De repente, se confirmaba lo que yo había sabido desde siempre, en el plano más profundo. Mi cuerpo no era el responsable de todas mis dificultades, sino factores externos, barreras construidas por la sociedad en la que vivo. Los prejuicios, la discriminación, los ambientes que no me permitían el acceso y un apoyo insuficiente me estaban dis-capacitando: limitando mis capacidades y oportunidades. Más importante aún era el hecho de que, si la sociedad había creado los problemas, la misma sociedad podía des-crearlos: ¡verdaderamente revolucionario! Durante años, este modelo social de discapacidad me ha permitido

afrontar, sobrevivir e incluso superar incontables situaciones de exclu­ sión y discriminación. Ha sido mi principal apoyo, como también lo ha sido para el movimiento de personas discapacitadas en general. Ha permitido que adquiriésemos una visión de nosotros mismos liberada de las restricciones de la discapacidad (opresión), aportándonos una orientación para nuestro compromiso a favor del cambio social. Ha desempeñado un papel fundamental en la promoción de la autovaloración individual de las personas discapacitadas, la identidad colectiva y la organización política. No creo que exagere al decir que el m o­ delo social ha salvado vidas. Gradual, muy gradualmente, su esfera de influencia se ha extendido más allá de nuestro movimiento, influyendo en la política y en la práctica generales. La contribución del modelo social de discapacidad, ahora y en el futuro, al logro de la igualdad de derechos para las personas discapacitadas es incalculable. Siendo así, ¿por qué, de repente y a pesar de todos sus puntos fuer­ tes y su relevancia, el modelo social no me parece ya tan cristalino? Lo critico conmovida, pero, cuando la experiencia personal no se adapta a las explicaciones al uso, es hora de cuestionarlas de nuevo.

¿Es «todo» la discapacidad? El modelo social de discapacidad ha sido nuestra clave para des­ mantelar la concepción tradicional de la minusvalía1 como «tragedia personal» y la opresión que esto provoca. Las explicaciones al uso se han centrado en la minusvalía como si lo fuese «todo»: la minusvalía es la causa de nuestras experiencias y de nuestras desventajas, así como el centro de atención de la intervención. La Organización Mundial de lá Salud define la minusvalía y los con­ ceptos relacionados con ella del siguiente modo: Minusvalía: Cualquier pérdida o anormalidad de estructuras o funciones psicológicas, fisiológicas o anatómicas. Discapacidad: Cualquier restric­ ción o carencia (resultante de la minusvalía) de la capacidad de desarro­ 1 Com o otras muchas personas discapacitadas, me siento un tanto incómoda con la pa­ labra «minusvalía» por estar tan cargada de interpretaciones ofensivas. Quizá tengamos que sustituir el término «minusvalía» por otro alternativo.

llar una actividad del modo o en el marco que se considera normal para un ser humano. Impedimento : La desventaja de un individuo determ i­ nado, resultante de una minusvalía o discapacidad, que limita o impide la realización de una función normal, dependiendo de la edad, el sexo y los factores sociales y culturales de ese individuo. (United Nations Divi­ sión for Economic and Social Information, 1983, p. 3).

En este marco de referencia, que, con frecuencia, se conoce como modelo médico de la discapacidad, las limitaciones funcionales de una persona (minusvalías) constituyen la causa última de todas las desventa­ jas experimentadas y, en consecuencia, estas desventajas sólo pueden rectificarse mediante el tratamiento o la cura. El modelo social, en cambio, traslada el centro de atención de la minusvalía a la discapacidad, refiriendo este término a las barreras discapacitantes sociales, ambientales y de actitudes más que a la falta de capacidad. Por tanto, mientras que la minusvalía está constituida por la limitación o limitaciones de carácter funcional que afectan el cuerpo de una persona, la discapacidad es la pérdida o limitación de oportuni­ dades que se deriva de la discriminación directa o indirecta. El cambio social — la eliminación de las barreras discapacitantes— es la solución de las desventajas que experimentamos. Esta forma de ver las cosas nos abre nuevas oportunidades para erradicar los prejuicios y la discriminación. En cambio, el modelo mé­ dico hace depender la eliminación de las desventajas de la eliminación o «superación» de la minusvalía: la plena participación en la sociedad sólo se produce mediante la curación o el fortalecimiento. Por tanto, no puede sorprender a nadie que nos hayamos centrado tan rotunda­ mente en la importancia de las barreras discapacitantes y luchado para desmantelarlas. Sin embargo, al hacerlo así, hemos tendido a considerar la discapa­ cidad como si fuese «la totalidad». A veces, da la sensación de que, si la importancia de este centro de atención es tan absoluta, corremos el riesgo de suponer que la minusvalía no tiene nada que ver en la deter­ minación de nuestras experiencias. En vez de afrontar las contradic­ ciones y la complejidad de nuestras experiencias, hemos optado en nuestras campañas por presentar la minusvalía como algo irrelevante, neutro y, a veces, positivo, pero nunca como el problema que es en realidad.

¿Por qué hemos excluido así de nuestro análisis la minusvalía? ¿Acaso creemos que el hecho de admitir que la minusvalía puede constituir un aspecto difícil de tratar destrozaría las imágenes fuertes, positivas (¿superlisiados?) de nuestras campañas? ¿O que mostrar que no todos los pro­ blemas pueden resolverse mediante el cambio social inhibiría o excusa­ ría a las personas no discapacitadas de ocuparse de todo ello? ¿O que podemos hacer tan complejas las cosas que las personas crean que el cambio constructivo está fuera de su alcance? ¿O, incluso, que admitir que el hecho de tener minusvalías puede ser, a veces, tan desagrada­ ble que refuerce la creencia de que no merece la pena vivir nuestra vida?

¡Volvamos a la minusvalía! La experiencia de la minusvalía no siempre es irrelevante, neutra ni positiva. ¿Cómo va a serlo si es la misma razón utilizada para justificar la opresión contra la que batallamos? ¿Cómo va a serlo si el dolor, la fa­ tiga, la depresión y la enfermedad crónica son hechos constantes de la vida de muchos de nosotros? Nos alineamos con otros movimientos a favor de los derechos civi­ les y hemos aprendido mucho en estas campañas. Pero tenemos una diferencia fundamental en relación con los demás movimientos que no podemos pasar por alto. El cuerpo de los miembros de los demás gru­ pos no tiene nada que sea intrínsecamente desagradable ni difícil de asumir: la orientación sexual, el sexo y el color de la piel son hechos neutros. En cambio, la minusvalía significa que nuestra experiencia de nuestros cuerpos puede ser desagradable o difícil. Esto no significa que nuestras campañas contra la discapacidad sean menos importantes que las dirigidas contra el heterosexismo, el sexismo o el racismo, sino que, para muchas personas discapacitadas, la lucha personal relacionada con la minusvalía seguirá presente incluso cuando ya no existan las barreras discapacitantes. Sin embargo, nuestra insistencia en que las desventajas y la exclu­ sión son consecuencia de la discriminación y los prejuicios y nuestras críticas contra el modelo médico de discapacidad nos han impedido reconocer nuestras experiencias de minusvalías. Es más seguro no men­ cionar de ninguna manera la minusvalía.

Este silencio nos impide afrontar con eficacia los aspectos difíciles de la minusvalía. Muchos de nosotros seguimos frustrados y descorazo­ nados por el dolor, la fatiga, la depresión y la enfermedad crónica, in­ cluyendo ahí el modo en que todo ello nos impide realizar nuestro po­ tencial o luchar con todas nuestras fuerzas contra la discapacidad (nuestra experiencia de la exclusión y la discriminación); muchos de nosotros tememos que, en el futuro, aparezcan minusvalías progresivas o adicionales; nos acordamos con pena de nuestras actividades anterio­ res, que ya no podemos llevar a cabo; nos asusta la posibilidad de morir pronto o que nos parezca que el suicidio sea nuestra única opción; bus­ camos desesperadamente alguna intervención médica eficaz; tenemos sentimientos ambivalentes respecto a la posibilidad de que nuestros hi­ jos tengan minusvalías, y estamos motivados para trabajar a favor de la prevención de las minusvalías. Sin embargo, nuestro silencio sobre ellas ha hecho que muchas de estas cosas sean tabúes y creado toda una se­ rie de limitaciones a nuestra expresión personal. Por supuesto, la supresión de la manifestación de las preocupacio­ nes relacionadas con la minusvalía no supone que dejen de existir o que, de repente, se hagan más soportables. En realidad, este silencio des­ truye la capacidad de los individuos para «afrontar la situación» y, en úl­ timo término, la totalidad del movimiento de personas discapacitadas. Como individuos, la mayoría de nosotros no puede pretender con la más leve convicción que nuestras minusvalías sean irrelevantes, dada la influencia que ejercen en nuestra vida. Las barreras externas discapacitantes pueden crear situaciones sociales y económicas desventajosas, pero la experiencia subjetiva de nuestro cuerpo también forma parte de nuestra realidad cotidiana. Tenemos que hallar un modo de integrar la minusvalía en nuestra experiencia total y en la percepción de noso­ tros mismos en beneficio de nuestro propio bienestar físico y emocio­ nal y, además, de nuestra capacidad individual y colectiva para luchar contra la discapacidad. En cuanto movimiento, para que nuestras campañas estén abiertas a todas las personas discapacitadas, tenemos que informarnos sobre la discapacidad y la minusvalía en todas sus variantes. Para muchas perso­ nas, la experiencia de su cuerpo — y no sólo las barreras discapacitantes, como la imposibilidad de acceder a los medios de transporte pú­ blico— dificulta su participación política. Por ejemplo, la energía

limitada de un individuo puede reducir su capacidad para asistir a reu­ niones y otros acontecimientos. Si no se reconocen estas circunstan­ cias, es improbable que se busquen formas alternativas de participar. Si nuestras estructuras y estrategias (o sea, cómo organizamos y ofrecemos apoyo en nuestros debates, consultas y manifestaciones) no pueden abarcar a todas las personas discapacitadas, nuestras campañas perderán la aportación de muchas personas. Si nuestro movimiento excluye a muchas personas discapacitadas o se niega a dialogar sobre ciertas cues­ tiones, nuestro conocimiento de la situación será parcial: nuestra capa­ cidad colectiva de concebir y conseguir un mundo que no discapacite disminuye. Nos arriesgamos a tener un mundo con una «élite» de per­ sonas con minusvalías pero que, para muchos de nosotros, no encierre ninguna promesa real de derechos civiles, igualdad o acogida. ¿Cómo vamos a esperar que alguien tome en serio un movimiento «radical» que reproduce algunos de los peores aspectos excluyentes de la socie­ dad que pretende cambiar? Nuestro enfoque actual del modelo social constituye la última pa­ radoja: al ocuparse sólo de un aspecto de la situación, nos discapacita a nosotros mismos.

Una nueva definición de minusvalía Nuestro temor a reconocer las consecuencias de la minusvalía está muy justificado. La idea predominante de la minusvalía como una tra­ gedia personal se utiliza con regularidad para destruir el trabajo del movimiento de personas discapacitadas y raramente coincide con la idea que las personas discapacitadas tienen de su situación. Son inter­ pretaciones individualistas: nuestras experiencias se explican por com­ pleto mediante las características psicológicas o biológicas de cada in­ dividuo. Cualquier problema que tengamos se explica por la insuficiencia personal o la limitación funcional, excluyendo las in­ fluencias sociales. Estas interpretaciones imponen unos presupuestos básicos sobre las diversas experiencias de la minusvalía y aíslan la experiencia de su contexto discapacitante. Asimismo, nos separan de los que son como nosotros y de las personas que carecen de minusvalías. La interpreta­

ción de la minusvalía como una tragedia personal provoca el miedo a la minusvalía y hace hincapié en la intervención médica. Esa interpre­ tación es un aspecto clave de las actitudes y de las acciones que nos discapacitan. Sin embargo, la interpretación de la minusvalía como una tragedia personal es una mera construcción social; no es una forma inevitable de pensar en la minusvalía. Nuestro reconocimiento de la importancia que para nosotros tiene la minusvalía no significa que tengamos que adoptar la forma de interpretar la experiencia que tenemos de nuestro cuerpo del mundo no discapacitado. De hecho, la minusvalía, en su ni­ vel más básico, es un concepto puramente objetivo que no lleva con­ sigo ningún significado intrínseco. La minusvalía no significa más que los aspectos del cuerpo de una persona que no funcionan o lo hacen con dificultad. Con frecuencia, este significado se amplía de manera que implique que el cuerpo de la persona y, en último término, la per­ sona misma son inferiores. No obstante, lo primero es el hecho; lo se­ gundo, la interpretación. Si estas interpretaciones son construcciones sociales, no son fijas ni inevitables y es posible reemplazarlas con inter­ pretaciones diferentes, basadas en nuestra propia experiencia de la mi­ nusvalía, en vez de con lo que nuestras minusvalías significan para las personas no discapacitadas. Necesitamos un enfoque nuevo que reconozca que las personas aplican sus propios significados a sus experiencias de minusvalía. Esta autointerpretación añade un nuevo estrato de significados personales, subjetivos, al concepto objetivo de la minusvalía. La interpretación per­ sonal incorpora cualquier significado que la minusvalía tenga para el individuo (es decir, los efectos que produzca en sus actividades), las sen­ saciones que produce (p. ej., el dolor) y las preocupaciones que el indi­ viduo pueda tener (p. ej., cómo puede progresar su minusvalía). Los in­ dividuos pueden considerar que su minusvalía es positiva, neutra o negativa y esto puede variar según la época y las circunstancias. Con este enfoque, las experiencias y la historia de nuestras minus­ valías se convierten en una parte de nuestra autobiografía. Se añaden a nuestra experiencia de discapacidad y a otros aspectos de nuestra vida para configurar una imagen completa de nosotros mismos. El reconocim iento de la relevancia de la minusvalía es esencial para garantizar que las personas sean conscientes de sus propias cir­

cunstancias. La consciencia del individuo respecto a la forma de ope­ rar de su cuerpo le permite descubrir sus necesidades concretas. Esto constituye el antecedente obligado para satisfacer esas necesidades acudiendo a la información y recursos existentes. El conocimiento de uno mismo es el prim er paso para la capacitación y proporciona un fundamento firme para que los individuos puedan trabajar colectiva­ mente para afrontar la discapacidad y su influencia en las personas con minusvalías. Tenemos que pensar en la minusvalía en tres sentidos, relacionados entre sí: • Primero: está el concepto objetivo de minusvalía. La Union of Physically Impaired Against Segregation (U P IA S , 1976) la definió y, desde entonces, la Disabled People International (DPI) la ha desa­ rrollado para incluir también a personas que padecen diversas mi­ nusvalías no físicas: Minusvalía: carencia de un miembro o de parte de él, o presencia de un miembro, órgano o mecanismo defectuoso. • Segundo: está la interpretación individual de la experiencia subje­ tiva de la minusvalía, según la cual el individuo relaciona sus pro­ pios significados con el concepto de minusvalía con el fin de co­ municar sus circunstancias personales. • Por último, está la influencia del contexto social general sobre la minusvalía, en el que las interpretaciones erróneas, la exclusión social y la discriminación se combinan para discapacitar a las per­ sonas con minusvalías. Este tercer aspecto de la minusvalía no es inevitable y su elimina­ ción constituye el centro primordial de atención del movimiento de personas discapacitadas. Sin embargo, los tres estratos son esenciales para comprender nuestras experiencias personales y sociales.

Respuestas ante la minusvalía Tenemos que proclamar y reconocer nuestras experiencias perso­ nales de minusvalía con el fin de desarrollar nuestros debates claves,

para incorporar esta experiencia al contexto social general y orientar con mayor precisión nuestras acciones. Un aspecto crítico que merece nuestra preocupación consiste en las diferentes respuestas ante la mi­ nusvalía, porque, en último término, determinan nuestra exclusión o inclusión. En la actualidad, las principales respuestas ante la minusvalía se di­ viden en cuatro grandes categorías: • Evitación y «escape», mediante el aborto, la esterilización, la sus­ pensión del tratamiento de los bebés discapacitados, el infantici­ dio y la eutanasia (suicidio con ayuda médica) o el suicidio. • Convivencia con la minusvalía, situación en la que los efectos difíci­ les de tratar de la minusvalía se minimizan e incorporan a la vida del individuo, sin cambios significativos de la minusvalía como tal. • Curación, mediante la intervención médica. • Prevención, incluyendo aquí la vacunación, la educación para la salud y unas condiciones sociales mejoradas. Los tratamientos específicos que se derivan de estas respuestas di­ fieren notablemente según se basen en el modelo médico o en el so­ cial. En la actualidad, el tratamiento disponible está dominado por la interpretación individualista de la minusvalía, propia del modelo mé­ dico, como una situación trágica y problemática que es la única causa de las desventajas y las dificultades. Esto lleva a los responsables de la política y a los profesionales a buscar «soluciones» mediante la elimina­ ción de la minusvalía. En momentos y contextos diferentes, cada una de las respuestas señaladas se considera válida para conseguir el resul­ tado deseado de la reducción del número de personas con minusvalías. A menudo, el resultado consiste en un ataque fundamental a nuestros derechos civiles y humanos. Por ejemplo, aunque en Gran Bretaña no sean legales en este mo­ mento, hay muchos que defienden la eutanasia y el infanticidio por­ que consideran que la «calidad de vida» de quien tiene una minusvalía es inaceptablemente mala. En los últimos años, los juzgados han te­ nido que entender de un número cada vez mayor de casos de infanti­ cidio y eutanasia, cuyos juicios y la respuesta pública suscitada supo­

nen una aceptación creciente de estas acciones. El infanticidio se justi­ fica con al argumento de que «matar a un niño defectuoso no es mo­ ralmente equivalente a matar a una persona. Con mucha frecuencia, esa postura no es errónea en absoluto».2 A menudo, se considera que el suicidio de personas con minusvalías es mucho más razonable que el de personas que carecen de ellas, pues la minusvalía hace del suici­ dio una vía adecuada que seguir, si no la única. El capítulo de R uth Bailey pone en evidencia que el supuesto de la inevitable mala calidad de vida con una minusvalía domina el desarrollo de las pruebas prena­ tales y el aborto. Estos enfoques han creado una enorme industria de investigación y, en la actualidad, las exploraciones fetales y el aborto son los beneficiarios principales de los recursos relacionados con las minusvalías. La prevención de la minusvalía por medio de medidas de salud pública merece sólo una mínima consideración y unos recursos menguados. El aislamiento de la minusvalía de su contexto social su­ pone que no se reconozcan a menudo las causas económicas y so­ ciales de las minusvalías. También son discutibles las definiciones de la prevención, pues los principales enfoques categorizan las explora­ ciones fetales y los posteriores abortos como medidas preventivas, aunque, en realidad, esas acciones se orientan a la eliminación de la minusvalía. Cuando no es posible la eliminación de la minusvalía, los enfoques al uso se extienden a la convivencia con la misma, aunque ésta sigue siendo una de las áreas menos dotadas de recursos del servicio de salud. No obstante, gran parte del trabajo en este campo se orienta más a di­ simular o encubrir la minusvalía que a incrementar las posibilidades de acceso de los individuos a diversos lugares y a proporcionar la ayuda que puedan necesitar. Para lograr esto, los servicios médicos y de reha­ bilitación emplean unas cantidades enormes de energía y recursos. Por ejemplo, a muchos individuos se les prescriben una cirugía cosmética y unas prótesis que carecen de función práctica e, incluso, pueden con­ tribuir a que el individuo no utilice su cuerpo. A otros se les enseña a 2 Profesor Peter Singer, director del Centre for Human Bioethics, de la Monash University, de Australia: citado en Erika Feyerabend: «Euthanasia in the Age o f Genetic Engineering», Reproductive and Genetic Engineering, 2 (3), 247-249, s/f.

luchar durante horas para vestirse solos cuando sería más eficaz la pro­ visión de asistencia personal. Las interpretaciones corrientes de la minusvalía y las respuestas con ellas relacionadas encierran una serie de defectos importantes. En pri­ mer lugar, no se distinguen con claridad las experiencias de la minus­ valía de personas diferentes ni los distintos aspectos de una minusvalía — o, incluso, si ciertas minusvalías pueden tener aspectos positivos— . En realidad, los recursos se aplican de forma generalizada a acabar con la minusvalía, con independencia de la experiencia y las interpretacio­ nes concretas de los individuos afectados. Con el desarrollo de las ex­ ploraciones genéticas, la intervención se orienta a eliminar a las perso­ nas con determinados tipos de minusvalía. Es raro que se tengan en cuenta los atributos positivos de las minusvalías; por ejemplo, el gen de la fibrosis quística confiere resistencia al cólera, que constituye un be­ neficio importante en ciertas partes del mundo. Se han descubierto re­ laciones entre algunas minusvalías y el talento creativo o intelectual y, en sí, la minusvalía exige desarrollar unas formas de trabajar y vivir más cooperativas y comunitarias, una clara ventaja en una sociedad con tan­ tos conflictos que resolver. En segundo lugar, se presenta la minusvalía como la explicación completa de la situación, sin reconocer la discapacidad. A las investiga­ ciones e intervenciones relacionadas con las minusvalías se dedican unos recursos masivos. En cambio, los recursos que se canalizan hacia el cambio social orientado a la inclusión de las personas con minusva­ lías son escasos. Por ejemplo, la investigación tratará por todos los me­ dios de «curar» la dificultad para andar que tenga un individuo, pasando por alto los factores sociales que convierten en un problema la falta de movilidad. En pocos casos se discute públicamente la cuestión de la distribución de fondos entre estos dos enfoques. Además, esos supues­ tos de partida hacen que muchas personas discapacitadas no reconoz­ can las auténticas causas de su situación y, en consecuencia, no inicien las respuestas adecuadas. La tercera crítica consiste en que, aunque se considera que estas res­ puestas ante las minusvalías representan los intereses de las personas discapacitadas, proceden, en gran medida, de personas que carecen de experiencia directa de minusvalía, aunque se presenten revestidas de autoridad. En cambio, los conocimientos de las personas discapacitadas

se desprecian, con frecuencia, por su contenido emocional y, en conse­ cuencia, por carecer de validez.3 Aunque las intervenciones al uso se presentan como acciones en beneficio de las personas discapacitadas, en realidad se ejecutan por el bien de la sociedad no discapacitada. Los arraigados supuestos de partida y las directrices oficiales ponen en evi­ dencia la intención implícita y, a veces, explícita del control de la po­ blación. El aborto, la eutanasia y la curación se presentan como cues­ tiones relativas a la «calidad de vida», pero también se justifican en términos de ahorro económico o de «mejora» de las poblaciones.4 La motivación del movimiento de personas discapacitadas consiste en contrarrestar éstas y otras iniciativas relacionadas con ellas. El mo­ delo social de la discapacidad niega que la idea de la minusvalía sea problemática, centrándose, en cambio, en la discriminación, como el obstáculo clave para la calidad de vida de las personas discapacitadas. La consecuencia lógica de este enfoque consiste en buscar la solución me­ diante la eliminación de la discapacidad y a ello se dedican los esfuer­ zos del movimiento de las personas discapacitadas. En consecuencia, el movimiento hace especial hincapié en el cam­ bio social para acabar con la discriminación contra las personas con minusvalías. Hay una resistencia muy fuerte a considerar la minusvalía como un aspecto relevante para nuestro análisis político. Cuando se dialoga sobre la minusvalía en el movimiento de personas discapacita­ das, suele hacerse en el contexto de la crítica de las respuestas al uso. 3 Por ejemplo, una comisión de medicina legal emitió recomendaciones para retirar el tratamiento a los bebés recién nacidos con minusvalías, excluyendo específicamente de la co­ misión a los adultos discapacitados y a los padres de niños discapacitados a causa de «el pro­ bable tono emocional que se habría dado a la discusión, que hubiera sido inútil e, incluso, contraproducente respecto a la cuestión tratada» (Prof. Dr. H. D. Hiersche, en su conferencia introductora ante la Asociación Alemana de Medicina Legal, sobre los «Límites de la obliga­ ción de tratar a los recién nacidos gravemente impedidos», 27-29 de junio de 1986). 4 A todas las mujeres embarazadas se les recomienda una nueva prueba de exploración del síndrome de D ow n, fundándose en que las 88 libras esterlinas que cuesta la prueba re­ ducirá el coste de cada «caso» descubierto (y, presumiblemente, abortado), que se sitúa entre 43.000 y 29.500 libras.Véase Pulse, 25 de mayo de 1991. En un artículo no publicado, un filósofo de la universidad de Saarbrücken (Alemania) utilizó la teoría económica de la decisión para cuantificar el valor de la vida, midiendo in­ cluso qué personas debían ser sometidas de forma no voluntaria a la eutanasia («eutanasiadas»). Comunicado por Wilma Kobusch en nota de prensa, en Gelettkirchen, 5 de noviembre de 1991.

Por ejemplo, hemos dicho con toda claridad que las exploraciones fe­ tales para abortar y la aceptación implícita del infanticidio de los bebés con minusvalías importantes se basan en el supuesto de que no merece la pena vivir nuestra vida. Nuestras intervenciones en los debates pú­ blicos de los últimos años sobre el suicidio con ayuda médica (eutana­ sia) han puesto en evidencia el mismo supuesto. En cambio, hemos afir­ mado el valor de nuestra vida y la importancia de las barreras discapacitantes externas, más que la minusvalía en sí, en la determina­ ción de nuestra calidad de vida. La misma perspectiva informa nuestras críticas contra el empleo de recursos para tratar de «curar» las minusva­ lías de las personas. No obstante, la negación del carácter problemático de la minusvalía constituye el error del modelo social. Aunque, por regla general, predo­ minan los factores sociales en la determinación de la experiencia y de la calidad de vida — por ejemplo, es más probable que la petición de la eutanasia esté motivada por la falta de una asistencia adecuada que por el dolor (Seale y Addington-Hall, 1994)— , la minusvalía es relevante. Por miedo a que parezca que suscribimos las respuestas al uso, corre­ mos el riesgo de no reconocer que las desventajas de algunos indivi­ duos se deben a su minusvalía tanto como a su discapacidad. El hecho de que no se reconozca la minusvalía abre también la puerta a la mala utilización y a la interpretación errónea del movi­ miento de personas discapacitadas. Por ejemplo, los grupos «pro-vida» han utilizado las preocupaciones de las personas discapacitadas acerca de las exploraciones genéticas y la eutanasia para reforzar sus argumen­ tos. Del mismo modo, el rechazo del movimiento de los enfoques de los profesionales médicos y de rehabilitación en relación con el trata­ miento y la curación no han ido acompañados por un estudio de las formas de intervención que pudieran ser útiles. Nuestro mensaje tiende a presentarse como un rechazo de todas las formas de intervención, cuando es evidente que algunas intervenciones, como el alivio del do­ lor, requieren mayor atención y más recursos. En ambos casos, las reser­ vas del movimiento de las personas discapacitadas a la hora de ocuparse de todas las consecuencias de las minusvalías hace que su postura pa­ rezca ambigua y quede abierta a la mala utilización del mismo. Es evidente, también, que, al negarnos a hablar de las minusvalías, no reconocemos la realidad subjetiva de la vida cotidiana de muchas

personas discapacitadas. Para las personas que padecen dolor, enferme­ dades, con expectativas de vida reducidas u otros factores, la minusvalía es importante. Es lógico que busquen un tratamiento que minimice es­ tas consecuencias y, en circunstancias extremas, no quieran seguir vi­ viendo. Es fundamental que no supongamos que experimentan una es­ pecie de «falsa consciencia», y que si se eliminaran todas las barreras discapacitantes externas no seguirían teniendo esos sentimientos.Tene­ mos que conseguir que se garanticen todo el apoyo y los recursos que necesite un individuo, reconociendo, no obstante, que la minusvalía puede seguir siendo intolerable. Esto no quiere decir que todas las minusvalías sean intolerables ni que las minusvalías causen todos los inconvenientes relacionados con ellas; tampoco niega la urgencia con la que hay que afrontar y eliminar la discapacidad. Simplemente, nos permite reconocer, junto con la ne­ cesidad de unos cambios sociales y políticos generales, las experiencias que las personas tienen de su cuerpo. N o podemos lograr esto sin adoptar un enfoque nuevo de la minusvalía.

Un m odelo social renovado de discapacidad Tenemos que mirar de un modo nuevo el modelo social de disca­ pacidad y aprender a integrar toda su complejidad. Es crítico que reco­ nozcamos las formas en que la discapacidad y la minusvalía operan jun­ tas. El modelo social no ha indicado nunca que la discapacidad represente la explicación total ni que la minusvalía no importe; ésa ha sido la impresión que hemos dado al mantener nuestras experiencias de minusvalía en el ámbito privado, sin incorporarlas a nuestro análisis político público. Tenemos que ocuparnos de la discapacidad y de la minusvalía: en los constituyentes externos e internos que dan lugar a nuestras expe­ riencias. La minusvalía alude a la forma de trabajar de nuestro cuerpo y a las consecuencias que se derivan para nuestra vida. La discapacidad se refiere a la reacción y la influencia del mundo exterior en nuestro cuerpo concreto. No podemos comprender plenamente una sin prestar atención a la otra porque, aunque pueden existir de forma indepen­ diente, hay también circunstancias en las que interactúan y, aunque

comparten algunos aspectos de su forma de operar, el equilibrio entre discapacidad y minusvalía, su influencia y las explicaciones de sus res­ pectivas causas y efectos varían según la situación de cada individuo y el momento de que se trate. Necesitamos un modelo social de discapacidad renovado. Este mo­ delo operaría en dos niveles: una idea más completa de la discapacidad y de la minusvalía como conceptos sociales, y el reconocimiento de la experiencia del cuerpo que tiene el individuo en el decurso del tiempo y en circunstancias diferentes. Por tanto, este modelo social de la disca­ pacidad es un medio para englobar la experiencia total de la discapaci­ dad y la minusvalía. Nuestro enfoque se basa primordialmente en la idea de que, cuando termine la lucha contra la discapacidad, sólo quedará la minus­ valía, sin otros inconvenientes relacionados con ella. En otras palabras, cuando desaparezca la discapacidad, las personas con minusvalías no tendrán barreras sociales relativas al transporte, la vivienda, la educa­ ción, etcétera. En consecuencia, la minusvalía no se utilizará como pre­ texto para excluir a las personas de la sociedad. Las personas con mi­ nusvalías podrán participar en la sociedad y hacer sus aportaciones a la misma a la par con las personas que no tengan minusvalías. Sin embargo, en esta sociedad no discapacitante, las minusvalías continuarán existiendo y algunos individuos seguirán teniendo incon­ venientes. La eliminación de la discapacidad no supone necesariamente la desaparición de la limitación de oportunidades. Por ejemplo, la limi­ tación de los niveles de salud y de energía de un individuo o su expe­ riencia de dolor puede reducir su participación en diversas actividades. En sí, la minusvalía puede ser una experiencia negativa y dolorosa. Es más, aunque el fin de las discapacidades suponga que las perso­ nas con minusvalías no padecerán discriminaciones, pueden seguir es­ tando en desventaja en cuanto a sus oportunidades sociales y económi­ cas a causa de los efectos a largo plazo de la discriminación precedente. Aunque la acción de afirmación sea un factor importante para paliar esta situación, es improbable que pueda deshacer toda la escala de dis­ criminaciones para todo el mundo. Nuestra interpretación actual del modelo social tiende a dar por supuesto también que, si desaparece la minusvalía , el individuo ya no experimentará la discapacidad. Sin embargo, en la práctica, puede se­

guir estando discapacitado, aunque en m enor grado que antes. Por ejemplo, es probable que la discriminación educativa sufrida influya en las oportunidades futuras de empleo, aunque ya no exista la minus­ valía. Además, el fin de la minusvalía puede desencadenar un trastorno masivo de aquellos aspectos de la identidad personal y de la imagen del individuo configurados como respuesta a la discapacidad y la minusva­ lía. Asimismo, puede significar la pérdida de lo que pudiera ser la co­ munidad primaria del individuo. Estas identidades personales y colecti­ vas se forman en calidad de respuesta a la discapacidad. El hecho de que puedan ser necesarios otros cambios, según cambien las circuns­ tancias, es un signo de la herencia perdurable de la discapacidad. Nuestro enfoque actual tampoco tiene en cuenta el hecho de que las personas puedan estar discapacitadas sin necesidad de tener una mi­ nusvalía. Las pruebas genéticas y víricas se utilizan de forma generali­ zada para prever la posibilidad de aparición posterior de una minusva­ lía concreta. Se ha manifestado el temor a que la predisposición a una minusvalía se utilice como fundamento de la discriminación, sobre todo en servicios financieros y médicos.5 Hay también circunstancias en las que la minusvalía y la discapaci­ dad se dan de forma independiente, de manera que el cambio en una no está necesariamente ligado al cambio en la otra. Por ejemplo, la dis­ capacidad puede mejorar o empeorar espectacularmente al modificarse el ambiente o las actividades del individuo, aunque su minusvalía con­ creta siga como estaba. Por ejemplo, el hecho de irse de vacaciones, de­ jando una casa preparada al efecto, da lugar a una serie de restricciones de acceso a las que el individuo no está acostumbrado, aunque su mi­ nusvalía siga siendo la misma. Del mismo modo, en una organización, un empleado minusválido puede tener dificultades para desenvolverse en el trabajo aunque, en otra, pueda desarrollarlo satisfactoriamente por el mero hecho de las diferencias entre las prácticas de ambas orga­ nizaciones respecto a la igualdad. La discapacidad no tiene por qué aumentar cuando lo hace el grado de la minusvalía, si se dispone de los recursos adecuados y suficientes 5 «Further Examples ofThreats to Life», Newsletter 13: Disability Awareness in Action, enero de 1994.

para hacer frente a las necesidades derivadas del cambio. Una minusva­ lía nueva, una situación que fluctúe o una minusvalía progresiva puede suponer que el individuo necesite un incremento de la asistencia per­ sonal o un tipo diferente de asistencia, pero la discapacidad no se mo­ dificará siempre que sea fácil obtener los recursos necesarios, suficien­ tes y flexibles. Pero quizá sea más importante aún el hecho de que la discapacidad y la minusvalía interactúan. Para que se desencadene la discapacidad, tiene que estar presente la minusvalía: la discapacidad es la forma de discriminación específicamente dirigida a las personas que tienen (o han tenido) minusvalías. Esto no significa que la minusvalía cause la discapacidad, sino que aquélla es una condición necesaria para que se produzca ese tipo de opresión. Sin embargo, las dificultades relacionadas con una minusvalía con­ creta pueden influir en el grado en el que la discapacidad cree incon­ venientes. Por ejemplo, un individuo con una enfermedad crónica puede tener períodos en los que su contacto con el mundo social esté tan restringido que no se noten las limitaciones externas. En los perío­ dos en que mejore su salud, puede modificarse el equilibrio entre la minusvalía y la discapacidad, pudiendo perder diversas oportunidades cuando la discriminación alcance un grado máximo. La discapacidad puede provocar o complicar también la minusvalía. Por ejemplo, una rampa excesivamente inclinada puede provocar nue­ vas minusvalías o exacerbar el dolor. Un centro de salud carente de ac­ cesos adecuados para minusválidos puede reducir las posibilidades de efectuar exploraciones sanitarias que podrían prevenir determinadas minusvalías, mientras que la insuficiencia de recursos puede suponer que muchas personas que necesiten medios para reducir su dolor o téc­ nicas para valerse por sí mismas no puedan disponer de ellos. Los trata­ mientos médicos — incluyendo los que se utilizan primordialmente con fines cosméticos— pueden provocar minusvalías; por ejemplo, se ha sabido ahora que un «efecto colateral» del tratamiento con la hor­ mona del crecimiento es la fatídica enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. En general, la discriminación puede causar también un importante estrés emocional y poner en peligro la salud mental. Nuestra negativa a hablar de la minusvalía oculta este aspecto de la discapacidad. Si quita­ mos importancia a la minusvalía, aunque la cause la discapacidad, por

implicación, aquélla no será un problema. Esto limita nuestras posibili­ dades de atacar las causas sociales de la minusvalía y reduce el valor de nuestras campañas. Igual que la discapacidad, otras experiencias de desigualdad tam­ bién pueden crear o aumentar la minusvalía. Por ejemplo, los malos tratos asociados con el racismo o el heterosexismo, la presión sexista para modificar la apariencia física y la falta de medios básicos de vida a causa de la pobreza pueden llevar a la minusvalía. Una proporción im­ portante de personas que militan en el movimiento de personas disca­ pacitadas se ha incorporado a él tras haber sufrido ese tipo de expe­ riencias o al descubrir la existencia de éstos y otros vínculos entre diversas clases de opresión. Por otra parte, diferentes grupos sociales pueden experimentar dis­ tintas pautas de minusvalías por una serie de razones sociales y biológi­ cas. Por ejemplo, en el caso de las mujeres, es más probable que la mi­ nusvalía se asocie con el dolor crónico, la enfermedad o la vejez (Morris, 1994, pp. 210-212). La exclusión de las implicaciones de la minusvalía puede reducir la relevancia del modelo social de la discapa­ cidad para determinados grupos sociales. Por ejemplo, la causa más co­ mún de minusvalía entre las mujeres es una dolencia crónica, la artritis, cuya manifestación principal es el dolor. A menos que el modelo social de la discapacidad reconozca las pautas de minusvalía que experimen­ tan los distintos grupos sociales, no acertará a desarrollar unos servicios adecuados. Otros factores externos, no necesariamente discriminatorios, que pueden ser físicos, psicológicos o conductuales, también pueden influir en la minusvalía. Las diferencias de enfoque cultural e individual del dolor y de la enfermedad, por ejemplo, pueden influir significativa­ mente en la forma de percibir y reaccionar ante el dolor de una per­ sona. El estudio del control del dolor ha revelado que es posible dismi­ nuir de manera apreciable el dolor a través de un conjunto de medidas como ayudar a los individuos a controlar sus propios programas de tra­ tamiento o mediante la alteración de los estados menales relacionada con la meditación o la concentración en la actividad. Sin embargo, la remota posibilidad que tienen muchas personas de acceder a estos me­ dios de los que podrían beneficiarse hace que la discapacidad se ex­ tienda a estas situaciones.

Los factores sociales pueden definir, en el plano más fundamental, lo que se perciba como minusvalía. La percepción de la norma y la di­ ferencia varía cultural e históricamente. Cuando cambian las ideas al uso, cambian las definiciones de las personas en cuanto minusválidas o no. Por ejemplo, muchas personas consideradas «enfermas mentales» se limitan a no ajustarse a las normas contemporáneas de conducta. Otras desigualdades pueden contribuir a la consideración de minusvalía. Por ejemplo, las clasificaciones racistas de los servicios psicológicos escola­ res han llevado a que haya un número desproporcionadamente alto de niños negros, en comparación con el de blancos, en unidades segrega­ das para los que padecen «trastornos emocionales y conductuales», mientras que, hasta hace relativamente poco, se definía oficialmente la orientación sexual de las lesbianas y los homosexuales como «enferme­ dad mental». Las ideas vigentes tienden a ensanchar los límites de la minusvalía. El resultado lógico del movimiento de personas discapacitadas es la re­ ducción de lo que se considera minusvalía. La ausencia de discapacidad supone la aceptación generalizada de la individualidad, mediante el de­ sarrollo de una nueva norma que transmita la idea de que el conjunto de atributos de una población será mayor. Con el fin de las discapaci­ dades, muchas personas que, en la actualidad, se consideran minusváli­ das estarán dentro de la norma. La minusvalía sólo se definirá como tal si, en sí misma, se traduce en inconvenientes como el dolor, la enferme­ dad o la reducción de opciones.

Conclusión Estoy de acuerdo con las preocupaciones manifestadas por algu­ nas personas discapacitadas respecto a que algunos argumentos que he presentado antes pueden utilizarse fuera de su contexto para res­ paldar el modelo médico de la discapacidad, para apoyar la idea de que la experiencia de la minusvalía no es más que una tragedia per­ sonal. Sin embargo, la supresión de nuestras experiencias subjetivas de la minusvalía no es la respuesta adecuada para afrontar estos riesgos; sí puede serlo participar en los debates y profundizar para aclarar más las cosas.

Sostengo que debemos reconocer las consecuencias de la minusva­ lía. No apoyo las perspectivas tradicionales sobre la discapacidad y la minusvalía ni defiendo la reducción de las energías que dedicamos a la eliminación de la discapacidad. El reconocimiento de nuestras expe­ riencias personales de la minusvalía no desprecia en absoluto el peso tremendo de la opresión ni rompe nuestra alineación con otros movi­ mientos en pro de los derechos civiles. De ninguna manera debe debi­ litar nuestra resolución a favor del cambio. La discapacidad sigue siendo nuestra principal preocupación y a su lado está la minusvalía. La integración de estos factores clave en el uso que hagamos del modelo social es fundamental para entender plenamente de qué modo operan la discapacidad y la minusvalía. Este modelo social renovado de la discapacidad amplía y fortalece el modelo social al uso, llevándolo más allá de la gran teoría a la vida real, porque nos permite incorporar una idea global de nuestras experiencias y del potencial de cambio. Esta idea tiene que influir en la estructura de nuestro movimiento: en la forma de organizado y de promover campañas, en el modo de in­ cluir y apoyar a cada uno. El enfoque renovado del modelo social es fundamental, tanto en el plano individual como en el colectivo, para desarrollar unas estrategias verdaderamente eficaces para convivir con nuestras minusvalías y afrontar la discapacidad. Los aprendizajes que hagamos y el apoyo que recibamos en nuestros propios grupos políti­ cos y de autodefensa, de los consejos entre compañeros, de la forma­ ción y de las artes nos permitirán afrontar las dificultades con las que nos encontremos, derivadas tanto de la discapacidad como de la mi­ nusvalía. Todo esto nos permite seguir trabajando del modo más eficaz hacia el principio básico de igualdad que subyace en el movimiento de personas discapacitadas. La idea del orgullo de la discapacidad, que ha llegado a ocupar un lugar tan central en nuestro movimiento, se apoya en este modo de hacer frente a la discapacidad y a los distintos aspectos de la minusva­ lía. Nuestro orgullo no se deriva del hecho de «estar discapacitados» ni del de «tener una minusvalía», sino de nuestra respuesta a ambas situa­ ciones. Estamos orgullosos del modo en que hemos conseguido com­ prender la opresión que experimentamos, de nuestro trabajo contra la discriminación y los prejuicios y del modo de vivir con nuestras mi­ nusvalías.

El enfoque renovado del modelo social también es relevante para nuestro trabajo con las personas no discapacitadas, particularmente en la formación para la igualdad del discapacitado. La mayoría de quienes impartimos esos cursos hemos evitado hablar de la minusvalía en nues­ tro trabajo, preocupados por la posibilidad de que ese reconocimiento confirmara los estereotipos relativos a la «tragedia» de la minusvalía o porque complicase excesivamente los problemas. Sin embargo, a mu­ chas personas no discapacitadas la negación de la relevancia de la mi­ nusvalía no les parece real: si, por definición, el dolor hace daño, ¿cómo vamos a dejarlo de lado? Tenemos que ser sinceros acerca de nuestras experiencias de minusvalía, sin infravalorar la abrumadora escala de la discapacidad. Esto no significa presentar la minusvalía como una expli­ cación total, mostrando a los participantes información médica o pi­ diéndoles que se imaginen una minusvalía a través de ejercicios «de ex­ periencia». En cambio, es posible establecer una distinción clara entre discapacidad y minusvalía, insistiendo en la necesidad de eliminar las barreras discapacitantes. La llamada del movimiento de personas discapacitadas a proteger y promover nuestros derechos civiles y humanos mediante la elimina­ ción de las barreras discapacitantes de la discriminación y los prejuicios ha conseguido un apoyo público importante en los últimos años. Este modelo social de discapacidad subyace en la legislación sobre derechos civiles por la que hemos luchado y los derechos civiles siguen siendo el centro de nuestra atención política. En un momento en el que tantas personas — discapacitadas y no discapacitadas— están haciendo suyas estas ideas, tenemos que ser ab­ solutamente claros respecto a la distinción entre la discapacidad y la minusvalía. La clave sigue estando en que las personas discapacitadas demuestren la discriminación y aún habrá intentos de refutar nuestras afirmaciones utilizando las ideas tradicionales sobre la minusvalía. Para reforzar nuestros argumentos, tenemos que eliminar las tapaderas y comprender la complejidad de la forma de operar de la discapacidad y la minusvalía, de manera que nuestros alegatos sobre la discriminación sean transparentes. Esto es necesario para nuestras campañas actuales reclamando unos derechos civiles plenos y seguirá siéndolo cuando pi­ damos justicia al amparo de la legislación que, inevitablemente, seguirá a nuestras campañas.

Esta encrucijada de la historia de las personas discapacitadas es el m om ento de aplicar este enfoque renovado del m odelo social. La dis­ capacidad sigue siendo una creación social, sigue siendo inaceptable y no ha cam biado, pero, si incluim os la minusvalía en nuestra idea gene­ ral, reconociendo la totalidad de nuestras experiencias subjetivas, con­ seguirem os la m ejor vía para el cam bio, la única ruta hacia un futuro que nos incluya a todos.

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índice temático

Aborto: 2 5 ,1 6 7 -1 8 7 , 238, 241. Abuso en la Barclay School: 4 6-52. definiciones: 139-141. em ocional: 139-141. a n iñ os/as discapacitados: 23, 52, 62, 139-158. y violencia doméstica: 23-24. experiencias de racismo: 60-86. a mujeres con dificultades de aprendi­ zaje: 161-166. A cceso a edificios: 84-85. A cido fólico y minusvalía fetal: 182-183. Actitudes: 28-31. sobre roles m asculinos-fem eninos: 130. hacia niños/as discapacitados: 142-143, 150-151. hacia padres discapacitados: 1 2 2 -1 2 3 , 128-129. hacia minorías étnicas: 72-80 . hacia desequilibrio mental: 2 00-222. hacia un trabajo rem unerado: 21, 8 0 -

86.

hacia personas con dificultades de aprendizaje: 76. hacia personas en silla de ruedas: 8 7 106. de los doctores: 8 7-10 6. A dopción: 200.

Am niocéntesis: 169. A nem ia falciforme: 191. Artritis: 246. Ayuda a la visión: 42-43. Ayudas en casa para padres discapacitados: 124-125. Cirugía cosmética: 238-239. C om unicación (no verbal) y abuso a niños/as: 1 55 ,1 56 . lenguaje de signos: 7 4 ,1 2 6 ,1 4 6 ,2 0 2 . sistemas de sím bolos: 149. C onfidencialidad e inform ación médica: 201,202.

Costos de la discapacidad: 120-122. del test prenatal: 183-185. Cuidadores abusos de: 24. en la com unidad: 2 2 ,2 2 4 -2 2 6 . debate sobre los niños/as: 2 2 ,1 0 9 -1 3 6 . em pleo de personal: 1 7,2 3 9 . mujeres discapacitadas cuidadoras: 27, 1 04 -1 0 6 ,1 2 8 . im agen en los m ed ios de com u n ica­ ción: 218-19. D efectos en el tubo neural: 1 6 9 ,1 8 2 . D erechos de reproducción: 210-211. D esem pleo: 120-121. Diabetes: 124.

Dificultades de aprendizaje: 161-166. y abuso infantil: 147. supuestos por parte de los médicos: 200, 203. Discapacidad definición: 230 modelo social: 28-31,68, 229-250. visual (abuso de menores ciegos): 155, 156. Doctores: 26,189-216. historial psiquiátrico en los archivos: 223-224. Dolor, control del: 245-246. Dominio masculino en los movimientos de personas disca­ pacitadas: 17, 30. en los estereotipos masculino/feme­ nino: 217-218. en la profesión médica: 190. Economía de la discapacidad: 120-122. de los tests prenatales: 183, 239. Edificios acceso: 84-85,86,245. acceso a los servicios médicos: 196, 200.201. construcción de - para personas disca­ pacitadas: 128,245. Educación: 26,36,152,243. de niñas y mujeres discapacitadas negras y de minorías étnicas: 67,72-80. Educación especial vulnarabilidad al abuso: 151-153. historia de: 36. experiencias personales: 18-19, 35-63, 66-67,72-77. Empleo: 27,70-72. conseguir un: 26,80-86. influencia del médico: 200. desempleo: 120-121. Encefalopatía miálgica: 198,208-209. Encuentros de personas no discapacitadas y discapacitadas: 88-106.

Enfermedad de Creutzfeldt-Jacob: 245. Enfermedades mentales: 194-228,247. Esclerosis múltiple: 122, 133, 203, 208209. Espina bífida: 169,174, 176. Esterilización: 237. Etica y test prenatal: 172-173. Eugenesia: 178-179,184-185. Eutanasia: 236, 237, 240-241. Experiencias de servicios de salud: 25, 168-215,238-239. Exploraciones de mama: 212, 213. Fibrosis quística: 239. Frotis cervicales: 211-212. Hándicap: 230-231. Hombres homosexuales: 247. Independent Living Fund: 121. Independent Living Movement: 115. Infanticidio: 237,240,241. Instituciones para personas ciegas: 35-63,66. para personas sordas: 72,73-74. International Women and Mental Health Conference (1993): 226. Lenguaje de signos: 74. investigación del abuso a menores y: 146. lenguas extranjeras y: 126. intérpretes de: 202. Lesbianas: 247. Maternidad adopción: 200. madres discapacitadas y menores cui­ dadores: 22,109-136. madres discapacitadas cuidadoras: 27, 104-105. derecho a tener hijos: 211. madres solteras: 22,121-122,133,134135. Mental Health 2000 Conference: 221. Minorías étnicas mujeres: 65-86 necesidades como madres: 127 niños/as: 155.

Minusvalía: 229-250 congénita / adquirida: 210 M od elo m éd ico de discapacidad: 2 3 0 2 3 1 ,2 3 6 -2 3 9 . Padres/Madres discapacitados: 109-136. Parálisis cerebral: 151. Perro lazarillo: 59. Personas de raza negra mujeres discapacitadas: 1 9 ,6 5 -8 6 . racismo: 226. clasificación psicológica racista: 247. y anemia falciforme: 191. Pobreza: 120-122. Prensa y hijos/as de padres discapacitados: 1 0 9 ,1 1 1 ,1 1 3 , 134. y personas discapacitadas: 129. y enferm edades mentales: 224. y diagnóstico prenatal: 183-184. y el uso de la silla de ruedas: 95. Programas de investigación genética: 2 4 2 5 ,1 6 9 -1 8 7 ,2 4 1 . Prótesis: 238-239. Proyecto de genom a hum ano: 181.

Racism o: 6 6-86, 226, 247. Rehabilitación: 237-238. Servicios de salud mental: 27, 220-226. Silla de ruedas sinónim o de discapacidad: 96 objeto de liberación: 93-94. experiencias: 87, 8 9 -9 1 , 9 4 -1 0 0 , 1011 03 ,1 9 7 -1 9 8 . Síndrom e de D ow n: 240 test prenatal: 1 7 1 ,1 7 2 ,1 7 6 ,1 7 8 -2 4 0 . costos del test prenatal: 240. Sordera abuso de n iñ os/as sordos: 149, 151, 1 55 ,1 56 . confidencialidad médica: 202. profesorado para n iñ o s/a s sordos: 152. respuesta personal: 73-74. Suicidio: 233, 2 3 7 ,2 3 8 . Terapia ocupacional: 124. Test de cuello de útero: 212-213. Test prenatal: 169-187, 237-238. Tratamiento horm onal: 245. V iolencia doméstica: 23.