El mundo social y cultural de La Celestina 9783964566102

Recopila las ponencias del simposio homónimo en el que 16 especialistas analizan el proceso de cambio cultural en la Esp

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El mundo social y cultural de La Celestina
 9783964566102

Table of contents :
ÍNDICE
PRÓLOGO
CAMBIO SOCIAL EN LA CELESTINA Y LAS IDEAS JURÍDICO-POLÍTICAS EN LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
ENTRE LA PARODIA DE LA ORACIÓN Y EL EQUÍVOCO RELIGIOSO: NUEVAS INTERTEXTUALIDADES DE LA CELESTINA CON LA NOVELA CATALANA
RISA, RELIGIOSIDAD Y EROTISMO EN LA CELESTINA
UNA APROXIMACIÓN A LAS RELACIONES ENTRE LA CULTURA NOBILIARIA Y EL MUNDO CLÁSICO
¿ES UNA OBRA MAESTRA? LECTURA INGENUA DE LA CELESTINA
LA AMBIGÜEDAD DEL ELEMENTO MÁGICO EN LA CELESTINA
LA CELESTINA ENTRE LITERATURA CANCIONERIL Y ARCHIVOS JUDICIALES
«NI CON EL MÁS RICO DEL MUNDO». LA QUIEBRA DE LAS ESTRATEGIAS MATRIMONIALES EN EL ANTIGUO RÉGIMEN
LAS MANCEBAS EN ARAGÓN A FINES DE LA EDAD MEDIA
EL PLACER DE LA MIRADA: VOYEURISMO, FETICHISMO Y LA MOVILIZACIÓN DEL DESEO EN CELESTINA
LA TORRE DE PLEBERIO Y LA CIUDAD DE LA CELESTINA (UN MOSAICO DE INTERTEXTUALIDADES ARTÍSTICO-LITERARIAS... Y ALGO MÁS)
GERARDA, LA MÁS DISTINGUIDA DESCENDIENTE DE CELESTINA
CELESTINA EN LA SOCIEDAD DE FINES DEL XV: PROTAGONISTA, TESTIGO, JUEZ, VÍCTIMA
SOBRE EL CRÉDITO Y EL DESCRÉDITO DE LOS PERSONAJES EN LA CELESTINA Y LA ACTITUD DE SUS AUTORES ANTE EL LENGUAJE
«VOLVED YA LAS RIENDAS, PORQUE NO OS PERDÁIS»: LA TRANSFORMACIÓN DE LOS COMPORTAMIENTOS MORALES EN LA ESPAÑA DEL XVI
EL LEGADO DE LA CELESTINA EN EL ARETINO ESPAÑOL: FERNÁN XUÁREZ Y SU COLLOQUIO DE LAS DAMAS

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Ignacio Arellano y Jesús M. Usunáriz (eds.)

El mundo social y cultural d e La

Celestina

EL MUNDO SOCIAL Y CULTURAL DE LA CELESTINA Actas del Congreso Universidad

Internacional,

de Navarra, junio,

2001

IGNACIO ARELLANO Y JESÚS M. USUNÁRIZ (EDS.)

Iberoamericana • Vervuert • 2009

Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek. Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at h t t p : / / d n b . d d b . d e

Agradecemos a la Fundación Universitaria de Navarra y al Banco Santander Central Hispano su ayuda para la edición de este libro.

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, reimpresión 2009 A m o r de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: + 3 4 91 429 35 22 Fax: + 3 4 91 429 53 97 [email protected] www. ibero-americana. net © Vervuert, reimpresión 2009 Elisabethenstr. 3 - 9 - D - 6 0 5 9 4 Frankfurt am Main Tel.: + 4 9 69 597 46 17 Fax: + 4 9 69 597 87 43 [email protected] www. ibero-americana. net ISBN 978-84-8489-460-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-481-6 (Vervuert) Primera edición: 2003.

Depósito Legal: SE-1967-2009 Cubierta: Marcelo Alfaro Ilustración: Vieja usurera, 1638. J. de Rivera. © Museo del Prado, Madrid Impreso en España por Publidisa Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

ÍNDICE

PRÓLOGO

7

Consolación Baranda C a m b i o social e n La Celestina y las ideas jurídico-políticas e n la Universidad de Salamanca

9

Rafael Beltrán Entre la parodia de la oración y el equívoco religioso: nuevas intertextualidades de La Celestina con la novela catalana ...

27

Fernando Cantalapiedra Erostarbe, Risa, religiosidad y erotismo en La Celestina

45

Adolfo Carrasco Martínez U n a aproximación a las relaciones entre la cultura nobiliaria y el m u n d o clásico

71

Francisco Crosas ¿Es una obra maestra? Lectura ingenua de la Celestina

93

Juan M . Escudero La ambigüedad del elemento mágico en La Celestina

109

Jacqueline Ferreras La Celestina entre literatura cancioneril y archivos judiciales

129

R o c í o García Bourrellier «Ni con el más rico del mundo». La quiebra de las estrategias matrimoniales e n el Antiguo R é g i m e n

155

6

EL M U N D O SOCIAL Y CULTURAL DE LA

CELESTINA

María del C a r m e n García Herrero Las mancebas en Aragón a fines de la edad media

171

E. Michael Gerli El placer de la mirada: voyeurismo, fetichismo, y la movilización del deseo en Celestina

191

Ángel Gómez M o r e n o La torre de Pleberio y la ciudad de La Celestina (un mosaico de intertextualidades artístico-literarias... y algo más)

211

Donald McGrady Gerarda, la más distinguida descendiente de Celestina

237

Emilio de Miguel Martínez Celestina en la sociedad de fines del xv: protagonista, testigo, juez, víctima

253

Carlos Mota Placencia Sobre el crédito y el descrédito de los personajes en La Celestina y la actitud de sus autores ante el lenguaje

273

Jesús M. a Usunáriz «Volved ya las riendas, porque no os perdáis»: la transformación de los comportamientos morales en la España del xvi

295

AnaVian Herrero El legado de La Celestina en el aretino español: Fernán Xuárez y su Colloquio de las damas

323

PRÓLOGO

En 1964 José Antonio Maravall analizaba, en el marco de la historia cultural y de la interpretación sociológica, el contenido de La Celestina de Fernando de Rojas (1499?). E n el prólogo a la primera edición de su obra El mundo social de la Celestina, Maravall abogaba por una aproximación —«siempre fecunda y esclarecedora»— de la historia hacia las obras literarias escritas en los albores de la época m o derna. Fue precisamente la necesidad de comprender el complejo proceso de cambio cultural en la España del Renacimiento, la que nos e m p u j ó a asomarnos a una obra literaria c o m o La Celestina, tan rica en matices, en perspectivas y en personajes tan imaginarios c o m o reales. Sobre todo porque su contenido, c o m o el de las grandes obras maestras, respondía, en muchos casos, a las realidades sociales, económicas y mentales de su tiempo. Pero tal aproximación debía hacerse n o desde un único p u n t o de vista. Maravall, de nuevo, lo venía a resaltar en el prólogo a la segunda edición de su citada tesis: «Confieso que siento un gran interés [...] por todo trabajo de investigación e interpretación en el campo de la Historia que, sirviéndose de una articulación de puntos de vista propios de diferentes ciencias sociales y humanas, ponga de relieve la conexión, sistemática y lógicamente fundada de las mismas. C r e o que en el estudio, con u n sentido de interdependencia, de los temas de nuestras disciplinas, desde enfoques en los que participen varias de ellas, está su futuro científico, si algún día este último adjetivo ha de poderles ser aplicable» (p.l 1). Este ha sido, en gran parte, el objetivo del Simposio El mundo social y cultural en la época de La Celestina, celebrado los calurosos días de 21 y 22 de j u n i o del 2001: la colaboración de primeros especialistas,

8

EL MUNDO SOCIAL Y CULTURAL DE LA

CELESTINA

guiados por el afan del intercambio, de la reflexión intelectual desde campos e intereses diversos y, al mismo tiempo, afines y complementarios. Se analizaron así nuevas visiones del contenido de la obra de Rojas, de las dudas que, aún hoy, despierta su texto entre los críticos, de su influencia en la literatura de su tiempo... Pero, a lo largo de las sesiones del simposio, compartieron espacio vital la obra literaria y el tiempo histórico: la risa de los personajes celestinescos convivió con las reflexiones sobre la concepción y el ejercicio de la justicia; el erotismo que inunda sus páginas con la magia de las recetas nigrománticas; los raptos cómplices de jóvenes casaderas con las mancebas institucionalizadas; las alcahuetas perversas con terceras de segunda; la cultura nobiliaria compartiendo hercúleos privilegios con la mala vida de los bajos fondos; el amor ciego con el odio desatado, la muerte vil y la muerte justiciera. En definitiva, apareció ante nosotros, filólogos e historiadores, algo tan contemporáneo como una sociedad en crisis, una sociedad agónica, en lucha frente a sus propias contradicciones. Las páginas que siguen son el fruto de aquellas contribuciones. Pero para que todo esto pudiera transmitirse, nosotros, como Rojas, también somos obligados a pagar las «muchas mercedes» recibidas de la «libre liberalidad» de personas e instituciones. Pía D'Ors, secretaria del Departamento de Historia, hizo posible — c o m o siempre— que la reunión transcurriera en un magnífico ambiente. La financiación de este simposio internacional ha contado con la generosa colaboración de instituciones como la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, y, especialmente, de la Dirección General de Universidades y Política Lingüística del Gobierno de Navarra, así como la Fundación Universitaria de Navarra y el Banco Santander Central Hispano, que apoyan habitualmente los proyectos del G R I S O . La amable presencia de especialistas venidos de diferentes países y de diversas universidades españolas dispuestos a compartir sus conocimientos e investigaciones, hizo especialmente grata la celebración de este coloquio. A todos ellos, nuestro más sincero agradecimiento.

Pamplona a 26 de septiembre de 2001 I. Arellano y J. M . Usunáriz

C A M B I O SOCIAL E N LA CELESTINA Y LAS IDEAS J U R Í D I C O - P O L Í T I C A S E N LA U N I V E R S I D A D D E SALAMANCA

Consolación Baranda Universidad Complutense

La Tragicomedia no ofrece solamente una suma de pasiones y conflictos individuales, sino un entramado social marcado por el desorden, reflejo -—a mi modo de ver— del caos cósmico descrito en el prólogo heracliteo 1 . La mayoría de sus personajes practican la transgresión como norma de comportamiento, sin ápice de respeto por las convenciones que rigen el discurrir de la vida social. Casi todos ellos ponen en evidencia su incapacidad para conducir ordenadamente sus vidas; ni las máximas estoicas ni las florecillas de filosofía o el temor al más allá sirven de freno a sus pasiones, pasiones que generan un desorden social. La adhesión expresa de Rojas al texto de Heráclito — m e refiero a «Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla dice aquel gran sabio Heráclito en este modo: 'Omnia secundum litem fiunt', sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable memoria» 2 — puede ser interpretada en relación con su dedicación profesional. Lo hizo en su momento Arce de Otálora, prestigioso j u rista, oidor en las Audiencias de Granada y Valladolid, autor de los Coloquios de Palatino y Pinciano, cuando este último afirma: «Baste... y

1

Esta comunicación es parte de un trabajo más amplio sobre «La Celestina y el m u n d o c o m o conflicto». 2 Rojas, La Celestina, ed. Lobera et al., p. 15. Todas las citas son de esta edición. El subrayado es mío.

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CONSOLACIÓN BARANDA

os he mostrado c ó m o los pleitos no se pueden escusar entre los h o m bres, quia omnia in lite jacta sunt. Nuestra madre Celestina lo dice en romance, que "todas las cosas son hechas a manera de contienda". Para pleitos son necesarios abogados...» 3 . Para u n jurista el término lis tiene una acepción técnica muy precisa, pues la contienda es el soporte de su actividad profesional y ve en el derecho un marco capaz de limitar las manifestaciones de los i n controlados comportamientos individuales más perturbadores para la convivencia social. C o m o decía Alfonso de Segura en una carta dirigida el año 1501 a M a r i n e o Sículo: «Hay en el Derecho Civil una justicia santa que, si los juristas no la impiden, no sólo n o nos c o n ducirá a la destrucción, c o m o se piensa comúnmente, sino que nos levantará a empresas mejores... Está preñada de dignidad en el hablar; pues digo que las leyes están preñadas cuando llevan consigo tantas y tan variadas finalidades»4. Efectivamente, c o m o veremos, el objetivo de la ley humana es el bien de la comunidad, por eso no le corresponde reprimir todos los vicios, sino aquellos que perturban la paz de la república. Es conocida la importancia del e n t o r n o salmantino para la c o m prensión de La Celestina. Obras c o m o la Repetición de amores de Luis de Lucena, condiscípulo de Rojas, el Tratado de cómo al hombre es necesario amar, atribuido al Tostado, las lecturas de Terencio, el influjo de la comedia humanística (otro compañero, Quirós, edita en 1501 la Philodoxeos Fabula de Alberti), etc., son imprescindibles para explicar bastantes aspectos de la Tragicomedia. También conocemos el peso de la competencia jurídica de Rojas en muchos aspectos de su obra fundamentalmente a través de los estudios de Bermejo, Russell, Corfis y Botta 5 ; en su mayoría, el p u n t o de partida es la obra del anónimo comentarista del texto en el siglo XVI.

Pero sabemos bastante menos acerca de los estudios de derecho en la Universidad de Salamanca a finales del siglo xv.

3

Arce de Otálora, Coloquios

4

Gilman, 1978, pp. 2 9 9 - 3 0 0 y n. 74. B e r m e j o Cabrero, 1977; Russell, 1 9 7 6 , pp. 1 7 5 - 1 9 3 ; Corfis, 1989; Botta,

5

1991.

de Palatino y Pinciano, p. 7 4 0 .

CAMBIO SOCIAL E N LA

CELESTINA

11

Para este trabajo, he tenido en cuenta una observación de A. Alcalá sobre el posible interés del estudio de las ideas ético-jurídicas de quienes pudieron ser profesores de Rojas en el último decenio del siglo xv. Entre ellos menciona al «humanista Fernando de R o a , el cual entre otros tratados publicó uno De felicítate», y añade: «Es muy probable que se trate de un tratadito rutinario y farragoso, al modo de la baja escolástica, pero su estudio arrojaría, sin duda, buena luz sobre la marcha de las ideas ético-jurídicas en este período tan conflictivo...» 6 . La intuición de A. Alcalá parece atinada, pues existen múltiples coincidencias entre los planteamientos de R o a y los de Rojas, que afectan a aspectos generales de la Tragicomedia. Fernando de R o a no fue un profesor cualquiera. O c u p ó la cátedra de filosofía moral en la Universidad de Salamanca desde julio de 1473 hasta el año 1494, en el que le sucede Alfonso de Valdivielso7. Fue durante años compañero de magisterio de Pedro Martínez de Osma, «el nombre más ilustre entre los heterodoxos españoles de la Edad Media», en palabras de Menéndez Pelayo8. A raíz de las denuncias contra una obra de Osma titulada De Confessíone, se celebró una Junta de Teólogos convocada por el arzobispo de Toledo, Alfonso de Carrillo, en mayo de 1479; entre quienes dieron pareceres más benignos acerca de este libro figura R o a , pues no consideró herética ninguna de sus proposiciones. Esta actitud benevolente llevó a afirmar a D. Marcelino: «También es sospechoso este comprofesor de Pedro de Osma». La Junta se saldó con el mandato de abjuración, el destierro de Osma de Salamanca durante un año y la orden de quemar el libro. Los ecos de estos sucesos y de la consiguiente quema pública del tratado «seguían siendo objeto de comentario catorce años más tarde» según Gilman 9 . Sin embargo el prestigio académico de Pedro de Osma no fue anulado por ellos, —conocemos los elogios dedicados por Nebrija—, ni tampoco lo fue la devoción de R o a ,

6

Alcalá, 1977, p. 49, n. 62. Para la biografía de R o a ver Castillo Vegas, 1987, pp. 11-29. Del mismo autor, el resumen de su tesis doctoral, 1985. 8 Menéndez Pelayo, 1986,1, p. 566. Los datos sobre Pedro de Osma proceden de las páginas 566-582. 9 Gilman, 1978, p. 297. Según Castillo Vegas (1987, pp. 24-25) el castigo no fue excesivamente severo gracias a la presión de sus amigos, ya que la procesión no se celebró en Salamanca dentro del estudio, c o m o pretendían algunos de los 7

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CONSOLACIÓN BARANDA

quien haría una edición postuma de otra de las obras de Osma en 1496: In ethicorum aristotelis libros. Por su parte, Fernando de R o a es autor de unos extensos Commentarli in Politicorum libros Aristotelis cum tribus eiusdem suavissimis repetitionibus, editados por su discípulo Martín de Frías (Salamanca, Juan de Porras, 1502); las repeticiones añadidas al final son: De servo et domino, De iustitia et iniustitia y De felicitate, las tres redactadas entre 1482 y I486 1 ". Es más que probable que estas tres repeticiones circulasen en la Universidad antes de la impresión del libro y que, dado su asunto, interesasen especialmente a estudiantes de derecho, c o m o Rojas. El texto sobre la felicidad, al que aludía A.Alcalá, p o n e de relieve la distancia que media entre los planteamientos humanistas y el m u n d o académico, diferencia condicionada en parte por ser el marco genérico de la repetitio m u c h o más rígido que el del diálogo, la forma preferida por los humanistas para tratar sobre la felicidad. D e la obra de R o a destaca su rigor, la abundancia de f u e n t e s m e n c i o n a d a s ( j u n t o a Aristóteles, Boecio, Cicerón, están también Escoto, Alberto Magno, Averroes, etc.), la búsqueda sistemática de contradicciones entre los autores citados e incluso dentro de la obra del mismo autor; pero p o r e n cima de todo llama la atención la ausencia de miras trascendentes, pues se plantea el asunto en términos exclusivamente seculares; por ello sus conclusiones se alejan por completo de las habituales en los diálogos sobre la vida beata o la felicidad. Mientras los humanistas acostumbran a concluir que sólo en la contemplación de Dios, tras la muerte, será posible la felicidad, R o a termina con la inesperada afirmación de que la conclusión n o es scita, sed opinata; resulta en su opinión imposible llegar a demostrar en qué consiste la felicidad, porque las razones de unos y otros autores non sunt demonstrationes, sed solubiles et probabiles radones, y ex solubilibus et probabilibus argumentis non potest concludi conclusio necessaria et scibili (fol. XII). Ante la imposibilidad de llegar a una conclusión cierta, parece imponerse el eclecticismo; lo primordial — d i c e — es adaptarse a las circunstancias. El interés exclusivo por el m u n d o de tejas abajo j u n t o a su pragmatismo, su defensa de que la forma más ade-

adversarios de Osma; aunque se quemaron los ejemplares del libro condenado, no se hizo otro tanto con la cátedra desde la cual había ejercido su magisterio. 10 Castillo Vegas, 1987, p. 143. En la Biblioteca de la Universidad de Salamanca se conserva un ejemplar subrayado y anotado por Hernán Núñez (Castillo Vegas, 1987, pp. 196-197).

CAMBIO SOCIAL EN LA CELESTINA

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cuada de conseguir la felicidad depende de la ocasión concreta, están sin duda relacionados con sus preocupaciones jurídico-políticas. En el índice final se llega a afirmar felicitas est summum bonum civiíatis. Estas ideas adquieren más sentido a la luz de otra de las repeticiones: De iustitia e iniustitia. En ella hay una mayor preocupación didáctica, ofrece una serie de principios básicos expresados en forma de lección escolar, sin polemizar en los temas y apoya sus razonamientos preferentemente en la autoridad de Santo Tomás. Es aquí donde se trata por extenso sobre la virtud, asunto ignorado en relación con la felicidad, porque R o a ve en la justicia legal la virtud más perfecta, por encima de las demás virtudes morales, debido a que no sólo hace bien al hombre en sí, sino en relación con el bien común: «quod inter alias proprietates iusticie legalis una et potissima ipsius est, quod est perfecta immo perfectissima virtus, cuius causa est quia non solum hominem perficit in se verum etiam in ordine ad alium idest ad bonum commune...» (fol. 6r). Considera, con Santo Tomás, que la justicia tiene una doble dimensión, personal y colectiva, porque «cualquiera que no fuese ciego» —dice— podría ver que la justicia está asociada al dirigir y regular los afectos de los cuales podría venir un daño a nuestro prójimo. Eso sí, su alcance es limitado, ya que la justicia legal no aspira a reprimir todos los vicios, sino aquellos que puedan causar un daño a otros, los que atentan contra la conservación de la sociedad humana o conmueven toda la ciudad. Desde luego, como afirmará años después Francisco de Vitoria, las leyes no se ocupan de cosas tales como la fornicación 11 . Ninguna de sus ideas es original, pero adquieren especial fuerza aplicadas al momento histórico vivido por el autor, remiten a la situación de desorden social sufrida por las ciudades castellanas y a la necesidad de imponer un control legal sobre los desmanes personales que R o a concreta en el estamento nobiliario: «quoniam quamuis nobilitas per se sit laudabilis per accidens tamen est nociva, nam nobiles communiter sint superbi iniurosi et alios contemnentes»n. Las ideas políticas de R o a están en la misma línea; aboga por el gobierno de los ciudadanos óptimos, para él aquellos que tienen un nivel económico medio, lo cual les permite estar libres tanto de la

11 12

Vitoria, La ley, p. 75. In politicorum libros... fol. 96r. Cit. por Castillo Vegas, 1987, p. 80, n. 167.

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prepotencia del rico, como de la indignidad que atribuye a los p o bres. En definitiva, si bien comparte los lugares más comunes del derecho, destaca la vinculación que establece entre los principios legales y la situación contemporánea, su exclusiva preocupación por la dimensión social de la vida, no por el más allá, y su insistencia en que la justicia es el mejor instrumento — p o r eso es la virtud más perfecta— para frenar los desmanes que afectan al conjunto de la sociedad. Pienso que en la Tragicomedia se pueden ver reflejados los mismos puntos de vista; de ser así, Rojas no estaría «cansado de obedecer las leyes», en expresión de Américo Castro 13 , sino todo lo contrario, a favor de la renovación legal impulsada por la monarquía con el apoyo de buena parte de los juristas contemporáneos. Parece ocioso a estas alturas mencionar el comentado realismo de La Celestina; no cabe duda de que es la obra más realista de su época, pues remite a los lectores a un tiempo y un espacio que inmediatamente reconocerían como compartidos. Pero como sucede con cualquier texto calificado de realista el autor ha acotado previamente una parcela de la realidad, en esa medida la ha manipulado a su conveniencia, lo cual proporciona pistas de importancia acerca de sus intenciones. En este caso, la selección es bastante peculiar, pues se limita a relacionar a los estamentos más altos del colectivo urbano (la aristocracia y, claro está, a otro nivel sus criados) con los grupos marginales: prostitutas, alcahuetas y rufianes. N o cabe duda de que unir en la ficción estos dos polos del espectro social con verosimilitud es uno de los logros artísticos del texto, pero esta habilidad no debe enmascarar el hecho de que Rojas hace una comedia o tragicomedia urbana y olvida en ella por completo al grueso de los grupos ciudadanos, a quienes realmente formaban el entramado urbano y le daban sentido de tal. Laderp Quesada afirma que «quien quisiera imaginarse cómo era la sociedad castellana al filo del año 1500 le-

13

Américo Castro parte de una afirmación que comparto: «para el abogado Rojas el caos tomaba la forma de un litigio, de un ininterrumpido entrechoque en todos sus puntos y momentos», para llegar a una conclusión cuanto menos discutible: «El fondo constante y perdurable de los litigios eran las leyes, las que Fray Alonso de Castrillo y millares y millares con él estaban cansados de obedecer. La vida española, para los conversos que conscientemente la vivían era un perenne y disparatado caos». Castro, 1963, p. 70.

CAMBIO SOCIAL EN LA

CELESTINA

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yendo sólo La Celestina, obtendría escasos resultados aun contando con la mayor capacidad de inferencia imaginable»14. De hecho, el colectivo urbano existe sólo por referencias, a modo de telón de fondo que crea la ilusión de esa ciudad castellana innominada. De unas palabras de Pármeno inferimos la existencia de un artesanado: «Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos; carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cántanla los zapateros y peinadores, tejedores, labradores en las huertas...» (53). Aparece mencionado en varias ocasiones un amplio elenco del clero: «lo que en sus cuentas reza... y qué despenseros le dan ración... y qué canónigo es más franco». Celestina recuerda con añoranza su variada clientela clerical que incluye abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes, sin hacer de menos a los curas sin renta. Es notoria también la existencia en esa ciudad de otros caballeros, de autoridades municipales como el alguacil y su gente, y el juez. En fin, no faltan alusiones a estudiantes, ni al mesonero de la plaza o al hortelano Mollejas. El desorden social presentado por la Tragicomedia afecta exclusivamente a dos estamentos, no al común de los ciudadanos ajenos a la trama, los mediocres en palabras de Roa. La perspectiva antinobiliaria de Rojas es más que evidente15; la caracterización de Calisto no deja lugar a dudas, pero no salen mejor parados ni Melibea —por más simpatías que despierte en el lector moderno— ni sus padres. El comportamiento de Melibea con Calisto es muy parecido al de la prostituta Areúsa con Pármeno. Los padres, además de descuidar notoriamente sus obligaciones paternas, están cegados por la vanidad de su alto estado: «¿Quién rehuiría nuestro parentesco en toda la ciudad?» pregunta Pleberio; Alisa lo tiene claro: «Antes pienso que faltará igual a nuestra hija, según tu virtud y tu noble sangre, que no sobrarán muchos que la merezcan» (294-295). Pero los criados y Celestina salen tan malparados en la obra como los personajes nobles, el rasgo que define su comportamiento es la ruindad, según el texto. Cuando Sempronio se asombra ante la sagacidad de Celestina, comenta: «No sé quién diablos le enseñó tanta

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Ladero Quesada, 1990, p. 97. Whinnom, 1981.

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ruindad», la explicación de Pármeno es concluyeme: «La necesidad y pobreza, el hambre, que no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y avivadora de ingenios» (203). Es habitual la asociación entre necesidad e ingenio, pero esta relación entre la necesidad y la ruindad es menos frecuente; se encuentra, por ejemplo, en el Viaje de Turquía, donde en un momento dado Mátalascallando cita el refrán «La pobreza no es vileza» y desata la ira de Pedro de Urdemalas, que responde: «Maldiga Dios el primero que tal refrán inventó y el primero que le tuvo por verdadero... Porque es la mayor mentira que de Adán acá se ha dicho ni formado; antes no hay mayor vileza en el mundo que la pobreza y que más viles haga los hombres» 16 . Hay quienes ven en la actitud antinobiliaria de Rojas la manifestación de un sentimiento igualitario debido al resentimiento propio de los conversos contra los cristianos viejos 17 . Pero esto no explicaría por qué sus dardos se dirigen también con igual fuerza contra los menos favorecidos; además también encontramos críticas similares en escritores sin sospecha de tal origen. Basta leer, por ejemplo, el prólogo de Gabriel Alonso de Herrera a su Obra de agricultura, redactada por encargo de Cisneros a comienzos del xvi. Parece más plausible pensar que la convivencia artística de estos dos estamentos tan extremos, maltratados con idéntica dureza, está relacionada con el hecho de que por sus circunstancias sociales son quienes tienen mayor propensión a saltarse las reglas de la convivencia ciudadana. Unos, los nobles, por su soberbia y orgullo se creen fuera del alcance de las leyes — c o m o le sucede a Calisto—; otros, a causa de la indignidad provocada por el hambre se ven impelidos a vivir fuera de ellas. Esta perspectiva crítica de ambos grupos sociales, está en la línea de las ideas de Fernando de Roa 1 8 , con su defensa de los ciudadanos medios, esos que no aparecen en La Celestina, ajenos al desorden planteado en la obra.

16

Viaje de Turquía, p. 145. Van Beysterbeldt, 1977. R e s p o n d e a este trabajo K. W h i n n o m , 1981. 18 Castillo Vegas, 1987, p. 12: «La pobreza extrema, señala R o a , es fuente de envidias, al paso que el desmesurado enriquecimiento que n o c o n o c e límites c o n duce a la soberbia. N i una ni otro son vías adecuadas para la recta gobernación de la sociedad». 17

CAMBIO SOCIAL EN LA

CELESTINA

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La Celestina refleja también una serie de cambios sociales e institucionales que se están produciendo en la época; a través de los recuerdos de Calisto y de Celestina vislumbramos no sólo el pasado de los personajes, sino cómo se han modificado con el tiempo algunos aspectos de sus vidas, pues a través de la memoria se evalúa el presente en comparación con el pasado inmediato. M e centraré en tres aspectos de la Tragicomedia afectados directamente por los impulsos de reforma legislativa encaminada a conseguir mayor orden en la vida ciudadana: la prostitución, el comportamiento del clero y la administración de la justicia. Los recuerdos de la alcahueta, su nostalgia de tiempos pasados, son muy elocuentes. Es más que probable que Celestina se permita ciertas licencias hiperbólicas cuando relata a criados y muchachas el pasado esplendor de su negocio, tanto en el número de muchachas a su cargo como en la calidad de la clientela. Pero lo que importa señalar es que con el transcurso de los años Celestina sólo tiene consigo una moza, Elicia, personaje menos dócil que las antiguas pupilas, sin inclinación por las habilidades hechiceriles de la alcahueta y carente de ambición profesional hasta el punto de que su escasa afición al oficio preocupa a Celestina. En cuanto a Areúsa, Celestina se ve obligada a desplegar sus mejores argucias argumentativas para conseguir que acepte a Pármeno porque carece de autoridad sobre ella. Estas diferencias entre el pasado y el presente de la alcahueta están relacionadas con el desarrollo de normas encaminadas a conseguir una mayor seguridad en las ciudades a finales del siglo xv. Entre otras cosas, se regula el ejercicio de la prostitución con la creación de reductos específicos —las mancebías— para ejercer este oficio. En La Celestina no hay noticias de la existencia de mancebía en la ciudad, pero sabemos que en Salamanca, en 1497, siendo señor y gobernador el príncipe D.Juan, «otorga a su servidor de la Corte, García Albarrategui, el solar donde se habría de poner una casa de la mancebía» 19 ; el padre de la tal mancebía fue, finalmente, Juan Arias Maldonado, uno de los principales señores de la ciudad que, como se ve, no le hacía ascos a los negocios. 19 Fernández Álvarez, 1984, p. 209. Los terrenos para la edificación de la casa de mancebía constan en escritura municipal del 19 de noviembre de 1498: «en el arrabal allende la puente», cerca de las tenerías, según Villar Macías, 1975, V, pp 162-163. Ver Lacarra, 1993.

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También hay notables diferencias en la calidad de su clientela anterior y la actual. Antes abundaba el clero: «abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando por la iglesia vía derrocar bonetes en mi honor... de media legua que me viesen, dejaban las horas...» (p.215). El tiempo de los verbos indica que se está refiriendo a un tiempo pasado; la siguiente pregunta de Sempronio refuerza la distancia que media entre el pasado y el presente: «Espantados nos tienes con tales cosas como nos cuentas de esa religiosa gente y benditas coronas. ¡Sí, que no serían todos!» (216). A lo que responde Celestina: «No, hijo, ni Dios lo mande que yo tal cosa levante. Q u e muchos viejos devotos había con quien yo poco medraba, y aun que no me podían ver, pero creo que de envidia de los otros que me hablaban. C o m o la clerecía era grande, había de todos: unos muy castos, otros que tenían cargo de mantener a las de mi oficio, y aun todavía creo que no faltan» (p. 216). La malicia de la última frase, única en presente, está matizada por ese «creo que»; lo evidente es que ya no acude el clero a solicitar sus servicios como antes, pues se sigue lamentando y concluye: «No sé cómo puedo vivir, cayendo de tal estado» (217). El único resto clerical del pasado esplendor es el «fraile gordo» mencionado en el acto I. Estas alusiones críticas al clero resultan incluso ingenuas comparadas con las de muchos textos medievales; son más suaves que las de Lucena en el Libro de la vida beata, o que las de Mena («¿Quién assimesmo dezir no podría / de cómo las cosas sagradas se venden / y los viles usos en que se despienden / los diezmos ofertos a Santa María? / C o n buenas colores de clerecía / disipan los malos los justos sudores / de simples y pobres y de labradores / cegando la santa católica vía»)20. En el caso de Rojas la censura se mitiga al dejar constancia de que estos comportamientos son propios del pasado. C o n ello levanta acta de los cambios que se empiezan a observar en la década de 1490, sobre todo tras 1495 cuando Cisneros emprende su campaña de reforma del clero secular y las órdenes monásticas, entre resistencias numantinas. En tales circunstancias las referencias de Celestina no. deben ser interpretadas como fuertes críticas al clero, más bien al contrario, la decadencia presente de la alcahueta es síntoma de que la vida clerical es

20

Mena, Laberinto de Fortuna, pp. 94-95.

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más ordenada. En cualquier caso, c o m o dice Ladero Quesada, «algo estaba cambiando en la Iglesia castellana por aquellos años, y a sus dirigentes no les importaría demasiado admitir una crítica en La Celestina a aspectos concretos que ellos mismos reprobaban» 21 . También Fernando de R o a denuncia los abusos del m u n d o eclesiástico y se sitúa a favor de una reforma, para lo cual anima a su antig u o compañero de claustro, Diego de Deza — O b i s p o de Salamanca— a resolver este problema 22 . Sus dardos se dirigen preferentemente a los altos cargos cuya actitud n o se diferencia de la de los nobles y les recuerda que n o deben ser superbum non iracumdum, etc. Palacios Rubios,jurista de e n o r m e prestigio formado en Salamanca en la década de 1480, consejero de los Reyes Católicos en asuntos legales, lleva la crítica anticlerical al terreno de la administración de justicia, refiriéndose abiertamente a la venalidad y corrupción de los tribunales eclesiásticos, a cuyos miembros acusa de iletrados y desaprensivos: «... quia in foro ecclesiastico lites fiunt inmortales, propter longas dilationes et plures appellationes, quae iura nostra canónica permitunt. Quod (pro dolor) aliqui ecclesiarum praelati minime faciunt, imo illiteratir et insipientibus et (ut ita dicant) assinis ferratis nonnunquam comitunt: et quod deferí us est iurisdictionem una cum reditibus maiores offerenti pecunias (sine personarum distinctione) concedunt. Qui, ut pecunias promissas et aliquid lucri consequantur per fas et nefas exigere non verentur. Quo fit ut raro apud ealesiasticos iudices iustitia ministre tur.. ,»23. Pero la prueba más relevante acerca de la sensibilidad de Rojas para los cambios legales se encuentra en el conocido monólogo de Calisto del auto XIV. Tras lamentarse de su deshonra, duda ante la actitud a tomar: «¿Cómo m e pude sofrir que n o m e mostré luego presente c o m o hombre injuriado, vengador soberbio y acelerado de la manifiesta injusticia que m e fue hecha?... ¿ Q u é haré? ¿Qué c o n sejo tomaré?... ¿Por qué lo celo a los otros mis servidores y parientes?... Salir quiero, pero si salgo para decir que he estado presente es tarde; si ausente, es temprano. Y para proveer amigos y criados antiguos, parientes y allegados, es menester tiempo, y para buscar armas y otros aparejos de venganza. ¡O cruel juez, y qué mal pago m e has

21 22 23

Ladero Quesada, 1990, p. 114. Castillo Vegas, 1987, pp. 192-193. Bullón Fernández, 1927, p. 201, n.38.

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dado del pan que de mi padre comiste! Yo pensaba que pudiera con tu favor matar mil hombres sin temor de castigo, ¡inicuo falsario, perseguidor de verdad, hombre de bajo suelo!... Miraras que tú y los que mataste en servir a mis pasados y a mí érades compañeros...» (276-279). Calisto alude a un pasado relativamente próximo en el cual los jueces formaban parte de los bandos o parcialidades ciudadanas 24 , con la consiguiente posibilidad de buscar amigos, criados antiguos, parientes y allegados que tomarían la justicia por su mano; sus reproches hacen notar cómo estos bandos intervenían en la vida de la ciudad nombrando cargos municipales que después les permitían actuar con total impunidad. Pero algo ha cambiado, a juzgar por la continuación del monólogo: «¿No ves que por ejecutar justicia no había de mirar amistad ni deudo ni crianza? ¿No miras que la ley tiene que ser igual a todos?» (196-197). Sabemos que las luchas de bandos nobiliarios en la Salamanca de la segunda mitad del xv dejaron un buen raudal de sangre tras de sí; en ellas se vio envuelta también la Universidad. Tras varios intentos reales de pacificar estos enfrentamientos, se consiguió la firma de una concordia en 1493; en ella se señalan detalladamente «las pautas que debían regir la provisión de los oficios en la ciudad» 25 . Con ello se produjo una cierta distensión en la violencia nobiliaria en los años siguientes, aunque no su erradicación total, pues incluso a comienzos del xvi se produjeron altercados entre distintos bandos oligárquicos. Pero, además de referirse a un nuevo estado de cosas en la administración de los cargos municipales, Calisto añade que la ley tiene que ser igual para todos. Parece una afirmación obvia, que se desprende de lo anterior, pero no lo es tanto. Curiosamente, Celestina se lo había advertido antes a Pármeno y a Sempronio al darse cuenta del peligro que la acechaba: «Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos: a todos es igual.

«En la segunda mitad del x v eran una realidad general y, desde el punto de vista sociológico, institucionalizada, puesto que servían m u y adecuadamente para q u e las oligarquías conservaran el poder», Ladero Q u e s a d a , 1990, p. 109. 24

25

L ó p e z Benito, 1983, p. 82.

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Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros muy peinados» (259). Aunque no le serviría de mucho consuelo, se constatará lo cierto de su afirmación, los autores de su muerte serán castigados con todo rigor y celeridad. Cuando Calisto se corrige a sí mismo recordando que el juez no debía tener en cuenta «amistad, ni deudo ni crianza» está refiriéndose a un fenómeno relativamente reciente; cabe pensar que lo mismo suceda con su segunda afirmación de que «la ley tiene que ser igual a todos». De hecho, durante la Edad Media había justicia para todos, pero no una justicia igual. El principio de igualdad ante la ley «era una clara superación de la tradición medieval, de una justicia aplicable según grupos o personas, de un derecho concebido como privilegio individual» 26 , y fue uno de los pilares en los que se basó la política propagandística de los Reyes Católicos. Así Marineo Sículo elogia a los Reyes Católicos porque su autoridad hacía que «todos los h o m bres, de cualquier condición que fuesen, ahora nobles y cavalleros, ahora plebeyos y labradores y ricos y pobres, flacos o fuertes, señores o siervos en lo que tocaba a la justicia, todos fuesen iguales»27. En la Tragicomedia, se hace justicia también con Celestina, una alcahueta procesada previamente por hechicera, aunque sus matadores fueran criados de un conocido noble de la ciudad. Sin embargo, la premura en despachar el proceso ha sido comentada desde puntos de vista diversos por la crítica. Así Russell ve en ello una crítica a la falta de garantías legales que presidía la justicia de la época. En general se considera inverosímil. Solamente un especialista en historia del derecho penal en esta época podría decidir acerca de la verosimilitud del procedimiento que lleva a la muerte a Pármeno y Sempronio. Pero ya hemos visto cómo Palacios Rubios apoya sus críticas a los canonistas en la lentitud de los procesos, aquello de que «lites fiunt inmortales», señal de que los civiles eran más rápidos. Además, la necesidad de agilizar los procesos es una de las reivindicaciones legales más repetidas en la época. Prueba de ello es que en las Cortes de Madrigal de 1476, cuando los Reyes Católicos se plantean como uno de los principales problemas a resolver «la seguridad de nuestros subditos y naturales», son conscientes de que la se-

26 27

Suárez Bilbao y Navalpotro, 2000, p. 287. Suárez Bilbao y Navalpotro, 2000, p. 287.

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guridad es inseparable de un funcionamiento más rápido de la justicia. Al crear la Santa Hermandad, la dotan de un instrumento nuevo para Castilla (no en Aragón), la conocida como cláusula clementina (Saepe contigit, dada por Clemente V en 1307), según la cual, pudiendo haber al malhechor lo prendan y «sabida la verdad simpliciter e de plano syn estrepitu e figura de juizio lo condenen por su sentencia»28. En materia estrictamente procesal-penal, «la cláusula fue muy bien acogida en Castilla por los Reyes Católicos» 29 . Desconozco si en la realidad, fuera del ámbito estricto de actuación de la Santa Hermandad, limitado a lugares de menos de cincuenta vecinos, este tipo de procesos plenarios rápidos se llegó a producir 30 . Pero sabemos que «en materia de delitos muy atroces los jueces (o por lo menos los jueces superiores) pueden transgredir tanto la ley penal como la procesal»31, en un fenómeno que también Tomás y Valiente califica de verdadero absolutismo judicial. Ajustado a la realidad o no, lo que interesa en este caso es que en la Tragicomedia se observa un funcionamiento de la justicia rápido e igualitario, sin distingos entre ricos y pobres, nobles o prostitutas. Desde la perspectiva de un jurista coetáneo no estaría mal vista la celeridad en la ejecución de la sentencia de un delito «atroz» con independencia de la calidad de la víctima; así visto, el episodio tiene incluso un carácter aleccionador. La Celestina refleja una sociedad en cambio, pero a mejor; del contraste entre el pasado y el presente de los personajes se infiere un menor descontrol en el ejercicio de la prostitución, mejor comportamiento del clero y una actuación de la justicia más igualitaria y rápida. Así y todo, es indudable que Rojas no comparte el optimismo ni la actitud panegírica a que son tan proclives muchos textos de la épo-

28

Tomás y Valiente, 1992, pp. 238-241. Tomás y Valiente, 1992, p. 240. J. G. García de Valdecasas, 2000, pp. 290-291, defiende que los procesos plenarios rápidos sólo eran posibles en la época en Aragón, no en Castilla. Pero sólo tiene en cuenta lo legislado por las Partidas, cuando a finales del siglo xv se produjo en Castilla una renovación legislativa e institucional sin precedentes. 30 Fairén Guillén, 1953. El capítulo VI, «Los juicios plenarios rápidos y su aparición en España» (pp. 79-100) solamente menciona su aplicación en el caso de la Santa Hermandad y en litigios de tipo mercantil. 31 Tomás y Valiente, 1992, p. 244. 29

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ca, porque el pesimismo de la Tragicomedia es incontrovertible. Es muy posible que dicho pesimismo esté relacionado con el hecho de que la existencia de la ley parte de una radical desconfianza en la capacidad del hombre para respetar las reglas de convivencia sean cuales fueren, razón por la cual se defiende que la ley es necesaria en cualquier tipo de sociedad. En conclusión, la dedicación profesional de Rojas puede ayudar a entender, aunque sólo sea en parte, ciertos aspectos generales de La Celestina como los mencionados a lo largo de estas páginas. La falta de dimensión trascendente —ese mundo vacío de Dios— tiene que ver con una dedicación centrada en los asuntos de tejas abajo, como hacía Fernando de Roa, con esa percepción de que la ley humana es la principal herramienta para conducir a los ciudadanos por el camino de la virtud. La sorprendente falta de empatia con los personajes, tanto los privilegiados como los marginados, podría justificarse también porque ambos grupos, por su situación social, son más proclives a saltarse las normas y, en esa medida, constituyen el mayor obstáculo para una convivencia ordenada. Por último, el pesimismo va unido a la desconfianza acerca del hombre, característica de los juristas; ya lo decía Pinciano, en el Coloquio citado al comienzo de este trabajo: «Eso [guardarse de pleitos] no es en mano de los hombres y es tan dificultoso que casi es imposible. Porque, si miráis en ello, en criando Dios el cielo, hubo pleito y rebelión de los ángeles, y no faltó quien se quisiese rebelar y alzar con su gloria y estado. En criando la tierra, el primer hombre fue desobediente y quebró su ley y mandamiento, y también quiso usurpar su saber y serle semejante. El segundo fue Caín; no se contentó con pleitos civiles, sino con los criminales... De allí adelante hasta hoy, nunca han faltado ni faltan pleitos y discordias y agravios y delictos; y para enmendarlos y castigarlos puso Dios en la tierra leyes y ejecutores dellas...» 32 .

'2 Arce de Otálora, Coloquios de Palatino y Pinciano, p. 733.

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E N T R E LA PARODIA D E LA O R A C I Ó N Y EL E Q U Í V O C O R E L I G I O S O : NUEVAS I N T E R T E X T U A L I D A D E S DE LA CELESTINA C O N LA NOVELA CATALANA

Rafael Beltrán Universitat de Valencia

M e preocupan desde hace tiempo las relaciones intertextuales que se pueden observar en el seno de los dos proyectos narrativos que considero más originales y de largo alcance entre los forjados, durante la segunda mitad del siglo xv ibérico, en las literaturas escritas en catalán y castellano. Me refiero, dentro de la novelística catalana, al Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, y dentro de la narrativa castellana, a la Celestina de Fernando de Rojas. Por una parte, creo que nos debe abrir más de un interrogante la simple deducción, a partir del cotejo de algunos pasajes de ambas obras, de que hubo fuentes comunes a los dos textos —tan distintos por tradición, por formación de sus autores, por objetivos, por logros—, un entramado de filiaciones que todavía desconocemos. Por otro lado, creo igualmente que nos debe estimular ese desconocimiento, porque es prueba fehaciente de lo mucho que aún resta para alcanzar una comprensión profunda de los productos narrativos más relevantes que crearon e intercambiaron en la Edad Media los distintos reinos, las distintas lenguas y las distintas culturas peninsulares. Reconoce Emilio de Miguel Martínez, en uno de los libros que, a mi juicio, han examinado con visión más coherente el texto de Rojas en los últimos años, que «la lectura de una novela de caballerías como ésta [se refiere a Tirant lo Blanc] resulta de singular interés para cali-

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RAFAEL BELTRÁN

brar acertadamente cuánto hay de paródico en la pintura que se nos hace del caballero Calisto y de sus relaciones con la dama Melibea». Y, poco más adelante, que: «No parece sino que en La Celestina la peripecia amorosa de Calisto y Melibea es una acomodación, sintetizada por exigencias dramáticas y, en buena medida, paródicamente ejecutada, de este modelo de amores novelescos [es decir, del modelo tirantiano]» 1 . Personalmente, he intentado describir, a lo largo de una serie de trabajos, algunas relaciones entre ambas obras. Este de hoy no supondrá más que un nuevo eslabón que busca progresar en esa línea de investigación. Si en otros m o m e n t o s traté las intertextualidades o paralelismos entre los enamoramientos de Tirant y Calisto, entre las escenas sexuales o «bodas sordas» en ambas obras, o entre los personajes femeninos (la vieja, la madre, la niña) y sus relaciones de complicidad 2 , me gustaría detenerme ahora en algunas semejanzas que saltan a la vista al releer los textos y examinar con algún detenimiento dos aspectos en principio independientes: me refiero a los usos paródicos de las oraciones religiosas y al equívoco religioso en las declaraciones amorosas. Independientes, insisto, pese a que lleven un común adjetivo, «religioso», que tendrá en ambos que ver con el código empleado para utilizar unos pretextos de manera desviada del sentido original (sentido devoto) con fines contrapuestos (fines amorosos). En el auto I de la Celestina, al finalizar la escena 4 a , tras haber expuesto Sempronio a su amo que Celestina puede ser la medianera ideal para conseguir a Melibea, Calisto, entusiasmado con la idea, ordena al criado que acuda presto en su búsqueda. Mientras sale o cuando acaba Sempronio de salir de casa, Calisto reza: ¡O todopoderoso, perdurable Dios! Tú que guías los perdidos, y los reprecedente a Belén truxisteA y en su patria los reduxisteA humildemente te ruego que guíes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, y yo, indigno, merezca vivir en el deseado fin3. yes orientales por el estrella

' Miguel, 1996, pp. 109-110. Beltrán, 1988, 1990, 1991, 1994, 1997, 2001a y 2001b. 3 Rojas, La Celestina, ed. Severin, p. 104. 2

ENTRE LA PARODIA DE LA ORACIÓN

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El modelo más conocido de este tipo de oraciones de petición de ayuda divina, o bien para la liberación de una prisión simbólica (la del pecado), o bien para la guía a la hora de emprender un camino plagado de dificultades, es el de la llamada «oración épica», inspirada en el Ritual de agonizantes, en la que se suele enumerar un listado de milagros con los que Dios salvó de situaciones extremas a diversos personajes del Antiguo y el N u e v o Testamento. Recordaremos que, después de las sugerencias de Marcel Bataillon respecto a las similitudes entre las palabras de Calisto y el himno litúrgico Crudelis Herodes, «Cruel Herodes», y tras las nuevas aportaciones de Walter Mettmann, que asume la propuesta de parodia de Bataillon, Peter Russell llamaba la atención sobre el estilo seudo-litúrgico de la secuencia, afirmando en su edición de la Celestina que se trata de una «breve parodia... de la tradicional oración de súplica, muy frecuente en la épica y otras formas narrativas de la literatura medieval»4. En efecto, en el Ritual de agonizantes, también identificado como Ordo commendationis animae, se enumera una lista de personajes liberados de peligro. Así ocurre en la oración de doña Jimena en el Poema de Mió Cid, en el Poema de Fernán González, en el Libro de Buen Amor, en el Rimado de palacio, o en otras obras hispánicas y europeas, de las que compilaron primeros elencos Gimeno Casalduero (1957-1958) y el propio Russell (1978). Hay un uso serio del mencionado Ritual u Ordo commendationis animae, que puede igualmente ser tenido en cuenta j u n t o a los mencionados en los trabajos citados, en Tirant lo Blanc, cuando la princesa Carmesina, hacia el final de la novela, se prepara para la muerte (cap. 478). Carmesina reza una versión del Ritual de agonizantes, que incluye la nómina más completa de personajes bíblicos que conozco en obras hispánicas escritas en romance, y un final también más completo; algo que tampoco nos ha de extrañar, si se tiene en cuenta que la suya es una verdadera oración de agonizante —desconsolada por la súbita muerte de su amado Tirant, se prepara para morir ella— y no de simple preparación espiritual para un largo viaje 5 .

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Russell, 1991, p. 234, n. 116. Russell remite aquí a su estudio sobre la oración de doña Jimena (Russell, 1978), que incorporó a los otros de Temas de «La Celestina», estudio en el que, sin embargo, no se hacía mención del pasaje celestinesco. 5 Presenté una aproximación más detallada a esta y otras oraciones religiosas que se dan en Tirant lo Blanc, en Beltrán, 1998, y, ampliada, en una comunicación

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RAFAEL B E L T R Á N

N o sorprende, sin embargo, tanto este uso cabal de esta oración religiosa, c o m o que encontremos en la misma obra valenciana también un empleo paródico de una variante específica de la misma, que hemos denominado «la oración de los tres reyes de Oriente» 6 . A diferencia de la anterior, que se pronuncia en un m o m e n t o solemne y dramático, el autor presenta esta variante dentro de u n contexto a m o roso y humorístico, es decir, tan desviado, si n o más, del sentido original devoto c o m o el de la oración de Calisto. N o se trata de amores entre los protagonistas de la obra (aunque éstos también serán en más de una ocasión objeto de burla), sino de amores cómicos, turpidi, libidinosos, entre una vieja y un muchacho. Habría que detenerse con algún detalle — p e r o n o es el m o m e n t o de hacerlo— en el episodio en el que se integra (abarca los caps. 248-64). C o n f o r m é m o n o s con saber que la madura Emperatriz de Constantinopla es solicitada de amores por el jovencísimo escudero Hipólit, familiar de Tirant. Acepta ese amor ilícito y propone una cita. C u a n d o una doncella, Eliseu, sorprende a la Emperatriz levantándose de la cama a deshora, la mujer inventa c o m o excusa que «avíaseme olvidado aquella devota oración que yo suelo dezir todas las noches» [«era'm oblidat de dir aquella oració devota que yo acostum e cascuna nit de dir»]. Y cuando la muchacha le pregunta ingenuamente acerca de su contenido, ella contesta:

leída en el II Congreso Internacional «Lyra Minima Oral» (Los géneros breves en la poesía tradicional) (Alcalá de Henares, octubre 1998) (Beltrán 2001b). Martorell e n u mera más personajes bíblicos que las obras citadas. M e n c i o n a las liberaciones de N o è y Elias, y las de Isaac de Abraham, Lot de Sodoma, Moisés del Faraón, Daniel de los leones, Sidrac, Misac y Abdenago del h o r n o ardiente, Judit de Olofernes, J o b de las pasiones, Susana del falso crimen, David de Saúl y de Goliat, San Pedro y San Pablo de la prisión y Santa Tecla de los crueles tormentos. Martorell añade, además, u n final clarísimamente formalizado, pero que n o encuentro tampoco en otros textos: «E reb, Senyor, la mia ànima, qui torna a tu, e vist-la de vestidura celestial e abeura-la de la font de la vida eternai per tal que entre los alegrants se alegre e entre los sabents sàpia, e entre los sants màrtirs corona reba e entre los patriarques e prophetes se alegre, e entre los sants apòstols Jesucrist seguir puxa, e entre los sants àngels la claredat tua veja, e entre los edificis de paradís goig perpetual possehesca, e entre los cherobins e seraphins la magestat tua contemple» (Martorell, Tirant lo Blanch, p. 912). 6

Beltrán, 1998 y 2001b.

E N T R E LA PARODIA DE LA ORACIÓN

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... en la noche, la primera estrella que verás, te hinques de rodillas en tierra y digas tres paternostres con tres avemarias, a reverencia de los tres reyes de Oriente, que les plega querer recadar de nuestro señor Jhesucrito y d e su b e n d i t a M a d r e q u e , assí como ellos fueron guiados

y guardados,

cami-

nando, durmiendo y velando, de las manos del rey Herodes, que les plega quererte recadar gracia que seas Librada de vergüenza e infamia, y que todas tus cosas sean prosperadas y aumentadas en bien, y seas cierta que alcançarâs todo lo que quisieres. Y tórnate acostar; no me estorves de mi devoción (cap. 260, p. 250) 7 . Clarísimamente la «devota oració» trasluce e l e m e n t o s léxicos y morfo-sintácticos de una plegaria, que se conservan — s i bien n o t o d o s — incluso en la traducción. R e p e t i c i o n e s , paralelismos y rimas i n ternas. La repetición de la fórmula subrayada en la cita, que en catalán repite: «que.ls plàcia voler-te recaptar gracia», mantiene una reveladora rima («plàcia» / «gracia»), que confirma plenamente un diseño formulístico previo, c o m o el «truxiste»-«reduxiste» de Calisto. Hay otra alusión a la misma oración, dos capítulos más adelante, en la que la Emperatriz confirma que es la oración que acostumbra rezar a los tres reyes Magos 8 .

7

Haré las citas a partir de la traducción castellana del texto (Martorell, Tirante el Blanco). En el original catalán: «... en la nit, la primera stela que veuràs, agenolla't en terra, e dirás tres paternostres e tres avemaries en reverencia deis tres reys d'Orient,

que.ls plàcia voler-te recaptar gràcia ab lo gloriós D é u Jesús e ab la sua

sacratíssima Mare, que així com ells foren guiats e guardats, anant vedant, dormint e estant, d e les mans del rey Herodes, que.ls plàcia voler-te recaptar gràcia q u e sies libe-

rada de vergonya e infamia, e que totes les tues coses sien prosperades e aumentades en tôt bé. E sies certa que obtendrás tot lo que vulles. E no.m torbes de ma devoció» (Martorell, Tirant lo Blanch, cap. 260; pp. 558-559). 8 Esta segunda alusión está dentro del relato de un sueño, en el que la Emperatriz recibe su premio o «gracia», encarnado en Hipólito, con quien mantiene su primer deleitoso y anunciado encuentro en la misma terraza en la que rezaba devota. Esta es la «la gracia» que solicitaba la Emperatriz a unos personajes tradicionalmente dadivosos como los tres reyes de Oriente: «... me adormí,e prestament me donà de parer que stava en camisa (...) e que era en hun terrat per dir l'oració que acostume dir ais tres reys de Orient. E c o m p l i d a q u e haguí la beneyta o r a -

ció, hohí una veu qui.m dix: " N o te'n vages, que en aquest loch hauràs la gracia que demanes". E no tarda que viu venir lo meu tant amat fill (...). E aseguts en lo payment del terrat, passam moites rahons de consolado en les quais yo prengui molt gran délit, e foren tais e tan delitoses que jamés del cor me exiran» (cap. 262; pp. 563-564).

32

RAFAEL BELTRÁN

Tal vez haya que poner estas oraciones en relación con el llamado conjuro de las estrellas, que se hacía igualmente a la primera estrella de la noche 9 . N o nos tiene por qué extrañar, en fin, el aprovechamiento, con fines amorosos, de una oración cristiana10, que entronca con una tradición de parodia de oraciones religiosas muy fecunda en la Edad Media 11 . El esquema sintáctico y lógico, tanto en la oración de Calisto, c o m o en la de la Emperatriz, coinciden con el propuesto por Russell para la «oración épica»: «Del mismo m o d o que una vez, milagrosamente, acudiste para ayudar a X , Y y Z, ahora yo te suplico que me (o le) ayudes»12. Calisto dice: «tú que guías los perdidos» y «[tú que] truxiste a los reyes orientales a Belén»... «te ruego que guíes a mi Sempronio». La Emperatriz dice: «així c o m ells foren guiats e guardats... [i lliberats] de les mans del rey Herodes... que sies liberada de vergonya e infamia». La de Calisto más cerca de la oración de doña Jimena en el Poema de Mio Cid, 241: «Tú que a todos guías val a mio £ i d el Campeador». Pero la de la Emperatriz más cerca del Libro de buen amor, 2-4: «Señor, tú diste grafia a Ester la reyna, / . . . / Señor, dame tu grafia e tu merced ayna, / . . . / Señor, tú que sacaste al profeta del lago, / . . . / Libra a mí, Dios mío / . . . / Señor, tú que libreste a la Santa Susaña,/ líbrame tú, mi Dios, desta coyta tan maña»13.

9

Cirac, 1942, 108. Véase también Beltrán, 1999. D e hecho, la distorsión que hace la Emperatriz de su falso sueño n o deja de ser plausible incluso dentro de un campo de referencias histórico, y su «visión» recuerda las alucinaciones, o falsas revelaciones, de «beatas» profesionales como Leonor Barzana, de Toledo, que recoge Caro Baroja, 1992, II, pp. 86-91. 11 Lo que más desconcierta es que la referencia a la oración, sobre todo en esta segunda secuencia, parezca jugar a la parodia de los mensajes evangélicos de la Anunciación (Lucas, 1, 28: «Alégrate, llena eres de gracia, el Señor está contigo»; Lucas, 1, 30: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios»), 12 Russell, 1978, 122. 13 Incluso el final: «que sies liberada de vergonya i infamia», vendría a coincidir con el de LBA, 10c: «faz que todo se torne sobre los mescladores». Sin olvidar posibles reminiscencias del Salmo 71 (Súplica de un anciano): «Tú que has hecho grandes cosas / . . . / has de volver a recobrarme./Vendrás a sacarme de los abismos de la tierra,/ sustentarás mi ancianidad, volverás a consolarme»; que incluye la petición: «Confusión y vergüenza para aquellos/ que acusan a mi alma;/ cúbranse de ignominia y de vergüenza / los que buscan mi mal (...)... porque han sido avergonzados, porque han enrojecido/ los que buscaban mi desgracia». 10

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N o cabe duda, por tanto, del entronque de estas dos plegarias con la llamada «oración épica», oración narrativa. Sólo un factor importante las alejaría del prototipo: la parodia' 4 . Pero es ese alejamiento que realizan hermanadas, excepcionalmente, dos obras distantes, el que, como decía en la presentación, resulta a la vez intrigante y estimulante, en especial si tenemos en cuenta que los precedentes principales donde esas parodias de oraciones religiosas se encuentran más asiduamente se ubican en la tradición del fabliau, el novel, lino o la parodia goliardesca, que no cuentan entre las fuentes más destacadas ni para la Celestina, ni para la novela caballeresca catalana o castellana15. Pasando a la segunda parte de este artículo, es el turno de los equívocos religiosos o usos paródicos del lenguaje religioso, centrándonos ahora en la declaración amorosa. N o me voy a poder detener en aspectos generales. M e limitaré a comentar un par de nuevos casos de intertextualidad localizados 16 . Alan Deyermond, en un conocido artículo, publicado en 1961 17 , fue el primero en advertir la influencia del tratado De amore de Andreas Capellanus en la primera entrevista que mantienen Calisto y Melibea. Deyermond deduce que Calisto sigue fielmente en sus primeras palabras la lección de Andreas Capellanus; sin embargo, para sorpresa del personaje, la supuesta infalibilidad de la fórmula no va acompañada por el éxito. Al contrario, Melibea descubre la doble intención de las palabras de Calisto y lo despide sin contemplaciones. Ese desenlace,

14

La conclusión —el deseo de buena suerte— es asimismo idéntica: «que convierta mi pena y tristeza en gozo, y... merezca vivir en el deseado fin», como dice Calisto, o «que totes les tues coses sien prosperades e aumentades en tot bé», como dice la Emperatriz. El «deseado fin» es para Calisto como «la última fi de amor» para la Emperatriz: la posesión del cuerpo anhelado del otro. D e hecho, D e Miguel Martínez relaciona esta oración con otra de Melibea, en el auto X, y afirma que «tanto Calisto como Melibea rezan para obtener algo contrario a las normas de la religión que profesan» (Miguel Martínez, 1996, pp. 109-110). 15 Si bien es cierto que la novela de Martorell no es impermeable a esas influencias (véase sólo, como ejemplo para el episodio comentado, Cacho Blecua, 1993). 16 Parto de un artículo previo (Beltrán, 2001a), en el que discuto con mayor detenimiento el problema de las posibles fuentes comunes. Pero incorporo aquí detalles suplementarios que considero que vale la pena añadir al planteamiento básico de ese trabajo. 17 Deyermond, 1961.

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totalmente inesperado para el Calisto enamorado, osado y seguro de sí de las primeras líneas de la obra, constituiría un primer elemento de comicidad que avisaría al lector sobre algunas de las rupturas de convenciones, empezando por la parodia, que iban a seguir a continuación. Una presencia literal tan notoria del De amore no vuelve a darse en la Celestina, al parecer, aunque Fernando de Rojas conocía bien el Arcipreste de TalaveraIH, y Alfonso Martínez de Toledo sí utilizó a fondo todo el Libro III de Andreas Capellanus19. Creo que tiene interés destacar y analizar la presencia de otro diálogo que, en algunos conceptos y sobre todo en su misma dispositio dialógica, resulta semejante al primero sostenido entre Calisto y Melibea. Se trata del que se da en los capítulos 210 y 211 del Tirant lo Blanc. Puede defenderse, con pruebas bastante consistentes, que una de las fuentes principales del pasaje que comentaremos en el Tirant lo Blanc es también, como en la Celestina, directa o indirectamente, la obra de Andreas Capellanus. Está demostrado que Joanot Martorell leyó y aprovechó, como Fernando de Rojas, las tragedias de Séneca —claro que en su caso traducidas al catalán—, y muy bien lo pudo haber hecho a través de algún manuscrito de factura cercana a la del 11-3096 de la Biblioteca de Palacio Real, que incluía, antes de su composición actual, sólo dos textos: las Tragedias de Séneca, es decir el Séneca en catalán, y unas Regles d'amor, que coinciden con la parte I de la traducción del De amore de Andreas Capellanus20. Igualmente, hay que tener presente que el único manuscrito medieval peninsular que conocemos del De amore es catalán, de hacia 1387. La obra se divulgó muy fragmentariamente en la Corona de Aragón a lo largo del siglo xv y la influencia más notoria fue la del libro I (de hecho, ese único manuscrito conservado no contiene el libro III, que es, como decíamos, el que de-

Véanse Von Richthofen, 1966 y Gerli, 1992. Es, además, conocida la hipótesis de Penna, que apoya Gerli, 1992, a propósito de que cuando habla en el prólogo de Juan de Ausim, «aquel dotor de París que en su vreve compendio ovo de reprobación de amor compilado», haya un error de copista y se refiriera a «Andrés el Capellán». Véase también Gerli, 1976. 20 Véase, para la composición del manuscrito, Gimeno Blay, 1992. Y para la fortuna de Séneca en la tradición catalana, Martínez, 1995. El trabajo clásico de fuentes senequistas en la Celestina lo debemos a Fothergill-Payne, 1988). 18

19

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muestra conocer el autor del Arcipreste de Talavera). Andreas Capellanus presenta 8 diálogos dentro de su Libro I: (1) plebeyo a plebeya (plebeyo equivale a burgués), (2) plebeyo a dama noble, (3) plebeyo a m u jer de alta nobleza, (4) noble a plebeya, (5) noble a dama noble, (6) hombre de alta nobleza a plebeya, (7) hombre de alta nobleza a m u jer noble, y (8) caballero a dama de alta nobleza. La escena de la Celestina, remite fundamentalmente, en opinión de Deyermond, a los diálogos 1, 6 y 7, mientras que los capítulos de Tirant remitirán en especial al 2. Creo que la lectura de estos capítulos tirantianos permite ratificar la fuente de Capellanus propuesta por Deyermond para las primeras intervenciones de Calisto, ampliándola al diálogo 2, y contribuye a confirmar que esa misma fuente ha de ser tenida en cuenta, no sólo para la actitud de Calisto, sino también para las primeras intervenciones de Melibea 21 . Esa incorporación de Melibea al pelotón de suspensos en la clase de filosofía amorosa, conducta y retórica del amor no carece de importancia. Definitivamente, no es sólo Calisto quien utiliza mal el manual cortesano, sino también ella. Desde el primer momento, ambos — n o sólo Calisto—- se muestran como un mal ejemplo de comportamiento cortés..., si es que se parte del De amore como modelo de ortodoxia 22 . Tirant ha venido insistiendo ante su amada Carmesina, desde dos capítulos antes al 210, en el que concentraremos nuestra atención, con la petición cortés de misericordia amorosa (cap. 208). Sin embargo, su pasión ha ido siendo refrenada suavemente por la infanta, mediante finas respuestas que giraban en torno a dos motivos trillados de las tradiciones ovidiana y troyana: la protección de la hija al padre viejo y el miedo al extranjero y a su amor pasajero (cap. 209). El arsenal f u n damental de Martorell en estos pasajes, compuesto básicamente por fuentes clásicas (Ovidio, en concreto la epístola XVII, de Helena a Paris, de las Heroidas, y Séneca) y fuentes seudoclásicas (la tradición troyana), no dista mucho de aquel del que se sirvió Rojas por doquier

21

M e parece que Russell es el único en señalar que «las palabras de Melibea [«Más desventuradas de que me acabes de oyr...»] pueden ser reminiscencia de las que, en el mencionado tratado de Andreas Capellanus (VI, 2), la dama noble censura y repulsa al hombre de clase media que le acaba de requerir de amores» (Russell, 1991,213, n. 20). 22 Véase más extensamente Beltrán, 2001a.

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en su obra. El libro de Andreas Capellanías sería un pertrecho más de uso común. Pero sigamos con la narración. Asombrado Tirant por ese nuevo retroceso en su exasperantemente lenta aproximación a la doncella, comienza un largo monólogo de réplica (corresponde al cap. 210), que sólo tendrá dos interrupciones, la segunda tajante y definitiva, por parte de Carmesina (cap. 211). N o querría que perdiéramos de vista el conocido primer parlamento de Calisto en la Celestina2i. Nos encontramos ya definitivamente en el campo de la hipérbole sacroprofana. En las dos obras, en efecto, vendrá a decir el amador que Dios ha recompensado su esfuerzo (interior: deseo; exterior: oraciones, sacrificios, devociones y obras pías), permitiéndole alcanzar la dicha de ver el cuerpo de la amada. Aunque la andadura del monólogo en Tirant es larga, Ovidio, cuyas Heroidas insuflaban clasicismo a los capítulos precedentes, ha sido dejado aquí totalmente de lado. Estamos en plena tradición de amor cortés. Tirant empieza jugando con los equívocos en torno a la fe, que provocan la primera interrupción de Carmesina, tan aparentemente ingenua como la de Melibea («¿En qué, Calisto?»): Que veo que con muchas palabras acompañadas de gran dolor no puedo convertir a piedad el ánimo de vuestra magestad de otorgarme lo que, por razón e mucha gentileza, vos érades obligada, con fe prometida que daríades remedio a mi atribulada vida. No quiero fiar más, de aquí adelante, en palabras de donzella de tanta dinidad; y sobre todas la del mundo más virtuosa me aya quebrando la fe, ¿quién podrá fiar de ninguna de las otras? —¿Qué cosa es fe? —dixo la Princesa—. Que mucho holgaría de lo saber, porque en su tiempo y lugar me pudiesse aprovechar.

23

Y téngase en cuenta que Deyermond descubre como fuente de este fragmento el diálogo 7 del capellán Andreas: «... hazer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcangasse, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiesse. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devocion y obras pías que por este lugar alcanzar yo tengo a Dios o Ofrecido [ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir], ¿Quién vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleytan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo» (Rojas, La Ceslestina, ed. Severin, p. 86).

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Mucho me plaze, señora —dixo Tirante—, que fengís ignorancia por encubrir vuestra falta, la qual ignorancia no tiene posada en vos (cap. XCVI, p. 118). La necesidad de la fe, en los sofismas de Tirant, está aprobada p o r la santa madre Iglesia y «con esta fe y creencia nos h e m o s de salvar» (p. 119). Y puesto que fe y verdad han de ir juntas, reprocha Tirant: vuestra majestad haze el contrario, que quebranta la fe prometida, negando la verdad que es Dios; y veniendo contra él es negarle, que todos los que quiebran la fe rompen el juramento e son hechos enemigos de Dios 24 . Después de ese reproche, y a propósito de que la princesa se e x cusa en n o m b r e de Esperanza («y quiérese vuestra alteza escusar rem i t i é n d o m e a esperanza, que es mi gran enemiga...»), es c u a n d o Tirant introduce el principal equívoco sacroprofano: La qual [esperanza] no fue hallada sino para sola una causa, y es que las personas tengan esperanza de larga vida, que por las buenas obras que harán, mediante la pasión de nuestro Redemptor Jesucristo, alcanzarán la gloria de parayso. Y estoy maravillado de la magestad vuestra, la qual tiene tanta magnificencia que os he oydo dezir que jamás avéys hecho promesa ni gracia a ninguno que muy copiosamente no ge lo cumpliéssedes. E desto me distes por testigo a todas las damas de vuestra magestad. ¿Pues será tanta mi desventura que a mí, que os deseo más servir y obedecer que todos los del mundo, vuestra grandíssima liberalidad me aya de faltar? No puedo creer que donzella de tanta dignidad quiera ser perjura, porque tanto como la persona es de mayor estima, haze mayor offensa a Dios, no haziendo lo que promete, (cap. XCVI, p. 119)25. El a r g u m e n t o sí es ahora idéntico al que se presenta en el De amore y en la Celestina. Se eleva una queja a la amada, entronizada c o m o

24 «la magestat vostra fa lo contrari, que trenca la promesa fe denegant veritat, que és Déu. Donchs, venir contra Déu és renegar-lo, car tots los que rompen la fe trenquen sagrament e són fets enemichs de Déu» (Martorell, Tirant lo Blanch, p. 467). 25 «car aquesta no fon trobada sinó per una causa, ir zunächst einen Blick» S. Freud

Desde las primeras palabras de Calisto en la Tragicomedia de Calisto y Melibea, «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios» (85) \ la vista y la mirada desempeñan un papel capital en el desarrollo de la obra. Partiendo de este hecho, dos estudios recientes han destacado la importancia de la vista, la visión, y la mirada como elementos constitu-

1

ción.

Rojas, La Celestina, ed. Severin. Todas las citas de la obra son de esta edi-

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tivos de Celestina. En su libro Femando de Rojas and the Renaissance Vision, Ricardo Castells sitúa la obra dentro de la tradición médica del amor hereos, o el mal de amores; específicamente en una veta onírica del morbo que presenta el acontecer dramático como las visiones y los sueños fantasmagóricos de un melancólico enamorado. El otro estudio, Vision, the Gaze, and the Function of the Senses in Celestina de James F. Burke, traza la presencia de la teoría óptico-visual medieval en la trama, teoría ésta precursora de la sicoanalítica contemporánea sobre las relaciones objeto-sujeto en los seres humanos 2 . Haciendo hincapié en cómo la vista pertenece a una esfera sensorial encapsuladora que abarca hasta el mal de ojo y llega a configurar y determinar directamente la motivación y la conducta de la gente, Burke demuestra cómo la teoría medieval de la vista ofrece un trasfondo intelectual clave para la formación interior de los personajes de Celestina. En ambas instancias, los estudios de Castells y Burke concluyen que la vista es el mecanismo principal a través del cual los seres humanos se orientan y se influyen recíprocamente en la obra, y es el medio que, en palabras de Burke, «more than anything else, was understood as basic to the process of the constitution of the subject, the self, as this entity was perceived in the medieval world» 3 . A pesar de los loables avances que nos ofrecen las investigaciones de Burke y Castells, sin embargo, queda una dimensión de la vista por analizar que afecta la presentación síquico-sexual y social de los personajes de Celestina que marca uno de los aspectos más notablemente morbosos y modernos de la obra. M e refiero al voyeurismo y las escenas en que se representa la voluntad de ver, mirar, y hasta oír furtivamente como extensiones de las añoranzas y los deseos de los personajes. En Celestina existe una necesidad de ver, de acaparar los objetos con los ojos, que se plasma como una extensión del impulso erótico y del deseo de captar y poseer lo visto. Ver, mirar, y oír en Celestina son actos de alta intensidad lúbrica que estimulan el apetito e intensifican la pasión; la mirada se configura como el eje del deseo y del apetito sexuales. Celestina es, pues, una obra en que se explayan las propiedades eróticas de la imaginación sensorial, sobre todo las del ojo, las de la mirada, y las del oído.

2 3

Ver Kernberg, 1986. Burke, 2000, p. 33; ver también Sanz Hermida, 1994.

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La representación del voyeurismo en Celestina señala una importante faceta sicoanalítica de la obra y de la sicopatología sexual de sus personajes. La competencia entre los requerimientos síquicos y los sociales en la formación de los personajes —entre lo privado y lo público, entre lo íntimo-sexual y lo público-social— resulta una constante que se realiza en la alternancia continua entre el habla directa y los apartes, entre lo dicho abierta y lo pensado secretamente, entre las miradas derechas y los escudriñazos soslayados, que nos hacen notar la presencia de aspectos fantásticos de la existencia humana no expresados públicamente en el transcurso cotidiano de los encuentros sociales. Esta dialéctica nos lleva a contemplar la constante asistencia encubierta de los impulsos y pensamientos transgresivos en la conducta humana. En Celestina, lo pensado y lo visto subrepticiamente se integran en el quehacer diario de los personajes para formar parte determinante del mundo social que les circunda y en que ellos se mueven. La función de los ojos como los mudos cómplices del placer y de la incorporación psíquica del otro llega a sus límites patológicos en este voyeurismo, que consiste en la mirada deleitosa de lo inalcanzable, la obtención del placer —sobre todo el placer sexual— en el mismo acto de ver y mirar, en plena conciencia de la inasequibilidad de lo deseado. En este sentido, el voyeurismo explora los móviles del impulso escópico en la pasión —la voluntad de mirar incitada por la radical separación y hasta la ausencia del objeto deseado 4 . C o m o observa Christian Metz al comentar sobre la naturaleza voyeurística de la cinematografía: The voyeur represents in space the fracture which forever separates him from the object; he represents his very dissatisfaction (which is precisely what he needs as a voyeur). If it is true of all desire that it depends on the infinite pursuit of its absent object, voyeuristic desire, along with certain forms of sadism, is the only desire whose principle of distance symbolically and spatially evokes this fundamental rent5.

4 5

Sobre la escopofilia como instinto humano, ver Freud, 1953. Metz, 1975, p. 61.

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El voyeurismo de esta manera enfatiza la presencia de una brecha entre el sujeto observador y el objeto observado en la que se configura el deseo, y es lo que permite la realización de ese deseo. En este contexto el deseo n o abarca, pues, un mero impulso por el contacto o la consumación física, sino algo más: la necesidad de observar y recrear lo observado en la imaginación c o m o objeto del deleite. A veces, sin embargo, esta voluntad de ver para deleitar se vuelve reflexiva y, en este caso, culmina en el narcisismo, que, siendo una variación del voyeurismo, consiste en el placer de la autocontemplación o en la satisfacción de saber que otros lo contemplen a uno. Partiendo de este esquema, Frederick Goldin (1967) ha demostrado c ó m o no sólo el mito ovidiano de Narciso sino el narcisismo c o m o síntoma existencial forman ingredientes fundamentales del amante cortés, y c ó m o son parte de una circunstancia erótica en que los ojos y la mirada desempeñan el papel central en estimular las pasiones y el apetito. En el tercer libro de las Metamorfosis, Ovidio u n e los motivos de la duplicación y la repetición en sus manifestaciones auditivas y visuales al contar la historia de Eco y Narciso. Allí el rechazo de Eco por Narciso se invierte trágicamente al entender y repetir la ninfa a medias la negación del bello joven, interpretándola c o m o si fuera una afirmación. Para punir la ofensa del rechazo de Narciso, la diosa Némesis castigó el egoísmo de Narciso con la frustración del autoenamoramiento, el deseo y la fascinación por su propia imagen inasequible. La vista de lo deseado se inscribe, pues, en el discurso ocular y se sitúa más allá de lo posible, transformando el narcisismo en la alegoría del amor inalcanzable y en clave del egocentrismo del amor cortés. E n la figura de Narciso, el enredo del deseo y la mirada lleva a la realización de la imposibilidad de consumar el autoamor para p r o d u cir una frustración que desemboca en la autodestrucción del sujeto enamorado. Desde el Primer Auto de Celestina, Calisto recrea visualmente a Melibea en su imaginación, evocando su imagen concreta para encarecer los aspectos más secretos y vedados de su persona. Lo que más incita su voluptuosidad es lo oculto e intocable de su persona, lo que n o ha podido ver directamente de su fisionomía, y lo que únicamente se puede adivinar p o r la cobertura exterior: Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas, los dedos luengos, las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen

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rubíes entre perlas. Aquella proporción que veer yo no pude, no sin dubda por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que París juzgó entre las tres diesas (101).

La emoción de Calisto se cifra en el perseguimiento de lo oculto y lo prohibido, en la realización del objeto vedado de su deseo en la fantasía. La evocación de la visión fantástica de Melibea se utiliza, pues, para penetrar los escondrijos de su intimidad y violar con los ojos esta mujer inaccesible, para llegar a deleitar de lo inalcanzable a distancia y en plena conciencia de la imposibilidad de tocarlo. El erotismo de la evocación de Melibea pronunciada por Calisto llega a su punto máximo cuando contempla la posibilidad de mirar lo cubierto de su cuerpo y penetrar la ropa con los ojos para gozar la contemplación de las partes más escondidas de su ser6. El deseo de Calisto de mirar y sentir a Melibea sin ser visto o sentido se expresa de manera llamativa cuando interroga a Celestina sobre el comportamiento de Melibea ante su embajada. Al oír la relación de la alcahueta, Calisto exclama sobrecogido por la emoción, «¡O quién estuviera allí debaxo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquélla en quien Dios tan estremadas gracias puso!» (181). El texto proyecta repetidamente, pues, la necesidad de ver y oír en la fantasía del sujeto lo ocultado por el objeto del deseo, y llega hasta materializarse fetichísticamente en el momento en que a lo inanimado, a lo no erótico, se le asigna un valor lúbrico por la mirada para convertirlo en el objeto que sustituye la presencia del ser deseado. Obsesionado por la conducta y la anatomía mistificadas de Melibea, en el Auto Sexto, por ejemplo, Calisto transforma su cordón, «que tales miembros fue digno de ceñir» (185), en el objeto físico que re-presenta ante sus ojos la imagen ausente de su deseo. Al recibir el cordón de Celestina en las manos exclama excitado que con él «gozarán mis ojos con todos los otros sentidos» (185). Mientras sigue manoseándolo, dirige la palabra a la ausente Melibea, apostrofándola por medio del acariciado cordón: ¡O nuevo huésped, o bienaventurado cordón, que tanto poder y mesescimiento toviste de ceñir aquel cuerpo que no soy digno de servir! ¡O

6

Sobre el motivo erótico de la penetración imaginaria de la indumentaria, ver Hollander, 1975.

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nudos de mi passión, vosotros enlazastes mis desseos!... ¡O mi gloria y ceñidero de aquella angélica creatura, yo te veo y no lo creo! O cordón, cordón... Conjúrate me respondas por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene... ¿Qué secretos avrás visto de aquella excellente ymagen?... O mis ojos, acordaos cómo fuistes causa por donde me fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hazer el daño que da la causa (186-89). Según sus propias palabras, el deseo de Calisto tiene sus raíces en la vista y el placer p r o d u c i d o p o r el acto de mirar, y se plasma a través de la obra en hechos claramente fetichistas y voyeurísticos. Q u e d a claro, pues, q u e en Celestina la pasión p o r ver tanto c o m o para hacer es u n móvil f u n d a m e n t a l de los personajes y se cifra en la ausencia o la radical imposibilidad de lograr el o b j e t o visto y codiciado. A u n las cosas inanimadas se redefinen y cobran u n valor erótico al p r o yectarse y someterse a la mirada del sujeto deseante. El imperativo de ver y mirar llega a tal p u n t o q u e se desplaza el deseo hacia los o b jetos asociados con lo deseado. C u a n d o los ojos de Calisto se fijan en el cordón, el ceñidor de Melibea se encierra en el círculo del d e seo proyectado p o r la mirada y logra m o m e n t á n e a m e n t e sustituir la presencia de lo deseado. A la vez que el c o r d ó n reemplaza a Melibea, sin embargo, constituye también u n fuerte recuerdo material de su ausencia, y p o r tanto sólo aumenta la pasión sentida. D e esta m a n e ra, la conducta de Calisto nos confirma la tesis d e O t t o Kernberg, quien observa q u e en las personalidades narcisistas el voyeurismo y la promiscuidad se manifiestan p o r m e d i o de «sexual excitement for a b o d y that witholds' itself or for a person considered attractive or valuable by o t h e r people» 7 . Por cierto, el carácter narcisista de Calisto se destaca n o t a b l e m e n te al insistir él mismo en el placer de ser visto y observado en el acto del amor. C u a n d o p o r modestia Melibea le pide a Lucrecia que se aparte de la escena de sus amores, perplejo Calisto se resiste y le resp o n d e : «¿Por qué, mi señora? Bien m e huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria» (285). En esta instancia, el voyeurismo y fetichism o de Calisto se revelan c o m o la expresión máxima de u n deseo radical invertido: el de convertirse él m i s m o en el o b j e t o de la vista

7

Kernberg, 1986, p. 187.

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codiciosa y ser reconocido c o m o objeto del interés erótico del otro. En la escena del jardín durante su primer encuentro con Melibea el deseo voyeurístico de Calisto se transforma en un exhibicionismo que se regodea con saber que Lucrecia lo mira. Así, pues, se percibe que su excesiva insistencia en ver es también sintomático de la necesidad de sentirse visto y notado. En este momento, nos damos cuenta que Melibea es apenas una alegoría de lo deseado por él, un sustituto p o r una falta constitucional que siente Calisto. Rojas retrata con una agudeza sorprendente la sicopatología de Calisto, situándola plenamente en el m u n d o del narcisismo egoísta. Más allá del narcisismo, en Calisto se fusionan lo imaginado y lo verdadero, recreándose los hechos pretéritos de la experiencia visual y auditiva en su imaginación borrando a la vez los límites entre lo vivido y lo imaginado. El resultado es un ensueño en que Calisto se transporta a mirar el objeto de su deseo en el ojo y el oído de la imaginación. Obsesionado por volver a visitar a Melibea, el tiempo en el A u t o D e c i m o c u a r t o n o p u e d e pasar c o n suficiente rapidez, y así Calisto apela a la imaginación que le repita visual y auditivamente el deleite pasado: tú, dulce ymaginación, tú que puedes me acorre; trae a mi fantasía la presencia angélica de aquella ymagen luziente; buelve a mis oydos el suave son de sus palabras, aquellos desvíos sin gana, aquel «apártate allá, señor, no llegues a mí», aquel «no seas descortés» que con sus rubicundos labríos vía asonar... (292-293). Lo ocurrido y lo deseado se invocan y se hacen presentes en la fantasía de Calisto sin diferenciarse, produciendo u n efecto análogo a lo que Freud denomina identidad percibida, o el f e n ó m e n o en que u n sujeto recrea visualmente en la imaginación la percepción de acontecimientos claves ligados a la satisfacción pretérita del deseo 8 . El voyeurismo en Celestina, sin embargo, n o se limita a la figura de Calisto. Hasta los personajes menos notables de la obra se constituyen c o m o mirones y sujetos que se mueven por desear lo visto. Además de Calisto, por ejemplo, tanto Sosia c o m o Tristán se c o n vierten en voyeurs que observan a la gente furtivamente y comentan

8

Ver Freud, 1965, p. 605.

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sobre el o b j e t o inalcanzable de sus deseos. El voyeurismo de los dos criados se realiza en el m o m e n t o que miran a Elicia desde una v e n tana de la casa de Calisto sin ser notados p o r ella. E n este e n c u e n tro, los dos mozos hablan de la seductora tristeza de la muchacha quien, vestida de luto, pasa p o r la calle camino a visitar a Areúsa después de la m u e r t e de Sempronio y Pármeno. Al invitar a Tristán a que contemple desde lejos la «viuda» de Sempronio, Sosia se fija en sus prendas de luto y compara la pena que debe sentir Elicia con la que n o sintió Calisto por la m u e r t e de sus criados. Refiriéndose a la insensatez de su amo, dice: ¿Piénsaste tú que le penan a él mucho los muertos? Si no penasse más a aquella que desde esta ventana yo veo yr por la calle, no llevaría las tocas de tal color... Llégate acá y verla has antes que trasponga; mira aquella lutosa que se limpia agora las lágrimas de los ojos; aquélla es Elicia, criada de Celestina y amiga de Sempronio, una muy bonita mofa, aunque queda agora perdida la peccadora porque tenía a Celestina por madre y a Sempronio por el principal de sus amigos. Y aquella casa donde entra, allí mora una hermosa mujer muy graciosa y fresca, enamorada medio ramera, pero no se tiene por poco dichoso quien la alcanza a tener por amiga sin grande escote, y llámase Areúsa. Por qual sé yo que ovo el triste Pármeno más de tres noches malas, y aun que no le plaze a ella con su muerte (293). A la vez que las palabras de Sosia indican la piedad que siente ante la visión de una Elicia enlutada, expresan una fuerte atracción sexual también. El criado confiesa que se queda conmovido por la belleza seductora de la joven prostituta tanto c o m o p o r los dotes voluptuosos de Areúsa, a quien evoca escondida tras la puerta de su casa. C o n esto, Sosia proclama la envidia que siente de P á r m e n o por haberla poseído más de «tres noches» (293). Dentro de la motivación de la trama, la escena del A u t o Catorce sirve para plantear la justificación de la revancha de las dos muchachas p o r la muerte de sus enamorados, lo cual llevará a la intervención de C e n t u r i o y a la caída de Calisto. Más allá de esto, sin embargo, el escudriño furtivo de Sosia y Tristán se manifiesta dentro de u n marco claramente lúbrico y voyeurístico, cuya articulación evoca dos antiguas tradiciones de la misoginia medieval: la de la atracción de la mujer velada y la de la lascivia proverbial de las viudas 9 .

9

VerVasvari, 1992, Jardine, 1983 y Weissberger, 1996, pp. 2 0 9 - 2 1 0 .

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En la cultura tradicional, la mujer tapada y enlutada se presenta repetidamente c o m o la encarnación del misterio y el erotismo velados. El velo o la prenda que le tapa es a nivel simbólico una extensión de su sexualidad sumergida, c o m o indica Malek Allouha en su estudio de la representación erótica en los seraglios (1986). La cobertura femenina resalta, pues, la dialéctica entre el c u e r p o y la ropa, entre lo visto y lo escondido, entre el deseo y su encubrimiento, para producir un efecto titilante en el observador, c o m o ya vimos en el caso de la descripción de Melibea por Calisto. La relación entre las mujeres tapadas y la sensualidad voyeurística ha sido estudiada p o r Anne Hollander (1975), Mario Perniola (1989), y Valerie Steele (1996), quienes la ubican dentro del m u n d o del fetichismo y la sublimación del deseo en los objetos materiales. En el caso de Elicia, sin embargo, el sensualismo de su retrato c o m o mujer encubierta se intensifica doblemente al comunicarnos Sosia que lleva «tocas» de luto por la muerte de Sempronio. La caracterización de la muchacha c o m o una viuda que se detiene en el camino para limpiar las lágrimas de los ojos involucra a Sosia y Tristán en la apreciación voyeurística de su persona y en u n cuadro de sensualidad voluptuosa. Hecha aún más deseable por su supuesta viudez, símbolo de su falta de pareja, y por n o revelar explícitamente la belleza encubierta de su cuerpo, la descripción de Elicia apunta hacia la mala fama de las viudas recogida en poesías contemporáneas c o m o la recopilada por Pierre Alzieu en su antología de la poesía erótica del Siglo de Oro: Viudas de gallardo brío, si a compasión os movéis, por vuestra vida me deis, en que envuelva un niño mío, que se muere de frío y a ratos se me desmaya. Metedle bajo la saya, si queréis que calor cobre. ¿Si hay quien dé limosna a un pobre, que, si no lo masca, no lo come?10

10

Alzieu et al, 1975, p. 184.

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La indumentaria luctuosa de la prostituta y su encarecimiento c o m o la viuda de Sempronio presta, pues, un frisson fetichista a su representación y marca el deleite de su observador, quien la mira y la interpreta de manera en que sólo se aumentan su belleza y deseabilidad. E n vez de concentrarse en la pena y el luto de Elicia, Rojas hace deslizar las miradas de Sosia y Tristán hacia la codicia de poseer esta m u j e r sin compañero y el ensueño compartido por los dos de sustituir a Sempronio y Pármeno en la vida de ella y su amiga, Areúsa. Lejos de ser sujetos pasivos en la obra, pues, Sosia y Tristán t o man parte vicariamente en las aventuras sexuales de los demás. Imaginativamente involucrados en el deleite de los amantes y en el interés erótico de los otros, dejan que tanto el oído c o m o la vista les encandile el deseo. Así, al estar de guardia durante el primer e n cuentro amoroso de Calisto y Melibea, privados de la vista los criados se regodean y confiesan excitarse con los agitados ruidos que salen del oscuro jardín. «Tristán», exclama Sosia, «bien oyes lo que passa; ¡en qué términos anda el negocio!» A lo cual responde con vehemencia su joven interlocutor: «Oygo tanto que j u z g o a mi amo por el más bienaventurado hombre que nasció; y por mi vida, que aunque soy mochacho, que diesse tan buena cuenta c o m o mi amo». Lo cual lo confirma Sosia con el encarecimiento de Melibea y la o b servación que «Para con tal joya quienquiera se ternía manos» (285286). Finalmente, al oír los ruegos de Melibea que Calisto no le maltrate, Sosia se entromete imaginativamente en el asunto para susurrar entre dientes: «Ante quisiera yo oyrte essos milagros; todas sabés essa oración después que n o puede dexar de ser hecho; ¡y el bovo de Calisto que se lo escucha» (286) para expresar su deseo de dar m e j o r cuenta de la virginidad de Melibea que su amo. Tanto Sosia c o m o Tristán, dos de los personajes más inconsecuentes de la obra, se constituyen, pues, c o m o figuras sexualmente activas y aparecen c o m o voyeurs fisgones que aligeran el pulso del deseo por medio del placer de mirar y oír. Erwin Panofsky, u n o de los estudiosos más destacados de la cultura renacentista, ha subrayado c ó m o en la iconografía de Tiziano se integra la yuxtaposición de la vista y la audición para aumentar el sensualismo de ciertos cuadros del artista italiano. En el famoso Venus deleitándose con la música del Museo del Prado (Número 420), por ejemplo, se retrata cuidadosamente el tema de estos dos sentidos y la m a nera en que aumentan el sensualismo y el deseo en el sujeto masculino.

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En el cuadro analizado por el crítico se ve de frente a la diosa desnuda reclinándose con un perrito mientras un músico a la izquierda se vuelve difícil y retorcidamente para mirarla, embelesado y distraído por el cuerpo que contempla. Panofsky nos asegura que, más allá de la figura central de Venus, el músico es el personaje principal del cuadro, su verdadero protagonista. La integración del músico mirón en la escena representa una imagen calculada cuyo propósito es el de evocar la importancia de la vista y el sonido en la movilización y el aumento del deseo. La escena simboliza, pues, una preocupación renacentista por la competencia entre estos dos sentidos. Por consiguiente, concluye Panofsky, el cuadro de Tiziano abarca un «subject calculated to stimulate the carnal passions»11. Las facultades de ver y oír, por tanto, son consideradas parte indispensable del ideario erótico renacentista que apuntan hacia una teorización del origen del deseo en los sentidos audiovisuales. Ahora bien, la teoría sicoanalítica nos asegura que el voyeurismo en su forma visual tanto como auditiva es un fenómeno circunscrito principalmente al mundo masculino, haciendo hincapié en el hecho de que la vasta mayoría de los casos clínicos de él son hombres 12 . De manera complementaria, la historia del arte sitúa la perspectiva visual y su configuración estética en un contexto masculino, que siempre se ha asociado con la mirada del macho y el ejercicio del poder en las convenciones de la representación occidental. En su libro Ways of Seeing, John Berger resume esta idea al hablar de los desnudos en la pintura y dice que en la dinámica de su representación men act and women appear. M e n l o o k at w o m e n . W o m e n watch themselves b e i n g l o o k e d at. This determines not only m o s t relations b e t w e e n m e n and w o m e n but also the relation o f w o m e n to themselves. T h e surveyor o f w o m a n in herself is male: the surveyed f e m a l e . . . In the average European oil painting o f the nude the principal protagonist is never painted. H e is the spectator in front o f the picture and h e is presumed to b e a man 1 3 .

11 12 u

Panofsky, 1969, p. 121. Enciclopedia of Psychology, 1994, III, p. 312. Berger, 1972, pp. 47 y 54.

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Por consecuencia, el voyeurismo de Calisto, Sosia, y Tristán n o debe sorprendernos. Son sujetos masculinos que constituyen el objeto de su deseo por medio del acto de mirar. C o m o personajes, caben perfectamente bien dentro de los esquemas de la contemplación visual y sus parámetros genéricos. Lo que sí sorprende, sin embargo, es su carácter explícito en la obra y la manera en que Rojas lo moviliza repetidamente en estos personajes. Al convertir a Calisto, Sosia, y Tristán en observadores furtivos de lo deseado, se materializa el carácter intensamente morboso de su pasión y el placer que sienten al c o n t e m plarlo. En Calisto, sobre todo, percibimos la naturaleza explícitamente erótica y salaz de la mirada masculina. Además de los estudios de Berger y Panofsky, numerosas otras investigaciones críticas durante el siglo x x han señalado la persistencia del voyeurismo en el arte y cómo se manifiesta desde los tiempos más antiguos, sobre todo en la pintura y los otros medios de la representación mimética. Así, pues, tanto el cine como la literatura, además de la pintura, giran en t o r n o a miradas falocéntricas del m u n d o cuya perspectiva esencialmente masculina tiende a reforzar las estructuras patriarcales del poder y de la sociedad 14 . Desde la antigüedad clásica, la observación de la mujer como objeto del deseo masculino se sitúa al centro del sistema simbólico del subconsciente europeo y ha determinado en gran parte los patrones de la representación humana en la cultura visual y narrativa. En Celestina, sin embargo, hay un m o m e n t o en que se invierte esta convención genérica de la mirada y se localiza el deseo en la perspectiva de una mujer que observa y codicia a otra. Este es el caso, por ejemplo, cuando Celestina sube a la habitación de su antigua pupila, Areúsa, y le halla en el m o m e n t o que se desnuda para acostarse. El resultado es un encuentro hedonista que, c o m o anota Dorothy Severin, «revela, quizá inadvertidamente, un interés lesbiano por parte de la vieja»15. D e hecho, la escena demuestra más que un interés pasivo en el asunto y, desde el principio, rezuma de un homoerotismo voluptuoso. Al responder al «¿Quién anda ay?» de Areúsa, Celestina se identifica c o m o «una antigua enamorada tuya, aunque vieja» ofreciéndonos algo más que una vaga sugerencia de la naturaleza de sus relaciones con

14

Ver Spearing, 1993; Bal, 1991; Weissberger, 1996; Mulvey, 1989 y Kuhn,

1982. 15

Rojas, La Celestina, ed. Severin, p. 202, n. 25.

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Areúsa. La sugestiva respuesta de la alcahueta nos ubica dentro de un ambiente altamente erotizado en que se resalta el aspecto andrógino de la vieja notado por Burke16 y materializado aquí en la mirada salaz que ella proyecta hacia la joven y atractiva prostituta17. En el instante que ve a Areúsa desnuda sentada en la cama, Celestina expresa la fuerte atracción seductiva de lo que contempla, comparando a la muchacha con una sirena (201), antiguo símbolo del deseo prohibido, irresistible, y destructor. De aquí en adelante, el episodio se desarrolla de una manera sinestética ya que todo en él se erotiza a través de la evocación de las facultades del olfato, el tacto, y el gusto, además de la vista. En primera instancia, el acto de meterse Areúsa en cama provoca una reacción lúbrica en Celestina al contemplar su cuerpo desnudo y oler los perfumes de la ropa de cama. El tufo sensual producido por el movimiento de Areúsa entre las sábanas, rezumantes del olor de sus aventuras amorosas, provoca una exclamación lujuriosa en la vieja: «¡Ay cómo huele toda la ropa en bulléndote! ¡Aosadas, que estará todo a punto; siempre me pagué de tus cosas y hechos, de tu limpieza y atavío; fresca que estás! ¡Bendígate Dios, qué sávanas y colcha, qué almohadas y qué blancura!... Verás si te quiere bien quien te visita a tales horas; déxame mirarte toda a mi voluntad, que me huelgo»(202). Por medio de la reacción de Aréusa sabemos que las manos procaces de la alcahueta le ayudan a apreciar táctilmente la imagen seductora captada por los ojos y el olfato, convirtiendo el atrevimiento de Celestina en la admiración de las palabras de la moza: «Paso, madre, no llegues a mí, que me hazes coxquillas y provóvocasme a reyr, y la risa acresciéntame el dolor... Que no soy tan viciosa como piensas» (202)18. A pesar de los reproches y desquites de Areúsa, sin embargo, Celestina sigue adelante con lasciva determinación, palpándole el vientre, y quién sabe más, bajo el pretexto de aplacar los dolores del mal de madre mientras pronuncia las siguientes palabras sugestivas: 16

Burke, 2000, pp. 45-46. Las investigaciones sobre el género y la representación del homoerotismo en la literatura medieval hispánica han sido un tema tabú, y por lo tanto controvertido y escasamente tocado. Una excelente introducción al asunto en su contexto europeo, y la importancia que ha cobrado en los estudios culturales durante los últimos quince años, lo constituye el ensayo de Mérida Jiménez, 2000. En el momento de corregir las pruebas de la presente contribución tuve la oportunidad de leer el artículo de Dangler, 2001, que ilumina el homoerotismo de la vieja Celestina. 17

18

Sobre las implicaciones transgresivas de la risa en Celestina, ver Gerli, 1995.

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¡Bendígate Dios y el señor Sant Miguel Angel, y qué gorda y fresca que estás; qué pechos y qué gentileza! Por hermosa te tenía hasta agora, viendo lo que todos podían ver. Pero agora te digo que no ay en la cibdad tres cuerpos tales como el tuyo en cuanto yo conozco; no paresce que ayas quinze años. ¡O quén fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista! Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias o todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que pasassen en balde por la frescor de tu juventud debaxo de seys dobles de paño y liento (202). Excitada p o r lo que ve, lo que huele, y lo que toca, y encareciendo los hechizos de la figura de Areúsa, la vieja intenta animarle a la aventura amorosa, desaconsejándole la masturbación al recordarle r e p e n t i n a m e n t e q u e «tú n o p u e d e s de ti propia gozar» (203). Finalmente, Celestina le convence a Areúsa que reciba a P á r m e n o , invitándole a que le haga el a m o r a su discípula mientras ella los mira desde u n r i n c ó n oscuro. Apoderándose del muchacho, y sin duda calculando con el o j o sus dotes físicos, desvergonzadamente le provoca y dice: «Llégate acá, negligente, vergonzoso, que quiero ver para q u á n to eres antes que m e vaya. Retóbala en esta cama» (207). Y ante los reparos de la muchacha, la vieja censura: «¿Qué es esto, Areúsa? ¿ Q u é son estas estrañezas y esquividad, estas novedades y retraymientos? Parece, hija, q u e n o sé yo q u é cosa es esto, que nunca vi estar u n h o m b r e con una m u j e r j u n t o s , y que jamás passé p o r ello ni gozé de lo q u e gozas, y que n o sé lo q u e passan y lo que dizen y hazen» (208). C u a n d o al fin Celestina abandona la pareja en pleno acoplam i e n t o sexual, t a m p o c o lo es p o r el p u d o r sino p o r la frustración de sentirse simultáneamente sexualmente privada p o r la vejez y excitada p o r el deseo de participar en lo que contempla. «Quedaos a Dios», dice con resignación, «voyme solo p o r q u e m e hazes dentera con vuestro besar y retobar, que aún el sabor en las enzías m e quedó; n o le perdí con las muelas» (208). La vista, el tacto, el olfato, y el gusto se entrecruzan con el androginismo, el homoerotismo, y el onanismo a lo largo de esta escena de voyeurismo f e m e n i n o para producir u n encuentro de alta tensión sexual inscrito en las márgenes de una serie de tabúes doblemente proscritos. A u n q u e las palabras desvergonzadas de Celestina expresan el deseo por otra mujer, la clara identificación de la vieja mirona c o n lo masculino las desplazan hacia el universo del discurso falocéntrico. Consciente de lo transgresivo de sus deseos, Celestina se ataja repen-

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finamente frenando su impulso codicioso con una frase salaz reveladora, «¡O quién fuera hombre...!» exclama, lo cual desvía sus pensamientos escandalosos hacía el mundo masculino para poder gozar plenamente de los encantos de Areúsa que contempla, toca, huele, y gusta. Más allá del homoerotismo de Celestina, Rojas sigue subvirtiendo el falocentrismo del discurso del amor, sobre todo el del amor cortés, por medio de la figura de Lucrecia. Al situar a la sirvienta de espectadora en el jardín se le descubre en ella a flor de piel, tanto más que en Melibea, una lujuria incontenible y arrebatadora que irrumpe repentinamente en el sujeto femenino y es capaz de romper todo límite de recato. Con Lucrecia, el impulso erótico en la mujer se manifiesta clara y brutalmente —sin rodeos— y vemos que, a pesar de las preocupaciones expresadas por su señora, ella es movida por un instinto descarado, acelerado y materializado por medio de los ojos y el oído. La representación de Lucrecia como personaje encandilado por un deseo instigado por factores audiovisuales comienza con el son y la sugestiva letra de la canción, cargada de erotismo, que canta en la oscuridad del jardín a petición de su ama. Los dobles sentidos y las imágenes lascivas de la canción19 inflaman la imaginación de ambas ama y criada y, sobrecogida, Melibea interrumpe el canto para decir, «Quanto dizes, amiga Lucrecia, se me representa delante; todo me parece que lo veo con mis ojos» (321). Pero es Lucrecia la que acaba siendo la más excitada por lo que oye y contempla. Al concluir la canción con su ama, acto seguido entra Calisto en el jardín y Lucrecia, sintiéndose arrebatada, se abalanza sobre él para besar y abrazarle. El gesto provoca la rabia de Melibea, quien protesta que la criada no debería suplantarla en los brazos del amante, confirmando la observación de María Eugenia Lacarra que «si los criados desean a Melibea, no menos desea Lucrecia a Calisto»20. La imagen de la criada encaramada sobre el joven, incita la incredulidad de Melibea, quien suplica: «Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tornaste loca de plazer? Déxamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abramos; déxame gozar lo que es mío; no me ocupes mi plazer» (323). Más que la encarnación de un deseo desbordante, sin

19 20

Ver Lecertua, 1978. Lacarra, 1990, p. 73.

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embargo, Lucrecia es el personaje de mayor intensidad voyeurística en toda Celestina. Aunque en el Auto Catorce ante la pregunta de Melibea «¿Asnos oydo?» (287) se niega a admitir que estuviera escondida en la oscuridad mirando y escuchando a los amantes durante su primera noche de amores en el jardín («No, señora, que durmiendo he estado» 287), ya para el Auto Diecinueve la vergüenza que impulsó esa negación se habrá convertido en una desfachatez absoluta frente al efecto de lo que ve y oye. Mientras Calisto hecha manos a Melibea con energía procaz para quitarle el vestido («Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas» 324), Lucrecia, testigo inadvertido de los hechos (por lo menos inadvertida por Melibea ya que Calisto declaró que se quedara para holgarse en su gloria), se contagia de la ansiosa pasión de los amantes y murmura consigo misma desde las sombras sobre la frustración y el celo apasionado que siente: «Mala landre me mate si más lo escucho; ¿vida es esta? Que me esté yo deshaziendo de dentera y ella esquivándose por que la ruegen. Ya, ya, apaziguado es el ruydo; no ovieron menester despartidores; pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me fablassen entre día, pero esperan que los tengo de yr a buscar» (324). Finalmente, al borde del colapso por la excitación provocada por lo que oye y columbra, Lucrecia suspira envidiosamente mientras suma los acoplamientos de los amantes: «Ya me duele a mí la cabeza descuchar y n o a ellos de hablar ni los bracos de retobar ni las bocas de besar» dice. «Andar, ya callan; a tres m e parece que va la vencida» (324). Aun después de descalabrarse Calisto y dar con Tristán, quien trae la noticia de la muerte de su amo, Lucrecia sigue animada por lo visto y oído apenas unos segundos antes. Desprevenida de la muerte de Calisto, extiende la mano hacia el criado adolescente con una frase sicalíptica: «Tristán, ¿qué dizes, mi amor?» (327). Para concluir, en Celestina la energía libidinal del placer y el erotismo, móvil principal de la obra, tiene su origen en las facultades de mirar y oír, pero sobre todo en mirar y percibir aquello que ordinariamente no se permite observar o percibir. A través de toda la obra, los ojos y los oídos de los personajes son los medios que revelan lo prohibido y lo acotado, que es el dominio del deseo. En su anatomía del deseo, al retratar el carácter furtivo y vedado de la mirada ardien-

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te o el efecto del sonido provocante, Fernando de Rojas supo reproducir la importancia de la percepción audiovisual en las pulsiones sexuales y nos permitió ver aquéllas cosas que únicamente se sugerían o se evocaban eufemísticamente en los textos de la tradición cortés. El imperativo a mirar en todos sus personajes busca recrear no solo lo candente de la imaginación erótica, capaz de cruzar las fronteras de la sexualidad normativa como en el caso de Celestina y Areúsa, sino conocerlo y examinarlo detenidamente en el proceso de la identificación del sujeto con el objeto de su deseo. En Celestina, Rojas instala la percepción sensorial como el protagonista fundamental del placer y del proceso de la seducción en los seres humanos. La mirada es signo, fuente, y vehículo del deseo y del gozo eróticos en todos, tanto hombres como mujeres. Al hacer esto, reveló a sus personajes como complejos seres sociales y carnales movidos siempre por un impulso radical escópico y auditivo. Mirar y contemplar a los demás tanto como ser mirados y contemplados por ellos es de importancia capital en la constitución del mundo social, sexual, e intelectual de Celestina. En el drama humano de la obra, el acicate de la pasión y la voluptuosidad son los ojos y el oído. Ver y oír al otro es siempre el primer paso hacia la acción y, en el mundo de Fernando de Rojas, constituye también el acto inicial hacia el impulso de poseer y dominarlo. La percepción audiovisual a través de diversas plasmaciones en su obra, por consiguiente, empieza a adquirir un estatuto indispensable para conocer las formulaciones del deseo en los umbrales de la modernidad 21 .

21 Hay otros dos textos del siglo xv ibérico que consagran el voyeurisnio y la audición inadvertida para ilustrar la naturaleza del deseo como extensión de la percepción sensorial. Me refiero al capitulo 233 del Tirant lo Blatu, donde «Tirant és convidat per Plaerdemavida a contemplar el bany de la princesa» por medio de un agujero en un arcón donde está escondido el protagonista, y el «Villancico a tres fijas suyas», atribuido al Marqués de Santillana. La manera en que tanto el Marqués como Martorell plasman el deseo por medio de la mirada y la audición secreta serán temas de otras investigaciones que espero terminar.

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EL PLACER DE LA MIRADA

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LA T O R R E D E P L E B E R I O Y LA C I U D A D D E LA CELESTINA ( U N M O S A I C O DE I N T E R T E X T U A L I D A D E S A R T Í S T I C O - L I T E R A R I A S . . . Y A L G O MÁS)

Ángel Gómez Moreno Universidad Complutense

A Julio Ortega y Elena del Río, por una maravillosa estancia en Providence

(R¡)

Las ventajas que se obtienen de un estudio comparativo de la literatura y las artes plásticas quedan fuera de toda duda en las distintas corrientes de la crítica literaria de ayer y hoy, bien se trate de los viejos estudios neocomparatistas (a la manera de Enrique Moreno Báez en España), de las recientes aproximaciones semióticas o de las catas en profundidad llevadas a cabo desde vertientes de la crítica como la Teoría de la Recepción, la Historia de las Mentalidades o cualesquier otras corrientes de análisis literario (al asunto, por su interés y actualidad, le ha dedicado un número completo, segunda de sus monografías y con fecha de 1999, la Rivista di Filología e Letterature Ispaniche). A veces, tales prospecciones se llevan a cabo silenciosamente, sin hacer una declaración previa de principios teóricos, aunque en lo profundo se perciba una clara conciencia de método, como vemos en algunas de las páginas más dignas de recuerdo de Dámaso Alonso (como que las encontramos, por ejemplo, en su Poesía española, entre el Toledo garcilasiano y el de El Greco), en no pocos trabajos de Francisco López Estrada (sobre todo, en sus análisis ajenos al Medievo, entre la literatura y el arte de los Siglos de Oro a los correspondientes al Fin de Siglo, con un par de libros acerca de R u b é n Darío y los

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Machado en sus relaciones con la pintura española o británica de su época), o en alguna de mis páginas 1 . R u e g o a los lectores de estas líneas que, por lo que respecta a la enumeración previa, no tomen la inclusión de mi nombre como una muestra de soberbia, pues no se me escapa la distancia insalvable que separa el inconmensurable mérito de los anteriores de la pequeñez del conjunto de mi producción científica. Del mismo modo, habrá de perdonárseme que, dado mi m o d o de plantear este trabajo, ahora encuadre mi nombre entre los anteriormente citados y los correspondientes a dos de los grandes estudiosos de nuestra literatura, nuestro arte y nuestro pensamiento en definitiva: María Rosa Lida de Malkiel y José Antonio Maravall; sin embargo, no me queda más remedio que hacerlo, pues ambos han aportado buena parte de las claves para explicar el caso que nos ocupa, sobre el que me permito volver aquí con algunos materiales complementarios que se me antojan de lo más revelador. Ciertamente, en esa cima de los estudios celestinescos que son el grueso volumen de la primera 2 y el sustancioso opúsculo del segundo 3 , hallamos dos cumplidas muestras del tipo de análisis a que me refiero, llevado a cabo con inteligencia y tino, aunque en ambos casos los datos se ofrezcan libres de un planteamiento teórico inicial que, a la luz de los resultados, no les hacía falta. Con este elogio, me refiero a su análisis del que debe considerarse como un claro ejemplo de intertextualidad artístico-literaria (unos cuantos años antes de que Julia Kristeva acuñase y extendiese el uso de esta etiqueta) en La Celestina, que arroja luz y debería haber resuelto de una vez por todas el manido debate acerca de la ciudad en que se desarrolla la acción. Recordemos el pasaje del acto quinto de la Comedia y veinteno de la Tragicomedia que ha llevado a tan diversas conclusiones: i ' l e b e r i o . - Temprano cobraste los sentimientos de la vejez. La m o c e dad toda suele ser plazer y alegría, enemiga de enojo. Levántate de ahí; vamos a ver los frescos aires de la ribera, alegrarte has con tu madre, des-

' En particular, cuando me he ocupado de las transformaciones culturales acaecidas entre los siglos xv y xvi, algo que he venido haciendo sistemáticamente en los últimos diez años de mi vida, o bien en mi artículo, que bien puede tenerse por homenaje a López Estrada, Gómez Moreno, 1990. 2 Lida de Malkiel, 1962. 3 Maravall, 1973.

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cansará tu pena. Cata, si huyes de plazer, n o hay cosa más contraria a tu mal. MELIBEA.- Vamos d o n d e mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allí g o z e de la deleitosa vista de los navios. Por ventura, aflojará algo m i congoja. PLEBERIO.- Subamos, y Lucrecia c o n nosotros.

Todas las posturas relativas a este paisaje y la ciudad que se presenta a ojos de Melibea atienden a las siguientes urbes: Salamanca, localización defendida por Manuel Serrano y Sanz y una larga nómina, pues se trata de la ciudad que cuenta con mayor número de partidarios; Toledo, aducida por Azorín y una considerable lista de grandes figuras españolas, con un eco tan poderoso que Maravall se siente obligado a acallarlo4, aunque todavía vuelva sobre esta hipótesis Antonio Prieto en el prólogo a la edición de Margarita Smerdou Altolaguirre (Madrid: Magisterio Español, 1968); Sevilla, defendida por unos cuantos intelectuales de renombre, como José María Blanco White oVicente Aleixandre;Talavera de la Reina, lugar igualmente ligado a la biografía de Rojas y propuesto por el poeta Rafael Morales y por Higinio Ruiz y Carmen Bravo Villasante5; y hasta, curiosidad donde las haya, el gaditano Puerto de Santa María; por no faltar, hay incluso quien, perdido en un camino que podría haber sido el correcto, sostiene que la imprecisión en el lugar de la acción se justifica por la supuesta tendencia renacentista a la universalización6. Las teorías principales a este respecto íueron resumidas ya por Humberto López Morales en su edición7; para el resto, es obligado consultar el conjunto de fichas recogidas por Joseph Snow8. En resumen, los modernos editores suelen mostrarse ponderados a este respecto y, a estas alturas, rara vez inciden en demasía sobre el problema de «la» ubicación de la obra; a ese respecto, la nota de Bienvenido Morros a su magnífica edición del texto de Rojas9 sirve de verdadero paradigma: La m e n c i ó n de los navios favorece a los partidarios de situar el lugar de la acción e n Sevilla, por c u y o río circulaban t o d o tipo d e barcos, y n o

4 5 6 7 8 9

Maravall, 1973, pp. 46-47. R u i z y Bravo Villasante, 1966. Macaya Lahmann, 1938. Rojas, La Celestina, ed. López Morales, p. 231, n. 3 Snow, 1985, bajo las entradillas del índice «Lócale of LC». Rojas, La Celestina, ed. Morros, p.307.

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ÁNGEL GÓMEZ MORENO acaba de encajar entre los defensores de ubicarlo en ciudades de tierra adentro, a pesar del significado que dan a navios ('barcos de placer, de poco calado') y de las referencias literarias (Petrarca, Sobre los remedios, I, 90) y artísticas (cuadros flamencos donde aparecen pintadas ciudades amuralladas al borde de un río o del mar) que pudieron inspirar a Rojas. Melibea alega un pretexto verosímil, porque, de acuerdo con el suicidio de Safo (Ovidio, Heroidas, XV, 160-172) o el comportamiento de Esquinas enTeócrito (Idilios, XIV, 54), la contemplación de los «frescos aires de la ribera», con los navios de trasfondo, constituía una terapia para la melancolía.

Esta nota sirve también para otros propósitos. Antes de nada, i n vita a concluir, de una vez por todas, que la interpretación que se debe dar a navio es la de aquellos editores que apelan al Tesoro de Covarrubias, d o n d e se describe c o m o u n «bajel grande de alto b o r de»; además, quien se moleste en consultar las diversas d o c u m e n t a ciones que del término nos ofrece el Universal vocabulario de Alfonso de Palencia (por n o decir todas las que aparecen en el Archivo Digital de Manuscritos y Textos Españoles [ADMYTE]) comprobará que éste posee un valor genérico y que sirve para aludir a distintas naves, a u n que todas ellas tienen en c o m ú n su gran calado. El paisaje sugerido n o es, por lo tanto, el de un estanque para deleite de cortesanos (de los que tanto abundarán siglos después, a m o d o de reflejo de una naturaleza domesticada, hecha a la medida del ocio humano), sino que estamos ante un puerto de río o de mar, hipercaracterístico en el c o n j u n t o de las artes plásticas europeas — y n o sólo en la pintura flam e n c a — de la época de Fernando de Rojas. En segundo lugar, la nota de este estudioso barcelonés permite recordar el e n o r m e volum e n de referencias a la materia médica que se integran en la obra, c o m o hemos venido apuntando unos cuantos de manera parcial (básicamente, al atender al laboratorio u oficina celestinesca) y c o m o Marcelino Amasuno está demostrando de manera concluyente en una serie de sesudos y extensos artículos. En ese sentido, asistidos p o r el capítulo correspondiente («Del amor que se dize "hereos"») del c o nocidísimo Lilio de Medicina de Bernardo de Gordonio, n o puede extrañarnos que Pleberio invite a superar el mal de amor y la melancolía «con los frescos aires de la ribera»; del mismo modo, comprendemos que, acto seguido, Melibea solicite el auxilio de la música para alejar sus males:

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MELIBEA.- Mas si a ti placerá, padre mío, manda traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de su accidente, mitigarlo han por otra los dulces sones y alegre armonía.

Venidos al caso que me ocupa, a María Rosa Lida se le debe, como he señalado ya, la primera indicación del influjo de la pintura flamenca y de la pintura española de la época sobre este pasaje de La Celestina10, donde remite a varios libros sobre pintura flamenca y española; del mismo modo, la genial investigadora justifica el cielo cubierto de nubes del huerto de Melibea como una nueva muestra de «la visualización de sus escenarios por la coetánea pintura flamenco-castellana, con la que su realismo verosímil presenta más de un contacto fundamental». Lida sólo se quedó corta en un sentido (y es mucho decir, en autora tan fina y prolija, como también lo era, y lo siguió siendo por muchos años más, su viudo Yakov Malkiel), al no haberse ocupado del mensaje o mensajes inherentes al paisaje descrito, que sugiere la riqueza de la ciudad en general y da claras muestras de la de Pleberio en particular. Las torres y los navios de ese paisaje, suyos ambos (se trata nada menos que de un naviero, como Onassis y otros armadores que, por siglos, han constituido la crema de la elite financiera), como nos lo confirman las preguntas retóricas de un Pleberio desesperado, muestran el formidable patrimonio que le habría correspondido heredar a Melibea. Por todo ello, no puede extrañar que ese maestro de sociólogos que fue José Antonio Maravall diese el paso siguiente y vinculase todos estos datos al estatus de las clases ociosas al final del Cuatrocientos europeo; de hecho, en una nueva muestra de buen tino neocomparatista, Maravall recuerda el paisaje de fondo sobre el que Piero della Francesca apoyó su famoso perfil de Federico de Montefeltro, el Duque de Urbino: unos veleros sobre el amplio estuario de un río11. Este jugoso libro, muchas de cuyas páginas se f u n damentan sobre este breve pasaje de la obra de Rojas, descubre a continuación en Pleberio «al gran mercader que ejercita el comercio marítimo, esto es, la forma de relación económica más importante en las primeras etapas del capitalismo». N o obstante, es algo más adelan-

10 11

Lida de Malkiel, 1962, pp.164-65, n.7. Maravall, 1973, p. 47.

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te d o n d e se aprovecha del esfuerzo de la estudiosa argentino-estadounidense, tras ofrecer u n paisaje boyante de varias de las ciudades peninsulares: De ninguna de ellas, ciertamente, cabe buscar la imagen concreta en La Celestina. Todos los intentos de localización de su acción dramática en Salamanca,Toledo, Sevilla o últimamente enTalavera fallan por algún lado. Con mucha agudeza creemos que ha dejado resuelta la dificultad María Rosa Lida: no se trata de ninguna ciudad en concreto, sino de una ciudad inventada, recompuesta imaginativamente por el autor, siguiendo probablemente el modelo de esas ciudades de ficción que eran frecuentes en la pintura flamenco-castellana de la época, estampas de ciudades en las que se contemplan todos los elementos de paisaje urbano que en La Celestina se combinan: puertos, embarcaciones, ríos, árboles, ricas casas, desde cuyas altas torres, levantadas más para placer que para defensa, otras jóvenes como Melibea podrían gozar de «la deleitosa vista de los navios». Pero tengamos en cuenta que, por sus mismos supuestos sociológicos, la pintura flamenca es manifestación muy representativa de una cultura urbana y burguesa y su difusión en España arguye un cierto parentesco socio-cultural con sus orígenes. Al inventar una ciudad, como Rojas lo hace, tipifica fielmente el medio ambiente en que el mundo de sus personajes vive y redondea la significación histórico-social de su obra 12 . M o m e n t o es ya de retomar las páginas de ambos maestros con la intención de ir u n p u n t o más lejos. A manera de c o m p l e m e n t o a Maravall, se debe añadir que el poder de una ciudad en todos los ó r denes (particularmente el militar y el económico) se asociaba con la altura y n ú m e r o de sus torres, c o m o vemos en los casos de la R o m a antigua (ya desde los viejos Mirabilia urbis Romae, en la revolucionaria explicación de la Urbs p o r Flavio B i o n d o o en la recreación pictórica, en la que tan importantes resultan las sensaciones de altura y v é r tigo, de u n Sir Lawrance Alma-Tadema y del cine de H o l l y w o o d inspirado en sus cuadros, en una línea que pasa p o r el Ben-Hur de William Wyler, el Quo vadis? de M e r v y n Le R o y o Los diez mandamientos de Cecil B. de Mille, y que llega hasta la m o d e r n a Gladiator de R i d l e y Scott), de M é r i d a (entre la descriptio de la Crónica sarracina de Pedro del Corral, la de Pedro de Medina en su Libro de grandezas y cosas memorables de España y la Historia de la ciudad de Mérida, en tres 12

Maravall, 1973, pp. 72-73.

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siglos sucesivos, sobre las que ya he escrito en otra ocasión 13 ), de Florencia (de acuerdo con la perspectiva escogida por Domenico di Michelino para celebrar a Dante, en una pintura que podemos contemplar en la Catedral de Florencia) o de Rávena (a ojos del bárbaro Droctulft en El Aleph de Borges, en un relato que ahora veo recordado en un trabajo de Manuel Bendala Galán que guarda estrecha relación con estas líneas)14. El arquetipo de una ciudad esplendorosa lo ofrece ya, en el temprano Trecento, Ambrogio Lorenzetti, en su alegoría sobre el buen y mal gobierno en la ciudad y el campo, serie que pintó en 1335, durante su estancia en Siena (la obra se custodia en el Palazzo Pubblico de la ciudad). A este respecto, recuérdese también que las recreaciones que el público occidental podía contemplar de la ciudad de Jerusalén están cuajadas de torres, como las del grabado desplegable del Viaje de Tierra Santa de Breidenbach y otras en las que, en diversa medida, se recrea la urbe con arreglo a los parámetros del momento, con torres más propias de las ciudades de Occidente que de las pertenecientes al Mediterráneo Oriental, como vemos en Cristo camino del Calvario de Andrea di Bartolo (cuadro del primer Quattrocento que se custodia en el MuseoThyssen de Madrid). En el futuro inmediato, una circunstancia tan extraordinaria como puede ser la ejecución de Savonarola, recogida en un cuadro anónimo de hacia 1500 (Museo de San Marco de Florencia), servirá antes de nada para ofrecer un impresionante paisaje urbano de Florencia en el que se destacan, precisamente, sus principales alturas. A la Segunda R o m a y a la ciudad tres veces santa les faltaba, no obstante, un elemento fundamental para responder al arquetipo de urbe rica y poderosa, pues en el imaginario de las gentes el poder económico y la grandeza se manifestaban especialmente rotundos cuando la urbe extendía sus vistas hacia un estuario, fluvial o sobre todo marítimo. Una vez más, el paradigma para el pasado lejano lo ofrecía la R o m a clásica (con la preservación de su imagen en infinitas estampas del puerto de Ostia), del mismo modo que, desde el.siglo xv en adelante, lo brindaban esos verdaderos arquetipos que eran la pujante Flandes, las ricas repúblicas italianas y alguna que otra ciudad germánica, ejemplos rotundos de prosperidad económica. Al respecto, nada había tan im-

13 14

Gómez Moreno, 1994, pp. 282-295. Bendala Galán, 1997.

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presionante c o m o la boyante Venecia del Quattrocento, retratada por Jacopo de' Barbari al cierre de esa centuria, en una magnífica vista de la ciudad, en la que sobresale el puerto, en primer plano, con buen parte de su flota; parecida es la impresión que quiere dar Pinturicchio (1454-1513) de Ancona en el cuadro en que el papa Pío II bendice a los cruzados (una imagen que forma parte de sus Escenas de la vida de Pío II, de la Catedral de Siena), con u n paisaje en el que destaca la m u ralla, en primer término, y algunos edificios y el mar con varios bajeles, al fondo; semejante es la imagen en que recoge la partida de ese papa al Concilio de Basilea, con la compañía de caballeros y peones y, por detrás, el mar a la izquierda, con varias naos, y una ciudad (acaso R o m a ) cuajada de torres a la derecha. D e idéntica manera se muestra la bahía de Ñapóles en u n cuadro anónimo pintado con ocasión de la visita de Lorenzo el Magnífico (Museo di Santo Martino, Nápoles), aunque justamente desde la perspectiva opuesta: con el mar y la flota en primer plano y la ciudad al fondo. La bahía de Nápoles y las torres de la ciudad aparecen en todo su esplendor en el paisaje que Francesco Pagano p i n t ó hacia 1485 (Tavola Strozzi, Galerías nacionales de Capodimonte, Nápoles). Recordemos, en definitiva, que en el magistral Giorgione (14781510) de Città ideale la arquitectura límpida y simétrica, de acuerdo con el ideario de Leon Battista Alberti, se cierra con un puerto de mar, allá a lo lejos, en el que fondean varias naves (Staatliche M u s e u m de Berlín). Por referirnos a un caso español, contamos con un raro impreso de 1564, el Libro tercero de la chrónyca de Valencia de Martín de Viciana, que incluye u n magnífico grabado de la ciudad de Alicante, con su castillo, su muralla, sus iglesias y grandes casas y, frente a ella, u n puerto con tres galeones y un esquife. Entre las postrimerías del siglo xv y el siglo xvi, en España n o sólo creció el léxico marítimo, enriquecido notablemente por influjo de Italia 15 , sino que fue en aum e n t o el gusto por los motivos náuticos, que aparecen exentos por doquier, c o m o en el bajel que constituía la marca del impresor granadino Juan de Varela a comienzos del siglo xvi (ya sabemos que, en Italia, los Manuzio eran conocidos por su marca con el áncora y el delfín); o, por poner c o m o ejemplo otro impreso de esta centuria, el formidable navio que adorna la portada de Las premáticas, ordenabas,

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Algo que se percibe con una simple ojeada a Terlingen, 1943.

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ley y facultad dada por sus majestades por privilegio especial a la universidad de la contratación de los fiel y cónsules de la muy noble villa de Bilbaou'. A este respecto, conviene recordar lo que el mar y sus barcos suponían en el imaginario de la época: si el primero era la puerta a u n m u n d o nuevo y fascinante, recién descubierto, éstos suponían el m e dio de alcanzarlo. El progreso humano, en definitiva, dependía de la navegación marítima, a la que aún esperaban tierras ignotas; por buscar un ejemplo adecuado, cabe decir que la humanidad cifraba gran parte de sus sueños en esa amplia vía de acceso, ahora para siempre abierta, y en el ingenio del hombre que le sacaba el provecho posible con nuevas embarcaciones y nuevos medios (con unos instrumentos de navegación avanzados y una cartografía que cabe tildar de revolucionaria). D e buscar paralelos, se m e ocurre u n o fácil: el de la fascinación que el temprano siglo x x sintió por la máquina, plasmado en el arte vanguardista y, particularmente, en ese culto que los f u turistas hicieron de las máquinas en general y el avión en particular, ingenio éste que vino a desplazar los navios de ese imaginario colectivo del que ahora m e ocupo 1 7 . Ahora, sin salir de los desvelos del arte vanguardista, m e permito añadir también que la altura de los edificios ha continuado siendo un signo de poder y de dinamismo, con m o mentos de especial entusiasmo por la superación de las alturas máximas entre la primera y cuarta décadas del siglo x x (a este respecto, el poder del ingenio h u m a n o se revela en el Nueva York de esa época o en sueños c o m o esa gran película dirigida, y parcialmente escrita, por Fritz Lang en 1926 que es Metrópolis) o en las dos últimas décadas de dicha centuria, por n o llegar a nuestros propios días (por ejemplo, el núcleo principal de las denominadas Operación Chamartín y Opera-ción Ciudad Deportiva del R e a l Madrid lo constituyen varios grandes rascacielos, tildados reveladora e insistentemente de representativos). Por supuesto, n o conviene seguir aquí otras pistas, a pesar de lo atractiva que pueda resultar la materia en ciertos casos, c o m o la que

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Los tres ejemplos citados se hallan en Lyell, 1997, nn. 88, 198 y 247. Para ese mismo tipo de adoración y culto a los avances de la humanidad en el primer tercio del siglo xix recomiendo leer al siempre magistral y sorprendente Paul Johnson (1991, 1999), particularmente el capítulo «Fuerzas, máquinas, visiones». Para el resto de la centuria hasta alcanzar los años de las vanguardias es obligada, por precisa y apasionante, la lectura de Daniel Canogar, 1992. 17

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nos lleva a las ebúrneas torres del Modernismo (que tanto atrajeron a Pedro Salinas, entre otros) o a las torres como símbolos, entre posrománticos y vanguardistas, de Yeats, Jeffers, Rilke o Jung 18 . Volvamos por un instante a la materia central de este artículo. C o m o vemos, el influjo ejercido por las artes plásticas en este punto de la obra es absoluto, no sólo en el caso de la pintura de temas laicos sino en las escenas religiosas. A ese respecto, cabe concluir que ese modo de proceder es posible gracias al aggiornamento de los episodios bíblicos, incorporados a paisajes claramente locales y contemporáneos, con ciudades medievales, edificios renacentistas o una naturaleza europea característica. C o m o botón de muestra, vale la pena recordar los ejemplos siguientes (algunos de ellos ya aparecen en la larga lista aducida por Lida, aunque creo que se quedó sin nombrar algunos de los más reveladores): Roger van der Weyden pinta a San Lucas retratando a la Virgen, que se halla en una torre contemplando un estuario y buena parte de la ciudad (la tabla principal se custodia en el Museum of Fine Arts de B o s t o n , a u n q u e tiene réplicas en el E r m i t a g e de San Petersburgo, la Alte Pinakothek de Munich y el Groningenmuseum de Brujas). Hans Memling, en su desembarco de los Reyes Magos de Las siete alegrías de María (de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas, hoy en la Alte Pinakothek de Munich), los pone en una ciudad medieval arquetípica, con su estuario y sus navios y las altas torres de sus edificios. Por su parte, Benedetto di Bonfiglio, en La Anunciación, de hacia 1455 (Museo Thyssen de Madrid), sitúa la escena en una terraza desde la que se contempla un paisaje urbano con multitud de torres (una torre renacentista y un arco gótico ojival en un plano inmediato, con una mezcla de estilos que se repite en una cúpula con torre situada en un plano posterior) y al fondo un estuario con los correspondientes navios. Sandro Boticelli pintó en 1489 una Anunciación para la iglesia de Santa María Maddalena dei Pazzi (Floren-cia), hoy custodiada en la Galería degli Uffizi; en esta obra, la escena se abre a un paisaje en el que destacan unas fortificaciones amuralladas y unos meandros sobre los que navega un bajel. A este momento del Nuevo Testamento se le dio un marco arquitectónico absoluto con no poca frecuencia, como se puede contemplar, sin salir de Madrid, en los ejemplos de Fra Angélico (Museo del Prado, aunque este artista cuenta con otros ejem-

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A las que atiende Ziolkowski, 1998.

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píos igualmente válidos en el Museo Diocesano de Cortona o en el Convento de San Marco de Florencia) y de Gentile Bellini (Museo Thyssen de Madrid), en el que el recogimiento del encuadre arquitectónico de la Virgen contrasta con la altura ilimitada que sugiere el edificio lateral. El español Pedro de Berruguete hizo otro tanto hacia 1485 en su Anunciación de la Cartuja de Miraflores de Burgos, al encuadrar la escena en un magnífico aposento con una ventana gótica al fondo; también española es la escena de la Anunciación en el Retablo Mayor de la Catedral Vieja de Salamanca, pintado por Dello Delli hacia 1440. Aparte de los mentados, hay otros muchos ejemplos de este modo de encarar el motivo de la Anunciación de María. Los estudiosos de la pintura europea del siglo xv se han preguntado cuál es la ciudad (¿Mastrique, Lieja, Utrecht, Lyón, Ginebra o Autún?, aunque tiene todo el aspecto de ser de nuevo una ciudad arquetípica semejante a la de La Celestina) representada en la Virgen del canciller Rolin de Jan Van Eyck (Museo del Louvre), que constituye el ejemplo más rotundo aportado por Lida. Aquí, en un segundo plano, se han incluido dos personajes que contemplan desde una torre el inevitable puerto, esta vez fluvial, en que las naves están fondeadas a la derecha y tras un puente. En realidad, el fondo propio y caracterizador de gran parte de la pintura mañana (en el momento de la anunciación, en la natividad y la adoración o en la crucifixión, a modo de piedad) del siglo xv e inicios de la centuria siguiente corresponde, precisamente, a este patrón o queda muy cerca del mismo: nunca falta un enclave urbano (que coincide, más o menos, con el que acabamos de describir en unas tablas concretas) y un gran volumen de agua, bien se trate de un río, que suele dibujarse con sus meandros, un estuario, un puerto o mar abierto. U n magnífico ejemplo de esta tendencia nos lo ofrece el español Bartolomé Bermejo hacia 1385 en su Tríptico de la Virgen de Montserrat, de la sala capitular de la Catedral de Acqui Terme; aquí, este pintor afincado en la Corona de Aragón y formado tal vez en Países Bajos (en cualquier caso, en su obra se percibe clara la huella de Van der Weyder y de Van Eyck), pinta a la Virgen, el Niño y el donante, de nombre Francesco della Chiesa, al tiempo que escoge como fondo un estuario con dos grandes barcos y una flota a lo lejos, enmarcado a ambos lados por dos iglesias con altas torres y otros edificios. Ese conjunto de motivos impregnó de inmediato a otros cuadros de temática religiosa y en primer lugar a los distintos momentos de la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta alcanzar a la crucifixión

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y resurrección (en concreto, y entre otras, cabe destacar la Crucifixión de Antonello da Messina, de 1475, conservada en el Museo de Bellas Artes de Amberes). De este modo, la anónima Destrucción de Sodoma y Gomorra flamenca de comienzos del siglo xvi plasma el esplendor económico de esa ciudad (origen de todo pecado, no lo olvidemos, y muy en particular causa primera de degradación moral, como veremos más detalladamente a continuación), destruido por designio divino: la torre más alta es derrocada por medio del fuego celestial, mientras varios navios se hunden en lo que parece un estuario. Por supuesto, los temas hagiográficos no quedaron al margen de esta tendencia, como vemos en el Martirio de San Sebastián de Memling, pintado hacia 1475 (Musées R o y a u x des Beaux-Arts de Belgique, Bruselas), que incorpora el correspondiente bajel en un estuario y una ciudad cuajada de torres; o bien San Juan en Patmos, de El Bosco, cuadro ejecutado entre 1504 y 1505 en que la figura se envuelve en m o tivos semejantes mientras escribe el Evangelio. En realidad, el paisaje descrito se extendió con gran rapidez a una infinidad de temas, religiosos o laicos, en el conjunto de las artes pictóricas de esa misma época. A ese respecto, invito a reparar de nuevo en el fondo que Botticelli escogió para la serie de la Historia de Nastaglio degli Onesti, ejecutada entre 1482 y 1483 (Museo del Prado). Este tipo de escenas perdurará en las artes plásticas a lo largo de la centuria, aunque mediado el siglo xvi irá perdiendo vitalidad en los artistas más originales hasta casi desaparecer por completo; con el Barroco, de hecho, los mismos temas bíblicos que acabamos de revisar responden ya a una poética radicalmente distinta, en la que el paisaje de fondo desaparece o se difumina y en la que sobresalen las figuras, elaboradas ahora por medio del control del color y la luz. El epicentro de la tendencia a que hemos atendido se sitúa, por lo tanto, muy claramente en la segunda mitad del siglo xv y alcanza al siglo xvi más temprano, con lo que se revela como un signó artístico de los años de Fernando de Rojas. Lo indicado con respecto a la pintura sobre tabla o lienzo puede decirse también del grabado o de la iluminación de libros, con una amplísima muestra que cabe extraer de devocionarios, libros de horas y otros libros y documentos iluminados de diversa naturaleza y procedencia 19 .

19 U n buen ejemplo de este tipo de fondo es la Regla de la Cofradía de Santa María de la Creazón de la Catedral de Burgos, con una adoración y una crucifi-

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Por todo ello, me extraña que, en el catálogo El jardín de Melibea (2000), se haya desperdiciado la ocasión para revelar estos encuentros artísticoliterarios; de hecho, en este hermoso volumen sólo se ha incluido una imagen de interés relativo, los Esponsales de santa Catalina, obra de un discípulo de Memling ejecutada hacia 1490 (Capilla Real de la Catedral de Granada) en la que la escena se encuadra en una torre abierta con vistas a un jardín, un bosque con su río y un palacio. En el conjunto, para el caso que me ocupa, sólo cabe atender al hecho de que, una vez más, un motivo religioso busque su marco en la archicaracterística torre de la pintura de la época. Reduzcamos ahora nuestro ámbito de búsqueda a la literatura y cotejemos el pasaje con los géneros más estrechamente vinculados con La Celestina. A pesar de su ambiente urbano, nada parecido se percibe en la tradición de la comedia humanística (de hecho, en La Celestina se siguió el nuevo patrón tragicómico para dar cabida a la hecatombe final, aunque la simple consideración de los amores desenfrenados bajo un enfoque moral es ya una característica del género, como bien recuerda, entre otros, José Luis Canet Vallés20), como tampoco en la novela sentimental (que sólo ofrece un lejano punto de encuentro en el suicidio frustrado de Fiammetta al intentar arrojarse desde la torre en la obra boccacciana que lleva su nombre por título); se trata, por lo tanto, de una innovación de Fernando de Rojas, influido no sólo por las bellas artes del momento sino también por una gran variedad de estímulos literarios a los que aún hemos de pasar revista. Ahora bien, no diremos toda la verdad si no precisamos cuál es el grado exacto de originalidad que La Celestina manifiesta en este punto concreto; de hecho, como demostró Alan Deyermond hace cuarenta años (en este caso, tras la senda de la edición de Julio Cejador y Frauca21) tras ese paisaje urbano está el modelo del De remediis de Petrarca, arrastrado por el lamento de Pleberio, en que cabe situar el punto de partida: «¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navios?». Los paralelos son claros en el texto del italiano: «Expectata puto mercium navis applicuit... insevisti arbores...»; no obstante, y para mayor exactitud, hay xión que corresponden a este patrón y se recogen en el catálogo Tesoros de la Catedral 20

de Burgos, 1 9 9 5 , pp. 1 5 4 - 1 5 5 .

Canet, 1993, pp. 23-24 ó 41-42. 21 Ver edición de Cejador, I, p. 90.

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que advertir de la precisión y la cautela con la que Deyermond nos mueve en la dirección indicada 22 : Towers are not mentioned by Petrarch, nor is the building of ships, though the use of them is; the verbal resemblance over honours is weak. Nevertheless, there does seem to be a connexion (the shipowner planting trees occurs in both passages), and there are two possible explanations besides the one mentioned above: a common source developed more fully by Petrarch than by Rojas; or an intermediate source drawing on Petrarch and used by Rojas. A possible common source familiar to both authors is Ecclesiastes ii. 4-12. A pesar de estos encuentros con el texto de Petrarca, entiendo que Rojas no se dejó llevar sin más por el De remediis y que fue plenamente consciente de que trazaba el personaje de Pleberio — y de paso también el de Melibea— con unas señas de identidad muy determinadas, aunque a tal caracterización le dedique poco más de un plumazo. El encuentro entre la voluntad de estilo de estos dos escritores geniales resulta, no obstante, patente, como indicó el propio Deyermond; de hecho, fue este crítico británico el encargado de mostrar que el primer libro del De remediis logró impregnar el conjunto de La Celestina en su mensaje y en su tono, ya que todas las lecciones persiguen idéntico fin: mostrar que la felicidad dura poco y que la tragedia acecha al hombre a cada momento. Respecto de los ingredientes a los que atiendo, cabe decir que en la novela sentimental, habría cabido esperar coincidencias plenas, dado el desastrado final de las más de ellas, en circunstancias que van de la muerte por amor, a un dejarse morir o, por fin, al suicidio conspicuo; sin embargo, este género no busca lecciones morales en la muerte de sus personajes (lecciones que, en la obra de Rojas, se manifiestan por su carácter particularmente trágico y su efecto dominó), pues en ellas lo que importa es la historia amorosa y no la moralidad. A ese respecto, sólo uno de los modelos de la novela sentimental española (con una influencia sobre el género valorada de muy distinta manera por la crítica), la Historia de duobus amantibus de Eneas Silvio Piccolomini, refuerza su sentido admonitorio por medio del prólogo, que tiene m u cho en común con el de La Celestina. Ahora bien, en la obra de Rojas 22

Deyermond, 1975, p. 60, n. 2.

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se fortalece dicha lección al tiempo que se busca una muerte «a la moda» para su pareja de amantes: unos decesos marcados profundamente por la moralidad, que se percibe en el carácter truculento de los casos y en la caída desde lo alto, a la manera de tantos y tantos soberbios y poderosos que en el mundo han sido. Por todo lo visto, me sorprende que Russell silencie las aportaciones de Lida y Maravall y que apueste por una explicación de naturaleza radicalmente distinta; no obstante, el conjunto de su jugosa nota no está exento de interés y posee cierta originalidad, por lo que me permito traerla al presente: La deleytosa vista de los navios: frase que ha causado muchos problemas a los que quieren localizar la acción de LC en una determinada ciudad castellana, navio, al igual que nave y nao, significaba siempre «bajel grande de alto borde» (Covarr., p. 825), es decir, el buque mercante de la época. Al tomar en sentido literal la frase, tendríamos, pues, que suponer que la ciudad anónima de LC es importante puerto de mar situado en un río navegable, condiciones sólo satisfechas por Sevilla y que nada tienen que ver con el Tormes y Salamanca. Se refiere otra vez a los navios en el m o nólogo final de Pleberio («¿Para quién fabriqué navios?», Acto X X I , p. 596). Sin embargo, no hay otras sugerencias en toda la obra que permitan relacionar la acción de LC con Sevilla u otro puerto de mar. Es p o sible que ambas alusiones fuesen sugeridas por el recuerdo de un pasaje del De remediis (I, 90); sobre el asunto véase Deyermond, 1961, p. 60. Tampoco puede excluirse la posibilidad de que estemos ante una alusión destinada precisamente a despistar a los lectores contemporáneos quienes habían hasta ahora identificado «la ciudad» con Salamanca 23 .

De ese marco, se desprende una lectura moral patente, aspecto éste en el que deseo poner énfasis en la sección final de mi trabajo. En ese sentido, cabe recordar que las grandes catástrofes de la humanidad se perciben más claramente cuando se pasa de un estado de bonanza absoluta a otro de miseria total, oscilación que revela con mayor nitidez ese significativo contraste; del mismo modo, la riqueza induce inevitablemente al desastre, pues en ella está el origen de la soberbia y de la mayoría de los pecados, ya se trate de individuos o de sociedades completas, con los paradigmas cristianos de Sodoma, Gomorra y la

23

Rojas, Comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. Russell, pp. 581-582.

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Babilonia infernal (frente a ese m o d o de proceder, el genial mecanism o esperpéntico de Valle Inclán funciona a la inversa, al resaltar la m i seria humana en lo ínfimo, c o m o vemos en las disensiones familiares por u n enano deforme al que echan continua limosna en Divinas palabras). Por una vía u otra, los moralistas de todos los tiempos se han apoyado en la caída de los poderosos y han visto en ella un castigo directo por sus culpas o bien la clara muestra de la fragilidad h u m a na, que lleva en u n instante de la felicidad máxima a un estado de postración absoluta. El siglo x v gusta sobre todo de esta última m a nera de moralizar, por lo que convirtió a la caprichosa Fortuna en el primero entre todos los personajes de la centuria; ahora bien, en La Celestina el desastre resultante n o es en ningún caso fruto del puro azar, a u n q u e t a m p o c o es consecuencia directa de los pecados de Pleberio y Alisa (a quienes sólo se puede acusar de Cándidos e incautos). En su desgracia sin par n o expían culpas sino que encuentran la desgracia sin merecerla; no obstante, la muerte de su hija n o es casual sino que resulta de los bajos instintos — d e distinta índole, eso sí— que han atenazado a todos los personajes, desde la vieja alcahueta hasta la misma Melibea. Sabemos que la opulencia y el poder, transformados ya en el pecado de la soberbia, se asocian c o n la altura desde el A n t i g u o Testamento (con u n o de los paradigmas para la cultura universal en la torre de Babel) y particularmente desde el Nuevo Testamento (con Cristo tentado por Satanás desde la cima de un monte); del mismo modo, la primera entre todas las leyendas paganas medievales, la de Alejandro Magno, resalta la hybris del héroe y su ansia de domeñar el m u n d o al volar sobre un par de grifos y contemplar la tierra desde una óptica semejante a la divina. Por ello mismo, el castigo por excelencia es el que lleva a una caída de lo más alto a lo más bajo, precisamente a causa de la soberbia: el caso primero, ya lo sabemos, es el de Lucifer, que en su caída se metamorfoseó en demonio desde el ángel que era. Por ello, ésa resulta ser una manera de muerte especialmente trágica, que se percibe a m o d o de castigo divino y a veces se expresa en clave metafórica y c o m o reflejo de u n fatuum adverso; en este sentido preciso, hay que entender el título del De casibus virorum illustrium, a pesar de las varias maneras de óbitos que nos transmite Boccaccio. La metáfora, n o obstante, n o era suya: ya estaba en el latín clásico, en que casus valía lo mismo que «accidente», «tragedia inesperada» o «muerte» (con este valor, que es el que más me importa aho-

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ra, lo usan César, Tito Livio, Salustio u Horacio, entre otros24) y hasta «abatimiento moral» o «caída en desgracia». En definitiva, todo encaja en esa Celestina (y paso a servirme aquí del título sin artículo, de uso potestativo en el conjunto de la bibliografia celestinesca) eminentemente moralizante que Rojas escribió y nos han recordado m u chos eruditos tras el brillante Marcel Bataillon de «La Celestine» selon Fernando de Rojas (a pesar de que la obra ofrezca otras tantas lecturas, en clave cómica o romancesco-erótica). Al contrario de lo aquí expuesto, la ascensión implica precisamente el fenómeno opuesto, como percibimos en cualquier gradación que se establezca, sea en clave religiosa o laica; de ese modo, el ascenso espiritual supone una catarsis para quien sigue tan empinada senda, como se refleja en la Subida al monte Carmelo de San Juan de la Cruz (imagen que, además, tiene una correspondencia absoluta en el medio físico, como saben bien cuantos han visitado Haifa), en la ascensión al M o n t Ventoux por parte de Francesco Petrarca o bien, por poner un ejemplo global, en el lema de la Fundación Universitaria Española, marcada por el ideario católico: Sub halitu fidei progrediar in altum. En el mundo árabe, no olvidemos el viaje que el Profeta llevó a cabo guiado por el Arcángel Gabriel en La Escala de Mahoma; asimismo, la escatologia cristiana plasma esta misma peregrinatio aetherea en la Commedia dantesca, acaso por influjo de aquélla, como ya señalara Asín Palacios en un célebre trabajo. En el trasfondo de todas esas progresiones en vertical, hallamos varios mitos, entre ellos algunos de raigambre platónica, como la gradación de la escala ontològica o escala de los seres del neoplatonismo, a la que atendió Juan Bautista AvalleArce en su prólogo al Persiles cervantino en unas páginas que se basan, sobre todo, en las investigaciones de A. O. Lovejoy 25 . A esas asociaciones, automáticas en la mente humana, tenemos que añadir un sinfín de mitos, recuerdos y leyendas, consideradas parcialmente en las páginas previas; por supuesto, además de las torres de las ciudades y casas de la Antigüedad, el Medievo y el temprano Renacimiento, hay que considerar el peso de un imaginario que hechizaba a todos entre las grandezas de Asia Menor y el lejano Cipango, en pleno mar de China. Para éstas, los relatos de los misioneros desplazados al Lejano

24 25

Ver Lewis y Short, 1991 [1879], Lovejoy 1950.

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Oriente se unían a II Milione de Marco Polo 26 ; para aquéllos, fue decisiva la dispersión de un sinfín de narraciones de distinta índole a las que ya atendió, entre otros, Fernando Díaz-Esteban 27 . La muerte, no obstante, buscaba al hombre entre lujos asiáticos y maravillas orientales, pues no dudaba en visitar los palacios como las chozas. Ya lo decía Horacio y recordaban con insistencia sus lectores (entre ellos, algunos tan afamados como un tal Miguel de Cervantes): Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres (Oda 1, 4); en esta sentencia, hallamos nuevamente a los más poderosos encastillados o, mejor, enrocados en sus torres-baluarte. Por ello, mientras nada cuesta aceptar la muerte de los humildes (comenzando con la del pastor, que marca el grado inferior en el orden social, de acuerdo con la Rota Vergilii, idea que sirve a Jorge Manrique para dar una certera pincelada en las Coplas a la muerte de su padre), la percepción varía cuando se trata del deceso de los más poderosos. La muerte que va al encuentro de estos últimos es la muerte democrática de la tradición de las Danzas y la de buena parte de la literatura y artes plásticas dé contenido moral del tardío medievo; en La Celestina, no obstante, el trágico fin de su pareja de amantes adquiere visos nuevos, como espero estar demostrando a lo largo del presente artículo. N o obstante, la vida nos enseña que no sólo caen los hombres, grandes y chicos, sino todo cuanto ellos construyen, idea ésta de la que el Romanticismo hará una de sus claves ideológicas y estéticas; además, de la desaparición de las grandes edificaciones del hombre derivan no pocas reflexiones, como acontece con aquellas de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo que no resistieron el paso del tiempo o bien con las Torres del World Trade Center de Nueva York, destruidas en acción suicida por unos terroristas en el preciso momento en que remataba este artículo. Por esa razón, la sabiduría popular se ha servido de una conocida metáfora para mostrar cómo la desgracia acecha en todo momento incluso a los hombres más poderosos y confiados: «Torres más altas han caído». A estas alturas, conviene hacerse varias preguntas que cualquiera que se acerque a La Celestina tendrá por nucleares. La respuesta a la primera fijará el punto hasta el que conviene aplicar una lectura mo-

26 27

M e basta con el magnífico libro de conjunto de Jacques Heers, 1983. Díaz Esteban, 1966.

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ral de la obra (que, en términos globales, resulta irrefutable). La segunda habrá de responder a las causas de la muerte de Melibea: como lógico resultado de una concatenación de conductas equivocadas en varios de los personajes o simple muestra de las veleidades de Fortuna (la lógica invita a apostar por la primera solución, a pesar del poder de esta dama en la literatura cuatrocentista). Llegados al extremo, habrá que dejar caer con cautela una última pregunta: ¿es la desgracia del rico Pleberio un castigo por el simple hecho de serlo? A ese respecto, y antes de pada, es justo aceptar la razón que tienen cuantos han repetido la que parece tan sólo una idée reçue y no lo es: la percepción negativa que el cristianismo medieval (que no hacía sino leer el Nuevo Testamento) tenía del mundo de los negocios, frente a los judíos (de dar esta hipótesis por buena, habríamos de desvitalizar las marcas judaicas que otros han resaltado en el pensamiento de Fernando de Rojas) y, más tarde, los protestantes (ahí radican las bases del afamado libro de Max Weber en su búsqueda de los orígenes del espíritu capitalista). Esta opinión fue esgrimida comúnmente por no pocos pensadores españoles desde finales del siglo xix, en particular por parte de algunos miembros de la Generación del 98; con todo, sólo ha sido usada como principio básico en el círculo de Américo Castro y sus discípulos, desde la Posguerra hasta nuestros propios días. Por lo dicho anteriormente, no extrañará encontrar esta idea en varios de los escritos de Ramiro de Maeztu, quien maneja esta idea como herramienta de análisis en el capítulo «La codicia y el amor-pasión» de Don Quijote, Don Juan y La Celestina. En cualquier caso, prefiero dejar todo en este punto y no pasar más lejos; sin embargo, no dejaré de incidir en el hecho de que las de Calisto y Melibea son muertes por caída desde una torre (que no sólo da un apoyo fundamental al dibujo del paisaje urbano por parte de Rojas), quintaesencia del poder y la riqueza. ¿Hasta qué punto llamó la atención esa machina o aparato celestinesco? De entrada, a esta pregunta se puede contestar que no pasó inadvertida en absoluto, hasta el punto de que fue una de las reproducciones obligadas en todas las Celestinas ilustradas, que se hallan entre las más tempranas, como recuerda Joseph Snow 28 . Lo más formidable de estas series de imágenes es que recogen la figura de la torre en varias

28

Snow, 1987.

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xilografías, desde las escenas iniciales hasta el suicidio de Melibea, m o tivo éste destacado particularmente p o r la edición valenciana de 1514, en q u e la j o v e n tiene trazas de verdadero ángel caído. La estampa resp o n d í a a la m o d a , fuese en parte p o r q u e el estoicismo senequista había calado h o n d o en la Castilla del Cuatrocientos 2 9 o b i e n p o r el i n f l u j o de ciertas narraciones trágicas, marcadas p o r el suicidio final de sus h e r o í nas, c o m o son las de Lucrecia y Tarquinio o las grandes leyendas ovidianas de D i d o y Eneas o P í r a m o y Tisbe, la p r i m e r a d e ellas recogida en el libro IV de la Eneida. Por cierto, en ellas, el suicidio se lleva a c a b o tras u n m o n ó l o g o de la fémina, sea a manera de carta o de discurso, q u e e n el p r i m e r o de los relatos, el de la casta Lucrecia, se tiñe igualmente c o n colores existenciales; además, en la leyenda de D i d o y Eneas, e n c o n t r a m o s el m o t i v o de la subida a la t o r r e para ver la salida del p u e r to de las naves en q u e viajan Eneas y sus hombres. La múltiple c o i n c i dencia explica que, para Walter Pabst 3u el pasaje entero halle explicación a la luz de esa única f u e n t e ; p o c o después, D i d o c o m e t e r á el suicidio, a u n q u e se dé la m u e r t e de u n m o d o distinto al q u e cabría esperar en esas circunstancias: al arrojarse a una pira (una acción q u e ejecuta de la misma manera en las dos versiones conocidas de la leyenda). La m u e r t e de Melibea y la previa de Calisto t i e n e n otros tantos anclajes literarios. Así, c o m o ya señalé t i e m p o atrás 31 , la caída d e la escala lleva i n e v i t a b l e m e n t e a relacionar nuestra obra c o n el Romance del enamorado y la Muerte: A mi modo de ver, es también muy probable que exista un influjo del Romance del enamorado y la Muerte (cuyo tema aparece al menos desde Juan del Encina y ha pervivido en la tradición oral) sobre el texto de Rojas, por cuanto sus galanes tienen final idéntico: ambos se matan al caer de la escala con la que intentan subir al balcón de la amada. D e todos modos, tampoco se puede descartar el fenómeno inverso: que la celebérrima Celestina dejase sentir su peso sobre la versión más popular de ese romance, algo que me parece menos probable. Aunque ambas son hipótesis difíciles de demostrar, en el caso de que La Celestina hubiese influido sobre el romance estaríamos ante un fenómeno de extraordina-

29

Louise Fothergill-Payne (1988, pp. 87-91) es la principal valedora de esta

tesis. 30 31

Pabst, 1955, con unas páginas remozadas en Pabst, 1961. Gómez Moreno, 1991, p. 125.

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rio interés: la pervivencia del texto de Rojas en la tradición oral y su presencia hasta nuestros días. Por otra parte, es de notar un posible nuevo entrecruce con el Romance de Hero y Leandro, ligado directamente a la leyenda ovidiana de las Heroidas, en que ella se arroja al ver la muerte de su amado en el mar. Nexos de esta índole me convencen mucho más que aquellos otros reales, documentados en distintas fuentes, hacia los que dirigen su atención Russell o Dorothy S. Severin en sus respectivas ediciones 32 . Para otros encuentros literarios alrededor de este motivo, hay que leer una extensa y sesuda nota de María Rosa Lida de Malkiel 33 de La originalidad artística en que critica con saña a Menéndez Pelayo al ver en el suicidio de Melibea un detalle que revela el judaismo de Rojas. Ahí recuerda el suicidio, a modo de amenaza o ejecutado, en la leyenda de Tristán, en el Amadís primitivo y en la novela sentimental española, además de enumerar los suicidios de las heroínas enamoradas de la Antigüedad: Filis, Fedra, Dido, Deyanira, Hero o Safo. La de Hero era ya la propuesta principal de la venerable edición de Cejador, clara reminiscencia del Hero y Leandro de Museo. Maravall, por su parte, ha propuesto vínculos adicionales como el exitosísimo De officiis de Cicerón en el retrato que Rojas nos ofrece del rico Pleberio, retirado ya de sus ocupaciones y de sus negocios marítimos 34 . La parentela literaria no para aquí tampoco, como se percibe de nuevo en el romancero, en el que el suicidio resulta ser un motivo especialmente grato por truculento. Así por ejemplo, atendamos a una de las versiones del Romance del entierro de Fernandarias en que se nos narra la trágica historia de una infanta, hija única como Melibea, que se suicida arrojándose de una torre desesperada tras la muerte de su novio: «De allá arriba ya se echara / y se cayó dentro del barro»35. En este caso, se barrunta la existencia de una relación amorosa desigual, común en el romancero y en la novela sentimental; de hecho, en otra versión de este mismo romance el padre hace justicia al arrojar a los dos amantes al mar metidos en un saco, castigo conjunto que revela la ira real como en otros relatos sentimentales (tengo, claro está, en mente a Juan 32 33 34 35

Ed. de Russel, p. 576, n. 56; ed. Severin, p. 327, n. 16. Lida de Malkiel, 1962, pp. 446-48. Maravall, 1973, pp. 49 y ss. Catalán 1982, n. 24, pp. 137-40.

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de Flores con su Grisel y Mirabella, en que ambos amantes tienen un trágico final, por suicidio además en el caso del amante). El tono trágico es también, c o m o en otros tantos romances, el propio de la novela sentimental, un encuentro genérico al que apenas se ha atendido y del que me ocupado tangencialmente en mi trabajo «El romancero cidiano y la poética del romancero», en Carlos Alvar, Fernando G ó m e z R e d o n d o y Georges Martin, eds., El Cid: de la materia épica a las aórticas caballerescas. Actas del Congreso Internacional «IX Centenario de la muerte del Cid», celebrado en la Univ. de Alcalá de Henares los días 19 y 20 de noviembre de 1999 (Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2002), pp. 325-338. Del mismo modo, n o debe olvidarse el R o m a n c e de Marcos el traidor, aquel calificado de «un romance muy antiguo» en el pliego de Praga que lo contiene y para el que sospechamos una redacción muy temprana, anterior en cualquier caso a la genial obra de Fernando de Rojas; para esta leyenda, nos interesa concretamente la versión recogida en la tradición oral moderna 3 6 en la que Catalina logra vengarse del pérfido Marquillos por medio de una argucia: lo engaña y consigue que suba a lo alto de la casa (aunque la intención sea la contraria, Melibea también consigue subir a la torre engañando a Pleberio) y allí acaba con él al empujarlo al mar; más tarde, hace lo mismo con su propio hijo, nacido de una relación que ella considera maldita con el traidor. C o m o podemos comprobar, desde el alto corredor de la casa de esta hembra casta y decidida no sólo se divisa un paisaje marino sino que el mar llega hasta sus muros. Todavía es posible tender nuevos puentes entre este m o m e n t o crítico de La Celestina y el romancero, como sucede en el caso del planto del viejo sobre el cadáver del joven; de hecho, aunque éste es un motivo universal, tiene especial vigor en la poesía épica desde H o m e r o hasta llegar a la leyenda rolandiana (precisamente el lamento de Carlomagno por el sobrino muerto es lo único que se conserva en nuestro fragmento del Cantar de Roncesvalles) o la de los Siete Infantes de Lara (a todos nos han emocionado los discursos que hilvana Gonzalo Gustioz ante las cabezas de sus siete hijos y su ayo), desde donde ha pasado al romancero. Y así llegamos al final del recorrido que me había trazado. U n a vez revisado el conjunto, lo que tenemos es una elevada concentra-

36 Presente, entre otras ediciones, en Paloma Díaz-Mas, ed. Romancero, pp. 364-65.

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ción de materiales, un intrincado mosaico de fuentes —entre dudosas, probables y ciertas— en el que, como tantas veces ocurre en el ámbito del arte y la literatura, sus teselas no encuentran nexos claros y limpios, ni el espacio exacto para que unas encajen con otras a la perfección, como gustaría a nuestra voluntad taxonómica; muy al contrario, las diversas piezas de ese complejo entramado se superponen y hasta se duplican o triplican en cada una de las posiciones. Este amasijo de referencias no deriva de un supuesto vicio de método o de un fracaso en las operaciones llevadas a cabo; en realidad, es el lógico resultado del modo en que la mente humana almacena material preexistente y lo elabora hasta convertirlo en algo radicalmente nuevo, profundamente original. En definitiva, gracias a ese modus operandi (nunca a pesar de, como acaso osaría afirmar algún científico recalcitrante), la obra de arte se puede enriquecer con una variedad casi infinita de matices, sugerencias y evocaciones; al transitar por esa escondida senda, el artista inspirado puede ofrecer obras tan subyugantes, por poliédricas, como La Celestina de Fernando de Rojas. Post-scriptum: N o me he adentrado en problemas relativos al estilo (el de los modernos o gótico y el de los antiguos o renacentista) de los edificios de los paisajes revisados en este estudio; no obstante, creo muy recomendable la lectura de un interesantísimo trabajo de Luciano Patteta, «Le critiche degli architetti del Rinascimento al Gotico», en Luisa Rotondi Secchi Tarugi, ed., L'educazione e la formazione intellettuale nell'età dell'Umanesimo (Milán: Edizione Angelo Guerini e Associati, 1992), pp. 87-98.

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G E R A R D A , LA MÁS D I S T I N G U I D A D E S C E N D I E N T E D E CELESTINA

Donald McGrady University of Virginia

Entre los numerosos logros que distinguen a la genial Celestina, uno de los más impresionantes es su caracterización: al contrario de las costumbres literarias no sólo de su época, sino hasta el siglo xix, el anónimo primer autor y Fernando de Rojas pusieron a un lado los protagonistas tan falsos como tradicionales, para introducir unos caracteres tan usuales como la gente de todos los días, y como nosotros mismos. Si admiramos a Calisto y Melibea por su todopoderosa pasión amorosa, nos damos cuenta de que ese sentimiento es ante todo sexual, y que carece de las otras dimensiones que deben distinguir la más noble de las emociones humanas. Pero lo que más nos asombra en esta obra extraordinaria es la importancia otorgada a la gente menuda, a los criados y otros personajes humildes que formaban la gran mayoría de la población en los siglos xv a XVII, pero que casi no aparecían en las obras de ficción, o sólo cumplían allí unos papeles sumamente modestos, como meros servidores de los protagonistas de clase más alta. Nos fascina Lucrecia, la doncella de Melibea que oye cómo su ama sólo expresa remilgos y protestas mientras que la seduce y posee el apasionado Calisto, y nos confiesa que ella sí quisiera compartir la dicha sexual de su señora, que no hace sino quejarse. Nos interesa de veras la conversación de los criados Sempronio y Pármeno, cínica, oportunista y egoísta la de aquél, y sincera, idealista y generosa la de éste. Nos

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deleita la poco edificante plática de Areúsa y Elicia, las «mochachas» de Celestina, cuyas ambiciones mundanas son muy moderadas (el mediano vivir que les proporciona su profesión de rameras), pero que sienten justa indignación cuando mueren sus amantes Sempronio y Pármeno: ellas no se colerizan de que éstos hayan matado a su protectora alcahueta, sino que remontan a la última causa de la extinción de todos estos tres miembros del último estamento de la sociedad: los amores de Calisto y Melibea, que para realizarse tenían necesidad de servidores modestos. Finalmente, nos embelesa la actuación de Celestina, la nada admirable alcahueta cuyos servicios hacen posibles los amores de Calisto y Melibea. El criado Sempronio da un resumen muy perspicaz de la personalidad de Celestina cuando la propone para solucionar el problema de amor que tiene su amo: «hechicera, astuta, sagaz en quantas maldades ay... passan de cinco mili virgos los que [ha] hecho y deshecho... A las duras peñas promoverá y provocará a luxuria» (234) Pármeno confirma esta apreciación cuando él intenta inútilmente persuadir a Calisto de no tratarla: «perfumera, maestra de fazer afeytes y de fazer virgos, alcahueta y un poquito hechizera» (242). Pármeno precisa que la casa de Celestina es un socorrido lugar de encuentro para amores ilícitos. En su hogar tiene alambiques y redomillas y cantidades de materiales para elaborar perfumes y unturas (243-245); también ha almacenado muchos ingredientes («huessos de corazón de ciervo, lengua de bívora, caberas de codorniz, sesos de asno», etc., 245246) para «remediar amores y para se querer bien» (245), esto es, afrodisíacos y remedios para la impotencia sexual. También observa Pármeno que la vieja «nunca passava sin missa ni bísperas, ni dexaba monesterios de frayles ni de monjas; esto porque allí fazía ella sus aleluyas y conciertos» (242-243); esto es, según Pármeno, Celestina acudía a servicios religiosos porque allí arreglaba citas amorosas. Sin embargo, Celestina se considera cristiana, y hace constantemente referencias a su fe, usando expresiones comunes como «por Dios» (316, 319,321), o «quede Dios contigo» (356), u otras menos corrientes, como «hasta que Dios quiera» (309), «no hizo Dios a quien desmamparase» (349), o «Dios no pide más del pecado de arre-

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Rojas, Comedia o tragicomedia..., ed. Russell. Las páginas que se citan en adelante son de esta edición.

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pentirse y emendarse» (359), o «lo hago por amor de Dios» (363). Celestina hasta trae citas bíblicas: «Y no sabes que por la divina boca fue dicho... que no de solo pan viviremos» (311), «el ánima que pecare, aquella misma muera» (319), etc. Lo más esencial de todo, para graduar la sinceridad de la fe de la alcahueta, es que en el momento de su muerte pide encarecidamente «¡Confessión, confessión!» (485). Nótese, sin embargo, que a pesar de sus repetidas alusiones a Dios, la vieja tercera nunca alude a una intención de asistir a misa. Dada la fe sincera de Celestina, puede resultar difícil para el lector moderno entender por qué ella se ha hecho aliada de Satanás: antes de ir a ver por primera vez a Melibea, para proponerle el amor de Calisto, Celestina conjura largamente al demonio (292-295). Su m o tivo es muy sencillo: en su conjuro, la vieja pide la ayuda de Satanás para lograr que Melibea acepte el amor de Calisto (294). Después, al ver cómo Alisa (la madre de Melibea) no sólo le da la bienvenida, sino que la deja a solas con su hija, Celestina observa: «Por aquí anda el diablo, aparejando oportunidad» (305). Es decir, para la alcahueta, ser hechicera e invocar el auxilio del diablo es solamente un medio eficaz para obtener lo que quiere, un pecado venial del que se puede arrepentir antes de morirse. C o m o dice Sempronio, Celestina es muy astuta. Por consiguiente, al oír cómo Pármeno trata de convencer a su amo de que ella es malvada y que él no debe tener nada que ver con ella (239-248), la vieja se da cuenta de que debe ganarse al criado. Así lo hace, razonando con él largamente (252-265), convenciéndolo de que debe ser amigo de Sempronio, y que debe colaborar con ellos para explotar a Calisto. Más tarde, la vieja hace que Areúsa se entregue a Pármeno (378-381), con lo cual éste ya olvida su lealtad a su amo y se hace aliado de la alcahueta. U n rasgo que todo lector de la Celestina asocia con la vieja alcahueta es su constante empleo de refranes, sobre todo cuando quiere convencer a alguien de hacer algo. Esta costumbre se revela desde el final de la primera escena donde Celestina aparece, la quinta del acto I: al irse con Sempronio para entrevistarse con Calisto, ella se despide de su casita diciendo: «¡Adiós, paredes!» (237) 2 . Luego, cuando ella

2 Abreviatura irónica del refrán «A Dios, paredes, que me voy a ser santo», Correas, 1967, 13a, como señala Russell, 1991, p. 237, n.128. Gella Iturriaga,

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habla con Sempronio, pero con el propósito de impresionar a Calisto, empieza a soltar toda una serie de refranes, siendo el primero «sobrecargar el cuidado es aguijar el animal congoxoso» (249). En seguida, para tranquilizar a Sempronio y para decirle que trabajarán juntos para explotar a Calisto: «do vino el asno vendrá el albarda» (250). Entonces, para asegurar a Sempronio que no se dejará abusar por su amo: «al freír lo verá» y «¡Xo, que te estriego, asna coxa» (251). A continuación, Celestina traba otra vez conversación con Pármeno para convencerlo de asociarse con ella y Sempronio, y saca a relucir refranes moralizadores: «virtud nos amonesta sufrir las tentaciones y no dar mal por mal» y «el amor... todas las cosas vence» (252). Pármeno es otro buen conocedor del refrán, y contesta con su propia sabiduría popular: «ser... honrrado y bien tratado... es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende» y «no ay cosa peor que yr tras desseo sin esperanza de buen fin» (253), a lo cual responde Celestina «es necedad o simpleza llorar por lo que con llorar no se puede remediar». Los dos siguen su debate durante un buen rato, salpicando sus razones con hartos dichos populares; en un punto Celestina ensarta cinco proverbios casi de un tirón: «los peregrinos tienen muchas posadas y pocas amistades», «el que está en muchos cabos no está en ninguno», «nunca la llaga viene a cicatrizar, en la qual muchas melezinas se tientan», «no convalesce la planta que muchas vezes es traspuesta», y «ni ay cosa tan provechosa que en llegando... aproveche» (257). Después de un gran acopio de erudición popular —literalmente varias docenas de refranes—, Pármeno finalmente se da por vencido, citando su última sentencia, «el loor y las gracias de la ación más al dante que no al recibiente se deven dar» (264); ella amonesta a Pármeno que se haga amigo de Sempronio, pues «dos en un corazón viviendo son más poderosos de hazer y de entender» (265). Otra particularidad del lenguaje de Celestina es su empleo del diminutivo, sobre todo cuando quiere parecer cariñosa. Así sucede cuan-

1977, colecciona 445 proverbios de la Celestina, pero por desgracia no localiza este material en ninguna edición de la obra, y no documenta en qué recopilaciones se encuentran los refranes. R u i z Arzálluz (1996) señala que una de las colecciones extensamente utilizadas por el autor del acto I fueron las Auctoritates Aristotelis.

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do empieza su campaña por ganarse a Pármeno, a quien dice «¡Neciuelo, loquito, angélico, perlica, simplezico! ¿Lobitos en tal gestico? ... putico... ¡mal sosegadilla deves tener la punta de la barriga!» (253), y luego «landrezilla» (253), «vellaquillo» (254), «Parmenico... loquito» (255) y «asnillo» (263)3. Todavía otra característica de la vieja Celestina es su amor al vino. Primero ella cuenta con admiración cómo su amiga Claudina (la madre de Pármeno) solía endosar u n azumbre —dos litros— de vino «en el jarro y otro en el cuerpo» (285). Más adelante, hace un extenso elogio del licor de Baco: Pues de noche en invierno no ay tal escallentador de cama, que con dos jarrillos destos que beva quando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche. Desto aforro todos mis vestidos quando viene la Navidad, esto me callenta la sangre, esto me sostiene continuo en un ser, esto me faze andar siempre alegre, esto me para fresca, desto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año...(405). En las adiciones que hizo Rojas para la Tragicomedia, este elogio del vino se extiende aún más. Una última propiedad de Celestina constituye la flaqueza que ha de ser su ruina: se trata de su avaricia. Desde que Sempronio la solicita para que convenza a Melibea de recibir a Calisto, la vieja alcahueta acepta su condición de que los dos trabajarán juntos para explotar al enamorado (238). Luego, ella ve la conveniencia (o necesidad) de incluir al otro criado de Calisto, y dice «a Pármeno... démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes» (250). Entonces, cuando está persuadiendo a Pármeno, le arenga que «de ninguna cosa es alegre possessión sin compañía... El deleyte es con los amigos en las cosas sensuales» (262). En la escena siguiente (la oncena del acto I) Calisto da cien monedas de oro a la alcahueta, como pago anticipado de sus servicios (265). Aun cuando esto ocurre delante de Sempronio y Pármeno, Celestina nada les dice de c o m partir con ellos semejante botín (una fuerte cantidad para la época). Poco más tarde, después de haber ido a hablar con Melibea, la terce-

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Sobre el uso de los diminutivos en la Celestina, consúltese González Ollé, 1962, pp. 91-94.

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ra pregunta a Calisto «¿Con qué pagarás a la vieja que oy ha puesto su vida al tablero por tu servicio?». Pármeno se da cuenta de que Celestina quiere todo para ella: «Todo para ti y no nada de que puedas dar parte... N o le pierdas palabra, Sempronio, y vérás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible» (336). Luego, como ha previsto Pármeno, la vieja pide a Calisto una saya y un manto (337,343), y él se los promete (347). Después de conseguir la cita de Calisto con Melibea, la proxeneta le dice: «Todo este día, señor, he trabajado en tu negocio y he dexado perder otros en que harto me yva... Más he dexado de ganar que piensas» (446). Calisto le premia sus esfuerzos con una cadena de oro (447). Otra vez, Celestina no muestra la menor intención de compartir semejante regalo con sus colaboradores. Como es bien sabido, Sempronio y Pármeno van por la noche a pedir su parte prometida en las grandes ganancias, pero la vieja avara se niega —contra toda prudencia— a darles un solo céntimo, y por ello pierde la vida (476-485). En resumidas cuentas, Celestina es un personaje fascinante, muy distinto de cualquier antecedente conocido. Por un lado, es de valor muy negativo, pues su objeto en la vida es amasar todo el dinero que puede, dentro de sus posibilidades limitadas. El método más eficaz que ha encontrado para realizar este propósito consiste en el comercio sexual, con una especialidad (que no se ilustra en la obra) en servir al clero. Celestina evidentemente gozó de una vida sexual muy activa cuando joven (esto se desprende del apodo de «puta vieja» que lleva, 239-241, y de su admiración del cuerpo apetitoso de Areúsa, 371373), y ella nada ve de pecaminoso en esta actividad ni en la alcahuetería. Es una mujer que sabe manipular maravillosamente a la gente, mediante promesas de ganancias compartidas (es el caso de Sempronio), mediante la satisfacción de deseos sexuales (los casos de Calisto y Pármeno), mediante servicios que rinde (los casos de las «mochachas» de su casa), y en última instancia, mediante la invocación del auxilio de Satanás (los casos de Melibea y su madre). Sabe producir perfumes, afeites, virgos artificiales y afrodisíacos, y sabe restaurar la potencia sexual. Como su amiga Claudina, es muy aficionada al vino, y lo consume en grandes cantidades, sin que se emborrache. Su única debilidad es su avaricia, que la hace completamente egoísta y ciega ante los peligros que corre al no cumplir con sus promesas. Celestina es una figura tan potente que domina la acción desde el acto III (donde aparece por primera vez) hasta el XI (antes de sucumbir en el XII).

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Su buen verbo, su dominio del saber popular (el refrán), su gusto por el vino y su sagacidad para manipular a la gente la hacen un carácter interesantísimo, pero al mismo tiempo su falta total de moralidad y su egoísmo completo nos repugnan. En cuanto a lo físico, Celestina debe ser flaca, ya que su amor del vino hace que no le importe la comida (dice que «un cortezón de pan ratonado me basta para tres días», 405), y es vieja, pues según Pármeno, lleva «seys dozenas de años a cuestas» (277). Entre los numerosos autores que imitaron o mencionaron la Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea (pero siempre dando primacía a Celestina), el que más veces la aludió (generalmente en una alusión muy breve) fue Lope de Vega4. Además, la descendiente más artística de la inmortal alcahueta hechicera es sin duda Gerarda, la inolvidable tercera de La Dorotea (1632). N o hay ninguna indicación de que Gerarda sea verdadera alcahueta, ni que tenga rameras en su casa (de la que no se da ninguna precisión). Eso sí que ha restaurado «más de sesenta y cinco» virgos (124) 5 , un número casi insignificante al lado de los cinco mil que ha hecho y deshecho Celestina (234). Si Celestina hace maravillas para conseguir a una virgen para Calisto, Gerarda se propone algo mucho más modesto: convencer a Dorotea — q u e ya ha tenido varios amantes, además de su marido ausente— de que deje a un poeta pobre (don Fernando) para dar sus favores a un indiano acaudalado (don Bela). Para alcanzar esto, Gerarda ni siquiera habla con Dorotea, sino con su madre, Teodora, que es amiga suya (63-74). Resulta evidente que Gerarda no tiene la talla de alcahueta perita, la más hábil de su profesión, como su antecesora. Es cierto que Gerarda cultiva la imagen de hechicera, y no se ofende de que piensen o digan lo que es (132, 134, 169, 315, 390, 434, 451). Al igual que Celestina, Gerarda oye que Laurencio, el criado de don Bela, la critica, y sabe que debe ganárselo (132). Sin embargo, nunca logra hacer esto, aun cuando ofrece conseguirle a una joven linda (395-396), pues Laurencio sigue convencido de que su amo malgasta su hacienda en Dorotea. Es decir, Laurencio tiene mucho del primitivo Pármeno, pues él permanece fiel a su amo y vigila sus intereses. Resulta obvio, en-

4

Lope se refiere a la Celestina en unas 38 comedias (y en «Las fortunas de Diana», pp. 30-31); ver el estudio de G ó m e z (1998) y los que él cita (agréguese Arco y Garay, 1942, pp. 825-833). 5

Vega, La Dorotea, ed. Morby. Nuestras citas son de esta edición.

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tonces, que Gerarda es sólo una pálida imitación de Celestina en cuanto tercera 6 . Si Lope achica n o t a b l e m e n t e en Gerarda las dimensiones de Celestina c o m o alcahueta, en cambio amplifica en su personaje otras de sus características. Ya vimos c ó m o Celestina es aficionada al vino, a los refranes y a los diminutivos: pues bien, éstos son los rasgos que Lope desarrollará en su personaje. Gerarda declara p o r primera vez su apego al vino cuando don Bela le ofrece una tembladera (vaso ancho) para hacer chocolate: ella afirma «el chocolate que yo bebo, por acá se hace en San Martín y en Coca» (132), una referencia a dos de los vinos favoritos de la época. Más adelante la vieja nombra otro buen vino, el Alaejos (160, 190). Después que Dorotea ha aceptado c o m o amante a don Bela, ella invita a Gerarda a comer en su casa, y la vieja bebe demasiado y comienza a contar cosas vergonzosas (los robos de su marido, N u f l o Rodríguez, y su castigo público y su condena a galeras; su propia aventura adúltera con un estudiante; su huida de la casa, etc.); finalmente, termina tan borracha que tiene que pasar la n o che en casa de Teodora (189-198). Celestina es aficionada al vino, pero nunca se embriaga ni cuenta secretos a causa de ello. El empleo que Gerarda hace del diminutivo es igual de variado que en la Celestina, siendo por un lado despectivo («este mozuelo», 72; «mocitos cansados», 73; «Fernandillo», 7 3 , 1 2 1 , 4 3 6 ; «afeitadillas, bachillerillas, bailadorcillas, 392), y por otro, cariñoso (a Dorotea la llama «bobilla, desconfiadilla», 157 y «Dorotica», 179; y a don Bela, «bobillo», 394). Gerarda también echa m a n o del diminutivo para expresar su deleite en el vino y en la comida («mi jarrillo de vino», 157; «un traguecito», 189; «el tocinillo», 191; «unos torreznillos», 450; «una botilla de tres azumbres», 451; «otro traguillo», 451). Usa el diminutivo en —ico («una estrellica», 170) y en —ecito («traguecito», 189) 7 .

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Vossler, 1942, p. 34, compara a Celestina con Gerarda de la siguiente manera: «nos parece Gerarda más ágil, más ingeniosa y de mejor labia, más divertida que aquélla, aunque... más inofensiva... menos decisiva y fatal para el conjunto que la heroína de Rojas». 7 Trueblood, 1974, pp. 399-400, ya había estudiado algunos aspectos del diminutivo en La Dorotea.

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Pero lo que más caracteriza el lenguaje de Gerarda es el empleo de refranes. C o m o Celestina, ella comienza a usarlos muy poco después de entrar en escena: cuando Teodora le reitera varias veces que ella sigue todavía joven y atractiva, Gerarda observa: «Galana es mi comadre, si no tuviera aquel Dios os salve» (64), con lo cual expresa diplomáticamente su desacuerdo (Dios os salve vale 'cuchillada por la cara'). A esto responde Teodora: «Mi brío suple cualquier defeto» (65), a lo cual contesta Gerarda con otro proverbio, «La casa quemada, acudir con el agua», o sea, repite su discrepancia con los desatinos que afirma su ilusa amiga. Cuando Teodora sigue impávida con sus insensateces, Gerarda replica «La muía buena como la viuda, gorda y andariega» con lo cual parece querer distraer a Teodora de su tema, recordándole que las viudas (como su interlocutora) han tenido desde siempre fama de lascivas. Sin hacer caso de esto, Teodora reconoce que ella tiene pocas canas, añadiendo «Cuando éstas sean canas, la luna tiene manchas», un dicho (en letra bastardilla, como se imprimen los refranes en La Dorotea) no documentado antes de Lope; aparentemente Teodora quiere decir que es apenas natural que salgan las canas después de cierta edad. Gerarda y Teodora siguen citándose refranes en son de desafío durante el resto de la escena inicial. En este primer grupo de refranes, en la escena inaugural de la obra, aparecen diez dichos; el segundo grupo, que consiste en otras once sentencias, figura en la escena séptima, y es también un intercambio entre Gerarda y Teodora 8 . C o n pocas excepciones, los refranes siguientes vienen asimismo en ráfagas, en intercambios entre Gerarda y otro personaje (Celia, Laurencio o Teodora); hay un total de ocho grupos de seis proverbios o más (hasta 31 en número), aunque otras veces Gerarda los amontona ella sola (en la escena ii del acto V, ella acumula un total de catorce, con tan sólo tres interpolaciones de Laurencio; en la escena vi del mismo acto ella junta nueve, y en la escena x, seis). Salta a la vista que en La Dorotea el refrán es ante todo la propiedad de Gerarda, mientras que en la Celestina otros personajes también los citan en abundancia (Pármeno, por ejemplo). Otra diferencia esencia es que en Rojas los proverbios normalmente tienen un propósito persuasivo, mientras que en Lope traen ante todo una in-

8 U n a lista de casi todos los refranes de la obra enVega, La Dorotea, ed. Morby, pp. 461-467.

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tención graciosa o irónica. Todavía otra desemejanza es que los proverbios en Calisto y Melibea tienen casi siempre un sentido claro 9 , mientras que a m e n u d o sucede lo contrario en La Dorotea, donde Lope ha hecho una colección que se distingue por su rareza, y en parte por ser difícil de descifrar. (Así, por ejemplo, «Quien tunde el paño, quita la cresta al gallo», 66, «Hoy es día de echad aquí, tía», 66, «Cuando dieres vino a tu señor, no le mires al sol», 193, «Escuderos de H e r n á n Daza, nueve debajo de una manta», 197, «Cochino fiado, buen inviern o y mal verano», 232, etc.) Su uso diferente del refrán refleja una diferencia fundamental entre Celestina y Gerarda: aquélla es una figura oscura y amenazante, entregada a la maldad y a su propio provecho exclusivo, en tanto que ésta es ante todo risible, una mujer egoísta, sí, pero no un monstruo de perversidad. Gerarda se caracteriza sobre todo p o r la lascivia de su juventud (de su marido dice «La primera vez que me halló en aquella niñería del estudiante», 193), su demasiado amor al vino, su afición al refrán, y su exagerada piedad. Al despedirse, Gerarda suele decir que se va para oír misa (74), ella declara que «Después de comer, siempre tengo yo mis devociones» (198), dos veces afirma «no m e he desayunado si no es de mis devociones» (373, 393), y de ella afirma su amiga Teodora: «¿Qué día se fue a comer Gerarda sin haber visitado todas las devociones de la Corte? ¿En qué jubileo n o la hallarán devota? ¿Qué sábado n o fue descalza a Atocha?» (74-75). Inevitablemente, c o m o en el caso de la Celestina, el lector se pregunta sobre la extraña relación entre el pecado (la lascivia, la tercería) y la religión. Pero es evidente que tanto Rojas c o m o Lope sólo llaman la atención sobre un hecho de la vida: así, Lope se hizo sacerdote a los 52 años de edad, pero cuando se fue a Toledo, a consagrarse (en marzo de 1614), se alojó en casa de una amante (Jerónima de Burgos), y poco después empezaron sus a m o res con Marta de Nevares, que no iban a terminar sino con la m u e r te de ella, en 1632. El caso de Lope fue espectacular, pero hasta el día de hoy abundan los casos de los evangelistas que predican con gran fervor, mas pecan con n o menos pasión.

9

Una de las pocas excepciones es «¡Xo, que te estriego, asna coxa!» (251), donde «jo» o «cho» es lo que se dice a las bestias para hacerlas parar, y «estregar» vale 'frotar fuertemente'; la frase expresa rechazo de lo que otra persona acaba de decir. Mal Lara, 1996, IX, 39, trae y explica «¡Xo!, que te estriego, burra de mi suegra».

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Hasta aquí hemos documentado prolijamente lo que todos sabíamos ya: que la Gerarda de Lope tiene su principal modelo en la Celestina de Rojas 10 . Pero también sucede que Gerarda tiene otros rasgos importantes que nada tienen que ver con Celestina 11 . Un detalle llamativo es que Celestina es flaca, en tanto que Gerarda es gorda (es un pormenor que se comunica de pasada, sin énfasis: la noche que se emborracha Gerarda en casa de Dorotea, al llevarla Celia para su cama le dice: «No te cargues tanto, que pesas mucho», 198). Otro detalle: los principales detractores de Gerarda recalcan que ella es cristiana nueva: Celia dice que «bien conocerías... al Uchalí y a Barbarroja» (170), dos corsarios musulmanes muy famosos, Laurencio afirma que Gerarda tiene harto de moro (232) y que no es devota del cristianismo (394), y Gerarda misma insiste en su extraña repugnancia por el agua (194, 233), cosa que se pone de reheve cuando ella se mata precisamente por ir a buscar un poco de ese líquido para reanimar a Dorotea (432,456), circunstancias todas que hacen pensar en el elemento del bautizo cristiano. Estos detalles son tan sutiles que probablemente no llamarían la atención si no fuera por el nombre de Gerarda. Sucede que éste es el apodo que Lope daba a su amante Jerónima de Burgos, según consta de una serie de sus cartas (núms. 141, 143, 146-148, 164), fechadas en Toledo entre marzo y octubre de 1614 (aunque parece que sus relaciones empezaron hacia 1607 o 160812). Según algunas cartas más tardías, Lope se peleó con Jerónima al año siguiente (por haber comenzado amores con otra actriz, Lucía de Salcedo), y ella empezó a calumniarlo a su protector, el duque de Sessa (núms. 195, 196, 240), pues Lope ya no daba sus comedias a ella y a su marido, Pedro Valdés. En dos cartas Lope alude a la gordura de Jerónima mediante la expresión popular de «doña Pandorga» (núms. 208, 240), y todavía unos 13 años más tarde, en 1628, cuando la actriz ya se había vestido un hábito, el Fénix se refiere a «aquella panza» (núm. 500). La desmedida afición de «doña Gerarda» al licor de Baco, consta de otra

10 Sobre el tema pueden consultarse los estudios de Petriconi 1924, Croce 1940, pp. 156-159, Lida de Malkiel, 1962 (véase el índice), Trueblood, 1974, pp. 253-259, Monge, 1957 y Finch, 1981, quienes citan a otros. 11 Los párrafos que siguen desarrollan partes de mi artículo de 1972, pp. 433435, 437-440. 12 Ver ed. de Amézua, 1989, II, p. 307.

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carta en que Lope dice «considerando el vino que a tales horas tiene en la bodega de aquella panza doña Pandorga» (núm. 208). El que Jerónima sea cristiana nueva se desprende de varios datos de las cartas de Lope. En una (núm. 206) él cita unas coplas satíricas de su amigo Luis Vélez de Guevara, dedicada a la Burgos: Jerónima, no se escapa de caduco vuestro humor, pues dejáis un Salvador por un San Martín sin capa. Mas para saber, en fin, si sois puerca, echad un cerco, y sabréis que a cada puerco le viene su San Martín. Estos versos son ambiguos, pues a la vez que documentan cómo Jerónima ha pasado su afecto de un actor llamado Salvador Ochoa a otro apellidado San Martín, afirma que ella ha dejado a Cristo («dejáis un Salvador») y que es una marrana (es decir, 'conversa') («sois puerca» y «a cada puerco/ le viene su San Martín»), En otra carta (núm. 208), Lope llama sarcásticamente a Jerónima «doña Jerónima de Mendoza», empleando el apellido de una de las familias españolas más encumbradas. En esta misma epístola Lope alude directamente al «bajo nacimiento y la infamia» de su antigua amante. En una anterior (núm. 200), el Fénix había asociado a Jerónima con judíos y fariseos. Finalmente, en su última referencia epistolar a la Burgos, de marzo de 1628 (núm. 500), Lope evoca su nariz roma, que en el Siglo de Oro se asociaba con los moros 13 . En esta misma misiva Lope pondera la lascivia de la «bendita Jerónima» que ahora viste hábito con escapulario: «Consolarse debe con que le ha quedado sana la campanilla ["coño", hablando con perdón] después de tantos badajos ["falos"], que con menos golpes se les ha caído a otras hasta la torre encima». Después de demostrar que el estupendo personaje que es Gerarda consiste en una fusión de Celestina y Jerónima de Burgos, tenemos que preguntarnos por qué se le ocurrió a Lope incluir semejante carácter

13

Ver Herrero García, 1925, pp. 174-175.

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en su reconstrucción del episodio amatorio más novelesco de su vida. Es evidente que Gerarda no corresponde a ninguna persona real en la peripecia de Elena Osorio, quien abandonó a Lope para entregar sus favores al ricacho Francisco Perrenot de Granvela. Lo que pasó fue que todavía en 1632, unos 17 ó 18 años después del fin de su aventura amorosa con Jerónima de Burgos, Lope seguía altamente indignado contra ella, por razones que desconocemos. Ella se propuso hacerle daño, como se ve en el hecho de que se pusiera en contacto con su protector, el duque de Sessa. Es posible que su campaña contra Lope lo haya peijudicado en alguna de sus ambiciones — p o r ejemplo, en sus pretensiones a ser cronista del rey. Lo cierto es que Lope quería castigarla fuertemente a través de una personificación literaria, ya que su profesión de sacerdote le impedía hacerlo en la vida real. Es por eso que la identifica con otro personaje tan negativo como Celestina, y es por eso que al final de La Dorotea la somete a una muerte sin confesión (igual que la de Celestina). Este odio tan intenso explica otro aspecto de la «acción en prosa» que no puede entenderse de otro modo: después de la muerte de Gerarda, la criada Celia se mofa cruel y reiteradamente de la vieja difunta, evocando la ironía de que muriera buscando agua, alabando sus habilidades como tercera y como explotadora de los hombres, alegando que se ha ido a buscar a don Bela (que expiró poco antes que ella), «para saber si le dejaba algún dinero», y otras gracias pesadas (456457). Si el anciano Lope pone de relieve en La Dorotea algunos de sus propios errores y debilidades en el episodio de Elena Osorio (a través de las muchas flaquezas y acciones indignas de don Fernando), no por eso deja de arreglar cuentas con ciertas personas cuyas ofensas todavía le escuecen (otro ejemplo: un tal Pedro de Torres Rámila, que en 1617 había lanzado contra Lope un librillo titulado Spongia). Desde el punto de vista humano, nos da pena que hacia el final de su vida el anciano sacerdote no pudiera perdonar tales agravios sufridos tantos años antes, pero desde el punto de mira literario, nos tenemos que alegrar de que Lope se haya inspirado en la figura de Celestina para crear y condenar al infierno a Gerarda, la reencarnación de Jerónima de Burgos 14 .

14

Otros críticos tienen de Gerarda una imagen distinta de la nuestra: para Vossler, Gerarda es «más espiritual» que Celestina; ella «no causa verdadero perjuicio a nadie» y «le depara Lope un fin sereno», pues es «una inofensiva y ciega criatura», Vossler, 1932, pp. 206-207. Atkinson, 1935, comparte esta misma opi-

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nión positiva de la alcahueta: «lejos de encarnar la maldad, Gerarda es una mujer muy humana y bien intencionada» (1935, p. 205). Lo mismo piensa Montesinos, quien nota que «carece de sentido moral, como otra persona puede carecer de olfato o estar ciega»; también opina que no está inspirada en otro modelo que Celestina: «lo caricaturesco de Gerarda no puede obedecer a un propósito vengativo» (p. 70). Monge, 1957, comparte la visión benigna de Gerarda, que no corrompe a nadie: «las alusiones a la hechicería se pueden considerar como tributo a la tradición del tipo» (p. 138). Gerarda tiene un «fondo religioso... que, momentos antes de su muerte, la conducirá al desengaño y al arrepentimiento. De este modo Lope la salva... de la eterna condenación y termina por perdonar a esta figura llena de simpatía y de flaquezas» (p. 140). Sin embargo, Monge reconoce que cuando Julio la describe, «lo hace de un modo del todo severo» (p. 139). Márquez Villanueva acepta la idea deVossler y otros de que Gerarda no corrompe a nadie, y así «pierde la grandeza trágica de Celestina y queda reducida a mero personaje pintoresco, casi la graciosa» (1988, p. 152).

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CELESTINA EN LA SOCIEDAD DE FINES DEL XV: PROTAGONISTA, TESTIGO, JUEZ, VÍCTIMA

Emilio de Miguel Martínez Universidad

de Salamanca

Tanto el límite temporal para esta presentación ante ustedes como la acotación espacial impuesta para la versión escrita de esta comunicación fuerzan a una condensación máxima y, por lo mismo, a una obligada y estricta selección de datos, observaciones o argumentos. Aceptada tal circunstancia, propongo situarnos de inmediato dentro de la arrugada piel de la vieja Celestina (con arrugas que son surcos naturales causados por el tiempo pero también estrías y erosiones provocadas por el choque con la existencia) para saber con ella en qué sociedad vivió, para preguntarnos también en qué medida Celestina contribuyó a hacer posible aquella sociedad, protagonista de la transición entre dos siglos, fronteriza entre dos etapas no sólo distintas, sino incluso opuestas de la historia de la humanidad: la Edad Media que fenecía y el Renacimiento que pugnaba decididamente por imponer-

1

El sustrato conceptual de este artículo puede y debe ponerse en relación directa con los puntos de vista sostenidos por Maravall (1964, con varias reediciones). Sigo considerando aquel libro c o m o excelente iluminación para contextualizar adecuadamente el estudio literario de La Celestina y el no citarlo en las siguientes líneas no implica desconocimiento ni falta de reconocimiento a su función de guía. Complementariamente, será de interés la consulta a estudios c o m o los siguientes: Cardiel Sanz, 1981; Ferreras-Savoye, 1977; Forcadas, 1973; Lihani, 1987; López Bascuñana, 1986; Russell, 1989; Snow, 1990; W h i n n o m , 1981.

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Recordemos de entrada, y siempre desde la perspectiva de este personaje que escojo como guía y encarnación de valores o contravalores de aquella sociedad, que La Celestina, como libro, aparte de tantas otras posibles lecturas, es la historia literaria de una convulsión brutal. Allí, en efecto, se nos literaturiza cómo las aguas sosegadas de una monótona convivencia provinciana se vieron repentinamente sacudidas por el violento remolino de un crimen, de unos ajusticiamientos, de la muerte de un noble en nada nobles circunstancias, del suicidio de una doncella de la alta sociedad más la noticia súbitamente hecha pública del público deshonor de tal muchacha. El eje de ese torbellino, el personaje coprotagonista de toda esa historia es Celestina: ella es la víctima del crimen; ella, la razón de los ajusticiamientos; ella, la cómplice en el deshonor de Melibea. Si queremos ampliar conocimientos referidos a aquella sociedad, no parece entonces mala opción arrojar luz sobre quien tuvo papel tan activo en la citada convulsión de aquella sociedad provinciana. Una propuesta de esta índole invita a reabrir el debate sobre el conflicto entre literatura y vida o, dicho sin grandes pretensiones metodológicas, a reactivar la permanente reflexión sobre cómo el estudio pretendidamente científico del texto literario puede dejarnos ciegos para la contemplación de la vida real que subyace y motiva a cualquier creación literaria; ciegos para ver la realidad viva de unos seres de carne y hueso. Personalmente, y dado que entiendo como complementarios términos como literatura y vida, llamo la atención sobre el desvío que nos amenaza cuando los excesos en la iluminación de fuentes y de otras circunstancias ajenas al meollo literario alteran esencialmente la naturaleza del estudio literario y parecen convertir el texto en material casi secundario y, al tiempo, en aséptico objeto susceptible de combinaciones, experimentos, probaturas en el laboratorio de la propia investigación; laboratorio que parece erigirse en protagonista del estudio filológico, olvidando la evidencia de que el texto es un material que viene de la vida antes de convertirse en artefacto literario. Es en ese sentido en el que invito a acercarnos a una mujer, llamada Celestina, de vida dura y experimentada, a la que conocemos en el cogollo de su vejez (sesenta años confesados, setenta y dos atribuidos 2 ).

2 Mientras en su enfrentamiento final con los criados, Celestina les echa en cara: «¿Con una oveja mansa tenés vosotros manos y braveza? ¿Con una gallina

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Sabia de recorridos hechos y sabedora de hallarse al final de sus recorridos 3 , esa Celestina por quien invito a interesarnos es, desde el punto de vista de su rendimiento literario, no lo olvidemos, personaje central de la obra. Aunque inicialmente quizá pudo ser concebida como personaje instrumental para ilustrar una historia o contribuir a cebar una intriga, acabó alcanzando tal protagonismo que le lleva incluso a apoderarse del título de la obra. Personaje, pues, principal y hasta central en la historia literaria, me atrevo a proponerlo como paradigma de una parte relevante de la realidad social de su época, como iluminación de valores y contravalores de aquella sociedad castellana de los finales del xv. Sin conferirle en absoluto un carácter de representación general y válida del conjunto de la sociedad en que se mueve y a la que mueve, sí pretendo iluminar algunas de las características de personaje tan significativo como reflejo y encarnación de rasgos sociales del periodo. Adelanto que mis observaciones tocarán sustancialmente estos aspectos: •

1. Celestina, apreciada profesional de oscuros asuntos.



2. Celestina, o cuando las relaciones se basan en el interés.



3. Agresiones de Celestina contra el estamento superior.



4. De cómo para Celestina, y para algunos otros contemporáneos, el mundo no está tan bien hecho.



5. Celestina, o el horror simpático.

atada? ¿Con una vieja de sesenta años?», Pármeno, en monólogo del acto II había dicho: «Si yo creyera a Celestina con sus seys dozenas de años a cuestas no me maltratara Calisto». Haré todas las citas por la edición de la obra preparada por Peter Russell para Castalia, simplificando al máximo las referencias y dándolas en el propio texto siempre que sea posible. El número romano remitirá al acto y el arábigo a la página. En este caso, los textos citados se hallan en XII, 483 y II, 277. 3

En la escena en que comparten techo putas, criados y Celestina, la vieja, que generosamente ha libado los bien alabados vinos, probablemente afectada por la melancolía del excesivo beber, comentaba: «Todo tiene sus límites, todo tiene sus grados. Mi honrra llegó a la cumbre, según quien yo era; de necessidad es que desmengüe y abaxe. Cerca ando de mi fin. En esto veo que me queda poca vida» (IX, 418).

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1 . PROFESIONAL APRECIADA DE OSCUROS ASUNTOS

N o siendo objeto esencial de este ensayo la caracterización de nuestra vieja, sino sólo la contemplación de algunos de sus perfiles negativos como ilustración de las complejidades sociales del periodo, me parece de interés subrayar su condición de profesional de unas artes y de un oficio oscuros, que es el valor máximo con que ella circula por la obra y, en definitiva, dentro de aquella sociedad. Artes y oficio no expresamente autorizados, teóricamente prohibidos pero, como resulta obvio, tácitamente consentidos, y a los que recurren quienes desde sus ortodoxas teorías no dudarían en condenar oficialmente tanto a quienes los practican como a quienes se sirven de ellos. Pues bien, Celestina es quien desempeña las heterodoxas funciones que la ortodoxa sociedad al tiempo prohibe y demanda. Sempronio y Pármeno son los encargados de aportarnos informaciones externas y objetivas a este respecto. Ellos dan a conocer a Calisto la calaña de la vieja en su calidad de posible contratante de los servicios de la alcahueta y al hacerlo, naturalmente, están proporcionando a lectores o espectadores las noticias claves para que conformemos la debida imagen de la alcahueta. Sempronio con el formidable aval de la amoralidad o inmoralidad de su propia conducta, hace una primera presentación de la vieja tendente a encomiar adecuadamente el producto que ofrece a Calisto. En un magnífico y temprano ejercicio de publicidad literaria, perfectamente resuelto, las maldades que en ella pondera son exactamente las razones por las que Calisto debe contratar sus servicios: Días ha grandes que conozco (...) una vieja barbuda que se dize Celestina, hechizera, astuta, sagaz en quantas maldades ay. Entiendo que passan de cinco mili virgos los que se han hecho y desecho por su auctoridad en esta cibdad. A las duras peñas promoverá y provocará a luxuria si quiere (I, 233-234). Al margen del dato de la edad (vieja) y de una cierta repugnancia física (barbuda), el criado está ofreciendo a su señor los servicios de una mujer que no sólo dispone de habilidades naturales (sagaz, astuta), sino también de conocimientos profesionales (hechicería), subrayando su competencia para allanar los caminos que llevan al sexo. El noble Calisto se precipita a ordenar su contratación.

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Como bien sabemos, el otro criado, el fiel Pármeno, se esfuerza inicialmente en disuadir al señor del mal paso que va a dar. Centrados en nuestro actual enfoque, limitémonos a recordar la enumeración de oficios (es decir, de formas de ser útil y de estar activa en aquella sociedad; de formas de ser apreciada en aquella sociedad) que atribuye a la vieja: Ella tenía seys oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de fazer afeytes y de fazer virgos, alcahueta y un poquito hechizera

(I, 241). En esta caracterización de Celestina hecha por Pármeno —y recuérdese que el criado glosa en largo parlamento la escueta enumeración que he reproducido— se refuerza su condición de hechicera y su buen manejo de los asuntos de sexo, dándosenos noticia de las diversas variaciones formales bajo las cuales esconde su actividad principal. Más adelante, cuando en el preéxtasis de su primer encuentro con Melibea, Calisto atribuya a la religión el haberle facilitado el inminente encuentro con la doncella, en un burlón aparte Pármeno comentará a Sempronio: «Lo que la vieja traydora con sus pestíferos hechizos ha rodeado y fecho, dize que los sanctos se lo han concedido y impetrado» (XII, 467-468). Y no debe extrañarnos que Pármeno en toda circunstancia tenga tanto interés en recordarnos esa facultad hechiceril de Celestina, cuando vemos que esa condición de la vieja será expresamente reiterada en momento tan importante como el que precede a su propia muerte. El Sempronio enfurecido que allí derrocha amenazas previas al derroche de cuchilladas, insultaba: «¡Espera, doña hechizera, que yo te haré yr al infierno con cartas!» (XII, 485). Los criados de Calisto, pues, con independencia de los viajes de Pármeno desde la fidelidad a la traición, nos hablan de una vieja corruptora, habilidosísima en la propiciación de relaciones sexuales y —repetidamente dicho— experta en hechicerías. Y si pensamos en las prostitutas, que ven vida, conductas y costumbres desde la misma acera que aquellos criados —o, al menos, desde perspectiva muy similar—, encontramos que la Elicia que ha de contar a Areusa el modo y el porqué del fatal desenlace de Celestina, profiere afirmaciones como éstas:

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Ya oyste dezir, hermana, los amores de Calisto y la loca de Melibea. Bien verías cómo Celestina avía tomado el cargo, por intercession de Sempronio, de ser medianera, pagándole su trabajo. La qual puso tanta diligencia y solicitud, que a la segunda azadonada sacó agua (XV, 523). Subrayemos las notas de profesionalidad expresamente proclamadas por la pupila (incluido el fulgurante éxito de las gestiones de la alcahueta): han sobrevenido las desgracias, esa convulsión en la vida provinciana a que me refería al comienzo, cuando Celestina, que cobraba por sus trabajos de alcahuetería, estaba encargándose de hacer posibles los amores entre Calisto y Melibea. Repetidamente, pues, nos es presentada Celestina c o m o una p r o fesional, contratada por sus habilidades profesionales p o r quien tiene necesidad de sus servicios y dispone de recursos para pagarlos. Sin que ese punto de vista difiera m u c h o del de los contratantes 4 . Calisto p u e de edulcorar la realidad: «Quando ay mucha distancia del que ruega al rogado (...) c o m o entre ésta mi señora y mí, es necessario intercessor o medianero que suba de mano en m a n o mi mensaje hasta los oydos de aquella a quien yo segunda vez hablar tengo por imposible» (II, 273). Pero, cuando en ese mismo segmento dialógico Pármeno le previene expresamente de que se trata de quien ya ha sido e m p l u mada tres veces por sus actividades hechiceriles, el contratante habla el idioma expedito de quien compra soluciones sin importarle su calificación moral: «Mejor me parece quanto más la desalabas. Cumpla comigo y emplúmenla la quarta» (II, 274). M u y en línea con el corrupto noble, la Melibea que en fase inicial simula resistir el acoso de la vieja, sabe m u y bien con quién se las tiene. Tanto cuando hace referencia explícita a rasgos de su actividad profesional: «¡Quemada seas, alcahueta falsa, hechizera!» (IV, 315), c o m o cuando la descalifica m o ralmente: «Bien sé que ni j u r a m e n t o ni t o r m e n t o te torcerá a dezir verdad, que n o es en tu mano» (IV, 320). Y c o m o Melibea mostrará una preocupante tendencia a olvidar esas evidencias que ella misma proclamaba cuando en el sabroso acto IV jugaba a saber y no saber,

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Hablo de contratantes, en plural, porque siendo Calisto quien toma la iniciativa y asume el pago, resulta evidente que Melibea, tras la caída de ignorancias que se produce en el acto IV y ya de forma expresamente confesada en el X, es cómplice absoluta de la maniobra de poner a Celestina al frente de la operación que hará posibles sus encuentros.

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el autor se encargará de q u e su madre, Alisa, en alguna de las pocas ocasiones en que vuelve a comparecer sobre el escenario, la a m o n e s te: «Guarte, hija, della, que es gran traydora. (...) Sabe ésta con sus trayciones, con sus falsas mercadurías, mudar los propósitos castos. D a ñ a la fama; a tres vezes q u e entra en una casa, engendra sospecha» ( X , 441). La opinión ajena, pues, aquí tan sucintamente recordada, no hace sino reconocer lo que Celestina en hechos y palabras proclama de sí misma. A la altura del acto III, presumía ante Sempronio de su oficio: «¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿ C o n ó c e s m e otra hazienda más deste oficio, de q u e c o m o y bevo, de que visto y cal90?» (III, 283). C o m o inmediatamente hará ante Melibea: « Q u e no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. D e s t o vivo y desto m e arreo» (IV, 3 2 0 ) . Y c o m o se encargará de recordar ante los amenazantes criados, marcando orgullosamente diferencias entre el amateurism o con que ellos han actuado en todo este episodio calistiano y el trabajo profesional que ella ha invertido: Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros; más materiales he gastado, pues aves de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero. (...) Esto trabajé yo; a vosotros se os deve essotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo; vosotros por recreación y deleyte (XII, 480). Y por si n o lo tienen del todo claro los colaboradores de la vieja o los receptores del texto (que cuando en teatro un autor repite tantas veces sus mensajes, por lo general piensa m u c h o en la necesidad de aclarar conceptos al destinatario), la Celestina q u e está siendo a m e nazada y va a ser inmediatamente apuñalada, a m o d o casi de epitafio para su tumba, deja dicho: Soy una vieja qual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio como cada qual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere, no le busco. De mi casa me vienen a sacar. En mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón (XII, 482). D e s e o subrayar que ésta es la realidad dramatizada: la de una viej a especializada en prestaciones profesionales de la índole recordada, y capaz de utilizar para la buena resolución de esos asuntos cualquiera de los recursos disponibles, sin el m e n o r reparo o traba derivados de

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la bondad o maldad del medio utilizado. Expresamente lo afirma al fiel Pármeno del acto I cuando éste le objeta: «No quer[r]ía bienes mal ganados», sin máscara alguna, sin tapujos, sin rodeos, le espeta: Yo sí. A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo (I, 259). ¿Contribuye esa actitud a ilustrarnos sobre el hecho de que, habiendo como hubo una moralidad oficial en el oficial sistema de valores que imperó en la Edad Media, en los momentos que protagoniza Celestina, quién sabe cuántos segmentos sociales apostaban como ella por conseguir resultados a cualquier precio, por cualquier camino, con y contra cualquier sistema? N o cometeré la grosería intelectual de proponer la conducta de Celestina como la habitual del colectivo social de fines del xv. Reseño simplemente que un comportamiento como el de Celestina fue posible en aquella sociedad. Y, en definitiva, que Celestina existe porque era requerida, contratada por representantes cualificados y ortodoxos de la cúspide social. Queden marcados esos apuntes, directísimamente sacados del texto literario, como base para la teorización que deba hacer el historiador de la realidad social de aquel periodo.

2 . CELESTINA, O LAS RELACIONES BASADAS EN EL INTERÉS

Esta profesional con actuaciones especializadas en zonas oscuras, delictivas o limítrofes con lo delictivo; esta profesional carente de cualquier escrúpulo que le impida alcanzar el éxito, tan convencida está de que el dinero lo puede todo (al menos, en aquellos ámbitos en que es compartida su misma escala de apreciaciones) que a ella debemos una de las formulaciones más brillantes que se han acuñado en español para definir su poder: Las peñas quebranta, los ríos passa en seco. No ay lugar tan alto que un asno cargado de oro no le suba (III, 287). A partir de ahí, poco sorprenderá si afirmo de ella que en todas sus actitudes y en cualquiera de sus dimensiones los intereses creados son su norma única de conducta. En cualquiera de las dimensiones posibles, insisto. N o es sólo que todas las relaciones humanas que le

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conocemos respondan inequívocamente al planteamiento del do ut des?. Es que igualmente, cuando esta mujer necesita apoyos demoníacos y practica por ello el sabido conjuro del acto III, al solicitar ayuda para la empresa que está iniciando, deja muy claro al interlocutor: «Si no lo hazes con presto movimiento, ternásme por capital enemiga; heriré con luz tus cárceres tristes y escuras, acusaré cruelmente tus continuas mentiras, apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre» (III, 294-285). C o n ese diablo tiene establecidas unas relaciones de interés, absolutamente asimilables a las que rigen en el ámbito comercial. Baste recordar cómo se autodefine con relación a él: «Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula» (III, 293). Cuando a la altura del acto IV, una circunstancia tan sorprendente como favorable va a permitirle quedarse a solas con Melibea, anota rápidamente a quién debe el favor: «Por aquí anda el diablo aparejando oportunidad, arreziando el mal a la otra» (IV, 305). Y, al analizar al comienzo del acto siguiente los pasos que le llevaron al éxito, tendrá tan presto el reflejo de reconocer la ayuda demoníaca («¡O diablo a quien yo conjuré, cómo compliste tu palabra en todo lo que te pedí!»), como la disposición a corresponderle debidamente: «¡En cargo te soy!» (V, 328). C o m o religión y supersticiones, magia y cultos religiosos no tienen para ella fronteras muy definidas, idéntico planteamiento hace en sus usos religiosos. Lo saben muy bien quienes bien la conocen. En palabras de Sempronio: Quando ella tiene qué hazer, no se acuerda de Dios ni cura de santidades. Quando ay que roer en casa, sanos están los santos; quando va a la yglesia con sus cuentas en la mano, no sobra el comer en casa. Aunque ella te crió, mejor conozco yo sus propiedades que tú. Lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo, y quántos enamorados ay en la cibdad y quantas mo^as tiene encomendadas, y qué dispenseros le dan ración y quál mejor, y cómo les llaman por nombre —por que quando 5 Por boca de Lucrecia, lo hace explícito el autor. En efecto, al recibir a Celestina al comienzo del acto IV, n o termina de creer que la visita de la alcahueta obedezca sólo los motivos que la vieja esgrime: «¿A esso sólo saliste de tu casa? Maravillóme de ti, que n o es essa tu costumbre, ni sueles dar passo sin provecho». C u a n d o la visitante va confesando más claramente sus intenciones, la criada de Melibea remacha: «¡Algo es lo que yo digo! En mi seso estoy, que nunca metes aguja sin sacar reja» (IV, 301; mías las cursivas).

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los encontrare no hable como estraña— y qué canónigo es más 111090 y franco. Quando menea los labios es fengir mentiras, ordenar cautelas para haver dinero: por aquí le entraré, esto me responderá, estotro replicaré (IX, 402). Mantenido ese tipo de relaciones con los poderes del más allá, nada nos sorprende que, al verse pisando el umbral de la otra vida, grite un «¡Confesión!» que para ella será la oportunidad de mostrar el usual arrepentimiento de quienes entienden que, cumplido ese último trámite, están garantizándose el acceso al bienestar eterno. Pone en funcionamiento, de cara a sus arreglos «espirituales», el mismo esquema con el que pensó que, en el nivel de lo terreno, podía evitar su violento final, y por ello gritaba: «Justicia, justicia, señores vezinos! Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!» (XII, 485). Q u i e n profesionalmente ha venido cumpliendo sus obligaciones y compromisos, espera trato similar para sus malos momentos. N o se trata de generalizar desde lo visto en nuestra vieja para lanzar diagnósticos sobre aquella sociedad. Nadie diga que la sociedad de fines del xv fue como Celestina, pero nadie olvide que en la sociedad de fines del xv fue posible Celestina. N o se trata de diagnosticar que todo allí fue corrupción e intercambio de intereses con pérdida de ideales y de noblezas. M e limito a decir que fue posible la corrupción y el intercambio y la pérdida de ideales y de noblezas. Q u e Celestina, libro, nos está diciendo que así es nuestro personaje y que así discurrían las cosas en su círculo.

3 . LAS AGRESIONES C O N T R A EL ESTAMENTO SUPERIOR

Hay aún otro rasgo que considero de enorme interés, aunque aquí proceda a reseñarlo de manera rapidísima. Pienso en la forma decidida en que Celestina alienta el enfrentamiento entre los distintos estamentos. En efecto, esta mujer, bazar de negatividades, encarnadura de prohibiciones, sultana de heterodoxias, al margen de lacras, vicios o pecados estrictamente individuales, ¿qué predica, a qué empuja o estimula, contra quién está? Las respuestas, a falta de matices que aquí apenas podré incorporar, son diáfanas: propone engañar a los ricos, desplumarles de su dinero (qué fácil aquí el juego de palabras: desplumadora de ricos ella, la tres veces emplumada); defiende los pactos

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entre iguales, tanto por fe en la bondad intrínseca de tales alianzas (¿quién como Celestina ha cantado los valores de la amistad?), como por recurso para defenderse de los poderosos; predica disfrute de la vida, de los gozos de la juventud, saboreo intenso del sexo y del vino, y clama contra la enfermedad, contra la vejez y contra la pobreza. Pero, sobre todo, ataca a los amos, a los poderosos de la tierra, a los que gobiernan las vidas de las gentes como ella. Cuando se habla de denuncia social en La Celestina, cuando se quiere comprobar cómo se reflejan en la obra las fisuras sociales de aquel periodo, cómo está allí recogido el definitivo derrumbe del modelo social, económico y político, heredado de la Edad Media, suele desempolvarse, y con razón, el magnífico alegato de Areusa contra las señoras, la audaz proclama de la joven prostituta a favor de su libre opción de ramera por libre antes que criada sometida a los caprichos de las señoras. Pero no se olvide que cuando Areusa terminó sus duras consideraciones, nuestra vieja aprobaba: «En tu seso has estado. Bien sabes lo que hazes» (IX, 417). Y que esa aquiescencia a nadie debe o debiera sorprender ni puede entenderse como simple cortesía o mera fórmula conversacional, porque a lo largo de la obra Celestina ha venido expresando puntos de vista no menos comprometidos, no menos ofensivos para la clase alta que los manifestados en el acto I X por su pupila. A lo largo de toda la obra, y de forma más nítida en el proceso de acoso y derribo a la fidelidad de Pármeno, Celestina prodiga los ataques expresos y directos contra los señores. Al recomendar a Pármeno alianza con Sempronio como fórmula para garantizarse el bienestar, expresamente le advertirá: «No pienses que tu privanza con este señor te haze seguro» (VII, 360). Está haciendo esa advertencia a un muchacho absolutamente leal a su señor, cuyos vínculos de fidelidad se ha propuesto machacar. Los consejos que da a Pármeno, suplantando el puesto de sus fallecidos padres, son de maldad corrosiva. Frente a la fidelidad que Pármeno vive como lealtad que ata la vida del criado a la vida del señor, Celestina le predica que es coyuntural esa ocupación suya con Calisto, y como tal coyuntura —y, por cierto, desagradable—, ha de sobrellevarla el muchacho: «Que por el presente sufras y sirvas a este tu amo que procuraste», pero inculcándole que habrá de prestar ese servicio «no con necia lealdad, proponiendo firmeza sobre lo movible, como son estos señores deste tiempo» (I, 258). Por cierto, y casi incidentalmente, qué atentamente ha captado Rojas

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esta querencia de la mujer mayor a criticar conductas de su época, contraponiendo pretéritas virtudes olvidadas a vicios propios de m o mentos actuales. R e c o j o en ese sentido el dato de que, a continuación de lo inmediatamente citado, donde ya se refería a «estos señores deste tiempo», aún añade la vieja:«Estos señores deste tiempo más aman a sí que a los suyos, y n o yerran; los suyos ygualmente lo deven hazer. Perdidas son las mercedes, las magnificencias, los actos nobles. Cada u n o destos cativan y mezquinamente procuran su interesse con los suyos; pues aquellos n o deven menos hazer, c o m o sean en facultades menores, sino vivir a su ley. Dígolo, fijo Pármeno, porque este tu amo, c o m o dizen, me parece rompenecios. D e todos se quiere servir sin merced» (ibídem; mías las cursivas 6 ). Y n o es sólo c o m o táctica para desafectar a Pármeno de Calisto por lo que mete esas cuñas contra los amos. C u a n d o en el acto III pondera con Sempronio los riesgos de la empresa en que han entrado, vuelve a soltar parecida observación contra el egoísmo de la clase alta. Piensa en c o n c r e t o en los señoritos q u e inician amores apasionados («estos novicios que contra qualquiera señuelo buelan sin deliberación») y caprichosamente ceden a sus instintos, «sin pensar el daño que el cevo de su desseo trae mezclado en su exercicio y n e gociación para sus personas y sirvientes» (III, 280). Q u i e n tan claro tiene, c o m o Celestina, el egoísta comportamiento de los amos, n o perderá ocasión para abrir n o ya fisuras sino barrancos en esas relaciones. Al Pármeno, todavía renuente a la altura del acto VII, volverá a insistirle en que anteponga su interés y deje de preocuparse por los intereses de Calisto. Mezcla para ello apelaciones al carpe diem con duras y secas referencias a la nobleza hereditaria, única superioridad que, en el entender de Celestina, puede esgrimir sobre Pármeno un sujeto c o m o Calisto: «Goza tu mocedad, el buen día, la buena noche, el buen comer y bever. Q u a n d o pudieres haverlo, n o lo dexes, piérdase lo que

Esta tendencia, digamos, actualizadora de las críticas que se hacen en La Celestina, afecta a todos los aspectos. La vieja que recuerda a la desaparecida Claudina, cuando ensarta loas a sus cualidades, no se priva de contrastar aquellas cualidades con las negativas formas de ser de las mujeres de ahora: «¡Buen siglo aya, que leal amiga y buena compañera me fue! Que jamás me dexó hazer cosa en mi cabo, estando ella presente. Si yo traya el pan, ella la carne; si yo ponía la mesa, ella los manteles. N o loca, no fantástica ni presumptuosa, como las de agora» (III, 285; mías las cursivas). 6

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se perdiere. N o llores tú la fazienda q u e tu a m o heredó, que esto te llevarás deste mundo» (VII, 362). Y nuevamente, con esa propensión de los mayores para contraponer excelencias de antaño con m e z q u i n dades de ahora: « Q u e si esperas destos galanes, es tal que lo q u e en diez años sacarás, atarás en la manga» (ibídem; mías las cursivas). Esquilmar a sujeto de esa condición, sacándole además de las dádivas grandes, regalillos al paso c o m o son m a n t o y saya, es obligación de los inferiores: «Todo aquello alegra que con p o c o trabajo se gana, m a y o r m e n t e viniendo de parte d o n d e tan poca mella haze, de h o m b r e tan rico, que con los salvados de su casa, podría yo salir de lazeria, según lo m u c h o le sobra» (IX, 411). El P á r m e n o q u e venía de la más acendrada fidelidad acaba en la más perfecta traición. Las torpezas de su amo, unidas a los consejos de Celestina, han conseguido que el antes fiel pueda trazarse, a partir de su corrupción, normas de vida de esta índole: PÁRMENO. (Solo)- ¡O desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos; yo me pierdo por bueno. El mundo es tal. Quiero yrme al hilo de la gente, pues a los traydores llaman discretos, a los fieles, nescios. Si yo creyera a Celestina con sus seys dozenas de años a cuestas no me maltratara Calisto. Mas esto me porná escarmiento de aquí adelante con él; que si dixere «comamos», yo también; si quisiere derrocar la casa, aprovarlo; si quemar su hazienda, yr por fuego. Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a alcahuetas lo suyo, que mi parte me cabrá; pues dizen: «a río buelto, ganancia de pescadores» (II, 277-278).

4 . D E CÓMO PARA CELESTINA, Y PARA ALGUNOS OTROS CONTEMPORÁNEOS, EL MUNDO NO ESTÁ TAN BIEN HECHO

A Celestina, a quienes la contratan (y ya he h e c h o referencia e x plicativa al uso del plural); a cuantos, en definitiva, vivieron aquellos años finales del siglo xv, las cosas n o debieron resultarles fáciles. E n el supuesto de q u e alguna vez algunos h u m a n o s en algún lugar hayan gozado de la ansiada armonía entre realidad e ideales, n o parece q u e esa haya sido la c o n d i c i ó n d e quienes habitaron c o n Celestina la Castilla de fines del siglo xv. Por n o salir demasiado de los márgenes y de las limitaciones aceptadas en este ensayo, ni siquiera m e asomo a consideraciones tan ha-

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bituales — t a n lógicas, por otra p a r t e — c o m o son aquellas que buscan establecer conexión y relaciones entre las circunstancias judaicas que afectan a Fernando de R o j a s y el negativo trato que la España del p e r i o d o reservó a esos individuos. Pero n o m e resisto a ofrecer una consideración rápida basada en palabras del atribulado Pleberio en su largo y dolorido parlamento final. Partiendo del recuerdo de que la valoración del largo m o n ó l o g o del viejo es una de las p o l é m i cas más vivas en el estudio de la obra, estoy entre quienes piensan q u e esas palabras n o son una excrecencia verborreica de u n padre p e r t u r bado que apenas si se representa a sí mismo, sino q u e contienen el p u n t o de vista de u n R o j a s lúcido, pesimista y desengañado. Y desde esa convicción m e abrogo el derecho a p r o p o n e r una lectura casi realista, que casi invite a hacer cálculos de edad, calendario en mano, para establecer sugerentes cronologías. Increpando al m u n d o , a lo creado, decía en u n m o m e n t o dado el padre de Melibea: Yo pensava en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un labarinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuydados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor (XXI, 599). U n a m u y sencilla operación matemática nos llevaría a considerar que, escrita la obra en los alrededores de 1497, el Pleberio q u e a los sesenta años 7 c o m p r u e b a el fracaso del sistema que le inculcaron en su más tierna edad está llevándonos cincuenta años atrás, hacia 14401450; está remitiéndose y remitiéndonos al centro del siglo, a una é p o ca en definitiva que al hablante en los fines del siglo x v podía parecerle encarnación adecuada y, al parecer, trasnochada, del viejo sistema. El Pleberio querulante y amargado del acto X X I sería entonces n o sólo u n personaje individual que llora su caso y desde sus lamentos se da a imprecaciones y maldiciones varias. También, u n representante del colectivo, de aquel colectivo que esté sintiendo en carne propia el

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El nos da el dato de su edad, al protestar: «Más dignos eran mis sesenta años de la sepultura que tus veynte» (XXI, 595).

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c a m b i o de mentalidad, la transición ideológica y política, la i n s e g u r i dad d e los nuevos tiempos, el d o l o r del c a m b i o entre el sistema c e r r a d o y aquietante de la E d a d M e d i a y las búsquedas e inseguridades del R e n a c i m i e n t o . D e s d e o t r o p u n t o de vista, quiero p o n e r estas palabras de P l e b e r i o e n relación c o n otras de Celestina, ya parcialmente citadas. Se trata, e n m i apreciación, de dos p a r l a m e n t o s que, a u n p r o f e r i d o s en situaciones b i e n distintas, m e parecen p o r t a d o r e s de extrañas s e m e j a n zas. D i c e el suyo la vieja d u r a n t e su p r i m e r y esforzado asedio a la fidelidad q u e P á r m e n o proclama y m a n t i e n e hacia Calisto. H a i n t e n t a d o ganarle p o r el afecto, haciéndose f u e r t e en la vieja amistad y camaradería c o n la m a d r e del m o z o ; le ha t e n t a d o c o n la oferta de u n cofre d e d i n e r o que, según dice, el padre de P á r m e n o le habría transm i t i d o para dárselo al m u c h a c h o , c u a n d o mayor; ha q u e r i d o s i n t o n i zar c o n él p o r aproximación en el tema sexual («¡mal sosegadilla deves t e n e r la p u n t a de la barriga!»), p e r o P á r m e n o n o cede: Amo a Calisto porque le devo fidelidad, por crianga, por beneficios, por ser dél honrrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende (I, 253). Celestina c o m p r e n d e e n t o n c e s que, además del o f r e c i m i e n t o d e Areusa, necesita socavar los principios, digamos, ideológicos o éticos q u e guían y obligan a P á r m e n o en su c o n d u c t a . D e c i d e así atacar e n su raíz la fidelidad del criado, h a c i é n d o l e ver el e g o í s m o y los abusos q u e dictan siempre la actuación de u n amo, invitándole al t i e m p o a aliarse c o n los de su clase para o b t e n e r los mayores beneficios. Es e n esa situación c u a n d o le escuchamos a Celestina decirle al m u c h a c h o : Dexa los vanos prometimientos de los señores, los quales desechan la substancia de sus sirvientes con huecos y vanos prometimientos. C o m o la sanguijuela sacan la sangre, desagradescen, injurian, olvidan servicios, niegan galardón. ¡Guay de quien en palacio envejece! (I, 258; mías las cursivas). Trasladados al desenlace, a c o n t e x t o t o t a l m e n t e distinto, e n aquel m o m e n t o a m a r g o en q u e P l e b e r i o llora a la hija perdida, el viejo p r o clama la sinrazón d e una vida, la suya, q u e vivió y proyectó c o n f o r m e a u n o s esquemas q u e ahora se le revelan inútiles; allí se encara al m u n d o , a q u i e n ha servido larga y lealmente, c o n obediencia a sus le-

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yes y con la esperanza puesta en sus recompensas para encontrar en pago la trágica burla de perder a la hija. Algunas de sus palabras, i n mediatamente posteriores al fragmento arriba citado: Prometes mucho, nada no cumples; échasnos de ti porque no te podamos pedir que mantengas tus vanos prometimientos. (...) Muchos (...) bienaventurados se llamarán, quando vean el galardón que a este triste viejo has dado en pago de tan largo servicio... (XXI, 599-600; mías las cursivas). C o m i e n z o y final de la Tragicomedia rezuman identidades, reflejan unos mismos estereotipos, unas formas expresivas y presupuestos m e n tales a los q u e Rojas, por m u y distintas que sean las circunstancias, permanece necesaria y espontáneamente fiel. Los «vanos prometimientos» q u e Celestina atribuye a los señores, coinciden con los «vanos p r o m e timientos» que el m u n d o , la vida ofrece c o m o señuelo falaz a los m o r tales. «Envejecer» c o m o criado, esperando «galardón» de quien al final «negará servicios», aviso con que la alcahueta prevenía a Pármeno, es exactamente lo q u e Pleberio, fiel servidor del m u n d o , acaba de c o m probar: la pérdida de su hija es el «galardón» o b t e n i d o p o r el «viejo» después de tan «largo servicio». E v i d e n t e m e n t e a m b o s parlamentos revelan la utilización de unos mismos esquemas constructivos, de unos mismos estereotipos mentales, inspiradores de casi idénticas expresiones para encarar temas y a c o n t e c i m i e n t o s en apariencia tan distintos. P u e d e n estar revelando también algo así c o m o la sublimación c o n c e p tual de lo que primero f u n c i o n ó en u n nivel exclusivamente social. En consecuencia, también está revelando que la voluntad socavadora de las palabras de Celestina al crear divisiones entre criado y amo, es la misma conciencia que el autor permite expresar a Pleberio respecto a las simas, separación y desconfianza entre creyente y p o d e r divino.

5 . CELESTINA, O EL HORROR SIMPÁTICO

El autor n o ha escatimado rasgos para retratar a Celestina en toda su negatividad. A lo largo de la obra, y en u n goteo incesante, vamos c o n o c i e n d o su enofilia, su codicia, su lujuria a edad en que la lujuria puede resultar patética, su religiosidad puramente instrumental e instrumentalizadora de lo divino, su afiliación a lo demoníaco, su capa-

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cidad de manipulación, su arte para el sofisma, su habilidad para la mentira coyuntural; vamos teniendo también insinuación suficiente de un posible lesbianismo, quién sabe si poco o mucho enmascarado 8 . ¿Qué le falta a Celestina para convertirse en símbolo cabal de cuanto la ortodoxia del periodo puede considerar el summum de las lacras morales? Y, sin embargo, ¿resulta un personaje execrable? ¿No sucede, por el contrario, que en su personalidad, en su conducta, en sus continuados envites al placer, a la amistad, al vitalismo, hay algo que nos atrae, que nos hace simpatizar con ella? A diferencia de la que puede ser nuestra reacción ante el final de otros malvados en el ámbito de la ficción, ¿no ocurre que cuando Celestina muere, su muerte nos duele y en esa agresión mortal de los criados, nos ponemos de parte de la vieja? Quizá deba pensarse en un deseo expreso de Rojas de retratar la complejidad humana, sin caer en maniqueísmos que irían bien a la teórica finalidad moralizadora de su obra, pero repugnarían a la honestidad con que busca reflejar la condición humana. Me atrevo a proponer la hipótesis de que Rojas no ha querido condenar la conducta de quien sin hipocresías está poniendo su profesionalidad al servicio de otras hipocresías bien vistas por la sociedad. Quizá a Rojas le haya merecido mayor descalificación la inmoralidad sin atenuantes de un Calisto (¿cuántos lectores reaccionan sinceramente con dolor ante esa muerte?). Quizá Rojas es cómplice o, al menos, solidario con la verdad nueva de la nueva sociedad, aquella de fines del xv, en que iban cayendo las seguridades derivadas de la adhesión al viejo sistema que periclitaba y en el que hasta las lacras de algunos sujetos podían empezar a entenderse como valores. Creo que a hipótesis de ese tipo nos lleva el enigma literario y humano de esta mujer que simultanea atractivo y rechazo. D e esta Celestina, candidata clara a la condenación más inequívoca, pero no condenada por Rojas ni, en consecuencia, por nosotros. Quizá por la

8 N o lleva necesariamente esa connotación la serie de piropos que prodiga a la semidesnuda Areusa: «¡Bendígate Dios y señor Sant Miguel Ángel! ¡Y qué gorda y fresca que estás! ¡Qué pechos y qué gentileza! Por hermosa te tenía hasta agora, viendo lo que todos podían ver; pero agora te digo que no ay en la cibdad tres cuerpos tales como el tuyo, en quanto yo conozco. N o paresce que ayas quinze años». Pero queda abierta a toda valoración la siguiente expresión de Celestina: «¡O, quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista!» (VII, 372).

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altivez simpática con que encarna su profesionalidad en asuntos oscuros. Quizá por el hecho de moverse en el turbador y morboso terreno del sexo y los amores. Tal vez por su vinculación a las clases bajas y a su burla y reto al estamento alto. Tal vez por la brillantez de su inteligencia, la agudeza de su palabra, la eficacia de sus recursos. Tal vez esta concurrencia de causas explica y justifica el horror simpático que veo como contradictorio pero objetivo diagnóstico para este personaje literario al que Rojas, lejos de condenar, pinta reclamando y consiguiendo respeto. Desde postulado malicioso, quizá pudiéramos pensar que la suya era la venganza literaria de quien, marginado por la sociedad castellana a causa de su condición religiosa y racial, colocaba como elemento fuerte de esa sociedad a un personaje marginal y esquinado. Desde postulado optimista, tal vez podamos interpretar la suya como una reacción ejemplar y ejemplarizante contra la condena que la oficialidad de su época estaba haciendo de heterodoxias religiosas y raciales como las que determinaron tan negativamente la forma de ser y de estar del propio Fernando de Rojas en aquella Castilla de finales del siglo xv. En cualquier caso — y no me parece la menos importante de las conclusiones para quien postula por encima de todo la primacía del texto literario—, siempre valdrá la pena volver a la consideración de un libro como éste, de interpretación tan radicalmente abierta, desde el apasionante intento de descubrir, en razonada lectura personal, qué segundas o terceras intenciones hay detrás de ese ejercicio de literaturización que aparentemente se limita a mostrarnos — y con confesada vocación didáctica— cómo las aguas sosegadas de una monótona convivencia provinciana se vieron repentinamente sacudidas por el violento torbellino de unos ajusticiamientos, de la muerte de un noble en innobles circunstancias, del suicidio de una doncella de la alta sociedad simultáneo al conocimiento de su deshonor. Siendo espoleta de todas esas convulsiones, el asesinato de una vieja llamada Celestina, ilustre alcahueta del lugar que, recordémoslo, proclamaba de sí misma: Soy una vieja qual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio como cada qual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere, no le busco. De mi casa me vienen a sacar. En mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón.

C E L E S T I N A E N LA S O C I E D A D D E FINES D E L

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S O B R E EL C R É D I T O Y EL D E S C R É D I T O D E LOS PERSONAJES E N LA CELESTINA Y LA A C T I T U D D E SUS A U T O R E S A N T E EL LENGUAJE 1 Carlos Mota Placencia Universidad del País Vasco

En las próximas páginas procuraré examinar cómo se representa en la Tragicomedia de Calisto y Melibea el crédito y el descrédito de unos personajes ante otros y ante el lector / oidor, prestando especial atención al caso de Celestina por ser el que más facetas presenta. La construcción del personaje de la alcahueta en la obra se asocia en gran medida a su sabiduría, en un sentido amplio, y a la reputación que le aporta ante los demás. N o obstante, en el trato que éstos le dispensan y en las opiniones que vierten sobre ella —incluso ante sus mismas narices— se aprecia un significativo descrédito de esa reputación, no menos real por resultar casi siempre incoherente con el sometimiento a la voluntad de la vieja de que esos personajes hacen gala. Creo que con ello se nos pinta un tipo de hipocresía que, por su atribución a la práctica totalidad del elenco, transluce una peculiar dimensión de la concepción del lenguaje — y quizás, en general, antropológica— de los autores de La Celestina, sobre todo de Fernando de Rojas. Una dimensión tal vez relacionable con determinadas mutaciones que la formación de los juristas experimentó en Europa entre fines del siglo xv y mediados del siglo xvi al calor de las concepciones humanísticas del lenguaje pero, al tiempo, marcando firmes distancias frente a las mismas2. 1

Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto U P V - H A - 7 9 0 0 / 2 0 . Sobre las relaciones de La Celestina con las concepciones renacentistas del lenguaje, acerca de cuyo sistematismo la crítica parece hacerse cada vez menos 2

C A R L O S MOTA PLACENCIA

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Es sabido que en la obra — d e forma característicamente dramática— todo emana de las palabras de los personajes: los elementos del mundo material, pero también la entidad de los personajes mismos, sus rasgos físicos, su gestualidad, su carácter, su historia, la memoria o desmemoria que de ella tienen o quieren tener 1 . Nada más empezar, los futuros amantes se nos presentan en este célebre diálogo: En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. ¿En qué, Calisto? CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese...4 CALISTO.-

MELIBEA.-

La conversación concluye muy poco después con un buen chasco para Calisto: ...CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías que indignamente tan gran palabra habéis oído! MELIBEA.- Mas desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento, y el intento de tus palabras ha seído. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú habíe de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano, conmigo en el ilícito amor comunicar su deleite. CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.

La ambigüedad sobre tiempo y lugar que se mantiene a lo largo de toda la escena no empaña —antes bien, resalta— la extraordinaria definición que van cobrando ciertos rasgos sustantivos de los caracteilusiones, han escrito páginas de gran interés R e a d (1976,1978 y 1983),Whinnom (1981), Shipley (1977 y 1985) y, últimamente, Fraker (1990) y R i c o (2000). Es seguramente Lida de Malkiel (1966) quien mejor caracterizó este proceso tan dramático de emanación de la realidad a partir de las palabras de los personajes. Sobre el papel de la memoria en La Celestina, es referencia obligada Severin (1970). 4 Las citas proceden de Fernando de Rojas (y «antiguo autor»), La Celestina. Tragicomedia de Calisto y Melibea, ed. y estudio de Francisco J. Lobera y Guillermo Serés, Paloma Díaz-Mas, Carlos Mota e Iñigo R u i z Arzálluz, y Francisco Rico, Barcelona, Crítica (Biblioteca Clásica, 20), 2000.

S O B R E EL C R É D I T O Y EL D E S C R É D I T O . .

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res de la pareja de protagonistas. La irascible Melibea no reaparece ante el lector hasta el auto IV 5 , y su personaje se perfila con detalle a partir de ahí, con lo cual —si aceptamos la tesis de los dos autores para la obra— resulta ser sobre todo hechura de Fernando de Rojas. En cambio, y salvo un par de excepciones, el resto de los personajes relevantes surgen bien definidos del auto I. Así Calisto: en dos fases, Rojas añade algunos matices a los colores del retrato poco halagüeño trazado en el auto I. M u c h o se ha discutido acerca de cómo se redibuja el personaje, pero no es cosa en la que ahora podamos entrar. Su descrédito inicial no mengua ante los ojos de nadie salvo, naturalmente, ante los de Melibea, mediando Celestina y por razones en las que lectores de tiempos distintos han tendido a poner más o menos atención o énfasis (un preexistente interés de Melibea por él; un carácter intrínsecamente veleidoso de la muchacha; la capacidad persuasiva de Celestina; la intervención demoníaca...). En el ámbito de los criados, también Sempronio se nos presenta a través de sus propias palabras y hechos: [CALISTO.]

¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este mal-

dito? Aquí estoy, señor, curando destos caballos. Pues, ¿cómo sales de la sala? SEMPRONIO.- Abatióse el girifalte y vínele a enderezar en el alcándara. CALISTO.- ¡Ansí los diablos te ganen! ¡ansí por infortunio arrebatado perezcas, o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado, abre la cámara y endereza la cama! (Auto I, pp. 28-29) SEMPRONIO.-

CALISTO.-

Y lo mismo acontece con Pármeno: ¡Pármeno! Señor. CALISTO.- ¿No oyes, maldito sordo? PARMENO.- ¿Qué es, señor? CALISTO.- A la puerta llaman; corre. CALISTO.-

PARMENO.-

5

Sobre esa faceta del carácter d e M e l i b e a véase ahora Lacarra ( 1 9 9 7 ) .

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CARLOS MOTA PLACENCIA

PARMENO.-

¿Quién es? Abre a mí y a esta dueña. Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aque-

SEMPRONIO.PARMENO.-

llas porradas. CALISTO.- ¡Calla, calla, malvado, que es mi tía; corre, corre, abre! (Siempre lo vi que por huir hombre de un peligro, cae en otro mayor. Por encubrir yo este hecho de Pármeno, a quien amor o fidelidad o temor pusieran freno, caí en indignación désta que no tiene menor poderío en mi vida que Dios.) PARMENO.- ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas désta el nombre que la llamé? N o lo creas, que ansí se glorifica en le oír, como tú cuando dicen: «Diestro caballero es Calisto». Y demás desto, es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice: «¡Puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara... (Auto I, pp. 52-53)

Es claro que estas salidas a escena tienen en c o m ú n la revelación de una intrínseca doblez en los personajes. Pues, de alguna manera, todos, con independencia de su estatus — y salvo, hasta cierto punto, Pármeno, quien de todos m o d o s empieza a usar habitualmente de m a ñas semejantes p o c o después, tras verse descreído y despreciado p o r Calisto— aparecen haciendo o diciendo para sí una cosa y otra, de inmediato, hacia su interlocutor. La Celestina presenta con gran eficacia la escisión (que n o siempre es conflicto) entre la intimidad y la actitud en sociedad de todos los personajes: esto tiene una plasmación m u y eficaz en los apartes, útiles sobre t o d o para «estilizar la traición del criado a su amo», según Marcel Bataillon 6 . Pero se observará que en n i n g u n o de los pasajes ahora recordados se incluyen apartes de ese tipo, aun c u a n d o en todos hay pública virtud y vicio privado a u n tiempo: Calisto endilga a Melibea u n florido parlamento con ribetes poéticos y teológicos que ésta desenmascara y ridiculiza expeditivam e n t e ; Melibea da la impresión de atender a las razones de Calisto para darles enseguida una réplica sangrante. S e m p r o n i o se ve sorprendido en la sala de la casa seguramente ocioso, dice ocuparse de los caballos, y, pillado en su mentirijilla p o r Calisto, inventa sobre la marcha otra de verosimilitud p o c o mayor, lo que acaba p o r sacar al

6

Bataillon (1961: 86).

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amo de quicio7. Pármeno identifica a Celestina ante un Calisto que primero se hace de nuevas (aunque su impaciencia delata que espera con interés a alguien) y luego le despacha un «que es mi tía» que resulta mentira peor compuesta y harto menos inocua para su crédito que la de la pretendida «cura» de los caballos en la sala de la casa improvisada por Sempronio. Precisamente el único aparte que hallamos en estas escenas lo murmura, en la última de ellas, Calisto: sería, pues, el que estilizaría un burdo intento de engaño del amo al criado y una significativa inversión de la convención según la cual es el sirviente quien suele verse en la conveniencia de disimular sus pensamientos o palabras ante su señor. Por lo demás, es obvio que éstas y otras acciones que se representan al cabo de poco —la adoración que finge Calisto ante Celestina, etcétera— acaban rápidamente con cualquier asomo de crédito de Calisto ante Pármeno, el único personaje ante el que parece tenerlo el joven enamorado en los primeros compases de la obra. Similar doblez cabría señalar en las apariciones de ELicia y de Crito, personajes ciertamente secundarios, que asoman en un breve lance del auto I característico del género de la comedia pero perfectamente congruente —aun a escala menor—con los más elaborados ejemplos anteriores (el pasaje correspondiente se cita más abajo). Los casos de Celestina y de Pleberio, los otros dos personajes que se presentan —o, al menos, se nombran— en el auto I, son muy diferentes entre sí. La figura del padre de Melibea se esboza a partir de las palabras de otros personajes: sobre Pleberio, casi nada surge en el auto I salvo en una controvertida alusión por parte de Calisto al «plebérico corazón»8. En los autos que Rojas reconoce como suyos resonará una nota asociada a esa alusión: Pleberio es el temor que inspira (en Celestina, en Sempronio, en Pármeno; no en Calisto)9. Sin embargo, cuando el padre de Melibea empieza a actuar, ya en el auto XII, compone una figura más bien poco temible:

7

Esto lo representa de forma excelente el llamado Manuscrito de Palacio, donde la réplica de Calisto empieza con un inequívoco «¡Mientes!», ausente de la tradición impresa de La Celestina. 8 En efecto, puede tratarse de una alusión al corazón de Pleberio o al de Melibea, como hija de aquél. Véase la discusión sobre el particular en la ed. cit, p. 30, n. 45 y su complementaria y la bibliografía ahí citada. 9 Lo apuntó con especial agudeza Dunn (1976).

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Señora mujer, ¿duermes? Señor, no. PLEBERIO.- ¿No oyes bullicio en el retraimiento de tu hija? ALISA.- Sí, oigo. ¡Melibea! ¡Melibea! PLEBERIO.- No te oye. Yo la llamaré más recio. MELIBEA.- ¿Señor? PLEBERIO.- ¿Quién da patadas y hace bullicio en tu cámara? MELIBEA.- Señor, Lucrecia es, que salió por un jarro de agua para mí, que había gran sed. PLEBERIO.- Duerme, hija, que pensé que era otra cosa. (Auto XII, pp. 251-252) PLEBERIO.-

ALISA.-

Sin duda, el contraste entre el temor que inspira y la confiada domesticidad en que se nos presenta confiere una dimensión cómica —o, como mínimo, equívoca— al personaje: es una figura de la autoridad, en la literatura y en la vida, inadvertente y burlada (aquí, probablemente, engañado por su hija con la verdad). Pero ese ingrediente añade complejidad al personaje, no lo simplifica: convertir a Pleberio en figurón de farsa antipatriarcal —lo que están a pique de hacer Melibea y la Lucrecia de la Tragicomedia— vacía de sentido el lamento ante el cadáver de su hija del auto XXI, que es su único momento verdaderamente protagónico al margen de temores, dimes y diretes ajenos (y junto con el patetismo con que uno de los personajes a la vez más insignificantes y más decisivos de la obra, el caballerizo Sosia, narra los últimos momentos de las vidas de Sempronio y Pármeno, casi los dos únicos momentos con algún aliento trágico de la obra). Resaltar en exceso el posible envés cómico del personaje de Pleberio es probablemente producto de una lectura posmoderna de su papel paterno y —quizá sobre todo— de la forma retórica y el contenido de su planto, sumamente ajenos a las sensibilidades mayoritarias hoy pero elementos imprescindibles, no excrecencias, de la obra, de su lección, y de la propia presencia del padre de la muchacha en ella. Una lectura que induce a privarse de un contexto tan importante como las afinidades y contrastes del personaje de Pleberio en relación con la tradición de la figura que representa en las letras anteriores y posteriores a La Celestina10. ¿Cómo sale a escena Celestina en el auto I? En contraste con el resto de los personajes, y sobre todo con Pleberio, se le presenta por

10

Y que tan detalladamente examinó María Rosa Lida (1962).

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tres veces, haciendo así el autor una exhibición de dotes perspectivistas. En la primera, Sempronio señala a Calisto el presente de la alcahueta desde una mirada fría, utilitaria y proyectiva hacia lo que ésta puede hacer en el futuro por su pasión. Se lo señala en términos ciertamente nada ambiguos: S E M P R O N I O . - Y o te lo diré. Días ha grandes que conozco en fin desta vecindad una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras peñas promoverá y provocará a lujuria, si quiere. CALISTO.- ¿Podríala yo hablar? (Auto I, p. 47)

En la segunda, la misma vieja se nos muestra en su presente, improvisando una lacería de mentiras propias y ajenas: CELESTINA.-

¡Albricias, albricias, Elicia! ¡Sempronio, Sempronio!

ELICIA.- ¡ C e , c e , c e !

¿Por qué? Porque está aquí Crito. CELESTINA.- ¡Mételo en la camarilla de las escobas, presto! ¡Dile que viene tu primo y mi familiar! ELICIA.- Crito, ¡retráete ahí! ¡mi primo viene, perdida soy! C R I T O . - Pláceme; no te congojes. SEMPRONIO.- Madre bendita, ¡qué deseo traigo! Gracias a Dios que te me dejó ver. CELESTINA.- Hijo mío, rey mío, turbado me has; no te puedo hablar. Torna y dame otro abrazo. ¿Y tres días podiste estar sin vernos? ¡Elicia, Elicia, cátale aquí! ELICIA.- ¿A quién, madre? CELESTINA.- A Sempronio. (Auto I, p. 48) CELESTINA.ELICIA.-

La tercera presentación se produce en el marco de la detalladísima relación de Pármeno a Calisto sobre los oficios y pertrechos de Celestina. Se representa ahí el retorno de un pasado oscuro que Pármeno ha dejado atrás por el penúltimo escalón del servicio de Calisto:

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CALISTO.- Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces? PARMENO.- Saberlo has. Días grandes son pasados que mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual rogada por esta Celestina, me dió a ella por serviente, aunque ella no me conoce, por lo poco que la serví y por la mudanza que la edad ha hecho. CALISTO.- ¿ D e q u é la sirvías?

PARMENO.- Señor, iba a la plaza y traíale de comer y acompañábala; suplía en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiníe esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios... ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacía? Y todo era burla y mentira. (Auto I, pp. 54-62)

Una presentación en tríptico (en el que se articulan futuro, presente y pasado) que deja fuera de duda que ningún personaje concentra tanta atención del autor en la estructuración de su obra y con vistas a una de sus admoniciones acerca de cómo ha de leerse: poniendo permanentemente en duda las apariencias (rasgo muy propio de toda obra con impostación, si no directamente con orientación, didáctica). Sin embargo, se notará que en todos estos momentos reverbera —en las palabras de los personajes que la circundan— un descrédito más o menos acusado y manifiesto de Celestina en tanto que mujer de su edad y clase. Y que, más allá de prestarle una dimensión cómica 11 , puede contemplarse con el contrapunto de la figura del padre de Melibea: el varón viejo, próspero y prestigioso, cuyo crédito y previsiones vitales acaban en entredicho —ante el horizonte de una vida privada de sentido—, se contrapone a la mujer vieja, empobrecida y desacreditada, cuyo rápido éxito le precipitará a una muerte desastrosa no menos rápida. Por lo demás, es notorio que la alcahueta pretende ejercer en la mayor parte de la obra de fuente de experiencia: de sabiduría moral y de conocimiento —porque así se ve a sí misma, y lo que es más

11 Dimensión que no siempre se ha reconocido. Dorothy Severin ha prestado especial atención a la misma en varios estudios (con especial detenimiento, en 1978-1979 y, sobre todo, en 1993).

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importante, porque así quiere que la vean los demás—. Esto resulta particularmente claro no tanto en los momentos en que está a solas consigo —-momentos, a veces, de temor y temblor—, sino en aquellos en que quiere dejar sentado que no está chocha, que conserva íntegras sus facultades y lucidez. En que se rebela contra las presunciones insidiosas de quienes, por el mero hecho de ser jóvenes y vigorosos, se atreven a poner en duda esa integridad: CELESTINA.- Pues sube presto al sobrado alto de la solana y baja acá el bote del aceite serpentino que hallarás colgado del pedazo de soga que traje del campo la otra noche cuando llovía y hacía escuro, y abre el arca de los lizos, y hacia la mano derecha hallarás un papel escrito con sangre de murciélago debajo de aquel ala de drago a que sacamos ayer las uñas. Mira no derrames el agua de mayo que me trajeron a confacionar. ELIGÍA.- Madre, no está donde dices; jamás te acuerdas a cosa que guardas. CELESTINA.- No me castigues, por Dios, a mi vejez; no me maltrates, Elicia. No enfinjas porque está aquí Sempronio, ni te soberbezcas, que más me quiere a mí por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba le hallarás, y baja la sangre del cabrón, y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste. ELIGÍA.- Toma, madre, veslo aquí. Yo me subo, y Sempronio, arriba. (Auto III, pp. 106-107)

Por las mismas, en este pasaje se pone de manifiesto que hasta Elicia, la más rezagada de sus discípulas, descree de las capacidades de Celestina. Aunque acabe sometiéndose a ella: sucede que ésta aún tiene capacidad de hacerse temer, casi en la misma medida en que inspira repugnancia, incluso física. Puede verse esto en dos pasajes; uno relativo a Pármeno: CELESTINA.- ¡Pues fuego malo te queme, que tan puta vieja era tu madre como yo! ¿Por qué me persigues, Parmenico? ¡El es, él es, por los santos de Dios! Allégate a mí, ven acá, que mil azotes y puñadas te di en este mundo y otros tantos besos. ¿Acuérdaste cuando dormías a mis pies, loquito? PARMENO.- Sí, en buena fe; y algunas veces aunque era niño, me subías a la cabecera y me apretabas contigo, y porque olías a vieja, me huía de ti. (Auto I, p. 71)

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Y, algo más mitigadamente, en otro a Areúsa: ¿Quién anda ahí? ¿Quién sube a tal hora en mi cámara? Quien no te quiere mal, por cierto; quien nunca da paso que no piense en tu provecho; quien tiene más memoria de ti que de sí misma. Una enamorada tuya, aunque vieja. AREÚSA.- (¡Válala el diablo a esta vieja, con qué viene como huestantigua a tal hora!) Tía señora, ¿qué buena venida es ésta tan tarde? Ya me desnudaba para acostar. (Auto VII, p. 173) AREÚSA.-

CELESTINA.-

Por otra parte, Celestina despliega sus saberes a lo largo de la obra: el dialéctico y argumentativo en particular. Aunque le pierdan sus excesos en ese terreno, en especial el fatal menosprecio que muestra — e n buena medida en justa correspondencia— por Sempronio y Pármeno en el auto XII, donde les tacha en su cara de cobardes al par que les toma por necios absolutos. A más de esos, y sobre todo de las posibles perversiones del mismo 12 , no es ocioso recordar los saberes que se deducen de la información que Pármeno transmite a Calisto en el auto I, que nos abre una ventana sobre un pasado aparentemente más brillante y próspero para la vieja — n o muy lejano según todos los indicios, pues es aquél en que Pármeno, niño, convivió con ella—. U n pasado más brillante que Pármeno, tras haberlo miniado, tacha de un brochazo: «y todo era burla y mentira». De una manera, por cierto, no muy disímil en lo tajante de aquella con que Celestina le niega a Pármeno que Calisto esté afectado por ninguna sublime enfermedad: PÁRMENO.CELESTINA.-

Sí, pero a mi amo no le querría doliente. No lo es, mas aunque fuese doliente, podría sanar. (Auto I, p.70)

Parece evidente que en los momentos presentatorios que hemos repasado, aunque especialmente en este último, hay un mismo c o m ponente de descrédito, basado en la asunción de una distancia entre

12 U n examen detallado de algunas de ellas, concretamente centrado en la disputado que tienen Celestina y P á r m e n o en los últimos compases del auto I, p u e de verse ahora en C o r t i j o (1997).

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lo intrínseco y lo extrínseco (en todos ellos, pero especialmente en los que se refieren a Celestina). U n a discrepancia que se reconoce y se ignora cerrando los ojos por lujuria, por soberbia, por debilidad. N o es sólo el caso, tan manifiesto, tan a sabiendas, de Calisto: PÁRMENO.- Señor, porque perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a le buscar; la entrada causa de la veer y hablar; la habla engendró amor; el amor parió tu pena; la pena causará perder tu cuerpo y alma y hacienda. Y lo que más dello siento es venir a manos de aquella trotaconventos, después de tres veces emplumada. CALISTO.- ¡Así, Pármeno, di más deso, que me agrada! Pues mejor me parece cuanto más la desalabas; cumpla conmigo y emplúmenla la cuarta; (Auto II, p. 89)

Es que ni Sempronio ni Areúsa ni Elida ni Melibea ni Alisa escapan de esto. Todos perciben a Celestina c o m o un ser marginal, decaído, (casi) acabado. Pero el prejuicio contra ella, que n o es sólo prejuicio y que — c o m o se ha visto— a veces n o tienen empacho en enrostrarle, n o salva a ninguno de estos personajes de juzgar desenfocadamente las i n t e n c i o n e s q u e subyacen a las palabras d e la vieja: sus irreprochables palabras, recamadas de sentencias sabias y refranes, en cuyo continuo uso falaz se abren las brechas más profundas entre res y verba, sólo percibidas —parcial e inútilmente— por Pármeno, desprovisto de todo crédito primero y, después, de todo afan de lucha en pro de Calisto o en contra de Celestina. Celestina, por su lado, también se sabe en precario: más allá de sus momentos de autoconmiseración —bien equívocos casi siempre—, son conocidas sus vacilaciones de camino a casa de Melibea, pese a contar, al menos en teoría, con apoyo sobrenatural (baste remitir al inicio del auto IV, en que se representan los prolegómenos de la primera entrevista de la alcahueta con la muchacha). Sin embargo, ín extremis, se autojustifica, precisamente como suelen hacerlo los delincuentes ante la justicia: por las circunstancias, por lo que hoy se llamaría la demanda social. En su caso, sólo en parte es autoengaño, error de interpretación de la realidad, brecha entre res y verba. CELESTINA.- ¿Quién só yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas.Vivo de mi oficio como cada cual oficial del suyo muy limpiamente. A quien no me quiere, no le busco, de mi casa me vienen

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a sacar, en mi casa m e ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón.

(Auto XII, p. 259) Esta insistencia en la definición de los personajes, de todos los personajes —al margen de rangos sociales—, en el descrédito, aunque en general esperable de la comedia, me parece posiblemente indicativa de una actitud en relación con el lenguaje atenta de manera principal a sus circunstancias de enunciación, a lo que hoy se llamaría su pragmática. Una actitud, más en concreto, de hombre de leyes, y quizá especialmente de la encrucijada entre 1460 y 1550, un tiempo de gran desarrollo de la jurisprudencia y de sus técnicas interpretativas al arrimo de las innovaciones introducidas en la enseñanza de la dialéctica y de la retórica, según han mostrado con especial detalle, entre otros autores, Vincenzo Piano Mortari, Cesare Vasoü, Donald R . Kelley e Ian MacLean 13 . Ese tiempo viene a coincidir más o menos con el de la vida de Fernando de Rojas (fallecido en 1541), personaje que, por cuanto se nos alcanza de su biografía posterior a la publicación de La Celestina, como máximo pudo estar lejanamente al tanto de tales innovaciones, aun cuando es probable que hubiera vivido, como estudiante o en sus primeros años de ejercicio profesional —aún próximo a la Universidad—, el malestar intelectual del que derivarían todas ellas, por lo demás materializadas en ámbitos académicos y libros del siglo xvi. U n malestar cultural, seguramente inducido por la extensión de la concepción más retórica y menos lógica de la dialéctica propia del humanismo (una visión primeramente deslindada por Lorenzo Valla en su Repastinatio dialecticae et philosophiae y luego codificada por Rodolfo Agrícola en su De inventione dialéctica)14, pero cuya consecuencia mediado el siglo xvi no fue simplemente la de refundar esa disciplina y 13

Véanse en particular los trabajos de Piano Mortari (1957 y 1978),Vasoli (1968 y 1977), Kelley (1988) y MacLean (1992). 14 Para una indagación detallada de ese proceso histórico véase Mack (1993). Lo que este estudioso ha averiguado acerca de la difusión de la obra de Agrícola, que es aquella en que se produciría el deslinde crucial, la reformulación más cabal de la nueva disciplina, veda toda conclusión precipitada con miras a España, pues la obra del humanista holandés (fallecido en 1485), aunque terminada en 1479, no parece haber tenido difusión antes de los años noventa del siglo xv fuera del ámbito de la familia de Dietrich von Plieningen, dedicatario de la obra, y de un reducido número de humanistas alemanes y neerlandeses —entre los cua-

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otras, redefiniendo el lugar entre los saberes de la lógica escolástica, y la incorporación de la retórica quintilianista a la jurisprudencia (por obra sobre todo de Andrea Alciato), sino también la probablemente i m pensada del auge del escepticismo filosófico, también por lo que hace a las ilusiones sobre las posibilidades y la dignidad del lenguaje 15 . En el tránsito del siglo x v al siglo xvi, en las décadas antes referidas, los futuros juristas adquirían en la facultad de artes una importante formación en las materias del trivium antes de enfrentarse a los códigos, c o n el estudio y memorización de cuyas leyes, ejemplos, máximas y glosas interpretativas — m u y desarrolladas desde el siglo x m — se estimaba que se adquiría lo esencial de su ciencia 16 . Naturalmente, se empezaba profundizando en la gramática. Se cuidaría algo m e n o s el aprendizaje de la retórica, en parte por el p o c o desarrollo de la oratoria forense (sin embargo, la enseñanza de esta arte, poniéndola al servicio de otras actividades, se había enriquecido considerablemente merced a los rescates de textos llevados a cabo por el humanismo italiano en el primer tercio del siglo xv) 1 7 . Pero sin duda se dedicaba

les cabe contar a Adolph Occo, depositario de los papeles de Agrícola a la muerte de éste, y a Alexander Hegius, maestro de Erasmo, que pudo verla gracias a que el propio Rodolfo Agrícola le facilitó una copia hacia 1484—. La primera edición no se estamparía hasta 1515 (un buen resumen de la historia de la difusión impresa puede verse en Van der Poel [1997: 33-43]). Por lo que hace a la Repastinatío de Valla, existe en tres versiones, según demostró Zippel (1957; véase también 1982: ix-cxxv). La primera (terminada en 1439) y la tercera no pasaron a letras de molde hasta Zippel (1982). Respecto a esta última, probablemente el humanista italiano no la había dado por ultimada cuando le sorprendió la muerte, en 1457. Lo que se difundió y leyó fue la segunda, aunque «it is likely that it did not circuiate in Valla's lifetime» (Mack 1993: 35), y la primera impresión no se registra hasta ¿Venecia?, ¿1496-1497? La difusión en España de la Repastinatío de Valla está atestiguada por uno de los cuatro manuscritos subsistentes de la tercera redacción de la obra (Valencia, Biblioteca Capitular, 69). Según Zippel (1982: xlv), es códice «di origine napoletano-aragonese... In Spagna, il codice venne trasferito già negli ultimi decenni del '400 ad opera di Mattia Mercader, inquisitore a Valencia nel 1487, il quale doveva esserselo procurato in uno dei soggiorni da lui fatti a Napoli». 15

Sobre estas derivaciones, véase MacLean (1984). Sobre la relevancia de las materias del trivium en la formación de los futuros juristas, puede verse Grafton y Jardine (1986: 210). 17 Así el Quintiliano completo recuperado por Poggio Bracciolini en 1416 en Sankt-Gallen, el De oratore de Cicerón —hallado junto con otros tratados en Lodi 16

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gran atención a la lógica y a la dialéctica: en buena medida porque era lo que más importaba para la formación de los expertos en el saber más estimado, la teología. En la Edad Media, en el terreno teórico de la definición de las artes liberales, se consideró menester propio de la dialéctica el establecimiento de distinciones entre lo verdadero y lo falso18. Por su parte, el derecho, estudio ulterior, se ocupaba también de acotar distinciones firmes entre lo verdadero y lo falso; definiciones, causas y razones, pero en el terreno de la vida práctica, el de la frónesis aristotélica. Por otra parte, ya en la Antigüedad la tópica (parte esencial de la dialéctica, junto con la lógica silogística) se consideró el material propedéutico más apropiado para la formación de los hombres de leyes19. Y aunque los términos de lógica y dialéctica suelen ser sinónimos durante buena parte del medievo20, la lógica en sentido estricto, a la que tanto culto rindieron los filósofos especulativos, atareada en inferencias y deducciones a partir de premisas apodícticas, interesaba poco, y cada vez menos, a los juristas: en conjunto, de una serie de textos (en su mayoría ya del siglo xvi) se desprende una honda insatisfacción respecto de la eficacia del instrumental lógico para el examen de cosas contingentes, en las que muy a menudo estaban involucradas percepciones o reacciones subjetivas y arbitrarias, como las que ocupaban a los hombres del derecho todos los días, en las páginas de los códigos o en la vida de los tribunales. Es parte de la oposición creciente entre los estudios de derecho y los de filosofía que había ido tomando cuerpo en las universidades europeas, en el

en 1 4 2 1 — , o los retóricos menores exhumados tras las mencionadas obras fundamentales. Para todo esto, véase Murphy (1986: 363-369). 18

Basta ver sobre el particular S. Isidoro, Etymologiae, II, 22.

19

La expansión de esta ciencia tuvo lugar sobre todo a partir del siglo xm con la restitución al Organon aristotélico de la llamada lógica nova, que incluía los Analytica posteriora, los Tópica, y el De sophisticis elenchis. Antes podía adquirirse una noción del contenido del conjunto de la obra lógica de Aristóteles principalmente a través de la Isagoge de Porfirio y de los resúmenes contenidos en S. Isidoro, Etymologiae, I y II, y también de Boecio, In Ysagogem Porphyrii. Para todo ello, y para otros textos fundamentales, c o m o el Tractatus de Pedro Hispano, p u e de verse Kretzmann y Stump (1988). Sobre el funcionamiento del árbol lógico de Porfirio, proyectado en la Edad Media, por el tratado de B o e c i o antes citado (III, IV), la m u y clara explicación de Mack (1993: 64-66). 20

Sobre esa sinonimia véase Michaud-Quantin (1969), c o n los matices de Ashworth (1974: 22-23).

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convencimiento, por parte de sus practicantes, de que los primeros conducen por vías racionales a una vera philosophia21: de hecho, tal aspiración se encuentra al frente del Digesto, I.I.I. tomando pie en las definiciones de filosofía y sabiduría de Celso: Nam ut eleganter Celsus definit, ius est ars boni et aequi. O más enfáticamente, al frente de la Institutio, I.I.I: Iurisprudentia est divinarum atque humanarum rerum notitia, iusti atque iniusti scientia Así, frente al dogmatismo abstracto, la rigidez y las estériles sutilidades de la lógica silogística de los teólogos, los juristas se veían indagando a diario en las complejas relaciones existentes entre la intención y las palabras de los legisladores y entre éstas y los casos presentados en los códigos. Y naturalmente, en un plano menos teórico y universitario, entre hechos constatados y descripciones o justificaciones de los mismos por parte de los delincuentes o las partes de un proceso. Los juristas, en suma, se las habían con especiales urgencias para el ejercicio, más allá de la letra y sus ornamentaciones, en unos terrenos ciertamente más comprometidos que los hollados por cualesquiera otros profesionales, de sus conocimientos de lógica, retórica y ética22. Y de ahí el interés de los ejercicios relativos a la tópica como adiestramiento fundamental en las técnicas de la interpretación del lenguaje humano. Creo que la consideración de las posibilidades de ese espacio para la interpretación debió ser uno de los motivos, más allá del puro placer de crear y recrear y del tan juvenil de imitar o parodiar ejercicios académicos, para que Rojas se metiera en cosa tan supuestamente «ajena a su facultad» como la representación a escala, en una serie de escenas de andamiaje reconociblemente literario, de una serie de comportamientos y usos del lenguaje irregulares o dolosos por parte de unos perso-

21

Sobre el particular véase Kelley (1984). MacLean (1992: 68) hace notar que ya en D . l . l (De iustitia et iure) y en D.1.5 (De statu hominis) se encuentra mucho material relativo a la distinción entre sentido e intención, si bien primordialmente en lo que hace a la palabra del legislador. 22

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najes significativos (pero no reflejo anecdótico) de distintos estamentos sociales, fundamentalmente de los extremos: la aristocracia y quienes hacían suyos sus modos de vida y un submundo de la prostitución y la delincuencia demasiado entrelazado con el de los sirvientes 23 . En ese espacio para la interpretación entraban en intersección retórica y dialéctica, y lo que hoy se llamaría pragmática y semántica 24 . Y ése es un p u n t o a la vez de encuentro y de desencuentro entre j u ristas y humanistas. Pese a la tradicional mala fama de los hombres de leyes entre los humanistas 25 , había ciertas coincidencias entre unos y otros. La enemiga contra las pretensiones supremacistas y totalizantes de los filósofos especulativos era una de esas coincidencias, aunque, ciertamente, los juristas de los siglos xv y xvi se mostraron de espíritu menos revolucionario que los humanistas profesionales, más apegados a sus prácticas y tradiciones intelectuales de origen medieval (incluso durante buena parte del siglo xvi, y aun entre los juristas más vinculados al humanismo profesional, c o m o Alciato) 26 . Los humanistas, gramáticos y rétores, se mostraron siempre críticos con las glosas medievales a los códigos jurídicos, empezando con el vocabulario que empleaban y derivando de ahí importantes consecuencias sobre la validez profunda de las exégesis y de sus aplicaciones a la ordenación de la vida pública y privada. Entre los juristas, en cambio, incluso entre los de formación humanística, siempre subsistieron los procedimientos lógicos y analíticos de glosadores y postglosadores, por sentido corporativo de continuidad, cierto, pero también porque, habiendo adquirido tanto desarrollo, la práctica profesional les inclinaba c o m o mínimo al eclecticismo, una postura bien distinta del espíritu iconoclasta de los humanistas — e n grado sublime, de Valla, de Nebrija y algunos de sus más destacados discípulos—. Por ello —entre otras cosas, como el lugar social privilegiado que ocupaban, del lado del p o der— los juristas, en el fondo, nunca dejaron de ver c o m o ancillae iurisprudentiae a las disciplinas del triuium.Y, no sin condescendencia, a los humanistas (quienes esperaban de la refundación de la enseñanza de

23

Sobre esta cuestión realizó una aportación de gran interés en estas jornadas C. Baranda. Véanse las pp, 9-25 del presente libro. 24 Véase McLean (1992: 65, n. 117). 25 Kelley (1988: 84-85) da variados ejemplos de ello, así como bibliografía al respecto. 26 Véase Kelley (1988: 88, n. 30).

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dichas disciplinas un cambio de paradigmas culturales) no exactamente como hermanos de armas, sino como gente, de algún modo, «ajena a su facultad»27. Pero, volviendo a las artes liberales, por lo que hace a la gramática se ha señalado que a lo largo del siglo xvi, en los comentarios de ciertos juristas a propósito de las enseñanzas básicas para su disciplina, éstos indican que el estudio y la enseñanza de la gramática no se concibe en términos adecuados para sus intereses y fines28. Pues, en efecto, los gramáticos no suelen ocuparse de la relación entre el lenguaje y su usuario, esto es, de lo que hoy llamaríamos la pragmática, asunto de obvio interés para un jurista. En 1546, el jurista Aurelio David Savio lo enuncia con toda claridad señalando que las palabras no son sólo los correlatos de las cosas, sino también de las intenciones, y que la intención es una cosa tan significativa como el significado mismo 29 . Esta perspectiva sobre el lenguaje y sus usos no sería una novedad de mediados del siglo xvi: viene a coincidir en el plano teórico con la de aquellos gramáticos especulativos medievales denominados modistae, cuya obra, sin embargo, no parece haber sido muy influyente más allá de círculos académicos muy específicos y reducidos. Y parece subproducto —insisto, con miras a una pragmática del lenguaje de interés primordial para los escudriñadores y ordenadores de la vida práctica que quieren ser los juristas— de las concepciones mentalistas inherentes a los análisis aristotélicos del lenguaje, según los cuales (en palabras de Bloomfield) el lenguaje es expresión de ideas, sentimientos, voliciones del hablante, internas y previas — y no encarnadas en lenguaje— al acto de habla. El humanismo, hasta cierto punto por paradoja, había contribuido a reafirmar esa vía: Lorenzo Valla había propugnado empezar la revisión de la enseñanza del derecho pasando de iniciarla por D.50.17, De regulis iuris antiqui, a hacerlo por D.50.16, De verborum signijicatione, apartado del código que inspiraría numerosos comentarios en los cien años subsiguientes. Por lo que hace a los ejercicios sobre tópica, es característico de estos su valor para adiestrarse en el apoyo de proposiciones contradictorias. Manejarlos implicaba una gimnasia mental fácilmente rela-

27

Rico, op. cit. Véase sobre el particular MacLean (1992: 70). 29 MacLean (1992: 70). 28

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cionable con la pragmática del lenguaje, pues, en efecto, los argumentos tópicos más comunes son a simíli, a correlativis, a causa, a signis et circumstantiis. Para nuestro caso, el de La Celestina c o m o modelo a escala de comportamientos sociales irregulares, tienen especial interés estos últimos, pues dan pie a la inventio motivada en la observación de las contingencias de la realidad: en las ejercítaciones, las circumstantiae se englobaban en una serie de preguntas mnemotécnicas la respuesta a las cuales permitía una distinta consideración del efecto pragmático del argumento tópico: quis? quid? ubi? quando? quomodo? quibus adminiculis?, etc., etc.Y obligan a reflexionar desde diversas perspectivas sobre el evento y el significado evocado en el tópico, pero sobre todo en el o los agentes, y, p o r encima de lo demás, en sus intenciones. ¿Cabe imaginar una gimnasia mental más deleitosa y más afín a la construcción de unas escenas y unos personajes c o m o los de La Celestina, el crédito y descrédito de cuyas palabras —frecuentemente mostrencas y nimbadas de autoridad— depende del análisis y la reflexión profunda acerca de esas circunstancias e intenciones? ¿Significa lo mismo, por ejemplo, «quod qui causam damni dat d a m n u m dedisse videtur» (así en la glosa de las Decretales, V, xii, 11) que «aquel es visto hacer el daño que da la causa» en boca de un exaltado Calisto... refiriéndose al ceñidor de Melibea?, ¿es lo mismo «consilium solet esse senum iuvenumque voluptas» en la pluma de Petrarca que «el buen consejo mora en los viejos y de los mancebos es propio el deleite» en boca de Celestina tratando de atraerse a un Pármeno sabihondo y respondón? Es lugar c o m ú n que los humanistas se interesaron por las cosas c o n cretas más allá y más acá de las meras palabras (pero una vez reconquistadas éstas). Para los juristas, en apariencia, se trataba de lo mismo: pero para ellos, las palabras parecen ser en mucha mayor medida m e ros instrumentos, interesantes sobre todo en tanto que surten efectos en la vida social: 'res magis quam verba intuenda sunt' (D 23.3.41.1). Esto comporta una visión de las palabras, del lenguaje, opuesta a la de la lógica y la filosofía especulativa de la época y afín, pero sólo superficialmente, a la de la retórica. Por esto, pocos años después de 1500, Andrea Alciato se aplicará a introducir en la jurisprudencia, c o m o herramienta de análisis, la elocutio, explotando a f o n d o la Institutio oratoria de Quintiliano. Sería u n hito capital en un camino de desarrollo de la teoría de la interpretación entre los pedagogos del derecho y los juristas que tiene c o m o eslabones una larga serie de textos anteriores

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y posteriores a la labor de Alciato y sus discípulos, textos de los que poco solemos saber, y que sin duda estuvieron en el trasfondo de la forja de la mentalidad de —al menos— quien 'acabó la comedia de Calisto y Melibea e fue nascido en la puebla de Montalván' 30 .

3U Sobre el asunto pueden verse las referencias fundamentales en MacLean (1992: 83 y 215-225), quien incluso facilita la presente localización de algunas de las obras, manuscritas e impresas, más raras.

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