El Niño Y La Vida Familiar En El Antiguo Regimen

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PHILIPPE ARIÉS

EL NIÑO Y LA VIDA FAMILIAR EN EL ANTIGUO RÉGIMEN Versión castellana de N aty G a r c ía G u a d illa

revisada por la Editorial

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PRÓLOGO A LA NUEV A E D IC IÓ N }FRANCESA

Dicen que los árboles no dejan ver el bosque, pero el período más interesante de la investigación sigue siendo el momento en que el historiador comienza a tener una visión de conjunto, cuando todavía no se ha disipado la bruma que cubre los hori­ zontes lejanos, de suerte que no se ha distanciado de los detalles de los documentos en bruto y que éstos conservan aún toda su lozanía.- Su mayor mérito no es quizás tanto el de defender una tesis como el de comunicar a sus lectores la satisfacción. de su hallazgo; el de sensibilizarlos, como lo ha sido él .mismo, a los colores y a los senderos de lo desconocido. Pero el his­ toriador tiene, además, la ambición de organizar todos estos detalles concretos en una estructura abstracta y, afortunada­ mente, le sigue costando trabajo librarse del revoltillo de impre­ siones que excitaron su búsqueda aventurera, poco diestro que es todavía a doblegarlas a la necesaria álgebra de una .teoría. Más adelante, cuando v a a reeditarse el libro, el tiempo ha transcurrido y se ha llevado consigo la emoción del primer con­ tacto; pero, a cambio, ha traído una compensación: el bosque.se ve mejor. Hoy, después de los debates contemporáneos • sobre el niño, la familia, la juventud y después del uso que se ha hecho de mi libro. Puedo ver*mejor, es decir, de manera más tajante y simplificada, las tesis inspiradas por un largo diálogo con las cosas, tesis que resumiré a continuación, reduciéndolas a dos. La primera se refiere’ principalmente a nuestra *antigua: sc> ciedad tradicional. He afirmado que dicha sociedad ;no. podía representarse bien al niñ o, y menos todavía al adolescente. La

duración de la infancia se reducía al período de su mayor fra­ gilidad, cuando la cría del hombre no podía valerse por sí misma; en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápi­ damente con los adultos, con quienes compartía sus trabajos y juegos. El bebé se convertía en seguida en un hombre joven sin pasar por las etapas de la juventud, las cuales probable­ mente existían antes de la Edad Media y que se han vuelto esenciales hoy día en las sociedades desarrolladas. La transmisión de valores y conocimientos, y en general la socialización del niño, no estaba garantizada por la familia, ni controlada por ella. Al niño se le separaba en seguida de sus padres, y puede decirse que la educación, durante muchos si­ glos, fue obra del aprendizaje, gracias a la convivencia del niño o del joven con los adultos, con quienes aprendía lo necesario ayudando a'los mayores a hacerlo. La presencia del niño en lá familia y en la sociedad era tan breve e insignificante que no había tiempo ni ocasiones para que su recuerdo se grabara en la memoria y en la sensi­ bilidad de la gente. Sin embargo existía un sentimiento superficial del niño — que yo he denominado el «mimoseo» (mignotage)— reservado a los primeros años cuando el niño era una cosita graciosa. La gente se divertía con él como si fuera un animalillo, un monito impúdico. Si el niño moría entonces, como ocurría frecuente­ mente, había quien se afligía, pero por regla general no se daba mucha importancia al asunto: otro le reemplazaría en seguida. El niño no salía de una especie de anonimato. Si superaba los primeros riesgos, si sobrevivía al período del «mimoseo», solía suceder que el niño vivía fuera de su familia. Familia constituida por la pareja y los hijos que permane­ cían en el hogar. Yo no creo que la familia amplia (de varías generaciones o de varios grupos colaterales) haya existido fuera de la imaginación de moralistas tales como Alberti en la Floren­ cia del siglo xv, o de sociólogos tradicionalistas franceses del siglo xix, salvo en ciertas épocas de inseguridad cuando el linaje debía reemplazar, bajo ciertas condiciones económico-jurídicas, al poder público claudicante. (Por ejemplo, en ciertas regiones mediterráneas, quizás allí en donde el derecho de mejorar a uno de los hijos favorecía la cohabitación.) Esta antigua familia tenía como misión profunda la conser­ vación de bienes, la práctica de un oficio común, la mutua

ayuda cotidiana en un mundo en donde un hombre y aun más una mujer aislados no podían sobrevivir, y en los casos de crisis, la protección del honor y de las vidas. La fam ilia no tenía una función afectiva, lo que no significa que el amor, faltara siempre; al contrario, suele manifestarse a veces desde los esponsales, y en general, después del matrimonió, creado y sustentado por la vida común, como en el caso del duque de San Simón. Pero, y esto es lo que importa, el sentimiento entre, es­ posos, entre padres e hijos, no era indispensable para la existen­ cia-, ni para el equilibrio de la familia: tanto mejor si venía por añadidura. Las relaciones afectivas y las comunicaciones sociales se consolidaban pues fuera de la familia, en un «círculo» denso y muy afectuoso, integrado por vecinos, amigos, amos, y criados, niños y ancianos, mujeres y hombres, en donde el afectó no era fruto de la obligación, y en el que se diluían las familias conyugales. Los historiadores franceses denominan hoy «socia­ bilidad» esta propensión de las comunicaciones tradicionales a las reuniones, a las visitas, a las fiestas. Así es como yo percibo nuestras sociedades antiguas, diferentes al mismo tiempo de las que hoy nos describen los etnólogos y de nuestras sociedades industriales.

Mi primera proposición es un ensayo interpretativo de las sociedades tradicionales, la segunda pretende demostrar el nuevo espacio ocupado por el niño y la familia en nuestras sociedades industriales. A. partir de cierto período (más adelante trataré el problema obsesivo de su origen), y en todo caso a fines del siglo x v i i de forma definitiva se produjo una transformación considerable en la situación de las costumbres que acabo de analizar, que se puede captar a través de dos métodos de análisis diferentes. La escuela sustituyó_al_apren.dizaie_como medio de educación. ~Lo~qug~~Si'gnífica que cesó la cohabitación -d el—niño—cc¡n los adultos ~v~~por eIftr~céso'~el aprendizaje de la vida por contacto directo._con_el.los. A pesar de muchas reticencias y "retrasos, él niño fue separado de los adultos y mantenido aparte, en una especie de cuarentena, antes de dejarle suelto en el mundo, Esta cuarentena es la escuela, el colegio. Comienza entonces un

largo período de reclusión de los niños (así como los locos, los pobres y la s prostitutas) que no dejará de progresar hasta nues­ tros días, y que se llama escolarización. Este hechcude-separar a los niños — y de hacerlos entrar en razón— , debe -interpretarse como u n . aspecto más- de -la •gran moralización _deZlos^.homb£es_jcealiza.da„-.poO[Qs_mormaddfes ^tóHcos_o_protestantes, de la Iglesia, de la ■magistratura.o . del Estado. Pero ello no hubiera sido posible en la práctica sin la complicidad sentimental de las familias, y ésta es la segunda manera de abordar el fenómeno y sobre la que rdeseo insistir. La familia se ha convertido en un lugar de afecto necesario entre esposos y entre padres e hijos, lo que antes ncnerar-Este afecto se manifiesta principalmente a través de la importancia que se da, en'adelante, a la'educación.--Ya'rió*rse trata de esta­ blecer a sus hijos'únicam ente'en función' Be la~ fortuna y del honor. Surge un sentimiento'completamente nuevo: los padres se interesan por los estudios de sus hijos y los siguen con una solicitud propia de los siglos xix y xx, pero desconocida antes. Jean Racine escribía a su hijo Louis sobre sus profesores como un padre de hoy (o de ayer, de un ayer muy próximo). La familia comienza entonces a organizarse en tomo al niño, el cual sale de su antiguo anonimato y adquiere tal importancia que ya no es posible, sin una gran aflicción, perderle, reemplazar­ le o reproducirle muchas veces y conviene limitar su número para ocuparse mejor de él. No tiene nada de extraordinario el que esta revolución escolar y sentimental se acompañe a la larga de un maltusianismo demográfico, de una reducción voluntaria de nacimientos sensible a partir del siglo x v m /T o d o esto es coherente (quizás demasiado para el ojo receloso de P. Veyne). La consecuencia (que desborda, el período tratado en este libro, pero que ya desarrollé en otra parte) es la polarización de la vida social del siglo xix en tom o a .la f ^ i l i & .y JQ aj^o fesión, y^ la desaparición (salyo en. la Provenza de M. Agulhon y M .^ovelle)~del3"3ntígt 13 sncialiilirlnrl

Un libro tiene su propia' vida. Rápidamente se le va de las manos al autor para pertenecer a un público que no es siempre el que él ha previsto.

. Al parecer, las dos proposiciones que yo acabo de exponer no se dirigían exactamente al mismo publico. La segunda, que parecía referirse a la explicación inmediata del presente, en seguida fue explotada por los sicólogos y so­ ciólogos, particularmente en los Estados Unidos; en donde las ciencias, del hombre se preocuparQiuantes„qiie_en__otros lugares por las crisis de la juventud. Crisis éstas que ponían en evidencia l i dificultad, e incluso la repulsa de losHoyenes a~ p^sar ai *es!ad5~aHulto.HEn efecToTmls análisis sugerían que’~e^á^slfua^ ción podía ser la consecuencia del aislamiento. prolongado de los jóvenes dentro de .la. familia y en la escuela. Dichas crisis demostraban también que el sentimiento de la familia y la escolarización intensiva de la juventud,.eran un.mismo fenó­ meno y un fenómeno reciente,- qUe se puede fechar aproxima­ damente, y que antes la familia apenas se echaba de ver dentro de un espacio social mucho más denso y afectivo. Así han orientado mi libro los sociólogos, sicólogos e incluso pediatras, remolcándome a sus resultados y, mientras en los Estados Unidos los periodistas me llamaban French Sociologist, para un gran semanario parisino me convertí un día en un ¡sociólogó americano!... - ; En un principio esta acogida me produjo u n a . sensación contradictoria, pues en Francia me ■habían hecho algunos re­ proches en, nombre de la sicología moderna: «negligencia de los intereses de la sicología moderna», dijo A. B esaron, «de­ masiada concesión al fijismo de la sicología tradicional», afirmó J. L. Flandrin !, y es verdad que yo siempre he tenido dificul­ tades para evitar los antiguos vocablos equívocos, y hoy en día anticuados hasta el ridículo, pero de tanto arraigo en la cultura moralista y humanista que fue la mía. Estas críticas antiguas sobre el buen uso de la sicología me­ recen reflexión y hoy diría lo siguiente: Se puede tratar de hacer la historia del comportamiento; es decir, una historia sicológica, sin ser uno mismo sicólogo o sicoanalista, manteniéndose a distancia de las teorías del vo­ cabulario e incluso de los métodos de la sicología, moderna y sin embargo interesar a esos mismos sicólogos en su propio campo. Si uno nace historiador, se vuelve uno sicólogo a su 1 A. B esan ^o n , «Histoire et psychanalyse», Anuales ESC„ 19, 1964, p. 242, n.° 2; J. L. F la n d rin , «Enfance et société», Annates E S C 19, 1964, p p . 322-329.

manera, que sin duda no es la de los sicólogos modernos, pero se asemeja a ella y la complementa. En este caso, el historiador y el sicólogo coinciden, no siempre a nivel de los métodos, que pueden ser diferentes, sino a nivel del sujeto, del modo de plantear el tema, o, como se dice hoy día,'de la problemática. La trayectoria inversa, que va de la sicología a la historia, es igualmente posible, como lo prueba el éxito de A. Besanjon. Este itinerario presenta sin embargo algunos riesgos de los que M. Sorano no ha .podido librarse totalmente, a pesár de tantos hallazgos y comparaciones acertadas. La crítica que me hacía A. Besangon, especificaba bastante bien que «el niño no es sola­ mente el .traje,, los juegos, la escuela, ni incluso el-sentimiento de la infancia (es decir, las modalidades históricas,, empírica­ mente aprehensibles), es una persona, un desarrollo, una his­ toria, qué los sicólogos tratan de reconstituir», es decir «un término de comparación». Una excelente historiadora del si­ glo x v i, N . Z. Davis 2, ha buscado este término de comparación en el m odelo construido por los sico-sociólogos según la expe­ riencia que éstos tienen del mundo contemporáneo. Claro es que la tentación de los sicólogos de evadirse fuera de su mundo para comprobar sus teorías es grande y sin ninguna duda enriquecedora, aunque , en nuestras sociedades tradicionales eso las lleve o a Lutero o a los últimos «salvajes». Si bien el método ha dado buenos resultados a los etnólogos, las sociedades tradiciona­ les me parecen más recalcitrantes. Conduce este método a inter­ pretar demasiado fácilmente las relaciones de Charles Perrault y de su hijo en el lenguaje moderno del padre abusivo y del hijo mimado, lo cual no agrega nada a la comprensión d e. nuestro mundo de hoy, ya que no se aportan datos nuevos, ni a la del mundo antiguo porque existe anacronismo, y el anacronismo falsea la comparación. Sin embargo, la fobia por el anacronis­ mo (¿el defecto de los historiadores?) no constituye ni un recha­ zo de la comparación, ni una indiferencia por el mundo contem­ poráneo: pues nosotros sabemos perfectamente que lo primero que captamos en el pasado son las diferencias,, y después las similitudes con la época en que vivimos.

^ 2 N . Z . D a v is, «The reasons of misrule: youth groups and charivaris on sixteenth century France», Past and Present, 50, feb. 1971, pp. 41-75.

Mi segunda proposición casi obtuvo la unanimidad, pero los historiadores acogieron la primera (la ausencia del sentimien­ to de la infancia en la Edad Media) con mayor reserva. Con todo, se puede afirmar hoy día que las grandes líneas han sido aceptadas. Los historiadores demógrafos han recono­ cido la indiferencia tardía con respecto a los niños, los histo­ riadores de mentalidades han notado la poca frecuencia de alusiones a los niños y a su muerte en los diarios de familia como el del sayalero de Lille, editado por A . Lottin. Como a J. Bouchard. les ha_sojprendido la ausencia de función de socialización de la fam ilia3.. Cas investigaciones-de-M_ÁguLhoá fian subrayado la- importancia de la «sociabilidad)>_ en las comunidades rurales y urbanas-deLAntiguo Régimen. Pero las críticas son más instructivas que las aprobaciones o las concordancias. Voy a retener dos, una de J. L. Flandrin y la otra de N. Z. Davis. J. L. Flandrin4 me_h a reprochado una preocupación dema­ siado grande, «obsesiona!», por el origen, lo que me inclina a denunciar comcTTnnovación absoluta lo que es más bien un cambio de naturaleza. El reproche es justificado. Es un defecto difícil de evitar cuando, como yo lo hago siempre en mis inves­ tigaciones, se procede por vía regresiva, ya que introduce con toda ingenuidad el sentido de cambio que no es en realidad innovación absoluta sino, l a mayoría de las veces,, recodifica­ ción. El ejemplo de J. L. Flandrin es bueno: si el arte medieval representaba al niño como un hombre reducido, en miniatura, «eso — afirma— no interesa a la existencia, sino a la naturaleza del sentimiento de lFüñfancia». .El niño era,~"pües.~~diferente del hom b^ 7Ipj«)0-SÓlo~por él tamaño, y ja .iu erz a , m ientras que J os otros__rasgos, seguí an._siendo .semejantes. Sería . interesante comparajL.al.niño-con-eLenanQ, el cual ocupa una posición im­ portante en la tipología medieval. El niño es un enano, pero un enano que estaba seguro de no quedarse enano, salvo en caso de hechicería. En compensación ¿no sería el enano un niño condenado a no crecer, e incluso a volverse en seguida un viejo arrugado?

J J. B o u c h a r d , Un village immobile, 1972. T> L. F la n d r in , « E n fan ce et société», op. cit.

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T.a otra crítica, de N. Z. Davis, se halla en su. excelente tra­ bajo, titulado: «The reason of misrule; youth groups and cha­ rivaris in sixteenth century France» s. . Su argumento es poco más o menos el ■siguiente: r ¿cómo ,hs~=.pbdido yo afirmar que lar-sociedad tradicional ponía a los niños**y} a Q^s jóvenes .con los adultos) no ocupándome. del con’cep fS ae j uverílucCcu ando la jQVBfffud jugaba en-las comunida­ des rurales, e. incluso urbanas, un papel permanente de organi­ zación de fiestas y juegos, de control de matrimonios y relaciones sexuales, sancionado por. las cencerradas? M. Agulhon, por . su parte, ,en su .excelente libro sobre penitentes y francmasones, ha dedicado un capítulo a las sociedades juveniles, las cuales interesan cada día más a los historiadores contemporáneos atraí­ dos por las culturas populares. El problema planteado por N. Z. Davis no se me ha pasado por alto. Reconozco que, en este libro, lo he descartado pere­ zosamente, reduciendo-al estado de .«vestigios» unas costumbres folklóricas cuya amplitud e importancia han demostrado N. Z. Davis, M. Agulhon y otros. A decir verdad, no debía de tener la conciencia tranquila pues volví a tratar este problema en las primeras páginas de una breve historia sobre la educación en Francia 6. Admití que, antes de la Edad Media y en las zonas de cultura rural y oral, había una organización comunal por clases de edad con j ritos de paso, conforme al modelo de los etnólogos. En esas~ ¥oci.eda-. des¡ cada edad -tenía, su función, la educación""e~ra .transmitida. "por Ia3i5icx3ciónr7y defitro~de la clase de edad, mediante _Ja participaciórTe'ñ los servÍcíos^OF~ella "garantizados. Se'Tñe'^ermnirá^~ab7ií~üri—paréntesis ~para citar la frase de un joven arqueólogo amigo mío. Estábamos visitando las exca­ vaciones de Malia, en Creta, hablando sin orden ni concierto de Janroy, Homero, Duby, de las estructuras por clases de edad propias de los etnólogos, de su reaparición en la Alta Edad Media, cuando mi amigo me dijo poco más o menos lo siguiente: en nuestras antiguas civilizaciones, nunca percibimos esas es­ tructuras etnográficas en pie, en plena madurez, sino siempre en estado de supervivencias, tanto en la Grecia homérica como 5

N. Z . D avis, op. cit.

6 P h . A r ie s , «Problémes de l'Éducation», en La France et tes Fran( ais, París, La Piéiade, 1972. (Obra escrita entre 1967 y 1970 y publicada en 1972.)

en las canciones de gesta. Tenía razón. Tenemos que convenir enjque p e t a m o s proyectando demasiado fielmente en nuestras sociedades tradicionales las estructuras, hoy descubiertas por los etnólogos, de los «salvajes» contemporáneos. Mas cerremos el paréntesis y aceptemos la hipótesis de una sociedad-origen en la muy Alta Edad Media, la cual presentaría los caracteres etnográficos o folklóricos corrientemente admi­ tidos. En esta .sociedad se produce^,quizás .en .la época del feuda­ lismo y del ..forraleciiñiéñto- dé las antiguas circunscripciones territoriales,...una, modificación que concierne. a. la...educación; ■ "es”decir, la Transmisión .del.jaber y de los valores, y que será '"en aHelántéJ a partir 'de la Edad Media, garantizada .por eí.apren-... ' dizaje.^ Eh efecto, la práctica del aprendizaje es“ iñcómpatible ~con el sistema de clases de edad, o, cuando menos, tiende a destruirle a medida que se generaliza. Es preciso que yo insista en la importancia que hay que dar al aprendizaje, el cual obliga a los niños a vivir en medio de los adultos quienes les enseñan así el tacto («savoir faire») y la cortesía («savoir-vivre»). La mezcla de ‘edades que ello ocasiona, parece ser uno de los rasgos predominantes de nuestra sociedad, desde mediados de la Edad Media hasta el siglo xvm . En tales condiciones, las clasifica-.., ciones tradicionales por edades jao podían sino enredarse y per"3er su carácter necesario. Ahora bien, no cabe duda de que estas clasificaciones han persistido para, vigilar-la sexualidad y para la organización de fiestas y todos sabemos la importancia que tenían las fiestas en la vida cotidiana de nuestras, antiguas sociedades^ ¿Cómo compaginar la persistencia de lo que era ciertamente mucho más que «vestigios»; con la exportación precoz de los niños a las casas ajenas para entrar en aprendizaje? ¿No estamos dejándonos engañar, a pesar de los argumentos contrarios de N. Z. Davis, por la ambigüedad del vocablo juven­ tud? Incluso en latín, aún cercano, no facilitaba la discrimi­ nación. Nerón tenía veinticinco años cuando Tácito dijo de él: certe finitam Neronis pueritiam et robur juventae adesse. Robur juventae: es la fuerza del hombre joven, no es la adolescencia. ¿Qué edad tenían los abates de la juventud y sus compañe­ ros? La edad de Nerón a la muerte de Burras, la edad de Condé en Rocroy, la edad de la guerra o de su simulación: la

bravata7. En efecto, esas sociedades juveniles eran sociedades de solteros, en una época en la que la gente de las clases popu­ lares se casaba a menudo tarde/ Existía entonces una oposición entre el casado y el no casado, entre el que tenía casa pro­ pia y el que no la tenía y debía dormir ,en casa de los demás, .entre el menos inestable y el menos estable. Es preciso, pues, admitir la existencia de sociedades de jó­ venes, pero en el sentido de sociedades de solteros. La «juven­ tud» de los solteros del Antiguo Régimen no implicaba ni los caracteres que diferenciaban, tanto en la Antigüedad como en las sociedades etnográficas, al efebo del hombre maduro, a Arístogiton de Harmodius a, ni los que oponen hoy día a los ado­ lescentes con los adultos.

Si yo tuviera que concebir hoy día este libro, me abstendría mejor de la tentación del origen absoluto, del punto cero, pero las grandes líneas seguirían siendo las mismas, tínicamente to­ maría en consideración los datos nuevos, e insistiría más en la Edad_Media y en su otoño tan fecundo. En primer íugar, llamaría la atención sobre un fenómeno muy importante y que empieza a ser mejor conocido: ^ p e r ­ sistencia hasta finales del siglo, xvii- delinfanticidio -tolerado. No se trata de una práctica admitida como lo era el abandono de niños en Roma. El infanticidio era uñ crimen castigado seve­ ramente .,J^o_j^staj^^seJpr^tic^a_eñ secreto, quizás frecuen­ temente, disimulado en forrna^ de accidente; losJñiños, morían ;rraturalmeríteTHhogadós...eñ~la_cama de sus ,padres.con“qüiéñé's Hormían y no se hacia nada p ara vigilarlos o par_a_salvarios. T .'T .T íIiñ3rin ha analizado esta práctica oculta en una con­ ferencia de la Société du xvn* siécle 9. Este autor ha demostrado que la disminución de la mortalidad infantil observada en el siglo xviTT río-puede-explfcarae por razones médicas e higiénicas; 7 Un sobrino de Mazarino, Paolo Mancini, tenía apenas 15 años cuan­ do murió valerosamente aníe las murallas de París, a finales de La Fronda. Ver G. D e t h a n t , Mazarin et ses antis, París, 1968. * Me refiero al famoso grupo del museo de Nápoles. 9 Ver J. L. F l a n d r i n , Le sexe et VOccident. Evolution des attiludes et des comportements, París, Seuil, 1981, pp. 172-175.

cesó sólo el dejar morir o el ayudar a morir a los niños a los que ri£> se 'dese^bal^ñieryar. ErTlá^lñisma serie de conferencias de la Société d u x v ii ' siécle, el P. Gy ha confirmado la interpretación de J. L. Flan­ drin citando pasajes de los Rituales postridentinos en los cuales 'los obispos prohíben, con una vehemencia aue-merece reflexión, acostar a los niños en la cama de sus padres,' donde córi~~mucha fí-ecuencia.perecían ahogados. Si el ayudar a la naturaleza a eliminar seres tan poco dota­ dos de un ente suficiente era un hecho que no se declaraba, tampoco era considerado~como algo vergonzoso. Formaba' parfe~~d¿ las cosas moralmente neutras, condenadas por la ética de la IgIesiá~v~dsLEstado, pero que se practicaban en secreto, en una semiconciencia, en elllm ite de la voluntad,-del olvido o de 1¿"Torpeza. La vida del niño se consideraba, pues, con la misma ambi­ güedad que la del feto hoy día, con la diferencia de que el infanticidio se ocultaba en el silencio y el aborto se reivindica en voz alta, pero ésa es toda la diferencia entre una civilización del secreto y una civilización de la exhibición. Llegará una época, el siglo xvii, en la que la comadrona, a bruja blanca recuperada por los Poderes, tendrá por misión proteger al niño; cuando los padres, mejor informados por los reformadores, sen­ sibilizados a la muerte, se tornarán más vigilantes y querrán conservar a sus hijos cueste lo que cueste. Eso es exactamente lo contrario de la evolución que se efec­ túa ante nuestros ojos hacia la libertad del aborto. Se ha pasado de un infanticidio secretamente admitido a un respeto cada vez más exigente de la vida del .niño.

Si la vida física del niño contaba todavía tan poco, en una sociedad unánimemente cristiana, se podría esperar una mayor atención por su vida .futura-después-jje la muerte. Y así llegamos a 3a apasionante historia del bautismoTMe la edad apropiada para el bautismo, oM^mcxio—de ^administración de este sacra­ mento, la cual lamento no haber tratado en mi libro y que espero interese a. algún joven investigador. Esta historia del bau­ tismo permitiría comprender la actitud ante la vida y la infancia en épocas remotas, pobres en documentos, no tanto para con-

firmar o modificar la fecha del origen de un ciclo, como para demostrar I¿ transformación, en el transcurso jáe un polimorfis­ mo continuo, de las mentalidades arcaicas de forma sofrenada, mediante una serie de pequeños cambios. La historia del bautis­ mo me parece un buen ejemplo de este •tipo de evolución en espiral. . Propondré a los investigadores que reflexionen sobre la si­ guiente hipótesis; En una sociedad unánimemente cristiana, como lo eran las sociedades medievales, todo hombre, toda mujer, tenían que estar bautizados, y lo estaban en ‘efecto, pero ¿cuándo y cómo habían sido bautizados? Se saca la impresión (sujeta a confirmación) de que hacia mediados de la Edad Media, los adultos no siempre manifestaban mucha prisa en bautizar rápidamente a sus hijos y se olvidaban de hacerlo en circunstancias graves. En una sociedad unánimemente cristiana, la gente se comportaba casi como los indiferentes -de nuestras sociedades laicas. Me figuro que las cosas debían de ocurrir así: los bautizos se celebraban en fechas fijas, dos veces al año, la víspera de Pascua y la de Pentecostés. No existían todavía ni registro de catolicidad ni cer­ tificados; nada obligaba a los individuos sino su propia concien­ cia, la presión de la opinión y el temor a una autoridad remota, negligente y desarmada. Se bautizaba a los niños cuando se quería y los retrasos de varios años eran frecuentes. Los bap­ tisterios de los siglos xi y xu son, por otra parte, grandes tinas parecidas a las bañeras en las cuales aún se sumergía a los niños que ya no debían de ser tan pequeños. Son tinas profundas donde los pintores vidrieros zambullen a Clodoveo para su bau­ tismo o a San Juan para su suplicio: pequeñas bañeras rectan­ gulares en forma de sarcófago. Si el niño moría en el intervalo de los bautizos colectivos, la gente no se conmovía mucho. Lo cierto es que los ^J^ásíicgis_jnñdÍ£vaIss_ssinquietaron por esta mentalidad_y__niultipUcaron Í£s lugares delcüHct-CÓn, el fin de permitir a los sacerdotes acudir rápidamente a J a .cabexK ^ |.jíe ^ a parturienta. Sé ej'érció'sobre" las familias una presión, de los Mendicantes eñ particular, cada vez más fuerte para obli­ garlas a admitir el sacramento del bautismo lo antes posible después del nacimiento. Se renunció así a los bautismos colec­ tivos que imponían un plazo demasiado largo, y la regla, seguida por la costumbre, fue la de bautizar al niño recién nacido. La

inmersión fue reemplazada por el rito actual de la aspersión. (Hubo probablemente un rito intermedio que combinaba la in­ mersión y la aspersión.) Por último, eran las comadronas quienes debían bautizar a los niños que nacían con dificultades, usque in útero. Más adelante, a partir del siglo xvi, los registros de cato­ licidad permitieron a los visitadores diocesanos, por ejemplo, el control de la administración del bautismo (control que no existía antes). Pero la partida debía de haberse ganado ya en las sen­ sibilidades, proEJafclemente desde el siglo xiv. Siglo que me parece ser el período crucial de esta historia del bautismo. Fue entonces cuando los niños se volvieron más numerosos en el nuevo folklore.de los Miracles Notre Dame, el cual me ha servi­ do para mi capítulo «El descubrimiento de la infancia». En esta esfera de lo sobrenatural, es preciso conceder, una mención especial a un tipo de milagros que, supongo, debe aparecer en ese momento, si no después: la resurrección de los niños muertos sin el bautismo^ pero solamente el tiempo indis­ pensable para^üd^FT^^ el sacramento. J. Toussaert10 relata un milagro de est^ti^6^de^'ó~perihghe, el 11 de marzo de 1479. Más bien se trataba de un milagro original, inesperado, extraordi­ nario, ya que no se conocían todavía muchos casos como éste. Sin embargo, durante los siglos xvi y xvn, estos milagros se vuelven banales; existen santuarios especializados en esta clase de prodigios que ya no asombran a nadie. Se les conocía con el bonito nombre de santuarios «de tregua»-. M. Bemos ha anali­ zado sutilmente este fenómeno a propósito de un milagro en la iglesia de la Anunciada, en Aix-en-Provence, el primer domin­ go de Cuaresma de 1558. El milagro-no era el de la tregua, fenómeno común en esta iglesia donde se tenía la costumbre de depositar los cadáveres de los niños en el altar y esperar a que apareciesen los signos frecuentes de una reanimación para bautizarlos. Lo que sorprendía y conmovía era el que uno de los cirios sé encendiera de forma_sobrenatural durante la tregua: era esto lo verdaderamente extraordinario, y no la tregua11. Eri~r479, la costumbre no había debilitado aún el asombro: probablemente no se estaba muy alejado del origen de la de­ voción, 10 T- T o u s s a e r t, Le Sentiment religieux en Flandre á la fin du Mayen Age, París, 1963. 11 M. Berno.s, «Réflexion s u r u n m iracle», A nudes du M idi , 82, 1970,

Al parecer, bajo la presión de las tendencias reformadoras de la Iglesia, se comienza a descubrir el alma de los niños antes que su cuerpo. Pero cuando la voluntad de los íitteratl fue acep­ tada, se convirtió en folklore, y el niño comenzó su carrera popular como protagonista de un nuevo folklore religioso.

Otro hecho retendrá nuestra atención en este siglo xiv, cuya importancia no he resaltado suficientemente en mi li'bro. Se trata de las tumbas. Dije ya algo sobre este tema en el capítulo «El descubrimiento de la infancia». Las investigaciones re­ cientes sobre la actitud ante la muerte me permiten ser hoy más preciso. • Entre las innumerables inscripciones funerarias de los cuatro primeros siglos de nuestra era que atraen en todas partes al visitante romano, muchas se refieren á niños, a niños de meses. Los afligidos padres han erigido ese monumento en memoria de su muy amado hijo, muerto a tantos meses o a tantos años (tal año, tal mes, tal día). En Roma, en Galia o en Renania, se encuentran numerosas esculturas que reúnen en un mismo monumento las imágenes de la pareja y de los hijos. Después, a partir de los siglos [ v y vi ^aproximadamente, desaparecen la familia y el niño de fes representaciones y de las inscripciones 'funerarias^ Cuando reapareció el uso del retrato, en los si­ glos x i y x i i , las tumbas eran ya individuales, marido y mujer separados, y claro está, no había tumbas esculpidas para los niños. En Fontevrault, las tumbas de los reyes Plantagenet están claramente separadas. La costumbre de reunir a ambos esposos, algunas veces a los tres (el marido y sus dos mujeres sucesivas), se vuelve más fre­ cuente en el siglo xiv, cuando aparecen también, aunque son aún escasas, las tumbas con rostros de niños. El paralelo no es fortuito. En el capítulo «El descubrimiento de la infancia», ya cité los retratos de 1378, de los principitos de Amiens, más éstos eran hijos de la realeza. En la iglesia de Taverny se pueden ver dos losas murales con rostros e inscripciones. Se trata de las tumbas de los hijos de la familia Montmorency. La que se conserva mejor es la de Charles de Montmorency, quien murió en 1369. Se representa al niño fajado, envuelto en pañales, lo cual no era frecuente en esa

época. La inscripción, bastante pretenciosa, dice lo siguiente: Hic manet inclusus adolescens et puerulus/de Montmorency Karolus tomba jacet istafanno mille C. ter paradisii sensii iter/ ac sexagésimo novem simul addas in illojgaudeat in christo tempore perpetuo. Carlos tenía un hermanastro, Juan, muerto en 1352. Subsiste su tumba, pero los relieves de alabastro, demasiado frágiles, han desaparecido ya, de tal forma que no se puede saber cómo estaba representado el niño — quizás envuelto igualmente en sus pañales— . Su epitafio en francés es más sencillo: «Aquí yace Jehan de Montmorenci, hijo del noble y po­ deroso Charles, señor de Montmorenci, que falleció en el año de gracia de 1352, el 29 de julio». En ambos casos hay un retrato, y el epitafio indica el nombre y título del padre, la fecha de la muerte, pero no menciona el nombre de la madre, ni la edad de la criatura, aunque sabemos que en el siglo Xiv en general se especificaba ya la edad del difunto. En el siglo xv menudean las tumbas de hijos y padres re­ unidos, o las de los hijos solos, y en el siglo xvi son ya banales, como lo he demostrado siguiendo el repertorio de Gaignéres. Pero estas tumbas labradas estaban reservadas a las familias' de cierta importancia social (aunque las losas lisas fueran ya objeto de una fabricación de artesanía en serie). Más frecuentes eran los «cuadros» murales pequeños, reducidos a una inscripción, algunas veces con una pequeña ilustración piadosa. Ahora bien, algunos de estos epitafios sencillos se refieren a niños y su estilo está directamente irispirado_.de la epigrafía latina antigua. Se repite el tema del dolor de los padres por el hijo perdido a corta edad. Veamos qué dice una tumba de 1471, de Santa María in Campitelli de Roman: Petro Albertonio adolescentulo/cujus annos ingenium excedebat [niño notable por su precocidad, un pequeño prodigio] Gregorius et Alteria parentes/único et dulcissimo [muy llorado por ser hijo único: en 1471] posuerejqui vixit annos iv M. III/O b itt MCCCCLXXI. Volvamos al tema del niño envuelto en sus mantillas. Sólo a partir del siglo xvii se ha reproducido con agrado

al niño concreto en la desnudez del putto Antes se le repre­ sentaba en mantillas o con faldón. Sabido es, por otra parte, que desde la Edad Media se representaba el alma bajo los rasgos de un niño desnudo. Ahora bien, existen algunos casos raros y curiosos en los que el alma también está envuelta en pañales. En una Asunción de la Virgen de principios del siglo xv, que se halla en Santa María in Trastevere, enJRoma, el alma de la Virgen es un niño en pañales que Cristo/carga én sus brazos. En una tumba de 1590, q[ue se encuentra en el Museo de Luxemburgo, se puedeSüer—a' un niño en pañales a quien dos ángeles están subiendo al cielo. No se trata, sin embargo, del retrato de una criatura muerta; no. La reseña nos indica que el difunto es un hombre de diecinueve años, por lo que el niño en pañales no puede ser más que su alma. Esta representación no es frecuente, pero conocimos por lo menos un caso más antiguo, y es posible que exista una tradi­ ción iconográfica. El Museo de Viena (Austria) conserva un marfil bizantino de finales del siglo x en el cual el alma de la Virgen está igualmente figurada bajo la forma de un niño en mantillas. Esta representación del alma bienaventurada bajo la imagen de un niño, la mayoría de las veces idealizado y desnudo, algunas veces realista y en pañales, debe ser puesta en paralelo con_lp. que. .se dijo anteriormente acerca del infanticidio y del bautismo^ En efecto, entre los espiritualistas medievales que iniciaron esta imaginería, el alma del elegido gozaba de la misma inocen­ cia envidiable que la del niño bautizado, en u n a . época en la que, sin embargo, en la práctica común, el niño era una cosa divertida, pero por la que se tenía poco afecto. Lo extraño es constatar que el alma dejará de ser figurada por un niño en el siglo xvn, cuando éste será representado en adelante por sí mismo, época en la que se volverán más frecuen­ tes los retratos de niños vivos y muertos. En el Museo Arqueológico de Senlis se conserva un curioso monumento funerario que muestra la inversión de la situación a finales del siglo xvii, ya que está consagrado a la memoria de la esposa de Fierre Puget, fallecida en Senlis en 1673, como consecuencia de una cesárea. Esta mujer es elevada al cielo en u N iño d esn u d o q u e rep resen ta el a m o r o u n ángel principalm ente.

medio de nubes, en posición orante, que es también la expresión de la renunciación, y el niño que ha deseado ella salvar aparece desnudo tendiéndole con una mano la palma del martirio, mien­ tras que con la otra enarbola una banderola que lleva la si­ guiente inscripción:; Meruisti. El niño ha^ salido aquí del anonT’ mato lEstá demasiado personificad o'" cómo "para significar un mocío de ser del más allá; y por otra parte, el alma está dema­ siado vinculada a los rasgos propios del individuo como para poder ser evocada bajo los caracteres impersonales de una ale­ goría. En adelante, las relaciones entre los muertos y los vivos son tales que en el hogar, y ya no solamente en la iglesia y sobre las tumbas, se desea recordar y conservar su memoria. En el museo Magnien de Dijon, existe una pintura., atribuida a Hyacinthe Rigaud, que representa un jovencito y una niñita los cuales parece que estuvieran vivos; y a su lado, el retrato, encuadrado en un medallón, de una mujer de cierta edad, de luto, que parece que estuviera muerta. Ahora bien, sin duda alguna la mujer del medallón estaba viva, pero se consideraba como una muerta, como lo evocaba el retrato casi funerario; y, en cambio, ella había hecho pintar el retrato de sus hijos, muer­ tos realmente, con todas las apariencias de la vida.

Ha sido a fines del siglo xvm y durante el siglo xvm cuan­ do yo he situado, a partir de fuentes francesas principalmente, la retirada de la familia de la calle, de la plaza, de la vida colec­ tiva y su .reclusión dentro de una casa mejor defendida contra los intrusos, mejor preparada para la intimidad. Esta nueva organización del espacio privado fue posible gracias a la inde­ pendencia de las habitaciones que comunicaban entre ellas por un pasillo (en lugar de dar las unas en las otras, en hilera) y mediante su especialización funcional (salón, comedor, dormi­ torio...). Un interesante artículo de R. A. Goldthwaite. demuestra que en Florencia se observa desde el siglo xv una tendencia a crear un espacio privado para la vida familiar, bastante análoga, a pesar de algunas diferencias 14. El autor apoya su argumenta­ ción en un análisis de los palacios florentinos, de su apariencia 14 Richard A. G o l d t h w a i t e , «The Florentine palace as domestic architecture», Am er. Hist. R e v 77, oct. 1972, pp. 977-1012.

exterior y de lo que se conoce sobre su organización interior. Se trata, pues, de familias patricias. El palacio de los siglos xm y xiv se caracterizaba principal­ mente por la torre, para la defensa, y por la galería cubierta (loggia) que daba a la calle, en donde los padres, amigos y clientes se reunían para asistir y participar en la vida pública del barrio y de la ciudad. No había, pues, solución de continui­ dad entre la vida pública y la vida familiar, una prolongaba la otra, salvo en caso de crisis, cuando el grupo amenazado se refugiaba en la torre. ■_A excepción jde Ja_torre, y de Ja Joggia,_ el_j¡¡alacio..apenas., se distinguí ¿"del..vecindario..urbano. La planta baja que daba a la calle se componía de soportales, los cuales se continuaban de una casa a otra: la entrada de las tiendas era contigua a la entrada del palacio y a sus escaleras. El interior carecía igual­ mente de unidad, y su espacio no coincidía con el de la familia: los cuartos atribuidos a la familia principal se prolongaban hasta la casa de al lado, mientras que los inquilinos ocupaban las partes centrales. En el siglo...xv,..el palacio, cambió de ..plano, .de aspecto._y_ de sentido. En primerjugar, se con vir tió_en. un a unidad arqui^. tectónica, .en~ürT_edificio separado*'efe su .entorno. Desaparecie­ ron las tiendas y se fueron los inquilinos. El espacio así liberado se reservó para la familia, para una familia poco extendida. Se cerraron, o suprimieron, las loggia o galerías cubiertas. El palacio atestiguaba mejor que antes el poderío de una familia, pero dejó de abrirse al exterior. La vida cotidiana se concentró dentro de un cuadrilátero tosco, alrededor del cortile, protegido de los ruidos e indiscreciones de la calle. «El palacio — escribe R, Goldthwaite— pertenecía a un nuevo mundo de “privacy”, para el uso de un grupo relativa­ mente reducido». En efecto, el número de habitaciones no era excesivo: en el palacio Strozzi, sólo estaba habitado un piso y no había más de una docena de habitaciones. Verdad es que todas las habitaciones estaban dispuestas en hilera, sin pasillo o espacio central de comunicación, lo que impedía el aislamiento y el respeto de una verdadera intimidad, que se logrará con la arquitectura del siglo xviii. 13 D. H e r l i h y , «Vieillir á Florence au Quattrocento», Anuales ESC, 24, nov.-dic. 1969, p. 1340.

Por otra parte, sabemos que lá familia florentina del Quattrocento (siglo xv)} no era numerosa15. El palacio florentino no contenía el mundillo de servidores y criados tan habitual en las grandes familias de Francia e Inglaterra de los siglos xv y xvi, e igualmente en las de la Italia barroca del siglo xvn. En dicho palacio nunca había más de dos o tres sirvientes, a los cuales no siempre se conservaba durante mucho tiempo. El modelo florentino es, pues, diferente del que yo presenté. Podríamos compararlo con el de nuestro siglo xvili, por el tama­ ño de la familia, la exclusión del servicio doméstico, si la priva* tización no se acompañara de una búsqueda de espacio todavía poco compatible con la intimidad. La originalidad florentina reside en la combinación de inti­ midad y de vastedad, aspecto bien analizado por R. Goldthwaite. Esos palacios «estaban evidentemente concebidos para atribuir a una familia de pequeñas dimensiones un espacio privado, un espacio propio, pero extraordinariamente vasto, que supera de lejos el de las habitaciones en las que realmente se vivía. En realidad, la mejor manera de mostrar la novedad de ese palacio, consiste en definirla como una expansión del espacio privado a partir del núcleo constituido por un apartamento de medianas dimensiones». No se, sabe a ciencia cierta cómo se usaban las habitaciones, suponiendo que tuvieran un destino concreto. Quizás el studiolo, precursor de nuestro gabinete, fue en esa sociedad humanista ía primera forma de especialización del espacio privado. No obstante, esas habitaciones desprovistas de funciones precisas, pero dedicadas a la vida privada, comenzaron a ser decoradas con objetos pequeños, parecidos a nuestros objetos artísticos (bibelots). Se tiene realmente la misma impresión de apego por el bienestar privado ante las Natividades de la Virgen, ya sean flamencas, francesas, alemanas o italianas, ante todas las repre­ sentaciones de interior del siglo xv, cuando el pintor se com­ placía en plasmar los objetos preciosos o familiares. Es normal_que en un espacio que se ha vuelto tan ^privado, se ‘tíésarralíeIun_IsSfímíentp nuevo entre los miembros de la famiHa;:y,.especialme.n^lenT¿e ía madrejr_e]_hijo: el sentimiento familiar,..«esa cu ltu ra— afirma R. Goídthwaíte™ "estáTcéntrada en las mujeres y los niños, con-un interés renovaSo por Ia~edü''í^1orr-denestos~úÍtimos y una notable elevación.del estatuto de l a mujer... No “se~puéde explicar de otra manera la fascinación,

casi obsesión, por los niños y por la relación madre-hijo, que es quizás el único tema verdaderamente esencial del Renacimien­ to, con sus putti, sus niños y sus adolescentes^ sus niadonas' secularizadas, sus retratos de mujeres». Sí el palacio del Renacimiento, a pesar de sus vastas dimen­ siones, estaba reservado a la familia nuclear, replegada detrás d e sus muros macizos, el palacio barroco, como lo' indica R. Goldthwaite, facilita el desplazamiento del personal doméstico y de la clientela, y se asemeja al modelo clásico de la mansión (casti­ llo, casa solariega, hotel particular o cortijo) de los siglos xvi y x v i i , antes d e la distribución en apartamentos independientes propia del siglo xvm. El episodio florentino del siglo xv es importante y sugestivo. Ya había notado y comentado en mi libro la frecuencia, „desde, "el siglo XV y 'durante el siglo x v i, de signos de réconocLmi entolde, la. inf anci¿7~tarito éñ la imagineríaj^omo en la. educación.,(con- el colegio), pero R. Goldthwaite ha localizado en, el.palacio floren­ tino una relación muy precisa éntre el comienzo del sentimiento. de la familia y una organización particular del espacio. Lo cuál nos lleva ¿‘‘ampliar sus conclusiones y "¿ suponer una rela­ ción análoga entre la búsqueda de intimidad familiar y personal, y todas las representaciones de interiores, desde la miniatura del siglo xiv, hasta las pinturas de la escuela holandesa.

El expediente está lejos de cerrarse. La historia de la familia está en sus comienzos y ahora es cuando comienza a incitar la investigación. Después de un largo silencio, esta historia avanza en diversas direcciones. Sus vías han sido preparadas por la historia demográfica. {Ojalá no sufra la misma inflación! El período más estudiado actualmente abarca del siglo xvi al xvm. La escuela de Cambridge, con P. Laslett y E. A. Wrigley, desea saber a qué atenerse con respecto a la composición de la familia, extendida o conyugalló, lo que ha originado algunas reacciones 16 Coloquio de 1969 celebrado en Cambridge: «Household and Family in Past time». Com pletaré la bibliografía con las siguientes obras: I. P i n c h b e c k y M. H e w i t t » Children in English Society, t. I, Londres/ Toronto, 1969; K. A. L o k r i d g e , A new England tow n, Nueva York, 1970; I- D e m o s , A little Commonwealth, Nueva York, 1970; D . H u n t , Parents

en F ra n c ia ; de aprobación en lo que respecta a la Francia del Norte, y de reservas en cuanto a la Francia del Mediodía. Los historiadores franceses más jóvenes parecen interesarse más bien por la formación (J. M. Gouesse) o la disolución (A. Lottin) de la pareja. Otros, como el historiador americano E. Shorter, se interesan además por los signos que anuncian, a fines del siglo xviHj mayor libertad de costumbres. La bibliografía co­ mienza a alargarse: se halla, junto con una recapitulación de estos problemas, en tres números de la revista Armales ESC 17. Esperemos solamente que debido a su éxito la historia de la familia no se entierre bajo la abundancia de publicaciones, como ha ocurrido con su joven antecesora, la historia demográfica. La multiplicación de investigaciones sobre los siglos xvii y xvm , facilitada por la existencia de una documentación más abundante de lo que se había creído, confirmará o invalidará ciertas hipótesis. Sin embargo, corremos el peligro, en un futuro que ya se anuncia, de repetir hasta la saciedad los mismos temas, con pequeños progresos que no justificarían la amplitud de inversiones intelectuales e informáticas. En cambio, las informaciones más decisivas deberían pro­ venir de la Edad Medía y de la Antigüedad. Esperamos con impa­ ciencia los primeros resultados de las investigaciones de M. Manson sobre los juguetes, las muñecas y, en definitiva, sobre la infancia durante la Antigüedad. Sería preciso igualmente Inte­ rrogar, mejor que yo lo he tratado de hacer, las fuentes medie­ vales, los inagotables siglos xiv y xv, tan importantes para el futuro de nuestra civilización, y retrocediendo, el período esen­ cial de los siglos xi y xir, así como los siglos anteriores. La historia de las mentalidades es siempre, quiérase o no, una historia comparativa y regresiva. Debemos partir de lo que sabemos sobre el comportamiento del hombre de hoy, como de un modelo al cual comparamos los documentos del pasado siem­ pre que tengamos en cuenta el nuevo modelo, construido con los datos del pasado, como segundo origen, y volver al presente para modificar la imagen ingenua que teníamos al principio. En el estado actual de las investigaciones, las relaciones entre los siglos xvii-xvin y los siglos xix-xx no se han agotado, pero and Children in History, N ueva Y ork, 1970; y los artículos de los Armales que citamos en la nota siguiente. 17 Armales ESC, 24, n ° 6, 1969 (pp. 1275-1430); 27, n.os 4-5, 1972, pp. 799-1233; 27, n.° 6, 1972, p p . 1351-1388.

los pocos progresos reales que se hagan, se obtendrán a costa de un estancamiento fatigante. En cambio, el desciframiento de los siglos — ¡los milenios!— que precedieron al siglo xvi podría aportam os una nueva dimensión. De ahí es de donde hay que esperar los progresos definitivos IS. M aisons-Laffitte, 1973.

18 En este P ró lo g o , m e he lim itad o a los tem as de la infancia y de la fam ilia, d e ja n d o de lado los p ro b lem as de la e d u c a c ió n y de la escuela, q u e h an sido o b je to de num erosos tra b a jo s. P o r ejem plo: P. R i c h é , éducation et Culture dans VOccident barbare, P a rís , 1962; G. S y n d e r s , La Pédagogie en France aux XV IIe et XVIII e siecles, P arís, 1963; H . D e r r é a l , Un missionnaire de la Contre Reforme. Saint Pierre Fourier, Pa­ rís, 1965; P h . A r i é s , «Problém es de l'é d u c a tio n » , en La France et les Frangais, E ne. de L a Pléiade, 1972, p p . 869-961. E l C oloquio de M arsella, o rg an izad o por R . D u c h é n e y p u b lic a d o b a jo el títu lo «Le x v u e siécle et T éd u catio n » , en la revista Marseille, n.° 88, da u n a yisión de conjunto so b re este p ro b le m a , y contiene u n a a b u n d a n te b ib lio g ra fía .

PRIMERA PARTE

EL SENTIMIENTO DE LA INFANCIA

CAPITULO I LAS E D A D E S D E LA VIDA

Un hombre de los- siglos x v i o XVII se asombraría de las exigencias que requiere d e ^ ü s a trd s érestado civil" y a la s ”cüales nos sometemos de modo natural. Desde que nuestros hijos comiéñzan~a~ háblar7Tes enseñamos su nombre, el de sus padres, e igualmente su edad. Nos enorgullece el que Pabíito responda debidamente, cuandoJejpreguntan su edad, que tiene dos años y”me3io7 En efecto, sentimos la importancia que tiene el que PaBIitb no se equivoque: ¿qué sería de él si ya no supiera su edad? En la selva africana' la edad es todavía una noción bas­ tante confusa, algo que no es tan importante como para que no se pueda olvidar. Mas, en nuestras civilizaciones técnicas, ¿cómo olvidar la fecha de nacimiento, cuando en cada viaje debemos anotarla en la ficha de policía del hotel; cuando en cada can­ didatura, en cada trámite, en cada formulario que hay que rellenar (todos sabemos que son numerosos y que habrá cada vez más) es preciso recordarla. Pablito dirá su edad en la escue­ la, luego será Pablo N. de la quinta X, y cuando empiece a tra­ bajar, recibirá con su cartilla de Seguridad Social un número de inscripción que duplicará su propio apellido. Al mismo tiem­ po,'y antes que Pablo N., será un número que comenzará por el de su sexo, su año de nacimiento y el mes del año. Llegará un día en que todos los ciudadanos tendrán su número de ma­ trícula; ése es el objeto de los servicios de identidad. Nuestra personalidad "cxvTTsér expresa ahora con más precisión por nues­ tra fecha de nacimiento que por nuestro patronímico, que

podría muy bien, si no desaparecer, al menos reservarse para la vida privada, mientras que el número de identidad lo reempla­ zaría para el uso civil, cuya fecha de nacimiento sería uno de sus. elementos constitutivos. En la Edad Medía, el nombre propio fue considerado__como—uná ..designacióndemasiado -.imprecisa, y ~fue necesario completarlo.„con_un apéllicio. a menúdoTun-.nom~bre~de' lu g a r Y “resulta que ahora es_ conveniente, agregar una "nueva precisión de carácter .n umérico, la edad. Pero el nombre e incluso -'eT apellido pertenecen a. un ..mundo imaginario —el nombre— o tradicional — el apellido— La edad, cantidad men­ surable legalmenté con .una aproximación, de. horas,..compete, a otro mundo: el de la exactitud y el de las cifras.. Actualmente, ..nuestras prácticas _andaba;:el ‘andador14. Este análisis-nos 1ha permitido poner: de. manifiesto las cos­ tumbres de-la indumentaria propias de la infancia, generalizadas a fines del siglo xvi, y conservadas hasta mediados del siglo xvm . Esas costumbres que distinguen así el traje de los niños del de los adultos, revela un interés nuevo,-. desconocido en la : Edad Media, en separar a los niños, en ponerlos aparte, vestidos de una. especie , de uniforme. Pero, ¿cuál es eL origen de este uni­ forme infantil? .... :ELvestido.de Ios-niños no es más que el traje largo de-la Edad. Media, de los siglos xii y x m , antes de la revolución que lo reemplazó, en el caso'de los hombres;;por el traje corto, las calzas aparentes,: precursoras 'de .nuestro traje-masculino actual. Hasta el siglo ]xiv, .todo el mundo usaba el ropón o saya,-y la de los hombres no era la misma que la de las mujeres: era frecuentemente una túnica más corta, o bien se abría por delan­ • 13 Louis X V en 1715 sujeto con «andadores» por Mme. de Ventadour, grabado. G abinete de Estampas, B. N .f París, pet. fol, Ee 3a.

14 La edad viril, grabado de Guérard, hacia 1700.

te;-entre los campesinos de los calendarios del; siglojjxm; JaJráni: ca llegaba hasta las rodillas.- Entre las grandes figuras.*.venera­ bles, descendía hasta los pies. En resumen, hubo un largo, período en el que los hombres usaron el traje ajustado largo que., se oponía al ■traje amplio, con.pliegues,. tradicional ■de los, -griegos o de los romanos que continuaba las costumbres de .-los .'bárba­ ros galos :u orientales, la s: cuales . se. introdujeron en Ja.;,.moda romana durante, los primeros siglos de nuestra era. Fue ^uniformemente adoptado.tanto .en Oriente como en Occidente,,y „el .traje turco también se deriva de él. A.partir del siglo xiv, .el^traje.corto, e incluso ceñido, reem­ plaza ;entre .ios; hombres^ al •ropón,:con. la .consiguiente. ,desespe­ ración de Jos. moralistas y. predicadores que denuncian Ja. inde­ cencia .de-esas modas,..signos d et-la.inmoralidad defla.época... Efectivamente, .■las personas; respetables continuaron.,' usando..la túnica: - respetables; p o r. su .. ¿dad -.(los.^ ancianos has ta. principios del siglo xvn están representados con "túnica), por su condición: magistrados, ..estadistas, y eclesiásticos. Algunos no han dejado de usar el ropaje largo.y.lo llevan aún hoy día, por lo menos en algunas ocasiones, como los abogados, magistrados,, estadistas, profesores y eclesiásticos. Los eclesiásticos han estado a punto de abandonarlo,''pues, cuando'el traje corto se impuso defini­ tivamente en las costumbres,'.cuando en el siglo x v ii se olvidó todo el escándalo que había provocado su origen, la sotana del eclesiástico se volvió demasiado vinculada a la función -como para ser de buen tono. El sacerdote se quitaba la sotana para presentarse en el mundo, o incluso delante de su obispo, igual que el oficial se quitaba el traje militar paira comparecer en la corte 15. Los niños también conservaron el traje largo, al menos los de elevada condición. Una minitura de los Miracles de Notre-Dame, del siglo x v 16 representa a-una familia reunida alrededor de la cama de la parturienta; el padre está en traje corto, calzas y jubón, pero los tres niños llevan un ropaje largo. En el mismo grupo, el niño que da de comer al Niño Jesús usa .un vestido abierto en un costado. Por el contrario, en Italia, la mayoría de los niños pintados por los artistas del Quattrocento usan las calzas ceñidas de los 15 Mme. de Sévigné, 1 de a b ril de 1672. 16 Miracles de Notre Dartie, ed. „G. F. W arner, W estm inster, 1885, t. I, p, 58.

adultos. En'Francia/ en Alemania, parece que hubo un rechazo de esta moda; y los niños conservaron su traje largo. A principios del siglo xvi se adoptó esta costumbre y se generalizó: los niños usaron ¿siempre -vestido. . Los - tapices alemanes de esa , época muestran a' niños de'^cuatro años' .con el- 'ropaje largo, abierto por-.delante i1,7; Los' grabados franceses de. Jean Leclerc 18 utilizan los juegos de niños como tema: «al juego del guá»,«a la pelota», «á la vilorta». Los niños llevan" por encimar;de.las calzas* el .-ves­ tido abotonado por delante,'que se transforma así en el uniforme propio de su edad. Losvlazos/lisos*5enMa^espalda 1 que ’caYácterizañ 'también el traje ‘“de los “niños,!'chi¿ós#5o ;'fchicás7 :durante 1;el ••siglo' xvi i r tienen el mismo origen que: el fdel'Vestido.’ Losv"mantos y vestidos *del siglo*xvi'tenían ünás'mangas'‘que se 'podían'-usar o’ dejarlas-col­ gando‘del traje a' discreción.^Eií el grabado El juego "del guá,-de Leclerc,' se püedeivfv éí{algunas ••de 'estas ^mangas^-süjetás únicamente con' algunas puntadas. A'los hombres’elegantes j y particu­ larmente 'á'las mujeres,'" las' gustaba lucir las mangas colgantes, que ya ño se usaban nunca y que se volvieron adornos sin utili­ dad, por lo que se atrofiaron, como ocurre con los órganos que han cesado’ de funcionar,‘y perdieron el hueco' por donde se metía el brazo y, aplastadas,* parecían"'dos "largos lazos pegados por detrás de los hombros:.' los lazos de los niños de los si­ glos xvn y xvm son los últimos restos de las mangas postizas del siglo xvi. Por. otra parte, estas mangas atrofiadas, las volve­ mos a encontrar en otros trajes, populares, o. por el contrario, de ceremonia: el manto campesino que los-Hermanos de San Juan de. Dios adoptaron como hábito religioso a principios del si­ glo xvm , los primeros trajes militares, como los de los mosque­ teros, la librea de los lacayos, y por fin el traje de paje, es decir, el traje, de. ceremonia de jo s niños .y jóvenes nobles, confiados a familias a quienes1 prestaban algunos servicios domésticos. Estos pajes de la época de Luis X III llevaban los calzones bom­ bachos del siglo xvi y las mangas postizas colgantes. Este traje de paje tendía a convertirse en el traje de ceremonia con que la gente se cubría en señal de dignidad y de respeto: en un gra­ 17 H . G ó b b e l , W andteppiche, 1923, t. I, p l. C L X X X II. 18 Jean L e c l e r c , Les Trente-six figures contenaní íous les jeux, 1587. R eproducim os en este libro el grabado «El juego del guá».

bado de Lepautre 19, unos chicos'vestidos 'con el-traje arcaizante de paje están ayudando a Misa: No'obstante,' estosr.trajes ; de ceremonia son poco frecuentes, mientras que el lazo liso cuelga de todas las espaldas de niños, chicos o chicas/en las:familias acomodadas,1:nobles. o burguesas. Así pues, ;para distinguir "a los niños, a quienes se .vestía anteriormente como los-adultos, se ’conservaron i para su .uso, y para su uso exclusivo/ algunos elementos de los trajes antiguos que los adultos habían abandonado,, a veces desde hacía mucho tiempo. Es el caso del vestido, o traje largo, de mangas pos­ tizas. ^-También^es- el -caso'->del gorro de los niños-en'..pañales: el gorro era, aún'en el siglo x iii ; la toca de todos los hombres, que protegían sus cabellos -durante ‘el trabajo, como se puede apreciar en los calendarios‘de Notre-Dame de. Amiens, etc. El primer traje de niños "ha sido el traje que-usaba todo el múndo un siglo antes' aproximadamente, y que en lo sucesivo los niños serán los únicos en usarlo. Es evidente que no se podía inventar completamente un traje para' ellos; se sentía, sin iem­ bargo, la necesidad de separarlos, de una manera visible, me­ diante el traje. Para ellos se eligió el traje cuya tradición se conservaba en algunas clases sociales y que ya nadie usaba. La adopción de un traje especial para la infancia, que se genera­ lizó en las clases superiores a fines del siglo xvi, marca una fecha muy importante en la formación del sentimiento de la infancia, ese sentimiento que agrupaba a los niños en una so­ ciedad separada de la de los adultos (de manera muy diferente a la de los ritos de iniciación). Conviene reflexionar sobre la importancia del traje en la antigua Francia, el cual representaba frecuentemente un capital .importante. La gente gastaba mucho en vestirse, y se tomaba el trabajo de hacer el inventario, des­ pués del fallecimiento, de los guardarropas, como se haría hoy día únicamente con los abrigos de pieles, pues costaban .mucho y se trataba de frenar, mediante leyes suntuarias, el lujo de la ropa, que arruinaba a unos y permitía a otros disimular su posición y nacimiento. Más .que en nuestras sociedades contem­ poráneas, en donde ocurre aun en el caso de las mujeres, cuyas galas son el símbolo aparente y necesario de la prosperidad de la pareja, de la importancia de ia posición social, el traje repre­ sentaba, sin duda alguna, la posición del que lo usaba, dentro 19 Lepautre, grabado. G ab in ete de Estampas, B. N., París, Ed '43, fol. p. II.

d e ruña_-jerarquía; compleja e *indiscutible; .cada uno -usaba el traje ,de su ’condición: los manuales de .-urbanidad de esa época insisten mucho acerca de la indecencia que supondría el vestirse de manera diferente a la propia deiSu^edadjD.de su cuna._Todo rfratiz'social se traducía mediante.-,,un ^signo .d e , la-indumentaria. Aí finales del siglo xvi, la costumbre^ ñnpuso, que la infancia, en lo sucesivo reconocida,-tuviera^también; su .traje propio.

En los_ orígenes del traje de; la,.-infancia- podemos-.notar ,un arcaísmo: íl a .,^supervivencia -del atrajeñlargo ;1¿Esta tendencia al arcaísmo h a .subsistido:; a' finaleSi del -siglo i xviii,. en ría época. de Luis-.XVI,^ los niños están vestidos- con; cuellos-.Luis X III o Re­ nacimiento ;->:Los jóvenes de;Láncret r.o^de.^Boucher están repre-’ sentados frecuentemente, disfrazados i a v ía - moda ■_d el; siglo i ante­ rior.^ ■No -obstante, a partir? del siglo xvn,r.otras dos tendencias van a orientar la-.evolución del traje. La iprimera acentuaba el aspecto afeminado del niño. Ya vimos anteriormente que el niño «de babero», antes que «el vestido de cuello», usaba el ves­ tido: yv la :falda de la s: niñas, rEste-c afeminamiento . del r.niño, observado. desde mediados del siglo-xvi, fue al principio una cosa nueva e indicada apenas por algunos rasgos. Por ejemplo, l a . parte superior del vestido . d e l. n iñ o ; conservaba los rasgos del traje masculino; mas en-.seguida se le puso el cuello de encajes de las niñas, el cual era exactamente el mismo que el de las señoras. Se vuelve imposible distinguir un niño de .una niña antes de los cuatro o cinco años, y,esta costumbre. se. es­ tableció'* de manera definitiva, durante .dos siglos aproximada­ mente: hacia 1770, los niños dejaronr de-,usar el vestido de cuello a partir de los cuatro o cinco años. Pero antes ,de esta edad iban vestidos como las niñas, situación que subsistió hasta finales del siglo. xix. Esta costumbre de afeminamiento sólo cesó después de la guerra de 1914,-y ,su*abandono debe rela­ cionarse con el del corsé de la mujer:-revolución del traje que refleja el cambio de costumbres. Lo curioso, además, es que el interés en diferenciar al niño se haya limitado a los chicos: las niñas sólo se distinguieron .p o r; las mangas postizas, aban­ donadas en el siglo xvm, como si la-infancia separase a las chicas menos que a los chicos. Los rasgos propios del traje

confirman ■perfectamente - los- otros"testimonios •*'de -1 as 5costura1 bres: los chicos han sido los primeros niños'particularizados: Los muchachos comenzaron. a •acudir en masa a los colegios desde finales del siglo xvi .y principios del siglo xvn mientras, que la instrucción de las 'niñas apenas comenzó en Jla é p o c a de Fénelon/ de madame -de Maintenon,' y se fue -desarrollando tardía y : lentamente. A las niñas, sin "escolaridad propia,' se'las juntaba ¿desde - muy temprano-con las-mujeres,-, como -antaño los niños con-los hombres,1 y no se pensaba en' hacer visible, por medio del traje, la distinción que comenzaba a existir con­ cretamente; para los chicos/ pero que todavía -no -era útil para las- chicas ¿Por qué, con el fin'de'“distinguir los niños de'los hombres, se consideraba a los-primeros;como niñas, quienes no' sevdistinguían' de las ’ m ujeres?-¿Pór 7qué ' esta costumbre . tan •nueva, tan sorprendente en una'sociedad en la que se entraba pronta­ mente en la vida, ha' subsistido hasta hoy día, por lo menos hasta principios de este siglo, a pesar de las transformaciones de las costumbres y de la prolongación de la duración de la infancia? Entramos aquí en el terreno aún inexplorado de la concienciar que una sociedad cobra de su comportamiento por edades y por sexos: hasta el presente sólo se ha ocupado de su conciencia de clase... Otra tendencia, también nacida, probablemente, tanto de la afición por el disfraz como del arcaísmo y del afeminamiento, adopta rasgos del traje popular o del traje de trabajo en el vestir del niño de familia burguesa. En este caso, el niño pre­ cedió a la moda masculina y usó el pantalón desde el reinado de Luis XVI, antes de la época de los «sincalzas» -(sans-culottes). El traje del niño bien vestido del período de Luís XVI es al mismo tiempo arcaizante (cuello Renacimiento), popular (pan­ talón) y también militar (chaqueta y botones de uniforme mi­ litar). No había aún en el siglo xvn un traje propiamente popu­ lar, y menos aún trajes regionales... Los pobres usaban la ropa que la gente les daba 20 o que ellos compraban a los ropaveje­ ros. El vestido del pueblo era un vestido de lance igual qué hoy día el coche popular es un coche de segunda mano Ga com­ paración entre el traje y el coche de hoy no es tan retorica 20 Jan de Bray, 1663, Una distribución de ropa, H. G e rs o n , I,

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como - p a r e c e c o c h e ¿ha,, heredado^algo./; del 'valor..social .'¡que tenía:;la¿vestimenta..y que ésta ;ha, perdido .'.casi ...completamente). Por.;, eso, el ^hombre; del pueblo,.iba -vestido^.a.,1a moda.usada por e l; hombre: de :noble condición;, algunos ;.,decenios...antes: ;en las calles del4.;Paríscele/.Luis.í5CIII, ^.lleyaba^el-;gorro desplumas; del siglo .xvi, y ja s vmujeres usaban una caperuza.de, la misma época. A.iveces^.^se.pdesfase-yariaba^de ¿una :región Apotra . según ■la .ra­ pidez .concia, que.;-la ¡gente noble ■del,;pa.ís seguía . la.- m oda; del díaji/A principios ¡.deli/siglo^vxynij-las*-;mujeres,..usabanaún en ciertas - regiones j.-rr-en: las orillas .:del;;Rin,^por, ejemplo— tocas del .-siglo, xv.; En -el ¡transcurso, del..siglo,,:.xyin. ,se produjo, un a ; in¿ terrupción y., una.-, fijación,de .esta, •evolución, a,', causa, de, ‘..un. ale­ jamiento.. moral,, m ásacentuadoj entrenricos-¿.y;, pobres, -.-de .una separación física ,^que¿;su c e d ía a ,7una? promiscuidad ;■milenaria, El atraje,-regional,1nació j;simultáneamente;-de.':un;;interés, nuevo por wel..- regionalismo, ¿.(es ^la-, época,, denlas .«yoluminosas-historiasregionales de^ Bretaña, ;de_Provenzay;.etc., la época de ja reapa­ rición del. interés por las lenguas transformadas en dialectos, de­ bido a los progresos;del francés) y. de las variedades,reales del traje, de ,la. evolución desigual d e .las¿ modas,,de la ciudad y de la .corte, para llegar a cada población.y a .cada comarca, .A finales del.siglo^xviii se.; comenzó .-a usar,en los grandes arrabales populares un traje especial:-el pantalón, que apareció entonces, igual .que .la-.blusa. del obrero en el siglo xix o el mono, de .trabajo, hoy. día, .como .símbolo.desuna condición.y. de una función. Es importante señalar, que,.durante el-siglo xvm el. traje del pueblo.de una gran,--ciudad-dejó de ser el .de los miserables, del siglo, xvn : ■los harapos-.informes e intemporales, o . el .traje de lanceo la ropa del ropavejero.-.Se evidencia. ahí la expresión espontánea de una-particularidad colectiva; algo parecido_.a..una.toma.de.conciencia,de..clase. Existía, .pues, en esa época .una especie de .traje.de artesano, ,el pantalón. El .pan­ talón, las calzas largas hasta los pies, era desde hacía mucho tiempo el traje.de la gente de mar. Si bien apareció.en la co­ media italiana, eran Jos., m arinerosquienes jlo usaban,, o los ribereños del mar flamencos, renanos,. daneses o escandinavos. Estos .últimos lo usaban aún en el siglo ..-xvn, de acuerdo con las recopilaciones de trajes d e , esa ..época, ; Los ingleses ,ya lo habían abandonado, pero lo conocían en el siglo x n 21. Cuando 21 Evangeliario de San E dm undo, lám. XXXV.-

M il l a r ,

La Minialure angtaise, 1926,

los: Estados más '.organizados-- reglamentaron -el traje de'sus tro­ pas y de sus tripulaciones, el pantalón se convirtió en el unifoírme de los oficiales de la marina de guerra. De ahí pasó, según pa­ rece, simultáneamente,-a la población "de los arrabales (que ya. se negaba a vestirse con la ropa vieja de los indigentes) y a los jóvenes :de buena -posición.. El 'uniforme,-' recientemente creado,'fue adoptado en: seguida por :los' jóvénes' burgueses', £priniero eir los -internados 'privadosque ’ se habían vuelto^ míás numerosos" 'después"de la expulsión de los jesuítas y que preparaban frecuentemente para las -acade­ mias :'y cárrerás" militares.: La gente;se aficiono fa lucir la'siluet i ; y las personas "mayores V i^iérotf!frém ehtem ^hte‘a sus hijos con un traje ’inspifá'dq“eriC:él uniforme militar - o" naval; se creó así el tipo marinen tó;:que;persistió’desdé-filiales del siglo xvm hasta nuestros días. j La ’adopción del "pantalón rpara Ips'nm ós"iüe en parte la consecuencia‘de'este interés'nüevo por el uniforme, que 'se ex­ tendió ' a ’los ’adultos durante ,el 'siglo xix,. cuando el uniforme se convirtió en el traje de corte o de ceremonia, cosa que nunca había ocurrido 'antes de la .Revolución." Quizás influyó en ello también la* necesidad de/ liberar al hiño de las molestias _que le ocasionaba"su traje ' tradicional/'de proporcionarle un. traje más desaliñado/y'este desaliño, en lo sucesivo, fue ostentado con una especie de'orgullo por’ la' pobláción de los arrabales. Gracias al pantalón'del pueblo y de los marineros se evitó al mismo tiempo el vestir al chico, ya fuera con el ropón pasado de moda o demasiado infantil, ni con las calzas demasiado ce­ remoniosas. Tanto más cuanto que siempre se había conside­ rado gracioso el que los niños ricos llevasen algunos atributos del traje popular, tales como el gorro de los trabajadores, de los campesinos yrnás tarde de los presidiarios, que nosotros llamamos napolitano y que el gusto clásico de los revoluciona­ rios bautizó con el nombre de frigio; un grabado de Bonnard nos muestra a un niño que lleva puesto este gorro n . Actualmen­ te estamos asistiendo a una transferencia de traje que presenta algunos puntas comunes con la adopción del pantalón por los chicos de la época de Luis XVI i el mono del trabajador^ el pantalón de tela basta, se ha convertido en el «blue-jean» (el . . ^ *í—

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22 G abinete de Estam pas, B. N., París, 0 a 50 pet. fol. f.° 137.

«vaquero»), que los jóvenes usan con orgullo como el signo visible de su adolescencia. '

Llegamos así, desde el siglo xiv, cuando el niño estaba ves­ tido como los adultos, al traje propio de la infancia que todos conocemos. Ya observamos que esa transformación concierne principalmente a los chicos. El sentimiento de la infancia se desarrolló primeramente en beneficio de los chicos, mientras que las niñas permanecieron durante mucho más tiempo con el modo de vida tradicional que las asimilaba a los adultos: nos veremos obligados a observar más de una vez esa lentitud de .las mujeres en adoptar las formas visibles de la civilización moderna, esencialmente masculina. Si nos detuviéramos en el testimonio del traje, la particularización de la infancia se habría limitado durante mucho tiempo a los chicos. Ciertamente se reservó únicamente a las familias burguesas o nobles. Los niños del pueblo, campesinos y artesa­ nos, los que juegan en la explanada de los pueblos, en las calles de las ciudades, en las cocinas de las casas..., siguen usando el traje de los adultos: no se les representa nunca con vestido ni con mangas falsas. Esos niños conservan el antiguo género de vida que no separaba a los niños de los adultos ni por el traje, ni por el trabajo, ni por el juego.

CAPITULO IV

BREVE CONTRIBUCIÓN A LA HISTORIA DE LOS JUEGOS

Gracias al diario del médico Heroard, nos podemos imagi­ nar la vida de un niño a comienzos del siglo xvn, sus juegos, y conocer a qué etapas de su desarrollo físico y mental corres­ pondía cada uno de sus juegos. Aunque se trate del Delfín de Francia, el futuro Luis X III, el caso sigue siendo ejemplar, ya que en la corte de Enrique IV los niños regios, legítimos o bas­ tardos, recibían el mismo trato que los otros niños nobles, y no existía aún mucha diferencia .entre los palacios reales y los castillos * de los hidalgos. Salvo que nunca asistió al colegio, al que acudía ya una parte de la nobleza, el joven Luis XIII fue educado como sus compañeros; recibió las lecciones de ar* mas y de equitación del mismo profesor que, en su academia, formaba a la juventud noble para la carrera de la guerra: el señor de Pluvinel. Las ilustraciones del manual de equitación del señor de Pluvinel y los hermosos grabados de C. de Pos nos muestran los ejercicios del joven Luis XIII en el picadero. En la segunda mitad del siglo xvii no se podría decir lo mis­ mo: el culto monárquico separaba ya antes, a partir de la infancia, al principito de los demás mortales, incluso, los de no­ ble cuna. * Empleamos voluntariam ente la palabra 'castillos* para designar a los chateaux franceses, que, com o es sabido, en muchos casos no están fortificados y son meros 'palacios*. (N . del T.)

Luis X III nació el 27 de septiembre de 1601. Su "médico, Heroard, nos ha dejado un diario minucioso de todos sus he­ chos y gestos l. Cuando Luis X III tenía un año y cinco meses, Heroard anota que «tocaba el violín y cantaba simultáneamen­ te». Anteriormente se contentaba con los juguetes propios de la primera infancia: el caballito de madera, el molinete: «trata de hacer bailar la peonza». Al año y medio se le da un violín (el violín no era aún un instrumento noble, sino un trasto chi­ rriante que servía para bailar en las bodas y fiestas del pueblo). Percibimos aquí la importancia del canto y de la música en esa época. A esa misma edad, Luis X III juega al mallo; «el Delfín, al jugar al mallo, hirió de un golpe errado al señor de Longueville»: como si, con año y medio, un niño inglés comenzara a jugar al criquet o al golf. Sabemos que cuando tenía un año y diez meses, el Delfín «continúa tocando el tamboril con toda clase de instrumentos»: cada compañía tenía su tambor y su marcha. Se le enseñaba a hablar: «Se le hace pronunciar las sílabas separadamente, para decir luego las palabras.» El mis­ mo mes de agosto de 1603, «la Reina, que va a cenar, le hace venir y le pone a la cabecera de su mesa». Los grabados y las pinturas de los siglos xvi y xvn representan frecuentemente al niño a la mesa, encaramado en una alta silla-pupitre, en la que está bien sujeto y de la que no se puede caer. El Delfín debía asistir a la comida de su madre sentado en una de esas sillas de bebé, como tantos otros niños en muchas otras familias. Este hombrecito tiene apenas dos años y he aquí que, «condu­ cido al gabinete del Rey, baila al son del violín toda clase de danzas». Se observará la precocidad con que se enseña la mú­ sica y la' danza a los hombrecitos de esa época, lo cual explica la frecuencia, en las familias de profesionales, de los niños que hoy día llamaríamos prodigios, como el niño Mozart. Estos ca­ sos se volverán cada vez menos frecuentes y parecerán a la vez más prodigiosos a medida que la familiaridad con la música se atenúa o desaparece, incluso' en sus formas elementales o bas­ tardas. El Delfín comienza a hablar: Heroard anota su parlo­ teo, con una ortografía fonética: «Decir a papá», «le diré a papá»; «equiba», por «escriba». También se le azota frecuente­ mente: «Enfadado, bien azotado [se negaba a comer]; apaci­ 1 H e r o a r d , Journal sur l’enjance et la jeunesse de Louis X I I I , pu­ blicado por E. Soulié y E. de Barthélemy, 2 vols., 1868.

guado, pide a gritos la cena y come.» «Se ha ido gritando mucho a su habitación y ha sido vapuleado durante largo tiempo.» Aunque esté junto con las personas mayores, juegue, baile y cante con ellas, él siempre juega a los juegos de niños. El Del­ fín tiene dos años y siete meses cuando Sully le regala una «carroza pequeña llena de muñecas». «Una hermosa muñeca de theu theu (?)», dice en su jerga. Le gusta la compañía de los soldados: «los soldados le quie­ ren mucho». «Juega con un cañón pequeño.» «Hace pequeñas acciones militares con sus soldados. El señor de Marsan le pone una gola, la primera que usa el niño, y está encantado con ella.» «Se divierte con sus pequeños señores a las acciones de guerra.» También sabemos que le gustaba frecuentar el juego de pelota y el de mallo; con todo, dormía aún en la cuna. El 19 de julio de 1604, el Delfín tenía dos años y nueve meses: «ve armar su cama con una alegría extrema y se acuesta en ella por primera vez». Ya conocía los rudimentos de su reli­ gión: en la misa, al alzar, se le mostró la hostia: «Es el Dios bondadoso.» Notemos, de paso, esta expresión: «le bon Dieu», el Dios bondadoso, que se repite sin cesar hoy en día en el lenguaje de los sacerdotes y de los devotos, pero que nunca aparece en la literatura religiosa del Antiguo Régimen. Perte­ necía esta expresión, como lo acabamos de ver, a principios del siglo xvn, y probablemente desde poco antes al lenguaje de los niños o de los padres y nodrizas cuando éstos se dirigían a los niños. Durante el siglo xix contaminó el lenguaje de los adultos, y con el afeminamiento de la religión, el Dios de Jacob se convirtió en el «Dios bondadoso» de los pequeñuelos. Ya, sabía el Delfín hablar bien y decía frases insolentes que divertían a las personas mayores: «el Rey le pregunta (mostrán­ dole unas varas: ”Hijo, ¿para quién es esto." Y él respondió, furioso: ’T ara usted.” El Rey se vio obligado a reírse de esa . salida». En la Nochebuena de 1604, el Delfín participó en la fiesta y festejos tradicionales: tenía tres años: «Antes de cenar, vio cómo se colocaba el árbol de Navidad, ante el cual bailó y cantó por la llegada de la Navidad.» Recibía regalos: un balón y tam­ bién algunas «chucherías de Italia», una paloma mecánica y juguetes destinados tanto a la Reina como a él. Durante las veladas de invierno, cuando se recluía la gente — en una época de vida al aíre libre— , el Delfín «se divierte recortando papel

con las tijeras». La música y la danza seguían teniendo mucha importancia en su vida. Herbará anota con cierta admiración: «El Delfín baila todas las danzas», conservaba el recuerdo de los ballets que había visto y en los cuales no tardaría en par­ ticipar, si no había comenzado ya: «Acordándose de un ballet realizado hace un año [cuando tenía dos años], pregunta: "¿Por qué el pequeño Aries estaba completamente desnudo?”,» Él representaba a Cupido desnudo. Él [el Delfín] baila la ga­ llarda, la zarabanda, la antigua bourrée *.» Se divertía cantando y tocando la bandola de Boileau; cantaba la canción de Robín: «Robin s’en va á Tours / Acheter du velours / Pour faire un casquin / Ma mere je veux Robin.» [Robin se va a Tours / a comprar terciopelo / para hacer una capellina. / Madre, yo quiero a Robín.] «Comienza a cantar la canción eon la que se hacía dormir: “Qui veut ou’ir la chanson / La filie au roi Louis / Bourbon l'a tant aimée / Qu’á la fin Tengrossit".» [Quien quiera oír la canción a la hija del rey Luis / tanto la quiso Borbón / que al final la embarazó.] ¡Fascinante can­ ción para niños! Dentro de algunos días cumpliría cuatro años y ya conocía el Delfín al menos el nombre de las cuerdas del laúd, que era .un instrumento noble: «Juega con la. yem a'de los dedos sobre sus labios, diciendo: veía la basse» [bajo] (Heroard copia siempre fonéticamente su jerga infantil, a veces su tartamudeo). Mas su nueva práctica del laúd no le impedía escuchar los violines más populares al son de los cuales baila­ ban los invitados a la boda de uno de los cocineros del Rey, o a un gaitero, uno de los albañiles que «reconstruían su ho­ gar»: «él le escucha durante bastante tiempo». Llegó la época en que se le enseñó a leer. A los tres años y cinco meses «se divierte con un libro de imágenes de la Bi­ blia, su nodriza le designa las letras y él las conoce todas». Luego se le enseñaron los cuartetos de Pibrac, las regias de urbanidad y de moral, que los niños debían aprender de me­ moria. A partir de los cuatro años se le dieron lecciones de escritura: su maestro era un clérigo de la capilla del castillo, Dumont. «El Delfín hace llevar su escritorio al comedor para escribir bajo las órdenes de Dumont y dice: yo escribo mi plana, me voy a la escuela» [la plana era el modelo de escritura que debía reproducir]. «Escribe su plana, siguiendo la impresión * Bourrée: danza folklórica de Auvernia. (N . del T.)

hecha en el papel; la sigue bastante bien y le gusta hacerlo.» Empezó a aprender palabras latinas. A los seis años, el clérigo de la capilla será reemplazado por un «escribano» profesional: «El Delfín hace su plana. Beaugrand, el escribano del Rey, le enseña a escribir.» El niño seguía jugando a las muñecas: «Juega con juguetes pequeños y con un pequeño gabinete de Alemania» [objetos en miniatura de madera que fabricaban los artesanos de Nuremberg]. El señor de Loménie le dio un pequeño hidalgo muy bien vestido con un cuello perfumado... El niño le peinó y dijo: «Quiero casarle con la muñeca de madame [su herm ana].» Se divertía asimismo con los recortes de papel. Se le contaban tam­ bién cuentos: «Su nodriza le cuenta cuentos del amigo Zorro, del Rico Avariento y de Lázaro.» «Cuando se acostaba, se le contaban los cuentos de Melusina. Yo le dije que sólo eran fá­ bulas y que no eran historias reales,» (Nuevo interés por la educación ya moderna.) Los niños no eran los únicos que es­ cuchaban los cuentos: éstos se recitaban en las veladas de los adultos. Al mismo tiempo que jugaba con las muñecas, este niño de cuatro a cinco años tiraba al arco, jugaba a Jas cartas, al ajedrez (a 'los seis años), a los juegos de los mayores, como el de «la pelota con raqueta», al marro o a los innumerables juegos de sociedad. A los tres años jugaba ya a «¿qué se mete en el canastillo?» [el juego de .las prendas]; había que respon­ der: dauphillon, damoisillon, juego éste común a los niños y a los jóvenes. Con los pajes de la cámara del Rey, que eran ma­ yores que él, jugaba a «¿le agrada la compañía?»; luego, a «bis como bis»; hacía de maestro [de animador] alguna vez y cuan­ do no sabía decir algo que era preciso decir, lo preguntaba; participaba en esos juegos como si tuviera quince años, jugaba a tratar de encender una vela con los ojos cerrados. Cuando no era con los pajes, era con los soldados: «Juega con ios solda­ dos a diversos juegos, como el de vuestra plaza me gusta; a los refranes, a dar palmadas, al escondite.». A los seis años jugaba a los oficios, a la comedia, juegos de sociedad que consistían en adivinar los oficios, las historias que el jugador mimaba. Se trataba igualmente de juegos de adolescentes y de adultos. Cada vez con mayor frecuencia, el Delfín vivía entre los adultos y asistía a sus espectáculos. Cuando tenía cinco años: «se le lleva al patio, detrás de la perrera [en Fontainebleau]

para ver luchar a ios bretones, los que trabajaban etf las obras del Rey. Llevado ante el Rey a la sala del baile para ver lu­ char a los perros dogos contra los osos y el toro». «Va al juego de pelota cubierto para ver correr un tejón.» Y principalmente participaba en estos juegos como si tuviera quince años, jugaba vestir con un disfraz; se acercó al Rey para bailar un ballet, no quería desenmascararse para no ser reconocido». Se disfra­ zaba frecuentemente de «camarera picarda», de pastora, de moza (usaba aún la saya dé los chicos). «Después de cenar, presencia el baile que se realiza al son de las canciones de un tal Laforest», soldado coreógrafo y también autor de farsas. A los cin­ co años «se divierte sosegadamente viendo representar una farsa, en la que Laforet hacía de marido alegre, el barón de Montglat hacía de mujer arpía e índret era el enamorado que la per­ virtió»; «el Delfín baila un ballet, muy bien vestido de hom­ bre, con jubón y calzas por encima de su saya (tenía cinco años)». «Ve bailar el ballet de los brujos y diablos, bailado por los soldados del señor Marsan, e inventado por Jean-Baptiste, piamontés (otro soldado coreógrafo)». El Delfín no bailaba únicamente los ballets, o las danzas de la corte que aprendía con un maestro, al mismo tiempo que la lectura y la escritura. Practica lo que llamaríamos hoy día las danzas populares, como una que me recuerda un baile tirolés que los chicos con calzones de cuero realizaban en los cafés de Innsbruck: los pajes del Rey «bailan la branle * (bamboleo); en la fiesta de San Juanson-coles y se dan puntapiés en el culo; el Delfín la bailaba y hacía como ellos [tenía cinco años]». Otra vez, para una diversión,, se disfrazó de chica: «Terminada la farsa, manda que le quiten el vestido y baila: en la fiesta de San Juan-soncoles, dando patadas en el culo a sus vecinos. Esta danza le gustaba. Por último, el Delfín se reunía con los adultos durante las fiestas tradicionales de Navidad, de Reyes, de San Juan: él. es quien encendía las hogueras de San Juan, en el corral del cas­ tillo de Saint-Germain. En vís'peras de Reyes: «Hace de Rey por primera vez. Las demás gentes gritaban: ¡El Rey bebe! Se deja la porción de Dios: el que la coma, tiene que dar una limosna.» «Ha sido llevado a la cámara de la Reina, desde donde veía plantar el Mayo.» * Branle: danza popular antigua con figuras. (N . del T.)

La situación cambiaba cuando el Delfín estaba a punto de cumplir siete años: abandonó el traje de infancia, y su edu­ cación estará a cargo, en lo sucesivo, de hombres; abandona a «Mamangas», maidame de Montglas, y dependerá del señor, de Soubise. Todos se esforzaban en hacerle abandonar los jue­ gos de la primera infancia, principalmente el de las muñecas: «No debéis divertiros más con esos pequeños juguetes [los de Alemania], ni jugar más al carretero, ya sois mayor, habéis dejado de ser niño.» Empezó a aprender a montar a caballo, a usar las armas, va de caza. Jugaba a los juegos de azar: «Juega a la blanque y gana una turquesa.» Según parece, esta edad de los siete años marcaba una etapa de cierta importan­ cia: era la edad fijada por la literatura moralista y pedagógica dei siglo xvn para entrar en la escuela o en la vida 2. No exa­ geremos su importancia. Si ya no jugaba, o no debería jugar más, a las muñecas, el joven Delfín continuaba haciendo la misma vida; se le seguía azotando, y sus diversiones apenas cambiaban; iba más frecuentemente a la Comedia; poco después, todos los días (lo cual nos muestra la importancia de la come­ dia, de la farsa o teatro, del ballet, en los frecuentes espectácu­ los de interior o al aire libre para nuestros antecesores). «Va a la gran galería para ver al Rey correr Ja sortija.» «Se distrae escuchando los cuentos detestables de La Clavette y otros.» «Ha jugado en su gabinete con niños hidalgos a cara o cruz, como el Rey, a los tres dados.» «Ha jugado al escondite» con un te­ niente de la caballería ligera. «Ha ido a ver jugar al frontón [a la pelota] y de ahí a la gran galería, para ver a la gente "correr la sortija”,» «Se disfraza, baila el Pantalón,» Tenía ya entonces más de nueve años: «Después de cenar, va a-ver a la Reina, juega a la gallina ciega y hace jugar a la Reina, a las princesas y a las damas.» «Juega al yo me siento», a los habi­ tuales juegos de sociedad. «Después de cenar, la nodriza del Rey le cuenta cuentos que le agradan.» Con trece años cum­ plidos, jugaba «a la cligne-musette», es decir, al escondite. Más muñecas y juegos de Alemania antes de los siete años, y después, la caza, montar a caballo, las armas, quizá más co­ medias: el cambio, en esta larga serie de diversiones que el niño copiaba de los adultos o compartía con ellos, se realizaba poco a poco. A los dos años, Luis XIII comenzó a jugar al 2 Ver infra, II parte, cap. IV , y III parte, cap, IL

mallo, a la pelota; a los cuatro tiraba con arco; ésos eran «jue­ gos de ejercicio» que todos practicaban: madame de Sévigné felicitó a su yerno por su destreza en el mallo. El novelista e his­ toriador Sorel escribió un tratado de juegos de sociedad desti­ nados a las personas mayores. No obstante, Luis X III jugaba a las prendas a los tres años; a los seis, a los oficios, a la co­ media, que ocupaban un lugar de importancia en la Casa de de Juegos de Sorel. A los cinco años jugaba a las cartas. A los ocho ganaba a la blanque, juego de azar en el que las fortunas cambian de mano. Lo mismo ocurre con los espectáculos musicales o dramáti­ cos: a los tres años, Luis X III bailaba la gallarda, la zaraban* da, la antigua bourrée, participaba en los ballets de la corte. A los cinco años asistía a las farsas; a los siete, a las. comedias. Cantaba, tocaba el violín, el laúd. Estaba en la primera fila de espectadores para asistir a un combate de lucha, una corrida de sortijas, una lucha de osos o de toros, a un acróbata en la cuerda floja. Por último, el Delfín participaba en los gran­ des festejos colectivos, como eran las fiestas religiosas y estacio­ nales: Navidad, el Mayo, San Juan... Resulta, pues, que no existía en esa época la separación tan rigurosa que existe hoy día entre los juegos reservados a los niños y los juegos practi7,'cádol ^poTrlós"fadültos:"Lds mismos jü¿gbs""-eran'-^múnes ¿ ambos.

A comienzos del siglo xvii, esta polivalencia ya no se ex­ tendía a la primera infancia. Conocemos bien sus juegos, por­ que desde el siglo xv, después de la aparición de los putti en la iconografía, los artistas multiplicaron las representaciones de niños y las escenas de juegos. Podemos reconocer en dicha ico­ nografía el caballito de madera, el molinete, el pájaro atado a una cuerda..., y a veces, aunque menos frecuentemente, las muñecas. Es obvio que esos simulacros estaban reservados a la gente menuda. Sin embargo, cabe interrogarse si ha sido siempre así y si esos juguetes no habían pertenecido anteriormente al mundo de los adultos. Algunos de ellos surgieron del espíritu de emulación de los niños, el cual les lleva a imitar la conducta de los adultos, reduciéndolos a su nivel:' caballito de madera, en la época en que el caballo era el principal medio de trans-

porte y de tiro. Molinillo de viento: las aletas que giran en lo alto de una' estaca sólo pueden ser la imitación que los niños . hacen de una técnica que, al contrario de la del caballoj no era muy antigua, y que es la técnica de los molinos de viento, introducida en la Edad Media, Este mismo reflejo es el que incita a nuestros ñiños hoy día a imitar el camión o el auto. Pero los molinos de viento hace ya mucho tiempo que han des­ aparecido de nuestros campos, mientras que los molinetes para niños están todavía a la venta en las tiendas de juguetes, en los quioscos de los paseos o de las verbenas. Los niños constitu­ yen las sociedades humanas más conservadoras. Otros juegos parecen tener otro origen que el del espíritu de imitación de los adultos. Así, frecuentemente se representa al niño divirtiéndose con un pájaro: Luis XIII tenía un alcaudoncillo al que apreciaba mucho (esto recordará quizás aún a al­ gunos lectores el cuervo mutilado y algo domesticado de sus primeros años). En esas escenas de juegos, el pájaro está gene­ ralmente atado y el niño le sujeta con la mano. Puede ser que algunas veces se tratara de un simulacro de madera. En todo caso el pájaro atado parecía ser, según la iconografía, uno de los juguetes más familiares. Ahora bien, el historiador de la ..religión f riega .Nilsson !. nos -da a conocer que .en .la .Grecia .clá-„„ " sica; como," por otra parte, e n ’la'Grecia moderna, la costumbre exigía que en los primeros días de marzo los chicos hicieran una golondrina de madera que giraba sobre un pivote y esta­ ba decorada con flores. La llevaban luego de casa en casa, donde recibían regalos: el pájaro, o su simulacro, es aquí no un ju ­ guete individual, sino el elemento de una fiesta colectiva y es­ tacional, en la cual participa, la juventud con el papel que le es asignado como clase de edad. Ya volveremos a encontrar más adelante esta forma de fiesta. Lo que se vuelve después juguete individual, sin relación con la comunidad, el calendario o algún contenido social, parece estar asociado, al principio, a las ceremonias habituales que reunían a los niños, a los jo* vencitos — a quienes, por otra parte, se diferenciaba mal— con los adultos. El mismo N ilsson 4 muestra cómo el columpio .(bas­ culante o colgante), tan frecuente en la iconografía de juegos aún en el siglo xvm , figuraba entre los ritos de una de las fies­ tas previstas por el calendario: los Aiora, fiesta de la juventud: J N ilsson, La Religión populaire clarts la Gréce antique. 4 Nilsson, op. cit.

los chicos saltaban sobre unos odres llenos de vino y las chicas se mecían en unos columpios colgantes; esta última escena se reconoce en algunos vasos pintados, Nilsson lo interpreta como un sortilegio de fecundidad- Existía una estrecha relación entre la ceremonia religiosa colectiva y el juego que formaba su rito esencial. Más adelante, ese juego se separó de su simbolismo religioso, perdió su carácter colectivo para convertirse a la vez en profano e individual. Al tornarse profano e individual, el juguete se fue reservando más y más a los niños, cuyo reperto­ rio de juegos aparece como el conservatorio de manifestaciones colectivas abandonadas en lo sucesivo por la sociedad de los adultos y desacralizadas. El problema de la muñeca y de los juguetes en miniatura nos lleva a hipótesis semejantes. Los historiadores de los jugue­ tes, los coleccionistas de muñecas y de juguetes en miniatura siempre han tenido dificultades para distinguir la muñeca, ju­ guete de niño, de todas las otras imágenes y estatuillas encon­ tradas en cantidades casi industriales en los yacimientos de ex­ cavaciones arqueológicas y que tenían frecuentemente una sig­ nificación religiosa: culto doméstico, culto funerario, exvoto de los devotos de una peregrinación, etc. ¿Cuántas veces no se consideran como juguetes las reducciones de objetos familiares depositados en las tumbas? Yo no pretendo concluir que los chiquillos no jugasen a las muñecas o a imitar los objetos de los adultos. Pero no eran ellos los únicos en servirse de esos simulacros; lo que en la época moderna pasará a ser monopo­ lio suyo, lo compartían en la Antigüedad clásica, por lo menos con los muertos. Esta ambigüedad entre la muñeca y el simu­ lacro persistió durante la Edad Media, y aún más tiempo en las aldeas: la muñeca es igualmente el instrumento peligroso del brujo, del hechicero. Este gusto por representar reducidas las cosas y las personas de la vida cotidiana, reservado hoy día a los niños, se halla en el arte y en la artesanía populares, des­ tinados tanto a la satisfacción de los adultos como a la distrac­ ción de los niños. Los famosos nacimientos napolitanos son una de las manifestaciones de este arte de ilusión. Los museos, principalmente los alemanes o los suizos, poseen complicados conjuntos de casas, de interiores, de mobiliarios, que reprodu­ cen, en tamaño reducido, todos los detalles de los objetos fa­ miliares. Esas pequeñas obras maestras de ingenio y de com­ plicación ¿se pueden considerar como casas de muñecas? Cier­

to es que este arte popular de los adultos era también apreciado por los niñós: la gente buscaba en Francia los «juguetes de Alemania» o los «pequeños trabajos de Italia». Mientras que los objetos en miniatura se volvían monopolio de los niños, una misma palabra designaba esta industria: la juguetería, lo mismo si se dirigía a los niños que a los adultos. El bibelot antiguo era también un juguete. La evolución del lenguaje le alejó de su sentido pueril y popular, mientras que la evolución del sentimiento limitaba, por el contrario, a los niños el uso de los pequeños objetos, de los simulacros. El bibelot se volvió, durante el siglo xix, un objeto de salón, de vitrina, pero ha continuado siendo la reducción de un objeto familiar: una sillita de manos, un mueble chiquito, una vajilla minúscula, que nunca habían estado destinadas a los juegos de niños. En esta afición por el bibelot debemos reconocer una supervivencia bur­ guesa de este arte popular de los nacimientos de Italia o de las casas de Alemania. La sociedad del Antiguo Régimen permane­ ció fiel durante mucho tiempo a esas distracciones que nosotros calificaríamos hoy día de niñerías, sin duda alguna porque han pasado definitivamente al terreno de la infancia. Todavía en 1747, Barbier escribe: «Se han inventado en París unos juguetes llamados peleles... Esas pequeñas figuras representan a Arlequín, a Scaramuccia (la comedia italiana) o mitrones (los oficios), pastores, pastoras (la afición por les disfraces rústicos). Esas tonterías han divertido y ocupado a toda la ciudad de París de tal manera que no se puede ir a nin­ guna casa sin encontrar esos objetos colgados en todas las chi­ meneas. Se les regala a todas las mujeres y a todas las niñas y la manía ha llegado a tal punto que a principios de este año todas las tiendas están, repletas de esos objetos para los regalos de año nuevo... La duquesa de Chartres ha pagado por uno, pintado por Boucher, 1.500 libras.» El excelente bibliófilo Ja­ cob, que transcribe esta cita, reconoce que en su época nadie habría imaginado tales niñerías: «La gente de la alta sociedad, demasiado ocupada [¿qué diría este autor hoy día?] ya no se divierte como en aquellos buenos tiempos del ocio (?) que vieron florecer la moda de los monigotes y de ios peleles; dejan las fruslerías para los niños.» El teatro de marionetas parece ser otra de las manifestacio­ nes del mismo arte popular de la ilusión en miniatura, que pro­ dujo la juguetería de Alemania y los nacimientos napolitanos.

Además, siguió la misma evolución: el Guiñol de Lyoií de prin­ cipios del siglo xix era un' personaje de teatro popular, pero adulto. El Guiñol se ha convertido hoy día en el nombre del teatro de marionetas reservado a los niños. Quizás esta ambigüedad persistente de los juegos- infantiles explique también por qué desde el siglo xvi y hasta principios del siglo xix la muñeca vestida sirvió a las mujeres elegantes de maniquí de moda y de diseño de colección. La duquesa de Lorena desea hacer un regalo a una parturienta (en 1571): «Ella os ruega le envíe muñecas no muy grandes, cuatro o seis como máximo, las muñecas mejor vestidas que pueda usted encon­ trar, para enviarlas al hijo de la señora duquesa de Bavíera, quien ha dado a luz hace poco.» El regalo estaba destinado a la madre, pero fa nombre del hijo! La mayoría de.las muñe­ cas de colecciones no son juguetes de niños, objetos generalmen­ te bastos y poco trabajados, sino muñecas de moda. Éstas des­ aparecerán y serán reemplazadas por el grabado de moda, gra­ cias principalmente a la litografía 5. Existe, pues, cierto margen de ambigüedad en torno a los juguetes de la primera infancia y de sus orígenes, ambigüedad que se disipaba, en la época en que yo me situé al comenzar este capítulo, hacia 1600, cuando ya se.Jiabía logrado su esgecia-¿ "lización :infáhBlrC 0ñ ~ ^ ^etalle~¿b^~íMj^&5~ de nuestro uso actual. Así, según se ha observado a propósito de Luis X III, la muñeca no estaba reservada a las niñas. Los niños también jugaban con ella. Dentro de la primera infancia, la discriminación moderna entre niñas y niños era menos pre­ cisa: ambos usaban el mismo traje, el mismo vestido. Probable­ mente existe una relación entre la especialización infantil de los juguetes y la importancia de la primera infancia en los sen­ timientos que revelan la iconografía y el traje desde finales de la Edad Media. La infancia se convierte en el conservatorio de las costumbres abandonadas por los adultos.

Hacia 1600, esta especialización de los juegos no sobre­ pasaba la primera infancia; después de los tres o cuatro años, se atenuaba y desaparecía. El niño, en lo sucesivo, jugaba a los mismos juegos que tos adultos, unas veces entre niños, otras 5 Ed.

F o u r n ie r ,

Histoire des jouets et jeux d'enfants, 1889.

veces con lo s . adultos. Sabemos esto gracias principalmente a los testimonios de una abundante iconografía, ya que desde la Edad Media hasta el siglo x v m las familias se complacían en representar escenas de juegos, lo cual indica la importancia de la diversión en la vida social del Antiguo Régimen. Ya vi­ mos que Luis XIII jugaba, desde su primera infancia, con las muñecas y al mismo tiempo al frontón, al mallo, a la cachava, los cuales hoy día nos parecen más bien juegos de adolescentes y adultos. En un grabado de A rnoult6, de finales del siglo xvii, unos niños tiraban una bola: niños nobles como parecen indi­ carlo las mangas postizas de la niña, Nadie se oponía a dejar jugar a los niños, desde que eran capaces, a los juegos de cartas y de azar, a jugarse dinero. Uno de los grabados de Stella de­ dicados a los juegos de p u tti1 describe con simpatía la desdi­ cha del que lo ha perdido todo. Lós pintores inspirados en Caravaggio del siglo xvn han representado frecuentemente ban­ das de soldados jugando apasionadamente en tabernas de mala fama: al lado de los viejos soldadotes se ve a muchachos muy jóvenes, de unos doce años quizás, y que no parecen menos animados por el juego. Un lienzo de S. Bourdon 8 representa a un grupp. de pordioseros que rodean a dos niños y miran cómo .éstás.^ji^ gáfi ,na.,los .dados.- ^1 Jem a . de ..los niños.que_„se, juegan... “díñefo“- l r l a ^ c h o c a b a 'áün'ai^á^opínióí^p blica, pues el tema aparece de nuevo en escenas que ya no son las de soldadotes o las de pordioseros, en los personajes serios de Le N ain 9. Al contrario, los adultos jugaban a juegos que nosotros re­ servamos hoy día a los niños. Un objeto de marfil del siglo xiv 10 representa el juego de la ranita: un joven está sentado en el suelo y trata de agarrar a los hombrea y mujeres que lo empu­ jan. El Libro de Horas de Adelaida de Saboya, de finales del siglo xv u, contiene un calendario que está ilustrado principal­ mente con escenas de juegos, y de juegos que no son caballa-, rescos. (Los calendarios representaban primeramente escenas 6 A rnoult, grabado. G abinete de Estampas; B. N., París, Oa 52 pet. fol. f* 164. 7 Claudine B ouzonnet, Jeux de Venfance, 1657. * Museo de Ginebra. 9 P. Fierens, Le Nain, 1933, pl. XX. 10 Louvre, París. 11 C hantilly. Se reproducen en este libro dos juegos: el de las pape­ letas y el de los cuentos chinos.

de oficios, excepto el mes de mayo, reservado a una corte de amor. Los juegos se fueron introduciendo en ese calendario y tuvieron cada vez más importancia, no sólo los juegos caba­ llerescos, como el de la caza de montería, sino también los juegos populares.) Uno de ellos es el juego del haz-de leña: un jugador hace de candela en medio de un círculo de pare­ jas, en el que la mujer se coloca detrás de su acompañante y le ciñe por la cintura. En otra parte de ese calendario, la población de la aldea lucha con bolas de nieve: hombres y mu­ jeres, niños y adultos. En un tap iz 32 de principios del siglo xvi, campesinos e hidalgos, estos últimos más o menos disfrazados de pastores, juegan al adivina quién te dio. No hay niños. Dos cuadros holandeses del siglo xvii (de la segunda mitad) representan también partidas de adivina quién te dio. En uno de ellos 13 se ve a algunos niños, pero están mezclados con los adultos de todas las épocas: una mujer, que esconde la cara, tiende su mano abierta detrás de la espalda. Luis XIII y su madre se divertían jugando al escondite: á cligne-musette. Se jugaba a la gallina ciega en casa de la Grande Mademoiselle, en el palacio de Rambouillet14. Un grabado de Lepeautre 15 muestra que los campesinos jugaban también siempre entre adultos. Así podemos, pues, entender el comentario que inspiró al historiador contemporáneo Van Marle 16 su estudio de la icono­ grafía de los juegos: «En lo que se refiere a las diversiones de las personas mayores, no se* puede realmente decir que fueran menos infantiles que los entretenimientos de los niños.» Pues claro: ¡eran los mismos!

Los niños participaban igualmente, en su lugar dentro de las otras clases de edad, en las fiestas estacionales que reunían regularmente a toda la colectividad. Difícilmente podemos nos­ otros imaginarnos la importancia de los juegos y de las fiestas en la antigua sociedad, ya que' hoy día los hombres de la ciu12 13 14

15 in f.° 16

V ictoria and Albert Museum, Londres. B e r n d t , n.° 509 (Comelis de Man), n.° 544 (Molinar). F q u r n i e r , op. cit. L epautre, grabado. Gabinete de Estam pas, B. N., París, Ed. 73 p. 104. V a n M a r l e , op. cit., tomo I, p. 71.

dad o los del campo no disponen más que de un espacio muy limitado entre la actividad profesional, penosa, hipertrofiada, y una vocación familiar imperiosa y exclusiva. Toda la literatu­ ra política y social, reflejo de la opinión contemporánea, trata de las condiciones de vida y de trabajo; un sindicalismo que protege los salarios reales, seguros que alivian los riesgos de enfermedad y del paro, tales son las principales conquistas po­ pulares, por lo menos las más aparentes para la opinión públi­ ca, la literatura, la discusión política. Incluso las jubilaciones ofrecen cada vez menos posibilidades de reposo y se vuelven más bien privilegios que permiten acumulaciones fructuosas. La distracción se ha vuelto algo casi vergonzoso y sólo se to­ lera en raros intervalos, casi clandestinos: sólo se impone como una costumbre una vez al año durante el inmenso éxodo del mes de agosto que lleva hacia las playas y montañas, hacia el agua y el sol a una masa cada vez más numerosa, más popular y al mismo tiempo más motorizada. En la antigua sociedad, el trabajo no ocupaba tantas horas del día, ni tenía tanta importancia para la opinión pública: no tenía el valor existencial que nosotros le damos desde hace más de un siglüi Casi se puede decir que no tenía el mismo sentido. Por el contrario, los juegos, las diversiones, se prolongaban mucho más que los momentos furtivos que nosotros les conce­ demos: formaban uno de los principales medios de que dispo­ nía la sociedad para estrechar sus. vínculos colectivos, para sentirse reunidos. Sucedía lo mismo con casi todos los juegos, pero este rol social aparece de forma más clara en las grandes fiestas estacionales y tradicionales. Estas fiestas se celebraban en fechas fijas y sus programas seguían a grandes rasgos las normas tradicionales. Sólo los especialistas del folklore o de las tradiciones populares las han analizado, y ellos las sitúan en un ambiente casi exclusivamente rural. Por el contrario, estas fiestas interesan a toda la sociedad, cuya vitalidad expre­ san periódicamente.’ En efecto, los niños —los niños y los jó­ venes— participan en ellas, de la misma manera que los otros miembros de la sociedad, y la mayoría de las veces juegan el papel que les ha reservado la costumbre. Por supuesto, no se trata aquí de escribir una historia de esas fiestas — tema in­ acabable y sin duda alguna de un gran interés para la histo­ ria social— ; no obstante, algunos ejemplos nos permitirán com­ prender el papel que desempeñaban los niños en ellas. Por

otra parte, la documentación es copiosa (aunque no se recurra a las descripciones de la literatura folklórica, principalmente cam­ pesinas), ya que una abundante iconografía, así como nume­ rosas pinturas burguesas y urbanas, atestiguan la importancia de esas fiestas en la memoria y la sensibilidad colectivas; se ponía empeño en representarlas y en conservar su recuerdo durante más tiempo que el breve tiempo de su duración. Una de las escenas favoritas de los artistas y de su clientela era la fiesta del Día de Reyes, probablemente la mayor fiesta del año. En España esta fiesta ha conservado la primacía, mien­ tras que en Francia la ha perdido en provecho de la de Navi­ dad. Cuando Madame de Sévigné, que estaba entonces en su castillo de Rochers, se enteró del nacimiento de su nieto, quiso que su gente compartiera su alegría, y para mostrar a Madame de Grignan que todo lo había hecho bien, la escribía: «Invité a beber y a cenar a mi gente, ni más ni menos que la víspera de Reyes» 17. Se la llamaba «la víspera de Reyes». Una minia­ tura del Libro de Horas de Adelaida de Saboya 18 representa el primer episodio de la fiesta. Eso sucedía a finales del siglo xv, pero esos ritos continuaron siendo los mismos durante mucho tiempo. Hombres y mujeres, parientes y amigos están reunidos alrededor de la mesa. Uno de los comensales sostiene el roscón, ide--Reyes, -le-mañtierie -incluso^ eñ :posÍcíóh Vertical“ “i i ñ nmoT de unos cinco a siete años, se esconde debajo de la mesa. El iluminador le coloca en la mano una especie de filacteria cuya inscripción comienza por Ph... Se ha fijado -así el momento en que, según la costumbre, un niño distribuía el roscón de Reyes. Esto sucedía según un ceremonial determinado: el niño se escondía debajo de la mesa. Uno de los comensales cortaba parte del roscón y llamaba al niño: «Phaebe, Domine...» (de ahí las letras Ph de la miniatura), y el niño respondía nom­ brando el comensal a quien' había que servir. Y así sucesiva­ mente. Una porción se reservaba a los pobres, es decir, a Dios, y el que la comiera debía redimirse dando una limosna. Esta limosna ¿no se volvió acaso, laicizándose, una obligación para el Rey, quien debía pagar una prenda u otro roscón, no ya a los pobres, sino a los demás comensales? Poco importa. Re­ tengamos únicamente el papel que la tradición confiaba al niño en el protocolo. El procedimiento de las loterías oficiales del 17 Mme. d e S é v i g n é , Lettres, 1671. !8 V er nota 11.

siglo xvn se inspiró probablemente en esta costumbre: el fron­ tispicio de un libro i9 titulado Critique sur la loterie muestra el sorteo efectuado por un niño, tradición ésta que se ha con­ servado hasta nuestros días. Se sorteaba la lotería igual que se repartía el roscón de Reyes. Este papel que el niño desem­ peñaba implica su presencia en medio de los adultos durante las largas horas de la velada. El segundo episodio de la fiesta, que es, por otra parte, su punto culminante, se refiere al brindis ofrecido por todos los comensales al afortunado que haya encontrado la sorpresa del roscón, debidamente coronado: «iViva el Rey!» Las pinturas flamencas y holandesas apreciaron particularmente este tema; todos conocemos el famoso lienzo del Louvre de Jordaens, pero este tema aparece también en los cuadros de numerosos pin­ tores septentrionales. Por ejemplo, ese cuadro de M etsu20, de un realismo menos burlesco y más real, que nos representa bastante bien la imagen de esa agrupación alrededor del Rey de la velada, de todas las edades y sin duda de todas las con­ diciones, los servidores junto con los señores. Todos están alre­ dedor de la mesa. El Rey, un anciano, bebe. Un niño le saluda tocándose el sombrero: quizá sea él quien acaba de distribuir las porciones del roscón, según-la costumbre. Otro niño, de"maírarfo"peqüeño'“co:mo'~párá~dése"mpeñór ’ ese papel, está en­ caramado en una de esas sillas altas y cerradas, todavía muy generalizadas. No sabe andar, pero él también tiene que parti­ cipar en la fiesta. Uno de los comensales está disfrazado de bufón; en el siglo xvn, a todo el mundo le encantaban los dis­ fraces, y los más grotescos eran los más oportunos, pero el traje de bufón aparecía en otras representaciones de esta escena tan familiar, formaba parte del ceremonial: el bufón del Rey. También podía suceder que uno de los niños hallase la sorpresa. Así, Heroard anotaba el 5 de enero de 1607 (la fies­ ta se celebraba en la víspera de la Epifanía) que el futuro Luis XIII, 'de seis años de edad, «fue Rey por primera vez». Un lienzo de Steen de 166821 celebra la coronación del hijo menor del pintor. Se le ha coronado con una diadema de papel, 19 Reproducido por H. d’A llemagne, Récréations et passe-temps, 1906. La fiesta de Reyes, r e p r o d u c i d o e n B e r n d t , n .° 515. Cassel, r e p r o d u c i d o e n F . S c h m i d t - D e g e n e r y v a n G e l d e r , Jan Steen, 1928, p , 82. 20 M e t s u , 31 S t e e n ,

se le ha subido a un banco como si estuviera sobre un trono, y una viejecita cariñosamente le da a beber un vaso de vino. La fiesta no terminaba ahí. Comenzaba entonces el tercer episodio, que debía durar hasta la madrugada. Se observa que algunos invitados estaban disfrazados: a veces llevaban en sus sombreros un letrero que señalaba su papel en la comedía. El «bufón» se colocaba al frente de una pequeña tropa, compuesta por algunas máscaras, un músico, que por lo general tocaba el violín, y también, en este caso, por un niño. La costumbre im­ ponía a'ese niño una función bien definida: era él quien lle­ vaba el cirio de Reyes. Al parecer, en Holanda era negro. En Francia era variopinto: Madame de Sévigné decía de una mujer que «era variopinta como el cirio de Reyes».. El grupo de «can­ tantes de la estrella» — así se denominaba en Francia—, bajo la dirección del bufón, se dispersaba por el vecindario para pedir combustible o provisiones y para retar a los juegos de dados. Un grabado de Mazot de 1641 22 nos muestra el cortejo de los cantantes de la estrella: dos hombres, una mujer que toca la guitarra y un niño que lleva el cirio de Reyes. Gracias a un abanico pintado al gouache de principios del siglo xvm 23 podemos seguir a este cortejo bufón cuando se le recibe en una casa vecina. La sala de esta casa está cortada verticalmente al estilo del decorado de los misterios o de las pinturas del siglo xv con el fin de mostrar a la vez el interior de la sala y la calle, detrás de la puerta. En la sala, los pre­ sentes brindan por el Rey y coronan a la Reina. En la calle, una pandilla disfrazada llega a la casa y llama a la puerta: se le abre. Cuanto más hacen los bufones, más se divierten: quizá sea éste el origen de esta expresión. A lo.largo de la fiesta se puede constatar la participación activa de los niños en las ceremonias tradicionales. Observa­ mos también esta participación en la Nochebuena. Heroard nos indica que, a los tres años, Luis X III «asistió a la colocación del árbol de Navidad, ante el cual bailó y cantó por la llegada de la Navidad». Quizá fue él quien echó sal o vino sobre el tronco de Navidad, según el rito que nos ha descrito a finales del siglo xvi el suizo-alemán Thomas Platter cuando hacía sus estudios de medicina en Montpellier. La escena ocurría en 22 G rabado de F. M arzot: La noche. 22 A banicos pintados al gouache, exposición, París, galería Charpentier, 1954, n " 70 (procedente de la notaría D uchesne).

Uzés24. Se pone u n ■grueso leño sobre el morillo. Cuando está ardiendo, la familia se reúne. El hijo menor coge con la mano derecha un vaso de vino, migas de pan, una pizca de sal, y con la izquierda, una vela encendida. Todos se destocan, y el niño comienza a invocar el signo de la cruz. En el nombre del Pa­ d r e . y echa una pizca de sal en una esquina del hogar. En el nombre del Hijo.. al otro extremo, etc. Se conservan los carbones, que tienen una virtud benéfica. El niño desempeña aún aquí uno de los papeles esenciales previstos por la tradi­ ción, en medio de la colectividad reunida. Papel que desem­ peñaba además en otras ocasiones menos excepcionales, pero que tenían el mismo carácter social: en las comidas familiares. La costumbre ordenaba que uno de los hijos más pequeños dijera las gracias, y que todos los niños presentes se encargaran de servir la mesa: llenar las copas, cambiar los platos, trinchar la carne... Más adelante tendremos ocasión de estudiar más de cerca el sentido de estas costumbres cuando analicemos la es­ tructura familiar25. Por el momento retengamos cuán familiar era, desde el siglo xiv hasta el siglo xvn, la costumbre de con­ fiar a los niños una función específica en el ceremonial que acompañaba las reuniones familiares y sociales, ordinarias o extraordinarias. Había otras fiestas que, aunque interesasen siempre a toda la colectividad, reservaban a la juventud el monopolio de los papeles activos y en las cuales las otras clases de edad sólo participaban como espectadores. Esas fiestas se presentaban ya como jornadas de la infancia o de la juventud (ya vimos que la frontera entre estos dos estados, hoy día si separados, era incierta y mal definida). Durante la Edad M edia26, los niños ocupaban la iglesia el día de los Santos Inocentes; uno de ellos era elegido obispo por sus camaradas y presidía la ceremonia, que se terminaba con una procesión, una colecta y un banquete. La tradición, que subsistía aún en el siglo xvi, consistía en que, en la ma­ ñana de ese día, los jóvenes sorprendieran a sus amigos en la cama para azotarlos. Se decía: «Para darles los Inocentes.» El martes de Carnaval aparecía como la fiesta de los estu24 Félix et Tliornas Platter [le fe u n e ] ti Montpeilier, 1595-1599, Montpellier, 1892, p. 346. 23 Ver infra, III parte, cap. II. 26 T. L. Ja r m a n , Landm arks in the htstory of education, 1951.

diantes y de la juventud. Fitz Stephen la describe en el-siglo xil en Londres, refiriéndose á la juventud de su héroe, Thomas Becket71, alumno entonces de la escuela de la catedral de San Pablo: «Todos los niños de la escuela traían a su maestro sus gallos de pelea.» Las peleas de gallos, aún populares en los lugares donde subsisten, en Flandes o en América Latina, pero que son sólo para adultos, en la Edad Media eran propias de 'la juventud e incluso de la escuela. Así lo da a entender un texto del siglo xv de Dieppe, el cual enumera los derechos que debían pagarse al barquero: «Le maltre qui tient Tescole de Dieppe, un coq, quand les jeux sont a Pescóle ou ailleurs en ville, et en soient francs audit batel tous les autres escoliers de Dieppe» n . Según Fitz Stephen, en Londres, la jornada del martes de Carnaval comenzaba con peleas de gallos que dura­ ban toda la mañana. «En la tarde, toda la juventud de la ciudad salía a las afueras para el famoso juego de balón.., Los adultos, los padres, los notables venían a caballo para asistir a los jue­ gos de la juventud, y a su lado volvían a ser jóvenes de nuevo.» El juego de balón (jeu de la soule, se decía en francés) reunía a varias comunidades en una acción colectiva, que oponía a veces a dos parroquias, otras veces a dos clases de edad: «El juego de la bola, boule de chalendas, que es un juego que se acostumbra a jugar-, el .día de Návidad •entre los..artesanos idet: la localidad de Cairac, en Auvernia (y, por supuesto, en otras partes); se diversifica y se divide este juego de tal manera que los casados están a un lado y los solteros al otro; y se lleva dicha bola de un lado a otro y se la pasan de un grupo al otro para ganar el premio, y el que mejor la pase obtiene el premio del día» 29. En Avignon, aún en el siglo xvi, el carnaval estaba organi­ zado y animado por el abad de la curia, presidente de la cofra­ día de pasantes de notarios y procuradores30: esos jefes de la 27 Idem , 28 [A l m aestro que tiene la escuela de D ieppe, un gallo, cuando los juegos se realizan tanto en la escuela como en o tra parte de La ciudad, y sean exentos de pasaje todos los escolares de Dtéppe.] Ch. de Robillard de Beaurepaire, Recherches sur l'instruciion publique clans le diocése de R ouen avant 1789, 3 vols., 1872, t. II, p. 284. 29 T--Í- Jusserand, Les Sports et jeux d’exercice dans l’ancienne France, 1901. 30 Paul Acharo, «Les Chefs des plaisirs»,■en el Annuaire Administratif du D épartm ent de Vaucluse.

juventud eran en casi todas partes, por lo menos en el Sur, los «jefes de placeres», según la expresión de un erudito mo­ derno. (Príncipes de amor, rey de la basílica, abad o capitán de la juventud, abad de los artesanos o de los muchachos de la ciudad.) En Avignon31, los estudiantes gozaban, el día de Car­ naval, del privilegio de dar una paliza a los judíos y a las putas, excepto si pagaban un rescate. La historia de la Universidad de Ávignon nos relata que el 20 de enero de 1660 el vicelegado fijó el precio de rescate de un escudo por puta. Las fiestas mayores’ de la juventud eran las de mayo y las de noviembre. Sabemos, por Heroard, que Luis X III, cuando era niño, iba al balcón de la Reina para ver plantar el árbol de mayo. La fiesta de mayo sucede a la de Reyes en la preferencia de los artistas, quienes se complacían en evocarla como una de las más populares. Dicha fiesta ha inspirado innumerables pinturas, grabados, tapices. A. Varagnac 32 ha reconocido ese tema en la P rim avera,..de Botticelli, existente en la Galería de los Oficios. En otras partes, *las ceremonias tradicionales es­ tán representadas con una precisión más realista. Un tapiz de 164253 nos permite im aginar el aspecto de un pueblo o de una ciudad ese día 1.° de mayo. Toda la gente está en una calle. Una pareja’ un poco mayor y un anciano han salido de una de •^as casas y -esperan e ^ e l 'tim brar'de ;su "puert^. Se pffepáran á recibir a un grupo de muchachas que se dirige hacia ellos. Una de ellas, la primera, lleva u n a cesta llena de frutas y pasteles. Este grupo de jóvenes va de ésta manera de puerta en puerta y todos le, dan provisiones como respuesta a sus deseos: la colecta a domicilio es uno de los elementos esenciales de estas fiestas de la juventud. En prim er plano se ven unos niños, que están aún vestidos de u n a saya, como las niñas, y adorna­ dos con coronas de flores y de Hojas que sus madres les han preparado. En otras imágenes, la procesión de los jóvenes que hacen la colecta se organiza alrededor de un chico que lleva el árbol de mayo: esta escena se puede ver en una pintura holandesa de 1700 La pandilla de niños recorre el pueblo detrás del que lleva el mayo: los más pequeños están corona­ 31 «Droit de barbe et batacule», L a v a l , Université d’Avignon, pp. 44-45, 33 A. V a r a g n a c , Civilisations traditionnelles, 1948. 33 Las estaciones, Florencia. H . G S bbel , Wandteppíche, 1923, tomo II, p. 409. 34 Brokenburgh (1650-1702), reproducido en B e r n d t , n.° 131.

dos de flores. Las personas mayores han salido a la puerta de su casa, dispuestos a recibir el cortejo de niños. El mayo está figurado a veces simbólicamente por una vara coronada de hojas y flores35. Pero poco nos importan los episodios que acompañan al árbol de mayo; fijémonos únicamente en la co­ lecta efectuada por el grupo de jóvenes ante los adultos, y la costumbre de coronar a los niños de flores, que hay que asociar con la idea de la renovación de la vegetación, simbolizáda también por el árbol que se lleva y que se planta3é. Esas coro­ nas de flores se han convertido, quizá en un juego familiar de los niños, ciertamente en el atributo de su edad en las repre­ sentaciones de los artistas. En los retratos, individuales o fami­ liares, los niños llevan o trenzan coronas de flores o de follaje. Así, las dos niñas por Nicolás Maes en el museo de Toulouse37: la primera lleva una corona de hojas y con la otra mano coge las flores de una canasta que le tiende su hermana; no se puede evitar el que se asocien las ceremonias- de mayo a ese convencionalismo que asociaba a la infancia con la vegetación. Otro grupo de fiestas de la infancia y de la juventud tenía lugar a principios de noviembre. «El 4 -y el 8 (de noviembre) —escribe el estudiante Platter a finales del siglo x v i38— se hizo la mascarada de los Querubines. Yo también me disfracé y me fui a casa del doctor Sapota, donde había baile.» Masca­ rada de jóvenes y no únicamente de niños, que ha desaparecido completamente de nuestras costumbres, suprimida por la pro­ ximidad invasora del Día de Difuntos. La opinión no admite ya tan cerca de esa fecha una fiesta alegre de la infancia dis­ frazada. Dicha fiesta, sin embargo, ha sobrevivido en ¿a Amé­ rica anglosajona: Halloween. Poco después, San Martín dio ocasión , a manifestaciones características de los jóvenes, y más adelante quizá de los escolares: «Mañana es San Martín — se lee en un diálogo escolar de principios del siglo xvi, evocando la vida de las escuelas de Leipzig39— . Nosotros, los escolares, hacemos ese día .una abundantísima colecta..., es costumbre que los pobres [escolares] vayan de puerta en puerta recibien­ 35 T apiz de T ournat, H, G obbel , op. cit., tom o II, p. 24. 36 Ver tam bién I. M ariette, G abinete de E stam pas, B. N„ París, Ed 82 ín f.°, y M erian, G abinete de Estam pas, Ec 11 in f.°, p. 58. í7 M useo de los Agustinos, T oulouse. 33 Félix et Thom as Platter [le Je une] á M ontpellier, op. cit., p. 142. 39 L. M a s s e b i e a u , Les Coiloques scolaires, 1878.

do dinero.» Observamos aquí de nuevo las colectas a domicilio que ya destacamos con motivo de la fiesta de mayo: práctica propia de las fiestas de la juventud, unas veces gesto de reci­ bimiento y bienvenida, otras veces verdadera mendicidad; nos parece palpar las últimas huellas de una estructura antiquísima donde la sociedad estaba organizada en clases de edad. Sólo subsiste de ellas, por lo demás, un simple recuerdo que reser­ vaba a la juventud una función esencial en ciertas celebracio­ nes colectivas importantes. Se observará, además, que el ce­ remonial distinguía mal a los niños de los jóvenes; esta su­ pervivencia de una época en la que ambos vivían juntos no correspondía ya totalmente con la realidad de las costumbres, como lo sugiere la práctica del siglo xvn que consiste en ador­ nar-únicamente a los más pequeños, a los niños que usaban aún la saya, con flores y hojas que engalanaban, en los calen­ darios de la Edad Media, a los adolescentes llegados ya a la edad de los amores. Cualquiera que sea el papel asignado a la infancia y a la juventud, primordial en mayo, ocasional en la Epifanía, obe­ decía siempre a un protocolo habitual y correspondía a las reglas de un juego colectivo que movilizada simultáneamente al grupo social y a todas las clases de edades.

Había otras circunstancias que motivaban la misma parti­ cipación de las diversas edades en una diversión común. Del siglo xv al xvm, y a veces a principios del siglo Xix (en Ale­ mania), innúmeras escenas de costumbres, pintadas, grabadas o tejidas, evocan la reunión familiar en la Cual los niños y los padres formaban una pequeña orquesta de cámara y acompa­ ñaban a un cantante. La mayoría de las veces esto sucedía con motivo de un banquete. A veces ya se había quitado la mesa. Otras veces, el intermedio musical tenía lugar durante la comida, como es el caso en un lienzo holandés pintado hacía 164040; la compañía está sentada a la mesa, pero el servicio está interrumpido: el muchacho encargado del mismo, y que lleva un plato y un jarro de vino, se ha parado; uno de los comensales, en pie y apoyado en la chimenea, con un vaso 40 Lamen (1606-1652). El interm edio musical, reproducido en n." 472.

B

erndt,

en la mano, canta, quizá una canción báquica; otro comensal ha tomado su laúd para acompañarle. No podemos imaginarnos hoy día la importancia que tenían la música y la danza en la vida cotidiana. El autor de una Introduction to practical music, publicada en 1 5 9 7 cuenta cómo las circunstancias hicieron de él un músico. Estaba cenando en compañía de otras perso­ nas: «Cuando terminó la cena- y que, según la costumbre, las partituras fueron llevadas a la mesa, la señora de la casa me escogió una parte y me rogó muy seriamente que la cantara. Yo tuve que disculparme mucho y confesar que no sabía ha­ cerlo; todos parecieron sorprendidos e- incluso algunos murmu­ raron al oído que dónde había sido educado.» SÍ la práctica familiar y popular de un instrumento o del canto estaba quizá más extendida en la Inglaterra isabelina, lo estaba también en Francia, Italia, España o en Alemania, según una antigua- cos­ tumbre medieval que se mantuvo, a través de las transforma­ ciones del gusto y de los perfeccionamientos técnicos, hasta los siglos x v m o xix, antes o después, según las regiones. Hoy día sólo existe en Alemania, Europa central y en Rusia. Esto era verdad, en ese tiempo, en los círculos de la nobleza o de la burguesía, donde los grupos se complacían en actuar durante ■.un..concierto, de cámara.:;'Era .cierto ..igualmente .en. los ambienr. tes más popularés, campesinos o incluso indigentes, donde se tocaba la gaita, la zanfonía, o ese trasto chirriante para bailar que no había sido aún elevado a la dignidad del actual violín. Los niños practicaban la música muy pronto. Luis X III ya cantaba en sus primeros años canciones populares o satíricas que no se parecían en nada a las rondas infantiles de nuestros dos últimos siglos; conocía también el nombre de las cuerdas del laúd, instrumento noble. Los niños participaban en todos esos conciertos de cámara que la antigua iconografía ha multi­ plicado. Tocaban igualmente entre ellos, y una manera habi­ tual de pintarlos es representándoles con un instrumento en la mano, como esos dos niños de Franz Hals 42: el uno acompaña con el laúd a su hermano o a su compañero que canta; o esos numerosos niños de Franz Hals y de Le Nain que tocan la flauta43. En la calle, los chiquillos del pueblo, más o menos 41 T hom as Morley, citado en F. W a ts o n , T h e English grammar schools to 1660, 1907, p. 216. 42 Franz Hals, Niños músicos, Kassel; G e r s o n , tomo 1, p. 167. 43 Franz H als, Berlín. Le N ain, D etro it; la carreta, del Louvre.

harapientos,, escuchan ávidamente la zanfonía de un ciego es­ capado de un patio de Monipodio: tema del pordioseo, muy difundido en el siglo xvn 44. Un lienzo holandés de Vinckelbaons 45 merece especial atención debido a un detalle significa­ tivo del nuevo sentimiento de la infancia: como en otras pin­ turas semejantes, un hombre toca la zanfonía ante un auditorio infantil; la escena ha sido representada en el instante en que los chiquillos acuden rápidamente al son del instrumento; uno de ellos, demasiado pequeño, no ha podido seguir el movimien­ to. Entonces su padre lo toma en brazos y rápidamente alcanza al auditorio, con el fin de que el niño no pierda nada de la fiesta: el niño, alegre, tiende sus brazos hacia el músico. En la práctica de la danza se observa la misma precoci­ dad: ya vimos cómo Luis X III, a los tres años, bailaba la gallarda, la zarabanda y la antigua bourrée. Comparemos un lienzo de Le N ain46 con un grabado de Guérard 47: hay entre ellos aproximadamente medio siglo de diferencia, pero las cos­ tumbres a este respecto no han cambiado tanto durante ese intervalo, y el arte del grabado es más bien conservador. En el de Le Nain vemos un corro de niñas y niños, y uno de estos últimos usa todavía la saya con lazos. Dos .niñas hacen un puente-'alzando y*"juntando sus manos, y todo el grupo pasa por debajo. El,grabado de Guérard representa también un corro, pero son los adultos quienes lo guían, y una de las mujeres jóvenes salta en el aire, como una chiquilla que saltase a la cuerda. Casi no existen diferencias entre el baile de los niños y el de los adultos: más adelante, el baile de los adultos se transformará y se limitará definitivamente, con el vals, a la pareja sola. Las antiguas danzas colectivas, abandonadas por la ciudad y por la corte, por la burguesía y la nobleza, subsis­ tirán aún en las aldeas, en donde las descubrirán los folkloris­ tas modernos, y en los corros infantiles del siglo xix, unos y otros, por otra parte, en trance de desaparición actualmente. No se puede separar del baile las representaciones dramá­ ticas: el baile era entonces más colectivo y se distinguía menos 44 Brouwer, Hombre que toca la zanforía rodeado de niños, Harlem, reproducido en W. v o n B o d e , p. 29, Estudio de Georges de La Tour, exposición París, Orangerie, 1958, n.° 75. 45 Vinckelbaons (1576-1629) reproducido en B e r n d t , n.° 942. 46 Le Nain, reproducido en P. Fierens, Le Nain, 1933, lám. XCIII. 47 N. G uérard, grabado, G abinete de Estampas, B. N., París, Ee 3 in f.°.

del ballet que nuestros bailes modernos de parejas. Conocemos, gracias al diario de Heroard^ la afición de los contemporáneos de Luis XIII por el baile, el ballet y la comedla, géneros aún bastante parecidos: se representaba un papel en el ballet como se bailaba en un baile (la semejanza de los dos términos es significativa: el mismo vocablo se ha desdoblado después, el baile se ha reservado a los aficionados y el ballet a los profe­ sionales). Había ballets en las comedias, incluso en el teatro escolar de los colegios de jesuítas, En la corte de Luis X III, los autores y los actores se contrataban allí mismo entre los hidalgos, pero también- entre los lacayos y los soldados; los niños también actuaban y asistían a las representaciones. ¿Se trataba de una práctica de la corte? No, más bien de una práctica común. Un texto de Sorel 45 nos demuestra que en las aldeas nunca dejaron de representarse las obras dramá­ ticas, bastante comparables a los antiguos misterios, a las Pa­ siones actuales de Europa central. «Yo pienso que él habría tenido — dice Ariste, a quien aburrían los actores profesiona­ les— mucha satisfacción si hubiera visto como yo a todos los chicos de una aldea [¿y no las chicas?] representar la tragedia del rico avaro en un teatro, sobre un escenario más alto que los tejados de las casas, por donde todos los personajes daban siete u ocho vueltas por parejas para mostrarse antes de que comenzara la representación, como los personajes de un reloj.» «... Me alegré tanto de ver una vez más la representación de la historia del Hijo Pródigo y la de Nabucodonosor, luego los Amores de Medoro y Angélica, y la bajada de Radamonte a los infiernos, con actores de tales características.» El portavoz de Sorel ironiza y tiene poco aprecio por esos espectáculos popu­ lares. Casi en todas partes, los textos y la dirección estaban determinados por la tradición oral. En el País Vasco esta tradi­ ción fue establecida antes de la desaparición de las representa­ ciones dramáticas. A finales del siglo x v m y a principios del xix se escribieron y publicaron «pastorales vascas» cuyos temas pertenecen simultáneamente a las novelas de caballería y a las pastorales del Renacimiento49. Los juegos reunían, como la música y la danza, a toda la 48 Charles 417. 49 L a r c h é

S orel, de

La Maison des Jeux, 2 vols., 1642, tomo

L a n g u is,

I, p p .

autor de Pastorales basques, hacia 1769.

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colectividad y mezclaban a las edades, tanto las de los actores como las de los espectadores, A continuación nos interrogaremos acerca de la actitud moral tradicional con respecto a esas representaciones que tan­ ta importancia tenían en las antiguas sociedades. Esta actitud se nos manifiesta con dos aspectos contradictorios. Por una parte, todas las representaciones estaban admitidas, sin reser­ vas ni discriminación, por la mayoría. Por otra, y al mismo tiempo, una poderosa e ilustrada minoría de rigoristas las con­ denaba todas, poco más o menos, de forma igualmente abso­ luta, y denunciaba su inmoralidad, sin admitir casi ninguna excepción. La indiferencia moral de la mayoría y la intoleran­ cia de una élite educadora coexistieron durante mucho tiem­ po: durante los siglos xvn y xvn se estableció un compromiso que anunciaba la actitud moderna con respecto al juego, fun­ damentalmente diferente de la antigua. Lo cual nos interesa para nuestro tema, porque también manífesta el sentimiento nuevo de la infancia: un interés, antes desconocido, en preser­ var su moralidad,. y también en educarlo, prohibiéndole los juegos clasificados en lo sucesivo como nocivos y recomendán­ dole los juegos reconocidos en adelante como buenos. La estima en que se tenían aún en el siglo xvn los juegos de azar nos permite evaluar la amplitud de esta indiferencia moral. Nosotros consideramos hoy día los juegos de azar como sospechosos, peligrosos, y la ganancia del juego como el menos moral y confesable de los ingresos. Seguimos practicando esos juegos de azar, pero con sentimiento de culpa. No sucedía aún esto en el siglo xvn: este sentimiento de culpabilidad moderno procede de la moralización a fondo que transformó la sociedad del siglo xix en una sociedad de «bienpensantes». La Fortune des gens de qualité et des gentilshommes particuliers 50 es una colección de consejos para hacer carrera destinados a los hidalgos jóvenes. Sin duda alguna, su autor, el mariscal De Caillére, no tenía nada de aventurero; a él se debe una bibliografía edificante del P. Ange de Joyeuse, el fraile santo miembro de la Liga; si no era devoto, al menos era piadoso; en resumen: sin ninguna originalidad ni talento. Sus declaraciones reflejan, pues, una opinión común en 1661, fecha de la edición de su libro, entre la gente bien. Por eso, 50 Mariscal d e C a i l l i é r e , La Fortune des gens de qualité et des gentilshommes particuliers, 1661.

no cesaba de prevenir a los jóvenes contra el vicio: si éste es el enemigo de la virtud, lo es igualmente de la fortuna, ya que no se puede poseerla una sin la otra: «El joven vicioso deja escapar las ocasionesde agradar a su Maestro por las ventanas del burdel y de la taberna.» El lector del siglo X X que recorra con la vista un poco cansada esos tópicos de sorprenderá cuando ese moralista puntilloso desarrolle sus ideas sobre la utilidad social de los juegos de azar. «Si un Par­ ticular [abreviatura de hidalgo particular, opuesto a gente de calidad, es decir, hidalgüelo, más o menos menesteroso] debe jugar a los juegos de azar y cómo debe hacerlo», es el títu­ lo de un capítulo. Pero eso no es tan evidente: el mariscal reconoce que los moralistas profesionales, los clérigos, con­ denan el juego tajantemente. Eso podría incomodar a nuestro autor, y de todas maneras le obliga a explicarse detenida­ mente. Él tiene otra idea, fiel a la opinión antigua de los laicos, y se esfuerza en justificarla moralmente: «No será im­ posible probar que [el juego] puede ser más útil que perjudi­ cial si se produce en las circunstancias que le son indispen­ sables,» «Yo digo que el juego es tan peligroso para un hombre de calidad (es •decir, para un rico hidalgo) como útil para un Particular (es decir, para un hidalgo-menesteroso). El primexQ¿ arriesga mucho porque es rico; él otro"ñó'' arriesga nada porqué" no lo es, y, sin embargo, un Particular puede esperar de la Fortuna del juego tanto como un gran señor.» El uno puede perderlo todo, el otro ganarlo todo: ¡extraña distinción moral! Mas el juego, según Cailliére, presenta otras ventajas ade­ más de la del lucro: «Yo siempre he considerado que la pasión por el juego era un beneficio de la Naturaleza, cuya utilidad he reconocido.» «Yo establezco como base que a nosotros nos gusta por naturaleza.» «Los juegos que requieren ejercicio (que nosotros trataríamos de recomendar hoy día) son dignos de verse, pero no aptos para ganar dinero.» Y este autor es­ pecifica: «Me refiero a las cartas y los dados.» He oído decir a un jugador prudente, que había ganado una fortuna muy considerable en el juego, que para hacer de los juegos un arte, él no había encontrado otro secreto ,sino el de domeñar su pasión y proponerse este ejercicio como una profesión para ganar el dinero.» Que el jugador no se inquiete: la mala suerte no le sorprenderá desprevenido: un jugador siempre encuentra quien le preste mejor «que un buen comerciante». «Además,

este ejercicio permite a los Particulares introducirse en las mejores compañías, y un hombre hábil puede obtener impor­ tantes ventajas si sabe aprovecharlas... Conozco a personas que no tienen más ingresos que una baraja y tres dados, que subsisten en el mundo con más brillo que los señores de pro­ vincias. con sus grandes posesiones [pero sin dinero contante].» El excelente mariscal concluye con- esta opinión sorprendente hoy día para nuestra moral: «Aconsejo a un hombre que co­ nozca los juegos, y a quien le gusten, que arriesgue su dinero, pues como tiene poco que perder, no arriesga gran cosa y puede ganar mucho.» Para el biógrafo del P. Ange, el juego no sólo se convierte en una diversión, sino que es un estado, un medio de hacer fortuna y de mantener relaciones, medio perfectamente honorable. Cailliére no es el único que piensa así. El caballero de Méré, a quien se presenta como el tipo perfecto de hombre de mundo, del hombre honrado, según el gusto de la época, se expresa de la misma manera en Suite du Commerce du M onde51. «Observo además que el juego produce buenos resultados cuan­ do uno se conduce como un hombre hábil y de buen talante: así es como se logra el acceso a todas partes donde se juega, --y. los;príncipes ’sV aburrirían frecuentemente si no sé -divirtiéi-aíí jugando.» Ese autor cita ejemplos importantes: Luis X III (quien siendo niño había ganado una turquesa al billar), Richelieu «que se distraía con la esgrima», Mazarino, Luis XIV y «su ma­ dre, la Reina [que] no hacía más que jugar o rogar a Dios». «Cualquiera que sea el mérito de una persona, sería difícil alcan­ zar una gran notoriedad sin que la alta sociedad y el juego abran de par en par las puertas de entrada. Es incluso una excelente garantía el estar frecuentemente en buena compañía sin decir nada, y especialmente cuando uno lo hace como hombre ga­ lante», es decir, evitando «la extravagancia», «el capricho» y la superstición. «Es preciso jugar como un hombre honrado y con­ formarse tanto en perder como en ganar, sin que se reconozca en sus facciones o en su manera de proceder lo uno ni lo otro.» No obstante, era menester poner cuidado en no arruinar a sus amigos, pues, por más que se razonase, «nos queda siempre un resentimiento contra los que nos han arruinado». 31 M éré, Oeuvres, ed. Ch. Boudhors, 3 vols., 1930.

51 los juegos de azar no ocasionaban ninguna reprobación moral, no había ninguna razón para prohibírselos a los niños: de ahí esas innumerables escenas que el arte nos ha conservado hasta nuestros días de niños jugando a las cartas, a los dados, al chaquete, etc. Los diálogos escolares que servían a los alum­ nos simultáneamente como manuales de urbanidad y como voca­ bulario latino, admiten a veces los juegos de azar, si no siempre con entusiasmo, al menos como una práctica muy difundida. El español Vives 52 se contenta con dar algunas reglas para evitar los excesos: dice cuándo hay que jugar, con quién (evitar a los pendencieros), a qué juego, qué apostar: «La apuesta no debe ser mínima, eso es algo absurdo, y de ello se harta uno en se­ guida; pero tampoco debe ser tan importante como para que perturbe la razón del que juega»; «de qué modo», es decir, como buen jugador, y cuánto tiempo. Incluso en las instituciones escolares, lugares de la morali­ zación más eficaz, los juegos de dinero persistieron durante mu­ cho tiempo, a pesar de la aversión de los educadores. A princi­ pios del siglo xvm , los reglamentos del colegio de los oratorianos de Troyes especifican: «No se jugará por dinero, a no ser que sea poca cantidad y con autorización.» El universitario moderno que comenta este texto en 1880, agrega, un poco desconcertado por esas costumbres tan ajenas a los principios de educación de su tiempo: «Prácticamente era autorizar el juego con dinero.» Por lo menos, era resignarse a ello53. Aún hacia 1830, en las public schools inglesas se jugaba abiertamente a las loterías y se apostaba mucho. El autor de Tom Brown’s school days evoca la fiebre de las apuestas y del juego que provocaba en esa época el Derby entre los alumnos de Rugby: la reforma del doctor Arnold eliminó posteriormente de la escuela inglesa las antiguas prácticas', antaño admitidas con indiferencia y en lo sucesivo consideradas inmorales y viciosas 54. Desde el siglo xvn hasta nuestros días, la actitud moral con respecto a los juegos de azar evolucionó de manera bastante compleja. Si bien se difundió el sentimiento de que el juego de azar es una pasión peligrosa, un vicio grave, la práctica tendió a transformar algunos de ellos reduciendo la parte del 52 Vives, Dialogues, trad. francesa de 1571. a G. C a r r t , Les Éléves de Vancien collége de Troyes, en las M ém oires de la Société Academ ique de l’A ube, 1881. 54 Thom as H u g h e s , Tom B ro w n ’s school days, 1857.

azar (que siguió persistiendo), a expensas del cálculo y del es­ fuerzo intelectual del jugador, de suerte que ciertos juegos de cartas o de ajedrez fueron saliéndose cada vez más de la condena sin apelación posible que afectaba al principio del juego de azar. Otra diversión siguió una evolución diferente: la danza. Ya vimos que la danza colectiva de niños y adultos ocupaba un lugar de gran importancia en la vida cotidiana. Hoy día, eso debería chocar menos con nuestro sentido moral que la práctica general de los juegos de azar- Sabemos que hasta los monjes bailaban si se presentaba la ocasión, sin que la opinión se es­ candalizara, por lo menos antes del movimiento de Reforma de las comunidades religiosas del siglo xvn. Conocemos el estilo de yida de la abadía de Maubuisson, a principios del siglo x v i i , cuando la madre Angélique Arnauld vino a reformarla. Era poco edificante, pero no necesariamente escandaloso: era dema­ siado mundano. «En verano — nos dice L. Cognet, citando a la madre Angélique de Saint-Jean, biógrafa de su hermana 53— , cuando hacía buen tiempo, después de haber rezado rápidamente las vísperas, la priora llevaba la comunidad a pasear a los es­ tanques que se hallaban en el camino de París, a donde acudían frecuentemente los monjes de Saint-Martin de Pontoise, que vivían cerca, a bailar con las religiosas, y eso con la misma libertad con que se haría en el mundo, donde no habría nada que criticar.» Esos bailes de monjes y monjas indignaban a la madre Angélique de Saint-Jean (y preciso es reconocer que no correspondían al carácter de la vida conventual), pero no es­ candalizaban a la opinión pública como nos chocaría hoy día que los religiosos y religiosas bailaran por parejas, abrazados, como lo exigen los bailes modernos. Se puede admitir que esos reli­ giosos no tenían mucho sentimiento de culpa. Las costumbres tradicionales permitían los bailes de clérigos en ciertas ocasio­ nes. Así en Auxerre56, el nuevo canónigo hacía don a los feli­ greses, por el feliz acontecimiento de su llegada, de un balón que servía para un gran juego colectivo. El balón — o soule— era un juego colectivo entre-dos equipos, solteros contra casa­ dos, una parroquia contra la otra. En Auxerre, la fiesta comen­ zaba con el canto de Victimae laudes Paschali, y se terminaba con una danza que bailaban todos los canónigos. Los historia­ 53 L, C o c n e t , La M ere A ngélique et saint Frartfois de Sales, 1951, p. 28, 56 J.-J, JüSSERAND, op. CÍt.

dores nos informan que esta costumbre, que remonta al si­ glo xiv, existía aún en el siglo x v m . Es probable que los par­ tidarios de la reforma tridentina vieran este baile con tan. malos ojos como la madre Angélique de Saint-Jean las danzas de las monjas de Maubuisson con los padres dé Pontoise: era otra época con otro sentido de lo profano. Las danzas tradicionales no tenían en el siglo xvn el carácter sexual que revelaron mucho más tarde, durante los siglos xix y xx. Existían incluso danzas de las nodrizas, en la cual las amas de cría llevaban a los niños de pecho en sus brazos 57. Para ilustrar la indiferencia de la antigua sociedad con res­ pecto a la moralidad de las diversiones, la práctica generalizada de la danza .no tiene la misma significación que la de los juegos de azar. Por el contrario, la primera permite evaluar mejor el rigor de la intolerancia de las élites reformadoras. En la sociedad del Antiguo Régimen, el juego bajo todas sus formas (física, de sociedad, de azar), ocupaba un lugar privile­ giado que han perdido en nuestras sociedades técnicas, pero que encontramos aún hoy día en las sociedades primitivas o arcaicas58. Ahora bien, a esta pasión que agitaba todas las eda­ des, todas las condiciones, la Iglesia opuso una reprobación absoluta, y con la Iglesia, los laicos fervientes partidarios de rígor y 'd e ordené quiénes se esforzaron igualmente en domeñar una masa aún salvaje, en civilizar las costumbres todavía pri­ mitivas. La Iglesia medieval condenaba también toda clase de juegos, sin excepción ni reserva, particularmente en las comunidades de clérigos becarios, las cuales dieron origen a los colegios y universidades del Antiguo Régimen. Sus estatutos nos dan una idea de esta intransigencia. Al leerlos, el historiador inglés de las universidades medievales, H. R ashdall59, se quedó sorprendi, do de la proscripción general de distracciones, de la resistencia a admitir que hubiera diversiones inocentes, en escuelas a las que asistían principalmente muchachos entre los diez y los quince años. Se condenaba la inmoralidad de los juegos de azar, la indecencia de los juegos de sociedad, de la comedia o de la 57 Este baile se llam aba la danza-karrik. Inform ación sum inistrada por la señora Gil Reicher. 54 R. C a i l l o i s , Quatre essais de sociologie contemporaine, 1951. 39 H. R ashdall, The Universities of Europe in the middle ages, 1895, reed. F. M. Powicke y A. B. E m den, 3 vols., O xford, 1936.

danza, la brutalidad de los juegos físicos que, efectivamente, debían degenerar frecuentemente en reyertas. Los estatutos de los colegios fueron redactados para limitar tanto los pretextos de diversión como los riesgos de delito. A fortiori, la prohibición era categórica y rigurosa para los religiosos, a quienes el decreto del Concilio de Sens de 1485 prohibía jugar a la pelota, sobre todo en sotana y en público; verdad es que en el siglo xv, sin jubón o sin túnica, y con calzas desabrochadas, se quedaba uno casi desnudo. Le da a uno la impresión de que la Iglesia, incapaz aún de domeñar a los laicos, dedicados a los juegos tumultuosos, preservaba a sus clérigos prohibiéndoles completamente la prác­ tica del juego: extraordinario contraste de modos de vida..., si la prohibición hubiera sido realmente respetada. He aquí, por ejemplo, cómo el reglamento interior del colegio de Narbonne60 Considera, en su redacción de 1379, los jueg&s de sus becarios: «Que en la casa nadie juegue a la pelota o a la cachava (especie de hockey) o a otros juegos peligrosos (insultuosos), bajo pena de seis deniers * de multa, ni a los dados, ni a ningún juego de dinero, ni a las partidas de mesa (comessationes: comilonas), bajo multa de diez sous (perras chicas).» £1 juego y la franca­ chela están colocados al mismo nivel. Entonces ¿no hay nunca descanso? «Sólo se permitiría algunas veces y raramente [iqué precaución!, y con qué rapidez’hafeía 'que aprovecharla... ¡Es, en el fondo, la puerta entreabierta a todos los excesos condena­ dos í] a juegos honestos o recreativos [es difícil imaginárselos, pues incluso el de la pelota está prohibido; ¿quizás los juegos de sociedad?] jugándose media azumbre o un cuartillo de vino, o frutas, y con tal que eso se haga sin ruido y que no sea habi­ tualmente (sine mora). En el colegio de Seez, en 147761: «Ordenamos que nadie juegue a los dados, ni a otros juegos de poca probidad o prohi­ bidos, ni siquiera a los juegos admitidos, como la pelota, princi­ palmente en las dependencias comunes [es decir, el claustro, o la sala común que servía de refectorio] y si se practican en otros lugares, que sea pocas veces (non nimis continué).» En la bula del cardenal de Amboise, fundador del colegio de Montaigu 40 F é u b ie n , V, p. 662. * Denier: antigua moneda francesa que valía 1:240 de la libra de plata. 61 F é u b ie n , V, p. 689.

en 1501, hay un capítulo titulado: de exercitio corporali62. ¿Qué significa esa frase? El texto comienza con una observación ge­ neral más bien ambigua: «El ejercicio corporal parece de poca utilidad cuando está mezclado con los estudios espirituales y ios ejercicios religiosos; por el contrario, dicho ejercicio aporta un desarrollo importante de la salud cuando se realiza alternativa­ mente con los estudios teóricos y científicos.» Pero,- en realidad, lo que entendía el redactor por ejercicios corporales era, no tanto los j'uegos, como los trabajos manuales, en oposición a los trabajos intelectuales, y concede el primer rango a las faenas domésticas, a las cuales se reconoce también una función de reposo: la cocina, la limpieza, el servicio de mesa. «En todos los ejercicios arriba mencionados [es decir, en esas faenas do­ mésticas] , nunca olvidará nadie el ser lo más rápido y vigoroso posible.» Los juegos sólo se permitían después de las faenas y ¡con cuantas reservas! «Cuando el Padre [el jefe de la comuni­ dad] estime que las mentes cansadas por el trabajo y el estudio deben descansar mediante la recreación, los tolerará (indulgebit).» Ciertos juegos estaban permitidos en los locales comunes, los juegos honestos, que no cansasen ni fueran peligrosos. En Montaigu había dos grupos de estudiantes, los becarios, a quie­ nes se les denominaba, como en otras instituciones, pauperes, y los internos, que pagaban una pensión. Esos dos grupos vivían separados, -Estaba previsto que los becarios debían jugar du­ rante menos tiempo y únenos frecuentemente que sus camara­ das: probablemente porque tenían la obligación de ser mejores y, por lo tanto, menos distraídos: La reforma de la Universidad de París de 145263, inspirada ya por un deseo de disciplina moderna, persiste en mantener el rigor tradicional: «Los maes­ tros [de los colegios] no permitirán a sus alumnos, durante las fiestas de los oficios o en otras partes, bailar danzas inmora­ les y deshonestas, llevar trajes indecentes y laicos [traje corto, sin túnica]. En cambio, les permitirán jugar honrada y agrada­ blemente, para aliviar el trabajo y como justo reposo,» «No les permitirán, durante esas fiestas, beber en la ciudad, ni ir de casa en casa.» El reformador se refiere a las salutaciones de puerta en puerta, acompañadas de colectas, que la tradición permitía a la juventud durante las fiestas estacionales. En uno e F é u b ie n , V, p . 721. Publicado en T h é r y , 2 vols., t, II. 63

Histoire de l'éducation en F ranee, 1858,

de sus diálogos escolares, Vives resude de esta manera la situa­ ción en París durante el siglo xVi w: «Éntre los alumnos, sólo se juega a la pelota durante los recreos, pero algunas veces sé juega en secreto a las cartas y al ajedrez, los niños a los caba­ llos y, los más traviesos, a los dados.» De hecho, tanto los alumnos como los demás chicos, no tenían ningún problema en frecuentar las tabernas, los garitos, en jugar a los dados o en bailar. El rigor de las prohibiciones no aminoró nunca, a pesar de su ineficacia: tenacidad sorprendente para nuestra menta­ lidad de hombres-modernos, más preocupados por la eficacia que por el principio. Los funcionarios de justicia y de policía, juristas amantes del orden y de la buena administración, de la disciplina y la autoridad, defendían la acción de los maestros de escuela y de los clérigos. Durante siglos se sucedieron s.in interrupción las ordenanzas que impedían a los estudiantes el acceso a las salas de juego. Se alegan aún en el siglo xvm , como es el caso del siguiente bando del lugarteniente general de policía de Moulins del 27 de marzo de 1752, de la que se conserva en el museo de Artes et Tradiciones Populares el cartel impreso destinado a ser fijado en público: «Se prohíbe a los encargados de los juegos de pelota y de billar dejar jugar durante las horas de clase, y a los que regentan los juegos de bochas, de bolos y otros, dejar jugar en los equipos a los estudiantes ni a los criados.» Se puede observar la identificación de los criados con los estudiantes; en efecto, ambos tenían frecuentemente ía misma edad y se temía también su turbulencia y la falta de dominio de sí mismos. Las bochas y los bolos, hoy día diversiones tranquilas, provo­ caban tales peleas que los magistrados de policía los prohibieron a veces totalmente, durante los siglos xvi y xvn, tratando de extender a toda la sociedad las restricciones que los eclesiásticos deseaban imponer a los hombres cultos y a los escolares. Esos paladines del orden moral colocaban prácticamente los juegos entre las actividades casi delictivas, como la embriaguez, la prostitución, que en último caso se podía tolerar, pero convenía prohibirlas al menor exceso. Sin embargo, esta actitud de total reprobación se modifica en el transcurso del siglo xvn, principalmente bajo la influencia de los jesuitas. Ya los humanistas del Renacimiento habían perw

V

iv e s,

Dialogues, ver nota 52.

cibido en su reacción antiescolástica las posibilidades educativas de los juegos. Pero fueron los colegios de jesuítas los que impu­ sieron poco a poco a la gente honrada y de orden, una opinión menos radical con respecto a los juegos. Los Padres entendieron desde el principio que no era posible, ni incluso deseable, su­ primirlos ni reducirlos con algunas tolerancias, precarias y ver­ gonzosas. Ellos se propusieron, al contrario, asimilarlos, intro­ ducirlos oficialmente en sus programas y reglamentos, a reserva de seleccionarlos, regularlos, controlarlos. Al quedar disciplina­ das, las diversiones reconocidas como buenas fueron admitidas, recomendadas y consideradas en lo sucesivo como medios de educación tan estimables como los estudios. De esta manera se cesó, no solamente de denunciar la inmoralidad de la danza, sino que se enseñó a bailar en los colegios, porque- la danza, al armonizar los movimientos del cuerpo, evitaba la torpeza y daba destreza, porte, «buena apostura». Del mismo modo, se introdujo en los colegios la comedia que los moralistas del si­ glo xvn perseguían y condenaban. Los jesuitas comenzaron con diálogos en latín sobre temas sacros y luego pasaron al teatro francés sobre temas profanos. Se toleraron incluso los ballets, a pesar de la oposición de las autoridades de la Compañía: «La afición a la danza — afirma el padre Dainville65— , tan vehemen-^ te entre los contemporáneos del Rey Sol, quien fundó en 1669' la Academia de la Danza, prevaleció sobre los ucases de los pa­ dres generales. Después de 1650, no había tragedia que no es­ tuviera entrecortada con las entradas de un ballet.» Un álbum grabado de Crispín de Pos, fechado en 1602, re­ presenta varias escenas de la vida escolar en un colegio «en tierra de bátavos». Se reconocen las aulas, la biblioteca, así como la lección de danza, las partidas de pelota y de balón Surgió, pues, un sentimiento, nuevo: la educación adoptó los juegos que hasta entonces había proscrito o tolerados como un mal menor. Los jesuitas editaron en latín tratados de gimnasia donde se daban las reglas de los juegos recomendados. Se ad­ mitió cada vez más fácilmente la necesidad de los ejercicios físicos; Fénelon afirma: «Los [juegos] que más aprecian ellos [los niños] son aquellos en los que el cuerpo está en movimiento; los niños están contentos con tal de moverse.» Los médicos del Entre Nous, 1958, 2. 66 A cadem ia siue speculum vitae scolasticae, 1602. 65 F . d e D a i n v i l l e .

siglo x v i i i 67 inventaron, a partir de los antiguos «juegos de ejercicio», de la gimnasia latina de los jesuítas, una técnica nueva de'higiene del cuerpo: la cultura física. En el Traite de Véducation des enjants, de 1722, de Crousez, catedrático de filo­ sofía "y matemáticas en Lausana, se lee: «Es preciso que el cuerpo humano se agite mucho mientras está creciendo... Yo creo que hay que preferir los juegos de ejercicio a los otros.» La Gymnastique médicale et chirurgicale, de Tissot, recomienda los juegos físicos, que -son los mejores ejercicios: «Se ejercitan simultáneamente todas las partes del cuerpo [...] sin contar que la acción de los pulmones aumenta sin cesar con los gritos de los jugadores.» A finales del siglo x v i i i , los juegos de ejerci­ cios recibieron otra justificación, patriótica esta vez: preparaban a la guerra. Todo el mundo se dio cuenta de los servicios que la educación física podía prestar á la instrucción militar. Era la época en que el adiestramiento del soldado se tornaba una técnica casi erudita, la. época también en que brotaban los na­ cionalismos modernos. Se estableció un parentesco entre los jue­ gos educativos de los jesuítas, la gimnasia de los médicos, la instrucción de los soldados y las necesidades del patriotismo. Bajo el Consulado *, aparece la Gymnastique de la Jeunesse, o Traité élémentaire des jeux d'exercices considérés sous le rapport ^ é —leur ' utiliié ■physique et mor ale. Los autores, Duvrvier y Jauffret, escriben sin artificio: el ejercicio militar es «el que, entre todos los ejercicios, ha constituido la base [la base de la gimnasia] en todas las épocas, del que dependen los otros, es­ pecialmente en la época (año XI) ** y en el país donde escri­ bimos». «Comprometidos por anticipado en la defensa común por la naturaleza y el espíritu de nuestra constitución, nuestros hijos son soldados antes de que nazcan,» «Todo lo militar respira un no sé qué de grande y de noble que eleva al hombre por encima de sí mismo.» Así, bajo las influencias sucesivas de los pedagogos huma­ nistas, de los médicos de la Ilustración y de los primeros nacio­ nalistas, se pasa de los juegos violentos y sospechosos de las 67 J . - J .

JUSSERAND, op. CÍt.

* Consulado: Se refiere al gobierno de los cónsules, instituido por la Cons.titución del VIII Año de La Revolución Francesa, y com prende desde 1799 hasta 1804. (N del T.J ** Equivale a 1803 del calendario gregoriano.

costumbres antiguas*, a la gimnasia y a la preparación militar, de los altercados populares a las sociedades de gimnasia.

Esta evolución ha sido impuesta con miras de velar por la moral, la salud y el bien común. Otra evolución paralela a ésta especializó» según la edad o la condición, los juegos que al principio eran comunes a toda la sociedad, Daniel’ Mornet, en su Historia de la literatura clásica 63 decía a propósito de los juegos de sociedad: «Cuando los jóvenes de la burguesía de mi generación [D. M. nació en 1878] jugaban a los “juegos de sociedad” en las reuniones de baile que se celebraban por la mañana en casa de sus familiares, generalmente no sospechaban que esos juegos, más numerosos y complicados, habían sido, doscientos cincuenta años antes, la delicia de la alta sociedad.» iMucho más que doscientos cincuenta añosí Desde el siglo xv, asistimos, en las reuniones de la duquesa de Borgoña69, a una partida de «papeletas»: una dama, sentada, tiene en sus rodillas una canasta, en la que los jóvenes depositan las papeletas. A finales de la Edad Media, los juegos-partidas, los juegos de poemas (jeux á vendre) estaban muy de moda. «Una dam a proponía a un caballero (o un caballero a una dama), el nombre de una flor, de un objeto cualquiera, y la persona así interpelada debía, al instante y sin titubear, respon­ der con una galantería o con un epigrama que rimase.» El editor moderno de Christíne de Pisan nos describe así la regla del juego, porque Christíne de Pisan compuso sesenta juegos de poemas70. Por ejemplo: Je vous vens la passerose Belle, dire ne vous ose. Comment Amour vers vous me tire Si Tapercevez tant sans diré *.

Histoire de la littérature classique, 1940, p. 120,. 69 Ver nota. n.° 11. 70 Christíne d e P is a h , Oeuvrés poétiques, publicadas por M . Roy, 1886, pp, 34, 188, 196, 205. * [Os vendo la malvarrosa, / no me atrevo a decir que sois bella. / Cómo el Amor me atrae hacia vos, / sin que os lo diga espero que lo sabréis.]' 63 D , M o r n e t ,

Esos juegos eran propios, claro está, de las distracciones de la corte. Luego pasaron a la canción popular y a los juegos in­ fantiles: el juego del canastillo (de las prendas) que, como ya sabemos, divertía a Luis X III cuando tenía tres años. Pero no habían sido abandonados por los adultos o por los jóvenes sa­ lidos de la infancia desde hacía tiempo. Una lámina de Épinal del siglo xix representa aún los mismos juegos, pero se titula «juegos de antaño», lo que indica que estaban pasados de moda, que se volvían provincianos, quizás, incluso infantiles o popu­ lares: adivina quién te dio, el juego del silbato, el cuchillo en el jarro de agua, el escondite, el juego de las prendas, el hombre­ cillo sin risa, la gallina ciega, el sopla, el vivo te lo doy, el nido de amor, el cara larga, el interrogatorio, el beso bajo el candelabro, la cuna de amor. Unos se convertían en juegos de niños, otros conservarán el carácter ambiguo y poco inocente a causa del cual fueron condenados antaño por los moralistas, incluso por algunos que no eran tan rigurosos, como Erasmo 71. L a M aison des Jeux, de Sorel, nos permite captar esta evo­ lución en un momento interesante, en la primera mitad del siglo x v i i 72. Sorel distingue entre juegos de sociedad, los «juegos de ejercicio» y «juegos de azar». Estos últimos son «comunes a toda clase de personas y son practicados tanto por los lacayos como por los señores [...] tan fáciles para los ignorantes y toscos como para los eruditos e ingeniosos». Los juegos de sociedad son, por el contrario, «juegos de ingenio y de conver­ sación». En principio, dichos juegos «sólo pueden agradar a las personas de buena condición, nutridas de cortesía y de galan­ tería, dotadas de ingenio para elaborar discursos y réplicas llenas de juicio y de saber, y que no podrían ser realizados por otras personas». Ésta es, por lo menos, la opinión de Sorel, lo que él quisiera hacer con los juegos de sociedad. En realidad, en esta época, dichos juegos eran también practicados por los niños y el pueblo, por los «ignorantes y toscos». Sorel lo reconoce. «Podemos denominar juegos de niños a los primeros juegos.» «Hay algunos que son de ejercicios» (vilorta, peonza, escaleras, pelota, volante, «tratar de agarrarse ya sea con los ojos abiertos o con los ojos vendados»). No obstante, «hay otros que depen­ den algo más del ingenio», y el autor da como ejemplo los 71 E r a s me, Le María ge chrétien, ed. cit. 72 Ch. S o r e l , La Maison des Jeux, 1642, 2 vols.

«diálogos rimados», los juegos de poemas de Christíne'de Pisan, que seguían divirtiendo a niños y grandes. Sorel intuye el origen antiguo de esos juegos: «Esos juegos de niños en los que hay algunas palabras que riman [por ejemplo, el juego del canastillo] poseen comúnmente un lenguaje muy antiguo y muy sencillo, tomado de alguna historia o novela de siglos pasados, lo que muestra cómo la gente se divertía antaño con una inocente representación de lo sucedido a los caballeros o a las damas de alcurnia. Finalmente, Sorel observa que esos juegos de niños son también los de los adultos de las clases populares, observación que tiene para nosotros gran importancia: «Como se trata de juegos de niños, sirven igualmente a las personas rústicas cuyo entendimiento no está mucho más desarrollado en este tema.» Sin embargo, a comienzos del siglo xvn, Sorel tiene que reco­ nocer que «algunas veces las personas de alta posición social jugaban a esos juegos, como entretenimiento», y la opinión común no se opone a ello: esos juegos para todos, es decir, co­ munes a todas las edades y condiciones, «son recomendables por el buen empleo que siempre se ha hecho de ellos» [...] «Hay ciertas formas de juego en las que la mente no trabaja mucho, de tal manera que incluso la gente muy joven puede -.ejercitarse en. ellos, aunque, en efecto, personas de edad y muy serias jueguen también casualmente,» Esta situación de antes ya no es admitida por todos. En La Maison des Jeux, Ariste considera esas diversiones de niños y de villanos, indignas de un hombre honrado. Al portavoz de Sorel le desagrada pros­ cribirlos de forma tan radical: «Incluso los que parecen infe­ riores pueden ser rehabilitados dándoles otra aplicación que la primera que tuvieron, a la cual sólo me he referido para que sirva de modelo.» Y este autor trata de realzar el nivel intelec­ tual de los «juegos de conservación» que se hacen en el salón. La verdad sea dicha, que el lector moderno se queda perplejo y no puede imaginarse cómo el juego de la morra (en el cual el que dirige el juego muestra uno, dos, tres dedos de la mano y donde los participantes deben repetir al instante exactamente su gesto) es más elevado e ingenioso que el juego de las prendas, abandonado irremediablemente a los niños: su opinión es la misma que la de Ariste, cuyo punto de vista es ya moderno. Sin embargo, le sorprenderá todavía más que un novelista e historiador como Sorel dedique un importante estudio a esas

diversiones y a su revisión: nueva prueba de la importancia de los juegos en las ocupaciones de la antigua sociedad. Se distinguían, pues, en el siglo xvn entre los juegos de adultos y de hidalgos y los de niños y de villanos. La distinción es antigua y remonta a la Edad Media. Pero, a partir del siglo xn, dicha distinción se refería solamente a ciertos juegos, poco nu­ merosos y muy particulares, los juegos caballerescos. Anterior­ mente, antes de la constitución definitiva de la idea de nobleza, los juegos eran comunes a todos, cualquiera que fuese su condi­ ción social. Algunos han conservado durante mucho tiempo ese carácter, Francisco I y Enrique II no desdeñaron la lucha, Enrique II jugaba al balón, lo cual ya no se admitía en el siglo siguiente. Richelieu practicaba el salto en su galería como lo hacía Tristán en la corte del rey Marcos, y Luis XIV jugaba al frontón. Mas, a su vez, en el siglo xviii, la gente de alcurnia abandonó todos esos juegos tradicionales. A partir del siglo x n , ciertos juegos ya estaban reservados a los caballeros73 y precisamente a los adultos. Al lado de la lucha (juego común), el torneo y la sortija eran caballerescos. El acceso a los torneos estaba prohibido a los villanos, y los niños, ni ,aún siendo nobles, tampoco tenían el derecho de participar: por primera vez quizás, esta-costumbre prohibía a los niñosry'a la vez a los villanos, participar en los juegos co­ lectivos. Pór eso, los niños se divirtieron imitando los torneos prohibidos: el calendario del breviario Grimani nos muestra torneos burlescos de niños, entre los cuales se ha creído recono­ cer al futuro Carlos V: los niños se montan en toneles como si fueran corceles. Aparece en esa época la tendencia a que los nobles eviten congeniar con los villanos y distraerse con ellos: tendencia que no logra imponerse del todo, por lo menos hasta que la nobleza desaparezca como función social y sea reemplazada por la bur­ guesía, a partir del siglo x v m . Durante el siglo xvi y principios del xvn, existen numerosos documentos iconográficos que ates­ tiguan la mezcla de condiciones sociales durante las fiestas es­ tacionales; En uno de los diálogos de El cortesano, de Baltasar Castiglione, clásico del siglo xvi, traducido a todos los idiomas, se discute ese tema y nadie está de acuerdo74: «En nuestro 73 j-je vRifes y M arparco , Le Bréviaíre Crimani, 12 vols., 1904-1910. 74 B.

Castiglione,

El Cortesano,

país de Lombardía — afirma el señor Paliavicino en esa época— , no existe esa opinión [de que el cortesano sólo debe jugar con los hidalgos]: al contrario, hay varios hidalgos que, durante las fiestas, bailan todo el día al sol con los campesinos, juegan con ellos a lanzar la barra, luchar, correr y saltar, y yo creo que eso no está mal hecho.» Algunos miembros del grupo protestan; se admite que, si no hay más remedio, el hidalgo puede jugar con los campesinos, con tal que él «gane» sin esfuerzo aparente: el hidalgo debe «casi estar seguro de vencer». «Es cosa desagra­ dable e indigna ver a un hidalgo vencido por un campesino y principalmente en la lucha.» El espíritu deportivo no existía salvo en los juegos caballerescos, y bajo otra forma, inspirada del honor feudal. A fines del siglo xvi, la práctica de los torneos fue abando­ nada. Otros juegos de ejercicio vinieron a reemplazarlos en las asambleas de los jóvenes nobles, en la corte, en las clases de preparación militar de las Academias, donde, durante la primera mitad del siglo x v i i , los hidalgos aprendían el manejo de las armas y la equitación. El estafermo es otro de estos juegos: el jugador, a caballo, apuntaba con su lanza a un blanco móvil de madera, que sustituía el blanco viviente de los antiguos torneos, una cabeza de turco. La sortija: había que ensartar una sortija a la carrera. En el libro de Pluvinel, director de una de esas Acade­ mias, un grabado de Crispín de Pos 75 que representa a Luis X III cuando era niño jugando al estafermo. El autor afirma a propó­ sito del estafermo que este juego equidistaba entre el ímpetu de enfrentarse los unos a los otros (el torneo) y el donaire de la carrera de la sortija». El estudiante de medicina Félix P latter76 relata que en Montpellier, hacia 1550 «el 7 de junio, la nobleza organizó un juego de sortija. Los caballos estaban ricamente caparazonados, cubiertos de tapices y adornados de plumas de todos los colores.» Heroard, en su diario sobre la infancia de Luis X III, da a conocer las carreras de sortijas en el Louvre, en Saint-Germain. «La práctica de correr la sortija se realiza todos los días» [en jubón, y no con arm as], observa el especialista Pluvinel. El estafermo y la sortija sucedían a los torneos, a los juegos caballerescos de la Edad Media y estaban reservados a la nobleza. Ahora bien, ¿qué es lo que ocurrió luego? Hoy día, 75 PJuvinel, con grabados de Crispín de Pos. Gabinete de Estampas, B. N .r París, Ec 35e, in f.'’, fig. 47. 76 Félix et T hom as Platter á M ontpellier, op. cit., p. 132.

esos juegos no han desaparecido del todo, como pudiera creerse; pero no los-encontraremos cerca de los campos de tenis o de los terrenos de golf de los barrios ricos, sino en las ferias, donde se sigue apuntando a las cabezas de turco en el pim-pam-pún, y donde los niños, montados en caballos de palo de los tiovivos, aún pueden correr la sortija. Es todo lo que nos queda de los torneos caballerescos de la Edad Media: juegos de niños y juegos del pueblo. No faltan ejemplos de esta evolución que desplaza insensi­ blemente los juegos antiguos al conservatorio de los juegos in­ fantiles y populares. El aro: a finales de la Edad Media, el aro no pertenecía a los niños, o únicamente a los chiquitos. En un tapiz del siglo x v i77, varios adolescentes juegan al aro; uno de ellos se dispone a lanzarlo con un palo. En un grabado en madera de Jean Leclerc, de finales del siglo xvi, algunos niños ya ma­ yores no se contentan con rodar el aro, manteniendo su movi­ miento con un bastón, sino que además saltan al aro, como a la cuerda; «los mejores — dice la leyenda— saltan al aro» 7S. El aro permitía acrobacias, figuras a veces difíciles. Era bastante conocido entre los jóvenes, lo bastante antiguo también, como para poder utilizarse en danzas tradicionales, como la que nos describe, en 1596 y en Avignon, el estudiante suizo Félix Platter; el martes de Carnaval, las bandas de jóvenes se reúnen disfraza­ dos y «disfrazados de manera diferente de peregrinos, campesi­ nos, marineros, de italianos, de españoles, de alsacianos», o de mujeres, y escoltados por músicos. «Por la tarde [los jóvenes] bailan en la calle la danza de los aros, en la que participaron muchos chicos y chicas de la nobleza, vestidos de blanco y cu­ biertos de joyas. Cada cual bailaba, ondeando un aro blanco y oro. Entraron en la posada, a donde fui para verlos de cerca. Era extraordinario verlos pasar y repasar bajo esos círculos, enros­ cándose, desenrollándose y entrecruzándose con cadencia, al son de los instrumentos.» Danzas semejantes existen aún en el repertorio lugareño de la tierra vasca. En las ciudades, desde finales del siglo x v i i , a lo que parece, el aro había sido ya dejado a los niños: un grabado de Merian79 nos muestra un niñito rodando su aro, como ocurriría durante G o b b e l , op. cií,, 75 L e c l e r c , op. cií.

71

79 p. 58.

II, 196.

Merian, grabado, Gabinete de Estampas. B. N., París, Ec II i» f.°.

iodo el siglo xix y parte del siglo xx. Juguete de todos, acceso­ rio de acrobacia y de danza, en lo sucesivo el aro ya sólo será utilizado por los niños cada vez más chiquitos, hasta su aban­ dono definitivo, pues es verdad, quizás, que un juguete tiene que despertar una comparación con el mundo de los adultos si desea conservar la atención de los niños. Sabemos, según' se dijo al principio de este capítulo, que a Luis X III se le contaban cuentos cuando era niño, los cuentos de Melusina, cuentos de hadas. Pero esos relatos se dirigían asimismo, en esa época, a las personas mayores. «Mme de Sévigné — observa M. E. Storer, historiador de la "moda de los cuentos de hadas” a finales del siglo x v n 80— se nutría de magias.» Dicha señora no responde a las bromas que la divierten hechas por M. de Coulanges sobre una tal Cuverdon «por miedo a que un sapo le saltase a la cara para castigarla por su ingra­ titud». Hace alusión aquí a una fábula del trovador Gauthier de Coincy que ella conocía por la tradición. Mme de Sévigné escribe el 6 de agosto de 1677: «Mme de Coulanges [...] consintió en referirnos los cuentos con los que se divierte a las damas de Versalles: eso se denomina «delei­ tarlas». Ella nos deleitó y nos habló de una isla verde donde se educaba una princesa más hermosa que el sol. Eran las hadas quienes soplaban sobre ella a todo momento, etc.». «Ese cuento duró una hora larga.» Sabemos igualmente81 que Colbert «en sus horas libres se hacía contar cuentos que se parecían a los de Piel de Asno por personas empleadas para eso [el subrayado es nuestro]». No obstante, en la segunda mitad del siglo, la gente empieza a encontrar esos cuentos demasiado simples y al mismo tiempo se interesa por ellos, pero de una nueva forma, que tiende a transformar en un género literario a la moda las recitaciones orales tradicionales e ingenuas. Esta afición se manifiesta simul­ táneamente a través de ediciones reservadas a los niños, siquiera en principio, como los cuentos de Perrault — donde el gusto por los cuentos antiguos continúa aún siendo vergonzoso— , y por publicaciones más serias, para las personas mayores, y que estaban prohibidas a los niños y al pueblo. La evolución re­ cuerda la de los juegos de sociedad descrita anteriormente. 80 M. E. S t o r e r , La Mode des contes de jées (1685-1700), 1928. 81 Citado s e g ú n M. E . S t o r e r , op. cit.

Mme de Murat se dirige así a las hadas modernas: «Las hadas antiguas, vuestras predecesoras, eran unas juguetonas compara­ das con vosotras. Sus ocupaciones eran ruines y pueriles, divir­ tiendosólo a las sirvientas y a las nodrizas, Toda susolicitud consistíaen barrer bien la casa, preparar la olla, lavar la ropa, menear [mecer] y dormir a los niños, ordeñar las vacas, mazar la mantequilla y otras mil bajezas de esa clase... Por eso, todo lo que nos queda hoy día de sus hechos y gestos sólo son cuentos de viejas junto al fuego.» «Las hadas antiguas no eran más que unas pordioseras.» «Pero vosotras, señoras [las hadas moder­ nas], habéis tomado otro rumbo. Vosotras sólo os ocupáis de grandes cosas, de las cuales las menores son las de dar entendi­ miento a los que no lo tienen, belleza a las feas, elocuencia a los ignorantes y riqueza a ios pobres.» Otros autores, por el contrarió, siguen -siendo sensibles al sabor de los cuentos antiguos, que han oído antaño y tratan más bien de preservarlo. Mlle. Lhéritier presenta esos cuentos de la siguiente manera: Cent fois nía nourrice ou ma mié M'ont fait ce beau récit, le soir prés des tísons; Je n*y fais qu'ajouter u n peu de broderie *.

,.~in duda ustedes se sorprenderán... de que esos cuentos, por increíbles que sean, haya llegado, de siglo en siglo, hasta nosotros, sin que la gente se haya tomado el trabajo de escri­ birlos.» lis ne sont pas aisez a croíre, Mais tant qiie dans le monde on verra des enfans, Des méres et des méres grands On en gardera la mémoire **.

Se empieza a fijar esta tradición que durante tanto tiempo ha sido tradición oral: ciertos cuentos «que me habían contado cuando era niña [...] han sido escritos por plumas ingeniosas, hace pocos años». Mlle Lhéritier cree que su origen debe re­ montar a la Edad Media: «[L a tradición] me garantiza que los trovadores o cuentistas de Provenza han inventado a Fínette * [Cien veces mi nodriza o m i amiga, / por la noche junto ai ascua, me relataron este hermoso cuento; / yo sólo me limito a bordarlo.] ** [Es que no son muy creíbles; /mas, mientras haya niños en el mundo, / madres y abuelas, / se conservará su recuerdo.]

mucho antes que Abelardo o el célebre conde Thibaud He Cham­ pagne hubieran escrito sus novelas.» El cuento se vuelve así un género literario cercano al cuento filosófico» o bien arcaizante, como el de Mlle Lhéritier: «Ustedes reconocerán que los mejo­ res cuentos que tenemos son los que imitan más el estilo y la sencillez de las nodrizas.» Mientras que, a finales del siglo xvií , el cuento se convierte en un género nuevo de la literatura escrita y seria (filosófica o arcaizante, eso no tiene importancia), la declamación oral de los cuentos es abandonada por los mismos a quienes se dirige la moda de' los cuentos escritos. Colbert y Mine de Sévigné escu­ chaban los cuentos que se les narraba: a nadie se le hubiera ocurrido entonces la idea de indicar el hecho como una sin­ gularidad, distracción banal, como puede serlo hoy día la lectura de una novela policíaca. En 1771 ya no sucede así, y, en la buena sociedad, entre ios adultos, a veces los cuentos antiguos de la tradición oral, poco más o menos olvidados, son el motivo, si llega el caso, de una curiosidad de carácter arqueológico o etnológico, que anuncia el interés moderno por el folklore o por el argot. La duquesa de Choiseul escribía a Mme du Deffand que Choiseul «se hacía leer cuentos de hadas durante todo el día. Es una lectura a la que todos participamos. La encontramos tan verosímil como la historia moderna». Como si uno de nues­ tros estadistas, después de un fracaso político, leyera Bécassine o Tin-Tin en su retiro: eso no es más absurdo que la realidad... La duquesa quiso escribir y terminó dos cuentos, en los que se percibe el tono del cuento filosófico, a juzgar por el principio de Le Prince enchanté: «Margot, amiga mía, tú que ante mi escritorio llamabas al sueño y volvías a abrir mis pár­ pados con los interesantes cuentos de viejas junto al fuego o de Bellier amigo mío, cuéntame alguna historia sublime, con que yo pueda alegrarme. No — responde Margot—, bajemos la voz, los hombres sólo necesitan cuentos de niños.» Según otra anécdota de esta época, una dama sintió un día de aburrimiento la misma curiosidad que los Choiseul. Llamó a su sirvienta y le pidió que trajera la Historia de Fierre de Provenza y de la bella Maguelonne, que hoy día habríamos olvidado completamente sin las admirables romanzas de Brahms. «La doncella, asombrada, se hizo repetir la orden tres veces y reci­ bió con desdén esta insólita orden; tuvo sin embargo que obede­ cer, bajó a la cocina y trajo el folleto toda ruborizada.»

En efecto, durante el siglo xvm , los editores especializados, principalmente en Troyes, publicaban ediciones impresas de cuentos para el público de las aldeas, donde se había difundido la lectura y a donde llegaban gracias a los vendedores ambu­ lantes. Mas esas ediciones, llamadas «Bibliothéque bleue» (los cuentos azules), porque se imprimían en papel azul, no deben nada a la moda literaria de fines del siglo xvn; dichas edicio­ nes copiaban, con tanta exactitud como lo permitía la inevitable evolución del estiló, los antiguos relatos de la tradición oral. Una edición de 1784 de la «Biblioteca Azul» incluye, al lado de Pierre de Provenza y de la hermosa Maguelonne, a Roberto el Diablo, los cuatro hijos Aymon, los cuentos de Perrault, los de Mlle de la Forcé y los de Mme de Aulnay. Además de los libros de la «Biblioteca Azul», seguían exis­ tiendo los narradores ocasionales de las largas veladas y también los narradores profesionales, herederos de los antiguos declama­ dores, cantores, juglares: la pintura y el grabado de los si­ glos xvn y xvm, la litografía pintoresca de principios del si­ glo xix, se sintieron atraídos por el tema del cuentista histórico, del charlatán B. El charlatán está encaramado en una tarima y cuenta su (historia mostrando con una vara el texto escrito en un gran cartel que sujeta a veces en alto un compañero y sobre el cual los oyentes pueden seguir la lectura al mismo tiempo que escuchan. En algunas ciudades de provincias, la pequeña burguesía conservaba aún a veces esta manera de pasar el tiempo. Un memorialista relata que en Troyes, a finales deí siglo xvm , los hombres se reunían a la hora de la merienda, en las taber­ nas en invierno, y en verano «en los jardines, donde después de haberse quitado la peluca, se ostentaba el gorro» 83. Eso se llamaba «un corrillo». «Cada corrillo tenía al menos un cuen­ tista, en torno al cual cada uno modelaba su talento.» El me­ morialista se acuerda de uno de estos cuentistas: un viejo car­ nicero. «Los dos días que viví con él [cuando era niño] se pasaron en relatos, historias y cuentos cuyo encanto, efecto e ingenuidad difícilmente serían, no ya reproducidos, sino apre­ ciados por la raza actual» [la generación actual]. Así, los -cuentos antiguos que todos escuchaban en la época de Colbert y de Mme. de Sévigné fueron siendo abandonados 82 Guardi, en Fiocco, Venertian p a i n t i n g , lám. LXXIV. Magnasco, en lám. XXV. G. Dou, Munich, K .drK„ lám. L X X X I. . 83 V i e de M. G r o s l e y , 1787.

G e ig e r , Magnasco.

poco a poco por la gente noble, después por la burguesía, y dejados a los niños y a la población de las aldeas, quienes a su vez los abandonó cuando el Petit Journal sustituyó a ,1a «Bibliothéque bleue». Los niños fueron su último público, por poco tiempo, ya que la literatura infantil experimenta hoy día la misma renovación que los juegos y las costumbres. La pelota fue uno de los juegos más difundidos; de todos los juegos de ejercicio, era el que los moralistas de fines de la Edad Media toleraban si no había más remedio con menor aver­ sión: el más popular, común a todas las condiciones, tanto a reyes como a villanos, durante varios siglos,.. Esta unanimidad cesó a fines del siglo xvn y desde entonces se constata un des­ apego de la gente a la pelota de alcurnia; en París, en 1657, el número dd garitos se elevaba a 114, en 1700, a pesar del creci­ miento de la población, esta cifra descendió a 10; en el siglo xix sólo había dos, uno en la calle Mazarme, el otro en la terraza de las Tullen as, donde todavía existía en 1900 54. Según nos informa Jusserand, historiador de los juegos, Luis XIV jugaba ya al frontón sin entusiasmo. Los adultos bien educados abandonaron este juego, pero los campesinos y los niños (incluso los bien educados) permanecieron fieles al mismo bajo sus diversas for­ mas de pelota, bola o volante; en el País Vasco subsistió hasta qüeJ sé rénóvó bajo las formas perfeccionadas de lá chistera, grande o pequeña. Un grabado de M erian85 de finales del siglo xvii, nos muestra una partida de balón que reunía a chicos y grandes: uno infla el globo. No obstante en esta época el juego del balón era ya sos­ pechoso para los especialistas de urbanidad y de buenos modales. Thomas Elyot y Shakespeare desaconsejaban este juego a los nobles. íuan I de Inglaterra lo prohibía a su hijo. Según Du Cange, ya no le practicaban más que los campesinos: «La chole, especie de balón que cada uno empuja violentamente con el pie, y que se estila aún entre los campesinos de nuestras provincias.» Costumbre que subsistió hasta el siglo xix, por ejemplo en Bre­ taña: «El señor, o notable de la aldea — leemos en un texto del año VIII [del calendario republicano: 1799]— , lanzaba en medio de la multitud un balón relleno de salvado que los hombres de los diferentes cantones trataban de disputarse [--.]* 84 J.-L Jusserand, o p . cit,, 85 Merian, grabado, Gabinete de Estampas, B. N., París, Ec 10, in f

En mi infancia yo vi [el autor nació en 1749] a un hombre romperse la pierna saltando por un tragaluz a un sótano para cogerla [la pelota]. Esos juegos mantenían la fuerza y el valor, pero, lo repito, eran peligrosos.» El dicho de: «juego de manos, juego de villanos», está inspirado por este mismo sentimiento. Sabemos que el uso del balón se ha conservado tanto entre los niños como entre los campesinos. Muchos otros juegos de ejercicio pasaron así a ser propiedad de los niños y del pueblo. Por ejemplo, el mallo del que hablaba Mme de Sévigné en una carta dirigida a su yerno en 168586: «He jugado dos partidas de. mallo con los jugadores [en Les Rochers], ¡Ah!, querido conde, siempre me acuerdo de usted y de la gracia que tenía cuando empujaba esa bola. Me gustaría que usted tuviera en Grignan una alameda tan bella.» Todos esos juegos de bolas, de bolos, de croquet, a los que renunciaron la nobleza y la burguesía, pasaron durante el siglo xix a prac­ ticarse en las aldeas por los adultos y en las guarderías infantiles por los niños. Esta supervivencia popular e infantil de los juegos antaño comunes a toda la colectividad ha conservado, además, una de las formas pás generales de diversión de la antigua sociedad: el disfraz.t;jpesde el siglo xvi hasta el siglo xv ii i , abundan en las novelas las historias de disfraces: muchachos disfrazados de muchachas;'■princesas, de pastoras, etc. Esta literatura expresa una afición que se manifiesta en cada ocasión en el transcurso de las fiestas estacionales u ocasionales: fiesta de Reyes, martes de Carnaval, fiestas de noviembre... Durante mucho tiempo, la gente utilizó normalmente la máscara para salir, especialmente las mujeres. A la gente le gustaba hacerse retratar bajo su apa­ riencia favorita. Eso era cierto entre los hidalgos. A partir del siglo x v i i i , las fiestas de disfraces se hicieron menos frecuentes y más discretas en la alta sociedad;' el carnaval se volvió entonces popular e incluso atravesó el océano, se impuso entre los negros esclavos de América, y el disfraz se reservó para los niños. Sólo ellos se disfrazan en carnaval para divertirse.

86 Mme.

d e S év ig n é,

Lettres, 13

d e ju n io d e

16S5.

Se repite monótonamente la misma evolución en cada caso, lo cual induce a una importante conclusión. Partimos de un estado social en el que los mismos juegos eran comunes a todas las edades y a todas las condiciones. El fenómeno que hay que resaltar es el abandono de esos juegos por los adultos de las clases sociales superiores y, en cambio, su supervivencia simultáneamente en el pueblo y entre los niños de esas clases superiores. Es verdad que, en Inglaterra* los hidal­ gos no desistieron, como en Francia, de los antiguos juegos, pero los transformaron; y bajo unas formas modernas y difíciles de reconocer, dichos juegos colonizaron, durante el siglo xix, a las burguesías y el «deporte»... Es muy interesante observar que la antigua comunidad de juegos entre niños y adultos, entre el pueblo y la burguesía, haya cesado en el mismo momento. Esta coincidencia nos permite vis­ lum brar desde ahora una relación entre el sentimiento de la •infancia v el sentimiento de clase.

CAPITULO V

DEL IMPUDOR A LA INOCENCIA

Una de las leyes implícitas de nuestra moral contemporánea, la más imperativa y la más respetada, exige que los adultos se abstengan delante de los niños de toda alusión, sobre todo chis­ tosa, a la sexualidad. Esta manera de ser era desconocida en la antigua sociedad. El lector moderno del diario en el que el mé­ dico del rey, Heroard, anota los hechos rutinarios de la vida del joven Luis XIII \ se asombra de la libertad con que se trataba a los niños, de la vulgaridad de las bromas, de la indecencia de gestos cuyo carácter público no chocaba a nadie y que pare­ cían naturales. Nada nos dará mejor idea de la ausencia total del sentimiento moderno de la infancia en los últimos años del siglo xvr y comienzos del siglo xvn. Luis XIII no ha cumplido aún un año: «Se ríe a carcajadas cuando el ama le bambolea el pajarito con la yema de los dedos.» Broma encantadora a la que el niño se dedica en seguida: llama a un paje «con un ¡eh!, se alza el faldón y le muestra el pajarito». Cuando tiene un año, anota Heroard: «Muy alegre, despabi­ lado, hace que todos le besen el pajarito.» Lo cierto es que eso divierte a todos. Asimismo, todos se entretienen mucho con su juego ante dos personas que están de visita, el señor de Boniéres y su hija: «Se ha reído mucho, se alza el faldón, en­ seña el pajarito, sobre todo a la hija y, con él en las manos y riéndose, meneaba todo el cuerpo.» Todos encontraban eso tan 1 H e r o a r d , Journal sur t’en fa n ce et la jeunesse de Louis X I I I , publi­ cado por H. Soulié y E. de Barthélemy, 2 vols., 1S68.

divertido que el niño no se privaba de repetir un gesto que tenía tanto éxito; ante «una damita», «se alzó la saya, le mostró el pajarito con tanto entusiasmo que estaba fuera de sí. Se tum­ baba boca arriba para mostrárselo». Tiene más de un año, y ya está prometido a la Infanta de España; los allegados le explican lo que eso significa, y el niño ha entendido bastante bien, Le pregunta: «¿Dónde está la cosita para la Infanta? Y él lleva la mano a su pajarito.» Durante los tres primeros años de la vida de este niño, a nadie le choca o le parece mal tocar, en broma, sus partes se­ xuales: «La marquesa [de Verneuil] le metía frecuentemente la mano bajo el faldón; el niño hace que le pongan en la cama de su nodriza, donde ella juega con él, metiendo la mano debajo de su faldón.» «Mme. de Verneuil quiere jugar con él, y le toca las tetillas; el niño la aparta y dice: ¡quite, quite, deje eso y váyase! Jamás permite que la marquesa le toque las tetillas; su nodriza le había enseñado, diciéndole: Señor, no dejeis a nadie tocar vuestras tetillas, ni vuestro pajarito, os le cortarían. Y él se acordaba de ello,» «Cuando se levanta, no quiere ponerse la camisa y dice: no mi camisa [a Heroard le agrada reproducir la jerga e incluso el acento de la infancia balbuciente] , primero quiero dar leche con mi pajarito; le tienden la mano, y hace como si la diera, y con su boca hace pss, pss, y da a todos, después deja que le pongan la camisa.» Una broma clásica, que se repite frecuentemente, es el de­ cirle: «Señor, vos no tenéis pajarito»; «él responde: aquí está, alegremente, alzándole con el dedo». Estas bromas no estaban reservadas a los domésticos o a los jóvenes sin seso, ni a las mujeres de conducta ligera, como la amante del Rey; veamos qué hace su madre: «La Reina, poniendo la mano en el paja­ rito del niño, dice: Hijo mío, he cogido vuestro piquito.» Más extraordinario aún es este pasaje: «Una vez desvestido, y la se» ñora también [su hermana], los meten desnudos en la cama con el Rey, donde se besan, susurran y dan mucho placer al Rey. El Rey le pregunta: Hijo, ¿dónde está el paquete de la Infanta? El se le muestra, diciendo: No tiene hueso, papá. Después, como lo tuviera un poco tenso: Ahora sí tiene, tiene algunas veces.» Todos se divierten, efectivamente, observando sus primeras erecciones: «Se despierta a las ocho, llama a Mlle. Bethouzay

y le dice: Zezai, mi pajarito hace el puente levadizo; ahora está alzado, ahora está bajado. Era él quien le subía y le bajaba.» A los cuatro años ya tiene buena educación sexual: «Condu­ cido ante la Reina, Mme. de Guise le muestra la cama de la Reina y. le dice: Señor, ahí es donde y o s habéis sido creado. El responde: ¿Con mamá?» «Le pregunta al marido de su no­ driza: — ¿Qué es eso? — Son mis medias de seda, responde. — ¿Y eso? [como se hacía en los juegos de sociedad]. — Son' mis cal­ zas. — ¿De qué están hechas? — De terciopelo. —¿Y eso? —Son unas bragas.—¿Qué es lo que hay dentro? —No lo sé, señor. — ¡EhJ, es un pajarito. ¿Para quién es? — No lo sé, se­ ñor. — ¡Eh!, es para Mme. Doundoun [su nodriza].» «Se mete entre las piernas de Mme. de Monglat» [su aya, una mujer muy digna y respetable, que a pesar de ello no pa­ rece perturbada —no más que Heroard— por todas esas bro­ mas que nosotros juzgamos hoy día insoportables]. El Rey le dice: «Miren al hijo, de Mme. de Monglat, mírenla dando a luz. De repente se va y se mete entre las piernas de la Reina.» A partir de los cinco o seis años ya nadie juega con sus partes sexiíales: es él quien comienza a' divertirse con las de los"demás: Mlle.- Mercier, -una de sus camareras, Que había estado de vela, estaba todavía en la cama junto a la suya (sus domésticos, a veces casados, dormían en la misma habitación que el niño y su presencia no debía de molestarles mucho). «El juega con ella», la manda mover los dedos de los pies, con las piernas en alto; «dice a su nodriza que vaya a buscar unas varas para azotarla, y lo manda ejecutar... Su nodriza le pregunta: Señor, ¿qué es lo que habéis visto de la Mercier?, y él responde con indiferencia: Le vi el culo. ¿Qué más le ha­ béis visto? Y responde de la misma manera y sin reírse que le ha visto el conejo». Otra vez «juega con Mlle. Mercier; me llama [Heroard], diciéndome que es la Mercier quien tiene un conejo- así de grande [mostrando sus dos puños] y que tiene agua dentro». Esta clase de bromas desaparece a partir de 1608, porque ya está hecho un hombrecito — la edad fatídica de los siete años— , y en ese momento es cuando hay que enseñarle la de­ cencia de los modales y del lenguaje. Cuando se le pregunta por dónde salen los niños, responderá entonces, como la Agnés de Moliere, que por la oreja. Mme. de Monglat le reprende

cuando muestra su pajarito a la niña Ventelet». Y si todavía, cuando se despierta por la mañana, se le mete en la cama de Mme. de Monglat, su aya, entre ella y su marido, Heroard se indigna y anota al margen: insignis impudentla. Se imponía al niño de diez años una discreción que a nadie se le ocurriría exigir del niño de cinco años. La educación sólo comenzaba a partir de los siete. En todo caso, ese escrúpulo tardío de decencia debe atribuirse a un comienzo de reforma de las cos­ tumbres, signo de la renovación religiosa y moral del siglo xvii: como 'si el valor de la educación empezara sólo al acercarse la edad de ser hombre. Hacia los catorce años, Luis X III, sin embargo, ya no tenía nada que aprender, pues tenía catorce años y dos meses cuando se le metió casi a la fuerza en la cama de su mujer. Después de la ceremonia «se tumba en la cama, donde cena a las siete menos cuarto. M. de Gramon't y algunos jóvenes señores le contaban cuentos verdes para darle ánimos, [Luis XIII] pide sus pantuflas, se pone su bata y se va a las ocho a la cámara de la Reina, su mujer, en presencia de la Reina, su madre; a las diez y cuarto vuelve después de haber dormido aproximadamente una hora y de haberío hecho dos veces, según lo que él nos dijo, y parecía cierto, porque tenía el p... encarnado». El matrimonio de un muchacho de catorce años empezaba a ser frecuente. El de una muchacha de trece era aún corriente. No cabe pensar que el clima moral debía de ser diferente en otras familias de hidalgos o de plebeyos. Esta manera fa­ miliar de asociar a los niños a las bromas sexuales de los adultos pertenecía a las costumbres comunes y no resultaba chocante. En la familia de Pascal, Jacqueline Pascal escribía a los doce años versos sobre el embarazo de la Reina. Thomas Platter relata, en sus memorias de estudiante de Medicina en Montpellier, a fines del siglo xvi: «Yo conocí a un chaval que hizo esta afrenta (anudar las calzas al jubón, atacar Ias agujetas, cuando el casamiento, para volver al marido im­ potente) a la sirvienta de sus padres. Esta le suplicó que la li­ brara del maleficio desatando el nudo; él consintió e inmedia­ tamente el recién casado, recobrando sus fuerzas, se curó com­ pletamente.» El P. de Dainville, historiador de los jesuitas y de la pedagogía humanista, observa igualmente: «En esa época [siglo xvi], el respeto debido a los niños era algo completa­ mente ignorado. La gente se permitía todo delante de ellos:

frases licenciosas, acciones y situaciones escabrosas; los niños lo oían todo, lo veían todo» 2, Esta ausencia de reserva con respecto a los niños, está for­ ma de asociarlos a las bromas que adornan los temas sexuales nos sorprende: libertad del lenguaje, más aún, audacia de ges­ tos, caricias de las que uno puede imaginarse fácilmente lo que diría un psicoanalista moderno... Peno ese psicoanalista come­ tería un error. La actitud ante la sexualidad, y sin duda alguna la misma sexualidad, varía según el medio ambiente y, por lo tanto, según las épocas y las mentalidades. Hoy día nos parece que las caricias descritas por Heroard lindan con la anomalía sexual, y nadie osaría hacerlas públicamente. No ocurría aún eso a principios del siglo xvn. Un grabado de Baldung Grien, de 1511, representa una Sagrada Familia, El gesto de Santa Ana nos parece singular: está abriendo las piernas del niño, como ,si quisiera poner de manifiesto el sexo y hacerle cosqui­ llas. Nos equivocaríamos si viéramos ahí una alusión atrevida J. Esas maneras de jugar con el sexo de los niños eran pro­ pias de una tradición muy difundida, que vemos actualmente en las sociedades musulmanas. Estas han permanecido aisla­ das, a la vez, de las técnicas científicas y de la gran reforma moral, cristiana al principio, laica después, que han disciplinado la sociedad aburguesada del siglo xvm , y especialmente del si­ glo xix, „en Inglaterra o en Francia. Por ello encontramos en esas sociedades musulmanas rasgos cuya originalidad nos asom­ bra, pero que no hubieran sorprendido tanto al excelente He­ roard. Júzguese por esta página extraída de una novela, La staute de sel. El autor es un judío tunecino, Alberto Memmi, y su libro es un sorprendente tesitmonio sobre la sociedad tu­ necina tradicional y la mentalidad de los jóvenes medio occidentalizados. El héroe de la novela relata una escena en el tran­ vía que lleva al liceo, en Túnez: «Delante de mí estaban un musulmán y su hijo, un muchachito minúsculo, con fez de zua­ vo y alheña en las manos; a mi izquierda, un tendero monta­ ñés (djerbien) que iba de compras, con una espuerta entre las piernas y un lapicero en la oreja. El montañés, vencido por la cálida quietud del coche, se meneó. Sonrió al niño, que sonrió, .con los ojos y miró a su padre. El padre, agradecido, halagado, 2 F. d e D a i n v t l l e , La S'aissancs de l’humanisme m oderne, 1940, p. 261; M é c h i n , Armales du collége royal de Bourbon, Aix, 2 vols., 1892. 3 C u r j e l , H. Baldung Grien, lám. XLVIII.

le calmó y sonrió al montañés: — ¿Qué edad tienes?, preguntó el tendero al niño.'—Dos años y medio, respondió el padre [la edad del joven Luis X III]. — ¿Te la ha comido el gato?, pre­ guntó el tendero al niño. — No, respondió el padre, no está aún circuncidado, pero lo estará pronto. — ¡Ah! ¡Ahí, dijo el otro. Había encontrado un tema de conversación con el niño* — ¿Me vendes tu bichito? — No, responde el niño violentamen­ te. Visiblemente, el niño conocía la escena, ya le habían hecho la misma proposición. Yo también [el niño judío] la conocía. La había representado antaño, acosado por otros provocadores, con los mismos sentimientos de vergüenza y concupiscencia, de rebelión y de curiosidad cómplice. Los ojos del niño brillaban con el placer de una virilidad naciente [sentimiento moderno, atribuido por el evolucionado Memmi, que conoce las recientes observaciones sobre la precocidad del despertar sexual de los niños; los hombres de antaño creían, al contrario, que el niño impúber permanecía ajeno a la sexualidad] y de la rebelión contra esta incalificable agresión. El niño miró a su padre. Su padre sonreía, era un juego admitido [soy yo quien subraya]. Nuestros vecinos seguían la escena tradicional con complacen­ cia, aprobándola: —Te doy diez francos, propuso el montañés, —-No, respondió el niño... — Anda, véndeme tu c..,, volvió a decir-el montañés. — ¡No, no! — Te ofrezco cincuenta francos. — ¡No!... — Voy a hacer un esfuerzo: ¡mil francos! — No. Los ojos del montañés querían expresar la avidez. — ¡Y agrego un saco de caramelos! — ¡No, no! — ¿Seguro que no? ¿Es tu última palabra?, gritó el montañés, simulando enfadarse. Repite por última vez: ¿no? — ¡No! Entonces, bruscamente, el adulto se abalanzó sobre el niño, con un semblante temible, y su mano brutal hurgaba en la pequeña bragueta. El niño se defendía a puñetazos. El padre se reía a carcajadas, el montañés se des­ ternillaba con nerviosismo y nuestros vecinos sonreían generosa­ mente.» Esta escena del siglo xx ¿no nos permite acaso comprender mejor el siglo xvn, antes de la reforma moral? Evitemos los anacronismos, como el de la explicación por el incesto de los excesos barrocos del amor materno de Mme. de Sévigné, según su último editor. Se trataba de un juego del que no debemos exagerar el carácter escabroso, que no era mayor que el que se encuentra hoy día en las anécdotas picantes de las conver­ saciones entre hombres.

Esta semiinocencia, que nos parece viciosa o ingenua, ex­ plica la popularidad del tema del niño que orina, a partir del siglo X V . Dicho niño tiene su puesto en las imágenes de los libros de horas y en los cuadros de las iglesias. En los calen­ darios de Horas de Hennessy4 y en el breviario G rim ani5 de principios del siglo xvi, cierto mes de invierno está represen­ tado por la aldea bajo la nieve; la puerta está abierta; se ve a la mujer que hila, el hombre que se calienta al amor de la lumbre; el niño orina delante de la puerta, sobre la nieve, a la vista de todos. En un E cce h om o flamenco, de P. Pieterszó, sin duda des­ tinado a una iglesia, se puede ver una gran cantidad de niños en medio de la multitud de espectadores: una madre carga al suyo, con los brazos en alto, por encima de las cabezas, para que el niño pueda ver mejor. D os' chicos despabilados escalan los pórticos. Un niño orina, sostenido por su madre. Los ma­ gistrados del Parlamento de Toulouse, cuando asistían al ofi­ cio en la capilla de su propio palacio, podían distraerse con escenas semejantes. Un gran tríptico representaba la historia de San Juan B autista 1. En la parte central del mismo se halla la predicación. Los niños están ahí en medio de la multitud; una mujer ..amamanta a su hijo, un. muchacho está subido a un árbol; aparte, un niño alza su ropón y orina frente a los par­ lamentarios. Esta abundancia y esta frecuencia de niños en las escenas de muchedumbre, con la repetición de ciertos temas (el niño que mama, el niño orinando) durante el siglo xv, y especial­ mente durante el siglo xvi, son los indicios de un interés nuevo y particular. Es preciso observar, por otra parte, que en esta época se repite frecuentemente una escena de la iconografía religiosa: la circuncisión. Se la representa con una precisión casi quirúr­ gica. No hay que pensar maliciosamente. Al parecer, la Circun­ cisión y la. Presentación de la Virgen en el Templo eran con­ sideradas, durante los siglos xvi y xvn, como fiestas de la in­ fancia, las únicas fiestas religiosas de l a ' niñez antes de la ce4 J.

D estrée,

Les Heures d e Notre-Dame di tes de Hennessy, 1895

y 1923. 5 S . d e V r í e s y M a r p u g o , Le Bréviatre Grimani, 1 2 vols., 6 H. G e r s o n , Von Geertgen tot Fr. Haiz, 1950, I . , p. 95. 7 M useo de los Agustinos, Toulouse.

1904-1910.

lebración solemne de la primera comunión. En la iglesia pa­ risina de Saint-Nicholas se puede ver un lienzo de principios del siglo xvn que procede de la abadía de Saint-Martin-desChamps. En la escena de la circuncisión podemos ver una gran cantidad de niños: unos están con sus padres, otros tre­ pan por las columnas para ver mejor, ¿No es verdad que para nosotros hay algo de extraño, casi chocante, en esa elección de la circuncisión como fiesta de la infancia evocada en me­ dio de los niños? Chocante para nosotros» quizás, pero no para un musulmán de hoy día ni para el hombre del siglo xvr o de principios del siglo xvn. No solamente se aceptaba sin repugnancia a los niños en una operación sobre el sexo que era en verdad de naturaleza religiosa, sino además la gente se permitía, conservando la con­ ciencia tranquila y públicamente, gestos, caricias que se prohi­ bían en cuanto el niño entraba en la pubertad; es decir, poco más o menos en el mundo de los adultos. Eso por dos razones. En primer lugar, porque se creía que el niño impúber perma­ necía ajeno e indiferente a la sexualidad. Así, los gestos y las alusiones no le traían ninguna consecuencia, se convertían en actos gratuitos y perdían, neutralizándose, su carácter especí­ fico... Además, porque no existía aún el sentimiento de que las referencias a la sexualidad, incluso despojadas prácticamente de segunda intención, pudieran mancillar la inocencia de la niñez, en la realidad o en la opinión que se hacía la gente, y a nadie se le ocurría pensar que esta inocencia existiera realmente.

Tal era, por lo menos, la opinión común, la cual no era ya la de los moralistas y educadores, al menos la de los mejores de ellos, por lo demás innovadores con poca inñuencia en su época. Su importancia retrospectiva se debe a que a la larga lograron imponer sus concepciones, que son las nuestras hoy día. Esta corriente de ideas remonta al siglo xv, época en la que ya será suficientemente fuerte como para provocar un cambio en la disciplina tradicional de las escuelas 8. Gerson es su prin­ cipal representante. Se expresó con mucha claridad y se reveló 8 Ver la II parte, cap. V.

excelente observador, para aquella época, de la infancia y de sus prácticas sexuales. Esta observación de las costumbres pro­ pias de la infancia, la importancia que les atribuye dedicándolas un tratado De confessione mollicei9, atestiguan un interés muy innovador que es preciso vincular a todos los signos que hemos retenido en la iconografía y en la indumentaria y que revelan un interés inédito con respecto a la infancia. Gerson ha estudiado, pues, el comportamiento sexual de los niños. Lo hace para que los confesores despierten en sus pequeños penitentes —de diez a doce. años— el sentimiento de culpabilidad. Él sabe que la masturbación, la erección sin eyaculación, son generales: sí se* interroga a una persona sobre este tema y lo niega, es que, con toda certeza, está mintiendo. Para Gerson, se trata de un caso muy grave. El peccatum mollicei «incluso si, a causa de la edad, no ha sido seguido de polu­ ción..., ha contribuido más a perder la virginidad de un niño que si éste, a la misma edad, hubiera frecuentado mujeres». Además, dicho acto raya en la sodomía. A este respecto, el juicio de Gerson se asemeja más a la doctrina moderna sobre la masturbación, fase inevitable de una sexualidad prematura, que los sarcasmos del novelista Charles Sorel, cuyo' protagonista de la Vraie histoiré comiqiie de Fran­ cion ve en la masturbación la consecuencia del enclaustramiento escolar del internado. En efecto, al principio el niño no es consciente de su cul­ pabilidad: «Sentiant ib i quemdam pruritum incognitum tum stat erectio, y piensan que está permitido que se jricent ib i et se palpent et se tractent sicut in aliis ¡ocis dum pruritus inest . Ahí está la consecuencia de la corrupción original: ex corruptione naíurae. Falta aún mucho para llegar a la idea de la ino­

cencia infantil, pero nos acercamos ya al conocimiento objetivo de su comportamiento, cuya originalidad debe manifestársenos a la luz de lo que se ha dicho anteriormente. ¿Cómo preservar la infancia de este peligro? Gracias a los consejos del confesor, y además cambiando las malas costumbres de la educación, comportándose con los niños de otra manera. Se les hablará so­ briamente, utilizando únicamente palabras decentes. En los jue­ gos se evitará que los niños se besen, se toquen con las manos desnudas o se miren: figerent oculi in eorum decore . Se evitará 9 G

erson

,

De confessione m ollicei, Opera, 1706,

tom o

II,

p.

309.

la promiscuidad de los niños con los adultos, por lo menos en la cama: los pueri capaces doli, puellae, juvenes, no deben acos­ tarse en la misma cama que las personas mayores, aunque sean del mismo sexo: la cohabitación en el mismo lecho era una práctica muy generalizada entonces en todos los estratos socia­ le s . Ya vimos que a finales del siglo xvi subsistía, incluso en la corte de Francia: los juegos de Enrique IV y su hijo, a quien llevaban, junto con su hermana, a la cama del Rey, justifican, a dos siglos aproximadamente de intervalo, la prudencia de Gerson. Éste prohíbe tocarse in nudo, ya sea jugando o de otro modo,, y aconseja la desconfianza «a societaliatibus perversis ubi colloquia prava et gestas impudici fiunt in lecto absque dormitione». Gerson insiste sobre esta cuestión contra la lujuria del cuar­ to domihgo de Adviento: el niño debe oponerse a que los otros le toquen o le besen, y si actúa de otra manera debe confesarse de todos modos, in ómnibus casibus, es menester recalcarlo, porque en general no se veía en ello ningún mal. Más adelante Gerson afirma que «sería bueno» separar a los níños durante la noche y recuerda a este propósito el caso señalado por San Jerónimo de un chico de nueve años que procreó un hijo; pero únicamente dice «sería bueno»: no se atreve a ir más lejos, de tan generalizada que estaba la práctica de acostar a todos los niños juntos, cuando no con un criado, con una sirvienta o con parientes10. En el Reglamento que escribió de la Escuela de Notre-Damede-París, Gerson trata de aislar a los niños, de someterlos a la vigilancia constante del maestro; estudiaremos en un capítulo especial el sentido de esta nueva disciplinail- El maestro de canto no debe enseñar cantilenas dissolutas impudicasque, los escolares tienen el deber de denunciar a su compañero si éste ha faltado a la honestidad o al pudor (era delito, entre otros, hablar gallicum -—y no latín— , blasfemar, mentir, injuriar, tar­ dar en levantarse de la cama, faltar a los oficios, charlar en la iglesia). El dormitorio debe estar iluminado con una lampari­ lla de noche; «Tanto por devoción a la imagen de la Virgen como para hacer las necesidades naturales y con el fin de que 10 G e r s o n , Doctrina pro pueris ecdesiae parisiensis. Opera, 1706, tomo IV, p. 717. 11 Ver la II parte, cap. V.

hagan a la vista los únicos actos que pueden y deben ser vis­ tos,» Ningún niño, deberá cambiar de cama durante la noche: permanecerá con el compañero que se le ha atribuido. Los con­ ventícula, vel societates ad partem extra alias serán prohibidos durante el día y durante la noche. Observemos qué cuidado pone en evitar las amistades particulares, en evitar también las malas compañías, particularmente la de la servidumbre: «se •prohibirá a los criados toda familiaridad con los niños, sin ex­ ceptuar a los clérigos, los capellani, el personal de la iglesia (no reinaba la confianza): no deberán dirigir la palabra a los niños en ausencia de los maestros». A los demás niños, ajenos a la fundación, no se les permiti­ rá permanecer con los escolares, ni siquiera para estudiar jun­ tos (salvo permiso especial del superior), «con el fin de Que nuestros niños (pueri nostri) no copien las malas costumbres de los otros». Eso es algo completamente nuevo, lo cual no quiere decir que en la realidad las cosas sucedieran así en la escuela. Ya veremos, en la segunda parte de este libro, lo que ocurría y cuánto tiempo y esfuerzos fueron necesarios para imponer tar­ díamente, en el siglo xvm , una disciplina estricta en los cole­ gios; Gersoñ estaba muy avanzado con respecto a las institucio­ nes dé su "época; Es interesante su Reglamento porque revela un ideal "moral que no existía anteriormente con tanta precisión, y que pasará a ser el ideal moral de los jesuítas, de Port-Royal, de los Hermanos de la Doctrina Cristiana y de todos los moral'istas y educadores rigurosos del siglo x v i l Durante el siglo xvi, los educadores son más tolerantes, si bien tratan de no rebasar ciertos límites. Sabemos esto gracias a los libros escritos para los escolares, en los cuales aprendían a leer, a escribir, el vocabulario latino y, por último, las lec­ ciones de urbanidad: los tratados de urbanidad y los coloquios que, para hacerlos más reales, ponen en escena varios esco­ lares, o el escolar y el maestro. Esos diálogos constituyen ex­ celentes testimonios de las costumbres escolares. En los diálo­ gos de Vives se pueden leer declaraciones que no hubieran sido del gusto de Gerson, pero que eran tradicionales: «¿Cuál es la parte más vergonzosa, la de delante (se observará el deseo de discreción) o el ojo del culo? Ambas son sumamente deshones­

tas, el trasero a causa de su bajeza, la otra a causa de su-liber­ tinaje y la deshonestidad» 12. No faltan las bromas un tanto soeces, ni tampoco los te­ mas que no tienen el menor carácter educativo, sino todo lo contrario. En los diálogos ingleses de Ch. H oole13 se presen­ cian disputas; una de ellas tiene lugar en una taberna: y las tabernas, más aún que nuestros cafés, eran lugares de perdi­ ción. Se discute detenidamente sobre en qué posada se bebe la mejor cerveza. No obstante, incluso en Vives se observa cierto sentimiento de pudor: «Al tercer dedo se le llama el infame, ¿por qué? El maestro ha dicho que conocía la causa, pero que no quería discutir de ella porque era sucia y ruin; por lo tan­ to, no la busques, pues no conviene a un niño bien nacido ave­ riguar cosas tan viles.» Esto es extraordinario para la época. La libertad de lenguaje era tan natural que incluso, más ade­ lante, los reformadores más estrictos dejarán pasar en sus ser­ mones dirigidos a los niños y a los escolares comparaciones que hoy día chocarán. Así, el padre jesuíta Lebrun exhorta, en 1653» «a los nobilísimos pensionistas del colegio de Clermont» a evitar la glotonería: «Se hacen los delicados, tanquam praegnantes mulierculae» 14. Sin embargo, a fines del siglo xvi la situación cambiará de manera más precisa. Ciertos' educadores, que van a adquirir poder y a 'imponer definitivamente sus concepciones y sus es­ crúpulos, ya no tolerarán que se ponga en las manos de los niños libros equívocos. Nace entonces la idea del libro clásico expurgado para uso de los niños. Es ésta una etapa muy im­ portante, a partir de la cual se puede fechar realmente el res­ peto a la niñez. Encontramos este interés en la misma época, tanto entre los católicos como entre los protestantes, en Francia y en Inglaterra. Hasta entonces nunca le había chocado a nadie el dar a leer Terencio a los niños, como clásico que era. Los je­ suítas lo retiraron de los programas 1S. En Inglaterra se usaba una edición modificada de Cornelius Schonaeus, publicada en Dialogues, t r a d . f r a n c e s a , c i t . Citado p o r F. W a t s o n , T he Engíish gram m ar schools to 1660, 1907, p. 112. 14 A . S c h i m b e r g , Éducation morale darts les colleges de Jésuites, 1913, p. 227. 15 F. d e D a i n v i l l e , op. cit. 12 V i v e s ,

1592 y reeditada en 1674. Brinsley la recomienda en su manual del maestro 16. En las academias protestantes francesas se utilizaban los co­ loquios de Cordier (1564), que sustituyeron a los coloquios de Erasmo, Vives, Mosellanus, etc. Encontramos en ellos un deseo original de pudor, un esmero en evitar problemas de castidad o de cortesía del lenguaje. Cuando, por casualidad, se tolera una broma sobre los empleos del papel n, «papel de escolar», «papel para sobres», «papel secante»: se trata de un juego de sa­ lón. Al final, uno de los muchachos se rinde, el otro le da la solución: «Papel que sirve para limpiar las nalgas en el re­ trete: o sea, que habéis perdido.» Concesión bien inocente, esta vez, a las bromas tradicionales, Cordier puede realmente «po­ nerse entre las manos de todos», expresión moderna que no es anacrónica. Se agregarán además a los coloquios de Cordier otros de tipo religioso, obra de S. Castellion. A su vez, Port-Royal producirá una edición muy expurgada de Terencio: «Comedias de Terencio convertidas en comedias muy honestas cambiando muy pocas cosas» ia. En lo que conciernte el pudor, en los colegios de jesuítas se toman precauciones insólitas que se detallan en las reglas con motivo de los castigos corporales, de la administración de azotes. Se precisaba que no había que retirar las calzas de las víctimas, adolescentum, «cualquiera que sea la condición y la edad» [me agrada bastante esta referencia a la condición] ; se debía descubrir únicamente la parte del cuerpo sobre la que se infligía la pena, pero no más: non amplius 19. En el transcurso del siglo xvn aparece una gran modifica­ ción en las costumbres. Madame de Maintenon no tolerará a los hijos del Rey, ni siquiera a los bastardos, la más mínima de las libertades de la corte de Enrique IV, ni tampoco, por otra parte, en las casas de los libertinos. No se trata ya de algunos moralistas aislados, como Gerson, sino de un gran mo­ vimiento, cuyos signos se perciben por todas partes, tanto en la numerosa literatura moral y pedagógica como en las prácticas de devoción y en una nueva iconografía religiosa. 16 F. W a t s o n , op. cit. 17 Mathurín C o r d i e r , Colíoques, 1586. 18 P o r P o m p o n í u s y T r o b a t u s .

19 Citado por F.

de D a in v iix e ,

op. cit.

Ha triunfado una noción esencial: la inocencia infantil. Apa­ rece ya en Montaigne, quien, sin embargo, se forjaba pocas ilu­ siones acerca de la castidad de los jóvenes escolares: «Cíen es­ colares han agarrado la sífilis antes de llegar a la lección de Aristóteles sobre la templanza» 20. Mas este autor relata igual­ mente la siguiente anécdota, que anuncia otro sentimiento: Albuquerque, «en un extremo peligro de riesgo del navio, cargó a sus espaldas a un jovencito con el fin de que, compartiendo el peligro, su inocencia le sirviera de garantía y recomendación ante la gracia divina para llevarle a la orilla» 21. Cerca de un siglo después, esta idea de la inocencia infantil se había con­ vertido en una idea común. Leamos, como ejemplo, esta le­ yenda de un grabado de F. Guérard que representa los juegos infantiles (muñecas, tambor) 22. Voilá l'áge de l'innocence Oü nous devons tous revenir Pour jouir des biens avenirs Qui sont' icy nostre esperance; L’áge oü l’on sait íout pardonner, L’áge oü í'on ignore la haine, Oü ríen ne peut nous chagriner; L’áge d'or de la vie humaine, L’áge qui brave les Enfers, L’áge oü la vie est peu pénible, L’áge oü la mort est peu terrible, Et pour qui les cieux sont ouverts. A ces jeunes plans de l’Egüse Qu’on porte un respect tendre et doux: Le ciel est toujours plein de courroux Pour quiconque les scandalise *.

20 M o n t a i g n e , Essais, I, 26. 21 M o n ta ig n e , Essais, I, 39. 22 F. Guérard, Gabinete de Estampas, Ee 3a, petit in f.° * He aquí la edad de la inocencia / a la que todos debemos re­ gresar / para gozar de los bienes futuros / que son aquí nuestra espe­ ranza; / la edad en la que se sabe perdonar todo, / la edad en la que se ignora el odio, / en la que nada puede entristecernos; / la edad de oro de la vida humana, / la edad que desafía a los Infiernos, / la edad en que la vida es poco penosa, / la edad en que la muerte es poco terrible, / y para quien tos cielos están abiertas. / A esos jóvenes pro­ yectos de la Iglesia, / que se otorgue un respeto sensible y suave: / el cielo está lleno de ira / para con quien los escandalice.

¡Cuánto camino recorrido! Se le puede seguir a través de una abundante literatura, de la cual presentamos algunas mues­ tras: L ’honneste gargon, ou l ’art de bien élever la noblesse á la vertu, aux sciences et á tous les exercises convenables á sa condition [El joven honesto, o el arte de educar debidamente a la nobleza en la v irtu d e n las ciencias y en todos los ejercicios convenientes a su condición], publicado en 1643 23 por M. de Grenaille, escudero, señor de Chatauniers, es un buen ejemplo. El autor había escrito ya L ’honeste filie [La joven honradaJ, Es preciso destacar el interés por la educación, «la institución de la juventud».- El autor se da cuenta de que él no es el único en tratar este tema y se disculpa de ello en la «Advertencia»: «Yo no creo entrar en el terreno de M. Faret24 tratando un tema que él sólo ha tocado de pasada, y hablando de la edu­ cación de esos de quienes él nos presenta las perfecciones.» «Aquí yo guío al Joven honesto desde el comienzo de la in­ fancia hasta la juventud. Trato primeramente de su nacimiento y luego de su educación; pulo sus costumbres y su mente con­ juntamente; le instruyo en la piedad y en el protocolo del mun­ do, con el objeto de que no sea ímpío ni superticioso.» Con an­ terioridad existían tratados de urbanidad que eran sólo manua­ les de""buenós modales, de protocolo; gozaron de estima hasta principios del siglo xix. Mas, al lado de los libros de ürbanidad que se dirigían sobre todo a los niños, existe desde principios del siglo xvn una literatura pedagógica para uso de padres y educadores. Por más que se refiera a Quintiliano, a Plutarco y a Erasmo, dicha literatura es nueva. Tan nueva que M. de Grenaille tiene que defenderse contra los que ven en la edu­ cación de la juventud un tema de práctica y no de libros. Ade­ más de Quintiliano, etc., hay algo más, y el tema es particu­ larmente grave en la Cristiandad: «Ciertamente, puesto que el Señor de los Señores pide a los pequeños inocentes que se acer­ quen a Él,1yo no creo que ninguno de sus súbditos tenga dere­ cho a rechazarlos, ni que los hombres se opongan a educar­ los, visto que, al educarlos, no hacen sino imitar a los ánge­ les.» El paralelo entre los ángeles y los niños se convierte en un tema de edificación trivial. «Se dice que un ángel en forma 23 M, d e G r e n a i l l e , L’Honneste gargon, 1642. 24 F a r e t , L’Honnéte homme, 1630. Con el apellido de este autor, Faret, hacía Boíleau rimar cabaret.

de niño iluminó a San Agustín* pero, en. cambio, a él le agra­ daba comunicar sus conocimientos a los niños, y encontramos en sus obras tratados a su favor, si bien hay otros dirigidos a los más grandes teólogos.» Cita a San Luis, que redactó una ins­ trucción para su hijo- «El cardenal Belarmino ha escrito un catecismo para los niños.» Richelieu, «ese gran príncipe de la Iglesia, ha dado instrucciones a los más pequeños, así como consejos a los mayores». También Montaigne, quien no se es­ peraba encontrar en tan grata compañía, se inquietó por los malos ‘educadores, en particular por los pedantes, «No debe uno imaginarse que cuando se habla de la in­ fancia se habla siempre de algo frágil; al contrario, yo demos­ traré aquí que un estado que muchos juzgan despreciable es perfectamente ilustre.» En efecto, en esa época es cuando se habla realmente de la debilidad, de la imbecilidad de la in­ fancia. Anteriormente más bien se la ignoraba, como una tran­ sición rápidamente superada y sin importancia. El poner de relieve el lado despreciable de la infancia es quizá una conse­ cuencia del pensamiento clásico, de su exigencia razonable, pero es principalmente una reacción contra la importancia que ad­ quirió el niño dentro de la .familia, en el sentimiento de la fa­ milia, Volveremos a tratar este tema en la conclusión de la pri­ mera parte. Retengamos únicamente que a los adultos, de todas las condiciones, les agradaba entretenerse con los pequeñines. Comportamiento muy antiguo, probablemente, pero en lo suce­ sivo era tan notorio que a la gente le irritaba. Nació así ese sentimiento de irritación ante las chiquilladas, el reverso mo­ derno del. sentimiento de la infancia. También se agregaba a ello el desprecio que esta sociedad de hombres acostumbrados al aíre libre, y de hombres de sociedad, hombres de mundo, sentía por el profesor, el director del colegio, el ««pedante», en una época en que los colegios se tornaban más numerosos y eran más frecuentados, y en la que la infancia recordaba ya a los adultos la época escolar. En realidad, ese sentimiento poco fa­ vorable a los niños por parte de las personas serias o preocupa­ das es una prueba de la importancia, excesiva a su manera de ver, que se reconocía a la infancia. Para el autor del Vhonneste gargon, la infancia es ilustre debido a la infancia de Cristo. Se la interpretaba, por otra par­ te, como símbolo de humillación a la que había descendido Cristo, adoptando no solamente la naturaleza humana, sino la

condición de niño, inferior a la del primer Adán, según San Bernardo. Hay, por el contrario, niños santos: los Santos Ino­ centes, los santos niños mártires que se negaron a honrar a los ídolos, el niño judío de San Gregorio de Tours, a quien su pa­ dre quiso quemar en un horno porque se había convertido. «Yo podría demostrar asimismo que la fe produce hoy en día mártires entre los niños lo mismo que en los siglos pasados. La historia de Japón nos presenta a un niño, Luis, que a la edad de doce años supera ampliamente la generosidad de los hombres perfectos.» En la misma hoguera que dom Carlos Spinola, murió una mujer con «su hijo pequeño», lo que demuestra que «Dios obtiene sus elogios por la boca de los niños». Y el autor acumula ejemplos de niños santos en ambos Testamentos, y agrega este otro ejemplo, sacado de nuestra historia medieval e inesperado en la literatura clásica: «No debo olvidar la vir­ tud de esos valientes muchachos franceses, a los cuales Naucierus ha elogiado, que se enrolaron en las Cruzadas, 20.000 en total en la época del Papa Inocencio III, para ir a rescatar Jerusalén de manos, de los infieles.» La cruzada de los niños... Sabemos que los niños de las canciones de gesta y las no­ velas de caballería se conducían como caballeros, lo cual de­ muestra, según de Grenaille, la virtud y la cordura de los niños. El autor cita el caso de un niño que se hizo paladm de la emperadora, esposa del emperador Conrado, en el duelo judicial contra «un famoso gladiador». «Que se lea en los Amadi s lo que han hecho los Reinaldos, los Tancredos y tantos otros caballeros: la fábula no Ies otorgará tantas ventajas en ningún combate como la verdadera historia le otorga al joven Aquiles.» «Después de esto, ¿cabe decir que la primera edkd no es comparable, incluso frecuentemente preferible, a todas las de­ más?» «