El perjuicio y el ideal : hacia una clínica social del trauma 9789506024291, 9506024294

466 45 4MB

Spanish; Castilian Pages [233] Year 2001

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Polecaj historie

El perjuicio y el ideal : hacia una clínica social del trauma
 9789506024291, 9506024294

Citation preview

Paul-Laurent Assoun

EL PERJUICIO Y EL IDEAL Hacia una clínica social del trauma

Ediciones Nueva Visión Buenos Aires

159.964.2 ASS

Assoun, Paul-Laurent El perjuicio y el ideal - 1a ed. - Buenos Aires: Nueva Visión, 2001 240 p.; 19x13 cm. Traducción de Paula Mahler ISBN 950-602-429-4 l Título -1. Psicología Social

Título del original en francés: Lepréjudice et l ’idéal. Pour une clinique social du trauma © Ed Anthrophos, 1999

Este libro se publica en el m arco del P ro gram a A y u d a a la Edición V ictoria Ocam po del M in isterio de A sun tos E x tra n je ro s de F ran cia y el Servicio C u ltu ral de la E m b a ja d a de F ran cia en la A rgen tin a.

© 2001 por Ediciones N u e v a V isión S A IC , Tucum án 3748, (1189) Buenos A ire s, R epública A rgen tin a. Q u eda hecho el depósito que m arca la ley 11.723. Im preso en la A rg e n tin a / P rin ted in A rg e n tin a

Introducción E L SUJETO D E L P E R JU IC IO : T R A U M A ID E A LIZA D O ¿Qué te han hecho, a ti, pobre niño?1

La pregunta de Goethe nos ubica en el centro mismo de lo cuestionado por el psicoanálisis, de lo que querríamos hacernos eco aquí, como lo que, al retornar, lo interroga: alusión a un cierto perjuicio de origen -en forma de exclamación a la patética perplejidad-, que se supone inflige a un niño -pues siempre se trata de un niño, hasta en las formas más “adultas” de daños inconscientes-, un “otro” enigmático, causa putativa de esta “adulteración” . Quizás el creador del psicoanálisis, alimentado por el texto de Goethe, como en una reminiscencia, se haya recordado a sí mismo, en un momento decisivo -probablemente el que toma acto del mismo nacimiento del psicoanálisis-.2 Esto nos dice que hoy es preciso un redescubrimiento de este origen, cuando la figura del perjuicio está en el cénit de la “enfermedad de la civilización”. En efecto, se trata de designarla como la pregunta simultáneamen­ te más actual -porque algo del síntoma colectivo adquiere significado aquí y ahora- y la menos nueva -y a que da cuenta del centro mismo, traumático, de lo originario infantil-. Cuestión de “época”, en la medida en que cada época le da su estilo -radicalmente singular- a este problema atemporal. Lo que la práctica clínica muestra y encuentra en lo cotidiano de la enfermedad es este avance de un cierto sentimiento de perjuicio, configurado en el malestar de sus formas sociales singulares. Esta referencia a los “perjuicios” en su materialidad organiza una posición 1Goethe, Los años de aprendizaje de W ilhelm Meister. 2 Carta a Fliess del 22 de diciembre de 1897, citada por Jeffrey Moussai'eff Masson, Le Réel escamoté, Aubier, 1984, p. 132.

subjetiva que podemos denominar perjudicial: oímos que el sujeto organiza su habla y su acción alrededor de esta convicción de un perjuicio cuya eventual reparación exige —con formas más virulentas o de modos más discretos-, pero que, sobre todo, organiza su estilo de vida (inconsciente) y su estar-en-el mundo y la relación con los demás. Un sujeto que tiene de qué quejarse, por supuesto, pero que no sabe cuál es el tema del objeto de su queja. Aquí interviene la posición del inconsciente, en el nexo entre la clínica y lo social. Pues el hecho es indisolublemente colectivo -perjuicio “generaliza­ do” , de alguna m anera-y está articulado con la posición singular de los sujetos, uno por uno. Por consiguiente, parece pertinente y fecundo retomar la actualidad del malestar de la civilización a través del tem a del perjuicio, a través de ese “pliegue” del sujeto del malestar -en tanto viene a generar sus modos de idealización (mórbidos) y cuestionar el ideal-de-civilización (Kulturideal),3lo que hace de él un factor de verdad.

L a ecuación traumática o la “pregunta de M ignon” Cuando Freud percibe un cierto eco del trauma originario en el sufrimiento neurótico, le escribe a su amigo Fliess lo que Goethe había puesto en boca del personaje Mignon, en los Años de aprendi­ zaje de Wilhelm Meister. Tomemos esta expresión, -esos versos extraídos de la Balada de M ig n on - en su letra, para comprender por qué puede servir de epígrafe para nuestra cuestión -estructural- que quiere volver a lanzar de la manera más aguda la coyuntura (de un cierto malestar de estructura). Un espectrograma de la expresión muestra la proble­ mática a la que la pregunta de Mignon, la heroína miserable, da su valor de verdad con todo su pathos. El centro de gravedad de la exclamación interrogativa está en el “qué”: “¿qué te hicieron?” En ese objeto del perjuicio está condensado el nudo de preguntas solidarias: ¿quién te hizo?, ¿cómo?, ¿por qué? Por un efecto de aspiradora nos vemos remitidos al punto oscuro del trauma, exorbitante real y enigmático.

3 P.-L. Assoun, Freud et les sciences sociales. Psychanalyse et théorie de la culture, Armand Colin, 1993, p. 124.

WAS HAT M AN D IR ARMES KIND

GETAN

= qué, objeto del trauma perjudicial = te han, acto que perjudica al sujeto anónimo = a ti, sujeto destinatario de la demanda y objeto del perjuicio: por lo tanto, sujeto-objeto = pobre niño, calificación del sujeto del incali­ ficable perjuicio, objeto de compasión nom­ brado por su perjuicio (colocado, por reforza­ miento, en aposición de esta segunda perso­ na interpelada) = hecho, acción -perjudicial- del Otro, que se inscribe como “pasión “ de la “víctima” .

De esta manera, detrás de la expresión en su opresiva concisión, se dibuja una impactante ecuación de la cuestión del perjuicio origina­ rio y, con la densidad del verbo de Goethe, que Freud amaba, vuelve a su memoria, como eco de la pregunta sobre sí mismo, la pregunta sobre el sujeto de la “escena originaria”. Por otra parte, no es indiferente que en este pasaje de los Años..., el sujeto de la interpelación sea impreciso: ¿es la misma interesada a la que se interpela, en ese momento de lamento que el autor pone en su boca? ¿O es el autor quien interroga y, en este caso, a quién se dirige, más allá de ella, sino al lector al que se le pide que sea testigo de este enigma? Ejemplo paradigmático de “polifonía” en el sentido bajtiniano, en la que es indiscernible el sujeto que habla en el texto. Esta “polifonía” tiene más de un referente: el que habla o al que se habla es justamente el sujeto del perjuicio, colocado en posición de oráculo ciego, que se plantea como otro testigo. En efecto, él solo podría decirlo pero, ¿puede hacerlo, en cuanto es denominado y designado por su “siniestro”? La fórmula de Goethe echa mano de una cierta captación melancólica del sujeto en su malestar. Ahora bien, éste es el hecho decisivo: con este auto-cuestionamiento - “heterológico”- , Freud, confrontado con el reverso de la seducción fantasmática, propone hacer “una nueva divisa”.

Un traum a llam ado M ignon En efecto, Freud inscribe en un momento decisivo, en el frontispicio del psicoanálisis, este verso de la saga de Mignon. Decisión de erigir como “divisa” (M otto), como baütismo del psicoanálisis, para redirigirlo a aquellos de los que la recibe -y, por consiguiente, a todos

los analistas- es decir, los sujetos de la escena originaria: ¡esa ciudad siniestra cuyo príncipe es un niño! ¿Quién es Mignon, la heroína epónima del complejo que intenta­ mos circunscribir? Es el personaje con el que se encuentra Wilhelm Meister durante sus peregrinaciones. A pesar de su nombre, es una “nena”, lo que podemos llamar “niño-nena”. Es significativo que Goethe haya duda­ do del sexo de su personaje, porque cuando lo forja habla de “él” o de “ella” -como una madre que ignora el sexo del niño por nacer-. De hecho, todo sucede como si Goethe presintiera como un elemento esencial en la naturaleza de “Mignon” una vacilación de la sexuación, como si el trauma que ella encarna debiera conjugarse con lo “neutro”. Mignon -que finalmente será una nena- es primero, “el pobre niño”, sacado de su patria-esa Italia que para Goethe es el lugar del deseo feliz-, raptado y maltratado, y al que se le impone, con el exilio, la desposesión, irreversible y dolorosa, de sí mismo. Objeto de malos tratos tanto más impresionantes cuanto que dejan de evocarse -como algo “peor” que es indecente enunciar- y que, después, muere de nostalgia. Mignon es la “criatura” (das Geschópf), “el niño” (das K ind) -p a ­ labras de género neutro, traducción de un efecto de estructura que vamos a tratar de discernir-. Lo más preciso que podemos decir es que su desamparo -físico y moral- permite transparentar un trauma oscuro -que provoca una compasión fascinada en el que se propone ser su salvador, ese prototipo de la “novela de formación” (Bildungs• román) que es el viajero Wilhelm Meister-, La que traiciona su significación es la “sombra” del trauma de origen sobre su persona. No sólo Mignon presenta la imagen de la traumatizada, sino que da su nombre de bautismo a un trauma que encarna en su persona y en su vida desafortunada. Esto no impide que Wilhelm Meister sea objeto de una seducción y el “tropismo” de una felicidad a recuperar. Embelesada, ella tiene el carácter “encan­ tador” de la traumatizada -lo que se confirma en una “elección de objeto particular” cuya existencia se comprueba-. Encanto trastorna­ do, entre la santidad y la anorexia, de las jóvenes traumatizadas por los hombres hasta la “oblación” un poco obsesiva -fila que va, sin dudas, de Mignon hasta Lol V. Stein-...4 La cita de Freud, epígrafe de nuestra problemática, aparece en la “balada” que abre el libro III de los Años...3 4 Marguerite Duras, Le ravissement de L o l V. Stein, 1964. 3 Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister.

Surge de manera inesperada en medio de la evocación idílica y sensual de la Italia natal, por la que sueña incurablemente y que no sabemos si pudo conocer. En todo caso, se trata de ese lugar de placer originario del que ha sido frustrada para siempre. El incipit de esta balada es el verso célebre en el que vibra el mítico Heimat: ¿Conoces el país en el que florecen los limoneros?

Sobre el fondo “azul” de este paisaje lujurioso, de la casa acogedora ala que el enamorado querría llevar a su bienamada -soñando con la dulzura de vivir juntos allí-, surge, como una mancha, la evocación de esta irrecusable miseria, esa “sombra” en el sol: Y las estatuas de mármol se levantan y me miran. ¿Qué te han hecho, a ti, pobre niño?

Este es el trauma originario: el lugar oscuro de un “error” y de un perjuicio que ponen una mancha en la belleza del mundo, lo que inscribe la sombra de la infelicidad en el cuadro festivo de la felicidad. Pasado inolvidable que viene a estropear las promesas de felicidad, do­ bladillo de “noche” en pleno mediodía. Hay que señalar que las efigies de la Cultura -los monumentos de mármol que hacen al esplendor de Italia, al lado de los limonerostoman la palabra para hacer la pregunta. Esta pregunta viene del Otro marmóreo -según una bella intuición de Goethe- que Mignon cree entender que le recuerda con compasión su infelicidad, que explota sobre la felicidad del Origen. Del otro proviene el lamento: “ ¡Pobre de mí!". Clavada en el centro de esta balada surge “la idea negra” como lo que estropea la felicidad, en presencia de lo ideal. La imagen de mármol sugiere que la pérdida del objeto está idealizada. Goethe no se equivocó al hacer de Mignon el emblema de la poesía del duelo (de sí).

Del “traum a mignon” a la pregunta freudiana ¿Por qué Goethe bautizó Mignon6 a este ser definido por su infelici­ dad? Mignon, adjetivo nominalizado que evoca la ternura frente a 6 En francés, mignon, es un adjetivo que significa bonito, lindo. [N. de la T.]

alguna linda preciosidad -que, por otra parte, enseguida reprime el sentido original de la palabra, ya que “bonito” sirve para designar a un “mendigo”—. ¿Por qué dotó de una encarnación tan linda al ser traumático? ¿Qué vienen a hacer aquí el amaneramiento y la afecta­ ción de una atracción, para cubrir con ellos los despojos del ser desheredado? ¿Qué puede tener de “bonito” ese cuerpo frágil e hipersensible, atravesado de espasmos y repugnante en su género, ya que está marcado por malos tratos originarios? ¿Hay que compren­ der que la joven damnificada sigue siendo “bonita” a pesar del daño, o que saca de ese daño una “preciosidad” particular? De hecho, el efecto de contraste entre significado y significante contribuye misteriosamente a conferirle al personaje su alcance emblemático -a l punto que Goethe confesó que escribió toda la novela para introducirla a ella, que parecería no ser otra cosa que una silueta de encuentro del héroe-viajero-. Mignon es el niño inocente, “gracioso como un corazón”, pero damnificado. Manera de subrayar que el ser asesinado conserva, más allá del horror del tratamiento de que fue objeto, ese carácter “bonito” de la infancia que resiste. No podríamos decirle “bonita” . Lo que pasa es que en ella se encarna el trauma llamado “Mignon”. En el texto de Goethe y en la actitud de Wilhelm Meister, Mignon detenta el encanto turbio del trauma: lugar del perjuicio innombra­ ble, también índice de un ideal. Allí se hace la pregunta de la “recepción” del perjuicio del otro: ¿qué quiere Wilhelm Meister de Mignon, qué espera de ella, qué pretende darle? Sin duda, emociona­ do por su desamparo, ayudarla, asegurarle su tierna compasión a la que llama “mi hijo”. Hijo adoptivo de su deseo que, marcado por el estigma del pasado, significa una promesa de “retorno” hacia ese país perdido. Prueba de que el ser que simboliza el trauma señala un cierto objeto de la pérdida de la que, exilado, sostiene y mantiene el placer... para el otro. La indigencia de Mignon parece destinada a proporcio­ narle al viajero la energía para seguir su ruta, para realizar su deseo, en tanto que ella morirá de nostalgia sin tocar la tierra prometida. Esto proporciona el alcance del pensamiento goethiano de Freud, en ese período de “equinoccio” de la escena originaria,7 en la que se interroga sobre la ligazón entre realidad y fantasía y actualiza lo real traumático de lo infantil. Lejos de denegar la realidad del trauma,8ni de acceder inmediata­ 7Véase, P.-L. Assoun, P.sychanalyse, PUF, 1997, pp. 121 y ss. 8 Véase nuestra obra, L ’Entendement freudien. Logos et Ananké, Gallimard, 1984.

mente a su testimonio, el gesto originario de Freud consiste en dejarse aprehender por la pregunta de Mignon, que repercute en sus “histé­ ricas”, un(a) por un(a): “¿y a ti, qué te han hecho, como niño?”, sin t'liminar la interrogación por medio de la compasión ni de la fascina­ ción, dejando, sin embargo, “impresionar” . Esto lo compromete a atravesar la línea de la posición subjetiva del trauma para extraer su más allá, es decir, el espacio de la verdadera pregunta: “¿qué vas a hacer, tú, con lo que te han hecho?”... para no reducirte más a ese rol de “pobre niño” en el que suponemos que “el otro” —aunque más no sea el padre- te ha puesto, con el que, para peor, te identificas? Gesto decisivo por el cual el creador del psicoanálisis acepta dejar que ese perjuicio del sujeto le pregunte y, al mismo tiempo, le exija cuentas sobre su propia postura. Momento trágico que abre la dialéctica de una posible libertad -p a ­ ra usar una gran palabra necesaria aquí, ya que forma una pareja con la “necesidad”—.

El perjuicio y su ideal Pero esto supone aprehender el vínculo entre la problemática del perjuicio y la del ideal, pues la línea de resistencia es la de la (auto)idealización del perjuicio. En apariencia existe una oposición radical entre las dos nociones. El perjuicio dice la falta, el daño, el “dolo”, es decir, el sentimiento vivo en el sujeto de una “privación”, como consecuencia de un mal que se le hizo; el ideal apunta hacia un objeto de los más preciosos, verdadero “generador” narcisista que dinamiza la existencia del'sujeto. Tensión radical de la des-completud y de la completud. Pero si miramos bien, precisamente, el ideal designa la falta que viene a suplir (lo que traiciona el trabajo del ideal, siempre activo para ensalzar un objeto que sostiene la búsqueda, precisamente de faltar). En cuanto al perjuicio, si se confronta con la des-completud, va a la caza de cualquier cosa que parezca llena. La subjetividad perjudicada encuentra en su propia falta la posibilidad de (re)ganar la fuerza de su propia fundación. Nos acercamos al lugar que hay que extraer y explorar: interfase entre la “depresión perjudicial” y la “exaltación mental” del objeto. En su punto extremo, el efecto subjetivo del perjuicio es ensalzar el ideal. Lo sentimos en las Cruzadas redentoras, cuando los desarrapados adquieren vocación mítica.

Más allá de alguna psicología de la “sobrecompensación”, sistema­ tizada por Adler,9tenemos que pensar en esta posición: un sujeto que basa su ideal en su perjuicio y que encuentra en su falta-de-ser el principio de su propio cierre. Figura de dos caras (clínica y social) que puede ser caracterizada como “superlativización” de la miseria.

El “síndrome de excepcionalidad” ¿Cómo pasa el sujeto perjudicado del pensamiento de su falta a su idealización? Esto es lo que podemos denominar “posición de excep­ ción”. En el centro de la situación analítica esta figura es descripta por Freud, quien sugiere el valor de este “tipo de carácter” .10 El “carácter” se revela por medio de una actitud sintomática que surge durante el trabajo analítico. Se trata del momento en que al­ gunos pacientes se irritan por las exigencias de renunciamiento parcial a una satisfacción, que el tratamiento exige: “Si se les pide a los enfermos un renunciamiento provisorio a cualquier tipo de satis­ facción de placer, o un sacrificio, una disponibilidad para aceptar durante un tiempo un sufrimiento (Leiden) con la meta de un fin mejor o, aunque más no sea, la decisión de someterse a una necesidad válida para todos, nos enfrentamos a ciertas personas (einzelne Personen) que se irritan ante este tipo de demanda con una motiva­ ción particular” .11Éste es, por lo tanto, el hecho, el “incidente”, y éste es el discurso que lo motiva, ya que el sujeto perjudicado sostiene, más o menos, este discurso: “Dicen que resistieron bastante y que se sintieron bastante privados, que tienen derecho a la dispensa de nuevas exigencias y que no se someten más a una necesidad no amistosa, pues serían excepciones iA usnahm en) y entienden tam bién que siguen siéndolo.” (Subrayado nuestro.)

Lo que Freud muestra aquí, en un texto decisivo, es lo que bautizamos como “síndrome de excepcionalidad” . 9Véase, Psychanalyse, op. cit., pp. 254 y ss. 10 Quelques types de caracteres tirés du travail psychanalytique, II, “Les exceptions”. 11 “Les exceptions”, op. cit,, G.W., X, p. 366.

Esta expresión está escrita, de alguna manera, en “discurso indi­ recto”, que se utiliza cuando se refiere literalmente la sustancia de lo que un locutor dijo. En él encontramos el “razonamiento perjudicial”: referencia a antiguas pruebas y a una privación (Entbehrung) de origen que justifica negarse a dar consentimiento a nuevos renuncia­ mientos -aunque más no sea para obtener, en un determinado plazo, una “ganancia” personal en cuanto a la “capacidad para actuar y para disfrutar”-, pero, más allá, a la Ley de la Necesidad (Notwendigkeit), válida para todos y para cada uno -pero, justamente, para esas “personas particulares” (einzelne Personen)-. En resumen, estos sujetos tienen el sentimiento de haber “ya dado” o, inclusive, “más a menudo de lo que correspondía” y a quién, en el fondo, si no a ese Otro que los desangró y del que, sin duda, tendrán “su religión”. Éste es el fundamento del rechazo a dar un paso de más en el camino del análisis, en la lógica de las concesiones, pero también del reconocimiento. Y se erige la pretensión de reivindicación (Anspruch) de verse exceptuados de las obligaciones de esta ley imposible para el “común de los mortales”. Por lo tanto, esta especie de “avance” sobre el daño, por medio del perjuicio de origen, abre un “crédito” -simbólico- para el sujeto que, a partir de ese momento, plantea a todos los otros, actuales y futuros, como potenciales deudores: “Nadie tiene nada más que pedirme, que exigirme, dado lo que (ellos) -e l O tro- me hicieron”. Entonces puede argüir una cláusula de excepción, de legítima excepción. Comprendemos que esta actitud implica mecánicamente, de algu­ na manera, un aplanamiento del trabajo en curso, pues el sujeto se ve enquistado en una posición de origen, inexpugnable. Pero (y esto es lo que nos interesa) lo que surge en el dispositivo analítico es lo que organiza un verdadero estilo de vida. Inclusive, es el análisis el que hace surgir el síntoma social.

L a excepción Existe la resistencia de carácter, pero no basta con darse cuenta de que estos sujetos son reacios al análisis: más bien, es necesario comprender por qué lo que se revela en el análisis, precisamente, de manera electiva, es un sujeto que nada contra la corriente. El “malestar de la civilización”, en este momento preciso, viene a visitar al análisis o, para decirlo de otra manéra, el analista está en posición de efectuar un sondeo en el “malestar de la civilización”. Esos sujetos

reacios a la lógica del intercambio analítico son los mismos que manifiestan en la atmósfera colectiva esa “manera de ser”. Pero aparece una pregunta mayor: ¿contra qué chocan estos sujetos “chocados”? Es esencial no convertirlos en una clase aparte, como sostiene la teoría de los borderline, cuyo aparente parentesco con las “excepciones” está comprobado. Freud se cuida de recordar que el psicoanálisis también es reacio a cierta lógica del sacrificio: cuando se requiere que los pacientes “renuncien” , no es de manera incondicional y, de ningún modo, sine die. No se trata de renunciar a “todo placer” .Y a conocemos los efectos perversos del “sacrificio” en la economía neurótica. Esto np quiere decir que no exista análisis sin la confrontación con eso “que hay que perder” . Condición sine qua non para anular esa “vida de placer” inconsciente mórbida que pone al sujeto a esperar su estancamiento. Por lo tanto, hay que creer que estos sujetos dieron demasiado -o, como dicen ellos, “los otros” tomaron demasiado de ellos- para tener todavía algo... que perder. Este es un “ agarrotamiento” mayor, que refiere al síntoma en el análisis y que revela -en espejo- el síntoma social. Los sujetos van por el mundo con esta “reivindicación” (Anspruch) que configura su ser-en-el-otro. Por otra parte, hay que recordar que todo el mundo tiene una tendencia a “considerarse una excepción” y “reivindicar privilegios en relación con los otros” . Hablar de excepción es hablar del sujeto -que se cree -crónicamente—“excepcional”-. Lo que se designa aquí es, más allá de esta disposición, una figura que configura su ser en un cierto trauma de origen, contemporáneo de sus “destinos de vida (Lebensschicksalen) precoces”. La figura en cuestión se anuda a partir de un elemento doble: golpe de suerte y sentimiento de inocencia: “Sus neurosis estaban ligadas a un acontecimiento o a un sufrimiento de los primeros tiempos de la infancia, del que se sabían inocentes y al que podían considerar como una desventaja injustificada de su persona” (subrayado por nosotros).

R icardo III o el “perjuicio m onstruo” Si hubiese que buscar un “patrón” (en el sentido en que la palabra figura en la expresión “santo patrón”, aunque el patronazgo en cuestión no tenga, como veremos, olor de santidad), lo encontraría­ mos en la figura shakesperiana de Ricardo III. Esto es, en todo caso, lo que sugiere Freud cuando toma el texto literario como indicador

clínico, según una estrategia fundamental que explicamos en otra obra.12 En efecto, Richard Glocester entra en la escena del texto freudiano ynce al ideal pastoralrceu; look propagado por las inHtitucionoH, ol análisis está, sin Weltanschauung propiamente política o micíitl dti “liberación”, en una posición de oposición de facto. Vemos que la institución sostiene, al mismo tiempo, una figura de modernidad social, pero que también se enfrenta con una cuestión estructural (quien, quizás, mejor haya visto esto fue un contemporá­ neo de Freud: Kafka, cuando muestra el enfrentamiento con la cara arcaica del poder que la situación más moderna -la de la Administra­ ción- encarna anónimamente:38lo que le da una vuelta kafkiána al modo de funcionamiento institucional, en el sentido preciso de una ley al mismo tiempo imperativa y perversa, ya que opera un reglamento, que no tiene bases como la ley?9 La transferencia, al mismo tiempo intensa y “ciega” que actúa allí libera el régimen “del afecto” . Quizás haya sido Tocquevillle quien, en su profecía del siglo pasado, haya enunciado mejor las implicaciones de este principio hedónico con efectos mortíferos -ya que se trata de unir los efectos de la pulsión de muerte y, al mismo tiempo, insertarlos en los rituales institucionales- : “Veo una multitud enorme de hombres parecidos e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenar su alma... Por encima, se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga solo de asegurar sus satisfacciones y de velar por su suerte”.40 Ahora bien, nosotros podríamos agregar que, entre ambos, se encuentra justamente la institución que se encarga del “comercio” entre estos dos participan­ tes: si ese Otro “trabaja a gusto por la felicidad de ellos”, también quiere “ser el único agente y el único árbitro”, socializando el goce a través del control. Ésta es la ganancia y también la ilusión del Otro: hacer que los sujetos hagan la economía de la “dificultad de vivir” y de la “perturbación de pensar” -renunciamiento cuyo precio recuerda el psicoanálisis-. La institución, fachada del edificio social, tiene como función -pero no sin el heroísmo de sus miembros- sostener el ideal social que es, justamente, “salvar la apariencia” y, por lo tanto, silenciar el malestar 38Véase nuestro análisis en La perversión etla femme, Anthropos/Economica, 1989. 39 Véase, infra, cap. X. 40De la démocratie en Amérique, libro II, cap. VI (1840).

de la Cultura y m aquillar de ideal al perjuicio. No es “bueno” decir toda la verdad - la sociedad sólo tolera la “dosis de verdad” necesaria y suficiente para su reproducción-. Entendemos que la institución se ubique “al frente” de esta contradicción de la verdad del síntoma y del engaño social. Esta mirada psicoanalítica sobre la institución puede ayudar a desunir esta ligazón entre la exigencia de verdad del síntoma y la restricción de la norma social, que constituyen una especie de imperativo para el sujeto de la institución: darse cuenta de “vivir según la verdad psicológica” .41

41 Aludimos a la esperanza de Freud de que, para eludir la “hipocresía” social en sentido restringido, el hombre se esfuerce “por vivir según la verdad psicoló­ gica” ( Considerations ¿nactuelles sur la guerre et la morí, G. W., X, p. 336).

D E L P E R J U IC IO R E G L A M E N T A D O A L DESEO DE R E G L A M E N T O

El examen de la dialéctica entre perjuicio e ideal nos lleva a reexami­ nar la cuestión del Otro social y la cuestión mayor de la sociología política, considerada en su aspecto inconsciente, la de la regulación de la anomia a través de la instancia del Otro social que encuentra su expresión moderna en la Administración. Esta instancia es la que acusa recibo de esta anomia y la trata, filtrando la economía del perjuicio. Ya vimos en la arqueología preliminar de la mal llamada exclusión que ésta incluye una verdadera “sobreinclusión” . En términos más precisos: la anomia se relee a través del texto social. Allí interviene lo que ha sido descripto como síntoma, no de manera fortuita, antes de haber sido descripto como institución. Tenemos que descifrar en esto una forma determinante del deseo de la modernidad, que es posible caracterizar como “deseo de reglamento”. Desde este ideal reglamen­ tario puede descifrarse el destino del perjuicio “individual”, de ser reglamentado. La excepción confirma la regla y, como contraparte, la regla enferma la excepción.

Figuras y poderes del reglamento La casuística reglamentaria Una rápida fenomenología de la idea de “reglamento” será útil para delimitar su contenido y lo que compromete en el plano que nos interesa a nosotros, el del inconsciente. Hay regla o reglamento cuando nos encontramos frente a una

“expresión que indica o prescribe lo que debe hacerse en un caso determinado” .1Por lo tanto, existe la idea de prescripción, junto con la de “caso” . No hay nada asombroso en el hecho de que no estemos alejados de la idea de “casuística” (el matiz peyorativo que adquirió después de Pascal2no debe hacernos olvidar su importancia). Podría ser que la “casuística” haya sido la primera en experimentar los problemas de esta lógica, al mismo tiempo concreta y prescriptiva, que será retomada por el administrador en el siglo xix. Tenemos que entender la idea de un “estudio de los casos de conciencia, es decir, de los problemas de detalle que resultan de la aplicación de las reglas éticas en cada circunstancia particular”3 -en contraste con la ética que las enuncia en su pura pureza-. El casuista, como el administra­ dor, debe prescribir en función de las “circunstancias”, es el hombre que debe articular la regla con la circunstancia, pero también saber regular la circunstancia. No es asombroso, entonces, que sostenga la misma sospecha que antes se tenía con los casuistas, es decir, que “por las sutilezas de la lógica, llegaban a justificar cualquier acto”.4 Habría que decir que extrae su legitimidad, justamente, del acto. El juego de palabras no es fortuito: el reglamento emana del ejecutivo, porque el reglamento administrativo es, en sí mismo, un “acto” denominado “administrati­ vo”, y que tiende a dictar una disposición general e impersonal. Por eso mismo, hereda la ambigüedad del mismo acto: por una parte, 1Según el artículo “Régle” del Vocabulaire technique et critique de la pkilosophie de André Lalande, Librairie Félix Alean, 1926, t. II, p. 695. El reglamento es lo que le da cuerpo material a la “regla”: en este sentido, el reglamento no tiene otro sentido que la “regla”, puesto que le da a la regla carácter objetivo y literal. Por lo tanto, el reglamento es al mismo tiempo forma (como expresión de la regla) y “objeto”. Por consiguiente, la regla tiene un carácter abstracto, en tanto que el reglamento es un objeto legible y casi tangible -lo que no deja de tener consecuen­ cias en cuanto a su “poder” social e inconsciente- (véase infra), 2Véase en Provinciales la arremetida famosa contra la casuística jesuítica. 3Según el artículo “casuística” del Vocabulaire de Lalande, op. cit., 1.1, p. 97. Habría que precisar que la casuística administrativa responde más bien a la definición de la llamada casuística “objetiva”, la que, “sin considerar el estado íntimo de tal o cual conciencia, estudia de manera abstracta tales o cuales conflictos de deberes nacidos del encadenamiento de hechos accidentales” -lo que le da pretensión científica a la llamada ciencia “administrativa”-. En cuanto a la “casuística subjetiva” -la que proporciona las obligaciones, los consejos, las exigencias morales al grado de luz y de fuerza de cada alma para educarla per gratus débitos para que decida en los casos de conciencia de una manera cada vez más delicada”- se convirtió en el arte del “que decide” en relación con la gente denominada “los administrados”. 4 Artículo, “casuística”, citado.

parece que, por naturaleza, está consagrado a estar subordinado a la ley, que se limita a completarla a través de la regulación de su aplicación o a suplir una ley inexistente cuando, de hecho, no deja de ganar terreno.5En suma, el reglamento parece apuntar hacia algún peligro de subversión de la racionalidad de la ley a través de la irrupción de la arbitrariedad del poder. ¿Reglamentar no sería, también, amenazar con desregular la propia ley, usurpándola con el pretexto de “aplicarla”? Ética contra casuística y, por lo tanto, el de­ bate no se ha cerrado. El reglamento está pegado ala ley como la condición práctica de su paso a la realidad: la ley, que de otro modo puede ser “letra muerta”, debe exponer su cuerpo sagrado a la reglamentación; pero, justamen­ te, ese pequeño nudo literal al que se denomina “reglamento” tiene algo de una “letra muerta” en sí mismo, que funciona por sí misma. En contraste con la Letra noble que se dicta como una racionalidad sui generis, el reglamento, ley “en acto”, que incluso “pasa al acto”, parece signar la huella de algo arbitrario. El reglamento sigue significando el momento en que la ley debe comprometerse de tal modo con la realidad que debe encarnarse en ella. Pero también es un signo mayor de la modernidad que el reglamento se afirme y extienda su poder a tal punto que parece adquirir “fuerza de ley”. Justamente, el psicoanálisis permite reinterpretar una distinción importante de la casuística moral, que no está muy alejada de la problemática inconsciente del reglamento: la de la “regla” y la del “motivo”. Tradicionalmente se sostenía que la regla moral enunciaba “lo que debe hacerse”, en tanto que el “motivo” actuaba “sobre un individuo para empujarlo a que lo hiciera” .6Desde esta perspectiva, es esencial afirmar que “lo que regula la voluntad no es su resorte”. Dicho de otro modo, en el esquema moral tradicional, el “motivo” o la representación engendrarían el deber, que, a partir de ese momento, sería una regla de acción para la voluntad. Por lo tanto: comprender el deber es lo que obliga a actuar. La regla sería el retorno del de­ ber sobre el sujeto a partir de la representación primitiva. Lo que tenemos que pensar en el esquema administrativo es muy extraño, si consideramos este modelo tradicional: aquí, la regla se transformó en “motivo” per se. La regla es la que motiva, en sentido literal. Caracterizado de este modo, el reglamento podría ser el núcleo 5Por ejemplo, en el derecho público francés ha adquirido especial importancia la introducción del decreto-ley, a partir de 1926. 6Esta distinción está propuesta en el M anuel de morale de G. Richard, citado en el artículo “Régle”, mencionado más arriba.

de la “razón administrativa”. Con esto es posible desamparar el esquema de la casuística tradicional, pero también mostrar su pers­ picacia. ¿Qué debe ser una regla, como para que impida el “motivo” y que, en su lugar, desde el exterior, se imponga a una subjetividad preexistente, la produzca, incluso la constituya? El “hombre del reglamento” es el que se motiva con la regla, el que convierte ala regla en su motivo más determinante, el más preciado. En este sentido, se trata de una regla radicalmente “subjetivada”. La pasión reglamentaria El problema singular que el reglamento le plantea al psicoanálisis es el siguiente: la experiencia muestra que algo, en el sujeto, “ama” el reglamento, o lo “quiere” o “aspira a él”. No podemos decir nada preciso acerca de este deseo si no determinamos su contenido. Es un deseo doblemente paradójico: en principio, porque es sobre una “prescripción” que, normalmente, debería trabar, dificultar la expan­ sión del “principio de placer”, soberano en el inconsciente; luego porque, inclusive si se superó ese prejuicio al comprender que la ley puede ser causa del deseo,7y no sólo impedimentum, esta pasión es paradójica, porque no es sólo sobre la prescripción reglamentaria - y no sobre la instancia de la ley-, sino, además, tiene prescripción como objeto, más que como causa o “referencia”.Pasiónpor la norma propia de la modernidad. Para acercarnos a este “secreto” de la pasión administrativa, toma­ remos como referencia una confesión capital que trata, justamente, sobre esta pasión. Que sea literaria no disminuye en nada su validez clínica, ya que la literatura es tanto más reveladora cuanto que le da su letra a una pasión que, a priori, no parecía hecha para ser exaltada. Esta confesión se encuentra en E l castillo de Franz Kafka. Y no es casual, pues esta obra es una parábola sobre la modernidad. Conocemos el argumento: se nombra a un agrimensor en un lugar misterioso que se llama “el Castillo”, dominado por un poder oculto al que no se ve nunca, dominación de dueños ocultos que reinan a través de intermediarios. Enseguida, el agrimensor se da cuenta de que no tiene ninguna función y que no existe para el Castillo. Sentimiento de exclusión radical. Aparentemente, su objetivo es resistir a este poder, cueste lo que cueste, pero enseguida aparece, como un reverso de esta resistencia, su ambición verdadera por que se lo reconozca y sea 7Lo que Jacques Lacan mostró magistralmente.

legitimado por este poder. En medio de una larga declaración, interviene la confesión, preciosa para nosotros: “Mi mayor deseo, diría que el único, ponerme en regla con la Administración”.8 Esta frase inusitada constituye un desafío importante al pensamiento político y a la teoría psicoanalítica. ¿Cómo estará hecho ese “deseo mayor”, mejor dicho, “el único” deseo de ese personaje, como para encarnar al sujeto testarudo y, al mismo tiempo, desarmado de la modernidad, es decir, “ponerse en regla” con Ella, “la Administra­ ción”? Aquí es posible reconocer el pathos de la defensa del individuo contra los poderes ocultos como el del elogio del Estado: ¡aquí hay uno que ama el reglamento a tal punto que lo convierte en el único objeto de sus efusiones! Pero, ojo: no dijo que la “amaba”; tampoco que quisiera algo de Ella, esa mujer augusta y fría, la Administración: primero, no la ama pero la “desea”; luego, lo que lo motivaba era “ponerse en regla”, pero apa­ sionada y exclusivamente. Hacer la teoría del inconsciente del administrado es responder ala pregunta fascinante e inquietante -unheim lich, diría Freud-, en tanto evoca al mismo tiempo algo que nos es familiar y casi imposible, o doloroso, de pensar: ¿qué hay de deseable en el “ponerse en regla con la administración”? Con sus dos correlatos: ¿para qué tipo de sujeto esto es deseable o quién es el que hace de esto su deseo supremo? Y, ¿quién es ella, esa “Administración” cuyo verdadero significado para la mirada del inconsciente es, quizás, que designa eso a lo que se apega ese deseo-de-ponerse-en regla? ¿Quién o qué es ella para provocar eso? Y, finalmente, ¿quiénes somos nosotros, sujetos de la moderni­ dad, para dejarnos provocar un “deseo” de este tipo? Plantear esta pregunta es también plantear una nada psicológica. Pues, justamente, cuando se hace “psicología” con la administración, ésta es la pregunta que no se hace (por otra parte, de aquí proviene que se pueda sospechar que hacemos psicología para no hacer esta pregunta). El psicoanálisis que, en el fondo, es tan poco “psicologizante”, por el contrario, tiene la vocación de formularia. Cuando se hace psicología de la administración, no se puede decir que se la detesta y que le tememos o, más aun, que molesta, porque “deshumaniza” . Todo esto es tan verdadero que no explica nada. Tenemos que partir del otro, de nuestro agrimensor del Castillo que, en efecto, odia a la administración, pero con un odio tan preciso y singular que lo ejerce 8 E l castillo. A partir de este momento, remitimos a nuestro estudio, Le Pervers et la femme, op. cit.

a través de ese deseo arisco de ponerse en regla con ella y, de este modo, de participar del goce del que está excluido. El imperativo reglamentario de la “razón administrativa" En efecto, es un “imperativo categórico”. La expresión pertenece a Kant, el teórico de la moralidad. Desde Kant, ya no se cree en la “sabiduría”, concebida como un acuerdo entre “el bien moral” objetivo: por eso se adhiere a la ley, pilar de la “razón práctica” . Y esta ley está concebida como principio de determinación de la libre voluntad. El deber no es otra cosa que “la necesidad de llevar a cabo una acción por respeto a la ley”,9 un “ser razonable” es solamente el que tenga vocación de “representarse la ley” y el deber es lo que la razón le prescribe de manera absoluta al sujeto moral. Pero antes del deber, Kant postula “un principio subjetivo de la acción, que el mismo sujeto se da como regla”, y la llama “máxima”. En tanto que el “deber” prescribe cómo tiene que actuar, la “máxi­ ma” prescribe cómo quiere actuar. Ésta es la formulación del “impe­ rativo categórico” sin el cual toda razón práctica sería letra muerta: “Siempre tengo que conducirme de manera que también quiera que mi máxima sea ley universal”. Éste es el imperativo categórico del sujeto moral: “Actúa solamente según la máxima que hace que puedas querer al mismo tiempo que sea ley universal” . Es claro que Kant fija un destino decisivo para la cuestión moral: la regla -en tanto referencia subjetiva de la acción- tiene como único objetivo éticamente aceptable la coincidencia con la ley universal como obje­ tivo regulador de la acción. Este paso de lo individual a lo universal se confunde con la transposición de la regla en ley. Ésta es la única condición en la que el imperativo puede ser denominado “categórico” . Confrontemos esta pasión por la ley con la que tenemos que pensar, la pasión por el reglamento. Tienen una categoría en cierto modo complementaria y solidaria. Una y otra articulan el “bien” entre un sujeto y una “prescripción” . Pero el efecto de la segunda se deja aprehender, justamente, por la inversión que produce en la primera. Digámoslo en palabras que habrían desconcertado a Kant, profeta de la razón práctica, pues ésta es el imperativo categórico de la razón administrativa, que para él sería un simple imperativo hipotético. Para esto, tenemos que hacer que la ley pase a un estado de medio y 9Véase Fondements de la métaphysique des moeurs.

la regla al estado de fin: “Actúa solamente según la ley universal que hace que puedas querer, al mismo tiempo, que sea una regla”, es decir, regla suprema. Y esta regla, considerada fin práctico, no es otra cosa que el “Reglamento”, justamente porque está excluido de la Ley. Esta inversión no es simple retórica: contiene una lógica que nos permite pensar el presente de la razón. En todo caso, esto es lo que dice -correctamente desarrollado- el agrimensor del Castillo. ¿Pues qué es lo que sostiene ese deseo forzado de la puesta-en-regla, sino... una ley? Para él “fue una ley” sólo desear eso, eso que es, por lo tanto, su fin. Por consiguiente, se juró a s í mismo actuar universalmente -en todos los casos posibles- según esa ley que hace que deba querer al mismo tiempo que esa acción esté de acuerdo con el reglamento. El deseo de reglamento guarda toda la fuerza, incluso la austeri­ dad, de las morales de la ley: pero este kantismo invertido derivó toda la energía de la ley hacia lo que sólo debía ser su trampolín. La apuesta de esa “operación” solamente consiste en producir un goce supremo y paradójico: gozar con el reglamento. Y, como en Kant, es incondicional y categórico. Ahora hay que parafrasear a Spinoza: el reglamento no tiene otra recompensa que una beatitud que está fuera de él mismo, pero la contiene por su sola virtud. Esta vez hay que formular una pregunta que constituye el plazo de la investigación: ¿hay que situar de dónde proviene esta “extraña” virtud del reglamento, es decir, lo que afecta al sujeto-en-regla con una certeza (por más que sea amarga) de goce? El famoso equívoco de la palabra -que vincula el placer con una dimensión jurídica- podría jugar especialmente en este tema.

El inconsciente del reglamento o la perversión de la m odernidad Decididamente, tenemos que saber lo que quiere ese agrimensor. “Ponerse en regla”: el pronombre apunta hacia una reflexividad interesante. Ya no se trata de estar en regla, sino que hay que ponerse en. ¿Significa “hacerse reconocer” por el Otro? En efecto, hay algo de eso, porque lo que se dibuja en este procedimiento es el deseo de legitimación: pero esto ya es muy rico en “intersubjetividad”. No, realmente, todo lo que quiere es acceder a un ajuste de su ser al re­ glamento, sin que eso moleste demasiado a la instancia reglamenta­ ria legitimadora, sólo deslizarse en ella, dé manera de poder igualarse a su ser reglamentario. Ambición pequeña en sí misma, estrecha,

hasta mezquina, pero que proviene de una pulsión de tal envergadura (.Drang, Trieb, diría Freud) que tiene que revelar en algún lado una ambición muy fuerte. Perversión y goce reglamentado Un indicio nos permite seguir adelante: estas ganas de ubicarse o “posicionarse” respecto de una situación rigurosamente prescrita, de la que saca un placer preciso -es decir, rigurosamente determinado por la propia prescripción- que condiciona imperativamente la obten­ ción del placer, tiene un nombre, adaptado a la cosa: “dispositivo perverso”. La idea de perversión -e n su ambigüedad sem ántica- connota lo que parece lo contrario: una transgresión a la prescripción legal que inscribe al sujeto en una desviación. Pero justamente, ese rechazo de la ley -sistem atizado por el psicoanálisis como nega­ ción (V erle u g n u n g )- se combina con un vínculo extraño y difícil de entender con otra forma de prescripción, reglamentaria. Justa­ mente, se reconocen las modalidades del goce perverso en el hecho de que está, estrictamente -adm inistrativam ente, podríamos de­ c ir- reglamentado. ¿Y por qué, precisamente? Porque la relación con la prescripción legal, de la que el Padre es portador en el inconsciente, sigue siendo letra muerta. El reglamento prolifera en los intersticios que la ley deja vacantes: al decir esto, no sabemos si estamos hablando de la posición perversa inconsciente o de la modernidad socio-jurídica más material, confusión que no es para nada fortuita. El psicoanálisis nos dice que mientras el neurótico se extenúa en contra de una ley cuya legitimidad de naturaleza, al menos, reconoce - a tal punto que en nombre del Padre y de la ley se levanta en contra de uno y de la otra, como se ve en la ambivalencia obsesiva-, el perverso elude esta dialéctica edípica que le habría revelado, para mejor o para peor, el vínculo de su deseo con la ley, cuya castración es la amenaza y la apuesta. Si de esta manera evita los plazos de la culpa que marca la miseria neurótica, no puede evitar liberarse de los “gastos falsos” de la operación de negación. Esto se marca en dos elementos muy apreciados para nosotros y que nos permiten acercarnos más a la fuerza del deseo de reglamento. En primer lugar, el enfrentamiento con la falta faltada se suelda en una irrupción de la angustia en los aguj eros de lo propiamente real. Esto es lo que hay que colmar con los tapagujeros que son los “fe-

tiches”10. En cuanto al encuentro con el objeto, tiene que restringirse, justamente, a una manipulación reglamentada. Si se cambia una letra del reglamento, io d o -el todo del goce- puede derrumbarse. La función vital del reglamento es practicar la negación al reiterar sus artículos. En segundo lugar, esta actividad reglamentaria tendrá que justi­ ficarse, no en referencia con la ley paterna simbolizada, que le es inaccesible, sino en referencia con unhiperpoder idealizado, todavía paterno pero que no abre ninguna dialéctica. Aquí se encuentra la referencia razonada a algo arbitrario, sin lo cual el poder reglamen­ tario sería impotente. Para el suj eto, cada reglamentación se apoya en esta referencia al sujeto idealizado hiperpotente sin el cual la máqui­ na daría vueltas en vacío. Esta instancia se concibe de una manera muy diferente de la instancia de la ley: más bien como lo que reina sobre la ley y la pro­ duce. En suma, es la instancia pura del poder, forma de soberanía que ejerce el poder al actuar (o, mejor, como “actante”). En contraste con la ley que dicta lo que el sujeto debe, el reglamento concebido de este modo dicta lo que el sujeto debe querer para estar de acuerdo con su propio poder. En este punto preciso, al haber seguido hasta el final lo que en el sujeto - “el administrado”- era la huella de un deseo paradójico, encontramos la otra instancia, ese Sujeto mayúsculo que es su referencia obligada. Ya podemos entrever lo que es a través de su fun­ ción -en ninguna otra ocasión la palabra se adaptó mejor que para este ser reducido a su funcionalidad (o “funcionaridad”): es decir, el garante del reglamento-. Ahora bien, esta instancia legitimante -que entrega “pastillas” sin las que los “pequeños sujetos” no existirían ni un momento- se distingue por ser un lugar vacío. E l reglamento como práctica del “repudio”: la Administración como verdadero kafkaísmo En este momento podríamos estar en el centro de la significación de la instancia administrativa para el inconsciente: lo que, de manera paradójicamente solidaria, encarna lo arbitrario -poder que se ejerce al legitim arse por su acto- y lo que produce un modo de conjuración muy particular de la falta. Aterroriza porque le da a su poder el rostro de la Ananké, fascina porque se atiene al 10P.-L. Assoun, Le Fétichisme, PUF, “Que sais-je?”, 1994.

reglamento... e invita y, al mismo tiempo convoca, al sujeto a que haga lo mismo. En suma, tiene el poder de lo que maneja más comúnmente con el término “repudio” -palabra a la que recurrió espontáneamente Jacques Lacan11 para denominar el hecho de ponerse fuera de la ley del Padre, como el acto administrativo más desastroso que tiene que producir un inconsciente humano-. Ten­ dríamos que agregar que con esto también se puede jugar, y obtener un goce muy singular: finalmente, esto es lo que “ata” al sujeto a la administración, a título tanto de administrado como de administra­ dor... de su propio deseo. Si volvemos al héroe de E l castillo, ahora podemos entender mejor su deseo perverso. Ahí podríamos encontrar la forma verdadera del kafkaísmo, asociado desde hace mucho con la ambición burocrática moderna, pero quizás como un malentendido. Pues lo más kafkiano no sería tanto lo que se asocia en general con el guión de E l proceso, es decir un sujeto perseguido por un poder ciego que le pide cuentas. Hay algo todavía peor y más preciso: ese mismo sujeto que corre detrás del poder para que lo afecte, que quiere hacerse desear tanto como lo desea. Nos atrevemos a denominar a este fenómeno, teniendo en cuenta la neurosis particular de Kafka,12la perversión de la modernidad, y el dispositivo que descubrimos es el siguiente: un sujeto que quiere depender de un reglamento, es decir que convierte al Otro, a la Administración, en la conditio sine qua non -expresión la más radicalmente reglamentaria- de su goce de sí mismo. Esto se parece a la estrategia obsesiva -hacer siempre de “necesidad virtud” (ser más “paternalista” que el padre para soportar su veredicto)- pero con un aura de horror suplementario: convertir al límite en la condición misma del goce. Para esto se requiere al Otro, imperativamente. Y si, justamente, la Administración no mostrara ser otra cosa que este poder que oprime, al que el humanismo describe, ni otra cosa que ese brazo necesario del Bien general, es decir, el síntoma del deseo reglamentario de la modernidad, ¿quién, por no creer en la ley, se consagró al reglamento? Con la ley no se termina nunca, porque siempre vuelve a hacer la pregunta de lo que el sujeto desea. Lo bueno del reglamento es que con 11Para traducir la palabra freudiana Verwerfung, que literalmente expresa el hecho de “dejar de lado”. 12Véase, sobre este punto, la Carta al padre que analizamos en Le pervers et la femme, op. cit.

él “estamos tranquilos”, siempre que estemos de acuerdo con lo que plantea. Conocer a fondo el reglamento es una excelente estrategia perversa, ya que permite ahorrarse la ley. También podría consistir en una estrategia muy aceptable de triunfo administrativo. Además, la ley obliga a volver a interrogar sin cesar la tensión famosa entre la “letra” y el “espíritu” : el espíritu del reglamento es su letra. Parte de su atractivo inquietante consiste en que se reduce a la letra. Por otro lado, ésta es una de las lecciones más importantes de E l castillo: que el Poder no piense nunca nada más que lo que dice: no hay intención más allá de la letra, lo que, al final de cuentas, disuade la sospecha paranoica... salvo que la instituya como el funcionamiento de la realidad, de manera bruta, porque da cuerpo al reglamento. E l Otro en el dispositivo reglamentario Con esta base, tenemos que pensar una relación entre estos dos participantes extraños -el administrado y la administración- com­ pleja pero también más determinante de lo que habitualmente se cree. Uno y otro definen las dos puntas de una cadena que instituye el dispositivo “perverso” en el que tenemos que incluir al “reglamen­ to”. Pues, justamente, por la letra del reglamento se mantienen unidos el poder reglamentario y aquello a lo cual se “aplica” este poder. ¿Para quién que no sea el “administrado” se habría producido el reglamento de manera que sea él quien lo “finalice”? Y ésta es la manera, muy especial, por supuesto, de “amar” el poder reglamenta­ rio: asegurar a “sus” administrados un estatus que reglamenta una parte de su existencia -a tal punto que el administrado tiene la impresión (totalmente falsa) de que tiene un papel y otra existencia, la del “administrado”, porque está incluido en los retos de esa relación. En cuanto a la administración, ¿de dónde saca su justifica­ ción si no es del “poder” que ejerce a través del reglamento? Recordemos que no lo ejerce en nombre de la ley - y esto es indudable-. Pero, justamente, el pasaje de la ley a la realidad -si suponemos que es posible en tanto ta l- debe pasar por este dispositivo reglamentario que le impone su propia semántica. Porque la ley legisla, pero no reglamenta -si entendemos esto con el mismo tono con que antes se decía que el rey reina pero no gobierna-, A través del reglamento los sujetos son vigilados y encasillados, en alma y cuer­ po,13por la ley. De esta manera, su estatura simbólica no dibuja más 13Michel Foucault dedicó toda una obra a detallar este trabajo “encasillante”

que un lejano referente, en tanto que los reglamentos piden cuentas enseguida. Por eso el individuo moderno discierne mejor lo que quiere decir “contravención” que “transgresión”. A través de este camino podemos ver mejor cuál es el estatus del sujeto en la modernidad, justamente a partir de considerar que el reglamento se volvió la forma corriente de relacionarse con sus “deseos” . Cuando el punto de vista de la “ley” -en el sentido planteado más arriba- dirige una dialéctica del deseo con lo prohibido -división entre la vida y la muerte-, el punto de vista del “reglamento” la suspende, en algún lado, junto con un “orden” que también es una “detención”: la existencia está “reglamentada”, a tal punto que el reglamento debe incluso apartar el pensamiento sobre la muerte. Lo que pertenece al orden de la privación es apartado por lo que podemos denominar la “cláusula resolutoria”. Término que tiene, es verdad, resonancias inquietantes, incluso mortíferas, pero que se conforma con enunciar que existe una disolución del efecto reglamentario. Pero mientras ese efecto actúa, sólo puede considerarse “positivo”. El peligro está en otra parte: en el hecho de que un pedazo de realidad escape al poder reglamentario, que lo deje virgen -no regla­ mentado- y, por eso mismo, temible para la propia existencia re­ glamentada. Así sucede, por ejemplo, con el pánico en una organiza­ ción cuando se presenta un “vacío jurídico”: es como si se hubiese “desenchufado” de la máquina que le garantizaba su energía. Un reglamento, en contraste con la ley que pretende proporcionar una mediación, sólo aporta algo que sirve para “tapar agujeros”. Por eso no hay nada que sea más indispensable y más insignificante al mismo tiempo. También tenemos que pensar en esto: que lo insignificante se haya vuelto indispensable. Por eso no hay contradicción entre decir que el administrado no espera nada de la Administración y que espera todo -lo que nos muestra el estatus de ese Otro al que se dirige una “espera” de este tipo-. Con seguridad que hay que temer a la instancia de la ley pero, al menos, eso puede basar un deseo -ya que al enfrentarse con lo prohibido el sujeto mide su propio deseo-. Del poder reglamentario sólo podemos pensar un cierto efecto. Porque el reglamento no dice nada sobre el sujeto del deseo: se conforma con regular los juegos de

del poder: en este sentido, se trata de una teoría de la perversión del poder moderno.

efectos. Por lo tanto, nunca enuncia nada que no sea “positivo” y “vacío”. Es verdad que un reglamento también es “prohibitivo”. Pero no en el sentido en que basa y promulga una prohibición -prerroga­ tiva de la ley- sino en el sentido en que dibuja un campo de exclusión dentro del cual un fenómeno puede ejercerse “lícitamente”. Para conocer las reglas basta con “consultar” el reglamento. Finalmente, podemos comprender por qué, paradójicamente, un reglamento provoca simultáneamente una prescripción y una prohi­ bición. Dicho de otro modo, de alguna manera es una orden para gozar de una prerrogativa dada, acompañada por una restricción. Así se de­ fine la “situación”, muy específica, que le otorga un campo propio a un reglamento. De este modo, cada reglamento crea una zona propia de goce, en la que los usuarios están “seguros” siempre que “sigan las flechas indicadoras”, es decir, que observen las cláusulas. Vemos que el Otro convoca el goce: si se siguen las prescripciones y prohibiciones, es decir, sus “órdenes”, “nada va a faltar” . Quizás el orden y el reglamento supremo, en este sentido, sea no faltar. Donde la ley dejaba un espacio entre la falta y la satisfacción, a partir de lo cual podía iniciarse una dialéctica, el reglamento solo permite todo o nada, balanza binaria que decide sobre la letra del reglamento, al mismo tiempo frágil y apodíctica. Ésta es la base de la “complicidad” entre los dos participantes. Podríamos expresarla a través de la ironía dictada por la propia realidad de la relación: no hay que esperar absolutamente nada de ese Otro ya que no nos habla ni nos conoce como sujetos. En consecuencia, se reduce, literalmente, a su modo de empleo. Si reglamenta tan bien un goce hipotético, no queda más que una cosa por hacer: adherir al goce que promete, identificarse con lo que dice de “sí mismo” y tomarnos p or lo que la letra dice que somos, exigiendo, en cambio,, que cumpla con su tarea reglamentaria. La propaganda y la publicidad son eficaces a partir de esta lógica de captación imaginaria -perversa en el sentido definido: obligar al sujeto a identificarse con “él mismo”-. Por eso nadie cree más en la “persona” que el publicitario, el propagandista... y el administrador: ¿sobre qué podría ejercerse ese trabajo al que le convienen estos poderes, es decir, identificarse con su “rol”? Del lado del sujeto identificado así con su “rol”, no queda nada, porque no se espera nada de él, salvo que espere todo, como intercam­ bio por el respeto de la letra. Éste es el administrado ideal, que exige que se le acuerde, en virtud del reglamento, todo ló que nunca habría

pedido si el reglamento no hubiese existido. En sentido estricto, se trata de un pedido totalitario. Pues, justamente, una vez que llega a este punto puede volverse un fanático. Podemos denominar a esto “dependencia” o “alienación”. Pero también es la forma extrema de un deseo, que aspira a un “uno mismo” garantizado (reglamentariamen­ te) para tapar la angustia de la propia división como sujeto.

El reglam ento y el vínculo social La idealización de la Nada Ahora bien, Freud nos dalos medios para crear la teoría de este Otro, idealizado para encarnar el poder reglamentario. Lo hace en una obra que no es Tótem y tabú. A llí nos habla de la ley paterna que se inmola a sí misma, por interposición del hijo-del-padre, para acomodarse mejor identificándose con el sujeto. Mito espléndido y fundante que, sin embargo, deja en suspenso lo que precisamos: un vínculo social pensado por hijos bien vivos -herederos sobrevivientes del asesinato del Padre- y, al final de cuentas, relevos del padre muerto, lo suficientemente fogosos como para agitar multitudes y par a permitir, en las llamadas multitudes “convencionales”, que estos hijos se identifiquen al proponerse a ellos mismos como objetos de idealiza­ ción. Este modelo es el que presenta en Psicología colectiva y análisis del yo (1921). En otro trabajo intentamos mostrar que a través de esta idealiza­ ción el sujeto practica socialmente su división denominada incons­ ciente.14¿No es justamente en este eje que hay que buscar la referen­ cia libidinal del deseo de reglamento? El ideal del Yo colectivo, sugiere Freud, funciona como fetiche, objeto contra-fóbico, para mantener el estado de goce de las masas, como lo indica el “pánico” consecutivo a su desaparición. Pero, en contradicción con el Padre de la horda primitiva, violento, frustrante y sólo bueno para funcionar como Padre muerto en la identificación, 14 Entendida como división estructural del “saber” que un sujeto puede tener de sí mismo y de la verdad que lo produce -lo que aparece desnudo en el “síntoma”-. Estudiamos la socialización del síntoma en nuestro texto “Destins sociaux del’idéalisation”, en Champ social et inconscient, CNRS, 1983, y en “Le sujet de l’idéal”, en Aspects du malaise dans la civilisation, Navarin, 1987. Véase, también, “La femme et le symptóme de l’organisation sociale” en W . AA., Femmes et pouvoirs, ed. De l’Epi, 1985.

esta instancia del Padre posee una atracción sólida: garantiza al grupo su goce, pero, es verdad, le agrega la condición de que lo reconozca como ideal y que se atenga a él. Como contraparte, reglamenta el goce del grupo... Si uno “está en regla” con él, tendrá derecho a gozar. La función de la idealización se aclara en su función para el vínculo social. Esto se lee en la definición de la constitución libidinal de la masa primaria: “Una suma de individuos que pusieron un solo y único objeto en el lugar de su ideal del yo y, en consecuencia, en su yo se identificaron unos con otros” .15 Dicho de otro modo, cada energía narcisista idealizante a través de la cual el sujeto se ama -herencia del narcisismo perdido de la infancia- la deriva y la drena ese “objeto externo” que, ubicado en esa posición de convergencia estratégica del conjunto de los narcisismos individuales, puede ser erigido como ideal del Yo colectivo, con lo que colectiviza el narcisismo. De manera que debe ser provocado, casi “inventado” por el grupo, para volver posible la identificación recíproca de los miembros entre sí. Lo que Freud representa con el siguiente gráfico:

externo

Vemos que el vínculo social se traduce en este “acoplamiento” -a través de la idealización- de los sujetos y del Sujeto. Esta “economía” debe expresarse en un texto que ligue a ambos participantes. Hay que señalar que en el esquema de Freud el eje de los “objetos” es el único que no está unido.16 Podemos preguntarnos si no habría que ubicar allí el “reglamento”, es decir, ese objeto que es lo no dicho del vínculo 15Psychologie collective et analyse du M oi, cap. VIII, in fine. 16Se trata de “objetos libidinales”, el Yo está tomado entre su objeto (“perso­ nal”) libidinal y su Ideal del Yo: este último es el instrumento de socialización. ¿Y si el reglamento indicara el eje “objeta!” del goce social?

social al que el texto reglamentario le da forma y hasta un “cuerpo” . A través de ese objeto, tan singular como anónimo, el grupo creará un vínculo y se instituirá. La máquina reglamentaria Pero, al mismo tiempo, habría que pensar en una relación más específica del Sujeto de la idealización y de ese objeto discursivo que lleva en sí mismo el modo de la idealización: en rigor, el reglamento sería lo más importante, es decir, el soporte de la idealización -de Uno por los otros- en tanto máquina reproductora del goce social. Kafka proporciona una atractiva imagen de esta máquina en La colonia penitenciaria: un dispositivo confeccionado para imprimir, a modo de castigo, el reglamento sobre el cuerpo del sujeto recalcitran­ te. El carácter sangriento de la imagen no debe ocultar su valor de verdad, dado que expresa la ambición reglamentaria de unir a través de un texto el destino del sujeto y el de la institución. El modo de idealización reproductor encuentra su modo de inscripción que revela su violencia simbólica. Pero el momento de verdad es aquel en que, desesperado por la perspectiva de desaparición de la máquina, instrumento sagrado del poder, el ejecutante se ubica a sí mismo en ella. Este último sacrificio muestra la extraña solidaridad entre la instancia ejecutiva del poder reglamentario con la que el sujeto se había identificado y el que recibe su conminación. En última instancia, se confunden en un solo cuerpo reglamentado/atormentado. Las dos caras del poder se confunden en un último homenaje a la máquina reglamentaria. En este siglo se profundizaron sus demostraciones más funestas. Esta dimensión propiamente kafkiana es la que hay que inscribir en el reverso del modelo de idealización de Freud (más o menos por la misma época). De esta manera, lo que tenemos que pensar en esta “referencia idealizada” del deseo de reglamento es, decididamente, muy especí­ fico: por precioso que sea, lo que Freud nos muestra en ese polo de “Ideal del Yo colectivo” parece estar bastante “personalizado” o, al menos, “individualizado” como para que los sujetos de la “masa convencional” puedan verlo. El Sujeto-referente del Reglamento no tiene otra cara que ese lugar vacío del que parte la tranquilidad de que el goce no le faltará a todo el que -a cualquier sujeto- se adhiera a lo que el reglamento prescribe. Por eso no es visible -én E l Castillo siempre hay escritorios detrás de los escritorios visibles, de manera que se ven como “ventanillas”-, lo

que metaforiza esas “aberturas” que no dej an pasar nada salvo lo que, en el sujeto, se reduce a lo que permite reconocerlo como un “adminis­ trado”. K., el héroe de E l castillo, reducido a su inicial, formula muy bien esto en su diálogo con la administración: le gustaría oír en lo que el reglamento dice de él algo que sea, verdaderamente, “sobre él”. Pero, justamente, el destino del reglamento y el del sujeto son disjuntos. En este lugar preciso encontramos la dimensión propia­ mente política de la estructura inconsciente que hemos aislado. Para encontrar la huella histórica de esta relación que hasta este momento hemos descripto y que nos gustaría que sea objeto de teoría, hay que regresar a un texto esencial de Tocqueville, la conclusión famosa de La democracia en América, que podemos leer con un oído atento a la problemática precedente -justamente en el momento en el que surge la “ciencia administrativa”- . 17 E l modelo político: el Secreto de la modernidad o el despotismo de la razón En el capítulo VI, la descripción de Tocqueville, que busca la lógica estatista de la igualdad, se convierte en un verdadero poder visiona­ rio. Para pensar lo que está enjuego aquí, la conceptualización clásica es insuficiente: ni siquiera Montesquieu había previsto esa mezcla monstruosa de democracia y despotismo. En ese lugar crítico, La democracia en América se eleva a la dimensión del Espíritu de las leyes, adaptado al mundo post-revolucionario. Lo que pasa es que el “despotismo” del Leviatán moderno supera cualitativamente - y no sólo en cantidad- al despotismo antiguo. En ese momento preciso -en el que situamos el momento cumbre de la reflexión de Tocqueville- se produce un fenómeno asombroso: Tocqueville se siente impotente para nombrar ese poder misterioso que supera la idea del despotismo producido por las democracias. ¿No se trata del efecto preciso de ese “terror religioso” que evocaba en su Introducción, y al que, en ese momento, puede invocar? 17 En 1840 apareció la última parte del libro II de La democracia en América. Sobre el contexto del presente análisis en el plano político, remitimos a nuestro estudio “Tocqueville et la légitimation de la modemité”, en Analyses et réflexions sur De la démocratie en Am érique (II, 4), ed. Marketing, 1985. En ese momento, justamente, se dibuja el nuevo campo de la ciencia administrativa con losEtudes administratives de Alexandre-Franfois Vivien (1845), hecho nada fortuito para el tema que tratamos. Tocqueville construye su teoría sobre esta mutación sociopolítica que, simultáneamente, tiene una práctica propia.

No es que no haya una palabra disponible para designar este principio de la modernidad: “Busco en vano una expresión que reproduzca exactamente la idea que me hago de él y que lo sintetice; las antiguas palabras de despotismo y de tiranía no sirven más. Es algo nuevo y, por lo tanto, hay que intentar definirlo, ya quetio puedo nombrarlo” . Se requiere esta postura “teológica” para realizar esta “ciencia” nueva prometida en la Introducción para pensar un “mundo nuevo”. Pensar eso -ese principio hasta este momento innombrado, lo Innombrable déla modernidad política-es abordar “eso nuevo” que Tocqueville está buscando. Es preciso señalar la originalidad del camino tomado: Tocqueville no intenta adaptar su concepto nuevo de “despotismo democrático” al concepto existente, especificándolo, sino que parece colocar delante suyo ese “algo nuevo” que se le reveló y que produjo una especie de imaginación capaz de liberar su secreto. De esta manera, esta “visión” es un método apropiado para definir lo nuevo que hay que pensar. Es lo mismo que anticipar - “Quiero imaginar con qué nuevos rasgos el despotismo podría producirse en el mundo”- pero también desarro­ llar totalmente el concepto, de manera que su virtualidad alcance la realidad. Por otra parte, es una idea fuerza del pensamiento político tocquevilliano el hecho de que, en la modernidad, la realidad se une a la ficción. Tocqueville usa un procedimiento ilustrado por “el sueño de Escipión” con que concluye La república de Cicerón: procedimiento mitológico que permite proferir una verdad importante en relación con la realidad política como si fuera ficción. El tema central de esta visión final -que se despliega en la larga descripción precedente, que partía de la experiencia- es el enfrentamiento entre una multitud de sujetos anónimos y el Sujeto que los domina: “Veo una multitud enorme de hombres parecidos e iguales, que dan vuelta sin descanso alrededor de sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenar el alma... Por encima de ellos se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga de asegurar sus deseos y velar por su suerte” . Asombroso: en el liberal Tocqueville encontramos una descripción que se parece demasiado, hasta en el estilo, a la que cierto Carlos Marx daba, en un texto de 1842, de la Críticade la filosofía del derecho de Hegel, es decir, a penas dos años después de la aparición de la segunda parte de Sobre la democracia en América: “¡Qué espectáculo! La división al infinito de la sociedad en una multiplicidad de razas que se oponen entre sí con sus antipatías mezquinas, su mala conciencia y su mediocridad brutal, y que sus maestros, precisamente a causa de

la posición ambigua y desconfiada entre ellos, tratan sin distinción, como existencias concedidas, aunque tengan formas diferentes. E, inclusive, ellas tienen que sostener y proclamar, para obtener una concesión del cielo, el hecho de ser dominadas, gobernadas, poseídas. Y, por otra parte, están estos principios, cuya grandeza es inversa­ mente proporcional a su cantidad” .18 La analogía es demasiado insistente como para ser fortuita: oposi­ ción de dos esferas que definen el orden político (“abajo” y “arriba”), descripción simultánea de estas esferas como opuestas y nutriéndose unas de otras, metáfora religiosa que expresa el orden político -con la idea central del principio de un vínculo de igualdad entre indivi­ duos, “mónadas”, y la dominación de Uno, que se nutre de la igualdad y de la tensión recíproca-. Es verdad que Marx pone el acento en la agitación recíproca, en tanto que Tocqueville insiste en el aislamiento recíproco (“cada uno de ellos, apartado, es extraño al destino de todos los demás... sólo existe él y sólo para él”). Ésta es la diferencia entre una visión del antagonismo y una visión “atomista”; pero lo que perciben el teórico del comunismo y el del liberalismo (uno partiendo de la situación alemana y el otro del ejemplo norteamericano) es el mismo hecho constitutivo de la modernidad, en el mismo momento. Para comprender por qué “las antiguas palabras de despotismo y de tiranía no sirven más” para expresar “la especie de opresión que amenaza a los pueblos democráticos”, hay que retomar, justamente, el contenido de estas nociones de manera de ver qué permitieron pensar y qué no permiten pensar. Ahí se ve mejor el punto en el que Tocqueville, que retoma la teoría de Montesquieu, se separa de ellas presionado por lo que él tiene que pensar. Según Montesquieu, la “especie de gobierno” denominado “despótico” es aquel en el que “una sola persona, sin ley y sin regla, decide todo por su voluntad y por sus caprichos” .19 Dado su poder unívoco, se opone al tipo de gobierno “democrático”, en tanto que por su “ anomia”, se opone al gobier­ no “monárquico”, en el que el poder de Uno está asegurado por “leyes fijas y establecidas” . Este recordatorio permite ver lo que se juega en la democracia moderna, a tal punto que puede desarmar la tipología de Montes­ quieu. En efecto, nos enfrentamos con una “ democracia despótica” . Pero esto sigue siendo una expresión (que, por otra parte, Tocqueville evita) cuya lógica política es preciso comprender. Ésta se anuncia, 18Critique du droit politique hégélien, Ed. Sociales, p. 200. 19L ’Esprit des lois, libro II, cap. I.

justamente, en el destino separado de las dos características: unici­ dad y legalidad. Si la “democracia” clásica (en el sentido de Montesquieu) es el lugar donde “todo el pueblo y no solamente una parte del pueblo tiene el poder soberano”, aquí tenemos enunciado el principio de la democracia en general, radicalizado en la democracia moderna. Pero, justamente esta soberanía popular, destinada a controlar el poder de Uno, lo reintroduce con mayor fuerza. Pero si hablamos de despotismo para expresar esta “centralización” del poder, inmediata­ mente tenemos que agregar que, a diferencia del déspota clásico, que reina por “su voluntad y por sus caprichos”, este déspota moderno, el Estado, es cualquier cosa menos “caprichoso”: reina por la razón, inclusive por la “racionalidad” -d e tal manera que Tocqueville logra darse cuenta del principio moderno de la tecnología política-. Ejerce su tiranía a través de la razón, en tanto que en todo el pensamiento antiguo, la tiranía era el principio de la locura en el orden político, es decir la monstruosidad perfecta. Ésta es la asombrosa idea de Tocqueville: la relación entre los individuos y el tirano moderno, literalmente, se invirtió. En la tiranía clásica, Uno goza, “caprichosamente”, de su poder al reinar sobre una masa dominada y que, por consiguiente, une una común denomina­ ción. En el despotismo moderno, el Estado-déspota se volvió (mortal­ mente) serio, o neutro como un administrador, en tanto reina sobre una masa de sujetos que se libran a sus placeres. Por eso “ama que los ciudadanos gocen”. En última instancia, él es el único “regulado”, ya que reglamenta los desarreglos de su rebaño. El próspero Estado moderno se nutre de esos desarreglos de los ciudadanos entregados a la tiranía de los placeres individuales. Éste es el Leviatán moderno, que tiene la cara anónima del poder reglamentario. Si los términos de Montesquieu eran preciosos para describir la oposición de los principios de gobierno, la realidad moderna los supera. Esta mezcla de los principios más opuestos -despótico y democrático- da cuenta de que la función de unidad, lejos de desapa­ recer, se refuerza, mientras - y por eso mismo- la soberanía se extiende. Justamente, se concentra tanto más cuanto se extiende: ésta es una de las leyes políticas más importantes en obra en la modernidad, que Tocqueville parece percibir. Deseo de reglamento y ética de la modernidad Pero, precisamente, para acercarnos más a lá representación de Tocqueville de estas dos “esferas”, hay que subrayar el carácter ético

de la metáfora. El fundamento de la relación de dependencia funda­ mental entre los individuos y el Estado -asimilado a un “poder paterno”- es una ética eudemonista, es decir, la búsqueda de la “felicidad” material. Este principio es el móvil de la “sociedad civil” . También es la principal adquisición del siglo xvm, que ubica al hom­ bre en un programa de progreso y de disfrute material. Tocqueville ve en esto, además, el principio de una dominación política radicalizada. Como los individuos se han reducido al estado de átomos sensitivos, que se dedican a la búsqueda de su propio interés, el Estado puede reinar tranquilamente por encima de ellos. Pues ese Estado “ama que los ciudadanos disfruten, siempre que no piensen en otra cosa que en disfrutar” (subrayado nuestro). Dicho de otro modo: “Trabaja con gusto por la felicidad de ellos; pero quiere ser el único agente y el único árbitro” . El Estado administrador e intendente de los placeres, así ve Tocque­ ville este temible poder, que Nietzsche definía como “ el más frío de todos los monstruos fríos” . Las dos ideas no son incompatibles: en la carrera por los placeres de los individuos, solamente el Estado mantiene “la cabeza fría”. Incluso necesita que los individuos sean aguijoneados por un solo y el mismo móvil para reinar sobre sus placeres como el “único árbitro” . Así es el Estado: una Providencia de los placeres. Es decir, “provee la seguridad, prevé y asegura las necesidades, facilita los placeres, conduce los asuntos principales, dirige la industria, regula las sucesiones, divide las herencias...” . En suma, socializa el goce. Ahí se ubica la reserva de Tocqueville, atravesada por la ironía específica del observador: “¿Acaso ese Estado de Providencia no puede sacarles por completo la perturbación de pensar y la dificultad de vivir?” La ironía vibrante de este enunciado consiste en que expresa, al mismo tiempo, el deseo efectivo del Estado y su límite radical. Quizás sea su deseo supremo, para perfeccionar su domina­ ción, suprimir en ellos hasta el principio de contradicción que tan bellamente aparece en estas dos expresiones: “perturbación de pen­ sar” y “dificultad de vivir”. Aquí se nombra lo irreductible en la individualidad, lo que reintroduce crónicamente la inquietud. Pero, justamente, no hay compañías de seguros para esto -la perturbación de pensar y la dificultad de v ivir- ni siquiera la más formidable inventada por el hombre, el Estado de la democracia moderna. O habría que suprimir la propia individualidad como fuente propia. El eudemonismo sistematizado a tal punto que el individuo ya no tiene que asumir lo que su pensamiento tiene de “trastorno” y su

vida de “dificultad”, éste sería un programa totalitario completamen­ te exitoso. En efecto, sería “perfecto”, sugiere la ironía tocquevilliana, si no hubiera... cierto sujeto que no se reduce totalmente a la función que le asigna el Sujeto supremo. Este desecho que cae fuera de “toda” política sigue siendo lo más preciado para el sujeto. También es con ese desecho que el psicoanálisis puede hacer teoría, al volver a introducir en la política lo que ella practica y excluye, es decir, “el trastorno del inconsciente” y la “dificultad de desear” ...

Conclusión E L P E R J U IC IO IN C O N S C IE N T E Y SUS P L U S V A L ÍA S SO C IA LES

Lo que surge de nuestro trayecto a través el perjuicio inconsciente y su modo de socialización -que va del trauma ala norma-remite a una exploración del reverso inconsciente de la contradicción social. A ésta, en tanto “miseria social”, se aplican las palabras de Charcot, que se sentía muy atraído por Freud, que toman relieve en la versión social de la realidad: “eso no impide existir”. ¿Qué “apertura” puede brindar el psicoanálisis sobre este tema, que no vuelva inocente el sistema sin quitarle peso al sujeto? Justamente, recordar lo que le toca al sujeto, antes de la “imaginarización” que se forma como consecuencia de considerar la realidad de manera masiva. Con lo que tenemos que volver a la cuestión de la ideología -palabra que casi no nos atrevemos a pronunciar, pero que todavía sigue actuando, a pesar de la cantidad de modelos que sos­ tenían que habían agotado su desciframiento-. Podemos reconsiderar este trayecto sobre el perjuicio y el ideal como una economía social del (des)goce.

L a ganancia de la causa social El Otro social -o sea, la instancia que sostiene lo colectivo como fantasía m aterial- se vuelve hecho y causa para el sujeto en “estado de precariedad y de exclusión”. Por otra parte, él es el que enuncia, el que encuentra las palabras que los sujetos adoptan y en las que, luego, se reconocen. Pero toda “causa” tiene una “ganancia”, como dice la expresión “salirse con la suya”:1por supuesto, obtener una ganancia, 1En francés: “avoir gain de cause. [N. de la T.]

realizar una ganancia de esta causa (quizás sea lo que hace que esperemos ver surgir de toda causa social una ganancia inconfesable que no necesariamente pasa por una franca corrupción: toda “causa” parte de una falta de ganancia). La tesis que surge es la siguiente: el perjuicio (del sujeto) constituye para el Otro (social) una fuente de beneficio. Esta es una afirmación seguramente provocadora: que la “anomia” —esa falta de armonía entre los objetivos individuales y sociales (Durkheim)- alimenta a su Otro (en el sentido de la expresión “alimentar a su hombre”). La patología de la ley alimenta la Norma social. Hay que avanzar por este camino para ver hasta dónde nos lleva.

El “deber de salud” ¿El Otro social no está en posición de tratar de reparar, de evitar el daño de lo que se caracteriza como exclusión, precariedad, deterioro? Responde a esto por medio de dispositivos (institucionales, de saber, etc.); provee, toma las medidas que considera necesarias y que puede exceptuarse de imponer ya que, como se dice, “se imponen”. Veamos la expresión, al menos simbólica, que aparece en el artículo que inauguró —hace exactamente medio siglo- esa Institución que se llama Organización Mundial de la Salud: “la Salud para Todos” , es decir, “llevar a todos los pueblos al nivel de salud más alto posible”. La Salud, “lo empírico trascendental” del Otro social como dato de experiencia e imperativo -aprehendido como estado completo de bienestar (físico, mental y social) -con su correlato, el acceso de todos los pueblos al conocimiento médico científico, para alcanzar ese alto grado de salud, con la opinión esclarecida y la acción de los gobiernos. El bien llamado Wel Fare State. Notemos la norma y la intensidad - “más alto”, no sólo ausencia de padecimiento o de enfer­ medad, sino salud como ideal regulador “positivo”-. Se trata de tomar a sujetos dañados para poner a flote la norma-sanitaria-. La sanidad es el imperativo categórico de un orden social que le añade su ética, al mismo tiempo “condicional” , ya que hay que suponer que cualquie­ ra quiere la salud, e imperiosa: deber de salud.

L a “termodinámica social”: la plusvalía Pongamos las cosas en su lógica real: desde el punto de vista del

operador freudiano de desciframúmto tlol mrtlnxt«r da In elvIlUni'IOn, hay que pensar un circuito propinmunte tranNfornmríor d«l |IW« colectivo, que va de la privación a la HoltrvrrtinlIxHolrth, Sabemos que Lacan busca en Marx In pnlflbrn "||IuhvmI(hn, tftm Id que el autor de E l capital desmonta ul goce cnpltrtIUttt, p ar*