El Pensamiento Antiguo Y Su Sombra

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El

p e n s a m ie n t o a n t ig u o

Y SU SOMBRA

Armando R. Poratti

eudeba

Eudeba Universidad de Buenos Aires

Ia edición: mayo de 2000

© 2000 Editorial Universitaria de Buenos Aires Sociedad de Economía Mixta Av. Rivadavia 1571/73 (1 033) Tel: 4383-8025 / Fax: 4383-2202 www.eudeba.com.ar

Diseño de tapa: Juan Cruz Gonella Corrección: Eudeba Composición general: Alejandro A. Spina

ISBN 9 5 0 - 2 3 - 1 0 3 5 - 7 Impreso en Argentina. Hecho el depósito que establece la ley 11.723'

I nd ic e

El pensamiento antiguo y su sombra.................................................................... 7 Grecia o la ausencia del mito...............................................................................11 Dííce y conflicto.......................................................................................................25 Sobre el lenguaje de H eráclito...........................................................................43 Atemporalidad y presencia en el Poema de Parménides.............................55 Nota sobre la “condición de mortal” y la discursividad en el Poema de Parménides................................................................................. 65 De la sofística antigua a la aldea global........................................................... 75 Areté y virtud................................. .......................................................................101 Descartes y el platonismo.................................................................................. 125 La Antigüedad “clásica”: enfoques y desenfoques........... ........................... 137 La crisis de la naturaleza y el retomo de la physis...................................... 145 Elogio de Helena (de Hollywood).............. ................................................... 155

E l p e n s a m ie n to a n t ig u o y su so m br a

Desde siempre oimos ia afirmación escolar de la continuidad y la presen­ cia de Grecia en los momentos posteriores de Occidente. Vamos, para eso se inventaron los clásicos. Sospechamos que está también, aunque de una mane­ ra no demasiado pública, en el nuestro. ¿Acaso no nos declararon ya hace tiem­ po platónicos en crisis? Pero igualmente sabemos que la cercanía de Grecia es a la vez distancia. Los antiguos han sido y son un juego de identidad de doble circulación, lugar ambiguo de identificación y extrañamiento, o mejor, movi­ miento permanente en que la obvia identidad tiende a salirse de foco pero, en cuanto la imagen está por hacerse ininteligible, vuelve a enfocarse. Ha habido épocas, desde el Renacimiento, que intentaron la tarea imposible de ser imita­ ción de los antiguos. Nadie puede ser otro, y ni siquiera imitar a otro: en el espacio de respeto que deja la imitación está la condena a la originalidad. Pero tampoco es fácil sacárselos de encima para siempre. Los griegos y su sombra en nuestra calle: así como la admiración renacentista se hizo -quiso hacerse- som­ bra ella misma, nosotros estaríamos dispuestos a admitir sobre nosotros la sombra de los antiguos con muchas mediaciones, a la vez que usamos sin pudor sus siluetas trágicas para nuestras propias sombras chinescas. Estos trabajos están dirigidos temáticamente, en su mayoría, a aspectos de la filosofía y el pensamiento antiguos, que son su tema explícito y que tratan buenamente de desarrollar. No son artículos de divulgación, aunque se ha tratado de acudir al aparato técnico solamente cuando no se lo podía obviar. Pero en casi todos ellos se nos cuela, con mayor o menor presencia o profundidad, la preocupación por las condiciones de esta extraña década no prevista, en la que la historia parece mutar, posiblemente porque en ella afloran mutaciones ya ocurridas en lo oculto, y que nos vuelve tan difíciles las previsiones. ¿Por qué esa posibilidad de la Antigüedad de presentarse, si

no como clave hermenéutica, por lo menos como indicio o señalamiento de lo que nos pasa y casi no entendemos? Retrotraernos a la Modernidad, de la que derivamos por vía directa, no sería sino normal. También las claves cris' tianas de esa Modernidad tienen una capacidad explicativa mediata pero reconocible. ¿Pero los antiguos? En nuestra posición en el mundo el huma­ nismo es apenas un recuerdo, si es que alcanza a serlo: hace mucho que la Antigüedad dejó de ser un paradigma reconocido. La actitud del fin de siglo no tiene nada que ver tampoco con la de su primera mitad, cuya angustia se buscó a sí misma en el lado trágico de los griegos. La misma labor historiográfica, periódicamente recomenzada, a veces consigue perforar las interpretaciones que se han vuelto obvias y logra renovar la comprensión de algunos fenómenos; pero las nuevas imágenes no se integran en la cultura habitual, y el acceso a la Antigüedad está cada vez más defendido por el blindaje erudito. Pero esta combinación de familiaridad y extrañamiento con que nos re­ lacionamos con los antiguos es una de sus ventajas, que los hace útiles para nuestra autocomprensión. Nuestros griegos y sus modernos, tituló Barbara Cassin un coloquio regido por las nociones de artefacto y de estrategias de apropiación (de mutua apropiación entre los dos términos en juego). Somos y no somos los griegos en un sentido diferente de aquél en que sin duda somos y en cierta forma no somos modernos. En su cercanía se abre un espacio donde el sujeto cultural de la reflexión puede en principio pensarse a sí mis­ mo y a la vez evitar los peligros inmediatos del autoanálisis. La Antigüedad es un gran arco histórico de por lo menos un milenio y medio que tenemos completo ante la vista, y en su transcurso se ensayaron casi todas las posibi­ lidades. La continuidad genética hace que aun las que nos resultan más extrañas no nos resulten ininteligibles. Más abajo anotamos que no sólo podemos reconocer allí algunas de nuestras experiencias, sino encontrar otras que todavía están por sucedemos. Pero ubicar allí nuestro lugar por homología es un ejercicio que deja de ser apasionante cuando nos conformamos con las generalizaciones. Y más acá de las mediaciones históricas, esa molesta sensación de qu hay otra cosa más inmediata que nos pasa con los antiguos, y tal vez no con épocas más recientes. En las grandes declaraciones de la cultura, la Antigüedad solía aparecer como territorio solemne de origen y de destino, pero en lo cotidiano, y más de lo que nos damos cuenta, no ha dejado de ser lugar de tránsito y de tráfico constantes, donde tenemos que pagarles con nuestra propia consciencia (y a veces hasta con nuestra corporalidad) los productos considerados nobles que íbamos a buscar y muchas otras cosas que la méñs de los griegos logra que les compremos casi sin enteramos.

Los ensayos aquí reunidos, aunque son independientes, van en una dirección. De acuerdo a lo que venimos diciendo, tratan sobre los griegos y a la vez sobre lo que nos pasa con los griegos, aspectos que no pueden separarse, ni en el fondo ni empíricamente. Forman aproximadamente dos bloques, se­ gún que predomine una u otra perspectiva. El primer bloque apunta a la emergencia de ese ambiguo logos que luego es entendido y usado de tantas formas. El origen podría ser lo que parecería el horizonte del pensamiento griego, como hontanar y como lo negado: el mito; o podría ser lo que para un esquema historiográfico usual es la supuesta priméra palabra de la filosofía o de la ciencia, physis. Pero nuestra lectura encuentra al mito y a la physis me­ nos en Grecia que en nuestro propio horizonte apocalíptico. Más vale -com ­ probación nada original a esta altura- la razón griega nace como razón polí­ tica. El surgimiento de la Ciudad, sin embargo, está lejos de ser la instaura­ ción automática de la justicia, y ya no podemos mantener la imagen, conver­ tida en prejuicio, del mundo griego como un mundo armonioso. La Ciudad engendró a la razón con la violencia. Hasta podríamos correr el riesgo inver­ so, de ver allí sólo las convulsiones del poder. Hacemos ensayos parciales de leerlo desde la tragedia encarnada en la política: desde su preparación en Hesíodo, su emergencia con Solón, y dando un salto, su madurez con la sofística. En la violencia no caótica de la que crece la Ciudad llega a mos­ trarse el logos. En Heráclito obviamente, pero también en Parménides, don­ de podemos sentir la concentración de la vida bajo el hielo de la superficie. La quiebra de este logos, que dice la quiebra del mundo griego, tiene el nombre de Platón, y (simplificando bastante) se cumple como la substitu­ ción de la dinámica conflictiva y polivalente del pensamiento arcaico por una ontología de la identidad. El pensamiento arcaico (por el que princi­ palmente transitamos aquí) correspondió a la política de la Ciudad arcai­ ca desarrollando una ontología del conflicto. El acceso a la serenidad de lo “eterno”, con Platón, muestra en su origen las señas de ia crispación. Ten< drá que pasar el tiempo y cambiar el mundo para que se olvide esa crispa­ ción y la instauración de lo clásico termine de sancionar este espejismo. El segundo bloque tiene que ver con diferencias: aunque se diga que es hijo del platonismo, el hombre cristiano no es el hombre griego. También el racionalismo moderno, con Descartes, tiene un fondo paradójico de voluntarismo que es inasimilable a la tradición platónica. La diferencia es reconocida al constituirse la noción misma de lo clásico, que instala la paradigmaticidad y junto con ella la distancia. Las etapas de ese extraña­ miento han sido esas construcciones o sobreconstrucciones que se fueron espesando ya desde el helenismo, y que hoy la liquidación finisecular de la cultura parece haber licuado. Y así vuelve la pregunta de si, ya sin clasicismos

y sin tener que cumplir función de paradigmas, quedan posibilidades de que los antiguos irrumpan en nuestro mundo, y si no adquieren una peligrosidad tangencial que tenían en reserva. Podemos jugar con sus derivados o sus desechos, su descomposición y recomposición en el brillo del medio electrónico. Ya apuntamos que las palabras tenidas por originarias, rrvythos, physis, caen más bien de nuestro lado. Abrimos el libro con la ausencia del mito en Gre­ cia, y lo cerramos con la engañosamente ligera mitopoiesis mediática. Eí mito que se nos escapa en Grecia nos espera en el televisor. Por supuesto, las neomitologias mediáticas pueden parecemos poco serias, y además reductibles a la lógica de la comunicación masiva, desde la cual se las puede analizar y comprender. No estoy tan seguro. A la inversa, los ecos de Grecia pueden presentarse sorpresivamente, en el seno de la racionalidad científico-tecno­ lógica, en el frente de tormenta que se abre con la amenaza ecológica, y aque­ llo que tradicionalmente aparecía como la primera palabra del logos -~ph$$i$es más bien el signo bajo el que nos sale al paso hoy lo demónico. Las traducciones de textos griegos son propias, salvo que se indique lo contrario. Las abreviaturas son las usuales. Las frases o palabras griegas (transliteradas) se traducen inmediatamente o en el contexto cercano.

G r e c ia o la a u s e n c ia d e l mito

Pocos temas debe de haber tan remanidos como el que se pone bajo la simplificación “tránsito del mito al logos”. Desde Aristóteles a Burnet o Vernant suele resolverse de distintos modos y por distintos caminos, que en general nos dejan con la impresión de que el problema es el pasaje, porque ya sabríamos aproximadamente qué era el mito y sin duda sa­ bemos de qué logos se trata. Esto tiene que ver con el hecho de que no es un tema puramente académico. La ilustre aurora griega era, y en parte sigue siendo, demasiado prestigiosa como para que las filosofías y las cien­ cias, cuando no las ideologías y las políticas, la desaprovecharan como lugar de emergencia de ellas mismas o de sus raíces. Grecia ilustra y legi­ tima. El pasaje --si pasaje h ay- está oscurecido, si no contaminado, de muchas maneras. En último térm ino, allí, en el origen, se decide retroactivamente la índole del logos, esto es, de la racionalidad bajo la cual -com o razón política, científica o técnica- hoy vivimos. Lo oscuro no es el mito, entre tanto largamente estudiado por la antropología y la historia de las religiones, sino la índole de la razón, de la que todavía sabemos tan poco. No por ello deja de tener su urgencia la aclaración, así sea provisoria, del ambiguo concepto de mito, que fluctúa como una medusa entre varias disciplinas y se ha teñido con desvalorizaciones y revalorizaciones. Presen­ tado como aquello sobre eí fondo de lo cual y a diferencia de lo cual emergería el logos, es también aquello a lo que, teniendo en cuenta el des­ tino actual de este logos, a veces se nos propone volver. Dando por supues­ to que la simplificación vale, habrá que preguntarse no sólo por el mito y el logos y el presunto tránsito de uno al otro, que se descuenta aconteció

en Grecia, sino también -y es a lo que quisiera ir- en qué sentido se puede hablar de mito en la Grecia arcaica.1 La noción de “hombre mítico”, “pensamiento mítico”, se reserva especialmente para las llamadas sociedades “antropológicas”, “primitivas”, jun­ to a las cuales se incluyen las grandes culturas orientales o americanas, aun sabiendo que son un fenómeno distinto, que habría que ver por separado. Es que la contraposición pensamiento mítico/pensamiento “racional” o “lógi­ co” en realidad contrapone lo occidental a lo que no lo es. No sólo se igno­ ran los aspectos “míticos” en las sociedades occidentales; en el límite, se supondría que el mito es un estadio globalmente superable. M^íhos y lógos, cuasi sinónimos ~en orincipio, “palabra” y “palabra”- se convirtieron, pues, finalmente, en los miembros de una contraposición. El ori­ gen de ésta viene desde atrás: ya en la Antigüedad hay consciencia de una actitud mental de algún modo nueva. Aristóteles es quien lleva esta conscien­ cia a su plenitud, y el que, en cierta forma, construye argumentativamente la oposición.2 Pero la carga peyorativa está en la previa depreciación de mythos en su sentido aparentemente inocente de “narración”, que acompañó la pro­ gresiva pérdida de vida de la religión clásica, hasta resultar en mythos como “mito” en el sentido de “leyenda” o “fábula”. Ya en la dura luz intelectual de Tucídides, y en el pasaje en que expone su desconfiada metodología, el adjetivo mythódes, que en 1.22.4 designa lo maravi­ lloso propio de la narración, unas líneas antes, 1.21.1, significa sin más lo “míti­ co”, el ámbito de lo que una memoria trabajada por el tiempo relega a esa forma de olvido y de no verdad que es la distorsión, a la que se opone lo claro y seguro, tó saphés. También en Píndaro se da, hasta como oposición, el contraste de lógos y mito (mythoi, plural), como verdad de lo acontecido frente a las ficciones.3 1. Si es que, como corresponde a los tiempos, no se ha procedido ya a su disoiución, en el caso en una mitología sin mito: Marcel Detienne, L’invention de la mythologie, Galíimard, París 1981 (tr. c. La invención de ia mitología, Península, Barcelona 1985), esp. cap. VII, "El mito inhallable”. Cf. Luc Brísson, Platón. Les mots et les mythes, Éditíons La Découverte, Paris 19942, esp. "Conclusión". El mito, buscado como lo otro de la ‘'razón”, quedó directa o indirec­ tamente en ia estela del positivismo (en la que Cornford cabe cómodamente). Podría citarse -para ponerla al margen- la especulación, en otra estela, schopenhaueriana y nietzscheana, de Giorgio Colli; la densidad trágica de sus nociones de mito y logos (de logos operando destructivamente en el mito) hacen esa especulación heterogénea a las representaciones que estamos mentando. Cf. esp. Dopo Nietzsche; La nascita deila filosofía: La sapienza greca IIII, Adelphi, Milano 1974,1975,1977-80 resp.; Narcís A ragay T usell, Origen y decadencia del iogos. Giorgio Colli y la afirmación del pensamiento trágico. Ánthropos, Barcelona 1993. 2. Met, 12 982b17-21,3 983b27-984a2,4 984b23-31, II4 1000a9-19,XII 8 1074b1-14. XIV 4 1091b4-12. 3. Olímpicas I 28b-29, NemeasVW 23.

E l PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

Pero es en Platón, como era de esperar, donde la semántica separa las aguas en forma decisiva. Las dos palabras tienen en él toda la amplia gama de sentidos que el uso corriente les confiere, pero nunca en forma inocente.4 My (hos puede ser “cuento” sin más, pero entonces es un decir no importante: Gorgias 505d, no hay que dejar los cuentos sin terminar, y menos, por supuesto, el diálogo serio que Calicles está abandonando violentamente. Así mythos es cuento de viejas (mythos graos, Gorg. 527a4), y estos cuentos deben ser rigurosamente depurados para que no resulten paidéticamente perjudiciales (Rep. 376e ss.). Pero así tam­ bién los más empinados discursos sobre el ente pueden aparecer en esta luz iróni­ ca de la puerilidad, como los “mitos” que nos cuentan, como a niños, los pensa­ dores aludidos en Sofista 242c-d. Con Platón, y creo que por primera vez, aparece la oposición en el senti­ do que hoy es usual. En algún caso la distinción no es todavía oposición y se refiere meramente a la forma: en Protágoras 320c, el sofista ofrece una misma doctrina, presupuesta como verdadera, en forma de mito -como un hombre mayor hablaría a los más jóvenes- o, a elección de la audiencia, de lógos, que aparecen así como modos de exposición alternativos y casi intercambiables. El contraste está un poco más acusado en Fedón 6 Ib, donde el contexto orien­ ta al mito hacia el lenguaje de la poesía, y al lógos hacia el de la música filosófica.5 Pero aquí tampoco la verdad está todavía en juego. El conflicto entre mito y verdad se anuncia en cuanto aparece la piedra de toque de los “mitos” propiamente dichos, es decir, de los relatos sobre el mundo de los dioses. Pero este conflicto en tiempos de Platón ya era asunto viejo. En Fedro 229c y ss. tenemos la discusión sobre la verdad de un mito (mythológema c5, que unas líneas más abajo, d2, será llamado lógos); esta discusión deriva hacia la men­ ción irónica de la desmitologización racionalizante de los sophoí, a ia que Sócrates pone a un lado sin comprometerse con su pretensión de desnudar al mito como falso. Por supuesto, esta neutralidad también es irónica. Del desencantamiento no hay retomo, y sabemos que nadie que haya atravesado esa situación espiritual

4. Para m y th o s en Platón ver ahora Luc B r is s o n , o. c., con excelentes anexos que facilitan eí mapa de! uso platónico de !a noción, y de cuyos análisis, que recorren este uso en detalle, nos resultan aquí especialmente relevantes las oposiciones del mito con e! discurso verificable y con el discurso argumentativo. 5. Digo el contexto, porque el texto no es obvio: los mythoi de Esopo versificados por Sócrates (que a todo esto en 60d1 han sido llamados lógoi) parecen ser llamados así sim­ plemente por su carácter narrativo, de! que carecería eí himno a Apolo que Sócrates compu­ so primero; pero obviamente este himno (prooímion, 60d2) no es un lógos. Sólo la referencia precedente a la filosofía como música (60e-61a) colorea la contraposición (o distingo) “mitos pero no logos” (mythous aü'ou lógous) de 61 b4 con los tonos familiares para nosotros de (o “poético" distinto de lo “racional’’.

podría volver a creer ingenuamente las historias. Platón mismo usará el proce­ dimiento de racionalizar los mitos, por ejemplo con el de Faetón en Timeo 22c-d. Pero mythos se convierte propiamente en el contrario de lógos sólo cuan­ do llegamos al centro mismo del problema de la verdad, a la oposición verdadero-falso explicitada: los cuentos infantiles, vistos en el marco serio de su función en la paideia, Rep. 377a5-6, cf. 522a7-8; Gorgias 523al-2, en don­ de el mito escatológico es llamado lógos justamente por ser verdadero; Cratilo 408c-d: Pan, hijo de Hermes, es hermano del lógos o el lógos mismo, que pue­ de ser verdadero o falso, y que cuando presenta su aspecto “trágico” se vuel­ ve mitos y mentiras; Filebo 14a: un lógos contradictorio, cuya productividad dialéctica falla, se degrada a myhtos. 6 De este abismo de ía falsedad el mito es rescatado como lo que llamamos “mito platónico”. Así Gorg. 523a, que acabamos de mencionar. El mismo alcance tiene la última frase de Rep., que exhorta a confiar en el mito (mythos, 621b8) escatológico en tanto mito de este tipo peculiar, verdadero en un sentido decisivo, porque va a desembocar en una opción existencial con las más graves consecuen­ cias. Hasta podría decirse que Platón recurre a sus mitos para comunicar su verdad más alta, que por serlo debe ser mostrada, no demostrada. En estos momentos más altos el mito platónico se vuelve casi lenguaje religioso; lo que Platón tiene que vehiculizar con él es en realidad una creencia, no racional y transdiscursiva: esto es, su escatología, incluida su doctrina del alma (pese a textos como los “argumen­ tos” o “pruebas” de la inmortalidad en el Fedón). Y sin embargo, esta imposibilidad de demostración aun después del estricto lenguaje demostrativo resulta, a sabiendas o no, se lo diga o no, una carencia: la mitopoiesis auténtica ya no es posible, y el mito platónico no es sino un Ersatz del verdadero mito religioso. Peor todavía si el mito tiene una función didáctica, esto es, subordinada. (“Recurrir un poco al mito” para explicar mejor la cuestión: Leyes IV 713a, al introducir el mito de la edad de Cronos). En estos casos su inferioridad es explícita.7 Por todo ello este mito, aun en

6. Pero no entran en la oposición ios casos en que mythos/lógos funcionan ambos como “palabra" o "teoría" frente a “hechos", Rep. 376d 9-10: “como si contáramos un cuento (hósper en mytho(í) mythoiogoüntes) y tomándonos nuestro tiempo, eduquemos a estos hombres de palabra (lógo(i)); ib. 501e4-5: (sin eí gobierno de los filósofos, no habría remedio para la ciudad ni Sos ciudadanos), "ni la politefa que narramos con la palabra llegará a realizarse de hecho" (oudé he politefa hén mythologoúmen lógo(i) érgo(i) télos lépsetai). Paul F rieolánder, Plato I, tr. ingL, Princeton 19692, p. 172 n. 2, inexplicablemente se basa en esta frase para afirmar que la exposición íntegra de Rep. sería a la vez "mítica" y "lógica". 7. Salvo que se ios vea directamente como modelos de persuasión destinada a las masas con fines políticos, donde los premios y castigos corporales (modelo u origen del infierno cristiano) contrastan con la pura creencia filosófica en la inmortalidad del alma. Hanna A rendt, Entre el pasado y eí futuro, tr. c. Península, Barcerlona 1996, pp. 141 s.

su función más noble, es desde un punto de vista inferior al “mito verosímil” de Timeo, una cosmología que no es un mito sino una forma del discurso “lógico”.8 Aquí la mera verosimilitud del discurso pende de la índole del objeto, que es el mundo sensible (29b3-c3), pero no de la pretensión teórica del discurso mismo, que sigue siendo máxima. Mientras, los viejos cuentos han perdido interés. Nuevamente Platón, C r id a s 110a: esta m ythología (R ivaud, ed. Budé, traduce “récits légendaires”), motivada por el interés en el recuerdo de los antiguos hé­ roes y la investigación de las cosas ligadas a ellos, no aparece en las póíeis sino cuando se ha reunido lo necesario para la vida. No se dice si los sobrevivientes de las catástrofes periódicas de que se viene hablando contaban algo sobre sus dioses, si los tenían. Pareciera que el mito no es una necesidad primaria ni sirve para vivir, y que las viejas historias inte­ resan cuando el mínimo de ocio permite una mirada de anticuario. El mito (como en Tucídides) tiene función de oscura memoria -de memoria en contexto de catástrofes- y de conocimiento fallido, no de constitución de sentido.9 Con Aristóteles, el proceso está consumado. Ya indica­ mos (n. 2) los textos en donde establece formalmente la proximidad y a la vez la radical heterogeneidad de mito y filosofía, nombre privilegiado del logos a partir de entonces. Cuando los auténticos mitos, los de la creencia y el culto, se desvalorizan y desecan, su conjunto se recorta del flujo del lenguaje como lo que modernamente se llama “mitología”. Aunque el sentido propio de los mitos se vuelva ininteligi­ ble, su prestigio, el respeto o el tributo al vulgo creyente, o quizás una vaga consciencia de su fundamentalidad, impide que se los deseche. Pero enton­ ces hay que recuperarlos para el nuevo lenguaje, y así se les superpone una interpretación alegórica, es decir “lógica” (según una noticia) ya desde el

8. En el Timeo, “mito verosímil" y “lógos verosímil" son intercambiables [tón eikóta mython 29d2, etc., pero también katá lógon tón eikóta 30b7, etc.). Pero también allí aparece la oposición mito /logos verdadero, 26e4-5, cf. 26c7-d3: se trata de la narración de Critias sobre ia antigua Atenas y la Atlántida, que pretende ser verdadera. En cuanto a la exposición cosmológica de Timeo, es un discurso probable o verosímil, mythos (29d2, 59c6, 68d2,6 9 b 1 ) o lógos (30b7,48d2, 53d5-6,55d5,56a1, 57d6, 90e8). B risson , p. 163, sugiere eikós lógos para el discurso (verificable) sobre ei estado actual (perceptible) de las cosas sensibles, eikós mythos (imeriücable) para los estadios de su constitución. Pero los distintos lugares del texto no cumplen con esta equivalencia. 9. En Leyes III 680d, y en un contexto semejante, la descripción homérica de ¡a vida de los cíclopes es una muestra de la mythología del poeta. En Rep. 382c10-d3, donde el plural tiene el sentido, normal en Platón, de “los mitos que se cuentan” ( B r is so n pp. 188-90), la ignorancia del pasado da lugar, más turbiamente, a manipulaciones de conveniencia.

siglo VI, con la lectura homérica de Teágenes de Regio. Vimos cómo Platón sigue este camino (Faetón en Tim.), y también Aristóteles (Met. 1074b114). Pero la alegorización de los mitos florece especialmente en época helenística e imperial, con los estoicos, los neoplatónicos... Ese respeto fue fatídico; mejor hubiera sido para el mito que se lo dejara lisa y llanamente de lado. El logos, en esa falsa operación de rescate, no sólo se lo subordinó y apropió; peor, lo sometió a un proceso de vampirización y le chupó la subs­ tancia. Al cabo del proceso, la verdad “lógica”, cosmológica o metafísica, queda perfectamente separada, y la cáscara vacía del mito puede tirárselo reservarse para los usos de lo inútil: la decoración. Así lo emplea la literatu­ ra elegante y erudita, en Alejandría y en Roma, Y peor si el mito, manteniéndose en el terreno de la religión, pretend todavía algún tipo de aceptación seria. Las élites paganas lo usan displicentemente como adorno, pero el pueblo siempre tiene creencias. Cuando en los tramos finales de la Antigüedad se abre el mercado espiritual y llegan tiempos de competencia feroz, la vieja crítica ilustrada va a ser usada por los concurrentes orientales. Las notas de falso y absurdo son reforzadas (con el agregado seguro de inmoral) por la polémica cristiana contra las dis­ tintas formas del paganismo tardío. Y así, en adelante, por siglos. Aun consi' derando el mejor momento de su destino moderno -cuando se convierte en el código del Renacimiento y el Barroco- el mito quedará varado en los sargazos de la alegoría, el gusto divertido y el rechazo escandalizado. Estos elementos disímiles juegan y se acomodan todavía a la luz del “gusto” del siglo XVIII, que ha abandonado la reverencia de lo antiguo.10

10. Y que tiene que rescatar el mito de algún modo para que ¡a literatura no se le desvanez­ ca. El hoy olvidado pero recordable traductor de Homero en verso castellano, don José Gómez y Hermosiíla, discurre en el “Discurso preliminar" a la litada acerca “Del sentido en que debe entenderse ia parte mitológica de las poesías de Homero": “Para leer con gusto la llía da yla Odisea (y lo mismo debe decirse de la Eneida y otros poemas griegos y latinos), para hallar algún sentido en la parte mitológica y para que sean verdaderas epopeyas, es necesario no acordarse siquiera del absurdo sistema de las alegorías, entender las pala­ bras en sentido literal y considerar como hechos históricos las ficciones que contienen, por más imposibles que sean y por más ridiculas que a nosotros nos parezcan". Y, tras ver “qué idea se formaban ios griegos de las deidades machos y hembras que adoraban en su ciega credulidad” , debe quedar “...establecido que si queremos bailar sentido racional en las poesías de Homero, sacar fruto de su lectura y recrearnos con ellas, debemos entender literalmente lo que nos cuenta de las divinidades fabulosas de los gentiles, trasladarnos al siglo a que se refieren los dos poemas, hacernos hipotéticamente uno de los ignorantes, crédulos y supersticiosos lectores para los cuales fueron escritos, y por entonces tragarnos como verdades las absurdas ficciones que contienen”. (H omero , La Ufada, trad. en verso castellano por don José Gómez Hermosiíla. Ed. Garnier, Parts s/d, l i pp. XHI s., XVi, XXI).

El PENSAMIENTO ANTIGUO Y SU SOMBRA

Queda al margen la intuición de Vico, que descubre el mundo de la “sabi­ duría poética” y que, más allá de postular la verdad histórica tras la fábula, ve la heterogeneidad e inconmensurabilidad del mito -y por lo tanto la dificul­ tad para entenderlo- en el carácter totalmente sensible y concreto del pensa­ miento poético, “hundido en el cuerpo”.11 La revalorización pública y notoria del mito tendrá que esperar al siglo XIX, con el Romanticismo (que busca una nueva mitología)12 y ei Idealismo alemán. El nombre decisivo aquí es Scheüing y su Filosofía de la mitología, que por primera vez pide que no cercenemos el mito, sino que, al contrario, ampliemos nosotros nuestro pensamiento para comprenderlo. El mito no es voz vicaria que dice otra cosa, alegoría, sino que se dice a sí mismo, es tautagórico, y lo es radical e irrebasablemente. Pero entretanto habían hecho su entrada ios salvajes. La expansión eu­ ropea se encuentra en todas partes, en todas las culturas, con narraciones sobre realidades sagradas. Las primeras interpretaciones responden a dos es­ quemas simétricos y opuestos: el cristiano de la degeneración, y el ilustrado del infantilismo. Marcel Detienne recuerda en la apertura de L’intención de la mythologie 13 dos libros aparecidos el mismo año de 1724. En uno de ellos, Moeurs des sauvages amériquains comparées aux moeurs des premiers temps, el padre Joseph-Fran^ois Lafitau, jesuíta en Norteamérica, a pesar de o por una cierta asimilación admirativa de los americanos a los antiguos, reprocha a aquéllos las “ideas camales” de sus fábulas. En el transfondo, juega el para­ digma de la Revelación originaria mancillada y deformada, degradada por el doble alejamiento -temporal y pecaminoso- de lo inicial. A la inversa, Fontenelle, en De Vorigine des fables, ve los mitos como productos de una ignorancia infantil, que evolucionarán hacia las religiones; pero como a la vez son efecto de un querer saber, podrían evolucionar también hacia la ra­ zón, como lo hicieron los griegos a partir de los mismos inicios. El mito griego funciona aquí todavía como modelo y punto de compara­ ción, y en último término como lo que permite la traducción de lo extraño a lo

11. Nuestra mente, tejida de abstracciones, no puede ya penetrar en las mentes heroicas, "enteramente inmersas en los sentidos, rendidas a las pasiones, enterradas en los cuerpos" (Scienza Nuova, 1744, § 378). Sobre el carácter sensible del mito, cf. por ej. §§ 700, 703. Pero por detrás está la verdad histórica, passim y por ej. §§ 149-50. 12. Cf. Gode von A esch , Natural Science in Germán Romantícism (tr. c. El Romanticismo alemán y las ciencias naturales, Espasa-Calpe Argentina, Bs. As.-México 1947), cap. XIII. 13. Marcel D etienne, L’invention de la mythologie cit., tr. c. pp. 5-7,14-17. Sobre esta temáti­ ca cf. también las primeras páginas de "Lo crudo, el niño griego y lo cocido" en Pierre V ioalN aquet , Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de societé dans le monde grec, Frangois M aspero, París 1981; tr. c. Formas de pensamiento y formas de sociedad en el mundo griego. El cazador negro, Ediciones Península, Barcelona 1983, pp. 158 ss.

familiar. El siglo XIX, al hilo de la antropología de base etnográfica y la ciencia de las religiones, consumará el extrañamiento. Esas disciplinas se apropian del fenómeno, cuya universalidad hará que la noción de mito se amplíe hacia las expresiones generales “pensamiento mítico”, “hombre mítico", que en prindpió equivalen a lo no occidental y/o lo primitivo. Por supuesto, la antropolo­ gía decimonónica es el modo en que Europa se hace cargo de los datos cultura­ les de sociedades colonizadas. La ideología colonialista no está presente en ninguna ciencia social tan evidentemente como en ella, construida de raíz des­ de el más desembozado eurocentrismo y “modemocentrismo”. La inferioridad de estas sociedades es equiparada a la niñez (un niño al que contemporánea-: mente la pedagogía o la psicología no reconocen especificidad, adulto en mi­ niatura). Es la célebre mentalidad “prelógica”, primer escalón hacia el pensa­ miento “lógico” y adulto. Pero se trata de un crecimiento que podría darse o muy posiblemente no darse, por incapacidad constitutiva. A pesar de este carácter groseramente ideológico, y sin quererlo, la an­ tropología consumará una herida en el narcisismo de Occidente no siempre reconocida, y que el divorcio entre helenistas y antropólogos, aún a fines del siglo XX, prolonga atenuada. Si el mito es un fenómeno universal, y si la noción misma de cultura se vuelve plural y en principio puede ser fácticodescriptiva a pesar de las valoraciones sobreañadidas, la herencia de la An­ tigüedad tenderá a quedar nivelada dentro de esa multiplicidad en la que los títulos especiales que exhibe pueden no ser tomados en cuenta. El historicismo y el positivismo ponen en crisis la noción misma de lo clásico como modelo, que ubicaba en un plano superior a Grecia y Roma (y a Europa como su hija). De haber sido la pauta con la que se empezaron a leer las diversas mitologías, Grecia pasó a ser leída desde los “primitivos”, y corrió el riesgo de que la imbecilidad de éstos se le proyectara. El tardío siglo XX, a la zaga de la descolonización y coincidiendo en parte, hacia los años sesenta, con un no duradero auge político de los países del Tercer Mundo, produjo -en especial con la difusión del estructuralismo- la revalorización y el reconocimiento de la especificidad del pensamiento mítico, al que se le concede la autonomía con respecto al “lógico”. En principio, se deja de lado el prejuicio de la inferioridad, Pero el mito griego no había esperado los beneficios de esta amnistía general, y ya había recuperado su posición de privilegio mucho antes. El siglo XX, convulsionado como pocos (y el clima espiritual se adelantó a las grandes catástrofes que lo signaron), buscó su Grecia por encima de lo secularmente consagrado y gastado como clásico y asumió como propios los mitos griegos en una dimensión mucho más profunda que la decorativa o erudi­ ta. Podríamos mencionar a Freud o Joyce sólo como un par de testigos en una lista de nombres seguramente larga: piénsese en la poesía, el teatro y el cine.

Tal vez esto nos dé una pista para que podamos recuperar una especifici­ dad de lo griego desde otro lugar que el del modelo clásico. Para ello habría que volver a preguntarse -sin valoraciones, y más vale con cierta inquietudpor la ambigua relación de Occidente con el mito; y en primer lugar y precisámente, con el mito de la antropología. M^thos-iógos, “palabra” y “palabra”: modos de la manifestación del mundo por la palabra. De la manifestación del mundo, porque ambos son originariamente, y pretenden ser, una mención de lo “esencial”, de la “verdad”, de la “realidad”, el mito (cf. Mircea Eliade) tanto como el logos, y tal vez más que el logos. Podríamos quizás esquivar la cruel oposición “racional”-* irracional” con la menos comprometida entre “narración” y “discursividad”, o en­ tre lenguaje mostrativo y demostrativo. Se trata de dos modos de discurso con legalidad propia. De aquí algunos rasgos exteriores obvios: mythos es palabra que se oye de quien la dice. El mito vive en la comunicación oral y en la participación emocional ligada a la oralidad y al manejo directo de lo concreto. No hay conceptos, pero tampoco individuos o personas, sino per­ sonajes de una acción y sus res gestae. El logos, lenguaje de la descripción y la demostración, que recurre a la generalización y a la abstracción conceptual y formal, es una toma de distancia: del hombre con el mundo y luego consigo mismo, y también del hombre con la palabra. Recordamos estos lugares co­ munes porque la “falsedad” del mito aparece cuando lo queremos asimilar a nuestro modo de dar cuenta del mundo y lo tomamos como una explicación. Así necesariamente resulta o falsedad o alegoría. Pero sería esencial enten­ der que el mito no es respuesta a nada pues no habría pregunta previa. No es la explicación que se forja un hombre ante un mundo en el cual se encuentra sin entenderlo (una suerte de Adán provisto de su curiosidad y su tabula rasa), sino la instalación misma -y siempre previa- en el mundo. Pensarlo como explicación responde a una proyección de la mentalidad lógica que tampoco puede saltar tan fácilmente por encima de ella misma, si es que puede; Aristóteles, que lo ve como respuesta al asombro y como filosofía larvada, entiende ya tan poco al mito como el positivista que lo ve como ciencia primitiva. Pero el mito en todo caso es palabra que revela el mundo e instaura la verdad, y además es palabra eficaz, poderosa. El mito siempre estuvo en las cercanías o compartió el territorio del rito. Desde el punto de vista de la cultura europea, así como el mito fue visto como explicación, “ciencia”, el rito resultó magia, “técnica primitiva” para influir en el acontecer natural. Pero lo que está en juego -y sin entrar en el terreno de la largamente discu­ tida relación entre mito y rito- es la “revelación” y “(re)creación” del mun­ do, los momentos de la instalación efectiva en el mundo. Y esta instalación

no tiene fisuras. El lenguaje mítico es un lenguaje semánticamente sobresaturado. Sí volvemos a recordar el tan mentado tránsito, tengamos en cuenta, por de pronto, que “mito” no es lo mismo que “religión”: el abandono del mito no es una laicización. Ni el supuesto tránsito supone la desaparición de actitudes o zonas míticas (en las que que el Occidente contemporáneo tam­ bién abunda). Ahora bien, en el sentido del “pensamiento mítico” de la an­ tropología, del “ser” mítico, en Grecia no hay mito, “Grecia” como aconteci­ miento espiritual es la ruptura del mito. Y esto, obviamente, no significa que en Grecia no haya habido cultos y mitos en sentido estricto, y actitudes “irracionales”, etc. Lo que queremos decir es otra cosa. El Logos (Grecia-Occidente), sólo puede aparecer en una fisura de la rea­ lidad que instaura la pregunta sin respuesta, y así instaura la búsqueda de res­ puestas. Entonces la revelación del mundo se vuelve explicación, dicha en len­ guaje demostrativo. La palabra ya no es inmediatamente efectiva: se vuelve teoría. (Su efectividad será mediata, cuando el conocimiento teórico que se logre dé la base para una tékhne -de la persuasión en la Ciudad- o una técnica -del dominio sobre ia Naturaleza-). ¿Dónde ubicar, en Grecia, un momento propiamente “mítico”? Ese esta­ dio habría que perseguirlo hasta la Hélade pre-griega, y aun así, se escapa. Tras el antecedente del rey-sacerdote minoico de Evans, j.-P. Vemant pro­ yectó sobre la figura del rey micénico la del rey babilónico como Rey divino, Centro del rito -del Mundo- en el ritual del Año Nuevo previamente divul­ gado por Comford. Pero actualmente el rey divino micénico está perdiendo predicamento, como Vemant mismo lo reconoce en el prólogo a la 2~ edi­ ción de Los orígenes del pensamiento griego.14 Y sin embargo, el Palacio nos invita a pensarlo como Centro, simbólico no menos que administrativo o económico. ¿Y qué dimensiones podemos entrever en ei culto, con las mani­ festaciones de los femenino y ctónico junto a los dioses que se continuarán en los Olímpicos? Así sucede en la continuidad, comprobada arqueológicamente, en Eleusis y otros puntos. En cultos agrarios o extáticos,

14. Jean-Pierre V ernant, Les origines de la pensée grecque (1962), tr. c. Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Bs. As. 1965; id. con "Prólogo ala nueva edición’' [1987], Paidós, Barcelona-Bs. As.-México 1992. En este prólogo (p. 14) se renuncia a la concepción del wánaxmicénico como el “rey divino, mágico, señor del tiempo, dispensador de la fertilidad” (p. 41), que Vernant confiesa haber tomado de Frazer vía Gernet, y que se cruza con la aproximación de Comford entre Hesíodo y el mito babilonio (F. M. C ornford, Principium Sapientiae, ed. W. K. C. Guthrie, Cambridge 1952, ll; cf. J.-P. V ernant, Mythe et pensée chez les Grecs, Maspero, Paris 1965, VII, “Du myhte á la raison", tr. c. Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona 1973, pp. 334-364).

vida y muerte, como hombres y dioses, constituyen un continuo o ai menos no suponen ámbitos separados, como todavía en época histórica se da en los misterios o en los ecos del dionisismo. Puede discutirse la memoria de Micenas que se mantiene en Homero. 15 Pero la ruptura se traduce en un gran olvido de las dos cosas fundamentales: el Palacio, lugar del poder que deja un hueco que nunca vuelve a colmarse.16 Y la Tierra, como si aquellos migrantes hubieran sancionado el desarraigo. Los lugares del culto y las tumbas quedan atrás. Desaparece, en Homero, el hemisferio nocturno o subterráneo de lo divino.17 De acuerdo al socorrido lugar común del antropomorfismo de la religión homérica, los dioses mismos se humanizan, son hombres y mujeres tal vez más hermosos y fuertes, pero sujetos a las mismas pasiones y debilidades que nosotros, y que a veces hasta pueden ser rechazados y heridos en el campo de batalla. Y sin embargo, hay una diferencia: por semejantes que sean dioses y hombres, los dioses, que han nacido, no mueren. Los hombres en cambio son “los mortales”. Una nueva concepción de la muerte produce un corte en lo que era el continuo vida-muerte, y en consecuencia produce el discrimen entre hombres y dioses. Por cierto, Homero tiene un destino para la psykhé, ese último aliento que, convertido en mínima imagen del difunto, nos frecuenta en sueños hasta que la cremación le permite el ingreso al Hades (II. 23.69 ss.). Con la cremación queda abolida la presencia activa y poderosa del muerto en su tumba. Los vínculos entre este mundo y el otro se cortan, o se debilitan hasta volverse

15. Sobre los recuerdos micénicosen Homero, véase la observación de Finley acerca de la rápida deflación entre Helen Lorimer, Homer and the Monuments (1950) y G. S. Kirk, The Songs of Homer {1962), en M. I. F in l e y , The World of Odysseus (1954\ 19772),tr.c. El mundo deOdiseo, FCE, México (1961\ 19782), p. 214, y Ap. I. 16. Ni siquiera hay en Homero una palabra que signifique '‘Palacio": Mary O. Knox. " “House" and "Palace” in Homer", JHSX C, 1970,117-20. 17. Cf. Conrado Eggers L an , Introducción histórica al estudio de Platón, Eudeba, Bs. As. 1974, p. 19: “¿Qué podía importarles a estos señores libres y desarraigados, que se habían marchado de Grecia...’ aquella diosa-tierra, región-madre, que hemos calificado como 'el secreto de! arrai­ go’ de sus antepasados? Si algo les importaba, habría de ser sólo para dolerles y todo Indica que, muy freudianamente, optaron por suprimirla o relegarla hacia un oscuro lugar secundario. Y lo mismo aconteció, por lógica consecuencia, con todo aquel siniestro mundo clónico’’. (La primera cita corresponde a Bruno Snell, Die Entdeckung des Geistes, 19553, p. 57, adonde se remite. [Ctassen Verlag, Hamburg, 1963; tr. c. Las fuentes del pensamiento europeo. Razón y Fe, Madrid 1965, p. 59.] Cf. también Walter F. Orro, Die Gótter Griehchenlands, G. SchulteBulmke, Frankfurt a. M. 1961,19706, IV 10.) Esto no significa que, a espaldas de Homero, ¡os mitos sombríos y las prácticas mágicas no continuaran existiendo, y reaparecerán ya en la Odisea (E. R. D odos, The Greeks and the Irrational, Univ. of California Press, Berkeley-Los Angeles-London 1951 [19732], p. 43; M .!. F inley, El mundo de Odíseocit, pp. 171 s.).

insignificantes. La existencia allí abajo, si bien no es algo semejante a un infiemo, es por lo menos inane y sin consciencia, es como no ser: recordemos una vez más el célebre episodio de la sombra de Aquiles, que prefiere servir a un campesino pobre a señorear sobre los muertos (Od. 11.488-91). La muerte aparece por primera vez, pues, como límite de la vida.18 Y además, como lo incomprensible e inmanejable. Para el hombre por cierto, que no puede en general preverla y nunca puede evitarla. Pero aun Zeus, el padre poderoso de los dioses, debe aceptar la parte que les toca a aquellos mortales, a veces sus hijos, que quiere salvar. “Parte”, morra, usualmente traducido, equívocamente, con mayúscula, no es una diosa. Pero tampoco -como pudo decirse- algo que se aproxime a una legalidad o la prepare: es algo nece­ sario, como aquello que luego se pensará como legalidad, pero carece de la racionalidad de lo legal; la motra es incomprensible, es “porque sí”.19 Pero esto, que no es ni “racional” ni inteligible, tal vez nos ponga en la pista del llamado “racionalismo” homérico. Como se ha dicho innumerables veces, su concepción de la muerte no lleva a Homero a ninguna desesperación o visión sombría, sino a una exaltación de la vida, en la que aparente­ mente queda borrada la dimensión del misterio. El acontecer unitario cósmico-sagrado se retira al fondo y casi se esfuma; en cambio aparece, en múltiples perspectivas, el límite. Y el horizonte del límite es la muerte, una

18. El de Aquiíes y los demás pasajes homéricos condenados por Platón en Rep. 386c~387a no presentan al Hades como un lugar de castigos sino como la vacuidad de una casi no existencia. Cf. W. F. Orro, o. c., ibid. y Martin P. N ilsson , A History o f Greek Religión (1925), tr. c. Historia de la religión griega, Eudeba, Bs. As. 19682, cap. V, “Antropomorfismo y racionalismo homéricos1', esp. pp. 174 ss., que matizaría esta presentación esquemática, confirmando la idea de muerte como fin. C. E gqers Lan, o . c. pp. 20 s „ 35 ss., niega la distinción vivos-muertos y hombres-dioses en un primer estrato homérico -el que suprime io ctónico, y con elfo uno de los términos de ia oposición- pero ¡a encuentra en el Homero orientado hacia los nuevos tiempos, con la experiencia de la muerte como límite. 19. Cf. W. F. O tto , o. c., Vil. Zeller había encontrado en la Moira una prefiguración de ia legalidad natural. Como vio C ornford, From Religión to Philosophy (1912) I § 4 (Harper and Row, New York 1957, pp. 12 s.), Motra es límite de los dioses-, también los inmortales se ven excedidos en su poder y su comprensión por la muerte: así en Od. 3.236-8; II. 16.433 ss. y 22.168 ss., usualmente citados en ei mismo sentido, no niegan a Zeus la posibilidad de saivar a sus preteridos; es la desaprobación de los otros dioses, expresada respectivamen­ te por Hera y Atenea con la misma fórmuia (16.443,22.181) lo que se lo impide: no un must, sino un ought(A. W H. Adkins, "Homeric Gods and the Valúes of Homeric Society", JHSXCU, 1972, p. 16). Sin embargo esta imposibilidad “morar1-desproporcionada a ia usual potencia dei dios- no resulta menos compulsiva. La observación al pasar de H. F ránkel, que nunca se nombra el "todo” de esta “parte", señala también hacia la profunda ininteligibilidad de la moira {Dichtung undPhilosophie des frühen Griechentums, 1950,1962,1969; tr. c. Poesía y Filosofía de ia Grecia Arcaica, Visor, Madrid 1993, p. 67).

potencia limitante que ni hombres ni dioses pueden dominar, y ni siquiera comprender. Pero si esto es así, el universo del mito, mundo cerrado sobre sí, previo a la explicación porque es previo a la pregunta, se resquebraja. La sobresaturación semántica del mito sufre la aparición de una zona en blanco, de una carencia o falta. La muerte como agujero y límite es tal vez la condi­ ción de la ruptura de su círculo. El mito no era una respuesta porque no había pregunta. Tal vez allí, en ese hiato que abre la muerte, puede alojarse por primera vez una verdadera pregunta, esto es, una pregunta sin respuesta, al menos sin respuesta inmediata. Después podrán hacerse preguntas explí­ citas que recibirán respuestas discursivas, esto es, habrá logos. De hecho, la situación ya está dada en la índole del lenguaje de Homero, que no es mythos sino épos, épica. Ni siquiera es el lenguaje espontáneo de un pueblo o una comunidad: esta épica común a varios grupos, y luego a todo el mundo helénico, se dice en un lenguaje artificial, “literario” antes de la escri­ tura. La epopeya no es “mítica”; de ningún modo es un decir sagrado. Homero no revela nada: los dioses no dan cuenta de la totalidad ni la encaman. Están en el épos como uno de sus elementos; no son clave de una historia primordial. Por último, otro aspecto inédito de esta situación es el de la “individuali­ dad” ligada al poder. En las sociedades orientales nos encontramos con una consubstanciación de la “ley” o la “justicia” con la voluntad divina del gober­ nante.20 Voluntad no arbitraria, si es que es voluntad: el rey sacro no hace “lo que quiere”, está ligado al orden del mundo, no sólo porque cumple lo ritualmente pautado y sus actos u órdenes responden al orden, sino porque, en el límite, él mismo “es” ese orden. Sus mismos actos, en principio, producen el orden, y así resulta que no puede infringirlo. Pero en una situación en la cual el que manda puede apartarse arbitrariamente del orden, el ejercicio del mando da pie a una suerte de “individualización”, en el sentido deque el jefe se recorta de la totali­ dad: de la comunidad (tribal) y del mundo (sacro). El rey sacro no puede ser arbitrario. Cuando la arbitrariedad, ejercida y sufrida como tal, se vuelve posi­ ble, encontramos nuevamente una fisura en el orden mítico del mundo. Comford, remitiéndose a Durkheim, veía en el jefe al primer individuo, que encama y personaliza la autoridad colectiva de la tribu.21 Pero el caso en Homero es distinto. Aquí el mandar (anássein, que es también “poseer”)22 se­ para a un hombre del conjunto y lo contrasta con los otros. Si el que manda se distingue en tanto manda, su “voluntad” se recorta de la totalidad del acontecer 20. Infra, p. 26. 21. F. M. C o rn fo rd ,

o . c .,

¡II § 64, p. 108.

22. C. E ggers L an , o . c.t cap. III, donde se ubica en Homero ei “despertar de la individuali­ dad1’, sobre otras bases.

mítico. Por cierto, esta emergencia del ánax no sería la del individuo de nin­ gún individualismo ni la de una “personalidad” -y en este sentido es muy distinta del “despertar de la personalidad” señalado en general en la lírica arcaica- sino otro momento de la ruptura del mundo mítico cerrado sobre sí. Y cumple -com o motra en otro aspecto- una función paradójica, la de abrir el lugar para la ulterior emergencia de la ley impersonal de la pólis: en la doble prepotencia ilógica de la muerte y del jefe aflora un vacío de sen­ tido. Este vacío constituyó el momento crítico fundante. Para llenarlo -para intentar llenarlo- Grecia se fabricó la herramienta (o el arma) in­ édita del lógos, y la aplicó a esas tareas que se llamaron, y que seguimos llamando, filosofía y política.

El tema de ia justicia se vuelve mareante en la estricta contemporanei­ dad, donde los parámetros y valores parecen fundirse en el vistoso magma postmoderno, y donde las exigencias más elementales de la supervivencia individual y colectiva están atrapadas en la danza macabra de los poderes globales. El carácter inédito de los fenómenos ~y en primer lugar, su dimen­ sión planetaria™ nos encuentra en un estado de indefensión teórica y prácti­ ca. Las concepciones de la justicia hasta ayer admitidas y aun consagradas se reflejan en el espejo irónico de una consciencia epocal que prefiere decla­ rarse impotente a admitir su azoramiento y su asombro ante lo que no pre­ vio. Sobre este fondo, donde las convicciones de hace una década suenan ininteligibles, parece no tener sentido volver a convocar a aquellos griegos que Occidente eligió y erigió, hace miicho, como sus clásicos. Y tal vez sea mejor así, porque habría motivos para una razonable desconfianza: el mons­ truo aquí presente se viene gestando desde hace mucho, y sus raíces mediatas seguramente se nutrieron de las diversas teologías, renacimientos y huma­ nismos cuyos complejos frutos eran diferentes de lo anunciado. Sin embargo, alguna vez habrá que revisar con cuidado el proceso por el cual, a través de esas herencias e instauraciones, se convirtieron en nuestros clásicos políti­ cos justamente dos filósofos -Platón y Aristóteles- que velaban -con deses­ peración uno, tranquilo y curioso el otro- el lecho de muerte de la pólis. En ese papel es posible que tengan algo, y hasta algo nuevo, que decimos. Pero no vamos a acudir a ellos en este intento de aproximar una reflexión sobre la justicia al ámbito griego. Más vale nos vamos a dirigir a los comienzos, y al comienzo del comienzo, donde puede atisbarse la emergencia misma del pensa­ miento. En efecto, una de las matrices del pensamiento arcaico está en la noción de Díke, cuya evolución contribuirá a la fundación misma del ámbito de lo

mítico. Por cierto, esta emergencia del ánax no sería ia del individuo de nin­ gún individualismo ni la de una “personalidad” -y en este sentido es muy distinta del “despertar de la personalidad” señalado en general en ia lírica arcaica- sino otro momento de la ruptura del mundo mítico cerrado sobre sí. Y cumple -com o mofra en otro aspecto- una función paradójica, la de abrir el lugar para la ulterior emergencia de la ley impersonal de la pólis: en la doble prepotencia ilógica de la muerte y del jefe aflora un vacío de sen­ tido. Este vacío constituyó el momento crítico fundante. Para llenarlo -para intentar llenarlo™ Grecia se fabricó la herramienta (o el arma) in­ édita del lógos, y la aplicó a esas tareas que se llamaron, y que seguimos llamando, filosofía y política.

El tema de la justicia se vuelve mareante en la estricta contemporanei­ dad, donde los parámetros y valores parecen fundirse en el vistoso magma postmoderno, y donde las exigencias más elementales de la supervivencia individual y colectiva están atrapadas en la danza macabra de los poderes globales. El carácter inédito de los fenómenos -y en primer lugar, su dimen­ sión planetaria- nos encuentra en un estado de indefensión teórica y prácti­ ca. Las concepciones de la justicia hasta ayer admitidas y aun consagradas se reflejan en eí espejo irónico de una consciencia epocal que prefiere decla­ rarse impotente a admitir su azoramiento y su asombro ante lo que no previó. Sobre este fondo, donde las convicciones de hace una década suenan ininteligibles, parece no tener sentido volver a convocar a aquellos griegos que Occidente eligió y erigió, hace mycho, como sus clásicos. Y tal vez sea mejor así, porque habría motivos para una razonable desconfianza: el mons­ truo aquí presente se viene gestando desde hace mucho, y sus raíces mediatas seguramente se nutrieron de las diversas teologías, renacimientos y huma­ nismos cuyos complejos frutos eran diferentes de lo anunciado. Sin embargo, alguna vez habrá que revisar con cuidado el proceso por el cual, a través de esas herencias e instauraciones, se convirtieron en nuestros clásicos políti­ cos justamente dos filósofos -Platón y Aristóteles- que velaban -con deses­ peración uno, tranquilo y curioso el otro- el lecho de muerte de la pólis. En ese papel es posible que tengan algo, y hasta algo nuevo, que decimos. Pero no vamos a acudir a ellos en este intento de aproximar una reflexión sobre la justicia al ámbito griego. Más vale nos vamos a dirigir a los comienzos, y al comienzo del comienzo, donde puede atisbarse la emergencia misma del pensa­ miento. En efecto, una de las matrices del pensamiento arcaico está en la noción de Díke, cuya evolución contribuirá a la fundación misma del ámbito de lo

político. En esta evolución, el problema de la justicia, que signa los pasos inicia­ les de la constitución de la pólis, pone en obra un proceder racional que no tarda en convertirse en pensamiento explícito. Lo mentado en díke, palabra cuyo sen­ tido originario parece relativamente restringido, a poco andar transpasará todos los planos (el teológico-cosmológico tanto como el ético-político), y terminará aportando al pensamiento arcaico algunos de los esquemas conceptuales (en cierto modo ya una lógica y una ontología) que le permitirán hacerse cargo de la “realidad” como tal. También los hombres de ese tiempo se las vieron con pro­ blemas no conocidos. La hazaña de dominar íáctica y conceptualmente las gra­ ves alteraciones económicas y sociales de comienzos de la edad arcaica desarro­ lló las fuerzas de la reflexión como para que estuviera inmediatamente en condi­ ciones de proponerse lo que luego habría de llamarse filosofía. La reflexión -que por cierto no nace como saber contemplativo- se establece sobre el suelo del conflicto, del cual hace su contenido y su “tema” concreto. A partir de allí, el pensamiento griego instaura lo que podríamos llamar una ontología del conflic­ to, que con algunas grandes alternativas (los Sabios políticos, los presocráticos, los trágicos, los sofistas) llega hasta Platón. No sé cómo resonaría un pensamien­ to así si emergiera en el no muy culposo minimalismo con que nos protegemos de la enormidad epocal. Pero aquel lejano origen es por lo menos un ejemplo de qué hacer con lo imprevisto, como lo eran los fenómenos violentos que arranca­ ron a esa sociedad de su recaída en la prehistoria. En las antiguas culturas orientales la “justicia” tiene una base teológica y teocrática que le confiere alcance ontológico. En Egipto, el querer del reydios es la causa inmediata de los acontecimientos que realizan el orden del mundo (natural y humano), orden que por ello “es”, y es necesariamente “justo”. En Mesopotamia, en cambio, el rey es enviado y lugarteniente del dios, y como tal declara ia justicia en forma privilegiada. Con estas formas de teocracia contrastan los imperios indoeuropeos (el hitita, y luego el per­ sa), en donde el rey es jefe de una aristocracia conquistadora y sólo puede pretender a alguna suerte de cercanía especial con los dioses (aunque inten­ te, con mayor o menor éxito, aproximarse al modelo teocrático).1 En el sub­ suelo histórico y cultural helénico, podríamos en pq.ncipÍo pensar al rey micénico sobre estos modelos orientales, como clave de la dinámica mítica en tanto Centro del Mundo, centro de poder y centro simbólico cuya organi­ zación material y espiritual es proporcionada por la unidad sobresaturada

1. Cf. Mario A. L evi, La lucha política en el mundo antiguo, tr. c. Rev. de Occidente, Madrid 1967, cap. i, “Ley estatal y ley sagrada’’.

del Palacio. La escuela historiográfica francesa tiende a resaltar la continui­ dad entre el mundo micénico y el griego. Así J.-P. Vemant, en un libro de amplia difusión,2 pone la sombra del Palacio como telón de fondo del esque­ ma conceptual y espiritual del muy posterior mundo político. Es significati­ va la doble línea que, sin aparente consciencia de contradicción, aparece en esta obra. Por una parte se anuncia que el viraje del siglo VIII al VII, en que se funda la pólis, ha de rastrearse sobre el fondo del pasado micénico.3 El problema conceptual se retrotrae así hasta el colapso del wánax: éste unifi­ caba y ordenaba las clases y funciones desde un poder más que humano, y su desaparición instaura el problema del orden a partir del conflicto entre gru­ pos funcionales distintos y rivales “ ~o para adoptar la fórmula misma de los órficos-, ¿cómo, en el plano social, puede surgir ío uno de lo múltiple y lo múltiple de lo uno?” La lectura (a la sombra de G. Dumézil) de la historia institucional y de los mitos reales áticos mostraría el “estallido de la sobera­ nía”, esto es, la separación de la basileía (el ámbito de la realeza religiosa) y de la arkhé (el mando político), que define así el terreno de lo político-profano, separación que es reinterpretada como contraposición de clases fun­ cionales. Pero esta contraposición termina resolviéndose, no entre diferen­ cias funcionales sino entre g¿ne, familias o clanes nobles, en el agón o compe­ tencia noble entre iguales, que supone la unidad previa de la philúx y que se transpondría en la organización política, y en último término derivaría en la igual distribución del poder, la isononúa democrática.4 Una página antes, sin embargo, Vemant ha esbozado un conflicto y un curso distintos; la caída del Palacio habría dejado en libertad y enfrentadas a una aristocracia guerrera y a las comunidades aldeanas; aunque, con una disyunción cronológica impor­ tante, indica la “sabiduría” de los Sabios del s. VII como el lugar donde este conflicto buscaría un equilibrio.5 Una aproximación distinta surge de la historiografía inglesa. M. I. Finley en especial (a partir de la investigación sobre la posesión de la tierra) sostuvo la tesis de un corte institucional entre el mundo micénico y la Edad Oscura.6

2. J.-P. V ern ant, L o s orígenes del pensamiento griego (cit. p. 20 n. 14), donde recordamos cómo el mismo Vernant abandona luego el carácter divino del wánax. 3. Introd. p. 25, Pról. p. 12 (citamos latr. c., 1992). 4. Cap. Ill, cf. esp. pp. 57-60 (cita, pp. 57 s.); cap. V. 5. Pp. 52 s. 6. Cf. esp. “Homer and Mycenae: Property andTenure", HistoriaM12,1957, pp. 133-159(con la oposición de Vernant, o. c. p. 52); El mundo de Odiseo (cit. p. 20 n. 15); también la síntesis en Earíy Greece: the Bronze and Archaic Ages, London 1970, caps. Vi-Vil (tr. c. Grecia primitiva: la Edad de Bronce y la Era Arcaica, Eudeba, Bs. As. 1974).

La caída de los palacios y el momento de desorganización y empobrecimiento concomitante (que no puede hoy ya describirse simplemente como la “inva­ sión de los dorios”, “creación de la historiografía del siglo XIX”),7 va junto a una continuidad de los aspectos básicos de la cultura, atestiguada por la alfa­ rería. Más todavía, como mostró la obra de M. P. Nilsson, las raíces de la reli­ gión griega clásica hay que buscarlas en el período micénico. Pero esto no aminora el hiato en la economía y en la organización social y política. Los “reyes” homéricos son el producto de una mutación en la noción misma de monarquía: en ningún caso se reconstituirá un poder supremo y unificador como el del wánax micénico, y la designación de basileús (que en las tablillas micénicas parece designar a ciertos jefes o funcionarios subordinados) tiende a significar menos la cúspide única cuanto el primus ínter pares (como entre los feacios de la Odisea) y aun la clase misma de los jefes en cuanto clase (así los basilets beocios de Hesíodo, y cf. Od. 1.394-5). A las puertas de la polis, la institución monárquica ha desaparecido y el poder es detentado más vale por la aristocracia (como los eupátridas atenienses), y aun por familias determina­ das (Baquíades de Corinto, Pentflides de Mitilene, o en el norte los Aléuadas de Larissa). Estas aristocracias han logrado un equilibrio y una cultura pecu­ liares cuando, hacia el s. VIH, el equilibrio se rompe, los tiempos se aceleran y fenómenos de amplio alcance se constituyen en los datos del problema para cuya solución habrá de inventarse la política. ¿Pero cuál ha sido exactamente el problema que la pólis, y el pensa­ miento ligado a ella, intentan resolver? La cuestión tiene importancia histó­ rica y además filosófica, porque la búsqueda de solución para dificultades apremiantes y aparentemente incomprensibles llegó a incidir en forma pro­ funda y a la vez explícita en la matriz conceptual helénica. Categorías tan decisivas como unidad y multiplicidad, igualdad, desigualdad y equilibrio, límite e ilimitado, se fraguaron en la came misma de estos procesos. El esquema de Vemant es seductor: la caída del Palacio deja abierto el lugar (el Centro) para la concurrencia de muchos en el poder; pero al fin será este juego mismo el que ocupe ese espacio, y la igualdad fundamental de sus partici­ pantes fundará una igualdad institucional que se transpondrá a la pólis demo­ crática. Pero retrotraer la cuestión hasta la desaparición del wánax implica una proximidad ilusoria entre el mundo micénico y el mundo político. El conflicto, cuando se presente, no se presentará como la consecuencia de una pérdida, sino como el terreno originario, y la unidad será descubierto en el conficto mismo. Y habría que ver también en qué medida es el agón aristocrático lo que desemboca, 7. Martín S. RuiPÉREz-Antonio T ovar, Historia de Grecia, Montaner 19793, p. 60.

y Simón, Barcelona

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como sugiere Vemant, en la unidad dinámica de la pólis. Porque ésta no será una unidad entre iguales, sino entre elementos distintos. Las aristocracias, unidas por lazos personales por encima de las sociedades que presidían, tendieron más bien a reconocerse en una laxa comunidad “internacional" suprapolítica. Las bases del conflicto político las proporcionan menos las luchas de los señores entre sí, cuanto la creciente tensión entre estos señores y la comunidad campesi­ na y eventualmente artesana, cuya enunciación, en principio, leemos en Hesíodo. Si -según una sugerencia de Clémence Ramnoux-8 una tradición heroica, pro­ pia de la casta feudal y expresada en la epopeya, corre junto a una tradición jurídica, de los campesinos y artesanos, expresada en la sabiduría de los Trabajos, es posible que, aun guardando aspectos de la dinámica del agón, el pensamiento haya pensado el conflicto, fundamentalmente, a partir de esta última tradición, que instaura el concepto mismo de Díke. Las condiciones de la llamada Edad Oscura habrían ido mejorando gra­ dualmente, junto a un aumento de la población, hasta conformar una socie­ dad agrícola relativamente próspera y estable. Hacia fines del s. IX o co­ mienzos del VIII los griegos reabren el Mediterráneo para su actividad marí­ tima, en manos de los fenicios desde el colapso micénico. La colonización puede leerse como un síntoma de inquietud, pero también de desarrollo eco­ nómico, con una producción estimulada y que deja excedentes.9 Esto supone el surgimiento de una clase de campesinos medianamente ricos y una inci­ piente clase media industrial y mercantil. Encontramos a Hesíodo en esta primera encrucijada de las transformaciones. Campesino relativamente prós­ pero,10 su consciencia choca oscuramente con el orden aristocrático tradi­ cional, cuyas insuficiencias, sentidas como arbitrariedades, sufre sin dejar de respetarlo en principio. Pero al comprobar esa inadecuación y al aportar el

8. Clémence R amnoux , HéracHte ou l'homme entre les choses et les mots, Belles Lettres, Paris 19682, p. 107. Cf. Francisco R odríguez A drados, La democracia ateniense, Alianza, Madrid 1975, Primera parte. 9. Éste y la necesidad de resolver el exceso de población son ¡os dos aspectos de ia interpre­ tación tradicional de la colonización. La arqueología, que la adelantó al temprano s. VIH, descubrió actividad comercial importante en la primera colonia occidental, Pithecusaen ischia, y también el establecimiento comercial de Al-Mina en Siria. Para el desarrollo económico, cf. M. A ustin -P. V íoal N aquet, Économies etsocietés en Gréce ancienne (1972), tr. c. Economía y sociedad en la antigua Grecia, Paidós, Barcelona-Bs. As.-Méx. 1986, pp. 68 s. 10. Hesíodo, representante de los campesinos en ascenso: E rnest W¡ll , “Hésiode: crise agraire? ou recul de I’ aristocratie?” , REG 78, 1965, 542-556, contra É oouard W ill , “ A ux origines du régime foncier grec” , REA 59, 1957, 12-24, que retrotrae a Hesíodo la concentración de la tierra y demás condiciones del Ática de Solón.

tema y una primera dimensión del problema de la justicia, el poeta beoció apunta hacia un lugar de ruptura. Se ha visto el papel de Hesíodo como precursor de la filosofía en el ám­ bito de la Teogonia y en las preguntas por el origen y el orden. Estas pregun­ tas, sin embargo, son comunes a todas las cosmogonías, que las responden con las genealogías de dioses y sus peripecias en el poder (los “mitos de sobe­ ranía”).11 En la Teogonia, como en sus modelos o paralelos orientales, la dis­ tancia entre el origen y el orden está colmada por las dramáticas alternativas de la violencia y la venganza. La estabilización del poder se logra sólo con Zeus, pero lo notable en Hesíodo es que el “mito de soberanía” pasará a de­ pender de una suerte de justificación. No una justificación moral, por cierto (la “moral” todavía no existe): la garantía del orden es el reparto de benefi­ cios a que ha procedido Zeus (7 3 -4 , 8 8 1 -5 ), anunciado en términos proselitistas (390-403), y que le asegura aliados imprescindibles (sus herma­ nos, 492-6; los Cíclopes, 501-6; los Hecatónquiros, 655-63, cf. 624-8). Ya no se trata de quién manda, sin más, sino de quién merece mandar por su capa­ cidad de fundar un orden aceptable y por ello sustentable; calculado, por lo demás, en vistas a la obtención y el aseguramiento del poder. Pero (886 ss.) Metis (= “Astucia”, inteligencia astuta), esposa de Zeus, va a gestar nueva­ mente al hijo más poderoso que el padre, destinado a destronarlo. Zeus impi­ de astutamente el nacimiento devorando e incorporándose a la Astucia mis­ ma, su esposa, y apropiándose de su peligroso saber a la vez que suprime la descendencia peligrosa.12 La estabilidad definitiva se logrará así, de un modo casi artificial, esquivando la cadena generacional de culpa y castigo, sintaxis de un conflicto que en principio debía proseguir indefinidamente. La siguiente esposa de Zeus será Themis, en la que primero engendrará las Horas: Paz, Eunomía y Díke, ya dispuestas a convertirse en diosas políticas, y luego las Moiras, que se hacen cargo del destino individual (901-6). En Hesíodo, el orden de Zeus queda firmemente establecido en los ám­ bitos divino y cósmico (Teog. 73-74, 392-403, 885), pero una falencia cons­ titutiva hace que en el plano humano ese orden esté constantemente puesto

11. Hesíodo como precursor de ia filosofía está ya por detrás de los "teólogos" de Aristóteles, Met. 1983b27 ss., XI¡I 1000a9 ss., etc.; la crítica lo mantuvo allí. Olof G igon, Der Ursprung der Griechischen Philosophie, 1945, lo pone directamente como iniciador de la filosofía, La relación de Teog. con mitos orientales quedó establecida desde los trabajos de Franz Dornseiff en la década del 30, pero esp. desde Comford, Principium Sapientiae (cit. p. 20 n. 14); cf. B. W a lc o t, Hesiod and the NearEast, Cardiff 1966. Mitos de soberanía: J.-P. Vernant, o.c., cap. V il. 12. Cf. Marcel D e tie n n e - J.-P. V e r n a n t , Les ruses de Tintelligence(1974), tr. c. Las artimañas de la inteligencia, Taurus, Madrid 1988,!! “La conquista del poder” y passim.

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en cuestión. Allí, y en el segundo poema, Los trabajos y ios días, encontramos la problemática de la “justicia”, díke. La evolución posterior del concepto operará retroactivamente sobre el discurso hesiódico ampliando su alcance aparente; sin embargo, su concepción de la justicia surge desde las circunstancias concretas y aun anecdóticas del pleito con su hermano Perses. Habrá qué ver cuál es su generalidad (tengamos en cuenta que su elaboración ape­ nas comienza: Hesíodo pone y construye -por lo menos literariamente- la cuestión y la noción de díke, prácticamente ausente en Homero). La deter­ minación del ámbito y significado originales de la díke hesiódica es tarea delicada. Sobre todo, esta noción no es “moral”, sino “jurídica”, en el senti­ do que esto pueda tener en un momento prepolítico en que no existe el esta­ do de derecho. Es importante tener esto a la vista para no incurrir en absolutizaciones anacrónicas y a veces noblemente ingenuas.13 El eje semántico de la problemática está establecido por la oposición “torcido/ derecho”, aplicada en especial a las díkai, plural que tiene prácti­ camente siempre el sentido de “decisiones judiciales” de los basileis, los “re­ yes”. Estos son señores que deciden las querellas según normas no escritas que conocen en exclusiva; al parecer, hay que hacerles algún regalo por ello (de allí el epíteto de “comedores de regalos”, que no necesariamente signifi­ ca que sean corruptos). Su autoridad es tradicional y prepolítica, no estatal, y no sabemos qué grado de compulsividad tendrían sus fallos. Ahora bien, como tal decisión, es decir como un factum, una díke puede ser (valorada como) “torcida” o “recta”. La decisión procedente de una autoridad y su “rectitud” (lo que nosotros llamaríamos de algún modo “justicia”) quedan distinguidas, y pueden coincidir o no. Pero no vamos a encontrar una noción de “justicia” que permita discrimi­ nar entre lo recto y lo que no lo es, y dé un contenido a esa rectitud. En cambio, el tema explícito es la obtención de la subsistencia, y aun del bienestar (31-4); los modos de esa adquisición, uno “malo”, que puede recurrir a la violencia o al fraude, y el otro “bueno”, el trabajo; por último, la recomendación y ense­ ñanza de este último al hermano que ha optado por el modo malo en perjuicio directo del poeta. Hesíodo duplica a la diosa Éris ( - Disputa) en una mala y otra buena (11-24); la primera, que pudo ser la violencia guerrera, aparece más bien (28 ss,) en el terreno judicial: es la mala Éris la que lleva a Perses al ágora a escuchar los procesos y a prepararse -¿adulando a los reyes?- para

13. Por ejemplo Friedrich S olmsen , Hesiodand Aeschylus, ithaca 1949, pp. 87-96; Werner Paideia (1933) i ¡V; tr. c. J. Xirau-W. Roces, F.C.E., México, ed. 1962, esp. pp. 71-3, 76-8.

J aeger ,

otro. La “buena" Éris es la competencia en el trabajo, envidiosa de la prosperi­ dad del vecino. Inmediatamente, Hesíodo inserta dos mitos que “explicarán” en profundidad esta exigencia, al dar cuenta de la situación antropológica fundamental. El mito de Prometeo-Pandora dibuja, sobre el fondo de la vita beata, la constelación, o la secuencia, antropogenética: fuego (técnicas) -culpa, “caída”~mujer~trabajo (castigo secundario, consecuencia de la mujer). La con­ dición humana queda, con la mujer, origen de los males, atravesada por la dualidad y signada por la ambigüedad del trabajosa la vez virtud y castigo. En una peculiar cercanía a temas bíblicos, y en sentido inverso al de las ver­ siones ilustradas del mito, nos encontramos aquí con una situación humana cadente. El orden de Zeus para el hombre regla esta caída sin repararla: el trabajo es un constante tener que reponerse en la existencia, sin esperanza de restaurar la plenitud perdida. El hombre como tal es miserable.14 El tema de la vita beata hace de nexo entre este mito y el de las Razas, que introduce la temática de la hybris como agresión, en la raza de Plata (134-5) y especialmente en Bronce, signada por la violencia indiscriminada (146). Esta hybris pareciera continuarse en la raza de Hierro (189?, 192). Pero Hierro es declaradamente la transposición mítica del presente. Las edades de la guerra han quedado atrás, y la hjbris consiste ahora más bien (194) en palabras torcidas y juramentos falsos, es decir, en la peculiar vio­ lencia de los abusos jurídicos. Por ello la mala fe y la mala administración de justicia son el tema principal de la exhortación a Perses y los reyes de 202 ss., que introduce explícitamente la oposición díke-hybris (213 ss.). La segunda vez que el poeta se dirige a su hermano (274-85), ésta es substitui­ da por díke-bíe. Bíe es en principio la violencia física: la mención precede inmediatamente a la de díke como rasgo humano frente al entredevorarse ferino (con lo cual díke es presentada explícitamente como una condición antropológica esencial). Pero inmediatamente bíe, como antes hybris, se desliza desde la mera violencia a la peculiar violencia de la palabra y el fraude judicial, cuya manifestación privilegiada en el juramento falso la conecta al aspecto sacro del procedimiento. El singular díke aparece diferenciado de y aun opuesto al plural díkai, como la rectitud que las decisiones deberían exhibir pero que de hecho no tienen. En un poderoso movimiento ascendente, díke se va singularizando: ella prevalecerá, aunque se encuentre expulsada y quejosa de las “justicias”

14. La noción de trabajo aparece por primera vez; y esto es literal, porque ei trabajo ‘'mítico’’ es ritual y no deja lugar para ia percepción de su dureza.

de los comedores de regalos. El modo en que estos reyes la ejercen determina la prosperidad o desgracia de las ciudades (reflejadas también en la natura­ leza): Zeus les señala la díke, cuando no la cumplen, mediante calamidades. Aun en la consideración del estado general de la ciudad, díke sólo juega en el conjunto de las decisiones judiciales.15 A los reyes se les recomienda la consideración de “esta díke" -la rectitud de las decisiones- controlada por los vigías de Zeus. Así alcanzamos en 256 la célebre “personificación" de Díke como hija de Zeus;16 pero su contenido se agota en la oposición al ámbito de lo “torcido”, referido como siempre a las decisiones judiciales y a las palabras en función de ellas (260-4). Ahora bien, la exhortación a ¡áiíce, de carácter negativo (abstenerse de hybris y bíe) se continúa naturalmente con la exhortación positiva al tra­ bajo (286 ss.). Y el trabajo introduce explícitamente la cuestión de los bienes y la riqueza. Las faltas contra díke se llevan a cabo para apropiarse del bien ajeno esquivando el trabajo. Díke juega concretamente en el ám­ bito económico. No tomar demás y no apropiarse por violencia ni trampa de lo ajeno, que debe ganarse mediante el trabajo: ésta es la lección que Hesíodo da a su hermano, fundándola en la “naturaleza humana" y en la autoridad de Zeus, y éste es el contenido concreto de díke. El trabajo en principio es puesto en el lugar que en Homero ocupaba la aptitud heroica, la arete, en los versos, célebres en toda la Antigüedad, que presentan las vías opuestas de la “ruindad” (kakótes) y la areté, delante de la cual los dioses pusieron el sudor, 286-292. Pero esta misma areté, y la gloria y fama heroicas (kydos), reaparecerán en 310-5 como una consecuencia, no del trabajo, sino de aquello que excita la envidia: la riqueza. El trabajo no es

15. No se dice que con sus castigos Zeus ejerza ia díke, es decir, una "justicia” transcendente. Díke no sale de! ámbito judicial, y la decisión de los casos es tarea apropiada sólo para el gobernante humano. Cf. Michael G agarín , "Díke in the Works andDays", CPLXVIII2,1973, 81-94, que insiste saludablemente en este carácter puramente judicial de díke, de un modo sólo en apariencia unilateral o íimítado. Pero el artículo tiende a presentarel reclamo hesiódico como la exigencia de un sistema legal efectivo que substituya a la violencia. El poema, sin embargo, no indica una época que sufre una anomia en ía que predomina la acción directa, aunque no falten insinuaciones de que ésta es posible, sino más bien un orden establecido y en funcionamiento, que empieza a ser visto como insuficiente y estrecho, “injusto". Lo que se pide es más bien un modo de ejercer la díke que evite lo ‘'torcido" en las sentencias. 16. Personificación para nosotros, que vemos en ella una abstracción. En el horizonte arcai­ co del poeta es la diosa mencionada en Teogonia, con plena realidad y densidad teológica. Sobre el carácter de estas supuestas abstracciones, cf. Bruno S nell , “Dte Welt des Góter bei Hesiod” (1952), ahora en Díe Entdeckung des Geistes (cit. p. 21 n. 17).

degradante, pero esto tiene que ser explícitamente dicho (3 l l ) .17 Bs más, no es algo valorado en sí mismo. Vale como precondición de la riqueza (381-2 “Si el deseo en el pecho anhela la riqueza (píoíitos), obra así [como te aconsejo] y acumula trabajo sobre trabajo”). Esas riquezas (khrémata) son la vida misma (psykhé) de los mortales, que por ellas la arriesgan en el mar (686-7). La riqueza puede ser arrebatada con violencia de las manos o de la lengua (321-2): la violencia en la apropiación (no la guerra), opuesta a díke como jui­ cio, y el fraude y la adulación, opuestos a díke como "rectitud” del juicio. Esta riqueza obtenida violentamente, y por lo tanto opuesta a la dada por los dioses (320), no es duradera, y los dioses se ocupan de arruinar al culpable. Este arreba­ to es equiparado (327 ss.) a los más grandes crímenes. Zeus mismo da a estos actos (calificados en conjunto como “injustos”, érga ádika) su merecida retribu­ ción. Hybris aplasta al pobre y también al rico y díke se impone a su hora, con ayuda del juramento semipersonificado (214-9). Zeus se encarga de hacer flore­ cientes o infelices las ciudades según sus gobernantes, pagando a veces todos por uno. Se entera de todo, con la ayuda además de daímones vigías, de su hija Díke y del “ojo de Zeus” (el sol, 252-267). El mal se vuelve contra el malvado (2656). El arcaico principio de que la culpa tiene a la larga consecuencias en la des­ cendencia (284-5) salva en cierto modo el cumplimiento de la retribución. Y sin embargo, Hesíodo no ve este cumplimiento como inexorable: Zeus, cuyo ojo todo lo ve, mira la justicia de una ciudad, “si quiere” (267-8). El poeta llega casí a renegar de la “justicia” y duda de ser “justo”, él y su hijo, porque el “más injus­ to” (adikóteros) obtiene más díke, aunque se admite, con reticencia, que esto no sería ratificado por Zeus (270-4, cf. 333-4). Aun, pues, si hay elementos que apuntan hacia un cumplimiento nece­ sario de la “justicia", díke no alcanza a ser un orden inviolable. Esto se rela­ ciona con el hecho de que díke no se desprende nunca de su significado con­ creto y particularizado de “fallo”: en último término, la legalidad (y la justi­ cia) es algo sujeto en cada caso a la decisión de una persona, y por ello puede ser, en principio, arbitraria. El cumplimiento de este orden sigue dependien­ do de la vigilancia de Zeus como de una voluntad particular, y no logra con­ vertirse en un orden objetivo y válido por sí. Esto indica que todavía no ha emergido la pólis, pero que estamos a sus puertas; la situación, sin embargo, incidirá en el pesimismo hesiódico. Pero en el mundo todavía relativamente estable de una sociedad agraria no había motivos para que se impusiera la noción de un orden impersonal y

17. Cf. G. N usssaum, "Labour and Status in the Works and Days", CQ NS X 2 ,1 9 6 0 , p. 2 7 1 .

necesario. Para que una idea así se convierta en una necesidad del pensa­ miento, será necesario que esa estabilidad, que permite una prosperidad moderada, sea conmovida por fenómenos que parecen destruir todo orden. La lenta evolución de los siglos oscuros explota en la “Edad de la revolu­ ción”18 de los siglos VIH al Vil, en que una economía comercial e industrial (cerámica, vino, aceite) reabre los mares y el alfabeto reincorpora a la histo­ ria lo que va a ser ya plenamente el mundo griego, el mundo de la pólis. En este panorama se da algo absolutamente nuevo: la moneda. Su apari­ ción se sitúa hacia el s. VII, en Lidia según Heródoto (I 94), aunque los arqueólogos suelen también acreditar el invento a los griegos jónicos. Su difusión es rápida: según una tradición, el tirano Fidón de Argos (personaje tan interesante como de fluctuante cronología) acuñó en Egina monedas de plata de menor valor, lo que facilitaría su circulación. Siguen posiblemente Corinto y Calcis, a la cabeza del desarrollo colonizador y comercial arcaico. El contexto general es al parecer conflictivo y su desarrollo normal es un reemplazo de las oligarquías por tiranos, que se hacen cargo de las nuevas exigencias y aparecen relacionados con la introducción de la moneda (así en Corinto). No tenemos testimonios de su efecto inmediato en estas ciudades, pero sí tenemos los ecos drámaticos de la irrupción de la moneda en el Atica, donde habría entrado desde Egina en fecha algo posterior (Atenas tuvo mo­ neda propia sólo hacia fines del VII o VI, y se tiende a bajarla hasta media­ dos del VI). El fenómeno ático es algo tardío y relativamente atípico en el conjunto, pues se trataba de una economía todavía predominantemente agra­ ria (aunque la cerámica tenía importancia) y con fuerte presión demográfica irresuelta. En ese marco la moneda, a través del préstamo, parece haber funciona­ do como instrumento de endeudamiento y expropiación de los pequeños propie­ tarios, que hipotecan y pierden sus tierras o su libertad. Y en ello hay algo inédito y decisivo: la moneda crea las condiciones de posibilidad de la acumulación ilimitada. El texto hesiódico sugería la posibili­ dad de prosperar: podría llegar a adquirirse el kléros (la tierra patrimonial) de otro (Trabajos 341). Pero esto marca los límites de las posibilidades de apropiación. La cuestión del límite (la mitad vale más que el todo, 40) aparece referida a la partición entre hermanos de un modesto patrimonio agrario. Con la mone­ da, los grandes terratenientes podrán no sólo acaparar la tierra, sino acumu­ lar por encima del límite “natural” de la riqueza agraria (aunque esto no suponga más que la tesaurizacíón normal en la economía antigua). En este terreno encontramos el lugar inmediato del problema de la díke, por el nos

18. Cf. C. G. S tarr, The Origins o f Greek Civílization 1100-650 B.C. (1961), Part III.

preguntábamos al principio, y que va mucho más allá de la presentación hesiódica. El fundamental concepto de límite aparece cuando las bases tradidónales de la vida misma se ven desencajadas por un nuevo poder que pare­ ce poder ejercerse sin trabas y que produce los más fuertes desequilibrios. Hay que comparar a Hesíodo con Solón, para ver cuánto menos graves eran las condiciones que llevaron al primero a divorciar a díke de los hombres que las que determinaron al segundo a restituirla a la comunidad. Es mérito del pensamiento arcaico haber logrado domeñar esas tensiones, no sólo en ia práctica, sino también conceptuaímente. Atenas tuvo en ia emergencia, con Solón, no sólo un legislador sino un pen­ sador de la crisis, que elabora su experiencia y ia comunica, como es normal en la época arcaica, en verso. Podemos sobrevolar los restos de estos poemas. En el írag. 13 West (1 Diehl), cuya temática es de muy cercana fuente hesiódica, el poeta pide a las musas obtener los valores tradicionales y aristocráticos de felici­ dad material (óíbos) y honra (dóxa agaché), aunque alterados por la nueva pro­ blemática de la riqueza (khrémata), que pasa a primerísimo plano. La distinción entre la riqueza dada por los dioses y la obtenida injustamente (7, 11), así como la idea del castigo de Zeus (8, 13, 25), son de raíz hesiódica (Solón sigue de cerca Trabajos 320 ss.). Pero, como indica el editor y traductor Rodríguez Adrados, “aquí se trasluce un pensamiento de tipo racional y jónico, y una situación nue­ va: la injusticia que castiga Zeus es ante todo el ansia de riquezas. Hay, por decir­ lo así, una lógica interna de las cosas según la cual kóros “hartazgo” provoca infaliblemente hybris “desmesura” y ésta áte “castigo”.19 El castigo de Zeus siem­ pre llega (25-32), pero no castigando una por una las acciones injustas sino a veces en el largo plazo, en que íes toca a los hijos pagar por los padres. La idea de la responsabilidad hereditaria, de la que ya comienza a ponerse en cuestión no su cumplimiento, como en Hesíodo, sino su legitimidad moral (31, los descendien­ tes son castigados “sin responsabilidad" o “sin culpa”) es retomada sin embargo como garantía de un orden de la totalidad. Según el poema, los acontecimientos humanos, y entre ellos el resultado de los modos “plebeyos” de ganarse la vida, tienen un curso imprevisible y en parte al menos irracional. En contraste con esto, la gran riqueza (píoütos), obedece a una singular lógica (71-76): no tiene límite (térma) fijado, y por ello tiende a acrecerse en forma indefinida; quienes más tienen redoblan su búsqueda, y no podrían ser saciados. Y precisamente en este juego díke logra

19. Francisco R odríguez A drados , Uricos griegos t, Consejo Sup. de Inv. Científicas, Madrid 19812, p. 175.

constituirse como un orden objetivo e inmanente: el texto indica que los medios de enriquecerse pueden contener en ellos el castigo de Zeus, que cae sobre las cabezas que menos lo esperan. El movimiento mismo de la riqueza tiende a restablecer el orden. Así la dinámica de la moneda, que irrumpe en una economía agrícola como irracionalidad salvaje, es detectada y pensada como legalidad, en la que la lógica de lo indefinido y el límite recibe una primera expresión. Pero esto adquiere pleno sentido en conjunción con la lógica del todo y las partes, que el sabio político plantea (y maneja) en la ciudad. En el frg. 4 W (3 D), la expresión inicial “nuestra ciudad" nombra por primera vez a la polis como el ámbito común y comunitario -n o físico- que contiene a los ciudada­ nos. Se enfatiza su índole sacra como nuevo lugar de juntura de dioses y morta­ les: la protección de Palas ía asegura. Pero son los ciudadanos mismos quienes, con su ansia de riquezas, la ponen en peligro. La insolencia de los “jefes del pueblo”, es decir, los principales de la ciudad, que no se pone freno, lleva la injusta obtención de riqueza hasta el despojo de templos y ciudad. “Nuestra ciudad”, la comunidad en tanto unidad previa de lo común, es aquello que las partes -que no son los particulares sino los partidos, los grupos sociales y polí­ ticos unidos por sus intereses- tienden a romper, en el movimiento en el que una parte como tal intenta substituirse a la totalidad, literalmente “quedándo­ se con todo”. Pero el proceder de quienes “no custodian los venerables ci­ mientos de la justicia” encuentra ahora un castigo inmanente dentro de un despliegue temporal, en esta Díke “que, callada, conoce lo que sucede y lo que fue, y con el tiempo llega sin falta como vengadora” (14-16). Díke ya no tiene el mero y modesto sentido de fallo judicial: su presencia solemne y silenciosa es la verdad de la dinámica que los hombres cumplen ciegamente. Y su ámbito tampoco es el económico (esto es, las contingencias de la fortuna del oikos) sino por de pronto plenamente social y político. La injusticia de los grupos, que es en sí un atentado a la unidad y la posibilidad de su destrucción, acarrea la guerra civil, en la que la parte triunfante esclaviza a los vencidos y de todos modos pone en peligro la ciudad misma. Y la pertenen­ cia común a un mismo espacio político determina la imposibilidad de escapar al infortunio público, convirtiendo en una condición inmanente la responsa­ bilidad colectiva ante Zeus. Pero los excesos de los aristócratas llevarán al surgimiento, de entre sus propias filas, de un tirano que, apoyado por los perju­ dicados, los despojará a su vez en beneficio de éstos, en una suerte de movi­ miento equivalente y opuesto, como lo anuncian los varios fragmentos al pa­ recer referidos al inminente y luego efectivo encumbramiento de Pisístrato (frgs. 9-11 W [8-10 DI). Así, la parte que se substituye al todo encuentra en ella misma y en su mismo exceso el principio de la represión.

Sin embargo, este movimiento destructivo puede evitarse. En el corazón del poema está Eunomíe (“buena administración” o “reparto”, opuesta a Disnomia)20, cuyo contenido -que van a ser las mismas leyes solónicas- cons­ tituye un orden para la totalidad política que pivotea sobre el problema del límite. El pueblo esperaba que Solón se le pusiera al frente y aplastara a los aristócratas; éstos, que mantuviera o exacerbara su dominación (frg. 36 W 124 D}.23-25; cf. frg. 4c W [4.5-8 D]). Pero Solón frustra a ambos bandos. En los yambos del frg. 36 W (24 D), que recuerdan la abolición de la esclavitud por deudas, el estadista dice haber redactado “leyes (thesmoús) tanto para el hombre del pueblo como para el rico, reglamentando para ambos una justi­ cia (díke) recta” (18-20), según una proporción geométrica que caracteriza­ rá luego al concepto aristocrático de eunomía, opuesto a la igualdad aritmé­ tica de la isonomía democrática. La misión de Solón es poner límites (frgs. 32-34 y 36 W [23-24 D]), constituirse él mismo en límite (frg. 37 W [25 D]). Esta puesta de límites no es una armonización de las oposiciones, ni la tensión de los contrarios se resuelve de un modo que pudiéramos llamar en algún sentido “dialéctico”. Las contrariedades, dejadas sueltas, se llevarían de su impulso hasta las últimas consecuencias. La superación de las contra­ riedades es posible sólo como equilibrio de tensiones. Por debajo de esto, está el saber que estas tensiones son raigales, constitutivas de la ciudad mis­ ma, y por eso insuprimibles. Por eso la ley no es un arbitrio del legislador. Es la respuesta a un juego más alto, advertido y enunciado por el sabio. Díke es el juego de las partes en el todo, la lógica que subyace en la discordia. En la unidad previa que es la comunidad, “nuestra ciudad”, las partes (los partidos), contrarios entre sí, tienden a substituirse a ella: la h^bris es, justamente, la parte que se toma como todo. Si se deja esto en su libre juego, el momento de triunfo de una parte coincide con la reacción de la contraria. La di1