El Pato: Mi autobiografía

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Ubaldo Matildo Fillol

El Pato Mi Autobiografía

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Ubaldo Matildo Fillol

El Pato Mi Autobiografía

Realización Sergio Renna

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Índice de contenido Portadilla Legales Introducción. Amenazado de muerte Primera Parte Ubaldo Matildo Quilmes, la gran prueba La colimba y el fútbol Racing, el Cilindro y un ángel de la guarda Arquero de Selección El Mundial 74, el debut y el General Perón El equipo que dio vuelta la historia Acostumbrados a ganar Segunda Parte El Mundial 78 Tercera Parte Tricampeones El Mundial y la guerra La última aventura con Angelito Un adiós injusto Flamengo, el Maracaná y la nostalgia La última copa Cuarte Parte El día después Epílogo Anexo estadístico Agradecimientos Anexo fotográfico 4

Redes

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Fillol, Ubaldo Matildo El Pato / Ubaldo Matildo Fillol. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2018. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-950-49-6276-2 1. Fútbol. 2. Autobiografías. I. Título. CDD 920

© 2018, Ubaldo Matildo Fillol

Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.

Todos los derechos reservados

© 2018, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planeta® Av. Independencia 1682, C1100ABQ, C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar

Primera edición en formato digital: abril de 2018 Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-6276-2

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A mis padres, Celia Elisa Lezcano y Luis Damián. A mis hermanos, María del Carmen, Luis Ramón y Margarita Rosario. A mi esposa, Olga Inés. A mis hijos, Nadia Soledad, Sebastián Matías y Tamara. A mis nietos, Valentín, Julieta, Frida, Joaquina y Lorenzo. A mis queridos suegros: Miguelina y Basilio. Y, obviamente, al resto de mi familia. A mis maestros, tanto del colegio como del fútbol. A toda la ciudad de San Miguel del Monte. Y a mi primer club, San Miguel. A mis entrenadores, mis compañeros y a los clubes donde jugué. A los amigos que me dio la vida y el fútbol, que son realmente un montón y es imposible nombrarlos a todos.

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Introducción

Amenazado de muerte

Habíamos conquistado el Mundial 78 y yo había sido reconocido internacionalmente como el mejor arquero de la copa. Con mi club, ya había ganado campeonatos. A River le había dado todo. Atravesaba, en definitiva, el mejor momento deportivo de mi carrera. Sin embargo, no todo era tan brillante como yo creía. El país estaba bajo el control de los militares desde 1976. Acostumbrados a la impunidad con la que se manejaban en todos los órdenes de la vida cotidiana, rápidamente entendí que River no sería la excepción a esa regla. Para ser más preciso, los problemas empezaron a mediados de 1978, cuando mi contrato estaba a punto de vencer. Las ofertas para jugar en el exterior no tardaron en llegar. Mi prioridad y la de mi familia era continuar en la Argentina. La idea era renegociar el contrato y seguir jugando en el club de mis amores. Pero las cosas no serían tan fáciles. Cuando empecé a reclamar una mejora, apareció en escena un personaje nefasto, oscuro y detestable. ¿A qué se debía su irrupción en una discusión tan básica como la que podían tener un empleado y su empleador? Este hombre —me dijeron— estaba dispuesto a intermediar. Aunque, lejos de achicar posiciones, me trajo muchísimos problemas. Había sido designado por la Junta Militar para ejercer al frente del EAM 78, más conocido como Ente Autárquico Mundial 78. Desde ese organismo, había manejado la organización de la copa del mundo. Además, era la mano derecha del poderoso Emilio Massera, integrante del triunvirato que comandaba la Junta. Lo que yo desconocía era que este tipo, al igual que en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), era el verdadero amo y señor de River Plate. Es increíble lo ingenuos que fuimos durante esa época lamentable. Es cierto que no teníamos demasiada información. En mi caso en particular, ignoraba por completo su poder de decisión. Siempre me había tocado hablar, pelear premios y compartir la concentración con las caras visibles de la comisión directiva del club, presidida por Rafael Aragón Cabrera. A mediados de ese 1978, me reuní con los dirigentes Daniel Kipper y Patrick Noher, dos personas muy buenas, para arreglar el contrato que se vencía. Si bien la negociación fue un poco dura, logramos llegar a un acuerdo, que rubricaríamos al día siguiente. Antes de terminar la reunión, Kipper y Noher me dijeron: «Mañana nos encontramos con Aragón Cabrera para firmar». Al día siguiente, tal y como habíamos acordado, volvimos a reunirnos los tres y se sumó el presidente. Sin dejarme hablar y con un gesto adusto, Aragón Cabrera me miró fijo: —Señor Fillol, yo no puedo firmar este contrato. En estas condiciones, no podemos seguir avanzando y rubricar la firma. Me quedé helado. ¿Cómo que no podía firmar el contrato? ¿Qué estaba pasando? No podía entender su postura frente a un tema que habíamos acordado un día antes. En todo 8

caso, era demasiado. Más adelante, cuando me enteré de quién estaba detrás, entendí que la estrategia era apostar al desgaste. Buscaban que me quebrara y acatase sus propuestas sin siquiera esbozar un reclamo. La negociación no avanzó. Después de un partido contra Quilmes en el que la rompí, me crucé con Enrique Omar Sívori. Estaba de visita en el Monumental con uno de los hermanos Agnelli, dueños de la poderosa Juventus y de la fábrica Fiat. Habían venido por otro jugador, pero Sívori me comentó que, después de verme atajar, la única compra que pensaba hacer sería la de mi pase para llevarme a Turín. Charlamos brevemente sobre ese tema, pero la realidad era que yo no estaba para nada interesado en abandonar el país con mi mujer y mis hijos chiquitos. En esa época tenía un pensamiento recurrente: en el extranjero podía tener todo lo material que quisiera, pero nada reemplazaría a mi familia y mis amigos. Sin ellos, mi vida era una cáscara vacía. Al poco tiempo de no renovar el contrato con Aragón Cabrera tocaron el timbre en mi casa de Quilmes. Cuando salí a ver quién era, me encontré con dos tipos de pelo corto, bigote marcial, gesto serio y sobretodos largos. Acto seguido, tras las presentaciones de rigor, me informaron que eran inspectores de la DGI (la AFIP de la actualidad). Pregunté a qué se debía la visita y argumentaron que existía una denuncia contra mí por evasión de impuestos y bienes no declarados. Mi sorpresa fue gigante porque lo único que tenía a mi nombre era esa casa familiar de Brandsen y Pringles, y un auto común y silvestre, un Peugeot 405. Ni bien se sentaron a la mesa, fueron directamente al grano: —Señor Fillol, ¿cuántas propiedades tiene? —Tengo esta casa sola, señores. —¿Y qué más tiene? ¡No se haga el boludo, que no estamos para perder el tiempo acá! —El auto que está estacionado en la puerta. —¿Qué más? —No tengo nada más. —Mire, caballero, tenemos una denuncia sobre la casa de la calle Rivadavia, que parece una mansión. Todo el barrio dice que pertenece a Fillol. No nos haga perder más tiempo. ¡Hágame el favor! ¿Es suya? —Pero yo vivo acá. —Alguien dijo que esa era la casa de Fillol. En la denuncia figura que es suya, así que lo que le pedimos es que nos muestre la escritura. Tiene que declararla o la va a pasar muy mal. —No es mi casa, pero vamos a hacer una cosa. ¿Usted tiene la dirección? —Sí. —Entonces vaya, toque timbre y alguien lo va a atender. Y pregunte por el dueño. Esos tipos habían llegado hasta la puerta de mi casa a través de una falsa denuncia. A partir de ese día empecé a preocuparme. Entendí que las cosas estaban empezando a complicarse. En verdad, nunca pensé que se vendrían otros aprietes. El tipo seguía con su idea de renovar el contrato bajando mis pretensiones salariales. La situación se desmadró por completo unos pocos días más tarde. Una semana después de la visita de los inspectores estaba en la vereda, a punto de entrar a mi casa. Me quedé en la puerta, porque vi venir a lo lejos a mi viejo, que recién se había bajado del colectivo en la avenida Mitre. Lo esperé mientras él caminaba tranquilamente las tres cuadras que separaban la parada de mi casa. Nos saludamos y 9

cruzamos unas palabras. Enseguida noté que estaba raro. Lo percibí cabizbajo, como ensimismado. Rápidamente, leí en su expresión que algo no andaba bien y le pregunté qué le pasaba: —Papi, ¿estás bien? Te noto mal. Contame qué te pasa, viejito. —Resulta que hace unos días, cuando bajé de colectivo, vinieron tres tipos grandotes y me preguntaron si era el padre de Fillol. Cuando respondí que sí, me golpearon y me empujaron a la zanja. Después me resbalé, y cuando estaba tirado en el piso uno de los tipos se acercó y me dijo: «Convencelo a tu hijo para que arregle el contrato o la próxima vez alguno de los dos no la cuenta más…». Sentí una impotencia terrible. Estos hijos de puta estaban dispuestos a todo. No podía asimilar la idea de que los episodios de los inspectores de la DGI y de la patota que había atacado a mi papá habían sido acciones ordenadas. Era una locura pensar a ese nivel. Me costaba mucho hacerme la idea. Me asustaba. Pero, sobre todo, me dolía. En esas semanas los medios de comunicación también habían empezado a jugar su partido. Los titulares de esos días fueron: «Fillol pide tanto dinero», «Fillol gana fortuna y pide más», «Fillol nuevamente hace huelga». La realidad era que ninguna de las partes había tomado una postura definitiva. Eran puras mentiras. Los medios de comunicación me mataron. Me instalaron como un mercenario, cuyo único objetivo era reclamar una suma demencial. Así fue que todos los años, ante cada renovación de contrato, se repetía la misma novela, una y otra vez. Si querían destruirme, estaba saliéndoles perfecto. Siempre se firmó lo que quería este tipo. En esa época, había muy pocos medios y era imposible luchar contra la instalación de un tema. Ni mi voz ni mi pensamiento tenían réplica alguna en el hincha. La impotencia era gigante porque, además de no poder defenderme, inventaban de todo, y más. Eso, naturalmente, generaba que, cada vez que me cruzaba con un hincha en la calle, el tipo me dijera: «Che, Pato, arreglá, dejate de joder, estás pidiendo una fortuna». Desde mediados de 1978 hasta 1983, sufrí un acoso constante. Un día vino a buscarme «el Flaco» Rafael Ares para hacer una nota para la revista El Gráfico. Eran unos reportajes que reunían a los campeones del 78 justamente con el presidente del EAM 78. La cita fue en el Edificio Libertador, de la Marina, detrás de la Casa Rosada. Llegué antes que los periodistas y me hicieron pasar a una sala en la que había militares armados y gente que iba y venía haciendo sonar sus tacos marciales. Unos minutos después me hicieron pasar a la oficina del almirante Alberto Lacoste. Cuando se presentó, después de unas palabras de rigor, se dio un diálogo que no olvidaré jamás. A cuarenta años de haberlo protagonizado, considero que fue lo peor que me pasó en esta vida ligada al fútbol. Fiel a mi ingenuidad, desconocía en absoluto quién era ese personaje y por qué tenía el poder suficiente como para hablarme de algo tan importante, así que no di demasiadas vueltas y le pregunté: —Con todo respeto, pero ¿qué función cumple usted en el club? —Vea, Fillol, soy socio honorable del club y tomé la decisión, en nombre de los dirigentes, de asumir el compromiso de que usted firme el contrato que le han ofrecido. —Mire, señor Lacoste, no voy a firmar ese contrato porque no se corresponde con lo que acordamos con los dirigentes. —Fillol, usted entienda que no tiene alternativa. ¡Fírmelo porque, de lo contrario, el único perjudicado será usted! Era una situación realmente surrealista. El tipo me estaba apretando en una oficina 10

militar, con una impunidad que asombraba. A medida que avanzaba la charla mostraba, cada vez más, las formas unilaterales que tenían los militares en esos años de plomo a la hora de resolver los conflictos. Ante mi nueva negativa, empezó a ponerse cada vez más nervioso y, para amedrentarme, no tuvo mejor idea que apoyar sobre la mesa una pistola. —Mire, Fillol, se la voy a hacer corta porque no tengo mucho tiempo. Si yo quiero, levanto un teléfono y en menos de lo que tarda en enfriarse el café que está tomando, usted desaparece y no lo encuentran nunca más. O, en el mejor de los casos, lo encontrarán en un baldío. Sepa bien que no tengo problema en hacer lo que digo que haré… No sé si fue por los nervios o qué, pero de repente empecé a reírme y eso lo enfureció todavía más. No era un hombre de achicarme en las difíciles. Redoblé la apuesta y la pateé para adelante. —Y dígame algo, señor Lacoste, ¿acaso me va a pegar un tiro ahora mismo si no firmo? ¿Sabe una cosa? ¡Esta charla se acabó! El tipo se quedó mudo y me miró fríamente. Cuando arranqué caminando para la puerta, me habló de una manera cínica y amistosa: —No, hombre, no se vaya así. Venga, Fillol. Escúcheme. Venga, hombre, ¡no sea terco! Cuando escuché esa frase, me di vuelta y me acerqué nuevamente a su escritorio. Me invitó a sentarme. Una vez que lo hice, el muy hijo de puta gritó: —¡Bueno! Ahora que está sentado, levántese de la silla y mándese a mudar. ¡Porque acá mando yo! Y usted se retira cuando yo lo ordeno. Váyase de acá ya mismo. ¡Le voy a enseñar quién manda en este país! Muchas veces el futbolista, por las concentraciones y la dinámica de la profesión, vive en una especie de burbuja. La ingenuidad en temas por fuera del fútbol suele ser nuestra moneda corriente. Por eso, desde un primer momento, desconocí que, después del Mundial 78, era el almirante Lacoste quien manejaba el fútbol. Para colmo, era hincha de River, pensaba en ser presidente del club, y se creía todopoderoso. Tiempo después, cuando empezamos a conocer la historia de los desaparecidos, las fichas me empezaron a caer en efecto dominó. A medida que fuimos sabiendo acerca de los asesinatos que habían cometido en la ESMA (y en otros centros clandestinos), sentí el miedo en la piel. Lo sentí como quizás debí sentirlo antes, cuando discutí de esa manera con un tipo así. Este hijo de puta nos podría haber matado a mi papá y a mí. De hecho, estoy seguro de que lo había pensado seriamente. Podría habernos matado por no firmar un contrato entre un futbolista y un club de fútbol. En septiembre de 1983, la situación llegó a un punto de no retorno. Como era de esperar, Lacoste hizo que me suspendieran de por vida tanto en el club como en el fútbol argentino. Entiendo que los dirigentes de esa época también estarían amenazados. Tras las elecciones, Lacoste desapareció de la vida pública para siempre. Cuando en 1983 por fin llegó la democracia y empezó a saberse que los militares habían secuestrado, matado, torturado y tirado gente desde los aviones, entendí que Lacoste era el claro ejemplo de cómo esos tipos habían sido los dueños de la vida y la muerte de millones de argentinos. Por eso me duele tanto cuando dicen que fuimos «el equipo de los militares». Lo dicen sin saber que estuvieron a punto de matarme. Ese período fue tan duro que ese mismo año decidí ponerle final a mi carrera 11

deportiva en River, tras un empate 2 a 2 con Racing, después de 375 partidos y 14 penales atajados. Dejaba atrás una década de haber custodiado los tres palos del Monumental, alcanzado 7 campeonatos e igual cantidad de victorias en la Bombonera. En el medio, había logrado el primer Mundial del país con la Selección Argentina y el orgullo de haber puesto al club en el lugar que se merecía tras dieciocho años sin obtener ningún título. A pesar de todo esto, tuve que irme por la puerta de atrás, por culpa del almirante Lacoste. Lloré mucho. Maldije más. Lo odié. Dentro de la cancha había dado hasta la última gota de sudor. No era justo terminar así. Por suerte, con el tiempo la gente fue sabiendo una parte de la verdad. La otra, están leyéndola ahora.

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PRIMERA PARTE

Con Néstor Bustos, «Pandito» (con quien fui a Buenos Aires por primera vez), en el Club San Miguel del Monte, en 1975. (Álbum Familia Fillol)

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1 Ubaldo Matildo

Mi mamá quiso ponerme el nombre de su papá, el abuelo Ubaldo. Mi viejo no quiso ser menos y agregó el suyo. Con el tiempo entendí que, si bien eran dos nombres particulares, el resultado de esa combinación familiar tenía su lado positivo. Esos dos nombres juntos serían imposibles de olvidar. ¿Qué otro ser humano en la Tierra podría llamarse así? Nací en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, llamado Monte. Vivíamos en el Barrio Cóppola, que pertenece al casco urbano, pero era como si estuviera fuera del pueblo, porque para llegar había que cruzar la ruta 3. En ese momento habría apenas unas diez casas, en las que vivían, entre otros, la familia Casales, los Miranda y los Cejas. Todos nos conocíamos de memoria. Todos éramos humildes. Yo vivía con mi mamá Celia Elisa, mi papá y mis tres hermanos, un varón y dos mujeres. La más grande de los cuatro es mi hermana Carmen, luego venía Luis Ramón —fallecido, dos años menor que ella—, después Margarita Rosario y por último yo, que tenía un año menos. Era el más chiquito y, por qué no decirlo, también el más rebelde. En el pueblo nos conocíamos absolutamente todos, ni hablar en el barrio donde transcurrieron los primeros años de mi vida. Dentro de ese mundo llamado Monte, donde apenas vivían seis mil personas, yo era —y sigo siendo— «el Negrito». En ese mundo de potrero, campo y vida tranquila pudimos ser felices. Nos criamos en un lugar donde no existían la droga, el alcohol ni el peligro de la noche. Aunque casi nada estuviera iluminado. Como todos los pibes de Monte, fui al Colegio N°1 General San Martín. En la actualidad, es el segundo colegio más antiguo de la provincia de Buenos Aires. El Barrio Cóppola quedaba fuera del casco urbano y, para llegar, teníamos que hacer casi tres kilómetros a pie. Cada vez que llovía, no quedaba otra que ponerse zapatillas viejas para no quedar completamente embarrados. Era buen alumno, pero el colegio no me gustaba. Iba con mis tres hermanos y, a decir verdad, a ninguno de los pibes de esa época nos gustaba ir. En los recreos jugábamos al fútbol o nos agarrábamos a trompadas. Entonces, venía la maestra, te tiraba de la oreja y te ponía debajo de la campana. Para rematarla, tomaban el cuaderno y escribían «Hoy cometió tal o cual falta». Llegabas a tu casa, tus viejos leían esa notificación y, acto seguido, te retaban. «¿¡Qué hiciste!?» Defendían al maestro. «¡Cómo le hiciste eso!». No terminaban de decirlo y seguían retándote.

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Éramos una familia de laburantes y, además de estudiar, también teníamos que trabajar para ayudar a los viejos con los ingresos. Mi primer trabajo fue como repartidor de soda. Me levantaba muy temprano para el reparto que hacíamos con mi amigo de toda la vida, «Martillo» Tolosa. Tendríamos ocho o nueve años. La jornada laboral arrancaba muy, pero muy temprano, porque a las seis de la mañana teníamos que ir a un campito a buscar los caballos, traerlos y atarlos al carro para ir al pueblo. El horario del reparto estaba programado desde hacía años. No había margen para demoras porque la gente dejaba los sifones en la puerta muy temprano. Cuando terminaba la tarea, comía algo y me iba al colegio. Al salir, remataba el día jugando al fútbol en los potreros, aprovechando hasta el último minuto de luz natural. Jugaba en los potreros todos los días, hasta que oscurecía y no se veía nada. En muchos partidos me tocó jugar descalzo porque en esos años te compraban un único par de zapatillas por año y no podíamos darnos el lujo de romperlas en el potrero. Lo lindo del potrero es el amor incondicional que se tiene por el fútbol. Con tal de jugar, éramos capaces de rompernos la planta del pie. No había puestos fijos, pero yo me paraba, instintivamente, de número cinco. Cuando eventualmente faltaba un arquero, el arco me llamaba. Podría definirlo como un llamado divino, casi mágico. Ir al arco me hacía feliz. Esas fueron mis primeras experiencias bajo los tres palos. Muchas veces me preguntaron por qué el potrero es tan importante en la formación de un futbolista. Siempre contesté lo mismo: debo todo lo que soy a haber jugado ahí. Todos los días te enfrentabas a tipos de veinte, veinticinco o treinta años, cuando nosotros teníamos nueve o diez. El potrero —que en realidad era un baldío— quedaba a cien metros de mi casa. Cada vez que paso por ahí me quedo mirando. Hoy está todo habitado. Pero siempre puedo cerrar los ojos y proyectarme hacia la canchita, nuestra canchita. Y les juro que consigo hacerlo. Me veo corriendo, gambeteando, atajando, volando de palo a palo. Veo los arcos que hicimos con las ramas de eucaliptos que pelábamos y atábamos con alambre. Los duelos con otros barrios eran infernales. Nosotros siempre queríamos ganarle al Barrio La Cruz. En todos los potreros había buenos jugadores, pero en La Cruz estaba el mejor de todos. Le decíamos «Pandito», por su apellido, que era Pando, un crack exquisito, archiconocido en la zona. Tanto era así que en esa época le pagaban para ir a jugar a clubes de otras ciudades. El reparto de soda estaba a cargo de Martillo, que en esa época tenía quince años. Yo tenía algunos menos y oficiaba de ayudante, igual que mi hermano. La mayoría de los padres te educaban como los educaron a ellos. Si en esa época les decías que no te gustaba el colegio, te respondían: «Entonces, tenés que laburar». Y efectivamente, tenías que ir a laburar. Era una manera de castigarte. Un reto. Lo extraño de mi caso es que mis viejos no podían contestarme eso, porque me gustaba mucho trabajar. Es más, lo hacía con pasión. Cuando en invierno salíamos con Martillo para buscar los caballos, estaba todo escarchado. Eran las cinco de la mañana y, encima, en el campo. Era duro, pero yo sentía una libertad y una alegría tremendas. Cargábamos a mano, subiendo y bajando del carro, los cajones de soda de seis sifones, con cabeza de aluminio. Martillo tenía un hermano, «el Johnny», que también cargaba sifones con nosotros. Y además, tenía una bicicletería, que era el punto de reunión obligado de nuestra barra. Un día, un pibe seis o siete años mayor que yo me atoró y me dijo: «Te voy a matar». Lo cagué a trompadas ahí nomás, en plena vereda. Yo tenía diez años. Subir y bajar los 16

sifones del carro me había dado un estado físico potente. En aquel tiempo pasó algo que me marcaría para siempre. Mis padres se separaron. Reconozco que fue algo que no entendí demasiado. A medida que fui creciendo, lo sufrí más. Viví un tiempo con mi viejo. Luego volví con mamá. Siempre soñé con su reconciliación, pero no volvieron a juntarse nunca más. Unos amigos de la familia me contaron que a mi viejo le decían «Ñandú» porque, cuando era pibe, le gustaba hacer deportes y corría y saltaba el alambrado con una destreza increíble. El fútbol, en cambio, no le interesaba para nada. Con el tiempo dejé el reparto de soda y a los diez años me empleé en una de las parrillas más concurridas de Monte, La Enramada, de José «Gallego» Rivero y «Toto» Sánchez. Había muchísimo trabajo, porque la mayor parte de las veces era un mundo de gente. Yo era tan responsable que los dueños me mandaron a atender el mostrador. Del otro lado apenas si podía verse mi cabecita. Con el tiempo conseguí un cajón y me paraba encima para poder ver el salón. Pasaba el mozo y decía: «Vino y soda, flan, queso y dulce». Mi tarea era ponerle las gaseosas, el vino, la soda, el postre o el café sobre el mostrador. Había un parrillero llamado Pedro Gaviño que era un apasionado del fútbol y leía La Razón. El diario llegaba a las siete de la tarde. Lo traía el repartidor, «el Viejo» Racedo, con una camionetita. Ese diario era, junto con las audiciones radiales de Fioravanti, casi el único contacto con la Capital Federal. La Enramada tenía, aunque a veces no andaba, uno de los pocos televisores que había en todo Monte. Ahí nos juntábamos con los pibes para ver Titanes en el Ring, entre pedido y pedido. Al Gallego Rivero también le gustaba el fútbol. Era fanático de River y venía a jugar con mocasines a los potreros que estaban detrás de La Enramada. Una noche me llamó y me dijo: «Vení, que te quiero presentar a una eminencia del fútbol». El lugar estaba repleto. Dejar el mostrador en pleno despacho era algo que no se hacía nunca. Tenía que ser algo verdaderamente importante. —Acá le presento a un muy buen arquerito, que un día atajará en River —dijo Rivero muy suelto de cuerpo. Se hizo un silencio y ahí nomás, con firmeza y respeto, le di la mano a ese hombre que me miraba como estudiándome. —Mucho gusto, señor, encantado de conocerlo. Ese hombre que peinaba canas y juntaba arrugas en su rostro me miró fijo y apretó mi mano. Pero antes de retirarse me hizo un comentario visionario, casi futurista. En ese momento no le di mucha importancia. Luego, con el tiempo, cobró un valor inmenso. —Usted va a ser un gran arquero. ¿Y sabe por qué, pibe? Porque aprieta fuerte la mano. Ubaldo Matildo Fillol, el Negrito —el apodo «Pato» todavía no existía—, había cruzado miradas y señales con Don Renato Cesarini. El hombre que había logrado salir campeón con el Club Atlético River Plate, como jugador y también como director técnico. Y nada menos que al frente de la famosa «Máquina», equipo emblemático de los años 40, que habían integrado verdaderos próceres como Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Lousteau. Un día el Gallego comentó que en el club El Porvenir había un campeonato de papi 17

fútbol. Y quería que participáramos. «Vamos a hacer un equipo», nos dijo. Ahí nomás mandó a comprar la cantidad de camisetas necesarias para lucir todos impecables. Armamos el once con pibes del barrio que jugábamos detrás de la parrilla. Al equipo le pusimos, como no podía ser de otra manera, «La Enramada». Jugaríamos el primer partido a la noche. Esa tarde terminamos de trabajar a las tres, luego de atender a los principales clientes de la parrilla, los camioneros y micros de pasajeros que hacían una parada técnica para picar algo y estirar las piernas. Como si fuera una concentración profesional, comimos todos juntos. En la misma mesa estaban los dueños. Sin darme cuenta, estaba viviendo cosas que luego serían parte indisoluble de mi carrera deportiva. En el momento de los postres se acercó Pedrito Gaviño y, desde atrás del mostrador, me dijo: —Vení, vení, vamos a entrenar. Parate ahí. Yo no le entendía. Lo miré fijamente y alcancé a ver que, en su mano derecha, tenía un montón de tapitas de gaseosa y la izquierda rebasaba de corchos de botellas de vino. Pedro era un tipo especial. Había sido criado en un ambiente de campo, entre animales y pastizales. Era muy conversador y apasionado de la charla futbolera. Estoy seguro de que, a pesar de su fanatismo, nunca había asistido a un partido en un estadio. Pero eso no lo hacía menos futbolero. Porque, si bien en la Argentina se empezó a entrenar a los arqueros recién en los años 90, me arriesgo a decir que Pedro Gaviño fue el primer entrenador de arqueros especializado. Les cuento por qué lo digo. Pedro me llevaba a la cocina y me hacía parar en un espacio entre una mesada y la heladera que enfriaba las bebidas. Se paraba de frente, a unos cinco metros —no más— y empezaba a arrojarme las tapitas de un lado a otro, arriba y abajo. Amagaba hacia un lado y las tiraba al otro. Y así estábamos durante horas. Yo tenía que atajar las tapitas o los corchos, dependiendo qué lanzara. En esa época yo jugaba de centro o al arco. En ese equipo, a partir del entrenamiento especializado, pasé a jugar definitivamente de arquero. Pedrito Gaviño tenía solamente veinticinco años, pero parecía más grande. Muchos años después, cuando ya me había convertido en un arquero consagrado con la Selección, en un asado en Monte me recordó: —¿Te acordás cuando un día te dije que en la radio ibas a escuchar «ataja Fillol» y vos me decías «Eh, salí, Pedrito, ¡salí de acá!». Yo no sabía quiénes eran los relatores. Apenas conocía a Fioravanti por comentarios de los más grandes. No obstante, todo eso que oía en la vieja radio a transistores no dejaba de ser un sueño. Por eso a los pibes que hoy están en las inferiores siempre les digo que nunca dejen de soñar. Es el motor que mantiene viva la llama de la pasión. Yo soñaba con jugar en primera y realmente no me importaba si sería como arquero o como volante central. Ese campeonato con La Enramada lo ganamos de manera invicta y yo terminé con la valla menos vencida. Los ejercicios de Gaviño habían dado sus frutos. Mi amigo Martillo Tolosa me había fichado en San Miguel. Su padre, «el Palomo» Tolosa, era uno de los principales dirigentes. Los colores de San Miguel eran similares a los de San Lorenzo. Había sido fundado por un cura. Estaba sobre la avenida principal y era el club que tenía la sede más importante. Contaba con instalaciones muy buenas para la época: cancha con iluminación, tribunas y vestuarios. Los sábados jugaban la Cuarta y la Tercera, y los domingos, la Reserva y la Primera. Como yo era un pibito, arranqué a los 18

doce años atajando en Cuarta división y acto seguido pasé a la Tercera, donde despuntaba el vicio como jugador de campo, con la cinco en la espalda. En ese tiempo, el fútbol de Monte era muy doméstico. Si bien por una cuestión de edad y viajes no llegué a jugar en Primera, recuerdo que el papá de Martillo logró que saliera como suplente de la categoría más importante. Todavía recuerdo la sensación hermosa del vestuario con los muchachos, la salida al campo de juego, las indicaciones del técnico desde el banco… La adrenalina que siempre da jugar por los puntos, ya sea en el barrio, en un torneo local o en un partido internacional. Pocos meses después de ese campeonato con La Enramada agarré mi bicicleta y me fui directo a la plaza del pueblo. Ahí me encontré con mi amigo Pandito, el crack de Monte y de nuestro clásico rival, el Barrio La Cruz. Él vivía dentro del casco urbano y casi siempre nos juntábamos por su casa. Estacioné la bici sobre un banco viejo y ni bien lo vi lo noté medio extraño. Parecía preocupado. —Negrito, me quieren llevar a probar a Quilmes, el club de Buenos Aires. Pero no me animo a ir solo. Pandito tenía un problema: era demasiado bohemio. Bajo ningún punto de vista negociaba su libertad de rutinas y horarios. Por esas cosas se lo consideraba un vago divino, un atorrante lindo y, sobre todo, un jugador estupendo. Todos lo querían y era la estrella de Monte. Cuando me contó la noticia le tiré buena onda automáticamente: —Andá nomás, es una oportunidad única. Aprovechá la suerte que tenés por la posibilidad de ir. Ahí nomás le conté el suceso de unos meses atrás con Renato Cesarini y que, más allá de su elogio, todo había quedado en la nada. —Pero yo no quiero ir a Buenos Aires —me respondió. La cuestión no era ir a Quilmes, a Boca o a River. El tema era ir a Buenos Aires. Y ahí nomás pronunció las palabras mágicas. —No quiero ir solo. ¿Me acompañás? Le contesté que tenía que pedirles permiso a mis papás y que luego le comunicaría la decisión. Me fui rajando para mi casa, hablé con mis viejos y les conté sobre el pedido de Pando. Mis viejos, contra todos los pronósticos, me respondieron que fuera, que no había ningún problema. Los planetas empezaban a alinearse. Volví a hablar con Pando y le pregunté el nombre de la persona que quería llevarlo a Quilmes. —«Tintín» Acosta. —Yo te acompaño hasta allá, pero deciles que también me prueben a mí — contraataqué. Como el tipo quería llevar a Pando a toda costa, me autorizó a ir para probarme. —No hay ningún problema —dijo—, pero que quede claro que solamente intercedo por Pando. Mi amigo tenía quince años y a esa edad la rompía jugando con tipos que le llevaban diez años de ventaja. Pero una cosa era Monte y sus calles apacibles y otra muy distinta tener que irnos a Buenos Aires solos, con apenas una muda de ropa, unos pocos pesos y una ilusión a prueba de todo.

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2 Quilmes, la gran prueba

Me fui a probar a Quilmes a los trece años, justo antes de cumplir los catorce. Tintín Acosta había nacido en Monte y, como pasa siempre en todo pueblo chico, al tiempo una de mis hermanas se casó con su hermano Telmo, que vivía en Quilmes. Telmo tenía contacto con el club cervecero, más exactamente con un tal Rodríguez, que integraba la comisión de fútbol amateur. Ni bien llegamos, fuimos a parar a su casa, cuando todavía no era mi cuñado. Salir de Monte fue como volver a nacer. Subí al colectivo, llegué al club, ¡tomé el tren! Para mí era una vida nueva. ¡En el pueblo andábamos en bicicleta! Fue casi como un despertar. Lo primero que vi fue Plaza Constitución y no me pareció invasivo ni me asustó el ir y venir de tanta gente. Sentía esa adrenalina de enfrentarme a lo desconocido. En la estación nos esperaba Tintín, y nos llevó hasta Quilmes para conocer a nuestro contacto, el misterioso señor Rodríguez. En la primera práctica nos llevaron a probar a la centenaria Maltería Hudson. Al llegar, descubrimos una gran cantidad de pibes que estaban ahí por lo mismo que nosotros dos. Una vez que hicimos los saludos de rigor, Rodríguez nos llevó hasta el grupo que nos pertenecía por edad. Nos hicieron sentar a todos en el piso, de cara a la prueba de fútbol que en un rato tomarían los técnicos de inferiores, Penelas y Díaz. A los pocos minutos se acercó un señor muy serio. Hacía preguntas concretas y puntuales: —¿Un tres? —Yo. —¿De dónde es? —De Chivilcoy. —¿Quién lo trajo? —Fulano. Anotaba todo. Cuando me llegó el turno, preguntó de qué jugaba. —De cinco o arquero, señor. Para qué. ¡Hay que ver cómo calentó! Se despachó con un reto de profesor de colegio: —Dígame una cosa, pibe. ¿Usted piensa que yo estoy de joda acá? No sabía dónde meterme. Imaginen la cantidad de pibes mirando, nosotros sentados y este señor completamente enojado. Si bien me puse algo nervioso y me sonrojé, no me achiqué ante el reproche del entrenador. De última, yo había dicho la verdad. En la Cuarta 20

era arquero y en la Tercera, volante central. Tras ese infeliz momento, este buen hombre decidió unilateralmente anotarme de arquero. Con el tiempo conocí su nombre. Se llamaba Don Macri, un tipo fenómeno, aunque algo serio, que vivía en Bernal. Enseguida se oyó la frase que queríamos escuchar. El técnico Penelas gritó: —A ver, necesitamos un ocho y un arquero. Con Pandito nos miramos y ahí nomás salimos eyectados del pasto donde estábamos sentados. A nuestro favor, la prueba era con chicos de nuestra edad. Para nosotros, que veníamos de un potrero en el que jugaban tipos mucho más grandes, era una ventaja comparativa. Pando era categoría 47 y yo, 50. Él se ubicó rápidamente al medio, tirado a la derecha, y yo me fui a ocupar los tres palos. A los quince minutos de juego Pando ya estaba haciendo un verdadero desastre. En ese cuarto de hora se despachó con tres goles, mareó a cuanto marcador se le puso enfrente y, como si fuera poco, estrelló dos pelotazos desde afuera del área en el travesaño. Como era de esperar, los técnicos sacaron a Pandito y lo reservaron en un lugar para su posterior charla de papeles y fichajes. A mí me dejaron un tiempo y medio y, en ese lapso, me patearon de todos lados. Por arriba, por abajo, mano a mano, tiros libres y corners. Saqué toda pelota que fuera al arco. Estaba realmente inspirado y gracias a eso a mí también me pusieron junto a Pandito para pedirnos los pases y hablar con nuestros padres. Habíamos superado con éxito la prueba de fuego. Ahora, la pelota estaba de nuestro lado. Lo último que habíamos escuchado fue «Vuelvan con los pases en su poder». Regresamos a Monte desbordando felicidad y ahí me enteré de que mi club, San Miguel, se había reunido para decidir no darme el pase libre. Enseguida fue mi viejo y encaró a la comisión directiva: —¿Qué pasa que no le quieren dar el pase al Negrito? —preguntó. Quien no quería dármelo era justamente el Palomo Tolosa, el papá de mi amigo Martillo. Su argumento era que yo tenía proyección. Él quería hacer algo que me ligara al club porque consideraba que yo era un fenómeno y que iba a triunfar. Pero en ese tiempo esas cosas no existían. Después de unos días, finalmente lo convencieron. Con el tiempo entendí que Tolosa buscaba proteger al club. Era algo que en esa época no se estilaba. Por esas cosas, siempre admiré a Don Tolosa. Estaba cincuenta años adelantado. Realmente adelantado. Mientras tanto, el genio de mi amigo Martillo me apoyaba y hasta llegó a enojarse con su papá. Gracias al resto de los integrantes de la comisión directiva —como «Pety» Muller, Iván Rizzoli y «Bocho» Casale—, se impuso el deseo de la mayoría y Tolosa finalmente cedió. No tenía más margen de maniobra. Y eso que era el único que tenía razón. Una vez que tuve el pase en mi poder, decidí regresar a Quilmes. Gracias a nuestro amigo Telmo, con Pandito pudimos quedarnos casi diez días viviendo en su casa y bajo su atento cuidado. Habíamos llegado con una mano atrás y otra adelante, pero teníamos muy claro que fuimos sin pretender nada a cambio. En la actualidad, estos roles los ocupan los representantes. Para bien o para mal, se dedican a generar las condiciones necesarias para que el jugador no esté en absolutamente todo. Yo llegaba sin la formación adecuada, tenía solamente catorce años, y encima, en esa época, en los clubes no existía ni el departamento de psicología ni el asistente social, mucho menos el nutricionista. Nadie te decía que debías estudiar ni te aconsejaba qué comer. Había llegado solo, con 21

apenas un bolsito y un par de pesos para zafar algún costo. Si bien de entrada viví solo, sentí un vacío enorme cuando Pando decidió volverse a Monte. Él dormía en una pensión que estaba a una cuadra y media de la cancha. No es que estuviéramos todo el día juntos, pero su partida fue un golpe muy duro. Me había quedado sin mi compinche. Ya no estaba el amigo que había desembarcado conmigo en Quilmes. El primer arreglo que hicieron mi papá y Quilmes fue que el club me consiguiera un trabajo para poder hacer dos cosas. En primer lugar, de esa manera estaría ocupado mientras no entrenaba. Pero también para juntar los pesos necesarios y pagar los costos de la pensión. A mí esa situación no me molestaba en absoluto, porque había trabajado desde los ocho años. La combinación de trabajar y jugar al fútbol me parecía muy bien. Eran las dos cosas que más amaba en el mundo. Estaba en la situación ideal y debía aprovecharlo. El primer trabajo que me consiguieron fue en una panadería que era propiedad del dirigente Eulogio Diéguez. Se llamaba «La Garibaldi» y, en el fondo, tenía una piecita que yo habitaba cuando terminaba el arduo día. Mi jornada comenzaba a las cinco de la mañana y se extendía hasta las dos de la tarde. Después me iba al club a entrenar hasta las cinco, y regresaba a la panadería hasta que bajaban la persiana. Lógicamente, a la noche caía agotado. El gallego Diéguez me pagaba un sueldo, pero con el tiempo se me hizo imposible sostener ese ritmo. Laburaba hasta la noche, cenaba, me acostaba, y a las cinco de la mañana arriba de vuelta. Mi hermana, que se había casado con el hermano de Telmo, vivía en Berazategui y me fui a vivir con ellos un tiempito. Pero compartir casa con mi hermana no era algo que estuviera en mis planes. Finalmente, resolví que el mejor lugar para continuar con mi vida debía ser una pensión. Y ahí nomás me fui a la pensión Dany, de la calle Rodolfo López, donde estuve muchísimo tiempo. Este tipo de relatos a veces parecen cuentitos de superación personal con final feliz. Pero en la vida real las cosas nunca son tan lineales. En esos largos meses me sentía un poco prisionero de lo que pasaba a mi alrededor. La realidad era que estaba solo. Eso me pasaba. Estaba solo y tenía tiempo libre. Una mezcla poco aconsejable. En la Séptima andaba bien, es cierto; alternaba en Quinta; cada tanto, si faltaba un arquero, me colaba en la Reserva. Pero también es cierto que en algún momento tuve muchas ganas de volver. Esa sensación se profundizó de verdad cuando Pandito se volvió porque extrañaba a su novia. Ya estaba en la Reserva, jugando muy bien. Pero se volvió igual. En mi caso, si algo me mantenía vivo, con el ánimo suficiente como para resistir, era el sueño de llegar a ser alguien. A pesar de mi corta edad y de estar lejos de mi familia, internamente sabía que tenía que meterle con todo. Debía hacer sacrificios. Para ser arquero de Primera división había que luchar mucho. En la época de las fiestas sufría más que nunca. También en mis cumpleaños. En esos días terminaba la noche abrazado a mi almohada y llorando en soledad. Pero, como bien dice el dicho, lo que no te mata te fortalece. Hoy, mirándolo en perspectiva, creo que a partir de ahí empecé a forjar mi carácter. Aprendí a sobreponerme a cualquier adversidad que pudiera presentarse. Un día llegué a la pensión con una valijita chiquita, lavé mi ropa y la colgué en la terraza. A la mañana siguiente fui a buscarla y no habían dejado ni la soga. Me robaron todo. Quedé con una única muda de ropa. Hubo noches en las que dormí vestido. Después de ese incidente, durante mucho tiempo guardé la ropa debajo del colchón. Y dormía encima. Claro que no todas eran pálidas. También existían los entrenadores de inferiores que 22

empezaron a mirarme con otros ojos. Se acercaban, me hablaban, me llenaban de conceptos y aspectos técnicos que iban mejorando día a día mi forma de atajar. En este sentido, tengo que destacar a dos personas excelentes, que fueron muy importantes para que nunca me diera por vencido. Uno fue Domingo Caparelli; el otro, Florencio Doval. Caparelli siempre me decía lo mismo: —La plata que vas a ganar, Pato. —No me cargue, Domingo, por favor. —Vos seguí trabajando así, que vas a ser el mejor arquero del mundo. A medida que fui creciendo y atajando cada vez mejor, me fueron subiendo de categoría. Era el titular indiscutible de la Quinta y empezaba a ir al banco en el partido de Reserva. En ese momento decidí pedirle al club una especie de viático para comprarme algo de ropa, comer mejor y poder salir a darme un gusto algún fin de semana que no jugara. Entonces, el presidente de Quilmes, «Cholo» Vázquez, me puso a trabajar en su fábrica, Incamet, que se dedicaba a la confección de casas rodantes. Tenía quince años y estaba en la sección pintura. Me mandaban a pintar sin ningún privilegio. El presidente había dicho: «Este pibe anda bien, que lo tomen como empleado». Con el sueldo que tenía apenas pagaba la pensión y me sobraban algunas monedas para otros menesteres. Me acuerdo que un día el capataz me dijo que fuera a la cancha de Quilmes a refaccionar los arcos del estadio. Los preparé, les puse el antióxido, los pinté y quedaron estupendos. Esos mismos arcos estuvieron el día de mi debut en Primera. ¡Estaba atajando bajo los tres palos que yo había pintado! Mi día a día era más o menos así: entrenaba los martes y los jueves, y todos los días trabajaba ocho horas a partir de las seis de la mañana. Cuando no entrenaba, hacía horas extras. Llegó un momento en que me sentí saturado y hablé con la dirigencia para que me pagaran la pensión y no tener que trabajar más, pero me dijeron que no. Entonces, a fin de mes cobré el sueldo y me mandé a mudar a Monte. Estaba desbordado. Y angustiado. Y agotado por no descansar lo suficiente. Era un adolescente y tenía la rutina cotidiana de un hombre mayor. Cuando llegué a mi casa del Barrio Cóppola mi viejo no lo podía creer. Unos días más tarde, después de dejarme disfrutar un poco de mi Monte querido, mi viejo tomó cartas en el asunto. Concretamente, me llevó de nuevo a Quilmes y habló con los dirigentes, quienes esta vez aceptaron pagarme la pensión. Lo había logrado, con la ayuda de mi viejo. Desde entonces fue así a lo largo de toda mi vida. Jamás tuve un representante. Nadie me manejó jamás los contratos. Siempre peleé mi dinero y mis pases de manera individual. Como cualquier pibe de quince años, estaba en plena adolescencia amorosa. En Quilmes tuve alguna noviecita, pero no podría decir que el amor hubiera golpeado mi puerta aún. Eso sucedió dos años después, cuando di con la mujer de mi vida. Yo tenía diecisiete y Olga, catorce. Ella iba al secundario en el centro de Quilmes. Nos hicimos muy compinches inmediatamente y no tardamos en formalizar la relación. Y no solo eso. También fue muy importante que su familia me tratara de maravillas para hacerme sentir automáticamente como un hijo más. Para mí, teniendo en cuenta los vaivenes emocionales que solían atravesarme, eso fue fundamental. Cuando me puse de novio con Olga, ni siquiera había jugado en Primera. Y han pasado más de cincuenta años desde que nos volvimos inseparables. Y por eso siempre diré que haberla conocido fue como salir campeón del mundo en el campeonato de la 23

familia. Me dio tres hijos hermosos, un hogar y la contención que siempre necesité. Me acompañó incondicionalmente adonde fuera a jugar, sin reclamar jamás nada. Sin ella hubiera sido imposible alcanzar todo lo que logré. En Monte todos me decían Negrito. Nadie me llamaba Ubaldo ni Fillol. Bastaba con gritar «¡Negrito!» para que me diera vuelta. Era mi marca registrada. Como es lógico, cuando llegué a Quilmes no me conocía nadie y ahí era simplemente «pibe» o «Fillol». Un buen día estaba peloteando en las inferiores y me convocaron para suplantar al arquero de la Reserva, «el Pato» Iglesias. Si bien conocía de vista a algunos pibes que estaban jugando, no tenía una referencia de sus nombres ni ellos del mío. Por lo tanto, cada vez que tomaba la pelota, en un acto reflejo, los compañeros me decían: —Pato, acá, por derecha. —Buena, Pato, ¡dale! —Tocá cortito, Pato. De repente pasé a ser «el Pato». Ni Fillol ni Ubaldo. Pato. Y así fue como, a partir de ese día, el mundo del fútbol profesional me convirtió en Ubaldo «Pato» Fillol. Ese día nació la marca registrada que me acompañará por siempre. Si andás bien, el fútbol no para, y yo soy la prueba viviente. Porque a medida que me iban ratificando la confianza en la Tercera, el debut en Primera pasó a ser algo mucho más cercano, casi al alcance de la mano. Cuando «Pichón» Doval tomó la Primera como director técnico, me llevó directamente con él para que compartiera los entrenamientos diarios con el plantel superior. Su objetivo era que me afianzara como el arquero de la Tercera. Ese año, previo a que comenzara el campeonato de la temporada de 1969, se jugó un cuadrangular en la cancha de Banfield. Participaron, además del local, Lanús, Los Andes y Quilmes. En esa época, los tres arqueros de la Primera de Quilmes eran Oscar Cavallero (el papá de Pablo Cavallero, arquero que atajó en la Selección en el Mundial de Alemania 2006), «Pepe» Sánchez e Irineo Casco, que estaban lesionados. Las alternativas que manejaba Doval eran el recién llegado mendocino Queiró y yo. Por suerte, se inclinó por mí. Si bien oficialmente seguía siendo el arquero de la Quinta división, sentí la hermosa sensación de haber saltado de la Quinta a la Primera. Se trataba de un torneo amistoso, es verdad, pero el hecho de haberme incluido significaba que ya estaba en la consideración del DT de cara al torneo oficial que estaba por empezar. Como yo todavía trabajaba en su fábrica, el presidente de Quilmes me planteó: —Escúcheme, Pato. ¿Cómo piensa seguir trabajando ahora que es jugador de Primera? Después de esos partidos en la cancha de Banfield, Vázquez me sacó de Incamet, me otorgó un viático a manera de sueldo y empecé a entrenar fijo con la Primera. Seguía viviendo en la pensión, que estaba a unas diez cuadras del estadio de Guido y Sarmiento. Para cuando se reanudó la actividad oficial del Metropolitano de 1969, los tres arqueros de Primera ya estaban en óptimas condiciones. Pero el andar del equipo y los malos resultados hicieron que, a falta de una fecha para concluir esa mala temporada, me llegara la oportunidad. La chance que había estado esperando desde que salí de Monte con mi amigo Pandito en busca de atrapar el sueño que más anhelaba. El 1 de mayo de 1969, el técnico Doval me invitó a almorzar con la Primera, que ese 24

mismo día jugaba frente a Huracán en la cancha de Boca. A los postres, me llamó aparte. Sin rodeo alguno, me dijo: —Vas a debutar en Primera, Pato. No te pongas nervioso y hacé de cuenta que estás atajando en la Quinta. No te pido más que eso. Había cumplido mi gran sueño y por fin debutaba en Primera. Sin embargo, las inclemencias del partido y el resultado final fueron de las peores cosas que me tocó sufrir en el fútbol a lo largo de toda mi carrera. Cualquier jugador recuerda el día de su debut con pelos y señales. Pero lo que me pasó en el arco del Ducó ese día me impidió disfrutarlo como hubiera merecido el hecho de jugar por primera vez como titular de Quilmes. El partido fue un caos. Salí a jugar nervioso. Sinceramente, fui un desastre. Huracán nos goleó. Me comí seis. El partido terminó con un lapidario 6 a 3 para ellos, y quedé totalmente devastado. Quería que me tragara la tierra. Para colmo, habían venido a verme amigos de la pensión y de la cuadra. Al salir del vestuario, uno de ellos me hizo la gamba y me trajo de vuelta a Quilmes. Lloré todo el viaje. Tengo que reconocer que estaba muerto. Decir que me sentía destrozado es poco. La angustia que me agarró fue tan grande que no solo lloré todo el viaje de regreso, sino que lo hice hasta las cinco y media de la mañana. Me quedé toda la noche llorando solo en la pensión. Sentía que todo se había derrumbado. Fue de las peores noches que pasé. ¿Y ahora? ¿Qué sigue después de algo así? ¿Para esto me había preparado tanto tiempo? ¿Para ponerme así había hecho tantos sacrificios? Finalmente recapacité. Pensé mucho. Asimilé el golpe. Y seguí adelante. Comprendí que tenía que seguir, y que esa situación no podía —ni debía— acabar con mi sueño y mi objetivo. Llegué a esas conclusiones el lunes siguiente al partido, y el martes tomé mis cosas y me presenté en el entrenamiento como todos los días. Al llegar me enteré de que, tras la goleada, habían despedido a Pichón Doval. Y que su reemplazante ya estaba confirmado. Había llegado un nuevo técnico, Carmelo Faraone. Cuando enfilé para el vestuario para cambiarme, un administrativo del club me avisó que tenía que ir a ver al «Gordo» Díaz, el técnico de divisiones inferiores que había asumido una semana antes, con el cual jamás había trabajado. Díaz me dijo sin mucha vuelta que tenía que volver a la Quinta. No crean que fue pedagógico o diplomático. Palabras más, palabras menos, me soltó: —Usted tiene que estar acá con nosotros en inferiores otra vez. ¿Sabe por qué, Fillol? A usted el domingo no le fue bien. Lo sentí como una verdugueada innecesaria. Casi como un pase de facturas de algo que no sabía ni entendía. Si bien estaba recontraasumido que había tenido un mal partido, el resto del equipo había jugado igual de mal. Sentía que no era justo que se la agarrara solamente conmigo. Yo era un pibe que, encima, había debutado ese día, y con un Quilmes que estaba en caída libre. Así que, fiel a mis principios y a mi carácter, me propuse dar vuelta la situación atacando el problema de raíz. Y decidí que la única manera de hacerlo era pidiéndole una charla en persona a Carmelo Faraone. Ese martes, Faraone me dio poca bola. El miércoles también. El jueves hicieron fútbol y ni siquiera me pusieron de suplente. Resolví intervenir. Y ahí nomás, ni bien terminó el entrenamiento, salí caminando detrás de él. Sí, lo seguí. Cuando se encerró en el vestuario, golpeé la puerta un par de veces, hasta que salió. Me preguntó quién era, con su voz ronca, y acto seguido me invitó a pasar. —¿Qué pasa, pibe? 25

—Bueno, vio que yo jugué el domingo… —¡Sí! Estuve en la cancha. —No jugué bien, pero quiero la revancha. —¿Cómo? —Que no jugué bien, pero sé que tengo condiciones para revertir la situación. —¿Está loco? Olvídese. Yo tengo muy buenos antecedentes suyos. Usted es muy joven. Usted va a triunfar. Pero ahora va a volver a la Reserva y lo voy a empezar a seguir de cerca. Las palabras que me profesó Carmelo Faraone lograron darme mucha tranquilidad. También ayudaron a que me sacara el peso que llevaba encima por los seis goles que había sufrido en mi debut (creo que nunca en mi vida me volvieron a meter esa cantidad). Sobre el final de nuestra conversación Faraone, viejo lobo de mar, pronunció una palabra que me llenó de orgullo. —¡Qué moral que tiene usted! Este fin de semana, olvídese. Lo único que le puedo prometer es que aquí, en el club, me hablaron maravillas de usted. Ahora bien, dígame algo, Fillol, ¿dónde vive usted? —En la pensión. —¿Y en qué viene a entrenar? —En colectivo, señor. Hacía seis años que vivía solo en Quilmes y era la primera vez que alguien me preguntaba cómo vivía, qué comía o cómo viajaba para ir al entrenamiento. Carmelo Faraone quiso saber de mí, de mi cotidianidad, de mis sueños. En definitiva, se interesó por todo aquello que me estaba pasando futbolísticamente y extrafutbolísticamente también. Unos días después estaba en la parada del colectivo y vi a alguien que me tocaba bocina desde un autazo. Un Mercedes Benz amarillo cupé, para ser más preciso. Me acerqué. Era Carmelo Faraone. Me invitó a subir y me alcanzó hasta la pensión. Pero las sorpresas no terminaron ahí. Porque cuando llegamos, para mi asombro, pidió hablar con el dueño de la pensión, el bueno de Ricardo Fante. Se interiorizó sobre qué comía, cuánto y cómo. Cuando conoció mi realidad, automáticamente le pidió al dueño de la pensión que realizara algunos cambios sustanciales. —A partir de ahora usted le da de comer lo que yo digo. Si Quilmes no le paga, le voy a pagar yo. Terminó de hablar con el dueño de la pensión y me llamó a un costado para darme un consejo vital. Casi de padre. —Usted practica y trabaja. Tiene que comer como un profesional. Yo no pasaba hambre, pero estaba claro que Faraone necesitaba que me alimentara como lo que era: un arquero de Primera división. A Carmelo siempre lo tendré muy alto en mi consideración. Fue quien volvió a darme una posibilidad tras mi malogrado debut. Se interesó por mí, supo detectar el empeño, las ganas y el sacrificio que yo hacía. Se preocupó siempre por mí y me mentalizó para que me sintiera como un profesional en todos esos aspectos. A ese hombre le debo la vida. Carmelo era un tipo de contextura física grande, excéntrico, llamaba la atención y tenía mucha calle. Afortunadamente, se dio cuenta de que ese era el Fillol del que le habían hablado, y no aquel del fatídico 6 a 3. Y entonces se la jugó y puso las manos en el fuego por mí.

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En 1970 fuimos de pretemporada a Villa Carlos Paz. Para mí era como ir a Miami. Estábamos concentrados en un hotel y, una noche, terminamos de cenar y salimos a la calle con Julio Ricardo Villa. Caminamos por una calle tipo peatonal y a eso de las diez de la noche aparecieron dos gitanas, que vinieron velozmente hacia nosotros. Ambas eran jóvenes y una de ellas me quiso leer la mano. —Abrila bien —me dijo. Y se quedó mirándola durante unos treinta segundos, como quien estudia un mapa. Hasta que levantó la cabeza para clavar sus ojos en los míos. —Decime, ¿quién sos vos? ¿Qué haces? ¿A qué te dedicás? —Juego al fútbol, señora. —Toda tu vida está en tu mano. Vas a triunfar, serás muy conocido y harás cosas importantes. Recorrerás el mundo, te vas a casar y serás muy feliz con tus hijos. Lograrás ser un tipo muy importante, ¡ya verás! Nos despedimos. Le dimos diez pesos y me olvidé del tema. Años después, cuando en 1974 ya estaba en River y ya habíamos vuelto del Mundial de Alemania 74, me acordé de la gitana y de todo lo que me había dicho. Con el tiempo, Quilmes tendría tres futuros campeones de mundo. Con Villa llegamos a jugar juntos en Quilmes y compartimos la pensión. El otro mundialista fue mi amigo Daniel Bertoni, que vivía con sus padres porque eran, justamente, quilmeños. Al retomar la pretemporada en 1970, Quilmes había cerrado una gira por Centroamérica. Más allá del fatídico debut, mi balance de 1969 había sido positivo. Andaba bien en la Reserva y también cuando me tocaba atajar en la Tercera. Antes de partir vino Carmelo Faraone y me dijo: —Fillol, usted viene a la gira y será el titular. Lo estuve siguiendo y va a jugar. Cavallero será su suplente. Tenía muy claro que era una ratificación a mi constancia. Pero también sabía que, a ese nivel, las chances son pocas y hay que saber capitalizarlas. Porque Faraone también me había dicho algo muy duro, aunque no por eso menos real: —Va a jugar. Y cuando volvemos de la gira le digo si se queda con nosotros o tiene que volver a su pueblo. Cuando usted regresa al país, veremos si hace el trayecto EzeizaMonte o Ezeiza-Quilmes. Sonaba cruel, sí, pero era la pura verdad. Una verdad que, lejos de amedrentarme, me dio mucha más energía y determinación. El avión no había despegado y ya sentía la presión. Automáticamente, me autorizaron para ir a Monte. Para salir del país necesitaba el pasaporte, pero también un permiso firmado por mis padres. A pesar de todo lo que estaba viviendo, seguía siendo menor de edad. Como imaginarán, era la primera vez que viajaba en avión y estaba realmente excitado. Me sentía parte de una delegación oficial que viajaba a representar al país, aunque en este caso solo fuera el Quilmes Atlético Club. Sobre todo en una época en que no era habitual viajar al exterior para jugar partidos de pretemporada. Quilmes fue una de las excepciones porque Carmelo Faraone tenía muy buenos contactos afuera. La gira arrancó de la mejor manera. El primer partido fue en Panamá. Ganamos y yo tuve una buena actuación. Después fuimos a El Salvador y anduve igual de bien. El tercer partido se jugaba en Tegucigalpa, la capital de Guatemala, frente a Municipal. A los diez minutos tuve que salir del área a jugarme la vida contra un delantero y, como era medio 27

suicida, llegué primero a la pelota. El problema fue que el delantero argentino Pinasco pateó igual y tuve tanta mala suerte que, con sus tapones, me abrió toda la parte de arriba de la mano izquierda. Me arrancó el guante, literalmente. Y solo iban quince minutos del primer tiempo. No me quedó otra que pedir el cambio para ir corriendo a la enfermería; la mano me sangraba bastante. Al final la atajada suicida me costó unos quince puntos. Como era de esperar, ese accidente me dejó afuera el resto de la gira. Los fantasmas que habían aparecido con aquella frase que me había dicho Carmelo antes de partir decían presente una vez más. «Ezeiza-Monte o Ezeiza-Quilmes», pensaba mientras me cosían. Por un momento comencé a pensar que no había logrado demostrar nada. Tenía la certeza de que en los primeros dos partidos había atajado bien, pero no sabía si alcanzaban para conformar a Faraone. Además de ser muy duro, con eso que me había dicho había sido sumamente claro. Muchos años después, cuando ya tenía un nombre ganado en el fútbol, me confesó que lo había dicho para tocarme el amor propio y que yo le había respondido a la altura de las circunstancias. También me confesó que lo había sorprendido muchísimo cuando fui a golpearle la puerta del vestuario siendo un pibe a quien nadie conocía. Un pibe que, además, se había comido seis goles y para colmo pedía jugar. Siempre voy a recordar el final de esa charla: «Solo una persona decidida que sabe lo que quiere pudo atreverse a eso». Antes de irnos al descenso, empecé a salir en los diarios. Estaba atajando bien y los periodistas lo destacaban. En esos días comencé a conocer el mundo de la prensa. Intentaba analizar el tratamiento que daban a las noticias. De alguna manera, me propuse descifrar ese mundo para que no me volviera loco ni me sacara de foco. Los diarios comenzaron a publicar noticias como «Fillol a Huracán», «Racing lo quiere» o «San Lorenzo está muy interesado en Fillol». Efectivamente, una día me llamaron del equipo de Boedo para decirme que querían verme. Me llevó Víctor Martínez en una motito. El asunto era que ese fin de semana había elecciones en San Lorenzo y uno de los candidatos, Baliño, me dijo que, si él ganaba, compraría mi pase. Baliño finalmente me llamó para decirme que su técnico era Rogelio Domínguez y que a lo largo de esa semana iba a decidir entre Kadijevic, de Almirante Brown, y yo. Al día siguiente, todos los diarios titularon «Kadijevic a San Lorenzo». Hasta hace diez años, mi sensación fue que quien me había borrado había sido Rogelio Domínguez. Me basaba en la versión de los dirigentes. Hasta que un día me crucé con el hijo de Domínguez en una cena y me dijo: «Papá lo quería a usted, pero los dirigentes se quedaron con Kadijevic». Igualmente, nunca dejé de admirarlo como arquero. Con el pase al Ciclón caído y las propuestas que salían en los diarios a medio camino, la única certeza que tuve sobre mi destino era una que no podía eludir. Había salido sorteado para hacer el servicio militar.

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3 La colimba y el fútbol

Y de golpe volvió a aparecer un obstáculo en el ascenso de mi carrera como arquero profesional. Todavía vivía en la pensión y con un par de vagos amigos nos fuimos al centro de Quilmes, más exactamente a la puerta de una casa de electrodomésticos. Estábamos ahí porque pasaban en vivo, por televisión, el sorteo del servicio militar. La temida colimba. Cuando llegamos, había doscientos mil pibes mirando el sorteo. Los números pasaban. La tensión crecía. Hasta que finalmente salió mi número. 700 y pico. «Chau — me dije—, estoy cocinado». La cifra que me había tocado correspondía a la Marina y eso significaba que perdería nada menos que dos años. Volví a la pensión devastado. En la comisión directiva de Quilmes había un tipo que pertenecía al Taller Regional Quilmes (la IMPA). Se llamaba Santilli. Además de dirigente, era suboficial y me dijo que me quedara tranquilo porque iba a pedir un traspaso de fuerza. Y así, de un día para el otro, fui a parar a una base militar en Quilmes. Pero ahí las cosas no fueron tan fáciles. Ingresé en febrero de 1971 y ya de entrada supe que la estadía en el Ejército no sería nada sencilla. Ni para ellos ni para mí. Si algo me caracterizaba, eso era la rebeldía, el orgullo y la independencia. En el servicio militar, esos valores pasaban a un segundo plano: la autoridad era ejercida de una manera que estaba en las antípodas de mi filosofía personal. Y empezaron los problemas. En la colimba tuve un comportamiento pésimo y, encima, entrenaba cuando podía. Cuando no me daban permiso —generalmente porque me había portado mal—, entonces me escapaba. Detrás del Taller Regional Quilmes, junto al río, había una villa muy grande. Primero, tenías que lograr filtrarte por ahí; después caminabas alrededor de diez cuadras por la villa hasta la avenida; y una vez hecho ese trayecto, finalmente podías tomar el micro que pasaba por ahí. Obviamente, en la base todos se daban cuenta de que yo no estaba. Pero dos o tres veces aproveché el revoleo después del entrenamiento y me fui a la pensión. Me quedé a comer, también a dormir, y al día siguiente entré directamente por la guardia. Una de esas veces se armó una podrida bárbara y apenas llegué fui a parar derecho al calabozo. No sería la última vez que dormiría a la sombra. A los pocos días me peleé con uno y de vuelta al calabozo, aunque las mayores penas me las comí por escaparme a entrenar. Normalmente, frente a una indisciplina me daban uno o dos días de calabozo, me mandaban a hacer guardia a la noche y me sacaban a bailar en medio del campo lleno de 29

agua. Tuve que hacer guardia, en pleno invierno, de una a tres de la mañana y de cinco a siete. Tras esos incidentes, perdí muchos permisos para jugar y entrenar porque mi conducta era malísima. Una vez teníamos que jugar con Morón y a media semana un suboficial, «el Mono» Mascareño, me verdugueó: —Bípedo, ¿así que van a jugar con Morón? —Sí, suboficial. —Yo soy hincha de Morón, ¿sabe? Allá van a perder. ¿Quiere jugar algo? —Bueno, lo que usted quiera suboficial. —Si el sábado pierden, tiene una semana de calabozo. Total, usted está acostumbrado… —¿Y si gano? —Una semana de franco. Total, es imposible que ganen. Llegó el sábado y los dirigentes vinieron a buscarme. No recuerdo si yo estaba en el calabozo o haciendo guardia en lugares inhóspitos. Nos fuimos a la sede del club, almorzamos, y tomamos el micro rumbo al oeste. Ganamos el partido 1 a 0 y atajé absolutamente todo lo que me tiraron al arco. Había ganado la apuesta y ahora estaba dispuesto a cobrármela. Me presenté en la IMPA el lunes siguiente a las 5.30. El Mono, el suboficial de la apuesta, apareció cuando estábamos todos formados. Había muchas filas, unas delante de otras. La mía estaba un poco detrás del resto, y eso me permitió pispear los gestos del suboficial. En un momento hicimos contacto visual y el tipo se vino como una tromba. Cuando lo tuve frente a mí, me dijo sin medias tintas: —Muy bien, soldado Fillol. ¿Por qué atajó tan bien usted? —Y bueno, salió el partido así. —Dígame algo, ¿tiene ropa civil? —Sí. —Bueno, vaya nomás, y sáquese esta ropa de fajina. ¡Voy a cumplir con la apuesta! Así que nos vemos el lunes que viene en este mismo lugar. Salí disparado y me alojé en mi lugar en el mundo: la pensión. En comparación con la colimba, sentía que era el Sheraton. Esa semana la invertí entre las numerosas visitas que le hice a mi novia (y futura esposa) Olga y los entrenamientos en el club. Cuando al lunes siguiente regresé a la base, me habían robado toda la ropa de fajina. Borceguíes, pantalones, camisa, birrete… En el servicio militar, todo tenía su precio y no tuve más opción que terminar pagando para recuperar mis propias cosas. Pero mis problemas de conducta no terminaron ahí. Tiempo después me agarré a piñas con un soldado de apellido Miño. Todo empezó por una discusión de pibes, en la que nos agarramos, nos revolcamos y, en rigor de verdad, lo lastimé bastante. Como no podía ser de otra manera, fui a parar diez días al calabozo. Fue durante la semana previa al partido con Lanús, uno de los clásicos del sur, que venía bien. Era el Lanús del «Toro» Raffo, un cabeceador tremendo, y los famosos Silva y Acosta. Se venía un partido definitivamente chivo… El suboficial Santilli, el mismo de la comisión directiva de Quilmes que me había sacado de la Marina, vino a buscarme como siempre y le dijeron que tenía para diez días de calabozo. Intentó levantarme el castigo, pero mucha bola no le dieron. Después de negociar un buen rato, consiguieron algo que terminó siendo vital: se acordó que el 30

sábado siguiente me sacarían del calabozo a las diez de la mañana para poder jugar. Ese día pasarían a buscarme en auto dos dirigentes de Quilmes para llevarme al partido y, una vez concluido, me devolverían expresamente al calabozo. El suboficial responsable pidió que no se enterara nadie. Ese partido fue a cancha llena y tuve la fortuna de atajar una barbaridad. Creo que fui la figura de la cancha. Al terminar el partido, vinieron a hacerme un reportaje para la radio. «Estamos con el héroe de la tarde», dijeron al aire. Yo estaba más contento que perro con dos colas y no tuve mejor idea que decir: —Quiero agradecer al teniente … —no recuerdo el nombre—, que me dio autorización para venir a jugar el partido. Yo tenía una sanción de diez días de calabozo y me dejó salir, por eso yo se lo quiero agradecer públicamente. Cuando llegué al cuartel… ¡para qué! El teniente estaba esperándome para matarme. Ni bien me vio, me pegó un revoleo tremendo. Me hizo poner ropa de fajina y me sacó a bailar —así le decían al castigo físico— por todo el campo, a puro cuerpo a tierra y salto de rana. ¡Me liquidó! Para colmo, venía de un partido que había sido la gloria. Mientras me daba las órdenes me dijo de todo: esto por esto y esto por aquello, a puro grito. Estaba caliente como un chivo porque ahora se la agarrarían con él. Luego de mi reportaje triunfal y de mi mejor partido, me gané otros quince días más de calabozo. Unos días después vino al calabozo el suboficial Mascareño, el hincha de Morón, para preguntarme qué había pasado. «¿A quién mataste?», quiso saber. Le conté lo que había ocurrido, que no me había dado cuenta, que mi única intención había sido agradecer el gesto del teniente. El Mono dejó el calabozo y fue a hablar con sus superiores, directamente a interceder por mí, y me redujeron la pena a la mitad. En noviembre de 1971 anunciaron que comenzarían a dar de baja a la primera camada. Empezaban a irse los que mejor se habían portado. Luego apareció una nueva lista que informaba que la segunda tanda comenzaría a salir a partir de enero. Mi nombre no figuraba en ninguna de las dos. Por esos días me enteré de que me habían puesto para irme recién en marzo de 1972. Mi mal comportamiento terminaba saliéndome caro. Por eso me sorprendí cuando, un lunes caluroso de esos primeros días de enero del 72, aparecieron por la base algunos dirigentes de Quilmes. Habían ido a buscarme tras hablar con los encargados y solicitarles un permiso exprés. «Fillol tiene que hacer un trámite. Firma y se lo traemos de vuelta», dijeron. Me avisaron que tenía que salir por un rato y yo no sabía por qué. —¿A dónde vamos? —pregunté. —Lo quiere comprar Racing, Fillol. Nosotros ya arreglamos. Pero ahora tiene que ir usted y ponerse de acuerdo con los dirigentes de ellos. Ni bien llegamos, apareció un fotógrafo de la nada y disparó varios clics. Entré a la sede y empezaron los tironeos con los dirigentes de Racing; que sí, que no, que arreglo, que no arreglo. Fue más o menos así hasta que nos pusimos medianamente de acuerdo. Pero había un problema y yo no era el indicado para solucionarlo. —Muy bien, Fillol —me dijeron mientras nos dábamos la mano—. El viernes tiene que viajar a la pretemporada a Valeria del Mar. Se queda quince días allá con el equipo. —No quiero mentirles. No salgo de la colimba hasta marzo. Mala conducta. Tenía todo firmado y el pase era un hecho. Aunque antes de dejar el servicio militar y el Quilmes Atlético Club debía ocuparme de algunas cosas. A la salida de la sede de 31

Racing les pedí a los dirigentes de Quilmes que por favor me llevaran a la pensión: quería cenar ahí. Comí en el lugar de siempre y les conté a mis amigos que me habían transferido a Racing. A los postres me tocó la parte más fea: tenía que volver a la IMPA. Al día siguiente cumplí la rutina de siempre y a las seis de la mañana estábamos todos formados. Apareció el Mono Mascareño y me sacó de la formación sin previo aviso: —Fillol, ¡venga para acá! ¿Qué hizo esta vez? —Nada, suboficial, ¿por qué? —Porque quiere hablar con usted el coronel —era la máxima autoridad del cuartel—. Vaya, golpee, preséntese bien, choque los talones, haga la seña y no se olvide jamás de decir «permiso, mi coronel». A esa altura ya no sabía que más podía pasarme. No imaginaba qué castigo me quedaba por recibir. Al escuchar las sugerencias de comportamiento del Mono, lo había notado preocupado por de más. Pero ya estaba jugado. Toqué la puerta: —¡Adelante! —Permiso, mi coronel —dije y me cuadré. —¿Qué hacés? —me respondió el tipo, como si fuéramos amigos de toda la vida. —… —silencio sepulcral. —No, ¡no! ¡Aflojá! ¡Vení! Sentate. ¿Qué querés tomar? —Gracias, mi coronel. Mate cocido. —¿Vos sos el Pato Fillol? —Sí, mi coronel. —¿Cuánto hace que estás acá? —En febrero cumplo un año. —Escuchame, pibe. ¿Vos estabas acá de verdad? La máxima autoridad del cuartel ni siquiera sabía que yo estaba ahí desde hacía un año… y casi siempre en el calabozo. El coronel se puso a leer mi legajo y yo no entendía nada, entre otras cosas porque eran las seis de la mañana. —No te portaste bien. —Y… no. La verdad es que cada vez que me escapé fue para ir a entrenar, solamente para eso, pero creo haber pagado mis culpas. —Escuchame una cosa, ¿anoche firmaste el pase a Racing vos? —¡Sí, señor! Salí para firmar mi transferencia. —¡Vamos, la Academia, carajo! El coronel resultó ser un enfermo de Racing. Era básicamente un hincha con uniforme. Había visto un recuadrito en el diario Crónica, donde se anunciaba el pase y aparecía una fotito mía entrando a la sede, completamente pelado. El tipo, que había visto la noticia a la mañana temprano, también leyó mis declaraciones y recién ahí se enteró de que estaba en el Taller Regional Quilmes haciendo la conscripción. Entonces preguntó «¿Acá está Fillol?», le respondieron que sí y automáticamente mandó llamarme. Enseguida empezó a consultarme detalles del plantel, cómo estaban los jugadores, las estrellas, en fin, cosas que solo puede preguntar un fanático. Le contesté que daba la sensación de que estaban armando un buen equipo y que había futuro. Entonces, muy suelto de cuerpo, hizo gala de su información clasificada de hincha: —Escuchame, Fillol, acá dice que el viernes nos vamos de pretemporada. —Sí, mi coronel. Este viernes el plantel se va a Valeria del Mar. 32

—Bueno, te me vas el viernes tranquilo. ¿Hasta cuándo se quedan? —No, mi coronel, yo no voy. No puedo. —¿Cómo que no vas? ¿Por qué? —Porque antes de irme de baja debo cumplir algunas penas. No salgo hasta la última tanda, en marzo. —¿Y quién te dijo eso? —Los suboficiales, mi coronel. Entonces les dije a los dirigentes de Racing… —no terminé de decirlo que el coronel ya estaba llamando al Mono Mascareño. —¡Suboficial! ¡Venga ya mismo! Acá me está contando Fillol que no puede ir de pretemporada porque sale en marzo recién. El suboficial sonrió (era la primera vez que lo veía hacerlo). Lógicamente, se la veía venir; era un fenómeno el Mono. —Sí, mi coronel. Fillol no se portó muy bien y está en la lista de los que salen el 14 de marzo. —¿En serio? —Sí, mi coronel. —Ahora, ustedes dos van a escucharme. Prestá mucha atención, Fillol. Vas a irte ahora mismo de acá y el 14 de marzo volvés y pedís verme. Yo te voy a dar la libreta de enrolamiento firmada. Mientras tanto, hasta el 14 de marzo no quiero verte por acá. ¡Te vas de pretemporada con la Academia! Suboficial, ¿está de acuerdo? —Sí, sí, mi coronel. Si usted lo dice, está perfecto. —¿Tenés algo en el cofre? —preguntó dirigiéndose nuevamente a mí. —Sí. —Andá y despedite de tus compañeros. Ese día terminó la colimba. Fue un final completamente impensado para mí. Mi pase a otro club había estado madurando desde antes de mi ingreso al servicio militar y me llamó la atención la rapidez con la que se resolvió. No pasaron doce horas y ya estaba todo arreglado. Había firmado a las seis de la tarde del lunes y a las seis de la mañana del martes ya estaba liberado de la colimba. Todo de golpe. No tuve tiempo de asimilarlo. Apenas si tuve espacio en mi cabeza como para reaccionar. Había atravesado 1971 entre la Primera B con Quilmes y la colimba, y el día menos pensado terminó explotando todo. Fue —cómo explicarlo— una explosión celestial. Dejaba atrás el club en el que había jugado desde aquel debut del 1 de mayo de 1969. Habían pasado 54 partidos entre metropolitanos, reclasificatorios y la Primera B, con mi primer penal oficial atajado. Todo lo que me tocó vivir había valido la pena. La soledad de la pensión, la ausencia de mis seres queridos, el trabajo (a veces) esclavo, la rebeldía contra el poder militar. Dejaba simplemente a un club, es cierto, pero también a ese Quilmes que me había enseñado los primeros pasos en mi vida de hombre. Ahora, llegaba el turno de ratificar en un equipo grande del fútbol argentino las cosas que había aprendido desde que salí, con apenas un bolsito de mano, de la vieja estación de tren de Monte.

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4 Racing, el Cilindro y un ángel de la guarda

«Fillol duerme en una pensión y vive en el arco». Siempre recordaré esa frase que se publicó en El Gráfico para titular una de mis primeras notas en los medios de comunicación. Era exactamente mi realidad. Había sido transferido a uno de los cinco grandes del fútbol argentino, pero mis hábitos y mis espacios seguían siendo los mismos. Mi novia Olga, la pensión «Dany» y las calles de Quilmes. Cuando pasé a Racing no arreglé ni auto ni vivienda, y seguí viviendo en la pensión por un tiempo, más precisamente hasta que Quilmes, meses después, me pagó el 15 por ciento del porcentaje que me correspondía. Con ese dinero me compré, por fin, una casa; quedaba a cuatro cuadras de la pensión, en Islas Malvinas y Andrés Batanda. Los trámites previos de la transacción los hizo mi amigo Víctor Martínez y fue el único que me ayudó: me llevó a una inmobiliaria de un amigo suyo y solucionó todos los temas burocráticos e impositivos. En esa época no existía la figura del representante y la orientación de Víctor, con quien nos seguimos viendo hasta hoy, fue muy importante. Debo confesar que ese día, en que compré mi primera vivienda, fue el más feliz de mi vida hasta ese momento. Creo que nunca me voy a olvidar cuando me dieron la llave. Todavía recuerdo sentirla en la mano y salir disparando hacia ahí. Lógicamente, estaba vacía, sin muebles ni heladera ni nada, y me fui corriendo hasta la pensión para pedir prestado un colchón. Quería dormir ahí desde esa primera noche. Quería estar en mi casa aunque solo fueran paredes vacías. Caminé las cuatro cuadras que separaban a la pensión de mi primer hogar con el colchón cargado en el lomo. Me crucé con algunos conocidos. Me miraban asombrados. No me importó. Me sentía tan feliz que hice ese trayecto en trance, gravitando en el mejor de mis mundos. Cuando arranqué en Racing, iba a entrenar como cualquier pibe de inferiores. Cada mañana me tomaba el colectivo hasta la sede de Racing en la avenida Mitre y me daba cuenta de que la gente no me reconocía. Era el arquero de un equipo grande, pero mis hábitos seguían siendo los de un pibe común y corriente. A ese plantel también se habían sumado Daniel Onega, Carlos Leeb, el rosarino Díaz, el tucumano Sánchez y Carlitos Della Savia. Con Carlitos ya existía una amistad, porque habíamos compartido la camiseta de Quilmes. Como él tuvo la fortuna de poder comprarse un auto, yo tomaba el 22 para bajarme en Wilde y él me levantaba. Una vez arriba de su auto, nos íbamos 34

mateando juntos hasta el lugar de entrenamiento. En esa época era todo muy amateur, y el poco profesionalismo se notaba en cada detalle. Era tan así que, cuando llegó el momento de cobrar una parte de la prima que había negociado con Racing, el tesorero me dijo: —Bueno, pibe, véngase al Mercado del Abasto y me busca en el puesto 37. Fuimos con mi amigo Víctor, en su motito, desde Quilmes hasta avenida Corrientes y Agüero, en plena capital. Yo seguía siendo un pibe bien de campo y la prueba es que la única referencia que tenía del Abasto era por la película de Tita Merello, Mercado de Abasto. Finalmente, llegamos después de una hora y media de viaje, buscamos a Ferrari y, efectivamente, estaba ahí: tenía un puesto de verduras. Detrás de la caja y el mostrador había un cuarto diminuto. Ingresamos, me dio el dinero, contamos los billetes de mil, uno por uno, y volvimos a Quilmes con una mochila llena de plata. Con ese 15% de la prima terminé de pagar la casa y pude comprarme mi primer auto, un Fiat 600 usado, color verde agua. En el club, la estrella del estacionamiento de Racing era el Panadero Díaz, porque tenía un Torino diez puntos. Cuando llegué con mi Fitito escuché: —Che, ¿esa porquería de quién es? —Es mío, Panadero —respondí. —¡La próxima vez que vengas con el Fitito te lo quemamos! Lo dejaba estacionado siempre en el mismo lugar, debajo de la tribuna, justo enfrente de la casa de Doña Tita Mattiussi. Un día salí del entrenamiento y el Fiat 600 no estaba. Me desesperé: —¡Me robaron el auto! —¡No, campeón! Te lo escondieron. Lo encontré a cinco cuadras, cerca del Hospital Fiorito. El mensaje fue: en Racing andás muy bien, no pueden verte con ese auto. ¡Me habían secuestrado el Fitito! Fueron los más grandes del plantel, que se tomaron el trabajo de empujarlo más de quinientos metros. Al poco tiempo les hice caso y compré un Peugeot 404, con palanca al volante. Era color mostaza, modelo 72, y ni bien lo tuve en mi poder le propuse a Olga ir hasta Monte en nuestro nuevo auto. Viajamos con lluvia y, cuando llegamos, estaba todo embarrado. Mi hermana María del Carmen vivía a dos cuadras de la avenida, sobre una calle que no estaba asfaltada, y resolví estacionarlo junto a un faro para ir hasta su casa caminando. No había vereda ni baldosas ni nada. Lógicamente, llegamos todos embarrados. Mi hermana y mi cuñado se morían por ver el auto nuevo, pero se había hecho tarde. Había manejado un buen rato y estaba cansado. Les propuse cenar y luego acostarnos. «Podemos ir a verlo mañana», sugerí. A las ocho y media de la mañana siguiente, mi cuñado me despertó para contarme que había ido a buscar el auto y que no estaba. «¡Levantate, vamos a hacer la denuncia!» Estaban todos desesperados, pero yo me mantuve muy tranquilo. De hecho, me levanté, después me bañé y sugerí tomar unos mates. Ellos estaban cada vez más alterados. Yo seguía demasiado tranquilo. Cuando finalmente fuimos hasta el lugar donde lo había estacionado, comprobé que no estaba. ¡Me lo habían choreado! ¡Nuevito! Fuimos a hacer la denuncia a la comisaría que quedaba a diez cuadras. Treinta días después el seguro me lo pagó, aunque finalmente me llamaron de la Comisaría 1ª de Quilmes para decirme que lo habían encontrado. Le faltaban algunas cosas. Quise saber cómo lo habían encontrado 35

y me contaron que habían atrapado a una banda de delincuentes de Quilmes que me habían seguido hasta Monte. Logré verlos por la mirilla del calabozo. Todavía recuerdo sus caras. En Racing me hicieron sentir como en mi casa inmediatamente, algo que en gran medida le debo a una señora especial, un ángel que Dios me envió para que me cuidara en los años de mi despegue futbolístico. Cuando llegué a Racing, la señora Tita Mattiussi ya era una mujer mayor que vivía con sus padres dentro del estadio Juan Domingo Perón. Me decía «campeón», y era un amor. ¿Qué hacía exactamente Tita? No sabría describirlo en detalle, porque desconozco cuál es la tarea que tienen a cargo los ángeles. Sentí su cariño durante el año y medio que permanecí en el club, aunque su dedicación era para todos por igual: una mezcla de amor de madre con sobreprotección de abuela. Para los chicos de la pensión de Racing, Tita era lo único más o menos parecido al calor de hogar. Todos los días desayunábamos facturas calentitas con café con leche en su casa, y cuando salíamos del entrenamiento nos esperaba con el «vermucito». También lavaba la ropa del club y estaba para lo que hiciera falta: su única preocupación era que el jugador no se sintiera solo. Creo que Racing fue el único amor que tuvo en su vida. Será por eso que nunca se casó: ya había contraído matrimonio con la Academia. Cuando un tiempo después me fui del club, volvía a Avellaneda para estar con ella, tomar mate, charlar acerca de la vida y de nuestras cosas cotidianas. Durante aquella primera etapa en Racing, ella siempre se ubicaba cerca del córner, justo al lado de donde salíamos a jugar. Cuando yo entraba al campo de juego, levantaba la vista y ella me miraba con gesto de madre cómplice. Miraba el partido desde ahí y, cuando terminaba, se iba por el mismo lugar porque, claro, vivía en el Cilindro. Cada tanto alguien le decía: «Che, Tita… ¡vamos al palco!», y ella se negaba rotundamente. Era una virgen adorada por todos. En mi vida volví a conocer a una persona con semejante fidelidad por una camiseta. En Racing Club, Tita Mattiussi era nuestra madre. En verdad, era la madre de todos los hinchas celestes y blancos. Un jugador de fútbol necesita tener continuidad para demostrar sus cualidades. En Racing tuve la suerte de andar bien desde el principio, y eso me llevó a ser titular desde el comienzo. El primer partido fue contra Huracán en cancha de Racing, el mismo rival que había tenido en mi debut en Quilmes. Ese día atajé muy bien y participé en una jugada que terminó siendo muy comentada, sobre todo en la tribuna. La primera pelota que me patearon fue un remate desviado. Tenía que hacer el saque de arco y, ni bien apoyé la pelota para patearla, se me abrió Quique Wolff, que ocupaba el espacio del lateral derecho. Se la quise dar y le pegué tan, pero tan mal que… ¡la mandé al córner! Un segundo después escuché el primer reclamo del hincha de Racing desde la tribuna: «¡Eh, pibe! Mirá que acá atajó Mario Cejas. Acá se juega de verdad. ¡No rifes la pelota, mocoso!». Cejas era mi héroe personal. Tenía un póster de él en la cabecera de mi cama de la pensión de Quilmes. Si bien no era de tener demasiados ídolos, Agustín Mario Cejas era un referente ineludible a la hora de mirar un arquero, así como un tiempo después lo sería Amadeo Carrizo. Ese 1972 fue un año muy bueno para Racing. En el once titular todavía jugaban algunos campeones del mundo del 67, como Rubén «Panadero» Díaz, el «Chango» 36

Cárdenas y Nelson Chabay. También estaban Juan Domingo Rocchia, «Pancho» Rivadero, mi compadre de Quilmes Carlos Della Savia —que había regresado de su paso por River— y Danielito Onega. El Racing de ese año fue sobre todo un grupo hermoso, compuesto por una manga de atorrantes geniales que hacían que los entrenamientos y las concentraciones fueran excelentes. Ese equipo no logró salir campeón, aunque peleamos el campeonato hasta el final con el recordado San Lorenzo del «Toto» Lorenzo, que era casi imbatible, y al cual le ganamos en el Viejo Gasómetro y le empatamos en el Cilindro. Ese subcampeonato del 72 fue la mejor campaña de Racing entre la Copa Intercontinental de 1967 y la Supercopa que obtuvo en 1988. Ese equipo peleó el torneo de punta a punta y eso hizo que nos luciéramos todos. Fue tan así que en esa temporada alcancé un récord que —me da pudor decirlo— hasta hoy nadie pudo batir: atajé seis penales en el mismo campeonato. En esa época, atajar un penal era muchísimo más difícil porque no existía manera de estudiar a los pateadores. No podías verlos por televisión ni hacerles un seguimiento a través de un entrenador de arqueros. Era, en definitiva, pura intuición. Hasta entonces el récord lo ostentaba un ex arquero de Racing que había atajado cinco. Tres de esos seis penales los detuve de local, en el Cilindro de Avellaneda, a Roberto Santiago (Lanús), a Rubén Bedogni (Estudiantes de La Plata) y al «Chapa» Suñé, en un clásico contra Boca. Los otros tres fueron a domicilio: Carlos Bulla, en cancha de Independiente; al «Gringo» Scotta en el Viejo Gasómetro de San Lorenzo y a Juan Ramón Verón, la «Bruja padre», nuevamente en Estudiantes, esta vez en su cancha de 1 y 57. Los dos mejores fueron a la Bruja y al Gringo. El de Verón fue perfecto porque él le pegaba fuerte y me lo pateó a mi derecha con su pie izquierdo, elegí ese palo y volé al rincón derecho a media altura; gracias a la fuerza de mis piernas, algo que siempre me destacó, salí volando y se lo tiré al córner. El otro penal imposible fue el del Gringo Scotta. Si el de la Bruja fue inolvidable, este tampoco me lo olvido más. Scotta tenía la patada de un caballo, San Lorenzo venía invicto y nosotros respirándole en la nuca. Les ganamos 2 a 0, con goles de cabeza de Osvaldo Batocletti y Daniel Onega. El referí pitó penal para ellos en el primer tiempo, cuando todavía estábamos 0 a 0. Lógicamente, todos pensaron que sería el turno de Scotta para abrir el marcador. Pero yo ya venía con un par de penales atajados y sabía que mi secreto era esperarlos hasta el último momento. Aguardar todo lo que pudiera para recién ahí, justo antes del disparo, jugarme para un palo u otro. Cuando el Gringo levantó la pierna, me tiré un poco a la izquierda, pero me quedé con la pierna derecha abierta. Scotta, viejo lobo de mar, me tiró un misil al medio que terminó pegándome en el muslo. El remate fue tan fuerte que el rebote de la pelota llegó hasta casi la mitad de la cancha. Y además me destrozó el muslo: estuve casi dos meses con una marca negra, un moretón gigante que me quedó como doloroso recuerdo de ese partido. 1973 era el año para ratificar el subcampeonato y aspirar a más, pero no se pudo. Los cortocircuitos entre la dirigencia y el cuerpo técnico encabezado por Víctor Rodríguez provocaron la renuncia del entrenador. En su lugar asumió, de manera interina, Juan Carlos Rulli. Había sido campeón del mundo en 1967 y compañero de equipo de algunos integrantes del plantel, como Díaz, el uruguayo Nelson Chabay y el querido «Chango» Cárdenas. Rulli, que tenía la misión de mejorar la campaña del año anterior, no tuvo mejor idea que hacer cirugía mayor. Y tras una seguidilla de malos resultados, finalmente 37

renunció. A continuación los dirigentes de Racing no perdieron el tiempo y contrataron a Ángel Labruna. Yo sabía que Labruna era un ex jugador con pergaminos comprobados, pero no tenía demasiadas referencias suyas. Por supuesto, desconocía la historia que estaba a punto de iniciarse. Ni siquiera sospeché que en ese momento estaba frente a quien sería mi padre futbolístico. Mi Ángel de la guarda. Labruna me ratificó de entrada como su arquero titular. Era raro, porque sentía que entre nosotros existía un cariño histórico y la realidad era que nos conocíamos poco y nada. Supongo que la relación que construimos se sustentó en su actitud hacia mí, en la dedicación que ponía en mi formación. Me estimulaba constantemente y confiaba a muerte en mi trabajo de la semana, y también en los partidos. Nuestro vínculo era de mucho respeto, aunque había espacio para la charla futbolera y los consejos paternales. Un día llegué al entrenamiento y percibí algo extraño en su mirada. Lo noté un poco serio y me preocupé porque no era su estado de ánimo habitual. Hice contacto visual con él, que con su vozarrón característico me dijo: —Pibe, no se cambie. —Pero, Don Ángel, en un rato arranca la práctica. ¿Cómo que no vaya a cambiarme al vestuario? —Mire, Fillol, no se cambie porque tiene que ir a una reunión. Están los dirigentes de Racing esperándolo. Lo quiere River. Vaya a la oficina del presidente para ver al vice de River, el señor Aragón Cabrera. —Pero ¿qué va a decir la gente de Racing, Don Ángel? —le contesté con la voz entrecortada. —¡Escúcheme bien, Ubaldo Fillol! ¡Si usted no se va a River va a tener que cagarse a trompadas conmigo! —me gritó. Labruna se había puesto loco y me quería pelear. —Está bien, no se ponga así, Don Ángel. Solo le estoy preguntando porque nunca me pasó algo así… Antes de terminar la charla juntó sus cosas y enfiló para el vestuario. Cuando había caminado unos cinco metros, se dio vuelta y me miró con cara de enajenado: —¡Y acuérdese que tiene que arreglar con River! Esa es su única prioridad en el día de la fecha. Usted no sabe lo que es River. Hágame caso… ¡Váyase! Mi estadía en Racing había concluido de un día para el otro. Jugué el último partido frente a All Boys, en Floresta, y lo que era un secreto a voces cobró estado público. «Fillol a River», decían los titulares. Partí sin poder despedirme de la gente. Eso me dio mucha pena porque venía jugando de titular, a cancha llena, y los hinchas de Racing me tenían como ídolo. El club me había dado tanto que el año y medio que estuve en la Academia me parecía una vida entera. Siempre diré que me fui de Racing siendo un tipo feliz.

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INVENCIBLE Por Ariel Scher En la tribuna, chiquitos y felices como podemos ser felices cuando somos chiquitos, lo sabíamos en cada segundo, en cada latido, en cada respiración: al Pato Fillol le podían tirar el mundo encima que lo iba a atajar, y le podían tirar la más mínima de las bolitas con las que jugábamos y también la iba a atajar, y le podían apuntar el viento en contra, la oscuridad de los domingos de invierno y los delanteros de cualquier camiseta que no importaba porque, como fuera, el Pato Fillol iba a atajar cada todo y cada nada que le tiraran. Si en la tribuna nuestra, en la tribuna de Racing de 1972, nosotros éramos chiquitos y felices eso tenía que ver con que la felicidad nunca nos parecía imposible, con que ir a la cancha constituía la fiesta de las fiestas y con que, en el arco y en la Tierra, invencible, estaba el Pato Fillol. Para que en la tribuna y en el largo después que seguía a la tarde de tribuna sintiéramos que con el Pato Fillol entre los tres postes ni una sola maldad podía atravesarnos alcanzaba cualquiera de sus imágenes. Hubo un partido con Boca en junio, en el que dos veces parpadeamos resignados porque Potente y algún otro muchacho ya casi gritaban su gol, pero, al terminar el parpadeo, lo vimos al Pato Fillol desparramado y elegante, con la pelota aplastada entre los dedos, sin que nadie pudiera ni empezar a decir gol. Ese día paró uno de los seis penales que tapó en el campeonato. «Esta vez se lo hacen», nos confesábamos frente a cada episodio del Pato Fillol y los penales, como temor o como precaución, cuando tipos que se empequeñecían a cada paso tomaban carrera y no, y no, y no, no encontraban la ruta para superarlo, porque el Pato Fillol, experto en lo imposible, ofrecía su pecho grandote, sus piernas elásticas y sus brazos de superhéroe para que ni esa vez ni casi ninguna otra vez pudieran con él. Nosotros, agradecidos, seguíamos chiquitos y felices. No nos mintamos: todos, en alguna jornada mala, dudamos sobre si en una ocasión lejana fuimos chiquitos y felices. Es así. Todos necesitamos que la memoria fluya con empeño y con confianza para verificar que fuimos a un parque de la mano de un padre o que enfocamos al sol y el sol se nos entregó entero. Acaso por eso, la vida nos dio la oportunidad de una certificación cuando el Pato Fillol regresó al arco de Racing, en la segunda mitad de los ochenta, para hacer su especialidad, para frenar lo máximo y lo mínimo, para ejercer invencible. Chiquitos no volvimos a ser nunca. Pero cuando nos acordamos del Pato Fillol en el arco de Racing, siempre somos felices.

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5 Arquero de Selección

«Si estás en la Selección, ahora tenés que sobresalir en el club, jamás faltar a un entrenamiento y ser un ejemplo entrenando». Eso me dije a mí mismo mientras miraba por la ventanilla del micro a principios de los años 70. No iba camino a un encuentro internacional. Tampoco a un partido de eliminatorias. Para ser más preciso, apenas había sido convocado para un amistoso que se jugaría en Escobar, en pleno festejo de «La Fiesta de la Flor». Todavía era un pibe. La distancia entre Quilmes y Escobar era de apenas cien kilómetros. Para mí fue como viajar al exterior. El partido que los juveniles de AFA jugaríamos contra la Selección local del Partido de Escobar era una de las atracciones de esa celebración popular. Yo me lo tomé como una final del mundo. Me habían llamado de la Selección y con eso no se jodía. Por más intrascendente que fuera el partido, desde ese día me mentalicé en algo: defender la camiseta nacional exigía mucho más que vestirla durante noventa minutos. Experimenté el cosquilleo del desafío desde el primer minuto, consideraba que había dado un salto de calidad y en mi cabeza empezaron a burbujear pensamientos ganadores y optimistas. Me repetía lo mismo una y otra vez: «Tenés que ser un ejemplo, tenés que sobresalir…». Así, varias veces. De tanto decirlas, esas palabras terminaron siendo una especie de mandato que me rigió hasta el último día en que me tocó representar a la Selección Argentina. Empezaba una etapa gloriosa. Con sus sinsabores, como todo en la vida. Pero gloriosa al fin. Defender por primera vez esa camiseta significaba el nacimiento de uno de los vínculos más fuertes de mi vida. El primer entrenador que me citó para aquel selectivo nacional fue Juan José Pizzuti, el director técnico multicampeón del Racing del 66. En esa primera convocatoria todavía jugaba en Quilmes. En 1972, cuando me transfirieron a Racing, el camino se allanó. Fue algo lógico. La vidriera y la regularidad que te ofrece atajar en un equipo grande es siempre mayor. Aunque mi orgullo era otro: si me habían visto en Quilmes, en Racing mis chances de seguir siendo convocado serían muchas más. Como verán, confiaba en mis condiciones, pero más todavía en mi capacidad para aprender y mejorar constantemente. Por eso me había propuesto sobresalir. Y la única manera de hacerlo era mediante el trabajo. Se ve que tan mal orientado no estaba porque continuaron llamándome para las juveniles, hasta que un buen día me tocó entrenar con la selección mayor. Me convocaron como cuarto arquero, pero qué importaba. Me veía a mí mismo entrenando entre 40

jugadores consagrados como Daniel Carnevali, «Pepé» Santoro y «el Loco» Sánchez y tenía que agarrarme la mano para no pellizcarme. Era una sensación doble. Por una parte, sentía que estaba viviendo un sueño. ¿Un pibe completamente desconocido como yo en la consideración de la Selección? ¿En serio? Pero, a la vez, estaba tan seguro de mi potencial que lo veía como algo natural. Mi primera citación a la Mayor se desencadenó gracias a Pizzuti, quien me tenía en carpeta y le habló bien de mí al «Cabezón» Sívori, DT nacional. Sívori tomó nota y así fue que me seleccionó para integrar el plantel. Si para mí ya era demasiado entrenar con esos monstruos, cuando me enteré de que realizaría una gira internacional en la previa de las Eliminatorias para el Mundial de Alemania 74, casi caigo desmayado. Me dieron la noticia y me costó creerlo. ¡Mi primer viaje con la Selección! Y por supuesto, de más está decirlo, mi primera vez en Europa. Ni siquiera pensaba en la posibilidad de jugar. A esa edad, me alcanzaba con compartir la experiencia con los más grandes. De hecho, el arquero titular de esa gira fue Daniel Carnevali. No me tocó jugar en ninguno de los tres partidos —contra Alemania, Israel y México— que disputó Argentina. Tras la derrota por 2 a 0 frente a México, nos cayeron críticas muy duras y en ese momento empecé a entender cómo funciona la prensa cuando la Selección no rinde; la dinámica que se pone en marcha si las cosas no están a la altura de las expectativas. En Quilmes pasaba desapercibido, pero con la celeste y blanca todo se magnificaba. Hoy puede parecer algo demasiado obvio, pero para mí era totalmente novedoso. Una realidad con la que tendría que aprender a lidiar. La gira continuó en Múnich, donde enfrentamos a los próximos anfitriones mundialistas. Alemania Occidental venía de ser campeón de Europa y poco tiempo después reinaría el planeta fútbol. Cuando llegamos, nos sorprendió la enorme cantidad de custodia militar y policial que había. El despliegue estaba relacionado con los atentados terroristas que habían ocurrido en los Juegos Olímpicos de la ciudad en 1972. El paisaje de soldados y tanques por todos lados parecía salido de una película de guerra. Bajo ese clima de tensa calma, logramos vencerlos por 3 a 2. Aquel equipo teutón estaba plagado de estrellas, entre ellas, Franz Beckenbauer, Gerd Müller y el arquero Sepp Maier, que era mi ídolo. El periplo internacional terminó en Israel, y si Alemania me había parecido una postal de guerra, qué decir de Tel Aviv. Apenas arribamos entendí que ahora sí ingresábamos en un territorio atravesado por una guerra de verdad. Sentimos los bombazos entre la Armada israelí y las Fuerzas Rebeldes de Palestina ni bien aterrizamos. De hecho, nuestro avión ingresó en el espacio aéreo de Israel custodiado por aviones de caza y al tocar tierra salimos custodiados por tres helicópteros. Nunca había visto, ni volvería a ver, algo semejante. Ese partido terminó 1 a 1 y marcó el final de mi primera gira con la Selección. Durante el viaje de vuelta, me perdí en mis pensamientos, fantaseando con la posibilidad de ser parte del plantel que iría al Mundial 74. Por el momento, era apenas un sueño. Pero pronto comencé a tener señales que amenazaban con convertirlo en realidad. La chance de ir al Mundial comenzó a ser palpable en cada entrenamiento que participé con la Selección. Era el tercer arquero, pero en cada práctica dejaba la vida, como si fuera un partido oficial. Siempre fui un tipo obediente, muy respetuoso de los referentes. Creo que esa actitud ayudó para ganarme el respeto del grupo. Para alguien como yo, que venía de pelearla en Quilmes durante aquellos duros años de pensión, cada cosa buena que me pasaba era un regalo del cielo. El aislamiento al que me vi expuesto, 41

teniendo que criarme y madurar en soledad, me había hecho crecer de golpe. Teniendo en cuenta de dónde venía, practicar con la Selección era un desafío que no estaba dispuesto a dejar pasar. En 1969, Argentina había quedado eliminada del mundial de México 70, tras perder contra Perú en cancha de Boca y también con Bolivia. Perú tenía un equipazo y caer frente a ellos era una posibilidad. En el caso de Bolivia, nuestra espada de Damocles había sido la altura de La Paz. Cuando se sortearon los grupos de Conmebol y el fixture de la clasificación para Alemania 74, resultó que Argentina volvería a compartir su zona con Bolivia. Para intentar mitigar los efectos de la altura, al Cabezón Sívori se le ocurrió armar dos equipos. Por un lado, él mismo se hizo cargo de la «Selección A», donde estarían los mejores del momento. Por otro, delegó la dirección de la «Selección B» a Don Miguel Ignomiriello, quien aceptó la misión de preparar un equipo que jugaría solamente un partido, la revancha en La Paz. Una vez resuelto el grupo principal para jugar al nivel del mar, los demás fuimos destinados al matadero. Si bien estábamos todos en la misma lista y soñábamos con participar en Alemania, cuando dieron la lista definitiva nuestros objetivos enfilaron rumbo al norte argentino. Ignomiriello diseñó una estrategia para que, tras jugar varios partidos en altura, el equipo supiera resolver los decisivos noventa minutos que se jugarían a 3600 metros sobre el nivel del mar, en el Hernando Siles de La Paz. Y así fue que días después los integrantes de la «Selección B» salimos de gira sin programación de ninguna clase, con recursos económicos acotados, sin dirigentes importantes a la vista, acompañados apenas por un empleado de la AFA, el gran Cirufo. Sin embargo, gracias a eso empecé a atajar con regularidad en el arco de Argentina, de manera oficial. Algunos muchachos ya habíamos hecho nuestras primeras armas en la gira por Europa, y para este viaje se sumaron varios jugadores que serían verdaderas figuras del fútbol argentino, algunos de ellos campeones del mundo. Pero esta experiencia tenía poco y nada que ver con la gira, empezando por lo más duro: las famosas pruebas de adaptación. Arrancamos en Jujuy con test de evaluación en las plazas de los pueblos, ante la mirada de la gente; no entendían nada, pero disfrutaban de ver a veinte locos entrenando como si fueran soldados para una guerra. Una vez que nos adaptamos a San Salvador, Don Miguel elevó la apuesta y nos llevó a Tilcara, que era un poco más alto, para terminar en Mina Aguilar, cerca de la Quebrada de Humahuaca. Era un pequeño pueblo donde vivían los empleados de una mina, que tenían un gimnasio cerrado muy lindo donde hacíamos fútbol en espacios reducidos. Aquello era, literalmente, prueba y error. Ni siquiera hubo estudios médicos que avalaran este singular entrenamiento. Tampoco teníamos presupuesto para cubrir los costos de la gira. La AFA solo pagó los pasajes de avión de Ezeiza a Jujuy, por lo que Ignomiriello se vio obligado a armar partidos espontáneos con el fin de recaudar fondos para seguir el viaje. Don Miguel nos llevó a lugares realmente inhóspitos, a los que llegábamos en micros obsoletos, transitando caminos al borde de precipicios. Ganamos trece de los catorce partidos que jugamos. Es cierto que hacerlo no te daba puntos, pero cada victoria garantizaba los cinco mil pesos de entonces que estaban en juego. Esa plata nos servía para comer, pagar el hotel y avanzar rumbo al próximo partido. De Tilcara fuimos a Cuzco, donde me asomé por primera vez a la belleza y el esplendor de Machu Picchu. Mi compañero de travesuras era Jorge Troncoso, con quien 42

nos moríamos de risa; éramos jóvenes y no nos importaban ni la plata ni las condiciones para entrenar. En realidad, todos los que estuvimos en esa «Selección B» considerábamos que el esfuerzo valía la pena. La camiseta de la Selección te mantiene vivo a pesar de cualquier adversidad. Un día, precisamente en Cuzco, Don Miguel cocinó unos bifes con puré y se acercó a la mesa para servirnos, poniendo cara de chef profesional y canchereando un poco. Troncoso metió el tenedor hasta el fondo de la olla del puré y enganchó un pedazo de papa que estaba tan duro que parecía una bocha de helado. Cuando la tiró hacia arriba, la papa quedó pegada en el techo. Así se alimentaba la Selección Argentina que buscaba el pase al Mundial 74. Fuimos adaptándonos a sobrevivir en esas condiciones, poco a poco. Al principio, dormir era tan difícil que «Mostaza» Merlo pidió regresar a la Argentina porque no soportaba el mal de altura. El resto nos fuimos acostumbrando, aunque lo que más nos dolió fue el menosprecio que sufrimos de parte de la dirigencia de aquella AFA que nos abandonó a la buena de Dios. De no haber sido por el padre que tuvimos en Miguel Ignomiriello, la gira habría sido imposible de realizar. Para colmo, tuvimos que hacernos cargo de la ropa y de los botines. Ignomiriello y el preparador físico Cancela fueron nuestra única contención. Se encargaron de la logística, hicieron de psicólogos, incluso de cocineros… Estábamos librados a nuestra suerte, pero Ignomiriello jamás bajó los brazos y su compromiso con la causa tuvo un efecto contagioso en nosotros: al observarlo actuar de esa manera, nos juramentamos dejar la vida por él. Lo veíamos llamar a Buenos Aires y putearse con la AFA porque no nos mandaban ni ropa ni fondos ni nada. Todavía recuerdo que los presidentes de las ligas locales se acercaban para hacernos partido y él negociaba el cachet como si fuera un promotor de boxeo. Y todo por un buen plato de comida que nos permitiera llegar enteros físicamente. Nunca se escribió nada sobre esto. Peor que eso, la AFA jamás le reconoció algo de lo mucho que Don Miguel hizo por el fútbol argentino. En los amistosos venía atajando muy bien. Tenía, junto con «el Baby» Cortés, uno de los mejores promedios de rendimiento. La cercanía del partido en La Paz me motivaba cada día más. ¡Iba a ser titular de la Selección Argentina para darle la clasificación al Mundial! O eso creía yo, hasta que apareció el Cabezón Sívori. Lo vimos irrumpir en la concentración, junto con algunos jugadores de la selección mayor, y automáticamente pensamos: «Pero… ¿y estos qué hacen acá…? ¿No se les habrá ocurrido…?». Hasta ese momento, nosotros estábamos convencidos de que el partido contra Bolivia iba a ser nuestra gran oportunidad para mostrarnos. Pero ahí estaban los de la mayor, fresquitos y experimentados, entrando al hotel, para nadie sabía bien qué. Nosotros veníamos de la Guerra de Vietnam, de comer raíces. Ellos venían de Mallorca. Entre los jugadores que llegaron a La Paz estaba Daniel Carnevalli, que, hay que decirlo, andaba muy bien. Sin embargo, nunca se me había cruzado por la cabeza quedarme fuera del partido con el que había estado soñando durante todas esas semanas. Cuando finalmente Sívori dio la lista y no me nombró, sentí una tristeza enorme. Me mandaron al banco. Habíamos sido engañados. Esa selección fantasma fue armada exclusivamente para eso, como quien diseña un robot para un objetivo específico. Nos habíamos matado en la adaptación, sufriendo todo lo que sufrimos, con el fin de llegar al partido, ganarlo y clasificar al Mundial. Habíamos sido como autómatas que solo pensaban en ese partido. ¿En serio me estaban dejando afuera? El robot salió a escena sin mí. Y cuando terminó el partido se autodestruyó. 43

Vi todo el partido desde el banco de suplentes. La angustia contenida era tan grande que, cuando el referí marcó el final, me puse a llorar como un chico. Ya nos habíamos abrazado todos con el gol de Fornari. Ya habíamos ganado. Ya habíamos sacado pasaje al próximo Mundial. Después de todo, el esfuerzo había valido la pena. Pero la decepción que me produjo no jugar se materializó en las lágrimas que empezaron con el pitazo final, siguieron en el vestuario y se mantuvieron hasta en el hotel. Por alguna razón no me sentía parte de la gesta. Pocas veces en mi vida lloré tanto. Supongo que, a la vez, fue la única reacción posible para liberar la tensión de esas últimas semanas, una respuesta del cuerpo a las presiones de aquel proceso de adaptación. Confieso que durante mucho tiempo estuve realmente dolido con el Cabezón Sívori. Incluso en el vestuario, después del partido, vino y me abrazó. Me dijo que tenía una gran carrera por delante y que seguramente atajaría en la Selección durante muchos años. Será por eso que más adelante, cuando crecí, no solo pude perdonarlo, sino también entender que estaba en todo su derecho de hacer lo que le parecía mejor. Después de la victoria en La Paz, la AFA pagó los partidos y reconoció los premios. Nos abonó lo mismo que a los mayores que habían ido a Europa. Como los encuentros no se televisaron y tampoco hubo radio ni prensa escrita, ese equipo se ganó el mote de «Selección Fantasma». La vida siempre te da revancha: cuatro años más tarde, algunos de esos jugadores «fantasmas», como Mario Kempes, «el Negro» Galván, Houseman y yo, le daríamos a la celeste y blanca su primer campeonato del mundo. Pero para eso faltaba bastante.

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6 El Mundial 74, el debut y el General Perón

Una vez consumada la hazaña de la Selección Fantasma, el Cabezón Sívori renunció a una AFA que operaba en la más absoluta desorganización. En enero de 1974, a apenas seis meses del inicio del Mundial de Alemania, lo sucedió un triunvirato integrado por Vladislao Cap, «Puchero» Varacka y el querido Víctor Rodríguez. No era una buena época para el fútbol argentino, menos aún para el seleccionado. El caos era tal que terminamos la previa mundialista en el Campo Argentino de Polo, porque no teníamos un lugar para entrenar que se adaptara a las necesidades de un equipo con aspiraciones internacionales. Es más, muchos jugadores consagrados prendían velas para no ser citados a la Selección. Después de todo, lo único garantizado era el fracaso. ¿Y por qué en ese entonces se fallaba en lo futbolístico? La respuesta es muy sencilla: la pésima estructura dirigencial conspiraba contra la excelente materia prima que existía en nuestro fútbol. Esa contradicción tardaría un tiempo en solucionarse. Cuando los entrenadores dieron la lista, ingresé como tercer arquero detrás de Daniel Carnevali, que era titular; el suplente era Pepé Santoro. El objetivo de contar con un tercer arquero se reducía a favorecer su proyección; te convocaban para formarte a futuro y no tanto para jugar en lo inmediato. La razón principal de mi convocatoria tenía nombre y apellido: Víctor Rodríguez, uno de los integrantes del triunvirato de técnicos, con quien ya nos conocíamos muy bien de cuando había pedido que pasara de Quilmes a Racing unos años atrás. Él jamás me lo dijo, pero sé muy bien que fue así y por eso siempre recordaré ese gesto. Haber vivido tanto la experiencia previa como el Mundial 74 en sí mismo fue un crecimiento definitivo en mi manera. Trabajaba para aprender. Era una esponja tratando de adquirir hasta el más mínimo conocimiento. Estudiaba a Carnevali y a Santoro, y no solo su forma de trabajar sino también de vivir, concentrarse y cuidarse. Empecé a observar a los equipos y jugadores contrarios. Consideraba el simple hecho de estar ahí como un regalo. Nunca imaginé lo que sucedería a continuación. Durante el Mundial compartí la habitación con dos referentes, el gran Roberto Perfumo y Carlitos Squeo. Una tarde estábamos tomando mate cuando Pepé Santoro, que era amigo de la infancia de Roberto —se conocían de los potreros de Sarandí—, ingresó en nuestro cuarto visiblemente indignado. Argentina ya había quedado eliminada del certamen tras perder, en segunda fase, primero con Países Bajos y después con Brasil. Tocaba despedirse del torneo con Alemania, sin chances de seguir avanzando. En este contexto, Carnevali les había comunicado a los técnicos que no pensaba dilapidar su 45

prestigio jugando el último partido. Santoro nos contó que «el Polaco» Cap, tras haberse enterado de esto, le había dicho que en el último partido del Mundial atajaría él. Herido en su orgullo, Pepé no quería saber nada. Por lo que entendí, existía además un problema personal que era exclusivo de ellos dos. Cuando terminó de detallar el conflicto, Pepé hizo una pausa y de repente me dijo: —Pato, ahora va a venir Cap a proponerte que atajes. Decile que lo vas a pensar. Al escuchar eso, Perfumo se puso como loco y le respondió de muy mala manera al arquero multicampeón de Independiente. —¿¡Pero cómo le vas a dar ese consejo al pibe!? ¡Vos ya estás para retirarte! Hacé de tu vida lo que quieras, pero el Pato tiene veinticuatro pirulos y toda una carrera por delante. Evidentemente, Santoro había tomado el pedido de Cap como una afrenta, recurrían a él cuando ya no había nada en juego, aunque a mí esa interna no me afectaba. Era un asunto entre dos tipos ya grandes, que de alguna manera se estaban retirando de la Selección. Cuando Santoro partió, volvieron a tocar la puerta. Esta vez, quien quería hablar conmigo era justamente el Polaco Cap: —Escúcheme, Fillol. Le voy a dar la oportunidad de su vida. Usted va a debutar como arquero de la Selección Argentina en un Mundial. Cuento con usted, ¿no? Cuando abandonó la habitación mi cabeza explotaba. ¿Qué decisión tenía que tomar? ¿Debía plegarme al pedido de Santoro o cumplir el sueño de mi vida? ¿Si decía que sí estaría fallándole al grupo? Por suerte tenía un ángel de la guarda llamado Perfumo. —Pibe, ni loco se te ocurra negarte a nada —me dijo con voz de mando. Me quedé en silencio, mirándolo como un hijo a un padre (futbolístico). Roberto acusó recibo y siguió: —Pato, la Selección es sagrada. Vos estás impecable y es el sueño de tu vida. A la celeste y blanca no se le dice que no. Jamás. Andá y confirmale al Polaco que estás para jugar. Me sentía preparado para ser el arquero de Argentina. Es cierto que en ningún momento había imaginado jugar, pero al mismo tiempo entrenaba como si fuera el titular. Practicaba, dormía y comía como si fuera el dueño del puesto. Finalmente, debuté contra Alemania Oriental el 3 de julio de 1974. Empatamos 1 a 1 y tuve un desempeño aceptable, pero la noticia de esas horas era otra: ese partido se jugó apenas un par de días después de la muerte del general Juan Domingo Perón. De hecho, el encuentro estuvo a punto de no jugarse por el duelo nacional. Durante esas cuarenta y ocho horas se sucedieron frenéticos cabildeos políticos, que mucha gente ignora hasta el día de hoy. El dirigente que encabezaba la delegación era el papá de Fernando Niembro, Don Paulino Niembro, directivo del club Nueva Chicago. Él nos comunicó la noticia, dejándonos en un estado de tristeza extrema y emoción. Me impactó ver llorar desconsoladamente a gente grande. Muchos dirigentes se abrazaban y lagrimeaban sin consuelo. Soy peronista de cuna, fundamentalmente por mi viejo, que me dejó dos cosas indeclinables: River y el Justicialismo. Mi primer contacto con el General había sido muy distante y se remontaba a mi infancia, cuando Perón llegó en tren a Monte para regalar juguetes. Ese 1 de julio del 74, cuando me enteré de su muerte, me reproché no haberlo visitado cuando tuve la 46

oportunidad de hacerlo. Fue durante una gira de la Selección de 1973, cuando algunos de los muchachos más grandes se acercaron hasta Puerta de Hierro para charlar un buen rato con él. No fui porque todavía no entendía nada de política y así me perdí una chance histórica de conocerlo. Al conocerse la noticia de su fallecimiento, la delegación argentina encabezada por Niembro le comunicó a la FIFA que la Selección Argentina estaba de luto y, por lo tanto, no se presentaría. La respuesta de Jules Rimet, uno de los fundadores de la FIFA y en ese entonces su presidente, fue contundente: «Si no quieren presentarse no lo hagan, pero sepan muy bien que a partir de este momento les sacamos la organización de la Copa del Mundo». Tras aquella amenaza, los dirigentes se comunicaron con el gobierno nacional y el mensaje fue claro: «Se juega. El General así lo hubiera querido…». Ese día salimos a la cancha con un brazalete negro. Tengo entendido que fue la primera vez en la historia que sucedió algo así en un Mundial. Ese día, en Alemania lloviznó con un frío y un viento inusuales para esa fecha del verano europeo, como si el cielo se hubiera puesto de acuerdo con el General. Yo no volvería a ser el mismo nunca más. Recién tomé una dimensión real de lo que me había pasado al regresar al país. El uruguayo Baudilio Jáuregui, uno de mis compañeros en River, me dijo algo que me impactó: «Pato, qué crecimiento que has tenido. ¿Te das cuenta? Sos diez veces más arquero que cuando te fuiste». Algo de razón tenía.

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7 El equipo que dio vuelta la historia

Estampé mi firma con River Plate el 18 de octubre de 1973 en las oficinas de Aragón Cabrera, en la calle Mitre. A partir de ese momento sería parte del club más grande de la Argentina y eso significaba un orgullo tan grande como el Monumental mismo. Sin embargo, apenas puse un pie en el vestuario me esperaba una sorpresa. El técnico interino, el brasileño Delem, fue tan franco como contundente: «Los dirigentes me consultaron sobre su compra y yo dije: “Muy buen arquero, tráiganlo”. Pero quiero que sepa que acá tengo a Perico Pérez, otro arquero que es también muy bueno. Y que además es el titular. Para serle honesto, así como aprobé su compra, tengo que decirle que el suyo es un puesto que tiene que pelear. Le propongo que jueguen tres partidos cada uno y después decido». No estaba dispuesto a aceptar esa propuesta de ninguna manera. Sentía que podía ser titular. Evidentemente, yo tenía un exceso de confianza positiva y consideraba que había llegado a River para triunfar. Cuando le respondí que no avalaba ese trato, a Delem no le gustó nada. «Si usted no acepta estas condiciones, lamentablemente no me queda otra que decirle que mi arquero titular seguirá siendo Perico Pérez. A partir de ese momento, usted irá al banco de suplentes». Tuve que decirle, con todo el dolor del alma, que me parecía bien; aceptaba su posición y no me quedó otra que ir al banco de suplentes. Aunque las cosas cambiaron velozmente. Diez días después de ese suceso, Delem no tuvo más remedio que hacerme debutar. Según me enteré después, fue por presión de los dirigentes. El partido era frente a San Martín de Mendoza y ganamos 3 a 0. El debut no pudo ser mejor: victoria y valla invicta. Sin embargo, en River las cosas no andaban para nada bien. El equipo llevaba quince años sin dar la vuelta olímpica; en una institución tan grande, eso generaba una presión infernal. El club parecía una bomba a punto de estallar. Era tanto así que la gente te veía por la calle y te insultaba. Yo, que recién había llegado, un par de veces tuve que pelearme con hinchas desaforados que nos decían: «¡O ganan o se van todos!». La última campaña no había sido mala, pero la gente ya no soportaba otro subcampeonato. River terminó segundo en la Zona A del Nacional, clasificando así a la rueda final, junto con San Lorenzo, Atlanta y Rosario Central, que luego resultó campeón. El mundo riverplatense estaba tan convulsionado que en diciembre del 73 renunció el presidente Julián Kent, dejándole su lugar a Rafael Aragón Cabrera. Para colmo de males, el grupo estaba completamente dividido. Algunos estaban disconformes con sus remuneraciones y 48

entre los jugadores del plantel había enfrentamientos. Lógicamente, estas cosas no ayudaban a lograr el campeonato, el objetivo más anhelado. Cuando arrancó el Metropolitano del 74, River contrató a una vieja gloria del club como «Pipo» Rossi. Con su llegada, muchos de los jugadores que habitualmente no eran titulares pasaron a integrar el primer equipo a partir de buenas actuaciones en los torneos de verano en la costa Atlántica. De esa manera, nos afianzamos Daniel Passarella, Hugo Pena, Héctor López y yo, entre otros. Logramos destacarnos en un torneo en el que River terminó tercero de la Zona A, alternando buenas y malas. Pero una vez que terminó ese Metropolitano, Rossi rescindió su contrato y hubo que empezar de cero… otra vez. Hacia esa época yo entrenaba más con la Selección que con el primer equipo de River. Si bien en el equipo nacional era el tercer arquero, no creo que haga falta aclarar que estaba más que feliz. En un sentido, sentía que en la Selección me valoraban todo lo que no lo hacían en mi club. Por lo tanto, practicaba muy seguido con la Selección y estaba más enfocado en eso porque sabía que en River me consideraban suplente. Era una situación desconcertante porque River cambiaba de técnico después de cada torneo. Y eso, lejos de solucionar las cosas, terminaba empeorándolas. Con el inicio del Nacional del 74 se hizo cargo del primer equipo otra vieja gloria del club, Enrique Omar Sívori. A él tampoco lo ayudaron los resultados y terminó renunciando a los pocos meses de haber asumido. Bajo el interinato de Federico Vairo y Raúl Rodríguez, River hizo una campaña discreta y terminó quinto en la Zona A del Nacional. Mi balance personal de ese año podría resumirse de la siguiente manera: muy bueno en la Selección y regular en River. En el club había logrado cierta continuidad, aunque todavía no era titular indiscutido. Al regresar del Mundial de Alemania 74, en el arco estaba nuevamente Perico Pérez, que había aprovechado mi ausencia y terminó favorecido por una situación casi trágica: en un partido en el que me pusieron de titular frente a Altos Hornos Zapla, de Jujuy, el delantero José Artemio Luñiz me pegó una patada terrible en la cabeza y me mandó directo al hospital. Resultado: prácticamente dos meses de completa inactividad. Tras recuperarme, retomé la titularidad durante lo que restaba de la temporada, algo que a Perico Pérez le molestó bastante. Me gustaría detenerme en este punto. Jamás fui un tipo conflictivo con mis compañeros. Sin embargo, con Perico Pérez la convivencia fue imposible. Tuvo hacia mí un trato muy malo desde el primer día en que entrenamos juntos. Los arqueros pasamos mucho tiempo entrenando juntos; a diferencia de los jugadores de campo, somos pocos y tenemos mucha personalidad. Cuando en Quilmes agarré la titularidad, con Oscar Cavallero me llevaba perfecto. En Racing fue igual. Pero en River sucedió todo lo contrario. La situación me resultaba tan incómoda que llegué a reunirme con un dirigente de Racing que venía llamándome. Pensé seriamente en volver a Avellaneda. Sin embargo, pese a su insistencia decidí jugármela por lo que amaba. Estaba dispuesto a pelear hasta el final. Siempre diré que, en lo futbolístico, en mi vida hubo un antes y un después. Y lo que separó una vida de otra fue el hecho de haberme cruzado con Don Ángel Labruna, más conocido como «Angelito» por el pueblo riverplatense. Me enteré de que desembarcaría en el club en enero de 1975, mientras estaba de vacaciones. Apenas llegó supe que su misión consistiría en armar el River del futuro. Ni bien arribó, brindó una conferencia de prensa que terminó siendo más grandilocuente de lo habitual, y cuando alguien le preguntó quién sería su arquero, contestó sin titubear: el Pato Fillol. Esas declaraciones 49

fueron tremendas para mí, fundamentalmente en lo emocional, porque potenciaron mi seguridad y mi confianza. Al escucharlo, sentí que realmente podía ser el arquero titular de River Plate. Sus palabras me motivaron. Me tranquilizaron. Cuando asumió, Angelito separó a Perico Pérez del plantel y lo mandó a Independiente, a cambio de «Perico» Raimondo. Nunca le pregunté a Ángel si sabía que yo no tenía una buena relación con Perico Pérez. Seguramente, estaba al tanto. En el club, Perico era un ídolo, un arquero muy querido que atajaba penales, pero Ángel tuvo la valentía de seguir su instinto. Le estaré eternamente agradecido por eso. Con Angelito llegaron a River Roberto Perfumo —venía libre de Cruzeiro—, Héctor Ártico y Pablo Comelles —provenientes de Talleres de Córdoba—, y «la Pepona» José Reinaldi —de Belgrano de Córdoba—. A ellos cuatro se sumaron los regresos de «Pinino Más», que volvía de jugar en el Real Madrid, y Pedro Alexis González, que había estado en Defensores de Lima. El propósito de River era armar un equipazo, eso estaba claro. Pero más allá de nuestras cualidades futbolísticas, lo que se terminó conformando fue un grupo dispuesto a terminar con dieciocho años de sequía. Labruna sabía mejor que nadie que el secreto era armar un grupo compacto, unido y ofensivamente guerrero. Un plantel en cuyo ADN estuviera salir a golear desde el minuto uno. Ángel Labruna tenía mucha luz y contagiaba mística. Estar con él era absorber la esencia de River. Nos decía cosas simples y tenía mucha calle. Hay técnicos que hablan «difícil», pero Labruna era todo lo contrario. Alcanzaba con escucharlo en cualquier reportaje para darte cuenta de que el tipo era un ganador nato. Nunca, durante el largo tiempo que compartimos juntos, lo percibí dubitativo a la hora de dar una indicación o enfrentar al rival más poderoso. La generación de jugadores que convivimos con él lo consideramos un auténtico líder, una estrella en lo deportivo y también en lo humano. Como jugador del club tenía todos los récords, era la historia misma. Quizás por eso todos sentíamos que a su lado nos manteníamos protegidos tanto en la concentración como en el vestuario o los entrenamientos. Los que más hablaban con él eran J. J. López, Mostaza Merlo y «el Beto» Alonso, más que nada porque los había tenido en inferiores y los conocía de pibitos. No obstante, todos los que habían venido ese año también se adaptaron enseguida a su filosofía. Angelito sabía que tenía jugadores de calidad superlativa y, además, acertó en traer jugadores con experiencia como Perfumo, Pedro González, Perico Raimondo o Pinino Más. Esa decisión equilibró a un equipo que terminó mechando juventud con experiencia. Los preparadores físicos no le gustaban para nada. Toda su vida se peleó con ellos porque decía que al jugador de fútbol había que entrenarlo para los 90 minutos del partido. Su discurso chocaba de frente con la moda de esa época: en aquellos años estaba en pleno auge el «fútbol laboratorio» de Osvaldo Zubeldía, que tenía sus propios sistemas de entrenamiento. Se hablaba mucho del fútbol de Europa; que nos pasaban por arriba, que nos mataban, que la gran diferencia con el fútbol sudamericano era la cuestión física… etcétera. Algo de cierto había en todo eso, y sin ir más lejos veníamos de comprobarlo en el Mundial de Alemania 1974, donde los holandeses nos habían dado una paliza física y táctica. Por eso, cuando Ángel llegó a River dijo: «Juguemos al fútbol, tratemos a la redonda como a un compañero, rotemos, trabajemos la pelota parada». No quería que en los entrenamientos nadie matara físicamente a sus jugadores. Los preparadores físicos tenían ese karma del fútbol que se basa en que la preparación física es todo, y muchas veces abusaban de los videos que llegaban de Europa. Labruna 50

pregonaba otras cosas y de un día para el otro su discurso cambió el pesimismo que tenía el hincha de River. También mejoró el clima del vestuario. Su mística convencía a jugadores, técnicos y dirigentes porque Angelito te hablaba como entrenador, pero también como hincha, y eso favorecía la relación de la gente con el plantel, y viceversa. Lo primero que dijo cuando llegó fue: «Vengo a River para salir campeón». Aunque no fue una simple declaración a los medios: escribió esa misma frase en la pared del vestuario. Lo hizo con una brocha de cancha, la que se usa para pintar la cal, para una producción de la revista El Gráfico. Para nosotros fue un mensaje tremendo porque nos confirmaba que no había doble discurso: o salíamos campeones o directamente nos mataba a todos. Su mensaje fue preciso desde el primer día: mirar el arco de enfrente y volver al estilo histórico que había hecho grande a River Plate. Angelito contagiaba el más puro amor por el club y había entendido mejor que nadie la frase de moda por aquellos años: «Todos unidos triunfaremos». Además, Labruna tenía un don natural para elegir jugadores. Cuando traía a alguien, lo hacía conociendo a fondo sus características, en qué puesto podía jugar, y sobre todo qué pedirle para hacerlo rendir al ciento por ciento de su capacidad. Sería por eso que sus charlas técnicas eran demasiado simples y concretas, y nunca lo escuché pedirle a nadie cosas desorbitantes. Casi nadie le decía «yo no puedo hacer eso». Sabía lo que te pedía porque te había traído al club conociendo perfectamente hasta dónde podías dar. Eso no significaba que no hubiera problemas con algunos jugadores, como efectivamente sucedió con Daniel Passarella. Passarella no quería jugar de tres. Decía que era número seis. En la Selección, Menotti lo hacía jugar de zaguero. Por lo tanto, rechazó la idea de Labruna de ubicarse como lateral izquierdo y salió perdiendo, porque en los comienzos del ciclo de Labruna debió ir al banco (arrancaron Héctor López de tres y Ártico de seis). Angelito, viejo lobo de mar, mantuvo esa formación durante un tiempo, o más bien hasta donde pudo, ya que tuvo la honestidad de asumir que se había equivocado y que Daniel era el zaguero izquierdo que su River necesitaba. Entonces dejó a Héctor López de tres, lo tiró a Ártico más arriba y relegó un poco a Perico Raimondo, que estaba jugando en el medio, para hacerlo cubrir cualquier desfase en la zaga central. Labruna hacía movimientos tácticos con muy poco, como si los jugadores fueran fichas en un ajedrez con pasto y arcos. Del medio para adelante, el equipo tenía mucho fútbol y atacaba durante los noventa minutos. Imaginen al Beto Alonso en su esplendor, a J. J. López con un ida y vuelta infernal, dos wines de raza como Más y González y un nueve como Morete —al que le tirabas un cascote y lo transformaba en gol—, sumados a dos laterales que jugaban de mitad de cancha hacia el arco de enfrente. ¿Quién marcaba en ese equipo? Mostaza era la primera línea defensiva, luego estaban los zagueros… y yo. Siempre diré que, si algo me hizo grande, fueron los planteos de Labruna: mandaba a todos al ataque y eso hacía que en cada partido yo tuviera entre cuatro o cinco mano a mano con los delanteros rivales. Y casi siempre los ganaba. En ese equipo nos lucíamos todos. Hay una anécdota que jamás conté y que muestra lo grande que fue Ángel Labruna. Tras mi paso por Racing, donde batí aquel récord de mayor cantidad de penales atajados en un torneo, me había ganado la fama de ser un arquero «atajapenales». Un día Angelito me llamó y de manera irónica me preguntó: —Venga, Fillol. Me contaron que usted ataja muchos penales. ¿Es así? 51

—Y, sí, Don Ángel. —¿Usted sería tan amable de permitirme patearle cinco penales? —Pero no, Don Ángel —le respondí por miedo a que se lastimara. —Bueno, hagamos algo. Si usted me ataja uno, le doy un premio. Es más, Fillol, voy a ser generoso. Si usted me adivina a qué palo va uno, tan solo uno, haga de cuenta que me lo atajó. Me quedé mudo. Tanto su mirada como su forma de expresarse eran las de un hombre totalmente determinado, incluso a pesar del tono irónico con que me había desafiado. A continuación fuimos al arco que mira al Río de la Plata, donde todavía no habían construido la actual platea Sívori Alta. Labruna tenía puestas esas zapatillas Flecha de lona que venían con cordones. Yo estaba vestido como todo jugador profesional antes de arrancar una práctica, es decir, con ropa deportiva, guantes y botines. Angelito pateó los cinco penales. No le atajé ni uno. Tampoco pude adivinar un solo palo. ¡No podía creerlo! Pocas veces en mi vida vi a un futbolista pegarle al balón con semejante precisión. Los tiraba fuerte, apuntando a un palo, y la pelota entraba milimétricamente a centímetros de la red lateral. Todavía recuerdo cómo se cuadraba: tres pasos a la derecha, se acomodaba, ensayaba una especie de rodeo y… ¡zas! A buscarla adentro. La pelota salía disparada para un lado o para otro. Una pegada sublime. Labruna ya era mayor, se había retirado hacía varios años, ¡y me estaba pateando a mí, un pibe en pleno esplendor, con sus zapatillas Flecha! Primero me desafió y después me ridiculizó. Ese día entendí por qué Ángel Labruna fue y será tan grande como marca la historia de River. Es River hecho futbolista. El arranque del Metropolitano de 1975 fue arrollador. Ganábamos, cuando podíamos goleábamos, y siempre gustábamos. En las primeras trece fechas nos habíamos quedado con diez partidos y empatado tan solo tres. La marcha triunfal recién se interrumpió en la fecha siguiente, cuando Newell’s nos ganó 4 a 1 en el Monumental, justo antes de jugar con Boca en su cancha. Ese superclásico se jugó el 17 de abril en una Bombonera repleta. Angelito sabía muy bien lo que significaba jugar en terreno enemigo y nos habló de la importancia de ganar ese partido, tanto para nosotros como para la gente. Cuando salimos a la cancha, Labruna hizo algo que es recordado hasta el día de hoy. Sabía perfectamente que el negocio sería que la atención de la parcialidad boquense se enfocase en él y no en nosotros. ¿Cómo lo puso en práctica? Ni bien salimos a la cancha percibimos que la gente lo puteaba solamente a él, y cuando nos dimos cuenta por qué entendimos que su plan estaba saliendo a la perfección. Esa tarde Angelito cruzó toda la cancha tapándose la nariz, como si oliera feo. Como era de esperar, la gente se desesperaba por insultarlo y eso hizo que nosotros saliéramos del foco principal. Con esa pequeña acción Labruna había empezado a ganar el clásico antes del pitazo inicial. En un partido de esas características cualquier ventaja, por mínima que sea, puede ser determinante. Ese Boca tenía un muy buen equipo, en el que descollaban Tarantini, Trobbiani, Nicolau, García Cambón y Potente, entre otros. El partido arrancó inmejorable: a los seis minutos Morete facturó en la primera pelota que tocó y nos pusimos 1 a 0. Empezar ganando tan rápidamente nos favorecía porque, una vez que sacábamos ventaja, era casi imposible que nos dieran vuelta el resultado. Pocos minutos después el Beto Alonso aprovechó un tiro libre desde su costado y con esa zurda mágica que tenía se la colgó de 52

un ángulo al Loco Sánchez: 2 a 0. El partido parecía servido, pero Boca se nos vino con todo. Justo antes del final del primer tiempo el referí Goicoechea sancionó un penal que Trobbiani cambió por gol. 2 a 1 y 45 minutos por delante. Apenas inició la segunda parte, nos descuidamos en defensa y Potente cayó en el área. Esa tarde Goicoechea se mostró un poco celoso con las faltas y volvió a pitar el segundo penal en menos de 5 minutos. Volvía a enfrentarme a Trobbiani, pero esta vez me concentré para observarlo bien y advertir sus movimientos previos. Noté algo: no se había parado igual que en el primero. Conclusión: intuí que podía cambiar la dirección del remate, me cuadré, miré fijamente a la pelota y sobre todo a él. Como hacía siempre, esperé hasta último momento para jugarme a un palo. Trobbiani tomó carrera, pateó y… le adiviné el palo, sacándola al lateral derecho. ¡Qué alegría inmensa! Había atajado mi primer penal en un superclásico y en una Bombonera repleta. De esa manera evité que nos empataran en un momento clave y ellos acusaron el golpe. Porque a partir de ahí atacaron un par de veces más y cada vez que me probaron se chocaron contra una actuación descollante de mi parte. Sinceramente, esa tarde estaba encendido. Sentía, sin falsa modestia, que era imposible que me hicieran un gol de jugada. Ese partido me sentí imbatible. Amaba ese tipo de clásicos con clima caliente. Fue glorioso. Con el pitazo final de Goicoechea nos abrazamos y fuimos a festejar al arco del Riachuelo para ofrendarle la victoria a toda nuestra gente, de frente a las dos bandejas colmadas de hinchas de River. Habíamos derrotado a Boca. En el torneo, estábamos imparables. Todavía faltaba mucho, aunque el sueño parecía estar cada vez más cerca. Porque después del partido con Boca el convencimiento del grupo se fortaleció. Los más grandes opinaban y eran tenidos en cuenta, pero, dentro del vestuario, el que hablaba era Angelito; era a quien más se escuchaba, al que todos, pero todos, respetábamos. Lógicamente, lo que dijéramos los más chicos era secundario. La primera rueda fue un paseo: ganamos quince de diecinueve partidos, perdimos uno y empatamos tres. Un andar brillante. Y se venía la parte más dura del torneo, en la cual el hincha empezaba a preocuparse, no sin razón: en los últimos dieciocho años, el equipo siempre fallaba en las instancias más determinantes, antes del disco de llegada. De hecho, la segunda rueda del campeonato fue una tortura. La previa de cada partido nos generaba un estrés gigante. Nos estábamos jugando pasar a la historia y la presión por conseguirlo superaba cualquier cálculo racional; ningún futbolista profesional está preparado para algo así. La reanudación del torneo fue una pesadilla porque comenzamos perdiendo 2 a 1 con Estudiantes en La Plata y luego sumamos dos empates. En la cuarta fecha, goleamos a Chacarita en el Monumental y logramos la primera victoria. Seguíamos manteniendo la punta, aunque nuestros perseguidores empezaron a respirarnos en la nuca. En las siguientes cuatro fechas el andamiaje colectivo del equipo fue bajo, sacamos un punto de ocho, y a partir de ahí se encendieron todas las alarmas. Siete puntos sobre dieciocho en juego. Sin dudas, atravesábamos un bajón futbolístico. Los demás se nos acercaban lentamente y podría decirse que en ese momento comenzó el verdadero campeonato. Tras perder con Unión, empatamos con Banfield y con Huracán. Derrotamos a All Boys en el Monumental y fuimos a Avellaneda para jugar el clásico con Independiente, donde en goles empatamos 1 a 1, pero en jugadores perdimos dos a cero: en ese partido expulsaron a Perfumo y al Beto Alonso; a Roberto por un foul brusco; el Beto en cambio 53

discutió con el lineman, hubo exceso verbal y el referí le sacó una roja que nos salió carísima: fue castigado con seis fechas de suspensión. De un momento a otro nos quedamos sin nuestro mejor jugador entre la fecha 30 y la 36, en un campeonato que tenía 38. Pero a mí me preocupaba más la roja de Roberto; o, en todo caso, la sufrí más que nadie. Para un arquero, tener a un número dos de la calidad de Perfumo era superlativo. El arquero muchas veces termina pagando los platos rotos de los errores del zaguero central y Roberto, además de ser un jugador inteligente, era impasable. Tenía una seguridad tremenda y sabía transmitírsela a todo el equipo. Era tan así que, cuando llegó a River, supo enriquecernos a todos con su experiencia. Había rivales que, cuando sentían su presencia, le daban la pelota. ¡Se la entregaban! Roberto irradiaba respeto. Fue el zaguero con el que más seguro me sentí. Por lejos. Un verdadero crack. Después de aquel empate con sabor a derrota en Avellaneda las cosas se tensaron muchísimo más. La sensación de incertidumbre que se generó en los hinchas se multiplicó por mil. Nunca, en toda mi vida como futbolista profesional de clubes, me tocó atravesar partidos con un nivel de estrés emocional tan alto como en esas nueve fechas finales. Incluso Ángel parecía sentir la responsabilidad y la presión. Para River, el campeonato era una cuestión de Estado; el ansiado anhelo de millones de personas a lo largo y a lo ancho del país que no parecían dispuestas a soportar una frustración más. Los medios empezaron a azuzar el fantasma del eterno subcampeonato y la gente entró en la vorágine mediática que se planteaba en diarios y revistas. En las dos fechas siguientes derrotamos a Gimnasia de La Plata y a Ferrocarril Oeste, sin Alonso ni Perfumo. La sensación era que el equipo retomaría la senda ganadora, pero en los hechos fue todo lo contrario y, a partir de la victoria ante Ferro, empezó una seguidilla que casi infartó a las legiones de riverplatenses. Porque perdimos tres partidos seguidos, incluido el clásico frente a Boca en el Monumental… La seguidilla arrancó con Atlanta, que nos ganó 1 a 0 en la única llegada que tuvieron en todo el partido; luego perdimos por segunda vez frente a Newell’s, el único equipo que nos ganó los dos partidos… y el tercero fue, lamentablemente, contra Boca, por 1 a 0. Faltaban cinco fechas y los fantasmas acechaban nuevamente. Y así como de entrada hubo un aluvión de convencimiento, mística y mensaje, en esos tres partidos que perdimos el ambiente se revolucionó para mal. Nadie sabía por qué River perdía los torneos sobre el final. Aunque esta vez, contra todos los pronósticos, estábamos convencidos de que no se nos escaparía. Éramos conscientes de la realidad, sabíamos de memoria lo que había sucedido en los últimos años, sabíamos que atravesábamos un momento difícil, pero pese a eso nunca bajamos los brazos ni dejamos que el miedo o los nervios nos ganaran. Peleábamos también contra la adversidad que nos imponía el pasado reciente, nada más cierto. Al mismo tiempo, en aquel plantel había mucha experiencia, teníamos un buen colchón de puntos a nuestro favor y la mística del grupo seguía latente porque entre nosotros nos reuníamos permanentemente. Hablábamos, nos puteábamos, también discutíamos. Después de cenar, en las concentraciones nos quedábamos de sobremesa analizando a los rivales y a nosotros mismos, conversábamos sobre lo que estaba pasando, lo que habíamos hecho en la semana y lo que nos decía Don Ángel. Era un grupo muy sincero emocionalmente hablando, y por eso aceptábamos los reproches que nos hacíamos entre compañeros. Tiempo después, Perfumo me dijo que aquello había sido un mandato de Labruna: le pedía a Roberto que reuniera al grupo para ver qué 54

pasaba y cómo estábamos. En ese plantel éramos todos líderes naturales y teníamos una fuerza oculta: la convivencia. Eso nos sirvió para superar los miedos del día a día. Tras la derrota en el clásico, el equipo se hizo más fuerte. Cuando ganamos en su cancha, nos unió a partir de la victoria. Tras perder en el Monumental, lo hizo desde la derrota. El empate frente a Temperley en la fecha siguiente no fue el resultado ideal, pero funcionó como una manera de tocar fondo y nos juramentamos sacar los seis puntos que quedaban en juego contra San Lorenzo, Argentinos Juniors y Racing Club. Por suerte para nosotros, Alonso regresó en plena forma y contra el Ciclón tuvo una tarde a puro esplendor en el sentido más cabal de la palabra. Para ese partido, el Monumental estallaba. Nosotros, que lo conocíamos de memoria, vimos a un Alonso enfurecido, dispuesto a vengarse futbolísticamente de aquellas seis fechas de suspensión que le habían dado. Alonso era el mago de nuestro circo. Nosotros le armábamos la carpa, hacíamos la limpieza y sosteníamos el resto; es decir, nuestra misión era generar las condiciones para que él pudiera brillar. El Beto era el distinto. El fantasista. El prototipo del número 10 zurdo habilidoso. Por suerte, ese día le salieron todas, el resto del equipo fue una maquinita y ganamos 2 a 0, con dos goles suyos. Conclusión: si en la fecha 37 lográbamos ganarle a Argentinos en La Paternal nos asegurábamos el ansiado primer puesto. Como todo en esa época, las cosas no fueron tan sencillas. Esta vez, las complicaciones vinieron de afuera y al lunes siguiente de ganarle a San Lorenzo la Asociación de Futbolistas Agremiados decidió hacer una huelga. ¡No lo podíamos creer! ¿Una huelga? ¿En este momento? María Estela Martínez de Perón, la viuda del General en su último año de mandato presidencial, no supo manejar un conflicto laboral entre la mayoría de los futbolistas profesionales del país y los clubes que los contrataban. Para sintetizarlo, no se pusieron de acuerdo en el reclamo de mejores condiciones salariales y así fue que el gremio de los futbolistas tomó la decisión de parar la pelota —nunca mejor dicho—, pocos días antes de nuestro encuentro decisivo frente a Argentinos Juniors. Más allá de nuestra coyuntura deportiva, no tuvimos alternativa y tanto Labruna como el plantel resolvimos plegarnos a la medida de fuerza. La pesadilla, parecía, no terminaría jamás. Pero lo más preocupante del asunto no sería la demora para jugar ese partido, sino que lo harían las divisiones juveniles. En lugar de suspender el torneo y reanudarlo una vez que las partes se hubieran puesto de acuerdo, aquel encuentro decisivo sería disputado por los chicos de las divisiones Cuarta y Quinta, todos jóvenes sin ningún poroto en Primera División. ¿Sería una casualidad? No lo parecía. Para ser completamente honesto, nosotros teníamos muy en claro que aquella huelga había sido orquestada para voltear a River una vez más. Entonces, el grupo se preguntó: «¿Justo ahora una huelga? ¿Y vuelve a pasar lo mismo que los últimos dieciocho años?». El suplicio parecía interminable. Para nosotros resultaba casi inevitable sacarnos de la cabeza el karma de tantas temporadas sin dar la vuelta. Habíamos superado toda clase de resultados adversos. Y cuando todo parecía indicar que volvíamos a encaminarnos hacia el campeonato, aparecía otro inesperado palo en la rueda. Labruna no solo no dirigió el partido de los juveniles, sino que además vino a la concentración para llevarse a su hijo Omar, que tendría que haber jugado, pero no estuvo porque Ángel no lo dejó, por la decisión que había tomado Agremiados. Cosas de esos tiempos. 55

Federico Vairo, el DT interino, armó un rejuntado con pibes de inferiores, que afortunadamente ganó el encuentro por 1 a 0, con un gol de Rubén Bruno —que ahora trabaja en infantiles en River—, con un equipo armado íntegramente con jugadores amateurs. La gente de River colmó la cancha de Vélez, donde Argentinos hizo de local e invadió el terreno de juego: tras el triunfo, los hinchas se declararon campeones. El conflicto se destrabó en la fecha siguiente y pudimos enfrentar a Racing en el Monumental, para finalmente celebrar con nuestra gente. Ganamos 2 a 0 inmersos en un clima absolutamente inédito: no recuerdo haber visto el Monumental tan lleno hasta el día en que jugamos la final del Mundial 78 frente a Holanda. El ambiente de esa tarde fue algo único; la gente lloraba, cantaba, festejaba, agradecía al cielo. La hinchada había enterrado para siempre el fantasma de los dieciocho años de padecimientos. La excitación era tan grande que el partido contra Racing no pudo completarse porque, antes de que empezara el segundo tiempo, diez mil hinchas invadieron el césped y Luis Pestarino, el referí de esa tarde, no tuvo más remedio que dar por concluido un partido que igualmente estábamos ganando con goles del Beto y Morete. El hincha quería que diéramos la vuelta olímpica y eso fue lo que hicimos ni bien salimos al campo de juego, básicamente porque más tarde hubiera sido imposible. Todo lo que vino después de aquella consagración fue, para resumirlo en una palabra, inolvidable. Después de salir campeones llegó un punto en que no podía andar por la calle sin que alguien, si no varios, me pararan para saludarme o pedirme un autógrafo. Tampoco lograba ir a cenar con mi familia sin que se agolpara gente tanto dentro como fuera del restaurante. Fue la gran explosión de la patria millonaria y nos sobrepasó absolutamente a todos. Antes de 1975, el equipo inspiraba confianza y esperanza. Después de ganar el Metropolitano del 75 pasó a ser convencimiento. Nosotros, los más nuevos, nos dimos cuenta de que ya estábamos metidos en el mundo River y usamos el Nacional 1975 para enriquecer el grupo humano y de trabajo. Ese equipo, más allá del logro que cortó una racha negativa histórica, será recordado por siempre porque salía de memoria para propios y extraños: Fillol. Comelles, Ártico, Pasarrella y Héctor López. J. J. López, Mostaza Merlo (Raimondo) y el Beto Alonso. Pedrito González, Carlos Morete y Pinino Más. DT: Ángel Amadeo Labruna. Siempre tuvimos claro que, como institución, River estaba por encima de nosotros, en parte gracias al mensaje que nos inculcó Angelito tras la consagración: «Después de haber realizado esta proeza, ustedes se tienen que quedar a vivir acá. No se dan una idea de lo grande que es River. Ya lo verán con el tiempo». De más está decir que Labruna llevaba el escudo estampado en el alma. Era fanático como nunca vi serlo a nadie más del club. Los periodistas no podían creer las declaraciones que hacía. Más de uno se volvía loco cuando, en plena conferencia, escuchaba cosas como: «Yo ataco. Que el técnico contrario piense cómo van a parar a mi equipo. El problema lo tiene él, no yo». Además del excelente manejo de los egos del grupo, dentro del campo de juego su secreto más grande fue darles a los jugadores libertad al momento de elegir la mejor opción. Y fuera de la cancha, nos involucraba de la misma manera, muchas veces consultándonos qué nos parecía tal o cual planteo de cara al rival de turno. Creo que, más que un técnico, Labruna 56

fue un padre. Por eso, en relación con este logro, podría afirmarse algo que muy pocas veces se cumple: la responsabilidad del campeonato fue mitad de los jugadores y mitad del técnico. Aquel River era un equipo digno de ver, y no solo por su voracidad de ataque. Porque, si en algún tramo del partido había que sacarse el traje y arremangarse para meterse en el barro, nosotros lo hacíamos cumpliendo otro de los mandatos de Angelito. Labruna quería que jugáramos siempre bien, sí, pero si teníamos una mala tarde entonces había que ganar con la mística, con los huevos y con el corazón. Después de tantos años ligado al fútbol, hoy llego a la conclusión de que la mística es como una aureola. Ángel no solo la tenía, sino que también supo trasladarla al equipo. Existen entrenadores mediáticos, de esos que hablan y te apabullan. Pero la mística es otra cosa. Y saber contagiarla marca la diferencia entre ganar y perder. Para el Nacional de ese año, el equipo no se desarmó, salvo por la partida a Las Palmas de nuestro goleador, Carlos Morete. En su reemplazo llegó un crack que a River le dio muchísimas alegrías y que, en lo personal, se convirtió en un amigo entrañable: Leopoldo Jacinto Luque, «el Leo». River logró clasificar a la zona ganadores y se jugaron siete partidos en veinticinco días, todos finales, definitorios, bajo la modalidad de partido único y en cancha neutral. Llegamos a las fechas finales peleando el torneo contra Estudiantes, nuestro verdugo y próximo rival: además de habernos vencido dos veces, nos llevaba un punto de ventaja y, si lograba un empate, seguiría siendo el puntero. Ese partido se jugó en un Amalfitani en el que no entraba un alma. Hacía mucho calor, pero yo estaba en llamas y me salieron absolutamente todas. El Pincha atacaba y chocaba contra mí: saqué pelotas con la mano izquierda, con la derecha, con la pierna, por arriba del travesaño, al córner… Paré todo lo que me tiraron, incluso una pelota que figura entre las atajadas más grandes de mi vida: un cabezazo a quemarropa desde el área chica de la Bruja Verón. Con nuestro arco en 0, solo era cuestión de aprovechar la que nos quedara y el gol llegó de la mano de la Pepona Reinaldi, que puso cifras definitivas y nos dejó punteros en soledad con una fecha por delante. Venciendo a Rosario Central seríamos bicampeones. El partido se jugó el domingo 28 de septiembre de 1975, el Día de los Inocentes, en la cancha del tradicional adversario canalla, Newell’s Old Boys. Nos pusimos en ventaja con un gol de Luque, pero a los pocos minutos nos empataron. Desde Avellaneda llegó un dato que podía modificar nuestros planes: Estudiantes derrotaba a Temperley, y eso significaba que nuestro empate en Rosario apenas alcanzaba para jugar un desempate. Si queríamos salir campeones sin más, no quedaba otra alternativa que ganar y sumar los dos puntos. ¿Podríamos? Alcanzaba con mirar al costado de la cancha, porque Angelito Labruna era un tipo de suerte. Una persona que, sin llegar a ser un hombre místico, creía en su fortaleza personal y en la diosa Fortuna, que siempre lo había acompañado. Fiel a su instinto ganador, decidió sacar a Luque para hacer entrar al cordobés Reinaldi. Cuando el partido se moría y el desempate ante Estudiantes parecía un hecho consumado, un centro al área de J. J. López terminó siendo impactado por la Pepona: clavó el 2 a 1 definitivo con una volea terrible y ese tanto terminó dándonos el bicampeonato. Cuando llegué al vestuario me dediqué a observar el festejo alocado de Angelito. Más tarde, cuando me explicaron lo que había pasado, entendí por qué había festejado así, a 57

los saltos, cuando la pelota de la Pepona ingresó al arco canalla. Creer o reventar, es cierto. Sin dudas, Angelito tenía un sexto sentido. Ese año fue el punto de inflexión en la historia moderna de River Plate. Los brindis navideños irrumpieron con una alegría desmesurada en todas las mesas del sufrido pueblo riverplatense. Habíamos puesto punto final a dieciocho años llenos de amarguras y sinsabores. Y gracias al mito que supimos derribar, se inició una etapa extraordinaria: la Era Labruna. Afortunadamente para mí, Dios quiso que fuera el arquero de esa década gloriosa.

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8 Acostumbrados a ganar

Clasificamos a la Copa Libertadores de 1976 después de tres años. El grupo se había propuesto lograr el trofeo que faltaba en las vitrinas del Monumental y nos volcamos de lleno al torneo continental. Compartimos el Grupo 1 con Estudiantes de La Plata y los venezolanos Galicia y Portuguesa, y clasificamos primeros sin problemas, tras ganar cinco partidos y perder solo uno, contra el Pincha, cuando ya estábamos clasificados. En la segunda fase, que dirimía el pase a la final, jugamos contra Peñarol y contra Independiente, el campeón de la edición anterior. Aquella era una copa para soñar con ganarla. Llegamos a la final contra Cruzeiro y éramos los grandes candidatos. Varios jugadores de River debieron abandonar sus compromisos con sus clubes para sumarse al equipo nacional. En mi caso, la ausencia se prolongó unos días más porque volví de la ida en Brasil con una lesión que me dejó afuera de la revancha contra Cruzeiro. Fue de las más inoportunas que tuve en mi vida y sigo lamentándola. Pasó mucho tiempo, es verdad, pero todavía me pregunto cómo se nos recordaría si también hubiésemos salido campeones de América. Pero llegamos sumamente diezmados. Tras el desgarro en Brasil, me perdí lo mejor del torneo, como también les pasó a los cuatro jugadores que se llevó el Flaco Menotti justo antes del desempate en Chile: de la base original jugaron apenas cinco titulares. Evidentemente, jugar sin Alonso, J. J. López, Perfumo, Fillol, Luque y Passarella fue dar demasiada ventaja. Creo que, pese a perder esa final de la Libertadores, el hincha de River continúa sintiendo un enorme respeto hacia nosotros. Cortar con dieciocho años de subcampeonatos fue una hazaña sin precedentes. El hecho de que, a partir de 1977, el Flaco Menotti convocara a tantos jugadores del club no era una casualidad, sino una consecuencia del buen andar del equipo. Por lo tanto, para Angelito Labruna las convocatorias a la Selección se convirtieron en uno de los grandes temas a solucionar. Todos sabíamos que, si la rompías en River, sería prácticamente imposible no ir a la Selección. Pero, además, ese año tendría una particularidad para nada menor: el Monumental estaba en refacciones de cara a la Copa del Mundo y debimos trasladar la localía a la cancha de Huracán. Para peor, arrancamos el año en un larguísimo Metropolitano de cuarenta y cuatro fechas, que debimos afrontar con dos bajas importantes. El Beto Alonso había sido transferido al Olimpique de Marsella y Pinino Más emigró al América de Cali. Para reemplazar a Pinino, llegó el mejor wing izquierdo con el cual 59

me tocó compartir una cancha, «el Negro» Ortiz. Entre otros, también arribó el goleador de Unión, Víctor Marchetti. Habíamos logrado armar un equipo fabuloso que, cuando logró ensamblar al Negro Ortiz con Leopoldo Luque, se convirtió en una tromba. De hecho, con el tiempo ambos serían los delanteros titulares de la Selección en el Mundial 78. El mensaje que bajaba Labruna seguía siendo el mismo y en los pocos partidos en los que no se dieron los resultados nos sentimos muy mal. No nos perdonábamos no ganar. Lo sentíamos como un fracaso personal y grupal por no haber cumplido con la apuesta y el mensaje. Y cuando las derrotas duelen, los equipos se vuelven rebeldes. Si un domingo las cosas no nos salían, en lugar de enojarnos entre nosotros nos desquitábamos con el próximo rival. En esos años, jugar en River no era para cualquiera. No había posibilidad de relajarse ni de sentir que ya se había conseguido todo. Para Labruna, el bicampeonato del 75 había sido el principio de algo mucho más grande. Una tarde yo estaba contracturado y se me ocurrió decirle: —Don Ángel, acabo de hablar con los médicos y llegamos a la conclusión de que hoy no haré fútbol. —De ninguna manera, Fillol. Usted se me va al vestuario, se hace masajear, se cambia y luego viene para la cancha, ¿me explico? —Pero… es un partido de práctica y hoy es martes. Tengo los aductores a la miseria… —¡Venga, venga, venga! —me dijo—. Esto es River. Acá no podés perderte ni un partido de entrenamiento. En este club hay que ganar hasta un picado entre titulares y suplentes. Y así fue que tuve que regresar al vestuario, masajearme, cambiarme y regresar al campo de juego. No me quedó otra que jugar un rato. Acepté hacerlo persuadido por el poder de convencimiento del técnico, pero sobre todo porque sus palabras me recordaban el grado de responsabilidad y compromiso que debíamos tener con nosotros mismos a nivel grupal y humano. En los diez años en los que estuve en el club no pude relajarme ni siquiera en un entrenamiento. La base del éxito de aquel equipo fue, de principio a fin, su enorme capacidad de trabajo. Un arquero tiene tiempo de mejorar hasta el día en que se retira. En 1977 estaba en mi mejor momento y sentía que, cuando me enfrentaban mano a mano, los rivales dudaban frente a mi convencimiento. Había aprendido a aprovechar ese segundo de incertidumbre y me tiraba de cabeza a la pelota gracias a la velocidad de mis piernas. Ellos atacaban el área y yo los atacaba a ellos. Era una lucha a todo o nada, en la cual gané mucho más de lo que perdí. Ese torneo lo lideramos de punta a punta. Si bien ni Independiente ni Vélez nos dieron respiro, aquel campeón del 77 tuvo, además de su vuelta olímpica, el gusto inmenso de ganarle a Boca en la Bombonera en la penúltima fecha, asegurándonos de ese modo el campeonato. Ese partido, que se jugó el 9 de noviembre de 1977, fue un espectáculo no apto para cardíacos. Arrancó ganando Boca, que llegó al gol con un remate cruzado de Pernía, pero Passarella lo empató de penal enseguida. A continuación, ellos se vinieron con todo, empujados por su gente, pero chocaron una y otra vez contra nuestra defensa… y mis atajadas. Tengo que reconocer que ese día estuve bastante inspirado y que, ante cada remate que les atajé, terminé frustrando a sus delanteros. 60

Cuando el partido se moría, Pedrito González aprovechó un pase al vacío de Luque, corrió unos metros y gambeteó a Gatti, que había salido hasta casi fuera del área grande, y la mandó al fondo de la red. Como en el 75, cuando el referí pitó el final, nos fuimos a festejar al arco del Riachuelo con las dos bandejas repletas de hinchas de River, que, créanme, silenciaron a una Bombonera que quedó perpleja. No solo habíamos ganado el Superclásico, sino que también nos asegurábamos el primer puesto. A la semana siguiente, jugamos con Ferro en un Ducó explotado, que nuestros hinchas habían colmado para celebrar el tercer campeonato de la Era Labruna. Goleamos 4 a 2 con goles de Marchetti, Passarella, González y Ortiz. Nos habíamos acostumbrado a ganar. Cuando pasa eso, los grupos se fortalecen. Y una vez concluido el año mundialista River volvió a la senda triunfal, alcanzando un tricampeonato por segunda vez en su historia.

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SEGUNDA PARTE

El Himno antes de la final. (Getty Images)

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9 El Mundial 78

En la historia del fútbol argentino hay un antes y un después de la llegada del «Flaco» César Luis Menotti. Puedo afirmar esto con conocimiento de causa porque, con Kempes y Houseman, fuimos los únicos jugadores que atravesamos las dos etapas mundialistas. Menotti fue una suerte de mesías que llegó a la Selección para salvar al fútbol argentino, armando una infraestructura acorde a nuestra materia prima. No solo organizó a la Selección sino que, además, proyectó el futuro; jerarquizó a sus dirigentes, a sus técnicos y a los jugadores. Antes de él, nos creíamos campeones del mundo sin haberlo sido nunca. El Flaco asumió después del Mundial 74 y debutó el 12 de octubre, en un amistoso entre Argentina y España. Yo soñaba con estar en su ciclo desde el inicio. Tuve que esperar hasta 1975 para ser citado por primera vez. Una de las primeras medidas que tomó Menotti fue hacerles firmar un documento a todos los presidentes de los clubes, en el cual se comprometían a reafirmar que la prioridad del fútbol argentino sería la Selección nacional. Por lo tanto, los clubes no podrían oponerse a ceder jugadores en ninguna convocatoria, ya fueran giras o simples concentraciones. Si bien todos los clubes suscribieron el acuerdo, el más afectado fue el mejor equipo del momento, el River de Angelito Labruna. De repente, la Selección se transformó en una sucursal de Núñez. Luque, J. J. López, Passarella, Alonso, el Negro Ortiz y yo empezamos a alternar entre River y Argentina. La única salvedad fue Passarella, que para Labruna era suplente. A partir de esa convocatoria masiva, la relación entre la dirigencia de River, Labruna y Menotti fue un caos. Para colmo, nos hacían participar a nosotros, cuando quienes debían decidir eran los dirigentes. En la primera convocatoria de 1975 Menotti presentó un plan con dos giras anuales por Europa, la primera en marzo y la segunda en octubre. Los arqueros del plantel éramos «el Loco» Hugo Gatti y yo. Una tarde estábamos en el predio de IMOS y Menotti nos blanqueó su idea sobre nuestro puesto. —Pato, quiero hablar con usted. La verdad es que lo veo muy bien y tengo mucha confianza en cómo está rindiendo. —Muchas gracias, César —le agradecí lleno de orgullo. —Pero, ¿sabe qué? También tengo el mismo concepto de Hugo. Para resolver mis dudas, decidí que en esta primera gira usted sea el titular. En la de octubre lo será Hugo. —No tengo problema, César, está bien. Pero si en la primera gira ando bien, 64

¿entonces en la segunda voy como suplente? Porque… —empecé a decirle con cierta ingenuidad, aunque no me dejó terminar de hablar. —¿Usted no me entendió? Acá el que mando soy yo. Si no está de acuerdo, dígamelo, nos damos un apretón de manos y se terminó. —No se haga problema. Perfecto. Acá manda usted. Pero yo me voy —le retruqué, mirándolo fijamente a los ojos. —¡Perfecto! Si usted no está de acuerdo con mi proyecto, a partir de este momento queda desafectado. Nos dimos la mano. Ni siquiera había podido decirle si estaba o no de acuerdo. Como fuera, agarré mis cosas y me fui para Quilmes lleno de dolor. Camino a mi casa repasé el diálogo una y mil veces. Nunca, en ningún momento, le había dicho que estaba en desacuerdo con su idea. Menotti decía que mandaba él y, a mi manera, yo también me había plantado. En perspectiva, creo que mi reacción fue producto de la rebeldía típica de un pibe que quiere cambiar el mundo. Cuando uno es chico piensa que realmente puede hacerlo. Ese pibe inconformista que habita en mí sigue estando más vivo que nunca porque conozco muy bien la diferencia entre rebelión y queja. Quiero decir que a esa altura de mi vida era rebelde, pero no boludo. El Flaco Menotti siempre fue un adelantado en el fútbol, lo era en aquella época y continúa siéndolo ahora. Él tenía su pensamiento y creo que yo se lo respeté. A la vez, considero que él no respetó mi rebeldía. ¿Estaba afuera de la Selección? Muy bien. Aprovecharía para darle todo a River; de hecho, durante esos años gané títulos con mi club y logré cosechar el reconocimiento tanto del hincha como de la prensa especializada. «Fillol la rompe en River, pero no ataja en la Selección», titulaban. Llegado un punto, esa contradicción empezó a ser cada vez más profunda. La rompí durante todo 1976 y 1977 y los misiles estaban a la orden del día. Pero Menotti, que no se achicaba jamás, subía el voltaje declarando: «Mi arquero sigue siendo el Loco Gatti». Lejos de amilanarme, yo no tenía mejor idea que salir al cruce para responderle: «Soy feliz en River, estoy muy bien acá y quiero jugar el Mundial». Angelito Labruna, que tampoco se quedaba atrás, me decía: «Estás en el mejor club del mundo. Entraste en la historia. Quedate a vivir acá». Ese tironeo entre la AFA, River, Menotti y Labruna se extendió durante meses. Sin embargo, lejos de deprimirme o bajar el rendimiento, empecé a atajar con un convencimiento que por momentos me volvía invencible. Como era de esperar, empezó a generarse una presión difícil de manejar. Por si fuera poco, varias hinchadas cantaban: «Borombon-bon, borombon-bon, para el Pato, la Selección». El reclamo, en un momento, se volvió unánime. La situación comenzó a tomar un rumbo recién en octubre del 77. Tras casarme con Olga —en una parroquia de Quilmes oficiada amablemente por el padre Farinello—, El Gráfico se aventuró con una de las jugadas más audaces de su centenaria historia. Esta aseveración no es mía, sino de Carlos Ares, periodista de la revista y uno de los mentores del plan que relataré a continuación. Un plan que muchos, al día de hoy, desconocen. Ares sabía que Menotti me quería y, además, seguía bastante seguido la campaña de River. Conocía mi pensamiento y tenía claro que, por la Selección, yo dejaba la vida y cualquier cosa que se me cruzara en el medio. Al final de la temporada 1977, el Círculo de Periodistas Deportivos me declaró el «mejor jugador del torneo». Con ese pretexto, El Gráfico organizó una reunión en la casa de Menotti: su idea era reunir al director técnico 65

de la Selección con el futbolista más destacado de la temporada. Debo decir que a esa reunión me llevaron engañado. Apenas intercambié un llamado telefónico con El Gráfico para sacarme las dudas de encima. —Pato, vamos a armar una nota con vos y Menotti como protagonistas. —Carlos, no tengo problema, pero ustedes saben mejor que nadie el problema que tengo con el Flaco. ¿Ustedes saben si él quiere juntarse conmigo? —Ya lo hablamos con él y quiere. Quedate tranquilo, que solo vamos a hablar de la temporada que acaba de terminar y del fútbol local. —Como ustedes quieran. Pero saben mejor que nadie que el arquero de Menotti es Hugo Gatti. Finalmente nos juntamos en su casa de la calle Quintana, en el corazón del barrio de La Recoleta. Nunca supe si el Flaco sabía o no sobre esa reunión. Íntimamente, pienso que de alguna manera la quería. —Pase, siéntese —me dijo Menotti con gesto adusto. Flotaba en el ambiente un aire tenso. Ares rompió el hielo con una presentación previa al reportaje: «Estamos con el técnico que dirigirá la Selección en la Argentina en el próximo Mundial y con el mejor jugador del año». Enseguida empezaron las preguntas de rigor, hasta que la propia dinámica de la charla llevó la cuestión a un tema inevitable: por qué Fillol no estaba en la Selección. —Fillol, fuiste el mejor jugador del año. ¿Te gustaría estar en la Selección? — preguntó Ares con cierta dosis de inocencia. —Sí, obvio que me gustaría, pero siento que es un poco tarde. Perdí toda la etapa previa al trabajo, falta muy poco para la Copa del Mundo y la AFA ya tiene la lista de los mundialistas. —¿Usted lo convocaría, César? —contraatacó Ares, como un nueve de área que vio la luz y entró con la pregunta correcta en el momento indicado. —Por qué no… Tengo tres arqueros, que son Hugo, Baley y La Volpe. No tendría problema en sumar uno más si es que él está de acuerdo. Me quedé en un silencio absoluto, mirando la escena con las manos entrecruzadas. Cuando estaba a punto de responder, Menotti continuó con la idea. —Si él está dispuesto a sumarse, sería muy bueno. De acá a junio del 78 seguramente tendré que desafectar a alguno de los tres. Ares redobló la apuesta: —Pato, la pelota está en tu campo ahora. ¿Aceptarías ir como cuarto arquero? —No tengan dudas de que estoy para lo que el técnico y la Selección requieran — contesté para evitar falsas interpretaciones y segundas lecturas. En ese momento me dije para mis adentros: «Vamos, Pato, vamos, carajo, que te los comés a todos». No era un pensamiento soberbio, tampoco mi respuesta había sido falsa modestia, porque en ese sentido siempre fui un tipo ganador con una rebeldía positiva. El Flaco, que es bien bicho y muy inteligente, cerró el tema con la frase más esperada del convite: —Bueno, perfecto, Fillol. Si acepta estar en la lista como cuarto arquero no hay problema. Lo espero el 3 de enero en la Villa Marista para empezar la pretemporada. Al lunes siguiente, El Gráfico tituló: «Fillol a la Selección» y eso generó un efecto cascada que, lejos de perjudicarme, allanó mi camino hacia el arco nacional.

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En esa época no había televisión por cable ni tantos medios especializados como hoy. La revista El Gráfico era una especie de biblia deportiva. Si pasaba algo, estaba escrito en sus páginas. Caso contrario, para la gente no existía. Dos días después de aquella tapa sobre mi regreso, Gatti renunció a la Selección, acusando problemas de rodillas y otras cosas de dudosa demostración. Desconozco si entre Menotti y él existía un pacto. Tampoco sé si le habrá molestado mi retorno o si no quiso competir por el puesto conmigo, que venía con un hambre de gloria gigante. En esos años de batallas deportivas entre el River de Labruna y el Boca del Toto Lorenzo, Fillol versus Gatti era un clásico aparte. Lo cierto es que atajábamos, pensábamos y vivíamos de un modo distinto. Él declaraba que era el más lindo. Se consideraba a sí mismo el mejor. Y yo declaraba que trabajaba para serlo. Creo que el tiempo me dio la razón. Reconozco que la competencia con Hugo fue hermosa: pasamos diez años peleando para ver quién se destacaba más en cada River-Boca. Es difícil hablar de algo que pasó hace cuatro décadas. Como bien afirmó alguien, la única verdad es la realidad. Y la historia oficial dice que, tras la reunión con Menotti, para El Gráfico la rodilla de Gatti se rompió mucho más. De ahí en más, seríamos tres para pelear el arco titular en la copa del mundo Argentina 1978. Los primeros días de enero nos juntamos para hacer la pretemporada en la Villa Marista de Mar del Plata. En mi cabeza rondaban dos situaciones. En lo deportivo, no podía dejar de pensar en las vueltas de la vida y en que dejaba atrás dos años sin integrar el grupo de la Selección Argentina. De alguna manera, me había acostumbrado a no estar. Nunca le había restado importancia; al contrario, me mataba para ser tenido en cuenta nuevamente. Pero recién cuando volví a sumarme terminé de darme cuenta de lo que significaba para mí. Al mismo tiempo, mis pensamientos —y mis sentimientos— se enfocaban en otra novedad: Olga, embarazada de mi primera hija, estaba cerca de dar a luz. Motivado por esa alegría, me presenté en el lugar de entrenamiento y disfruté mucho el reencuentro con muchos de mis grandes rivales del fútbol. No me gustaría parecer soberbio, pero mientras saludaba a uno por uno sentí que mi destino próximo no sería pasar a la historia como tercer arquero. El convencimiento que tenía me hacía pensar que no sería un simple actor de reparto. Para mis adentros, me imaginaba como el titular de la primera Copa del Mundo que se disputaría en la Argentina. Si siempre había entrenado al máximo de mis posibilidades, esta vez tendría que dar el ciento diez por ciento de mi capacidad. Darlo todo y más también. Tuve a favor que la integración al grupo fue relativamente sencilla porque ahí estaban Daniel Passarella, «el Conejo» Tarantini, Leopoldo Luque y el Negro Ortiz, con quienes compartía el día a día en River. Con el resto de los diecisiete jugadores arrancaba una convivencia de cero, al igual que con el preparador físico, el profesor Pizzarotti, el ayudante de campo Roberto Saporitti, y el resto del cuerpo técnico. Ese primer día nos recibió el Flaco Menotti junto a su cuerpo técnico, dándonos la bienvenida a medida que llegábamos a la Villa Marista. El lugar era una extensión de la prédica de Menotti: austero, ameno y sin grandes lujos. Un espacio de trabajo. Una habitación cada dos compañeros, un par de canchas de entrenamiento, un comedor generoso y, sobre todo, mucha tranquilidad. En aquel 1978 convulsionado, la paz cotizaba en oro. El único problema de la Villa era que no disponía de una cancha de once oficial. 67

Durante esa pretemporada marplatense haríamos fútbol en el Estadio Minella, mientras lo remodelaban para la Copa. Tras los saludos de rigor, César nos mandó a cambiarnos. A continuación hicimos un calentamiento previo a fondo y luego armó dos equipos para hacer fútbol. Así, como cualquier otro, comenzó el día uno de un ciclo glorioso. Y entonces Menotti se agachó, metió la mano en un bolso lleno de pecheras y empezó a repartirlas. Cuando llegó mi turno, me miró fijo. Hablando bajo, pero con un tono firme, me dijo: —Agárrela fuerte porque esto es la Selección Argentina. Tomé la pechera. Me la calcé. Y sentí que tenía super-poderes. Creo que fue el entrenamiento en el que mejor atajé en toda mi vida. Con esa frase corta pero contundente, Menotti te inspiraba muchísimo más que tantos entrenadores a los que les gusta hablar el doble. Una de sus virtudes máximas siempre fue sacarle el jugo a su poder de síntesis motivacional. Sabía cómo llegarle al jugador. Cuánto tiempo tenía que hablar. Dónde pegarle para conmoverlo. Tenía una sensibilidad única, rara para el mundo del fútbol, que no he vuelto a encontrar en otros entrenadores. Cuando ese día el influjo de sus palabras ya habían hecho su efecto, llegó el momento de la verdad y empezaron a pelotearme. Creo, sin temor a equivocarme, que esa tarde saqué todo lo que me tiraron. No es una forma de decirlo. Saqué todo en verdad. Parecía poseído por el arco, y realmente lo estaba. Quizás me guiaba el impulso del objetivo que tenía en mente. Si para Menotti era el tercer arquero, yo sentía que era el primero y no tenía otra opción que demostrárselo desde el primer pelotazo. Y en ese primer entrenamiento hasta yo me sorprendí de mi performance. Ese primer día en la concentración fui especialmente ceremonioso al momento de instalarme en la habitación que compartiría, de ahí en más, con «Chocolate» Baley. Desarmé el bolso lentamente, acomodando cada cosa muy de a poco, sin ningún apuro. Creo que tardé el doble que los demás porque, en el fondo, fue una forma de disimular la emoción que sentía. Entrábamos en la cuenta regresiva del desafío de nuestras vidas, el Mundial, y la intensidad de la preparación era impresionante. Salíamos a correr kilómetros y kilómetros en la playa, ante la mirada de los veraneantes. No parábamos. Éramos Rocky. La rutina era durísima: correr, almorzar, siesta, ejercicios con pelota. Cada día lo mismo. En mi objetivo de alcanzar mi mejor forma física fue fundamental nuestro preparador físico, una gran persona que no debería quedar fuera de este relato. El profesor Pizzarotti, el mejor PF que tuve en mi vida, también tuvo una importancia fundamental en el armado del grupo. No es lo más habitual llevarse tan bien con el tipo que diariamente te mata a ejercicios. En general la relación entre el jugador y el preparador físico es, en un buen sentido, bastante tirante. Pero con Pizzarotti no hubo nada de eso, más bien lo contrario. Nos aniquilaba con sus propuestas de trabajo, y lo queríamos y respetábamos muchísimo. Confiábamos en él, y a la larga su trabajo dio frutos. Nos dejaba muertos, pero con él se dio una situación extrañamente agradable: la pretemporada en la Villa Marista con la Selección Argentina fue la más exigente de toda mi carrera y también una de las que más disfruté. Una de las claves para entender todo lo que vino después es que durante los meses de enero, febrero, marzo, abril y mayo de 1978 se trabajó pensando únicamente en un objetivo: preparar un equipo para ganar el Mundial. Para lograr esto, la AFA no tuvo más 68

remedio que acatar una de las condiciones más innegociables que había impuesto Menotti: durante esos cinco meses los clubes se vieron obligados a ceder a los jugadores. Y no solo eso: los futbolistas afectados firmamos una cláusula de intransferibilidad que nos blindaba de cualquier eventual venta al exterior. Menotti también fue un adelantado en eso de concentrar y delinear un grupo para un objetivo ulterior. Porque hasta su arribo, ser jugador de Selección no era un premio en absoluto. Es más, muchas veces resultaba un castigo. Esta realidad no estaba determinada por los protagonistas sino por los desbarajustes de la dirigencia. Por eso, para entender el alcance vanguardista del proyecto de Menotti es necesario destacar que logró eso que parecía imposible y que, de hecho, no volvió a suceder: reunir al equipo entero durante ese lapso con la anuencia de todo el fútbol argentino. Una vez culminada la etapa Villa Marista jugamos una serie de amistosos. En marzo enfrentamos a Perú y a Bulgaria, en abril a Rumania, Irlanda y Uruguay. Durante ese rodaje el equipo tuvo un gran andar: ganamos los cinco partidos, anotando 16 goles y recibiendo apenas 4. Tras los amistosos, finalmente nos instalamos de lleno en lo que fue nuestra última morada antes del asalto final, la Quinta Salvatori, de José C. Paz. Este lugar había sido alquilado por la AFA y tenía el pequeño gran problema de carecer de una cancha grande para hacer fútbol once contra once. Para eso debíamos trasladarnos a la localidad vecina de Derqui, donde había una cancha más o menos oficial. Afortunadamente, en la actualidad la Selección cuenta con el predio de lujo construido ad hoc en Ezeiza. Nosotros no solo no soñábamos con un espacio así, sino que además estábamos sumamente conformes con la Quinta Salvatori. El hecho de tener que ir y venir de Derqui terminó viniéndonos bien porque nos ayudó a romper un poco con la monotonía de la concentración. La Quinta era un lugar austero, con habitaciones para dos personas, un único televisor para todos ubicado estratégicamente en el living y un solo aparato de teléfono (hacíamos cola para usarlo). La estructura de aquel caserón tampoco ayudaba demasiado, ya que para ir desde la concentración al comedor había que caminar unos cincuenta metros; porque si algo tenía la Quinta Salvatori era que todo, pero todo, estaba separado y a una distancia considerable. No obstante, para nosotros aquello era un hotel, no de cinco, sino de diez estrellas. La convivencia era fantástica, y poco a poco fuimos teniendo algún que otro fin de semana libre; sobre todo los muchachos que, como yo, teníamos a nuestras mujeres embarazadas. Olga estuvo constantemente acompañada por sus padres y, a pesar de ser madre primeriza, nunca me reprochó nada y su apoyo fue determinante. Más allá de estas huidas esporádicas, que aprovechábamos para estar —como máximo— dos días en nuestras casas, entrar o salir de nuestro búnker no era tarea sencilla para nadie. En esa época, José C. Paz estaba prácticamente blindado por los militares. Su argumento era que debían reforzar la seguridad por las numerosas amenazas de Montoneros, el ERP y otras agrupaciones guerrilleras. Al menos eso decían. Lo cierto es que, una vez iniciado el Mundial, el trayecto que hacíamos en la Panamericana ofrecía permanentemente la misma postal: en cada puente que cruzábamos podías ver a los soldados reparando en cada auto que osaba deslizarse libremente. Con esta metodología, naturalmente las visitas que recibimos fueron muy pocas. Atravesamos todo aquel periodo literalmente aislados en una concentración hermética y solitaria. Hoy, tantos años después, es imposible no admitir que esa situación estaba muy lejos de ser algo normal. Un poco por la autodisciplina que nos impusimos —que incluía encerrarnos para no 69

desviarnos de lo deportivo— y otro poco por el control de las calles que imponían los militares, la burbuja se hizo cada día más sólida y difícil de penetrar. También debo admitir que en ese momento nos sentíamos absolutamente felices de estar representando al país. Para nosotros estar en ese lugar —y tener que hacer el esfuerzo de vivir en esa otra dimensión durante tanto tiempo— era parte de la inercia necesaria para alcanzar el sueño de ganar el Mundial, que a la vez era el sueño de todos. Los controles eran tan estrictos que alcanzaban incluso a nuestros familiares. La Quinta tenía un estacionamiento gigante y, cuando venía a vernos alguien de nuestro entorno, debía dejar su auto ahí. Absolutamente ningún ser querido podía llegar en auto hasta la concentración, ni entrar por sus propios medios. El trámite del estacionamiento incluía que los militares les tomaran los datos y les revisaran los coches. Recién cuando ellos los autorizaban, nuestros allegados podían ingresar al lobby de la entrada. Nosotros, que invertíamos cada hora pensando en la Copa del Mundo, estábamos tan enfocados en ese objetivo que no le dimos demasiada importancia a esa guardia pretoriana del ingreso. Después de todo, eran nuestros familiares y venían a darnos su apoyo y amor. Era completamente ridículo que los controlaran de esa manera. ¿Cómo expresar, en este relato retrospectivo, la enorme fe que nos teníamos? Tal vez alcance con la siguiente anécdota. Un día me llamaron de prensa de la AFA para decirme: «Fillol, está la televisión española y quieren hacerle un reportaje». Hubiera preferido no hacer esa nota, más que nada porque no tenía ganas de levantar el perfil ni de dar explicaciones sobre las peripecias que había vivido hasta llegar a integrar la lista final. Resulta que, ni bien arrancó, el periodista me preguntó: —¿Quién crees que va a ser el campeón de esta Copa del Mundo? —Argentina. ¡No tengo dudas! —le respondí con tono firme y seguro. El cronista español —no recuerdo su nombre porque jamás llegó a identificarse— empezó a reírse de un modo socarrón, sobrando la situación. Conté hasta diez para no reaccionar mal. Enseguida volví a mirarlo con cara de pocos amigos y, sin mediar palabra, me levanté y me fui. Lo dejé con el micrófono en la mano. En ese plantel estaba la «mesa de los gordos» —que los lectores me perdonen, pero no leerán aquí sus nombres—, cuatro jugadores que comían juntos para cuidarse y custodiarse entre ellos. Esa clase de actitudes, que demuestran el compromiso que tenía el grupo de cara al gran objetivo, no era algo que se viera en otros planteles. Cuando la convivencia comenzó a ser más profunda, a medida que nos fuimos conociendo y reconociendo entre nosotros, aceptándonos y tratando de ayudarnos, el grupo terminó de convencerse de que realmente podíamos ser campeones del mundo. Por ejemplo, se crearon comisiones para mantenernos ocupados en los momentos de ocio. En la comisión de «Relaciones públicas» estaban Tarantini, Ardiles, Villa y Bertoni; en la de «Cultura», Valencia, Houseman, Pagnanini y La Volpe; en la de «Finanzas», Gallego, Luque y Ardiles; finalmente, la comisión de «Fiestas» era comandada por Killer, Larrosa y Bottaniz. Por otra parte, se organizaban diferentes campeonatos, que podían ser de truco, tute, ajedrez, damas o de billar. Los campeones de truco éramos Baley y yo; en tute se destacaban Passarella y Ortiz; en ajedrez, los bochos eran Ardiles y La Volpe; en damas, el crack era Villa; en vóleibol se destacaba el equipo «Bagre», de Houseman, La Volpe y Galván; en billar, el «Navarrita» era Passarella. Todos, desde el día uno, concentramos, vivimos y entrenamos para jugar ese partido 70

final. En nuestras sobremesas hablábamos constantemente de fútbol. Durante nuestro tiempo libre también. El hecho de estar tan enfocados se lo debíamos a Menotti. Se había preparado como ningún otro para ser el técnico campeón del mundo con Argentina y con el paso de los días logró irradiar en nosotros esa obsesión. En la previa del amistoso con Rumania sonó el teléfono de la concentración. Olga me llamaba para avisarme que nuestra primera hija estaba a punto de nacer. Automáticamente le pedí permiso a Menotti y a las dos de la mañana salí disparado de José C. Paz directo a Quilmes. Regresé el mismo día del partido, el Flaco me preguntó cómo estaba y le respondí que quería jugar. Había perdido un par de días de entrenamiento, pero tenía resto en el alma. Era padre primerizo, mi nena había nacido sana y disfruté muchísimo de su llegada al mundo. Por lo tanto, la parte emotiva estaba al ciento por ciento. Le pusimos Nadia por Nadia Comaneci, la atleta. El destino quiso que tres días después de su nacimiento yo estuviera jugando un partido precisamente contra Rumania. La preparación para el Mundial seguía en marcha. Teníamos la fecha del debut grabada en la frente. No obstante, antes de eso habría que atravesar un momento que, descontábamos, sería doloroso para todo el plantel: el 19 de mayo el entrenador debía entregar la lista definitiva, donde figurarían los jugadores que seguían en carrera y los tres, apenas tres, que se quedarían en el camino. En otras palabras, quiénes verían trunco su sueño más grande. La desafectación alcanzó a Bravo, «Lito» Bottaniz y a un joven Diego Armando Maradona. Fue un momento tremendo para todos. Pero salió a relucir la personalidad del grupo, apuntalada por el profe Pizzarotti, que nos dio fuerzas y herramientas para saltar las vallas emocionales que se erigieron tras la decisión de Menotti. Maradona, que la rompía toda, quedó afuera porque no era su momento. Él y Bravo abandonaron inmediatamente la concentración, pero Bottaniz pidió quedarse con el grupo, nosotros dijimos que sí y terminó viviendo el Mundial con el equipo. Era un pibe muy positivo en todos los aspectos y estar con él te garantizaba cagarte de risa todo el tiempo. Así, entre bajas, despedidas y la unión del grupo sumada a una intensificación de los trabajos físicos, encaramos el último tramo de la preparación. Estábamos ansiosos, nerviosos, intentando administrar como podíamos las emociones que nos dominaban. Nos moríamos de ganas de salir a jugar de una vez por todas el bendito Mundial. En los últimos diez días desbordábamos de adrenalina. Quedaban atrás largos meses de una preparación única en la historia. Cinco meses de concentración con los nacimientos de nuestros hijos en el medio. Y una necesidad de salir a representar al país que llevaba a nuestros corazones a latir más de la cuenta. Se acercaba el esperado primer partido del Mundial. Leíamos los diarios. Veíamos la televisión. Escuchábamos la radio. Mientras la información luchaba por ingresar en nuestras mentes, nosotros pensábamos en otra cosa: ¿qué dirían esos mismos periodistas un mes después? ¿Estarían escribiendo, relatando, contando, diciendo, gritando «Argentina campeón del mundo por primera vez en su historia»? Nosotros estábamos seguros que sí. ¿Esa certeza era fruto de nuestra confianza o tenía visos de realidad? ¿Los demás también nos verían así? Cómo saberlo. En mi caso particular, a medida que se acercaba el debut contra Hungría comencé a visualizar el partido. Jugar en el Monumental era para mí una ventaja. Leve, pero ventaja al fin. Conocía los pasillos perfectamente bien, pero lo más importante era tener claras las 71

referencias visuales: para un arquero, conocer el estadio donde vas a jugar es un plus considerable. Y el hecho de que fuera la cancha de River, mi amado club, me motivaba aún más. Todos los equipos tienen cábalas grupales e individuales. También existen los rituales, las rutinas de ribetes cabalísticos, y aquella Selección no se mantuvo al margen de esas cosas. Mi ceremonia particular se reducía a la ropa y el orden de movimientos antes de salir al campo de juego. Primero venía el calzoncillo, luego el pantalón, después la camiseta; me vendaba y, por último, me ponía las medias y los guantes. Todo esto sucedía dentro del vestuario. Lo aclaro porque generalmente los arqueros se ponen los guantes en el campo de juego, pero yo estaba tan cebado y tenía tanta energía que hubiera podido vestirme antes de salir para el estadio. Otra de las cábalas que tenía consistía en entrar a la cancha con el pie derecho. La restante es, sin duda, la más extraña de todas: antes de cada partido me echaba alcohol en el pecho. Sí, así como leen. Adopté esa costumbre en Quilmes, cuando era un pibe y el suplente del «Turco» Cavallero. Un día, observándolo antes de un partido, detecté que agarraba una botellita de alcohol para salpicarse un poco en el pecho, y empecé a imitarlo. Creo que en realidad era más un hábito que una cábala. Caso contrario, tras mi debut en Primera y los seis goles que me comí tendría que haberme tirado un fósforo y prenderme fuego. Como fuera, el alcohol en mi buzo no tenía una explicación lógica, pero por alguna razón necesitaba hacerlo. En lo grupal, la cábala original consistía en respetar las mesas de la concentración. También se estableció que Passarella y Tarantini gritarían las arengas. En la cancha también nos gritábamos, aunque no para darnos aliento sino para putearnos. Mis blancos preferidos para los insultos eran justamente Passarella y Tarantini. Galván y Olguín casi no hablaban, pero con los otros dos era terrible. Nos decíamos de todo en un vocabulario bien de potrero, sin ningún protocolo, con la certeza de que empezaba y terminaba ahí. Cuando terminaban los partidos, en la concentración también nos decíamos cosas a modo de autocrítica. Para el Mundial 78 apareció una rutina que no estaba prevista pero que, con el correr de los primeros partidos, nos dio una energía espiritual inmensa. El trayecto entre José C. Paz y el estadio Monumental era un espectáculo en sí mismo. La calle estaba copada por la gente, algo que en esa época del país no era la postal más habitual. Fue más bien una excepción que se dio durante la Copa. Autos, bocinas, banderas, carteles, familias enteras que, paradas en un puente de la Panamericana, habían ido hasta ahí solamente para hacernos saber su cariño y apoyo. Camino al partido debut contra Hungría el micro debió hacer un pequeño desvío y terminó tomando por una calle bastante angosta, que estaba repleta de fanáticos en motos, bicicletas y coches. En un momento no tuvimos más opción que frenar porque la propia gente no nos dejaba avanzar. Quedamos parados frente a una casa muy humilde, en la que había una viejita, una señora muy, pero muy mayor, abrazada a un cuadro de la Virgen María. Nos quedamos todos mirándola, conmovidos por esa imagen llena de fe. Ese 2 de junio de 1978 marcaba el inicio del Mundial. Salimos por el túnel avanzando a paso firme de cara a una multitud argentina que había abarrotado el estadio. Ese día Argentina debutó con Fillol; Galván, Olguín, Passarella y Tarantini; Ardiles, Gallego y Valencia; Houseman, Kempes y Luque. Luego ingresaron el Beto Alonso y Daniel Bertoni. Cuando empezó el partido estábamos tan metidos que podría afirmar que en 72

aquel debut contra Hungría hubo más ansiedad que en la mismísima final. Fue tan así que caímos en uno de los peores errores que un equipo puede cometer: empezar a jugar un partido antes de que ruede la pelota. Nos pasamos de revoluciones y pagamos la torpeza con un gol en contra cuando, a los diez minutos de iniciado el partido, tras una desinteligencia nuestra, Hungría se puso 1 a 0 casi desde el vestuario. Fue por un zurdazo cruzado que logré desviar, aunque el rebote le quedó servido a Csapó; entró solo, sin marca, para empujarla a la red. Más que un balde de agua fría, ese gol que nos hicieron fue el sopapo que nos permitió reaccionar a tiempo. El equipo se enojó. Nos despertó el instinto ofensivo que estaba en nuestro ADN. Habíamos salido a la cancha con las pulsaciones al máximo, y ese gol fue una provocación. Asfixiamos tanto al rival que apenas cinco minutos después Leopoldo Jacinto Luque puso el empate transitorio. Tras un tiro libre de Kempes a quemarropa, capturó un rebote del arquero y la metió. El gol de Luque nos dio tranquilidad, pero nunca bajamos la intensidad. En el segundo tiempo mantuvimos la misma línea y el partido se convirtió en un monólogo de la Selección. Pese a que teníamos llegadas y circulación, la pelota no quería entrar y Menotti movió el banco para hacer entrar a Alonso y Bertoni. El gol de la victoria (y del desahogo) lo hizo precisamente Bertoni cuando al partido le quedaban seis minutos. Con el pitazo final nos distendimos. Había sido un partido desgastante. No es sencillo reponerte de un gol en contra en el debut de un Mundial, mucho menos si estás jugando en tu casa. La cabeza también juega. Y el ritmo de juego, ni hablar. Tras empatarlo, a Hungría le ganamos con fútbol pero, sobre todo, físicamente, porque estuvimos impecables. Nuestro estado nos ayudó a llegar al final del partido con el mismo carácter del principio. Si mentalmente estábamos fuertes, físicamente lo estábamos más todavía. En eso se veía claramente el trabajo increíble que había realizado Pizzarotti. Necesito insistir en que su trabajo era realmente increíble porque Ricardo no solo se ocupaba de entrenarnos, sino que además manejaba el grupo y estaba todo el día con nosotros. Nos buscaba distracciones, cosas para hacer. Esto, sumado a que tenía un conocimiento absoluto de cada físico y sabía perfectamente la manera de pensar de los veintitrés jugadores, lo ubica en un lugar central de esta historia. Sin él, las cosas hubieran sido definitivamente distintas. Después del triunfo pudimos disfrutar de la explosión de la gente y absorber su alegría mientras abandonábamos el estadio. No sé por qué, en algún momento de aquella noche volví a pensar en esa abuelita que habíamos visto abrazada a su cuadro de la Virgen. Le agradecí en secreto. Habíamos dado el primer paso. La semana que siguió al debut no fue una más para aquel plantel. Estando concentrados nos enteramos de una noticia trágica: el hermano de mi amigo Luque había protagonizado un accidente automovilístico en el que automáticamente perdió la vida. Leopoldo, como era de esperar, estaba completamente destruido. Todos en el grupo hicimos lo que estuvo a nuestro alcance para acompañarlo o ayudarlo en algo, pero cuando te pasa algo así no hay consuelo que alcance. En medio de ese clima de duelo y tristeza nos tocó preparar el siguiente encuentro, en el que enfrentaríamos a Francia. Sabíamos que se trataba de un gran equipo formado por jugadores muy buenos en lo individual. Por lo tanto, cuando funcionaban en conjunto podían transformarse en rivales poderosos. Sin embargo, por más que tuviéramos en cuenta estos datos, en realidad 73

estábamos más enfocados en nuestra tarea. Menotti es un entrenador que te convence partiendo de tu propio potencial. Le daba más importancia a nuestro funcionamiento que a la peligrosidad del rival de turno. El Flaco hacía mucho hincapié en los movimientos que teníamos que hacer y en la actitud que debíamos tener. Le gustaba mucho cuando el equipo tenía rotación y a eso le sumaba precisión; quería que defendiéramos el arte de jugar al fútbol por abajo, con toques, movimientos permanentes, circulación y, sobre todo, llegadas al arco. Buscaba un equipo frontal, con matices estratégicos. Cuando, por ejemplo, llegábamos a tres cuartos de cancha y existía la posibilidad de jugar para atrás, entonces había que empezar la jugada de nuevo para intentar desgastar al rival. Nunca pregonó ser vertical y morir en el intento. Para Menotti, ser vertical implicaba saber cuándo hacer la pausa con la pelota en nuestro poder. Camino al estadio para enfrentar a Francia, los jugadores le insistimos al conductor del micro en repetir la ruta del primer partido. Nuestra intención era desviarnos de vuelta para ver si veíamos a la abuelita de la Virgen. «¡Ahí está!», la descubrió alguno. «¡Vamos, abuelita!», gritamos todos. A esa altura se había convertido en nuestra cábala. Un Mundial nunca da descanso. Veníamos de recibir el impacto por la muerte del hermano de Luque y así y todo debíamos concentrarnos en ganar. El partido contra Francia era clave porque, con una victoria, nos asegurábamos pasar a la siguiente fase. A diferencia del debut con Hungría, pudimos controlar la ansiedad y empezar a jugar recién cuando el referí pitó el inicio. Esta vez golpeamos primero nosotros. En el primer tiempo Passarella abrió el marcador de penal tras fusilar al arquero con un furioso remate de zurda. En el complemento, más exactamente a los quince minutos, llegó el empate gracias al gol de un crack que hacía su debut en una Copa del Mundo, Michel Platini. Para mi desgracia, ese gol sería recordado por algunos con cierta sorna. El día siguiente del partido nos reunimos en el lobby de la concentración para volver a verlo. Estábamos los jugadores, algunos periodistas y Menotti. Cuando llegó ese gol, un periodista de la comitiva le preguntó a Havelange qué le había parecido. Y el brasileño no tuvo mejor idea que decir: —Y… para mí que la culpa la tuvo Fillol. Es del arquero. El Flaco Menotti me miró, se rio y después susurró: —Qué barbaridad, Ubaldo. —Y… usted sabe cómo es esto. Todo puede suceder —respondí al ver que el Flaco me estaba bancando. Siempre pensé que hasta que la pelota no atraviesa la línea de gol es posible hacer algo más. Es algo que en la actualidad les transmito a los chicos que atajan en River. En mi caso, cada gol me hacía sentir una culpa tremenda. Me preguntaba cómo podría haberlo evitado. Es cierto que quizás me mortificaba de más. Pero era mi mentalidad y con el tiempo trabajé mucho para minimizar esa cuestión de la híper responsabilidad. Sin embargo, sentirlo así me ayudó para exigirme cada vez más. Más allá de los estilos, tengo bien claro que hay buenos arqueros que atajan pelotas y también están los distintos, los que ganan partidos y campeonatos. Mortificándose o no, hay que trabajar y cuestionarse mucho para forzar una superación constante. Los que pasan a la historia son los que piensan así. Eso mismo los hace diferentes. Francia nos había empatado, debíamos salir a matar o morir y eso fue lo que hicimos, metiendo a los once franceses en su campo, decididos a someterlos. La crónica de ese partido tiene nombre y apellido: Leopoldo Jacinto Luque. Fue su momento del Mundial, 74

cuando demostró no solo lo enorme que era como jugador sino también su hombría. En ese encuentro se lesionó el hombro. Y siguió jugando. Su hermano había muerto unos pocos días atrás. Y jugó igual. No solo eso: le debemos la victoria. Porque ese día se ganó con un golazo de esos que solamente él podía hacer. Ardiles tocó para el Leo. Luque la paró, acomodó el cuerpo y sacó un remate furioso, que se coló a media altura, a la derecha del arquero, de cara al Río de la Plata. Ese gol terminó dándole a la Selección la victoria definitiva. Uno de los derechazos más importantes de la historia del fútbol argentino. Habíamos clasificado a la fase siguiente superando a un rival duro. Desde mi punto de vista, lo más importante era que seguíamos perfeccionando la idea de fútbol que intentábamos imponer. Faltaba el partido más complicado de la ronda, la siempre difícil Selección de Italia. No estaba la abuela. El micro que nos llevó de la concentración al Mundial para enfrentar a Italia repitió la ruta de los partidos anteriores pero esta vez no la vimos. Sin duda, fue una mala señal que anticipó el rumbo de una noche para el olvido. Nunca supimos qué le pasó. Quizás se infartó. Tal vez era tana. Lo cierto es que esperamos verla aparecer durante un rato y no hubo caso. A esa altura, para nosotros la viejita era Gardel. A la hora del partido, el Monumental volvía a vestirse de fiesta para un duelo cruzado por miles de historias en común entre los abuelos que bajaron de los barcos de inmigrantes a principios de siglo, los hijos que forjaron un futuro en la Argentina y los nietos que querían ganarle a la patria de sus abuelos. En el partido hubo llegadas de ambos equipos. En el balance general tuvimos alguna que otra más que ellos, pero los italianos se impusieron con su fórmula histórica: catenaccio y efectividad. En una de las pocas que tuvieron en el segundo tiempo, cuando faltaban veinte minutos para terminar el partido, Paolo Rossi armó una pared fenomenal con Bettega y, tras un par de toques, el delantero de la Juventus pisó el área y me la tocó suave a mi palo derecho. Italia se puso 1 a 0 y desencadenó nuestra búsqueda desesperada por empatar el partido, algo que nunca pudimos hacer. Para peor, cuando escuchamos el pitazo final supimos que no solo habíamos perdido un partido; después de largos meses en la quinta de José C. Paz debíamos mudarnos a Rosario para la fase de grupos. Nos shockeó porque nunca, en ningún momento, habíamos pensado en esa posibilidad. No imaginábamos perder, menos todavía abandonar Buenos Aires. Por nuestra mente no pasaba otra cosa que no fuera ganar. Dejamos la cancha de River con muchísima angustia. ¿En serio teníamos que mudarnos? Así fue como, una vez de regreso en José C. Paz, reunimos nuestras cosas y empezamos a mentalizarnos en trasladar a Rosario la mística que habíamos creado en la quinta. Por suerte, la tristeza nos duró muy poco. El día del viaje, Aeroparque se llenó de hinchas que habían ido hasta ahí para manifestarnos su apoyo. Ese contacto con el mundo real nos hizo bien de verdad. Interactuar con la gente del barrio y contagiarnos del fervor del hincha común cargó las pilas que casi se habían consumido con aquel gol de Bettega. Eran miles. Y estaban locos por la Selección. Eso fue lo primero que percibimos apenas pusimos un pie en Rosario. El apoyo de la gente fue tan masivo que el micro no pudo salir del Aeropuerto por un buen rato. Lo mismo pasó cuando intentamos llegar a la concentración. Lejos de perturbarnos, el cariño desmedido de la gente nos sirvió como una nueva inyección anímica, que nos terminó potenciando y enriqueciendo 75

anímicamente. Aquel de Rosario fue uno de los recibimientos más conmovedores que experimenté en toda mi vida. Nos concentramos en Granadero Baigorria, a unos siete kilómetros del Gigante de Arroyito, sobre la costanera del río Paraná. Nos había tocado una ciudad extremadamente futbolera, que además era sinónimo del fútbol que encabezaban dos hijos dilectos de la casa: el Flaco Menotti y Mario Alberto Kempes. El fixture de esa segunda fase se armó en base a dos grupos de cuatro selecciones cada uno. Nosotros fuimos a parar al Grupo B, junto con la difícil Polonia, Brasil y Perú, dos rivales con los cuales habíamos jugado en reiteradas oportunidades, con suerte dispar. A principios de ese mismo año ya habíamos derrotado a Perú en dos amistosos. Brasil, por su parte, en los últimos años venía teniendo una clara supremacía sobre nosotros. Nuestro primer rival sería Polonia. El Gigante de Arroyito era ensordecedor. A diferencia del Monumental, la cancha de Rosario Central no tiene pista de atletismo —en esa época tampoco había alambrado perimetral— y la sensación era que la gente se convertía en un jugador más. Pedían faltas, insultaban a los rivales y hacían lo que fuera para amedrentar a nuestros oponentes. Rosario era una olla a presión, algo que sentíamos incluso dentro del vestuario; era un espacio chico, sin demasiado lugar para cambiarnos ni precalentar, prácticamente «invadido» por la gente: el aliento se escuchaba tanto que a veces nos obligaba a levantar la voz para poder oírnos entre nosotros. La atmósfera que se respiró durante los tres partidos que jugamos en la ciudad fue una experiencia inolvidable. El equipo polaco jugaba como una selección sudamericana. Pelota al piso, buen trato de balón, jugadores con buena técnica individual, funcionamiento colectivo. Ya los había visto en Alemania en el 74, cuando coronaron un gran torneo —salieron terceros— de la mano de su jugador estrella, el pelado Grzegorz Lato. Como siempre, salimos a ahogarlos de movida y enseguida creamos un par de jugadas claras para desnivelar. Hasta que, promediando el primer tiempo, llegó una de las jugadas más importantes de la Copa. Polonia consiguió un tiro libre indirecto al borde del área. Deyna tiró el centro bien pasado. Yo calculé mal. Salí y la pelota me sobró. En el segundo palo la tocaron al medio, donde esperaba Maculewicz, que cabeceó en el punto del penal con destino de gol. Kempes se había quedado cubriendo el primer palo. Y cuando vio que la pelota viajaba a la red, ensayó una volada para la historia. De palo a palo. Y evitó el gol. Lógicamente, el juez pitó penal. Lo que sucedió a continuación se convirtió en el momento más intenso del Mundial; o por lo menos del mío. Intentando procesar la situación a la velocidad de la luz, lo primero que pasó por mi cabeza fue una charla que había tenido con Menotti antes de salir al campo de juego. —Ubaldo, si llega a haber un penal, lo va a tirar Deyna. —¿Usted conoce cómo los patea, César? —Patea muy bien pero despacio, a colocar. Esté atento porque, si usted adivina el lugar, para mí que se lo ataja. Si será grande el Flaco Menotti: me vaticinó quién podía patear un posible penal y cómo lo haría. Cuando Deyna se paró en frente de la pelota, tuve unos segundos de concentración suprema, durante los cuales repetí para mis adentros el mantra sagrado: —Lo adivino y se lo atajo. Lo adivino y se lo atajo. Lo adivino y… Deyna se cuadró, tomó una leve carrera y remató mansamente a mi palo izquierdo, efectivamente a colocar. Cuando el polaco emprendió su carrera hacia el punto del penal 76

me quedé quieto todo lo que pude… y lo que él me permitió. Al que te fusila, como hacían Scotta o Passarella, esperarlo es prácticamente imposible: meten un cañonazo y a buscarla adentro. Pero los que eligen el lugar te dan ese plus de tiempo que esa noche supe aprovechar de manera contundente. Mi opinión es que Deyna pateó mal, con parsimonia, anunciando sus intenciones. En todo caso, mi contribución fue nunca jugarme a un palo para no darle esa ventaja. Cuando la pelota quedó atrapada en mis guantes, escuché el grito más fuerte del Mundial. Mi cabeza y mis oídos explotaron. Creo, sin temor a equivocarme, que ese penal que detuve se gritó tanto o más que un gol. Ese penal significó muchísimo en mi carrera. Tanto es así que incluso hoy mucha de la gente que me para por la calle me pregunta por esa atajada. Cuarenta años después sigue estando vigente, más que nunca, y si bien no fue el mejor penal que contuve en mi carrera, sí fue el más importante. Siempre fui un tipo de fe. Un creyente de la vida y de las fuerzas superiores. Por eso creo que en ese penal conté con una ayuda divina tan necesaria como fundamental. Atajar ese penal fue un suceso celestial. Un mandato de Dios. A partir de ese momento se abrió el partido y vimos claramente cómo los polacos comenzaron a derrumbarse mientras Argentina se potenciaba. En ese lapso surgió la figura gigantesca del goleador del Mundial, Mario Alberto Kempes, que con dos golazos —uno en cada tiempo— consiguió que la Selección se llevara una ansiada y necesitada victoria (sin contar que el propio Kempes había evitado el gol para forzar el penal que terminé atajando). Con el triunfo consumado, cuatro días después nos esperaba el clásico más clásico de Sudamérica: debíamos enfrentar nada menos que a Brasil. Tanto ellos como nosotros supimos de entrada que ganar ese partido significaba sacar el pasaje a la final. Es más, considero que fue el más importante de todo el Mundial, una verdadera final anticipada. Para ese partido contra Brasil el Flaco Menotti movió piezas en ataque: sacó a Houseman para ponerlo al Negro Ortiz, y Bertoni reemplazó a Villa (una modificación en lo numérico, ya que en lo táctico la banda izquierda fue ocupada por «el Matador» Kempes). Debo confesar que con el paso del tiempo me sorprende que ni la gente ni el periodismo tengan en cuenta ese partido. Más que nada por todo lo que significaba jugarlo y, fundamentalmente, no perderlo. Era un duelo para salir airosos. Esa noche estuve intratable y gané tres mano a mano para conservar mi arco en cero. Los brasileños dejaron ver en sus rostros su frustración y en un momento les quedó claro que en esa ocasión no iban a meterme ningún gol. Teniendo en cuenta el poder ofensivo de aquel seleccionado, eso no era poca cosa. Nosotros, sin llegar a refugiarnos en nuestra área, pudimos capear el temporal de un Brasil que necesitaba la victoria para cerrar el grupo. Para colmo, cuando más y mejor atacaban, casi nos llevamos el partido de chiripa. Passarella despejó un ataque y la pelota le quedó a Bertoni, que le sacó jugo a su velocidad por derecha para cedérsela a Ortiz con un preciso centro atrás. Cuando todos pensamos que el Negro le rompería el arco a Leão, el genial wing izquierdo de Argentina tocó suavemente para intentar colocar la pelota en la esquina del arco. Increíblemente, se le fue por centímetros, y con esa chance también se iba la mejor ocasión de gol que habíamos tenido en los noventa minutos. El partido terminó sin goles. Argentina y Brasil tenían la misma cantidad de puntos. Conclusión: todo se definiría en la última fecha. Ellos contra Polonia, nosotros contra Perú. Se venía el encuentro más controversial de nuestra historia. 77

¿Nosotros hacemos seis goles a partir de qué momento? ¿Cómo termina el primer tiempo? ¿Cómo fueron los primeros diez minutos del partido? ¿Perú se vendió a cambio de un buque lleno de trigo? ¿Y si entraban los dos mano a mano que tuvo Perú antes del gol de Kempes? ¿Qué iban a decir? Durante muchos años la gente abusó de una tergiversación de los hechos. No leí ningún análisis futbolístico de ese partido. Nadie jamás paró la pelota para analizarlo en lo deportivo. La mayoría se hizo eco de una versión de la historia que, a los jugadores que integramos el plantel de Argentina 1978, nos hizo quedar como si hubiéramos sido simples actores de reparto. Es tan injusto. El 6 a 0 a Perú fue en un partido de fútbol en el que tuvimos un andar superlativo, que sirvió para clasificar a la Argentina a la final del Mundial que todos querían ganar. Nos acusaron de quedarnos con un partido presuntamente arreglado. Dijeron que habíamos vencido a un rival entregado. Una enorme mentira que tuvo como finalidad mezclar lo político con lo estrictamente deportivo. En aquella Selección éramos veintidós jugadores con la única misión de obtener la Copa del Mundo. Podrán conjeturar lo que quieran, pero la realidad es que en los primeros diez minutos estuvimos a punto de estar en desventaja por dos goles. Tuvieron dos mano a mano clarísimos. Después los fuimos debilitando, atacándolos por todos lados, explotando las grietas que dejaron en la defensa. Por eso me tiene sin cuidado lo que se diga acerca de ese partido. No tiene relevancia porque, como futbolista, tengo muy claro que, de haber convertido ellos alguno de los goles que casi hacen, nosotros nos quedábamos sin chances. También dijeron que esa noche jugamos dopados y que compramos al referí. ¿Se olvidan de que en los dos amistosos previos al Mundial les hicimos cinco goles? Me dolió —y me sigue doliendo— que los argentinos seamos incapaces de disfrutar un partido brillante, más aún cuando se trató de una Selección que dejó la vida para conseguir el primer gran logro colectivo de la historia de nuestro fútbol. Lo único que aplaca mi dolor es que quienes estuvimos dentro de la cancha sabemos perfectamente que no hubo nada raro. A una parte de la sociedad le costó disociar que el Mundial lo ganamos veintidós jugadores que durante cinco meses debieron dejar a sus familias, a sus hijos recién nacidos y a sus clubes. Contra Perú no jugaron ni Massera ni Lacoste, mucho menos Videla. Hay una canción de León Gieco, «La memoria», que hace un panegírico sobre los años de plomo que gobernó la Junta Militar. Cuando menciona al Mundial 78, dice «Cuando el fútbol se lo comió todo». Se refiere a los desaparecidos durante la Copa. Es una canción que me encanta. Pero no hay que olvidarse de que ese fútbol también nos comió a nosotros. Sentimos mucho orgullo, amor y responsabilidad por lo que conseguimos. Aunque pareciera que nuestro problema fue hacer seis goles y pasar a una final. Como le sucedió a la inmensa mayoría, hubiera sido absurdo repudiar aquello que desconocíamos. Más adelante, con la llegada de los juicios a las Juntas se nos revolvió el estómago, como debe haberle pasado a cualquier argentino de bien. Hoy, a la distancia, lamento profundamente no haberme enterado de las bestialidades que estaban haciendo. Me enfurece pensar que el hijo de puta de Videla usó el Mundial para ganar tiempo y seguir secuestrando, torturando y matando gente. Lo triste es que tanta gente siga diciendo locuras sobre nosotros en lugar de analizar el contexto del deporte argentino en 78

la década del setenta. El Mundial duró treinta días. Lo ganamos y nos tiran la mochila a nosotros. Cuando corría Reutemann o peleaba Monzón se paraba el país. Cuando Vilas arrasaba en Roland Garros o Australia pasaba lo mismo. ¿Nosotros ganamos la Copa y somos los títeres de la dictadura? No hay mucho más para reflexionar. Como argentino siento odio y vergüenza: la Copa del Mundo, los títulos de Vilas, las peleas de Monzón y las carreras de Fórmula 1 de Reutemann fueron logros que se utilizaron para mantener al pueblo ocupado. Mientras tanto, los militares seguían robando, torturando y matando compatriotas. ¿Pero qué culpa tuvimos los deportistas? Durante mucho tiempo, los organismos de derechos humanos nos metieron en la misma bolsa de los asesinos del Proceso. Nunca vi a nadie repudiar a otros deportistas de elite del modo en que lo hicieron —y siguen haciéndolo— con los futbolistas de Argentina 78. De alguna manera nos dejaron expuestos como si fuéramos los culpables de las atrocidades cometidas, cuando lo único que hicimos fue cumplir el sueño de todo futbolista: ganar un Mundial con la camiseta de tu país. Podrán decirme ignorante o estúpido por haber vivido en una burbuja, desconociendo el contexto sociopolítico de esos años. Pero que quede bien claro que no fuimos culpables, mucho menos colaboracionistas. En lo personal, ya hice mi mea culpa. Me reprocho, con mucho dolor, el hecho de haberme dado cuenta tan tarde de que nuestra gesta se usó para tapar crímenes de lesa humanidad. Lo que nunca sospechamos es que, por golear a Perú y dejar afuera a Brasil de la final del Mundial, nos tocaría padecer décadas y décadas de ostracismo deportivo.

La final «Les agradezco por todo lo que me han dado en este tiempo que hemos transcurrido juntos. No puedo pedirles más, porque sé muy bien que lo dieron todo. Pero, como ustedes sabrán, nos falta jugar el partido final dentro de dos horas, y por eso me tomé la atribución de pedirles un esfuerzo más. El último. No para conmigo, sino con ustedes, y por eso estoy acá, para agradecerle a cada uno personalmente. Para poder decirles, mirándolos a los ojos, que se han brindado al ciento por ciento. Y eso es algo que, como entrenador, nunca olvidaré. Pero sepan también que les falta un esfuerzo final para entrar en la historia grande del fútbol del mundo. Ustedes, en los próximos noventa minutos que están por jugar, tienen que hacer un esfuerzo supremo por el país, por su familia, por la historia. Y sé muy bien que lo van a conseguir». César Luis Menotti, en un pasaje de su charla técnica previo a disputarse la final de la Copa del Mundo frente a Holanda el domingo 25 de junio de 1978. Para Menotti éramos los mejores. Te incentivaba a partir de ahí. En esa charla apeló a la familia, a los sentimientos más profundos y genuinos. Y no fue tarea sencilla tener el tacto justo y necesario para hablar de los vínculos familiares y el esfuerzo personal en ese contexto cargado de tensión. Menotti hizo mucho hincapié en nuestros seres queridos porque sabía mejor que nadie que gran parte del esfuerzo que nos había pedido también involucraba a quienes rodeaban a los jugadores. Y eligió ese momento para agradecerlo. 79

El Flaco tenía una sensibilidad única, y ese día se recibió de conductor de grupo. Aquella charla nos dejó culo pa’ arriba. Todos en el plantel esperábamos escuchar lo que habitualmente se dice en una situación así: en general, el técnico habla de las fortalezas y debilidades del rival, y punto. No mucho más. Ese día sucedió todo lo contrario y, con sus palabras, Menotti nos desarmó por completo, dejándonos a corazón abierto. En ningún momento se refirió a un jugador en particular. No mencionó cómo jugaba Holanda. No dijo nada acerca de cómo debíamos jugar nosotros. Aquella fue una arenga que tuvo un único objetivo: llegar a lo más profundo del corazón del jugador. Nos pidió que tuviéramos memoria, que hiciéramos todo aquello que él nos había inculcado en los cuatro años de trabajo. Tenía bien claro que le hablaba a un grupo que sabía muy bien cómo hacer las cosas. ¿Saben cuánto duró esa «charla técnica»? Apenas trece minutos. En la actualidad, cualquier entrenador invierte al menos una hora en su charla técnica. Y lo único que consigue es llenar de conceptos a un jugador que ya tiene su cabeza explotada de adrenalina. ¿Qué técnico se animaría hoy, en la misma situación, a dar una charla técnica de tan solo trece minutos sin mencionar al rival de turno? Fue la charla más motivadora que tuve a lo largo de mi carrera como futbolista profesional. Cuando Menotti terminó de hablar, lo único que queríamos hacer era salir a jugar el partido inmediatamente, aunque para eso faltaba un largo rato. En el lapso entre la arenga y la salida al campo de juego, mi cabeza estalló. Comencé a proyectar en mi mente la película de mi vida, desde que pateé la primera pelota en los potreros de Monte y soñaba con jugar una final y salir campeón del mundo. Creo que la inteligencia de César fue buscar precisamente eso: apelar a los sueños más puros y genuinos que tiene el jugador. Por eso, lejos de sentir presión, la sensación fue que nos atravesó una inmensa responsabilidad. Y teníamos que sobrellevarla dejando la piel en la cancha. Nos hizo ver que estábamos a punto de entrar en la historia grande del fútbol argentino. Ese día, César Luis Menotti paró en la cancha a Fillol; Galván, Olguín, Passarella y Tarantini; Ardiles, Gallego y Kempes; Bertoni, Luque y Ortiz. El referí italiano Sergio Gonella llamó a los capitanes y a la hora señalada ambos equipos salimos al campo. Antes del inicio hubo un inconveniente con un jugador holandés, uno de los mellizos Van de Kerkhof, quien aparentemente tenía un vendaje ilegal en una de sus manos. Ese incidente provocó que el partido se retrasara más de lo habitual, porque lo mandaron al banco a vendarse de nuevo. De más está decir que la demora puso nerviosos a los veintidós jugadores, a los cuerpos técnicos, a las ochenta mil almas que coparon el Monumental y a los veinticinco millones de argentinos que nos alentaban desde todos los rincones del país. Una vez solucionado el tema, llegó el momento de jugar. Argentina salió con todo y Holanda no se quedó atrás. Ellos tenían un equipazo, cuya base era aquella generación de futbolistas excepcionales que provenían de la cantera del Club Ajax y Feyenoord. Su estilo había sido bautizado como «fútbol total» y venía maravillando a propios y extraños desde hacía años. En Alemania 74 habían perdido la final, así que llegaban con la sangre en el ojo. Esta final frente a nosotros simbolizaba la oportunidad histórica de cerrar la herida abierta. En el primer tiempo tuve dos atajadas contundentes ante Johnny Rep. Según la FIFA, una de ellas, más concretamente la primera, no solo fue la mejor de Argentina 78, sino que está considerada como una de las más determinantes de la historia. La jugada se 80

desencadenó por una falla en nuestra defensa: Wim Jansen tiró un centro al corazón del área, cuando la pelota estaba en el aire Gallego y Passarella saltaron para despejarla, pero al hacerlo chocaron entre ellos. En el punto del penal esperaba Johnny Rep. Le quedó flotando y sin pensarlo disparó un bombazo a quemarropa que tenía destino de red. Mi reacción inmediata fue adelantarme un paso y abrir bien los ojos para tratar de cerrarle los espacios. Cuando el delantero surgido en la cantera del Ajax finalmente pateó, la pelota impactó de lleno en mis manos y logré sacarla al córner por encima del travesaño. Siempre diré que fue un penal con pelota en movimiento. Cuando el primer tiempo se moría, a los cuarenta y cuatro minutos tuve otra atajada providencial, que muchos recordarán porque pareció gol. Rensenbrink tiró su enésimo centro de la tarde al corazón del área. En esta ocasión, en vez de cabecear, el mellizo René van de Kerkhof la bajó al punto del penal, habilitando el arribo en solitario de Rep, nuevamente Rep, que solo tenía que empujar la pelota a la red. Como había quedado a medio camino entre el cabezazo y mi palo derecho, no tuve otra opción que tirarme con toda mi alma y atacar la pelota que había impactado el delantero holandés. Cuando Rensenbrink se relamía, la pelota me pegó en las piernas y salió al lateral. La cara de impotencia que puso fue descomunal. Hay que ponerlo en contexto: el mejor delantero holandés había tenido dos opciones clarísimas de gol y en ambas sucumbió ante mi humanidad. Por suerte para nosotros, unos minutos antes Kempes —el jugador más determinante que tuvimos en ese Mundial— había abierto el marcador con una arremetida a pura potencia. Gracias a su gol y a mis dos atajadas, nos fuimos al descanso ganando 1 a 0. En el entretiempo, Menotti nos pidió concentración. Nos dijo que jugáramos a nuestro ritmo, sin entrar en la ansiedad y el fervor de la gente. Nos señaló que los holandeses iban a tener que hacer el gasto, y que eso nos dejaría huecos para explotar ofensivamente. En verdad, era demasiado difícil abstraernos de la ansiedad de la gente y de todo lo que nos estábamos jugando en los cuarenta y cinco minutos restantes. El referí italiano pitó el inicio y Holanda se vino con todo. Nosotros resistimos y empezamos a intercambiar golpe por golpe. El DT de ellos, Ernst Happel, movió el banco. Sacó a Rep, que no había podido desnivelar, y también a Jansen. En su reemplazo, tiró toda la carne al asador y puso al lateral-volante Suurbier y al delantero Nanninga. Le dio resultado porque, cuando faltaban ocho minutos para completar el tiempo reglamentario, pasó lo que no tenía que suceder: Holanda empató el partido. La jugada fue otra desatención nuestra. Quisimos tirar el achique para dejarlos en offside y quedó uno enganchado. Arie Haan leyó la jugada perfectamente y abrió a la derecha para aprovechar otro pique de René van de Kerkhof. Debía salir a atorarlo y cubrir el primer palo. Desde esa posición, cualquier delantero hubiera fusilado al arquero y punto. Pero esa vez no pude salirme con la mía porque el mellizo amagó a patear y picó la pelota al corazón del punto de penal, para que Nanninga metiera un cabezazo al ángulo y empatara así la final, a pocos minutos del cierre. Normalmente, si después de tanto batallar un equipo logra empatar un partido faltando tan poco para concluirlo suele agrandarse e ir por todo. Y nosotros, en lugar de enfriarnos un poco y esperar al suplementario, pensamos «hay vida, no estamos muertos, vamos que restan siete minutos». Y así fue que salimos a buscarlo y por culpa de ese envión casi nos quedamos sin nada. Porque lo cierto es que estuvimos a diez segundos y trece centímetros de pasar a la historia negra del fútbol criollo. 81

Gonella pitó una falta detrás de mitad de cancha y Krol ejecutó el tiro libre directo a nuestra área, la pelota sobró a Passarella y a Olguín. Por atrás entró solo Rensenbrink, impactando la pelota ante mi salida desesperada. Cuando lo enfrenté, miré la pelota fijamente, sin dar vuelta la cara, con los ojos bien abiertos, tratando de usar todo el cuerpo para clausurarle cualquier opción de gol. Rensenbrink arañó la pelota y se coló por el único lugar que había dejado abierto. Cuando el balón traspasó mi cuerpo, noté que el holandés daba por descontado que iba a entrar y en esa fracción de segundo pensé: «Esa pelota no pasa la raya de gol. No puede pasar. No pasará». Y no pasó. Impactó de lleno en los trece centímetros que mide el palo de un arco de fútbol y, encima, el rebote le quedó al Tolo Gallego, que quiso despejarla con alma y vida. La desesperación le jugó una mala pasada: le dio con la canilla y terminó sacándola a cualquier parte. Cuando la pelota traspasó el lateral que da a la Platea San Martín, el italiano Gonella pitó el final de los noventa minutos reglamentarios. A partir de ese momento sentí más que nunca que la gente atajaba conmigo; que no estaba solo y que, además de los veinticinco millones de argentinos que defendían los tres palos conmigo, también contábamos con la ayuda divina de Dios. Porque, de lo contrario, no se entendía cómo no había entrado esa pelota de Rensenbrink. El gol había sido evitado por una fuerza divina. Antes del suplementario, tomamos aire y aprovechamos el descanso para mirarnos las caras, insultamos un poquito y juramentamos dejar la vida en los treinta minutos que se venían. Supimos, por las caras de los holandeses, que la pelota en el palo había sido una chance que no debieron dejar escapar. Veíamos a un rival herido, con la mirada hundida en la frustración, y fuimos por el tiro de gracia. Teníamos plena conciencia de que habíamos estado a punto de perder nada menos que la final y de que nos había sido otorgada una vida más. Sentimos que la historia nos daba una nueva oportunidad. Si algo valoro de aquella Selección, es que nunca bajó los brazos. Si querés matar a un jugador argentino, más te vale hacerlo en cuanto puedas, sin dudarlo ni dejarlo con vida. No existe otro futbolista en la tierra que tenga tanto amor propio por su camiseta. Si lo dejás respirando, ni bien se recupera se lleva puesto a cualquier rival que tenga en frente. Y eso fue exactamente lo que sucedió. El equipo se convirtió en una tromba que tuvo su premio en los pies de Kempes. Cuando se morían los primeros quince del suplementario, el Matador se llevó por delante a un par de defensores holandeses y enfrentó al arquero Jan Jongbloed. Primero le tiró a matar por abajo. El holandés frenó el remate, pero lo favoreció a Mario, quien tras una carambola extraña consiguió empujarla suavemente al fondo del arco. Todavía quedaban quince minutos para el infarto. Y era imprescindible no volver a fallar. Holanda se vino con todo y resistimos agrupados, ordenados, hasta que tuvimos una clara. Y esta vez no perdonamos. Tarantini tocó en tres cuartos de cancha para Kempes y el Matador ensayó una pared a pura potencia con Daniel Bertoni. Entraron al área holandesa, la pelota quedó boyando y Bertoni, que no durmió ni un segundo, sacó un derechazo directo a la red del arco que da al Río de la Plata: 3 a 1. Listo. El señor Gonella pitó el final. ¡Argentina Campeón del Mundo por primera vez! El sueño de mi vida hecho realidad. Salimos todos disparados para cualquier lado. Nos chocábamos entre nosotros. Los jugadores de campo se desperdigaban por la cancha impulsados por una energía que los transportaba de aquí para allá. El arquero, en cambio, siempre está solo. Tiene dos 82

opciones: o se abraza con la gente o con el primer defensor que se le cruza. Pero hablamos de una final del mundo y para eso no existen protocolos. El final fue tan caótico como emocionante. Segundos después de haber terminado el partido, se dio una de las situaciones que más me ha conmovido en mi vida. Yo caí al piso, casi desvanecido. Sin proponérmelo, me quedé arrodillado sobre el césped, con las manos cruzadas, como abrazándome a mí mismo. El brazo derecho al hombro izquierdo y el otro de izquierda a derecha. Parecía estar rezando. Y algo de eso hubo. Empecé a agradecerle a Dios por todo lo que había vivido y por la ayuda divina que nos había dado. Hasta que llegó el momento. La vivencia más fuerte de mi existencia, muy por encima de cualquier logro en el fútbol: cuando abrí los ojos, se me apareció la imagen de Jesucristo en el pasto. Vi su cara mirándome y no lo podía creer. Estaba cara a cara con Dios. La paz que me invadió fue tan grande que durante el lapso en que transcurrió la aparición divina —no fueron más de tres segundos— no escuché ni registré absolutamente nada de lo que estaba sucediendo en el estadio. Fue tremendo y definitivamente movilizador. Abrí los ojos de manera instintiva, pero mi estado emocional me obligó a volver a cerrarlos por un par de segundos más, como si quisiera volver a ver a Jesucristo para agradecerle una vez más. En ese preciso momento sentí que alguien me tocaba los hombros. Recién cuando reaccioné noté que el Conejo Tarantini estaba ahí conmigo, abrazándome. Lo que siguió a esa situación es una de las imágenes más icónicas de la historia de nuestro fútbol. Ricardo Alfieri padre, fotógrafo de El Gráfico, intuyó que algo grande estaba por pasar. Había visto el partido ubicado sobre mi palo derecho, y cuando terminó salió corriendo para mi lado por una simple razón: yo era el jugador que estaba más cerca. Ricardo tenía dos cámaras colgando del cuello, una a color y otra blanco y negro. Inmediatamente tomó la segunda y mientras yo estaba arrodillado disparó varias fotos. Lo que nadie esperaba, ni el fotógrafo y mucho menos yo, era que en ese instante se acercaría no solo el Conejo, sino también Víctor Dell’Aquila, un hombre que no tenía brazos y que también había visto la final detrás del arco. Había llegado al Monumental desde Ezpeleta, sin entrada ni pase para discapacitado. No sabía si iba a poder entrar, pero fue igual. Lo concreto es que Víctor estaba en el lugar y el momento correctos. Cuando se acercó a nosotros, nos abrazó con las mangas vacías de un viejo pulóver. Alfieri tiró unas ráfagas furiosas con su cámara, retratando para la posteridad una foto que resumiría la imagen perfecta entre lo místico, lo deportivo y lo humano. A partir de ese día, esa foto pasó a la historia como «El abrazo del alma» y fue publicada en la tapa de la revista con ese título. Los minutos que se sucedieron a continuación fueron de un desborde absoluto. El campo de juego se llenó de gente que había saltado desde las tribunas. Era imposible que alguien soñara con detener a los hinchas. De repente me vi en andas. No sé cómo llegué hasta ahí. Tiempo después me enteré de que, quien me llevaba, era el actor Jean Pierre Noher. Como ya dije, estoy convencido de que todo lo que pasó esa noche está relacionado con una ayuda divina. De hecho, más adelante estas percepciones fueron los disparadores de largas charlas con el padre Farinello, aquel que nos había casado a Olga y a mí. También fui a Luján a agradecerle a la Virgen María por toda su protección durante la Copa del Mundo. Le ofrendé mi buzo verde número cinco. Sentirse el mejor equipo del mundo es una sensación incomparable. Es un estado de 83

placer único, mágico e intransferible. Es la confirmación de que todo aquello por lo cual luchaste tenía una razón, un propósito. Por fin se había cumplido el final feliz que César Luis Menotti nos había vaticinado durante largos meses e infinidad de charlas. Cuando levantamos el trofeo, automáticamente dejamos de ser los «campeones morales». Orgullosos, podíamos gritarle al mundo que el fútbol argentino estaba en la cima de la pirámide. Ahora sí que podíamos hacerlo. Además de la enorme alegría que sentía, encima me nombraron el mejor arquero del Mundial. El vestuario de la final se abarrotó rápidamente de gente que iba, venía, entraba y salía. Hubo muy poco espacio para la intimidad. Si habrá sido frenético que ahí mismo nos pusimos el traje para ir directamente a la fiesta de clausura que organiza la FIFA cada vez que culmina un Mundial. Cayó la gente de la AFA con los trajes, nos cambiamos y partimos. La cena fue en el paquetísimo Hotel Alvear, en un ambiente plagado de dirigentes, militares, y enviados especiales. A las dos de la mañana nos pareció que ya era hora de partir y los jugadores abandonamos el hotel todos juntos. Cada uno enfiló para su barrio, pueblo o provincia. Para abaratar costos, a Passarella y a mí nos llevó un patrullero; él vivía en Aldo Bonzi, yo en Quilmes. Cuando llegué a mi casa, el silencio contrastaba ferozmente con el clima festivo de las últimas horas. Llegaba aturdido por la fiesta en la cancha y la celebración posterior, y en los alrededores de mi hogar no se escuchaba un solo ruido. Nadie con bocinas ni matracas festejando. Toqué el timbre, se asomó Olga, prendió las luces… y ahí sí: mi casa rebosaba de gente que me estaba esperando con una fiesta sorpresa. Allí estaban mis amigos, familiares y la gente querida del barrio. Durante el campeonato del mundo, la cuadra de mi casa fue un lugar obligado de reunión. La gente cortaba la calle y algunos no tuvieron mejor idea que pasarse el día convocando a prácticamente todos. En los días siguientes, me pasó de salir de mi casa a las siete de la mañana y seguir encontrando gente en la puerta, muchos chicos de la escuela primaria que habían ido con los maestros a ver en persona al campeón del mundo. ¡Qué lindo todo lo que pasó! ¡Cuántos momentos inolvidables! A partir de 1978, cada vez que me paraban por la calle para saludarme, absolutamente todos repetían las mismas preguntas: «¿Qué se siente ser campeón del mundo? ¿Cómo es ser el mejor de todos?». Yo me había preparado para serlo. Nunca había imaginado todo lo que te daba conseguirlo. Y era hermoso. Mi respuesta a esas consultas también fue siempre la misma: «No me siento el mejor, pero siempre me preparo y trabajo para serlo». Lo repetí tantas veces que en un momento me dije: «No me puedo quedar con esto, tengo que superarme». Cuando en las entrevistas comentaba que mi objetivo era trascender más allá de ese mundial, muchos me decían que estaba loco. Sin embargo, esa línea de pensamiento me ayudó a mantener un equilibrio mental, a no creérmela, y a sentir que siempre se puede dar un poco más. Será por eso que nunca bajé los brazos. Por algo me retiré a los cuarenta años con un diez en la planilla.

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DOS FOTOS FIJAS Por Carlos Ares Tengo fotos fijas del Pato Fillol, que saqué con mis propios ojos. Una, en San Miguel del Monte. Ya era el arquero titular de River y de la Selección. Pasamos un fin de semana juntos, caminando por el pueblo, hablando con sus amigos, corriendo a los corderitos en su campo para que volvieran al corral. «Acá entrenaba cuando era chico», me dijo en una parrilla. «Acá» era una pared y él un pibito, el de los mandados. Uno de los mozos le tiraba corchos para que atajara. Podía verlo ahí, flaquito, agazapado, atento al corcho. Me quedó esa foto, de la que hay una sola copia en mi recuerdo. La otra foto fija fue al día siguiente, un cálido domingo a la orilla de la laguna de Monte. El Pato había organizado un asado con amigos, a modo de despedida para el fotógrafo de la revista El Gráfico y para mí. Pando, con quien el Pato fue a probarse a Quilmes de «colado» —al que querían era a «Pandito»—, atendía el asador. El corderito estaba exquisito. Le dije al Pato: «Qué bueno que está». Tengo también esa foto, la de él mirándome sin poder contener la risa. Cuando se le pasó, me explicó: «¿Te acordás de ayer, cuando corríamos a los corderitos? ¿Te acordás de ese negrito que vos perseguías, que parecía un peluche…?». En esas dos fotos está la síntesis de lo que siempre fue (y es) el Pato para mí. Una bestia, un animal, un hombre rural, de campo, íntegro, de palabra. Aclaro, para que se entienda: una bestia física, una bestia entrenando, un animal salvaje para ciertas relaciones, un caballo indomable, imposible de domesticar, de llevarlo con rienda corta. Una bestia, un animal desconfiado, precavido, con las garras listas, un animal que después de husmear, de probarte, de incorporarte a sus olores cotidianos, se convierte en un tipo leal, cumplidor, entrañable. Tengo, además, otras cientos de fotos en movimiento. Lo veo jugarse el cuerpo entero ante piernas y botines en atajadas imposibles, agacharse y saltar con músculos de gato como no he visto a ningún otro arquero en los cuarenta y pico de años que llevo disfrutando de mirar el juego. En unas cortas vacaciones que se tomó con la familia, pasé otros cuatro días con él en una lluviosa Río de janeiro. Subimos juntos hasta el Cristo Redentor y ahí, cuando abrió los brazos debajo de esa figura monumental, como si fuera la réplica humana, comprendí lo que es tenerse toda la fe. El Pato era, es, un tipo creyente en su propia religión, la del trabajo, el esfuerzo y la palabra dada, que nunca se sometió ni a los entrenadores, ni a los dirigentes, ni a los dictadores que lo amenazaron y que, si fuera necesario, si estuviera en juego su honor, le haría frente al Papa y al mismo Dios. Por último, otras dos fotos fijas inolvidables. El Pato frente al almirante Carlos Lacoste, el representante de la dictadura en el fútbol, un tipo responsable de delitos varios, robos, asesinatos, que pretendía intimidarlo a Fillol para que firmara el contrato por lo que le ofrecía River para renovar. Pobre tipo, Lacoste, tuvo que comerse el «apriete» y tragarse el odio. Y la otra, imborrable para mí, es la foto de la reunión en el departamento del Flaco Menotti. Todavía me fatiga contar los días y las horas que me llevó convencer al Pato para que aceptara ese encuentro. Tres días después, era convocado nuevamente a la Selección nacional. Y meses más tarde sería el campeón del mundo que se merecía ser.

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PORQUE ES UN BUEN COMPAÑERO Por Mario Alberto Kempes Conocí al Pato hace unos cuarenta y cinco años, cuando nos convocaron para la famosa «Selección Fantasma», el equipo juvenil que se entrenó en Tilcara, La Quiaca y La Paz para derrotar a Bolivia en el estadio Hernando Siles, por las eliminatorias de 1973. Desde entonces, compartimos planteles en tres Mundiales (Alemania 1974, Argentina 1978 y España 1982) y en River Plate, club con el que ganamos el Torneo Nacional de 1981. Durante mi estadía en el equipo millonario, además fuimos compañeros de habitación en las concentraciones. ¿Qué puedo decir de él como persona? Un fenómeno, un tipo extraordinario. ¿Como arquero? Para mí fue el mejor de todos los que defendieron el arco de la Selección. Su actuación en 1978 fue fundamental, sobre todo en los partidos ante Brasil y Holanda, en la final. También fuimos rivales. Recuerdo que, en 1986, le marqué un gol olímpico: yo jugaba para Hércules, de Alicante, y él para el Atlético de Madrid. ¡Cómo me puteó! «¿A mí me venís a hacer un gol olímpico?», me reprochó. Estaba más caliente que el agua para preparar café. Injustamente se enojó conmigo, que lo había hecho famoso. ¡Claro! Si yo no hubiera sacado una pelota con la mano contra Polonia, en el Mundial de 1978, él no habría atajado el penal de Deyna; por lo tanto, no se habría convertido en héroe. Nunca me lo agradeció, el muy olvidadizo… ¡Es una broma, Pato! Vos conocés bien mi carácter alegre y jodón, típico de los cordobeses. Te quiero mucho, y lo repito: en la Selección Argentina fuiste el mejor. El número uno, aunque saliste campeón del mundo con la «5»…

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TERCERA PARTE

La primera vez que enfrenté a Maradona, River versus Argentinos. (Álbum Familia Fillol)

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10 Tricampeones

Con el retorno de los jugadores mundialistas, River encaró 1979 con hambre de gloria, como si las vueltas olímpicas anteriores no hubieran existido. El grupo que se había consolidado a partir del bicampeonato logrado en 1975 estaba en su punto justo de maduración. Lo curioso del Metropolitano del 79 era que se jugaba en dos zonas de diez equipos, en partidos de ida y vuelta, sin los tradicionales interzonales. Por primera vez en mucho tiempo, no habría superclásico frente a Boca. Clasificamos a las semifinales para enfrentar a Independiente, que además de ser el campeón vigente era el equipo que más puntos había conseguido en la fase regular. En el Monumental se dio un 4 a 3 electrizante a favor nuestro, aunque el marcador se mantuvo en vilo hasta el pitazo final. La revancha en Avellaneda fue menos vistosa, pero muchísimo más áspera y los vencimos 2 a 1. Ganamos la final contra Vélez con contundencia y efectividad, 2 a 0 y 5 a 1, hicimos siete goles y apenas nos hicieron uno. Dimos la vuelta en un Monumental renovado, y así inauguramos una trilogía que fue a parar a los libros de historia. Angelito, que siempre iba por más, incorporaba jugadores que aportaban valor agregado. Esta vez trajo al crack uruguayo Juan Ramón Carrasco, al «Nene» Comisso — el primer wing tirado a cuarto volante— y empezó a darle minutos a una joven promesa del club, un tal Ramón Ángel Díaz. Dos semanas después de la vuelta olímpica arrancó el Nacional y puedo decir con orgullo que tuve una actuación descollante. Clasificamos a los cuartos de final y volvimos a enfrentar a Vélez. Perdimos en Liniers 1 a 0 y ganamos en el Monumental con un golazo de J. J. López por el mismo resultado. Fuimos a penales y atajé dos, que sirvieron para ganar 4 a 3. Una vez en semifinales, goleamos 4 a 0 a Rosario Central en Núñez y 3 a 1 en Arroyito. En esa serie, volví a atajar un penal, esta vez al «Pampa» Orte. La final del torneo sería contra Unión de Santa Fe y encerraba la posibilidad de obtener nuestro segundo bicampeonato en cuatro años. Los partidos con el Tatengue fueron bastante cerrados y en esa final estaba en juego el gol de visitante. En la ida empatamos 1 a 1 con un gol del Beto Alonso casi sobre el cierre del partido, y si empatábamos en el Monumental sin recibir goles, el campeonato sería nuestro. Lógicamente, el día de la revancha el estadio estaba colmado. Como se dice siempre, no entraba un alfiler. Cuando salimos a la cancha para jugar miré a la gente y ese espectáculo me recordó el partido con Racing en 1975, aunque ahora, a diferencia de ese 89

día, había una tribuna más. En lugar del Río de la Plata se imponían un tablero gigante y una popular repleta de hinchas de River ansiosos por gritar nuevamente «campeón». Ese 23 de diciembre de 1979 me salieron todas. Y cuando digo todas, es absolutamente todas. Tras quedarnos con ese campeonato que le ganamos a Unión, durante un buen tiempo la gente en la calle me decía: «Pato, este torneo lo ganaste vos». Me recordaban, sobre todo, dos atajadas terribles que tuve en sendos mano a mano con Pitarch y «el Turco» Alí. La frutilla del postre fue una salvada increíble: Stehlik me fusiló desde el punto del penal y logré desviar su violento remate. Es muy gracioso porque, desde entonces, cada 23 de diciembre me llaman de varias radios de Santa Fe para hablar de esa final: la única vez que Unión pudo haber sido campeón. 1979 fue un año brillante y el cambio de década llegaría con una novedad importante: el Metropolitano de 1980 sería el último campeonato que compartiría con Angelito en el Club. A esa altura, River era el equipo a vencer por todos. La estrategia de Labruna para mantenernos motivados era hacerte sentir que no habías ganado nada. Y no solo eso, sino que además en el próximo torneo te jugabas la vida. Ese campeonato quedó en la memoria de la gente fundamentalmente por dos cosas. Primero, porque salimos tricampeones cuando todavía faltaban cuatro fechas para la final, tras golear a Tigre. En segundo lugar, por haber goleado a Boca en la Bombonera por 5 a 2, con un verdadero show de Carrasco y Ramón Díaz. Los hinchas deliraban con aquel festival de goles, en un estadio que volvía a quedarse mudo frente a River. Ese partido fue tan memorable que casi nadie recuerda que ahí también les ganamos en el Monumental. Éramos campeones otra vez. River era una fiesta. O eso parecía. Hasta que sucedió un hecho tan injusto como inesperado. Cuando todo hacía presagiar que Labruna estaba más firme que nunca, los dirigentes encabezados por Aragón Cabrera decidieron despedirlo. Aquel fue un error no solo deportivo, sino también estratégico. La gente amaba a Angelito como a nadie y jamás perdonaría una traición semejante. Por nuestra parte, el grupo quedó muy dolido porque se nos había ido nuestro líder espiritual, el guía en los momentos de mayor zozobra, el padre futbolístico de muchos de nosotros. Aragón Cabrera, mal aconsejado por Lacoste, estaba dispuesto a tirar por la ventana a todos aquellos ídolos que se contraponían a sus intereses y a los del marino torturador. La pelea conmigo ya era vox populi. Luego subieron al ring al Beto Alonso. Ahora le tocaba a Labruna. Que se metieran con un jugador, más si era referente, era algo habitual. Pero que lo hicieran con Ángel, que tenía el ciento por ciento de adhesión de hinchas y socios del club, demostraba el grado de locura e improvisación de quienes por entonces manejaban los destinos del club. Se terminaba la era Lacoste. En su reemplazo llegó un peso pesado, Alfredo Di Stéfano, ex crack de la década del 50, que se hizo cargo del equipo justo antes del Nacional de 1981. Con la salida de Labruna, River agudizó una crisis que había arrancado al comienzo de esa temporada. En el club se respiraba cierto desconcierto, como si se hubiera puesto en marcha una reestructuración o renovación de valores, sumado a un supuesto cambio de mentalidad en la conducción. Muchos consideraron que determinados ciclos estaban cumplidos y, siguiendo esa lógica, partieron varias glorias. En su reemplazo llegaron «el Vasco» Olarticoechea y Mario Kempes —arribó al club para contrarrestar la contratación que 90

había hecho Boca con Diego Armando Maradona—, Américo Gallego y René Houseman, que ya estaba en el ocaso de su carrera. Al principio, el cambio de técnico no afectó demasiado. El equipo seguía jugando como si funcionara en piloto automático, los más nuevos se ensamblaron bien y ayudaron a sortear la fase de grupos. Tras ganarles a Rosario Central y a Independiente, nos vimos nuevamente en una final, esta vez contra el Ferro de Griguol, que en esos años era un equipazo. El primer chico de la final se jugó en el Monumental y logramos vencerlos por 1 a 0, con un gran gol del Vasco. Para ese entonces, el Beto Alonso ni siquiera iba al banco. Alfredo Distéfano lo había borrado a instancias de la comisión directiva, algo que para el hincha de River fue demasiado. Sin Angelito en la dirección técnica ni el Beto en cancha, la relación entre la hinchada y la dirigencia y el técnico se volvió insostenible. Estábamos ante una nueva posibilidad de coronarnos pero, a juzgar por el clima que había, parecía que no jugábamos por nada. Ganamos la vuelta en Caballito por el mismo resultado que en la ida, gracias a un cabezazo furibundo del «Matador» Kempes. River volvía a ser campeón, pero en el corazón de todos los que estuvimos ese día todavía retumba el grito de la hinchada mientras el equipo daba la vuelta: «¡Alooooonsooooo, Alooooonsoooooo!». La escena era verdaderamente surrealista: River obtenía su séptimo título en seis años y la gente, lejos de festejar, pedía por el ídolo colgado. River, estaba claro, ya no era lo que había sido. La confirmación de que comenzaba a producirse un cambio profundo llegó a fin de ese año, cuando Kempes volvió al Valencia, Passarella se fue a la Fiorentina, Ramón Díaz al Nápoli, Alonso a Vélez, y la CD dejó libres a Comelles, Héctor y J. J. López, entre otros. La limpieza era un hecho. Yo me la vi venir. ¿Sería el próximo de la lista?

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11 El Mundial y la guerra

A comienzos de 1979, la AFA confirmó una serie de cinco amistosos internacionales. La gira por Europa estaba enmarcada en los festejos que la FIFA organizó para celebrar sus 75 años de existencia. Para cumplir con la efeméride, se jugó un partido contra Holanda en la ciudad suiza de Berna. La prensa internacional se encargó de denominarlo como «La revancha de la Copa del Mundo». Volvían a enfrentarse los finalistas de Argentina 78. No era un partido más para nosotros. Partí de Buenos Aires con Olga embarazada de mi segundo hijo, Sebastián. Esa gira tuvo otra particularidad: fue la primera de Diego Armando Maradona, que había llegado para quedarse y marcar a fuego la historia de nuestro fútbol. Cuando arribamos a Suiza, al llegar al estadio notamos que se había movilizado un grupo de personas. Eran argentinos exiliados por razones políticas. Con el tiempo supimos que estas organizaciones encarnaban eso que los militares argentinos llamaban «campaña anti-Argentina en el extranjero». Este grupo de gente, que era muy reducido, cantaba y portaba pancartas en contra de Videla y de Massera, exhibían fotos de familiares desaparecidos y una bandera que no alcanzamos a divisar. Había pasado un año desde la finalización de la Copa del Mundo y los milicos seguían tapando cosas. Cuando empezó el partido, detrás del arco que defendía el arquero holandés apareció la bandera que no habíamos podido distinguir. «Videla asesino», rezaba el trapo blanco con letras negras. Si bien uno, como futbolista, está concentrado en lo que ocurre dentro del campo, no fuimos ajenos a eso que estaba atado al alambrado perimetral. Con el tiempo nos enteramos de que la Embajada argentina había mandado a alguien para que la quitara. Pero como se plegaron otros exiliados sudamericanos y también el público local, fue imposible. De hecho, en la transmisión de la televisión pública de ATC se ordenó cortar la señal, en tiempo real, cada vez que la pelota iba para ese arco. La Argentina estaba en boca de todo el mundo. Por su fútbol, y también por las atrocidades que cometían los militares. Para la opinión pública europea, ya había dejado de ser un secreto desde hacía rato. No obstante, hubo un partido que se jugó a cara de perro y en el cual existió cierto morbo. Algunos trasnochados exigían que Argentina ganara para ratificar lo ocurrido un año antes, como si no hubiera sido legítimo. El partido terminó sin goles. Y eso a pesar de que hubo infinidad de llegadas, tanto nuestras como de ellos. El protocolo imponía que debía haber un ganador y la cosa se dirimió por penales. Afortunadamente, cuando llegó mi turno estuve intratable y logré 92

atajar tres penales, que le dieron el triunfo al equipo. El primero se lo contuve a René van de Kerkhof, que pateó a mi izquierda; volé y alcancé a arañar la pelota, que se desvió levemente, acarició el palo y salió. El segundo fue a Peters, que se paró delante de la pelota bastante nervioso, hizo un par de pasos para atrás, ensayó una carrera medio rara y shoteó a mi derecha; una masita; lo esperé hasta el final y logré adivinar el palo. Por último, llegó el turno de Rensenbrink, un viejo conocido, que pudo haber sido el verdugo de veinticinco millones de argentinos. A este, más o menos lo conocía. Cuando se paró delante del balón, sabía que cruzaría el remate hacia mi derecha. Lo miré fijo a los ojos, y volé nuevamente hacia mi derecha; ni siquiera di rebote. Argentina había vuelto a derrotar a la poderosa Holanda. Una vez que la serie quedó sentenciada, nos fundimos en un abrazo gigante y emotivo. Les ofrendamos el triunfo a los hinchas argentinos que nos alentaron durante todo el partido. Nos dimos cuenta de que, antes de ser Campeones del Mundo, se nos tildaba de fanfarrones. No nos querían. Nos acusaban de creernos los mejores del mundo sin haber ganado la Copa. A partir de 1978 la cosa cambió. Sentimos, en carne propia, que había un respeto supremo por nuestra Selección. Encima, al poderío que teníamos se sumó un fuera de serie como Diego Armando Maradona, que empezó a demostrar lo que sería en un futuro inmediato. Teníamos al mejor jugador del mundo para que explotara en la Selección campeona del mundo. Sentíamos un respeto enorme por lo que habíamos conseguido, y sobre todo, por la manera en la que lo habíamos logrado. Fuimos visualizándolo en esos días. Donde antes nos recibían mal, ahora éramos agasajados. Pasaba mucho con el periodismo. Regresamos de la gira invictos. El periplo terminaba en Buenos Aires, donde el 25 de junio de 1979 enfrentaríamos a un combinado de «Resto del Mundo» en la cancha de River. Exactamente un año después de la epopeya mundialista. Ese amistoso, que perdimos 2 a 1 con un golazo soberbio de Maradona, sirvió para recaudar el dinero necesario para que la AFA pudiera tener su primer centro de entrenamiento propio. El proyecto de trabajo de César Luis Menotti fue vanguardista. A todos los logros conseguidos, se sumó la posibilidad de contar con terrenos propios para que las futuras generaciones entrenasen en un lugar adecuado, a la altura de las grandes selecciones del mundo. Para eso, el grupo de los Campeones del 78 donó el cachet de lo recaudado en el partido. De esta manera, la AFA compró el predio de Ezeiza. Todavía tengo grabadas en mi memoria las palabras de Menotti al grupo: —Muchachos, esto que va a construirse es para beneficio de todas las generaciones futuras de nuestro fútbol. El grupo entero sintió —y seguimos sintiendo— un orgullo gigantesco cuando el Flaco pronunció esas palabras. Después, uno lo escucha a Bilardo decir que «nosotros conseguimos esto y aquello…». Da mucha bronca. Es indignante que no se cuente la historia verdadera. El partido entre «Campeones del Mundo» versus «Resto del Mundo» dejó alrededor de un millón y medio de dólares que sirvieron para que la Asociación del Fútbol Argentino tuviera su propio espacio. Los campeones del 78 fuimos muy bastardeados. Estas cosas jamás estuvieron en la consideración de nadie a la hora de juzgarnos. Por suerte, el tiempo puso todo en su lugar. En el Mundial 82 teníamos todo para trascender. Un grupo armado, la experiencia de saber jugar partidos importantes, y al mejor jugador del mundo, Maradona, que se sumaba 93

a consagrados como Kempes, Bertoni y Ardiles, entre otros. Pero, como sucede con los astros, el día que están todos alineados, tu plan fluye de maravilla; cuando no lo están, no hay nada que pueda salir bien. Si bien la explicación es un poco esotérica, algo de esto le pasó al equipo argentino que tuvo que revalidar el campeonato logrado cuatro años atrás. Las cuestiones del fracaso mundialista en España pueden atribuirse a factores deportivos, y también a los extradeportivos. Un equipo puede jugar mal, regular, bien o muy bien. Pero no puede evitar las decisiones que toman sus gobernantes. Fundamentalmente, cuando definen si ocupan o no un territorio a través de la vía armada. Argentina jugó el Mundial de España 82 bajo un conflicto bélico. Durante nuestra estadía en la península ibérica, nuestro país se sumergió en una guerra suicida contra Inglaterra por la soberanía de las Islas Malvinas. Llegamos a España en plena curva descendente. Nuestro pico de rendimiento futbolístico se había dado un par de años antes. Cuando un equipo no funciona en lo colectivo, por más que tenga a Maradona o a Kempes, es imposible potenciar las individualidades para que beneficien al conjunto. Fue un círculo virtuoso al revés. Había jugadores muy buenos, pero no rendimos. No estuvimos a la altura de lo que se esperaba de nosotros. La situación política y social del país tuvo mucho que ver. Muchísimo. En la previa del viaje estábamos angustiados. Días antes de partir rumbo a España, desde Cancillería nos avisaron que teníamos que cambiar la ruta. Existía el temor de que nos atacaran la Armada y la Aeronáutica del Reino Unido. Sabíamos que nuestro avión no iba a ser bombardeado. Pero enterarse de estas medidas preventivas de seguridad asustaba un poco. Mucho más miedo nos daba dejar a nuestras familias en una Argentina que estaba en guerra. Nosotros íbamos a jugar un Mundial. La tristeza y la amargura que teníamos superaba por goleada a la alegría que suele sentir un futbolista que viaja para representar a su país en una competencia continental. Los militares estaban en caída libre. Al igual que en el Mundial 78, la Guerra de Malvinas fue utilizada para mantener a la población unida mediante una causa que afectaba el sentir nacional. La campaña de tergiversación de los medios le hizo creer al país entero que la guerra se estaba ganando, que finalmente se ganaría. El fútbol no fue ajeno a todo eso. Una vez más, los dictadores de turno pretendieron usarnos para formar parte de su campaña, con fotos con la Copa y las Malvinas, por ejemplo. Cuando arribamos a España, la realidad nos dio una cachetada en el centro del orgullo argentino. Mientras que en la Argentina los medios titulaban «Vamos ganando» —entre otras mentiras—, la prensa internacional que leíamos en España era unánime: la derrota argentina sería inevitable. Acá te vendían que estaba todo fenómeno, aunque la realidad era diametralmente opuesta. Por eso, durante unos días, el grupo se vio envuelto en una disyuntiva: ¿debíamos abandonar la competición o jugar en honor de los combatientes? En estos casos siempre prima el poder dirigencial local y lo dispuesto por las autoridades de la FIFA. El jugador no tiene voz ni voto. Mientras tanto, en el medio de la escalada bélica, había un Mundial y la Selección Argentina campeona del mundo jugó el partido inaugural frente a Bélgica, por la primera fecha del Grupo C, el 13 de junio de 1982. Apenas tres días después del Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Malvinas, Islas y Sector Antártico. y un día antes de la rendición. Así de ambiguo. Así de contradictorio. Salimos a jugar con la cabeza en cualquier parte. Los tuvimos en un arco y merecimos largamente la victoria. En una desatención nuestra, Vandenbergh facturó el único gol del 94

partido, con el cual Bélgica sumó su primera victoria, dos puntos de oro en la carrera por clasificar primero y evitar la zona de Italia y Brasil en la segunda fase. Al día siguiente de la derrota, estando en la concentración, nos quedamos helados cuando vimos, en vivo por TVE, la rendición de las tropas argentinas en Malvinas. Algunos atinamos a salir corriendo hacia el teléfono más cercano, para discar la característica de la Argentina. Lo increíble fue escuchar cómo nuestros parientes y amigos, los que estaban del otro lado de la línea, nos decían que estábamos ganando. Repetían el discurso oficial mientras nosotros, en Europa, veíamos en vivo cómo nuestro país se rendía ante las fuerzas británicas. En ese momento nos dimos cuenta de hasta dónde los militares sostenían la mentira como única explicación a las crisis que ellos mismos generaban. Por mi parte, en pleno Mundial 74 había atravesado la muerte del general Perón, pero, al lado de una guerra, no tenía ni punto de comparación. Cuando asumimos que nos habíamos entregado, sentí una amargura y una angustia muy difícil de describir. Muchos de nosotros teníamos algún amigo del barrio o del club que había partido a la guerra. Algunos jamás regresaron. En medio de esa tragedia había un equipo de camiseta celeste y blanca que tenía que seguir jugando y ganando para sobrevivir en una fiesta que ya nos había dejado de pertenecer, el Mundial España 82. Cinco días después enfrentamos a Hungría y vencimos con la contundencia que siempre ofrece un 4 a 1. Ese día pasó a la historia como el debut oficial en las redes mundialistas de Diego Maradona, que hizo lo que quiso con los defensores húngaros, culminando el baile con sus dos primeros goles. Los restantes fueron anotados por Daniel Bertoni y Osvaldo Ardiles. Cerramos el fixture de la primera fase contra El Salvador y vencimos claramente 2 a 0, con goles de Passarella de penal y, otra vez, Daniel Bertoni. A lo largo de estos tres partidos, el equipo mostró algunas pinceladas del fútbol vertical que proponía Menotti. A pesar de las victorias consecutivas, pagamos muy caro la derrota con Bélgica, en medio de nuestro caos emocional. Tras la fase de grupos, se armaron cuatro zonas de tres. A nosotros nos tocó la de la muerte, y pasamos a dirimir el pase a semifinales con Italia y Brasil. Valdano, que venía rompiéndola, se lesionó; y también su reemplazo, Gabriel Calderón. Jugamos muy bien el partido contra Italia, a pesar de la derrota por 2 a 1. Fue un resultado bastante injusto. Pagamos carísimo la falta de contundencia, y sufrimos a un referí que permitió que Gentile le pegara a Maradona hasta cansarse. Tuvimos el partido controlado; anotaron los goles las únicas dos veces en las que nos agarraron mal parados. El primero fue tras una contra velocísima para que Tardelli me cruzara un remate y marcase el 1 a 0. Con el resultado adverso, salimos como una tromba en busca del empate y tuvimos jugadas clarísimas de gol. Primero la tuvo Bertoni con un cabezazo. Luego Maradona, con un soberbio tiro libre que reventó el palo derecho de Dino Zoff. Al rato, Passarella ganó de cabeza y el travesaño le dijo nuevamente que no. Italia estaba agazapada y nosotros, decididamente al ataque, hasta que vino otra contra italiana; quisimos tirar el achique y Paolo Rossi, que era vivísimo, rompió el cerco y quedó mano a mano conmigo. Cuando me encaró, adiviné su intención pero tuve tanta mala suerte que el rebote quedó para un italiano, que tuvo la inteligencia de tirar el centro atrás, para la entrada solitaria de Cabrini. De dominar absolutamente el partido pasamos a estar 0-2 abajo. Fuimos con lo poco que nos quedaba y Passarella descontó con un tiro libre formidable, que no alcanzó. Era la segunda vez que Italia se convertía en nuestro 95

verdugo. Después llegó el turno de Brasil. Como suele suceder en estos casos, debíamos ganar el clásico sí o sí. Ellos tenían muy presente lo ocurrido en el 78, cuando, gracias a los cuatro mano a mano que salvé, Brasil se fue de Arroyito sin poder anotar goles. En la Argentina, poca gente recuerda ese partido. Los brasileños, en cambio, lo tienen muy presente. Creyeron que merecían ser campeones. Sentían que la del 78 era su Copa. Por eso tomaron ese partido en el Estadio Sarriá de Barcelona como una revancha. Jugaron con esa mentalidad y nos ganaron bien, por 3 a 1, con goles de Zico, Serginho y Junior. El Brasil de Telê Santana fue una de las máximas expresiones del fútbol brasileño. No ganó la Copa, es cierto, pero tenía jugadores increíbles como Sócrates, Falcao, Junior, Zico y Toninho Cerezo, entre otros. Todos cracks. El gol nuestro lo hizo Ramón Díaz, con el tiempo cumplido. Cinco minutos antes del descuento, el referí colombiano Gilberto Aristizábal Murcia le mostró la roja a Maradona por un planchazo criminal contra Batista, que un segundo antes casi le arranca la cabeza a Galván. Maradona era un nene todavía. Su temperamento le jugó en contra. Ni bien le mostraron la roja, dio media vuelta y se fue caminando a las duchas, sin protestar ni hacer ademanes. Sabía que estaba bien expulsado. De esa manera concluía el Mundial 82. También se cerraba el ciclo de muchos de mis compañeros en la Selección. Sobre todo de aquellos que venían desde mediados de los años 70. Al regreso, la AFA no le renovó el contrato a Menotti. Su ciclo, que se extendió ocho años, llegaba a su final. Se iba un ser humano extraordinario. Y un verdadero revolucionario del fútbol mundial. Menotti era la vanguardia, y su manera de jugar, vivir y sentir el fútbol dignificó muchísimo la calidad y el conocimiento del futbolista argentino. Si Menotti no se hubiera cruzado en el camino de la AFA, probablemente se hubiera tardado más años en alcanzar la excelencia. Con César, la Selección se acostumbró a ganar. Pero, sobre todo, a ganar jugando bien. Porque, para Menotti, importaba más cómo se conseguían las victorias que ganar a cualquier precio —como ocurrió con otros después—. El Flaco hacía jugar a sus equipos como era él, honesto, vertical y con clase. Fue lo mejor que le pasó al fútbol argentino. Gracias a él, nuestro deporte creció en cantidad y en calidad.

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12 La última aventura con Angelito

A partir de 1982, la relación con Aragón Cabrera y Lacoste se volvió insostenible. Fue tan así que ese año cambiamos dos veces de director técnico. Para colmo de males, en el Nacional del 83 perdimos las semifinales justamente contra el Argentinos Juniors dirigido por Ángel Labruna, algo que terminó de empeorar las cosas entre la gente y la dirigencia, hasta llevarlas a un punto de no retorno. En medio de una inmensa crisis institucional, jugamos el Metropolitano 1983 y nos salvamos del descenso de milagro, básicamente porque ese año la AFA instauró los promedios y eso nos favoreció. De lo contrario, hubiéramos jugado el año siguiente en la B. A partir de esa situación, sentí que mi ciclo estaba cumplido y tenía muy claro que el responsable era Lacoste. Cuando me suspendieron de por vida, me dije: no juego más. Estaba demasiado caliente. Tenía una amargura muy grande, y todo por culpa de la película que había armado Lacoste. Para la gente, me fui como un delincuente. Después de tantos títulos celebrados juntos, pasé a ser el hijo de puta más grande de la historia de River. Me sentía tan mal que llegué al punto de no poder prender la radio ni la televisión, ni siquiera leer los diarios. Me habían convertido en un monstruo. Fui rehén de Lacoste durante cinco largos años. Si me salvé fue porque atajando era un fenómeno. Como no podían entrarme por lo deportivo, me suspendieron inventando conflictos, algunos de ellos irrisorios. Uno de ellos se desató cuando me acusaron de usar ropa que no estaba autorizada. Increíblemente, la gente empezó a comprar ese verso y, en la calle, más de uno me preguntó: «¿Siempre son mentiras, Pato?». Di la pelea por perdida y un buen día dije basta. Una tarde estaba en mi casa en Quilmes con mi mujer y sonó el timbre. Cuando salí, me llevé una sorpresa: quien golpeaba la puerta era nada menos que Ángel Labruna. —¡Don Ángel! ¿Qué hace usted acá? —¡Vos qué hacés acá! Tenés que venir conmigo a Argentinos. —Don Ángel, me encantaría. ¿Pero no leyó que estoy suspendido de por vida? —Sí, Ubaldo, lo sé. Pero estoy acá porque podemos solucionarlo. Tenés que venir conmigo a Argentinos porque tengo que salvarlo del descenso. —No solo estoy suspendido de por vida. La realidad es que no quiero jugar más al 97

fútbol. ¡Estoy muy mal! Además, el libro de pases ya cerró. —Todo se arregla… —susurró sin titubear, con esa tranquilidad tan contagiosa que tenía. —No. Es imposible. —Dame bola a mí. Vos arreglás con Argentinos y venís a jugar. —Y dobló la apuesta —: ¿Vos sabés que a fin de año hay elecciones en River, no? —Sí, claro. —¿Y sabés quién será el nuevo presidente? —Y… Será Aragón de vuelta… —No. ¡Te equivocás, Pato! Va a ser Hugo Santilli. Estuvimos hablando del futuro y te digo más: ¿sabés quiénes vuelven a River el año que viene? —… —Vuelvo yo como técnico, el Beto Alonso y también usted, Fillol. Volvemos los tres —me anunció mientras me trataba de usted y me tuteaba alternadamente. No conocía a Santilli, pero su nombre me sonaba. Y cuando Angelito me aseguró que existía la posibilidad de volver a River, mis argumentos acerca del retiro comenzaron a debilitarse. Pero antes estaba Argentinos y Labruna supo detectar en mi titubeo una respuesta afirmativa. A continuación, se encargó de hablar con los dirigentes del Bicho, que en esa época tenían una caja generosa gracias a los millones que habían ingresado por la venta de Maradona y a los contactos militares de Guillermo Suárez Mason, influyente socio del club. Es necesario dejar en claro que la influencia en River de un militar como Lacoste no era un hecho aislado en la dirigencia del fútbol argentino. Los milicos estaban en todos lados, en muchos equipos, y se ocupaban de meter mano tanto en las políticas de contratación como en la decisión de dejar libre a alguien. Con el tiempo me enteré de que el conflicto acerca de mi suspensión fue destrabado por ellos dos, Lacoste y Suárez Mason, en colaboración con Julio Grondona, quien no tuvo otra alternativa que abrir el libro de pases por mí y algunos jugadores más. Así fue como Argentinos Juniors le compró mi pase a River, pactando pagarlo en veinticuatro cómodas cuotas, como quien compra una heladera. A mí eso no me interesó, porque firmar con Argentinos Juniors fue como regresar al fútbol y me mentalicé en volver a ser el arquero que siempre había sido. Cuando llegué, me encontré con un plantel tremendo, que me recibió y apoyó de una manera extraordinaria; notaba a los jugadores contentos con mi llegada. Desde ya, también sentí el cariño incondicional de Angelito. Sentí un enorme agradecimiento hacia todos ellos desde el primer día. Después de todo, me habían devuelto las ganas de jugar al fútbol. Lógicamente, entre River y Argentinos existían grandes diferencias. Una de las cosas que más recuerdo fue que en el primer entrenamiento que hice en la vieja cancha de Argentinos en La Paternal (como no estaba habilitada, jugábamos de local en Ferro) había muchísima gente. Cuando terminó la práctica, un veterano que se me acercó me dijo que no veía tanta gente desde la era Maradona. Todavía recuerdo la frase de ese hombre que peinaba canas: «Nosotros solo veníamos cuando estaba Pelusa y ahora estamos acá porque vino usted». Aquellas palabras fueron gratificantes y motivadoras. Durante esa temporada 83, Angelito estaba armando la base del equipo que unos años después ganaría dos campeonatos locales y la Copa Libertadores, ofreciendo después una 98

exhibición ante Juventus en la final de la Copa Intercontinental en Tokio. La base del equipo eran «Panza» Videla, Adrián Domenech, «Checho» Batista, «Pepe» Castro, Pedro Pablo Pasculli, Ereros, «el Bichi» Borgui, Pavoni, Pascutini y Carmelo Villalba. Después llegaron Saporiti, Vidallé, Olguín y Comisso. Los cimientos de aquel equipazo que terminó ganando todo fueron el espíritu y la mística instalada ese año por Angelito Labruna. Empezamos a jugar y anduvimos muy bien. Una noche nos enfrentamos a Ferro en un partido que, para nosotros, era importante por el tema del descenso. Veníamos bien, nos manteníamos invictos, y la cancha estaba prácticamente llena. Fue un encuentro con un ritmo infernal, de esos que los relatores aman catalogar como «de ida y vuelta». En un momento un jugador de Ferro, creo que fue Crocco, pateó en dirección a mi palo derecho. Acompañé la pelota con la vista y la dejé pasar porque calculé que saldría a un metro del palo. Sin embargo, la pelota entró al arco por afuera, a través de un agujero que había en la red. El juez Romero estaba realmente muy lejos de la jugada, pero igualmente convalidó el gol. Como había poca luz, ni mis compañeros ni el juez de línea se dieron cuenta de lo que había pasado. Pero yo sí sabía. Y no tuve mejor idea que salir del arco enfurecido, en dirección al árbitro, para pedirle que se acercara a constatar el agujero. No hubo caso. No quiso ir hasta el arco y me puse loco. Dio el gol como válido y me desesperé. ¡Era muy injusto! ¡Estábamos jugándonos el descenso! Confieso que lo insulté, y entonces Romero me dijo: —¿Cómo me dice eso, Fillol? Usted es ídolo mío y de mi familia. Lo vimos en la Copa del Mundo y nos emocionamos. —Le agradezco, Romero, pero venga a ver. ¡La red está rota! No hubo manera. Cobró el gol de Ferro y perdimos 1 a 0. Veinte años después, cuando la Selección era conducida por Marcelo Bielsa, su preparador físico era Luis Bonini. Un día nos cruzamos en Ezeiza —yo trabajaba con José Pekerman en los seleccionados juveniles—, hablamos de ese partido y me contó algo que hasta entonces ignoraba. En 1983 Luis trabajaba en Ferro y me confesó que Griguol hacía filmar los partidos. Al ver que yo reclamaba tanto, fueron a ver el video y vieron que tenía razón: la pelota había entrado por afuera del arco. «Tenías razón», admitió Bonini. «¿Y por qué no lo dijeron?», quise saber. «¿Y qué querías? ¿Que te lo mostremos?». «¡Hijos de puta, cómo nos robaron!». Luis me escuchaba insultar y se reía. Cuando volví al Monumental con la camiseta de Argentinos me convencí de que era la primera vez que entraba en esa cancha. Había hecho borrón y cuenta nueva. De lo contrario, la emoción hubiera sido mucha y me costaría jugar. Me habría quebrado. Por suerte, la gente me aplaudió. El hincha de River siempre, pero siempre, me hizo sentir un ídolo del club. Angelito ya había jugado con Talleres de Córdoba, Rosario Central y Racing Club, y entonces tenía cierta experiencia en regresar al Monumental. Pero para mí, que pensaba que después de River no habría vida, fue bastante difícil. Ese partido lo perdimos 1 a 0 con un gol de penal que me hizo Francescoli en el arco de Figueroa Alcorta. Tuve tres atajadas seguidas muy buenas y la gente me aplaudió mucho. Aquel fue el día en que más odio sentí hacia Lacoste. Ese hombre me cagó la vida. Por suerte, con la llegada de la democracia finalmente se supo todo lo que hacían estas basuras y hoy son fantasmas que habitan en las páginas más negras de la historia argentina. 99

Volviendo al fútbol, solucionamos el problema del descenso gracias a los buenos resultados conseguidos en pocos partidos. El equipo, se vislumbraba, estaba para algo más que simplemente salvar la categoría. Era cuestión de tiempo y nada más. Sin embargo, cuando todo estaba alineándose, ocurrió una desgracia impensada que me partió al medio. Había viajado con la Selección de Bilardo para jugar un amistoso en Río de Janeiro y en esa delegación estaba Carlés, que era vicepresidente de Argentinos. Cuando llegamos a Brasil, se despachó con una noticia que me preocupó: —¿Viste que se operó Angelito? —Ah, no sabía nada, no me dijo. —Sí, tenía una hernia, Pato. —Es verdad. Cuando estábamos en River, en el verano andaba sin camisa y me mostró que tenía una hernia que se quería operar. —Se la operó y está internado. —Cuando volvamos voy a verlo. Al retornar de Brasil, ni bien puse un pie en Ezeiza nos fuimos con Carlés a la Clínica Adventista para visitar a Labruna, tal como habíamos quedado. Llegamos al sanatorio y encaré para la habitación, que quedaba al fondo del piso. Para llegar había que atravesar un pasillo larguísimo. A medida que fuimos acercándonos divisé a Anita, su mujer, que salía llorando de una de las habitaciones, sujetada por dos médicos. «¿Qué pasa?», pregunté. En ese momento los médicos la hicieron ingresar a una habitación desocupada y nos fuimos detrás de ella. Anita lloraba desconsoladamente y repetía: —Se murió Ubaldo. ¡Se murió! Salí disparado de esa habitación contigua a la de Angelito mientras Carlés intentaba contenerla. Entré al cuarto donde estaba acostado Angelito y atravesé la puerta sin golpear. Lo que vi me partió al medio: dos médicos estaban reanimándolo en un intento desesperado por salvarle la vida. Y Don Ángel no reaccionaba. Me quedé ahí parado, mirando todo sin poder ayudar. ¡No sabía qué carajo hacer! Sentí que el corazón se me estrujaba. No podía soportar ver a mi padre futbolístico respirando por última vez. Los doctores luchaban, pero él no despertaba. En un momento se dieron vuelta, fijaron sus ojos en los míos y entendí todo. Angelito había partido para siempre. Por lo que me contaron después, la recuperación de la hernia venía bien. Pero en una ida al baño se descompuso producto de un infarto fulminante. Yo buscaba respuestas y, sinceramente, no las encontraba. Se lo veía bien. Nunca había fumado. Se cuidaba. La operación había sido una pavada. Su muerte fue algo muy, pero muy duro. No teníamos consuelo. Menos lo tenían Anita, su familia y su hijo Omar. El primero en llegar fue su hermano. Después lo hizo Omar. Avisamos en Argentinos, también en River, y se acercaron varios dirigentes. Verlo en la cama sin respirar fue una última imagen tristísima, al punto que sentía que me explotaba la cabeza. Fue tan así que después de su partida entré en un pozo depresivo muy fuerte. El velatorio no pudo ser en otro lugar que en su reino y Angelito Labruna fue velado en River Plate, ante una multitud de propios y extraños. Ninguno de los que estábamos presentes podíamos creerlo. Todavía recuerdo ese momento y juro que es imposible contener las lágrimas. Lo amaba con todo mi corazón. En Argentinos Juniors asumió su ayudante, Rodolfo Talamonti. Por mi parte, estuve algunos días sin ir al club y consideré seriamente volver a dejar todo. Me encerré en mi casa para reflexionar, con la enorme colaboración de Olga, que se mantuvo a mi lado todo 100

ese tiempo. Finalmente, decidí seguir, aunque fuera hasta fin de año, como había arreglado con Ángel. Me había encariñado con Argentinos y sentía el agradecimiento de la gente. La peleé hasta que nos salvamos de descender definitivamente. Pero la realidad era que, sin Angelito en el club, yo no tenía vida. Lo había conocido en Racing en 1973. Siempre repetía: «Mi arquero es el Pato Fillol». Desde ese día y hasta el final, en el sentido más literal del término, atravesamos juntos diez años de amor incondicional.

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13 Un adiós injusto

Carlos Salvador Bilardo sucedió a César Luis Menotti al mando de la Selección Argentina. Hablar de las diferencias entre Menotti y Bilardo no es una novedad. Al seleccionar a un hombre de la escuela de Zubeldía, la AFA modificó por completo el trabajo y la proyección de la Selección instaurados por el Flaco. ¿Cuáles fueron las diferencias entre uno y otro? Pensaban, vivían y utilizaban métodos distintos. Es mentira que a Menotti no le interesara ganar. Pero tampoco pretendía hacerlo a cualquier precio. En buena medida, la diferencia de las metodologías de uno y otro profundizó la grieta entre ambos proyectos. Muy poca gente ha destacado la bondad del jugador argentino, que logró levantar la Copa del Mundo tanto con un técnico como con otro. Cuando arrancó el ciclo de Bilardo, fui el primero en ponerme a disposición del técnico. Si bien nunca me sentí identificado con su metodología de trabajo, no me importaba. Menotti me representaba más, pero eso no tenía nada que ver. Me debía exclusivamente a la Selección, a la camiseta y a mi país. Aunque me sentí como un sapo de otro pozo de arranque. Más allá de que mi puesto es muy distinto al del jugador de campo —el arquero no participa demasiado de los diferentes esquemas de juego—, no me sentía cómodo en la relación que teníamos en el día a día. Bilardo marcaba una distancia insalvable y empezó a posar su lupa sobre mi forma de atajar, ya fuera en un entrenamiento o en un partido. Si podía marcarme un error, por más mínimo que fuese, lo hacía. Y me exponía delante del grupo. Si ese error no existía, literalmente lo inventaba. A raíz de eso, empezamos a tener una convivencia áspera, sostenida únicamente por el amor que le tenía a la camiseta argentina. De no haber sido por eso, no hubiera podido continuar bajo sus órdenes. Un par de veces estuve a punto de mandarme a mudar. No tolero cuando un director técnico menosprecia el trabajo de un futbolista en un entrenamiento para martirizarlo. Una vez estábamos haciendo fútbol y Bilardo estaba en la otra área, marcando una jugada, mientras yo observaba desde mi medialuna, con las manos en la cintura. De repente detiene la jugada y me encara con un gesto de sacado. Cuando se acercó lo suficiente, me dijo a gritos: —¿Qué estás haciendo con los brazos en jarra? —¿Qué le pasa, Carlos? Estoy mirando lo que va a pasar en una jugada a sesenta metros mío. Tras oír mi respuesta, Bilardo se da vuelta, mira al resto del grupo y dice en voz alta: 102

—Ningún jugador de mi equipo puede estar con las manos en la cintura en un entrenamiento. Este tipo de actitudes empezaron a marcar diferencias entre nosotros. La mala relación, que se extendió durante todas las eliminatorias, fue creada exclusivamente por él. Siempre fui un profesional que respetó a ultranza los horarios y el profesionalismo que debe tener un arquero de Selección. Con el tiempo, las diferencias se fueron profundizando. Como yo jugaba en Flamengo, no participaba mucho del día a día que tenían otros muchachos de ese proceso. Muchas veces, la información me llegó primero por alguno de los referentes porque Bilardo no tenía la delicadeza de comunicarse conmigo en forma personal. Es más, el día que jugamos el último partido de las Eliminatorias, ante Perú, tuve una charla con él. Le expliqué que dejaba Flamengo porque se había cerrado la transferencia al Atlético de Madrid. Una vez que clasificamos agónicamente con ese gol de Passarella, en el vestuario posclasificación le conté cómo seguía mi vida deportiva: —Carlos, mire que hablé con la gente del Atlético de Madrid. Les dije que la Selección es mi prioridad. —Le agradezco, Fillol. Quédese tranquilo que está todo bien. Después de esa charla en el vestuario, no me llamó nunca más. Sin saberlo, me habían retirado de la Selección tras once años, en los que fui parte importante de los diferentes grupos que la integraron. Nunca imaginé que el final de mi carrera en el arco de la celeste y blanca sería de esa manera. Debió haber tenido la hombría suficiente para decírmelo en la cara. Como Campeón del Mundo que era, me hubiese gustado eso. Si no me tenía en sus planes, debió haber justificado los porqué. Me costó entenderlo. Fui su arquero titular durante tres años, el que atajó el día que Argentina clasificó milagrosamente al Mundial de México 86. Con el tiempo, entendí que para él fue fácil limpiarme. Aprovechó mi partida a Madrid, porque en esos tiempos irte al exterior significaba que salías del radar de la prensa y la opinión pública. Había un par de diarios, no existía la televisión por cable, mucho menos internet. De lo contrario, Bilardo hubiera padecido la misma presión que la gente ejerció contra Menotti previo al Mundial 78. Por eso siento que Bilardo fue un cobarde conmigo. Un cagón. Nunca me dijo que prescindiría de mis servicios mirándome a la cara. Encima, más de una vez tuve que soportar escucharlo en su programa de radio afirmando que «había que decirle al Pato Fillol que no iba al Mundial. Yo fui y se lo dije». Es una vil mentira. Me enteré de que no estaba incluido cuando salió la lista mundialista, y gracias al periodismo español. Nunca reclamé beneficios personales, titularidad o licencias. Pero consideraba que, después de haber jugado tres mundiales, varias de las eliminatorias, y de ser parte de su equipo con atajadas decisivas que nos clasificaron a México 86, ameritaba que tuviera respeto. Más allá de sus gustos futbolísticos, debió haberme dicho en la cara que no me quería, como hacen los hombres. Con los años me enteré de que Bilardo y Julio Humberto Grondona negociaron con Zelada, que atajaba en México, para que fuera al Mundial como tercer arquero. Como contrapartida, el América les cedió el lugar en el que concentró la Selección Argentina. Bilardo siempre manifestó su poca simpatía por todo lo que se asociara al menottismo. La prueba cabal fue cómo me limpió a mí, y lo que ocurrió con Passarella en México. Futbolísticamente, nunca pudo objetarnos nuestro rendimiento, dedicación y 103

profesionalismo. Tampoco logró aceptar nuestra relación con el Flaco. A mí me hizo jugar todos los partidos y después me limpió. A Daniel, en cambio, lo llevó a México y le dio una purguita que lo sacó del equipo (y casi lo mata). Es algo que sabemos todos, aunque nadie se anima a decirlo. ¿Dónde estuvo Passarella durante el Mundial de México? Internado, con una diarrea infernal. Sentí mucho dolor. Lloré. No tanto por la decisión que tomó Bilardo, sino más bien por la manera en que me obligó a dejar el arco. Que quede bien claro: lloré por la Selección, y no por la manera artera y traicionera con que actuó Bilardo para dejarme sin mi cuarto mundial. Tiempo después, con los hechos consumados —y la segunda Copa del Mundo levantada—, Grondona sintió cargo de conciencia y declaró en varios medios: «Fillol nos clasificó para el Mundial del 86». Con los años, esta herida cicatrizó de manera parcial. A Don Julio no le quedó otra opción que reconocerme en persona que, si yo no hubiera atajado como lo hice contra Perú, Argentina nunca hubiera llegado al Mundial. Un par de años atrás me encontré con Bilardo en una de esas fiestas que organiza la revista Gente. Estábamos con Macaya Márquez charlando de bueyes perdidos, y de pronto se acercó Carlos: —Buenas noches, Fillol. ¿Cómo le va, tanto tiempo? Lo saludé, como corresponde, y di vuelta la página. Quiero que conozcan al verdadero Fillol, al que se mató por la camiseta argentina, el que lo dio todo sin pedir nada a cambio. En mi alma no hay lugar para el rencor ni para el odio. Esto, sin embargo, no significa que haya perdido la memoria, ni que vaya a permitir que se tergiverse la historia. El tiempo y la verdad sanan. Siempre. Curan, y ponen las cosas en su lugar. Soy un tipo calentón, frontal, y siempre dejé la vida por cada uno de los equipos en los que jugué, hasta el último día. Tengo lo más hermoso con que pueda soñar un futbolista, que es salir a la calle y sentir el reconocimiento unánime de la gente. En ese campo, me considero millonario de afecto y agradecimiento. A pesar de que Bilardo y Grondona tuvieron protección mediática, la gente sabe que fue el lobby el que me dejó afuera. Al poco tiempo, maticé la angustia con mi primer trabajo en el periodismo. La cadena española Antena 3 me contrató para comentar el Mundial de México desde allá. Por lo tanto, y muy a mi pesar, al menos estuve en la cancha apoyando a mi Selección, deseándole lo mejor para que levantara la segunda Copa. Catorce años después, mi ciclo en la Selección Argentina llegaba a su final. Fui un privilegiado. Me puse una camiseta que no es para cualquiera. Y tuve la suerte de formar parte del selecto puñado de jugadores Campeones del Mundo. Viví todo eso con alegría, aunque con muchísima humildad. Jamás le dije, a ninguno de los futbolistas que me tocó entrenar: «Mirá que yo jugué tres mundiales y fui campeón del Mundo». Se vive como se juega, y viceversa. La Selección me dio la posibilidad de hacer felices a mis viejos, a mis amigos, a mi mujer y, sobre todo, a mis hijos. Esto es muy importante para mí: la dedicación que le di al fútbol fue tan grande que, por un tiempo, me olvidé de vivir la vida familiar de cualquier ser humano. Más adelante aprendí a disfrutar del orgullo que mis hijos sienten por su padre, en especial cuando me reconocen en la calle o cuentan mi vida en un programa de televisión.

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14 Flamengo, el Maracaná y la nostalgia

Faltaban cinco partidos para que terminara 1983 cuando una noche, alrededor de las doce, suena el teléfono de mi casa. —¿¡Fillol!? —Sí. ¿Quién habla? —Horacio Doval. El Loco, el que jugaba en San Lorenzo con los Carasucias. —Ah, sí, ¿cómo anda? ¿En qué lo puedo ayudar, Horacio? —Quiero hablar con usted. Se la hago corta, Pato. A fin de año se retira Raúl del Flamengo, que hace como veinte años que ataja en el club, y el presidente me pidió un arquero. Le sugerí que lo trajera a usted. Mañana viajo a Buenos Aires y me gustaría que nos juntemos para hablar. —Pero yo tuve problemas con Lacoste y a raíz de eso me vendieron a Argentinos. —Quédese tranquilo que viajamos con el presidente George Elal y el vice Cardozo. Si a usted le gusta la idea y le interesa, ellos hablarían de club a club para negociar su pase. Cuando recibí aquel llamado, yo seguía sumido en el pozo ciego. No lograba recuperarme de la muerte de Angelito. Precisaba un cachetazo de realidad que me despabilara y me devolviera al ruedo antes de que la depresión me ganara por goleada. Al día siguiente del llamado nos encontramos con la comitiva presidencial. Tras las presentaciones de rigor, el Loco Doval fue directamente al grano: —Pato, Flamengo es el Maracaná. Río de Janeiro. Es jugar todos los domingos con doscientas mil personas torciendo pra vocé —me dijo Doval en un portuñol producto de sus largos años en Brasil. —¿Cuántas? —pregunté asombrado. —Doscientas mil personas nos alientan en el Maracaná cuando juega el Flamengo. Es la torcida más grande del mundo y más ahora que viene de ser campeón del mundo. —Pero… ¿En serio me quieren a mí? —Acá usted interesa mucho, es muy reconocido y la dirigencia considera que es el candidato ideal para reemplazar a una gloria como Raúl. Doval me hablaba maravillas de Río y, sobre todo, del club. Me contaba lo que era vivir ahí y todas las ventajas que tenía el fútbol brasileño. Lo hablé con mi esposa y concluimos que podíamos movernos porque nuestros hijos todavía eran chicos. Yo quería salir del pozo depresivo y esta propuesta me cayó del cielo; como soy creyente, en ese momento sentí que se trataba de una ayuda divina. Estaba convencido del cambio y la 105

propuesta me cerraba porque siempre fui un admirador del fútbol brasileño. Me atraía el desafío de jugar en el, por entonces, mejor fútbol del mundo. La generación de jugadores que tenía esa selección, donde para jugar tenías que ser crack, era impresionante. El siguiente paso era hablar con Argentinos Juniors. La primera reacción del club fue decirme que no tenían ninguna intención de venderme. Pero lo cierto es que conmigo habían hecho un gran negocio, al comprarme y pagarme en veinticuatro cuotas, como si fuera una licuadora. Ahora tenían la posibilidad de venderme al contado y por una millonada, como si fuera una Ferrari. Nunca supe en cuánta plata arreglaron, pero me di cuenta de que se trató de una fortuna porque Flamengo me dio absolutamente todo lo que le pedí. Y no solo en relación con lo económico, sino más bien en lo anímico. Porque cuando llegué al aeropuerto no pude creer el recibimiento que tuve. El Loco Doval me había anticipado que habría gente, pero nunca pensé que sería tal cantidad, y encima con cantito incluido. Alrededor de dos mil personas con una batucada gigante que coreaba mi apellido al ritmo del samba. Fue un buen presagio. Con mi esposa nos mentalizamos en algo: haríamos nuestros mejores esfuerzos por adaptarnos a Brasil, en lugar de esperar que el país se adaptara a nosotros. Nos pusimos de acuerdo en que no iríamos a Río para vivir con nuestras costumbres argentinas. Nuestra idea era familiarizarnos cuanto antes con el idioma, con sus comidas y su idiosincrasia. Nos dieron un departamento hermoso en Leblon, frente al mar y a pocas cuadras de Ipanema. ¿Había alguna duda de que estábamos en el Paraíso? Para nosotros, no. De hecho, me adapté tan bien que no tardé en recobrar mi estado natural de felicidad. El carioca es un ser muy amable y, si te quiere, te lo hace saber. El clima también hacía su parte y compartir la playa con mis hijos y mi mujer después de entrenar nos insuflaba energía. Si algo me carga las pilas, eso es la arena, el océano y el sol. Era, sin duda, lo que necesitaba. En el camino entre mi casa y la playa nos cruzábamos con Zico, Junior, Bebeto y jugadores de otros equipos cariocas que iban a la playa para jugar su tradicional «fútbolvoley». Por las noches, Copacabana estaba todo iluminado y se armaban torneos relámpago en los que descollaba el Loco Doval. Podría asegurar que su vida era eso. A la mañana iban a practicar y era todo fútbol; mucho pelota, control, técnica… era increíble ver cómo mataban la bola con el empeine para jugar a un toque con un piso irregular y pesado como la arena. Solo los brasileños pueden hacer esas cosas. Por eso todos tienen esa técnica y la categoría que los distingue del resto del planeta. Disfrutamos al máximo los dos años que vivimos en Río. Con Olga, siempre decimos que pasamos una luna de miel con hijos. Cuando entré al Maracaná por primera vez, con la cancha llena, quedé desbordado. Empecé a mirar para todos lados aquel espectáculo. No podía creerlo. Fue tan así que me obligué a volver en mí para concentrarme en el partido. También me llamó la atención el respeto que había entre el público. En mi primer Fla-Flu —el superclásico carioca entre Flamengo y Fluminense—, vi que ambas hinchadas caminaban juntas, cada una con sus banderas. No hubo ningún incidente. Viniendo de la locura del fútbol argentino, me costaba entender que tanta gente pudiera compartir un partido de esas características sin violencia. Era la rivalidad bien entendida, tanto dentro como fuera de la cancha. El juego del Flamengo era conducido por el Lobo Zagallo, un hombre mayor que estaba en su apogeo y era muy venerado. Hablaba pausado pero con mucha vehemencia; era un convencido de lo que quería y expresaba sus conceptos futbolísticos con firmeza. 106

Cuando algunos jugadores se atrevían a repreguntarle algo —no para llevarle la contra, sino para enriquecerse— se dirigían a él como «maestro». Lejos de enojarse, el Lobo apreciaba al jugador que le aportaba una mirada distinta. Por cosas como esas era tan respetado y querido en todas las canchas, tanto por el periodismo como por las torcidas. Dentro de la cancha, el líder espiritual era Zico. Su figura era un emblema de la cantera del club y con esos colores había alzado la Libertadores y la Intercontinental. Pero lo tocó emigrar al Udinese italiano y, con su partida, el equipo se quedó sin la cabeza del grupo. Por su filosofía en cuanto al fútbol, el jugador brasileño siempre necesita un líder en la cancha. Zico lo era y tras su salida tomó la posta Junior, otro crack del club y mundialista en España 82. De esa manera, se convirtió en el referente del grupo y, a partir de ese momento, pasó todo por él, desde la relación entre los jugadores y los dirigentes hasta el tema de los premios. Yo también pasé a integrar la mesa chica de los referentes. En Flamengo me respetaban. Y tanto los dirigentes como los jugadores me consultaban acerca de distintas cosas. Si bien comprendía todo, la barrera idiomática era una traba real a la hora de responderles. Entendía mucho más de lo que hablaba; expresarme me costaba horrores. Con nuestros hijos nos sucedió algo similar, aprendieron el idioma mucho más rápido que nosotros, y al mes de estar viviendo en Río volvían del colegio hablando en portugués y nos resultaba muy difícil responderles. El Loco Doval estaba contento conmigo y se mostró siempre a mi disposición, algo que fue vital y me ayudó en muchos aspectos. En los inicios de la década del 80, el fútbol carioca estaba en su mejor momento y el otro rival histórico del Flamengo era Vasco da Gama, otro grande de la ciudad. Ahí jugaba Roberto Dinamita, a quien ya había enfrentado con la Selección Argentina y no me había podido hacer ningún gol. Cuando estábamos por enfrentar al Vasco, Zagallo me dio un consejo crucial: —Mucho cuidado con Roberto Dinamita porque patea muy bien. Con balón parado es sensacional y todos los tiros libres son suyos. Tenga mucho cuidado, Fillol. Como lo noté algo preocupado, me atreví a comentarle en mi portuñol rudimentario: —Maestro, quédese tranquilo que en el palo que me toca cubrir a mí la pelota no va a entrar. Zagallo me miró fijo y, sin inmutarse, me respondió: —Usted no entendió. La pelota no tiene que entrar ni en su palo ni en el otro. Tras esas palabras se rieron todos. Lo había dicho muy convencido. Me había tirado toda la presión, nada más cierto, pero incluso así sentí que, pese a mi experiencia, estaba para aprender una nueva lección: la pelota no tiene que entrar ni en tu palo ni en el otro, le pegue quien le pegue. No solo ganamos ese partido, sino que en el año y medio que estuve en Flamengo, Roberto Dinamita, a quien enfrenté cuatro veces, no me pudo hacer un gol. La prensa llegó a decir: «Fla-Flu, Fillol-Dinamita». En mi paso por el equipo carioca pude alzar un trofeo importante, la Copa de Guanabara, el torneo que reúne a los mejores equipos del estado de Río de Janeiro. Lo ganamos de punta a punta, perdiendo solamente un partido, y en lo personal apenas me hicieron cinco goles en once partidos. El broche de oro fue obtener ese campeonato en un Maracaná repleto y ante el rival de toda la vida, Fluminense, gracias a un cabezazo de Adilio cuando promediaba el segundo tiempo. Ni en mis mejores sueños había fantaseado con un Maracaná repleto coreando mi nombre. Fue uno de mis últimos partidos en Brasil. Al término de esa temporada me llegó una oferta de un grande de España y consideré 107

que era el momento adecuado para concretar la experiencia europea. Río de Janeiro me había recibido con los brazos abiertos para sacarme de un estado de ánimo signado por la angustia, y me había devuelto las ganas de jugar. Al momento de partir supe que tanto la ciudad como el club quedarían grabados en mi corazón. Lo que nunca imaginé es que ese amor sería recíproco o, mejor dicho, que se mantuviera a través del tiempo. Lo cierto es que no regresé a Río hasta treinta años después, cuando me tocó experimentar una situación que me puso al tanto del cariño que me seguían profesando los hinchas rubronegros. En 2014 Zico organizaba partidos a beneficio y me invitó a participar en uno. Viajé a Brasil especialmente para ser parte del evento y volver a pisar ese césped después de tantos años. Una vez en Río, sucedió algo inesperado: el remisero que tenía que pasar a buscarme para llevarme al estadio no solo le erró al horario sino también a la dirección y terminé llegando tardísimo, pocos minutos antes de que comenzara el partido. Pero los jugadores ya estaban en el campo de juego y mi lugar fue ocupado por el arquero del Flamengo, que estaba ahí de casualidad. Entré al Maracaná corriendo, a la vista de las más de cincuenta mil personas que lo habían llenado, casi a medio vestir. Me acerqué a Zico para pedirle disculpas, mientras le explicaba los motivos del retraso. —Pato, usted tiene que jugar. Juegue tranquilo. A continuación, se me acercó el arquero del Flamengo. Me abrazó, me dijo que yo era su ídolo y me prestó sus guantes. Los equipos ya habían sido anunciados, pero cuando estaba llegando al arco, la voz del estadio gritó: —¡Y en el arco… el campeón del mundo, Ubaldo Fillol! Al mismo tiempo, en el tablero electrónico aparecía una fotografía inmensa de la época en que había atajado en Flamengo. La ovación fue tremenda. Juro que no la esperaba. Saludé con vergüenza. Fue un reconocimiento que me emocionó profundamente. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que me había ido, tras jugar menos de dos años? Soy un hombre duro, más bien jodido, pero esa ovación logró quebrarme, al punto de casi no poder levantar los brazos y devolver tanto afecto. El romance con Flamengo y la ciudad había sido tan corto como intenso. Aunque, cuando el amor es verdadero, el hincha no olvida. A lo largo de mi carrera recibí distintas ofertas para jugar en el exterior. Soy un poco nacionalista. También soy nostálgico. En consecuencia, cada vez que me acercaron una propuesta terminé poniendo una traba para hacer caer el pase. En ese sentido, el dinero nunca fue una prioridad. Prefería estar cerca de mis afectos, lo veía como algo prioritario, más bien necesario, por lo que rechacé cifras que en la Argentina jamás ganaría. La salvedad a esa regla había sido mi transferencia a Flamengo. La mente suele ser intrincada y, por alguna razón que no logro descifrar, el hecho de ir a jugar a Brasil no contaba, al menos en mi cabeza, como una salida al exterior. Posiblemente, al estar a solo dos horas de avión de Buenos Aires, eso anulara la sensación de distancia, evitando el desarraigo. Me propuse desafiar esa postura cuando surgió la posibilidad de ser contratado por el Atlético de Madrid. Mi carrera deportiva atravesaba una de sus mejores etapas. También mi vida personal. Al mismo tiempo, me convencí de que ya había adquirido la madurez suficiente como para jugar en un club con aspiraciones importantes, en una liga plagada 108

de futbolistas de otras latitudes. Tenía 35 años. Con suerte, me quedaban cinco más de carrera. Era, sin dudas, el momento ideal para dar ese paso. Además, contaba con un reconocimiento absoluto del mundo del fútbol. Me habían contactado por pedido expreso de Don Vicente Calderón, el máximo dirigente del Atlético, y no lo dudé un instante. Llegaba el momento de empezar otro desafío y así fue que Madrid se convirtió en la próxima parada de mi carrera. Fue todo muy rápido. Me habían comentado sobre el interés de los españoles antes de viajar a Buenos Aires para jugar las eliminatorias contra Perú y clasificar al mundial de México 86, y cuando regresé a Brasil ya estaba todo muy avanzado. En Río de Janeiro había dos emisarios del Atlético. Uno de ellos era «Pepe» Navarro, un ex arquero del club que en ese momento era dirigente. Durante el vuelo a Madrid me contó que un año antes había ido a Río para el carnaval y que el paquete que compró incluía una entrada para ver el clásico carioca entre Flamengo y Fluminense. En ese partido yo la rompí. Atajé todo. Al año siguiente, cuando el Atlético necesitó un arquero, Pepe dijo: «¡Compremos a Fillol! ¡Está fenomenal! ¡Está entero!». Le hicieron caso y ahí estábamos, rumbo a una nueva aventura futbolística, la primera europea de mi larga carrera. El viaje de Río a Madrid fue largo y aproveché las doce horas del trayecto para hablar con Navarro sobre la cultura y la idiosincrasia del Atlético. Me embarqué solo. Tenía que firmar el contrato lo antes posible y empezar la pretemporada mientras buscaba una vivienda y un colegio para los chicos. Olga se había quedado en Brasil con ellos, a la espera de las novedades. Yo tenía un buen pálpito. Estaba seguro de que me iría fantásticamente bien. «No nos volvemos más», pensé. Tan convencido estaba que le dije a Olga que vendiera el departamento, y así lo hizo. Tras mi paso por Brasil, imaginé que la experiencia sería igual o mejor. La vida, sin embargo, a veces tiene otros planes. Bajé del avión en el viejo aeropuerto de Barajas, aquel que no tenía manga y te obligaba a caminar cien metros una vez que descendías del avión. Mi entusiasmo inicial, por alguna extraña razón, había comenzado a disminuir. No podría asegurar que me sintiera mal, pero era evidente que algo estaba pasando. Era de madrugada y estaba amaneciendo cuando desde la puerta del avión, mientras preparaban la escalinata, empecé a mirar todo a mi alrededor y me pregunté: —¿Qué carajo estoy haciendo acá? No tuve respuesta para esa pregunta. No sé cuántos segundos pasaron, pero las ilusiones con las que había viajado se desvanecían a medida que corrían los días. Me sentía confrontado a un enemigo desconocido, como si hubiera sido invadido por un virus repentino que parecía dispuesto a voltearme. Comprendí rápidamente que esa angustia que se había apoderado de mí tenía nombre: se llamaba desarraigo. ¿A esa altura de mi vida? ¿Con todo mi recorrido futbolístico? Había viajado muchas veces. Conocía perfectamente lo que significaba estar lejos de casa. ¿Cómo podía ser que estuviera sintiendo algo así? Es más fácil explicarlo que sentirlo. Porque lo cierto es que comencé a experimentar tanta soledad que tuve el impulso de volver a subirme al mismo avión que me había llevado. Se me vino el mundo abajo. Una cosa es extrañar, ir a Monte, tomar el colectivo, dar una vuelta a la plaza y volver. Estar a miles de kilómetros y no poder solucionarlo es algo muy distinto. Apenas llegué, comprendí que el desarraigo es no tener respuestas y padecer la 109

angustia de la distancia y el recuerdo. Mientras Olga vendía el departamento y terminaba de ajustar todos los detalles para viajar con la familia a España pasaron unos diez días, en los que estuve ocupado buscando una casa y un colegio para los chicos. Para mí fue como si hubieran pasado diez años. Inmediatamente sentí que las cosas no serían como lo había pensado. «¡Estás en Madrid, boludo!», me repetía cuando el bajón robaba mis pensamientos. Me aferraba al teléfono para hablar con mi familia y mis amigos, y empecé a no dormir y a comer poco y a estar muy cansado… y a lesionarme. Me presentaba tan agotado a entrenar que aquel estado terminó repercutiendo en mi condición física, que siempre había sido impecable. Primero fue una lesión en los gemelos, que me tuvo diez días parado. Una vez recuperado, a los veinte días me esguincé una rodilla. Tras superarlo, me lesioné el codo. La secuencia era más o menos la siguiente: volvía, atajaba tres partidos y me lesionaba. Si no era la muñeca, era la rodilla y, si no era la rodilla, era algo nuevo. Lógicamente, empecé a jugar a cuentagotas. El técnico del equipo era el reconocido Luis Aragonés, que en 2010 fue campeón del mundo con España. Luis quería mucho a los argentinos y un día, en el vestuario, me llevó aparte para tener una charla increíble: —¿Qué le está pasando, Fillol? Porque veo que usted se lesiona mucho y realmente me preocupa. —Don Luis, desde que llegué a Madrid me trataron estupendamente. Pero el problema soy yo. Me siento vacío, triste. Extraño a la Argentina y a mi gente. La realidad es que no lo puedo superar. Luis Aragonés me miró fijo. Después sonrió y dudó un poco, hasta que finalmente no tuvo mejor idea que decirme que él sabía cómo suavizar mi problema de desarraigo: —¡Entonces, vamos de copas, coño! Que vamos al casino con las putas y pagaremos lo que hay que pagar… ¡Era un atorrante divino! Quería ayudarme y pensó que un poco de diversión sería suficiente para recobrar la felicidad. —No, Luis, no es eso. Es que extraño todo… —¡Pero qué coño! Esta noche nos iremos de juerga. Su propuesta me hizo gracia. Le agradecí su preocupación, y le expliqué que lo que me pasaba no se arreglaba con una noche loca. Evidentemente, Luis comprendió que mis argumentos iban en serio, porque la charla terminó con los dos coincidiendo en que la única solución sería volverme a mi país. Fui tan convincente que una semana más tarde Aragonés me informó que debíamos hablar con los dirigentes. No habían pasado tres meses desde mi arribo a Madrid y ya quería volverme. La reunión fue con Luis y Don Vicente Calderón. —Luis nos ha comentado lo que le está pasando y nosotros queremos que tú estés bien. Dinos qué es lo que te hace falta. —Nada, Don Vicente. Ya me han dado todo. —Tú estás mal, y quiero que sepas que el club está a disposición tuya. También de tu familia. —Le agradezco de corazón, Don Vicente, usted tiene un club que es maravilloso, en un país estupendo. Pero el problema no es el país ni el club. El problema soy yo. Lo había dejado mudo. El tipo ponía a mi disposición el club y el país. A medida que seguíamos hablando él me ofrecía más y más cosas. Si había algo que mejorar, me lo mejoraban. También me dijo que estaban conformes y que andaba bien, pese a haber 110

jugado poco por las lesiones. Hasta que llegó un momento en que ya no hubo retorno entre sus deseos y mis necesidades. —Esto nunca me pasó, Don Vicente. Es más, vengo de disfrutar en Flamengo… — empecé a decirle. Calderón, que venía siendo bastante condescendiente, se puso serio y cerró la conversación con una frase lapidaria: —Tú tienes contrato por dos años, Ubaldo. ¡Y lo debes cumplir! Al otro día lo hablé con mi esposa, que intentaba convencerme por todos los medios: —¡Mirá a nuestro alrededor! —me decía—. ¿No ves que estamos en Madrid? Se vive bien acá. ¿Qué es lo que extrañás? Estaba a la vista que todos se habían adaptado, menos yo. —Extraño el aire de Monte —le respondía. Unos días después, lo que empezó como un problema psicológico comenzó a manifestarse en el cuerpo. Primero empecé a hincharme. Cada vez que comía algo parecía que me hubieran inflado como a un globo. Hasta que llegó un momento en que ya no podía comer. Lo hablé con el médico del club y me dio unos medicamentos, pero no me hicieron efecto. Entonces me hizo unos estudios y me encontró una pequeña úlcera. —Es porque estás muy nervioso —me explicó. Inmediatamente, Olga me dijo: —¡Pará! Si esto deriva en una enfermedad, nos vamos ya mismo. Estás luchando, entrenás, te recuperás y volvés a lesionarte. Vámonos. No había llegado ni a la mitad del primer año de contrato. No podía comer, tampoco dormir. Y las cosas fueron de mal en peor. En un momento, extrañaba tanto que, cada vez que hablaba por teléfono con alguien de la Argentina, terminaba la conversación llorando. Automáticamente, Olga empezó a llamar a Buenos Aires para procurar vacantes en el colegio de los chicos. Quilmes está tan cerca como Madrid lejos. En el medio, los quince partidos que pude atajar en el arco titular. Cuando llegué a Madrid, justo terminaba la Copa del Rey y me dieron el trofeo. Hugo Sánchez estaba en su apogeo, lo vendieron al Real Madrid y me compraron a mí. Mientras pude jugar, fue muy lindo porque la afición del Aleti me quería, a pesar del poco tiempo que jugué. En buena medida, ese cariño nació cuando la rompí en un Camp Nou lleno a reventar. Cuando terminó el partido, Luis Aragonés y Vicente Calderón se acercaron para decirme que alguien quería saludarme. Era el vicepresidente del Barcelona. Había bajado al vestuario para felicitarme por mi actuación. La Recopa Europea la jugué de punta a punta y estuvimos a punto de acariciar la gloria. En la final enfrentamos al Dynamo de Kiev en Lyon, Francia. Ese equipo era la base de la selección de la Unión Soviética. Y vaya que se notaba: tras pegarnos una paliza tremenda y quedarse con el trofeo, al otro día se embarcaron rumbo a México para disputar el Mundial. Mi ciclo en el Atlético de Madrid había terminado. Quería culminar mi carrera en la Argentina. En el club que fuera. Pero en mi país. Ante mi gente. Con mis amigos.

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FENÓMENO Por Arthur Antúnez Coimbra, «Zico» Fillol fue uno de los más grandes arqueros que vi a lo largo de toda mi vida como jugador profesional. Un compañero fantástico, con un gran espíritu competitivo, y un liderazgo que imponía con su sola presencia dentro del campo de juego. Un arquero realmente importante para cualquier equipo con pretensiones grandes. Un tipo divertido, simpático y predispuesto con el equipo. Fillol le aportó a Flamengo toda su experiencia y calidad de futbolista. Muchas veces, vi con mis propios ojos cómo intimidaba a los delanteros con su presencia y la manera de atajar que tenía. A pesar de haber estado en Flamengo solo dos temporadas, el Pato dejó un gran recuerdo. Tanto que hasta el día de hoy ha logrado tener el reconocimiento de una torcida con cuarenta millones de fanáticos. Y eso en Flamengo es reservado solamente para verdaderas glorias. Fillol, lo es. Con Fillol tuvimos duelos mundialistas y sudamericanos, cada vez que él se calzaba el buzo de arquero y yo, la camiseta 10 verdeamarelha. Verdaderos clásicos sudamericanos que se jugaban a todo o nada. Ya sea en el Maracaná, en Núñez, o en España 82. Si tengo que definir al Pato con una sola palabra, la que más se ajustaría es: Fenómeno. Fue un enorme placer haber sido rival, compañero y contemporáneo de Ubaldo Matildo Fillol. O Galinho!!

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15 La última copa

Al terminar mi vínculo con el Atlético cometí el error de rescindir sin asesorarme. Según los papeles, debía cobrar la parte más jugosa del contrato a partir del segundo año, pero con mi salud en juego eso mucho no me importó. Antes de volverme a Buenos Aires, me presenté en el banco para retirar mis fondos, pero no sería tan sencillo. Resulta que en esa época España vivía una situación muy parecida a lo que fue el corralito argentino de 2001. El gerente del banco, ni bien escuchó mi pedido, fue lapidario: «Señor Fillol, el banco no le puede dar todo ese dinero junto de ninguna manera, menos para que usted se lo lleve. En el sistema bancario español, solo se puede retirar un determinado monto por mes». Esa situación terminó demorando mi regreso un mes más: estuve yendo y viniendo del banco no sé cuántas veces. Para colmo, como ya había anotado a los chicos en el colegio, Olga tuvo que volverse con ellos. Lo viví como un nuevo drama en tierra ibérica. La perspectiva de pasar un mes solo y haciendo trámites de todo tipo profundizó mi angustia. Me volvía por desarraigo y ahora ni siquiera tenía a mi familia para contenerme. Y al no tener un representante tuve que llamar a un amigo para que me asesora con los asuntos administrativos. A modo de paliativo, sucedió algo que consiguió animarme un poco. Bilardo había decidido no llevarme a México y la prestigiosa Cadena 3 aprovechó mi inactividad para contratarme como comentarista de la Copa del Mundo. Al mismo tiempo, El Gráfico envió a un cronista a hacerme una nota en pleno torneo. Además de contarle el dolor que sentía por no jugar mi cuarto mundial, le regalé una primicia: regresaba al país para cerrar mi carrera profesional en el fútbol argentino. El primer club que me contactó fue Rosario Central y estuvimos realmente cerca de ponernos de acuerdo. Aunque las cosas tomaron otro rumbo cuando Racing Club se comunicó conmigo. Comenzamos a hablar y lo primero que hice fue advertirles que mi negociación con los rosarinos estaba avanzada. Pero el libro de pases estaba cerrado y Central, que venía de ascender, no quiso involucrarse demasiado, ya que recién regresaba a Primera tras estar un año en la B, y desistió de contratarme. Racing, en cambio, mantuvo su interés. Llegué al país en agosto de 1986, con el pase en mi poder, pensando que, como todo jugador libre, podría firmar con cualquier club. Por lo menos así había sido siempre. Sin embargo, me encontré con un problema que desconocía: el libro de pases no se volvería a abrir hasta enero del año siguiente. En esos días me llamó «Coco» Basile, el técnico de 113

Racing, queriendo saber cómo estaba. —¡Te quiero en mi equipo! Con que atajes la mitad de lo que atajaste en el Atlético de Madrid para el fútbol argentino te sobra. —Muchas gracias, Coco. —Yo te quiero con nosotros pero, lamentablemente, vas a tener que esperar unos meses, como sabrás. —Usted no se preocupe. Me voy a matar entrenando por mi cuenta hasta que llegue el año próximo. —Te vamos a dar la mano que necesites. ¡Vos vas a atajar en Racing y la vas a romper de nuevo! Había dado el primer paso. El club me quería y el cuerpo técnico confiaba en mi regreso triunfal. Debía comerme el garrón de entrenar por mi cuenta para no perder la forma, sí, pero lo más importante estaba por venir. Además, la gente me reconocía y mi retorno al club se había hecho vox populi. Iba al Cilindro a ver a Racing, dejaba el auto a dos cuadras del estacionamiento y en el trayecto hasta la cancha me cruzaba con los hinchas. La mayoría me demostraba su afecto con frases típicas como «¡Pato, ídolo!», pero un día me crucé con uno que peinaba canas y me soltó algo que me llamó mucho la atención: «Pato, acá te amamos. Pero no vuelvas porque esto está en decadencia». ¿Debía preocuparme? Lo cierto es que, lejos de asustarme, escuchar la advertencia de aquel hincha funcionó como un incentivo. Me lo tomé como algo personal. Es como si me hubiera hecho cargo de ese desafío. ¿Así que acá está todo mal? Perfecto. Cuentan conmigo para arreglar las cosas. A la vez, sabía que muchos socios del club dudaban acerca de mi presente. En parte era comprensible, porque me habían visto por última vez en las eliminatorias del 85. Más de uno habrá pensado: «¿Para qué vuelve?». Tenía 36 años, había dejado un recuerdo bárbaro y lo más aconsejable era conservar ese pasado de gloria, en lugar de dilapidarlo con un presente de inactividad. Por eso siempre digo que hay que capitalizar las cosas malas. Porque ese contexto reavivó mi espíritu rebelde para convencerme de que podía silenciar los rumores a base de buenas actuaciones. El prejuicio de algunos sería el combustible durante mi parate. Eso me mantendría lo suficientemente motivado. Dicho y hecho. Entrené con mucha dedicación, me cuidé y me preparé como si fuera a jugar un Mundial. Para resumirlo, logré transformar mi bronca en energía, para recuperar mis habilidades. Cuando arrancó la temporada 1987 estaba impecable, deseoso de callar los murmullos. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que en esa temporada tuve al mejor Alfio Basile. La manera en que expresaba sus ideas era contundente. Contradecirlo en lo táctico hubiera sido imposible porque sus conceptos eran irrefutables. Su forma de trabajo era similar a las de Menotti y Angelito, enfocada principalmente en la pelota y no tanto en correr por correr. Te fortalecía anímicamente y futbolísticamente en lo tuyo, sin detenerse demasiado en el rival. El técnico que se extiende más de media hora en explicaciones se complica él y también a sus jugadores. Angelito Labruna nos hablaba quince minutos; la charla técnica del Flaco Menotti en la final del Mundial duró trece; el Coco nunca superaba los veinte. Y los tres se referían siempre a nuestras fortalezas. Hablar mucho muestra una inseguridad peligrosa, porque hace que veas al rival como un equipo superior, cuando tal vez no lo sea. Estos tres fuera de serie lo sabían perfectamente y, a juzgar por los logros 114

que obtuvieron, algo de razón tenían. En 1987 Coco logró mantener la base del equipo para focalizar el primer semestre del año en la primera edición de la Supercopa, un torneo que reunía a todos los campeones de la Libertadores. Fue una decisión acertada. Tuvimos mucha fortuna, y supimos acompañarla en los momentos justos. Abrimos el torneo contra el Santos, ganamos 2 a 0 en Avellaneda, con goles de Colombatti y «el Toti» Iglesias, y en la vuelta empatamos sin goles en Vila Belmiro, la mítica cancha que vio debutar a Pelé. Lo extraño fue que en nuestra llave no había rival para cuartos de final, así que pasamos directamente a semifinales. Esa eventualidad nos permitió descansar una fase, algo que el resto de los equipos no pudieron hacer. El siguiente rival era ni más ni menos que River, el último campeón argentino de la Libertadores. El primer partido se jugó en Avellaneda y fue victoria nuestra por 2 a 1, con dos goles de Walter Fernández. Goles son amores, nada más cierto, pero al mismo tiempo debo admitir que yo estaba atravesando un momento sensacional y en aquel partido de ida tuve atajadas de esas que ganan partidos. Una de ellas fue ante Centurión, que me cabeceó al palo derecho para que yo termine sacándola al córner. La otra fue un mano a mano con «Polilla» da Silva, con quien nos conocíamos del Atlético de Madrid, que me fusiló desde el punto penal; sobre el final, un tiro libre del «Negro» Palma se colaba al ángulo y yo la descolgué volando de palo a palo. El primer chico había quedado para nosotros, pero el gol de visitante de River valía doble y había que ir al Monumental. No hace falta aclarar que volver a esa cancha fue siempre algo especial para mí. Tantos años en ese césped, tanta gloria conseguida, tantos los recuerdos que me invadían… Enfrentar al club de mis amores no era un partido más. Salimos a jugar el partido a todo o nada y volví a responder al ciento por ciento de mi capacidad como arquero. Considero a ese partido como uno de los mejores que jugué en mi vida. En el primer tiempo les saqué pelotas imposibles a dos delanteros tremendos como Claudio Caniggia y el uruguayo Alzamendi. En el segundo, tuve otra salvada providencial ante Alzamendi. La única espina que me quedó clavada de esa noche fue el penal que no pude contenerle al «Tano» Gutiérrez. Con ese gol, River se puso en ventaja y casi nos deja con las manos vacías. Cuando el encuentro se moría, y luego de atajarle en dos tiempos un mano a mano a Alzamendi, que pudo ser la clasificación definitiva de River, el de arriba nos dio una vida más. Casi milagrosamente, Néstor Fabbri empató el partido con un cabezazo increíble, a los cuarenta y seis minutos. Estábamos en la final. Habíamos logrado una hazaña. El fútbol es así. Hay que saber convivir con eso. A pesar de algunos insultos, siempre respetaré al hincha del club que amo. Es parte del folclore. Racing había llegado a una final continental tras veintiún años de sequía. El club no vivía algo parecido desde el «equipo de José» y jugarla no sería sencillo, porque nuestro rival era el poderoso Cruzeiro de Belo Horizonte. Arrancamos jugando de locales y ganamos 2 a 1, en un partido que tuvimos que dar vuelta: ellos golpearon primero con un gol de Robson, que me la picó al segundo palo, como acostumbran hacer los brasileños cuando salís a achicar para taparles el remate cruzado. Por suerte, pocos minutos después Rubén Paz y «el Negro» Ludueña armaron una pared fantástica que terminó en penal y Walter Fernández transformó en gol. En el segundo tiempo, echamos el resto pero la pelota parecía no querer entrar. En los minutos de descuento, Fernández desbordó por izquierda por enésima vez y tiró un centro atrás para que Colombatti impactara de lleno y la mandase al fondo de la red. El primer chico quedaba en Avellaneda. Habría que 115

validarlo en el Mineirão. Una tarea complicada, pero jamás imposible. Hay una anécdota divertida sobre la previa de aquella final en Brasil. El día del partido estábamos almorzando en el buffet del hotel, donde para servirte comida tenías que levantarte a buscarla. Me paré con Rubén Paz, que había jugado en el Internacional de Porto Alegre, y nos pusimos a sambar delante de todos, en pleno almuerzo. Al ser los más experimentados, hicimos esa sambeada para relajar al grupo y reírnos un rato. En esas situaciones de tensión, divertirse siempre ayuda. La alegría fue tan contagiosa que es una de las primeras cosas que cuenta el Coco cada vez que le preguntan por esta final. La impronta ganadora que tenía ese Racing era imbatible porque abundaban jugadores que iban al frente. Walter Fernández, Colombatti, Rubén Acuña, Ludueña, Olarán, Vázquez… Todos tipos guapos y con hambre de gloria. Además, tuvimos la fortuna de ser un equipo de amigos de verdad; tanto así que todavía hoy seguimos viéndonos seguido. Sabíamos que definir en Belo Horizonte no sería tarea fácil. La unión del grupo, sumada a su espíritu ganador, se sintetizó en un juramento que nos hicimos antes de salir para el estadio: venderíamos bien cara nuestra piel. El partido podía darse de cualquier manera, podíamos jugar bien o mal, pero dejaríamos todo. Nuestra fortaleza interior terminó de convertirse en fuego fatuo cuando llegamos a la cancha y no pudimos bajar del micro porque desde abajo nos tiraban bolsas de basura y botellas de vidrio. Cuando logramos entrar al Mineirão, miramos asombrados hasta qué punto estaba repleto de gente: ciento veinte mil personas torciendo a puro grito y batucada. La cancha reventaba. El clima que había ahí dentro metía miedo, para qué negarlo. Sin embargo, ninguno de nosotros sintió el asedio ni se dejó llevar por el juego psicológico de las agresiones. Ese Racing tenía su base en pilares fundamentales como la amistad, la convivencia y la solidaridad, más la tranquilidad que te daba tener un cuerpo técnico tan seguro de sí mismo. Se nos vinieron con todo desde el comienzo del partido y el estadio se preparaba para una goleada. Pero faltando tres minutos para terminar el primer tiempo tuvieron una desatención en el fondo, Walter Fernández filtró una pelota en la medialuna, apareció Catalán, dominó el balón, calibró la mira y fusiló al arquero, sin más. En el segundo tiempo, Cruzeiro atacó con la misma intensidad de la primera aparte y volvieron a chocar contra otra de mis noches más inspiradas. Recuerdo especialmente un remate al ras del piso que le atajé a Careca y un cabezazo a quemarropa de Robson, parecido a aquel de la Bruja Verón. Hay un refrán que dice «tanto va el cántaro a la fuente…», y esa noche se cumplió. Faltando ocho minutos para el final, hubo un córner, la pelota cayó en el área y Robson alcanzó a puntearla entre una decena de piernas. Con el partido empatado, era un hecho que no quedaría otra que resistir y resistir. Hasta que uno de ellos tomó la pésima decisión de armar una trifulca que enfrió el partido. Los minutos pasaron y el referí pitó el final: Racing Campeón tras veintiún años. Lo que vivimos en el avión de regreso de Belo Horizonte es algo que no había experimentado en toda mi vida. ¡Todo un charter lleno de hinchas de Racing! Cantaron, gritaron, saltaron y se agitaron desde el despegue hasta que aterrizó. Parecía una tribuna celestial, festejando a miles de metros de altura. Aquel es un recuerdo hermosísimo que quedará guardado en lo más profundo de mi corazón para siempre. Tras el logro de la Supercopa encaramos la segunda mitad del año con el envión que nos dio el título continental. El Coco nos mentalizó para ganar un torneo local que tuvo una particularidad: por primera y única vez, la AFA determinó que en los empates habría 116

una definición por penales. La idea terminó siendo un fiasco y la prueba es que no volvieron a repetirlo. Más allá de estas curiosidades, lo cierto es que Racing estaba para campeón y jugaba como tal. No obstante, es muy posible que la gente no recuerde tanto aquel andar futbolístico como los dos sucesos desafortunados que vinieron a continuación. La rivalidad con River que se había generado en la Supercopa seguía latente como el primer día. Nuestros partidos eran a todo o nada. Esa tensión se materializó la tarde en que nos tocó jugar contra ellos en cancha de Racing por el torneo local. El escándalo comenzó con una trifulca que se desató frente a los bancos de suplentes, a raíz de una patada criminal de «Cachito» Borelli sobre «el Panza» Videla. Es una situación bastante típica: un foul violento provoca un tumulto, los jugadores de campo se involucran en la discusión, los arqueros salimos del área para hacer un poco de presencia o, en el mejor de los casos y según el partido, separar a los más peleadores. Yo estaba en eso, intentando calmar los ánimos y hablando con el referí, cuando sentí un golpe fuerte desde atrás. Un poco aturdido, no llegué a ver quién me había pegado la trompada, trastabillé y casi me caigo dentro del banco de suplentes de River, donde estaban el Flaco Menotti y el resto de los suplentes. Al recuperar el equilibrio detecté al «Loco» Enrique, que se iba corriendo. Y ahí, en ese preciso momento, empezó el quilombo de verdad. Para decirlo en pocas palabras, cuando lo vi escaparse me saqué mal. Me volví completamente loco. El juez Lousteau, con toda razón, me expulsó mientras yo corría por la cancha gritándole «¡Es un hijo de puta, me pegó de atrás!». El árbitro juraba que no lo había visto y yo me dediqué a perseguir a Enrique, que apuraba el paso y levantaba las manos como diciendo «Yo no fui». Ya me habían echado, pero así y todo no me quería ir de la cancha. Estaba fuera de mí. Finalmente, dejé la cancha y empecé a desatarme los botines en el banquito del otro lado de la línea. En ese lapsus me acordé de algo que había pasado doce años atrás en Belo Horizonte, en la final de la Libertadores de 1976, cuando Perfumo salió de la cancha y se llevó al mejor de ellos con él. «¡Qué boludo que soy! — me dije para mis adentros—. Me voy yo y se queda el tipo que armó todo el quilombo. Llevate a alguien». No lo pensé dos veces y me metí en la cancha en medias, ya sin los botines, aprovechando que el juego no se había reanudado. Lousteau me clavó la mirada y, desde su metro noventa, me dijo: —¿Qué quiere, Fillol? Pare este quilombo de una vez, por favor. —¡Quiero que haga lo que corresponde! Me insultó y me pegó por la espalda. Usted sabe bien qué tiene que hacer, Lousteau. Luego de ese breve diálogo y en medio de un griterío infernal, el referí sacó la roja y terminó el asunto de manera salomónica. También lo echó a Enrique. En mi reemplazo debutó el Flaco Roa en el arco de Racing. Al lunes siguiente fui a declarar al Tribunal de Disciplina y todavía me duraba la calentura. Ingresé a la AFA y me senté en la sala de espera que está ubicada al costado de donde se reúnen los miembros del comité. Sin pensar en nada, pasé un rato con la vista perdida en el ascensor que tenía enfrente, lo único que tenía movimiento. De repente, la puerta se abrió y apareció Enrique. ¡Para qué! Automáticamente me paré para encararlo, no sin antes hacer un alto para sacarme el reloj. El Loco, que era muy vivo, intuyó la que se venía, dio un paso al costado… ¡y empezó a correr! Eso me dio todavía más bronca de la que ya tenía y me dediqué a perseguirlo por toda la sala, hasta que lo tuve a tiro y me lancé hacia él haciéndole un tacle fenomenal. Atravesamos juntos un ventanal y 117

aparecimos en la oficina contigua. Enrique quedó abajo y pude pegarle un par de piñas. Hoy lo pienso y no lo puedo creer. No por querer fajarlo, sino porque, al romper un vidrio semejante, podríamos habernos matado. Unos días después me enteré de que se había contactado con José Luis Barrios, de El Gráfico, para contarle la pelea a su favor. La revista publicó una nota basada en su relato, que además ilustraron con una secuencia de dibujos. En los hechos, los únicos presentes en la pelea habíamos sido nosotros dos y un administrativo que se acercó para separarnos cuando rompimos el ventanal. El resultado final del chiste fueron cinco fechas de suspensión y el zafarrancho más grande en mis veinte años de carrera profesional. Con el tiempo lo hablamos, zanjamos nuestras diferencias, y hoy ese incidente es apenas un mal recuerdo. Sobre todo en comparación con lo que pasaría después, en la última fecha de la primera rueda del torneo, que fue mucho más grave y terminó destruyendo todo lo bueno que veníamos haciendo. Estábamos punteros y nos tocaba cerrar el primer tramo del campeonato contra Boca en el Cilindro. Pero, lo que debió ser una fiesta, terminó convirtiéndose en un partido tristemente célebre. Porque esa tarde sucedió lo inexplicable: una bengala que partió de nuestra tribuna explotó cerca de Navarro Montoya y el arquero de Boca se desplomó como quien recibe un tiro. Naturalmente, el encuentro se suspendió y a partir de ese día todos se dedicaron a matarnos. ¿Qué había pasado? Nadie lo sabía. Aunque estoy en condiciones de asegurar que aquello fue un choreo de los más grandes que he visto en toda mi trayectoria. Cuando nos dimos cuenta de que todo lo que pasaba estaba siendo orquestado por una mano negra, intentamos luchar para conocer la verdad. No hubo caso. Para decirlo sin vueltas, nos arruinaron. En esa época existían ese tipo de robos. Y lo que hizo la AFA ese día en la cancha de Racing fue un asalto a mano armada. Una escena de gánsteres. De esta manera se terminaba un año con sabor agridulce. Al comenzar 1989, en mitad de la pretemporada, con Olga hicimos un viaje a Mar del Plata en auto, que no fue el último de nuestras vidas por puro milagro. Era noche cerrada y de la nada tuvimos frente a nosotros un caballo que cruzaba la ruta. Su aparición fue tan repentina que no me dio tiempo a maniobrar… y le pegué de lleno. Lo que siguió fue una película de terror: sangre, vidrios por todos lados, mi mujer que no respondía y la inmensidad de la noche. Con el poco resto de lucidez que me quedaba, divisé un auto que venía a lo lejos. Mi única reacción fue pararme completamente ensangrentado en el medio del asfalto para atraer su atención y conseguir que parase, cosa que por suerte hizo apenas me vio. Le conté lo que había pasado y segundos después aquel muchacho ya estaba yendo hasta un puesto policial para llamar a una ambulancia, que llegó a los pocos minutos. Cuando volví al auto comprobé que mi mujer no reaccionaba. Y yo estaba en estado de shock. Nos subieron a la ambulancia para trasladarnos a un hospital, a unos pocos kilómetros del lugar del accidente, y una vez arriba la escena fue dantesca, porque Olga perdía mucha sangre y empezaron a hacerle transfusiones. Cuando llegamos al hospital quedamos internados, en mi caso en observación —tenía toda la cara lastimada por los vidrios— y ella en terapia intensiva. Comencé a reaccionar alrededor de las cuatro de la mañana, cuando quise incorporarme para ir a ver a Olga y sentí que las plantas de los pies me ardían como nunca me había ardido nada en mi vida. Al sacarme las zapatillas entendí por qué: estaba parado sobre una plantilla de vidrios que habían entrado tras el impacto. Y 118

me sangraba. A la mañana siguiente me trasladaron en silla de ruedas para hacerme unos estudios y aparecieron fotógrafos y cámaras de televisión por todos lados. Tras las curaciones de rigor, fui a la comisaría para poner una firma y el comisario me dijo: —Fillol, agradézcale a Dios. Usted y su mujer volvieron a nacer. Me quedé mudo por un instante, tratando de volver el tiempo atrás para repasar el accidente. —El caballo está cortado al medio, Pato. Su auto, completamente destruido. Lo que quedó del capot está lleno de vísceras del animal. Su relato me heló la piel y tardé unos minutos en salir de mi asombro. Todo atravesado por una sensación ambivalente, que mezclaba la alegría por habernos salvado con la tristeza por lo que estábamos viviendo. El silencio en que estaba sumido se interrumpió cuando me contaron cómo fue que el caballo terminó cruzando la ruta: resulta que unos minutos antes habían asesinado al dueño de una estancia y los animales, espantados, huyeron en estampida. Me ofrecieron la posibilidad de iniciar acciones legales. Después de todo, nosotros no habíamos tenido la culpa de nada. Contacté al abogado, socio de Racing y juez federal Oscar Salvi para que me representara, pero un tiempo después le pedí que dejase todo como estaba. Olga ya estaba bien y, con el simple hecho de haber vuelto a la vida, nos dimos por satisfechos. No quise juicio ni resarcimiento. Tenía la vida comprada. Con eso me alcanzaba y me sobraba. Entre una cosa y otra, después del accidente, la pelea con Enrique y el incidente contra Boca, mi segundo ciclo en Racing parecía agotado y tuve que irme. El club no estaba para nada bien, y una de las últimas señales que orientaron mi partida tuvo que ver con la actitud que la dirigencia adoptó respecto del plantel. Como el presidente Juan De Stéfano nos debía plata, decidimos no concentrar. Por lo tanto, durante un tiempo nos juntamos el mismo día del partido para almorzar y luego jugar. Hasta que llegó un día en que ni siquiera eso pude hacer. —No se puede entrar por acá —me dijo el de seguridad cuando llegué con mi coche al portón de ingreso al estadio, como hacía siempre. —Disculpame, ¿vos sabés quién soy? —Cómo no voy a saber quién sos, Pato. Pero hay órdenes de arriba para que todos los jugadores dejen sus autos afuera. —¿Cómo voy a dejar el auto afuera si ahora tenemos que almorzar y luego está el partido? —Te entiendo perfecto, Pato. Pero te lo digo con todo respeto, tenemos órdenes que cumplir. No me comprometas, por favor. Inmediatamente volví a subirme al coche para intentar entrar por alguna de las otras dos puertas habilitadas para los ingresos. Para mi sorpresa, en ambas dijeron lo mismo. La jugarreta del presidente era evidente: quería que dejáramos los autos afuera para ponernos a la hinchada en contra. De esa manera, si perdíamos, los hinchas pensarían que se debía a que no concentrábamos. Mi hijo, que estaba sentado en el asiento del acompañante, me miraba con cara de no entender nada y me la agarré con él. En un momento, me crucé con un periodista y me preguntó qué estaba pasando. Le conté que no nos dejaban entrar. La noticia comenzó a circular y a partir de ahí los muy turros empezaron a permitir el ingreso de los jugadores que fueron llegando. Pero de eso 119

me enteré por la radio, porque tras hacer aquellas declaraciones automáticamente me mandé a mudar a mi casa, en Quilmes. El tema se destrabó cuando el mismo periodista dijo al aire que no me habían dejado entrar. La noticia rebotó, se armó un lío bárbaro y, cuando llegué a mi casa, tenía a varios dirigentes llamándome para que regresara. Eso nunca pasó. A esa altura de mi carrera no estaba para semejante manoseo. A los pocos meses la situación entró en un camino sin retorno y no solo en mi caso, porque Coco Basile también terminó yéndose por las actitudes de De Stéfano. Todo eso me resultaba tan angustiante que la idea del retiro empezó a rondar por mi cabeza por primera vez en mi vida. Mi decisión de hacerlo en Racing corría serios peligros de concretarse y llegó un punto en que debí aceptar que mi segundo ciclo en la Academia había llegado a su fin. Coco había sido suplantado por Pedro Marchetta y el nuevo entrenador tampoco era demasiado claro respecto de mi continuidad, hasta que un día mencionó lo que era un secreto a voces: «Me dijeron que no te van a renovar». Y así fue que partí de Racing. Días después, atendí el teléfono y del otro lado me sorprendió el típico vozarrón de mi amigo Basile, flamante nuevo técnico de Vélez Sarsfield: —Me enteré de que no te renuevan en Racing. Venite conmigo a Vélez que firmás esta misma noche. —Coco, mi contrato vence en veinte días y no quiero quedar mal con nadie. —Está bien, Pato. Hacé eso por respeto a Racing. Pero acordate que te quiero acá. No te comprometas con ningún otro club. —Quédese tranquilo, Coco. Tiene mi palabra. La prioridad es suya. Basile estaba armando un gran equipo, plagado de estrellas: tenía al «Cabezón» Ruggeri, al «Tigre» Gareca y al querido y recordado «Búfalo» Funes. Cuando, efectivamente, en Racing no me renovaron, busqué el pase libre y terminé firmando en Liniers por un año. Lamentablemente, el ciclo del Coco no cumplió con las expectativas del club y terminaron despidiéndolo. Tras su salida, el equipo entró en una espiral descendente. Primero llegó el Bambino Veira y el equipo mejoró, pero terminó rescindiendo el contrato por su conocido problema personal. Después se hizo cargo Roberto Rogel, un DT interino. Y a partir de estos cambios mi bajón se hizo más y más evidente. La primera señal fue que empecé a sentir que iba a entrenar sin ganas. Con las semanas, ese sentimiento se profundizó. Tenía que ser honesto, tanto conmigo mismo como con el club. Y la realidad era que a esa altura de mi carrera estaba completamente saturado. Ir al club por obligación, sin el placer que me había acompañado a lo largo de mis dos décadas en el fútbol, era uno de los límites que no se podían cruzar. Siempre, desde pibe, me dije exactamente lo mismo: «El día que no sienta más el fútbol y me cueste ir al entrenamiento, no juego más». Para colmo, mis hijos ya eran grandecitos y cada vez que iba a buscarlos al colegio me rogaban: «Papi, vení a comer con nosotros». Y esas palabras, que escuchaba cada vez más seguido, empezaron a ser puñales que se clavaban directo en mi corazón. Lo charlamos en familia y un rato después ya había tomado la decisión de anunciar mi retiro para fines de ese año. Es curioso hasta qué punto uno tiene la fantasía de creer que todo está en nuestras manos. ¿Tenía el tema del retiro procesado? Sí. ¿Lo había acordado con mi familia? También. ¿Imaginaba lo que pasaría en mi último partido como jugador profesional? Eso 120

sí que no. ¿Cómo suponer que justamente ese último partido final sería nada más y nada menos que contra River, que llegaba a esa instancia peleando el campeonato? Decir que me salieron todas sería quedarme corto. Pero ese final… Hasta el último segundo de mi vida profesional, fui igualmente fiel a mi manera de vivir, de sentir y de ver el fútbol. ¿Y saben por qué? Porque la dignidad no se compra ni se alquila. Jamás negocié mi hombría de bien. La ética es intocable. Claro que una cosa es decirlo y otra muy distinta actuar de acuerdo con tus principios… a la vista de miles de personas. Esa tarde de mi último partido, en el que le desvié un penal al Polillita da Silva y privé a River de salir campeón —¡justo a River!—, la hinchada igualmente me aplaudió. Lo hizo incluso sabiendo que no habían logrado su objetivo. Algunos me putearon, es verdad, era lógico y nunca podría enojarme por eso. Para mí, el mensaje más importante fue otro: ustedes saben mejor que nadie que, para hacerme un gol, primero tienen que matarme. Soy hincha de River. Amo a mi club. Aunque esa tarde me tocó defender otros colores. Hice lo que tenía que hacer. Cuando sobre el final del segundo tiempo el referí adicionó el descuento, empecé a pensar en el día después. No tenía deudas pendientes con el fútbol. Había cumplido más sueños que los que me había propuesto de pibe. Había ganado mucho y no solo títulos, sino también el respeto de todos los hinchas, el periodismo y mis colegas. Y pude retirarme con un puntaje que honró mi carrera: tras ese encuentro final, todos los medios me pusieron un 10. Si Dios escribe el guion de las cosas que nos pasan, esa tarde me homenajeó con un partido memorable. Para mí fue, es y será el homenaje que el fútbol me tenía preparado.

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LÍDER Por Rubén Paz Ubaldo, el Pato, siempre fue un líder carismático. El Pato tenía una gran personalidad, sobre todo en aquellos momentos en que deben aparecer los hombres. En ese Racing del 88, no solo teníamos al mejor arquero del mundo, también al capitán del equipo. A la grandeza deportiva que todos conocen, le suma un don de gente que lo convirtió en un líder positivo y en un espejo para los más chicos. Buen amigo, alegre, descontracturado, serio, honesto, y sobre todo, un enfermo a la hora de trabajar. Compartí con él vestuarios calientes y concentraciones prolongadas, y todo ese tiempo transcurrido juntos me dejó enseñanzas que apliqué en mi vida personal. Sinceramente, Ubaldo es un grande del fútbol y de la vida. Todo lo que tiene que tener un verdadero ídolo popular. Recuerdo una anécdota que pinta de cuerpo entero sus convicciones. Jugábamos contra Instituto en el Cilindro. Cuando llegó el Pato en su auto y le prohibieron el acceso al estacionamiento interno, los miró fijo a los de seguridad, tragó saliva, dominó la bronca, dio media vuelta y se fue a la casa. Conclusión: no jugó. Qué personalidad fuerte. Un arquero de esos que salen cada cincuenta años. Un amigo entrañable. ¡¡Mi arquero campeón!!

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CUARTA PARTE

Con Sergio Romero a quien conocí en los seleccionados juveniles.

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16 El día después

Debo reconocer que, cuando dejé el fútbol, perdí una parte de la alegría que albergaba mi vida. Soy de los futbolistas que sentían verdadera pasión por ir a entrenar, por viajar a cualquier hora y concentrar los días que hicieran falta. Con el tiempo estas cosas, que servían para disfrutar la profesión, lentamente empezaron a convertirse en una carga. Cuando ese sentimiento se apoderó de mí, abandonar el fútbol se convirtió en una realidad. Una vez consumado el retiro, empezaron a lloverme propuestas de todos lados para dirigir varios equipos. Pero no hubo caso, porque tuve que operarme de apendicitis. Los dirigentes de Vélez, que todavía no procesaban mi retiro, llegaron a decirme: «Recuperate y en treinta días volvemos a hablar». Lo que ellos no sabían era que mi papá estaba muy enfermo. Una vez que me convertí en ex jugador, se juntó todo. El deportista tiene un pensamiento recurrente: ¿cómo será el día en que no tenga que convivir con la rutina? Debo confesar que, durante los primeros treinta días de mi nueva condición de ex, ni siquiera reparé en que había dejado el fútbol. Tampoco en la vida que me tocaría vivir a partir de ese momento. Con los meses, empecé a darme cuenta de que se había terminado una etapa; la que empezaba no solo era completamente distinta, sino que para sobrellevarla necesitaría dos cosas fundamentales, tiempo y paciencia. Al disponer de un día completo, la rutina de almorzar y cenar con mis hijos, lejos de ser un placebo, me costó horrores. La realidad era que no sabía compartir una mesa con mi familia. Compartí, durante veinticinco largos años, más tiempo con mis compañeros que con mi mujer y mis hijos. Tenía incorporado el hábito de estar en la mesa en una concentración haciendo jodas con los muchachos. En mi casa, en cambio, tenía que dialogar con mis hijos y mi esposa. No podía tirarle un pan al de la mesa de al lado ni decir malas palabras, tocarle el culo al que pasaba ni hacer todas esas jodas típicas. Confieso que me costó adaptarme a mi nueva vida. Experimenté la sensación de estar arrancando totalmente de cero. Volvía a nacer. Literalmente, en el arte de la convivencia y la rutina hogareña, era como un bebé. Aunque suene raro, empecé a aprender a manejar esos aspectos recién a los 40 años, mientras compartía la mesa familiar. Más de una vez, Olga me dijo: «Ubaldo, esto que dijiste (o hiciste) está mal». Me marcaba errores, gestos y respuestas. Me tomó un tiempo largo corregirlos. Pero lo que más me costaba era asimilar la dinámica de la cotidianidad familiar. Cuando terminaba de comer, miraba la televisión y jugaba con los chicos como uno más. Como el día se me hacía de goma, capitalicé el tiempo restante entre largas 125

charlas futboleras con amigos y el acompañamiento de mi viejo, que estaba muy enfermo. Sin saberlo, también terminó mi etapa como vecino quilmeño porque, tras sufrir dos robos a mano armada con extrema violencia, decidimos levantar campamento de la ciudad. Tenía que dejar Quilmes, que me había visto crecer como hombre, como futbolista y como padre de familia. En ese momento, Capital Federal era mucho más seguro. Tomamos la decisión de mudarnos al barrio de Belgrano, y al poco tiempo descubrí un garaje abandonado en Avenida del Tejar, hoy Balbín y Olazábal. Fue el lugar donde construí un complejo deportivo con la primera cancha de césped sintético que se recuerde en el país. A partir de esa inversión, y de la ayuda de muchos colegas del fútbol, rápidamente el emprendimiento empezó a ocupar el tiempo ocioso que tenía. Se convirtió en un sitio de culto para el futbolero amateur. Cuando todo marchaba viento en popa, una enfermedad de mi hija hizo que nuestra familia pasara a tener otros objetivos.

Cuestiones de familia Tengo tres hijos. Nadia, la mayor; Sebastián, el varón; y la más chica, Tamara. A mediados de 1993, mi mujer descubrió que uno de nuestros hijos tenía un problema grave que exigía solución inmediata. Veníamos notando que algo no andaba bien. Mi mujer, como buena madraza que es, me dijo con temor pero con firmeza: —Ubaldo, la nena no está bien, y creo saber cuál es el problema. Olga empezó a sospechar que el fantasma de la bulimia sobrevolaba nuestra casa. Lo intuyó. —Leí un libro de Lady Di, que también tuvo esa enfermedad cuando era jovencita, y creo que la nena tiene eso, Ubaldo. Es eso. Vas a ver que no me equivoco. —Olga, por favor, no te hagas la cabeza ahora porque nos vamos a volver locos. Vayamos a ver un profesional y que nos diga cómo tenemos que proceder. Una mañana, estaba en el complejo de fútbol y suena mi celular. —Ubaldo, venite urgente para casa que necesito hablar con vos. —Olga, no me asustes. ¿Pasó algo grave? —Estoy mirando el programa de Mirtha Legrand, y está Mabel Bello. —Perdoname, Olga. ¿Quién es Mabel Bello? —Es la presidenta de Aluba. —¿Y qué carajo es Aluba, mi amor? —le respondí entrando en un pánico evidente del otro lado del celular, esos ladrillos gigantes que te daba Movicom. —Aluba es la Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia. La enfermedad que tenía Lady Di. Es lo que tiene nuestra hija. —¿Estás segura? —Venite para casa, Ubaldo. Estoy completamente segura. ¡Vení ya! Una vez que Olga descubrió por dónde venía el problema, despejamos la primera duda: si la problemática provenía del uso de drogas. Como a esa altura todavía no teníamos demasiado claro el asunto, fuimos al colegio de ella. Hablamos con sus compañeros de curso, algunos profesores, y las autoridades. La realidad es que los papás estamos para resolver muchas cuestiones en la vida de un hijo. Pero cuando son difusas y extrañas, la desesperación te lleva a pensar cualquier cosa. 126

—Ubaldo, te aviso que mañana me voy con la nena a Aluba. No quiero perder un día más con todo esto. —Vamos los tres juntos. Este problema lo vamos a resolver entre todos. A partir de ese momento empezamos todos juntos una terapia familiar e individual. Era estar, hablar, comprender y, sobre todo, contener. No le deseo a nadie ver sufrir a un hijo, y la mejor manera de superarlo es terminar con la angustia. En uno de los primeros reportajes que di una vez que la historia se filtró en la opinión pública, declaré: «Hasta que mi hija no se recupere del todo, me olvido del fútbol». El fútbol, en comparación con el problema que tenía, no significaba nada. Resolvimos, casi sin darnos cuenta, olvidarnos del mundo. Dejamos de ir a cenar con amigos, modificamos nuestros hábitos familiares y los temas que debíamos tocar en la mesa. Afortunadamente, la familia entera se puso el problema al hombro. Mi hija era lo único que nos importaba. Enfermedades como estas solo pueden superarse con la familia unida y apoyando. Desde el primer minuto, apenas supimos cuál era el problema, nos juramos superar esta adversidad. Como jefe de familia, no podía caerme ni flaquear. En un momento dado empecé a cuestionarme mi vida entera. Había dejado de jugar al fútbol y a los pocos días casi me muero con una apendicitis. Al tiempo, fallece el viejo. Acto seguido, la enfermedad de mi hija. Como en mi época de arquero, atenacé la pelota entre mis manos y me pregunté: —¿Qué carajo hice mal? ¿Estaré pagando algo? Repasé mi vida, una y otra vez, y no me sentía culpable por nada. Fue ahí cuando hice el clic. Entendí que estos problemas fueron obstáculos a superar. Incluso cuando el dolor y la angustia fueron los protagonistas, jamás le recriminé nada a Dios. Muy por el contrario, me aferré más todavía a él. Hubo algo fundamental para Olga y para mí cuando llevamos a nuestra hija para reunirnos con Mabel Bello. Sentimos, desde el primer día, que podíamos revertirlo. Más que nada porque fuimos directo al grano y no tuvimos vergüenza para afrontarlo ni resolverlo. Todavía retumban en mi cabeza las palabras que intercambiamos con Mabel: —Mabel, ¿esto tiene cura? —Por supuesto, familia. ¡Esto se cura! A partir de ahí nos juramentamos hacer lo que fuera para resolverlo. Con Olga nos miramos y le preguntamos a Mabel qué teníamos que hacer. Cuando lo supimos, nos volcamos de lleno a eso. Desaparecí del fútbol y de las relaciones sociales. Y conocí un mundo completamente nuevo. Pensaba que, en mi vida, la novedad serían los días posteriores al retiro, pero me equivoqué. Con la enfermedad de mi hija, que logramos superar entre todos, puedo afirmar que surgió en mí un hombre distinto. Empecé a sentir la vida desde otro lado, a tener otra mirada. Con todo lo que nos pasó, no nos quedó otra opción que volver a nacer como familia. Y por supuesto, lo hicimos.

La Biblia junto al calefón Resolver el tema familiar me alejó del ambiente del fútbol por un tiempo largo. Para la temporada 1996/97, Racing me ofreció sumarme al cuerpo técnico del Coco Basile y el Panadero Díaz como entrenador de arqueros. Acepté y volví a Racing, una vez más. Como pasa en un fútbol resultadista como el argentino, una racha negativa del Coco 127

hizo que renunciara a la dirección técnica. Coco me había llevado a Racing y, cuando él se fue, yo me fui con él, aun cuando el presidente me ofreció quedarme. Al año siguiente Basile pasó a dirigir a San Lorenzo, pero no pudo llevarme porque el Ciclón ya contaba con entrenador de arqueros. Tras este breve paso por la Academia, volví a quedarme sin laburo en el fútbol. Afortunadamente, seguía teniendo las canchas de sintético y logré refugiarme en el día a día del complejo deportivo, por lo menos hasta que surgiera una propuesta. Me había vuelto a picar el bichito de entrenar. Era una buena señal. Al año siguiente, en 1999, me crucé en un evento con Eduardo Duhalde. Entre saludos protocolares y las fotos de rigor, me tomó del brazo y nos apartamos del bullicio que había. No se anduvo con vueltas. Fue directo al grano. —Pato, ¿por qué no venís a Banfield? Quiero que trabajes en el club con nosotros. No lo dudé un instante. Me sumé al Taladro como entrenador de arqueros. En ese club encontré a un presidente como Carlos Portell, que fue muy respetuoso conmigo, y también el reconocimiento de los hinchas verdiblancos. A los tres meses de estar en funciones, sonó el teléfono de mi casa. Y lo que escuché del otro lado de la línea fue una propuesta imposible de rechazar. Era José Pekerman. —Pato, estuvimos hablando con los muchachos y decidimos que te sumes a nuestro cuerpo técnico como entrenador de los arqueros juveniles. —Muchas gracias por acordarte de mí, José. Mañana hablo con la gente de Banfield, porque tengo un contrato firmado. Hoy por hoy me debo a ese club. —Quedate tranquilo. Hablalo con ellos, y una vez que decidas qué hacer nos volvemos a comunicar. Las puertas de la Selección Argentina están abiertas para vos. Hacía rato que mi corazón no latía por el fútbol como en esa charla con José. Volví a sentir la misma adrenalina de cuando era jugador y te llamaban de la AFA para comunicarte que integrabas la lista del seleccionado. Obviamente, le dije que sí. Tuve que informárselo a los dirigentes de Banfield, que tan bien me habían tratado. —Presidente Portell, quiero comunicarle que me salió lo de la Selección. Me voy a dar una mano a los arqueros antes de viajar al Mundial. Me convocó José Pekerman. Portell, que fue muy generoso conmigo, tuvo un gesto que nunca olvidaré: —Pato, quedate tranquilo. Sé lo importante que es para vos la Selección Argentina. Andá tranquilo. Banfield no va a ponerte ninguna traba. Es más, los tres meses que estuviste en el club te lo vamos a pagar igual. —De ninguna manera, Carlos. En estos tres meses la pasé bárbaro, me encariñé con el club y, sobre todo, con el proyecto. Déjelo así, que salimos ganando los dos.

Los arqueros del futuro Una vez acordado mi contrato con las autoridades de la AFA, sentí que llegaba a un lugar de privilegio. El predio para entrenar era increíble, un cuerpo técnico de excelencia, una gran camada de jugadores, y títulos de campeón del mundo juvenil que apalancaban aún más el proyecto que desarrollaba José Pekerman. Junto a él estaban Hugo Tocalli, Miguel Tojo y «el Profe» Salorio. El primer día de entrenamiento, Tocalli me llamó aparte para dedicarme unas palabras hermosas: —Vos llegaste ahora, y nosotros empezamos en el 94. ¿Sabés que José siempre quiso 128

traerte? Se sacó el gusto. El llamado de Pekerman generó que, a partir de mi llegada a los juveniles de la AFA, la mayoría de los equipos comenzaran a incorporar entrenadores de arqueros en el fútbol amateur. En el Mundial juvenil Sub-20 de 2001, en el que salimos campeones, los primeros que tuve bajo mi mando —y que lograron explotar en ese torneo— fueron dos consagrados: Willy Caballero, en la actualidad en el Manchester City, y Germán Lux, hoy en River Plate. Entrenar arqueros juveniles implica mucho más que hacerlos revolcarse en el campo de juego. Coordinar esta actividad puntual y especializada conlleva la responsabilidad de saber elegir al jugador. Pero, sobre todo, implica ir a buscarlo a su lugar de origen, en su ámbito natural, y en su cotidianidad. Por eso fue importante, como se dice, «cruzar la General Paz» para visitar el interior del país. Un día, por ejemplo, me llamó un ex compañero de mi primera etapa en Racing Club, al cual no veía desde aquellos años: Cachín Blanco. Se comunicaba para contarme que en las inferiores de Huracán de Tres Arroyos había un arquero que la rompía; quería que me acercara a verlo. Nos subimos a mi camioneta con Juan Barrairo y Santiago Agustini, y nos fuimos desde Monte hasta Tres Arroyos. Cuando arrancó el partido, enseguida noté cosas básicas que demostraban que el pibe tenía materia prima para explotar. No le llegaban demasiado, pero cuando lo hacían resolvía con sobriedad, tenía voz de mando y se movía bien en el área (cosas fundamentales que aprecio mucho). En el segundo tiempo, le tiraron una pelota entre líneas y el delantero quedó mano a mano con él. Salió a atacarlo y logró taparle la pelota y ahogarle el grito de gol. Ahí terminó de convencerme. El lunes llegué a Ezeiza y le comenté a José dónde había ido y para qué. José me respaldó con vehemencia. —Ubaldo, te traje para eso. Acá decidís vos. Si es bueno, hay que traerlo a trabajar con nosotros. Y lo llamé. El pibe de Tres Arroyos era Agustín Marchesín. Tras demostrar su nivel en el fútbol argentino, emigró al exterior y en la actualidad es arquero de selección mayor. Aunque la historia no terminó ahí. Cuando en 2014/15 Lanús jugó la final de la Recopa frente a San Lorenzo, yo estaba trabajando como comentarista en Radio Nacional. La producción me cruzó al aire con el presidente de Lanús, Nicolás Russo. Cuando el cronista en el campo de juego nos conectó, Russo arrancó con una frase que no esperaba: —Pato, hace tiempo que quiero hablar con usted. —¡No me va a retar, Nicolás! —le dije con mezcla de asombro e intriga. —Al contrario, Pato. Le queremos agradecer porque nosotros le compramos a Huracán de Tres Arroyos a Agustín Marchesín, y usted no sabe por qué. Hice silencio. Russo continuó: —Necesitábamos un arquero joven y con proyección, y en la comisión directiva pensamos que, si a este pibe lo había seleccionado el Pato Fillol, debía ser buen arquero. Y por eso compramos a futuro. Siempre se lo quise agradecer. Escuchar esas palabras me llenó el corazón. Además de ser sinceras, se dieron en plena transmisión y salieron de la nada. Fue un agradecimiento genuino. De todas formas, siempre digo que el verdadero mérito es el del jugador. El resto estamos para acompañar y colaborar. Otro de mis pollos es el actual arquero titular del seleccionado, Sergio «Chiquito» Romero. Lo conocí cuando dirigía la Primera de Racing. En plena práctica, le pedí al 129

entrenador de arqueros de aquel momento que me trajera uno para colaborar con la Primera. Y lo trajo, pero la verdad es que no agarró una. Entonces volví a charlar con el entrenador y le pedí otro. Me nombró a un pibe de la Séptima, estaba de gira con su división y andaba muy bien, y le dije que me lo mandara cuando regresase. Pasaron quince días y me informaron que el pibe atajaba en el predio Tita Mattiussi, así que no dudamos un instante y nos fuimos con mi ayudante de campo, «el Pipa» Higuaín, a ver al arquerito de la Séptima. Tanto Romero como el 9, Santiago Malano, saltaron a la Reserva después de ese día. La idea era que adquirieran experiencia y volumen de juego. Cuando me fui de Racing y regresé a los Seleccionados Juveniles de la AFA, «Pancho» Ferraro, el técnico de la Sub-20, me preguntó por un arquero. No dudé un instante. «Sergio Romero», dije. Y así empezó «Chiquito» a trabajar con nosotros. Lo mismo me pasó en un clásico de inferiores en Rosario, donde, tras un partido peleadísimo, nos trajimos a Buenos Aires al «Patón» Guzmán de Newell’s y al «Factura» Broun, de Rosario Central. Lo mismo hicimos con Oscar Ustari desde su América natal. En otra oportunidad viajamos a Villa Constitución y a Rafaela para empezar a delinear la Selección Sub-15. Del primer partido seleccionamos a Juan Pablo Carrizo, quien además de quedar elegido para Argentina, también fue a parar a la pensión de River para formar parte de sus inferiores. En Rafaela me encontré con un arquero que se tiraba de un lado al otro, y era espectacular. Enseguida lo llevamos a la Selección y al poco tiempo lo compró Huracán. Era Marcelo Barovero. Después, cuando Hugo Tocalli dirigió Vélez, lo llevó a Liniers. Más adelante, en River, ganó todo y fue (y es) ídolo.

Un paso en falso Cuando estaba finalizando 2003 recibí un llamado de un ex compañero del River de Labruna. Era Emilio «el Nene» Comisso, que trabajaba como coordinador de fútbol en Racing, cuando era gerenciado por Fernando Marín. —Fernando quiere que vengas a dirigir a la Primera. —Te agradezco el llamado, Nene. Pero estoy muy bien entrenando a los Juveniles de la AFA. —Marín me pidió expresamente que te contacte, quiere hablar con vos en persona. Por lo menos, escuchalo. Y después tomás una decisión. Tengo un profundo cariño por Racing, quiero mucho al club y a sus hinchas, siempre me han tratado de mil maravillas. Nos pusimos de acuerdo y tomé la dirección técnica del equipo en un contexto institucional bastante complejo. Necesitaba vivir la experiencia de dirigir un plantel de Primera y me embarqué en un viaje que arrancó perfecto y concluyó de la peor manera. Firmé por un año y medio. Armamos un equipo nuevo. Hicimos un muy buen campeonato. Cuando terminó la primera temporada, Marín prometió refuerzos. Le pasé una lista. Y a partir de ese momento empezaron los problemas. —Fillol, no puedo traerle estos jugadores. No hay dinero en el club para hacer semejante inversión. Habíamos armado la pretemporada en Salta con todas las expectativas, pero como no vinieron los refuerzos solicitados —y encima se fueron algunos titulares en pleno 130

mercado de pases—, terminamos trabajando en el Hindú Club con una pretemporada de mierda. Faltando una semana, el único jugador que había venido de la lista inicial era el arquero de Banfield, Cristian Luchetti, a quien conocí en mi paso por las inferiores del Taladro. A partir de ahí, las cosas empezaron a funcionar de manera negativa. Como no me gusta perder tiempo, decidí llamar a Emilio Comisso: —Nene, ¿Fernando Marín dónde está? —En Francia. —¿Fue a buscar algún refuerzo a Europa? —No, Pato. Fue a ver Roland Garros. «Hasta acá llegué», me dije. Así no podía seguir. Sin refuerzos, con una pretemporada accidentada, a diez días del inicio del torneo y con el presidente haciendo turismo tenístico en Europa. Al día siguiente, Marín me llamó desde Francia. —Pato, dejate de joder, ¿cómo te vas a ir de Racing? —Fernando, ya le comuniqué a Comisso que me voy. Presenté mi renuncia indeclinable. —Viajo mañana para Buenos Aires y charlamos. Los jugadores van a llegar. No te hagas problema. Marín llegó faltando exactamente una semana para el arranque del campeonato. Ni bien arribó a Ezeiza, se fue directamente al entrenamiento y se me apareció en la cancha. —Cuando terminemos el entrenamiento, voy a llamar a una conferencia de prensa para avisar que me desvinculo de Racing. —Dejate de joder, Pato. Vayamos a comer y hablamos. Fuimos a comer, hablamos, y él se comprometió a traerme jugadores. En ese momento acepté seguir adelante, pasara lo que pasara. Fue por el cariño que le tengo al club. Empezaron a llegar los futbolistas que había pedido y tuvimos un buen comienzo de campeonato. En la tercera fecha se fueron dos cracks importantes, Gastón «la Gata» Fernández y Mariano González. Sin embargo, el equipo ganaba y estaba puntero. Se nos venía una seguidilla de partidos ante Boca, River y Estudiantes. Jugamos bien, pudimos haber ganado los tres, pero terminamos perdiendo dos por desconcentraciones a minutos del final. Marín se envalentonó y me pidió una reunión. —Estoy preocupado, Pato. —Quédese tranquilo, Fernando. Vamos a revertir esta racha. Siempre fui testarudo, deportivamente hablando. Si no me fui cuando me quise ir, ahora que estaba en pleno quilombo quería seguir. Jugamos en cancha de Racing con Vélez y perdimos 1 a 0. La tercera derrota en fila. Y los ánimos empezaron a caldearse. En la semana hablé con los jugadores y les mencioné un par de cositas que no me gustaban, aspectos de su desempeño, sobre todo cierta desconcentración en momentos claves del partido. En vez de asumir su parte, algunos referentes cuestionaron mi autoridad. Y cuando pasa eso, no hay vuelta atrás. Al día siguiente de esa charla, me comuniqué con el gerenciador y le transmití mi decisión indeclinable. —Marín —le dije con tono bajo, pero contundente. —Decime, Pato. ¿Qué pasó? —Me voy y no hay vuelta atrás. Mi ciclo en Racing está terminado. En la semana previa al partido que perdimos con Vélez, llamaron a mi casa barrabravas de Racing. 131

—¿Hablamos con la casa de Ubaldo Fillol? —Sí, ¿quién habla? Soy la suegra… —Dígale a su yerno que renuncie porque le vamos a matar a su hijo Sebastián, que viene a la tribuna con nosotros. Mi pibe era chico, se había hecho de Racing tras mi paso por el club en la época de la Supercopa del 88, y solía ir al Cilindro con un par de vecinos y amigos del colegio. Imaginen el drama familiar que se armó en mi casa una vez que mi suegra, aterrorizada, colgó el teléfono. La señora descompuesta, mi mujer preocupada, mis hijos llorando, y yo con una bronca infernal. Estuve a punto de ir a buscar a esos cobardes. Cuando la renuncia se hizo pública, me llamaron de Radio Rivadavia y dije lo que sentía, que alguien del club me había entregado. Fernando Marín, hombre fuerte del club, se enojó y no tuvo mejor idea que llamarme para pedirme explicaciones: —Fillol, ¿cómo vas a decir eso? —Marín, escuchame bien. Yo no soy ningún bebé de pecho. Me banco las puteadas pero, si me tocan a la familia, se pudre todo. ¿De dónde mierda sacaron el teléfono y cómo sabían nuestra situación? No tuve más opción que irme. En persona, los hijos de puta me decían que me quedara; mientras tanto, por atrás, me mandaron a esos delincuentes para que amenazaran a mi hijo. Fue mi debut y despedida como director técnico de un equipo de Primera división. Después de eso, no quise dirigir más.

Las vueltas de la vida Entre juveniles y Selección mayor transcurrí diez años al servicio de la Asociación del Fútbol Argentino. Estuve presente en los ciclos de Marcelo Bielsa, en la era Pekerman y en el regreso a la Selección del Coco Basile. Con Pekerman, además de estar en Juveniles, fui su entrenador de arqueros en el Mundial de Alemania 2006. Viví en persona su renuncia ante Julio Grondona, en Alemania, y también algo que me hizo acordar a aquel Diego Maradona en los inicios de Menotti: Lionel Messi participaba de su primer Mundial. Al regreso, volví a las juveniles, hasta que en 2009 me llamó el Coco para trabajar con ellos en la mayor. Fue en medio de una situación un poco fortuita, porque venían de perder dos partidos. Cuando los acompañé a Francia, ganamos 1 a 0 y Coco, que es cabulero, me dijo con su típico vozarrón: —Vos, de acá, no te vas más, Pato. Sin embargo, al tiempo me fui. Estaba bastante hastiado de algunos manejos con los dirigentes. A lo largo de los diez años, en los cuales me desviví por las selecciones, no contaba con el reconocimiento de ninguno de ellos. Tenía que pedirles por favor que me dieran un par de entradas para mí. En más de una oportunidad me tocó batallar por las condiciones contractuales. Presenté la renuncia después de la Copa América Venezuela 2009. Al año siguiente, se comunicó conmigo Enrique Merella, dirigente de la AFA y hombre del El Porvenir: —Ubaldo, te necesitamos en la AFA. Tenés que estar en Ezeiza con nosotros. Dejate 132

de joder, Pato. —De ninguna manera, Quique. Me vienen forreando desde hace rato. —¿Vos me creés a mí cuando te digo que necesitamos que vuelvas? Coco y Don Julio pidieron por tu regreso. —¿Estás seguro, Quique? —Venime a ver y arreglás todo conmigo. Volví. Y otra vez lo mismo. Más burocracia y cierto destrato de algunos dirigentes que en su vida patearon una pelota redonda. Grondona se avispó de que algo andaba mal por un par de cruces que tuvimos, y quiso apaciguar el tema. —¿Así que no le pagan premios, Fillol? —Exacto, Don Julio. Me deben lo que prometieron. —¿Cómo que no cobraste? Si yo pensé que vos… —se hacía el que no estaba al tanto, y redobló la apuesta—. Vos tenés que morirte acá en la AFA, Pato. Cada vez que voy al predio todos me hablan de vos, te quieren los empleados, los cocineros, entrenadores, todo el mundo. —Lo entiendo, y se lo agradezco. Ahora, si es así, ¿por qué no pagan lo que me corresponde? —Quedate tranquilo. Con todo lo que vos le diste al fútbol argentino voy a hacerte un buen contrato. Y para que veas que te queremos de verdad, ahora vas a cobrar todos los premios de la selección mayor. A esa altura ya estaba acostumbrado a las promesas de los dirigentes. Hice silencio. Y Grondona aprovechó para terminar de contarme su nuevo plan, con tal de convencerme para que volviera al predio de Ezeiza: —Fuiste el mejor arquero de Argentina. Gracias a vos nos clasificamos para jugar México 86. Argentina te necesita. Tras una derrota con Chile, Coco Basile puso punto final a su estadía en la Selección. Había quedado otra vez en el medio. Julio Grondona, bien bicho, enseguida me ratificó: —Vos acá estás por mí. Yo te traje. Las palabras eran alentadoras, pero no tenían correlato con la realidad. Si bien me pagaron el sueldo nuevo, jamás me liquidaron un solo premio. Cuando vi que la cosa era irreversible y que se hacían los distraídos, lo encaré a Meizner. Estaba con Alegre, ex dirigente —ya fallecido— de Estudiantes. Fui directamente al grano: —Ustedes prometieron cosas que no están cumpliendo, ¿cuál es el problema? —Fillol, la realidad es que no podemos pagarte más, ni los premios acordados ni ese sueldo. Tenemos que renegociarlo. Me estaban echando. Me echaron de esa manera. Rebajándome el sueldo. Grondona se hizo el boludo, como siempre. Fue la primera vez que Julio me falló. De esta manera, le puse punto final a la docencia y al trabajo que realicé, durante una década, junto a los arqueros del seleccionado. Recién cuando me fui de la AFA se dieron cuenta de que mi trabajo les había garantizado arqueros de calidad para los próximos tres o cuatro mundiales. Alcanza con recordar que Sergio Romero atajó en Sudáfrica 2010, en Brasil 2014 y lo hará en Rusia 2018, y además están Nahuel Guzmán y Agustín Marchesín. Es la satisfacción más grande que puedo tener. Sobre todo porque me lo dicen los propios protagonistas. Y si algo tiene de nobleza este deporte, es la calidad y honestidad deportiva del futbolista argentino.

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Todavía hoy me preguntan cómo volaba de palo a palo, cómo trabajaba mis piernas y perfeccionaba los reflejos. Y siempre respondí de la misma manera: soy producto de la materia prima que crearon mis padres. Entrenaba igual que el resto, pero me dediqué a perfeccionar las habilidades innatas que traje desde el potrero de mi pueblo natal, Monte. Y es tal el amor que tengo por el puesto de arquero que en la actualidad, a mis sesenta y siete años, sigo aprendiendo cosas desde mi lugar, como encargado de los arqueros en el Departamento de Fútbol Amateur de River. Siempre que se acerca un chico a probarse, antes que nada observo la materia prima que trae. ¿Saber leer la jugada, tiene buenas piernas, buenos reflejos? ¿Cómo saca las manos ante cada remate? Cuando lo fusilan, ¿evalúa si arriesga el cuerpo, cierra los ojos o se da vuelta? ¿Qué respuesta tiene en un mano a mano? ¿Sabe jugar con los pies? Esas cosas apreciamos de entrada, en una práctica informal. Una vez que pasa a integrar nuestras filas, le enseñamos a explotar la voz de mando y cómo debe ordenarse una defensa. Ante todo, soy un profundo defensor del puesto de arquero. Por eso, lo primero que le pregunto al pibe que viene a probarse es si le gusta jugar en el arco y qué sueños tiene. Me propuse ser cada día más docente y pedagógico. Muchos de ellos me miran con admiración, porque sus padres y sus abuelos le contaron quién era y cómo dejé la vida bajo los tres palos. Cuando hablo de docencia es porque la aplico. Antiguamente, las pruebas de arqueros se desaprovechaban. La mayoría de los chicos que se acercan a probarse al club llegan sin la base física que tienen los jugadores de acá. Las diferencias eran notorias. Traían un pibe a probarse y lo peloteaban, lo llenaban a goles, el pibe terminaba todo raspado y resultaba que, cuando tenía que ingresar en un partido, estaba fundido y quería irse a su casa. ¿Qué instauré bajo mi dirección en River Plate? A partir de ahora, cuando probamos arqueros, focalizamos en ejercicios de coordinación y trabajo con pelotas livianas para ver cómo cae y se levanta ante una volada; se prueba cómo responde en el juego aéreo y, finalmente, si sabe despejar con ambas piernas. Una vez que el arquero entrenó cosas livianas, recién ahí lo pruebo en un partido, donde el pibe mostrará y resolverá las situaciones en tiempo real. Nunca más esos peloteos furiosos que no aportan nada positivo. El resto, es trabajo, trabajo y más trabajo. Aprender todo el tiempo, a cada hora, y si es posible también en sus casas. Lo mismo a la hora de mirar a otros arqueros. El fútbol no tiene misterio. Son horas y horas de ejercitar las cualidades innatas y la materia prima. Sin trabajo, esto se diluye. Con trabajo, se potencia. El puesto de arquero es mantener una posición permanente para revertir situaciones adversas en todo momento, en cualquier circunstancia. Siempre digo que, si en el mundo no existe el hombre perfecto, ¿por qué debería existir el arquero perfecto? El poder de abstracción mental que debe tener un arquero es fundamental, y por eso trato de inculcarles a los chicos el concepto de concentración absoluta. A los chicos de 10 años no los torturo con una catarata de consejos; vamos pasito a pasito, intentando crecer en el tiempo. A medida que lo hacen, el volumen de coeficiente intelectual es mayor, y ahí podés corregir más y mejor. También son mayores los errores y más grandes las presiones. Pobre de aquel arquero de Primera o de Selección que crea que sabe todo, porque olvidará una de nuestras principales máximas: El puesto de arquero es la única posición en la cancha en la que, cuando te retirás, te quedaron cosas por aprender. 134

Por eso me gustaría decir, llegando al final, que el puesto de arquero es como la vida misma: injusta y llena de adversidades. Para ser arquero hay que tener el coraje suficiente como para revertir situaciones adversas, personalidad como para ir a buscarla adentro del arco sabiendo que no puede volver a pasar, y tener autocrítica para escuchar los consejos de los que saben, para mejorar lo que falte. A lo largo de mi carrera participé en infinidad de charlas técnicas. Solamente dos entrenadores, de los muchos que tuve, dedicaron apenas un minuto de su alocución a darme un concepto táctico como arquero. Así de solitario es el puesto. Uno de ellos fue Menotti, que me dio aquella sugerencia para el penal de Deyna. El otro fue el Lobo Zagallo, en Flamengo. Cada vez que jugábamos el clásico ante Vasco da Gama y enfrentaba al terrible Roberto Dinamita, Zagalo me decía: «Dinamita no tiene clase, espérelo, y cuando vea que va a sacar el remate, atórelo. Se nubla y la tira afuera». Jamás pudo hacerme un gol en dos años.

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MI PRIMER ÍDOLO Por Matías Patanian (*) Fillol fue mi primer ídolo de la infancia. De chico, cuando lo emulaba, iba al arco y era religión calzarme una polerita blanca con algo verde encima para simular su buzo de arquero, mientras escuchaba el casete «Gracias, Fillol, por todo lo que aprendimos», que eran consejos para atajar más y mejor. Cuando empecé a ir a la cancha en 1975 tenía como misión seguirlo al Pato y ver sus movimientos, y sobre todo, cómo hacía los pocitos de referencia de las distancias del arco en el área chica. Las famosas tres marcas: derecha, centro e izquierda. Nunca vi en mi vida un arquero igual, y no tengo dudas en afirmar que fue el mejor arquero de la historia del fútbol argentino. Todavía recuerdo el dolor que sentimos los hinchas de River cuando se fue del club en 1983, por su conflicto con Aragón Cabrera. Fue terrible y sentimos un dolor tremendo. Siempre admiré su conducta y, fundamentalmente, su tranquilidad en los partidos más difíciles. Símbolo de River absoluto. Yo me vestía de verde. Le pedía a mi mamá que me comprara la polera blanca y un buzo, y hoy, gracias a Dios, tengo la suerte de tener ese buzo verde original encuadrado en mi casa. Cuando se retiró de River, la posta la tomó el Beto Alonso, y tiempo después, ese legado fue recogido por Enzo. Afortunadamente, en la actualidad los tres están trabajando para y por el club, y ese fue uno de los primeros objetivos que nos planteamos con el presidente Rodolfo Donofrio cuando asumimos los destinos del Club Atlético River Plate: volver a unir a la familia riverplatense y a los ídolos de todos los tiempos. Dentro de ese proyecto, el Pato Fillol volvió y dijo: «Yo no quiero entrenar a la Primera, déjenme trabajar con los chicos». Y a partir de ahí, se hizo cargo de todo el fútbol amateur a nivel arqueros. Desde el primer día de nuestra gestión, tuvimos dos objetivos para cumplir con Ubaldo: que regresara al club después de que le tocara irse no tan bien, lo cual era una obligación que teníamos como dirigentes, y sentíamos que estábamos en deuda con él. En segundo lugar, poder tenerlo trabajando para que los chicos vean al «Pato» caminando por las canchas y los pasillos del club, lo cual representa, en materia de identidad, legado e idiosincrasia millonaria, un activo muy fuerte. Cuando me preguntan qué pienso de Ubaldo Matildo Fillol, siempre respondo lo mismo: admiración profunda. Muchos pibes soñaban con meter goles y gritarlos bien fuerte con la camiseta del Beto o de Luque. Yo soñaba con volar de palo a palo con el buzo verde del Pato Fillol.

* Ex vicepresidente de River.

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EL MEJOR ARQUERO DE LA HISTORIA DEL FÚTBOL Por Eduardo Sacheri (*) Me invitan a escribir sobre el mejor arquero de la historia del fútbol. Ocho mil caracteres con espacios. El veinticuatro de junio es la fecha límite para la entrega, me advierten, y yo me dispongo a decir que no. Educadamente, con la cortesía que merecen, voy a responderles que no. Que no puedo. Y no porque no se me ocurra ninguna idea al respecto. Pero la idea que se me ocurre es nada más que un nombre. Un nombre que para mí lo dice todo. Todo. Ubaldo Matildo Fillol. Listo. Terminó la columna. Diecinueve caracteres. Veintiuno, con espacios. No tengo nada más que decir. Será porque estamos en junio, y junio es época de mundiales, y mundiales en Buenos Aires quiere decir invierno y frío, pero la imagen, la primera imagen, la mejor imagen que me viene de Fillol lo tiene de buzo verde, pantalón negro y medias blancas, atajando para la Argentina en el Mundial 78. Y por eso me vuelvo a recomendar: dejemos esta columna acá. Digamos que no. Escribile un correo a la gente de Soho y decile que no, que gracias, pero que no te gusta escribir sobre arqueros. Será lo mejor. De lo contrario, detrás de esa primera imagen de Fillol con el buzo verde vendrán otras que es preferible olvidar. Usa el número 5, en la espalda, Fillol, en su buzo verde. El orden de los números de los jugadores de la Selección Argentina va por orden alfabético. Por eso Norberto Alonso, el habilidoso de River, lleva el 1, aunque jugará poco y nada a lo largo del torneo. Y Mario Kempes, que será el goleador y la gloria, usa el 10. Y Leopoldo Luque meterá goles imprescindibles con el 14 en la espalda. Fillol usa el 5 en el buzo verde y es mi ídolo. Yo tengo 10 años y soy muy tímido y demasiado perfeccionista. Y los partidos en el barrio a veces son un tumulto de piernas y de gritos en el que me pierdo y me siento un fracaso. Hasta que un día, en un rapto de inspiración, me voy al arco. Así, sin que nadie me lo pida. Echo al que han condenado a ese sitio y me pongo en su lugar. Y empiezo a revolcarme sobre el cemento de la calle. Los otros, primero se sorprenden de que ese morochito callado tenga, por detrás de sus silencios, alma de kamikaze. Después dejan de sorprenderse y se limitan a agradecer las atajadas imperiosas. Ese es mi puesto y lo será por muchos años. Que los demás corran detrás de la pelota. Yo desde aquí los espero y los observo. Yo estoy para salvarlos a todos. Un mesías ridículo de flequillo oscuro y rodillas ensangrentadas. Y Fillol es mi héroe, porque con él sucede lo mismo que conmigo. Cada vez que la Selección Argentina corre peligro, cada vez que veinticinco millones de argentinos, como dice la canción del Mundial, se quedan con los ojos abiertos y el corazón detenido porque están por doblegarnos, Fillol vuela de palo a palo y nos salva. Fillol tapa todo lo que le tiran. Fillol espera agazapado a húngaros, a franceses y a italianos. A polacos, brasileños y peruanos. Fillol tapa cuatro pelotas imposibles a esos holandeses de camisetas gris claro, porque la televisión en Argentina todavía es blanco y negro y nadie sabe que son anaranjadas, del mismo modo que nadie sabe que el buzo de Fillol es verde oscuro. Me gustaría conversar con mi papá de las cosas que está haciendo Fillol en el arco de Argentina. Nosotros, en Independiente, lo hemos tenido a Pepé Santoro, otro arquerazo. Pero estos son los tiempos de Fillol. Y a mí no me importa que él ataje en River. Yo lo quiero igual. Yo quiero ser como él. Quiero que mis amigos piensen, de mí, lo que yo y toda la Argentina pensamos de él. Fillol nos salva. Fillol nos cuida. Fillol nos mantiene con vida en el campeonato. Pero mi papá no está para que conversemos. Yo no entiendo bien qué pasa, pero desde que empezó el Mundial que mi papá está raro. Está raro desde antes, en realidad. Se cansa mucho. Siempre anda con sueño. Hace un montón de tiempo que no jugamos juntos al fútbol en la calle. Hace demasiados días que no me felicita viéndome volar sobre el cemento. El primer partido del Mundial, contra Hungría, sin ir más lejos, papá se fue a dormir al final del primer tiempo. Con mis hermanos nos miramos extrañados. Nadie se va a dormir en medio de un partido del Mundial. Y menos mi papá, con lo que le gusta el fútbol. Pero mi papá se fue igual. Y en el segundo partido, contra Francia, pasó algo parecido. En el tercero, contra Italia, ni siquiera se levantó a mirarlo. Es de noche y hace mucho frío, explica mi mamá. Lo justifica. Pero esas no son razones válidas, pienso yo. Nunca más va a jugarse un Mundial en la Argentina. Hay que levantarse a mirarlo. Aunque uno se sienta mal o tenga sueño,

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qué tanto. Mejor me desentiendo del sueño de mi papá y me concentro en el partido. Me pasa lo mismo que cuando juego. Quiero que los rivales se acerquen al área de Argentina. Quiero que pateen fuerte y a los ángulos. Quiero que mis hermanos lancen exclamaciones ateridas. No me preocupa porque yo sé de qué se trata este negocio. Es igual que en mis partidos de la calle. Lo lindo no es que tu equipo ataque todo el tiempo. Lo lindo es que los rivales se acerquen a tu arco. Lo lindo es que pateen. Lo lindo es que se animen a gritar, esperanzados, un gol que no va a ser nunca gol porque Fillol y vos van a impedirlo. Que pateen todo lo que quieran. No pasa nada. Fillol vuela y saca un tiro libre del ángulo superior derecho y los corazones vuelven a latir. Alguno dice que Fillol sale poco del área chica, en las pelotas aéreas. Al que lo dijo, casi tuve que pegarle dos trompadas, después de que lo dijo. Pero me agarraron entre varios y me conformé con gritarle. Vociferando le expliqué que no, que Fillol no necesita salir a cortar centros. Que le alcanza con volar para todos lados. El chico que lo dijo no insistió. No sé si lo convencí o me tuvo miedo. En una de esas fue por eso, yo que soy tan calladito. Pero con el Pato que no se metan. Dicho sea de paso, no sé por qué le dicen Pato. Creo que porque tiene las piernas un poco chuecas, como los patos. Pero no estoy seguro. Me gustaría preguntarle a mi papá, pero cuanto más avanza el Mundial, más lo escucha como quien oye llover. Y mi casa se ha vuelto un lugar silencioso y triste, de caras largas cuyas razones no comprendo. Menos mal que tengo los partidos del Mundial y que Argentina sigue avanzando. Mi hermano trae a casa las revistas El Gráfico y Goles. Y en las fotos a color se ve clarito que el buzo del Pato es verde y las medias, blancas. Uno de los pibes dice que el buzo de Fillol tiene acolchonadito en los codos, para que no se lastime. A mí me cuesta creer semejante maravilla. Con lo bien que me vendría a mí un buzo así. Tengo unas lastimaduras perpetuas en los codos y en las rodillas. En cada partido se me salen las cascaritas, y entre partido y partido se me vuelven a formar. Mi mamá me dice que tengo que tener cuidado, que se me puede ulcerar la piel. Igual mamá está en su mundo. Habla poco y piensa mucho. Y casi siempre está en el dormitorio con papá. Fillol es el mejor arquero del mundo porque, cuando un delantero se va solo, pero solo, solo, sin marca, contra su arco, Fillol lo sabe esperar. Fillol no se queda pegado a la raya de gol, ni sale a la desesperada. No señor. Fillol elige un punto DE-TER-MI-NA-DO del campo de juego. Un lugar SECRE-TO que es un sitio mágico donde el delantero va a fracasar. Fillol le va a tapar el tiro con esas piernas que algunos dicen que son un poco chuecas, aunque a mí me parece que no. Fillol es el dueño de ese espacio que no está marcado en ningún sitio salvo en su cabeza de genio. Con Fillol no nos puede pasar nada malo. Con Fillol no nos pueden ganar. Fillol es capaz de detener todo lo malo antes de que eso malo llegue hasta nosotros. Sea lo que sea. Un cañonazo disparado por un delantero brasileño, un cabezazo holandés. O algo peor. Uy. Acabo de percatarme de que casi llevo escritos los dichosos ocho mil caracteres. Es raro. Para escribir UBALDO MATILDO FILLOL me alcanzan veintiún caracteres. Vaya uno a saber en qué extraños senderos de mi pasado se me extraviaron todos los demás.

* Publicado originalmente por la revista Soho de Colombia.

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Epílogo

Soy un agradecido al fútbol. Gracias a él conocí a mi mujer, formé una familia, viajé a los destinos más lejanos, conocí nuevas culturas y gané títulos. Me formé como hombre, como padre y como futbolista. Fui campeón del mundo con mi país. Viví en una pensión donde faltaba de todo, y concentré en los mejores hoteles, donde todo sobraba. Formé un hogar y armé una familia que me acompañó a todos los lugares donde trabajé. Jugué en Brasil y en España. Atajé en River-Boca, Flamengo-Fluminense, Real Madrid-Atlético de Madrid y Racing-Independiente. Defendí el arco argentino en tres mundiales consecutivos. Durante trescientos cincuenta y siete minutos mantuve la valla invicta de la Selección Argentina. Gané siete títulos con River Plate, y también fui el arquero del último trofeo internacional que ganó Racing Club. Soy el arquero que más penales atajó en la historia del fútbol argentino, y también el único que detuvo seis en una sola temporada. Fui aclamado, cuestionado, criticado y vuelto a aclamar. Tuve y tendré el reconocimiento de la prensa especializada, el hincha y los colegas. Me crié en un potrero, me formé en una pensión, exploté en el River de Labruna y toqué el cielo con las manos con Menotti. Me dirigieron Basile, Bilardo, Menotti, Zagallo, Luis Aragonés. A la Selección le entregué mi vida y mis mejores años. Cuando me retiré, le devolví al fútbol argentino algo de lo mucho que me dio. Formé arqueros de Selección para defender el arco celeste y blanco durante cuatro mundiales. A mis sesenta y siete años, sigo desarrollando talentos y cumpliendo sueños. La vida y el fútbol superaron los sueños que cargaba al partir de Monte con un bolsito, un par de pesos y deseos de campeón. Durante once años, fui quien cuidó los tres palos del arco más grande del mundo. Sufrí con cada gol y lloré con cada partido perdido. Utilicé las derrotas para que me ayudaran a enorgullecerme con las victorias. Sin creérmela. Nunca me vi como el mejor, aunque siempre trabajé para serlo. Quisiera que me recuerden como el Arquero de Todos. Porque así lo siento yo. Abrazo del alma.

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Anexo estadístico por Oscar Barnade Ubaldo Matildo Fillol Fecha y lugar de nacimiento: 21 de julio de 1950, en San Miguel del Monte, provincia de Buenos Aires Debut en Primera: 1 de mayo de 1969, en Quilmes vs. Huracán (3-6) Último partido: 22 de diciembre de 1990, en Vélez vs. River (2-1) Debut en selecciones juveniles: 24 de septiembre de 1970, vs. Liga Pergaminense (2-0) Debut en la Selección: 3 de julio de 1974, vs. Alemania Democrática 1-1 (Mundial 1974) Su campaña en Quilmes Año

Equipo

PJ

GR

1969 (Metro)

Quilmes

1

6

1970 (Copa Argentina)

Quilmes

2

4

1970 (Metro)

Quilmes

20

20

1970 (Reclas)

Quilmes

13

6

1971 Primera B

Quilmes

23

27

Total en Quilmes

59

63

Equipo

PJ

GR

1972 (Metro)

Racing

27

36

Año

Equipo

PJ

GR

1972 (Nacional)

Racing

13

18

1973 (Metro)

Racing

17

25

1973 (Nacional)

Racing

2

2

Total primera etapa

59

81

Su campaña en Racing Año Primera etapa

140

Segunda etapa Año

Equipo

PJ

GR

1986/87

Racing

13

6

1987 (LPL)

Racing

2

2

1987/88

Racing

34

30

1988 (LPL)

Racing

3

3

1988/89

Racing

24

22

1989 (Clasf)

Racing

1

1

77

64

Torneos locales

Torneos internacionales 1988 Supercopa

Racing

6

4

1989 Libertadores

Racing

6

7

12

11

Total segunda etapa

89

75

Total en Racing

148

156

PJ

GR

Su campaña en River Año

Equipo

Torneos locales 1973 (Nacional)

River

2

1

1974 (Metro)

River

11

19

1974 (Nacional)

River

11

12

1975 (Metro)

River

36

36

1975 (Nacional)

River

22

23

1976 (Metro)

River

25

26

1976 (Nacional)

River

14

12

1976 (LPL)

River

1

1

1977 (Metro)

River

42

42

141

1977 (Nacional)

River

14

15

1978 (Metro)

River

4

5

1978 (Nacional)

River

15

13

1979 (Metro)

River

17

17

1979 (Nacional)

River

20

17

1980 (Metro)

River

34

28

1980 (Nacional)

River

13

14

1981 (Metro)

River

25

34

1981 (Nacional)

River

18

10

1982 (Metro)

River

23

26

1983 (Nacional)

River

12

3

1983 (Metro)

River

2

3

Total local

361

357

Año

Equipo

PJ

GR

1976 Libertadores

River

11

6

1977 Libertadores

River

6

5

1978 Libertadores

River

8

4

1980 Libertadores

River

7

4

1981 Libertadores

River

6

6

1982 Libertadores

River

6

1

Total internacional

44

26

Total en River

405

383

Torneos internacionales

Su campaña en Argentinos Año

Equipo

PJ

GR

1983 (Metro)

Argentinos

17

17

142

Su campaña en Vélez 1989/90

Vélez

24

18

1990/91

Vélez

19

17

Total en Vélez

43

35

Total en la Argentina

672

654

Su campaña en el exterior Año

Equipo

PJ

GR

1984 Brasileirao

Flamengo [Brasil]

21

18

1984 Estadual

Flamengo [Brasil]

21

16

1984 Libertadores

Flamengo [Brasil]

10

11

1985 Brasileirão

Flamengo [Brasil]

13

13

65

58

1985 (Supercopa)

Atlético de Madrid [España]

1

0

1985/86 (Liga)

Atlético de Madrid [España]

17

22

1985/86 (Recopa)

Atlético de Madrid [España]

6

5

24

27

Total en el exterior

89

85

Total en clubes

761

739

Selecciones juveniles

Amistosos vs. ligas

3

2

Selección Argentina

Partidos clase A FIFA*

54

49

Combinado argentino

Partidos clase B FIFA**

4

3

Combinado argentino

Clubes o combinados***

15

9

76

63

837

802

Total en su carrera

* Partidos absolutos vs. selecciones, torneos oficiales (Copa América, Eliminatorias y Mundiales) y amistosos. **Partidos contra combinados de Irlanda y Resto del Mundo. ***Partidos contra clubes argentinos o extranjeros, u otros combinados.

143

Títulos (11) Con River (7) Metropolitano 1975 Nacional 1975 Metropolitano 1977 Metropolitano 1979 Nacional 1979 Metropolitano 1980 Nacional 1981 Con Flamengo (1) Copa Guanabara 1984 Con Racing (1) Supercopa 1988 Con Atlético de Madrid (1) Supercopa de España 1985 Con la Selección (1) Mundial 1978

144

También atajó penales en partidos amistosos. En sus años en River, Fillol atajó 5 penales durante los noventa minutos y otros 4 en definiciones desde el tiro del punto de penal. El 24 de agosto de 1975, ante Dinamo Tibilisi (Georgia), durante la disputa del 11° Torneo Precolombino, River ganó 2-1 y el Pato le detuvo un penal a Marcheise. El 19 de noviembre de 1977, en la Copa de Oro de Mar del Plata, a Juan Rocha de Newell’s. También el 10 de agosto de 1978, por la Copa Trofeo Villa de Madrid, a Eugenio Leal, del Atlético de Madrid. Ese día, en la definición por penales, le contuvo un remate a Alberto. Unos días después, el 26 de agosto, en el torneo Trofeo Ramón Carranza, atajó tres penales en la definición ante Valencia de España (igualaron 2-2 y River ganó 3-2 desde los 12 pasos). El 12 de febrero de 1979, en Mar del Plata y ante el Inter de Porto Alegre (3-3), en el primer tiempo le atajó un penal a Valdomiro. Finalmente, el 4 de junio de 1983, ante Chaco For Ever en Resistencia, en un cuadrangular amistoso a beneficio de los inundados; el encuentro finalizó 0-0. A los diez minutos del primer tiempo le detuvo un remate a Carlos Carril.

Total: 52 PENALES ATAJADOS.

Logros y récords •Arquero argentino que más penales atajó en tiempo reglamentario: 30. 145

•Arquero que más penales atajó en los torneos de Primera división, junto con Hugo Orlando Gatti: 26. •Arquero que más penales atajó en una temporada en el fútbol argentino: 6 en 1972. •Hasta noviembre de 2014, fue el arquero con más partidos en la Selección Argentina. Fue superado por Sergio Romero. •Hasta julio de 2014 tenía el récord de valla invicta en Mundiales en la Selección Argentina, con 374 minutos en 1978. Fue superado por Sergio Romero en 2014, quien completó 486 minutos. •Futbolista del Año en la Argentina en 1977, premio Olimpia otorgado por el Círculo de Periodistas Deportivos. •Elegido entre el 11 ideal del Mundial 1978. •Balón de Plata sudamericano en 1978, 1983 y 1984, premio diario El Mundo de Venezuela.

Trayectoria como entrenador Dirigió a Racing en 2004. Debut como entrenador: 13 de febrero de 2004, vs. Colón (1-1)

En su única experiencia en un club, logró el 43% de los puntos en juego. También fue entrenador de arqueros de las selecciones juveniles y de la mayor, con una breve conducción técnica de la Sub 15. Trabajó como entrenador de arqueros de River.

146

Agradecimientos

A Editorial Planeta, que me dio la posibilidad de hacer este libro maravilloso. Especialmente a Sergio Renna, que fue quien me acompañó durante un año para darle forma a esta historia. Y a todos los periodistas que, de una u otra manera, me ayudaron a hacer el libro de mi vida.

147

148

Álbum familia Fillol

River 1979, Bicampeones.

El Gráfico

Con mi viejo, Luis Damián, en la puerta del Club San Miguel en 1975.

149

Álbum familia Fillol

En el bar La Enramada, con el Negro Salas y Toto Sánchez.

150

151

El Gráfico

Al término de un partido con Carlitos Della Savia, en 1972.

El Gráfico

Atajando para River, contra Talleres, 1979.

152

Álbum familia Fillol

Con mis padres, en una de las pocas fotos que tenemos en la que están juntos, 1977.

153

Álbum familia Fillol

Con mi hermana mayor María del Carmen.

154

Álbum familia Fillol

Con mis tres hermanos: Luis Ramón a mi derecha, y Margarita y Carmencita a mi izquierda.

155

Álbum familia Fillol

Mis nietos.

156

Álbum familia Fillol

El día que me casé con Olga, en Quilmes. El cura de la foto es un joven padre Farinello.

157

Álbum familia Fillol

Olga, mi compañera de la vida. 158

Álbum familia Fillol

159

En Río de Janeiro, con el Cristo Redentor de fondo.

Álbum familia Fillol

Mis primeros bancos de suplentes en la primera de Quilmes, año 1968.

160

Álbum familia Fillol

Racing del 73.

161

El Gráfico

Con Angelito Labruna en la Bombonera, en 1975.

162

Álbum familia Fillol

En Argentinos Juniors, diciembre de 1983.

163

Álbum familia Fillol

Inferiores en la vieja cancha de Quilmes, en Guido y Sarmiento.

Álbum familia Fillol

164

Con el italiano Dino Zoff.

Álbum familia Fillol

Con Hugo Gatti y un Marcelo Tinelli muy joven.

165

Álbum familia Fillol

Tapa de la revista Racing, con mi amigo Carlitos Della Savia.

166

Álbum familia Fillol

Tapa de El Gráfico cuando me nombraron el mejor arquero del mundo en 1977. Abajo: una producción en mi vieja casa de Quilmes, en el quincho del fondo.

167

El Gráfico

Selección Fantasma 1973.

168

Álbum familia Fillol

Formación del equipo fantasma en el 73.

169

El Gráfico

Entrenamiento en Tilcara, 1973.

170

Álbum familia Fillol

Con mi señora y mi suegra Miguelina.

171

Álbum familia Fillol

Con mi hermana, mi mamá, mi señora Olga, mi hijo Sebastián, mi hija Nadia y mis nietos.

172

Álbum familia Fillol

Con mis hijos, en mi vieja casa de Quilmes y mi nariz quebrada post partido.

173

Álbum familia Fillol

Mis tres hijos.

174

Álbum familia Fillol

Mi familia. Mis hijas Nadia y Tamara, Sebastián y mi señora.

175

Álbum familia Fillol

Cumpleaños con mi familia. Nadia, Tamara y Sebastián.

176

El Gráfico

Racing 1972.

177

Álbum familia Fillol

En el Mundial 78, contra Francia.

178

Álbum familia Fillol

Con Favalli, quien tenía el récord de penales atajados hasta que lo batí yo.

179

Getty Images

Cantando el himno previo a la final de Argentina 78.

El Gráfico

Barrenando para atajar el tiro de Rensenbrink en la final del 78.

180

El Gráfico

Atajada a Johnny Rep en el arco del Río de la Plata. Según la FIFA, una de las mejores de la historia y la mejor del 78.

El Gráfico

181

La atajada a Rensenbrink en la final del 78 desde atrás del arco.

El Gráfico

La final con Holanda.

182

El Gráfico

Campeones. Otra toma de la foto conocida como «El Abrazo del alma».

183

Getty Images

Argentina Campeón del Mundo 1978. Me lleva en andas el hijo del dirigente de River Patrick Noher, el actor Jean Pierre Noher.

184

Getty Images

La Selección argentina en el mundial de España 82.

185

El Gráfico

Reunión histórica que armó El Gráfico en secreto a fines del 77, con César Luis Menotti.

Álbum familia Fillol

Contra Boca, un domingo a la mañana de 1981. Ganamos 3 a 2.

186

Álbum familia Fillol

En Flamengo en 1984.

187

188

El Gráfico

En andas en el Mineirão de Belo Horizonte, tras ganar la Supercopa con Racing en 1988.

El Gráfico

Producción especial de El Gráfico en 1992 con Gatti, Carrizo, Gualco y Julio Cozzi.

189

Álbum familia Fillol

En Quilmes. 1970. Mis primeros partidos.

190

191

Álbum familia Fillol

Foto de presentación cuando llegué a Atlético Madrid.

Álbum familia Fillol

En el viejo Vicente Calderón, con el Polilla Da Silva y Mario Cabrera.

192

Getty Images

Versus Celtics en Glasgow.

193

Álbum familia Fillol

Mejor jugador del año 1978. Con Roberto Perfumo, Angelito Labruna y el dirigente de River, David Pintado.

194

¡Seguinos!

195