El mundo de los virreyes en las monarquías de España y Portugal 9783954870028

Completa visión comparada y de conjunto de los resortes y fundamentos del poder virreinal de las monarquías ibéricas en

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El mundo de los virreyes en las monarquías de España y Portugal
 9783954870028

Table of contents :
Índice
Presentación. El gobierno de los imperios de España y Portugal en la Edad Moderna: problemas y soluciones compartidos
Primera parte El marco jurídico e institucional
La dimensión institucional y jurídica de las cortes virreinales en la Monarquía Hispánica
Los virreyes del Estado de la India en la formación del imaginario imperial portugués
El virreinato de Navarra. Consideraciones históricas para una reinterpretación institucional
La institución virreinal en Aragón durante la Edad Moderna
Segunda parte La monarquía y sus hombres
Virreyes y gobernadores de las posesiones portuguesas en el Atlántico y en el Índico (siglos xvi-xvii)
Los virreyes y el gobierno de las Indias. Las instrucciones al primer virrey de Nueva España (siglo xvi)
El gobierno del imperio portugués. Reclutamiento y jerarquía social de los gobernantes (1580-1808)
Los virreyes y gobernadores de Lisboa (1583-1640): características generales
Tercera parte El universo simbólico y cultural. las cortes virreinales
La corte virreinal como espacio político. El gobierno de los virreyes de la América hispánica entre monarquía, élites locales y casa nobiliaria
Tres capitales virreinales: Nápoles, Lisboa y Barcelona
Gobernadores y virreyes en el Estado de Brasil: ¿dibujo de una corte virreinal?
Virreyes de Cataluña: rituales y ceremonias
El virrey en la procesión. Poder del rey y poder de la tierra en el ceremonial de Cataluña (1601-1608)
Sobre los autores

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Pedro Cardim y Joan-Lluís Palos (eds.) EL MUNDO DE LOS VIRREYES EN LAS MONARQUÍAS DE ESPAÑA Y PORTUGAL

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Tiempo Emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sábato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

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EL MUNDO DE LOS VIRREYES EN LAS MONARQUÍAS DE ESPAÑA Y PORTUGAL

Iberoamericana - Vervuert - 2012

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Este libro ha sido realizado en el marco de los siguientes grupos y proyectos de investigación: Transferencias culturales y prácticas de gobierno en la configuración de las monarquías ibéricas en la Edad Moderna (1580-1715).Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España. Ref. HAR2009-08019 (subprograma HIST). Propaganda y Representación. Lucha Política, Cultura de Corte y Aristocracia en el Siglo de Oro Ibérico. Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España. Ref. HAR2008-03678 (subprograma HIST). Les corts virregnals al món mediterrani: poder i representació a l’Època Moderna. AGAUR, Generalitat de Catalunya. Ref. 2009SGR1214 (modalitat GRC). As Cortes dos Vice-Reinos de Portugal e da Catalunha como centros de poder na Monarquia Hispânica (sécs. XVI-XVII), Acção Integrada Luso-Espanhola. Conselho de Reitores das Universidades Portuguesas. Projecto Nº E-78/07 (2007-2009) y Ministerio de Educación y Ciencia, Gobierno de España, Ref. HP2006-0106. Con el patrocinio de CHAM-Centro de História de Além-Mar de la Universidade Nova de Lisboa y de la Universidade dos Açores; y el apoyo de Columnaria-Red temática sobre investigación sobre las fronteras de las monarquías ibéricas.

Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-664-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-715-2 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-002-8 (e-book) Depósito Legal: Printed by Diseño de cubierta: Carlos Zamora Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Índice

Presentación El gobierno de los imperios de España y Portugal en la Edad Moderna: problemas y soluciones compartidos ...................................................................... Pedro Cardim y Joan-Lluís Palos Imperios virreinales ......................................................................................... El estatuto jurídico de los virreyes .......................................................... El oficio de virrey ............................................................................................ Cortes virreinales ............................................................................................. La identidad de los virreyes ........................................................................

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Primera parte El marco jurídico e institucional Capítulo 1. La dimensión institucional y jurídica de las cortes virreinales en la Monarquía Hispánica ................................................................... Jon Arrieta Alberdi El mundo de los virreyes: origen y final en el área mediterránea .. Los letrados en la Audiencia judicializada (Lalinde Abadía) .......... Los virreyes, los magistrados de los altos tribunales y las leyes fundamentales de los reinos: sus respectivas “leyes regias” ................................................................................................. Crisis y conflicto en los virreinatos e intervención de los magistrados de las audiencias: algunos casos significativos ....... Solidez y fijeza de las audiencias; movimiento y rotación de los virreyes ...............................................................................................

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Capítulo 2. Los virreyes del Estado de la India en la formación del imaginario imperial portugués ............................................................................ Catarina Madeira Santos Los fundamentos jurídicos ........................................................................... Las regalia maiora ........................................................................................... La Iurisdictio delegata y los límites del poder .................................... La bifrontalidad de un virreinato ............................................................. Del Índico al Atlántico .................................................................................. Capítulo 3. El virreinato de Navarra. Consideraciones históricas para una reinterpretación institucional ................................................................. Alfredo Floristán ¿Un virreinato ‘nuevo’? ................................................................................ ¿Un virreinato ‘castellano’ o de la monarquía española? .............. Proximidad a Castilla y “Reino de por sí” ........................................... Capítulo 4. La institución virreinal en Aragón durante la Edad Moderna ............................................................................................................. Enrique Solano Camón Los orígenes medievales de la institución virreinal .......................... El virreinato en el siglo xvi. Dialéctica jurídico-institucional y conflicto político ..................................................................................... El virrey y la articulación de la estructura del poder en la Corona de Aragón durante el siglo xvii ................................ El final de una institución ............................................................................

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Segunda parte La monarquía y sus hombres Capítulo 5. Virreyes y gobernadores de las posesiones portuguesas en el Atlántico y en el Índico (siglos xvi-xvii) .................................................. Pedro Cardim / Susana Münch Miranda La expansión y el estatuto político de los territorios incorporados .................................................................................................. La aparición del virrey en el espacio político portugués ............... El virrey en el sistema de gobierno de la India y de Brasil. Una comparación ........................................................................................ Comentarios finales ........................................................................................

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Capítulo 6. Los virreyes y el gobierno de las Indias. Las instrucciones al primer virrey de Nueva España (siglo xvi) .............. Manfredi Merluzzi Los virreyes de Indias en la Monarquía Hispana ............................. Virrey y audiencias: los dos pilares de la Corona en las Indias ....................................................................... El papel del virrey como imagen del rey ............................................... Las instrucciones a don Antonio de Mendoza (1535, 1536 y 1538) ................................................................ Capítulo 7. El gobierno del imperio portugués. Reclutamiento y jerarquía social de los gobernantes (1580-1808) ........................................... Mafalda Soares da Cunha / Nuno Gonçalo Monteiro Geografía política del imperio portugués ............................................. Reclutamiento de gobernadores y capitanes mayores. Procesos, espacios y jerarquías ............................................................. El significado de los números. Imperio y jerarquía nobiliaria .................................................................................. Las lógicas del imperio .................................................................................. Anexos ................................................................................................................... Capítulo 8. Los virreyes y gobernadores de Lisboa (1583-1640): características generales ................................................................................................ Fernanda Olival Virreyes de sangre ............................................................................................ El gobierno de los obispos ........................................................................... Poderes y remuneración del cargo ........................................................... Anexo .....................................................................................................................

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Tercera parte El universo simbólico y cultural. Las cortes virreinales Capítulo 9. La corte virreinal como espacio político. El gobierno de los virreyes de la América hispánica entre monarquía, élites locales y casa nobiliaria ........................................................... Christian Büschges De reinos, virreinatos y colonias. América en el sistema político de la Monarquía Hispánica ................................................... El virrey y la corte virreinal en el orden jurídico-institucional de la América hispánica ............................................................................ El entourage del virrey y el patronazgo virreinal ............................. La corte virreinal y la representación del orden socio-político ...

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Capítulo 10. Tres capitales virreinales: Nápoles, Lisboa y Barcelona ... Joan-Lluís Palos y Joana Fraga Autoridad y comunicación simbólica .................................................... El legado de la Corona .................................................................................. Un palacio nuevo para el rey ...................................................................... Palacios frente al mar ...................................................................................... Capítulo 11. Gobernadores y virreyes en el Estado de Brasil: ¿dibujo de una corte virreinal? ................................................................................. Maria Fernanda Bicalho Un gobierno sin reglas ................................................................................... El gobierno “despótico y absoluto” del virrey marqués de Angeja ......................................................................................................... Virreinato y sociabilidad cortesana en Río de Janeiro .................... Capítulo 12. Virreyes de Cataluña: rituales y ceremonias ........................... María de los Ángeles Pérez Samper La llegada a Cataluña y la entrada en Barcelona ............................... El palacio del virrey ........................................................................................ Celebraciones, festejos y diversiones ...................................................... El final del mandato y la despedida del virrey ................................... Capítulo 13. El virrey en la procesión. Poder del rey y poder de la tierra en el ceremonial de Cataluña (1601-1608) ................................... Ignasi Fernández Terricabras ¿Un mundo ordenado? .................................................................................. Un santo catalán ............................................................................................... La fallida procesión de 1608 ........................................................................ El poder en discusión ..................................................................................... Sobre los autores .......................................................................................................

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Presentación El gobierno de los imperios de España y Portugal en la Edad Moderna: problemas y soluciones compartidos Pedro Cardim / Joan-Lluís Palos

El gobierno de unos imperios de escala planetaria, como los que crearon españoles y portugueses a finales del siglo xv, requirió un esfuerzo titánico. Conseguir que las órdenes dictadas en Lisboa y Madrid alcanzaran y fueran ejecutadas en puntos del planeta tan lejanos como Goa, México, Lima, Salvador de Bahía o Río de Janeiro era algo que sólo se podía esperar con una sofisticada organización que, en sí misma, constituía un desafío a los recursos logísticos disponibles. El más socorrido de estos recursos fue la creación de virreinatos. La atención que los historiadores han dedicado a los virreyes ha sido ciertamente desigual. Disponemos de un buen número de estudios, algunos de ellos ya clásicos, sobre diversos virreinatos, especialmente aquellos establecidos en el ámbito mediterráneo. Tal es el caso del de Helmut Koenigsberger sobre Sicilia1 o del de James Casey sobre Valencia2. En todos ellos, los virreyes ocupan sin embargo un lugar relativamente secundario, ya que el objetivo principal es examinar el en-

1. The Government of Sicily under Philip II of Spain: a Study in Practice of Empire. London: Staples Press, 1951, traducido al castellano como La práctica del Imperio. Madrid: Revista de Occidente, 1975. 2. The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century. Cambridge: Cambridge University Press, 1979.

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cuadramiento de estos territorios, con una larga tradición de gobierno propio, en la nueva estructura de signo imperial. En el caso portugués, la situación no resulta muy diferente si exceptuamos los trabajos de Catarina Madeira Santos para el virreinato de Goa3, las páginas que Fernando Bouza, Santiago de Luxán y JeanFrédéric Schaub dedican a los virreyes designados por la Monarquía Hispánica para el propio reino de Portugal durante los años entre 1580 y 1640, en que éste tuvo la condición de virreinato, o algunos estudios de figuras determinadas como el de Francisco Caeiro sobre el archiduque Alberto de Austria4 o el de Claude Gaillard sobre Diego de Silva y Mendoza5. En los últimos años la cosecha de estudios dedicados a algunos destacados virreyes ha sido especialmente abundante en el virreinato de Nápoles, donde el trabajo de Carlos J. Hernando sobre don Pedro de Toledo6 ha abierto una senda que ha contado posteriormente con numerosos practicantes7. No es casualidad. Gracias a los recursos naturales, su tradición cultural y su emplazamiento estratégico en el Mediterráneo y en Italia, Nápoles desempeñó un papel decisivo en la estrategia de la monarquía española. Desgraciadamente, el interés por los virreyes de Nápoles no ha encontrado correspondencia en otros lugares. Así, en el caso de Cataluña sigue siendo imprescindible el breve estudio de Joan Reglá publicado hace ya más de 50 años8, que cuenta con el valor añadido de ser

3. Goa é a chave de toda a Índia. Perfil Político da Capital do Estado da Índia (15051570). Lisboa: Comissão Nacional para as Comemorações dos Descobrimentos Portugueses, 1999. 4. O arquiduque Alberto de Áustria: vice-rei e inquisidor-mor de Portugal, Cardeal legado do Papa Governador e depois soberano dos Países Baixos: história e arte. Lisboa: Edição do autor, 1961. 5. Le Portugal sous Philippe III d’Espagne. L’action de Diego de Silva y Mendoza. Grenoble: Université des Langues et Lettres, 1982. 6. Castilla y Nápoles en el siglo XVI. El virrey Pedro de Toledo: linaje, estado y cultura (1532-1553). Valladolid: Junta de Castilla y León, 1994. 7. Véanse, Isabel Enciso, Nobleza, Poder y Mecenazgo en tiempos de Felipe III. Nápoles y el conde de Lemos. Madrid: Editorial Actas, 2007; Leticia de Frutos, El templo de la Fama. Alegoría del marqués del Carpio. Madrid: Fundación Cajamadrid, 2010; Ana Minguito, El conde de Oñate, virrey de Nápoles (1648-1653). La restitución de Nápoles al imperio de Felipe IV. Madrid: Editorial Sílex, 2011. 8. Els virreis de Catalunya. Els segles XVI i XVII. Barcelona: Ed. Vicens Vives, 1956.

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el primer intento de proporcionar un recorrido exhaustivo por todos los virreyes que la monarquía envió al Principado a lo largo de dos siglos. Un mérito que, por lo que a América se refiere, hay que atribuir a los estudios de Lewis Hanke sobre los virreyes de Nueva España y Perú9. Pero, sobre todo, nos falta una visión de los fundamentos sobre los que se asentó el gobierno virreinal. La decisiva contribución de Jesús Lalinde Abadía10 sigue siendo, a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación, un referente imprescindible. El resultado de estas múltiples lagunas es que todavía hoy carecemos de una visión de conjunto sobre el modo como fueron gobernados los dos mayores imperios que la humanidad había conocido hasta entonces. Afortunadamente, todo parece indicar que, en un clima de interés creciente por las prácticas de gobierno en las dos monarquías ibéricas de la Edad Moderna, la situación está comenzando a cambiar11. Cuando este libro está a punto de entrar en la imprenta, acaba de aparecer el trabajo de Manuel Rivero Rodríguez12, cuyas aportaciones, lamentablemente, los autores no han podido tener en cuenta. Por su parte, la nueva percepción introducida por la global history está modificando de forma poderosa algunas concepciones asentadas. Los historiadores son cada vez más conscientes de las limitaciones de un análisis basado en las actuales fronteras nacionales y la conveniencia de restablecer relaciones entre lugares remotos que fueron vistos en su día como integrantes de una unidad. Sin duda alguna, el volumen dedicado a las cortes virreinales bajo la coordinación de Francesca Cantú13 ha comportado un avance considerable en esta dirección ya que, por primera vez, ha puesto en relación la experiencia de los virreinatos italianos y americanos permitiendo con-

9. Los virreyes españoles de la Casa de Austria: México. Madrid: Ediciones Atlas, 1976-1978 y Los virreyes españoles de la Casa de Austria: Perú. Madrid: Ediciones Atlas, 1978-1980. 10. La Institución Virreinal en Cataluña, 1471-1716, Barcelona: Instituto Español de Estudios Mediterráneos, 1964. 11. Véase Luis Ribot García, El Arte de gobernar: estudios sobre la España de los Austrias. Madrid: Alianza Editorial, 2006. 12. La Edad de Oro de los virreyes. Madrid: Akal, 2011. 13. Las Cortes virreinales de la Monarquía española: América e Italia. Roma: Ed. Viella, 2008.

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firmar lo que, por otra parte, era de esperar: el Mediterráneo y el Atlántico no fueron, ni de lejos, los mundos disociados que los historiadores se han empeñado con demasiada frecuencia en querer ver. Pero, aun así, los trabajos recopilados en este volumen se centran de forma exclusiva en el ámbito político y cultural de la Monarquía Hispánica. El libro que ahora presentamos aspira a profundizar en esta misma dirección, insertando los dos imperios ibéricos en un mismo movimiento que, tanto en el viejo continente como en ultramar, afectó a todos los territorios que controlaron. Más que una historia comparada, aspiramos a proporcionar una visión integrada de ambas realidades que permita entenderlas en su permanente interacción y presentarlas como lo que fueron, esto es, pioneras de un movimiento general que marcó el modo como los gobernantes europeos tendieron a gestionar sus dominios.

Imperios virreinales Aunque tanto las Coronas de Castilla y Aragón como la de Portugal tenían una larga experiencia previa en la incorporación de nuevos territorios, a finales del siglo xv el panorama cambió por completo. Por un lado, recuerdan Pedro Cardim y Susana Miranda, su actividad integradora experimentó un impulso descomunal como consecuencia de la política matrimonial de sus monarcas y el descubrimiento del Nuevo Mundo. Por otro, empezaron a aplicar de forma cada vez más sistemática el modelo aragonés basado en el gobierno a través de virreyes, dando lugar a lo que Jon Arrieta califica como una verdadera virreinalización de ambas monarquías. Ciertamente, la monarquía española recurrió a esta fórmula con mayor convencimiento que la portuguesa. La práctica de designar virreyes había comenzado en Cataluña en una fecha tan temprana como 1285. A comienzos del siglo xv ésta se extendió a las dos islas mediterráneas de la Corona de Aragón (Sicilia en 1415 y Cerdeña en 1417), para acabar haciéndose extensiva, durante las primeras décadas del siglo xvi, a las nuevas conquistas de Nápoles (1504) y Navarra (1512), así como al resto de los territorios de la Corona de Aragón, esto es, el propio reino de Aragón (1517) y Valencia (1520). Aunque Cristóbal Colón fue investido con el título simbólico de virrey, el cargo se

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institucionalizó en la otra orilla del Atlántico años más tarde: en la Nueva España en 1535 y en Perú en 1544. A todos ellos se añadiría, a comienzos del siglo xviii, el de la Nueva Granada (con un primer experimento en 1719 consolidado en 1740) y, ya en el tramo final de la dominación española en América del Sur, el del Río de la Plata (1777). Si consideramos que entre 1580 y 1640 el propio reino de Portugal fue un virreinato de la Monarquía Hispánica, del cual dependía a su vez el de Goa, el resultado es que entre principios del siglo xvi y finales del xviii, ésta llegó a dirigir hasta trece gobiernos virreinales. La rapidez con la que, por su parte, la Corona de Portugal designó el primer virrey de la India en 1503 pudo dar a entender que estaba dispuesta a aplicar en sus nuevos dominios las mismas pautas que su vecina. No fue así. De hecho, como pone de relieve Catarina Madeira Santos, el nombramiento de los dos primeros virreyes en India se produjo en un clima de indefinición y múltiples dudas sobre sus competencias. Algo similar ocurrió en Brasil, donde el primer virrey, el marqués de Montalvão, no fue designado hasta 1640, pocos meses antes de la Restauración portuguesa, en el contexto de las exigencias planteadas por la guerra contra los holandeses que requería reforzar la jurisdicción militar y la dignidad del principal representante del Monarca Católico en las costas orientales del continente. Por alguna razón, la experiencia se repitió sólo de forma esporádica, entre 1663-1667 y entre 1714-1718, hasta su consolidación en 1720. El resultado fue que, a diferencia de la española, la práctica portuguesa tuvo un carácter menos programático y más ocasional. Es posible sin embargo, que tampoco para los españoles el camino a seguir resultara tan diáfano como el intenso proceso de virreinalización pudo dar a entender. De hecho los monarcas de la casa de Austria nunca designaron virreyes en dos de sus dominios estratégicamente más importantes como eran Milán y Flandes (como tampoco lo hicieron más adelante en Filipinas); por su parte, a pesar de hallarse plenamente insertada en la tradición política de la Corona de Aragón, Mallorca, que desde 1512 contaba con un gobernador, no empezó a ser gobernada mediante virreyes hasta 1576. Quizá la principal diferencia de España con respecto a Portugal fue que la decisión de nombrar virreyes para el gobierno de un determinado territorio resultó siempre irreversible. Una vez tomada la decisión ya no había marcha atrás. Ciertamente, señala Manfredi Merluzzi, el gobierno del Perú estuvo,

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durante diversos periodos a lo largo del siglo xvi, en manos de oidores de la Audiencia de Lima en vez de virreyes. Pero ésta podía considerarse más bien una fórmula interina. De hecho, los españoles nunca enviaron gobernadores a sus dominios en sustitución de virreyes como sí lo hicieron los portugueses en Goa y Brasil. Con una excepción: el propio reino de Portugal durante los años en que fue transformado en un virreinato suyo. Si bien en las cortes de Tomar de 1581, Felipe II se había comprometido a enviar a Lisboa virreyes de sangre real, la promesa distó mucho de ser respetada por sus sucesores que, durante algunos periodos, ni siquiera enviaron virreyes sino que pusieron al frente del reino a gobernadores que ejercieron el cargo de forma individual en algunos casos y colectiva en otros. El hecho de que no pocos de ellos fueran elegidos entre los principales prelados originó además, como señala Fernanda Olival, una situación especialmente compleja de solapamiento de jurisdicciones. La diversidad de fórmulas aplicadas a los diferentes territorios permite algunas consideraciones del máximo interés. Por un lado, ¿qué diferencia sustancial había entre virreyes y gobernadores? Una cuestión ésta que plantean diversos autores del libro. En el caso español la teoría venía a decir que los gobernadores tenían ante todo funciones militares mientras que los virreyes asumían prerrogativas propias de la dignidad del monarca como la dispensación de la gracia real. Si así era, entonces, ¿por qué cuando el gobierno de los Países Bajos fue asumido con atribuciones claramente equiparables a las de un monarca por la hija mayor de Felipe II, Isabel Clara Eugenia y su esposo el archiduque Alberto (que anteriormente había ejercido como virrey de Portugal), su título continuó siendo el de gobernadores? Por lo que a Portugal se refiere, Catarina Madeira Santos y María Fernanda Bicalho dan a entender que la diferencia entre uno y otro cargo era de matiz y, en último término, se reducía a cuestiones de carácter honorífico determinadas por circunstancias coyunturales ajenas a un planteamiento estratégico de largo alcance. De hecho, al examinar la experiencia portuguesa bajo dominio español, Fernanda Olival da a entender, en la línea de lo que ya ha destacado Fernando Bouza, que sus élites supieron descubrir algunas de las ventajas que comportaba el hecho de tener gobernadores en vez de virreyes.

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La cuestión es si esta distinción tuvo alguna consecuencia de orden práctico más allá de la consideración personal del ocupante del cargo. Ciertamente, hasta el siglo xviii Brasil fue un archipiélago de asentamientos dispersos cuyos habitantes tenían una escasa conciencia de pertenecer a una misma entidad política. Ahora bien, ¿tuvo esto algo que ver con el hecho de que en vez de tener un virrey, estuvieran bajo la jurisdicción de dos gobernadores con demarcaciones delimitadas? Una forma de responder a esta cuestión pasaría por saber si los habitantes del territorio vecino del Perú, gobernados habitualmente por un virrey, tuvieron una conciencia mucho más desarrollada de formar parte de una entidad integrada. Claro que la cuestión bien podría ser planteada al revés y considerar que la debilidad de la institución virreinal en Brasil fue la consecuencia de una fragmentación del territorio.

El estatuto jurídico de los virreyes Sea como fuere, conviene no perder de vista, como diversos autores advierten en sus respectivos capítulos, que la forma mentis empleada para integrar y organizar los diversos territorios que compusieron ambas monarquías, respondía a una matriz jurídica de origen medieval. Sin tener esto en cuenta, muchas decisiones resultan difícilmente comprensibles. Aunque en este punto conviene hilar fino para evitar posibles engaños, ya que, como Alfredo Floristán pone de relieve, aunque el vocabulario resultara similar, entre las formas medievales de delegación del poder y las formas modernas encarnadas en los virreyes se produjeron también modificaciones sustanciales. En el nuevo escenario imperial de dimensiones planetarias, la figura del virrey concebida para actuar en un espacio relativamente reducido como el de la Corona de Aragón, requirió no pocos afeites tanto jurídicos como prácticos. Ello planteó un importante dilema: ¿qué era lo que necesariamente se debía conservar y lo que, por el contrario, podía ser modificado? Pedro Cardim y Susana Miranda recuerdan que la respuesta a esta pregunta dependía, en gran medida, del título en virtud del cual cada territorio había sido anexionado a las respectivas Coronas. Así, por ejemplo, tras su incorporación a los dominios de Fernando el Católico en 1512, el reino de Navarra fue considerado como un

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territorio conquistado sin derecho por lo tanto a reclamar sus antiguos privilegios. Una consecuencia inmediata de ello fue la desaparición de su Consejo Real con prerrogativas para administrar, junto al monarca, los asuntos del reino. Ello hizo que, a pesar de que su historia había estado más cercana a la del reino de Aragón, Navarra acabara satelizada por Castilla, algo que si bien podía perjudicar las expectativas de sus naturales, permitía a los virreyes una comunicación mucho más directa con la corte de la que disponían sus colegas en otros lugares. Haríamos bien sin embargo en evitar valoraciones excesivamente rígidas sobre este aspecto. La realidad era mucho más versátil que la simple aplicación de un esquema predeterminado. De entrada, porque la consideración de territorio de conquista no significó exactamente lo mismo en todos los casos. A pesar de ser también un territorio conquistado que se incorporó a los dominios del Rey Católico tras una dura campaña militar, el reino de Nápoles mantuvo una porción de derechos mucho más elevada que el de Navarra14. El estatuto previo de cada territorio, la capacidad negociadora de su clase dirigente o su emplazamiento geoestratégico fueron factores decisivos a la hora de determinar el tratamiento de cada uno de ellos. Por otro lado, las decisiones iniciales fueron objeto de no pocos ajustes con el transcurso del tiempo. El ejemplo de Navarra resulta, una vez más, significativo. A pesar de la severidad aplicada inicialmente por Fernando el Católico, Carlos V tendió a considerarla como una más entre sus múltiples herencias aunque, posteriormente, con Felipe II, las cosas volvieron en muchos sentidos al punto de partida. En otras palabras: a lo largo del siglo xvi Navarra fue considerada de modo diverso por los diferentes monarcas. Por supuesto, éstos tendieron a orientar la dirección de estos ajustes hacia su propio interés. Muchos portugueses tuvieron buenos motivos para pensar que, más allá del nombramiento de virreyes o gobernadores, la Monarquía Hispánica se mostró demasiado olvidadiza con algunos de sus compromisos adquiridos en las cortes de Tomar, provocando con ello un notable grado de malestar. Un sentimiento que en distintos momentos compartieron otros muchos súbditos goberna14. Véase C. J. Hernando Sánchez, El reino de Nápoles en el imperio de Carlos V. La consolidación de la conquista. Madrid: Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, pp. 61-71.

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dos por virreyes tanto en Europa como en el Nuevo Mundo. Aunque, ciertamente, algunas de sus quejas hay que interpretarlas con prudencia ya que no siempre se asentaban sobre planteamientos constitucionales sino que, con frecuencia, como ocurrió cuando Felipe III nombró a Cristóbal de Moura como virrey de Portugal, eran la amarga reacción de unos nobles con aspiraciones que se sentían marginados del favor real. Una conclusión que se desprende de todo lo anterior es que el análisis de los planteamientos teóricos debe ser completado con una adecuada observación de las prácticas. Ni siempre hubo una planificación ni, cuando la hubo, siempre se respetó a rajatabla. Quizá no podía ser de otra manera. Con el tiempo, algunas de las previsiones que hicieron los primeros navegantes portugueses que llegaron a la India saltaron por los aires. Al menos durante las primeras décadas de su presencia, el Nuevo Mundo fue realmente tan nuevo para españoles y portugueses que muchos experimentos tuvieron que ser revisados al comprobarse que no funcionaban. Tanto en Europa como en ultramar, recuerdan Pedro Cardim y Susana Miranda, las élites locales mostraron una capacidad nada despreciable de negociación con una Corona que poco más podía hacer que confiar en su colaboración. El resultado fue que los imperios españoles y portugueses no solamente constituyeron un mosaico cultural, social y económico sino también jurídico e institucional. Aunque algunas instituciones de gobierno recibieran designaciones semejantes podían llegar a tener en la práctica funciones muy diferentes. Tal es el caso, de la Audiencia de Lima, como comenta Manfredi Merluzzi. A pesar de tomar el nombre e inspirarse en las chancillerías de Valladolid y Granada era en realidad una cosa muy distinta. Y esto afectaba también al cargo de virrey, una etiqueta tras la cual se escondían realidades muy diversas. Si bien ello dificulta considerablemente la tarea de establecer comparaciones comporta también un atractivo desafío para los historiadores: ¿qué soluciones funcionaron y cuales no? ¿Y por qué? La respuesta a estas cuestiones no puede desligarse de los contextos, muy distintos entre sí, en los que debieron operar los diferentes virreyes. Su actividad no solamente debe ser enmarcada en la tradición jurídica de origen medieval sino también en el marco institucional, previo en algunos casos, de nueva creación en otros, en el que se insertó. Éste incluía siempre un entramado judicial formado por las audien-

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cias o tribunales similares en los propios territorios además de los consejos residentes en la corte junto al monarca. El campo de acción de los magistrados que formaban el entourage de los virreyes trascendía con mucho la esfera meramente judicial. A fin de cuentas, ellos, y no el virrey, eran los responsables directos de la adopción y ejecución de muchas decisiones, tanto en el territorio como en la corte. Sin tener en cuenta esta dimensión, que Jon Arrieta califica como “estructura completa del sistema virreinal”, corremos el riesgo de obtener una imagen parcial y deformada de la actuación de los virreyes.

El oficio de virrey La obligación de colaborar con los magistrados de las audiencias hizo que el oficio de virrey estuviera frecuentemente sometido a elevados niveles de tensión. Por supuesto, en muchos casos ésta procedía de las exigencias de las instituciones del reino cuyas prerrogativas el monarca se había comprometido a respetar. El énfasis que las clases dirigentes de algunos territorios, como Aragón o Cataluña, pusieron en el mantenimiento de la continuidad institucional, constituyó una fuente inevitable de conflictos expresados en algunos momentos con violencia física, como ponen de relieve Enrique Solano, o simbólica, como atestigua Ignasi Fernández Terricabras. Pero las exigencias de las instituciones territoriales no fueron las únicas causantes de tensión. Los propios ministros reales con los que, supuestamente, el virrey debía colaborar, pusieron su grano de arena para dificultar las cosas. Por mucho que la Corona se empeñara en ello, no era fácil que llegaran a entenderse: mientras el cargo de virrey era temporal, el de los magistrados era vitalicio; mientras que el virrey se encontraba con frecuencia aislado en su destino, los magistrados tendieron a desarrollar conductas fuertemente corporativas; mientras que el virrey era visto casi siempre como un extranjero, los magistrados eran habitualmente originarios del propio territorio, con el que mantenían, en ocasiones, fuertes compromisos sociales que no siempre encajaban bien con lo que la Corona (y el propio virrey) esperaban de ellos. Para acabar de entorpecer la acción de los virreyes, los magistrados dispusieron en ocasiones de una línea de comunicación directa con la corte a través de los consejos que les permitió puentear a su teó-

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rico superior. En definitivas cuentas, los magistrados de los tribunales de justicia respondían mucho mejor que los virreyes al estilo jurisdiccionalista en la práctica de gobierno que la Corona trató en muchos momentos de imponer. Por supuesto, la tensión resultó mucho más elevada en aquellos lugares que disponían previamente de un sistema institucional consolidado y, consecuentemente, de una cultura política muy decantada. Si a ello se añadía, como en el reino de Aragón estudiado por Enrique Solano, el hecho de ocupar un emplazamiento estratégico de gran interés para la Corona por su condición fronteriza con Francia, la conflictividad parecía garantizada. Las élites aragonesas tendieron a atribuir los múltiples desencuentros con los virreyes a su condición de extranjeros, algo que, por otro lado, contravenía lo estipulado por sus fueros. Los aragoneses fueron en 1592 los primeros que colocaron a un virrey contra las cuerdas. Cincuenta años más tarde lo harían portugueses, catalanes y napolitanos. Al menos sobre el papel, las cosas resultaban más fáciles para la Corona y sus virreyes en aquellos dominios donde no existían compromisos previos que le ataran las manos. Claro que esto tenía el inconveniente de que obligaba a escribir sin falsilla. Significaba que todo estaba por hacer y la tarea requería un considerable esfuerzo de imaginación. Esto es lo que ocurrió en el Nuevo Mundo, fuera americano o asiático. ¿Cuál era el camino adecuado para su buen gobierno? ¿Se podía trasladar sin más la experiencia adquirida en la Península Ibérica, en Italia o el norte de África? ¿Era preferible hacer tabla rasa o quizá resultaba más aconsejable buscar fórmulas mixtas que, aprovechando lo que mejor funcionaba en otros lugares, incluyeran factores de corrección que las adaptaran a las circunstancias de unos territorios alejados de la corte por la inmensidad oceánica? Aunque carecemos todavía de un mapa general, todo indica que la circulación de virreyes se produjo a través carreteras diversas que, aunque tenían distintas etapas, carecían de cruces. Esto ocurrió especialmente en la Monarquía Hispánica donde resultó frecuente que los virreyes recorrieran la vía que unía México con Lima y viceversa, Sicilia con Nápoles o Aragón con Cataluña y Valencia o, incluso, los territorios peninsulares de la Corona de Aragón y los dominios italianos que antiguamente le habían estado asociados. Pero fue del todo excepcional que quien había servido en el Nuevo Mundo lo hiciera poste-

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riormente en la Península Ibérica o Italia. En otras palabras, el universo virreinal fue segmentado en ámbitos incomunicados entre sí, lo que restringió notablemente la circulación de virreyes. ¿Por qué se aplicó este criterio? Y lo que es más importante, ¿cómo afectó esta restricción a la circulación de ideas y experiencias de gobierno? En este sentido, la situación de Portugal fue algo distinta ya que, al no disponer de virreinatos en Europa, no existieron estos dos circuitos. Después de recuperar su independencia con la Casa de Braganza, casi todos los grandes de la nobleza pasaron por cargos en ultramar antes de ocupar posiciones relevantes en la administración central de la Corona. Para ellos, el destino en Goa o Brasil resultó más atractivo que para los españoles México o Lima, como se puso de relieve en la forma en que el desempeño de estas responsabilidades fue enaltecido en sus biografías. Uno de los principales problemas que había que afrontar en el Nuevo Mundo era el de cómo implantar una institución pensada para el viejo continente en un espacio muy poco definido en términos territoriales y con una estructura administrativa todavía incipiente. A ello se añadía la necesidad de tener que lidiar con toda una serie de poderes concurrentes, fueran éstos los potentados vecinos, como en el caso asiático, la población indígena, los propios conquistadores o los primeros pobladores. Tal como plantea Catarina Madeira Santos, el problema de la inmensidad oceánica fue uno de los que más preocupó en Lisboa después de que los primeros navegantes portugueses se establecieran en la India. La decisión de nombrar un virrey estuvo envuelta en un mar de dudas. La principal hacía referencia a las prerrogativas que el monarca debía delegarle. Parecía claro que, mal que le pesara, a éste no le quedaba más alternativa que renunciar a ejercer sobre aquél un control estricto como el que mantenía sobre sus agentes en el norte de África. La misma autora evoca a Juan de Solórzano Pereira, antiguo oidor de la Audiencia de Lima y excelente conocedor de los entresijos del virreinato del Perú, casi tan distante de Madrid como Goa de Lisboa, que no dudó en acudir al acervo clásico para defender la conveniencia de que los virreyes más alejados físicamente del monarca tuvieran unos márgenes más amplios de actuación. En su famosa sentencia afirmó que “donde quiera que se da imagen de otro, allí se da verdadera representación de aquel, cuya imagen se trae, o representa (...) y de or-

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dinario aun suele ser más lustrosa esta representación, mientras los virreyes y magistrados están más apartados de los dueños que se la influyen, y comunican, como lo advirtió bien Plutarco con el ejemplo de la Luna, que se va haciendo mayor y más resplandeciente mientras más se aparta del Sol, que es el que le presta sus esplendores”15. Ahora bien, ¿podía llegar a darse la paradoja de que de tan resplandeciente la luna acabara brillando más que el sol? Sólo de pensarlo en las respectivas cortes saltaban todas las alarmas. El hecho de que las circunstancias obligaran a tomar decisiones que podían ser muy distintas entre sí, ha alimentado el debate entre los historiadores, reflejado en varios capítulos del libro, pero especialmente en el de Fernanda Bicalho, sobre si los imperios español y portugués estuvieron muy centralizados o por el contrario los virreyes tuvieron un amplio margen de maniobra. Seguramente, la respuesta a esta pregunta sería muy diferente si se planteara a los portugueses que habitaban en Brasil o la India. De la misma forma que no existían dos virreinatos iguales en cuanto a tratamiento recibido por la corte, tampoco dentro del mismo virreinato existieron dos virreyes con atribuciones idénticas. Manfredi Merluzzi y Fernanda Olival ponen de relieve la importancia de las instrucciones que cada uno de ellos recibía antes de dirigirse a su destino. A partir de una plantilla general sobre la naturaleza de su oficio y las características del territorio que iban a gobernar, en ellas se añadían indicaciones, en ocasiones muy precisas, sobre los márgenes de sus competencias. Desde luego, éstos siempre fueron mucho más estrechos de lo que sus destinatarios hubieran deseado. Así que no pocos ocuparon una parte considerable de su tiempo a negociar estas cuestiones cuando no a quejarse amargamente de las dificultades para ejercer su tarea con tan pocos instrumentos. Algunos de ellos, como el marqués de Angeja, virrey de Brasil desde 1714, estudiado por Bicalho, plantearon un duro forcejeo tanto con sus superiores en Lisboa como con sus colaboradores en el propio territorio. Su pretensión de establecer nuevos tributos o administrar medidas de gracia que le permitieran crear hidalgos y conceder hábitos de

15. Juan de Solórzano y Pereyra, Política indiana. Madrid, 1776, libro V, capítulo XII, p. 367.

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Cristo, una de las distinciones más preciadas por los habitantes del lugar, encontró una fuerte oposición entre los oficiales del Conselho Ultramarino, que calificaron su conducta como “despótica e absoluta”.

Cortes virreinales Para contrarrestar esta limitación algunos trataron de potenciar su autoridad en la esfera simbólica, como pone de relieve Christian Büschges para el caso de México. Claro que, en algunos casos, ésta era una necesidad imperiosa. Los virreyes y gobernadores de Goa comprobaron pronto que sus vecinos de Viajanayagar, Calicut o Cochim, en modo alguno estaban dispuestos a tratar en pie de igualdad con quien no fuera capaz de presentarse ataviado con el ropaje de la máxima dignidad. Algo similar ocurrió en Nápoles, donde la vecindad con la corte pontificia y las estrechas relaciones con príncipes y señorías italianas obligó a los representantes españoles a participar en una competición desaforada por el lujo y la ostentación. En el marco general del creciente interés que los historiadores han mostrado en los últimos años por el estudio de la corte, las ceremonias protagonizadas por los virreyes han merecido también una atención cada vez mayor. De una forma u otra, esta cuestión aparece tratada en la mayoría de los capítulos de este libro, aunque de manera más específica en los de María Fernanda Bicalho, Joan-Lluís Palos y Joana Fraga, María de los Ángeles Pérez Samper e Ignasi Fernández Terricabras. A pesar de que la realidad de las diversas cortes virreinales distaba mucho de ser homogénea, la perspectiva comparada puede resultar de gran ayuda para valorarlas en su justa dimensión. El hecho de que en lugares como México, Perú o Goa no existiera una tradición cortesana previa a la llegada de españoles y portugueses (al menos no como la entendían los europeos) obligó a los virreyes a realizar un importante esfuerzo de búsqueda de la propia identidad. En este sentido, el volumen coordinado por Francesca Cantù ha abierto una vía del máximo interés que en el futuro deberá ser recorrida por estudios sobre prácticas concretas. ¿Cuál fue la fuente de inspiración de la que bebieron los virreyes en América o Asia para escribir el guión de algunas ceremonias (como la entrada en la capital del virreinato), construir sus palacios o erigir espacios de fuerte contenido comunicativo como las ga-

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lerías de retratos? Aunque quizá no hay que ir tan lejos para encontrar signos de una intensa circulación de lenguajes visuales. Joan-Lluís Palos y Joana Fraga han creído detectar en capitales como Nápoles, Lisboa y Barcelona algunas decisiones que dan a entender hasta qué punto los virreyes miraron con el rabillo del ojo lo que hacían sus colegas en otras latitudes. Claro que tampoco en este ámbito el campo de acción estaba exento de limitaciones. Las contribuciones de María de los Ángeles Pérez Samper e Ignasi Fernández Terricabras sobre el caso de Barcelona resultan elocuentes. En Cataluña los virreyes no solamente carecieron de una residencia propia (el palacio construido para ellos a mediados del siglo xvi era en realidad propiedad de la Generalitat, que no estaba dispuesta a cedérselo sin poner precio a cambio), sino que, además, se encontraron con un protocolo fuertemente controlado por las instituciones locales que pretendieron siempre actuar como maestros de ceremonias, una función que en México aspiraron a desempeñar las dignidades eclesiásticas. En otros casos, como Lisboa entre 1580 y 1640, el recuerdo todavía muy vivo de una corte regia hizo que los portugueses contemplaran a los virreyes nombrados por Madrid (incluso a los de sangre real) como un remedo indigno de los honores que habían merecido anteriormente los monarcas. Por supuesto que ante estas dificultades, no todos estaban dispuestos a quedarse con los brazos cruzados. El argumento principal del capítulo de Joan-Lluís Palos y Joana Fraga es que en Nápoles, Lisboa y Barcelona, los virreyes pugnaron por arrebatar a las fuerzas locales y territoriales la bandera de los símbolos del poder, promoviendo, cierto que con un grado desigual de éxito, un espacio urbano alternativo presidido por sus palacios orientados al mar, visto como un símbolo del progreso encarnado por la Corona y sus virreyes. Por su parte, el ejemplo de lo ocurrido en Brasil resulta altamente significativo de la relación entre potencial simbólico y autoridad política. El traslado de la capital desde Salvador de Bahía –donde los gobernadores disponían de una residencia muy modesta– a Río de Janeiro permitió a los virreyes, que formalmente no disponían de mayores prerrogativas que los antiguos gobernadores, revestirse de una nueva dimensión simbólica como representantes del rey. Con motivo de su establecimiento, la ciudad fue objeto de profundas modificaciones urbanísticas y arquitectónicas. Río de Janeiro, como expone Fernanda

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Bicalho, se convirtió en el escenario de un intenso calendario festivo que al exaltar la dignidad de la realeza lo hacía también de sus máximos representantes.

La identidad de los virreyes La paulatina implantación del sistema virreinal abrió un campo de perspectivas para las élites de ambos reinos a las que ahora se les ofrecía nuevos oficios anteriormente inexistentes. Por supuesto, no todos igualmente apetecibles. El examen del perfil social de los virreyes y gobernadores portugueses durante un segmento temporal amplio, que comprende entre finales del siglo xv y comienzos del xix, permite a Mafalda Cunha y Nuno Monteiro extraer algunas conclusiones sobre la valoración que las élites del reino hicieron de los diversos destinos en ultramar. Ciertamente, el virreinato de la India estuvo siempre en el vértice de su consideración. Pero aún con todo, estos cargos siempre fueron vistos como una categoría inferior destinada a servir de trampolín para alcanzar las más altas dignidades en la corte. Ésta era en parte la consecuencia de que todos los virreinatos portugueses se encontraran allende el océano y tuvieran por lo tanto una impronta militar. Algo parecido ocurrió con algunos de los virreinatos que ofrecía la Monarquía Hispánica. Ya en su momento J. H. Elliott apuntó que más de un virrey debió sentirse en Cataluña como Daniel en el foso de los leones. Un sentimiento que, sin duda, debieron compartir los de Aragón en más de una circunstancia. Tampoco, a tenor de lo que sugiere Alfredo Floristán, parece que el de Navarra, donde tanto el absentismo como los nombramientos interinos resultaron muy elevados, levantara pasiones desmedidas por ocuparlo. Y esto podía llegar a ocurrir, al menos circunstancialmente, en destinos que a priori podrían ser considerados como de primera categoría. Christian Büschges refiere el caso del marqués de Gelves, que sólo tres meses después de tomar posesión como virrey de Nueva España, en septiembre de 1621, escribía al rey advirtiéndole de su avanzada edad y expresando su deseo de obtener pronto un cargo más acorde con los múltiples servicios prestados anteriormente en diversos lugares. Por fortuna para los monarcas las cosas no siempre fueron vistas con tanta ansiedad y, desde luego, cometeríamos un grave error

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de perspectiva si concluyéramos, a partir de los ejemplos anteriores, que la Corona tenía dificultades para encontrar quien quisiera trabajar como virrey. Al contrario. Para muchos miembros de la baja nobleza de la Corona de Aragón la designación como virreyes de Cerdeña o Mallorca debió satisfacer cumplidamente sus aspiraciones. Por otro lado, en la línea de lo que sugieren Mafalda Cunha y Nuno Monteiro, hay que considerar la ocupación de virreinatos poco atractivos por parte de las altas jerarquías nobiliarias en el contexto de una trayectoria de escalada, como expresaba a las claras el marqués de Gelves, hacia puestos mejores. Todo ello no excluye que algunos destinos virreinales ejercieran por sí mismos un poderoso atractivo. Tras su consolidación definitiva en 1720, el Brasil se convirtió en uno de los más codiciados en las altas esferas portuguesas. En la monarquía española, ese atractivo lo ejerció, sin duda, Nápoles. Basta observar la relación de todos aquellos que recalaron en la ciudad del Vesubio entre los siglos xvi y xvii para comprobar que ahí estaba lo más granado de la nobleza castellana. Y lo que es más. No pocos de ellos, especialmente en el xvii, ocuparon el cargo después de haber ejercido las más altas cuotas de poder en la corte, como la presidencia de algunos de los principales consejos. Sea cuales fueran las motivaciones, lo cierto es que la carrera por la ocupación de los diversos puestos virreinales nunca tuvo dificultades para encontrar participantes. Más aún, su número unido la complejidad de las reglas, puestas de manifiesto en el caso portugués por Cunha y Monteiro, hizo que con no poca frecuencia su designación se transformara en un foco importante de tensiones. Quizá con demasiada frecuencia, los estudios particulares realizados sobre diversos virreyes han tendido a aislarlos de los equilibrios de poder en la corte de los cuales su nombramiento era una viva expresión. Sin duda, en el futuro deberemos avanzar todavía más en la dirección apuntada por varios capítulos de este libro. Esto es, en el establecimiento de conexiones que, más allá de las características particulares de cada uno de los territorios que configuraron los imperios ibéricos, permita entender la medida en que los virreyes formaron parte de un entramado verdaderamente global. Sólo así podremos identificar el intenso proceso de circulación de experiencias de gobierno que los virreyes compartieron a escala planetaria. Una circulación que, en contra de lo que con frecuencia se ha pensado, no solamente partió de la

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metrópoli para dirigirse a sus dominios periféricos. Hoy día somos más conscientes de que la construcción de los imperios de la modernidad fue también el resultado de múltiples influencias recibidas por los conquistadores en sus nuevos dominios. Esperamos haber contribuido a la tarea.

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Primera parte El marco jurídico e institucional

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La dimensión institucional y jurídica de las cortes virreinales en la Monarquía Hispánica* Jon Arrieta Alberdi UPV/EHU

El mundo de los virreyes: origen y final en el área mediterránea En un libro que versa sobre el mundo de los virreyes y pretende responder a las preguntas que los editores nos han planteado, me parece adecuado traer aquí la fuerza evocadora que sugiere el hecho de que las dos grandes novelas que plasman el fin de una época y la apertura de otra nueva en la historia siciliana se titulan, respectivamente, Los Virreyes y El Gatopardo. En ambos casos, sobre todo en el primero, sus geniales autores supieron resumir en una sola imagen y su correspondiente definición, llevándolas al título de las respectivas novelas, lo que representaba un largo pasado y su pesada herencia. Hasta mediados del siglo xix no se produjeron los acontecimientos que marcaron un cierto punto de inflexión. Los descendientes de los Uceda (Francalanza) en Catania y los de los Salina, cuyo emblema era la imagen de un gatopardo, en Palermo, mantuvieron en la historia de su familia la impronta de haber encarnado una dominación en la que, *

Proyecto DER2008-06370-C03-01/JURI. Derecho y política en la configuración institucional de los Territorios vascos y de Navarra (siglos xvi-xviii); UFI 11/05 de la UPV/EHU

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como se desprende de la opción tomada por Federico de Roberto al titular su novela de manera tan contundente y definida, el poder real, en el sentido de auténtico y efectivo, se confunde con el de una realeza ejercida por delegación, virreinal, de forma refleja e indirecta, pero material y operativa. Era el final de todo un mundo, de un largo periodo de tiempo de la historia siciliana, un tiempo de virreyes, delegados de un lejano rey pero capaces de actuar como régulos en su país, o en una parte del mismo. Se agolpan en una sola imagen varias facetas. En primer término, la de una aristocracia asentada desde tiempo antiguo pero proveniente de una lejana metrópoli. Su representación en la isla estaba personificada en el alter nos regio, por lo tanto único y presente en un centro de poder, en una corte en la que residía presidiendo todo un entramado institucional. La referencia a los virreyes que aporta el título ricardiano tiene la virtud, sin embargo, de poder abarcar no sólo a los que con carácter único y con mayúscula, se van sucediendo en la corte palermitana, sino también a los que “virreinan” en sus respectivos dominios señoriales. Si estas dos obras reflejan el final de un mundo, el inicio del mismo se nos presenta en Sicilia en forma de acontecimientos dramáticos, las famosas vísperas sicilianas de 1282, producidos casi seiscientos años antes. En Nápoles destaca la conversión del reino en el centro de la monarquía aragonesa al instalar en él su corte Alfonso el Magnánimo en 1443. Curiosamente, será la dinastía borbónica, iniciada por Carlos en 1734, la que daría lugar a que los “virreyes” sicilianos trataran ya con un rey propio, residente en Nápoles, a partir de 1816 como rey del Reino de las Dos Sicilias, que concedía audiencias personales, por ejemplo, al protagonista de El Gatopardo. Pero la formulación jurídico-política del nuevo reino no se alejaba demasiado de la dualidad citra y ultra farum mantenida, al menos en la práctica cancilleresca, durante la Edad Moderna. Por eso, la fuerza y validez del título de la novela de Federico de Roberto descansa en la posibilidad de establecer una larga conexión en el tiempo, sin dejar de poder hacerla también con el presente que les tocó vivir a los Francalanza descendientes de los virreyes “españoles”. Cabe, llegados a este punto, proceder a la fijación de algunas precisiones que nos sirvan para entrar de forma más sistemática en la materia. La realidad literaria e historiográfica tiene, en el caso de las dos Sicilias, unas bases más directas, que resultan a mi modo de ver muy ilustrativas. En la trayectoria histórica de esta parte del Mediterráneo asistimos

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a un hecho tan curioso y significativo como es que el rey de un conjunto de reinos, Alfonso el Magnánimo, en su política de expansión y control del Mediterráneo occidental, decidiera instalarse, junto con su corte, en Nápoles (de 1443 hasta su muerte en 1458) dejando a su esposa María al frente de sus dominios peninsulares ibéricos (Ryder 1987). Este movimiento representa un curioso e interesante caso de conversión de una corte periférica (virreinal) en central (regia), y viceversa. Obliga, sin embargo, a tener en cuenta las circunstancias en que resultó posible y, al entender del patriarca de los Trastamara, conveniente. Si bien se mira, se trata de una decisión que no se aleja mucho de la tomada por un lejano antecesor, Federico II (fallecido en 1250), que creyó conveniente instalar su corte en ese punto central mediterráneo para ejercer mejor su papel de rector de un imperio que se extendía hasta Sicilia desde el norte de Europa. A los efectos de esta aportación, sin embargo, la figura de Alfonso el Magnánimo representa una formulación madura y sólida de la forma de resolver la cuestión que, en cierto modo, preside el fenómeno virreinal: la forma de gobierno de una monarquía plural por un rey que no es ni puede ser ubicuo. Desde el punto de vista institucional propiamente dicho, toda esta cuestión trae consigo, como no podía ser de otra forma, la adecuación del ejercicio del poder político a unas circunstancias y factores como la dispersión territorial, en este caso propia de un archipiélago, mediterráneo (o atlántico, el contemplado por la historiografía británica en las últimas décadas), que tiene sus propias características. La vertiente institucional propiamente dicha tiene mucho que ver con la disposición geográfica de los territorios. El rey debe ejercer su potestad de manera organizada de antemano, en un caso como éste en el que, por mucho que intensifique su itinerancia, no puede estar presente en todos los dominios. Los reyes bajomedievales aragoneses tuvieron lugartenientes, a los que nombraron con amplio abanico potestativo, cercano a la paridad que permitía calificarlos como alter nos (Lalinde 1967). Cabe recordar que la dominación sobre estos espacios tanto peninsulares (la expansión por la Cataluña Nueva, Bajo Aragón, Valencia) como isleños (Mallorca, Cerdeña y Sicilia) se hizo gracias a la colaboración de la nobleza militar con los reyes y el correspondiente reparto de honores que se tradujo en dominios jurisdiccionales extensos. El simple hecho de rememorar un mundo de reyes ausentes cuyo lugar es ocupado, como lugar-tenientes, por personas dotadas de una similar autoridad, nos obliga a situarlo en el mediterráneo bajomedie-

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val catalano-aragonés-valenciano (Vicens Vives 1948; Lalinde 1960, 1962; Reglá 1967). Sus componentes territoriales tienen asiento peninsular ibérico e isleño, este último extendido desde las Baleares hasta Sicilia con la intermedia Cerdeña, de modo que se dibuja un amplio espacio delimitado entre dos penínsulas. Que el centro de este espacio pudiera estar en Barcelona, sede bastante constante de los condes de la casa del mismo nombre, o en el otro extremo, en Nápoles, nos ilustra suficientemente sobre la estructura geopolítica de aquellos dominios. Si bien la estructura de lugartenencias y gobernación general (Lalinde 1962; Arrieta 1994: 42-47) propia de la Baja Edad Media había adquirido una formulación bastante experimentada, el cambio de siglo, del xv al xvi, fue importante y decisivo en toda esta materia. Constituye un corto e intenso periodo de transición en el que hubo muchas posibilidades abiertas. Basta, sin embargo, a los efectos de esta aportación, contemplar la labor desplegada por Fernando el Católico y el panorama que se le abría al joven Carlos V. Fernando el Católico sobresale por haber introducido una serie de significativos y determinantes cambios en la estructura de representación delegada del poder regio, magistralmente estudiados por Jesús Lalinde Abadía, en lo que este autor llamó, precisamente, virreinalización: el paso de un régimen de lugartenientes generales, normalmente miembros de la familia real que ejercen a la altura de los propios reyes y en representación de éstos el gobierno de varios reinos, a otro en el que el monarca se eleva sobre un conjunto de virreyes, ajenos o ya no tan cercanos a la familia real, nombrados de forma regular y sistemática para el ejercicio temporal del cargo en cada uno de los reinos de la Corona (Lalinde 1964: 47-49 y 66-71). Fernando el Católico dio el paso de iniciar la vía del nombramiento de personas de confianza para esa función, pertenecientes a la alta nobleza y susceptibles de ocuparse de las facetas militares y de orden público en cada reino, con arreglo instrucciones específicas y tiempo limitado (Arrieta 1994: 64 y ss.). Como bien señala Lalinde (1964: 162), los pasos iniciales de Fernando el Católico tuvieron sólida continuidad con Carlos V y Felipe II. No obstante, la labor del primero debe ser destacada especialmente para entender bien el proceso que se siguió. Este monarca fue muy consciente de la necesidad de configurar adecuadamente órganos que concentraran la capacidad de dictar resoluciones gubernativas y sentencias judiciales en la escala más alta del gobierno y la justicia, pero

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fue consciente también de que no era suficiente llevar a cabo dicho propósito en el nivel superior cortesano inmediato a la figura del príncipe, sino también en el de cada territorio (Arrieta 1994: 64 y ss.; Canet 2006). En realidad, esa línea de actuación no era nueva y, como hemos indicado, tenía particular definición en los reinos de la Corona de Aragón por su historia y caracteres geopolíticos, pero el Católico supo imprimir una especial disciplina y determinación en la potenciación de las audiencias de los reinos, en consonancia con la pretendida para el órgano que recibiera los pleitos y negocios procedentes de aquéllas. Si él mismo, como rey, se situaba en el centro del organigrama auxiliado por un Consejo equivalente a una Audiencia que ocupaba la cúspide y, al mismo tiempo, dotaba de mayor solidez a las de los reinos, era lógico que imprimiera también un carácter especial a la persona, el virrey, que ostentara orgánicamente la presidencia de cada una de las audiencias de los reinos (Cernigliaro 1983 y 1988, Ferro 1987, Mattone 1989, Musi 2000). Ahora bien, cabe insistir en que todo el proceso de implantación de aquellos tribunales supremos, como órganos colegiados que se ocuparan de los asuntos gubernativos y contenciosos de cada reino, fue llevado a cabo por el Católico con especial atención a la dotación cualificada de dichos tribunales por medio de letrados (Vicens Vives: 1940, Lalinde 1964, Ferro 1987). De este modo, siendo los reinos de la Corona de Aragón los dominios patrimoniales directos de Fernando el Católico de cuya organización se ocupó y preocupó especialmente, cabe destacar el interés que puso, tanto en proporcionar a aquéllas una dirección política, militar y de gobierno de confianza, como en nutrirlas de forma suficiente y cualificada con asesores y jueces que actuaran en los tribunales de máxima instancia de cada reino como buenos conocedores de sus respectivos ordenamientos jurídicos, y como expertos consejeros con los que pudiera contar el virrey en su vertiente de autoridad gubernativa. Así lo hizo en cada uno de los reinos principales de la Corona de Aragón (Canet 1986, 1990, 2006; Redondo Veintemillas y Orera Orera 1980: 95) que adquirían una configuración de la función de gobierno y justicia caracterizada por una clara y definida simetría jerarquizada, pues ciertamente el joven Fernando no descuidó el plano superior representado por él mismo, como instancia más elevada que planeaba sobre los virreyes y sus audiencias. Si sus lugartenientes contaban con órganos de asesoramiento y organización adecuada para la administración

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de justicia (Lalinde 1964: 60 y ss.) resultaba lógico que el órgano equivalente como inmediato a la persona regia, el Consejo Supremo de los reinos de la Corona de Aragón, que ya existía, fuera objeto también de refuerzo y mejor definición de sus perfiles (Cernigliaro 1983: 42-44, 1988: 25, Arrieta 1994: 82). Carlos V no sólo no varió el rumbo ni modificó la disposición heredada, sino que la reprodujo y adaptó a otros dominios. Como consecuencia de todo ello, los reinos y los correspondientes súbditos de la Corona de Aragón, vieron mejor definidas sus instituciones de media y alta instancia, pero acompañadas de las correspondientes audiencias y consejos centrales de los otros integrantes de la monarquía. Se forma, de esta manera, una estructura simétrica en la que se nos ofrece una plataforma en la que se sitúa el rey junto con los consejos, la cual tiene su reflejo paralelo en los reinos, cada uno de ellos gobernado por un virrey que preside la audiencia o el máximo tribunal del reino y se rodea de los magistrados dotados de jurisdicción (Arrieta 2004 y 2006). La figura paralela al rey, el virrey o, en su caso, el gobernador (Flandes, Milán), se definirá de manera destacada y servirá para imprimir su carácter a todo el sistema: la Monarquía Hispánica se convierte, desde este punto de vista, en un conjunto de virreinatos. Castilla no los necesita por tener en su centro la sede central del conjunto, pero la monarquía colocará cada vez más virreyes castellanos a lo largo de sus dominios (García Marín 1992: 89; 2000; Alamos Barrientos 1990; Mastellone 1969, citando a Francesco D’Andrea). Toda la “institución virreinal” extendida a lo largo de la monarquía adquiere pleno sentido si se asocian debidamente la faceta estricta y central de aquélla, el virrey como tal, y la estructura en la que se integra (la audiencia dividida en salas, el complejo burocrático cancilleresco, la tesorería...). Ahora bien, esa “institución virreinal” se despliega por toda la monarquía y genera en cada reino un supuesto, una forma singular de manifestación de la complementación entre las esferas real y virreinal de carácter dinámico e interactivo, lo que obliga a estudiar cada caso teniendo en cuenta el conjunto que forma con los demás. La elevación de rey y consejos a una escala superior es producto simplemente de la necesidad de que exista una instancia más elevada a la que poder remitir las causas y negocios para que reciban una última resolución. Es difícil de superar la claridad con que lo explicó Andreu Bosch (1628: 278): “Les mateixes causes que obligaren als Reys crear Locti-

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nents Generals en sos Comtats de Barcelona, Rossello y Cerdanys en absencia foren tambe de la formacio del Concell Supremo de Arago...”. Es una explicación coherente y racional para los reinos de la Corona de Aragón que cabe aplicar a los casos de Italia (Nápoles, Milán y Sicilia; Rivero 1998), Flandes y Portugal (Schaub 2001: 476) pero también, según Solórzano Pereira, a Indias, dada la función y razón de ser que atribuye a su Consejo Supremo. Debe tenerse en cuenta que los magistrados que ascienden al correspondiente consejo se colocan entonces en una plataforma superior a la de los propios virreyes. De este modo, en la experiencia real es bastante frecuente que un magistrado perteneciente a una audiencia presidida por un determinado virrey, reciba la correspondencia de éste cuando asciende de la audiencia al consejo residente en la corte. Quiere esto decir que, al responder a esa correspondencia se sitúan dichos magistrados en cierto modo por encima de los propios virreyes. Las instrucciones y órdenes que reciben éstos pueden ser, y de hecho lo eran, el resultado de una labor de análisis y decisión elaborado por los mismos ministros que habían pasado los años anteriores en el tribunal virreinal. Las biografías de los magistrados que tuvieron tiempo de ejercer primero en las audiencias y luego en los consejos demuestran que pudieron tratar muchos asuntos, tanto asesorando a los virreyes, en la primera fase de su carrera, desde dentro del reino correspondiente, como desde la corte central cuando ascendían a ella. En esta segunda situación cambia su perspectiva, pues desde el momento en que accedían a la corte como miembros del consejo correspondiente, se encontraban mucho más cerca del centro de las decisiones y tenían una visión más general de los asuntos del reino o reinos comprendidos (Canet 1990; Arrieta 2004). La estructura completa requiere, como vengo insistiendo, tener muy en cuenta todo el aparato de ejercicio de la jurisdicción contenciosa, el asesoramiento para la acción de gobierno y el apoyo burocrático proporcionado por el conjunto de escribanos y secretarios que conformaban la vertiente cancilleresca con sus dependencias y funciones burocráticas. En definitiva, la realidad institucional que en conjunto se engloba en la denominación de audiencia o lugartenencia, la cual comprende la cancillería (Bosch 1628: 283-285, Arrieta 1994: 295 y ss.). Desde la perspectiva más destacable, el ejercicio de la jurisdicción (en sentido amplio) se organiza a modo de salas que reúnen los correspondientes colegios de letrados, magistrados que recorren su respec-

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tivo cursus profesional. Estas audiencias son a su vez la culminación institucional en el reino de los niveles inferiores de la justicia local, comarcal, señorial y de ciudades reales, en los que podían los magistrados ejercer los puestos iniciales de su trayectoria. Las audiencias tienen pues la condición de elemento institucional sólido y constante que actúa como órgano de competencia universal y que convierte al consejo territorial correspondiente, instalado en la corte, en receptor de los asuntos que puedan ser objeto de atención propia. De este modo, y a los efectos de este artículo, se acumulan los motivos para prestar atención a este componente institucional de las “cortes virreinales”, el constituido por los órganos fijos, existentes con antelación, si bien van experimentando un proceso de enriquecimiento y definición. En suma, se trata de los tribunales cuya denominación generalizada en la monarquía católica fue muy variada, por lo que optamos aquí por recurrir a la más extendida de audiencias (Crespí de Valdaura 1677: 189-190). Ahora bien, resulta lógico y casi obligado dar un paso más y pasar a la afirmación de que tales audiencias están formadas por la reunión de magistrados letrados, que ejercen la jurisdicción en su condición de tales. De este modo, puede decirse que toda la cuestión de la administración virreinal obliga a considerar la figura estelar y la que da nombre al sistema, el virrey (en su caso el gobernador) pero no puede entenderse dicha forma de administración sin prestar la atención que merece al órgano permanente que le asesora en materia de gobierno y del que aquél es presidente.

Los letrados en la Audiencia judicializada (Lalinde Abadía) La importancia del elemento fijo y constante aportado por los letrados que ocupan las magistraturas de los reinos ya fue destacada por Jesús Lalinde Abadía, autor de la monografía posiblemente más sólida y clásica sobre la institución virreinal, varias veces citada en las páginas anteriores1. Basta fijarse en el ciclo que recorre el propio autor al tra-

1. La institución virreinal en Cataluña, 1471-1716. Barcelona: Instituto Español de Estudios Mediterráneos, 1964.

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tar aspectos básicos del complejo institucional formado por el virrey y “su” audiencia. Afirma en primer lugar, a modo de simple constatación, que la audiencia “se compone de doctores” (Lalinde 1964: 149) y que el virrey actúa asistido por ellos. Esa mera asistencia no es pasiva, sino que ocupa plenamente el espacio de la administración de la jurisdicción contenciosa. Pero también, en el ejercicio de la acción de gobierno, el virrey necesita el asesoramiento y la intervención ejecutiva de los magistrados, de modo que todo ello lleva a Lalinde, sin negar la preeminencia del virrey, a la afirmación de que “el órgano se ha hecho tan indispensable que los Virreyes se encuentran impotentes si carecen de él” (Lalinde 1964: 155). Incluso da un paso más al plantear que, frecuentemente, los doctores de la audiencia tienen tal tendencia a actuar como grupo y atenerse a las condiciones y requisitos de su función, que llegan a evadirse de la autoridad del virrey. Esta línea de refuerzo progresivo del valor de la audiencia se centra, como no podría ser de otra manera, en los letrados, en los magistrados que integran aquella, que se pueden valorar individualmente pero también, como lo hacía Lalinde y luego una amplísima bibliografía, que iremos citando, como grupo. Cabe constatar el hecho de que es así como este autor desemboca en su caracterización del “judicialismo”, por la mera constatación del papel e importancia que tienen los magistrados dotados de jurisdicción en la administración de justicia y en el gobierno, cuando actúan a modo de colegio institucional. El doble prisma de estudio de la institución virreinal, virrey junto con audiencia compuesta de magistrados, fue adoptado muy intensa y concienzudamente por Lalinde, de modo que el segundo componente aparece bien perfilado y susceptible de rica y provechosa continuidad. Lo que parece que no terminaba de convencerle era justamente el nombre que dio al fenómeno, el judicialismo, que confiesa utilizar mientras no encuentre otro mejor. En trabajos posteriores empezó a hacer uso del término de curialización para referirse al hecho de la fuerza de la corte letrada que rodeaba al virrey (Lalinde 1981). Del mismo modo que los virreyes junto con todo el aparato de gobierno, justicia, burocracia, representaciones iconográficas y simbólicas, forman una corte, la integrada por los jueces también lo es, en el sentido de corte judicial y gubernativa que tiene el término en latín y que ha conservado con particular fuerza la lengua inglesa. La curia de magistrados y su actuación continuada a través de sus intervenciones

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particulares, forman todas ellas una acción conjunta para el desarrollo de los actos que trae consigo la administración de justicia y el gobierno del reino. En el primer plano, los magistrados emiten su voto, en la sala correspondiente, al dictar sentencia. En el segundo ejercen una continua labor de asesoramiento, información y orientación. En conclusión, existen varios motivos que justifican la prestación de una atención cualificada a las audiencias de los reinos vistas desde la perspectiva de su composición por letrados: En primer lugar, el simple hecho de dicho predominio, asentado, como hemos visto, en la orientación institucional impulsada por Fernando el Católico a través de la creación de toda una red de audiencias que culminan en una colateral al monarca: el Consejo Supremo (de la Corona de Aragón, de Italia, de Portugal, de Indias, de Flandes) presidida –en el modelo aragonés– por un letrado laico, jurista de prestigio y con experiencia en la magistratura, al igual que los que estaban al frente de las audiencias y el resto de sus miembros, todos ellos integrados en un proceso de ascenso en el que el órgano central era la meta deseada. Las trayectorias profesionales, que conocemos suficientemente, nos permiten constatar la disposición simétrica y ordenada jerárquicamente de todo este conjunto de tribunales. Sus miembros gozaban frecuentemente, por su nacimiento y circunstancias familiares, de una gran proximidad profesional y personal hacia su función y su futuro (para los magistrados valencianos, véase Canet 1990, Graullera 2003, Marzal 2000, Pons Alós 2008; para los catalanes y de otros reinos de la Corona de Aragón, Molas Ribalta 1992, 1995 y 1998). El grado de implicación en su quehacer era muy elevado y exigía altas cotas de fidelidad, que se ponía a prueba en las ocasiones de crisis y enfrentamiento en las que salían a relucir los factores que tanto condicionaban sus posiciones y actitudes, como la pertenencia a un bando o parcialidad, a un grupo clientelar, o a una entidad movida por inquietudes religiosas, ideológicas o de otro tipo (García Fuertes 1993). Desde el inicio de su carrera les podía tocar intervenir en asuntos importantes para la comunidad a la que pertenecían, por lo que era difícil poner una distancia que favoreciera la neutralidad e imparcialidad (Arrieta 2008b: 25). En segundo lugar, los periodos amplios de tiempo que cubren en el ejercicio de la magistratura, por lo que pueden alcanzar una media de diez o doce años de convivencia, por tanto, con dos o tres virreyes

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diferentes. Debe tenerse en cuenta que se trata, además, de jueces que ejercen la jurisdicción contenciosa en el dictado de sentencias que culminan los procesos judiciales pero, simultáneamente, están también interviniendo en asuntos de gracia y gobierno, incluyendo en este último todo el amplio apartado del gobierno político y económico, que engloba la amplia a importante función del cuidado del orden público y de la paz social. Y ello no sólo como asesores del virrey que actúan desde la sala correspondiente elaborando informes y dictámenes, sino teniendo que pasar también personalmente a la ejecución material de las disposiciones adoptadas, por ejemplo, en la persecución de delincuentes o en la captación y alistamiento de soldados cuando se ordenaba una leva en una localidad. Estas actividades son las que destacaban en sus memoriales los magistrados por encima de otros méritos a los que parecían no dar importancia, como se ve muy bien en el caso de Lorenzo Mateu y Sanz, destacado jurista valenciano que fue miembro del Consejo de Indias y que, en un memorial presentado para avalar su candidatura al Consejo de Aragón (1670 c.), apenas cita, sino como de pasada, haber escrito un tratado sobre el régimen jurídico del reino de Valencia (1656), mientras describe con todo detalle sus intervenciones en la persecución de bandoleros, pacificación de ciudades sumidas en conflictos, así como importantes servicios en el marco de la guerra de Cataluña, dejando constancia, como si no tuviera importancia, de que en una de esas misiones, la recaudación de un donativo en Játiva, murieron su padre, su mujer y dos hijos. Podrían añadirse muchos ejemplos en el ámbito de la Corona de Aragón, en el que muchos de los que accedieron a las más altas magistraturas, particularmente a las respectivas audiencias donde acompañaron a los correspondientes virreyes, alegan como méritos preferentes para sus ascensos ese tipo de servicios. Es el caso, entre otros varios tomados del ámbito de la Corona de Aragón, de Antonio Ferrer y Díaz, Gregorio Mingot, Pedro de Villacampa, y el de José Ozcáriz y Vélez (Arrieta 2008b: 33). En este sentido, era frecuente, al menos en los reinos de la Corona de Aragón, que la trayectoria judicial en la audiencia de la lugartenencia correspondiente se iniciara en el cargo de abogado fiscal, en el que, vistos los cometidos que le eran propios, se observa hasta qué punto se ponía a prueba su fidelidad y competencia (Canet 2004). Una larga lista de casos sirve para corroborar este significativo dato: Matías

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de Bayetola, Jerónimo Castellot, Martín Monter de la Cueva o Luis de Ejea y Talayero. Ese mismo fenómeno se daba cuando ascendían al Consejo de Aragón (Arrieta 1994: 366-371). En tales casos era especialmente intenso el grado de implicación en el sistema y era ocasión para constatar que, si bien ejercían la jurisdicción real, podían entrar en contacto con la señorial o eclesiástica, ámbitos en los que muchos de estos magistrados habían tenido relación directa como abogados antes de ingresar en la magistratura (Arrieta 1994: 577-580). A medida que se ascendía a lo largo del cursus profesional aumentaba también la importancia y consecuencias de los asuntos en los que estos magistrados intervenían, lo que no está reñido con su condición de letrados que tratan dichos asuntos en perspectiva legal y, en la medida de lo posible, legalista. Y siempre con la nota de la pertenencia a un órgano colegiado, que en los asuntos de justicia debía resolver conforme a derecho, y en los de gracia y gobierno procuraba evitar los motivos para que el asunto pasara a la vía judicial (Arrieta 1992, 1996). En la Corona de Aragón predominó hasta la Nueva Planta la obligación de motivar las sentencias (Mateu y Sanz 1704: 520 y ss., Crepí de Valdaura 1677: II, 265), lo cual no dejaba de propiciar una mayor seguridad jurídica y daba lugar a que las sentencias y resoluciones, en la medida en que estaban razonadas y motivadas, tuvieran mayores posibilidades de ser tenidas en cuenta como precedentes y como base para un tratamiento doctrinal específico, todo lo cual dio lugar precisamente en los reinos de la Corona de Aragón a un destacado desarrollo del género decisionista (Arrieta 2008b: 50-52). Muchos de estos autores del área mediterránea de la monarquía, que formaron parte de los tribunales como magistrados de las audiencias y del Consejo de Aragón, se preocuparon de llevar su obra a la imprenta y no son escasos los que ocuparon cátedras universitarias. Es el caso de los aragoneses Martín Monter de la Cueva, Matías de Bayetola, José de Ozcáriz, José Pueyo, José de Leiza y Eraso y Jacinto Valonga; de los valencianos Vicente Pimentel y Moscoso, Juan de la Torre y Orumbella, Pedro José Borrull, y José de Coloma, marqués de Noguera. En tercer lugar, debe tenerse en cuenta que los magistrados pueden ascender a la corte central. Se ha insistido mucho en la mera faceta de promoción y mejora profesional que ello implica, pero quiero llamar la atención sobre un aspecto que suele pasar más desapercibido, que no es otro que la integración en una red más amplia de conse-

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jos y tribunales por el simple hecho de residir en la corte y pasar a un grado superior de unión y coordinación general con un conjunto de instituciones similares y equivalentes del resto de la monarquía católica. Ahora bien, este efecto de supeditación indirecta a las líneas más generales de orientación de la política de la monarquía como unidad superior tampoco estaba ausente cuando estos magistrados no habían salido aún de su reino de origen. Es precisamente en ese punto donde la intervención y el papel desempeñado por los virreyes eran importantes. Les correspondía velar por la mayor coherencia posible con las medidas que se tomaban en otros ámbitos territoriales (Arrieta 2004, 2006).

Los virreyes, los magistrados de los altos tribunales y las leyes fundamentales de los reinos: sus respectivas “leyes regias” El elemento letrado de los tribunales de cada reino, sobre todo desde la perspectiva de su expresión más elevada, la respectiva audiencia (Consejo Colateral y Regio Consilio en Nápoles, Senado en Milán, la Magna Curia en Sicilia) es el que mayor participación tiene en la construcción y fijación del Derecho del reino, tanto en la perspectiva de la formulación del mismo como en su estudio y sistematización doctrinal y expresión docente en la enseñanza universitaria (Birocchi 2006). Frecuentemente fueron también los juristas y magistrados de los tribunales los que se ocuparon de la fijación del corpus jurídico que se presenta dentro de cada reino y hacia el exterior del mismo como su constitución material. Cuando llegan a un reino para dar inicio a su mandato, los virreyes se encuentran, normalmente, con este corpus ya fijado, analizado, formulado doctrinalmente, enseñado en los estudios generales… En cierto modo el ejercicio de la función virreinal consiste precisamente en la conjunción entre el entramado jurídico institucional con el que se encuentran a su llegada y las instrucciones que traen consigo (Lalinde 1964: 523, doc. 34; Guía Marín 1992: 19), las líneas políticas que pretenden encarnar y los cambios que quisieran introducir. Sin duda se trata de una cuestión de equilibrio y conciliación de intereses, de forma que el factor de la contraposición entre los mismos

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sea aminorado y se consiga, si no la suma constructiva de tendencias divergentes, sí al menos la neutralización de los enfrentamientos. Estos últimos eran inevitables entre otras cosas por la pluralidad y diversidad de la monarquía. Por todo ello el problema de cada virrey y del conjunto continuado de los mismos en un determinado reino, era el de dar con el punto de equilibrio, armonía y acuerdo entre el plano de los intereses de la monarquía y los del reino, por lo que resultaba lógica la necesidad de una, en palabras de Giussepe Galasso asumidas por García Marín (García Marín 1992: 20) “cogestión”, debido, entre otras cosas, a que es impensable a largo plazo el enfrentamiento y el caminar en direcciones opuestas. Como lo es también la inexistencia de limitaciones y contrapesos, bien entendido que las limitaciones sólo pueden ser recíprocas, si se pretende llegar a obtener provechos, que no pueden ser sino mutuos. Todos los autores que en la historiografía italiana de las últimas décadas se han ocupado de esta cuestión (Petronio 1972, Comparato 1974, Rovito 1981, Cernigliaro 1988, Mattone 1989, Romano 2006, Miletti 2006, Di Renzo 2006) destacan el papel de los juristas en la defensa de la personalidad jurídica e institucional del reino. Como señala José María García Marín, en Nápoles el Parlamento defiende la integridad de su constitución jurídico-política, pero también lo hace el Consejo Colateral (García Marín 2002: 23). Una vez más, la estructura y organización de los reinos de la Corona de Aragón de la Baja Edad Media nos ofrece los fundamentos de la aportación de los juristas, particularmente la de los que ostentaron responsabilidades directas en órganos de administración de justicia y de gobierno, así como funciones de asesoramiento y consejo en el alto gobierno, ocupándose al mismo tiempo de poner por escrito su experiencia. En la Península Ibérica es el caso del comentario general del Derecho parlamentario catalán llevado a cabo en el siglo xv por Tomás Mieres (ed. 1553; 1621), o el de la plasmación de las concepciones políticas y de la experiencia acumulada por Pedro Belluga, autor también contemporáneo de Alfonso el Magnánimo, en su Speculum Principis (ed. 1530; García-Gallo 1972). En los territorios mediterráneos, la “edad aragonesa” contempla claras manifestaciones de la madurez que había alcanzado la labor de los “doctores”. En el ámbito bajomedieval de las dos Sicilias, siguiendo la clásica monografía de Andrea Romano (1984), podemos constatar la labor de juristas napolitanos (Mi-

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chele Riccio, Antonio Carafa) y sicilianos (De Benedictus, Ruggero de la Paturra, Leonardo Paternó). Si tenemos en cuenta que todo ello se produce dentro de las condiciones estructurales y geopolíticas que van conduciendo a la “virreinalización” de estos dominios mediterráneos a partir de Fernando el Católico, tal como hemos visto con detalle siguiendo las directrices en su día bien definidas por Lalinde, quedan escasos motivos para sorprenderse por el hecho de que el estado de cosas existente en esta parte de la Monarquía no haga sino mantenerse, afianzarse y prosperar en el siglo xvi (Vicens 1948, Lalinde 1960). La historiografía, tanto política como jurídico-institucional, proporciona un panorama bastante rico en resultados. Conocemos bastante bien la producción normativa y doctrinal propia de cada reino o territorio jurisdiccionalmente singular dentro de la monarquía. Sin duda influyó mucho todo el conjunto de posibilidades que, a efectos de redacción y difusión de textos, tanto normativos como doctrinales, proporcionó la imprenta, pero lo cierto es que en el período habsbúrgico se vivió una extraordinaria intensidad editorial en la labor de publicación y difusión de las normas, pero también de toda la producción que, de forma complementaria, contribuía a la consolidación y perfeccionamiento del ordenamiento jurídico e institucional respectivo (Clavero 1990). Estos procesos tuvieron lugar en cada dominio virreinal y se llevaron a cabo, como mínimo, ante la vista de las autoridades regias presentes en cada territorio. La mera convivencia tolerante con esas iniciativas era una manifestación de que el orden representativo regio formado por los virreyes y los órganos de alta instancia que circundantes, como instituciones que encarnan el poder monárquico, necesitaba contar con razones bien fundamentadas para impedir, mediante su censura, que esta peculiar literatura política y jurídico-doctrinal saliera a la luz. Pero más habitual, normal y coherente con las condiciones existentes es que los virreyes, que solían ser los destinatarios habituales de las dedicatorias que frecuentemente se colocaban en las primeras páginas, favorezcan y promocionen dicha producción e incluso sean los que tomen la iniciativa. Un breve repaso de lo que encontramos en diferentes latitudes de la monarquía nos puede servir. El caso de Navarra resulta particularmente sugestivo y puede tomarse como el primero de esta sucesión. El régimen virreinal se instaura en este reino, como es sabido, como consecuencia de su incorporación a la Corona de Castilla (Rodríguez

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Gil 2002), que había sido posible, a su vez, por la previa conquista del reino. A diferencia de los demás territorios de la monarquía, sin embargo, el Consejo Real navarro siguió residiendo en Pamplona, donde inició su mandato el primer virrey (Diego Fernández de Córdoba, 1512). Nos hallamos así ante la curiosa situación que representa la pervivencia institucional completa de un reino que ha sido objeto de conquista. Hay motivos para pensar con suficiente fundamento y lógica, en la línea que plantea Floristán Imízcoz (1999) que, ante la alternativa de haber podido sufrir las consecuencias plenas de la aplicación del Derecho de conquista, el reino optó por una política de defensa de la continuidad de su estatus jurídico-institucional. Efectivamente, al poco tiempo de la conquista e incorporación del reino a la Corona de Castilla (1515) se inició en Navarra una intensa labor de preservación del Derecho del reino, en la que destacó la pretensión de que fuera aprobada por el Consejo de Castilla la versión del llamado Fuero General de Navarra que el reino pretendía publicar como texto normativo básico, con la denominación de Fuero Reducido, en el sentido de redactado con arreglo a la nueva situación con las debidas adaptaciones y ordenación sistemática (“reducción”). Esa redacción o “reducción” estaba ya lista en 1528, pero el Consejo de Castilla denegó la impresión del texto en 1533, denegación que se volvió a repetir en 1539, motivada por los capítulos en los que se ponía en cuestión la “preeminencia real” (Arregui 2003). Lo mismo ocurrió en el reinado de Felipe II, en el que en un nuevo dictamen del Consejo de Castilla sobre la idoneidad del proyecto, volvía a considerar que, a pesar de que el texto presentado cumplía las condiciones que se habían puesto en la revisión anterior, se rebasaban los límites que el reino tenía en materias como convocatoria de cortes, declaración de guerra, paces y treguas, derecho de acuñación de moneda y condiciones para levantar huestes y cabalgadas. En este debate participaba el reino con sus iniciativas, creando “dudas de Derecho” resueltas como hemos visto por el Consejo de Castilla, presumiblemente apoyado por el de Navarra, en la línea lógica de refuerzo de las regalías sustanciales. Pero debe destacarse el hecho de que la reserva potestativa regia en esas áreas pertenecientes al círculo estricto de la soberanía regia, significa que se mantenía la posibilidad de que se siguiera aplicando el fuero navarro en el resto de su contenido. El reino plantea una revisión del mismo debido a su interés en conseguir el mayor grado de seguridad

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posible para su pervivencia, intentando al mismo tiempo plasmar determinadas concepciones y principios, en un momento en el que estaba “reajustando” su posición, en una coyuntura nueva, en la que, ciertamente, había un factor de peso como era la nueva dinastía, en la persona de Carlos V, lo cual traía consigo el paso a ser parte de una de una monarquía compuesta por una pluralidad de integrantes. Otra materia objeto de debate en Navarra fue la del Derecho supletorio. Se enfrentaron dos tesis, una en favor de la consideración como tal del Derecho común (romano-canónico) y la favorable a que fuera el Derecho castellano el que adquiriera esa posición. Esta segunda opinión fue la que defendió Juan Martínez de Olano (1575), consciente de que se enfrentaba a quienes opinaban “quod illud regnum adaequatum et non submissum fuerit regno Castellae” (García Pérez 2008: 102 y ss.). La doble opinión se fundaba asimismo en la consideración correspondiente de la forma de unión, igual y principal, o accesoria. El reino fue avanzando hacia el reconocimiento de la paridad de su estatus con otros integrantes de la monarquía. La existencia de unas cortes en Navarra que, como es sabido, incluso reforzaron en la Edad Moderna su papel y aumentaron la intensidad de la producción normativa, así como la continuidad de un tribunal de máxima instancia que favorecía la autosuficiencia del reino en materia de jurisdicción contenciosa, fueron factores que hicieron posible el reconocimiento de la plenitud institucional, todo lo cual se entiende mejor, sin embargo, teniendo en cuenta que ese mismo proceso estaba teniendo lugar simultáneamente en otros dominios hispánicos, tanto cercanos, como el señorío de Vizcaya y el reino de Aragón, como en otros más lejanos. Lo cierto es que, como consecuencia de todas estas iniciativas, el reino de Navarra es un caso claro de “reacomodación”, de reequilibrio o recomposición que aparece con bastante claridad y en términos similares a los que se dan en otros reinos (García Pérez 2008: 470). Pues bien, tales caracteres aparecen formulados con claridad en la obra, recuperada por Alfredo Floristán Imízcoz (1999), del licenciado Martín López de Reta, elaborada y expuesta desde dentro de las instituciones regias, pues se trata de un miembro del Consejo Real de Navarra. Lo que resulta llamativo en este caso es que este magistrado, que pertenecía de lleno al círculo institucional regio y se engarza con la posición castellana en la reciente guerra (era beamontés), se manifiesta en términos de queja y agravio ante la progresión que, según él, han experimentado los

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agramonteses. Si estos argumentos reivindicativos tienen fundamento, tendríamos motivos para pensar, avalados por los analizados en los párrafos anteriores, que la posición de reequilibrio tuvo en Navarra expresión cumplida. El reino más amplio, el más rico y más habitado del área mediterránea, el de Nápoles, es claramente, como ha sido suficientemente destacado, de los que sobresalen por la fuerza, peso e influencia que llegaron a tener los magistrados. Toda la trayectoria virreinal de los Austrias españoles en Nápoles no deja de ofrecer un balance de asentamiento y consolidación de su Derecho patrio. Esta expresión resume muy bien la cuestión que plateamos en este artículo, en el que se pretende mostrar la conexión entre dicho Derecho patrio y la labor de los juristas de cada reino, en particular la de los que ejercieron las más altas magistraturas y supieron plasmar su experiencia en una obra doctrinal que dejara huella para el tiempo que les tocó vivir y para el venidero. En el caso de Nápoles, en el que no son escasos los virreyes que reflejaron con fuerza el autoritarismo regio (Hernando 1994 y 2001) y la intención de llevar al reino de forma clara la política contenida en las instrucciones y planteamientos gestados en la metrópoli, el balance general del periodo es claramente favorable a los argumentos aquí expuestos: asentamiento institucional conseguido a través de la acción continuada de los órganos de gobierno y justicia, presididos por un virrey que ejerce temporalmente, pero integrados por magistrados que tienen mayor continuidad. En una reciente y completa exposición de esta perspectiva para el reino de Nápoles, la que ofrece Marco Nicola Miletti (Miletti 2006), se parte de considerar unitariamente la labor de creación del Derecho y la de su aplicación, interpretación y estudio doctrinal. En el plano normativo se manifiesta en Nápoles el fenómeno de la recopilación de normas emanadas de la autoridad unilateral del príncipe, las pragmáticas, en 1536, en tiempo del emperador Carlos V. Es posible, en este sentido, identificar juristas, muchos de ellos miembros de las curias napolitanas (Consiglio Colaterale, Camara de la Sumaria, Sacro Regio Consiglio) algunos de los cuales accedieron al Consejo de Italia, y procuraron enriquecer y asegurar con su apoyo doctrinal este ámbito de la normativa regia unilateral del príncipe. El resultado final terminaba siendo compatible con la consideración de que ese ámbito normativo no era discordante como tal con el Derecho del reino. Cier-

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tamente, eran componentes más genuinos de éste la costumbre y el Derecho ya consolidado en fases anteriores de la historia, que el nuevo titular del poder estaba obligado a reconocer y jurar. Es el caso de las normas ya acumuladas en virtud de su existencia anterior por la vía de legitimación que les otorgaba el haber sido promulgadas mediante mecanismos, parlamentarios o propios de los órganos asesores del monarca, que hicieran posible el consenso entre el rey y los representantes del reino, en su totalidad o en parte, como fundamento de la norma promulgada. De este modo se generaba un corpus normativo que la práctica de los tribunales y la posterior labor de estudio, comentario y reelaboración doctrinal, terminaban de consagrar como elemento integrante del Derecho del reino, es decir, del Derecho patrio. En el reino de Nápoles, cabe distinguir la labor de algunos magistrados como Carlo Tapia, orientada a fortalecer la posición del rey en relación al reino (Miletti 2006: 446). Ahora bien, el papel de los magistrados en su aportación a la consolidación del Derecho e instituciones del reino no termina aquí, sino que se extiende a la doctrina jurídica, en general, y a la del género decisionista en particular. De todos estos elementos y factores creo legítimo concluir que el corpus institucional del reino napolitano no tuvo excesivos problemas a la hora de presentarse ante la monarquía católica y conseguir en ella un lugar propio (García Marín 2000, Miletti 2006: 482). Se compartía claramente en Nápoles con los otros territorios italianos la defensa del modelo confederal mediterráneo. En todos ellos se mantiene la idea de que ese orden lleva, a fines del siglo xvii, 200 años en vigor, y lo toman al menos como mal menor. Lo dice muy claro Francesco d’Andrea, quien en el ambiente especial de las vísperas de la Guerra de Sucesión, tiene un concepto claro de la importancia y validez del Derecho propio, basado en la tradición histórica mantenida, con atención especial a la ley, el Derecho y la aportación doctrinal de los doctores, magistrados del país, que logran formar un corpus sólido de Derecho del reino (Mastellone 1969: 176). Para el vecino reino de Sicilia contamos también con el reciente balance valorativo que proporciona Andrea Romano (2006). Con su amplio conocimiento del mundo de los letrados y magistrados sicilianos bajomedievales (Romano 1984), en el que ya destacan figuras que representan fielmente el desempeño de responsabilidades de gobierno del más alto nivel, para la época de los Austrias destaca este autor la tempra-

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na formación y conciencia en la isla de la posesión y disfrute de un Derecho propio, fundado en cuanto a su legitimidad histórica y jurídica en la autosuficiencia de un reino que alega el no haber sido nunca conquistado. La autoridad regia dota a todo el ordenamiento siciliano, tanto de ámbito parlamentario (constituciones y “capitula”) como de creación unilateral del rey (pragmáticas) de la debida solidez y seguridad. Todos estos caracteres son aplicables al otro territorio italiano con presencia, a través del Consejo de Italia, en la corte madrileña, el Ducado de Milán. Ugo Petronio, en su clásica monografía (1972) sobre el Senado milanés, había expuesto de forma clara la deuda que el Ducado tenía con algunos de sus brillantes magistrados, en lo que se refiere a la maduración y conformación de una estructura constitucional en la que la continuidad histórica entre los periodos ducales anteriores y el ostentado por Carlos V desde 1535, se presentaba de forma natural y convincente. Parece la forma más razonable de entender la edición de las Novae Constituciones Maediolanenses, en 1541, y la continuada labor de los juristas y magistrados lombardos que, independientemente de las diferencias que pudieran tener entre sí, actuaron en todo momento como vehículos de expresión de una realidad jurídica e institucional madura y enraizada en una trayectoria previa, en la que los nuevos duques de la rama española de los Habsburgo no hacían sino iniciar una nueva fase. Las Novae Constituciones Maediolanenses habían tenido una larga gestación previa, favorecida por Francisco II Sforza. Ahora bien, la fase abierta en los años de Carlos V no dejó de ser una circunstancia favorable para, no sólo la promulgación, sino también para la consolidación de aquéllas. Es una muestra más de la forma natural en que un ordenamiento propio se asienta en el seno de la monarquía. En el caso de Milán la complementariedad de tal ubicación con la labor de los magistrados no puede ser mayor, y tiene un claro escenario, que no es otro que el Senado milanés. La reciente síntesis de Gigliola di Renzo Villata (2006) lo confirma plenamente, y nos lleva a la necesidad de destacar aún más, si cabe, la labor de los juristas milaneses, pues, aparte de las Novae Constituciones Maediolanenses, no hubo en el ducado milanés, a diferencia de los reinos de Nápoles y Sicilia, una recopilación sistemática de textos normativos, lo cual se suple a través de la doctrina, partiendo de las sentencias y de la común observancia y costumbre de la provincia.

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Todas estas circunstancias, a través de las cuales se acentúa la contribución de lo que se conoce como clase togada al afianzamiento de su Derecho patrio, no puede considerarse como un hecho aislado, sino conectado con los que tienen lugar en otros dominios por iniciativa de los correspondientes magistrados y juristas. En mi opinión, la pertenencia a la Monarquía Hispánica fue en el caso de Milán, como en los otros aquí analizados, un factor que contribuyó a dicha consolidación. Una manifestación clara del fenómeno la hallamos en el reino de Cerdeña (Tore 2004), en el que la colaboración de los magistrados que formaban parte de los órganos de gobierno y justicia del reino en la consolidación de su Derecho e instituciones fue de primer orden. Creo que se puede identificar en este caso un trío de magistrados que realizaron una labor de afianzamiento del Derecho patrio, empezando por el de orden consuetudinario propio de la tierra sarda, la Carta de Logu, que fue objeto de un extenso comentario por Jerónimo Olives, ascendido al Consejo de Aragón como abogado fiscal y que publicó su obra en Madrid, en 1567. Francisco de Vico, miembro durante bastante tiempo de la Audiencia sarda, accedió también como regente al Consejo de Aragón en 1624, desde donde procedió a una recopilación de las pragmáticas reales, ordenando la formulación de las mismas juntamente con la producción normativa de orden parlamentario. A todo ello se unió su iniciativa en la redacción, propia o a través de mano ajena o con ayuda de la misma, de una Historia del Reino de Cerdeña (Manconi 2004). La actividad parlamentaria sarda fue también objeto de ordenación y publicación por parte de otro prestigioso jurista sardo, Joan Dexart (1645), que perteneció también durante largo tiempo a las más altas instituciones de la administración real de gobierno y justicia. No puede decirse que la actuación virreinal en la isla de Cerdeña fuera siempre pacífica (Vilosa 1674, Dissertatio sexta), pero no cabe dudar de que la intervención de la misma en un largo plazo, con la intervención de magistrados que pertenecieron plenamente al cuerpo institucional, virreinal primero, la Audiencia del reino, y central después, el Consejo de Aragón residente en la corte, contribuyó decisivamente a la fijación del Derecho del reino (Mattone 2004, Arrieta 2008c), en la medida en que supieron presentar ordenada y conjuntamente el Derecho de la tierra (Carta de Logu), el del reino (capítulos de cortes) y el del rey (pragmáticas reales). Precisamente porque estos magistrados se encuentran sumidos a veces en situaciones conflictivas, en momentos en que resulta necesa-

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rio dar una respuesta institucional que sirva para salir al paso de aquéllas, resulta doblemente meritorio y trascendente el papel que en tales ocasiones supieron cumplir. Para el caso del reino de Aragón resulta muy ilustrativa la obra de Pedro Calixto Ramírez, miembro de la Audiencia durante largo tiempo y dedicado también a la docencia universitaria. De los muchos aspectos que se cubren en su excelente tratado sobre la lex regia (Ramírez 1616; Fernández Albaladejo 2007), cabe destacar el lugar que ocupa en ella la consideración de la costumbre como constitución del reino, así como la forma en que concibe la razón de ser de las cortes y su papel en la creación del Derecho. De ese modo, después de las “alteraciones” de 1591 (Gil Pujol 1989) fue este magistrado de la Audiencia real quien proporcionó una propuesta que sirviera de base para una vía de continuidad del Derecho e instituciones del reino aragonés. Debe destacarse el hecho, en mi opinión, de que es precisamente la experiencia ministerial continuada la que da pie a estos juristas para la presentación y defensa del Derecho propio, si bien en la mayoría de los casos son ellos, precisamente, quienes facilitan la integración del Derecho del rey en el conjunto normativo e institucional del reino. En el de Valencia destaca la elaboración de un amplio tratado sobre el régimen del reino, es decir, sobre el complejo institucional valenciano, obra de Lorenzo Mateu y Sanz (1656) completada por la que desde la cúpula cortesana representada por el propio Consejo de Aragón, llevó a cabo el vicecanciller del mismo, el también valenciano Cristóbal Crespí de Valdaura (1666). En el reino de Valencia la labor de los juristas y magistrados que auxiliaron a los virreyes desde la Audiencia pone de manifiesto de forma sólida la tesis defendida en este artículo (Arrieta 2008a: 64; 200b: 23). El análisis de esta cuestión en el caso de los virreinatos indianos supera ampliamente los límites de este artículo, pero creo que cabe un breve acercamiento que en mi opinión puede ser suficiente para comprobar, o al menos vislumbrar, que la idea, nada original por otra parte, de la cimentación de los dominios virreinales en los órganos de administración de justicia y de gobierno, tiene también clara manifestación a través de la labor desarrollada en aquéllas tierras por los juristas y magistrados que ocuparon dichos tribunales y dependencias administrativas. Se suele citar, con sobrado fundamento, el caso de Juan de Solórzano Pereira, para destacar su progresiva adhesión a la tesis de la unión de los reinos de Indias a la monarquía “aeque et principali-

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ter” (Andrés Gallego 1996). Anthony Pagden (1997: 182) ha señalado la deuda que Solórzano parece tener con el napolitano Camilo Borrelli (1611) al abrazar esa tesis, muy activa también en los planteamientos político-jurídicos plasmados en la doctrina jurídica formulada por magistrados y juristas de otros dominios de la monarquía, muchos de ellos citados por ese motivo en este artículo. Un caso claro es el representado por Pedro Frasso, jurista sardo formado en Salamanca que pasó largos años en algunas audiencias indianas antes de regresar a la península para incorporarse al Consejo de Aragón en 1692. Destaca por haber sido autor de un importante tratado de defensa del regio patronato y de la delimitación entre la jurisdicción real y la eclesiástica (1677; Arvizu 1986a y 1986b). Frasso se confiesa admirador de Solórzano, al que considera maestro y preceptor. Resulta oportuno a los efectos de este artículo destacar la intensidad con que Frasso defiende el cuerpo institucional que forman, consideradas conjuntamente, las audiencias indianas y el correspondiente consejo residente en la corte. No es extraño que el argumento le ayude en su defensa de la tesis de la unión principal como susceptible de ser legítimamente aplicada a los reinos de Indias, al menos en la materia del regio patronato (Frasso 1775: 45 y ss.). Tampoco lo es, a estas alturas de la presente exposición, que se base en su experiencia sarda y que cite como uno de los autores básicos a Jerónimo Olives y su glosa a la Carta de Logu (Frasso 1675: 45 y ss.). Si esto ocurría a fines del siglo xvii, tampoco cabe extrañarse de que esta tendencia al refuerzo de la autosuficiencia de la realidad institucional indiana se consolide en el siglo siguiente, como bien señala Rafael García Pérez al estudiar la situación del Consejo de Indias en la segunda mitad del siglo xviii (García Pérez 1998).

Crisis y conflicto en los virreinatos e intervención de los magistrados de las audiencias: algunos casos significativos Los virreinatos, vistos en su acepción de periodos virreinales, contemplan en su experiencia espacios temporales más o menos pacíficos, pero también otros conflictivos, que tienen su máxima expresión en la muerte física, por asesinato, de la persona de los virreyes. Rafael Vilosa

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(Arrieta 1993), que ocupó las más altas magistraturas en Cataluña (desde 1652), Milán y Nápoles, para terminar su carrera en el Consejo de Aragón (desde 1663 hasta su fallecimiento en 1681) analizó monográficamente en una de sus disertaciones (concretamente la sexta, editada en Nápoles en 1674) el caso de los dos virreyes asesinados en el tiempo que le tocó vivir como titular de las más altas magistraturas, para defender la tesis de que se trataba de delitos de lesa majestad, equivalente a la muerte del propio rey. El periodo comprendido entre el asesinato del virrey de Cataluña, don Dalmacio de Queralt, conde de Santa Coloma, en los trágicos días del corpus de Sang de 1640 y el del virrey de Cerdeña, el marqués de Camarasa, en julio de 1668, lo califica Vilosa de “truculento”, reflejado en la cantidad de libros coetáneos cuyos títulos expresaron directamente “lúgubres tragedias”, como rebeliones y destrucciones de reinos (Bisaccioni 1653, Assarino 1645), estragos causados por los ejércitos, pestes y epidemias, “parricidios” de reyes, funestas guerras, apariciones de cometas portentosos y alteraciones de los elementos… (Vilosa 1674: 223-224). Entres esas tragedias se encuentran sin duda, como manifestaciones de la alteración sustancial del orden de las cosas, las violentas muertes en la persona de los virreyes, que no son, además, actos aislados, sino muestra de la subversión de todo el orden constitucional del reino. En el caso de Cataluña, los rebelados contra la monarquía acabaron con la vida del virrey, pero también con la de varios miembros de la Audiencia. Algunos salvaron la vida con muchos apuros y dificultades y vivieron para contarlo. Es el caso de Felipe Viñes que fue, probablemente, el máximo defensor de la conciliación entre el poder regio y la constitución del Principado, pero que fue visto, sin embargo, como exclusivo representante del primero y por ello buscado con ahínco en los días de la revuelta. Viñes fue el primero en Cataluña en calificar el Derecho e instituciones del Principado como la lex regia catalana, y siguió la carrera habitual de magistrado. Sin embargo, fue perseguido en los días del corpus de Sang, hasta el punto de que tuvo que disfrazarse, según su propio relato, para escapar de las iras de los segadors, que le estaban buscando expresamente. Una vez más, estos servidores de la monarquía se muestran coherentes con la obligación de ser fieles en los momentos de mayor intensidad antimonárquica, dirigida directamente contra ellos (Villanueva 1999). Si los convulsos años cuarenta catalanes (Arrieta 1995) contemplan el asesinato del virrey y de varios magistrados de la Audiencia, nos

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proporcionan también el caso extremo de cambio de fidelidad monárquica y, en consecuencia, de virrey, pues los años de separación del Principado de la monarquía española para pasar a la obediencia de la francesa, fueron también “virreinales”. Es el caso de los Francisco Martí Vildamor, padre e hijo, magistrados catalanes que con motivo de la guerra e inicio de dicho período de cambio de fidelidad hacia la monarquía francesa y a sus respectivos virreyes, pusieron al servicio de éstos todos los esfuerzos y sacrificios que sus hasta entonces colegas de la Audiencia tuvieron que mantener hacia Felipe IV. A los efectos de la cuestión que abordamos en este artículo, el peso y papel de los magistrados como miembros de los tribunales, es decir, del cuerpo institucional del reino cuya constitución presentan, estudian y defienden, tenemos en Cataluña el caso de un representante de este supuesto, Francisco Martí Vildamor junior. Martí Viladamor representa de forma fiel y particularmente interesante la cuestión que nos ocupa, pues su primera obra importante en el plano del pensamiento político y jurídico, la Noticia Universal de Cataluña (1640), estaba escrita para presentar ante la monarquía española la forma en que el Principado pudiera mantenerse dentro de ella. Viladamor consideró fracasado el intento y al poco tiempo mostró claramente que la vía del cambio de fidelidad estaba justificada. En 1644 publica su segunda obra de importancia, el Praesidium Inexpugnabile, en la que se dirige a su nuevo y recién estrenado rey, Luis XIV. Y lo hace muy consciente de que su posición ministerial (baile general y cronista del Principado) tiene en ese momento alto valor político (Capdeferro 2007). El Praesidium tiene la clara finalidad de presentar ante la monarquía francesa la lex regia catalana, es decir, el conjunto formado por la historia y tradición jurídico-política del Principado, juntamente con el lugar ocupado por el príncipe, cuyas potestades no se discuten y se consideran compatibles con una concepción pactista del ejercicio del poder político. Resulta interesante comprobar que en la elaboración de esta exposición del Derecho e instituciones catalanas, su lex regia, Martí Viladamor recurre a la obra de Pedro Calixto Ramírez (1616) no de forma aislada sino de manera sistemática y literal, de modo que la deuda del catalán con el aragonés es total e indudable. Ello permite, sin embargo, trazar similitudes y diferencias. En el apartado de las similitudes y puntos de conexión hallamos sin duda la medida en que ambos au-

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tores escriben desde la estructura virreinal para dirigirse a sus respectivos reyes. Ramírez actuó en un solemne acto académico ante Felipe III en Zaragoza (Fernández Albaladejo 2007) y al cabo de unos años publicó su tratado sobre la Lex Regia (1616), con la clara intención de proporcionar una amplia exposición del Derecho e instituciones aragonesas. La posición regia es objeto de preferente atención, situada precisamente en el entramado institucional del reino, como titular indiscutible de la potestad normativa, incluso de la ejercida en cortes. Se cuida asimismo el abanico potestativo regio, desplegado en una larga lista de regalías, cuyo ejercicio no deja de estar subordinado a la necesidad de actuar con causa suficiente. Ramírez no olvida la figura del virrey y su lugar en relación a la constitución del reino (Ramírez 1616: 102) a la que debe adaptarse. Es interesante la comparación entre la obra de estos dos autores, fiel reflejo de la medida en que se concentra la intensidad de la función ministerial en dos ámbitos virreinales, los de Aragón y Cataluña, en momentos cruciales de su trayectoria histórica. La obra el Pedro Calixto Ramírez, plasmación de un planteamiento de futuro ligado a una situación de crisis y conflicto, y construida como respuesta realista a la misma, resultó tener una aplicación en la vida futura razonablemente positiva. La exposición de la lex regia catalana que Vildamor hizo a Luis XIII y a su sucesor, por el contrario, no tuvo ninguna incidencia en la monarquía francesa ni en la disposición que esta adoptó para la parte de Cataluña que permaneció bajo la obediencia borbónica a partir de 1659, donde Viladamor pasó el resto de sus días. En esos mismos tiempos, y en circunstancias hasta cierto punto parecidas, Joao Salgado Araujo publicó también una Lex regia de Portugal (1625; Schaub 2001: 92 y ss.). Se trata también en este caso de presentar un “virreinato” ante una monarquía que reúne en su seno muchos más. Un territorio virreinal que no es, sin embargo, una provincia sometida y subordinada a una metrópoli absorbente, sino un ámbito de jurisdicción propia absolutamente autosuficiente, cuya única diferencia, en relación al periodo anterior a Felipe II y a las Cortes de Tomar de 1581, consiste en haber pasado a tener, a partir de esa fecha, el mismo “rector” que el resto de reinos y coronas de la monarquía. A los efectos de lo que aquí se trata, resulta muy significativa la exposición de Salgado Araujo en su Lex Regia de Portugal, tanto por su contenido como por la posibilidad que nos brinda de establecer de-

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terminadas combinaciones con otras exposiciones de la lex regia como las del reino de Aragón o el principado de Cataluña, respectivamente. Jean Frederic Schaub (2001: 92 y ss.) ha llevado a cabo una lectura muy precisa y acertada de lo que la Lex Regia de Salgado Araujo representa, suficiente para constatar los muchos puntos en común con los autores, un aragonés y un catalán, que trataron de exponer y situar sus respectivas “leyes regias”. Por lo demás, en el caso portugués encontramos una clara manifestación de la medida en que son sus propios juristas y magistrados los que despliegan el cuadro de instituciones, jurisdicciones de máxima instancia, y ejercicio ordinario de las mismas, en una continuada y cotidiana plasmación de decisiones de justicia y de gobierno. La amplia y brillante producción doctrinal portuguesa de este periodo no deja de ser una muestra de la forma y medida en que el cuerpo institucional y normativo del reino de Portugal reivindica su lugar propio en el seno de la monarquía católica. En mi opinión, el caso portugués es el más destacado en claridad e intensidad en “presentación” o “comparecencia” en el nuevo escenario de la monarquía con la exposición y exigencia de pervivencia y respeto de su estatus constitucional (Hespanha 1989). No queda ninguna duda de que es precisamente la plenitud institucional en el plano de los órganos dotados para el ejercicio de jurisdicción de máxima instancia, la que de forma más propia y directa plasma la personalidad constitucional portuguesa. El paso a formar parte de la monarquía de España no hace sino trasladar la plataforma de ejercicio de la máxima instancia a la metrópoli madrileña, patria común de todos los súbditos de la monarquía católica. En ese nuevo escenario, Portugal no pierde, a través de su consejo en la corte, su pasillo propio de relación con el rey. Preserva plenamente no solo su ámbito jurisdiccional específico y exclusivo, sino también su ejercicio por magistrados expertos, de buena y adecuada formación, dispuestos plenamente a cumplir su papel: el de preparar, presentar y defender toda una tradición propia, un corpus normativo e institucional, pero representado y materializado por un grupo de magistrados que no son más que un eslabón de una larga cadena generacional. La incorporación a la Monarquía Hispánica no deja de ser el paso a formar parte del llamado sistema polisinodial, en el que Portugal pretende asegurarse un lugar propio. Los intentos de uniformización, asimilación o, sobre todo, subordinación directa o indirecta

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a Castilla como reino vecino (Clavero 1982), más potente y más capacitado para actuar en una línea asimilacionista, serán objeto de oposición y contestación pudiendo llegarse, como ocurrió, a la respuesta armada y a la separación. Ahora bien, en los años de pertenencia a la monarquía de los Austrias españoles, se produjo en Portugal una reactivación de los factores que hicieron posible la ubicación del reino en el concierto de aquélla (Cardim 2004: 364) lo cual recuerda mucho el proceso seguido en Navarra y en los otros casos vistos en las páginas anteriores. El factor de la emulación al que alude Pedro Cardim estuvo presente. Si produjo efectos en el relativamente corto espacio de tiempo, apenas 60 años, de vida en común, qué no decir de las influencias recíprocas y aspiraciones a la equiparación que manejaron los reinos que participaron en esa convivencia durante 200 años, en algunos casos, como los mediterráneos que hemos destacado en este artículo, con una larga tradición bajomedieval anterior.

Solidez y fijeza de las audiencias; movimiento y rotación de los virreyes Si hemos destacado en este artículo la solidez y continuidad de los tribunales de los reinos, la labor constante de sus magistrados en su quehacer cotidiano, todo lo cual dota a las lugartenencias de sus elementos más distintivos, los virreyes se caracterizan, por su parte, por el movimiento y la rotación. Una recapitulación de las listas de virreyes que ejercieron como tales en diferentes reinos de la Monarquía Hispánica, sin ser exhaustiva, (Musi 2000, Pérez Bustamante 1993 y 1994) permite comprobar que una docena de familias de la alta nobleza castellana se encuentran por encima de la decena de ocasiones en que fueron “alter nos” del rey. Destaca la familia Álvarez de Toledo, duques de Alba, junto con las familias Mendoza (duques del Infantado), Pacheco (duques de Escalona), Velasco (duques de Frías), Guzmán (duques de Medina Sidonia, Medina de las Torres, Sanlúcar la Mayor). También ostentaron la dignidad virreinal en múltiples ocasiones, por encima de la media docena, miembros de las familias De la Cueva (duques de Alburquerque), Manrique (duques de Nájera), Fernández de Córdoba (duques de Sessa); Suárez de Figueroa (duques de Feria); Téllez-Girón (duques de Osuna); Zúñiga (duques de Béjar). Igualmente, fueron

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asiduos responsables de la lugartenencia regia miembros de las familias Afán de Ribera (duques de Alcalá), Cárdenas (duques de Maqueda), Enríquez (duques de Medina de Rioseco), Orozco (marqueses de Mortara y de Olías), Portocarrero (marqueses de Montesclaros). El seguimiento de la trayectoria seguida en la ocupación de virreinatos permite constatar la citada continuidad familiar, de modo que a veces se suceden varias generaciones en la ocupación del cargo en diferentes lugartenencias. Si tomamos la familia Álvarez de Toledo, duques de Alba, en una muestra que no sería completa, pero sí suficientemente significativa, de 15 puestos virreinales ocupados por esta dinastía entre 1532 y 1680, ofrece el resultado de seis virreinatos en Nápoles, tres en Milán, dos en Sicilia, dos en Navarra, uno en Cataluña y uno en Perú. Como vemos, predominan los virreinatos italianos, lo que explica que en algún caso tuvieran acceso al consejo correspondiente, el de Italia, como presidentes del mismo. Es el caso del duque de Alba, VII marqués de Villafranca, que fue virrey de Nápoles y de Sicilia en los años 70 del siglo xvii, o del VIII conde de Oropesa, que fue virrey de Milán y de Navarra, antes de ascender a presidente del Consejo de Italia. En un nivel algo inferior, pero muy destacado también por su servicio a la monarquía, se encuentra la familia Mendoza, duques del Infantado. De una lista, insisto, no exhaustiva, de 17 virreinatos ejercidos por miembros de esta familia, cinco fueron en Navarra, tres en Milán, dos en Cataluña y Aragón, y uno en Valencia, Nápoles, Sicilia, Nueva España y Perú, respectivamente. No hay duda, por lo tanto, de la forma rotatoria, endogámica, con presencia predominante de miembros de la nobleza castellana, que, en una consideración global, caracteriza la ocupación del cargo de virrey. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que, por una parte, esa movilidad y rotación es paralela a la mayor fijeza y solidez de los órganos que van a presidir, las audiencias y consejos de los reinos, en los que concurre el hecho de su composición por magistrados que, frecuentemente, ocupan sus cargos durante varios periodos virreinales. Aunque la tendencia general es la de que los magistrados formen su cuerpo en el ámbito virreinal y se muevan, en su caso, para ascender a los consejos correspondientes, pasando a residir en la corte, podemos comprobar la existencia de algún caso en el que el virrey ha procurado atraer a todo un grupo de magistrados. Es el caso de Melchor de Navarra y su período virreinal en Indias (Arrieta 2007). Por otra parte, el carác-

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ter “circulatorio” que hemos adjudicado a los virreyes, tampoco está ausente en muchos magistrados que prestaron sus servicios en varias cortes virreinales. Y lo más importante y evidente: si de circulación, influencias mutuas, recepciones de ideas y doctrinas se trata, la de los magistrados en los que hemos centrado la atención tenía un campo absolutamente abierto, como lo era el propiciado por la difusión y circulación de los muchos libros que dieron a la imprenta. Volviendo, para terminar donde empezábamos, a la memoria que dejaron los virreyes, vemos que no fueron raras las lugartenencias ocupadas consecutivamente por miembros de la propia familia, lo cual significa que los magistrados convivían también con ellos, como si se tratara de pequeñas dinastías de virreyes, lo cual acentúa el paralelismo con la figura a la que representan. Esta imagen de residuales “vireinatos” decadentes está muy presente en la novela de Federico de Roberto, tanto en el título como en el hecho de que se inicie con la lectura de un testamento. El cambio que se avecina y toma cuerpo a lo largo del relato, está representado en la otra novela a la que nos referíamos al principio de estas páginas, El Gatopardo, de forma igualmente gráfica pero con un tono más irónico. En el mundo de los virreyes, magistrados de los tribunales y altos prelados eclesiásticos de un reino de las Dos Sicilias que tocaba a su fin, la alternativa más destacada es la que parece representar un avispado comerciante, don Calogero Sedàra, convertido, eso sí, en barón… del Biscotto.

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Los virreyes del Estado de la India en la formación del imaginario imperial portugués1 Catarina Madeira Santos École des Hautes Études en Sciences Sociales, Paris

Este capítulo es en gran parte el resultado de una investigación que desarrollé hace algunos años en torno al estatus de una ciudad asiática –Goa– que los portugueses convirtieron en la capital del Estado de la India a comienzos del siglo xvi. En ese momento, la problemática general ante la que pretendía situarme era la de la formación de la capitalidad en el espacio del imperio portugués, partiendo del presupuesto de que lo que permitió la existencia de una capital colonial fue la residencia del virrey, alter ego del rey de Portugal, y el establecimiento del aparato virreinal equivalente a un conjunto de instituciones, prácticas ceremoniales y símbolos asociados a la figura regia. En este texto retomaré algunos de los asuntos que desarrollé en ese estudio para defender la tesis de la bifrontalidad de Goa, una capital que se crea para responder simultáneamente a parámetros políticos europeos y asiáticos.

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La reflexión sobre la formación del virreinato de la India en el contexto de la colonización portuguesa no se puede desvincular de la emergencia de la ciudad de Goa como capital del Estado de la India. Se trata de explorar el problema de la soberanía en Oriente tanto en relación a los poderes como en relación a las condiciones de su ejercicio. Pensar en los fundamentos jurídicos del Estado de la India exige tomar en consideración la cultura jurídica coetánea así como la definición de la propia política adoptada para mantener la presencia portuguesa en Oriente. Soporte jurídico y ajuste de la política en Oriente componen, así, el cuadro en el que se esboza la génesis del virreinato y con él la centralidad de Goa, nombrada “cabeça e asento principal do estado que nas partes do Oriente tem a Coroa de Portugal”2. Expresiones como ésta aparecen en diversos tipos de documentos, dando cuenta de la superioridad de Goa con respecto al resto de ciudades, factorías y fortalezas de Oriente.

Los fundamentos jurídicos El proyecto de un Estado de la India y de una ciudad que fuese su capital sólo comenzó a ser posible a partir del momento en que la Corona portuguesa decidió duplicar en el Asia meridional las regalías, que se encontraban tradicionalmente asociadas al ejercicio del officium regis, es decir, cuando surgió un magistrado investido de los poderes reales que representaba al rey de Portugal y su soberanía en un espacio exterior al metropolitano. Fue exactamente en ese momento cuando los objetivos subyacentes al avance portugués hacia el océano Índico evolucionaron de una presencia de matriz intermitente, sustentada por una política diplomática y bélica dependiente del envío anual de armadas, a un programa de presencia permanente y afirmación de la soberanía regia/soberanía imperial, distinción también presentada por Luís Filipe Thomaz a propósito del proyecto político de Manuel I para Oriente. Optamos en este texto por la doble designación, porque nos parece aquella que de forma más rigurosa puede describir la especificad de la irrupción política de los portugueses en el Índico3. 2. Luz (1960: 5). 3. Thomaz (1990: 40).

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El propio soporte jurídico de la expansión portuguesa en esa área se transformó: las regalías o poderes regios, empezaron a ser ejercidos en Oriente gracias a la creación de la figura del virrey, y con ella, a la formación del sistema virreinal. La diferenciación entre la figura del virrey y el sistema o régimen virreinal, lejos de ser gratuita, resulta de gran utilidad para definir nuestro objeto de estudio. Desde luego, el segundo ofrece mayor complejidad que el primero. El régimen virreinal es más amplio porque remite a sistemas múltiples de organización administrativa que, junto con la institución principal, atañe a otras secundarias subordinadas y a las prácticas políticas anexas. Son éstas y la institución principal del virrey las que componen, por tanto, este sistema más extenso. En esta perspectiva, nos interesa estudiar la figura del virrey pero también el impacto que en una institución de este género provoca, fundamentalmente en lo que se refiere a la creación de los organismos de la administración central, la acuñación de moneda o la formación de una vida de corte. Hasta 1505, fecha de la concesión del título de virrey, con su consiguiente regimento, a Francisco de Almeida, el ejercicio de poderes mayestáticos en Oriente había sido extremadamente restringido y parcelado. Durante los primeros siete años después de la conquista, los portugueses enviaron seis armadas que, irrumpiendo en el Índico, llevaron a cabo acciones bélicas o establecieron relaciones diplomáticas (en 1501 llegaron a Lisboa dos embajadores del rey de Cochim), interfiriendo también en las redes marítimo-comerciales indias preexistentes, a las que la factoría de Cochim, fundada en 1501, el mismo año en que Alvares Cabral llegó a la India, y después la de Coulão y Cananor servían de apoyo. El regimento del capitán de viaje atribuido a Vasco de Gama se ha perdido. Sólo João de Barros ha hecho referencia a él4. Vasco de Gama estableció un tratado de paz con Cochim que regulaba la amistad y el comercio con Portugal así como las relaciones diplomáticas con Melinde. En relación a Vasco de Gama hay también que considerar el hecho de que Manuel I le hubiese concedido el Almirantazgo de la India en 1500. El conde da Vidigueira, sin embargo, sólo tomó posesión

4. Barros (1932: 140).

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del cargo el 30 de enero de 1502. El regimento estaba inspirado directamente en el Regimento del almirante de Portugal, del que era una extensión. Su autoridad era ejercida en el mar y, como mucho, en los puertos, en todo aquello que tuviese que ver con el desempeño de ese cargo. Su poder se traducía en un conjunto de derechos de naturaleza judicial honorífica y económica. Según A. Vasconcelos Saldanha, muchas de las disposiciones del regimento, inspiradas en la tradición ibérica, estaban ya obsoletas en tiempos de Vasco de Gama, por lo que el cargo interesaría al conde-almirante y a sus sucesores ante todo por la vertiente honorífica y los beneficios materiales que de él se derivarían. Al regimento de Vasco de Gama5 se le permitía establecer relaciones diplomáticas en nombre del rey de Portugal, y en la carta de poder del capitán mayor otorgada a Pedro Alvares Cabral6 se verificaba que, entre los poderes mayestáticos, apenas se encontraban delegados aquellos relativos a la capacidad de hacer la guerra y la paz, y establecer relaciones de amistad con los reinos indios; en suma, aquello que en el sistema de las regalías se denominaba ius belli et pacis. António Vasconcelos Saldanha estudió esta creciente autonomía de los derechos mayestáticos relativos a la guerra, la paz y la tregua, en la carta de poder atribuida a Pedro Álvares Cabral, y sobre la creación del virreinato en el Estado de la Inda7. El año 1505 marca, por lo tanto, aquello que muchos autores han llamado “la fundación del Estado de la India”, ya que fue en ese momento cuando fue instituida la magistratura del virrey. La concesión del título de virrey no se ha localizado ni en la carta de poder ni en el regimento; probablemente se trataba de un documento autónomo. Alexandre Lobato dice del regimento atribuido al conde de Vigueira que constituyó el “primeiro estatuto político do Estado da Índia”8, y Luís Filipe Thomaz estudió el nacimiento de la expresión “Estado da Índia”, y la primera utilización de la expresión, en João de Barros9. Con esta magistratura se duplicaron las atribuciones jurídicas regias por medio de la delegación de esos poderes mayestáticos en un repre-

5. 6. 7. 8. 9.

Radulet (1989: 13 y ss.). Faria (1978). Saldanha (1997: 333 y ss.). Lobato (1955); Rego (1962: I, 146-153). Thomaz (1995: 207).

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sentante del rey. La carta de poder y el regimento de 1505, concedidos a Francisco de Almeida, constituyen el marco fundador de una política de presencia continuada en el Índico, y de una estrategia de afirmación de soberanía plena o compartida. Esta fecha representa, de acuerdo con Borges de Macedo, la exportación del poder organizado: “pela primeira vez, desde Roma, a Europa vai exportar poder organizado. E fá-lo para a Índia”10. Hablar de un programa de afirmación de soberanía en la India para los años inmediatamente posteriores a 1505 puede suscitar reservas y es natural que así sea dada la escasa expresión territorial del poder portugués. Sin embargo, la alteración de la titularidad regia en el periodo manuelino (1495-1521) ayuda a explicar esta aparente contradicción. Ya en 1499 Manuel I usó el nuevo título cuando participaba al cardenal protector el regreso de Vasco de Gama de la India. Al “senhor de Guiné”, título usado por João II, añade el de “senhor da navegação, conquista e comércio da Etiópia, Arábia, Pérsia e Índia”. La alteración estaba legitimada por el contenido de las cartas pontificias que fueron otorgando al rey de Portugal un área de expansión cada vez más extensa11. En la bula Romanus Pontifex, fechada en 1455, Nicolás V sólo concedía a los portugueses la reivindicación de aquellas tierras y navegaciones atlánticas que condujesen a una supuesta playa meridional. La Inter Caetera (1456) ya incluía en esta área exclusiva de los portugueses África Oriental, Arabia y Persia. Sin embargo, todo Oriente y la India permanecían como “derradeiro e teórico campo de confronto entre portugueses e espanhóis”12. La bula Dudum Siquidem (1493), claramente favorable a la expansión castellana en Oriente, indicaba que si los portugueses descubrían alguna tierra en esa región, sólo les sería reconocido su dominio si llevasen a cabo una ocupación efectiva. La Ineffabilis (1497), concedida dos meses antes de la marcha de Vasco de Gama, incluía, no obstante, las tierras, ciudades y fortalezas que fuesen sometidas al rey de Portugal mediante el pago de tributo o reconociéndole como señor. Por último, la bula Praecelsae Devotionis (1514) concedía a los portugueses el señorío sobre todos los mares navegados y las tierras hasta la India, incluyendo expresamente aquellas zonas que todavía no se habían descubierto. 10. Macedo (1991: 3). 11. Saldanha (1990: 118-120). De Witte (1986: 12 y ss.). 12. Saldanha (1990: 119).

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Teniendo en cuenta que el concepto de título aplicado a los reyes, según apuntaba el cronista João de Barros (inspirado en los juristas del Derecho común), se dividía en dignidad (que representaba la jurisdicción que el rey tenía sobre aquellos que habitaban un territorio) y propiedad (que venía a ser el concepto de señorío sobre un territorio), se puede afirmar que en 1501 el título se circunscribía a la dignidad y que el señorío sólo se utilizaba al referirse a la conquista, la navegación y el comercio. Éstos, efectivamente, sí descubiertos. En una acepción puramente jurídica, señorío designaba el ejercicio de jurisdicción sobre un conjunto de personas, independientemente del territorio donde estaban implantadas. Sin embargo, las fuentes sobre la India portuguesa presentan un uso no técnico del término. La palabra señorío viene a designar una situación en la que es ejercida la jurisdicción sobre un territorio sometido políticamente. Por eso se habla, por ejemplo, del señorío de Goa o de Malaca. De este modo, el título era esencialmente programático13. El “derecho de conquista” ofrecía indicios, en este caso concreto, de un señorío virtual sobre todas las tierras orientales. Durante la Edad Media el “derecho de conquista” aplicado al caso de la Península Ibérica, había significado la ocupación territorial efectiva y la erradicación de los musulmanes. No obstante, podía también significar el dominio eminente sobre un territorio que no hubiese sido efectivamente conquistado, expresado en el pago de un tributo14. Además, sintomáticamente, Francisco de Almeida sólo tuvo autorización para usar el título de virrey y el de senhoria después de haber construido las fortalezas de Cochim, Cananor y Coulão. En realidad, no obstante, empezó a utilizarlos más temprano por cuestiones oportunistas. Tomó el título de virrey en Cananor15 para recibir la embajada del rey Narsinga, porque representaba a la persona del rey de Portugal “para maior majestade dela e decoro de seu estado”16. El cronista Castanheda considera que la autorización para el uso del título de virrey, condicionada a la construcción de las fortalezas, sería un medio para presionar a Francisco de Almeida a fin de que cumpliese con estas di-

13. 14. 15. 16.

Thomaz (1990: 37). Thomaz (1990: 38) y Ramos Pérez (1963). Barros (1932: Déc. I, Liv. VIII, Cap. X, 333). Castanheda (1979: Vol. I, Liv. II, Cap. XV, 209).

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ligencias. Recientemente A. Vasconcelos Saldanha estableció la distinción entre esta conquista “virtual” o “potencial” y el área vital17. Siete años después de la llegada de la Corona portuguesa a las Indias Orientales, la guerra con los musulmanes y el comercio iniciado con las poblaciones locales, los proyectos de alianza con Etiopía, de intervención en el mar Rojo y de la conquista de Egipto, exigían una asistencia política continuada que no se centrase exclusivamente en las tres factorías de Cochim, Coulão y Cananor, hasta la fecha establecidas. Además, prácticamente no existían contactos entre las tres debido a la falta de comunicaciones y transportes. Para la transformación del contexto había sido determinante la guerra entre Calecutt y Cochim, en la que los portugueses habían apoyado a este último reino. El conflicto había llevado a las autoridades portuguesas a construir una fortaleza y con eso se habían iniciado las operaciones terrestres para la implantación en la zona18, acompañadas en todo momento de una política militar ofensiva19. La armada enviada en 1505, comandada por Francisco de Almeida, tendría como objetivo salvaguardar los intereses portugueses en la costa de Malabar e iniciar un programa de establecimiento de fortalezas destinadas a almacenar las mercancías locales, forneciéndolas posteriormente como carga a las naves portuguesas. Para asegurar las comunicaciones y tomar decisiones gubernamentales, permanecía en la India el virrey que, durante los tres años del ejercicio del cargo representaba ahí la fuerza política del rey de Portugal. La institución de un cargo superior al de capitán mayor vendría a obviar rivalidades como las que se habían vivido entre los dos Albuquerques en 1503 y 1504 coincidiendo con la guerra entre Cochín y Calecut. Ambos eran capitanes mayores y disponían de los mismos poderes20. Hasta 1505 la actividad portuguesa en Asia se caracterizaba por una cierta ambigüedad de jerarquías, ya que la autoridad era ejercida por varios individuos que usaban simultáneamente el título de capitán mayor. Consecuentemente se producían inevitables solapamientos de competencias derivadas de la coincidencia de jurisdicciones21.

17. 18. 19. 20. 21.

Saldanha 1997: 289-291). Aubin (1987: 16). Bouchon (1988: 20). Aubin (1987: 24). Subrahmanyam (1993: 60).

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Incluso después del surgimiento de la figura del virrey o gobernador, su titular continuaba siendo designado capitán mayor del Malabar, o capitán mayor del archipiélago de las Molucas situadas bajo la jurisdicción del gobernador de la India. Ciertamente no se trata de un imperialismo de corte territorial, sino sui generis al que podríamos llamar marítimo y comercial, y al que se sumó en el reinado de Manuel I un propósito de guerra santa22. Así, en esta primera fase, los poderes virreinales se referían a personas (Personenstaat) y no a territorios (Territorialstaat). Existían individuos sujetos al rey de Portugal y a su ley, pero no existían territorios sobre los que se ejerciese esa jurisdicción; lo cual significa que no había espacio para los llamados senhorios (véase nota 17); de ellos, Goa fue el primer ejemplo en Asia Meridional. Los poderes jurisdiccionales del virrey se ejercían sobre personas: sobre todos aquellos que se encontraba bajo su jurisdicción, es decir, el conjunto de todos los oficiales designados para Oriente, teniendo como base el ordenamiento jurídico regnícola, o, incluso, aquellos “súbditos das ditas partes da India”23 que, no siendo naturales de Portugal, se hiciesen obedientes a la jurisdicción del virrey por medio de la conversión al cristianismo; y no sobre territorios, integralmente sujetos a la soberanía portuguesa, sino sobre fortalezas-factorías, instaladas en reinos locales. En su interior, y sólo ahí, se podía ejercer la jurisdicción plena, porque esta categoría de establecimientos encajaba en un régimen de extraterritorialidad24. La tendencia territorializante del Estado de la India habría de acentuarse progresivamente. El cronista Gaspar Correia entre otros, nos aclara este aspecto: “considerando [...]que as cousas della [Índia] de cada vez hião em tanto crecimento de seu grande estado, e acrecentamento de seu Reyno e vassalos com tantas riquezas, e que se a conquista da Índia e grandes tratos elle asentasse com a metter sob seu senhorio, era o mais prospero Rey da Christandade [...]”25. En estos primeros años sólo existían en potencia.

22. Thomaz (1994: 254), Thomaz (1990: passim). 23. “Carta de capitão-mor das Índias a D. Francisco de Almeida”, 27-2-1505, ANTT, Gaveta 14, maço 3, n.° 14, CAA, vol. II, p. 270. 24. Thomaz (1995: 210-211); Langhans (1957). 25. Barros (1932: I, 524-525).

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A pesar de que el virreinato fuese una institución nueva en el panorama jurídico-institucional portugués, sus raíces se remontaban, como es sabido, al orden jurídico romano. El propio João de Barros señala esta novedad institucional. Dando cuenta de la marcha de Francisco de Almeida refiere que éste recibió la dignidad de virrey, “primeiro titulo desta calidade que nestes reinos se deu”26. Las situaciones de atribución de vastos poderes a un titular carente de la dignidad real eran conocidas en toda la historia de Europa y del mundo, es el caso de los sátrayas persas o de los baxaes turcos o, también, del nachim, entre otros muchos. Los “antepasados” de los virreyes peninsulares, según algunos autores de Derecho común y moderno, se localizaban en Roma, donde se distinguía la administración de las provincias “consulares” y “pretorianas”. Las primeras eran administradas directamente por los emperadores a través de su representante, el procónsul; las segundas, por el Senado, a través de los presidentes. Otros autores refieren la figura del prefecto pretorio o la de los legados a latere de los sumos pontífices. Juan de Solórzano y Pereyra, en su reseña de las diferentes designaciones, presentó la atribución de vastos poderes a un titular que no está dotado de forma natural de dignidad real, como un fenómeno “comum ao conjunto das nações”27. Los casos que nos interesan directamente son los que estaban más próximos a los monarcas portugueses y que, de algún modo, pueden haber ejercido cierta influencia; en la Península Ibérica, el caso de Aragón y Cataluña28; en el espacio ultramarino, el virreinato de Cristóbal Colón en el siglo xv. La solución de los virreinatos o lugar tenencias, en lo que respecta al reino de Aragón, surgió en el siglo xv y ya venía siendo adoptada a título transitorio en ausencia del monarca o cuando éste se encontraba participando en una campaña militar. Con el reinado de los Reyes Católicos se inicia un proceso de gobierno caracterizado por la permanente ausencia regia, originando el surgimiento de un virrey o lugarteniente que representa el poder real ausente29. El mismo título de virrey fue otorgado a Colón por los Reyes Católicos, si bien desapareció rápidamente y no volvería a ser utilizado hasta la

26. 27. 28. 29.

Barros (1932: I, Liv. 8, Cap. iij, 295). Solórzano Pereira (1648: V, Cap. XII, 199). Lalinde Abadia (1964: 41). Tuñón de Lara (1984: V, 143-146).

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década de 1530. Mediante las Capitulaciones de Santa Fe (1492), los Reyes Católicos adquirieron, a medias y a título personal, todas las tierras descubiertas por Colón. A cambio, éste sería nombrado almirante del Mar Océano (con todas las preeminencias del Almirantazgo de Castilla), virrey y gobernador de los territorios descubiertos. Los títulos y cargos tenían carácter hereditario. En 1502, sin embargo, Cristóbal Colón fue sustituido por un gobernador y una burocracia regia30. En el plano institucional, la opción del virreinato encontraba, por lo tanto, algunos precedentes próximos que presentaban sensiblemente el mismo tipo de justificaciones: el absentismo de los reyes y la dificultad de las comunicaciones con los territorios. En todos estos casos, la configuración jurídica resultaba de la delegación de vastos poderes regios a los detentores del cargo. La ocupación portuguesa de los territorios ultramarinos se había llevado a cabo hasta comienzos del siglo xvi a través de diferentes soluciones administrativas. Aunque no se encuentre ninguna magistratura homóloga a la del virrey, sí pueden ser identificados algunos precedentes en la concesión de vastos poderes por parte del rey a ciertos individuos. En un plano aparte se situaba la concesión de capitanías relativas a territorios que eventualmente fuesen descubiertos por privados y donde, por tanto, se ejercería una jurisdicción extendida. El primer caso fue el de la concesión, en 1457, de una capitanía a D. Fernando, hermano de Alfonso V, en una isla cualquiera que él descubriese31. En la atribución de estas capitanías, se reservaban para la Corona las competencias en la ejecución de sentencias de muerte o mutilación32. Otro ejemplo, más tardío, de un tipo de concesión de esta naturaleza es el de la “Doação régia [a Fernão Teles del Consejo del Rey y gobernador de la casa de la Princesa] de quaisquer ilhas que o donatário, por si, ou por seus homens e navios, achar no mar oceano, salvo na Guiné para as povoar”33. Este sistema iniciado con Alfonso V perduró hasta Manuel I. Sin embargo, los casos que aquí nos interesa explorar son, por

30. 31. 32. 33.

Céspedes del Castillo (1972: 35). Costa (1994: I, 25). “Carta de doação da capitania a D. Fernando”, 10-11-1547, Marques (1944: I, 543). 28-1-1474, Marques (1944: III, 136).

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un lado, los relativos a las islas atlánticas –a través de los donatarios– y, por otro, más relevantes, los de las plazas del Norte de África donde se destacaban los capitanes mayores, regidores y gobernadores. Durante el reinado de Alfonso V la colonización de los archipiélagos atlánticos fue llevada a cabo gracias a la concesión de jurisdicción al infante Enrique, como señor privado a pesar de ser miembro de la familia real. Pero incluso en el caso del infante se aplicaron restricciones en la donación de los derechos regios. Véase, por ejemplo, el caso de la carta de donación vitalicia de las islas de Madeira, Porto Santo y Deserta, fechada el 26 de septiembre de 1433, en la que si, por un lado, le eran otorgados, con estatuto de donatario, todos los derechos, rentas y jurisdicción (civil y criminal), por otro, se excluía la capacidad para dictar penas de muerte o amputación, reservándose también al rey la acuñación y curso de moneda34. Se salvaguardaban, así, la justicia suprema y las cuestiones relativas a la moneda, elementos considerados inalienables por formar parte de las regalías. También en el caso del archipiélago de Cabo Verde, la primera carta de donación al infante Fernando, hermano de Alfonso V, concedía la jurisdicción civil y criminal, mero y mixto imperio, remitiendo, no obstante, las competencias relativas a la condena a muerte y amputación al arbitrio regio35. Los capitanes-donatarios surgían en zonas deshabitadas, donde era necesario promover el poblamiento. La capitanía constituía un señorío eminentemente jurisdiccional al que, como apuntó António de Vasconcelos Saldanha, estaba “potencialmente agregada uma parcela fundiária, destacada do património do Grande-Donatário, ou do Rei”. Los límites a la autonomía de los capitanes se podían percibir en varios niveles: en la distribución de la tierra en sesmaria (asignación); en la hacienda a través de un proveedor y de un cuadro de funcionarios a ejemplo de la administración señorial; y en la justicia, mediante la presentación expresa de las justicias señoriales a los oidores generales, a los corregidores o a los tribunales regios; y, por último, en lo relativo a la política y la guerra por la sujeción que ejercía sobre ellos las directivas regias36.

34. Marques (1944: I, 271). 35. ANTT, Chanc. D. João III, Liv. 26, fol. 7 v.; Albuquerque (1988: I, doc. 3, 65-66). 36. Saldanha (1992: 25, 243 y ss.).

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El caso del Norte de África es aquél que más se aproxima al de la India portuguesa. En el campo institucional se localizan algunas soluciones puestas en práctica que, con la creación del cargo de virrey en favor de Francisco de Almeida, habían sido anteriormente probadas allí. En la administración de las plazas marroquíes se podía distinguir tres niveles que, además, aparecían muy claros en la documentación de la época: el militar, atribuido al capitán mayor; el de la justicia, en manos del regidor; y el económico, al que los contemporáneos llamaban governança, que atañía al gobernador. El Norte de África portugués comienza teniendo solamente capitanes mayores, es decir, jefes militares que actúan también como regidores por cuanto administran justicia. La governança, es decir, el gobierno económico, se reservaba, en cambio, al infante Enrique, que la ejercía desde el reino. El infante recibió la governança en 1516, habiéndole sido encargadas “as coisas do provimento e defensão da cidade de Ceuta”37. La governança consistía básicamente en la gestión de los medios apropiados, es decir, los derechos y las rentas del Maestrazgo de Santiago, del Arzobispado de Lisboa y de la Cámara Apostólica, así como otros que estaban destinados a la defensa de la ciudad38. El concepto de governança remitía, por lo tanto, directamente a la gestión de los bienes materiales. Es interesante verificar que la distinción cuatrocentista, que ya no hallamos expuesta en estos términos en la documentación relativa a la India del siglo xvi, refleja la raíz clásica del concepto de gobierno entendido como el buen gobierno de la casa o gobierno oeconomico. Cuando el rey asume, como parte de la potestas publica, tanto las prerrogativas jurisdiccionales como las actividades económicas, financieras, productivas y mercantiles, orientadas hacia el bienestar de los súbditos, también está obligado a recurrir a “processos e instrumentos de intervenção novos, modelados sobre a antiga oeconomia na sua acepção de tutela constante e quotidiana dos bens patrimoniais”39. Ahora se verifica que es exactamente la atribución de esta área de gobierno la que permite distinguir el gobernador de las plazas norteafricanas del simple capitán mayor y regidor.

37. Farinha (1990: 189 y ss.). 38. ANTT, Chanc. D. João III, L.° 5, fol. 91 v.°; Marques (1944: 238). 39. Frigo (1991: 61-62) y también Hespanha (1994: 282 y ss.).

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Nótese, sin embargo, que la atribución de la governança surge, en el caso del Norte de África, como un tipo de privilegio especialmente dirigido al conde de Vila Real y aplicado a la ciudad de Ceuta y, más tarde, a la de Alcácer40. En el caso de Alcácer Ceguer, la primera carta de governador es de 1470 y se refiere expresamente a la cuestión de la gestión de las rentas de la ciudad. En el caso de la India, los virreyes o gobernadores recibían poderes ampliados relativos a la totalidad de aquellas tres áreas (militar, justicia, hacienda) sin que se observase restricción, lo que además se justificaba por el carácter eminentemente comercial de la presencia portuguesa en la India. En el año 1467 la capitanía y governança de Ceuta fueron entregadas al conde de Vila Real de forma vitalicia. El gobierno de la ciudad de Ceuta se convierte, por lo tanto, en hereditario. Este aspecto es específico del Norte de África, y no se aplicará en la India portuguesa en ningún momento de su historia. El gobierno de la India fue concebido de manera diferente, haciendo que los gobernadores (o virreyes) ejerciesen sus cargos por trienios. Por último, al comparar la India con el Norte de África aparece otra diferencia de notables dimensiones. Mientras que en África las plazas se constituyen de forma individualizada y son dirigidas cada una de ellas por un capitán mayor o por un gobernador, sin llegar a considerarse la posibilidad de un gobierno general a todos los territorios, la idea de un gobierno general para toda el área de influencia portuguesa surge en Oriente desde muy temprano. Las grandes novedades institucionales que Oriente aporta, frente a la experiencia norteafricana, son, por un lado, la de presentar desde el inicio un magistrado con uso pleno de poderes regios sin las restricciones registradas en Ceuta o en Alcácer Ceguer, por ejemplo, y, por otro, la de articular un magistrado como virrey (también llamado gobernador) con una red de factorías sobre las que, de facto, se apoyaba la presencia portuguesa. Será esta dicotomía entre una institución fuertemente estatal y otra fundamentalmente comercial, la que generará los mayores conflictos institucionales en la India portuguesa. Así, podemos afirmar que en el contexto de la expansión portuguesa fueron surgiendo situaciones institucionales que tenían por objeto 40. “Carta de governança da villa de Alcácer Ceguer dAfrica ao Conde de Valença D. Henrique de Meneses”, 30-3-1470 (Marques 1944: III, 77-81).

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solucionar el problema de la ausencia del rey sin experiencia previa de recurso a los virreyes. En la India, esta novedad institucional procedía de tres circunstancias específicas: a) el rey natural no podía estar físicamente presente en la toma de decisiones gubernamentales; de hecho, ni siquiera podía comunicarse con el territorio con la brevedad requerida; b) el desconocimiento global de las realidades orientales imponía un tipo de administración experimental; c) el perfil de la presencia portuguesa apenas admitía la solución de las fortalezas-factorías, como ocurría en África. Los dos primeros aspectos están interrelacionados. La cuestión de la distancia y las dificultades en las comunicaciones entre Lisboa y Oriente hacía que en la India surgiesen directivas que la tradición jurídica asociaba a la figura del rey. Consecuentemente, la cuestión del absentismo regio debía ser resuelta mediante delegación de atribuciones a un oficial dotado de la misma dignidad. Este problema, que comenzará a aparecer en el Norte de África, desencadenará una progresiva cesión de derechos regios, pero siempre dentro de determinados límites que manifestaban las propias dudas y alguna resistencia a una solución de este tipo. De este modo, en los primeros años de la expansión en Oriente, la administración portuguesa se asentará sobre una estrategia de experimentación. Con la llegada a la India se abrirá a un inmenso espacio desconocido que exigirá una permanente predisposición a la apertura de nuevas vías en el campo político-administrativo e, inevitablemente, hacia la “invención”. La conciencia de que la India constituía un área que exigía una gran capacidad para la innovación gubernamental y para la adaptación queda clara en el testamento de Manuel I. Aunque en él se encontraban establecidas directivas de gobierno bastante precisas en lo que respecta a las diferentes posesiones ultramarinas, en lo tocante a la India se advertía una actitud todavía muy precavida: “das cousas da Imdia […] nam se pode aimda agora neelas dar reegra certa do que se aja de fazer e guardar”41. La propia magistratura virreinal era experimental. Todas estas circunstancias determinaban: a) la concesión de poderes extraordinarios;

41. Cf. “Testamento de el-Rei D. Manuel”, Mosteiro de Peralonga, 7-4-1517, XVI, 2-2, Rego (1960-1977: VI, 132).

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b) el reconocimiento de una gran autonomía del virrey en la toma de decisiones e iniciativas. En este sentido se explica que la carta de poder de Francisco de Almeida, donde son delegados los poderes, se caracterice por la ambigüedad de su contenido. Los poderes atribuidos son al mismo tiempo extremadamente vastos e indefinidos, algo hasta entonces inédito. La administración se adapta a las necesidades cambiantes que se van planteando. Cualquier proyecto resultaba provisional. Con esta forma de actuar, Manuel I indicaba la revocabilidad de las determinaciones del regimento de Francisco de Almeida en su capítulo final siempre que las necesidades lo exigiesen. El virrey tenía la capacidad de innovar, reemplazando a la autoridad del propio rey porque eran las propias situaciones concretas las que sugerían las medidas adecuadas42. La opción es, así, la de la constitución de un magistrado, dotado de dignidad real, a través del expediente jurídico de la delegación de poderes, aunque el ejercicio de la magistratura estuviese sometido a la temporalidad, por regla general, de los trienios. En realidad, se pretendía que el virrey fuese respetado como si de la persona del rey se tratase, como si el primero sustituyese de iure al segundo. Las regalías se encuentran, de este modo, transferidas a un oficial dotado de dignidad real. Y de hecho, no podía ser de otra manera. La teoría del Derecho común determinaba que ciertas prerrogativas correspondían solamente al rey. Las regalías, o derechos mayestáticos, se circunscribían a la persona regia. Toda la literatura jurídica se refería a los regalia maiora (también llamados derechos mayestáticos) como aquellos derechos reales que atañían al rey y no podían ser ejercidos por otra persona43. En esta medida, bajo el punto de vista estricto de la configuración jurídica, la institución virreinal presupone el análisis de dos materias: las regalia maiora y la iurisdictio delegata.

L AS REGALIA MAIORA Establecer una tipología de las regalia maiora, o regalías mayores, en comparación con los poderes delegados a los virreyes y gobernado-

42. Cf. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n.° 13, in CAA, vol. II, p. 272. 43. Pegas 1684: tomo IX; Portugal 1673: tomo II, Lib. III.

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res puede ayudar a trazar un cuadro aproximado de la fundación del Estado de la India. En la India portuguesa los virreyes se alternan con los gobernadores sin que las respectivas competencias jurisdiccionales difieran entre sí. Las cartas de poder otorgadas a los gobernadores y a los virreyes tienen exactamente el mismo contenido y conceden en la práctica el uso de los mismos poderes. La diferencia se sitúa en un nivel meramente honorífico. Aparte de eso, todos aquellos cuya nominación se realizaba a través de las cartas de sucesión en la India eran designados invariablemente por ‘gobernadores’ (el ‘virrey’ era siempre nombrado por el rey). La sistematización de los fundamentos jurídicos debe tener por base las construcciones teóricas de los juristas del Derecho común. Resulta fundamental una revisión de la literatura jurídica para individualizar las atribuciones regias que eran consideradas delegables a los magistrados y las que, en cambio, se concebían como inseparables a la figura del rey (el ius regale inseparabile inalienable del officium regis). La doctrina jurídica establece esta distinción entre poderes regios delegables y no delegables, y la verificación de su inclusión o no en la carta de poder y regimento del primer virrey nos puede esclarecer la amplitud de los derechos delegados. Clasificar rigurosamente las regalías en categorías –maiora, minora, separabilia, inseparabilia– no es una tarea sencilla, ya que teóricamente estas distinciones encerraban a menudo notables ambigüedades Eran sobre todo las circunstancias históricas las que determinaban su contenido. Seguimos aquí las sugerencias de clasificación ofrecidas por A. M. Hespanha44. Esta exposición estará, por lo tanto, orientada a dar cuenta del contraste entre una tipología de los poderes reales y una tipología de los poderes virreinales. La aplicación de la justicia suprema era competencia exclusiva del monarca. El ejercicio de esta prerrogativa le permitía el conocimiento en última instancia de las causas que le llegaban siguiendo las vías judiciales ordinarias. Se trataba de las apelaciones y los agravios. La teoría jurídica consideraba que esta atribución era delegable en un oficial designado por el rey. Pero en el caso del virrey, la delegación tiene un mayor alcance. En materias de justicia Manuel I delegaba enteramente sus derechos en el virrey:

44. Hespanha (1994: 492 y ss.).

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lhe damos todo nosso imteiro poder e alçada sobre todas as pesoas das ditas fortelezas frota e armada e quaesquer outros que nosos súbditos sejam, da quall em todollos casos asy cyveis como crymees e ate morte naturall imclusyve ussara ymteyramemte e se daram a eixe-cuçam seus juizos e mamdados, sem delle mais auer apellaçam nem agarvo e sem acoytarmos neem tyrarmos pesoa alguma em que o dito poder e allçada se nam emtemda porque sobre todos e cada huum delles usara segundo que com direito e justiça o deva fazer e segundo o que suas culpas e delitos merecerem porque confiamos delle que em tudo gardara e fara o que com rezam e justiça o deva fazer45.

El virrey no sólo podía hacer uso de la justicia suprema en materias civiles y criminales, incluyendo la condena a muerte, sino que ni siquiera el dictado de sentencias estaba sujeto a la apelación al rey. En todas las cartas de poder que hemos consultado los gobernadores y virreyes ejercen jurisdicción civil y criminal de por vida. Lo más sorprendente es que no aparece ninguna referencia para el caso de los fidalgos. De tal omisión se desprende que el virrey también tenía competencias para determinar en su caso la pena capital. Sus decisiones judiciales se presentaban, así, como fallos de última instancia. El virrey se erigía como la autoridad suprema en materia de justicia en el Estado de la India. En las cartas de poder se decía que el gobernador tenía competencia sobre todas las personas “de qualquer calidade e condição que seja”, pudiendo hacer uso de ella sin restricciones “assy civeis como crimes atee morte natural inclusive”, sin “aver mais apelação nem agravo” y, además, “sem aceytar nem tirar pesoa algua em que o dito poder e alçada se nom entenda”46. Pyrard de Laval, en su descripción de los poderes del virrey, refería la capacidad de condenar a muerte exceptuando a los nobles. Ésos, apelando por lo civil o lo criminal, eran enviados prisioneros a Portugal con cadenas en los pies47. Más allá de estas regalías tradicionales que tenían que ver con la jurisdicción real y la gestión de las jurisdicciones de los distintos cuer-

45. “Carta de poder de capitão-mor a D. Francisco de Almeida”, Lisboa, 27-2-1505, ANTT, Gaveta 14, maço 3, n.° 14, CAA, vol. II, p. 270. 46. “Carta de capitão-mor da armada e Viso rey da jndia a Dom Garcia de Noronha”, Lisboa, 18-3-1538, ANTT, Chanc. de D. João III, Liv. 49, fols. 44-44v. 47. Laval (1862; II, 60).

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pos del reino, existían aquellos expedientes característicos de las monarquías modernas que, ultrapasando los instrumentos típicamente jurisdiccionales de imposición disciplinar a la sociedad, representaban una diversificación de las estrategias de intervención regia48. Se trata de aquellos expedientes que competen al rey y sobre los que sólo él tiene capacidad de intervención. Es el caso del ejercicio de la gracia regia49, es decir, los recursos extraordinarios o el perdón con repercusiones en el área de la administración de la justicia y la atribución de mercedes. Está aún ausente la llamada regia protecti, o derecho de protección regia, en este caso virreinal, que consistía en la posibilidad que los súbditos tenían de apelar a la justicia regia. En la primera carta de poder estas regalías son omitidas y no es posible discernir si eran subsumidas en la rúbrica de la delegación del poder de justicia suprema. En realidad, los propios protagonistas de la situación dudaban acerca de su interpretación. El cronista Gaspar Correia relata como, en cierta ocasión, el virrey mandó a un oidor reunir el nombre de todos los degradados que seguían en la armada y ordenó al escribano del mismo oficial la redacción de un perdón general. Como premio al trabajo de la construcción de la fortaleza de Angediva, “[…] elle em nome d’El Rey, lhe fazia a todos mercê geral de perdão de tres annos de seus degredos [...]”50, entregando a cada uno un certificado de indulgencia. El uso de la prerrogativa regia del perdón fue criticado por Manuel I, que lo consideró abusivo. La respuesta de D. Francisco insistía en el hecho de que el rey le había concedido poder tanto en lo concerniente a la justicia como a la hacienda, como si se tratase de su misma persona51, condición ésta que legitimaba el ejercicio de cualquier atribución regia. Esta situación es particularmente reveladora en la medida en que denota, por un lado, la permanente capacidad que el rey tenía para avocar los derechos delegados y, por otro, las propias dudas en la configuración de la institución. Las soluciones se fueron encontrando de 48. 49. 50. 51.

Laval (1862; II, 495). Hespanha (1993: 151-177). Correia “1975: I, 566” y BPAPO, tomo IV, vol. I, pp. 299. “Carta de D. Francisco de Almeida para el Rei D. Manuel sobre a crítica à atribuição de perdões”: “Asy me castiga acerca dos perdoes que cá dey. Eu os daua pólo poder de vossa carta, que mo concedia assy como Vossa Real pessoa, assy na justiça como na fazenda”, BPAPO, tomo IV, vol. I, p. 296.

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forma progresiva. Los virreyes se van haciendo con el control de los dispositivos políticos paulatinamente, por más que algunos de ellos hayan sido concedidos de modo precario o circunscritos a una situación particular. Un ejemplo de ello es la disposición de 1505 en que se prevé que Francisco de Almeida conceda dádivas a quien quisiese y cuando le pareciese conveniente, con el objeto de conseguir colaboraciones para la construcción de la fortaleza de Coulão. El regimento de Francisco de Almeida preveía que se diesen dádivas para ayudar a la construcción de la fortaleza de Coulão por valor de mil cruzados de oro. Sin embargo, la concesión de dádiva y mercedes a reyes y señores de la India no eran aconsejables por haberse demostrado escasamente eficaces. En más de una ocasión es dejado al arbitrio del virrey la eventual concesión “salluo quando tam proueytosas e necesaryas vos parecesem [...]”52. A pesar de todo, el montante total de las dádivas tenía un techo máximo de mil cruzados de oro53, lo cual nos lleva a pensar que existía un ejercicio contenido de la gracia dependiente de una instancia última circunscrita al propio monarca. La concesión de mercedes se mantiene siempre controlada por el rey que, si no las hace por sí mismo, envía directrices concretas a sus representantes en Oriente. Los virreyes y gobernadores disponían, por tanto, de cierto margen de maniobra. El rey simbolizaba la unidad del reino y por eso tenía la facultad exclusiva de usar los símbolos o insignias reales. Entre esas facultades se cuentan también las de conferir blasones y dignidades inferiores, y disponer del reino o de parte de él. Ese derecho fue sin embargo ejercido también por los virreyes y gobernadores. En la armada de 1505 el primer virrey recibió la bandera real de las manos de Manuel I y la embarcación que debía encaminarle a Oriente se distinguía del resto por ser “a mais solene que té entam neste reino se fez, nam sendo de pesoa real”54. El ceremonial creado en torno a estos oficiales se fue haciendo cada vez más complejo y alcanzó su clímax con los triunfos de João de Castro en Goa, tras la victoria de Diu. Los símbolos eran los del rey de

52. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n.° 13, CAA, vol. II, pp. 313 y 326. 53. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n.° 13, CAA, vol. II, pp. 313 y 326. 54. Barros (1932: I, Liv. 8, Cap. iij, 295).

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Portugal. Con todo, con este gobernador el triunfo se solemniza y se aproxima al concepto de triunfo de la Roma Imperial. El ceremonial se instaura por mimetismo con respecto al rey natural pero también presenta elementos novedosos. Se establecen ceremonias y símbolos que específicamente dan cuenta del respeto a los virreyes y a los gobernadores, como es el caso de la ceremonia de la toma de posesión en Goa, concediendo así a los gobernadores un prestigio propio sustentado en la escenificación de su poder. Además de la virtud de la justicia, los actos de gracia y la representación simbólica de la unidad del reino, el rey tenía como objetivo la conservación de la paz. De esta obligación se desprendía otra complementaria: la de hacer la guerra y establecer treguas para restaurar la harmonía (Ius belli, tregae ac pacis)55, en las relaciones con los otros reinos. En este capítulo se incluía también el derecho a regular las formas privadas de afronta (desafíos y duelos) y autorizar a llevar armas. Por otro lado, la salvaguardia del orden natural de la constitución del reino, en su interior, permitía al rey hacer uso del derecho de castigo. Así, tanto el ius belli, tregae ac pacis como el ius puniendi56, derechos teóricamente inalienables, también se transferían a Oriente. Al margen de eso, todos los virreyes y gobernadores eran capitanes mayores, lo que significa que desempeñaban una función militar junto a la de “governança” en lo relativo al gobierno oeconomico. La autonomía de los capitanes mayores de las armadas para el establecimiento de relaciones con los potentados locales de las tierras del Índico fue concedida a Pedro Álvares Cabral y reforzada en 1505, cuando Manuel I confirió al virrey poder para “[…] por nos em nosso nome posa fazer paz e aseento d’amizade com todos os reys e senhores da Imdia”, como si fuese el propio rey. El virrey tenía, a fin de cuentas, competencias para mandar hacer la guerra o establecer treguas57. Las Ordenações Manuelinas en el título “Dos Direitos Reaes que a El Rey pertence auer em seus Reynos” contemplavam a “auctoridade 55. “us regale est compellere vassalos ad bellum...” (Pegas 1684: vol. IX, Gloss. 7, 17. Hespanha 1994: 489). 56. “Carta de poder de capitão-mor a D. Francisco de Almeida”, Lisboa, 27-2-1505, ANTT, Gaveta 14, maço 3, n.° 14, CAA, vol. II, p. 270 e “Carta de poder a Vasco da Gama”, 27-2-1524, ANTT, Chanc. D. João III, L.° 37, fol. 4. 57. “Carta de poder de capitão-mor a D. Francisco de Almeida”, Lisboa 27-2-1505, ANTT, Gaveta 14, maço 3, n.° 14, in CAA, vol. II, p. 271.

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para fazer moeda”, como derecho mayestático, y la doctrina le reservaba igualmente la capacidad de establecer el valor de la moneda58. La acuñación, en cambio, sólo podía ser hecha con autorización del propio monarca. Así se registran casos de edición monetaria con Afonso de Abuquerque, que acuña moneda en oro, y de determinación del valor de la moneda con João de Castro, que resuelve el problema de los bazarucos. La capacidad de imponer tributos era exclusiva del rey: “Jus imponendi tributa seu vectigalia ad solum Principem pertinet ratione supremi potestatis et summi imperii”; y ninguno de sus vasallos, ni los magistrados superiores podían sustituirle en ese papel. En la India portuguesa este derecho fue ejercido por virreyes y gobernadores, ya que establecían el montante de las páreas a pagar por los reinos tributarios. Un ejemplo de ello son los tributos impuestos por Francisco de Almeida a Quiloa. Cuando, después de la conquista de Goa (1510), se estableció el régimen fiscal para los habitantes de las gãocarias, en realidad no se creó un tributo nuevo, sino que se optó por la apropiación del sistema local preexistente. En este caso en particular, sólo el virrey tenía competencias para asegurar la continuación del funcionamiento de ese sistema. Durante el periodo que es objeto de estudio existía en Oriente el patronato de la Orden del Cristo, administrado exclusivamente por el rey. Sin embargo, fueron introducidas ciertas modificaciones. Durante el gobierno del cardenal Enrique encontramos intervenciones en el patronato regio por parte del virrey autorizadas por el monarca. La presentación de ciertas dignidades eclesiásticas se decide en Oriente sin estar sujeta a la aprobación regia. El rey mantuvo entre sus competencias el derecho de patronato reafirmado en varias cartas. Sin embargo, ante la dificultad de las comunicaciones, en 1579, Enrique I introdujo algunas modificaciones a favor del virrey Luis de Ataíde: “me praz de vos dar, como de feito por esta dou commissão e poder para que por mim e em meu nome presenteis por vossas cartas as ditas dinidades [...] aos quaes benefícios apresentareis aquelles clérigos, que o dito Bispo, por seus assinados nomear [...]”59.

58. Costa 1984: Liv. II, Tit. XV, § 3, p. 42, y Pegas 1684: vol. IX, Gloss. 5. Aragão 1880: III, 91 y ss. 59. “Provisão d’ElRey sobre a apresentação dos Benefícios no Bispado de Cochim”, Lisboa, 17-2-1579, AHG, Livro dos Alvarás, n.° 1-A, 0. 96, APO, fase. 5, 951-952.

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La creación de magistrados era otra de las prerrogativas regias no delegables. El rey tenía “poderio para fazer officiaes de justiça, assim como sam corregedores, ouuidores, juízes, alcaides, tabaliaens, e quaesquer outros officiaes para ministrar justiça”60. La competencia para crear oficios con jurisdicción no figura entre las concesiones de 1505. En 1506 Manuel I informaba al virrey de que los regimentos de los capitanes, capataces y oficiales de las fortalezas que nombrase deberían ser empleados para regular las nuevas factorías, refiriéndose a otros dos que nombraba en ese momento61. Sin embargo, el último ítem del regimento, como ya sugerimos, potenciaba el uso de ese derecho. Los gobernadores de la India portuguesa establecieron nuevos oficios. Los ejemplos son visibles con Francisco de Almeida, pero también en los gobiernos posteriores. Basta consultar el “Tombo do Estado da Índia” de Simão Botelho para encontrar múltiples referencias a los oficios consultados por los gobernadores62. En lo que respecta a la articulación de los oficios y sus titulares en Oriente, el papel de los virreyes presentaba dos facetas: por un lado, al ser el oficial superior en la India, ostentaba plenos poderes sobre las diferentes áreas de administración; por otro, en virtud de lo anteriormente señalado, se comportaba como un oficial fiscalizador. Al igual que en el ámbito judicial, en la administración financiera habían sido otorgados a los virreyes poderes plenos para la gestión de la hacienda real, específicamente los relativos a la compra y venta de mercancías. En la instrucción se dice explícitamente: “Vos damos todo nosso ymteiro poder pera prouerdes nas cousas da justiça e da nosa fazenda [...]”63. La autonomía en la gestión de los bienes materiales, concedida sin reservas, revela una evolución importante con respecto al Norte de África, donde, como vimos, el gobierno oeconomico o governança solamente de forma esporádica era entregado a los capitanes mayores de esas plazas. Esta situación se alteró, sin embargo, en 1517, con la creación del cargo de veedor de la hacienda.

60. Costa (1984: Liv. II, Tit. XV, § 1, 42) y Pegas (1684: vol. IX, Gloss. III). 61. “Carta de el-rei D. Manuel para D. Francisco de Almeida”, [1506] ANTT, Maço 1 de Leis, s/d, n.° 22, CAA, vol. III, p. 273. 62. Felner (1868). 63. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n.° 13, CAA, vol. II, p. 320.

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Por otro lado, la experiencia metropolitana se proyectaba en la India: al igual que en Portugal, el rey delegaba allí en los magistrados la capacidad de vigilar el correcto cumplimiento de las atribuciones de sus oficiales a través de las averiguaciones de la sindicância o la correição. Esta posibilidad de conocer el pleno cumplimiento de las funciones de los oficiales a cargo de la gestión de la hacienda estaba en manos del virrey. Atribución que no sólo comprendía a la justicia sino también los asuntos hacendísticos. También estaba bajo su responsabilidad velar por el buen cumplimiento de las funciones de los oficiales encargados de la gestión de la hacienda en Oriente: los feitores. Francisco de Almeida fue el encargado de tener “boom cuidado dolhar pello que ouuerem de receber e entregar [...]” los feitores64. Desde un punto de vista administrativo, se trataba, al fin y al cabo de asegurar, de forma genérica, el cumplimiento de las Ordenações y provisiones regias y, en particular, los regimentos de cada oficio65. Francisco de Almeida recibía órdenes para “que nos casos que lhe parecer que compre por nosso serviço elle possa remover e tirar capitães das fortellezas e das naaos [...] e asy tirar feytores e feytorias e das dytas naaos e stpryvaes das ditas feytorias e de todos os outros oficiaes posto que por nossos mam-dados e ordenamça de ca vãao ordenados ou depois sejam e poer outros quaees beem vistos lhe for [...]”. Tal resolución le era concedida para revocar las nominaciones regias. La provisión de oficiales para las factorías y las fortalezas debía obedecer al primer capítulo del regimento del capitán de cada una de ellas, siéndole reconocida la legitimidad para rechazar esta orden en el caso de que así resultase mejor para el servicio del rey. La provisión de las capitanías de las fortalezas y las naos, así como de las alcaiadarias de las fortalezas, debía ir dirigido a aquellas personas que, según el arbitrio del virrey, se mostrasen más capaces. De este modo, los derechos concedidos al virrey venían a ser los mayestáticos, considerados inseparables de la persona del rey por la teoría jurídica coetánea: capacidad de legislar, ejercicio de la justicia suprema y de medidas de gracia, uso de algunos de los símbolos del poder real (se excluían la corona y el cetro), derecho a hacer la guerra, la paz y las treguas, acuñar moneda, establecer los tribu64. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n.° 13, CAA, vol. II, p. 300. 65. ANTT, Col. Conv. de N. S. Graça, Liv. VI-F, fol. 133v.

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tos y supervisar la administración. Entre las competencias del rey natural existían también los derechos que dependían del concepto de “Bens da Coroa”, llamados también “propios”. Se incluyen aquí los caminos públicos y ríos, puertos marítimos y fluviales, islas adyacentes, edificios urbanos de justicia, es decir, los palacios del concejo, lugares desiertos, rentas de pesquerías, minas, rentas de bienes confiscados y bienes de los que cometieron distintos crímenes66. Sin embargo, el concepto no es aplicable al virreinato de Francisco de Almeida, ya que no existían bienes de la Corona, que sólo comenzarán a tenerlos tras las conquistas de Albuquerque. El traslado de las regalías y de los dispositivos de poder regios a Oriente a través de la figura institucional del virrey nos interesa particularmente en la medida en que proporciona la base jurídica que se abría para el desarrollo en su entorno de consejos palatinos u organismos de cúpula, a la que estaría asociada una burocracia cada vez más compleja, distribuida por instituciones centrales, ligada a la administración de la Justicia y de la Hacienda por un lado y, por otro, las prácticas políticas directamente dependientes de la gestión de un Estado moderno, una vida de corte, ahora edificada en torno a la casa del virrey, y ceremonias públicas asociadas al uso de los símbolos de poder.

L A IURISDICTIO DELEGATA Y LOS LÍMITES DEL PODER La creación de la institución virreinal representa la constitución de un nivel de ejercicio de poder distinto. Las expresiones latinas vice (rex), pro (rex) y, en el caso específico de Cataluña, Alter Nos, encierran la idea de “en lugar de”, “a la manera de”, “en substitución de”. El virrey de la India será aquél que está en lugar del rey. Bajo el punto de vista de la dogmática jurídica, el presupuesto de la substitución se integra en el concepto de jurisdicción delegada, distinguiéndose de la jurisdicción ordinaria. Ésta correspondía a la que era establecida por ley o costumbre por el príncipe, por el papa o por el rey y cubría “a generalidade das causas de uma cidade ou de uma provincia”. La jurisdicción delegada abarcaba solamente causas individualizadas, “sendo exercida em nome de outrem”67.

66. Costa (1984: Liv. II, Tit. XV. Portugal 1673: Tomo II, Liv. III, Cap. II y ss.). 67. Hespanha (1984).

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Las Ordenações do reino, y antes las Afonsinas, en el título “Dos Direitos Reaes”, otorgaban al rey el monopolio de la creación de jurisdicciones, lo que significa que, por lo menos en un plano teórico, todas eran establecidas por él. Esta característica del ordenamiento portugués –en que se afirma el monopolio regio de la creación de los oficios– correspondería a un retroceso con respecto a la idea presente en el Derecho común de que los cuerpos tenían una facultad natural para establecer sus ordenamientos jurídicos propios. El Derecho regnícola establecía que todos los oficios eran creados por el rey en detrimento de la idea de la existencia de jurisdicciones naturales. Obviamente, este presupuesto era en algunos casos ficticio, toda vez que ciertos cargos tenían un origen desconocido, lo cual impedía que fuese identificado el acto regio de su institución. En el caso que estudiamos, el virrey, como la propia expresión indica, detentaba y ejercitaba la jurisdicción en nombre del monarca ante causas particulares como eran las “partes da Índia”. Y, como tal, debía integrarse en la categoría de las jurisdicciones delegadas. La clasificación de la jurisdicción de los virreyes –que podemos identificar en la literatura jurídica con los praefectus praetorii, procônsules ou proreges– como ordinaria o delegada es, no obstante, controvertida para los autores del Derecho común y para los modernos. La dogmática del Derecho común participaba en discusiones en torno a los cargos, circunstancia relacionada sobre todo con el mundo político administrativo romano y no con la realidad del Antiguo Régimen68. Aparte de las posiciones más categóricas que clasificaban la jurisdicción como totalmente ordinaria o delegada, encontramos otras opiniones que tendían a clasificar la iurisdictio del virrey como ordinaria a pesar de ser ejercida en nombre del rey. Bartolo consideraba que los proreges tenían jurisdicción ordinaria69. Otros autores reclamaban una cierta especificad de la jurisdicción delegada cuando ésta era concedida directamente por el rey70. Baptista Fragoso71 también distingue la categoría de la jurisdicción prorex en relación a las jurisdicciones delegadas en general. La integración de la

68. 69. 70. 71.

Hespanha (1984: 8). Fragoso (1641: T. II, Liv. IV, disp. 10). Febo (1619: I, Dec. LXXX, § 8). Fragoso (1641: T. I, Liv. IV, disp. 10).

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jurisdicción de los virreyes en la categoría de delegada es también rechazada por algunos autores en España. Juan de Solórzano y Pereyra fundamenta esta posición en su Política Indiana: […] regularmente en las Províncias que se les encargan y en todos los casos que especialmente no llevan exceptuados, tienen y exercen el mismo poder, mano y jurisdiccion que el rey los nombra y esa no tanto delegata, como ordinária, segun consta de los textos e Doctores citados y de otros infinitos que citan Avendano, Humada, Cerdan, Tallada, Bobadilla, Calisto Ramirez, Berarto y otros modernos y en particular Juan Francisco de Ponte e Juan Maria Novario que han escrito especiales y copiosos tratados del oficio y potestad de los Virreys y reprueban à Fontanela, que con demasiada generalidad se la quiso hacer delegada. A los quales Yo afiado el novisimo Marco Zuerio que en uno de sus emblemas Políticos dió a entender bien esta representacion con la pintura de un sello, la qual al vivo recibe la cera en que se estampa ó imprime, anadiendo por letra ó mote alter y aplicandóse á esta comunicacion y representacion, que los Reys hacen de su magestad á los Virreys que embián á governar províncias, donde ellos no pueden asistir, quedándose entera en elos mismos, aunque se transmite ó transfunde de unos en otros72.

Solórzano utiliza incluso una metáfora que toma de Plutarco. Compara el virrey a la Luna y el rey al Sol. Al igual que la Luna se va haciendo más grande y más resplandeciente a medida que se aleja del Sol, que es el que le da su esplendor, también la importancia de los virreyes crece a medida que se apartan del príncipe. La verdad es que el virreinato corresponde a una magistratura moderna creada por el propio monarca. Pero usando aquí de una jurisdicción que no le pertenece de forma natural. El virrey es el delegado del rey y, como tal, usa su jurisdicción. La doctrina situaba estos delegados regios en una posición especial con respecto a los otros oficiales que también eran delegados. De una manera general se consideraba que “Delegatum subdelegare non potest”, pero se establecía una excepción: “Praeterquam a príncipe delegatus qui potest subdelegare. Et ejus rei rationem ponit Bart. receptus in L. legatus a num. 2 et in fin ff.

72. Solórzano Pereira (1648: V, Cap. XII, 199-200).

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officio Pro cônsul et leg. quia cum principis delegatus jurisdictionem habeat immediate ab eo qui dat ordinariam, ejus jurisdictio delegata sapit naturam ordinanam”73. En resumen, el virreinato era una magistratura instituida a través del expediente jurídico de la delegación de poderes y disponía de una jurisdicción que ordinariamente no le pertenecía. Pero, al ser directamente delegada por el príncipe, adquiría la naturaleza de la jurisdicción ordinaria y, de esa forma, pasaba a hacer uso de sus características, entre las que destacaba la posibilidad de que el magistrado delegado subdelegase su jurisdicción, como acontecía con el ordinario. El virreinato adquiría las características de las estructuras tradicionales. Esta posibilidad de subdelegación permite en parte justificar jurídicamente el crecimiento y la expansión de la burocracia en el Estado de la India. Como ya se ha apuntado, no sólo el rey sino también los gobernadores de la India portuguesa estaban en condiciones de crear oficios, y lo hicieron en bastantes ocasiones. Pero el tema de la jurisdicción delegada es particularmente interesante porque nos remite a las propias limitaciones de la institución virreinal. Así como era sólo competencia del rey crear oficios, también él era el único que los podía extinguir. En el caso del virrey se planteaba la misma cuestión que en el de las provisiones del cargo. El rey nombraba al virrey y también lo podía destituir. Las cartas de poder de estos magistrados reflejan una delegación de poderes por tres años. El rey reservaba una extensa competencia de intervención en la jurisdicción delegada. El rey se reservaba un amplio poder de intervención en la jurisdicción delegada. Concretamente, la posibilidad de avocar los derechos en cualquier momento mediante medidas que estaban por encima de la jurisdicción del gobernador y que podían incluso contrariar o provocar situaciones de excepción frente a lo que éste hubiese estipulado. Esta cuestión de determinar si el rey puede o no retirar el ejercicio del cargo al individuo que lo detenta fue ampliamente discutida en 152674. El problema de las limitaciones impuestas al poder delegado estaba directamente relacionado con el carácter profundamente militar del go-

73. Febo (1619: Déc. LXXX, § 8). 74. Santos (1999: 65).

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bierno de la India de los primeros años. La vinculación con el poder militar se justifica, en primer lugar, porque las nominaciones de los virreyes fueron alternadas con las de los gobernadores, cargo asociado a las actividades militares. Hasta el gobierno de Afonso de Noronha, quinto virrey de la India (1550-1554), sólo cinco de dieciséis nominados usaron el título de virrey. Ya fuera a nivel de competencias jurisdiccionales o de remuneración, no existía ningún tipo de diferencia entre ambos títulos. La diferencia se hallaba en un plano meramente simbólico y de prestigio, ya que el virrey se aproximaba al rey, por la adquisición de dignidad real. El manifiesto carácter simbólico del título de virrey resalta en varios pasajes de las crónicas. En 1537, cuando Juan III decidió enviar un nuevo gobernador a la India en sustitución de Nuno da Cunha, en la difícil coyuntura de la guerra en Diu, optó por nombrar a García de Noronha con el título de virrey. Diogo de Couto justifica esta distinción diciendo que cuando los turcos supiesen que había sido nombrado un virrey, la noticia suscitaría un efecto tan grande como el que provocaba entre los pueblos enemigos del pueblo romano la elección de un dictador75. Pero lo cierto es que fueron los gobernadores quienes predominaron en esos años iniciales. El cargo, por sí mismo, y las características de la presencia portuguesa en la India a lo largo de estos 50 primeros años reforzaban el carácter militar del gobierno y, como tal, condicionaron la propia configuración jurídica de la magistratura, ya fuese considerada “virreinato” o governança. La “forma de preito, homeagem e juramento”, que los gobernadores y virreyes presentaban ante el rey cuando tomaban posesión de su cargo, establecía bien los límites de la magistratura. En rigor, se trataba de un procedimiento un tanto ambiguo porque hacía coexistir aspectos arcaizantes con otros modernos de la teoría del oficio. Si, por un lado, apuntaba hacia el carácter “comisariado” del ejercicio del cargo, definía, por otro, la dependencia con respecto al monarca, sobre los valores feudales de la honra y la fidelidad. Existe una copia de esta fórmula de juramento en el archivo de Torre do Tombo, en Lisboa76. Por el tipo de documentación que conserva, este código data de comienzos del siglo xvii. Sin embargo, Diogo de Couto se refiere a esta ceremonia y al propio contenido de la decla75. Couto (1612: Liv. III, Cap. VIII, 272). 76. ANTT, Ms. Conv. de N. S. Graça, Livro VI-F, fols. 132 v-133 v.

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ración del virrey como una práctica común77. Existe también el “Homenagem que jurou D. Vasco da Gama quando Sua Alteza o enviou para vice-rei à Índia”78, que nos permite retrotraer este mismo juramento prácticamente a los orígenes. Gaspar Correia describe también la ceremonia en que Francisco de Almeida toma posesión ante el rey, que podría ser identificada como el momento del primer juramento79. El origen de este formulario se encontraba en las Cortes de Évora (1481). João II ordenó que se fijarse la forma por la cual tendrían que ser hechos los homenajes de los castillos y fortalezas80. Se trataba del juramento de vasallaje y homenaje que hacían los alcaldes mayores de los castillos en el reino y que representan la base de un pacto político. La comparación entre ambas fórmulas –la del virrey y la de los alcaldes de los castillos– demuestra un calco casi integral del juramento. El primero integra toda la fórmula según la cual se estructuraba el juramento de los alcaldes de los castillos, pero es más extenso porque, aparte de los asuntos militares, incluye las que eran propias de su función. El paralelismo es importante porque sugiere una definición del cargo de virrey como algo esencialmente militar a partir del cargo que en el reino desempeñaba las funciones militares por excelencia. Esta proximidad implicaba la supervivencia de elementos arcaizantes en el juramento virreinal que casi podrían ser considerados de raíz feudalizante, como aquel en el que el alcalde mayor/virrey se comprometía a recibir al rey y a su corte. El alcalde juraba: “e vos acolherei e receberei no alto e no baixo della, de noute e dia, e quaesquer oras e tempos que seja, irado, e paguado, com muitos e com poucos, vindo vós em vosso liure poder”81. El virrey jura: “E vos Recolherei e Resseberej nelle Em qualquer tempo que seja, hyrado e pagado, com muitos e poucos, jndo Vossa Magestade em seu liure poder [...]”82. La cláusula remitía al derecho feudal de hospedaje, no adecuado a las circunstancias concretas del gobierno de la India, pues el rey jamás se desplazaría allí, al contrario de lo que acontecía en los castillos del reino.

77. 78. 79. 80. 81. 82.

Couto (1786: Cap. 15, 108-110). ANTT, Corpo Cronológico, 1-30-90. Correia (1975: I, 532). Resende (1973: Cap. XXVII-XXVIII, 33-36) y Pina (1742, II, Cap. V, 17-19). Costa (1984: Liv. I, Tit. LV, 373). ANTT, Ms. Convento da Graça, Livro VI-F, fol. 132 v.

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Las huellas arcaizantes están presentes en toda esta fórmula. El gobernador o virrey nombrado comenzaba por decir: “Muyto Alto e muyto poderosos Rey [...] meu verdadeyro e natural Rey e senhor eu fullano que ora V. Magestade manda por seu visorrey da jndia vos fasso prejto omenagem pello dito cargo e governansa daquelle voso estado de que V. Magestade ora me Encarrega E do cargo que o tenha e gouerne [...]”; y jura a continuación servir el cargo y governança de la India bien y fielmente. Desde el punto de vista del rey el cargo era entregado constituyendo una honra y merced en virtud de la confianza depositada en un individuo en particular. Desde el punto de vista del delegado, la puesta en práctica de la ceremonia era la demostración de la fidelidad al monarca. Desde una perspectiva puramente formal, el acto de la delegación de los poderes permite pensar en la propia ceremonia que representaba al contrato feudal. Sin embargo, este paralelismo apenas puede ser considerado en lo que respecta a los aspectos formales porque existe una diferencia fundamental entre el contrato feudal y la delegación de poderes. Mientras que el contrato feudal es irrevocable, salvo comiso, es decir, traición, en el segundo caso esta situación varía pudiendo el rey abortar la delegación por razones de oportunidad. Al margen de eso, en la delegación de poderes no existe contrato sinalagmático ya que no se produce un juramento recíproco. Es posible, por tanto, hablar de una herencia medieval/feudal que se manifiesta mediante reminiscencias en el vocabulario pero no en un sentido absoluto. José Mattoso, en sus estudios sobre la Edad Media portuguesa, se refiere exactamente a esta difusión del vocabulario feudo-vasallístico en contextos y situaciones de otra naturaleza83. La influencia es muy parcial, no permite identificaciones simplistas de las situaciones. Sin embargo, es importante mencionarla. Las similitudes formales residen en el vocabulario y en los ritos gestuales. El homenaje feudal se subdividía en dos fases. Una primera en la que el vasallo –arrodillado, con la cabeza descubierta y sin armas– colocaba ambas manos junto a las del señor, que cerraba las suyas sobre las del vasallo; el otro componente era la propia declaración de voluntad del vasallo. El homenaje continuaba con el juramento de

83. Mattoso (1987: 149 y ss.).

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fidelidad, que se hacía en pie y con las manos sobre los Santos Evangelios y un relicario. Lo mismo sucedía en el caso de los alcaldes mayores. El rey estaba sentado; el alcalde, de rodillas frente a él, con ambas manos entre las manos del rey, y así se mantenían hasta que terminaban de recitar las palabras del homenaje84. La descripción de la primera ceremonia de este género que incluye a un virrey, refuerza la analogía. En Lisboa, Francisco de Almeida, ante Manuel I, “se pôs ante elle de geolhos a que EI Rey disse: Muyto honrado Dom francisco, meu amigo e vassallo, eu vos entrego esta bandeira de sinal da vera Cruz, com a qual em meu nome e em nome de Deos e em meu seruiço commetereys e fares os homrrados feitos [...]”. Almeida “[...] estaua ante Elrey de geolhos, e beijou a mão a EIREy e á raynha [...]”85, iniciando su juramento donde expresaba el “[...] juro aos Sanctos Euangelhos em que, tenho postas minhas mãos [...]”86.Cuando este homenaje tenía lugar en el Estado de la India se hacía en la ciudad de Goa y estaba en manos del arzobispo, que sustituía al rey. No tenemos conocimiento del momento en que comenzó esta práctica87. Esta ceremonia simbolizaba la propia legitimidad del ejercicio del cargo de gobernador. Únicamente el rey tenía capacidad y legitimidad para designar a quien le iba a sustituir. Con todo, algunos gobernadores de la India fueron nombrados a través de las llamadas cartas o vías de sucesión. Las cartas de sucesión eran los instrumentos a través de los que el rey podía establecer una verdadera cadena de potenciales gobernadores para suceder al que estaba en el cargo. La carta contenía el nombre del nuevo gobernador, pero apuntaba una serie de otros posibles candidatos, sujetos a una jerarquía propia, que podían llegar a sustituir en caso de fallecimiento al primer designado. El ocupante por vía de sucesión nunca tenía título virreinal sino de gobernador. En estos casos el homenaje y juramento se prestaba en la catedral o en otro espacio sagrado bajo la mirada del representante de la autoridad eclesiástica. Desde el establecimiento del gobierno en Goa, se hizo siempre en la catedral, en presencia del obispo o arzobispo. También podía suceder que ese juramento fuese reali-

84. 85. 86. 87.

Resende (1973: Cap. XXVII, 33). Correia (1975: I, 532). ANTT, Ms. Conv. de N. S. Graça, Liv. VI-F, fol. 133 v. Couto (1786: Cap. XV, 49).

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zado ante el capitán de la ciudad. Fue lo que sucedió en 1619, cuando Fernão de Albuquerque, sucesor de João Cutinho, conde do Redondo, nombrado por vía de sucesión en Goa, hizo su juramento “en mão do capitão da cidade de Goa”88. El nombramiento del nuevo gobernador partía siempre del rey, ya fuera éste hecho personalmente en Lisboa o en la India a través de las vías referidas. La teoría moderna del oficio público contiene algunas reminiscencias de la teoría feudal reflejada en tres ideas fundamentales: a) la fidelidad personal del vasallo a quien le concede el oficio se impone a la idea de competencia b) la concesión es una prueba de confianza para con el vasallo y por lo tanto una honra y c) la patrimonialización de los cargos. Los dos primeros valores originarios de la ideología feudal resurgen en la delegación hecha al virrey en el cuadro de una concepción moderna del oficio. La configuración patrimonial, expresada en la venalidad, la penhorabilidade y la transmisibilidad por muerte del titular retrocede en beneficio de la “revocabilidad”. La jurisdicción no es feudal sino regia porque se ejerce en nombre del rey y en él tiene su origen. Los valores modernos del oficio son los que rigen el ejercicio del cargo. El oficio constituye una forma de “comisión” limitada al uso de una jurisdicción que es revocable89. Es exactamente el presupuesto de que quien detentaba un poder delegado sólo ejercía una jurisdicción ajena, que no le pertenece naturalmente, lo que justifica teóricamente la capacidad de interferencia del rey en el ámbito jurisdiccional virreinal y la destitución de su titular en caso de abuso en el ejercicio de las competencias delegadas. Desde esta perspectiva se comprende que Manuel I considerase que el primer virrey usurpaba la jurisdicción delegada cuando hacía uso del derecho de gracia perdonando a los desterrados a Oriente. La jurisdicción real estaba parcialmente delegada y era siempre avocable. La naturaleza vicarial de la magistratura y consecuentemente la permanente posibilidad de que su titular pu-

88. “Auto do preito e omenagem, posse e juramento, e entrega da gouernaça deste Estado da Índia, que foi dado ao illustrissimo senhor Femão d’Alboquerque”, 1211-1619, en Pissurlencar (1953: I, doc. 24, 88-89). 89. Molina (1953: tract. 5, disp. 12); Pereira (1664: Cit.V, “iurisdictio quod delegationem”); Fragoso (1641: Lib. 4, disp. 10 & 1, n.os 105-141; & 2, n.os 142 ss; Febo, 1619: dec. 80); Pegas (1684: 7 [ad reg. Sen. Pai.], c. 35, n. 2).

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diese ser apartado por el titular natural –el rey– se hace patente en el caso de António de Noronha, noveno virrey de la India (1571-1573). Éste fue desposeído del cargo de gobernador y sustituido por António de Moniz Barreto a través de una notificación cursada por el arzobispo de Goa. La carta regia reproducida por Diogo de Couto omite las causas directas de esta decisión, refiriéndolas en los siguientes términos: “[...] por alguns justos respeitos de meu serviço tenho assentado que D. Antonio de Noronha do meu Conselho [...] se venha pera este Reyno [...]”90. Por otro lado, la asociación entre el representante regio y las funciones militares permite percibir esta modernidad del oficio de la India. Las necesidades relacionadas con la guerra exigían jerarquías mucho más rígidas, una subordinación directa al rey y un estatuto más funcional que patrimonial. La propia literatura jurídica concordaba en declarar que el gobernador, como cargo esencialmente militar, se debía confinar a un ejercicio meramente temporario y directamente supervisado por el rey. El jurista portugués Jorge de Cabedo, citado por A. M. Hespanha, afirma: “pronuncia-se contra a extensão aos governadores militares dos privilégios e garantia (nomeadamente quanto à patrimonialidade dos seus cargos) dos donatários da coroa; os cargos dos governadores são, na sua opinião, meramente temporários”91. Además, la posibilidad de que el virrey hiciese una subdelegación de poder tiene también sus raíces en los alcaldes mayores, estableciéndose, sin embargo, algunas limitaciones. El virrey jura no entregar el gobierno de la India a “pessoa alguma de qualquer grao, dignidade e preheminencia que seja, senão a vos meu senhor ou a vosso Recado [...]”92. Ciertamente se indicaba aquí la cuestión de las vías de sucesión a través de las cuales se aseguraba la continuidad del gobierno del Estado de la India en caso de que el gobernador o virrey nombrado estuviese imposibilitado para hacerlo. No obstante, se admite que en ausencia del virrey se aplicase el modelo de subdelegación del alcalde mayor. La subdelegación presuponía un nuevo juramento. El sustituto del virrey juraba ante éste fidelidad al rey. El juramento del virrey contemplaba la posibilidad de esta subdelegación y los términos de 90. Couto (1786: Cap. XV, 105). 91. Cabedo (1602: p. 2, decs. 28, 43, 101); Pegas (1684: t. 12 [2.47], gl. 4, n. 1). 92. ANTT, Ms. Conv. de N. S. Graça, fol. 132 v.

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su realización: “E lhe tomarey este dito Prejto Omenagem na forma e maneira E com as clausullas Obrigasois e condissois nella contheudas. E eu por jso nam ficarey desobrigado desse dito prejto Omenagem [...]”93. Las limitaciones intrínsecas a estos presupuestos se traducían en la temporalidad del ejercicio del cargo (tres años). Aparte de eso, en cualquier momento, el rey podía apartar del cargo de virrey a aquel que lo ocupaba. Fue lo que sucedió en 1571, cuando Sebastián I mandó desposeer a António de Noronha y lo sustituyó por António Moniz Barreto mediante una carta de sucesión. Por último, otra estrategia de limitación de la autonomía jurisdiccional del virrey tenía que ver con la sujeción de determinadas regalías a condiciones específicas de ejecución. La paz con el rey de Calicut es un típico ejemplo de ello. Manuel I afirma que la paz y la guerra era dejada al buen discernimiento del virrey “tiramdo estas duas de os mouros de meca nam ficarem na teerra, nem de ser contra vontade delrey de cochy, porque sem estas duas nam queremos que por maneira allguma se faça”94. Ya a finales del siglo xvi, la forma de juramento que hacían los gobernadores y virreyes de la India parece haberse alterado. El cronista Diogo de Couto transcribe, en Década IX, la fórmula permitiéndonos observar algunos cambios. Se mantiene el juramento de fidelidad sobre los Santos Evangelios, pero la fórmula “calcada” del modelo del alcalde mayor resulta obsoleta ante las nuevas preocupaciones, surgidas de las propias experiencias de un siglo de gobierno en la India. El virrey juraba no haber hecho promesas de dádivas u órdenes concretas a persona alguna en la eventualidad de llegar a ocupar el cargo, a mantener la justicia, sobre todo, entre los menesterosos a no recibir dádivas ni servicios de persona alguna y entregar las dádivas y los regalos hechos por los reyes y señores orientales al feitor regio para que fuesen registradas en las cuentas de la monarquía. De todos estos cambios se desprende el intento de control sobre el nepotismo virreinal95. Sin embargo, cabe preguntarse si este modelo no acabaría truncándose. La forma de vasallaje y homenaje más completa de la que tenemos

93. ANTT, Ms. Conv. de N. S. Graça, Liv. VI F, fols. 132 v-133. 94. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n.° 13, CAA, vol. II, p. 316. 95. Couto (1786: Cap. XV).

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conocimiento corresponde al siglo xvii96. Concilia el antiguo formulario de los alcaldes mayores, seguido en los primeros años97, con estos items más modernos presentados por Diogo de Couto. Se verifica un proceso de adaptación a las propias circunstancias del ejercicio de la función. De la forma de vasallaje y homenaje que identificaba al virrey como capitán mayor y jefe militar se pasa a un ejercicio de otras regalías, asociadas, en este caso, a la governança propiamente dicha. El encuadramiento jurídico de la nueva institución virreinal se basaba así en la carta de poder, en la orden entregada por el rey a cada virrey o gobernador y también en la forma de “preito homenagem e juramento”. No ha sido posible localizar todas las cartas de poder e instrucciones de los virreyes y gobernadores que cubre nuestro periodo de estudio. Este tipo de documentación se halla dispersa en colecciones muy diversas. Los índices de las cancillerías regias, existentes en el archivo de Torre do Tombo, en Lisboa, son, como es sabido, incompletos, lo que dificulta una investigación que pretenda ser exhaustiva. Las fuentes aquí utilizadas deben ser consideradas como una muestra de todas las cartas de poderes e instrucciones, dado que se extienden por los años que nos interesan. El análisis comparativo de este tipo de documentación98 pone de relieve el papel modular de los primeros textos ya sea en la forma o en el contenido.

96. ANTT, Col. Conv. de N. S. Graça, Livro VI-F, fols. 132 v-133 v. 97. “Homenagem que jurou Vasco da Gama quando Sua Alteza o enviou por Vice Rei para a Índia”, Évora, 28-2-1524, ANTT, Corpo Cronológico, 1-30-90. 98. “Regimento que levou D. Francisco de Almeida quando foi por capitão mor para a Índia”, Lisboa, 5-3-1505, ANTT, Maço 2 de Leis, n° 13, CAA, vol. II, pp. 273-313; “Carta de poder de capitão-mor a D. Francisco de Almeida”, Lisboa, 27-2-1505, ANTT, Gaveta 14, maço 3, n.° 14, CAA, vol. II, pp. 269-272; “Alvará de capitãomor da Índia a Afonso de Albuquerque”, Almeirim, 20-3-1516, ANTT, Corpo Cronológico, 1-19-153; “Homenagem prestada por Affonso d’Albuquerque perante el-Rei D. Manuel relativa ao governo da Índia em que havia de suceder a D. Francisco dAlmeida, de cujo provimento devia guardar segredo até a occasião opportuna; toda escripta por seu próprio punho”, Lisboa, 23-2-1506, ANTT, Fragmentos, M. 1, CAA, vol. IV, p. 25; “Carta de capitão e Governador da Índia a Lopo Soares de Albergaria”, Almeirim, 10-2-1515, ANTT, Livro de Ilhas de D. Manuel, fols. 165-166; “Alvará de capitão-mor e governador de Lopo Soares de Albergaria”, Lisboa, 30-3-1515, ANTT, Corpo Cronológico, 1-17-106; “Carta de poder a D. Duarte de Meneses”, Chanc. D. Manuel, Livro 39, fol. 27 v, c. 1522; “Homenagem que jurou Vasco da Gama quando Sua Alteza o enviou por Vice Rei para a Índia”, Évora, 28-2-1524, ANTT, Corpo Cronológico, 1-30-90; “Carta de

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Las cartas de poder tienden a constituirse en un verdadero formulario repetido de gobierno en gobierno. A partir del gobierno de Lopo Soares de Albergaria dichas cartas pasan a responder a un mismo formulario establecido que se repite cada tres años. Siguen, en último término, una matriz bien delimitada de carácter jurídico-político del propio rey. Las formas de juramento repiten las de los alcaldes mayores de los castillos, a pesar de que se vuelvan más complejas para incorporar la experiencia del ejercicio del poder en la India. Las instrucciones, en cambio, no se repetían sino que dependían de cada gobierno evidenciando una notable evolución de competencias y de su posicionamiencapitão-mor da armada e Viso rey da Índia”, Évora, 27-2-1524, Chanc. D. João III, Liv. 37, fols. 4-5; “Carta de capitão-mor da armada e Viso rey da jndia a Dom Garcia de Noronha”, Lisboa, 18-3-1538, ANTT, Chanc. de D. João III, Liv. 49, fols. 44-44 v.; “Carta de poder a Martim Afonso de Sousa”, Almeirim, 12-3-1541, Chanc. de D. João III, Liv. 31, fol. 42; “Alvará de D. João III com a nomeação de D. João de Castro para governador da Índia”, ANTT, Chanc. D. João III, Liv. 25, fol. 38, Castro, vol. III, p. 55-57; “Carta de poder a D. António de Noronha”, ANTT, Chanc. de D. João III, Liv. 69, fols. 41-42 v; “Regimento de D. Sebastião a D. António de Noronha”, 1550, AHG, Regimentos e Instruções Livro I, en Filmoteca Ultramarina Portuguesa, 19-3-10, exposição 1/2-3; “Alvará de Dom Sebastião para D. António de Noronha vice-rei da Índia sobre os regimentos que havia de fazer na Índia”, Lisboa, 8-3-1564, AHG, Regimentos e Instruções, Liv. I, fols. 2 v-3 v, Filmoteca Ultramarina Portuguesa, 19-3-10; “Alvará d’El Rey para o Vice rey Dom Pedro de Mascarenhas prover os officios de vara, e escrivães do judicial, e tabeliães públicos e ouvidores da Índia”, AHG, Livro Vermelho da Relação, fol. 24 APO, Fase. 5.°, pp. 261-262; “Carta de poder a D. Constantino de Bragança”, 1558, ANTT, Chanc. de D. Sebastião, Livro 2, fols. 86 v-87 v; “Alvará ao vice-rei D. Constantino de Bragança”, Lisboa, 17-4-1558, ANTT, Chanc. D. Sebastião e D. Henrique, Doações, Liv. 1, fols. 74-74 v; parte del regimento de D. Constantino de Bragança esta en ANTT, Colecção de São Vicente, Livro X, doc. 111, fols. 121-122; “Carta de poder a D. Francisco Coutinho”, 1561, ANTT, Chanc. de D. João III, Liv. 7, fols. 122-122 v; “Carta de poder a D. Luís de Ataíde”, 1558, ANTT, Chanc. de D. Sebastião, Livro 22, fols. 56-57 v. (también existe en el AHG, Livro 4 de registo da Caza dos Contos, fol. 164, APO, Fase. 5, pp. 676-680); “Regimento do vice-rei D. Luís de Ataíde”, Lisboa. 27-2-1568, AHG, Livro 1. “das Monções, APO, fase. 3.°, pp. 1-26”; “Carta de poder a D. Antão de Noronha”, Lisboa, 22-1-1571, ANTT, Chanc. de D. Sebastião, Livro 27, fols. 189-190 v (el mismo documento se localiza bajo la designación “Carta patente d’El Rey do poder, jurisdição e alçada, que dá ao V. Rey Dom Antonio de Noronha”, Almeirim, 22-1-1571, AHG, Livro 4° da Casa dos Contos, fol. 239, APO, Fase. 5, pp. 738-742); “Carta de poder a D. Luís de Ataíde”, Lisboa, 26-8-1572, ANTT, Chanc. de D. Sebastião, L.° 38, fols. 144 v-146. Sobre Nuno da Cunha, ANTT, Corpo Cronológico, I, 31, 40, “Auto que por ordem de el rei fez seu governador a Nuno da Cunha e outras personagens ao almirante e oficiais da frota estrangeira que ali se achava”.

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to en el cuadro de la política india. Las cartas de poder establecen los poderes transferidos a Oriente, las formas de juramento y las condiciones de su ejercicio. El cargo de virrey estaba revestido de enorme prestigio: con respecto al reino, “este cargo de Viso Rey hé de muita preminencia e autoridade e o mais honrado lugar que nenhum príncipe do mundo pode prouer [...]”; de cara a los poderes indianos “são os Viso Reis da Índia muy venerados e temidos de todos os reis do Oriente, assi Mouros como Gentios”99.

La bifrontalidad de un virreinato La delegación de poderes mayestáticos en un vicario del rey de Portugal provocaba necesariamente dos situaciones precisas. Por un lado, la aparición de órganos palatinos progresivamente más complejos. Por otro, el desarrollo en torno al virrey de una corte y de un ceremonial que reproducían en Oriente las señales externas de la realeza. El propio rey recomendaba que el virrey usase símbolos de poder y programas de comportamiento público, que lo singularizasen del resto de los fidalgos que lo acompañaban en la India. A lo largo del siglo xvi se verifica incluso un refuerzo de la exteriorización de tales jerarquías. En el reinado de Sebastián I, ya en la segunda mitad del Quinientos, la construcción simbólica de la superioridad del virrey y su traducción al espacio cortesano, viene citadas en el regimento atribuido a Luís de Ataíde. Allí se determinaba que los fidalgos sólo dispusiesen de bancos raso, porque hasta entonces disponían de asientos con respaldos. Y se establecía también que cuando conversasen con el virrey lo hiciesen descubiertos, es decir, sin sombreros u otros tocados. Para que el ejemplo fuese seguido por todos, Luís de Ataíde mandó llamar a Diogo Pereira, apodado por el cronista Diogo do Couto el “Fidalgo Velho”, y le mandó sentar en una silla rasa. Ante este cambio de tratamiento Diogo Pereira diría al virrey que el asunto que le traía era de poca importancia y que lo podía tratar de pie resistiéndose así a esta tentativa de diferenciación.

99. Luz (1960: 6-7).

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Esta jerarquización no obstaculizaba, sin embargo, la existencia de una economía de corte, una economía de la gracia. En Goa, como en Lisboa, la corte funcionaba como un centro de distribución de honras y mercedes para los fidalgos que acompañaban a los gobernadores y la élite goesa que poco a poco se fue formando. A propósito de la corte, un jesuita se refería a la relación de los fidalgos con los virreyes en estos términos: “Todos os fidalgo lhe dão vista e assim se lambem e se torcem aos seus olhos, porque um governador lhes pode fazer tamanhas e maiores mercês que um rei”. La residencia urbana de los poderes regios y la existencia de una corte contribuirían a la inversión en la monumentalidad de los edificios y en la exuberancia de las fiestas urbanas de poder (como eran las entradas de los gobernadores en la ciudad o la recepción de embajadas), así como en la creación de espacios políticamente reputados en el entramado urbano. Por todo esto se justifica el proverbio goés: Quem viu Goa no necesita ver Lisboa. Sin embargo, esto no siempre ocurrió así. O al menos no necesariamente por este orden de ideas. Porque el tercer elemento, innovador con respecto a la vida portuguesa de la corte, tiene que ver con la integración de elementos de la cultura y de la organización social locales. Y remite a aquello a lo que llamé la bifrontalidad de Goa. Una ciudad con dos caras que observa y considera el modelo europeo pero que no puede dejar de integrar las propuestas indias. Esa bifrontalidad tiene que ver con la incorporación de elementos de origen asiático en instituciones o prácticas políticas vinculadas a la centralidad política de la ciudad, que así pasan a revestir formas de hibridismo cultural. Ejemplo de esto es la presencia de brahmanes cristianizados a partir de la década de 1560 en la corte del virrey. Frecuentaban el palacio, se sentaban en su mesa y ocupaban algunos de los cargos de la administración que exigían conocimiento de las lenguas locales. En lo cotidiano, la orientalización de la vida de la corte se apreciaba, por ejemplo, en el uso del palanquín y en el progresivo abandono del caballo como medio de transporte de los nobles de la ciudad. Esta contaminación, determinada por la circunstancia asiática, es todavía más evidente en el refuerzo de los programas simbólicos de representación del poder del Estado de la India ante los poderes locales. En el momento de la recepción de embajadas, la escenificación del poder del virrey va mucho más allá de aquello que era practicado en el reino por

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el rey, en la medida en que era necesario competir con la riqueza, exuberancia y capacidad de teatralización de las cortes asiáticas. El ceremonial diplomático incluía el uso de un conjunto variado de códigos con significados claros para los dos protagonistas. Se percibe por tanto que el virrey y los gobernadores se habían rodeado de una corte y de un ceremonial, que, gracias al nuevo contexto cultural donde se proyectaban, fueron el resultado articulado de la imitación del modelo regio metropolitano y de la incorporación de contribuciones indianas. Es en este plano de las relaciones con los Estados asiáticos donde se verifica una gran inversión en el show off político. Los dirigentes asiáticos sólo aceptaban relacionarse con alguien que no sólo estuviese dotado de dignidad real sino que también fuese capaz de exhibir externamente su carácter excepcional. La cultura política asiática, ya sea hindú o musulmana, invertía mucho en la demostración exterior del poder y la riqueza. Los reyes hindúes de Viajanayagar, de Calicut o del propio Cochim, con los que eventualmente los virreyes mantuvieron relaciones, se rodeaban de atributos ceremoniales que los gobernadores se veían obligados a igualar o incluso a superar. En la India musulmana existía la llamada darbar o durbar, un tipo de corte muy influenciada por las durbars de Persia. En el caso de los grandes mogoles esta institución correspondía a una audiencia pública que coincidía con las grandes fiestas públicas. Este procedimiento fue después trasladado a otras situaciones, en que se celebraban reuniones de altos dignatarios, bajo la presencia de un jefe de Estado. Fue el caso de aquellas realizadas por los virreyes de la India británica. El caso de la corte de los virreyes de la India no constituyó, por tanto, un caso excepcional. Simplemente los magistrados portugueses se vieron en la necesidad de integrar esa cultura de corte asiática y hacer una adaptación a la etiqueta local. Adaptación que inicialmente se topó con dificultades debido al desconocimiento de las exigencias de esos Estados. A modo de ejemplo referiremos el lote de regalos que Vasco de Gama ofreció al Samorim de Calicut que fueron considerados indignos de la categoría de ese rey. Esta preocupación aparece en todos los actos de Estado que envolvían a los representantes de los poderes asiáticos: la recepción de embajadas o la firma de tratados. Basta echar un vistazo a los principales cronistas de la India (João de Barros, Gaspar Correia, Fernão Lopes de Castanheda, Diogo do Couto) para encontrar en sus escritos varias descripciones de la riqueza y la

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complejidad de las embajadas enviadas y recibidas en Goa y la inversión hecha para la escenificación del espectáculo del poder de un rey cristiano, aunque estuviese distante. La escenificación del poder en la ciudad pasó a estar ligada a las llamadas entradas de recepción, al momento en que un nuevo gobernador tomaba posesión así como a las entradas triunfales con motivo de la celebración de una victoria militar. Probablemente fue con João de Castro cuando el ceremonial adquirió los aspectos más originales. En otro nivel se sitúa la “Galeria dos vice-reis”, descrita por el cronista Gaspar Correia. Los tratados internacionales del Estado de la India eran firmados en el palacio del Sabaio ante la serie de pinturas que retrataban a los virreyes y gobernadores de la India. La galería funcionaba, así, como símbolo de un poder establecido y consolidado ante los embajadores asiáticos. La garantía de la reputación del Estado en Asia fue, por tanto, reforzada por la capacidad para apoyarse en imágenes a la manera asiática del ejercicio del poder, en las que la ciudad era presentada como la residencia de personas con dignidad real. Pero la originalidad del virreinato y su capital hacen que escapen a los patrones del imperio. La expresión “Estado de la India”, como ya fue apuntando por Thomaz, “designava no século xvi, não um espaço geograficamente bem definido, mas o conjunto dos territórios, estabelecimentos, bens pessoas, interesses administrativos, geridos ou tutelados pela Coroa Portuguesa no Oceano Índico, mares adjacentes ou nos territórios ribeirinhos, do Cabo de Boa Esperança ao Japão”. El Estado de la India era por lo tanto una red, un sistema de comunicaciones entre varios espacios. Goa y el virrey eran los responsables de establecer vínculos dinámicos con aquello que podríamos considerar un estado aterritorial. Un Estado muy extenso y discontinuo, donde se encontraban distribuidos asentamientos con estatutos jurídicos muy diversos: las llamadas conquistas, sobre las cuales era ejercida la soberanía plena; las factorías fortaleza, las simples fortalezas (con funciones puramente comerciales), los viajes y Estados asiáticos vasallos o sujetos a formas de protectorado a los que se venían a sumar los Estados soberanos con quien se mantenía una extensa red de relaciones diplomáticas. En el plano doctrinal, el pluralismo político-jurídico, presente en la estructura del Estado de la India, se basa en principios subyacentes a la arquitectura político-jurídica europea. La estructura estatutaria del Derecho en el Antiguo Régimen hacía prevalecer las normas singula-

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res sobre las generales siempre que no fuesen en contra de la ratio iuris (es decir, las normas fundamentales del Derecho) o la religión (esto es, no indujesen al pecado). En el espacio ultramarino y en lo tocante a determinadas áreas tanto del Derecho privado como público, los portugueses se limitaron a compilar y, en algunos casos, a reconocer los derechos locales. Por otro lado, la doctrina jurídica atribuía a las poblaciones indígenas un estatuto próximo a lo que en Derecho común se conocía como miserabilae personae, personas dignas de misericordia, sin la iluminación que ofrecía la fe. Esa idea de inferioridad política de las poblaciones indígenas llevaba a que se considerase casi inadecuado aplicarles el Derecho común del reino, o a que tuviesen que estar bajo una especial protección del rey con normas particulares para su defensa. Por último, el Derecho oficial, tal y como sucedía en el reino, tenía en la práctica un bajo grado de aplicación siendo sustituido por procedimientos o usos locales o por procesos de composición amistosa. La vigencia del Derecho oficial y letrado tenía que enfrentarse también a otra dificultad agravada en territorios tan extensos como los asiáticos por la inexistencia de oficiales capaces de aplicarlo. Aunque en el Estado de la India el pluralismo político, previsto en la doctrina, se irá articulando con otro factor relacionado con las propias condiciones concretas del ejercicio del poder: el espacio sobre el cual se construyó el dominio portugués estaba formado por un conjunto de derechos y sistemas políticos mucho más rico que el portugués. Por lo tanto, en Oriente el modelo pluralista del gobierno se veía reforzado gracias a la riqueza y variedad de situaciones político-jurídicas locales que las necesidades de la administración obligaban a integrar. El pluralismo es así todavía mayor, ya que la diversidad política institucional no era sólo “constitucionalmente determinada”, sino inevitable según criterios de oportunidad gubernamental. La permanencia de instituciones políticas locales, al mismo tiempo que representaba una economía de medios para la Corona portuguesa, no tenía porqué ser contraria a los intereses portugueses. El Estado de la India es dejado así al cuidado de muchos centros cuya estructura administrativa precedente se mantiene sin alteraciones significativas. Por último y como consecuencia del pluralismo de los estatutos, las comunicaciones entre centro y periferia no eran homogéneas y estructuradas como en las sociedades contemporáneas. Junto a los vínculos oficiales (justicia, hacienda, redes militares, eclesiásticas, diplomáticas,

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etc.), las comunicaciones se guiaban por criterios adaptados a circunstancias concretas, patentes, por ejemplo, en la diversidad de contenidos de los tratados de paz y amistad.

De Índico al Atlántico Podemos concluir diciendo que existía una dimensión local, o localizada de la capital y del propio virreinato. En otras palabras, las instituciones metropolitanas cuando viajan, cuando son trasladadas a los espacios coloniales, no sólo vehiculan modelos y formas de ejercer el poder sino que también sufren transformaciones. Al mismo tiempo que transportan imágenes organizadoras del poder, reflejan también las condiciones locales en que se desarrollan. La cuestión de la circulación de los modelos políticos en los espacios imperiales tiene que considerar obligatoriamente la cuestión de su localización. Circulación y localización me parecen, así, las piezas centrales y estructuradoras de cualquier análisis de la institución de los virreinatos. Hoy en día numerosos historiadores, y en especial los estudiosos del imperio británico y de la historia de la ciencia, tienden cuestionar la idea de una simple difusión de los valores fundamentales de la modernidad, como por ejemplo la justicia o la democracia, para el resto del mundo. Argumentan que la modernidad y sus instituciones son no sólo emanaciones de los centros metropolitanos preexistentes sino también y, sobre todo, el resultado de un proceso complejo de confrontaciones, compromisos e itinerarios compartidos con las regiones que dominaban. Al revalorizar el análisis de los procesos de construcción de la modernidad, esta historiografía defiende que las grandes metrópolis imperiales europeas, sus instituciones y sus imperios fueron co-construidos (es decir, se hicieron los unos a los otros) y que, en último término, la modernidad nace en esos espacios de innovación y experiencia. Lisboa, en tanto que capital del imperio portugués, es un excelente ejemplo de ello100. Finalmente, es importante tener en cuenta la formación de un imaginario imperial portugués y subrayar la centralidad del virreinato de la India en la producción del mismo. Las políticas imaginadas, así como las imágenes que resultan de ciertas experiencias imperiales, circulan en los 100. Santos (2007).

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medios administrativos y entre las élites imperiales vinculadas a éstos, y así (esas imágenes de lo político) son productoras de políticas reales. Importa por tanto reconocer el carácter performativo de las imágenes del político y de discutir de qué manera el modelo instalado en el océano Índico a través de los virreinatos de Goa (con todas sus implicaciones en términos institucionales y simbólicos) funcionó en relación a otros espacios imperiales como imagen de referencia a partir de la cual se proyectaron otros centros en América y en África. En lo que respecta a Brasil no estoy en condiciones de ofrecer consideraciones lo bastante sólidas acerca de la dimensión performativa del vicerreinato de la India, si bien la consulta de la correspondencia de Bernardo Ravasco Viera, hermano del padre António Vieira, publicada en la Colecção Lamego apunta en este sentido. En ella se elogia la ciudad de Goa y se solicita que se instalen en Bahía idénticas instituciones. Entre éstas estaba la Torre do Tombo, algo nada despreciable teniendo en cuenta su centralidad en la construcción de la memoria de la ciudad y en el refuerzo simbólico de su centralidad. Me pregunto si no existen otros textos resultantes del ejercicio de la administración en Brasil que puedan confirmar esta hipótesis. En lo que toca a África, un ejemplo elocuente procede de Angola. En 1575, Paulo Dias de Novais, por entonces capitão-donatário, se refería a las ventajas que se seguirían de la implantación del título de virrey para el gobierno de Brasil y de Angola. La creación de estos dos virreinatos podría resultar provechosa en la medida en que, de acuerdo con sus propias palabras, “huas [coisas] trazem após sy as outras”. Novais invocaba así la experiencia portuguesa en el Estado de la India y hacía alusión en especial al carácter virtual del título de virrey. En 1505 éste fue atribuido a Francisco de Almeida antes incluso de que hubiera tenido lugar la ocupación efectiva de un territorio. Setenta años después, Paulo Dias de Novais contemplaba la institución del virreinato como un dispositivo que potenciaba la exportación de poder político organizado al mundo colonial y la consecuente ocupación territorial, y no tanto como un título destinado a confirmar y, por tanto, a dar prestigio a una posición ya alcanzada. La propuesta imaginada por Novais a partir de la experiencia de la India testimonia no sólo la existencia y la circulación de un imaginario y unos modelos políticos en el seno del espacio imperial, sino también su incidencia en la producción de políticas reales101. 101. “Carta de Paulo Dias e Novais a seu pai”, 11.10.1575, Brásio 1956: 1ª série, vol. IV, 288; Santos (2011).

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El virreinato de Navarra. Consideraciones históricas para una reinterpretación institucional Alfredo Floristán Universidad de Alcalá1

En 1840, José Yanguas afirmó que “el último virrey [de Navarra] que juró y ejerció legalmente sus funciones” fue Manuel Llauder (18301832). Aunque el título se otorgó después a otros seis generales liberales, incluido Baldomero Espartero, y lo emplearon más de una docena de interinos hasta el fin de la Primera Guerra Carlista, “ninguno de ellos tomó posesión del virreinato según lo exigían las leyes de Navarra” (Yanguas 1964: III, 183). De hecho, la institución desapareció en un proceso de desdoblamiento de sus funciones y de sustitución por el gobernador civil y por el nuevo capitán general, entre 1836 y la Ley de modificación de fueros de 16 de agosto de 1841 (Rodríguez Garraza 1968: 241 ss.; Martínez Beloqui 1999: 97-109). El virreinato navarro había nacido en 1512 en un contexto histórico, también, de guerra civil, de sometimiento militar inseguro, de cambio de régimen político y de debilidad transitoria del Estado, en el año de la conquista de aquel reino por Fernando el Católico. Para explicar que durante tres siglos y cuarto actuaran en Pamplona unos 85 virreyes titulares y casi el triple de interinos o lugartenientes2, conviene re-

1. Este trabajo se integra en el proyecto de investigación que dirige M. Galán (Universidad de Navarra) sobre “El proceso integrador de Navarra en Castilla: instituciones administrativas” (Ministerio de Ciencia e Innovación 2008). A la memoria de mi padre 2. Las relaciones más completas se encuentran en Varios (1990: XI, 445-446). Sobre los 57 virreyes titulares hasta 1700, Ostolaza (1999: 78-134).

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pasar sus precedentes medievales y las circunstancias políticas de su gestación, al menos entre 1512 y la década de 1560. Navarra apostó por Felipe V y no padeció la abolición de sus fueros con ocasión de la Guerra de Sucesión en 1707-1716. Tampoco le afectó el proceso de desagregación militar-diplomática que puso fin a los virreinatos y gobernadurías en Italia, ni el de emancipación colonial de las Indias. Pero explicaciones negativas no siempre abren perspectivas nuevas. ¿Qué hubo de ruptura con respecto a las formas bajomedievales habituales de delegación del poder regio con las que tan familiarizados estaban los navarros? ¿Qué hubo de adaptación de modelos que habían empezado a desarrollarse en la Corona de Aragón y en los dominios italianos? Una respuesta jurídico-institucional exhaustiva queda muy lejos de mis posibilidades y del espacio disponible. Pero si reconsideramos las circunstancias que condicionaron las decisiones que entonces se tomaron, en un proceso de cambios que no se cerró en lo fundamental hasta los años 1560, quizás podamos comprender mejor lo ocurrido. Las opciones, los criterios, los intereses concurrentes, las circunstancias internacionales, la personalidad de los protagonistas, cambiaron mucho en pocas décadas. Si Fernando el Católico optó por innovar el gobierno de una conquista precaria y discutida, Carlos I rectificó en parte a su abuelo en puntos fundamentales, de un modo más conservador. Servir como virrey a uno o a otro, en uno u otro momento, no siempre supuso lo mismo, entre otras cosas porque también la sociedad navarra cambió profundamente en este medio siglo. Por último, quizás ganemos perspectiva si atendemos a lo que ocurrió al norte de los Pirineos, donde los otros rois de Navarre delegaron su autoridad en el royaume de Basse-Navarre en un “gobernador” de características muy diferentes. La institución ha sido enfocada desde la óptica del Derecho y abundantemente estudiada dentro del entramado jurídico-institucional del reino, bien indirectamente desde monografías sobre las Cortes, la Diputación y el Consejo Real3, o más específicamente en una tesis doctoral inédita sobre la etapa de los Austrias (Sola 1997). Tenemos abundantes referencias sobre senescales, gobernadores y lugartenien-

3. Me refiero a las monografías de M.ª P. Huici, J. Salcedo, J. M.ª Sesé y M.ª D. Martínez Arce. Una síntesis actualizada del entramado institucional, en Usunáriz (2001: 685-744); también Ostolaza (1999). Desde otra perspectiva, García Pérez (2008).

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tes medievales que en algún momento representaron a los reyes de las dinastías de Champaña, Capeta, Evreux y Foix durante sus ausencias al norte de los Pirineos, y un estudio en curso muy documentado sobre los “lugartenientes y virreyes” del reinado de Juan III de Albret y Catalina de Foix4. Incluso los elementos protocolarios y rituales del virreinato en la etapa de los Austrias han recibido atención recientemente5. Pero es mucho lo que ignoramos sobre el perfil humano y las actuaciones de quienes encarnaron una institución que cambió profundamente a lo largo de más de trescientos años. Porque la correspondencia ‘política’ que mantuvieron los virreyes con la corte, dispersa en los fondos de los consejos de Estado y de Guerra y, sobre todo, en los de la Cámara de Castilla, apenas se ha trabajado. En la medida en que comienza a utilizarse, permite reequilibrar y enriquecer nuestra comprensión del comportamiento de sus dirigentes dentro de la nueva monarquía6.

¿Un virreinato ‘nuevo’? La pregunta es pertinente para ganar perspectiva, y conviene recordar las experiencias previas, desde que un conde de Champaña heredara el trono de Navarra en 1234. En cualquier caso, el virreinato que arrancó en 1512 surgió condicionado por una historia compleja. Los reyes champañeses gobernaron mediante ‘senescales’, mientras que los de Francia de la dinastía capeta (1275-1328) y los primeros Evreux (13281349) se hicieron presentes mediante ‘gobernadores’. No parece que hubiese verdadera diferencia entre unos y otros, ni en cuanto a sus competencias –tan amplias como imprecisas– ni en cuanto a su perfil humano. Se trata de altos magnates de la corte, predominantemen-

4. Agradezco la amabilidad con que Álvaro Adot me ha permitido utilizar su trabajo en curso sobre “El nacimiento del virreinato de Navarra (1479-1486)”, que esperamos ver pronto impreso. 5. Me refiero a un trabajo inédito de Rocío García Bourrellier: “El virreinato olvidado. Navarra y la monarquía de los Habsburgo”, presentado al Coloquio Una monarquía de cortes. La corte virreinal como espacio de comunicación política en la Monarquía Hispánica (ss. xvi y xvii), (Bielefeld, 13-15 mayo 2004), coordinado por C. Büschges (en prensa). 6. Dos ejemplos de esto: Chavarría (2006) y Gallastegui (1990).

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te franceses, que hacen posible un gobierno ‘a distancia’, con sus dificultades de información veraz y de autoridad efectiva, para lo que se cuenta con la ayuda de equipos de inquisidores y reformadores (Zabalo 1973: 55-64). En definitiva, su historia tiene que ver con el desarrollo de una administración real eficaz en territorios distantes y periféricos, algo que la monarquía francesa del siglo xv consolidó en la figura de los gouverneurs de provincias. Bajo Carlos II y Carlos III (1350-1425), en las ocasiones en que salieron de Navarra, se usó el término de ‘lugarteniente general’, unas veces junto con el más tradicional de ‘gobernador general’ y otras en su lugar. Locum tenens regis hace relación a la persona del rey de un modo más evidente que gubernator7. Ambos monarcas designaron para ello a personas de su familia o de su sangre, como sus esposas (Juana de Francia y Leonor de Trastámara, respectivamente) y hermanos (Luis de Beaumont). Fueron reyes sólo de Navarra, y se ausentaron limitadamente para atender asuntos señoriales o diplomáticos en Francia o en Castilla. Crear un ‘lugarteniente’ parece una exigencia jurídica derivada de la ausencia física del rey, pero sin ningún contenido político reseñable. Quizás por esto mismo la delegación de poderes que se produce sea más formal y protocolaria que otra cosa, por lo que no necesita de límites muy precisos ni plantea grandes problemas. El formulario de lugartenencia que utilizó Carlos III, por ejemplo, subraya poderes que no se intenta precisar sino, quizás al contrario, enaltecer para mayor autoridad de la realeza8. Esta misma amplitud e imprecisión de poderes del ‘lugarteniente general’, que había resultado inocua y anodina hasta entonces, agravó el conflicto dinástico y político que enfrentó a Juan II de Aragón y a su heredero Carlos, príncipe de Viana, en la década de 1450. Carlos hubiera debido heredar Navarra a la muerte de su madre, la reina Blanca I (1441), pero su padre retuvo la corona y hubo de conformarse con la lugartenencia. Desde luego, era una solución ilegítima desde una perspectiva legal y ‘nacional’, pero no absurda con los criterios dinásticos y

7. Aunque se usan los mismos nombres, no se plantean los problemas de las lugartenencias y gobernadores que en la Corona de Aragón dieron origen al virreinato (Lalinde1964: 47-75). 8. Archivo General de Navarra [AGN], Colecciones: Cartularios reales de la Cámara de Comptos, nº 8, fol. 7v.

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políticos del momento. Juan II era por entonces lugarteniente y heredero de su hermano Alfonso V en Aragón, y muy influyente entre la nobleza de Castilla, lo que bien podría redundar en beneficio de la casa real navarra y del propio Carlos, su socio y heredero en la empresa familiar. Pero las derrotas en Castilla, el matrimonio de Juan II con una hija del almirante castellano y su repliegue a Navarra en 1450 hizo muy difícil la convivencia. Con todo, los agravios personales y los recelos dinásticos entre padre e hijo sólo estallaron cuando una parte de la nobleza navarra, los favorecidos por la liberalidad del príncipe, se sintió gravemente amenazada, y cuando sus rivales en el disfrute del patronazgo encontraron en Juan II una alternativa9. Carlos, que se tituló “príncipe de Viana, primogénito, heredero y lugarteniente por el señor rey mi […] padre” (Yanguas 1843: XV), se sirvió de la lugartenencia para actuar casi como rey y señor en Navarra. Aunque las raíces sean anteriores, por entonces fraguó la ruptura entre los grupos nobles que rivalizaban por cargos, rentas, privilegios, oficios y honores: los ‘beamonteses’, favorecidos inicialmente por el príncipe de Viana, y los ‘agramonteses’, que buscaron la protección y el patrocinio de Juan II. El príncipe de Viana en 1441, como luego su hermana Leonor y su marido Gastón de Foix con diversas alternativas desde 1454, desplegaron un tipo de lugartenencia política muy distinta de la protocolaria del periodo anterior. Ejercieron de hecho sus amplísimos poderes hasta el punto de levantar un partido propio contra el rey (Carlos) o de actuar como sus aliados más que como sus subordinados (Leonor y Gastón IV de Foix) en las guerras en Cataluña y Navarra. Sin embargo, este tipo de lugartenencia desapareció durante la minoría de Francisco Febo (14791483) y durante los primeros años de su hermana Catalina de Foix, ambos bajo la tutela de su madre, Magdalena de Francia, hermana de Luis XI de Valois. Por unos años, entre 1479 y 1486, Pedro de Foix y Jaime de Foix, tíos paternos de ambos jóvenes, ostentaron exclusivamente el título de ‘virrey’ de Navarra, aunque la denominación tradicional de ‘lugarteniente general’ volvió con Alain de Albret (1486-1493) y perduró hasta la conquista castellana de 151210. 9. Ramírez Vaquero (1990: 211 ss.). Aunque superado, en este punto puede ser útil Desdevises du Dezert (1999: 216-233). 10. Me sirvo de la documentación facilitada, muy generosamente, por Álvaro Adot en su trabajo en curso sobre “El nacimiento del virreinato en Navarra (1479-1486)”, antes citado, aunque mi enfoque e interpretaciones difieran en varios puntos.

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No queda claro, de momento, si el cambio fue sólo nominal o si fracasó un intento novedoso de configurar de otra forma la delegación del poder regio en un ‘virreinato’ de nuevo cuño, y con qué modelo. A falta de conocer el contenido exacto de los apoderamientos, y saber algo más sobre su funcionamiento en estos años, cabe sospechar que se pretendiera un delegado con menos recursos, quizás en consonancia con el espíritu de las conversaciones de Zaragoza y del consiguiente Tratado de Aoiz de ese año de 1479, que intentó zanjar la división banderiza11. Desde luego, Magdalena de Valois trataba de tranquilizar a los beamonteses y, quizás, es posible pensar que reaccionara contra un sistema que había ahondado las divisiones durante las lugartenencias del príncipe de Viana y de Leonor-Gastón de Foix. ¿Se pretendió reservar para el rey el núcleo duro de su poder político, esto es, el control del patronazgo, rectificando el ‘error’ de haberlo compartido? Los ‘virreyes’ del periodo 1479-1486 nombraron alcaldes y otros cargos menores, y confirmaron (quizás más que concedieron) numerosos privilegios, exenciones y donaciones anteriores, y convocaron las Cortes Generales en 1480. La institucionalización de un lochtinent en Cataluña se produjo en 1479, sirviéndose para ello, también, de un miembro de la familia real (Lalinde 1964: 53-98). Son años de ‘acercamiento’ coyuntural a Fernando el Católico y en los que, sobre todo Pedro de Foix, trabajó por un matrimonio español para sus sobrinos, los reyes de Navarra Francisco Febo y Catalina. En cualquier caso, el paréntesis se cerró en septiembre de 1486 cuando Juan III y Catalina I nombraron “gobernador y lugarteniente general” a su padre y suegro, Alain de Albret. No sólo cambió el nombre sino que se volvió al sistema de vigorosas lugartenencias políticas durante casi una década, hasta la coronación de ambos en Pamplona en 1494. El lugarteniente ejerció de hecho amplísimos poderes en beneficio, sí, de los jóvenes reyes, pero no en sentido estricto a sus órdenes. Por primera vez, los Tres Estados tuvieron que ver con esta solución, quizás como reacción de las fuerzas vivas urbanas menos implicadas en las banderías nobiliarias, que necesitaban orden y paz. A Alain de Albret se confió el diálogo político con el reino en términos amplísimos: no sólo tratar sino también “concluir” los asuntos en

11. Sobre el contexto político-diplomático, una síntesis sólida en Lacarra (1975: 518-527).

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Cortes, no sólo jurar los fueros sino también reparar los contrafueros, lo que servirá de precedente para los virreyes de la Edad Moderna. Explícitamente se le autorizó a nombrar los más altos cargos del gobierno, como alcaides de Corte Mayor, miembros del Consejo Real y alcaides de los castillos. También pudo otorgar “cualesquier gracias y mercedes” en el reino, y negociar todo tipo de “paces, sobreseimientos, amistades y alianzas” con los reyes y príncipes vecinos, aunque esto último con voluntad y deliberación de los Tres Estados12. La lugartenencia de Alain de Albret bien puede interpretarse como el intento, utilizando el recurso del patronazgo, de consolidar los apoyos necesarios para cimentar el reinado de los jóvenes reyes (Luchaire 1974). Juan III y Catalina I eran señores efectivos de Bearne y Foix, entre otros señoríos en Francia, donde residían, pero no tenían verdadero control sobre Navarra. En 1480 el conde de Lerín, condestable del reino, había asesinado a su rival Felipe de Navarra, que era el mariscal, y lo volvió a intentar con su hermano y heredero Pedro de Navarra en 1482. El ambicioso e intrigante señor de Albret pudo, como lugarteniente, reconstruir un ‘partido’ propio al servicio de los jóvenes monarcas, sus hijos, actuando como si de un ‘valido’ se tratara, en beneficio de su ‘casa’. Pero con ello no se superó la dinámica banderiza. Los beamonteses, tras la muerte de su protector, el príncipe de Viana, se pusieron al servicio y bajo el amparo de Fernando el Católico, sobre todo cuando se afianzó como rey de Castilla y Aragón, desde 14741479. Sólo los agramonteses, ‘huérfanos’ a la muerte de Juan II de Aragón, resultaron atraídos para apoyar a los jóvenes reyes. El bando beamontés no fue ni aniquilado ni incorporado al gobierno entre 1494 y 1512. Los nuevos reyes encontraron los apoyos que necesitaban entre los agramonteses y las ciudades, y emprendieron la difícil reconstrucción del Estado sobre una base precaria, porque Fernando el Católico siempre pudo manipular a los condes de Lerín en su contra13. Durante estos años, el sistema de ‘lugartenencias’ recobró las características que había tenido con Carlos II y Carlos III. Las breves ausencias regias, de apenas unos meses, las cubrieron sus hijos menores de edad, con el título tradicional de ‘lugarteniente ge12. AGN, Comptos. Documentos, caja 176 nº 13. Manejo la transcripción de Álvaro Adot, “El nacimiento del virreinato...”. 13. Lacarra (1975: 527-555). Sobre las tensiones diplomáticas y su repercusión interior, Suárez (1985).

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neral’: Catalina (1499 y 1500), Andrés (1502) y Enrique (1504-1505, 1509, 1510-1511). En cualquier caso, como novedad, parece que el gobierno efectivo descansó cada vez más en el reformado Consejo Real y en los principales ministros de la corte, con oficiales principalmente navarros y algún bearnés. La suya era una monarquía compuesta, aunque de dimensiones modestas, a caballo del Pirineo occidental, en la que sólo Navarra tenía condición de reino soberano, aunque el peso demográfico y económico del Bearne, al norte, podía ser similar14. La reforma del Consejo que trabajaba directamente con el rey, iniciada el mismo año de su coronación (1494), se planteó en similares términos que en otros territorios: un comité reducido de juristas de confianza del monarca desplazó en el poder de juzgar y de gobernar a los oficiales y altos dignatarios de la corte, nobles y eclesiásticos (Fortún 1986: 165-180, Salcedo 1964: 26-40). Desde 1500 presidió el Consejo el canciller del reino, y se perfiló definitivamente la preeminencia jurisdiccional y gubernativa del ‘Consejo reducido’, luego llamado ‘ordinario’, de ocho miembros profesionales del derecho, sobre la del ‘Consejo pleno’.

¿Un virreinato ‘castellano’ o de la monarquía española? En diciembre de 1512, Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles y I marqués de Comares (1512), quedó al mando del ejército de ocupación castellano como su ‘capitán general’, pero también recibió de Fernando II de Aragón el título de ‘virrey’15. En noviembre de 1515, tras formalizar en julio la “incorporación” de aquel reino a la Corona de Castilla, designó a Fadrique de Acuña como “virrey, lugarteniente y capitán general” de Navarra, y el regente Cisneros en 1516, y Carlos I en 1521, nombraron sendos virreyes en momentos de incertidumbre. ‘Virrey’ era una denominación reciente, de muy corta

14. Adot (2005: 264-291). Este autor prepara un estudio sobre el renovado Consejo Real bajo Juan III y Catalina I. 15. Fernando el Católico nombró a Rodrigo Mercado de Zuazola, obispo de Mallorca, “gobernador del reino de Navarra” el 17 de septiembre de 1512, ejerciendo el cargo apenas unas semanas al parecer. Sobre la figura e instrucciones a este “gobernador” Fortún (2012: n. 205 y apéndice documental 2).

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tradición aunque no desconocida del todo, que desde 1512 siempre se antepuso a la de ‘lugarteniente’. Subrayaba mejor que las tradicionales (‘senescal’, ‘gobernador’, ‘lugarteniente’) la condición de Navarra como reino y, quizás, también le autorizó en otra medida al denominarlo vice rex. En el reino de Nápoles conquistado y retenido en 1504, Fernando el Católico confió el gobierno a Gonzalo Fernández de Córdoba también con el título de “virrey” (Hernando 2004: 169-211). La nueva figura se perfiló en un proceso tan lento como cabe imaginar, en medio de un cambio dinástico-político que condicionó su despliegue ulterior. Se ha puesto el acento en los elementos jurídico-institucionales estructurales del virreinato, sobre todo desde el momento en que alcanza su madurez en la segunda mitad del siglo xvi. Desde otra perspectiva, pretendo subrayar aquí la importancia del cambiante contexto político que condicionó el proceso de su institucionalización durante las cinco primeras décadas, para comprender mejor sus peculiaridades ‘originarias’ en el conjunto de los virreinatos y gobernadurías de la monarquía de España. Su primera particularidad tiene que ver con el hecho mismo de la incorporación de este reino a la Corona de Castilla en 1515, tras de una conquista por entonces insegura. En la Corona de Aragón había varios lugartenientes-virreyes, pero en Castilla resultaba una figura casi desconocida, institucionalizada un poco más tarde sólo para el gobierno de las Indias (Rivero 2011: 31-96). En este proceso, importa distinguir dos momentos, dos opciones diferentes que, a mi entender, no siempre se han subrayado suficientemente (Floristán 2005: 7-36). Fernando el Católico, en 1512-1516, se comportó como conquistador en una guerra justa, convencido de tener el reino como “nuevamente adquirido”, desoyendo a quienes le recordaban derechos hereditarios, que se remontaban al siglo xii o, más de inmediato, a su matrimonio con Germana de Foix, prima y rival de los reyes despojados. Sin embargo, Carlos I (1516-1556) se presentó siempre como heredero legítimo que procedía de buena voluntad. ‘Retenía’ de buena fe un reino heredado de su abuelo sólo para evitar males mayores a sus otros Estados. Por ello, hasta el final de sus días se mostró dispuesto a un arreglo dinástico que resolviera un embrollo con el que, quizás, se sintiera particularmente molesto; y, por motivos estratégicos, abandonó de hecho la porción norpirenaica de Navarra hacia 1529. Probablemente, Fernando tuvo un designio más netamente ‘asimilador’ en cuanto al gobierno, sobre precedentes ara-

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goneses, y planteó un virreinato acorde con una conquista insegura. Carlos, aunque hubo de ‘reconquistar’ Navarra por la fuerza de las armas en 1521-1524, situó este virreinato casi al mismo nivel de los de otros territorios de su amplia herencia, aunque con singularidades muy destacables como veremos. El Católico supervisó la campaña desde Logroño, sin llegar a cruzar el Ebro. Fadrique Álvarez de Toledo comandó el ejército invasor que entró en Navarra en julio de 1512, y Pedro Manrique de Lara dirigió el de socorro que levantó el asedio de Pamplona a finales de noviembre, después del contraataque francés. Pero el II duque de Alba y el I duque de Nájera, rivales entre sí, salieron de inmediato y quedó al frente del ejército y del gobierno Diego Fernández de Córdoba (Boissonnade 2005: 454-546; Monteano 2010: 32-100). Tenía experiencia en la frontera norteafricana de Túnez, de la que se le llamó para la campaña de Guyena, y él fue el encargado de someter definitivamente la ciudad de Estella, a medio camino entre Logroño y Pamplona, sobre la ruta tradicional de penetración castellana en Navarra (Liang 2005). Tanto él como su sucesor, Fadrique de Acuña (16 noviembre 1515), en su nombramiento, afrontaron tareas extraordinarias, como correspondía a una situación incierta en todos los sentidos. En 1513-1516, Luis XII y Francisco I concentraron sus recursos sobre Milán y desatendieron de momento a sus aliados, los reyes navarros exiliados. Por otra parte, los mentores del joven Carlos de Habsburgo negociaban con los franceses un arreglo que facilitara su acceso al trono de España, quizás devolviendo Navarra a los Albret-Foix. Esta incertidumbre agitaba la inquietud de beamonteses y de agramonteses, todos a la expectativa. En los nombramientos de 1512 y de 1515 destaca la importancia y la amplitud del cometido jurisdiccional: se encarga al virrey, particularmente, el restablecimiento del orden y el ejercicio de la justicia, más que a los tribunales ordinarios. Tendrá “jurisdicción civil, criminal, mero y mixto imperio y toda otra jurisdicción […] castigando a los delincuentes […] y a aquellos que os pareciere remitir a vuestro arbitrio […], haciendo expender y ejercitar rectamente todas las cosas tocantes a la justicia […] por vos y por los jueces y oficiales ordinarios”16. La marquesa de Falces, por ejemplo, protestó en 1513 porque

16. Salcedo (1964: 267-268). Destaca esta cuestión Sola (1997: I, 188 ss.). También: Sola (1994: 83-98).

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el virrey envió una comisión de pesquisidores para detener a algunas personas, y porque pretendía ejercer jurisdicción sobre su señorío y “contra toda justicia me queréis privar de ella”. Los Peralta eran una notoria familia agramontesa que no escapó al control del virrey, aunque el Católico intentara ganársela concediéndole el título de marqueses de Falces ese mismo año (Sola 1997: I, 265). Por parecidos motivos, los primeros virreyes debieron de ejercer con amplísima libertad el patronazgo y la administración del real patrimonio, sin apenas supervisión. “Que podáis conceder privilegios de caballeros”, se les reconoció, y también nombraron notarios, aunque más adelante se limitaran a nombrar los oficiales locales y comarcales de justicia (alcaldes, prebostes, almirantes, bailes) (Sola 1997: I, 192 ss.). Probablemente, elaboraron la ‘nómina’ del reino por su cuenta, y debieron de repartir el dinero de los servicios de esos años, en la paga de oficios y de mercedes de acostamiento, con total arbitrariedad. La primera nómina aprobada por el rey la firmó Carlos I en Barcelona en 1519. En cierto modo, durante estos primeros años excepcionales y en nombre de Fernando el Católico, los virreyes ejercieron el gobierno ordinario, no sólo en lo que les correspondía como alter nos regio, sino también al margen de los tribunales y ministros reales, que eran el Consejo Real, la Corte Mayor y la Cámara de Comptos. Además de con el contexto bélico, quizás el ambiguo diseño inicial del virreinato tenga que ver con la contradictoria inserción de Navarra en la monarquía. El conquistador no quiso llegarse a Pamplona y jurar como rey según estaba previsto en el Fuero General, y como habían hecho Juan y Catalina en 1494. Dejó que el alcaide de los Donceles jurara los fueros en su nombre en 1513, con unas promesas similares a las tradicionales pero sin la fuerza simbólica de su presencia, y sin el despliegue de una extraordinaria ceremonia que incluía, además, la unción con óleo, la coronación y el levantamiento sobre el pavés (Floristán 2008: 307-326). Como conquistador, Fernando pudo disponer otra cosa y, sin duda, algunos esperaban una ‘restitución’ a Aragón, de la que Navarra se habría segregado ilegítimamente en el siglo xii. Pero anunció ante las cortes de Burgos (7 julio de 1515) su decisión de que su hija Juana y sus herederos de la Corona de Castilla le sucedieran a su muerte “para siempre jamás”. También, que “de las cosas que tocasen a las ciudades y villas y lugares […] y a los vecinos de ellas, conociesen desde ahora [y no tras su muerte] los del consejo de la dicha

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reina doña Juana [el de Castilla] y administrasen justicia […] a los vecinos de ellas que ante ellos la viniesen a pedir de aquí adelante, guardando los fueros y costumbres del dicho reino”17. Ahora bien, el Católico murió en enero de 1516 y se frustró una posible ‘asimilación’ a largo plazo del gobierno a formas castellanas y aragonesas, que bien pudo haber discurrido de un modo semejante a la que se había aplicado a la villa de Los Arcos y su Partido, que Enrique IV se había incorporado en 1463. En cualquier caso, a los sucesivos virreyes ya no se les encomendó trabajar junto con los jueces del Consejo, a diferencia de los de Cataluña que presidían la nueva Audiencia desde 1494. En 1513 se nombró canciller –es decir, presidente del Consejo Real– a Luis de Beaumont, pero el III conde de Lerín resultaba totalmente inaceptable para sus rivales agramonteses (Concha 1980: 753-768). Se negoció entonces entre los bandos que el aragonés Jerónimo de Raja ejerciera de hecho la presidencia, aunque con el título de “regente de la Cancillería”, de modo que el virrey quedara al margen del tribunal. Fernando el Católico cedió ante la resistencia de los navarros a aceptar consejeros extranjeros y mantuvo a los que habían servido antes de 1512, pero incorporó a otros de neto perfil beamontés para compensar el anterior predominio de los agramonteses, de modo que el número de miembros aumentó, quizás, descontroladamente por unos años (Fortún 1986: 165-180). El virreinato se articuló de otra manera bajo Carlos I, en un contexto diferente. En 1516, cuando el duque de Nájera juró los fueros en nombre del rey, se añadió una cláusula nueva: “no obstante la incorporación hecha de este reino a la Corona de Castilla, para que el dicho reino de Navarra quede por sí y según hasta aquí ha sido usado y acostumbrado”18. Con ello se inició un reajuste general de las instituciones, en el que los virreyes adquirieron un cometido diferente del encomendado por el Católico. Fernando Valdés llegó a Pamplona como visitador de los tribunales reales (Consejo Real, Corte Mayor, Cámara de Comptos) en la primavera de 1523, y el 14 de diciembre de 1525 se publicaron las correspondientes Ordenanzas de la visita. Se reformó la composición y funcionamiento del Consejo y, en consecuencia, también las competencias del virrey (González Novalín 1968: I, 33-41).

17. AGN, Reino: Guerra, leg. 1, carp. 2. 18. AGN, Reino: Recopilación de actas de Cortes (1503-1531), fol. 158r.

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El número de consejeros se redujo de ocho a seis y se estableció una continuidad y una coherencia de las plazas que no había existido en 1513-1525. Según el tesorero Luis Sánchez, en algunos de estos años cobraron sueldo ocho, que era el número fijado desde 1494, pero en otros lo hicieron diez o doce, y hasta catorce en el que más (1519) (Fortún 1986: 175-177). Cabe preguntarse sobre el protagonismo de los virreyes en estos nombramientos: Miguel de Ulzurrun, por ejemplo, fue hecho “consejero ordinario en el Consejo Real” por el alcaide de los Donceles en 1513. Conocemos la resistencia de los Tres Estados a aceptar jueces extranjeros (1513, 1516, 1521), que finalmente fracasó en 1523, pero no sabemos apenas nada sobre su selección, y si las decisiones se tomaron en Pamplona en mayor medida que en la corte (Sola 1997: I, 287). Al final, se logró un cierto equilibrio entre jueces beamonteses y agramonteses, lo que tuvo mucho que ver con el modo como el emperador encauzó el conflicto interno y calmó las inquietudes legitimistas, precisamente en esos años. No pretendió suprimir la tradicional articulación banderiza, común en el gobierno de muchas ciudades castellanas y que no planteaba mayores problemas en sí misma. No se ensañó con quienes habían ‘faltado’ a su juramento de fidelidad, y el 25 de abril de 1524 otorgó un perdón general al que muy pocos no se acogieron. Trató a los ‘rebeldes’, colaboradores del ejército francés en la batalla de Noain y en la ocupación de Fuenterrabía (1521-1524), con una magnanimidad de la que no se beneficiaron ni los comuneros castellanos ni los angevinos napolitanos en 1528. A la vez, organizó el gobierno aceptando esta realidad banderiza, que condicionaba el reparto equilibrado de oficios y beneficios en el Consejo y la Corte Mayor y en el cabildo catedral de Pamplona, o que sancionaba el predominio de los agramonteses en la colegiata de Roncesvalles y el los beamonteses en el regimiento de Pamplona, y otros varios equilibrios locales (Chavarría 2006: cap. 2). Que el Consejo Real de Navarra mantuviera su sede en Pamplona, junto al virrey, y no en la corte entre los demás consejos territoriales del monarca, resulta una anomalía bien conocida. Se dispuso en 1525 la colaboración estrecha de ambas instituciones, pero diferenciando la justicia y el gobierno de un modo no muy habitual. En definitiva, las amplias atribuciones que en ambas materias desplegaron los cuatro primeros virreyes fueron o cercenadas radicalmente, o limitadas. En la instrucción de 1546 al conde de Castro se le encomendó “enderezar y

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encaminar para que el regente y los del Consejo, alcaldes y otros oficiales de él, hagan libremente justicia”, cláusula reiterada casi con las mismas palabras a todos sus sucesores19. Durante la década inicial, los virreyes habían creado comisiones especiales y extraordinarias, y administrado justicia por sí mismos al margen de los tribunales ordinarios20. Desde 1525, el regente presidió el Consejo en cuanto tribunal, y aunque se le consultara en ocasiones, el virrey nunca votó sentencias y vio muy limitada su intervención en las causas. En cuanto a gracias y mercedes, los virreyes entraron paulatinamente en competencia con quienes, desde la corte, reclamaban ejercer un mayor protagonismo en nombre del rey a través de la Cámara de Castilla21. Qué oficios y mercedes se concedían de hecho en Pamplona y cuáles en la corte, o qué licencias y dispensas podía otorgar el virrey en la práctica, y cuáles se reservaba el monarca, son cuestiones que necesitan un complejo estudio histórico-político. En 1522 el virrey confirmó como montero a Sancho de Larráinzar, nombrado por el montero mayor Pedro de Beaumont en Pamplona, frente a Gracián de Oroz, que había obtenido el mismo nombramiento pero del emperador (Sola 1997: I, 292). Probablemente los virreyes ejercieron un ‘patronazgo’ muy amplio en tiempos de Carlos I, y su margen de maniobra se restringió dramáticamente desde mediados del siglo xvi. El conflicto enfrentó a los navarros que tenían buenos contactos en Pamplona y los que empezaban a moverse con mayor soltura y tenían mejores protectores en la corte. Los virreyes se sintieron desautorizados –y empobrecidos– en la medida en que se restringió su patronazgo, y las Cortes reclamaron para ellos la amplitud de poderes que figuran en los nombramientos públicos, sin atender a las reservas que, quizás, se hicieran en las instrucciones secretas, y pidieron que estos conflictos se resolvieran en Pamplona y no en Madrid (Ostolaza 1999: 50-51; Sola 1997: I, 292-295). Pero ésta era una problemática que se planteaba de un modo similar en los virreinatos italianos y de la Corona de Aragón (Hernando 1999: 215-338).

19. AGN, Tribunales: Archivo Secreto del Consejo Real, tit. 7, fajo 1, nº 9. Sola (1997: 189 ss.). 20. El alcaide de los Donceles envió en 1514 una comisión a Ultrapuertos y el duque de Nájera, otra para juzgar, en su nombre, a los vecinos de Arbeloa, lo que suscitó la protesta de las Cortes (Sola 1997: I, 234). 21. “Porque Navarra, a efectos de Cámara, era territorio castellano, sin peculiaridades especiales” (Dios 1993: 307).

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La concesión de asientos en el Brazo Militar de las Cortes ejemplifica esta cuestión del ejercicio real, y no sólo legal, de la concesión de mercedes. Aunque a finales del siglo xv la asistencia al Brazo nobiliario había estado ampliamente abierta a hidalgos y nobles que, como en Aragón, se autorreconocían este derecho, desde 1512 los virreyes controlaron arbitrariamente los llamamientos. La primera ingerencia de la corte se produjo en 1552, cuando al duque de Alburquerque se le advirtió “que a los dichos Estados llaméis solamente de las casas y palacios que antiguamente se solían llamar, y de éstos el menos número que pudiéredes, así por evitar la costa del reino como por la turbación y confusión que de haber muchos se suele causar en cortes”22, pero no parece que funcionara de hecho la advertencia. En 1572 Felipe II reclamó de Vespasiano Gonzaga “la nómina de las personas que antiguamente solían ser llamadas” (la primera que conocemos es de 1525), y una explicación de cómo y por qué su número se había duplicado desde entonces, y le ordenó: “no llaméis de ninguna manera ni metáis en ellas a ninguno de nuevo sin especial cédula nuestra”23. La Cámara de Castilla solicitó por primera vez en la década de 1570 información sobre familias que por entonces empezaron a reclamar en Madrid el reconocimiento de este derecho. Ahora bien, examinando el registro de los llamados, las concesiones nuevas y las sucesiones de las antiguas en los libros del Protonotario desde 1580, comprobamos que el cambio fue muy paulatino. Si bajo los Austrias entraron en el Brazo Militar unas 200 familias, los virreyes decidieron en Pamplona, aproximadamente, el 40% de los ingresos: casi todos los anteriores a 1570, muchos todavía hasta 1632, y casi ninguno a partir de entonces (Floristán 2005: 135-196). En 1525 se dispuso, también, que virrey y Consejo colaboraran estrechamente en el gobierno ordinario, y ambos despacharon semanalmente “en consulta” sobre los más diversos asuntos ‘económicos’. Al Consejo se le recordó en 1555 que, en cuestiones de gobierno, no podían decidir sin previa consulta al virrey, y, viceversa, a éste se le impuso que no pudiera tratar nada con los Tres Estados del reino sin escuchar primero a los ‘consultores’ del Consejo (Salcedo 1964: 204-206; Martínez Arce 1994: 83-165; Sesé 1994: 539-557; García Pérez 2002: 125-200).

22. Ordenanzas del Consejo Real de Navarra, Pamplona, 1622, lib. I, tit. I, ord. XXXVI (Madrid, 11 junio 1552). 23. AGS, Cámara de Castilla, lib. 252, fols. 172v-173r (El Escorial, 4 junio 1572).

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Proximidad a Castilla y “Reino de por sí” Ambos rasgos sintetizan la singularidad del de Navarra con respecto a otros virreinatos y gobernaciones en la monarquía. En definitiva, responden al despliegue de la tensión dialéctica de los años 1512-1525 entre una opción más ‘integradora’ –castellanizadora, en concreto– y otra más ‘asimiladora’, que procuró asemejar su gobierno al de otros territorios de la monarquía. El virreinato, como el mismo reino, ocupó una situación ‘intermedia’ peculiar, lo cual, en el largo plazo, ayuda a explicar la estabilidad y la pervivencia de sus formas de gobierno hasta avanzado el siglo xix. La proximidad más evidente a Castilla es la espacial, porque linda con Guipúzcoa, Álava y La Rioja. Ahora bien, Valencia o Zaragoza están más cerca de Madrid que Pamplona, lo que plantea la cuestión de si los navarros de principios del siglo xvi mantenían, o no, una mayor familiaridad político-social-económica-cultural con la Castilla más próxima que con el Aragón inmediato. La respuesta ha de ser tan prudente como es compleja la pregunta. Desde luego, agramonteses y beamonteses se mostraron unánimes en buscar un marido ‘español’ – Juan, el heredero de los Reyes Católicos– cuando se planteó la boda de su reina Catalina en 1483. Por lo que sabemos, las relaciones comerciales –en particular las de la lana– eran más intensas con Castilla que con Aragón, probablemente porque era mucho mayor el dinamismo de aquel mercado. Pero también los lazos familiares parecen más estrechos con la vecina nobleza castellana que con su correspondiente aragonesa, lo cual requiere una explicación algo más compleja. Desde luego, los bandos de beamonteses y agramonteses, desde mediados del siglo xv, se habían imbricado con las rivalidades que articulaban Guipúzcoa-Álava-La Rioja, pero apenas, por lo que sabemos, con parcialidades de Aragón. Por otro lado, ¿desde cuándo y por qué surgió una ‘animadversión’ mutua navarro-aragonesa tan fuerte como la que observamos en el siglo xvi? (Diago 2007: 917-946). Los beamonteses actuaron como aliados de la casa de Luxa al norte de los Pirineos y de los ‘oñacinos’ guipuzcoanos, mientras los agramonteses colaboraron con sus respectivos rivales, la casa de Agramont y los ‘gamboínos’ en esos mismos escenarios; sin embargo, no sabemos que se implicasen en rivalidades internas de Aragón. Los duques de Nájera (La Rioja) tuvieron un notable protagonismo en los años de la conquista y de la guerra: Pe-

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dro Manrique de Lara socorrió la Pamplona asediada por los franceses en 1512, y su hijo Antonio gobernó como virrey (1516-1521). Brianda Manrique de Lara casó con Luis de Beaumont, III conde de Lerín, y llegó a negociarse la boda de su hermano Antonio, II duque, con una hija del último rey navarro Juan de Albret. También los enemigos agramonteses de su generación casaron con castellanas de casas rivales de los Nájera: el mariscal Pedro de Navarra lo hizo con Mayor de la Cueva, hija del duque de Alburquerque, y Alonso Carrillo de Peralta, marqués de Falces, con Ana de Velasco, de la familia del condestable de Castilla. La mediación del condestable castellano facilitó que Pedro de Navarra se rindiera en Fuenterrabía junto con los últimos navarros que luchaban por los Albret, y que jurara fidelidad al emperador en 1524; y los beamonteses vivieron el virreinato de Beltrán y de Gabriel de la Cueva, duques de Alburquerque (1552-1564), como un ataque a su facción, porque seguían considerándolos, antes que nada, como parientes del mariscal agramontés (Floristán 2007a: 135-175). No ocurre nada semejante con las grandes familias nobles aragonesas. A simple vista, tal rivalidad recuerda las facciones napolitanas, partidarios unos de los Anjou y otros de la casa de Aragón, y el irredentismo que capitalizaron los reyes despojados en 1512 se asemeja a la reivindicación del trono partenopeo por los papas y los reyes de Francia, al menos hasta el Tratado de Barcelona y la Paz Cambray (1529). Ahora bien, la ‘proximidad’ –además del tamaño y de la posición geoestratégica, tan diferentes en ambos casos– altera los términos del problema. La nobleza y las ciudades de Castilla la Vieja protagonizaron la invasión de 1512 y la defensa de Navarra de 1521 con una ‘espontaneidad’ (evidente en los testimonios de Mártir de Anglería y de Luis Correa) que no admite comparación con la conquista de Nápoles en 1504 y su defensa en 1528, por un ejército profesional y con la decisiva colaboración de los aliados genoveses. Antiguas relaciones ‘transfronterizas’ movilizaron a los castellanos más cercanos en los momentos decisivos, cosa imposible con el mar de por medio. En momentos de urgencia, como en 1516 y en 1521, se recurrió a dos notables castellanos de la frontera como virreyes, al II duque de Nájera en 1516, y al III conde de Miranda en 1521, algo que no se había hecho en 1513 y que no volvió a repetirse. Quizás pueda sostenerse que el dominio militar sobre Navarra reforzó unos lazos humanos preexistentes mientras que, a la inversa, en Nápoles y en Milán las armas favorecieron

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que se tejieran relaciones familiares castellano-italianas que fortalecieron el dominio establecido por la hegemonía militar (Hernando 1994: cap. 2; Rivero 1998: cap. 2; Álvarez-Ossorio 1995). Fadrique Álvarez de Toledo conquistó Navarra en 1512, pero ni estableció las alianzas familiares ni se construyó allí el patrimonio señorial que los Toledo labraron durante años en Italia bajo Carlos V, o el que hizo tan peligroso al Gran Capitán a los ojos Fernando el Católico para que lo retirara del virreinato napolitano (Hernando 2004: 170-211). Es verdad que las dimensiones y la posición geoestratégica eran muy distintas: Navarra no era sino un pequeño bastión defensivo de Castilla ante Francia, mientras que Nápoles constituyó una magnífica plataforma de intervención en el norte de Italia, ya en tiempos de Fernando el Católico, y sobre todo con Carlos V (Rivero 2004: 213-246). Pero la ‘proximidad’ a Castilla debe entenderse también en otros sentidos. En Pamplona era muy estrecha la supervisión sobre los virreyes, ejercida directamente desde el principal consejo del rey –el de Castilla– y por la presencia de letrados castellanos en sus tribunales. El regente (desde 1514) y dos de los seis miembros del Consejo de Navarra (desde 1523) fueron siempre letrados castellanos, más otros dos, uno en la Corte Mayor y otro en la Cámara de Comptos, hasta completar los cinco extranjeros que permitía el Fuero General del Reino. También en Nápoles o en Milán se admitían ministros forasteros, pero los que hacían su carrera en Navarra, en realidad, es como si no salieran del circuito judicial castellano, al que se reincorporaban al cabo de unos años. En virtud de esta dinámica, cuando ascendían a tribunales en Castilla proporcionaban información de primera mano sobre los asuntos del país. Quizás no sea casual del todo el que cuatro de los presidentes del Consejo Real castellano hasta 1572 hubiesen servido antes en Navarra como visitador, como virrey, como obispo y como regente del Consejo (Fernando de Valdés, Luis Hurtado de Mendoza, Antonio Fonseca y Diego de Espinosa respectivamente). En este sentido, la reforma de los tribunales de 1525, la presencia de una importante guarnición en el castillo de Pamplona y la rivalidad y emulación mutua de agramonteses y beamonteses conquistados facilitó a los virreyes una base de actuación mucho más sólida, por ejemplo, que a sus colegas aragoneses. Las instrucciones a Diego de Mendoza, conde de Mélito, como virrey de Aragón (1554), y las que se dieron a Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, como virrey de

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Navarra (1552) lo reflejan con claridad (Buyreu 2000: 167-180; Salcedo 1964: 269-271). Al primero se encomienda encarecidamente, en los diez primeros puntos, que supervise y vigile estrechamente el trabajo de la Audiencia de Zaragoza, evidenciando una profunda desconfianza hacia sus jueces, cuyo favor ha de ganarse. Con el segundo se hace exactamente lo contrario: se le pone bajo la estrecha ‘tutela’ del Consejo Real de Navarra en Pamplona en puntos importantes como la administración del patrimonio regio, la concesión de perdones, las licencias de sacas o la negociación con los Tres Estados. Al conde de Mélito se le recuerdan con todo lujo de detalles los problemas de bandolerismo, contrabando, violencia señorial y ‘guerras particulares’ que asolaban Aragón. Al duque de Alburquerque ni se le menciona el problema banderizo en una Navarra que parece haber recuperado milagrosamente el orden y la paz, agotada por las guerras precedentes y amedrentada por su nueva situación (Sánchez 2006: 199-312). Con el paso del tiempo, esta dependencia del Consejo de Navarra en los asuntos gubernativos ordinarios no hizo sino acentuarse, estimulada, también, por un notable ‘absentismo virreinal’. En 1620, a la muerte del conde de Aguilar, el Consejo afirmó “ha pertenecido y pertenece al dicho Consejo el dicho cargo de virrey [interino]”; y esto terminó por convertirse en un axioma: “en las ocasiones en que se ha ofrecido haber vacante del puesto de virrey de este reino por ausencia o promoción, ha tocado y toca al Consejo de este reino nombrar persona que ejerza los cargos de virrey […] en lo político” (Sola 1997: I, 162-163). De hecho, a lo largo de los siglos xvi y xvii se sucedieron en el ejercicio del cargo parecido número de “lugartenientes” e “interinos” que de virreyes titulares, y esto durante largas temporadas. Hay que considerar que Pamplona era un destino menor, y que la cercanía de la corte y el gobierno de los asuntos familiares –pues habitualmente se trataba de titulados castellanos– les preocupó bastante más que las tareas de gobierno ordinario. En el siglo xviii, el virreinato “en lo político” lo ejercieron los regentes del Consejo de Navarra durante 32 años, 5 meses y 10 días, y entre 1720 y 1739 los virreyes titulares apenas residieron salvo en años de guerra o, como veremos, con ocasión de las reuniones de los Tres Estados, que era cuando resultaban insustituibles y fundamentales (Sesé 1994: 551-570). Este ‘predominio’ del Consejo sobre el virrey se evidencia también simbólicamente. Para albergar al Consejo y a la Corte Mayor, ya en

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tiempos de Carlos I, se construyó en Pamplona, de nueva planta, un gran palacio. Hay que recordar que hasta 1423 no existió propiamente una ciudad sino tres burgos amurallados yuxtapuestos, tantas veces rivales entre sí, con administraciones diferentes: la Navarrería, el burgo de San Cernin y la población de San Nicolás (Martinena 1974). El Privilegio de la Unión, otorgado por Carlos III el Noble, creó un regimiento unificado y se rellenaron los fosos, pero los reyes nunca tuvieron en Pamplona un gran palacio, sino que la corte del siglo xv utilizó las magníficas residencias de estilo francés de Olite y de Tafalla. Después de la conquista, los virreyes se instalaron, primero, en el “castillo viejo”, erigido por Fernando el Católico; hacia 1539 se trasladaron a la “casa del obispo”, que era lo que quedaba del antiguo palacio real de la Navarrería, cedido en el siglo xii, pero tan incómodamente que pasaron largas temporadas fuera de la ciudad. Hasta 1575 no comenzaron las obras de reforma del palacio, que nunca pasó de ser una residencia muy modesta. Los que visitaban Pamplona hacia 1600 admiraban su ciudadela o “castillo nuevo” y el Palacio de los Tribunales, pero de ningún modo el del virrey (Fortún 1991: 46-85, 202-235). Por otra parte, a falta de un consejo territorial específico del que depender y que centralizara las relaciones con la corte –porque en 1525 se decidió que el Consejo de Navarra permaneciera en Pamplona–, quizás sus virreyes estuvieron más directa y flexiblemente en contacto con los centros de poder de la corte. Consideremos, también, que el presidio de Fuenterrabía se abastecía, en buena medida, de recursos navarros (trigo, pólvora, balas), y que el “virrey y capitán general de sus fronteras y comarcas” fue habitualmente capitán general de Guipúzcoa, que era Castilla (Truchuelo 2004: 111-121 y 135-145). Parece que las gracias y mercedes a los navarros empezaron a tramitarse en la Cámara de Castilla desde 1522, aunque probablemente su ejercicio práctico recorrió un largo camino tan polémico y zigzagueante como el que ya hemos recordado a propósito de los asientos en el Brazo Militar de las Cortes (Dios 1993: 261-365). Sólo un siglo después de estas reformas, el conde-duque pudo instruir a Felipe IV en términos rotundos: “Aunque aquel reino está incorporado en éste y es parte de él, no tiene dependencia del Consejo Real de Castilla, tiénela del Consejo de Cámara, y así por allí gobierna V. M. lo que se ofrece, y todas las causas y materias se tratan en la Cámara y se despachan, no por provisión sellada sino por cédula real”. Olivares intercala la descripción del

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Consejo de Navarra, significativamente, entre las chancillerías y audiencias de Castilla, las que asimila24. El virrey y los oidores de Comptos controlaban en Pamplona la nómina confeccionada por el tesorero del reino, por la que se pagaba, con cargo a la hacienda real navarra, a los oficiales reales y también a un buen número de familias, que recibían parte de los “cuarteles y alcabalas” recaudados, o que tenían “acostamientos” y pensiones diversas, en virtud de antiguos derechos señoriales y de los oficios de la antigua ‘casa real de Navarra’ (condestable, mariscal, montero, copero, etc.) que no se había ni extinguido ni fundido con la de Castilla. Cantidades más bien pequeñas, pero apreciadísimos signos de distinción. ¿Con qué libertad o arbitrariedad actuaron los virreyes y hasta cuándo? En 1529 las Cortes reclamaron que la nómina se hiciera en el reino, para que el tesorero pudiera pagar de inmediato, y el conde de Alcaudete admitió “no se lleve a comunicar fuera” [la nómina] y ordenó que se librase en un plazo de 50 días tras su aprobación25. Sin embargo, sabemos que la nómina se examinaba fuera de Navarra: pero, ¿previamente o a posteriori? La primera nómina registrada en los Libros de la Cámara de Castilla es la de 1570-1572: ¿cómo debe interpretarse que sea de una fecha tan tardía? (Zabalza 1994: 99-113). A falta de un consejo específico en Madrid y por esta estrecha relación con la Cámara –y por ende con el Consejo de Castilla–, sus asuntos políticos y de estado debieron de confundirse más fácilmente con los castellanos, y acceder con relativa facilidad, por esa vía, a los Consejos de Estado y de Guerra (Ostolaza 1999: 41-64). Esto explica la dispersión de la documentación virreinal. Los veintinueve volúmenes del registro “Libros de Navarra” de la Cámara (1522-1833) reflejan la tramitación del patronazgo eclesiástico y de las gracias y mercedes a particulares (mayoritariamente, peticiones de informes y decretos de concesión), pero esto era sólo la parte más mecánica de su trabajo (Ostolaza 1999: 61-64; Ostolaza 1998). Virreyes, tribunales y oficiales, villas y ciudades, grandes familias, todos

24. “Este Consejo [de Navarra] tiene un regente y seis consejeros. Parte de ellos han de ser naturales de aquel reino, algunos pueden ser de este. En él se tratan todas las materias de estado y gobierno y algunas de justicia que en casos particulares le están reservadas, porque las civiles y criminales no las toca en primera instancia sino en suplicación de la Corte [Mayor]” (Elliott 1978: I, 68). 25. Elizondo (1735: lib. I, tit. II, leyes XL y XLI, 1529).

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se carteaban regularmente con ciertos secretarios de la Cámara: Juan Vázquez de Molina y Juan Vázquez de Salazar en tiempos de Felipe II, y sus sucesores Pedro, Francisco y Sebastián de Contreras a principios del xvii, los cuales estaban al tanto de los más diversos asuntos. Los libros registran los nombramientos virreinales, sus poderes públicos y los específicos para reunir cortes. Pero seguimos sin saber nada sobre el proceso político de selección de los virreyes, y si se les dio instrucciones secretas de gobierno, o para la reunión de cortes, y cómo y quiénes las elaboraron. Esta documentación parece haberse volatilizado (Sola 1997: I, 219-221). No es fácil, por ejemplo, encontrar en los archivos nacionales correspondencia o documentación acerca de las reuniones de las cortes de Navarra hasta avanzado el siglo xvii, aunque no fueron pocas ni irrelevantes, lo que puede llevarnos a preguntar hasta qué punto los virreyes actuaron con un amplio margen de maniobra, o hasta cuándo26. Por otra parte, Navarra seguía siendo “Reino de por sí”, con sus leyes e instituciones. Los virreyes convocaban, presidían la apertura y la clausura, firmaban las peticiones de agravios y de leyes, y aceptaban el servicio de los Tres Estados (Ostolaza 2004: cap. 1; Huici 1963: 159-250). Todo lo hacían en nombre del rey, porque no podía ser de otra manera, pero con un protagonismo impensable en los virreinatos aragoneses. El marqués de Comares convocó Cortes Generales y, cuando, a posteriori, el emperador le remitió los poderes, le recriminó en estos términos: “todavía dudamos y no podemos creer por las causas que les hayáis mandado juntar, y como quiera que sea así, por guardar vuestra autoridad y que no parezca el poco fundamento que teníais para ello, hemos acordado de mandar enviaros el poder que se acostumbra” (citado en Sola 1997: I, 54). El rey dispuso en 1552 que dos “consultores”, miembros del Consejo, trabajaran junto al virrey durante las reuniones de los Estados. Probablemente se remitían a la Cámara de Castilla los asuntos delicados, aunque no parece que esto fuera obligatorio sino, más bien, que quedaba a su discreción27.

26. La más temprana correspondencia que conozco entre la Cámara y el virrey sobre la celebración de Cortes es de la primera mitad del siglo xvii (AHN, Consejos suprimidos: Cámara de Castilla, leg. 4.731). 27. En la instrucción al duque de Alburquerque (1552), publicada como modelo en el libro de Ordenanzas del Consejo Real del Reyno de Navarra (Pamplona 1622), se le recordaba: “Parece cosa conveniente que para responder en los Estados a los reparos de agravios que allí se dieren, toméis parecer del Consejo, o teniendo los

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La guerra civil y la incorporación a la monarquía transformaron la funcionalidad política de los Estados medievales. Desde la conquista se convirtieron, cada vez más, en foro de diálogo entre agramonteses y beamonteses, y de canalización de los agravios colectivos como no lo habían sido, probablemente, nunca antes (Floristán 2007b: 243-253). El virrey, que procuró equilibrar la participación de todos, actuó con amplísima autonomía durante décadas, y ejerció un papel central en el diálogo cotidiano con el reino. No podía esperar obtener un “servicio” abundante en un reino pobre; de hecho, los reyes toleraron que buena parte de su hacienda allí se consumiera en acostamientos y mercedes para las principales familias y para premiar a los que mejor servían. Lo que más importaba al virrey-capitán general era la resolución de los pequeños conflictos ordinarios, de modo que se mantuviera la paz interna, se asegurara la fidelidad dinástica y se reforzara aquella frontera. También los navarros apreciaron muy pronto la ventaja de contar con un interlocutor inmediato y con amplios poderes, y se alarmaron cuando Felipe II pretendió controlar más de cerca a su lugarteniente. En Sangüesa (1561) los Tres Estados pidieron que el virrey siguiera otorgando ciertos cargos y mercedes “para poder gratificar a los que entienden que sirven”, probablemente porque les resultaba más fácil tratar con él en Pamplona que con los consejos en Madrid. También pidieron que se remediasen “cualesquiera agravios y contrafueros sin embargo de cualesquiera leyes y ordenanzas de visita hechas por mandado de VM” (Zuaznávar 1966: II, 228-229 y 333-335). La respuesta no fue satisfactoria pero hay abundantes indicios de que la autonomía de acción de los virreyes en su trato con las Cortes tardó en ser recortada. En las instrucciones al duque de Alburquerque de 1552, antes citadas, tres de los diez puntos en que se organizan hacen referencia a los Estados. Porque el virrey decidió y firmó en Pamplona numerosas peticiones de agravios y de leyes que le presentaron sobre los más diver-

Estados en el lugar donde no esté el Consejo, lo toméis de dos de ellos” (Lib. I, tit. I, ord. 36). Y en los poderes de convocatoria se precisaba: “si se pidieren algunas cosas que sean de calidad, que para responder como conviene os parezca sea necesario consultarmelas, lo podréis hacer así” (Sola 1997: I, 448 y 197-202). Sin embargo, entre la documentación de Cámara de Castilla en el AGS y el AHN las consultas sobre Cortes de Navarra más antiguas que conozco son del siglo xvii.

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sos asuntos cotidianos, lo cual le confería una enorme influencia sobre el país y sus habitantes en los asuntos ordinarios, los que más importaban a todos y que no debemos menospreciar porque nos puedan parecer baladíes (Sola 1997: I, 477-499). Apenas conservamos reparos de agravios del siglo xv, y es dudoso que se pidieran leyes con regularidad antes de 1512. Pero ante un rey poderoso y una corte lejana –en ambos puntos el cambio fue extremo con respecto a la situación previa– las élites navarras se vieron forzadas a defender sus intereses comunes de forma conjunta; y el Católico y Carlos I fueron sensibles a las quejas de un reino precariamente dominado y tensionado por el irredentismo. Por otra parte, negociar decisivamente con los Tres Estados confería al virrey autoridad e influencia real sobre el país, algo que, como capitán general, le convenía para mejor asegurar la defensa de la frontera con medios siempre precarios. Las primeras peticiones de agravios y leyes copiadas en un registro son de 1503-1531, y el primer “Cuaderno de Cortes” impreso publica los acuerdos de la reunión de Estella (1552-1553) (Ostolaza 2004: cap. II ). Las 47 reuniones mantenidas entre 1553 y 1829 gestaron algo más de 3.000 reparos de agravios y leyes, y sus “Cuadernos” correspondientes se publicaron de inmediato porque el diálogo (petición del reino y decreto virreinal, y las posibles réplicas y contrarréplicas) se mantenía de forma directa. La Nómina del reino (hacienda) que se enviaba a Madrid tardaba entre dos y cinco años en ser aprobada, y sin embargo los Cuadernos de Cortes (legislación) se publicaban casi de inmediato, en cuanto concluía la reunión. En comparación con los gouverneurs de Basse-Navarre, los virreyes de Navarra ejercieron con gran protagonismo la labor de mediación in situ y sobre la marcha con las fuerzas vivas del país, porque casi todo se resolvía durante las reuniones de Cortes y en el reino. Los navarros de Ultrapuertos, sin embargo, no contaron con un interlocutor tan autorizado ni tan necesitado de entenderse con los paisanos. Los cargos de Gobernador general de Basse-Navarre et Béarn, lo mismo que el Lieutenant de roi (1692), estuvieron vinculados, hasta 1789, a familias de la alta nobleza del país, y actuaron más bien en la corte real como intermediarios que en el país como interlocutores. Al frente de los États de Basse-Navarre no tuvieron ninguna capacidad de resolución, y se limitaron a responder prometiendo sus buenos oficios ante el rey. Desde 1623, los cahiers des griefs se estudiaron y resolvieron en París, a donde acudían los agentes del reino. Sin una acuciante respon-

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sabilidad de abastecimiento y defensa militar, residiendo habitualmente en la corte, el gobernador y el lugarteniente no pasaron de ser meros protectores cortesanos (Destree 1955: 68-80 y 207-208). Al frente del gobierno de Navarra, en 1512, Fernando el Católico puso un virrey porque, evidentemente, aquel era un reino. Pero quizás debiéramos explorar lo complementario: que el hecho de que en la Navarra conquistada e incorporada a Castilla hubiera un virrey sirvió para reforzar su peculiar condición de “reino propio”. Esto ocurrió, singularmente, con ocasión de las reuniones de Cortes y, en particular, con las solemnes ceremonias de juramento de los fueros que los virreyes prestaron en nombre de los herederos al trono desde 1551, y de los monarcas reinantes desde 1677.

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La institución virreinal en Aragón durante la Edad Moderna1 Enrique Solano Camón Universidad de Zaragoza

LOS ORÍGENES MEDIEVALES DE LA INSTITUCIÓN VIRREINAL Cualquier análisis que se pretenda realizar en torno al régimen virreinal en Aragón durante el largo periodo de los Austrias deberá considerar como referencia inicial la experiencia jurídico-política sobre la que éste se asienta, producto de la estructura de gobierno y su evolución, conformada en el contexto de la Corona de Aragón durante la Baja Edad Media y alimentada por el propio ordenamiento jurídico del reino. Hace ya algunas décadas, el profesor J. Lalinde Abadía, consciente de esta circunstancia, trazó una semblanza de los aspectos más significativos que definieron la diversa y compleja articulación del aparato de poder de la monarquía aragonesa durante dicho periodo en los diferentes territorios que de ella formaban parte (Lalinde Abadía 1960: 98-172). En el siglo xiii los monarcas aragoneses atribuyeron la condición de alter ego o alter nos –“otro yo”– a ciertos representantes que, por ocupar o “tener su lugar”, en su ausencia, pasaron a ser llamados oficialmente “lugartenientes”. De tal manera que en Aragón durante el siglo xiv nos encontramos con el ejercicio de dos tipos de lugartenen-

1. El presente estudio se enmarca en los Proyectos de Investigación “Discurso religioso, poderes públicos y prácticas sociales en la España confesional” (HAR200806048-C03-01) y “Celebrar las glorias. Publicística sagrada y devociones en la Iglesia hispana en la Edad Moderna” (HAR2011-28732-C03-03), cuyo investigador principal es E. Serrano Martín.

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cias nombradas por el rey. Inicialmente, el cargo de lugarteniente recaía sobre un familiar próximo al monarca, como su mujer, hijos o hermanos, designados por él para el gobierno de todo un reino; pero en otras ocasiones el rey atribuía también este cargo a oficiales reales, a veces incluso de escasa categoría, pero capaces de reprimir cualquier alteración del orden que pudiera producirse en un territorio o lugar determinado, siendo éstos pronto conocidos como “virreyes”, término romance heredado del latino vicerex o prorex. Así las cosas, el año 1367 el rey Pedro IV (1336-1387) tenía que comprometerse a no crear “lugarteniente, regidor o rector”, excepto en el supuesto de que el rey se hallase fuera de los territorios peninsulares de la Corona de Aragón, y que ello se produjera, además, en ausencia o incapacidad del primogénito mayor de trece años. Ello no impidió que su hijo Martín I (1390-1410), ante las perturbaciones que se estaban produciendo en el reino, nombrase diferentes virreyes que, en su nombre, situó en tierras de Tarazona, Teruel o Albarracín. Pero será el reinado de Alfonso V (1416-1458) el que represente un importante punto de inflexión, que sólo décadas después acabará cristalizando en la “virreinalización” de los reinos aragoneses, pues, con el fin de suplir sus prolongadas estancias en Italia, designará “lugartenientes generales” en los distintos reinos hispánicos peninsulares de la Corona de Aragón, con capacidad de resolución en todos los negocios. Una calificación con la que ya son nombrados en las Cortes de Calatayud de 1461, convocadas por Juan II (1458-1479), en las que el monarca aragonés reconoce la obligación que tienen “los propios reyes, los lugartenientes generales y los primogénitos de jurar los Fueros y actos de corte” promulgados en la citada asamblea. Producida en 1479 la unión dinástica Trastámara de las Coronas de Castilla y Aragón, en las personas de Isabel y Fernando, la institución del lugarteniente general muy pronto quedó convertida en permanente para cada uno de los reinos constitutivos de la Corona de Aragón. Había nacido el régimen virreinal y de audiencias.

El virreinato en el siglo xvi. Dialéctica jurídico-institucional y conflicto político Desde un primer momento Fernando II de Aragón puso de manifiesto cual iba a ser su talante en relación con sus territorios patrimoniales,

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como se constató cuando en 1482 propuso a Juan Ramón Folch como lugarteniente general del reino aragonés. La reacción de los aragoneses, sin embargo, sería inmediata habida cuenta de la condición de extranjero del designado y, en consecuencia, contraria a la determinación foral. Finalmente, tras un tenso forcejeo, el monarca acabó por desistir de su idea inicial y nombró, en su lugar, a su hijo natural, don Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza. Representante de la Casa Real de Aragón, desde el cargo de virrey, que ocupará hasta su muerte el año 1520, su papel sería determinante en la transición política, en Aragón, al gobierno de los Austrias (Solano Camón y Sanz Camañes 1996: 206-211). Ya durante el reinado de Carlos I, los nombramientos de fray Juan de Lanuza, comendador prior de Calatrava, en 1520, Antonio de Zúñiga, gran prior de Castilla y León, en 1529, (que no llegaría a ejercer como virrey) y Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, en 1535, tras el gobierno de Isabel de Portugal, en calidad de lugarteniente general de la Corona de Aragón (1529-1535), se convirtieron en motivos de tensión entre la Diputación de Aragón y el monarca, que irían apaciguándose en el juego dialéctico entre las buenas palabras del monarca y las protestas de excepcionalidad por parte de los diputados de Aragón. Con la regencia del príncipe Felipe, a partir del año 1543, las relaciones de éste con el reino aragonés iban a complicarse de manera creciente, dando lugar a lo que G. Colás y J. A. Salas han denominado como “el inicio de la intransigencia” (Colás Latorre y Salas Ausens 1982: 14), sólo atemperada en los momentos, entre los años 1539 y 1554, en los que Pedro Martínez de Luna, conde de Morata, actuó como lugarteniente general de Aragón. El “pleito del virrey extranjero” (González Antón 1986: 251-268) que, en síntesis, no es otra cosa que la dialéctica jurídica entre el ejercicio del poder absoluto del monarca y la resistencia foral del pactismo aragonés, alcanzaría un momento de clara desavenencia entre el reino y el príncipe Felipe cuando éste último, ya rey de Nápoles por abdicación de su padre, en vísperas de partir hacia Inglaterra con el fin de contraer nupcias con la reina María Tudor, nombró a Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, como lugarteniente general del reino. La advertencia, que entonces hacía en carta dirigida a los diputados no puede ser más elocuente: “aunque tengays la pretensión que no pueda haber lugarteniente general en esse Reyno que no sea natural dél, ad-

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mitáis por esta vez al dicho Conde… y sentiríamos mucho que no os conformásedes en esto con nuestra voluntad, por estar en ello determinado”2. La torpe actuación del conde de Mélito, desde su nombramiento en 1554, dio la razón a los diputados y provocó un incremento de la tensión en las relaciones entre la Corona y el reino de Aragón, sólo superada por los conflictos acaecidos entre los años 1585 y 1591, que se prolongará hasta el año 1566, cuando Hernando de Aragón, nieto de Fernando el Católico y arzobispo de Zaragoza, fue nombrado virrey de Aragón (Colás Latorre, Criado Mainar, Miguel García, 1998: 5370). Este último sería sucedido, tras su fallecimiento el año 1577, por Artal de Aragón, conde de Sástago y señor de Pina. Sin embargo, no se trataba de una rectificación en la política de Felipe II, como se puso de manifiesto cuando el año 1587 el rey confirmaba al conde de Sástago en el cargo y volvía a reiterar su actitud de “proponer que por justicia se declare no molestarme por los fueros, y leyes de este reyno restringida la facultad que como rey, y señor dél me pertenesce de poner por mi lugarteniente general la persona que me pareciere más a propósito”3. Aseveración regia que provocaba las protestas, tanto de los diputados y algunas universidades del reino, como del concejo zaragozano4, coincidentes todas ellas en que el asunto debería tratarse en Cortes, frente al criterio del monarca, que pretendía que se dilucidase ante la corte del Justicia. En esencia, el conflicto estribaba en el hecho de que mientras el reino pretendía, como es sabido, que el virrey debía ser natural de Aragón –como preveía el ordenamiento foral para todos los oficiales del reino– el rey disentía de tal criterio, argumentando que ese ordenamiento era anterior al nombramiento de virreyes y no había contemplado la eventualidad que éstos representaban. La actitud de Felipe II, convencido de que su voluntad era ley por encima de las leyes del reino, entraba así en colisión con el convencimiento colegislador del monarca con las Cortes, que ligaba al propio monarca al régimen foral aragonés.

2. Archivo de la Diputación de Zaragoza (en adelante ADZ), Leg. 164, fols. 16111611v. 3. Biblioteca Nacional (en adelante BN), Ms. 1761, fol. 262 4. Archivo Municipal de Zaragoza (en adelante AMZ), Leg. 45, fols. 256-256v.

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Queriendo el monarca asegurar la forma legal de nombrar en Aragón libremente a su virrey, sin considerar la naturaleza del mismo y tratando de superar la situación, enviaba a Zaragoza el año 1588 a un hombre de su confianza, Íñigo de Mendoza y de la Cerda, marqués de Almenara, con el cometido de presentar ante la corte del Justicia el “pleito del virrey extranjero” y remover los obstáculos que complicaban sus intenciones. Sin embargo, tras la elaboración de un primer dictamen, los diputados respondían al marqués que la propuesta regia no sería aceptada5, “que en conciencia no podían admitir virrey extranjero”6. Las pretensiones de Felipe II, unidas a la actuación del marqués de Almenara y los métodos utilizados por éste, habían enrarecido el ambiente7 hasta el punto que la cargada atmósfera que se respiraba en Aragón indujo al monarca a ordenar el regreso del marqués a Castilla, aunque en septiembre de 1589 volvió a contemplarse la conveniencia de su regreso. Entre tanto, la Diputación del Reino disponía la presentación de las alegaciones oportunas8, en un proceso que se iba a prolongar hasta el año 15919, y convocaba a nobles, caballeros y síndicos de las universidades a fin de explicarles la situación y pedir su colaboración10. Por fin, en los últimos días del mes de abril de 1591, los abogados emitían un dictamen que, pese a que no satisfizo a una parte de los diputados, condicionaba el acuerdo de los diputados, reunidos el 10 de mayo, con el marqués de Almenara, tendente a alcanzar una concordia con Felipe II antes de que éste “declarase su real voluntad”. Un giro más que significativo en la actitud de la Diputación, sin duda producto de la tensión que por entonces se vivía en la capital del reino, así como ante la perspectiva de un posible fallo favorable de la corte del Justicia a los intereses regios11. La posibilidad de nombrar, excepcionalmente, un virrey extranjero había quedado abierta.

5. ADZ, Ms. 251, fols. 346-346v. 6. Archivo de la Corona de Aragón (en adelante ACA), (S.A.) Leg. 31, doc. 4 7. ACA, (S.A.), Leg. 31, “Papeles referentes al Virrey Extranjero”, varios documentos. 8. Archivo General) de Simancas (en adelante AGS), (Estado), Leg. 337. Alegaciones a favor y en contra para nombrar virrey extranjero. 9. Biblioteca de la Universidad de Zaragoza (en adelante BUZ), H-4-122, fols. 1-132. 10. ADZ, Ms. 258, fol. 69. 11. ADZ, Ms. 258, fols. 129-130; BN, Ms. 9823: fols. 117-118v.

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El 24 de mayo de 1591, habiendo sido sacado Antonio Pérez a la fuerza de la cárcel por los manifestados y llevado de acuerdo con los deseos del rey a las mazmorras de la Aljafería, sede de la Inquisición, en flagrante quebranto de los Fueros y libertades aragonesas, estallaba un motín que ponía en grave aprieto a las autoridades del reino y conseguía que los inquisidores devolviesen a Antonio Pérez a la custodia de la cárcel de los manifestados. En el transcurso del mismo quedaba gravemente herido el marqués de Almenara, que moriría pocos días después. Un hecho que iba a actuar como desencadenante de las represalias reales, consecuencia de la multiplicidad de circunstancias adversas que se estaban sumando contra la autoridad de Felipe II. El 24 de septiembre, la radicalidad y violencia del nuevo tumulto ponía en evidencia cómo éste escapaba del control de las instituciones del reino, mientras, en la corte, la Junta de Estado, constituida y reunida con urgencia por el rey el 29 de septiembre en respuesta a la emergencia zaragozana, tomaba la iniciativa de la reacción, disponiendo “que inmediatamente se reforzasen los presidios o guarniciones de Aínsa y Jaca y otras partes de los puertos confinantes con Francia”, con objeto de impedir el aprovechamiento internacional de los sucesos aragoneses (Pidal 1862-1863: t. II, 179). D. Alonso de Vargas, nombrado capitán general del ejército real, recibía la orden de ponerse en marcha hacia el reino aragonés. El día 15 de octubre, desde San Lorenzo el Real, Felipe II enviaba una carta a las ciudades del reino, en las que les comunicaba la misión del ejército, obligado por los acontecimientos. Ante el cariz que éstos estaban tomando, el nuevo virrey, Ximeno de Lobera, se dirigía al monarca a finales de octubre suplicando la retirada del ejército y la convocatoria inminente de Cortes en Calatayud, mientras los diputados firmaban una declaración en la que, de acuerdo con el fuero 2º De Generalibus Privilegii Aragonums Regni (1461), la entrada del ejército de don Alonso de Vargas era contraria a fuero, debiéndose arbitrar los medios adecuados para la defensa del reino (Pidal 1862-1863: t. II, 212-220). Formulada la declaración de contrafuero por el Justicia al día siguiente, éste ordenaba a los diputados que convocasen al reino para defenderlo del ejército real y procediesen a sacar fondos de las generalidades con objeto de hacer frente a los aprestos militares. Para entonces la decisión del monarca, vestida con la pretensión de aliviar los escrúpulos forales de los diputados, estaba ya tomada: “Mi

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ejército no entra a ejercer jurisdicción, sino que yendo a su jornada de Francia, hará alto a dar fuerzas, y calor a la Justicia, para que se pueda ejercitar por manos de los Ministros de la naturaleza de ese reino, a cuyos oficios compete; esto importa al bien de todos, y que los principales delincuentes, que se sabe son los menos, no sean para envolver en sus culpas a tantos como los hay bien intencionados” (Pidal 1862-1863: t. II, 233). El 12 de noviembre, sin encontrar resistencia alguna, el ejército real llegaba a las puertas de Zaragoza, donde le aguardaban el lugarteniente general, dos diputados y los jurados de la ciudad para darle la bienvenida. La entrada en la ciudad ponía fin a las alteraciones del reino (Gascón Pérez 1995; 2007). La detención del conde de Aranda, el duque de Villahermosa y el justicia Juan de Lanuza V “el Mozo”, acompañadas de la inmediata ejecución de este último el 20 de diciembre ponía en marcha una dura represión, mientras Miguel Martínez de Luna, II conde de Morata, era nombrado nuevo virrey de Aragón. Las Cortes reunidas en la ciudad de Tarazona el 15 de julio de 1592 bajo la presidencia del arzobispo Andrés Cabrera y Bobadilla, resolvían diferentes asuntos de relevancia institucional y política en el juego de las futuras relaciones entre la Corona y Aragón. Entre otras decisiones cabe destacar la estricta dependencia del cargo de justicia de Aragón, cuyo cese quedaba en lo sucesivo en manos de la Corona, medida que venía acompañada de otras como el establecimiento de un control más directo por parte del rey en la elección de los lugartenientes del justicia o la limitación de las facultades del privilegio de la manifestación, la derivación de la guarda del reino bajo la autoridad de quien presidiere la Real Audiencia o la necesaria autorización previa del monarca para que los diputados pudiesen convocar al reino, lo que no hacía más que dar forma legal a la prohibición hecha por del virrey, conde de Morata, a los diputados el 4 de abril anterior, siguiendo órdenes del rey12. Se abría, además, un periodo, que habría de prolongarse hasta el año 1598, por el que Teruel, Albarracín y sus respectivas comunidades pasarían a ser incorporadas definitivamente al régimen foral de Aragón. Y, como colofón del importante giro político e institucional sancionado por el parlamento turiasonense en beneficio de los intereses políticos del absolutismo monárquico, se sobreseía el “plei12. BN, MS. 9823, fol. 134

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to del virrey extranjero”, quedando en manos del monarca la libre elección del cargo, sin atenerse a su posible condición foránea, hasta nuevas Cortes. Una resolución esta última que sería sucesivamente prorrogada en las Cortes de Barbastro-Calatayud de 1626, en las de Zaragoza de 1646 y en las de 1678, celebradas en la misma ciudad bajo la presidencia del virrey Pedro Antonio de Aragón. El conde de Morata ejercería como lugarteniente y capitán general del reino aragonés hasta el año 1593, en el que fue sustituido por Beltrán de la Cueva, duque del Alburquerque, que desempeñaría el cargo hasta el año 1602 y cuyo mandato estuvo presidido por la fortificación del Pirineo, ordenada por Felipe II el año 159413. Los últimos acontecimientos por los que había atravesado la vida del reino, así como los temores de contagio hugonote y conspiración política derivados de la situación internacional, habían dado la ocasión al Rey Prudente para consumar su intención de establecer en Aragón un dispositivo de defensa al servicio de los intereses específicos de la monarquía, en el que se hurtaba la capacidad de control e intervención a las autoridades aragonesas. Y es aquí en donde encontramos, precisamente, otra de las claves que explican el papel que la Corona asignará durante los siglos xvi y xvii al virreinato aragonés y que, al mismo tiempo, nos introduce en el análisis de la Capitanía General, habitualmente ejercida por el virrey y el conflicto de competencias que ello iba a suscitar (Solano Camón 1996: t. I, vol. 2, 487-495). Al calor del ambiente internacional y del incremento de los conflictos jurisdiccionales en el Pirineo, en las Cortes de 1528 se había acordado el fuero del capitán de Guerra, cuyos antecedentes encontramos en el fuero Quod dominus Rex non possit facere Locuntenentem ipsius in Aragonia, ni certis casibus (Savall Dronda y Penen Sabesa 1866: 26), establecido por Pedro IV en las Cortes celebradas en la ciudad de Zaragoza el año 1367. Ahora el nuevo fuero quedaba definido del siguiente modo: Los juezes ordinarios son impedidos en el ejercicio de su jurisdicción, y los regnícolas deste Reyno perjudicados por el Capitán de guerra, queriéndose entrometer en tiempo, casos y cosas, que no son de la guerra lo qual por Fuero hazer no pueden. Por ende su Majestad, de voluntad de dicha Corte estatuye y ordena, que el dicho Capitán de guerra no pueda entrome-

13. A.C.A., (S.A), Leg. 67. Traslado de su instrucción… dada en Aranjuez a 26 de abril de 1594.

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ter, conocer, ni exercir jurisdicción, sino en tiempo y personas de la guerra, y cosas concernientes a la guerra tan solamente, y no en otras, y casos, como ya por fuero está estatuydo (Savall Dronda y Penen Sabesa 1866: 28).

Sin embargo, su interpretación pronto quedó convertida en caballo de batalla de una controversia jurisdiccional en el escenario de las relaciones entre la Corona y Aragón, determinadas por los vaivenes de carácter político y militar experimentados durante la etapa de gobierno de los Austrias, especialmente complicadas en el siglo xvi por la propia naturaleza del virrey y el pleito que ello suscitó. Una controversia que se vio acrecentada por contingencias tales como las provocadas por la represión del contrabando de caballos o el cierre coyuntural de los pasos del Pirineo. Así, por ejemplo, el año 1551, “aviéndose publicado en nombre del rey Nuestro Señor guerra con Francia”, el conde de Morata, en su calidad de virrey y capitán general de Aragón, prohibió la entrada y salida de productos a través del Pirineo. Esta decisión llevó a los diputados a elevar consulta al justicia de Aragón, cuya respuesta sancionó que “en tiempo de Guerra no puede prohibir el capitán general deste Reyno los comercios y los tratos generalmente; y que la Diputación devía hazer vando contrario, guiando las mercaderías”; como así lo hizo. Una nueva consulta, realizada en circunstancias similares dos años después, incidía en la misma línea al considerar que, según el Fuero del Reyno, “su poder está solamente concedido en el caso, personas, tiempo y cosas de guerra especificadas y no en otros casos, personas y cosas algunas, por todo lo cual el Capitán de guerra no avía podido hazer las dichas viedas, prohibiciones y cosas en el dicho pregón contenidas”14. Tal era el espíritu de la doctrina argumentada en las diversas firmas dictadas por la corte del Justicia de Aragón y recogida en el siglo xvi por tratadistas como Juan de Bardaxi, que en sus Comentarii sobre los fueros puso expresamente de manifiesto la necesidad del “concurso copulado de tiempo, personas y casos de guerra”15. Una tesis a la que se oponía la argumentación jurídica formulada por los funcionarios reales según la cual “si repugnase el tener fuerça de copulativa

14. Biblioteca Real) del Colegio de Abogados de Z (en adelante BRCAZ), Alegaciones nº 7, (A. 7-3-5): 139v-140. 15. BRCAZ, Alegaciones, t. 9, nº 13, (A. 8-I-7, R. 802): 206v.

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a la mente de los contrayentes, o legisladores, o lo pide la sujeta materia, de tal manera que de ser copulativa se siguiesse algún absurdo”, en tal caso no tendría fuerza de copulativa sino de declarativa, no siendo precisa la coincidencia de los tres supuestos esgrimidos16. Tras la marcha de Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, “la Corona –señalan Colás y Salas– de forma más o menos consciente modificó su táctica. Si hasta entonces había intentado imponer su autoridad mediante disposiciones que infringían abiertamente la normativa foral, a partir de esos momentos encaminaría sus actos a provocar el desgaste de los fueros, pero teniendo cuidado de mantenerse en un segundo plano” (Colas Latorre y Salas Ausens 1982: 450). Desde esta nueva perspectiva cabe considerar el contenido de las Cortes de 15631564, en el que el incremento de la asignación presupuestaria para gastos de defensa y el fortalecimiento de la Audiencia en el reino, definen la trayectoria de la nueva estrategia emprendida durante el virreinato de don Hernando de Aragón, sin que ello implicara cesión por parte de la Corona de sus prerrogativas sobre el territorio aragonés. Las expectativas suscitadas por la firma el Tratado de Cateau-Cambresis el 3 abril de 1559, pronto se vieron nubladas por el estallido en 1562 de las guerras civiles en Francia y la nueva amenaza hugonote al otro lado del Pirineo. Posteriormente, la firma el año 1584 del Tratado de Joinville, el incremento de la tensión política entre Aragón y la Corona tras las Cortes de 1585 y la creación del dispositivo de defensa ordenado por Felipe II, se encargarían de reactivar la conflictividad jurisdiccional en el Pirineo. Precisamente, entre las materias que indujeron al reino aragonés a solicitar, aunque sin éxito, al nuevo monarca Felipe III la convocatoria de Cortes, se encontraba lo concerniente a la Capitanía General, sobre la que el gobernador del reino, don Ramón Cerdán, comentaba: “harán fuerça no para quitarla sino para que no esté tan dilatada y estendida como el Duque (virrey Alburquerque) la quiere y para reparar algunos abusos della”17. Por otra parte, no es casualidad que las Instrucciones recibidas por Alburquerque el año 1594, alusivas al proyecto de defensa del Pirineo, contuviesen capítulos que iban a inspirar las reformas de la Capitanía General realizadas entre

16. BRCAZ, Alegaciones, t. 9, nº 12 (A. 8-I-7, R. 802): 163-166. 17. BN, Ms. 729, fol. 299v.

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1594 y 1612, últimas llevadas a cabo hasta los Decretos de la Nueva Planta (Lange 1997: 990-1001). Un nuevo elemento acabará dando estabilidad al virreinato de Aragón agitado por la conflictividad jurídico-política derivada del intervencionismo monárquico reflejado en el “pleito del virrey extranjero” y considerado por la monarquía como espacio de frontera, como se puso de manifiesto en el cometido militar y, por ende, político, asignado a la Capitanía General. Nos referimos a la Audiencia (Vicente de Cuéllar 1989), cuyas modificaciones en las diferentes Cortes celebradas a lo largo del siglo xvi no harán otra cosa que consolidar el régimen virreinal. En las Cortes convocadas por Fernando II de Aragón el año 1493 se procedió a estructurar la Audiencia mediante la creación de un consejo de juristas con la función de asesorar a los representantes reales e, incluso, al justicia de Aragón, en las sentencias que éstos hubieran de dictar (Lalinde Abadía 1963: 185). Nombrados por el rey, tras propuesta formulada por los diputados el año 1510, se resolvía que éstos fueran elegidos por insaculación bianual y desde 1512 anual, siendo su intervención a instancias de parte. Pero será en las Cortes de 1528, ya durante el reinado de Carlos I, cuando se proceda a una auténtica reorganización o “reparo” de la Audiencia. La disposición foral emanada de las mismas –tal y como sintetiza G. Redondo Veintenillas– especificaba que el vicecanciller, el regente, el lugarteniente o el asesor del gobernador, cuando actuaran como presidentes del tribunal, tenían que oír el voto de los cuatro consejeros que lo constituían o de la mayoría y votar una vez escuchado el dictamen, siendo su voto decisivo en caso de paridad entre los consejeros. El nombramiento de los consejeros quedaba vinculado al monarca, siempre que los candidatos fuesen naturales de Aragón, letrados, mayores de treinta años y con, al menos, seis años de ejercicio en el reino. Igualmente, quedaba reglamentada su actividad: deberían reunirse todos los días jurídicos durante dos horas en el lugar designado por el presidente, aunque se decidió que hubiese una escribanía en las denominadas Casas de la Diputación. Si se producía alguna baja correspondía al rey proveer la vacante. Se consideró, además, la necesidad de que el consejo permaneciese en la capital del reino con objeto de reforzar su estabilidad, aunque con excepciones, tales como en ocasión de peste o cuando se celebrasen Cortes, dado que era precisa su asistencia para aconsejar al soberano. Además, con

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objeto de ejercer control sobre este organismo se disponía un procedimiento de denuncia ante el Justicia de Aragón -a quien ya no servirían de consejo-, llevado bien por sus lugartenientes, sorteados exclusivamente para la ocasión, bien por juristas aragoneses de designación real (Redondo Veintenillas 1978: 20). En las Cortes de 1533 y, sobre todo, en las de 1564, se van a introducir nuevas reformas. En la primeras, se autorizaba a la Diputación del Reino a designar, hasta que se produjera nombramiento real, un substituto que cubriera la vacante producida por algún consejero, elegido por sorteo realizado entre los nombres que figuraban en la nómina de candidatos para el cargo de lugarteniente del justicia de Aragón, a fin de evitar cualquier tipo de dilación en el tiempo que pudiese perjudicar el normal desarrollo de la institución. Se disponía, también, la designación cada dos años de dos letrados por parte del monarca, con objeto de supervisar a los miembros de la Audiencia18. En las Cortes de 1563-156419 la creciente inestabilidad del orden público en el interior del reino favorecerá una nueva reforma de la institución regia que, a partir de ahora, quedará estructurada en dos salas, una de lo criminal, integrada por cinco letrados, y otra, ya existente, para hacer frente con mayor diligencia a las causas civiles. El fortalecimiento de la Audiencia, como instrumento de administración y justicia al servicio de la Corona, todavía se hizo más patente cuando en las Cortes de 1585 se confirmaba el “absoluto poder” de los señores de vasallos, en cuyo mantenimiento quedaba implicada ésta y el Justiciazgo y en las celebradas en Tarazona el año 1592, cuando el gobierno de la Guarda del reino quedaba en manos de “quien presidiere la Real Audiencia”. De este modo, a comienzos del siglo xvii la Audiencia se había constituido en auténtico gobierno regio en Aragón y con ello en claro exponente del fortalecimiento de la institución virreinal en el reino. La intervención de la Corona en el reino aragonés quedó completada con la figura del “Regente del oficio de la Gobernación general de Aragón”, que durante la Baja Edad Media había dependido de la Gobernación General, magistratura surgida en la reforma orgánica de la administración de la Corona de Aragón de 1344, en la que pasaba a sustituir la del Procurador General. En las Cortes de Calatayud de

18. Fueros y observancias del Reyno de Aragón, Zaragoza 1667, fols. 65v-69 19. ADZ, Ms. 190; BUZ, Ms. 97; BRAH, Col. Salazar, cód. P.3

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1366 Pedro IV la pondría en manos de su hijo don Juan, apoyándose en el fuero que disponía que “el Primogénito del Rey o de otro Rey sucesor suyo pueda regir el oficio de la Gobernación o de la Procuración general de dicho Reino, y pueda regirlo, y usar y ejercer la jurisdicción civil y criminal del mismo”, una vez cumplidos los 14 años de edad (Lalinde Abadía 1963: 129-162). De tal modo que, en ausencia del rey, era el encargado de presidir la Audiencia regia, contando con su propia curia. Como representante de la Gobernación General, el cargo de Gobernador, regulado en las Cortes de Zaragoza de 1348, estaba dotado de jurisdicción ordinaria, perpetua y universal, pues se extendía a todo el reino. Su ocupante debía ser caballero, naturalizado y domiciliado en Aragón. Cargo de designación real, no obstante quedó imbricado, desde un primer momento, en la vida del reino al tener que prestar juramento –regulado definitivamente en las Cortes de Alcañiz de 1436– ante el rey o su lugarteniente general, de observar los “Fueros, usos, costumbres, privilegios y libertades” del reino; hecho del que, además, deberá dar cuenta ante la institución del justicia. En los territorios de señorío su jurisdicción se encontraba inhibida, a diferencia de las tierras del rey, en las que, por ser ordinaria, era considerada como favorable, al igual que la del Justicia y a diferencia de la del lugarteniente general que, en cambio, era delegada y por ello odiosa para los aragoneses, en cuanto perjudicaba la jurisdicción ordinaria, tal y como advierte Miguel del Molino, siguiendo el criterio más común de los foristas aragoneses y, en consecuencia, de la opinión del reino. Si en el siglo xv Alfonso V había generado las condiciones favorables para la decadencia de la Gobernación, como jurisdicción ordinaria, sería Fernando II, tras la unión dinástica de las Coronas, quien sancionase tal situación estableciendo el régimen virreinal y de audiencias, al que, desde entonces, quedó subordinada la figura del “Regente el oficio de la Gobernación general de Aragón” como un residuo del antiguo sistema político administrativo medieval. El gobernador quedará ahora a disposición del virrey, quien lo va a considerar como una ayuda, especialmente en la represión de la delincuencia, el bandolerismo y, en general, el mantenimiento del orden público, tan alterado en Aragón durante la época de los Austrias. Lo que no impidió que éste continuase actuando como instrumento al servicio de la Corona, tal y como se desprende del hecho de que a partir del año 1528 tuvie-

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se capacidad para presidir la Audiencia “en defecto del rey, el virrey o el gobernador general”, fuera personalmente o a través de su asesor, persona letrada y experta que le acompañaba. Así las cosas, durante el siglo xvi la subordinación del gobernador al virrey se llevó, en términos generales, con razonable naturalidad, a diferencia de la centuria siguiente, en la que las disensiones serían frecuentes, al calor de la situación general por la que atravesaría la monarquía. Sin embargo, el origen de esta situación no se encuentra tanto en la falta de reconocimiento de la subordinación institucional debida del gobernador al virrey, como en el temor del primero ante la posibilidad de que su identidad institucional, competencias y jurisdicción quedasen anuladas o diluidas por la acción del sistema virreinal y de audiencias (Lalinde Abadía 1963: 188-200).

El virrey y la articulación de la estructura del poder en la Corona de Aragón durante el siglo xvii Los primeros años del siglo xvii se vieron acompañados de un mayor equilibrio en las relaciones políticas e institucionales entre la Corona y Aragón. Un periodo, por otra parte, caracterizado por un vigoroso desarrollo constitucionalista, impulsor de una renovada dinámica en el Derecho aragonés, cuya labor literaria e historiográfica de carácter jurídico ya había sido preparada por figuras de la talla de Miguel del Molino y, algo después, Gerónimo Portolés, Ibando de Bardaxi, Bernardino de Monsoriu o Serveto Aviñón, quien redactó un Tratado sobre la elección del Lugarteniente General de Aragón en persona natural o extranjera, según los Fueros de este Reino, publicado a finales del siglo xvi. En el siglo xvii la Inhibitionum et magistratus Iustiae Aragonum Tractatus (Barcelona, 1608) de José Sessé y Piñol o el Analyticus Tractatus de lege regia, qua in principes suprema et absoluta potestas translata fuit de Pedro Calixto Ramírez (Zaragoza, 1616) se constituyen en referente jurídico de una renovada percepción política en Aragón, para la que asumir el significado del paso del tiempo y los cambios que de ello derivaban no era otra cosa que reafirmar una permanencia básica de la constitución antigua. Un renovado escenario en el que, sin embargo, el reino no podría evitar que el entonces virrey, marqués de Aytona, en su calidad de capitán general, pusiese en mar-

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cha, en la primavera del año 1610 una mediada antiforal, como fue el plan de expulsión de los moriscos, cuyo edicto se publicaba en Aragón el 29 de mayo. Con la llegada del siglo xvii nos encontramos con la consolidación del sistema de poder perseguido por la monarquía a lo largo del quinientos, algo en lo que tuvo mucho que ver la progresiva madurez alcanzada durante este periodo por el Consejo de Aragón20, que –en palabras de M. Ortega– iba a convertirse “en el eficaz colaborador de la monarquía para la consecución de una organización más uniforme y menos centrada en los particularismos que el régimen contractualista había consagrado durante siglos” (Ortega 1988: 152-153). Con su creación había quedado establecida una red simétrica –como argumenta Jon Arrieta– en cuya cabeza se situaba el rey con el Consejo que lo asesoraba “para la toma de decisiones de gobierno y merced, remitidas por el virrey; mientras que en el reino era la Audiencia la que desarrollaba tal función en permanente relación con el virrey sin que ello diluyese la independencia en el funcionamiento de ambas instituciones. Toda una actividad que, en su conjunto, debía quedar sujeta a la aplicación del ordenamiento jurídico aragonés, así como a la naturaleza histórica que lo caracterizaba como colectividad específica. De ahí, el indudable interés que tiene el conocimiento del cursus honorum (Jarque Martínez y Salas Ausens 1988; 2003) de unos magistrados que, ocupando las plazas de la Audiencia o del Consejo de Aragón, “formaban –como apunta Jon Arrieta– el elemento constante y permanente en la red de gobierno, en la que los virreyes tenían una posición transitoria, debido a la temporalidad de sus mandatos”, pero que seguían unas directrices emanadas habitualmente de la máxima representación del poder central. Toda una dialéctica de actuación que va a caracterizar el funcionamiento de un sistema articulado y dirigido, particularmente en el siglo xvii, a la búsqueda de equilibrio entre la acción política de la Corona y la del reino de Aragón. Los primeros años del siglo xvii representan, sin duda, un periodo de fortalecimiento de la institución virreinal, tanto en el ámbito político como el ejercicio de la Capitanía General. Sin embargo, tras la marcha del marqués de Gelves, virrey de Aragón entre 1614 y 1617,

20. Arrieta (1994).

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va a renacer un elemento que, de algún modo, ya había quedado prefigurado por la acción de Juan de Gurrea entre 1556 y 1590. Nos referimos al incremento de la influencia del gobernador, puesta de manifiesto en determinados momentos del siglo xvii y que afectará a la autoridad del virrey de modo inversamente proporcional al grado de prestigio alcanzado por éste. Podemos encontrar un ejemplo de ello en la figura de Pedro Pablo Zapata Fernández de Heredia y Urrea – futuro conde de Aranda–, en las décadas centrales de la centuria; o de Pedro Jerónimo de Urriés en los diferentes momentos que ostentó el cargo de regente de la Gobernación durante la segunda mitad de ésta. Una situación alimentada, tanto por el distinto estatus social que separaba al titular del virreinato de quien ostentaba el cargo de gobernador, como por el celo en el ejercicio de las respectivas competencias, la falta de coordinación y armonía entre ambos poderes o la diferente naturaleza de jurisdicción (delegada /u ordinaria), que acompañaba la actividad de las dos magistraturas, unido a la interpretación jurídica e instrumental que de ella hacía en el reino. Todo ello se traduciría en desajustes de competencias y roces de jurisdicción que, en ocasiones, propiciaron la intervención del Consejo de Aragón. En la atmósfera política generada en Aragón por el “plan unionista”, inspirado por el Conde Duque de Olivares en 1625, la declaración de guerra entre las monarquías francesa y española convertían el concepto de “defensa propia” en el argumento esgrimido por la Corona para definir su política sobre el reino y urgir de los aragoneses la contribución económica y militar (Solano Camón, 1987). En este escenario el conflicto secesionista catalán (1640-1652) va a representar un periodo de sumo interés para valorar el grado de sintonía política e institucional entre Aragón y la Corona, particularmente a lo largo de sus primeros años, en los que se ponen de manifiesto las reticencias y recelos que van a caracterizar la conducta de las autoridades madrileñas ante la respuesta, amparada en los fueros, dispensada por las principales instituciones del reino (Solano Camón 1991: 131-147). La capacidad de acción del virrey y su prestigio político durante la guerra de Cataluña quedará determinada por el ejercicio de la Capitanía General del ejército del rey instalado en el reino, anteponiéndose al tradicional ejercicio de la Capitanía General territorial ejercida por el virrey, con quien también llegará a competir la autoridad militar del gobernador, amparada por la Corona como ya hemos aludido con an-

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terioridad. Un antecedente de esta situación lo encontramos en el papel desempeñado por Juan Fernández de Heredia como regente de la Gobernación General en 1634, y, más claramente todavía, con la actuación de Pedro Fajardo, marqués de los Vélez, virrey de Aragón entre 1635 y 1639, y en 1640 por segunda vez. Durante su ausencia en 1638 para ocupar el mismo cargo en Navarra sería Pedro Pablo Fernández de Heredia, regente de la Gobernación General, quien desempeñase su función en el territorio aragonés. La nueva situación creada convierte en peculiar, aunque históricamente significativa, la actuación de Francisco María Caraffa Castrioto y Gonzaga, duque de Nochera, que ya había ostentado el cargo de virrey de Aragón por un breve periodo de tiempo en 1639, en sustitución del marqués de los Vélez, pero cuya actuación más relevante y controvertida se produjo entre 1640 y 1641, coincidiendo con la marcha del marqués de los Vélez a tierras catalanas al frente del ejército real. Consciente el duque de Nochera de los serios problemas que aquejaban, no sólo al Principado catalán sino también a los aragoneses, pesimista con las posibilidades defensivas de Aragón, previsor del grave peligro que entrañaba el apoyo de la monarquía francesa a los catalanes y respetuoso con la realidad foral de ambos territorios, trató, en vano, de persuadir de ello a la corte (Solano Camón 1984). Habiendo fracasado en su primer propósito, el duque de Nochera solicitó reiteradamente al reino que se aprestase a la defensa del territorio, reclamación que era respondida por la Diputación, inmersa en el debate jurídico en torno al carácter foral de la resolución, con la petición de licencia al virrey para reunir los estamentos a fin de establecer con el monarca las condiciones en las que debían de movilizarse los aragoneses. Por fin, el 31 de mayo de 1641, el rey concedía el ambicionado permiso solicitado por el virrey con el fin de poder adoptar una resolución para proceder a la movilización del reino ajustada a los fueros. El día 13 de junio daban comienzo unas controvertidas que ni satisfacían los propósitos contributivos previstos por la Corona, ni garantizaban los buenos resultados del servicio acordado (Solano Camón 1987: 134-146). Muy pocos días después, el duque de Nochera era requerido desde Madrid y encarcelado en la torre de Pinto acusado de traición. Un hecho que pone de relieve sus discrepancias con la facción dominante en el aparato de poder madrileño sobre la forma de llevar su gestión en el reino. De hecho, a mediados de abril de 1641, el

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duque ya había pedido licencia al conde-duque para retirarse, argumentando la falta de asistencia para obrar lo necesario, lamentando –y es aquí donde, con toda probabilidad, encontramos la clave– que no se le juzgue “adecuado para asistir a tal servicio, pues se empleaba a otros de su nación en los cargos mayores, sin hallarse con sus experiencias adquiridas en los años que había servido a su Magestad”21. Una referencia más que velada al conde-duque de Olivares y sus partidarios. Al duque de Nochera le sucederá en el cargo Antonio Enríquez de Porras, obispo de Málaga, que lo desempeñará durante un brevísimo periodo de tiempo tras el cual, convertido el reino de Aragón en zona estratégica para la defensa peninsular y plaza de armas en la contienda catalana, Enrique Enríquez Pimentel y Guzmán, marqués de Tavara, afianzará una nueva versión del virreinato aragonés como expresión de la Capitanía General de la administración de guerra de la Monarquía. Una realidad que pronto tiene su reflejo en el ámbito contributivo aragonés cuando en el año 1642, encontrándose asediada por los franceses la plaza de Monzón, los diputados del reino, evacuadas las consultas pertinentes ante la corte del Justicia, consentían en desbordar la limitación foral establecida para gastos de defensa, permitiendo a la Corona acceder a los fondos del erario aragonés. Precedente que nos sitúa ante un más que representativo giro en la dialéctica contributiva entre Aragón y la Corona, sancionado poco después en las Cortes de Zaragoza de 1645-1646. Una realidad que, por otra parte, también puede ser interpretada –como argumenta X. Gil– por los cambios experimentados por la propia sociedad aragonesa, sobre todo en el modo de entender la vida pública por parte de su clase política, con el consiguiente cambio en comportamientos y prioridades (Gil Pujol 1988). No es de extrañar que si las Cortes de 1626 ya habían ofrecido a los aragoneses la posibilidad de acceder a distintos puestos de la Administración monárquica, en las de 1645-1646 la concesión de honores y prebendas se incrementase22. No cabe duda que con ello la Corona contribuía a avivar una de las claves primordiales para afianzar el equilibrio en el proceso de estabilización con el reino de Aragón.

21. AGS, Leg. 1375 (Parets T. XXV: 587). 22. Biblioteca de la Real Academia de Historia (en adelante BRAH), Ms. 9/5703, doc.45; Gil Pujol (1980: 21-64).

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El segundo virreinato en Aragón de Antonio Enríquez, obispo de Málaga (1646-1647), vendrá precedido por la figura de Felipe de Silva, capitán general de Cataluña y capitán general del ejército real, acompañado por el protagonismo de Diego Mexía Felípez de Guzmán y Dávila, marqués de Leganés, capitán general de Cataluña, que asimismo ostentará igualmente la Capitanía General en Aragón el año 1646. Tras él, Pedro Pablo Zapata Fernández de Heredia y Urrea, regente de la Gobernación, daba paso al nuevo virrey, Francisco de Melo, capitán general de Cataluña, que ocupará el cargo hasta 1649, en que fue designado Francisco Fernández de Castro y Andrada, IX conde de Lemos, que se mantendrá en el mismo hasta el año 1653. A partir de ahora, vamos a encontrarnos ante la búsqueda de un renovado equilibrio entre el ejercicio del poder real y el reino aragonés, que se va a traducir en recíprocas concesiones. La aceptación de la Capitanía General por parte del reino se verá compensada con concesiones a éste por parte de la Corona, que permitirá ciertos modos en el funcionamiento de la jurisdicción militar o aceptará una mayor libertad en la actividad comercial con el exterior; desenvolviéndose dicha relación, en conjunto, entre normas de gobierno emanadas desde el más alto nivel de la monarquía, derivadas del Consejo de Guerra o del Consejo de Aragón. Un delicado escenario en el que tendrá que moverse la figura del virrey, en su afán de conciliar actitudes inicialmente discordes. Ante la falta de soluciones positivas para amortiguar los graves problemas económicos por los que atravesaba el reino, don Juan José de Austria constituía el año 1674 una Junta con objeto de estimular la reflexión sobre cuestiones económicas. Tras haber mantenido buenas relaciones con las instituciones del reino durante su etapa como vicario general de la Corona de Aragón (1669-1677) y después del “golpe de Estado” del 23 de enero de 1677, que representaba su confirmación en la dirección del gobierno de Carlos II, tal iniciativa había derivado en un auténtico debate socioeconómico en busca de procedimientos que reactivasen la vida económica del país. El día 10 de marzo de 1677 se convocaban Cortes para Calatayud, que concluirían en Zaragoza el 25 de enero del año siguiente. Un parlamento en el que el considerable aumento del número de personas, incalculables en las matrículas para las bolsas de los distintos estamentos, representaba un nuevo “reparo” para una Diputación del Reino que contemplaba inerme cómo los ha-

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bituales linajes beneficiarios hasta entonces se diluían sensiblemente (Sesma Muñoz y Armillas Vicente 1991: 154). Pero las Cortes de 1677-1678 habían venido propiciadas también por la escalada bélica. Precisamente con la Paz de Nimega, firmada el año 1678, cesaba el ruido de armas iniciado contra el expansionismo francés de Luis XIV el año 1672. En ellas se habían ofrecido, siguiendo con la tendencia ya establecida en las Cortes de Zaragoza de 16451646, dos tercios de 750 hombres cada uno, pagados por el reino y por un periodo de 20 años (Sanz Camañes 1997: 433-447). Pocos años después, el 17 de marzo del mismo año en el que se firmaba la Tregua de Ratisbona (29 de junio de 1684), se convocaba un nuevo parlamento en Zaragoza, reunido bajo la presidencia de Jaime Francisco de Silva y Fernández de Hijar, V duque de Hijar, entonces virrey de Aragón. En el mismo, que habría de prolongarse hasta el 19 de enero de 1686, considerándose la incapacidad del reino aragonés para dar cumplida respuesta a las disposiciones adoptadas en las Cortes anteriores, se establecía el reajuste a la baja del servicio entonces ofrecido, quedando éste reducido a un tercio de 700 hombres y su pago y mantenimiento23. Sin que con ello consideremos decaído el concepto medieval del “deber militar”, ni que entren en contradicción foralidad y milicia en el reino, lo cierto es que en la segunda mitad del siglo xvii la adecuación del territorio aragonés al aparato militar de la Corona, pese a la debilidad del mismo, parece un hecho al que la figura del virrey –lugarteniente y capitán general– no va a ser ajena. Hasta el momento resulta difícil, sin embargo, discernir hasta qué punto se vieron alteradas las funciones de la institución virreinal en Aragón, determinada por la Capitanía General y el progresivo control de la Administración central. Sin duda, el equilibrio entre el poder real y los poderes territoriales continuaron condicionando la función de los virreyes, pero el camino marcado hacía la definición de la institución del capitán general territorial al servicio de la Administración borbónica en el siglo xviii y su potenciación, en tanto que cargo de representación personal del rey, se estaba abriendo.

23. Fueros y actos de Corte del Reyno de Aragón… Zaragoza (1686).

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El final de una institución Un comentario del historiador Pedro Voltes Bou, referido a Francisco de Velasco, virrey de Cataluña (1704-1707), y que hace suyo P. Molas Ribalta, se puede aplicar también, de algún modo, a los virreyes del reino de Aragón correspondientes a la etapa finisecular del siglo xvii y los albores del xviii, hasta la extinción de la propia institución virreinal. Un periodo perturbado por los avatares de la larga guerra del Palatinado entre 1689 y 1698, y el cambio dinástico, acompañado del nuevo ruido de armas que representó la sucesión al trono de las Españas. Los virreyes –refiere nuestro autor– se movieron “con la torpeza y el recelo de un rancio castellano de la última época austracista” y los acontecimientos les desbordaron (Molas Ribalta 2007: 46). En este ambiente político-social podemos colocar a Baltasar de los Cobos y Luna, V marqués de Camarasa, conde Castro y Ricla, quien, tras ejercer el cargo por un breve espacio de tiempo (1692-1693), volvería a ocuparlo el año 1696. El año 1704 Felipe V nombraba a Antonio Ibáñez de la Riva. Tras un título aragonés, pero también castellano, como era Camarasa –escribe P. Molas Ribalta– se nombró virrey al arzobispo de Zaragoza, que era “castellano de corazón”. Un cargo que ya había ocupado interinamente el año 1693. La parca relación de virreyes borbónicos en Aragón terminará con Mercurio Antonio López Pacheco, conde San Esteban de Gormaz, primogénito del marqués de Villena, quien se encontraba en ejercicio del cargo cuando el año 1706 los aliados entraban en suelo aragonés, aunque, de hecho, el triunfo austracista le sorprendió fuera del reino, acompañando a Felipe V en el sitio de Barcelona (Molas Ribalta 2007: 49-50). En conjunto, se puede contrastar el triste destino de los últimos virreyes de Felipe V con los últimos de Carlos de Austria. En Aragón, tras la batalla de Almansa, el comandante general austracista, don Antonio de Portugal, conde de la Puebla, abandonaba con sigilo la ciudad el 24 de mayo de 1707. En 1710, durante la efímera reconquista del reino por el ejército austracista, Carlos III nombró virrey de Aragón a un aristócrata y militar de origen napolitano, Fernando Pignatelli, duque consorte de Hijar. Pero tras la recuperación del reino por el ejército borbónico se retiró a Barcelona, desde donde el año 1713 marchó a Nápoles para instalarse, finalmente, en la corte imperial de Viena (Molas Ribalta 2007: 54). Representaba el fin de la institución virreinal en Aragón.

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Segunda parte La monarquía y sus hombres

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Virreyes y gobernadores de las posesiones portuguesas en el Atlántico y en el Índico (siglos xvi-xvii) *

Pedro Cardim / Susana Münch Miranda Centro de História de Além-Mar, Universidade Nova de Lisboa

La expansión y el estatuto político de los territorios incorporados Uno de los fenómenos que, sin duda, caracteriza la historia de Europa occidental de comienzos de la época moderna es la aparición de unidades políticas mucho más extensas que la mayoría de las que habían tenido presencia determinante en tiempos medievales. La Península Ibérica participó de este ambiente generalizado de ampliación territorial y, como es de sobra conocido, en el espacio de unas pocas décadas tanto la Corona portuguesa como la castellano-aragonesa ampliaron, de forma exponencial, sus horizontes políticos, hasta el punto de que, a mediados del siglo xvi, aparecen como potencias a una escala incomparablemente mayor que la que presentaban un siglo antes. Nadie ignora que el crecimiento territorial de estas dos Coronas fue el resultado de una política de incorporación de nuevos dominios, algunos situados en el continente europeo y otros localizados fuera de él. Se trató de un crecimiento efectuado mediante modalidades diversas de agregación de nuevos espacios, los cuales, en su mayor parte, no eran meras extensiones de tierra, sino realidades dotadas de comunidades organizadas (Hespanha 1993; Fernández Albaladejo 2008; Arrieta y Elliott 2009). Como consecuencia de esta dinámica expansi-

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va, surgieron unidades políticas plurales y compuestas por partes que con frecuencia estaban muy diferenciadas entre sí (Elliott 1992). Sabemos que, en la Península Ibérica, existían antecedentes medievales de ampliación del espacio político. En realidad, los ibéricos gozaban de una rica experiencia medieval de incorporación territorial y de unión de diversas entidades bajo un mismo rey –piénsese, ante todo, en la “Reconquista” y en lo que este proceso representó en términos de ampliación de la esfera de cada uno de los reinos cristianos de la Península Ibérica–. De hecho, esa práctica incorporadora produjo verdaderos mosaicos políticos, donde cada una de las partes, pese a tener por cabeza al mismo rey, mantuvo parte de su individualidad jurídico-política (Lalinde Abadía 1960). Una cosa es indudable: la Península Ibérica medieval fue escenario de un prolongado proceso de ampliación del espacio político y la memoria de tal proceso continuaba estando muy presente en la época moderna, incluso porque su última etapa –la conquista de Granada– se produjo, como es bien sabido, a finales del siglo xv, es decir, a la vez que Colón descubría América y los portugueses se preparaban para emprender el primer viaje marítimo a la India (Hernando 1996). Uno de los aspectos donde es visible ese legado tardomedieval es el hecho de que la comunidad regnícola continuó siendo concebida, en los siglos xvi y xvii, como suma de partes, integrada cada una de ellas en ese conjunto político en un momento determinado, en circunstancias particulares y, en virtud de eso, dotada de una relación más o menos específica con la entidad a la que se había unido (o, en el caso de una conquista, había sido forzada a unirse). La Península Ibérica poseía, por lo tanto, un vasto historial de constitución de entidades políticas plurales, pues varias de sus Coronas eran la suma de diversos territorios gobernados por un mismo soberano, situación que obligaba al nombramiento de representantes reales para el gobierno de cada una de estas posesiones. Por lo tanto, no sorprende, que en algunos de los cargos creados para el gobierno de los espacios extra-europeos –entre los cuales está el de virrey o gobernador– nos encontremos con reminiscencias de la tradición medieval de la agregación territorial. Conviene recordar que, desde el período tardomedieval y moderno, las unidades políticas fueron ampliando su ámbito político por medio de tres procesos principales: en primer lugar, por vía dinástica, o sea, por el matrimonio de miembros de las familias reales o por

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la herencia de un determinado patrimonio territorial; en segundo, a través de la cesión voluntaria de soberanía, cesión en principio regida por un pacto; en tercer y último lugar, mediante la conquista de un determinado espacio y la sumisión forzada de las poblaciones que lo habitaban. Como veremos a continuación es importante tener en cuenta el mecanismo mediante el cual dos territorios se asociaban, pues el modo en el que se incorporaba cada territorio tenía múltiples consecuencias en la forma en la que, posteriormente, acababa por ser gobernado, así como en la definición de aspectos tan importantes como su dispositivo institucional, su grado de autonomía, el mantenimiento o no de su particularismo, su relación con los engranajes del gobierno central, la posición que ocupaba en el conjunto, etc. Así, puede decirse que la primera de las tres modalidades de incorporación antes mencionadas, la unión dinástica, era un proceso tendencialmente agregacionista, es decir, solía materializarse en un engarce que preservaba, grosso modo, la individualidad de cada uno de los territorios que se unían. Un ejemplo evidente de lo que acabamos de decir es la unión dinástica entre las Coronas castellana y aragonesa, establecida por el matrimonio de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón. En cuanto a la segunda de las vías apuntadas, la ampliación territorial regida por un pacto voluntario, era una unión enmarcada en una convención que, por regla general, también apuntaba hacia soluciones de tipo agregativo. Pero la conquista –la última de las tres formas de incorporación antes mencionadas– era una modalidad de ampliación tendencialmente integracionista, pues el territorio conquistado quedaba en condiciones de ser despojado, en parte o en todo, de su dispositivo jurídicoinstitucional, encaminándose por el camino de la asimilación. Tal cosa sucedía porque, a la luz del ius belli, esto se consideraba un derecho que asistía al señor legítimo y victorioso, quien quedaba de ese modo en disposición de hacer tabula rasa de los derechos previos, bien por haber resultado vencedor de una guerra calificada como “justa”, bien como castigo aplicable a vasallos que se habían rebelado contra un señor a quien habían jurado fidelidad (Rodríguez Gil 2002). Sin embargo, la distinción entre territorios conquistados, pactados o heredados no era siempre evidente. “Conflictos de interpretación” en relación al título de la incorporación no eran raros, pudiendo

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un mismo territorio ser clasificado a la vez como “conquista” y como “herencia”, como se puso de manifiesto con la Corona de Portugal durante los sesenta años en que formó parte de la monarquía española (Bouza Álvarez 1986; Labrador 2009). Al margen del modelo que se usó para ampliar el espacio político, la dignidad de cada territorio en el momento anterior a un proceso de unión era, también, una condición esencial para definir la forma de gobierno a adoptar. Y para establecer esa dignidad se acostumbraba a tener en cuenta varios criterios. Extremadamente relevante como factor de prestigio era la “edad” de cada territorio, es decir, la fecha en la que se constituyó como unidad política. Así, cuanto más antigua fuese la data de su formación como entidad soberana, en principio, más preeminente era su situación. Como no podía dejar de suceder, el estatuto de cada territorio también pesaba: cuando, por ejemplo, un reino y un marquesado se unían; en principio, la relación de fuerzas solía inclinarse del lado del territorio que poseía una mayor dignidad. Por ello, en ese caso, el territorio regnícola prevalecía políticamente sobre el marquesado. Importantes eran también algunos indicadores como el número y la dignidad de los territorios que quedaban bajo su égida, así como el lugar que sus representantes ocupaban en los Concilios eclesiásticos. En el ámbito europeo, cuando un potentado incorporaba un nuevo dominio, se procuraba colocar al frente de esa nueva dependencia una figura de la misma condición a la dignidad que tuviera. Así, cuando se incorporaba un territorio con una dignidad regnícola, era costumbre colocar al frente de él un virrey o, al menos, un gobernador. Aunque no siempre se cumplió, ésta fue la situación más corriente en los territorios situados en Europa y que, en su momento, fueron incorporados a la Corona de Aragón y, más tarde, a la monarquía española (García 2000). Y era así porque, en el fondo, había una preocupación por equiparar la dignidad del representante regio al estatuto del territorio al que iría a ejercer sus funciones. Téngase en cuenta, no obstante, que este procedimiento no era rígido, y son varios los casos de posesiones con estatuto regnícola que no siempre fueron gobernadas por virreyes. En el momento de su ingreso en la monarquía católica, en 1581, Portugal, por ejemplo, comenzó por recibir de Felipe II la promesa de que sería gobernado por un virrey de sangre real, promesa expresamente vinculada al estatuto

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regnícola de esa Corona. Sin embargo, desde 1593 el reino portugués tuvo al frente figuras con un estatuto variado: además de virreyes, contó con gobernadores e, incluso, con colegios de gobernadores, cargos ocupados por dignatarios que, además, no tenían ningún lazo de parentesco con la familia real. En paralelo a lo referido, se intentaba identificar cuál de las partes había tomado la iniciativa en incorporar y cuál había sido la incorporada. A la parte “incorporadora” le era atribuida, por regla general, una situación de superioridad, por haber sido la que había manifestado la voluntad y la capacidad de generar un nuevo lazo político. O sea, el hecho de ser sujeto constituyente de la nueva unidad política proporcionaba a la entidad “incorporadora”, en principio, una posición de predominio en esa nueva vida en conjunto. Pero no era menos importante, en el ámbito de los criterios para determinar cuál sería el miembro con más peso político, la fecha en la que se había producido la entrada de un nuevo elemento en el conjunto de la Corona. De hecho, y por regla general, los miembros más antiguos solían tener preeminencia sobre los que habían entrado con posterioridad. De manera general, se recurrió a estos criterios para definir el estatuto político de los territorios extraeuropeos de Portugal. Buena parte de los lugares ubicados fuera de Europa, incorporados a los dominios de la Corona portuguesa a lo largo del siglo xvi, presentaba un paisaje político completamente extraño a las categorías de la cultura política europea. En lo que respecta a las tierras americanas, eran, literalmente, mundus novus, razón por la cual, como es obvio, no fue ni por vía dinástica ni por herencia como esos espacios ultramarinos entraron en la Corona lusitana. La incorporación territorial se desarrolló, sobre todo, a través de la conquista, legitimada por medio de donaciones pontificias y tratados diplomáticos negociados con Castilla, ofreciendo así las bases para que en la organización del nuevo espacio prevaleciesen las instituciones y el ordenamiento jurídico portugués. Incluso el establecimiento de algunos pactos con las autoridades extraeuropeas, incluyendo la confirmación-donación de algunos derechos o el reconocimiento de situaciones previas a la llegada de los europeos, como sucedió en Nueva España, o también, en menor medida, en la América portuguesa (Almeida 2001), deben ser vistos como gestos de compromiso con las élites indígenas, y no impiden que prevaleciese la matriz de la cultura política europea (Hernando 1996). Fue, de

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hecho, el ordenamiento portugués, así como la cultura política traída de la Península, lo que confirió a las nuevas tierras americanas un lugar y un estatuto en el seno del ordenamiento europeo, convirtiéndolas en entidades anejas a la Corona. La integración a través de la conquista se produjo, también, en algunos establecimientos lusos de Asia, afectando a poblaciones hindúes o musulmanas, y también en África, donde su mejor ejemplo es el del reino de Ndongo. Téngase, con todo, presente que el concepto “conquista”, ya en el siglo xvi, tendió a adquirir un sentido bastante amplio y a referirse a los territorios ultramarinos sometidos a la fuerza al rey de Portugal, con independencia de cuál hubiera sido la naturaleza del título de su adquisición. Esta pérdida de rigor del concepto ha de ser entendida a la luz de las donaciones pontificias que legitimaron el proceso expansionista portugués por medio de la concesión de un ius ad rem a las tierras ultramarinas ocupadas o no por infieles (Saldanha 1997: 291-292; Xavier 2008: 66 ss.). En ese sentido, “conquistas” serían todos los territorios adquiridos con base en el derecho concedido por la Santa Sede, tanto si su vía de adquisición había sido bélica o pacífica. Y, a decir verdad, en el léxico portugués, de los siglos xvi y xvii, se hizo muy frecuente el uso de la expresión “conquista ultramarina” para calificar, en general, los dominios de la Corona portuguesa localizados fuera de Europa. Del mismo modo, el término “conquistador” se impuso como el vocablo que designaba a quienes habían hecho posible los primeros momentos del gobierno y de la administración de los nuevos espacios, incluso en aquellos casos que, en rigor, no habían sido objeto de una “conquista” propiamente dicha, pero sí de una ocupación más o menos gradual (Bicalho 2003: 367 ss.). Las “conquistas ultramarinas” portuguesas comenzaron siendo relegadas a una posición secundaria frente a sus homólogas europeas, ante todo porque su entrada en los dominios de la Corona era mucho más reciente que la de otros territorios situados en la Península (como el Algarve, incorporado en 1249). Hay que recordar, en todo caso, que Portugal, al contrario que la Corona de Castilla, sólo atribuyó puntualmente la denominación de “reino” a algunos de los territorios ultramarinos anteriormente incorporados, concediendo a esas tierras una cierta identidad jurídica como fue el caso de Angola. La calificación de Angola como “reino” responde al reconocimiento de una entidad política preexistente en el territorio. Sin embargo, la expresión

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“reino de Angola” no fue incluida en la manera en la que se intitulaban los monarcas portugueses, lo que es muy significativo. En realidad, no tuvo ningún significado especial su estatus de reino y tampoco, en este tiempo, gozo de especial prelacía sobre el resto de posesiones ultramarinas. Brasil, por su parte, sólo alcanzó el estatus de reino en 1815. Además de esto, y pese a que, con el paso del tiempo, se atribuyese a algunos de esos dominios extraeuropeos la dignidad regnícola o privilegios equivalentes a ciudades localizadas en la Península, la verdad es que fue preciso esperar mucho tiempo antes de que fuesen equiparados a las ciudades ubicadas en la parte europea de la Corona portuguesa, ante todo porque se trataba de urbes mucho más recientes que las que las del Viejo Mundo. En esta postergación del espacio extraeuropeo concurrieron también otros factores. La situación geográfica fue uno de ellos. A decir verdad, el hecho de ser tierras extraeuropeas constituía, por sí solo, un factor en contra, pues, como se sabe, Europa era tenida como la parte más digna y “civilizada” del globo (Cañizares Esguerra 1999). Además, pesaba también la circunstancia de que eran espacios casi “vírgenes” en lo que se refiere a las formas de ordenamiento político, social y religioso de tipo europeo, lo que los colocaba en un plano inferior con respecto a los antiguos reinos ibéricos y sus instituciones ancestrales. A esto se añade, además, y como hemos visto, el hecho de que esos territorios –en concreto los del Nuevo Mundo– eran considerados “conquistas”, lo que comportaba una relación de sumisión y la imposición del ordenamiento político portugués a los pueblos que habitaban esos nuevos territorios, así como la supresión de buena parte de sus derechos. La condición de territorio conquistado podía ser considerada como algo negativo, hasta el punto que, en ocasiones, las élites de algunos de estos territorios conquistados intentaron erradicar la dimensión de “conquista” y redefinir los términos de su incorporación sobre la idea del “pacto” tal como ocurrió en Pernambuco en 1654, después de la expulsión de los holandeses (Mello 2008). Por último, había que tener en cuenta el hecho de que el sujeto “incorporador” de esos nuevos territorios fuese la parte europea de la Corona. Como hemos señalado, tal circunstancia confería derechos mayores al “autor” de la entidad política que resultaba de la unión. Teniendo en cuenta lo expuesto, se comprende mejor lo que llevó a Carlos V a no conceder, de inmediato, las peticiones dirigidas por al-

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gunas ciudades de América para hallarse representadas en las Cortes de Castilla. La reciente creación de los reinos americanos era un factor que les restaba dignidad y, en América, en el momento en el que los europeos iniciaron su colonización, no había ni asambleas representativas (como los parlamentos de Sicilia o Nápoles), ni élites autóctonas sólidamente implantadas hasta el punto de ser capaces de defender sus intereses frente a la Corona. No obstante, hay que señalar que, en este sentido, la monarquía portuguesa se diferencia de la española, pues representantes de ciudades ultramarinas, tanto asiáticas como americanas, tuvieron presencia en las Cortes de Portugal de los siglos xvi y xvii (Ramos Pérez 1967). A los distintos criterios que acaban de ser presentados hay que añadir otro no menos determinante: la decisión sobre el lugar en el que se debía fijar la corte regia. De hecho, el rey, al decidir establecer su residencia en un determinado territorio, lo hacía teniendo en cuenta una serie de factores, entre los cuales destacaba, claro está, la dignidad política del lugar elegido. En el caso portugués, para la fijación de la corte real siempre se eligieron las ciudades consideradas más dignas. Durante el período en que Portugal formó parte de la Monarquía Hispánica la continua ausencia del monarca convirtió esta Corona en parte de la periferia del sistema, y las visitas esporádicas de Felipe II y de Felipe III apenas confirman el papel secundario del universo lusitano (Bouza Álvarez 1994; Cardim 2008). La creación del Consejo de Portugal y su establecimiento junto al monarca (Luxán Meléndez 1988) hizo aún más evidente la ausencia de la persona real del territorio portugués, lo que, sin duda, trajo consigo una cierta “periferización” política, económica y estratégica. Claro está que el hecho de que el rey fijase su residencia en un determinado territorio, además de confirmar su dignidad, incrementaba aún más su preeminencia, pues la presencia de la corte real constituía, evidentemente, un factor que confería peso político –basta pensar en la afirmación de Castilla en el ámbito ibérico (Thompson 1995)– o, en el caso portugués, en la ascensión política de la ciudad de Lisboa a partir del momento en el que la corte real permaneció cada vez durante un tiempo mayor en ella (Senos 2002; Santos 2006). De hecho, y a semejanza de lo que sucedió en otros lugares, también en el contexto lusitano el territorio donde el rey se encontraba físicamente acabó por ser políticamente potenciado, pues el soberano asentó allí su estructu-

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ra judicial y su cancillería, con el objetivo de organizar el gobierno y la administración de sus dominios en constante crecimiento. Fue también allí donde tuvo lugar el desarrollo de una experiencia de gobierno y administración de esos conjuntos plurales, surgiendo una oficialidad cada vez más habituada a considerar la complejidad propia a ese conglomerado territorial. Teniendo en cuenta todo lo que acaba de decirse, se comprende fácilmente por qué jamás se contempló seriamente la hipótesis de fijar la corte real en un ámbito extraeuropeo. En el caso de Portugal, es cierto que llegaron a circular propuestas de traslado de la corte a Brasil, así como planes para convertir ese territorio en el centro de la Corona portuguesa. En los momentos más críticos de la guerra contra la monarquía española, a mediados del siglo xvii, se pensó en trasladar a Juan IV a la América portuguesa y en atribuirle parte de ese territorio. También se contempló la posibilidad de convertir a los Braganza en virreyes perpetuos de Portugal, pero ninguno de estos planes se llevó a la práctica. Más tarde, a finales de la década de 1660 y en plena convulsión cortesana, se habló de trasladar a Alfonso VI a América, o de la hipótesis de que Pedro II se fuera a vivir a América del Sur. Sin embargo, estas posibilidades nunca se concretaron, pues se consideraron lesivas a la reputación de la Corona portuguesa (Mello 2002: 30 y 63; Xavier y Cardim 2006: 363).

La aparición del virrey en el espacio político portugués Como hemos señalado, la ampliación del espacio político representó, en primer lugar, un desafío de gobernabilidad para la Corona portuguesa. Si en la incorporación de territorios situados en Europa los problemas inherentes a la gobernación de los nuevos espacios ya eran complejos, para las tierras localizadas en el exterior del continente se hacía todavía más difícil, debido a la distancia física, al carácter con frecuencia fragmentario de esas nuevas posesiones y, además, a su radical alteridad cultural. El crecimiento del espacio político portugués fue tan rápido que suscitó, como era previsible, una intensa reflexión acerca de la mejor forma de gobernar esos conjuntos tan plurales. Aunque esa reflexión se remontaba, en buena medida, a la Edad Media, sin duda, fue a partir

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de finales del cuatrocientos cuando se intensificó el debate sobre cómo proyectar, a distancia, la autoridad regia; un vínculo que, conviene recordar, radicaba en la fidelidad personal al soberano. Y fue a esa altura, también, cuando se relanzó la discusión sobre hasta qué punto era viable una comunidad más o menos integrada que contuviese en su seno partes culturalmente tan dispares entre sí. De la misma forma, y como ya sucedía en la Edad Media, para quienes se encontraban en el centro gubernativo, cada nueva incorporación implicaba, necesariamente, una adaptación, pues hacía inexcusable contemplar ese nuevo miembro del cuerpo político como una realidad que, a partir de ese momento, era imperativo gobernar. Implicaba considerar un conjunto que, poco a poco, se iba tornando más plural, obligando al desarrollo de medios para hacer frente a la simultaneidad de acontecimientos inherente a estas unidades cada vez más complejas. Al contrario de lo que acontecía en la Corona de Castilla –que contaba con un Consejo de Indias desde la década de 1520– la administración central portuguesa tardó en dotarse de un consejo palatino especializado en los espacios ultramarinos. De hecho, estos espacios comenzaron por estar administrados por tribunales centrales, como el “Desembargo Régio” (denominado más tarde “Desembargo do Paço”), la Mesa de Conciencia y Órdenes (1532) y la Veeduría de la Hacienda que, en el marco tradicional del reparto de las materias de gobierno, trataban asuntos relativos al reino como cuestiones referentes a las conquistas (Costa 2008: cap. 2). Solamente la gestión y la fiscalización de las relaciones comerciales y de los abastecimientos generó la creación, desde cero, de un órgano coordinador –la Casa de Guinea y de Mina, más tarde, denominada “Casa da Índia”– tutelada por el veedor de la hacienda competente y, desde 1591, por el Consejo de Hacienda. Hay que esperar hasta el siglo xvii para que aparezcan los primeros órganos administrativos centrales portugueses especializados en las cuestiones extra-europeas: el Consejo de India (1604-1611) y, más tarde, en 1642-43, el Consejo Ultramarino. En lo relativo a la administración territorial, en el ámbito portugués, las soluciones que se tomaron manifestaban siempre una gran flexibilidad, variando de acuerdo a los objetivos, los problemas y las características del territorio incorporado. En este sentido, en la primera fase de la expansión –por ejemplo, en la colonización de las islas At-

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lánticas– la Corona, en lugar de crear órganos de gobierno, apostó por un marco institucional que pasó por la constitución de señoríos, por la definición de las esferas de jurisdicción y por la creación de una administración basada en un número reducido de oficiales. La aparición de órganos de gobierno propiamente dichos ocurrió gradualmente y mucho más tarde. En el Índico pasó algo similar: en primer lugar surgieron los oficiales de la Corona y después los órganos de gobierno. De este modo, se puede decir que, en los primeros años del siglo xvi, la monarquía portuguesa creó señoríos en los archipiélagos atlánticos, plazas militares en el Norte de África así como fortalezas-factorías en la costa occidental africana y en el Índico. Sin embargo, estas diferentes soluciones administrativas no impedían a la Corona portuguesa adoptar, incluso en una primera fase de la expansión, la dignidad virreinal como forma de gobierno de sus posesiones en Asia. En 1505 –es decir, 13 años después de que los Reyes Católicos concediesen la misma atribución a Cristóbal Colón y antes de la institucionalización del virreinato de la Nueva España– Manuel I decidió conferir a D. Francisco de Almeida la dignidad de virrey de la India. Como es bien sabido, el virrey actuaba, esencialmente, como representante del monarca ante poblaciones sometidas. Pese a que los orígenes de la institución virreinal no están totalmente aclarados, todo indica que proviene de la “lugartenencia” medieval, figura presente en la red administrativa aragonesa y castellana al menos desde el siglo xiii. A partir de este período, y a lo largo de la época moderna, tal institución fue utilizada tanto en los territorios de la Corona castellana como en los de Aragón como forma de hacer presente al soberano ausente en cada una de las entidades políticas de que era rey (Hernando 2004). La institución virreinal tiene reminiscencias de las soluciones de gobierno adoptadas durante las regencias, es decir, en los periodos de ausencia del rey, durante su minoría de edad o por una incapacidad temporal. Aun así, en el contexto de la plurinacional monarquía española, el título de virrey estaba revestido de ciertas ambigüedades, algunas de la cuales generaron un largo debate. A este respecto, Xavier Gil evoca la discusión que tuvo lugar en Cataluña y en la que tomaron parte, de un lado, quienes sostenían que el virrey era un alter ego del rey y que, como tal, participaba de la ficción de las varias personae reales; y, por otro, quienes defendían que el virrey era un mero oficial regio, estan-

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do por tanto sometido a las reglas del principio del “indigenato” (Gil Pujol 2004). En el caso portugués, este mismo problema se planteó durante el tiempo en el que la Corona fue parte de la monarquía de España, entre 1581 y 1640. Al primer virrey portugués de la India le fueron concedidas diversas regalías, por medio del expediente de la delegación de poderes. Entre ellas se incluían el ejercicio de la justicia suprema, consustanciado en la prerrogativa de conocer las apelaciones y agravios procedentes de las justicias ordinarias; el poder de tomar decisiones sobre la guerra y establecer treguas (ius belli, tregae ac pacis), de donde se derivaba, también, el mando supremo de las fuerzas militares; la capacidad de legislar; el poder de administrar libremente la hacienda real, dentro de los límites establecidos por la Corona; la capacidad de fijar el montante de las parias que debían pagar los reinos tributarios; la superintendencia de toda la administración; el uso de algunos símbolos del poder real y la acuñación de moneda (Bulhão Pato y Mendonça 1884: II, 269-272). Con todo, no todos estos derechos fueron expresamente concedidos en la carta de poder dada al primer virrey (Santos 1999: 61 ss.). Obsérvese que, pese a que por la naturaleza de las funciones que les eran confiadas, en las que predominaba la resolución de materias militares y marítimas, a los virreyes y gobernadores de la India les fue concedida la prerrogativa de dispensa de ley, lo que encerraba la posibilidad de tomar decisiones contrarias a las instrucciones regias. La única restricción en este dominio consistía en la necesidad de audiencia previa a su consejo de capitanes, aunque después el gobernador podía decidir, de acuerdo con la estimación personal que hiciese en la materia (Hespanha 2001). También la gracia, en cuanto atributo real, terminaría por ser ejercida, concretándose en la capacidad de conceder mercedes, dar oficios y perdonar crímenes, aunque en este ámbito la Corona estableció fuertes limitaciones al margen de maniobra de los gobernadores, poniendo un techo al montante total de las dádivas que podían conceder (Santos 1999: 56-57). En suma, se trataba de una magistratura comisarial, dotada de un poder extraordinario, ejercida dentro de los límites temporales fijados por el poder delegante –generalmente tres años– y que incluso permitía al virrey la posibilidad de subdelegar su jurisdicción. Los virreyes solían ser nombrados por el rey a propuesta de su consejo y, en el caso español, recibían simultáneamente los cargos de

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gobernador, capitán general y presidente de la audiencia virreinal. Los tres oficios referidos eran diferenciados, pues correspondían, respectivamente, a las esferas de gobierno, defensa y justicia. Con todo, sus ámbitos no siempre coincidían: el oficio de gobernador correspondía a la tradición castellana de los antiguos merinos, delegados regios de nivel inferior al lugarteniente o al virrey, pero responsables directos del control gubernativo en un determinado ámbito territorial; por su parte, el capitán general era una figura con atribuciones esencialmente militares (Hernando 1996: 145). Como hemos señalado, la Corona portuguesa contó con la presencia de virreyes a partir de 1505, aunque esta solución tuviese por entonces un carácter atípico, porque la expresión territorial del poder era, en ese momento, casi inexistente. Hasta el final de su gobierno (1505-1509) la presencia portuguesa en el Índico se tradujo en la posesión de un conjunto de factorías-fortalezas, constituidas sobre la base de acuerdos y tratados de amistad, pero sin que tal autorización supusiese una concesión de soberanía al rey de Portugal. Desde el punto de vista jurisdiccional, esos puntos de apoyo configuran una situación de extraterritorialidad: los poderes jurisdiccionales del virrey se ejercen sobre personas, o sea, sobre los oficiales regios, los soldados o la gente de mar adscrita a las factorías-fortalezas ya constituidas, y también sobre los “súbditos das partes da Índia” que, no siendo naturales de Portugal, se sometían a la jurisdicción del virrey por medio de la conversión al cristianismo. En ese sentido, 1505 es considerado el momento fundacional del “Estado da Índia”, aunque la expresión sólo se generalice en la segunda mitad del siglo xvi para designar el conjunto de establecimientos, partes de territorio y personas que se encontraban bajo la jurisdicción del rey de Portugal en un vasto espacio geográfico que se extendía desde la costa oriental africana hasta el Japón (Thomaz 1994: 207). En Brasil, la institución virreinal surgió en condiciones bien distintas, siendo también más tardía, ya que los nombramientos para la magistratura sólo se hacen sistemáticos a partir de 1720. Esta tardía introducción de la institución virreinal en la América portuguesa –tardía en comparación con la India, pero también con su homóloga castellana, que cuenta con virreyes desde la década de 1530 (exceptuando, claro está, el precoz nombramiento de Cristóbal Colón como “virrey y gobernador”, en 1492)– se explica por varias razones (Cañeque 2003;

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Merluzzi 2003; Barrios 2004). En primer lugar, por tratarse de un territorio geográficamente más próximo a Portugal. A esto se añade que, en la comunicación entre el reino y Brasil no existían los condicionamientos naturales que dominaban la ruta de El Cabo. En este ámbito, un viaje de ida y vuelta que uniese Lisboa y Salvador de Bahía podía completarse en entre 150 y 210 días (Costa 2002: 346), lejos, por tanto, de los 15 a 16 meses que separaban Lisboa de Goa (Guinote, Frutuoso y Lopes 2002). Otros factores desempeñaron, también, un papel de relieve, como la menor dignidad y prestigio de América en relación con Asia. En esto, es sintomático que hayan sido muchos menos los miembros de la primera nobleza atraídos a servir en esos parajes, donde, además, el tipo de servicio militar más frecuente era la “guerra de pegar índio”, menos prestigiosa que la “guerra religiosa” mantenida en la India contra los musulmanes (Monteiro y Cunha 2005). Por otra parte, en Brasil la ausencia de poderes organizados y de ordenamientos jurídicos preexistentes no exigía la creación de una magistratura dotada de dignidad real y con capacidad para, por ejemplo, celebrar tratados internacionales. También pesó el hecho de que el contexto de guerra endémica contra los musulmanes no tuviese presencia en el Nuevo Mundo. Como modalidad de respuesta a la ausencia del rey, la decisión de someter un territorio al gobierno de un virrey, pese a su dignidad, implicaba, en todo caso, una relación de sujeción, pues comportaba un determinado grado de subordinación. Eso mismo quedó bien claro cuando Portugal pasó de entidad “incorporadora” a incorporada, a partir de 1581, con su entrada en la órbita de la monarquía española. Las condiciones pactadas para la entrada de Portugal en los dominios de los Austrias estipulaban que Portugal sería siempre gobernado por un virrey de sangre real. Ésa sería la forma de respetar su dignidad regnícola y de atenuar el retroceso que necesariamente se sintió en tierras lusitanas, reconociéndose a la Corona portuguesa la condición de entidad política autónoma cuya personalidad debería ser, por lo menos, respetada. Era, en el fondo, la forma de sancionar la continuidad histórica, opción que, para Felipe II y sus descendientes, tenía evidentes efectos legitimadores. Con todo, la verdad es que, pese a eso, para todos quedó claro que aquella mudanza representaba un retroceso en el estatus, una sumisión. Tanto más cuando, a lo largo de los sesenta años durante los cuales Portugal fue parte de la monarquía española,

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en diversas ocasiones fue gobernado por virreyes que no eran de sangre real, por dignatarios que no ostentaban el título virreinal e, incluso, por colegios de gobernadores, práctica vista por muchos como un atentado contra los fueros portugueses y equivalente a una rebaja del estatuto de Portugal. Múltiples fueron las voces que, ante esa situación, alegaron que, de esa forma, la Corona lusitana dejaba de ser “reino” para convertirse en una “provincia” de Castilla (Cardim 2008). Importa señalar, no obstante, que también el “Estado da Índia”, el “Estado do Brasil” y el virreinato de Perú no siempre fueron regidos por virreyes, contando en ocasiones con dignatarios bajo el título de “gobernador” para asegurar el liderazgo político (Merluzzi 2003; Herzog 2008). Tal situación se produjo en coyunturas de mayor presión militar, pero también en momentos en los que la Corona tuvo dificultades para encontrar figuras de primera línea de la aristocracia dispuestas a servir ese cargo (Monteiro y Cunha 2005). El nombramiento de un virrey no implicaba clasificar el territorio como “reino”. Sin ir más lejos, en el caso de la Corona portuguesa, el virrey de la India encabezaba el “Estado da Índia” y no el “Reino da Índia”. Lo mismo podría decirse de Brasil, cuya designación oficial era, como se sabe, “Estado do Brasil” y “Estado do Maranhão e Pará”. Y aunque Juan IV, en 1645, reintrodujera el título de “Príncipe do Brasil”, una dignidad surgida en el reinado de Juan III, la verdad es que tal dignidad tuvo mínimos efectos institucionales. Tanto en el caso de la presencia portuguesa en la India como en el de Castilla en América, la definitiva institucionalización virreinal se produjo en la década de 1530, más o menos al tiempo en que, como recuerda Carlos Hernando (Hernando 2004; Hernando 2008), esa misma institución se consolidaba en los dominios españoles en Italia, por medio de una cada vez más rica normativa legal, una densa red institucional y una acción de gobierno que demostraba la utilidad del cargo para superar las tensiones y vacilaciones que lo habían afectado en las primeras décadas del siglo xvi. En el contexto de la monarquía española, el poder político y económico asociado a los virreyes americanos hizo que esos cargos fuesen bastante apetecidos, juntamente con el virreinato de Nápoles, el más extenso y lucrativo de los dominios extrapeninsulares de España en Europa. En el ámbito portugués, el cargo de virrey de la India siempre fue más prestigioso que el de Brasil, el cual, como se ha dicho, fue de

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aparición mucho más tardía. Sintomáticamente, la concesión sistemática de este último título a partir de 1720 fue acompañada de una elevación de la condición social de los proveídos, escogidos entre los titulares con Grandeza del reino (Monteiro y Cunha 2005).

El virrey en el sistema de gobierno de la India y de Brasil. Una comparación Vale la pena detenerse en la decisión de nombrar el primer virrey en la India por parte de la Corona portuguesa, tanto más cuando esta solución, no siendo ajena a la tradición política europea, representó una novedad en el panorama institucional portugués. Las motivaciones para la creación del oficio, en fecha tan temprana, son indisociables del proyecto comercial portugués de conexión marítima entre la India productora de especias y el mercado consumidor europeo. En los años siguientes al viaje inaugural de Vasco da Gama, cuando se trataba de hacer viable esa conexión marítima, la Corona estuvo representada de forma intermitente por medio de capitães-mores, a quienes les fueron concedidos poderes mayestáticos restringidos, con capacidad de hacer guerra y paz, de donde provenía, ante todo, el poder de establecer relaciones de amistad con potentados africanos e indios. Pasados siete años de la llegada a Calicut, quedó claro que la implicación en la geografía económica del Índico sólo podría lograrse mediante una guerra permanente contra los musulmanes. La atribución de poderes mayestáticos más amplios junto a la concesión del título de virrey refleja, sin duda, el deseo de incrementar la presencia portuguesa en aquella parte del globo. Al mismo tiempo, atendiendo al escenario político, era necesario asegurar que el representante del rey de Portugal estuviese investido de dignidad equivalente para poder negociar con los poderes no-europeos y para poder asumir compromisos como si del propio monarca se tratase. En esta opción pesaron también, como ya se ha dicho, la distancia y los condicionantes impuestos en la comunicación con el reino, que obligaban a conferir a sus dignatarios una mayor autonomía decisoria. Una vez definida esta solución institucional, a medio plazo, se asistió a un proceso de complejización burocrática, en virtud del cual se fueron constituyendo consejos palatinos, estructurados en torno al vi-

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rrey y ligados a la administración de la justicia y de la hacienda. De hecho, en el espacio de tres a cuatro décadas se pasó de un modelo de gestión muy centrado en la figura del virrey y basado en oficiales individuales investidos de determinadas funciones administrativas, a un sistema de administración sustentado en instituciones formalmente organizadas y con un mayor grado de autonomía en relación al gobernador (Santos 1999). Así, en poco tiempo, el virreinato de la India pasó a contar con una corte, una capital –Goa– y con un dispositivo político-administrativo central sedentarizado en ella que se asemejaba mucho al de Lisboa. Formaban parte de él, la vedoria da fazenda, la “Casa dos Contos”, la Casa da Matrícula y el tribunal de la Relação, que se constituyen y consolidan entre las décadas de 1530 y 1550, así como el Tribunal de “Mesa da Consciência e Ordens” creado en 1570. Con la integración de Portugal en la monarquía de España, en 1581, se profundizó en la sofisticación de este sistema organizativo, por medio de la creación de nuevos tribunales, entre los que destacan el Consejo de Hacienda, institucionalizado en la década de 1590, y el Consejo de Estado, en 1604. Buena parte de lo que acaba de ser presentado estuvo ausente en la América portuguesa, donde los desafíos a la presencia portuguesa generaron respuestas institucionales bien distintas. En un intento de asegurar el poblamiento y la colonización del espacio, se extendió a la nueva tierra la implementación de “capitanías-donatarias”, modelo ya utilizado con éxito en los archipiélagos atlánticos y que acabaría, en buena medida, por condicionar el ejercicio de jurisdicciones y la evolución administrativa subsiguiente. En los primeros años, factores y almojarifes constituyeron los únicos representantes permanentes del rey en el territorio (Salgado 1985: 84), merced a que la Corona se había reservado para sí algunos derechos fiscales en las cartas de fuero. Pero sus poderes estaban limitados al área de la hacienda real, ya que en materia de justicia y de gobierno civil los donatarios poseían la jurisdicción necesaria para conducir el poblamiento y la explotación económica del territorio, tal como les había sido delegada por la Corona. En 1549, con la implementación de la gobernación general en Brasil, se superpone a las capitanías una estructura de gobierno intermedio, dotada de poderes más amplios en el dominio de la coordinación superior de la defensa, del ejercicio de la justicia y de la administración de la hacienda. Obsérvese que la carta real de nombramiento del pri-

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mer gobernador –Tomé de Sousa– no es absolutamente clara en cuanto a la extensión de las jurisdicciones concedidas, en concreto en materia del gobierno oeconomico, pero el análisis de la actuación de los oficiales que lo asesoraban –oidor general y proveedor mayor– no deja dudas respecto al hecho de que estaban delegados los poderes necesarios para que la nueva estructura de gobierno asegurase el ejercicio de derechos reales en las tres áreas de acción de la Corona, abarcando, con tal efecto, a los restantes niveles del sistema administrativo. Y, además de la justicia, la prerrogativa del ejercicio de la gracia real también fue cedida al primer gobernador del Brasil, mediante la autorización de conceder tenças [subsidios], siempre que su valor no superarse los cien cruzados al año (Magalhães y Miranda 1999: 25). En regimientos de gobernadores posteriores, este techo sería elevado a mil cruzados anuales, permitiéndose también la concesión de oficios, en propiedad o en interinidad (Hespanha 2001: 176-177). En comparación a la solución encontrada para el Asia portuguesa, parece evidente que, pese a los paralelismos que se pueden hallar, la amplitud de los poderes concedidos no es equiparable. En ese sentido, el gobernador general de Brasil aparece como una magistratura con un grado menor de distinción simbólica y también menos onerosa desde el punto de vista financiero y político para la Corona (Cosentino 2009). Sin cuestionar directamente el espacio jurisdiccional de los destinatarios, este nuevo sistema de gobierno presuponía, no obstante, la supresión de algunos poderes que les habían sido concedidos en las donaciones originales (Magalhães y Miranda 1999). En especial, la exención de corregimiento por parte de las justicias reales, implícitamente derogada por los poderes jurisdiccionales atribuidos al oidor general, como magistratura equiparada a la figura de corregidor general de la justicia y como tal investida de poderes para fiscalizar la actuación de los jueces ordinarios y de los oidores (Saldanha 1997: 261 ss.). Con todo, en la práctica, los donatarios presentaron una fuerte resistencia al cercenamiento de sus jurisdicciones primitivas, limitando, con mayor o menor grado de éxito, la acción inspectora del gobernador general y de los demás magistrados que lo asesoraban. En ese sentido, en las primeras décadas que siguieron a su creación, la gobernación general de Bahía tuvo una actuación limitada y precaria, por insertarse en un espacio político de poderes ya constituidos, poco

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dispuestos a aceptar intromisiones de un poder considerado como su competidor. Vale la pena citar aquí el caso de la capitanía de Pernambuco, cuyos sucesivos ocupantes consiguieron, hasta finales del siglo xvi, eximirse del control fiscalizar que competía, teóricamente, a la gobernación general (Dutra 1973; Puntoni 2008). Incluso en la centuria siguiente, la vida política del “Estado do Brasil” permaneció marcada por dificultades y obstáculos puestos al ejercicio del poder del gobernador general, algo a lo que no sería ajena la inmensidad del litoral y la discontinuidad territorial que caracterizan la colonización portuguesa. Durante mucho tiempo, la América portuguesa fue un archipiélago de asentamientos, un conjunto de “islas de poblamiento” muy desarticuladas entre sí, situación que favorecía la autonomía jurisdiccional de los varios polos que la componían. Y, de hecho, la irrupción de otros centros políticos concurrentes acentuó esa realidad. Así sucedió con el Marañón, cuyo gobierno se dotó de autonomía en 1621, y también con Río de Janeiro. En este último caso, su estatuto diferenciado en el espacio político de la América portuguesa se debe a la herencia política de sus gobernadores y se remonta a la segunda mitad del siglo xvi, concluyendo casi cien años después por obra de Salvador Correia de Sá, miembro de la élite de Río de Janeiro. De hecho, tras varios intentos malogrados de división del “Estado do Brasil” en dos grandes circunscripciones administrativas, la “Repartição do Sul” acabaría por ser formalmente constituida en 1658 (Boxer 1952: 293 ss.). De la esfera de actuación del gobernador general se separaba a todos los efectos la jurisdicción de las capitanias de baixo a partir de entonces cometida al gobernador y capitán general de Río de Janeiro. En este sentido, al contrario de lo que sucedía con el gobierno de la India, la actuación del gobierno de Bahía permanecía limitada, bien por las prerrogativas jurisdiccionales atribuidas a las capitanías hereditarias, bien por la competencia de otros centros políticos, en buena medida exentos de su tutela. Otro límite procedía de una subordinación político-administrativa poco clara, que ligaba los capitanes mayores o gobernadores de las capitanías administradas directamente por la Corona al gobernador general. Si en asuntos relativos a la política general y a la defensa del “Estado do Brasil”, la relación jerárquica entre las dos instancias no suscitaba dudas, no se podía decir lo mismo en materias que tuviesen que ver con el gobierno local (como la con-

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cesión de sesmarias), lo que terminaba por crear un espacio de poder autónomo efectivo del que se beneficiaban los gobernadores locales (Puntoni 2008; Hespanha 2001: 177-178). Las dificultades de afirmación de la que había sido concebida como la primera magistratura de la América portuguesa repercutieron en la formación de una capital, cabeza del cuerpo político, capaz de dominar las relaciones institucionales con el territorio bajo jurisdicción del rey de Portugal. Como ha demostrado Maria Fernanda Bicalho en otro capítulo de este libro, en los primeros tiempos, la ciudad de Salvador de Bahía dio muestras de algunas carencias que ralentizaron su consolidación como capital, identificada como tal por los restantes poderes ya constituidos. Sin una residencia de gobernador digna de ese nombre y sin vida de corte, no sorprende que los cuatro gobernadores de las dos primeras décadas del siglo xvii prefiriesen residir en Olinda, merced a la capacidad de polarización económica ejercida por la capitanía de Pernambuco (Dutra 1973). No obstante, las condiciones jurídicas para la constitución de una sede política de la América portuguesa y para la ampliación de su aparato burocrático estaban creadas por medio de la delegación de poderes en el área de hacienda y de justicia en la figura del gobernador. Desde este punto de vista, parece fuera de duda que fue intención de la Corona elevar Salvador a la condición de capital. Merece la pena referirse al ejemplo proporcionado por la situación de la hacienda. Salvadas algunas diferencias y la especificidad de funciones, la figura del proveedor mayor se aproxima en muchos aspectos a la de veedor de hacienda de la India, magistratura instituida en 1517. Es cierto que este último disponía de un ámbito más amplio en lo que respecta a la gestión activa de las rentas de la Corona en Asia (Miranda 2007), pero como en el caso de su homólogo de Brasil, además de dominar jerárquicamente a los oficiales de recebimento, le competía fiscalizar su actuación y, también conocer, bien por acção nova, bien por apelação, cuanto afectase a la hacienda real. En ese sentido, la creación de una magistratura con capacidad de intervenir en las extensiones de la administración periférica de la Corona abría el camino a la complejización de la vida burocrática, con la constitución de tribunales de corte, a imagen y semejanza de los existentes en Lisboa. Y, tal como sucedió en la India, también en la América portuguesa se pusieron, ya en 1548, las bases para la creación de una “Casa dos

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Contos”, con la pretensión de que fiscalizase a proveedores, factores y almojarifes. Con todo, la aplicación de estos principios fue un proceso lento y, en última instancia, el elevado grado de desarrollo burocrático que encontramos en Goa no halla paralelo en la Bahía de los siglos xvi y xvii, realidad perceptible tanto en el dominio de la hacienda como en el de la administración de justicia. El tribunal de la Relação de Bahía, por ejemplo, sólo comenzó a funcionar en 1609, para ser suprimido en 1624 y volver a entrar en vigor sólo en 1654 (Schwartz 1973), o sea, más de cien años después de la creación de la Relação de Goa (1544). El Consejo de Estado tampoco se duplicó en Brasil, pese a que los regimientos dados a los gobernadores apunten hacia un modelo de gobierno según el cual materias de relieve, omitidas en las instrucciones reales, debían ser previamente debatidas entre el chanciller de la “Relação” de Bahía, con el proveedor mayor de la hacienda y con el obispo (Hespanha 2001: 176). A su vez, en el dominio de hacienda, el reducido número de oficiales reales dispersos por las capitanías no forzó el desarrollo de una estructura organizativa muy compleja. Por otro lado, también parece cierto que desde el punto de vista financiero Salvador estaba lejos de desempeñar un papel equivalente a Goa en la organización de la defensa del conjunto del territorio y en la redistribución y reafectación de las rentas fiscales. Pero, en los primeros tiempos, el volumen de lo ingresado en caja por la Corona en la América Portuguesa no era comparable al asiático, ni Brasil estaba sujeta a presiones equivalentes sobre el dominio de la gestión de los recursos, como sucedía en el “Estado da Índia” por culpa de la situación de guerra endémica. Entre tanto, el creciente desarrollo de la América portuguesa, medido por el aumento de la población y por el florecimiento de la industria del azúcar, y de su importancia para la Corona se fue traduciendo en la ampliación de los instrumentos simbólicos asociados al poder del gobernador. Tómese como ejemplo la prerrogativa concedida a Diogo Botelho, que asumió el puesto en 1602, de traer consigo una guardia de honor compuesta por veinte hombres (Cosentino 2009). También su campo de competencias fue siendo objeto de una definición más detallada, por medio de los sucesivos regimientos dados durante el período durante el cual Portugal formó parte de la monarquía católica (Salgado 1985: 170-178). Pero el mayor grado de institucionalización de los poderes de los gobernadores puede veri-

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ficarse por la concesión del título de virrey al gobernador general en 1640. Es cierto que la concesión precisa ser leída a la luz del esfuerzo que la monarquía de Felipe IV estaba haciendo en su intento de expulsión de los holandeses del Nordeste, concretado en el envío de dos armadas (portuguesa y española) al mando del conde da Torre en 1638. Una vez conocido el atraso en la liberación de Pernambuco y ante la gravedad de las circunstancias, D. Jorge Mascarenhas fue nombrado por la corte de Madrid virrey y capitán general de mar y tierra del “Estado do Brasil” con la misión de destituir al gobernador, caído en desgracia, y de sustituirlo en el mando supremo de las fuerzas militares de mar y tierra. Los poderes reforzados que le fueron dados en la carta patente rebasaban, además, el ámbito militar y se extendían al dominio de la justicia y de la hacienda, justificando la concesión de la dignidad virreinal –la carta patente dada a D. Jorge Mascarenhas data de 29 de agosto de 1639 (Salvado 2002)–. En las décadas siguientes, el título volvería a ser concedido otras dos veces, por circunstancias relacionadas con la carrera previa. D. Vasco Mascarenhas (16631667) y D. Pedro de Noronha (1714-1718) fueron virreyes de Brasil por el hecho de haber sido virreyes de la India. Sólo después de 1720 es cuando el título pasa a ser dado de forma sistemática hasta 1808, mientras que el del “Estado da Índia” fue suspendido, no siendo retomado hasta comienzos del siglo xix (1806).

Comentarios finales Antes de terminar, debemos hacer algunos comentarios sobre el estatuto de las nuevas posesiones ultramarinas y la modalidad de gobierno escogida en cada una de ellas. A lo largo de este ensayo hemos comprobado que los portugueses, a semejanza de los castellanos, comenzaron posicionando sus territorios extra-europeos en un nivel por debajo de las posesiones que tenían en el Viejo Mundo. Además, antes de la aparición de la figura virreinal, las autoridades portuguesas recurrieron a soluciones de gobierno muy diversas, adaptándose a los escenarios sociales y políticos encontrados: gobierno militar en el Norte de África, señoríos ultramarinos en las islas Atlánticas, factorías-fortalezas en la costa occidental africana y en el océano Índico. Si bien, también, recurrieron, en una

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fase muy precoz de la expansión, a la dignidad virreinal como forma de gobierno de sus posesiones en el Índico. En Asia la implicación progresiva de la Corona portuguesa en el universo comercial del Índico, hecha a costa de una fuerte intervención militar, dictó la opción precoz del nombramiento de un virrey, representante permanente de la autoridad del rey de Portugal. Por la atribución de poderes que la cultura política de la época reconocía como propios de los reyes, se procuraba superar los impedimentos que la distancia y la morosidad de las comunicaciones suponían para la toma de las decisiones más urgentes. Por otro lado, el deseo de afirmación del rey de Portugal como “rey de reyes” en Asia exigió también que la relación diplomática con los monarcas orientales fuese conducida por una entidad investida de idéntica dignidad, de forma que los tratados de paz celebrados no necesitasen de posterior ratificación real (Santos 1999). Incluso así, conviene destacar que en los cincuenta años iniciales, la atribución de la dignidad real no fue efectuada de manera sistemática sino que hubo una alternancia de virreyes y gobernadores, investidos de idénticas competencias jurisdiccionales y sólo desprovistos estos últimos de la carga simbólica y del prestigio asociado a la dignidad real. Sólo en la segunda mitad del siglo xvi el título de virrey pasó a ser concedido sistemáticamente, reservándose la designación de gobernador para quienes ascendían al gobierno del Estado de la India en vías de sucesión (Cunha y Monteiro 1995). Después de 1505, la red todavía incipiente de factorías-fortalezas y de intereses portugueses en el Índico pasó a ser unificada a todos los efectos en la cúpula, fuera con virreyes o gobernadores, por una magistratura dotada de una gran autonomía. Sin embargo, en el mundo ultramarino portugués las soluciones de encuadramiento institucional variaron en función de los objetivos buscados y de los problemas concretos a los que era preciso dar una respuesta. Así, en el Norte de África, aunque el título de incorporación de plazas como Ceuta, Tánger y Arzila fuese la “conquista militar”, nunca se constituyó una estructura de gobierno que las unificase. Cada una de ellas poseía un gobierno autónomo, directamente sometido a la corona y a las estructuras administrativas centrales. Lo mismo sucedió en el caso de las islas atlánticas. En la América portuguesa –también calificada como “conquista”– el panorama vuelve a ser distinto, porque, en este caso, el creciente dinamismo socioeconómico del territorio y su peso creciente para la

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Corona se tradujo en una secuencia ascensional para sus representantes. Habiéndose optado inicialmente por la transferencia de las responsabilidades de la colonización y explotación a particulares con el título de capitán, por medio de la concesión de “donatarias”, en poco tiempo la necesidad de coordinación militar y de poblamiento llevó a la introducción del cargo de gobernador (Puntoni 2008). La culminación de esta trayectoria se produjo, ya en el siglo xviii, con la institución virreinal en el “Estado de Brasil”.

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Los virreyes y el gobierno de las Indias. Las instrucciones al primer virrey de Nueva España (siglo xvi) Manfredi Merluzzi Universidad de Roma Tre

Los virreyes de Indias en la Monarquía Hispana En los dominios americanos de la Corona de Castilla la figura del virrey asumía un papel particular, debido principalmente a la enorme distancia que se interponía entre las Indias y la corte. Ésta influía significativamente sobre las comunicaciones y los gastos de eventuales intervenciones en los territorios indianos, limitando la posibilidad de intervención directa por parte de la Corona. La relevancia de las figuras de los virreyes americanos ha sido subrayada por diversos tratadistas españoles de los siglos xvi y xvii. Entre ellos destacan Juan de Matienzo y Juan de Solórzano Pereyra, ambos juristas durante muchos años al servicio de la Corona en las audiencias indianas y autores de importantes obras políticas y jurídicas sobre el mundo virreinal americano, obras imprescindibles para los estudiosos de la monarquía hispana en las Indias. Juan de Matienzo, oidor de la Chanchillería de la ciudad de la Plata, y luego presidente de la misma, fue autor del Gobierno del Perú con todas las cosas pertenecientes a él y a su historia, un texto escrito en 1567, con el que el autor pretendía ofrecer al rey una visión más conforme con la verdad de la situación del virreinato peruano, para lo cual examinó detalladamente todos los asuntos relacionados con el go-

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bierno del mundo andino (Matienzo 1967. Sobre este autor se pueden consultar Lohmann Villena 1965 y 1967). La primera parte de su libro está dedicada por completo al “gobierno de los indios”, mientras que la segunda lo está al “gobierno de los españoles”, que, en opinión del autor, “es cosa más importante y de donde depende la execución de las leyes tocantes a indios y todo lo demás” (Matienzo 1967: 196). Esta segunda parte se abre con un capítulo dedicado a los virreyes. En particular, el autor se pregunta “si conviene que haya Virrey o Gobernador en el Perú” y, en caso afirmativo, “qué cualidades ha de tener, y cómo se ha de haber en el gobierno” (Matienzo 1967: 196-207). Siendo el virrey “la cabeza del reino”, Matienzo opina que éste debe ser “el espejo en que todos se miren y de quien tomen exemplo”. En sus argumentaciones, el oidor de Charcas se refiere a la autoridad de Platón, para subrayar la necesidad de que la república tenga no sólo buenas leyes, sino también adecuados ejecutores de ellas y jueces para vigilar su observancia. En caso contrario, las mismas leyes “no sólo no aprovecharan y serán cosa de risa, más traerán grandes calamidades y destruición a la tal república” (Matienzo 1967: 196). El licenciado, entonces, resolvía afirmativamente la cuestión planteada y advertía el lector: “parece que conviene que haya Virrey en este reino”. Además, basándose en la experiencia pasada en el virreinato peruano y en las dificultades que la Corona afrontó para su pacificación y control, añadía “que sea señor de título, porque sea más temido y reverenciado, que es la cosa que los de esta tierra más han menester, porque no se atrevan a alzarse ni hacer alborotos” (Matienzo 1967: 197). Demás de esto, Matienzo considera que un virrey titulado en las “cosas de guerra” tendrá mucha “más noticia y ispiriencia que los letrados, y en reino tan bullicioso como éste, es bien que le gobierne persona que sepa de paz y de guerra, y para estos negocios (como dice Aristóteles) más se ha de mirar la pericia y ispiriencia, que otras calidades que conviene que tenga el gobernador” (Matienzo 1967: 197). Por su parte, Solórzano Pereyra, quien llegó como oidor a la Audiencia de Lima en 1610, tuvo una carrera más larga y afortunada que el presidente Matienzo, llegando a ser caballero de Santiago y miembro del Consejo de Castilla, del de Indias, y de la Junta de Guerra (sobre Solórzano, véanse Cantù 2007 y Ochoa Brun 1942). Autor de diversas obras importantes de carácter jurídico, por su proximidad al

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centro del poder cortesano y su defensa de los intereses de los soberanos de Castilla, puede muy bien ser considerado como “giurista di corte”.1 Para Solórzano, el papel del virrey se revelaba fundamental para mantener el control de gobierno sobre las Indias y es célebre su erudita metáfora astrológica, en la cual, refiriéndose al soberano como al astro diurno que para poder relucir por la noche precisa de la Luna, subraya la necesidad que tiene el rey en América de su alter ego, el virrey (Solórzano 1942: Libro V, cap. 8, 12 ss. Véase también Cañeque 2004: 25-31). Si la distancia de la Península Ibérica de los virreinatos americanos es la clave de los poderes y facultades concedidos a los virreyes y a las Audiencias, Solórzano lo explica elegante y eficazmente recurriendo a la metáfora de Plutarco: el poder de los vicesoberanos y de los oidores acrecienta y aumenta su intensidad cuanto más se aleja de la fuente original de su luz, el rey, como la Luna, cuyo tamaño aumenta y se vuelve más “reluciente” cuanto más lejana del Sol (Solórzano 1942: Libro V, cap. 13, n. 3-8-9). La metáfora de Solórzano nos ayuda a introducir otro importante tema relacionado con las funciones, las atribuciones y el poder de los alter ego del monarca en las Indias, o sea, sus relaciones con la Audiencia. Como ha subrayado ya John Elliott, el equilibrio (e incluso el enfrentamiento) entre las diferentes instituciones permitía a la Corona controlar eficazmente reinos que distaban enormemente del centro del poder, es decir, de Castilla (Elliott 1982: 87). Su esfuerzo en las Indias fue posible gracias a la articulación de un sistema específico, aunque inspirado en las instituciones políticas y jurídicas que se habían experimentado en diferentes dominios de la monarquía, sobre todo en los del Mediterráneo y especialmente en los de influencia aragonesa. Debemos a Jesús Lalinde Abadía el estudio de lo que él mismo define como sistema “virreino-senatorial” y su articulación en las Indias (Lalinde 1976). Según él, entre las diferentes instituciones y formas de control del complejo mundo hispanoamericano, las dos sobre las que se fundamentaba su gobierno eran el virrey y la Real Audiencia, de ahí la definición del sistema como “virreino-senatorial”. Ambas instituciones se revelaron esenciales, prescindiendo de

1. No se trata de una titulación oficial de la época, sino de una consideración del jurista A. Cassi Cassi (2004: 64).

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su preeminencia jerárquica, por garantizar al soberano, cuyos poderes representaban, el equilibrio entre la pluma y la espada, así como entre la administración de la justicia y el gobierno en dominios donde era demasiado peligroso y costoso la presencia del propio monarca y su intervención directa. La mediación de estos agentes no fue realizada sin esfuerzo, y durante la primera parte del siglo xvi fueron necesarios diferentes experimentos antes de encontrar una fórmula equilibrada que garantizara su interacción de manera adecuada, representando una fase relevante de las adecuaciones estructurales que la administración española en el Nuevo Mundo sufrió durante varias décadas antes que se pudiera considerar eficazmente consolidada. Además, hay que subrayar el carácter diacrónico de este proceso, ya que los diferentes virreinatos lo desarrollaron y completaron en tiempos diferentes (García Gallo 1970: 313-347; Tau Anzotegui 1985: 273; Merluzzi 2002). El objetivo de este capítulo es observar esta primitiva etapa de estructuración de la fórmula de gobierno americano, fijando la atención sobre una de las dos instituciones mencionadas, la virreinal, a través del instrumento principal de transmisión de la línea política y de las directivas del soberano a través de las cuales el alter ego del rey asumía las principales coordenadas políticas de su futura actuación: las instrucciones reales.

Virrey y audiencias: los dos pilares de la Corona en las Indias Durante esta primera etapa de estructuración del poder de la Corona en los territorios americanos se definieron los poderes de cada organismo, además de las relaciones entre los diferentes componentes de una compleja arquitectura institucional, llegando progresivamente a la exclusión de alguno de ellos y a la implantación más o menos modificada de otros. La misma institución virreinal fue expuesta a diferentes críticas y se suspendió después de la infausta experiencia colombina (1492-1498) (Lalinde 1976: 60-90; García Gallo 1987: 821-27), buscándose soluciones alternativas, como ocurrió, por ejemplo, en el Perú, donde hubo tres momentos en los cuales el gobierno fue asumido interinamente por el presidente de la Audiencia de Lima (desde le julio

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de 1552 hasta junio de 1556; desde febrero de 1564 hasta noviembre de 1569; desde marzo de 1583 hasta noviembre 1586). Estas suspensiones del régimen virreinal, efectuadas con la simple medida de retrasar la nominación de un nuevo virrey y, por tanto, no vinculantes desde una perspectivas meramente jurídica, nos revelan interesantes aspectos de carácter histórico sobre la gran dificultad que la Corona encontraba en el mantenimiento de su control sobre el virreinato de Nueva Castilla. La diacronía entre la vida política, económica y social del virreinato peruano respecto a la Nueva España nos parece motivo de interés desde el momento en el que ocasiona una diferencia en la conducta de la Corona con su dominios americanos de mayor tamaño, la cual se traducirá en las instrucciones reales dadas a los primeros virreyes de ambos virreinatos. Si en sus dominios en las Indias Occidentales la Corona vio su autoridad proyectada eficazmente y de manera estable por las instituciones virreinal y audiencial, se debió también a las adecuaciones que las dos realizaron al implantarse en el Nuevo Mundo. Las Audiencias se diferenciaron del primitivo modelo de la Real Audiencia y de la Chanchillería de Valladolid que los demás tribunales audienciales imitaron porque, como varios estudiosos han subrayado, a las funciones judiciales se añadieron las de gobierno, es decir, atribuciones de carácter político y administrativo (Elliott 1982: 195-196; Lalinde 1976: 106; Sánchez Bella 1991). Al ampliar las Audiencias sus prerrogativas y funciones, en algunos aspectos los virreyes americanos se vieron reforzados, aunque en otros, al contrario, vieron sus propios poderes disminuidos en relación a los tradicionales virreyes aragoneses. Éstos detentaban tanto poderes administrativos como judiciales, reflejando perfectamente los del rey al que substituían. Los americanos, al revés, aunque encabezaron la Audiencia, o sea, el máximo organismo judicial de su reino, sólo lo presidían, dejando el poder fáctico a sus miembros togados. Según Lalinde Abadía, los virreyes americanos fueron principalmente “gobernadores generales” de sus territorios y su enorme influencia se justificaba y generaba, a la vez, como señala Solórzano, por la gran distancia de la madre patria (García Gallo 1987: 815). El balance entre la ampliación de los tribunales audienciales y la disminución de los virreyes fue identificado como el punto de equilibrio necesario para garantizar a la Corona la eficacia de su control sobre los virreinatos de Nueva España y de Nueva Castilla. Esta variación desde

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el modelo que podríamos llamar “puro” de gobierno “virreino-senatorial” (o sea, del que existía en otros dominios de la monarquía) se puede comprender considerando la necesidad del rey de disminuir el riesgo de que uno de los dos pilares de su sistema gubernativo llegase a tomar el control del territorio y, por tanto, que pudiera actuar como coagulante de intereses locales e incurrir en riesgos de rebeliones destinadas a contrapesar el poder de la Corona. Esto se entiende bien al analizar el caso de la rebelión de Gonzalo Pizarro en el Perú, entre 1542 y 1548, cuya autoridad sobre los peruleros se vio enormemente acrecentada por la titulación de gobernador general que él mismo se hizo reconocer por los vecinos novocastellanos (Merluzzi 2010).

El papel del virrey como imagen del rey El juicio de Lalinde Abadía se refiere principalmente a consideraciones de carácter jurídico, mientras la historiografía ha dado importantes pasos adelante en la comprensión del funcionamiento del poder durante el Antiguo Régimen, desde los estudios inspirados por Norbert Elias sobre la corte como lugar de mediación política y distribución de los beneficios, sin olvidar los estudios sobre la semántica del poder, influenciados por Habermas y Foucault, por un lado, y la antropología de Clifford Geertz, por el otro2. Nos limitamos aquí a añadir que los virreyes ostentaban también el cargo de capitanes generales, aspecto no menor dada su responsabilidades conectadas con el mantenimiento de “la paz y del sosiego del Reino” y que en sus títulos, como demuestran todas las reales cédulas y cartas a ellos dirigidas, siempre se repetían todas sus funciones: virrey, gobernador general, capitán general y presidente de la Audiencia, lo que nos lleva a pensar que no se trataba de cargos puramente honoríficos y que, cuanto menos, tuvieron un importante valor simbólico en la definición del poder virreinal. En un estudio reciente, focalizado en los aspectos jurídicos y simbólicos, relativos a la semántica del poder, tan importante en la co-

2. Me refiero, entre otros, a los trabajos de Hespanha (1993), García Marín (1984 y 1992), Reinhard (2000), Herzog (1995); para la influencia sobre la historiografía de autores como Elias (1972), Habermas (1988), Geertz (1985) o Foucault (1972 y 19772: 3-28), véanse Benigno (2007) y Cantù (2007).

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municación política y simbólica del Antiguo Régimen, Alejandro Cañeque profundiza en el papel del virrey como alter ego del monarca (Cañeque 2004: 22-35). No se puede ignorar que, además de sus atribuciones meramente jurídico-institucionales, los virreyes cumplían una función simbólica de gran importancia, actuando como si fuesen “el rey en su real persona” en todas las funciones políticas y ceremoniales. Por esto, el ceremonial les confería un papel idéntico al del rey y la normativa así lo subrayaba: los vasallos le debían la misma obediencia y respeto que al rey3. En un mundo que se autorrepresentaba de manera organicista, a través de la metáfora del cuerpo político como cuerpo humano, el virrey era la “cabeza del reino”. Su “alta dignidad y su autoridad” eran indispensables para la conservación de la paz entre los vasallos americanos, cuyas inquietudes la Corona tuvo que afrontar varias veces (García Gallo 1972 y Lalinde 1967: 101). Estas consideraciones nos permiten comprender la importancia de la actuación virreinal en los dominios americanos de la monarquía castellana y, por tanto, de la atención que los soberanos castellanos dedicaban no sólo a la selección de sus alter ego en el Nuevo Mundo, sino también a proveerlos de adecuadas instrucciones de gobierno sobre los principales asuntos que iban a tratar durante su tarea gubernativa. En esta contribución deseamos subrayar, por un lado, la doble vinculación política e institucional de los virreyes americanos de la monarquía de España con un instrumento que la historiografía hasta ahora no ha valorado bastante, las instrucciones reales, y, otro, inducir a una reflexión sobre tales documentos en cuanto a fuentes. Gracias a ellas es posible apreciar con mayor precisión la conducta política de los máximos cargos institucionales de la Corona de Castilla en las Indias, así como su vinculación con las visiones y estrategias que desde la metrópoli se tenían de los dos virreinatos, el de Nueva España y el de Nueva Castilla. Las instrucciones a los virreyes de Nueva España y de Nueva Castilla eran documentos oficiales que se entregaban al mandatario real después de su nombramiento y antes de su partida hacia América. No

3. Real cédula del 19 de julio del 1614, en: Recopilación de leyes de los Reynos de Indias 1791, 3 vols., Madrid: Ediciones Consejo de la Hispanidad, 1943, II, III, III; citada en Solórzano (1942: lib. V, cap. XIII, n. 3).

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se trataba empero de una prerrogativa exclusiva de los virreyes indianos. La entrega de instrucciones era una praxis seguida también con otros altos cargos de la monarquía, como los embajadores, los visitadores o los personajes encargados de desarrollar tareas importantes y delicadas en nombre del rey, quienes debían ser preparados ante las posibles circunstancias y problemas que pudiera encontrar. Como observa Lewis Hanke, autor de una importante recopilación de instrucciones de los virreyes mexicanos y peruanos de la casa de Austria, “de acuerdo con las cédulas reales, se le asignó a la Audiencia de México la responsabilidad de gobernar cuando no había un virrey en México. Esto ocurrió con regular frecuencia pues varios virreyes fallecieron mientras ejercían el cargo y habitualmente había un intervalo hasta que llegara el nuevo virrey para sucederlos o reemplazar a aquellos que habían partido una vez que completaron su período” (Hanke 1976: México I, 11). Lo mismo ocurrió en Perú, donde hubo diversos periodos de gobierno ad interim por parte de la Audiencia, como ocurrió tras el fallecimiento del segundo virrey, don Antonio de Mendoza (1551-1552), en 1552, en el que la Audiencia tuvo las riendas del reino hasta la llegada del siguiente virrey, don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete (1556-1560). Habitualmente estos documentos podían contar con dos partes (o textos diferentes), una considerada “oficial” y, por tanto, de público dominio, y otra de carácter reservado, donde se trataban cuestiones más delicadas, como podían ser las relaciones que el mandatario real debía observar con otros magistrados reales, oficiales o personas principales, y algún juicio reservado sobre éstos o sobre cualquier otro género de información que no debía circular. Esta segunda parte venía definida como “secreta” por su carácter. En algunas ocasiones, como por ejemplo en el caso del quinto virrey del Perú, don Francisco Álvarez de Toledo (1569-1581), la coyuntura en la que el representante del rey debía desarrollar su papel necesitaba de otras instrucciones específicas. Por ello, tenemos, junto a las habituales, unas instrucciones eclesiásticas y otras instrucciones sobre la gestión económica del virreinato. El contenido de las instrucciones “públicas” y “secretas” podía variar según las circunstancias y dependía, sobre todo, de la consideración de lo que la Corona juzgaba como arriesgado difundir abiertamente entre sus súbditos americanos, incluso entre sus propios agentes, como oidores o contadores u otros oficiales reales. En general, el

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criterio que distinguía las instrucciones “secretas” estaba ligado a consideraciones de carácter político, que “hubiera sido menester” mantener discretamente reservadas al conocimiento exclusivo del alter ego del rey, como podremos ver más adelante. Por lo que atañe a la estructura documental, las instrucciones reales estaban articuladas en diferentes puntos, según núcleos temáticos, resultando generalmente un sistema complejo tocante a diferentes asuntos. Podía darse la entrega sucesiva de diferentes instrucciones en caso de que el soberano y sus asesores (principalmente el Consejo de las Indias) prefiriesen, por ejemplo, separar diferentes asuntos, como los eclesiásticos (o como se definían entonces: “de patronato”) de los “de gobierno” o de que se realizaran nuevas reflexiones sobre la conducta política que el virrey recién nombrado debiese tener en cuenta. Otra vez remitimos al caso del quinto virrey de Nueva Castilla, el ya recordado don Francisco Álvarez de Toledo, que recibió una larga serie de instrucciones justificadas por la complejidad del virreinato y las circunstancias sobre las que la Corona deseaba actuar drásticamente. Así, recibió diferentes instrucciones públicas, fechadas en Madrid a 28 de diciembre de 1568, una de las cuales versaba específicamente sobre asuntos eclesiásticos, que en la actualidad se encuentra, no casualmente, en la sección de Patronato del Archivo General de las Indias4. Además, según algunos autores, existía una instrucción secreta relativa a las cuestiones de carácter económico que, de momento, todavía no ha sido encontrada (véase Lohmann Villena 1986-1989: 15). Análogamente se actuó con su homólogo en Nueva España, el virrey Martín Enríquez de Almansa, que fue nombrado en la misma coyuntura política (García Abasolo 1983). Analizadas de manera sistemática, las instrucciones reales permiten individualizar algunas cuestiones sobre las que la Corona mantuvo una atención constante durante todo el periodo examinado. Entre ellas, cabe mencionar, por ejemplo, el “tratamiento y la conservación de los naturales”, así como su “dotrina y conversión a la fé cristiana”,

4. Instrucciones reales al virrey F. de Toledo, Aranjuez, 19 de diciembre de 1568; AGI, Lima, 578, Lib. 2, fols. 279-293v, 329-329v, publicadas Hanke (1978-1980: Perú I, 79-94); instrucciones reales al virrey F. De Toledo sobre doctrina y gobierno eclesiástico, Madrid, 28 de diciembre de 1568, AGI, Indif. general, 2859, fols. 1-29v., publicadas en Hanke (1978-1980: Perú I, 94-116).

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además de las complejas interacciones entre las instituciones más significativas del contexto americano (virreyes y audiencias), las relacionadas con las precedencias y delimitaciones de competencias o las relaciones con la resistencia indígena. La lectura de las instrucciones que fueron dadas a los diferentes virreyes permiten apreciar cómo todas estas temáticas se fueron desarrollando diacrónicamente, virrey tras virrey, instrucción real tras instrucción real; permiten al mismo tiempo constatar cómo la monarquía iba aumentando y profundizando sus conocimientos sobre las provincias ultramarinas y las cuestiones relativas a su necesidades de gobierno político, administrativo, fiscal y eclesiástico. En este trabajo nos vamos a detener sobre algunos de los aspectos subrayados, examinando las instrucciones del primer virrey que gobernó en Nueva España: don Antonio de Mendoza, virrey de México (1535-1550), durante la etapa fundacional de la institución virreinal en el territorio.

Las instrucciones a don Antonio de Mendoza (1535, 1536, 1538) El primer virrey nombrado para gobernar un territorio americano, si se excluye la infeliz etapa colombina, prematura y de breve alcance, fue don Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, que recibió los cargos de virrey, gobernador y capitán general y presidente de la Real Audiencia de México el 17 de abril de 1535. Tomó posesión en la capital del virreinato el 14 de noviembre de 1535 y desarrolló su labor con gran éxito durante quince años, hasta que el rey le pidió hacerse cargo del gobierno del virreinato de Nueva Castilla (sobre Mendoza, véase Escudero Buendía 2003, Aiton 1967, Rubio Mañé 1955, Pérez Bustamante 1928). En su administración, Mendoza estableció solidamente el poder de la Corona en México. Según Lewis Hanke “fue un gobernador pionero que aceptó con gusto la excitante empresa de echar los cimientos fundamentales de la civilización europea en el Nuevo Mundo” (Hanke 1976: México I, 18). En su actuación, Mendoza se benefició del asesoramiento de Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Santo Domingo, que había gobernado el país como presidente de la Audien-

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cia de México (nombrado el 12 de enero de 1530, tomó el cargo un año después y permaneció en él hasta la llegada de Mendoza en noviembre de 1535). Según una opinión compartida por diversos estudiosos, “no hubo en México un gobernante más capaz durante el reinado de la Casa de Austria” (Hanke 1976: México I, 18). Una opinión excelente de su persona y de su actuación como virrey de México –sobre todo por la probidad y la integridad moral que demostró– que compartían también sus contemporáneos. Juan de Matienzo, en su mencionado Gobierno del Perú, aconseja a todos los gobernantes de los territorios americanos “que tomen exemplo de aquel famoso Virrey don Antonio de Mendoza, luz y espexo de todos los que fueren” (Hanke 1976: México I, 18). Mendoza recibió diversas instrucciones. Una primera, muy breve, fechada en Barcelona el 17 de abril de 1535, que no está articulada en capítulos y en la que solamente se hace mención a algunos aspectos sobre la actuación del virrey como presidente de la Audiencia de México, sobre los salarios de los oidores y sobre los “23.000 vasallos de qué yo hice merced a don Hernando Cortés”.5 En ellas se le recomienda que en “las cosas que tocaren al la gobernación de la Nueva España, vos sólo entendéis en ellas conforme a las provisiones e instrucciones que para ello os he mandado dar, pero será bien que siempre comuniquéis con nuestros oidores las cosas importantes y que a vos os pareciere para mejor acertar, y seguiréis lo que después de comunicado con ellos os parezca” (Hanke 1976: México I, 22). Se percibe que este documento es la primera instrucción dada a un virrey americano, con la que la Corona quería delimitar las competencias de los virreyes y de los oidores en el momento de instaurar la figura del alto gobernante, dado que hasta entonces en México la actuación del gobernador no estaba vinculada al cargo de presidente del tribunal audiencial y en los últimos años el reino había sido gobernado por la Audiencia, cuyo presidente era el obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, anteriormente mencionado. En el intento de delimitar las competencias de la figura virreinal frente a las de los oidores de la Audiencia de México que el mismo vi-

5. AGI, Patronato 180, ramo 63, publicada en Hanke (1976: México I, 21-22).

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rrey iba a presidir se hace explícita mención a la “provisión y título de nuestro presidente de dicha audiencia que os he mandado dar, como veréis se manda que no tengáis voto en las cosas de justicia. Así lo haréis, dejando la administración de nuestra justicia a nuestros oidores de la audiencia para que la administren en aquellas cosas y de la manera que lo hacen nuestros oidores de nuestras audiencias que residen en la villa de Valladolid y ciudad de Granada conforme a las ordenanzas que les están dadas” (Hanke 1976: México I, 22). La Corona mostraba una viva preocupación en que las relaciones entre el gobernante y los jueces del tribunal mexicano no se viesen comprometidas desde el principio por la disposición adoptada en la corte de reducir drásticamente el sueldo de los oidores, medida sobre la cual el mismo virrey tenía que vigilar. Se trataba de un asunto siempre delicado, que en las Indias asumía aún mayor relevancia dado los precios, generalmente más altos que en la Península y en los territorios europeos. El virrey tenía que trasladar a los oidores una real cédula por la cual se ordenaba un recorte en su salario, que pasaría de 2.000 ducados a 500.000 maravedís anuales. Se explicaba la medida por el asentamiento de las condiciones económicas y de los precios del reino, que ya no justificaban un salario tan elevado para que los magistrados “se pudiesen bien y honradamente sustentar” (Hanke 1976: México I, 22). Era una medida orientada a recortar los gastos y controlar la corrupción de los funcionarios del rey, pero también se quería reducir la influencia adquirida en los últimos años por el tribunal mexicano. Otro importante asunto de carácter político era el de la relación entre el representante del soberano con el hombre más poderoso de la Nueva España, el hombre que la había conquistado en nombre del rey y que gozaba de una gran autoridad y fama entre los criollos. Si la influencia de Hernán Cortés podía comportar un riesgo para la monarquía, era necesario empezar a reducir su poder. Esto fue posible gracias a las capacidades de Mendoza para garantizar que Cortés sólo pudiera acceder a los privilegios pactados con el soberano, sin incurrir en medidas excesivas e innecesarias. De este modo, Carlos V recomendó a su alter ego que se enterase de la situación “con el cuidado que de vos confío”. El rey había mandado a su “procurador” y a los oidores “que hagan contar los 23.000 vasallos de que yo hice merced a don Hernando Cortés, marqués del Valle”, ordenando “que luego quitasen los indios que el marqués del Valle tenía encomendados fuera de los

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contenidos en dicha merced, de que pagados los corregidores llevaba los tributos” (Hanke 1976: México I, 22). Una segunda instrucción a Mendoza, compuesta por 27 capítulos y fechada también en Barcelona el 25 de abril del mismo año, resulta mucho más compleja y articulada6. En el íncipit se explica muy claramente que en ella se toca “los que vos, Don Antonio de Mendoza, nuestro virrey y gobernador general de la provincia de la Nueva España, habéis de hacer en servicio de Dios, nuestro y bien de toda aquella república además de lo contenido en los poderes y comisiones que de nos lleváis” (Hanke 1976: México I, 23). En el texto resulta interesante la explícita mención a la necesidad de que el titular del cargo de virrey actuase en su gobierno complementando los poderes obtenidos por el rey con las instrucciones que le eran dadas, definiendo claramente su papel jurídico y diferenciándolo de su carácter político. El primer capítulo está dedicado a las “cosas espirituales y eclesiásticas” y en él el rey pide a Mendoza que se informe sobre este delicado asunto hasta “entender algo las cosas de ella”, dedicando su atención al “recaudo que ha habido y hay en las cosas espirituales y eclesiásticas, especialmente en la edificación de los templos necesarios para el servicio del culto divino y en la conversión e instrucción de los indios naturales de dicha tierra, y en las otras cosas de esta calidad concernientes el servicio de Dios nuestro señor y descargo de nuestra real conciencia” (Hanke 1976: México I, 23). Mendoza debía luego comunicar con “los prelados cada uno en su diócesis” las “faltas” que hubiese encontrado y enviar al soberano “relación de ello, y de lo que ha dichos prelados y a vos pareciere que debe proveer, para que vista vuestra información y parecer, yo mande proveer en ello lo que convenga”. A la espera de las resoluciones del rey, se mandaba que el virrey proveyera “en todo ello lo que buenamente pudiéreis y debiéreis que más conviene” (Hanke 1976: México I, 23). El nuevo gobernante era requerido a conocer lo mejor posible la situación mexicana aprovechando cualquier posibilidad de observar personalmente los asuntos más importantes, como hombre de confianza del rey que no debía comprometerse con los intereses locales.

6. AGI, Patronato 180, ramo 63, publicada en Hanke (1976: México I, 22-31).

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Era muy importante para la Corona obtener informaciones ciertas y fiables sobre el reino de Nueva España, razón por la cual, en el capítulo 2, se ordenaba a Mendoza, que con “toda brevedad” visitase “así la ciudad de México como todas las otras ciudades, villas, poblaciones de toda la provincia, vos en persona lo más principal y aquello que cómodamente vos mismo pudiéreis hacer y visitar”; recurriendo por lo demás a “personas hábiles y de confianza que entiendan en la ejecución y cumplimiento de lo contenido en este capítulo y de lo a él tocante”. Era necesario que, con fines fiscales, se conociera “la calidad de cada uno de los pueblos, y del números de los vecinos naturales de ellos y de otros moradores españoles que en ellos hubiere”, además de “lo que al tiempo de la visitación hallaréis que los naturales contribuyen y pagan en cualquier manera a nos o las personas que en nuestro nombre los tienen en encomienda”. Los resultados de la visita conducida por Mendoza y sus colaboradores debía ser adecuadamente registrados y confrontados con “nuestros libros de las visitaciones pasadas como las tasaciones y descripciones hechas por nuestro presidente y oidores acerca de ello” (Hanke 1976: México I, 23). Si, por un lado, se deseaba establecer una continuidad con la Audiencia que había gobernado anteriormente, por otro se requería una nueva evaluación de la capacidad contributiva de los vasallos mexicanos y de los indios, en un momento, como es sabido, en el que la política internacional de Carlos V necesitaba de constantes aportaciones financieras. Por esto se pretendía mejorar la recaudación, por lo que se mandaba a Mendoza que se informase “si dichos naturales pueden buenamente contribuir y pagar más cantidad de oro y plata o de las otras cosas que les están señaladas y tasadas, de lo que al presente pagan.” Los tributos eran pagados en diferentes formas y se deseaba que el virrey se informase sobre cuanto “montará el de cada pueblo reducido a valor de oro y plata” (Hanke 1976: México I, 23). Durante las primeras décadas del siglo xvi, las cuestiones tributarias fueron unos de los temas principales sobre los que se centró la atención de la Corona, que todavía necesitaba esclarecer varios asuntos antes de establecer un régimen fiscal definitivo. A este tema van dedicados los puntos 2 a 5 en las instrucciones a Mendoza, “porque esto es cosa muy importante, como tal os la encargamos para que con gran cuidado y vigilancias entendáis en ello”. El primer aspecto que obstaculizaba una adecuada evaluación de la contribución de los indios a la

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Hacienda Real era su pago de “los tributos y servicios que deben en mantas y maíz y otras cossas de la tierra de que no se saca valor”. Por tanto, el soberano ordenaba a su virrey que se informase sobre “qué manera se podría tener con ellos para que los tributos que así pagan” se pudiese conmutar en “cierta cantidad de oro y plata en cada año, de tal manera que a ellos no fuese mayor la carga y redundase más en nuestro servicio y crecimiento de nuestras rentas y provecho de asentarlo con ellos” (Hanke 1976: México I, 23-24). Además, el pago en especies comportaba una ulterior debilidad en el control de la Corona, o sea, la mediación de los oficiales que debían recibir los tributos y venderlos para trasformarlos “en el valor de oro y plata que así se conmutase para la paga de los tributos”. El riesgo de corrupción en su tramitación era bastante alto y el rey no confiaba completamente en la lealtad de sus oficiales. La urgencia de la Corona en los asuntos tributarios y hacendísticos era tal que se ordenaba al virrey enviar una relación de lo que había “asentado” ya “en primer navío luego que la tuviéreis hecha” (Hanke 1976: México I, 24). En el punto siguiente se explicaba cómo “al principio de la población de dicha tierra, por acrecentamiento de ella, nos la mandamos franquear de alcabala y de otro pecho y servicio por cierto tiempo”. Pero las condiciones del reino, ya mejor asentado, y del conjunto de los territorios de la Corona, sugerían introducir “algunos servicios moderados”7 para los súbditos novohispanos. Se ordenaba a Mendoza: “Platicaréis en ello y después que hayáis comenzado a entender las cosas de dicha tierra, me enviaréis vuestro parecer muy largo y particular de lo que se debe y podrá hacer sin daño de la población y seguridad de dicha tierra” (Hanke 1976: México I, 24). En el punto 5 se exponían a Mendoza las principales coordenadas de la cuestión, según se había debatido en la corte, refiriéndole lo que “acá se ha platicado” y las soluciones que parecían más idóneas “para sernos servidos de la tierra y con menos vejación de los naturales de ella, especialmente de aquellos que no tienen posibilidad para pagar en

7. “Al presente, según es notorio, se nos ofrecían grandes necesidades para la defensa de nuestros reinos de los enemigos de nuestra santa fe, y conviene que para tan grandes y justas necesidades seamos socorridos de nuestros súbditos, especialmente de las alcabalas y servicios que antiguamente se nos han pagado y pagan en estos reinos de Castilla” (Hanke 1976: México I, 24).

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oro los tributos y servicios que nos fuesen obligados a pagar” (Hanke 1976: México I, 24). Pero las medidas individualizadas no parecen adecuarse a estas premisas, porque en la sustancia, lo que se resultaba más oportuno era “que nos diesen servicio personal: en los pueblos que estuviesen en nuestra cabeza”. Tal servicio se concretaba en un “repartimiento”, al cual los pueblos “fuesen obligados a hechar (sic) por repartimiento, personas de ellos en las minas de oro o plata que por nos les fuesen señaladas y mantenerlos allí a su costa y temporadas” y lo que fuese extraído de las minas se destinase al servicio del rey. También se especificaba que la propuesta se limitara a “los pueblos que lo pudiese bien sufrir”, mientras los “otros que no tuviesen tanta posibilidad diesen servicio personal solamente de enviar gente a las minas, y otros pueblos de su calidad pusiesen el mantenimiento porque no estuviesen tan cargados, y también otros pueblos que mantuviesen en las minas algún número de esclavos que nos quisiésemos hechar (sic) en ellas” (Hanke 1976: México I, 24). Resulta evidente que nos encontramos en las primera etapa de adecuación de las medidas de la Corona a la posibilidad de emplear a los indios en las minas, tema sobre el que se abrirá un vivo debate en los años sucesivos, particularmente en el virreinato peruano, donde el servicio personal de los indios en las minas se entendió como prosecución del sistema tributario de los Incas (véanse Sempat 1989; Merluzzi 2003). En todo caso, se tenía en cuenta las complicaciones que ello conllevaba y se pedía a Mendoza debatir sobre el tema con los oidores y oficiales “y otras personas cuerdas y que tengan noticias de las cosas de la tierra” antes de tomar cualquier medida. Sucesivamente, debía actuar “con aquella diligencia que de vos confío, y con la templanza y cordura que veis que es menester, por manera que se haga lo más a voluntad de los indios y más sin apremio y más provecho de nuestra hacienda que se pueda” (Hanke 1976: México I, 24). Además de la recaudación de los tributos, era necesario impulsar la economía del reino y, en tanto resultaba “que los indios de su natural inclinación son holgazanes”, parecía apropiado intervenir para “el gran provecho que se sigue de ocuparlos como por los inconveniente grandes que nace de su ociosidad”. De este modo, se ordenaba a Mendoza asegurar que “en las provincias que cómodamente lo puedan hacer dichos indios tengan esta misma orden y granjería para sí”. La Corona consideraba que con los frutos del trabajo “nuestra hacien-

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da será acrecentada con los quintos que de lo que así sacaren” y que los indios “teniendo y estando ricos nos podrán mejor hacer otros servicios” (Hanke 1976: México I, 24-25). Las observaciones previas llevan naturalmente a la cuestión de la circulación de la moneda en Nueva Castilla. En aquellos tiempos no había moneda acuñada en las Indias y la circulación monetaria era bastante escasa. Sí había disponibilidad de oro y plata, que eran usados al peso en las transacciones comerciales. Entre los indios la economía estaba fundada en el tradicional sistema del trueque, por tanto, los indígenas no tenían dinero con que pagar los tributos al soberano en el caso de que se aplicase un sistema de recaudación basado en el sistema monetario. Así, en el punto siete, el rey pedía a Mendoza averiguar la posibilidad de empezar a acuñar “moneda de oro y plata y vellón” en México, ya que desde hacía varios años se recibían en la Corte “peticiones” que hablaban sobre el daño que producía en la economía de la Nueva España la falta de un sistema monetario. Los vecinos manifestaban que por esta razón “cesa mucha parte de la contratación que habría entre los españoles y naturales de ella”, en particular “en el vender y comprar reciben los unos y los otros mucho daño y perdida, porque como no tienen moneda andan con los pedazos de oro, cortándolos por las tiendas para pagar en ellas lo que compran”. A ello se sumaba “otro inconveniente mayor, que a causa de no haber moneda los indios no tienen con qué ni pueden pagar los tributos y servicios que nos deben sino en mantas y otras cosas”. El rey había solicitado a los oidores que se informasen y diesen su parecer sobre esto y ellos habían contestado favorablemente “que la moneda se debía labrar”. Por ello se ordenó al virrey que “conforme a la orden que os será dada por mi Consejo de las Indias y a las ordenanzas que para ello se harán, hagáis luego labrar la moneda” (Hanke 1976: México I, 25). La construcción de una casa de la moneda, el mayor control sobre las encomiendas dadas a personajes ilustres como Cortés y la necesidad de implantación de un nuevo y más acertado sistema tributario demuestran la voluntad del soberano de incrementar su control sobre el virreinato novohispano a través de su alter ego. Consecuentemente, el tema que se trata en el siguiente punto de las instrucciones a Mendoza se refiere a la posesión de la Corona de las ciudades y villas principales “que entera y perpetuamente deben quedar en nuestra cabeza y de nuestra persona real para que ahora ni en tiempo alguno se puedan

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enajenar ni apartar de ella” (Hanke 1976: México I, 25). También en este ámbito se solicitaba información: “después de bien informado de la calidad y cantidad de dicha tierra y tributos de ella, haréis un memorial”. La información debía señalar “así la ciudad de México, como las otras ciudades y villas y cabeceras de provincias y otros lugares principales que a vos parezca (...) poniendo por memorial distinta y particularmente cada uno de dichos lugares, y la calidad y número de vecinos y cantidad de renta que en cada uno de ellos al presente hubiere, y si se espera que adelante habrá más. Y nos enviaréis dicho memorial para que después de visto, proveamos lo que conviene” (Hanke 1976: México I, 25). En la misma dirección se encontraba el interés de la Corona por conocer con precisión el número de los conquistadores y demás beneficiados con encomiendas y otros privilegios, sobre lo cual el rey hacía referencia en el punto nueve. Era indispensable establecer cuántos “conquistadores hay vivos” y quiénes eran, así como cuales de ellos “residen en la Nueva España o estaban ausentes de ella con nuestra licencia o la del presidente y oidores en nuestro nombre, y de los que son muertos cuyos herederos hay en esa Nueva España”. También era conveniente conocer el “número de otros pobladores” novohispanos y “la calidad de las personas de todos ellos y de los que nos han servido, y de los aprovechamientos que ha habido después que fueran a esa tierra, así por merced que de vos hayan recibido como por encomienda o en otra cualquier manera” (Hanke 1976: México I, 25-26). La Corona consideraba que era el momento para un cambio en la relación con los vasallos que habían conquistado en su nombre la Nueva España. Si bien el envío del primer virrey mostraba la intención del soberano de proceder en esta dirección, era consciente de que debía hacerlo aún con mucho cuidado (lo mismo acaecerá en el virreinato peruano algunos años después, aunque con resultados muy diferentes). Por ello, se insiste en que Mendoza, después de haber preparado su relación sobre los pobladores y sus servicios a la Corona, haga otro memorial detallado “del restante de la provincia”, en el que declarara si, en su opinión, sería “bien y conveniente que Nos hagamos merced a cada uno de los conquistadores y pobladores en la tierra y población” (Hanke 1976: México I, 26). No se trataba tanto de un cambio de actitud hacia estos vasallos que habían servido el rey, como de la voluntad de conocer el valor, la eficacia y la oportunidad de las mercedes que se

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les había concedido, tal y como lo señalaba el rey: “por cuanto nuestra voluntad ha siempre sido y es de gratificar honesta y moderadamente a los que nos han servido en la conquista y pacificación de la tierra y hacer alguna merced a las personas que han ido y de nuevo fueren a poblar y permanecer en ella”. El objetivo era determinar la conveniencia de extender las mercedes y examinar la conveniencia de establecer un nuevo pacto con sus vasallos novohispanos. En estos años se debatía mucho si era adecuada la concesión de encomiendas y repartimientos de indios. Algunos autores, entre ellos el mismo Matienzo, aunque lo expresara en este sentido algunos años después (Matienzo 1967: 93113. Sobre la cuestión de la encomienda nos limitamos a indicar Zavala 19732), afirmaban que, para la construcción de la nueva sociedad en sus dominios ultramarinos, la Corona necesitaba del apoyo de una “nobleza” local a través de la cual el rey pudiera ejercer su dominio y asegurar la defensa del reino y su estabilidad. En el contexto de antiguo régimen, la primera etapa en esta dirección debía ser la creación de un vínculo individual entre el soberano y estos súbditos a través de la concesión de mercedes. Por ello se le pidió a Mendoza que declarara “en cada uno de los capítulos del memorial lo que así os parece que se le debe señalar por término propio, y de lo que Nos le debemos hacer merced en feudo o en otro título cual más convenga y por Nos fuere declarado, y ellos lo tengan con jurisdicción en primera instancia con los modos y condiciones que serán puestos” (Hanke 1976: México I, 26). Asimismo, le ordenaba establecer “qué renta o aprovechamiento tendrá cada uno de dichos conquistadores o pobladores en el lugar y tierra que Nos le hiciéremos merced, presuponiendo que en remuneración de superioridad y señorío y como nuestros feudatarios de toda la renta y aprovechamiento de tal lugar habemos nos de haber y llevar perpetuamente una cierta parte”. De tales expresiones se puede deducir hasta qué punto la Corona estaba en aquel momento dispuesta a estructurar de diversas maneras las concesiones y los privilegios otorgados a sus vasallos, con el objetivo final de conseguir lo “que convenga para gratificación de los conquistadores y población y gratificación de la tierra” (Hanke 1976: México I, 26). La importancia de este tema hará que la Corona requiriese ulteriores opiniones, ya que, como se explicaba al nuevo virrey, había “habido y hay diversos pareceres, especialmente sobre el repartimiento de ella, enderezados en servicio de Dios y nuestro, de los cuales

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para vuestra instrucción se os dará traslado” (Hanke 1976: México I, 26). Después de leer los pareceres ya escritos al soberano, Mendoza tenía que discutir el tema con “los prelados y religiosos y otras personas honradas” y enviar al rey todos los pareceres recibidos. El virrey debía dar su opinión sobre “la cantidad que os parece que debemos llevar por vía de feudo de las rentas y provechos de los lugares que se diere a los dichos pobladores” (Hanke 1976: México I, 26). Si la creación de un vínculo con una parte de sus vasallos novohispanos podía ofrecer a la Corona la estabilidad del reino y la posibilidad de acrecentar los ingresos de su hacienda, no se olvidaban las otras fuentes de riqueza que el Nuevo Mundo, y en particular México, podía ofrecer. Entre ellas destacaban los “tesoros de indios”, por lo que, con cuidado y diligencia, se ordenaba a Mendoza actuar en la búsqueda y el secuestro de los “tesoros”, que había “en cantidad”, en los “templos del culto pagano de los naturales” y las “muchas riquezas que los principales de allí se enterraban hacían poner en sus sepulturas” y las “otras riquezas que tienen escondidas” para hacer sus “sacrificios al demonio”. Se percibe en este punto de las instrucciones la maravilla causada en la corte (y en toda Europa), por las increíbles riquezas que se habían encontrado (y saqueado) durante los primeros años de la conquista americana. Estos tesoros y riquezas debían ahora ser adquiridos por la Corona, que, tras haber concedido a los conquistadores los frutos del primer saqueo, era ahora, por derecho, la que debía gozar de estos tesoros (Hanke 1976: México I, 24-25. Véanse, entre otros, Greenblatt 1991, Romeo 1989, Washburn 2007, Prosperi/Reinhard 1992, Cantù 2007). Tratándose de un “Nuevo Mundo”, la Corona necesitaba conocer más sobre sus dominios y estar al día sobre todos los aspectos de su vida. Por ello, casi en cada uno de los temas mencionado en los diferentes capítulos se ordenaba al virrey hacer una detallada relación de lo que había entendido y de cómo se habían tomado las decisiones sobre cada asunto. En los casos donde se ordenaba expresamente recoger informaciones para que el rey y sus ministros pudieran analizarlas y decidir las medidas más adecuadas, al virrey se le pedía una atenta y minuciosa información. Especial atención se ponía en “platicar” sobre cada problema con los oidores y con los que hubieran podido estar, por su honestidad, experiencia o fe entre otros motivos, más informados sobre cada tema específico (Hanke 1976: México I, 24-25).

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Otro asunto de amplio debate en estos primeros años de dominación en las Indias que encontramos también en las instrucciones a Mendoza, es el de los caciques indígenas. La opinión general era que las vejaciones con los que éstos “llevan a la gente común” era la causa de la pobreza de los indígenas y de su consecuente incapacidad de “parar a nos el servicio que sería razón” (Hanke 1976: México I, 26-27). En la exposición a Mendoza se observa una alarmante incomprensión por parte de la Corona de los vínculos étnicos y culturales de las comunidades indígenas: “en cada uno de los pueblos (...) hay un cacique indio que ellos tienen por principal y reconocen como a su señor, el cual lleva de los tales naturales además de los tributos que a nos pagan otros servicios y tributos, así reales como personales sin que tengan título ni derecho para llevarlo” (Hanke 1976: México I, 27). Se había abierto en España un debate sobre los títulos de la Corona en sus posesiones americanas y ésta se quejaba de la existencia de caciques indígenas que, sin título legal, según el derecho castellano, obtenían tributos y prestaciones de sus comunidades indígenas. Más adelante, la Corona intentará aliarse con estos señores locales que le asegurarían la fidelidad de los indios que no estaban en los repartimientos de los encomenderos, pero en aquel momento su reacción fue ordenar a su representante que averiguara “la orden que se podría dar para disminuir lo que así les llevan los caciques y que redundase en nuestro servicio y acrecentamiento de nuestra hacienda” (Hanke 1976: México I, 27). Una vez más se percibe, por parte de la Corona, una mayor preocupación por los asuntos de carácter económico y fiscal –el “buen recaudo de nuestra hacienda” (Hanke 1976: México I, 27)– frente a las dinámicas interiores de las sociedades indígenas y de sus culturas, sin prestar mucha atención a cómo éstas pudieran relacionarse con el poder del rey a través de una integración diferente respecto a los súbditos europeos, justificada y quizás necesaria, por su diferente herencia cultural. Esta urgencia, que se puede entender considerando el conjunto de las posesiones de Carlos V en este momento y las necesidades financieras que la monarquía (tal vez en este momento se podría utilizar el término imperio8) debía hacer frente en esta coyuntura, se percibe también en la reiteración de la problemática hacen-

8. Merluzzi (2010b); para la cuestión hacendística, veánse Carande (1977) y Calabria (1991).

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dística y fiscal en diferentes capítulos de las instrucciones tocantes a diferentes asuntos, las cuales están ordenadas según una lógica interna que se puede comprender leyéndolas progresivamente, estando todas dominadas por la misma instancia prioritaria. Así, en el capítulo veinte se ordenaba explícitamente a Mendoza que averiguara “en qué estado están las cuentas que hemos mandado tomar a nuestros oficiales”, que, como se recuerda al virrey, estaban a “cargo de nuestra hacienda” (Hanke 1976: México I, 29). Para asegurar su correcto funcionamiento, el alter ego debía seleccionar “los contadores y otras personas que convengan para tomar dichas cuentas y fenecimiento y alcance de ellas”. Se consideraba que en temas tan sensibles la discreción del virrey tenía que ser muy amplia, al punto de que se recomendaba, no sólo nombrar los oficiales, sino también definir “el poder y facultad que a vos os parezca que deben tener” (Hanke 1976: México I, 29). Estas prioridades se encuentran también en las consideraciones sobre las minas. El rey señala haber sido informado de “que en muchas partes de la provincia hay grandes y muy ricas minas de oro y plata y otros metales”. Esto es interesante porque se refiere a uno de los diversos asuntos sobre los cuales la Corona dudaba todavía y que, por tanto, requería de la cautelosa intervención del virrey Mendoza para ser esclarecido. Se había propuesto al soberano que se emplearan en las minas de Indias “alguna buena cantidad de esclavos negros”, a los que podían sumarse “los indios que justamente son habido y tenidos por esclavos”. Ambos hubieran operado bajo el control de los oficiales reales, los cuales hubieran averiguado qué minerales debían ponerse directamente a disposición de la Hacienda Real (Hanke 1976: México I, 27). El virrey debía proceder, después de haberse informado adecuadamente y “platicado en nuestros oidores y oficiales de la Nueva España y otras personas que de ello tengan noticia y amen nuestro servicio”, a señalar a la corte, en caso de necesidad, “la cantidad de esclavos que la corona hubiera proveído a enviar en México para el efecto” (Hanke 1976: México I, 28). Como se le explicaba en el capítulo catorce, se pretendía estimular la productividad de una tierra que se sabía “muy fértil y abundosa” y que tenía “en sí diversidad de cosas de que nos podríamos ser servidos y los naturales y pobladores aprovechados, si con buena industria y buen cuidado se entendiese en ello”. Mendoza debía, después de haber conocido la situación, indicar a Madrid lo “que puede resultar

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crecimiento a nuestras rentas y patrimonio real” (Hanke 1976: México I, 27). En el capítulo quince, la atención del rey volvía sobre los temas que se habían tocado parcialmente en las primeras instrucciones otorgadas a Mendoza, centradas en averiguar el funcionamiento de la estructura institucional establecida en Nueva España, juzgando su efectividad y si se correspondía con las necesidades de la “república” y, sobre todo, de la Corona. Se requería –siempre con la finalidad de recortar los gastos inútiles, como ya se había hecho con los salarios de los oidores de la Real Audiencia de México– que el virrey vigilase sobre el número de los corregidores proveídos y sus salarios (Hanke 1976: México I, 27). Asimismo, era necesario hacer un recuento de los obispados presentados por el rey “y proveídos por su santidad”; por tanto, se ordenaba a Mendoza, en el capítulo dieciséis, que averiguara los límites de cada diócesis y “si convendría al presente o para adelante quitar o alargar los límites de los obispados”, para que “los prelados y cabildos y fábricas y beneficiados tengan renta congrua y honesta sustentación” (Hanke 1976: México I, 28). La cuestión de la financiación de la Iglesia mexicana llevaba a la Corona a preguntarse sobre “la manera que se podría tener, para que los indios naturales de la provincia paguen diezmos eclesiásticos” (Hanke 1976: México I, 28). En las instrucciones se recordaba a Mendoza “que según ley divina y humana son obligados a pagar” los diezmos, pero se sugiere que se provea “acerca de ello lo que les pareciese sin vejación ni escándalo de los naturales”. Ya se había pedido al presidente y a los oidores de la audiencia que proveyesen y ahora era al virrey a quien se le solicitaba que tomase una resolución sobre el problema, “juntamente con los obispos y prelados”. Las necesidades financieras de la Corona llevan a explicitar al virrey que, en el caso de que “la cantidad de los diezmos” fuese de “tanto valor” que excediese “de lo que es necesario para el dote de las iglesias y prelados y ministros de ella”, la parte excedente podría ser enviada a la hacienda real, “pues los diezmos nos pertenecen por concesión apostólica” (Hanke 1976: México I, 28). Para la “mejor instrucción de los naturales a nuestra santa fe”, se consideraba conveniente edificar monasterios, por lo que se ordenaba al gobernante que se informase “de los monasterios que están hecho o comenzados en la provincia”, así como de aquellos que convendría que de nuevo se hiciera en ella. Mendoza tenía que asegurar que

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la construcción de estos edificios sagrados fuese hecha “con ayuda de los dichos indios, a la menor costa nuestra que sea posible” y “sin vejación ni agravio de los naturales” (Hanke 1976: México I, 28). De los monasterios se pasaba a las fortalezas “y casas fuertes”, otras edificaciones imprescindibles para el control del territorio novohispano. También en este caso el nuevo virrey debía informarse de las ya existentes y de las “que convendrán que de nuevo se hagan, así en los puertos del mar como en otros lugares de la tierra” (Hanke 1976: México I, 28). Como en el caso de los monasterios, la construcción de las fortalezas debía ser realizarse con mano de obra indígena “sin vejación ni agravio de ellos” (Hanke 1976: México I, 28). Cada fortaleza estaba bajo la supervisión de un alcalde, nombrado por el rey, por lo que se pedía a Mendoza que avisara al soberano “de las personas que nos han servido y os parecieren hábiles y calificadas para ser alcaldes de ellas, y de los salarios y otras cosas que convendrá tener en cada una de ellas”. En particular, para que la defensa fuese efectiva, era importante evaluar la cantidad de “munición y artillería y otras armas necesarias en cada una de ellas para su defensa, para que yo le mande ver y proveer como convenga a nuestro servicio” (Hanke 1976: México I, 28). El empleo de mano de obra indígena en la construcción de edificios sagrados y militares, así como la utilización de esclavos en las minas, lleva a plantear (en el capítulo veintiuno) la importante cuestión de la reducción de los indios a la esclavitud. No es éste el lugar para recordar la importancia y complejidad de este tema, tan vinculado con la cuestión de los derechos (títulos) de la Corona sobre el mundo americano y sus poblaciones autóctonas (véanse, entre otros, Pagden 1982, Pereña 1992a y 1992b), pero es interesante ver, aunque sea rápidamente, las coordenadas dentro de las cuales se hubiera debido mover el gobernante novohispano. Para empezar, se le ordenaba informar de “la manera que al presente se tiene en hacer esclavos los indios naturales de aquella provincia, así por los caciques como por nuestros gobernadores y capitanes en la guerra que en nuestro nombre se les hace”. En estas pocas palabras están condensados los elementos principales del debate sobre la licitud de la esclavitud de los indios. Otro aspecto que conectaba directamente con el maltrato de los indios y, consecuentemente, con el trato dado a los esclavos, era el “cargar de los indios que llaman tamemes”, que eran utilizados como animales de carga. Al virrey se ordenaba averiguar “la manera que al presente se tiene” en esta

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práctica tan nociva a la salud de los naturales y confrontar la realidad con “las provisiones y ordenanzas que de ello están dadas”. Se debía sucesivamente informar al rey “si aquello que esta proveído es bastante remedio para escusar los inconvenientes y excesos que esto ha habido, o que otra orden se podría dar en ello, lo que fuese mejor” (Hanke 1976: México I, 29). A la espera de que la administración central analizara las indicaciones de Mendoza y previsto nuevas normas, se le concedía a éste la facultad de ordenar “lo que viereis que mas conviene al buen tratamiento de los naturales y conservación y aumento del trato y comercio de la república de la provincia, sin agravio ni premio de los naturales de ella” (Hanke 1976: México I, 29). Cabe destacar que en este momento se tenía ya conciencia de la importancia de la conservación de los naturales y que la misma Corona, a través de sus gobernantes y de sus leyes, se mantenía vigilante y dispuesta a intervenir, si bien el interés por los pueblos nativos está condicionado por su utilidad económica. Esta subordinación se subraya en el capítulo siguiente, en el que se trata el tema de las poblaciones “que nuevamente están hechas en Oaxaca y Puebla de los Ángeles y Santa Fe y Michoacán”. En este caso, al virrey se le pide averiguar si ellas “son convenientes al servicio de Dios y nuestro, y si convendrá sostenerlas o acrecentarlas o mudar o ordenar acerca de ello alguna cosa” (Hanke 1976: México I, 29). Tratándose de pueblos de indios, la preocupación de la Corona era que se averiguase si “de lo que está ordenado o se ordenare no nazca error ni cosa escandalosa ni que desvíe de nuestra religión cristiana” (Hanke 1976: México I, 29). Muy dudosa era, sin embargo, la valoración sobre la convivencia entre españoles e indios, así que en el capítulo siguiente, el veintitrés, en que se trata de establecer si convendría fundar “nuevos pueblos de españoles”, se le ordena investigar “si será bien para la conversión de los naturales a nuestra santa fe y buen tratamiento de ellos, que en los pueblos donde ellos viven haya vecinos y moradores españoles” (Hanke 1976: México I, 29). Luego la atención vuelve otra vez sobre las concesiones que, por vía de provisión, el rey había ya otorgado para “la conquista y hacer guerra a los indios, en los casos de derecho permitidos”. Se trataba de otro tema delicado por tratar tanto aspectos étnicos y jurídicos del trato debido a los naturales, como el grave problema de ofrecer una segunda oportunidad a una buena parte de los vasallos novohispanos que habían viajado buscando gloria y riqueza, pero que, hasta entonces, no habían alcanzado.

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La cuestión está referida “como cosa muy importante al servicio de Dios y nuestro, y que deseamos mucho acertar” (Hanke 1976: México I, 29). Hay que considerar que, en la frontera, algunas etnias indígenas no “reducidas” eran una constante amenaza para los pueblos de españoles y de indios sometidos. Así, se pide al virrey hacer “relación verdadera de lo que en esto pasa, y de los os parece, y conviene que en ello se provea para reducir los naturales de aquella provincia a nuestra santa fe y ponerlos en nuestro señorío y obediencia por manera que cesen las muertes y robos y otros cosas indebidas” (Hanke 1976: México I, 30). Siempre pensando en la seguridad, en este caso en la de la capital del reino, se ordena a Mendoza “mudar la fortaleza en la calzada de Tacuba” y poner otras en cada calzada. Estos edificios debían ser “grande[s] y fuerte[s]” y contener una “casa de munición de armas”, entre las cuales se recomendaban “algunos tiros de artillería para defensa dellas”. La opción que se daba al gobernante era “que la ciudad se cercase de muro” que pudiese asegurar la “defensa y seguridad” de la capital virreinal en caso de un cerco por parte de indígenas rebeldes (Hanke 1976: México I, 30). El punto siguiente cambia radicalmente el objeto a tratar: se ordena al virrey “ayudar y favorecer (...) para que haya efecto” una capitulación hecha por el rey con dos alemanes, Micer Enrique y Alberto Aion. El objeto de la capitulación era “hacer criar y beneficiar pastel y azafrán en la Nueva España” y se consideraba que este negocio podía ocasionar “acrecentamiento de nuestras rentas reales” (Hanke 1976: México I, 30). Las instrucciones se cierran con el capítulo veintisiete, donde se vuelve a repetir la cuestión del salario de los oidores que debe ser reducido a 500.000 maravedís (Hanke 1976: México I, 31), como se había ya señalado en la instrucción precedente del 17 de abril 1535, lo que da a entender la relevancia que se le dio al tema y también cómo las dos instrucciones no se habían imaginado como un conjunto de directrices, sino como una yuxtaposición, siguiendo el modo de proceder del Derecho indiano. Mendoza recibió, además, unas instrucciones secretas: una fechada el 17 de abril de 1535 (Hanke 1976: México I, 31-32, publicada también en O’Gorman 1938: 588-589), el mismo día de las primeras instrucciones públicas, y otra posterior, del 14 de julio de 1536 compues-

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tas por diecisiete capítulos,9 además de una tercera, fechada el 8 de abril de 1538, en la cual se le autorizaba a hacer “trueque y cambios de indios” (O’Gorman 1938: 589-590). En las instrucciones secretas se manifestaban las preocupaciones del soberano sobre “la forma que se ha tenido hasta aquí y al presente se tiene en la gobernación de la Nueva España y tratamiento de los naturales de ella, y gratificación de los pobladores y conquistadores”. Se explicaba que las preocupaciones surgían de los “diferentes pareceres” que había habido y que había sobre el tema, que, como se puede bien imaginar, se consideraba “tan importante al servicio de Dios y nuestro, y descargo de nuestra real conciencia, y a la conservación de dicha tierra en nuestra sucesión y corona real de Castilla”. El Rey deseaba “acertar en lo más sano y seguro a todo ello y por estar tan lejos y ser las cosas de dicha provincia tan diferentes de estos reinos” (Hanke 1976: México I, 32) remitía a la confianza depositada en su alter ego (“Confiando de vuestra fidelidad y conciencia y celo que tenéis a nuestro servicio, he acordado de encomendarlo y cometer a vos”), para que le diese ocasión de esclarecer la situación del reino novohispano, gracias a su observación directa de la realidad americana y de compartir con la corte sus observaciones. La discrecionalidad que se concedía al primer virrey de Nueva España era muy amplia, podríamos decir máxima, porque se le permitía intervenir, si fuese necesario, también derogando las provisiones ya dadas por el soberano: Por ende, yo os mando y encargo que informado muy bien y certificado de la disposición y estado de dicha tierra y naturales, conquistadores y pobladores de ella, teniendo principal respeto al servicio de Dios y descargo de nuestras conciencias y conservación de dicha tierra y naturales de ella, en nuestro servicio y sucesión, proveáis todo lo que de presente o adelante se ofreciere, o acaeciere, aquello que viéreis que más conviene para dichos fines y efectos, sin embargo de cualquier provisiones o instrucciones que por nosotros estén dadas.

Estas líneas nos ayudan a comprender el poder efectivo del alter ego del monarca de manera mucho más directa que los más articulados y retóricos razonamientos de juristas como Solórzano Pereira. Por si no fuese suficiente, se añadía:

9. AGI, Indiferente general 415, publicada en Hanke (1976: México I, 32-38).

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Y pués veis la cosa de cuan gran importancia y que por la confianza tengo de vuestra persona la encomiendo a vos sólo y no a otro alguno, os mando y encargo mucho que sin respeto de particularidad alguna, uséis de esta comisión en caso necesario y no en otra manera alguna, guardando en vos el secreto que la calidad del negocio veis que requiere, porque de publicarse tememos que nacerían mayores inconvenientes (Hanke 1976: México I, 31-32).

Si hubieran sido compatibles con los intereses de la Corona, él hubiera podido “encomendar indios”, con el único límite de que los pueblos cuyo indios serían encomendados no fuese “cabecera de provincias” y que fuese señalada “para nos la parte que os pareciere” (Hanke 1976: México I, 32). Trece meses después de las primeras instrucciones, la reina firmó una ampliación de las mismas, fechada en Madrid, el 14 de julio de 1536. En este documento organizado en diecisiete capítulos10, se mandaba al virrey “que en la gobernación de ella” guardase “las cosas siguientes, además de lo que por otras os hemos escrito” (Hanke 1976: México I, 32). El tema central era ahora el gobierno espiritual de la Nueva España, aspecto que no había sido muy tratado en las instrucciones previas. Después de una declaración inicial en la que se invitaba el virrey a tener “muy gran cuidado de buscar los mejores y más convenientes medios que pudiéreis haber para que los naturales de esa tierra vengan en conocimiento de nuestra santa fe Católica”, se pasaba a transmitirle instrucciones más precisas. El tono resulta ahora, solo quince meses después de las instrucciones anteriores, mucho más seguro y las estrategia política, mucho más definida: “tenemos por cierto [que el conocimiento de la fe católica] es el camino más verdadero para que ellos nos amen y teman como a sus naturales reyes y señores, y vivan en paz en continua y perfecta obediencia” (Hanke 1976: México I, 32). Además de la ya señalada fundación de otros monasterios, la principal medida adoptada ahora pasaba por una mejor distribución de los religiosos en los pueblos y lugares “donde menos conocimiento hay de Dios Nuestro Señor”. Era la respuesta a las noticias de que la evangelización de los indios había sido escasa en las encomiendas, lo que

10. AGI, Indiferente general 415, públicadas en Hanke (1976: México I, 32-38).

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evidenciaba la necesidad de que Mendoza mandase “a todos lo que tienen pueblos encomendados, que tengan muy especial cuidado de adoctrinar sus indios, como son obligados” y, si los ingresos fiscales de estos pueblos lo permitieran, “se allaren clérigos cuales convengan” que fuesen pagados “como convenga”. Por otro lado, se planteaba también la mejora de la evangelización recurriendo a “algunos de los indios que ya están enseñados por los religiosos para que doctrinen a los otros, cumpliendo acerca de esto nuestras provisiones e instituciones particulares que tenemos dadas, y lo mismo mandaréis a los corregidores que hagan en sus corregimientos” (Hanke 1976: México I, 32). En todos los lugares donde se practicase la enseñanza de la doctrina se ordenaba que hubiesen “horas determinadas” para ello y que los indios concurrieran a ella incluyendo los esclavos en las minas, “pues no es justo que por ser esclavos pierdan con la libertad el aparejo de conocer a Dios, en que tanto les va” (Hanke 1976: México I, 32). El establecimiento de horarios dedicados exclusivamente a la doctrina de los indios no debía resultar un inconveniente para los encomenderos que, en caso contrario, la hubieran obstaculizado, de modo “que no pierdan por ello sus horas de labor”. Por lo que atañe al método didáctico, éste debía ser tal que la doctrina “le sea enseñada graciosa y liberalmente” (Hanke 1976: México I, 33) y, “entretanto que ellos saben nuestra lengua”, que le fuese enseñada en su propia lengua, empleando “algunas artes y manera fácil como se pueda aprender”. Mientras, se mandaba al virrey que se instruyese a “los religiosos y personas eclesiásticas que se apliquen a saber” el idioma de los naturales (Hanke 1976: México I, 33). Finalmente, se disponía a que en las “escuelas donde se enseñan niños españoles” se adoptase “algún ejercicio con que aprendiesen la lengua de esa tierra”, en previsión de que algunos de ellos “viniesen a ser sacerdotes, o religiosos, o a tener oficios públicos en los pueblos” y, conocida la lengua indígena, “pudiesen mejor adoctrinar y confesar los indios y entenderlos” (Hanke 1976: México I, 33). Son las primeras medidas de atención a la comunicación entre españoles e indios cursadas a Mendoza pero, siempre con vistas a la utilidad económica, se concluye afirmando: “pues siendo los indios tantos no se puede dar orden por ahora como ellos aprendan nuestra lengua” (Hanke 1976: México I, 33). Resultaba claro que la evangelización de los indios requería otra serie de medidas, como se aprecia ya en el siguiente capítulo, donde

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se introduce la cuestión de la censura sobre la circulación de los textos. Al virrey se le recordaba, “porque creemos que en la ejecución de esto no ha habido el cuidado que debía”, la provisión real que prohibía que “se llevasen a esas partes libros de romance de materias profanas y fábulas” (Hanke 1976: México I, 33). La medida estaba destinada a evitar que los naturales “que supiesen leer no se diesen a ellos, dejando los libros de buena y sana doctrina, y leyéndolos no aprendiesen por ellos malas costumbres y vicios” (Hanke 1976: México I, 33). Además se temía que el conocimiento de “aquellos libros de historias vanas” hubiese podido disminuir “la autoridad y crédito de nuestra sagrada escritura y otros libros de doctores santos” (Hanke 1976: México I, 33). Este riesgo se explicaba porque los indios se confundiesen “creyendo, como gente no arraigada en la fe, que todos nuestros libros eran de una autoridad y manera” (Hanke 1976: México I, 33). Mendoza debía velar para que no se vendiesen “libros algunos de esta calidad ni se traigan de nuevo”, así como “que los españoles no los tengan en sus casas ni permitan que indio alguno lea en ellos”. La preocupación era ahora más intensa porque la corte estaba informada de que ya comenzaban “a entender gramática algunos naturales de esta tierra”, así se debía vigilar sobre “los preceptores que les enseñan que les lean siempre libros de cristiana o moral doctrina, pues los hay que puedan aprovechar bastante en la latinidad” (Hanke 1976: México I, 33). Los escándalos entre los indios podían surgir también por discordias entre los españoles, especialmente entre religiosos. Éstas hubieran podido llevar “menosprecio de nuestra religión cristiana”, por lo que en el capítulo seis se le ordenaba a Mendoza que trabajase para “que tengan toda conformidad, pues el fin de todos es y debe ser uno, que es convertirlos a Dios” (Hanke 1976: México I, 34). Además de evitar las “contenciones y discordias públicas” entre religiosos se explicitaba la necesidad de que no hubiese “diferencia en la manera de administrar lo sacramentos” (Hanke 1976: México I, 34). Se consideraba también la oportunidad de tener concilios periódicos “pues en esa Nueva España hay algún número de prelados”. Éstos, “como personas que han de dar cuenta a Dios de las ánimas de sus diócesis”, debían juntarse y decidir “entre sí lo que conviene para que mejor puedan gobernar sus obispados”, considerando la “calidad de sus súbditos y las necesidades espirituales que ocurren” (Hanke 1976:

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México I, 34). Los obispos debían además recibir “pareceres y avisos de personas eclesiásticas, y religiosas, y de letras y experiencia en las cosas de Indias”. No hay que olvidar que al virrey, como vicepatrono de la Iglesia, correspondía la importante función de control y estímulo de la vida espiritual de los súbditos. Así, se le mandaba animar a los prelados “para que se esfuercen y dispongan a hacer su oficio, y discurran por sus obispados, y conozcan las necesidades de ellos, y os avisen de las cosas en que vos les podréis ayudar y favorecer en su oficio pastoral” (Hanke 1976: México I, 34). Al mismo tiempo, se esperaba que la comunicación entre el virrey y los prelados favoreciera el trasvase de información directa sobre la situación de las diferentes provincias, sobre lo cual se requería a Mendoza para que los obispos le tuvieran informado también “para la buena gobernación temporal de esta tierra y administración de la justicia” (Hanke 1976: México I, 34). En las cuestiones de gobierno espiritual se insistía mucho en que el virrey estuviera atento en lo referente a “refrenar y corregir los pecados públicos en los españoles”, por considerar que éstos eran el mayor “impedimento de la predicación de nuestra santa fe católica, que tanto deseamos y conviene que se plante y arraigue en los corazones de esas gentes” (Hanke 1976: México I, 34). En el Nuevo Mundo las consecuencias de estos episodios públicos que podían ocasionar “daños a las costumbres” eran consideradas más graves que “en tierra de antiguos cristianos”, porque “hacen daño a los que de nuevo se convierten, viendo usar entre los cristianos, públicamente, lo contrario de lo que sus sacerdotes publican” (Hanke 1976: México I, 34). En el capítulo noveno se insistía sobre la cuestión de favorecer al máximo la conversión de los naturales y se consideraban los malos tratos que algunos españoles infligían a los indios como un vulnus en su doctrina y en su fidelidad al rey. Se pensaba que los indios podían alejarse de la fe “como cosas predicadas y traídas a esa tierra por otros españoles semejantes en nación, lengua y color a los otros que los maltratan” (Hanke 1976: México I, 34). Por ello, se ordenaba a Mendoza tener “muy especial cuidado que los indios sean muy bien tratados por todos los estados de gentes que a esa tierra han ido y fueren” y se le exigía que estuviera atento sobre el cumplimiento de todas las ordenanzas y provisiones que el rey había dado en favor de los indios y, para que fuesen mejor recordadas y conocidas por todos se le manda-

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ba hacerlas “publicar y pregonar de nuevo si vieréis que alguna no se saben o que de haber sido hasta aquí mal guardadas se tienen en poco” (Hanke 1976: México I, 34). El virrey podía, además, hacer nuevas ordenanzas en “los casos que viereis que convienen y que hasta aquí no se han proveído; avisándonos de todo lo que de nuevo proveeréis, así para que tengamos noticia de ello como para que lo confirmemos y aprobemos si necesario fuere, porque sea mejor obedecido y guardado” (Hanke 1976: México I, 35). El aspecto más significativo de este punto es el interés que por primera vez manifiesta la Corona en la opinión de los naturales sobre el rey. Se solicita al virrey que vele para que, mediante el reiterado pregón de las normas y su implacable aplicación, “conozcan los naturales de esa tierra que nuestra voluntad es que sean tratados como los otros nuestros vasallos”. Además, se insiste en que el castigo de quienes maltraten a los indígenas se ejecute muy puntualmente “como se castigaría por leyes de estos nuestros reinos los que se hicieren contra cualesquier español” (Hanke 1976: México I, 35). Si en las instrucciones precedentes la atención se había concentrado en los aspectos hacendísticos y económicos, ahora, solo un año después, se ponía en los naturales, sobre su conversión, pero también, sobre sus condiciones de súbditos de la Corona tutelados por la ley. Una constante preocupación en la política indígena de la Corona era la “ociosidad” de los indios. El capítulo once se centraba en otro aspecto: “porque somos informados que en esa tierra hay mucha gente, y más de ella gasta el tiempo en ociosidad”. La idea era que Mendoza trabajara junto a “los prelados, religiosos, corregidores y otras personas que entienden en adoctrinarlos y corregirlos” para que los naturales fuesen amonestados y atraídos “a que trabajen, así en labrar la tierra y plantar, cómo en otros oficios mecánicos”. La Corona quería también que los indios llegasen a comprender “el provecho que de ello se les seguirá”, en particular, viendo que “el fruto y provecho que de sus trabajos tubiere a de ser (sic) para su sustentación y reparo de sus personas e hijos” (Hanke 1976: México I, 35). De este modo, con la excusa de vencer su ociosidad, se ordenaba que los indios no fueran puestos al servicio de “algunas personas eclesiásticas o seglares a que trabajen en cosa de su interés particular si no fuere pagándoles sus jornal y trabajo como a personas libres” (Hanke 1976: México I, 35-36).

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En la Nueva España la escasez de ganados causaba falta proteínica en la alimentación de la población, ya desde la época precolombina11. La Corona, consciente del problema, escribió a Mendoza, en el capítulo doce, que “la crianza de ganados y bestias en esa tierra será muy importante para la población y perpetuidad de ellas y para otros muchos efectos”. Para lograrlo, el gobernante debía estimular a los españoles “a tener y criar ganados y otros animales de servicio”, mientras “los religiosos y otras personas a quienes los indios suelen dar crédito persuadan a los principales de ellos que tuvieren caudal para hacerlo, que empleen alguna parte de su oro en ganados y los críen”. Es interesante el hecho de que la medida no preveía ninguna forma de ayuda económica para la difusión de la actividad ganadera entre los indios. Sí se especificaba la necesidad de que los indios “no críen ni tengan en su poder caballos ni yeguas, por el inconveniente que hay de aprender a andar a caballo” (Hanke 1976: México I, 35). Esta inconveniencia tiene su justificación en la extraordinaria habilidad que los amerindios demostraron tener para aprender a cabalgar y a combatir con técnicas de guerrilla contra los europeos, problema que la Corona experimentó en México durante más de un siglo (Vitar 1995, Borah 1966, Byrne 1992). Otro aspecto muy interesante sobre la efectiva manera de obrar de la Corona y el funcionamiento del gobierno indiano se desprende de los puntos diez, trece, catorce, quince y diecisiete. En el décimo capítulo se pone atención en las “otras provincias de esa Nueva España”, porque el soberano recordaba que no tenía menor “obligación y deseo” en “la conversión y conservación de los indios” de las otras provincias. Por ello, lo que se le había ordenado a Mendoza en los capítulos anteriores debía ser aplicado también a las otras provincias, especialmente las “de Guatemala y Nueva Galicia y Pánuco”, donde, en particular, era necesario fijar la cantidad de tributos que los indios debían “y que sean tales en que los puedan cumplir, y en cosas que las haya en los pueblos que los pagaren y sus términos, y que no excedan en la cobranza las personas que lo hubieren de haber” (Hanke 1976: México I, 35). Tratándose de provincias más alejadas de la capital, el control de la Corona resultaba menos eficaz respecto a las inmediaciones de la Ciudad de México. Así se requerirá al virrey para que interviniera con “mucho cuidado” sobre la práctica de “ha-

11. Algunos estudiosos han visto en esto la causa de los impresionantes números de sacrificios humanos entre los aztecas (Harner 1997, Graulich 2005).

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cer y herrar esclavos, así por guerra como por rescate”, para que en estas provincias no se excediera “de la orden que les diéreis, conforme a la comisión que de ello os tenemos hecha” (Hanke 1976: México I, 35). Se recordaba al alter ego del rey que el tema del respeto por las leyes sobre la esclavitud de los indios era “uno de los principales artículos en que queríamos tener muy segura y saneada la nuestra conciencia” (Hanke 1976: México I, 35). En este mismo capítulo se vuelve a tratar de la correspondencia entre el virrey y “los prelados, o protectores, o personas religiosas, o a otras que supiéreis que tienen buen celo, para que os avisen de las cosas que en ellas pasaren que se deben proveer y remediar”. De nuevo se cuenta con tal instrumento para que el gobernante pudiese “ser avisado de la gobernación espiritual y temporal de aquellas provincias y de las otras sujeta a esa audiencia”. Además, se ordenaba a Mendoza tener “mucho cuidado de hacerlo así cuando fuéreis avisado por alguno de ellos, porque de esta manera se remediarán los inconvenientes y si animaran las personas de buen celo a daros semejantes avisos”. Estas informaciones debían ser enviadas a la corte: “nos daréis noticia siempre en vuestras cartas del estado de aquellas provincias, y todo lo que de nuevo se descubriere, y de lo que os pareciere proveer para el bien de ellas” (Hanke 1976: México I, 35). Las relaciones entre virrey y Audiencia y la vigilancia del virreypresidente sobre el funcionamiento del tribunal componían el capítulo trece. Mendoza debía cuidar mucho “que en la audiencia se administre justicia con la autoridad que conviene y con la brevedad posible, y que haya mucho cuidado de las cosas de oficio en que suele haber más negligencia” (Hanke 1976: México I, 36). A este efecto, debía colaborar con los miembros de la Audiencia, principalmente mandando “al fiscal que lo solicite y haga lo que debe a su oficio, y tenga mucho aviso de saber si quebrantan nuestras provisiones dadas y ordenadas”, así como “los mandamientos y provisiones vuestras y de esa audiencia” (Hanke 1976: México I, 36). La máxima atención debía reservarse a tutelar “la instrucción y conservación y buen tratamiento de los indios”, porque, se recordaba que tutelar y amparar a los naturales “como de personas que de ello tienen necesidad” y que, en particular, “aún no entienden la voluntad que tenemos de su buen tratamiento y la obligación que vosotros tenéis a ello”, era uno de los principales deberes del virrey y de los oidores (Hanke 1976: México I, 36).

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Al mismo tiempo, porque “esa tierra es tan grande y las cosas que se deben proveer y remediar en ella no las puede saber esa audiencia desde allí”, y tampoco bastarían las “relaciones de religiosos ni corregidores para ello”, el virrey debía proveer, como se manda en al capítulo 14, un constante servicio de inspección por todo el distrito audiencial. Éste debía ser efectuado de forma rotativa por uno de los oidores, de manera que “ande siempre uno de ellos informándose” de todos las cuestiones relativas al buen funcionamiento del gobierno, espiritual y temporal, y de la justicia. Se proporcionaba al virrey una larga nómina muy ilustrativa de los intereses de la Corona. El oidor debía informarse en cada provincia y averiguar “la calidad de la tierra, y número de sus pobladores y manera de sustentarse que tienen o podrían tener”, así como de las iglesias y de los “monasterios que ha menester, y otros edificios públicos necesarios para la facilidad de los caminos o bien de los pueblos”; además, debía averiguar si los indios “reciben agravio o no de los españoles o de sus propios caciques”; si permanecían los cultos tradicionales indígenas: “se hacen sacrificios, idolatrías, y otros ritos y excesos graves que solían hacer”; “si los corregidores hacen bien sus oficios, si los esclavos que andan en las minas son adoctrinados y alimentados como deben y si se les da el trabajo moderado y sin peligro de sus vidas”; y si los indios recibían buen trato: “si se cargan los indios o se hacen esclavos contra lo que está ordenado u ordenaréis”. Para que el oidor fuese bien advertido de sus competencias en esta inspección, el virrey debía darle “larga y bastante instrucción”, reproduciendo en una escala menor el mismo procedimiento que el rey había seguido con él (Hanke 1976: México I, 36). De regreso a la capital, el oidor debía hacer una minuciosa relación al virrey y a los otros jueces de lo que había encontrado, para que se interviniese, aunque en casos especiales, en que “no convendrá diferir el remedio de algunas cosas que el oidor viere que requieren brevedad en ello”, el propio oidor tenía facultad de poner remedio, gracias a una “comisión” (una forma de poder delegado) del virrey, para “proveer las cosas cuya dilación fuere dañosa o no fuere de calidad que requieran mayor deliberación y acuerdo con vos y con los otros oidores” (Hanke 1976: México I, 36-37). Una figura muy importante para el gobierno local del territorio indiano era la del corregidor, sobre la cual se detienen las instrucciones en el capítulo quince. Se mandaba al virrey que los seleccionase con mucha atención y que les diese “las instrucciones necesarias que han

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de guardar” y, a continuación, “tendréis cuidado de saber cómo hacen sus oficios, y que se les tome residencia en sus tiempos” (Hanke 1976: México I, 37). Si el corregidor era el puente entre la escala indígena y local, su control recaía sin embargo sobre a la audiencia. La Corona solicitaba al virrey que “en esa audiencia se miren que entiendan los cargos y culpas de cada uno, y sean castigados los que lo merecieron, conforme a las leyes de estos reinos y a las ordenanzas y provisiones que para esa tierra están hechas”. No se requería de Mendoza sólo vigilancia, sino también acción, “favoreciendo y honrando siempre a los que hubieren hecho lo que deben en sus oficios”. Debía averiguarse que la misma consideración se tuviese en “lo que deben en sus oficios los regidores, alguaciles, y escribanos y otros oficiales y ministros de justicia y república, corregiéndolos como sus culpas merecieren, y favoreciéndolos conforme a sus servicios” (Hanke 1976: México I, 37). En el penúltimo capítulo la atención volvía al funcionamiento de la Real Hacienda. En este caso, a diferencia de las instrucciones precedentes, se explicaba cómo en la Nueva España, ésta consistía “mucho en cosas muy menudas, en que podemos recibir daño si en los que la tienen y administran no hay aquella fidelidad y diligencia que conviene” (Hanke 1976: México I, 37). Por tanto, se pedía un especial cuidado y vigilancia por parte del virrey, sobre todo para asegurarse que los oficiales a ella destinados fuesen “personas hábiles y fieles y diligentes cuales conviene”. Mendoza debía intervenir para eliminar la “malicia o negligencia de los administradores”. Después de este breve preámbulo, se trata lo que parece ser el punto de mayor interés para el soberano: los arrendamientos que el propio Mendoza había efectuado para mejorar la recaudación fiscal en algunos lugares. La medida fue aceptada por el rey, que sólo reclamaba que “no se hagan a los pueblos extorsiones algunas”, en cuyo caso, se afirmaba, el soberano se hubiera sentido “más deservido de cualquier exceso” que “de perder el provecho y servicio que de arrendarse se nos puede seguir” (Hanke 1976: México I, 37). Finalmente, desde la corte se mandaba que se hiciese “una traza o pintura de los principales pueblos y puertos de esa tierra y costas de ella”, siendo lo más verdadera posible e indicándose “el sitio, distancia de leguas, grados de altura que hubiere de un pueblo y puerto a otro, y en cada uno de ellos”. Otro mapa debía indicar “la tierra e islas que el marqués [Hernán Cortés] ha descubierto o descubriese, si buenamen-

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te se pudiere hacer” (Hanke 1976: México I, 37). Es evidente el deseo que el soberano y sus consejeros tenían de ubicarse mejor en el contexto novohispano, además de conocer efectivamente la dimensión de lo que Cortés había descubierto y conquistado para el rey. Las instrucciones de 1536 se cierran con un punto dedicado a consideraciones de carácter general, en las que, después de haber elogiado a Mendoza por su “buen entendimiento y prudencia y deseo que tenéis de servirnos y cuidado que ponéis en hacerlo”, se explica muy cortesmente que se había resuelto escribir estas nuevas instrucciones, no porque el virrey no hubiese podido afrontar estas cuestiones, sino “para despertar y avivar más vuestro buen celo y cuidado, y para que conozcáis cuanta voluntad tenemos que esa tierra sea en todo muy bien gobernada y tratada” (Hanke 1976: México I, 37-38). La formula de la expresión demuestra que se quería evitar ofender la sensibilidad de un fiel vasallo que ostentaba un alto cargo y lo desempeñaba con provecho. En el excipit se ruega al virrey que siga manteniendo “aquel cuidado y buena providencia” que de él se espera y que convienen “para el servicio de Dios y nuestro, perpetuidad, conservación de esa tierra”. Pues además así lo requería “la grandeza y variedad de cosas de esa tierra” y “la distancia que hay en estos nuestros reinos donde nos residimos”. Las consecuencias de la distancia entre Castilla y la Nueva España solamente se podían vencer gracias a una constante información por parte del virrey de todas sus iniciativas y del apoyo “de lo que acá os pareciere que nos debemos mandar proveer” (Hanke 1976: México I, 38). La tarea gubernamental de los virreyes indianos se presentaba, sobre todo durante el siglo xvi (cuando el control de la Corona de Castilla necesitaba todavía consolidarse y articularse según las necesidades que los reinos americanos exponían a la monarquía), como difícil y azarosa. Muchos virreyes, sobre todo en la Nueva Castilla, tuvieron que enfrentarse con formas de resistencias al poder de la Corona que ellos mismo representaban. Estas resistencias pudieron ser tanto pacíficas como armadas, siendo frecuentes las rebeliones, los motines y los alzamientos animados tanto por las poblaciones indígenas como por los primeros colonizadores cuyo proyecto político y cuyas ambiciones se enfrentaban con los de la Corona. La reconstrucción de sus gestiones político-administrativa y del complejo mundo en que las desarrollaban es, todavía, un interesante desafío para la historiografía y

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en esta tarea las instrucciones reales representan para el historiador un válido y eficaz instrumento de análisis. Similar a lo que ocurre en otros sectores de la historiografía, donde se utilizan con frecuencia documentos como las instrucciones a los nuncios pontificios o a los embajadores para perfilar su actuación y las cuestiones políticas de mayor relevancia en su época, las instrucciones a los virreyes (americanos en nuestro caso, pero se puede extender a todos los alter ego del rey) se presentan como una fuente muy interesante para una mejor comprensión del mundo de los vicesoberanos, sus relaciones con la corte y el contexto en que se encontraban durante su tarea gubernamental. Pueden revelarse como un útil instrumento para la valoración de cada uno de los diferentes virreyes, si se confrontan con sus medidas y su actuación política y administrativa. Este cruce de fuentes permite al historiador evaluar con más atención y conocimiento tanto los asuntos en los que la Corona no tenía una clara opinión sobre la mejor línea de actuación política a seguir, dejando a su mandatario la posibilidad de actuar con iniciativa propia, como las cuestiones sobre las cuales el Consejo y el soberano ya tenían una opinión definida. Esa oportunidad nos puede ayudar a definir con mayor precisión la capacidad de actuación que cada virrey tenía y, al mismo tiempo, las formación de las estrategias políticas generales de la Corona sobre los asuntos de Indias y su exacta evolución. En esta contribución, además, nos hemos entretenido en analizar puntualmente las instrucciones dadas por el rey al primer virrey de Nueva España, intentando poner de relieve las principales problemáticas de carácter político, en el gobierno espiritual y en el gobierno temporal, para ofrecer un ejemplo de la utilidad de estas fuentes sobre la historia de la América virreinal.

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El gobierno del imperio portugués. Reclutamiento y jerarquía social de los gobernantes (1580-1808)* y ** Mafalda Soares da Cunha CIDEHUS-UE Nuno Gonçalo Monteiro ICS-UL

Este trabajo se encuadra en una doble problemática. La primera cuestión a tratar es la de la evolución de la jerarquía nobiliaria portuguesa, especialmente bajo la dinastía Braganza (1640-1832). En términos globales, y tal y como se ha destacado en varios trabajos, se observa un progresivo estancamiento en la cúspide de la pirámide nobiliaria, proceso que se combina con una paulatina polarización entre la nobleza de corte y la nobleza provincial1. La división entre la principal nobleza cortesana, encabezada por los Grandes, y las restantes noblezas se revela, además, decisiva para llevar a cabo un análisis de los criterios de recluta-

* Traducción de Antonio Terrasa Lozano (CIDEHUS- UE). ** Este texto resume el estudio realizado en el ámbito del proyecto “Optima Pars II-As elites portuguesas de Antigo Regime” (Projecto POCTI/HAR/35127/99), coordinado por Nuno G. Monteiro, Instituto de Ciências Sociais de la Universidad de Lisboa/CIDEHUS-UE, financiado por la Fundação de Ciência e Tecnologia-Ministério da Ciência e Tecnologia, 2001-2004 y publicado en Cunha y Monteiro (2005: 191-252). Es importante advertir, no obstante, que, sin modificar las conclusiones fundamentales, posteriormente se han publicado algunos trabajos que indican que algunas cifras parciales deberían ser rectificadas. Por ejemplo Kuhn (2006); Silva (2008); Cosentino (2009). 1. Cf., entre otros, Monteiro (1998), Monteiro (2003: 37-81) y Costa y Cunha (2008).

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miento para cubrir los principales oficios de la monarquía, entre los que se contaban los gobiernos de las conquistas. A su vez, el asunto de la jerarquía de las noblezas nos plantea varios problemas importantes: ¿cuál era la posición social de las élites de las conquistas?, ¿cuáles eran los límites de sus estrategias de ascenso?, ¿hasta qué punto la polarización corte-provincias (o conquistas) limitaba las posibilidades de las élites de la metrópoli de conseguir un arraigo duradero en las conquistas? El segundo problema es el de la revisión de las lecturas que se han hecho de los imperios del Antiguo Régimen. Contra la imagen que hacía hincapié en las dimensiones de una dominación colonial unilateral, tomada de modelos contemporáneos, buena parte de la historiografía reciente sobre el tema, que incluye algunos trabajos sobre Brasil fuertemente inspirados en las tesis de Jack Greene2, ha enfatizado la dimensión negociada de los imperios ultramarinos europeos de la época moderna y revalorizado la autonomía y vitalidad de sus élites locales y regionales en el marco de la exclusividad comercial de las respectivas metrópolis. El citado autor llegó incluso a aplicar a los antiguos imperios coloniales el concepto de monarquía compuesta, originalmente construido para calificar a las grandes monarquías europeas de comienzos de la era moderna. Además, por lo que se refiere a las revisiones que se están llevando a cabo de las imágenes del imperio atlántico portugués, concurren varios temas que no coinciden ni en el plano cronológico ni en el plano interpretativo. Destacaremos solamente algunos. Sin duda, está presente el de las conexiones directas entre Brasil y África (Angola particularmente) asociadas al tráfico de esclavos que posibilitarían, desde al menos mediados del siglo xvii, una acumulación autónoma en la colonia3. También el de la existencia de redes imperiales que comprendían un entramado de intereses múltiples que siempre incluían actividades mercantiles, gobernadores, élites locales, burócratas y hombres de negocios4. Finalmente cabe mencionar la sugerencia de que el creciente protagonismo de las élites locales brasileñas les abrió 2. Greene (1994) y Greene (2002: 267-282). 3. Cf., entre otros, Alencastro (2000), Fragoso (1998), Fragoso y Florentino (1998); esta aproximación crítica respecto al estudio fundacional de Novais (1986), no deja de tener muchos antecedentes; cf., por ejemplo, Pardo (1977). 4. Cf., entre otros, Alencastro (2000); Gouvêa (2001: 285-315); cf. también el estudio clásico de Boxer (1952).

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el acceso a los oficios de la monarquía en la colonia, incluidos los gobiernos de las capitanías. Según estos autores, dicha tendencia se verifica en el contexto de la Restauração y se agudizaría a lo largo del siglo xviii5. Aunque procedentes de otros ámbitos de investigación, especialmente del estudio de las élites portuguesas del Antiguo Régimen, compartimos (sólo) parte de las nociones de los citados autores en estas aproximaciones recientes a los temas de la historia del imperio portugués. Si Portugal no constituía en Europa una “monarquía compuesta” sino sólo un reino vinculado a sus inmensas “conquistas”, desde nuestro punto de vista una de las características fundamentales de la administración portuguesa en las capitanías de Brasil y en las islas del Atlántico era su división, no sólo espacial sino también sectorial, en instancias múltiples que mantenían sus propios canales de comunicación política con Lisboa y que, frecuentemente, entraban en conflicto. Esta afirmación puede aplicarse con toda legitimidad a la administración militar pero también a la organización fiscal, a la judicial (desde la que pontificaba una magistratura letrada que circulaba a escala de todo el imperio gracias a los nombramientos hechos en el reino pero que después desarrollaba vínculos locales6), a la eclesiástica7, y también a la estructura administrativa local, principal instrumento de integración política de la colonia y de sus élites en el espacio imperial8. En este conjunto y teniendo en cuenta las dos visiones contrapuestas del imperio en tiempos de los Braganza (la imagen de “un reino con sus conquistas” versus la de “una monarquía pluricontinental” a la que las conquistas confieren una naturaleza “compuesta”), ¿cómo situar a los gobernadores (militares) del imperio?, ¿como un instrumento de imposición central o como uno de los múltiples planos en los que se actualizaba la relación contractual entre el centro y las periferias coloniales?

5. Alencastro (2000: 307), Russell-Wood (2002: 115). 6. Cf., entre otros, Subtil (2002: 37-58); entre 1772 y 1826 “417 ministros, es decir, el 24% del total, decidieron emigrar a las Islas y a Ultramar, constituyendo apenas el 7% los que regresarían al reino” (p. 43). 7. Coelho (2009). 8. Cf. desde el estudio clásico de Boxer (1965), a la numerosa bibliografía reciente en la que se destaca Bicalho (2001: 189-221).

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A lo largo de este trabajo intentaremos proporcionar una respuesta clara a estas cuestiones. Sin embargo su orientación general puede ser desde ahora mismo enunciada: dentro de una monarquía pluricontinental, caracterizada por la comunicación o por la negociación con las élites de la periferia imperial, se tendió a una creciente diferenciación entre las diversas esferas institucionales (militares, judiciales, tributarias, eclesiásticas, mercantiles y locales) y no a su confusión. Cada una de ellas, por otra parte, respondía a diversas lógicas sociales y a distintos patrones de circulación en el espacio de la monarquía. La integración de las periferias y el equilibrio de poderes en el imperio no se realizaban a través del enraizamiento local de todos los agentes mencionados, cosa que podía ocurrir o no, sino, al contrario, se producía gracias a que las distintas instancias y sus respectivas élites se disputaban mutuamente y mantenían vínculos de comunicación con el centro. En este sentido, las características específicas del período de la guerra de la Restauração no se volverían a repetir de forma sistemática. Por esta razón pensamos que los indicadores que vamos a presentar contradicen algunas de las orientaciones de la historiografía mencionada más arriba, sobre todo cuando extrapola al siglo xviii modelos y conexiones imperiales calcados de los que se detectan a mediados del xvii.

Geografía política del imperio portugués Los datos que serán objeto de análisis son resultado del proyecto Optima Pars, en el que se trabajó a partir de listas publicadas9, que fueron posteriormente corregidas y ampliadas10. La identificación social de los gobernantes y la reconstrucción de sus respectivas trayectorias se hicieron recurriendo a un elevadísimo número de fuentes de información. Se seleccionarán para el análisis los gobiernos de toda el área atlántica incluyendo los gobiernos de la América portuguesa, las plazas norteafricanas –Tánger, Mazagán y Ceuta–, de Madeira y las Azores, de Angola, de Cabo Verde, de Santo Tomé, de San Jorge de Mina

9. Henige (1970). Las listas fueron ampliadas a partir de la reconstrucción de los titulares de las capitanías mayores más importantes de la India. 10. En el caso de Santo Tomé a partir del estudio de Serafim (2000) y en el de S. Jorge de Mina, del trabajo de Ballong-Wen-Mewuda (1993).

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y de Cacheu/ Guinea-Bissau. En cuanto a la cronología, se considerarán todos los gobernadores y capitanes mayores conocidos que comenzaron sus mandatos entre 1578 y 1808, divididos en dos períodos: 1578-1700 y 1701-180811. Como puede verse en el Cuadro 1, para el siglo xvii tenemos 665 mandatos individuales de gobierno, de los que el 58% se refieren al conjunto de los territorios brasileños; en el siglo xviii, sobre todo a causa de un notable aumento de la duración media de los años de gobierno, el número de mandatos individuales se reduce hasta los 490, de los cuales el 71% corresponde al territorio de Brasil. CUADRO 112 Mandatos individuales de gobierno en el imperio atlántico portugués Gobiernos

Fechas

Mandatos Fechas Individuales

Mandatos Individuales

Brasil (y Marañón) Gobernadores Capitanes mayores y capitanías subordinadas Mazagán Tánger Ceuta Madeira Azores Angola Cabo Verde Santo Tomé (y Príncipe) San Jorge de Mina Cacheu+Guinea-Bissau TOTAL GENERAL

c.1578-c.1700 c.1578-c.1700

386 111 275

c.1701-c.1808 c.1701-c.1808 c.1701-c.1808

346 152 194

1578-1702 1578-1662 1578-1641 1578-1702 1575-1701 1587-1702 1586-1702 1581-1637 1614-1707

38 25 20 31 34 42 49 11 29 665

1702-1769 1701-1833 1766-1810 1701-1810 1702-1818 1702-1817 1707-1811

10 20 5 21 26 25 37 490

Tanto el hecho de que la monarquía atribuyera una importancia diferente a cada uno de esos espacios, como el que esa importancia variara en función de los cambios del peso económico, militar y simbólico de cada uno de los territorios en relación al conjunto. Son elemen11. Las fechas efectivas de los gobiernos sobrepasan los límites fijados ya que hubo muchos gobernadores nombrados antes o durante el año 1808 que acabaron sus mandatos años después. 12. Tal como se explica en la nota (1), estos dados necesitan algunas rectificaciones y no pueden considerarse definitivos.

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tos fundamentales para comprender las características a lo largo del tiempo del perfil social de los titulares de los diferentes puestos de gobierno. La existencia de dicha jerarquía queda patente en indicadores como el título dado a los cargos de gobierno, los salarios de los gobernantes y la atracción social que generaban. Un documento de principios de la década de 165013 evidenciaba esta cuestión muy elocuentemente. En él se enumeraban los “cargos importantes (...) calificándolos en función de la estima que se tenía y se tiene por cada uno de ellos”. De esta manera, señalaba primero los cargos más antiguos, encabezados por los de la India, a los que seguían las presidencias de los consejos y los puestos más altos de los gobiernos del reino14 y del reino del Algarve. A continuación venían el Gobierno General de Brasil, los gobiernos del norte de África, los cargos militares del reino y, por último, los gobiernos de Madeira, de las Azores y el de Pernambuco. Tras éstos indicaba otros cargos, explicitando que se habían acrecentado, siguiendo un orden que ya distinguía entre el reino y las conquistas y situaba los principales cargos militares en la metrópoli. Los más reputados eran ahora los gobernadores de armas de las provincias del reino. Por lo que respecta a los territorios de fuera del reino, y con la excepción del virreinato de la India, se verifican algunos cambios: el Estado de Brasil lideraba la lista, siguiéndole Angola, Cabo Verde y Santo Tomé. Sólo después aparecen los gobiernos de Marañón, Río de Janeiro, la capitanía mayor de Gran Pará y Marañón y, finalmente, la capitanía mayor de Cacheu. Se decía que los restantes eran muy pequeños y que no merecían ser enumerados. Aunque la jerarquización presentada en este documento reflejara la lógica política de la Corona, se mencionaban también los casos en que los potenciales candidatos percibían los distintos gobiernos de manera distinta así como sus razones. Así ocurría, sobre todo, con el ya mencionado gobierno de armas de las provincias del reino y con Río de Janeiro. Sobre el gobierno de esta última se escribía que “este cargo es más reputado porque aunque gobierna subordinado a otro lo que no sucede con los otros puestos apuntados por la bondad de la tierra

13. BNP, Colecção Pombalina, 653. Se agradece esta información a Pedro Cardim. 14. Se trataba de los cargos de vedores da fazenda, presidente do desembargo do paço, presidente do conselho ultramarino, regedor da Casa da Suplicação, presidente da Mesa da Consciência e Ordens y governador do porto.

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y por las ventajas que ofrece es reputado por tanto después de Angola”15. O sea que, pese a lo que la Corona consideraba un indicador de inferioridad política, Río de Janeiro era preferido y era más solicitado que Cabo Verde, Santo Tomé o Marañón. Por lo que respecta al asunto de los salarios, pueden aducirse evidencias que también subrayan la jerarquización política del imperio. El gobernador y capitán general de Brasil recibía durante el primer cuarto del siglo xvii 1.200.000 réis de salario; el capitán mayor de Pernambuco, 400.000 réis y el gobernador de Río de Janeiro, solamente 100.000 réis16, pasando, en la década de 1640, a percibir 200.000 réis17. También desde principios del siglo xvii había sido establecido que los gobernadores de Angola recibieran 800.000 réis anuales, cantidad que a partir de 1676 aumento hasta 1.000.000 de réis. Por lo que respecta a Cabo Verde, en 1600 el salario se duplicó pasando de 300.000 a 600.000 réis18. En Santo Tomé los salarios se fijaron inicialmente en 400.000 réis y tan sólo en la década de 1660 se incrementaron hasta los 600.000 réis19. Estas cantidades no agotaban, obviamente, los pagos a los titulares de gobiernos en ejercicio. Ayudas de costa para embarcarse, partidas para el pago de un cierto número de hombres para su guardia (20 o 30), participación en la actividad comercial del enclave y derechos de concesión local de distintas mercedes (hábitos de órdenes militares y nombramiento de oficios) eran complementos remuneratorios generalmente concedidos y que variaban en función del territorio20. Si los comparamos con los salarios que se obtenían en la India, constatamos que los valores de los sueldos eran globalmente más elevados, puesto que en la mayoría de sus fortalezas principales (Diu, Malaca, Ceilán) los capitanes mayores recibían 600.000 réis anuales desde por lo menos mediados del siglo xvi y que el virrey se destacaba claramente en el conjunto del imperio con un estipendio de 3.200.000 réis21, además de las mercedes que le eran concedidas al ser nombrado. Por lo que al siglo xvii se refiere, nos falta por ahora una relación completa de salarios. En todo caso se pueden señalar dos tendencias

15. 16. 17. 18. 19. 20. 21.

BNP, Colecção Pombalina, 653. Salvado y Miranda (2001: 75). Barros (2008: 286). AGS, Secretarias Provinciales, libro 1460, 30. Serafim (2000: 121). Salvado y Miranda (2001: 410-411); Silva (1996); Serafim (2000). Asignación concedida en 1564 a don Antão de Noronha.

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esenciales que parecen contrastar significativamente con lo que se dice sobre esa centuria. Desde luego parece evidente que los sueldos pagados en el imperio fueron, al menos en las capitanías con estatuto de gobierno, superiores a los que se percibían en el reino por el puesto que se detentaba en el aparato militar. Por regla general se conseguía mucho más rápidamente un gobierno en el imperio que una promoción en el reino, pese a que la calidad de nacimiento tendiera a acelerarlo todo tanto en el reino como en las conquistas. Luís Albuquerque Melo Pereira Cárceres, el gobernador de la capitanía de Mato Grosso entre 1772 y 178922, era, antes de su nombramiento, sólo capitán (1764) y ayudante de órdenes del gobernador del castillo de Almeida, siendo promovido a coronel de caballería ya durante su largo gobierno (1782) y a mariscal de campo bastante más tarde (1794). Y los ejemplos podrían multiplicarse. Además, al igual que para el siglo anterior, se verifica un contraste flagrante entre los salarios en las capitanías principales y los que se percibían en las dependientes o secundarias. Lo que mientras tanto se altera es la jerarquía de los territorios que constituyen el imperio. Sin rebajar los valores apuntados, cabe destacar que dos gobernadores sucesivos de Pernambuco (1769-1787) percibieron 2.400.000 réis de salario, que por la misma época (1772-1778) el futuro primer vizconde de Lapa percibía 3.200.000 réis por el gobierno de Goiás, y que el futuro primer conde de Azambuja cobró 4.800.000 réis de salario durante su gobernación de Mato Grosso (1751-1762); por el contrario la capitanía de Ceará reportaba sólo 400.000 réis en los años veinte del siglo xviii, lo mismo que la de Río Grande del Norte ya en los años cincuenta, mientras que la del Espíritu Santo pasó de 300.000 réis en la primera mitad del siglo a 500.000 réis en la segunda. A principios del siglo xix (1800-1807) la jerarquía es clara en los gobiernos de los que tenemos información: Brasil, 8.000.000, además del salario del gobernador de Relação; Angola y Grão-Pará, 6.000.000; Goiás y Mato Grosso, 4.800.000; Pernambuco, 4.000.000; Paraíba y Piauí, 1.600.000 réis23. No obstante, es importante subrayar que el nombramiento de los gobernantes dependía tanto de los criterios sociales y de mérito prede-

22. Freyre (1968). 23. AHU, Conselho Ultramarino, Códice nº 171.

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finidos por la monarquía para cada territorio como de la decisión individual de aceptar o no el puesto. Y ésta, a su vez, se veía influida por el resultado de las negociaciones sobre mercedes que el gobernante designado iniciaba antes de aceptar el cargo y por la situación concreta en la que se encontraba el territorio en cuestión. Los gajes solicitados podían incidir tanto sobre las condiciones del ejercicio del cargo (salario, complementos remuneratorios, titularidad) como sobre las mercedes que se fueran a recibir, inmediatamente o a la vuelta, para sí y para sus descendientes. Por parte de la Corona los factores que intervenían en la decisión final incluían las cualidades del solicitante y la situación particular de resolución de servicios anteriores, ponderándolas con el estado de necesidad del territorio al que se iba a proveer y, por lo tanto, con la urgencia con que fuera necesario que se partiera a tomar posesión del puesto. Es por lo tanto evidente que la existencia de conflictos militares abiertos u otras dificultades conocidas reforzaban la capacidad negociadora del gobernante elegido y propiciaban actos de mayor liberalidad por parte de la Corona y, en general, una rebaja de sus exigencias habituales. Desde un punto de vista político la remuneración de los servicios era de tan central que desde finales del siglo xvi se hicieron esfuerzos por regularla. Fernanda Olival ha demostrado la existencia de instrumentos normativos que clasificaban las mercedes a conceder en función del tipo de servicios desempeñados, explicando la importancia de este dispositivo para la atracción de gente hacia las conquistas24. Cabe incidir en este último aspecto por revelar de forma muy clara los criterios de jerarquización de la corona en relación a los territorios del imperio. En función del menor tiempo de servicio exigido para la obtención de idénticas mercedes venían primero el norte de África y las armadas de la costa, después la India y, finalmente, el reino y Brasil en igualdad de condiciones. A partir de 1671 la regulación de las mercedes continuaba beneficiando a la India por delante de Brasil y del reino. En parte se trata de una ilusión óptica: todo lo allí mencionado se refiere a las pequeñas mercedes (hábitos de caballería, etc.), porque, por lo que respecta a las grandes (título de conde, ascensión de conde a marqués, en-

24. Olival (2006: 59-70); y Olival (2001).

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comiendas de órdenes, señoríos de tierras), los virreinados en la India y los gobiernos generales y las capitanías principales en Brasil estaban claramente a la cabeza de todos los demás cargos. Es cierto que a lo largo del siglo xviii esta jerarquía tendió a cambiar irreversiblemente, constituyendo el abandono de Mazagán, en el norte de África (1768), y el fin del título virreinal de la India (1768) durante el pombalismo expresiones culminantes de este viraje25. En cualquier caso, y siguiendo la estela de estudios anteriores sobre el tema26, es fundamental enfatizar la relevancia de la cultura de remuneración de servicios como dispositivo central de la monarquía para garantizar que continuara la disponibilidad de los vasallos para prestarlo, en particular los servicios militares.

Reclutamiento de gobernadores y capitanes mayores. Procesos, espacios y jerarquías Hasta donde sabemos, los monarcas portugueses no vendieron, al menos directamente, los oficios de gobierno de las capitanías ni de agrupaciones de territorios de las conquistas (capitán mayor y gobernador)27. Esos oficios podían, sin embargo, ser concedidos por la Corona en pago a servicios prestados. Los nombramientos para los gobiernos del imperio presentaban modalidades diversas: los que hacía la Corona, previa consulta al Consejo de Portugal, al de Indias o al Ultramarino; los de los donatarios (en las capitanías hereditarias), aunque necesitaran de la ratificación de la Corona; los de los gobernadores de las capitanías principales en el caso de las capitanías de ellos dependientes, aunque esta práctica se perdió con la institucionalización de las consultas del Consejo Ultramarino; los que se hacían por elección de las cámaras locales (en caso de abandono, muerte súbita o deposición del titular elegido) casi siem-

25. Cunha y Monteiro (1995: 91-120) y Monteiro (2008: 229-230). 26. Véase Bardwell (1974), Monteiro (1998), Olival (2001 y 2006). 27. Al revés parece que se llegaron a vender entre particulares gobiernos de plazas militares, concretamente en la India. Pero el asunto merecería una investigación más profunda que aclarara con exactitud la naturaleza y los conceptos de este tipo de transacciones, como se hace en Stumpf y Chaturvedula (2012).

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pre en situaciones de interinidad; y finalmente cabe señalar que los propios donatários (señores de pequeñas capitanías) podían asumir las funciones de los gobiernos, aunque esto era algo que hicieron muy raramente. Esta pluralidad de entidades responsables de los nombramientos tenía consecuencias efectivas en la definición del perfil social de los elegidos desde el momento en que estaba ligado con las propias lógicas del proceso de reclutamiento. Por lo que respecta a los donatarios, todavía no nos resultan suficientemente claros los criterios exactos de elección. Las autoridades locales –ya fueran los gobernadores o las cámaras– elegían dentro del universo compuesto por los que residían en los territorios coloniales que se habían sabido imponer y que habían demostrado su valía. En ambos casos solían fijarse en personas que por regla general tenían un menor estatus social. Sin embargo, por lo que respecta a la Corona, su mayor intervención en los procesos de elección a lo largo del siglo xvii elevó los requisitos de rango social en los criterios de selección. No tanto en las capitanías mayores, ya que para ese tipo de puestos se consideraba que la buena política era seleccionar personas con menores atributos sociales exigiéndoseles, sin embargo, experiencia. Pero en los principales gobiernos la exigencia de autoridad social como fundamento para el ejercicio del poder era mayor y tendió a ser cada vez más respetada. De esta manera, aunque la elección de los gobernadores y capitanes mayores obedeciera a lo largo del siglo xvii a modalidades distintas28, la tendencia posterior a 1643 fue que la selección se produjera tras un “concurso” y posterior consulta al Consejo Ultramarino. Por lo general se abría un plazo para la presentación de las candidaturas acabado el cual el Consejo elaboraba una consulta, normalmente razonada, en la que se indicaba quién había sido el más votado29. A continuación, al menos cuando se trataba de los gobiernos más importantes, la consulta se elevaba al Consejo de Estado30, en los períodos en los que éste funcionó como órgano central de decisión política, para conocer su parecer antes de que se produjera el despacho regio final. En la segunda

28. Cunha (2008: 883-899). 29. Cf. una primera aproximación al asunto para el siglo xvii en Bardwell (1974). 30. Cf. extractos de consultas de finales del siglo xvii y comienzos del siglo xviii en BNP, FG, códice nº 749, en Rau y Silva (1955-1958) y en BNL, Pombalina, nº 230.

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mitad del siglo xvii cerca de dos tercios de las propuestas presentadas por el Consejo Ultramarino consiguieron proveimiento. El proceso de elección más arriba mencionado no comprendía, sin embargo, a los virreyes o gobernadores generales de la India y Brasil31 –materia sobre la que sólo el Consejo de Estado era consultado– ni los gobiernos de las Azores, de Madeira y de las plazas marroquíes que, casi siempre, fueron discutidos en el Consejo de Hacienda. No obstante a finales del siglo xvii y a principios del siglo xviii seguía existiendo un trámite más o menos normalizado que comprendía casi todas las capitanías de la Corona. Sin embargo, durante la década que siguió al fin de la Guerra de Sucesión española (1703-1714), o sea, en los años veinte del siglo xviii, fueron aumentando los nombramientos de gobernadores que no coincidían con las propuestas del Consejo32. Y, lo que es especialmente relevante, aumentaron gradualmente el número de capitanías no sujetas al sistema de concurso antes referido, o sea, cuyos gobernadores fueron nombrados sin consulta del Consejo Ultramarino. La regla parece clara: cuanto más importante era una capitanía antes desaparecían los concursos o se tornaban irregulares. En Minas, el último tuvo lugar en 1724; en São Paulo, en 1730; en Río de Janeiro, en 1739 (aunque el anterior fue en 1731 y ninguno de los dos tuvo provisión efectiva); en Angola, en 1743 (pero el anterior fue en 1724); en Grão-Pará (capitanía mayor), en 1745; en Marañón (ya convertido en capitanía mayor), en 1745; en Pernambuco, finalmente, el último concurso es de 1751, pero el anterior había sido en 1731, o sea, veinte años atrás. En los demás gobiernos de menor importancia o simples capitanías menores los últimos concursos tuvieron lugar ya en pleno período pombalino, habiéndose mantenido hasta entonces con relativa regularidad: Cabo Verde en 1756; Sergipe del Rei en 1757; Santa Catalina en 1758; Río Grande del Norte en 1760; Ceará y Paraíba en 1761; Santo Tomé y Príncipe en 1763; Espíritu Santo en 1764; y Cacheu en 1766. Final-

31. Hubo tan sólo una excepción en el siglo xvii –en 1644– donde se decía expresamente que “no toca al consejo consultar este puesto”, AHU, Consultas Mistas, Códice 13, fols. 148v-149v. 32. La información de la que nos ocupamos procede de AHU, Consultas Mistas, códices 18 a 28. A pesar de algunas diferencias, estas indicaciones coinciden con las recogidas en AHU, códice 339.

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mente se realizan unos pocos concursos aislados después de 1768 y a principios del siglo xix33. Esta evolución no parece haber coincidido con un cambio significativo en las prácticas administrativas en las colonias ni con una centralización de la autoridad en la figura del virrey34. Como se ha señalado, “las reformas pombalinas no transformaron (...) [el] padrón tradicional de ejercicio del poder en el imperio”35, fenómeno que resulta ser el contrario al observado en la América española donde la administración borbónica parece haber introducido cambios efectivos36. Otra cuestión es, aunque no sea éste el lugar para discutirla, la de la existencia o no de un proyecto colonial sistemático que cobraría cuerpo a partir de la institucionalización del Consejo Ultramarino37. El cambio mencionado parece responder a modificaciones en el funcionamiento de la administración central. El proceso antes descrito comienza antes de la creación (en 1736) y de su posterior puesta en marcha (ya en pleno pombalismo) de la Secretaría de Estado de los Asuntos de Marina y Dominios Ultramarinos (Secretaria de Estado dos Negócios da Marinha e Domínios Ultramarinos). Empieza a ser adoptado a mediados del reinado de Juan V cuando el modelo de decisión basado en las consultas a los distintos consejos y en la consulta final al Consejo de Estado para los asuntos más relevantes, practicado con interrupciones desde la Restauração, se abandona. Como alternativa el soberano recorrió a juntas más o menos ad hoc, no volviendo a reunirse aquel órgano38. Las gacetas manuscritas confirman esto ya para 173039. Por lo tanto el cambio descrito en el proceso de elección

33. Encontramos también algunas proposiciones de personas hechas por los donatarios para las capitanías mayores de Itamaracá y de Itanhaêm y dos consultas sobre el proveimiento de la colonia de Sacramento; como contrapartida, no se hallan consultas autónomas para el proveimiento de las capitanías de Piauí, de Rio Negro (tan sólo asociada) y de Rio Grande de São Pedro. Hay otras capitanías menores, significativamente concedidas a donatarios, y citadas en Saldanha (2000), de las que no encontramos ninguna referencia en esta documentación. 34. Alden (1968: 29-58 y 421-472). 35. Bethencourt (1998: 421). 36. Cf., entre otros, Brading (1998: 391-445). 37. Cf., contra este postulado, Hespanha (2001: 169). 38. Cf., entre otros, Merêa (1965: 17-20); Almeida (1995) y Monteiro (2001: 961-987). 39. Se informa en febrero de que “ha habido una junta de gobernadores y ministros que estuvieron en Brasil en la que también se hallaron Diogo de Mendoça el mozo

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de los gobernadores del imperio parece coincidir con una alteración profunda en los modelos de decisión en el centro político de la monarquía. Sin embargo parece que tan sólo durante el pombalismo los secretarios de estado de la sección respectiva asumieron un papel decisivo en la deliberación final. En realidad es en ese momento cuando parece que los centros de decisión política de la monarquía se transfieren definitivamente a las Secretarías de Estado. Debe recordarse, no obstante, que hasta su desaparición final en 1833, las relaciones entre la Secretaría de Estado y el Consejo Ultramarino fueron complejas y se conocen mal, habida cuenta de que el número de oficiales del consejo fue siempre más elevado que el de aquellos que dependían directamente de la secretaría40. El abandono del sistema de concursos en el Consejo Ultramarino y el cambio en el proceso de decisión descrito no se traducirían, sin embargo, en una “plebeyización” en el reclutamiento de los gobernadores y capitanes mayores, a diferencia de lo que ocurrió en la España del xviii. Al contrario, mantuvo y acentuó su carácter profundamente elitista. La plantilla de clasificación social adoptada para caracterizar a los gobernantes coloniales (cuadros 3, 4 y 5) precisa, naturalmente, justificación, aunque sea breve. Como se trataba de identificar trayectorias y no puntos de llegada las categorías sociales identificadas fueron definidas en función del estatuto social y la fecha de nacimiento, por lo tanto se construyeron a partir de la identificación del estatus social de los padres y/o del lugar de nacimiento. Aunque tenga gran importancia en el tratamiento global de los datos no distinguiremos entre primogénitos y segundogénitos para evitar categorías demasiado restringidas. Tampoco prestaremos atención sistemática al estatus alcanzado al final de la vida ni a la remuneración de los servicios prestados a la corona, pese a que son aspectos que consideramos esenciales para el problema que tratamos y que serán objeto de análisis en otro trabajo.

y Manuel Henriques Sacouto, y luego hubo otra de Rodrigo Cezar y del Cardenal da Mota, y dicen que de ellas resultarán algunas novedades” (Lisboa 2002: 79). 40. Sobre el Consejo Ultramarino, Caetano (1969); Myrup (2002) y Barros (2008).

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Por lo tanto las categorías tenidas en cuenta son las siguientes: 1 – Hijos de titulares e hijos de la primera nobleza cortesana 2 – Hijos de fidalgos41 incuestionables 3 – Hijos de personas que gozaban claramente de nobleza personal 4 – Individuos cuyos padres podían o no gozar de nobleza personal 5 – Hijos de personas con oficios mecánicos 6 –Naturales de los mismos territorios (en el siglo xvii mayoritariamente elementos de las oligarquías locales) 7 – Naturales de Madeira y las Azores (sólo para el siglo xvii) 8 – Extranjeros o eclesiásticos 9- Individuos no identificados (desconocidos). En su mayoría serían integrantes de las categorías inferiores de la jerarquía social de la época, es decir, que eran nacimiento baja nobleza o gentes de oficios mecánicos y muchos de ellos habrían ya nacido en la colonia sudamericana.

Grosso modo, distinguimos entre la “primera nobleza del reino”, los fidalgos incuestionables, las personas que gozaban de nobleza personal o política sin ser de origen fidalga y, por último, aquellas que tenían sin duda orígenes “mecánicos”. A esta clasificación según criterios de estatus social añadimos los individuos de origen local ya que observar la posibilidad que tuvieron o no de ascender a los gobiernos del imperio, independientemente del estatus que les correspondiera por nacimiento, era uno de nuestros objetivos principales. Somos conscientes de que la jerarquía de estatus sociales que presentamos se adecua, sobre todo, al período posterior a finales del siglo xvii cuando, por una parte, la “primera nobleza cortesana” había sido ya bien delimitada y, por la otra, la “nobleza civil o política” contaba ya con un estatus jurídicamente sancionado. La tipología propuesta es, por lo tanto, menos fiable para los comienzos del período considerado, cuando la sociedad cortesana de la dinastía reinante, la de los Braganza, todavía no se

41. Hemos optado por mantener en la traducción los términos portugueses fidalgo y fidalguia, que no pueden ser traducidos literalmente por “hidalgo” e “hidalguía”, cuyo significado es algo más restrictivo. El concepto portugués de fidalguia incluye a toda la nobleza de sangre, desde la más humilde a la más encumbrada, y carece de las connotaciones de nobleza menor, en términos de riqueza, poder y estatus, que tiene la hidalguía española. Si hubiéramos traducido los términos por “noble” y “nobleza” se hubieran perdido los matices del texto original en los que se alterna el uso de estos conceptos con los de fidalgo y fidalguia (N. T.).

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había formado. En cualquier caso podemos identificar una “primera nobleza”, en la que incluimos a los hijos de titulares, de señores de tierras, de encomenderos y de ostentadores de cargos palatinos que pertenecían a una rama reconocida de un linaje principal del reino. Sin embargo, el gran problema que afecta a todo el período considerado es el de la existencia de áreas de movilidad en el espacio nobiliario (por ejemplo, nietos de titulares con menor calidad de linaje por vía materna). Por este motivo muchas de estas personas son difíciles de clasificar siguiendo una tipología elemental. Las múltiples zonas intermedias en la jerarquía nobiliaria constituían un espacio de movilidad que intentaremos analizar y que configuran los límites de la plantilla de clasificación propuesta. No obstante todo esto, nos parece que ésta no deja de constituir un buen punto de partida para comprender algunas tendencias de conjunto. En cualquier caso el criterio de base para todos los nombramientos para puestos de gobierno y de jefatura militar del imperio era la posesión de estatuto de fidalguia. El capítulo XI del brazo de la nobleza en las Cortes de Tomar de 1581 presuponía este principio y lo reclamaba abiertamente. La respuesta real fue, sin embargo, más ambigua: “En las cosas que me recordáis & pedís en este capitulo proveeré como me parezca que conviene a mi servicio & buen gobierno de estos reinos teniendo siempre respeto a todo lo que pueda ser para la conservación & acrecentamiento de su nobleza”. Como se desprende de la reivindicación nobiliaria y de la reacción del monarca, podía haber divergencias entre lo que estaba regulado y las expectativas que de ello se derivaban y las prácticas habituales. La Corona reconocía sólo de manera implícita la justicia del principio expresado por la nobleza; los cargos citados debían ser encomendados a fidalgos. Sin embargo, no podía (ni quería) comprometerse a entregar todos aquellos cargos en bloque a la fidalguia. La decisión se tomaría caso por caso. Y, como veremos por el análisis de los datos relativos al perfil social de los elegidos, esta tensión se mantuvo durante todo el período estudiado.

El significado de los números. Imperio y jerarquía nobiliaria Analicemos ahora las carreras anteriores de los diferentes titulares de gobiernos del imperio desde finales del siglo xvi hasta el final del siglo xviii, haciendo especial hincapié en aquellos que acapararon los principales.

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Con la rara excepción de algunos juristas42 y eclesiásticos, la casi totalidad de los gobernadores del imperio durante estos dos siglos fueron militares. El notorio y creciente cuño aristocrático que revistió su reclutamiento refleja la composición de los cuadros superiores del ejército portugués. De acuerdo con los datos disponibles todo parece indicar que al comienzo del siglo xviii, cuando tuvo lugar la participación portuguesa en la Guerra de Sucesión española, la casi totalidad de los mariscales de campo, así como de los sargentos mayores, eran titulares por sucesión, hijos segundogénitos de titulares y miembros de casas de la primera nobleza cortesana43. En realidad una aplastante mayoría de Grandes (una mayoría cada vez más amplia) y de miembros de la primera nobleza prestó servicio en el ejército (fue difícilmente aceptable en los casos en que esto no ocurrió): entre un mínimo del 64% (antes de 1651) y un máximo de cerca del 90% (entre 1751 y 1832), llegando a ocupar más de un tercio de ellos puestos superiores44. Constituyendo un caso único en el contexto europeo, la mayor parte de las grandes casas aristocráticas portuguesas tuvieron a alguno de sus miembros en el gobierno de las conquistas. Más de la mitad de las 130 casas titulares que existieron en algún momento entre 1640 y 1810 tuvieron a uno de sus señores ocupados en esos oficios a lo largo de los siglos xvii y xviii. Pero si consideramos sólo las que tuvieron una existencia duradera, esas cifras aumentan hasta superar los dos tercios. Constituyen una notable excepción algunas de las más importantes casas bragancistas que nunca situaron a ninguno de sus señores en algún gobierno en el imperio entre 1640 y 1810: es el caso de, entre muchas otras, las casas ducales de Aveiro, Cadaval y Lafões (antes Miranda/Arronches) o los marquesados de Abrantes, Cascais, Marialva y Ponte de Lima (antes Vila Nova de Cerveira). Durante el período que consideramos no parece existir ninguna otra élite aristocrática europea para la que la circulación y el desempeño de oficios en un imperio fuera de Europa haya jugado un papel comparable.

42. Fue el caso de Mem de Sá, tercer gobernador general de Brasil en el siglo xvi, de Luís de Vasconcelos e Sousa, virrey de Brasil y lo de Caetano Pinto Miranda Vasconcelos Montenegro, gobernador de Mato Grosso y Pernambuco en el siglo xviii. 43. Tomado de Monteiro (2003a: 117-118). 44. Monteiro (1998: 524).

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Sin embargo, como se ha señalado en otras ocasiones, el servicio en el imperio era universalmente considerado un pesado sacrificio para quienes lo desempeñaban tanto en la India45 como en Brasil46, y la afirmación es válida para todo el período analizado. Es cierto que algunos sucesores de casas titulares aceptaron ser nombrados no sólo para los gobiernos generales y virreinatos de la India y Brasil sino también, aunque puntualmente, los de Bahía hasta después de 1763, Goiás, Grão-Pará, Mato Grosso, Minas Gerais, Pernambuco, Río de Janeiro (hasta 1763); São Paulo, Angola, Mazagán, Madeira y las Azores. Aunque los servicios prestados a la Corona en el imperio eran mejor recompensados con rentas y distinciones y con más garantías que los prestados en el reino, lo cierto es que sólo se aceptaba la carga de los gobiernos cuando servía para enriquecer nuevas donaciones o para aumentar las vidas por las que se podrían ostentar títulos y bienes de la Corona y de las órdenes militares, es decir, cuando las circunstancias de las casas lo exigían. Para el sucesor de una casa con grandeza el sacrificio sólo valía la pena, por lo tanto, cuando las circunstancias así lo exigían. Si éste es el punto de llegada, conviene determinar el cambio fundamental que este cuadro representa respecto a períodos anteriores. Durante los primeros ciento veinte años de Imperio pluricontinental (a grandes rasgos, desde comienzos del siglo xvi hasta 1620-1630) los cargos de gobierno ultramarino, con la obvia excepción de las plazas norteafricanas, no ejercieron ninguna atracción sobre la inmensa mayoría de los sucesores de la primera nobleza47. En esta categoría se integraban también los titulares de señoríos jurisdiccionales de juro y heredad del reino. Esta distinción entre los gobiernos de los distintos espacios geográficos estaba directamente relacionada con las preferencias de servicio de la principal nobleza portuguesa; era, en gran medida, resultado de la obligación de prestar servicio militar a la monarquía, y por lo tanto de percibir la correspondiente remuneración, y sólo afectaba, en el siglo xvi y principios del xvii, al norte de África y no tanto a Oriente ni, mucho menos, a los espacios del sur del Atlántico. De esta manera, dejando

45. Cf. los testimonios concluyentes en Monteiro (2000) y en Saldanha (1984). 46. Cf., en el mismo sentido, Lavradio (1972) y Lavradio (1978). 47. Magalhães (1993: 504).

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aparte el servicio en el norte de África, la ascensión a la nobleza titulada o la concesión de nuevas vidas para bienes de la Corona no pasaban casi nunca por los servicios ultramarinos sino por los servicios políticos en el centro, ya fuera en la corte o en la administración central. En Marruecos y en los archipiélagos de Madeira y de las Azores la presencia continuada de sucesores de casas de la primera nobleza y de titulados seguía la lógica de las administraciones señoriales, no la de las funciones representativas de gobierno militar que les confería la monarquía. Es evidente, sin embargo, que no todas las principales casas rechazaron participar en el proceso colonial. Algunas lo hicieron de forma indirecta, a través de la captación de rentas sobre los beneficios de aquellos territorios en lugar de hacerlo gracias al servicio militar efectivo en puestos de gobierno48. Incluso la fidalguia que se benefició de las capitanías hereditarias en el sur del Atlántico, con la obligación expresa de llevar a cabo una tarea de colonización y explotación económica, procedía casi siempre de forma parecida a la de esta nobleza donataria del reino; es decir, impuso una administración delegada para la gestión diaria de esos lejanos señoríos (lugartenientes), limitándose a percibir en el reino las rentas que allí se cobraban49. Los efectos negativos de esta actitud fueron el principal argumento de la monarquía para proceder a la reorganización administrativa que impuso a finales del siglo xvi con la creación de los gobiernos generales que se superpusieron políticamente a la fragmentación territorial de las capitanías hereditarias que, en algunos casos, se mantuvieron hasta el siglo xviii. Estas prácticas eran todo lo contrario a las seguidas por la fidalguia menor para la que la principal y masiva válvula de escape hacia experiencias de movilidad social exitosas era el servicio militar en el imperio, en particular en Oriente50. La corte y la administración central eran, de esta manera, el espacio de servicio privilegiado por la Corona en la primera mitad del siglo xvi51. Fue el impacto de las dificultades militares y económicas del imperio ultramarino, a partir del tercer cuarto del siglo xvi, el que impuso a la monarquía la creación de un sistema de remuneración que in-

48. 49. 50. 51.

Cunha (2004: 303-319). Saldanha (2000). Elbl (1997-1998: 53-80). Cunha (2001: 313-342) y Cunha (2002: 51-68).

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cluyera a todo el grupo nobiliario sin excepciones a causa de la calidad del nacimiento. Este sistema dignificaba y honraba claramente los servicios prestados en los territorios ultramarinos (y no ya sólo en el norte de África), formando por lo tanto parte de este proceso los cambios en la titulación de los cargos de gobierno, el aumento de los sueldos y la inclusión de títulos nobiliarios y encomiendas de órdenes militares entre las remuneraciones de los más relevantes servicios ultramarinos. Fue, pues, éste el comienzo de un proceso del que se perciben ya indicios durante el último reinado de la monarquía dual y que acabó por tener su culminación aristocrática en el siglo xviii. CUADRO 2 Servicios invocados para la creación de nuevos títulos (1580-1640)52 Imperio Diplomá- Políticos ticos Segundogénito de titulares Sucesor de señoríos Sucesor de otros Segundogénito de otros Españoles Total %

4 5 3

12 30

Sin TOTAL servicios

%

1

1

2

5

1 1

4 6 1

8 2

17 14 4

43 35 10

1 3 8

2 14 35

3 40 100

8 100

11 28

El Cuadro 2 muestra con elocuencia precisamente los comienzos de este cambio social en el reclutamiento a causa del uso de un mecanismo de remuneración de servicios basado en la concesión de títulos nobiliarios. Cabe por ello señalar que de los doce agraciados tan sólo dos lo fueron durante los reinados de Felipe I y Felipe II de Portugal53, habiendo obtenido título ocho de los restantes tan sólo en la década de 1630 o incluso en el mismo año 1640. En efecto, la gran mayoría de los fidalgos destacados que sirvieron en el imperio no eran sucesores de casas tituladas, tan sólo de casas de

52. Monteiro (2003b). 53. Los agraciados por Felipe I fueron don Luís de Meneses (1592) y don Francisco de Mascarenhas (1593).

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la primera nobleza o segundogénitos de casas tituladas (en ambos casos fue por esta vía por la que recibieron títulos a partir de 1620) o eran fidalgos de provincia. Si nos fijamos en ellos la imagen de consolidación deja de parecer tan estática. Desde luego porque los servicios en el imperio se convirtieron, entre 1610 y 1790, en la principal vía con la que contaron las casas de la primera nobleza para alcanzar el título que les faltaba para lograr la grandeza; además, en la fase más restrictiva de concesión de títulos de nobleza (1671-1760) más de la mitad de las concesiones se hicieron en pago por los servicios de virreyes, gobernadores generales y gobernadores de capitanía en la India y en Brasil54. Pero, sobre todo, porque descubrimos una notable zona de movilidad e indefinición en las franjas de la primera nobleza. Individuos (pues muchos no tenían casa) o casas de buen linaje noble, emparentados con la primera nobleza en algún grado, pero con malas alianzas de por medio o con escaso patrimonio y carentes de distinciones superiores de la monarquía y que, por ello, se encontraban en una especie de limbo por lo que respecta a su estatus social. Pese al reducidísimo número de hijas o de hijos no sucesores de grandes que se casaron fuera del grupo, hubo algunos que lo hicieron, como los bastardos55. En su conjunto, estos segmentos de la jerarquía nobiliaria acabaron por constituir un grupo numeroso, desempeñando un papel muy relevante en el servicio al rey (porque generalmente gozaban de la reputación de la calidad de su nacimiento), en particular en el gobierno de las conquistas, demostrando, hasta ascender a la cumbre de la pirámide nobiliaria, que se podía contar con ellos. Los ejemplos son numerosos y muy significativos. Durante el siglo xviii fueron todavía muchos los hijos segundogénitos de titulares y de casas de la primera nobleza que se embarcaron, siendo jóvenes, para la India. Ninguno llegó muy lejos. Lo máximo que consiguieron fue una plaza en la India (o el gobierno de Madeira, en el caso de José Carreia de Sá, uno de los muchos hijos de los terceros vizcondes de Asseca) o formar parte de una junta de gobierno interino (como don Lourenço de Noronha, hijo de los cuartos condes de Arcos). Su número fue disminuyendo a lo largo de la segunda mitad del siglo xviii.

54. Monteiro (2001a: 249-283). 55. Monteiro (1998: 141 y ss. y 168 y ss.).

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En el Atlántico, sin embargo, el destino de los fidalgos principales pero carentes de títulos fue muy venturoso. Muchos son los casos que se podrían aducir. Como el de los hermanos Freires de Andrade, en cuyo caso nos hallamos ante una fuerte implantación territorial y una efectiva acumulación de patrimonio material56 y de servicios a la Corona: el célebre Gomes Freire de Andrade (1638/1763), que unió varias capitanías bajo su mando entre 1733 y 1763 y fue hecho primer conde de Bobadela en 1758, era hermano de Henrique Luís Pereira Berredo, gobernador de Pernambuco (1737/1746) y de João António Freire Andrade, gobernador de Minas (1752/1758), que le sucedió en el título y la casa; tenían además otro hermano que prestó destacados servicios diplomáticos.

Las lógicas del imperio De este análisis, elaborado a partir de los nombramientos para cargos eminentemente político-militares, emerge una dimensión en la que destaca claramente el “dominio del centro” del imperio portugués. Como esperamos haber mostrado con claridad, la política real de nombramientos, al ser un elemento externo a las dinámicas locales, imponía modelos y prácticas políticas del centro sobre las periferias. Se observa este fenómeno en el progresivo aumento de la intervención de la Corona en los procesos de nombramiento y, sobre todo, en el resultado de los mismos, o sea, en una mayor “elitización” a la hora de seleccionar a los titulares de cargos y también en un menor control de algunos grupos familiares sobre determinados territorios. Se tiende, pues, a sustituir las lógicas menos formales de nombramiento por los criterios de la Corona para la que la desvinculación territorial del poder de los gobernantes convenía en beneficio de la eficacia de la acción política. En este sentido pensamos, por ejemplo, en los Carvalho en Tánger en el paso del siglo xvi al xvii o en los Albuquerque Coelho en las capitanías del Nordeste de Brasil, si bien en este caso ya a finales del siglo xvii. Sabemos, sin embargo, que esa dimensión coexistía con otras. Aproximaciones a partir de otros enfoques enfatizarían perspectivas más difusas, más plásticas y flexibles del imperio, matizando, por lo

56. Monteiro (2001a: 278).

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tanto, la idea que aquí hemos subrayado. Bastaría, por ejemplo, con pensar en las prácticas políticas locales o incluso en las redes mercantiles. En este campo, futuros trabajos deberán aclarar mejor el tema de las destituciones de los titulares de los gobiernos57 y sistematizar el asunto de los gobiernos interinos, toda vez que nos parece que son cuestiones que pueden permitir observar los focos de resistencia local a las políticas establecidas por la Monarquía. Esta hipótesis debe confirmarse a partir del análisis cuantitativo de la frecuencia de ocurrencias y de la duración de este tipo de gobiernos, permitiendo por tanto una lectura más consistente de la capacidad de imposición política del centro sobre sus periferias, así como de las potenciales fuerzas centrífugas dentro del imperio y de esta manera poder discutir el asunto de las redes sociales estructuradas al abrigo de las conquistas. Pero las tendencias generales ya permiten señalar algunas conclusiones interesantes. Se verifica, por una parte, el mantenimiento de la centralidad social de los espacios de gobierno ultramarino con más raigambre histórica y más vinculados al imaginario militar de la nobleza. Nos referimos a Madeira y las Azores y sobre todo a las plazas norteafricanas (aunque en este caso Pombal acabase con el fenómeno...) y a la India, donde la guerra, al ser contra el infiel, adquirió siempre una dignidad que no se reconocía a la lucha contra los indígenas africanos o americanos. Aunque en los cuadros anexos no se contemple el caso de la India cabe recordar que los cargos indios de gobierno se encomendaron, prácticamente sin excepción, a fidalgos incuestionables (al igual que el de la mayoría de las principales fortalezas indias) y que se mantuvo el proceso de aristocratización de sus máximos gobernantes –reclutados entre la primera nobleza del reino– iniciado ya en el tercer cuarto del siglo xvi. La novedad en el siglo xvii, que se mantuvo hasta el final del período considerado, fue la importancia que se reconoció al Gobierno General de Brasil y al reino de Angola derivado de la creciente revalorización económica y militar de esos territorios. En cualquier caso el establecimiento de una política de gobierno del imperio por parte de la Corona redundó en una coincidencia casi

57. Figueiredo (2001: 187-254). Creemos que el tema merece todavía una reflexión ampliada, tanto cronológica como espacialmente.

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total entre la jerarquía política de los espacios ultramarinos establecida por la monarquía y la jerarquía determinada por las calidades sociales de los nombrados para los distintos puestos de gobierno. Si por una parte esta política tendió a una mayor uniformización de los cuadros legales y administrativos reguladores de la actividad política en el conjunto de los territorios ultramarinos, por la otra respetó por regla general el principio reivindicado por el brazo nobiliario de preferencia de fidalgos para esos puestos. De esta manera, en el siglo xviii, como había ocurrido en el xvii, la calidad de nacimiento de los elegidos siguió siendo un indicador de las oscilaciones en la cotización e importancia atribuida por la corona a cada capitanía. No resultan sorprendentes, por este motivo, los ascensos de Río de Janeiro, antes de convertirse en sede de gobierno, de San Vicente/ São Paulo y de Angola, ni el elevadísimo estatus social de los que fueron reclutados para los gobiernos de las nuevas capitanías de Minas, Goiás y Mato Grosso. Como contrapartida, aunque aumentando el peso de los fidalgos, los gobiernos de Grão-Pará y de Pernambuco perdieron su posición relativa. Por el contrario, la baja cotización de Cabo Verde, de Guinea y de Santo Tomé en el siglo xviii refleja la creciente periferización económica de estos gobiernos a lo largo del período considerado. Sin detenernos mucho en los virreinatos ya estudiados58, detectamos un claro proceso de aristocratización o “elitización” de los reclutados entre los siglos xvii y xviii visible tanto en las principales capitanías como en las capitanías subordinadas. En Brasil, considerado en conjunto, los descendientes de titulares, de la primera nobleza cortesana y fidalguia incuestionable pasaron del 20% a mediados del siglo xvii, al 45% en el siglo xviii. Y, en las capitanías independientes, aumentaron del 57% al 82%. Esta evolución resulta particularmente visible en capitanías como la de Río de Janeiro, donde los fidalgos pasaron del 50% al 83%, como la de Grão-Pará (aumento elevado) donde se pasó del 7% al 63%, como la del Marañón, que pasó del 30% al 65%, o como la de S. Vicente/S. Paulo (aumento elevado), donde se pasa del 1% de fidalgos entre 1598 y 1710 al 79% entre 1721-1748 y 1763-1811. En las nuevas capitanías de Minas (86%), Goiás (100%) y Mato Grosso (88%) la regla general será que

58. Monteiro (2001a).

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el gobierno esté en manos de fidalgos. Lo mismo sucede en Pernambuco, pese a alguna pérdida de importancia relativa, donde se pasó del 60% al 84%. En las capitanías subordinadas esta evolución resulta, naturalmente, menos acusada, evolucionando, en términos globales, del 5% a sólo el 15% de fidalgos. En este grupo sólo destaca el incremento registrado en Paraiba, donde los fidalgos alcanzaron un significativo 56%. Aparte de esto, el número de individuos de orígenes artesanos o de nobleza dudosa se mantuvieron altos, alcanzado el 26%. En los otros gobiernos del Atlántico la dicotomía más arriba señalada entre capitanías principales y secundarias se mantuvo al igual que la tendencia a la aristocratización en las primeras. Angola (que pasó del 71% al 95%), Madeira (del 61% al 85%) y Mazagán (del 91% al 80%, a causa de dos interinos) eran gobiernos fidalgos, al igual que el nuevo de las Azores (100%). Agudizando una tendencia anterior, en otros gobiernos atlánticos la evolución es exactamente la contraria. En Cabo Verde se pasó del 23% al 19% y en Santo Tomé bajó del 49% al 24%. No hemos encontrado ni un sólo fidalgo conocido ni en Guinea Bissau ni en Guinea Cacheu. Otro dato significativo es el de la clara reducción del número de nombramientos entre “brasileños” y naturales de los territorios. En la América portuguesa el porcentaje de naturales descendió del 22% en el siglo xvii a tan sólo el 10% en la centuria siguiente. Esta tendencia evolutiva, ya apuntada en el último tercio del siglo xvii, se acentuó después: en el período 1700-1810, los naturales representaban el 3% de los nombrados para las capitanías principales (¡antes llegaban al 27%!), desaparecieron de los gobiernos de Bahía y Río y ninguno aparece entre los elegidos para gobernar las capitanías de Minas, Goiás y Mato Grosso; pese a ello no dejaron de ser relativamente numerosos en las capitanías menores, en las que representaban el 16% del total de los elegidos, un poco menos del 19% del siglo anterior, aunque éstos fueran seguramente más numerosos ya que hay muchos individuos en el siglo xvii de los que desconocemos el lugar de nacimiento. Las conclusiones son, por ello, claras y significativas: los naturales de las colonias, salvo raras excepciones, pasaron a lo largo del siglo xviii a tener tan sólo acceso a los gobiernos menores de la monarquía y además de forma limitada. Y, fuera de Brasil, sólo en la ultraperiférica capitanía de Cacheu conseguimos identificar un número significativo de

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naturales en la capitanía mayor. Al contrario de lo que cabría pensar, semejante evolución no parece haber sido consecuencia de una política deliberada de exclusión de los naturales sino simplemente del hecho de que cada vez fue mayor el número de fidalgos del reino interesados en ir a Brasil. Retomemos, finalmente, otro tema mencionado al principio de este texto: el de la naturaleza del imperio colonial portugués en el Antiguo Régimen. Como hemos subrayado, tras el período inmediatamente posterior a la Restauração, los gobiernos de las capitanías estuvieron cada vez más fuera del alcance de los naturales de la colonia. El nombramiento de gobernadores del reino tan nobles como fuera posible estaba encaminado, aquí y en otras partes, a poner al mando de cada capitanía a quien se suponía que podía actuar con mayor independencia de los intereses de las facciones locales. No pretendemos discutir aquí este presupuesto. Tan sólo destacar lo que se consideraba una evidencia indiscutible. Los virreyes, los gobernadores generales y los gobernadores de las capitanías principales de la monarquía portuguesa en el siglo xviii fueron, en su casi totalidad, fidalgos principales y regnícolas, que nacieron y aspiraron a morir en el reino. Más aún de lo que lo hacían los altos magistrados (desembargadores59), circulaban a escala de toda la monarquía y, en la inmensa mayoría de los casos, no establecían vínculos regionales. Desde el mando supremo de cada uno de los territorios daban cuerpo al designio de la monarquía de dotarlos de una cabeza que estuviera por encima de los intereses locales. Un número significativo de ellos acabó por verse envuelto en formas locales (y eventualmente ilícitas) de acumulación de capital económico, para lo que tuvieron que involucrarse en redes locales de diversa naturaleza; este fenómeno era más probable que se produjera cuanto menor fuera el estatus del gobernante o las rentas de su propia casa. Sin embargo no fue una práctica universal, habiendo escapado de ella, por lo que se sabe, buena parte de los gobiernos principales, especialmente los de los virreyes de Brasil60. Sobre todo conviene tener en cuenta que a finales del período estudiado la lógica fundamental subyacente al servicio a la corona en un lejano y penoso gobierno de las conquistas no era la de la

59. Subtil (1996), Subtil (2002 y 2005: 253-275). 60. Monteiro (2001a: 278).

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maximización de las ganancias materiales locales sino de los servicios a la corona susceptibles de ser convertidos, antes o después del regreso al reino, en honras y rentas de donación real. Dentro del equilibrio local y regional de poderes que se establecía en los territorios atlánticos de la Corona portuguesa, los gobernadores representaban el componente más “imperial” de todos sus integrantes. Por este motivo se limitó cada vez con mayor frecuencia a las élites locales llegar a los gobiernos de las conquistas, dejándoles, como mucho, el de algunas capitanías secundarias para las que faltaban candidatos. Su integración en la monarquía se producía, sobre todo, a través de los municipios y de otras instituciones locales y del derecho de petición al centro, a lo que sistemáticamente se recurrió a lo largo de este período, muchas veces en contra de los gobernadores61. Éstos, a su vez, no deben ser vistos como un instrumento unidireccional de centralización: en no pocas ocasiones fueron desautorizados por el centro en respuesta a peticiones locales. Finalmente, era a través del equilibrio de poderes entre las distintas instancias establecido en cada enclave, posible gracias a la comunicación generalizada de todas ellas con el centro político de la monarquía, que se hacía efectiva la integración en ésta de aquellos espacios remotos y distribuidos por los más diversos territorios.

61. Entre otros, Bicalho (1998 y 2001).

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M. S. DA CUNHA / N. G. MONTEIRO

Anexos

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%

13 5 52 20 7272%72 12 18

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7 28

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6

20

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20

40 25 7070%70 34 28 43,6 35,9 74,7 74,7 74,7% 6 13

0

0

0

0

0

0

35

100

0 0

0 0

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16 20,5

78 100

3

80

1

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0

3

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0

8

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31

19 42 6161%61 8 16

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10

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100

1

3

2

1

0

1

2

34

2

36

24 47 7171%71 0 9

3

9

6

3

0

3

6

100

15

4

0

1

1

2

8

40

2

42

0 23 2371%23 2 22

38

10

0

3

3

5

20

100

16

2

0

3

0

4

3

49

1

50

4 45 4949%49 10 44 8 36 4444%44

27

4

0

6

0

8

6

100

32 26

9 7

2 2

5 4

1 1

7 6

13 11

123 100

5

128

Fidalgos

TOTAL

TOTAL

15861702 %

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

S. Tomé

Total

CaboVerde 15871702 %

Desconocidos

15751701 %

Eclesiásticos

Angola

15781702 %

De Madeira/Azores

Madeira

%

Naturales/ Brasileños

TOTAL

15781640 %

Mecánicos

Ceuta

15781702 %

Nobles ?

Mazagán

15781662 %

Nobles

Tánger

1ª Nobleza

Gobiernos

Fechas Inicio / Fin

CUADRO 3 Orígenes sociales de los gobernantes del imperio portugués en el Atlántico Oriental (1578-1702)

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EL GOBIERNO DEL IMPERIO PORTUGUÉS

Desconocidos

2

0

0

0

0

0

11

0 13 1313%13 0 2

13

0

0

0

0

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73

100

9

5

1

0

1

0

11

29

0

31

17

3

0

3

0

38

100

7

TOTAL

Eclesiásticos

2

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

De Madeira/Azores

0

Total

Naturales/ Brasileños

16141707 %

Mecánicos

Capitán mayor / Cacheu/ Guiné

Nobles ?

15791634 %

Nobles

Capitán mayor / San Jorge de Mina

Fidalgos

Gobiernos

1ª Nobleza

Fechas Inicio / Fin

CUADRO 3 (Continuación)

15

0

15

0

29

7%

CUADRO 4 Orígenes sociales de los gobernantes

Total

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

TOTAL

Desconocidos

Eclesiásticos

De Madeira/Azores

Naturales/ Brasileños

28

3

-

2

7

9

3

10

1

3

33

8

7

1

7

1

1

25

1

26

2

5

3

2

24

1

25

1 38 25 34 23 57%

-

Mecánicos

21

Nobles ?

Nobles

2

FIDALGOS

26

1ª Nobleza

Gobiernos

Fechas Inicio / Fin

de la América portuguesa (1578-1702)

Gobernadores Bahía Río de Janeiro Pernambuco Marañón Sacramento Total de Gobernadores

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15911702 15981702 15981703 16161701 16831705 %

7 6

1

1 1

0 0

10

1

1

1

30 27

2 2

33

3 2 2

6 5

111 100

3 4

115

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CUADRO 4

Naturales/ Brasileños

De Madeira/Azores

2

16

1

6

8

8

5

9

5

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

Mecánicos

26

1

11

75

75

6

4

24

24

2

1

16

32

3

35

2

4

4

26

1

27

3

9

1

20

1

21

3

29

TOTAL

Total

Nobles ?

17

Desconocidos

Nobles

1

Eclesiásticos

FIDALGOS

Gobiernos

1ª Nobleza

Fechas Inicio / Fin

(Continuación)

Capitanes mayores S. Vicente Itanhaem Sergipe d’El Rei Rio Grande do Norte Paraíba Ceará Espírito Santo Grão-Pará Total capitanes mayores Total XVII

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15981702 16241701 15951704 15991695 16001700 16121703 15931700 16151707 %

2

5

2

5

4

2

8

1

5

26

6

4

11

2

2

3

4

32

4

13

12

3

40

1

41

67 24

71 26

74

72

13 0 5 0 5%5%5% 38 38

32

7

1

13 5

53 19

4 1

6 2

48 17

275 100

9

284

13

83

6

8

54

386

13

399

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EL GOBIERNO DEL IMPERIO PORTUGUÉS

CUADRO 5

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

TOTAL 18

Desconocidos

18

Eclesiásticos

Total

Naturales/ Brasileños

18

Mecánicos

10

Nobles ?

1

Nobles

9

FIDALGOS

9

1ª Nobleza

Gobiernos

Fechas Inicio / Fin

Orígenes sociales de los gobernantes de la América portuguesa y del Atlántico (1702-1808).

1. Gobernadores Brasil Bahía Brasil Grão-Pará / Marañón / Rio Negro Marañón / Grão Pará / Rio Negro/ Piauí Pernambuco Río de Janeiro São Paulo

São Paulo / Minas Mato Grosso / Cuiabá Minas Gerais Goiás Total 1 %

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17661809 17021808 17071810

2

10

2

3

1

1

19

19

17011809

4

11

3

3

1

1

23

23

17031817

9

7

1

2

18

17021763 17211748 17631811 17101721 17511817 17211810 17491809

4

6

2

6

5

1

1

1

3 2

5

1

9

6

1

8

1

74

51

48,7 33,6

1

19

12

12

14

14

3

3

9 1

1

1

10

18

18

9

9

10

7

0

4

1

5

152

6,6

4,6

0

2,6

0,7

3,3

100

3

155

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CUADRO 5

2

3

3

1

17391817 17581818

3

6

TOTAL

5

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

2

Total

6

Desconocidos

5

Eclesiásticos

Nobles ?

3

Naturales/ Brasileños

Nobles

17011811 17371809 17151777

Mecánicos

FIDALGOS

1ª Nobleza

Gobiernos

Fechas Inicio / Fin

(Continuación)

18

2

20

2. Capitanes mayores Rio Grande do Norte Rio Grande do Sul Sacramento (Nueva Colonia) Santa Catarina São José do Rio Negro Total 2. %

2 0 0

4 1

1 3

2

1

2

1

13

13

7

7

1

13

13

10

16

17

13 19,4

67 100

3 4,5

7 10,4

1

5

4

27

27

2

1

10

10

1

1

18

18

1

1

14

21

1

4

11 21 12 16,4 31,3 17,9

0 0

2

69

3. Capitanías subordinadas Ceará Espírito Santo Itanhaem Paraíba Piauí São Vicente Sergipe d’El Rei Total 3. Total 2. + 3. % Total Brasil %

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17031812 17001811 17011727 17001809 17591810 17021710 17041800

1

8

8

2

5

10

6

3

2

12 0 19 33 24 0 30 45 45 0,0 15,5 23,2 23,2 74 81 55 52 21,4 23,4 15,9 15,0

1

5

3 6 3,1 6 1,7

24 31 16 35 10

0 0 0,0 1 0,3

1

22

5

5

4

22

22

24 37 19,1 42 12,1

127 194 100 346 100

1 3

128 197

6

352

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EL GOBIERNO DEL IMPERIO PORTUGUÉS

CUADRO 5

Total

Gobs. Colectivos / Dominio holandés

TOTAL

1

21

4

25

5

1

6

4

26

1

27

Desconocidos

4

Eclesiásticos

1

Naturales/ Brasileños

5

Mecánicos

Nobles

15

Nobles ?

FIDALGOS

1ª Nobleza

Gobiernos

Fechas Inicio / Fin

(Continuación)

4. Gobernadores del Atlántico Angola Azores Cabo Verde Madeira Mazagán Santo Tomé y Príncipe

17011810 17661810 17021818 17011813 17021769 17531817

5

11

1

2

8

9

3

20

0

20

5

3

2

10

0

10

11

4

15

9 9,7

93 100

10

103

6

27

0

27

10

0

10

14

6

20

16

160

3

1

6 6,5

3 3,2

0 0,0

5

7

2

7

3

7

4

3

5

29

28

25

2

5

17 25 32 34,4 26,9 18,3

Total %

3

1 1,1

4.1 Capitanes mayores Cacheu (Guinea) Bissau (Guinea) Santo Tomé

17071803 17071811 17021753

Total Atlántico

32

%

22,2 20,1 19,4 17,4

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2 5

7

3

15

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3,5

4,9

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10,4

100

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EL GOBIERNO DEL IMPERIO PORTUGUÉS

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Los virreyes y gobernadores de Lisboa (1583-1640): características generales* Fernanda Olival Universidade de Évora; CIDEHUS

Los sesenta años de Monarquía Hispánica en Portugal tuvieron como telón de fondo una crisis económica, cuyas señales se hicieron más evidentes a partir de la década de 1590. En efecto, de ser una unidad política que económicamente se sostenía a sí misma, Portugal quedó a la expectativa de algunos ingresos de la monarquía, una situación ya visible a comienzos del reinado de Felipe III que se mantendría en el tiempo. En 1636, una consulta de la Câmara de Lisboa a Felipe IV solicitaba ese auxilio, acudiendo a lo establecido en la carta patente de 1582 (cap. XXIV): “nos capitulos das cortes de Thomar offereceram aos povos que, se para as necessidades do reino não bastasse a fazenda d’elle, V. Mag.de se obrigava e jurava de nos acudir com a da sua coroa de Castella” (Oliveira 1888: 211). A lo largo de todo el período de monarquía dual esta dependencia suscitó muchas reformas. No por casualidad la gestión de la hacienda fue el ámbito en el que los Austrias emprendieran varias tentativas de cambio, muchas de ellas de gran impacto en la esfera política.

*

Trabajo realizado en el marco del proyecto: HAR2009-08019-subprograma HIST, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España. Se han utilizado en este texto las siguientes abreviaturas: AGS / Archivo General de Simancas; AHN / Archivo Histórico Nacional [Madrid]; AHP / Arquivo Histórico Parlamentar [Lisboa]; ANTT / Arquivo Nacional da Torre do Tombo; BA / Biblioteca da Ajuda [Lisboa]; BNE / Biblioteca Nacional de España; BNP / Biblioteca Nacional de Portugal; BPE / Biblioteca Pública de Évora. Traducción del portugués de Santiago Martínez Hernández e Margarita Eva Rodríguez García.

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Además de la crisis económico-financiera, en este período se manifestaron otros dos problemas también estructurales, que tuvieron un eco desigual en los diferentes grupos sociales: las tensiones suscitadas por la agregación a la Monarquía Hispánica, cuyo símbolo cotidiano estaba representado por los soldados castellanos en las principales fortalezas de Portugal y de sus archipiélagos de Madeira y Azores; y, en segundo lugar, la situación provocada por un rey ausente, que también afectaba a otros territorios de la monarquía, como Cataluña. Para obviar esa ausencia fueron nombrados –como ocurría en otras formaciones políticas de la Corona de los Austrias– en unas ocasiones, virreyes y, en otras, gobernadores. Así sucedió a partir del momento en que Felipe II abandonó tierras portuguesas en febrero de 1583. Por aquel entonces, partía con el propósito de regresar en breve, pero no fue así. Tan sólo entre mayo y octubre de 1619, el reino volvió a contar con la presencia física de un rey, al trasladarse Felipe III a Portugal durante esos meses. Fue un período corto que no contribuyó en modo alguno a sosegar el malestar latente tras la incorporación a la monarquía católica. Conocer algo mejor las características de los virreyes y gobernadores que ejercieron el cargo a lo largo de este período constituye el objetivo del presente texto. Con la intención de facilitar estudios comparados en relación a los que ocuparon idéntico lugar en otros puntos de la monarquía católica, se ha optado por destacar los aspectos más estructurales. Desde el principio se hará uso de la comparación, teniendo presente la situación de otros reinos, a fin de destacar las especificidades portuguesas1. Se refuerza, de este modo, la tendencia que juzgamos ser científicamente provechosa de no analizar aisladamente las realidades de un territorio de los Habsburgo castellanos, sin atender a lo sucedido en el conjunto.

Virreyes de sangre Comenzaremos por la modalidad de virrey adoptada en Lisboa. En tiempos de Felipe II se optó por uno de sangre real, un sobrino del monarca que le había acompañado en su viaje, y más tarde por gober1. Sobre esta metodología, véanse las pertinentes observaciones de Haupt (2001).

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nadores (ver cuadros en el anexo final); con Felipe III tan solo serían nombrados virreyes. A partir de 1621, Felipe IV retomó la idea de los gobernadores, para recuperar, a partir de 1633, la figura de los virreyes. Al año siguiente escogió incluso como virreina a su prima, hija de la infanta Catalina Micaela (1567-1597) y de Carlos Manuel, duque de Saboya (1562-1630); nieta, por tanto, de Felipe II. La princesa Margarita (1589-1665) había contraído nupcias con Francisco II, duque de Mantua y marqués del Monferrato, de quien enviudaría en 1612, dejando tan sólo una hija que en 1627 se casó con Carlos II de Gonzaga y que no sucedió en el título de su padre. En ese momento la princesa Margarita era una persona disponible y a la que convenía alejar de Italia, por lo que Lisboa constituyó un destino muy oportuno (Quazza 1930: 186-203). Ni el cambio que supuso, a partir de 1600, el nombramiento de virreyes, ni la misma opción en 1633 fueron inocentes. En el primer caso se trató de marcar una diferencia con respecto al equipo nombrado en Portugal por el monarca anterior; en segundo, el objetivo fue reducir el descontento e intentar implementar con mayor eficacia la “renta fija”, que entonces se buscaba2. Por eso mismo, el elegido tuvo que acudir a Madrid para recibir las debidas recomendaciones. El “regreso a los virreyes”, según se decía, había sido propuesto por los portugueses “colaboracionistas” (Oliveira 1980-1981: 23-24). En las Cortes de Lisboa de 1619, el pueblo se había mostrado partidario de la existencia de los virreyes3. La nobleza y el clero, por su parte, eran más afines al sistema de gobernadores. En los capítulos de la nobleza de aquellas Cortes se justificó esta preferencia en la tradición portuguesa y en la experiencia del tiempo de Felipe II: “por ser o governo de que os Reys deste Reino sempre uzaram, em falta de Princepes, e o que S.M. que haja gloria, continuou emquanto viveo, e o que a experiencia tem mostrado ser mais útil, e conveniente ao serviço de VM. neste Reyno, e milhor recebido dos bõs vassalos delle”4.

2. Uno de los grandes debates de la primera mitad de la década de 1630 se centró en la tentativa de conseguir establecer una renta fija en Portugal por un valor total de un millón de cruzados para mantener una armada permanente de socorro al Brasil. La mitad de esa cantidad debería conseguirse por impuestos extraordinarios, aunque no hubo consenso sobre la forma de obtener el dinero. 3. AHP, Livros de Cortes, Vol. VII, [Cortes de 1619], cap. 53. 4. BA, 44-XIII-32/100, fol. 1.

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En realidad, los tres estados del reino abogaban por la permanencia del rey y, si esto no era posible, del príncipe. Durante sus ausencias, la dirección del reino debía recaer en tres gobernadores, y no cinco, como defendió el brazo eclesiástico en las Cortes de 1619, o en un virrey, como quería el pueblo. La opción de los tres gobernadores, adoptada en 1621, pocos meses después de la entronización de Felipe IV, significó que únicamente se respaldaron los intereses del sector nobiliario-eclesiástico (Oliveira 1991: 23). En aquel entonces, se sugirió el nombre de D. Duarte como nuevo virrey, pero tenía un inconveniente: era hermano del duque de Braganza (Oliveira 1991: 63). No obstante, en 1622, ya don Baltasar de Zúñiga, tío del conde duque de Olivares, exhibió su desagrado por la actuación de los gobernadores de Lisboa, mostrándose partidario del regreso al régimen virreinal (Valladares 1998: 34). Habitualmente, los virreyes contaban con un pequeño consejo que los asesoraba. En general lo integraban tres personas, conforme a lo establecido en las ordenanzas (el regimento) que se le otorgaba al máximo representante del monarca cuando iniciaba sus funciones. Ese grupo podía también ser definido por el soberano, en una carta aparte, como ocurrió en 1614, con el virrey-arzobispo de Braga5. Por lo general, eran de elección regia y su voto tenía un carácter meramente consultivo. Casi siempre eran miembros del Consejo de Estado de Portugal. Y cuando el monarca permitía al virrey escogerlos, lo hacía dejándoles un ámbito de elección muy limitado. En 1600, Felipe III dio instrucciones al marqués de Castelo Rodrigo para que optase por tres personas, las más antiguas del Consejo de Estado, y si con esto no bastase, le ordenó que fueran “dos que viverem dentro da Cidade de Lisboa e não tiverem ofícios, ou outros impedimentos justos quando os chamardes”6. Sólo en aquellas ocasiones en las que resultase oportuno, el virrey Castelo Rodrigo estaba autorizado a llamar a un letrado, el desembargador do Paço. Durante el segundo mandato del marqués como virrey, el requisito de la antigüedad y la residencia en Lisboa figuraba ya en el corpus de las ordenanzas (regimento)7. No era

5. ANTT, Manuscritos da Livraria, 1111, fol. 273. 6. AHN, Estado, Lº 76, fols. 12-13. 7. BPE, Cód. CV/2-7, fol. 226.

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algo que pudiese ignorarse, como había sucedido durante el primero. Al final del reinado de Felipe III, a este conjunto de consejeros del virrey se sumó un vedor da Fazenda, debido a la relevancia que adquirieron este tipo de materias8. Antes de esto, en 1613, hubo quien propuso que uno de estos ministros debía ser un antiguo virrey de la India o alguien que tuviera amplia experiencia de gobierno (Oliveira 1991: 12-13). Otra de las características comunes a los gobernantes situados en Lisboa durante estos sesenta años fue, de hecho, su fidelidad a los Austrias, aunque el conde de Portalegre y D. Diogo de Castro, conde de Basto, se convirtieron, al final de sus respectivos mandatos, en nobles “repúblicos” o “populares”, por oposición a los “confidentes”, e insensibles a las austeridades y fueros de Portugal. El primero abandonó el gobierno en 1627, alegando problemas con D. Fernando de Toledo, maestre de campo, general de las tropas castellanas en Portugal; el segundo, incapaz de imponer la “renta fija”, en un tiempo de gran agitación, solicitó su exoneración en septiembre de 1634, escasos meses después de haber iniciado su virreinato, y acabó siendo sustituido, según Antonio de Oliveira “em tom áspero de reprimenda” (Oliveira 1991: 144). A partir de 1601 Felipe III intentó imponer el trienio como período de duración adecuado al ejercicio de muchos cargos de “gobierno temporal”, como ocurría con el virrey del Estado de la India, el gobernador de Brasil, las capitanías de Mina, S. Tomé, Cabo Verde, Ceuta, Mazagão y Tánger y el gobernador del Algarve9. Por extensión, el mismo precepto debía ser aplicado al titular del virreinato con sede en Lisboa. Una permanencia larga en el cargo era considerada de manera negativa y una de las críticas formuladas a la actuación de los gobernadores dejados por Felipe II había sido la de haberse aquellos mantenido en el poder casi siete años. Es posible que también contribuyera a esta alteración el hecho de que en otros puntos de la monarquía, especialmente en Cataluña y en Italia, el cargo tenía una duración de un trienio, aunque existía la posibilidad de prolongarlo. En Portugal, sólo la duquesa de Mantua sobrepasó largamente ese plazo, a partir del momento en que fue establecido. La dificultad para

8. BA, 50-V-28, fol. 41. 9. ANTT, Leis, Lº 2, fol. 53.

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hallar un sustituto aceptable o el hecho de no resultar conveniente el regreso de Margarita de Saboya a Italia favorecieron la extensión de su mandato. Sin embargo, a partir de 1638 hubo intenciones claras de mudar la persona que representaba al monarca en Lisboa. En efecto, ese año, la junta encargada de estudiar la reforma del gobierno de Portugal después de la irrupción de las revueltas populares de 1637, propuso su sustitución por tres gobernadores. Dos de ellos deberían ser veteranos y sólo uno joven, para que quedase por virrey después de la muerte de los restantes. En realidad, se pretendía colocar en Lisboa a un virrey no natural y que no fuera de sangre (Valladares 1998: 68-72). Se llegó incluso a barajar el nombre del príncipe Juan Casimiro de Polonia, hermano del rey Ladislao IV, que en febrero de 1638 inició un viaje que tenía a Madrid como destino. Según refieren algunas gacetas de la época, venía con la expectativa de ser nombrado virrey de Portugal. El asunto llegó a ser abordado en una sesión del Consejo de Estado de la Monarquía. Desde 1635, era obvio que Felipe IV comenzaba a prestar atención a sus relaciones con Polonia, y a los hermanos del monarca, por intereses estratégicos y comerciales. Como el viaje del príncipe se interrumpió en Francia, esta posibilidad fue desestimada (Almeida 1963: 141-182). Conviene también señalar que D. Diogo de Castro se mantuvo en el poder, en diferentes equipos de gobierno, durante once años, desde 1621 hasta 1631, además de dos breves meses en 1634, durante los cuales fue virrey. En realidad, la casa evorense de los condes de Basto fue la que mayor arraigo acabó por tener en este puesto, si incluimos a D. Miguel de Castro, arzobispo de Lisboa y tío paterno del referido D. Diogo de Castro, II conde de Basto, un título creado por la nueva dinastía. No era fácil escoger un virrey para Lisboa. La situación se tornó evidente cuando fue necesario sustituir al archiduque Alberto y en 1600. Al contrario de lo que ocurría en otras unidades políticas de la monarquía, la carta patente de Felipe II, firmada en noviembre de 1582, e impresa en 1583 y de nuevo en 1584, definía la pauta política que regulaba la anexión de Portugal e inclusive el problema de la sustitución del monarca. Por este documento, en ausencia del rey, Portugal debía ser gobernado por virreyes o por gobernadores portugueses y, de no ser así, que fueran parientes próximos a la familia real. Apenas era admisible un grado de consanguinidad hasta sobrino; primo ya no servía.

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Ninguna otra parcela de esta vasta monarquía se beneficiaba de tamaño privilegio recogido por escrito; lo que tornaba más fáciles las reclamaciones cuando el precepto no era respetado. De hecho, estos requisitos fueron casi siempre observados, siendo muy pocos los designados sin tales cualidades10. En Aragón, en las Cortes de Calatayud y Barbastro, de 1626, o en las de Zaragoza, de 1646, se reclamaba el derecho a tener, para siempre, un virrey natural, lo que nunca constituyó un fuero particular; lo máximo que se consiguió fue que cuando el virrey fuera extranjero, un aragonés ocupase un oficio similar en otro lugar de la monarquía (Gil 1980: 27-28). En Cataluña, las constituciones establecían que todos los cargos fuesen desempeñados por catalanes, a excepción del virrey (Elliott 1986: 74-75). En Portugal no sólo tenían reservados los restantes cargos a proveer sino también este último. Siguiendo la letra de lo establecido por los privilegios de Felipe II, muchas veces inadecuadamente llamados “estatutos de Tomar”, nada quedaba para los extranjeros. Los portugueses no debían tener competidores. Para una unidad política tenía un gran significado poder disfrutar de un virrey de sangre; creaba la ilusión de una mayor proximidad con el rey ausente11 y, además, se ajustaba a la tradición portuguesa sobre la materia (Bouza 2005: 195). El hecho de que el primer virrey de Lisboa procediese de la familia real fue particularmente relevante, como señaló Fernando Bouza (2005: 197-198 y 200). Permitió atenuar el efecto que provocaba la ausencia del rey y mantuvo muchos rituales de la corte lusitana. De otra forma podría haber sido más gravosa la transición, especialmente frente a la crisis de la ruta del Cabo y a la inestabilidad producida por los sucesivos ataques costeros y las amenazas de otros. Nombrar virrey a un noble de sangre, siempre que era posible, fue una costumbre que se procuró respetar con los gobernadores generales

10. Incluso D. Juan de Silva, en el equipo de gobernadores de 1593-1600, D. Diego de Silva y Mendoza, que inició funciones en 1617, y la duquesa de Mantua no cumplían los preceptos. Los dos primeros no habían nacido en Portugal y la última, aunque fuera familiar del monarca, era sólo su prima. 11. Vide a este respecto las recomendaciones del canciller Gonçalves Preto a Felipe II, en 1582, en Bouza (2005: 156, 196).

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en Bruselas, por tratarse de una zona inestable. Para Portugal, muchas veces también se ensayaron soluciones semejantes, o se habló de nombres con aquellas características. El hecho de haber sido una agregación reciente a la monarquía justificaba la preocupación. No había, sin embargo, parientes con las características requeridas que estuviesen disponibles, por lo menos durante los reinados de los dos primeros Felipes, una vez apartada Isabel Clara Eugenia en Flandes. La situación mudó con Felipe IV, pero existía recelo, esencialmente por dos razones: por el malestar que podría causar en los restantes miembros de la familia real; y por los afanes separatistas que un infante podría despertar, tanto en Portugal, como fuera (Valladares 1998: 34). Según se decía en 1624, en Aragón significaría resucitar los conciertos que se hicieron cuando los casamientos de los Reyes Católicos en los que se estipulaba que los hijos segundos fueran reyes de aquella Corona12. A pesar de todo, más de una vez el asunto fue discutido. En septiembre de 1624 se celebro en Madrid una junta compuesta por nueve personas (los presidentes de los Consejos de Castilla, Italia, Portugal, Flandes, Hacienda, además de D. Fernando Girón, el conde de Gondomar, el marqués de Castelo Rodrigo y Mendo da Mota) que trató del asunto y la mayoría se mostró favorable a la vuelta de los virreinatos de sangre en Lisboa13. Por aquel entonces, estaba a punto de llegar a la corte de Madrid el archiduque Carlos, tío de Felipe IV. Además, el monarca se mostró interesado en conocerle, teniendo en mente aposentarlo en el Paço da Ribeira. A pesar del empeño de Felipe IV, su propósito no tuvo éxito. Pasados cuatro años, en noviembre de 1628, se pensó en nombrar virrey al infante D. Carlos, nacido en 1607 e hijo de Felipe III; si éste no era nombrado, la alternativa manejada era la del cardenal D. Gaspar de Borja, pariente del conde duque de Olivares. Este último podía ser incluso inquisidor general y virrey (López-Salazar 2011: 40), recreando una situación similar a la protagonizada por el archiduque Alberto, aunque no cumpliese los requisitos de la carta patente de 1582. El infante Carlos, hermano del rey, sólo dejó de ser una opción seria cuando le sobrevino la muerte en 1632. El hecho de ser un opositor a Olivares, le convirtió en un candidato a tentativas y boatos de “exilio”.

12. AHN, Estado, Lº 728. 13. AHN, Estado, Lº 728.

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Es también importante señalar que, en 1633, el cargo fue ofrecido a un bisnieto de Felipe II. Sin embargo, Francisco d’Este, duque de Módena, no aceptó la misión (Valladares 1998: 34, 37, 130-131, n. 48). El cargo era codiciado y en muchas circunstancias, tanto en el corazón de la monarquía, como en la propia Lisboa, eran frecuentes las murmuraciones en torno a los candidatos. Un nombre recurrente al final de la década de 1620, por ejemplo, fue el de D. Manuel de Moura Corte Real, hijo de D. Cristóbal de Moura y sucesor en su marquesado. El hecho de haber viajado a Portugal en ese período por encargo del rey, para tratar del apresto de las armadas que en 1629 debían ser enviadas a la India, facilitó la persistencia de los rumores (Glaser 1975: 194-202)14. Tal como había ocurrido con su padre en 1600, venía “exilado”, tras ser alejado de la corte y el cargo de virrey podía servir para demorar su retorno un poco más. Sin embargo, a pesar de ser hijo de portugués, había nacido en Madrid y siempre que un extranjero desempeñaba estas funciones había protestas, más o menos claras, particularmente manifestadas en el intenso intercambio epistolar de la época. Es de destacar que durante los virreinatos de Alberto de Austria y de D. Pedro de Castilho se produjo la anteriormente referida acumulación de funciones de virrey y de inquisidor general de Portugal. Justo en 1629, cuando D. Francisco de Castro, obispo de Guarda fue elegido inquisidor general, muchos pensaron que sería nombrado también gobernador, junto a D. Diogo de Castro, conde de Basto y a D. Afonso Furtado de Mendonça (López-Salazar 2011: 79), ya en el cargo. La mencionada acumulación era, por un lado, una forma de acercar el gobernante a los tiempos en los que el cardenal D. Henrique estuvo en el poder; y por otro, se traducía –ciertamente– en un medio de garantizar más autoridad (Bouza 2005: 197) y un control ideológico más eficaz. Además, ya ha quedado demostrado que todos los inquisidores generales de la época debían toda su carrera política a la fidelidad a la nueva dinastía (López-Salazar 2011: 366), tanto más cuando este poder se mantuvo autónomo del Santo Oficio castellano en los tiempos de la monarquía dual. De este modo, y al contrario de lo que sucedía en Cerdeña y en Sicilia, en Portugal la Inquisición no era utilizada para li-

14. Agradezco al doctor Santiago Martínez Hernández esta referencia.

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mitar el poder de los virreyes (Hernando 2004: 68), sino para reforzarlo si fuera necesario. El cargo de virrey era codiciado por las élites nobiliario-eclesiásticas portuguesas y un poco también por las del resto de la monarquía, a pesar de estar reservado a naturales o a miembros de la real familia. Con la información disponible, no es fácil jerarquizar con rigor el grado de atracción de los varios virreinatos. Indudablemente los más ambicionados eran los italianos, en particular los de Nápoles y Sicilia. En 1630, cuando D. Manuel de Moura Corte Real fue nombrado embajador de la monarquía católica en Roma, su secretario, Manuel de Faria e Sousa, hizo comentarios que permiten señalar la importancia del oficio de virrey de Nápoles. Según él, el rey de España no proveía cargo más honorífico que el de embajador en Roma, pero ateniéndose al provecho, el más lucrativo, sin duda, era el virreinato partenopeo (Glaser 1975: 204). Según decía, en aquel entonces, otros clientes hacían cálculos para ver pasar al marqués de un lugar a otro, cuando terminase su embajada, y diseñaban estrategias para los puestos que podrían tener (Glaser 1975: 214). Como se refería en 1617, además de la provisión de cargos de diferentes tipos, incluyendo los de pluma y espada, el virrey napolitano tenía capacidad para indultar condenas de muerte y conceder vidas en las mercedes que hacía; sería un verdadero alter ego del monarca, con una corte majestuosa. En 1646, había quien lo consideraba el mayor virreinato de Europa y, quizá, del mundo (Hernando 2004: 44-45, 62-64). También en 1633, lo que llevó a Francesco d’Este a no aceptar el virreinato de Lisboa pudo haber sido su esperanza en obtener un oficio equivalente en Nápoles, Milán o Sicilia (Valladares 1998: 37). De acuerdo con J. H. Elliott, el de Cataluña fue el más importante de los peninsulares, por encima de los de Aragón, Valencia y Mallorca (Elliott 2000: 75). En 1626, este último era considerado un cargo poco apetecible (Gil 1980: 45). Es probable que la jerarquía establecida por Elliott partiese del principio de que el de Lisboa estaría fuera de la disputa para quien no fuera portugués, debido a las exigencias de la carta patente de Felipe II. En realidad sería un cargo deseado, que ni la Casa de Braganza desdeñaría, a juzgar por la carta que D. Catalina escribió en 1593 al rey. En esa misiva mostraba su desagrado por el hecho de que su hijo, el duque Teodosio II, no hubiera sido la persona escogida para sustituir al cardenal Alberto (Sousa 1954: 192).

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El gobierno de los obispos En Portugal, el período de Felipe III fue el momento de auge de los obispos virreyes. En la época de los Austrias, no hubo otro en el que tuvieran tanto peso en la jefatura del gobierno civil (Paiva 2006: 187). Felipe IV, aunque nombró algunos, dio mayor primacía a los nobles. Sin embargo, en el conjunto de la Monarquía Hispánica, ningún otro lugar, durante el período que se viene considerando, vio llegar a tantos prelados a la cúspide del poder. En Cataluña, el territorio donde hubo más obispos desempeñando idénticas funciones tras Lisboa, fueron también nombrados algunos y en estos casos eran los prelados de las diócesis de esta zona geográfica, fuesen o no catalanes. Al decir de J. H. Elliott, correspondían, en general, a nombramientos provisionales (Paiva 2006: 75). En Lisboa, en algunas ocasiones ocurrió lo mismo, en particular durante el reinado de Felipe III. Conviene destacar que, en ese período, sólo las elecciones de D. Pedro de Castilho, en 1604, y D. Aleixo de Meneses (1614) no obedecieron a tales circunstancias. La primera correspondía a la colocación en tal puesto de un mitrado, inquisidor general, descendiente de practicantes de oficios mecánicos (hijo de un arquitecto vizcaíno y nieto materno de un comerciante de hierro de Asturias), cuya carrera fulgurante se debía al importante apoyo prestado a la nueva dinastía en las Azores. Su nombramiento como virrey tenía una relación directa con el perdón general concedido por el papa a los cristianos nuevos el 23 de agosto de 1604. Desde, por lo menos, el inicio de ese año, D. Pedro de Castilho ejercía ya de inquisidor general15, aunque la bula sólo hubiera sido emitida en agosto, el mismo día del breve que otorgaba el perdón general. En febrero de 1604, D. Pedro de Castilho ya había renunciado al obispado de Leiria para poder ejercitar su nuevo cargo, debido a la dificultad de cumplir la obligación de residencia. Además, desde 1599, se había impuesto a otros muchos obispos que obtuvieron cargos en la corte. Fue y sería el único obispo oriundo de una diócesis menor que llegó a la cúspide del poder en Lisboa durante los 60 años de dominio de los Habsburgo en Portugal. Todos los demás procedían de las sedes episcopales más importantes: Lisboa, sobre todo, pero también Braga y Coimbra.

15. BA, 51-VIII-9, fol. 2.

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La ejecución del breve de perdón fue confiada por Roma a D. Pedro de Castilho. Su nombramiento como virrey debe considerarse en este contexto. Aunque D. Pedro, al iniciarse las negociaciones sobre esta concesión, había tenido un comportamiento ambiguo, tan pronto supo que el papa expediría el diploma en favor de los cristianos nuevos, se puso al servicio de la Corona para hacerlo cumplir (López-Salazar 2010: 20, 39, 118-119). No se sabe exactamente cuándo fue escogido para virrey. Pero Roiz Soares refiere que el 9 de diciembre de 1604 llegó una carta a D. Afonso de Castelo Branco indicándole que sería reemplazado por D. Pedro (Memorial 1953: 391). En una carta regia del 13 de diciembre de ese año, ya era tratado como “Reverendo Bispo Inquisidor-Geral Vice-Rei, amigo” y fue advertido de que en cuanto llegase a Lisboa (D. Pedro estaba entonces en Valladolid) debía “sem nenhuma dilação” publicar el breve del perdón general y si fuera imprescindible debía socorrerse de sus poderes como virrey: “E sendo necessário concorrerdes como meu Vice-Rei para o bom e breve efeito de tudo o que toca a este negócio o podereis fazer porque assim o hei por meu serviço” (Pereira 1993: 31). El poder secular del virrey debía colaborar en los propósitos, religiosos y otros, del perdón. En el caso de D. Aleixo de Meneses habrían contado otros factores. Uno de ellos sería su experiencia en Oriente, en un momento de reformas importantes en la economía portuguesa, muy dependiente del imperio; otro, su ascendencia aristocrática y política. Su carrera tuvo siempre un ritmo vertiginoso, habiendo pasado del arzobispado de Goa (1595) al de Braga (1612), algo inusual en la época (Paiva 2006: 411), si se toma en cuenta que las mitras ultramarinas se situaban en la base de la pirámide de las prelaturas. El fundamento de los nombramientos de los obispos y arzobispos durante el reinado de Felipe IV es menos conocido. Seguramente, el de Martim Afonso Mexia para gobernador no debió resultar una sorpresa en 1621. Al comienzo de la primavera del año anterior, cuando el marqués de Alenquer solicitó una licencia temporal para ir a Castilla, Felipe III nombró a Mexia para llenar la ausencia del virrey16, aunque después la medida no se concretó. En aquel momento, el Concejo de Lisboa (Câmara de Lisboa), a pesar de no haber recibido notificación

16. BNE, Ms. 2351, fol. 527v.

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alguna sobre el asunto, agradeció al monarca la provisión, tanto más por haber sustituido a un castellano por un natural (Oliveira 1991: t. II, 562-563). Martim Afonso de Mexia era entonces obispo de Coimbra, pero tenía alguna experiencia política. Había sido agente de Portugal en la Santa Sede (López-Salazar 2010: 24-25), hacia 1601, además de secretario de Estado del Consejo de Portugal para los asuntos eclesiásticos entre 1603 e 1604 (Paiva 2005: 186, 398), año en el que fue proveído de la diócesis de Leiria. De esta última pasó a la de Lamego (1615) y después (1619), a la conimbricense. Ejerció el cargo de gobernador hasta su muerte, en 1623. Se añadía a lo anterior que tenía ascendientes castellanos y había estudiado en Salamanca. Al margen de su fidelidad a la nueva dinastía, es posible que su paso por el Consejo de Portugal hubiera favorecido su carrera, bien episcopal, bien política, no obstante sus orígenes relativamente modestos (Paiva 2005: 396-398). A propósito de la noticia del fallecimiento de este obispo, Pêro Roiz Soares, después de afirmar que no había dejado buena fama, fue más allá al señalar que “e o pior era que se afirmaua Comprar elle com drº o dito lugar de gouernador” (Memorial 1953: 458). Con la información disponible, se desconoce exactamente a qué correspondería esta adquisición. Entre otras particularidades, su paso por el Consejo de Portugal (1605-1608) también habría contribuido a impulsar la notable carrera de Afonso Furtado de Mendonça, doctorado en Cánones. Llegó a gobernador de Portugal en 1626 y mantuvo el cargo hasta su muerte en 1630. Antes de eso fue colegial (porcionista) y después, colegial del Colegio Mayor de S. Pedro (1592), chantre de la Colegiata de Guimarães, deán de la Catedral de Lisboa (oficio al que renunció en un sobrino homónimo, cristiano nuevo, por el lado paterno17), rector de la Universidad de Coimbra (1597-1605), presidente de la Mesa da Consciência (1608-1610?), obispo de Guarda (1609-1616), obispo de Coimbra (1616-1618), arzobispo de Braga (1618-1626) y, finalmente, arzobispo de Lisboa (1626-1630). Conservó esta última dignidad eclesiástica mientas fue virrey.

17. Hijo de Martim de Castro do Rio (Olival 2002: 50). Este sobrino era uno de sus testamentarios (Index 1937:18).

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Menos conocida es la designación del influyente D. João Manuel, de la familia de los Ataídes, como virrey, en 1633. Ejerció el cargo durante muy poco tiempo, falleciendo poco tiempo después del nombramiento. Fue obispo de Viseu (1609), Coimbra (1625) y después, arzobispo de Lisboa (1632). Como obispo de Coimbra, en 1627, obtuvo de los restantes prelados del reino una comisión para ir a Madrid a representar los intereses de sus colegas, en particular lo relativo al subsidio que se trataba de imponer a las personas eclesiásticas, con autorización de Roma, además de presentar su oposición a las pretensiones de los cristianos nuevos en aquella coyuntura18. Al año siguiente, su nombre era uno de los que circulaban como nuevo inquisidor general (LópezSalazar 2011: 37). En tiempo de la negociación de la renta fija, quizá fue nombrado virrey, según sugiere Rafael Valladares, con el fin de “engatusar al clero luso para hacerle contribuir, dada la autoridad de un arzobispo como el de Lisboa” (Valladares 1998: 38). A todos los efectos, los Austrias contribuyeron con sus políticas a reforzar la “clericalización de los gobiernos” en Portugal, aunque esta orientación fuese ya visible en tiempos de D. Juan III (Magalhães 1993: 72). Por un lado, siguieron de cerca el prototipo del cardenal D. Henrique (Paiva 2005: 59), como medio de fortalecer su legitimidad; por otro, adaptaron el modelo fijado en muchos puestos elevados castellanos, como se veía en el Consejo de Castilla en los siglos xvi y xvii (Morgado 2006: 87). Ésta sería, además, una de las improntas dejadas por los Austrias en Portugal. Es de destacar que, a excepción de D. Pedro de Castilho, por ser inquisidor general, ninguno de los otros prelados tuvo que renunciar a su obispado/arzobispado para ser virrey o gobernador de Portugal. El hecho de ser un cargo trienal, cuando se comenzó a insistir en la obligación plena de residencia, tal vez lo explique. No se renunciaba a los vastos réditos episcopales por un cargo de tan corta duración.

Poderes y remuneración del cargo ¿Qué poderes tenía el virrey de Lisboa? ¿Era un cargo bien remunerado? ¿Qué atributos le daban importancia? 18. ANTT, Conselho Geral do Santo Ofício, Lº 302, fols. 39-44, 80.

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Los poderes de los virreyes y gobernadores quedaban recogidos en dos documentos fundamentales: las ordenanzas (el regimento) que traían y las instrucciones particulares, en ocasiones llamadas secretas. Ocurría lo mismo en otros territorios de la monarquía, como por ejemplo, en Cataluña. Las instrucciones eran más importantes que los propios regimentos. En estos se insistía, sobre todo, en la conservación de la religión y de la justicia en el sentido más amplio. Dado que se destinaban a la divulgación pública, eran más retóricos. Normalmente, este tipo de textos en Portugal tenían grandes semejanzas entre sí, esto es, lo concedido a un virrey habitualmente era reproducido con su sucesor, incorporando algunos ajustes. El modelo habría sido el regimento otorgado al cardenal Alberto en 1583. Otro igualmente distintivo fue el del arzobispo de Braga, en 1614. De los regimentos conocidos hasta el final de la vida de Felipe III, el más alejado de este modelo fue el concedido por su padre a los cinco gobernadores nombrados en 1593 (Silva 2000: 372-382). Ciertamente, el hecho de haber sido alterada la forma de representación del rey justificaba el cambio. Sin embargo, incluso este regimento acabó por servir de patrón a los siguientes. No por casualidad, en estas directrices destinadas a los gobernadores se pusieron por escrito muchos pormenores relativos al ceremonial. Eran cuestiones simbólicas esenciales en materia de consolidación del poder. Se reafirmaba que el gobierno debía tener su sede en los Paços da Ribeira, donde residiría el archiduque, sin descuidar un conjunto de pormenores relativos al decoro y la formalidad: e as casas dos dittos paços que nelle hão de servir serão sempre tres sala, ante camara e camara que para isso mandarey declarar, e todas bem armadas, e com hum docel na camara, onde se hade fazer o negocio do Governo, de largura que fiquem todos os dittos cinquo Governadores encostados a elle, em cadeiras de espaldas, em cima de huma alcatifa e estara diante da cadeira do que presidir hum bofete pequeno baixo, e quadrado para a campainha e o ditto dorcel cadeiras e bufete será tudo de veludo carmezim, com franjas de ouro.

Ni el color, ni los materiales fueron desdeñados. Ocupar el mismo palacio lisboeta donde residieron, la mayor parte del tiempo, los antiguos monarcas portugueses, ya era de por sí significativo. De la misma

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forma, el regimento de los gobernadores establecía que el Paço debía continuar contando con alabarderos como los tuvo el cardenal archiduque, con pago a cargo de la Real Hacienda. Esta guarda de archeros o soldados armados debían acompañar a los gobernadores en sus desplazamientos “em forma de governo”, como eran sus idas a la Capilla Real, al Tribunal de la Casa da Suplicação o a algún templo. También se prescribía que los gobernadores pasaran a gozar del tratamiento verbal y escrito de “señoría”, tanto si estaban en funciones en los Paços da Ribeira, como fuera de ellos. Y se recordaba que todos, desde lo más alto a la base de la pirámide social de la época, debían observar esta forma distintiva de tratamiento sin excepciones. El resto del protocolo y etiqueta, hasta en sus más pequeñas manifestaciones, debían reforzar ese poder: E porquanto convem que o ditto Governo, tenha toda a suprema autoridade como por tudo e para tudo he de muy grande importancia, não se mandará na ditta casa do Governo assentar, nem cobrir pessoa alguma que seja menos de fidalgo de minha casa ou Desembargador, e conforme ao foro, pessoa e officio de cada hum lhe farão os Governadores, o tratamento que lhes bem parecer, e aos fidalgos de qualidade, e aos do meu Conselho e aos Desembargadores que actualmente o sejão, se dará assento de cadeira raza de couro e falarão cobertos, ora venham chamados, ou a negócio seu particular, e aos Presidentes dos tribunaes, quando vierem ao governo, sem os ministros delles, e não forem Bispos nem Condes se dará tambem cadeira raza de couro.

La silla con respaldo quedaba reservada para los duques, marqueses y arzobispos; incluso a los obispos y condes debía garantizárseles una silla rasa, aunque de terciopelo negro. A comienzos del siglo xvii, este ceremonial fue alterado en relación a los obispos y títulos eclesiásticos y seculares a quienes el rey ordenaba cubrirse la cabeza, al igual que a los presidentes de los tribunales, gobernador de la Relação do Porto, vedores da Fazenda, consejeros de Estado y rector (regedor) de Justicia de la Casa da Suplicação19. Pasaron a disponer también de silla con respaldo. Nada se sabe sobre las cortes de los virreyes de Lisboa, ni sobre sus familias. A excepción de la del archiduque y, eventualmente, la del

19. BA, 51-VIII-43, fl. 74v; BPE, Cód. CV/2-7, fol. 228v.

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marqués de Alenquer (Dadson 1991: 43-44), muy probablemente el resto serían bastante modestas, en relación a las demás de la monarquía. Alberto de Austria tuvo una de las mayores, hasta el punto de que, en 1624, cuando se pensó en enviar al archiduque Carlos como virrey a Lisboa, se tomaron precauciones, para evitar que igualase a su antecesor Alberto dado que las circunstancias eran otras. En 1586, se creó una guarda alemana, que se preveía tuviera 65 soldados, solamente “para resguardo y defension de nuestra Persona”, según recogía el regimento20. Sin embargo, de las demás existentes, en principio ninguna era comparable a la del virrey de Nápoles, que en 1592 estaba integrada por 128 personas a su servicio en el palacio; una cifra que tendió a incrementarse en el tiempo (Hernando 1998: 380). El virrey D. Afonso de Castelo Branco tenía 59 personas a su servicio, en tanto obispo de Coimbra, y fue un protector de sus clientelas, sin que se sepa qué influencia tuvo en ellas los 18 meses en los que fue el alter ego del rey en Lisboa (Paiva 2005: 225-253). En mayo de 1617, cuando murió, D. Aleixo de Meneses tenía 6 pajes, de acuerdo con las cuentas que presentó su tesorero al cabildo catedralicio de Braga21. Algunos virreyes provisionales, como D. Miguel de Castro, entre 1615-1616, no fueron a vivir al Paço da Ribeira. Este último, en sus idas y venidas, no admitió la presencia de guardas, ni de otro acompañamiento. Nunca fue a la Casa da Suplicação y evitó su presencia en eventos públicos, incluso la capilla real22. Quizá fue una manera de asumir el carácter pasajero de su ocupación. De acuerdo con el regimento de 1593, cada uno de los gobernadores presidía el gobierno durante una semana. En los asuntos para los que tenían poderes decisorios debían actuar por mayoría de votos, cuando no era conseguida la unanimidad. A excepción de los negocios graves que implicaban la presencia de todos los miembros, en los restantes bastaba que se reuniesen tres gobernadores. Cuando la situación era urgente y los votos emitidos eran diversos, la resolución recaía sobre el que en ese momento tuviese la presidencia. En tiempo de los gobernadores de Felipe IV, se acabaron las presidencias rotativas y hubo un único gobernador que presidía.

20. AHN, Estado, Lº 728. 21. AGS, Secretarias Provinciales, Lº 1558, fols. 11, 12. 22. BPE, Cód. CIII/2-19, fols. 49-49v.

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El elevado número de gobernadores en tiempos de Felipe II suscitó quejas, que finalmente obligaron a reducirlos a tres. Resulta evidente que las instrucciones son el documento esencial para comprender qué directrices recibían los nuevos titulares. En ellas, más que en los regimentos, se acumulaban las órdenes relativas a la gestión de hacienda y los puntos calientes de la coyuntura. En los regimentos y las “instrucciones” constaban los miembros que debían ser elegidos para asesorar al virrey. Sin embargo, como ya se señaló anteriormente, muchas veces el monarca era el encargado de seleccionar a las personalidades o de establecer criterios muy rígidos para proceder al nombramiento de los elegidos. En cualquier caso, los poderes de estos consejeros eran meramente consultivos. El virrey, además de sondear a estos personajes, podía opinar sobre casi todos los asuntos, incluso sobre el nombramiento de obispos, inquisidores generales y virreyes de la India. Sin embargo, a semejanza del virrey de Cataluña, el de Lisboa tenía un ámbito de actuación muy reducido, pues sus pareceres no iban directamente al rey; pasaban antes por la criba del Consejo de Portugal, que refundía su opinión. Este hecho en sí prueba la exigua influencia política de la que, en general, gozaba en el teatro de la monarquía. Desde este punto de vista, en nada se asemejaba al peso político de los pro reges de Nápoles y Sicilia y del gobernador de Milán, incluso después de la fundación del Consejo de Italia, que supervisaba la actuación de estos representantes del rey. Estos últimos mantenían un intenso intercambio de informaciones entre sí y con los embajadores en la corte pontificia y demás agentes de la monarquía en Italia, además de correspondencia con el emperador y los príncipes alemanes y otros poderes italianos. En especial, los de Nápoles eran esenciales en el control naval y estratégico del Mediterráneo (Hernando 2004: 64-65). Instrucciones políticamente mucho más especiales fueron también las que recibió la princesa Margarita, cuando fue nombrada virreina, “colocada em Portugal para vice-reinar, mas não para governar” (Oliveira 1991: 147). El gobierno efectivo quedó en las manos del marqués de la Puebla y de Gaspar Ruiz Ezcaray, dos ministros castellanos. En 1638 tuvo lugar una nueva mudanza de asesores (Oliveira 1991: 147148, 242-243), pero no aumentó el poder o autonomía de la princesa. La coyuntura política ayuda a explicar muchas de estas limitaciones.

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Los virreyes de Lisboa también pudieron conceder mercedes de reducido alcance. Se pueden resumir en las siguientes: • propuestas de licencias de libre transporte de mercancías de la India hasta 500 cruzados cada una y que llegaran sin que fuesen reclamadas por nadie (alvitres de desencaminhados), siempre que no pertenecieran a la Casa da Índia o a la Cámara Real; • administración de capellanías hasta 50.000 réis cada una (excepto las que por sentencia se hubieran adjudicado a la Corona, según se estableció a comienzos del siglo xvii); • beneficios con cura de almas e simples presentados por la Corona hasta 50.000 réis y sin establecer en ellos pensión. Sin embargo, no eran poderes claros, pues en la provisión de los simples, que eran los más apetecibles porque no obligaban a la residencia del eclesiástico, se recomendaba tomar en cuenta a los capellanes del rey; • oficios de escribanos de justicia no pertenecientes a la real cámara y de ahí para abajo; oficios de hacienda, por debajo de escribanos de las Casas da Índia y Mina, la Alfândega de Lisboa y los Almacenes. En cualquier caso, únicamente cuando quedaban vacantes por muerte de la persona que los tenía y no por renuncia o por cédula en la cual se prometía que el oficio podía pasar al hijo (alvará de lembrança, nem que fosse de pai para filho); • registros, que no fuesen de hidalgos, en los libros de la Casa Real, sin incrementar en nada la recepta propia que el nombrado recibía del cargo (moradia) y no pasando los nuevos registros de 200 por año, que era el número concedido al reino de Portugal, sin incluir India y África [según se especificaba en las ordenanzas (regimentos) a partir de 1600 y de allí en adelante]; • nombramientos de los cargos de juiz de fora, con el parecer del Desembargo do Paço, con excepción de las tierras cuyos procuradores, en Cortes, ocupaban los primeros asientos y que ya lo tenían (Évora, Coimbra, Porto y Santarém); • provisión durante pocos meses de la interinidad (serventia) de los oficios que anteriormente estaban ocupados por desembargadores y de la interinidad de las varas de alcaides (durante ese tiempo el virrey debía informar sobre quien debía tener esos mismos cargos en propiedad); • aprobación de los elegidos para los concejos (câmaras), cuyas listas (pautas) hubieran pasado las averiguaciones del Desembargo do Paço, con excepción de la de Lisboa y de las demás tierras cuyos procuradores en Cortes ocupaban el primer asiento (Évora, Coimbra, Porto y Santarém); • recibir pleitos, homenajes y juramentos, en nombre del monarca, a los virreyes, gobernadores, capitanes y alcaides-mayores del Reino de Portugal y de sus respectivos señoríos.

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Cuando se discutía en consejo de gobierno los nombres de los candidatos para proponer al rey en los principales puestos, como eran los de virrey de la India, vedores da Fazenda, presidentes de los Consejos de la administración central y tribunales superiores, gobernador de Algarve, capitanes de los lugares de África, gobernadores coloniales (Brasil, Angola, Cabo Verde, Mina, S. Tomé), obispos y arzobispos, priores mayores de los Conventos de las Órdenes Militares de Avis y Palmela o el inquisidor general, fue fundamental discriminar la opinión de cada consejero, a partir de 1614-1615. Se nombraban tres/cuatro personas y recaía en el monarca la elección definitiva. A pesar de todo, no era un poder despreciable en el cual intervenía el virrey. Incluso en relación a los puestos de más baja proyección, en los que virreyes o gobernadores tenían meros poderes consultivos, éstos podían ser significativos desde el punto de vista de la atracción o consolidación de clientelas y redes. Veamos un ejemplo. En su autobiografía, Manuel de Faria e Sousa relata que el arzobispo de Lisboa y gobernador del reino, D. Afonso Furtado de Mendonça, escribió a su amo, el segundo marqués de Castelo Rodrigo, al proponerlo para la provisión del oficio de secretario de Estado de la India. Como la consulta iba dirigida al Consejo de Portugal, en la misiva le pedía que tratase del asunto en Madrid, de modo que se garantizase el puesto para el citado Manuel de Faria e Sousa. Como no medió intercesión alguna, el cargo se proveyó en otra persona (Glaser 1975: 192-194). En 1628, estando entonces Manuel de Faria e Sousa y Manuel de Moura Corte Real en Lisboa, el referido gobernador volvió a proponerle para una plaza como secretário de câmara y “haciendo que esto se me dijese para hacer mis diligencias en Madrid, adonde iba la consulta, y principalmente para que el marqués escribiese sobre ello a los ministros” (Glaser 1975: 197). Como esta tentativa tampoco surtió efecto, optó por nombrarle almojarife de la villa de Santarem, que era un oficio que podía proveer sin consultar al Consejo de Portugal. Sin embargo, el marqués impidió la toma de posesión por creer que era un cargo que no correspondía a su persona (Glaser 1975: 201-202). De esta forma, las ventajas de disponer de poderes para consultar o para nombrar permitían favorecer o mostrar afecto a diferentes sectores de las redes sociales, aunque la tentativa no fuese coronada por el éxito. Nótese que el cuadro de poderes trazado anteriormente, con pequeños ajustes, era casi idéntico de regimento en regimento.

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No todos los virreyes de la monarquía tenían, sin embargo, estas atribuciones. El de Cataluña no podía otorgar mercedes. Su mando estaba limitado por Madrid y por las leyes emanadas de las Cortes del Principado. El principal cargo de Lisboa, a pesar de carecer del gran poder que gozaban los virreyes de Nápoles o de Sicilia, no era del todo desdeñable; antes al contrario, resultó apetecible para muchos nobles portugueses. En Sicilia, el representante del soberano no sólo nombraba a los más altos oficiales, sino que podía convocar y presidir las Cortes. Para desempeñar sus funciones, los virreyes podían incluso reunir al Consejo de Estado, un órgano creado durante la minoridad de D. Sebastián. En la época de análisis, tenía un carácter meramente consultivo porque la institución decisoria era el Consejo de Estado de la Monarquía. En el de Lisboa, cabía al virrey elegir las materias que considerase oportunas discutir (Oliveira 1991: 13). Muchas de ellas serían asuntos relacionados con la estrategia a seguir en relación al imperio. En 1600, el salario establecido para el puesto de virrey de Lisboa equivalía a 4.400.000 réis anuales, abonados al contado, en cuatro cuotas fijas. Sólo el archiduque Alberto y la princesa Margarita, por su estatuto, recibieron más y no fue a título de salario. En relación al primero, en 1624 se comentaba que le habían sido entregados cincuenta mil cruzados al año23; en cuanto a la segunda, “il titolo di Vice-regina del Portogallo portava seco una provvigione di 25.000 scudi annui” (Quazza 1930: 205). Pero las cantidades referidas incluían el pago para el empleo de capitán general de las tropas extranjeras en Portugal (Gaillard 1982: 219), conforme a la aclaración que se realizara con el conde de Salinas y marqués de Alenquer. Aunque no pudiera darse por seguro, siempre que los virreyes eran seglares, desempeñaban simultáneamente este segundo cargo. En Navarra y por lo menos en Nápoles, en la misma época, los virreyes también sumaban el oficio equivalente, lo que aumentaba notablemente su autoridad. Lo mismo ocurría con los gobernadores de Milán, siempre y cuando no fueran eclesiásticos. En cuanto a la remuneración, es posible que al montante referido se añadieran otros valores, en dádivas y en dividendos subsiguientes al ejercicio de esta ocupación. La cantidad total unida a este empleo sería 23. AHN, Estado, L 728, Consulta da junta de 17 de Setembro.

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soportada por Portugal y estaba lejos de ser una prestación reducida. Basta tener presente que los cinco gobernadores nombrados por Felipe II en 1593 sólo recibían un millón de réis de salario fijo cada uno. Había, sin embargo, dos excepciones: el conde de Sabugal, que obtenía 400.000 réis más por ser también vedor da Fazenda; y el conde de Portalegre, que gozaba de 6.000 ducados más por su rango de capitán general de las tropas castellanas24. A este importe se añadían los aposentos del Paço da Ribeira “e de outras comodidades”, como se decía en la época. En 1630, la cuantía fija que recibían los gobernadores todavía se mantenía en el millón de réis. Cuando, en ese año, D. Afonso Furtado de Mendonça, gobernador de Portugal y arzobispo de Lisboa, hizo testamento, confesó cobrar ese montante por esta responsabilidad25. De esta forma, estaba mucho mejor remunerado el cargo de virrey que el de gobernador, a pesar de que teóricamente compartía las responsabilidades de gobierno con otras personas. A todos los efectos, cualquiera de estas cuestiones tenía una contrapartida material relevante. Adviértase que en 1601, el Desembargador do Paço, el doctor Pedro Barbosa, recibía, en calidad de miembro del Consejo de Portugal, un salario de 500.000 réis anuales, de los cuales 200.000 correspondían a una ayuda de costa por hallarse fuera del reino. Claro que a esta parcela se sumaban otros varios títulos como eran 20.000 réis de firmas y otros 20.886 “de ordinárias” (papel, tinta, saco, etc.), como el mismo recordara al abandonar su empleo en 160226. Los consejeros no letrados percibían 100.000 réis más, de salario anuales, de los que tenía Pedro Barbosa (Luxán 1988: 467). Estos valores se mantuvieron durante la última década de presencia de los Austrias en el trono lusitano. El presidente del Consejo de Portugal recibía en esa altura un millón de réis (Luxán 1988: 467), lo mismo que los gobernadores, pero debe considerarse que residía fuera del reino. En Portugal, entre 1629 y 1640, el rector (regedor) de la Casa da Suplicação cobraba 300.000 réis de remuneración, además de las gratificaciones y otros réditos (Hespanha 1986: 668). El presidente de la Mesa da Consciência recibía en 1603 un montante salarial fijo de

24. BNP, Pomb. 648, fol. 671. 25. Index 1937:18. 26. AGS, Secretarias Provinciales-Portugal, Lº 1461, nº 109, Lº 1463, fols. 2-3.

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400.000 réis (Ribeiro 1807: 124). En 1607, los diputados de este Tribunal pasaron de 200.000 réis de sueldo base a los 300.000 (Silva 1854: 195-196). Los obispos ultramarinos, considerados mal pagados, recibían una pequeña renta del rey que oscilaba entre los 400.000 y los 1.600.000 réis por año, a excepción de los arzobispos de Goa y de Bahía, cuyos ingresos eran más elevados (Paiva 2005: 60). En 1616, el sueldo del capitán y gobernador de la capitanía de Río de Janeiro era, sin embargo, de 1.000 réis anuales. Compárese con otro oficio principal: el de inquisidor general. A lo largo de todo el período filipino la remuneración fija equivalía a un millón de réis anuales, aunque pudiese añadir otras muchas pensiones y dádivas (propinas) que podían perfectamente cuadruplicar o quintuplicar aquel valor (López-Salazar 2011: 89-93), incluso si renunciaba a su oficio episcopal para ejercer sus funciones. Sin embargo, cuando D. Pedro ocupó el cargo de inquisidor mayor continuó recibiendo sus gajes de virrey, excepto al inicio de su segundo mandato (iniciado el 27 de febrero de 1612), por estar sustituyendo al marqués de Castelo Rodrigo, a quien se continuó pagando. Sólo después de que hubiese transcurrido un año desde la partida de aquel, comenzó a exigir a la corte la percepción de su salario. Recibiría órdenes para obtener su estipendio, seguramente tras la muerte de Cristóbal de Moura, en diciembre de 1613. Con todo, dadas las dificultades en ver efectuado este pago, clarificó lo que recibía en sus funciones anteriores. Ante los datos que presenta, surgen cuestiones nuevas. Analicémoslas. Durante el tiempo que fue presidente del Desembargo do Paço (12 años; 1587/1599?) afirmó no haber recibido ningún salario, ni ayuda de costa, ni lo solicitó27; como virrey, en su primero mandato, le fueron establecidos anualmente 6.000 cruzados (2.400.000 réis) en la Alfândega de Lisboa y otros 400.000 réis más en los bienes de los confiscados28. Siendo así, su remuneración era inferior a la del virrey Cristóbal de Moura, a pesar de que, cuando sumaba todas las cantidades obtenidas por su cargo de inquisidor general, conseguía sobrepasarlo. Efectivamente obtenía 4.800.000 réis, teniendo presentes sólo las

27. BA, 51-VIII-16, fol. 118. 28. Ibídem.

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pensiones y otras entradas fijas. ¿Será que por el hecho de ser obispo cuando fue presidente del Desembargo no solicitó ningún salario por esta última misión? ¿Percibían los obispos virreyes una cantidad menor por disponer de otras fuentes de ingresos o porque muchas veces se trataba de nombramientos provisionales? ¿El hecho de no ejercer el mando general de las tropas castellanas explicaría la diferencia? En cualquier caso, se debe insistir en que el puesto de virrey de Lisboa estaba bien remunerado. El de Cataluña recibía en 1591 aproximadamente 1.208.000 réis (Lalinde 1964: 235). En el ámbito portugués, sólo el virrey de la India gozaba de un salario más elevado, pero estaba muy lejos y se enfrentaba al riesgo de la navegación. Como sueldo propiamente dicho recibía 7.339.550 réis al año, hacia 1613. No obstante, en esa altura, se estimaba que el gasto total que la Corona hacía “com o ordenado e ordinárias” del virrey ascendía a los 29.989.690 réis29. En el referido montante se incluían, entre otras cantidades, 12 millones de réis destinados a mercedes, además de 4.800.000 réis “para a mesa que he obrigado a dar a fidalgos, e reções de soldados velhos”. Dejando al margen estos ingresos, hay que señalar que muchos, para aceptar el cargo, negociaban contrapartidas en mercedes, como intentó hacer el conde de Salinas en tiempos de Felipe III y, en 1634, el de Basto. En este último caso, fue su hijo Miguel quien condujo las negociaciones y parece que llegaron a incluir el ascenso de la casa a marquesado (Valladares 1998: 38-39). Por último, había que sumar el tiempo de servicio acumulado en el desempeño del cargo, incluso para los que fueron obispos y arzobispos. Si no alcanzasen mercedes con él, podían legarlo a sus descendientes, como hizo en su testamento D. Afonso Furtado de Mendonça, que los dejó a su sobrino, Jorge Furtado de Mendonça30. En resumen, el cargo de virrey de Lisboa podía no resultar atractivo para quien estaba en posición de disputar los de Nápoles o Sicilia, como fue el caso de D. Manuel de Moura Corte Real, segundo marqués de Castelo Rodrigo, pero fue un puesto ambicionado por la aristocracia portuguesa. La propia Casa de Braganza no hubiera desdeñado el oficio, incluso aunque el virrey de Lisboa no pudiera gozar de

29. AGS, Secretarias Provinciales-Portugal, Lº 1472, fol.63 30. Index 1937:18.

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un poder muy visible, comparado con otros virreyes de la monarquía católica. No podía convocar Cortes, ni siquiera presidirlas; no estaba autorizado para distribuir mercedes de importancia. En general no se comunicaba de forma directa con el monarca, no podía jurar los privilegios de Portugal, ni elegir libremente a los miembros del consejo de gobierno o hacer entradas públicas en Lisboa y en otros lugares, como sí ocurría, por ejemplo, en Flandes. Aun así, sería el virreinato más importante de la Península Ibérica, no obstante estar reservado a los naturales o a los miembros próximos a la familia real. Este alter ego del monarca nunca resolvió, con todo, la falta del rey en esta entidad política. Incluso los miembros de la real familia que ocuparon el cargo fueron abiertamente cuestionados. No generaron la ilusión de un verdadero alter ego del soberano. Vivir en el Paço da Ribeira, con una guardia personal de alabarderos, conceder audiencias generales y privadas a fidalgos o acudir a la Casa da Suplicação y a la Capilla Real en representación de Su Majestad no fue suficiente para reparar la ausencia. Todo indica que, en tiempos de Felipe IV, existió, incluso, temor a nombrar virreyes de sangre real, parientes muy próximos del monarca. Se recelaba de los afanes separatistas que pudieran emerger.

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Anexo Virreyes y gobernadores nombrados por Felipe II (1593-1598)

cardenal archiduque alberto, inquisidor general d. miguel de castro, arzobispo de Lisboa;

Periodo

Título

Observaciones

15831593 15931600

Virrey

Sobrino de de Felipe II

Gobernador

d. juan de silva, conde de Portalegre, mayordomo-mayor de la casa real y capitán general de los presidios y gente de armas castellana en Portugal; d. francisco de mascarenhas, conde de Vila de Horta y después conde de Vila de Santa Cruz, capitán mayor de la caballería; d. duarte de castelo branco, conde de Sabugal, merino mayor y vedor da Fazenda; miguel de moura, escrivão da puridade.

Virreyes nombrados por Felipe III

d. cristóbal de moura, marqués de Castelo Rodrigo. d. afonso de castelo branco, obispo de Coimbra. d. pedro de castilho, obispo, inquisidor general. d. cristóbal de moura, marqués de Castelo Rodrigo. d. pedro de castilho, obispo, inquisidor general. d. fr. aleixo de meneses, arzobispo de Braga. d. miguel de castro, arzobispo de Lisboa. d. diego de silva y mendoza, conde de Salinas y marqués de Alenquer

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Periodo

Título

16001603 16031604 16051607 16081612 16121614 16141615 16151617 16171621

Virrey

Observaciones

Virrey Virrey Virrey Virrey

Inicialmente fue sustitución

Virrey Virrey Virrey

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Virreyes y gobernadores nombrados por Felipe IV Periodo martim afonso de mexia, obispo de Coimbra; d. diogo de castro, conde de Basto; nuno álvares de portugal martim afonso de mexia, obispo de Coimbra; d. diogo de castro, conde de Basto; d. diogo da silva, conde de Portalegre d. diogo de castro, conde de Basto; d. diogo da silva, conde de Portalegre d. diogo de castro, conde de Basto; d. diogo da silva, conde de Portalegre; d. afonso furtado de mendonça, arzobispo Lisboa d. diogo de castro, conde de Basto; d. afonso furtado de mendonça, arzobispo de Lisboa d. diogo de castro, conde de Basto d. antónio de ataíde, conde de Castro de Aire y de Castanheira; d. nuno de mendonça, conde de Vale de Réis d. antónio de ataíde, conde de Castro de Aire y de Castanheira d. joão manuel, arzobispo de Lisboa

Título

Observaciones

16211622

Gobernadores

Nuno Álvares de Portugal † 1624

16221623

Gobernadores

16231626 16261627

Gobernadores

16281630

Gobernadores

16301631 16311632

Gobernador

Gobernadores

D. Diogo da Silva abandonó el gobierno en 1627

Gobernadores

16321633 1633

Gobernador

d. diogo de castro, conde de Basto

1634

Virrey

Pide la exoneración en septiembre de 1634

princesa margarita, duquesa de Mantua

16341640

Virreina

Prima de Felipe IV

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Virrey

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Tercera parte El universo simbólico y cultural. las cortes virreinales

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La corte virreinal como espacio político. El gobierno de los virreyes de la América hispánica entre monarquía, élites locales y casa nobiliaria Christian Büschges Universidad de Bielefeld

En su libro dedicado a Sor Juana Inés de la Cruz publicado en 1982, el escritor mexicano Octavio Paz llamaba la atención sobre lo que consideraba un tema olvidado por la historiografía de la América hispánica colonial: la corte virreinal (Paz 1982). La monja y poetisa había pasado cuatro años en la corte mexicana del virrey marqués de Mancera, durante la segunda mitad del siglo xvii, como dama de la virreina Leonor de Carrero (Muriel 1994: 144-145). Octavio Paz insistía con razón en que “muchas de las observaciones que recientemente se han hecho sobre esta institución [la corte real en la Europa del Antiguo Régimen] son perfectamente aplicables a las dos cortes americanas, la de México y la de Lima”, en cuanto que “la corte [virreinal] no sólo tuvo una influencia decisiva en la vida política y administrativa sino que fue el modelo de la vida social” (Paz 1982: 42). Ciertamente, disponemos de algunas descripciones, tanto de los palacios que ocuparon los virreyes en Lima y México, como de su trayectoria de gobierno y la actividad social y cultural que desplegaron en las ciudades donde residieron (Riva Palacio 1970; Valle-Arizpe 1947 y 1977; Miró Quesada 1946). No obstante, estas informaciones son con frecuencia de carácter descriptivo y hasta anecdótico, carentes de una orientación sistemática y comparativa. De hecho, no sólo en América sino también en otros territorios de la Monarquía Hispánica,

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la corte virreinal se ha convertido sólo muy recientemente en objeto de estudio1. Desde una perspectiva teórica y metodológica más amplia, el creciente interés por las cortes virreinales responde a una tendencia general en la historiografía europea que en los últimos años ha cuestionado abiertamente el paradigma del absolutismo, sobre todo del siglo xvii, como elemento definidor de un amplio periodo de la época moderna (Schilling 2008). Un factor determinante de esta revisión ha sido el cuestionamiento del concepto de “Estado moderno” aplicado al Antiguo Régimen2. Algunos estudios recientes han puesto un énfasis particular en la lentitud, discontinuidad y fragmentariedad del proceso de racionalización, institucionalización y burocratización del sistema de poder monárquico durante la época moderna. De hecho, hasta el siglo xviii éste no pudo prescindir de la cooperación de las élites locales en el gobierno y administración de sus territorios (Maczak 1988; Kettering 1988; Martínez Millán 1992; Reinhard 1996). Esta constatación resulta especialmente válida para la Monarquía Hispánica que, en muchos sentidos, constituyó durante los siglos xvi y xvii el paradigma de “monarquía compuesta”, integrada por una pluralidad de reinos y provincias con leyes, tradiciones e identidades políticas propias (Elliott 1992). La diversidad de los vínculos que ligaban el centro, esto es, la corte, situada habitualmente en Madrid, con los distintos territorios que gobernaba, ha sido, desde la última década del siglo xx, objeto de particular interés entre los estudiosos del Antiguo Régimen español (Gil Pujol 1991; Fernández Albaladejo 1992).

1. Como primera iniciativa en esta dirección véase el panel “Poder y sociedad: Cortes virreinales en la América hispánica, siglos xvii y xviii”, organizado por Pilar Latasa y Christian Büschges en el XII Congreso Internacional de AHILA, Universidad de Oporto, 21 a 25 de septiembre de 1999 (actas publicadas en 2002); véase después el simposio internacional “Eine Monarchie der Höfe. Der vizekönigliche Hof als politischer Kommunikationsraum in der Spanischen Monarchie (16.-17. Jahrhundert)” (“Una monarquía de cortes. La corte virreinal como espacio de comunicación política en la Monarquía Hispánica [siglos xvi-xvii])”, organizado por Christian Büschges, Universidad de Bielefeld, 13 a 15 de mayo 2004; además, otro coloquio internacional en Sevilla (2005) cuyas actas han sido recientemente publicado en Cantú (2008). 2. Una obra importante de referencia en esta discusión es el libro de Henshall (1992); cfr. Vicens Vives (1960).

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En el contexto de esta revisión de los conceptos de Estado moderno y absolutismo, la corte ha sido objeto de un interés particular.3 Hasta la primera mitad del siglo xx, “Estado moderno” y “corte” habían sido relacionados en términos más bien antagónicos, ya que esta última era presentada, al menos desde finales de la centuria anterior, ante todo como un escenario de intrigas, excesos, prodigalidad y corrupción. A pesar de que en el siglo xix se había desarrollado lo que podríamos calificar como una “historia cultural” de la corte, ésta se limitó a vívidas descripciones de la vida en palacio, sus modas, costumbres y ceremonias, al margen de cualquier enfoque social o político (Winterling 1999: 29-30). La investigación reciente ha puesto de relieve, en cambio, que la corte constituyó un espacio decisivo, tanto topográfico como sociocultural, de la estructura política de las monarquías y principados europeos (Reinhard 1999: 81-85). La definición de la corte y la identificación de sus funciones políticas, sociales y culturales se ha beneficiado de una recepción, más bien tardía, todo hay que decirlo, de las obras de Norbert Elias sobre la “sociedad cortesana” (Elias 1989 y 1994), ampliada y modificada después en varios aspectos4. Ahora bien, mientras que Elias había construido su concepto a partir del análisis del entourage, o sea, de la casa del príncipe, entendida en sentido amplio, considerada como el fundamento de toda corte, la investigación actual tiende a incluir en su análisis tanto a los ministros y altos oficiales de la administración real como a todas las personas que, por su oficio, rango o simple favor real estaban en contacto directo con el monarca. Para todos ellos, el atractivo de la corte consistía en la posibilidad de influir en la política real, beneficiarse del patronazgo monárquico y gozar de la reputación que proporcionaba un lugar en la jerarquía cortesana (Asch 1993: 14-15). La concepción de Elias ha experimentado modificaciones importantes también en lo que se refiere a la función asignada a la corte. Según éste, la corte fue, en primer lugar, el instrumento ideal del régimen monárquico para lo que calificó como la “domesticación de la aristo-

3. Para mencionar solamente algunos aportes importantes: Asch/Birke (1991); Álvarez-Ossorio Alvariño (1991); Hespanha (1992); Dean (1994); Winterling (1997); Gunn/Janse (2006). 4. Véase la revisión crítica de las obras de Elias por Duindam (1994).

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cracia”. Ésta permitió al rey quebrar el poder político y militar de los miembros de la alta nobleza de origen medieval, atrayéndoles al espacio cerrado de su corte a través de la concesión de oficios, dotados con frecuencia de mucha ostentación y poco poder efectivo, e imponerles gastos exorbitantes exigidos por un estilo de vida suntuoso y, sobre todo, por el clima de competitividad propio del ámbito cortesano. De acuerdo con esta perspectiva, los reyes utilizaron el ceremonial como un instrumento para ejercer su dominio sobre los nobles. Al mismo tiempo, en su función de primus inter pares, utilizaron la corte para sustentar a la nobleza como estamento privilegiado frente al ascenso social y económico de la burguesía. Elias destacó la necesidad de estudiar la corte y la “sociedad cortesana” como una “figuración social” y una “red de interdependencias”. Para ello se concentró en primer lugar en la perspectiva del monarca, aunque su análisis sociológico careció de un estudio empírico sobre cortes particulares. (Elias 1994: 12, 312-314). Recientemente, Aloys Winterling ha puesto de relieve el error de reducir la función de la corte a un paradigma único, basado en el poder absoluto del monarca y los usos del ceremonial como instrumento de domesticación de la nobleza (Winterling 1999). Entre las monarquías europeas de la época moderna, ha afirmado, las relaciones de poder y las formas de interacción política en la corte real variaron de manera muy considerable. En la misma monarquía de España, prototipo europeo del avance de la autoridad real durante el siglo xvi, la relación de poder entre monarca y nobleza (cortesana) fue muy diferente en los tiempos de Carlos V y Felipe II y los de sus dos sucesores, por no mencionar los años de Carlos II en las últimas décadas del siglo xvii (Elliott 1989; Martínez Millán 1994; Sáez-Arance 1999). Un análisis comparativo entre otras cortes europeas no hace más que confirmar esta diversidad. Por ejemplo, los príncipes electores de Kurköln, radicados durante los siglos xvii y xviii en la ciudad alemana de Bonn, utilizaron la corte mucho más como elemento de distinción frente a los otros príncipes del Sacro Imperio Romano que como instrumento para la subordinación de la nobleza territorial (Winterling 1986: 151-170). Por su parte, en su estudio sobre la corte de la casa de Orange durante el siglo xvii, Olaf Mörke ha demostrado que, en su función de gobernadores designados por las asambleas corporativas provinciales de Holanda, razón por la cual carecían de poder soberano, los príncipes recurrían a la corte para articular y representar su au-

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toridad en el “campo multi-polar de fuerzas políticas” de la república (Mörke 1997: 79). En definitivas cuentas, las características y funciones de la corte en las diferentes monarquías y principados europeos fueron complejas y dinámicas. Por esta razón, algunos estudios recientes han preferido referirse a la corte como un “punto de contacto” entre el príncipe y sus súbditos, como un espacio político, social y cultural que servía como foro de luchas y toma de decisiones, como mercado de oficios, privilegios y otras mercedes reales y, en lugar no menos importante, como teatro de la representación del rey y del orden social y político (Elton 1976: 211-228; Asch 1993: 15-16). En este cuadro general, el caso de la casa de Orange puede servir como ejemplo y punto de partida para comprender la posición de las cortes virreinales en el sistema político de la monarquía compuesta de los Habsburgo españoles. Desde hace al menos quince años, éstas han empezado a ser vistas como un espacio político que permite estudiar las complejas relaciones entre la corte de Madrid y las élites políticas de los distintos reinos y provincias de la monarquía así como entre los diversos grupos de poder que operaron en el seno de estos territorios (Gil Pujol 1996; Hernández Sánchez 1998; Pietschmann 1999; Büschges 2001; Cantú 2008b). Dada la extensión geográfica y la estructura compuesta de la Monarquía Hispánica, la corte madrileña tuvo que poner a prueba su capacidad para defender sus intereses en los distintos reinos y provincias y asegurar la fidelidad y apoyo de las élites políticas locales. Para alcanzar este objetivo, la Monarquía Hispánica se organizó durante el siglo xvi como una “monarquía de cortes” (Álvarez-Ossorio Alvariño 1991), en la que los virreyes y su entorno desempeñaron un papel de primera magnitud en la integración de los territorios y sus élites políticas. A continuación, quiero esbozar y discutir las características y funciones de las cortes virreinales de la América hispánica, entendidas como un espacio político en el que diferentes actores sociales lucharon por el control de las relaciones entre el rey y sus súbditos de ultramar5. Para ello, analizaré primero el rango político de los reinos americanos,

5. Dentro de la América hispánica me concentro además en el virreinato de Nueva España, debido a mis investigaciones propias sobre la corte virreinal de México en la primera mitad del siglo xvii (Büschges en prensa a).

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de modo que permita comprender el orden jurídico-institucional en el que se insertaron el virrey y su corte. Después, plantearé tres aspectos que considero de la máxima importancia para caracterizar la corte virreinal en América: su base jurídico-institucional, el entourage y patronazgo de los virreyes y, finalmente, su función en la representación del orden político y la jerarquía que lo conformaba.

De reinos, virreinatos y colonias. América en el sistema político de la Monarquía Hispánica Sin duda alguna, la Monarquía Hispánica constituyó uno de los casos más complejos entre las diversas monarquías compuestas de la época moderna en Europa. El núcleo político lo formaron las Coronas de Castilla y Aragón que, de hecho, ya antes de su unión dinástica con los Reyes Católicos, en la segunda mitad del siglo xv, se componían de diferentes territorios con leyes y costumbres propias (García-Gallo 1979: I: 682-685; Artola 1999). Durante el transcurso del siglo xvi los monarcas españoles añadieron, fuera por vía de conquista o herencia, otros territorios tanto en el ámbito mediterráneo como atlántico. En sus nuevos dominios europeos (Italia y Países Bajos), los reyes tendieron a confirmar los derechos e instituciones particulares de los reinos y provincias que los integraban. En cambio, la incorporación de América a la Corona de Castilla en 1523 supuso, en principio, la expansión a ultramar del orden jurídico castellano. A finales del siglo xvi, la monarquía había reunido bajo su dominio diversos reinos (Castilla, Valencia, Nápoles…), un principado (Cataluña), ducados (Borgoña y Milán), condados (Rosellón, Cerdaña, Flandes), así como diferentes señoríos (Vizcaya y las Islas Canarias). Mientras tanto, en América se habían creado los reinos de Nueva España, Perú y el Nuevo Reino de Granada. A pesar de carecer de un estatus jurídico-institucional preciso e, incluso, de una circunscripción territorial precisa y estable, el reconocimiento de estos “territorios” americanos quedó reflejado mediante referencias explícitas en la correspondencia oficial del rey y de consejos. La diversa condición de estos territorios como reinos, condados o ducados, no necesariamente determinaba la naturaleza de sus relaciones jurídico-políticas con la corte de Madrid, sino que con la variedad

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de instituciones de gobierno y administración (virreyes, audiencias, cortes, consejos municipales, etc.) reflejan más bien el largo y complejo proceso histórico de la formación territorial y política de la monarquía desde la época medieval. En este panorama, “las Indias” han sido consideradas habitualmente como un territorio con una condición política inferior. Así, al comparar los casos de Italia y América, historiadores como Giuseppe Galasso y Aurelio Musi han diferenciado claramente entre “reinos” como los de Nápoles o Sicilia y simples “virreinatos” como los de Nueva España o Perú (Galasso 1994: 5-44; Musi 2000: 102 y 140-141). Por ello, los territorios italianos habrían mantenido durante el período español su carácter histórico-político de reinos propios, en los cuales el cargo de virrey era solamente administrativo, mientras que los territorios americanos habrían perdido por el hecho y derecho de conquista todo su legado jurídico-institucional anterior, que fue reemplazado por una nueva estructura político-administrativa cuyo nivel más alto era el virreinato. No obstante, Musi pone de relieve que el reino de Nápoles perdió, durante el transcurso del dominio español, gran parte de su peculiaridad histórico-política ante el avance del absolutismo monárquico, con la consecuencia de que, en su opinión, su rango político descendió hasta un mero virreinato. Esta percepción nació ya en el mismo período español, sobre todo a mediados del siglo xvii, cuando estallaron varias rebeliones contra la monarquía tanto en Nápoles como en otros de sus territorios europeos (Musi 1989: 295; Elliott/Villari 1992). Durante la monarquía borbónica en el siglo xviii, el gobierno español en Nápoles y Sicilia fue visto como causante de todos los males del sur de Italia. Una verdadera leyenda negra ha dominado la historiografía italiana hasta los años cuarenta del siglo xx, postulando que con su integración a la Monarquía Hispánica, los reinos de Nápoles y Sicilia perdieron toda su vida política propia para convertirse finalmente en “colonias” (Pepe 1952: 212-213). Un término, el de “colonias”, que ya se había utilizado en América durante la segunda mitad del siglo xviii, esta vez como expresión de la crítica de una parte de las élites criollas hacia el nuevo “absolutismo borbónico” (Pagden 1987). Tanto en los territorios italianos como en los americanos de la Monarquía Hispánica, los años cincuenta del siglo xx han asistido a una revalorización de las relaciones de centro-periferia, completando el

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tradicional enfoque jurídico-institucional con estudios sobre la práctica del poder que han puesto de relieve la capacidad permanente de negociación con la Corona de la que dispusieron los actores políticos territoriales6. Aunque su capacidad para acceder a los escalones más altos de la administración real fue considerablemente más reducida que en los territorios europeos, las élites criollas americanas dominaron claramente la vida social, económica y política local. Siguiendo el ejemplo de las europeas, ya desde mediados del siglo xvi se consideraron portadoras de unas leyes e instituciones propias de unos reinos y provincias con una historia y cultura particulares, unidos a la monarquía sobre la base de un pacto político (Pagden 1987: 58-65). Este proceso fue acompañado por el desarrollo de un tejido jurídico-institucional propio de los territorios americanos, el “Derecho indiano”. Junto a ello, durante el siglo xvi se desarrollaron entre los criollos americanos identidades territoriales particulares, ligadas en parte a los reinos de Nueva España y del Perú o al Nuevo Reino de Granada, cuya historia fue presentada con tintes patrióticos en la cronística regional. Estas identidades regionales tuvieron una fuerte connotación política, dado que constituyeron la base de la imaginación de reinos cuasi-autónomos americanos, al modo de los reinos europeos de la monarquía. En realidad, la identidad política de los territorios americanos había sido ya defendida por los primeros conquistadores y sus descendientes inmediatos descontentos con la decisión real de restringir el acceso de los criollos a los altos cargos de gobierno y beneficios económicos como las encomiendas. En las rebeliones de Gonzalo Pizarro (1542), hermano del conquistador Francisco, en el Perú y de Martín Cortés (1565-68), hijo del conquistador Hernán, en Nueva España, se expresó claramente la ideología criolla al rechazar la potestad del monarca para aprobar unilateralmente nuevas leyes sin consulta previa a los representantes políticos de los reinos de América. Ésta era una forma de reivindicar, por parte de las élites criollas, el concepto medieval del “pacto” entre el rey y sus súbditos (Pietschmann 1980: 34-35). En resumidas cuentas, los territorios americanos recorrieron, durante un período relativamente corto en comparación con los domi-

6. Obra pionera de esta corriente historiográfica han sido, para la Sicilia española, Koenigsberger (1951); para la América hispánica, Phelan (1967).

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nios europeos de la monarquía, un proceso de constitución jurídicoinstitucional e histórico-político que constituyó la base de la cultura política y las reivindicaciones de las élites criollas americanas. A mediados del siglo xvi, éstas se habían constituido ya en actores que defendieron ante el monarca, el Consejo de Indias y la burocracia real, los derechos y libertades de sus reinos respectivos.

El virrey y la corte virreinal en el orden jurídico-institucional de la América hispánica En la jerarquía de los diversos virreinatos, los americanos tuvieron un prestigio menor, sobre todo frente a los italianos, debido a su importancia política relativamente escasa en el gobierno de la monarquía, las restringidas posibilidades de patronazgo y la distancia de la corte de Madrid, que alejaba a los virreyes de la gracia del rey. Así, con frecuencia, sirvieron como una estación de paso entre un virreinato peninsular y un virreinato italiano. El marqués de Gelves, que llegó a la Ciudad de México como virrey de Nueva España en septiembre de 1621, demostró tener clara esta jerarquía cuando, sólo tres meses más tarde, escribía al rey advirtiéndole de su avanzada edad y expresando su deseo de obtener pronto un cargo más acorde con los múltiples servicios prestados anteriormente en diversos lugares7. Para entender el papel político del virrey y las cortes virreinales en la América hispánica hay que situarlos en el contexto político-institucional del gobierno de los territorios ultramarinos8. Es bien sabido que, tras la conquista del Nuevo Mundo, los Reyes Católicos incorporaron los territorios americanos a la Corona de Castilla. Durante el siglo xvi los monarcas españoles impusieron en América un sistema de gobierno basado en un complejo entramado de instituciones, que incluían el Consejo de Indias y la Casa de Contratación en la metrópoli y los virreyes, las audiencias, los corregidores y los municipios en América. El hecho de que durante todo el periodo colonial no fuera nombrado para el Consejo de Indias ningún criollo americano y tan sólo un

7. Carta del Marqués de Gelves al rey, México 1621, Archivo General de Indias (AGI), Audiencia de México, leg. 29, núm. 62. 8. Véase los diferentes aportes al respecto en Barrios (2004).

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consejero, Juan de Solórzano y Pereira, en 1629, con experiencia americana como oidor de la Audiencia de Lima, constituye un claro indicio de que los reyes españoles estaban dispuestos a gobernar América con criterios muy distintos a otros territorios europeos con derecho de enviar representantes a los consejos territoriales en Madrid. Los reyes restringieron el acceso de los criollos americanos también en otros foros políticos. Les negaron tierras o jurisdicciones feudales y rechazaron todas sus peticiones, avaladas con frecuencia por oficiales reales, para celebrar Cortes en sus territorios americanos. Algo que hicieron también de forma sistemática con peticiones de los cabildos americanos de enviar representantes a las Cortes de Castilla. En la práctica, el campo de actuación política de los súbditos americanos se redujo a la posibilidad de ocupar puestos en el gobierno y la administración del propio territorio. Y aun así, su presencia resultó muy limitada en los cargos más altos de la jerarquía burocrática. En el caso de las audiencias, el órgano de administración y justicia más importante en América, el acceso de criollos a los puestos más altos, los oidores, se restringió generalmente a jurisdicciones fuera de sus lugares de nacimiento. Al final, el único cargo en el que pudieron competir en pie de igualdad con candidatos oriundos de la península fue el de corregidor, un oficio cuya asignación no dependía de la corte sino directamente del virrey. En consecuencia, los cabildos fueron el principal espacio de intervención política de los actores locales ya que, generalmente, los criollos americanos dispusieron en él de mayor representación que los españoles nacidos en la península. No era poco. Algunas de las principales ciudades, como la de México, obtuvieron del rey el título de “cabeza del reino” (de la Nueva España) que conllevaba privilegios particulares inspirados en los de ciudades de la península (Sevilla, en el caso de México). Sin duda, uno de los más valorados fue el derecho de enviar agentes a Madrid, un aspecto poco estudiado hasta ahora. Ello permitió a la Ciudad de México enviar en 1628 un regidor del cabildo para representar sus intereses durante los debates sobre la inclusión del reino en el programa de la Unión de Armas elaborado por el conde-duque de Olivares (Büschges en prensa a). En tanto que alter ego del monarca, al virrey le correspondía ocupar el vértice de la estructura político-institucional del gobierno. Como ministro y “cabeza” de la administración real, debía velar por

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la ejecución de las directrices de la corte en cada uno de los virreinatos, esto es, Nueva España (1535), Perú (1542), Nueva Granada (1739) y Río de la Plata (1776). En sus manos se concentraban diferentes cargos, como el de gobernador, presidente de la audiencia y capitán general. Además, representaba al rey como vicepatrono de la Iglesia. Aunque su jurisdicción sólo alcanzaba el conjunto de virreinato en lo que se refería a las funciones militares y eclesiásticas, ya que su potestad como gobernador y presidente de la audiencia se circunscribía a jurisdicciones territorialmente delimitadas. Dada la extensión geográfica de los dos virreinatos de la Nueva España y del Perú durante los siglos xvi y xvii, el poder del virrey resultaba especialmente efectivo en la capital y su hinterland político. En cambio, en los territorios periféricos, dependientes de la jurisdicción de otras gobernaciones y audiencias, su potestad resultaba limitada y en la práctica dependía de la habilidad que tuviera para hacer valer su función como cabeza de la administración real a través de redes clientelares y una actitud prudente y conciliadora con las autoridades políticas y élites sociales locales (cfr. Herzog 1997). Siguiendo el modelo de la corte de Madrid, el virrey contaba con el asesoramiento de un consejo, el Real Acuerdo, cuyos miembros eran reclutados entre los oidores de la audiencia, que se reunía periódicamente en el palacio virreinal para tratar cuestiones de gobierno y administración. Siempre que lo considerada oportuno, podía además convocar juntas de ministros u otros expertos y confidentes, para tratar negocios particulares. Aun con ser la principal autoridad en el gobierno americano, el poder de los virreyes estuvo limitado en la práctica por enojosas restricciones, que afectaban incluso a la jurisdicción asociada de los cargos que acumulaban. Algunas de ellas se encontraban reflejadas en las instrucciones que recibía antes de su partida, en las que, con frecuencia, se le recordaba aquellos extremos en las que no podían decidir sin previa consulta a Madrid. La propia dinámica de gobierno se encargó de añadir otras cortapisas. A diferencia de lo que ocurría en el gobierno de los territorios europeos de la monarquía, la correspondencia entre la corte y los órganos administrativos y eclesiásticos territoriales no necesariamente pasaba por los virreyes que, con frecuencia, tuvieron que ver como los ministros de diversos ámbitos o las élites sociales se entendían directamente con el Consejo de Indias sin contar con su

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aquiescencia. Para su desesperación, no pocos tuvieron que ver cómo Madrid revocaba algunas de sus medidas de gobierno. Todo ello obligaba a los virreyes a hacer frente a la resistencia de diversos grupos de poder, fueran éstos sus propios consejeros, los oficiales de las audiencias, las instituciones eclesiásticas o los cabildos municipales, cada uno de los cuales pugnaba por mantener un grado de independencia que le permitiera defender sus propios intereses corporativos. El resultado fue un clima permanente de conflictividad por cuestiones de jurisdicción y rango. Un ejemplo llamativo y a la vez emblemático lo protagonizó el marqués de Gelves, virrey de Nueva España entre 1621 y 1624, que se vio obligado a abandonar su palacio en llamas disfrazado de monje, como consecuencia de un severo enfrentamiento político y ceremonial con las autoridades civiles y eclesiásticas de Ciudad de México (Boyer 1982, Cañeque 2004; Büschges en prensa b). La enorme distancia geográfica que lo separaba de la corte de Madrid hizo que las posibilidades de recibir ayuda en esta clase de enfrentamientos resultaran prácticamente nulas. Aun con todo, es posible que una de las principales causas de su debilidad política tuviera que ver con la limitación de sus mandatos. Durante el reinado de Felipe IV, éstos se restringieron generalmente a un período de tres años. Ello lo colocaba automáticamente en una situación de inferioridad respecto al resto de los oficios que, debido a la frecuente concatenación de ejercicios, hacía que sus ocupantes conocieran el terreno que pisaban mucho mejor que los virreyes. Nada tiene de extraño que la prolongación de los mandatos fuera una de las cuestiones recurrentes planteadas por todos aquellos que aspiraban a reforzar la autoridad de los virreyes. La decisión de Felipe IV de restringir el mandato ordinario de los virreyes americanos a tres años fue expresión del deseo de reforzar la autoridad real a través de un sistema de checks and balances que incluía tanto al virrey como al resto de los representantes reales de los reinos, sobre todo respecto al tratamiento de las materias de justicia en la que las facultades de los oidores de la audiencia fueron fortalecidos frente a la autoridad del virrey. Visto desde la perspectiva de los virreyes, esta medida fue solamente un paso más en el proceso de continuo debilitamiento de sus poderes desde la creación del cargo en la primera mitad del siglo xvi. En una carta dirigida al rey en 1623 el ya mencionado marqués de Gelves expresaba su añoranza por las circunstancias

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que, en el siglo anterior, habían favorecido el gobierno de grandes virreyes, por cierto, todos ellos en Nápoles, como don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, el conde de Miranda o el conde de Olivares, padre del conde-duque, “por los buenos tiempos que alcanzaron, autoridad que tuvieron y favor que conocieron y crédito que les dieron los emperadores y reyes a quien sirvieron, todo lo cual en estos tiempos ha corrido, y corre en tan diversa forma”9. A pesar de estos lamentos, lo cierto es que, en la práctica, fueron pocas las decisiones políticas de importancia, tomadas tanto en Madrid como en el virreinato, que no pasaron por las manos de los virreyes. Ellos fueron no sólo el nexo más sólido entre el monarca y sus súbditos emplazados en los territorios, sino también el punto de intersección entre los intereses de las diferentes instituciones, grupos sociales e individuos que componían la estructura política del virreinato respectivo y particularmente de su capital. Disponemos de una extensa bibliografía formada tanto por estudios generales del gobierno virreinal americano, sobre todo en sus aspectos jurídico-institucionales, como por monografías consagradas al gobierno de virreyes particulares10. Falta sin embargo, profundizar aún más en la dimensión informal de poder, en las relaciones del virrey con la sociedad local y la corte de Madrid, el clientelismo, los conflictos de jurisdicción, la formación y el enfrentamiento de facciones socio-políticas. En otras palabras, en los aspectos relacionados con el ejercicio cotidiano del poder. No deberíamos llevarnos a engaño por las muchas y repetidas quejas que aparecen por ejemplo en los juicios de residencia sobre el clientelismo y los intereses privados de los virreyes. Como en Europa, lejos de poder entenderse solamente bajo el lema de la corrupción, éstas son expresiones típicas del ejercicio de poder en una época en la que la frontera entre la esfera privada y pública resultó difusa y las relaciones personales tuvieron con frecuencia mayor importancia que la organización jurídico-institucional (Chittolini 1994; Bertrand 1997; Castellano/Dedieu 1998; Pietschmann 1998; Reinhard 1999: pp. 80, 189-190). 9. Carta del marqués de Gelves a Felipe IV, México, 23-2-1623, AGI, Audiencia de México, leg. 30, núm. 1. 10. Véase, entre otros, Fisher (1926); Lalinda Abadía (1967); Rubio Mañé (1983); Montero Alonso (1991); Gutiérrez Lorenzo (1993); Henares Díaz (1996); Latasa Vassallo (1997); además varios artículos en Cantú (2008).

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El ENTOURAGE del virrey y el patronazgo virreinal Como en la mayoría de los reinos europeos de la Monarquía Hispánica, los virreyes americanos se reclutaban entre la alta nobleza española, en gran parte castellana. Lo que diferencia el caso americano del europeo es, sin embargo, el hecho de que sólo un grande de España ocupó el cargo de virrey en América, el duque de Escalona, virrey de Nueva España entre 1640 y 1642. Ello refleja de nuevo el rango inferior que a los ojos de los nobles tenían los cargos americanos. De todas maneras, cuando los nuevos virreyes viajaron hacia el Nuevo Mundo fueron acompañados generalmente de un amplio séquito de familiares y parientes, amigos y criados. Este grupo constituyó, por consiguiente, el núcleo del entourage del virrey. Este entourage fue constantemente ampliado a lo largo del mandato. El servicio personal de los virreyes abarcaba normalmente toda una gama de empleos conocidos de la corte real, como por ejemplo mayordomos y gentilhombres de la cámara, médicos y cocineros o cazadores. Además, los virreyes contaban con un secretario personal y con un asesor en materias jurídicas. La gran mayoría de los mencionados oficios fue ejercida por personas pertenecientes a su corte privada traída desde España, cuyo costo tuvo que cubrir él mismo. Es decir, aparte de algunos oficios del palacio virreinal, como los porteros, las guardas y los capellanes, cargos concedidos por el rey, el núcleo de cortesanos que rodeaban el virrey pertenecía a su casa –o corte– privada. La sección de “Pasajeros a Indias” del Archivo General de Indias permite una reconstrucción de gran parte de este entourage en el que figuraban también los sirvientes y confidentes de la virreina. A pesar de carecer de un título y funciones oficiales, las virreinas desempeñaron un papel importante en la vida social y cultural de la corte y de la capital. No sólo contribuyeron con su presencia al lado del alter ego del rey al esplendor de la corte virreinal y de la monarquía en las fiestas públicas y privadas, sino que ejercieron también otras funciones públicas, visitando por ejemplo habitualmente los conventos de la capital (Gonzalbo Aizpuru 1987: 265-287). El atractivo de la corte virreinal no se reducía al acompañamiento del virrey. Una de las facultades importantes de los virreyes americanos fue el derecho de ejercer una parte del patronazgo real. Dada la distancia geográfica entre los virreinatos americanos y la corte de Madrid, el virrey era la fuente más importante para el acceso a oficios y

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mercedes pertenecientes a la jurisdicción real. El patronazgo facilitaba al virrey ganar y asegurar lealtades personales y apoyo para su gobierno. Las quejas continuas sobre la arbitrariedad y el clientelismo que ejercieron los virreyes en la concesión de oficios y comisiones, ponen de relieve la importancia de la corte virreinal como espacio político. Por el favor del virrey luchaban dos grupos, de una parte los miembros del entourage, de otra los súbditos locales que buscaban convertirse en sus confidentes, allegados y criados. A pesar de que el patronazgo inmediato del virrey se limitó a empleos y comisiones de menor categoría, entre los cuales los corregimientos y alcaldías mayores eran los más importantes, tuvo también una influencia sobre la concesión de oficios más altos, incluyendo los de la audiencia de la capital, dado que a menudo al virrey fue requerido, o él envió por cuenta propia, listas con candidatos idóneos locales. Por fin, los virreyes apoyaron frecuentemente las peticiones particulares de súbditos americanos para una merced real. En ciertas ocasiones, algunos trataron también de imponer sus candidatos en las elecciones de cargos municipales de la capital, a través de un oidor de la audiencia que siempre asistía a tales elecciones, estrategia que provocó muchas veces la oposición de los cabildos11. Una faceta particular del ejercicio del patronazgo virreinal en la América hispánica parece ser la aparición de la figura del valido en el entourage de algunos virreyes novohispanos durante la primera mitad del siglo xvii, fenómeno que (por lo menos todavía) no se ha averiguado en el caso de los virreyes de los territorios europeos de la Monarquía Hispánica (Büschges 2008).

La corte virreinal y la representación del orden sociopolítico Otra función importante de la corte virreinal fue la representación, durante las fiestas y ceremonias públicas, como alter ego del rey distante,

11. Véase por ejemplo la actitud del ya mencionado virrey marqués de Gelves frente al cabildo de México, Archivo Histórico de la Ciudad de México, Actas del Cabildo, 1-1-1623, núm. 653-A, pp. 359-361. Su sucesor como virrey, el marqués de Cerralvo, en cambio, se abstuvo de proponer candidatos para las elecciones municipales, Archivo Histórico de la Ciudad de México, Actas del Cabildo, 1-1-1625, núm. 655-A, pp. 207-208.

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de la monarquía y de las distintas instituciones y grupos socio-políticos que la integraban (Cañeque 2004: 119-155, Flinchpaugh 1996, Fee 1996, Mínguez Cornellos 1995, Gonzalbo Aizpuru 1993, Morales Folguera 1993, Ramos Sosa 1992). La mayoría de las fiestas públicas se desarrollaba en las plazas y calles centrales de la ciudad y en la catedral, con la participación y asistencia de prácticamente todas las instituciones y grupos sociales de la capital, en las que cada uno ocupaba un lugar y rango fijo cuya alteración por cualquier de los participantes provocó durante toda la época colonial enfrentamientos y juicios constantes. A pesar de que muchas de las fiestas y ceremonias públicas tuvieron lugar también en su ausencia, por ejemplo en los períodos de vacancia del cargo, el virrey y su corte ocuparon siempre un lugar destacado en ellas, tanto en las entradas del mismo virrey, como en las fiestas reales (proclamaciones, lutos, nacimientos, matrimonios o defunciones de un miembro de la familia real) y las celebraciones eclesiásticas y urbanas. Hubo también ceremonias y fiestas en el mismo palacio y en su capilla. Horst Pietschmann ha argumentado que el palacio virreinal de México no pudo ofrecer a los virreyes y a su entourage un espacio cortesano comparable con las cortes monárquicas europeas, por estar situado en la plaza central de la ciudad donde funcionaba incluso un mercado importante (Pietschmann 1999). Sin embargo, no hay que olvidar que incluso el palacio real de Versalles, aunque situado en las afueras de la capital, fue un lugar frecuentado por la sociedad capitalina, y no sólo por los miembros de la nobleza. Al mismo tiempo, las reglas de acceso al rey en el interior del palacio de Versalles estaban fuertemente reglamentadas y gran parte de la comunicación cortesana fue organizada por un estricto ceremonial dirigido exclusivamente al público cortesano (Sabatier 1999). No sabemos todavía mucho, hasta ahora, sobre el ceremonial cotidiano de las cortes virreinales en la América hispánica. No obstante, sabemos que la parte del palacio virreinal de México reservada a la familia estaba estructurada conscientemente para regular el acceso al virrey (e incluso a la virreina), con antesalas donde esperaban tanto pretendientes como oficiales reales antes de comunicarse con el alter ego del rey (Valle-Arizpe 1977b). Además, existían ceremoniales para diferentes acontecimientos sociales y políticos dentro del palacio, como son las audiencias públicas y besamanos con ocasión de un evento importante de la monarquía, por ejemplo una victoria militar, a las que

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concurrían las instituciones civiles y eclesiásticas más importantes de la ciudad. Todas las mencionadas ceremonias y fiestas sirvieron para fortalecer tanto los vínculos entre la monarquía y sus reinos como las relaciones sociopolíticas locales. O sea, estos actos políticos no eran sólo reflejos o instrumentos del poder real, representado éste por símbolos políticos y por la presencia del alter ego del rey, sino que manifestaron también la reputación y el rango que ocupaba cada uno de los individuos, grupos e instituciones presentes en el sistema político de la monarquía. De esta manera, la “arquitectura del poder” en la América hispánica con la posición del palacio virreinal en pleno centro de la ciudad, y su vecindad inmediata con las otras instituciones de administración (sobre todo el arzobispado y el cabildo) situadas igualmente en la plaza mayor, refleja claramente la estructura compuesta de poderes, rangos y honores particulares que caracterizaba el sistema político de la Monarquía Hispánica, en el que el monarca y su alter ego, el virrey, formaban el centro político. La etiqueta y la jerarquía de honores y rangos que regía las relaciones sociales en la corte virreinal y se expresaba en las fiestas y ceremonias públicas, coadyuvaron sin duda a la difusión de lo que Xavier Gil ha llamado una “cultura cortesana provincial” (Gil 1997), o sea, de una refinada cultura aristocrática (un “modelo de la vida social” en el sentido que le da Octavio Paz). Cierto es que, en contraste con sus equivalentes europeos, las cortes virreinales americanas carecieron de algunos requisitos o circunstancias importantes, hecho que hubiera podido reducir a primera vista la magnitud y trascendencia sociopolítica y cultural de éstas. En primer lugar, hay que mencionar la falta de una tradición local de fiestas y ceremonias cortesanas12. En segundo, dada la gran distancia con la metrópoli, no pasaron por las cortes virreinales americanas miembros de la familia real o grandes de España, tal como sucedió frecuentemente en las cortes virreinales de la Corona de Aragón o de la Italia española, eventos que allí dieron lugar a fiestas y ceremonias de un esplendor particular.

12. Sería interesante investigar posibles tradiciones de elementos prehispánicos en los símbolos y ceremonias de las cortes virreinales de Lima y México.

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Finalmente, cabe destacar la ausencia de un estamento jurídicamente bien definido y amplio de nobles, grupo social que sólo a partir de la segunda mitad del siglo xvii maduró en un cierto grado por la creciente concesión de hábitos y títulos de Castilla a súbditos americanos (Büschges 1996). Aun así, y como es bien sabido, con la excepción del Marquesado del Valle en la Nueva España, los nobles no obtuvieron señoríos u otro tipo de jurisdicciones propias, y gozaron solamente de pocos privilegios que tenían escasa importancia política y económica. Por esta razón, la corte virreinal hispanoamericana no pudo ser el instrumento monárquico de la domesticación de un estamento originariamente poderoso de nobles. No obstante, dada la falta de señoríos, jurisdicciones propias o privilegios importantes, la nobleza americana, cuyos miembros más destacados se concentraron en las capitales de los virreinatos, fue particularmente dependiente de la representación pública de su rango y reputación en la jerarquía sociopolítica para manifestar y justificar su reclamada posición social elevada. En este contexto, la corte virreinal prestó un escenario ideal para alcanzar este propósito. Sería muy importante profundizar en el análisis de las relaciones entre la nobleza (titulada) americana y el virrey, y la presencia de ésta en el palacio virreinal y sus ceremonias. A pesar de que nuestros conocimientos sobre las formas de comportamiento y las etiquetas en la corte virreinal son todavía limitados, sabemos que algunos conceptos del universo aristocrático-cortesano del Antiguo Régimen europeo se trasladaron también a la América hispánica, como es el caso de la noción del honor (Büschges 1997). Favorecido por la mencionada estructura compuesta del sistema político de la Monarquía Hispánica, que tuvo un carácter aún más dinámico en la América hispánica por la lejanía del rey, las cuestiones de honor tuvieron un papel central en los frecuentes conflictos de rango y etiqueta que enfrentaban a los representantes de los diferentes grupos e instituciones sociopolíticos de la capital durante las fiestas y ceremonias públicas (Büschges en prensa b). Como demuestran claramente las ceremonias y fiestas en y alrededor de la corte virreinal, ésta debe entenderse como un espacio político que no se reduce a la estructura jurídica-institucional de gobierno. La corte virreinal fue más bien un espacio de comunicación, complejo y a veces conflictivo, en el que el rey se hizo presente a través de su alter ego y, a la vez, el mismo virrey, como los otros grupos y corpora-

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ciones de la sociedad, trataban de manifestar y defender su rango en el orden político de la Monarquía Hispánica.

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Tres capitales virreinales: Nápoles, Lisboa y Barcelona Joan-Lluís Palos y Joana Fraga Universitat de Barcelona

Autoridad y comunicación simbólica El lunes 21 de abril de 1603 prestó juramento en la catedral de Nápoles. Apenas unos días antes, Juan Alfonso Pimentel de Herrera, VIII conde duque de Benavente, había sido recibido en la ciudad mediante un solemne agasajo cuidadosamente estudiado para recordarle la dignidad del cargo que iba a ocupar (Verde 2007). Así que llegó la noticia de su nombramiento, una comisión designada por el municipio había empezado a trabajar en la preparación de la ceremonia del ponte del mare. A medida que la nave que lo transportaba desde el vecino puerto de Pozzuoli se aproximaba al mollo, los castillos de la ciudad comenzaron a disparar salvas de bienvenida. En tierra aguardaban las principales autoridades del municipio y el reino junto a una compañía de la guardia ataviada con traje de gala. En la embocadura del puente, que conectaba la popa de la embarcación con el muelle, le saludaron los diputados del reino; en medio de la pasarela, los representantes de la ciudad, que tras “muchos agasajos” recibieron la indicación de cubrirse. El caballerizo mayor, “con toda la guardia alemana con su caja y pífano”, esperaba su turno para saludarle en el extremo de la misma. Ya en tierra se encontraban “todos los lacayos descubiertos delante del caballo” conducido por un paje “cubierto con sus tarles porque este, silla cubierta ni tiro de seis no lo

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puede llevar otro que los Virreyes”. Acomodado el virrey en su cabalgadura, de modo que pudiera ser fácilmente visto por todos los asistentes al acto, y la virreina en su carroza, la comitiva enfiló el breve trayecto que la separaba del palacio (Raneo 1634: 554 y ss.). La impresión que esta clase de recibimientos produjo en la mayor parte de los virreyes que llegaron a Nápoles entre principios del siglo xvi y finales del xvii fue tan profunda que, a pesar de estar sobradamente habituados al ceremonial de la corte madrileña, no siempre lograron contener estentóreas declaraciones de entusiasmo. “Nunca rey de España hubo jornada tan feliz”, afirmó pocos años después el VII conde de Lemos tras haber realizado la suya (Capaccio 1634: 283). Más allá de la bravuconada contenida en estas palabras, la realidad se imponía por sí sola: Nápoles había alojado una de las cortes más fastuosas de Europa y aunque ahora hacía más de un siglo que los monarcas no la iluminaban con su fulgor, sus habitantes esperaban que los virreyes mantuvieran vivas las antiguas ceremonias que alimentaban el orgullo local. Ni que decir tiene, todos ellos se prestaron gustosamente a la tarea. A fin de cuentas ello les iba a permitir ocupar un lugar en el escenario de las cortes europeas como nunca antes, ni después, disfrutarían. ¡Incluso se podrían permitir el lujo de rivalizar con el pontífice romano cuyas tierras colindaban con el Reame! Pero todo lo que esto suponía de alimento para su hinchada vanidad, lo era también de limitación en su campo de maniobra. Nápoles no era sólo una de las mayores concentraciones urbanas del continente donde legiones de lazzaroni habían tomado posiciones en las esquinas de sus calles y las puertas de sus numerosas iglesias; era también la ciudad europea con una mayor concentración de casas nobiliarias, cuyos jefes no estaban dispuestos a perder ocasión de manifestar la alcurnia de su linaje y la antigüedad de sus privilegios. Sus calles y edificios podían ser interpretados como una tupida red de significados simbólicos tejida con el transcurrir de los siglos para recordar a sus moradores el orden de una estricta jerarquía social. Si los virreyes de Nápoles aspiraban a conservar el reconocimiento de su dignidad, debían encontrar un sólido punto de apoyo que les permitiera emitir con eficacia sus mensajes. De que lo consiguieran dependía en gran medida el éxito de su misión. Por supuesto, el de Nápoles era, en muchos sentidos, un caso singular. Por algo era el destino más codiciado por los aristócratas caste-

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llanos que aspiraban a desplegar una exitosa carrera en el servicio de la monarquía. Se trataba sin duda de un trabajo difícil que requería una esmerada preparación. Quizá ésta era una de las razones por las que solamente llegaron a Nápoles quienes previamente hubieran demostrado su pericia en otros destinos como Barcelona, Palermo o la corte pontificia. Aunque, desde luego, no todo lo que hubieran aprendido en sus destinos previos les iba a resultar igualmente útil. Las condiciones en que debían trabajar los virreyes en sus diferentes sedes estaban tan condicionadas por la historia, las costumbres y los derechos locales que la experiencia adquirida en un lugar pocas veces resultaba extrapolable a otro. De su capacidad para entender las singularidades de cada lugar dependía tanto el éxito de su misión como la propia estabilidad de la monarquía plural a la que representaban. Había sin embargo un ámbito en el que algunas nociones podían ser aprendidas y aplicadas en diversos territorios con cierto grado de éxito. Éste era precisamente el de los símbolos. Allí donde los virreyes no podían maniobrar sin riesgo de colisionar con las tradiciones y privilegios de las élites locales, podían intentar al menos hacer visible su autoridad mediante intervenciones de carácter simbólico. Éstas incluían una amplia gama de posibilidades como el mecenazgo y coleccionismo artístico, el ceremonial cortesano o las múltiples manifestaciones públicas de devoción a que daba pie el apretado calendario religioso (Colomer 2009). De entre todas, había sin embargo una que, tanto por su estabilidad como por su visibilidad, parecía especialmente adecuada al objetivo de transmitir una imagen esplendorosa de sus promotores. Era la que se refería a las intervenciones urbanísticas y la construcción de edificios, comenzando por su propia residencia. Aunque tampoco éste era un campo libre de competencia. Si los virreyes destacados en México y Lima dispusieron de un terreno donde la única limitación parecía encontrarse en sus posibilidades económicas, las cosas resultaban muy distintas cuando se trataba de viejas ciudades europeas como Nápoles, Lisboa o Barcelona en las que el peso del pasado y las propias constricciones del espacio urbano se encargaban de estrechar los márgenes de actuación. En la década de 1640 las tres fueron escenarios de violentos alzamientos contra la autoridad de la Corona. Por supuesto, en la génesis del descontento se encontraban desajustes institucionales, conflictos

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sociales y desmesuradas exigencias fiscales. Pero el hecho de que en ninguna de ellas los virreyes fueran capaces de desviar las iras populares o aristocráticas, daba a entender que algo había fallado en el sistema de comunicación simbólica. Por supuesto, se trababa de ciudades de muy diversa condición ya que se encontraban a la cabeza de reinos que habían sido incorporados a los dominios de la Corona con títulos bien diversos. Mientras que Cataluña se contaba entre los dominios hereditarios del rey, Nápoles y Portugal habían sido tomados por las armas, lo cual permitía, al menos sobre el papel, un margen más amplio de facultades para organizar el gobierno de los virreyes. En la práctica, todos ellos eran, sin embargo, dominios cuya integración en la Corona de España se había realizado, de acuerdo con la terminología empleada en 1629 por el doctor Solórzano Pereira, aeque principaliter, esto es “quedándose en el ser que tenían”, o lo que es lo mismo, conservando intactas sus antiguas prerrogativas (Elliott 1993: 14). Así, en las Cortes celebradas en Tomar en 1581, al año siguiente de la conquista de Lisboa, la Corona española cedió a las pretensiones de la nobleza portuguesa de que la regencia del país quedara en manos de sus naturales cuando no de un miembro de la familia real. Una medida que, aunque no siempre fue respetada, resultaría, como el tiempo demostró, muy perjudicial para los intereses de la monarquía. Su principal consecuencia fue un notable incremento del papel político de los hidalgos, que asumieron funciones impensables de haber seguido el monarca residiendo en Lisboa (Bouza 2000: 118). Es poco probable que ninguno de ellos hubiera suscrito los lamentos del doutor Inácio Ferreira por la viudedad y el desamparo en que había quedado la ciudad por “na larga ausencia” de Su Majestad (Bouza 2000)1. Sin duda, no fue ajena al estallido de la revuelta en 1640 la decisión adoptada un año antes de suprimir el Consejo de Portugal con la que

1. “Na larga ausencia de V. M. se pudera dizer por esta nobre e leal cidad o que por Jerusalem no tempo de seus trabalhos tam populosa senhora das gentes princeza das províncias como está dezamparada feita quaci viuva, porem agora com esta alegre vista de VM e dos principez e senhores nosssos he tam grande o contentamiento destes leais vasallos que não se pode declarar com palavras nem representar com festas esteriores” (“Fala pronunciada pelo doutor Inácio Ferreira, da Mesa da Consciência e das Ordens, à chegada do monarca às portas da cidade de Lisboa”, en Bouza 2000:167).

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el conde duque de Olivares pensaba poner fin a muchos de los privilegios que los nobles habían acumulado en las décadas anteriores. Por su parte, Nápoles era el lugar donde la monarquía había disfrutado de mayor espacio de libertad para actuar a su antojo. Cuando Gonzalo Fernández de Córdova hizo su entrada triunfal el 16 de mayo de 1503 ni la ciudad ni los nobles del reino, muchos de los cuales habían combatido durante la guerra precedente en la trinchera francesa, estaban en condiciones de plantear excesivas exigencias. Fernando el Católico no solamente se presentó como continuador de la obra de su tío Alfonso el Magnánimo, sino que rechazó cualquier compromiso que limitara su libertad para la designación de virreyes (Hernando Sánchez 2001: 48-49). Durante las primeras décadas después de la conquista pareció como si en los planes reales estuviera el vincular el gobierno del nuevo virreinato a la aristocracia de la Corona de Aragón, como lo prueba los nombramientos de Juan de Aragón, conde de Ribagorza (1507-1509), Ramón de Cardona (1509-1522) y Hugo de Moncada (1527-1528). Pero si esta práctica respondía a alguna clase de conducta premeditada, lo cierto es que cambió radicalmente a partir de 1532 con la designación de don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca del Bierzo. A partir de entonces desfiló por Nápoles lo más granado de la nobleza castellana perteneciente a casas como la de Alcalá, Alba, Osuna, Benavente o Medinaceli entre otras. Cuando el sistema virreinal fue instaurado en Nápoles y Portugal, llevaba ya varios siglos de funcionamiento en Cataluña a través de la fórmula de la lloctinencia reial, concebida para suplir las ausencias periódicas de unos soberanos que debían distribuir su tiempo entre las diversas capitales de una monarquía compuesta como era la Corona de Aragón. Durante la dinastía de la Casa de Barcelona esta función había sido desempeñada habitualmente por el heredero al trono o la reina consorte. El hecho de que sus responsabilidades se extinguieran en el preciso instante en que el rey ponía los pies en el Principado, le había conferido siempre un cierto carácter de excepcionalidad. Pero esta situación comenzó a cambiar con el acceso al trono de la familia Trastamara en 1412 y, más aún, con la decisión de Alfonso V de establecer su corte en Nápoles, para acabar institucionalizándose en 1479 cuando Fernando el Católico designó como virrey a Enrique de Aragón. Más allá de la tradición que el cargo pudiera tener en cada uno de estos territorios, lo cierto es que tras un mismo título genérico, el de virre-

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yes, subyacían realidades jurídicas y simbólicas muy diversas. Mientras que el de Nápoles, heredero de una de las tradiciones cortesanas más sofisticadas y consolidadas de Europa, representaba la propia persona del soberano con todas sus atribuciones, sacras y simbólicas, institucionales y militares, el de Cataluña era, en sentido estricto, un lugarteniente, esto es, un sustituto en ausencia del monarca, cuyas principales atribuciones procedían de su condición de capitán general con recursos muy limitados para ejercer sus funciones en otros ámbitos (Hernando Sánchez 2008: 352-353). En Portugal sus responsabilidades tenían un carácter principalmente administrativo. De hecho, durante largos periodos entre 1580 y 1640 ni siquiera hubo un virrey residente en Lisboa y sus tareas fueron desempeñadas por gobernadores, bien a título individual o colectivo a través del Conselho de Regência, cuyos miembros, a pesar de residir en Lisboa, ni siquiera habitaban en el palacio destinado a los virreyes. Por supuesto, esta variedad de situaciones tenía consecuencias directas en su capacidad para librar la batalla simbólica en la capital de los territorios que les habían sido encomendados. Pero, había más. El espacio disponible para maniobrar en este campo dependía también de la herencia transmitida por la monarquía y, lo que en cierto modo suponía la otra cara de la moneda, de las posibilidades de las clases dirigentes locales para ofrecer un discurso simbólico alternativo.

EL LEGADO DE LA CORONA De las tres ciudades, Nápoles era, con diferencia, la más intensamente modelada por la presencia de la Corona. En 1130 había sido conquistada por la familia normanda de los Altavilla e incorporada al reino de Sicilia poniendo fin así a la larga existencia del ducado bizantino. El nuevo monarca, Ruggiero II, implantó un sistema de gobierno fuertemente centralizado que apenas dejó margen para el desarrollo de la autonomía local. La llegada de los Hohenstaufen, que ejercieron su dominio entre 1198 y 1266, lejos de cambiar esta situación contribuyó a agudizarla. La ciudad preferida por los monarcas continuó siendo Palermo, de modo que los napolitanos tuvieron ocasión de verlos entre sus muros en contadas ocasiones. Pero el ascenso al trono de la familia provenzal de los Anjou cambió drásticamente las cosas. La pérdida de Sicilia, tras la revuelta de las

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Vísperas en 1282, condujo a Carlos I (1266-1282) a establecer su residencia en Nápoles. En los años siguientes la ciudad se transformó en una de las cortes más exuberantes de Italia, capaz de atraer a pintores como Giotto y Simone Martini o a escritores como Bocaccio. Fueron años de intensa fiebre constructora reflejada en imponentes iglesias y conventos como los de Santa Chiara, San Lorenzo y San Domenico Maggiore, Santa Maria la Nova, Donnaregina y el propio duomo; Para coronar esta actividad Carlos hizo levantar la impresionante fortaleza del Castel Nuovo junto al recién construido Porto di Mezzo. Durante el reinado de Roberto I (1309-1343) la corte napolitana, ensalzada por Petrarca, se convirtió en uno de los referentes de Italia y Europa. Si los monarcas angevinos fueron los artífices de la capitalidad de Nápoles, los aragoneses, que la ocuparon en 1443, la transformaron en unos de los principales centros políticos y económicos del continente, así como en el eje de sus vastos dominios en el Mediterráneo. Años más tarde, los españoles no tuvieron dificultad para identificar el reinado de Alfonso el Magnánimo como una edad de oro en la historia de la ciudad. Uno de los murales pintados en el nuevo palacio virreinal construido en 1600 lo presentaba como el principal artífice de su engrandecimiento gracias a la promoción de las artes y las letras (Palos 2010). Sin duda, Nápoles constituyó el paradigma de una ciudad monárquica. Cualquiera que tuviera ocasión de contemplar la imagen reflejada hacia 1470 por la famosa Tavola Strozzi podría percatarse de ello. Tanto por la presencia dominante de la fortaleza del Castel Nuovo como por los imponentes edificios religiosos arracimados tras sus murallas, casi todos ellos fundaciones reales (Pane 2009). Las cosas habían sido muy distintas en Lisboa y Barcelona. De hecho, ninguna de las dos destacaba precisamente por su condición de ciudad cortesana. Cuando en 1581 Felipe II hizo su entrada en Lisboa como nuevo señor de Portugal, la ciudad era, hasta cierto punto, una capital de nuevo cuño. En realidad, hasta el reinado de D. Manuel (1495-1521), la corte había tenido un carácter itinerante. Sólo con el inicio de la estación de grandes navegaciones y el objetivo de establecer un control más estricto sobre las actividades marítimas, la ciudad empezó a afirmarse como caput regni. Barcelona por su parte, ni siquiera había llegado a ser nunca la sede estable de la monarquía plurifocal que distribuía su tiempo en otras ciudades de la Corona de Aragón como

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Zaragoza y Valencia. Hasta cierto punto, la presencia de los monarcas era, en ambas, una circunstancia sobrevenida. Más que contribuir a engrandecerlas, éstos las eligieron como lugar temporal de residencia por su condición previamente adquirida. Cuando los virreyes las adoptaron como plataforma estable para su gobierno, ambas carecían de una tradición de ceremonial monárquico comparable a la de Nápoles. Desde luego, ninguno de ellos llegó a tener un recibimiento como el de los condes de Benavente y Lemos. La ausencia de un monarca residente y, consecuentemente, de una nobleza atraída por el aroma de la corte, había favorecido en Lisboa y Barcelona la emergencia de unas clases ciudadanas cuya dinámica política y económica modeló profundamente las prácticas sociales y la organización de su tejido urbano. Tanto una como otra tenían una fuerte tradición de autogobierno, con un sistema institucional consolidado muy visible en su dimensión social y cultural gracias a un intenso calendario ceremonial, frecuentemente pensado no sólo para mantener alto el orgullo de pertenencia a la comunidad sino también para reivindicar ante la Corona parcelas más amplias de poder. Por su puesto, ello no significaba que la monarquía estuviera dispuesta a dejarlas actuar a su antojo. Pero, con frecuencia, la necesidad de recabar apoyo para sus empresas la obligó a ceder más de lo que sin duda hubiera deseado. Así, desde que en 1249 el rey Jaume I concedió importantes privilegios a las principales familias de la ciudad, el gobierno de Barcelona adquirió un perfil marcadamente republicano. Las reuniones vecinales en la escalinata del palacio real pasaron a mejor vida y las riendas del municipio fueron tomadas por un número de familias relativamente amplio, pero limitado, que dispusieron además de eficaces mecanismos para su perpetuación en el mando. En los años siguientes, el Consell General formado por ciutadans honrats, mercaders y menestrals, se transformó en un Consell de Cent con amplias facultades para designar el equipo de cinco consellers cuyas manos controlaban un amplio elenco de facultades ejecutivas (Palos 1994: 170-174). Claro que el futuro no iba a ser para este selecto grupo de familias un camino de rosas: tanto las divisiones internas como los intereses de la Corona se encargarían de ello. A finales del siglo xv Fernando el Católico logró imponer notables modificaciones en el sistema empleado para su designación, aunque con ello no logró mermar sus prerrogativas y capa-

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cidad de maniobra. El hecho de que más adelante, tanto en junio de 1640 como en septiembre de 1714, fueran precisamente los dirigentes municipales de Barcelona los que ofrecieran una resistencia más activa a los proyectos de la Corona, da buena prueba de ello. Algo que, desde luego, parecía impensable en Lisboa cuyo gobierno local se las vio y se las deseó para zafarse de la sombra rey. Hasta el siglo xiii, la câmara de la ciudad había estado en manos de un triunvirato, formado por un presidente y dos magistrados elegidos anualmente por la asamblea de vecinos. Pero, como ocurriera también en Barcelona, el proceso de elitización resultó imparable. Las reuniones comunales resultaron cada vez más esporádicas. Al final de la centuria, la monarquía aceptó que las decisiones fueran adoptadas directamente por el alcalde y los magistrados a los que más adelante se añadieron tres vereadores designados por una selección de “hombres buenos”, propietarios y mercaderes cuyo perfil guardaba muchos puntos en común con el de los ciutadans honrats y mercaders de Barcelona. El nuevo sistema mostró una capacidad de resistencia comparable al de la capital catalana: aunque en 1348 el rey consiguió imponer la presencia estable de sus propios agentes, los tres juízes de fora, que consolidaron así la práctica de la designación de “jueces por mí en Lisboa” para resolver los asuntos más espinosos, la cámara mantuvo intacta su condición de interlocutora de la Corona, sobre todo en cuestiones fiscales. Ciertamente, don Fernando (1367-1383) dio, poco tiempo después, un paso más en esta dirección con el nombramiento de un corregidor permanente. Pero todavía no estaba escrito que el control de la ciudad fuera a recaer plenamente en manos reales. D. João no tuvo más remedio que recular, igual que en su día Jaume I, durante la crisis sucesoria de 1383-1385. A cambio del apoyo de la ciudad a la casa de Avis y los fondos para pagar la guerra contra Castilla, decidida finalmente en la batalla de Aljubarrota, aceptó la retirada de los juízes de fora, la incorporación de los mesteirais, a las tareas de gobierno y la creación de un nuevo organismo, la Casa dos Vinte e Quatro, con amplias facultades deliberativas (Hespanha 1982, Silva 2008). De hecho, no fue hasta 1572 cuando Don Sebastião consiguió hacerse con el nombramiento directo del presidente, una función monopolizada desde entonces por los hidalgos, y los tres vereadores, que en el futuro requerirían la condición de letrados. La llegada de los espa-

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ñoles apenas comportó cambios en el sistema, como no fuera el incremento del número de vereadores, que Felipe II elevó primero a cuatro y luego a seis en 1591. A pesar de los embates de la monarquía y la presencia permanente de un corregidor, Lisboa había conseguido mantener con éxito razonable su propio sistema de gobierno. Un éxito que, como en Barcelona, tuvo su correspondiente reflejo en la construcción de algunos de los edificios más prominentes de la ciudad. Hasta mediados del siglo xiv el gobierno municipal continuó celebrando sus reuniones en una esquina del adro de la Sé, la plaza enrejada abierta frente a la catedral desde la que podía divisarse una magnífica vista sobre el mar. La reforma de la antigua casa de los Bulhões, donde había nacido San Antonio, junto a la nueva iglesia levantada en honor del santo con la que compartía la capilla, permitió trasladar las reuniones al edificio situado en el mismo adro, conocido desde entonces como el Paço do Concelho (Langhans 1948, Santos 2005, Silva 2008). Casi al mismo tiempo, el Consell de Barcelona adoptaba una sede definitiva. Tras años de itinerancia, en los que sus reuniones se celebraron en el convento dominico de Santa Catalina, el pórtico de la iglesia de Sant Jaume, las torres de la catedral y el convento de framenors, sus dirigentes se hicieron con la casa del notario Simó Rovira, en la calle del Regomir, a escasos metros de la sede de la Generalitat y la catedral. Inmediatamente empezaron las reformas. Para dar mayor realce a la edificación, la fachada principal fue retirada dejando libre una angosta plazoleta. El nuevo muro fue horadado con tres grandes ventanales a la altura de la planta principal y adornado en toda su extensión con un antepecho calado y pilares con pináculos y gárgolas simuladas, en las que se representaron animales fantásticos y una pareja de figuras humanas, la femenina engalanada con diadema de flores y la masculina con una guirnalda condal. El maestro de obras Arnau Bargués recibió el encargo de perfilar una nueva puerta con grandes dovelas en abanico que presidiría un dragón alado labrado por el escultor Jordi Johan. El interior del edificio fue completamente remodelado para disponer de un espacio de reuniones, el magnífico Saló de Cent, acorde con la dignidad de los convocados (Duran i Sampere 1927, Sobrequés i Callicó 1992: 13-21). Quizá no era una manifestación menor de la debilidad del tribunal de San Lorenzo, el gobierno municipal de Nápoles, que las reunio-

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nes de sus integrantes, los elleti, siguieran celebrándose en una sala del claustro del convento franciscano próximo al duomo. Nada de edificios propios. Aquí las cosas habían evolucionado de manera muy distinta. En el fragor de las polémicas suscitadas por la asfixiante presión fiscal que impusieron los virreyes durante la primera mitad del siglo xvii, diversos autores locales apelaron con nostalgia a la tradición republicana de la ciudad. Así lo hizo, entre otros, Francesco de Pietri, primero en su Istoria napoletana aparecida en 1634 y luego en los Consilia de 1637, ambos inspirados en la Historia della citta e regno di Napoli de Giovanni Antonio Summonte, publicada en 1601. Pero su idea de que Nápoles había sido una república libre hasta la llegada al poder de Federico II en 1198 resultaba difícilmente aceptable. Ni siquiera la frecuente evocación del ajusticiamiento en 1268 del último aspirante suavo al trono napolitano, Conrado II, el infausto Conrradino, decapitado entre la algarabía popular en la Piazza del Mercato, consiguió dar pábulo a esta interpretación. De hecho, otros autores napolitanos, como Camilo Tutini, expresaron por esos mismos años su convencimiento de que la república napolitana se había perdido irremisiblemente durante el bajo imperio romano (Comparato 1974: 404-406). Y todo indicaba que era este último quien tenía razón. La incorporación de Nápoles al reino de Sicilia, con el consiguiente dominio, primero de los Altavilla y más tarde de los Hohenstaufen, inauguró un largo periodo de concentración del poder en manos de la Corona representada en el gobierno de la ciudad primero por la figura del compalazzo y más tarde por la del baiuolo. Ciertamente, en 1252, en el marco de la caótica situación que siguió a la muerte de Federico II, Nápoles se autoproclamó una república libre, pero la experiencia sirvió principalmente para caer bajo el dominio romano, que en lo sucesivo consideraría el reino como un feudo pontificio. Algunas cosas sin embargo empezaron a cambiar con el establecimiento de los Anjou. Su imperiosa necesidad de recabar apoyos entre las élites locales llevó a Carlos I a dictar en 1277 los primeros estatutos que concedían a la administración municipal un margen, ciertamente limitado, de autonomía, de modo que el baiuolo fue sustituido por los magistrati jurati. Era el primer paso hacia la configuración de un sistema pensado para distribuir el poder entre los distintos colegios o seggios en que se organizaba la ciudad.

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Pero esta decisión tenía poco que ver, tanto por su alcance como por sus destinatarios, con la que veintiocho años antes había adoptado Jaume I para Barcelona o la que un siglo después tomaría D. João para Lisboa. El gobierno de la ciudad fue entregado principalmente a los seggios de Capuana, Montagna, Nido, Porto y Portanova, directamente controlados por la nobleza, mientras que il popolo, en realidad mercaderes y curiales, dispuso tan sólo de un asiento en el tribunal de San Lorenzo. Ya por esos años parecía claro que, a diferencia de Barcelona y Lisboa, el contrapunto a la autoridad del monarca en Nápoles no iba a ser la clase comercial sino la poderosa aristocracia residente en la ciudad. Quizá no podía ser de otra manera. Nápoles nunca tuvo un núcleo mercantil autóctono comparable a los de Lisboa y Barcelona. El comercio de la ciudad había estado siempre en manos extranjeras y esta situación no hizo más que acentuarse con la llegada de los Anjou. Las bien asentadas colonias de mercaderes y banqueros florentinos, genoveses y venecianos, organizadas alrededor de sus respectivas iglesias nacionales y sus instituciones asistenciales, se vieron ahora ampliadas con la presencia de comerciantes franceses. Todos ellos con una estrecha dependencia de la monarquía que, como ha sido puesto de relieve, era, con su control directo sobre el tráfico portuario, el principal mercader del reino (Galasso 2006: 497). Consecuentemente, en Nápoles no existió nunca un barrio de mercaderes en condiciones de paragonarse con los de Barcelona o Lisboa, capaz de proponer un discurso urbano alternativo al de la corona y la nobleza local. Cuando un anónimo visitante veneciano escribió en 1444, sin duda con un punto de exageración, que toda la ciudad estaba ocupada por el comercio, daba a entender, en realidad, la incapacidad de sus practicantes para generar un espacio propio y, lo que en cierto modo era lo mismo, una organización específica adecuada para defender sus intereses frente a los de la monarquía y la aristocracia (Ghirelli 1992: 18). Una situación bien distinta a la de los mercaderes barceloneses y lisboetas cuya dinámica había tenido un impacto directo en la configuración del tejido urbano y su organización social y económica. En el barri de la Rivera los mercaders de Barcelona habían levantado sus característicos palacios de dos plantas en los que la actividad económica desarrollada alrededor del patio de entrada dialogaba di-

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rectamente con el ámbito residencial ubicado en el primer piso. Presidiendo la zona, la iglesia de Santa María del Mar, al pie de la playa, había sido concebida para mostrar la pujanza de sus vecinos y competir con la catedral, emplazada en el distrito oficial junto al palacio episcopal y las sedes del gobierno municipal y la Diputación del General. La Ribeira era también el nombre por el que se conocía el área de Lisboa ocupada por sus mercaderes. En ella se encontraba el gran mercado cubierto del açougue, la Casa de ver o Peso y, la Casa dos Contos, creada a mediados del siglo xiii para la percepción de los derechos de entrada y salida de mercancías de la ciudad. Y, como no podía ser de otro modo, la Iglesia de la Misericordia, frente a los Almacenes de Trigo y la Aduana –la alfândega– para dejar constancia de cómo los negocios humanos no tenían porque estar necesariamente reñidos con los divinos (Pereira 2006: 9). Atravesando el distrito, se encontraba la principal arteria, la Rua Nova, paralela al río Tajo, surcada por una serie de vías menores como la de la Sapateria o la de la Tanoaria cuyos nombres no engañaban a nadie sobre la actividad principal que en ellas se desarrollaban. Tanto en Lisboa como en Barcelona, el esplendor comercial encontraba uno de sus símbolos más característicos en las prominentes edificaciones que alojaban las instituciones destinadas a su organización. Entre 1352 y 1357 el arquitecto Pere Llobet levantó un porche junto a la playa de Barcelona con el objeto de proporcionar un espacio adecuado para la contratación mercantil. Ampliado con la capilla aneja que se construyó en 1358 y, sobre todo, con el magnífico salón de estilo gótico erigido durante el reinado de Pere el Cerimoniós (13361387), el edificio de la Llotja de Mercaders constituyó durante siglos, hasta que fuera recubierto durante el último cuarto del siglo xviii por el actual caparazón neoclásico, uno de los más destacados de la ciudad, como podía apreciarse en todas las representaciones que de ella se hicieron desde el mar (Bernaus 2003). Desde luego, una construcción en condiciones de competir con el “gran y suntuoso edificio” que albergaba la Camara dos Contos de Lisboa, “hecho todo de piedra de cantería en figura cuadrangular”, que bien entrado el siglo xvii continuaba siendo uno de los símbolos principales del vigor comercial de la ciudad (Oliveira 1620).

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Parecía claro que, si en Nápoles la exaltación de la Corona tenía que competir con los impresionantes palacios levantados por las poderosas familias nobiliarias, en Barcelona y Lisboa tendría que hacerlo con las edificaciones, tanto privadas como corporativas, construidas por las clases comerciales que se habían hecho con el control de las principales instituciones locales y territoriales. Desde luego, se trataba de rivales bien distintos, pero quizá algunas estrategias podían ser aplicadas en ambos casos.

Un palacio nuevo para el rey Tras su entrada victoriosa en Nápoles, el día 26 de febrero de 1443, Alfonso V de Aragón pasó la noche en el Castel Capuano, el viejo edificio construido tres siglos antes por el rey normando Guillermo I de Sicilia que había alojado en los últimos años de su vida a su predecesora, la reina Giovanna II. Aunque situado en un extremo del recinto amurallado, junto a la Porta Capuana, de la que tomaba el nombre, se trataba de una construcción plenamente incrustada en el corazón de la ciudad vieja, a escasos metros de la catedral, el palacio episcopal y la residencia de algunos de los principales aristócratas. Malos vecinos, debió pensar el nuevo monarca (Ruggiero 1995). Quizá por ello, pronto dejó clara su intención de seguir los pasos de Carlos I de Anjou, esto es, de abandonar el perímetro amurallado para trasladarse al Castel Nuovo, la imponente fortaleza junto al mar que éste había mandado construir. El interior del recinto fue completamente remodelado según las pautas del estilo gótico catalán practicado por el arquitecto mallorquín Guillem de Sagrera. El Castel Nuovo se convirtió así en la referencia arquitectónica de una de las cortes renacentistas más sofisticadas de Italia. En él vivieron Alfonso y sus descendientes y luego, a partir de 1503, los virreyes españoles, comenzando por el Gran Capitán. Ésta fue también la residencia de Fernando el Católico durante su estancia en la ciudad en 1506 y de Carlos V en 1535. ¿Tuvo algo que ver la visita del emperador con el hecho de que poco tiempo después don Pedro de Toledo (1532-1553) encargara al arquitecto Ferdinando Manlio la construcción de una nueva residencia para alojar a los virreyes? Sea como fuere, el edificio construido en

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los jardines del Castel Nuovo parecía destinado no sólo a proporcionar un hábitat más acorde con las necesidades ceremoniales de los pro reges sino también a consolidar el proyecto de Carlos de Anjou y Alfonso de Aragón consistente en la definición de un distrito oficial situado fuera de las viejas murallas, en un espacio no colonizado por las élites locales. Pedro de Toledo no se limitó a levantar un nuevo palacio sino que trató de reordenar toda el área circundante. Una idea que tampoco era nueva. Ya en su momento, la construcción del Castel Nuovo había ido acompañada de la apertura del Largo di Castelo, desde entonces la más extensa explanada de la ciudad, junto a la plaza del mercado, destinada a albergar las mayores concentraciones populares con motivo de las diversas fiestas religiosas y civiles. Pero la ambición de los planes urbanizadores de don Pedro superó con creces a los precedentes. El conjunto del proyecto diseñado por Manlio contemplaba el derribo de la muralla de poniente para permitir el ascenso de nuevas construcciones por la colina del Vómero en dirección a la cartuja de San Martino; en una parte del espacio ganado a la pendiente, proyectó un barrio completamente nuevo, el Quartiere degli Spagnuoli, de calles rectilíneas, ángulos rectos y casas uniformes, para alojar la numerosa guarnición de soldados; se trazó la vía de Santa Lucia para comunicar el Castel dell’Ovo con la colina de Pizzofalcone, se abrió una nueva red viaria que unió el núcleo urbano con el cabo Posílipo, facilitando así la expansión hacia Chiaia, la franja costera ocupada hasta entonces por chamizos de pescadores, y se edificó la iglesia de San Giacomo degli Spagnoli, que años más tarde acogería el monumento funerario del propio virrey, coronado por el magnífico grupo escultórico de Giovanni da Nola. Pero la decisión con mayor sentido práctico y contenido simbólico fue sin duda la apertura de una gran arteria longitudinal al foso de la muralla derruida que en honor de su promotor fue bautizada como vía Toledo. Tiempo después habría quien la consideraría, como “la più bella strada di Napoli e dell’Italia”, por la multitud de los palacios que la adornaban, sus bellos comercios, donde podía encontrarse todo género de productos y “la folla di un popolo numeroso” que por ella transitaba (Galanti 1829: 51). En conjunto, estas intervenciones supusieron casi la duplicación del perímetro urbano (Strazzullo 1988). Si por un lado la decisión del virrey parecía orientada a proporcionar un

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escenario adecuado a sus necesidades exhibicionistas, por otro estaba destinada a apropiarse de la línea costera de la ciudad. El mar se convertía así en el nuevo y principal punto de referencia urbano para los gobernantes españoles (Hernando Sánchez 1994: 437-543; Strazzulo 1995: 3-27). Aunque ésta fue tan sólo una etapa intermedia que culminó a comienzo del siglo xvii con la construcción, junto al edificio de Manlio, de un nuevo palacio virreinal proyectado por el antiguo arquitecto e ingeniero papal, Domenico Fontana (De Cavi 2009, Palos 2010, Verde 2007). Tanto por sus dimensiones como por la incorporación de las tendencias arquitectónicas dominantes en la Roma del momento, el edificio estaba concebido como un icono del dominio español en Italia, algo que, el palacio de don Pedro, aunque “magnifico per quel che comportavano quei tempi”, jamás podría constituir (Capaccio 1634). No en vano después de haberlo visitado en 1644 el escritor y dietarista inglés John Evelyn lo calificó como el “I più maestosi ch’abbia mai visto in Italia” (Capuano 1998: 106). Como en su día se hiciera con el Castel Nuovo, frente al edificio se abrió también un espacio, el Largo di Palazzo, que en lo sucesivo compartiría con el Largo di Castello la función de alojar las ceremonias oficiales, desplazando definitivamente la plaza situada ante la iglesia de San Giovanni a Carbonara como centro ceremonial de la ciudad (véase figura 1; pp.362-363). Algunas decisiones adoptadas por don Manuel al establecer su corte en Lisboa parecían directamente inspiradas en la experiencia napolitana. La vieja residencia real de Alcáçova, emplazada en el interior del castillo que coronaba la ciudad, donde Vasco da Gama había sido recibido al regreso de viaje a la India, fue pronto abandonada para establecerse junto a la ribera del Tajo. Claro que, a diferencia de Nápoles, lejos de estar desocupada ésta era una de las zonas más bulliciosas gracias a su intensa actividad comercial. Quizá no era otra cosa lo que el rey buscaba. Esto es, alejarse de los poderes que tradicionalmente habían dominado el gobierno municipal y la organización eclesiástica para establecerse entre los grupos más activos que ahora estaban impulsando su impresionante aventura ultramarina. Por supuesto eso tenía un precio. La decisión de instalarse junto al río originó un largo pleito con las autoridades locales que reclamaban sus derechos sobre la zona. Finalmente se acordó que la Cámara de Lisboa cedería los terrenos a cambio de que la Corona costeara enteramente las obras del edificio.

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Igual que hubiera hecho Alfonso de Aragón primero y don Pedro de Toledo después, don Manuel no se iba a conformar con construir un palacio por impresionante que fuera. Así, decidió abatir la antigua muralla que separaba la Ribeira de la ciudad para abrir el terreiro, la plaza destinada a erigirse en símbolo de la nueva Lisboa comercial (Cárita 1999: 53). Allí, donde durante siglos sus habitantes habían podido ver los viejos almacenes, se levantarían ahora los iconos del imperio ultramarino: las Casas da Guiné y da Mina, creadas en 1498 y 1503 respectivamente, la Casa de Ceuta y, sobre todo, la de India, ubicada, no por azar, en los bajos de la propia residencia real. Don Manuel daba a entender de este modo su firme determinación de convertirse en protagonista y supervisor, incluso físico, del nuevo desarrollo de la ciudad y el reino. Para comunicar la Ribeira con los barrios de nueva creación ocupados por la avalancha de recién llegados, atraídos por el brillo del oro y las pompas del poder, el monarca decidió la apertura de nuevas avenidas jalonadas por chafarices. Algunas de ellas, como la Rua Nova, podían competir sin dificultad con la arteria impulsada por don Pedro de Toledo en Nápoles (Cárita 1999, Senos 2002). En el centro simbólico de esta vasta reordenación se levantó el Paço da Ribeira que años más tarde alojaría a Felipe II y Felipe III durante sus visitas al reino. Su disposición paralela al río parecía concebida para perfilar la silueta de la ciudad y convertirlo en el puente que la conectaba con el mar. Esto es, con el progreso que ahora venía de la mano de la Corona. No en vano don Manuel decidió añadir a los títulos tradicionales de “Rei de Portugal e dos Algarves” los nuevos “d’Aquém e d’Além-Mar em África, Senhor do Comércio, da Conquista e da Navegação da Arábia, Pérsia e Índia”. Felipe II no pareció dispuesto a irle a la zaga. Una de sus primeras decisiones al poco de hacerse con la Corona portuguesa fue la de encomendar al arquitecto Filippo Terzi, que había trabajado anteriormente a las órdenes de D. Sebastião, la construcción de un torreón adosado a su flanco meridional (Moreira 1983). A pesar de ser conocido como el fuerte, este anexo tenía más bien el aspecto de un faro erguido sobre el océano. Desde sus galerías y balcones, monarcas y virreyes podrían presenciar tanto la entrada de las embarcaciones como las ceremonias y festejos organizados en el Terreiro do Paço que, a su tradicional función como centro comercial, añadió ahora la de escenario de la Corona (véase figura 2; p. 364).

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Figura 1: Angelo Maria Costa, Vista del Palacio Real (1696), óleo sobre tela, 72 x 142, Toledo, Museo de la Fundación Duque de Lerma, Hospital Tavera.

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Figura 2: Georg Gottfried Winckler, Vista y prospettiva del Palacio del Rey de Portugal, en Lisbona, (entre 1734-1745), grabado coloreado, 32,2 x 43, Lisboa, Biblioteca Nacional de Portugal.

Sobre el papel, la vecindad entre la monarquía y las clases dirigentes locales resultó en Barcelona más prolongada que en Nápoles y Lisboa. Al menos a primera vista, nada hacía pensar que aquella tuviera intención de reemplazar el Palau Reial Major, el viejo y heterogéneo conjunto de edificaciones, con su admirable salón de recepciones y su espaciosa capilla, que rodeaban la plaza del rey, en el corazón del distrito oficial, a escasos metros de la casa de la ciudad, la Diputación del General, la catedral y la residencia del obispo. Otra cosa distinta es que se encontrara a gusto entre sus frías estancias.

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De hecho, durante su primera visita a Barcelona como monarca, Fernando el Católico prefirió establecerse en una residencia privada en al plaza de Santa Ana (Duran i Sampere, Sanabre 1930: 326). Su ejemplo cundió entre los virreyes. Tal como expone María de los Ángeles Pérez Samper en otras páginas de este mismo volumen, en lo sucesivo los representante de la Corona en el Principado vivirían de prestado en diversas casas particulares: Juan de Lanuza (1493-1495), en la del mercader y conseller Jofre Sirvent, en la misma plaza de Santa Ana; Francisco de Borja (1539-1543), en el palacete que el arcediano Lluís Desplà había levantado frente a la catedral; el duque de Alcalá (1554-1558), en la que el juez de la Audiencia, Jeroni Astor, poseía fuera de las murallas, junto al monasterio de Jesús; el marqués de Mortara (1650-1653), en la del marqués de Aytona, en la calle dels Boter; don Juan José de Austria (1653-1656), en la del ciutadà honrat Josep Bru i Alsina, en la calle de la Merced o el conde de Monterrey (16771678), en la del conde de Savallà, también en la plaza de Santa Ana (Pérez Samper, en este volumen, pp. 424-426). Pero, por encima de todas, estaba la residencia de los duques de Cardona, en el carrer Ample, la nueva arteria señorial, que acogió a la mayor parte de los virreyes entre los siglos xvi y xvii y que, eventualmente, sirvió también de alojamiento para los monarcas de paso por la ciudad. Desde luego, era difícil que una monarquía que menospreciaba su propio palacio para vivir de alquiler en casa ajena, pudiera plantear ningún tipo de batalla en el terreno de los símbolos. Quizá por ello, en la reunión de las Corts celebrada en 1547, propuso la construcción de un nuevo edificio acorde con sus necesidades representativas. Durante el gobierno del virrey Juan Fernández Manrique de Lara, marqués de Aguilar (1543-1554), el arquitecto Antoni Carbonell proyectó el que sería el nuevo Palau del Lloctinent, casi al mismo tiempo que en Nápoles se levantaba el de Ferdinando Manlio para don Pedro de Toledo. Parecía como si, coincidiendo con el traspaso de poderes de Carlos V a Felipe II, la Corona se hubiera propuesto reforzar su presencia simbólica en distintas sedes virreinales mediante un plan de nuevas edificaciones (Hernando Sánchez 1998: 235). En 1550 los virreyes napolitanos recibían las llaves de su nueva residencia. Apenas unos años más tarde, en 1557, se culminaba la de los de Cataluña. Ciertamente, ambos edificios presentaban un aspecto bien distinto. Mientras que el de Manlio ofrecía una imagen clasicista, el de Antoni

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Carbonell conservaba el aire de un edificio cerrado y fortificado. Ambos coincidían sin embargo en el hecho de encontrarse junto a las viejas residencias reales el Castel Nuovo y el Palau Reial Major de las cuales podían considerarse hasta cierto punto como un anexo. Pero, eso sí, ambos se distinguían notablemente en cuanto a su emplazamiento urbano: mientras que el segundo mantenía las distancias respecto al centro medieval, el primero continuaba enraizado en el corazón del viejo distrito oficial. Y, más que eso, a merced de decisiones sobre su uso que, como pronto se comprobó, escapaban por completo al control de los virreyes. Mientras que el palacio napolitano había sido proyecto a gusto de sus futuros moradores, el de Barcelona había sido una responsabilidad exclusiva de la Diputación del General, que después de haberlo costeado por entero tuvo claro que debía ser su propio escudo de armas el que presidiera la fachada principal (Aguirre 1725). ¿No sería ésta la razón por la que los virreyes se negaron a habitarlo? Desde luego, la excusa que dieron se cuidaba mucho de referirse a dicha circunstancia. Ya el que tenía ser uno de sus primeros ocupantes, don García Álvarez de Toledo, o lo que es lo mismo, el hijo del virrey de Nápoles don Pedro de Toledo, declinó el ofrecimiento de la Diputación aludiendo “com dita casa o posento sie per ara molt xica e incomoda per estar-hi jo i ma muller y fills y criats, per ésser tan xiqua y no haver-hi prou apartaments, y los pochs que·y són no ésser còmodos” (Pérez Samper, en este volumen, p. 426). Aunque era necesario leer su respuesta hasta el final para percatarse de que ésta no hacia referencia tanto a las limitaciones del espacio como al hecho de que algunas de las estancias más amplias hubieran sido ya adjudicadas a los jueces de la Real Audiencia (Dietaris de la Generalitat 1994-2008: II, 81). Se hace difícil aceptar que, tratándose de un edificio de nueva construcción, ésta fuera tan sólo una cuestión de comodidad (Aliberch 1944). Más bien parecía que los virreyes no estaban dispuestos a compartir un edificio que más que expresar su dignidad había sido concebido por la Generalitat justamente para constreñirla. De nada sirvieron los requerimientos de los diputats a los sucesores de don García para que se decidieran a ocuparlo. Tras tomar posesión de su cargo en 1564 el príncipe de Mélito apenas necesitó unas cuantas semanas para darse cuenta de que lo mejor que podía hacer era salir de allí cuanto antes. Por supuesto, para trasladarse al carrer Ample (Pérez Samper en este volumen, p. 428).

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Cuando por fin se dieron cuenta de que los virreyes nunca iban a residir en su palacio, los diputats de la Generalitat poco más pudieron hacer que presentar una airada protesta ante el rey en las Cortes celebradas en 1562 (Abadía 1964). No parece que el monarca se inmutara demasiado por ello ni que estuviera dispuesto a presionar a sus lugartenientes para que fueran a vivir al lugar donde teóricamente les correspondía. Mejor tenerlos como realquilados en casa ajena, debió pensar, que encarcelados en la de la Diputación. Cuando dos años más tarde visitó Barcelona, se limitó a dictar instrucciones sobre la ocupación de sus piezas sin considerar para nada la posibilidad de que algún día éstas dieran cobijo a sus alter ego2. Por mucho que en el futuro siguiera conservando el nombre, éste no iba a ser nunca el Palau del Lloctinent. Para los virreyes de Cataluña, habitar en el carrer Ample suponía también establecer una distancia física y mental con las viejas instituciones municipales, territoriales y eclesiásticas arraigadas en la ciudad. En muchos sentidos, el carrer Ample, situado en primera línea de mar, se había convertido en símbolo de la nueva Barcelona del siglo xvi, desplazando a otros como el de Moncada, Mercaders o Lledó (Amelang 1992: 165-211). La construcción en 1553 de la muralla del mar paralela al carrer Ample permitió a la ciudad disponer de un paseo elevado que pronto se convirtió en uno de los ejes principales de la sociabilidad de las élites. Aunque la decisión adoptada en 1518 de proyectar un nuevo puerto junto a las Drassanes nunca alcanzó su objetivo, la zona adquirió una nueva dimensión con la prolongación del segundo muelle en 1590 y la erección del Portal del Mar, frente al Pla de la Llotja, en 1598. Un conjunto de medidas que si bien no tenían el alcance de las reformas de don Manuel en Lisboa y de don Pedro de Toledo en Nápoles, contribuyeron a reforzar poderosamente la centralidad urbana del frente marítimo. Quizá, a fin de cuentas, la decisión de los virreyes de Cataluña no fue tan distinta de la que habían tomado anteriormente los monarcas en Lisboa y Nápoles. Aunque su incapacidad para levantar un edificio sustitutivo del Palau del Lloctinent acabara lastrando su autoridad.

2. ACA, Generalitat, 929/120-123v, “Felipe II al virrey y diputats de la Generalitat”, 23 de abril de 1564, acerca del reparto del nuevo palacio real de Barcelona entre la Inquisición y la Audiencia especificando ventanas, habitaciones y pasillos que deberían ser utilizados por cada una.

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La residencia del virrey carecía de condiciones para reunir a los ministros que por ello siguieron congregándose en el Palau del Lloctinent. A diferencia de lo que ocurrió en las otras dos ciudades, donde los ministros celebraban sus reuniones en el palacio del virrey, en Barcelona no quedó más remedio, ante la falta de un edificio en condiciones, que desdoblar las funciones administrativas y ceremoniales (Hernando Sánchez 1998: 237). Claro que para satisfacer estas últimas los virreyes disponían de otras opciones. A su paso por Barcelona en 1548 el músico italiano Cerbonio Besozzi quedó vivamente impresionado por el banquete, amenizado por “juegos, músicas, bromas y otros entretenimientos y placeres” al que pudo asistir “en un palacio tan hermoso como era el del virrey de Cataluña en las afueras de la ciudad, a un tiro de arcabuz, al cual se llega por una recta, ancha y verde avenida”. La traza de este lugar se ha perdido por completo, pero la detallada descripción de Besozzi resulta elocuente de la importancia que los virreyes concedieron a esta clase de villas campestres donde podían organizar sus recepciones sin las limitaciones de sus residencias urbanas. También en Nápoles la villa suburbana de Poggioreale, recubierta en tiempos de Alfonso II de Aragón por unas exuberantes pinturas al fresco que eran la admiración de sus visitantes, empezó a desempeñar una destacada función en el plan de comunicación simbólica de los pro reges. Aunque, sin duda, lo más memorable en ellas no eran los edificios propiamente dichos sino los jardines que los circundaban. Al menos a Besozzi le pareció que el de Barcelona era “uno de los más bellos de toda España”, todo pavimentado con finísima cerámica pintada con varias fantasías e invenciones, con una fuente en medio, toda ella de finísimo mármol con bellísimas figuras en relieve, que en varias formas esparcían agua en abundancia; ésta se distribuye por muchos pequeños canales, también de mármol, y riega aquellos hermoso montículos que tan bien se adornan de varias flores y aromáticas hierbas, y eran divididos por hermosos setos de cidros, limones y otros similares árboles frutales, tan altos y tan tupidos que por las frutas que llevaban parecían otros tantos tapices al natural, y tan suave perfume difundían aquéllos y los montículos, que resultaba verdaderamente maravilloso.

Por supuesto, aquí había más que naturaleza dispuesta para el solaz del virrey y sus invitados, por mucho que ésta estuviera concebida

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para transmitir un mensaje bien preciso. Al perspicaz músico italiano no se le pasó por alto que al edificio se accedía “por una grandísima y bellísima puerta, sobre la cual había una gran águila (¿el emblema de la casa de Austria?) con pintados, todos los escudos de los reinos de España y con aquellas siete flechas ceñidas por la filacteria digna de figurar en todas partes: VNITAS” (Besozzi 1967: 54-55). Aunque el impacto político de las actividades desarrolladas en estos refugios campestres fue más bien limitado. Durante las alteraciones de junio de 1640 en Barcelona, cuando los sublevados se plantaron en el carrer Ample, frente a la residencia del virrey, el conde de Santa Coloma, que sólo milagrosamente y por poco tiempo logró salvar la vida, pareció claro que un edificio como el que ocupaba difícilmente podía subvenir a las necesidades representativas de los máximos agentes de la monarquía en el Principado. Claro que por esas fechas los virreyes tenían serios motivos para cuestionar la capacidad intimidadora de los símbolos arquitectónicos. Sin duda, el palacio mandado construir en Nápoles por el VI conde de Lemos tenía todos los ingredientes para impresionar a aquellos que lo presenciaron. Cuando Masaniello, el líder de la revuelta popular de 1647, fue recibido por el virrey, el duque de Arcos, en la sala de los alabarderos, cubierta por pinturas que evocaban las gestas del III duque de Alba, sufrió un súbito desmayo que el cronista Francesco Capecelatro no dudó en atribuir a la “la maestà del luogo cosí supremo” y la “la rimembranza del suo basso stato di prima” (Capecelatro 1850-1854: 68-69). Aunque, desde luego, no todos se mostraron tan impresionables como este pescador de “basso stato”. No, al menos, el viajero inglés Gilbert Burnet, que tras visitarlo unas décadas más tarde concluyó que “el palacio del virrey no era una construcción imponente” (Capuano 1998: 179). Y, lo que era mucho peor para sus moradores, tampoco las masas enfervorizadas que, tras romper la barrera de soldados que lo defendían, invadieron el Cortile d’Honore, remontaron sus escaleras y profanaron las principales estancias de lo que había sido concebido como un templo en honor de la monarquía. Cuando meses más tarde, el conde de Oñate logró sofocar las iras populares, sometió el edificio a un proceso de purificación que a más de uno le debió recordar el ritual previsto por la Iglesia católica para la consagración de los templos profanados por los protestantes (Palos 2008: 122). Pero, además de estar imbuido por la mística del poder, Oñate

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era un hombre práctico así que, al mismo tiempo, decidió construir una inmensa escalinata que facilitara la defensa de la planta regia y, sobre todo, cerrar las aberturas del ingreso principal con una consistente verja de hierro (Palos 2005: 130-131). Tampoco el Paço da Ribeira produjo una excesiva impresión entre los conjurados que el 1 de diciembre de 1640 sorprendieron al secretario Miguel de Vasconcelos todavía en la cama. Tras asestarle varios tiros lanzaron su cuerpo sin vida por una de las ventanas que daba al Terreiro, donde aguardaba la multitud dispuesta a proclamar a D. João de Bragança como nuevo rey de Portugal (Menezes 1751: 106-111). A pesar de que los grandes palacios oficiales habían mostrado durante la convulsa década de 1640 una capacidad limitada para proteger a sus moradores, en 1656 el virrey de Cataluña, el marqués de Mortara, se mostró convencido de que la fórmula todavía podía ser explotada con eficacia. Había llegado la hora, pensó, de que los virreyes dispusieran de una residencia estable en condiciones de competir con los edificios de la Generalitat y el municipio de Barcelona (Perelló Ferrer 1996: 236). Claro que los tiempos no estaban para ambiciosos proyectos como el del VI conde de Lemos. Así, la solución consistió en adaptar el viejo edificio de la Aduana, donde se encontraba la sala de armas, cuyas funciones se habían extinguido con la supresión de los privilegios militares del Principado tras su recuperación por las tropas del rey Felipe IV en 1652. En 1663, el portugués Francisco de Moura e Corte Real, marqués de Castel Rodrigo, completó la adaptación encomendando las tareas a Josep de la Concepció, uno de los tracistas catalanes más destacados del momento (Narváez Cases 2004). Desde luego, el resultado no fue muy imponente, pero al menos los virreyes de Cataluña disponían ahora un palacio propio con un espacio exterior en el que desplegar ceremonias como la que en 1677 se puso en escena para recibir a don Juan José de Austria (véase figura 3; p. 371). Y lo que era más sintomático, por cuanto suponía la asimilación de la estrategia previamente ensayada en Nápoles y Lisboa: el edificio se alejaba definitivamente del distrito oficial de la ciudad para emplazarse frente al Portal del Mar, junto al viejo barrio de los mercaderes, la Ribera. Desde la galería situada en la fachada principal sus moradores podrían disponer de una visión privilegiada sobre el puerto de la ciudad (Narváez Cases 2004: 214).

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Figura 3: Francesc Via, Palau Reial (1677), grabado, 34 x 44,5, Barcelona, Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona.

Palacios frente al mar Bastaba trazar sobre un plano el itinerario que en cada una de las tres ciudades habían seguido las residencias reales, ahora ocupadas por sus lugartenientes, para percatarse de que éste siempre había tomado la misma dirección: la del mar (véanse figuras 4, 5 y 6; pp. 372-375). La creciente orientación marítima del poder real quedó directamente reflejada en las ceremonias de entrada. Ciertamente, en Barcelona los virreyes siguieron haciéndolo de forma habitual por el Portal de Sant Antoni, donde desembocaba el camí reial que unía la ciudad con el centro de la Península. Pero en Nápoles las viejas puertas de la ciudad, reconstruidas a modo de arco de triunfo por Ferrante y

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Figura 4: Étienne Du Pérac (grabador), Antoine Lafréry (editor), Quale et di quanta importanza e bellezza sia la Nobile Cita di Napole (Roma, 1566), grabado, 51,8 x 83,2, Nápoles, Museo di San Martino.

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A: Castel Capuano B: Castel Nuovo C: Palazzo Reale

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Figura 5: Autor desconocido, Lisboa oder Lissabon (siglo xvi), grabado, 29,5 x 36,5, Lisboa, Biblioteca Nacional de Portugal. A: Alcáçova B: Paço Real

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Figura 6: Planta de Barcelona del segle XVII (siglo xvii), Barcelona, Biblioteca de Cataluña. A: Palau del Lloctinent B: Palau dels Cardona C: Palau Reial

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Alfonso II de Aragón durante la segunda mitad del siglo xv, fueron substituidas como vía de ingreso ceremonial por el Ponte di Mare. Algo similar a lo que se hizo en Lisboa. En lo sucesivo, monarcas y virreyes entrarían a través del río, siguiendo una ceremonia que mantenía elementos comunes con la de Nápoles, aunque ello supusiera el abandono de las viejas tradiciones del ritual regio portugués. Claro que, después de lo que ocurrió en 1640, más de un virrey debió tener motivos para pensar que tanto como engalanar su entrada se trataba de facilitar la salida. A fin de cuentas, ¿no había sido asesinado el conde de Santa Coloma entre las rocas de la playa mientras intentaba alcanzar la nave que le permitiera huir de la ciudad? En Nápoles, tanto el conde de Oñate como más tarde Pedro Antonio de Aragón, tuvieron claro que a ellos no les iba a suceder lo mismo. Así que el primero hizo levantar un puente que comunicara directamente el palacio con el embarcadero y el segundo, construir una dársena privada donde estuvieran permanentemente atracadas sus naves3. Si a uno no le importó el estropicio estético que con ello causaba a la perspectiva del edificio, al otro le trajeron sin cuidado las múltiples críticas vertidas por su decisión (Sladeck 1993: 365-386). Parecía como si las tres ciudades se estuvieran volteando de modo tal que la perspectiva marítima pasara a ocupar el centro de su representación simbólica. Claro que en Nápoles esto venía de lejos. Perspicaz como era, el canónigo Carlo Celano advirtió a finales del siglo xvii que la disposición de la iglesia de Santiago de los Españoles, ordenada por Pedro de Toledo en 1540, había sido forzada, aun a costa de sacrificar la simetría, para que la perspectiva desde el altar mayor enfocara directamente el faro del puerto, lo que Roberto Pane interpretó posteriormente como una intención manifiesta de destacar el carácter marítimo de la presencia española en el reino (Celano 1859: 378; Pane 1977: 257). No en vano, en ninguna de las tres ciudades la Corona había tenido como en Nápoles una vinculación histórica tan intensa con el comercio naval. Con este planteamiento en mente parecía lógico que sus respectivas representaciones visuales primaran la perspectiva marítima. Por

3. Los planes del conde de Oñate para comunicar directamente el palacio con el puerto en BNM, mss. 1432, Carta de aviso de las noticias de Nápoles, 18 de febrero de 1651.

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supuesto, con un objetivo añadido bien preciso: situar las residencias reales en el centro de las mismas. Como en otros aspectos, Nápoles había abierto el camino: la Tavola Strozzi, con el Castel Nuovo ocupando el eje del encuadre (cuando la realidad era que se encontraba en un extremo del tejido urbano) podía ser considerada ante todo como una exaltación del poder real (véase figura 7; p. 378). La lección fue aplicada en Lisboa casi al pie de la letra. La vista de la ciudad con la que se abría el libro II del Civitates Orbium Terrarum, la colección de grabados realizados por Franz Hogenberg y editados por Georg Braun entre 1572 y 1617 presentaba una morfología segmentada en dos grandes núcleos (véase figura 8; p. 380). De una parte, el racimo de edificaciones clavadas en la colina, a los pies del castillo de San Jorge y por otro, la ciudad nueva levantada en el frente marítimo. Presidiendo esta última, la Residentia Regis, emplazada a modo de parteluz entre las dos grandes explanadas que acogían a los viajeros llegados a través del río Tajo, el area magna, esto es, el Terreiro do Paço frente a la fachada principal y el area navilis a su espalda. Desde luego, ésta no era una disposición aleatoria. Como tampoco la de Barcelona aparecida en la misma serie de grabados (véase figura 9; p. 382). Aunque en este caso, la ausencia de un palacio digno de ser mostrado de forma prominente hizo que la lección resultara mucho más difícil de aplicar. Ello no obsta para que “el palacio de los Cardonna del Virrey” quedara expresamente reflejado en primera línea de mar junto a la iglesia y el convento de la Merced que lo flanqueaban. Si las representaciones de Nápoles fueron las que abrieron el camino, iban a ser también las que lo recorrerían hasta las últimas consecuencias. Cuando en 1630 Alessandro Baratta proyectó por encargo del V duque de Alba una vista de la ciudad, la Fidelissimae Urbis Neapolitanae cum omnibus viis accurata et nova delineatio, decidió modificar la perspectiva introduciendo un cambio drástico en el sistema de representación que había consagrado en 1566 el cartógrafo francés Antoine Lafréry4 (véase figura 10; p. 384).

4. Cesare de Seta no dudó en calificarlo como el creador de una nueva forma urbis que significó una revolución en el modo de representar las ciudades comparable a la que poco antes Caravaggio había introducido en el ámbito de la pintura (De Seta 1997: 112).

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Figura 7: Francesco Rosselli (atribuido), Tavola Strozzi (1472-73), 82 x 245, témpera sobre tabla, Nápoles, Museo di San Martino.

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Figura 8: Georg Braun y Frans Hogenberg, Lisbona (1572), 19,4 x 47,2, grabado coloreado, Civitates Orbis Terrarum, vol. I.

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Figura 9: Nicolau de Fer, Veue ou perfil de Barcelone, capitale de Catalogne (1696), grabado, 17 x 33, Barcelona, Instituto Cartogràfic de Catalunya.

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Figura 10: Alexandro Baratta, Fidelissimae Urbis Neapolitanae cum Omnibus Viis Accurata et Nova Delineatio Aedita in Lucem ab Alexandro Baratta MDCXXVIIII (1628), estampa calcográfica en cobre, 93,5 x 246,8, Roma Colección Banca Intesa.

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El objetivo principal era situar el barrio de poder en el centro de la visión urbana. Tras la apariencia de un realismo extremo, la representación de Baratta contenía, sin embargo, un buen número de ingeniosas trampas: el trazado de ciertas calles fue modificado para hacerse más rectilíneo, algunas plazas experimentaron sustanciosas ampliaciones y, sobre todo, un selecto número de edificios se hicieron más altos e imponentes5. Los más cuidadosos afeites en esta operación de maquillaje fueron aplicados al palazzo reale. Ante todo, éste fue convenientemente desplazado para mostrar su mejor cara, esto es, la fachada principal que, junto con la plaza que se abría frente a ella, hubiera quedado oculta de haberse respetado coherentemente la perspectiva del conjunto. No satisfecho con ello presentó una magnífica loggia inexistente ya que el proyecto original de Domenico Fontana había sido cortado de forma abrupta sin ninguna clase de armonía ni acabado (De Seta 1997: 111). Ni que decir tiene que estas tergiversaciones formaban parte de un plan de comunicación al servicio de los virreyes del que Baratta era sólo uno de sus brazos ejecutores (Pane 1970: 129-130). Tras haber definido sus propios espacios y coronarlos con prominentes edificios en ciudades que no siempre estaban dispuestas a recibirlos con los brazos abiertos, ni los monarcas ni sus virreyes, estaban dispuestos a permitir que sus esfuerzos pasaran desapercibidos.

Bibliografía Dietaris de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, 1994-2008, vol. II. ACA, Generalitat, 929/120-123v, Felipe II al virrey y diputats de la Generalitat, 23 de abril de 1564, acerca del reparto del nuevo palacio real de Barcelona entre la Inquisición y la Audiencia especificando ventanas, habitaciones y pasillos que deberían ser utilizadas por cada una. BNM, mss. 1432, Carta de aviso de las noticias de Nápoles, 18 de febrero de 1651.

5. Un tipo de tergiversación de la realidad que, desde luego, Baratta no era el primero en practicar (ver Burke 2008: 37).

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Gobernadores y virreyes en el Estado de Brasil: ¿dibujo de una corte virreinal?* Maria Fernanda Bicalho Universidade Federal Flumiense

El oficio de virrey en la América portuguesa ha sido objeto de pocos estudios, por lo que el trabajo de Dauril Alden, Royal Government in Colonial Brazil, publicado en 1968, constituye una referencia imprescindible para los que se dedican a este tema (Alden 1968). Frente a los numerosos historiadores que han sostenido que el poder de los virreyes del Estado de Brasil era ilimitado, Alden afirma que durante todo el siglo xviii, cuando el título pasó a concederse de forma sistemática, no ejercían su autoridad más allá de los límites de la capitanía general para la que se les nombraba. En la América portuguesa, el primer oficial regio que recibió el título de virrey y capitán general de mar y guerra y de la restauración del Brasil fue don Jorge de Mascarenhas, marqués de Montalvão, que, entre 1640 y 1641, desempeñó un importante papel en el juramento de fidelidad de los vasallos americanos a la casa de Braganza. El segundo virrey, don Vasco Mascarenhas, conde de Óbidos, gobernó entre 1663 y 1667. El tercero, don Pedro de Noronha, marqués de Angeja, asumió el gobierno en 1714 y permaneció en él hasta 1718. Sólo a partir de 1720, con el nombramiento de Vasco Fernandes Cesar de Meneses, conde de Sabugosa, que desempeñó el oficio hasta 1735, el título de virrey fue concedido sin interrupción hasta 1808 a quienes gobernaron

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Este artículo es resultado de la investigación “Cidade, Política e Território: A Capitalidade do Rio de Janeiro no século xviii e início do xix”, financiada por una beca “Jovem Cientista do Nosso Estado”, concedida por la FAPERJ. Traducción de Ana Isabel López-Salazar Codes.

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el Estado de Brasil. Los cuatro primero virreyes de Brasil habían gobernado anteriormente el Estado de la India.

Un gobierno sin reglas La particularidad de la concesión del título de virrey a los representantes máximos del rey de Portugal en sus territorios ultramarinos nos obliga a realizar algunas consideraciones sobre la administración y el gobierno de la América portuguesa. La primera de ellas hace referencia a la ausencia de reglas uniformes y de un conjunto de leyes específicas para el gobierno de Ultramar, en la línea de lo que hicieron, por ejemplo, los españoles en las Indias de Castilla. Por el contrario, en el ordenamiento político-administrativo portugués primó la experimentación y una pluralidad de soluciones que variaban de acuerdo con la región y las diferentes coyunturas. Tras un período inicial de conquista y asentamiento de los portugueses en puntos aislados del litoral, caracterizado por la descentralización administrativa y por la donación regia de capitanías hereditarias a particulares (cf. Saldanha 2001), en 1549 la Corona portuguesa instituyó el Gobierno General, con sede en la ciudad de San Salvador de Bahía de Todos los Santos, primer indicio de un proceso de afirmación del poder real en el extenso territorio americano. Francisco Carlos Cosentino cuestiona el argumento de la centralización monárquica, defendido por gran parte de la historiografía brasileña. Con respecto a las instrucciones de los primeros gobernadores generales, afirma que, hasta 1612, la referencia a los dominios ultramarinos como “partes del Brasil” constituyó la forma en que la monarquía portuguesa, incluso los Habsburgos, percibían la disposición del ordenamiento jurídico en su conquista americana (Cosentino 2009: 220). De acuerdo con el estudio clásico de Caio Prado Júnior, publicado en 1942, la unidad de Brasil, aunque fuese geográfica, sólo aparecía oficialmente en los títulos honoríficos de los virreyes y en el de príncipe del Brasil, que utilizaban los primogénitos de la dinastía de Braganza y herederos de la Corona desde 1645 (Prado Júnior 1977: 304)1.

1. Brasil fue elevado a la condición de Principado por medio de una carta real del 26 de octubre de 1645. Según Maria de Fátima Silva Gouvêa, “la condición de Prin-

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También es frecuente que la historiografía brasileña más tradicional atribuya la debilidad del poder de los gobernadores generales y, posteriormente, de los virreyes a la superposición de jurisdicciones entre los diferentes oficiales regios en el lejano ultramar. Dos autores consagrados, el ya citado Caio Prado Júnior, historiador marxista, y el jurista e historiador weberiano Raymundo Faoro formaron parte de una generación de estudiosos que, entre las décadas de 1940 y 1970, encontraron poca o ninguna lógica en la arquitectura político-administrativa creada o, simplemente, trasplantada desde Portugal a Brasil2. Caio Prado Júnior opuso a la excesiva centralización del poder y de las decisiones en Lisboa la autoridad fragmentaria de los funcionarios reales en la colonia, cuyas jurisdicciones y autoridad se caracterizaban por el hibridismo y por la yuxtaposición y carecían de definición de límites. Afirma que, aunque el virrey estuviese “en principio, sujeto a normas muy precisas y rigurosas, que se referían incluso a minucias extravagantes”, su competencia y autoridad chocaban con las jurisdicciones de los demás oficiales regios y de los organismos administrativos. Algunos de estos organismos –como la Junta da Fazenda, la Mesa de Inspeção y el Tribunal da Relação– al constituir entidades colectivas y no estar sometidos jerárquicamente a ningún otro agente en la colonia funcionaban como contrapeso y, algunas veces, como limitación a la autoridad de los gobernadores y virreyes (Prado Júnior 1977: 307-309). Al defender la actuación sobresaliente del Estado, que moldeaba la realidad a su gusto y sobreponía a ella la ley, Raymundo Faoro, en un trabajo publicado en 1958, afirmaba que “el cuadro metropolitano de la administración se extravía y se pierde, delira y vaga en el mundo caótico, geográficamente caótico, de la extensión misteriosa de América”. Se refiere a la dispersión “en todos los grados” de la administración colonial, pues la aparente simplicidad de la línea descendente de autoridad encabezada por el rey “engaña y disimula la compleja, confusa y tumultuosa

cipado evocaba valores y nociones de gobernabilidad y de vasallaje que elevaban a Brasil a una posición realmente diferente en el contexto imperial contemporáneo. Un rey físicamente ausente pero que intentaba, por este medio, reafirmar su presencia y los vínculos que lo unían a sus vasallos ultramarinos y, de manera más específica, a los del mundo Atlántico”. Cf. Gouvêa (2001: 293-294). 2. Para un análisis reciente de la interpretación de los dos autores, cf. Laura de Mello e Souza (2006: 31-38).

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realidad” gubernamental. En su opinión, “los organismos colegiados y la jerarquía sin rigidez” habrían sido responsables de la “fluidez del gobierno” compuesto por un sinnúmero de funcionarios que se perdían “en el ejercicio de atribuciones mal delimitadas”. Si, por un lado, todos se dirigen al rey, sin respetar los grados intermedios de gobierno, por otro “el orden autocrático sufre, con los organismos colegiados, una limitación drástica que retrasa las decisiones, las orienta y distorsiona, a tenor de sus deliberaciones” (Faoro 1984: 176-177). Más recientemente, A. J. R. Russell-Wood ha analizado esta cuestión desde un nuevo punto de vista. Con respecto a los diferentes territorios que constituían el ultramar portugués en el Índico y en el Atlántico, el historiador británico argumenta: mientras que, en teoría, se trataba de una estructura muy centralizada y dependiente de Lisboa, en la que Goa y Salvador (Río de Janeiro, desde 1763) actuaban como centros subordinados en el Estado de la India y en Brasil, respectivamente, y en la que todos los nombramientos eran hechos por la corona o se encontraban sujetos a la aprobación regia, en realidad había una extraordinaria descentralización de la autoridad, que puede atribuirse a varios factores (Russel-Wood 1997: 171).

Uno de ellos era la distancia, que confería una responsabilidad excepcional a los gobernadores generales y a los virreyes, quienes, para tomar las decisiones, solían consultar a los demás oficiales regios, civiles, militares, judiciales y religiosos e, incluso, a los meros ciudadanos (homens bons), simples vasallos del rey en las lejanas tierras ultramarinas. El resultado era no sólo la descentralización sistémica del gobierno, sino también una limitación de la autoridad efectiva de los representantes máximos del rey en ultramar, independientemente de los poderes jurisdiccionales que les hubiese concedido la Corona y del hecho de que fuesen responsables de la administración de varias facetas del gobierno. La nueva historiografía brasileña se ha basado ampliamente en los trabajos de António Manuel Hespanha para elaborar una nueva perspectiva de análisis de la administración colonial (cf. Hespanha 1994). En estudios recientes, este autor ha criticado que se aplique la idea de la centralización al imperio ultramarino portugués. En su opinión, “la imagen de un imperio centralizado era la única que resultaba digna para el espíritu colonizador de la metrópoli. En cambio, admitir un

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papel constitutivo a las fuerzas periféricas reduciría el brillo de la empresa imperial” (Hespanha 2001: 167). Considera que no existió un modelo general para la expansión portuguesa o una estrategia sistemática que abarcase todas las zonas del imperio, al menos hasta mediados del siglo xviii. Incide en el argumento de un estatuto colonial múltiple, basado en un derecho pluralista que autorizaba a los gobernadores y a los virreyes a crear Derecho o, por lo menos, a dispensar el Derecho existente: De acuerdo con la doctrina de la época, los gobernadores gozaban de un poder extraordinario (extraordinaria potestas), semejante al de los jefes militares supremos (dux) […] En las instrucciones que se les otorgaban, se incluía siempre la cláusula de que podían desobedecer las disposiciones regias expuestas en ellas siempre que un análisis exacto del servicio real lo justificase. Por ello, a pesar del estilo detallado de las cláusulas de las instrucciones y de la obligación de que, en ciertos casos, consultasen al rey o al Consejo Ultramarino, los virreyes y los gobernadores gozaban, de hecho, de gran autonomía (Hespanha 2001: 174-175).

Esa gran autonomía –que llevó a que en ciertos momentos, sobre todo de peligro, los gobernadores y virreyes convocasen juntas, consultasen a los ayuntamientos (cabildos) y tomasen decisiones sin recurrir a la Corona– adquirió mayor amplitud en el Estado de la India. Según mantiene Catarina Madeira dos Santos, en su estudio sobre la noción de capitalidad asumida por la ciudad de Goa, “cabeça de toda a Índia”, la institución del cargo de virrey se debió al propósito de dotar a los gobernantes ultramarinos de una dignidad casi real, permitiéndoles el ejercicio de la gracia, la concesión de mercedes, la atribución de oficios, la cesión de rentas y el perdón de crímenes (Santos 1999: 51-62). No ocurrió lo mismo en el caso de los gobernadores generales y virreyes de Brasil, cuya jurisdicción era más limitada. En otras palabras, no se transfirió a la persona de los gobernadores generales o de los virreyes del Estado de Brasil el conjunto de regalia maiora o derechos mayestáticos que se consideraban inseparables del rey, como sí ocurrió en el Estado de la India. Aun así, la instrucción que recibió en 1588 el gobernador general de Brasil, Francisco Giraldes, le autorizaba a conceder pensiones de hasta mil cruzados, mientras que la de Gaspar de Sousa, en 1612, le permitía imponer tributos, conceder oficios en propiedad o a interinos, aunque no pudiese crear nuevos ofi-

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cios o aumentar los sueldos anteriormente estipulados. Sin embargo, debemos tener en cuenta que las instrucciones de estos gobernadores fueron emitidas y firmadas por los Habsburgo, es decir, durante el período en que Portugal se encontraba agregado a la Monarquía Hispánica (Hespanha 2001: 176-177 y cf. Cosentino 2009: 223-244; Marques 2002: 7-35). En total, fueron cinco las instrucciones concedidas a los gobernadores generales del Brasil a lo largo de los siglos xvi y xvii: la de Tomé de Sousa (1549-1553), Francisco Giraldes (1588), Gaspar de Sousa (1612-1616), Diogo de Mendonça Furtado (1621-1624) y Roque da Costa Barreto (1678-1682) (Cosentino 2009). Todos los demás gobernadores generales y virreyes que siguieron hasta principios del siglo xix se guiaron por esta última instrucción, así como por sus respectivas cartas patentes y por el resto de la legislación específica. Este hecho nos remite a la cuestión de la escasa diferencia entre los gobernadores generales y los virreyes de Brasil en lo que respecta al oficio y la jurisdicción. El estatuto de virrey sustituyó exactamente al de gobernador general, sin que se alterasen sus respectivas competencias u otras cuestiones. Aunque no se conozca ninguna carta real que haya elevado el Estado de Brasil a la condición de virreinato, la atribución del título de virrey a las personas nombradas para su gobierno a partir de 1720 demuestra, por una parte, una alteración significativa del perfil de los hombres que pasaron a ocupar el cargo y, por otra, el reconocimiento de la importancia económica y política que adquirió Brasil en el conjunto de la monarquía portuguesa desde mediados del siglo xvii. Esta importancia se manifiesta en el título y en la condición de las personas que pasaron a asumir el oficio, reclutadas sistemáticamente en el seno de la nobleza titulada (Gouvêa 2001: 303). Según Nuno Monteiro, en comparación con los virreyes de la India – la gran mayoría primogénitos de las casas nobles del reino–, todavía en el siglo xvii los gobernadores generales de Brasil, aunque procedentes de la primera nobleza, eran segundones. Pocos llegaron a la grandeza. Sin embargo, esta situación cambió en la primera mitad del siglo xviii, cuando pasó a atribuirse de manera sistemática el título de virrey a los nombrados para ese gobierno, lo que le lleva a concluir que “la coincidencia entre el virreinato y el título condal se asumía claramente en la época”. Así, todos los virreyes nombrados para Brasil eran

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ya o accederían entonces a títulos con grandeza en el reino, ya fuesen primogénitos y sucesores de la casa paterna, ya se tratase de hijos segundos: “En realidad, la atribución del título de virrey y la elevación a la grandeza constituyen, como se dijo, dimensiones indisociables” (Monteiro 2001: 264). Si los gobernadores generales durante el siglo xvii carecían de experiencia colonial anterior, no puede afirmarse lo mismo de los virreyes que sirvieron en el siglo siguiente. En la gran mayoría de los casos, habían regido otras capitanías en América o habían pasado por los gobiernos de la India y de Angola. De acuerdo con Nuno Monteiro, mientras que en la India los virreyes seguían siendo reclutados entre los que habían servido satisfactoriamente a la monarquía en el terreno militar, en Brasil parece ser que un aspecto característico del currículum de los escogidos era contar con experiencia administrativa en otras partes del imperio. En este sentido, desempeñar el cargo de gobernador general y, sobre todo, de virrey constituyó una de las vías principales de acceso a la élite titulada durante los siglos xvii y xviii, especialmente tras la Restauración (cfr. Monteiro 2001: 266-270)3.

El gobierno “despótico y absoluto” del virrey marqués de Angeja El 13 de junio de 1714, don Pedro Antônio de Noronha, segundo conde de Vila Verde y primer marqués de Angeja, tomaba posesión del gobierno en Bahía, con el título de virrey y capitán general de mar y tie-

3. Maria de Fátima S. Gouvêa (2001: 306-309) analiza las trayectorias administrativas de los hombres que desempeñaron cargos gubernativos en diferentes regiones del Atlántico sur, especialmente en Angola y Brasil, y llama la atención sobre una “poderosa estrategia de gobierno del Imperio” desde finales del siglo xvii y durante toda la centuria siguiente. 4. Hijo de don Antônio de Noronha, primer conde de Vila Verde, y de doña María de Menezes, hija de don Duarte Luiz de Menezes, tercer conde de Tarouca, y de la condesa doña Luiza de Faro, don Pedro Antônio de Noronha de Alburquerque e Sousa sirvió como virrey de la India entre 1692 y 1699. Fue general de la caballería de la provincia del Alentejo y participó en la campaña de 1706 como maestre de campo general. En 1710 asumió el puesto de gobernador de armas de la provincia del Alentejo y, en 1713, fue nombrado “virrey y Capitán General de Mar y Tierra, con intendencia y superioridad en todas las capitanías de América”. Cf. Sousa (1742: 87-89).

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rra4. Uno de los fines principales de su gobierno fue establecer el diezmo de la aduana de Salvador y el impuesto sobre los esclavos que se iban a vender en Minas5. Don Juan V escogió a don Pedro de Noronha porque había sido miembro del Consejo de Estado, se había distinguido en varias campañas militares y había gobernado la India entre 1692 y 16996. Tercer virrey y trigésimo séptimo gobernador general del Estado de Brasil, de acuerdo con la carta regia del 7 de abril de 1714, el sueldo del marqués de Angeja era de 4.800.000 réis, mientras que los virreyes y gobernadores generales anteriores recibían, desde 1669, 1.200.000 réis7. Al final de su gobierno, el marqués de Angeja exponía al rey que, “atendiendo a su persona y a los gastos que eran necesarios en esa plaza debido al lugar que ocupa” y a los que tendría con la preparación de su viaje para el reino, era justo que continuase recibiendo el sueldo hasta la fecha de su partida, aunque ya hubiese sido sustituido. El Consejo Ultramarino emitió un aparecer favorable a la petición del marqués, “pues su persona, por quien es y por los lugares y puestos que ha ocupado, se distingue de la de los demás gobernadores, aunque se debe declarar que esta gracia no servirá de ejemplo para los otros”8. Pero ésta no fue la única innovación que se introdujo en su gobierno. A partir de la lectura de los documentos podemos percibir una reivindicación por parte del marqués de una mayor concentración de jurisdicciones y de prerrogativas, hasta entonces exclusivas del monarca, en la persona del virrey, lo que provocó numerosos conflictos entre éste y el Consejo Ultramarino. Los motivos del enfrentamiento se reflejan en las discusiones y en los pareceres del tribunal. Al estudiar una carta del marqués de Angeja en la que pedía al rey facultad para conceder el fuero de fidalgo y hábitos de la Orden de Cristo a vasallos americanos, los consejeros ultramarinos sostuvieron que,

5. Consulta del Consejo Ultramarino del 17 de diciembre de 1715. Documentos Históricos da Biblioteca Nacional do Rio de Janeiro, vol. 96, 1952, pp. 208-209. 6. “Registo da Carta Patente por que Sua Majestade há por bem nomear ao Marquês de Angeja por Vice-Rei e Capitão General de Mar e Terra do Estado do Brasil para que sirva este cargo por tempo de três anos com o soldo de doze mil cruzados em cada um deles”. Documentos Históricos da Biblioteca Nacional do Rio de Janeiro, vol. 61, 1943, p. 142. 7. Cfr. Lima (1845). 8. Consulta del Consejo Ultramarino del 15 de marzo de 1717. Documentos Históricos da Biblioteca Nacional do Rio de Janeiro (DH/BNRJ), vol. 97, 1952, pp. 57-58.

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aunque los virreyes de la India disfrutaban de semejante prerrogativa, “esto se hizo para animar a los hombres nobles de este reino a que fuesen a ese Estado y para que en él obrasen acciones singulares y heroicas en la guerra, como declara la misma provisión”10. Decían que, a diferencia de Brasil, el de la India era “un gobierno totalmente militar y guerrero”, puesto que los virreyes estaban siempre en campaña, en mar y en tierra, luchando contra los caudillos asiáticos y contra las demás naciones de Europa. Alegaban que esta misma facultad no se había concedido al conde de Óbidos, que había sido virrey de Brasil después de haber gobernado la India. Y si se había atribuido, aunque con limitaciones, a Artur de Sá e Menezes, gobernador y capitán general de Río de Janeiro entre 1697 y 1702, “fue para invitar a los paulistas a descubrir las minas, [el negocio] más útil e importante que hubo en ese Estado para este Reino […] siendo el premio con el que Vuestra Majestad quería animar a los hombres a que le hiciesen tan gran servicio”11. Una semana más tarde, el Consejo se reunió para estudiar una nueva pretensión del marqués de Angeja: la de reorganizar los oficiales de guerra y conferirles los puestos. De nuevo, se opuso “porque esta jurisdicción es inmediata e inherente a la real persona de Vuestra Majestad y no conviene que se amplíe tanto la jurisdicción del virrey, […] porque en este Reino ni el Consejo de Guerra ni este tribunal lo pueden hacer si no es mediante la consulta y la resolución de Vuestra Majestad”12. En otras dos consultas sobre la decisión del virrey de crear nuevos oficios para la Hacienda Real en Bahía así como para la secretaría de ese gobierno, los consejeros argumentaban, en la primera, que el virrey “se comportaba de manera absoluta en su gobierno, sin reconocer superior y sin atender a las instrucciones, leyes y órdenes de Vuestra Majestad ni al estado en que se encuentra la Hacienda Real”. Por ello, aconsejaban al monarca que reprendiese al marqués de Angeja para que no continuase “con esta forma de gobierno tan despótico y absoluto” y no modificase “la manera en que está dispuesto ese gobierno”13. 10. Consulta del Consejo Ultramarino del 15 de diciembre de 1714. DH/BNRJ, vol. 96, 1952, pp. 141-142. 11. Consulta del Consejo Ultramarino del 15 de diciembre de 1714. DH/BNRJ, vol. 96, 1952, pp. 141-142. 12. Consulta del Consejo Ultramarino del 22 de diciembre de 1714. DH/BNRJ, vol. 96, 1952, pp. 147. 13. Consulta del Consejo Ultramarino del 19 de enero de 1715. DH/BNRJ, vol. 96, 1952, pp. 150-152.

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En la segunda consulta sobre el mismo asunto, los votos de los magistrados se dividieron. El procurador de Hacienda mantenía que el marqués de Angeja debía respetar solamente lo que disponía la instrucción de los anteriores gobernadores generales de Brasil. Consideraba que: sin expresa y declarada autoridad, el virrey no puede crear oficios nuevos, aunque sea en nombre de Vuestra Majestad, porque esta jurisdicción sólo pertenece a Vuestra Majestad y a la soberanía regia y que cuando parezcan necesarios algunos oficiales más, debe el virrey dar cuenta de esta necesidad para que dicho Señor resuelva lo que sea su servicio y no crear él tantos oficios nuevos por su propia autoridad14.

Sin embargo, el aspecto más crítico de los conflictos entre el Consejo Ultramarino y el virrey no era la jurisdicción de este último, ya en materias militares, ya en los asuntos relativos a la Hacienda Real. Gran parte de las consultas referentes al gobierno del marqués de Angeja (1714-1718) refleja el malestar de los consejeros ante la progresiva pérdida de su propia jurisdicción en los negocios de ultramar15. El tribunal se reunió para estudiar una carta del marqués de Angeja en la que justificaba el motivo por el que no había acatado el nombramiento de un ministro –que había hecho el Consejo– para que se ocupase en Brasil del cobro del donativo de la dote de doña Catarina de Bragança, reina de Inglaterra, y de la paz de Holanda. En esta ocasión, el procurador de la Corona afirmó que: para los negocios de ultramar, este Consejo era Desembargo do Paço, Consejo de Hacienda, Junta de los Tres Estados, Consejo de Guerra e, incluso en parte, Consejo de Estado, aunque con dependencia de éste, […] y en esta suposición podía el Consejo nombrar ministro para continuar ese cobro […] y, en consecuencia, el virrey culpa sin razón al Consejo de falta de jurisdicción16.

Esa disputa jurisdiccional relativa a la representación de los derechos mayestáticos personificados en el virrey y en el tribunal regio al que

14. Consulta del Consejo Ultramarino del 23 de febrero de 1715. DH/BNRJ, vol. 96, 1952, pp. 152-155. 15. Sobre la jurisdicción del Consejo Ultramarino, tribunal creado en 1643, cf. Barros (2008). 16. Consulta del Consejo Ultramarino del 28 de abril de 1716. DH/BNRJ, vol. 96, 1952, pp. 229-230.

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concernían las directrices de la política ultramarina nos remite a cuestiones importantes. Como afirma Pedro Cardim, lo que llamamos Corona, en las monarquías ibéricas, no era algo unitario, sino una combinación de órganos y de intereses que no funcionaban como un núcleo homogéneo de intervención sobre la sociedad17. Los hilos institucionales y jurisdiccionales que tejieron la política monárquica y ultramarina portuguesa en el Antiguo Régimen se basaron en distintos modos de resolver y de despachar los negocios. Por una parte, el régimen conciliar o el gobierno de los consejos y tribunales predominó hasta el final del siglo xvii; por otro, a partir del reinado de don Juan V, aunque no se excluyese totalmente la consulta a los consejos, se produjo un cambio de los centros de decisión política y pasaron a destacar las secretarías de Estado y las juntas ad hoc en la resolución de los negocios más importantes, lo que apunta hacia un gobierno de carácter ministerial18. Para Nuno Monteiro, en el reinado de don Juan V se manifiesta una nueva configuración del poder central, un nuevo patrón de relaciones entre éste y los poderes periféricos, un nuevo estilo de gobierno, la emergencia de una nueva cultura política, lo que provocó una mayor concentración de la capacidad decisoria y una restricción del grupo dirigente. En su opinión: la regencia y el reinado de don Pedro II se caracteriza por un modelo de funcionamiento de la administración central que se prolongará incluso durante los primeros años del reinado de don João V, pero que contrasta con el que se adoptó desde, por lo menos, los años veinte del siglo xviii, cuando el rey pasó a despachar con sus sucesivos secretarios de Estado o con otros personajes, en gran medida al margen de los consejos o, mejor dicho, del Consejo de Estado (Monteiro 2001: 967).

El inicio del siglo xviii y el reinado de don Juan V trajeron consigo importantes cambios en el modo de gobernar la monarquía y su imperio ultramarino, algunos de ellos relacionados con las propias transfor-

17. Cardim (2005: 45-68). 18. En 1736, tras al muerte del secretario de Estado Diogo de Mendonça Corte Real, don Juan V creó tres secretarías de Estado: la del Reino, la de los Negocios Extranjeros y Guerra y la de la Marina y Negocios Ultramarinos, que concentraban, de forma más eficaz, las diferentes materias que hasta entonces consultaban los Consejos.

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maciones que habían tenido lugar en ultramar y, más concretamente, en América, como el descubrimiento de oro en las extensas regiones del interior abiertas por los paulistas. El avance de la colonización portuguesa hacia el interior provocó la creación de nuevas capitanías, como Minas Gerais, Mato Grosso y Goiás, y el nombramiento de gobernadores y capitanes generales para sus respectivos gobiernos. En 1763, la capital del Estado de Brasil fue transferida de Bahía a Río de Janeiro. Por su posición geoestratégica, esa ciudad adquirió gran importancia debido a su función de puerto de las minas y a su jurisdicción sobre las capitanías del sur, Santa Catarina y Rio Grande de São Pedro, ubicadas en territorios en litigio entre portugueses y españoles desde la fundación de la Colonia de Sacramento (1680) hasta el tratado de San Ildefonso (1777). La reorganización administrativa de la América portuguesa y el aumento de capitanías hizo que disminuyesen las atribuciones de los virreyes así como su poder de interferencia más allá de su propia circunscripción, esto es, la capitanía de Bahía y, desde 1763, la de Río de Janeiro. Según Dauril Alden, en el siglo xviii, tanto los virreyes como los capitanes mayores de las distintas capitanías ejercían poderes similares en la supervisión de la justicia, de la hacienda, de las milicias y en la donación de tierras (sesmarias), cada uno en su propia circunscripción territorial y administrativa, o sea, la capitanía sede de su gobierno (Alden 1968: 447-472). Esto ocurrió al mismo tiempo que se confirió a los antiguos gobernadores generales el título de virreyes. Dicho de otro modo, en las primeras décadas del siglo xviii (en concreto a partir de 1720), cuando el título de virrey pasó a concederse sistemáticamente a los antiguos gobernadores generales, su superioridad jerárquica en términos político-administrativos y su capacidad de intervención en las demás capitanías dejó de existir. Este hecho nos remite a las tesis defendidas por una nueva generación de historiadores según la cual, la creación del cargo de virrey de Brasil, aunque sirvió para distinguir a los designados para el oficio, provenientes de la primera nobleza del reino no otorgó mayor poder o jurisdicción sobre los demás gobernadores y capitanes generales.

Virreinato y sociabilidad cortesana en Río de Janeiro John Elliott ha definido la corte como “el centro de la vida política, social y cultural. Era, en primer lugar, el hogar del soberano […] Era

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también centro de su gobierno. […] Por último, la corte era un centro educativo y cultural. […] Era asimismo un centro espectacular de consumo ostentoso, que daba empleo a una población urbana de artesanos, comerciantes y criados” (Elliott 2002: 118-119). La designación de corte podía incluso extenderse a la ciudad, a la capital de una monarquía o de un Estado. En un balance historiográfico sobre las cortes virreinales en la América española, en especial en Perú, Pilar Latasa sostiene que la amplia jurisdicción del virrey se debía al intento de potenciar su figura y su papel de alter ego del rey para estrechar los vínculos entre éste y sus súbditos americanos que, a diferencia de los reinos europeos, jamás verían a su legítimo monarca. Por ello, considera justificado proponer la “corte virreinal hispanoamericana” como un tema abierto a la investigación. A pesar de que presenta especificidades con respecto a los virreinatos europeos de los Habsburgo –como, entre otros aspectos, la inexistencia de una nobleza a la europea– un enfoque más sistemático y comparativo podrá abrir nuevas perspectivas de análisis de una institución fundamental en el contexto de los modos de gobernar la América española. Según Latasa, la corte virreinal era el centro de la representación del poder regio, tanto por medio de la etiqueta y de la jerarquía, cuanto a través de los ceremoniales y de los actos públicos, en general adornados con arquitectura efímera. También en el urbanismo, en la mejora de los equipamientos urbanos y en la ampliación y reforma de los palacios en que residían, así como en los trajes y en la indumentaria, los virreyes reproducían, en sus capitales ultramarinas, parte del ethos y de la vivencia cortesana europea. Su influencia como mecenas de las artes y de la cultura criolla, ya sea en los círculos literarios, ya en el patrocinio de pintores, músicos y poetas, confería a las cortes virreinales una pequeña parte del brillo y del dinamismo de sus congéneres europeas (Latasa 2004: 352-356). Aunque en otro nivel, puesto que no era la capital de un reino, ni siquiera de un virreinato, sino una capitanía general hasta 1763, cuando se tornó la sede del gobierno del virrey, Río de Janeiro aglutinó algunos de estos atributos a partir de 1760. El papel principal desempeñado por Río de Janeiro era ya irreversible a mediados del siglo xviii y el traslado de la corte real portuguesa a esta ciudad en 1808 vino a coronarlo. Antes de ello, aumentó su importancia al asumir, en 1763, la condición de capital del Estado de Brasil. Los documentos sobre esta

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decisión de la Corona portuguesa son escasos y poco elocuentes en lo que respecta a sus motivos. El 16 de abril de 1761, una carta regia ordenaba a Gomes Freire de Andrade, gobernador y capitán general de Río de Janeiro (17331763), de Minas Gerais y de las capitanías del sur (Santa Catarina y Rio Grande de São Pedro), que se trasladase a Bahía y tomase posesión del gobierno del Estado de Brasil. Gomes Freire replicó a esta decisión, pues consideraba que Río de Janeiro era el “manantial de que depende y se fortalece la conservación del reino y de las conquistas” y permaneció allí hasta que murió en los primeros días de 1763. El 11 de mayo de 1763, una nueva carta regia nombraba virrey del Estado de Brasil al conde de la Cunha y le ordenaba que se trasladase a residir a la ciudad de Río de Janeiro (Bicalho 2003: 83-85 y Bicalho 2007: 262-263). Aunque son escasos los indicios documentales sobre la decisión de transferir la capital, en los relatos de algunas fiestas y conmemoraciones reales podemos percibir que la ciudad estaba preparada para albergar el gobierno y la corte virreinal. El 24 de enero de 1762 llegó a Río de Janeiro la noticia del nacimiento, en 1761, de don José, príncipe de la Beira, hijo de doña María y del infante don Pedro. Gobernaba la capitanía el mismo Gomes Freire de Andrade, ya entonces conde de Bobadela. Según la Epanáfora festiva ou relação sumária das festas com que na cidade do Rio de Janeiro, capital do Brasil, se celebrou o feliz nascimento do Sereníssimo Príncipe da Beira, nosso Senhor, esta feliz noticia “hizo que sus moradores diesen prueba ilustre del amor que consagran a sus soberanos”19. Un público regocijo se apoderó de toda la población, “viéndose las calles cubiertas y las playas llenas de gente”. Las campanas de las iglesias repicaron y se oyeron las salvas de los cañones de las fortalezas. Desde entonces y hasta el mes de mayo se sucedieron los preparativos para la gran fiesta. La primera celebración tuvo lugar el día 7 de mayo en la iglesia de los benedictinos. Consistió en un triduo presidido por el obispo fray

19. Epanáfora festiva ou relação sumária das festas com que na cidade do Rio de Janeiro, capital do Brasil, se celebrou o feliz nascimento do Sereníssimo Príncipe da Beira nosso Senhor (autor anónimo, 1763). Todas las citas siguientes proceden de este documento, tomo V de la Colección Barbosa Machado que se conserva en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. Cf., para un análisis anterior de la fiesta, Monteiro (1993).

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Antônio do Desterro. Los habitantes acudieron en masa a la iglesia, “tan ricamente vestidos que los nobles se distinguían de los del pueblo por las caras y por los nombres pero no por las galas”. El gobernador y el obispo ocuparon una tribuna a la izquierda primorosamente forrada, en la que se acomodaron también los canónigos, los magistrados y los militares de mayor graduación. La tribuna de la derecha se reservó para superiores y miembros de las órdenes religiosas. En el piso, frente al altar, ocupaba un lugar separado el Cabildo y, más atrás, los habitantes de mejor condición. El abad del monasterio de san Benito ofició la misa. Durante tres días consecutivos se sucedieron muchos otros oficios religiosos que reunieron siempre a una multitud de gente en las iglesias. En la tarde del tercer día, una procesión de acción de gracias recorrió la ciudad. Según la Epanáfora Festiva, Comenzó con muchas y curiosas danzas que con modulación grata entonaban los elogios de la Casa Real […]. Seguían las cofradías, la Orden Tercera de San Francisco, los niños huérfanos y las tres comunidades religiosas [carmelitas, franciscanos y benedictinos]. Todos estos cuerpos y los rectores de las cuatro parroquias [Candelaria, santa Rita, catedral y san José] en disputada competencia adornaron andas […] tan ricas por el boato con que se cubrían, tan preciosas por las joyas de que se adornaban que casi se veía ya el oro con desprecio, ya se miraba con indiferencia a los diamantes.

Las diferentes andas transportaban los respectivos santos de devoción de las órdenes religiosas y de las cofradías legas. Los sacerdotes seculares llevaban a San Sebastián, patrón de la ciudad. Las calles estaban “bordadas” por los cuerpos militares. Los timbales, las flautas y las trompas retumbaban por toda la ciudad. Las ventanas fueron primorosamente adornadas con colgaduras y damascos; el puerto estaba lleno de embarcaciones de todo tipo y tamaño, cuyas “flámulas, gallardetes y paveses proporcionaban a los ojos el insólito espectáculo de un trémulo jardín, ciudad errática”. Por la noche se iluminó toda la ciudad; “el mar, que se encontraba oprimido por las embarcaciones y subyugado por las fortalezas, se vio también enturbiado por las llamas”. Las fachadas del palacio episcopal, de los conventos, del palacio del gobernador, del ayuntamiento y de las casas de algunos de los personajes más ilustres, como el canciller de la Audiencia, el juez de fuera y militares de alto grado, constituían

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bellísimas portadas compuestas por infinidad de luminarias que representaban figuras evocadoras y expresiones de “Viva el rey”. De las demostraciones pías de devoción y júbilo por el nacimiento del príncipe se pasó a los espectáculos profanos: corridas de toros y juegos de argolla que duraron muchas semanas. Cada día, la plaza elegida para las representaciones “se llenaba de una multitud de danzas [y] farsas”. Entre otras, hubo una danza de gitanas, con dieciséis mozas ricamente ataviadas, y una danza de bastoncitos, al son de una gaita de fuelles. Los sastres representaron un combate de caballeros teutónicos. Los orfebres desfilaron en un carro triunfal, “con las cuatro partes del mundo y otras figuras que representaban varios dioses paganos”. El carro alegórico de los carpinteros y de los pedreros escenificaba una lucha entre moros y cristianos. El de los zapateros llevaba un monte en el que se veían indios cazando las fieras del país. Uno de los días de la fiesta se representó “una farsa que imita las ceremonias en las que se sirve al rey de los congoleños, esos hombres mixtos (natural resultado de dos colores opuestos) a quienes, por comodidad aunque de forma impropia, llamamos pardos”. Y, con respecto a esta escenificación, el autor del relato no ocultó su opinión: “Los gestos, la música, los instrumentos, la danza y el traje, todo muy al uso de aquellos africanos, aunque descontentasen al buen juicio, no dejaron de divertir el ánimo por lo extraños que resultaban”. En la plaza contigua al palacio de los gobernadores se representaron tres óperas, costeadas por los mercaderes, “que para este obsequio concurrieron generosamente”. La decoración era “soberbia”; los paisajes pintados en el escenario, “naturalísimos”; la orquesta, “numerosísima”, y los personajes, “excelentes en la música y expertos en el arte de representar”. El día seis de junio, cumpleaños del príncipe, el gobernador, conde de Bobadela, ofreció un banquete “opíparo” a todos los magistrados, oficiales militares y hombres distinguidos. Por la noche se celebró una gran fiesta de fuegos artificiales. Con todo, no faltó un gran ingenio efímero, al gusto de las escenificaciones barrocas, en el Campo de Santo Domingo, a las afueras de la ciudad: Se levantó en el campo […] una máquina de madera, que representaba un castillo. Los que se admiraron de ver su construcción tuvieron el placer de contemplar cómo se reducía a cenizas. Comenzó este juego con la

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aparición de un barco fingido, que se sostenía sobre unas ruedas y al que empujaba el viento. Éste, enfrentado con el castillo como si se tratase de un combate, disparó algunas bombas y se llenó todo de varios inventos de fuego. A este ataque respondió el castillo con relámpagos y truenos repetidos […] Y con esta escena que duró cuatro horas, breve instante para el gusto, largo tiempo para el gasto, se llenó el aire de luces y la tierra hirvió en fuego.

Y así termina el autor anónimo la descripción de las fiestas celebradas en Río de Janeiro en 1762 –un año antes de que la ciudad se convirtiese en la capital y en sede del virreinato del Estado de Brasil– para conmemorar el nacimiento del príncipe que daría perpetuidad a la monarquía. Cuando señala los elementos que, en el contexto de la experiencia urbanística portuguesa, dieron forma a la capitalidad de Río de Janeiro en la segunda mitad del siglo xviii, José Pessôa identifica tres áreas “objeto de varias intervenciones que dejaron patente el intento de construir un espacio coherente con la importancia que fue asumiendo la ciudad”. La primera, el Largo do Carmo, situado en el corazón del centro urbano; las otras dos, la Lagoa del Boqueirão y el Rocio Grande que, en diferentes zonas periféricas de la ciudad, impulsaron el posterior crecimiento urbano (Pessôa 2007: 443). El antiguo Largo do Carmo –la plaza donde residían los gobernadores desde 1743 y los virreyes a partir de 1763– se transformó en escenario de monumentos y edificios que simbolizaban el poder real y de sus numerosas representaciones teatrales. En 1789, bajo el gobierno de Luís de Vasconcelos e Souza (1779-1790), decimosegundo virrey de Brasil y cuarto de los nombrados para Río de Janeiro,20 esta plaza fue empedrada y remodelada totalmente según el proyecto del ingeniero sueco Jacques Funk. En este mismo período se construyó el embarcadero junto al mar y la fuente, obra del maestro escultor mulato Valentim da Fonseca e Silva, que servía para satisfacer las necesidades de los

20. Los virreyes que sirvieron en Río de Janeiro entre 1763 y 1608 fueron siete: don Antônio Álvares da Cunha, conde da Cunha (1763-1767); don Antônio Rolim de Moura Tavares, conde de Azambuja (1767-1769); don Luís de Almeida Portugal, marqués de Lavradio (1769-1779); Luís de Vasconcelos e Sousa (1779-1790); don José Luís de Castro, conde de Resende (1790-1801); don Fernando José de Portugal (1801-1806) y don Marcos de Noronha e Brito, conde de Arcos (1806-1808).

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habitantes y, al mismo tiempo, para que pequeños barcos se abasteciesen de agua. En la residencia de los virreyes se construyó un nuevo piso que le proporcionó una imagen de palacete, muy en armonía con el estatuto de capital y de sede de la corte virreinal. Próximo al acueducto de la Lapa, en el lugar de la antigua Laguna del Boquerón, que fue cubierta, Luís de Vasconcelos e Souza construyó un paseo público, el primero que hubo en la América portuguesa, de acuerdo con el proyecto del maestro Valentim. Según José Pessoa, en un territorio tropical en el que la naturaleza explotaba en cada esquina, la creación de jardines públicos constituía una afirmación del mundo barroco europeo en el continente americano. […] El paseo público de Río de Janeiro es el ejemplo más significativo de esta tendencia. Construido […] entre 1779 y 1783, fue, sin duda, la intervención urbana más innovadora en la ya entonces capital del Estado de Brasil (Pessoa 2007: 444).

Curiosamente, el paseo público de Lisboa se levantó, en parte, en tierras compradas a la familia de Luís de Vasconcelos e Sousa. A diferencia de sus predecesores, tanto de Bahía como de Río, Vasconcelos e Sousa no procedía del ejército ni contaba con experiencia militar. Hijo segundo de la casa de los condes de Castelo Melhor, fue magistrado del tribunal de la Relação (Audiencia) de Oporto y de la Casa da Suplicação de Lisboa, el supremo tribunal de justicia de la monarquía portuguesa, además de socio de la Real Academia de las Ciencias. Incentivó la labor de la Academia de Ciencias e Historia Natural de Río de Janeiro, cuya primera sesión tuvo lugar en febrero de 1772, todavía en el virreinato anterior del marqués de Lavradio. Además de las empresas urbanísticas y del carácter ilustrado del gobierno de Luís de Vasconcelos e Sousa, varios relatos muestran el desarrollo de una sociabilidad cortesana en el período en que ocupó el virreinato. Entre ellos se encuentra el de Arthur Philip, comandante de una expedición cuyo objetivo era fundar Sidney, en Australia, y que pasó por Río de Janeiro en 1787. Aunque afirmó que había quedado decepcionado por la humildad del palacio virreinal, pues sus salas “no tenían nada majestuoso o elegante”, esta impresión se disipó más tarde. Otros visitantes relatan una ceremonia para celebrar el cumpleaños del príncipe del Brasil. En esta ocasión, el comandante y la mayoría de sus oficiales fueron a la corte a felicitar al virrey:

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Fuimos recibidos por un oficial que nos condujo a la sala de las audiencias donde se encontraba Su Excelencia debajo de un dosel, recibiendo las felicitaciones de los oficiales, los principales de la ciudad y los extranjeros... La corte era brillante, si tal puede decirse cuando las mujeres no asisten; no obstante, me informaron de que así es costumbre aquí. Los caballeros presentes estaban elegante y ricamente vestidos; los oficiales del ejército y la milicia, aún más, y con un estilo y de un modo que realzaba su elegancia. El virrey vestía una túnica escarlata adornada con largos y ricos galones dorados y sus cabellos, según su modo habitual de peinarlos, recogidos en una larga coleta y con poco polvo (Ferrez 1985: 27-28).

En los relatos de las fiestas y ceremonias podemos encontrar los indicios de una sociabilidad cortesana en la capital del virreinato de Brasil y los significados que se atribuían a la figura de los virreyes. A principios de 1786 se organizó una nueva fiesta en Río de Janeiro, esta vez para conmemorar el matrimonio entre el príncipe don Juan y Carlota Joaquina. Aunque se inició con un triduo en el monasterio de San Benito y se desarrolló con procesiones, luminarias, saraos y óperas, el virrey Luís de Vasconcelos e Souza innovó tanto en relación al tradicional escenario de las anteriores fiestas reales –el centro urbano y político de Río de Janeiro, es decir, las inmediaciones de la plaza del Carmen y del palacio virreinal– cuanto en lo que atañe a la figura central destacada en el ritual del poder metropolitano. El lugar escogido para el desfile de carrozas alegóricas no fue el de habitual sino el paseo público, obra recién inaugurada por el propio virrey. El Cabildo se encargó de la iluminación de sus calles y Antônio Francisco Soares construyó seis carrozas, en las que aparecían representados con riqueza Júpiter, Baco, Vulcano y las guerras entre cristianos y moros. Según Sílvia H. Lara: A diferencia de las descripciones analizadas antes, Vasconcelos e Souza destacaba ahora como figura principal. A él se dedicaron los sonetos y las décimas de elogio, que exaltaban la sabiduría, la preeminencia y la magnanimidad del entonces virrey del Estado de Brasil. En las carrozas, su estandarte se colocó al lado de los que ostentaban las armas de Portugal y de España (Lara 2007: 71).

Aunque los virreyes del Estado de Brasil no contaban con jurisdicción y prerrogativas mayores o superiores a las de los gobernadores y

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capitanes generales de las distintas capitanías, al menos representaban simbólicamente a la persona real en las distantes partes ultramarinas. Así se desprende de una consulta del Consejo Ultramarino de 1782 sobre cuestiones de precedencia en el ritual del besamanos del mismo virrey, Luís de Vasconcelos e Souza, en las fiestas del cumpleaños de la reina doña María I. La consulta estaba motivada por una protesta del canciller del tribunal de la Audiencia de Río de Janeiro (creada en 1751 y que tenía la instrucción de 1752 del tribunal de la Audiencia de Bahía). El canciller se quejaba de que en los actos públicos del besamanos los ministros de la Audiencia siempre se colocaban a mano derecha del virrey, mientras que los militares de alta graduación se situaban a mano izquierda. Sin embargo, desde hacía algunos años, diversos mariscales de campo y otros militares, después de volver victoriosos de las guerras contra los españoles en el sur de América, alteraban esta costumbre y se colocaban de forma individual a mano derecha del virrey, de modo que precedían a los magistrados dispuestos “en cuerpo de Audiencia”. En el espacio jerárquico de la ceremonia, los ministros de la Audiencia fueron obligados a situarse debajo de los militares, “en la parte inferior de la sala del dosel, frente a éste, junto a los superiores de las órdenes religiosas, para conservar así su derecho”. Sin embargo, querían recuperar su preeminencia, así como la primacía que habían perdido. El parecer del Procurador de la Corona, que forma parte de esta consulta, se basa en el argumento de que la Casa da Suplicação en Lisboa era “el tribunal más antiguo y el mayor de la justicia de estos reinos” y en ella “solían ser presidentes supremos los augustos reyes de estas monarquía, que asistían personalmente al despacho”. Sin embargo: desde que los señores de este imperio lusitano se vieron más ocupados por la extensión de las conquistas y por el aumento de los negocios, les sustituyeron los regidores de la justicia, a los que elegían entre las personas de más alto rango como un duque pariente y un cardenal de la primera nobleza, para que hiciesen sus veces, pero era como si estuviese presidiendo la misma majestad.

Consideraba que los tribunales de la Audiencia de Oporto, Goa, Bahía y Río de Janeiro, aunque inferiores y subordinados, “son tribunales de justicia sustitutos y como tales, participan de la naturaleza y

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de las cualidades del Supremo Tribunal de la Suplicação, al que representan”. Y añadía: “que aunque el supremo señor de la monarquía no les confiere autoridad personalmente con su presencia debido a la distancia, conserva en ellas su retrato debajo del dosel y a los pies de él se encuentra la silla del regidor, que simboliza su persona real”. Hechas estas consideraciones, se preguntaba: que dada esta categoría y opinión universal, sin duda alguna, cómo podía admitirse que en el acto público representativo del real besamanos, en los días de los cumpleaños de las personas reales, hecho por el virrey del Estado de Brasil, al que asiste en cuerpo de Audiencia el Senado, que allí hace las veces de supremo tribunal de justicia, no esté en el mejor lugar e inmediato a su regidor, lugarteniente de la majestad, [...] pues tiene posesión inveterada y longeva por largo tiempo, desde que se estableció así, tal vez para que dicha corporación de magistrados fuese más respetada en las conquistas.

Se admiraba de cómo se había admitido que “el grupo de militares” interrumpiese esa “posesión inmemorial”. Consideraba que: El referido acto de parabién, hecho a imitación de la corte y del real besamanos, no es acto militar, sino un concurso de la nobleza que va a hacer corte a quien hace de Vuestra Majestad. Que no debe haber preferencia de lugares entre las personas de rango, consideradas cada una de ellas en singular y no como cuerpo universal21.

Aunque los virreyes del Estado de Brasil no contaban con las mismas prerrogativas que los de Nueva España y Perú o, incluso, que los del Estado de la India y, aunque a lo largo del siglo xviii casi no tenían poder para intervenir en las áreas bajo jurisdicción de los gobernadores de las distintas capitanías, sin duda representaban simbólicamente a la persona real en los dominios ultramarinos. El parecer del procurador de la Corona sobre el ceremonial del besamanos, además de sostener este simbolismo, reiteraba la concepción corporativa de la sociedad y jerarquizaba, de manera ejemplar, los diferentes atributos mayestáticos, en los que la justicia era la cualidad más elevada. Sin em-

21. Arquivo Histórico Ultramarino. Río de Janeiro. Documentação Avulsa, Caixa 129, Documento 17. Consulta del Consejo Ultramarino del 15 de febrero de 1782.

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bargo, todo parece indicar que en la América portuguesa ser virrey era más un título que distinguía a los hombres a los que se concedía que un oficio diferente y superior al de los primeros gobernadores generales enviados para el gobierno de esas tierras desde el siglo xvi.

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Virreyes de Cataluña: rituales y ceremonias María de los Ángeles Pérez Samper Universidad de Barcelona

Los virreyes constituían una institución muy personal. Se trataba de una persona que era el representante del rey, una sola persona. Eran personas de condición diversa, miembros de la familia real, de la alta nobleza, de la jerarquía eclesiástica. El carácter de los virreyes era diferente y también su estilo de gobernar, su forma de ejercer la autoridad y el mando, y su capacidad política y negociadora. También eran diferentes las instrucciones que recibían de la Corona, en función de la política que se buscara desarrollar, igual que eran distintas las circunstancias y acontecimientos que iban surgiendo a lo largo de su mandato. Se trataba además de un cargo temporal, a veces renovado, pero generalmente de corta duración, y no siempre la transmisión de poderes de uno a otro virrey se hallaba bien resuelta. El virrey, aunque era un cargo personal, no estaba completamente solo. Se hallaba rodeado y asistido por las otras instituciones de la Corona en el territorio. Como capitán general contaba con varios asesores para asuntos militares; en materia administrativa y de gobernación contaba con el gobernador, el asesor y los alguaciles; en el ámbito judicial contaba con una institución de gran importancia, la Real Audiencia, compuesta por el canciller, el regente y los magistrados de las diversas salas; para asuntos financieros existían tres instituciones, la Tesorería, la Oficina del Mestre Racional y la Batllia General; para ocuparse del gobierno local estaban los veguers y los batlles. En conjunto era una maquinaria gubernamental y administrativa reducida.

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En muchos casos el virrey se hallaba además apoyado y reforzado por un círculo social y clientelar, que no parece que fuera en el Principado especialmente nutrido y poderoso. Un elemento importante era también el económico. La escasez de medios económicos de los que disponía el virrey provocaba la limitación de posibilidades en la creación, consolidación y mantenimiento de redes de poder eficaces e influyentes. El importante recurso que era el patronato cultural, y especialmente el artístico, no tuvo en Cataluña apenas trascendencia, quedando muy lejos del ejercido con brillantez por algunos de los virreyes en Italia. El resultado era la debilidad relativa de la institución virreinal en Cataluña frente a la solidez e implantación de las instituciones de la tierra, como la Diputación del General y el Consell de Cent1. Eran distintos igualmente el alcance y estilo de su representación. El poder que tenían, mayor o menor, no logró una presencia y visualización de gran magnitud. El virreinato en Cataluña no generó un ceremonial propio, más bien se adaptó al ceremonial de las otras instituciones. El virrey, en cuanto representante del monarca, era un personaje de la más alta dignidad, pero las vicisitudes de la relación del Principado con la Corona marcarían estrechamente su imagen. Por otra parte, el rango y condición de cada uno de los virreyes también condicionó su figura institucional. No era igual un grande de España que un obispo, por mucho que la autoridad religiosa supusiera un complemento de prestigio y respeto. Tampoco era igual un noble castellano con escasas relaciones en Cataluña, que un noble catalán de gran arraigo y consideración en el Principado, como podía ser el duque de Cardona. Muy expresivo resulta el caso de la residencia del virrey, como ejemplo de su imagen pública. El edificio, su decoración, el lugar de Barcelona en que se hallaba, los actos, ceremonias y festejos que allí se celebraban, las personas que acudían, de acuerdo con las funciones propias del cargo de virrey y de las obligadas relaciones con instituciones y particulares que debía mantener, pero también de las actividades y relaciones sociales que el virrey desarrollara en su residencia. Aunque lo más importante era la dimensión pública, también podía resultar relevante la vida privada del virrey, su vida personal y familiar, en

1. Sobre los virreyes catalanes desde una perspectiva del Derecho, Lalinde Abadía (1964) y sobre la actuación de los virreyes en tiempos de crisis, Elliott (2006).

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caso de tener familia, esposa, hijos, y de que éstos le hubieran acompañado a Barcelona durante el desempeño de su cargo. Cuestión igualmente interesante sería conocer el servicio de la casa, los servidores y criados que lo integraban, la manera de estar organizado y las normas de etiqueta que lo regían. El virreinato, que tenía su sede en Barcelona, estuvo instalado en varias residencias y no generó una administración ni tan desarrollada ni tan continuada como las otras instituciones. El equipo de trabajo del virrey, encabezado por la importante figura del secretario, era relativamente reducido. Sus archivos se han perdido en gran parte y han quedado dispersos. La institución virreinal la conocemos más por su reflejo en las otras instituciones, por las relaciones que estableció y mantuvo con ellas, que por su propia identidad institucional, su propia dinámica y su propia práctica. Las costumbres variaron en función de la época, de la personalidad de los virreyes, de la situación de las relaciones entre las instituciones del Principado y la Corona, a la que el virrey representaba. Existían unos puntos principales en los rituales establecidos por la tradición: la notificación del nombramiento del virrey a las instituciones de la tierra, el recibimiento del virrey a su llegada, primero a Cataluña y después a Barcelona, la entrada solemne en la ciudad, que incluía la visita al palacio de la Diputación del General y el juramento en la Catedral, y las posteriores visitas de cortesía de las autoridades catalanas, especialmente la Diputación y el Consell de Cent, y otros personajes de relieve al virrey en su residencia. Y a su marcha, la notificación y las visitas de despedida2.

La llegada a Cataluña y la entrada en Barcelona En ocasiones era el propio virrey el que se encargaba de notificar a las instituciones catalanas el nombramiento que había recibido del rey, en

2. Este trabajo se basa fundamentalmente en la consulta de los Dietaris de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1994-2008, 10 vols., del Manual de Novells Ardits vulgarmente apellat Dietari del Antich Consell barceloní: Rúbriques de Bruniquer, Barcelona: Imp. De Henrich y Compañía, 1892-1975, 28 vols., y del Llibre de les solemnitats de Barcelona, ed. de A. Durán y Sanpere y Josep Sanabre, Barcelona: Institució Patxot, vol. I, 1424-1546, 1930 y vol. II, 1546-1719, 1947.

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otras ocasiones era el propio rey quien notificaba a través de una carta el nombramiento hecho a una determinada persona. El conde de Santa Coloma encargó al noble don Ramón de Calders, regente de la Real Tesorería, que comunicara la noticia a los diputados, como así hizo el 28 de abril de 1638, entregando en mano la carta real con el nombramiento. Los diputados contestaron en términos de gran cortesía, felicitando al nuevo virrey3. Conocida la noticia, había que esperar a que se produjera la llegada del virrey a Cataluña. Si el virrey hacía el viaje por tierra, generalmente desde Madrid, al llegar a Lérida, la primera ciudad catalana importante a la que arribaba, solía jurar su cargo. Un representante de la Diputación del General se trasladaba hasta Lérida para asistir al juramento. En otros casos la llegada podía ser por el sur, como el marqués de Lombay, que llegó en 1539 por Tortosa, donde realizó su juramento inicial4 y lo mismo el marqués de Tarifa en 15545. La entrada solemne en la capital catalana era uno de los momentos cumbres del ceremonial protagonizado por el virrey. Se inspiraba en la entrada del rey y en la entrada del obispo6. Tenía una gran carga política, social y festiva. Era muy significativa por los personajes que lo acompañaban, el itinerario que recorrían, desde las afueras de la ciudad, donde se formaba la comitiva, hasta llegar finalmente a la residencia del virrey. El desfile por la ciudad tenía un gran impacto en la vida ciudadana, rompía la rutina ordinaria, creaba un ambiente festivo y espectacular, atraía la atención de numeroso público. La brillantez de la indumentaria, la música de trompetas, tambores y ministriles, los disparos de artillería, y las luminarias que se encendían al anochecer completaban el escenario festivo. Junto con el propio virrey, especial protagonismo tenía en la ceremonia la Diputación del General, que salía a su encuentro y lo acompañaba en su entrada en la ciudad (Molas 2003:

3. 4. 5. 6.

Dietaris, vol. V, pp. 793-794. Dietaris, vol. II, p. 1 Dietaris, vol. II, p. 50. Pérez Samper (1988: 439-448); “La presencia del rey ausente: las visitas reales a Cataluña en la época moderna” en González Enciso/Usunáriz Garayoa (1999: 63-116); “Felipe II en Barcelona”, en Usunáriz Garayoa (2000: vol. I, 203-220); “Barcelona, Corte: Las fiestas reales en la época de los Austrias” en Lobato/García García (2003: 139-192); “Las entradas reales: ceremonia y espectáculo”, en Ríos/ Vilaplana Sanchís (2006: 145-159).

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375-394). Aunque existe un modelo más o menos establecido, existieron variaciones según los siglos o las circunstancias. En la Edad Moderna, en tiempos de los Reyes Católicos, el primer virrey fue don Enrique de Aragón, que hizo su entrada el 19 de enero de 1480. Resulta interesante observar que, a pesar de ser representante del rey, hay rituales como besarle la mano y portar ante él la espada desnuda, que quedan reservados al monarca y no se realizan con motivo de la entrada del virrey: Aquest dia, hora de migjorn, entrà en Barchinona lo il·lustre senior infant don Enrich d’Aragó, duch de Sogorb e comte d’Empúries, com a loctinent general del excellentíssimo e potentíssimo senior, lo senior rey, en lo Principat de Catalunya; e jurà, com és acostumat, alt, al cap de la Seu, devant lo altar on foren presents los senyors deputats e les consellers de Barchinona, los quals, o lurs síndichs, donaren en scrits certes protestations e salvetats de les leys de la terra, e de tot foren fets actes testificats. Los dits deputats, ab gran cavalcada, li isqueren fins un bon troç deçà la carniceria de Sants, e los consellers un poch dellà la Creu Cuberta de Sant Anthoni. E dengú dels dits deputats e consellers no li besaren la mà, per tant com lo dit senyor rey ne havie scrit als dits consellers, qui la majestat sua n’avien consultada. E aquí matex, ço és, fet lo dit jurament, pregueren bastó dos alguatzirs e juraren. E nuncha lo dit il·lustre loctinent, en la entrada ne aprés, se féu portar spasa devant7.

Aunque en general la entrada era una ocasión festiva, en algunos casos se produjeron problemas y conflictos, como sucedió el 27 de mayo de 1571, con ocasión de la entrada protagonizada por el virrey don Fernando de Toledo, prior de Castilla, cuando se produjeron tensiones y enfrentamientos en la comitiva sobre quiénes tenían derecho a marchar junto al virrey y sobre la posición que debía ocupar cada uno8. Durante el tiempo en que Cataluña se integró en la monarquía francesa, aunque se mantuvo el esquema general, cambiaron los rituales en algunos aspectos. Es interesante la entrada del virrey don Enrique de Lorena Elbeuf, conde de Harcourt, el 22 de marzo de 16459. El

7. Dietaris, vol. I, p. 237. 8. Dietaris, vol. II, pp. 343-344. 9. Dietaris, vol. VI, pp. 58-59.

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cardenal de Santa Cecilia también protagonizó una entrada muy solemne, siguiendo el ritual10, y lo mismo el mariscal de Schomberg11. Aunque en el ritual se producían algunos cambios, como sucedió en la entrada del virrey duque de Vendôme y de Mercoeur, el 22 de febrero de 1650, en que la comitiva no realizó la tradicional visita a la sede de la diputación del General.12 De emergencia, a causa de la guerra y del asedio a que estaba sometida Barcelona en aquel tiempo, fue la entrada del virrey La Mothe Hondancourt, que tuvo lugar entre disparos –que llegaron a herir en el cuello el caballo que montaba– el 23 de abril de 1652, por el pie de la montaña de Montjuich13. Extraordinaria fue también la entrada realizada el domingo 13 de octubre de 1652, por Don Juan José de Austria como vencedor, tras la rendición de Barcelona. En este caso fue la victoria la que rompió todos los rituales: E aprés que sa altesa del senior príncep don Joan de Austria, fill de nostre rey y senior, veu ja fora lo mariscal de La Motte y totas las tropas francesas, y que, ja los espanyols occupaven los puestos que occupaven los francessos y cathalans, anant a cavall, acompanyat de molts grandes y senyors y més de quatra-cents cavallers, tots a cavall, molt entonats, axí cavalers com los cavalls, entrà triunfant per lo portal de Sant Antoni, cridant los cathalans: “visque el rei d’Espanya, senior y pare nostre, visque lo sereníssim senior prínsep don Joan d’Austria” y amb esta forma, prengué per lo carrer del Carme, dret a la plassa Nova y entrà a la Seu, féu oració a Nostre Senyor, cantant lo cler Te Deum laudamus ab grandísima música. Lo concurs dels naturals y espanyols ere sens número, y feta oració, tornà a pujar a cavall y prengué dret a la plassa del Rey, devallada de la Pressó, y com no·y havia ningun prisioner, no·y agué crits de “senyor ver Déu, misericòrdia”, com se acostuma en altras occasions, y axí, prenguè per la Bòria, carrer de Moncada, Born i dret al carrer Ample, y arribà en lo palàcio del excel·lentíssim senior duch de Cardona, que ja estave molt ricamente aparellat, hont se apeà. La artillaria y mosquetaria que·s disparà no tinguè fi ni compte…14.

Don Juan José de Austria volvió a ser recibido solemnemente con ocasión de una nueva entrada en Barcelona el 16 de octubre de 1653, 10. 11. 12. 13. 14.

Dietaris, vol. VI, pp. 269-271. Dietaris, vol. VI, pp. 285-286. Dietaris, vol. VI, p. 394. Dietaris, vol. VI, pp. 524-525. Dietaris, vol. VI, p. 545.

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procedente del santuario de Montserrat, visita que había realizado tras una operación militar para levantar el asedio de la ciudad de Gerona.15 A fines del siglo xvii, durante el reinado de Carlos II, el 8 de febrero de 1698, el príncipe don Jorge de Hesse Darmstadt, muy querido en Cataluña, protagonizó una espléndida entrada en Barcelona: En aquest mateix die, havent participat lo molt reverent senyor canceller a sas senyorias que lo excel.lentíssim senyor príncep Darmestad novament elegit en lochtinent y capitá general de sa Magestat, Déu lo guarde, en lo Principat de Catalunya entrant en lo die present, en la present ciutat per a jurar com a lochtinent predit... Al anar passaren per la Plasa Nova, carrer dels Boters, Portaferrisa, y Carme. Isqueren per lo portal de sant Antoni, arribant fins prop de Sants, ahont trobaren dit excel.lentissim senyor príncep Darmestad, assistit del real consell. En arribar acerca de dit excel. lentissim senyor los senyors diputat militar y real y oydors militar y real se levaren lo sombrero y dits senyors deputat y oydor eclesiastic no se llevaren lo sombrero o teulada del cap, sinó que saludaren a sa ecel·lencia fent una profunda inclinació. Y per orga del senyor deputat eclesiàstic li donaren la benvinguda ab moltas demostracions de alegria per la esperansa tenia esta província estarie molt ben governada (...) y lo dit excelentissim senyor respongué ab paraulas de moltes demostracions y offerint-se obrar en benefici de la Generalitat y de tot lo Principat. Y en continent dit senyors diputat eclesiastich y militar, posaren al mig a dit eccel.lentissim senyor a anan a ma dreta de ell lo dit senyor deputat eclesiastich y lo senyor deputat militar a mà esquerra; lo senyor seputat reyal y oydor eclesiastich davant anant a mà dreta del senyor oydor eclesiastich lo senyor deputat reyal (...) Després las massas del Real consell, los verguers de sas senyorias. Se posaren los dits magnifichs assessors y advocat fiscal de filera (...) Y consecutivament fileras fent camí a poch a poch fins cerca la Creu Coberta (...) se’n tornaren tots ab la mateixa gradació que havien tingut al eixir de la casa de la Deputació per lo camí fondo que es a la part esquerra de la Creu Coberta venint de Sants tornant aixir luego al camí real mateix que va de esta ciutat a la Creu Coberta, de la mateixa manera acompanyats que quan isqueren de la present casa de la Deputació, entrant per dit portal de Sant Antoni y anant per los carrers del Carme, Portaferrissa, Boters y Plassa Nova, fins a la deputació, ahont sas senyorias, per paraula de dit senyor, deputat eclesiastich, des de cavall,

15. Dietaris, vol. VI, p. 577.

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feu estimació a tots los sobredits. Y se donà per molt servit haguessen acudit en dit acompanyament com tenien obligació y tots se despediren16.

Al acto de juramento público en la Catedral, momento culminante de la ceremonia de la entrada oficial en Barcelona, se le daba mucha importancia y se hacía de manera muy solemne, con una fuerte carga política y religiosa. En los siglos xv-xvi se daba lectura de la sentencia de excomunión, como advertencia para el caso de que el virrey no cumpliera con los deberes y obligaciones del cargo17. Normalmente el juramento era un ritual incluido en la entrada, pero en algunos casos hubo algún cambio. Don Juan de Austria, que había entrado en Barcelona como general victorioso, juró su cargo tiempo después, al ser nombrado virrey, en sustitución del marqués de Mortara. El juramento se celebró solemnemente en la Catedral, siguiendo el ritual establecido para dicha ceremonia, el sábado 15 de febrero de 165318. Muy solemne fue también el juramento del príncipe de Hesse Darmstadt en 1698: E sa excel.lencia acompanyat de dits excel.lentissims senyors consellers continuà son camí y entrà en la present ciutat anant a la Seu, ahont en la forma acostumada prestà son jurament (...) y antes de continuar lo camí de sa entrada fins a palacio ab gran solemnitat y ab obs y gastos de esta excel.lentissima ciutat, se cantà lo Te Deum, donat-se gràcies a Déu nostre senyor, de la effectuació de la pau entre las Coronas de Fransa y Espanya assistint en ella sa excel.lencia acompanyat de dits excel.lentissims senyors concellers y sos proms y aixi mateix del Real Consell19.

En caso de ser renovado en su cargo el juramento se volvía a celebrar, pero no se hacía entrada solemne. Así sucedió con don Fadrique de Portugal en 1528, 1529, 1534, 1537 y 153820, con el marqués de Lombay en 154221 y con el marqués de Aguilar de Campoo en 155322. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22.

Dietaris, vol. IX, pp. 862-863. Dietaris, vol. I, p. 374. Dietaris, vol VI, p. 554. Dietaris, vol. IX, p. 863. Dietaris, vol. I pp. 394, 399, 436, 452, 454-455 Dietaris, vol. II, p. 13. Dietaris, vol. II, p. 45.

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Al día siguiente o a los pocos días de la entrada del virrey, los diputados le hacían una visita de cortesía en su residencia. El día y la hora estaban acordados, los diputados se trasladaban consistorialmente hasta el palacio y allí les recibía el virrey. Lo mismo hacía el Consell de Cent. El virrey Manrique de Lara, conde de Valencia de Don Juan, que había hecho su entrada el 3 de septiembre de 1586, recibió la visita ritual de bienvenida de la Diputación del General el siguiente día 5: En aquest mateix die, aprés dinar, a les dues hores, los senyors deputats y oïdors de comptes, acompanyats de sos offcials del General, ab los porteres devant portant les masses altes, anaren consistorialment a visitar lo senior don Manrique de Lara, loctinent general novament vingut, y donar-li la benvinguda en sa casa, a ont arribaren devant sa excel·lència y foren rebuts ab tota cortesia y respecte. En la qual visita y benvinguda, parlant primer los senyors deputats y oïdors, y per part de tots lo senior deputat eclesiàstic, y responen dit senior loctinent general, se feren tots offertes de molts compliments en servey del rey nostre senior y benefici del Principat, y també los senyors deputats en servey de sa excel·lència23.

Generalmente la documentación describe con todo detalle el protocolo de la visita, los saludos, la disposición de las personas a lo largo de la entrevista, los espacios de la casa donde se desarrollaba, el tipo de asientos. Si la virreina estaba en el palacio, los visitantes, al acabar la entrevista con el virrey, pasaban a presentarle sus respetos a la dama. Muy detallada y minuciosa es, por ejemplo, la narración de la visita hecha por la diputación al virrey don García de Toledo24. Hay un caso en que las necesidades urgentes de la guerra rompieron el protocolo, con ocasión de la visita de cortesía al virrey mariscal de Schomberg, el 10 de junio de 1648: En aquest die, tocades les onse hores de la matinada, ses senyories partiren de la present casa consistorialment, ab los porters y masses devant, acompanyats del officials de la present casa, ab cotxos, essents estats avisats a cercar par sa excel·lència, anaren en sa casa. Y anant per lo camí trobaren junt al Dormitori de Sant Francesch a sa excel·lència que anava amb

23. Dietaris, vol. III, p. 169. 24. Dietaris, vol. II, p. 81.

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un cotxo, y quant foren junt a dit cotxo, sa excel·lència parà lo seu y ses senyories si acostaren y, parlant lo senyor deputat ecclesiàstich, diguè a sa excel·lència que lo consistori li anave a besar les mans y vèurer lo que manave, al que sa excel·lència respongué que ell se’n anava a la campanya a tota diligència, que axí importava al servei del rey, nostre senior, y al beneffici de la província, hi-ls encomanava que per lur par estassen molt attents al servey de sa magestat y al benefici universal del Principat…25.

En ocasiones se repetía la visita con ocasión de una nueva entrada del virrey en la ciudad. Por ejemplo, así sucedió con don Juan José. No se hizo con ocasión de su primera entrada, tras la rendición de Barcelona, sino que se hizo siguiendo la tradición tras el juramento al ser nombrado virrey26. La visita se volvió a repetir el 17 de octubre de 1653, con motivo de su nueva entrada en Barcelona, tras levantar el sitio de Gerona27. De manera extraordinaria se le hizo a don Juan otra visita con motivo del día del cumpleaños del rey Felipe IV, el 8 de abril de 1655, ocasión que no se hallaba prevista en el ritual tradicional, sino que se debía a las especiales circunstancias de la reincorporación del Principado a la monarquía de Felipe IV28.

El palacio del virrey El virrey de Cataluña no tuvo una residencia fija durante los siglos xv, xvi y xvii. Podían residir en el Palau Reial Major, pero no parece que el edificio resultara muy adecuado como residencia habitual, aunque era utilizado para algunos actos. Fueron pocos los virreyes que allí se aposentaron. Los virreyes tenían que buscarse residencia, recurriendo a casas muy diversas. Juan de Lanuza, justicia de Aragón, a su llegada a Barcelona como lugarteniente general, en enero de 1494, se aposentó en la Casa Sirvent, residencia del mercader y conseller de Barcelona Jofre Sirvent, en la plaza de Santa Ana, junto al Portal del Ángel. Francis-

25. 26. 27. 28.

Dietaris, vol. VI, p. 287. Dietaris, vol. VI, p. 554. Dietaris, vol. VI, p. 578. Dietaris, vol. VI, p. 612.

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co de Borja residió durante su mandato, de 1539 a 1543, en la Casa del Arcediano, situada frente a la Catedral, casa que unos decenios antes, en torno a 1510, había sido remodelada por su entonces propietario, el arcediano mayor de la Catedral y presidente de la Diputación del General, Lluís Desplà i d’Oms (1444-1524). Pero el escenario predominante era la calle Ample, calle principal de la ciudad, con múltiples residencias nobles y donde se hallaba el convento de San Francisco, lugar en el que se solían celebrar las Cortes. El marqués de Aguilar de Campoo, que fue virrey de 1543 a 1553, habitó en casa del duque de Cardona, en la calle Ample, junto al Pla de Framenors. En la misma calle Ample, “en la casa vulgarmente dita del Infant, hon acostumen de posar los vireys” tuvo su aposento el marqués de Tarifa, que ocupó el cargo de 1554 a 155829. Al decir la casa del Infant se refiere el documento a don Enrique de Aragón y Pimentel, conocido como Enrique Fortuna y como infante don Enrique. También residió en la casa del Infant don García Álvarez de Toledo y Osorio, virrey de 1559 a 156430, que después parece que se trasladó a la casa del duque de Cardona, aunque no es seguro si se trata de otra parte del mismo edificio o conjunto de edificios o de otra casa muy próxima a la anterior31. Los Cardona tenían en la calle Ample diversas casas. También en la calle Ample, en casa de un Cardona, Ferran de CardonaAnglesola y de Requesens, duque de Somma, conde de Palamós y gran almirante de Nápoles, se instaló don Fernando Álvarez de Toledo en 157132. Si se trataba de un noble catalán residía en su propia casa, como sucedió con el duque de Cardona en el siglo xvii, que habitaba en su palacio de la calle Ample, que la familia ya había cedido en repetidas ocasiones para ser utilizado por otros virreyes. También en un palacio de la calle Ample se alojaron, durante el periodo de integración de Cataluña en la monarquía francesa, el virrey conde de Harcourt y su esposa. El virrey Mazarino, cardenal de Santa Cecilia, lo mismo, concretamente en la casa del duque de Cardona; el mariscal Schomberg, en un palacio de la misma calle; el duque de Vendôme y de Mercoeur, en la casa del duque de Cardona; don Juan de Austria, al entrar en Barce-

29. 30. 31. 32.

Dietaris, vol. II, p. 51. Dietaris, vol. II, p. 80. Dietaris, vol. II, p. 98. Dietaris, vol. II, p. 345.

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lona el 13 de octubre de 1652, se instaló también en la calle Ample, en el palacio del duque de Cardona, “que ja estave molt ricamente aparellat”33. El predominio de la calle Ample como escenario de la residencia virreinal queda bien constatado, pero hubo alguna excepción, pues no siempre se utilizaron palacios situados en esa calle. El duque de Alcalá a su llegada a Barcelona se alojó fuera de la ciudad “en las casas de la torre del magnífich misser Hierònim Astor, en quiscun dret y de la Real Audiència doctor, situadas fora de la present ciutat, al Monastir de Jesus” y hasta allí hubieron de ir a rendirle visita de cortesía34. En una situación de emergencia, a causa de la guerra, en 1652 el virrey de La Mothe Hondancourt se alojó en casa del gobernador don José de Margarit. Tras la rendición de Barcelona a las tropas españolas, el virrey Mortara se hospedó en la casa del marqués de Aitona, situada junto a la calle de los Boters –entre Portaferrissa y la Catedral–. Don Juan de Austria, que al entrar en Barcelona en 1652 se instaló en la casa del duque de Cardona, pasó luego a residir en la calle de la Mercè, paralela y muy próxima a la calle Ample, en casa del señor Josep Bru y Alzina, ciudadano honrado de Barcelona35. El conde de Monterrey (1677-1678) fijó su residencia en casa de otro noble catalán, el conde de Savallà, en la plaza de Santa Ana. En caso de tratarse de eclesiásticos existían diversas soluciones. Si el designado era el obispo de Barcelona, como sucedió en alguna ocasión, así en el caso de don Juan Sentís (1622-1626), que vivió en su residencia habitual como obispo, el palacio episcopal, junto a la Catedral, o en la casa que el obispo de Barcelona tenía en la calle Ample, que en ocasiones sirvió de posada a los mismos reyes, como sucedería, por ejemplo, en 1543 con Carlos V. Lo mismo haría don García Gil Manrique, virrey en los difíciles años de 1640 y 1641, igualmente obispo de Barcelona. El palacio episcopal barcelonés o la casa de la calle Ample servirían también de residencia a otros virreyes que eran obispos de otros lugares, como sucedió con don Fadrique de Portugal, primero obispo de Sigüenza y después arzobispo de Zaragoza, durante el desempeño de su cargo de 1525 a 1533. Si se trataba de virreyes que fueran

33. Dietaris, vol. VI, p. 545. 34. Dietaris, vol. IV, p. 374. 35. Dietaris, vol. VI, p. 548.

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arzobispos de Tarragona, por ejemplo don Juan Terés Borrull, virrey de 1602 a 1603, o don Pedro Manrique, que ocupó el cargo de 1610 a 1611, tenían a su disposición el palacio del Arzobispado tarraconense en la calle Ample, una de las calles más aristocráticas de la capital catalana. El problema de la residencia virreinal trató de solucionarse a mediados del siglo xvi. Para dar mayor dignidad al cargo y mayor comodidad a las personalidades que lo servían, evitando las dificultades de la búsqueda de residencia, en tiempos del emperador Carlos V se proyectó construir un edificio destinado a residencia del virrey, por disposición de las Cortes de 1547. Se encargó la obra a Antoni Carbonell, que lo edificó entre 1549 y 1557. Era un palacio magnífico, situado junto al Palau Reial Major, conocido como Palau del Lloctinent, por el destino para el que se había concebido, pero el resultado no fue completamente satisfactorio, porque parece que se consideraba pequeño y no muy cómodo. El virrey don García de Álvarez de Toledo, a su llegada a Barcelona en 1559, comentó el problema con los diputados, en la primera visita que éstos le hicieron: […] El digué: “senyors, en dies passats, per part de vostres senyories y de aquestos senyors, se donaren certes requestes als doctors del Real Consell, perqué, conforme la Constitució de les Corts del any MDXXXXVII, vagen a la sala gran del Palau real, hon estan aparellades dues sales per ha tenir la Audiència Real, acabada la casa és feta per al aposento del loctinent general; e com dita casa o aposento sie per ara molt xica e incomoda per estar-hi jo i ma muller y fills y criats, per ésser tan xiqua y no haver-hi prou apartaments, y los pochs que·y són no ésser còmodos, que volguessen revocar las ditas requestas donades al doctors del Real Consell, como dit és36.

El problema se replanteó a la llegada del siguiente virrey. Consta que el 23 de agosto de 1564 la Diputación del General hizo entrega de las llaves del palacio real al virrey príncipe de Mélito, cuando se hallaba en el monasterio de Jesús, antes de que hiciera su entrada en la ciudad, para que lo utilizara como residencia durante su estancia en Barcelona, y allí se instalaron el virrey con su esposa a su llegada, el 25 de

36. Dietaris, vol. II, p. 81.

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agosto. Pocos días después, el 2 de septiembre, los diputados hicieron una visita al virrey, para rogarle expresamente que siguiera allí y no se mudara del palacio37. Pero Mélito acabó por trasladarse a uno de los palacios de la calle Ample38. El problema del nuevo Palacio del Lloctinent no se resolvió. El edificio acabó siendo utilizado para otros usos y fue ocupado por el Tribunal de la Inquisición. Finalmente, tras desestimar el Palacio del Lloctinent y recurrir repetidamente a diversos palacios de la calle Ample, especialmente la casa de los duques de Cardona, se buscó otra solución y se eligió como residencia de los virreyes el denominado Palacio Nuevo. Se trataba de un edificio del siglo xv, construido en 1444, que había tenido a lo largo de los siglos diversos usos. Su primer destino fue para lonja del comercio de paños. Estaba situado cerca del Portal de Mar, para facilitar el embarque de los paños. Se le conocía como la Halla dels Draps. A comienzos del siglo xvi, en 1514, el Consell de Cent decidió utilizarlo como sala de armería. Tras la guerra del Segadors, en 1652, Felipe IV lo confiscó y lo incorporó al patrimonio real, destinándolo a residencia de los virreyes. Para adaptarlo a las necesidades y gustos de la época se hicieron reformas en tiempos del virrey marqués de Castel Rodrigo. El duque de Osuna continuó las obras y acabó de habilitarlo y no fue hasta el mes de noviembre de 1668 cuando se trasladó al palacio ya remodelado39. En adelante fue la residencia habitual de los virreyes. Por ejemplo, al llegar, en octubre de 1678, el virrey Bournonville, para comenzar su mandato, consta expresamente que se instaló en el entonces llamado Palacio Nuevo40. La residencia del virrey del Principado de Cataluña estaba siempre en Barcelona. Los virreyes lo eran también de los condados del Rosellón y la Cerdaña, por lo que visitaban dichos territorios y hacían alguna estancia en Perpiñán. Por diversas razones los virreyes trasladaban su residencia a algún lugar fuera de Barcelona. Por una indisposición don García Álvarez de Toledo residió un tiempo en el monasterio de Sant Cugat41, y para evitar el calor, en el verano de 1561,

37. Dietaris, vol. II, pp. 157-158. 38. Dietaris, vol. II, p. 191. 39. Posteriormente, en el siglo xviii, de los Capitanes Generales. También sería residencia de los reyes en sus visitas a Barcelona. 40. Manual de Novells Ardits, vol. 18, pp. 87-88. Castellví (1997:vol. I, 453). 41. Dietaris, vol. II, p. 100-101.

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acompañado de su familia, dejó Barcelona y pasó unos meses en Vic y en Sant Cugat42. En época de guerra, los virreyes, que eran también capitanes generales de Cataluña, se desplazaban al campo de batalla por temporadas más o menos largas. Los virreyes tenían entre sus numerosas y variadas obligaciones la de conceder audiencias a instituciones y particulares por motivos muy diversos. Generalmente estas audiencias tenían lugar en la residencia del virrey. En el caso de la Diputación del General, además de la inicial visita de cortesía a la llegada del virrey a la ciudad, los diputados realizaban muchas otras visitas. Ritual era la visita de los diputados al virrey, tras ser elegidos por un trienio en la tradicional ceremonia del 22 de julio celebrada cada tres años y después de prestar el debido juramento, acto que se hacía unos días más tarde. Don Fadrique de Portugal recibió en su palacio a los nuevos diputados el 2 de agosto de 153643; el marqués de Aguilar de Campoo, el 2 de agosto de 154844; el 2 de agosto de 1650 el virrey duque de Vendôme y de Mercoeur45. Continuadas eran las visitas que se hacían al virrey para tratar asuntos de gobierno. En circunstancias determinadas se hacían también visitas por motivos a medias oficiales y a medias personales, como cuando los diputados visitaron al virrey mariscal de Schomberg para felicitarle por la victoria que había obtenido en Tortosa durante su campaña militar y para interesarse por su salud, que no era buena. El lunes 27 de julio de 1648: En aquest die, entre las tres y quatre hores de la tarda, ses senyories partiren de la present casa consistorialment, ab los porters y masses devant, acompanyants del officials de la present casa, y anaren en casa del senior virrey. Y arribats a sa presència lo trobaren en lo lit, desganat de puagra, y se assentaren ab sas cadiras, parlant lo senior diputat ecclesiàstich, li donà la benvinguda y norabona del rendiment de Tortosa, y altrament representant-li lo sentiment tan gran causava a ses senyories la desgana de sa exce·lència, offerint-se lo consistori a servir a sa excel·lència a tot lo que fos de son gust y servey y emplear-los46.

42. 43. 44. 45. 46.

Dietaris, vol. II, pp. 111-114. Dietaris, vol. I. p. 447. Dietaris, vol. II, p. 32. Dietaris, vol. VI, p. 429. Dietaris, vol. VI, p. 291.

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En ocasiones era el virrey el que se trasladaba a la sede de alguna institución, especialmente al palacio de la Diputación, por motivos de gravedad y como muestra de consideración. Así, durante la guerra, el mariscal Schomberg, el lunes 12 de octubre de 1648, hizo una visita a la Diputación, para tratar del problema de los alojamientos47 y el martes 28 de diciembre de ese mismo año, para informar sobre la situación militar del Principado48.

Celebraciones, festejos y diversiones La fiesta de San Jorge, el 23 de abril, en el palacio de la Diputación del General, era una de las principales celebraciones de la Edad Moderna en el Principado, pues San Jorge era el patrón de Cataluña. La devoción al santo se extendió mucho en el siglo xv por tierras de la Corona de Aragón, y las Cortes catalanas celebradas en Barcelona en 1454 establecieron oficialmente su festividad el 23 de abril. La fiesta se celebraba especialmente por la Diputación del General, como máximo símbolo institucional del Principado. A la celebración, que tenía como acto principal una misa solemne con un sermón, oficiada en la capilla del palacio de la Diputación, solía ser invitado el virrey, aunque no siempre consta en la documentación ni, en caso de haber sido invitado, siempre asistía. Uno de los primeros casos de los que existe constancia en la Edad Moderna es la fiesta de San Jorge del año 1524, que contó, entre un importante grupo de invitados, con la asistencia del virrey don Antonio de Zúñiga, prior de Castilla de la orden de San Juan: Dissapte a XXIII. Festa del gloriós Sant Jordi, e fon celebrada ab molta solemnitat. Dix la missa lo molt reverente don Pedro de Cardona, bisbe de Gràcia, e sermonà lo venerable frare Dimasterre, guardià del Monastir de Jhesús, etcètera. Foren presents lo molt il·lustre e reverend senior don Anthon de Scúnyega, prior de Castella y loctinent i capità general, y lo il·lustre senior duch de Cardona e, ultra los magnífichs consellers, gran nombre de nobles, cavallers e gentils hòmens y dames, in multitudine copiosa49.

47. Dietaris, vol. VI, pp. 302-303. 48. Dietaris, vol. VI, pp. 318-319. 49. Dietaris, vol. I, 367.

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Fueron invitados y asistieron a la festividad de San Jorge otros virreyes. En el siglo xvi don Fadrique de Portugal, en 1527; el marqués de Lombay en 1540; el marqués de Tarifa en 1556. También asistió durante el periodo francés a la fiesta, en 1647, el virrey príncipe de Condé50 y, en 1650, el virrey duque de Vendôme y de Mercoeur51. Reincorporada Cataluña a la monarquía española, don Juan José de Austria, que cuidó mucho sus relaciones con las autoridades catalanas, asistió en 1653 a la fiesta tradicional celebrada en el palacio de la Diputación52. En 1654 la fiesta no se celebró con la pompa acostumbrada, sólo se dijeron misas en la capilla pequeña, “per trobar-se la present casa tan exausta”53. Volvió a celebrarse la fiesta con la solemnidad tradicional en 1655 y también asistió el virrey54. A la ceremonia religiosa se añadían en ocasiones otros festejos. A la justa organizada para celebrar la fiesta de San Jorge el domingo 28 de abril de 1560 asistieron el virrey don García Álvarez de Toledo y su esposa, doña Victoria Colonna55. La procesión del Corpus era una de las grandes festividades religiosas de Barcelona, el mayor desfile que se celebraba en la ciudad, junto a la entrada real. Los virreyes no tenían una costumbre establecida, no todos asistían y los que lo hacían tenían grados de participación variados, desde ir en la procesión portando el palio que cubría la custodia con el Santísimo Sacramento, hasta acudir simplemente a presenciar el paso de la procesión (Pérez 2002: 1343-177). Los virreyes, como representantes del rey, adoptaron a lo largo de los años diversas actitudes ante la procesión. Unas veces seguían la costumbre tradicional de portar el palio, como solían hacer los reyes desde la época medieval. Ése fue el caso en 1561 en que don García Álvarez de Toledo participó en la procesión llevando el palio y su esposa la contempló desde una ventana de la casa de Joan de Boxadors, en la calle Montcada56. Lo mismo sucedió en 1633 en que el virrey duque

50. 51. 52. 53. 54. 55. 56.

Dietaris, vol. VI, p. 218. Dietaris, vol. VI, p. 405. Dietaris, vol. VI, p. 562. Dietaris, vol. VI, p. 589. Dietaris, vol. VI, p. 613. Dietaris, vol. II, p. 95. Dietaris, vol. II, p. 110.

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de Cardona llevó la vara del palio junto a los consellers57. Otras veces cambiaban la costumbre y en lugar de portar el palio, se colocaban detrás de la custodia con un hacha de cera blanca encendida, tal como había hecho Felipe III en 1599. Así, por ejemplo, lo hizo el virrey duque de Cardona en el Corpus de 1631 en que “los Srs. Concellers ab un prom apportaren les vares del talem y lo Sr. virrey ana darrera lo gremial ab un atxa en la ma de bateix”58, y en el de 1634, en que el virrey, de nuevo el duque de Cardona, se situó entre el canciller y el regente, seguidos por el resto de la Audiencia, de dos en dos, y así marchaban todos detrás del Santísimo Sacramento59. Y también en 1638, año en que el virrey conde de Santa Coloma, igualmente en compañía de la Real Audiencia, ocupó el mismo lugar en la comitiva60. De nuevo en 1653, tras la reincorporación de la ciudad a la monarquía española, don Juan José de Austria hizo lo mismo: E després se comença la professo de corpus ab la forma acostumada y a la que isqué la custodia y al anar del presbiteri al cor los Srs, concellers ab sos promens se posaren darrera lo gramial aportant lo sr. conceller en cap a ma dreta lo Sr. Don Juan de Austria nostro virrey y capita general y a la que foren al cor sa altesa se romangué darrera lo gramial ab una atxeta blanca en las mans y los srs. concellers prengueren las varas del talam...61.

Y lo repitió don Juan igualmente en los años siguientes62. En 1669, el virrey duque de Osuna adoptó la misma costumbre: [...] y ab esta forma seguiren dita professó per los llochs acostumats, anant lo senyor virrey y consell real darrera lo gremial y després dels apostols y Melchisedech ab esta forma, ço es, primer los verguers del consell real ab sas massas altas y després los srs. del consell real de dos en dos y ultimadament lo sr. virrey portant al un costat lo senyor conseller y al altro lo sr. regent, anant tots ab sos siris a les mans encesos, excepto sa excellentia que aportava una atxeta...63.

57. 58. 59. 60. 61. 62. 63.

Manual de Novells Ardits, vol. 11, pp. 134-135. Manual de Novells Ardits, vol. 10, p. 530. Manual de Novells Ardits, vol. 11, p. 267. Manual de Novells Ardits, vol. 12, p. 206. Manual de Novells Ardits, vol. 16, pp. 105-106. Manual de Novells Ardits, vol. 16, pp. 196-197 y 248-249. Manual de Novells Ardits, vol. 18, p. 154.

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Algunas veces los virreyes se limitaron a contemplar el paso de la procesión desde lo alto de algún edificio destacado del itinerario, distanciándose y separándose así de la inmersión en lo popular, como fue el caso del virrey marqués de Almazán en el Corpus de 1613: E los dits senyors concellers anaren en la professó com es de costum apportant sas varas, y un prohom la una de ellas, perque en la dita professó no es anat lo senyor virey lo qual est dia com esta dit en la jornada passada es estat a veurer la professó desde la casa de la taula en companyia dels senyors canceller i regent...64.

E incluso existieron casos en que se combinaron diversas posibilidades, como en 1614, en que el virrey marqués de Almazán primero contempló el paso de la procesión y luego se incorporó a ella para seguir a la custodia en el último tramo del desfile: Los consellers anaren ab la proffessó com es de costum, aportant lo talem y lo E. Sr. Marqués de Almaçan llochtinent y capitá general ab tot lo concell real estaven en les cases de la Diputatio per veurer passar la professó y al punt que arriba lo Sm. Sacrament se posa lo dit Exm. Sr. y lo dit real concell darrera del talem, aportant les vares los senyors concellers y seguiren tota la professó fins a la seu...65.

En algunas ocasiones el representante del monarca accedía a participar, pero quería imponer la presencia de su séquito de acompañantes en el mismo lugar destacado que él ocupaba, en cierto modo también como un cerco de separación de lo popular. Así sucedió por ejemplo en tiempos de incorporación de Cataluña a la monarquía francesa, en el Corpus de 1648, en que finalmente el gobernador no asistió: Has de advertir que en dita professó noy assistí lo Sr. Governador perso que los Srs. canonges no volían que dit Sr. anas darrera la custodia entre lo gramial y los apostols assistit de molts caballers per acompanyarlo sino que anas sol, perso que dits cavallers intorrompían la professo y sos criats inquietavan los dits apostols de modo que causava mes risa que veneratio: vist lo qual per dit sr. governador y que feya que los criats noy fossen ro-

64. Manual de Novells Ardits, vol. 9, p. 208. 65. Manual de Novells Ardits, vol 9, p. 264.

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manent sols ab dos o tres cavallers per acompanyarlo per no anar sol y que a dits Srs. canonjes nols agradava dexa de venir en dita Iglesia per no anar en dita professo66.

Más de una vez un conflicto de ceremonial había acabado en ausencia de los implicados en la discusión. Por ejemplo, en 1608, según cuenta el cronista Jeroni Pujades, el virrey duque de Monteleón impuso una solución drástica, prohibiendo la participación de togados y militares y marchando él en la procesión con un hacha de cera, pero sin portar el palio: En Barcelona al voler exir la professó de la Seu, se continuà la qüestió entre los doctors del real Consell y los militars sobre lo seguir la professó. Volent los militars anar a mà esquerra dels doctors del Consell y volent ells que·ls anassen derrera. Stavan uns y altros ab atxas blancas ensesas per acompanyar la professó, y lo virey manà que no anassen ni uns ni altres. Y axí se féu. Y lo virrey seguí ab una atxa tras lo gremial, que no volgué aportar lo tàlem67.

Los virreyes asistían también a otras procesiones. Don García Álvarez de Toledo y su esposa participaron en la procesión celebrada el domingo 18 de enero de 1562, con motivo del jubileo concedido por el papa Pío IV con el fin de rogar por el éxito del concilio68. En 1567 se hizo una procesión desde el monasterio de Jesús al convento de San Francisco y el príncipe de Mélito se incorporó a ella cuando pasó por delante de su palacio en la calle Ample69. El virrey conde de Harcourt asistió el 12 de febrero de 1646 en la Catedral a la fiesta de la patrona de Barcelona, Santa Eulalia, y participó en la procesión70. En tiempos del virrey don Juan José de Austria, tal vez llevados por el interés de reconstruir los lazos de Cataluña con la Corona y de la Corona con Cataluña, se organizaron diversos actos religiosos a los que el virrey manifestó la mejor disposición a participar. El sábado

66. Manual de Novells Ardits, vol. 14, p. 311. 67. Dietari de Jeroni Pujades, vol. II, Barcelona, Fundació Salvador Vives Casajuana, 1975, p. 66. 68. Dietaris, vol. II, pp. 116-117. 69. Dietaris, vol. II, p. 191. 70. Dietaris, vol. VI, p. 128.

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2 de mayo de 1654 asistió por la mañana al oficio solemne celebrado en la Catedral en acción de gracias por el fin de la epidemia que había afectado a la ciudad durante mucho tiempo. El mismo día por la tarde se organizó desde la Catedral una gran procesión, que don Juan siguió devotamente en su totalidad, marchando justo detrás de la custodia y con un hacha de cera en las manos71. En noviembre de 1654, los días 21, 22 y 23, se organizó en la Catedral de Barcelona un solemne triduo de desagravio al Santísimo Sacramento, por los ultrajes cometidos por las tropas francesas durante la guerra. El domingo 22 se celebró además una procesión como la del Corpus, a la que asistió el virrey don Juan de Austria, portando un hacha de cera72. Otras fiestas religiosas se celebraban con oficios religiosos diversos, sobre todo con misas solemnes, como la fiesta de Santo Domingo de Guzmán, el 5 de agosto, que se celebraba con gran solemnidad en el convento dominico de Santa Catalina. Don Fadrique de Portugal asistió en 153673 y lo mismo hizo el príncipe de Mélito en 157074. Capítulo aparte merecen los autos de fe de la Inquisición. Don García Álvarez de Toledo y su esposa asistieron a uno celebrado en 1561 en la plaza del Rey, desde una ventana del palacio75; igual hicieron en otro de 156276. Era un momento en que Felipe II ponía especial interés en la aplicación en toda la monarquía de una severa política de control ideológico y de persecución de toda forma de herejía y de desviación de la estricta ortodoxia católica, lo que seguramente explica la asistencia del virrey y la virreina a los autos de fe. Muy numerosos fueron los oficios de acción de gracias para celebrar victorias, coronaciones… Durante la guerra dels Segadors hubo diversas ocasiones en que se celebraron éxitos militares. El virrey Shomberg, en celebración de la victoria obtenida en Tortosa, acudió al oficio celebrado en la catedral el 2 de agosto de 1648, organizado por el Consell de Cent, y al que tuvo lugar en la capilla del palacio de la Diputación al día siguiente77. Otra ocasión de acción de gracias eran

71. 72. 73. 74. 75. 76. 77.

Dietaris, vol. VI, pp. 591-592. Dietaris, vol. VI, p. 604. Dietaris, vol. I, p. 447. Dietaris, vol. II, p. 320. Dietaris, vol. II, p. 109. Dietaris, vol. II, p. 128. Dietaris, vol. VI, pp. 291 y 292.

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acontecimientos como coronaciones. El 12 de julio de 1653 se celebró un solemne oficio con Te Deum en la catedral de Barcelona, con asistencia del virrey don Juan José de Austria y de las principales autoridades de la tierra, Diputación y Consell de Cent, con motivo de la coronación en Ratisbona, el 18 de junio, como rey de romanos de Fernando IV de Hungría, hijo del emperador Fernando III y de la infanta española María Ana, hermana de Felipe IV, y hermano mayor de Mariana de Austria, segunda esposa del mismo rey. En Barcelona, durante los siglos modernos, se celebraban fiestas por motivos muy diversos. Los virreyes organizaron algunas, por ejemplo con ocasión de visitas de miembros de la familia real y de grandes personajes de paso por la ciudad. Pero lo más frecuente era que los virreyes participaran en festejos de todo tipo organizados por las instituciones catalanas o por importantes miembros de la nobleza. Los virreyes de Cataluña no se distinguieron especialmente como mecenas de festejos y regocijos. Los problemas políticos existentes en gran parte de la Edad Moderna y la escasez de recursos no propiciaban dedicar grandes gastos y esfuerzos a la organización de fiestas y diversiones. Algunos casos pueden resultar ilustrativos. Don Fadrique de Portugal asistió al recibimiento dispensado a un cardenal, a la hermana del rey de Francia y al recibimiento hecho a la emperatriz Isabel en 153378. Don García Álvarez de Toledo y su esposa, Vittoria Colonna, que parece que fueron especialmente amantes de resaltar su presencia en la ciudad, organizaron fiestas en honor del conde de Us79. El virrey don Fernando Álvarez de Toledo participó en varias celebraciones destacadas. Asistió al solemne recibimiento dispensado a don Juan de Austria el 16 de junio de 157180 y al del cardenal alejandrino y legado del papa Pío V ante Felipe II, don Miguel Bonelli, el 29 de agosto de 157181. Solemnísima fue la celebración de la gran victoria de Lepanto sobre los turcos, organizada por el virrey. El 30 de octubre de 1571, de buena mañana, le llegó por carta la gran noticia, que inmediatamente comunicó a todas las autoridades. El mismo día, entre 10 y 12

78. 79. 80. 81.

Dietaris, vol. I, pp. 375, 376 y 420. Dietaris, vol. II, p. 110. Dietaris, vol. II, p. 349. Dietaris, vol. II, p. 360.

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de la mañana se celebró un Te Deum en la catedral, presidido por el virrey, acompañado por la Audiencia, al que asistieron también la Diputación del General y el Consell de Cent. El desfile protagonizado por el virrey, la Audiencia y una brillante comitiva de caballeros, en la ida y vuelta del palacio de la calle Ample a la Catedral, fue una gran manifestación de alegría por la victoria82. En marzo de 1574 el virrey, acompañado de un séquito de caballeros, recibió y alojó en su casa al duque de Alba, que llegó a Barcelona desde Flandes, a bordo de una de las galeras de Juan Andrea Doria83. Famosa fue la merienda que ofreció el virrey don Héctor Pignatelli Colonna, duque de Monteleón, a las damas de la nobleza con ocasión del jueves lardero de 1604. Según anota Jeroni Pujades en su Dietario: “Dijous a 25 [de febrero], que era lo dijous llarder, lo virey féu una merienda a las damas de esta Ciutat, que és estada cosa celebradíssima. Y totes aquestes Carnestoltes hi ha agut festas de a cavall, més que may se sia vist tanta invenció com han feta los cavallers”84. Ocasión de fiestas era la celebración de Santa Eulalia, patrona de la ciudad de Barcelona. La guerra no impidió festejar su festividad en 1646. Por la noche se organizaron varios actos en la Lonja de Mar, momería, sarao y torneo, con asistencia del virrey Harcourt y su esposa la virreina. La tarde siguiente se celebró un gran baile de carnaval en el palacio de la Diputación al que asistió el virrey solo, sin la compañía de la virreina85. No siempre la situación del Principado era propicia a los festejos. Durante la guerra dels Segadors, a medida que la situación bélica se agravó, muchos festejos quedaron suspendidos. El final de la guerra permitió celebrar de nuevo los festejos tradicionales y organizar algunos nuevos. La nobleza catalana celebró el 23 de febrero de 1653, domingo de Carnaval, una gran fiesta, con momería, sarao y torneo, a la que asistió el virrey don Juan José de Austria, que contempló el espectáculo y participó en el baile, danzando con una de las jóvenes solteras asistentes, la señora doña Clemencia Soler86.

82. 83. 84. 85. 86.

Dietaris, vol. II, pp. 367-368. Dietaris, vol. II, p. 430. Jeroni Pujades, I, p. 344. Dietaris, vol. VI, p. 128. Dietaris, vol. VI, p. 555.

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Los virreyes, en función de las circunstancias del momento o de sus relaciones particulares, podían acudir a los actos más diversos. En ocasiones se trataba de unos funerales, así lo hizo el marqués de Lombay en 1539, que asistió en la catedral de Barcelona al funeral por la señora Elisabet Montbuy y Tagamanent, esposa de mossen Berenguer d’Oms87 y, de manera más oficial, el virrey Mélito, en 1570, asistió al solemne entierro celebrado en la catedral por el obispo de Barcelona, don Guillem Cassador. También asistían a alguna boda, tal como hizo don García Álvarez de Toledo, con su esposa, que acompañaron a los nuevos esposos a su casa y asistieron a la fiesta, consistente en un convite, un torneo y un baile de momería88. Los virreyes, en el tiempo que le dejaban libre los deberes y ocupaciones de su cargo, podían dedicarse a diversas actividades de ocio, como pasear y, sobre todo, cazar, que era uno de los ejercicios preferidos de la nobleza durante toda la Edad Moderna. Iba a cazar el duque de Luna en 1514 por los alrededores de Barcelona y lo mismo el mariscal de Schomberg, que solía ir a cazar, como hizo fuera de Barcelona un sábado 10 de octubre de 164889.

E L FINAL DEL MANDATO Y LA DESPEDIDA AL VIRREY La marcha de los virreyes, aunque mucho más sencilla y discreta que la llegada, tenía algunos puntos en común. Generalmente era el propio virrey quien notificaba a las autoridades catalanas el final de su mandato, trasladándoles la orden recibida del rey, a veces por escrito y otras veces convocando a las autoridades, diputados y consellers en su casa, y comunicándoles verbalmente su partida y aprovechando la ocasión para despedirse tanto de manera oficial como personal, sobre todo si sus relaciones habían sido buenas. Existen múltiples ejemplos. Muy sentida por ambas partes fue la marcha del duque de Cardona en 163890. La despedida del virrey marqués de Harcourt y su esposa fue en marzo de 164791. La visita de des87. 88. 89. 90. 91.

Dietaris, vol. II, p. 3. Dietaris, vol. II, p. 132. Dietaris, vol. VI, p. 301. Dietaris, vol. V, p. 791. Dietaris, vol. VI, p. 210.

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pedida del virrey don Juan de Austria tuvo lugar el 2 de marzo de 1656, en términos muy afectuosos por ambas partes92. La muerte del virrey durante el desempeño del cargo no era muy frecuente. No existía propiamente un duelo oficial por la muerte de un virrey, por lo que no había un ritual establecido, pero en algunos casos la importancia del finado hizo que se le organizaran unos funerales a la altura de su rango, pero más en cuanto a su categoría personal, que no justamente en función del cargo de virrey que ocupaba en el momento de morir. En las ocasiones en que ocurrió la muerte se organizó el ceremonial que se consideró adecuado. Un buen ejemplo puede ser lo sucedido con ocasión de la muerte de don Fadrique de Portugal, que fue virrey de Cataluña de 1525 a 1539, y falleció en Barcelona el 5 de enero de 1539. Primero se hizo la notificación del fallecimiento: “Diumenge, V. En aquest die, cerca del migjorn, en la ciutat de Barcelona finà sos derrers dies lo il·lustre y reverent senior don Federich de Portugal, archebisbe de Çaragossa, loctinent general per sa magestat en lo present Principat, debuts per ell tots los sagraments de Sancta Mare Sglésia, com a bon christià”93. A continuación se inició el proceso institucional de virreinato vacante: “En aquest die, finida o spirada la Audiència Real per mort del dit loctinent general, comensà a córrer vice-règia la Audiència del portantveus de general governador del principat de Catalunya…”94. Tuvo grandes honras fúnebres, sobre todo como arzobispo que era de Zaragoza, con gran participación eclesiástica, aunque no faltaron las autoridades más significadas, de la tierra y del rey, así los diputados y oidores del General y los consellers de Barcelona, el portavoz de general gobernador y los doctores del Real Consejo, acompañados de nutrido público: Dimecres VIII. En aquest die lo cors del predit don Federich de Portugal fon aportat a la sglésia del monestir dels frares de Jesus, fora los murs de Barcelona, per aportar, segons se deye, a Sigüença, hon se dix havie elegida sa sepultura. Portaven lo cap del dol los consellers de Barcelona, acompanyats del reverent bisbe de Vich, de altres cavallers y ciutedans.

92. Dietaris, vol. VI, pp. 628-629. 93. Dietaris, vol I, p. 457. 94. Dietaris, vol I, p. 457.

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Font acompanyat per los preveres y canonges de la Seu ab la creu major de la dita Seu, y dels preveres de totes les parròchies de la present ciutat, y per los frares de tots los monestirs de la present ciutat y del dit monestir de Jesús. Foren en grandíssim nombre aportant quiscú una candela encesa. Portaren lo cos descarat ab les insígnies archiepiscopals sos criats, al coll alt, y acompanyat devant y atràs de sos criats vestits de dol, quiscú amb una antorxa encesa. Féu-se lo ofici solemne en la sglésia del dit monestir de Jesús, a hon foren los senyors deputats y oÿdors, consistorialment, acompanyats dels officials de la casa de la Deputació, los quals deputats y oÿdors stigueren assentats, dient-se lo offici dins les rexes del altar major, a la part hon se diu la epístola, y a la altra part del evangeli stave assentat en son banch lo portantveus de general governador, don Pedro de Cardona, y los doctors del Real Consell, romanent los consellers de Barcelona assentats baix en la eglésia, en lo entorn del túmol ab los altres del dol95.

También murió en Barcelona don Juan Fernández Manrique de Lara y Manrique, marqués de Aguilar de Campoo y conde de Castañeda, el 14 de octubre de 1553, y se le organizaron igualmente unos solemnes funerales, celebrados el siguiente día 1796. Trágica fue la muerte del conde de Santa Coloma en 1640. Se le había dado la bienvenida con grandes plácemes y alegrías, pero su final fue triste y la despedida, muy escueta. En los Dietarios de la Generalidad, el jueves 7 de junio sólo consta la recepción y confirmación de la noticia: Y per lo camí, que serian entre sis y set, se digué que dit lochtinent lo havian trobat mortal peu de la muntanya de Munyuhich, junt a las rocas que bat la mar. Y dits deputats enviaren als consellers, que també estavan junts en casa de la ciutat, per a saber la veritat, los quals los feren a saber que era de la manera que a dits deputats los havian dit97.

En una época en que el poder se hallaba fuertemente ritualizado y la carga simbólica era tan potente, resulta claro que la falta de definición del ceremonial de los virreyes de Cataluña, que no crearon su propio modelo ceremonial, sino que dependían de los modelos establecidos por las instituciones de la tierra, especialmente la Diputación del General y el Consell 95. Dietaris, vol I, p. 457. 96. Dietaris, Vol. II, pp. 48-49. 97. Dietaris, vol. V, p. 1038.

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de Cent, refleja bien las debilidades y limitaciones que desde el punto de vista institucional padeció la figura del virrey en el Principado.

Bibliografía Castellví, F. (1997): Narraciones históricas. Madrid: Fundación Elías de Tejada y Erasmo de Pércopo, vol. I. Dietari de Jeroni Pujades, vol. II. Barcelona: Fundació Salvador Vives Casajuana. Dietaris de la Generalitat de Catalunya. Barcelona: Generalitat de Catalunya, 1994-2008, 10 vols. Durán y Sampere, A./Sanabre, Josep (eds.) (1930-1947): Llibre de les solemnitats de Barcelona. Vol. I 1424-1546 y Vol. II 1546-1719. Barcelona: Institució Patxot. Elliott, John H. (2006): La revolta catalana, 1598-1640, Un estudi sobre la decadència d’Espanya. Valencia: Universitat de València. Lalinde Abadía, Jesús (1964): La institución virreinal en Cataluña: 1471-1716. Barcelona: Instituto Español de Estudios Mediterráneos. Manual de Novells Ardits vulgarmente apellat Dietari del Antich Consell barceloní: Rúbriques de Bruniquer. Barcelona: Imp. De Henrich y Compañía, 1892-1975, 28 vols. Molas Ribalta, Pere (2003): “Com es rebia un ‘Grande’ a Barcelona”. En: Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 23, pp. 375-394. Pérez Samper, María de los Ángeles (1988): “El Rey y la Ciudad. La entrada real de Carlos I en Barcelona”. En: Stvdia Historica. Historia Moderna. Vol. VI. Homenaje al Profesor Dr. D. Manuel Fernández Álvarez. Salamanca: Universidad de Salamanca, pp. 439-448. — (1999): “La presencia del rey ausente: las visitas reales a Cataluña en la época moderna”. En: Agustín González Enciso y Jesús Mª Usunáriz Garayoa (dirs.): Imagen del rey, imagen de los reinos (1500-1814). Pamplona: EUNSA, pp. 63-116. — (2000): “Felipe II en Barcelona”. En: Jesús Mª Usunáriz Garayoa (ed.): Historia y Humanismo. Estudios en honor del profesor Dr. D. Valentín Vázquez de Prada. Pamplona: EUNSA, vol. I, pp. 203-220. — (2002): Ritos y ceremonias en el Mundo Hispano durante la Edad Moderna. Huelva: Universidad de Huelva, Centro de Estudios Rocieros, pp. 133-177.

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— (2003): “Barcelona, Corte: Las fiestas reales en la época de los Austrias”. En: María Luisa Lobato y Bernardo J. García García (coords.): La fiesta cortesana en la época de los Austrias. Valladolid: Junta de Castilla y León, pp. 139-192. — (2006): “Las entradas reales: ceremonia y espectáculo”. En: Rosa E. Ríos y Susana Vilaplana Sanchís (eds.): Germana de Foix i la societat cortesana del seu temps. Valencia: Generalitat Valenciana, Biblioteca Valenciana, pp. 145-159.

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El virrey en la procesión. Poder del rey y poder de la tierra en el ceremonial de Cataluña (1601-1608)* Ignasi Fernández Terricabras Universidad Autónoma de Barcelona

¿Un mundo ordenado? A estas alturas de la abundante historiografía sobre el tema, ya no es necesario repetir lo que parece obvio: que en el Antiguo Régimen, el ceremonial es la manifestación visible del orden de una sociedad, al menos formalmente, muy estratificada y jerarquizada. En procesiones, entradas solemnes, natalicios o funerales de miembros de la familia real y otros acontecimientos similares, la sociedad en su conjunto se muestra a sí misma como un todo ordenado: cada parte ocupa un lugar

*

Abreviaturas empleadas: ACA, CA: Archivo de la Corona de Aragón (Barcelona), Sección Consejo de Aragón. AHCB, CC: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, Sección Consejo de Ciento (1B). Series: II: Registre de Deliberacions. VI: Lletres Closes. VII: Lletres Reials. X: Lletres Comunes Originals. DACB: Manual de Novells Ardits o Dietari del Antich Consell Barceloní (1898), Barcelona: Imprenta de Henrich y Cía. DG: Dietaris de la Generalitat de Catalunya (1996), Barcelona: Generalitat de Catalunya.

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preciso que se define en relación al de las otras. Existe un lenguaje visual que a la vez expresa y reafirma el orden corporativo y jerárquico de la sociedad urbana. Pero ¿qué sucede cuando bajo ese mundo, aparentemente tan ordenado, subyacen tensiones que pueden modificar la arquitectura institucional de la sociedad y la correlación de fuerzas políticas? ¿Cómo se organiza la etiqueta cuando el ejercicio del poder está sujeto a discusiones, cuestionamientos y reivindicaciones de diverso tipo? En ese caso, el protocolo suele ser uno de los campos en el que se dirimen las batallas entre contendientes políticos y en el que unos y otros intentan hacer valer, aunque sea en un plano simbólico, su superioridad (Benigno 2008: 133-148). En particular, a inicios del siglo xvii, la importancia del ceremonial se exageró hasta, según Maria Antonietta Visceglia, “invadere tutte le relazioni di potere, da quelle interpersonali, a quelle tra gli Stati” (Visceglia 2002: 41). Entonces se propagó el uso, en varias ciudades, de “ceremoniales” y recopilaciones de descripciones de actos públicos1 para dejar constancia de la forma en que debían desarrollarse de acuerdo con la tradición. Ceremoniales que no evitaron que, llegado el caso, se produjesen o reprodujesen numerosos conflictos de protocolo. Un buen ejemplo de todo esto nos lo ofrece el Principado de Cataluña. En el sistema político pactista de la Corona de Aragón, la autoridad de las diferentes instancias de poder debía encajar en un entramado aparentemente armónico y bien organizado, pero que en la práctica se veía sometido a continuas tensiones y disfunciones. El poder político basculaba así entre las instituciones del rey y las de la tierra. Entre las primeras, destacaba el virrey, que en Cataluña recibía el nombre de lugarteniente general. Según todos los tratadistas, representaba al soberano como su alter nos y ejercía en su nombre todas las facultades propias de su potestad como lo hubiese hecho el monarca si hubiera estado presente en Cataluña (Lalinde Abadía 1964: 78-81). Entre sus funciones principales estaba la de presidir la Real Audiencia, que era el máximo órgano judicial catalán en materia civil y criminal. Las decisiones de la Real Audiencia, a menudo con un fuerte carácter

1. Para Barcelona, Durán y Sanpere/Sanabre (1930). El libro no recoge las procesiones a las que nos referiremos aquí, pero sí la entrada y el juramento de Felipe III en 1599 y las exequias del obispo en 1609.

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político y administrativo, tenían el carácter de sentencias del rey. Formaban la audiencia 14 jueces o “doctores”, además del canciller, que presidía la primera sala civil, y del regente de la cancillería, que presidía la segunda sala (Ferro 1987: 108-119). El poder del rey no era omnímodo, sino que debía equilibrarse con el de los estamentos, representados principalmente por la Diputación del General de Cataluña. La Diputación del General o Generalitat estaba compuesta por tres diputados y tres oidores, uno de cada estamento o “brazo”: el “eclesiástico” (clero), el “militar” (nobleza local) y el “real” (representantes de las ciudades). Sus funciones básicas eran la administración del erario de la Generalitat así como la defensa del orden jurídico pactista y de las disposiciones de las Cortes catalanas frente a cualquier contravención o extralimitación, sobre todo de los oficiales del rey. También se estructuraba a partir del orden estamental el gobierno de la ciudad de Barcelona: el Consejo de Ciento reunía un centenar de consejeros de diversa extracción social (nobleza local, patriciado urbano, mercaderes, profesiones no mecánicas y artesanos). Una comisión restringida de cinco consejeros, presidida por el conseller en cap, se encargaba de los asuntos cotidianos y convocaba al Consejo de Ciento cuando la gravedad de los asuntos lo exigía. Por la marcada capitalidad de Barcelona en el conjunto catalán y por los vínculos de los munícipes con los diputados, la actividad de esos consejeros a menudo superaba el marco local para intervenir en asuntos políticos que concernían a todo el territorio (Ferro 1987: 148-180, 243-288). No siempre fue fácil trasladar esta tensa correlación de poderes al plano ceremonial y simbólico. En teoría, el virrey gozaba de todos los honores y privilegios que correspondían al monarca e incluso en las ceremonias se sentaba en el solio real. En su nombramiento se especificaba que había de ser preferido y presidir a todas las dignidades eclesiásticas, así como a la nobleza, los municipios y los oficiales del Principado. Las demás autoridades eclesiásticas y civiles de Cataluña debían rendirle honores y reverenciarle como al monarca, obedeciendo sus mandatos y provisiones. Y, en efecto, el ceremonial de la entrada de un nuevo virrey en Barcelona era el mismo que se seguía en las visitas de los reyes o de los más altos dignatarios (Lalinde Abadía 1964: 204-205, 225-228). Pero hoy sabemos bien que incluso el protocolo de las ceremonias en las que estaba presente el rey había ido modificándose desde la Edad Media al albur de las cambiantes relaciones

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de fuerza (Raufast Chico 2008). Y, del rey abajo, la gestión práctica de las múltiples ocasiones en las que las diversas autoridades del Principado coincidían en actos públicos había de ser mucho más difícil de lo que los nombramientos de los virreyes dan a entender.

Un santo catalán Desde el reinado de Felipe II, la Corona desplegó una intensa política en Roma para obtener la canonización de santos españoles. Así se certificaría a los ojos del mundo su papel de adalid de la Reforma católica y se corregiría la aplastante mayoría de franceses que dominaba el santoral. Pero los pontífices del siglo xvi sabían que el culto a los santos estaba siendo duramente atacado por los reformados y se mostraron extremadamente cautos. Felipe II no consiguió más que la canonización de Diego de Alcalá por Sixto V en 1588. En tiempos de Felipe III se incorporó al santoral Raimundo de Penyafort, canonizado por Clemente VIII el 29 de abril de 1601. Y la gran apoteosis advino al inicio del reinado de Felipe IV, cuando el 12 de marzo de 1622, Gregorio XV elevó a los altares simultáneamente a cuatro españoles (Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, Isidro “Labrador”, Francisco Javier) junto a un italiano (Felipe Neri). Cada una de estas ceremonias se convirtió en Roma en una vasta operación de propaganda española (Dandelet 2002: 211-229), multiplicada luego por toda la Monarquía Hispánica, aunque con matices diferentes según los territorios2. Las fiestas en Roma por la canonización de San Raimundo, sufragadas por la Corona, costaron 25.000 escudos y se puede pensar, hipotéticamente, que con su boato el rey quiso contrarrestar el esplendor de las ceremonias habidas en 1595 con motivo de la absolución de Enrique IV de Francia (Visceglia 2009). Longevo fraile dominico, Raimundo o Ramón de Penyafort había nacido en Santa Margarida del Penedès hacia 1185. Destacó como prestigioso canonista y como íntimo consejero del papa Gregorio IX y del rey de Aragón Jaime I, a quien, entre otros servicios, ayudó a organizar la Inquisición contra los cátaros. Elegido tercer general de la

2. Compárese Ragon (2009) con Majorana (2008).

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Orden de los Predicadores en 1239, dimitió al año siguiente y se retiró al convento de Santa Catalina de Barcelona, en el que vivió hasta su muerte en 1275. Así que, cuando el 10 de mayo de 1601, llegó a Barcelona una carta del auditor de la Rota, Francisco Peña, comunicando la canonización de San Raimundo, en la ciudad se produjo una explosión de júbilo y de fervor patriótico y religioso que alcanzó a todas las clases sociales. Fervor patriótico porque si en Roma San Raimundo de Penyafort era, ante todo, un santo español, en Barcelona era, ante todo, un santo catalán. Como ha resaltado Ettinghausen, los numerosos textos publicados entonces en el Principado insistían no sólo en la catalanidad del santo, sino también en que la canonización daba a Barcelona un papel preeminente entre todas las ciudades del orbe (Ettinghausen 2001: 490-502). Fervor religioso porque su condición de dominico que había participado en la lucha contra la herejía y contra el islam y de hombre estrechamente vinculado a la Santa Sede y a la Corona aragonesa le convertía en un modelo hagiográfico muy válido en la época de la Contrarreforma. El centro indudable de todas las conmemoraciones fue el convento de Santa Catalina, donde el nuevo santo había residido largo tiempo y donde se conservaban en una capilla sus restos mortales, convertidos ahora en preciosas reliquias ante las que los fieles de la diócesis venían en masa a orar. Las autoridades competían por mostrar su satisfacción y su veneración por el santo: el mismo día en que la noticia llegó a Barcelona, el 10 de mayo de 1601, los consejeros municipales y los diputados de Cataluña, por separado, se presentaron en el convento a visitar el sepulcro. Al día siguiente, lo hicieron el virrey “con mucho acompañamiento de nobles y caballeros”, así como el canciller y los jueces de la Real Audiencia (Rebullosa 1601: 35)3. Los festejos duraron varios meses. En el relato que los dominicos y la ciudad de Barcelona se cuidaron de dejar impreso, con una intención claramente propagandística, fray Jaume Rebullosa enumera celebraciones diarias desde el 10 de mayo hasta el 10 de agosto de 1601. Durante todo ese período cada día llegaban a la iglesia de Santa Catalina procesiones de todo tipo de corporaciones, parroquias, colegios y

3. Visitas también descritas en DG, III, pp. 392-401.

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grupos, muchas de ellas con música y danzas. Durante semanas se sucedieron misas, procesiones, danzas en las calles, luminarias, certámenes poéticos y torneos en honor de San Raimundo. Pero el acontecimiento principal fue la magna procesión de acción de gracias organizada el jueves 24 de mayo de 16014. Participaron en ella todos los gremios, colegios, cofradías y parroquias con sus banderas, cruces, espectáculos, imágenes, cirios, músicas y pirotecnias. También todo el clero parroquial y regular de la ciudad y de parte del obispado, portando tabernáculos e imágenes diversas, y el cabildo de la catedral, junto con algunos canónigos de otras catedrales catalanas. Se paseó la emblemática bandera de Santa Eulalia –símbolo de la ciudad, que sólo se sacaba en circunstancias extraordinarias– por calles engalanadas con enramadas, altares, brocados, cuadros y estructuras efímeras. La procesión salió de la catedral pasada la una de la tarde y discurrió ante el convento de Santa Catalina, el palacio del obispo, el palacio de la Inquisición, el palacio del Rey (donde había un cadalso con muchos músicos tocando y dos altares con cuadros, esculturas y luces), el palacio de la Diputación (ricamente ornado con un altar con un carísimo relicario) y la Casa de la Ciudad, para volver a Santa Catalina hacia las once de la noche. Según Rebullosa, más de cien mil personas de toda Cataluña y de reinos vecinos acudieron a verla y, no hallando posada, muchas pasaron la noche en las iglesias de la ciudad5. Detengámonos un momento en el orden de las autoridades que cerraban la procesión: tras el cabildo de la catedral venían 24 hombres vestidos con dalmáticas con el escudo de la ciudad, que precedían al águila de Barcelona. El águila era una de las figuras más identificativas del folklore catalán, habitual en muchas procesiones. Les seguía el conde de Savallà, noble catalán elegido por el Consejo de Ciento para portar el estandarte del santo, y, a sus lados, otros dos nobles6. A continuación los maceros del Consejo de Ciento y, tras ellos, los del canciller y la Real Audiencia, con sus mazas levantadas preludiaban la lle-

4. Además de la prolija descripción de Rebullosa (pp. 149-207), contamos con las de DACB, VIII, pp. 323-338 y DG, III, pp. 395-397. Se dio noticia al rey mediante una consulta del Consejo de Aragón a 22-06-1601 conservada en ACA, CA, 267, nº 5. 5. Entre ellos Alexandre Amargós, que nos dejó una descripción en verso (Amargós 1601). 6. DG añade que tras ellos iban muchos caballeros, capellanes y frailes dominicos, pero Rebullosa no lo recoge (vol. III, p. 396).

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gada del cofre con los restos mortales del santo. Éste era portado por ocho frailes dominicos, bajo un palio de seda de nueve palmos de largo, decorado con las armas reales de Aragón y de la ciudad de Barcelona, que llevaban el virrey –don Lorenzo Suárez de Figueroa, duque de Feria– y los cinco consejeros municipales. Detrás, cuatro clérigos con el báculo y la cruz alta del arzobispo de Tarragona anunciaban el paso de las autoridades religiosas: en una primera fila, los obispos de Vic, Solsona y Lérida; tras ellos, el arzobispo de Tarragona flanqueado por los obispos de Barcelona y de Urgell, que portaban en sus manos el gremial, que era una valiosa tela rectangular, parecida a un frontal de altar. Proseguían el canciller a mano derecha, el regente a mano izquierda y todos los jueces de la Real Audiencia tras ellos de dos en dos. A continuación el vizconde de Rodas y muchos caballeros. Pero ese orden tuvo que ser cuidadosamente negociado cuando la ciudad de Barcelona mostró su voluntad de que fuesen los cien miembros del Consejo de Ciento los que desfilasen en la procesión. La ciudad pidió autorización al obispo para situarlos justo antes del palio y detrás del cabildo de la catedral, pero el prelado respondió que ese lugar estaba reservado a los canónigos que vinieran de otras diócesis. Entonces se sugirió que fuesen tras el palio, pero el virrey se negó alegando que dicho lugar era para los jueces de la Real Audiencia. Finalmente los cien consejeros no participaron en la procesión7. Como se ve, la proximidad a las reliquias del santo marcaba la importancia del lugar que cada uno ocupaba en la procesión, y aquí hubo un delicado equilibrio entre las diferentes partes implicadas: dominicos, virrey y consejeros municipales portaban las reliquias o el palio y tras ellos venían los obispos. Las armas del rey y sobre todo los símbolos de la ciudad mostraban claramente la parte de intencionalidad propagandística del evento. En fin, los jueces de la Real Audiencia ocupaban los primeros lugares en la parte “laica” de la procesión, la que seguía a los obispos tras el gremial. La nobleza catalana, en cambio, aparecía ligeramente desplazada. Y estaban completamente ausentes los diputados de la Generalitat de Cataluña, que se limitaron a contemplar la procesión en la plaza del Rey, ante el palacio real8.

7. DACB, VII, pp. 317-318. 8. DG, III, p. 395.

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Quizás por eso el domingo 27 de mayo había de celebrarse una procesión con los diputados y el virrey, pero cuando todos estaban ya en el convento de los dominicos, hubo que suspender la procesión a causa de la lluvia9. El 16 de junio se debían entregar, en una vistosa ceremonia en Santa Catalina, los premios del certamen literario. Pero el evento se retrasó hasta que uno de los jueces de la Real Audiencia, Joan Gallego, que se había sentado en un lugar que no le correspondía, consintió en salir de la iglesia so pretexto de que le había llamado el virrey10. La masiva afluencia de barceloneses y de peregrinos de otras partes venidos a orar ante la tumba de san Raimundo, muchos de ellos con donativos y exvotos, movió a los consejeros de Barcelona y a los frailes predicadores, en plena euforia de las celebraciones festivas, a construir dentro de la iglesia de Santa Catalina una nueva, “sumptuosa i molt artificiosa capella” con la intención de “que las suas sanctas reliquias estiguessen ab la deguda veneratio”11. Y aquí comienza la historia de una nueva procesión, la de la traslación de las reliquias del santo, que nos interesa casi más que la de 1601, porque iba a dar lugar a un grave conflicto con el virrey, que se prolongaría durante más de un año.

La fallida procesión de 1608 En marzo de 1608, la nueva capilla estaba ya acabada y, en efecto, había que trasladar los restos mortales del santo de su antiguo a su nuevo emplazamiento. Los consejeros de Barcelona vieron la ocasión de organizar nuevos festejos y una solemne procesión con las reliquias que rememorase la de 1601 y que permitiese recuperar el entusiasmo ciudadano de entonces y proyectar de nuevo al exterior una brillante imagen de la ciudad. De común acuerdo con los frailes del convento de Santo Domingo, se fijó la fecha del domingo 18 de mayo de 160812. La ciudad invi-

9. 10. 11. 12.

Rebullosa (1601: 233-239). DG, III, p. 397. DACB, VII, p. 356-358. AHCB, CC, VI, 73, fols. 18r-v. AHCB, CC, II, 117, fols. 48r.

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tó a la procesión al mismísimo rey. Felipe III se excusó, pero solicitó ser informado de la forma en que se haría la traslación de las reliquias a causa, decía, de su gran devoción al santo13. Al virrey se le suplicó que honrase con su presencia la procesión. Al obispo y al cabildo de la catedral se les pidió que conviniesen en la celebración de la misma. A los diputados de Cataluña, de entrada, sólo se les suplicó que ayudasen en la conmemoración. Se comunicó el acontecimiento a los inquisidores, al brazo militar (la nobleza), a los cónsules de la Lonja, al batlle general y al maestro racional (administradores del patrimonio y de las finanzas regias en Cataluña), a los municipios capital de veguería y a las ciudades de Zaragoza, Valencia y Palma de Mallorca, por ser el santo natural de la Corona. Se rogó la asistencia del arzobispo de Tarragona y de todos los obispos y abades benedictinos y cistercienses de Cataluña, así como de los nobles titulados. Se solicitó a cada cofradía que preparase la representación de algún milagro del santo o algún tabernáculo con una imagen de su santo patrón14. La comisión encargada por la municipalidad de los preparativos no escatimó esfuerzos. Se anunciaron los premios para las calles más adornadas, para los tabernáculos y las cruces de parroquias mejor decoradas, para los mejores poemas,… Se previó la iluminación de las calles aquellos días, la provisión de cirios, los oficios a los que asistirían los consejeros municipales, el salario de los músicos, la compra de trigo para abastecer la ciudad,…15 Y, sin embargo, tan fabulosa procesión no tuvo lugar. Cuatro días antes de la fecha prevista, cuando todo estaba ya preparado, las calles engalanadas, las arquitecturas efímeras armadas y, según el Consejo de Ciento, los participantes y una gran multitud de peregrinos y curiosos de toda Cataluña y de fuera de ella se encontraban ya en la ciudad, el obispo, de conformidad con el cabildo, ordenó posponerla. El obispo actuaba a petición del virrey de Cataluña, el duque de Monteleón, don Héctor de Pignatelli y Colonna, quien justificó su decisión porque “quando se atraviessa el poder tener un punto de prejuicio lo que

13. ACA, CA, 267, nº 5, consulta del Consejo de Aragón, 26-04-1608. AHCB, CC, VII, 3, fols. 188v-189r 14. AHCB, CC, II, 117, fols. 54r-57v; VI, 73, fols. 19r-22r. Respuestas en X, 60, fols. 17-27. 15. AHCB, CC, II, 117, fols. 92v.

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conviene a la auctoridad del real servicio de Vuestra Majestad, no reparo en acudir al remedio y prevención”16. Así que el obispo de Barcelona se limitó a consagrar la nueva capilla, el miércoles 21 de mayo de 1608, en una discreta ceremonia17. De nada sirvieron las indignadas protestas de la municipalidad de Barcelona, aduciendo el gran gasto realizado, que todo estaba ya aparejado y, desde luego, el descrédito que recibía la ciudad por la suspensión, ya que “es stat aquest deshonor y desauctoritat la Maior que en ningun temps haia rebuda aquesta ciutat”18. ¿Qué había pasado? ¿Por qué el virrey consideraba que la autoridad regia había sido puesta en duda? El gran problema, que llegó a bloquearlo todo, fue la presencia de los diputados de Cataluña en la procesión, y el lugar que ellos y los jueces de la Real Audiencia debían ocupar. Como hemos visto, los diputados no habían participado en la procesión de 1601. Sin embargo, un factor importante había cambiado. En 1602, el general de la Orden de los Predicadores, Jerónimo Javierre, había concedido a la Diputación una de las llaves del sepulcro que contenía el cofre con las reliquias del santo19. Así que, en marzo de 1608, los diputados, al serles notificada la celebración de la procesión, hicieron valer su condición de poseedores de la llave del sepulcro –y, por tanto, de protectores de las reliquias del santo– para justificar su presencia en ella. Los diputados, con el apoyo del brazo militar, amenazaban con no dejar su llave, lo que impediría físicamente mover las reliquias. Por eso, voluntaria o forzosamente, los consellers de Barcelona escribieron a los diputados invitándoles a participar en la procesión20. Comenzaron entonces las negociaciones, a varias bandas, para fijar un lugar adecuado en el desfile a todas las autoridades, puesto que en el delicado protocolo de la procesión de 1601 había ahora que hacer espacio a los diputados, lo cual podía obligar a desplazar a las otras autoridades y, en particular, al virrey y a los jueces de la Real Audien-

16. 17. 18. 19.

ACA, CA, 267, nº 5, Carta del duque de Monteleón al Rey a 20-05-1608. DACB, VIII, p. 423. AHCB, CC, VI, 73, fol. 62r; también fol. 43v. DG, III, pp. 418-419. Otra de las llaves estaba en poder del duque de Lerma: AHCB, CC, VII, 3, fol. 190v. 20. DG, III, pp. 576-580.

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cia. En principio, los diputados exigían que el virrey desfilase en medio, con los jueces de la Real Audiencia a su derecha y los diputados y oidores de la Generalitat a su izquierda, tras de los cuales vendría la nobleza. El virrey, por su parte, quería ir detrás de los obispos del gremial y, tras él, el canciller, el regente y los demás jueces de la Real Audiencia en dos filas21. Está claro el simbolismo de estas propuestas: mientras los diputados querían igualarse visualmente al poder real, el virrey y la Real Audiencia querían hacer patente su preeminencia. Para entender estas discusiones hay que tener en cuenta diferentes variables. La primera, la importancia de la proximidad a las reliquias del santo. La segunda, la situación respecto del gremial, que marcaba la divisoria entre el clero –que en la procesión ocupa el lugar más relevante– y los laicos, de manera que la primera posición tras el gremial implicaba la preeminencia en el mundo secular. La tercera variable era, obviamente, la lateralidad, de manera que se entendía que quien iba al lado derecho de la procesión precedía en importancia a quien iba a mano izquierda. En las negociaciones se barajaron diversas propuestas: que llevaran el palio los diputados y los consejeros municipales, situados éstos al lado derecho; que los diputados marchasen justo antes del palio; que tras el palio fuesen los jueces de la Real Audiencia en fila de a dos y, tras ellos, el virrey y, luego, los diputados; que desfilaran los jueces de la Audiencia a la derecha y los diputados y oidores de la Generalitat a la izquierda;… El 13 de mayo de 1608, por ejemplo, la municipalidad y la Generalitat acordaron que los jueces de la Real Audiencia fuesen delante del palio y, tras el gremial, irían el virrey, los diputados y la nobleza. Este era el orden que se había seguido en la procesión de Corpus de 1599, en la que había participado Felipe III, cuyo lugar ocuparía ahora el virrey22. A los ojos del virrey, todas estas proposiciones tenían un inconveniente: no permitían mantener el primer lugar de la Real Audiencia en la parte secular de la procesión, tras el gremial. Sus jueces recordaban que la procesión de Corpus de 1599 no era un precedente válido, pues entonces la Audiencia no desfiló como tribunal, con las mazas levan-

21. AHCB, CC, II, 117, fols. 93v-95r. DG, III, pp. 582-584. 22. DG, III, pp. 586-587. AHCB, CC, II, 117, fols. 98r-v.

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tadas y las armas reales, sino cada juez a título personal, mezclados delante del palio con otros personajes de la corte, ya que habían tenido que dejar su sitio tras el gremial al monarca, al nuncio pontificio y al embajador de Venecia. Tras consultar al Consejo de Aragón, el virrey y los jueces de la Audiencia llegaron a ofrecer cuatro posibilidades: 1.- El virrey renunciaba a llevar el palio para que pudiesen llevarlo los diputados y los consejeros municipales, pero eso implicaba que los diputados de Cataluña irían a la izquierda de los regidores de la ciudad y que la nobleza catalana debería ir detrás de la Real Audiencia, que ocuparía el primer lugar después del gremial. 2.- Tras el gremial iría la Real Audiencia, primero los jueces más jóvenes y al final los más antiguos y el regente. Les seguiría el virrey, sólo en medio de la calle. Tras él los diputados. El virrey iría “en ygual distancia dels uns y dels altres, clohent lo señor virrey lo Concell Real (la Audiencia) y donant Principi al consistori dels Diputats”23. 3.- Los diputados debían ir entre el palio y el gremial; su condición de poseedores de la llave del sepulcro del santo podía justificar su presencia en la parte religiosa de la procesión, y no en la secular. 4.- Que los diputados fuesen los portadores de las reliquias, lo cual planteaba de nuevo un problema de precedencia con el Consejo de Ciento y de relación con los dominicos. Para los jueces de la Audiencia, todos éstos eran lugares destacados y honrosos para los diputados y su negativa a aceptar alguno de ellos sólo demostraba “directament voler ocupar al Concell Real (la Audiencia) lo lloch que de justicia li competeix y del qual te possessio”24. Mientras tanto, el jueves 12 de junio de 1608 tuvo lugar la procesión de Corpus Christi, la más importante y solemne de las que regularmente tenían lugar cada año en Barcelona. Se hizo en la forma acostumbrada, pero los preparativos no estuvieron exentos de polémica. El Consejo de Ciento tuvo que rogar al brazo militar que desistiese en su pretensión de acudir colectivamente a la procesión porque, de hacerlo, también la Real Audiencia hubiese pretendido participar en ella. El virrey tampoco asistió25. Más complicada fue la ceremonia de bendición del estandarte de las cuatro galeras de la Diputación, prevista para el domingo 20 de ju-

23. AHCB, CC, II, 117, fols. 103v. 24. ACA, CA, 267, nº 5, consulta a 22-09-1608. 25. DACB, VIII, pp. 425-428.

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lio de 1608, pero que hubo que posponer un día porque los consejeros municipales se quejaron de que sólo se les invitaba a la misa de bendición, por la mañana, y no al desfile para llevar el estandarte a las galeras, por la tarde, que era una fiesta mucho más pública. Resuelto el problema, desfilaron los consejeros municipales a mano derecha y los oidores y diputados del General a mano izquierda. Entre ellos, marchaban el general de las galeras con el estandarte y el virrey26. En cuanto a la procesión de San Raimundo, el Consejo de Aragón y Felipe III ordenaron en reiteradas ocasiones a las autoridades catalanas que aceptasen alguna de las propuestas de solución hechas por el virrey, mandando que de lo contrario ni la Real Audiencia ni la Diputación participasen en la procesión27. El rey estaba dispuesto a aceptar la presencia de los diputados por una vez, sin que sentase precedente, y siempre en uno de los lugares propuestos por las autoridades regias, en atención a que poseían la llave de las reliquias. Pero consideraba sin fundamento alguno la pretensión de los nobles de desfilar en tanto que estamento, puesto que sólo podían actuar corporativamente cuando estaban reunidas las Cortes; en todo caso, podrían ir, como decía el Consejo de Aragón, “a la deshilada, cada uno donde cayere”28. El Consejo de Aragón y el virrey eran especialmente duros con el brazo militar, al que acusaban de instigar y presionar a los diputados para que no aceptasen las instrucciones del rey29. Los diputados, indignados, aducían ejemplos sacados de sus registros de la participación suya y de la nobleza en procesiones, antes incluso de que lo hubiese hecho la Real Audiencia30. Así que todas las negociaciones fueron en vano, porque ni los diputados aceptaron las propuestas del virrey, ni éste las de aquéllos. La ciudad lo intentó todo: que la Real Audiencia, por una vez, renunciase a participar en la procesión31; que los dominicos organizasen la proce-

26. DACB, VIII, pp. 434-437. 27. Por ejemplo, varias consultas del Consejo de Aragón conservadas en ACA, CA, 267, nº 5. 28. ACA, CA, 267, nº 5, consulta a 22-09-1608. También AHCB, CC, VII, 3, fols. 185r-186r. 29. ACA, CA, 267, nº 5, Carta del duque de Monteleón al Rey a 20-05-1608; véase también la consulta de 28-05-1608. 30. DG, III, p. 593. 31. AHCB, CC, II, 117, fol. 109r.

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sión por su cuenta o que la hiciesen sólo por el claustro del convento, a lo que éstos se negaron, porque tenían orden de su general de no hacer nada sin consentimiento del rey32; que diputados y consellers llevasen el palio y que tras el gremial fuesen los jueces reales a la derecha y el brazo militar en fila a la izquierda33;… Para las partes implicadas el asunto era de tal importancia que la ciudad de Barcelona decidió enviar una embajada al rey específica para tratar este asunto “per reparo y restauratio del honor que la ciutat porie perdre”34. No era una embajada de trámite: la presidía el propio conseller en cap, Pere Ayllà, la máxima autoridad municipal. Los diputados se sumaron enviando ellos también una embajada de tres miembros. Ayllà llevaba cartas para el rey y para los principales personajes de la corte, como el conde de Chinchón o el duque de Lerma, quejándose de “lo preiudici gran que a esta ciutat se ha fet per son llochtinent general de aquest principat”35. Está claro que era una medida excepcional para “puentear” la autoridad del virrey, acudiendo directamente al soberano. Pero a inicios de junio de 1608, los agentes catalanes recibieron un correo de Felipe III ordenándoles que diesen media vuelta. Sólo el doncel Francesc Cosme Fivaller, en nombre de la municipalidad, y el arcediano de Benasque, Onofre d’Alentorn, en nombre de la Diputación, prosiguieron el viaje. Durante su estancia en la corte, Fivaller apenas pudo ver al rey y fue sistemáticamente ninguneado por el Consejo de Aragón, que comunicaba sus decisiones directamente a través del virrey. En junio de 1609, el Consejo de Ciento autorizó a Fivaller a volver a Barcelona36. Para entonces, una noticia había trastocado las negociaciones. Llegaban nuevas de Madrid de que el rey estaba preparando un viaje a Barcelona, lo que cambiaba radicalmente la situación37. El 22 de abril, tuvo lugar la procesión de traslación de una nueva reliquia: una gota de sangre de San Jorge, que el virrey había regalado generosamente a la Diputación. Entonces, los propios diputados, conscientes de su prota-

32. 33. 34. 35. 36. 37.

AHCB, CC, II, 117, fol. 110r. DG, III, p. 614. AHCB, CC, II, 117, fol. 108r. AHCB, CC, VI, 73, fol. 46r; las cartas en fols. 43r-52r. AHCB, CC, II, 118, fol. 107v. El Consejo de Aragón ya hablaba de este viaje el 12 de abril de 1609: ACA, CA, 267, nº 5.

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gonismo en esta ceremonia, impidieron la petición del brazo militar de participar en ella escoltando el frasco con la sangre del santo38. Como se había rumoreado, en una carta firmada el 13 de mayo de 1609 Felipe III mostró su voluntad al Consejo de Ciento de “yr presto a essos reynos a teneros parlamento general”. En cuanto a la procesión de San Raimundo, puesto que no se había aceptado ninguno de los medios propuestos por la Corona, el rey creía mejor posponer el asunto hasta que su presencia en Cataluña permitiese buscar una solución39. El Consejo de Ciento aceptó con una rapidez remarcable la propuesta40. Pero ese viaje nunca tuvo lugar. Hasta su muerte, en 1621, Felipe III ya no volvió a sus territorios de la Corona de Aragón. Y con ello, la procesión de la traslación de las reliquias de San Raimundo de Penyafort a su nueva capilla también quedó aplazada sine díe. No obstante, la memoria urbana era persistente: cuando Felipe IV estuvo en Barcelona para celebrar Cortes, pudo por fin realizarse la traslación postergada. El 19 de abril de 1626, en una solemne y multitudinaria procesión en la que participó el propio monarca, las reliquias del santo fueron paseadas por toda la ciudad y finalmente sepultadas en su “nueva” capilla del convento de Santa Catalina (Clascar 1626, resumido en Garganté 2011: 124-126). Una vez más, la intencionalidad política debió ser evidente: la víspera se había leído ante las Cortes un apasionado discurso en el que el rey pedía una costosa contribución para la defensa de la monarquía y aseguraba que no quería alterar las leyes: “El camino os dejo escoger” (Elliott 1986: 206). Al mismo tiempo, la ciudad ya era plenamente consciente del potencial simbólico que en el ámbito internacional tenían las celebraciones hagiográficas: como ha señalado Xavier Torres, la Barcelona del siglo xvii no reparará en medios para presentarse en toda Europa como la “ciudad de los santos” (Torres Sans 2012).

El poder en discusión Conviene subrayarlo. La disputa de 1608 no es un problema de pura etiqueta, sino que remite a un contenido profundo, que es el de la rela38. DG, III, pp. 641-642. 39. AHCB, CC, VII, 3, fols. 196r-v. 40. AHCB, CC, II, 118, fols. 111v-112r. La Diputación parece algo más contrariada: DG, III, p. 648.

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ción entre el poder del rey (de sus instituciones: el virrey y la Real Audiencia) y de la tierra (de la Diputación de la Generalitat y el Consejo de Ciento de Barcelona). La canonización de San Raimundo en 1601 había sido la ocasión para que unos y otros intentasen arrimar el ascua a su sardina, aprovechando la glorificación del santo para realzar su prestigio y su importancia. En 1608, las posiciones que se fijasen en el desfile iban a determinar, a los ojos de una nutrida población, la correlación de fuerzas y la preeminencia entre las instituciones. Por eso, las discusiones sobre el lugar que el virrey, los jueces de la Real Audiencia y los diputados de Cataluña deben ocupar en la procesión no pueden desligarse de las relaciones políticas que estos personajes mantenían. Y éstas eran malas, muy malas. En los últimos años la historiografía ha destacado que el estallido de la Guerra de los Segadores en 1640 y el paso de Cataluña bajo la obediencia del rey de Francia deben interpretarse como la consecuencia de un fenómeno de larga duración. Es la culminación de un prolongado proceso de conflictos y tirantez con la Corona hispánica que no se limita al reinado de Felipe IV sino que arranca de los años 80 del siglo xvi (Simon i Tarrés 2008: 33-48)41. Más allá de los litigios coyunturales, que pueden tener desencadenantes diversos, en todos estos conflictos late un enfrentamiento entre dos lógicas institucionales opuestas: por una parte, los principios constitucionalistas y pactistas del ordenamiento jurídico del Principado de Cataluña, y por extensión de toda la Corona de Aragón, en la que el rey ve sometida su jurisdicción a una serie de condiciones e, incluso, de cortapisas; por otra parte, una dinámica absolutista en la que los sucesivos monarcas intentan afirmar la preeminencia de su poder frente a cualquier otra instancia que pueda aparecer como competidora o como limitadora de sus regalías. Y eso, como ha subrayado Jon Arrieta, lleva a unos grados de discrepancias entre instituciones y de disfunciones en el entramado institucional que superan los límites de la normalidad (Arrieta Alberdi 1995: 35-36). El inicio de este proceso cabe situarlo, según historiadores como Arrieta, Belenguer, Pérez Latre o Simon i Tarrés, tras las Cortes de 1585. La publicación de las constituciones subsiguientes en 1586 con

41. Jon Arrieta ya había señalado que, entre 1585 y 1640, “la crisis no desapareció totalmente en ningún momento” (1995: 37).

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varias manipulaciones en el articulado para favorecer el poder real motivó, en 1588, una espiral de detenciones de partidarios del rey y de la Diputación que sólo se resolvió tras un acuerdo entre ambos en 1589. En 1591, el arresto por los diputados de tres oficiales reales acusados de capturas ilegales motivó la orden de detención por el virrey del diputado noble Joan Granollacs. Granollacs consiguió refugiarse en el Palacio de la Generalitat durante once meses hasta su huida a Francia, en un conflicto simultáneo al de Antonio Pérez en Aragón (Gil Pujol 1984). En 1593 Felipe II ordenó suspender algunos de los acuerdos de las Cortes de 1585, lo que era un ataque en toda regla al ordenamiento jurídico catalán. Se trataba de los capítulos que, en opinión del monarca, situaban a los organismos dependientes de la Diputación por encima de los jueces de la Real Audiencia42. La celebración de Cortes en Barcelona por Felipe III en 1599 parecía la ocasión de recomponer las relaciones, máxime cuando el rey se mostró especialmente generoso en la concesión de mercedes y privilegios de nobleza. Pero el mismo tipo de conflicto resurgió pronto. Cuando el rey envió el texto de las constituciones aprobadas, los diputados observaron que se habían introducido cinco capítulos no aprobados en Cortes, entre ellos la prohibición de llevar armas a los miembros del brazo militar. Ya fuese en 1587, en 1593 o en 1599, la Corona consideraba una intolerable pretensión de superioridad sobre su poder que los diputados se arrogasen el derecho de supervisar las constituciones redactadas por la autoridad real. Así que el 12 de julio de 1601, sólo un mes y medio después de haber desfilado solemnemente portando el palio de las reliquias de San Raimundo, y cuando la ciudad vivía todavía en plena euforia festiva, el virrey amenazó formalmente y por escrito a los diputados con detenerlos y privarlos de sus bienes si no procedían inmediatamente a la impresión de las constituciones43. El 2 de marzo de 1602, el diputado y el oidor militar fueron arrestados, mientras que el diputado real consiguió huir. Fue precisamente el brazo militar el que más se distinguió en la reivindicación de una postura firme frente al monarca. Sólo la sustitución del duque de Feria por el arzobispo de Tarragona, Joan de

42. Sobre las relaciones entre Felipe II y los diputados: Pérez Latre (2004), especialmente pp. 181-234. 43. DG, III, pp. 401-402.

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Terés, en 1602, permitió llegar a una solución: los presos fueron liberados y las constituciones publicadas con la promesa del virrey de que los puntos controvertidos no tendrían ejecución hasta que no se hubiesen celebrado nuevas Cortes (Arrieta Alberdi 1995: 57-69)44, lo que puede ser una de las causas del anuncio hecho por Felipe III en 1609 de que preparaba una nueva visita a Cataluña. El trabajo del profesor Ernest Belenguer es de los pocos que nos ilumina sobre lo que pasó tras la muerte de Terés y la llegada como virrey del duque de Monteleón, en 1603. Y lo que sucedió fue, siguiendo su definición de los mandatos trienales de los diputados del General, el “mantenimiento estructural de los conflictos” (1602-1605) y la “fijación en los problemas internos” (1605-1608) (Belenguer Cebrià 1996: XXXII y XXXVII). No sólo persistió la tensión y la desconfianza entre los organismos regios y la Diputación por un sinfín de pequeñas –y no tan pequeñas– causas, sino que además fue especialmente tirante la relación con el brazo militar. Diputación y nobles protestaban por las detenciones de caballeros, los intentos de limitar el porte de armas, el nombramiento de Joan de Queralt como gobernador, la ejecución de un testigo contra un oficial real en la visita de 1603-1605, las actuaciones de la Inquisición,… y los lugares en la procesión de la traslación de las reliquias de San Raimundo. Mientras los diputados veían contrafueros en muchos actos del virrey, éste se quejaba de que las constituciones del país le impedían ejercer justicia, especialmente en el acuciante tema del bandolerismo45. Desde 1585, y a pesar de las Cortes de 1599, un ambiente de abierta desconfianza, cuando no de franca hostilidad, parece haberse instalado entre las instituciones del rey y de la tierra en Cataluña. Cualquier petición o decisión de contenido político del Consejo de Aragón o del virrey era examinada como si pudiera ser una contravención de las constituciones catalanas y cualquier actuación de los diputados parecía susceptible de constituir una usurpación de la jurisdicción real. Toda esta acumulación de problemas estaba muy presente en 1608. Y, en estas circunstancias, el lugar que cada autoridad pudiera ocupar

44. John Elliott ha destacado las malas relaciones de Terés con el brazo militar: Elliott (1986: 99). 45. Luis Corteguera habla de “la enorme distancia entre Felipe III y Cataluña, que no se acortaría en los últimos años del reinado” (2008: 212).

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en la proyectada procesión tenía importantes consecuencias. Cualquier igualación a nivel visual entre el poder del rey y de la tierra, o cualquier intento de mostrar una preeminencia del uno sobre el otro sería leída en clave política, a comenzar por los propios actores del conflicto, de ojo extraordinariamente atento para captar cualquier matiz y cualquier variación del protocolo. Hay que valorar, además, la posición de la nobleza local, reivindicando en todas las procesiones un papel institucional y corporativo del “brazo militar”, en paralelo a su beligerancia contra el poder real tanto en el conflicto de 1602 como en los años sucesivos. Y el hecho de que fuera una autoridad concreta –el rey, la Real Audiencia, la ciudad de Barcelona,…– la que asignase el lugar que debían ocupar las otras tampoco estaba libre de connotaciones. Ese trasfondo político del pleito por la procesión aparece continuamente en la documentación examinada. Para las autoridades regias, lo que se discutía era la lealtad al rey. El 14 de mayo de 1608, por ejemplo, cuando el obispo de Barcelona recibe a los representantes de los diputados que vienen a pedirle que reconsidere su decisión de posponer la ceremonia, el prelado y su cabildo se declaran sorprendidos de esta reacción “may pensada de persones de aquest Principal tant fidelissims vassalls de Sa Magestat”46. Los jueces de la Real Audiencia enviados a deliberar con el Consejo de Ciento dejaban claro que ellos no podían “dexar de mirar per la conservacio del (el lugar que les toca) y prerrogativas, preheminencies y regalies de Sa Magestat”, por lo que esperaban la colaboración de los regidores, como siempre habían hecho, “en tot lo que toque al Servei de Sa Magestat y a sa Auctoritat Real”47. Pero también el Consejo de Ciento afirmaba, entre protestas de fidelidad al soberano, que gozaba de la facultad, confirmada por sus antepasados, de disponer el orden de los actos públicos en las calles de Barcelona y recordaba, por tanto, que las órdenes del rey eran “perjudiçials (…) a les preheminencies de la present Ciutat”48. Y los diputados recordaban la importancia de este privilegio de la ciudad casi

46. AHCB, CC, II, 117, fol. 102r. 47. AHCB, CC, II, 117, fol. 104r. Frase que hacía suya el Consejo de Aragón: ACA, CA, 267, nº 5, consulta de 22-09-1608. 48. AHCB, CC, II, 117, fols. 110r-v.

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en cada embajada que enviaban al Consejo de Ciento49. Para la municipalidad, la ciudad tenía la posesión desde tiempo inmemorial de decidir el orden de los participantes en “semblants y altres actes publichs als qui assisteixen en ells encara que sien personas reals”50, mucho más “donar los llochs competents aixi als officials Reials preheminents com a qualsevol altres persones principals i illustres”51. Por eso, no había incompatibilidad entre sus privilegios y las preeminencias del rey: “lo que defensa la ciutat es en servey de sa real Magestat y pensar que ninguna persona li usurpe las preheminenties Reals degudes a sa real persona”52. En cuanto a las órdenes expresas del rey de conformarse con una de las propuestas de la Real Audiencia, la respuesta era contundente: “si be per nosaltres per nostra innata obligatio y fidelitat stam promptes sempre y molt prets a obeir los manaments de Vostra Magestat, empero quant aquells paran preiuditi y maiorment que sia notable a las constitutions de Cataluña, privilegis, usos o drets de aquesta Ciutat nos es permes ab humil subiectio y reverentia replicar”53. ••• En 1608, la ciudad de Barcelona protestaba al rey: las peticiones del rey sobre la disposición de los protagonistas de la procesión era “en total violatio del orde seremonial inconcussament observat en la present ciutat (…) que no pot ferse sino subvertint tot lo orde que fins avuy se ha servat”54. Pero el virrey, por su parte, tenía claro que su obligación era defender la preeminencia de la autoridad regia también en ese “orden ceremonial”, correlato de un orden político catalán sometido desde hacía una veintena de años a constantes tensiones. Y llevaba esa obligación al límite de mantener vetada la celebración de la procesión de san Raimundo de Peñafort, aunque ello mermase la reputación de la ciudad de Barcelona, porque no se le asignaban los lugares que consideraba adecuados ni a él ni a los jueces de la Real Au49. 50. 51. 52. 53. 54.

Por ejemplo, DG, III, p. 613. AHCB, CC, VI, 73, fol. 61v, o incluso a la persona del rey según fol. 116r. AHCB, CC, VI, 73, fol. 30r, repetido en fol. 44r. AHCB, CC, VI, 73, fol. 46v. AHCB, CC, VI, 73, fols. 88r-v. AHCB, CC, VI, 73, fol. 44v; el subrayado es mío.

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diencia, sobre todo en relación con la posición que se atribuía a los diputados de la Generalitat de Cataluña. Volvemos al principio: ¿un mundo ordenado? La “subversión” del “orden ceremonial” era en el fondo, para los consejeros municipales, una transgresión del orden político. Cada parte implicada –rey, Consejo de Aragón, virrey y Real Audiencia por un lado; Diputación del General, Consejo de Ciento y brazo militar, por otro– percibían las propuestas ceremoniales de su contraparte como un ataque a sus preeminencias y prerrogativas. El ceremonial se convertía, como ha escrito Francesco Benigno a propósito de la Sicilia coetánea, en “un terreno aperto, non completamente definito, mai del tutto conchiuso (…) che permette ai gruppi corporati di definire attraverso il loro rapporto con l’autorità sovrana, anche la propria autonomia di soggetti”55. La incapacidad de llegar a un acuerdo para celebrar la proyectada procesión de 1608 es el símbolo del equilibrio inestable y del combate inacabado que libraban, en abierta competencia, las jurisdicciones del rey y de la tierra. En la Cataluña de inicios del siglo xvii, el orden político del Antiguo Régimen, teóricamente inmutable, se agrietaba a ojos vista en un vaivén de tensiones que, a la larga, había de conducir a la ruptura. Y si en 1626 Felipe IV sancionaba con su presencia el reposo definitivo de los restos mortales de San Raimundo, mientras intentaba en vano obtener el apoyo de las Cortes catalanas a su política, en 1640 la ciudad de Barcelona y la Diputación General de Cataluña se separaban de la Monarquía Hispánica y el virrey de Felipe IV, a la sazón el conde de Santa Coloma, era asesinado a las afueras de Barcelona mientras intentaba huir de la ciudad sublevada.

Bibliografía Fuentes primarias Amargós, Alexandre (1601): Relacio de la solemne professo ques feu en Barcelona a 24 de Maig del corrent Any 1601 per la Canonitzacio de Sant Ramon de Penyafort. Barcelona: Casa de Gabriel Graells y Giraldo.

55. Benigno (2008: 140 y 143).

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Rebullosa, Iayme (1601): Relacion de las grandes fiestas que en esta ciudad de Barcelona se han hecho a la canonizacion de su hijo San Ramon de Peñafort, de la Orden de Predicadores. Barcelona: Imprenta de Jaume Cendrat. Clascar, Pablo (1626): Tercero aviso. Translacion del gloriosissimo San Raymvndo de Peñafort luz y dechado de toda la Orden de Predicadores, gloria de este Principado de Cataluña y hijo desta insigne y leal ciudad de Barcelona. Barcelona: Estevan Libreros. Estudios Arrieta Alberdi, Jon (1995): “La disputa en torno a la jurisdicción real en Cataluña (1585-1640): de la acumulación de la tensión a la explosión bélica”. En: Pedralbes 15, pp. 33-93. Belenguer Cebrià, Ernest (1996): “Pròleg: la Generalitat en la cruïlla dels conflictes jurisdiccionals (1578-1611)”. En: Dietaris de la Generalitat de Catalunya. Barcelona: Generalitat de Catalunya, vol. III, pp. IX-XLVI. Benigno, Francesco (2008): “Leggere il Cerimoniale nella Sicilia Spagnola”. En: Mediterranea. Ricerche storiche V, abril, pp. 133-148. Corteguera, Luis R. (2008): “Cataluña”. En: José Martínez Millány Maria Antonietta Visceglia (eds.): La Monarquía de Felipe III. Los Reinos. Madrid: Fundación Mapfre, vol. IV, pp. 196-214. Dandelet, Thomas J. (2002): La Roma española (1500-1700). Barcelona: Crítica. Durán y Sanpere, Agustí/Sanabre, Josep (eds.) (1930 y 1947): Llibre de les Solemnitats de Barcelona. Barcelona: Institució Patxot, 2 vols. Elliott, John (1986): La rebelión de los catalanes (1598-1640). Madrid: Siglo XXI, 3ª ed. Ettinghausen, Henry (2001): “De la noticia a la prensa. (San Raimundo de Peñafort, Barcelona, 1601)”. En: Christoph Strosetzki (ed.): Actas del V Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 490-502. Ferro, Víctor (1987): El Dret Públic Català. Les Institucions a Catalunya fins al Decret de Nova Planta. Vic: Eumo. Garganté Llanes, María (2011): Festa, arquitectura i devoció a la Catalunya del Barroc. Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat.

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Gil Pujol, Xavier (1984): “Catalunya i Aragó 1591-1592: una solidaritat i dos destins”. En: Actes del Primer Congrés d’Història Moderna de Catalunya. Barcelona: Universidad de Barcelona, vol. 2, pp. 125-131. Lalinde Abadía, Jesús (1964): La institución virreinal en Cataluña (1471-1716). Barcelona: Instituto Español de Estudios Mediterráneos. Majorana, Bernardette (2008): “Feste a Milano per la canonizzazione di santi spagnoli (secoli xvii)”. En María Cruz de Carlos et alii. (dirs.): La imagen religiosa en la Monarquía Hispánica. Usos y espacios. Madrid: Casa de Velázquez, pp. 103-117. Pérez Latre, Miquel (2004): Entre el rei i la terra. El poder polític a Catalunya al segle xvi. Vic: Eumo. Ragon, Pierre (2009): “Les fêtes de béatification et de canonisation en Nouvelle-Espagne xviie-xviiie siècles”. En Bernard Dompnier (dir.): Les Cérémonies Extraordinaires du Catholicisme Baroque. ClermontFerrand: Presses Universitaires Blaise-Pascal, pp. 563-577. Raufast Chico, Miguel (2008): “Ceremonia y conflicto: entradas reales en Barcelona en el contexto de la Guerra Civil catalana (14601473)”. En: Anuario de Estudios Medievales, 38/2, pp. 1037-185. Simon i Tarrés, Antoni (2008): Pau Claris, líder d’una classe revolucionària. Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat. Torres Sans, Xavier (2012): “La ciutat dels sants. Barcelona i la historiografia de la Contrareforma”. En: Barcelona. Quaderns d’Història, en prensa (ponencia presentada al XII Congrés d’Història de Barcelona) Visceglia, Maria Antonietta (2002): La città rituale. Roma e le sue cerimonie in età moderna. Roma: Viella. — (2009): “Les cérémonies comme compétition politique entre les Monarchies Française et Espagnole, à Rome, au xviie siècle”. En Bernard Dompnier (ed.): Les Cérémonies Extraordinaires du Catholicisme Baroque. Clermont-Ferrand: Presses Universitaires Blaise-Pascal, pp. 365-387.

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Sobre los autores

Jon Arrieta Alberdi es catedrático de Historia del Derecho en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. Su campo de investigación abarca las instituciones públicas de la Corona de Aragón en época moderna, las formas de unión política y de estructuración de las monarquías modernas y el sistema foral vasco tanto en su dimensión histórica como en su proceso de actualización. Como publicaciones más relevantes cabe destacar El Consejo Supremo de la Corona de Aragón (1494-1707) (Zaragoza, 1994) y Forms of Union: the British and Spanish Monarchies in the Seventeenth and Eighteenth Centuries (San Sebastián, 2009), con John H. Elliott (eds.). Maria Fernanda Bicalho es profesora en el Departamento de Historia de la Universidade Federal Fluminense (Brasil). Se interesa por la historia política y de la administración del imperio ultramarino portugués, la historia política, social y del urbanismo de Río de Janeiro y las élites y los poderes locales en la América portuguesa. Algunas de sus publicaciones más destacadas son A Cidade e o Império. O Rio de Janeiro no século XVIII (Rio de Janeiro, 2003); O Antigo Regime nos Trópicos. A Dinâmica Imperial Portuguesa (séculos XVI-XVIII) (Rio de Janeiro, 2001), con João Fragoso y Maria de Fátima S. Gouvêa; Modos de Governar. Idéias e Práticas Políticas no Império Português (séculos XVI a XIX) (São Paulo, 2005), con Vera Lúcia Amaral Ferlini, y O Governo dos Povos (São Paulo, 2009) con Laura de Mello e Souza y Júnia Ferreira Furtado. Christian Büschges es profesor de Historia Ibérica y Latinoamericana en la Universidad de Bielefeld (Alemania). Sus intereses de investigación son las cortes virreinales de la Monarquía Hispánica, la

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SOBRE LOS AUTORES

nobleza en la América hispánica y etnicidad y política en la historia de América Latina. Entre sus publicaciones recientes se encuentran Familia honor y poder. La nobleza de la ciudad de Quito durante la época colonial tardía (1765-1822) (Quito, 2007) y Los Andes en movimiento. Identidad y poder en el nuevo paisaje político (Quito, 2009), con Pablo Ospina y Olaf Kaltmeier (eds.). Pedro Cardim es profesor de Historia Moderna de la Faculdade de Ciências Sociais e Humanas de la Universidade Nova de Lisboa y miembro de la dirección del Centro de História de Além-Mar de la Universidade Nova de Lisboa y de la Universidad de las Azores. Se interesa por la historia político-administrativa de Portugal en los siglos xvi y xvii, las relaciones entre Portugal y España durante la Época Moderna, y la historia de la colonización portuguesa en el Atlántico. Entre sus publicaciones se encuentran D. Afonso VI (Lisboa, 2006), con Ângela Barreto Xavier, y Polycentric Monarchies. How did Early Modern Spain and Portugal Achieve and Maintain a Global Hegemony? (Eastbourne, 2012), con Tamar Herzog, José Javier Ruiz Ibáñez y Gaetano Sabatini.

Ignasi Fernández Terricabras es profesor de Historia Moderna en la Universitat Autònoma de Barcelona. Sus principales campos de interés son la historia política y religiosa de la Monarquía Hispánica en los siglos xvi y xvii, en particular la aplicación de la Reforma católica. Sus publicaciones más destacadas son Felipe II y el clero secular. La aplicación del concilio de Trento (Madrid, 2000) y Philippe II et la Contre-Réforme. L’Église d’Espagne à l’heure du concile de Trente (Paris, 2001). Alfredo Floristán es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Alcalá. Se ha ocupado de cuestiones institucionales, políticas y de identidad relativas a la integración de territorios en la Monarquía de España durante los siglos xv-xvii desde una visión europea comparativa. Ha coordinado dos manuales universitarios de Historia Moderna Universal y de Historia Moderna de España (Barcelona 2002 y 2004) y es editor del libro 1512. Conquista e incorporación de Navarra. Historiografía, derecho y otros procesos de incorporación en la Europa renacentista (Barcelona 2012). En la actualidad

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SOBRE LOS AUTORES

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prepara una monografía sobre la confrontación de identidades colectivas en la España de los siglos xvi y xvii. Joana Fraga está realizando su investigación doctoral en la Universidad de Barcelona sobre el uso de las imágenes en las revueltas de Portugal, Cataluña y Nápoles en la década de 1640. Es becaria predoctoral de la Fundação para a Ciência e Tecnologia del gobierno de Portugal. Catarina Madeira Santos es Mâitre de Conférences en el Centre d’Etudes Africaines de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. El ámbito de su investigación es el imperio portugués en la Época Moderna en Asia y África Central (Congo-Angola), con un enfoque en la historia cultural, social y política. Entre sus publicaciones se encuentran, “Goa é a Chave de Toda a Índia”, Perfil Político da capital do Estado da Índia (Lisboa 1999) y Africae Monumenta, vol. I, Arquivo Caculo Cacahenda (Lisboa, 2002), con A. P. Tavares. Manfredi Merluzzi es profesor de Historia Moderna en la Universidad de Roma TRE. Sus intereses científicos se enfocan en dos direcciones: la historia política y cultural de la Monarquía Hispánica entre Europa y América, en particular en la primera etapa de la edificación de los virreinatos americanos, y las nuevas fuentes para la historia. Entre sus publicaciones destacan La pacificazione del Regno. Negoziazione e creazione del consenso nella formazione del Perù vicereale (1533-1581) (Roma, 2010) y Politica e governo nel Nuovo Mondo. Francisco de Toledo viceré del Perù (1569-1581) (Roma, 2003). Susana Münch Miranda es docente del Departamento de História da Faculdade de Ciências Sociais e Humanas da Universidade Nova de Lisboa, investigadora integrada del CHAM (FCSH-UNL e Universidade dos Açores) y becaria posdoctoral de la FCT. Su investigación ha privilegiado la historia del imperio portugués durante la Edad Moderna, en una doble perspectiva institucional y económica. Entre sus publicaciones se encuentra la História Económica de Portugal (1143-2010) (Lisboa, 2011), con Leonor Freire Costa e Pedro Lains. Nuno Gonçalo Monteiro es investigador coordinador del Instituto de Ciências Sociais de la Universidade de Lisboa. Ha sido pro-

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SOBRE LOS AUTORES

fesor visitante en diversas universidades españolas, francesas y brasileñas. Entre sus publicaciones destacan O Crepúsculo dos Grandes. A Casa e o Património da Aristocracia em Portugal (1750-1834) (2ª ed., 2003); The european nobilities in the Seventeenth and Eighteenth Centuries (2ª ed, 2006); Elites e Poder. Entre o Antigo Regime e o Liberalismo (3ª ed., 2012); D. José. Na sombra de Pombal, (2ª ed., 2008); História de Portugal (7ª ed., 2012), con Rui Ramos e Bernardo V. e Sousa, e História da vida privada em Portugal (2 vols.) A Idade Moderna (dir. J. Mattoso, 2010). Fernanda Olival es profesora de la Universidade de Évora y vicedirectora del CIDEHUS-UE (Centro Interdisciplinar de História, Culturas e Sociedades de la Universidade de Évora). Sus principales publicaciones son D. Filipe II de cognome “O Pio” (de Mouro, 2008) y As Ordens Militares e o Estado Moderno: honra, mercê e venalidade em Portugal (1641-1789) (Lisboa, 2001). Joan-Lluís Palos es profesor de Historia Moderna en la Universidad de Barcelona. Ha trabajado sobre las instituciones de gobierno en Cataluña en el imperio de los Austrias y actualmente se interesa por las imágenes visuales, prácticas de gobierno y circulaciones culturales entre Italia y España en la Edad Moderna. Es autor de La Historia Imaginada. Construcciones visuales del pasado en la Edad Moderna (Madrid, 2008), con Diana Carrió-Invernizzi, y de La mirada italiana. Un relato visual del imperio español en la corte de sus virreyes en Nápoles (Valencia, 2010). María de los Ángeles Pérez Samper es catedrática de Historia Moderna en la Universidad de Barcelona, correspondiente de la Real Academia de la Historia, miembro del Instituto Europeo de Historia y Culturas de la Alimentación y presidenta de la Fundación Española de Historia Moderna. Trabaja en diversas líneas de investigación, como la historia social del poder, la monarquía española, la figura de los reyes y las reinas, la fiesta y el ceremonial y la historia de la vida cotidiana y de la alimentación. Entre sus publicaciones destacan Las monarquías del absolutismo ilustrado (Madrid, 1993); La vida y la época de Carlos III (Barcelona, 1998); La alimentación en la España del Siglo de Oro. Domingo Hernández de Maceras “Libro del Arte de Co-

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cina” (Huesca, 1998); Isabel de Farnesio (Barcelona, 2003); Poder y seducción. Grandes damas de 1700 (Madrid, 2003); Isabel la Católica (Barcelona, 2004) y Mesas y cocinas en la España del siglo XVIII (Gijón, 2011). Mafalda Soares da Cunha es profesora de Historia Moderna en el Departamento de Historia de la Universidad de Évora. Coordinadora del CIDEHUS-UE (Centro Interdisciplinar de História, Culturas e Sociedades de la Universidade de Évora). Coeditora del e-Journal of Portuguese History (www.brown.edu/Departments/Portuguese_ Brazilian_Studies/ejph/). Su investigación se ha centrado en la historia social y política de la Edad Moderna y, recientemente, sobre los gobernadores coloniales del imperio portugués y las relaciones de poder en Portugal en perspectiva comparada. Entre sus publicaciones se encuentra, A Casa de Bragança (1560-1640). Práticas Senhoriais e Redes Clientelares (Lisboa, 2000). Enrique Solano Camón es profesor en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. Se ha interesado por las relaciones políticas e institucionales entre la Monarquía Hispánica y sus diferentes reinos con especial atención al de Aragón, el poder, la milicia y la sociedad durante la Edad Moderna y el pensamiento político, la diplomacia y la geopolítica. Es autor de Poder monárquico y Estado pactista (1626-1652): los aragoneses ante la Unión de Armas (1987) y La España Ilustrada (1988), con José Antonio Armillas.

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