El Nacimiento De La Ciencia Moderna En Europa

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PAOLO ROSSI EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA MODERNA EN EUROPA /

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LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA CRÍTICA

El nacimiento de la ciencia moderna en Europa Paolo Rossi Traducción castellana de

María Pons

Crítica

Grijalbo Mondadori Barcelona

Título original: LA NASCITA DELLA SCIENZA MODERNA IN EUROPA Diseño de la cubierta a partir de una creación de UWE GÓBEL © 1997: Paolo Rossi © 1998: CRÍTICA (Grijalbo Mondadori, S.A.), Aragó, 385, 08013 Barcelona © C. H. Beck, Wilhelmstrasse 9, Munich © Basil Blackwell, 108, Cowley Road, Oxford © Laterza, via di Villa Sacchetti, 17, Roma, y via Sparano, 162, Bari © Editions du Seuil, 27 rué Jacob, París ISBN: 84-7423-895-1 Depósito legal: B. 26.598-1998 Impreso en España 1998. - HUROPE, S. L., Lima, 3 bis, 08030 Barcelona

Prefacio L j uropa se está co nstru yen do . Esta gran esperanza sólo se realizará si se X -/ tiene en cuenta el pasado: una Europa sin historia sería huérfana y des­ dichada. Porque el hoy procede del ayer, y el mañana surge del hoy. La me­ moria del pasado no debe paralizar el presente, sino ayudarle a que sea dis­ tinto en la fidelidad, y nuevo en el progreso. Europa, entre el Atlántico, Asia y Africa, existe desde hace mucho tiempo, dibujada por la geografía, modela­ da por la historia, desde que los griegos le pusieron ese nombre que ha per­ durado hasta hoy. El futuro debe basarse en esa herencia que, desde la Anti­ güedad, incluso desde la prehistoria, ha convertido a Europa en un mundo de riqueza excepcional, de extraordinaria creatividad en su unidad y su diver­ sidad. La colección «La construcción de Europa», surgida de la iniciativa de cinco editores de lenguas y nacionalidades diferentes: Beck de Munich, Basil Blackwell de Oxford, Crítica de Barcelona, Laterza de Roma y Bari y Le Seuil de París, pretende mostrar la evolución de Europa con sus indudables ventajas, sin disimular por ello las dificultades heredadas. El camino hacia la unidad del continente ha estado jalonado de disputas, conflictos, divisiones y contradicciones internas. Esta colección no las piensa ocultar. Para acometer la empresa europea hay que conocer todo el pasado, con una perspectiva de futuro. De ahí el título «activo» de la colección. No hemos creído oportuno escribir una historia sintética de Europa. Los ensayos que proponemos son obra de los mejores historiadores actuales, sean o no europeos, sean o no re­ conocidos. Ellos abordarán los temas esenciales de la historia europea en los ámbitos económico, político, social, religioso y cultural, basándose tanto en la larga tradición historiográfica que arranca de Heródoto, como en los nue­ vos planteamientos elaborados en Europa, que han renovado profundamente la ciencia histórica del siglo xx, sobre todo en los últimos decenios. Son en­ sayos muy accesibles, inspirados en un deseo de claridad. Y nuestra ambición es aportar elementos de respuesta a la gran pregunta de quienes construyen y construirán Europa, y a todos los que se interesan por ello en el mundo: «¿Quiénes son los europeos? ¿De dónde vienen? ¿Adon­ de van?».

J acques L e G off

Cuando Cristóbal Colón, Magallanes y los portugueses cuen­ tan cómo se extraviaron en sus viajes, no sólo les perdona­ mos, sino que nos disgustaría no disponer de su narración, sin la cual se hubiera perdido todo el entretenimiento. Por lo tanto no seré objeto de crítica si, impulsado por un mis­ mo afecto por mis lectores, sigo su mismo método. J ohannes K epler , Astronomía nova

(1609)

Ciencia europea

N

ex iste , en E uropa , una «cuna» de esa complicada realidad histórica que llamamos hoy en día ciencia moderna. La cuna es toda Europa. Vale la pena recordar, además, algunas cosas que todo el mundo sabe: que Copémico era polaco, Bacon, Harvey y Newton ingleses, Descartes, Fermat y Pascal franceses, Tycho Brahe danés, Paracelso, Kepler y Leibniz alema­ nes, Huygens holandés, Galileo, Torricelli y Malpighi italianos. La obra de cada uno de estos personajes estuvo vinculada a la de los demás, en una rea­ lidad artificial o ideal, carente de fronteras, en una República de la Ciencia que supo construirse a costa de muchos esfuerzos un espacio propio en si­ tuaciones sociales y políticas siempre difíciles, a menudo dramáticas, y a ve­ ces trágicas. La ciencia moderna no nació en la quietud de los campus o en la atmósfe­ ra algo artificial de los laboratorios de investigación en tomo a los cuales, pe­ ro no dentro de los cuales (como sucedía desde hacía siglos, y sucede todavía en los conventos), parece fluir el río sanguinolento y cenagoso de la historia. Por una razón muy simple: porque esas instituciones (en lo que atañe al saber que llamamos «científico») no habían nacido todavía, y porque para el traba­ jo de los «filósofos naturales» no se habían construido aún esas torres de marfil tan provechosamente utilizadas y tan injustamente vituperadas a lo lar­ go de nuestro siglo. A pesar de que casi todos los científicos del siglo xvn estudiaron en una universidad, son pocos los nombres de científicos cuya carrera se desarrolló en su totalidad o en una gran parte en el seno de la universidad. Las universi­ dades no fueron el centro de la investigación científica. La ciencia moderna nació fuera de las universidades, a menudo enfrentada con ellas, y se trans­ formó a lo largo del siglo xvn, y todavía más en los dos siglos siguientes, en una actividad social organizada capaz de crear sus propias instituciones. En los libros dedicados a la física, a la astronomía o a la química, general­ mente apenas se traslucen muchas de las vicisitudes, a menudo tumultuosas, que acompañaron su redacción. Pero es conveniente que el lector de este libro (que trata de ideas, teorías y experimentos, y que necesariamente dedica muy poco espacio a esas vicisitudes), cuando piense en la época en que vivieron

o

los llamados «padres fundadores» de la ciencia moderna, no recuerde sola­ mente la música de Monteverdi y de Bach, el teatro de Gomeille y de Molie­ re, la pintura de Caravaggio y de Rembrandt, la arquitectura de Borromini y la poesía de Milton, sino que tenga presente al menos una cosa: que la Euro­ pa que vivió un período decisivo de su difícil y dramática historia en los cien­ to sesenta años que separan el De revolutionibus de Copémico (1543) de la Óptica de Newton (1704) era radicalmente distinta (incluso en todo aquello que se refiere al mundo de lo cotidiano) de la Europa éh la que nos ha co­ rrespondido vivir hoy. En la villa de Leonberg, en Suabia, durante el invierno de 1615-1616 fue­ ron quemadas seis brujas. En el pueblecito cercano de Weil (actualmente Weil der Stadt), cuya población no superaba las doscientas familias, entre 1615 y 1629 fueron quemadas treinta y ocho. Una anciana llamada Katharine, algo chismosa y extravagante, que vivía en Leonberg, fue acusada por la mujer de un vidriero de haber provocado la enfermedad de una vecina con una poción mágica, de haber echado el mal de ojo a los hijos de un sastre y de haberles causado la muerte, de haber negociado con un sepulturero para obtener el crá­ neo de su padre, que quería regalar como cáliz a uno de sus hijos, astrólogo y dedicado a la magia negra. Una niña de doce años, que llevaba unos ladrillos a cocer al homo, se encontró por la calle con dicha anciana y experimentó en el brazo un terrible dolor que le provocó una especie de parálisis en el brazo y en los dedos durante algunos días. No es casual que al lumbago y a la tortícolis se les llame aún hoy en día en Alemania Hexenschuss, en Dinamarca Hekseskud y, en Italia, colpo della strega (golpe de la bruja). Aquella anciana, que tenía entonces setenta y tres años, fue acusada de brujería, permaneció encadenada durante meses, fue obligada a defenderse de 49 acusaciones, fue sometida a la territio, o interrogatorio con amenaza de tortura frente al verdu­ go, tras una detallada descripción de los muchos instrumentos que estaban a disposición del mismo. Después de más de un año de prisión, fue finalmente absuelta el 4 de octubre de 1621, seis años después de las primeras acusacio­ nes. No pudo volver a vivir en Leonberg porque hubiera sido linchada por el pueblo (Caspar, 1962: 249-265). Aquella anciana tenía un hijo famoso, llamado Johannes Kepler, que se ha­ bía comprometido angustiosamente en su defensa y que durante los años que duró el proceso, además de escribir un centenar de páginas para defender a su madre de la tortura y de la hoguera, escribió también las páginas del Harmoni­ ces mundi, que contienen la que en los manuales se denomina tercera ley de Kepler. En la raíz del mundo había, según Kepler, una armonía celestial que le parecía (tal como escribe en el cuarto capítulo del quinto libro) «semejante a un Sol que resplandece a través de las nubes». Kepler era muy consciente de que esa misma armonía no reinaba sobre la tierra. En el sexto capítulo del li­ bro dedicado a los sones producidos por los planetas escribía que, como las notas producidas por la tierra eran Mi-Fa-Mi, de ello podía concluirse que so­ bre la tierra reinaban la Miseria y el Hambre (Fames). Terminó la redacción del texto tres meses después de la muerte de Katharine.

En aquel mundo eran pocos los científicos que podían dedicarse con so­ siego a la investigación. No hace falta evocar el recuerdo de la hoguera de Giordano Bruno o de la tragedia de Galileo. Para tener conciencia de ello es suficiente leer la Vie de monsieur Descartes, de Adrien Baillet. La Europa de aquellos decenios no sólo contempló los procesos a las brujas y la labor de los tribunales de la Inquisición. Casi nunca pensamos en el significado literal de la expresión guerra de los Treinta Años. Recorrían aquella Europa, a lo largo y a lo ancho, ejércitos de mercenarios que arrastraban tras de sí artesanos, coci­ neros, prostitutas, muchachos escapados de casa, vendedores ambulantes, y que dejaban a su paso robos, pillerías, incendios, mujeres violadas y campesi­ nos muertos, cosechas destruidas, iglesias profanadas y pueblos saqueados. En aquella Europa, ciudades como Milán, Sevilla, Nápoles o Londres vieron diezmadas sus poblaciones a causa de la peste, que tuvo las características de una epidemia larguísima, terrorífica y crónica. Los sucesos descritos por Defoe a propósito de la peste de Londres y por Manzoni a propósito de la de Mi­ lán se repitieron muchísimas veces. Sólo en el seno de una República ideal, que tendía a independizarse de las luchas, de las desigualdades y de las miserias del mundo, podía nacer la sor­ prendente afirmación de Francis Bacon de que una ciencia practicada con vis­ tas a la gloria o al poder del propio país es moralmente menos noble que una ciencia que se pone al servicio de toda la especie humana. Unicamente en ese contexto podía nacer la afirmación -hecha por Marin Mersenne a propósito de los indios canadienses y de los campesinos de Occidente- de que «un hombre no puede hacer nada que otro hombre no pueda hacer también y cada hombre contiene en sí todo lo que le es necesario para filosofar y para razo­ nar acerca de todas las cosas» (Mersenne, 1634: 135-136). Hay algo más que une fuertemente a los protagonistas de la revolución científica: la conciencia de que con su obra está naciendo algo nuevo. El término novus aparece de forma casi obsesiva en varios centenares de títulos de libros científicos del si­ glo xvn: del Nova de universis philosophia de Francesco Patrizi y del New Attractive de Robert Norman, al Novum Organum de Bacon, la Astronomía nova de Kepler y las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias de Galileo. En aquellos años nació y adquirió rápidamente plena madurez una forma de saber que tiene características estructuralmenté distintas de las otras for­ mas de cultura, y que consiguió crear a costa de muchas dificultades sus pro­ pias instituciones y sus propios lenguajes específicos. Este saber exige «expe­ riencias sensibles» y «demostraciones ciertas» y, a diferencia de cuanto había sucedido tradicionalmente, exige que estos dos difíciles requisitos vayan jun­ tos, estén indisolublemente unidos el uno al otro. Toda afirmación debe ser «pública», es decir, vinculada al control por parte de los demás, debe ser pre­ sentada y demostrada a los demás, discutida y sometida a posibles refutacio­ nes. En aquel mundo hubo personas que admitieron haberse equivocado, que no consiguieron demostrar lo que pretendían demostrar, que tuvieron que ren­ dirse ante las evidencias que otros habían aducido. Es evidente que esto suce-

dio muy raramente, que las resistencias al cambio fueron (como ocurre en to­ dos los grupos humanos) bastante fuertes, pero el hecho de que se establecie­ ra firmemente que la verdad de las proposiciones no dependía en modo algu­ no de la autoridad de quien las pronunciaba y que no existía relación alguna con ningún tipo de revelación o iluminación constituyó una especie de patri­ monio ideal al que los europeos pueden remitirse todavía hoy como un valor irrenunciable.

Una revolución y su pasado A propósito del nacimiento de la ciencia moderna, se ha hablado y se habla todavía (con razón) de «revolución científica». Las revoluciones tienen esta característica: no sólo miran hacia el futuro y dan vida a algo que no existía antes, sino que además se construyen un pasado imaginario que tiene, por lo general, características negativas. Basta leer el Discurso preliminar a la gran Enciclopedia de los ilustrados o incluso el comienzo del Discurso sobre las ciencias y las artes de Jean-Jacques Rousseau para darse cuenta de con qué fuerza circulaba, en la segunda mitad del siglo x v iii, la definición de la Edad Media como una edad oscura, como una «recaída en la barbarie», a la que pu­ sieron fin los resplandores del Renacimiento. Los historiadores no aceptan, por principio, ningún «pasado imaginario». Incluso ponen en cuestión los intentos que han hecho los hombres de colocar­ se a sí mismos en el centro del proceso de la historia. Esos mil años de histo­ ria, a lo largo de los cuales tuvieron lugar muchas de las grandes revoluciones intelectuales y a los que atribuimos la etiqueta genérica de Edad Media, han sido minuciosamente explorados desde mediados del siglo xix. Hoy en día sa­ bemos que el mito de la Edad Media como época de barbarie era precisamen­ te esto, un mito, elaborado por la cultura humanística y por los padres funda­ dores de la modernidad. En aquellos siglos se construyeron innumerables y admirables iglesias y catedrales, conventos y molinos de viento; se araron los campos con el arado pesado y se inventó el estribo, que cambió la naturaleza de los combates y la política europea, transformando el imaginario centauro de los antiguos en el señor feudal (White, 1967: 49). Las ciudades donde los hombres comenzaron a vivir no eran tan sólo cen­ tros de intercambios comerciales, sino también de intercambios intelectuales. La gran filosofía medieval surge del encuentro de tradiciones diversas: la cris­ tiana, la bizantina, la hebrea y la árabe (De Libera, 1991). En ese mundo na­ cieron las universidades y se afirmó, sobre todo, la figura del intelectual que es considerado, entre los siglos xn y xm, como un hombre que ejerce un ofi­ cio, desarrolla una labor, que es comparable por tanto a los otros ciudadanos y que tiene el deber de transmitir y elaborar las artes «liberales» (Le Goff, 1959: 73). Las universidades nacieron en Bolonia, París y Oxford a finales del siglo xn, se multiplicaron a lo largo del siglo siguiente y se extendieron por toda Europa durante los siglos xrv y xv. Las universidades se convierten

en centros privilegiados de un saber que se va configurando como digno de reconocimiento social, merecedor de una recompensa; un saber con sus pro­ pias leyes, que son fijadas con todo detalle (Le Goff, 1977: 153-170). La uni­ versidad, a diferencia de las escuelas monásticas o catedrales, era un studium generale, tenía una condición jurídica precisa basada en una autoridad «uni­ versal» (como el papa o el emperador). La autorización concedida a los pro­ fesores para enseñar en cualquier lugar («licentia ubique docendi») y los des­ plazamientos de los estudiantes contribuyeron en gran medida a la formación de una cultura latino-cristiana unitaria. «Favorecido por la adopción del latín como instrumento de comunicación culta, este mercado único de la docencia transformó las universidades medievales en centros de estudio de carácter in­ ternacional, en cuyo interior los hombres y las ideas podían circular rápida­ mente» (Bianchi, 1997: 27). El llamado método escolástico (basado en la lectio, la quaestio, la disputatio) dejará huellas imborrables en la cultura europea, y es indudable que para entender a muchos filósofos modernos, empezando por Descartes, hay que remontarse a los textos de aquellos autores a los que ellos combatían ardorosamente. Existen muchísimos estudios sobre la filosofía y la ciencia de la Edad Me­ dia, así como sobre el proceso de laicización de la cultura y sobre las condenas teológicas de muchas tesis filosóficas. Concretamente, muchos autores han sostenido la tesis de que existe una estrecha continuidad entre la ciencia de los estudiosos del Merton College de Oxford (como Bradwardine) y los «físicos parisinos» (como Nicolás de Oresme y Juan Buridán), y la ciencia de Galileo, Descartes y Newton. Ante la imposibilidad de discutir interpretaciones como las de Fierre Duhem (Duhem, 1914-1958) o de Marshall Clagett (Clagett, 1981), me limitaré a presentar una relación de algunas buenas razones que permiten confirmar la tesis opuesta de que existe una fuerte discontinuidad entre la tra­ dición científica medieval y la ciencia moderna y que permiten, por tanto, con­ siderar legítimo el uso de la expresión «revolución científica». 1. La naturaleza de la que hablan los modernos es radicalmente distinta de la naturaleza de la que hablan los filósofos medievales. En la naturaleza de los modernos no existe (como en la tradición) una distinción de esencia entre cuerpos naturales y cuerpos artificiales. 2. La naturaleza de los modernos es interrogada en condiciones artificia­ les: la experiencia de la que hablan los aristotélicos apela al mundo de lo co­ tidiano para ejemplificar o ilustrar teorías; las «experiencias» de los modernos son experimentos elaborados artificialmente con el objeto de confirmar o fal­ sear teorías. 3. El saber científico de los modernos se parece a la exploración de un nuevo continente; el de los medievales es semejante a la paciente profundización en los problemas sobre la base de reglas codificadas. 4. A los ojos de la crítica de los modernos, el saber de los escolásticos no parece capaz de interrogar a la naturaleza, sino sólo de interrogarse a sí mis­ mo proporcionando siempre respuestas satisfactorias. En ese saber caben las figuras del maestro y del discípulo, pero no la del inventor.

5. Los científicos modernos -Galileo, en primer lugar- actúan con una «desenvoltura» y un «oportunismo metodológico» que son totalmente desco­ nocidos para la tradición medieval (Rossi, 1989: 111-113). La exigencia me­ dieval de exactitud absoluta fue un obstáculo y no una ayuda para la creación de una ciencia matemática de la naturaleza. Galileo inventaba sistemas de medición cada vez más exactos, pero «apartaba la atención de la precisión ideal para dirigirla a la precisión necesaria en relación con los objetivos y a la que se podía conseguir con los instrumentos disponibles ... el mito paralizan­ te de la exactitud absoluta fue uno de los factores que impidieron a los pensa­ dores del siglo xiv pasar de las abstractas calculationes a un estudio efectiva­ mente cuantitativo de los fenómenos naturales» (Bianchi, 1990: 150). Pero las razones por las que el autor de este libro ha hablado y sigue ha­ blando de la ciencia moderna como de una revolución intelectual no están evidentemente expuestas en la breve enumeración anterior, sino en las pági­ nas que vienen a continuación.

Acerca de este libro Recibí de Jacques Le Goff el encargo (que consideré realmente un gran honor) de escribir un libro titulado El nacimiento de la ciencia moderna en Europa. Los editores europeos interesados en la obra me impusieron (tal como se acos­ tumbra a hacer, y como es justo y conveniente hacer) unos límites muy estric­ tos: 85.000 palabras o bien 300 páginas de 1.800 pulsaciones. He sobrepasado estos límites, pero no excesivamente. La simple enumeración de los que nosotros denominamos (utilizando una palabra acuñada en el siglo xix) científicos, que vivieron entre el nacimiento de Nicolás Copémico y la muerte de Newton y que podrían ser considerados dignos de mención en un manual de historiá de la ciencia, ocuparía ya mu­ chas páginas. Si a esta enumeración se le añadiera otra que contuviera la re­ lación de un par de sus obras principales, la situación podría resultar ya dra­ mática. Por lo tanto, he renunciado de entrada a todo objetivo de exhaustividad y también he renunciado (en consecuencia) a escribir un manual de historia de la ciencia. Además, he realizado algunas selecciones de las que considero oportuno dar cuenta al lector, para informarle de lo que podrá encontrar en es­ te libro y para aclararle el punto de vista que ha adoptado el autor. Los capítulos que componen este libro se centran en la nueva astronomía, las observaciones llevadas a cabo con el telescopio y el microscopio, el prin­ cipio de inercia, los experimentos en el vacío, la circulación de la sangre, las grandes conquistas del cálculo, etc., etc. Pero, junto a estas cuestiones, exis­ ten también diversos capítulos destinados a exponer grandes ideas y grandes temas que fuéron centrales a lo largo de aquella «revolución»: el rechazo de la concepción sacerdotal o hermética del saber, la nueva valoración de la téc­ nica, el carácter hipotético o realista de nuestro conocimiento del mundo, los

intentos de utilizar -aunque en relación con el mundo humano- los modelos de la filosofía mecánica, la nueva imagen de Dios como ingeniero o relojero y la introducción de la dimensión del tiempo en la consideración de los he­ chos naturales. En cuanto al método, estoy convencido de que las teorías específicas que constituyen el núcleo esencial de cualquier ciencia no son el reflejo total de determinadas condiciones histórico-sociales. En cambio, estoy convencido -y todo el trabajo que he desarrollado hasta ahora se ha movido en esta direc­ ción- de que la historia está estrechamente relacionada con las imágenes de la ciencia (es decir, las teorías sobre qué es y qué debe ser la ciencia) que es­ tán presentes en la cultura. En muchos casos esas imágenes ejercen un peso no desdeñable sobre la aceptación o el éxito de las teorías. Sobre la base de una determinada imagen de la ciencia se definen a menudo las fronteras de la ciencia, los criterios para distinguir la ciencia de la magia, de la metafísica o de la religión. Sobre esa base se eligen, sobre todo, los problemas que hay que resolver de entre Ja inmensa cantidad de problemas que son susceptibles de ser investigados. Eso que hoy en día aparece firmemente codificado y transmitido como tal por los manuales de física o de biología, eso que nos resulta hoy en día obvio y natural es, en cambio, el resultado de elecciones, opciones, contrastes y al­ ternativas. Esas alternativas y elecciones, antes de que se produjera su poste­ rior codificación, eran reales y no imaginarias. Y cada elección supuso opcio­ nes, dificultades, eliminaciones, y se configuró además, a veces, de manera dramática. Espero que algunas cosas queden claras en este libro: que el continuismo no es más que una mediocre filosofía de la historia superpuesta a la historia real; que mediante la investigación histórica no se descubren nunca, en el pa­ sado, estadios monoparadigmáticos o épocas caracterizadas, como las perso­ nas, por un solo rostro; que el diálogo crítico entre teorías, tradiciones cientí­ ficas e imágenes de la ciencia ha sido siempre (y lo sigue siendo) continuo e insistente; que la ciencia del siglo xvn fue, conjunta y contemporáneamente, paracelsiana, cartesiana, baconiana y leibniziana; que modelos no mecanicistas se utilizaron con profusión incluso en lugares insospechados; que el surgi­ miento de los problemas y de los posibles campos de investigación está sóli­ damente vinculado a discusiones que se relacionan con las filosofías y con las metafísicas; que la figura del científico surge en épocas diversas y de manera diferente en cada uno de los ámbitos de la investigación, puesto que en algu­ nos casos (como en la matemática y en la astronomía) nos remontamos a tra­ diciones antiquísimas, en otros se pretende hacer surgir del pasado tradiciones concretas a las que remontarse, en otros, finalmente, se insiste en el carácter nuevo o «alternativo» de la propia actividad cognoscitiva y experimental. Hay una cosa, aparentemente obvia, que los historiadores deben recordar continuamente a sus lectores, así como a los literatos, filósofos y científicos de su época. Hay que recordarla continuamente, porque en todo ser humano (y, por tanto, también en los filósofos y científicos más exquisitos) existe una

tendencia casi invencible a olvidarla: todos cuantos trabajaron, pensaron, for­ mularon teorías y efectuaron experimentos en el período del nacimiento de la ciencia moderna vivieron en un mundo bastante diferente del nuestro, en el que convivían perspectivas que hoy en día nos parece que pertenecen a mun­ dos culturales completamente irreconciliables entre sí. En el siglo xvn hubo una extraordinaria floración de obras alquimistas y, al mismo tiempo, la crea­ tividad matemática adquirió un extraordinario vigor. Newton es uno de los grandes creadores del cálculo infinitesimal, pero sus manuscritos de alquimia contienen más de un millón de palabras (aproximadamente diez volúmenes iguales al que ahora tenéis entre manos). Los científicos del siglo x v ii no sa­ bían ni podían saber lo que ahora sabemos: que la alquimia del siglo xvn «era la última flor de una planta moribunda y la matemática del siglo xvn la pri­ mera flor de una robusta planta perenne» (Westfall, 1989: 27, 305). Sin embargo, me parece indudable que lo que llamamos «ciencia» adqui­ rió en aquellos años algunos de los caracteres fundamentales que todavía con­ serva hoy en día, y que con razón fueron considerados por los padres funda­ dores como algo nuevo en la historia del género humano: un artefacto o una empresa colectiva, capaz de crecer sobre sí misma, destinada a conocer el mundo y a intervenir en el mundo. Esa empresa, que desde luego no es ino­ cente, ni nunca ha sido considerada como tal, a diferencia de cuanto ha suce­ dido con los ideales políticos, las artes, las religiones y las filosofías, se ha convertido en una poderosísima fuerza unificadora de la historia del mundo. Este libro no ha sido escrito para los historiadores o los filósofos de la cien­ cia. Ha sido pensado y escrito para los jóvenes que inician su relación personal con la historia de las ideas y con esos complicados, proliferantes y fascinantes objetos que son las ciencias y la filosofía. Pero sobre todo he tenido en cuenta a muchísimas personas (entre las cuales incluyo a muchos y queridísimos ami­ gos) que se han dedicado a estudios «humanísticos», que piensan en la ciencia como en algo «árido», que la consideran (en el fondo de su corazón) escasa­ mente relevante para la cultura y para la historia de la cultura, que tienen de la ciencia y de su historia esa imagen restrictiva y fácil que muchos filósofos (ilustres, incluso) de nuestro siglo han contribuido a reforzar y a propagar, que comparten, casi siempre sin saberlo, las teorías de los primeros decenios del si­ glo xx sobre la bancarrota de la ciencia. Puesto que las páginas que siguen representan en cierto modo un intento de síntesis (también de refundición) de un trabajo sobre algunos temas de la revolución científica que inicié hace más de cuarenta años, debería, si me adentrase en el sendero de los agradecimientos, expresar mi gratitud a un nú­ mero demasiado elevado de personas: a muchos amigos y a muchos jóvenes, y ahora ya no tan jóvenes, discípulos. Renuncio a hacerlo y dedico este libro a mi dulce, decidida e inesperada nietecita Giorgia, que tiene los ojos azules, tan fascinantes para mí como los de su abuela Andreina.

C A P Í T U L O UNO ------------- » -------------

Obstáculos Olvidar lo que sabemos

L

os h is to r ia d o r e s no están tan interesados en las estructuras perennes de la mente de los seres humanos como en los distintos modos de funciona­ miento de las mentes en épocas diferentes. Cuando nos aproximamos a un pensamiento que no es el nuestro, es importante intentar olvidar lo que sabe­ mos o lo que creemos saber. Es necesario adoptar modos de razonar, o inclu­ so principios metafísicos, que para las personas del pasado eran tan válidos y basados en razonamientos e investigaciones como lo son para nosotros los principios de la física matemática y los datos de la astronomía (Koyré, 1971: 77). Como escribió en cierta ocasión Thomas Kuhn, es esencial hacer un es­ fuerzo por desaprender los esquemas de pensamiento inducidos por la expe­ riencia y por la enseñanza anteriores (Kuhn, 1980: 183). El término obstáculos epistemológicos fue acuñado por el filósofo francés Gastón Bachelard en los años treinta de este siglo. Se refiere a esas convic­ ciones (extraídas tanto del saber común como del saber científico) que tien­ den a impedir cualquier ruptura o discontinuidad en el crecimiento del saber científico y constituyen, por tanto, poderosos obstáculos para la afirmación de verdades nuevas. El tipo de preguntas que se planteaba Bachelard ha contri­ buido a renovar la historia de la ciencia, a transformar lo que era una «alegre enumeración de descubrimientos» en una historia del difícil camino recorrido por la razón. Vale la pena mostrar, mediante un ejemplo concreto, a qué quería referirse Bachelard cuando hablaba: 1) de obstáculos epistemológicos; 2) de la separa­ ción de la ciencia del realismo del sentido común; 3) de una falsa continuidad histórica (basada en el uso de las mismas palabras). Hasta el siglo xix no ca­ be la menor duda de que para iluminar es preciso quemar alguna materia. En la lámpara eléctrica de filamento incandescente de Edison, por el contrario, se trata de impedir que una materia arda. La ampolla de vidrio no sirve para pro­ teger la llama del aire, sino para garantizar el vacío en tomo al filamento. Las antiguas y las nuevas lámparas tienen una sola cosa en común: sirven para vencer la oscuridad. Sólo podemos designarlas con el mismo nombre si adop­ tamos este punto de vista, que es el punto de vista de la vida cotidiana. En realidad, ese cambio técnico supone una complicada teoría de la combustión,

que tiene relación con la también complicada historia del descubrimiento del oxígeno (Bachelard, 1949: 104; Bachelard, 1995).

Física Un estudiante de enseñanza secundaria de nuestros días sabe distinguir entre el peso de un cuerpo (que varía según su distancia de la Tierra) y la masa de un cuerpo (que, para la física clásica o anterior a Einstein, es la misma en to­ dos los puntos del universo); conoce la primera ley de Newton o el principio de inercia y sabe, por tanto, que si no existen resistencias externas, para dete­ ner un cuerpo en movimiento rectilíneo uniforme es necesario aplicar una fuerza, y que el movimiento rectilíneo uniforme es, por tanto, como el reposo, un estado «natural» de los cuerpos. Ese estudiante conoce también la segunda ley de Newton, según la cual es la aceleración y no la velocidad la que resul­ ta proporcional a la fuerza aplicada (a diferencia de lo que creía Aristóteles, que afirmaba que la aplicación de una cierta fuerza imprime al cuerpo una ve­ locidad determinada); sabe, por último, algo que era totalmente inconcebible en la física antigua: que una fuerza constante imprime a un cuerpo un movi­ miento variable (uniformemente acelerado) y que cualquier fuerza, por pe­ queña que sea, es capaz de hacer eso sobre cualquier masa, por grande que sea. Sabe también que todo movimiento circular es un movimiento acelerado y que el movimiento circular no es en modo alguno el prototipo del movi­ miento eterno de los cielos. No sólo eso: a diferencia de lo que creía la física prenewtoniana y de lo que creía el propio Galileo, ese movimiento no es en absoluto «natural», sino que tiene que ser explicado recurriendo a una fuerza procedente del centro, que lo hace desviar constantemente de la línea recta que seguiría de no existir esa fuerza. La historia de la física, desde las elaboraciones tardoescolásticas de la teo­ ría del Ímpetus hasta las límpidas páginas de los Principia de Newton, es la historia de una profunda revolución conceptual, que obliga a modificar en profundidad las nociones de movimiento, masa, peso, inercia, gravedad, fuerza y aceleración. Se trata, a la vez, de un nuevo método y de una nueva concepción general del universo físico. Se trata, además, de nuevos modos de determinar los límites, las funciones y los objetivos del conocimiento de la naturaleza. Se puede intentar hacer una relación de las convicciones que hubieron de ser abandonadas con grandes dificultades para que llegara a constituirse la llamada «física clásica» de Galileo y de Newton. La aparente obviedad de estas convic­ ciones fue un obstáculo tremendo para la fundación de la ciencia moderna. Esa obviedad no estaba vinculada solamente a la existencia de tradiciones de pensa­ miento que tenían raíces antiguas y muy sólidas, sino también a su mayor pro­ ximidad al llamado sentido común. Las tres convicciones que expongo a conti­ nuación, y que la ciencia moderna ha abandonado completamente, se presentan como «generalizaciones» de observaciones empíricas ocasionales.

Obstáculos 21 1. Los cuerpos caen porque son pesados, porque tienden a su lugar natu­ ral, que está situado en el centro del universo. Tienen, pues, en sí mismos un principio intrínseco de movimiento y caerán a mayor velocidad cuanto más pesados sean. La velocidad de caída es directamente proporcional al peso: si dejamos caer al mismo tiempo dos esferas que pesen respectivamente 1 kg y 2 kg, llegará antes a tierra la que pesa 1 kg, mientras que la que pesa 2 kg ne­ cesitará el doble de tiempo. 2. El medio a través del cual se mueve un cuerpo es un elemento esencial del fenómeno del movimiento y debe ser tenido muy en cuenta al determinar la velocidad de caída de los graves. Por lo general, se consideraba que la ve­ locidad de un cuerpo en caída libre (directamente proporcional al peso) era inversamente proporcional a la densidad del medio. En el vacío (en un am­ biente carente de densidad) el movimiento se desarrollaría instantáneamente, la velocidad sería infinita y un cuerpo se hallaría en muchos lugares en el mismo instante. Todos ellos eran argumentos formidables en contra de la existencia del vacío. 3. Puesto que todo lo que se mueve es movido por otra cosa («omne quod movetur ab alio movetur»), el movimiento violento de un cuerpo es produci­ do por una fuerza que actúa sobre él. El movimiento necesita un motor que lo produzca y lo conserve en movimiento. No es necesario aportar causa alguna para explicar el mantenimiento del estado de reposo de un cuerpo, porque el reposo es el estado natural de los cuerpos. El movimiento (cualquier tipo de movimiento, ya sea natural o violento) es algo no natural y provisional (a ex­ cepción de los «perfectos» movimientos circulares celestes), que cesa en cuanto cesa la aplicación de una fuerza, y que se mueve tanto más rápida­ mente cuanto mayor es la fuerza apücada. Si la fuerza aplicada es la misma, se mueve tanto más lentamente cuanto mayor es su peso. Al cesar la aplica­ ción de la fuerza cesa también el movimiento, «cessante causa, cessat effectus», cuando se detiene el caballo, se detiene también el carro. Estas tres generalizaciones, como ya se ha dicho, nacen de referencias a situaciones vinculadas a la experiencia cotidiana: la caída de una pluma y de una piedra, el movimiento de un carro tirado por un caballo. Aparecen también vinculadas a una concepción antropomórfica del mundo, que asu­ me las sensaciones, los comportamientos y las percepciones del hombre, en su inmediatez, como criterios de realidad. En la raíz de los «errores» de la física de los antiguos se hallan motivaciones profundas, arraigadas en nuestra fisiología y en nuestra psicología. ¿Por qué, se pregunta René Des­ cartes en los Principia (1644), generalmente nos engañamos pensando que se requiere mayor acción para el movimiento que para el reposo? Hemos caído en este error, escribe, «desde el inicio de nuestra vida», porque esta­ mos acostumbrados a mover nuestro cuerpo según nuestra voluntad, y el cuerpo es percibido en reposo sólo por el hecho de que «está adherido a la Tierra por el peso, cuya fuerza no sentimos». Puesto que este peso ofrece resistencia al movimiento de los miembros y hace que nQS cansemos al efectuar nuestros movimientos «nos ha parecido que se requería una mayor

fuerza y más acción para producir un movimiento que para detenerlo» (Descartes, 1967: II, 88). La ciencia moderna no nació a partir de generalizaciones de observacio­ nes empíricas, sino a partir de un análisis capaz de hacer abstracciones, ca­ paz de abandonar el plano del sentido común, de las cualidades sensibles y de la experiencia inmediata. El principal instrumento que hizo posible la re­ volución conceptual de la física fue, como es sabido, la matematización de la física. A su desarrollo contribuyeron decisivamente Galileo, Pascal, Huygens, Newton y Leibniz.

Cosmología Creo que es oportuno insistir aún más en algunos otros aspectos de aquel mi­ lenario sistema del mundo, a cuya destrucción contribuyeron decisivamente Copémico, Tycho Brahe, Descartes, Kepler y Galileo. En primer lugar, es preciso comenzar de nuevo con la distinción entre mundo celeste y mundo terrestre, entre movimientos naturales y movimien­ tos violentos. En la filosofía aristotélica el mundo terrestre o sublunar resul­ ta de la mezcla de cuatro elementos simples: tierra, agua, aire, fuego. El pe­ so o la ligereza de cada cuerpo depende de la distinta proporción en que aparecen mezclados en él los cuatro elementos, porque tierra y agua tienen una tendencia natural hacia abajo, mientras que aire y fuego la tienen hacia arriba. El devenir y el cambio del mundo sublunar es consecuencia de la agitación o mezcla de los elementos. El movimiento natural de un cuerpo pesado está dirigido hacia abajo, el de un cuerpo ligero hacia arriba', el movimiento rectilíneo hacia arriba o hacia abajo (concebidos como absolu­ tos y no relativos) depende de la tendencia natural de los cuerpos a alcanzar su lugar natural, el lugar que por naturaleza les es propio. La experiencia cotidiana de la caída de un sólido en el aire, del fuego que asciende hacia lo alto, de las burbujas que flotan en el agua confirma la teoría. Pero la expe­ riencia nos sitúa también continuamente frente a otros movimientos: una piedra lanzada hacia arriba, una flecha disparada por el arco, una llama des­ viada hacia abajo por la fuerza del viento. Se trata de movimientos violen­ tos, causados por la acción de una fuerza exterior, que repugna a la natu­ raleza del objeto sobre el que actúa. «Cessante causa, cessat effectus», cuando esa fuerza cesa, el objeto tiende a volver al lugar que por naturaleza le corresponde. El concepto de movimiento, en la física de los aristotélicos, no coincide con el movimiento de la física de los modernos. En general, se considera mo­ vimiento el paso del ser en potencia al ser en acto. Esto se configura, para Aristóteles, como movimiento en el espacio, como alteración en la cualidad, como generación y corrupción en la esfera del ser. En el «movimiento» están contenidos fenómenos físicos y fenómenos que nosotros llamamos químicos y biológicos. El movimiento no es un estado de los cuerpos, sino un devenir o

un proceso. Un cuerpo en movimiento no cambia solamente en relación con otros cuerpos: es él mismo, en tanto que está en movimiento, el que está so­ metido al cambio. El movimiento es una especie de cualidad que afecta al cuerpo. El mundo terrestre es el mundo de la alteración y del cambio, del naci­ miento y de la muerte, de la generación y de la corrupción. El cielo, en cam­ bio, es inalterable y perenne, sus movimientos son regulares, en él nada nace ni nada se corrompe, sino que todo es inmutable y eterno. Las estrellas y los planetas (uno de ellos es el Sol) que se mueven alrededor de la Tierra no es­ tán formados por los mismos elementos que componen los cuerpos del mun­ do sublunar, sino por un quinto elemento divino: el éter o quinta essentia, que es sólido, cristalino, imponderable, transparente, no sometido a alteraciones. De la misma materia están hechas las esferas celestes. Sobre el ecuador de es­ tas esferas giratorias (como «nudos en una mesa de madera») están fijos el Sol, la Luna y los otros planetas. Al movimiento rectilíneo, disforme y limitado en el tiempo (que es propio del mundo terrestre) se contrapone el movimiento circular, uniforme y peren­ ne de las esferas y de los cuerpos celestes. El movimiento circular es perfecto y, por consiguiente, adecuado a la naturaleza perfecta de los cielos. No tiene inicio ni tiene fin, no tiende hacia nada, retoma perennemente sobre sí mismo y prosigue eternamente. El éter, excepto en el mundo terrestre (o sublunar), llena todo el universo. Limitado por la esfera de las estrellas fijas, el universo es finito. La esfera divina, o primer móvil, transporta las estrellas fijas y pro­ duce un movimiento que se transmite, por contacto, a las otras esferas y llega hasta el cielo de la Luna, que constituye el límite inferior del mundo celeste. A la Tierra no le puede corresponder, por naturaleza, ningún movimiento cir­ cular. Está inmóvil en el centro del universo. La tesis de su centralidad e in­ movilidad no está solamente confirmada por la evidente experiencia cotidia­ na, sino que es además uno de los fundamentos o pedestales de toda la física aristotélica. La grandiosa máquina celeste que Aristóteles había teorizado y que luego fue modificándose de distintas maneras y complicándose en los siglos poste­ riores era en realidad la transposición, al plano de la realidad y de la física, del modelo puramente geométrico y abstracto elaborado por Eudoxo de Cnido en la primera mitad del siglo rv a.C. Las esferas de las que había hablado Eudoxo no eran, como serían después para Aristóteles, entes físicos reales, si­ no meras ficciones o artificios matemáticos capaces de explicar, mediante una construcción intelectual, las apariencias sensibles; es decir, capaces de justifi­ car y explicar el movimiento de los planetas, de «salvar los fenómenos» o justificar las apariencias. Esta oposición entre una astronomía concebida como construcción de hi­ pótesis y una astronomía que pretende presentarse como una descripción de hechos reales tendrá una enorme importancia. En cualquier caso, el divorcio entre la cosmología y la física, por un lado, y una astronomía puramente «cal­ culatoria» y matemática, por otro, irá acentuándose en el mundo antiguo, en

la época en que Alejandría de Egipto era el centro de la cultura filosófica y científica. La hallamos explícitamente teorizada por el mayor astrónomo de la Antigüedad: Claudio Ptolomeo, que vivió en Alejandría en el siglo n de la era cristiana. Durante más de un milenio la Syntaxis, conocida generalmente co­ mo Almagesto, fue considerada el fundamento del saber astrológico y astro­ nómico. Las esferas de Aristóteles eran entes reales, sólidos y cristalinos. Las ex­ céntricas y los epiciclos de Ptolomeo (que siempre comienza la exposición de los movimientos planetarios con la expresión «imaginemos un círculo») care­ cen de realidad física. Son tan sólo, como afirma Proclo (410-485 d.C.), el medio más sencillo para explicar los movimientos de los planétas. Ptolomeo presentaba la astronomía como un campo de actividad para los matemáticos, no para los físicos. Pero el complejo cuadro del universo que permaneció bien sólido en lo sustancial hasta la época de Copémico no se puede reducir a las doctrinas que hasta ahora hemos recordado. En realidad, fue una mezcla de fí­ sica aristotélica y de astronomía ptolemaica, inserta en una cosmología que se inspiraba en gran medida en el misticismo de las corrientes neoplatónicas, en las teorías de la astrología, en la teología de los Padres de la Iglesia o de los filósofos de la escolástica. Para comprenderlo basta pensar en el universo de Tomás de Aquino (1225-1274), o en el que describe Dante Alighieri (12651321) en la Divina comedia, donde a las esferas celestes les corresponden las distintas potestades angélicas. Simplificando mucho las cosas, es posible hacer una relación de los presu­ puestos que hubo que destruir y abandonar para construir una nueva astrono­ mía. 1. La distinción primera entre una física del cielo y una física terrestre, que era el resultado de la división del universo en dos esferas, una perfecta y la otra sometida al devenir. 2. La creencia (que era consecuencia de este primer punto) en el carácter necesariamente circular de los movimientos celestes. 3. El presupuesto de la inmovilidad de la Tierra y de su ubicación en el centro del universo, que era corroborado por una serie de argumentos aparen­ temente irrefutables (el movimiento terrestre arrojaría al aire objetos y anima­ les) y que hallaba su confirmación en el texto de las Escrituras. 4. La creencia en la finitud del universo y en un mundo cerrado, que va unida a la doctrina de los lugares naturales. 5. La convicción, estrechamente relacionada con la distinción entre movi­ mientos naturales y violentos, de que no es necesario aportar ninguna causa para explicar el estado de reposo de un cuerpo, mientras que, por el contrario, cualquier movimiento debe ser explicado por su dependencia de la forma o de la naturaleza del cuerpo, o por ser provocado por un motor que lo produce y lo mantiene. 6. El divorcio, que se había ido reforzando, entre las hipótesis de la astro­ nomía y de la física. A lo largo de cien años aproximadamente (entre 1610 y 1710) fueron dis­

cutidos, criticados y rechazados cada uno de estos presupuestos. El resultado obtenido a través de ese difícil (a veces tortuoso) proceso fue una nueva ima­ gen del universo físico, que culminó en la obra de Isaac Newton, en esa grandiosa construcción que hoy en día, después de Einstein, llamamos la «fí­ sica clásica». Pero fue un rechazo que presuponía un cambio radical de los esquemas mentales y de las categorías de interpretación, que implicaba una nueva consideración de la naturaleza y del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza.

Vil mecánico Junto al tipo de obstáculos que han llamado la atención de Bachelard y que afectan al conocimiento y a las distintas maneras de «observar él mundo», existen -en la época que contempla la difícil afirmación de la ciencia moder­ na- opiniones y atribuciones de valor que están relacionadas con la estructura de la sociedad y con la organización del trabajo, con la imagen del docto o del sabio que domina en la sociedad, que domina en las organizaciones en cu­ yo seno se elabora y transmite el saber. Algunas de estas opiniones se confi­ guran además como obstáculos muy difíciles de superar. En las raíces de la gran revolución científica del siglo xvn se halla esa compenetración entre técnica y ciencia que marcó (en lo bueno y en lo malo) toda la civilización de Occidente, y que no existía en las civilizaciones anti­ gua y medieval en las formas que adoptó en los siglos xvn y xvm (y que lue­ go se extendieron a todo el mundo). El término griego banausía significa arte mecánica o trabajo manual. Calicles, en el Gorgias de Platón, afirma que el constructor de máquinas debe ser despreciado, debe ser llamado bánausos pa­ ra ofenderlo, y que nadie querría entregar a su propia hija en matrimonio a uno de esos personajes. Aristóteles había excluido a los «operarios mecáni­ cos» de la categoría de los ciudadanos y los había diferenciado de los escla­ vos sólo porque atendían a las necesidades y requerimientos de muchas per­ sonas, mientras que los esclavos atendían a una sola persona. La oposición entre esclavos y libres tendía a resolverse en la oposición entre técnica y cien­ cia, entre formas de conocimiento dirigidas a la práctica y al uso y un conoci­ miento encaminado a la contemplación de la verdad. El desprecio por los es­ clavos, considerados inferiores por naturaleza, se extiende a las actividades que ejercen. Las siete artes liberales del trivio (gramática, retórica, dialéctica) y del cuadrivio (aritmética, geometría, música, astronomía) se llaman libera­ les porque son las artes propias de los hombres libres, en cuanto opuestos a los no libres o esclavos, que ejercen las artes mecánicas o manuales. El cono­ cimiento no subordinado a fines que sean externos a sí mismo constituye, pa­ ra Aristóteles y para la tradición aristotélica, el único saber en el que se reali­ za la esencia del hombre. El ejercicio de la sophía exige bienestar, exige que las cosas necesarias para la vida estén ya solucionadas. Las artes mecánicas son necesarias para la filosofía, son sus presupuestos, pero son formas infe­

riores de conocimiento, inmersas entre las cosas materiales y sensibles, liga­ das a la práctica y al trabajo manual. El ideal del sabio y del pensador tiende a coincidir (como sucederá también en la filosofía de los estoicos y de los epicúreos y más tarde en el pensamiento de Tomás de Aquino) con la imagen del que dedica su vida a la contemplación, en espera de alcanzar (en el caso de los pensadores cristianos) la felicidad de la contemplación de Dios. El elogio de la vida activa, que aparece en muchos autores del siglo xv, el elogio del trabajo manual, que está presente en los textos de Giordano Bruno, la defensa de las artes mecánicas, que se manifiesta en muchos textos de in­ genieros y de constructores de máquinas del siglo xvi y que reaparece en Ba­ con y en Descartes, adquiere a la luz de estas consideraciones un significado muy destacado. En uno de los textos más conocidos de la técnica del Renacimiento, el De re metallica (1556) de Georg Bauer (Agrícola), encontramos una defensa apa­ sionada del arte de los metales. Se le acusa de ser «indigno y vil» frente a las artes liberales. Para muchos representa un trabajo servil «vergonzoso y desho­ nesto para el hombre libre, es decir, para el gentilhombre honesto y honora­ ble». Pero, según Agrícola, el «metalista» deberá ser un experto en el recono­ cimiento de los terrenos, de las venas, de las distintas especies de piedras, gemas y metales. Necesitará saber filosofía, medicina, el arte de la medición, arquitectura, el arte del diseño, leyes y derecho. El trabajo de los técnicos no puede separarse del de los científicos. A quienes, para sostener la tesis opues­ ta, se basan en la oposición libres-siervos, Agrícola les responde que también la agricultura fue practicada en otro tiempo por los esclavos, que los siervos aportaron su contribución a la arquitectura y que muchos médicos ilustres fueron esclavos (Agrícola, 1563: 1-2). En los Mechanicorum libri de Guidobaldo del Monte, publicados en Pesa­ ra en 1577, hallamos la misma defensa, basada en argumentos parecidos: en muchas partes de Italia «se suele llamar a alguien mecánico como escarnio e insulto, y algunos son menospreciados por denominarse ingenieros». El térmi­ no mecánico se aplica, por el contrario, a un «hombre de alto rango, que sabe hacer ejecutar con las manos y con el entendimiento obras maravillosas». Arquímedes fue sobre todo un mecánico. Ser mecánico o ingeniero «es oficio de persona digna y señorial, y mecánico es una palabra griega que significa cosa hecha con artificio y comprende, en general, toda estructura, utensilio, instru­ mento, árgano, calandria o ingenio hallado y trabajado con maestría en cual­ quier ciencia, arte y ejercicio» (Guidobaldo, 1581: Ai lettori). Para comprender el significado de estas «defensas» del valor cultural de la técnica vale la pena recordar que en la voz mécanique el Dictionnaire frangais de Richelet (publicado en 1680) proporcionaba todavía la siguiente definición: «el término mecánico, referido a las artes, significa lo que es con­ trario a liberal y honorable: significa bajo, villano, poco digno de una persona honesta». Las tesis de Calicles seguían vigentes todavía en el siglo xvn: vil mecánico es un insulto que, si se dirige a un gentilhombre, le incita a desen­ vainar la espada.

Algunos grandes temas de la cultura europea están relacionados con la po­ lémica de las artes mecánicas, que alcanzó una intensidad extraordinaria entre mediados del siglo xvi y mediados del siglo xvn. En las obras de los artistas y de los experimentadores, en los tratados de los ingenieros y de los técnicos se va abriendo camino una nueva consideración del trabajo, de la función del saber técnico, del significado que tienen los procesos artificiales de alteración y transformación de la naturaleza. También en el ámbito de la filosofía surge lentamente una valoración de las artes bastante diferente de la tradicional: al­ gunos de los procedimientos que utilizan los técnicos y artesanos para modi­ ficar la naturaleza ayudan al conocimiento de la realidad natural, sirven más bien para mostrar (como se defenderá en abierta polémica con las filosofías tradicionales) la «naturaleza en movimiento». Sólo si se tiene en cuenta este contexto adquiere un significado preciso la postura adoptada por Galileo, que es la base de sus grandes descubrimientos astronómicos. En 1609 Galileo apuntaba al cielo con su telescopio. Lo que supone una revolución es la confianza de Galileo en un instrumento nacido en el mundo de los mecánicos, cuyos progresos se debían tan sólo a la práctica, y que había sido aceptado parcialmente en los círculos militares, pero que ha­ bía sido desdeñado, cuando no despreciado, por la ciencia oficial. El telesco­ pio había nacido en los medios artesanos holandeses. Galileo lo había recons­ truido y lo había presentado en Venecia en agosto de 1609 para entregárselo después al gobierno de la señoría. El telescopio no es para Galileo uno de tan­ tos instrumentos curiosos construidos para el entretenimiento de los hombres de la corte o para la utilidad inmediata de los hombres de armas. El lo utiliza y lo dirige hacia el cielo con espíritu metódico y con mentalidad científica, lo transforma en un instrumento científico. Para dar crédito a lo que se ve con el telescopio es preciso creer que ese instrumento sirve no para deformar, sino para potenciar la visión. Es preciso contemplar los instrumentos como una fuente de conocimiento, abandonar el antiguo y arraigado punto de vista antropocéntrico, que considera la visión natural del ojo humano como un crite­ rio absoluto de conocimiento. Introducir los instrumentos en la ciencia, con­ cebirlos como fuentes de verdad no fue una empresa fácil. Ver, en la ciencia de nuestro tiempo, quiere decir, casi exclusivamente, interpretar signos gene­ rados por instrumentos. En el origen de lo que hoy en día vemos en los cielos hay un gesto inicial y solitario de coraje intelectual. La defensa de las artes mecánicas de la acusación de indignidad, el rechazo de la coincidencia entre el horizonte de la cultura y las artes liberales y entre las operaciones prácticas y el trabajo servil implicaban en realidad el abandono de una imagen milenaria de la ciencia, implicaban el fin de una distinción esencial entre conocer y hacer.

C A P Í T U L O DOS

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Secretos «Margaritae ad porcos» n un pasaje del evangelio de san M ateo (7,6) Jesucristo afirma: «Nolite daré sanctum canibus ñeque mittatis margaritas vestras ante porcos ne forte cqnculcent eas pedibus suis et conversi dirumpant vos» («No deis a los perros las cosas santas. Ni arrojéis vuestras perlas ante los puercos, no sea que las huellen con sus pies, y volviéndose contra vosotros os despedacen»). Lo que es precioso no es para todos, la verdad debe ser mantenida en secreto, su difusión es peligrosa: así fue interpretado durante muchos siglos y por mu­ chísimos autores ese pasaje del evangelio. La tesis de un saber secreto de las cosas esenciales (cuya divulgación ten­ dría consecuencias nefastas) se configuró durante muchos siglos en la cultura europea como una especie de paradigma dominante. Únicamente la difusión, la persistencia y la continuidad histórica de este paradigma del secretismo per­ miten explicar la dureza y la fuerza combativa que aparece en muchos textos de los llamados padres fundadores de la modernidad: rechazan por unanimidad la distinción en la que se basaba ese secretismo, la distinción establecida entre la exigua nómina de sabios u «hombres auténticos» y el «promiscuum hominum genus» o la masa de los incultos.

E

El saber hermético La comunicación y la difusión del saber, además de la discusión pública de las teorías (que son para nosotros prácticas corrientes), no siempre se han considerado como valores, sino que se han convertido en valores. A la comu­ nicación como valor siempre se ha opuesto -desde los orígenes del pensa­ miento europeo- una imagen diferente del saber: como iniciación, como un patrimonio que sólo unos pocos pueden alcanzar. Los Secreta secretorum (que se atribuían a Aristóteles) tuvieron durante la Edad Media una gran difusión. La obra está escrita en forma de carta y en ella Aristóteles revela a su discípulo Alejandro Magno los secretos reservados a los discípulos más íntimos referentes a la medicina, la astrología, la fisiognómica, la alquimia y la magia. De este texto, que Lynn Thomdike califica co-

mo «el libro más popular de la Edad Media», se han identificado en las bi­ bliotecas europeas más de 500 manuscritos. La literatura sobre los secretos permanece al margen del mundo de las grandes universidades medievales, pe­ ro circula con profusión incluso entre los grandes representantes de la nueva cultura. A finales del siglo xm Roger Bacon teoriza una scientia experimentalis que (como señalaba con razón Lynn Thomdike) es hermética en sus dos terceras partes y no transmisible al vulgo de los profanos: «Los sabios han omitido estos temas de sus escritos o los han ocultado mediante un lenguaje simbólico ... Como han enseñado Aristóteles en su libro sobre los secretos y su maestro Sócrates, los secretos de las ciencias no están escritos sobre pieles de cabra o de oveia para que puedan ser accesibles a las multitudes» (Eamon, 1990: 336). La distinción, que tiene orígenes gnósticos y averroístas, entre dos tipos de seres humanos -la multitud de los simples y de los ignorantes y los pocos elegidos que son capaces de captar la verdad oculta bajo la letra y los sím­ bolos y que están iniciados en los sagrados misterios- está fuertemente uni­ da a la visión del mundo y de la historia propia del hermetismo. La encon­ tramos claramente expresada en los catorce tratados del Corpus hermeticum, que se remontan al siglo n d.C. y que Marsilio Ficino (1433-1499) tradujo entre 1463 y 1464. Estos textos tuvieron primero una amplísima difusión manuscrita, y entre 1471 y finales del siglo xvi se publicaron en dieciséis ediciones. Fueron atribuidos por Marsilio Ficino (y más tarde durante todo el siglo xvi y los primeros decenios del siglo xvn) al legendario Hermes Trismegisto, fundador de la religión de los egipcios, contemporáneo de Moisés y maestro indirecto de Pitágoras y de Platón. Se relaciona con estos textos el gran renacimiento de la magia de finales del siglo xv y del siglo xvi, y la obra siguió ejerciendo una influencia considerable en la cultura europea has­ ta mediados del siglo xvn. Toda la gran herencia mágico-astrológica del pen­ samiento antiguo y medieval se insertaba, a través de estos escritos, en un amplio y orgánico marco platónico-hermético. En él dominan la tendencia a captar la unidad que subyace, en lo más hondo, en las diferencias; la aspira­ ción a conciliar las distinciones; la exigencia hacia una total pacificación en el uno-todo. Los límites entre filosofía natural y saber místico, entre la figura del que conoce la naturaleza y realiza experimentos y la imagen del hombre que (como Fausto) ha vendido el alma al diablo para conocer y dominar la natu­ raleza, se mostraban a menudo, a los ojos de los hombres de la época, bas­ tante frágiles y sutiles. La natura, concebida por la cultura mágica, no es sólo materia continua y homogénea que llena el espacio, es un todo-vivo que contiene en sí misma un alma, un principio de actividad interno y es­ pontáneo. Esa alma-sustancia está, como lo estaba para los antiguos pensa­ dores jónicos del siglo v a.C., «llena de demonios y de dioses». Cada obje­ to del mundo está colmado de simpatías ocultas que lo unen al todo. La materia está impregnada de lo divino. Las estrellas son animales divinos vi­ vos. El mundo es la imagen y el espejo de Dios, y el hombre es la imagen y

el espejo del mundo. Entre el gran mundo o macrocosmos y el microcosmos o mundo en pequeño (y tal es el hombre) existen correspondencias concre­ tas. Las plantas y los bosques son los cabellos y los pelos del mundo, las ro­ cas son sus huesos y las aguas subterráneas, sus venas y su sangre. El hom­ bre es el ombligo del mundo. Ocupa su centro. En cuanto espejo del universo, el hombre es capaz de revelar y de captar esas secretas correspon­ dencias. El mago es aquel que sabe penetrar en esta realidad infinitamente compleja, en este sistema de correspondencias y de cajas chinas que remiten al todo, en cuyo interior está contenido el todo. Él conoce las cadenas de correspondencias que descienden desde lo alto y sabe construir -mediante invocaciones, números, imágenes, nombres, sonidos, acordes de sonidos, talismanes- una cadena ininterrumpida de anillos ascendentes. El amor es el nodus o la copula que une indisolublemente una con otra las partes del mundo. Esas partes se las representa Ficino «ligadas las unas a las otras por una especie de caridad recíproca ... miembros de un solo animal, recí­ procamente unidas por la comunión de una sola naturaleza». Vitalismo y animismo, organicismo, antropomorfismo son categorías constitutivas del pensamiento mágico. En él domina, como vieron claramente Freud y Cassirer, la idea de la identificación entre yo y mundo, de la «omnipotencia del pensamiento». El mundo mágico es compacto y totalitario. No se resquebraja con facili­ dad, ni sufre contradicciones. El carácter admirable de las empresas realizadas por el mago, ¿no supone quizá la confirmación de su pertenencia a la escala de los elegidos? Y la distinción entre elegidos y vulgo, ¿no implica tal vez el ne­ cesario secreto de un patrimonio de ideas en el que las verdades profundas de­ ben ser veladas hasta parecer irreconocibles? La extrema dificultad de los pro­ cedimientos, ¿no depende acaso de la incapacidad de la mayoría de los hombres para aproximarse a ellas? ¿La ambigüedad y la alusividad de la terminología no dependen quizá ambas a la vez de la complejidad de los procedimientos y de la necesidad de reservar a unos pocos el conocimiento? Comprender la ver­ dad no mediante el lenguaje que se utiliza, sino a pesar de ese lenguaje, ¿no es tal vez un medio para verificar la propia pertenencia al escaso número de los elegidos? La magia, como se ha repetido muchas veces, siempre tiende a resolverse en psicología o en religión. Pero no coincide nunca ni con la psicología, ni con la religión, ni con el misticismo. Así como en la astrología coexisten cálculos complejos y vitalismo antropomórfico, de igual modo en la magia y en la al­ quimia coexisten misticismo y experimentalismo. Los libros de la gran magia del Renacimiento se presentan ante nuestros ojos como el resultado de una extraña mezcla. En un mismo manual encontramos páginas de óptica, de me­ cánica y de química, recetas de medicina, indicaciones técnicas sobre la cons­ trucción de máquinas y de juegos mecánicos, codificación de escrituras secre­ tas, recetas de cocina, de venenos para gusanos y ratones, consejos para los pescadores, los cazadores y los capataces, sugerencias relativas a la higiene, a las sustancias afrodisíacas, al sexo y a la vida sexual, fragmentos de metafísi-

ca, reflexiones de teología mística, citas de la tradición sapiencial de Egipto y de los profetas bíblicos, referencias a las filosofías clásicas y a los maestros de la cultura medieval, consejos para los prestidigitadores. Y eso no es todo: porque la magia -basta pensar en Giordano Bruno, en Comelio Agrippa, en Tommaso Campanella- está profundamente conectada con deseos de reforma de la cultura, con el milenarismo y con aspiraciones a una radical renovación política. El lenguaje de la alquimia y de la magia es ambiguo y alusivo, porque no tiene ningún sentido que la idea de una verdad oculta o de un secreto pueda expresarse con claridad y con palabras no alusivas y no ambiguas. Ese len­ guaje está estructuralmente y no accidentalmente lleno de ambigüedades se­ mánticas, de metáforas, analogías y alusiones. El alquimista Bono da Ferrara escribe, por ejemplo: «Ninguno de los antiguos pudo jamás alcanzar la mate­ ria divina de este arte mediante su ingenio natural, ni según su sola razón na­ tural, ni según la experiencia, porque esta materia -a manera de un misterio divino- está por encima de la razón y por encima de la experiencia» (Bono da Ferrara, 1602: 123). Los alquimistas no hablan del oro en concreto ni del azufre en concreto. El objeto nunca es simplemente él mismo; es también signo de otro, recep­ táculo de una realidad que trasciende el plano en el que existe. Por eso el quí­ mico que examina hoy las obras alquimistas «experimenta la misma impresión que experimentaría un albañil que quisiera extraer informaciones prácticas pa­ ra su trabajo de un texto de la masonería» (Taylor, 1949: 110). Los iniciados, precisamente porque comprenden los secretos del arte, «reconocen con ello su pertenencia al grupo de los iluminados». Todos los que cultivan el arte, escri­ be Bono da Ferrara, «se entienden recíprocamente como si hablaran una sola lengua, que es incomprensible para los demás y que sólo conocen ellos mis­ mos» (Bono da Ferrara, 1602: 132). El conocimiento, afirma Thomas Vaughan en la Magia adamica, está hecho de visiones y de revelaciones, sólo a través de la divina iluminación el hombre puede llegar a una total compren­ sión del universo (Vaughan, 1888: 103). La distinción entre homo animalis y homo spiritualis, la separación entre los simples y los doctos se convierte en la identificación de los objetivos del saber con la salvación y la perfección individuales. La ciencia coincide con la purificación del alma y es un medio para escapar al destino terrenal. El cono­ cimiento intuitivo es superior al racional; la inteligencia oculta de las cosas se identifica con la liberación del mal: Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría, hemos escrito es­ ta obra. Explorad el libro, recoged el saber que hemos dispersado en muchos lugares. Lo que hemos ocultado en un lugar lo hemos puesto de manifiesto en otro ... Hemos escrito solamente para vosotros, que tenéis el espíritu puro, la mente casta y púdica y una fe inmaculada que teme y reverencia a Dios ... Só­ lo vosotros encontraréis la doctrina que sólo para vosotros hemos reservado. Los secretos, velados por muchos enigmas, no pueden ser desvelados sin la

inteligencia oculta. Si conseguís esta inteligencia, toda la ciencia mágica pe­ netrará en vosotros y en vosotros se manifestarán las virtudes adquiridas ya por Hermes, por Zoroastro, por Apolonio y por los otros hacedores de cosas maravillosas (Agrippa, 1550: I, 498). «Ad laudem et gloriam altissimi et omnipotentis Dei, cuius est revelare suis praedestinatis secreta scientiarum»: el tema del secretismo se presenta en las primeras páginas del Picatrix y reaparece continuamente. La magia fue oculta­ da por los filósofos, que la velaron cuidadosamente hablando con palabras se­ cretas. Lo hicieron por su bien: «si haec scientia hominibus esset discoperta, confunderent universufri». La ciencia se divide en dos partes, una de las cuales es manifiesta y la otra oculta. La parte oculta es profunda: las palabras que se refieren al orden del mundo son las mismas que Adán recibió de Dios y sólo pueden ser entendidas por unos pocos (Perrone Compagni, 1975: 298). Lo que sorprende en el tema del secretismo no es la variedad, sino la in­ mutabilidad de las fórmulas. En obras compuestas en épocas distintas reapa­ recen los mismos autores, las mismas citas, los mismos ejemplos. Platón -lo hallamos escrito en el texto de Comelio Agrippa- impidió la divulgación de los misterios, Pitágoras y Porfirio obligaban a sus discípulos a guardar silen­ cio; Orfeo exigía el juramento del silencio y lo mismo hacía Tertuliano; Teodoto se volvió ciego por haber intentado penetrar en los misterios de lá escri­ tura hebrea. Indios, etíopes, persas y egipcios hablaron solamente mediante enigmas. Plotino, Orígenes y los otros discípulos de Ammonio juraron no re­ velar los dogmas del maestro. El propio Jesucristo oscureció sus palabras de manera que sólo sus discípulos más fieles pudiesen entenderlo, y prohibió ex­ plícitamente dar a los perros las carnes consagradas y las perlas a los puercos. «Toda experiencia de magia abomina de lo público, quiere ser ocultada, se fortalece en el silencio y es destruida cuando se manifiesta» (Agrippa, 1550: I, 498). La verdad se transmite a través del contactó personal mediante «los susu­ rros de las tradiciones y los discursos orales». La comunicación directa entre maestro y discípulo se convierte en el instrumento privilegiado de la comuni­ cación: «No sé si alguien, sin la ayuda de un maestro digno de confianza y experto, es capaz de comprender el sentido únicamente mediante la lectura de los libros ... Estas cosas no se confían a las letras ni se escriben con la pluma, sino que se transmiten de espíritu a espíritu mediante palabras sagradas» (ibidem: II, 904).

El saber público Las figuras que dominaron en el mundo de la cultura en Occidente duran­ te mil años (es decir, durante los diez siglos dé la Edad Media) fueron el san­ to, el monje, el médico, el profesor universitario, el militar, el artesano y el mago. A estas figuras se añadieron más tarde él humanista y el gentilhombre

de corte. Entre mediados del siglo xvi y mediados del siglo x v ii aparecen nuevas figuras: el mecánico, el filósofo natural, el virtuoso o libre experi­ mentador. Los fines que persiguen estos personajes nuevos no son ni la san­ tidad, ni la inmortalidad literaria, ni la producción de milagros capaces de asombrar al vulgo. El nuevo saber científico nace además sobre el terreno de una fuerte polémica contra el saber de los monjes, de los escolásticos, de los hu­ manistas y de los profesores: en las universidades, escribe John Hall en 1649 en una moción dirigida al Parlamento, no se enseña química, ni anatomía, ni lenguas ni experimentos: es como si los jóvenes hubiesen aprendido hace tres mil años toda la ciencia escrita en jeroglíficos, y después hubieran estado dur­ miendo como momias y no hubieran despertado hasta ahora. Surge una fuerte oposición al saber secreto de los magos y de los alqui­ mistas, antes incluso por parte de los ingenieros y de los mecánicos que por parte de los filósofos. Vannoccio Biringuccio (en su obra Pirotechnia de 1540) tenía ideas muy claras sobre estos temas. Los alquimistas son incapaces de codificar los medios y atienden inmediatamente a los fines, aportan «más autoridad de testimonios que razones de posibilidad o efectos que puedan de­ mostrar. Entre ellos hay quien cita a Hermes, quien a Amau, quien a Raimun­ do, quien a Geber, quien a Occam, quien a Cratero, quien a santo Tomás, quien al Parisino y quien a un desconocido hermano Elias de la orden de San Francisco, a los que, por la dignidad de su ciencia filosófica o por su santi­ dad, quieren que se guarde cierto respeto de fe, o que quien les escuche calle como ignorante o confirme lo que dicen» (Biringuccio, 1558: 5r). A diferen­ cia de Biringuccio, que era hombre de escasas lecturas, Georg Bauer (Agríco­ la) había leído muchos libros. Pero en De re metallica, de 1556 (un texto que se sujetaba con cadenas a los altares de las iglesias del Nuevo Mundo para que todos lo utilizaran como manual), aparece una fuerte oposición a un sa­ ber que es incomunicable por principio: «Se encuentran muchos libros de es­ ta materia, pero todos oscuros; porque estos escritores no llaman a las cosas por su propio nombre, sino con nombres extraños inventados por ellos, y re­ presentan una misma cosa a veces con un nombre y a veces con otro» (Agrí­ cola, 1563: 4-5). Más tarde, una serie de motivos sociales y económicos también tienden a reforzar, en el mundo de los mecánicos, el valor del «secretismo». Muchos ar­ tesanos e ingenieros del Renacimiento insisten en la conveniencia de mante­ ner secretos sus propios descubrimientos: no porque el pueblo sea indigno de conocerlos, sino por razones económicas. Las primeras patentes aparecen a comienzos del siglo xv, pero el número de patentes se incrementa de modo extraordinario en el siglo xvi (cf. Eamon, 1990; Maldonado, 1991). En la época de las guerras de religión que convulsionaron Europa, los hombres que componían los primeros grupos de quienes se autodefinían como «filósofos naturales» crearon sociedades más pequeñas y tolerantes dentro de la sociedad más grande en la que vivían. «Cuando vivía en Londres -escribe John Wallis en 1645- tuve ocasión de conocer a varias personas que se dedi­ caban a eso que ahora se llama filosofía nueva o experimental. Habíamos ex­

cluido de nuestras consideraciones la teología; nuestro interés se dirigía hacia la física, la anatomía, la geometría, la estática, el magnetismo, la química, la mecánica y los experimentos naturales.» Los que se reúnen en las primeras academias pretenden protegerse sobre todo de dos cosas: la política y la intromisión de las teologías y de las igle­ sias. Los Lincei «tienen como norma propia desterrar de sus estudios cual­ quier controversia que no sea natural y matemática, y rechazar las cuestiones políticas». A todos los miembros de la Sociedad -reza un texto de la Royal Society- «se les exige un modo de hablar discreto, sobrio, natural, significa­ dos claros, una preferencia por el lenguaje de los artesanos y de los comer­ ciantes frente al de los filósofos» (Sprat, 1667: 62). A propósito de las academias y de las sociedades científicas, hay algunos puntos que deben destacarse por encima de todo: la existencia de reuniones entre hombres doctos, la existencia de reglas propias de comportamiento para esas reuniones, la adopción de una postura crítica ante las afirmaciones de cualquiera como norma principal de comportamiento. La verdad no va unida a la autoridad de la persona que la enuncia, sino únicamente a la evidencia de los experimentos y a la fuerza de las demostraciones. En segundo lugar hay que recordar la toma de posición, que es común a todos los representantes de la nueva ciencia, en favor del rigor lingüístico y del carácter no alusivo de la terminología. Esa toma de posición coincide con el rechazo a toda distinción de principio entre simples y doctos. Las teorías deben ser comunicables íntegramente y los experimentos deben poder repetir­ se indefinidamente. Escribe William Gilbert: «A veces utilizamos palabras nuevas. Pero no para ocultar las cosas, como hacen los alquimistas, sino para que las cosas ocultas resulten completamente comprensibles» (Gilbert, 1958: Praefatio). No deja de ser oportuno recordar el célebre comienzo del Discur­ so del método de Descartes, que afirma que el sentido común es «la cosa me­ jor repartida del mundo». La facultad de juzgar bien y de distinguir lo verda­ dero de lo falso (en esto consiste la razón) «es igual por naturaleza en todos los hombres». Aún más: la razón que nos distingue de los animales «se halla entera en cada uno». El método que sigue Hobbes y que conduce a la ciencia y a la verdad ha sido construido para todos los hombres: «Si quieres -afirma dirigiéndose al lector en el prólogo al De corpore- tú también podrás utilizar­ lo». El método de la ciencia, afirmó por su parte Bacon, tiende a hacer desa­ parecer las diferencias entre los hombres y a igualar sus inteligencias. La magia ceremonial, escribió Bacon, se opone al mandamiento divino se­ gún el cual hay que ganar el pan con el sudor de la frente, y «se propone al­ canzar con pocas, fáciles y poco costosas observancias los nobles efectos que Dios quiso que el hombre conquistara al precio de su trabajo». Las invencio­ nes, sigue escribiendo, «son cultivadas por unos pocos en silencio absoluto y casi religioso». Todos los críticos y opositores a la magia'insistirán en el ca­ rácter «sacerdotal» del saber mágico, en la mezcla de ciencia y de religión que es una característica de la tradición hermética. ¿Por qué los seguidores de la alquimia, se pregunta Mersenne, no están

dispuestos a estudiar los resultados de sus descubrimientos «sin misterios ni secretos»? (Mersenne, 1625: 105). A la valoración positiva del coraje intelec­ tual demostrado por Galileo en sus descubrimientos astronómicos añadió Francis Bacon el elogio de su honestidad intelectual: «honestamente y de manera transparente hombres como éste dan cuenta paso a paso de los resultados de cada uno de los puntos de su investigación» (Bacon, 1887-1892: DI, 736). Los que se extravían siguiendo caminos extraordinarios, escribirá Descartes, son menos dignos de excusa que los que se equivocan en compañía de otros. En es­ tas «tinieblas de la vida», dirá Leibniz, es necesario caminar juntos, porque el método de la ciencia es más importante que la genialidad de los individuos y porque el fin de la filosofía no es mejorar la propia inteligencia sino la de to­ dos los hombres. Al ideal del «advancement of leaming», del crecimiento y difusión del saber apelan, de maneras distintas, Leibniz y Hartlib y Comenio. La pasión de la gente por abrir «escuelas» le parecía al autor de la Pansophiae prodomus una característica de los nuevos tiempos. De esa pasión deri­ va para Comenio la gran proliferación de libros en todas las lenguas y en todas las naciones pa­ ra que también los niños y las mujeres se familiaricen con ellos ... Ahora emerge por fin el esfuerzo constante de algunos por llevar el método de los estudios a un grado tal de perfección que cualquier cosa digna de ser conoci­ da pueda ser fácilmente infundida en las mentes. Si este esfuerzo (como espe­ ro) tiene éxito, se habrá hallado la vía deseada para enseñar rápidamente todo a todos (Comenio, 1974: 491). La batalla en favor de un saber universal, comprensible para todos porque es comunicable y construible por todos, iba a pasar, ya a lo largo del siglo xvn, del plano de las ideas y de los proyectos de los intelectuales al plano de las instituciones: En cuanto concierne a los miembros que deben constituir la Sociedad, hay que anotar que son admitidos libremente hombres de diferentes religiones, paí­ ses y profesiones... Todos ellos confiesan abiertamente que no preparan la fun­ dación de una filosofía inglesa, escocesa, irlandesa, papista o protestante, sino una filosofía del género humano. Han pretendido que su obra esté en condicio­ nes de crecer continuamente, estableciendo una correspondencia inviolable en­ tre la mano y la mente. Han pretendido hacer de ella no la empresa de una épo­ ca o de una oportunidad afortunada, sino algo sólido, duradero, popular e ininterrumpido. Han pretendido liberarla de los artificios, humores y pasiones de las sectas, transformarla en un instrumento mediante el cual la humanidad pueda obtener el dominio sobre las cosas y no sólo sobre los juicios de los hombres. Han pretendido, por último, llevar a cabo esta reforma de la filosofía no mediante la solemnidad de las leyes y la ostentación de las ceremonias, sino mediante una práctica sólida y mediante ejemplos, no a través de una gloriosa pompa de palabras, sino a través de silenciosos, efectivos e irrefutables argu­ mentos de las producciones reales (Sprat, 1667: 62-63).

Tradición hermética y revolución científica En el último medio siglo, gracias a una serie de estudios importantes, se ha llegado a comprender cada vez con mayor claridad el peso relevante que la tradición mágico-hermética ejerció sobre el pensamiento de muchos represen­ tantes de la revolución científica. Magia y ciencia constituyen, en los umbra­ les de la modernidad, una maraña difícil de desenredar. La imagen, de origen ilustrado y positivista, de una marcha triunfal del saber científico a través de las tinieblas y las supersticiones de la magia parece hoy en día definitivamen­ te superada. En su defensa de la centralidad del Sol, Nicolás Copémico invoca la auto­ ridad de Hermes Trismegisto. A Hermes y a Zoroastro se remite William Gilbert, que identifica su doctrina del magnetismo terrestre con la tesis de la animación universal. Francis Bacon al elaborar su doctrina de las formas es­ tá fuertemente condicionado por el lenguaje y por los modelos presentes en la tradición alquimista. Johannes Kepler es un profundo conocedor del Cor­ pus hermeticum. Su convicción de que existe una correspondencia secreta entre las estructuras de la geometría y las del universo, su tesis de una músi­ ca celestial de las esferas están profundamente embebidas de misticismo pi­ tagórico. Tycho Brahe ve en la astrología una aplicación legítima de su cien­ cia. René Descartes, cuya filosofía se ha convertido para los modernos en el símbolo de la claridad racional, anteponía en su juventud los resultados de la imaginación a los de la razón; se entretenía, como habían hecho muchos ma­ gos del siglo xvi, construyendo autómatas y «jardines de sombras»; insistía, como tantos otros representantes del Mismo mágico, en la unidad y armonía del cosmos. Se trata de temas que aparecen de nuevo, aunque en clave dis­ tinta, también en Leibniz, en cuya lógica confluyen temas procedentes de la tradición del lulismo hermético y cabalístico. Hay que añadir que la idea leibniziana de armonía está basada en la lectura apasionada de textos a los que difícilmente se podría atribuir el calificativo de «científicos». En las pá­ ginas del De motu coráis de William Harvey, dedicadas a la exaltación del corazón como «Sol del microcosmos», aparecen resonancias de temas de la li­ teratura solar y hermética de los siglos xv y xvi. Entre la definición que da Harvey del ovum (no completamente lleno de vida ni enteramente privado de vitalidad) y la definición que daba Marsilio Ficino (y más tarde muchos paracelsianos y alquimistas) del cuerpo astral, existen concomitancias concre­ tas. Incluso en la concepción newtoniana del espacio como sensorium Dei se han hallado influencias de las corrientes neoplatónicas y de la cábala judía. Newton no sólo leía y resumía textos alquimistas, sino que dedicó muchas horas de su vida a investigaciones de tipo alquimista. De sus manuscritos se desprende también una clara fe en una prisca theologia (que es el tema cen­ tral del hermetismo), cuya verdad debe ser «probada» mediante la nueva ciencia experimental. Para trazar líneas provisionales de demarcación entre «magos» y «científi­ cos» de finales del siglo xvi y principios del siglo xvn apenas es útil subrayar

diferencias basadas en apelaciones genéricas a la experiencia o en la rebelión frente a las auctoritates. Como es bien sabido, Gerolamo Cardano cultivó con cierto éxito las matemáticas y Giambattista Della Porta ocupa una posición no desdeñable en la historia de la óptica. Los cálculos de muchos astrólogos son bastante menos discutibles que las divagaciones matemáticas de Hobbes, y Paracelso es bastante menos «escolástico» que Descartes. Hojear con humildad el gran libro de la naturaleza significaba para Bacon renunciar a construir, sobre bases conceptuales y experimentales demasiado frágiles, sistemas completos de filosofía natural. Francesco Patrizi y Peder S0rensen (o Severinus), Bemardino Telesio, Giordano Bruno, Tommaso Campanella y William Gilbert le parecían a Bacon filósofos que salen a escena uno tras otro e interpretan a su voluntad los temas de sus mundos. Una valora­ ción distinta merecía la obra del médico veronés Girolamo Fracastoro (14831553), a quien Bacon recordaba como un hombre capaz de una honesta liber­ tad de juicio. No es difícil comprender las razones de esta diversidad de tonos. En el De sympathia et antipathia rerum (1546), Fracastoro había abor­ dado una serie de temas habituales (por qué la aguja magnética apunta hacia el norte, por qué el pez rémora puede detener las embarcaciones, etc.), pero había concebido su investigación sobre el «consenso y disenso» entre las co­ sas como un preliminar necesario a un estudio de los contagios. Este último ha sido interpretado hasta ahora como la manifestación de una virtud oculta. En vez de indagar sobre los principios del contagio, sobre las maneras como se manifiesta, sobre la distinta gravedad de las enfermedades contagiosas, sobre la diferencia entre enfermedades contagiosas y envenenamientos, nos hemos contentado con recurrir a causas misteriosas. Esto se debe a que los filósofos se han dedicado hasta ahora a las «causas universalísimas» y han olvidado el estudio de las «causas particulares y determinadas» (Fracastoro, 1574: 57-76). Evocando a Demócrito, Epicuro y Lucrecio, Fracastoro consi­ dera aceptable la teoría que atribuye a las effluxiones de los cuerpos el princi­ pio de la atracción. La atracción de dos cuerpos depende de la transmisión re­ cíproca de corpúsculos del cuerpo A al cuerpo B. El conjunto de estos corpúsculos forma un todo unitario que, sin embargo, es disforme en sus par­ tes: las partículas que están junto a los dos cuerpos y las que están colocadas entre los dos cuerpos no tienen la misma densidad y rarefacción. En la «nube de átomos» se producen, pues, movimientos que tienden a provocar el equili­ brio o el máximo consenso de las partes con el todo. Estos movimientos de ajuste determinan el movimiento de los dos cuerpos el uno hacia el otro y, en algún caso, su unión. En el capítulo VI del De contagionibus et contagiosis morbis (1546) Fra­ castoro afirmaba que «la causa de los contagios que se producen a distancia no puede ser atribuida a propiedades ocultas» (Fracastoro, 1574: 77-110): al­ gunos contagios se producen por simple contacto (sama, lepra); otros se transmiten a través de vehículos, como vestidos o sábanas; otros, por último, (como en el caso de la peste y de la viruela) se propagan a distancia a través de seminaria invisibles. La postura de distanciamiento del ocultismo que

adopta Fracastoro (del que hay que recordar también el célebre poema en ver­ sos latinos Syphilis sive de morbo gallico, 1530) resulta también evidente en el opúsculo De causis criticorum diebus. Los momentos críticos o las «crisis» de las enfermedades ocurren sin duda en días determinados. Sin embargo, no pueden determinarse estos días ni sobre la base de rígidas correspondencias numéricas (como hacen los «filósofos pitagóricos») ni sobre la base de una relación de causa-efecto con el movimiento de los planetas (como hacen los astrólogos). El error de los médicos ha sido no haber desarrollado una deteni­ da investigación experimental sobre estos temas y «haberse dejado seducir por las opiniones de los astrólogos» (ibidem: 48-56). Dentro del contexto filosófico más general de la solidaridad entre las cosas, de la simpatía o antipatía, se enfrentan, pues, posiciones diferentes. Podían ha­ cerse usos distintos de esas nociones, vinculándolas a una visión mística de la realidad o utilizándolas como criterios o hipótesis para una investigación «ex­ perimental» sobre la naturaleza.

Secretos y saber público Para captar la diferencia, que es completamente evidente, entre la magia re­ nacentista y la ciencia moderna, es necesario reflexionar no sólo sobre los contenidos y sobre los métodos, sino también sobre las imágenes del saber y sobre las imágenes del sabio. En nuestro mundo existen desde luego muchos secretos, y en él viven muchos teóricos y prácticos de los arcana imperii. Existen además muchísimas simulaciones, a menudo no «honestas». También en la historia de la ciencia ha habido simuladores. Sin embargo, hay que des­ tacar que, tras la primera revolución científica, en la literatura científica y en la literatura sobre la ciencia no existe ni puede ya existir -a diferencia de cuanto ha sucedido abundantemente y sigue sucediendo en el mundo de la po­ lítica- un elogio o una valoración positiva de la simulación. Disimular, no ha­ cer públicas las propias opiniones equivale a engañar o traicionar. Los cientí­ ficos, en cuanto miembros de una comunidad, pueden verse obligados a guardar secreto, pero si lo hacen es precisamente porque se ven obligados. Cuando se produce esa obligación, protestan de distintas formas o incluso, como ha su­ cedido alguna vez en este siglo, se rebelan contra ella de manera resuelta. La partícula de en la expresión lingüística «leyes de Kepler» no indica de ningún modo una propiedad: sólo sirve para perpetuar la memoria de un gran perso­ naje. El secreto, para la ciencia y en el seno de la ciencia, se ha convertido en un desvalor.

CAPÍTULO TRES

Ingenieros La práctica y las palabras antepuesta a sus admirables, publi­ cados en París en 1580, Bemard Palissy atacaba a los profesores de la Sorbona y se preguntaba: ¿es posible que un hombre pueda llegar al conoci­ miento de los efectos naturales sin haber leído jamás libros escritos en latín? Palissy era mi aprendiz de vidriero que, buscando el secreto del esmalte blan­ co para aplicar a las cerámicas, consiguió alcanzar la fama y estuvo también al borde de la ruina. En su vida azarosa proyectó numerosas máquinas que nunca consiguió realizar; estuvo a punto de morir de hambre muchas veces y de ser condenado a muerte. Murió en La Bastilla en 1589 o 1590. Palissy res­ pondía afirmativamente a la pregunta que se había planteado: la práctica puede demostrar que las doctrinas de los filósofos (incluso los más célebres) pueden ser falsas. El laboratorio y el museo de objetos naturales y artificiales que Pa­ lissy organizó puede enseñar más filosofía de la que se pueda aprender, en la Sorbona, de la lectura de los filósofos antiguos (Palissy, 1880). Un año después de la publicación de los Discours de Palissy, se publicaba en Londres un pequeño volumen titulado The New Attractive, Containing a Short Discourse of the Magnet or Lodestone, una obra sobre el magnetismo y la declinación de la aguja magnética que será utilizada por William Gilbert. Su autor era Robert Norman (fl. c. 1560-1596), un marinero inglés que, tras haber pasado casi veinte años navegando, se dedicó a la construcción y al co­ mercio de brújulas. Norman se califica a sí mismo como un «matemático no instruido», que ha recogido una enorme cantidad de información en el trans­ curso de su profesión. Decide arriesgar su buen nombre y desafiar las calum­ nias de los adversarios exponiendo a la consideración pública los resultados de su trabajo. Lo hace movido por el afán de glorificar a Dios y beneficiar a Inglaterra. El lector no deberá olvidar nunca que se trata de un simple mari­ nero, incapaz de sostener una discusión con los lógicos o de dar una explica­ ción satisfactoria de las causas del magnetismo terrestre. Norman tiene la cla­ ra sensación de que existe una oposición de fondo entre sus investigaciones y las de los «hombres de libros». Estos últimos elaboran conceptos muy refina­ dos y querrían que todos los mecánicos estuvieran obligados a confiarles a ellos todos sus conocimientos. Por suerte, concluye Norman, «existen en este

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n l a a d v e r t e n c ia A l o s l e c t o r e s ,

país muchos mecánicos que conocen a la perfección el uso de sus artes y son ca­ paces de aplicarlas a sus diversos fines con tanta eficacia como los que querrían condenarles» (Norman, 1581: Prefacio). Ideas como esta penetran rápidamente también en el mundo de los doctos. En un filósofo como Juan Luis Vives (1492-1540), amigo de Erasmo y de To­ más Moro, preceptor en la corte inglesa y hombre de vasta cultura que escri­ be para el refinado público de los humanistas, hallamos expresados con me­ nor ingenuidad, pero con la misma energía, los mismos conceptos. En el De tradendis disciplinis (1531) Vives invita a los estudiosos europeos a prestar seria atención a los problemas relativos a las máquinas, al arte del tejido, a la agricultura y a la navegación. Venciendo su tradicional desdén,, el hombre de letras debe entrar en los talleres y en las haciendas rurales, hacer preguntas a los artesanos, intentar comprender los detalles de su trabajo. La ciencia de la naturaleza, escribe en el De causis corruptarum artium (1531), no es mono­ polio de los filósofos ni de los dialécticos. Mejor que éstos la conocen los mecánicos, que nunca han elaborado entidades imaginarias como las formas y la ecceidad. A niveles culturales diferentes y con intenciones diferentes, Palissy, Nor­ man y Vives expresan, pues, la exigencia de un saber en el que la atención a las obras y a la investigación empírica dominen sobre un saber exclusivamen­ te verbal. Esta misma exigencia aparece en uno de los grandes textos de la nueva ciencia. En el De humani corporis fabrica (1543), Andrea Vesalio se pronuncia enérgicamente en contra de la dicotomía creada en la profesión de médico: por una parte, un profesor que permanece cuidadosamente alejado del cadáver que hay que disecar y habla desde lo alto de una cátedra consul­ tando un libro, por otra parte, un disector que desconoce la teoría y es rebaja­ do a la categoría de carnicero. Los textos que acabamos de mencionar corresponden al período de cin­ cuenta años comprendido entre 1530 y 1580. En los escritos de un artesano parisino, de un marinero inglés, de un filósofo español y de un científico fla­ menco vinculado a la tradición cultural italiana aparecen temas comunes: los procedimientos de los artesanos, de los artistas y de los ingenieros tienen va­ lor en relación con el progreso del saber. Debe otorgárseles, pues, la dignidad de hechos culturales (cf. Rossi, 1971: 9-77).

Ingenieros y teatros de máquinas Muchas traducciones a lengua vulgar de textos clásicos hechas en el siglo xvi se dirigen expresamente al público que procede de las clases artesanales. Jean Martin, que traduce al francés (en 1547) los tratados de arquitectura de Vitrubio (siglo i a.C.), escribe para los operarios y otras personas que no saben leer el latín. Walter Rivius, que presenta el mismo texto en alemán en 1548, se di­ rige a los artesanos, constructores, picapedreros, arquitectos y tejedores. Los numerosos comentarios a Vitrubio ofrecen un claro ejemplo del significado e

importancia de estas «representaciones» de clásicos, entre las que debemos recordar por lo menos I dieci libri deü’architettura di Vitruvio tradotti e commentati (Venecia, 1556) del noble veneciano Daniele Barbaro. Al entrar en contacto con los círculos de la cultura humanística y con la herencia del mundo clásico, muchos de los artesanos más avanzados buscan en las obras de Euclides, de Arquímedes, de Herón, de Vitrubio, una respues­ ta a sus interrogantes. La literatura de los siglos xv y xvi es, como todo el mundo sabe, extraordinariamente rica en tratados de carácter técnico, que unas veces son auténticos manuales y otras veces contienen solamente refle­ xiones sueltas sobre el trabajo desarrollado por artistas o por «mecánicos», o sobre los procedimientos utilizados en las distintas artes. A esta literatura, obra de ingenieros, artistas y artesanos de alto nivel, pertenecen los escritos de Filippo Branelleschi (1377-1446), de Lorenzo Ghiberti (1378-1455), de Piero della Francesca (1406 C.-1492), de Leonardo da Vinci (1452-1519), de Paolo Lomazzo (1538-1600); los tratados sobre máquinas de guerra de Konrad Keyser (1366-1405); las obras sobre arquitectura de León Battista Alberti (14041472), de Francesco Averlino llamado el Filarete (1416-1470), de Francesco di Giorgio Martini (1439-1502); el libro sobre máquinas militares de Roberto Valturio da Rimini (publicado en 1472 y reimpreso después en Verona en 1482 y 1483, en Bolonia en 1483, en Venecia en 1493 y más de cuatro veces en París entre 1532 y 1555), los dos tratados de Alberto Durero (1471-1528) sobre geometría descriptiva (1525) y sobre las fortificaciones (1527), la Pirotechnia de Vannoccio Biringuccio (1480 C.-1539 c.), que aparece en 1540 y se vuelve a publicar en dos ediciones latinas, tres francesas y cuatro italianas, la obra sobre balística (1537) de Niccoló Fontana llamado Tartaglia (1500 c1557), los dos tratados de ingeniería minera de Georg Bauer o Giorgio Agrí­ cola (1494-1555), que fueron publicados en 1546 y en 1556, el Théátre des instruments mathématiques et méchaniques (1569) de Jacques Besson, el Di­ verse et artificióse macchine (1588) de Agostino Ramelli (1531-1590), los Mechanicorum libri (1577) de Guidobaldo del Monte, los tres libros sobre me­ cánica de Simón Stevin o Stevinus (1548-1620), el Machinae novae (1595) de Fausto Veranzio (1551-1617), el Novo teatro di macchine et edificii (1607) de Vittorio Zonca (1568-1602), los tratados de navegación de Thomas Hariot (1560-1621) y de Robert Hues (1553-1632), publicados, respectivamente, en 1594 y en 1599. Las universidades y los conventos no son ya los únicos lugares donde se produce y se elabora cultura. Nace un tipo de saber que está relacionado con el diseño de máquinas, con la construcción de instrumentos bélicos de ataque o de defensa, con las fortalezas, los canales, los diques y la extrac­ ción de metales de las minas. Los que elaboran este saber, los ingenieros o los artistas-ingenieros van alcanzando una posición de prestigio igual o su­ perior a la del médico, el mago, el astrónomo de corte o el profesor uni­ versitario. León Battista Alberti es pintor, escultor, arquitecto, urbanista y humanista refinado. Considera que las matemáticas (teoría de las propor­ ciones y teoría de la perspectiva) son el terreno común a la obra del artista

y a la del científico. La visión en perspectiva, que es propia del pintor, es una ciencia, y es una ciencia la pintura. La «razón» y la «regla» se conju­ gan con la «obra» en el trabajo del arquitecto y el elogio del arquitecto se transforma en la exaltación del trabajo del ingeniero, que es capaz de horadar montañas y de desalojar enormes masas de agua y de rocas, de secar panta­ nos, de regular el curso de los ríos y de construir naves, puentes y máquinas de guerra.

Talleres Como nos ha recordado F. Antal (Antal, 1960), en el siglo xrv el arte era con­ siderado una actividad manual. Casi todos los artistas de principios del siglo xv proceden de ambientes artesanos, campesinos y pequeñoburgueses. Andrea del Castagno es hijo de un campesino, Paolo Uccello de un barbero, Filippo Lippi de un carnicero, los Pollaiolo (como su nombre indica) de un vendedor de pollos. En los primeros años del siglo, en Florencia, escultores y arquitec­ tos eran miembros de la corporación menor de los albañiles y carpinteros, mientras que los pintores estaban clasificados en la corporación mayor de los médicos y boticarios (como subalternos del arte) junto a los encaladores y los trituradores de colores. De los talleres, donde comenzaba el aprendizaje con trabajos manuales (trituración de colores, preparación de las telas, etc.), no sólo salían cuadros insignes, sino también escudos, banderas, marquete­ rías, modelos para tapiceros y bordadores, piezas de terracota y objetos de or­ febrería. Los arquitectos no eran solamente constructores de edificios, sino que se ocupaban de construir instrumentos mecánicos y máquinas de guerra, de preparar tribunas, «máquinas» y complicados aparatos para las procesiones y las fiestas. En la época de Giorgio Vasari, a mediados del siglo xvi, los encargos de tipo artesanal ya no parecían conciliables con la dignidad del artista. Carlos V se inclina para recoger el pincel que se le ha caído a Tiziano: este gesto, tan­ to si es histórico como legendario, es el símbolo del paso de los «artistas» a un nuevo estatus social. Pero antes de que la figura del artista fuese identifi­ cada con la del «genio», autor de obras maestras destinadas a ser inmortales, se había producido precisamente en los talleres florentinos del siglo xv la fu­ sión del trabajo manual y la teoría, como posiblemente no había ocurrido nunca antes. Algunos talleres (como por ejemplo el de Lorenzo Ghiberti du­ rante la preparación de las puertas del Baptisterio) se transformaban en autén­ ticos laboratorios industriales. En estos talleres, que son a la vez laboratorios, se forman los pintores y los escultores, los ingenieros, los técnicos, los cons­ tructores y los diseñadores de máquinas. Junto al arte de empastar los colores, de tallar las piedras, de colar el bronce, junto a la pintura y la escultura, se en­ señan rudimentos de anatomía y de óptica, de perspectiva y de geometría. La cultura de los «hombres sin letras» procede de una educación práctica que se remite a fuentes diversas, que conoce fragmentos de los grandes textos de la

ciencia clásica, que se vanagloria de citar a Euclides y a Arquímedes. El sa­ ber empírico de personajes como Leonardo es el resultado de un entorno de este tipo.

Leonardo Leonardo da Vinci (1452-1519), pintor e ingeniero, constructor y diseñador de máquinas, hombre «sin letras» y filósofo, se ha convertido justamente pa­ ra los modernos en el símbolo del hombre de múltiples conocimientos, de la superación de la antigua distinción entre artes mecánicas y artes liberales, entre teoría y práctica, entre las operaciones manuales y las mentales. Sus in­ tereses juveniles están ligados a los trabajos habituales de los talleres del si­ glo xv, y precisamente de su familiaridad artesanal con las características de los materiales nace la conciencia, que permanecerá siempre viva en él, de la necesidad de unir la teoría con la práctica. Las ciencias que «comienzan y terminan en la mente» carecen de certeza, porque en los discursos puramen­ te mentales «no hay experiencia, sin la cual nada proporciona certeza por sí mismo». Pero también es cierto, a la inversa, que sólo hay certeza donde se pueden aplicar las matemáticas, y que quienes se aficionan a la práctica sin la ciencia «son como los pilotos que entran en el barco sin timón o brújula, que nunca saben con seguridad adonde van» (Solmi, 1889: 84, 86). No tiene ningún sentido reprochar a Leonardo ambigüedades o incertidumbres. Defen­ der, como hacía él, la convergencia entre práctica y teoría significaba tomar postura de vez en cuando contra los que defendían la pura teoría o contra ese adversario que (utilizando las mismas palabras de Leonardo) «no quiere mu­ cha ciencia porque con la práctica tiene suficiente». Inscrito en la corpora­ ción de pintores en 1472, Leonardo permaneció hasta 1476 en el taller de Verrocchio. En 1482 Leonardo fue llamado a Milán por Ludovico Sforza como escul­ tor y fundidor. Tras haber aceptado el encargo del conde de Ligny de preparar un informe sobre la defensa militar de Toscana, tuvo que abandonar Milán, después de la caída de Sforza, y refugiarse en Mantua. En el año 1499 fue contratado por los venecianos como ingeniero militar. Tras un período de vi­ da «errante» (durante el cual estuvo también en Florencia) entra, en 1502, al servicio de César Borgia en calidad de ingeniero militar. En un cuaderno de notas (conocido como el Manuscrito L) anota y dibuja todo lo que encuentra interesante en sus continuos viajes por Italia central. Tras la caída de Valenti­ no, regresa a Florencia en 1503: es el período de la Gioconda y de la incon­ clusa Batalla de Anghiari. El grandioso proyecto de desviar el Amo y de construir un puerto en Florencia es interrumpido por la guerra entre Florencia y Pisa. En 1506 se halla de nuevo en Milán, al servicio del rey de Francia, y organiza las fiestas para la celebración de la entrada en esa ciudad de Luis XII. Permanece en Milán hasta 1513 (que es el año de la retirada de los franceses) y se traslada a Roma, al servicio del papa León X. En 1516 abandona Italia e,

invitado por Francisco I, se traslada a Francia, donde permanece hasta su muerte trabajando como ingeniero, arquitecto y mecánico. Se ha hablado con razón, sobre todo en relación con la segunda estancia en Milán, de un progresivo alejamiento del ya maduro Leonardo hacia la teo­ ría (Brizio, 1954: 278). Desde luego se puede destacar el hecho de que sus complejos proyectos de bombas, esclusas, encauzamiento y canalización de corrientes de agua nacen en este período, pero no por esto se puede buscar en el pensamiento de este extraordinario artista y literato, como han hecho mu­ chos, el acta de fundación del método experimental y de la nueva ciencia de la naturaleza. Tras tanta insistencia en el «milagro» Leonardo, se ha recordado con razón su total desprecio por la tipografía y por la imprenta, y se ha desta­ cado que el valor que se otorgó a los códices de Leonardo en la época de su publicación dependía del escaso o nulo conocimiento que entonces se tenía de la situación real del saber científico del siglo xvi. Las investigaciones de Leo­ nardo, que eran extraordinariamente ricas en intuiciones brillantes y en ideas geniales, no pasaron nunca de ser experimentos curiosos, sin llegar a alcanzar la sistematicidad que constituye una de las características fundamentales de la ciencia y la técnica modernas. Su investigación, que oscila siempre entre el experimento y la anotación, aparece triturada y pulverizada en una serie de notas breves, de observaciones dispersas, de apuntes escritos para sí mismo en una simbología a menudo oscura y deliberadamente no transmisible. Leo­ nardo, que da muestras de una incesante curiosidad por problemas concretos, no tiene ningún interés en trabajar en un corpus sistemático de conocimien­ tos, ni siente la preocupación (que también constituye una dimensión funda­ mental de lo que llamamos técnica y ciencia) de transmitir, explicar y probar a los demás sus propios descubrimientos. Desde este punto de vista, incluso las innumerables y famosas máquinas diseñadas por Leonardo recobran sus proporciones reales y parecen creadas más con una finalidad pasajera -fiestas, diversiones, sorpresas mecánicas- que como instrumentos para mitigar la fati­ ga de los hombres y aumentar su poder sobre el mundo. No es casual que Leo­ nardo esté más preocupado por la elaboración que por la ejecución de sus proyectos. Esas máquinas siempre corren el peligro de convertirse en «jugue­ tes», mientras que el concepto de «fuerza» (sobre el que tanto se ha insistido) está más ligado a la temática hermética y ficiana de la animación universal que al nacimiento de la mecánica racional. Sin embargo, no hay que olvidar que en los fragmentos de Leonardo se encuentran continuamente afirmaciones que volverán a circular con insisten­ cia, en contextos diferentes, en la cultura de la Edad Moderna: la idea de una necesaria conjunción entre la matemática y la experiencia y las dificultades que existen para que esta relación sea evidente; el firmísimo ataque contra las vanas pretensiones de la alquimia; la invectiva contra «los recitadores y trompetistas de las obras ajenas»; la protesta contra el recurso a la autoridad, que es propio de quien utiliza la memoria en vez del ingenio; la imagen de una naturaleza «que no rompe sus leyes», que es una cadena admirable e inexora­ ble de caúsas; la afirmación de que los resultados de la experiencia pueden

«acallar las lenguas de los litigantes» y el «eterno grito» de los sofistas. Sería fácil citar pasajes concretos: la «certeza que dan los ojos» y los «doctores de memoria» de Galileo Galilei, su imagen de la naturaleza «sorda a nuestros va­ nos deseos», que produce sus efectos «con maneras inimaginables para noso­ tros». Y aún más: el rechazo del saber de los empíricos puros por parte de Ba­ con, su imagen del hombre que sólo es dueño de la naturaleza, si es capaz de obedecer sus leyes inexorables. Sin duda hay que rechazar la imagen (que ha prevalecido durante mucho tiempo) de una especie de «infancia de la ciencia», cuya expresión sería Leo­ nardo. Pero incluso la larga insistencia en las admirables «anticipaciones» y en el «milagro» Leonardo se explicará en cierto modo. Esa metáfora de la in­ fancia sigue siendo muy sugestiva, aunque en un plano muy distinto del de las «anticipaciones». Las grandes opciones en las que se basa la ciencia mo­ derna (el matematismo, el corpuscularismo, el mecanicismo) han llevado a lo que llamamos arte y a lo que llamamos ciencia a seguir caminos distintos, a avanzar según unas perspectivas que tienden a diverger enormemente y a ale­ jarse progresivamente. Intentar aproximarlas y volverlas a unir es una empre­ sa que no parece tener ya ningún sentido. Pero los diseños y las pinturas de Leonardo no son el simple instrumento de una investigación científica que tiene en otro lugar su metodología. Muchos de estos dibujos de rocas, plantas, animales, nubes, partes del cuerpo humano, rostros, movimientos de aire o de agua son en sí mismos «actos de conocimiento científico, es decir, investiga­ ción crítica sobre la realidad natural» (Luporini, 1953: 47). Las láminas de Leonardo que han llegado hasta nosotros -sus apuntes, sus dibujos y esa irre­ petible y extraordinaria mezcla de textos y dibujos- nos permiten situamos frente a un umbral: el de aquellos hombres y aquel entorno en que la aproxi­ mación y la compenetración (imposible e ilusoria para nosotros) entre ciencia y arte parecieron posibles y se configuraron como reales.

«Obras» y «palabras» La Pirotechnia de Biringuccio (1540) es uno de los textos sobre la técnica más importantes del siglo xvi. En nombre de la fidelidad a un ideal descripti­ vo, Biringuccio rechaza cualquier tentación de adorno retórico. Considera que los alquimistas pertenecen a esa categoría de personas que esconden de­ trás de «mil fabulillas» su ignorancia básica de los temas de que tratan. Inca­ paces de una investigación sobre los «medios», los alquimistas tienen un de­ seo inmediato de riqueza, tienen la mirada puesta demasiado lejos y no ven «los intermedios» (Biringuccio, 1558: 6v, 7v.) A diferencia de Biringuccio, Georg Bauer (Agrícola) es un hombre de amplia cultura y de múltiples intere­ ses. Nacido en 1494 en Glauchau, Sajonia, estudia en Leipzig, Bolonia y Venecia. En 1527 comienza a ejercer la medicina en Joachimstal (en Bohemia), una zona que era por aquel entonces una de las mayores regiones mineras de Europa. Burgomaestre de Chemnitz, encargado de varias misiones políticas

ante el emperador Carlos y el rey Femando de Austria, gozó de la estima de Erasmo y de Melanchthon. El De ortu et causis subterraneorum y el De na­ tura fossilium están entre los primeros tratados sistemáticos de geología y de mineralogía. El De re metallica publicado en 1556, un año después de la muerte de su autor, siguió siendo durante dos siglos la obra fundamental de la minería. En Potosí, que proporcionó oro y plata a toda Europa, la obra de Agrícola estaba considerada como una especie de Biblia, y estuvo sujeta a los altares de las iglesias para que los mineros asociaran la resolución de un pro­ blema técnico con un acto de devoción. Los doce libros del tratado se ocupan de todos los procesos de extracción, fusión y tratamiento de los metales: de la selección de las vetas y de su dirección, de las máquinas y de los instrumen­ tos, de la administración, del ensayo del oro y de los hornos de fundición. Pe­ ro en el libro aparece también la conciencia de una seria crisis de la cultura, que nace de un distanciamiento de las cosas y de una degeneración del len­ guaje. «Yo no he escrito cosa alguna que no haya visto o leído o examinado con la máxima atención cuando me ha sido explicada por otro»: sobre esta base critica severamente la deliberada oscuridad lingüística y la arbitrariedad terminológica de los alquimistas, cuyos libros son «completamente oscuros», porque esos escritores designan las cosas con nombres «extraños e inventados por ellos y representan una misma cosa a veces con un nombre y a veces con otro» (Agrícola, 1563: 4-6 del Prefacio). En su comentario a Vitrubio (1556), Daniele Barbaro se planteó claramen­ te un problema: «¿Por qué los que se dedican a la práctica no han conseguido crédito? Porque la arquitectura nace de la palabra. ¿Por qué los literatos? Por­ que la arquitectura nace de las obras ... Para ser arquitecto, que es una especie artificiosa, se busca la palabra y la obra conjuntamente» (Vitrubio, 1556: 9). La unión efectiva de palabra y obra, de especulación y fabricación planteaba en realidad problemas interesantes. De su importancia se dio perfecta cuenta, por ejemplo, Bonaiuto Lorini, que prestó sus servicios como ingeniero militar a Cosme de Médicis y a la República de Venecia. En una página de su trata­ do Delle fortificationi (1597) aborda el problema de la relación entre el trabajo del «matemático puro y especulativo» y el del «mecánico práctico». El mate­ mático trabaja con líneas, superficies y cuerpos «imaginarios y separados de la materia». Sus demostraciones «no responden de manera tan perfecta cuan­ do se aplican a las cosas materiales», porque la materia con la que trabaja el mecánico presenta siempre «obstáculos». El criterio y la habilidad del mecáni­ co consiste en saber prever las dificultades y los problemas que derivan de la diversidad de los materiales con los que debe trabajar (Lorini, 1597: 72). Las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, de Galileo Galilei, comienzan tratando de ese problema de las relaciones entre las «imperfecciones de la materia» y las «perfectísimas demostraciones mate­ máticas». Una mezcla característica de modelos idealizados y de consideraciones «físicas», una apelación constante y directa a Arquímedes caracterizan las in­ vestigaciones de Simón Stevin (1548-1620), latinizado en Stevinus, que nació

en Brujas y murió en La Haya. Sus contemporáneos contemplaron con asom­ bro un carro de vela que construyó para diversión del príncipe de Orange y que exhibió sobre la playa de Scheveningen. Stevin escribe sobre aritmética y geometría, realiza fortificaciones, proyecta y construye máquinas y molinos de agua, publica tablas para el cálculo de los intereses, se ocupa en el De Thiende {El décimo, 1585) de la notación de las fracciones decimales y en la obra De Havenvinding (1599), de la determinación de la longitud. Considera que el holandés es una de las lenguas más antiguas del mundo y que tiene cualidades de concisión desconocidas en otras lenguas. Se dirige a un público de artesanos, haciendo siempre un gran esfuerzo por ser claro. Por estas razo­ nes publica sus obras en lengua vulgar. Los tres libros de Beghinselen der Weeghconst (Elementos del arte de pesar), publicados en 1586, se remiten en el título a la medieval scientia de ponderibus. Traducidos al latín como Hypomnemata mathematica (1605-1608), aparecieron en versión francesa en 1634.

Un conocimiento capaz de crecer En las obras de los artistas y experimentadores del siglo xv y más tarde, en el siglo siguiente, en los tratados sobre ingeniería de minas, navegación, balísti­ ca y fortificaciones, no sólo se va abriendo paso (como ya se ha visto) una nueva consideración del trabajo manual y de la función cultural de las artes mecánicas, sino que se afirma también la imagen del conocimiento como construcción progresiva, puesto que está constituido por una serie de resulta­ dos que se colocan, uno tras otro, a un nivel de complejidad o de perfección cada vez mayor. También desde este punto de vista el saber de los técnicos se erige como una gran alternativa histórica al saber de los magos y de los alquimistas y a la imagen del saber que caracteriza a la tradición hermética. En el seno de esta tradición se considera que los sabios siempre han estado afirmando, durante milenios, las mismas verdades inmutables. La verdad no surge de la historia ni del tiempo: es la revelación perenne de un logos eterno. La historia es un tejido variado sólo en apariencia: en ella está presente una única e inmutable sapientia. En las obras de los mecánicos esta perspectiva aparece completa­ mente cambiada. Las artes mecánicas -escribe Agostino Ramelli en el prólo­ go a Diverse et artificióse macchine (1588)- nacieron de las necesidades y del cansancio de los primeros hombres, que debían proteger su vida en un ambiente hostil. Su desarrollo posterior no se parece al movimiento impetuo­ so de los vientos que hacen naufragar los barcos en el mar y que después se debilitan hasta desaparecer. Se parece, en cambio, al curso de los ríos, que al nacer son pequeños y que llegan al mar grandes y poderosos, enriquecidos por las aguas de sus afluentes (Ramelli, 1588: Prefacio). En la dedicatoria previa al Tratado sobre las proporciones del cuerpo humano (1528), Alberto Durero aclara las razones por las que, a pesar de no ser un estudioso, se atre­ ve a abordar un tema tan elevado. Decide publicar el libro, aun a riesgo de ser

criticado, para el beneficio público de todos los artistas y para inducir a otros a hacer lo mismo «de modo que nuestros sucesores puedan tener algo que perfeccionar y que hacer progresar» (Durero, 1528: Dedica). El cirujano pari­ sino Ambroise Paré (1510-1599), desconocedor del latín y autodidacto, odia­ do por la facultad, afirma que no necesita reposar sobre los esfuerzos de los antiguos porque «hay más cosas por encontrar de cuantas se han encontrado hasta ahora y las artes no son tan perfectas que no se les puedan hacer añadi­ dos» (Paré, 1840: I, 12-14). Filósofos como Bacon, Descartes y Boyle elevarán al nivel de la concien­ cia filosófica -insertándolas en contextos teóricos de gran relieve- ideas que habían nacido en ambientes no filosóficos, ambientes juzgados con hostilidad, cuando no incluso con desprecio, por la cultura de las universidades.

Arte y naturaleza La imagen positivista de Bacon, «fundador de la ciencia moderna», sin duda se ha depreciado. Pero sigue siendo cierto que él elevó a nivel filosófico te­ mas e ideas que se habían ido afirmando al margen de las ciencias oficiales, en aquel mundo de técnicos, constructores e ingenieros del que habían forma­ do parte hombres como Biringuccio y Agrícola. La valoración que hizo Ba­ con de las artes mecánicas se basa en tres puntos: 1) sirven para revelar los procesos de la naturaleza, son una forma de conocimiento; 2) las artes mecá­ nicas crecen sobre sí mismas; son, a diferencia de todas las otras formas del saber tradicional, un saber progresivo, y crecen tan velozmente «que los de­ seos de los hombres cesan incluso antes de que aquéllas hayan alcanzado la perfección»; 3) en las artes mecánicas, a diferencia de las otras formas de cul­ tura, existe colaboración, son una forma de saber colectivo: «en ellas conflu­ yen los ingenios de muchos, mientras que en las artes liberales los ingenios de muchos se sometieron al de una sola persona y los seguidores, por lo ge­ neral, lo pervirtieron en vez de hacerlo progresar». El libro de la naturaleza, el taller de los artesanos y la sala de anatomía fueron contrapuestos por el baconiano Robert Boyle (1627-1691) a las biblio­ tecas, a los estudios de los literatos y de los humanistas y a las investigacio­ nes puramente teóricas: su polémica casi roza en muchos casos una especie de primitivismo científico. En las Considerations Touching the. Usefulness of Experimental Natural Philosophy (1671), Boyle da forma coherente y acaba­ da a los intereses y a las aspiraciones de los grupos baconianos. Los experi­ mentos realizados por virtuosos en sus laboratorios tienen cualidades notables de exactitud, pero en los experimentos realizados por los artesanos en sus ta­ lleres, la falta de exactitud queda compensada por una mayor solicitud. El cuarto de los ensayos que componen las Considerations tiene un título muy significativo: «Los bienes de la humanidad pueden incrementarse mucho gra­ cias al interés de los filósofos naturales por los oficios». La idea, que ya estaba presente en Bacon, de que el trabajo de los mecáni-

eos aporta una luz a las teorías la expresa con mucha claridad, refiriéndose a la obra de Galileo y de Harvey, Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). En una obra titulada Initia et specimina scientiae novae generalis pro instauratione et augmentis scientiarum ad publicam felicitatem, Leibniz afirma que los progresos realizados en las artes mecánicas son aún ignorados en gran parte por los hombres cultos. Por un lado, los técnicos desconocen los usos que pueden hacerse de sus experimentos, por el otro lado los científicos y los teóricos ignoran que muchas de sus desiderata podrían ser satisfechas por el trabajo de los mecánicos. El programa de una historia de las artes se retoma con más amplitud en el Discours touchant la méthode de la certitude et l’art d’inventen los conocimientos no escritos y no codificados, dispersos entre los hombres que desarrollan actividades técnicas de distinta naturaleza, superan en mucho, en cantidad y en importancia, a todo lo que se halla escrito en los libros. La mejor parte del tesoro de que dispone la especie humana no ha sido todavía registrado. No existe, por otra parte, un arte mecánica tan méprisable que no pueda ofrecer observaciones y materiales de importancia vital para la ciencia. Necesitamos un auténtico teatro de la vida humana obtenido de la prác­ tica de los hombres, porque si se perdiera una sola de las artes no bastarían todas nuestras bibliotecas para remediar esta pérdida. Leibniz considera que una de las tareas más urgentes de la nueva cultura es poner por escrito los procedimien­ tos de los artesanos y de los técnicos. En las páginas que Jean d’Alembert (1717-1783) antepone a la gran Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des mestiers (1751), aparece la conciencia de que esa gran empresa lleva a cabo un programa que tenía orígenes históricos concretos. En la enciclopedia de William Chambers, escribía d’Alembert, hemos encontrado respecto a las artes liberales una pala­ bra que necesitaba muchas páginas, pero respecto a las artes mecánicas nos hemos encontrado con que estaba todo por hacer. Chambers sólo ha leído li­ bros pero nunca ha visto a los artesanos, y hay cosas que sólo se aprenden en los talleres. En el Prospectus de 1750, Denis Diderot (1713-1784) expresa la misma exigencia de captar en directo estos métodos de trabajo: «Nos hemos dirigido a los operarios más hábiles de París y de toda Francia, nos hemos to­ mado la molestia de ir a sus talleres, de interrogarles, de escribir a su dictado, de desarrollar sus pensamientos, de obtener los términos propios de su profe­ sión, de compilarlos en listas, de definirlos...» (Diderot, 1875-1877: XIII, 140). En la voz Art, Diderot destacaba los perniciosos efectos derivados de la tradicional distinción de las artes en liberales y mecánicas. De ahí ha nacido el prejuicio de que «dirigirse a los objetos sensibles y materiales» constituye «una renuncia a la dignidad del espíritu». Pero este prejuicio, continuaba, «ha llenado las ciudades de razonadores orgullosos y de contempladores inútiles y los campos de pequeños tiranos ignorantes, ociosos y desdeñosos». La polé­ mica en defensa de las artes mecánicas se unía al gran tema de la igualdad política.

Dédalo y el Laberinto Numerosos filósofos, divulgadores y periodistas de nuestro tiempo han colo­ cado toda la modernidad bajo el signo de una peligrosa e inaceptable exalta­ ción de la técnica, y han visto en Francis Bacon al padre espiritual de ese «tecnicismo neutro», que estaría en los orígenes de los procesos de alienación y de mercantilización típicos de la modernidad. La realidad es exactamente al revés. En toda la amplísima literatura sobre la técnica y sobre su carácter am­ biguo existen muy pocas páginas que puedan compararse a las que escribió el lord canciller en la interpretación (que se remonta a 1609) del mito de Daedalus sive mechanicus. La figura de Dédalo es la de un hombre extraordina­ riamente ingenioso, pero despreciable. Su nombre es celebrado sobre todo por las «invenciones ilícitas»: la máquina que permitió a Pasifae acoplarse con un toro y engendrar al Minotauro devorador de jóvenes; el Laberinto creado pa­ ra esconder al Minotauro y para «proteger el mal con el mal». Del mito de Dédalo se sacan conclusiones de carácter general: las artes mecánicas generan instrumentos que ayudan a la vida y, al mismo tiempo, «instrumentos de vicio y de muerte». El saber técnico tiene, para Bacon, esta característica: mientras se presenta como posible productor del mal y de lo negativo, ofrece, al mismo tiempo y conjuntamente con ese aspecto negativo, la posibilidad de un diag­ nóstico del mal y de un remedio del mal. Dédalo también construyó «reme­ dios para los delitos». Fue el autor del ingenioso recurso del hilo que permitía hallar la solución a los secretos del Laberinto: «El que ideó los secretos del Laberinto, mostró también la necesidad del hilo. Las artes mecánicas son en realidad de uso ambiguo, y pueden producir el mal y ofrecer al mismo tiempo un remedio al mal» (Bacon, 1975: 482-483). Para los representantes de la revolución científica, la restauración del po­ der humano sobre la naturaleza y el avance del saber sólo tienen valor si se realizan en un contexto más amplio, que abarca la religión, la moral y la polí­ tica. La «teocracia universal» de Tommaso Campanella, la «caridad» de Fran­ cis Bacon, el «cristianismo universal» de Leibniz, la «paz universal» de Co­ menio no pueden separarse de sus intereses y entusiasmos por la nueva ciencia. Constituyen otros ámbitos dentro de los cuales el saber científico y técnico debe actuar para funcionar como instrumento de redención y libera­ ción del género humano. Para Bacon y para Boyle, así como para Galileo, Descartes, Kepler, Leibniz y Newton, la voluntad humana y el deseo de do­ minio no constituyen el principio más elevado. La naturaleza es, al mismo tiempo, objeto de dominio y de reverencia. Tiene que ser «torturada» y do­ blegada al servicio del hombre, pero también es «el libro de Dios», que hay que leer con espíritu de humildad.

CAPÍTULO CUATRO

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Cosas nunca vistas La imprenta a esa actividad individual de la lectura de libros, realizada en el silencio y el aislamiento, que nos resulta difícil ha­ cemos a la idea de que el objeto familiar que tenemos entre las manos resultó ser en su día una novedad revolucionaria, algo que no sólo difundía las ideas y el saber de manera inimaginable hasta entonces, sino que sustituía la lectu­ ra de textos carentes de puntuación, que hasta entonces había sido básicamen­ te colectiva y efectuada probablemente en voz alta (McLuhan, 1967). A me­ nudo aparecen juntos estos tres inventos mecánicos: el arte de la imprenta, la pólvora y la brújula. Dan la impresión, que es muy viva en La ciudad del Sol de Campanella (1602), de ser una serie de conquistas que coinciden con un aceleramiento de la historia: «Hay más historia en cien años de la que tuvo el mundo en cuatro mil; y se hicieron más libros en estos cien que en cinco mil; y la invención admirable del imán e imprentas y arcabuces, grandes signos de la unión del mundo» (Campanella, 1941: 109). De estos tres inventos -afirma Francis Bacon en 1620- proceden infinitos cambios «hasta el punto que nin­ gún imperio, ninguna secta, ninguna estrella parece haber ejercido sobre las cosas humanas una mayor influencia y una mayor eficacia» (Bacon, 1975: 635-636). No había exageración alguna en estas afirmaciones. Porque la fusión de técnicas diferentes (la fabricación del papel y de la tinta, la metalurgia y la fu­ sión de los caracteres móviles, las técnicas de la impresión) en una tecnología completamente nueva introducía en Europa, con tres siglos de anticipación, la «teoría de las partes intercambiables», que es la base de las modernas técnicas de fabricación (Steinberg, 1968). Hans o Johannes Gutenberg comenzó a im­ primir libros en Maguncia (la edición de la Biblia es de 1456) con una técni­ ca que, plenamente desarrollada en el siglo xvi, seguirá siendo la misma has­ ta el siglo xix (y que todavía sigue utilizándose). Algunos datos son bastante significativos. En 1480 había prensas tipográficas en más de 110 ciudades eu­ ropeas, de las que 50 correspondían a Italia, 30 a Alemania, 8 a Holanda y España, respectivamente, 5 a Bélgica y a Suiza, 4 a Inglaterra, 2 a Bohemia y 1 a Polonia. Tan sólo veinte años más tarde, en 1500, el número de ciudades que tenían prensas tipográficas pasa a ser de 286. L. Febvre y H. J. Martin

E

sta m o s t a n a c o s tu m b r a d o s

han calculado que en el siglo xvi se efectuaron 35.000 ediciones de 10-15.000 textos diferentes y se pusieron en circulación por lo menos 20 millones de ejemplares. A lo largo del siglo xvn había 200 millones de ejemplares en cir­ culación (Febvre y Martin, 1958: 396-397). Las ediciones de Aldo Manuzio, de pequeño formato, han sido justamente comparadas a los paperback de nuestro tiempo. Venecia se convirtió, junto con París y Lyon, en uno de los grandes centros editoriales. A finales del si­ glo xvi se celebran las primeras ferias internacionales del libro en Lyon, Me­ dina del Campo, Leipzig y Frankfurt. Las tiradas de las ediciones oscilaban entre los 300 y los 3.000 ejemplares, pero la tirada media de una edición era de unos 1.000 ejemplares aproximadamente. La difusión de las ideas y el avance del saber suponían un fuerte desem­ bolso de capital y una buena dosis de riesgo para los empresarios. Cuando el saber se elaboraba en la celda del monje o en el estudio del humanista, no ha­ bía planteado este tipo de problemas.

Libros antiguos Para los grandes representantes del humanismo italiano (como Leonardo Bruni, Guarino Veronese, Giannozzo Manetti, Lorenzo Valla) leer los gran­ des clásicos del mundo antiguo significa regresar a una civilización que es superior a aquella en la que les ha correspondido vivir, y que constituye el modelo inalcanzable de toda forma de convivencia humana. Sin embargo, los humanistas no se limitaron a repetir pasivamente, sino que en sus obras apa­ recen constantes advertencias contra la «barbarie» de la escolástica medieval y también contra los peligros de la repetición y del clasicismo. La contrapo­ sición de la aemulatio a la imitatio se convirtió en el grito de guerra de mu­ chos intelectuales europeos desde Angelo Políziano a Erasmo de Rotterdam. Los textos descubiertos de nuevo por los humanistas en su grandiosa labor de hallazgo y de interpretación no se configuraban como simples documen­ tos. Esos textos antiguos, sobre los que practicaban su refinada filología, contenían -a sus ojos- conocimientos, y eran claramente útiles a la ciencia y a su práctica. La difusión de ediciones hechas directamente sobre los origi­ nales griegos, de traducciones no basadas ya (como en la Edad Media) en traducciones árabes de obras griegas, tuvo efectos decisivos en el desarrollo del saber científico. Entre las grandes ediciones es suficiente recordar las del texto griego de Euclides (Basilea, 1533) y la traducción latina de Federico Commandino (Pesaro, 1572); del texto griego de Arquímedes (Basilea, 1544) y la traducción latina de Commandino (Venecia, 1558); de las traduc­ ciones, también de Commandino, de las Cónicas de Apolonio y de la obra de Pappo (Bolonia, 1566; Pesaro, 1588); la edición del Almagesto de Ptolomeo (Basilea, 1538) y de las traducciones de la Geografía (un texto prácticamen­ te desconocido en la Edad Media). A la primera traducción del griego al la­ tín de los escritos hipocráticos (Roma, 1525) le siguieron las ediciones grie­

gas de 1526 (Venecia) y de 1538 (Basilea). La extensísima obra de Galeno (generalmente traducida del árabe en la Edad Media, con interpolaciones de muchos escritos apócrifos) fue cuidadosamente ordenada y completada con el hallazgo de tratados desconocidos en Occidente. La primera colección la­ tina de escritos galénicos es de 1490 (Venecia); a la edición de los textos griegos de 1525 (Venecia), le siguieron otras dos a cargo de Joachim Camerarius y Leonhart Fuchs (Basilea, 1538).

Lo antiguo y lo nuevo Entre el descubrimiento de los antiguos y el sentido de lo nuevo que caracte­ rizan la cultura de lo que llamamos Renacimiento (que es un término de sig­ nificado ambiguo) existe una complicada relación. Porque los principales re­ presentantes de la revolución científica adoptaron, frente a la Antigüedad, una actitud bastante distinta de la de los humanistas. En el momento mismo en que recurren a los textos de la Antigüedad, Bacon y Descartes niegan el ca­ rácter ejemplar de la civilización clásica. No solamente rechazan la imitación pedante y la repetición pasiva. Consideran también que la aemulatio, en la que habían insistido muchos humanistas, carece ya de sentido. Lo que ahora se rechaza es el terreno mismo de una «contienda» con los antiguos: cuando se pasa demasiado tiempo viajando, afirma Descartes, se acaba siendo extran­ jero en el propio país, del mismo modo que el que siente demasiada curiosi­ dad por las cosas del pasado acaba, generalmente, por ignorar las cosas pre­ sentes. Bacon considera estrecho y limitado el espíritu de los hombres que vivieron en la antigua Grecia. Si nosotros siguiéramos el camino que siguie­ ron los antiguos, no conseguiríamos desde luego imitarles. Se trata de cam­ biar el rumbo, de asumir: «No la parte de los juicios, sino la de las pautas» (Bacon, 1887-1892: m , 572). En 1647 Blas Pascal tiene aún la impresión de que no se pueden proponer impunemente ideas nuevas, porque el respeto por la Antigüedad «ha llegado a un punto tal que todas sus opiniones se toman por oráculos e incluso sus pun­ tos oscuros se consideran misterios» (Pascal, 1959: 3). Pero tampoco la aemu­ latio tiene ya sentido. Puesto que los antiguos sólo podían utilizar sus ojos, no podían explicar la Vía Láctea de manera distinta a como lo hicieron. El hecho de conocer hoy la naturaleza mejor de lo que la conocían ellos nos permite expresar nuevas opiniones sin ofender ni mostrar ingratitud. Por eso, sin ne­ cesidad de contradecirles, podemos afirmar lo contrario de lo que ellos decían (ibidem: 7-8, 9-11). La nueva astronomía, que extiende desmedidamente los límites del univer­ so, y llega incluso en algunos casos a afirmar su infinitud, produce en muchos la sensación exacta de la crisis y del fin del saber tradicional. Nos damos cuenta de que no sabemos nada «que no sea o no pueda ser debatido», escri­ bía Pierre Borel en 1657: la astronomía, la física, la medicina «están inmersas en dudas y ven cómo se derrumban sus propios fundamentos». Petrus Ramus

ha destruido la filosofía de Aristóteles, Copémico la astronomía de Ptolomeo, Paracelso la medicina de Galeno: «Nos vemos obligados a admitir que sabe­ mos mucho menos de cuanto ignoramos» (Borel, 1657: 3-4). La existencia de una grandiosa revolución en el saber, capaz de suscitar en los ánimos exaltación, entusiasmo o, como sucede más a menudo, estupor, desconcierto y sensación de crisis irremediable, es confirmada por numerosos documentos. ¿Acaso no es evidente, escribe John Dryden, que en el transcur­ so de este último siglo nos ha sido revelada una nueva naturaleza? La insis­ tencia en el tema de la novedad aparece en toda la cultura europea. Novum Organum de Bacon, Nova de universis philosophia de Francesco Patrizi (1591), De mundo nostro sublunari philosophia nova de William Gilbert (1651), Astronomía nova de Kepler (1609), Consideraciones y demostracio­ nes matemáticas sobre dos nuevas ciencias de Galileo (1638), Novo teatro di macchine de Vittorio Zonca (1607): el término novus aparece, de manera casi obsesiva, en el título de centenares de libros científicos publicados a lo largo del siglo xvn (Thomdike, 1971: 459-473).

Las ilustraciones Como ha destacado en cierta ocasión Erwin Panofsky (que en 1945 publicó una gran monografía sobre Alberto Durero), la rigurosa descripción de la rea­ lidad natural, que aparece en la obra de los grandes pintores y grabadores de finales del siglo xv y del siglo xvi, tiene para las ciencias descriptivas la mis­ ma importancia que tiene (para la astronomía y las ciencias de la vida) la in­ vención del telescopio y del microscopio. Las ilustraciones de los libros de botánica, anatomía y zoología no son simples adiciones al texto. La insufi­ ciencia de las descripciones verbales dependía también de la falta de un len­ guaje técnico (del que la botánica no va a disponer hasta el siglo xix). En cualquier caso, la colaboración de los artistas produjo efectos revolucionarios en las ciencias descriptivas. Por esto vale la pena remitirse a las observaciones de Leonardo da Vinci sobre la visión y sobre la pintura y subrayar su exigencia de que todo se hi­ ciera visible. Muchos de sus dibujos de rocas, plantas, animales, nubes, mo­ vimientos de agua y de aire son actos de conocimiento científico de la rea­ lidad natural. En sus dibujos anatómicos se ha observado un progreso notable entre el período anterior y posterior a 1506, que coincide con la lec­ tura del De usu partium de Galeno y con el comienzo de una época en que practicaba con mayor frecuencia las disecciones. Tres son los temas por los que Leonardo se apasionó durante muchos años y sobre los que existen nu­ merosos dibujos: la anatomía comparada de los vertebrados, el vuelo de los pájaros y la óptica fisiológica. Centenares de estudios y de dibujos sobre la anatomía del caballo están relacionados con los proyectos del monumento al duque de Milán (iniciado en 1483) y con la gran tabla de la batalla de Anghiari (iniciada en 1503). Pero la curiosidad de Leonardo sobrepasa con ere-

ces el nivel en el que se detenían los escultores y pintores interesados en el conocimiento de la anatomía artística o de los músculos superficiales. Leo­ nardo fue un observador metódico y sistemático, y esta actitud está relacio­ nada con su tesis de la superioridad del ojo sobre la mente, de la observa­ ción atenta del mundo real sobre los libros y los escritos. Este es su límite (tantas veces subrayado justamente por quienes se han opuesto a la imagen mítica de Leonardo como «científico moderno») y es también su grandeza irrepetible. Los dibujos de Leonardo permanecieron en el olvido. En 1461 aparece el primer ejemplar de xilografía utilizado para ilustrar libros impresos con ca­ racteres móviles. El paso de las xilografías a los grabados (entre los más fa­ mosos se cuentan los de Durero) y a los aguafuertes (Rembrandt es uno de los grandes artistas que utiliza esta técnica) conduce a un progresivo refinamien­ to de las ilustraciones. El primer texto ilustrado de anatomía es el comentario a la Anatomía de Mondino de’Luzzi (profesor en Bolonia entre 1315 y 1318), publicado en Bolonia en 1521 por Giacomo Berengario da Carpi, al que le si­ guen, en 1523, las Isagoges breves in anatomiam. Entre los numerosísimos textos hay que recordar sobre todo el De dissectione partium corporis humani (1545) de Charles Estienne (Stephanus Riverius). Pero las grandes y bellí­ simas tablas anatómicas, dibujadas para el De humani corporis fabrica de Andrea Vesalio, superan en precisión y detalle a todos los ejemplos anteriores de representación anatómica, y se han convertido merecidamente en el símbo­ lo de un cambio radical en los métodos de observación de la realidad. Vasari se las atribuye a Jan Stephan van Calcar y desde luego proceden de la escue­ la de Tiziano. Basta compararlas con los dibujos anatómicos aproximados de los manuscritos medievales para darse cuenta de que se ha producido un salto cualitativo en la manera de observar y representar el cuerpo humano. Se ha convertido en un tópico destacar una coincidencia de fechas: 1543 es el año en que Copémico presenta su nueva imagen del universo y Vesalio ofrece a los hombres un retrato nuevo de su cuerpo. Vesalio, que había nacido en Bru­ selas de una familia de médicos, estudió en Lovaina y en París, viajó a Italia y residió en Venecia; en 1537 fue llamado a Padua para enseñar anatomía y posteriormente dio clases en Bolonia. En 1538 publicó las seis tablas anató­ micas conocidas como Tabulae sex. En 1543 fue personalmente a Basilea pa­ ra controlar la impresión de la Fabrica y del Epitome (publicado también aquel año). Cuando apareció su obra maestra tenía solamente veintiocho años: «No se me oculta -escribe en el prólogo- que debido a mi edad mi obra ob­ tendrá poco reconocimiento y será criticada a causa de la frecuente denuncia de axiomas galénicos que no corresponden a la verdad ... a menos que mi obra consiga la protección de algún numen». El numen protector era el empe­ rador Carlos V, al que estaba dedicada la obra y que nombró a Vesalio médi­ co imperial. Vesalio sigue a Galeno en cuanto se refiere a las secciones que componen la obra, en la interpretación de la nutrición y en la afirmación de la mayor im­ portancia del sistema nervioso respecto del arterial. También piensa, como

Galeno, que las venas tienen su origen en el hígado. Pero, ya en el prólogo, se distancia claramente de la tradición al afirmar que Galeno «no se percató de ninguna de las múltiples y sustanciales diferencias que existen entre el cuerpo de los monos y el del hombre, excepto de la distinta manera de doblar los de­ dos y los garrones»; que él, en una sola demostración anatómica «se equivo­ có más de doscientas veces en la descripción correcta de las partes, la armo­ nía, el uso y la función del cuerpo humano». Los numerosos intérpretes contemporáneos que han insistido en el «galenismo» de Yesalio no sólo han demostrado una tendencia a pasar por alto es­ tas afirmaciones, sino que tampoco han tenido en cuenta la vehemencia de los ataques a los que fue sometida la Fabrica por parte de los defensores de la or­ todoxia galénica. Jacques Dubois (Jacobus Sylvius), antiguo maestro de Vesalio en París, se convertirá en su principal adversario y enemigo y lo llamará continuamente (haciendo un desagradable juego de palabras) Vesanus (loco o delirante), acusándolo de haber envenenado con su obra el mundo de la medi­ cina. Vesalio afirmaba enérgicamente la necesidad de una unión total entre la medicina clínica y la disección (y la cirugía), atacaba con fuerza la medicina que se reducía a cultura libresca, y luchaba por que en la medicina convergie­ ran la teoría y la observación directa. Proponía una nueva imagen del médico, del profesor de medicina y de la relación que existe, en las ciencias «experi­ mentales», entre el trabajo manual y la labor intelectual. El «desprecio por el trabajo de las manos» le parece que es una de las causas de la degeneración de la medicina. Los médicos se han limitado a prescribir fármacos y dietas y han abandonado el resto de la medicina a los que «ellos llaman cirujanos y consi­ deran apenas como esclavos». Cuando todo el procedimiento de la operación manual se confió a los barberos «no sólo perdieron los médicos el conoci­ miento de las visceras, sino que perdieron completamente la habiüdad de di­ secar». Los médicos no se atrevían a operar, mientras que aquellos a quienes se había confiado esta tarea eran demasiado ignorantes para leer los libros de los doctores. De este modo se fue instaurando una costumbre detestable: uno realiza la disección y otro describe las partes. Este último «grazna desde lo al­ to de una cátedra con extraña presunción» y repite hasta el aburrimiento cosas que no ha observado directamente, sino que ha aprendido de memoria de los libros: todo se enseña mal y «en esta confusión se presentan a los estudiantes menos cosas de las que un carnicero podría enseñar a un médico desde su mostrador» (Vesalio, 1964: 19, 25, 27). En 1555 fue publicada, con algunas pequeñas correcciones, la segunda edición de la Fabrica. Tras haber sido nombrado médico de Felipe II, Vesalio renunció a su cargo en 1562. Murió dos años más tarde, de hambre y de sed, a consecuencia de un naufragio que se produjo durante el viaje de regreso de una peregrinación a Jerusalén. Se di­ rigía a Padua, llamado por el Senado véneto, para dar clases de nuevo en esa ciudad. El gran libro de Vesalio era también una prueba visible de la colaboración, que cada vez se irá haciendo más estrecha, entre la obra de los científicos na­ turales y la obra de los artistas dibujantes y grabadores. Las técnicas de ilus­

tración, y también las formas de esta colaboración, no siempre fácil, con la in­ geniería, la zoología, la anatomía y la botánica, han sido estudiadas analítica­ mente, y se ha destacado muchas veces el extraordinario y rápido paso (que se produce en el transcurso del siglo xvi) de las ilustraciones que tienen por obje­ to el texto y están enteramente construidas sobre éste a las que tienen por ob­ jeto la naturaleza. Los dos grandes libros alemanes que marcan el inicio de los modernos herbarios son: los Herbarum vivae icones (1530-1536) de Otto Brunfels, ilustrados por Hans Weiditz; el De historia stirpium (1542) de Leonhart Fuchs. En ambos casos la novedad reside más en las ilustraciones que en los textos. Se ha procurado al máximo, escribe Fuchs en el prefacio, «que cada planta estuviese representada con sus raíces, tallos, hojas, flores, semillas, frutos; por lo tanto, se ha evitado deliberadamente modificar la for­ ma natural de las plantas mediante sombras u otras cosas innecesarias con las que los artistas pretenden quizá alcanzar la fama». Al menos en este caso se ejerció una cierta forma de vigilancia: «No hemos permitido a los artistas ce­ der a sus caprichos, para impedir que las reproducciones no se correspondan exactamente con la realidad» (Fuchs, 1542: Praefatio). Los dos primeros jar­ dines botánicos universitarios fueron creados en Padua y en Pisa alrededor de 1544. En los primeros decenios del siglo xvn los «huertos» se convierten, junto con el aula de anatomía, en elementos imprescindibles para que una universidad se considere respetable. Bastante menos numerosas son las obras enciclopédicas dedicadas a la zoología. Entre las historias «especiales» de animales hay que recordar sobre todo (también por las ilustraciones) La nature et diversité des poissons (1555) y L’histoire de la nature des oyseaux (1555) de Pierre Belon; el De piscibus marinis (1554) de Guillaume Rondelet y el espléndido tratado Dell’anatomía et delle infermitadi del cavallo, del senador boloñés Cario Ruini. En el ámbi­ to de las obras generales, el mayor monumento de la cultura del siglo xvi (junto a la obra de Ulisse Aldrovandi) es Historia animalium, del zuriqués Konrad Gesner, que vivió pocos años, pero fue médico y humanista y se de­ dicó (y publicó libros) a la botánica, la lingüística, los Alpes y el alpinismo. A los veintinueve años, en 1545, publicó una Bibliotheca universalis, que era una bibliografía de los libros impresos en latín, griego y hebreo. Los cinco volúmenes en-folio de la obra mayor, a los que hay que añadir los tres volú­ menes de Icones, fueron publicados entre 1551 y 1558 (el quinto apareció postumamente en 1587). Constan de unas 4.500 páginas y más de mil graba­ dos en madera, obra de artistas de Zurich. La famosa figura del rinoceronte es original de Alberto Durero y está elaborada a partir de materiales de segunda mano. En esa ilustración (que servirá de modelo a todas las ilustraciones del rinoceronte hasta finales del siglo xvm) aparece la influencia de los conoci­ mientos que tenía Durero acerca del más célebre de los animales «exóticos»: el dragón cubierto de escamas (Gombrich, 1972: 98). Al cuerno sobre la nariz Durero le añadió un pequeño cuerno espiraliforme, situado muy por detrás de las orejas, en la región de las vértebras cervicales (que no desaparecerá de las ilustraciones hasta 1698).

Gesner desconoce la anatomía comparada. La clasificación de los anima­ les es alfabética (el Hippopotamos aparece entre el Hippocampus y la Hirudo o sanguijuela). Cada animal está descrito en capítulos a menudo muy exten­ sos (al caballo se le dedican 176 páginas en folio, al elefante 33), subdivididos en secciones (designadas por una letra). En las distintas secciones se trata respectivamente del nombre del animal en las distintas lenguas antiguas y modernas, de su hábitat y morfología, de las enfermedades, comportamiento, utilidad y cría, del carácter comestible (en los casos en que sea posible), de su valor para la medicina, de la etimología y de los proverbios. Emst Gombrich tiene razón cuando defiende su tesis sobre las «ilustracio­ nes» y sobre los «límites de la semejanza con la realidad»: una representación que ya existe «siempre ejercerá su influencia sobre el artista, incluso cuando éste quiere fijar la realidad» y «no se puede crear de la nada una imagen vi­ sual». Sin embargo, tal como ha destacado él mismo y como se desprende de una comparación entre las imágenes de un león y de un puerco espín trazadas por el arquitecto gótico Villard de Honnecourt y la de un conejo pintado a la acuarela por Durero, en el período comprendido entre los siglos xiv y xvi se produjo un fenómeno decisivo. El «estilo» perdió rigidez, «aprendió a ade­ cuarse con suficiente desenvoltura» a los temas que aparecen ante los ojos (Gombrich, 1965: 102-103). Este cambio también tuvo efectos importantes sobre el desarrollo del saber científico.

Nuevas estrellas En 1609 Galileo Galilei apuntaba con su telescopio al cielo e iniciaba una se­ rie de observaciones que se publicarían en un librito, Sidereus Nuncius, apa­ recido en Venecia el 12 de marzo del año siguiente. Galileo ve que la superfi­ cie de la Luna «no es en realidad uniformemente lisa y completamente esférica, como creían de ella y de otros cuerpos celestes una numerosa serie de filósofos, sino que, por el contrario, es desigual, escabrosa, llena de cavi­ dades y de protuberancias, al igual que la propia superficie de la tierra, que aquí se diferencia por las cadenas montañosas y allí por la profundidad de los valles». Los límites entre las tinieblas y la luz se muestran desiguales y si­ nuosos, en la parte oscura de la Luna surgen picos brillantes que, transcurrido un cierto tiempo, se unen con la parte iluminada. ¿Acaso no sucede lo mismo en la Tierra? ¿No ilumina la luz de la aurora las cimas más altas de los mon­ tes, mientras Ja sombra ocupa las llanuras? Y, una vez salido el Sol, ¿no aca­ ban por unirse las iluminaciones de las llanuras y de los montes? El paisaje lunar es, pues, un paisaje terrestre. La Tierra tiene características que no son únicas en el universo. Los cuerpos celestes, por lo menos en el caso de la Lu­ na, no tienen una naturaleza diferente, no poseen los caracteres de absoluta perfección que les ha atribuido una tradición milenaria. Y las estrellas son muchísimo más numerosas de lo que parece «a simple vista». El telescopio muestra un cielo poblado de innumerables astros, revela la complicada estruc­

tura de las constelaciones ya conocidas, muestra la naturaleza de la Vía Lác­ tea: «Lo que observamos en tercer lugar es la esencia, es decir, la materia de la Vía Láctea que, gracias al telescopio, hemos podido observar tan percepti­ blemente que se han resuelto, con la certeza que nos dan los ojos, todas las disputas que durante muchos siglos atormentaron a los filósofos, y nos he­ mos librado de prolijos debates». La observación de la parte no iluminada de la superficie lunar lleva a Galileo a concluir que el brillo de la Luna se debe a la reflexión de la luz procedente de la Tierra, que a su vez es iluminada por el Sol. Se demuestra, por último, una diferencia sustancial entre las estrellas fijas y los planetas. Las primeras, observadas con el telescopio, conservan su aspecto de puntos luminosos rodeados de «rayos brillantes», no parecen aumentar de tamaño, como ocurre, en cambio, con los planetas, que aparecen como globos redondos y perfectamente dibujados, semejantes a pequeñas lu­ nas. La distancia de las estrellas fijas a la Tierra es, por tanto, incomparable­ mente mayor que la que separa los planetas del globo terrestre. En algunas páginas del Sidereus Nuncius, que aún hoy siguen provocando en el lector la sensación de temblor que siempre acompaña a la visión de una realidad nueva, Galileo expone otro de sus descubrimientos fundamentales. La noche del 7 de enero observa, junto a Júpiter, tres pequeñas estrellas ex­ traordinariamente brillantes, dos al este y una al oeste del planeta; la noche si­ guiente aparecen en distinta posición: están todas al oeste; el día 10 dos de las estrellas están al este, mientras que la tercera está como escondida por el pla­ neta; el día 12, después de dos horas de observación, Galileo presencia la apa­ rición de la tercera estrella; el 13 aparecen cuatro estrellas: son la luna y los satélites de Júpiter (llamados en la actualidad lo, Europa, Ganimedes y Calis­ te), que Galileo bautizó con el nombre de «estrellas mediceas», en honor de Cosme II de Médicis. El carácter revolucionario de los descubrimientos galileanos no pasó inad­ vertido a sus contemporáneos. En un poema dedicado al «príncipe de los ma­ temáticos de nuestro siglo», Johannes Faber afirmaba que Vespucio y Colón, navegantes por mares antes desconocidos, debían ceder el paso ante Galileo, que ha donado al género humano nuevas constelaciones. La comparación con los grandes descubrimientos geográficos, con los viajes al Nuevo Mundo, aparece en más ocasiones. William Lower escribe en Inglaterra a su amigo Thomas Hariot diciéndole que los descubrimientos de Galileo son más impor­ tantes que los de Magallanes, a pesar de que éste ha abierto a los hombres vías antes inexploradas. En 1612, en una obra dedicada a la descripción del mun­ do intelectual de su época, Francis Bacon se congratula «con el ingenio de los mecánicos, con el celo y energía de ciertos hombres doctos que, recientemen­ te, con la ayuda de nuevos instrumentos ópticos, como si fueran chalupas y pequeñas embarcaciones, han empezado a tantear nuevos comercios con los fenómenos del cielo». Su empresa, sigue diciendo, debe considerarse «una cosa noble y digna de la raza humana y hay que apreciar a estos hombres, además de por su coraje, por su honestidad, porque con sinceridad y claridad han ido dando cuenta del resultado de cada uno de los pasos de su investiga­

ción». El lord canciller, a pesar de no aceptar la cosmología de Copémico, era un gran filósofo. No ocurría lo mismo con sir Henry Wotton, embajador in­ glés en Venecia, que era, sin embargo, hombre de vasta erudición y de fina cultura. El mismo día de la publicación del Sidereus Nuncius envía el libro a su rey, con la promesa de enviarle pronto un telescopio y con palabras que transmiten la sensación exacta de desconcierto que la obra de Galileo había provocado en el escenario tradicional del universo: «Envío a Vuestra Majestad, con esta carta, la más extraña noticia que jamás haya aparecido en el mundo. Se trata del libro aquí adjunto del profesor de matemáticas de Padua ... Éste ha dado un vuelco a toda la astronomía y a toda la astrología ... El autor puede que llegue a ser extraordinariamente famoso, o extraordina­ riamente ridículo». No faltaron, en efecto, las ásperas polémicas, los firmes rechazos y las obstinadas manifestaciones de incredulidad. Procedían sobre todo de los círcu­ los de la cultura académica vinculada a las posturas del aristotelismo. El céle­ bre Cremonini, amigo y colega de Galileo en Padua, no cree que Galileo ha­ ya visto nada, protesta contra estas «lentes» que «aturden la mente» y reprocha a Galileo que haya caído «en todas estas fantasías». En Bolonia, el astrónomo Giovanni Antonio Magini adopta una actitud de hostilidad y de malevolencia. Cuando Galileo se dirige a Bolonia, en abril de 1610, para intentar persuadir a los estudiosos de la verdad de sus descubrimientos, Martino Horki, que se convertirá inmediatamente en un violento adversario, escribe al gran Kepler: «He probado de mil maneras este instrumento de Galileo, tanto en las cosas inferiores como en las superiores; en las primeras hace maravillas, pero falla en el cielo porque las estrellas fijas aparecen duplicadas». Más tarde llegarán el reconocimiento de Kepler y, tras la desconfianza ini­ cial, la adhesión de los jesuitas. Galileo había vencido, porque para convencer a los últimos e irreductibles obstinados, para reducir al silencio a aquellos profesores que negaban las montañas de la Luna o la existencia de los satéli­ tes de Júpiter por razones lógico-metafísicas, no hubiera sido suficiente, como él mismo escribió más tarde, «el testimonio de las propias estrellas que, tras bajar a la Tierra, hablaran de sí mismas». La realidad del universo había sido ampliada por el uso de un instrumento mecánico que era capaz de ayudar, perfeccionar y afinar los sentidos del hombre. Las observaciones astronómi­ cas de Galileo no suponían solamente el fin de una visión del mundo. Sus contemporáneos también las consideraron el acta de nacimiento de un nuevo concepto de experiencia y de verdad. La «certeza que nos dan los ojos» había roto el círculo sin fin de las controversias.

Tierras desconocidas para la vista La fascinación que ejerció lo pequeño y lo infinitamente pequeño no fue me­ nor, durante los siglos xvn y xvm, de la que ejerció lo grande, las distancias inmensas, la infinitud del universo. La concepción de la naturaleza como un

plenum formarum, como una infinita jerarquía de formas, como una escala del ser plena e infinitamente graduada (que es una de las grandes ideas-fuer­ za de la cultura filosófica de estos dos siglos), parecía implicar por sí misma la existencia de realidades menudas e invisibles, que escapaban forzosamen­ te a las limitadas capacidades del ojo humano. Según Henry Power, que pu­ blica en 1664 una Experimental Philosophy, Containing New Experiments Microscopical, Mercurical, Magnetical, los «nuevos descubrimientos de la dióptrica» confirman la tesis de que los cuerpos más pequeños que somos capaces de ver a simple vista no son más que «los medios proporcionales» entre dos extremos que escapan a los sentidos. Además, la idea de que la na­ turaleza puede ser explicada mediante un examen de su estructura corpuscu­ lar o de partículas implica el interés por instrumentos capaces de ampliar el ámbito de posibilidades que la naturaleza ha concedido a los sentidos. Los habitantes de la Nueva Atlántida de Francis Bacon (1627) disponen de ayu­ das para la vista mejores que las lentes y las gafas «para ver distinta y sepa­ radamente los cuerpos más pequeños, como las formas y los colores de pe­ queños insectos y gusanos, el grano y veteado de las gemas y la composición de la orina y de la sangre, que de otro modo no serían visibles» (Bacon, 1975: 861). No hay, en la historia del microscopio y de sus relaciones con la ciencia, ninguna fecha crucial, comparable a la de 1609 para el telescopio. Este últi­ mo, como ya se ha señalado muchas veces, opera en el seno de una ciencia ya consolidada, que tiene una tradición sólida y antigua. En cambio el microsco­ pio está, en cierto modo, en los comienzos de un largo proceso que conduce a la constitución de nuevas ciencias. La histología y la microbiología no se afir­ marán hasta el siglo xvm. El nombre microscopium aparece en una carta es­ crita por Johannes Faber (el 13 de abril de 1625) al príncipe Federico Cesi que, en 1603, cuando apenas contaba dieciocho años de edad, había cerrado con tres jóvenes amigos el pacto científico que daría lugar al nacimiento de la Accademia dei Lincei. El primer volumen «separado» de microscopía es Cen­ turia observationum microscopicarum (1655), de Pierre Borel. En los primeros decenios del siglo xvn se utilizaban «pequeñas lentes» tu­ bulares que tenían la lente en un extremo y el objeto colocado, en el otro la­ do, sobre una hoja de vidrio. El aumento era de unos diez diámetros aproxi­ madamente. Con instrumentos de este tipo trabajaron los primeros miembros de la Accademia dei Lincei (y el nombre de la academia se refiere a la cono­ cida agudeza visual del lince). En 1625 Federico Cesi añadió a su Apiarum una Tavola dell’ape, publicada en el Persio tradotto (Roma, 1630) de Stelluti. Con toda probabilidad se trata de la primera ilustración impresa de objetos vistos con la ayuda de un microscopio. Lo que se ve en esa tabla, insiste con vehemencia Stelluti, «era desconocido para Aristóteles y para cualquier otro naturalista». Junto a la abeja «en acción de caminar» aparecían en la tabla (marcadas por letras) las «alas de la abeja», «el ojo completamente peludo», la «lengua con sus cuatro lengüetas», las patas vistas desde la parte interior y exterior, etc. En 1644, en Palermo, Odiema estudia el ojo compuesto de va­

rias especies de insectos. Dos años más tarde, en Nápoles, Fontana realiza una serie de observaciones sobre la anguflula del vinagre. A la generación siguiente pertenecen los llamados microscopistas clásicos: Robert Hooke, Antony van Leeuwenhoeck, Jan Swammerdam, Marcello Malpighi y Nehemiah Grew. Todos ellos trabajan con instrumentos capaces de aumentar (aunque con una resolución mediocre) hasta cien diámetros. En el microscopio compuesto (que no utilizó Leeuwenhoeck) las lentes estaban co­ locadas en el extremo de unos tubos de cartón, el tubo del ocular se encajaba dentro del tubo del objetivo y el aparato se enfocaba haciendo deslizar los tu­ bos. Los microscopios de este tipo (construidos en Italia por Campani) tuvie­ ron una amplia difusión. El que describe Hooke consta de un dispositivo de rosca para enfocar y está compuesto por un grueso cuerpo cilindrico: el obje­ tivo está formado por una lente biconvexa regulada por un diafragma, mien­ tras que el ocular está constituido por una lente plano convexa y por una pe­ queña lente biconvexa (el espejo reflectante no se introduce hasta 1720 aproximadamente). Estos microscopios (así como las asombrosas y diminutas lentes de Leeuwenhoeck) no se limitaban a aproximar y a aumentar un mun­ do familiar (como en el caso de las abejas aumentadas de tamaño por Cesi). Se abría ante los ojos un mundo nuevo e inesperado de minerales y de tejidos orgánicos estructurados en formas diversas, un mundo poblado por seres vi­ vos invisibles al ojo humano. Debemos regresar por un momento al tema de la importancia de las ilus­ traciones. Porque precisamente los bellísimos grabados del gran arquitecto Christopher Wren, que aparecen en la Micrographia de Hooke (1655), sitúan esta obra (exactamente igual que había sucedido un siglo antes con la de Ve­ salio) en un plano distinto a la de sus contemporáneos. Y entre sus contempo­ ráneos estaba Marcello Malpighi, que era desde luego bastante más biólogo que Hooke, y que en 1661 había publicado el De pulmonibus. Las grandes posibilidades que las ilustraciones ofrecían a la ciencia eran evidentes desde hacía casi un siglo y medio, pero la primera generación de microscopios ha­ bía permanecido prácticamente insensible a estos temas. Las 32 espléndidas tablas de la Micrographia (utilizadas todavía en manuales del siglo xix) de­ muestran lo que podía haberse hecho en este terreno (Hall, 1976: 13). Puntas de agujas, pulgas, moscas, hormigas, piojos: más que describir ob­ jetos no observados por los demás, lo que hizo Hooke fue describir con una precisión y un amor por el detalle no habituales en su tiempo lo que veía a través del microscopio. La envoltura externa del ojo de la mosca es flexible y transparente y se parece a la sustancia de la córnea de un ojo humano. Una vez quitado el globo y la sustancia oscura y mucosa que hay debajo «he po­ dido ver esta envoltura transparente como un sutil fragmento de piel, que tie­ ne muchas cavidades en su interior, dispuestas en el mismo orden que las pro­ tuberancias externas». No existe la menor duda de que este curioso aparato es el órgano de la vista para las moscas y los crustáceos (Hooke, 1665: Prefa­ cio). En la decimoctava observación, que se titula «El esquematismo (que es un término baconiano) o tejido del azúcar y sobre las células (cells) -o poros

de otros cuerpos porosos», se utiliza por primera vez el término célula, por analogía con las celdillas del panal de las abejas. Pero carece de sentido atri­ buir a Hooke, partiendo de esta base, el descubrimiento de la célula. Hooke, que es un científico baconiano, insiste mucho en el tema de la am­ pliación del dominio de los sentidos. El telescopio ha abierto los cielos a la mirada, ha revelado «un amplio número de estrellas nuevas y de nuevos mo­ vimientos que eran completamente desconocidos para los astrónomos anti­ guos». Al mismo tiempo, también la Tierra, que antes nos resultaba familiar, nos parece ahora algo nuevo, y observamos en cada una de sus partículas de materia «una variedad de criaturas tan grande como las que antes hubiéramos podido contar en todo el universo». Los nuevos instrumentos tanto nos permi­ ten examinar el mundo visible como descubrir mundos desconocidos: cual­ quier mejora notable en el telescopio y en el microscopio «hace aparecer nue­ vos mundos y tierras desconocidas para nuestra vista» (ibidem: 177-178). En el transcurso de algunas sesiones de la Royal Society, en el año 1677, Hooke dio lectura a una carta de diecisiete páginas, que había sido enviada a aquella ilustre academia por Antony van Leeuwenhoeck. El autor de las car­ tas no era un filósofo natural ni pertenecía al mundo de los doctos. Se trataba de un ujier del tribunal de Delft (una pequeña ciudad del sur de Holanda), que había construido él solo varios centenares de diminutas lentes biconvexas de corta longitud focal y pequeñas esferas de vidrio fundido (de diámetro infe­ rior a 2,5 mm) que, una vez insertas en una montura metálica, funcionaban como microscopios simples. Ayudado por su asombrosa habilidad para la óp­ tica (se ha demostrado en este siglo que una de sus lentes es superior a cual­ quier otra lente simple conocida) y por una curiosidad insaciable, Leeuwen­ hoeck realizó observaciones de espermatozoos y de glóbulos rojos de la sangre, descubrió protozoos y bacterias. Los animalitos que se movían en una gota de agua le parecieron, en septiembre de 1674, «veloces y maravi­ llosos a la vista y creo que algunas de estas pequeñas criaturas son aproxi­ madamente mil veces más pequeñas que las que he visto en una corteza de queso o en un moho». En octubre de 1676 se describen los protozoos: «Es exactamente como ver, a simple vista, pequeñas anguilas que se contorsionan una contra otra y toda el agua parece estar viva a causa de estos distintos animalitos; y esta es para mí, de todas las maravillas que he observado, la más maravillosa de todas».

El Nuevo Mundo «En las Indias -escribe José Acosta- todo es portentoso, todo es sorprenden­ te, todo es distinto y en escala mayor que lo que existe en el Viejo Mundo.» También Cristóbal Colón, Femando de Magallanes y todos los numerosos viajeros y navegantes de comienzos de la Edad Moderna habían visto con sus ojos -como más tarde Galileo y Hooke y Leeuwenhoeck- cosas nunca vistas antes. La visión de nuevas tierras también había contribuido a poner en crisis

la idea de la superioridad de los antiguos. Simples marineros -se repite mu­ chas veces- pueden ver lo contrario de lo que habían afirmado filósofos grie­ gos y Padres de la Iglesia acerca de la habitabilidad de las zonas tórridas, la existencia de las antípodas, la navegación en los océanos, la intransitabilidad de las columnas de Hércules. En el Nuevo Mundo existen plantas desconocidas (maíz, mandioca, pata­ tas, judías, tomate, pimiento, calabaza, aguacate, plátano, cacao, tabaco, cau­ cho) y animales nunca vistos (pavo, llama, lince, puma, cóndor, jaguar, tapir, vicuña, caimán). Descripciones de nuevos animales y nuevas plantas aparecen en la Historia general y natural de las Indias (1526) de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, que fue durante más de cuarenta años veedor de las fun­ diciones del oro en Santo Domingo. En documentos y mapas de principios del siglo xvi, el nuevo continente aparece poblado de unicornios, cinocéfalos y hombres con los ojos, nariz y boca en el pecho; Fernández de Oviedo re­ nuncia a la descripción de seres monstruosos y de entidades imaginarias. Cree que existe una única naturaleza que adopta formas diferentes en las distintas partes de la Tierra: plantas que son nocivas en una parte del mundo son salu­ dables en otra, los hombres pueden ser blancos o negrísimos y los tigres, que en nuestras tierras son ágiles y rápidos, «son torpes y pesados en la India de Vuestra Majestad». Asimismo el jesuíta José Acosta, en la Historia natural y moral de las Indias (1590), describe las características del suelo, los minera­ les, los volcanes, los metales, las plantas, los animales, los peces y los pája­ ros. El Nuevo Mundo está poblado de «animales de número y aspecto nunca conocido, de los que no tienen memoria ni los griegos, ni los latinos, ni nin­ gún otro pueblo del mundo de acá». Sobre los mismos temas trata también la breve obra titulada A Briefe and Troue Report of the New Found Land of Vir­ ginia (1588) de Thomas Hariot, uno de los más grandes matemáticos de su época, que admiraba a Galileo y mantenía correspondencia con Kepler. En Italia, Federico Cesi adquiere el manuscrito del llamado Tesoro mexicano o Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, una monumental colección de botánica y zoología exóticas basada en la relación de Francisco Hernán­ dez, médico de Felipe II. Tras varias vicisitudes editoriales, Francesco Stelluti publica el libro en 1651. Acosta también se había extendido mucho en la explicación de todo lo re­ ferente a los habitantes del Nuevo Mundo y de sus costumbres. Su libro, tra­ ducido al inglés (1604), al italiano (1606) y al holandés (1624), es el centro de una amplia polémica que domina la cultura europea desde mediados del si­ glo xvi hasta la época de Vico. La polémica gira en tomo a algunas cuestio­ nes, a las que no era fácil dar una respuesta. ¿Cómo se concilia la narración bíblica con la presencia de hombres en un lugar tan alejado del centro de la religión judía y cristiana? ¿Son los salvajes americanos descendientes, caídos después en la barbarie, de pueblos que en otro tiempo fueron civilizados? ¿O bien los diversos pueblos tienen orígenes diferentes y los hombres aparecie­ ron simultáneamente en las distintas regiones de la Tierra? ¿Cómo se justifica la filiación directa de Adán de todos los hombres? ¿El diluvio universal cayó

sobre todas las regiones de la Tierra? O bien, en caso contrario, ¿se trató de un diluvio local? Y, en este caso, la historia narrada por la Biblia ¿no se con­ vierte tan sólo en la historia de un pueblo concreto? ¿No se reduce a la na­ rración de una crónica local? ¿Cómo se explica la existencia de una natura­ leza distinta a la que nos es familiar? ¿Cómo entraron en el arca de Noé los animales del Nuevo Mundo, y cómo salieron de ella? ¿Por qué ninguno de esos ejemplares ha sobrevivido en el Viejo Mundo? ¿Hay que pensar que Dios, después de los seis días de la creación, siguió creando aquel mundo nuevo? Y sobre todo, ¿cómo llegaron al Nuevo Mundo los hombres del Vie­ jo Mundo? Freethinkers, esprits forts y libertinos de distinta extracción y naturaleza se sirvieron extensamente del descubrimiento del Nuevo Mundo para expresar dudas acerca de la validez del relato bíblico y para avanzar la clase de tesis im­ pías a las que se aludía, a finales del siglo xvn y en el siglo xvm, con el cali­ ficativo de lucrecianas, spinozistas y materialistas. Gerolamo Cardano afirmó implícitamente la tesis de que los hombres habían sido generados espontánea­ mente de la materia. El aristotélico Andrea Cesalpino sostuvo explícitamente que «todos los animales, incluido el hombre, pueden haber sido originados a partir de la materia en putrefacción». Esto, en su opinión, se podía haber pro­ ducido sobre todo en lugares de clima tórrido y de vegetación exuberante, co­ mo el Nuevo Mundo. Para Giordano Bruno, la presencia de animales y hom­ bres del Nuevo Mundo no constituía ningún problema. Era, por el contrario, la prueba de que cualquier tierra produce todo tipo de animales. Atribuir a los americanos un origen adámico es absurdo «y realmente no hubo un único pri­ mer lobo o león o buey del que procedieran todos los lobos, leones y bueyes y fueran dispersados por todas las islas, sino que en cualquier parte la tierra produjo todas las cosas desde el principio». La disputa entre los defensores del poligenismo y los partidarios del monogenismo (Acosta se encontraba en­ tre estos últimos) iba a tener un desarrollo clamoroso. Paracelso había negado que los americanos tuvieran caracteres humanos. Como los gigantes, los gnomos, las ninfas, «son semejantes a los hombres en todo, excepto en el alma». Son «como las abejas, que tienen su rey; como los patos salvajes, que tienen un jefe; y no viven según el orden de las leyes hu­ manas, sino según las leyes de la naturaleza innata». El humanista Juan Ginés de Sepúlveda, entre otros muchos escritores, filósofos y viajantes, también había presentado a los indígenas americanos como una subespecie de hom­ bres, capaces de cualquier tipo de «abominables crueldades». Radicalmente distintas son las afirmaciones contenidas en una célebre página de los Ensa­ yos (1580) de Michel de Montaigne, que se refiere a las tribus brasileñas: pa­ ra juzgar a los pueblos no europeos no es posible ni lícito adoptar el punto de vista europeo y cristiano. La humanidad se expresa en una variedad infinita de formas y «cada uno llama barbarie a lo que no se acomoda a sus propias costumbres» (Montaigne, 1970: 272). Los debates sobre el «buen salvaje» y sobre el «mal salvaje» se mezclan con las vicisitudes de la biología y del pensamiento político. En la discusión

acerca del continente americano, se mantiene firme en personajes como Buffon, el abate Comeille de Pauw o los románticos, el carácter «degenerado», «decadente» o, en todo caso, «inferior» de la natura del Nuevo Mundo. La fauna que lo puebla, escribirá Hegel en la Filosofía de la historia, tiene un aspecto más pequeño, más débil, más tímido.

CAPÍTULO CINCO

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Un nuevo cielo Copémico N iklas K oppernigk (1473-1543) latinizó su nom ­ bre en Copemicus. E l nom bre se ha convertido, en la E dad M oderna, en el sím bolo de un gran vuelco en el pensam iento, el acta de nacim iento de una nueva era y de una revolución intelectual. N icolás C opém ico, com o se ha destacado m uchas veces, no adoptó, ni en su vida ni en sus obras, nin gu ­ na p ostura revolucionaria. C onsideró, com o buen hum anista, que la p osib ili­ dad m ism a de un nuevo m étodo de cálculo de los m ovim ientos de las esfe­ ras (capaz de p on er fin a las dudas de los astrónom os) se debía b u scar en los textos de los filósofos antiguos. P resentó su doctrina com o u n intento de resu citar las antiguas tesis de P itágoras y de F ilolao. F ue extrem adam ente cauto e indeciso. Se sintió seriam ente preocupado p or el «desprecio» que su extraña e in só lita doctrina sobre el m ovim iento de la T ierra p o d ía suscitar en el m undo de los eclesiásticos y de los profesores. E scribió su obra m a g ­ na, el De revolutionibus orbium coelestium (1543), estableciendo un co nti­ nuo p aralelism o con el Almagesto de P tolom eo, siguiéndolo libro p or libro y sección p or sección, hasta el punto de que K epler se perm itió observar que, m ás que in terp retar la n aturaleza, lo que h abía hecho C o pém ico era in ­ terpretar a P tolom eo.

E

l astrónom o polaco

Copémico nació en Tomñ (en alemán Thom) a orillas del Vístula, en una ciudad que en 1466 había pasado a la soberanía del rey de Polonia. Hijo de un comerciante, fue adoptado por un tío materno (que más tarde fue obispo de Warmja). Al finalizar los estudios en la Universidad de Cracovia, su tío le animó a marchar a las universidades italianas. Su nombre aparece registrado, en 1496, en los rollos de la Natío Germanorum de la Universidad de Bolonia, donde fue amigo y alumno del astrónomo Domenico Maria Novara (14541504). En 1500 estuvo en Roma y, al año siguiente, regresó a su patria para tomar posesión de la canonjía de Frauenburg. Pero regresó a Italia el mismo año: en Padua siguió estudiando leyes y medicina durante cuatro años; en Fe­ rrara consiguió el doctorado en derecho canónico. En 1506, tras nueve años de estancia en Italia, regresó a Polonia como secretario y médico de su tío. Cuando en 1512 murió su tío, se estableció en Frauenburg, donde permaneció durante más de treinta años, trabajando hasta su muerte en su obra capital.

Entre los años 1507 y 1512 (aunque sobre estas fechas los especialistas tienen opiniones opuestas), Copémico redactó De hypothesibus motuum coelestium commentariolus, que muchos conocieron en su versión manuscrita. En esta obra se presentaban las siete petitiones que darían lugar a una nueva as­ tronomía. 1. No existe un solo centro de todos los orbes celestes o esferas (es decir, existen, a diferencia de cuanto afirmaba Ptolomeo, dos centros de rotación: la Tierra que es el centro de rotación de la Luna, y el Sol, que es el centro de ro­ tación de los otros planetas). 2. El centro de la Tierra no coincide con el centro del universo, sino sólo con el centro de la gravedad y de la esfera de la Luna (esta petitio planteaba de nuevo el problema de una explicación de la gravedad). 3. Todas las esferas giran alrededor del Sol (que es, por tanto, excéntrico respecto al centro del universo). 4. La relación entre la distancia Tierra-Sol y la altura del firmamento es menor que la relación entre el radio terrestre y la distancia Tierra-Sol. Esta úl­ tima es, pues, imperceptible en relación con la altura del firmamento (si el universo tiene dimensiones tan grandes, el movimiento de la Tierra no puede dar lugar a un movimiento aparente de las estrellas fijas). 5. Todos los movimientos que aparecen en el firmamento no están causa­ dos por movimientos del firmamento, sino por el movimiento de la Tierra. El firmamento permanece inmóvil, mientras que la Tierra, con los elementos que le son más próximos (la atmósfera y las aguas de su superficie), realiza una rotación completa sobre sus polos fijos en un movimiento diurno. 6. Lo que a nuestros ojos son movimientos del Sol no están causados por el movimiento del propio Sol, sino por el movimiento de la Tierra y de nues­ tra esfera, con la que (como cualquier otro planeta) giramos alrededor del Sol. La Tierra tiene, por tanto, más de un movimiento. 7. El aparente movimiento retrógrado y directo de los planetas no procede de su movimiento, sino del de la Tierra. El movimiento de la Tierra es sufi­ ciente para explicar por sí solo todas las desigualdades que aparecen en el cie­ lo (los llamados «movimientos retrógrados» de los planetas se convierten en movimientos aparentes, puesto que dependen del movimiento de la Tierra). Entretanto Copémico había confiado el grueso manuscrito del De revolutionibus al joven Georg Joachim Rheticus (1514-1576, su verdadero nombre era Lauschen, latinizado en Rheticus para indicar la procedencia de la antigua provincia romana de la Rética). Discípulo y admirador de Copémico, Rheti­ cus publicó en 1540 la célebre Narrado prima, que, junto a una serie de con­ sideraciones astrológicas sobre la caída del imperio romano, el nacimiento del imperio musulmán y la segunda venida de Jesucristo, contiene una clara ex­ posición de la cosmología copemicana. Gracias a esta obra, que fue reimpre­ sa en Basilea al año siguiente ya con el nombre de su autor, el mundo de los hombres doctos tuvo una información más extensa de las ideas y de la gran obra de Copémico. En su exposición, Rheticus insistía con gran énfasis en la mayor simplici-

dad y armonía del sistema copemicano respecto del ptolemaico. Todos los mo­ vimientos de los planetas pueden explicarse mediante el movimiento uniforme del globo terrestre. Si se coloca al Sol inmóvil en el centro del universo y es la Tierra la que gira a su alrededor sobre una excéntrica u orbe magno, la autén­ tica inteligencia de las cosas celestes depende sólo de los movimientos regula­ res y uniformes del globo terrestre. ¿Por qué no debía adoptar Copémico la «adecuada teoría» del movimiento terrestre? Adoptando esa hipótesis, para la construcción de una ciencia exacta de los fenómenos celestes «sólo se preci­ saba la octava esfera inmóvil, estando el Sol también inmóvil en el centro del universo, y para explicar los movimientos de los otros planetas sólo se preci­ saban combinaciones de epiciclos y excéntricas, de excéntricas y excéntricas, de epiciclos y epiciclos» (Rheticus, 1541: 460-461). La atribución del movi­ miento a la Tierra permitía reafirmar la circularidad de los movimientos ce­ lestes. Mientras que en el sistema tradicional el movimiento de retrogradación se explicaba colocando el planeta sobre un epiciclo, cuyo centro gira a su vez alrededor de la Tierra sobre el deferente del planeta, en el nuevo sis­ tema los planetas se mueven con movimiento continuo y todos en la misma dirección. Las irregularidades de sus movimientos son atribuidas al punto de vista, distinto en cada momento, del observador situado sobre la Tierra en movimiento. El texto del De revolutionibus (publicado en mayo de 1543) fue llevado, según cuenta la tradición, al lecho de muerte de Copémico. En las páginas de la Dedicatoria Copémico insistía también, como había hecho ya Rheticus, en la mayor simplicidad y armonía del sistema. Oponía el nuevo al antiguo in­ sistiendo en los desacuerdos, las dudas y las contradicciones de los seguidores de la tradición. La revolución copemicana no consistió en un perfeccionamiento de los métodos de la astronomía, ni en un descubrimiento de nuevos datos, sino en la constmcción de una cosmología nueva basada en los mismos datos propor­ cionados por la astronomía ptolemaica. Esta cosmología está, además, fuerte­ mente ligada a algunas tesis fundamentales del aristotelismo: el universo copernicano es perfectamente esférico y finito; la esfericidad a la que tienden todos los cuerpos constituye una forma perfecta y es una totalidad acabada en sí misma, que es atribuida justamente a los cuerpos divinos; el movimiento circular de las esferas cristalinas deriva del hecho de que la movilidad propia de la esfera consiste en moverse en círculo («mobilitas sphaerae est in circulum volvi»), la condición de inmovilidad del Sol (que, como el cielo de las estrellas fijas, es inmóvil) deriva de su naturaleza divina y su centralidad de­ riva del hecho de que esta «linterna del mundo», llamada por otros «mente y rector del universo», está colocada en el mejor lugar, desde el cual «puede iluminar todas las cosas simultáneamente» (Copémico, 1979: 212-213). La simplicidad del nuevo sistema era más aparente que real: para justificar los datos de las observaciones, Copémico se veía obligado, en primer lugar, a no hacer coincidir el centro del universo con el Sol (su sistema ha sido defi­ nido como heliostático mejor que como heliocéntrico), sino con el punto cen­

tral de la órbita terrestre; en segundo lugar, a reintroducir, como en Ptolomeo, una serie de círculos que giran alrededor de otros círculos; finalmente, a atri­ buir a la Tierra (además del movimiento de rotación alrededor de su eje y de revolución alrededor del Sol) un tercer movimiento de declinación («declinationis motus») para justificar la invariabilidad del eje terrestre respecto a la esfera de las estrellas fijas. La revolución copemicana tenía esta característica: no se limitaba a opo­ ner algunas tesis nuevas a las tesis tradicionales, conseguía realmente susti­ tuir a Ptolomeo, mejorar el Almagesto en el terreno de los cálculos y de la construcción de las tablas planetarias. Las nuevas tablas, conocidas como Tabulae prutenicae (1551), elaboradas por Erasmo Reinhold (1511-1553) sobre bases copemicanas, fueron aceptadas incluso por los más denodados adver­ sarios del nuevo sistema del mundo, y el propio Reinhold no fue nunca co­ pemicano. El sistema presentado en el De revolutionibus se basaba en una refinada matemática pitagórica que podía ser apreciada por los astrónomos profesionales. A algunos de ellos aquel sistema les pareció no sólo más sim­ ple y armonioso que el anterior, sino incluso más acorde con el presupuesto metafísico (que Copémico mantuvo bien firme) de la perfecta circularidad de los movimientos celestes. Muchos elementos fundamentales que constituyen ese grandioso fenóme­ no que llamamos «la revolución astronómica» (eliminación de las excéntricas, de los epiciclos, de la realidad de las esferas sólidas, la infinitud del universo) no aparecen en la obra de Copémico. Pero hay textos que, sin presentarse co­ mo revolucionarios, provocan tremendas revoluciones intelectuales. Así ocu­ rrió con Copémico, como ocurrirá también con Darwin. Se trata de textos que son leídos, aunque sea de manera superficial, por un número creciente de per­ sonas no especialistas. No sólo impresionan la mente, sino también la imagi­ nación de los hombres, eliminan respuestas viejas y consolidadas y plantean una gran cantidad de problemas nuevos. En el caso de Copémico: ¿qué es la gravedad y por qué los cuerpos pesados caen sobre la superficie de una Tierra en movimiento? ¿Qué es lo que hace mover a los planetas y cómo es que se mantienen en sus órbitas? ¿Cuál es la extensión del universo y cuál es la dis­ tancia entre la Tierra y las estrellas fijas? Pero no sólo se planteaban proble­ mas nuevos en el seno de las ciencias. La admisión del movimiento terrestre y la aceptación del nuevo sistema, además de representar un vuelco en la as­ tronomía y en la física y la necesidad de su reestructuración, suponían tam­ bién una modificación de las ideas sobre el mundo, una nueva valoración de la naturaleza y del lugar del hombre en la naturaleza. En todo sistema que se encuentra en equilibrio inestable (y tal era sin duda la astronomía de los tiem­ pos de Copémico) existen sin duda puntos problemáticos, que no pueden to­ carse sin que se derrumbe todo el sistema. El movimiento de la Tierra era uno de estos.

El mundo se ha hecho añicos Ya en 1539 Lutero, en uno de los Dichos de sobremesa, se refiere a un «as­ trónomo de cuatro chavos» que sostiene que la Tierra se mueve, pretende dar un vuelco a toda la astronomía, choca con el texto de la Escritura que dice que Josué ordenó detenerse al Sol, y no a la Tierra. Seis años después de la publicación de la obra capital de Copémico, Philipp Melanchthon, en los Initia doctrinae physicae, insiste en que los que creen que la octava esfera y el Sol no giran alrededor de la Tierra sostienen argumentos impíos y peligrosos, contrarios a la honestidad y a la decencia. Calvino, aunque sin citar nunca a Copémico, reafirmaba enérgicamente el valor literal de las Escrituras. Se ha discutido mucho sobre la postura que adoptaron protestantes y cató­ licos frente al copemicanismo. Una de las leyendas historiográficas más di­ fundidas es la que afirma que la Curia romana y los teólogos escolásticos mantuvieron una postura básicamente de indiferencia ante el problema. Tan sólo tres años después de la muerte de Copémico, en 1546, el dominico Giovanni María Tolosani, vinculado a Bartolomeo Spina, maestro del Sacro Pala­ cio y por entonces portavoz casi oficial de las reacciones de la Curia, adopta­ ba una actitud enérgica de franca oposición al nuevo sistema en el De veritate Sacrae Scripturae (que permaneció inédito hasta 1975). El copemicanismo, a los ojos de Tolosani, tiene un defecto básico y fundamental: viola el principio fundamental e irrenunciable de la subaltematio scientiarum, según el cual «una ciencia inferior tiene necesidad de la ciencia superior». No se trata de una cuestión baladí. La primera de entre las ciencias, la teología, ofrece al cosmólogo una descripción de la estructura física del universo y ninguna ciencia puede entrar en contradicción con la teología: «Copémico, hábil en la ciencia matemática y astronómica, es deficiente en las ciencias físicas y dialécticas, y es inexperto en las Escrituras». El texto de Tolosani lo leerá de­ tenidamente otro dominico, Tommaso Caccini, cuya actitud violenta, expresa­ da con ocasión de un sermón pronunciado el 20 de diciembre de 1614 en Santa María Novella, será la base de la condena de 1616, que declaraba «filosófica­ mente necia y absurda y formalmente herética» la teoría de Copémico. En la Dedicatoria a Pablo III, Copémico había apelado a su autoridad y juicio para que «impidiese la mordedura de los calumniadores, aunque es proverbial que no existe remedio alguno contra la mordedura de los delatores» (cf. Camporeale, 1977-1978; Garin, 1975: 283-295). Con el tiempo las mordeduras irán siendo muy numerosas, pero, como ocurre siempre con las novedades, no faltaron tampoco cautas adhesiones de especialistas, entusiasmos bastante firmes aunque poco fundamentados técni­ camente, rechazos desdeñosos y, sobre todo, manifestaciones de turbación y de incertidumbre. El De revolutionibus se publicó de nuevo en Basilea en 1556 (trece años después de la primera edición), llevando como apéndice la Xarratio prima de Rheticus, que era el texto más útil para que los lectores no especialistas entendieran el nuevo sistema del mundo. Las Tabulae prutenicae de Reinhold (1551) fueron revisadas y ampliadas en 1557. El año anterior ha­

bía sido publicado en Londres The Castle of Knowledge, del médico y mate­ mático Robert Recorde (1510 C.-1558). En el diálogo entre un maestro y un discípulo, el primero afirma que es prematuro discutir acerca del movimien­ to de la Tierra, puesto que la idea de su inmovilidad está tan fuertemente en­ raizada en las mentes que hace que las tesis opuestas parezcan descabelladas; el segundo niega que las opiniones aceptadas por muchos sean siempre ver­ daderas. Los astrónomos se mostraron en general muy cautelosos. Rechazaron (con las dos grandes excepciones de Kepler y de Galileo) la idea misma de hacer una declaración en el sentido de que el sistema ptolemaico había sido supera­ do. Tras el éxito de las nuevas tablas, la postura dominante entre ellos era la de Thomas Blundeville, que afirmaba (en 1594) que con la ayuda de una fal­ sa hipótesis Copémico había conseguido ofrecer las demostraciones más exactas que jamás se habían hecho. Michael Maestlin (1550-1631), profesor de astronomía en Tubinga, incluyó en las últimas ediciones del Epitome astronomiae (1588) apéndices en los que se exponía el sistema copernicano. Tenien­ do en cuenta que fue maestro de Kepler, hay que presumir que instruyese al alumno en el nuevo sistema. Colaboró también en la redacción y en la impre­ sión del Mysterium cosmographicum de Kepler (1596), quien lo recompensó por el trabajo realizado (que incluía complicados cálculos) regalándole una copa de plata dorada y seis táleros de plata. Hacia 1587, Chistopher Rothmann, astrónomo del landgrave Guillermo IV de Hesse-Kassel, defendió enérgicamente, en su correspondencia con Tycho Brahe, la validez del copernicanismo. En sus cartas refutaba las objeciones más tradicionales al movi­ miento de la Tierra y afirmaba la imposibilidad de sostener una interpretación literal de las Escrituras, que obligaría a creer incluso en la existencia de las aguas celestes (una cuestión que a lo largo de toda la cosmología de la Edad Media había tenido una importancia fundamental). El matemático Giovanni Battista Benedetti (1530-1590), en el Diversarum speculationum mathematicarum et physicarum liber (1585), niega valor a los argumentos sacados del aristotelismo que se utilizaron contra Copémico. En­ tre los filósofos, junto a Thomas Digges y a Giordano Bruno, hay que recor­ dar a Francesco Patrizi da Cherso (1529-1597), profesor de filosofía platónica en Ferrara y más tarde en Roma, adonde acudió llamado por Clemente VIII. La visión que tuvo Patrizi del universo parece, desde nuestro privilegiado punto de vista de modernos, una extraña mezcla. En su sistema la Tierra to­ davía figura como centro del cosmos y el Sol gira alrededor de la Tierra. La Tierra (como dice Copémico) está en movimiento. Pero Patrizi sólo acepta uno de los tres movimientos que supone Copémico, el diurno. Las estrellas, como si fuesen grandes animales, se mueven por sí solas, no están fijadas a esferas reales, sino que se mueven gracias a un ánima que está presente en ellas. El cielo es único, continuo y fluido. El movimiento de las estrellas fijas es aparente y depende del movimiento diurno de la Tierra alrededor de su eje. Las estrellas no se encuentran todas a la misma distancia de la Tierra, sino que están esparcidas en una profundidad infinita.

Puede que esto no guste a los astrónomos, pero lo cierto es que las lineas de demarcación entre quienes rechazan o aceptan el copemicanismo, o mani­ fiestan dudas frente a lo nuevo, no coinciden en absoluto con las que separan a los astrónomos profesionales de los filósofos o de los escritores. Los prime­ ros que sostuvieron en Inglaterra la verdad copemicana no se pueden incluir en modo alguno entre los «modernos» o entre los defensores de un nuevo mé­ todo científico. Robert Recorde, al que ya hemos mencionado, concibe la as­ tronomía como una sierva de la astrología; el matemático copemicano John Dee (1527-1608), además de ser el autor de un célebre prefacio a Euclides, escribió Monas hieroglyphica (1564), una obra que pretende desvelar los secretos de las virtudes supracelestiales a través de los misterios de la cábala, las composiciones numéricas de los pitagóricos y el sello de Hermes; a Hermes Trismegisto, y al poema Zodiacus vitae (1534) del ferrarás Palingenio Stellato (Pier Angelo Manzolli, 1503 C.-1543) se remite Thomas Digges (1543-1575), que en Perfit Description of Cáelestiall Orbes, añadido en 1576 al Prognostication Everlasting del padre Leonhard, habla de un orbe inmóvil de las estrellas fijas que se extiende infinitamente hacia lo alto y que él con­ cibe como «el palacio de la felicidad y la verdadera corte de los ángeles ce­ lestiales carentes de anhelos, que llenan la morada de los elegidos». Hacia 1585, Giordano Bruno (1548-1600) se manifestó, en Inglaterra, defensor de la visión copemicana del mundo. En la Cena de las cenizas, en el Del infinito: el universo y los mundos (1584) presenta la teoría de Copémico sobre el fon­ do de la magia astral y de los cultos solares, asocia el copemicanismo con la temática presente en el De vita coelitus comparanda de Marsilio Ficino y ve en el «diagrama» copemicano el «jeroglífico» de la divinidad: la Tierra se mueve porque vive alrededor del Sol; los planetas, como estrellas vivas, eje­ cutan con ella su recorrido; otros innumerables mundos, que se mueven y vi­ ven como grandes animales, pueblan el infinito universo. En los textos de William Gilbert, que en cierto modo también era «copemicano», no faltan temas vitalistas ni alusiones a Hermes, Zoroastro y Orfeo. La teoría heliocéntrica se asoció a menudo a algunos de los temas más ca­ racterísticos de la tradición mágico-hermética. Situándose en una postura con­ traria a esta última tradición, no era imposible incluir a los seguidores de Copérnico en el contexto de un rechazo más general del platonismo místico. En este contexto, tan lleno de dudas y de equívocos, debe situarse incluso la pos­ tura adoptada por Francis Bacon (entre 1610 y 1623) frente al copemicanismo. Esto ha sido aprovechado muchas veces (por ejemplo, por los espiritualistas de la segunda mitad del siglo xix y por los neopositivistas y popperianos del siglo xx) para expresar condenas ahistóricas. Hablar de «retroceso científico» ante las dudas manifestadas en aquellos años carece de sentido. Bacon, que en 1612 se entusiasmó con los descubrimientos de Galileo, muere en 1626. La «conversión» de Marín Mersenne (1588-1648) al copemicanismo se produce entre 1630 y 1634. En los Novarum observationum libri de 1634, el matemá­ tico Gilíes Personne de Roberval (1602-1675) afirma que en cierto modo no puede decirse cuál de los tres sistemas del mundo que se disputan el terreno

es el verdadero, puesto que puede ocurrir «que los tres sistemas sean falsos y que el verdadero nos resulte desconocido». En la Universidad de Salamanca, los estatutos de 1561 establecían que el curso de matemáticas debía incluir a Euclides y a Ptolomeo o Copémico, a elección de los estudiantes. Parece ser que Copémico no era elegido casi nun­ ca. Pero el caso de Salamanca es realmente excepcional. En las universidades, incluidas las de los países protestantes, se enseñan los dos (o tres) sistemas, uno junto al otro, hasta las últimas décadas del siglo xvn. También hay que recordar que los que negaban la realidad de las esferas celestes (entre 1600 y 1610) no pertenecían (como ocurre con Gilbert, Brahe, Rothmann) al mundo académico. En los manuales de astronomía el número de los que negaban las esferas no empieza a aumentar espectacularmente hasta el segundo decenio del siglo xvn, y no se abandona definitivamente esta doctrina hasta los años trein­ ta. La aceptación del nuevo sistema del mundo por parte de la cultura exigía una respuesta a preguntas difíciles, que no eran tan sólo de carácter astronómi­ co. Parte de la grandeza de Galileo y de Kepler consiste en haber hecho una opción clara por el copemicanismo. Ambos reconocieron en Copémico a su maestro. Ambos contribuyeron decisivamente a confirmar la revolución astro­ nómica que Copémico había iniciado. Pero también costó mucho que sus con­ tribuciones fueran aceptadas. Los versos del Anatomy ofthe World (1611), del gran poeta John Donne (1573-1631), se han convertido en el símbolo de la sensación de desconcierto, que muchos compartieron, ante el derrumbamiento de certezas tranquilizadoras: La nueva filosofía lo pone todo en duda el elemento Fuego se ha apagado por completo, el Sol se ha perdido y la Tierra; y a ningún hombre la mente le enseña ya dónde buscarla. Espontáneamente los hombres confiesan que este mundo está acabado, cuando en los planetas y en el firmamento tantos buscan lo nuevo. Y ven que el mundo se ha hecho añicos en sus átomos. Todo está hecho pedazos, toda coherencia ha desaparecido, toda providencia justa, toda relación: príncipe, súbdito, padre, hijo son cosas olvidadas, porque cada hombre cree que ha conseguido, por sí solo, ser un Fénix... (Donne, 1933: 202)

Tycho Brahe Se ha hablado antes de un tercer sistema del mundo. El astrónomo danés Tyge Brahe (1546-1601), que latinizó su nombre en Tycho, era un autodidacto que había estudiado en Leipzig (sin seguir de manera regular los cursos de la uni­

versidad), sentía un gran interés por la alquimia y creía firmemente en una afi­ nidad entre los hechos celestes y los fenómenos terrestres. En la portada de una de sus obras, la Astronomiae instauratae mechanica, aparece encorvado sobre un globo, con un compás en una mano y la mirada dirigida hacia el cielo. El lema que acompaña la figura es suspiciendo despido (miro hacia abajo, miran­ do hacia lo alto). La otra ilustración lo representa dirigiendo la mirada hacia un aparato químico y con una serpiente (símbolo de Esculapio) enroscada al brazo. El lema es despiciendo suspicio (mirando hacia abajo, miro hacia lo alto). Más que un filósofo natural, Tycho fue un paciente y muy agudo observa­ dor. Sin duda el más grande observador a simple vista que haya tenido jamás la historia de la astronomía. Sus primeras observaciones se remontan al año 1563, cuando tenía dieciséis años, y prosiguieron durante toda su vida, alcan­ zando una precisión que a muchos historiadores de la astronomía les parece casi increíble. Brahe se procuró muchos instrumentos y construyó muchos otros de gran precisión. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, ob­ servaba los planetas continuamente y no sólo cuando se presentaban en una conjunción favorable. La noche del 11 de noviembre de 1572, cuando regresaba a su casa, Tycho (que tenía entonces veintiséis años) vio una nueva estrella muy brillante en la constelación de Casiopea. Aquel hecho decidió el rumbo de su vida. Tycho renunció a emigrar a Basilea y, gracias a sus observaciones, obtuvo del rey de Dinamarca el señorío de la isla de Hveen, donde mandó construir el espléndi­ do castillo de Uraniborg, dotado de observatorios y laboratorios, que se con­ virtió en un centro de enseñanza para muchos jóvenes astrónomos europeos. Luminosa como Venus en el período de su máximo esplendor, la nueva estre­ lla irá apagándose lentamente hasta desaparecer del todo a comienzos de 1574. Esa estrella, escribirá Kepler, «si bien no fue signo de nada ni dio ori­ gen a nada, sí fue, sin embargo, el signo y el origen de un gran astrónomo». En De stella nova (1573) Brahe comunicaba sus observaciones. Si no se tra­ taba de un cometa, si la nueva estrella aparecía en la misma posición frente a la esfera de las estrellas fijas, es que en los cielos inmutables se había produ­ cido un cambio y se podían plantear dudas sobre el contraste entre la inmuta­ bilidad de los cielos y la mutabilidad del mundo sublunar. La observación de los cometas de 1577 y de 1585 confirmó la hipótesis de Brahe. Intentó medir la paralaje del cometa de 1577: su valor era demasiado pequeño para referir­ se a las regiones del mundo sublunar. Todos los cometas que ha observado, concluía, «se mueven en las regiones etéreas del mundo y nunca en el mundo sublunar, como han querido hacemos creer durante tantos siglos Aristóteles y sus seguidores». Si los cometas estaban situados por encima de la Luna, los planetas no podían estar fijados en las esferas cristalinas de la astronomía tra­ dicional. Según su opinión, escribirá a Kepler, «la realidad 'de todas las esfe­ ras debe ser excluida de los cielos». Los cometas no siguen la ley de ninguna esfera, sino que actúan «en contradicción con ellas». La máquina del cielo no es un «cuerpo duro e impenetrable, compuesto de esferas reales, como han creído muchos hasta este momento, sino que el cielo es fluido y libre, abierto

en todas direcciones, de modo que no opone ningún obstáculo al libre recorri­ do de los planetas que está regulado, sin ninguna maquinaria ni rodamiento de esferas reales, de acuerdo con la sabiduría reguladora de Dios». Las esfe­ ras «no existen» realmente en los cielos, «sólo se admiten en beneficio del aprendizaje» (Kepler, 1858-1871: I, 44, 159). Esta afirmación de Brahe tenía una importancia revolucionaria, compara­ ble a la de Copémico sobre la movilidad de la Tierra. En el campo de la as­ tronomía (y no, como había sucedido en el caso de Francesco Patrizi, en el de la imaginación especulativa) había caído uno de los dogmas centrales de la cosmología tradicional: el de la incorruptibilidad e inmutabilidad de los cie­ los. En el capítulo octavo del De mundi aetherei recentioribus phaenomenis liber secundus (el propio título, con la referencia a fenómenos recientes, era un desafío a la tradición), publicado en Uraniborg en 1588, Brahe exponía también las líneas esenciales de su sistema del mundo. Este tenía su origen en un doble rechazo: de la astronomía ptolemaica y de la astronomía copemica­ na. Copémico ha construido un elegante sistema del mundo, matemáticamen­ te superior al ptolemaico, pero Tycho no cree, como pretende Copémico, que al «cuerpo torpe y enorme de la Tierra» se le pueda atribuir movimiento (es más, tres movimientos). Si la Tierra estuviera en movimiento, afirma, una piedra lanzada desde una torre no caería a los pies de la torre, como en cam­ bio sucede. El sistema de Copémico es además inaceptable porque entre la órbita de Saturno y las estrellas fijas se debería situar un espacio enorme, a causa de la falta de una paralaje observable de las estrellas. Por último, el sis­ tema de Copémico se opone a las Escrituras, donde aparecen numerosas refe­ rencias a la inmovilidad de la Tierra. El nuevo sistema deberá «estar de acuer­ do tanto con la matemática como con la física, evitar la censura teológica, estar en completo acuerdo con lo que se observa en los cielos» (Brahe, 19131929: IV, 155-57). En el sistema de Tycho la Tierra está inmóvil en el centro de un universo encerrado en una esfera estelar, cuya rotación diaria da cuenta de los círculos diarios de las estrellas. La Tierra también está (como en el sistema ptolemai­ co) en el centro de las órbitas de la Luna y del Sol. En el centro de las órbitas de los otros cinco planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) se en­ cuentra, en cambio, el Sol. La negación del carácter material de las esferas procede también del hecho de que las órbitas se cortan en varios puntos. Epi­ ciclos, excéntricas y ecuantes siguen siendo necesarios para el funcionamien­ to del sistema. Desde el punto de vista de los cálculos, el sistema de Tycho era en todo equivalente al copemicano y conservaba todas sus ventajas matemáticas. Ex­ cluía cualquier cuestión conflictiva con las Escrituras y no suponía el abando­ no, tan fuertemente enraizado en el sentido común y en la opinión de los doc­ tos, de la inmovilidad de la Tierra y de su posición central en el universo. Se convirtió en un punto de convergencia para cuantos no aceptaban la revolu­ ción copemicana y fue preferido por muchos jesuítas. La enorme autoridad de Brahe supuso, sin duda, un obstáculo para la difusión del copemicanismo. Pe­

ro los problemas que su gran astronomía había planteado favorecieron la cri­ sis y el gradual abandono del sistema ptolemaico.

Kepler Johannes Kepler (1571-1630) nació en Weil, en la región de Württemberg, de familia luterana. Con la intención de convertirse en pastor, frecuentó la uni­ versidad protestante de Tubinga, donde Maestlin enseñaba astronomía y expo­ nía a los estudiantes tanto el sistema ptolemaico como el copemicano. En 1594 aceptó un puesto de matemático de los estados de Estiria y de profesor de matemáticas en el seminario de Graz, en Austria. Entre sus obligaciones fi­ guraba también la confección de «pronósticos», en uno de los cuales predijo un invierno frío, revueltas campesinas y la guerra contra los turcos. No pudo evitar, a continuación, la elaboración de horóscopos, algunos de los cuales, como el de Wallenstein, son además penetrantes retratos psicológicos. Escri­ bió en 1595 y publicó en 1596 (con la ayuda de Maestlin) el Mysterium cosmographicum. Los historiadores siempre han considerado que las obras de Kepler son textos muy peculiares. A diferencia de cuanto sucede normalmente con todas las obras que los científicos han legado a la posteridad, Kepler no se limita a exponer al lector los resultados de sus investigaciones, sino que narra también los motivos por los que ha llegado a sus teorías, cuenta sus tentativas y sus vacilaciones, y se detiene en sus propios errores. Considera que para com­ prender un libro es esencial hacer una exposición de los motivos que han in­ ducido a escribirlo. Al oír exponer el sistema de Copémico, cuenta Kepler, y convencido de la insuficiencia del sistema tradicional, sintió un gran entusiamo por éste, hasta el punto de defenderlo y de iniciar una investigación sobre las «razones físicas y metafísicas», y no meramente matemáticas (como en Copémico), del movimiento del Sol. El sistema copemicano, según Kepler, está de acuerdo con los fenómenos celestes, es capaz de demostrar los movi­ mientos pasados y de predecir los futuros con una exactitud mayor que el de Ptolomeo y los otros astrónomos. Con las hipótesis tradicionales hay que es­ tar continuamente inventando esferas, mientras que Copémico ha simplifica­ do la máquina del mundo; en esta mayor simplicidad reside también la verdad del nuevo sistema, porque la naturaleza ama la simplicidad y la unidad; en ella no se encuentra nunca nada ocioso ni superfluo. Pero el objetivo principal del Mysterium cosmographicum no es defender a Copémico, sino demostrar que, en la creación del mundo y en la disposición de los cielos, Dios «tuvo en cuenta los cinco cuerpos regulares que han goza­ do de tan gran fama desde los tiempos de Pitágoras y Platón» y concedió a su naturaleza el número, la proporción y las relaciones de los movimientos ce­ lestes. Los cinco sólidos regulares o «cósmicos» a los que se refiere Kepler tienen una característica especial: sólo en ellos las caras son idénticas y cons­ tituidas por figuras equiláteras. Son el cubo, el tetraedro, el dodecaedro, el

icosaedro y el octaedro. Kepler se pregunta, pues, cuáles son las causas del número, de las dimensiones y de los movimientos de los orbes, y considera que esta investigación está basada en la admirable correspondencia que existe entre las cosas inmóviles del universo (el Sol, las estrellas fijas, el espacio in­ termedio) y las tres personas de la Trinidad. Las investigaciones sobre la po­ sibilidad de que un orbe sea el doble o el triple o el cuádruplo de otro no dan ningún resultado: ni siquiera introduciendo entre una órbita y la otra planetas invisibles por su pequeño tamaño. Tras una serie de desafortunados intentos, los cinco sólidos regulares parecen ser una solución y esto se le antoja a Ke­ pler un descubrimiento extraordinario. A la grandeza de los cielos, que según Copémico son seis, le corresponden solamente cinco figuras que, «entre todas las infinitas figuras posibles, tienen propiedades particulares que no posee ninguna otra figura». El orbe de la Tierra se convierte en la medida de todos los otros orbes. Si la esfera de Saturno se circunscribe al cubo en el que re­ sulta inscrita la esfera de Júpiter, y si el tetraedro está inscrito en la esfera de Júpiter con la esfera de Marte inscrita en él, y así sucesivamente (según el or­ den de las figuras reseñado antes), entonces las dimensiones relativas de todas las esferas serían las calculadas por Copémico. En realidad había algunas di­ ferencias, pero Kepler confiaba en la posibilidad de cálculos más exactos y en el trabajo de Tycho Brahe. En el Mysterium Kepler no busca sólo las leyes de la estructura del cosmos, aborda también el problema del porqué de los movimientos de los planetas y de su velocidad (que es menor cuanto más alejados del Sol están los planetas). Considera que hay que aceptar forzosamente una de estas dos afirmaciones: o las almas motrices de cada uno de los planetas son tanto más débiles cuanto más distan del Sol, o bien hay una sola alma motriz, simada en el centro de to­ dos los orbes, o sea en el Sol, que empuja a todos los cuerpos: con más fuerza a los cuerpos más próximos, con menor fuerza a los cuerpos lejanos, en razón de la disminución de la fuerza con la distancia. Kepler se decide por la segun­ da hipótesis y considera que la fuerza es proporcional al círculo en que se es­ parce y que disminuye al aumentar la distancia. Puesto que el período aumen­ ta al ampliarse la circunferencia «la mayor distancia del Sol actúa dos veces en la ampliación del período, e, inversamente, la mitad del aumento del período es proporcional al aumento de la distancia». Los resultados de los cálculos no diferían mucho de los de Copémico, y Kepler tiene la impresión de que se «ha aproximado a la verdad». En su cosmología, el Sol está en el centro del uni­ verso (para Copémico el centro del universo no coincide con el Sol sino con el centro de la órbita terrestre). El Sol es la sede de la vida, del movimiento y del alma del mundo. Las estrellas fijas están en reposo; los planetas tienen una ac­ tividad de movimiento secundaria. Al Sol, que supera en esplendor y belleza a todas las cosas, le corresponde ese acto primero que es más noble que todos los actos segundos. Inmóvil y fuente de movimiento, el Sol es la imagen mis­ ma de Dios Padre. No sólo el universo sino toda la astronomía se convertían en heliocéntricas. El Sol no sólo era concebido como el centro arquitectónico del cosmos sino también como su centro dinámico.

El Mysterium cosmographicum, muy apreciado por Maestlin, fue enviado por el joven Kepler a Tycho Brahe. Galileo, que vio el libro, escribió a Kepler felicitándole por su adhesión al copemicanismo. Pero es muy probable que to­ davía no lo hubiera leído. Cuando Kepler le solicitó un intercambio de corres­ pondencia, no recibió respuesta. El distanciamiento de Galileo de cualquier forma de misticismo lo alejaba del tipo de ciencia practicado por Kepler. Esta actitud distante le impedirá también a Galileo apreciar todos los grandes des­ cubrimientos efectuados posteriormente por Kepler. El encuentro con Tycho Brahe, bastante más receptivo ante posturas que tendían al hermetismo y a la mística, tuvo en cambio efectos decisivos. La armonía y las proporciones del universo, escribió Brahe a Kepler, de­ ben buscarse a posteriori y no determinarse a priori. Más allá de esta reserva de fondo, Brahe apreciaba muchísimo el trabajo expuesto en el Mysterium. Tras haber abandonado Dinamarca y haberse establecido en Bohemia como matemático imperial, le ofreció a Kepler un puesto de ayudante. Este aceptó (en 1600) el encargo de elaborar una teoría de los movimientos de Marte con el objetivo de preparar unas nuevas tablas (que deberían sustituir a las Tabú­ lete prutenicae). Las Tabulae rudolphinae no se publicarán hasta 1627. Pero la muerte de Brahe en 1601 creó una situación nueva. Kepler sucedió a Brahe en el cargo de matemático imperial y obtuvo autorización para acceder a los apuntes y a los escritos de Tycho. Además de almanaques y pronósticos, Kepler publica en estos años De fundamentis astrologiae certioribus (1601); Ad Vitelionem paralipomena (obra fundamental en la historia de la óptica, 1604); De stella nova (1606); De Jesu Christi Salvatoris nostri vero anno natalitio (1606). En 1606 había terminado también su obra capital: Astronomía nova seu Physica coelestis, que no se publicará hasta 1609, el mismo año en que Galileo apuntaba al cie­ lo con su telescopio. En la Astronomía nova Kepler explica que ha intentado setenta veces ha­ cer encajar los datos obtenidos por Tycho relativos a los movimientos de Marte en las distintas combinaciones de círculos obtenidas de la astronomía ptolemaica y copemicana. El desajuste entre las previsiones y las observacio­ nes de Tycho era sólo de 8 minutos de arco. Este resultado hubiera sido acep­ table para todos los astrónomos de la época, pero'Kepler descartó todas las soluciones y, desesperando ya de obtener una solución aceptable, se dedicó a calcular la órbita de la Tierra. La velocidad de ésta es mayor cuando se apro­ xima al Sol, y menor cuando se aleja de éste. Sobre la base de una premisa equivocada (la velocidad de la Tierra es inversamente proporcional a su dis­ tancia al Sol) y efectuando cálculos que contenían errores considerables, Ke­ pler consiguió formular la que hoy en día conocemos como segunda ley de Kepler. en tiempos iguales, la línea que une el planeta con el Sol barre áreas iguales. A diferencia de cuanto había sostenido la astronomía antigua y el propio Copémico, la Tierra y los otros planetas se mueven con un movimien­ to realmente y no sólo aparentemente no uniforme. Una simple ley geométrica explica esta falta de uniformidad. La causa fí­

sica de la variación hay que buscarla una vez más en el Sol. Junto a Copérnico y a Tycho Brahe, Kepler reconocerá en Gilbert a uno de sus grandes maes­ tros. La filosofía magnética constituye el instrumento adecuado para explicar esas variaciones físicas de velocidad. Kepler se había remitido de manera ex­ plícita a la presencia de un espíritu en los cuerpos celestes. Pero, a diferencia de Giordano Bruno y de Francesco Patrizi, no sólo había efectuado cálculos matemáticos y cuidadosas observaciones astronómicas, sino que se había in­ terrogado acerca de los modos de funcionamiento de esos espíritus. En su pen­ samiento y en su unificación de la física celeste con la física terrestre todavía están presentes categorías fundamentales de la física aristotélica. Para Kepler, que en esto se muestra aristotélico, sólo la aplicación de una fuerza permite explicar la persistencia del movimiento. Kepler no conoce el principio de inercia ni tiene la noción de fuerza centrípeta. La fuerza que procede del Sol no ejerce una atracción central: sirve para promover el movimiento de los pla­ netas y para mantenerlos en movimiento. Asimismo, en el texto de la Astro­ nomía nova, allí donde Kepler renuncia a explicaciones basadas en la existen­ cia de un espíritu específico para cada planeta en particular, la atribución de un espíritu al Sol no se configura en realidad como una especie de «conce­ sión» a una metafísica animista que pueda eliminarse del sistema. Los moto­ res propios de los planetas son afecciones de los cuerpos planetarios, seme­ jantes «a la afección que existe en el imán, que tiende hacia el polo y atrae el hierro». Todo el sistema de los movimientos celestes está, pues, gobernado «por facultades meramente corpóreas, es decir, magnéticas». Existe, sin em­ bargo, una excepción que es indispensable para el funcionamiento del siste­ ma: «Sólo se exceptúa la rotación local del cuerpo del Sol, para cuya explica­ ción parece necesaria la fuerza procedente de un espíritu». Kepler no atribuye rotación a la Luna. Pero el Sol, cuerpo central del universo, debe girar sobre su propio eje y arrastrar consigo todo el cuerpo del mundo: «El Sol gira sobre sí mismo como si estuviese sobre una torre y emite en toda la amplitud del mundo una species inmaterial de su cuerpo, análoga a la species inmaterial de su luz. Esta species, a causa de la rotación del cuerpo solar, gira en forma de vórtice velocísimo, que se extiende en toda la inmensidad del universo y transporta consigo los planetas». Rompiendo con una tradición milenaria, Kepler afirma que la órbita del planeta no es un círculo, sino que «a partir del afelio se curva poco a poco ha­ cia el interior, regresando luego a la amplitud del círculo en el perigeo: a una trayectoria de estas características se la llama ovoide». El paso del ovoide a la elipse fue también bastante complicado y Kepler explica detalladamente los errores de cálculo cometidos y las vías sin salida emprendidas. Sólo una elip­ se perfecta, que tenga el Sol en uno de sus focos (y consideró que este descu­ brimiento era como si se hubiera encendido de repente una luz) concuerda con los datos de la observación y con las leyes de las áreas. Esta conclusión la conocemos como la primera ley de Kepler. Es suficiente una curva cónica para describir la órbita de todos los planetas. El abandono de las excéntricas y de los epiciclos y la simplificación del sistema se habían conseguido median­

te el abandono del dogma de la circularidad. En el momento mismo en que Kepler «perfeccionaba» el sistema copemicano, en realidad lo estaba destru­ yendo (Westfall, 1984: 21). La doctrina de las causas de los fenómenos celestes se había presentado a los escasos lectores de la Astronomía nova en un lenguaje matemático com­ plicado. Kepler concibió una obra que fuese a la vez como una summa de la nueva astronomía y un manual (destinado a sustituir a los que estaban en uso) escrito en forma de preguntas y respuestas. En 1610 publicó la Dissertatio cum Nuncio Sidereo y, en 1611, la Dióptrica. En 1612, tras la abdicación de Rodolfo II, abandonó Praga y se trasladó a Linz, donde permaneció catorce años. La guerra lo obligó a abandonar su cargo de matemático en la ciudad austríaca. No consiguió nunca regresar a Alemania, tal como había esperado siempre. Encontró trabajo junto a algunos mecenas (entre ellos, Wallenstein) y murió en Ratisbona en 1630. Los distintos libros que componen la ramma-manual o Epitome astronomiae copemicanae usitata forma quaestionum et responsionum conscripta fueron publicados entre 1617 y 1621. Los descubrimientos astronómicos se representan en esta obra en el marco del pitagorismo y neoplatonismo, que ya había teorizado en su obra juvenil Mysterium. Luz, calor, movimiento y ar­ monía de los movimientos son la perfección del mundo y son entidades aná­ logas a las facultades del alma. La esfera de las estrellas fijas «retiene el calor del Sol para que no se disperse y realiza respecto al mundo la función de una pared o piel o vestido». Debido a su tamaño, el Sol es la causa del movi­ miento de los planetas. La potencia vegetativa del éter corresponde a la nutri­ ción de los animales y de las plantas, a la facultad vital le corresponde el ca­ lor, a la animal el movimiento, a la sensitiva la luz, a la racional la armonía. Un Ímpetus otorgado al cuerpo del Sol por Dios en el acto de la creación no basta para explicar su movimiento: «Su constancia y perennidad, sobre la que se basa toda la vida del mundo, se explica más adecuadamente por la acción de un espíritu». Los temas «pitagóricos» se hacen más evidentes aún en Harmonices mundi libri quinqué, aparecido en Linz en 1619. También en este caso se trata de un proyecto muy antiguo, puesto que en 1600 Kepler había escrito a Herwart de Hohenburg: «Que Dios me libre de la astronomía, de modo que pueda de­ dicar todo mi tiempo al trabajo sobre las armonías». Las relaciones geométri­ cas expuestas en el Mysterium (a las cinco figuras añade Kepler más tarde los poliedros estrellados) deben sostenerse -puesto que Dios no sólo es geómetra sino también músico- con relaciones armónicas. Kepler consigue asociar a cada planeta un tono o intervalo musical. Tal como se desprende del índice del libro quinto, cada uno de los tonos o modos musicales están expresados por cada uno de los planetas; los contrapuntos o armonías universales de los planetas son distintos uno de otro; en los planetas están expresados cuatro ti­ pos de voces: soprano, contralto, tenor y bajo. En el tercer capítulo del mismo libro, junto a una nueva exposición de las tesis centrales del Mysterium, se encuentra una nueva teoría: «Es un hecho absolutamente cierto y exacto que

la proporción entre los tiempos periódicos de dos planetas elegidos al azar es exactamente igual a la potencia de tres medios de la proporción entre sus dis­ tancias medias, y por tanto entre sus propias órbitas». Es el enunciado de la que llamamos tercera ley de Kepler. los cuadrados de los períodos de revolu­ ción de dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus dis­ tancias medias respecto del Sol. Una vez establecida la órbita, está estableci­ da necesariamente la velocidad, y viceversa. Se había descubierto una ley que no se limitaba a regular los movimientos de los planetas en cada una de sus órbitas: establecía una relación entre las velocidades de los planetas que se mueven en órbitas diferentes. El descubrimiento de la llamada tercera ley re­ presenta a los ojos de Kepler un gran descubrimiento metafísico: «Gratias ago tibi, Creator Domine». El libro será leído ahora o en el futuro. Puede que ten­ ga que esperar cien años quien lo lea: «¿Acaso no ha esperado Dios seis mil años antes de que alguien contemplase sus obras?». Kepler siguió caminos bastante tortuosos que sólo Alexandre Koyré (Koyré, 1966) ha tenido la paciencia de reconstruir de modo analítico: no sola­ mente dedujo su segunda ley de las áreas de presupuestos «erróneos», sino que la estableció como verdadera antes de haber determinado el carácter elíp­ tico de las órbitas planetarias. Esas tres leyes, con las que el nombre de Ke­ pler aparece todavía hoy en los manuales de física, surgen de un contexto que -tomando a Descartes o a Galileo como puntos de referencia- resulta real­ mente difícil calificar de «moderno». Todos los historiadores han destacado la extraordinaria mezcla de misticis­ mo de los números y de pasión por la observación que aparece en Kepler. Muchos han insistido en la increíble tenacidad con la que busca datos que se adapten a hipótesis metafísicas imaginativas y sirvan para confirmarlas. Mu­ chos han situado a Kepler muy cerca del neopitagorismo y de la tradición her­ mética, hasta llegar a identificarlo con esas corrientes. Colocado entre Galileo y Newton, la presencia de Kepler resulta sin duda engorrosa. Sin embargo, es posible determinar algunas diferencias. Ya se ha puesto de relieve que, a dife­ rencia de Patrizi y de los magos y filósofos naturales de finales del Renaci­ miento, Kepler está muy interesado por los modos de funcionamiento de las almas de los cuerpos celestes. Más allá de su adhesión firmísima a las pers­ pectivas místicas del platonismo, su «modernidad» está relacionada con dos temas: 1) la búsqueda de las variaciones cuantitativas de las fuerzas misterio­ sas que actúan en el espacio y en el tiempo; 2) el abandono parcial del punto de vista animista en favor de una perspectiva de tipo mecánico. Los movi­ mientos que se producen en el espacio, la virtus que emana del Sol y se di­ funde a través de los espacios del mundo son «cosas geométricas». Esa virtus está sometida a las necesidades de la geometría. La máquina celeste, desde este punto de vista, «puede ser comparada no a un organismo divino, sino más bien a un mecanismo de relojería». Todos sus movimientos se ejecutan «gracias a una sola fuerza magnética muy sencilla, así como en el reloj todos los movimientos son causados por una simple pesa». La idea de que el mundo no sea un organismo divino es lo que realmente

sitúa a Kepler en desacuerdo irremediable con el pensamiento mágico. La re­ ducción de las muchas almas (de cada uno de los planetas) a una sola alma (la del Sol) y la identificación del ánima con una fuerza le parece al propio Ke­ pler un resultado positivo. Al anotar (en 1625) la nueva edición del Myste­ rium cosmographicum, afirma que ya ha demostrado en la Astronomía nova que no existen almas específicas para cada uno de los planetas y declara que, en cuanto respecta al Sol, «si sustituimos el término ánima por el término fuerza tenemos exactamente el mismo principio que está en la base de mi fí­ sica del cielo». En otro tiempo, escribe, «creía firmemente que la causa mo­ triz de un planeta era un alma». Reflexionando sobre el hecho de que la cau­ sa motriz se debilita en proporción a la distancia y que lo mismo sucede con la luz del Sol, «llegué a la conclusión de que esta fuerza era algo corpóreo, aunque corpóreo debe entenderse aquí no en sentido literal, sino figurado, del mismo modo que decimos que el lumen es algo corpóreo». El misticismo de Kepler está asociado a una convicción concreta: que la verdad no se puede alcanzar mediante símbolos o jeroglíficos, sino a través de las demostraciones matemáticas. Sin ellas, escribirá al mago Robert Fludd, «estoy ciego». No se trata, como en el caso de la magia, «de hallar deleite en las cosas envueltas en la oscuridad, sino de aclararlas». La primera de estas posturas «es familiar a los alquimistas, a los herméticos y a los seguidores de Paracelso; la segunda es exclusiva de los matemáticos». Ciertamente era difícil para sus contemporáneos captar estas diferencias, aceptar resultados científicos presentados como revelaciones divinas, moverse en el seno de un sistema de ideas que no ofrecía ni las dificultades ya fami­ liares de los clásicos, ni la límpida claridad de los textos de la nueva filosofía. Galileo no sólo subrayó la enorme diferencia entre «el filosofar» de Kepler y el suyo propio, sino que consideró que algunos pensamientos de Kepler supo­ nían «más bien una mengua de la doctrina de Copémico que un afianzamien­ to» (Galileo, 1890-1909: XIV, 340; XVI, 162). Bacon, ligado en tantos aspec­ tos a la tradición del hermetismo, lo pasó por alto completamente. En una carta a Mersenne del 31 de marzo de 1638, Descartes reconoce en Kepler a «su primer maestro de óptica», pero en lo demás no lo considera digno de atención. Solamente Alfonso Borelli (1608-1679) comprendió la importancia de la astronomía kepleriana. Las leyes de Kepler no se convirtieron en leyes «científicas» hasta que Newton las utilizó, y esas leyes no fueron aceptadas por la mayoría de los astrónomos hasta los años sesenta del siglo xvn.

CA P ÍT U LO SEIS

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Galileo Los primeros escritos G alilei nació en P isa el 15 de febrero de 1564; era hijo de Vincenzio G alilei, com erciante florentino, m aestro de canto y teórico de la m úsica, y de G iulia A m m annati, de Pescia. En 1581 el jov en G alilei fue ins­ crito en la U niversidad de Pisa p ara seguir estudios de m edicina. Se inició, en cam bio, en el estudio de las m atem áticas. En 1585, sin haber conseguido n in ­ gún título, abandona la universidad pisana. El prim er fruto de su interés por la física y por el m étodo de A rquím edes son los Theoremata circa cenlrum gravitaíis solidorum. En 1586, partiendo de las indicaciones de A rquím edes, p ro ­ yecta una balanza hidrostática y publica La balancita.

G

alileo

En 1589, por intercesión de Guidobaldo del Monte, que le ofrece su apo­ yo ante el gran duque Femando, Galileo obtiene el cargo de lector de mate­ máticas en la Universidad de Pisa. Al período pisano corresponden los ma­ nuscritos del De motu (escritos hacia 1592), en los que Galileo afirma, en contra de Aristóteles, que todos los cuerpos son intrínsecamente pesados y que la ligereza es tan sólo una propiedad relativa: el fuego asciende hacia lo alto no porque posea la cualidad de la ligereza, sino porque es menos pesado que el aire. Galileo aborda aquí el problema de la velocidad de cuerpos dis­ tintos en el mismo medio, o del mismo cuerpo en medios diferentes, o de cuerpos distintos en medios diferentes. No pretende demostrar que todos los cuerpos caen con la misma velocidad, sino que la velocidad de caída de un grave es proporcional a la diferencia entre su peso específico y la densidad del medio a través del que cae. Objetos de la misma materia y densidad cae­ rían en el aire, independientemente de su peso, con la misma velocidad. En el caso de objetos de distinta materia y que tengan el mismo peso caería con mayor velocidad el más denso. A diferencia de lo que sostiene Aristóteles, el movimiento en el vacío (a través de la progresiva disminución de la densidad del medio) se hace posible: objetos de diferentes materias caen en él con di­ ferentes velocidades. Es el comienzo de un largo camino que conducirá a Galileo a rechazar los esquemas mentales del aristotelismo. A lo largo de cincuenta años Galileo abordará una gran cantidad de problemas: el isocronismo de las oscilaciones del péndulo; la caída de los graves; el movimiento de los proyectiles; la cohe-

Galileo 85 sión; la resistencia de los sólidos; el «impacto». En este largo período de tiempo Galileo irá adoptando, incluso en cuestiones de fondo, posturas dife­ rentes, que son el resultado de profundizaciones, correcciones y, en algún ca­ so, de auténticos cambios conceptuales. Sin embargo, su constante adhesión a los planteamientos y al método del «divino Arquímedes» constituye un ele­ mento de sólida continuidad. El interés por los problemas de la técnica, que ya estaba presente en La balancita, se hace también evidente tras su paso a la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua (26 de septiembre de 1592). Entre 1592 y 1593 compone Breve instrucción para la arquitectura militar, Tratado sobre las fortificaciones, y las Mecánicas (que no se publicarán hasta 1634 en la ver­ sión francesa de Mersenne). Da cursos sobre los Elementos de Euclides y el Almagesto de Ptolomeo. En 1597 compone, para uso escolar, el Tratado de la Esfera o Cosmografía, que es una clara exposición del sistema geocéntrico. Pero ya sostiene actitudes diferentes. En una carta dirigida a Kepler aquel mismo año, le explica que hace ya muchos años que él también ha llegado a las tesis de Copémico, pero que atemorizado por la suerte de su común maes­ tro no ha osado publicar sus demostraciones y refutaciones. En un taller, que se levanta junto a la universidad, se construyen los aparatos que utiliza en sus clases. Nunca abandonará el interés que siente no sólo por la arquitectura mi­ litar y las fortificaciones, sino también por la balística, la ingeniería hidráuli­ ca, la canalización y el movimiento de las aguas, las investigaciones sobre la resistencia de los materiales, la construcción del compás geométrico militar, del telescopio y del termo-baroscopio; demostrará siempre una pasión por la observación, la medición y los instrumentos y una infinita curiosidad por los experimentos. En 1606 publica el opúsculo que ilustra Las operaciones del compás geométrico militar, y al año siguiente la Defensa contra las calum­ nias e imposturas de Baldessar Capra, quien había sostenido, falsamente, que era el inventor del compás.

Los descubrimientos astronómicos El año 1609 tiene una importancia decisiva en la historia de la ciencia. Los grandes descubrimientos astronómicos (el Sidereus Nuncius es .del año 1610) no sólo resquebrajaban una imagen del mundo consolidada, sino que también derribaban una serie de objeciones en contra del sistema copemicano. La Lu­ na tiene una naturaleza terrestre y, sin embargo, se mueve en los cielos: des­ de este punto de vista el movimiento de la Tierra ya no parece tan absurdo. Júpiter, junto con los satélites que giran a su alrededor, parece una especie de modelo a escala reducida del universo copemicano. Las observaciones lleva­ das a cabo sobre las estrellas fijas muestran que están a una distancia incom­ parablemente mayor que la de los planetas, y no se encuentran inmediatamen­ te detrás del cielo de Saturno. Una de las mayores objeciones presentadas contra el sistema de Copémico era la ausencia de una paralaje observable de

las estrellas. El fenómeno de la paralaje se basa en el cambio de posición que se produce cuando el mismo objeto es observado desde lugares distintos (si se observa un lápiz con un ojo cerrado y después se abre y se cierra en cambio el otro, parecerá que el lápiz se ha movido). Cuanto mayor es la distancia, tanto menor resultará el cambio de posición. La objeción (que utilizó también Tycho Brahe) era la siguiente: si la Tierra se mueve en el espacio, el aspecto de las constelaciones debería cambiar de estación en estación. La imposibili­ dad de determinar la paralaje se explica ahora por la inmensa distancia de las estrellas. Los descubrimientos astronómicos realizados por Galileo poco antes de su partida de Padua y de su traslado a Florencia con el título de «Filósofo y ma­ temático principal del gran duque» (septiembre de 1611) proporcionan nuevos argumentos para el abandono del sistema ptolemaico en favor del copernicano. Se trata del aspecto «tricorpóreo» de Saturno (el llamado anillo es inacce­ sible al telescopio de Galileo), de las observaciones de las manchas solares y del descubrimiento de las fases de Venus. La observación de que la imagen de Venus «va cambiando del mismo modo que lo hace la Luna» la considera jus­ tamente Galileo de una importancia decisiva. Pone al descubierto una realidad que de ningún modo puede incluirse en el marco ptolemaico del mundo ni puede explicarse adoptando su punto de vista. La «novedad» de las manchas solares la considera Galileo (tal como escri­ be a Cesi en mayo de 1612) «el funeral o, más bien, el extremo y último jui­ cio de la pseudofilosofía». El hecho de que las manchas se produzcan y se di­ suelvan sobre la misma superficie del Sol -escribirá más tarde en la Historia y demostraciones sobre las manchas solares (1612)- no supone ninguna difi­ cultad para los «ingenios libres», que nunca han creído que el mundo situado por encima de la esfera de la Luna no esté sujeto a alteraciones y a cambios (Galileo, 1890-1909: V, 129). Tras los grandes descubrimientos astronómicos de 1610, Galileo abandona su anterior actitud de cautela. «Tenemos demostraciones sensibles y ciertas -escribe a Juliano de Médicis- de dos grandes cuestiones que hasta ahora han resultado dudosas para los mayores ingenios del mundo» (ibidem: XI, 12). Una es que todos los planetas son cuerpos opacos; la otra es que giran alrede­ dor del Sol. Esto lo habían «creído», pero no lo habían «experimentado sensi­ blemente», los pitagóricos, Copémico, Kepler y el propio Galileo. Kepler y los otros copemicanos podrán ahora vanagloriarse «de haber pensado y filo­ sofado bien, aunque hayamos sido, y seguiremos siendo aún, considerados por la totalidad de los filósofos in libris poco competentes y poco menos que necios» (ibidem: XI, 12). Pocos meses después de la publicación del Sidereus Nuncius, mientras rei­ vindicaba para sí el título de filósofo, Galileo exponía al secretario del gran duque sus proyectos para el futuro: dos libros sobre el sistema y la constitu­ ción del universo; tres libros sobre el movimiento local («ciencia completa­ mente nueva y descubierta por mí desde sus primeros principios»); tres libros sobre la mecánica; finalmente, tratados sobre el sonido, las mareas, las canti-

dades continuas y el movimiento de los animales. La nueva física y la nueva astronomía no sólo debían mostrar la verdad copemicana, debían además fun­ dar una nueva ciencia de la naturaleza. A los filósofos librescos y a los profe­ sores, a su «obstinación de víboras», Galileo opone ahora orgullosamente una filosofía propia, y afirma que «ha estudiado más años de filosofía que meses de matemática pura» (ibidem: X, 353). Esta actitud de confianza en sí mismo está relacionada con su traslado a Florencia (que tiene lugar en septiembre de 1611) con el título de «Filósofo y matemático del gran duque». En realidad, y según se desprende de algunos documentos recientes, parece que la decisión de abandonar Padua tuvo conse­ cuencias importantes. Hasta 1992 siempre se había creído que la primera sos­ pecha del Santo Oficio de Roma acerca de Galileo se había planteado en la congregación del 17 de mayo de 1611, cuando se presentó la solicitud explí­ cita de controlar si en el proceso contra Cesare Cremonini se había nombrado a Galileo. Sin embargo, Antonino Poppi ha descubierto nuevos documentos, de cuya lectura se desprende que ya siete años antes, el 21 de abril de 1604, «había sido formalmente denunciado como herético y de costumbres liberti­ nas ante el tribunal inquisitorial de Padua». El denunciante (con toda probabi­ lidad Silvestre Pagnoni, amanuense de Galileo), aun reconociendo que «nun­ ca le he escuchado decir mal alguno de las cosas de la fe», lo acusaba de haber hecho horóscopos para diversas personas, de no ir a misa y de no reci­ bir los sacramentos, de frecuentar a una amante, de leer libros poco edifican­ tes: «He oído de labios de su madre que nunca se confiesa ni comulga, la cual a veces me encargaba que observara si los días de fiesta iba a misa; en vez de ir a misa, iba a visitar a su prostituta Marina veneciana: vive en el Cantón de ponte corbo» (la mujer mencionada es Marina Gamba, de la que Galileo tuvo tres hijos entre 1601 y 1606: Virginia, Livia y Vincenzio). Añadía por último: «Creo que la madre ha acudido al Santo Oficio de Florencia en contra de su hijo, y la maltrata con tremendos insultos: puta, zorra». Si esta última afirma­ ción fuese cierta, la primera denuncia de Galileo al Santo Oficio se remonta­ ría incluso al año 1592. A la vista de estos nuevos documentos resulta indudable que abandonar Pa­ dua no fue una sabia decisión. Frente a las denuncias contra los profesores de Padua, el gobierno de la República de Venecia se había manifestado enérgica­ mente en defensa de los docentes paduanos: «Estas denuncias proceden de al­ mas malévolas y de personas interesadas ... Movidos, pues, por esas fundadísi­ mas razones y por el conocimiento de la difamación que podría caer sobre ese Estudio, y las divisiones y riñas llenas de confusión que podrían originarse en­ tre los estudiantes, os exhortamos a que con vuestra habitual pmdencia proce­ dáis de modo que no se avance más allá en las dichas denuncias». Quizá sea cierto que a base de si no se puede escribir la historia, pero lo que resulta indudable es que la afirmación de Cesare Cremonini adquiere hoy en día un sentido, que antes no era nada claro: «¡Oh, cuánto mejor hubiera si­ do también para el señor Galileo no entrar en este juego de intrigas, y no abandonar la libertad paduana!» (Poppi, 1992: 11, 58-60, 62-63).

La seguridad de Galileo se relaciona asimismo con los acontecimientos posteriores a su traslado a Florencia. En Roma, adonde se dirigió en 1611, había sido recibido triunfalmente: había sido invitado a formar parte de la Accademia dei Lincei; cardenales ilustres, los ambientes jesuíticos y el pro­ pio pontífice Pablo V le habían manifestado su comprensión y aprobación. En diciembre de 1612 Galileo se muestra lleno de confianza y de optimismo. Y sin embargo, precisamente en aquellos años, se estaba fraguando la tor­ menta. Galileo escribe una serie de cartas destinadas a persuadir y a conven­ cer de las nuevas verdades. Pero la controversia sobre la verdad copemicana te­ nía un alcance cultural y «político» enormemente amplio, hasta el punto de que escapaba al optimismo de Galileo. En esos años parece convencido de la posibilidad de una victoria a breve plazo. Ante sí sólo ve la ignorancia y la presunción de todos los demás. No se da cuenta ni de las posturas que iban madurando en algunos círculos eclesiásticos, ni de que su propia actitud con­ tiene implicaciones de carácter general. Oscila entre un exceso de confianza y una tendencia, que jamás le abandonó, al discurso polémico, al artificio retóri­ co y a la capciosidad.

La naturaleza y las Escrituras No le habían faltado advertencias ni invitaciones a la prudencia: «Piénselo bien -le escribe Paolo Gualdo- antes de publicar su opinión como verdadera, porque muchas cosas que pueden decirse en tono de polémica no está bien afirmarlas como verdaderas». En un sermón pronunciado en el convento flo­ rentino de San Marcos el día de difuntos de 1612, el dominico Niccoló Lorini acusó de herejes a los copemicanos. A finales del año siguiente, en Pisa, ante el gran duque y la gran duquesa madre Cristina de Lorena, Benedetto Castelli, discípulo afectísimo y fiel, defiende la doctrina de la movilidad de la Tierra. La resonancia que tuvo la disputa y el temor de perder el favor de la fa­ milia Médicis impulsaron a Galileo a intervenir directamente. La carta a Cas­ telli del 21 de diciembre de 1613 (que tuvo una amplia difusión) aborda de manera explícita el problema de las relaciones entre la verdad de las Escritu­ ras y la verdad de la ciencia. El texto de la Historia y demostraciones sobre las manchas solares, que el príncipe Federico Cesi había hecho imprimir en Roma aquel mismo año de 1613, fue sometido a algunas intervenciones significativas de la censura. Ga­ lileo había escrito que la tesis de la incorruptibilidad de los cielos era una opi­ nión no sólo falsa, sino «errónea y contraria a las indudables verdades de las Sagradas Escrituras, las cuales nos dicen que los cielos y todo el mundo ... han sido generados y son disolubles y transitorios». Los censores eclesiásti­ cos, le había comunicado Cesi, «habiendo aprobado todo lo demás, no acep­ tan esto de ningún modo» (Galileo, 1890-1909: V, 238; XI, 428-429). En el texto que fue finalmente aprobado tras varios intentos, Galileo tuvo que eli­ minar todas las referencias a las Escrituras.

Los decretos de las Escrituras, escribe Galileo en su carta, son absoluta­ mente verdaderos e inviolables, y en ningún caso las Escrituras pueden equi­ vocarse. Sin embargo, pueden errar sus intérpretes, sobre todo en aquellas proposiciones cuya forma depende de las necesidades de adaptación a las ca­ pacidades de comprensión del pueblo judío. En cuanto «al sentido literal de las palabras», muchas proposiciones tienen «apariencia distinta de la verdade­ ra», están adaptadas a las capacidades del pueblo y es preciso que su sentido sea aclarado por doctos intérpretes. Naturaleza y Escritura proceden ambas del Verbo de Dios: la primera como «dictado del Espíritu Santo», la segunda como «fidelísima ejecutora de las órdenes de Dios». Pero mientras que el len­ guaje de las Escrituras está adaptado al entendimiento de los hombres y sus palabras tienen significados diversos, la naturaleza en cambio es «inexorable e inmutable» y no se preocupa de que sus razones y sus modos de actuar «es­ tén o no expuestos a la capacidad de los hombres». En las discusiones que tratan de la naturaleza, las Escrituras «deberían ocupar el último lugar». La naturaleza tiene en sí misma una coherencia y un rigor de los que carecen las Escrituras: «No todo lo que se dice en las Escrituras está sometido a condicio­ nes tan estrictas como los efectos de la naturaleza». Los «efectos naturales» que la experiencia sensible nos ofrece no pueden de ninguna manera «ser puestos en duda por pasajes de las Escrituras que contengan en sus palabras apariencias diferentes». Es obligación de los «sabios comentaristas del texto sagrado» (puesto que naturaleza y Escrituras no pueden nunca contradecirse) «afanarse por encontrar los sentidos verdaderos de los pasajes sagrados», que estén de acuerdo con las conclusiones científicas que el buen juicio o las de­ mostraciones dan por verdaderas. Además, puesto que las Escrituras admiten una serie de interpretaciones alejadas del sentido literal, y además no estamos completamente seguros de que todos los intérpretes estén inspirados por Dios, sería prudente no permitir que nadie utilizara pasajes de las Escrituras para apoyar como verdaderas conclusiones naturales que, en un futuro, se podría demostrar que son falsas. Las Escrituras tienden a persuadir a los hombres de las verdades que son necesarias para su salvación. Pero no es necesario creer que las informaciones que conseguimos mediante los sentidos y la razón nos sean proporcionadas por las Escrituras. La segunda parte de la carta (mucho más breve) está dedicada a demostrar que las palabras del texto sagrado, se­ gún las cuales Dios hizo detener el Sol y prolongó la duración del día (Josué, X, 12), concuerdan perfectamente con el sistema copemicano y no están, en cambio, de acuerdo con el aristotélico-ptolemaico (ibidem: V, 281-288). La difícil maniobra con la que Galileo intentaba dividir a sus adversarios al sostener que la doctrina copemicana estaba más próxima al texto sagrado no eliminaba algunas cuestiones de difícil respuesta. Si la Biblia sólo contie­ ne proposiciones que afectan a la salvación, ¿qué sentido tiene afirmar que el pasaje de Josué «nos demuestra claramente la falsedad y la imposibilidad del mundano sistema aristotélico y ptolemaico»? Desde el momento en que el lenguaje riguroso de la naturaleza se oponía al lenguaje metafórico de la Bi­ blia, ¿acaso los filósofos naturales no se convertían en intérpretes autoriza­

dos de ese lenguaje? En calidad de lectores e intérpretes del libro de la natu­ raleza, que está escrito por Dios, ¿no deben también indicar a los intérpretes de las Escrituras qué «sentidos» concuerdan con las verdades naturales? Y en ese caso, ¿no acaban invadiendo necesariamente el campo reservado a los teólogos? Muchos creyeron que la sólida unión entre teología y filosofía natural, que desde hacía siglos parecía garantizar a la Iglesia su función de guía de las conciencias y de la cultura, estaba irremediablemente destrozada. En la denuncia presentada el 7 de febrero de 1615, Niccoló Lorini, a pesar de tra­ ducir en un lenguaje burdo y aproximado las tesis copernicanas y galileanas, captaba con precisión algunos puntos: en su carta a Castelli, «que circula de mano en mano», Galileo ha afirmado que en las controversias sobre los efectos naturales «las Escrituras deben ocupar el último lugar», que sus comentaris­ tas yerran a menudo, que las Escrituras «no deben inmiscuirse en otros asun­ tos que no sean los artículos concernientes a la fe», que en las cosas natura­ les «tiene más fuerza el argumento filosófico o astronómico que el sagrado y el divino» (ibidem: XIX, 297-298). El cardenal Bellarmino también insistirá, en 1615, en el hecho de que las conclusiones del Concilio de Trento prohí­ ben el comentario de las Escrituras «en contra del consenso común de los Santos Padres». Todos los Padres y todos los comentarios modernos sobre el Génesis, los Salmos, el Eclesiastés y el libro de Josué «coinciden en exponer ad literam que el Sol está en el cielo y gira alrededor de la Tierra con gran velocidad y que la Tierra está muy alejada del cielo y se encuentra en el cen­ tro del mundo inmóvil». La Iglesia no puede permitir que se dé a las Escri­ turas un sentido «contrario a los Santos Padres y a todos los comentaristas griegos y latinos» (ibidem: XII, 171-172). Galileo luchaba por conseguir la separación entre las verdades de la fe y las que procedían del estudio de la naturaleza. Pero no hay que olvidar que Galileo se movía también en un terreno mucho más resbaladizo: buscaba en las Escrituras una confirmación de las verdades de la nueva ciencia. En una carta escrita a Piero Dini el 23 de marzo de 1614, Galileo se basa en el tex­ to del Salmo 18, que el propio Dini le había señalado como uno de los pasa­ jes considerados «más contrarios al sistema copernicano (ibidem: V, 301). «Dios puso en el Sol su tabernáculo...»: comentando este texto y apuntando significados «congruentes» con las palabras del profeta, Galileo presenta te­ sis típicamente platónicas y «ficianas». Una sustancia «sumamente brillante, tenue y veloz», capaz de penetrar en cualquier cuerpo sin oposición, tiene su sede principal en el Sol. Desde allí se esparce por todo el universo y ca­ lienta, vivifica y toma fértiles a todas las criaturas vivientes. La luz, creada por Dios el primer día, y el espíritu fecundante se han unido y fortalecido en el Sol, situado por ello en el centro del universo, y desde allí se difunden nuevamente. El Sol es «el punto de concurrencia en el centro del mundo del calor de las estrellas» y, como fuente de vida, lo compara Galileo con el co­ razón de los animales, que continuamente regenera los espíritus vitales (ibi­ dem: V, 297-305).

Galileo pretende demostrar con estas palabras que en los textos bíblicos se encuentran algunas verdades del sistema copemicano. En la Biblia estaría in­ cluido el conocimiento de que el Sol está en el centro del universo y de que la rotación que realiza alrededor de sí mismo es la causa del movimiento de los planetas. El salmista conoce una verdad fundamental de la astronomía moder­ na: no se le ocultaba, escribe Galileo, que el Sol «hace girar a su alrededor to­ dos los cuerpos móviles del mundo» (ibidem: V, 304). Desde el momento en que Galileo utiliza toda su habilidad dialéctica para hallar en el texto sagrado una confirmación de la nueva cosmología, se arries­ ga a comprometer el valor de su tesis de carácter general, que establece una ri­ gurosa distinción y separación entre el campo de la ciencia y el de la fe, entre la investigación acerca de cómo «va el cielo» y cómo «se va al cielo» (ibidem: V, 319).

Las hipótesis y el realismo Galileo nació un año después de la clausura del Concilio de Trento (1563). La Professio fidei tridentinae había establecido el 13 de noviembre de 1564 unas rígidas fronteras entre herejía y ortodoxia. En 1592 Francesco Patrizi había sido condenado por haber sostenido la existencia de un solo cielo, la rotación de la Tierra, la vida y la inteligencia de los astros y la existencia de un espa­ cio infinito por encima del mundo sublunar. En el espacio de diez años (du­ rante el pontificado de Clemente VIII) habían sido condenadas al índice las obras Nova philosophia del propio Patrizi, De rerum natura de Telesio y toda la obra de Bruno y de Campanella; se habían iniciado procesos contra Giambattista Della Porta y Cesare Cremonini; Francesco Pucci había sido condena­ do a muerte, Tommaso Campanella había sido encarcelado y a Giordano Bru­ no lo habían quemado en la hoguera. El 20 de diciembre de 1614 el dominico Tommaso Caccini, en un sermón en Santa Maria Novella, calificó de herética la opinión de Copémico y de quienes pretendían corregir la Biblia. Arremetió contra «el arte diabólico de las matemáticas» y contra esos matemáticos instigadores de herejías, que deberían haber sido expulsados de cualquier estado cristiano. En los primeros meses de 1615, cuando ya Galileo había sido formalmente denunciado al Santo Oficio por afirmaciones «sospechosas y temerarias» contenidas en la carta a Castelli, aparecía en Nápoles una Carta del M.R.P. Paolo Antonio Foscarini carmelita sobre la opinión de los pitagóricos y de Copémico, en la que se defendía la tesis de una concordancia entre el sistema copemicano y las verdades de la Biblia. La reacción del cardenal Bellarmino ante este intento se refleja en un documento de gran importancia. Foscarini y Galileo, afirma Bellarmino, de­ berían contentarse prudentemente con moverse en el terreno de las hipótesis. Está «muy bien dicho y no hay peligro alguno» en afirmar que, suponiendo que la Tierra se mueva y el Sol esté inmóvil, se «salvan las apariencias» me­ jor que con el sistema tradicional, pero afirmar que realmente el Sol está en el

centro del mundo y la Tierra se mueve «es algo peligroso, que no sólo puede irritar a todos los filósofos y teólogos, sino que incluso puede perjudicar a la Santa Fe, al dar por falsas las Sagradas Escrituras» (ibidem: XII, 171). El jesuita Roberto Bellarmino (1542-1621), que había sido nombrado car­ denal por Clemente VII en 1598 y que era uno de los más cultos y prestigio­ sos personajes de la Iglesia de la época, retomaba la tesis, presente ya en Sim­ plicio, en Juan Filipón y en Tomás de Aquino, de que la astronomía es pura «matemática» y puro «cálculo», una construcción de hipótesis de las que ca­ rece de importancia afirmar si corresponden o no al mundo real. En la Edad Moderna esta tesis la retomó Andreas Osiander en su prólogo anónimo al De revolutionibus de Copémico. Contra estas afirmaciones se había rebelado vio­ lentamente Giordano Bruno. Kepler también había afirmado que eran «fal­ sos» los principios de Ptolomeo y «verdaderos» los de Copémico. En este punto Galileo se muestra de acuerdo con Bruno y con Kepler. A la astronomía pura él opone la filosofía, a la pura elaboración de hipótesis, la des­ cripción de la realidad de las cosas. La investigación de Copémico no le parece un medio para llegar a cálculos conformes a la observación, sino un discurso que concierne a la «constitución de las partes del universo in rerum natura» y a la «verdadera constitución de las partes del mundo». Según afirma Galileo, Co­ pémico considera que el sistema ptolemaico no corresponde a la realidad: «El convencimiento de que Copémico no consideraba verdadera la movilidad de la Tierra sólo podría darse, en mi opinión, en aquellos que no lo hubieran leído ... Según mi parecer, él no es capaz de moderación, puesto que el punto más im­ portante de su doctrina y el fundamento universal es la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol: o hay que condenarlo completamente o dejarlo como es­ tá» (ibidem: V, 299).

La conderfa de Copémico En diciembre de 1615 Galileo se encuentra en Roma y reanuda la polémica. En la carta a Cristina de Lorena expone de nuevo, de forma más amplia, los argumentos que ya estaban expuestos en la carta a Castelli. En 1616 escribe en forma de carta al cardenal Alessandro Orsini el Discurso sobre el flujo y el reflujo de las mareas, que posteriormente aparecerá refundido en la cuarta parte del Diálogo sobre los sistemas máximos. Pero sus proyectos y sus ilu­ siones se verán interrumpidos muy pronto. El 18 de febrero los teólogos del Santo Oficio examinan la doctrina copemicana en la formulación rudimenta­ ria que les había sido entregada por Caccini. Una primera proposición, «que el Sol sea el centro del mundo, y por consiguierífe inmóvil de movimiento lo­ cal», era declarada por el Santo Oficio «necia y absurda desde el punto de vis­ ta filosófico y formalmente herética, puesto que contradice expresamente las sentencias de las Sagradas Escrituras». Una segunda proposición, «que la Tie­ rra no esté en el centro del mundo ni inmóvil, sino que se mueva por sí mis­ ma también con un movimiento diurno», parecía merecer «desde el punto de

vista filosófico, la misma censura que la primera; en cuanto a la verdad teoló­ gica, es al menos errónea respecto a la fe». Pablo V había dispuesto que se advirtiera a Galileo que abandonara la doctrina copemicana. En caso de que se negara, le sería impuesta ante un no­ tario y testimonios la orden (o precepto) de renunciar a la doctrina censurada y de abstenerse de tratar de ella. La distinción entre advertencia y precepto es importante, porque en ella se basarán la acusación y la condena de 1633. El 26 de febrero Galileo fue convocado por el cardenal Bellarmino. El acta de aquella sesión, que no lleva las firmas de los demandados y tiene trazas de ser un borrador, refiere que Galileo fue advertidrfy que inmediatamente después («successive et incontinenti»), en nombre del pontífice y de toda la congrega­ ción del Santo Oficio, le fue ordenado que «abandonara completamente dicha opinión, que no la aceptara, defendiera ni enseñara en modo alguno («quovis modo») con palabras o con escritos». En las trágicas jomadas del segundo proceso, Galileo considerará estos términos «completamente nuevos y como inauditos». Muchos historiadores coinciden en considerar que aquella acta no correspondía a la realidad. El 3 de marzo, tras la sumisión de Galileo, salía el decreto de condena de la Sagrada Congregación del índice, que prohibía los libros de Copémico has­ ta que fuesen corregidos. El mismo decreto condenaba también y prohibía la obra del padre Foscarini, y prohibía todos los libros en 1