El sentido y el sinsentido de la vida: preguntas a la filosofía y a la religión

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El sentido y el sinsentido de la vida: preguntas a la filosofía y a la religión

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Juan Antonio Estrada

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El sentido y el sinsentido de la vida Preguntas a la filosofía y a la religión Juan Antonio Estrada

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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Religión

© Editorial Trotta, S.A., 2010, 2012 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Juan Antonio Estrada, 2010 ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-321-5

A Christa Godínez Munguía, desde la amistad y un trabajo común «Creer en un Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en un Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido». (L. Wittgenstein, Diario filosófico) «El absurdo del sufrimiento, no el sufrimiento, fue hasta ahora la maldición que se extendía sobre la humanidad... ¡Y el ideal ascético ofrecía un sentido a la humanidad! Fue hasta ahora el único sentido; un sentido cualquiera es mejor que ningún sentido en absoluto». (F. Nietzsche, La genealogía de la moral)

ÍNDICE GENERAL

INTRODUCCIÓN........................................................................................ 1. El ser humano a la búsqueda de sentido...................................... 2. El significado del hombre en el universo ..................................... 3. El ser para la muerte................................................................... 4. El sentido y sinsentido de la vida ................................................ 5. El mal y Dios..............................................................................

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1. HUMANIZAR EL ANIMAL: CULTURA Y RELIGIÓN ......................................... 1. ¿Qué es el hombre? .................................................................... Replantear el binomio de cuerpo y espíritu................................. Crecimiento personal: humanizar el animal ................................ 2. Funciones socioculturales de las religiones.................................. El significado de las religiones: sentido y ética ............................ La religión como creación humana ............................................. 3. La ambigüedad social y la pluralidad de las religiones................. Las religiones y el código cultural ............................................... El concepto de religión y la pluralidad de las religiones .............. Definir las religiones ...................................................................

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2. EL HOMBRE, EL UNIVERSO Y LA PREGUNTA POR DIOS ................................ 1. El mundo, la nada y Dios ........................................................... Dos hermenéuticas bíblicas diferentes......................................... El significado de la nada ............................................................. La creación y el tiempo............................................................... 2. La crisis del dios de los filósofos ................................................. La crítica a la metafísica teológica............................................... La teología escondida de Heidegger ...........................................

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3. Las teorías sobre el universo y el creacionismo ........................... La teoría de un universo determinista ......................................... Sentido y sinsentido del universo................................................ 4. Reinterpretar la teología de la creación ...................................... Más allá de la ciencia y de la metafísica ......................................

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3. EL HOMBRE ANTE LA FINITUD Y LA MUERTE ............................................ 1. Muerte, finitud y contingencia.................................................... La antropología del nacimiento y la del «ser para la muerte» ...... La tensión de la nada y el sentido ............................................... 2. Hermenéuticas sobre la concepción mortal del hombre .............. La hermenéutica antropológica bíblica ....................................... La muerte, la inmortalidad y la resurrección .............................. 3. El horizonte nihilista de la cultura actual .................................... El cómo y el cuándo de la muerte ............................................... ¿Dar un sentido religioso a la muerte? ........................................

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4. EL SENTIDO DE LA VIDA EN UN CONTEXTO NIHILISTA ................................ 1. El concepto de una «vida lograda».............................................. De la Ilustración a las sociedades postmodernas ......................... Posibilidades de cambio social .................................................... 2. El nihilismo y una existencia creativa ......................................... El proyecto de sentido de Nietzsche ........................................... El sinsentido del cristianismo ..................................................... Las aporías del proyecto de vida nietzscheano ............................ 3. El sentido de la vida y la hermenéutica cristiana ......................... Reformular la hermenéutica cristiana ......................................... Generar sentido desde la creatividad religiosa ............................

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5. EL SINSENTIDO, EL MAL Y LAS TEODICEAS ............................................... 1. El mal, desde la ontología de la carencia .................................... La hermenéutica bíblica y platónica del mal ............................... La lucha contra el mal ................................................................ 2. El mal metafísico y las aporías del creador.................................. El mejor de los mundos posibles ................................................ Las aporías del creador ............................................................... 3. La crítica del humanismo ateo a las teodiceas ............................. El significado amoral de los males naturales................................ El mal humano y la fragmentariedad del sentido ........................ El mal global: el sinsentido de la vida ......................................... 4. ¿Creer en Dios sin una teodicea? ................................................ El postulado cristiano de sentido ................................................

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INTRODUCCIÓN

La pregunta por el sentido de la vida es constitutiva del hombre. Los animales no se la plantean porque no necesitan un proyecto ni están obligados a responder creativamente a los retos que plantea la vida. El mecanismo de los instintos basta para la lucha por la supervivencia. Pero esto no ocurre en el hombre, que tiene conocimiento y libertad, superando los esquemas de estímulo y respuesta, que determinan al animal. El hombre tiene que construir un proyecto de vida colectivo, que cristaliza en la cultura y en la educación, y también uno personal. Por una parte, nos apoyamos en el código cultural y, por otra, rompemos con él. Hay una predisposición natural a determinados comportamientos y reciprocidad entre la cultura y la naturaleza. Éste es el marco del primer capítulo de este libro, «Humanizar el animal: cultura y religión».

1. El ser humano a la búsqueda de sentido La pregunta esencial es cómo vivir la vida con sentido y ser felices. Las búsquedas fundamentales para vivir con plenitud tienen que ver con la evaluación que hacemos sobre lo que es importante o no, con los interrogantes acerca del bien y del mal, para obtener orientación e identidad personal, y con las cuestiones límite sobre el significado de la vida y de la muerte. Queremos vivir una vida que merezca la pena y frecuentemente no sabemos cómo. Esto es especialmente problemático en épocas de transición como la nuestra, en las que se hunden las viejas certezas culturales, con las que han vivido las generaciones anteriores, sin que todavía hayamos alcanzado un código cultural sustitutivo. El nihilismo es el horizonte cultural actual y afecta a las preguntas fundamentales del 11

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ser humano. Algunas corrientes rechazan que haya que preguntarse por el sentido de la vida y por los medios para lograrlo. El precio que pagar por la ausencia de un proyecto personal es dejarse llevar y subordinarse a la presión de los medios de comunicación, que son hoy los grandes divulgadores de sentido. Una de las paradojas de la sociedad es la alta valoración que hace de la autenticidad y autonomía personal, mientras que la red institucional genera una gran presión social que las bloquea. Las instituciones sociales se imponen a los ciudadanos y sofocan, en buena parte, la creatividad individual. A muchos ciudadanos no les gusta la sociedad en la que viven y buscan un estilo de vida alternativo. Pero la alternancia presupone saber qué es lo que se quiere, cómo buscarlo y cuáles son las metas que generan una vida lograda. Vivimos en sociedades materialmente prosperas y, sin embargo, insatisfactorias. La pregunta por el sentido y sinsentido de la vida surge de forma espontánea. Refleja los grandes logros de la sociedad en que vivimos y la insatisfacción de muchas personas en ella. Este libro reflexiona sobre la situación actual y busca referencias de sentido personales y colectivas. El punto de partida es la pregunta filosófica fundamental, «¿qué es el hombre?», a partir de sus características como ser no fijado, carencial y dinámico. Desde ahí planteamos el problema de la humanización del animal, tanto a nivel sociocultural como personal. Cómo ser más personas y crecer material y espiritualmente es la gran pregunta, y cada cultura ofrece una respuesta diferente. En este marco se analizan también las religiones, su potencial de identidad y sentido, sus funciones sociales y las aportaciones que hacen al proyecto cultural. Las religiones han sido grandes laboratorios de sentido social e instancias determinantes, no sólo para los miembros de cada una de ellas, sino para todos los ciudadanos. No se puede hablar socialmente del sentido de la vida sin plantearse preguntas religiosas, analizar los distintos sistemas de creencias y de prácticas, y estudiar las críticas que se les han hecho. ¿Son las religiones una ayuda o un obstáculo para una vida lograda? ¿Contribuyen al sentido de la vida o son un impedimento para ella? ¿Qué relación existe entre la búsqueda de sentido y la oferta de salvación que hacen las religiones? Éstas son algunas de las preguntas por responder, centrando la reflexión en las aportaciones del judaísmo y del cristianismo, que son las religiones bíblicas que han tenido un mayor impacto en nuestra cultura. De ahí la importancia de la hermenéutica judeocristiana, junto a la filosofía griega, que han sido las fuentes esenciales sobre el significado de la vida en nuestra cultura occidental. La relación entre religión y moral, el problema de la teodicea y las distintas respuestas que se han dado al 12

INTRODUCCIÓN

sufrimiento, el concepto de hombre, las imágenes de Dios y las distintas teologías y filosofías de la historia, son elementos clave del proyecto cultural de sentido europeo. La persistencia y universalidad de las religiones, tan viejas como el ser humano, no es una garantía de su verdad, pero sí de su importancia en el proceso de la evolución humana. En realidad, aunque no hubiera dioses, podrían subsistir las religiones, dadas sus funciones sociales y de sentido. En este marco hay que analizar conceptos fundamentales como lo sagrado, lo santo, Dios, etc., que son elementos clave y constitutivos de las religiones occidentales. Los códigos religiosos afectan a los culturales y viceversa. Según la concepción que se tiene de lo divino o de lo sagrado, así es también la visión del hombre, pero al cambiar la antropología y el código cultural, se transforma también el religioso. En última instancia estamos obligados a crear un gran relato que dé significado a la vida humana, pero que inevitablemente es proyección subjetiva y extrapolación con pretensiones de universalidad. La ambigüedad de las religiones, que pueden potenciar lo mejor y lo peor de cada persona, así como la pluralidad de las confesiones religiosas, favorecen el escepticismo y el relativismo, que son formas constitutivas del horizonte nihilista actual. Hay que analizar si hay puntos comunes a todas las religiones, sin negar sus diferencias, y si es posible asumir alguna definición global de lo que es una religión, aunque luego se concreten de forma diversa, según el contexto cultural e histórico. Especial relevancia tiene la problemática de la violencia y de los fundamentalismos religiosos. Las religiones crean problemas sociales, políticos y culturales, que interesan a todos, independientemente de que se pertenezca o no a un credo religioso concreto. La laicidad del Estado, la secularización de la sociedad y la autonomía religiosa del individuo forman parte de la problemática sociocultural actual. Tienen que ser tenidas en cuenta al plantear cómo intervienen las religiones en los proyectos culturales1.

2. El significado del hombre en el universo El capítulo segundo, «El hombre, el universo y la pregunta por Dios», analiza el proceso de fusión y de confrontación entre la filosofía griega, la ciencia y el creacionismo judeocristiano, que ofrecen distintas herme1. Este primer capítulo se apoya en un artículo publicado en la revista Convivium, de la Universidad de Barcelona («Antropología, cultura y religión»: Convivium 21 [2008], pp. 99-120), que ha sido remodelado y adaptado para formar parte de este libro.

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néuticas de evaluación del mundo. La persona es el ser que se pregunta por el significado del universo y por ella misma, dentro de él. El animal humano busca comprender qué, cómo, de dónde y para qué existe el universo. Según y cómo entendamos el origen y la estructura del mundo y el nacimiento de la vida, así también resultará nuestra forma de entender su significado. Hay que comprender al ser humano en cuanto que forma parte de un universo y se interroga sobre él. Son preguntas metafísicas, últimas, de las cuales deriva el sentido de la vida humana, que no puede prescindir de su lugar en el cosmos al definirse. Según y cómo comprendamos el universo, así también evaluaremos las preguntas de sentido. En este marco hay que prestar una atención especial a la idea teológica y filosófica de la creación de la nada, que inicialmente tenía un significado diferente del que le damos hoy. La idea griega de dios como el ordenador del mundo no fue extraña a la filosofía cristiana. El postulado de la creación de la nada surgió de los gnósticos, una corriente que mezclaba elementos de la filosofía helenista y de la teología. Es necesario un replanteamiento de la teología creacionista cristiana, distinguir entre su intencionalidad, la dependencia absoluta del universo respecto a un creador, y la cosmología e interpretación del mundo con la que se expresa. Hay que reflexionar también sobre la larga tradición teológica y filosófica que impugna la identificación entre el creador y el supremo ordenador del mundo, lo cual culminó en la crítica a la teología filosófica. La gran paradoja de Heidegger, que asume esa tradición crítica, estriba en que rechaza la metafísica y la teología cristiana, para proponer una alternativa en la que hay una gran influencia de contenidos teológicos secularizados, que le sirvieron para su concepción metafísica. Una de las contradicciones de la modernidad ilustrada consiste en que pretende superar la teología y los contenidos del judeocristianismo, para luego utilizarlos y construir sistemas cuyos presupuestos son elementos secularizados de las tradiciones religiosas. Denunciamos las tradiciones cristianas y, al mismo tiempo, las utilizamos de forma masiva en la construcción de sistemas metafísicos alternativos. Se cuestiona a Dios como el ser supremo, que podamos llegar a él desde el mundo y que sea demostrable desde los principios de causalidad. La crisis del dios de los filósofos, del teísmo metafísico y de las referencias tradicionales a Dios, inciden en la actual crisis del Dios de las religiones en Europa. La crisis del código cultural resultante de la fusión de la filosofía griega y la teología judeocristiana ha arrastrado la filosofía y la religión. Por eso hablamos hoy de una época postmetafísica y postrreligiosa, aunque ambas persistan de otra forma en los mismos sistemas que anuncian su muerte. Por otra parte, predicados tradiciona14

INTRODUCCIÓN

les de la divinidad, como la omnisciencia, la eternidad, el absoluto y su omnipotencia tienen que ser revisados en el contexto de una nueva interpretación cultural de la creación de la nada y de un replanteamiento del significado de salvación que ofrecen las religiones bíblicas. Esta problemática repercute en la discusión acerca de la evolución del universo y el surgimiento de la vida humana; en la concordancia o incompatibilidad entre la hermenéutica científica, filosófica y teológica; y en la pretensión de establecer un sistema englobante y total con una demarcación entre estos saberes. Las teorías filosóficas sobre el universo y el creacionismo son hermenéuticas complejas, que se han relacionado constantemente a lo largo de la historia2. La pregunta por Dios se mueve entre la metafísica, el nihilismo y la religión3. Es una cuestión que surge de forma espontánea, al interpretar globalmente el universo, y constituye una temática de gran actualidad filosófica. Las hermenéuticas teológicas no sólo preguntan por el origen del universo, sino sobre su significado, que trasciende los datos físicos. El evolucionismo, en cuanto hecho y como teoría científica, plantea retos nuevos a la concepción creacionista. Las posibilidades que ofrece un universo abierto e indeterminado explican las distintas hermenéuticas científicas y filosóficas que han surgido en el último siglo. Ambos tipos plantean interrogantes a las religiones, pero no son una objeción para un dios creador, si es que se entiende la creación como evolutiva y autónoma, en concordancia con los datos de las ciencias. El respeto a las causas segundas, empleando un lenguaje teológico, no obsta para asumir la acción divina (ver todas las cosas del mundo en relación con Dios), la libertad humana y la indeterminación de la naturaleza. La teología no resuelve problemas científicos porque el saber teológico no ofrece explicaciones de cómo es el universo. La interpretación teológica habla de lo que significa el mundo para el hombre desde la perspectiva de la creación, sin que esa comprensión pueda prescindir de las ciencias y las filosofías. Los saberes no son independientes, se relacionan, pero tampoco son equiparables. No hay que mezclar la ciencia con sistemas que hablan del sentido y el significado religioso del mundo. El dios creador tapaagujeros es un postu-

2. Recojo, corrijo y amplio aquí mi artículo «El universo: hermenéutica científica, filosófica y religiosa» (Pensamiento 65 [2009], pp. 593-621), que analiza las distintas interpretaciones científicas actuales sobre el surgimiento del universo y la vida, como base para la reflexión teológica y filosófica actual. 3. J. A. Estrada, La pregunta por Dios. Entre la metafísica, el nihilismo y la religión, Bilbao, 2005.

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lado innecesario e incompatible con la ciencia y un referente meramente formal y sin contenido, porque no ofrece información alguna al proceso evolutivo descrito por las teorías sobre el cosmos. En nuestra era científica hay que mostrar las limitaciones de las ciencias, pero nadie puede prescindir de sus aportaciones. La pregunta filosófica, que no científica, de por qué hay algo y no nada, se completa con la de por qué se mantiene el proceso que culmina en el ser humano, y por qué ese resultado final concluye en un sujeto inteligente. La constatación científica de cómo ha surgido la vida en nuestro planeta no avala ninguna demostración filosófica ni teológica. Para salir de la disyuntiva de tener que optar entre un cientificismo anticreacionista, como única hermenéutica posible, o un fundamentalismo anticientífico, hay que asumir el carácter interpretativo del creacionismo y sus connotaciones como teoría global de sentido. El creacionismo no aporta dato científico alguno sobre el origen y evolución del universo, pero responde a la cuestión filosófica de «¿qué es el hombre?». El emergentismo del espíritu se encuadraría en la afirmación de la singularidad personal, viendo la materia como un grado inferior y menos complejo que el espíritu. El ser humano sería el término alcanzado por la vida en nuestro planeta, desde la cual cobra sentido su realidad psicosomática, su conciencia intencional y su naturaleza. Su condición biológica y cultural es el soporte para las leyes morales universales, como orientaciones por contextualizar e historificar. Lo extraordinario no es la nada original ni la indeterminación de un universo material, sino el surgimiento y el mantenimiento del sujeto consciente, su capacidad de comprender el mundo del que forma parte y sus pretensiones de sentido. La hermenéutica teológica puede ser tan compatible con los datos de las ciencias como otras alternativas ateas, sin que ninguna de ellas pueda ser demostrada. No se puede demostrar la existencia de un creador, pero sí exigir que haya congruencia entre los postulados teológicos y los datos científicos. Para lograrlo, hay que renovar los contenidos de la teología de la nada, que es lo que pretendemos también en este estudio.

3. El ser para la muerte Desde una perspectiva antropológica, el problema fundamental es la finitud y la contingencia. La muerte es un hecho universal para todos los seres vivientes pero el ser personal es el único que tiene conciencia de ella, la interpreta y le da un significado. El capítulo tercero, «El hombre ante la finitud y la muerte», estudia las distintas hermenéuticas filosóficas y teológicas. Finitud, contingencia y muerte forman parte de la reflexión filo16

INTRODUCCIÓN

sófica desde los inicios. La gran aportación griega es el dualismo cuerpo y alma, que permite afirmar el significado absoluto de la mortalidad y dar respuesta plena al ansia de superarla. La mortalidad, el carácter limitado de la muerte, que da definitividad a las opciones temporales, plantea muchos interrogantes filosóficos y teológicos. Hoy abundan las corrientes que ven el fallecimiento como un acontecimiento social que desborda el ámbito de la individualidad, junto a las que insisten en el carácter terminal y material de la muerte. En general profundizamos en las dinámicas científicas que esclarecen el cómo y cuándo de la vida y la muerte, mientras que rehuimos las preguntas filosóficas y los cuestionamientos teológicos. En la filosofía actual ha tenido especial relevancia la idea del «ser para la muerte» de Heidegger, que ha hecho de la finitud la base de su análisis de la existencia. Se puede ver la vida desde la perspectiva de su término final y, según y cómo lo entendamos, así también interpretaremos el curso vital. Otra alternativa hermenéutica es la de Ricoeur, que no se centra en la muerte sino en el nacimiento, desde el que la vida aparece como un conjunto de posibilidades y retos que tienen que ser afrontados. Si desde el ser para la muerte hay una «nihilización» de las expectativas humanas, desde el nacimiento se abre el campo a la creatividad y a la libertad. La muerte no puede analizarse al margen del nacimiento pero ambos se abren a la trascendencia intrahistórica, que diferencia entre los seres humanos y las cosas, y a la interpretación religiosa, que considera a Dios como un gran tú personal. El carácter relacional del sujeto y su capacidad de trascender lo inmediato y plantearse proyectos de sentido, abre espacios al ansia de inmortalidad. Somos conscientes del carácter contingente y limitado de la existencia, y la nada forma parte de nuestro horizonte vital4. Por eso tenemos que enfrentarnos con ella y darle un sentido, como lo intentaron las filosofías existenciales, que absolutizaron el absurdo y se integraron en el horizonte nihilista, y como propugnan las tradiciones humanistas y las religiones. Oriente y Occidente tienen hermenéuticas diferentes sobre el significado de la muerte. El budismo acentúa la contingencia radical de la existencia, la nada del yo individual y el engaño de las pretensiones cognitivas y desiderativas de la persona. La fusión con el todo constituye el eje vertebral de la negación budista del yo, en contra de la afirmación de la individualidad, que ha marcado la filosofía occidental, y que se refleja 4. L. Sáez, J. de la Higuera y J. F. Zuñiga (eds.), Pensar la nada. Ensayos sobre filosofía y nihilismo, Madrid, 2007; R. Ávila, J. A. Estrada y E. Ruiz (eds.), Itinerarios del nihilismo. La nada como horizonte, Madrid, 2009.

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de manera magistral en Unamuno. La muerte última del yo tiene que ser física y no espiritual, ya que el ansia de inmortalidad forma parte de la dinámica existencial humana. De ahí la necesidad de trascender la muerte y de darle un significado, más allá del acontecimiento orgánico. El problema estriba en si esa ansia de inmortalidad, y con ella de sentido, tiene viabilidad o es mera dinámica frustrada por la absolutidad de la muerte. Las religiones han sido laboratorios de sentido de la cultura y expresan la necesidad de pervivencia e inmortalidad. No es sólo que la religión surja del miedo a la muerte, como afirmaba Lucrecio, sino que, según como interpretemos la mortalidad, así será también nuestra imagen de Dios, del mundo y de la persona. Los grandes monoteísmos son religiones de salvación que ponen el acento en el carácter absoluto de la divinidad y en el ansia humana de inmortalidad. Esta tensión se ha estructurado en torno al eje de lo sagrado y lo profano, de la santidad divina y la fragilidad antropológica, del sujeto santo y pecador al mismo tiempo. Las distintas narraciones bíblicas forman parte del código cultural occidental y, a pesar de su carácter mítico, dan que pensar y han inspirado la cultura y la tradición filosófica. Hay que captar la hermenéutica subyacente a los mitos bíblicos, que ponen el acento en la libertad, en el proceso histórico, y en la ambigüedad del esfuerzo por la cultura y la civilización. La pecaminosidad del hombre desborda el marco de la culpa y la moral, ya que forma parte de la condición existencial personal. En la teología se han anticipado ideas de la filosofía, como las de alienación, inautenticidad, extrañamiento y autodestructividad. En este marco hay que analizar el significado de la muerte y la expectativa cristiana de la resurrección como contrapunto a la idea griega de inmortalidad del alma. Son claves antropológicas y hermenéuticas que intentan responder al ansia de absoluto y al significado que damos a la muerte. El cristianismo ha cambiado el sentido y sinsentido de la vida que proponían el judaísmo y la cultura grecorromana. También ha generado distintas filosofías de la historia y proyectos de futuro que buscaban cambiar lo acontecido. La concepción unitaria de la persona, propia de la tradición semita, hacía inviable el dualismo griego y la idea de una inmortalidad del alma, sin el cuerpo. La personalidad se adquiere en el proceso de la vida, es contingente, en cuanto que depende de las personas y las circunstancias, y también autónoma, porque es el resultado de un proyecto de vida. Pero es el sujeto integral, la totalidad personal, la que protagoniza un proceso histórico generador de identidad, de significado y de espiritualización. La resurrección apunta a la totalidad de la persona, no a la resurrección del cuerpo físico. Nos identifica lo que hemos creado a lo largo de la vida en respuesta a nuestras necesidades materiales y espirituales. Es decir, nos 18

INTRODUCCIÓN

constituimos a nosotros mismos a partir de las decisiones tomadas y la energía espiritual que hemos generado, en interacción con otros. Vivimos la doble dinámica de la vida como un don gratuito y como una tarea personal constitutiva, que transforma al que la protagoniza. El cristianismo apunta a que esa identidad espiritual acumulada, esa personalidad construida, revierte a Dios mismo, término y comienzo último de la vida. Finalmente, hay que analizar el significado de la muerte en un contexto nihilista. Aunque el ansia de inmortalidad sea consustancial a la persona, ha cambiado la forma de encauzarla en el contexto actual. El mismo concepto de salvación ha perdido sus connotaciones mágicas y de ultratumba, y ha sufrido un proceso de secularización y de antropologización. Ya no hablamos simplemente del sentido en el más allá de la muerte, sino de cómo vivirlo para afrontarla. La crisis del pensamiento metafísico se extiende a las utopías, que son formas secularizadas de trascendencia, y a los ideales, valores y metas de la historia. Las expectativas de futuro pasan hoy a un segundo plano, ya que los cambios acelerados dificultan cualquier prognosis y favorecen el inmediatismo del presente. Los problemas a corto plazo hacen que las preocupaciones sobre el sentido de la vida y las preguntas límite no se respondan y ni siquiera se planteen. Apenas si hay capacidad psicológica y afectiva para preguntarse cómo y en función de qué se vive. Nos dejamos llevar por las dinámicas socioculturales y el comportamiento colectivo, sin interrogarnos sobre el valor y significado de lo que hacemos y vivimos. Este nuevo contexto pragmático, utilitarista y poco especulativo afecta al modo de abordar la finitud y la muerte. Incluso, el proyecto de constitución del ser humano desde la evolución material, hace problemático determinar científica y filosóficamente cómo y cuándo podemos hablar de «persona» en sentido último. No tenemos clara su ontogénesis, ni en lo que concierne al origen, el paso del embrión al feto humano, ni a su término, la muerte. La finitud es constitutiva pero no podemos establecer con precisión sus límites, porque no sabemos exactamente desde cuándo hay un ser personal todavía no nacido, ni cuándo se ha producido realmente la defunción. Pretender que lo clarifique la teología cristiana, al margen de la ciencia y de la filosofía, llevaría a cuestionar el principio tradicional de que la fe pregunta al intelecto. La certeza del fallecimiento va acompañada hoy de muchos interrogantes sobre las posibilidades y beneficios de aplazarlo, y sobre si la dilación temporal del inevitable fin final es beneficiosa, éticamente responsable y generadora de sentido o sinsentido. La simple respuesta de que la muerte es el triunfo de la especie sobre el individuo deja irresueltas expectativas y preguntas consustanciales e inevitables. 19

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Nadie duda de la diferencia cualitativa entre la forma de vida humana y la del resto de los animales. El problema es si el término final es común e indiferenciado para todos los seres vivos, sin que tenga un significado diferente para la persona. La animalidad triunfaría sobre la humanidad adquirida y la diferencia cualitativa entre la vida inteligente y la otra sería transitoria y secundaria, ya que un acontecimiento común e igual para todos erosionaría el significado de una vida diferente. Pero el hecho de que la creencia en el más allá de la muerte sea tan vieja como la humanidad sólo subraya la exigencia universal de sentido y la persistencia de las cuestiones últimas. La opción de fe, que busca un sentido para la defunción, sin negarla ni huir de ella, es tan contingente y cuestionable como la contraria. Cuanto digamos acerca del fallecimiento hay que relativizarlo, porque es ir más allá de las fronteras. El cristianismo mantiene abierta la pregunta por el significado de la mortalidad, sin absolutizarla ni rehuirla.

4. El sentido y sinsentido de la vida El capítulo cuarto es un complemento del tercero, «El sentido de la vida en un contexto nihilista». El punto de partida es el actual contexto de globalización en el que hay una hegemonía de la cultura occidental, que extiende su influjo sobre otras áreas culturales. En este marco cobra especial relevancia el estilo de vida occidental y su código cultural de sentido, que afecta a otras tradiciones y sociedades. El problema es el contexto nihilista influyente en Europa, que repercute en una crisis cultural, valorativa y ética. Cuanto más influye Occidente en el mundo, aunque la primacía la tenga el estilo de vida americano, más dudas surgen desde el ámbito cultural que ha creado ese humanismo. La fascinación que suscita el proyecto de vida occidental, admirado y rechazado al mismo tiempo, contrasta con las dudas y perplejidad del europeo al evaluar su forma de vida. Esta situación afecta también al cristianismo, la religión plural más difundida a nivel mundial, y condiciona el diálogo con las otras religiones, que defienden su especificidad y autonomía, pero que no son inmunes a la influencia de los valores judeocristianos. En este marco histórico y sociocultural hay que analizar qué entendemos por «una vida lograda». El imaginario cultural occidental, su código de significado, ha privilegiado la ciencia como el paradigma del saber y la fuente principal de progreso en la sociedad. Esta dinámica ha generado un cierre categorial y mental, que condena a la irrelevancia a las instancias no científicas. Como proyecto histórico, esta absolutización 20

INTRODUCCIÓN

del saber científico se ha saldado con el fracaso de la Ilustración, que en lugar de emancipar al hombre de las constricciones de la naturaleza, ha hecho de él el animal más inteligente y más destructor. La toma de conciencia de la ambigüedad del progreso, ha llevado a poner en cuestión los grandes ideales de la Modernidad y a la potenciación del nihilismo, ontológico y axiológico, como horizonte en el que fracasan los proyectos de sentido culturales. No podemos prescindir de los avances de la ciencia pero tenemos que completar el progreso desde perspectivas humanistas, políticas, filosóficas y religiosas. La dinámica cultural cientificista deja en segundo plano las carencias y necesidades espirituales, que no se pueden responder sobre la base de los bienes materiales. A partir de aquí hay que evaluar la forma de vida occidental, los estímulos y ofertas de sentido que difunde, y el proyecto de vida que propone. La multiplicación de deseos y la proliferación de ofertas de consumo canalizan los esfuerzos de la mayoría de los ciudadanos, generan una insatisfacción permanente y legitiman el trabajo y la competitividad como los elementos clave del proyecto colectivo de vida. Tras el postulado biologicista de la lucha por la vida, surgen los darwinismos sociales de las sociedades competitivas, que se acrecientan cuanto más productiva es la sociedad. Éste es el marco para analizar la insatisfacción que subsiste en las sociedades ricas, que han alcanzado el mayor nivel de vida de la historia. La dinámica reductiva del consumo deja sin respuesta otras expectativas y erosiona los humanismos y las religiones. Como alternativa a esta propuesta hay que analizar otros códigos de sentido. Éste es el contexto en el que Nietzsche ha adquirido relevancia para el pensamiento y la filosofía. Por un lado, sometió a una dura crítica el estilo de vida occidental, marcado por la síntesis entre la filosofía griega, de raíz socrática y platónica, y la tradición judeocristiana. Hizo una evaluación diferenciada del nihilismo, que no sólo es la consecuencia de un proceso histórico sino también una nueva oportunidad. La pérdida del código religioso, simbolizada en la muerte de Dios, abría nuevas expectativas para una vida realizada. Su aportación fue mucho más allá de la crítica al proyecto occidental, abogando por la creatividad humana y la capacidad para asumir el sinsentido. Intentó superar los planteamientos éticos desde una estética existencial y luchó por superar la metafísica del ser y una concepción lineal del tiempo en favor del devenir y el eterno retorno. El centro de su proyecto alternativo fue la lucha contra el cristianismo, su concepción de la salvación y sus promesas de plenitud, a los que contrapuso la vivencia de instantes de plenitud que hicieran innecesaria la redención religiosa. 21

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Este planteamiento seduce hoy a muchos intelectuales y tiene gran influencia en las generaciones jóvenes; asimismo, ha servido de trasfondo legitimador para realizaciones culturales postmodernas. Por eso es necesaria una evaluación crítica de sus aportaciones, distinguiendo entre su diagnóstico y su terapia, entre su crítica a la sociedad occidental y sus propuestas de superarla. De hecho, los elementos nietzscheanos que subyacen al modelo cultural actual no han cumplido sus expectativas sobre un cambio cualitativo de la sociedad. La crisis humanista, ética y religiosa de Occidente ha sido fomentada por su propuesta, redundando en una crisis existencial, el vacío ético y la pérdida de contenidos humanistas tradicionales. Su filosofía se ha revelado como una instancia válida para deconstruir las tradiciones culturales y como una hermenéutica de la sospecha sobre las trampas de la moral, la religión y la ciencia. Pero no ha sido capaz de ofrecer una alternativa de sentido y de favorecer códigos que ocuparan el lugar vacío dejado por la «muerte de Dios» en Occidente. La crítica a la religión ha dejado irresuelto el problema de qué instancias y sistemas de sentido sustituirían al código judeocristiano. El auge de las filosofías existenciales de la postguerra fue la expresión de una crisis de identidad y de sentido, no superada por la vuelta actual a las doctrinas nietzscheanas. El sentido de la vida de la hermenéutica cristiana tiene que reformularse a la luz de estas críticas. Las religiones en general, y el cristianismo en particular, se enfrentan al reto de mostrar cuáles son sus contribuciones al sentido social. El postulado de salvación más allá de la muerte resulta insuficiente y la pretensión de ser el único código de conducta válido y verdadero choca con la pluralidad social y religiosa. La religión en una época nihilista debe asumir la radicalidad de las preguntas y la fragilidad de las respuestas. En cuanto interpretación del mundo, se basa en convicciones razonadas, no demostradas, compatibles con preguntas sin respuestas, dudas e interrogantes. Tiene que dar razones sobre su propia concepción del mundo y contribuir al progreso humano, asumiendo las necesidades materiales y espirituales, y vinculándolas a las experiencias religiosas. Las propuestas religiosas pretenden ser respuestas a las demandas de sentido, que varían contextual e históricamente. Es necesaria una fidelidad creativa que transforme las religiones desde dentro y que las sensibilice a las nuevas demandas sociales y culturales. El desacoplamiento entre religión y cultura genera la crisis de la primera y fomenta la inseguridad e insatisfacción en la segunda.

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INTRODUCCIÓN

5. El mal y Dios Finalmente, el capítulo quinto, «El sinsentido y las teodiceas», culmina la problemática de este trabajo sobre sentido y sentido de la vida. Conjugar la existencia de Dios y el mal es un problema irresuelto de la filosofía y la teología. El problema tiene raíces clásicas, con Epicuro como un referente fundamental. Los dos grandes sistemas filosófico-teológicos, el de san Agustín y el de Leibniz, están emparentados, más allá de sus diferencias estructurales. En ambos se defiende a Dios a costa del hombre, anatematizado en nombre del pecado o reducido a la insignificancia en la creación. La consigna de estas teodiceas es salvar el honor de Dios de la impugnación humana, como los amigos de Job. Para esto, acumulan argumentos y generan un sistema conformista que tiene muchos parecidos con la teodicea de las castas. Desembocan en una metafísica sobre lo que Dios hizo, el porqué y las razones que le impedían actuar de otro modo. La especulación racional se sanciona desde la perspectiva divina, como hacen las teologías de ultratumba que cuentan con detalle la otra vida en el más allá. La ignorancia es atrevida, dice el refrán español, y estas teologías han integrado a Dios en un sistema metafísico, ontoteológico, con pretensiones de saber absoluto. Ignoran la teología negativa, la diferencia ontológica entre Dios y lo creado, y la mística del no saber, que impugna las pretensiones de una razón total. En este capítulo se aborda el mal desde las tres perspectivas, natural o física, moral o histórica y la mal llamada «metafísica», que no es tanto la imperfección de lo creado, cuanto el sinsentido de la vida. Para abordar esta temática, partimos de las ciencias y de lo que afirman sobre «el mal natural», inserto en las leyes de la evolución. La trampa está en pasar del hecho científico a la especulación metafísica, transformar lo fáctico (el orden natural que conocemos) en un problema ontológico que afecta al mismo Dios. Teológicamente, el planteamiento se centra en la hermenéutica de la creación de la nada, en lugar de asumir la de la creación imperfecta e inacabada, de la que depende la salvación. Del significado amoral del mal físico se pasa a la justificación del mal como inherente a la creación, con lo que se imposibilita toda superación de él. Este planteamiento es cercano a la gnosis y, paradójicamente, lleva al ateísmo. De ser verdad, sería el gran argumento contra las religiones de salvación, comenzando por la cristiana. El mal humano muestra la fragmentariedad del sentido en la historia, que es un «matadero», en expresión de Hegel. El mal prevalece sobre los intentos de superarlo y el triunfo de los oprimidos de hoy se paga, casi siempre, con su condición de opresores del mañana. Está marcado 23

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por el pesimismo histórico, por la dinámica del hombre como lobo para el hombre, por la dialéctica del animal más inteligente y destructor. Culmina en Auschwitz, símbolo por antonomasia, junto con Hiroshima, del mal en el siglo XX. ¿Se puede creer en Dios después del holocausto? ¿Es posible seguir rezando al Dios judío y cristiano? ¿No es la fe después del exterminio una sinrazón? Éstas son preguntas esenciales y muestran el significado trágico de una religión que generó un sinsentido masivo en los que pertenecían a ella, incluso aunque no creyeran en Dios. La muerte de este Dios implica la imposibilidad de seguir afirmándolo, a la luz del sufrimiento inútil acumulado en la historia. Desde este punto de partida, se analizan distintas teologías, teodiceas y antropodiceas. El mal histórico se une al natural y culmina en el suicidio y la desesperación, porque la vida no merece la pena ser vivida. La desesperación es el obstáculo más formidable para la fe en Dios. Las diversas respuestas filosóficas y teológicas al sinsentido de la vida son fragmentarias, parciales e insuficientes, aunque puedan arrojar parcialmente luz sobre esta problemática. Se relacionan con el problema de la libertad y la omnipotencia divina, la cuestión de auxiliis de finales del siglo XVI. El dios milagrero está, paradójicamente, más cercano al mal cuanto más omnipotente es para intervenir en la historia. En este marco, se evalúan las distintas teodiceas. No hay un sistema explicativo racional sobre por qué el mundo y la historia son como son, ni podemos explicar el abandono de Dios (del judaísmo en el holocausto; de Jesús en la cruz; de las víctimas en la opresión). Intuitivamente nos alzamos contra el creador y el ateísmo humanista plantea preguntas que no se pueden ignorar. Heidegger comprendió que los ateos se toman, a veces, más en serio a Dios que los creyentes. No hay un sistema racional que explique el porqué último del mal, a la luz de un dios bueno y omnipotente, aunque podamos mostrar que no hay contradicción lógica entre el mal y la divinidad. La fe va mucho más allá de la razón pero lo que, lógicamente, no tiene por qué ser absurdo, puede ser poco plausible y creíble. Esto es lo que plantea el ateísmo. La mejor disculpa para Dios sería que no existe. El silencio divino sería un índice de su no existencia. ¿Puede el cristianismo asumir una fe sin teodiceas? ¿Es posible confiar en un Dios que lucha contra el mal, sin que éste desaparezca? ¿Se puede seguir hablando de una providencia divina? Son algunas de las preguntas de este capítulo. Obliga a replantear la relación entre razón y fe, el saber y la creencia, las experiencias de sinsentido y las luchas contra él. El cristianismo es una religión de salvación y el problema del mal es un problema central. Y también lo es para la búsqueda de un sentido último, más allá de las múltiples experiencias de sinsentido. 24

Capítulo 1 HUMANIZAR EL ANIMAL: CULTURA Y RELIGIÓN

El punto de partida de estas reflexiones es el hombre como animal social, que aprende a ser persona en un contexto sociocultural. La condición humana se vive según la sociedad y el medio cultural al que se pertenece. En este contexto hay que analizar los proyectos de sentido, personal y colectivo, en los que las religiones juegan un papel fundamental. Desde el punto de vista cultural hay que estudiar la función social de las religiones y su contribución a las necesidades humanas. Las religiones forman parte del código cultural y son afectadas por los cambios sociales. Hay que analizar cómo evolucionan en ellos y cómo transforman sus contenidos. Pueden ser motores de cambio social y también bloquearlo, de ahí su ambigüedad, las reacciones fundamentalistas que propician y sus posibles aportaciones a la identidad y al código cultural. La capacidad de irradiación de las religiones hace que participen en el juego político y se conviertan en un factor social de primer orden, en contra de las tesis sobre su progresiva desaparición. La laicidad del Estado y la secularización social ofrecen posibilidades para un nuevo replanteamiento del papel de las religiones en la sociedad.

1. ¿Qué es el hombre? El ser humano es un animal incompleto, cuya segunda naturaleza es la sociedad. En realidad, nacemos «antes de tiempo» porque nuestra estructura cerebral está inmadura y el primer año de vida es el del feto extrauterino. Nuestra primera experiencia es la vida en el útero, especialmente cuando el feto humano se ha desarrollado. El recién nacido aprende explorando su cuerpo y el entorno, sobre el que proyecta sus 25

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exigencias, deseos y necesidades. Somos seres en el mundo, con el que interaccionamos, y la sociedad es una matriz constituyente de nuestra subjetividad porque la interiorizamos. La inmadurez hace que prolonguemos la gestación en el ámbito de la cultura y de la sociedad, completando nuestro desarrollo personal fuera del útero materno. Nacemos como seres incompletos, todavía en proceso de humanización. La maduración del cerebro remite a la sociedad y la heteronomía nos constituye desde los orígenes. De ahí la extraordinaria importancia del contexto familiar, social y cultural en la formación de la identidad personal. El entorno en que nos desarrollamos forma parte de nuestra naturaleza social y en él aprendemos a categorizar y a adquirir significados. En cuanto que no tenemos un entorno natural dado, sustituimos las capacidades naturales por el aprendizaje de la cultura. La incompletud es la otra cara de las carencias de especialización del hombre y ambas son el punto de partida para la transformación del entorno sociocultural en el que vivimos. Estructuramos el mundo y proyectamos sobre él valores y significados, con los que le damos un sentido, y nos apoyamos en instituciones y certezas que nos descargan y estabilizan1. Siempre somos una creación social. A través de los mecanismos de identificación afectiva e imitación aprendemos del comportamiento de las personas con las que convivimos. Tenemos que aprender a ser personas, en base a opciones y decisiones referidas a otras personas que nos sirven de modelo. René Girard2 ha mostrado la importancia del deseo mimético del otro, desde una relación triangular. Buscamos el reconocimiento del otro, no los objetos que éste tiene, aunque luchamos por ellos, porque queremos ser como él. Somos sujetos relacionales y nuestra personalidad está marcada por los modelos que imitamos, con los que tenemos una relación de identificación y de rivalidad. Queremos asemejarnos al otro y pretendemos lograrlo mediante los objetos que tiene, que muchas veces dejarían de interesarnos si no fueran una mediación para llegar al otro. En este sentido nuestra naturaleza es social y lo primero es la dependencia que nos constituye por dentro. Aprendemos a ser personas, como adquirimos el lenguaje y las normas de con-

1. A. Gehlen, El hombre, Salamanca, 1984; Antropología filosófica, Barcelona, 1993; Urmensch und Spätkultur, Frankfurt a. M., 62004. 2. R. Girard, Los orígenes de la cultura, Madrid, 2006. También, J. Piaget, La formación del símbolo en el niño, México, 1961; El criterio moral en el niño, Barcelona, 1971. Remito al estudio comparativo de L. Morin, «Le désir mimétique chez l’enfant: René Girard et Jean Piaget», en P. Douchel (ed.), Violence et vérité autour de René Girard, Paris, 1985, pp. 299-318.

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ducta. El carácter relacional de la persona se basa en la correspondencia entre el yo y el tú. Para que tomemos conciencia de nuestra propia identidad, tenemos que relacionarnos con otros. El niño aprende a captar la alteridad de la madre y tiene que aceptar su autonomía, que rompe con la tendencia egocéntrica y de fusión, propia del ser humano. Al relacionarse con ella, puede vivir la doble experiencia de sentirse protegido, querido, reconocido y acompañado en el devenir personal. En esta relación constitutiva sentimos soledad, aislamiento, insatisfacción y abandono, ya que la madre tiene su propia identidad y autonomía, y no responde a las necesidades de posesión y de fusión innatas al animal humano. Aprendemos culturalmente a desear desde la experiencia de nuestra propia indigencia. También constatamos un ansia de sentido y plenitud, siempre insatisfechos, que son dimensiones de nuestra condición humana. El niño crea un mundo de representaciones, tiene dificultad para reconocer la realidad tal y como es, tiende a proyectar en ella sus necesidades, impresiones, valoraciones y significados. El ser humano es un fabulador, un creador nato que construye un mundo subjetivo, proyectando y dando sentido de acuerdo con sus necesidades3. Siempre hay una ordenación y jerarquización del mundo, una simplificación reductiva y unificante de lo complejo de la realidad. El asombro ante la existencia del mundo y de las personas se combina con la curiosidad científica y la necesidad de explicar el mundo. Creamos un cosmos a nuestra imagen y semejanza, y proyectamos sobre las cosas y personas la propia subjetividad. La heteronomía, la dependencia natural y de las personas, es el contrapunto de la tendencia posesiva del mundo, interpretado desde las claves de nuestra subjetividad. Y esto es así por la indeterminación y libertad que constituyen al ser humano, por la debilidad y flexibilidad de los instintos, y por lo limitado de los comportamientos innatos. El animal es previsible en su comportamiento, ya que sigue las leyes de la naturaleza y de la herencia, mientras que el animal humano limita ese peso desde la indeterminación y la capacidad de aprendizaje, que es la otra cara de su potencial de libertad. Somos un animal inseguro, ya que no tenemos determinada la conducta, pero esa indefinición es la base de la opcionalidad y de la educación, ya que completamos la carga genética e instintiva con el aprendizaje y la socialización. Esta mezcla de animalidad y sociabilidad, de carga pulsional y de aprendizaje, de naturaleza y cultura, nos constituye

3. A. Gehlen, Antropología filosófica, cit., pp. 33-38.

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como animales. La cultura es nuestra segunda naturaleza y cada modelo es un intento de humanizar el animal. Sin la sociedad y el conjunto de creencias, valores, ideas y bienes simbólicos de cada cultura, no podríamos aprender un lenguaje ni adquirir una identidad. Por eso somos siempre una mezcla de herencia genética, que nos constituye, y de asimilación del entorno sociocultural, en el que aprendemos a ser personas. La personalidad se adquiere socialmente, aunque tenga una base individual biológica. Hay una larga discusión en la filosofía y en las ciencias acerca del concepto de naturaleza humana. Algunos sostienen la indeterminación absoluta, como Sartre y el existencialismo, que niegan una esencia constitutiva de la persona y resaltan su absoluta opcionalidad. La esencia sería, precisamente, la libertad, minusvalorando la dependencia biológica y sociocultural que nos constituye. Otros parten del genoma y estudian la evolución hasta la especie humana, resaltando su homogeneidad con el resto de los animales. De ahí las antropologías conductistas o behavioristas, que definen la acción desde la dinámica de los instintos y del binomio estímulo-respuesta. Su concepto de la naturaleza está cargado de presupuestos metafísicos y presupone definir lo que es el hombre. Tanto si lo vemos como el culmen de la evolución, es decir, como la forma suprema de vida conocida hasta ahora, como si resaltamos la variedad de direcciones evolutivas, subrayando el carácter fortuito del hombre y negando que sea la meta conocida de un proceso, hacemos una valoración global en función de lo que entendemos por identidad antropológica. No hay ninguna definición que se escape a la interpretación selectiva, como tampoco podemos huir de la dinámica antropocéntrica, tanto cuando afirmamos el lugar central del ser humano, como cuando lo negamos4. Estamos condenados a conocer interpretando y la pretensión de llegar a la realidad está inevitablemente impregnada de nuestra subjetividad cultural. La pregunta «¿qué es el hombre?» es universal, las respuestas siempre son particulares. Podemos describir materialmente la evolución del animal a lo humano sin grandes diferencias científicas y, sin embargo, diferir fundamentalmente al interpretarla, ya que la reflexión es a posteriori e inevita-

4. Mosterín rechaza que el hombre sea el culmen de la evolución porque ésta tiene pluralidad direccional. Pero la persona es la forma suprema de vida conocida y muchos autores defienden una dinámica intencional hacia la complejidad. Su singularidad se basa en la flexibilidad de sus instintos, su potencial de aprendizaje y su falta de especialización, para sobrevivir en entornos diferentes. Cf. J. Mosterín, La naturaleza humana, Madrid, 2006, pp. 33-38, 65-67.

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blemente proyectiva. Antropológicamente podemos definir al ser humano como un animal bípedo y erguido, con un cerebro complejo y una amplia capacidad práctica, instrumental y lingüística, posibilitada por su anatomía, que, a su vez, evolucionó por la puesta en práctica de esas capacidades. Trabajo y lenguaje están relacionados, del mismo modo que las acciones manuales presuponen el cerebro y una creciente conciencia, que hace posible el lenguaje, la capacidad simbólica y el aprendizaje cultural5. Nuestra naturaleza biológica, especialmente el cerebro, hace posibles el trabajo y el lenguaje, y, a su vez, estas dimensiones influyen en su maduración, complejidad y capacidades. Esta doble conjunción de naturaleza e influjo retroactivo de la acción humana determinó la evolución y abrió espacios inéditos a la carga hereditaria. En cuanto que somos realidad psicosomática, corporal y espiritual, hay interacción entre cuerpo y espíritu. El animal humano emerge evolutivamente como una totalidad integral, sin separar el cuerpo y el espíritu, el cerebro y la mente. Más que una realidad psicofísica somos seres espirituales, con necesidades constitutivas que están relacionadas con la condición humana. El hombre es el único animal que se pregunta por sí mismo, que se siente llamado a trascender su propio yo en función de un proyecto de sentido, por el que puede sacrificarse. El cerramiento del yo no permite la realización individual aislada, porque una vida lograda sólo puede conseguirse mediante los otros. Hay que aprender a perderse, a desprenderse del egocentrismo, para reencontrarse, enriquecido con los «túes». Desde esas relaciones interpersonales se generan valores, comunión y sentido. Entonces, la vida merece la pena, en contra del nihilismo, el vacío existencial, el aburrimiento de una existencia a la que no se le encuentra valor, precisamente porque no hay trascendencia compartida, ni comunidad de personas, ni reconocimiento del otro, ni un tú al que dirigirse. Replantear el binomio de cuerpo y espíritu La realidad espiritual influye en los mismos rasgos corporales y humaniza a todo el hombre. Seres humanos que han tenido poco desarrollo cultural se transforman al culturizarse. Se puede percibir, incluso visualmente, como se humanizan las facciones y los rasgos físicos, ya que el desarrollo psíquico afecta al corporal. Al mismo tiempo, para que se dé una vida espiritual es necesaria la transformación corporal, que per-

5. J. P. Changeux, El hombre neuronal, Madrid, 1985, pp. 241-288.

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mite el salto del animal a la persona. Ésta es otra cara del proceso de emergencia del animal humano en la evolución, mediada por la sociedad y el grupo en que vivimos, así como por el carácter unitario psicosomático de nuestra personalidad. Somatizamos lo que sentimos, haciendo que la subjetividad impregne nuestra corporeidad, y materializamos nuestras sensaciones, que influyen en nuestras vivencias, estados de ánimo y comportamientos. La «inteligencia sentiente», que subraya Zubiri, y también la emocional, son expresiones que apuntan a esa realidad psicosomática que somos. Esta doble dinámica posibilita la enorme diversidad humana, incluso en el caso de gemelos que tienen una misma identidad genética. Sin embargo, éstos viven de forma diversa y selectiva el mismo entorno sociocultural y familiar, que les influye de manera diferente. Por eso no hay personas iguales a otras, ya que varían las relaciones y las formas de comportarse, y siempre es impredecible la conducta del otro, por mucho que lo conozcamos. A diferencia del animal no tenemos una conducta plenamente predecible y la dinámica natural se canaliza por la cultura y la sociedad. Somos seres en el mundo y también conciencia intencional dirigida a las cosas y a las personas. Y, sobre todo, somos seres relacionales que construimos nuestra propia identidad en relación con los otros. Para que haya un «yo», hacen falta «túes» con los que relacionarnos, y en la comunicación tomamos conciencia simultánea de nuestra identidad y de la del otro. La socialización o inculturación condiciona la individuación, y la madurez del yo se establece desde el conjunto de relaciones sociales. En realidad, primero somos los hijos de una familia, una cultura y una sociedad, es decir, tenemos una personalidad «prestada» y tenemos que llegar a la autonomía personal, que presupone una selección y transformación del código cultural recibido. La conocida afirmación de Simone de Beauvoir acerca de que la mujer no nace, sino que se hace, es válida para cualquier persona. Somos una construcción social, el resultado de un proceso de socialización e interiorización, el fruto de un conjunto de relaciones que forman parte constitutiva de nuestra identidad. El diálogo con los otros es determinante del que tenemos con nosotros mismos e impregna nuestras necesidades espirituales. La introspección es como un pensamiento hablado interiormente, en el que cada sujeto deviene emisor y receptor al mismo tiempo. Hablamos con nosotros mismos, es decir, trasladamos el diálogo a una relación de distancia y reflexión sobre nuestra identidad. El propio cerebro humano evoluciona y se complejiza a causa de la inculturación. En la medida en que aprendemos un lenguaje y desarrollamos facultades cognitivas, perceptivas, reflexivas y emocionales, favorecemos 30

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la evolución mental y se transforman nuestra anatomía y naturaleza, humanizándose y espiritualizándose. La curiosidad forma parte de la disposición genética y cultural para enfrentarnos con el mundo que nos rodea, de la misma forma que tenemos una predisposición a la ciencia y a la técnica, desde la que nos relacionamos con el mundo. Nos desarrollamos transformando el mundo físico del que formamos parte y también construyendo un modo de vida sociocultural. La pertenencia al grupo es constitutiva del yo, pero cada sociedad es una forma de canalizar nuestra naturaleza. Si como animales estamos poco dotados, dada la indeterminación y flexibilidad de las pulsiones, esa carencia de rigidez aumenta la capacidad de aprender. No es el mecanismo de los instintos el que determina nuestra conducta, sino los valores, ideales, costumbres, tradiciones, creencias y doctrinas que aprendemos en cada cultura. Ante los acontecimientos, no reaccionamos mecánicamente, como el resto de los animales, sino culturalmente, desde el aprendizaje social. Los rituales y formas de comportamiento funcionan como reglas sociales y nos socializan. Las creencias y ritos socioculturales guían el comportamiento y los adquirimos por el doble mecanismo de la identificación y la imitación, por lo que necesitamos modelos de referencia. Pero este dispositivo cultural tiene una base natural, biológica, y podemos hablar de valores morales innatos al animal humano, que aprecia la cooperación e interacción social. El mundo animal se deja guiar por el instinto, pero la naturaleza no es una tabla rasa sin preferencias ni predisposiciones. Hay una predisposición biológica a determinados tipos de comportamiento y, a su vez, el desarrollo evolutivo potencia la capacidad innovadora y creativa que tiene el hombre. También hay una inculturación de normas, hábitos y costumbres que modifican los esquemas de comportamiento innatos naturales. Nuestra libertad es real, dada la flexibilidad e indeterminación de las pulsiones humanas, pero limitada, ya que no podemos superar el peso de la carga genética y del aprendizaje cultural para construir la identidad. Hay una disposición genética a lo normativo, que es necesaria para la supervivencia del grupo de pertenencia y que forma parte de la condición humana. La minoría de edad necesita ir acompañada de un código normativo que sirva de referencia, ya desde la familia, y que posibilite el paso posterior a la madurez y la autonomía. Entre la biología y la moral no hay sólo discontinuidad, ruptura evaluativa y selección, sino también complementariedad y apoyo mutuo. Se puede hablar de una sinergia o afinidad entre las predisposiciones naturales y las normas sociales, que responden a necesidades espirituales tan importantes como las materiales. 31

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La biología no funda la moral pero predispone a ella, ya que el instinto de supervivencia, individual y colectivo, se integra en el comportamiento ético. Unas normas que impugnaran la naturaleza humana e hicieran imposible la supervivencia, tendrían que ser revisadas y superadas. Pero no es posible prescindir de la evaluación moral, y en nombre de un ideal es posible resistir a las demandas de la naturaleza6. La huelga de hambre cuestiona el instinto de supervivencia y muestra la capacidad de superación de la dinámica pulsional, que podemos limitar. Pero las normas morales están vinculadas a los instintos sociales que guían el comportamiento evolutivo, aunque los superan. La cooperación, la sociabilidad y la sinergia no sólo son valores culturales, sino predisposiciones de nuestro ser animal. Hay que rechazar la pura racionalidad en favor de inclinaciones naturales y motivaciones emocionales que tienen una base biológica y cultural evolutiva. Hay instintos innatos que canalizan y limitan la violencia, y que son superados y transformados socioculturalmente. La vida pulsional prepara a los valores morales, que trascienden los instintos y los canalizan. La moral evalúa y discierne, abriendo espacio a la libertad, pero hay predisposiciones biológicas con las que conecta. Pero la moral, como la religión, va mucho más allá de los instintos y el deber social, está enraizada en el horizonte de la búsqueda cultural de sentido7. El niño reacciona emocionalmente ante la tristeza o alegría del otro, e inhibe comportamientos y dinámicas agresivas de forma prerreflexiva. Por eso, la ética hay que verla como complemento transformador de la naturaleza biológica, siendo la supervivencia el núcleo de la convergencia entre los comportamientos naturales y sociales8. Al igual que las convicciones están condicionadas por las costumbres sociales, y al quebrantarlas se produce la inseguridad, así también las pulsiones, es decir, los instintos humanos, que predisponen y dan una base natural a la ética. Éste es uno de los elementos subyacentes a la teoría tradicional del derecho natural, aunque se rechace la «falacia naturalista». Ésta pretende que la conducta se rija en función de lo que indica la naturaleza, pero ésta no da valores, además de ser muy plural, 6. F. Ayala, «Ensayo sobre las bases biológicas del comportamiento moral»: Estudios filosóficos 57 (2008), pp. 225-246; J. Pierre Changeux y P. Ricoeur, Lo que nos hace pensar. La naturaleza y la regla, Barcelona, 1999, pp. 195-202. 7. H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Madrid, 1996. 8. K. Lorenz, Sobre la agresión: el pretendido mal, Madrid, 1989, pp. 275-89; La ciencia natural del hombre, Barcelona, 1993, pp. 49-73; J. P. Changeux y P. Ricoeur, Lo que nos hace pensar, cit., pp. 165-234; J. P. Changeux y A. Connes, Materia de reflexión, Barcelona, 1993, pp. 165-186. También, J. Mosterín, La naturaleza humana, cit., pp. 363-366.

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y la ética presupone una conciencia evaluadora y un contexto social. Pero no hay posibilidad de la ética sin tener en cuenta la condición humana, aunque siempre la valoremos culturalmente. No podemos hacer tabla rasa del ser humano ni prescindir de exigencias innatas en función de la supervivencia, aunque las cristalicemos socialmente. La cultura domestica al animal humano y lo espiritualiza. Transforma las fuerzas instintivas animales en favor de la libertad pero, en contrapartida, hace más inseguro al hombre, al perderse el comportamiento innato. La cultura genera libertad y autonomía, y también riesgo e incertidumbre. Crecimiento personal: humanizar el animal La sociedad selecciona y ofrece una economía para la conducta, que reduce la necesidad de optar y facilita el aprendizaje. Podemos hablar de unas raíces naturales y sociales de la obligación moral, desde el trasfondo de la supervivencia y la tendencia a la complejidad de la especie, dentro de la cual se inscribe la regla moral de tratar a los demás como a uno mismo. Este principio es universal y se encuentra en múltiples códigos culturales y religiosos, aunque con distintas formulaciones. El proceso de humanización ha sido descrito por Kohlberg y Habermas como el de una creciente tendencia a la universalización, superando los comportamientos egocéntricos y utilitaristas, en función del reconocimiento de la dignidad de toda persona. Es un proceso en el que hay un desarrollo cognitivo y emocional, que capacita para etapas morales cada vez más universales9. Este universalismo va mucho más allá de la protección animal del grupo de pertenencia pero se inscribe en la dinámica de supervivencia de la especie. Al tomar distancia crítica respecto de nuestros deseos e intereses, rompemos el marco de la sociedad en la que vivimos. De esta forma aprendemos a relacionarnos con otros grupos, cuya distina identidad sirve de referencia para tomar conciencia de la propia. Crecemos en identidad, en cuanto que nos abrimos a lo diferente y dialogamos con otras culturas e identidades, sin que esto implique renunciar a la pertenencia de origen. Para ser ciudadanos del mundo, no tenemos que superar la socialización cultural primera, en la que nos hemos formado, sino que nos universalizamos desde el diálogo y la apertura a los otros. De la misma forma que la ley del incesto busca la apertura a los otros, rompiendo la endogamia familiar, así también la capacidad de relacionar y aprender enriquece la cultura particular de la que partimos. Abrirse a 9. L. Kohlberg, Psicología del desarrollo moral, Bilbao, 1992; J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, 2010, pp. 660-674.

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los otros, reconocer diferencias y alteridades, desabsolutizar el propio código cultural y religioso, y asumir la propia contingencia y necesidad de complementación forma parte del proceso de maduración personal. En cualquier caso, hay que subrayar que la sociedad y la cultura son los lugares en los que se humaniza el animal. Nuestra cosmovisión o imagen del mundo depende del entorno en el que nos hemos criado y, por mucho que la transformemos y ampliemos, siempre somos hijos de un lenguaje y una tradición. La libertad está siempre limitada y condicionada, y la cultura es nuestra segunda naturaleza. En lugar de aferrarnos al mecanismo animal de los instintos, nos valemos del sistema de creencias y prácticas que ofrece cada sociedad. Como cada cultura interpreta el mundo de forma diversa y está marcada por intereses, condicionamientos y tradiciones propias, toda forma de vida es una construcción social. No hay una naturaleza pura del hombre, sino siempre una naturaleza inculturada, y la condición humana se vive de forma diversa en la variedad de sociedades. Vivimos en un mundo interpretado, definido, seleccionado y construido. A partir del contexto sociocultural hay que desarrollar un proyecto personal de vida y plantear lo que es importante. Dado que la conducta se basa en un margen de libertad e indeterminación, tenemos que decidir qué es lo que queremos hacer con la vida. Por una parte, nos basamos en el código cultural, que ofrece un marco colectivo del que participamos y en el que nos apoyamos. Por otra, tenemos que desplegar nuestro propio proyecto personal, seleccionando y criticando el código de referencia. Estamos condenados a la libertad, aunque la sociedad nos sirva de protección y de plataforma para desplegar nuestra forma de vida. Pero tenemos que tomar decisiones que nos comprometen, asumir errores y fallos que ya no podemos subsanar, y desplegar una trayectoria individual, en la que vivir con plenitud y sentido, crecer como personas y relacionarnos con los otros. Nadie puede vivir la vida por otro y cada persona tiene que emanciparse respecto de la familia, la educación y la sociedad en las que ha crecido. Cuando nos ajustamos a las formas de vida y patrones de conducta sociales, crecemos en seguridad y estabilidad. Mientras que la autonomía, la autenticidad y la personalización se pagan con el distanciamiento reflexivo y crítico, que genera inseguridad respecto de la sociedad10. Por eso los grupos cerrados se blindan a las influencias exteriores, a costa de

10. E. Fromm, El miedo a la libertad, Barcelona, 1971.

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una sobreprotección opresiva de los miembros que los componen, que no pueden crecer ni desarrollarse autónomamente. Por el contrario, la ausencia de normatividad de un grupo social deja a sus participantes sin referencias, expuestos a las múltiples influencias externas sin que tengan criterios que les permitan evaluarlas y seleccionarlas. En las sociedades tradicionales, se ponía el acento en actuar según los cánones sociales, mientras que ahora acentuamos la autenticidad y la autonomía, a costa de la homogenización social y de la estabilidad que producen. En el primer caso, el exceso de protección se traducía en autoritarismo, mientras que la permisividad y tolerancia actuales degeneran en carencias de identidad y valores con los que afrontar los problemas. La tensión entre estabilidad y seguridad, por un lado, y autenticidad y autonomía, por otro, es determinante del ser humano. De ahí surge la necesidad de un proyecto de sentido para alcanzar una vida realizada, que genere crecimiento y plenitud.

2. Funciones socioculturales de las religiones Las religiones son hechos sociales y culturales. Hay que estudiar su origen, significado y funciones en la sociedad, como instituciones, y en la cultura, a la que aportan sus bienes espirituales, creencias y rituales. También, hay que analizar el hecho religioso desde una perspectiva no religiosa, como producto humano, atendiendo a sus causas e implicaciones políticas, socioculturales y económicas. Por último, hay que distinguir entre Dios (los dioses, lo divino o lo sobrenatural) y las religiones, que siempre son creaciones humanas, inspiradas o no. Una teoría de la religión presupone una hermenéutica de lo religioso, natural y cultural, y de las religiones positivas, históricas y concretas. Toda hipótesis global es una extrapolación, ya que hablar de «religión», en abstracto, es una pretensión desmedida porque no podemos abarcar el hecho religioso en su universalidad y complejidad. Es imposible consensuar una definición de lo que es la religión, dada la enorme diversidad de religiones existente y la heterogeneidad de sus rasgos constitutivos. Aquí hablaremos de la religión desde la perspectiva occidental, teniendo como referentes el judaísmo y el cristianismo, las religiones bíblicas que más han influido. Durante mucho tiempo se impuso una visión positivista, «comtiana», de las religiones. Se pensaba que la humanidad se desarrollaba por etapas. En un primer momento habría una fase mítico-religiosa, que pertenecía a las sociedades primitivas. Se trataría del núcleo característico de las sociedades prehistóricas, que buscaban fuerzas sagradas, divinas o 35

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sobrenaturales sobre las que construir su imagen del mundo. El animismo, la proyección de la subjetividad humana en los seres naturales y la comprensión mítica del mundo eran los rasgos determinantes. Se podía establecer un paralelismo entre el desarrollo del individuo desde la niñez y el de la infancia de la humanidad. De la misma forma que los niños creen en cuentos y fábulas, que les explican qué y cómo es el mundo, relacionándose con los seres naturales como si fueran personas, así también las cosmovisiones mitológicas hablaban de un mundo de dioses, desde los que explicaban el origen, la estructura, el sentido y el significado del mundo. Los grandes mitos de Oriente Próximo, como los del Génesis, con sus teogonías, antropogonías y cosmogonías, que explican el origen de dioses, hombres y mundo, expresarían esta imagen inmadura del hombre. A partir de aquí, se desarrolló una teoría que anunciaba la superación última de la religión. Al mito, le sucedió la etapa de la racionalidad filosófica y de los grandes sistemas metafísicos, así como las primeras imágenes científicas del mundo. Pero, a pesar de que la filosofía es la sabiduría obtenida a partir de una racionalidad crítica, reflexiva y evaluadora de la cultura, no dejaba de inspirarse en los mismos mitos que criticaba. Los sistemas metafísicos, es decir, las cosmovisiones filosóficas, no lograron desprenderse del todo de las mitologías que suplían. En toda visión universal del mundo hay elementos y presupuestos culturales latentes e infundamentados. Los grandes sistemas de creencia están vinculados a los mitos, ya que intentan apoderarse conceptualmente del mundo y ofrecer al hombre un significado universal en el que apoyarse. Los códigos culturales se apoyan en grandes relatos, con elementos legendarios que remiten a mitos antiguos, aunque luego se secularicen y se olviden sus orígenes. El paso a la cultura de la imagen no ha hecho más que desplazar la forma en que se realiza este proceso, ya que las imágenes usan el sentido narrativo y ejemplarizante del mito. La idea de un progreso lineal simplificó el surgimiento de la filosofía y la posterior absolutización del saber científico. Según este esquema, pasaríamos de una inicial edad religioso-mítica a otra filosófica y científica, en la que habría una racionalización del mundo y se pondrían las bases de la crítica a la religión. La etapa filosófica abarcó desde la filosofía griega hasta la Ilustración, abriendo el camino a la tercera etapa, la actual, que sería la de la ciencia y el final de la religión. De esta forma, la imagen científico-técnica del mundo, en la que vivimos hoy, sería el culmen del desarrollo de la humanidad. Estaríamos en el final de la historia, en el que la filosofía se convertiría en filosofía de la ciencia y las antropologías filosóficas se basarían en el comportamiento. La naturalización del hombre, «el mono desnudo» de Morris, llevaría 36

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a verlo en analogía con el resto de los animales, con la pretensión de superar los restos antropomórficos de la etapa anterior. La religión sólo persistiría residualmente, sólo porque la desmitologización de la cultura todavía no se habría completado. Las culturas tradicionales, en las que la religión es importante, tendrían que prepararse para asumir la modernización, alentada por la globalización actual, sustituyendo el saber religioso desfasado por una imagen científico-técnica del mundo, que sería la determinante. El corte categorial cultural que genera una visión científica del mundo, en la que no hay lugar para lo sagrado y lo sobrenatural, arruinaría la imagen religiosa del mundo. También obligaría a la filosofía a superar la ilusión metafísica, basada en una interpretación unitaria y universal de la naturaleza o en las construcciones totalizadoras y globales de la subjetividad. Las décadas de los años sesenta y setenta del pasado siglo estuvieron marcadas por esta concepción de la evolución. Fin de la metafísica, crisis de la religión y dominio absoluto de la ciencia serían las características de la nueva era. Y lo que está ocurriendo en Occidente, más concretamente en Europa, sería lo que, antes o después, pasaría en otras partes del mundo. En una palabra, se pondrían las bases del tercer milenio cristiano como el de la desaparición de la religión. La mayoría de edad de la humanidad se construiría en torno a una civilización técnica, la verdad equivaldría a cientificidad, y la reflexión filosófica estaría marcada por el paradigma científico. Esta concepción ha cambiado en el último cuarto de siglo. La idea ilustrada de que el desarrollo social haría innecesaria la religión, implica que ésta es extrínseca, secundaria e innecesaria en el proceso de constitución del hombre. Esto ha sido cuestionado por las ciencias sociales y antropológicas. Por un lado, se ha dado el retorno de lo reprimido y las religiones han vuelto a irrumpir en el escenario sociopolítico con una fuerza inesperada, que ha llevado a hablar de «la revancha de Dios». Por otro, se ha cuestionado la presunta evolución comtiana, así como la tesis de la desaparición de la religión, en favor de la permanencia del hecho religioso y de resaltar su importancia como factor constitutivo de la cultura, la sociedad y la historia. Esta tradición rechaza que la religión sea un hecho secundario, un epifenómeno, y abarca autores tan heterogéneos en su valoración de la religión como Nietzsche y Huntington, Durkheim y Girard, Gauchet y Max Weber, la Escuela de Fráncfort (W. Benjamin, Horkheimer, Adorno, Habermas) y representantes cualificados del giro lingüístico de la filosofía (L. Wittgenstein)11. Hay un redoblado interés 11. D. L. Pals, Ocho teorías sobre la religión, Barcelona, 2008; C. Tarot, Le symbolique et le sacré. Théories de la religion, Paris, 2008.

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por el hecho religioso y una toma de distancia con respecto al eurocentrismo de la visión anterior, en la que el mundo tendría que recorrer etapas similares a las del Occidente europeo para alcanzar el desarrollo, entendido también en términos occidentales. Hoy se impone un análisis mucho más matizado acerca del significado antropológico y las funciones sociales de las religiones. El significado de las religiones: sentido y ética Por un lado está el significado antropológico. Hay una toma de conciencia acerca de la importancia de la religión para la evolución de la especie. La religión es una creación cultural relacionada con experiencias antropológicas fundamentales. En primer plano está la toma de conciencia del significado del nacimiento y de la muerte, es decir, de la contingencia y finitud personal, y de la inseguridad y angustia que conlleva. El hombre es el único animal que tiene conciencia de lo no fundamentado de su existencia, que se puede interpretar como un don o regalo, que es lo que afirman las religiones monoteístas, o como un estar arrojado, que es el análisis de Heidegger. La inseguridad tiene raíces en el carácter inacabado e inmaduro del hombre desde su nacimiento, que algunos definen como un trauma12, en la búsqueda de reconocimiento a lo largo de la vida, y en su angustia ante el fluir del tiempo y la progresiva cercanía de la muerte. De ahí preguntas existenciales, cognitivas y ontológicas, vinculadas al deseo de pervivencia e inmortalidad, que es la otra cara de la conciencia de finitud. Las religiones juegan un papel determinante porque ofrecen respuestas acerca del origen, significado y final de la vida13. Son preguntas de todas las culturas y de todos los tiempos, respondidas por los distintos humanismos, éticas, filosofías e ideologías, y, sobre todo, por las religiones. Éstas van mucho más allá del saber científico y de las reflexiones filosóficas, en cuanto que canalizan el deseo insatisfecho de trascendencia, abriendo a cosmovisiones en las que creer. Podemos hablar, con William James, de la «voluntad de creer», ya que las religiones desbordan el saber empírico y el conocimiento reflexivo y crítico, buscando un saber integral y completo sobre el hombre y el mundo14. El desencantamien12. O. Rank, El trauma del nacimiento, Barcelona, 1991. 13. Según R. Rappaport, ninguna sociedad conocida carece de religión, y sin ella la humanidad no habría salido de la condición prehumana (Ritual y religión en la construcción de la humanidad, Madrid, 2000, pp. 21-22). 14. W. James, La voluntad de creer, Madrid, 2004.

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to del mundo, generado por el desarrollo de la racionalidad y el saber científico, no agota las necesidades trascendentes del hombre, que no se satisfacen tampoco con bienes materiales. Buscamos salvación, salud, plenitud y felicidad, y cuanto más exitosa es la vida y más satisfechas están las necesidades materiales, mayor desencanto y desilusión tenemos si las indigencias espirituales quedan insatisfechas. Otra cuestión diferente es si esas exigencias se encauzan sólo en las religiones e iglesias o pueden darse fuera de ellas15. En cualquier caso, no cabe duda de que las religiones han sido laboratorios de sentido en las sociedades y que gran parte de los valores, significados y pautas de orientación han sido creados por ellas, o sancionados y legitimados posteriormente. La negatividad de la vida y las diversas experiencias del sufrimiento y el mal son determinantes para responder a la pregunta sobre si la vida tiene sentido. El sufrimiento es una experiencia clave para la persona, que la lleva a interrogarse por su vida. También para las religiones, que buscan dar respuestas a estas cuestiones. El suicidio no es sólo un problema filosófico por excelencia, sino también el gran desafío para la religión. El contrasentido de una vida fracasada y desesperada, que se ve como un absurdo, es el gran desafío para las religiones, que buscan dar significado a los sufrimientos, vinculándolos a la divinidad. Incluso cuando se vive una vida gozosa y con sentido surgen necesidades religiosas, ya que la experiencia de felicidad pide perdurabilidad y universalidad, que es lo que ofrecen las religiones a los seres humanos. El sufrimiento es también un punto de partida para plantear normas de convivencia, un orden social y valores éticos que permitan distinguir entre el bien y el mal, entre lo que está permitido y prohibido, lo que favorece o destruye la vida. La ética tiene una de sus fuentes en la religión, que orienta y prescribe normas de conducta, sancionadas como mandamientos divinos. Pero la ética tiene también una base natural, ya que hay una predisposición animal a proteger a la propia especie, que en el caso del ser humano se puede universalizar y extender a todos los seres vivos más allá de la propia especie. Las normas morales sirven de pauta, orientación e interpelación y forman parte constitutiva de cada cultura. La religión ha sido una de sus matrices fundamentales, aunque no la única. La religión protege la moral y vive de ella, con la que se relaciona. Este núcleo ético ha marcado a todas las religiones. Pero la religión no se reduce a la ética, ya que es, sobre todo, una instancia de sentido, el intento cultural de dar significado a la vida, la expresión

15. L. Ferry y M. Gauchet, Lo religioso después de la religión, Barcelona, 2007.

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de un ansia de pervivencia e inmortalidad consustancial a la dinámica humana. Además, la moral no depende de la religión, pues tiene raíces naturales y culturales. Por eso es legítimo propugnar una ética laica, racional y sin teología16. Hay una empatía pretemática ante el sufrimiento, un «no hay derecho», instintivo y prerreflexivo, ante la injusticia, desde el que luchamos en favor del bien y en contra del mal, aunque éstos se concreten en cada cultura de forma diferente17. Por un lado, está la motivación para el comportamiento moral, que es anterior a las construcciones ideológicas. Por otro, éstas surgen para justificar racionalmente la ética, presuponiendo siempre la dignidad personal, que experimentamos vivencialmente desde la empatía con la persona oprimida. Partimos del reconocimiento del otro de forma experiencial, sin las justificaciones ideológicas posteriores. Por eso, las motivaciones surgen de una experiencia compartida, más que de una identificación ideológica. Reaccionamos espontáneamente ante el sufrimiento y la injusticia, aunque luego reflexionemos sobre esa reacción y la justifiquemos con argumentos morales, religiosos o políticos18. Hay muchos sistemas filosóficos y religiosos que explican e intentan fundamentar el porqué del comportamiento moral, pero éste surge de forma imprevista y no planificada ante situaciones que atentan contra la dignidad humana. En esta línea ha cobrado importancia en la actualidad la ética de Lévinas, que subraya la responsabilidad por el otro como planteamiento primero e inicial para la filosofía. La moral se basa en que reconocemos la dignidad del otro, que es semejante a nosotros. Es verdad que si no hay un bien y un mal absolutos, es decir, un referente trascendente, no se puede fundamentar de forma incondicional el bien y el mal. Pero esto forma parte de la condición fragmentaria humana. Creemos en Dios, y desde ahí establecemos lo que es bueno o malo, o creemos en la dignidad humana y sus derechos (tematizando la experiencia original de identificación con la persona y su sufrimiento). En cualquier caso tenemos fe en la dignidad ajena y reconocemos al otro como sujeto de derechos y obligaciones. La fe en Dios y en el hombre no se puede fundamentar 16. J. A. Estrada, Por una ética sin teología. Habermas como filósofo de la religión, Madrid, 2004. 17. La empatía con el sufrimiento desplaza la fundamentación cognitiva de la ética. Cf. T. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1992, pp. 25-26, 204, 365-366; J. A. Zamora, T. W. Adorno. Pensar contra la barbarie, Madrid, 2004, pp. 249-278. 18. J. A. Estrada, «La lucha contra el nihilismo según Adorno», en L. Sáez, J. de la Higuera y J. F. Zúñiga (eds.), Pensar la nada. Ensayos sobre filosofía y nihilismo, Madrid, 2007, pp. 347-366.

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sobre la base de un hecho objetivo, sino que se basa en el reconocimiento interpersonal. En cualquier caso estamos remitidos a creencias personales y no necesariamente a una instancia absoluta sobre la que construir la moral. Todo lo humano es contingente y finito, aunque demos valor absoluto a la fe en Dios, con pretensiones de universalidad y ultimidad. Pero es Dios, y no la fe en él, quien tendría una validez incondicional y no fragmentaria. Para ser moral, no hace falta tener una religión y la comprensión judeocristiana de la dignidad del hombre, en cuanto imagen y semejante a Dios, puede ser asumida desde instancias no religiosas. Sin embargo, las religiones ofrecen motivaciones morales, enraizadas en el valor ejemplarizante de las grandes personalidades religiosas, que no pueden ofrecer los razonamientos filosóficos. Porque ser moral y apelar a la heroicidad en situaciones difíciles es típico de las religiones, sobre todo desde la dinámica del llamamiento a la imitación y el seguimiento de los fundadores de las religiones monoteístas. El ejemplo y el testimonio, propios de las narraciones religiosas, arrastran y motivan tanto o más que las creencias, doctrinas e ideologías. De hecho, las religiones han sido instancias éticas en las sociedades, presentando como mandamientos divinos las exigencias morales, sobre la base de un comportamiento ejemplar. Por eso, la decadencia de las religiones establecidas en Europa y el vacío normativo y axiológico que han generado, han favorecido la erosión de la moral. Un sistema ideológico puede convencer pero es insuficiente como motivación, y la cultura laica y secularizada en la que vivimos puede presentar pocos referentes morales que susciten deseos de imitación y seguimiento. Tras la ética religiosa no sólo han surgido otras laicas, autónomas y secularizadas, sino también carencias y vacíos morales, porque sin el referente religioso, y con carencia de alternativas que lo sustituyan, se ha impuesto la permisividad amoral. No es fácil encontrar sustitutivos a las religiones, a la hora de motivar y crear pautas de conducta para los miembros de una sociedad. La fe religiosa no sólo da sentido a la vida de muchas personas, más allá de la dimensión ética, sino que es la gran instancia orientadora de las conductas. La religión como creación humana Por otra parte, la nueva biología social subraya que hay estructuras de conducta que son exigencias sociales y culturales, y que facilitan una buena selección y adaptación en la lucha por la supervivencia. Por tanto, son pautas conductivas, favorecidas por la selección natural. Se puede hablar de una interacción de genética y cultura, que favorece determi41

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nadas creaciones socioculturales. En este marco encuadra Wilson las religiones, que tendrían una base genética, la cual explicaría su aparición en la evolución humana, siendo nuclear su función de generar sentido y legitimar un orden social. Las religiones serían creaciones socioculturales que favorecen el proceso de humanización, lo cual explicaría su universalidad y su persistencia a lo largo de la historia. La postura de Wilson es materialista y rechaza cualquier referencia a un Dios personal, pero la tesis que defiende explica el origen y supervivencia de las religiones. La evolución biocultural cristaliza en religiones, que se configuran socialmente19. Desde la perspectiva teológica, este enfoque abre nuevas perspectivas sobre las pretensiones de una revelación religiosa y sus condicionamientos. Los códigos culturales tienen un núcleo religioso y éste se halla condicionado por la cultura que lo ha creado. Ni hay religión pura ni una revelación divina sin mediaciones culturales y sociales. Las religiones han sido a lo largo de la historia grandes instancias de progreso. Han jugado un papel básico en la evolución, ofreciendo motivaciones, significados y valores a un ser humano indigente y necesitado de ellas20. Han tenido muchas funciones culturales y espirituales, respondiendo a la búsqueda universal de reconocimiento; a la necesidad de identidad personal y grupal; a la búsqueda de cohesión social y de pertenencia; y a las preguntas existenciales sobre el significado de la vida. Si no hubieran favorecido la evolución de la especie, habrían desaparecido con el paso del tiempo. Las personas con convicciones religiosas hondas soportan mejor que otras las dificultades y adversidades de la vida porque tienen un sistema de referencia que les permite integrarlas y darles un sentido. Un código cultural que dé respuesta a los problemas ayuda a luchar y buscar soluciones. Las religiones han ofrecido estas codificaciones a lo largo de la historia, por eso las sociedades han tenido hasta ahora un código religioso patente y latente. Como ofrecen también rituales colectivos, instituciones sociales, comunidades interpersonales y 19. «La predisposición a la creencia religiosa es la fuerza más poderosa y compleja de la mente y, con toda probabilidad, una parte inseparable de la naturaleza humana» (E. O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, Madrid, 1983, pp. 238-270, cita p. 238); Consilience. La unidad del conocimiento, Barcelona, 1999, pp. 349-388. Wilson interpreta la religión en términos mentalistas y defiende predisposiciones biológicas para asumir códigos morales. Cf. W. Burkert, Kulte des Altertums. Biologische Grundlage der Religion, München, 1998. 20. D. Dennnet, Romper el hechizo. La religión como un fenómeno natural, Buenos Aires/Madrid, 2007; H. Rolston, Genes, Genesis and God: Values and their Origins in Natural and Human History, Cambridge, 1999, pp. 308-315, 335-347.

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valores comunes, llenan un vacío, el de las relaciones significativas con el otro. Las sociedades secularizadas y laicas tienen muchas dificultades para encontrar alternativas convincentes y plausibles a los rituales de paso y los sistemas de creencia religiosos en las situaciones límite de la existencia. Muchos de los intentos actuales por crear imaginarios laicos, que sustituyan a los religiosos, no hacen más que apoyarse en ellos e intentar darles otro sentido profano y no sacral. Las religiones posibilitan también un proyecto de vida compartido, tanto más necesario, cuanto mayor es el individualismo en una sociedad con crecientes problemas de soledad y de aislamiento. La pertenencia a una comunidad religiosa es importante, tanto más, cuanto más desarraigados y sin pertenencias se encuentran muchos grupos y personas, como ocurre hoy con los inmigrantes. Uno de los factores de la crisis actual de las religiones en Europa es que han perdido sentido comunitario, al pasar de una sociedad rural a otra urbana, y la religión institución no puede suplir esas carencias, ni responder al aislamiento del individuo en las sociedades urbanas. Esta utilidad social y funcionalidad de las religiones no quiere decir que éstas sean meros derivados de la evolución biocultural, negando la originalidad y creatividad de la experiencia religiosa. Desde un evolucionismo cerrado no habría referencias a la trascendencia, que sería una creación ilusoria. La religión se integra en el proyecto evolutivo humano y forma parte del código cultural resultante, pero existen prescripciones religiosas e imperativos de conducta que superan la mera funcionalidad y que desbordan el ámbito de lo útil y de lo ventajoso21. Hay que asumir rupturas y discontinuidades entre las creaciones culturales y las predisposiciones sociales adquiridas evolutivamente. Las exigencias religiosas llevan a la oblación y el sacrificio personal, mucho más allá de lo que puede exigir la reciprocidad y universalidad ética. Pero las religiones no se oponen a la evolución humanizadora, sino que incluso pueden ayudar a profundizarla. El significado de las religiones se clarifica al estudiar sus aportaciones al desarrollo, ya que el valor de los sistemas de creencias depende de sus consecuencias y aportaciones al proceso de humanización. Si hasta ahora han persistido de forma universal, es porque han hecho aportaciones significativas que han ayudado a la supervivencia de la especie humana, a la integración social, y a las exigencias de sentido y normatividad de las culturas. La funcionalidad de una religión, aun bien adaptada a las necesidades personales y sociales de sus miembros, no es, sin embargo, una ga21. R. Bernhardt, «Die Soziobiologie als Anfrage an die Theologie»: Theologische Zeitschrift 58 (2002), pp. 172-188.

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rantía de su verdad. Todas las religiones tienen componentes de ilusión y de figuración que, paradójicamente, son esenciales para la vida. Su adaptación a las necesidades sociales es una de las razones de su persistencia, universalidad y capacidad de supervivencia, pero el mundo de sentido que proyectan y ofrecen es siempre una creación humana, esté o no inspirada por la divinidad. No hay ninguna sociedad histórica sin un sistema de prácticas y creencias religiosas, y ambas son cuestionables y arbitrarias, como todas las construcciones culturales. La religión es una mera posibilidad para el individuo22, aunque es muy dudoso que no haya en él ninguna dinámica, pregunta o predisposición a la religión, por fragmentaria que sea, después de milenios de socialización religiosa y de una cultura impregnada por ella. El anticlericalismo y el ateísmo son, frecuentemente, reacciones ante los abusos de los representantes de las religiones y el desencanto producido por la traición a sus valores, ideales y doctrinas. A veces, los críticos de las religiones las valoran más que muchos creyentes rutinarios, que no rompen con ellas pero tampoco las toman en serio. Por eso, la religión es una opción posible, pero no necesaria para el individuo, a diferencia de las sociedades, en las que es difícil no encontrar un sistema religioso de creencias y prácticas. Cuando una religión muere en una sociedad, antes o después surge otra que la reemplaza. En este sentido podemos afirmar que las religiones, hasta ahora, han sido constitutivas de la sociedad humana, y dentro de ella grandes promotoras de sentido, identidad y coherencia. El «hombre religioso» existe, aunque desde la perspectiva individual haya personas no religiosas, indiferentes o insensibles al hecho religioso, como también las hay sin interés por la ciencia, insensibles estéticamente o francamente amorales. Hay personas, también grupos sociales y culturas, con mayor o menor sensibilidad religiosa, como confiesan estudiosos, que defienden su importancia sociocultural, aunque ellos no tengan predisposición personal hacia ella23. Nadie puede predecir el futuro y habrá que esperar para ver si la crisis actual de las religiones en la Europa próspera se supera o si se produce una muerte final de ellas. La experiencia histórica acumulada favorece la apuesta por la supervivencia y la transformación de los núcleos religiosos hoy subsistentes. Esta funcionalidad de la religión explica que haya religiones, existan o no los dioses. La creencia en Dios es discutible, pero la pregunta por Dios surge en relación con el mundo y se mantiene 22. J. Sádaba, De Dios a la nada. Las creencias religiosas, Madrid, 2006, pp. 167-172. 23. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, Madrid, 1990, p. 25.

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como una interpelación constante24. La religión es un hecho antropológico y sociocultural, tan viejo como el hombre, cuya persistencia se debe a necesidades y preguntas constitutivas de la existencia humana. El vacío religioso es propicio a la irrupción de lo irracional en la forma de esoterismos, gnosticismos y misticismos, mientras que otras instancias, como el nacionalismo, funcionan como pseudorreligiones seculares. Por eso, aunque Dios no exista, siempre subsistirán religiones, y la muerte de unas conllevará el nacimiento de otras. Esto no quiere decir que la persistencia de las religiones demuestre su verdad. Aunque la creencia en Dios contribuya a afrontar mejor las adversidades y problemas vitales, puede ser un placebo, una ilusión útil. Además, hay que subrayar la ambigüedad y peligrosidad de las religiones. De hecho, favorecen lo mejor y lo peor de la persona, pueden generar comportamientos ejemplares y también los más degenerados. Las tradiciones religiosas apelan a la mente y al corazón, en cuanto que son instancias marcadas por la inteligencia emocional. Ofrecen imágenes del mundo y un sistema de creencias, gracias al cual se puede interpretar la vida. Y generan también motivaciones, sentimientos, emociones y dinámicas para el comportamiento, que van mucho más allá de las doctrinas y creencias. Las grandes religiones son instituciones socioculturales, cristalizaciones y sedimentos de sentido, que constituyen una reserva para los miembros de una comunidad. Podemos hablar de razones y sinrazones que llevan a las religiones, ya que éstas apelan a la razón práctica y no sólo a la teórica, y ofrecen creatividad, intuiciones, imaginaciones y fantasías que desbordan la razón pura. Por eso, las religiones abarcan más que la ciencia y la filosofía, ya que no se quedan en la racionalidad cognitiva, a la que desbordan, sin negarla25. Las ciencias nos dicen cómo es el mundo, y la filosofía es una instancia crítica, reflexiva y racional que evalúa las respuestas culturales a las preguntas acerca del significado de la vida, el origen y el fin del hombre y la fundamentación última de los saberes. A su vez, la religión crea hermenéuticas de sentido y motiva para ellas, traspasando los límites de lo empírico y de lo cognoscible racionalmente, en búsqueda de lo absoluto y trascendente. Este «ir más allá de los límites» caracteriza la religión y ha generado las protestas de muchas corrientes filosóficas: sin embargo, ha sido un proceder constante a lo largo de la historia. Es lo 24. J. A. Estrada, La pregunta por Dios. Entre la metafísica, el nihilismo y la religión, Madrid, 2005. 25. J. A. Estrada, Razones y sinrazones de la creencia religiosa, Madrid, 2001, pp. 17-46; Imágenes de Dios, Madrid, 2003, pp. 21-54

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que también ha hecho la filosofía, creando sistemas metafísicos que intentan explicar racionalmente la totalidad del hombre y del mundo. La tensión entre la filosofía, el saber racional, y la religión, creación de la inteligencia emocional, es constitutiva de la historia de Occidente. Sin la filosofía no hubiera evolucionado la religión, no habría habido Ilustración y se habría bloqueado el proceso de reflexión crítica que necesitan las religiones. Pero sin la religión, en sus tres versiones monoteístas, la filosofía occidental sería hoy absolutamente diferente y muchos de sus contenidos e inspiraciones no se habrían dado. La capacidad motivacional es básica para la ética, que es la que más se acerca a la identificación afectiva, la imitación y el seguimiento, constituyentes básicos de las religiones26. Pero la religión es más que ética y tiene componentes expresivos, estéticos y de significado que la acercan al arte, la poesía y la contemplación de la naturaleza. Una religión intelectual implica un empobrecimiento y las celebraciones de la religiosidad popular vinculan a los participantes de una forma más intensa y total que las meras doctrinas. Un componente fundamental de la religión es la religación con Dios, la cual repercute en las relaciones interpersonales. En cuanto que se busca la realidad última y se pregunta por su fundamento, surge la cuestión de Dios, con independencia del nombre que le demos. La relación con Dios es constitutiva del hombre, según la tradición cristiana, ya que anhelamos una felicidad y plenitud que sólo pueden venir de una relación absoluta. Según como entendamos esa relación, y al mismo Dios, así también se desarrollan las vinculaciones humanas, que, a su vez, son constitutivas de la identidad personal e impregnan la fe, confianza y empatía a las que apelan las religiones. Dependiendo de cómo nos relacionemos con las personas, así será la forma de entender a Dios, y viceversa. Occidente está marcado por las religiones monoteístas. El diálogo y la cooperación interreligiosa son una exigencia básica para el mundo globalizado actual y presuponen una apertura compartida. El estudio de las religiones exige actitud positiva y empatía previas, aunque no se pertenezca a la religión que se estudia, juntamente con una conciencia crítica, reflexiva y evaluadora. La mera información sobre las doctrinas y prácticas de las religiones se queda en la superficie y resulta ineficaz para captar el núcleo de las religiones, que no es tanto una imagen del 26. La inteligencia emocional cobra cada vez más importancia cognitiva. Cf. F. Mora, «El cerebro sentiente»: Arbor 162 (1999), pp. 435-450; J. Ledoux, El cerebro emocional, Barcelona, 1999; D. Goleman, Inteligencia emocional, Barcelona, 191979; J. A. Marina, El laberinto sentimental, Barcelona, 1996.

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mundo, como una propuesta de sentido. La relación con Dios y con una comunidad religiosa de referencia no sólo marca biográficamente, sino también intelectualmente, e influye en la evaluación que hacemos de las distintas religiones y sistemas de creencias.

3. La ambigüedad social y la pluralidad de las religiones Las convicciones religiosas se traducen en acciones dinámicas, que hacen de aquéllas una enorme fuerza cultural. De ahí la fascinación y la peligrosidad de las religiones, que remiten a una experiencia pluridimensional. Quizás sólo el nacionalismo actual pueda aunar registros tan heterogéneos, complejos y dinámicos de la personalidad. La patología de las religiones es la otra cara de su enorme potencialidad. Por un lado, están enraizadas en la inseguridad existencial humana, a la que ofrecen cauces y respuestas. En cuanto que ofrecen respuestas absolutas a esas demandas, generan estabilidad, orden e identidad. De ahí su eficacia social y también la dinámica fundamentalista que posibilitan. Son respuestas, creencias y prácticas tan importantes que cualquier cuestionamiento, impugnación o rechazo impacta experiencial y emocionalmente a los que viven de ellas. Negar una religión no es sólo impugnar un sistema de creencias y prácticas, sino también cuestionar a las personas a las que ha dado seguridad existencial. En el código o imaginario religioso se condensan tantas expectativas, sentimientos, valores y convicciones de muchas personas, que cuestionarlos supone atentar contra ellas. Las religiones y el código cultural De ahí el potencial fundamentalista de las religiones, tanto mayor cuanto más inseguros son sus seguidores y menos identidad interna tienen. La autonomía personal, fundada en convicciones propias, reflexiones y autocríticas, y en preguntas y cuestionamientos, tiende a la pertenencia crítica a los grupos religiosos, y por eso no es alentada por las autoridades institucionales. Hay miedo al pensamiento crítico, mucho más al interno que al de los no creyentes, porque desestabiliza y se opone a la obediencia ciega a la autoridad. Por eso, todas las religiones alientan la identificación acrítica con las instituciones religiosas, la obediencia más que el posicionamiento personal generador de conflictos. En la medida en que dependen de una representación del mundo, presuntamente revelada por Dios, las personas religiosas se sienten personalmente atacadas al impugnar sus creencias. El fundamentalismo es incompatible con la crítica racional 47

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y con la pluralidad, y se perfila también como integrismo, que pone el acento en las autoridades más que en los textos sagrados fundacionales. A esto se añade la tendencia a convertirse en grupo cerrado, en el caso de vivir en una sociedad diferente a la de la propia religión, o a degenerar en una teocracia, que quiere imponer sus dictados al conjunto de la sociedad, cuando ésta es religiosa. El éxito de la conversión masiva a una religión se paga con las tentaciones del poder teocrático, que impone su credo a toda la sociedad; mientras que la supervivencia en una sociedad de no creyentes se logra gracias al bloqueo de las comunicaciones externas y a la limitación de los influjos sociales. La diversidad de religiones relativiza la pretendida absolutidad del propio credo y la pluralidad social favorece que surjan críticos, disidentes y heterodoxos dentro de la propia religión. El carácter secular, crítico y plural de las modernas sociedades occidentales propicia la reacción fundamentalista de personas dependientes, emocional e intelectualmente, de las religiones. De ahí el potencial desestabilizador del pluralismo social, que propicia el imperativo herético y la disidencia heterodoxa27. La coexistencia de religiones propicia el relativismo, que erosiona las creencias fuertes y desestabiliza a sus seguidores. La respuesta fundamentalista a esa amenaza es la del aislamiento de la sociedad para proteger la erosión social de su sistema de creencias. Por eso las religiones cerradas se sienten a gusto con el multiculturalismo, que yuxtapone códigos culturales e imaginarios religiosos, sin pretender convertir a ninguno de ellos. La paradoja está en que las demandas de libertad religiosa y de respeto a las plurales creencias de la sociedad, en nombre de las cuales se cuestiona, incluso, la libertad de expresión, se contrabalancean con el autoritarismo intragrupal, en el que los líderes imponen doctrinas y prácticas, rechazando las instancias críticas internas. Cuanto más amenazante se percibe la sociedad y la cultura, mayor es la tendencia al autoritarismo intragrupal; cuanto más secularizador es el imaginario cultural, más aumenta la tendencia a sacralizar el propio credo y a convertirlo en un código estático, que hay que interpretar literalmente o desde las rígidas pautas que establece la sociedad. El antimodernismo católico del siglo XIX fue la otra cara del proceso de jerarquización y de autoritarismo a nivel interno. Fácilmente, se pasa de la exigencia de respeto a las personas en una sociedad plural, en la que conviven muchas identidades, a pretender la ausencia de crítica al sistema de creencias, que se quiere proteger de la evaluación racional.

27. P. Berger, The Heretical Imperative, New York, 1979.

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La violencia y la patología acompañan siempre a las religiones y a todas las grandes cosmovisiones políticas y filosóficas. La capacidad de persuasión de las grandes imágenes del mundo, no sólo de las religiosas, las hace propicias a los extremismos y el fanatismo. Esto ha ocurrido con las religiones, tanto más temibles cuanto más poderosas, y con las ideologías político-filosóficas, como en la Alemania nazi, en la Unión Soviética, en China o en Camboya, en las que la decadencia de la religión no impidió que las ideologías generaran genocidios. La idea ilustrada de que la muerte de la religión generaría sociedades más libres, maduras y tolerantes no ha ido acompañada por los hechos históricos. El hombre necesita creer y el credo que da sentido a la vida puede imponerse violentamente sobre los otros, tanto más, cuanto más inseguridad personal hay. El fanatismo ideológico, político y religioso es reactivo y compensatorio de las dudas propias. Del mismo modo que buscamos la confirmación de los demás, en un grado proporcional a la falta de confianza en nosotros mismos, así también intentamos imponer por la fuerza las creencias, cuando dudamos de que se puedan imponer por sí mismas. La violencia es una compañera de la religión y de todas las ideologías fuertes que pretenden influir en la sociedad. Para contrarrestar aquélla hay que velar por la crítica racional, la conciencia personal y la necesidad de un espacio público en el que se hagan presentes las creencias. Esto es tanto más difícil, cuanto más fuerte es la institución política, ideológica o religiosa que controla ese sistema de creencias. La idea política de que «el que se mueve no sale en la foto», expresa, de forma coloquial, la necesidad que tienen los dirigentes de limitar al máximo las críticas y potenciales disidencias, para que no haya contrapesos a la propia autoridad. En el ámbito eclesiástico se da la misma problemática, que se intenta resolver ideológicamente criticando cualquier disidencia como «desafección», falta de identificación con la Iglesia, identificada con sus autoridades, o como rechazo a cualquier pronunciamiento divergente, acusándolo de magisterio paralelo. Otra expresión típica de esta intransigencia ideológica es afirmar que la Iglesia, o el partido político, es como un club, del que uno puede salirse si no le gustan sus normas, en lugar de animar a luchar por cambiarlas, renunciando a cualquier opción violenta. Pero no hay que olvidar la fuerza de los sentimientos religiosos, que tienen mucha más intensidad que los razonamientos. Las religiones arrastran porque están ancladas en las necesidades afectivas de las personas y responden, para bien y para mal, a las demandas subterráneas que se han ido construyendo biográficamente. Los estudios de la Escuela de Fráncfort sobre el «carácter social» han mostrado la pro49

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pensión de algunos grupos a las ideologías autoritarias y su enraizamiento en un tipo de personalidad y de familia que predispone a estas concepciones28. Lo mismo ocurre con las religiones autoritarias que responden a las inseguridades y ansias personales con una llamada al orden, la autoridad y la moral, que remiten a Dios29. En las épocas de crisis, como la nuestra, hay mayor motivación y necesidad de líderes e instituciones fuertes, que ofrezcan la seguridad y el orden perdidos. Por el contrario, la disponibilidad y apertura al diferente, así como la tolerancia y el respeto ante los comportamientos divergentes tienen una base emocional, vinculada al tipo de religión, que puede influir en una mayor apertura o cerrazón. No es indiferente para los no creyentes el tipo de religión que prevalece en una sociedad, ya que según los comportamientos religiosos que se propicien, así también resultará su acción como ciudadanos. Las religiones se basan en las experiencias de unas personas, los fundadores de cada religión, que ofrecen una determinada interpretación del mundo sobre la base de una vivencia original, que pretende ser inspirada o motivada por Dios. Cada fundador de una religión remite a una experiencia original, lo que llamamos carisma fundacional. Esta dinámica vivencial, personal y carismática hace de las religiones una instancia que se escapa del orden social, sobre todo en su etapa inicial, ya que la presunta llamada de Dios puede llevar a impugnar el orden establecido. Muchas transformaciones sociales han tenido a las religiones como punto de partida. Este carácter innovador se debe a los carismáticos y místicos, que actúan en función de una vivencia o inspiración personal, que inicialmente se escapa a los controles sociales. Luego, la tradición innovadora se institucionaliza, mediante un cuerpo de escritos fundacionales, autoridades jerárquicas, prácticas rituales y un sistema doctrinal de verdades. La institucionalización es la única forma de sobrevivir para la experiencia religiosa inicial, es un «mal» necesario. Mediante las instituciones esa exigencia puede extenderse, una vez que ha desaparecido el fundador. El hombre se apoya en las instituciones sociales y en las tradiciones culturales para desarrollar su proyecto de vida, y también la persona religiosa, por muy original que sea, parte

28. M. Horkheimer (ed.), The Autoritarian Personality, New York, 1950; Studien über Autorität und Familie, Paris, 1936; «La familia y el autoritarismo», en E. Fromm et al., La familia, Barcelona, 1972, pp. 177-195. 29. E. Fromm, Sobre la desobediencia y otros ensayos, Barcelona, 1994, pp. 19-39; Ética y psicoanálisis, México, 1971, pp. 51-130; Psicoanálisis y religión, Buenos Aires, 1971, pp. 37-87.

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de una religión, ya constituida, para orientarse. Las religiones contribuyen a los códigos culturales, desde la experiencia carismática y las mediaciones institucionales. Pero las experiencias iniciales carismáticas, que son el punto de partida para las instituciones, que buscan preservarlas, son puestas en peligro por las entidades que ellas mismas generan, que las domestican, las canalizan e incluso las sustituyen. En cuanto que las vivencias carismáticas se inculturan en una sociedad, se transforman, a costa de los rasgos específicos originales. El dilema de las religiones es que sin instituciones no pueden sobrevivir, y con ellas pierden su dinamismo inicial y se pervierten. Lo mismo ocurre en lo que concierne a la necesidad de inculturarse que tienen las religiones, para que puedan comunicarse y expandirse, pero la inculturación puede transformarlas y desviarlas de las dinámicas iniciales, como le ha ocurrido al cristianismo a lo largo de su historia. Hay también una paradoja en la pretensión de universalidad de una experiencia particular, como es la de un fundador, la cual exige actualizaciones, aplicaciones y transformaciones al desarrollarse y evolucionar, desde la experiencia inicial. La universalización de lo particular se paga con una modificación de lo originario. Hay una exigencia hermenéutica ineludible, releer la propia tradición, creando nuevos sentidos. El peligro es que se imponga uno de ellos codificado, que desbanque al código primario, del que deriva. Lo fundacional puede quedar enterrado bajo el cúmulo de tradiciones, doctrinas e instituciones que ha generado. La autoridad carismática inicial, como la de Moisés, Jesús o Mahoma, puede quedar muy sofocada por la nueva relectura hermenéutica, protegida por la autoridad institucional, que sustituye a la de los maestros. El paso de lo que presuntamente ha dicho la divinidad, condensado en una Escritura y en la historia de un fundador, a lo que dice la jerarquía competente, que interpreta y aplica lo dado a un contexto diferente, es muy peligroso y potencialmente inspirador de autoritarismos. Es prácticamente imposible que la institucionalización no modifique la herencia carismática original. Por eso es necesario un contexto de libertad, de reflexión crítica e incluso de sospecha, para que las distintas aplicaciones e interpretaciones que se ofrecen no se conviertan en despóticas y degeneren en un dogmatismo impositivo. Los cristianismos históricos europeos están marcados por esta problemática, que se da en todas las religiones y grupos doctrinales. El hecho diferencial estriba en que ha habido mucho más peso de la razón que cuestiona la fe, a la vez que se deja interpelar por ella, y muchos espacios de libertad conquistada en los que se han compaginado la inevitable autoridad y la necesaria disidencia doctrinal. 51

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La gran capacidad de irradiación e influencia de las religiones lleva, inevitablemente, a intentos de control por parte del poder político y a que las religiones se transformen en entidades casi estatales que intervienen en la sociedad como un poder más. Por eso, las religiones son un poder social, detentado por sus autoridades, y la violencia religiosa puede ser el resultado de la defensa de sus intereses institucionales, aunque se presenten como los de Dios. La influencia social del poder religioso favorece los intentos de manipulación política de la religión, de la misma forma que hay una utilización del poder político por los líderes religiosos. Esta instrumentalización alcanzó su culmen en el Estado confesional y es una de las causas de la reacción en favor de una religión privada, centrada en el ámbito de la conciencia y en el culto, marginando la dimensión pública de la religión. Pero no es la privatización de la religión, sino su personalización, la que genera libertad religiosa en un Estado laico y una sociedad secular. Cada ciudadano debe participar en el ámbito público con sus convicciones religiosas, sus valores morales y su ideología, asumiendo el debate y la argumentación como formas de influir en la sociedad. Esto da margen a la libertad religiosa, sin exclusiones ni cortapisas a ninguna religión. El Estado confesional, que presiona a la sociedad en favor de una fe religiosa, no puede sustituirse por el Estado ateo o agnóstico, que haría de la lucha contra la religión un objetivo político. Fácilmente se pasa de la laicidad a la antirreligión, de la confesión oficial a la impugnación de las religiones. Ésta sería una forma reactiva de confesionalismo negativo, a la inversa, y un anacronismo, porque el problema de la sociedad no es hoy defenderse de los abusos de una religión prepotente, ya que se ha producido una secularización de la sociedad y una laicización del Estado. Lo más importante en una sociedad democrática y laica es favorecer un debate cívico en el que participen todas las corrientes sociales, sin exclusión. La mejor solución para una sociedad plural no es la de excluir a todas las religiones, en favor de una oficial, pero tampoco la de combatir las religiones, asumiendo una ideología atea, muchas veces combativa respecto de las religiones tradicionales, sino la de crear un espacio de libertad e igualdad, en el que puedan convivir todos los credos e ideologías. La democracia depende de valores y tradiciones humanistas que avalan la dignidad de la persona y los derechos humanos, que el Estado no puede crear por sí solo y en los que las corrientes religiosas han jugado un papel crucial. El Estado confesional no debe degenerar en un Estado ateo, que sería tan antidemocrático como el primero. A su vez, la jerarquía religiosa tiene que renunciar al poder político institucional y al intento de impo52

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ner sus doctrinas y creencias a toda la sociedad, aunque tiene derecho a exponer argumentativamente su doctrina e intentar influir en sus fieles y en la opinión pública30. El mejor Estado y legislación no es el que adapta el código católico, sino el que permite que todas las religiones, y los que no pertenecen a ninguna, convivan y sigan sus propias convicciones, con intromisiones mínimas del Estado. Pero una sociedad que limite las libertades religiosas, ni es laica, ni democrática, sino que recae en el autoritarismo y discrimina entre unos ciudadanos y otros. El concepto de religión y la pluralidad de las religiones Todas las religiones son construcciones culturales y creaciones humanas. Responden a la pregunta por Dios, la cual remite a las dinámicas afectivas y cognitivas. La religión es hija del deseo, tanto como una instancia ideológica. El hombre traspasa intencionalmente el universo y busca una realidad última, que encuentra más allá de la naturaleza y de la sociedad. Es lo numinoso, lo santo, lo sagrado, lo divino o lo último, desde una dinámica trascendente que, simbólicamente, se dirige al cielo, como «lugar» de la divinidad, quizás vinculado a la experiencia de la altura como signo de superioridad. «Lo santo» o lo sagrado es más genérico y extensivo que «lo divino», es también la matriz del tabú, del «maná» y del animismo. La referencia a los dioses, entidades personalizadas, no se da en todas las tradiciones religiosas, sino que lo primario es la referencia a lo sagrado y mistérico. La religión está vinculada a la búsqueda de lo absoluto, lo inmutable y no contingente, que puede dar sentido y ofrecer salvación al hombre. Supone una ruptura de nivel ontológico, el corte entre lo mundano y lo celestial, entre lo natural y lo sobrenatural, en la línea a la que apuntan el «sentido de la dependencia» de Schleiermacher o el «sentido de lo santo» en Rudolf Otto. Lo santo se ha denominado misterio fascinante y tremendo, que atrae y suscita al mismo tiempo temor, miedo y reverencia31. Se busca a la divinidad desde la apertura al misterio, que para las tradiciones ateas o agnósticas no es más que una fuga mundi equivoca-

30. J. A. Estrada, El cristianismo en una sociedad laica, Madrid, 2006, pp. 137-169. 31. R. Otto, Lo santo, Madrid, 1980; J. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, 72006; R. Callois, El hombre y lo sagrado, México, 1996; F. García Bazán, Aspectos inusuales de lo sagrado, Madrid, 2000, pp. 43-78; K. H. Ohlig, La evolución de la conciencia religiosa, Barcelona, 2004; J. Ries, Lo sagrado en la historia de la humanidad, Madrid, 1989; Tratado de antropología de lo sagrado I-III, Madrid, 1995-1997.

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da y una proyección subjetiva marcada por el deseo de absoluto. Por el contrario, muchas tradiciones religiosas defienden una intuición de la divinidad, que tendría raíces en la misma constitución humana, de la que derivaría tanto la búsqueda de un Dios trascendente al universo físico, como de un Dios radicalmente inmanente, que estaría en la raíz de todo lo que existe. En la tradición judeocristiana, el Dios creador es la figura simbólica de una trascendencia radical, mientras que el Dios Espíritu reflejaría la inmanencia de la divinidad en lo humano. El que esta dinámica tenga como término un ser personal, en la línea de los grandes monoteísmos proféticos, o que se dirija a representaciones impersonales de lo absoluto, como atestiguan las tradiciones budistas, marca la diferencia entre las religiones. Pero todas buscan una referencia última absoluta con la que relacionarse, desde la que se ofrece un proyecto de sentido. Hay una referencia cognitiva y emocional a una realidad última, que transforma a la persona, y que es tanto una creencia como una vivencia. En la religión, la oración y el culto canalizan esa búsqueda, en contraposición a la búsqueda racional de lo absoluto o incondicionado en la filosofía. La vieja jerarquía de lo sagrado y lo profano, de lo divino y lo humano, de lo inmutable y lo cambiable responde a una ontología de la realidad, tan vieja como la sociedad humana. Persiste incluso en concepciones en las que no hay referencia a un dios personal, como en el budismo. Es una construcción presente en los mitos, que luego subsistió en los sistemas socioculturales y en las religiones históricas, y que constituye uno de los ejes vertebrales de orientación para el hombre. El binomio de lo sagrado y lo profano sirve para jerarquizar el espacio e instituir referencias sobre lo que es importante o no. A la vez, la ordenación del tiempo, estableciendo su sentido en función de metas y finalidades, permite escapar al fluir del devenir temporal, a lo que Eliade llama «el terror a la historia»32. Creamos un mundo con significado, con referencias y metas, con jerarquías, que sirven de orientación y permiten dar un sentido a la vida. De ahí la importancia del binomio sagrado/profano para diferenciar lo que es valioso y absoluto de lo que no lo es. Los mitos son las primeras narraciones globales que dan significado al hombre, el mundo y los dioses. Las religiones reencantan el mundo, lo llenan de significado, transforman el universo en un hogar habitable. Y es que el hombre vive de mitos, narraciones e historias llenas de significado. Lo sagrado es un trasfondo para las religiones. Unas buscan lo divino y fascinante en una realidad personal relacionada con el hombre. 32. M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, 1973; El mito del eterno retorno, Buenos Aires, 1952.

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Como la persona es la forma suprema de vida conocida, al designar la realidad última y fundante, se emplean denominaciones personales, como han hecho las religiones monoteístas, aunque haya conciencia del carácter inadecuado de todo lenguaje para referirse a la divinidad. Todas las religiones, en cuanto que representan la realidad última a la que se refieren, la falsean al designarla, porque no es homologable con las nuestras. Es uno de los significados de la llamada teología negativa, «si lo conoces, no es Dios» (san Agustín). Indirectamente, afirma que las representaciones divinas son imágenes proyectivas, porque no tenemos más remedio que utilizar antropomorfismos para hablar. Hay que mencionar a Dios humanamente, aunque sepamos que trasciende lo humano y que el lenguaje sobre él es inadecuado. Otras religiones, en concreto los budismos, intentan superar el yo personal como una ilusión, para alcanzar la realidad última en la fusión armónica con el universo. Son tradiciones que acentúan la nadidad de cuanto existe, la unidad de la no dualidad, el uno con el todo, el carácter carencial ontológico de las entidades, para remitir a una instancia última, descrita en términos de naturaleza, aunque la desborde, y favorable a las religiones cósmicas o panteístas, que son tradiciones minoritarias en Occidente33. Se busca superar el ciclo cambiante de las transformaciones, en las que se incluye la muerte y los renacimientos, para alcanzar lo absoluto, que es la otra cara de la vacuidad o nadidad universal. Esta tradición es inicialmente más filosófica que religiosa, una metafísica más que una religión, aunque luego se transformó en el curso histórico. No hay dioses pero sí búsqueda de iluminación personal y de armonía universal, de las que deriva una mística, ética y ascética muy exigentes. La insustancialidad del mundo contrasta con la realidad absoluta última a la que se tiende. Desde una perspectiva occidental se podría hablar, con Freud, del «sentimiento oceánico: un sentimiento de unión indisoluble con el gran todo y de pertenencia a lo universal»34. Es una experiencia de fusión con la naturaleza e integración en el cosmos, percibida como una sensación de plenitud que permite la contemplación y el silencio, más allá de los conceptos y representaciones. Puede ser una experiencia mística, en el marco de las religiones, pero también un sentimiento de plenitud sin resonancia religiosa alguna, como ocurrió en el budismo inicial. Es plenamente compatible con una espiritualidad o religiosidad natural arreli33. K. Nishitani, La religión y la nada, Madrid, 1999. 34. S. Freud, El malestar en la cultura, Madrid, 1970, pp. 8-9. Cf. también E. Domínguez, El psicoanálisis freudiano de la religión, Madrid, 1991, pp. 261-266.

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giosa y atea35. Estaría próxima a la vivencia de eternidad de Spinoza, a la mística del mundo de Wittgenstein o a las experiencias de fusión de san Juan de la Cruz o del maestro Eckhart. La variedad de sistematizaciones de una misma dinámica muestra la importancia del código cultural al interpretar una vivencia común. La dificultad de expresar conceptualmente esta fusión, en cierto modo inefable, lleva al taoísmo a afirmar que lo que se deja expresar no es el Tao, mientras que Wittgenstein recalca que no es un hecho que se pueda contar. Es algo de lo que no se puede hablar porque no es conceptualizable ni objeto de un discurso. Pero se puede mostrar, y el mismo Wittgenstein habla de ello, porque todas las experiencias son comunicables, aunque sólo se comprendan al compartirlas. Estas experiencias límite apuntan también al misterio como parte consustancial de la vida humana, a lo que nos resistimos en la cultura científica hoy predominante. Definir las religiones La variedad de las religiones, así como la existencia de corrientes religiosas que rechazan la idea de Dios o de los dioses, hace difícil definir lo que es la religión. Es inevitable que cualquier definición esté determinada por las religiones concretas conocidas, desde las que se extrapola y universaliza para dar contenido al concepto de religión. Un tipo de definición se basa en un contenido sustantivo que se pretende universal, como la búsqueda de lo santo, lo «numinoso» y lo divino, mientras que otras definiciones tienden a poner en primer plano las funciones antropológicas y sociales, como dar sentido, fundar la moral o responder al sufrimiento. No hay una definición omnicomprensiva que abarque todas las religiones36, pero se puede hablar de un «parentesco de familia», en la línea de Wittgenstein, de tal modo que una persona religiosa puede reconocer rasgos de otra religión en una cultura diferente. En Occidente prevalece, sin embargo, la definición de inspiración durkheimiana, que define las religiones como un sistema de creencias, prácticas y rituales que ponen en contacto con lo sagrado o con la divinidad, y que generan una comunidad o iglesia, según prevalezcan los elementos de comunión o de institución.

35. A. Comte-Sponville, El alma del ateísmo, Barcelona, 2006, pp. 158-168. 36. E. Feil (ed.), Streitfall «Religion». Diskussionen zur Bestimmung und Abgrenzung des Religionsbegriffs, Münster, 2000; W. Kerber (ed.), Der Begriff der Religion, München, 1993.

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Las religiones son subsistemas sociales, partes de la cultura, en cuanto sistema de creencias y prácticas, y se puede hablar de «religión civil» cuando hay una fusión de los elementos religiosos con otros componentes culturales37. Junto a las religiones positivas está también la «religión natural», porque hay preocupaciones religiosas al margen de una religión positiva, aunque el acceso a lo natural siempre está culturalmente mediado38. La crítica ilustrada puso las bases de una religión racional, en la que se acentuaba la dimensión moral de la religión, a costa de otros elementos como el culto39. Respondía al intento, siempre renovado y nunca alcanzado, de establecer la esencia de la religión sobre la base de la razón. Este enfoque se debe al idealismo filosófico, que erige un criterio racional como normativo para todas las religiones. Es obvio el trasfondo europeo, occidental e ilustrado de este planteamiento. Se ha pretendido desarrollar una teología y una filosofía de las religiones basadas en la ética, el humanismo y los derechos humanos, sin caer en la cuenta del carácter eurocentrista de estos presupuestos. La búsqueda de lo absoluto favorece la integración de la religión con la metafísica y es la base de la identificación onto-teológica del dios de los filósofos y de las religiones, denunciada por Heidegger40. En el ámbito de las diversas religiones, las bíblicas parten de Dios como origen y término del ser y de todo lo que existe. La intuición de absoluto, la búsqueda de una realidad última desde la que salvar la inseguridad existencial y el sinsentido de la vida, se basa en una antropología en la que el hombre tiene deseo de Dios, es capaz de él y lo busca. Es una interpretación teocéntrica de la búsqueda de sentido. El universo está abierto a la pregunta por la divinidad y las diferencias están en la forma de concebirla y de relacionarla con el cosmos físico en el que vivimos. Dios es absolutamente trascendente, innombrable y no conceptualizable, sin análogos ni imágenes. Esta trascendencia de un Dios misterioso sirve para ordenar y relativizar todo lo que existe. Nada es

37. El modelo típico es el americano, que mezcla valores socioculturales y religiosos que definen su identidad y estilo de vida. Cf. R. N. Bellah, «American Civil Religion», en R. Richey y D. Jones (eds.), American Civil Religion, New York, 1974, pp. 225-272; The Broken Covenant. American Civil Religion in Time of Trial, New York, 1975; Beyond Belief, Berkeley, 1991. También S. Giner, Carisma y razón, Madrid, 2003, pp. 67-114. 38. J. J. Rousseau (Œuvres complètes, vol. III : Du contrat social, Paris, 1964, pp. 460-470; vol. IV: Émile, Paris, 1969, pp. 602-614) pone las bases de la religión natural y de su constitución en religión civil. 39. I. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, 1981, pp. 147-196. 40. M. Heidegger, Identidad y diferencia, Barcelona, 1988, pp. 98-157.

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absoluto ni divino, so pena de idolatría, y el ser humano está marcado por la búsqueda incesante de la divinidad, desde la que puede ordenar su vida y todo lo que existe. La percepción de Dios, el buscarlo más allá de la naturaleza y de la sociedad, y la postulación de una ontología de lo sobrenatural, determinan la constitución humana. Estamos hechos para Dios y sólo descansamos en él, afirma san Agustín. La persona es imagen y semejanza de Dios, al que busca, lo sepa o no. De ahí el animismo y el sobrenaturalismo, también sus falsas objetivaciones, que son formas idolátricas de la dinámica trascendental. Esta interpretación tiene su contrapartida en otra tan vieja como la filosofía, que culmina en la crítica ilustrada. El hombre busca a un Dios inexistente y lo crea a su imagen y semejanza. La sed no prueba la existencia de la fuente, como pretenden las religiones monoteístas, sino que lleva a crearla para responder a una necesidad básica existencial. De ahí el carácter proyectivo de lo divino; la falsa ilusión que ofrecen las religiones con sus ofertas de estabilidad, identidad y cohesión; la religión como placebo para las demandas de sentido; la búsqueda de un padre omnipotente para responder a la inseguridad existencial; la falsedad de una ontología y axiología sobrenaturales que desvían de la tierra. Un punto común de los ateísmos es denunciar el dinamismo del deseo y de las proyecciones, viendo las religiones como compensaciones a necesidades humanas irresueltas. Se rechaza vivir de ilusiones y se realzan sus patologías y elementos negativos, que pueden darse en cualquier ideología política o filosófica. Vivimos en una época de increencia, que afecta a las religiones y al ateísmo. Se rechazan las cosmovisiones fuertes, las que afirman a Dios y las que pregonan con seguridad su no existencia. La corriente alternativa a las religiones más difundida hoy es el agnosticismo y la indiferencia religiosa. Ni siquiera las teorías científicas carecen de elementos proyectivos, desiderativos y contextuales, que hacen que todo conocimiento sea interpretativo. Por eso, más que negar a Dios, se margina la pregunta por él, viéndola como imposible de responder o como cuestión que ha perdido interés y significado. Asumir la finitud y contingencia lleva a vivir sin dios, despreocupándose de las necesidades religiosas o interesándose por ellas sólo desde sus consecuencias políticas, sociales y económicas. Esta despreocupación por las religiones, avalada por la memoria histórica de sus costos negativos en el pasado, suele ir vinculada a la necesidad de una espiritualidad no religiosa. Se busca la trascendencia en la inmanencia histórica cerrada. Es la humanidad, no Dios, el referente fundamental desde el que se busca sentido y significación. 58

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Un mismo hecho, la pregunta por Dios y la búsqueda de la realidad última, se interpreta desde dos concepciones diferentes. El conflicto de interpretaciones tiene un denominador común: responder a la pregunta kantiana de qué es el hombre, desde el qué puedo hacer y esperar. Y en todas las hermenéuticas hay una pretensión de verdad y de sentido. Las carencias humanas son la otra cara de su capacidad para definirse, darse un proyecto y unas metas, y establecer su significado. Siempre abocamos a una interpretación que no se puede demostrar. Estamos obligados a construir relatos, mitos, filosofías y religiones que definan y encaucen la vida. No hay una ontología última desde la que fundar o demostrar cada una de esas representaciones, sólo podemos contrastarlas y evaluarlas. Son como grandes metarrelatos que ubican, orientan y canalizan. En función de la supervivencia y desde los saberes científicos y filosóficos, es posible evaluar cuáles tienen más coherencia, son más razonables y resisten mejor la crítica filosófica. Estas hermenéuticas son grandes hipótesis, ninguna demostrable, pero todas evaluables y corregibles. La muerte de estas cosmovisiones produce una crisis sociocultural y un vacío nihilista, que propicia la violencia reactiva. El desengaño ante los viejos proyectos de sentido aboca al nihilismo sociocultural y axiológico41 porque, como afirma Nietzsche, el hombre prefiere la nada a no querer, está condenado a interpretar el mundo y a construir significados globales de existencia. Es el animal que se pregunta y que, por tener una mayor indeterminación, se da un sentido a sí mismo, pagándolo con inestabilidad e inseguridad existencial, y adquiriendo posibilidades creativas que le permiten realizarse en libertad.

41. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, cit., pp. 25, 62-63.

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Capítulo 2 EL HOMBRE, EL UNIVERSO Y LA PREGUNTA POR DIOS

La pregunta por Dios recorre la historia de la filosofía y remite a los orígenes del hombre. Desde la admiración ante el mundo se plantea una cuestión ontológica fundamental: ¿por qué hay algo y no nada? La búsqueda de leyes deja irresuelto el significado y el fundamento último del ser y la observación del universo lleva a la ciencia y a la filosofía1. El ser humano cobra un valor singular a la luz de la inmensidad casi infinita del universo, y la singularidad excepcional de la vida en nuestro planeta es objeto de reflexión filosófica y de interrogantes religiosos. El sujeto humano es el animal que se pregunta por el origen, futuro y significado del universo. Según comprendamos el mundo, así comprenderemos el ser personal, que es el animal que se cuestiona su existencia. Ciencia, filosofía y religión, cada una de forma distinta, intentan dar respuestas, aunque sus teorías y propuestas son siempre provisionales y parciales. La forma de comprender el universo y, dentro de él, la vida humana, es cambiante. Los conocimientos científicos y cosmológicos, así como los sistemas filosóficos, llevan a definir de forma diversa lo que entendemos por el ser y cuál es la realidad última. Ambos enfoques, científico y filosófico, son distintos porque responden a diferentes niveles de comprensión, aunque no independientes, ya que se relacionan entre sí. A su vez, la comprensión religiosa del universo se mueve en otro horizonte y tiene otros interrogantes. La misma realidad, el universo, se abre a plurales perspectivas, sin que ninguna englobe las otras. 1. «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí» (I. Kant, Crítica de la razón práctica, Salamanca, 1994, p. 197).

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1. El mundo, la nada y Dios El significado del universo está vinculado a los problemas de su origen y mantenimiento, estudiados por la filosofía griega y la teología judeocristiana. Desde la constatación del carácter infundamentado, cambiante y contingente del mundo, se buscó una causa última que lo fundamentara. Aristóteles la concretó en el motor inmóvil que, como causa eficiente y final, explica cuanto hay. El cosmos, en tanto ser ordenado, necesita un principio fundante y la metafísica se ocupó del ser y de su causa última2. La filosofía griega hizo converger los niveles científicos, filosóficos y teológicos, fusionándolos en un horizonte último racional de explicación. De ahí la coherencia, estabilidad y firmeza de la metafísica, que hizo de Dios un referente imprescindible, accesible a la razón. Los frutos de esta sistematización unificadora se prolongaron hasta la época moderna, haciendo de Dios un objeto permanente de la reflexión filosófica. La filosofía griega racionalizó la experiencia original de asombro ante la existencia del mundo y buscó las leyes de la naturaleza y los principios racionales en cada fenómeno. El principio de razón suficiente es la versión moderna de esta hermenéutica griega de la causalidad, que busca el porqué y para qué de los fenómenos, sin conformarse con la mera facticidad. Apelar al mero azar para explicar los hechos es incompatible con la búsqueda científica de leyes y con la racionalidad filosófica que pregunta por las causas. Lo que ocurre tiene un porqué y la ciencia, la filosofía y la teología natural son los saberes convergentes que explican por qué hay algo y no nada. La concepción griega es global, unitaria y coherente, genera identidad y sentido en todos los ámbitos de la reflexión. De ahí deriva una visión del hombre y un código cultural en el que se integran los tres saberes. Si el universo y Dios son racionales, también lo es el ser humano. El ámbito ontológico y epistemológico superior es el de las ideas, con una visión dualista, en la que se encuadra la inmortalidad del alma y la actividad intelectual como la forma superior de vida. En un segundo plano queda la corporeidad, el mundo

2. «Hay una ciencia de lo que es, en tanto que es y en tanto que es separado [...] Si, entre las cosas que son, existe una naturaleza tal, allí estará seguramente lo divino, y ella será principio primero y supremo» (Metafísica XI, 1064a 30-38). La teología estudia lo que es y en cuanto que es separado, es la ciencia universal y primera, ontología general y logos de lo divino. Cf. T. Calvo, «Introducción», en Aristóteles, Metafísica, Madrid, 1994, pp. 34-52.

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de los afectos y las emociones, la sensibilidad y la imaginación. Dios es inmutable, ya que el cambio implicaría imperfección, y le corresponde el dominio racional humano, a costa de la inteligencia emocional. Dado que el hombre es el animal racional, hay que proceder a una crítica de los mitos y de la religión popular, sustituyendo sus divinidades por la suprema razón divina, el pensamiento de pensamiento de Aristóteles. El orden y la existencia del mundo remiten a una causa eficiente y final divina, objeto de la reflexión filosófica y de la indagación teológica. Surge así la religión y el dios de los filósofos, contrapuestos a la religión mítica y política del pueblo, con una divinización de la razón y una racionalización de lo divino. La posterior afirmación de la Ilustración de que el que tiene filosofía no necesita religión, tiene sus raíces en esta concepción que ha marcado el código cultural occidental. Filosofía y teología convergen, mucho antes del cristianismo, con el saber filosófico. No hay una pregunta específica por el origen del mundo («Siempre estuvo ahí y siempre estará»: Heráclito, VS 32 B 30), ya que el ser no puede originarse del no ser (Parménides), como tampoco puede destruirse. Desde lo fáctico del mundo se lleva a plantear el porqué y para qué del orden existente, el mundo en cuanto cosmos, pero no el porqué mismo de su existencia. El ser es eterno, sin origen ni fin, a pesar de la contingencia de los hechos mundanos, cambiantes e inestables. Hay una dependencia del mundo respecto de la suprema razón divina, pero no en el orden de la existencia, sino en el de la esencia. La materia primera, la chôra platónica, de la que deriva todo, necesita un ordenador supremo, cuya inteligencia domine la necesidad inmanente de la naturaleza (Timeo 48a). El universo ordenado y armónico no se puede explicar sólo desde el azar y la inmanencia física, como afirman los que niegan a los dioses, sino que remite a una inteligencia suprema (Leyes X, 886c-910d). La búsqueda de los fundamentos del ser parte de la contingencia del universo existente, que no se explica sin una causa divina que lo haga inteligible y ordenado. La filosofía converge con la religión, a la que desmitifica y transforma, generando un saber total y universal acerca de Dios, el mundo y el hombre. Es una hermenéutica filosófica y teológica al mismo tiempo. Desde el mundo hay que ascender al nivel ontológico superior, el divino, que sirve de modelo, referencia ejemplar y causa última, porque el bien está más allá del ser (República VI, 509b), actuando como referencia ontológica y valorativa. El punto de partida de la tradición judía, asumida por el cristianismo, es muy diferente. El código cultural que define al hombre no es el cosmos, sino la historia. No se entiende al hombre desde el mundo (como en la filosofía griega), sino a la inversa. No se parte de la razón 63

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y el asombro filosófico ante el cosmos, para buscar una divinidad que lo explique, sino de los acontecimientos históricos y su significado. La tradición judía participa y se desmarca del entorno de Oriente Próximo. El saber primero no es el filosófico, sino el de los mitos, como ocurre con Homero y Hesíodo en la tradición griega. Son relatos ejemplares que sirven de referencia identitaria y muestran el origen y significado del mundo, del hombre y de los dioses. No son tradiciones interesadas por el porqué y para qué del ser, sino en el sentido de la existencia. La hermenéutica filosófica griega contrasta con la teológica hebrea. Ésta no parte de la pregunta por el origen del hombre y del mundo para construir su idea de Dios, sino de los eventos históricos de un pueblo nómada y esclavizado, que experimenta la divinidad en su proceso de liberación. Busca un dios salvador que libere de la esclavitud y de la carencia de tierra propia, en el contexto del paso del nomadismo a la agricultura. La idea fundamental que vincula a Dios y al hombre es la de la alianza entre Dios y el pueblo, que se concreta en una ley religiosa y en la idea de ser un pueblo elegido por Dios. En este marco hermenéutico, se pone el énfasis en la libertad, más que en la razón. Dos hermenéuticas bíblicas diferentes En la Biblia confluyen varias tradiciones que, retrospectivamente, resaltan la alianza de Dios con los Patriarcas hebreos, desde Abrahán a Moisés. Hay una memoria histórica marcada por la constitución de un pueblo, a partir de etnias y tribus diferentes. El proceso de su liberación de la esclavitud es el paradigma fundamental de su visión de Dios. El Génesis se integra en este marco interpretativo y reflexiona sobre el carácter universal y creador del Dios de Israel. Los relatos sobre el origen del universo son tardíos y se integran en los anteriores sobre la constitución de un pueblo y su evolución por inspiración divina. La idea de Dios como liberador prevalece y en ella se integra la idea del creador como un complemento y profundización de la primera. Israel asumió la mitología mesopotámica y se dejó influir por los relatos sobre los orígenes que proliferaban en Oriente Próximo. La creación no interesó desde una perspectiva cosmológica o filosófica, aparte de los libros tardíos de la época helenista (Sab 1,7.14; 7,22; Eclo 17,1; 24,8; 36,14; 38,6-8; 39,20-22), sino que se vio como una parte integrante de la actividad histórica de Dios3. Se estableció la separación entre la divinidad y el 3. R. Albertz, «Schöpfung», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 8, Basel, 1992, pp. 1389-1994; R. G. Kratz et al., «Schöpfer-Schöpfung», en Theologische Realen-

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cosmos desde un Dios trascendente y libre en la historia. Israel habla de los orígenes de toda la humanidad (de Adán a Noé) desde la perspectiva del pueblo judío y la actividad creadora de Dios es el prólogo de la histórica. La «creación de la nada» no está en el Génesis, es una interpretación ideológica posterior. Inicialmente hay dos relatos de la creación, el sacerdotal (Gn 1,1-2,4) y el yahvista (Gn 2,4-25), que es el más antiguo y antropocéntrico. La Biblia recoge tradiciones diferentes, tanto desde el punto de vista geográfico como histórico, que confluyen y se yuxtaponen en un relato único, reiterativo al hablar de la creación y diversificado en la forma de narrarlo. Cada uno responde a una hermenéutica distinta. El primero es el más cósmico, con muchos elementos comunes a los mitos del Oriente Próximo. La acción divina es demiúrgica, es decir, Dios pone orden en una materia informe y caótica (Gn 1,2), el sustrato inicial, y genera el cosmos. Dios crea en cuanto parte de un caos material informe, ya existente, y con su palabra creadora establece jerarquía y orden. Ambos culminan en el ser humano, varón y mujer, imagen y semejanza de Dios, al que le está sometido el mundo. Este relato simbólico, sin pretensiones algunas de cientificidad, resalta la importancia de la palabra creadora y la armonía de la creación resultante. Se utiliza el código mítico sapiencial para resaltar que Dios descansa tras la creación, dejando espacio a la actividad humana. La corporeidad forma parte del mundo y hay una jerarquía que culmina en el hombre. La preocupación del texto es explicar la creación de un cosmos ordenado, no responder a la pregunta ontológica por el ser y la nada, que luego se impuso como lo más congruente con la creación («Al principio creó Dios los cielos y la tierra»: Gn 1,1). El texto está abierto a la hermenéutica ordenadora, propia de la filosofía griega y de los mitos de Oriente Próximo, y a la radicalización ontológica (crear desde la nada) que se impuso a finales del siglo II. El segundo mito es más antropocéntrico (Gn 2,1-25), parte de Dios que hizo el cielo y la tierra, es decir, cuanto existe, y que creó al hombre como un artesano que infunde vida en el barro. La significación del relato se desplaza al paraíso natural en que vivía el hombre, a la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, y al pecado humano. El interés de la narración es claramente antropológico y está vinculado a una visión moral del mundo, resaltando la acción perzyklopädie 30, Berlin, 1999, pp. 258-292; G. Von Rad, Teología del Antiguo Testamento I, Salamanca, 1972, pp. 184-217; C. Westermann, Genesis, Neukirchen, 1974, pp. 24-65; E. A. Speiser, Genesis, New York, 1964, pp. 3-28.

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turbadora del hombre, en contraposición a la bondad de la creación, que desarrolla el capítulo primero. A partir del capítulo cuarto del Génesis, tras contar el pecado y la expulsión del Paraíso, confluyen ambos relatos para explicar el proceso de la civilización, marcada por el pecado. Se considera la sociedad, en su doble dimensión cultural y científica, como el resultado del agente humano, vinculando lo positivo del progreso y el desarrollo técnico con lo negativo del pecado y la injusticia. Se ponen las bases de una filosofía de la historia, cuyo agente es el hombre y no Dios, y se resalta la ambigüedad del primero. El mito da que pensar a la filosofía, en cuanto plantea una interpretación del mundo, el papel del hombre y la acción divina. Los problemas de la metafísica hebrea surgieron por la necesidad de unificar los principios racionales divinos, desde los que los griegos explicaban el mundo, con la concepción personal de Dios en la historia, el creador del universo. La tardía teología hebrea criticó las especulaciones helenistas sobre el fuego, el viento, el aire, etc., como principios últimos de constitución del universo (Sab 13,1-9)4. Resalta un texto helenista (2 Mac 7.22-23.28), en el que se alude a que Dios creó de la nada («Te ruego que mires al cielo y a la tierra, y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios, y que también el género humano ha llegado así a la existencia»). Esta cita aislada se enmarca en el contexto de exhortación a resistir la persecución y prepararse para el martirio, que caracterizó la época de los Macabeos. Es una llamada a la resistencia y a mantenerse fieles a la religión judía, que no favorece la interpretación ontológica de esta afirmación, que no se dio hasta la segunda mitad del siglo II. El texto alude al poder de Dios, que lo hizo todo. La lucha de Israel por su independencia, en la época de los Macabeos, favorecía una confrontación entre la filosofía cósmica griega y la hermenéutica de un Dios creador y salvador. Sólo con la incorporación de Israel al Imperio romano y la difusión de la cultura helenista como referente universal hubo un proceso de acercamiento entre la hermenéutica judía y la filosofía griega. Lo importante era asumir que Dios ha creado el mundo y que éste no se debía a ningún principio cósmico. En lo que concierne al cómo de la creación, los relatos simplemente recogieron las ideas difundidas en Oriente Próximo. La teología hebrea utilizó las mediaciones culturales de su época y cuando cambiaron, mantuvo la concepción de un Dios creador, aunque el origen del mundo se explicara de otra forma científi4. J. Schmidt, «Zum Begriff der Schöpfung – theologisch, philosophisch»: Zeitschrift für Katholische Theogie 123 (2001), pp. 129-142.

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ca. No era difícil encontrar correspondencias entre los mitos populares y las afirmaciones de los grandes sistemas filosóficos griegos acerca de un mundo de ideas divinas y de un motor inmóvil, como causa eficiente y final del mundo. Esta convergencia fue utilizada por los judíos para defender su religión en el Imperio romano, como luego hicieron los cristianos. Pronto surgió la idea de que los grandes filósofos griegos se inspiraron en las tradiciones judías para construir sus sistemas metafísicos. Este planteamiento, apologético y no histórico, favorecía la integración de la religión judía en la cultura grecorromana y mostraba que no había oposición entre la racionalidad filosófica y científica de la época y la concepción religiosa judía. En este contexto se pusieron las bases de la doctrina filosófico teológica de la creación de la nada, interpretando metafísicamente textos de la Biblia (Gn 1; 2 Mac 7,28; Rom 4,17). La nada tiene un contenido ontológico, apunta a lo inexistente y a la directa intervención divina, sin mediación material alguna. No es una afirmación científica, ya que no hay ninguna materia inicial que estudiar cuyas leyes podrían buscarse, como ocurrió posteriormente con el big bang. La nada es una radicalización de la contingencia, pasando de la infundamentación del orden cósmico, al porqué del cosmos, en cuanto existente. La pregunta filosófica posterior, «¿por qué hay algo y no nada?», se responde aquí implícitamente apelando a Dios. A mediados del siglo II, la apologética presentaba el cristianismo como la «verdadera filosofía» y había comenzado el proceso de fusión con las corrientes griegas, sobre todo, la Estoa y el platonismo. El teísmo platónico (Timeo 28b; 30a), se equiparó al Dios creador de la tradición hebrea, ya desde Filón de Alejandría5, de la misma forma que el logos divino se personalizó luego en el judío Jesús de Nazaret. Hasta el siglo II hubo un amplio consenso en torno a la eternidad de la materia: la discusión se centró en el origen temporal o no de un cosmos ordenado por Dios. Judíos, cristianos y filósofos griegos atribuyeron a la divinidad el paso de una materia caótica a un cosmos ordenado. Ésta fue la postura de Filón, el primero en desarrollar la convergencia entre el teísmo griego y hebreo. Tanto el judaísmo como el cristianismo resaltaron la convergencia entre filosofía y religión. De esta mezcla surgieron los gnosticismos, que mezclaban una religión filosófica (la judía y la cristiana) con una filosofía religiosa (helenista e impregnada de elementos míticos).

5. E. Starobinski-Safran, «Exode 3,14 dans l’œuvre de Philon d’Alexandrie», en Dieu et l’être, Paris, 1978, pp. 47-55. También, J. L. Blaquart, Dieu bouleversé, Paris, 1999, pp. 51-94.

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El significado de la nada El problema ontológico surgió de la confrontación entre la gnosis y el cristianismo, que rechazaba cualquier emanación de la divinidad6. La gnosis cambió el esquema platónico y contrapuso lo divino a lo mundano. La salvación por el conocimiento llevaba a desligarse del mundo, sustituyendo la praxis mundana por una mística. De esta forma, la gnosis radicalizó el racionalismo, haciendo del saber la clave de la religión, y negó el valor del cuerpo y la materia, en contra de la comprensión unitaria judeocristiana. Marción (85-159) opuso el dios superior al creador del Antiguo Testamento, porque veía la materia como la causa del mal. Basílides (120-145) postuló un dios supremo creador de todo desde la nada, que puso la semilla del mundo, el cual sufrió luego un proceso de degeneración. Buscaba evitar el dualismo maniqueo y fue el primero en hablar de la creación desde la nada. Los filósofos y teólogos cristianos del siglo II (Arístides, Justino, Atenágoras, Hermógenes, Clemente de Alejandría) habían defendido la creación como ordenación de una materia informe y caótica, en analogía con los planteamientos filosóficos. La idea de un dios que trabaja sobre una materia sin forma es congruente con el primer capítulo del Génesis que habla de la creación en siete días. Taciano no menciona la nada, pero afirma que Dios creó la materia. Justino de Antioquía e Ireneo de Lyon, en el último cuarto del siglo II, sistematizaron el ex nihilo como parte del plan creador de Dios. La «creación de la nada» es fruto de una teología y una filosofía inicialmente gnósticas, que acentuaban la diferencia entre la divinidad y el mundo. Lo que se buscaba era contraponer la «nadidad» ontológica del mundo a la actividad divina, que hacía surgir lo inexistente. No interesaba el cómo de la acción divina, sino su significado, la contraposición entre la no fundamentación radical del cosmos y el absoluto divino. La nada no es algo, una entidad de la que se parte, sino que expresa la inconsistencia última del mundo. El simbolismo bíblico de crear por la palabra no define una entidad sino una acción. Dios actúa como la mente, creando por la palabra. «Creación» no es una acción instrumental, sino comunicación creativa de un Dios que procede por amor. Ex nihilo designa simbólicamente la creatividad plena, sin apoyarse en ninguna realidad fuera de sí. 6. G. May, Schöpfung aus dem Nichts. Die Entstehung der Lehre von der creatio ex nihilo, Berlin, 1978; C. Coller, Face of the Deep, London, 2003, pp. 43-64; J. Fantino, «L’origine de la doctrine de la création ex nihilo»: Revue des Sciences philosophiques et théologiques 80 (1996), pp. 589-602.

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La palabra remite a la subjetividad y la racionalidad, más allá de lo físico, corresponde a una concepción personalista. Se rechazó el dios artesano y demiurgo, cercano a la tradición platónica y objeto de polémica para los gnósticos, en favor del origen, ontológico y muchas veces temporal, del mundo y de la materia. Se impuso la idea de la nada inicial (Tertuliano, Hipólito y Orígenes), que remite a Dios como único principio originador. La «nada» marcó una diferencia radical entre el creador y lo creado, rechazando los emanacionismos y panteísmos de la mayoría de los gnósticos, a diferencia de Basílides. De la misma forma que la idea de «teo-logía» remite a la tradición filosófica platónica, la «creación de la nada», en su sentido fuerte, se refiere a la interpretación del mito bíblico, que ha fecundado a la filosofía. El cristianismo asumió los códigos culturales de su época, transformándolos, sin establecer oposición entre la concepción filosófica de Dios y la teológica. Si la Biblia es palabra de Dios, como pretenden las religiones monoteístas, hay que asumir los condicionamientos históricos y culturales de la presunta inspiración divina. Si en la época en que se escribieron los relatos del Génesis hubiera habido una teoría de la evolución, como la actual, en lugar de las cosmogonías y antropogonías míticas, se hubiera hablado de la creación de forma distinta a la del Génesis. No pretendían explicar el cómo de la creación, sino que partían de los códigos culturales de la época. El acento lo ponían en la radical dependencia del universo físico y la trascendencia absoluta del creador, que no era causa ni parte del mundo. La diferencia ontológica entre Dios y el hombre hacía inviable la apropiación conceptual de Dios. Había un salto ontológico desde el universo existente a una entidad misteriosa, que no participaba de las características del mundo físico. La síntesis creacionista surgió en el ámbito de la filosofía griega, que defendía una divinidad racional e impersonal, separada del mundo. Fue asimilada por el cristianismo, en tensión con su idea de un dios personal y de la teología negativa, que impide afirmar nada positivo sobre Dios. No se puede definir su esencia y la analogía, entre el hablar de Dios y del mundo, está limitada por la diferencia ontológica. Desde «la nada» hay que criticar todo lenguaje sobre Dios. Subsiste la pregunta sobre si el referente divino que explica el mundo, no es una mera construcción racional, que sólo nominalmente resuelve el problema de la infundamentación del universo físico. El problema del origen no es cronológico, el de si la materia tuvo un origen temporal, sino ontológico. Dios no es el ser máximo, sino el totalmente otro, el diferente, que rompe las características del universo físico. Esta comprensión preparó el camino a la posterior diferencia ontológica de Heidegger sobre el ser y los entes. La radicalización 69

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de la trascendencia divina imposibilitaba hablar racionalmente de Dios. Sólo una comunicación divina, la revelación, podía clarificar quién era y cómo actuaba. Además, había que explicar su presencia en un mundo totalmente diferente de él. Los cristianos buscaron el puente en Jesús de Nazaret, cuya forma de vida se convirtió en el criterio para discernir cómo actuaba Dios en el mundo. Esta «nueva» doctrina tenía un interés teológico, aunque tuviera implicaciones cosmológicas. El gran enemigo no era el ateísmo, casi inexistente en aquella época, sino la idolatría, la divinización de elementos del mundo. No había dos principios primeros, la materia preexistente y el creador, sino sólo uno. Favorecía la doctrina del dios escondido y misterioso, luego radicalizada por el nominalismo. Además, si Dios había creado un mundo imperfecto, surgía el problema de la teodicea, el origen y significado del mal. Marción criticaba a un Dios que tenía que redimir el mundo creado. El mundo de las cosas, de los entes, se caracteriza por una insuficiencia total, infundamentado y condenado a perecer. Puede no ser y dejar de existir porque vivimos en una contingencia radical y cuando apelamos a Dios, con distintos nombres, buscamos una referencia absoluta (el ser necesario, sin fundamento ni contingencia alguna). Preguntamos si ese ser absoluto, que necesitamos lógicamente, es una realidad trascendente al mundo, en la doble línea de la filosofía griega y cristiana, o si hay que proseguir esa búsqueda en otra dirección, como la del panteísmo. Tomás de Aquino concluye sus conocidas pruebas, que más bien son vías teológico-filosóficas, afirmando que esa causa última final y eficiente del universo, «es a lo que llamamos Dios»7. Leibniz transformó el principio de causalidad en el de razón suficiente8. Es decir, todo, Dios y mundo, tiene una razón de existir. Duns Scoto unificó Dios y el mundo bajo la categoría de ser, cayendo en la ontoteología. En realidad, si Dios existe, estaría por encima del ser. La correspondencia no se daría entre Dios y el cosmos, sino entre el hombre y Dios, mediante la creación de seres libres semejantes a él, con los que podría comunicarse. 7. «Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios» (ST I, q.2, a.3); «es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios» (ST I, q.2, a.3); «es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a la cual todos llaman Dios» (ST I, q.2, a.3); «existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin y a éste lo llamamos Dios» (ST I, q.2, a.3). 8. «Esta última razón de las cosas se llama Dios» (G. W. Leibniz, Opera Omnia II: Logica et metaphysica, Hirschberg, 1989, p. 35).

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Si el universo se explicara por sí mismo, daría pie a los panteísmos, que identifican lo último con el cosmos. Pero si el universo es contingente, entonces es comprensible que se busque una fundamentación última que lo trascienda. En la filosofía cristiana, bajo el influjo griego, se impuso la caracterización racional de un Dios impasible, apático, incambiable e inalterable, atemporal y omnipresente. La idea griega del hado y del destino fue sustituida por un Dios solipsista, estrictamente separado del mundo, omnipotente y omnisciente, sempiterno y con designios eternos. La concepción agustiniana y protestante le añadió, además, el predestinacionismo, es decir, el hecho de que Dios determina a unos a salvarse y a otros a condenarse, sin que la libertad humana pueda cambiar sus designios. Todo el imaginario cristiano, tanto el código católico como el protestante, está impregnado de esta concepción, mezcla del personalismo judeocristiano y del principio de necesidad de la filosofía griega. Históricamente ha llevado a la idea de que Dios lo puede, lo sabe y lo decide todo, a costa de limitar el papel humano de agente de la historia y de minusvalorar la casualidad y el azar en la naturaleza. La creación y el tiempo Al cambiar la comprensión del universo, se modificó la idea mítica y filosófica del tiempo, y la de la vida humana. El mito responde a la necesidad de dar significado al tiempo, que no se reduce al cronológico del reloj. La hermenéutica judía superó la idea mítica del tiempo cíclico y de una edad de oro inicial, con sucesivas decadencias a lo largo de la historia. Se partía de un tiempo sagrado y arquetípico, que se actualizaba ritualmente. Se desacralizó el universo, el espacio y el tiempo, a cambio de sacralizar a personas, vistas como inspiradas por Dios. Se pasó del cosmos a la historia sagrada, que culminó en Jesús, aunque se mantuvieron elementos sacralizantes temporales (el sábado, el domingo cristiano) y espaciales (los templos). La libertad rompió el determinismo del tiempo cíclico. Los rituales míticos respondían al miedo que genera la fluidez del tiempo, al que había que dar sentido y significación. El hombre del mito sacralizó el tiempo profano con rituales que remitían al tiempo sagrado arquetípico, desde el que la vida cobraba sentido9. Los relatos mitológicos y las ceremonias rituales actualizaban el tiempo de la creación y renovaban el 9. M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, 1973, pp. 63-100; El mito del eterno retorno, Madrid, 1972; G. Dux, «Struktur und Semantik der Zeit im Mythos», en D. Kamper y C. Wulf (eds.), Das Heilige. Seine Spur in der Moderne, Frankfurt a. M., 1987, pp. 528-547.

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significado de la creación divina. A su vez, el judeocristianismo elaboró el culto como memoria y actualización mítica de una experiencia histórica de Dios, remitiendo al tiempo profano y a la exigencia de vivir de acuerdo con él. Había que descubrir la presencia divina, inspirando al hombre, y colaborar con ella. El centro de la historia era el agente humano y Dios actuaba mediante personas motivadas e inspiradas por él. Se abrió paso a una libertad autónoma compatible con el teocentrismo. La relación entre la gracia divina y la libertad humana se convirtió en un problema clave de la teología de la historia. Para la filosofía griega10, el mundo físico es eterno y mudable, mientras que la divinidad es atemporal, sempiterna. Por eso, lo divino no podía crear el mundo, iniciar algo no existente. La temporalidad es una imperfección de las entidades existentes, aunque el mundo no tuviera comienzo alguno porque no había una divinidad que lo originara. La eternidad platónica no conoce la sucesión temporal, es presente permanente. El tiempo y el cosmos son obra del dios demiurgo y dependen ontológicamente de la eternidad divina, a la que copian. Aristóteles defiende un tiempo infinito, marcado por el cambio, en el que los momentos son átomos y no partes de una entidad. La idea de un tiempo continuo, infinitamente extendido y divisible influyó en los estoicos, que resaltaban la limitación y brevedad de la vida (Séneca). El carácter continuo y permanente del tiempo posibilita un ahora y un después. El modelo del cambio es el movimiento local y el tiempo mide el movimiento. La espacialidad del tiempo fue un antecedente para la física de Newton. El cristianismo creó un nuevo código cultural. Al combinar la creación de la nada con una concepción escatológica de la historia, radicalizó la linealidad del tiempo, y puso las bases de un universo con comienzo y fin. La referencia a Dios permitió establecer etapas secuenciales en el tiempo, poniendo a Cristo como eje de la historia. Los griegos tendían a naturalizar la historia, basándose en los ciclos de la naturaleza; los cristianos historificaron la naturaleza. El universo pasó a tener una historia, combinando la idea griega de la divinidad y la de la temporalidad del cosmos. Dios es sempiterno, sin pasado ni futuro, presente y actual en cada momento de la historia. La historia no le afectaba, según la concepción griega, a pesar de ser, paradójicamente, el Dios de la historia. La idea cristiana de un dios encarnado agudizó la paradoja de la atemporalidad divina. San Agustín fue decisivo al tratar el tiempo, que es lo más familiar y lo más indefinible. La creación de la nada marcó la contingencia 10. J. Assmann, M. Theunissen, H. Westermann y H. Ch. Schmitt, «Zeit», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 12, Berlin, 2004, pp. 1186-1209.

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radical, espacial y temporal11. La memoria es recuerdo, presencia de una ausencia y viceversa, mientras que el futuro es imprevisible, sólo Dios lo conoce porque no hay un determinismo que permita predecirlo. Todo proyecto de futuro es una proyección, excepto para el profeta de la revelación divina. El presente se desvanece, no es. Si fuera siempre lo mismo, se confundiría con lo eterno, que es lo que propuso Nietzsche. La conciencia del sujeto genera la secuencialidad del pasado (memoria), del futuro (expectación) y del presente (intuición de ahora). De esta forma, contrasta la contingencia radical del hombre con la absolutidad divina, atemporal, sin época alguna. La temporalidad forma parte de la creación del mundo, y no hay un tiempo anterior. El acto creador es ontológico, no temporal. Como Dios está fuera del tiempo conoce todo lo que ocurre temporalmente. Boecio subrayó la atemporalidad divina, para la cual todo es presente, para subrayar la omnisciencia de Dios. La omnisciencia divina, combinada con su omnipotencia, llevó a especulaciones irracionales. En el siglo XI, el tratado sobre la omnipotencia divina de Pedro Damián exoneró a Dios de las reglas de la lógica. Afirmó que Dios puede determinar lo que ocurrirá en el futuro y cambiar el pasado, haciendo que no exista. Dios podría quebrantar las leyes naturales, como si no existieran. Esta teoría fue precursora del nominalismo, que contrapuso el universo contingente al poder absoluto divino. El orden del mundo era garantizado y cuestionado por Dios, pero la arbitrariedad absoluta divina podía alterarlo. El universo se subordinó a Dios, garante de su racionalidad, y libertad suprema, cuya voluntad subvertía el orden lógico y moral. El poder absoluto de Dios impediría afirmar un orden moral y vaciaría de contenido la libertad humana. Comenzaba a plantearse la ficción cartesiana del «genio maligno», contrapuesta al Dios garante del buen funcionamiento de la mente. La filosofía trascendental integró a Dios en el horizonte del sujeto cognoscente y moral, mientras que el dios nominalista llevaba a impugnar el conocimiento y la praxis humana. La ley natural estoica (Cicerón: Lex est ratio summa, insita in natura) fue suplida por la voluntad arbitraria divina. Ya no había un orden cósmico en el que integrarse, todo dependía de un Dios arbitrario y predestinacionista, que escapaba a las leyes de la racionalidad. Al no haber un orden absoluto del que fiarse, aumentaba la inseguridad. Spinoza conjugó la libertad humana y la necesidad de la naturaleza. «Lo que es, siempre es en Dios y nada puede 11. J. Guitton, «Le temps et l’éternité chez Plotin et Saint Augustin», en Œuvres complètes. Philosophie, Paris, 1978, pp. 268-316.

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ser sin Dios ni ser pensado»12. Hay una única sustancia divina y de su infinitud surge el universo. La libertad y la necesidad son una misma cosa, «por lo cual no hay que temer que quien actúa según la necesidad de la naturaleza, no actúe libremente». La libertad y la necesidad absolutas coinciden, los extremos se tocan y el teísmo y el panteísmo tienden a converger hacia el «panenteísmo» posterior, de un Dios que es más que la naturaleza, pero del que ésta forma parte. El postulado creacionista puso límites, sin embargo, a la misma teología y filosofía negativas, que critican hablar de Dios13. Si fuera absolutamente heterogéneo al hombre, no podríamos hablar de él. La absoluta inconmensurabilidad, que sería la versión radical de la filosofía y teología negativas, llevaría a sacrificar el intelecto. La divinidad podría pedirlo todo, también lo irracional e imposible; y el ser humano tendría que asumirlo, sin más, invalidando cualquier discernimiento y crítica racional. El planteamiento de Dostoievski, «si Dios no existe, todo es posible», se cambiaría en «si existe, todo es posible», desde la perspectiva del Absoluto, escondido a la razón. Cualquier fanatismo religioso podría justificarse porque Dios lo pide, como en el sacrificio de Isaac, que llevó a Kierkegaard a dar prioridad a la religión sobre la ética14, o en los terrorismos que apelan a un mandato divino. El absolutismo irracional fideísta, «todo está permitido si lo exige el Omnipotente», sería un terrorismo intelectual, propicio, a su vez, al fundamentalismo del inspirado divino que impone sus criterios. La creencia en un creador del mundo ha llevado a interpretar todo lo que acontece como su voluntad, a costa de la libertad y autonomía de la creación. La contingencia del universo exige compaginar el misterio divino, del que no podemos hablar adecuadamente, con la dialéctica de la fe que pregunta al intelecto, aunque lo cuestiona. El dualismo ontológico y epistemológico de lo natural y lo sobrenatural subordinó la razón a la fe, y la filosofía a la teología, pero dejó espacio a lo racional para evaluar las verdades de la fe. Anselmo de Canterbury, el padre de la escolástica, pretendía demostrar racionalmente los misterios cristianos, comenzando por los más difíciles, como el porqué de la encarnación. La Escolásti-

12. B. de Spinoza, Ethica I, prop. 15. 13. No se puede hablar sobre Dios, porque no es parte del mundo, sólo podemos mostrarlo (cf. L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, § 4.1212). Sabemos que el mundo existe y que Dios es el sentido de la vida, pero no se puede hablar sobre él (Diario filosófico 1914-1916, § 11.6.16; 8.7.16). Se muestra como lo místico, inexpresable y no decible (Tractatus, § 6.41; 6.432; 6.44; 6.522). 14. S. Kierkegaard, Temor y temblor, Madrid, 21995, pp. 59, 19-44.

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ca asumió el planteamiento griego de que la razón puede indagar en la divinidad y la filosofía criticar la teología. Por otra parte, la revelación supera lo que podemos alcanzar por la razón. San Anselmo de Canterbury define a Dios como «el ser mayor que el cual nada puede pensarse», aunque es más que lo que podamos pensar, es impensable. La razón está capacitada para criticar todas las representaciones y conceptualizaciones divinas, como fruto inadecuado de las especulaciones. Pensar y afirmar a Dios fue la prueba ontológica, en el marco de la tradición platónica, que hacía de sus esencias las formas supremas del ser. Es el ser por antonomasia y si pudiéramos pensarlo, tendríamos que afirmar su existencia porque no se distingue de su esencia. Si Dios existe, existe necesariamente, porque no se fundamenta en algo ajeno a él mismo. El problema es que la mente no puede categorizarlo ni podemos pasar del concepto a la existencia. El creacionismo cristiano transformó el teísmo cosmológico griego. Tomás de Aquino rechazó la inmediatez de Dios a la mente humana y ofreció otra definición, la del ser subsistente, el que existe por sí mismo, al que llega racionalmente como fundamento del universo contingente. Asumió el camino griego, tras la radicalización que generó la idea de la nada, que cuestionaba la facticidad existencial del universo. Esta síntesis favoreció la ciencia, contribuyendo al intervencionismo en el mundo y a su inteligibilidad, aunque no tenía pretensiones científicas. El problema surgió al romperse la alianza entre la filosofía y la teología, con el comienzo de la crisis de la metafísica. El proceso de separación acabó en confrontación con la teología natural y el dios de los filósofos, que arrastró a la fe en el creador. La crisis de la filosofía clásica llevó a cuestionar al dios de los filósofos y de las religiones judía y cristiana, porque se habían identificado con él.

2. La crisis del dios de los filósofos La confianza en la razón y la fe en Dios, fundamento racional último de lo que existe, cobró un nuevo significado en la Modernidad. De Descartes a Kant hubo un proceso de autoafirmación del hombre y una racionalidad autónoma, en el marco del cuestionamiento de las certezas medievales. La crisis generada por Galileo, las guerras de religión, el fideísmo protestante y los avisos de la mística católica sobre las trampas de la experiencia de Dios hicieron que se debilitase la confianza en la racionalidad de la religión. El deísmo (el creador que puso en marcha el mundo y se retiró posteriormente), la religión filosófica natural (la fe 75

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racional en Dios, de Descartes a Kant) y el humanismo ilustrado fueron las alternativas a la religión cristiana. Newton y Clarke defendieron un universo mecánico e inteligible, la absolutidad del espacio y del tiempo, y su origen divino. El Sumo Hacedor quedaba, cada vez más, reducido a su creación inicial y a sus intervenciones posteriores para corregir la maquinaria universal y ajustarla mejor. Este papel fue haciéndose cada vez más innecesario y la deidad se convirtió en un referente innecesario e inútil (Laplace), reducido a tapaagujeros que cubría los vacíos que no podía llenar la ciencia. Se preparaba así la alternativa filosófica y científica del humanismo ateo15. Inicialmente, se mantuvo el principio de causalidad para llegar al fundamento último. El dios de los filósofos, matemático y arquitecto, sumo hacedor del mundo, se identificaba con el de los cristianos. Pero los principios racionales no podían aplicarse fuera del mundo ni dar el salto a la creación. La infundamentación del mundo exige un principio fundante y ordenador, pero no podemos afirmar que sea divino, mucho menos que sea absoluto, omnipotente y perfecto. La equiparación del Ser Supremo de los filósofos, concebido como principio racional, con la divinidad personal de la religión se hizo inviable. La metafísica tradicional entró en crisis y, con ella, la religión que la había sustentado. Lo que no se podía prever es que la impugnación de Dios arrastraría la misma razón y sus construcciones, abriendo espacio al escepticismo y al nihilismo. La idea agustiniana del espacio y del tiempo en la conciencia llevó a Kant a impugnar la objetividad y verdad del conocimiento. A partir de ahí, el conocimiento pasaba a ser interpretación fenomenológica, relativizando el conocimiento científico del mundo. La divinidad fue desplazada del ámbito del saber al de la fe pero, como la religión, tenía que ser racional. Hegel hizo converger Dios y la razón, naturaleza e historia, creacionismo y acción histórica. Fue la última gran síntesis de ciencia, filosofía y religión. La racionalidad divina correspondía a la del universo, en antítesis al nominalismo y al fideísmo. Hegel transformó el creacionismo desde la relación entre lo finito y lo infinito, pasando del creador al panenteísmo del Espíritu absoluto. El devenir de la creación era un proceso interno de la divinidad y el encarnacionismo se transformó en la idea del Espíritu presente en la humanidad y sujeto último de los avances históricos. La idea de Spinoza de una esencia única monista, de la que derivan el mundo y el hombre, fue asumida y transformada. Esta hermenéutica filosófica, cercana a la gnosis como saber total, cambió el creacionismo. 15. M. Buckley, At the origins of modern atheism, New Haven/London, 1987, pp. 99-144.

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Sólo quedaba la vía alternativa de la subjetividad y del salto de la fe, ya que la razón no puede llegar a Dios y el dios de los filósofos es una construcción especulativa. Pascal y Kierkegaard reivindicaron al creador, en nombre de las verdades del corazón y la fe subjetiva. Había que dejar la razón para hacer un lugar a la fe, trascender lo finito y abrirse al infinito divino. Este enfoque se ha revalorizado con la Postmodernidad. Dado que no hay verdad única y objetiva, habría que abrirse a las verdades subjetivas de cada uno. La yuxtaposición pragmática de creencias y convicciones dejaría espacio a las verdades religiosas, al precio de su cognoscibilidad y racionalidad. El fideísmo de Kierkegaard encajaría con el racionalismo científico, a costa de degradar las verdades religiosas a meras preferencias subjetivas. Sería imposible distinguir entre verdad y falsedad en una religión, y entre las pretensiones de verdad de las diferentes religiones16. El aspecto positivo de Pascal y Kierkegaard estriba en sus críticas a las pruebas de la razón y en su valoración de la inteligencia emocional contra un racionalismo puro y cerrado. Ambos remiten a una forma de vida y una interpretación del mundo indemostrables, porque se basa en convicciones de fe. En lugar de apoyarse en un racionalismo cósmico, apelan a la experiencia de Jesús como la clave en la que basan su hermenéutica. No intentan que sea demostrable, a lo más, que ciencia y fe sean compatibles, respetando la diferencia de discursos. El discurso religioso se inscribe en una praxis, una forma de vida, como interpretación razonada pero no demostrable. No puede ser refutado, precisamente por ser indemostrable, a menos que contradiga las leyes de la lógica. Sin embargo, puede justificarse, en cuanto que responde a cuestiones límite de la vida. La crítica a la metafísica teológica La última fase del rechazo al Ser Supremo de los filósofos la inauguró Heidegger con su oposición a la ontoteología. Por un lado, impugnó la filosofía cristiana y su fusión del creacionismo con la metafísica griega. Por otro, descalificó la concepción de Dios como principio racional o razón suficiente de lo que hay17. Heidegger distinguió entre el carácter óntico de la teología y la dimensión ontológica de la filosofía, entre los entes y el ser. La teología es la ciencia positiva de la existencia cristiana y 16. Cf. J. Milbank, Teología y teoría social. Más allá de la razón secular, Barcelona, 2004. 17. J. A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas I, Madrid, 1994, pp. 141-168; La pregunta por Dios, Bilbao, 2005, pp. 355-373.

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tiene su raíz en el Crucificado. Es decir, se origina con un acontecimiento histórico, no desde una especulación sobre el mundo. Reivindica una hermenéutica de una historia concreta, en contra de la especulación abstracta de la razón sobre el fundamento del universo. Por su parte, la filosofía es ciencia del ser, que no hay que confundir con una reflexión sobre los entes. Por eso es imposible una filosofía cristiana, lo que sería como un hierro de madera o un círculo cuadrado, ya que la pregunta por el ser no podría plantearse, porque se parte de una respuesta dada, la del dios creador18. Según Heidegger, el cristianismo no parte del porqué hay algo y no nada, ni de la pregunta por los principios constituyentes del ser, sino de un modo de vida y una experiencia religiosa que ofrecen una comprensión del mundo. El punto de partida es una hermenéutica sin neutralidad ni objetividad, desde el Crucificado. Es un planteamiento que no está lejano al mismo Kierkegaard, aunque difiera radicalmente de él, al negar valor cognitivo a la fe. La filosofía es, ante todo, pregunta por el ser, que pone en cuestión todas las respuestas, explicitando lo que es implícito, al someterlo a un análisis crítico. Las ciencias son ónticas, abarcan una región especializada del ser, mientras que la filosofía es ontológica, en cuanto se abre a la pregunta global y última por la totalidad. No hay que confundir los árboles con el bosque, ni las cosas con la totalidad del ser. Por eso, la filosofía sería incompatible con el cuestionamiento óntico y teológico. Según Heidegger, es la teología la que necesita la filosofía, para que, desde la perspectiva ontológica, se clarifique la forma óntica cristiana. El filósofo estaría en un plano superior al teólogo, el cual no puede filosofar porque ya tiene las respuestas. Heidegger siguió la línea de la Ilustración kantiana y hegeliana, en la que el saber filosófico se impuso al teológico, determinando el lugar y el modo para hacer teología. La convergencia de filosofía y teología sería imposible, y la cristianización del dios de los filósofos, una trampa y una desviación. La metafísica del ser divino desplazaría la pregunta fundamental por el ser. En resumen, buscar a Dios desde la cosmología es un error metafísico y teológico. Esta postura radical de Heidegger corrige afirmaciones suyas anteriores, en las que no sólo no criticaba la filosofía cristiana, sino que intentaba desarrollarla19. Vinculaba el modo de vida cristiano y la forma 18. En M. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. 9, Frankfurt a. M., 1976, pp. 45-67. Hay una contradicción existencial entre la fe y la autonomía de la filosofía (Gesamtausgabe, vol. 40: Einführung in die Metaphysik, Frankfurt a. M., 1983, pp. 8-9). 19. «No me comporto religiosamente filosofando, aunque, como filósofo, puedo ser un hombre religioso. El arte está en filosofar y, sin embargo, ser genuinamente religioso».

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auténtica de hacer filosofía20, porque nadie parte de la neutralidad, como ser en el mundo, ya que es imposible obviar convicciones y prejuicios adquiridos biográficamente. No puede haber filosofía que no parta de un horizonte dado, en el que hay presupuestos, creencias y valores explícitos e implícitos. La filosofía no surge de la neutralidad e imparcialidad, sino que se caracteriza por la crítica reflexiva (fides quaerens intellectum), que lleva a revisar el propio código cultural. Para abrirse a la filosofía desde la fe, se exige autenticidad y capacidad de análisis, que pueden llevar, dado el caso, a revisar los mismos preámbulos de la fe y acabar rechazándola. Pero no hay ninguna mediación para el ser, desenraizada de una forma de vida. El problema no estriba en partir de las respuestas que ofrece el imaginario cultural, ya que esto es inevitable, sino en no ser capaz de evaluarlas, criticarlas y transformarlas o negarlas. El filósofo Heidegger tomó distancia de la fe, precisamente cuando su análisis del ser humano impactó en el cristianismo, y se convirtió en la piedra angular de la desmitologización de Bultmann. Se apartó de su primera filosofía, buscando eliminar cualquier residuo de una filosofía del sujeto, porque no quería caer en antropomorfismos. La proveniencia teológica de Heidegger, que nunca negó sus orígenes y que se mantuvo en sus proyectos de futuro21, sufrió un cambio radical cuando se acercó al nazismo, a Hölderlin y a Nietzsche. La transformación se plasmó en su estudio de 1927, Fenomenología y teología, en el que denunciaba la imposibilidad de la filosofía cristiana. En la década de los treinta se produjo su «giro», el intento de desubjetivizar y desantropologizar la apertura al ser, en su obra fundamental Ser y tiempo. Heidegger consumó su ruptura con el catolicismo, contraponiendo razón y fe, y se distanció La filosofía puede ser atea, pero no implica que lo sea el filósofo (cf. M. Heidegger, «Lecciones en el semestre de invierno de 1921-1922 en Friburgo», recogidas en Gesamtausgabe, vol. 61, Frankfurt a. M., 1985, cita p. 197). 20. En su fase tardía rechazó que la teología fuera ciencia positiva para aproximarla a la poesía. Cf. M. Heidegger, «Einige Hinweise auf Hauptgesichtspunkte für das theologische Gespräch über ‘Das Problem eines nicht objektivierenden Denkens und Sprechens in der heutigen Theologie’» [1964]: Archives de Philosophie 32 (1969), pp. 396-415. 21. En 1921 afirmaba: «Debo decir que no soy un filósofo ni pretendo serlo, aunque actualmente trabaje fuera de mi origen intelectual y personal». Y añadía: «A mi facticidad pertenece lo que yo llamo el hecho de ser un teólogo cristiano» («Drei Briefe Martin Heideggers an Karl Löwith», en Zur philosophischen Aktualität Heideggers, II, Frankfurt a. M., 1990, p. 28). Cf. K. Löwith, «The political implications of Heidegger’s existentialism»: New German Critique 45 (1988), pp. 121-122. En 1953 Heidegger confesaría que sin su origen teológico no habría alcanzado nunca el camino del pensar. «Pero el origen permanece constantemente como futuro» (M. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. 12: Unterwegs zur Sprache (1953-1954), Frankfurt a. M., 1985, p. 91).

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de su ontología anterior. Surgió una nueva metafísica, que desplazaba a la anterior, paradójicamente, con presupuestos y contenidos afines a la teología cristiana que rechazaba22. La crítica al dios de los filósofos está vinculada al rechazo de la metafísica y ambas forman parte de la civilización técnica, que se apropia los entes, los manipula y se olvida del ser. Heidegger contrapuso la manifestación del ser, presocrática, al antropocentrismo, que atribuyó a Sócrates, Platón y al creacionismo. La revolución tecnológica fue favorecida por el cristianismo, que legitimó el dominio sobre la naturaleza y la apropiación del mundo. San Agustín hablaba de la caída del hombre en el mundo de las cosas y de una mundanización en la que se perdía la relación con Dios. Heidegger lo reinterpretó con su hermenéutica de la metafísica como una reflexión sobre el ser de los entes y su consiguiente manipulación. El cristianismo se desvió buscando al Dios del mundo, a costa de cosificar a Dios. El olvido del horizonte del ser y la concentración en las cosas llevó a objetivar el mundo y a la divinidad. Se perdió el horizonte contemplativo, gratuito y no utilitarista del ser para concentrarse en la manipulación cosificante de la realidad. La voluntad de poder nietzscheana sería la última etapa de esta metafísica de la subjetividad y la violencia conceptual, ejercida por el sujeto pensante, una forma de autoafirmación del sujeto. Por eso, era necesaria una superación y transformación de la metafísica, alejándose del mundo entificado y abriéndose a la pregunta por el ser23. Al metafísico le está oculta la verdad del ser porque se aferra a la especulación sobre los entes24. Heidegger desautorizó la pregunta por Dios desde la búsqueda de fundamentos para un mundo inteligible a la razón. Criticó la convergencia tradicional entre la filosofía que busca los principios últimos y la teología que busca a Dios. La metafísica es ciencia de los principios y del ser supremo, ambos captados por la razón25, y su crítica incluye la de conceptos como causalidad y funda-

22. Analizo esta temática en J. A. Estrada, «Crítica a la ontoteología y criptoteología de Heidegger», en P. Peñalver y J. L. Villacañas (eds.), Razón de Occidente, Madrid, 2010, pp. 137-166. 23. «No se trata de destruir, ni de renegar de la metafísica. Sería una pretensión pueril, una denigración de la historia». Hay que diferenciar entre ser de lo existente y en cuanto tal. M. Heidegger, De camino al habla, Barcelona, 1987, p. 100. 24. «Superación de la metafísica», en M. Heidegger, Conferencias y artículos, Barcelona, 1994, § 67, p. 71. 25. «La característica fundamental de la metafísica se llama onto-teo-lógica. Con esto estaríamos capacitados para explicar cómo entra el dios en la filosofía» (M. Heidegger, Identidad y diferencia, Barcelona, 1988, pp. 127, 129).

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mento26, las categorías que utiliza la subjetividad en su cosificación de la realidad. La crítica del teísmo se centra en la crítica al Dios causa sui y como el valor supremo27. Renueva, a su manera, la crítica de Pascal y de Kierkegaard a la equiparación entre el dios cristiano y el principio racional divino griego. Dios, causa primera y originaria del mundo de los entes, se transforma en el Ser Supremo, parte del sistema filosófico. Es una deidad cosificada, a la que no se podría rezar y que legitimaría los enunciados del entendimiento. La teología escondida de Heidegger Según Heidegger, la nada ha dejado de establecer una diferencia ontológica fundamental entre el creador y lo creado; y se mundaniza al primero al aplicarle los predicados de las cosas y las funciones de causa, fundamento, principio de razón, etc. Incluso, ve a los ateos, que rechazan ese fundamento especulativo, como más respetuosos con Dios que a los creyentes, que lo defienden. Su conclusión es que la teología tiene que apartarse de la metafísica, acercarse a la poesía y prepararse para un ser que pueda mostrarse directamente, no desde el mundo de las cosas. La actitud contemplativa del poeta debería ser la del filósofo, abierto al ser sin enredarse en los porqués. La crisis de la filosofía y la teología ha llevado en la época actual a la carencia de Dios, sin que haya nombres santos y no filosóficos para designarlo. La muerte de la teología filosófica posibilitaría abrirse al dios «divino», que se escapa a la metafísica y a la conceptualización. Ese dios por venir ocuparía el lugar vacío dejado por el judeocristiano28. Una vez consumada la muerte del dios metafísico, ya no se inspira en la hermenéutica cristiana, sino en los símbolos griegos y germanos de Hölderlin. La poesía, no la filosofía especulativa, permitiría rastrear la huella de «los dioses que han huido», «decir lo santo en la época

26. «En la medida en que el ser es fundar, no tiene fundamento» (M. Heidegger, La proposición del fundamento, Barcelona, 1991, pp. 175-176). 27. «Ésta es la causa, en tanto que causa sui. Así reza el nombre que conviene a Dios en la filosofía» (M. Heidegger, Identidad y diferencia, cit., pp. 152-153); «Dios, lo ente de lo ente, ha sido rebajado a la calidad de valor supremo. Los creyentes hablan del ente supremo, que es ‘la blasfemia por excelencia’», en M. Heidegger, Caminos de bosque, Madrid, 1998, p. 193. 28. La esencia de lo sagrado sólo se puede pensar desde la verdad del ser y la de la divinidad remite a lo sagrado (Carta sobre el humanismo [1947], en M. Heidegger, Hitos, Madrid, 2000, p. 287). Remite a Hölderlin y afirma: «El pensador dice el ser y el poeta nombra lo sagrado» («Epílogo a ‘¿Qué es metafísica?’» [1943], en Hitos, cit., pp. 257-258).

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de la noche del mundo», «nombrar a los dioses y a las cosas desde lo que son»29. Sin mencionarla, resurge en su obra la teología y la concepción religiosa de los orígenes, porque ofrecen respuestas a un problema fundamental del último Heidegger. ¿Cómo hablar del ser sin caer en una subjetivización y entificación de éste? Es una pregunta parecida a la de la tradición teológica. ¿Cómo hablar de Dios que está más allá del ser y excede todos los conceptos, al que no podemos nombrar porque se escapa a toda referencia? La mística y la teología negativa resaltan la diferencia ontológica entre Dios, mundo y hombre. El desfondamiento último del sujeto es el contrapunto para el trascendente, que está más allá del ser y de cualquier predicado. Heidegger se apropió de esa tradición mística, en concreto de Eckhart, al que se refirió en sus escritos30. Es muy conocida la referencia mística a la rosa de Angelus Silesius que, según Heidegger, es el prototipo de un ser sin porqués ni fundamentos31. El Maestro Eckhart parte de que Dios es más que el ser, porque el ser de los entes es causado. El hombre no tiene acceso a Dios, sino que sólo puede predisponerse a su revelación, desde el despojamiento, dejando ser las cosas sin porqués, sin mezclar lo creado y lo divino. No hay acceso racional a Dios, ni el mundo es la mediación para acceder a él. Hay que dejar a Dios ser él mismo, detrás de cuanto decimos y pensamos sobre él, más allá de la conceptualización metafísica y de la causalidad. Eckhart afirma que hay que liberarse de Dios (de buscarlo, de hacer méritos para obtenerlo) para dejar espacio a su revelación gratuita. El contraste radical entre el ser absoluto divino y

29. M. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. 5: Holzwege, Frankfurt a. M., 1977, pp. 269-275, 295-296. Se trata del escrito «¿Para qué poetas?», de 1946, que está cargado de metáforas y tópicos de Hölderlin. 30. Cita a Eckhart en siete ocasiones, en los escritos posteriores a 1930, y afirma que «a la mística grande y auténtica le convienen la nitidez y la profundidad extremas del pensar» (La proposición del fundamento, cit., p. 73). Cf. J. D. Caputo, The mystical element in Heidegger’s Though, New York, 1986, pp. 153-154; H. Helmin, «Heidegger und Meister Eckhart», en P. L. Coriando (ed.), Herkunft aber bleibt stets Zukunft, Frankfurt a M., 1998, pp. 83-100; R. Schürmann, «Heidegger and Meister Eckhart on releasement»: Research in Phaenomenology 3 (1973), pp. 95-119. 31. «La rosa es sin porqué, florece porque florece, no cuida de sí misma, no pregunta si se la ve». La rosa ilumina la proposición del fundamento, no a la inversa. Compara el juego del niño con el del ser, que juega porque juega, sin porqués, sin un plan. La historia del ser es como una fuente de la que surgen muchos ríos. M. Heidegger, La proposición del fundamento, cit., pp. 79, 99-100, 146-147, 175-178. Las palabras juegan el juego del ser. Son formulaciones de la mística, siendo Dios, no el ser, el que juega y crea sus criaturas.

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la nadidad de las criaturas hace inviable la mediación que pretendía la teología natural. La filosofía del Heidegger crítico de la metafísica cristiana tiene muchos elementos teológicos, en clave de mística y no de especulación racional cosmológica. Rechaza el misticismo en cuanto fuga mundi, pero se apoya en la visión de Eckhart. El paralelismo de su planteamiento con el de la teología mística se muestra en que la esencia del hombre pertenece a la del ser y en que hay una caída del hombre en lo cotidiano, cuando olvida el ser en favor de los entes. Eckhart exige dejar obrar a Dios en el alma, y el ser demanda del hombre apertura y despojamiento. El peligro místico de la mundanización corresponde al de la evaporación y olvido del ser, en un mundo entificado y tecnificado. Lo que para el teólogo es Dios, lo es el ser para el filósofo, aunque formalmente Heidegger rechaza la identificación de ambos. Pero su lenguaje es cripto-teológico, el de la teología negativa en su sentido más radical. La única solución es la «me-ontología», es decir, que Dios esté más allá del ser, del concepto, del fundamento, de la causalidad, de cualquier mediación humana. Es la línea de Nicolás de Cusa, de Eckhart, de san Juan de la Cruz y de gran parte de la mística. En este contexto, la razón cede para que surja la fe. El paralelismo entre la problemática cristiana de Dios y la heideggeriana sobre el ser muestra que la filosofía sigue apropiándose de planteamientos teológicos, secularizándolos y utilizándolos con un enfoque distinto. Aunque haya retrocedido la hermenéutica cristiana sobre la creación, en paralelo a la crisis de plausibilidad de la religión, sus aportaciones siguen siendo básicas para la filosofía, porque forman parte constitutiva de nuestro imaginario cultural. El éxito de la teología estriba en que sus aportaciones sobre el mundo y el hombre han pasado a formar parte del código social y perviven, aunque hayamos perdido conciencia sobre sus orígenes religiosos. El éxito de una religión es que la cultura asimile sus contenidos y que participen de ellos las personas que no son religiosas. Esta inculturación exitosa, sin embargo, diluye la identidad específica, en un proceso de homologación entre cultura y religión que haría innecesaria la segunda. Esto es lo que ocurre con la síntesis global hegeliana y luego con la heideggeriana. Heidegger utiliza contenidos teológicos para hablar del ser, tanto en su primera etapa como en la segunda, al mismo tiempo que se distancia de los contenidos del cristianismo y se acerca a la mitología pagana y germana de Hölderlin. Pero no es difícil captar el paralelismo entre su forma de abordar el problema del ser, diferenciado de los entes, y el de la mística y la teología negativa al hablar de Dios. 83

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3. Las teorías sobre el universo y el creacionismo De la creación al creador: ésta ha sido la intuición fundamental de la teología filosófica. Más allá de sus diversas versiones hay un punto de partida común, que el mundo no se explica por sí mismo y necesita un referente que dé razón de su existencia. La contrapropuesta a este planteamiento es que no hay nada que buscar ni que explicar, porque es imposible superar los condicionamientos del ser en el mundo o porque cualquier explicación es mera respuesta proyectiva, al margen de la realidad. Según esta postura, el mundo es como es y no hay más que preguntar porque la razón no puede ofrecer respuestas a cuestiones que la desbordan. El preguntar por lo que no tiene respuestas posibles sería una enfermedad humana, una mala propensión del animal inconsistente e infundamentado a preguntar más allá de los límites. El interrogante sobre Dios se mueve en el marco de las preguntas últimas, entre la metafísica, el nihilismo y la religión. El ateísmo y el agnosticismo son las alternativas permanentes a la fe teísta. La atracción del creyente por la increencia es la otra cara de su irrenunciable e inalcanzable búsqueda de fundamentos últimos. La persistencia en esa indagación lo caracteriza, a diferencia del agnóstico y del ateo. No es mera decisión voluntarista, sino algo que se impone, a veces en contra del propio deseo. Se podría hablar de una exigencia metafísica y de un ansia religiosa, que llevan a chocar con los límites del conocimiento. También a esto apunta la paradoja heideggeriana sobre el ser que se muestra al ocultarse, abriendo espacio a una búsqueda permanente. En lo que concierne a la interpretación cristiana, la creación de la nada, hay que ver si es coherente y compatible con las teorías científicas sobre el origen del universo. No conocemos el origen ontológico del cosmos, pero sí tenemos un punto científico de partida, el big bang. Las preguntas más allá de esa proveniencia cósmica, como la de si el núcleo de energía inicial tiene un antecedente ontológico o temporal, no tienen respuestas. La ciencia sólo puede explicar las leyes del universo existente y no puede extrapolar más allá de la singularidad inicial. Cada descubrimiento genera nuevas cuestiones sobre un universo que nos desborda, y cuanto más avanzamos, más problemas surgen32. Cuanto más sabemos, más conocemos nuestra ignorancia. El universo aparece como algo casi infinito y el progreso es la otra cara de la fragmentariedad de la ciencia como sistema abierto, revisable y en constante transformación. 32. Hay preguntas que la razón tiene que plantear, «pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades» (I. Kant, Crítica de la razón pura, A VII).

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Pero la hermenéutica científica no es la única, ni anula las preguntas filosóficas ni tampoco la interpretación religiosa. Hay que eliminar las interferencias entre las ciencias, la filosofía y la religión, sin eliminar las diversas perspectivas. La teoría de la evolución del universo a partir de la singularidad inicial, así como la posterior de la vida en la Tierra, no puede ser completada ni corregida por una hermenéutica religiosa. La divinidad no puede ser el recurso ficticio al que acudir cuando se da un problema para el que la ciencia no proponga soluciones. Metodológicamente, la investigación científica tiene que ser indiferente a la problemática religiosa. No puede recurrir a Dios para compensar su no saber y tiene que resolver los problemas irresueltos desde el estudio de los fenómenos y de sus causas inmanentes. Todo lo demás se escapa a su campo de percepción aunque, con facilidad, los científicos entran en la problemática filosófica y religiosa, confundiendo su capacidad con la competencia filosófica y teológica33. Desde esta perspectiva, no tiene sentido la teoría del «designio inteligente», que pretendería ser una teoría científica cuando, en realidad, sólo es una derivación, con pretensiones científicas, de la teoría teológica. La idea de un plan creador es teológica y la alusión a las directas intervenciones divinas en la evolución, que harían posibles los saltos cualitativos, se escapa a cualquier consideración científica. La teoría pretende mostrar empíricamente cómo Dios interviene en la creación y darle un sentido objetivo y comprobable. Es paradójico que una enseñanza religiosa, de origen mítico y con un lenguaje simbólico, se defienda como una teoría con pretensiones de cientificidad, como una alternativa a las hipótesis de las ciencias. Las enseñanzas de la discusión sobre el heliocentrismo, con Galileo, desautorizan la defensa de los planteamientos cosmológicos y antropológicos de la Biblia. Éstos no son revelación religiosa, sino componentes del contexto cultural en su época. No hay que mezclar la ciencia con enseñanzas que hablan del sentido y del significado religioso del mundo. El dios creador tapaagujeros sería un postulado innecesario para la ciencia y un referente meramente formal, sin contenido. Tampoco podemos independizar las teorías metafísicas y religiosas de las aportaciones científicas. La filosofía tiene una función crítica respec-

33. Hawkings busca una teoría del universo sin recurrir a la singularidad inicial. Piensa que, de lograrlo, ya no haría falta recurrir a un Dios creador (S. W. Hawkings, Historia del tiempo, Barcelona, 1988, pp. 78, 223). El problema filosófico de por qué hay algo y no nada, no se resuelve aunque no hubiera el big bang. La física no puede explicar las leyes y orígenes del universo, que permiten la evolución cósmica (P. Davies, Dios y la nueva física, Barcelona, 1988, p. 258).

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to de las representaciones religiosas, además de asumir los contenidos de las ciencias, que la obligan a una reformulación de sus sistemas cosmológicos. No hay saberes independientes y estancados, mucho menos cuando se plantea el sentido de la vida, en el que confluyen los conocimientos científicos, las aportaciones de la filosofía y las convicciones religiosas. En nuestra era científica hay que mostrar las limitaciones de las ciencias, pero nadie puede prescindir de sus aportaciones. Aunque conozcamos las leyes científicas del origen del universo, siempre resta la pregunta metafísica acerca del porqué del big bang, de dónde viene y en qué se fundamenta. No se trata sólo de explicar las leyes sobre el origen del universo, sino de resolver la pregunta acerca de por qué existe ese universo y cómo se explica, dada su contingencia e infundamentación últimas. Ahí comienza la reflexión filosófica y éste es el marco de las preguntas sobre Dios. No es la ciencia la que origina las preguntas filosóficas y religiosas, pero ambas no pueden prescindir de sus aportaciones. La teoría de un universo determinista La discusión actual excede el marco científico, aunque está condicionada por él. Plantea si hay que entender la evolución del universo en términos exclusivamente de azar, de casualidad, o desde una dinámica inherente al universo en una línea determinista como Spinoza. Éste ve a Dios como una esencia generadora del universo, la sustancia última de la que deriva todo, personas y cosas. Por eso, no hay opción libre creadora, sino determinismo que revela a una divinidad cósmica, sustrato último del ser. La idea cristiana de la creación continua se radicaliza desde una necesidad que excluye el azar como explicación última. La libertad divina sería una actuación esencial y obligatoria, distinguiendo entre lo que es el mundo en sí (óptica divina) y lo que captamos humanamente. Esta perspectiva encaja bien con una religión filosófica, en la que Dios es deducido de forma racional, ya que la complejidad estructural del mundo remite a buscar a la divinidad en la misma naturaleza, de la que forma parte el hombre mismo. No hay lugar para los antropomorfismos de una divinidad personal, ni para una dualidad radical entre el hombre y el cosmos. Spinoza se acerca a los gnósticos, que ponen la salvación en el conocimiento, en cuanto que apela a un amor intelectual de Dios, al que contribuyen la ciencia, la filosofía y la religión. Es una teología que lleva a la fusión cognitiva del hombre con la divinidad cósmica a la que pertenece, integrándose en el curso evolutivo del universo. El carácter sistemático, total y racional del sistema hegeliano tiene aquí una alternativa, que seduce por su simplicidad y armonía, muy atractiva 86

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para la indagación científica. Si el budismo es una religión filosófica, su alternativa occidental sería una comprensión religiosa del universo en la línea a la que apunta Spinoza. Por su parte, Einstein afirma que «Dios no juega a los dados» y propone la hipótesis de un universo inteligible y un plan cósmico inmanente y emergentista. Einstein cree en un principio divino, no en el ser personal de la tradición judeocristiana. Está cercano a Spinoza, pero rehúsa ser calificado de ateo porque rechaza que el azar explique el universo. También, excluye el panteísmo, porque no diviniza la naturaleza. Está cercano a la Natura naturans de Spinoza y su rechazo de una concatenación prolongada de situaciones fortuitas, pero no equipara a Dios y la naturaleza. Einstein afirma que es difícil encontrar a un talento científico, sin sentimiento religioso propio («El sentimiento religioso cósmico es el motivo más fuerte y más noble de la investigación científica»). La armonía de las leyes naturales revela una inteligencia superior, aunque rechaza los antropomorfismos del Dios personal, que premia y castiga. Pero afirma taxativamente: «No soy ateo y no pienso que me pueda llamar ateo». Cree en el dios spinoziano, en cuanto postula un determinismo cósmico y «una fuerza misteriosa que mueve las constelaciones», pero no lo equipara a la naturaleza ni a los antropomorfismos religiosos. Su rechazo de un dios personal no equivale a negar a Dios y se enfada porque «gente que dice que no hay dios, se refieren a mí para apoyar sus puntos de vista»34. El problema no es sólo si hay un azar inicial que posibilite el universo emergente, sino por qué se prolonga indefinidamente la cadena de «casualidades» que dan perdurabilidad al universo que conocemos. Einstein cree que hay una dinámica o fuerza creativa en el universo que tiende al surgimiento del orden actual. La inteligibilidad del mundo produce una vivencia cósmica, casi religiosa, que exige descifrar los enigmas de la evolución desde la ley de la causalidad universal. Ese absoluto cósmico, desde el cual se podría comprender la historificación de la naturaleza, sería compatible con la sensibilidad científica y es una hipótesis tan racional, válida y convincente como la del mero azar continuado y permanente. Si se rechaza una teleología, teleonomía o determinismo en el universo, desde la que explicar la vida, no es porque sea una hipótesis que contradiga los datos científicos, que son básicamente los mismos para todos, sino porque tiene implicaciones filosóficas y religiosas que se 34. A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Barcelona, 1981, pp. 35-36; Mi visión del mundo, Barcelona, 31981, pp. 19-24; Sobre la teoría de la relatividad, Madrid, 1983, pp. 69-72. Una buena selección de textos poco conocidos ofrece M. Jammer, Einstein and Religion, Princeton (NJ), 1999, pp. 47-52, 93, 97, 148-150.

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quieren evitar. Las creencias personales de los científicos actúan como elementos decisivos al asumir una hipótesis, siempre que sea coherente con los datos de las ciencias. El universo complejo y emergente con dinámicas creativas y organizativas es el marco de la discusión en torno al principio antrópico35. La cuestión está en si el surgimiento de la conciencia humana, la forma superior y más compleja de vida que conocemos, obedece a la dinámica misma del universo, en su tendencia a la complejidad emergente, o si es otro azar más. La evolución por selección natural plantea si no se explica mejor desde una dinámica finalista, sea que la achaquemos al dinamismo autónomo del universo o que la extrapolemos a un plan como el creacionismo. La selección se daría en función de algo, por ensayo y error, seleccionando los medios que mejor se orienten a la meta compleja a la que se tiende. El azar jugaría un papel subordinado en relación con un contexto dado. No estaría establecido el cómo de la evolución, que admitiría múltiples avances y regresiones, pero sí que aquélla tendiera a producir seres vivientes, entre ellos, el hombre. Son preguntas metafísicas que desbordan la ciencia, que se limita a estudiar cómo es el universo y sus leyes, no el porqué último de que haya algo y no nada. Ambas discusiones, el plan del universo y el surgimiento de la vida humana, desbordan el marco de la ciencia, aunque haya que contar con las leyes del cosmos. Son extrapolaciones filosóficas y no pueden ser demostradas, porque las teorías científicas aportan datos a tener en cuenta para las hermenéuticas filosóficas pero no las suplen. Las hipótesis científicas condicionan las teorías filosóficas y las teológicas, y pueden servir para invalidarlas cuando contradicen sus datos, pero no permiten desplazarlas ni eliminarlas, ya que responden a intereses y problemas diferentes. El ajuste selectivo, el fine tuning, que preserva la vida en el universo, da pie a pensar que hay algo más que el azar. Éste, como principio, no sólo tendría que explicar el origen del cosmos, sino su perseverancia y el mantenimiento constante de las condiciones que posibilitan la emergencia. Desde las leyes naturales que conocemos, lo más probable es que el orden que ha hecho posible la existencia de la vida en nuestro planeta no hubiera surgido, y de surgir, que no se hubieran mantenido las condiciones que favorecerían el universo vivo en el que habitamos36. La admiración por este hecho lleva a buscar principios dinámicos inhe35. J. D. Barrow y F. J. Tipler, The antropic cosmological principle, Oxford, 1986. 36. B. Kanitscheider, «Die Feinabstimmung des Universums – Ein neues metaphysisches Rätsel?», en U. Meixner (ed.), Metaphysics in the Post-Metaphysical Age, Wien, 2001, pp. 207-217; P. Davies, Der Plan Gottes, Frankfurt a. M., 1996, pp. 233-268.

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rentes al universo, a postulados trascendentes últimos, o a asumir una cadena de casualidades favorables como explicación última. Esta dinámica recuerda la vieja discusión filosófica acerca del ordenamiento y teleología del cosmos. Como hay elementos de azar y deterministas en la evolución, es posible inclinarse por una y otra teoría exclusiva, aunque siempre hay una extrapolación al hablar del todo cósmico y darle un significado. En la filosofía y en la ciencia siempre habrá un choque de interpretaciones, unas más finalistas y otras propensas al azar, y ambas tienen base empírica parcial en la que apoyarse, aunque van mucho más allá de ella. Para muchos, la constatación empírica favorece más la intuición determinista, en la que también juega un papel el azar. Este enfoque permite utilizar la metáfora del «ensayo y error» sobre la evolución de la naturaleza, más que defender una cadena de casualidades, siempre repetidas, de las que depende la pervivencia de nuestro universo. Este énfasis en lo improbable de un equilibrio del universo por mero azar tiene mucho que ver con la intuición kantiana sobre el cielo estrellado y la fe en un ordenador supremo, sin que esta hermenéutica se pueda demostrar. Kant habla de Dios como idea regulativa que piensa la razón al contemplar el universo, pero no intenta demostrar su existencia. De la nada no surge nada, afirma Anaxágoras. Por eso surgen teorías físicas sobre el caos o el vacío cuántico como origen del cosmos, sin que esta explicación científica resuelva el problema ontológico. Se puede preguntar siempre por el significado y origen de ese caos inicial, del que derivan la materia y el proceso organizativo y evolutivo final. Por otro lado, el caos abre espacios a un universo emergente y menos determinista que los modelos mecanicistas del pasado37. Si las leyes de la naturaleza limitan las posibilidades de acción, el indeterminismo inicial abriría espacios de libertad en el devenir cosmogónico, como ha mostrado la mecánica cuántica. Lo impredecible de la evolución, mezcla de azar y determinismo, tendría su base en el origen mismo y haría inviable cualquier teoría total del universo con pretensiones de explicación última y definitiva. Son inevitables las extrapolaciones que buscan explicar el todo y su significado para el hombre, pero ningún sistema deja de ser interpretación subjetiva y fragmentaria. Ninguna explicación, física, científica o matemática puede integrar la complejidad total del universo y la pluralidad de perspectivas y niveles. No partimos del ser, ni del universo o la realidad, sino que tenemos una precomprensión y preguntas culturales que hacen inviable la objetividad científica y la neutralidad hermenéutica. 37. I. Prigogine, ¿Tan sólo una ilusión?: una exploración del caos al orden, Barcelona, 31993; A. Ganoczy, Chaos-Zufall-Schöpfungsglaube, Mainz, 1995.

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Una teoría científica puede explicar el universo sin necesidad de recurrir a ninguna teleología ni acción divina. Una cosa es afirmar teológicamente un Dios creador y otra explicar el cómo de la evolución sobre la base de una intervención divina. Desde una perspectiva creacionista, incluso se podrían aceptar los múltiples acontecimientos que ocurren por azar, sin ningún plan en que se integren y, sin embargo, afirmar que es la manera en que se cumplió el plan de la creación. El orden y finalidad del universo encajan bien con las teorías teológicas, pero no hay contradicción lógica entre creacionismo y una evolución marcada por el azar, sobre todo cuando se parte de una libertad absoluta que no tiene por qué someterse a un plan único. Es verdad, sin embargo, que el azar absoluto hace menos plausible y creíble el creacionismo. Pero hay que entenderlo no como la acción de un agente externo, sino como una creatividad inserta en el mismo proceso de evolución natural. El sentido teológico que ofrece el creacionismo, Dios como origen y término, no se identifica con la hermenéutica de la ciencia sobre cómo se dio la evolución. Lo fáctico es que surgió el universo en que vivimos y la vida humana; la problemática científica es la pregunta por cuáles son sus leyes y si hay ahí un tipo de determinismo, combinado con el azar, o no; la discusión filosófica se centra en el significado que tendrían las dos teorías sobre el azar o una dinámica finalista del universo. Finalmente, el planteamiento teológico consiste en apelar a una fuerza creadora que trasciende el universo y no se identifica con él. Aunque hubiera múltiples contingencias imprevisibles, Dios sería la referencia última para la emergencia del universo y del hombre. El porqué último del mundo es la pregunta teológica, no la de si hay finalismo en el universo. La respuesta es la creación como un don, que abre posibilidades al hombre en el universo del que forma parte. El desorden y el azar reafirmarían su responsabilidad en un universo sobre el que puede influir. La pretensión de un saber total, último y universal sería, desde la perspectiva teológica cristiana, una nueva forma secularizada de la tentación del árbol del conocimiento del Paraíso o de la torre de Babel, de los que hablan los mitos del Génesis. Sería el saber absoluto hegeliano en el que se integrarían la teología, la filosofía y la ciencia. La misma afirmación de que el azar es la única explicación última del universo, cae en la paradoja de afirmar una contingencia ilimitada, la del universo y, sin embargo, hacer de ella una afirmación absoluta. Se hace del azar el principio último de explicación de la totalidad e, inconsecuentemente, se acusa a los teístas de que todo lo refieren a Dios como principio último. El azar dejaría de ser una afirmación sobre la contingencia y se convertiría en el fundamento o principio que siempre han buscado los 90

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sistemas metafísicos antiteístas. Sustituir la fe en un dios omnipotente por la omnipotencia del azar, con el que se resuelven todos los problemas científicos irresolubles, es desvirtuar la ciencia y hacer de ella un saber omnicomprensivo, que esconde, sin embargo, la ignorancia ante los problemas concretos. La tradición científica ante algo inesperado o novedoso no es recurrir al azar, sino verlo como un problema y buscar sus leyes. Confesar un no saber actual no quita valor a la ciencia, sino que es el requisito previo para su avance. Las posibilidades que ofrece un universo abierto explican las distintas hermenéuticas científicas y filosóficas, pero no son una objeción para un dios creador, si es que se entiende la creación como evolutiva y autónoma. El respeto a las causas segundas, empleando un lenguaje teológico, no obsta para combinar la acción divina (ver todas las cosas del mundo en relación con Dios), la libertad del hombre y la indeterminación de la naturaleza. La gran explosión inicial es una teoría científica, una interpretación más que una mera descripción del proceso del universo. No hay teorías científicas que no tengan presupuestos cognitivos, filosóficos y culturales indemostrados. Conocer e interpretar van unidos, por eso la ciencia experimenta revoluciones constantes. El éxito de esas teorías, que nos permiten conocer y aprovechar las leyes de la naturaleza, es un motivo para la reflexión filosófica. Una evolución originada por azar acabó en un ser humano que tiene capacidad para conocer las leyes del universo, aunque siempre tenga un saber fragmentario, abierto y reformable. La pregunta de por qué hay algo y no nada, hay que completarla con la de por qué se mantiene el proceso que lleva al hombre y por qué ese resultado final imprevisto concluye en un ser inteligente, que puede captar la estructura del universo. Si las matemáticas son una creación humana y, al mismo tiempo, las que mejor explican las leyes universales, hay que preguntarse si basta el azar para explicar la congruencia entre el universo y el hombre. El proceso evolutivo es un sistema irreversible, lo que Prigogine llama la flecha del tiempo, aunque el vacío cuántico inicial posibilitara un universo inestable y constantemente amenazado por un «eterno retorno»38. Esta constatación científica no avala ninguna demostración filosófica ni teológica. Pero no puede haber contradicción lógica entre los hechos científicos y las interpretaciones filosóficas y teológicas sobre el universo. 38. I. Prigogine e I. Stenger, Entre el tiempo y la eternidad, Madrid, 1990, p. 210; La nueva alianza, Madrid, 21990; I. Prigogine, El nacimiento del tiempo, Barcelona, 21993; El final de las certidumbres, Madrid, 1997.

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Sentido y sinsentido del universo El sinsentido último de la evolución se contrapone a la hermenéutica teológica sobre la creación, que sólo afirma que este universo no es Dios y que depende totalmente de él, sin que podamos explicar cómo, cuándo y por qué lo creó Dios. El universo es como es, y la ciencia nos ayuda a descubrirlo. La teología no ofrece explicaciones acerca de cómo es el mundo, sino que utiliza las que hay en cada época. Tampoco tiene respuestas para decir por qué Dios ha hecho la creación de esta manera, si podría haberlo hecho de otra forma, o si hay elementos que faltan y que lo harían mejor de lo que es. Son preguntas de la racionalidad humana sin respuestas posibles, porque presuponen un saber de la totalidad, que nos falta. Desde un punto de vista teológico, no podemos confundir las especulaciones de nuestra racionalidad finita con lo que Dios haya decidido. No podemos hablar del mundo desde la perspectiva divina, porque confundiríamos lo que especulamos con una presunta actuación divina. Dios surge como un postulado de la razón, en la línea kantiana, y no sólo como el resultado de una revelación religiosa. Es un referente, cuya existencia no está demostrada, aunque sea compatible con las leyes de la naturaleza, descubiertas por la ciencia, y responda a la pregunta por el fundamento del universo. La dinámica determinista es más compatible con la hipótesis creacionista del cristianismo, pero tampoco le repugnaría absolutamente la del azar. La providencia creadora estaría en que el proceso culminara en la creación del universo y del hombre39. Somos «polvo de estrellas» e hijos del universo, como propugna el panteísmo cósmico, pero si la fuerza creativa última trascendiera la naturaleza, a diferencia de Spinoza, podría explicarse con rasgos personales. Todo el proceso habría que explicarlo desde un ser espiritual y racional, cuya imagen más apropiada para mencionarlo es el hombre, la forma suprema de vida conocida. Todo el universo dependería de un ser personal y el significado de la dignidad humana cobraría pleno sentido Sin embargo, tanto desde una perspectiva filosófica como teológica, Dios es más que el ser y más que la persona. Todo lenguaje que utilicemos para hablar de él, cósmico, esencialista o antropomórfico, resulta inadecuado. 39. M. Carreira, El hombre en el cosmos, Santander, 1997; A. Pérez de Laborda, «¿Hablar de Dios un filósofo? Sí, claro»: Communio 20 (1999), pp. 40-59; La razón y las razones, Madrid, 1991; A. Ganoczy, Chaos – Zufall – Schöpfungsglaube, cit., pp. 132-232; K. Schmitz-Moormann, Materie – Leben – Geist, Mainz, 1997, pp. 52-87; F. Gruber, «Die kreative Natur und der Glaube an den Schöpfergott»: Stimmen der Zeit 216 (1998), pp. 302-312; J. Ladrière, «Avant-Propos: la tradition philosophique et l’idée de création»: MSR 55 (1998), pp. 5-14.

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Si asumimos el significado simbólico y la referencia a un Dios trascendente del mito bíblico de la creación, podríamos aceptar una cosmogonía en la línea de la evolución autónoma del universo. La creación no exigiría intervenciones externas de un agente, en la línea pseudocientífica que defienden los representantes del designio inteligente, sino que el universo y la naturaleza seguirían sus propias leyes, sin intervenciones divinas externas. La creación del universo no excluye su autonomía ni que sean las leyes inmanentes de la física y la química las que dirijan el proceso. El big bang no es una teoría cosmogónica sobre una materia inicial caótica, de la que derivaría el universo ordenado, pero esa teoría científica no está en contradicción con las cosmogonías míticas, si se atiende al carácter simbólico y precientífico de éstas, que sólo quieren resaltar la contingencia radical del universo y su origen último en Dios. Hay que mantener el salto ontológico de la creación de la nada. Toda la realidad la referimos a Dios, manteniendo la total distinción de Dios con cualquier afirmación sobre el ser. No partimos de Dios, sino del ser óntico total, sin que haya una correlación entre ambas referencias, ya que la relación del mundo con Dios es unilateral, la de lo contingente con lo absoluto, lo creado con el creador. Esta formulación teológica de la nadidad es una afirmación de fe y la hermenéutica de la creación es una de sus expresiones, mientras que la razón sólo afirma el carácter infundamentado del ser experimentado. La contingencia no equivale a ser creado, en cuanto esto es ya formulación teológica que remite a un creador, pero corresponde al planteamiento teológico que subraya la «nadidad del mundo» y su radical dependencia de Dios40. Se trata de una ontología teológica «relacional», sin que el ser divino determine la realidad óntica del mundo, que se explica por sí mismo. Pero su indigencia óntica posibilita la pregunta por Dios. No es que partamos del ser divino, para luego mostrar que existe, sobre la base de la contingencia del mundo. El punto de partida es la experiencia que tenemos del mundo, como contingente, cambiante e infundamentado. Luego hay que explicarlo desde sí mismo, como ocurre en el panteísmo, o remitiéndolo a un referente último que lo trasciende, como pretende el creacionismo. Cuando hablamos de una trascendencia sustantivizada, como si fuera una entidad que conocemos, fácilmente caemos en una abstracción vacía de contenido o en una exhortación 40. Knauer capta bien la ontología de la creación, pero no el significado interpretativo de hablar en términos teológicos. Cf. P. Knauer, Der Glauben kommt von Hören, Graz, 1978, pp.19-29; «Eine alternative zu der Begriffsbildung Gott als die alles bestimmende Wirklichkeit»: Zeitschrift für katholische Theologie 124 (2002), pp. 312-325.

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transformada en referencia trascendente. Por eso el mundo plantea un problema, para el que Dios puede ser una buena respuesta, no la única, pero siempre permanece la cuestión de qué decimos cuando hablamos de Dios y cómo lo expresamos. La pregunta por Dios surge en un contexto histórico dado, el occidental impregnado del creacionismo judeocristiano. La búsqueda de un fundamento corresponde a la visión de un universo contingente y hay un salto desde el planteamiento filosófico, que propone un problema irresoluble especulativamente («¿por qué hay algo y no nada?»), a la postulación de un Dios creador, como el cristiano. Esta identificación implica un salto cualitativo, que resolvió expeditamente Tomás de Aquino al afirmar que el resultado de las vías es «lo que llamamos Dios». Pero apela a Dios desde la hermenéutica de las tradiciones cristianas, por eso hablar de creación presupone ya una interpretación teológica. El salto desde la impersonalidad y neutralidad de lo divino en la fenomenología de la religión (lo sagrado) al Dios personal cristiano, se basa también en la hermenéutica de la revelación. No hay neutralidad interpretativa, en cuanto que se parte de un contexto particular histórico, para dar nombre simbólico al fundamento buscado. No hay demostración, sólo correspondencia entre preguntas espontáneas del hombre y una hermenéutica concreta41. Esto no implica que «Dios» sea un concepto o término vacío de significado porque nunca podamos alcanzar al referente que lo validaría. Es un nombre simbólico con pretensiones de verdad y realidad, en el marco de la cultura en la que se utiliza. En el lenguaje teológico hay una pretensión de conocimiento y de realidad. La alteridad total del dios divino (Heidegger) sería inalcanzable e incomprensible, y el significante final buscado se alejaría indefinidamente. Por eso, al negarlo absolutamente y afirmar que la divinidad no significa nada, caemos en una onto-teología a la inversa42. Presupondría un saber absoluto, que nos permitiría afirmar lo que puede o no ser. En la diferencia ontológica entre el universo y el creador, no hay contraposición objetiva entre ambos, porque el «Altísimo», nombre simbólico trascendente, no es parte de la serie creada ni su inicio. La alteridad divina es absoluta e inconmensurable con la del universo físico, porque es totalmente otro, sin ser algo contrapuesto al

41. B. Welte, Religionsphilosophie, Freiburg i. B., 1978, pp. 45-115. Cf. E. Brito, «La différance phénoménologique du Mystère absolu et de Dieu divin selon B. Welte»: Revue théologique de Louvain 32 (2001), pp. 353-373. 42. Crítica a Derrida de J. P. Mackey: «Transcendent inmanence and evolutionary creation», en J. Caputo y M. Scanlon (eds.), Transcendence and beyond. A postmodern enquiry, Bloomington, 2007, pp. 82-108.

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universo, porque habría dos entidades cuantificables, Dios y el universo. Pero esto no significa que no se pueda hablar de aquél, aunque inapropiadamente, en cuanto creador y principio fontanal desde el que se comprende el origen y la realidad del universo. De ahí, la inevitable fragmentariedad de experiencias que dan razones para creer y esperar, sin seguridad última sobre la existencia divina. Metáforas filosóficas y teológicas como las de la ausencia en la presencia, el no saber de la vivencia religiosa y la desesperanza de una espera indefinida (como en las parábolas filosóficas del jardinero invisible) indican que la disconformidad y la resistencia son elementos constitutivos de la búsqueda. Mantienen abierta la pregunta contra las certezas absolutas de muchos ateos y creyentes. La muerte de Dios, hecho sociocultural europeo, hace más difícil la pregunta, a diferencia de lo que ocurría en la sociedad tradicional. Además, posibilita que las trascendencias intrahistóricas, como el progreso, ocupen el lugar dejado por el viejo referente judeocristiano. Son una muestra de la constitutiva y ambivalente necesidad humana de un proyecto que dé significado a la vida. Pero no hay razones apodícticas en favor o en contra de Dios, sino deseo, compromiso e intencionalidad, que posibilitan críticamente afirmar al creador, pero también negarlo. Estamos condenados a relatos fundacionales e imaginarios culturales sobre los que edificamos nuestra identidad cultural y los proyectos de vida. Pero toda imagen del mundo es el resultado de una interpretación con convicciones no demostrables. La pretensión de fundamentar macrohipótesis, especialmente cosmovisiones con pretensiones universales, basadas en pruebas empíricas, deductivas o intuitivas, ha fracasado, incluso en el campo de las ciencias naturales. Somos conscientes del carácter fragmentario y selectivo de las hipótesis y de los inevitables presupuestos metafísicos básicos integrados en las grandes interpretaciones del mundo. En este sentido, podemos hablar de una época postmetafísica, ya que los sistemas unitarios, universales y de principios últimos han fracasado. Las pretensiones de fundamentación última han dejado paso a la pluralidad de imágenes del mundo y a la relatividad de cualquier cosmovisión. La crisis de las metafísicas, en cuanto sistemas últimos, universales y unitarios, no ha eliminado la validez de las preguntas, que se radicalizan por el carácter contingente y sorprendente de la vida. Pero esta vigencia de preguntas últimas, desde el inicio del proceso de hominización del animal, implica la toma de conciencia del carácter interpretativo, contextual y fragmentario de nuestras interpretaciones del mundo. No todo está justificado, exista Dios o no, y la pregunta por Dios sigue planteándose al contemplar el universo y tomar conciencia 95

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de su indigencia ontológica. Desde esta perspectiva hermenéutica hay que replantear la teoría teológica de la creación. La pregunta por Dios sigue vigente porque el mundo es. Aunque hayamos resuelto los problemas científicos, la facticidad del universo abre espacio a la filosofía y la religión. A esto apuntan Wittgenstein, al afirmar que «lo místico es que el mundo es», y W. James, con «la voluntad de creer». Contra el escepticismo que rechaza la búsqueda de principios últimos, subsiste una valoración global del mundo en una línea teísta. Es una cosmovisión consciente de su carácter de extrapolación, que rechaza apelar a la casualidad para demostrar a Dios. Hay que dar la razón al Kant de la Crítica de la razón pura («tuve, pues, que suprimir el saber para dejar sitio a la fe»), en contra de la pretensión hegeliana de un saber último absoluto. La cosmovisión cristiana es una hipótesis subjetiva y una construcción cultural indemostrable, pero esta especificidad es inevitable. La hipótesis teísta no es la única válida, pero se puede impugnar también cualquier otra cosmovisión global. Si hay que elegir entre imágenes universales del mundo, la decisión depende de la inteligencia emocional y no de una imposible razón pura. Siempre intervienen intereses y presupuestos personales y culturales, que van más allá de la racionalidad científica. La época de la razón «pura», de la ontología objetiva y sin premisas, y de una interpretación científica del mundo con pretensiones de neutralidad y de carencia de presupuestos metafísicos, está tan superada como la de la metafísica clásica. Estamos condenados a la razón «impura», a mediaciones socioculturales y a convicciones e intereses científicos que intervienen en las cosmovisiones.

4. Reinterpretar la teología de la creación Para salir de la disyuntiva de optar entre un cientificismo anticreacionista, como única hermenéutica compatible con las ciencias, o un fundamentalismo anticientífico, hay que asumir el carácter de interpretación del creacionismo. El creacionismo no aporta dato científico alguno sobre el origen y evolución del universo. La indigencia ontológica del universo, en la línea a la que apunta el nihilismo óntico de Heidegger, plantea un problema irresoluble. La hermenéutica cristiana implica una extrapolación, en cuanto que no se puede hablar del mundo desde Dios, ya que no hay acceso posible a él. Hay una total referencia a Dios, dada la contingencia radical del universo, y una diferencia total, que impide apropiarse del conocimiento y la praxis divinas. El postulado de la crea96

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ción de la nada apunta a esta distinción y no hay pensamiento alguno que pueda encerrar en una síntesis a Dios y el mundo. Las diferencias en los dos relatos de la creación muestran que no hay una forma única de hablar de Dios y su vinculación al universo. Los autores hablan de Dios al modo humano, desde los conocimientos sapienciales de su contexto cultural y geográfico, pero mantienen distintas narraciones y hermenéuticas para explicarlo. En la época científica, y a la luz del evolucionismo, querer mantener la validez de estos discursos, más allá de su significado religioso y sapiencial, implica desconocer su carácter mítico. Otra cosa es que, como afirma Ricoeur, los mitos den que pensar y que tengan significado actual, precisamente porque somos conscientes de sus condicionamientos históricos y culturales. El carácter ontológicamente indigente del universo físico está vinculado a la idea tradicional de «naturaleza caída», uno de los elementos de los relatos bíblicos. La precariedad del universo se une a la ambigua acción del hombre en el mundo. En esta línea es posible una crítica teológica del progreso científico, de los problemas ecológicos y de la amenaza nuclear, coherente con el significado mítico de los relatos bíblicos. También, se puede resaltar la dinámica antropomórfica que presenta al hombre como el rey de la creación, dando cabida al proceso de racionalización y manipulación del cosmos. Esta teología mítica ha llevado a ver el cristianismo como legitimador del avance de la ciencia, por la desacralización que operó en la naturaleza y en la emancipación humana del cosmos. El carácter arcaico de las afirmaciones bíblicas no les quita significado en el contexto actual. Sigue siendo verdad que formamos parte de un universo cuya existencia y orden plantea problemas ontológicos y epistemológicos, y también que tenemos responsabilidad sobre él, a pesar de nuestra insignificancia cósmica. El emergentismo del espíritu se encuadraría en la afirmación de la singularidad del hombre, viendo la materia como un grado inferior y menos complejo que el espíritu. Podríamos hablar de una tendencia a la complejidad que lleva a la autotrascendencia. El ser humano sería el término alcanzado por la vida en nuestro planeta, desde el cual cobra sentido su realidad psicosomática, su conciencia intencional y la validez de su naturaleza, aunque siempre se dé inculturada. Su condición humana, biológica y cultural es el soporte para las leyes morales universales, como orientaciones que contextualizar e historificar. Lo extraordinario no es la nada, sino el hombre mismo, y la aspiración al sentido sería la otra cara de la imperfección de la creación, que exige la cooperación de las personas. Es otra hermenéutica tan compatible con los datos de las ciencias como la alternativa materialista. 97

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Desde esta perspectiva, se puede replantear filosóficamente la pretendida revelación cristiana43. En lugar de recurrir a un Dios fuera del mundo, que interviene en la historia y el cosmos, rompiendo sus leyes, hay que afirmar el protagonismo del hombre, en el que se combinan la creatividad subjetiva del individuo y una inspiración calificada como divina. Las consecuencias e implicaciones de esta creatividad, que se pretende motivada por Dios, tienen que ser evaluadas por la razón. La razón no lo es todo; por eso, más allá de la fundamentación está la motivación para una praxis determinada, pero no puede faltar en ningún ámbito. La contingencia de la racionalidad no la descalifica, sino que la hace más necesaria que nunca, mucho más en el terreno religioso, propicio a los fundamentalismos que confunden a la divinidad con sus representaciones. Se interpretan acontecimientos históricos como manifestaciones de Dios, sin que esta hermenéutica obste para la evaluación crítica. Cuando se apela a Dios como un ser trascendente, siempre hay vaguedad e indeterminación al representarlo según cada religión. Sin embargo, si el hombre es el único ser del universo conocido que se pregunta por sí mismo, por su existencia y su significado, resulta comprensible que, al hablar del ser absoluto por el que pregunta, utilice categorías personales para dirigirse a él, aunque sean metáforas antropomórficas. Pero el dualismo de un Ser absoluto, más allá, externo al mundo y al hombre, no es congruente con la concepción cristiana, que vincula su inmanencia a su trascendencia. Hay que diferenciar, pero no oponer, creador y mundo. Hegel rechaza el «mal infinito», que contrapone finitud e infinitud, desde la intuición de que sólo podemos hablar de Dios si ya está presente en el mundo y en la historia. Hegel supera conceptualmente la finitud clausurada kantiana, que impide cualquier demostración, y hace de la conciencia divina el punto de partida para hablar del hombre, a la inversa que Kant. La estructura humana estaría constitucionalmente referida a la divinidad absoluta, traspasando los límites al definirlos, en contra del planteamiento kantiano y wittgensteiniano de que chocamos contra los límites de la subjetividad y del lenguaje. La filosofía teológica que parte de lo divino en el hombre le sirve de presupuesto para su sistema. Inevitablemente traspasamos la experiencia empírica, pero a costa de afirmaciones indemostrables aunque no sin sentido, que están abiertas a la crítica proyectiva moderna. Si el universo fuera el único referente último, desde el que se puede explicar todo, habría que asumir la divinización del cosmos, en la línea 43. A. Torres Queiruga, «La experiencia de Dios: posibilidad, estructura, verificabilidad»: Pensamiento 55 (1999), pp. 35-69.

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de Giordano Bruno. No hay que olvidar, sin embargo, que en todos los acusados de panteísmo (Bruno, Spinoza, actualmente Heidegger) hay una compleja vinculación entre trascendencia e inmanencia, que supera la mera naturalización de lo divino y la divinización del cosmos. La herencia cristiana acerca de la trascendencia se deja sentir en todos los sistemas que tienden al panteísmo y actúa como reductora44. El panteísmo siempre se ha visto como la alternativa al teísmo cristiano pero hay una larga tradición teológica que acentúa la presencia inmanente del Altísimo en la realidad (Is, 6,3; Jer 23,24; Sal 104; Sab 1,7; 8,1; 11,24-26; Hch 17,28). Dios no sólo trascendería el universo físico, habría que encontrarlo en él como la realidad última desde la que explicar inmanentemente todo lo que existe, incluida la evolución. Habría que buscar lo divino en el universo y en el hombre mismo, sin que su trascendencia permita poseerlo ni conceptualizarlo. El referente divino no sería extraño ni exterior al universo, que, sin embargo, no se identifica con él. La concepción trinitaria de Dios es también un intento de hablar de su trascendencia, como creador, y de su presencia inmanente al mundo y al hombre, como espíritu, energía o fuerza. La búsqueda de la realidad última del universo no sería exclusiva de la ciencia, sino que abriría al misterio, a la estética y a la pregunta filosófica por la trascendencia absoluta. El creacionismo vincula inmanencia y trascendencia divinas, transformando el panteísmo en panenteísmo, que es lo que han desarrollado algunas teologías del proceso y de la evolución45. Es un planteamiento contrario al deísmo de un dios ajeno a la creación y al intervencionismo externo propio del designio inteligente. Estaría en la línea de lo que se llama teológicamente «creación continua», que rehúsa reducir la actividad divina al instante creador, y la propone como referente inmanente y trascendente del universo. Los modos trinitarios de hablar corresponden al intento de conjugar la inmanencia y la trascendencia divinas, poniendo el acento en el Espíritu divino, fuerza, energía, dinámica, amor, etc. Son expresiones con las que se quiere resaltar su presencia constitutiva en el cosmos, que sigue dependiendo de Dios para existir. Es una interpretación religiosa que llevaría a hablar de «creación prolongada», sin que la divinidad sea una «causa primera» concurrente con las «segundas». El Ser absoluto que posibilita la evolución y el surgimiento de la vida humana sería el que se hace presente 44. M. Cabada, Recuperar la infinitud, Madrid, 2009; El Dios que da que pensar, Madrid, 1999, pp. 395-422. 45. A. R. Peacocke, Gottes Wirken in der Welt, Mainz, 1990; Creation and the world of science, Oxford, 1979.

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en la historia, inspirando a los seres humanos. Por eso no es posible el dualismo Dios-mundo, porque no hay nada en lo que la deidad no se haga presente. La tradición cristiana siempre ha subrayado esa presencia, desde las hermenéuticas bíblicas hasta las construcciones teológicas y místicas, como el cántico a las criaturas de Francisco de Asís, la «inhabitación» ignaciana en las criaturas o el cántico espiritual de san Juan de la Cruz. Se rechaza una trascendencia abstracta y del más allá, porque se ve a Dios en lo creado y la creación en él. Por eso, se pasa fácilmente de la contemplación de la naturaleza a la intuición de la divinidad. Más allá de la ciencia y de la metafísica Pero hay una ruptura entre la convicción de que el creador está presente en los acontecimientos y la referencia a su realidad última, sin poder representarla ni expresarla conceptualmente. La indigencia ontológica del universo llevaría a postular la necesidad permanente de Dios, que da subsistencia al proceso en el que consiste el universo. De la nada seguiría una contingencia nunca superada, que haría necesaria una actividad creadora permanente. Pero una cosa es tener la convicción de que Dios se manifiesta en la creación y otra, indagar en él mismo, como las filosofías que especulan sobre la esencia divina. Hay que mantener la distinción entre la pregunta por Dios, que surge desde la «nadidad» de los entes, y el horizonte del ser, del que tenemos un concepto intuitivo, fragmentario y experiencial, inaplicable a Dios. Él sigue siendo término inalcanzable de una búsqueda y no objeto adecuado del pensamiento; un referente postulado, pero no poseído ni definible; un absoluto que es más que el ser, por eso es innombrable. Se cree en Dios, mostrando la coherencia de esta fe con la visión científica y filosófica del mundo, pero sin traspasar los límites de la inmanencia ni dar sustancialidad a un referente inalcanzable46. La plenitud de vida del hombre premoderno, que no se planteaba el sentido de la vida porque la vivía de forma espontánea, se ha perdido en nuestra época. Por eso han surgido las filosofías del absurdo y las existenciales. El ansia de plenitud y significado ha estado vinculada a la pregunta 46. Adorno descalifica el intento de dar a un concepto universal, como el ser, un contenido absoluto, eliminando la propia conceptualidad (T. W. Adorno, La ideología como lenguaje, Madrid, 1987). Lo mismo se podría decir de Dios, confundido con la trascendencia sin más. Kant fue el primero en criticar el «fuera de nosotros» (que unas veces significa lo que existe en sí mismo y es inaccesible, y otras, los fenómenos y objetos externos; véase Crítica de la razón pura, A 373). Nietzsche impugna la sustancialización del lenguaje y su ilusión de llegar a la trascendencia. Cf. D. Wood, «Topologies of transcendence», en J. Caputo y M. Scanlon (eds.), Transcendence and beyond..., cit., pp. 169-187.

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por Dios durante milenios, mientras que el tiempo cósmico es indiferente a esa búsqueda de sentido. Ya no vivimos en un cosmos ordenado y jerarquizado, en la línea de Calderón de la Barca con su gran teatro del mundo, sino en un universo indiferente y neutral del que formamos parte. El universo ya no tiene significación para nosotros, a la inversa del creacionismo, con lo que se bloquean las aspiraciones de sentido y la búsqueda de eternidad, inherentes a la persona. El universo físico se resiste a toda humanización, descalificada como antropomórfica, y hace inviables las jerarquías y el orden que dan significado al hombre. Hemos pasado del «menosprecio del mundo», propio del sobrenaturalismo medieval, a la transformación práctica del mundo, cerrado a toda instancia sobrenatural. No vamos en la línea de construir el reinado de Dios o la sociedad emancipada, sino en la de convertir el universo físico en materia prima sin significado. Desde el código cultural de un universo indiferente e ignorante de la vida humana, surge el problema del sinsentido y el absurdo. Pero este imaginario cultural, hoy hegemónico, es tan metafísico como los anteriores y una gran parte de la humanidad, fuera de Occidente, está muy lejos de asumirlo. La hermenéutica religiosa es generadora de sentido para el hombre, en contraposición a la de una naturaleza impermeable a las demandas humanas. La indiferencia de la naturaleza y la carencia de significado del tiempo físico, es lo que percibió y asustó a Blaise Pascal. El eterno silencio de un espacio infinito, confirmado hoy desde nuestra comprensión de un universo en expansión, obligaba a Pascal a aferrarse a una identidad personal, que superaba a la de ser mera parte del universo. Rechazaba interpretarse sólo desde el universo con afirmaciones como que somos mero «polvo de estrellas». En su época comenzaba a perderse el código cultural de un universo abierto, en el que confluían las fuerzas naturales y las sobrenaturales, el tiempo profano y el religioso47. Que un sujeto insignificante como el hombre, mero fruto del azar en el universo, fuera capaz de comprenderlo e influir en él, le llevaba a una postura de fe: «El hombre es sólo una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. [...] Aunque el universo lo aplastase, el hombre seguiría siendo superior a lo que lo mata, porque sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo no la conoce. Toda nuestra dignidad consiste, por lo tanto, en el pensamiento»48. 47. Ch. Taylor, A secular Age, Cambridge (Mass.)/London, 2007, pp. 54-61, 337-347, 606-607. 48. B. Pascal, Pensamientos, § 200; «El silencio eterno de los espacios infinitos me espanta», ibid., § 201.

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Su concepción del universo infinito era excepcional en su tiempo, mientras que hoy se ha generalizado el sinsentido cultural de un universo fortuito, como nosotros mismos. El universo mudo a las preguntas e indiferente al sentido inevitablemente devalúa el papel del hombre en el cosmos y minimiza sus preguntas existenciales49. Una interpretación naturalista del hombre, basada en el código científico, hace irrelevantes e inútiles las demandas de dar significado al universo. El rechazo de toda metafísica y de las interpretaciones religiosas se paga con el absurdo, que es una interpretación tan cuestionable como las otras. Nunca hay una justificación global última y la paradoja es que absoluticemos la ciencia como la única fuente de sentido, que puede dar respuestas a preguntas que la sobrepasan. Si no hay más que el universo físico en que vivimos y el ser humano es residual, accidental e insignificante dentro de él, hay que asumir el sinsentido último de una vida fortuita, corta y condenada a la desaparición absoluta. Asumir el sinsentido es una exigencia racional para los que comparten esa hermenéutica, pero no pueden obviar que tras ella hay una decisión personal, tan cuestionable como la contraria, y que desde ella se legitiman muchas filosofías existencialistas sobre el absurdo. Hay que evaluar racionalmente las hermenéuticas y en ellas atender también a las consecuencias que tienen. Ya no hay que valorar la condición humana en relación con la naturaleza, puesto que todo es fruto del azar, que impide mezclar los parámetros de intencionalidad y sentido con el devenir del universo. Sólo quedan el mundo y el hombre, al que la carencia de referencias deja sin criterios normativos y de acción, en la línea que denunciaba Horkheimer cuando subrayaba que el avance de la razón científica iba acompañado de la destrucción de valores, proyectos y metas, que daban sentido a la vida humana50. La razón científico-técnica se queda sola, sin referentes y criterios de acción en los que apoyarse. El resultado es el positivismo científico y el nihilismo axiológico en lo concerniente a la relación con el mundo. Esto fácilmente desemboca en la naturalización del animal humano y en un saber cuantitativo, que posibilita su propia cosificación y la pérdida de su dimensión espiritual. Renunciamos al sentido, aumentando la angustia existencial ante un universo que nos nihiliza. Si optamos, como respuesta, por la insignificancia y trivialidad de la vida humana, resultado contingente de una cadena de azares, se bloquea el reconoci49. J. L. Blanquart, Le mal injuste, Paris, 2002, pp. 176-186; F. J. Wetz, Lebenswelt und Weltall. Hermeneutik der unabweislichen Fragen, Stuttgart, 1994, pp. 17-20; H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998, pp. 173-177. 50. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, 22010, pp. 45-88.

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miento de la dignidad del hombre. La ciencia integra al hombre en la naturaleza, sin más, reducido a mera materia orgánica perecedera. Los humanismos surgen de hermenéuticas que van más allá del horizonte nihilista de esta metafísica cientificista. El universo sin finalidad ni metas libera de cualquier responsabilidad ante él y posibilita la impasibilidad estoica ante el cosmos. Las posibilidades que quedan son aferrarse a construcciones culturales intramundanas con sentido inmanente, como la experiencia estética, el carpe diem (disfrutar del presente) o las utopías intrahistóricas, que conservan una buena parte de teología secularizada, dentro de la contingencia absoluta de lo histórico. Queda la pregunta de hasta qué punto este código materialista es suficiente para afirmar la dignidad humana y una vida con significado. También, es posible abrirse al misterio del inmenso universo en el que, al menos, hay un sujeto pensante que puede intuirlo, comprenderlo y darle sentido. Éste es el denominador común de los distintos humanismos, entre los que se cuentan los religiosos. Los mitos creacionistas judíos y cristianos han sido fuente de sentido para Occidente, en la medida en que han resaltado el lugar singular del hombre en el cosmos desde un sentido global que integra a Dios, el mundo y la humanidad. Desde un universo imperfecto, se hace a la persona su agente responsable. La absoluta contingencia de ambos se contrapone a la pasividad y el absolutismo de la obra humana. Hay que asumir el mundo como es, pero también humanizarlo, poniéndolo al servicio de un proyecto de sentido. Esto va más allá de la ciencia, que revela las condiciones de supervivencia en el mundo. Según como comprendamos el universo, así resulta la visión del hombre y según como vivamos, así también será nuestra cosmovisión. La incoherencia entre ambos enfoques, el cientificismo cósmico y el humanismo antropológico, todos ellos indemostrables por ser visiones globales, ha aumentado en Occidente en la época contemporánea. El resultado es el horizonte del nihilismo que afecta a la cultura, la filosofía y la religión. En este marco hay que analizar el significado de una pretensión de absoluto desde la contingencia y finitud del hombre y del mundo. La interpretación que hagamos del universo condiciona la del ser humano, pero éste tiene rasgos específicos al abordar la finitud y la contingencia, toma conciencia de su ser para la muerte, que condiciona su interpretación de la vida, y está obligado a tomar decisiones, muchas de ellas definitivas, desde las que crea un proyecto de sentido. Esto es lo que analizaremos en los dos próximos capítulos.

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Capítulo 3 EL HOMBRE ANTE LA FINITUD Y LA MUERTE

Una vez analizadas las hermenéuticas filosóficas, científicas y religiosas sobre el universo, hay que centrarse en el hombre, concretamente, en su conciencia de finitud y contingencia, que se muestra en cómo enfoca la muerte. Asumir la mortalidad y preguntarse por el significado de la vida es propio del animal humano, que busca realizarse y se orienta hacia metas que le hagan feliz, sabiendo que sus posibilidades son limitadas y que los condicionamientos personales y sociales le determinan internamente. Las formas socioculturales con que abordamos una vida limitada forman parte de nuestra identidad personal y cristalizan en códigos humanistas, tan contingentes y cambiantes como el hombre que los crea. Del mismo modo que el universo se pone en relación con Dios, también la vida humana, a la que se dan diversas interpretaciones en el humanismo filosófico y religioso. Según la manera de comprender la finitud, la contingencia y la muerte, así será también la idea del hombre y la respuesta al problema de Dios. No es posible hacer aquí una historia de los conceptos de finitud y contingencia, pero sí esbozar las grandes líneas de la hermenéutica filosófica y teológica en la situación actual.

1. Muerte, finitud y contingencia La búsqueda de lo absoluto es la contrapartida a la conciencia de contingencia y ha sido una constante referencia para la antropología filosófica. Desde una perspectiva lógica y metafísica, lo contingente, en cuanto posible, se opone a lo absoluto. La vinculación entre el ser contingente y el necesario es un eje estructural de la reflexión filosófica. Contingencia implica no-necesidad, posibilidad y potencialidad, casualidad y 105

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azar1. Antropológicamente, remite a la finitud, la vulnerabilidad y la limitación. Las ciencias sociales y las teorías evolutivas han destacado las carencias de la persona, sus vínculos con el reino animal y el carácter constitutivo de la cultura, desde la que se abre a un proyecto autónomo y responsable. El lugar especial humano en el mundo está marcado por la indigencia y la capacidad de trascenderla. Somos conscientes de nuestro ser carencial, de la «situación morfológica especial del hombre»2, en la que se combinan limitación biológica y responsabilidad social. El ser humano es el que aprende y, mediante el conocimiento, supera su animalidad. Éste es el marco de las preguntas filosóficas sobre el hombre, la emergencia del espíritu y la relación de cuerpo y alma, la libertad y la conducta moral, y el significado de la muerte. El fallecimiento es un hecho biológico y cultural, y también la experiencia fundamental en la que tomamos conciencia de la finitud y contingencia. Según Platón, la postura frente a la muerte es determinante de la valoración que hacemos de la vida. No se trata sólo de un hecho que compartimos con el resto de los animales, sino de una experiencia que abre espacio a lo absoluto, en cuanto que el alma se libera del cuerpo y, con él, de las pasiones y apetitos sensuales que obstaculizan la vida del espíritu. El alma pasa al ámbito de lo divino, racional e inmortal y logra el estado de felicidad. Esta filosofía tiene continuidad con el imaginario cultural prefilosófico, explicitado en los mitos. Se vincula la mortalidad con el ansia de absoluto y se explicitan los elementos antropológicos que permitan dar respuesta a esa búsqueda de eternidad. En este contexto, cuya influencia perdura hasta hoy, la muerte tiene una significación positiva: hay que reconciliarse con ella, mediante un dualismo que ha marcado la tradición griega y cristiana3. Las concepciones dualistas se basan en la idea de que es un tránsito a otra vida. Para

1. W. Hoering, «Kontingenz», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 4, Basel, 1976, pp. 1027-1038; A. Hügli, «Sterben lernen (lat. ars moriendi)», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 10, Basel, 1998, pp. 129-134; P. Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident du Moyen Âge à nos jours, Paris, 1975. 2. A. Gehlen, El hombre, Salamanca, 1980; Antropología filosófica, Barcelona, 1993; Urmensch und Spätkultur, Frankfurt a. M., 1977. Su reduccionismo le lleva a ver la cultura como mera ayuda que descarga al sujeto, pero lo biológico es constitutivo de lo cultural y viceversa. 3. El filósofo no aspira más que a morir. Hay que asumir la muerte como un hecho positivo en cuanto que nos libera de las trampas de la sensualidad y el cuerpo, y prepararse para ella (Platón, Fedro 62c; 64a-65; 67 d3; 80e; 81a; Timeo 69a-71b; 90c-92c; Gorgias 524b 2-4).

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facilitarlo, hay multitud de rituales e iniciaciones en las religiones, así como enseñanzas filosóficas y pedagógicas en las distintas formas, disciplinas y artes de morir (ars moriendi) grecorromanas. La conexión entre el cuerpo y el espíritu está ampliamente atestiguada en las tumbas y los cultos a los difuntos, que son parte fundamental de grandes mitologías, como la egipcia y mesopotámica. La mayoría de las tradiciones creen en un más allá y en un lugar para los fallecidos, aunque hay excepciones, y múltiples amonestaciones a aprovechar la vida, dado que la defunción es el final definitivo, como en el mito de Gilgamesh4. Según sea su significado, así será la comprensión de la vida. La desaparición final está vinculada a la praxis e implica un juicio sobre lo que es importante y secundario en la existencia. Vida y muerte forman un todo antropológico del que derivan los códigos culturales y los distintos humanismos. En la tradición clásica, el fallecimiento no es un término aislado y final, sino parte de la vida para la que hay que prepararse a lo largo del curso vital. La interpretación dualista es hegemónica en la filosofía griega, aunque no faltaron concepciones naturalistas, comenzando por Heráclito, el cual vio vida y muerte como un proceso, en el que todo fluye y resurge circularmente. También Empédocles y Demócrito veían la defunción como un hecho natural, originado por la dispersión de los componentes atómicos del cuerpo y del alma, pereciendo así la naturaleza humana5. Epicuro luchó contra el miedo al fallecimiento, ya que mientras vivimos, no se da la muerte (vista como puramente terminal) y cuando se produce, ya no existimos. Por eso habría que superar el miedo a perecer, que, según Lucrecio, es lo que origina la religión. La tradición griega y la romana afirmaron la connaturalidad del morir y la toma de conciencia de la finitud. Un esclavo recordaba a los vencedores romanos su finitud (Memento te hominem esse), en una línea parecida a la posterior de la liturgia cristiana del Miércoles de Ceniza («Polvo eres y en polvo te convertirás»). El estoicismo relativizó la pérdida del individuo y puso las bases de un arte del morir («Vivir bien implica aprender a morir bien»), que fue muy influente en el medievo cristiano. La muerte impregna toda la vida (Tota vita discendum est mori) y hay que aprender a enfrentarse a ella, incluso a buscarla. Se convierte en el hecho fundamental de la existencia (memento mori), que se describe con metáforas como las del 4. C. Walde, «Tod», en Der neue Pauly. Enzyklopädie der Antike, Stuttgart, pp. 640-646; A. Hügli, «Tod», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 10, cit., pp. 1227-1242; «Zur Geschichte des Todesdeutung»: Studia philosophica 32 (1972), pp. 1-28. 5. Heráclito, Diels-Kranz, VS 22, B 21.26.36.62.76; Empédocles, VS 31,8s.

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«viaje, sueño, paso, cambio», etc., que muestran la vinculación causal entre la vida y otra forma de existencia6. Platón y Aristóteles influyeron en la concepción posterior de Tomás de Aquino, que medió entre el alma, como principio sustancial platónico, y el principio de la forma vinculada al cuerpo de Aristóteles. Un alma sin cuerpo es tan incompleta como sucedería a la inversa, por eso el dualismo es inaceptable7. El postulado cristiano de la resurrección responde una concepción antropológica unitaria e integral, la del cuerpo espiritualizado y el espíritu corporeizado, de tal modo que muere todo el hombre. Sin embargo, el influjo del helenismo favoreció la comprensión de la muerte como la separación del cuerpo y el alma inmortal. En la teología patrística y medieval hubo corrientes antiplatónicas, que defendían la pérdida total del hombre, mientras que otros siguieron la línea platónica, en la que el alma se liberaba de la materia corporal. Descartes fue el heredero moderno del dualismo, a costa de ver el cuerpo como una máquina mejorable con la medicina y que se para con la muerte. El alma, por el contrario, sería una sustancia imperecedera, simple e inmortal8. Según Descartes, el alma no es un principio del organismo humano, ni tampoco el principio formal que ordena y unifica la corporeidad, en la línea aristotélica, sino una entidad extrínseca. La idea cristiana de que la muerte es el «día del nacimiento» a la vida eterna, no evitó la tensión entre el ansia de inmortalidad y la conciencia de finitud. Pascal resaltó la grandeza e infinitud del universo y la contingencia y limitación del ser humano: «Porque, al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo»9. Afirmó también, el carácter singular del hombre que lucha contra la finitud y el carácter absoluto de su conciencia moral. Para Kant, la vida después de morir es un postulado de la razón práctica, una exigencia para compaginar la ley moral, a la que estamos obligados, y obtener la felicidad: «La innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal, que tiene que devolver al planeta (un mero punto en el universo) 6. Epicuro, Ep. ad Men., 124-126; Lucrecio, De rerum natura III, 37; Seneca, «Mors est non ese»: Ep. 54,4; Ep. ad Lucil. 4,5; 26,8; 36,8; 69,6; 70,5; 82,8. Agustín asume el planteamiento de Epicuro: «quoniam si adhuc vivit, ante mortem est; si vivere destitit, jam post mortem est. Numquam ergo moriens, id est in mortem esse comprehenditur» (De civitate Dei XIII, 9.11a.). 7. Tomás de Aquino, ST I/1, q. 75-76. 8. Adam-Tannery, Œuvres de Descartes, XI, Paris, 1996, I, 5-6, pp. 330-331. 9. B. Pascal, Pensamientos, n.º 199 (72), en Obras, Madrid, 1981, pp. 407-408. Sigue la tradición que vincula pecado y muerte (Œuvres complètes II, Paris, 1970, pp. 851-863).

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la materia de que fue hecho, después de haber sido provisto, no se sabe cómo, por un corto tiempo, de fuerza vital. [...] La ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible. [...] No está limitada a condiciones y límites de esta vida, sino que va a lo infinito»10. La mortalidad es el obstáculo para una vida ética con sentido y simboliza la inseguridad y fragmentariedad de las construcciones humanas, a las que responde la fe religiosa. Kierkegaard, por su parte, ve en la muerte el hecho existencial primordial, que exige optar ética y religiosamente, en lugar de refugiarse en consideraciones especulativas. Cuanto más conciencia hay de la limitación humana, más posibilidad hay de dar el salto a la fe, poniendo el acento en la libertad y no en el conocimiento. La condición humana no hay que verla desde consideraciones abstractas y universales, sino desde la existencia concreta y la relación con Dios. Pero el sentido de la vida no depende sólo de la voluntad individual, sino que es un don. La desesperación es la enfermedad mortal del hombre, que vive la tensión de la finitud e infinitud del yo, de la conciencia de mortalidad y el ansia de inmortalidad11. El existencialismo posterior hizo de la contingencia y la libertad la base de las tensiones humanas. La antropología del nacimiento y la del «ser para la muerte» Heidegger ha influido mucho con su definición del hombre como ser para la muerte. Cada persona toma conciencia de su condición infundamentada, de que es pura posibilidad. De ahí la angustia de su ser arrojado (el «ser ahí»), caído en el mundo, como «la experiencia fundamental de la nada», que es la clave de su constitución humana. La infundamentación de la existencia y la finitud son las causas de la angustia. Heidegger se opuso a las ciencias del hombre (la antropología, la psicología y la biología) por su carácter cosificante y objetivador, dejando de lado la reflexión sobre la condición ontológica en el mundo. Es decir, no quería que las ciencias desplazaran la reflexión filosófica, ni que ésta analizara al ser humano de forma aislada, a costa de su ser en el mundo. Hay que tomar conciencia de la limitación humana y su infinitud de posibilidades, su ser mundano y su toma de distancia, su carácter centrado y de extrañamiento, su ser arrojado en el mundo y su apertura a la donación 10. I. Kant, Crítica de la razón práctica, A 288-290. 11. S. Kierkegaard, Gesammelte Werke: Erbauliche Reden 1843-1844, ed. de E. Kirsch, Düsseldorf, 1952, pp. 177-181; La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado, Madrid, 2008, pp. 50-63; El concepto de la angustia, Madrid, 1967, pp. 106-108.

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de sentido12. La tensión entre conciencia de mortalidad y ansia de absoluto marcó todas las filosofías existencialistas. Heidegger se centró en un análisis existencial de la vida, entre el nacimiento y la muerte, que son los eventos constituyentes y no sólo límites temporales. La experiencia ontológica del fallecimiento es previa a cualquier interpretación sobre ella. La existencia está marcada por la certidumbre de morir y por múltiples posibilidades, que imposibilitan definir el ser total humano. Ser para la muerte y estar arrojado son dos formas de expresar la precariedad del ser mortal13. Cuando el hombre se pierde en lo cotidiano, vive una existencia inauténtica, marginando las preguntas fundamentales acerca del sentido de una vida mortal. Según Kant, las cuestiones límite conducen directamente al «qué podemos esperar», que cristaliza en la pregunta acerca de «qué es el hombre»14. Pero la civilización científico-técnica se caracteriza por la dispersión de una existencia volcada en las cosas, que deja de lado las grandes preguntas metafísicas. Heidegger intentó superar la subjetividad, inherente a toda antropología, desde la pregunta por el ser y por el significado del hombre. Sólo en relación con el ser, con la realidad última, que nunca identificó con Dios, es posible definirlo y caracterizarlo por su finitud y su apertura a lo absoluto. Su análisis en Ser y tiempo fue, sin embargo, reductivo y unilateral porque puso el énfasis en la muerte y en la angustia. La contraposición ontológica entre el hombre y el ser abre al horizonte de lo posible, de lo que puede ser, subordinándolo al ser, que conjuntamente se manifiesta y oculta. En este contexto no hay espacio alguno para una hermenéutica simbólica, ética y religiosa. La precariedad y carencia de fundamentación última de la persona forman parte de la hermenéutica cristiana, que puso el acento en la dimensión escatológica de la vida y en lo que debe ser, acentuando el bien como horizonte de la acción humana y la libertad responsable del hombre. Heidegger rechazó esta comprensión como hermenéutica óntica, cosificante y derivada, ya que partía del hombre. Su pregunta ontológica por el ser excluye la de plantear su origen, que es la perspectiva crea-

12. «¿Qué es metafísica?» [1929], en M. Heidegger, Hitos, Madrid, 2000, pp. 100, 96-106. La angustia, diferente del miedo, revela la nada. No es producida por algo concreto, sino por una vida sin asideros, sin un sentido dado, que es puro «ser ahí». Cf. L. Sáez Rueda, Ser errático, Madrid, 2009, pp. 96-102. 13. M. Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, 22009, §§ 46, 49, 50, 65, 70, 72. 14. I. Kant, Crítica de la razón pura, B 833; Lógica, «Introducción» (en Kants Werke, IX, p. 25).

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cionista cristiana, y su disociación radical entre ser y Dios bloqueó cualquier teología. Su ontología es posibilista de lo divino (Dios puede ser en el horizonte del ser), mientras que la cristiana es actualista (Dios ya se ha hecho presente), gratuita (el ser creado) y práctica (hay que transformar el mundo). La ontología cristiana se opone al esencialismo de la filosofía griega, y a la neutralidad impersonal del ser heideggeriano. El poder-ser de Dios remite a la ética, no a la estética trascendental de Heidegger, porque el futuro desborda la capacidad humana. La carencia de los dioses llevó a Heidegger a prepararse para la revelación del ser, al margen de cualquier dimensión religiosa; mientras que el cristianismo transforma la ausencia de Dios en la historia en una promesa y un imperativo ético. Su ontología simbólica, imaginativa y escatológica responde al ansia humana de absoluto, sin negar la verdad de la muerte15. Resulta paradójica la importancia de la muerte para definir lo que es el ser humano y la escasa significación que se concede al nacimiento, que apenas si se menciona en los diccionarios y enciclopedias filosóficas. La toma de conciencia de nuestra dependencia respecto de otro ser humano y el significado del nacimiento como un inicio, que abre espacio a la gratuidad y a la creatividad, apenas si se toma en cuenta como el polo contrario a la muerte. Kant analizó el grito del recién nacido como una queja de protesta contra la heteronomía, a la que pretendía escapar desde una razón crítica y autosuficiente; mientras que, por el contrario, Hannah Arendt resaltó el significado del nacimiento como la relación original y constitutiva respecto de una persona, que posibilita un comienzo creativo y nuevas iniciativas en un mundo dado, en contra del mero ser arrojado de Heidegger. Analizamos la vida y la muerte desde una perspectiva subjetiva y selectiva, y el enfoque elegido condiciona ambos análisis. A su vez, Ricoeur resalta que partimos de la vida como un don, desde la absoluta gratuidad, en la que el sentido está vinculado a las relaciones interpersonales16.La primera experiencia moral es la del otro cercano, que nos hace tomar conciencia del regalo de la vida y de su infundamentación. Es decir, concienciamos la carencia pero también que la vida es un don que recibimos. No hay que esconder el sentido de la finitud y de la experiencia terminal, pero tampoco el significado de los oríge15. Remito al estudio de R. Kearney, Poètique du possible, Paris, 1984. 16. I. Kant, Kants Werke VII: Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, Akademie Textausgabe, Berlin, 1968, p. 268; H. Arendt, La condición humana, Barcelona, 1998, pp. 109-110; J. Porte, «Exister vivant. Le sens de la naissance et de la mort chez M. Heidegger et Paul Ricoeur»: Archives de philosophie 72 (2009), pp. 317-335.

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nes. Nacimiento y muerte remiten a la pregunta esencial del porqué de cada persona, del carácter dependiente de la existencia y también de la vida como un don gratuito que hace posible la creatividad personal. La donación de la vida sobrepasa una mera consideración fáctica sobre la existencia, de la que surge una hermenéutica muy diferente de la del «ser arrojado». La angustia del ser en el mundo se equilibra con la posibilidad de dar vida, como ser para los otros, que se manifiesta en la procreación y la creatividad espiritual. La verdad de la existencia no se agota en la angustia vital del ser en el mundo o en el ser para la muerte de Heidegger, sino en una forma de vida abierta a la trascendencia interpersonal de los otros y, en el caso de la persona religiosa, del mismo Dios. Por eso, el fallecimiento de los seres queridos forma parte de las situaciones límite de cada persona, que obligan a superar espiritualmente lo meramente biológico17. La pérdida del otro es más relevante que la conciencia de la finitud, la percepción de la nada última y del cuidado de sí, que son las dimensiones que acentúa Heidegger. La conciencia de perecer se transforma en una forma de vida abierta al sacrificio por los demás y la inquietud por los otros sobrepasa a la de por uno mismo. Incluso para el agonizante, afirma Ricoeur, «lo que ocupa la capacidad preservada del pensamiento, no es la preocupación por lo que pueda haber más allá de la muerte, sino la movilización de los recursos más profundos de la vida para seguir afirmándose». En esta experiencia, prosigue Ricoeur, surge «lo esencial en la trama misma del tiempo de la agonía [...] lo esencial es en cierto sentido lo religioso, [...] es, me atrevería a decir, lo religioso común, que, en el umbral de la muerte, transgrede las limitaciones consustanciales a lo religioso confesante y confesado. [...] Tal vez no sea sino frente a la muerte cuando lo religioso se iguala a lo esencial y se trasciende la barrera entre las religiones. [...] Por ser transcultural, el morir es transconfesional y, en ese sentido, transreligioso»18. La pervivencia y la preocupación por la mortalidad es inherente al animal humano y se vincula a un ansia de eternidad que impregna no sólo las religiones, sino todos los imaginarios culturales. 17. «La angustia detecta la proximidad de la muerte respecto de la vida. [...] La muerte del otro penetra en mí como una lesión de nuestro ser común. [...] El respeto, por el que los seres amados son insustituibles, interioriza la angustia. [...] Pero tiene ya un aliado dentro de las murallas, a saber, una cierta experiencia vaga de la contingencia que rodea el hecho bruto de existir y que yo, por mi parte, relacionaría más con una meditación sobre el nacimiento que sobre la muerte» (P. Ricoeur, «Verdadera y falsa angustia», en Historia y verdad, Madrid, 1990, p. 281). 18. P. Ricoeur, Vivo hasta la muerte. Fragmentos, Buenos Aires, 2008, pp. 38-40.

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Esta hermenéutica, inspirada en una concepción cristiana de la vida, no es una fuga ante la muerte. Desde el agradecimiento por el don inmerecido de la vida, es posible combinar la tristeza de la finitud, propia y de los seres queridos, con la alegría de la entrega a los otros. Posibilita una afirmación de la vida, contra su negación, y ofrece razones para vivir, más allá de la autoafirmación solipsista de Nietzsche y la desesperanza que atormenta a Camus. El proyecto de vida, la autenticidad de una existencia como don para los otros, se completa con una esperanza escatológica, como la cristiana, sin que la infundamentación última desautorice la validez de la expectativa. Asumimos un proyecto, en función de la interpretación que hacemos de la existencia. La idea cristiana del hombre como imagen de Dios y el postulado del dios encarnado responden a la inseguridad existencial y a la necesidad de referentes para elegir una forma de vida y una interpretación de la muerte. No se postula una libertad absoluta e indeterminada, sino referida a una hermenéutica sobre lo que es el sentido de la vida humana. La hermenéutica filosófica ricoeuriana es coherente, además de estar abierta a una impregnación teológica que vincula la finitud a la esperanza. La misma angustia cobra un último sentido metafísico ante el problema de la teodicea, que cuestiona la posibilidad y sentido de Dios. «Más allá de la angustia vital de la muerte, de la psíquica de la alienación, de la histórica del sin-sentido e incluso de la angustia existencial de la opción y la culpabilidad, he aquí que se presenta la angustia propiamente metafísica, la que se expresa míticamente en el tema de la cólera de Dios: ¿no será por ventura Dios un malvado? Esta posibilidad espantosa está lejos de ser una quimera: la bondad de Dios es la última idea conquistada y quizás no lo sea más que en esperanza. [...] Ninguna apologética, ninguna teodicea explicativa pueden ocupar el lugar de la esperanza»19. Para una persona religiosa lo peor no sería la defunción, sino su carencia de sentido ante la posibilidad de un Dios malo o indiferente a la felicidad. Esta carga emocional y especulativa desborda la consideración meramente biológica del morir. La tensión de la nada y el sentido En este marco cobran significado las filosofías existencialistas y la alternativa del sinsentido. Sartre profundiza en el vacío de la existencia. La nada surge «en el seno mismo del ser, en su meollo, como un gusano» y se basa en la libertad, que segrega su propia nada, en cuanto que toma 19. P. Ricoeur, Historia y verdad, cit., 1990, pp. 292-293.

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distancia de su pasado. Como la esencia humana es «ser sido», la nada que separa la libertad de la existencia vivida genera una libertad sin esencia. La angustia surge en cuanto que existimos, despojándonos de lo que somos. Una libertad infundada e inconsistente sirve de clave para una aproximación individualista y solipsista al significado de la persona. A esta nihilización (néantisation) se une la muerte, que niega todas las posibilidades. Es un factum que hay que asumir, sin poder conceptualizarlo, y que radicaliza el absurdo de la existencia, la cual tiene que darse su propia esencia y asumir la imposibilidad de realizarla20. De esta forma, Sartre absolutiza la negación y el sinsentido. Para ser libre hay que constituirse como sujeto (ser-para-sí) y salir del en-sí, de la objetivación. Pero lo que no es cosa, es nada, carencia de ser. La nadidad del ser lleva a los actos nihilizantes del sujeto, sin que del ser pueda surgir el deber-ser de un proyecto. La contingencia obliga a un proyecto de sentido irrealizable. El nihilismo del sinsentido, a su vez, hace del suicidio el problema filosófico por excelencia: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla, es responder a la pregunta fundamental de la filosofía»21. La singularidad del hombre en el cosmos se refleja en su ansia de infinitud y absoluto, que marca trágicamente su finitud y contingencia. La doble dinámica del perecer inevitable y el hambre de absoluto es central en las religiones y las creaciones culturales. Sartre asume esta tensión para proclamar el absurdo del ser humano, cerrándose a las relaciones como fuente de sentido al poner en primer plano la mirada objetivante del otro y el deseo de posesión, que le lleva a proclamar que el infierno son los otros. La carencia de fundamentación, la contingencia y la radicalidad del deseo hacen del hombre «una pasión inútil», una mezcla de angustia y de náusea de sí mismo, que marca la condición trágica del hombre. De la gratuidad de la existencia se pasa al absurdo porque «no hay ningún ser necesario que pueda explicar la existencia». La contingencia es lo absoluto y, «por consiguiente, la perfecta gratuidad», sin que esto lleve a Sartre a «una economía del don», como ocurre en la 20. J. P. Sartre, Obras completas III: El ser y la nada, Madrid, 1977. Ricoeur relativiza la nada de la finitud, rechazando la hipóstasis sartriana del acto nihilizante en una nada actual, enmarcada en una fenomenología de la cosa y en una metafísica de la esencia. Sólo abriéndose al ser como acto, más que como forma, es posible superar las experiencias de lo negativo y una filosofía de la nada, que reduce el ser a mera infundamentación. Cf. P. Ricoeur, Historia y verdad, cit., 1990, pp. 307-316. 21. A. Camus, Obras completas I: El mito de Sísifo, Madrid, 1996, p. 214. Hay que asumir la muerte y, al mismo tiempo, revolverse contra ella. Porque «los hombres mueren y no son felices», advierte Calígula.

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hermenéutica cristiana, sino al absurdo de la vida, vista desde una perspectiva prometeica22. Unamuno, a su vez, puso el acento en el ansia de pervivencia del individuo, en el hambre de inmortalidad del que habla en El sentimiento trágico de la vida, confrontándolo con lo inevitable de la muerte: «El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, es como una jaula que me resulta chica y contra cuyos barrotes da, en sus revuelos, mi alma; quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo»23. Nos resistimos a morir, no queremos asumir la pérdida última de nuestra singularidad, rechazamos el significado último de lo que constatamos como un hecho. El ansia de pervivencia es, para él, consustancial al hombre y marca la paradoja con su finitud constitutiva. De ahí, la lucha entre la hermenéutica cristiana y la desconfianza y el escepticismo, que sobresale en obras como San Manuel Bueno, mártir. Esa ansia de supervivencia personal es también la criticada desde perspectivas freudianas, que la cuestionan como algo absurdo y narcisista, como una ilusión infantil que no asume la condición mortal de todo viviente. La insistencia unamuniana en la pervivencia del yo, el hambre de inmortalidad de la conciencia singular, contrasta con la dinámica oriental, y más en concreto budista, en la que el yo es una ilusión que hay que superar. Entre las corrientes orientales destaca la escuela de Kioto, que ha entablado un diálogo con la filosofía occidental, poniendo la nada como clave de interpretación24. Oriente y Occidente convergen en la búsqueda de una realidad última, fundante y absoluta, a la que las religiones llaman divina. También coinciden en buena parte del proceso de desasimiento y despojo del yo, común a las místicas orientales y occidentales. Pero en última instancia, «la muerte del yo» en Oriente es una clarificación sobre la no subjetualidad ni sustantividad de la realidad personal. Pretenden superar las especulaciones racionales y los juicios morales desde una unión indiferenciada con el todo último. En este proceso coinciden la filosofía y la religión, que son expresiones convergentes de una búsqueda última. La existencia es carencia de ser y tiende a la nihilidad, que abre al sinsentido el significado de la vida. Esta conjunción de ser 22. J. P. Sartre, La náusea, Buenos Aires, 2003; A puerta cerrada, Buenos Aires, 2004. 23. M. de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, Madrid, 1938, p. 35. «Tiemblo ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún, ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia» (ibid., p. 41). 24. K. Nishitani, La religión y la nada, Madrid, 1999, pp. 37-84, 111-119.

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carencial es el orden místico del universo, que exige un yo no objetivante y afín a todos los seres. Al despertar a sí mismo, el yo se sitúa en el campo de la nihilidad; y el mal radical es buscar la fundamentación de la propia existencia, en contra de la vacuidad radical del ser. En la tradición budista, la existencia personal se mueve desde y hacia la nihilidad, y transforma en sinsentido la consecución del sentido de la vida. La muerte es negatividad absoluta respecto de la vida y el yo «iluminado» toma conciencia de su nihilidad radical, vinculada a la del universo. Asumir la nada del yo es la condición previa para comprender al hombre, que es como un átomo de eternidad en el tiempo, que se abre a un absoluto impersonal y a la compasión por sí y por los demás seres, también marcados por una indigencia radical. La religión y la filosofía convergen en clarificar la nada última del yo individual y de todos los seres, para abrirse al sinsentido último de las cosas. Esta concepción está más cercana de la mística occidental (como la de Eckhart) que de la filosofía, aunque tiene resonancias heideggerianas y nietzscheanas. En contra de la fusión del yo y del cosmos, que subyace a la búsqueda de trascendencia, la filosofía occidental reivindica el yo singular, como complejidad suprema de la evolución. El carácter finito de la existencia y su vulnerabilidad contrasta con el ansia de perdurabilidad tanto a nivel individual como colectivo. Ser es querer seguir existiendo, desde la finitud y la contingencia, desde la nada del origen y del término. La antropología y la mística defienden la fusión última de la persona y el ser divino, sin que implique la muerte definitiva del yo personal sino una nueva forma espiritual de existencia.

2. Hermenéuticas sobre la concepción mortal del hombre En lo que concierne a las religiones monoteístas, Dios, mundo y hombre forman una trilogía, vinculada de tal modo que cualquier variación de un significado repercute en los otros. La finitud, la precariedad constitutiva y la contingencia humanas están en estrecha correspondencia con la infinitud, esencia y absolutidad de Dios. El monoteísmo busca lo incondicional y eterno, lo absoluto y lo trascendente, que recibe diversos nombres (lo sagrado, lo santo, lo divino, etc). Según como se conciba la realidad última y absoluta, surgen las distintas tipologías del politeísmo o el monoteísmo, la divinidad personal o impersonal, y el panteísmo o panenteísmo. No hay consenso sobre la comprensión de lo absoluto, y los predicados de la divinidad monoteísta pueden dar lugar, en otros contextos culturales, a nombres de dioses concretos y diferentes. 116

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Esa búsqueda de lo absoluto se concentra en las religiones en una dinámica experiencial, vitalista, racional y afectiva. Las personas religiosas afirman tener experiencias de la divinidad, se sienten religadas a una realidad última, desde la que cobra sentido la vida y se evalúa la muerte. La religión implica religarse (Lactancio) y releer (interpretar y significar) lo concerniente a los dioses, ocuparse del culto y de todo lo referente a Dios, creando comunidades y tradiciones. La preocupación por Dios de la persona religiosa, de la que surge el sistema de creencias y rituales, así como la religión institucional, remiten, a su vez, a experiencias en las que se contacta con Dios. El tema teológico de la revelación tiene consistencia filosófica, ya que implica la capacidad de trascender del hombre y la inmanencia del absoluto en la historia y en la vida personal. Se puede poner el acento en las mediaciones religiosas, a las que tiende toda religión institucional, o en la experiencia personal, carismática, de la que surgen el carisma y la mística25. Lo «sagrado y lo santo» se han impuesto en Occidente como el horizonte referencial y ontológico para hablar de lo divino, ya que no todas las religiones personalizan lo absoluto, que sería la realidad fontanal, primera y última, trascendente e inmanente26. Pero hay que distinguir entre lo sagrado espacial y objetivo, y lo santo, referido a la relación personal. Lo sagrado marca la distancia y la ruptura con la profanidad, y el tabú de lo absoluto, trascendente y misterioso se contrapone a lo contingente, cotidiano y mundano. Hay ruptura y discontinuidad entre ambos ámbitos, así como una jerarquización y evaluación implícitas. En todas las religiones hay espacios y tiempos sagrados, vinculados a lo numinoso, que se manifiesta y oculta al mismo tiempo. El ser humano necesita jerarquizar, dar prioridad ontológica y distinguir entre lo que considera esencial y lo secundario. La dificultad está en el equilibrio y la necesaria complementación entre ambas dinámicas, entre la sacralizante, que puede invadirlo todo, sobrecargando al hombre, y la profana, que llevaría a una existencia banal, sin nada que sea relevante, cuando impregna toda la existencia. Estas dos dimensiones, sacral y profana, están vinculadas en el proceso global de las religiones en cuanto lugares y fuentes de sentido, desde los cuales se busca ahondar en la experiencia humana, tendiendo siempre a lo último y absoluto, a lo divino. Lo propio de la divinidad es la ruptura ontológica de nivel, que lleva a vivir 25. C. Carot, Le symbolique et le sacré, Paris, 2008, pp. 125-135. 26. J. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, 72006, pp. 87-115; J. Gómez Caffarena, El enigma y el misterio, Madrid, 2007; J. L. Sánchez Nogales, Filosofía y fenomenología de la religión, Salamanca, 2003, pp. 337-386.

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la vida profana santamente, es decir, según la relación con Dios. La referencia a lo divino es el eje de la vida, el centro referencial que orienta y permite evaluar las otras realidades27. Lo santo remite a una divinidad personal que en la tradición bíblica conlleva la exigencia de ser santos como Dios mismo. De ahí la exigencia moral, con la consiguiente «eticización» de la religión y la progresiva personalización de lo sagrado. La sobrecarga del absoluto llevaría a una vida minuciosamente controlada, en la que se tendería a ver por doquier el pecado, sin dejar espacio alguno a la profanidad y banalidad del ser. Es el reverso de la vinculación entre lo sagrado y lo ético, que se contrapone a la profanidad absoluta y a la ausencia de pecado de la cultura postmoderna. Son las personas las que devienen santas, en función de un modo de vida, mientras que lo sagrado espacial y temporal pierde importancia. Lo novedoso de las religiones proféticas es la estrecha conexión entre Dios y la ética, la insistencia en el comportamiento humano. Esta dinámica ha hecho que la religión y la moral estuvieran vinculadas en Occidente, haciendo de la primera una fuente de la segunda, que, a su vez, ha impregnado el ámbito de la religión28. De este modo surge el humanismo religioso y se sacralizan personas, relaciones y valores, respecto a todos los cuales tienen que orientarse los espacios, tiempos y rituales sagrados. Son religiones que defienden la trascendencia divina y humana, luchando contra las sacralizaciones en otros ámbitos. La búsqueda del absoluto, aunque haya diversidad de comprensiones acerca de su realidad, es un marco común para el diálogo de las religiones. Y según cómo se entienda a Dios, sobre la base de una «revelación» divina o como resultado de la reflexión personal, así se comprende el sentido de la vida y de la muerte. Las religiones han sido grandes laboratorios de proyectos de vida. Desde una perspectiva evolucionista, son una creación humana, vinculada a la lucha por la supervivencia29. Tienen múltiples funciones socioculturales, con creencias y doctrinas que ofrecen una concepción de la vida. Los elementos doctrinales no bastan, porque las religiones motivan y movilizan en función de un proyecto de sentido. La potencialidad de las religiones estriba, entre otros elementos, en que responden a una dinámica inherente a la persona: la de tras-

27. R. Otto, Lo santo, Madrid, 1980; M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, 1983. 28. H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Buenos Aires, 21962. 29. E. O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, México, 1980, pp. 238, 261-270; Sociobiología, Barcelona, 1980, pp. 78-79. También, R. A. Rappaport, Ritual y religión en la construcción de la humanidad, Madrid, 2000.

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cender lo dado e ir más allá de los límites. Esa necesidad, hasta ahora, ha sido permanente y constitutiva del hombre. Por eso hay un creciente interés en el hecho religioso desde una perspectiva pluridisciplinar, filosófica y científica30. Hoy se da un progresivo y persistente declive de las religiones en la cultura europea. Queda abierto el interrogante sobre si es coyuntural, para dejar paso a una nueva fase de reestructuración de las viejas religiones, o a la irrupción de nuevas. Otra posibilidad sería que se generara un vacío religioso, ocupado por humanismos seculares y espiritualidades laicas. La búsqueda de una ética civil y de una moral laica iría en esa línea, que plantea a las religiones el problema de su especificidad e identidad propias. La hermenéutica antropológica bíblica Históricamente, la filosofía se ha centrado en analizar las tradiciones religiosas que dominan en Occidente, concretamente el judaísmo y el cristianismo. Las narraciones bíblicas son relatos axiológicos, de los que se apropió la reflexión filosófica y teológica posterior, rompiendo la inmediatez del mito y seleccionando sus elementos éticos, metafísicos y religiosos. Pretenden orientar y generar una praxis adecuada, más que ofrecer conocimiento sobre lo que realmente ocurrió. Ofrecen sentido y abren a un futuro, a otro mundo posible en el que convergen el don de Dios y la acción humana. Antropológicamente, ha tenido relevancia el contraste entre el sinsentido inicial del mundo y el papel del hombre (Gn 3-11). Se parte del sinsentido inicial y de la libertad humana, que se sustrae al orden natural y genera un nuevo orden. Es una libertad contingente y práctica, que crea un proyecto histórico. Se diferencia de la concepción griega del hombre como un microcosmos con una libertad interior (estoicismo) limitada por el destino que imponen los dioses. La hermenéutica sapiencial bíblica ve el mundo desde la historia. La pretensión griega de vincular ser y deber ser, haciendo del orden cósmico el presupuesto de la ética, deja paso a una alternativa antropocéntrica radical. La libertad no tropieza con un orden ontológico cósmico, como ocurre en la filosofía helenista. El mito del pecado original alude a la decisión personal y a una situación existencial, la de estar ubicados en estructuras y dinámicas de pecado, creadas por el hombre mismo. El concepto moderno de alienación como extrañamiento, cosificación y pérdida de libertad tiene aquí una de sus raíces culturales. El sentido 30. J. A. Estrada, Imágenes de Dios, Madrid, 2003, pp. 21-54; Razones y sinrazones de la creencia religiosa, Madrid, 2001, pp. 17-46.

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está vinculado a la praxis y tiene un significado procesual, profético y escatológico. Asumir la facticidad cósmica o histórica, sin más, sería integrarse en la historia del pecado, en lugar de liberarse de ella. No es que hubiera una vida humana sin pecado, el cual introduciría la muerte, como se afirma en el mito adámico, sino que el pecado impregna la vida y la destruye. La comprensión de la existencia depende de cómo se viva porque puede estar marcada por una perspectiva pecaminosa. La búsqueda de sentido está enraizada en la dialéctica de finitud y ansia de infinito. La tradición responde a esta demanda desde el doble postulado de un Dios creador, respuesta a la contingencia del hombre, y un Dios providente y señor de la historia, fuente de sentido ante el sufrimiento, el mal y la muerte. En ambos casos se busca una referencia absoluta, a la que se contrapone la limitación humana. La referencia a Dios y la creaturidad, versión bíblica de la contingencia y finitud, se establece desde el postulado de la libertad personal en la historia. La trascendencia divina deja el protagonismo al hombre y se ponen las bases de un cosmos y una sociedad desacralizadas31. Dios está lejano y no se identifica con ninguna entidad mundana o histórica. Como Dios no es parte del mundo, no es posible apropiarse de él o controlarlo. El contrapunto al absoluto buscado es el rechazo de cualquier absolutización histórica o cósmica. Nada de lo creado por un ser contingente puede tener pretensiones de absoluto. La exigencia de mantener las distancias con Dios, el único santo, se concreta en la prohibición de sus imágenes y representaciones (Ex 20,1-21), que pueden convertirse en instancias sacralizadas e idolátricas. Dios crea por la palabra y mantiene su misterio, contra las teorías emanacionistas y las hierofanías, que sacralizan lugares y entidades como manifestaciones divinas32. Adán es un nombre colectivo, representante de la especie humana, y como tal se repite 562 veces en el Antiguo Testamento (excepcionalmente es un nombre propio: Gn 4,25; 5,1-5; 1 Cro 1,1)33. La idea griega de que el hombre es un ser social se expresa aquí contemplando la individualidad desde la perspectiva de la especie y de la familia o del clan al que se pertenece. El hombre es una unidad psicosomática inseparable,

31. M. Gauchet, El desencantamiento del mundo, Madrid, 2006; La condición histórica, Madrid, 2008. 32. F. Schupp, Schöpfung und Sünde, Düsseldorf, 1990, pp. 545-588. 33. Adán aparece 46 veces en Gn 1-11; 62 en Salmos; 27 veces en Job y 94 veces en Sabiduría. La Biblia habla de personajes concretos pero prevalece el sentido colectivo y la pertenencia al pueblo. Cf. R. Albertz, R. Neudecker y H. Hegermann, «Mensch II-IV», en Theologische Realenzyklopädie 22, Berlin, 1992, pp. 464-493.

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creado por Dios como varón y mujer (Gn 1,26-27; 2,7), a diferencia de la creación del mundo animal, que no diferencia entre macho y hembra. El mito yahvista (Gn 2; Sal 104) acentúa la creaturidad del hombre con la imagen del Dios alfarero, que modela la arcilla y le inspira la vida. El hombre forma parte del mundo y es el resultado de la actividad divina. El relato yahvista tiene afinidades con la concepción platónica de un demiurgo que da forma a una materia informe. La afinidad entre el platonismo y el Génesis fue utilizada por el cristianismo para mostrarse como la verdadera filosofía. A diferencia de la concepción científica sobre la evolución de la materia, en el mito oriental es la divinidad la que vivifica, surgiendo el hombre de su acción (Gn 2,7.21-22). Es un relato que busca ofrecer salvación y sentido, el punto de partida para las teologías posteriores sobre la alianza entre Dios, Israel y la humanidad. La armonía de la creación, enfatizada en el relato sacerdotal (Gn 1,31: «Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien»), contrasta con la imperfección original del mundo en la corriente yahvista (Gn 2-3) y las dificultades para someterlo tras el pecado (Gn 9,1-7). El mito de la tentación, que ha impregnado el imaginario cultural occidental, está vinculado al conocimiento del bien y del mal (Gn 3,5) para ser divino. Es una tentación ambivalente porque el hombre se vuelve autónomo y aprende a discernir el bien y el mal (2 Sam 14,17; 19,36), pero rompe la relación con la divinidad para autoafirmarse. En lugar de asumir los límites puestos por Dios y la naturaleza, de la que forma parte, se erige en creador independiente, que determina el bien y el mal desde sí mismo. La arbitrariedad del bien y del mal es el punto de partida para la ambivalencia de la especie humana. El acento se pone en la actividad propia, al margen de las referencias trascedentes, desde la autosuficiencia y las pretensiones de autodivinización. En lugar de reconocer los propios límites y, con ellos, la necesidad de complementación, que vincula la dependencia a la autonomía, pretende aislarse de su relación constitutiva con Dios, la naturaleza y los demás. En la época sapiencial, influida por el helenismo, se insiste en la importancia de la sabiduría como don divino para discernir rectamente (Prov 1,7; 8,13.22-36). El problema no es la sabiduría conquistada, como ocurre en el mito de Prometeo, sino la carencia de criterios últimos para aplicar el conocimiento y determinar la acción. Si el hombre es la fuente de los valores, tiene que establecer pautas para evaluar, como hacemos hoy con los derechos humanos. La tradición bíblica remite a los mandamientos divinos, resumidos en el decálogo, que delimitan lo que es bueno o no para la persona. El individuo confunde lo bueno y malo «para mí» con el bien y el mal y, al independizarse para ser como Dios, pone en mar121

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cha un proceso destructivo que afecta a los demás y a sí mismo. En cuanto que se realiza en virtud a su propio esfuerzo, desconoce la economía del don, que tiene sus raíces en la interdependencia respecto de Dios y de los demás. La paradoja está en que sólo «muriéndose» a sí mismo, para darse a los demás y abrirse al Absoluto, puede realizarse como persona y alcanzar la madurez, que le hace imagen y semejanza del dios buscado. El árbol del conocimiento es el primer símbolo fáustico de Occidente, también el símbolo de lo prohibido, que atrae por la prohibición misma. La presencia del caos, antes de la creación, se actualiza en cuanto que el pecado genera más desorden y rompe la armonía primera. La tradición cristiana posterior parte de una «naturaleza caída», en la que hay una vinculación entre el hombre y el mundo, entre el proyecto de realización personal y la constatación de un fracaso permanente de las pretensiones de erigirse como sujeto absoluto. Se cuenta una historia que comienza con el primer pecado y continúa en el relato mítico de la civilización (Gn 3-11). Posteriormente, el cristianismo puso la clave en el conflicto interno del hombre, que busca hacer el bien y acaba realizando el mal (Rom 7,15-21). La tensión entre el deseo y la realización concreta, entre la voluntad y la praxis, entre lo que se quiere hacer y lo que en realidad se hace, es constitutiva de esta hermenéutica religiosa. Cristaliza en la idea posterior cristiana del justo y pecador, que define al hombre mismo marcado por un ansia de absoluto que le traiciona. Le lleva a confundir lo relativo y finito con lo absoluto e infinito de Dios, a construir con pretensiones de absoluto, a pesar de su contingencia. El relato bíblico sobre la civilización está marcado por dos intereses contrapuestos. Es un relato particular, al servicio de la fe de Israel, y universal, porque ofrece una genealogía de la humanidad. La pérdida de la relación divina deja al hombre sin un sistema de valores de referencia. Los relatos explican el porqué y para qué de la desorientación de un yo perdido y angustiado, que reacciona de forma egocéntrica y acaba rompiendo las relaciones interpersonales. El simbolismo del mito apunta al deterioro interpersonal, concretado en la acusación mutua de Adán y Eva, en el crimen de Caín y la dinámica de venganza que genera (Gn 4,8.15.23). Al perder al otro (el divino y el humano), surgen la angustia y la desorientación, se pierde la posibilidad de una identidad autónoma y la actividad del yo deviene reactiva y nihilizante. Como consecuencia del proceder independiente, una vez que se ha roto con Dios, la civilización es ambivalente (Gn 3-11) y provoca la cólera divina (Gn 6,5-8). El mito del Diluvio (Gn 7,23-24) pone las bases para una teología de la historia y una evaluación crítica de la civilización, como re122

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sultado de la ciencia. El fracaso del plan divino, como en el mito del paraíso, y la ruptura de la alianza entre la divinidad y la humanidad, no elimina la opción por el hombre, simbolizada por Adán y Noé. No hay aquí una creación perfecta ni una deidad omnipotente que lo controla todo. Se resalta el papel protagonista del interlocutor que quiere ser como Dios y acaba con su propia autodestrucción. La fascinación de la inmortalidad le juega una mala pasada propia acaba siendo víctima y agente de su propia muerte (Gn 6,11.17). El mito de la torre de Babel (Gn 11,6-9) simboliza el intento autónomo de trascendencia (llegar a lo alto, al Altísimo). El mundo es inteligible y subordinado al hombre, con lo que se abre espacio al dominio científico-técnico. El creador necesita de cocreadores, a su imagen y semejanza, que se pueden oponer a él. Se apela a la conciencia reflexiva para discernir en la historia y buscar la voluntad divina. Hay un proceso radical de interiorización reflexiva y el pecado perturba la acción histórica porque corrompe la libertad, a diferencia de la concepción estoica que busca integrarse en el orden cósmico. Desde el punto de vista ontológico e histórico, desde la creaturidad y mortalidad, se recoge la idea del hombre como ser carencial. No es posible independizarse de Dios, pero su trascendencia posibilita la libertad. Cuanto más lejos está la divinidad, menos presionan sus leyes y mayor es el espacio de la inmanencia. Hay una disyunción radical entre el orden mundano y el Absoluto, y se acentúa la indigencia y el protagonismo humanos. El pecado aleja del «Señor» por antonomasia (Adonai), desvincula de los otros y hace del individuo un itinerante sin hogar. Es el precio de la libertad para crear sentido en la historia, ya que no se lo puede derivar del mundo. La historia es una alianza entre el Trascendente y el hombre, y ninguno puede diluirse. La voluntad divina se manifiesta a la conciencia humana, que evalúa y decide. No hay rivalidad entre ambos, sino convergencia, desde una conciencia inspirada, en la que la persona decide en función de su bien propio y el de los otros. El teocentrismo excluyente aniquila al ser humano y el humanismo independiente niega a Dios. Hay proporcionalidad entre la tendencia a objetivar y sustancializar el mundo, y la de subjetivizar lo divino, que deviene mera proyección. La alianza entre ambos es el punto de partida para el profetismo, que no pone tanto el acento en los acontecimientos de futuro, para que legitimen su discurso, como en potenciar actitudes, valores y praxis congruentes con lo que se quiere construir34.

34. G. A. Lindbeck, La nature des doctrines, Paris, 2002, pp. 165-170.

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El deber ser, proyectado hacia el futuro, se convierte en un imperativo para la situación actual. Hay que transformar el presente para que se adecue y posibilite el futuro que se desea. En lugar de ver el futuro desde el presente, se invierte la perspectiva, en la línea que captó Bloch con su principio esperanza. La muerte, la inmortalidad y la resurrección El ansia de ser como Dios lleva al pecado y el resultado es la muerte (Gn 3,3-4.19). El árbol de la vida simboliza la ansiada inmortalidad del hombre (Gn 2,8-9; 3,22) y la necesidad de relativizar la mortalidad. La muerte es, por una parte, un mal, el resultado del pecado, por otra, un hecho natural. Nunca basta lo biológico y lo religioso lo impregna todo. Se constata con naturalidad la finitud y limitación de la existencia (Num 16,29; Ecl 3,1-8; Sal 39,5; 103,15-16; Job 14,1-14) pero la vida larga es una bendición (Gn 25,8; Sal 90,16; Job 42,17). Las enfermedades y desgracias muestran la indigencia humana y se asume su autoría divina, ya que Dios es autor de la vida y la muerte (Dt 32,39; Sal 6,6-8; 31,11; 38; 90,3-7; 104). Esta referencia divina lleva al problema de la teodicea, el sufrimiento inmerecido del justo y la vida exitosa de los malvados, que es el núcleo del Libro de Job. En lo que concierne al más allá de ultratumba, Israel participa de las cosmovisiones de su entorno, que también influyeron en la concepción arcaica griega35. Hay un submundo de los muertos, el «Hades» o el «Sheol» en las profundidades de la tierra, al que inicialmente no llega Dios (Sal 6,5-6; Is 26,14; 38,17-19). Ni el «cielo» ni el «Hades» de los muertos son lugares físicos concretos, sino entidades cosmológicas religiosas, símbolos de la vida después de la muerte, metáforas referenciales para hablar del más allá. Progresivamente, aumenta la creencia sobre el poder divino en el reino de los muertos (Prov 15,11; Sal 139,7-8; Am 9,2; Jon 2,2.7), hasta que en el judaísmo precristiano se comienza a plantear la idea de resurrección (Ez 37,1-14; Job 19,25-26; Is 26,19; Dan 12,1-4; 2 Mac 7,9.11.14; 12,43-46). Esta creencia, discutida en la época de Jesús, completó la tradición judía. La creencia en la vida tras la muerte fue la respuesta última al ansia de inmortalidad de las tradiciones hebreas, emparentadas con la exigencia de justicia y sentido para las víctimas. La resurrección remite a las exigencias de sentido de una vida corta e inevitablemente frustrada. 35. W. Dietrich y S. Vollender, «Tod II», en Theologische Realenzyklopädie 33 (2002), pp. 582-600.

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La concepción unitaria del hombre, propia de la tradición semita, hacía inviable el dualismo griego y la idea de una inmortalidad del alma, sin el cuerpo. Éste representa a todo el hombre, que no simplemente tiene un cuerpo sino que es cuerpo espiritualizado y espíritu corporeizado. Esta unidad psicosomática se entiende relacionalmente, ya que el devenir histórico está marcado por las relaciones interpersonales, con Dios y con los demás. No hay un yo aislado y solipsista, como el de la modernidad cartesiana, sino una vida basada en relaciones interpersonales, en las que se constituye la identidad. La personalidad se adquiere en el proceso de la vida, es contingente, en cuanto que depende de las personas y las circunstancias, y también autónoma, porque es el resultado de un proyecto de vida. La resurrección apunta a la totalidad de la vida humana, no a la resurrección del cuerpo físico. Lo que hemos creado a lo largo de la vida nos identifica y la energía espiritual que hemos generado, en interacción con otros, forma parte de nuestra identidad. El cristianismo, a su vez, asume esta concepción y apunta a una vida inspirada y motivada por Dios, que desemboca en la muerte, en la que esa identidad espiritual acumulada revierte a Dios mismo, término y comienzo de la vida. Como lo material vuelve a fusionarse con la naturaleza, así también la vida espiritual, que nos asemeja al mismo Dios, se integra en él. La muerte física no implica la espiritual y Dios se revela como Señor de la vida y de la muerte. Hay que morirse a sí mismo para reencontrarse en Dios, sin que esa comunión divina implique la desaparición de la identidad personal que hemos construido históricamente. Dios no anula al sujeto humano en la vida y éste no se pierde para siempre en la muerte, en cuanto que subsiste y vive integrado en la personalidad divina, que se le ha hecho presente a lo largo de la vida. Expresar la fusión entre Dios y el hombre, y la pervivencia de éste en Dios tras la muerte implica traspasar las fronteras de la racionalidad y la inmanencia, ir más allá de los límites. De ahí, las inevitables metáforas, simbolismos y alusiones (1 Cor 15, 35-44.53-54; 2 Cor 5,4; Flp 3,21) para expresar inadecuadamente aquello de lo que no se puede hablar, en la línea de Wittgenstein, pero de lo que no se puede prescindir, porque interpretar la muerte forma parte de la vida misma. Se vive la tensión entre la victoria de Cristo sobre la muerte, que le constituye como el primogénito de entre los muertos (Col 1,18; Ap 1,5) y la constatación de que la muerte es el último enemigo, todavía no vencido (1 Cor 15,25-57; Ap 20,6.14). Se asume la realidad de la mortalidad, abriendo espacio a la esperanza en Dios. Las grandes opciones históricas del cristianismo fueron afirmar su continuidad con la tradición hebrea, sin romper con ella, como preten125

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dían los gnósticos y Marción, y fusionarse con la cultura grecorromana, y más concretamente con la filosofía griega, sin identificarse con ninguna de sus corrientes. Por un lado, hubo una valoración positiva de la creación, en consonancia con el relato sacerdotal y con las concepciones estoicas sobre un logos del cosmos; por otro, un cuestionamiento de ésta, en la línea yahvista del pecado y de los gnósticos que ponían el acento en la salvación de un mundo malo. Ambas corrientes se corrigen mutuamente, y el cristianismo osciló entre el maniqueísmo y el neoplatonismo que posibilitan la espiritualización y la fuga mundi, por un lado, y el pelagianismo y la mundanización, por otro. Al vincular creación e historia del pecado, se abrió espacio a una ambigüedad constitutiva, la del «valle de lágrimas» y la construcción en el mundo del «reino de Dios». La primera acentúa la negatividad de la vida y favorece la fuga mundi, mientras que la segunda exige la transformación del mundo y espera más allá de la finitud y la mortalidad. Según las corrientes y los momentos históricos, se acentúa más una u otra opción, sin que ninguna quede definitivamente descartada36. Por eso, se puede hablar del cristianismo como de una religión profética, volcada en la transformación del mundo para construir en él el reino de Dios, más que de una religión mística y cósmica, como las orientales, aunque algunas de sus corrientes estén cercanas a ella. En el cristianismo hay continuidad con el judaísmo, pero también ruptura, porque se asumió como criterio evaluador la antropología realizada y plena del Dios encarnado. Los títulos cristológicos, que proclaman la filiación divina de Jesús, cambiaron la concepción de la divinidad y del hombre. El hombre es imagen y semejanza de Dios, afirma la concepción judía, mientras que el cristianismo sólo acepta la imagen de Dios que ofreció Jesús, seleccionando y criticando las del judaísmo. Creamos visiones de Dios a nuestra imagen y semejanza, antropomórficas, y el criterio para discernirlas y juzgarlas está en la historia de Jesús, tal y como ha sido transmitida por los textos fundacionales cristianos. La cosmología se subordinó a la antropología y culminó en la cristología, como antropología plenamente realizada. La plenitud antropológica de Jesucristo, el nuevo Adán, hace de la cristología el culmen de las expectativas humanas y la clave de la revelación divina. La idea griega de un dios intelectual (pensamiento de pensamiento, para Aristóteles) se unió a la hebrea, que especulaba sobre la palabra de Dios, su espíritu y su sabiduría, preexistentes y anteriores a la creación. Ambas se vincularon a la historia del judío Jesús, para procla-

36. F. Schupp, Schöpfung und Sünde, Düsseldorf, 1990, pp. 545-561.

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marlo como Hijo de Dios, palabra y sabiduría divinas encarnadas. El logos divino, al que apuntaba la filosofía griega, se vio realizado en el fundador del cristianismo. La dialéctica hebrea de trascendencia e inmanencia tomó cuerpo en la cristología, que respondía a las preguntas antropológicas de sentido. La humanidad de Jesús se convirtió en el referente, y su forma de vivir y de actuar en el criterio para evaluar lo divino. Su historia fue modélica, lo que hay que imitar y seguir, aunque cambiaran los contextos y se sucedieran las diversas hermenéuticas teológicas. La narración de una forma de vida es lo que motiva, no un principio abstracto. La fascinación por su vida, muerte y resurrección define el cristianismo. La idea de un ser trascendente, misterioso e irrepresentable es la aportación judía, mientras que el cristianismo vinculó esa imagen de Dios a una historia humana particular. A partir de ahí, se ofrecieron las claves de sentido para la vida. Cuanto más se diluyen las imágenes de Dios, como consecuencia de los cambios culturales, de las aportaciones científicas y de una epistemología crítica y reflexiva, más realce tiene la figura de Jesús como clave para comprender el sentido de la vida. En realidad es la vida de Jesús la que clarifica quién y cómo es Dios, la que se convierte en camino y clave determinante para evaluar el ansia humana de inmortalidad. Lo más novedoso no era definir a Jesús como «hijo de Dios», ya que alusiones parecidas se encuentran en la tradición hebrea y en la cultura grecorromana, sino el significado nuevo que cobró la expresión. El cristianismo defiende un humanismo divinizado, que corrige el ateísmo. No hay más dios que el de Jesús. El cristianismo vio en él al hombre completo, que restauraba la relación con Dios y generaba un proyecto de vida. La mortalidad y la finitud cobraron significado escatológico y la historia dejó de ser un mero devenir repetitivo. La idea de progreso cambió y, con ella, la de inmortalidad, infinitud y trascendencia. El yo se constituyó en torno a un proyecto histórico, radicalizando la mediación del otro (del prójimo) como fuente constitutiva de la propia identidad. La idea hebrea de la alianza adquirió otro significado: hacer presente en la vida el reino de Dios por el que vivió Jesús. Se rompió con una concepción solipsista y egocéntrica del yo, en función de un proyecto colectivo de sentido. La cristología es una antropología, dando la razón a Feuerbach, pero sin romper la prioridad del polo divino, ya que a Dios se le encuentra en Jesús. Si a Dios no lo conoce nadie, como resaltan la filosofía y teología negativas, el criterio para lo divino es la concordancia con la vida de Jesús, con su teoría y praxis. Un criterio humano, una forma de vida, se convirtió en la clave hermenéutica para el logos de Dios que propugnaba la 127

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filosofía. El sentido de la vida no se encuentra en el más allá de la muerte, sino en el más acá de una forma de vida, la del crucificado, que también es el resucitado. A esto apela también Heidegger, cuando afirma que el cristianismo no parte de una pregunta, sino de una referencia histórica y teológica. No hubo fuga ante la muerte, ya que la cruz se convirtió en un sinsentido, que abrió expectativas positivas más allá de ella. Se transformó la hermenéutica creacionista hebrea desde el anuncio de la resurrección, al proclamar que el crucificado estaba plenamente integrado en la vida divina con expresiones diversas que escenifican un mismo acontecimiento, visto desde dimensiones diferentes: resurrección, ascensión, exaltación, entronización, etc. No se trata de eventos independientes, como los propuestos por el evangelista Lucas, el más griego de mentalidad y comprensión, sino de una experiencia única analizada desde distintas percepciones37. La teología de la cruz muestra el sinsentido en la historia. La ambigüedad de la libertad se transformó, al vincular el fracaso histórico y la pretensión de sentido. Como afirma Hegel, hubo una «negación de la negación»: la muerte de Dios y del hombre permitía una nueva síntesis, la del ser humano plenamente integrado en Dios. Desde ahí surge un imperativo de sentido, identificarse con los «crucificados de la historia» y luchar contra las concreciones del mal. Esta nueva dialéctica es la clave de la fascinación que ha ejercido el cristianismo. No hay sentido al margen del hombre, pero toda realización es fragmentaria y necesita la acción divina. Se abre espacio a la esperanza contra el absurdo de la cruz. Esta nueva dinámica llevó a Occidente a una creciente preocupación por las víctimas, novedosa respecto de la exaltación tradicional de los vencedores y victimarios. René Girard ha analizado el significado de la violencia social, que se descarga sobre víctimas propiciatorias, a las que se acusa de los males sociales38.Todo contrato social genera violencia y ésta se canaliza sobre supuestos culpables. La competitividad social, fruto del deseo mimético, genera una espiral de violencia, tanto mayor, cuanto más se cuestiona el orden jerárquico, que pretende legitimar las diferencias sociales. Según Girard, las religiones son un factor clave en el proceso de humanización del animal y de su constitución como ser

37. J. M. Castillo y J. A. Estrada, El proyecto de Jesús, Salamanca, 72008, pp. 81-98; J. A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Estella, 21999, pp. 63-69. Una excelente síntesis es la que ofreció X. Léon Dufour, Resurrección de Jesús y misterio pascual, Salamanca, 1973. 38. R. Girard, El misterio de nuestro mundo. Claves para una explicación antropológica, Salamanca, 1982; La violencia y lo sagrado, Barcelona, 1983.

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social39. Las religiones juegan un papel fundamental en este proceso, en cuanto que legitiman el orden social y lo sancionan, apelando a los mandatos divinos. La crisis social se transforma también en religiosa, ya que hay que restaurar el orden social y buscar un «chivo expiatorio» para salir de ella. La violencia se desencadena contra el designado, al que se culpabiliza de los males sociales. Las religiones sancionan esos procesos y los canalizan al ofrecer sacrificios a la divinidad. El enemigo culpabilizado, frecuentemente una víctima débil y arbitraria, se convierte en el objetivo de la violencia colectiva. La víctima reconcilia con Dios, porque se la designa como la causa última de la violencia social y la que permite restaurar el orden jerárquico. Hay que buscar a un enemigo, echarle la culpa y sacrificarlo para que se restaure el orden social. Este dinamismo sirve a Girard como clave transcultural para analizar el papel de las religiones en la sociedad, siguiendo una línea continuista y diferenciada respecto de Durkheim. Lo novedoso del cristianismo, con Jesús como chivo expiatorio de la crisis social y religiosa (Lc 23, 12-23), es que la cruz no sancionó el orden social ni exculpó a los homicidas, ni tampoco suscitó la venganza. Se identificó a Dios con la víctima y se rechazó toda religión sacrificial, que asesina en nombre de Dios (Lc 23,27-34). La creciente atención de Occidente hacia las víctimas tiene que ver con esta dinámica novedosa; pero los cristianismos históricos volvieron a legitimar la violencia social y a repetir los ritos sacrificiales, que la sancionaban. La paradoja del cristianismo es ser una religión que surgió como fruto de la violencia religiosa, para acabar siendo una religión asesina contra el mismo judaísmo del que provenía. El antisemitismo cristiano muestra el predominio de la violencia social y de los mecanismos religiosos que la autorizan. Fracasó así el proyecto religioso que identificaba el sentido de la historia con la identificación con los que sufren y que relativizó el sinsentido de la muerte, desde la confianza en Dios. Esta interpretación de la muerte de Jesús llevó también a cambiar la hermenéutica judía de la creación y a hablar de una «nueva creación» y de un hombre nuevo (2 Cor 5,17). Jesús es el nuevo Adán (Rom 5,12-19; 1 Cor 15, 21-22.45-47; Col 1,15), desde el que surge una forma de vida diferente (Rom 6,4; 7,4-6), que busca transformar el mundo desde dentro. El acento se puso en la libertad, por encima de la razón y conocimiento griegos, a los que se acusaba de los abusos y vicios propios de la sociedad helenista (Rom 1, 18-32; 12,2; 1 Cor 1,21). Comenzó así la tensión entre la razón y la fe, la sabiduría griega y la cruz, el conocimiento y la ética solidaria,

39. R. Girard, Los orígenes de la cultura, Madrid, 2006.

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que ha marcado a la filosofía occidental hasta nuestros días (Levinas, Ricoeur, Derrida, Apel, Dussel, etcétera). La razón moral autónoma es imprescindible porque el hombre tiene que evaluar por sí mismo (1 Cor 10,23-29; 2 Cor, 1,12; Gal 5,1.13; 6,4), pero la tradición judeocristiana prima la acción. No hay un más allá que exima del compromiso en el más acá, ni son posibles la resignación y la inacción. El yo no es una ilusión, como afirman las tradiciones orientales, pero sí una instancia ambigua, generadora de vida y de muerte. Hay una contradicción interna entre lo que se conoce y se quiere hacer, y lo que realmente se hace (Rom 7,14-24). Se rompe la armonía antropológica, basada en el saber racional y una vida acorde con la naturaleza, por el conflicto entre dinámicas opuestas que expresan la contingencia. Sólo la fuerza de Dios posibilita superar las contradicciones internas y la tensión entre conocimiento y libertad (Rom 8,2.14-16.26-27; 2 Cor 3,17; 4,6; Gal 4,4-7). El protagonismo recae en el sujeto, que se guía por el amor a Dios y a los demás (Rom 13,8-10; 14,15.22-23; 1 Cor 8,11; 13,4-7; Gal 5,6), teniendo como referente la vida de Jesús. Las normas religiosas, las costumbres sociales y el código cultural dejan de ser los determinantes últimos de la conciencia. En lugar de evaluar desde un código religioso, la Torá, en el que se sintetizan los mandatos divinos, se remite al protagonismo de la conciencia. Desde ahí, hay una vinculación entre creación e historia, entre crear el reino de Dios y la expectativa de una última intervención divina. Esta hermenéutica no sólo cambió la concepción del hombre, sino también la de la creación, incompleta e irredenta, marcada por el mal y la imperfección. Se expresó con figuras míticas. como que la creación sufre con dolores de parto, esperando su consumación final (Rom 8,19-24). También se afirmó que la salvación había comenzado a partir de Jesús y su plena integración en Dios, pero que todavía seguía el proceso histórico de lucha contra los poderes que dominan el mundo (1 Cor 15, 20-28; Ef 1,20-23; 4,8-10; Col 2,15). Esta teología de la historia culminó con la idea sobre el juicio final de Dios. La ley religiosa judía se transformó desde las bienaventuranzas y el sermón del monte, que en el evangelio de Mateo son la alternativa cristiana a la concepción hebrea. Esta nueva interpretación es una de las fuentes inspiradoras de Occidente, junto a la filosofía griega. Pero el proceso de homologación del cristianismo con el Imperio romano modificó la hermenéutica inicial40. Jesús anunció el reinado de 40. J. A. Estrada, «Las primeras comunidades cristianas», en M. Sotomayor y J. Fernández Ubiña (eds.), Historia del cristianismo I: El mundo antiguo, Madrid, 32006,

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Dios e hizo de los pecadores, los pobres y los enfermos los destinatarios primeros de su mensaje. Luego, el cristianismo se convirtió progresivamente en una forma de vida romana, con pretensiones de ejemplaridad. Asimiló la moral establecida y sus catálogos de virtudes y vicios (1 Cor 6,9-11; 15,50; Gál 5,21; Ef 5,5). Había que ser simultáneamente buen ciudadano y cristiano, de ahí la transformación ética y espiritual del cristianismo. La helenización y la aceptación del modelo patriarcal favorecieron la doble dinámica apologética y misional en el Imperio. Los cristianos eran buenos ciudadanos y el comportamiento moral adquirió valor religioso en sí mismo (Rom 2, 14-15; 13,3; 1 Cor 5,1). Se favoreció el conservadurismo político, de trasfondo estoico, y la desobediencia fue anatematizada como un vicio (Rom 1,30). Este enfoque influyó en la literatura cristiana posterior: «Danos ser obedientes a tu nombre santísimo y omnipotente, y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra» (1 Clem 60, 4-61,2; Dióg., 6; Arístides, Apol., 16,6; Justino, Apol., 1,17). La historia del cristianismo es también la de una hermenéutica grecorromana cristianizada que erosionó dimensiones fundamentales del proceso inicial, comenzando por la expectativa radical profética y mesiánica. Hubo corrientes minoritarias que persistían en la ruptura con la sociedad y en la tensión mesiánica, rechazando la integración social (1 Pe 1, 1.13-16; 2, 11-12; 4,7-10; Sant 1,21; 2,13; 5,7-12; 1 Jn 2,15-17.28-29; 4,17). Según Tácito (Ann.15,44), el cristianismo era «una religión extranjera corrupta y corruptora de las costumbres». Ser cristiano implicaba desventajas sociales y la posibilidad de persecución por el Estado, como muestra la carta de Plinio el Joven a Trajano (Ep. 10,96,3). Pero se transformó la dinámica mesiánica y escatológica, ante las exigencias de una vida virtuosa, para que no viniera el castigo de Dios (1 Tes 4, 1-7). El ideal cristiano se hizo ascético y ético, «a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y dignidad» (1 Tim 2,1-2). Cuanta menos tensión escatológica había, tanto mayor era la recepción de la cultura helenista. El cristianismo se presentó como una religión, una filosofía y un estilo de vida ejemplarizante para los romanos. El igualitarismo de la gracia se acomodó al orden sociocultural existente y se legitimó desde el orden natural estoico. Se buscó cambiar a las personas, más que las estructuras. Hubo un intento de humanizar las relaciones sociales, en la línea de la carta de san Pablo a Filemón sobre su esclavo, pero no una transformación social institucional. El orden político y familiar se veía como parte del designio divino y sólo los grupos minoritarios radicales pp. 176-179; pp. 123-188. También J. A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia, cit., pp. 257-266.

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querían cambiarlo. El intento de cambiar la concepción del hombre y el modelo de sociedad fracasó, pero su germen ha seguido inspirando la teología y la filosofía de Occidente.

3. El horizonte nihilista de la cultura actual Aunque el ansia de inmortalidad sea consustancial a la persona, ha cambiado la forma de encauzarla en el contexto nihilista actual. La crisis del pensamiento metafísico se extiende a las utopías, formas secularizadas de trascendencia e ideales, valores y metas de la historia. La fe ingenua en el progreso, propia de la Ilustración y de la modernidad decimonónica, ha dejado paso a un desencanto, que favorece el vivir al día, dejando en un segundo plano las preocupaciones por un proyecto. Las expectativas de futuro pasan a segundo plano, ya que los cambios acelerados dificultan cualquier prognosis. Los problemas a corto plazo hacen que las preocupaciones sobre el sentido de la vida y las preguntas límite no se respondan y ni siquiera se planteen. Apenas si hay capacidad psicológica y afectiva para plantearse cómo y en función de qué se vive. Este nuevo contexto pragmático, utilitarista y poco especulativo afecta al modo de abordar la finitud y la muerte. Kant plantea la paradoja de que todo hombre ansía la felicidad, pero no puede determinar en qué consiste, ya que ésta deriva de la experiencia y exige un horizonte absoluto y perpetuidad, que son incompatibles con la finitud. El mismo deseo de una larga vida puede transformarse en una «larga miseria» que se vuelve contra el sujeto41. La ciencia ha logrado alargar la duración de la vida pero no ha eliminado la finitud, sino que ha aumentado la conciencia que tenemos de ella. Queremos vivir más, pero no ser ancianos. La prolongación de nuestro horizonte vital va acompañada de crecientes interrogantes sobre la calidad de vida que conlleva, y si merece la pena una dilatación temporal de nuestra finitud, que vaya acompañada de una mayor precariedad. El problema hoy no es cuánto, sino cómo vamos a vivir, más allá de lo biológico. El derecho a la vida debe vincularse a morir de una forma digna, lo cual plantea problemas éticos nuevos, irresolubles desde la antropología tradicional. Hay una estrecha vinculación entre la ancianidad y la infancia, ya que, en ambas, somos especialmente vulnerables y estamos necesitados de los otros. Los derechos humanos buscan proteger a las 41. I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, 71981, pp. 68-69.

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personas, especialmente ancianos y niños, mientras que son obligaciones y responsabilidades para los demás. Esto último es lo que olvidamos en el contexto de sociedades prósperas que, sin embargo, dejan desprotegidas a muchas personas, las más débiles. La creciente competitividad social y el aislamiento personal hacen que muchas personas teman la ancianidad porque ya no pueden contar con el apoyo social y familiar tradicionales. El consejo de Epicuro de que nos despreocupemos de la muerte, porque no se experimenta cuando vivimos y dejamos de ser, cuando aparece, ignora el significado de las relaciones personales. Una parte de nosotros muere al desaparecer los seres queridos, ya que las relaciones mantenidas con ellos son constitutivas de nuestra identidad. La muerte de la persona cercana anticipa la propia y favorece las preguntas de sentido sobre nuestra forma de vida y cómo la aprovechamos. Por eso vivimos la muerte de los otros como un despojo, que actualiza nuestra contingencia radical y nos capacita para aprovechar las oportunidades que todavía tenemos. Se ignora, además, que la muerte es un proceso que acompaña a la vida, jalonado por enfermedades, desgaste, envejecimiento y pérdida de vitalidad. Reducir la muerte a algo puntual y terminal es ignorar la condición humana. El anciano no es sólo el más cercano al final del ciclo vital, sino el que más ha experimentado la cercanía del morir, en carne propia y en los otros. El cómo y el cuándo de la muerte Ha cambiado el significado que damos a la vida y a la muerte. Por una parte, se ha impuesto una concepción unitaria y emergentista del ser humano, más allá del dualismo tradicional42. Es todo el hombre el que muere, en cuanto realidad psicosomática unitaria, abriendo espacio a una conciencia emergente y progresiva. El universo evolutivo, abierto y creativo que reflejan las ciencias, favorece una ontología materialista de la persona. Si esta concepción se entiende como el resultado de un proceso, que tiende a la complejidad y emergencia de lo espiritual desde lo material, sería compatible con otros humanismos tradicionales. Esta dinámica posibilita el papel creador del hombre respecto del universo del que procede y es integrable con una concepción cristiana de la creación. Lo que cambia es la forma de comprender la identidad, ya que hoy vivimos en una cultura antiplatónica, que resalta la corporeidad como constituyente de la identidad. La corporeización de todas las facultades 42. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid, 1991, pp. 241-291; Alma, cuerpo, persona, Barcelona, 21998, pp. 227-245.

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humanas, incluidos la libertad y el intelecto, modifica nuestro concepto de razón y desplaza al cogito cartesiano en favor de una inteligencia emocional, que resalta el dinamismo cognitivo de las experiencias. Esto lo entendió muy bien la cultura semita, en la que el cuerpo representaba a toda la persona, y la curación de enfermedades y males se veía como salvación. El dualismo antropológico, de raíz griega, hizo que las religiones de salvación (el judaísmo y el cristianismo) se vieran como religiones para la muerte y no para la vida. En lugar de aprender a vivir para saber cómo morir, se pasó a una expectativa de ultratumba, relegando la salvación al más allá. El proyecto de constitución del ser humano, desde la evolución material, hace problemático determinar científica y filosóficamente cómo y cuándo podemos hablar de «persona» en sentido último. No tenemos clara su ontogénesis, ni en lo que concierne al origen, el paso del embrión al feto humano, ni a su término, la muerte. La finitud es constitutiva y no podemos establecer con precisión sus límites porque no sabemos exactamente desde cuándo hay un ser personal todavía no nacido, ni cuándo se ha producido realmente la muerte. Sólo podemos apoyarnos en indicios e interpretaciones, sin que, hasta ahora, hayamos obtenido un consenso universal. Pretender que lo clarifique la teología cristiana, ella misma pluralista, al margen de la ciencia y de la filosofía, llevaría a cuestionar el principio tradicional de que la fe pregunta al intelecto. La Biblia no dice nada acerca de cómo es el cosmos, como captó bien Galileo; ni sobre la génesis y origen científico del hombre, como afirmó Darwin; ni sobre cuándo y cómo comienza a existir un ser humano o se ha producido su muerte. Son las ciencias humanas y la reflexión filosófica las que tienen que responder a estos enigmas racionales. El diálogo de fe y cultura es imprescindible para determinar los límites de la existencia, que plantea nuevos problemas éticos a los que no se puede responder con los argumentos de la tradición y su concepción superada del hombre43. Otra cuestión distinta es que ante la problemática irresuelta de la ciencia y la filosofía, los cristianos adopten una postura conservadora y prudencial, distante de la ligereza y frivolidad con que otras concepciones abordan el problema del nacimiento y la muerte. La vieja problemática sobre la emergencia del ser humano como mero resultado de una cadena de casualidades vuelve a plantearse en relación con la muerte. Venimos del cosmos y retornamos a él, haciendo válida la vieja formulación de «polvo eres y en polvo te convertirás», que

43. J. Habermas, El futuro de la naturaleza humana, Barcelona, 2002.

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cierra el ciclo vital de la materia espiritualizada. En la filosofía actual prevalece la concepción naturalista y biológica de la muerte, en contraposición a las especulaciones religiosas y metafísicas que subrayan su significado de paso a una nueva vida. La consideración de la muerte como término absoluto es congruente con una ontología materialista, que reduce el espíritu a mero epifenómeno, a un componente secundario. Se pasa del hecho empírico de que no hay conciencia sin base en la materia, ni actividad mental sin cerebro, a negar cualquier posibilidad de supervivencia más allá de la muerte. Hay un cierre cultural del universo material, desde el que, incluso, se rechaza, la realidad misma de la conciencia, reducida a mero fenómeno derivado. El determinismo fisicalista, que forma parte de una hermenéutica del ser humano, da pie a una metafísica materialista44. Es innegable el atractivo de esta interpretación en una cultura marcada por la ciencia y lo material. Se impone un contexto nihilista y pragmático, favorable a las filosofías que proclaman el sinsentido último de la muerte. La ciencia genera un cierre categorial en la cultura en contra de los deseos humanos de inmortalidad, que aparecen como ilusorios. El fallecimiento es asumido, en gran parte de la filosofía actual, como el fin absoluto de la vida, rechazando alternativas religiosas muy enraizadas en la historia y la cultura, porque no sabemos nada sobre la muerte y sus posibilidades. Preguntar más allá es pasar del ámbito de la ciencia y la filosofía al de la religión y la teología, como hizo Teilhard de Chardin. Pero no se puede ignorar la ansiedad innata ante la muerte, ligada a nuestro instinto de supervivencia. La muerte es un hecho, forma parte de la vida y puede provocar malestar y culpa por lo que se hizo o se dejó de hacer. Las consecuencias del pasado vivido son imprevisibles y se escapan a cualquier evaluación. Más allá del hecho biológico hay que humanizar la muerte y crecer con ella, lo cual es difícil si no se aprende a vivir la finitud plenamente. El sentido positivo o negativo de la vida predetermina cómo afrontamos la muerte, tanto la propia como la de los otros. También hay un círculo hermenéutico: según el significado que demos a la muerte, así resulta el proyecto de vida. La disolución última del yo personal es la otra cara del proceso de retorno a la materia orgánica, fusionada con la naturaleza. Si hay un proceso de individuación, en el que los organismos se separan y emergen, diferenciándose al final, hay también un retroceso hacia lo indiferenciado orgánico, de lo que provenimos. El triunfo final de la muerte

44. H. Jonas, Macht oder Ohnmacht der Subjektivität?, Frankfurt a. M., 1987.

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implica la desintegración del yo, la desestructuración y desprogramación genética, el culmen del ciclo vital e impersonal que desemboca en la entropía del universo45. La autonomía personal permite alterar el dinamismo de la naturaleza y modificar la selección natural. Esta creatividad está cuestionada radicalmente por el fallecimiento como lo último y absoluto. Nadie duda de la diferencia cualitativa entre la forma de vida humana y la de los animales, a pesar de los intentos de homologación de las antropologías behavioristas y naturalistas. El problema es si la muerte es común e indiferenciada para todos los seres vivos, sin que tenga un significado humano diferente. La animalidad triunfaría sobre la humanidad adquirida y la diferencia cualitativa entre ambas sería transitoria y secundaria, ya que el final común e igual para todos erosionaría el significado de una vida diferente. Vivimos y morimos de forma distinta, pero no sabemos si esa dinámica diferencial se frustra definitivamente con la muerte terminal. La radicalización de la nada, simbolizada en la muerte, irradia en toda la vida, validando las filosofías del absurdo y las concepciones nihilistas. La cultura no es sólo el intento de humanizar al animal, sino una creación simbólica que ofrece respuestas al ansia de pervivencia. Los problemas existenciales permanecen porque la ética presupone el valor y sentido del hombre, y la necesidad de crear condiciones de vida que la hagan posible. Es normal que tengamos miedo al vacío último y que desconfiemos de los mensajes que buscan traspasar la muerte y hacer de ella una realidad abierta a otras posibilidades. Tenemos tal ansia de inmortalidad que nos apresuramos a relativizar el final, pero desconfiamos de otra forma de vida post mortem, mucho más cuando la abordamos con categorías materiales y científicas. La crisis de las grandes religiones en Occidente agudiza esta situación nihilista, ya que erosiona sus grandes hermenéuticas de la vida y la muerte. La teología judeocristiana acentúa la condición mortal y presenta a Dios como respuesta a esa carencia fundamental. Tradicionalmente, se recurre a los postulados religiosos para evaluar la muerte, a costa de desplazar el sentido de la vida a un más allá postmortal. Hay tanto miedo a la muerte y su sinsentido que fácilmente se evade en nombre de la resurrección, como si ésta fuera tan real y cierta como la mortalidad experimentada. Llama la atención el rápido salto de los creyentes que, ante la facticidad de la muerte, niegan el duelo y silencian las preguntas para aferrarse rápidamente a la resurrección como respuesta. La muerte

45. M. Fernández del Riesgo, Antropología de la muerte, Madrid, 2007, pp. 39-44.

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genera tanto miedo e inseguridad que simbólicamente se diluye para pasar de esta vida a la afirmación tajante de la otra, reduciendo el significado del fallecimiento. Pero la esperanza de otra dimensión es una convicción, una exigencia y un deseo personal que nadie puede constatar, porque la muerte cierra cualquier posibilidad de saber. Lo más seguro del fallecimiento es que no sabemos su significado último y que tenemos que dárselo antes de experimentarlo. Hay que aprender a vivir con incertezas y preguntas irresueltas que forman parte de la existencia. Los intentos humanistas seculares para dar sentido a la vida, sin compensaciones post mortem son limitados y frágiles, como el hombre mismo. El humanismo ateo, también el agnosticismo, recuerda la facticidad de la muerte, contra los intentos espiritualistas de evadirla, y el interrogante que plantea a todo proyecto humano de sentido. Queramos o no, la muerte deja abierta la puerta del sinsentido último de la vida y sus frágiles creaciones, que se radicalizan, todavía más si se entiende el universo como una cadena de hechos casuales, sin conexión alguna y sin que tengan el trasfondo de ninguna referencia divina. La opción de fe, que busca un sentido para la muerte, sin negarla ni huir de ella, es tan contingente y cuestionable como la contraria. Cuanto digamos acerca de la defunción hay que relativizarlo, porque es ir más allá de las fronteras. El cristianismo mantiene abierta la pregunta por el significado del morir, sin absolutizarlo ni negarlo. Su interpretación puede ir acompañada de dudas, miedos y del escepticismo inherente a nuestra condición mortal. La finitud radicaliza la pregunta por la vida, sin hechos naturales o históricos que la resuelvan, ni un fundamento último al que agarrarse de forma apodíctica46. No sólo se abre a una promesa de futuro y a otra dimensión de la vida, pendiente de confirmación, sino que busca mostrar las condiciones que hacen la vida digna. Paradójicamente, el no saber sobre un posible más allá se acompaña de indicaciones sobre el más acá. Indica al individuo concreto lo que debe ser y lo que es «el hombre», en cuanto abstracción genérica, desde un pasado que ha sido y que hay que asumir, y desde un futuro limitado por el deceso. Las expectativas vitales siempre se frustran, por muchas realizaciones que se hayan tenido, y la muerte confirma la fragmentariedad de las experiencias de sentido. Todo tiempo es corto y hay que optar entre las distintas interpretaciones, sin certeza sobre la validez del camino escogido. 46. H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998, pp. 164-173, pp. 185-191; M. Müller, Der Kompromiß oder von Unsinn und Sinn menschlichen Lebens, Freiburg i. B., 1980; B. Kanitscheider, Auf der Suche nach dem Sinn, Frankfurt a. M., 1995; O. Marquard, Felicidad en la infelicidad, Buenos Aires, 2006.

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Una buena parte de la población europea asumiría las respuestas nihilistas y el sinsentido que conllevan. Culturalmente, se impone la comprensión biológica y la precariedad y finitud del ser humano. De ahí la tendencia actual a la cosificación y aislamiento de la defunción, a costa de su significado simbólico e interpersonal. A la idea marxista de que la muerte es el triunfo de la especie sobre el individuo, ignorando las preguntas existenciales personales, se une la absolutización de la ultimidad del morir. De manera análoga a como se genera una despersonalización en la vida, así también se pierde el simbolismo personal del último momento, en favor de un anonimato igualitario para todos. La omnipresencia de la muerte como noticia en los medios de comunicación social y su tratamiento como una información más, contribuye a su marginalización pública. El evento final se desplaza al ámbito privado y se trivializa como acontecimiento personal47. La pérdida de un ser querido se transforma en un mero dato estadístico, en algo inevitable enfocado desde la perspectiva cerebral y bioquímica. Este enfoque, reductivo para otras hermenéuticas de la mortalidad, hace inviable el proceso de humanizar el final y darle dignidad. Cuando un enfermo terminal quiere hablar de su muerte y plantear su significado, hay un miedo generalizado. No se le miente sólo para consolarlo ficticiamente y evitarle angustias, sino porque sus parientes, amigos y cuidadores se sienten inseguros. Dejar al paciente que hable sobre su fallecimiento genera angustia y preguntas límite a los que no van a morir. El resultado es el simulacro, el engaño colectivo: todos dicen al enfermo que no piense en la muerte, que va a sanarse, aunque sea mentira. El enfermo no sólo está abocado a morirse, sino a hacerlo en la soledad y el aislamiento interpersonal, porque los otros tienen miedo a abordarlo. Persiste el miedo al morir, el aislamiento y ocultamiento de la defunción, el disimulo para que no inquiete a los demás. La soledad última se agudiza por la tecnificación y deshumanización de la medicina, porque se muere en un hospital, no en el propio hogar, rodeado de los suyos. Se pierde la relación interpersonal, que genera significados en la vida, en favor de la relación del sujeto y el paciente, que desplaza a la persona en favor de la enfermedad objetivada, cuantificada, analizada de forma despersonalizada. El personal sanitario se aferra al lenguaje técnico cosificante, desde el que se establecen relaciones asimétricas de poder, que han sido analizadas por Michel Foucault48. 47. E. Hurth, «Ende ohne Sinngebung. Wie der Tod im Fernsehen vorkommt»: Herder Korrespondenz 55 (2001), pp. 512-516. 48. M. Foucault, El nacimiento de la clínica, Madrid, 1966.

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Esta forma cruel de abordar el final es una de las causas de que se alabe la muerte repentina. Además de la defunción como hecho fatídico e irremediable, hay miedo al dolor. Tradicionalmente había una preparación familiar y personal para morir. Hoy se opta por el fallecimiento súbito o en el sueño, es decir, sin vivirlo de forma consciente. Como no hay referencia a Dios ni a otra posible forma de vida, se carece de un referente para el que haya que prepararse. El fallecimiento se convierte en un mero instante terminal que desemboca en la nada, para el que sólo hay cuidados medicinales. De ahí, su fácil tratamiento técnico, en función de costes, rendimiento y terapias adormecedoras. Se impone el pragmatismo de vivir la vida, asumir su finitud y luchar para posponer la muerte, casi a toda costa. Se ignora su significado existencial, rechazando cuestiones que vayan más allá de las disposiciones materiales para después del fallecimiento. En casos extremos hay un esfuerzo desesperado e inútil por aferrarse a la vida, que deriva en encarnizamiento terapéutico o en prolongar una vida vegetal, indigna de un ser humano. Si el derecho a la vida plantea hoy muchos problemas, ante las prácticas abortivas, también el derecho a la muerte digna, porque la medicina puede convertirse en una maldición y en un instrumento mortífero. La misma concepción religiosa, que rechaza la eutanasia, se puede convertir en un pretexto para legitimar la prolongación cruel y sin expectativas del proceso de morir. El sinsentido de la muerte aumentaría por la tecnología eficiente empleada y se convertiría en causa de mal para una vida que languidece. Para los cristianos la vida es un don gratuito y no se puede disponer arbitrariamente de ella. Pero de ahí no se sigue que haya que defenderla a toda costa, porque hay valores y proyectos de sentido que la relativizan. La esperanza de que la muerte no sea el acontecimiento definitivo, eliminando toda expectativa, facilita que se pueda asumir y relativizar en función de un proyecto, de unos valores y de una forma de vida digna. Tampoco se puede imponer legislativamente la concepción cristiana a los ciudadanos que no la tienen. Las religiones no pueden imponer sus visiones a todos los ciudadanos, y el respeto a la dignidad y los derechos humanos exige que se deje margen a la libertad personal sobre la base de las propias convicciones. Los nuevos problemas éticos tienen que ser resueltos desde el diálogo de todas las creencias y mentalidades, también desde el respeto a la libertad personal y a la capacidad de decisión propia. Hay que distinguir siempre entre lo legislativo y lo moral; entre la opción ética responsable y libremente asumida, y la decisión de los que evalúan la muerte desde su confianza en Dios. Pero no todo lo legal se justifica moralmente, ni todo lo técnicamente posible se puede evaluar como lícito. La pérdida de significación de la muerte se agrava por el choque de funda139

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mentalismos religiosos y laicistas. Las religiones, que buscan dar sentido a la vida humana, fácilmente se convierten en una amenaza para ella. ¿Dar un sentido religioso a la muerte? La muerte es una temática central de todas las religiones, aunque éstas le dan significados diversos, y casi todas apuntan a formas de vida después de la muerte. No hay consenso entre ellas en cuanto al estadio post mortem, aunque sí una tendencia general a ver la muerte como un paso, que no significa el final, sino el comienzo de otra forma distinta de existencia. La resurrección, la inmortalidad del alma y la reencarnación son tres de las creencias más divulgadas. Las tres hay que comprenderlas desde las antropologías de las que provienen. Son expresiones diferentes del ansia de absoluto, de la pretensión de inmortalidad y eternidad por parte de un yo contingente. En Oriente, la muerte del yo es un proceso vital de purificación, un paso necesario para superar el egocentrismo y un estadio final, el del reencuentro con la realidad total. La dinámica de un yo maduro, que se vacía a sí mismo para contemplar la realidad última y fusionarse en el todo, subyace también a la idea griega de inmortalidad. El cristianismo desplaza lo cósmico por la dimensión personal, que subyace a la concepción de la resurrección. En realidad el concepto de otra vida es vago, impreciso y cambiante en la historia del cristianismo. Las especulaciones sobre el más allá son proyecciones estériles, en cuanto que no sabemos lo que ocurre después de la muerte. La resurrección no autoriza a la multiplicidad de escenificaciones teológicas sobre el más allá. No se parte tampoco de una antropología común, porque oscilamos entre lo griego y lo semita, entre la comprensión dualista clásica y el actual emergentismo. Las diferentes teologías apuntan sólo a la esperanza en Dios sin saber; sin apoyarse en experiencias de personas que han vivido en los límites de la muerte, pero que no murieron; con las dudas que suscitan las críticas a las proyecciones e ilusiones, así como el miedo natural a la muerte. El que la creencia en otra forma de vida sea tan vieja como la humanidad sólo subraya la exigencia universal de sentido, la persistencia de las cuestiones últimas. Creer en la «vida eterna» no es una mera afirmación intelectual. Se traduce en una forma de vida comprometida y capaz de arriesgar, precisamente porque no la absolutiza. Sólo es posible luchar contra el sinsentido desde experiencias positivas que lo afirman y la «otra vida» puede ser un ideal contrario, favoreciendo la fuga mundi. Ni las experiencias de salvación pueden relegarse al más allá, ni es posible absolutizar el presente. Sentido y sinsentido forman parte de la vida y es 140

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necesario un saber vivir que permita afrontarlos. El concepto cristiano de salvación no remite a la ultratumba, sino a la experiencia histórica, transformándola. El hombre no está en función de un destino, al que tendría que someterse, tiene que darse sus propias metas. No hay ninguna justificación teórica de la vida ni una meta global que se imponga. De ahí, el significado de la muerte que clarifica la finitud; la inevitabilidad de tomar decisiones que impiden otras; la imposibilidad de evaluar una opción de vida, antes de haberla realizado, y sin que sea posible recomenzarla cuando se ha consumado. El sentido último abarca la vida y la muerte, por eso sólo podemos vivirlo desde convicciones que asumen el carácter contingente y efímero de la existencia. La muerte como hecho cuestiona, aunque no elimina, las pretensiones absolutas de sentido y la ciencia remite a la naturaleza, indiferente a las cuestiones existenciales últimas. Pero la vida tiene significado y valor en sí misma; trascendemos lo puramente orgánico y damos sentido a la muerte. Rompemos la neutralidad desde una opción existencial, siempre infundamentada, en la que contrastamos las exigencias de sentido y sus realizaciones deficientes, la necesidad de optar y evaluar, sin certezas últimas. Asumimos la infundamentación desde una existencia finita, rechazando relegar ese sentido al más allá de la muerte o volcarlo en la supervivencia de la especie, al margen del individuo. Frecuentemente, no nos gusta nuestro estilo de vida, carecemos de un proyecto alternativo y tememos a la muerte, símbolo último de la nada, una vez constatada la vaciedad existencial. Adorno recuerda que la muerte es «más repentina y espantosa, cuanto más vida han perdido los sujetos». Hace caer en la cuenta de la cosificación permanente en que se ha convertido la vida, de cómo la muerte ya se ha hecho presente en el proceso vital: «Lo aniquilado es en sí nada y quizás lo sea también para sí. De ahí, el pánico constante ante la muerte. Ya no hay otra forma de apaciguarlo que reprimiéndolo». Y añade: «El pensamiento que no se decapita, desemboca en la trascendencia. Su meta sería la idea de una constitución del mundo en la que no sólo quedara erradicado el sufrimiento establecido, sino, incluso, fuera revocado el que ocurrió irrevocablemente»49. Estamos condenados a crear sentido desde la finitud. El resultado es también, frecuentemente, una moralización de la muerte y de la expectativa del más allá; la pastoral del terror ante la amenaza del infierno; la contabilidad de méritos y obras que devalúa la fe en Dios; el individualismo privatizante que agudiza el sinsentido, la

49. T. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1975, pp. 370-371, 401.

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permanencia de la teoría de la retribución, que abre espacio a la idea de una divinidad revanchista y vengativa. En cuanto resultado de la evolución compartimos con el resto de los animales un destino común: la pérdida última de singularidad para fusionarnos con la naturaleza de la que provenimos y formar parte del universo total. La pregunta fundamental surge en torno a lo diferencial, lo que posibilita ser persona y no solamente morir, sino tomar conciencia de ello. La singularidad personal rompe el determinismo natural y animal, desde un yo sustantivo y relacional. Somos en cuanto que hay un yo y otros «túes», con los que establecemos lazos y vinculaciones positivas y negativas. Por eso la historia de cada persona es la del mundo de relaciones que ha desarrollado en las distintas etapas de la vida. Todo esto se asume desde la conciencia de la finitud y de la muerte de los seres queridos como etapas en el proceso propio. Es el término final de una vida singular, en la que se han dado ya experiencias de muerte. Al morir las personas importantes, muere con ellas una parte de la propia historia y se modifica nuestra existencia y su significado. Estamos muriendo porque avanzamos hacia el final y porque desaparecen las personas referenciales, aquellas desde las que la vida tiene sentido. Asumir esas «pérdidas» y luchar por un proyecto personal constituye al hombre. La vida y la muerte son inseparables e interdependientes, ambas inciden, la una en la otra, y contribuyen al significado de la existencia. Vivimos de forma diferente del resto de los animales, en virtud de la inteligencia y la libertad. La pregunta es si la forma de afrontar la muerte, y esta misma, es también cualitativamente distinta de la animal. La relación interpersonal sigue acompañándonos al abordar la muerte, que no puede borrar los nombres, rostros y experiencias que ayudaron a encontrar significado a la vida. Siempre permanecen la memoria, la gratitud y la fecundidad de aquellas personas que nos ayudaron a vivir con profundidad. Dependemos de los demás, con los que nos relacionamos; por ello, no somos indiferentes a su presencia y ausencia, y nos acompañan en la propia muerte. El interrogante acerca de lo que quedará de nosotros, lleva a cuestionar si las creaciones y acciones vividas tienen algún valor. Esta experiencia es común a todos los seres humanos, con independencia del credo que dé sentido a sus vidas. Afrontamos la muerte desde una vida con significación, compartida con otras personas, y su recuerdo, cuando desaparecen, se mantiene y sigue actuando. Esta memoria vivifica, es parte de lo que hemos aprendido de ellas. Siguen presentes en nuestro recuerdo y cariño, y así perviven en nuestra vida contingente. 142

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Si el término final es idéntico al del mundo animal del que provenimos, entonces, la vida es un paréntesis ilusorio de sentido, en el que aprendimos a crear significados efímeros y provisionales. La definitividad del morir arroja una sombra nihilista de absurdo sobre las realizaciones humanas y obliga a asumir que el ansia innata de pervivencia es irrealizable. Por buena memoria que dejemos en los demás y por creativa que sea la vida, en última instancia estamos condenados al olvido, cuando desparezcan los otros. El sinsentido último de la muerte irradiaría en la vida, acentuando el carácter trágico del hombre, condenado a esperar y desear lo imposible. Por eso, en la solidaridad común para mitigar el sufrimiento y luchar contra las experiencias de muerte, pueden encontrarse todos. Es el valor de los que se sacrifican por los demás, sin esperanzas de resurrección, como propone E. Bloch, cuando habla del héroe rojo. El ateísmo humanista recuerda a las religiones que no es la esperanza de otra vida la que da valor a ésta, sino una vida compartida en torno a la solidaridad y la justicia. Este proyecto existencial vale en sí mismo, haya otra vida o no. Sería la forma que generaría más plenitud y sentido, aunque fuera la única. El carácter fragmentario del sentido sería la consecuencia irremediable de la finitud de todos los seres vivos, mientras que las pretensiones de inmortalidad serían sólo un deseo de pervivencia. También es posible que la certeza de la muerte abra espacio a una vida pragmática y utilitaria, centrada en las metas a corto plazo. El cerramiento del carpe diem, ante una vida corta, ha sido siempre una respuesta racional, abierta a la moral y también a la inmoralidad. Kant habló de Dios como el referente de una fe racional que posibilitaría vivir como seres morales y sacrificarse por los demás, sin renunciar a las expectativas de felicidad que no podemos colmar en la vida. Apuntaba a una fe racional y universal, no religiosa, en un Dios garante de la esperanza. Se podría corregir a Kant porque la empatía y la fe en el hombre, aunque Dios no existiera, merecen la pena y hacen una vida fecunda. Exista o no Dios, se puede aspirar y luchar por una humanidad solidaria. Vivir con esas aspiraciones es más fecundo que el egoísmo utilitarista que utiliza a los otros como medios. Una vida que no se asiente en relaciones interpersonales marcadas por el amor y la solidaridad no merece la pena, empobrece al que la vive y es destructiva para los otros. Esto es independiente del credo religioso que se asuma y es posible un consenso mayoritario de personas con distintas convicciones. Las ciencias no pueden responder a las preguntas sobre la existencia y las convicciones espirituales son indemostrables, sin confirmación empírica posible. Forman parte de los significados con los que afrontar la vida y se expresan de forma simbólica. Tienen la capacidad de transformar la 143

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existencia y ordenarla en un proyecto. Estamos constreñidos a construir un proyecto de vida cuestionable. Ni hay pruebas de la existencia de Dios ni evidencias, y la muerte es la indefinición última que interroga de forma definitiva. El ideario actual se centra en el progreso terreno e intrahistórico, que se busca prolongar cuantitativamente. En él, sólo tiene cabida la muerte en cuanto término que puede ser diferido, ya que físicamente acabamos el ciclo de la vida. En este planteamiento pueden converger todos, pero las personas religiosas aspiran a algo más porque buscan transformar el significado del término final, viéndolo como el inicio de otra dimensión en la que nos despojamos de la existencia actual para renacer a una nueva. La energía espiritual y el conjunto de relaciones generados a lo largo de la vida forman parte de la identidad personal, que no sólo se funde físicamente con el universo del que formamos parte, sino que remite a la instancia espiritual y personal a la que llamamos el creador. Si hay una instancia última del universo, que lo trasciende y se hace presente en él, a esta última se remiten los cristianos. La vida es un proceso y la personalidad se desarrolla desde relaciones interpersonales constituyentes, marcadas por la tensión entre el amor que revitaliza y el mal que destruye. La esperanza es que no todo acabe, sino que sea integrada en el creador, origen y término último de la vida. Se expresa la confianza en Dios con símbolos y metáforas, que son también expresiones del no saber más allá de la muerte, pero que expresan la adhesión y confianza en un Dios amor para vivos y muertos. El carácter relacional del hombre subsiste cuando se afronta el fallecimiento desde la religación a Dios, buscando transformar la soledad absoluta con la que se vive. La fe en la resurrección implica dejar la muerte como una experiencia abierta, cuyas posibilidades ignoramos, desde la identificación con el Jesús que murió, el primogénito de nuestros difuntos porque nos enseñó cómo asumirla. Pero la teología negativa prohíbe toda especulación más allá. Especial rechazo producen las especulaciones sobre la condena eterna, el imaginario del infierno, que favorecen la pastoral del terror. Del no saber se pasa a representaciones enfermizas, que favorecen la obediencia servil a la autoridad y facilitan el moralismo, del que Nietzsche hizo el centro de sus críticas. No podemos abordar aquí la problemática teológica en torno al contenido de la esperanza cristiana y sus exigencias de sentido. Persisten imágenes y contenidos obsoletos, que han nacido en un contexto histórico muy diferente del moderno, marcados, además, por el imaginario mítico y mágico del medievo. En realidad, muchos de estos contenidos tradicionales están marcados por una proyec144

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ción continuista, en la que «la otra vida» se ve como una prolongación de ésta, de la misma forma que el concepto de eternidad se transforma en un tiempo infinito marcado por la secuencialidad temporal. Pero el núcleo de esperanza cristiana es la llamada a la responsabilidad personal y el rechazo de un final feliz universal, que degenere en un dejarse llevar irresponsable. La vida puede ser un fracaso irreparable, exista o no el infierno, y es necesario optar y asumirla como un proyecto propio. Y es que «cielo» e «infierno» no son metáforas espaciales, sino alusiones a formas de vida productivas y destructivas. Podemos hacer de la vida propia y ajena un castigo y un tormento, actualizando el sinsentido. La idea teológica de la naturaleza caída y de las estructuras sociales de pecado apuntan precisamente a este realismo pesimista, opuesto al optimismo naturalista rousseauniano. El siglo XX ha sepultado esa esperanza ingenua y nos avisa sobre los peligros de la libertad de un animal humano cada vez más inteligente y con poder destructor. Avisar de esto es parte de la teología sobre la posibilidad de condenación, que no va en contra, sino que presupone la referencia a un proyecto universal de salvación50. Es el hombre y no Dios el que puede crear el infierno, que no es un lugar, sino una forma de vida destructiva en la que el mal producido repercute en quien lo produce y se cierra en él. En qué medida esto ha ocurrido es una pregunta sin respuesta, que nos devuelve a la esencial, la libertad responsable y sus riesgos. No reducir esta dinámica al moralismo y la meritocracia es una exigencia teológica y filosófica. Lo central es el peso de la libertad que decide, sin olvidar el postulado cristiano de que la última palabra la tiene Dios, prohibiendo así la inculpación moralista definitiva de nadie. La promesa de la resurrección no viene a dar sentido a una vida sin ella. No se trata de contraponer el sinsentido a un más allá, que daría significado a lo que no lo tiene. La idea cristiana está vinculada a un proyecto de vida. Sin saber lo que hay más allá de la muerte, ni siquiera si hay algo, los cristianos esperan en el Dios de Jesús, que asumen como propio. Si la fe llevara a una vida inauténtica, a evasiones ante los problemas existenciales o a comportamientos insolidarios, se debería rechazar. Pero la razón filosófica sólo puede evaluar una forma de vida, no las creencias sobre la muerte. Por otro lado, esta expectativa está ligada a la misma idea de la creación, que apunta a la omnipresencia divina en todas las cosas, desde la que es posible vincular creación y redención. La fidelidad de Dios a su creación se actualiza en su presencia última. 50. A. Tornos, Escatología II, Madrid, 1991, pp. 143-202; K. Rahner, Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1965.

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En una sociedad científica, en la que el materialismo es la opción cultural por defecto, es comprensible el escepticismo. Asumir que la muerte es lo último, es una opción congruente con el imaginario cultural científico, pero la pregunta es si esa respuesta es suficiente y compatible con las aspiraciones de sentido. La respuesta está más allá de las ciencias, pertenece a las creencias indemostrables. Según Horkheimer51, la fe es un postulado generador de sentido, que capacita para dar respuestas a preguntas que no podemos evitar. La verdad última de la religión tiene que ver con la exigencia de justicia, que no se realiza históricamente. Horkheimer rechaza que la religión sea un mero humanismo ético, sin trascendencia. Según Kant, no podemos superar los límites de la experiencia empírica, pero si se obedece a esa prohibición, que él mismo transgredió, se pierde el significado de la vida. Tanto su inicio como el final exigen una interpretación, de la que deriva una forma de vida y de comportamiento. Los imaginarios sobre el después de la muerte indican más el deseo y las necesidades de los protagonistas que realidades cognoscibles. Se mezclan deseos de supervivencia, ansias de felicidad, respuestas al sinsentido de la vida y miedos ancestrales. La libertad humana posibilita elegir un proyecto de vida y darle significado en función de lo importante y valioso. La toma de conciencia de la finitud da más realce a nuestras decisiones, ya que sabemos que tenemos un tiempo limitado y que hay opciones que van a ser definitivas, sin que haya posibilidad de una segunda oportunidad. La perspectiva cambia según que nos centremos en el nacimiento o la muerte; en la vida como un don, que abre posibilidades a nuestra creatividad; o en la muerte como el final definitivo, que relativiza y nihiliza todo lo que ha generado nuestro proyecto vital. En este contexto juega un papel esencial la hermenéutica religiosa que adoptemos, desde la que afrontamos el vivir y el morir. Cualquier interpretación global de la existencia está infundada y cargada de subjetividad opcional. Al proponernos un proyecto y dar un sentido a la vida, realizamos el acto decisivo de la libertad, afirmando nuestra distancia respecto del determinismo del mundo animal. Pero pervive el no saber sobre la muerte respecto de las expectativas religiosas, que caen frecuentemente en la «teología ficción», en lugar de quedarse en la esperanza de la resurrección. Ésta tiene que ver con la adhesión a una forma de vida, la del crucificado, y con la confianza en su Dios, por el que vivió y murió. Más que esperanza de subsistencia e

51. M. Horkheimer, Anhelo de justicia, Madrid, 2000, pp. 153-202.

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inmortalidad es confianza en él, sin saber nada sobre lo que espera al hombre que afronta la muerte. Se enmarca en una forma de vida, en una hermenéutica de la existencia, en un proyecto de sentido que alcanza a la misma muerte, desde la adhesión a Dios. Ir más allá sería lo propio de la gnosis, que pone la salvación en el conocimiento, superando el riesgo de la fe, que es la opción fundamental en la línea que resaltaron Pascal y Kierkegaard.

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Capítulo 4 EL SENTIDO DE LA VIDA EN UN CONTEXTO NIHILISTA

Pluralismo y globalización son dos conceptos fundamentales en la discusión filosófica actual. Tras una etapa histórica de profundos cambios, asistimos hoy a un cambio de etapa. Hay una toma de conciencia planetaria que, por primera vez, permite hablar de una historia universal desde una perspectiva plural. Ya no se trata de que una visión particular del mundo, la occidental, se postule como universal sin más, sino del carácter fragmentario y particular que caracteriza a cada cultura. La pluralidad de códigos culturales hace difícil hablar de una naturaleza humana, ya que ésta se canaliza socioculturalmente, y todavía más, deducir de ella planteamientos universales, como los derechos humanos. La conciencia planetaria existente hace más necesario que nunca el diálogo en favor de una convergencia de derechos y obligaciones para todas las sociedades. Sin embargo, la dimensión planetaria está marcada por el «estilo de vida occidental», más en concreto, por el american way of life. Fácticamente hay una occidentalización del mundo. La tercera Revolución industrial facilita que culturas con identidad propia y diferente de la de Occidente, como China o la India, asimilen contenidos de la cultura hegemónica. Al exportar la revolución científico-técnica, se difunde también el estilo de vida del que procede. El humanismo y el código occidental erosionan las otras tradiciones y presionan en favor de la estandarización homogénea de la identidad humana, precisamente cuando la globalización favorece la pluralidad, la multiculturalidad y el mestizaje. El imaginario occidental cobra relevancia universal, más allá de su origen particular, y su proyecto de vida tiende a verse como el más adecuado, cuando no se afirma que es el único1. La paradoja aumenta porque el horizonte de la nada impregna 1. F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, 1992.

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la cultura europea cuando adquiere dimensiones universales. Conceptos clave como el de persona, libertad, responsabilidad, sentido, etc., forman parte del código cultural europeo. Actualmente, son asumidos por otras sociedades, mientras que han perdido significado en la Europa que los generó. Ocurre algo parecido con la religión, Europa es una excepción mundial en la que crecen la increencia e indiferencia religiosa, cuando la religión está muy viva en el resto del mundo. El cristianismo, en sus diversas confesiones e iglesias, es hoy la religión de un tercio de la humanidad, mientras que languidece en Europa. Del mismo modo, se pierde la fe en el progreso y en la construcción de proyectos últimos de sentido, cuando otros países y áreas culturales buscan desarrollarlos, imitando lo que ha hecho Europa en los últimos siglos. Son síntomas de agotamiento cultural, en los que contrasta el nihilismo europeo con la vitalidad de las sociedades empobrecidas, que no dudan del significado de la vida humana. La doble dinámica de occidentalización fáctica y de relativización cultural es un ingrediente del nihilismo. La pretensión universalista de las grandes culturas, especialmente de la occidental, contrasta con la fragmentariedad de cada una, que favorece el relativismo de los valores propios. Hablar del hombre, en abstracto, resulta problemático porque cualquier afirmación particular se extrapola al extenderse a las otras. Se resalta la inconmensurabilidad de las culturas, la imposibilidad de superar el marco propio y la problematicidad de los juicios universales. Sin embargo, no podemos renunciar a ellos, porque la globalización obliga a superar el marco de la sociedad propia. Las tensiones entre comunidad y pretensión de universalidad son hoy mayores que nunca y la doble pertenencia de cada persona, como miembro de una sociedad y ciudadano del mundo, suscita problemas filosóficos, políticos y socioculturales. La pretensión de universalidad de los derechos humanos y las acusaciones de que son una mera construcción occidental, ejemplifican estos retos. Hay que distinguir entre la relatividad y fragmentariedad de toda propuesta, y la necesidad de diálogo universalista sobre paradigmas culturales distintos. Popper indica que no es necesario que los participantes en una comunicación tengan el mismo marco conceptual, aunque el diálogo presupone interpretaciones compartidas, en contra de un relativismo conceptual absoluto2. El diálogo intercultural es posible porque hay una naturaleza humana común, aunque nos enfrentemos a ella desde una cultura particular. Dada la irradiación e influencia de la cultura occidental, hay que darle preferencia y analizar en qué pone la identidad personal y un proyecto 2. R. Rorty, Verdad y progreso, Barcelona, 2000, pp. 219-242; M. Fernández Iglesias, El tercer dogma. Interpretación, metáfora e inconmensurabilidad, Madrid, 2003.

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de sentido. No es posible plantearse el sentido de la vida individualistamente, porque lo colectivo se impone al individuo y la vida privada está culturalmente condicionada. Según las metas culturales que dan significado a la vida humana, así también, los proyectos de identidad personal y sus consecuencias éticas, sociales y políticas. Una ética individual de virtudes, como en la época clásica, resulta hoy insuficiente. El yo se integra en el nosotros colectivo, que impone sus pautas, y la maduración del yo personal es el resultado de un proceso, una meta por alcanzar más que un punto de partida que ya se presupone. Hay que reflexionar sobre la forma occidental actual de entender una vida lograda, así como los nuevos contenidos del código de sentido, y sobre sus posibilidades a nivel mundial. El diálogo y la interacción de códigos culturales distintos ha constituido Europa y Occidente, sobre todo, el encuentro entre lo judeocristiano y lo grecorromano, posteriormente enriquecido con lo germano, el Renacimiento y la Ilustración. El marco de estas reflexiones es el específicamente occidental. Se trata de analizar el estilo de vida de las sociedades modernas occidentales y sus distintas tradiciones. El humanismo religioso y el secular han interaccionado de diversa forma y la crisis actual los afecta, aunque de forma diferente. La situación actual modifica las interpretaciones del hombre que han tenido más arraigo en Occidente. Se trata de caracterizar la identidad europea desde la doble perspectiva histórica y sistemática. El que no conoce su historia, ignora su propia identidad, pero la evolución abre nuevas perspectivas y proyectos. La globalización afecta también a «la religión», concepto abstracto que choca con la pluralidad de religiones concretas. La definición de religión es problemática, ya que no es posible reunir en ella los rasgos fundamentales de las religiones existentes sin incurrir en omisiones y en una parcialidad selectiva. Presupone una entidad ontológica universal, que oscilaría entre lo genérico y lo singular, desde la cual sería posible clasificar las religiones y sus contenidos3. Tradicionalmente hemos entendido las religiones desde Europa y hemos evaluado las otras en referencia a las europeas, estableciendo jerarquías, diferencias y rasgos específicos. Hoy somos conscientes del eurocentrismo de muchas filosofías y teologías de las religiones, y del carácter occidental de los maestros clásicos de la Ilustración, Kant y Hegel. La teología y la filosofía de las religiones adolece del trasfondo filosófico ilustrado, que presupone el cristianismo como la religión absoluta. Sería su modelo más desarrollado, la meta a 3. J. M. Tétaz, «Image de l’inconditionalité», en P. Gisel y J. M. Tétaz (eds.), Théories de la religion, Genève, 2002, pp. 41-54.

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la que orientar a las otras. Esta concepción, preponderante en la filosofía y en la teología ilustrada, suscita las críticas y el rechazo de otras tradiciones, que rechazan la cosmovisión occidental y sus definiciones sobre lo que es esencial4. La aproximación filosófica, antropológica y científica al hecho religioso es parte de la Ilustración europea y tiene vigencia actual. La idea de «filosofía de la religión» proviene de la Ilustración y corresponde al período de las ciencias sociales e históricas en el siglo XIX, que pronosticaban la sustitución de la religión por un imaginario humanista o un código científico. Pero el hecho religioso ha vuelto al primer plano de la discusión filosófica, política y sociocultural, en contra de los pronósticos sobre su progresiva desaparición. El proceso occidental de secularización social y de laicización del Estado no se puede presentar, sin más, como un modelo para todos, so pena de eurocentrismo. La toma de conciencia de la pluralidad heterogénea de las religiones favorece el nihilismo. Se concreta en el rechazo a las pretensiones universalistas de las religiones, en la relativización de las propias creencias y en el creciente aumento del agnosticismo y el ateísmo, que parecen ajustarse mejor a las condiciones de nuestra época. Podemos hablar, con Wittgenstein, de un «parecido o aire de familia», que permite que personas de una religión concreta reconozcan a los miembros de otro credo diferente, aunque siempre partimos del imaginario cultural propio. Esta semejanza y los rasgos comunes de las religiones (aunque no haya una esencia universal que las abarque) posibilitan el análisis filosófico, antropológico y sociocultural. En el marco actual de la globalización, ninguna religión puede ser indiferente al curso que tome el cristianismo, dado que es la primera religión mundial desde el punto de vista demográfico y geográfico, y debido a su influjo cultural. La hermenéutica existencial que postula ha sido un factor decisivo en la configuración de la cultura europea y es una de las tradiciones con más peso en el mundo.

1. El concepto de una «vida lograda» Durante milenios, la religión ha determinado el sentido de la vida en las sociedades. Pero nos encontramos en una situación nueva, postdurkheimiana, porque el código cultural y sociopolítico se ha emanci4. J. A. Estrada, «Dios y las religiones», en Imágenes de Dios, Madrid, 2003, pp. 159-192.

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pado del religioso5. Hoy, el imaginario de las sociedades desarrolladas propone como modelo universal la ciencia, paradigma del saber y fuente última de sentido. En lugar de asumir un orden dado para integrar al hombre, legitimado por el cosmos, la sociedad o Dios, se parte de la libertad y del conocimiento de las leyes naturales, que es el núcleo de la sociedad científico-técnica. El nosotros colectivo, en el que se integra el yo individual, cada vez más estandarizado, está marcado por un cierre cultural que hace inverosímil lo que no se puede abordar científicamente. La Ilustración y el progreso constituyeron los códigos generadores de sentido en el pasado y lo son todavía. Apostaban por una sociedad emancipada sobre la base de la convergencia de la ciencia y la técnica. Los proyectos sociopolíticos predominantes fueron los inspirados en la ciencia, como el marxismo y el positivismo comtiano, que pretendían crear unas condiciones de vida logradas. El Siglo de las Luces fue optimista y veía la ciencia como el nuevo saber absoluto. Estos sueños murieron en el siglo XX, dejando paso al desencanto y el rechazo de las corrientes emancipadoras. La desilusión colectiva dio pábulo a ideologías críticas con la Modernidad y el progreso. La dialéctica de la Ilustración apunta a la irracionalidad de la ideología científicotécnica, que se ha vuelto opresiva en lugar de emancipadora: «Después de milenios de ilustración, el pánico vuelve a irrumpir en una humanidad cuyo dominio sobre la naturaleza, traducido en dominio sobre el hombre, aventaja en error a lo que los hombres hubieran llegado a temer de la naturaleza»6. El proceso de racionalización del mundo se basa en el dominio técnico, pero no se queda en el ámbito de las cosas sino que irradia en la sociedad y objetiva a sus miembros. Paradójicamente, la voluntad de poder se revela como una forma de naturalización del hombre. La satisfacción material no supera la lucha por la supervivencia, sino que favorece el homo homini lupus. Aprender para dominar lleva a la sociedad competitiva, en la que todos son rivales, y repercute en una disciplinización del sujeto que tiene que aprender a competir. De ahí el estrés y la presión social que agobian al individuo, la erosión de las relaciones interpersonales, comenzando en el ámbito familiar, y la universalización de la civilización del trabajo, que basa el éxito en la capacidad de imponerse a los demás. 5. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la configuración del orden mundial, Barcelona, 1997. 6. T. W. Adorno, Minima moralia, Madrid, 1987, p. 241; M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, 92009; M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, 22010.

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Estas sociedades «darwinistas» ponen el acento en el bienestar material, en los rendimientos del trabajo, y la razón científico-técnica mina progresivamente los valores, ideales y metas que dan sentido a la vida. El rendimiento y la productividad, con la consiguiente acumulación de bienes materiales, se convierten en el objetivo último de la vida, sin que haya valores humanos, principios éticos o criterios políticos que decidan hacia qué metas hay que orientar esa capacidad productiva. La fundamentación científica se basa en la demostración empírica y como ésta no es posible para establecer valores, normas y criterios de los proyectos de sentido, se produce un vacío ético y humanista, así como una crisis del código cultural. «La dialéctica de la Ilustración» apunta al fracaso del proyecto ilustrado, quería emancipar al hombre de los apremios de la naturaleza y concluyó naturalizando al hombre. En lugar de contribuir al proceso de humanización, el desarrollo es ambiguo, con un gran potencial amenazador y una tendencia a la barbarie, que se ha manifestado ampliamente en el siglo XX. De la Ilustración a las sociedades postmodernas De ahí, el giro postmoderno y postilustrado, que replantea la Modernidad dándole un nuevo significado. Corresponde a una nueva fase socioeconómica, la de las sociedades industriales avanzadas, y a otro paradigma sociocultural, el de una sociedad de ocio que valora la experiencia y el disfrute. Esta doble tendencia se enmarca en una época de cambios, evolución y rupturas. El ser estable y estático de las sociedades tradicionales deja paso al dinámico, plural y cambiante de las desarrolladas. Surge una colectividad abierta y competitiva; una sociedad de masas y de consumo; una cultura tecnocrática, científica y crítica; y un espacio social igualitario, pero asimétrico, heterogéneo y ecléctico. La mentalidad se torna utilitarista y pragmática, liberal e individualista. Es un imaginario social marcado por los contrastes, como el talante hedonista y la dedicación al trabajo; la insistencia en la realización personal y la creciente masificación del individuo. La nueva sociedad es compleja porque está marcada por elementos contradictorios, que dificultan la evaluación. La autenticidad, el narcisismo hedonista y una solidaridad difusa y universalista se integran en una forma de vida en la que resulta difícil delimitar lo privado de lo público, separar la racionalidad de las emociones, y diferenciar la autorrealización personal del infantilismo y el egocentrismo. El pensamiento ilustrado rompió la fusión indiscriminada del hombre y la naturaleza, que naturalizaba al primero, en función de una trascen154

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dencia colectiva, en la que el individuo autónomo acabó disolviéndose en la colectividad. Las libertades personales alcanzadas (de pensamiento, de expresión, de religión, etc.) quedaron bloqueadas por la red de instituciones, entre las que sobresalen los medios de comunicación, que debilitan la autonomía, erosionan la singularidad personal y neutralizan las libertades. Las condiciones sociales de vida desgastan los objetivos personales y el individuo integra su proyecto en el colectivo, de modo que, al final, predomina este último. La sociedad ofrece un proyecto de realización y de sentido que, al ser asumido por la persona, consagra su carencia de significación. El individuo pasa a ser un miembro de la ciudadanía, uno más, con una alteridad cada vez más recortada y homogeneizada según las pautas sociales. Se ofrece un estilo de vida integrador, en el que el individuo se cree libre, ya que formalmente tiene todas las libertades y derechos, pero su capacidad de decisión autónoma está muy recortada. La malla institucional de las sociedades complejas deja poco espacio a las personas, que asimilan por ósmosis su concepción de la vida, confundiendo la permisividad social con la autonomía personal. Desde esta perspectiva, se puede hablar de una decadencia del yo en cuanto personalidad autónoma, que se integra en el nosotros colectivo y asume su código cultural. La personalización de la vida, en una línea contraria a las pautas socioculturales, resulta mucho más difícil hoy que en las sociedades tradicionales, porque ha aumentado el control de la sociedad sobre los individuos. Teóricamente, hay más libertades que nunca, pero, de hecho, aumenta la presión social sobre las personas, se pierde la diferencia entre la vida privada y el ámbito público, y se interiorizan hábitos de comportamiento. Se puede hablar de una disciplinización de los individuos y de un control cada vez mayor de la conducta, facilitado por la revolución tecnológica. Controlar y vigilar es la nueva forma de represión, que pretende prevenir y propulsar formas de conducta, más que reprimir y castigar, como en las sociedades tradicionales. Foucault ha mostrado que las nuevas formas de poder social, el «biopoder», no se basan en sancionar a los disidentes y en reprimir a los desviados de las normas, sino que incitan a asumir comportamientos y ofrecen una multiplicidad de modelos que imitar7. El sujeto se integra en un estilo de vida dado y en un espacio de relaciones sociales, en el que es gobernado sin saberlo. La sociedad determina lo que es o no deseable y lo que es racional o no, según el régimen de conocimiento en 7. M. Foucault, Microfísica del poder, Madrid, 21979; Vigilar y castigar, Madrid, 1978.

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que vivimos. Conocemos y deseamos lo que podemos, porque la sociedad marca el horizonte de lo cognoscible y deseable, sin que el individuo pueda exonerarse de la presión social. En este marco es inevitable que la comprensión de lo que es el sentido de la vida y una existencia lograda esté construida socialmente. La sociedad impone códigos de comportamiento, libremente asumidos por los ciudadanos, que conjugan la libertad personal con la seducción de múltiples ofertas de sentido8. Como el ansia de felicidad se orienta hacia la obtención de bienes materiales y de consumo, la realización personal es más dependiente de las condiciones sociales, que no se controlan. El pluralismo de posibilidades y opciones, que implicarían una ampliación de la libertad, se convierte en una amenaza que genera inseguridad, cuando no se sabe en qué consiste la felicidad y no se tiene un proyecto personal desde el que orientarse. Paradójicamente la presión social se ejerce desde la abundancia de información y de opciones, que aturden al ciudadano y le confunden, favoreciendo que se deje llevar por los que controlan los medios de comunicación. Aumentan así la inseguridad y la desorientación, fruto de un estilo de vida opresor, en contra de sus promesas de liberación, que parece no dejar espacio a ningún proyecto liberador. Uno de los elementos fundamentales en las sociedades de mercado es que se ha roto con la idea tradicional de necesidades humanas básicas, desde las que se podía jerarquizar lo que era o no importante en un proyecto de vida. La sociedad de mercado no distingue entre lo que es básico y fundamental y lo que responde a meras preferencias consumistas. La publicidad determina lo que es valioso o no, sin que haya una jerarquización en función de valores humanos y éticos. Incluso las cosas dejan de ser importantes en sí mismas, lo que vale es su imagen social, su marca, que es lo que se compra más que un bien material valioso. La acumulación de cosas, siempre iguales a pesar de su renovación técnica, se une a la necesidad de sentirse a gusto y huir del aburrimiento, buscando incesantemente nuevas experiencias. La vieja disyuntiva, apuntada por Fromm, de que buscamos tener más que ser, se completa ahora con la de disfrutar y tener experiencias con las que nos sentimos realizados9. El carácter efímero de estas sensaciones exige que se mul8. A. Finkielkraut, La sabiduría del amor, Barcelona, 31999; P. Bruckner, La tentación de la inocencia, Barcelona,31999; Ch. Lasch, La cultura del narcicismo, Barcelona, 1999. 9. G. Schulz, Die Erlebnisgesellschaft, Frankfurt a. M., 82002; Kulissen des Glücks, 2 2000; H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998.

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tipliquen, para escapar al aburrimiento. La multiplicidad de ofertas se dirige a los potenciales clientes consumidores, y todo vale, según la ley de la oferta y la demanda. Se pasa de necesidades a deseos, de lo que es necesario para una vida digna, a lo que prima en el mercado. Se multiplican los deseos y se trivializan las necesidades y las exigencias básicas, identificando a la persona exitosa con la que más consume y más bienes adquiere10. La aureola publicitaria transforma las cosas y logra que busquemos imágenes de éxito más que realidades valiosas. El reconocimiento del otro ha sido una base fundamental de la sociedad. Buscamos que se nos reconozca, acepte y valore por nosotros mismos, y nos sentimos felices al ser reconocidos y estimados como personas. Y a la inversa, hay una depreciación y minusvaloración personal cuando no gozamos de reconocimiento social. Si no valemos para los demás, es muy difícil que tengamos autoestima. La relación del individuo consigo mismo está mediada por los demás. El problema es que la sociedad actual mide a la persona según los bienes que atesora y que las exigencias de autenticidad pasan a segundo plano, ante la necesidad de aparentar en una sociedad que pone el acento en la imagen social. En ese caso, ya no hay bienes más importantes que otros porque respondan a necesidades fundamentales de la vida, sino que se ven desde las preferencias y las pautas comerciales de la propaganda. No hay tampoco una condición humana universalmente aceptada, de la que deriven derechos y obligaciones, sino que las preferencias subjetivas del consumidor son las únicas que valen. La publicidad presiona compulsivamente y transforma la información en imposición, mientras que la opinión pública bloquea la reflexión personal y la posibilidad de alternativas críticas se reduce11. El miedo al qué dirán, típico de las sociedades tradicionales autoritarias, persiste desde la normatividad que impone la publicidad ideológica. No es verdad que seamos más libres que antes, aunque la propaganda insista en la libertad del consumidor. La represión no se ejerce impidiendo la libertad de expresión, aunque se margina y caricaturiza la opinión del disconforme, sino que proliferan los discursos que determinan lo que es válido.

10. J. Riechmann, Necesitar, desear, vivir, Madrid, 1998; G. Ritzer, El encanto de un mundo desencantado, Barcelona, 2000; J. Mao Sung, Deseo, mercado, religión, Santander, 1979. 11. Es lo propio de la ideología neoliberal, como la de J. J. Rosa, «Vrais et faux besoins», en J. J. Rosa y F. Aftalion (eds.), L’économique retrouvé, Paris, 1977, pp. 155-191. El consumo sería lo que el pueblo libremente elige, no el resultado de una propaganda coercitiva.

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Las ofertas publicitarias, que ofrecen una vida con sentido en función de la posesión de bienes de consumo, afirman su validez y recurren a la libertad de elección para rechazar a los que las critican. Divulgan una concepción superficial de la felicidad, basada en el prestigio, el placer y la posesión. Cada uno escoge lo que quiere, se afirma, y se rechazan las críticas que hablan de necesidades humanas irresueltas, de valores fundamentales y de la necesidad de una vida con significado, más allá del bienestar material. Los valores tradicionales se ven como conceptos abstractos, vacíos de contenido real e indeterminados porque no hay ningún criterio válido para determinar lo importante o secundario. Se equipara la satisfacción de los deseos consumistas, generados por la publicidad, con la realización personal, el placer con la felicidad, y la vida lograda con la aceptación de los modelos sociales que proponen los medios de masas. Las prácticas cotidianas determinan lo que es importante y los gestores de la publicidad las administran. Posibilidades de cambio social El retroceso del humanismo es paralelo a la potenciación de un modo de vida reductivo, en el que el bienestar material es la panacea de una vida lograda y feliz. Por eso, se universaliza una felicidad light, mayoritariamente asumida por los ciudadanos. Se busca hacer materialmente dichosa a la gente, y, por ende, son los lugares de consumo los nuevos templos en los que se busca lo absoluto. La muerte de Dios, marginado de la vida, cuando no impugnado como proyección humana, lleva pareja la absolutización del consumo como panacea de la felicidad. Desde la óptica cristiana, la ausencia de Dios lleva a inventar nuevos absolutos idolátricos. En otras épocas fue el nacionalismo, hoy desplazado por el consumo masivo, las experiencias placenteras y formas light de sentido, como las que ofrece el deporte de masas. De ahí la inflación de promesas de plenitud por parte de la publicidad y también el carácter despótico de la obligación de ser felices, que contrasta con la realidad personal de cada uno y la vaciedad frívola que genera este estilo de vida. Hay que obligar a la gente a consumir masivamente y forzarla a que se sienta feliz con ello, porque el absolutismo del mercado rechaza a los herejes que se abstengan de esa panacea de la felicidad. Una promesa de plenitud basada en el bienestar material lleva aparejado un malestar constante, en parte porque las metas de bienestar se alargan indefinidamente. Cuanto más se tiene, más se necesita, porque aumentan las exigencias de estatus y clase social, y las necesidades satisfechas dejan paso a otras por las que luchar. El ascenso económico implica nuevas 158

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obligaciones de clase, porque no se puede ser menos que los otros. El deseo mimético de tener las cosas que supuestamente tienen los modelos y estrellas de la publicidad, para asemejarse a ellas, impide que se frene el apetito del consumo. Mientras hay tensión por conseguir los objetivos materiales, se puede mantener la ilusión de que generarán plenitud personal. Una vez conseguidos, viene la decepción y la constatación de que no realizan lo que prometen. Los deseos insatisfechos nos movilizan y se convierten en acicates para el trabajo y la disciplina personales, canalizan nuestra ansia de felicidad y de una vida lograda, y mantienen su irradiación engañosa mientras no se alcanzan. Es la paradoja del malestar y desencanto existente en las sociedades ricas. Cuando hay metas por las que luchar, un porqué para la existencia, se puede vivir una vida realizada. Kant afirma que la felicidad no es definible con principios racionales, sino que se basa en la imaginación. La falta de concreción del concepto de felicidad la hace fácilmente utilizable en función de los intereses sociales12. Las sociedades son hoy las grandes creadoras de ilusiones ficticias, frágiles y cambiantes, como las modas y campañas publicitarias que las promueven. Son promesas ilusorias, aunque ayudan también a desdramatizar la vida, en la línea nietzscheana, de que las ilusiones forman parte de la existencia y facilitan vivirla. La doble línea del bienestar y el hedonismo, fórmula renovada del «pan y circo» romano, sólo puede ofrecer sentidos fragmentarios y parciales. Vivimos el desencanto de promesas siempre repetidas y frustradas. La publicidad alienta a ilusiones desmedidas, que son imposibles de satisfacer. Es también una de las causas de la violencia social, ya que nadie se conforma con lo que tiene, alentado por la publicidad, y sueña con los bienes del vecino. En las sociedades tradicionales se aceptaban las diferencias sociales y de clase, en cuanto que estaban legitimadas por la tradición, la cuna o la religión. Se asumía la condición de vida propia de la clase social de pertenencia, sin pretender las condiciones que correspondían a un estatus social superior. Este inmovilismo social favorecía la paz social y la aceptación de la jerarquía de la sociedad de clases. En cambio, las movibles sociedades actuales difunden el mensaje de que todos tienen derecho a todo y de que el trabajo y la competitividad son la clave para alcanzarlo. Al no haber una jerarquía social estable, se genera una sociedad móvil y dinámica, basada en la meritocracia y el deseo mimético de tener lo que tiene el otro. Por eso hay más 12. I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, 71981, pp. 68-70.

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violencia social, ya que nadie se resigna con lo que tiene, por mucho que acumule, y la publicidad multiplica lo apetecible y la envidia de los otros13. Se logra así poner en cuestión la base natural de la sociedad de clases; pero ésta no desaparece, sino que persiste bajo la falaz legitimación de la meritocracia, de que los pobres son culpables de su indigencia y de que todo es alcanzable por el individuo. Consecuentemente, el fin justifica los medios y se mira con benignidad la corrupción, con tal de que sea eficaz para el triunfo social. No es un problema que afecte sólo a la elite política, económica, social o religiosa, sino que los dirigentes son los triunfadores que han sabido aprovecharse de las posibilidades que ofrece la sociedad del mercado. De ahí, la admiración que suscitan y su condición de modelos sociales. Y los que no lo consiguen, fácilmente se convierten en individuos violentos y resentidos, porque se les incita a poseer lo que es inalcanzable, porque la estructura social sigue siendo injusta y clasista. El culto al dinero y el placer no puede suplir las demandas de una vida que merezca la pena. Surge el sinsentido de la nada, desvinculada del ser, la carencia de valores y metas que dan significado al proyecto vital. El sujeto de deseos de nuestras sociedades consumistas está interiormente vacío, porque pone el acento en la nadidad de las cosas, que son fugaces y superficiales. El hombre tiene necesidades constitutivas irresueltas, pero ve en el horizonte de las cosas y en el código cultural dominante una promesa de felicidad. Entonces, la absolutiza, creyendo que va a responder a las expectativas de armonía y plenitud buscadas. Hay una mezcla de pragmatismo y de aceptación de la finitud, que se traduce en el desencanto de una vida irrealizada al circunscribirse a la dinámica narcisista que alimenta la sociedad. Se trata de una forma práctica de nihilismo que lleva al dominio de la naturaleza y al control impositivo sobre la sociedad, así como al autodominio del hombre sobre sí mismo. Este modelo se vende hoy a nivel mundial. El concepto de «desarrollo» tiende a comprenderse desde el código occidental. Se trata de que los otros imiten nuestro progreso científico-técnico, que lo hagan suyo, para poder llegar al nivel de bienestar del Primer Mundo. Se silencia con esto que el modelo occidental no es universalizable, porque requiere el 80 % de los recursos del planeta que hacen posible el nivel de con13. Girard ha resaltado la importancia del deseo mimético como base de la publicidad y una de las causas de la violencia social. La insatisfacción es permanente, con independencia de lo que se tenga. Cf. R. Girard, Los orígenes de la cultura, Madrid, 2006, pp. 51-82, 111-140.

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sumo del 20 % rico de la humanidad. Cuando los demás imiten el estilo de vida occidental, como ocurre actualmente en China, se producirá la lucha por acaparar los recursos del planeta que posibilitan ese estilo de vida. Las consecuencias ecológicas, políticas y culturales del proceso son cada vez más evidentes. Además, se ignora la gran insatisfacción que hay en las sociedades ricas, desequilibradas y desproporcionadas. El alto nivel de consumo no implica una sociedad más feliz y con un estilo de vida logrado. Las generaciones más jóvenes, educadas en este contexto consumista, son las que más se resienten, muchas veces sin saberlo, de un modo de vida que no responde a las expectativas humanas. Compensar con una mezcla de consumo y placer la carencia de un proyecto de vida lleva a la frustración, al vacío de una vida sin contenidos, al cerramiento del yo en sí mismo, que le impide trascenderse y abrirse a los otros. Hay que construir un proyecto global que pueda llenar la vida desde valores trascendentes que respondan a la necesidad constitutiva del hombre. Esta dinámica mercantilista de la sociedad no implica, sin embargo, que hayan muerto los humanismos y que la erosión del sentido religioso conlleve el final de la ética y de los valores tradicionales que dan sentido a la vida14. Por el contrario, hay una multiplicidad de asociaciones y ONG con fines solidarios, mientras que la preocupación por las víctimas de las injusticias sociales y de los desastres naturales es mayor que nunca. Son muchas las personas que estarían dispuestas a sacrificar grados de consumo y de disfrute si, a cambio, se pudieran remediar algunos grandes males del mundo, como las hambrunas y las injusticias sociales, las amenazas ecológicas o las guerras. Hay mayor conciencia planetaria y también de los privilegios de un sector minoritario de la humanidad, tanto a nivel internacional como en el propio país. Los viejos ideales humanistas encuentran nuevos cauces y el bienestar material posibilita que mucha gente, sobre todo entre las generaciones jóvenes, consagre parte de sus energías y capacidades a trabajar por los más pobres. La complejidad de la sociedad actual se muestra en el contraste entre las dinámicas generalizadas consumistas y las búsquedas minoritarias de proyectos y valores que trascienden lo material. El idealismo de Marcuse y Habermas, los cuales esperaban la transformación social por la saturación consumista de los ciudadanos, sin captar el potencial creativo de la publicidad y su capacidad de ofertas,

14. G. Lipovetsky, La felicidad paradójica, Barcelona, 2007; Metamorfosis de la cultura liberal, Barcelona, 2003; T. Todorov, El jardín imperfecto, Barcelona, 1999.

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que mantienen la tensión por las cosas, tiene un fondo de verdad15. Siguen existiendo carencias humanas que no pueden ser cubiertas por el bienestar material y la pregunta por lo que es importante preocupa a mucha gente16. Ambos pensadores se equivocaron al minusvalorar el atractivo del consumo y maximalizar las resistencias humanas a las ofertas publicitarias; pero tenían razón al pensar que una sociedad basada en el disfrute no podía satisfacer, a largo plazo, a todas las personas. La aceptación masiva de la sociedad de mercado no ha eliminado la insatisfacción y el desencanto, y hay muchas asociaciones, grupos y personas que luchan por otros valores y tienen conciencia del fracaso del modelo actual de bienestar. Por eso, no se puede hacer un enjuiciamiento global negativo de la sociedad, olvidando la vitalidad de los humanismos seculares. La indiferencia cínica respecto a las cuestiones éticas y metafísicas, que genera conformismo social, no es un denominador general de toda la sociedad. Lo que falta es un código de sentido alternativo y mediaciones que lo hagan realizable, modelos alternativos de conducta y proyectos humanizadores. El mundo se ha vuelto más pequeño e interaccionado, y hay una creciente preocupación por las víctimas. Lo que ha cambiado es la identificación con las grandes instituciones sociales, del mercado, la política y la religión, que no gozan hoy de credibilidad. Los individuos se sienten afectados por la crisis de valores humanos, pero desconfían de las grandes instituciones y prefieren movimientos participativos en los que cooperen todos. El peso institucional se ha incrementado con la complejización y diferenciación de las sociedades modernas, genera burocracia y oprime a los ciudadanos. Por eso hay una tendencia a canalizar la solidaridad y los compromisos ético-políticos al margen de las instituciones tradicionales. No es posible, sin embargo, un cambio de mentalidad y sensibilidad sin una transformación estructural e institucional. Las posibilidades de cambio pasan por una revalorización de la comunicación personal. Hay una pérdida de relaciones interpersonales porque la sociedad fomenta el aislamiento y la superficialidad en el trato con los otros. Se tienen muchos colegas y conocidos pero pocos amigos. El concepto de amistad se devalúa y deviene similar a un conocimiento superficial y coyuntural. Vivimos rodeados por multitud de personas con las que tenemos pocas mediaciones, sin que resulte 15. H. Marcuse, Eros y civilización, Barcelona, 1968; J. Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Madrid, 1999; Th. Roszak, El nacimiento de una contracultura, Barcelona, 1970. 16. R. Nozick, Vom richtigen, guten und glücklichen Leben, München, 21993.

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fácil comunicarse a un nivel profundo. Se revaloriza la vida privada y la felicidad se canaliza hacia el círculo restringido de las personas (pareja, familia, amigos, compañeros, etc.), sin poder sustraerse a las dinámicas sociales. También ahí entra la dinámica del mercado que quiere suplir la carencia de relaciones profundas y responder a las necesidades de individuos aislados y solitarios en medio de la multitud17. La autoayuda, la imagen personal, la autoestima y el entrenamiento para ganar amigos son elementos típicos de la felicidad efímera y banal que se propone. Métodos y técnicas prometen una felicidad que sólo es alcanzable desde la espontaneidad personal y la capacidad comunicativa, que se aprende practicándola. También el pensamiento oriental subraya las patologías de este proceso, porque radicaliza la crítica a las ilusiones del yo y a una orientación materialista de la vida18. Estos logros materialistas llevan al vacío interior, porque no hay un proyecto vital que responda al ansia de absoluto humano. Se quiere acallar la demanda de ser que es el hombre ofreciendo la contrapartida del bienestar material. Cuanto más nos volcamos en las cosas, mayor es el vacío de sentido que vivenciamos. En buena parte, los inmigrantes que vienen de sociedades tradicionales, se quedan deslumbrados por el nivel de vida alcanzado y, al mismo tiempo, decepcionados por el vacío humano, interpersonal y religioso que constatan. El horizonte del nihilismo marca a la sociedad occidental y es una amenaza real y práctica, más que una especulación teórica. Los distintos humanismos, seculares y religiosos intentan ofrecer alternativas creativas y responder al absurdo como clave existencial.

2. El nihilismo y una existencia creativa Junto al progreso de la sociedad, que ha posibilitado la prosperidad material y el dominio de lo colectivo sobre la persona, está la reacción individualista. Las filosofías del progreso tienen como contrapartida los vitalismos y existencialismos, que reaccionan contra un proyecto basado en el conocimiento y el dominio de la naturaleza. Del mismo modo que el Romanticismo se alzó contra el racionalismo y el colectivismo, así también surgió la reacción vitalista, existencial y estética, que puso el acento en el individuo y en su realización personal, en contra del predominio de la ciencia. Tras la segunda guerra mundial, las filosofías 17. D. Riesmann, La muchedumbre solitaria, Madrid, 1950. 18. K. Nishitani, La religión y la nada, Madrid, 1999, pp. 129-139.

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existencialistas reflejaron estos valores con un trasfondo de pesimismo y desencanto, expresado por Sartre, Camus, Beckett y otros autores, que ponían el absurdo en primer plano. Luego vino la época optimista y narcisista de los años sesenta, en los que H. Marcuse, E. Fromm, T. Roszak y otros favorecieron el movimiento de contracultura, que simbolizaron los Beatles y los hippies. Hoy, la Postmodernidad plantea una alternativa a los ideales humanistas de la Ilustración y defiende el ámbito de lo cotidiano, privado e individual. El proyecto de sentido de Nietzsche La Postmodernidad, o Modernidad tardía, es una corriente que refleja el desencanto y el cansancio de los ideales ilustrados. Nietzsche es uno de los inspiradores de este movimiento y el referente principal de un proyecto de sentido que combina el nihilismo con la creatividad proyectiva del individuo para alcanzar una vida lograda. Además, es el que más polemiza contra la hermenéutica cristiana y su importancia en el código cultural occidental. Su concepción del nihilismo y del cristianismo ejerce un gran influjo en el marco de las sociedades postmodernas19. Tuvo la convicción de que había comenzado una nueva etapa en Occidente, que ofrecía muchas posibilidades de realización, a partir del declive de la concepción cristiana de la vida. Nietzsche es un autor representativo de un proyecto de sentido secular e individual en un contexto nihilista. Su gran popularidad e influjo, mucho mayor que el que tuvo en el último cuarto del siglo XIX, indican que sus posturas tienen sintonía con la sensibilidad cultural predominante. Su punto de partida fue la evaluación del nihilismo tras la muerte de Dios. Analizó los distintos tipos de nihilismo, sus causas y las nuevas posibilidades que ofrecían. El gran problema con el que tropezó Occidente fue la falta de respuestas al porqué y para qué de la vida. Los valores supremos han perdido crédito y no son consistentes, afirma Nietzsche, y al diluirse, se pierde el sentido20. Hay que asumir el devenir histórico sin proyecto ni metas últimas. Las cosas acontecen, sin más, no hay que buscarles un sentido oculto ni una finalidad. Pero las personas se resisten a asumir la contingencia y el azar, buscan un orden moral armónico, que les dé sentido. Su respuesta es que el mundo no tiene significado; 19. J. A. Estrada, «La religión en una época nihilista: el caso Nietzsche», en R. Avila (ed.), Itinerarios del nihilismo. La nada como horizonte, Madrid, 2009, pp. 417-438. 20. F. Nietzsche, Werke. Kritische Gesamtausgabe, ed. de G. Colli y M. Montinari, VIII/1-3, Berlin, 1970-1974, VIII/2,14: 9 [35] (27).

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el hombre no es el centro del universo; no hay un plan de conjunto, ni una dependencia de dios; ni un bien general que exija el sacrificio del individuo. Tampoco hay una teleología inmanente a la historia ni una providencia que la trascienda. Hay que reconciliarse con el mundo, como es, sin más allá ni valores últimos. Si la fe en la razón es la causa del nihilismo, descubrimos que los valores son proyecciones utilitaristas en función del dominio. Nietzsche tomó distancia de las comprensiones del universo y de la historia que buscaban un sentido último, en el que encuadrar al individuo. Para ello tuvo que criticar las construcciones subjetivas, generadas por la razón y el deseo. Toda verdad es proyección e interpretación y la voluntad de verdad acaba en el nihilismo: «Lo último sería el nihilismo, ¿pero no sería también el nihilismo lo primero? Éste es nuestro interrogante». Para alcanzar la verdad no valen ni Dios, ni el hombre, ni la razón. Sólo quedan la autoafirmación y la voluntad de poder, fuentes de la creatividad humana. No soportamos el mundo como es y lo transformamos desde una comprensión moral, que le da sentido. Pero los valores que utilizamos no pueden fundamentarse ni en Dios ni en la naturaleza; son creaciones del deseo y la voluntad, resentida con un mundo que le desagrada21. Nietzsche llama a afrontar estoicamente la realidad; aunque es consciente de que no podemos vivir sin valores, que son ficciones útiles sin objetividad alguna. Estamos obligados a afrontar la vida, lo cual exige ascética, autodisciplina y maestría de sí, creando valores que fortalezcan. A partir de ahí Nietzsche establece dos formas de nihilismo, el pasivo y el activo. El primero es un síntoma de decadencia, resultado del debilitamiento del espíritu, mera aceptación conformista del que ha perdido la fe en el mundo, y lo asume sin engaños, como el budismo. Nietzsche está próximo al nihilismo oriental, en cuanto que radicaliza la nada, pero se aleja de él por la importancia que da al valor, la significación y el sujeto. La creatividad individual es, para él, un presupuesto metafísico absoluto e irrenunciable. No hay sentido ni significados últimos, todos son creación del hombre, que tiene como modelo al artista que hace de su vida una obra de arte. En contra de las trascendencias tradicionales (Dios, la patria, la sociedad emancipada) propone una estética de la existencia y un sentido fragmentario de la vida, combinando la creatividad con la aceptación del mundo y la historia como son, sin proyectos englobantes de significado. 21. El gay saber, § 346; La genealogía de la moral, Madrid, 51980, Prólogo § 6, p. 23; Más allá del bien y del mal, §§ 2, 9, 259.

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En cambio, el nihilismo activo asume la ausencia de valores y metas últimas. Exige ser creativo, autoafirmarse y darse a sí mismo una meta y un valor, sin rechazar las dimensiones negativas de la vida. No hay realidades valiosas en sí, porque los valores son creaciones de la voluntad de poder. El nihilismo «podría ser una forma de pensamiento divino» porque niega un mundo verdadero y autoridades sobrehumanas que fijen metas últimas (Dios, la conciencia, la razón, la historia, la opinión pública, etc.). En lugar de asumir un código cultural de sentido dado, hay que crearlo individualmente y dar un sentido al sufrimiento22. Lo último no es el dolor sino la forma de abordarlo, la capacidad de darle un significado y de integrarlo en la vida, sin que la rompa o la haga inútil. Su alternativa es humanista, a pesar de sus críticas sobre cómo surgen las cosmovisiones y los sistemas metafísicos, que pretenden ofrecer valores últimos de verdad y significado. ¿Cómo puede, entonces, ser feliz el individuo? Nietzsche remite a las experiencias que dan sentido a la vida. El instante de plenitud tiene un sentido redentor, es singular, único e irrepetible. Pero lo perecedero del momento puntual, integrado en el eterno retorno de todo, amenaza el sentido de eternidad buscado. La fugacidad de los instantes felices remite a la fragilidad de la contingencia. No hay que esperar una redención final, como hace la religión, sino redimir la vida desde las experiencias actuales: «Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta siempre de nuevo, y tú con él». La pregunta es: «¿Quieres que se repita esto otra vez y aun innumerables veces?». Un instante de plenitud puede dar sentido a la vida entera23. Es lo que expresa con la inocencia del niño, que vive en el presente, olvida un pasado irredimible y se desentiende de un futuro impredecible. El ansia de inmortalidad es consustancial al hombre. Para que éste no se oriente hacia la eternidad divina, hay que meterla en la temporalidad. La voluntad de poder es voluntad de vivir como si la experiencia actual fuera la definitiva. Responde a la fugacidad del tiempo con momentos de eternidad, que permiten la autoafirmación. Si el cristianismo del más allá devalúa la temporalidad en favor de la eternidad, Nietzsche procede de forma inversa: 22. «El problema no era el sufrimiento mismo, sino que faltase la respuesta al grito de la pregunta: ¿para qué sufrir?» (La genealogía de la moral, Madrid, 51980, III § 28); KGW VIII/2, 18: 9 [41]; 14-20: 9[35](27) hasta 9[43](33). 23. El gay saber, § 341; La genealogía de la moral, I, § 15; «Todo va, todo vuelve, eternamente rueda la rueda del ser. [...] En cada instante comienza el ser [...] Curvo es el sendero de la eternidad» (Así habló Zaratustra, Madrid, 1980, «El convaleciente», pp. 300-304, 314-318; «De la visión y el enigma», p. 26; «Al mediodía», pp. 369-371; «La canción del noctámbulo», pp. 427-428; Ecce homo, Madrid, 51979, pp. 1, 93).

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la temporalidad es lo último y en ella está lo eterno, aunque sea puntual y fragmentario. La experiencia de la eternidad en el presente sería una intemporalidad ajena a cualquier teleología o expectativa de futuro. Nietzsche transforma el imperativo categórico kantiano en otro de signo diferente: ¡vivir de tal forma que se quieran repetir infinitamente las experiencias presentes! La realidad permanece tal cual (sin sentido, fugaz) pero es asumida y deseada. Hay que reconciliarse con la vida y gozarla, redimiéndola del bien y del mal, que son pasajeros. Nietzsche critica las visiones globales, las metafísicas, que ofrecen unidad, sentido y armonía, en favor de la vigencia del instante, que tiene un sentido pleno en sí mismo, sin continuidad ni consecuencias que desvirtúen lo vivido. Rechaza también la concepción cristiana de la eternidad, en favor de experiencias puntuales, heterogéneas, arbitrarias y repetibles, que hacen que la vida merezca la pena. En cuanto que la vida es corta y no podemos esperar en Dios, hay que aprovecharla, intensa y puntualmente, asumiendo la indiferencia de la historia respecto del ansia humana de felicidad. El sinsentido del cristianismo La crítica de Nietzsche al cristianismo corresponde a su toma de postura nihilista. La tradición agustiniana y luterana del hombre hecho para Dios, que aspira a la unión con él, revela a un ser débil, enfermizo y femenino, que depende de otro. El hombre es el «animal aún no fijado» y las religiones apoyan a los más tarados y predican la igualdad. Cuando no se asume el mundo como es, con sus limitaciones, se recurre a un ser divino y redentor, que esconde la nada. Nietzsche es consciente de la imposibilidad de asumir el sinsentido de la vida. Lo que rechaza son los recursos trascendentes tradicionales, los intramundanos y los religiosos: «Cuántos hay todavía que piensan así: ‘Si no hubiera Dios la vida sería intolerable’ [...] Por tanto, es necesario que haya un Dios o que la existencia tenga un significado moral»24. Las religiones son las grandes hermenéuticas de sentido de la sociedad, pero el recurso a la divinidad implica la negativización de la vida. «En cuanto creemos en la moral, condenamos la existencia». Cuanto peor van las cosas, más necesidad hay de religión y la inseguridad personal se compensa con el adoctrinamiento fanático. En última instancia, Dios está al servicio de las necesidades insatisfechas. Los problemas comienzan cuando se 24. Aurora, Madrid, 1984, p. 88; La genealogía de la moral, II, §§ 19, 22; III §§ 50, 62; Así habló Zaratustra, cit., pp. 56-59.

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capta que no hay causa alguna del mal en el mundo, que no hay que buscar culpables ni condenar la vida. Primero, se impugnan los tabúes y las normas sociales; luego, la evaluación moral y la justificación ética de las acciones; finalmente, se rechaza la dinámica que presume la propia inocencia, a costa de hacer a los otros culpables. El código religioso se une al moral porque son reactivos ante la negatividad de la vida. Nietzsche capta bien la dinámica decimonónica de la religión que rechaza el Modernismo y la Ilustración, a la defensiva ante las corrientes seculares. El punto clave es la necesidad de salvación y redención, a la que responden los ideales del progreso y los postulados del judeocristianismo. El voluntarismo moral y el idealismo fanático llevan a la militancia antimodernista, que esconde la inseguridad personal y la incapacidad para aceptar la fragmentariedad de la vida. Detrás de la moral ve siempre reactividad negativa, más que un proyecto propio, y la referencia a Dios sirve para apaciguar las dudas e inseguridades propias. Las pretensiones morales aumentan cuanto mayor es la incapacidad para asumir la vida como es. La insistencia en el futuro es la contrapartida a la denigración del presente y las utopías redentoras, religiosas o seculares, las proyecciones que dimanan de la continua insatisfacción con el presente. La invención del dios moral se completa con la teologización y espiritualización de Dios. Surge la idea de un ser trascendente, supramundano, asegurador del más allá y providente. La culpa del hombre y el ansia de salvación le lleva al Dios redentor y salvador, del que no puede independizarse y que no tiene consistencia: «En todas las religiones pesimistas se llama Dios a la nada»25. El hombre crea a un dios que responda a sus necesidades, para acabar siendo dominado por él. La teologización y moralización de Dios van parejas, porque posibilitan jerarquizar y ordenar el mundo. El problema está en que detrás de esa invención no hay más que la nada. La solución es evidente, hay que acabar con Dios, asesinarlo, eliminar esa referencia última de la vida. La conocida sentencia sobre la muerte de Dios cobra cada vez más importancia en la obra de Nietzsche, al tiempo que ve el ateísmo como «una nueva inocencia», el punto de partida para un nuevo comienzo, en el que el hombre sustituye a Dios26. La exacerbación del ideal divino se vuelve contra sus seguidores y favore-

25. La genealogía de la moral, III, § 17; «Dios es la fórmula para toda calumnia del más acá, para toda mentira del más allá. ¡En Dios se diviniza la nada, se santifica la voluntad de nada!» (El anticristo, Madrid, 1984, p. 54). 26. El gay saber, Madrid, 1973, § 343, 108, 125; Así habló Zaratustra, cit., pp. 34, 256, 351: «¡Mejor ningún dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera, mejor ser un necio, mejor ser dios mismo!».

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ce «sobrenaturalismos» que contraponen el más acá al más allá, en lugar de asumir un proyecto mundano. Nietzsche critica al dios perverso, al absoluto que exige el don total, en el que no hay lugar para la crítica. Cuanto peor van las cosas y más sinsentido hay, mayor es la necesidad de Dios, que vive de la negatividad de la vida. Creer en Dios se opone a la aceptación incondicional del devenir histórico; al eterno retorno, contrario a cualquier expectativa última de sentido; al superhombre que asume estoicamente la realidad, la de la transvaloración creativa al servicio de la voluntad de poder, sin renunciar a su creatividad. El eslogan ateo: «Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta de la vida», tiene en Nietzsche un referente esencial, con el trasfondo del rechazo a una religión opresiva que quita las ganas de vivir. A esto se añade su inmanencia cerrada, que imposibilita «el salto a la fe» (en la línea de Pascal o Kierkegaard). La referencia a Dios no tiene ninguna dimensión positiva, es mero mecanismo compensatorio de escape de la realidad. Desde un naturalismo inverso al sobrenaturalismo, la muerte de Dios abre espacio a la creatividad, que sería la alternativa sustitutiva de la fe en Dios. No es que desaparezcan los valores, porque no podemos vivir sin ellos, sino que se crean otros. La crítica moral y religiosa de Nietzsche es consistente, aunque insuficiente, forma parte de nuestro código cultural y, paradójicamente, ha servido para replantear las mismas religiones. Hay que aprender de él, aunque su hermenéutica sea incompleta. Nietzsche abrió una nueva fase en la crítica ilustrada a la religión, como Freud. Su crítica nihilista al cristianismo la vuelve contra sí. No hay una valoración única de la vida ni una verdad que corresponda a la realidad, sino pluralidad de perspectivas. Por un lado, las ilusiones son inevitables y estar engañado es una condición implícita a toda forma de vida27. De ahí, la exigencia de que las ilusiones no sean incompatibles con los acontecimientos históricos y las leyes de la naturaleza. Por otro, la búsqueda de sentido es una enfermedad humana, de la que sólo pueden curarse aquellos que se sienten sanos. «¿Y en qué se reconoce en el fondo la buena constitución?»: en una forma de vida respetuosa con los sentidos, en la que hay una síntesis propia y personal; en la que se rechaza la culpabilidad y se asumen los acontecimientos sin quejarse. Todo filósofo habla de sí mismo, de su cuerpo y de su enfermedad, y su filosofía explicita su propia creatividad28. Al filosofar, Nietzsche habla de sí mismo, e indirectamente se propone como modelo en la etapa que lleva al superhombre. 27. Más allá del bien y del mal, § 34; KGW VII/3, 36[30]. 28. Ecce homo, pp. 24-25 («Por qué soy tan sabio»); El gay saber, «Prólogo», §§ 2-4.

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Las aporías del proyecto de vida nietzscheano Lo complejo de la realidad abre a una pluralidad de hermenéuticas, contra la pretensión de una única verdadera. ¿No es también la verdad de Nietzsche una ilusión? Pasa de la pluralidad de verdades a rechazar la verdad, y el relativismo se convierte en un instrumento de la voluntad de poder. Sólo existe lo que crea esa subjetividad proyectada, que no reconoce otra validez que ella misma. Por eso, no es posible enjuiciar desde referencias válidas, consensuadas u objetivas. El perspectivismo radical no privilegia ningún criterio y la crítica total a las proyecciones de la razón entra en contradicción performativa, porque se esgrimen razones desde la interpretación preferida. ¿Por qué privilegiarla y cómo atacar los juicios de valor, cuando el mismo Nietzsche los formula desde el binomio de fortaleza y decadencia, debilitamiento e intensidad? No hay bien ni mal, Nietzsche rechaza asumir las convenciones sociales o el recurso a Dios para establecerlos. Pero utiliza conceptos naturalistas que ejercen la misma función evaluadora. La esencia del hombre es la voluntad de poder y el placer correspondería a su fortaleza. No puede legitimar su interpretación en base a ningún criterio verdadero, pero remite al crecimiento personal y a su hermenéutica que se impone a las otras, a pesar de denunciar las trampas de la razón. La vida en sí misma no tiene sentido, pero Nietzsche ofrece el suyo, desde una transvaloración tan cuestionable como lo anterior. Hay un círculo vicioso entre la descalificación de cualquier interpretación y la pretensión de que se acepte la suya. La dinámica humana de superación; la superación del mecanismo de los instintos; la necesidad de cambiar el mundo, porque no nos gusta, es la diferencia específica entre el hombre y los animales. El horizonte del futuro no puede ser querer repetir mil veces la vida, tal cual, si no se quiere caer en una dinámica patológica. Para Freud, la repetición indefinida es la expresión por antonomasia de la pulsión de muerte, la que expresa la regresión a la vida orgánica, lo que bloquea el desarrollo personal29. No es la agresividad o la violencia lo determinante del instinto de muerte, sino el retroceso evolutivo, la regresión hacia la satisfacción inmediata a costa del dinamismo abierto al futuro. La carencia de expectativas sería parte de la patología regresiva, en la que domina el instinto de muerte. Nietzsche propone asumir el curso 29. S. Freud, «Más allá del principio del placer», en Obras completas VII, Madrid, 1974, pp. 2525, 2507-2541. Cf. J. Marsden, «Interminable intensity: Nietzsche’s demonic nihilism», en G. Banham, Evil Spirits. Nihilism and the fate of modernity, Manchester, 2000, pp. 72-88.

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de los acontecimientos y afirmarlos, ya que no es posible cambiarlos. ¿No es una forma de sacrificar el hombre al curso histórico? ¿No hay cercanía al planteamiento budista, criticado como nihilismo débil, que busca desprenderse de las ilusiones del yo, para fusionarse con el cosmos? No hay que someterse a Dios, pero sí al devenir natural y, además, quererlo. La estructura de obediencia criticada en la teología se asume en lo que concierne al curso de los acontecimientos. La naturaleza y la historia sustituyen a Dios con sus mismas exigencias. Hay que vivir «no aspirando a nada más que a confirmar y sellar esto eternamente». Buena parte de las corrientes postmodernas remiten a Nietzsche como precursor, pero han realizado sus propuestas de forma muy diferente a lo que éste esperaba. El humanismo, sin transformar el mundo y luchar contra el mal, es ilusorio. La resignación ante el devenir es propia de instancias sociales conservadoras, que descalifican como irrealizable cualquier proyecto transformador de la sociedad. El amor fati debilita al ser y pone límites al pensamiento crítico, como instancia de cambio social. Además, la cultura del consumo ha hecho de la satisfacción inmediata la clave de la alienación, degradando el futuro a un presente mejorado, marcado por el aumento indefinido de la satisfacción consumista. El instante de plenitud, que le servía a Nietzsche para afirmar la vida, cobra hoy otro sentido diferente. Lleva a aferrarse al presente, despreocupándose del futuro a momentos de gozo, marcados por el consumo y también por el recurso a las drogas, para vivir instantes satisfactorios, ya que la vida, en su conjunto, no merece la pena. El placer momentáneo puede ser la otra cara de la resignación ante un modo de vida superficial y carente de significación. El postulado de la creatividad humana es susceptible de una hermenéutica positiva y negativa, porque surge de la plenitud y también de la carencia individual. A su vez, la crítica a la moral, sustituible por la estética de la existencia, lleva a un pensamiento débil y fácilmente suscita conformismo y pasividad, lo contrario de la creatividad que Nietzsche pretende. Es verdad que la moral, sobre todo la deontológica del deber, depende del código cultural, ya que no hay subjetividad que no esté impregnada del contexto social, ni tampoco la de Nietzsche. Es necesaria la distancia crítica y reflexiva respecto de las exigencias morales. Pero la ética no se basa sólo en una racionalización de los derechos y deberes, sino que surge de forma espontánea e intuitiva ante situaciones en las que se viola la dignidad humana. Es la persona concreta lesionada, no un principio moral abstracto, la que suscita la reacción moral. Cuando ésta falta no es un síntoma de adultez y mayoría de edad, sino lo contrario. Hay una autonomía ética y religiosa cuando se asume que el bien y el 171

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mal están vinculados a la supervivencia y al crecimiento humano. Dios quiere lo que es bueno y rechaza lo malo para el hombre, sin que sea una voluntad arbitraria la que determine el bien y el mal. El eterno retorno cobra un nuevo significado en el marco de la sociedad de mercado y la propaganda consumista, con multiplicidad de ofertas y experiencias que encubren más de lo mismo. En realidad no hay novedades, sino un retorno alienante de lo que ya se ha experimentado, con nuevos nombres dictados por las modas. Un futuro basado en el aumento indefinido de ofertas consumistas lleva a la satisfacción inmediata y al aburrimiento a largo plazo, que cierra en sí mismo al hombre. La felicidad banal que ofrece la cultura es la otra cara de su imposición de un estilo de vida vacío de creatividad. P. Bruckner muestra las aporías de la potenciación indefinida de los deseos y de la exigencia permanente de sentirse a gusto, como fórmula de la felicidad30. Sentirse felices es un imperativo cultural, a costa de la trivialización de la plenitud buscada, que se traduce en aumento de placer. La rutina cotidiana genera una vida gris y aburguesada, porque no hay nada que trascender ni metas por las que luchar. En la sociedad del bienestar se tienen muchas cosas, pero no hay casi nada que trascender y por lo que luchar; de ahí, la mezcla de confort material y aburrimiento existencial. El sí incondicional a lo que ocurre, el presupuesto nietzscheano, es tan cerrado como el negativismo absoluto. La vida no vale nada, no porque se sacrifique a Dios o a un ideal superior, sino porque no hay dioses, ideales ni metas que merezcan la pena. La tolerancia es la otra cara de la indiferencia. Habría permisividad porque nada es mejor que su contrario; todo está permitido pero nada merece la pena. El antiutopismo se plasma en un realismo del presente, carente de proyectos emancipadores. La estética de la vida es ambigua, a la luz de las denuncias de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal y de la moral sin culpa, porque se abdica de la responsabilidad. Si antes predominaba la culpabilidad autodestructiva, hoy nadie se siente malo y todo está permitido. Al vivir en la presencia de Dios, había conciencia de la necesidad universal del perdón y de la redención, en la línea a la que apunta Adorno cuando habla de una vida dañada y de la necesidad de la perspectiva redentora: «El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse, a la vista de la desesperación, es intentar ver las cosas tal y como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redención»31. La 30. P. Bruckner, La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Barcelona, 32008. 31. T. W. Adorno, Minima moralia, Madrid, 1987, p. 250.

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muerte de Dios ha dejado un vacío y ha debilitado las motivaciones morales. Nietzsche capta las patologías de la moral, pero se le escapan las aporías del hombre que no se siente responsable de sus acciones. Su rechazo de Dios está vinculado al de la metafísica, pero las grandes cuestiones existenciales persisten. El hecho de que no haya respuestas últimas y apodícticas no implica que no tengan sentido. En cualquier caso, dejan abierto el horizonte y la necesidad permanente de justificar racionalmente los proyectos de sentido, aunque no haya instancias externas en las que apoyarse. Lo mismo ocurre con la verdad, que siempre se aborda de forma fragmentaria, pero que es irrenunciable como ideal al que aspirar. De los errores acumulados en la vida no se deduce que no haya verdad, como las experiencias de sinsentido no legitiman la renuncia a buscar el sentido. La negación global del sentido de la vida es tan infundamentada y extrapolada, como la afirmación contraria. El nihilismo absoluto es una forma de plenitud invertida, con un exceso de inteligibilidad. Si nada tuviera sentido, no podríamos hablar de él, ni discernirlo en los acontecimientos. Al evaluar, presuponemos que sabemos lo que es la verdad, lo bueno y lo que tiene significado, y nadie puede escapar a esta referencialidad. Rechazar todo progreso es tan infundado como su absolutización y ambas afirmaciones recaen en las pretensiones del saber total, criticadas por Walter Benjamin32. Como les ocurre a los otros grandes maestros de la sospecha (Marx y Freud), Nietzsche es más válido en su diagnóstico y crítica que en su terapia y alternativa. Su crítica a los proyectos de sentido no justifica la validez de su propuesta, tan fragmentaria y reductiva como las que rechaza. Su popularidad y éxito actuales se deben más a la validez de sus pronósticos sobre el nihilismo resultante de la muerte de Dios, que a que ofreciera una alternativa consistente, desde la que sería posible continuar adelante el proyecto emancipador de la Ilustración. La izquierda cultural utiliza su filosofía en cuanto mediación deconstructora, pero no le sirve para construir proyectos alternativos. En realidad muchos nietzscheanos actuales lo son más en la teoría que en la práctica, ya que su identificación especulativa con Nietzsche no se traduce luego en una forma de vida acorde con su teoría.

32. J. A. Zamora, «Dialéctica mesiánica: tiempo e interrupción en Walter Benjamin», en G. Amengual, M. Cabot y J. L. Vermal (eds.), Ruptura de la tradición, Madrid, 2008, pp. 83-138, cita p. 113.

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3. El sentido de la vida y la hermenéutica cristiana Nietzsche triunfó en el siglo XX y es el referente fundamental con el que tropiezan muchas corrientes humanistas actuales, tanto seculares como religiosas. Hay una reacción generalizada respecto de los referentes platónicos cristianizados, en favor de los valores creados por la voluntad de poder. Nietzsche buscaba dar sentido a la vida desde instantes de plenitud que serían su alternativa a la promesa redentora cristiana33. Contrapone el mundo superior de las ideas platónicas al universo físico cambiante, la eternidad estática griega al fluir del tiempo. Aspira a la síntesis entre lo temporal y lo eterno, desmarcándose de lo griego y enfrentándose a la concepción cristiana de la finitud y la temporalidad. El eterno retorno se inspira en el ciclo natural, a costa de perder la secuencialidad temporal de la historia y el dinamismo de un presente abierto al futuro, propio del cristianismo. Hay una naturalización de la historia y se pierde su dinamismo de progreso. Por eso no hay expectativas de un futuro mejor, ni una dinámica de anticipación contrafáctica del futuro, en el sentido de la escatología cristiana. El eterno retorno implica que la esencialidad atemporal, vista desde el ciclo natural, se impone al fluir contingente. Reformular la hermenéutica cristiana El sentido de la vida de la hermenéutica cristiana tiene que reformularse a la luz de las críticas de Nietzsche y de los problemas actuales. La búsqueda de sentido se inscribe en la dinámica del sujeto como agente de deseos. Precisamente porque somos limitados, hay carencias, necesidades y deseos irresueltos en cada persona, que se inscriben en el proyecto global de realización que ofrece cada sociedad. Desde la tradición clásica podemos afirmar que la persona se orienta hacia el bien, la verdad, la unidad y la belleza, siempre mediadas culturalmente, que constituyen metas trascendentes. La ética, la estética y el conocimiento analizan la tendencia hacia el ser, cuyos trascendentales o propiedades esenciales orientan la acción humana, a diferencia del resto de los animales. La relación del hombre hacia el ser constituye el eje de la actividad cognitiva, valorativa y artística. En este marco la búsqueda de sentido es la actividad englobante, que canaliza la dinámica ontológica respecto del ser. 33. H. Echternach, «Ewigkeit», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 2 (1972), pp. 838-844; M. Theunissen, Negative Theologie der Zeit, Frankfurt a. M., 21992, pp. 355-371.

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Desde la tradición platónica, la tendencia hacia el ser se identifica con la que despierta en nosotros el ser último, la divinidad, que se encarna en la idea del Bien. El cristianismo también ha interpretado la dinámica trascendente como «deseo de Dios» (Agustín: «Inquietum est cor nostrum donec requiesquat in te»). Para unos es un apetito «natural» inscrito en la naturaleza humana, mientras que otros acentúan su carácter de don gratuito, que rebasa toda capacidad y dinámica intrínsecas. Este deseo del ser y de Dios, el ser por antonomasia («el mismo ser subsistente»), es el resultado de una atracción última. Tiene una dimensión cognitiva e intelectual, que lleva a la contemplación y a la búsqueda de la verdad, pero también moviliza la voluntad y la libertad. La búsqueda de Dios, verdad última, estructura el proyecto humano, que busca dar sentido a las experiencias, radicalizando la introspección, la dinámica del trascendente inmanente. Lo nuevo del cristianismo está en desplazar el Ser de los filósofos desde la revelación del Dios del crucificado. La teología escolástica construyó una «teología de dos pisos», en la que el hombre realizaba su naturaleza humana de forma natural, mientras que su destino sobrenatural sólo podía alcanzarse por la gracia. Este dualismo, de base platónica y cristiana, subyace al negativismo tradicional sobre el esfuerzo humano y al sobrenaturalismo, que minusvalora las realizaciones históricas. La búsqueda de felicidad es innata al hombre y, paradójicamente, impregna también al suicida. El deseo del bien y del ser pone en marcha la capacidad de valoración y enjuiciamiento, orientando al libre arbitrio. No podemos vivir sin ideales, aunque no haya consenso al valorarlos y proponerlos. El sentido de la vida y de la historia responde a esta dinámica finalista, tanto en las pulsiones y deseos corporales como en las ansias espirituales. De ahí el significado del proyecto de Jesús y su mensaje del reino de Dios que se hace presente en la vida humana. Se ofrece un sentido para la vida, en el que hay una inversión de valores sociales en favor de los pobres, los oprimidos y las víctimas, que son los sujetos marcados por el sinsentido. La teología de la liberación apunta al significado de un proyecto que busca generar sentido en la historia y que ofrece las pautas de una vida realizada, sancionada, además, por la esperanza de que ese sentido desborde la muerte. La proclamación de Jesús como Hijo de Dios, tras la experiencia de la resurrección, no desplaza el significado de su vida. Por eso, se recuerda que el Resucitado es el Crucificado, contra los que buscan un sentido al margen de la historia vivida por Jesús (1 Cor 1,22-25), contraponiéndolo a la sabiduría racional griega. Se hace del seguimiento de su proyecto el criterio fundamental para proclamar un sentido que supera la muerte. El problema no estriba sólo en si Jesús es Hijo de Dios, sino en si su forma de 175

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vivir es la que Dios quiere, en si su proceso histórico comunica qué es lo divino y cómo es Dios. A Dios no lo conoce nadie, lo revela el Hijo con su forma de vida (Jn 1,18). Por eso, el contenido de lo divino lo da la vida de Jesús, no una especulación filosófica. No es simplemente que Dios se haga presente en Jesús, sino que no se pueden asumir imágenes de Dios que contradigan los valores por los que vivió y murió. El criterio de lo divino es una forma de vida. El problema posterior de los cristianismos históricos estriba en que la discusión sobre su persona, su relación con la divinidad se desplazó del ámbito del proyecto existencial al de las consideraciones filosóficas, basadas en la imagen griega de la divinidad (impasible, ahistórica, esencialista). Entonces, las especulaciones sobre el dios encarnado se interpretaron en clave de designio divino, centrando en la cruz —a costa de desplazar su proyecto del reinado de Dios, que fue su código de sentido— el principio ordenador alternativo al desorden social e histórico. De esta forma, se mitigó el significado conflictivo de esa hermenéutica, que sigue provocando e interpelando al hombre de hoy34. La relación con Dios, mediante la historia vivida por Jesús, sirve de clave hermenéutica para evaluar y jerarquizar los apetitos y tendencias. En lugar de saciar el deseo con ofertas consumistas, se potencia y radicaliza una dinámica histórica, centrada en las relaciones interpersonales, desde la que se relativizan las ofertas inmanentes. Se puede hablar de un existencial «sobrenatural» que marca la dinámica histórica e inmanente de la persona, en lugar de un dualismo que cierra la naturaleza humana en sí misma. Cuando falta ese dinamismo escatológico, que busca transformar las estructuras sociales opresoras desde el horizonte de la trascendencia divina, es sustituido por ideales y metas intrahistóricas, de las que se espera la felicidad. Dios no es la meta formal sobre la que proyectamos el deseo, dejando intacta la sociedad, sino la instancia trascedente que relativiza las metas históricas. No se ofrece un sentido en el más allá ni al margen del sinsentido que impera en la sociedad, sino que la referencia al horizonte de Dios actúa operativamente en el ahora histórico. Descoloca a la persona y desborda cualquier proyección desiderativa, generando un inconformismo creativo ante cualquier realización histórica. En este marco hay que plantear la temporalidad y la finitud, las experiencias de presente y las expectativas de futuro. El cristianismo ve el pasado desde la memoria de lo que Dios hizo en la historia y se abre al futuro como esperanza, que incluso transforma el significado 34. Remito a la síntesis de J. L. Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, II/2, Madrid, 1982, pp. 625-670.

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de la muerte. Hacer de ella el comienzo renovado de la vida forma parte del deseo, que no se dirige hacia una realidad de ultratumba sino a un horizonte que genera sentido en el devenir histórico. El «miedo al fluir del tiempo» del hombre primitivo, según la formulación de Mircea Eliade, está vinculado al de la muerte, y ambos cambian desde la perspectiva de la presencia divina en el origen (nacimiento) y término (muerte). El deseo de Dios cobra así valor estructurante y la eternidad comienza a actualizarse en cuanto salvación en la historia. No son instantes puntuales de plenitud, sino memoria de una relación permanente con Dios, simbolizada por la idea de alianza. Esta vinculación trascendente está mediada por relaciones humanas cargadas de sentido. La eternidad no es una temporalidad infinita, sino presencia actual de Dios en la historia, generadora de sentido. Por eso, el cristianismo afirma que Dios es amor (1 Jn 4,16), en cuanto fuerza que transforma al hombre y la sociedad. Kierkegaard subraya la decisión de fe y la realización de lo eterno en el tiempo. El hombre es una síntesis de temporalidad y eternidad, de finitud e infinitud, que culminan en la forma de vida cristiana. La promesa de futuro da sentido a la actividad del presente, que, a su vez, remite a la memoria de la salvación acontecida. La negatividad de la historia exige el salto de la fe, pero Kierkegaard no valora el reino de Dios en la historia y su relación con el progreso humano. Se mueve en el ámbito de la teología agustiniana, que negativiza las realizaciones desde una concepción sobrenaturalista. El miedo a la autosuficiencia pelagiana le llevó a devaluar lo humano, abriendo espacio a los espiritualismos. Siguió así las huellas antipelagianas de san Agustín, siempre desconfiado de lo humano para resaltar la fuerza de la gracia. De esta forma puso las bases de la contraposición entre la vida eterna y la terrena. La fusión del platonismo con el cristianismo implicó una helenización de la escatología cristiana y una cristianización de lo griego. San Agustín sostiene que no hay un antes o un después de la creación, porque antes de ella no había tiempo. El tiempo no es algo que ha existido siempre, porque el universo ha sido creado con el tiempo. Contrapone el tiempo mudable y durable a la eternidad divina, siempre presente, idéntica y perdurable. «Aunque tú eras antes del tiempo, no lo precedes en el tiempo. De lo contrario, no serías anterior a todo tiempo. Precedes a todos los tiempos pasados con la excelencia de tu eternidad siempre presente. Y eres superior a todos los tiempos futuros porque todavía están por venir y cuando lleguen, ya habrán pasado. Tú, en cambio, eres el mismo y tus años no pasarán. Tus años no van ni vienen [...] Tu hoy 177

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es la eternidad»35. La inmutabilidad ontológica divina se contrapone al tiempo óntico, que tiende a la nada, entre el pasado (que ya no es) y el futuro (que todavía no es). Por eso Agustín veía el pasado y el futuro como estados de conciencia del sujeto, ya que la duración, con la que medimos el movimiento, presupone el tiempo como medida. El sujeto mide el tiempo, en cuanto sensación impresa por las cosas que pasan, y actualiza la secuencia de pasado, presente y futuro. Contrapone el tiempo subjetivo y el cosmológico de la creación, que remite al ahora y presente eterno, desde el que afirma la omnisciencia divina. Dios se escapa al fluir del tiempo, no tiene historia. La concepción escatológica fue suplida por un más allá eterno, contrapuesto al fluir temporal del más acá. La impasibilidad divina griega se impuso a la concepción del Dios en la historia. El dios de los filósofos, esencia sempiterna, se identificó con el bíblico. El Dios omnipresente es la causa última de los sucesos históricos, a costa de la escatología, que apunta a una salvación en vías de realizarse. El cristianismo esencialista y presentista negativiza al hombre en nombre de un sobrenaturalismo platónico. Esta negatividad ha sido una causa de la reacción del humanismo ateo: hay que prescindir de Dios para valorar los logros humanos, los bienes espirituales intramundanos y las metas intrahistóricas de los proyectos de emancipación. El tiempo experiencial necesita sentido y se diferencia del mero fluir del tiempo físico. El presente, entre la nada del pasado que ya ha sido, facticidad que es incambiable, y las posibilidades del futuro, que todavía es una nada, se caracteriza por la responsabilidad36. Las consecuencias de nuestro proceder se reflejan en el pasado y son determinantes del futuro, que todavía no es. El cristianismo apela a un presente con sentido, en cuanto que se vive en relación con Dios, lo que capacita para aceptar lo que hemos sido y sacar consecuencias positivas para el ahora, con lo que el pasado no está cerrado. La esperanza ante el futuro, vivida desde la relación con Dios, permite asumir la vida como es, en su finitud y limitación. Dios no es un referente para escaparse de las exigencias del presente, sino que, por el contrario, posibilita asumir la totalidad de la existencia, coram Deo (en la presencia de Dios). El tiempo profano se transforma, en cuanto que se asumen los acontecimientos, dándoles un significado positivo, sin absolutización del pasado ni impotencia ante el 35. San Agustín, Confesiones XI, 13, 16. «¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé» (Confesiones XI, 14, 17). 36. V. Frankl, La voluntad de sentido, Barcelona, 1988, pp. 50-58.

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futuro. La idea de un Dios providente genera confianza, pero no quita la exigencia de que sea la persona la que dé un sentido a su existencia. La secularización y la pérdida de referencia a Dios ha llevado a suplir la concepción cristiana por acontecimientos y conmemoraciones profanas, que expresan la necesidad de un tiempo marcado por el sentido. El mismo pasado tiende a verse desde la mera perspectiva de la facticidad histórica, objeto de museo y ajeno al presente, posibilitando así el olvido y la desmemoria histórica actual. El futuro deja también de tenerse en cuenta, dado lo imprevisible de los diagnósticos, la rapidez de los cambios y las expectativas del futuro como presente mejorado, sin abrirse a la posibilidad de un cambio radical. Por eso, nos aferramos al presente, asumido como lo que acontece fortuitamente. El conformismo, aceptar lo inevitable, se une a la búsqueda fragmentaria de sentidos inmanentes. No podemos asumir la vaciedad del tiempo y buscamos acontecimientos significantes, que permitan desplegar proyectos de vida. La pérdida de sentido religioso de la vida es difícil de compensar secularmente. La referencia a las utopías de progreso es insuficiente para abrir la inmanencia y suplir el vacío dejado por la trascendencia religiosa. No bastan los efímeros instantes de plenitud, propios de las festividades nacionales, los éxitos deportivos o las vacaciones anuales, porque el sentido de la vida depende de las relaciones interpersonales y no de conmemoraciones que exaltan la colectividad a costa del individuo. Lo trivial del sentido que ofrece un éxito futbolístico o un acontecimiento mediático del espectáculo lleva al vacío existencial, a que el tiempo no tenga acontecimientos con densidad existencial, a la búsqueda incesante de nuevos momentos que saquen de la nada vital. La muerte de Dios ha dejado paso a sucedáneos de sentido, que no cubren las expectativas humanas. Necesitamos lugares creadores de sentido en un contexto histórico de crisis de la familia, de la educación y de la escuela, que han sido los transmisores tradicionales de valores y proyectos. En las sociedades tradicionales había sentido de pertenencia y de identidad, porque el proyecto personal y el colectivo se fusionaban, posibilitando actuar por convicciones internas que correspondían al código cultural. Hoy, por el contrario, vivimos una crisis globalizada de identidad y sentido, que algunos ven también como crisis de civilización. La pluralidad social imposibilita el consenso, con lo que aumenta la inseguridad personal, mientras que los medios de comunicación social desplazan a la familia, la escuela y la iglesia como lugares de creación de sentido. Vivimos hoy, en buena parte, en una sociedad sin padres, una educación sin maestros y una religión sin testigos. La horizontalidad social y la democracia se imponen, a costa de referentes con autoridad moral y plausibilidad social. 179

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Generar sentido desde la creatividad religiosa El gran reto para las religiones es mostrar sus contribuciones positivas a la vida humana. La secularización cultural privatiza las creencias religiosas y limita la influencia social de las iglesias. El cristianismo se repliega respecto de una sociedad secularizada que se vive como una amenaza, como en la época del antimodernismo. Cuanto mayor es la secularización social, tanto más reactividad interna hay en el cristianismo. Se desconfía de las experiencias y búsquedas, en favor del retorno a las viejas certezas dogmáticas y morales, aunque estén desfasadas y no puedan responder a los nuevos retos. El miedo a la subjetividad crítica se traduce en aferrarse a lo institucional y negarse a cualquier contextualización, denunciada como relativismo. La crisis de las instituciones sociales se compensa con la dinámica vitalista, que acentúa las opciones personales y las pertenencias múltiples, favorables a síntesis sincretistas de elementos religiosos y profanos, que faciliten crear nuevos valores37. Pero las religiones tienen miedo de esta vuelta a las vivencias personales, que llevarían a una reestructuración institucional en favor del protagonismo de la comunidad. Si el proyecto de vida de Jesús se convirtió en una clave de sentido, habría que ver cómo actualizarlo hoy. Esta nueva situación es un reto para las religiones. Sólo cuando se participa en las condiciones de vida de todos los ciudadanos, es posible mostrar la viabilidad y credibilidad de una orientación. El tradicionalismo religioso es externo a la sociedad y sus propuestas no conectan con el código cultural y el estilo de vida, que sólo se pueden cambiar desde dentro. Pero no hay redes institucionales que faciliten la síntesis entre modernidad y cristianismo. Sigue habiendo necesidad de espiritualidad, de religiosidad y de trascendencia, pero cambia la forma de concebirlas y los lugares de búsqueda. Surge una nueva forma de vida no religiosa e intramundana, centrada en el presente y en la afirmación de lo cotidiano. Los valores humanistas del cristianismo son asumidos sin referencia a Dios, sustituido por el individuo autónomo que busca realizarse38. Paradójicamente, las espiritualidades no religiosas surgen como resultado indirecto de la eficacia del cristianismo. Hay muchos valores, originalmente específicos del cristianismo, que hoy forman parte del legado cultural de Occiden37. J. A. Estrada, El cristianismo en una sociedad laica, Bilbao, 22006, pp. 175-228; P. Bruckner, La euforia perpetua, cit., pp. 107-155; H. J. Höhn, Zerstreuungen, cit., pp. 68-157. 38. Ch. Taylor, «Spirituality of life and its shadow»: Compass 14 (1966), pp. 10-13.

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te, del que participan todos los ciudadanos, con independencia de sus pertenencias religiosas. Se pueden asumir muchos contenidos cristianos, sin serlo. Los valores humanistas del cristianismo tienen valor sin la referencia a Dios en la que se originaron. Se han secularizado y ha cobrado relevancia el ámbito de lo profano y de lo cotidiano, como espacio de realización de sentido. El progreso desplaza a la salvación, que sólo cobra relevancia cuando se muestra eficaz para contribuir a la realización histórica. Tiene que superar, para ello, centrarse en la salvación individual (a costa de lo social y comunitario) y en la mera liberación social, instrumentalizando la salvación y reduciendo a Dios a mera cristalización y proyección de las demandas sociales de sentido. Las necesidades humanas son parte integrante del código de sentido que las religiones presentan como salvación. Los cambios históricos determinan los contenidos de las mismas expectativas religiosas. La promesa bíblica de salvación implicó una interpretación de los acontecimientos históricos desde la clave del pacto de Dios con Israel. Luego, en la época grecorromana del cristianismo, se puso en primer plano el juicio moral de Dios, de acuerdo con el comportamiento personal, desplazando la comunidad en favor del individuo. Esta moralización individualista de la historia llevó a la reacción antirreligiosa del siglo XIX por parte de los maestros de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y al desplazamiento del código religioso por el de la ciencia, que prometía una realización histórica de la pretendida salvación que ofrecían las religiones39. Hoy el contexto postmoderno desautoriza las expectativas de sentido futuristas y la moralización del sentido. Plantea a las religiones el reto de qué pueden aportar al proyecto personal y colectivo en favor de una vida realizada, e interrogan acerca de la creatividad de la fe y su capacidad para dialogar con otras corrientes e instancias de sentido. Los viejos imaginarios de salvación han perdido significatividad y plausibilidad. El concepto tradicional de salvación sobrenatural se vincula poco a las expectativas cotidianas, y los conceptos religiosos objetivos de salvación dejan paso a la exigencia de un sentido que transforme y libere a la persona, que quiere realizarse históricamente. El contexto cultural actual exige a las religiones un replanteamiento, renunciando a sus pretensiones fundamentalistas. El cristianismo es una forma de vida que invita a asumir unos valores. Su plausibilidad y credibilidad dependen de su capacidad de humanización y de crecimiento personal, en un contexto cultural marcado por la ma-

39. Remito a la síntesis que ofrece A. Tornos, Escatología II, Madrid, 1991, pp. 51-142.

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sificación del individuo y los sentidos banales de la vida que se ofrecen. El problema es que los ámbitos eclesiásticos cristianos no parecen muy favorables a los valores humanos de autonomía, libertad y reflexión crítica, que son sustanciales para cualquier proyecto de vida. Es también necesario que el cristianismo se distancie de la pretensión de intemporalidad que lo ha marcado durante siglos. La revelación divina que pretende no hay que verla como un contenido esencialista y ahistórico, que viene de lo alto. Toda religión es una creación humana, condicionada por la historia y los contextos sociales, aunque estuviera inspirada por Dios. Como todos los proyectos históricos, está marcada por el cambio y necesita corregir sus errores y desviaciones, más que pretender estar exenta de ellos. La salvación afecta a todo hombre, como la religión, y se traduce desde otras perspectivas hermenéuticas en términos de liberación, emancipación, humanización, etc. Schillebeeckx40 muestra que las diferentes teologías abordan el sentido desde la óptica de gracia y liberación, ofreciendo distintas claves hermenéuticas de la vinculación entre lo religioso y lo humano, la salvación y la emancipación, la lucha contra el pecado y contra la alienación. Al variar el código de sentido y las expectativas humanas, se transforma también el contenido de la redención, que siempre realza la insuficiencia de los sentidos logrados en la historia. Una salvación que no promueva sentido en la historia se descalifica a sí misma, pero el mero progreso no responde a las expectativas religiosas. Hay que experimentar la salvación, sin caer en las ilusiones de la autoliberación total. Por eso, la fe religiosa siempre tiene una dimensión pública, política y ética, que explica la importancia que le concede Benjamin en relación con las filosofías del progreso, como la marxista. El declive de la religión en Europa está marcado actualmente por una necesidad existencial de sentido sin respuestas y por la pérdida de potencial integrador de las religiones. El dogma y la moral ofrecen inadecuadas respuestas a las demandas de sentido que subsisten en la sociedad, lo cual se agrava por el carácter anacrónico de símbolos y mediaciones litúrgicas, que surgieron en una sociedad agrícola y religiosa, y tienen que competir con una era mediática, visual y corporal. La pérdida de relevancia estriba en la limitada capacidad para ofrecer una espiritualidad adaptada a las condiciones sociales modernas. Los individuos pierden aptitud para la trascendencia, a causa del estilo de vida social, y las iglesias no ofrecen un sistema de sentido inteligible, atractivo y plausible, que responda a las carencias existenciales. Desde la perspectiva cristia40. E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Madrid, 1983, pp. 727-822.

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na, el hombre viene de Dios y se orienta a él, como término último. El ansia de absoluto le es consustancial, aunque lo rechace o ignore, y se suple con sustitutos profanos. Pero el problema no está sólo en buscar o no a Dios, sino en desde dónde se postula un sentido último para la vida. El cristianismo lo vincula a una hermenéutica existencial, que sirve de referencia para la creatividad. Frankl subraya que la dimensión espiritual es constitutiva del hombre y desborda lo psicofísico. La carencia de ésta, aunque no se canalice religiosamente, es un síntoma del sinsentido, que él califica como una enfermedad41. La muerte de Dios obliga a buscar lugares, metas e ideales hacia los que orientarse. La pérdida de la tradición, la complejidad social, la pluralidad de valores y la imposibilidad de recurrir al instinto, como los animales, bloquea la libertad y genera el vacío existencial. La evolución social está marcada por la diversificación y radicaliza la contingencia, favoreciendo la integración en los grupos, a costa de la identidad y autonomía personales. Las religiones combinan la integración y la crítica social, con una contingencia vinculada a la trascendencia, desde la que crean convicciones de fe y de sentido. Al perderse la referencia al misterio, se disocia el binomio de salvación (religiosa) y felicidad (efímera), esfuerzo humano y gracia, radicalizando el vacío existencial en una sociedad que cada vez exige más competitividad y capacidad de rendimiento. Las iglesias no son hoy lugares propicios para sintetizar experiencia trascendente y exigencias sociales, necesidades personales y creencias religiosas, orientación mística y praxis profética. Cada religión implica un sistema de sentido, contingente por histórico, marcado por una serie de pretensiones y limitaciones que configuran el significado que transmitir. Las falsas trascendencias son las que no implican la fe en Dios con la generación de sentido en las sociedades. Pero N. Luhmann42 ha mostrado que toda propuesta de sentido es cuestionable, porque vincula realidad y posibilidades, y se construye personal y socialmente. Cuando el código religioso de significados pierde capacidad integradora y dinamizadora, la comunidad de fe se mantiene gracias a una potenciación de lo organizativo e institucional, aumentando las sanciones para mantener la unidad y la cohesión. La pérdida de la apertura a la trascendencia 41. V. Frankl, La presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión, Barcelona, 1977; La voluntad de sentido, cit.; H. Döring y F. Kaufmann, «Experiencia de la contingencia y pregunta por el sentido», en Fe cristiana en la sociedad moderna, IX, Madrid, 1986, pp. 12-82. 42. N. Luhmann, La religión de la sociedad, Madrid, 2007, esp. pp. 197-216.

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y la deshistorizacón de ésta se cubren con la maximalización de la moral a costa del deseo, las motivaciones y el misterio. Cuando esto ocurre, las iglesias se transforman en los sepulcros de Dios, de los que hablaba Nietzsche. La inseguridad salvífica aumenta en una sociedad que relativiza la necesidad de ortodoxia y de pertenencia a un grupo, en favor de la subjetividad de las creencias. Pero la institución religiosa no equivale a la comunidad de creyentes, ni la Iglesia a la religión, y tiene que haber correspondencia y diferenciación entre la sociedad y la Iglesia. La pluralización y complejización social cuestiona la uniformidad y rigidez de la institución eclesial, dificultando la operatividad de las creencias, rituales y acciones eclesiales, que devienen menos consistentes y funcionales. No hay una transformación de las ideas y deseos desde una oferta de sentido que irradie y aparezca como alternativa a la sociedad. Esta doble dificultad, la pérdida de referencia al misterio y la inoperatividad social de las instituciones, marca la crisis actual de las religiones en Occidente. El código religioso necesita de repeticiones y diferenciaciones para corresponder a la evolución del imaginario social. Al contemplar lo profano e inmanente desde la trascendencia, lo relativiza y le da un sentido, que es selectivo y evolutivo. Cuando faltan mediaciones entre ambos, se pierde la oferta de significado. Por eso, el sentido cambia históricamente y la transformación del código cultural arrastra al religioso. Pasamos de la tradicional salvación del alma, a la integral del hombre, y de una remisión al más allá, después de la muerte, a su concreción y actualización en el presente. La religión en Occidente no genera hoy un estilo de vida con irradiación social y la espiritualidad no conecta con las necesidades vitales. La sociedad ofrece variedad de posibilidades, mientras que la oferta eclesial es reducida e inadecuada, y se compensa con presiones autoritativas. Al no haber una identidad religiosa autónoma y bien adaptada, social y eclesialmente, la pertenencia eclesial es fragmentaria y temporal. Antes o después se percibe la inadecuación entre los moldes religiosos y las condiciones sociales de vida, porque no hay correspondencia entre sociedad e Iglesia. Las certezas religiosas y las demandas sociales no se acoplan, disociando fe y vida, a costa de la relevancia de la primera43. Las generaciones jóvenes son las que más viven el carácter inadecuado de las mediaciones religiosas, que responden a un sistema de creencias ignorado o rechazado por obsoleto. En este contexto es muy difícil elegir la interpretación religiosa de la vida como la más adecuada. La vivencia 43. H. J. Höhn, Zerstreuungen, cit.; O. Roy, La sainte ignorante. Le temps de la religion sans culture, Paris, 2008.

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cristiana es frágil e inestable en una sociedad marcada por la increencia y el sincretismo. Hay un desencanto ante las promesas de una vida cristiana y con sentido, que, sin embargo, no responden a las condiciones seculares de vida y al pluralismo social. Si estamos hechos para Dios y carecemos de mediaciones para comunicarnos con él, esa exigencia queda bloqueada. Se imponen religiones sin Dios, fácilmente integrables en la sociedad del mercado, con grandes dificultades para ofrecer respuestas a las necesidades de significado que subsisten en nuestras sociedades. Aunque Dios inspire una forma de vida, ésta necesita adaptarse y transformarse según los cambios históricos. La pretensión de una religión pura y de una revelación al margen de la cultura es una característica común a los fundamentalismos. La fe en Dios no puede servir como recurso legitimador para la fuga mundi, los espiritualismos o el gueto cultural. No se puede preservar lo religioso apartándose de la sociedad, y la defensa de los derechos grupales puede transformarse en intolerancia respecto de los miembros del propio grupo. Es la trampa de las ideologías intolerantes, religiosas o políticas, que combinan la reivindicación de sus derechos colectivos frente a otros grupos, mientras que se los niegan a los disidentes de la propia tradición. Se apela al pluralismo hacia afuera y se niega hacia dentro. El multiculturalismo es también una trampa para el cristianismo, que tendría que renunciar a sus pretensiones de universalidad para subsistir como una subcultura religiosa, dentro de una sociedad secular. Cuando se quiere vivir al margen de las tradiciones, exculturándose de ellas, es inevitable la irrelevancia. La marginalidad de una tradición facilita la permisividad de los que no creen en ella, a costa de su influjo social. Los derechos humanos son el gran referente laico de Occidente, como consecuencia del reconocimiento de la dignidad humana, que tiene en el cristianismo uno de sus paradigmas. Pero no hay un fundamento último racional en el que basar esa dignidad. Sólo puede ser reconocida y motivada, sobre todo, cuando se reacciona ante las situaciones que la contradicen. Los valores morales no pueden racionalizarse y fundarse en un principio abstracto. Obedecen a un impulso solidario ante el sufrimiento y la injusticia, responden a una actitud y unas vivencias que van más allá de las tematizaciones doctrinales44. Los derechos humanos disfrutan de consenso social y se basan en el reconocimiento de la dignidad personal. En este reconocimiento han intervenido muchas tradiciones, también la cristiana, sin que ninguna pueda reclamar que tiene 44. T. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1975, p. 283. También, R. Safranski, El mal o el drama de la libertad, Barcelona, 2000, pp. 245-246; J. A. Estrada, «El nihilismo axiológico según Adorno y Horkheimer»: Pensamiento 62 (2006), pp. 245-271.

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la única interpretación válida, ni imponerla. No es posible desarrollar un proyecto de sentido al margen de ese código de derechos, con el que tiene que dialogar el cristianismo desde dentro, desde la aceptación de sus exigencias, aunque vaya mucho más allá de ellas. La conciencia religiosa y la ética están vinculadas, y no se pueden exigir a la sociedad obviando su no aplicación al ámbito de las iglesias. La voz de la conciencia, que protesta espontáneamente ante los atentados contra la dignidad personal, la vive un cristiano en referencia a Dios, ante el cual y desde el cual se siente concernido y obligado. La responsabilidad ante el otro, a la que apunta Levinas, culmina para el cristiano en sentirse responsable por el prójimo ante Dios. Por eso, la omisión y la indiferencia ante la suerte del otro son el pecado. El cristianismo siempre impregna la ética de referencias a Dios, al que se siente vinculado y llamado, como la otra cara de la relación con el prójimo. De este modo, se da una doble trascendencia, en favor del prójimo y como respuesta a la llamada divina. La autonomía del yo no queda eliminada por esta impregnación religiosa, sino que, al contrario, se radicaliza. El cristianismo tiene elementos que aportar, al mismo tiempo que aprende de la cultura y del humanismo. El contexto cultural rechaza los códigos religiosos incompatibles con sus ideales de autonomía y libertad, lo cual obliga a las religiones a revisar sus propias estructuras, creencias y formas de vida. El significado de la vida hay que encontrarlo en la historia, no fuera de ella. Las religiones ya no pueden legitimarse al margen de sus contribuciones al progreso humano. El cristianismo surgió inicialmente con la pretensión de comenzar la etapa última de la historia, la de intervención definitiva de Dios. Los primeros cristianos esperaban el final de la historia como inminente (Mc 9,1; 13,30) y pensaban que la muerte y resurrección de Jesús era el signo evidente de su cercanía (1 Tes 4,15-17; 1 Cor 15, 51-55). Desde ahí intentaron una forma de vida contracultural respecto de la sociedad grecorromana y la religión judía. Progresivamente perdieron algunos de sus rasgos específicos en el proceso de inculturación y adaptación social y cultural, no sin antes transformar la religión judía y cambiar al mismo Imperio romano. El cristianismo asumió su equivocación, al esperar un final inminente, y reestructuró sus instituciones, comunidades y doctrinas para adaptarse a una situación con la que inicialmente no contaba. Reconocer el fracaso de sus expectativas no le quitó capacidad para adaptar su mensaje a las nuevas circunstancias, como luego siguieron haciendo los cristianos a lo largo del curso histórico. Hoy se encuentra en una encrucijada nueva y el desafío es inculturarse para transformar. Esto es lo que no pueden aceptar 186

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las corrientes fundamentalistas que sueñan con una esencia ahistórica e inalterable del cristianismo, al margen de los contextos, que nunca ha existido. El marco de la sociedad secularizada, de la laicidad y de la creciente indiferencia religiosa es nuevo. En este sentido se puede hablar de la «salida de la religión», en cuanto que han surgido corrientes que propugnan un espacio secular laico, en el que puedan vivir todos los credos. Las grandes cuestiones de la vida han dejado de ser monopolio religioso y se traducen a un lenguaje que busca lo absoluto en la experiencia, sin necesidad de su aval religioso. La esperanza de sentido no es exclusiva de la religión y plantea qué es lo que puede ésta aportar específicamente a lo que es un problema humano. Ya no es la religión la que fundamenta lo humano, sino a la inversa. Sin embargo, lo religioso no desaparece y apunta al carácter gratuito y misterioso del hombre, que se pregunta por sí mismo, sin pretender que su interpretación sea la única posible y verdadera45. Aunque se compartan valores y una visión global del mundo, la persona religiosa los religa a Dios, encuentra en él la personalización última, el tú interpersonal al que se dirige. Los valores humanos y espirituales compartidos cobran una dimensión de plenitud al concretarse en una relación personal. La autoafirmación deja paso al reencuentro consigo mismo desde la relación con los otros, desplazando la ascética y la preocupación por sí mismo en favor de la justicia y el reconocimiento del otro. Del conocimiento racional griego se pasa a la apertura interpersonal, de la que brota un saber experiencial. La idea de Dios adquiere una dimensión existencial y se concreta en las imágenes de una tradición religiosa El cristiano no cree en Dios a secas, sino en el Dios de Jesús, y encuentra en su personalidad histórica y religiosa el referente último en el que se hizo presente Dios. El título de Hijo de Dios, que se extiende a todos los seres humanos, tiene en él la densidad máxima, porque encarna una vida con sentido pleno, una trascendencia hacia los demás y el mismo Dios, que sigue siendo el referente existencial que suscita imitación y seguimiento. Desde ahí surgen valores, los del reino de Dios, que por ser humanos pueden ser vislumbrados desde otros ámbitos no religiosos. Puede haber sintonía dispar con esa comprensión del mundo y del hombre. Personas religiosas pueden sintonizar mejor con otras que no lo son, pero que comparten una forma de entender el sentido en la vida, que con otros miembros de su propio credo religioso. En coherencia con este planteamiento no habría

45. L. Ferry y M.Gauchet, Lo religioso después de la religión, Barcelona, 2007.

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que luchar contra los humanismos alternativos al cristiano, sino colaborar con ellos en los valores comunes compartidos. El cristianismo ha vivido también en una cultura de confrontación con las otras religiones y con el humanismo ateo. Hoy se impone el diálogo y la búsqueda en común, sin eliminar las disidencias y diferencias, porque ninguna ideología ni movimiento puede pretender el monopolio de la verdad. La religión, en una época nihilista, debe asumir la radicalidad de las preguntas y la fragilidad de las respuestas. En cuanto interpretación del mundo, se basa en convicciones razonadas, no demostradas, compatibles con preguntas sin respuestas, dudas e interrogantes. Tiene que dar razones sobre su propia concepción del mundo y contribuir a la búsqueda de sentido de la vida, asumiendo las necesidades humanas y vinculándolas a las experiencias religiosas. Éstas tienen que producir sentido, que siempre es incompleto y fragmentario, y desde ellas se vive e interpreta selectivamente la realidad de forma diferente a la persona no religiosa. El sentido vivido permite esperar el sentido total, al que se refiere la religión, y el crecimiento humano es un test fundamental para evaluar la capacidad liberadora de la fe en Dios. La experiencia cristiana busca responder a la ausencia cultural de Dios desde la lucha por construir su reino, oponiéndose al sinsentido y al conformismo social. Su aportación es trabajar por el hombre desde su estilo de vida, que es una hermenéutica vivida, selectiva y evaluadora de las experiencias históricas. Éste es su marco para contribuir a las preguntas y búsquedas de sentido en las modernas sociedades occidentales.

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Capítulo 5 EL SINSENTIDO, EL MAL Y LAS TEODICEAS

La experiencia del mal, en sus diversas manifestaciones, es la que mejor define el carácter contingente, finito y fragmentario de la vida, así como las deficiencias de los sistemas de sentido. Desde los inicios de la filosofía, sobre todo con los grandes sistemas metafísicos platónicos y aristotélicos, se pretendió ofrecer una síntesis de sentido, integrando la naturaleza, el hombre y Dios. La pregunta por el significado de la vida y el mal está conectada, directa o indirectamente, con la pregunta por Dios, como el gran referente de sentido. Las religiones quieren salvar, y el obstáculo es el mal. En el siglo XX, su símbolo más preciso es Auschwitz, como lo fue el terremoto de Lisboa en el siglo XVIII. Hay tanta experiencia de mal acumulada en la historia, a la que Hegel calificó de un «matadero», que no se puede decir que la vida tenga sentido, so pena de ignorar las víctimas del pasado, a las que hay que añadir las del presente y futuro. La toma de conciencia del mal en el mundo cuestiona también el progreso científico-técnico. Una cosa es el desarrollo material y otra muy distinta que aumenten las ganas de vivir y que converjan el avance científico con el humanismo. Si la vida merece o no ser vivida, depende del sentido que encontremos en ella, que remite, a su vez, a cómo interpretemos el bien y el mal. No es fácil definir el mal ni darle un contenido sustancial y universal, válido para todas las culturas y épocas. El mal rompe la visión armoniosa del ser y los distintos sistemas metafísicos tienen que explicar su origen, significado y funciones. Lo primero sería definirlo, indicando en qué consiste y cuál es su procedencia. Entre los distintos intentos de clarificarlo a lo largo de la historia de la filosofía sobresalen dos teorías: la agustiniana, que ha prevalecido hasta el medievo, y la de Leibniz, que se impuso en la época moderna. 189

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Ambas persisten hasta hoy, siguen influyendo y tienen claros componentes idealistas. Son especulaciones que buscan resolver teóricamente el problema del mal, para salvar a Dios de cualquier impugnación. En ambos casos ofrecen soluciones totales, que derivan en síntesis universales de significado. Evaluaremos ambos paradigmas de teodicea, para concluir con la época actual y una interpelación teológica y filosófica al cristianismo. El carácter fragmentario e incompleto de cualquier teodicea plantea si es posible creer en Dios sin una teodicea que lo avale.

1. El mal, desde la ontología de la carencia El mal es un reto para las religiones, que ofrecen salvación y sentido. Cada teodicea está condicionada por el código cultural en que surge, porque se da en experiencias concretas, desde las que hay que anunciar cómo es posible el sentido y cómo acontece la salvación. Los conflictos humanos crean un problema de sentido y la teodicea busca resolverlo, al menos especulativamente. La filosofía y la teología analizan el mal desde las distintas antropologías y filosofías de la historia. En este marco sobresale la gran síntesis agustiniana. La hermenéutica bíblica y platónica del mal San Agustín parte de una metafísica platónica que valora positivamente el ser, en contra de las teorías dualistas que contraponían el bien y el mal como principios equiparables y en conflicto. Le añade el creacionismo: «De la nada, creaste el cielo y la tierra. Dos cosas: la una, cercana a ti; cerca de la nada la otra. Una, que no tiene por encima de sí más que tú. Otra, un poco más que nada». En esta jerarquía del ser, la materia es lo más lejano a Dios y lo más cercano a la nada, sin que sea mala1. Para explicar las abundantes experiencias negativas, san Agustín recurre a la estrategia de denominar el mal mera «carencia de bien», a costa de relativizar su realidad ontológica, achacando al hombre las causas del mal. La doble conjunción del idealismo cognitivo y de la moral negativa, que culpabiliza al hombre, le sirven para explicar el mal sin que recaiga sobre el creador, que es la perfección suma, aunque su obra creadora no aparezca como tal. Desde la perspectiva ontológica y cosmológica relativiza el mal, en cuanto que forma parte de un conjunto bueno, el de 1. San Agustín, Confesiones XII, 7,7. Remito a J. A. Estrada, La imposible teodicea, Madrid, 22003, pp. 109-136.

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la creación, que deriva de un creador en el que coinciden ser y bondad. Luego el mal tiene menor densidad ontológica, es carencia de ser y de bien, lo más lejano a Dios. El hombre paga por esta solución. Si «por el pecado entró la muerte en el mundo» (Rom 5,12), su acción tiene repercusiones ontológicas, cosmológicas e históricas. El sufrimiento y los males serían consecuencia del primer pecado y la retribución es la clave de su teología moralista de la historia. El ser humano es autor y víctima del pecado, y pretende que esa autoría explique todo el mal existente. El mito del paraíso original recoge tradiciones sapienciales del Oriente Próximo, que explican imaginativamente cómo la humanidad ha pecado y la historia de la civilización está marcada por la destructividad. Hay continuidad entre el mito del Paraíso y el del Diluvio (Gn 2-7), que remiten a una creación fallida, de la que se arrepiente la divinidad (Gn 6,5-7). Dios teme al hombre porque puede comer del árbol de la vida, que le haría inmortal (Gn 3,22). San Agustín historifica el mito, que deja de ser una referencia simbólica y paradigmática de la condición humana, y se convierte en un relato histórico. La tensión prometeica entre dioses y hombres, propia de las religiones del Oriente Próximo, es recogida en el mito y desarrollada por Agustín. El conocimiento del bien y del mal es la gran tentación y el peligro mortal. La paradoja está en que el ser humano ya conoce el mal antes de comer del árbol del conocimiento, porque sabe que su acción es mala, en cuanto opuesta a la prohibición divina. Obrar contra las órdenes divinas está mal, por eso hay pecado, antes de que se haya probado la fruta prohibida. El mal presupone el bien, en cuanto que se contrapone a él, y el sinsentido sólo es posible desde el presupuesto previo del sentido2. La interpretación historicista del pecado original implica la negativización total del hombre y maximaliza su capacidad. Por un lado, genera una gran teoría de la retribución, según la cual el pecado distorsiona el orden bueno de la creación, acarrea la muerte y la expulsión del Paraíso (Gn 3,3-4.23-24). La vida armoniosa con la naturaleza correspondía al designio divino y el ser humano es lo suficientemente fuerte para trastocarlo y obligar a la divinidad a cambiar sus planes. Esto corresponde a una antropología teológica: el hombre es tan fuerte que cambia los planes del creador y la mortalidad es su castigo. Esta forma mítica de argumentar choca con lo que dicen las ciencias sobre la vida en el mundo. No hay seres que no sean contingentes y la muerte es un destino

2. R. Safranski, El mal o el drama de la libertad, Barcelona, 2000, pp. 17-30, 169-184.

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universal para todos. De ahí la imposibilidad real del mito del pecado original (no ha habido una primera pareja, ni un paraíso, ni un primer pecado). Hay que verlo como una inventiva imaginativa, que pretende mostrar cómo la acción humana perturba el orden de la creación y tiene consecuencias destructivas. San Agustín, al culpabilizar totalmente al hombre, tropieza con su propia tradición religiosa, que habla del mal en el mundo como resultado de una fuerza demoníaca. La imprecisión y vaguedad de las referencias a Satanás en la Biblia y en la teología posterior oscilan entre verlo como un ser personal o como una fuerza destructiva, una realidad impersonal que contamina y tienta al hombre. Estas alusiones genéricas implican que el mal existe fuera del hombre y con anterioridad a su acción. En la tradición judeocristiana persiste un dualismo mitigado del bien y del mal, que cristaliza en la imagen apocalíptica de Cristo y el Anticristo, encarnaciones del bien y del mal. La alusión a un combate entre instancias opuestas es típica de las teodiceas que ponen el mal en la divinidad, como la mitología mesopotámica y el panteón griego. El mal en el mundo se explica por dos principios divinos en pugna, lo cual es inaceptable para el monoteísmo. La solución es subordinar el mal al bien y Satanás a Dios, aunque la Biblia mantiene la idea de que el mal, como el bien, provienen de Dios (Am 3,6; Is 45,7; Ex 11,4; Lv 26,26; Dt 28,22; Lam 3,98; Ecl 7,14). Es una conclusión razonable de la creación de la nada, hasta que se capta lo inadecuado de esa teología, que choca con la bondad divina (2 Sam 24, 1.15-16; cf. 1 Cro 21, 1.14-15). La solución intermedia por la que se opta es admitir que hay fuerzas sobrenaturales del mal, pero subordinadas a Dios, que son las que tientan al hombre. Esta solución, sin embargo, deja sin resolver el problema del origen y la finalidad del mal. ¿Cómo es posible que haya fuerzas sobrenaturales malas si la creación y Dios son buenos? Para esa pregunta por los orígenes no hay respuestas. Es una hermenéutica mítica con la que responder al sinsentido y desorden. La doble autoría divina del bien y del mal es coherente con el postulado de la creación de la nada, entendida como cosmogonía que explica el origen del mundo. Dios es el origen de todo y lo que sucede remite a él, ya que si no, habría otros dioses y no un creador universal (Am 3,6; Is 45,6-7; 2 Sam 24,1.10-17; Ecl 2,14; 7,13-14). En el Antiguo Testamento, se habla de un Dios genocida, que ordena el asesinato de mujeres y niños (Dt 20, 10-18; 1 Sam 15,1-23; Jos 10,28-40); que acepta sacrificios humanos (Gn 22,1-18; Jue 11,29-40); que dirige la conquista de la tierra, a costa de sus habitantes (Dt 7,1-5; 2 Re 15,16; Sal 149); que se contradice mandando y culpabilizando a los que le 192

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obedecen (2 Sam 24,1.15-16; Job 9,15-18). Es el autor del mal, sin más (Is 45,7). No hace falta la crítica filosófica de Nietzsche para identificar a Dios con el mal, a la luz de estos textos. Sólo son comprensibles en el contexto del Antiguo Oriente de hace casi tres mil años. El imaginario religioso aplicaba a Dios los esquemas de pueblos enfrentados entre sí, con dioses nacionales que los defendían. Israel gradualmente llegó al monoteísmo universalista y tuvo que rectificar muchas imágenes anteriores de Dios. La Biblia muestra un proceso de espiritualización de Dios y el rechazo progresivo, gracias a la crítica profética, de los rasgos salvajes de la divinidad. Estos primeros intentos de teodicea muestran que todas las interpretaciones están condicionadas histórica y culturalmente. La presunta revelación divina siempre está mediada por la reflexión personal, que es cambiante y discontinua. Cuando los profetas anuncian sus designios, lo hacen desde sus condicionamientos culturales y sociales. Se sienten movidos para hablar de Dios, exhortar al pueblo y dirigirle un mensaje, apoyándose en las tradiciones de su época, aunque las transformen. La historia de la Biblia es la de las diferentes lecturas e interpretaciones que se han hecho de los textos. Progresivamente cambia la concepción de la divinidad, a la que se despoja de rasgos malignos y crueles, que judíos y cristianos compartieron con otras religiones y culturas. Hubo mensajes y misiones divinas que se vieron retrospectivamente como indignas y se rechazaron. La inspiración divina de la Biblia remite al conjunto del libro, no a textos aislados. Hay una evolución en la concepción de Dios y muchas representaciones de la divinidad están impregnadas por el mal que se quiere explicar. Cuando se quiere racionalizar a Dios para explicar el mal, lo más fácil es que la síntesis fracase y se hable de un dios malo. El pecado original es inaceptable como relato histórico y también, su interpretación agustiniana. Antes de que comience a pecar, el individuo ya está juzgado y es reo del merecido castigo: «Desde que nuestra naturaleza ha pecado en el Paraíso [...] constituimos todos una masa de lodo, una masa de pecado. Luego si el pecado nos ha excluido del mérito y, fuera de la misericordia de Dios, no tenemos que esperar por nuestros pecados más que la condenación eterna, ¿cómo quiere el hombre de esta masa que Dios le responda a la pregunta de por qué me has hecho de esta forma?»3. Su teología moralista reafirma la concepción 3. De diversis Qaestionibus LXVIII, 3: CCL 44A, 177; Ad Simplicianum I, 2,17: CCL 44,43: «Si esto os turba, que nadie resiste a su voluntad y que ayuda y abandona al que quiere; como también, que aquel al que ayuda y al que abandona sean tomados de la misma masa de pecadores, y que ambos deban una pena, que, sin embargo, al uno se

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del Dios bíblico vengativo y castigador, que castiga a los padres en los hijos hasta la cuarta generación (Ex 20,5). Es una teoría retributiva cruel, que ignora el sufrimiento del inocente y viola la ley del Talión, ya que los inocentes pagan por los culpables y el castigo es desproporcionado. Esta concepción recuerda la teoría de la reencarnación oriental, en la que el hombre paga en esta vida por los pecados cometidos en las pasadas, siendo agente y victima. El paralelismo cristiano estriba en la universalización de la culpa y la justificación moral de los sufrimientos. La consecuencia es obvia: todo mal que acontece es querido o permitido por Dios; es voluntad divina, como justa retribución por el pecado cometido. El moralismo vengativo no sólo condena a los intocables de la India, sino que repugna a los que creen en un dios bueno. También, a los que rechazan la clave del castigo como justificación del sufrimiento4. La clave teológica de pecado y castigo se vuelve contra una divinidad que amonesta al perdón sin ser capaz de perdonar ella misma, como explican las teorías de la satisfacción. La muerte expiatoria de Cristo sería necesaria porque Dios no estaría dispuesto a perdonar sin sufrimiento la deuda contraída. El afán de la teodicea por exculpar a la deidad se pagaría presentándola como sanguinaria. El influjo de la Biblia y sus imágenes malignas de Dios ha infestado hasta hoy el esquema sacrificial de pecado y castigo (Rom 1,18; 3,23-25; Heb 10, 10-12). Es normal que los judeocristianos aplicaran a Jesús su propia teodicea, que vinculaba pecado y castigo con la exigencia divina de repararlo, aunque hay tradiciones bíblicas que tienden a superar ese esquema. La idea del Siervo sufriente de Yahvé (Is 43), el inocente que muere sin odio ni venganza, poniéndose en las manos de Dios, escapa al mecanismo de la retribución. Sin embargo, el esquema de culpa y castigo se impuso en la teología, a costa de una concepción expiatoria de la muerte de Jesús. Al explicar la muerte de Jesús como una exigencia divina, se acusa directamente a la divinidad. Como afirma Schillebeeckx: «La negatividad no puede tener causa ni motivo en Dios. Y tampoco podemos buscar un porqué divino de la muerte de Jesús. Por tanto, debemos decir que hemos sido redimidos no gracias a la muerte de Jesús, sino a pesar de su muerte»5. En este marco la pretendida «inerrancia» de la Biblia, su carencia de error, tendría que ser muy matizada. Siempre que hablamos de Dios lo hacemos inadecuadamente, incluida la Biblia. Su novedad estriba en cole exige y al otro se le condona. Si, pues, esto te conmueve, ¡oh, hombre!, ¿quién eres tú para disputar con Dios?» (Rom 9,20). 4. B. D. Ehrman, ¿Dónde está Dios?, Barcelona, 2008. 5. E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Madrid, 1983, p. 711.

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rregir imágenes deformes divinas que formaban parte del código cultural de la época. Los cristianos hicieron lo mismo, asumiendo la interpretación de las Escrituras que propuso Jesús. La inculpación del Dios bíblico y de sus acciones malignas llevó al rechazo del Antiguo Testamento por Marción y muchos gnósticos. La crisis, sin embargo, se incubó en la época tardía del judaísmo precristiano, sobre todo con el Libro de Job, que impugnó el principio de que Dios premia a los buenos y castiga a los malos (Jer 12,1; Job 7,1-21; 9,21-24; 19; 21; 30-31). Cuando la sabiduría judía entró en contacto con la ilustración helenista, se asumió sin titubeos la injusticia de la vida: «De todo he visto en mi vida sin sentido: gente honrada, que fracasa por su honradez, gente malvada que prospera por su maldad» (Ecl 7,15; 8,12-14). La insatisfacción con la vida repercute en la concepción del creador y en su bondad. De ahí la necesidad de apologéticas exculpatorias. Esta dinámica apologética generó también la otra estrategia agustiniana, la de minimizar el mal, definiéndolo en términos de carencia de bien6. El trasfondo es platónico y no cristiano, el de la jerarquía de grados de ser y perfección, que relega la materia al escalón inferior último, con lo que se justifica el mal que lleva aparejado. En el fondo, y como veremos posteriormente, es un planteamiento concorde con el de Leibniz en su teodicea. San Agustín minimiza la realidad ontológica del mal y la maximiza en cuanto acción humana. El mal como carencia es un argumento ontológico al revés7. Si Dios es el máximo valor y bien posible, no le puede faltar la existencia (Anselmo). Ser y valor van unidos (ontología platónica), luego el mal, que es carencia de bien, no tiene ser o lo tiene en grado mínimo. El mal es algo relativo, aunque el hombre que lo padece lo absolutice. Su defensa de la creación es meramente formal, ya que no supera la experiencia concreta del mal, sino que cambia su denominación, ausencia de bien. Es una fuga especulativa con repercusiones morales. Hablar de Auschwitz, Hiroshima o de Pol Pot como mera ausencia de bien, sería una forma cínica de referirse a las víctimas. El mismo Jesús pide «líbranos del mal» en el padrenuestro, porque es consciente de su realidad trágica. 6. «Por tanto, el mal, cuyo origen indago, no tiene sustancia porque si tuviera sustancia sería bueno» (Confesiones VII,12,18: CCL 27,104-105); III,7,12: CCL 27,33: «yo no sabía que el mal no es más que la privación de bien que, finalmente, lleva a la nada»; De civitate Dei XI, 9: CCL 48,330: «Pues el mal no tiene ninguna naturaleza, sino que la ausencia de bien recibe el nombre de mal»; Enchiridion III,11: CCL 46,53: «Qué otra cosa es, pues, lo que llamamos mal sino ausencia de bien». 7. J. L. Blaquart, Le mal injuste, Paris, 2002, pp. 37-52. «Si el mal fuera simple negación, una privación, sería cómodo, para el Dios omnipotente, remediarlo, creando lo que falta» (R. Arnaldez, Révolte contre Jéhova, Paris, 1998, p. 101).

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La teología y la filosofía han sido más platónicas que cristianas al escamotear conceptualmente la realidad del mal. Cambiar los nombres no implica transformar las realidades, como bien mostró Adorno, porque siempre hay ruptura entre el concepto y la realidad designada. Aplicamos el discurso a la realidad y, como en el lecho de Procusto, cambiamos nominalmente lo que no encaja en el concepto, ignorando lo que no puede ser racionalizado. Lo conceptual es un refugio cuando hay lejanía respecto de la realidad concreta, como les ocurre frecuentemente a los intelectuales. Sería una fuga mundi, escaparse conceptualmente de una realidad que no se quiere afrontar. La primera forma de apropiación de la realidad es la conceptual, racionalizando e ignorando lo que no se ajusta al esquema que aplicamos8. Al nombrar y definir, nos apropiamos conceptualmente de la realidad, porque las palabras no son neutrales. El proceder de Colón poniendo nuevos nombres a las tierras americanas fue su primera forma de apropiarse de ellas. Por eso no bastan las soluciones teóricas del mal, sino que hay que remitirse a una praxis liberadora. Además, cuando se asocia el mal a lo material, lo corpóreo y lo inferior surge un dualismo que es fruto de una valoración previa. Consecuentemente, se impone la idea de la inmortalidad del alma (¡separada del cuerpo!), que sería lo que habría que salvar. El cuerpo, fuente de tentaciones y de mal, se destruye con la muerte, perseverando el alma inmortal que, sin embargo, puede estar afectada por el mal y condenarse por toda la eternidad. De esta forma, la presunta «carencia de bien» sería la causa de un mal que se extendería más allá de la vida mortal. El planteamiento es más paradójico cuando se afirma que la acción humana genera la muerte y el caos en la creación, mientras que se define el mal como mera carencia. Esta asociación platonizante del mal a lo corporal-material ha impregnado la moral europea de connotaciones negativas respecto de las necesidades físicas, sexuales y afectivas. La asociación de lo espiritual con lo bueno y de lo material/corpóreo con lo malo ha marcado la historia, la ascética y la moral. El miedo al placer deriva de esta contraposición, platónica y cristiana al mismo tiempo. La lucha contra el mal La doble lectura del pecado original y de la ontología de la carencia de san Agustín hay que enmarcarlas en el creacionismo. Por un lado, la crea8. Los regímenes de conocimiento determinan lo que es racional y posible. Cf. M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, 61974, pp. 1-10; La arqueología del saber, México, 1970, pp. 31, 64.

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ción de la nada es la interpretación hegemónica (Gn 2,4-25). El absoluto señorío de Dios sobre su creación es la otra cara de la dependencia de la naturaleza, con lo que el bien y el mal remiten directamente a él. La creación asegura la absoluta alteridad divina pero no explica cómo surge algo desde la nada absoluta. Los gnósticos remiten a la emanación o caída de lo divino, que genera el mundo creado, mientras que la teología judeocristiana rechaza cualquier derivación. En este contexto surge la pregunta radical por el mal, que tiene que ver con el creador. Si no es obra suya, es el resultado de algo que aconteció. Dios es el referente último de lo existente en el mundo, por acción u omisión. Hay que conjugar el sinsentido del mal en la vida y la autoría última de la divinidad. Esta tensión la explica Epicuro resaltando la indiferencia divina respecto de la felicidad humana: «O bien Dios no quiere eliminar el mal o no puede; o puede pero no quiere; o no puede y no quiere; o quiere y puede. Si puede y no quiere, es malo, lo cual naturalmente debería ser extraño a Dios. Si no quiere ni puede, es malo y débil y, por tanto, no es ningún Dios. Si puede y quiere, lo cual sólo es aplicable a Dios, ¿de dónde proviene, entonces, el mal o por qué no lo elimina?»9. En esta misma línea habría que poner al «Dios-Naturaleza» de Spinoza. Todo deriva de la esencia divina y la acción libre creadora es también necesaria. La deidad no puede por menos que crear el mundo, que es parte de su divinidad. Ésta es la línea a la que apuntan los diversos panteísmos clásicos y los panenteísmos modernos, como el hegeliano y el de la filosofía del proceso de Whitehead, que defiende una fuerza divina que acompaña el devenir del universo y se realiza simultáneamente con él. Una respuesta coherente con este planteamiento es la del humanismo ateo. La mejor excusa para este Dios amoral, por su indiferencia hacia una creación con mal, sería su no existencia. Si todo lo que ocurre remite a Dios, más allá de las causas segundas, resulta inviable la afirmación de un Dios bondadoso. Y cuanto más se exalte su omnipotencia más inmoral resulta. 9. Epicuro, Epistula ad Menoeceum 124,7; 134,7-8, en Opere, Torino, 1960, pp. 108, 116. Este texto fue transmitido por Lactancio, De ira Dei, 13, 20-21 («Sources chrétiennes» 289, Paris, 1984, pp. 158-160). Cicerón alude a la indiferencia de los dioses, con el trasfondo de Epicuro: Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses III, pp. 79-95, Buenos Aires, 21982, pp. 266-278. Ha ejercido un gran influjo en la tradición cristiana: «Por lo cual, uno de tus familiares preguntó sin agravio: ‘Si Dios existe, ¿de dónde viene el mal?, pero, ¿de dónde proviene el bien si no existe?’» (Boecio, Philosophiae Consolatio I,4,30). También, D. Hume, Diálogos sobre la religión natural, Buenos Aires, 1973, pp. 128-130: «¿Por qué existe un mal en el mundo? [...] ¿Proviene de la intención de la deidad? Pero Él es perfectamente benevolente. ¿Es este mal contrario a su intención? Pero Él es todopoderoso».

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Pero hay otra tradición que resuelve mejor la problemática del significado del mal, aunque no la de su origen. Es la de un ordenador del universo. Hay que dar forma a un mundo caótico, teniendo como referencia la idea divina del bien y como ejecutor al demiurgo. La bondad divina, simbolizada por la idea suprema del bien, más allá del ser, sería el principio explicativo último del orden y armonía del universo, y la acción divina sería buena, en cuanto que da forma a un mundo informe. A esta tradición platónica corresponde la idea del creador, que jerarquiza y pone orden en el mundo. La idea de un caos inicial («la tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la haz del abismo», Gn 1,1-2) sirve de punto de partida para la acción divina, que se describe simbólicamente (Gn 1,1-2,3; Sal 19, 2-7; 74,12-17; 104). Se puede afirmar sin recelo que «vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho», en el marco de un proceso creador y evolutivo que concluye «acabados los cielos y la tierra y todo su cortejo» (Gn 2,1). Esta hermenéutica mítica alude a la lucha divina contra una creación en la que reina el caos. Es una teoría tan fragmentaria como la de «la nada», pero tiene otro enfoque. No busca resaltar la absoluta trascendencia divina y la infundamentación del mundo, sino clarificar que Dios es el antimal, que lucha contra lo que se resiste a un mundo bueno. Esta idea dinámica, evolutiva y demiúrgica de la creación se encuentra ampliamente atestiguada en la Biblia y es la otra apologética creacionista. El origen de los mitos sobre la lucha divina para imponer un orden remite al Próximo Oriente. El mito babilónico del Enuma Elish narra las luchas entre los dioses y la dificultad de establecer una creación ordenada. El monoteísmo judío eliminó cualquier connotación de lucha intradivina, pero subrayó el esfuerzo ante una creación desordenada, agravada por una cultura dominada por el pecado. No hay un combate entre dioses, sino un esfuerzo divino por imponer orden contra el caos (Sal 74, 13-17; 104, 2-9.26; Job 38,8-11), simbolizado por las tinieblas y las aguas amenazantes. El mal caótico se contrapone a la imagen antropomórfica de un Dios que lucha contra él10. Este imaginario cultural mítico no pretende explicar científicamente el mundo, sino responder a preguntas de sentido sobre Dios y el mal. El que haya dos relatos de la creación, cada uno con una intencionalidad distinta, indica que no hay una síntesis global que lo abarque todo. Toda aproximación al mal es parcial, además de ser una extrapolación subjetiva. Esta versión de la creación, a diferencia de la otra, presenta a Dios como el antimal, en el contexto de una creación en devenir, cambiante

10. J. D. Levenson, Creation and the Persistence of Evil, New Jersey, 1998.

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y que se resiste a la acción ordenadora. Es una teología que transforma la omnipotencia divina, y la hace procesual y dinámica; por eso jugó un papel subordinado respecto a la de la nada. En esta hermenéutica se transforma la idea de la omnipotencia y se resalta la bondad divina, cuya acción no es puntual sino constante y perdurable a lo largo de la historia. Podemos hablar de un mundo imperfecto y de una creación continuada, en la que la naturaleza misma participa antropomórficamente de la expectativa humana por una nueva creación, en la que se superaría el mal (Is 11, 6-9; 65,17-25; 66, 22). Esta hermenéutica es luego radicalizada por el cristianismo y subsiste cuando hace crisis la idea de retribución en la época helenista. Ante la protesta de Job, que cuestiona el esquema de retribución de pecado-castigo y afirma que no hay fundamento moral para los sufrimientos que padece, la divinidad se remite a su obra creadora (Job 38-41). Job se rebela contra un mundo indigno del creador y su queja refleja la exigencia humana de justicia y sentido. Dios responde aludiendo a su sabiduría, al crear el mundo, y a la lucha, desde los inicios, contra el caos y el mal en una creación imperfecta. En este marco, el caos, las tinieblas y algunos animales (Leviatán, Behemot) son símbolos míticos del mal en la creación (Is 51,9-10; Job 26,7-13; 40, 15.25; Sal 74, 13-17; 89,10-13; 104,26). Se clarifica también la imagen y semejanza divina del hombre (Gn 1,27), que tiene que contribuir a esa lucha contra el mal, pero que puede también generar más desorden (Gn 6,5-7). La creación de la nada radicaliza la contingencia de todo, en contraste con la absolutidad divina, dejando abierta la pregunta por el origen del mal. Por el contrario, la creatividad ordenadora en el mundo simplemente indica que el mal existe en la naturaleza, desde los inicios, y que Dios actúa contra él. Sigue sin resolverse el problema ontológico del origen (¿de dónde el mal?), pero no hay dudas sobre la bondad divina. El precio a pagar es replantear la omnipotencia divina, quitándole su carácter puntual, maximalista y estático. El control del creador sobre su obra no es absoluto, en cuanto que hay sufrimiento en la naturaleza y en la historia. Por eso, Dios responde a los males de la creación y luego, a las quejas del pueblo judío (Sal 44, 18-27). El creador del mundo es el Señor de la historia y luchar contra el mal es la obra creadora. Lo importante no es el origen, el mito del Paraíso y la Edad de Oro, sino el futuro, la meta de la historia. No se ve el desarrollo en clave de decadencia sino de avance. Hay creatividad liberadora que permite construir una sociedad mejor. La historia de la liberación del pueblo judío remite a una experiencia de Dios como referente último de la salvación, ya experimentada y todavía esperada. El mal persiste en 199

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todas las etapas históricas, por eso se puede hablar de redención de un mundo existente. Como es una promesa, la creación sigue estando incompleta y la acción divina sin realizarse plenamente. Las experiencias de sentido, vinculadas a la superación del mal, son fragmentarias como la salvación experimentada. Esta teología no encaja con la hermenéutica agustiniana y modifica sustancialmente la construcción teológica del pecado original, ya que no deja cabida a la mera culpabilización del hombre, porque admite el carácter inconcluso de la creación. El hecho de que no se impusiera en la tradición cristiana, se debe a que limita la omnipotencia inicial divina. El problema cosmogónico subsiste, (unde malum?: ¿de dónde el mal?), pero se clarifica la metafísica de sentido (unde bonum?: ¿de dónde el bien?), en la que convergen el creador y los hombres, los cuales son cocreadores, agentes históricos que controlan la naturaleza. Es una teología de la creación continua, que explica la pervivencia del mundo sobre la base de la permanente intervención divina y humana. Dios actuaría en cuanto inspirador y motivador de la acción, pero decidiría no cambiar el mundo sin el hombre. El plan de la creación estaría abierto a las leyes de la evolución y la actividad histórica en el mundo. Este mito de la creación tiene sus correlatos en las filosofías del progreso. Responden a una concepción evolutiva y lineal del tiempo, que pone el acento en el futuro y no en el pasado. Asumen el esquema teológico, sustituyendo a Dios por el hombre, la redención final por la sociedad emancipada y la superación de la historia por su etapa final11. El aporte humano se convirtió en único en el ateísmo. Dios era innecesario para alcanzar la meta histórica, aunque el mal persiste, incluido el simbolismo de la muerte y la derrota última de todos los proyectos de sentido. La teodicea dejó de tener validez, en favor de una «antropodicea» hegeliana. El avance del progreso justifica a la humanidad, pero queda sin responder el sinsentido del progreso, el déficit de toda realización histórica. El mal persiste en las revoluciones precisamente cuando triunfan. El avance de la ciencia puede, paradójicamente, potenciar el mal. La meta de una sociedad emancipada puede justificar el sacrificio de los individuos. El ateísmo prometeico, a mayor gloria del hombre, se transforma en una ideología generadora del mal. Blumenberg subrayó el carácter reactivo del progreso, como respuesta a la inseguridad humana12. Las innovaciones surgen desde la constatación de un desorden y la necesidad de generar sentido donde no lo hay. 11. K. Löwith, El sentido de la historia, Madrid, 1973. 12. H. Blumenberg, La legitimidad de la edad moderna, Valencia, 2008.

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El mal es también la clave teológica para explicar lo incompleto de la presencia divina en la historia. Se mete en la misma religión cuando ésta triunfa, haciendo de sus representantes un poder de este mundo. El mal estriba, desde una perspectiva teológica, en que la Iglesia en su conjunto, se convierta en un obstáculo para el reino de Dios, en lugar de subordinarse a él y servirlo. Sus representantes, que actúan en nombre de aquél, pueden ser instrumentos del mal cuando no generan salvación y crecimiento humano, sino sufrimiento, moralismo e imposición autoritaria. Desde los comienzos del cristianismo se habló de las tentaciones de la Iglesia (dinero, poder y prestigio), que hacían de ella una instancia del mal en lugar de una plataforma para el bien. Las teologías y filosofías de la historia son ambiguas y el intento de vincular a Dios en la lucha contra el mal degenera cuando se lo utiliza. La alianza divina con la humanidad se pervierte desde la ambigüedad del pueblo elegido. Se presta a respaldar la venganza y la violencia, legitimándolas (Sal 83,1-19). El ¡Dios con nosotros! esconde la patología del mal propio desconocido, la divinidad al servicio de los intereses endogámicos. La pervivencia del mal estriba en la capacidad para pervertir los ideales más nobles (la divinidad, la patria, el pueblo, la justicia, los pobres, etc.). Se convierten en ideologías de muerte y legitiman la agresión contra los presuntos enemigos divinos, que son los propios. «El eje del bien» contra el mal apela a la deidad guerrera y se convierte en causa de sufrimiento para los otros. El nacionalismo religioso ha generado ideologías mortíferas, pueblos elegidos, naciones bajo Dios, o destinos manifiestos, que se convirtieron en instrumentos del mal. La teodicea cristiana se mueve en un doble frente: la defensa a ultranza de la trascendencia divina, de la que depende exclusivamente lo creado, y el rechazo de que Dios sea la causa del mal. Las dos hermenéuticas son parciales y fragmentarias, se contraponen y equilibran. El resultado de esta doble dinámica es no poder explicar cómo surge el mal, la ambigüedad de Dios, como creador de un mundo con mal, y la relativización del concepto tradicional de omnipotencia, en cuanto que el mal subsiste, a pesar de las intervenciones divinas. Para responder a estas dinámicas surge otro paradigma explicativo del mal, la teodicea de Leibniz, que ha marcado la tradición moderna.

2. El mal metafísico y las aporías del creador Urge una nueva reflexión en el contexto de la Ilustración. El centro de gravedad de la metafísica se desplaza al problema del sentido y comienza 201

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el proceso de desencantamiento del mundo, que puso en crisis la religión. Hubo una mayor conciencia sobre la contingencia del hombre, que, desde Galileo, había abandonado el centro del universo. La creciente inseguridad de un mundo en cambio generó nuevas preguntas por cómo lograr una vida plena. La religión dejó de ser el paradigma dominante y comenzó la crítica de sus postulados fundamentales. Occidente tiene en el cristianismo una de sus fuentes culturales y la crítica ha desembocado en la autonomía de la sociedad respecto de la religión (secularización, laicidad, libertad religiosa, etc.). Se impuso el deísmo, que relegó a Dios a Sumo Hacedor que puso en marcha el universo, para retirarse luego, dejando el protagonismo al hombre. Comenzó el proceso de emancipación de la tutela de la religión y las preguntas sobre la credibilidad de los credos religiosos. La Ilustración alemana tomó a su cargo el esfuerzo de mediar entre la tradición y la Ilustración, de reconciliar la religión con el progreso y de ofrecer sistemas que respondieran a las demandas de sentido. El mejor de los mundos posibles En este contexto hay que ubicar a Leibniz. Su sistema, como el de Agustín, tiene pretensiones racionales de trasparencia y significado global. Para ello optó por la especulación abstracta, a costa de la singularidad y la praxis. La razón evalúa la acción divina, sin someterse al misterio ni asumir los límites de la teología negativa al hablar de Dios. Radicalizó la teo-logía filosófica griega, que afirmaba la competencia de la razón para indagar en el ámbito de lo divino. Había que explicar de forma plausible el papel del creador. El presupuesto es que Dios actúa racionalmente, porque es la Razón suprema, a la que apuntan las tradiciones platónica y aristotélica. El dios de los filósofos se equiparó al de la religión, a pesar de las protestas de Pascal contra el racionalismo cartesiano. De ahí, la necesidad de un nuevo sistema metafísico que ofreciera la visión global y racional. El ojo de Dios abarcaría el conjunto del universo y la infinitud de posibilidades, y su bondad le inclinaría a escoger lo mejor para el hombre. Por eso hay que asumir los males que acontecen como voluntad divina, ya que él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. La divinidad no se equivoca y es justa, aunque la realidad que percibamos sea diferente. Siempre tiene la razón, por eso nosotros no podemos tenerla, aunque nuestra percepción sea contraria. El presupuesto es una creación perfecta, la que es posible para Dios, absolutizando el orden como punto de partida, a costa de minusvalorar la realidad del desorden. 202

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Leibniz fijó las tres dimensiones del mal, con su distinción clásica sobre el mal físico, el que ocasiona la naturaleza; el mal moral, causado por el hombre; y el metafísico, el resultante global del ser creado. Los tres se relacionan y están vinculados, pero el metafísico es la explicación última de la que derivan los otros. Leibniz lo define como el resultado de la imperfección de lo creado. El acto creador se basa en la capacidad de Dios para pensar todos los mundos posibles y su voluntad realiza la opción mejor. La concepción platónica de las ideas divinas se concreta en los pensamientos del creador, sintetizando lo griego y lo cristiano. El resultado es producir lo que no es divino, que, por definición, no puede ser perfecto, porque, entonces, Dios se identificaría con lo creado. El resultado es un universo finito, contingente e imperfecto. Esta imperfección es inevitable, de no existir se divinizaría la criatura. «Porque Dios no podía darle todo, sin hacer de ella un Dios. Por tanto, era necesario que hubiese diferentes grados en la perfección de las cosas y que hubiera también limitaciones de todas clases»13. El mal natural y moral derivan del metafísico, que es resultado de la acción divina. Es imposible una creación perfecta, aunque derive de la suma perfección divina. Si Dios crea, inevitablemente surge el mal, insuperable porque se basa en la creación. La suma racionalidad divina explica el porqué y para qué del mal. No hay espacio para el misterio, ni preguntas sin respuestas, ni permisividad, ya que nada se escapa a su providencia. Es un enfoque que parte de premisas teológicas: la perfección divina, su bondad y la necesidad metafísica del mal. La intuición humana es que la creación sería mejorable. Alfonso X el Sabio afirmaba que si el creador le hubiera pedido su opinión, le hubiera dado algunos buenos consejos. Si captamos de forma intuitiva la contingencia del mundo y buscamos una razón suficiente que lo fundamente, también intuimos que el mundo no es como debiera, que no corresponde a un designio generador de felicidad, sentido y plenitud. El mismo Leibniz afirma que la naturaleza es indiferente a nuestra ansia de sentido y que las deformaciones naturales responden al designio del creador. El hombre es parte de la creación y extrapola cuando pretende una visión de conjunto, pero percibe que en el mundo hay males sin función ni sentido, que se podrían evitar. La bondad divina permite que «Dios apriete pero no ahogue», también que «Dios escriba con renglones torcidos», usando el 13. G. W. Leibniz, Teodicea, §§ 31, 155, 273 (Opera omnia I, Hildesheim, 1989); «La imperfección original de las criaturas pone límites a la acción del creador que tiende al bien [...] Como la materia misma es un efecto de Dios, [...] no puede ser ella misma la fuente misma del mal y de la imperfección» (§ 380).

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sufrimiento del individuo en función del bien del conjunto. La astucia de la razón de Hegel y la «mano invisible» de Adam Smith son formas secularizadas de esta concepción providencialista. Sólo es necesario asumir la negatividad de la vida como parte de la condición humana, esperando del Sumo Hacedor su superación final. En Dios no puede haber mal porque es perfecto e infinito, pero sí en todo lo creado, finito y contingente. Por tanto, el mal es inherente a la acción creadora, insuperable. A partir de ahí, ya no es posible criticar o rechazar los males concretos que acaecen en la vida, ya que nuestra perspectiva es parcial y fragmentaria, mientras que el creador sabe cómo colocar cada una de las piezas para que el conjunto sea el mejor de los posibles. No se puede hablar de excesos de mal ni de que la creación le saliera mal, como proponía Hume en sus Diálogos sobre la religión natural. Hume, y también Voltaire, criticaba el optimismo leibniziano y deducía que la creación le salió mal a un dios senil, que hizo lo que pudo. Leibniz parte de lo que es exigible a un dios bueno y omnipotente, el mejor de los mundos posibles. Cuando la experiencia indica lo contrario, hay que reinterpretarla para justificarla. Busca una perspectiva racional, presuntamente neutral, para hablar de Dios y el mal. Su perspectiva no es cristiana, ya que el lugar para razonar sobre Dios son los pobres, las víctimas y los débiles. El lugar desde el que nos referimos a Dios no es indiferente y Kierkegaard subraya que no se lee igualmente el Evangelio desde un palacio que desde una choza. Hablar de la bondad de la creación y del mejor de los mundos posibles resulta cínico para las personas afectadas por el sufrimiento, la angustia y el sinsentido. No es que no tengan fe en Dios, sino que la creación óptima carece de plausibilidad. La indiferencia leibniziana ante el sufrimiento contraviene la concepción de un Dios que actúa por amor. Defiende al creador y su obra, a costa de legitimar el sufrimiento, como los amigos de Job. La respuesta a esta hermenéutica es el ateísmo contemporáneo. La fe racional en el creador se sustenta, además, en explicaciones parciales, que sirven para confirmar la tesis global metafísica. Los sufrimientos causados sirven para el desarrollo de las virtudes morales. La capacidad de hacer el bien es la ganancia resultante de poder obrar mal, porque el hombre no es un autómata. Además, perseverar en el bien, aunque cause sufrimiento, tiene un valor pedagógico y testimonial. El sacrificio del individuo que padece redunda en el bien de la colectividad y curte al hombre. Lo mismo ocurre con los males naturales, enfermedades, minusvalías y catástrofes. La creación está hecha a mayor gloria de Dios y la felicidad humana no es su fin. El mal parcial engrandece la 204

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belleza de la creación, como el color negro sirve para resaltar el blanco, además de ser justo castigo por el pecado. Las carencias que percibimos se vuelven positivas al enmarcarlas en una visión global. Funcionalizar el mal ha sido siempre una estrategia de la teodicea. El sinsentido cobra significado y es menos malo cuando sirve para algo, aunque no sea más que como contraste con las superiores realizaciones del bien. Que el «puzle» de la creación necesita de antagonismos de bien y mal, es uno de los argumentos tradicionales. El mal se «ennoblece» cuando posibilita acciones y realidades buenas, como las virtudes. Sería un mal necesario para el sentido último del conjunto. Pero si se parte de la impugnación de la creación, en la línea de Dostoievski, que devuelve a Dios el billete de una creación compatible con el sufrimiento de los niños, se podrían cambiar teóricamente las tornas, sin que la realidad fuera modificada, al afirmar que el bien es la ausencia de mal en un mundo que globalmente es malo. Son especulaciones ajenas o indiferentes al sufrimiento humano. La solidaridad y el amor de los que cuidan a enfermos y minusválidos reflejarían a un hombre mejor que su Dios, porque no es indiferente a la suerte de los otros en una creación despiadada. Este nuevo paradigma racionalista ha tenido un enorme influjo en la apologética filosófica y teológica. Pronto fue cuestionada la idea de que vivimos en el mejor de los mundos, ya que el terremoto de Lisboa en 1755 conmovió a la opinión pública y facilitó la crítica de Voltaire a Leibniz. Dejemos de especular sobre el mejor de los mundos y trabajemos por mejorar el nuestro, fue el consejo pragmático de Voltaire, pronto seguido por el ateísmo humanista. No podemos especular sobre el porqué y para qué del mal; las preguntas de sentido que se suscitan no tienen respuesta posible, dada la fragmentariedad y parcialidad del hombre; y los designios divinos son inescrutables. Por eso, habría que elegir la aceptación estoica del mundo como es, dejando a la ciencia el mejorarlo, y despreocuparnos de la teodicea, desplazada por la antropodicea, que culpabiliza al hombre por no cambiar el mundo. Se critica esta teología del mal inevitable, ya que lleva consigo la aceptación resignada de la infelicidad como inherente a la condición humana. Además, dio pábulo a la interpretación naturalista, según la cual el fin del universo y la felicidad humana son incompatibles. Esta relativización de la felicidad se completó con la subordinación del sufrimiento a la adquisición de virtudes. El principio de que el fin justifica los medios es la forma más explícita de la funcionalización del mal. El planteamiento de Leibniz tiene parentescos con el agustiniano. En ambos no es la felicidad humana el centro, sino la gloria divina. Leibniz puso el acento en la indigencia radical de lo creado, siguiendo la línea 205

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ontológica de la creación de la nada, que contrasta con la suma perfección del creador. Rechaza la idea de una creación en la que Dios tendría que intervenir constantemente para corregir sus imperfecciones, como proponía Clarke, un discípulo de Newton, que resaltaba los defectos de la maquinaria del universo. Una creación imperfecta, en la línea de la tradición bíblica que resalta la lucha divina contra el caos, sería incompatible con la omnipotencia divina y haría inevitable el mal. Pero si Dios no interviniera para corregir a una creación imperfecta, no habría espacio para los milagros y las presuntas curaciones divinas. Para Agustín, con Platón, el problema está en la materia y en el mal como carencia, que contrastan con la superioridad jerárquica de lo espiritual. La materia, al ser el grado inferior del ser, contrasta con los niveles superiores y se convierte en carencia de perfección del ser. Agustín no defiende la insuperabilidad del mal, como algo intrínseco al acto creador, sino que remite a un hecho presuntamente histórico, el primer pecado. El mal se genera en la historia (Adán) y se supera en ella (Cristo), dejando espacio a una redención final, la superación definitiva del mal. En cambio, si el mal es inherente a la creación divina, ya no se podría superar. Las aporías del creador Leibniz concibió un mal metafísico, ontológico y sustancial, inherente a la realidad última del universo. Por eso, no puede permitirse la superación del mal sin caer en contradicciones. Se mueve en una metafísica influida por Spinoza, que lo deriva todo de la esencia divina, cuya libertad y necesidad coinciden. Si el mal metafísico estriba en la imperfección de lo creado, nunca es superable. Siempre somos y seremos criaturas finitas y contingentes. La creación, en cuanto diferente de Dios, no obsta para que Dios intervenga contras las posibilidades de hacer mal, aun antes de que éste acontezca. No es la imperfección y finitud de la vida lo que lleva a cuestionar a Dios, sino que la existencia contingente del ser humano esté marcada por el sinsentido, sin que Dios actúe impidiéndolo. Que Dios permita una creación autónoma y diferenciada, no implica que no se haga presente en ella con su bondad. No es que Dios se retire para dejar lugar a lo diferente, porque no hay reciprocidad entre Dios y el mundo, sino que su presencia favorece la autonomía de una creación irredenta. Persiste la posibilidad del mal en la creación pero Dios puede actuar en contra. Según la lógica de Leibniz, como la creaturidad es constitutiva y sin ella dejaríamos de existir, el mal es inevitable y eterno. Pero esto va en contra de la teología de la creación y de la expectativa que surge tras la 206

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proclamación de Cristo resucitado, en la que se habla de una «nueva creación» (Rom 8,18-25; Gál 5,15; Col 1,15-20; Ap 21,1-22,5; 2 Pe 3,7-12). Son metáforas y expresiones «creacionistas» que no hay que entender en sentido físico sino antropológico y simbólico, como la idea de recapitular todo lo que está en el cielo y la tierra (Ef 10). Esta esperanza utópica es la contrapartida de la toma de conciencia de que el mundo no es lo que debiera ser, de que hay que rehacer la creación misma. Esa idea de la «nueva creación» está vinculada a la hermenéutica del reinado de Dios, por el que vivió y luchó Jesús. Los valores que dan sentido a la vida, desde la perspectiva cristiana, son los que prevalecen en un mundo con sentido pleno, con lo que el esfuerzo humano adquiere significado, ya que no es eliminado por la promesa divina. La expectativa esperanzada en un Dios que supere el sinsentido sería la contrapartida al mal presente desde el inicio cósmico e histórico. No hay ontología absoluta del mal, ni se considera éste insuperable, sino que se constata la verdad frágil de una lucha por el sentido. El mundo no es algo externo al hombre, sino que es parte de él y de su esperanza de realización. Las alusiones a una «nueva creación» expresan un ansia, la expectativa y una promesa por realizar, en la que convergen Dios y el hombre, rechazando por igual una salvación sin intervención del hombre, que es el cocreador, y la prometeica que absolutiza su protagonismo. Pero la tradición cristiana sobre una superación final del mal y un reino de Dios sin sufrimiento sería imposible de realizar según Leibniz, ya que implicaría eliminar la «creaturidad». Al hacer del mal una marca ontológica e insuperable de la creación, un rasgo específico de la creación de la nada, se pone un obstáculo al salvador. Si el creador no puede crear sin mal, sería como pedir la cuadratura del círculo, pues ¿cómo se puede esperar que lo supere el redentor, que es el mismo creador? ¿Si Dios no puede superar el mal al crear, cómo puede salvar? ¿Qué esperanza es posible en un más allá sin mal si se afirma que el mal de lo creado es irrebasable? Se afirma la limitación del creador y, simultáneamente, se dice que al salvar, crea sin esos limites, e incluso se utilizan las metáforas de una nueva creación. Del mismo sujeto divino se afirman dos proposiciones contradictorias. Leibniz habría logrado la prueba definitiva para el ateísmo: la imposibilidad de una deidad que supere el mal y que otorgue un sentido último a la existencia14. El cristianismo siempre ha identificado al creador y al redentor en una divinidad única. Si la persona se fusionara 14. «Si el mal fuera inherente a la condición de criatura, como algunos quieren, no podría ser destruido más que por la destrucción de las criaturas, y la salvación sería imposible porque no tiene objeto» (R. Arnaldez, Révolte contre Jéhovah, cit., p. 101).

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con la divinidad, a costa de su ser creatural y del mal inherente, acabaríamos en el monismo panteísta de Spinoza o el de Hegel, que hacen del hombre una derivación, modo o momento de la divinidad. Sería un planteamiento más cercano al budismo que al cristianismo, porque exigiría la desaparición del yo y de la creación, que serían entidades ilusorias, para acabar siendo tragadas por la divinidad, que anularía su alteridad. Esto no se soluciona recurriendo al misterio, porque hay una contradicción en afirmar que el sujeto divino, que no puede evitar el mal al crear, lo va a superar posteriormente, con lo que afirmamos que sí puede evitarlo. La ontologización del mal acaba jugando una mala pasada a Leibniz y a sus seguidores. Pasamos de la explicación racional total al misterio racionalmente contradictorio. Implica volver al credo quia absurdum de Tertuliano. No hay respuesta sin contravenir las leyes de la lógica, que se han utilizado para hablar de por qué se ha creado el mejor de los mundos. Leibniz está cercano del saber absoluto de Hegel: Dios es la razón absoluta, y Leibniz pretende explicar lo que hace y por qué lo hace. La divinidad entra a formar parte de un sistema racional explicativo de la mente humana, que es lo que criticó Heidegger, y la especulación filosófica se transforma en saber teológico. Leibniz habla desde la mente divina, pretende un saber absoluto del bien y del mal, y cae así en la tentación del Génesis sobre el árbol del conocimiento, que llevaría al saber divino. Pero su sistema fracasa al conciliar creación y salvación, inevitabilidad del mal y ansia de redención, ontología y acción histórica. Leibniz parte de la Razón divina suficiente de los filósofos. Confunde a Dios con la representación racional que se hace de él, olvidando la diferencia ontológica y la teología negativa. Podemos hablar de la divinidad desde el mundo, extrapolando, al referirnos a Dios desde su obra creadora, mediante el principio de analogía. Pero no podemos hablar de la creación desde la perspectiva racional divina, que desconocemos. Podemos inferir que si el mundo es contingente, hay un absoluto (alguien o algo que lo fundamente), pero no podemos ponernos en su lugar para hablar del universo. «Dios es aquel, sin el que nada es», pero no sabemos cómo es, ni por qué actúa, ni cómo ha creado este mundo, ni si hay otros mundos y otras formas de creación. No lo podemos conceptualizar ni formalmente (como pretendió el argumento ontológico) ni materialmente (como intentó Leibniz). Desde «la creación de la nada» remitimos todo lo que hay al creador, afirmando su absoluta distinción y diferencia. La contingencia absoluta de lo creado suscita la pregunta por Dios, pero no hay reciprocidad entre él y el mundo que permita explicar el mal desde el primero. La creación desde la nada sólo alude 208

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al carácter infundamentado del universo en que vivimos, sin especular sobre la divinidad misma15. La perspectiva absoluta olvida el carácter proyectivo de la racionalidad, la imposibilidad de especular sobre el trascendente y la falibilidad de la extrapolación más allá de los límites de la mente humana.

3. La crítica del humanismo ateo a las teodiceas Los grandes esfuerzos de los maestros de la Ilustración por una síntesis completa, en la que tuviera cabida el mal, han fracasado. Dos elementos fundamentales han obligado a replantear la teodicea y, con ella, el problema del sinsentido. Por un lado, la revolución científica, dentro de la cual se integra la nueva visión evolutiva del mundo. Por otro lado, la crisis de la tradición metafísica, que no puede demostrar la existencia del creador, dejando paso al indiferentismo religioso, al ateísmo humanista y al agnosticismo. La convergencia de estos factores ha llevado a la imposibilidad de la teodicea, haciendo inviables viejas respuestas al problema del mal. Este conjunto de factores, así como los cambios del código cultural, conllevan la crisis de sentido de las religiones y del cristianismo. El significado amoral de los males naturales La perspectiva de la evolución, desde Darwin a nuestros días, ha posibilitado una naturalización del mal, en la doble línea de asumirlo e integrarlo en el marco evolutivo. También, ha llevado al conformismo y a la resignación ante el «mal inevitable»16. La teoría de la evolución asume la lucha por la supervivencia y la violencia natural, ya que la vida se basa en el dominio y la pérdida de los más débiles. En una naturaleza evolutiva, dinámica y compleja, no es posible soñar con un mundo sin mal. La indiferencia de la naturaleza respecto del sufrimiento y la suerte de los más débiles, favorece una metafísica del mal, derivada de las leyes naturales. Al explicar la evolución desde presupuestos inmanentes, no hay más que decir acerca del mal. Éste es parte de la vida, tal y como la conocemos, y hay que afrontarlo de grado o por fuerza. En este marco, la felicidad es siempre fragmentaria y coyuntural. No habría que quejarse 15. P. Knauer, «Eine Alternative zur Begriffsbildung ‘Gott als die alles bestimmend Wirklirchkeit’»: Zeitschrift für Katholische Theologie 124 (2002), pp. 312-315. 16. K. Lorenz, Das sogenannte Böse, Wien, 1963.

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de la parte de mal que acontece a cada ser vivo, incluido el humano. Se trata de un hecho, constatado científicamente, del que deriva el rechazo de la teodicea. El mal es un problema para el que cree en Dios, no para los que asumen una visión científica del mundo como lo único posible. El sinsentido sería una posible respuesta metafísica a la pregunta humana sobre el significado del hombre en un universo en el que es un ser residual, un mero accidente, casual, y absolutamente prescindible. Sólo quedaría una mezcla de aceptación resignada y aludir al carpe diem para aprovechar el corto tiempo de vida que se nos ofrece, sin que se puedan hacer más preguntas y demandas. No hay que olvidar que en la misma tradición bíblica hay posturas que van en esta línea, cercanas a la filosofía griega y al pesimismo existencial, que aconsejan disfrutar de la corta vida, mientras se pueda, como parte del designio divino (Ecl 5,18; 8,15). La marginalidad de la persona, en un universo carente de finalidad e indiferente a la suerte de los seres vivos que produce, legitima la presunción del sinsentido último, así como las corrientes agnósticas y ateas que rechazan cualquier teodicea. Un universo marcado por la necesidad absoluta y el determinismo, en la línea spinoziana, redundaría en la inevitabilidad del mal. Lo mismo ocurre si el principio absoluto, único y permanente es el azar. Los extremos se tocan. La interpretación creacionista no modifica los datos científicos de la evolución, que sería la forma de creación que eligió Dios, su forma de dar orden y significado a un universo abierto. Las leyes científicas ponen límites a las hermenéuticas filosóficas y religiosas sobre el cosmos. No se habla de lo que Dios puede o no hacer, sino del universo existente, tal y como lo conocemos. El mal podría integrarse en la evolución en la línea de Teilhard de Chardin, o según la filosofía del proceso de Whitehead. El mal físico es inherente a la condición viviente y no hay escapatoria. La muerte, entendida cosmológica y biológicamente, no es más que la disolución del metabolismo de un ser. La reproducción de la vida se basa en la desaparición de los seres vivos, en función de los nuevos, y los animales se comen los unos a los otros (incluido el humano), o se alimentan de plantas, que, a su vez, se nutren de lo inorgánico. La vida y la muerte están biológicamente vinculadas, porque estamos constituidos por átomos de carbono y oxígeno («polvo de estrellas»). La enfermedad es también la descomposición de lo viejo, en función de la totalidad. Según las leyes de la termodinámica, el hombre se reintegra en el universo del que procede, poniendo a su disposición energías, átomos y moléculas que servirán para el surgimiento de otros seres. Ésta es la perspectiva asumida por Teilhard de Chardin en su metafísica y teología. La evolución lleva a la complejización y a la emergencia de estructuras cere210

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brales superiores, cuyo resultado sería el hombre17. Se escapa a la mera concepción naturalista en favor de una concepción filosófico-teológica. No sabemos si hay otras condiciones de vida en otros lugares desconocidos del universo pero, en nuestro planeta, la obra creadora se realiza mediante el dolor físico y la muerte de seres finitos. El mal natural forma parte de la vida, está vinculado a los estímulos positivos y negativos de los seres vivos, a las respuestas y opciones en función de la supervivencia. La complejidad cerebral del hombre abre espacios a la libertad, tanto al enfrentarse a lo negativo, como en la significación que se le da. No hay vida sin dolor y las leyes de la naturaleza son amorales, se escapan a la calificación de buenas o malas, porque dependen de las estructuras del cosmos. Las ciencias clarifican la facticidad del dolor, hay que aceptarlo porque no hay escape posible. En principio no hay obstáculo lógico para que hubiera un universo con otras leyes, o para que la evolución del mundo se hubiera dado de otra forma, o para que existieran otras dinámicas desconocidas en partes del universo. Pero especular sobre lo que podría existir, que no conocemos, o sobre otros lugares o universos, no sirve para huir de las exigencias del mundo en que vivimos. No conocemos si hay galaxias con condiciones de vida diferentes, aunque postulemos leyes universales, extrapolando las nuestras. También la mecánica cuántica ha relativizado nuestra cosmovisión y plantea si la indeterminación no es mayor que lo que sabemos. No podemos absolutizar nuestra concepción del cosmos, como ocurrió con la teoría de Newton, ni pensar que ya conocemos todas las leyes universales. Pero podemos concluir que en el universo fáctico que conocemos el mal forma parte del orden planetario y es inevitable. Vivimos a costa de los recursos naturales, es decir, consumiendo otras formas de vida. De lo fáctico del mal en la evolución, vista científicamente, no podemos pasar a especulaciones metafísicas sobre Dios, la creación y los límites de su acción creadora. El salto de la ciencia a la metafísica implica pasar de constatar un hecho, el mal inevitable en la lucha por la vida, a un principio especulativo (las limitaciones de Dios al crear). Con esto no se resuelven los problemas religiosos que plantea el mal y no se aporta nada al conocimiento científico. Desde la perspectiva religiosa no se puede especular sobre Dios mismo pero sí preguntar por qué Dios ha creado un universo con estas leyes; si el coste del mal en el mundo merece la pena, y si, respetando las leyes, no habría margen para menos 17. P. Teilhard de Chardin, El fenómeno humano, Madrid, 1986; El lugar del hombre en la naturaleza, Madrid, 1965. Cf. L. Galeni, «Un immane male naturale»: Credere oggi 29 (2009), pp. 79-92.

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sufrimiento, aprovechando la indeterminación y el azar en el universo. Lo que habría que impugnar no es a Dios, sino la obra misma de la creación, en la línea de Alfonso X el Sabio, Hume y el mismo Dostoievski, que rechazaba un mundo en el que el sufrimiento de los niños fuera inevitable. El mismo Teilhard de Chardin cayó en la tentación de dibujar un proceso positivo hacia la complejidad, minusvalorando el sufrimiento y el pecado (el mal moral y la acción generadora de sinsentido), que serían tan inevitables como el mal natural. Si Dios ha asumido la evolución, con sus costos y sufrimientos, no hay más remedio que aceptar el mundo como es. Preguntar a Dios es una comprensible reacción creyente a un mundo que genera dolor, comenzando por el de los animales. Las preguntas filosóficas y religiosas van más allá de los datos de la ciencia, aunque no pueden colisionar con ellas, y las posibilidades de una creación diferente surgen espontáneamente. Desde un dios creador y libre, siempre se podría preguntar por intervenciones divinas en el universo, en la línea de Newton sobre el gran relojero que ajusta la maquinaria para mejorarla. Desde la ciencia hay que rechazar al dios tapaagujeros, pero desde la religión, ¿que impide que Dios intervenga en el curso natural para mitigar el dolor que produce? El cristianismo siempre ha defendido la posibilidad de intervenciones divinas, sin que necesariamente vayan en contra de las leyes naturales. Si el universo no está absolutamente cerrado y hay márgenes de indeterminación y posibilidades no realizadas, no habría que excluir por principio una acción del creador en contra de males evitables. Pero como Dios no interviene o, desde la expectativa humana, sólo lo hace excepcionalmente, la mejor respuesta humana es la ciencia y el progreso. En la medida en que conozcamos el mal natural, sus causas y leyes inmanentes, podremos curar enfermedades, prevenir males potenciales y controlar mejor los desastres naturales. Esta respuesta desplaza la teodicea a la antropodicea. En ella, pueden converger los creyentes en Dios y los que no lo son. La queja ante Dios por el mal físico es limitada. Por un lado, hay que recurrir a los medios que tenemos para curar enfermedades y mitigar los desastres naturales. Por mucho que recemos, no podemos esperar que dejen de existir las causas naturales. Camus exaltó el trabajo del médico contra la peste, respecto del sacerdote y sus oraciones. Sin embargo, la tensión irresoluble entre las exigencias de combatir el mal y la certeza de que el éxito es parcial y provisional, forman parte del absurdo del mal. El hombre, que es parte de la naturaleza, se levanta contra ella y la combate. Si se aceptan las causas naturales del mal, no hay 212

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que quejarse como si se debieran a una intervención sobrenatural. Dios no envía enfermedades, ni desastres naturales, ni son castigos divinos. La idea de que Dios premia o castiga, y de que los fenómenos naturales son su resultado, está muy arraigada en la mentalidad religiosa, pero no responde a las leyes científicas sino a una concepción mágica de Dios. El hombre recurre a un dios castigador, que retribuye con desastres el mal moral. Pero Dios no es un sádico que se complace en el sufrimiento de los pecadores y les paga con el mal físico, aunque esta imagen tenga textos bíblicos para avalarla. Estas interpretaciones están fuera de lugar para el que conoce las leyes de la evolución. La creación es una obra imperfecta e inacabada. Conlleva que vivamos en un mundo irredento, en el que existe el dolor. Pero no hay ningún culpable de lo natural, salvo la dinámica que mueve la naturaleza. Dios no tiene la culpa de todo lo que ocurre, sino la naturaleza y sus leyes. Todos podemos ser afectados, y lo somos antes o después, por el mal natural del mundo en que vivimos. Si el mundo no fuera el que es y como es, tampoco nosotros existiríamos. No podemos responder a la pregunta de «¿por qué Dios permite esto?», ya que Dios no es parte de nuestro mundo. Lo que preguntemos acerca de Dios tiene más de proyección de nuestras necesidades que de referencia a la realidad. La diferencia ontológica «de la nada» impide conocer la intencionalidad divina18. La rebelión contra la creación y el mal degenera en rechazo de Dios. La increencia puede ser fruto de la reacción ante el sufrimiento no aceptado. Es fácil creer en Dios cuando las cosas van bien, aunque, a veces, una vida fácil y sin complicaciones facilita el distanciamiento de Dios y la insensibilidad religiosa. La mayor dificultad está en mantener la confianza en Dios en medio de las pruebas de la vida. Es normal que cuando el ser humano se encuentra afectado por un mal físico, recurra a Dios, si es creyente. La propuesta cristiana es vivir toda la vida en la presencia de Dios, adhiriéndose a la forma de vida de Jesús de Nazaret. El cristianismo no resuelve el mal, ni teóricamente (explicándolo) ni prácticamente (suprimiéndolo), pero enseña a afrontarlo y apela a Dios. La petición no es mala, en cuanto que expresa una necesidad y un sufrimiento. Desde una perspectiva racional, Dios no necesita oraciones de ningún tipo, pero no podemos evitar dirigirnos a él. Si estamos hechos para Dios y lo buscamos, como afirma san Agustín, es normal que recurramos a Dios en el dolor y el gozo, pidiéndole que nos conforte, capacite y humanice. 18. P. Knauer, «Eine andere Antwort auf das Theodizeeproblem»: Theologie und Philosophie 78 (2003), pp. 193-221; J. Splett, «Zum Theodizeeproblem heute»: Revista portuguesa de filosofia 57 (2001), pp. 711-732.

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La plegaria expresa la indigencia humana y la apertura confiada al creador. El ser humano necesita hablar con Dios, el tú último, en todas las condiciones de la vida, y la petición brota espontáneamente desde la indigencia. Esa relación conforta, ayuda y capacita al que ora, que se abre a la trascendencia, desde la que puede adoptar una actitud reflexiva. Si la oración fuera sólo de alabanza, algo que tampoco Dios necesita, criticaríamos una espiritualidad basada en dar gracias cuando las cosas van bien, pero que tiene que guardar silencio porque no se puede molestar a Dios cuando van mal. La tradición cristiana no rechaza la petición en sí, sino algunas de sus formas degradadas. Pedir en la enfermedad o en un desastre natural no es malo, si capacita para asumir los acontecimientos, luchar, vivir y esperar en Dios. Jesús fue confortado antes de su pasión, aunque su petición no sirvió para evitarle el sufrimiento. Ante el dolor es normal pedir, pero lo cristiano sería añadir que, si no es posible evitarlo, haya capacidad para afrontarlo sin deshumanización ni amargura. El sentido en el sufrimiento implica capacidad para asumirlo y, en la medida de lo posible, transformarlo, sacar de él elementos positivos. Fácilmente pasamos del inmanentismo de la ciencia, que ni puede ni debe recurrir a Dios, al cerramiento personal ante la trascendencia religiosa, rechazando cualquier referencia a él. La cultura científico- técnica favorece el deísmo (el creador que se despreocupa) y la idea de una divinidad ociosa lleva a la abstención de las peticiones. Este enfoque choca contra la pretensión cristiana de una presencia divina en la persona, a la que motiva, inspira y capacita. El animal humano es parte del cosmos, corporeidad física que tiene que humanizarse, espiritualizarse y trascender lo meramente físico. La relación religiosa sirve a los creyentes en ese proceso. Diversos estudios científicos, antropológicos y medicinales muestran que las personas creyentes tienen más capacidad para asumir el sufrimiento. Relacionarse con Dios en la enfermedad favorece el proceso curativo, porque somos una realidad psicosomática, con interacción entre lo corporal y lo espiritual19. La apertura a la trascendencia divina en las desgracias ayuda a integrarlas y a transformarlas. Hay que afrontar los males desde la lucha científica; la petición consistiría en saber asumirlos y no claudicar. Como decía Ignacio Ellacuría, desde la fe hay que hacerse cargo de la realidad, cargar con ella (asumiendo sus consecuencias) y encargarse de ella (transformándola)20. La relación religiosa puede 19. P. Laín Entralgo, Alma, cuerpo y persona, Barcelona, 1998, pp. 288-318. 20. I. Ellacuría, «Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latinoamericano»: Estudios Centroamericanos (ECA) 422-423 (1975), p. 419.

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ayudar a este proceso, en el que Dios no cambia por nuestras peticiones, pero sí los que las hacen. Las personas religiosas encuentran apoyo en su fe para asumir la vida como es y poder esperar y confiar, sin alterar los datos científicos. Quizás curaciones inexplicables, calificadas de milagros, puedan ser evaluadas desde la fe de los enfermos, porque las actitudes humanas ante la enfermedad intervienen en ella. Para un cristiano esto no es extraño, porque las curaciones de Jesús están vinculadas a la fe de los que piden ser curados. Los ritos religiosos ayudan a muchas personas, no deberían ser minusvalorados porque las experiencias no se reducen sólo a lo científico y racional. Las situaciones marcadas por el dolor dejan espacio a la interacción entre cuerpo y alma, lo somático y lo psíquico, lo natural y lo espiritual. La tecnificación de la medicina la deshumaniza, forma parte del mal generado por el progreso científico-técnico, que ignora las demandas de sentido. El que pide ayuda a Dios en una desgracia natural, no necesariamente espera que Dios la elimine, sino que lo ayude para luchar contra ella. Cuando esto ocurre, hay una superación del mal, aunque no en cuanto realidad material, porque ya no genera el sinsentido, la desconfianza o la pérdida de las ganas de vivir. Si una experiencia religiosa ayuda en este proceso, debe ser respetada, incluso por los que no son creyentes. No hay por qué rechazar las convicciones religiosas, sólo las que contradigan la ciencia o la razón, que deshumanicen o dañen a los otros. Por el contrario, un comportamiento motivacional que dé capacidad para asumir el mal y cree esperanza tiene que ser aceptado, e incluso sería deseable. Desde la perspectiva física, la oración no cambia nada, en cuanto que el universo tiene sus leyes y autonomía, sin interferencias de un Dios tapaagujeros que intervendría modificándolas. En este contexto, hay que dar la razón a Hume, que rechaza el recurso a los milagros afirmando la consistencia de la naturaleza, cuyas leyes se cumplen sin interferencias. Previene contra los presuntos milagros, aunque se equivoque con su concepción absolutista del universo, ya que la mecánica cuántica muestra que el comportamiento natural es menos determinista y previsible de lo que pensamos. Además, el milagro es un signo que confirma la fe, pero que no necesita contravenir las leyes naturales. Que una persona encuentre consuelo y fortaleza en la oración y que se resuelvan situaciones difíciles, no implica que haya una violación de las leyes físicas, aunque la persona estuviera convencida de la intervención divina. En los Evangelios se apela al «milagro» como un signo que ayuda a confiar en Dios, sin que rompa necesariamente con leyes naturales. Por el contrario, se rechazan las demandas de prodigios y milagros maravillosos 215

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(Mc 8,12; Mt 12,38; 16,1-4; 1 Cor 1,22). Además, la Antigüedad clásica interpreta como milagros acontecimientos que, para nosotros, no lo son. No se puede, sin embargo, rechazar los milagros en nombre del determinismo absoluto de la naturaleza, hoy cuestionado por la teoría cuántica y la de la relatividad. Dios puede intervenir en la creación y hacer milagros, pero serían siempre una excepción a la regla, acciones que generan confianza y esperanza, al margen de las repercusiones que tengan en las leyes naturales. El problema habría que verlo, más bien, en las contradicciones propias de un ser supremo que es intervencionista, que corrige constantemente su creación. Detrás de la imagen milagrera hay una concepción mágica de la omnipotencia divina. Si el mundo ha sido creado por Dios y tiene sus propias leyes, no tiene sentido que las modifique. El redentor no corrige la plana al creador. Las fantasías sobre la omnipotencia divina, unidas al narcisismo, llevan a una relación utilitarista con el ser divino, «al que se piden mercedes», como afirmaba el viejo catecismo de Ripalda. Buena parte del trasfondo mágico de la religión subyace en este utilitarismo pragmático, que funcionaliza a la divinidad. Las fantasías narcisistas llevan a especular sobre un dios salvador que hace cosas «imposibles», violando las leyes de la física o la biología. El imaginario religioso crea a un Sumo Hacedor que deshace lo que ha hecho para atender a las constantes peticiones de cada uno. El dios milagrero se volvería contra el creador y sería infinitamente parcial e injusto al hacer milagros a unos pocos e ignorar a los otros. Si interviene en favor de unos, surge la pregunta de por qué no en favor de los otros, mucho más cuando no son peores que los salvados. Paradójicamente, se buscan imágenes religiosas que hagan muchos milagros, cuando éstos agudizan el problema del mal y radicalizan la pregunta de por qué Dios no interviene más para eliminar sufrimientos inútiles y desmesurados. Si se responde al mal con el predestinacionismo, que reivindica la libertad absoluta y arbitraria divina para salvar, al margen de los méritos propios, volveríamos al dios nominalista, cuyo proceder es absolutamente irracional y, también, a la deidad mala, que pudiendo salvar a todos, sólo ayuda a algunos. Al compaginar la libertad divina y el mal, frecuentemente se introduce el mal en Dios mismo. Este enfoque desautoriza el providencialismo intervencionista. Apelar a la voluntad divina ante todo lo que ocurre, como si Dios fuera el causante, es acusarlo y regresar al oscurantismo religioso. Ni el bien ni el mal que experimentamos se pueden vincular inmediatamente a Dios, so pena de hacerle parte de nuestro sistema mundano. Las desgracias naturales ocurren sin que nadie sea culpable, con intervención del azar, que deriva de la evolución 216

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natural y de la complejidad de leyes deterministas que se coordinan, de forma que afectan al hombre. Job tenía razón en rechazar el esquema de pecado/castigo para explicar sus desgracias, pero no renunciaba a buscar culpables, acusando al creador. La autonomía del ser humano impide hacer de él el agente del bien y del mal que ocurren en la vida. La capacidad de sacar bien del mal acontecido es propia del hombre y Dios la potencia. Pero hay que dejar el imaginario de una deidad que está detrás de todo lo que acontece de manera que no habría nada que no fuera obra suya. Ni todo lo que ocurre se debe a Dios, ni él deja de inspirar al hombre para hacer el bien en medio del mal. Por eso, en el padrenuestro se pide que venga su reino, que se haga su voluntad en tierra y cielo, precisamente porque no todo lo que ocurre es querido por él. Es una paradoja que el cristianismo sea una religión de un dios no intervencionista, cuyos enviados son asesinados, mientras que la mayoría de la gente sigue recurriendo a toda clase de peticiones y «estrategias de presión» para lograr que la divinidad actúe. Es una muestra más de cómo la miseria humana se impone a los razonamientos filosóficos y teológicos. Esto no obsta para devolver a Dios el billete de la creación, como proponía Dostoievski, ante el sufrimiento de los niños. Si intuitivamente la contemplación del universo lleva a la pregunta por Dios, también la magnitud del dolor humano lleva a interrogarse sobre su creador. Mucho más cuando los textos de las religiones, incluidos los bíblicos, narran múltiples sucesos en los que Dios es causa directa o indirecta del mal. La idea de omnipotencia y permisividad lleva a recusar a Dios ante la acumulación de mal que hay en la vida. El ateísmo humanista está cargado de razones que motivan su rechazo de un ser divino, aunque la negación no sea el resultado de una demostración lógica por incompatibilidad con los hechos naturales. La repulsa de una vida que no merece la pena, se vuelve contra el creador y los otros, aunque no sean los causantes del mal. Hay males que quitan las ganas de vivir y de luchar. También dejan espacio a los que esperan en Dios, desde una creación fragmentaria, en la que la persona juega un papel esencial. El sufrimiento del inocente es inevitable desde la perspectiva de la naturaleza y de la historia. Pero si hay Dios, todavía hay esperanza para las víctimas; y si existen hombres solidarios, el sufrimiento compartido puede generar sentido. Dios podría, incluso, aceptar su rechazo por un hombre desesperado. Se preocuparía más de que el mal sufrido no deshumanice al que lo padece, que por las acusaciones al creador, como ocurrió en el Libro de Job.

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El mal humano y la fragmentariedad del sentido Al pasar del animal al hombre, damos un salto. Desde la perspectiva creacionista, la emergencia del hombre en el universo es un acontecimiento que altera el mecanicismo, abre espacios a la libertad y posibilita la superación de la selección natural. Podemos intervenir y modificar el orden de la creación, incluso en lo que toca a la vida. Se agranda y diversifica la perspectiva del mal, que cobra un nuevo significado y exige una tipología más compleja21. El salto en la evolución presupone inteligencia, mayor sensibilidad y libertad. Schopenhauer captó bien la diferencia entre el dolor animal y el sufrimiento humano, y la proporcionalidad entre mayor concientización e inteligencia y más vulnerabilidad al sufrimiento22. Cuanto más persona somos, más sensibles y vulnerables somos al mal. La hominización redunda en mayor percepción y profundización, y el mal se manifiesta en relación con las personas a las que nos vinculamos. Las heridas recibidas de los más cercanos nos afectan más que las de los lejanos y nuestra capacidad de hacer mal es mayor respecto de los más próximos. El mal es el resultado de la libertad del hombre, que se distingue del animal por su capacidad para el sufrimiento y la forma diferente de vivirlo. Sufrimos física, psíquica y socialmente, con premeditación y sin ella, debido al mal moral y sin él, a causa de los otros y por nosotros mismos. Pero no es fácil determinar la frontera entre el dolor y el mal natural, por un lado, y el sufrimiento y el mal social por otro, y lo que para unos es malo, no tiene por qué serlo para otros. Lo que en un momento histórico se percibió como un mal, puede no serlo en otro. El mito del árbol del conocimiento apuntaba al no saber humano, en contraste con la omnisciencia divina. Esa comprensión se adquiere mediante el sufrimiento, que es una clave para distinguir el bien y el mal. Evaluar una experiencia como buena o mala es también una interpretación, dependiendo del código cultural en el que se vive. La fenomenología del mal tiene formas diversas, una cosa es sufrirlo y otra enjuiciarlo. Hay males que se presentan bajo la apariencia de bien y viceversa. Hay que distinguir entre lo que vivenciamos (dolor físico, sufrimiento moral) y el enjuiciamiento cultural que hacemos. El sufrimiento es un hecho, pero podemos interpretarlo de forma diferente y buscarle un sentido en relación con el contexto y el momento histórico. 21. I. Dalferth, Leiden und Böses, Leipzig, 22007; Das Böse, Tübingen, 2006. 22. A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación I, Madrid, 22009, pp. 367-368 (libro IV, § 56).

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El sufrimiento moral está vinculado a la conciencia de injusticia, a la percepción de la opresión de la víctima y a la rebelión por el éxito de los victimarios. Tendemos a moralizar el mal, a reducirlo al binomio de víctima y culpable porque el mal del otro nos solivianta23. Éticamente, el mal sufrido por otro interpela y se convierte en un principio fundamental de sensibilización, incluso más que el propio. El que causa el mal y la víctima pueden ser la misma persona y el mal que cometemos al otro, acaba impregnando al agente. A pesar de que a muchos «malos» les va muy bien y a otros «buenos» muy mal, sigue habiendo un dinamismo natural de rechazo del mal. La exigencia moral de justicia surge de una forma espontánea y es una de las vivencias que alimenta el comportamiento moral. Las teorías sobre la fundamentación última de la moral no son lo más determinante, sino la empatía con el sufrimiento, la com-pasión desde una experiencia común. Adorno afirma que el nuevo imperativo categórico es «el de orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante. Este imperativo es tan reacio a toda fundamentación como lo fue el carácter fáctico de todo el pensamiento kantiano. Tratarlo discursivamente sería un crimen»24. La experiencia compartida del mal motiva para actuar, más que para teorizar. Hay que sensibilizarse ante el mal producido, lo cual no se logra con la mera especulación filosófica o teológica, que presupone la distancia reflexiva y la racionalización, más que el encuentro personal y la reacción emocional25. La experiencia del sufrimiento remite a los límites propios, incluso cuando se quiere ayudar al que lo padece. Se experimenta la propia impotencia, además de la del que sufre. Hay que superar la tentación de ignorar ese mal, eludirlo, funcionalizarlo o relativizarlo, porque esas estrategias serían nuevas formas añadidas de daño. La maldad no es simple carencia, sino una fuerza dinámica que impregna las relaciones interpersonales. Comienza con el deseo y la intencionalidad antes de que se actualice en una acción concreta. Por eso, el odio es homicida y abre el potencial del infortunio humano, más allá de la lucha por la supervivencia. Por el contrario, la experiencia del sufrimiento injusto, propio y

23. E. Levinas, De Dios que viene a la idea, Madrid, 1995, pp. 201-222; Entre nosotros, Valencia, 2003, pp. 115-126; P. Ricoeur, Le mal, Genève, 1986, pp. 38-44. 24. T. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1992, p. 365. 25. W. Oelmüller, «Statt Theodizee: Philosophisches Orientierungswissen angesichts des Leidens», en M. Olivetti (ed.), Theodicea oggi?, Archivio di Filosofia 56, Padova, 1988, pp. 641-643; R. Kaufmann, «Leid, Übel und das Böse. Versuch einer philosophischen Annäherung»: Una sancta 62 (2007), pp. 321-327.

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ajeno, suscita la solidaridad y moviliza. A veces, la solidaridad consiste sólo en hacerse presente al mal del otro, en no permanecer indiferente, aunque no se pueda hacer nada. La reacción ante el ultraje inferido lleva a la ética y a los derechos humanos universales, que necesitan una aplicación cultural. El mal social genera un inconformismo mayor que el natural, porque no es el resultado de una ley inmanente de la naturaleza, sino fruto del libre arbitrio. Revela la condición humana, porque lo padecemos como todos los seres vivos, pero podemos aumentarlo gratuitamente y sin beneficio alguno. El hombre es el único animal sadomasoquista, que puede disfrutar con el dolor propio y ajeno, y ser innecesariamente cruel. El mal muestra la ambigüedad de la libertad y la racionalidad: las dos características específicas que nos distinguen del resto de los animales. Disfrutar con el dolor y producir mal sin beneficio alguno es propio de la condición humana. En cuanto protagonistas de la historia, capaces de dominar la naturaleza, podemos aumentar el sufrimiento en el mundo, radicalizando la lucha por la vida, como ocurre en nuestras sociedades darwinistas. La capacidad de ser previsores y determinar el futuro, propia de la conciencia reflexiva, exige atender a las consecuencias de la acción y contextualizarla, más allá de la intencionalidad. Por eso, el mal que producimos excede a la intención con que actuamos. Esta desproporción entre lo intencional y lo que acontece podría ser parte del sentido teológico del pecado original. No es que por un hombre entrara el pecado en el mundo, sino que el mal forma parte de la condición existencial desde el primer instante. Ya antes del nacimiento recibimos el influjo de la sociedad mediante la madre, la cual transmite las vivencias que tiene durante la gestación. Antes de nacer, el mal y el bien experimentados por la madre y transmitidos al feto, condicionan su existencia posterior. No es lo mismo el nacimiento de un ser gestado desde una experiencia de felicidad y de gratificación, que el nacimiento de uno no deseado, el cual percibe durante la gestación el rechazo y la negatividad de la sociedad, mediante las depresiones, sufrimientos, angustias o remordimientos maternos26. Somos hijos de una familia, de una sociedad, de un entorno educativo y religioso que nos condiciona desde los orígenes, en el que está presente el mal. Por eso podemos hablar del mito del pecado original como la toma de conciencia de que el mal está siempre presente en los inicios de la vida. El mal forma parte de la condición trágica del ser humano.

26. T. Verny y J. Kelly, La vida secreta del niño antes de nacer, Barcelona, 1988.

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La sociedad ofrece una malla de instituciones, costumbres y usos, leyes y orientaciones en las que cristaliza el mal como una fuerza envolvente que lo impregna todo. Se hace presente en estructuras sociales de pecado (familiares, educativas, religiosas, políticas, etc.) que influyen en los miembros de la sociedad. Hay estructuras pecaminosas que precondicionan a las personas y favorecen los males sociales. Por eso, más que de pobres hay que hablar de empobrecidos, porque la pobreza tiene un origen estructural y social. Las duras afirmaciones de la Biblia acerca del pecado tienen significado en este contexto. Desde el primer momento de la existencia hay un mal «situacional» y cada persona es agente y víctima del pecado al mismo tiempo. La tentación bíblica corresponde a las dinámicas malignas que impregnan las sociedades y marcan a sus miembros. Son dimensiones universales de la existencia que se concretan de forma desigual en cada sociedad particular y ayudan a tomar conciencia de la ambigüedad humana. Podemos hablar de un dualismo interno en el hombre, de dos personalidades en lucha, el hombre carnal y espiritual paulino (Rom 8,5-13), la personalidad buena y mala en los mitos de la literatura universal, la lucha freudiana del eros y el thanatos, el instinto de vida y muerte. El mito rousseauniano del buen salvaje, que propugna una naturaleza buena, luego corrompida por la sociedad, no se ha dado nunca. La sociedad está dentro de nosotros, no fuera, y la cultura es nuestra segunda naturaleza. Por eso no hay nadie que no esté contaminado por el mal. En este marco, la referencia divina está latente en cualquier fenomenología del mal. El sufrimiento del inocente impugna la teodicea y cuestiona la providencia divina, que asume el riesgo del mal inútil y sin provecho. Más allá de la queja, que no rompe la relación con Dios, hay una rebelión contra una divinidad permisiva, cómplice del mal por acción u omisión. La realidad del mal bloquea la confianza en Dios y en su providencia omnipresente. Su silencio se interpreta como signo de su inexistencia. ¿Por qué Dios no se muestra más en los sufrimientos? ¿Qué es lo que hace que algunas personas tengan experiencias potenciadoras, que achacan a Dios, mientras que otras nunca las tienen? Si Dios es omnisciente y omnipresente, su ausencia cuestiona su existencia o su bondad. Si la fe es un don y una gracia, poco pueden hacer las personas que no la tienen. Referirse al misterio de Dios implicaría intentar explicar el mal desde alguien que es también inexplicable. Ésta es la lógica del ateísmo, que inductivamente afirma que Dios no existe. No cabe duda de la racionalidad de la hipótesis atea, aunque no sea la única27.

27. A. Comte-Sponville, El alma del ateísmo, Barcelona, 2006, pp. 106-112.

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La estrategia del bien como resultado del mal moral (como ocurre con la idea teológica de «la culpa feliz», cuando se habla de la cruz) no convence racionalmente, porque el posible bien final no justifica los medios. Si se añade, además, la idea de condenación eterna, como resultado de una libertad contingente y muy limitada, el contrasentido del riesgo de la libertad aumenta. Surge el viejo problema de la tragedia griega, que contrapone la decisión última de los dioses a la libertad limitada del hombre; y la omnipotencia retributiva del dios justo sería una consagración del mal cuando afecta al que es más víctima que culpable. Sólo compaginando justicia y bondad, y vinculando pecado y castigo, como consecuencia inmanente de la acción, se podría escapar al sinsentido. No es que la divinidad castigue, sino que la acción pecaminosa destruye al que la ejecuta. Hay que cuestionar la posible «condenación» eterna, porque el imaginario religioso la define como el mal absoluto, sin posible bien alguno, con el que la providencia castigaría una libertad limitada. ¿No es una trampa, que mete el mal en el mismo Dios? Y, sin embargo, ¿podemos renunciar a la justicia divina, ante el sinsentido que genera la humana? ¿Se puede aceptar que Dios sea permisivo con el verdugo y deje sin respuesta el sufrimiento de la víctima? Compaginar el ansia personal de justicia y la misericordia infinita de Dios es una síntesis imposible para la razón humana. Cualquier respuesta deja insatisfecho y persisten los males que generan absurdo. Según la concepción cristiana, el Todopoderoso no es libre para elegir entre el bien y el mal, porque es el único absolutamente libre y siempre se enfoca hacia el bien. La libertad no es una instancia arbitraria y aislada, sino capacidad para el bien, a pesar de las tentaciones de mal. Por eso resulta incomprensible su inoperancia, el dejar hacer, cuando, por otro lado, se afirma que la providencia divina interviene, motiva, e inspira. Si el ser humano es imagen y semejanza divina, no habría contradicción lógica en compaginar su libertad potencial y evitar el mal fáctico, siguiendo el modelo divino. Si la libertad es condicionada, Dios podría crear las circunstancias que hicieran probable el bien e improbable el mal, sin cambiar las leyes de la historia ni la libertad. El cristianismo maximaliza las tensiones de la teodicea, porque radicaliza la necesidad de la gracia para hacer el bien y subraya la condición pecadora del hombre, su vulnerabilidad ante el mal. En contra del pelagianismo humanista, que afirma la capacidad del hombre para hacer el bien y el mal, se maximaliza la dependencia divina. Pero cuanto mayor es la exigencia de gracia, más irresoluble se vuelve el problema de Dios y el mal. También se limita la libertad en nombre de las circunstancias, los condicionamientos sociales y las relaciones personales. No hacemos el 222

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bien que queremos, sino el que podemos y, pretendiendo obrar bien, causamos el mal (Rom 7, 15-25). Se resalta la vulnerabilidad humana y la propensión al desorden, sólo superable con la gracia. La libertad no impediría la intervención divina, facilitando situaciones, circunstancias y personas que limiten las desgracias. Por eso, el mal escandaliza y cuestiona el control divino. Y si la divinidad no interviene, porque la historia, como la naturaleza, tiene su propia dinámica autónoma, ¿para qué recurrir a Dios en los acontecimientos? Una deidad ociosa es innecesaria y el silencio cuestiona su bondad ¿No será que no existe?, dicen los ateos. Ignorar la validez de la pregunta es apagar la razón. La teodicea quiere justificar una providencia que no aparece como tal y justificar el desorden moral, haciéndolo un pretexto para el bien. Conjuga el libre arbitrio y la consecución de virtudes, pero fracasa porque no puede explicar cómo la presunta gracia, que se ofrece a todos, no triunfa sobre la tentación y el pecado. Tampoco explica el mal que no aprovecha a nadie; ni el que es el resultado de condiciones indignas de vida, que hacen del culpable una víctima o cuando hay tal desproporción entre lo vivido y los beneficios posibles que generaría, que no se puede justificar. Intuitivamente, el hombre capta que en la historia hay un exceso de mal, que bloquea la capacidad de aprender y crecer. La asimetría entre el protagonismo de cada persona y los males de la vida impiden achacar los segundos al primero. La desgracia humana alcanza a un Dios que se pretende garante del hombre, desde Abel y Caín hasta nuestros días. Si a esto se añade su opción providente por los pobres, los que sufren y los oprimidos, más resalta la limitación de su acción. No hay contradicción lógica entre la afirmación de la existencia de Dios y el ver la historia como un matadero, en el que se acumulan las víctimas y el sufrimiento inútil. Lógicamente, se puede afirmar que su providencia conoce mejor lo que conviene, que la otra vida compensará a la actual (que es la única que conocemos) o que el Omnipotente siempre ha actuado y dado su gracia, a la que no hemos sabido responder, etc. Pero no cabe duda de que estas experiencias oscurecen la creencia en su providencia e, intuitivamente, dificultan creer en su poder, omnisciencia y bondad infinitas. Si asumimos que Dios no controla todo lo que históricamente ocurre, cuestionando el principio de razón suficiente de Leibniz y dando un margen a la casualidad y lo imprevisible, salvamos su bondad, pero hay que replantear el concepto abstracto y maximalista de omnipotencia y providencia de la tradición teológica. Una creación autónoma obliga a respetar las mediaciones de lo creado. Hay una resistencia global a asumir el mal como lo último. Si Dios fuera el mal último, como propugna Nietzsche, no habría posibilidad 223

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de sentido en una historia marcada por el mal humano. Seguimos aferrándonos a ideales, valores y creencias que nos capacitan para luchar y vivir contra el mal, a pesar de su presencia cotidiana. Es el hombre, no la divinidad, el agente de la historia. La persona puede ayudar a Dios en la lucha contra el mal, como afirmaba Etty Hillesum antes de morir en un campo de concentración28, pero el Señor de la historia no puede eliminarlo sin contar con el hombre. La omnipotencia divina es la de un paradójico dios débil que hace del hombre un cocreador y espera su cooperación. La paradoja cristiana es la de un creador, que se apoya en el hombre para luchar contra el mal, y que no actúa sin contar con él. La idea del pantocrátor, que lo puede todo, deja paso a la del que busca sacar bien del mal desde la autonomía y libertad humanas. No es el Altísimo que impone su voluntad, ni el intervencionista que tiene un pleno control sobre todo lo que acontece, como si todo lo que ocurriera fuera voluntad suya. Hay que apelar a la antropodicea (¿cómo permitimos que haya tanto mal en el mundo, si es que podemos disminuirlo drásticamente?) y, al mismo tiempo, afirmar que el mal persiste a pesar de todo esfuerzo humano. Dios convoca al hombre en la lucha contra el mal y la esperanza abre un horizonte de futuro, en el que la historia siempre está inconclusa. Ni se redime del mal sin el hombre, ni se puede consumar el éxito en su lucha contra él. La oferta de sentido cristiana responde a su hermenéutica antropológica, que habla de una naturaleza caída y de la imposibilidad de acabar con el mal, porque está enraizado en cada persona. También exige al hombre protagonismo histórico y que no quede atrapado por el mal, perdiendo la esperanza. La idea del «reino de Dios» no es una oferta de sentido para el más allá, sino un imperativo para el más acá histórico. Esta hermenéutica es la que, según Heidegger, caracteriza la teología cristiana, que tiene su clave en el Crucificado. El mal global: el sinsentido de la vida Si desde la contingencia del universo buscamos intuitivamente al creador, también desde el sinsentido se rechaza su existencia, o se le califica como una providencia impotente, en la línea de Hume. El mundo no responde a las demandas globales de sentido. Por eso, no se puede probar a Dios ni concluir que las desgracias son provisionales, dejando espacio a un sentido pleno. Mucha gente lo experimenta cuando pier28. P. Leban, Etty Hillesum: un itinerario espiritual (Amsterdam 1941-Auschwitz 1943), Santander, 52008, pp. 110, 115.

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de a un ser querido y se rebela contra este destino común de todos los seres vivos. La rebelión contra el mal lleva a la problemática radical del absurdo en la vida, que consuma el mal natural y físico. Distinguimos entre la experiencia y la interpretación que hacemos del mal. Una reflexión que no parta del sufrimiento concreto es sospechosa de cinismo e indiferencia. Esto es lo que se achaca a los sistemas especulativos de Leibniz o Hegel, que buscan comprender y explicar el mal, superarlos sin eliminar su negatividad. El sinsentido surge porque no tenemos esquemas interpretativos válidos, padecemos de forma inexplicable y excesiva, o el mal experimentado se sustrae a cualquier funcionalización o sistematización. El mal metafísico o global, que integra el físico y el moral, no es el de la finitud e imperfección de lo creado, en la línea de Leibniz, sino la desesperación, el vacío de una vida sin significado, el desencanto y la insatisfacción. No es una experiencia vital de un momento, sino la recapitulación de una vida que no merece la pena. La pregunta kantiana sobre si estaríamos dispuestos a repetir la vida, si tuviéramos oportunidad de elegir, apunta a su significación, a partir de la experiencia acumulada29. El mal radical no es la propensión de la frágil naturaleza humana, ni la perversión de la razón, en la línea kantiana, sino la desesperación, porque la vida no merece vivirse. Hay personas que viven situaciones tan extremas, materiales y espirituales, que resulta muy difícil afirmar una vida con sentido. El sinsentido estriba en una acumulación de mal que quita las ganas de vivir, sin que la bondad omnipotente divina aparezca y supere el mal global. Una vida finita pletórica de sentido vale la pena y permite esperar, más allá de la muerte; la promesa de una vida eterna en una vida desgraciada resulta sospechosa de escapatoria y de fuga de la realidad. El sufrimiento inútil y el exceso de mal generan impotencia y amargura. Entonces el suicidio puede verse como una liberación. No hay motivos para luchar y vivir, porque no hay un proyecto de sentido con el que identificarse. Nietzsche captó que es mejor un mal sentido que su carencia, y que las ilusiones y errores vitales pueden contribuir a que la vida merezca la pena. El problema no es si somos finitos, limitados, contingentes y mortales, sino si es posible que la vida, larga o corta, que vivamos tenga valor y significado en sí misma. Aunque hubiera sufrimiento, cambiaría el juicio cuando se asume desde una vida lograda. Merecería 29. En la vida humana hay un exceso de mal sobre el disfrute de la vida. La pregunta es si queremos repetirla («Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos en la teodicea», cf. Kants Werke, Akademie Textausgabe, VIII, p. 259).

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la pena vivir muchas veces y resultaría comprensible la expectativa de esperar una vida eterna, precisamente porque hemos experimentando la existencia como un regalo. Por eso, la desesperación, el sinvivir de la existencia como una maldición, el deseo del suicidio, se convierten en la expresión máxima de una creación malograda, del fracaso del Dios amor, de la negación de su omnipotencia. Si después de vivir una vida malograda, el horizonte fuera el infierno, se culminaría el proceso del mal absoluto. En lugar de esperar en Dios habría que temerlo y se cerraría todavía más el círculo de una vida indigna de ser vivida. El sinsentido no está determinado por la cantidad objetiva de mal padecido. Personas que viven en condiciones muy duras frecuentemente encuentran más motivos para vivir y luchar que otras que las tienen más fáciles. En el Tercer Mundo no es frecuente la pregunta por el sentido de la vida, en contraposición a las sociedades ricas, en las que hay más personas que se suicidan. Un estilo de vida superficial, con significados basados en el placer y el vivir bien, genera insatisfacción, y la saturación de bienes de consumo deja desprovisto de metas significativas. Esto no ocurre en el Tercer Mundo, donde se lucha por necesidades básicas de los seres queridos, lo cual genera capacidad de sacrificio y una vivencia de plenitud y sentido. Las ganas de vivir no dependen sólo de las condiciones materiales, aunque éstas contribuyan decisivamente. Las necesidades espirituales del ser humano son las decisivas para la vida, aunque los recursos materiales sean imprescindibles. En Auschwitz encontramos afirmaciones y rechazo de sentido por personas que vivían en condiciones parecidas, todas ellas atentatorias contra la vida. La diversidad de reacciones a una experiencia común muestra que el significado de la vida depende también de la respuesta subjetiva, teórica y práctica, que cada persona da a las situaciones vitales. Algunas teodiceas afirman que el mal es el precio de la libertad, pero ésta no consiste en hacer lo que a cada uno le da la gana, sino en la capacidad de liberarse y humanizarse. La pregunta por el sentido depende de la capacidad personal de generar un proyecto que no degenere en autodestructividad ni en daño de los otros. El simbolismo bíblico del «cielo» y del «infierno» no se reduce a situaciones de ultratumba, apunta a la forma de vivir, según genere crecimiento y trascendencia personal propia y en los otros. La vida dañada resalta el déficit de sentido de lo que hay, sin que podamos afirmar lo positivo. Más que definir el bien y exponer en qué consistiría una vida sin mal, hay que luchar contra los males conocidos, y en eso consiste el bien. La búsqueda de la trascendencia surge de las necesidades humanas, afirma Adorno, sin claudicar ante el sinsentido existente. «La razón sólo puede resistir en la sinrazón 226

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y el exceso, necesita del absurdo para no claudicar a la locura objetiva [...] ¿Qué sería de la felicidad que no se midiera en el luto inmedible de lo que es?»30. Hay que acentuar la lucha contra el dolor concreto más que la expectativa de una salvación final. Lo más determinante no es la libertad de los condicionamientos sociales y las ataduras humanas, ya que siempre somos seres en el mundo e interrelacionados. Lo que hace valiosa la libertad es que estamos capacitados para construir un proyecto de vida propio, sin que otras instancias celestiales, divinas o humanas puedan sustituirnos. No hay libertad absoluta, ni un proyecto de vida que no sea fragmentario, ya que las circunstancias condicionan al yo personal, que se construye mediante las relaciones interpersonales. Cada ser humano tiene que afrontar los retos de la vida, incluidos los males de su entorno, y darles una respuesta. La felicidad se define de forma desigual según las culturas, contextos sociales y momentos históricos, pero las experiencias interpersonales son un constituyente fundamental de cualquier vida realizada. Si faltan, es muy difícil encontrar un significado positivo. Sentir la vida como un mal, no tener ganas de vivir, está vinculado a la carencia de un proyecto con significado y al aislamiento de la persona que no se siente reconocida, aceptada y querida. Ambas situaciones aumentan en las sociedades modernas desarrolladas, en lugar de disminuir. La experiencia religiosa contribuye a la vida y es un componente clave del código cultural y una fuente de la moral. Pero no es verdad que el sentido de la vida dependa de la religión, ni que los irreligiosos carezcan de él. Hay un humanismo ateo, que lleva a la lucha contra el mal en su doble vertiente natural y moral, comparable al compromiso de las personas motivadas religiosamente. Ambos, ateísmo y religión, pueden ser antihumanos, agentes del mal y promotores de lo mejor en el hombre. En cualquiera de los casos hay un proyecto global, infundamentado pero razonable y comunicativo, que no necesita de la existencia de un sentido absoluto. Lo que la fe cristiana aporta es una expectativa de trascendencia que no pueden ofrecer una ideología filosófica ni el conocimiento científico. En cuanto que una persona se siente ligada a un dios personal, su vida puede encontrar un horizonte de sentido que trascienda los sufrimientos vividos. Asumir una cadena de causas y acontecimientos naturales no quita una hermenéutica de que Dios está presente. El ateísmo humanista rechaza al Dios creador, en nombre del azar, y acusa a la providencia de no solucionar el mal en la historia. No hay 30. T. W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones sobre una vida dañada, Madrid, 1987, § 128.

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sentido pleno de la vida si no hay un referente absoluto, pero el hombre sólo puede construir sentidos relativos y fragmentarios, como él mismo. Es una ilusión achacar a la religión mayor racionalidad que al ateísmo, porque la contingencia sólo permite un sentido limitado para la vida. Contraponer necesidad humana de sentido y rechazo del ateísmo31 es una trampa, porque la necesidad de Dios no implica afirmar su existencia, y, a la luz del mal en el mundo, no es evidente su bondad. La esperanza en Dios no implica su demostración y es más una actitud personal que una exigencia racional. Si la teodicea irresuelta inquieta a muchas personas, es porque no hay solución teórica definitiva. Por eso, Camus habla de que la fe es más una esperanza trágica que una paz conseguida. Y esa expectativa podría actuar como un placebo, si es que Dios no existe. El nihilismo cognitivo, valorativo y de sentido es hoy un horizonte cultural amenazante. Uno de los problemas que plantea es el desasosiego de una sociedad materialmente rica, en la que se percibe una crisis global de significado que arrastra a la familia, la educación, la religión y al conjunto de la sociedad. Se han perdido vivencias de sentido, que tradicionalmente estaba vinculado al Dios judeo cristiano, sin que ese vacío haya sido colmado por otras instancias. La pregunta no es sólo si existe o no la divinidad, a la luz del mal, sino si el ateísmo puede ofrecer motivos para vivir y luchar, como la religión para los creyentes. El ateísmo puede ser también reactivo, fruto de la desilusión ante la carencia de sentido y la imposibilidad de justificar racionalmente la providencia divina. Entonces, se desplaza a una antropodicea culpabilizadora del hombre, tan moralista como la teodicea que critica; al conformismo ante lo inevitable del mal; o a su naturalización, que sólo se combate con la ciencia. Aquellos que se sienten insatisfechos con el bienestar material y buscan algo más, viven el desencanto de una sociedad materialmente rica y con un pobre sentido de la vida. Los microsentidos que ofrece la sociedad, incluida la experiencia estética y los diversos humanismos, son insuficientes para responder a esa ansia, antes vinculada a lo que llamábamos hambre de Dios. Pero la capacidad de ofrecer sentido no legitima la verdad de la religión o del ateísmo. La teodicea fracasa y no hay un sistema completo que vincule mundo, hombre y Dios, respondiendo a todos los interrogantes. El porqué y para qué son preguntas sin respuestas, rebeliones existenciales y, en el caso de los creyentes, quejas 31. H. Küng, ¿Existe Dios?, Madrid, 22010, pp. 625-633. Cf. B. Gesang, Angeklagt: Gott, Tübingen, 1997, pp. 139-146.

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y gemidos ante Dios, formas indirectas de trascendencia. La pregunta del teólogo Romano Guardini, que quería demandar a Dios el porqué de tanto sufrimiento, queda sin respuesta teórica, como también la pregunta del origen y finalidad del mal. Tiene razón Kant cuando confiesa el fracaso de toda teodicea al explicar racionalmente el mundo y la forma de actuar de Dios. ¿Es posible desde esta carencia de respuesta global, teórica y práctica, creer en Dios y esperar en él? Esta pregunta lleva a evaluar la propuesta cristiana a partir de los datos que ofrece su comprensión de la vida.

4. ¿Creer en Dios sin una teodicea? El recurso a la providencia cobra significado en el marco de una alianza contra el mal; vencerlo definitivamente es la esperanza escatológica. La peculiaridad judía estriba en que cuanto peores son los acontecimientos, más aumenta su adhesión a Dios. En lugar de una omnipotencia absoluta, que haría inviable la perdurabilidad del mal, se asume la promesa de una redención final (Is 11,1-10). Los cristianos pensaban también que, con la resurrección de Jesús, había comenzado el tiempo final, el cumplimiento de las perspectivas de salvación. La idea mítica de la Antigüedad era que había potencias y poderes celestiales que tenían sometidos a los hombres. El anuncio de Cristo resucitado daba pie a pensar que era posible superar ese destino trágico (Ef 1,18-23; 2,1-5), incluida la muerte. Esperaban en Dios, en su intervención última. Pero esa expectativa no está exenta de dudas, como en las utopías de una sociedad más justa, emancipada y pacificada. El abandono de Jesús en la cruz muestra el dominio histórico del mal, que el anuncio de la resurrección relativiza (en cuanto que abre espacio al sentido) sin negarlo (porque sigue subsistiendo). La contingencia afecta a todas las expectativas y el sentido absoluto escapa a cualquier construcción histórica. Las religiones viven de una confianza, todavía por realizarse, que responde a la angustia del sinsentido. Esperar y aferrarse a utopías de sentido, religiosas o no, es propio del hombre, pero no quita la duda. No sabemos si hay una intuición de sentido último o un deseo trágico, inevitablemente frustrado. Auschwitz es el símbolo por antonomasia de la antiteodicea del siglo XX, pues combina el mal del progreso y el sinsentido. La ausencia de Dios en el holocausto ha generado un debate sobre si hay redención posible. Se extiende desde Auschwitz a todas las tragedias del siglo XX, el más violento de la historia por la potencialidad de la razón instrumental 229

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al servicio del mal. El silencio divino acompaña las crueles imágenes bíblicas e interroga sobre una elección divina que ha favorecido la tragedia judía. El holocausto obligó a la teología a tomar postura respecto de la fe tradicional. Si la idea de pueblo elegido y de la tierra prometida han sido causas convergentes de mal para otros pueblos, ahora se vuelven contra el mismo judaísmo. ¿Qué decir de un Dios que ha sido el referente vital para la supervivencia de un pueblo disperso entre los otros y que, sin embargo, ha guardado silencio ante el holocausto? Si la religión ha salvado a Israel de la desaparición como pueblo, también ha sido la causa del holocausto. Ha sido un acontecimiento mucho más masivo que el de la pasión de Jesús, que constituye para los cristianos la gran crisis de sentido. En la tradición judía se habla de «hijo de Dios» para designar al pueblo de Israel (Ex 4,22-23; Dt 14,1-2; 32,18-20; Num 11,12; Os 11,1; Is 1,4; 30,1-9; 63,16; 64,7; Jer 3,14.22; 31,9), a su rey (2 Sam 7,14; Sal 2,7; 89,4-5.19-30), y al mesías rey esperado (Sal 110; 132, 10-17; Is 9,2-7; 11; Jer 23,5-6; Miq 5,1-7; Zac 9,9), que los cristianos identificaron con Jesús. Esta idea de filiación entre Dios y su pueblo fue puesta en cuestión en el holocausto, la mayor tragedia del pueblo judío. Por eso, el silencio y el no intervencionismo divino problematizan toda la tradición judía. El holocausto cuestiona las raíces identitarias del judaísmo, sobre todo su núcleo religioso amenazado por un sinsentido global. Su teología tiene distintas versiones y las soluciones propuestas reflejan la dificultad de dar una respuesta al mal, cuando no se convierten en males añadidos. Muchos hebreos asumieron Auschwitz desde una teología ortodoxa. Dios castigó con esa experiencia histórica los pecados del pueblo judío. El problema surge ante ese Dios castigador, que no vacilaría ante el genocidio, y con el mantenimiento de la teoría de la retribución, que interpreta los hechos históricos como castigos. Seguir rezando a ese Dios incomprensible es lo que les permite mantener esperanza y sentido en una experiencia que lo deroga. Algunos abogan por mantener la fidelidad al Dios de la tradición judía, para que la barbarie nazi no consume la liquidación del pueblo, arrebatándole su fe: «Renunciar a ese Dios ausente de Auschwitz y no garantizar la continuidad de Israel, sería como coronar la empresa criminal del nacionalsocialismo que pretendía la aniquilación de Israel y el olvido del mensaje ético de la Biblia, del que el judaísmo es el portador y cuya historia multimilenaria prolonga concretamente su existencia como pueblo. [...] El judío, después de Auschwitz, está abocado a su fidelidad al judaísmo y a las condiciones materiales e incluso políticas de su existencia [...] ¿No debería, con una fe más difícil que nunca, una fe sin teodicea, continuar la Historia sa230

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grada?»32. Sería una fe sin explicaciones justificativas, que se aferra a un núcleo identitario trágico, ya que es lo que permite mantener la identidad en la dispersión, el exilio y la persecución, y es también causa de ésta. La historia de Israel está marcada por la religión y el sufrimiento, ambas en interacción. Se puede cuestionar el voluntarismo y el fideísmo de esta postura y plantear qué hace falta racionalmente para dejar de creer en Dios. ¿No es el holocausto un motivo suficiente? ¿Qué más hace falta para desesperar de Dios? Job se aferra a Dios, al que acusa, pero aquí no habría acusaciones ni demandas de explicación. Esta fe, después de la teodicea, buscaría salvar la identidad religiosa de un pueblo, no justificar a Dios. Más que nunca sería un Dios incomprensible, sin una teofanía que clarificara el horror del mal. Sería compatible con el pronunciamiento de Levinas33 sobre amar la Torá, sus mandamientos, más que al mismo Dios. El núcleo de la religión no sería una oferta de sentido, imposible tras Auschwitz, sino la ética, como reacción ante el sufrimiento vivido. Ante el holocausto sólo quedaría la com-pasión y la empatía con los que sufren, para el comportamiento solidario. Estaría ausente, por el contrario, el concepto, judío y cristiano, de un sufrimiento redentor y salvador (Is 50,4-11; 52,13-15; 53,1-12; Mt 5, 1-12). ¿Cómo y quién puede redimir el sufrimiento acontecido y darle un sentido? Tampoco hay alusión al perdón, que sólo podrían darlo las víctimas y no una tercera persona, que no tendría autoridad moral, porque son ellas las únicas con derechos34. Recurrir a Dios y al más allá también resulta ambiguo. Podría servir de mediación para la venganza, en nombre de un dios justiciero y omnisciente al que no se le escapa nada. El infierno esconde, muchas veces, el ansia de revancha. Se mantendría la equivalencia retributiva, situándola en el más allá, y Dios estaría al servicio de una ley de muerte. La idea de un tormento eterno, sea cual sea la descripción que le dé contenido, contrasta con los hechos contingentes de la historia y plantea interrogantes sobre Dios como causante de un sufrimiento in32. E. Levinas, «El sufrimiento inútil», en Entre nosotros, Valencia, 1993, pp. 123124; E. L. Fackenheim, God’s Presence in History, Northvale (NJ), 1999. 33. E. Levinas, «Amar la Torah más que a Dios», en La autoridad del sufrimiento, Barcelona, 2004, pp. 107-112. 34. Ph. Nemo, Job y el exceso de mal, Madrid, 1995, pp. 147-186; R. A. Cohen, «What Good Is the Holocaust? On Suffering and Evil»: Philosophy today 43 (1999), pp. 176-183; G. Larochelle, «Levinas and the Holocaust. The responsability of the victim»: Philosophy today 43 (1999), pp. 184-194; J. B. Metz, Memoria Passionis, Santander, 2007.

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acabable y extremo. La apologética teológica amenaza con enturbiar la imagen de Dios y la exigencia de justicia, demanda humana de sentido, fácilmente se vuelve destructiva cuando no se vincula a la misericordia divina. La peligrosidad de una vida insolidaria y egocéntrica (Mt 25,3146) fácilmente se convierte en legitimación para una moral morbosa, que pone más el acento en la culpabilidad que en la atención al prójimo. Nietzsche fue muy perspicaz sobre las trampas de la moral religiosa, más legalista que solidaria. Si, además, se enaltece el sufrimiento de los pecadores como justo castigo a mayor gloria de Dios, fácilmente se cae en una pendiente sádica, de la que no se salvan ni algunos textos de santo Tomás de Aquino35. La pastoral del terror ha sido un instrumento del mal y se presta a revivir con Auschwitz. La reactividad vengativa fue también una causa del papel de los cristianos en el holocausto. La ley de la venganza se impuso al perdón, y el pueblo «deicida» pagó con sangre la que había derramado, transformándose, paradójicamente, en un pueblo crucificado. El nuevo «pueblo de Dios» ha castigado al antiguo a lo largo de la historia, y el holocausto fue su culminación. La venganza, simbolizada por la «ley del talión» de la tradición judía, el «ojo por ojo», forma parte de la condición humana. Es la reacción compulsiva ante el mal sufrido y, cuando se desencadena, transforma en opresor a la víctima. La cólera por la injusticia padecida despierta la violencia, y la solidaridad con las víctimas degenera en venganza. Si no se controla, se multiplica el dolor. Precisamente esta dinámica es la que quería limitar la ley del talión, para que un agravio sufrido no lleve a la multiplicación de revanchas, movidas por el rencor. El antisemitismo cristiano es la historia de la desmesura de la revancha, de la transgresión de la ley del talión. Pero la identificación con las víctimas es ambigua cuando se proyecta exclusivamente sobre la barbarie nazi. Se pretendería reducir el holocausto a un acontecimiento histórico singular y excepcional, sin captar el potencial de mal en cada persona. Hannah Arendt amplió el horizonte con su teoría sobre el mal banal. Eichmann fue un criminal, como tantos torturadores de los campos, pero también un ciudadano normal, que cumplía órdenes. En contra del maniqueísmo del malo contra el bueno surge la idea de la permisividad ante el mal, que cambia a «los hombres», haciéndolos malos, por irresponsables. El pecado de omisión se canaliza hacia las personalidades masificadas, que se dejan arrastrar 35. «Para que la bienaventuranza de los santos les complazca más, y por ella den gracias más rendidas a Dios, se les concede que vean perfectamente la pena de los impíos» (Tomás de Aquino, Summa theologica: Supplementum q.94 a.1).

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por el comportamiento colectivo. El problema es que nadie está exento de esta dinámica. El holocausto es también el resultado de la irresponsabilidad y del dejarse llevar, una consecuencia de la omisión moral que se puede repetir en cualquier momento. Los crímenes más horrendos se deben a hombres «mediocres y banales», que actuaron desde la inconsciencia y la frivolidad. El anonimato de la sociedad es una escapatoria para no asumir responsabilidades, para evitar tomar iniciativas propias. En el universo totalitario «todo es posible» e incluso hay complicidad de los masacrados con los opresores, como en el «síndrome de Estocolmo». Se puede hablar del mal banal, en contraposición a lo grandioso. La profundidad del mal no es obstáculo para la ausencia de motivaciones fuertes en la conducta, con lo que se torna más amenazante36. El postulado cristiano de sentido La buena conciencia de los cristianos pereció también en Auschwitz37. La magnitud de la masacre contribuyó a debilitar el significado absoluto de la cruz, desde el punto de vista moral e histórico. En el cristianismo inicial, la no intervención divina permitió el triunfo de la religión asesina contra el profeta crítico de sus instituciones. El mal religioso estribó en que la religión, que proclama al Dios salvador, se convirtió en instrumento de muerte. La historia de las religiones está cargada de este peso homicida y muestra la potencialidad del mal que se apodera de las mediaciones que buscan luchar contra él. El mal surge cuando la referencia a Dios se convierte en causa de muerte para el hombre. Ocurrió en el Gólgota y, de otra forma, en Auschwitz. Los discípulos del Crucificado se convirtieron en agentes de muerte, por acción y omisión. El credo religioso victimiza al creyente que se sacrifica por la divinidad, como ocurre con el terrorismo religioso. Las religiones son especialmente peligrosas cuando triunfan y sus iglesias se convierten en un poder de este mundo, tanto más afectadas por el mal, cuanto mayor es su capacidad de competir con los poderes políticos, económicos e ideológicos. Es la historia del judaísmo a lo largo de la Biblia, del cristianismo en los dos últimos milenios y de todas las religiones vencedoras. Es comprensible que muchos reaccionen contra ellas, aunque las ideo36. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, 1974, p. 556; Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil, New York, 1964, pp. 286-289. Cf. S. Courtine-Denamy, Hannah Arendt. Dossier, Paris, 1995, pp. 102-122, 200-209. También, A. Finkielkraut, La memoria vana, Barcelona, 1990. 37. Th. Freyes, «Die Theodizeefrage»: Catholica 52 (1998), pp. 200-228.

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logías y creencias que pretenden sustituirlas generen tanto o más mal que ellas. El siglo XX ha demostrado la omnipresencia del mal en cualquier credo e ideología. En nombre de la lucha contra el mal, la religión puede transformarse en su agente y combatir la religión puede ser la excusa para la instauración de totalitarismos ideológicos. Hay que aceptar, por tanto, que el mal y sus consecuencias son consustanciales a la historia humana y que nunca podemos suprimirlo totalmente. Dios no legitima la religión asesina ni a sus representantes. Cada vez que una religión mata, se convierte en «deicida» porque Dios está con los asesinados. La violencia religiosa es, frecuentemente, sólo psicológica, afectiva y social, pero llega al asesinato físico. La paradoja es olvidarse de que Dios se hizo presente en el Crucificado, «constituido Hijo de Dios, a partir de la resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4), y que se le proclama como tal (Mc 15,39), precisamente cuando triunfa el mal. Se anuncia el mayor de los sentidos, la unión plena con Dios, a partir del máximo de los sinsentidos, el asesinato en nombre de Dios. Los representantes religiosos se ufanan de su triunfo sobre el blasfemo; el soldado romano, pagano y quizás irreligioso, proclama la divinidad del Crucificado. La persona no religiosa reconoce el valor divino de una forma de vivir y morir, mientras que los representantes de la religión se ciegan porque quieren preservar su código sacral. Fue un acontecimiento singular que se ha repetido muchas veces en la historia de las religiones. El silencio divino marcó la concepción cristiana. Ya no se espera a un Dios que cambie el curso de la historia; tampoco hay fuga ante el mal, ya que la cruz es una síntesis de mal físico y moral, y del sinsentido último. El Gólgota cristiano explicita la soledad histórica del hombre, que no espera que Dios le resuelva sus conflictos. Exige adultez para afrontar la vida y recuerda la fragilidad de las relaciones humanas. En las situaciones difíciles no es raro encontrar el silencio y la distancia de los cercanos. Hay que asumir que la vida es de cada uno, que estamos solos para afrontarla y que la relación con Dios no evita la conciencia de abandono que se experimenta. Lo cristiano está en buscar a Dios ante la dureza de la vida, pero no en pensar que el recurso a él va a suprimirla. Es lo que ocurre en la pasión de Jesús, en la que Dios no interviene para salvarlo (Mt 26,53), pero lo conforta para afrontar el miedo que lo invade (Mt 26,38.42.44). Lo mismo le ocurre a Pablo, que apela a Dios para que le libere del mal y la tentación que le oprime, y a quien se responde que le basta con la gracia (2 Cor 12,9), sin que ésta sustituya el esfuerzo propio. La intervención divina no hace innecesaria la humana sino que la potencia. El grito desgarrador ante el abandono de la Providencia (Mc 15,34; Mt 27,46) es el de innumerables víctimas. El cristianismo es la religión 234

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del Crucificado y la paradoja está en que hace de la cruz la mayor revelación del Omnipotente, un signo de esperanza. Proclama la inacción de un Dios que no lucha contra los asesinos e, incluso, los protege contra la venganza, como hizo con Caín. Es un Dios que asume la libertad humana, pero que no es ocioso ni pasivo. Fortalece a los que luchan contra el mal (Lc 22,40-46; 23,34) y los llama bienaventurados (Mt 5,3-10; Lc 6, 20-26). El Crucificado representa el abandono último del hombre. No se espera nada de un numen fascinante y tremendo, al que se invocaría contra los enemigos. En última instancia, refleja la soledad radical ante el mal, que nadie puede asumir por otro. Hay que ser mayor de edad, como propone Bonhoeffer: vivir como si Dios no existiera, ya que no interviene, y seguir esperando en él. El testimonio de Jesús es admirable y suscita imitación y seguimiento, pero deja sin explicar el porqué y para qué del mal. ¿Podemos asumir un cristianismo sin teodicea? Paradójicamente, las imágenes de Dios se difuminan, mientras que aumenta la del hombre Jesús, fracasado, capaz de perdonar y de esperar en Dios. La fe es adhesión a la vida y proyecto de Jesús, que enseña cómo vivir y morir. Su vida y muerte responden globalmente a la pregunta de cómo afrontar las experiencias del mal. La idea de un Dios débil suscita interrogantes, porque hay que confiar en un salvador que no actúa. Además, contradice la imagen tradicional de la omnipotencia divina, de amplio trasfondo bíblico, que partía del presupuesto de un control absoluto sobre la historia. En última instancia, se diluye la imagen de Dios, incomprensible, al mismo tiempo que crece la del hombre Jesús, que pide ser salvado y se pone en sus manos al ser asesinado. Más que querer explicar el supuesto proceder racional divino, tarea inevitablemente abocada al fracaso, hay una llamada a identificarse con Jesús, su praxis de sentido y la aceptación confiada de Dios, aunque no sepa el porqué de su abandono. Se acepta su no saber, como parte de la condición humana, sin querer transformarlo en un intento de explicación, como han hecho las diversas teodiceas. El anuncio de la resurrección impide la carencia absoluta de sentido, pero no elimina la dimensión trágica de la pasión y la de tantas víctimas del mal. Es una forma de esperar, más allá del mal, que no elimina lo ya acontecido, aunque se abra un horizonte que niega que sea un hecho cerrado y definitivo. No elimina la condición trágica de la existencia, aunque abre espacio a otra dimensión de sentido. Pero se trata de una opción existencial, en el sentido de Kierkegaard, que va mucho más allá de la razón. No hay dudas de con quién está Dios: con las víctimas y no con los asesinos. La redención consiste en dar sentido 235

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a lo que humanamente no lo tiene, porque si realmente existe Dios y es solidario con Jesús, todavía hay esperanzas para los fracasados de este mundo38. Se desautoriza el triunfo absoluto del mal y se clarifica el carácter inconcluso de la historia. Pero hay una sensibilidad trágica, no eliminable, en la alianza con Dios que el pueblo judío ha mantenido como clave de la historia. La expectativa de un mesías que nunca acaba de llegar, o que acabó crucificado, confirma que no hay escapatorias del mal natural e histórico. Sin el hombre no hay reino de Dios, porque hay que construirlo; pero sin Dios no hay esperanza de sentido último, a la luz del poder histórico del mal. El porqué del silencio y la no intervención divina no tienen respuestas. Como tampoco la facticidad de una creación marcada por el dolor y el sufrimiento. No conocemos el origen del mal, ni su significado global, ni por qué el creador y providente no acaba con el mal. El hombre se entrega a un Dios que conoce el mal, sin que esto implique que, directamente, él mismo lo padezca, como pretenden algunas teologías39. El ser humano no llega a él, ni puede atentar contra él, pero sí puede combatirlo en los hombres, con los que se ha identificado. Si el mal le alcanzara directamente, más allá de su empatía y amor al hombre, habría que cuestionar radicalmente la salvación divina. Sería una forma del mal absoluto, que haría inviable cualquier propuesta de superación. La paradoja está en que la divinidad se revela desde la debilidad y el fracaso de la víctima, que perdona a los verdugos. Feuerbach afirma que Dios es una proyección humana, pero las imágenes de lo divino tienen que ver con el poder, el triunfo y la supremacía. Lo novedoso del cristianismo es que habla del Altísimo desde el fracaso y la injusticia. El dios mayor se revela desde lo menor. La omnipotencia no consiste en la desaparición del mal, sino en que no se apodere del hombre y se abran resquicios para combatirlo. La cruz es, humanamente, el mal absoluto; los cristianos la ven como el modelo para resistir el mal y esperar la victoria última. Esto es una necedad y un escándalo para la razón, que exige una seguridad última para fundamentar la creencia (1 Cor 1,18-25). Al predicar Pablo en el Areópago ateniense (Hch 17,22-34) que el Crucificado participaba del señorío divino, los griegos se burlaron de un anuncio contrario a su código cultural e irracional para los que divinizaban el poder. 38. P. Ricoeur, Vivo hasta la muerte, Buenos Aires, 2008, p. 67. 39. La idea de que también Dios sufre no es cristiana, tiene raíces en el judaísmo. Cf. C. Thoma, «Gott im Unrecht», en W. Beinert (ed.), Gott – ratlos vor dem Bösen?, Freiburg, 1999, pp. 86-108.

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También era una proclamación blasfema para la persona religiosa que mantenía el esquema retributivo y veía la cruz como un castigo por el pecado. Trastocaba los valores racionales y religiosos, deslegitimaba a los chivos expiatorios de la sociedad y cuestionaba las razones de Estado. El cristianismo fue acusado de odio al género humano porque cambió las claves del sentido, abriendo una nueva expectativa. Este mensaje sigue confundiendo a la persona racional y a la religiosa. El Dios del Crucificado desafía la racionalidad, es una locura que invierte la historia. Desde esta hermenéutica, la religión que legitime la violencia, mucho más cuando la produce, es el mayor sistema del mal, porque pervierte al hombre y a Dios; da al mal su potencial máximo al divinizarlo. Cuando la religión legitima el asesinato político, se transforma en el símbolo por antonomasia del mal. Entonces, habría que dar la razón a Nietzsche, que identificaba a Dios con el mal: «De hecho, siendo yo un muchacho de trece años ya me acosaba el problema del origen del mal [...] y por lo que respecta a la solución que entonces di al problema, otorgué a Dios el honor, como es justo, e hice de él el padre del mal»40. Hay que defender el ateísmo humanista que niega a ese Dios o se rebela «prometeicamente» contra él, en contra de las creencias religiosas mortíferas. Pero el discurso victimista es también instrumento del mal, cuando la identificación con la víctima genera vengadores. Se consuma el ciclo del oprimido de ayer y opresor de hoy, que refleja la prevalencia del mal. La paradoja de que la lucha contra el mal se convierta en su causa e instrumento, muestra su potencia para patologizar los ideales más nobles. En nombre de Dios, de la patria, del pueblo, de los pobres, o de los derechos se han escrito páginas infames de la historia, que continúan hoy. Dios no es una causa que interfiere en el universo, poniéndolo al mismo nivel que las otras, como tapaagujeros. Tampoco interfiere en los acontecimientos históricos como un factor más. La trascendencia divina no es la de la causalidad inmanente e intrahistórica, ni siquiera el principio de una cadena de causalidades, sino la instancia que garantiza y posibilita la autonomía humana. No se pueden separar su trascendencia e inmanencia divina, que se integra en la dinámica de las leyes naturales y de los hechos históricos, sin violentarlas. La intervención divina no desplaza al hombre, que interpreta el acontecimiento y le da un sentido41. No hay que elegir entre autonomía humana y teocentrismo, sino vincularlos. Siempre hay un problema de discernimiento al buscar a Dios en la 40. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, 51980, pp. 19-20. 41. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, pp. 110-116.

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EL SENTIDO Y EL SINSENTIDO DE LA VIDA

historia, sin que haya ningún hecho objetivo que exima de la evaluación. Por eso, la inspiración y motivación divinas no eliminan la libertad sino que la presuponen. El hecho histórico se abre a la pluralidad de hermenéuticas y la providencia divina no es la del pantocrátor griego, que lo domina todo. El poder estriba en sacar bien del mal, evitando la amargura y el resentimiento que genera, así como el ansia de venganza. La cruz se abre a contradictorias hermenéuticas en las que se juega el valor de un proyecto de vida que acabó en el Gólgota. Para la religión oficial fue la confirmación de su código religioso, para los discípulos de Jesús el comienzo de una nueva etapa, en la que el Espíritu divino llamaba a luchar contra el mal, asumiendo, además, el probable fracaso histórico. Desde hace dos mil años, esta postura cristiana fascina al ser humano y le lleva a cuestionarse sus imágenes sobre Dios. La «fragilidad del bien» forma parte de la ética trágica de los griegos. Cada acción tiene consecuencias imprevistas y no deseadas, y está condicionada por la libertad de los otros. Se podría hablar de un existencial del mal, del que depende el significado último de la vida. El proyecto cristiano parte del Crucificado y exige comprometerse con el mal existente, que se concreta en personas y pueblos crucificados42. Esta doble afirmación es la clave del sentido para filosofías de la historia secularizadas, que ignoran su trasfondo teológico. No hay un sistema racional del mal, que nominalmente le dé sentido. Por eso, el cristianismo no ofrece una teodicea. ¿Es posible creer en Dios a pesar del mal? ¿No es irracional identificarse con el Crucificado y afirmar que Dios se hizo presente en él? La gran amenaza para las religiones no es el sinsentido de la historia, sino la de imponer su verdad y su sentido, cayendo así en la patología del mal. El problema no es si Dios existe o no, sino si la creencia en Dios puede justificarse teórica y prácticamente porque contribuye a la justicia. La fe cristiana implica que la fuerza última que mueve el mundo es el amor, la energía espiritual suprema. Dios personifica esa fuerza, lo que los cristianos llaman el Espíritu Santo, y el mal sólo puede ser combatido desde personas motivadas por esa dinámica espiritual. Dios es siempre un referente buscado e impugnado, sin un sistema racional que lo demuestre ni una hermenéutica global de sentido que responda a la pregunta intuitiva del porqué del mal.

42. J. Sobrino, «Los pueblos crucificados, actual siervo sufriente de Yahvé», en América Latina, 500 años. Problemas pendientes, Barcelona, 1991, p. 28.

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