El Reino y el Jardín (capítulo 6) [Pirata ed.]

Sexto y último capítulo (pp. 103-120) de Giorgio Agamben, Il Regno e il Giardino («El Reino y el Jardín»), que fue publi

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El Reino y el Jardín (capítulo 6) [Pirata ed.]

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Capítulo 6. El Reino y el Jardín Giorgio Agamben Sexto y último capítulo (pp. 103-120) de Giorgio Agamben, Il Regno e il Giardino («El Reino y el Jardín»), que fue publicado en 2019 por la editorial italiana Neri Pozza.

Contraportada: «Desde hace más de dos milenios el paraíso terrestre, el Jardín plantado por Dios en Edén, fue para el mundo occidental el paradigma de cualquier felicidad posible de los hombres sobre la tierra. Y, sin embargo, es también desde el inicio el lugar del que la naturaleza humana, caída y corrompida, fue irrevocablemente expulsada. Por un lado, todos los sueños revolucionarios de la humanidad pueden ser vistos como el incansable intento de volver a entrar en el Edén, desafiando a los guardianes que custodian su acceso; por el otro, el Jardín se conserva más bien como una especie de traumatismo originario que condena al fracaso cualquier búsqueda de felicidad sobre la tierra. En ambos casos, el paraíso es esencialmente un paraíso perdido y la naturaleza humana algo esencialmente deficiente. A través de una crítica comprimida de la doctrina agustiniana del pecado original y una relectura apasionante del paraíso dantesco, la investigación de Agamben intenta en cambio pensar el paraíso terrestre no como un pasado perdido ni como un futuro por venir, sino como la figura todavía y siempre presente y actual de la naturaleza humana y de la estancia justa de los hombres sobre la tierra. Un paradigma político, por tanto, que hay que articular y distinguir del Reino milenario, que ha proporcionado el modelo a las utopías de todos los tipos. Si sólo el Reino puede dar acceso al Jardín, sólo el Jardín vuelve pensable el Reino».

6.1. En sus Commentaria al tratado de Tomás De Deo effectore, Francisco Suárez, si bien concede que se trataba de «una materia curiosa, que nunca fue ni nunca podrá ser», se pregunta en cierto momento cuál sería la condición de los hombres si Adán no hubiera pecado (De statu quem habuissent in hoc mundo viatores, si primi parentes no peccarent, reza el título del libro quinto). Luego de haber discutido minuciosamente sobre el modo en que los hombres se habrían multiplicado y reproducido en el estado de inocencia y condenado la opinión de aquellos que sostenían que habría habido bigamia, esterilidad e imperfecciones

corpóreas; luego de haber examinado la cuestión de si en el estado de inocencia la virginidad se habría conservado incluso después del matrimonio y enumerado «las cosas de las que los hombres se habrían servido para conservar la vida», el teólogo no puede no medirse, en el capítulo, con el problema de si «habría habido una comunidad política, sean aldeas, ciudades o reinos» (an essent in statu innocentiae propria communitas política, sive pagi, sive civitates, sive regni — VII, 4). Que los hombres en el estado de inocencia habrían conocido «una comunidad doméstica (societas domestica), nacida de la unión del marido con la mujer y de la procreación de los hijos» no le genera dudas; más controvertida le parece, en cambio, la necesidad de la existencia de una societas politica, desde el momento que in statu innocentiae no habría habido enemigos y cualquier familia se habría bastado para sus necesidades. Sin embargo —añade—, parece que se debe afirmar que los hombres, de haber durado el estado de inocencia, habrían tenido entre ellos una sociedad política, como puede ser en una sociedad perfecta o en un reino… cuyo fundamento está en que la unión de los hombres en un estado no ocurre sólo por un accidente o por la corrupción de la naturaleza, sino que conviene a los hombres en cualquier condición y en lo relativo a su perfección (ivi, 6).

Tanto más desalentadora es la imagen que el teólogo traza de esta «sociedad perfecta» en las páginas que siguen. A la pregunta de si habría habido un «dominio del hombre sobre el hombre» (dominum hominis ad hominem), él responde distinguiendo un dominium proprietatis, que es aquel del amo sobre el esclavo, de un dominium directivum seu gubernativum, es decir, por la capacidad de mandar a los otros y de juzgarlos con miras al bien común (ivi, 11). Mientras la primera forma de dominio no tiene razón de ser en el estado de inocencia, la segunda, que nos es familiar en las sociedades que conocemos, mantiene su necesidad también en la condición paradisíaca. Del mismo modo que habría habido un poder de gobierno del marido sobre la mujer, así «también en el estado de una perfecta comunidad sería necesario un dominio de jurisdicción (dominium iurisdictionis), como un príncipe tiene con respecto a sus súbditos». Suárez tiene cuidado de precisar que este poder de gobierno no deriva del pecado, como algunos sugerían, sino que es inherente a la misma naturaleza de la comunidad (non ex culpa, sed ex ipsa rei natura sequitur) y tiene vigencia «en cualquier condición de la naturaleza humana, sea ella pura, íntegra o corrompida» (in omni naturae humanae, sive purae, sive integrae, sive lapsae). La sujeción que corresponde a este dominio

no aminora de ningún modo, según Suárez, la perfección del estado de inocencia, porque no priva a los hombres de su libre albedrío:

Aquella potestad de gobierno no habría sido por tanto un poder coactivo, a través del cual los súbditos están sujetos a las penas, sino un poder ordenado a dirigir un bien más grande y a la paz de la comunidad.

Con la precisión inmediata de que «esto se entiende naturalmente para los súbditos que perseveran en su inocencia: si ocurriera que algunos pecaran, la situación sería distinta» (ivi, 12). Por lo demás, el mismo Tomás había justificado con todavía mayor convicción el «dominio del hombre sobre el hombre» que corresponde «a aquel que tiene el poder de gobernar y dirigir a los hombres libres» (Summa theologiae, 1ª, q. 96, a. 4, co.). Hay dos razones —escribe— por las cuales tal dominio del hombre sobre el hombre había estado presente en el estado de inocencia. La primera es que el hombre es naturalmente un animal social y por tanto aun en estado de inocencia los hombres habrían vivido de modo social (socialiter). Pero no puede haber una vida social de muchos si no existiera alguno para dirigirla hacia el bien común: los muchos, de hecho, tienden a muchas cosas y sólo uno puede tender a una sola cosa… La segunda es que si un hombre es superior a los otros por ciencia y justicia, no sería conveniente que no se sirviera de éstas para la utilidad de los demás (ibid.).

6.2. Nada prueba mejor que esta descripción —quimérica y, sin embargo, tan privada de imaginación— de la sociedad humana en estado de inocencia que el paraíso terrestre no constituye de ningún modo para los teólogos un paradigma político. Su único significado en esta esfera se agota con la exclusión del dominio sobre los esclavos y de la propiedad de los bienes inmuebles (en cuanto a los bienes muebles y a los animales, Suárez tiene cuidado de precisar que se conservaría para ellos un peculiare ius), ya afirmada en más ocasiones por la tradición eclesiástica independientemente de la condición paradisíaca. Sin embargo, una vieja tradición, que los teólogos no podían ignorar, había puesto en relación el paraíso terrestre con el contenido fundamental del anuncio evangélico: la basileia tou theou, el Reino de Dios. Esta conexión aflora en más ocasiones en la literatura apocalíptica del judaísmo tardío. En la visión profética que concluye el Testamento de Leví, al final de los tiempos, cuando el Señor «habitará en medio de Israel», surgirá un sacerdote nuevo, que pronunciará sobre la tierra «un juicio de verdad» y reabrirá a los justos las puertas del paraíso terrestre:

Bajo su sacerdocio desaparecerá el pecado y los transgresores de la ley dejarán de hacer el mal. Él abrirá las puertas del paraíso y desviará la espada apuntada contra Adán. Dará de comer a los santos del árbol de la vida y sobre ellos se posará el espíritu de santidad. (XVIII, 10-11)

En el Libro etíope de Enoc, un texto que había tenido amplia difusión en los primeros siglos del cristianismo, el advenimiento del Reino escatológico coincide con la reaparición del árbol de la vida y la restauración de la condición paradisíaca. A Enoc, quien le pregunta qué es el árbol perfumado que de repente se le aparece en la cima de un monte, el ángel le responde:

Este otro monte que tú ves, cuya cima es como un trono del Señor, es el trono sobre el cual se sentará el grande y santo señor de la gloria, el rey eterno, cuando descenderá a visitar con bondad la tierra. Y este árbol del bello perfume, ningún ser tiene el poder de tocarlo hasta el gran juicio. Cuando él vengará a todos y todo será terminado, este árbol será dado a los justos y a los humildes. De sus frutos la vida será dada a los elegidos. Será plantado al norte en un lugar santo, hacia la casa del Señor, rey eterno. Entonces gozarán y estarán contentos en el Santuario y cada uno hará penetrar el perfume del árbol en sus huesos y vivirán mucha vida sobre la tierra como vivieron tus padres y, a su tiempo, no les tocará enfermedad, aflicción o calamidad (XXV, 3-6).

También en el Cuarto libro de Esdras, que hasta el concilio de Trento era incluido en el texto de la Vulgata, en el advenimiento del mesías, que reinará sobre la tierra por cuatrocientos años, «aparecerá el horno de la Gehena y, por el contrario, el paraíso de las delicias». En el judaísmo más tardío, el Reino terreno, restaurado por el mesías del linaje de David, culmina, luego de la derrota de los pueblos que han oprimido a Israel, en un banquete que tiene lugar en el jardín del Edén, durante el cual los justos consumen las carnes del Leviatán y de Behemot. Ciertamente más significativo para la tradición cristiana es que, de los tres casos en que aparece el término «paraíso» en el Nuevo Testamento, dos sean puestos en relación con el Reino. Cuando (Lucas, 23, 42) el malhechor crucificado a su lado le dice: «Recuérdame cuando vayas a tu Reino (eis basileian sou)», Jesús le responde: «Hoy estarás conmigo en el paraíso (en toi paradeisoi)», parece que Reino y paraíso fueran sinónimos. Y, en Apocalipsis, 2, 7, el Espíritu anuncia que «al victorioso» —es decir, a aquel que, habiendo superado la

prueba escatológica, puede acceder al Reino eterno— «daré de comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios».

6.3. No sorprende por tanto que, en el silencio de los teólogos, los movimientos religiosos a menudo clasificados como heréticos, hasta el Libre Espíritu que habría inspirado el tríptico de Bosco en el Prado, habían identificado firmemente el paraíso terrestre con el Reino. Ya entre los primeros padres, sin embargo, la relación entre el Jardín y el Reino está tanto más presente, cuanto más se concibe éste, según la tradición de la apocalíptica judía, como un reino terreno que precede al fin de los tiempos. En el Apocalipsis joánico, este reino coincide de hecho con los mil años en que Satanás, «la serpiente antigua» (orphis ho archaios), es encadenado y arrojado al abismo:

Y vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo o Satanás, y lo ató por mil años y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañara más a las naciones, hasta que fueran cumplidos mil años (20, 1-3).

En este punto sucede la «primera resurrección» (he anastasis he prote), luego de la cual aquellos que no han adorado la bestia reinan con Cristo por mil años:

Bienaventurados y santos aquellos que tienen parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años (basileusousin met’ autou chilia ete — ivi, 6).

Luego de Papías y Justino, que habían acogido la tradición apocalíptica según la cual los justos luego de la resurrección de la carne iban a reinar felizmente sobre la tierra por mil años, es en Ireneo que se encuentra desviada una teología verdadera y propia del Reino milenario. Él rechaza cualquier interpretación alegórica del pasaje del Apocalipsis y de los otros textos de los que se sirve para probar la realidad del reino, desde los profetas veterotestamentarios (en particular Isaías, 11, 6-10, Ezequías, 37, 12-14, y Jeremías, 31, 1013) hasta Pablo. Todas estas cosas —escribe— no se pueden entender en referencia a realidades supracelestes… sino a los tiempos del reino, cuando la tierra será renovada y Jerusalén será reconstruida según el modelo de la Jerusalén que está arriba (IRENEO, p. 444).

El Reino tiene en primer lugar un significado cosmológico, del que Ireneo tiene cuidado de precisar en primer lugar su cronología. Reuniendo las indicaciones del pseudo-Bernabé, él establece una correspondencia entre los siete días de la creación y las siete edades del mundo:

En los días en que fue hecho el mundo, en otros tantos milenios es llevado a su cumplimiento. Por eso dice el libro sagrado del Génesis: «El cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos quedaron terminados. En el sexto día, Dios llevó a cumplimiento todas las obras que había hecho y el séptimo día cesó todas las obras que había hecho». Este texto no es sólo una narración de hechos pasados, sino también una profecía de acontecimientos futuros. Si de hecho «un día del señor es como mil años» y en seis días fueron llevadas a su cumplimiento las cosas hechas, es claro que el año seis mil es su cumplimiento (p. 358).

El séptimo milenio que corresponde al séptimo día es por tanto el tiempo del reino, «cuando el Señor verá desde el cielo sobre las nubes, cazará al anticristo y a quienes lo obedezcan en el lago de fuego y dará a los justos el tiempo del reino, es decir, del descanso» (p. 386). El núcleo teórico de la doctrina de Ireneo, más allá de la identificación cronológica del Reino con el séptimo milenio de la historia del mundo, consiste en la exigencia irrenunciable de una realidad terrena de la redención, en cuanto que en ella está inmediatamente en cuestión el mismo estatuto originario de la creación. Es desde la perspectiva del Reino que Ireneo lee, de hecho, el pasaje de Romanos, 8, 19-21, en el que Pablo había evocado «la espera impaciente (apokaradokia) de la naturaleza que espera la revelación de los hijos de Dios». Si el apóstol anuncia aquí que «la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para la libertad de la gloria de los hijos de Dios», esto significa que, junto con toda la creación, en el Reino milenario la misma naturaleza humana será restaurada en su libertad e integridad originaria:

Dios es, de hecho, rico en todo y todas las cosas le pertenecen. Es necesario, entonces, que la misma condición natural sea reintegrada en el origen para servir a los justos ahora sin ninguna prohibición (et ipsam conditionem redintegratam ad pristinum sine prohibitione).

El Reino es necesario, porque los hombres tienen que recuperar en su misma condición terrena esa felicidad de la que fueron privados:

Es justo que ellos recojan los frutos de su sufrimiento en esa misma condición en que sufrieron y fueron puestos de mil modos a prueba; que ellos sean restituidos a la vida en esa misma condición en que fueron muertos; que, por último, reinen en esa misma condición en que soportaron la esclavitud (in qua conditione servitutem sustinuerunt, in ipsa regnare eos — p. 398).

En la teología del Reino de Ireneo, la beatitud temporal sobre la tierra debe preceder a aquella eterna, porque en ella está en juego la restitución de la naturaleza humana a su integridad original. No sorprende entonces que él evoque explícitamente en este punto el paraíso terrestre. La estancia de los justos en el Reino puede asumir —sugiere— distintas formas y situarse en el cielo, en la Jerusalén restaurada o en el paraíso terrestre:

Algunos, considerados afines a la estancia en el cielo, subirán, otros gozarán de la delicia del Jardín (tes tou paradeisou thryphes apolausousin) y otros más de la belleza y del esplendor de la ciudad (p. 458).

En cualquier caso, «Dios será visto por todas partes», ya que «todo es de Dios, quien concede regalos a cualquiera de la estancia que le es más conforme».

6.4. «Cristo anunciaba el Reino y vino la Iglesia». El problema que se esconde en este dicho irónico de Alfred Loisy es tan candente, que a menudo se ha preferido dejarlo simplemente de lado. Si el Reino es el contenido esencial del anuncio de los Evangelios y si está más allá de cualquier duda presente en Cristo, entonces la cuestión de las modalidades de su realidad con respecto a la realidad de la Iglesia se vuelve en todos los sentidos decisiva. Este nudo problemático emerge a la luz en el hecho de que la teología del Reino de Ireneo y de los primeros padres es eliminada progresivamente a la par que se refuerza la organización institucional de la Iglesia. Es significativo que un siglo después de la muerte de Ireneo haya sido precisamente el artífice de la alianza entre el Imperio y la Iglesia, Eusebio de Cesarea, quien definió sin reservas las enseñanzas de los primeros padres sobre el Reino como una doctrina «bastante fabulosa» (mythikotera — Historia Ecclesiastica, III, 39. 11). En contra de esta tradición, él refiere el testimonio de los cristianos que, interrogados por Domiciano, habrían afirmado que «el Reino de Cristo no era temporal y terreno, sino celeste y angelical y habría aparecido al final del mundo, cuando Él habría venido en gloria a guiar a los vivos y a los muertos» (ivi, 20, 4).

Resulta particularmente instructivo el caso de Tertuliano, en cuya obra es posible captar el paso de la concepción terrena del reino a aquella celeste y espiritual. En su acalorada polémica con Marción, que negaba la salvación de la carne, él parece profesar la creencia apocalíptica en un reino terreno, «situado en Jerusalén, forzado a descender del cielo por obra divina» (Adversus Marcionem, III, 24, 3). Él insiste, sin embargo, en su carácter espiritual, definiendo como «celeste» su naturaleza íntima (Haec ratio celestis, escribe con una fórmula que los editores del Corpus Christianorum incómodos propusieron corregir como subcaelestis). Él alude a la noticia, confirmada también por testimonios paganos, según la cual «en Judea por cuarenta días se ve flotar en el cielo en las horas de la mañana una ciudad, cuyos muros se desvanecen con el progreso de la luz del día» y sugiere, con una probable cita de Ireneo, que ella fue predispuesta por Dios «para acoger a los santos que resucitan… porque es digno de Dios que sus siervos se regocijen justamente ahí donde habían sido afligidos en su nombre» (ibid.); pero tiene cuidado de precisar que «nuestra ciudadanía (politeuma nostrum sive municipatum) está en los cielos». No sorprende, por tanto, que, en el De resurrectione, él critique decididamente como judaica la doctrina del Reino terreno. Los judíos, que «esperan solamente las cosas terrenas y pierden aquellas celestes», identifican la tierra santa con el suelo de Judea, mientras que ella no es nada más que «la carne de Cristo en todos aquellos que se han revestido de Cristo» (XXVI, 10-11). La Jerusalén de la que Isaías anuncia la restauración no es la ciudad que ha matado a sus profetas y lapidado a aquellos que le habían sido enviados. Con una radicalidad que va más allá de la crítica del judaísmo, él afirma que «a ninguna tierra le está prometida la salvación, porque es necesario que ella perezca con la figura de todo el mundo» (ivi, 13) Una vez más, la negación del reino terreno coincide con la exclusión de la restauración de la condición paradisíaca:

Y esto incluso si alguno se atreve a sostener que la tierra santa sea más bien el paraíso, que se llama también paraíso de los progenitores, es decir, Adán y Eva, en cuanto a la carne le fue prometida una reintegración en el paraíso, que le había sido confiado para custodiarlo y cultivarlo, para que el hombre sea llamado ahí en la condición en que había sido expulsado (ivi, 14).

6.5. En la Ciudad de Dios, Agustín comenta el pasaje del Apocalipsis (20, 7-9) sobre el Reino de los justos para sustraerlo de cualquier interpretación milenarista. Si bien confiesa haber creído un tiempo en el milenio, él liquida ahora sin reservas como una «fábula ridícula»

la idea de esta «vacación santa al final de seis mil años de tribulaciones» (vacatione scilicet sancta post labores annorum sex milium — De civitate Dei, XX, 7, 1). «Estas cosas» escribe desdeñosamente sin nombrar a los padres en cuestión «pueden ser creídas sólo por hombres carnales. Los espirituales definen aquellos que las profesan con el vocabulario griego chiliastai, que nosotros podremos llamar del mismo modo milenaristas (miliarios)» (ibid.). Los mil años de los que habla Juan habrá que entenderlos no como la última parte de los seis milenios de la historia del mundo, sino más bien, con una especie de juego numerológico forzado, como si significaran el mismo cumplimiento del tiempo (ipsa temporis plenitudo):

Él ha usado ciertamente los mil años en lugar de todos los años del tiempo del mundo, de manera que un número perfecto indica el mismo cumplimiento del tiempo. En efecto, el número mil equivale al cubo de diez. Diez por diez dan cien, es una figura cuadrada, pero simplemente plana. Para darle altura y hacerla cúbica, hay que volverlo a multiplicar por diez y resultan los mil… tanto más el número mil puede significar el todo (pro universitate ponuntur), siendo así que es la tercera dimensión del cuadrado de diez (ivi, 2).

La prestación decisiva de Agustín es, sin embargo, la neutralización del dictado del pasaje joánico en el que se lee inequívocamente que «los justos reinarán con él (Cristo) por mil años». Con un gesto que debía tener una larga descendencia en la historia de la Iglesia y en la historiografía cristiana, él identifica simplemente el Reino con el tiempo de la Iglesia, ese mismo en el que los justos y los malvados conviven hasta el momento en que serán separados en el día del juicio. Agustín se da cuenta de que la palabra «Reino» pierde así su significado propio, pero sugiere que tiene que entenderse precisamente en un sentido «bastante distinto e impar» (alio aliquo modo, longe quidem impari) con respecto al Reino que habrá después del fin de los tiempos. Y es en este sentido menor que «reinan ya ahora sus santos, de los cuales dice: “Miren, yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”, dicho de otro modo la Iglesia no sería llamada ya ahora su Reino o Reino de los cielos». Ciertamente, en este Reino son acogidos tanto el grano como las malas hierbas, tanto aquellos que observan los preceptos como aquellos que los transgreden; y, sin embargo, la Iglesia es y sigue siendo el reino terreno de Dios.

Por consiguiente, la Iglesia, ya desde ahora, es el reino de Cristo y el Reino de los cielos. Y los santos reinan con él incluso ahora, claro que de otra manera a como reinarán entonces. Sin embargo, la cizaña no reina con él por más que crezca juntamente con el trigo en la Iglesia (ivi, 9-1).

Fue observado justamente que Agustín, resolviendo de este modo un acontecimiento escatológico en un periodo histórico, mató la expectativa del Reino (NIGG, p. 144). En cuanto coincide con la existencia histórica de la Iglesia, el Reino se vacía de cualquier significado político y se identifica con las vicisitudes terrenas de la ciudad de Dios, que convive en una distancia íntima con la ciudad terrena hasta el fin de los tiempos. ‫ א‬Neutralizando de este modo el Reino, Agustín inauguró, más o menos conscientemente, la representación de un único tiempo histórico, que ha vuelto posible el nacimiento de la historiografía cristiana que en él se inspiraba, desde las Historiae adversus paganos de Orosio hasta la Historia de duabus civitatibus de Otón de Frisinga. En este sentido, Otón podía mantenerse fiel a Agustín, afirmando, en el prólogo al quinto libro de su Historia, haber «tejido la historia casi con una única ciudad, que llamo Iglesia» (Videor, mihi non de duabus civitatibus, sed pene de una tantum, quam ecclesia dico, historiam texuisse). Con la neutralización agustiniana del Reino milenario, la historiografía eliminó de sí un elemento fuertemente heterogéneo, que habría introducido en la cronología una ruptura irreductible. En qué medida los historiadores modernos heredan de la cronaquística medieval precisamente este espacio histórico homogéneo es un problema que aquí no puede ser afrontado.

6.6. Que el Reino sea en los Evangelios una realidad actual, que coincide con la presencia, las palabras y las acciones de Jesús, es un hecho que a ningún teólogo se le escucharía negar. No sólo Jesús, a quien él pregunta «¿Cuándo vendrá el reino», responde inequívocamente que ya ha llegado (Lucas, 11, 20: ara ephthasen eph’humas he basileia tou theou, «ahora ha llegado a ustedes el Reino de Dios»), sino que la presencia del Reino se expresa en cada ocasión con verbos en perfecto, que se refieren irrevocablemente en griego a un acontecimiento ya cumplido (Marcos, 1, 15): peplerotai ho kairos kai eggiken he basileia tou theou, «el tiempo se ha cumplido y el Reino de dios se ha vuelto cercano» — el adverbio eggys, del que proviene el verbo eggizo, significa etimológicamente «al alcance de la mano»). Y ahora aprendemos que la respuesta de Jesús a los fariseos que le preguntan cuándo vendrá el Reino: entos hymon estin, no significa «está dentro de ustedes», sino «en medio de ustedes» o, más precisamente, «al alcance de la mano, en el ámbito de la acción posible». Sin embargo, otros pasajes, como Mateo, 25, 31-34, parecen hablar del Reino como de una realidad futura, que advendrá cuando el Hijo del hombre venga en su majestad y se sentará en su trono de gloria: «Entonces el rey dirá a aquellos que están a su derecha: “Vengan, bienaventurados de mi padre, reciban en herencia el Reino preparado para ustedes

desde el origen del mundo”». El Reino es, aquí, un acontecimiento futuro y, al mismo tiempo, algo que existe desde el inicio de los tiempos. El mismo Evangelio que ha anunciado la presencia inmediata del Reino lo aleja en un tiempo por venir: «Vendrán desde oriente y desde occidente, desde el norte y desde el sur y se sentarán al banquete en el Reino de Dios» (Lucas, 13, 29). De aquí la perplejidad de los teólogos con respecto a la situación temporal del Reino como eschaton, como tiempo último: sobre los partidarios de la «escatología realizada», que afirman que los textos que parece que hacen referencia a un futuro cercano son interpretados en referencia al cumplimiento presente, prevalecen las interpretaciones dialécticas o aquellas progresivas, según las cuales la presencia del Reino se descompone en un «ya» y en un «todavía no», con respecto a los cuales el tiempo intermedio es el tiempo de la salvación, que ya se inició pero espera todavía su realización final. El Reino pierde así su realidad y se transforma en una especie de fase de transición en un proceso cuyo cumplimiento tiende a ser infinitamente diferido. ‫ א‬Si es cierto, como sugiere Walter Benjamin, que en la idea de una sociedad sin clases Karl Marx secularizó la idea del reino mesiánica, no sorprende que se reproduzcan aquí las mismas aporías y las mismas diatribas que dividen a los teólogos sobre el modo en que se debe pensar la articulación del tiempo escatológico. El problema de la duración interminable de la fase de transición entre la prehistoria y la historia, entre la sociedad dividida en clases y aquella sin clases, sobre el cual naufragó la revolución soviética, corresponde perfectamente a aquel genuinamente teológico sobre los tiempos del advenimiento del Reino. Y al problema de la compatibilidad entre la Iglesia y el Reino corresponde aquel, tanto más aporético, de la compatibilidad entre el partido y la sociedad sin clases.

6.7. El término parousia, para indicar la presencia plena de Cristo en el fin de los tiempos, es una expresión típicamente paulina. En los sinópticos, aparece solamente en Mateo, 24: a los discípulos que le preguntan «cuál será la señal de la parousia (la Vulgata traduce como adventus) y del fin de los tiempos», Cristo responde comparando la parousia del Hijo del hombre al rayo «que sale de oriente y resplandece en occidente» y al diluvio que «se lleva todo». Sirviéndose al menos seis veces de la fórmula «en (o para) la parousia del señor Jesús Cristo», Pablo parece descomponer el acontecimiento mesiánico en dos momentos: la resurrección y la segunda venida de Cristo en el fin de los tiempos. La traducción de parousia como «venida» (adventus) no es, sin embargo, correcta: el término significa en griego simplemente «presencia» (para-ousia, literalmente, «ser al lado», como si, en el presente, el

ser se situara, por así decirlo, al lado de sí mismo). No designa un segundo acontecimiento, que se añade al primero para completarlo. Pablo se sirve de él para pensar la estructura particular del acontecimiento mesiánico, compuesto de dos tiempos heterogéneos, un kairos en que todos los tiempos se contraen en uno (ho kairos synestalmenos estin, «el tiempo se ha contraído» — 1 Corintios, 7, 29) y un chronos, en que el tiempo se extiende casi al lado de sí mismo. No están en cuestión, por tanto, dos momentos en una cronología, sino una transformación mesiánica del tiempo: se trata, en cualquier caso, de aferrar una presencia, pero ésta es tal que implica una alteración radical en la experiencia del tiempo, que impide colocarla solamente en un punto cronológico determinado. Lo mismo puede decirse para el Reino: está presente aquí y ahora, pero está, al mismo tiempo, siempre en acto de venir, es siempre ad-veniente, sin que esto pueda implicar un aplazamiento. El llamado «retraso de la parusía», del que los teólogos modernos hablan incautamente, es, para Pablo, simplemente impensable. El Reino no es para él un periodo de tiempo entre dos acontecimientos —la resurrección y la parousia— que lo delimitan puntualmente. Él está integralmente cumplido (Colosenses, 1, 13: «Dios nos rescató del dominio de las tinieblas y nos transportó al Reino del amor de su Hijo»), pero no puede ser inscrito en el tiempo cronológico («Si ustedes murieron con Cristo, ¿por qué siguen las opiniones como si vivieran en el mundo»? — 2, 20).

6.8. El problema con el que Pablo debe aquí medirse es aquel mismo con el que debe en cada ocasión confrontarse quien busque pensar una realidad —el Reino, el acontecimiento mesiánico— en su surgividad, sin poderla insertar, como hace la historiografía, en una representación o una cronología predeterminadas. Benjamin escribió a este respecto que cuando se quiere aferrar un fenómeno dialéctica o monadológicamente fuera del continuum del curso histórico lineal, este fenómeno se polariza y se escinde según su prehistoria y su poshistoria, que no significan solamente pasado y presente, sino que designan dos fuerzas inmanentes en el campo de tensiones en que el fenómeno fue así transformado (BENJAMIN, pp. 587-588, p. 594). El objeto puede ahora ser captado en su unidad sólo a través de esta polarización. Podremos decir, entonces, que el paraíso terrestre y el Reino son las dos fracciones que resultan del intento de los teólogos de pensar la naturaleza humana y su beatitud posible.

Éstas se escinden en un elemento prehistórico (el Jardín en Edén) y un elemento poshistórico, el Reino, que permanecen a pesar de todo separados e incomunicados y, en cuanto tales, inaccesibles. La enérgica polémica contra los quiliastas, que tienden a identificar el reino terreno con el paraíso de los orígenes, tiene precisamente esta función. El Jardín debe ser denegado en un archipasado, al que ya no es posible recurrir de ningún modo; el Reino, cuando no es simplemente aplanado sobre la Iglesia y de este modo neutralizado, es proyectado en el futuro y trasladado a los cielos. Contra esta separación forzada de los dos polos, es necesario recordar, con los quiliastas y con Dante, que el Jardín y el Reino resultan de la escisión de una única experiencia del presente y que en el presente ellos pueden por tanto reunirse. La felicidad de los hombres sobre la tierra se tiende entre estos dos extremos polares. Y la naturaleza humana no es una realidad preexistente e imperfecta, que debe ser inscrita a través de la gracia en una economía de la salvación, sino que es aquello que aparece en cada ocasión aquí y ahora en la coincidencia —es decir, en el caer juntos— de paraíso y Reino. Sólo el Reino da acceso al Jardín, pero sólo el Jardín vuelve pensable el Reino. Dicho con otras palabras: se accede a la naturaleza humana sólo históricamente a través de una política, pero ésta, a su vez, no tiene otro contenido que el paraíso — es decir, en las palabras de Dante, «la beatitud de esta vida».

BIBLIOGRAFÍA

Los textos de Agustín y Tomás son citados según el uso, indicando los libros, los capítulos y los parágrafos.

BENJAMIN: Walter Benjamin, Das Passagen-Werk, en Id., Gesammelte Schriften, vol. v, I, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1982. IRENEO: Irénée de Lyon, Contre les hérésies, vol. 5.2, París, Cerf, 1969 (Sources chrétiennes, 153). NIGG: Walter Nigg, Das ewige Reich. Geschichte einer Sehnsucht und einer Enttäuschung, Zürich, Rentsch, 1944.