El Mediterráneo el espacio y la Historia
 9789681632953, 9681632953

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  • Edited by FS, 2018
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aisaje d iv is o , no un mar sino sucesión de mares, desde las colonizaciones griegas y fenicias hasta los tiempos modernos, el Mediterráneo juega un papel fundamental en las culturas de Oriente y Occidente. Es el fuego ondulante de Ulises, el camino de Heródoto y el “mar interior” del italiano Giuseppe Ungaretti. Summa, máxima unidad, centro de las culturas más antiguas. Como gran vórtice mundial, el Mediterráneo ha alimen­ tado múltiples historias; pero, mientras esos relatos devienen en literatura, lo que aquí interesa es cómo esas historias indi­ viduales nos sirven como piezas de rompecabezas para armar esa Gran Historia de la que ha sido testigo y participante. Es un mar histórico, pero también un mar contemporáneo. El presente y el pasado se reflejan en él. Fernand Braudel dice que “la historia no es otra cosa que una constante inte­ rrogación a los tiempos pasados en nombre de los problemas y curiosidades —incluso las inquietudes y las angustias— del

Fernand Braudel (1902-1985) fue continuador de la escuela francesa fundada por Lucien Febvre y Marc Bloch. Junto con Filippo Coarelli y Maurice Aymard construye una suerte de historia básica del Mediterráneo. De un modo acaso secreto, la Historia se vuelve navegación y el paisaje es uno y actual pero también otro y antiguo.

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COLECCIÓN POPULAR,

www.fondodeculturaeconomica.com

presente que nos rodea y nos asedia"

43i EL MEDITERRÁNEO

CO LECCIÓN PO PULAR

*

Traducción de

FERN AN D BRAUDEL

F r a n c is c o G o n z á l e z A r a m b u r o

El Mediterráneo EL ESPACIO Y LA H IST O R IA

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en francés, 1985 Primera edición en español, 1989 Tercera reimpresión, conmemorativa del 50 aniversario de Colección Popular, 2009

Braudel, Femand El Mediterráneo. El espacio y la historia / Femand Braudel; trad. de Fran­ cisco González Aramburo. — México : FCE, 1989 172 p .; 17 x 11 cm — (Colee. Popular ; 431) Título original La Méditerranée. L’espace et l’histoire ISBN 978-968-16-3295-3 1. Mediterráneo 2. Geografía histórica I. González Aramburo, Francisco, tr. II. Ser. III. t. LC D973.A2

Título original: La Méditerranée. L’espace et l ’histoire ©1985, Éditions Flammarion, París Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero D. R. © 1989, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738, México, D. F. Empresa certificada ISO 9001: 2000 Comentarios: editorial(2)fondodeculturaeconomica.com www.fondodeculturaeconomica.com Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4694 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

Impreso en México • Printed in México

Mediterráneo...............................................................

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La tierra, por Femand Braudel............................... Una geología todavía en ebullición..................... Montañas casi por todas partes alrededor del mar............................................................... El sol y la llu v ia .................................................... Una tierra para conquistar.................................. Las sociedades tradicionales................................ Trashumancia y nomadismo................................ Los equilibrios de la vida......................................

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El mar, por Fernand Braudel...................................... Una moderada fuente alim enticia..................... Sin embargo, hay algunas pescas abundantes. . . Navegar contra la distancia.................................. Navegar contra el mal tiempo............................. Los barcos en el fondo del mar........................... Hasta los navios de línea...................................... Barcos y bosques.................................................. El Mediterráneo es los cam inos.........................

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Dewey 940 B825m

Distribución en Latinoamérica

ISBN978-968-16-3295-3

ÍNDICE

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El alba, por Fernand Braudel.................................... Las revoluciones del Cercano O riente............... Primeros barcos, primeras civilizaciones.......... El primer Mediterráneo comerciante de la historia..................................................... De Cnosos a M icen as.......................................... Las catástrofes poco explicables del oscuro siglo x i i ............................................................. El Far-West mediterráneo.................................... Solamente hablaremos de los fenicios............... Un país arrojado hacia el m ar............................. Cartago o la segunda F en icia............................. Entre el trueque y la m oneda............................. Divisar la ciudad.................................................... Bajo el signo de T a n it.......................................... Ya dos Mediterráneos..........................................

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Roma, por Filippo Coarelli........................................

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M editerráneo 78 83 85 86 87 89 92 93 96

La historia, por Fernand Braudel................................ 120 Prioridad a las civilizaciones.................................. 120 Remontando el curso de los siglos........................ 122 Telehistorias............................................................. 125 129 Los recubrimientos de las civilizaciones.......... Pensar sólo en los conflictos entre las civilizaciones....................................................... 13 1 La civilización no constituye toda la historia .. 134 El lugar de la economía.......................................... 135 La conquista del Mediterráneo por los nórdicos 137 Antes y después de la apertura del Canal de Suez (1869)..................................................... 141 Espacios, por Maurice A ym ard ..................................

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los barcos navegan; las olas repiten su canción; los viñadores descienden por las colinas de Cinque Terre, en la Riviera genovesa; se varean los oli­ vos en Provenza y en Grecia; los pescadores arrojan sus redes sobre la laguna inmóvil de Venecia o en los canales de Djerba; los carpinteros construyen barcas parecidas a las de ayer... Y una vez más, al contemplarlos, nos sali­ mos del tiempo. Hemos intentado aquí el constante rencuentro del pa­ sado con el presente, el repetido pasaje del uno al otro, un recital sin fin a dos voces. Si este diálogo, con los proble­ mas que se hacen eco los unos a los otros, anima este li­ bro, habremos logrado nuestro propósito. La historia no es otra cosa que una constante interrogación a los tiem­ pos pasados en nombre de los problemas y curiosidades —e incluso las inquietudes y las angustias— del presente que nos rodea y nos asedia. Más que ningún otro univer­ so humano, el Mediterráneo constituye la prueba de ello, no deja de contarse a sí mismo; de revivirse a sí mismo. Sin duda alguna por placer, pero también por necesidad. Haber sido es una condición para ser. n e s t e l ib r o ,

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Pero, ¿qué es el Mediterráneo? Mil cosas a la vez. No un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, si­ no una sucesión de mares. No una civilización, sino ci­ vilizaciones amontonadas unas sobre otras. Viajar por el Mediterráneo es encontrar el mundo romano en el Líbano, la prehistoria en Cerdeña, las ciudades griegas en Sicilia, la presencia árabe en España, el islam turco en Yugoslavia. Es perderse en lo más hondo de los siglos, hasta las construcciones megalíticas de Malta o las pi­ rámides de Egipto. Es encontrar cosas muy viejas, toda­ vía vivas, que se codean con lo ultramoderno: al lado de Venecia, falsamente inmóvil, la densa aglomeración in­ dustrial de Mestre; junto a la barca del pescador, que si­ gue siendo la de Ulises, el bou devastador de los fondos marinos o los enormes petroleros. Es sumergirse a la vez en el arcaísmo en los mundos insulares y asombrar­ se ante la extremada juventud de ciudades muy viejas, abiertas a todos los vientos de la cultura y de la ganan­ cia económica, y que, desde hace siglos, vigilan y se co­ men el mar. Todo, porque el Mediterráneo es una encrucijada muy antigua. Desde hace milenios todo ha confluido ha­ cia él, enredando, enriqueciendo su historia: hombres, animales de carga, vehículos, mercaderías, naves, ideas, religiones, modos de vida. Incluso plantas. Las creemos mediterráneas. Pero, con excepción del olivo, la vid y el trigo —autóctonas que aparecieron tempranamente en el lugar— casi todas nacieron lejos de mar. Si Heródoto, el padre de la Historia que vivió en el siglo v antes de nues­ tra era, regresara confundido entre los turistas de hoy, iría de asombro en asombro. Lo imagino, escribe Luden Febvre,

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rehaciendo hoy su periplo por el Mediterráneo oriental. ¡Cuántas sorpresas! Esos frutos de oro, en esos arbustos verde oscuro, naranjos, limoneros, mandarineros, no re­ cuerda haberlos visto en su vida. ¡Caramba! Son del Lejano Oriente, traídos por los árabes. Esas plantas bizarras de si­ luetas insólitas, espinosas, con tallos floridos y nombres extraños, cactus, agaves, áloes, nopales, nunca las ha visto en su vida. ¡Caramba! Son americanas. Esos grandes árbo­ les de follaje pálido que, sin embargo, tienen nombre grie­ go, eucalipto: nunca vio nada parecido. ¡Caramba! Son aus­ tralianos. Y los cipreses, tampoco los conoce: son persas. Todo esto para el decorado. Y, en lo que toca a cualquier comida, qué de nuevas sorpresas, ya se trate del tomate, del Perú;* de la berenjena, de la India; del pimiento, de la Guayana; del maíz, de México; del arroz, don de los árabes, por no hablar del frijol, de la papa, del durazno, ese montañés chino convertido en iraní, ni del tabaco.

Sin embargo, todo ello ha llegado a ser el paisaje mis­ mo del Mediterráneo: “Una Iliviera sin naranjos, una Toscana sin cipreses, canastos sin pimientos... ¿Qué po­ dría haber más inconcebible para nosotros hoy?” (Lu­ den Febvre, Annales, xn, 29). Y si se preparara un catálogo de los hombres del Me­ diterráneo, de aquellos nacidos en sus riberas o de los descendientes de esos que, en tiempos lejanos, navega­ ron sobre sus aguas o cultivaron sus tierras y sus cam­ pos en terrazas, y después todos los recién llegados que poco a poco las invadieron, ¿no se tendría la mis* La variedad de especies de la botánica americana ha hecho caer a Febvre en la confusión de denominar a Perú como el sitio de origen del tomatl mexicano, [ e.]

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ma impresión que al hacer la lista de sus plantas y sus frutos? Tanto en su paisaje físico como en su paisaje huma­ no, el Mediterráneo es una encrucijada; el Mediterráneo extravagante aparece, no obstante, en nuestros recuerdos como una imagen coherente, como un sistema donde todo se mezcla y se recompone en una unidad original. ¿Cómo explicar esta unidad evidente, este ser profundo del Mediterráneo? Habrá que intentarlo una y otra vez. La explicación no es sólo la naturaleza, que ha trabajado bastante en este sentido; no es sólo el hombre, que ha unido todo obstinadamente; son al mismo tiempo los dones de la naturaleza o sus maldiciones —unos y otras en número considerable— y, ayer como hoy, los múlti­ ples esfuerzos de los hombres. Es decir, una suma intermi­ nable de casualidades, de accidentes, de éxitos repetidos. El objetivo de este libro es mostrar que esas expe­ riencias y esos triunfos se comprenden precisamente si se toman en conjunto; más todavía, que deben relacio­ narse entre sí, que con gran frecuencia les conviene la luz del presente, que a partir de lo que hoy se ve, se juz­ ga, se comprende el ayer —y a la inversa— . El Medite­ rráneo es una buena ocasión para presentar “otra” forma de abordar la historia. Porque el mar, tal como lo vemos y amamos, es el más asombroso, el más claro de todos los testimonios sobre su pasado. Fern an d Braud el

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La tierra Fern a n d Braudel

del mundo, el Mediterráneo es un simple corte de la corteza terrestre, un estrecho huso, que se alarga desde Gibraltar hasta el istmo de Suez y el Mar Rojo. Fracturas, fallas, hundimientos, pliegues terciarios, han creado fosas líquidas muy profundas, y frente a sus abismos, en contrapartida, interminables guirnaldas de jóvenes montañas, muy altas, de formas vivas. Cerca del cabo Matapan se extiende una fosa de 4600 metros, co­ mo para ahogar con facilidad la cima más alta de Grecia, los 2985 metros del monte Olimpo. Estas montañas penetran en el mar, y a veces lo es­ trangulan hasta reducirlo a un simple corredor de agua salada: así sucede en Gibraltar, en las bocas de Bonifacio, en el estrecho de Mesina con las simas turbulentas de Caribdis y Escila, así a lo largo de los Dardanelos y del Bosforo. Ya no es el mar, sino ríos, incluso simples puer­ tas marinas. Estas puertas, estos estrechos y estas montañas dan cohesión al espacio líquido. Contribuyen a delimitar pa­ trias autónomas; el Mar Negro; el Mar Egeo; el Adriáti­ co, que durante mucho tiempo fue propiedad de los ve-

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n un m apa

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necianos; el mucho más vasto Tirreno. Y a este recorte del mar en una serie de cuencas corresponde, como imagen invertida, el recorte de las tierras en continentes particulares: la península de los Balcanes, Asia Menor, Italia, el conjunto ibérico, África del Norte. Sin embargo, en esa visión de conjunto, se destaca una línea capital, esencial para comprender el pasado del mar desde la época de las colonizaciones griegas y feni­ cias hasta los tiempos modernos. La complicidad de la geografía y de la historia ha creado una frontera inter­ media de riberas e islas que, de norte a sur, separa al mar en dos universos hostiles. Tracemos esta frontera, desde Corfú y el canal de Otranto que cierra a medias el Adriá­ tico, hasta Sicilia y las costas del Túnez actual: al este, estamos en Oriente; al oeste, en Occidente, en el sentido amplio y clásico de esas palabras. ¿Quién podría dudar que esta bisagra sea, por excelencia, la gran trinchera de combates pasados como en Actium, Préveza, Lepanto, Malta, Zama, Djerba? La línea de los odios y de las gue­ rras sin fin; de las ciudades y las islas fortificadas que se acechan unas a otras, desde lo alto de sus murallas y de sus atalayas. Italia encuentra aquí el sentido de su destino: es el eje medio del mar y, mucho más de lo que se dice ha­ bitualmente, siempre se ha desplegado en una Italia vuelta hacia el poniente y en una Italia que mira hacia el Levante. ¿Acaso no encontró en esta actitud sus riquezas du­ rante mucho tiempo? Tiene entonces la posibilidad na­ tural, el sueño natural de dominar el mar entero.

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Una

g e o l o g ía

TODAVÍA EN EBULLICIÓN

En el Mediterráneo, el motor de las fracturas, los plie­ gues y la yuxtaposición de las profundidades marinas y de las cimas montañosas es una geología en ebullición, cuya obra no ha borrado el tiempo todavía, y que sigue haciendo estragos ante nuestros ojos. Esto es lo que ex­ plica que el mar esté sembrado de islas y penínsulas, ves­ tigios o trozos de continentes, algunos hundidos, otros desmembrados; lo que explica que los relieves despeda­ zados no hayan sido tocados todavía por la erosión; lo que explica, en fin, los temblores de tierra y el fuego de los volcanes que a menudo gruñen, se adormecen o des­ piertan de manera dramática. He ahí, como centinela en medio del mar, el Stromboli y sus humaredas, al norte de las islas Lipari. Cada noche ilumina el cielo y el mar vecinos con sus proyec­ tiles incandescentes. Ahí está el Vesubio, siempre ame­ nazador por más que, desde hace algunos años, haya de­ jado de elevar su penacho de fuego detrás de Nápoles. Pero, después de muchos siglos de semejante silencio, devastó con toda tranquilidad a Herculano y a Pompeya, en al año 79 d.C. Y ahí está el rey de las fábricas de fuego, el Etna (3 3 13 metros), siempre activo por encima de la maravillosa llanura de Catania. El Etna, lugar de leyendas: los cíclopes, fabricantes de los rayos celestes, manejaban allí, en las fraguas de Vulcano, sus enormes fuelles de piel de toro; el filósofo Empédocles, según se dice, se habría arrojado a su cráter, que sólo devolvió una de sus sanda­ lias. “Cuántas veces —exclama Virgilio— no hemos vis­ to al hirviente Etna desbordarse, poner a rodar globos de 15

fuego y rocas en fusión.” La historia registra un centenar de erupciones del Etna después de la que mencionan Píndaro y Esquilo, en el año 475 antes de nuestra era. En el Egeo, la isla de Santorini (la antigua Théra) es un cráter volcánico del que sólo queda la mitad, y que invadió el mar cuando una formidable explosión la par­ tió en dos, hacia el 1450 a.C. Según los expertos, la ex­ plosión debió ser cuatro veces más fuerte que la que hizo estallar la isla de Krakatoa, en 1883, en el estrecho de la Sonda y la cual provocó fantásticas marejadas, que levan­ taron un navio y una locomotora por encima de casas de varios pisos; explosión que lanzó nubes de cenizas opa­ cas y ardientes a cientos de kilómetros de distancia. ¿Re­ sulta acaso absurdo que los historiadores crean poder inscribir en la lista de las catástrofes que provocó la ex­ plosión de Santorini, la brutal desaparición de la tan bri­ llante civilización de Creta, herida de muerte brusca­ mente hacia la misma época? La erupción de Théra en­ terró en efecto a Creta bajo cenizas ardientes, que las excavaciones ahora descubren y que impidieron los cul­ tivos durante mucho tiempo. ¿Afectaron sus nubes pes­ tilentes a Siria y a Egipto? El Éxodo habla de una aterra­ dora noche de tres días que los judíos, prisioneros del faraón, aprovecharon para huir. ¿Hay que relacionar este acontecimiento con el volcán de Théra? En todo caso, así como el volcán de la antigua isla de Krakatoa, aunque sumergido, sigue estando activo, el crá­ ter de Santorini ha continuado su actividad. Desde el siglo 1 a.C. hasta nuestros días (1928), sucesivas erup­ ciones han hecho emerger una serie de islas e islotes volcánicos en el agua que cubre el antiguo cráter, y toda­ vía hoy el mar bulle a la altura de Santorini, la isla de

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extraños colores. El fuego, pues, sigue encendido bajo la marmita del diablo. Por otra parte, los hombres del Mediterráneo, ¿no han vivido constantemente amenazados, desde su más primitiva historia hasta nuestros días, por las erupciones volcánicas y los temblores de tierra? En Asia Menor, en la muy antigua ciudad de Qatal Hiiyük, la pintura mural de un santuario que data del año 6200 a.C. representa, tras las casas escalonadas de la ciudad, un volcán en erup­ ción, sin duda el Hasan Dag. Y, en esta misma Asia Me­ nor, las excavaciones han descubierto, no hace mucho, restos de monumentos destruidos en apariencia por tem­ blores de tierra; asimismo, han hallado, en la zona más expuesta a los sismos, el primer esfuerzo que se conoce, realizado unos años antes de Cristo, de una arquitectura hecha a base de materiales ligeros, y muy probablemente concebida para resistir esos cataclismos.

M

o n t a ñ a s c a si po r to d as partes

ALREDEDOR DEL MAR

La geología explica la gran abundancia de montañas existentes a través del sólido espacio del Mediterráneo. Montañas recientes, altas, de formas accidentadas y que, como un esqueleto pétreo, perforan la piel de la región mediterránea; los Alpes, los Apeninos, los Balcanes, el Taurus, el Líbano, el Atlas, las cadenas de España, los Pi­ rineos, ¡qué cortejo! Picos abruptos, cubiertos de nieve durante meses, erguidos por encima del mar y de las cá­ lidas llanuras donde florecen las rosas y los naranjos; ás­ peras pendientes que caen a menudo directamente sobre

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el agua — esos paisajes clásicos se encuentran de un ex­ tremo a otro del Mediterráneo, y son casi intercambia­ bles— . ¿Quién podría jactarse de distinguir al primer vistazo entre la costa de Dalmacia, la de Cerdeña o la de la España meridional, cerca de Gibraltar? ¿Quién no se equivocaría? Sin embargo, están separadas por cientos de kilómetros. No obstante, la montaña no circunda todo el Medite­ rráneo. Sobre la costa norte, hay ya algunas interrupcio­ nes: la costa del Languedoc hasta el delta del Ródano, o la costa baja de Venecia sobre el Adriático. Pero la excep­ ción capital a la regla es, en el sur, el largo litoral excepcio­ nalmente llano, casi ciego, que se prolonga sobre miles de kilómetros, desde el Sahel tunecino hasta el delta del Nilo y las montañas del Líbano. Sobre esas intermina­ bles y monótonas riberas, el Sahara entra en contacto directo con el Mar Interior. Vistas desde el avión, dos enormes superficies llanas — el desierto, el mar— se en­ frentan borde contra borde; se contraponen sus colores: uno va del azul al violeta, e incluso al negro; el otro des­ de el blanco al ocre y el naranja. El desierto es un universo extraño que hace desembo­ car las profundidades del África y las turbulencias de la vida nómada sobre las orillas mismas del mar. Son formas de vida que no tienen nada que ver con las de las zonas montañosas. Es un Mediterráneo diferente que se opone al otro y reclama incesantemente su lugar. La naturaleza preparó por anticipado esa dualidad, más aún, esa hostili­ dad congénita. Pero la historia ha mezclado los distintos ingredientes, como la sal y el agua se mezclan en el mar. En consecuencia, el hombre de Occidente, en el con­ cierto del Mediterráneo, no debe escuchar sólo las voces

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que le son familiares; están las otras voces, las extrañas, y el teclado exige las dos manos. Naturaleza, historia, alma, cambian según que se sitúe uno al norte o al sur del mar, según que se mire solamente en una u otra de esas direcciones. Hacia Europa y sus penínsulas, se le­ vanta el telón de las montañas; hacia el sur, si excep­ tuamos los djebeles de África del Norte, de árboles en­ marañados, está el Sahara, un mar petrificado o arenoso, detrás del cual se encuentra la inmensidad del África negra y, como su prolongación, los desiertos de Asia. Sobre esas enormes superficies, no vemos ya navios o convoyes de navios, sino caravanas de camellos, con mi­ les de bestias portadoras de víveres o de preciosas rique­ zas: las especias, la pimienta, las drogas, la seda, el marfil, el polvo de oro... Soñemos también con la lenta conquista, siglo tras siglo, de ese espacio árido donde el hombre supo llegar al agua escondida en las profundidades, crear oasis, plan­ tar palmeras de largas raíces, encontrar pistas y lugares con agua, cerca de las zonas de escasa hierba en las que pueden vivir sus rebaños. ¡Lenta, magnífica, precisa con­ quista! El Mediterráneo corre así, desde el primer olivo que uno encuentra cuando viene del norte, hasta los prime­ ros palmares compactos que surgen con el desierto. Para el que “baja” del norte, el primer olivo le sale al encuen­ tro tras el “cerrojo” de Donzére, sobre el Ródano. El pri­ mer palmar compacto surge (no cabe otra palabra) al sur de Batna y de Timgad, cuando franqueamos el Atlas sahariano por la puerta de oro de El Kantara. Pero encuen­ tros de este tipo, que invariablemente nos deslumbran y conquistan nuestro corazón, están distribuidos por todo

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el Mar Interior. Olivares y palmares montan allí una guar­ dia de honor.

El

so l y l a llu v la

El clima es la unidad esencial del Mediterráneo; un clima muy particular, semejante en un extremo y otro del mar, unificador de los paisajes y de los modos de vida; en efec­ to, es casi independiente de las condiciones físicas loca­ les, forjado desde fuera por una doble respiración, la del Océano Atlántico, el vecino del oeste, y la del Sahara, el vecino del sur. Cada uno de estos monstruos sale con re­ gularidad de su antro para conquistar el mar, que sólo desempeña un papel pasivo: su masa de agua tibia (once grados de temperatura) facilita la invasión del uno, y luego del otro. Cada verano, el aire seco y ardiente del Sahara en­ vuelve al mar en toda su extensión y rebasa ampliamente sus límites hacia el norte; crea por encima del Medite­ rráneo esos “cielos de gloria”, tan claros, esas esferas de luz y esas noches consteladas de estrellas que no se en­ cuentran en ninguna otra parte. Ese cielo de verano sólo se vela cuando, durante algunos días, se desencadenan los vientos del sur, cargados de arena, el khamsin o el si­ roco, el plumbeus auster de Horacio, gris y pesado como el plomo. Durante seis meses, entregado al Sahara, el Medite­ rráneo será el paraíso de los turistas, de los deportes acuáticos, de las playas sobrepobladas, del agua azul, in­ móvil y reluciente al sol. Mientras, los animales, las plantas y la tierra reseca viven a la espera de la lluvia, del

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agua, tan escasa, que en ese momento es la mayor ri­ queza. Los vientos dominantes del noreste, de abril a septiembre, los vientos etesios de los griegos, no traen ningún alivio, ninguna humedad real a la hornaza saha­ riana. El desierto se desvanece cuando interviene el océa­ no. Desde octubre, las depresiones oceánicas cargadas de humedad inician sus procesiones, de oeste a este. Los vientos de todas las direcciones se precipitan sobre ellas y las empujan hacia adelante, las persiguen hasta el Oriente, el mar se oscurece, cobra tonalidades grises del Báltico, o bien, sepultado bajo un manto de espuma blanca, parece cubrirse de nieve. Y las tormentas, tre­ mendas tormentas, se desencadenan. Los vientos devas­ tadores: el mistral, la borah, atormentan el mar y, en tie­ rra, hay que protegerse contra sus furores y violencias. Las hileras de cipreses en Provenza, las barreras de jun­ cos de la Mitidja, los haces de paja con que se rodean los almácigos de legumbres de Sicilia, son indispensables para la protección de los cultivos. Al mismo tiempo, todos los paisajes desparecen bajo una cortina de lluvia torrencial y nubes bajas. Es el cielo dramático de Toledo en los cuadros del Greco. Son las trombas de agua de los inviernos de Argelia, que dejan estupefactos a los turis­ tas. Los ríos secos durante meses se hinchan, las inun­ daciones son frecuentes, brutales, a través de las llanuras del Rosellón o de la Mitidja, en Toscana o en Andalucía o en la campiña de Salónica. A veces, absurdas lluvias franquean los límites del desierto, anegan las calles de La Meca, transforman en torrentes de lodo los senderos del norte sahariano. En Aín Sefra, en el sur de Orán, Isabelle Eberhard, la exiliada rusa hechizada por el de­

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sierto, pereció en 1904, arrastrada por una inesperada crecida del Oued * Sin embargo, estas lluvias son benéficas. Los campe­ sinos descritos por Aristófanes se regocijan con ellas, charlan, beben, ya que no hay ninguna otra cosa que hacer afuera, mientras Zeus fecunda la tierra a fuerza de aguaceros. El verdadero trabajo se reanudará sólo con los últimos chaparrones de primavera, con el brotar de los jacintos y de los lirios de arena, con el regreso de las golondrinas. A su llegada, nacen canciones en los labios. En Rodas cantan: Golondrina, golondrina, tú traes la primavera, golondrina de vientre blanco, golondrina de dorso negro.

Allí está: la puerta de las estaciones ha girado sobre sus goznes. En síntesis, es un clima extraño, hostil a la vida de las plantas. La lluvia llega muy abundante en invierno cuando el frío ha detenido el crecimiento de la vegeta­ ción. Cuando viene el calor, ya no hay agua. Por lo tanto, no es para nosotros solos por lo que las plantas del Me­ diterráneo se perfuman, que sus hojas se cubren de pelusilla o de cera, y sus tallos de espinas: al contrario, son éstas las tantas defensas contra la sequedad de los días demasiado cálidos, en que sólo las cigarras están anima­ das. Y si en Andalucía la cosecha del trigo llega tan pron* El Oued o Guad es capital del Suf, región del departamento de Oasis, al noreste de A rgelia. A lguna vez fluyó aquí un río —el Oued— que desapareció, como es común en la zona, absorbido por la arena, [ e.]

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to, en abril, es porque obedece al medio y se apresura a madurar sus espigas. Una

t ie r r a p a r a c o n q u ist a r

El placer de los ojos, la belleza de las cosas disimulan las traiciones de la geología y del clima mediterráneos. Nos hacen olvidar, con gran facilidad, que el Mediterráneo no ha sido un paraíso ofrecido de manera gratuita al de­ leite de los hombres. Ha habido que construir todo, a menudo con más esfuerzo que en otras partes. Sólo el arado de madera puede roturar el suelo friable y sin espe­ sor. Si llueve con demasiado furor, la tierra de miga res­ bala como agua, pendiente abajo. La montaña corta la circulación, se come abusivamente el espacio, limita las llanuras y los campos, reducidos a menudo a algunas franjas, a unos cuantos puñados de tierra; más allá, co­ mienzan los senderos escarpados, duros para los pies de los hombres y para las patas de las bestias. Y la llanura, cuando es de buen tamaño, es porque ha sido durante mucho tiempo el dominio de las aguas di­ vagantes. Ha sido necesario arrebatársela a las marismas hostiles, protegerla de los ríos devastadores y acrecidos por el invierno despiadado, exorcizar la malaria. Con­ quistar las llanuras para la agricultura significó primero vencer el agua malsana. Después, traer de nuevo el agua, ahora vivificadora, para los riegos necesarios. Esta lenta, muy lenta conquista concluyó en nuestro siglo, apenas ayer. Hoy, lo difícil es recobrar los paisajes de aguas dormidas e insalubres de antaño. Cerca de Sabaudia, esa ciudad nueva, creada en medio de los panta­ nos pontinos, hay una extensa marisma de algunas hectá­ 23

reas que se desliza entre los árboles, preservada en el corazón de un asombroso parque nacional. Se le ve como a un testimonio arqueológico. Los animales salvajes, so­ bre todo las aves acuáticas, encuentran en ese lugar un refugio privilegiado. Como prueba de los esfuerzos realizados, están los sistemas muy antiguos o muy modernos de desagüe e irrigación, con inteligentes redistribuciones del agua. Trabajo fabuloso, cuyos iniciadores fueron los árabes en España. En la Huerta de Valencia, corazón de un logro muy antiguo, el famoso Tribunal de Aguas continúa ca­ da año, por medio de una subasta, repartiendo el maná entre los compradores. La paradisiaca Concha de Oro que rodea Palermo, jardín de naranjos y viñas, es un mi­ lagro de agua domesticada que data apenas de los siglos xv y xvi. Basta remontar el curso de las centurias para encon­ trar toda la llanura mediterránea primitivamente cubier­ ta por las aguas, tanto el valle inferior del Guadalquivir como las llanuras del Po, la región baja de Florencia y, en la lejana Grecia, esta o aquella llanura en las que el tonel de las danaides evoca el riego perenne. Para obtener la obediencia y el caudal necesarios para su vida, la llanura ha exigido sociedades numerosas, disci­ plinadas; en el curso de los siglos ha soportado opresivas clases de grandes propietarios, nobles y burgueses, más el arraigo de grandes ciudades y aldeas amplias. Hoy se somete a las técnicas de explotación y a los medios más modernos, así se trate del trigo o de la vid. Se sitúa de ese modo en la zona de los voluminosos rendimientos ca­ pitalistas, de las codicias. La agricultura arcaica ha desapa­ recido a todo galope. ¿Qué otra cosa podría hacer?

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Pero la difícil y larga domesticación, el lento equipa­ miento de las regiones bajas explica el que, por una apa­ rente paradoja, la historia de los hombres en el Medite­ rráneo haya comenzado las más de las veces en las colinas y montañas donde la vida agrícola, siempre dura y pre­ caria, ha estado al abrigo de la mortífera malaria y de los constantes peligros de la guerra. De ahí que haya tantas aldeas en las alturas, tantas pequeñas ciudades colgadas de la montaña, con sus fortificaciones prolongadas en la roca de las pendientes. Así ocurre en los sahels de Africa del Norte, sobre las colinas de Toscana, en Grecia, sobre los bordes de la campiña romana, en Provenza... Decía Guicciardini, a comienzos del siglo xvi: “Italia está cul­ tivada hasta la cima de sus montañas”. Sin embargo, no lo ha estado siempre hasta el fondo de sus valles y llanuras.

La s

s o c ie d a d e s t r a d ic i o n a l e s

Por lo tanto, es en las colinas y en las regiones altas don­ de se encuentran en mejores condiciones las imágenes preservadas del pasado, las herramientas, las costumbres, los dialectos, los trajes, las supersticiones de la vida tra­ dicional. Construcciones todas muy antiguas, que se han perpetuado en un espacio en el que los viejos métodos agrícolas no podían ceder su lugar a las técnicas moder­ nas. La montaña es, por excelencia, el conservatorio del pasado. En África del Norte, la Kabilia, lo mismo que las de­ más montañas berberófonas, posee un folclor vivaz que el hermoso libro de Jean Servier (Les portes de l ’année, 1962) evoca de manera maravillosa. Por ejemplo, los ri­

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tos de comienzos de año, la fiesta del Ennayer (el mes de enero), que tienen por objeto colocar al nuevo año bajo auspicios dichosos, con sus máscaras, sus comidas exce­ sivas y propiciatorias, la limpieza de las casas. Ésos son los ritos de primavera. También, más tarde, los fuegos del ainsara, que el 7 de julio se encienden no sólo en Kabilia, sino a través de toda el África del Norte, o casi. La leyenda de la reina judía incestuosa y quemada en la hoguera por sus pecados, es la explicación que suele dar­ se a esto. Pero ¿no será igual, con la quema de las férulas (umbelíferas resinosas), de los haces de laureles rosas y marrubios, la ocasión para purificar mediante el humo los árboles de los vergeles o los establos, “purificación mágica, pero también procedimiento rústico para exter­ minar a los parásitos...” ? Esta sabiduría autoritaria es or­ den, precaución. Aliento para el trabajo. En todas las zonas altas del Mediterráneo, en Italia, en España, en Provenza, en Grecia, todavía hoy se en­ cuentra sin dificultad toda una serie de fiestas que mez­ clan creencias cristianas y supervivencias paganas sobre el trabajo. Lo mismo que el folclor, el propio paisaje es un testigo de esos arcaicos modos de vida, ¡y qué testi­ go! Un paisaje frágil, creado enteramente por la mano del hombre: los cultivos en terrazas, y los cercos que sin cesar deben ser reconstruidos, las piedras que hay que subir a lomo de asno o de muía antes de ajustarlas y fi­ jarlas bien, la tierra que hay que subir en cestos y acu­ mular detrás de esa muralla. Agreguemos que ninguna yunta, ninguna carreta pueden avanzar sobre esas áspe­ ras pendientes: la recolección de las aceitunas y la ven­ dimia se realizan a mano, la cosecha se transporta a lomo de hombre.

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Todo esto trae consigo hoy el paulatino abandono de ese espacio agrícola de antaño. Demasiado trabajo y poco provecho. De esa manera, las célebres colinas de Toscana pierden poco a poco, uno tras otro, sus rasgos distinti­ vos; los cercos desaparecen; los olivos varias veces cen­ tenarios mueren uno a uno; ya no se siembra el trigo; las pendientes cultivadas durante siglos vuelven a destinar­ se a la hierba y al pastoreo, o al vacío. Lo que desaparece ante nuestros ojos es una vida ar­ caica, tradicional, dura, difícil; difícil ya en otros tiem­ pos. Las montañas por lo común sobrepobladas en las que, en condiciones más sanas que en otras partes, el hombre crecía en forma sostenida, han sido siempre col­ menas de repetidos enjambres. Los habitantes de Friul, los furlani, iban a Venecia para hacer allí todos los traba­ jos serviles. Los albaneses se ponían al servicio de cual­ quiera, y sobre todo del Turco. Los bergamascos, de los que todos se burlaban, recorrían la Italia entera en busca de trabajo y ganancias. Los pirenaicos poblaban España y las ciudades de Portugal. Los corsos se convertían en sol­ dados al servicio de Francia o de Génova, la “dominado­ ra” execrada. Pero también se les encontraba en Argelia, como marinos u hombres de la montaña, capocorsini o presidiarios. En julio de 1562, cuando pasó por allí Sampiero Corso, fueron millares quienes lo aclamaron “como su rey”. En resumen, todas las regiones altas proporcio­ naban una multitud de mercenarios, criados, cargadores, artesanos itinerantes —afiladores, deshollinadores, com­ ponedores de sillas— , jornaleros, cosecheros y vendi­ miadores auxiliares, cuando, en el momento del trabajo fuerte, las campiñas ricas carecían de brazos. Pero acaso Córcega, Albania, algunas zonas de los Alpes o de los

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Apeninos no siguen, aún hoy, proporcionando a las ciu­ dades, a las llanuras ricas, a los lejanos países de América, la mano de obra para los trabajos rudos. A veces, es cierto, la aventura tiene otro resultado, sale mejor, con vastas emigraciones mercantiles. Así ocurre en el caso extraño e impresionante de los arme­ nios, convertidos en los comerciantes favoritos de los shahs de Irán y que conquistaron desde Ispahan, un lu­ gar privilegiado en la India, en Turquía, en la Moscovia* y se hicieron presentes en Europa, en el siglo xvn, en las grandes plazas de Venecia, Marsella, Leipzig o Amsterdam...

T r a s h u m a n c ia

y n o m a d ism o

Un espectáculo que también ya está desapareciendo de nuestra vista, desde hace poco tiempo, es el de la tras­ humancia, realidad multisecular, gracias a la cual la mon­ taña se asociaba con la llanura y con las ciudades de aba­ jo, lo cual significaba conflictos y beneficios al mismo tiempo. El ir y venir de los rebaños de ovejas y de cabras, en­ tre los pastizales de verano de la región alta y la hierba que se demora en las llanuras durante los meses de in­ vierno, hacía oscilar los ríos de ovejas y pastores entre los Alpes meridionales y la Crau, entre los Abruzzos y la llanura de Apulia, entre Castilla del Norte y los pastiza­ les meridionales de Extremadura y La Mancha de Don Quijote. * A ntiguo nombre de la URSS, [ e.]

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Todavía hoy se realiza ese movimiento, aunque muy reducido en volumen. Pero la transportación en camión o ferrocarril lo suplen a menudo. Es extraño poder seguir todavía el viaje de un rebaño a la antigua usanza. Maña­ na, sin duda, ya no será posible. Pero la reconstrucción está aún al alcance de la mano: las rutas de trashumancia continúan, marcadas en el paisaje como líneas indelebles, o al menos difíciles de borrar: como cicatrices que mar­ can la piel de los hombres, para toda la vida. Son de unos quince metros de ancho, y tienen su nombre peculiar en cada región: cañadas de Castilla, camis ramaders de los Pirineos orientales, drailles de Languedoc, carra'ires de Provenza, tratturi de Italia, trazzere de Sicilia, drumul oilor de Rumania... Dondequiera que se observe retrospectivamente, la trashumancia ha sido el término de una larga evolución, el resultado probable de una temprana división del tra­ bajo. Algunos hombres, y sólo ellos, con sus ayudantes y sus perros, cuidaban los rebaños, ganando sucesivamen­ te, junto con ellos, los pastos altos y luego los bajos. Era una necesidad natural, ineluctable: el uso progresivo de los terrenos de pastoreo en las diferentes altitudes. En algunas regiones de Brasil, todavía ayer, rebaños semisalvajes vagaban por su cuenta entre las regiones altas y las bajas; por ejemplo, en torno al Itatiaya, el punto culmi­ nante de la región. En Italia, en la parte sur de Francia, en la Península Ibérica, que son, por excelencia, las re­ giones de la trashumancia, la especialización de los pas­ tores ha sido su condición y su signo distintivo. Así se constituyó una categoría de hombres aparte, de hombres fuera de la regla común, casi fuera de la ley. El pueblo de las regiones bajas, agricultores o arboricul­

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tores, los ve pasar con temor y hostilidad. Para ellos y para la gente de las ciudades, se trata de bárbaros, de semisalvajes. Propietarios y chalanes marrulleros, que los esperan al final de sus descensos, se ponen de acuerdo para estafarlos. El escándalo, entonces, es que alguna linda muchacha pueda enamorarse de alguno de ellos. “Nenna querida — dice la canción cruel— , tu pastor no tiene nada bueno, su aliento apesta, no sabe comer en un plato. Nenna mía, cambia de opinión, elige mejor por marido a un campesino, que es un hombre como es debido.” Hay que decir que la canción todavía se canta en Italia. Todo este vaivén de hombres y animales es más com­ plicado de lo que parece a primera vista. Hay que distin­ guir, en efecto, entre trashumancias “normales” y trashumancias “inversas”: en el primer caso, los propietarios están en la región baja; en el segundo, viven en la monta­ ña. Son situaciones surgidas de accidentes históricos o de largas evoluciones. Por ejemplo, los rebaños que cada invierno, habiendo abandonado los Alpes, desembocan en los pobres pastizales de la Crau, pertenecen a los bur­ gueses de Arles. De forma semejante, la gente de Vicenza es la dueña de la vida pastoril que, llegado el verano, libe­ ra a la región baja de sus rebaños en beneficio de los A l­ pes. Evidentemente, hay casos mixtos entre trashumancia normal y trashumancia inversa a los que a veces se agrega, para complicarlo todo, la intervención del Esta­ do, quien se apodera gustoso de todo el movimiento, so pretexto de controlarlo; establece peajes en las rutas de los rebaños, se adjudica los pastizales bajos y los alquila, reglamenta el comercio de la lana y de los animales. El Estado castellano organizó así el imperio ovejero de la Mesta que, al abrigo de privilegios, algunos abusivos, de­

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voró las mesetas y las montañas de Castilla en beneficio, ante todo, de unos cuantos grandes propietarios. El rey de Nápoles también capturó la enorme trashumancia que corría desde los Abruzzos hasta el Tavogliere de Apulia, e impuso de modo autoritario el predominio ex­ clusivo del mercado de Foggia, donde la lana debería ser vendida obligatoriamente. Al menos sobre el papel, arre­ gló todo para su beneficio, pero los propietarios y los pastores supieron defenderse llegado el caso. La trashumancia se da solamente en una parte del Me­ diterráneo, sin duda la más poblada, incluso la más evolu­ cionada, aquella en la que la división del trabajo se impuso sin chistar. Pero la explicación, lógica en sí misma, no es suficiente, porque la historia ha desempeñado su papel. Al menos en dos ocasiones, una cierta porción del Medite­ rráneo — el otro Mediterráneo— ha sido tomada de tra­ vés por dos poderosas oleadas de hombres; los primeros, llegados de los cálidos desiertos de Arabia; los segun­ dos, de los fríos desiertos del Asia. Son las invasiones ára­ bes y las turcas, prolongadas durante siglos, aquéllas a partir del siglo vn, éstas a partir del siglo xi, y que practi­ caron, tanto la una como la otra, esos “cortes inmensos” de los que con razón habla Xavier de Planhol. Esos accidentes masivos han mantenido y desarrolla­ do el nomadismo en la península de los Balcanes, en Asia Menor y, desde luego, en el Sahara mediterráneo, en fin, África del Norte toda. Esas oleadas de hombres del de­ sierto implantaron, en Asia Menor e incluso en los Bal­ canes (donde el caballo es el rey) al camello, un animal venido de los países fríos y apto para las escaladas mon­ tañosas, mientras que de Siria a Marruecos se aclimató el dromedario, un animal friolento llegado de Arabia al

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Mediterráneo desde el siglo i de nuestra era, y que está a gusto en la arena, no sobre las pedregosas y frías pen­ dientes de las montañas. Sobre la vida de los grandes nómadas, conviene releer los admirables libros de Émile-Félix Gautier. Nadie ha superado su lección. El nomadismo, que también hoy tiende a disminuir, si no es que a desaparecer, se presenta como una etapa sin duda anterior a la trashumancia, la cual, como ya dijimos, constituye una componenda en­ tre el necesario movimiento de los rebaños y el efectivo sedentarismo de las aldeas agrícolas y de las ciudades. En el Mediterráneo oriental, donde el poblamiento sedenta­ rio ha sido menos denso, la vida pastoril de grandes des­ plazamientos a menudo encuentra sólo obstáculos insig­ nificantes. No tuvo que llegar a un arreglo, ni por lo tanto, que modificarse. El nomadismo es una realidad totalizadora: rebaños, hombres, mujeres y niños se desplazan juntos, a través de enormes distancias, transportando con ellos todo el ma­ terial de su vida cotidiana. Tenemos a este respecto, mi­ les de imágenes, de ayer y de hoy, que debemos a los via­ jeros y a los geógrafos. Sólo hay que resistir al placer de citarlos demasiado largamente. En África del Norte, donde la intrusión del camello circunda los macizos montañosos ocupados por los campesinos berberiscos, los nómadas, que son sobre todo árabes, se deslizan por las puertas naturales que les abren los caminos del norte, en especial hacia Túnez y la región de Orán. Esos nóma­ das con sus rebaños de ovejas, sus caballos, sus dromeda­ rios, sus tiendas negras levantadas en cada alto, iban en otro tiempo, en su búsqueda de hierba, desde los confi­ nes saharianos del extremo sur hasta el propio Medite­

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rráneo. Diego Suárez, el soldado-cronista de la fortaleza de Orán — ocupada por los españoles en 1509— , los vio, a finales del siglo xvi, atravesar las llanuras que rodeaban el “presidio”, alcanzar el mar, instalarse allí un instante e in­ tentar algunos cultivos. Incluso un día los vio cargar loca­ mente contra las filas de arcabuceros españoles. Cada ve­ rano los trae de nuevo en una fecha casi fija. En 1270, cuando San Luis acampa sobre el emplazamiento de Cartago, frente a Túnez, allí estaban ellos para contribuir a la derrota del rey santo. En agosto de 1574, cuando los tur­ cos recobran La Goulette y el fuerte de Túnez de manos de los españoles, los nómadas del sur que andaban por allí ayudaron a los asaltantes contra las fortalezas cristianas, desplazando los canastos de tierra, los haces de ramas para las fortificaciones; participaron de una victoria a la que favorecieron de modo singular. El azar de los aconteci­ mientos aclara así, a siglos de distancia, extrañas repeti­ ciones. Ayer mismo, en 1940, África del Norte, privada de medios de transporte, recurrió a los servicios de los nó­ madas. Se les volvió a ver sobre las rutas que habían rem­ plazado a las antiguas pistas, llevando de una y otra parte enormes sacos llenos de grano en las alforjas de los came­ llos. Incluso propagaron una repentina epidemia de tifus entre las poblaciones indígenas y europeas del norte. Existen, pues, dos Mediterráneos: el nuestro y el de los otros. La trashumancia en uno, el nomadismo en otro.

Los EQUILIBRIOS DE LA VIDA Toda vida se equilibra, debe equilibrarse o desaparecer. Éste no es el caso de la vida mediterránea, vivaz, sin posi­

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bilidad de desarraigo. Sin duda es demasiado pronto —ya que todavía no hemos visto los recursos del mar— para hacer un balance de conjunto de la región mediterránea. Sin embargo, de su vida agrícola y pastoril, de los diversos tipos de sus regiones, se desprenden algunos datos que, por otra parte, nada tienen de excepcional o sorprendente. Estamos ante una vida difícil, precaria con frecuen­ cia, cuyo equilibrio se vuelve por lo regular en contra del hombre, condenándolo a la sobriedad sin fin. Por algunas horas o algunos días de comilona —y quizá ni eso— , la austeridad se impone a lo largo de años y de existencias. El historiador y el turista no deben dejarse impresionar demasiado por los logros urbanos, las maravillosas ciu­ dades antiguas del Mediterráneo. Las ciudades son acu­ muladoras de riquezas y, por lo mismo, excepciones, ca­ sos privilegiados. Tanto más cuanto que, antes de la Revolución industrial, entre 8o y 90 por ciento de la po­ blación, aproximadamente, vivía aún en el campo. Puede decirse que el Mediterráneo equilibra su vida a partir de la tríada: olivo, viña y trigo. “Demasiado hueso —bromea Pierre Gourou— y muy poca carne.” Sólo la cada vez más alta crianza de puercos, en tierras cristianas, a partir del siglo xv, y la generalización de las conservas de carne, la carne salata, aportaron importantes paliativos al menos a uno de los extremos del Mediterráneo, no al otro, que se priva voluntariamente a la vez de carne de puerco y de vino. Las responsabilidades alimentarias del islam no han sido pequeñas. Recordemos además que en la cocina musulmana figuran escasamente los frutos del mar*

De los tres cultivos fundamentales, el aceite y el vino —que se exportan fuera de la región mediterránea— han sido los logros más constantes. El trigo plantea sólo un problema, pero ¡qué problema! Y después del trigo, el pan y su necesario consumo. ¿De qué harina se hará? ¿Cuál será su peso, ya que se vende en todas partes a un precio constante, aunque el peso varíe? El trigo y el pan son los sempiternos tormentos del Mediterráneo, los personajes decisivos de su historia, preocupación conti­ nua de los más grandes de ese mundo. “¿Cómo se anun­ cia la cosecha?” Es la pregunta insistente que plantean todas las correspondencias, incluso las correspondencias diplomáticas, de un extremo a otro del año. Si es mala, el campo padecerá tanto o más aún que las ciudades; los pobres, como es usual, mucho más que los ricos. Todos éstos tienen su granero particular, donde se amontonan los sacos de trigo. Hasta el siglo xvi, las grandes casas muelen su grano, amasan su harina, cuecen su pan, tanto en Génova como en Venecia. Las grandes ciudades tam­ bién acumulan sus reservas y, en caso de escasez o de hambruna locales, sus comerciantes, con anticipos que les dan los gobiernos urbanos, equipan navios, cierran tratos, hacen llegar a la ciudad el trigo cultivado en el Mar Negro, Egipto, Tesalia, Sicilia, Albania, Apulia, Cerdeña, Languedoc, incluso en Aragón o Andalucía... Son las regiones privilegiadas o poco pobladas las que, unas u otras, al azar de las cosechas, ponen en circulación a tra­ vés del mar cerca de un millón de quintales de trigo por año, con qué satisfacer la demanda de Venecia, Nápoles,

* En este caso, los frutos del mar deben entenderse como m aris­ cos, que es, tal cual, su traducción del francés; se ha preferido, en cam-

bio, traducir literalm ente en atención al sentido y ritm o propios del lenguaje usado aquí por Braudel. [ e.]

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Roma, Florencia o Génova, compradores habituales del “trigo de mar”. El resultado no es sorprendente: la ciudad sobrevive a la penuria e incluso a la hambruna. Son los campesinos quienes, en un mal año, sucumben por falta de pan. Es­ queléticos, mendicantes, se arrojan en vano sobre las ciudades; van a morir a Venecia bajo los puentes o en los muelles, los fondamenta de los canales. Al mismo tiem­ po, las hambrunas recurrentes abren camino a las enfer­ medades, a la malaria o la peste que, en el Mediterráneo, es el azote de Dios. Tal es la trama de la vida mediterránea. Sin duda los festines y comilonas que los sabios del siglo xvi juzgan escandalosos y que las ciudades prudentes prohíben, inú­ tilmente por lo demás (como en Venecia), existen en realidad, pero para un número muy reducido de perso­ nas. La mayoría de los hombres del Mediterráneo los desconoce. Aun los banquetes campesinos, esas famosas comidas de fiesta que en todas las campiñas del mundo hacen olvidar, de vez en cuando, la mediocridad cotidia­ na, esos banquetes, en Holanda o Alemania, no se com­ paran, por ejemplo, con los de Italia. Es una verdad in­ contestable y que se establece a lo largo de toda una historia verídica del Mediterráneo, colocada bajo el sig­ no, repitámoslo, de la sobriedad, es decir, del raciona­ miento voluntario. Epicuro (341-270 a.C.), que enseñaba que el fin del hombre era el placer, pedía a un amigo suyo: “Envíame un pote de queso para que pueda darme una comilona cuando quiera”. Siglos más tarde, cuando Bandello (148 5-1561) escribe sus Novelle, un pobre en­ tre los pobres, un emigrante bergamasco, por ejemplo, cuando hace una comida excepcional, se conforma con

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una salchicha de Bolonia. Y cuando se casa, es porque ha elegido, dice con malignidad el cuentista, a una de esas chicas que, detrás del domo de Milán, hacen el amor por dinero. Todavía hoy podemos ver en Nápoles o en Palermo, a la sombra de un árbol o de un trozo de pared, a la hora del descanso, una comida de obreros: se conforman con el companatico, un condimento de cebollas o de tomates sobre el pan mojado en aceite; lo acompañan con un poco de vino. La trinidad mediterránea está presente aquí: el aceite del olivo, el pan del trigo, el vino de las viñas cercanas. Todo eso, pero no mucho más. Entonces, ¿no parece una paradoja la riqueza muy precoz y prolongada, los lujos muy antiguos del Medite­ rráneo? ¿Cuál es el porqué y el cómo de esos lujos al lado de tantas penurias, y aun miserias? Las frustraciones de unos no pueden, por sí solas, justificar el esplendor de los otros. El destino del Mediterráneo no puede explicarse solamente por el trabajo encarnizado, siempre a partir de cero, de poblaciones que se conformaban con bastan­ te poco. Es también un regalo de la historia, del que gozó durante mucho tiempo y del que al fin se le ha privado, cosa que los historiadores, desde hace años, se esfuerzan por explicar.

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E l mar Fern a n d Braud el

Hay que tratar de imaginarlo, de verlo con la mirada de un hombre de ayer: como un límite, una barrera extendida hasta el horizonte, como una inmensi­ dad obsesionante, omnipresente, maravillosa, enigmáti­ ca. Hasta ayer, hasta el vapor cuyas primeras marcas de velocidad parecen hoy irrisorias — nueve días de travesía, en febrero de 1852, entre Marsella y el Pireo— , el mar siguió siendo inmenso, a la medida antigua de la vela y de los navios por siempre librados a los caprichos del viento, aquellos que necesitaban dos meses para ir de Gibraltar a Estambul, y una semana por lo menos, a menu­ do dos, para ir de Marsella a Argel. Desde entonces, el Mediterráneo se ha encogido, un poco más cada día, como una extraña piel de zapa. Y en nuestros días, el avión lo atraviesa, de norte a sur, en menos de una hora. De Túnez a Palermo, en 30 minutos: apenas hemos partido cuando ya rebasamos la hilera blanca de las salinas de Trapani. Partimos de Chipre: ahí está Rodas, masa negra y violeta, y casi enseguida el Egeo, las Cicladas de un color que tira al naranja hacia el mediodía: no hemos tenido tiempo para distinguirlas cuando ya Atenas está a la vista.

El historiador debe desprenderse a toda costa de esa visión que hace del Mediterráneo actual un lago. Como se trata de superficies, no olvidemos que el Mediterrá­ neo de Augusto y Antonio, o el de las cruzadas, o incluso el de las flotas de Felipe II, representaba cien veces, mil veces las dimensiones que nos revelan hoy nuestros via­ jes a través del espacio aéreo marítimo. Hablar del Medi­ terráneo de la historia es por lo tanto —primera preocu­ pación e inquietud constante— devolverle sus verdaderas dimensiones, imaginarlo en una vestimenta colosal, ya que antaño fue por sí solo un universo, un planeta.

l m ar.

E

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U na

m o d e r a d a fu e n t e a l im e n t ic ia

El mar aporta mucho a los recursos de la región medite­ rránea, pero no le asegura la abundancia cotidiana. Sin duda, desde que ha habido hombres en sus costas, de he­ cho desde los comienzos mismos de la prehistoria en el Viejo Mundo, la pesca, una industria tan vieja como el mundo, lo ha provisto de los fru tti di triare.* Pero en el Mediterráneo esos frutos no abundan. No se trata de las riquezas del Dogger Bank, en el Mar del Norte, ni las fabulosas pesquerías de Terranova, o de úeso, en el norte del Japón, o de las costas atlánticas de Mauritania. El Mediterráneo adolece, en efecto, de una especie de insuficiencia biológica. Debido a que es demasiado pro­ fundo en la orilla, carece de esas plataformas levemente sumergidas, indispensables para la reproducción y la pro­ liferación de la fauna submarina. Por otra parte, el Medi* A sí en el original, [ e.]

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terráneo, un mar muy antiguo, estaría como gastado en sus principios vitales por su longevidad; sería por ello poco rico en plancton, esos animales y plantas micros­ cópicos que flotan en la superficie de las aguas marinas y que constituyen el alimento básico de las especies. Es verdad que el Mar Interior es la supervivencia, a mile­ nios de distancia, de un inmenso anillo marítimo que, en la era secundaria, daba, a partir de las Antillas, casi la vuelta al mundo en el sentido de los paralelos; la Tetis de los geólogos. El mar actual no es más que un residuo mediocre de ese anillo. Es posible, por lo tanto, que su pobreza biológica sea el precio de esa fabulosa longevi­ dad. Tanto más cuanto que renueva sus aguas de manera insuficiente mezclándolas con las del océano a través del estrecho de Gibraltar. En todo caso, la pobreza de la fauna mediterránea es evidente. Ver las pescas del Océano Atlántico y los hilos tensos de las redes que descargan sobre el puente una masa de peces de gran tamaño es asistir a un espectáculo que el Mediterráneo no ofrece jamás, salvo escasísimas excepciones. En consecuencia, las lanchas pesqueras del Mediterráneo prefieren ir más allá de Gibraltar, alcanzar el océano y sus profundidades que jamás decepcionan. Las especies de peces, aunque son normalmente nu­ merosas en el Mediterráneo, nunca están representadas con abundancia. Por lo mismo, aun cuando las capturas sigan siendo cuantitativamente insuficientes, amenazan con agotar el mar. A tal punto, dice el especialista Niño Caffiero, “que un día será necesario prohibir todas las pescas y convertir el Mediterráneo en un zoológico sal­ vaje, para tratar de preservar y salvar a las especies”. No se trata aquí de palabras dichas al viento, de los sueños de

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algún ecologista demasiado apasionado. El pez espada, admirable pez de cinco metros de largo, con una aleta dorsal semejante a una vela, provisto de una nariz muy larga prolongada por un espadón (de allí su nombre X iphias gladius, “pez espada”), se pescaba antes en el estre­ cho de Mesina, con arpón, durante una pesca pintoresca, que se practicaba desde la Antigüedad, en curiosos bar­ cos provistos de una especie de pasarela con una puerta falsa abierta sobre el mar, donde velaba un vigía. El pez espada es efectivamente difícil de localizar; rara vez abandona las profundidades, salvo una vez al año, en la época del desove. Desde hace algunos años, sin embargo, los pescadores japoneses han comenzado a pescarlo a gran profundidad y durante todo el año. Puede encon­ trarse ahora pez espada en los mercados en cualquier es­ tación, por lo que ese pez magnífico se encuentra en riesgo de desaparecer sin tardanza. Hoy que los estados mediterráneos se preocupan se­ riamente por proteger al Mar Interior contra la conta­ minación y las destrucciones que lo amenazan en forma tan peligrosa, el proyecto de un “parque” marítimo se vuelve un poco menos utópico. Es evidente que en ese parque no estarían prohibidas ni las albuferas, ni la ex­ tracción de esponjas en las costas de Túnez, ni la pesca del coral en los litorales de Cerdeña o de África del Nor­ te. El coral, explotado desde hace siglos, trabajado aún hoy en los talleres, en especial en los de Torre del Greco, ha sido una mercancía codiciada, exportada antaño hasta China y el África Negra, y que, en la actualidad, conti­ núa recorriendo el mundo y desempeñando todavía un importante papel monetario en ciertas regiones del cen­ tro de África.

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¿Se mantendría, con licencia especial, la pesca artesanal, que todavía se practica en todos los puertos del Mar Interior? Sí, indudablemente. Esta pesca elemental, tradi­ cional, poco devastadora, se hace con una barca, uno, dos o tres pescadores, y rara vez con un barco demasiado mo­ derno. El pescador conoce el mar que está frente a su puerto como el campesino conoce las tierras de su aldea. Conoce todos los puntos donde es lógico encontrar el mero, el besugo, el lenguado, incluso el rodaballo, el sal­ monete, el mújol, la pescadilla; la época en que se captu­ ran a mar abierto las sardinas o las anchoas (que también servirán para cebar las líneas en la pesca del atún). Explota el mar como un campesino su tierra. Apenas se aleja del puerto o del abra de su aldea. Si alza los ojos, puede dis­ tinguir su propia casa. Por otra parte, alejarse demasiado de la costa significaría abandonar las aguas donde hay pe­ ces. Este artesano pesca como se ha pescado siempre, con redes, cestas, con espineles, o con lámpara, “ayer una an­ torcha resinosa, hoy una lámpara de acetileno o de bate­ ría”, que se enciende durante la noche: la fuente de luz ha cambiado, pero el principio sigue siendo el mismo. Pesca­ dores piratas en las costas griegas, y sin duda en otras partes, emplean la dinamita, a pesar de la vigilancia de los guardacostas: es una treta desleal, pero ya antigua. Vivir día a día junto a uno de estos pescadores es aún hoy una alegría posible para quien no teme el sol, ni los golpes de mar, ni el balanceo continuo del barco inmovilizado sobre el agua, ni las sorpresas cuando se levanta el espinel don­ de, furiosa, ha sido capturada una inesperada morena. Pero el pescador artesano no vive solamente en su barco, entre sus líneas y sus redes. Es también un experto campesino, cuidadoso, que cultiva su jardín y su campo.

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Ejerce así un doble oficio. ¿Podrían vivir, de otro modo, él y su familia? Hay que sacar partido, a la vez, de la tie­ rra y del mar. Transportados de manera autoritaria a las ciudades, a los pescadores griegos, privados del comple­ mento de los campos de su aldea, no les alcanza para vi­ vir. Pensemos en esa decena de familias de pescadores bretones que el gobierno francés, en 1872, trató en va­ no de arraigar en la península de Sidi Ferruch, a dos pasos de Argel. Desertaron. Los pescadores corsos, arraigados de manera semejante y por la misma época, en las cercanías de Bóne, en Herbillon, se quedaron, pero “se transfor­ maron en agricultores, y la aldea se convirtió en un cen­ tro de cultivos de hortalizas... muy próspero”. En todo caso, cualquiera que sea su forma, la pesca en el Mediterráneo no alimenta los mercados, por pintores­ cos que puedan ser. El orata a ife rri o in cartoccio, el be­ sugo a las brasas o empapelado, que comemos en un res­ taurante de Venecia, tal vez provenga de la laguna, más raramente del Adriático, pero el lenguado o la langosta han sido traídos casi con seguridad desde el Atlántico. Los salmonetes de roca de la costa dálmata, los langosti­ nos rosas de Argel se reservan todavía para el gourmet. Pero los habitantes del Mar Interior no los comen todos los días. En el menú popular, el primer lugar le corres­ ponde, sin discusión, al bacalao importado del Norte.

S in

em barg o , hay alg u n as

PESCAS ABUNDANTES

A pesar de esto, hay lugares privilegiados. Las pesquerías del Bosforo, o las que hay a la entrada del lago de Bizerta,

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o a través de la laguna de Comacchio, o incluso a la en­ trada del estanque de Berre donde los diques de carrizo a orillas del mar permitían ayer capturar mújoles y angui­ las, no coinciden con nuestra desencantada descripción. Contemplar, desde lo alto del puente que va a Galata, el mercado de pescados de Estambul, pletórico, lleno de colorido, es una maravilla. Pero ¿no será porque es ex­ cepcional que ese espectáculo nos deja una impresión tan vivida? En el Mediterráneo, la única pesca que merece el ca­ lificativo de abundante es la del atún, por más que sea breve, sólo tres o cuatro semanas al año, y sólo posible en zonas privilegiadas que hoy tienden a escasear o a des­ aparecer. En el siglo xvi, por ejemplo, era mucho más importante que hoy en el Algarbe portugués (que se en­ cuentra fuera del Mar Interior), en Andalucía, donde daba lugar a una verdadera movilización de los campesi­ nos de la costa, al son de los tamboriles de los reclutado­ res; o en las costas de Provenza. A fines del siglo xvi un provenzal, alabando a su región, afirma: “Sé que en otros tiempos, en el puerto de Marsella, se hacía en un solo día una pesca de 8 ooo atunes”. Hoy ya no se pescan atunes frente a Marsella, como tampoco hay esturiones en la boca del Ródano, donde eran antes tan numerosos. Respecto a los atunes, la explicación científica es bas­ tante clara después de que el crucero del Pourquoi-pas?, en 1923, dirigido por el doctor Charcot, esclareció los problemas. Los atunes no vienen del Atlántico, como se pensaba antes. Viven dispersos en el Mediterráneo, en zona semiprofunda, hasta el momento del desove, a partir de mayo o junio. Buscan entonces las aguas más cálidas y salinas del mar para la puesta y es allí donde los pescado­

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res colocan sus trampas. Pero los desmontes del litoral, que favorecen el aflujo directo de las aguas dulces al mar, y las ciudades modernas, que derraman enormes cantida­ des de aguas negras, a menudo han destruido esas tram­ pas naturales debidas a aguas de una salinidad anormal. Hoy, el tropismo estacionario, que reúne a los atunes de todo el mar, los dirige principalmente hacia las aguas entre Cerdeña, Sicilia y Túnez, lugar de su pesca. Las re­ des, la almadraba o tonnara, caen hasta el fondo del mar, sostenidas por dos series de barcas. Forman un corredor que conduce a los atunes hasta esas ratoneras de la alma­ draba, llamadas cámaras de la muerte. Porque hay que ma­ tar a los atunes uno por uno, y la matanza se convierte en carnicería. En las aguas enrojecidas por su sangre se levan­ ta a los enormes peces, “parecidos a bueyes, del mismo tamaño, como ellos colgados de ganchos, levantados con poleas”. La pesca del atún es una “industria” del mar muy an­ tigua. ¿No se dice acaso que los fenicios fueron sus in­ ventores? Los griegos la conocían. Es la imagen de la al­ madraba la que viene a la imaginación de Esquilo cuando describe la batalla de Salamina: “El mar desaparece bajo una masa de cuerpos sangrantes, los griegos golpean a los persas como a atunes cogidos en la red, les rompen los ri­ ñones con trozos de remo y fragmentos de barcos”. Se­ gún se dice, los sistemas de captura deben haber sido es­ tablecidos definitivamente por los árabes. En todo caso, el vocabulario en uso viene de ellos: la almadraba es, en ára­ be, el almazraba, la “preñada”: el canto que saluda la en­ trada de los atunes, la chaloma, es decir, el saludo, salam. En cuanto al jefe de la pesca, es el rais, nombre que, como se sabe, designa en el islam a los capitanes del mar.

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La pesca del atún sigue siendo una gran aventura en la que participa toda una población local, y el botín es toda­ vía impresionante. Pero la excepción confirma la regla: el Mediterráneo líquido es pobre; su pesca total representa apenas un tercio de la pesca noruega por sí sola.

N avegar

c o n t r a l a d is t a n c ia

Pero el mar es algo más que una reserva alimenticia; es también, y ante todo, una “superficie de transporte”, una superficie útil, si no perfecta. El navio, la ruta marí­ tima, el puerto tempranamente equipado, la ciudad co­ mercial, son herramientas al servicio de las ciudades, de los estados, de las economías mediterráneas —las he­ rramientas de sus intercambios y, por consecuencia, de su riqueza— . Es evidente que antes de convertirse en un vínculo, el mar fue durante largo tiempo un obstáculo. Una navega­ ción digna de ese nombre comenzó sólo después de la segunda mitad del tercer milenio, con las navegaciones egipcias hacia Biblos o, mejor aún, con el auge, hacia el segundo milenio, de los veleros de las Cicladas, provistos de velas, remos, un espolón y, sobre todo, de una quilla que los estabiliza de alguna manera en el agua del mar (al contrario de los barcos de fondo plano que seguían la costa entre Biblos y Egipto). Durante mucho tiempo la navegación se llevó a cabo de manera prudente, desde un punto hasta otro punto cercano; el lugar de arribo era visible desde la partida: una navegación que se pega a la orilla, hilo conductor por excelencia, y que al principio sólo se arriesga duran­

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te el día; se iba de una playa a la próxima; llegada la no­ che, se ponía el barco en la arena. Este cabotaje, que mejora, se desarrolla y aumenta su efectividad con lentitud, representará durante mucho tiempo lo esencial de las actividades marítimas de trans­ porte. Todavía en el siglo xvm los convoyes marítimos aseguraban vínculos útiles, por ejemplo, entre Nápoles y Génova, o Génova y Provenza, o Languedoc y Barcelona, etc. Los vaporcitos griegos que hoy se afanan entre las islas del Egeo hablan a su manera de esos tiempos muy antiguos. Con ellos, lo que triunfa es el viaje a corta dis­ tancia. Como el Mediterráneo es una sucesión, un com­ plejo de mares, como está dividido en superficies autó­ nomas, de horizontes limitados, en cuencas separadas, se presta particularmente bien a esta navegación casera. Para los marinos razonables, es decir, para la mayoría de ellos, rara vez se trataba de salir de su mar familiar, de sus tráficos conocidos, del “Mediterráneo” particular del cual conocen los recovecos, las corrientes, los litora­ les, los abrigos, tanto los vientos regulares como sus cambios. El proverbio griego dice: “El que cruza el cabo Maleo abandona su patria”. El cabo Maleo: es decir, el sur del Peloponeso, en su puerta occidental, el último hito antes del espacio sin límites del oeste. Si el marino se conforma con ese horizonte limitado, es sin duda porque satisface necesidades de intercambio limitadas. Pero es también porque el mar asusta; es peli­ gro, sorpresa, amenaza repentina, incluso en las rutas fa­ miliares. Las ceremonias religiosas, que se han mantenido hasta nuestros días en tantos puertos del Mediterráneo, son encantamientos repetidos hasta el infinito contra los caprichos de las tormentas y las tempestades. Los exvo­

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tos de marinos salvados del peligro hablan de este temor en el corazón de los hombres que jamás se abandonan despreocupadamente a la perfidia de las olas. Es a la Vir­ gen María, Stella Maris, Estrella del Mar, a quien los ma­ rinos de Occidente encomiendan sus cargamentos y, más todavía, sus cuerpos, sus almas. Lo que habla mejor de este temor en el corazón de los hombres es su muy larga repugnancia a lanzarse mar adentro, a navegar en línea recta. Se habituarán a ello lenta, excepcionalmente, sólo sobre itinerarios conoci­ dos por anticipado y practicados con cierta regularidad. Lanzarse a lo desconocido es cosa muy distinta. Parece que fueron los cretenses los primeros en atre­ verse a llegar por alta mar, hacia el sur, al delta del Nilo. Cuando llega a ítaca y se hace pasar por mercader cre­ tense, Ulises explica: Incitóme el ánimo [...] a navegar hacia Egipto. Equipé nue­ ve barcos y pronto se reunió la gente necesaria. Seis días pasaron mis fieles compañeros celebrando banquetes [...] Al séptimo, nos embarcamos, y, partiendo de la espaciosa Creta, navegamos al soplo de un próspero y fuerte Bóreas, con igual facilidad que si nos llevara la corriente [...] El viento y los pilotos conducían las naves. En cinco días lle­ gamos al río Egipto, de hermosa corriente.

Parece que también los fenicios, esos maravillosos ma­ rinos, tenían el hábito de viajar en línea recta de Creta a Sicilia y a las Baleares. Mucho más tarde, en la época hele­ nística, los navios irían a veces en cuatro días, con viento favorable, de Rodas a Alejandría de Egipto. En el siglo xvi, los viajes en alta mar se multiplica­

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ron, conduciendo a los navios apresurados de las Baleares a Cerdeña y Sicilia. El comercio de Levante, los vínculos a través de Gibraltar entre el Mar Interior y el Mar del Nor­ te (en 1297 las naves genovesas comenzaron a tener rela­ ciones regulares con Brujas) han aumentado las travesías más o menos desligadas de la línea segura de las costas y han concluido la conquista del agua marina. Pero, incluso en el siglo xvi, navegar en mar abierto, s’engoulfer, como dicen los franceses, es todavía una proeza, y sólo se inten­ tan las proezas útiles. Si en esta época la brújula no se usa demasiado, por más que fuera conocida desde el siglo xn, es sencillamente, debemos repetirlo, porque la mayor par­ te de los servidos en el Mediterráneo se realiza por medio de viajes cortos a lo largo de la costa: comprar tocino en Tolón, aceite en Hyéres, bizcochos en Savona; detenerse en cada puerto, como hacen tan a menudo los barcos-ba­ zares de Marsella, vender aquí, comprar allá... incluso el patrón irá a vocear su mercadería en las calles de Livornia o de Génova. Jean Giono y Gabriel Audisio se imaginan, cada uno a su modo, que la Odisea no ha dejado por eso de contarse de un puerto a otro, de una taberna a otra; que Ulises sigue vivo entre los marinos del Mediterráneo y que es en el presente, en las fábulas que uno puede es­ cuchar con sus propios oídos, donde hay que ir a buscar la génesis y la eterna juventud de la Odisea. Confieso que me gustan esas hipótesis poéticas y verosímiles. Por último, han sido la curiosidad, la aventura, el lu­ cro, las políticas ambiciosas y desmesuradas de los esta­ dos las que han concluido e impuesto esa conquista. Por­ que con los estados y las civilizaciones belicosas, la gran historia se obstina en atravesar el mar, en subyugarlo, en apoderarse de sus rutas para que el adversario no pueda

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explotarlas y tenerlas a su merced. Génova y Venecia, en su lucha por la hegemonía, surcan el mar entero. La cris­ tiandad y el islam se lo disputan. ¿Quién podrá determi­ nar el efecto acumulado de los esfuerzos de las expedicio­ nes militares, de los costosos, laboriosos reclutamientos de galeras, de naves “redondas”, de municiones, de caba­ llos y de hombres a los que un buen día se lanza mar adentro? Sin embargo, esas operaciones son arriesgadas, el menor accidente puede arruinarlas. En 1540, Carlos V llega delante de Argel, el oleaje hace chocar sus naves, y el abandono resulta preferible al desastre. En 1565, los turcos fracasan ante Malta, defendida por un puñado de caballeros. El 7 de octubre de 15 7 1, en la batalla de Lepanto, se enfrentan cerca de 100000 personas en el golfo de Corinto. Es la marca, entonces fantástica, que hicieron posible los medios (y las pasiones) de la época.

N avegar

c o n t r a e l m a l t ie m p o

El Mediterráneo es rara vez un mar tranquilo, dispuesto a servir. Por el contrario, es un mar de tormentas. Duran­ te el verano todo va bien, incluso muy bien. Es la época de los mares azules, calmos, luminosos y como brillan­ tes de aceite, la época en que aun los barcos de guerra, las galeras estrechas, a flor de agua, particularmente frá­ giles, pueden salir con toda impunidad. El verano es la época ideal para la guerra y los viajes. Hay tres puertos seguros, decía el viejo príncipe Doria (1468-1560): “Car­ tagena, junio y julio”. Todo sería fácil si, antes de la llegada del mal tiempo, . antes del equinoccio de otoño, se hubieran acarreado en

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el tiempo deseado la sal, la lana de las últimas esquilas, el trigo del año y los toneles de vino nuevo, y tantas mer­ cancías más. Pero, incluso apresurándose en las eras don­ de se trilla y en torno a los lagares, no siempre se han realizado esos transportes por mar en el tiempo requeri­ do. Con el otoño y el invierno se abre la puerta al persis­ tente mal tiempo. Galeras y veleros de carga, naves lar­ gas y naves redondas deberán quedarse en puerto, es lo que aconseja la sabiduría, la lección de la experiencia. Ya Hesíodo (a comienzos del siglo vil antes de la era cris­ tiana) en Los trabajos y los días aconseja a su hermano Perseo, campesino como él, pero también marino de ocasión: Cuando llega el invierno y hierven los soplos de todos los vientos, no dirigir ya un barco sobre el mar color de vino, sino trabajar la tierra. Saca el barco a la orilla, rodéalo de piedras... y retira el tapón para que la lluvia de Zeus no pu­ dra nada. Coloca en tu casa en perfecto orden todos los aparejos, pliega con cuidado las alas de la nave marina, cuel­ ga el gobernalle sobre el hogar y aguarda que vuelva la esta­ ción navegante.

Ocho siglos más tarde, nada ha cambiado. El barco en que el apóstol Pablo fue enviado a Italia con un grupo de prisioneros se retardó considerablemente por los vientos contrarios en los parajes de Chipre. Como “la navega­ ción empezaba a ser peligrosa porque incluso el Ayuno [la fiesta de la Expiación, en los alrededores del equinoccio de otoño] había pasado ya”, el capitán se dispuso a inver­ nar en un puerto de Creta. Por desgracia, la tormenta lo alejó de la costa. Y lo llevó mar adentro durante 15 días,

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hasta encallar delante de Malta. Tripulación y pasajeros, dichosos por haber salvado al menos la vida, debieron pasar tres meses en la isla antes de poder partir nueva­ mente, en la primavera, en “un navio alejandrino, con la insignia de los dióscuros”, que había invernado, por su parte, en esos lugares, y que con toda probabilidad no eran los únicos en haberlo hecho. La invernada* es, por lo tanto, la regla normal, una regla tan buena que durante mucho tiempo las ciudades y los estados, preocupados por el orden, prohíben sim­ ple y llanamente los viajes invernales. Todavía en 1569, en Venecia, estaban vedados su l cuor dell’invernata, del 15 de noviembre al 20 de enero. Por su parte, los levan­ tinos sólo navegaban desde San Jorge a San Demetrio (5 de mayo a 26 de octubre, según las fechas del calen­ dario griego). Para vencer el obstáculo de la estación pe­ ligrosa, habrán de intervenir las modificaciones técnicas, lentas en llegar, como veremos, en la construcción de las quillas y la disposición del timón.

Los BARCOS EN EL FONDO DEL MAR Los barcos son siempre herramientas complicadas y que evolucionan, pero con mucha lentitud. Es sorprendente ver, todavía hoy, en una calle de Mesina o en un barrio de una pequeña ciudad griega, o en las islas de Quíos, Lesbos, Samos o en Turquía, o Djerba, barcas en construc­ ción, asombrosamente parecidas a los barcos griegos y romanos, tal como nos los muestran la iconografía anti* L ’hivernage en el original. En este caso, se refiere al hecho de permanecer bajo techo durante el invierno, [ e.]

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gua y la arqueología submarina. Todo es parecido: la ta­ blazón, las cuadernas, la proa, la popa, la quilla (columna vertebral del conjunto), el ajuste del mástil o de los más­ tiles. Si bien hay diferencias por ejemplo en el orden de las fases de la construcción, o en la forma del timón, lo que predomina son las características semejantes. Por otra parte, los restos de naufragios grecorroma­ nos están a la vista para establecerlo sin discusión: el naufragio de Anticitera, en Grecia (primera mitad del siglo 1 a.C.), que transportaba un cargamento de estatuas de mármol, hoy en el museo de Atenas; el naufragio de Mahdia en Túnez, de comienzos del mismo siglo, que llevaba a bordo 230 toneladas de columnas de mármol y estatuas de bronce, hoy en el museo del Bardo; o el nau­ fragio de Marzamenni, en Sicilia, en el siglo vi d.C., donde se hallaron todos los elementos de una “iglesia bi­ zantina, prefabricada”, esculpidos en mármol y pórfido; o incluso los restos de un naufragio romano descubier­ tos hace poco en Planier, cerca de Marsella; restos que permiten imaginar lo que era el navio de comercio ro­ mano, de 20 a 30 metros de largo, de cinco a siete de an­ cho, con uno, dos o tres mástiles, capaz de transportar de 150 a 200 toneladas. Se han encontrado así cargamentos de 3000 a 10000 ánforas de vino o de aceite, dispuestas en hileras de cinco, de modo que las bases de cada hilera se sitúan entre los cuellos de la hilera inferior. Es la for­ ma en que, todavía hoy, las barcas de Djerba disponen las ánforas de aceite que transportan, y que se parecen sin la menor duda a las ánforas de la Antigüedad. En cuanto al timón del barco romano, consta, como en tiempos de los griegos y de los fenicios, de dos remos laterales, situados a uno y otro lado de la popa.

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Sistema más eficaz de lo que suele decirse — precisa Patrice Pomey, especialista en arqueología submarina— , y que los romanos perfeccionaron para hacer verdaderos timones de pivote, que en caso de necesidad pueden acoplarse, y que entonces ya nada tienen que ver con los remos, solamente en su aspecto general.

Es, obviamente, la iconografía la que nos informa so­ bre las velas y las vergas, y sobre las maniobras que éstas permiten hacer. Durante la Antigüedad sólo está en uso la vela cuadrada. A menudo se encuentra una pequeña vela superior triangular, por encima de la vela cuadrada (y nunca, en ese caso, una segunda vela cuadrada). Pero el aparejo del barco con la vela triangular, llamada latina, se conoce poco todavía, y se puede discutir sobre sus orí­ genes y su ulterior difusión en el Mediterráneo. Las tesis al respecto se enfrentan hoy con cierto vigor, por más que los pequeños navios árabes puedan atestiguar cierta anterioridad del este. En cambio, todo está claro cuando se trata del orden que sigue la construcción. Se distinguen tres operacio­ nes: la quilla, las cuadernas y las planchas de la tablazón. “Las cuadernas son, si se quiere, las costillas del esquele­ to, y la tablazón es la piel. En tiempos de Roma, por sin­ gular que parezca, se montaba primero la tablazón, des­ pués se insertaban las cuadernas en el interior; primero se colocaba la piel, después el esqueleto." Así eran los barcos mercantes de griegos y romanos, los que, por ejemplo, frecuentaban el puerto hexagonal de Ostia. Junto a ellos hay que evocar los navios de gue­ rra de remos, largos, estrechos, como los trirremes ate­ nienses que derrotaron a la flota persa en Salamina, en

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480 a.C. Trirremes o quinquerremes, de tres o cinco filas superpuestas de remeros, que se asemejan a las galeras de los siglos xv y xvi, los barcos de guerra del Mediterrá­ neo de esa época — con la diferencia evidentemente de que carecen de artillería— . Menos pesados por ello que las galeras, pueden avanzar mucho más rápido.

H a sta

l o s n a v ío s d e l ín e a

Tres transformaciones marcan la evolución general de los barcos en el Mediterráneo, antes de la navegación a vapor y los cascos de hierro: el timón de codaste apareci­ do hacia el siglo xn; el casco encastrado hacia los siglos xiv-xv; el bajel de línea a partir del xvn. El codaste es la zona intermedia entre las partes cón­ cava y convexa del extremo posterior del barco. El timón de codaste, una invención oceánica, es el timón que co­ nocemos nosotros: una caña que atraviesa el casco per­ mite maniobrar desde el interior del barco. Este timón se convirtió, ya en el siglo xvi, en una rueda que permite al timonel dirigir el movimiento: en las toscas carracas portuguesas que van a las Indias, se junta a veces una do­ cena de hombres para sostener o hacer girar el timón. Por supuesto, la discusión para determinar las ventajas del nuevo timón sobre el antiguo sigue abierta. El nuevo parece haber permitido al navio dar bordadas y remontar el viento de mejor manera. La segunda transformación concierne a la tablazón encastrada. Con toda probabilidad, procede de los mares septentrionales, con el casco (el kogge) que en el Medi­ terráneo se denominará comúnmente la nave. Es un car-

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güero muy grande, de varios cientos de toneladas, que después crecería aún más. ¿Su característica? Estar cons­ truido por capas, es decir, que las planchas del casco, en lugar de estar pegadas, se recubren unas a otras como las tejas de un techo. Más resistentes que los tradicionales navios redondos del Mediterráneo, de planchas pegadas, las naves pueden afrontar las fuertes olas y triunfar del mal tiempo invernal. Surge, entonces, una circulación más regular, una verdadera revolución de los transportes. Algunos puertos alcanzan marcas de tráfico en diciembre, enero o febrero. El Mediterráneo se cubre de grandes cuerpos flotantes. Las carracas genovesas del siglo xv alcanzan a veces i ooo toneladas, y aun 1 500: son los gigantes del Mar Interior. Los veleros de carga de Ragusa, en el xvi, llegan a veces al millar de toneladas. Figuran entre los grandes cargueros del Mar Interior y llevan sobre sí todo lo que es pesado u ocupa mucho lugar: granos, sal, bolas de lana, cueros de vaca o de búfalo, de los que Occidente es un fantástico consumidor, y que van a cargar en Rodosto, sobre el mar de Mármara, o en Varna, en el Mar Negro. La particular fortuna de los veleros raguseos tiene que ver al mismo tiempo con la capacidad de sus calas y con los bajos salarios con que se conforman sus tripula­ ciones. Así se impusieron en todo el espacio mediterrá­ neo y llegaron a Inglaterra y a Flandes, lo mismo que los genoveses o los venecianos. La propiedad de uno de esos grandes navios siempre está dividida en panes, de ordi­ nario 24 quilates, que no están todos por fuerza en ma­ nos de raguseos. Así, el genovés o el florentino, poseedor de uno o varios quilates, vigila los movimientos de su navio. Si llega a Livorno o a Genova, el patrón de la nave,

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por lo general un raguseo, debe presentar sus cuentas y pagar lo que debe a los propietarios de quilates, es decir, a los accionistas. Estas disputas o procesos han dejado suficientes hue­ llas en los archivos de los puertos como para aportar al historiador muchos detalles sobre la vida y los azares de esos grandes cargueros. Triunfan en los siglos xv y xvi, para declinar y casi desaparecer en el xvn. Pero ¿no es ésa la regla general en el Mediterráneo y sin duda también en otras partes? El duro oficio de marino no se improvisa. Recluta a sus hombres a partir de sectores del litoral bien escogidos. Cuando uno de esos sectores hace fortuna, si puede decirse así, puebla el mar con sus navios, pero poco a poco se agota en ese difícil juego. La regla sirve tanto para las calas provenzales, las islas griegas, las riberas ge­ novesas y las costas dálmatas, como para las aldeas y aldehuelas de la admirable costa catalana. Pero hay renaci­ mientos, y el juego vuelve a comenzar. La última transformación es la sustitución de la gale­ ra por el barco de línea. La impresionante batalla de Le-, panto (7 de octubre de 15 7 1) fue el encuentro mons-j truoso de 500 galeras turcas y cristianas, 250 en cadacampo. Pero ya en tiempos de don Juan de Austria suí suerte estaba amenazada. Su última forma conquistadoráfue sin duda la galera reforzada, que coloca en cada remo a cuatro o cinco remeros a la vez y, con ello, puede ganar en velocidad a las galeras comunes, alcanzarlas o, de ser necesario, dejarlas atrás. Las galeras tienen muchos defectos. En primer lugar su costoso “motor”: los forzados, que hay que comprar, alimentar, cuidar, vestir. Hubo, es cierto, en Venecia, hasta mediados del siglo xvi, remeros ciudadanos, como

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en la Atenas de Pericles. Pero en todas las marinas se en­ cuentran forzados voluntarios — los buonvoglie, como se les llamaba en Italia— , miserables que se alquilaban por un tiempo para escapar de su miseria. “Creo que es del todo imposible — escribe el representante de Luis XIV en Malta (26 de febrero de 1664)— encontrar buonvo­ glie en Francia, ni [sic] sacarlos de los países extranje­ ros, y pienso que será más fácil tomar turcos para la ex­ pedición o comprarlos”, evidentemente en el mercado de Malta donde los piratas vendían con regularidad sus presas. El sistema, deficiente en verdad durante la época de Luis XIV no hubiera podido subsistir de no ser por los condenados a las galeras. Tal vez se prolongó, en efecto, a causa de esos condenados: ¿dónde tenerlos pri­ sioneros de manera más cómoda? Las galeras son el pre­ sidio ideal, la cárcel concentradora por excelencia, más expeditiva que los piombi de Venecia. Las galeras tenían además otros defectos: su costo de fabricación, el amontonamiento de los hombres a bordo, el poco lugar que queda para una artillería cada vez más indispensable y que reclama cada vez más espacio; ade­ más, son navios hechos para los serenos mares del vera­ no. Si se les quiere utilizar en invierno (lo que constituye un poco la táctica de las flotas menos fuertes, que duran­ te la estación peligrosa se protegen así con los mares agi­ tados de la réplica del enemigo), puede haber catástrofes: el desgaste, el agotamiento de la chusma de las galeras, y sobre todo los naufragios, durante los cuales en una o dos horas desaparece una escuadra completa. Es lo que ocurrió a las galeras de España en la bahía de la Herradu­ ra en octubre de 1562. Queda entonces un solo consuelo: tratar en lo posible de recuperar los cañones hundidos.

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Por último, cuando las naves mercantes empiezan a equiparse con una artillería abundante para hacer frente a los corsarios, las galeras sobrecargadas de hombres se convierten para ellas en blancos ideales. En 1607, los na­ vios “redondos” de los holandeses fulminan a las galeras españolas que pretenden obstruirles el estrecho de Gibraltar. De ahí a fabricar navios redondos, de vela, que sean verdaderos navios de guerra, no hay en apariencia más que un paso, pero será largo de franquear. Ese navio redondo no triunfará de golpe, porque también tiene sus puntos débiles. Basta con que una nave bien armada que­ de inmovilizada en un mar demasiado tranquilo, cuando cesa el viento, para que las galeras se acerquen al cuerpo inmovilizado del enemigo, elijan los ángulos de muerte de su tiro y, dando vueltas a su alrededor, lo golpeen a su gusto, incendiándolo u obligándolo a rendirse. A pesar de todo, hacia 1620 la galera había pasado a un segundo lugar. Los renegados nórdicos que entonces poblaban Argel aclimataron el velero de carrera de largo radio de acción. El Mediterráneo entero se convirtió en­ tonces en su terreno de caza. Y esos “berberiscos” de ojos azules y cabellos rubios atraviesan el estrecho de Gibraltar, espían los accesos de Cádiz o de Lisboa, llegan hasta Islandia y piratean en el Mar del Norte con la complici­ dad de los puertos ingleses o de los comerciantes holan­ deses. Sin embargo, todavía quedan galeras en Tolón o en Venecia, e incluso en Argel. En 1798, cuando la flota que lleva a Bonaparte a Egipto captura de pasada Malta, gale­ ras de remos rojos se encuentran en el puerto de La Valette. Pero son supervivencias: ni en Aboukir (i° de agos­ to de 1798) ni en Trafalgar, en las cercanías de Gibraltar, estarán presentes en el combate.

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En esta época, hace ya tiempo que el velero ha triun­ fado, dividido netamente en dos familias: navios mer­ cantes por un lado, barcos de línea por otro, los cuales han surgido de la transacción entre el casco redondo y el casco alargado. El antecesor de esos maravillosos navios de línea debe buscarse, sin duda, en las galeazas venecia­ nas, esas grandes galeras afiladas como los barcos de lí­ nea del futuro, pero mucho más anchas que las primeras, tan sutiles. Demasiado pesadas y sobrecargadas de arti­ llería como para ser manejables, tenían un poder de fue­ go, de fortalezas flotantes. La línea de las galeras de don Juan de Austria, en Lepanto, iba precedida de esos mas­ todontes que fulminaron a las galeras turcas desde el pri­ mer contacto entre las flotas. Pero este triunfo, en sí sen­ sacional, no trajo consecuencias inmediatas, porque nada precipitó la evolución de los barcos del Mediterráneo de la manera en que sucedió en otros mares del mundo. En efecto, fueron necesarios la riqueza, la ambición, la locu­ ra de los estados modernos para construir, a finales del siglo x v i i i , navios de línea perforados por más de cien piezas de cañones y cuyos cascos de madera estaban am­ pliamente provistos de placas protectoras de cobre; obras maestras de la arquitectura naval, por cierto, pero tan costosos que es difícil de imaginar.

Ba r c o s

y b o sq u e s

¿Los barcos de madera destruyeron poco a poco los bos­ ques del Mediterráneo? En todo caso, éstos han dejado su lugar a menudo a formas degradadas, matorrales, mon­ te bajo, masas de arbustos aromáticos, que sirven apenas 6o

para alimentar las chimeneas con grandes llamaradas, o para calentar los hornos de pan con los arbustos que, en el primer caso (los matorrales), recubren el suelo por entero, y en el segundo (monte bajo) lo dejan des­ nudo en amplias superficies. Esos matorrales o ese mon­ te bajo son también el resultado de explotaciones desor­ denadas para la construcción o la calefacción de las casas, o el mantenimiento de las industrias que requie­ ren del fuego, o el cultivo de tierras boscosas explotadas un tiempo, y después abandonadas por no ser bastante fértiles. El barco, que ha sido uno de los grandes culpables de la deforestación, ¿no ha sido al final víctima también de este proceso? Llegó un día en que los bosques de Ca­ labria o los robles del Monte Gárgano dejaron de ser ex­ plotables para los astilleros de Ragusa o de las playas cer­ canas a Nápoles... Carmelo Trasselli, admirable historiador de Sicilia, piensa que este enrarecimiento y la carestía de madera que vino como consecuencia han sido una de las razones, entre otras muchas, de la decadencia del Medi­ terráneo, en el siglo xvi, y más todavía en el xvn. Hasta los venecianos, hasta los caballeros de Malta compraron entonces sus barcos en Holanda. Esta explicación, más que verosímil, nos trae a la me­ moria las reflexiones de Maurice Lombard sobre la crisis de la madera a través del Mediterráneo islámico del siglo xi. Dominaba todo el mar; cuando le faltó la madera, el mar se le escapó. Como las mismas causas producen los mismos efectos, algunos siglos más tarde, el Mediterrá­ neo cristiano del poniente perdería a su vez su dominio del Mar Interior, donde ingleses y holandeses comenza­ rían a imponer su ley.

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El M

e d it e r r á n e o e s l o s c a m i n o s

El Mediterráneo es los caminos del mar y de la tierra, unidos entre sí; caminos significa ciudades, las modestas, las medianas y las más grandes dándose la mano. Cami­ nos y más caminos, es decir, todo un sistema de circu­ lación. A través de ese sistema, culmina ante nuestros ojos la comprensión del Mediterráneo, que es, en toda la exten­ sión del término, un espacio-movimiento. A eso que el espacio cercano, terrestre o marítimo, le aporta, y que constituye la base de su vida cotidiana, agrega sus dones el movimiento. Si se acelera, las dádivas se multiplican, se hacen visibles. La Toscana ha sido, durante siglos, sin duda, la campiña más bella del mundo. ¿No es, acaso, porque Florencia se nutre del trigo siciliano, que la Toscana rural ha podido especializarse en el cultivo de la vid y del olivo? Venecia es, desde el siglo xiv al xvi, la ciu­ dad más rica de Italia y sin duda de Europa, aunque, y con más seguridad, lo es de todo el Mediterráneo. Y todo por­ que se encuentra en el corazón del sistema de circulación más vasto de la época, extendido por el mar entero, y porque se adjudica la mayor parte de las compras de pi­ mienta y especias de Levante, o al menos llegadas desde el Océano Indico hasta las escalas de Levante, y es sobre todo porque se trata de la revendedora por excelencia de esos productos preciosos en Occidente, en especial en Alemania, el mayor consumidor de Europa. Venecia “en­ cerró”, valga la expresión, a los comerciantes alemanes en el gran edificio del Fondaco del Tedeschi como los paí­ ses del islam encerraron en los Fonouuks del Levante a los propios venecianos. Para Venecia, el problema con­

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sistía en impedir que los alemanes participaran de mane­ ra directa en su comercio marítimo. Ese es un coto de caza cuidadosamente guardado, reservado para sus ciu­ dadanos, aquellos que tienen plenos derechos, que po­ seen la ciudadanía “por afuera y por adentro” (de intus et de extra). Vemos, así, de qué modo las rutas del Mediterráneo aumentaron sin medida el espacio explotado por las ciu­ dades y los comerciantes del Mar Interior. Es, de la mis­ ma forma, un veneciano quien descubre para sus con­ temporáneos la lejana China: Marco Polo está de vuelta en Venecia en 1296 . Es también un hombre del Medite­ rráneo, Cristóbal Colón, quien descubre América en 1492 . Serán los comerciantes italianos quienes, en el si­ glo x i i i , controlen las ferias de Champagne, y 200 años más tarde controlen también las ferias de Lyon en torno a las cuales, durante breve tiempo, giró la fortuna entera de Europa. Las ciudades alemanas, Nuremberg, Ulm, Francfort, Augsburgo, sobre todo Augsburgo, son las alumnas, las émulas de Italia. Desde el siglo xiv en Bru­ jas, en Londres, domina el banquero comercial italiano, y con él triunfa el mar lejano y exigente. Un Mediterráneo más grande rodea y envuelve, pues, al Mediterráneo stricto sensu, y le sirve de caja de reso­ nancia. La vida económica del Mar Interior no es, por otra parte, la única en repercutir así a distancia; repercu­ ten también sus civilizaciones, sus movimientos cultura­ les de colores cambiantes. El barroco, nacido en Roma y en la triunfante España, cubre toda Europa, inclusive los países protestantes del norte. De la misma manera, las mezquitas de Estambul, especialmente la Suleimanié, se­ rán imitadas hasta en Persia y la India.

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Es, pues, visible sobre las márgenes del gran Medite­ rráneo, una especie de registro del esplendor y de la irra­ diación propias del mar. Por eso muchos problemas del pasado mediterráneo, casi insolubles a primera vista, se han resuelto por sí solos. Ese lujo que, en espíritu y en la realidad, revivimos hoy, a lo largo del Gran Canal, la calle más hermosa del mundo, o sobre la plaza de San Marcos, la plaza más her­ mosa del mundo; ese lujo sólo se explica por una explo­ tación lejana del otro. En efecto, la explotación de las campiñas cercanas y de las actividades de los pequeños puertos satélites del Adriático, no bastaría. Hacen falta las aportaciones de un comercio de lejos, de la antena que, por medio del islam, tiende el Mediterráneo hasta el Lejano Oriente. Cuando, durante la fiesta de la Sensa, el día de la Ascensión, el Dogo de Venecia desposa al mar, ante la iglesia de San Nicoló dei Mendicoli, no se trata tan sólo de un bello espectáculo, o de un símbolo, sino de una realidad: desposa, a través del mar, al gran Medi­ terráneo, fuente perenne de riquezas. La decadencia, las crisis, los malestares del Medite­ rráneo son justamente las averías, las insuficiencias, las fracturas del sistema circulatorio que lo atraviesa, lo so­ brepasa y lo rodea y que, durante siglos, lo colocara por encima de sí mismo. El periplo de Vasco de Gama en 1498 es el primer golpe que le asesta el destino. Sin em­ bargo, sobrevivirá a la prueba. La decadencia no se decla­ rará antes de 1620, cuando los ingleses y los holandeses se hayan apoderado de las lejanas salidas del Mediterrá­ neo, e invadido su propio espacio. Allí se produjo una ruptura de larga duración. ¿Definitiva? Mucho más tar­ de, después de siglos de replegarse, la creación del canal

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de Suez (1869), tema sobre el que regresaremos, no lle­ gará a restablecer plenamente la prosperidad y sobre todo la preminencia del Mediterráneo. Porque Inglaterra reina entonces sin rival sobre el mundo entero. El Mediterrá­ neo, capturado por el extranjero en el siglo xvi, no pue­ de ser devuelto a sus ribereños.

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La extensión marítima, como creadora de amplios in­ tercambios, permaneció durante mucho tiempo inuti­ lizada. Fue en la orilla y fuera de ella donde la civiliza­ ción mediterránea dio sus primeros pasos.

La s

El alba del

r e v o l u c io n e s

C e r c a n o O r ie n t e

F e r n a n d Br a u d e l

todos saben que las “primeras civiliza­ ciones” nacieron en el Mediterráneo oriental del Cercano Oriente. Pero el mar no es el responsable inicial: durante milenios permaneció vacío, más desierto que los desiertos mismos, y fue obstáculo, no vínculo, en­ tre los hombres que, sin embargo, vivieron desde épocas muy tempranas en sus riberas. No obstante, también desde épocas muy tempranas, circularon balsas o piraguas primitivas, sin las cuales no hubieran sido posibles esos viajes cuyas pruebas posee­ mos. Así Chipre, que siempre fue una isla desde la apari­ ción del hombre en Asia Menor y de cuyos primeros poblamientos desconocemos la fecha exacta, importaba, en el sexto milenio, obsidiana de Anatolia para fabricar sus herramientas. Éste no es el único ejemplo: Malta, ocupa­ da por el hombre por primera vez hacia el 5000 a.C., conseguía en Sicilia piedras desconocidas en la isla; entre ellas, la obsidiana. Pero nada indica que haya habido con­ tactos regulares o relaciones sostenidas. Si el hombre su­ peró muy pronto el obstáculo del mar, en distancias cor­ tas, lo hizo sólo de manera esporádica al comienzo.

T

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o d o s d ic e n ,

El alba de la historia es la invención de la agricultura, la revolución neolítica de la que se sabe desde hace poco, gracias a los métodos de datación por medio del radiocarbono, que comenzó hacia el 9000 a.C., y que se ex­ tiende a lo largo de varios milenios. Esta gran cesura en la historia de la humanidad no se produjo, por lo tanto, de manera acelerada. Sin embargo, se desarrolló desde va­ rios focos, más o menos unidos entre sí, llevando delante sus cereales —plantas silvestres, empleadas desde mucho antes de que empezaran a ser cultivadas poco a poco— , sus animales domésticos, sus árboles frutales, sus herra­ mientas, sus hábitos sedentarios. Esto explica el hecho de que haya nacido no en las llanuras, que supondríamos a priori más fáciles de culti­ var, sino en las tierras altas que bordean el desierto de Siria o en las mesetas montañosas de Anatolia y de Irán: ése es, en efecto, el hábitat natural de las ovejas, cabras, bovinos y puercos, y también el de las gramíneas salvajes, a alturas de 600 a 900 metros; es allí, al fin, donde las aguas fluyen con relativa abundancia, al pie de los relie­ ves del norte sobre pendientes muy expuestas, frente al sur o el oeste. Fue en esa zona llamada característica­ mente el Cuerno de la Abundancia donde la agricultura

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comenzó su larga carrera, a partir de tres regiones privi­ legiadas: los valles y vertientes occidentales del Zagros, la región montañosa de la Mesopotamia turca y sobre el sur de la meseta de Anatolia. Quien dice agricultor dice sedentarización, arraigo en hábitats agrupados. Pero la sorpresa, también revelada por el radiocarbono, ha sido descubrir la existencia, des­ de el octavo milenio, no sólo de aldeas o villorrios, sino de grandes aglomeraciones que podemos llamar ciudades, por más que en sus comienzos no tuvieran la organiza­ ción de una ciudad mesopotámica o egipcia. De allí la argumentación revolucionaria y convincente de Jane Ja­ cobs ( The Economy o f Cities, 1969), quien pretende que en el vacío, el de la prehistoria o el de determinadas par­ tes del Nuevo Mundo después de la conquista europea, es normal y lógico que las ciudades comiencen a existir al mismo tiempo, e incluso antes que las aldeas. Jericó, Catal Hüyiik son dos ejemplos de estas aglomeraciones “neolíticas”. En el séptimo milenio antes de nuestra era, Jericó albergaba al menos 2000 habitantes: Catal Hüyiik extendía sus viviendas unidas entre sí a lo largo de 15 hectáreas, donde la circulación de la gente se realizaba, dentro de las casas, a través de aberturas ovales practica­ das en los muros, y entre ellas, por las terrazas. Estas “ciudades primitivas” son ya centros organiza­ dores. Despiertan y mantienen una circulación de amplia irradiación. Jericó exporta sal y betún, y recibe, entre otras cosas, obsidiana de Anatolia, turquesas del Sinaí, cauris del Mar Rojo. Qatal Hüyük cambia su obsidiana por el sílex de Siria, importa del Mediterráneo gran can­ tidad de conchas y de toda clase de piedras, mármol, ala­ bastro. Sus actividades artesanales son múltiples: joyas de 68

piedra, de nácar o de cobre, telas finas, cerámica, etc., mientras que en la misma época la llanura de Panfilia, bas­ tante cercana, está todavía muy atrasada culturalmente. Y la invención creadora, signo de abundancia económica, se presenta pujante desde el comienzo de Catal Hüyük. No obstante, es la llanura, la baja Mesopotamia la que, junto con Egipto, se convertirá en el impulsor fun­ damental de la civilización en gestación. Porque una gran civilización no puede vivir sin una amplia circulación, y el agua de sus ríos — el Eufrates, el Tigris, el Nilo— per­ mitió desde muy temprano el desarrollo del transporte fluvial. Cuando esos barcos por fin se aventuran por el agua salada del Golfo Pérsico, o del Mar Rojo, o del Océano Indico, se ha dado el paso decisivo. Un milagro comienza. Bienes, mercancías, técnicas, todo transita­ rá, poco a poco, por las rutas del mar. El Mediterráneo está vivo. P r im e r o s

b a r c o s,

PRIMERAS CIVILIZACIONES

La batelería del Eufrates y el Tigris (completada por bal­ sas hechas con odres inflados unidos entre sí que, pesa­ damente cargados, descendían el curso de los ríos, des­ pués de lo cual, los odres desinflados eran transportados a lomo de burro hasta su lugar de origen) desempeñó, es cierto, un papel fundamental en el crecimiento y la pros­ peridad de la Mesopotamia. Ha permitido, al mismo tiempo, la repartición económica de los variados recur­ sos de la montaña y de la región baja, y la unión en un todo de las ciudades independientes y deseosas de se­ guirlo siendo. Basta mirar hoy todavía el movimiento de

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las barcas en el Éufrates, sus extensas superficies de agua, sus orillas planas durante largo tiempo pantanosas, para que revivan los magníficos bajorrelieves del palacio de Nínive, con sus barcas de cañas deslizándose entre los hipopótamos de los pantanos repletos de peces. Pero la Mesopotamia está lejos de las orillas del Mediterráneo, y si llegó a aventurarse, como parece, por el Mar Rojo y el Golfo Pérsico, sabemos poco al respecto. Está en el tras­ fondo de la primera historia del Mediterráneo. Los barcos de Egipto, en cambio, desembocan sobre la historia del Mar Interior. Los bajorrelieves de las pri­ meras pirámides nos los muestran construidos a menudo de haces de papiros unidos, un tanto parecidos a las bar­ cas de la Mesopotamia, con proa y popa levantadas, un fondo casi plano que les permite no chocar contra los bancos de arena levemente sumergidos y atravesar sin problemas los numerosos pantanos. El progreso hará que muy pronto los juncos primiti­ vos sean remplazados por tablones de madera, bloques de sicómoro o de acacia traídos del Alto Egipto, o de cedro del Líbano. Esos tablones cortos y macizos están unidos con fuerza entre sí. Excepción hecha del material, esas naves de madera, sin quilla, de extremidades levantadas por un cable transversal, se parecen sin la menor duda a las barcas primitivas. Pueblan las escenas de caza o de pesca representadas con mucha frecuencia en las paredes de las tumbas, y sirven para transportar a los muertos a su última morada. El transporte fluvial del Nilo es tan poderoso como el del Éufrates, sobre el cual tiene además una segura ven­ taja: el sistema regular del viento, que en Egipto permite que los barcos remonten a vela el río. En el otro sentido,

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basta con dejarse ir con la corriente. Remos y sirga son menos necesarios. El Nilo es así, y por ésta y otras razo­ nes, la condición de la unidad y la riqueza de Egipto. En el siglo xxv a.C., el río daba la oportunidad de transpor­ tar el granito de las canteras del Alto Egipto hasta Menfis, y controlar desde lejos a Nubia, gran proveedora de marfil, ébano, plumas de avestruz, metales preciosos, oro sobre todo. Pronto permitirá, además, alcanzar el Mar Rojo por la ruta de Coptos a Qoeir, y así tener acceso al incienso, a la mirra de la región de Punt, al cobre, a las turquesas y otras piedras preciosas del Sinaí. Y es en el Bajo Egipto, sede del poder faraónico, donde se acumu­ lan todas estas riquezas, con las cuales comprar o procu­ rarse todo lo que el mismo Egipto no tiene y codicia: cedros del Líbano, betún del Mar Muerto, aceite y más tarde vino de Siria. Es así como empezaron los viajes en­ tre Egipto y las ciudades de la costa siriolibanesa, casi en los albores de la historia egipcia. Probablemente, como expediciones lanzadas por los faraones, al principio. Pero a mediados del tercer milenio una verdadera flota mer­ cante une a Biblos con los puertos del delta; los barcos son de tipo egipcio y sin duda financiados por Egipto, pero quizá construidos ya, y sobre todo tripulados por los cananeos (nombre que se les daba a los siriolibaneses). Esos antepasados de los fenicios eran ya un pueblo de marinos; el egipcio, por el contrario, tenderá siempre a quedarse en casa, ya que su riqueza le permite un co­ mercio pasivo, como se afirma más tarde, en dirección al Mediterráneo. En todo caso, mil años después no es po­ sible tener ninguna duda: una pintura de Tebas, del siglo xv a.C., muestra barcos tripulados por cananeos, atavia­ dos con su traje característico, que descargan en Egipto

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mercancías de su país. Con todo, los barcos son semejan­ tes: veleros de tipo egipcio, con las mismas extremidades levantadas casi en ángulo recto, sin quilla en apariencia. Barcos que convienen para un trayecto apacible y rutina­ rio, por aguas poco profundas y sujetas a la creciente pe­ riódica que repliega el camino navegable para convertir al Nilo en un simple sendero, pero muy poco para los peligros de alta mar. Desde comienzos del segundo milenio, y antes sin duda, apareció otro tipo de barco, nacido de otra aventu­ ra: la de los pueblos del Egeo. Estos navios ligeros se mueven a vela y remo, y están provistos de una carena más una quilla, lo que no sólo refuerza su casco contra el choque de las olas, sino que además los hunde en el agua, les da mayor estabilidad y mejor resistencia al viento. Este barco egeo, antepasado directo de los barcos feni­ cios, griegos y romanos, es en realidad el primer barco de transporte realmente adaptado al mar. Fue el que aceleró la historia del Mediterráneo.

El

p r im e r

M

e d it e r r á n e o

COMERCIANTE DE LA HISTORIA

A comienzos del segundo milenio emergen, por lo tanto, dos sectores marítimos, donde se fabrican navios y mari­ nos: la costa libanesa, las islas egeas. Ya están los protofenicios, y los protogriegos. Tan activos en las costas del Egeo y del Asia Menor como habrán de serlo sus suceso­ res; son, sin la menor duda, los principales responsables del nacimiento de un primer Mediterráneo del inter­ cambio, un Mediterráneo todavía reducido a una mitad

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del mar (los espacios del Levante), pero que ya es un es­ pacio económico unitario, donde muy pronto todo se intercambiará: los objetos, las técnicas, las modas, los gustos, los hombres por supuesto, e incluso las corres­ pondencias diplomáticas. Así se crea un fenómeno de extraordinaria novedad: surge una cultura cosmopolita donde se pueden recono­ cer los aportes de las diversas civilizaciones construidas a lo largo o en medio del mar. Algunas de estas civiliza­ ciones forman parte de imperios: Egipto, Mesopotamia, el Asia Menor de los hititas; otras son empujadas al mar y sostenidas por las ciudades: la costa siriolibanesa, Cre­ ta, más tarde Micenas. Pero todas, a partir de ahora, se comunicarán entre sí. Todas, aun Egipto, por lo común tan encerrado sobre sí mismo, se vuelcan hacia afuera con una curiosidad apasionada. Es la época de los viajes, del intercambio de presentes, de las correspondencias diplomáticas y de las princesas que se dan por esposas a reyes extranjeros como prenda de esas nuevas relaciones “internacionales”. La época en que, en los frescos de las tumbas egipcias, se ve surgir, en su traje original, repro­ ducidos con minuciosidad, a todos los pueblos del Cer­ cano Oriente y del Egeo: cretenses, micenios, palestinos, nubios, cananeos; cuando las magníficas cerámicas cre­ tenses invaden todo el Levante (casi no hay ninguna ex­ cavación que no descubra algún vaso o algunos tazones cretenses de esta época); en que las mayólicas azules de Egipto, exportadas a todas partes, copiadas sin escrúpulo en Ugarit, acompañan a los muertos en las tumbas micenias; cuando el culto de las divinidades cananeas, sin duda introducido por los comerciantes, se esparce por el delta, mientras que las esfinges aladas o los dioses de

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Egipto florecen en Siria o en el país hitita; cuando, sobre los muros de las tumbas de Tebas, la fantasía de la pintu­ ra cretense se impone a la austera tradición egipcia mientras que las flores de loto y los pájaros acuáticos del lejano Nilo inspiran a los ceramistas cretenses o micenios que retoman a su vez, pero con mucha mayor fuerza en la disposición y en el tratamiento de las formas, su universo ambiguo y marino, rechazando de paso, a dife­ rencia de Egipto, las referencias espaciales, los horizon­ tes figurados; cuando la moda egipcia, consagrada hasta entonces al lino blanco, se apasiona por los bordados si­ rios y los tejidos policromos de los cretenses. En esta extraordinaria "mezcolanza” del segundo mi­ lenio, la palma del cosmopolitismo corresponde sin du­ da a los siriolibaneses, que toman prestado y de todo el mundo, y lo mezclan a su gusto. Al contrario de Creta, que, a pesar de la actividad de sus comerciantes y mari­ nos, cuyas huellas se encuentran en todas partes, dio más de lo que recibió. Protegida quizá por su carácter insular, se ha mantenido como la más original, la más insólita de las primeras civilizaciones antiguas. Tan mis­ teriosa cuando se desarrolla como un fenómeno aparte, como cuando desaparece, con una muerte brutal e in­ explicable.

D e C n o so s

a

M

ic e n a s

Creta es una isla perdida en alta mar, durante largo tiem­ po subpoblada y subdesarrollada. Curiosamente resguar­ dada: no hay en ella animales salvajes autóctonos, ni zo­ rros, ni lobos, ni águilas, ni lechuzas, ninguna bestia

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dañina fuera del escorpión, la víbora y una araña veneno­ sa (desconocida, por otra parte, en el continente). Du­ rante mucho tiempo, apenas si repercutieron en ella las corrientes civilizadoras venidas de las Cicladas y el Egeo. Troya, cerca del Helesponto, brilla ya cuando Creta per­ manece aún en la oscuridad. Sólo hacia 2500 a.C. llega hasta ella un poco de luz. La leyenda de Europa raptada por Zeus en las costas de Fenicia y llevada a Creta tendría una parte de verdad. Surgen en ella dos generaciones de ciudades-pala­ cios, la primera de 2000 a 1700; la segunda de 1700 a 1400. Como indican por sí solas esas fechas, la isla se desarrolla con el auge de las navegaciones de Levante. En esa multiplicidad de palacios-ciudades — de los que Cnosos es el ejemplo más bello, pero no el único— , ¿hay que ver ciudades independientes, ciudades-Estado ya sobre el modelo griego, como aventura E. van Effenter? Esos palacios son privativos de una divinidad tanto como de un príncipe, el Minos de Cnosos. Son tal vez también una forma de economía, el lugar donde se re­ úne y se redistribuye la producción, el centro donde los artesanos y los comerciantes de la ciudad vecina recogen sus órdenes de pago; donde se concibe una participación cada vez más consciente en el intercambio con el exte­ rior. Porque este florecimiento, sobre todo el más bri­ llante, de 1700 a 1450, es contemporáneo de un auge económico general del Cercano Oriente. El brillo de los grandes imperios se refleja en el espejo de la civilización cretense que, a su vez, envía a lo lejos sus luces. Cnosos, el palacio-ciudad por excelencia, irradiará a lo lejos su influencia gracias a los navios cretenses que surcan la inmensidad del mar.

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Todo se derrumbará, como hemos dicho, en Cnosos y en la Creta oriental (la única parte de la isla iluminada por la civilización) hacia 1450. Tal suceso ¿tiene como consecuencia la explosión volcánica de Théra, hoy Santorini? La hipótesis, aceptable, es a menudo admitida. ¿O es que se debe a un ataque victorioso de los micenios? Ésta es la hipótesis clásica. ¿Sería a consecuencia de violentas conmociones sociales? Sea lo que fuere, la civilización cretense se extinguió a mitad del siglo xv. Conocemos de manera imperfecta esta civilización. Su religión sigue siendo poco comprensible para nos­ otros. A lo más que llegamos es a reconocer algunos símbolos: el árbol, el pilar, la doble hacha, los cuernos de toro, los chales anudados ritualmente: algunos animales sagrados: la serpiente, la paloma, el toro. Por último, la Diosa Madre, salida de las profundidades de la prehisto­ ria y de las mentalidades primitivas, parece haber sido la dominadora. Pero ¡cuánta distancia entre esa joven diosa elegante que empuña una serpiente como sostendría un adorno, y las adiposas estatuas de la abundancia, de las que se han encontrado cientos de ejemplares alrededor de todo el Egeo! ¿Qué relación hay entre la danza sa­ grada de las sacerdotisas que hace girar las faldas de vo­ lantes de las jóvenes de largos cuerpos de bailarinas y la escena de los frescos de Mari, donde el rey recibe de la diosa Istar los emblemas sagrados, con la hierática so­ lemnidad de la Mesopotamia? Lo que fascina en Creta es la idea que nos hacemos, con razón o sin ella, de una civilización “distinta”, donde todo tendería a la belleza y a la alegría de vivir, donde la misma guerra no tendría sitio (en todo caso, no hay fortificaciones en torno a las ciudades cretenses). Sobre los frescos de Cnosos, el sa­

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cerdote-rey camina entre lirios, y las mujeres de vesti­ dos claros, amarillos, azules y blancos, con los senos des­ nudos, danzan ante un vasto público sentado bajo olivos azules. Acróbatas de finos cuerpos juegan entre los cuer­ nos de un toro. Domina un naturalismo simple y fuerte: una brizna de hierba, una mata de azafrán o de iris, una vara de lirio blanco sobre el ocre de un vaso o sobre la púrpura de un estuco mural; arbustos que se enlazan en un motivo continuo, casi abstracto, una rama de olivo florecido; los tentáculos retorcidos de un pulpo, delfi­ nes, una estrella de mar, un pez azul alado, y tantos te­ mas más, tratados con una gran libertad de invención. En la fantasía de un mundo alegremente irreal, un mono azul corta azafranes, un pájaro turquesa se posa sobre rocas rojas, amarillas, azules, jaspeadas de blanco, donde florecen los rosales silvestres; un gato salvaje acecha, a través de unas ramas de hiedra aérea, a un inocente pája­ ro que le da la espalda; un caballo verde tira del carro de dos diosas sonrientes. La civilización llamada micénica (por la ciudad de Micenas, en la Argólida) que sucede a la civilización cre­ tense seguía, desde tiempo atrás, la escuela de esta últi­ ma. ¿Se volvieron los alumnos peligrosos y destruyeron al maestro? Es posible. O bien ocuparon el lugar vacío. Lo cierto es, en todo caso, que las ciudades micenias, Tirinto, Pilos, Argos, Tebas, Atenas, Micenas, continúan su auge después de la brusca desaparición de Creta. Se construyen en ellas grandes palacios al estilo cretense. Y los comerciantes micenios, que recorren los mares igual que lo hacían los cretenses, ocupan un lugar pre­ ponderante en el Egeo. Se instalan en gran número en Chipre, Egipto, Asia Menor, Siria, en el Líbano, y los va­

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sos micenios se encuentran por todas partes en el Cer­ cano Oriente, como antes los cretenses. Pero la atmós­ fera ha cambiado: las ciudades micenias, batalladoras y expansivas, a veces rivales, se rodean de murallas. Final­ mente, conocerán un destino trágico; casi todas desapa­ recerán en el curso de un drama aun más oscuro que el que puso fin a Cnosos.

La s

c a t á s t r o f e s p o c o e x p l ic a b l e s

DEL OSCURO SIGLO

XII

El siglo x ii es oscuro entre los siglos oscuros. ¿Sus ca­ tástrofes en cadena son comparables a la caída de Roma en el siglo v? Así se ha afirmado. De todos modos, antes de esas catástrofes la luz existía desde el mar Jónico hasta Egipto y el resto del Cercano Oriente. Con el siglo x i i , la noche se instala por medio milenio aproximadamente. Por lo tanto, no es razonable la comparación entre el fin de Roma, que será sólo un hachazo, y esta oscuridad multisecular que lo invade todo. Lo que desaparece entonces es el Imperio hitita de Asia Menor, el Hatti; son los palacios micenios, todos incendiados y destruidos (en Tirinto se han encontrado los esqueletos de los defensores al pie de las murallas, bajo una masa de escombros calcinados). ¿La responsabi­ lidad de esto recae sobre los misteriosos “pueblos del mar” que hacen pensar en los normandos de la Edad Me­ dia? Esos pueblos — ¿quiénes eran, de dónde venían?— en verdad existieron, ya que numerosos textos hablan de ellos, y llegaron hasta Egipto donde fueron aplastados en dos ocasiones (1225 y 1180 a.C.): un bajorrelieve con­

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memora esta victoria del faraón. Pero no por ello escapa­ rá Egipto al desastre, ya que lo que se pierde sobre todo en la múltiple aventura, y por mucho tiempo, es el Me­ diterráneo de los intercambios. Estos disminuyen, des­ aparecen; no resistieron los incendios, las carnicerías, las murallas derruidas, las ciudades desquiciadas como por capricho, las ciudadelas tomadas por asalto y libra­ das al saqueo. Todavía ayer se explicaban estos dramas por la llega­ da de los indoeuropeos, los dorios. Bárbaros, sí, que sin embargo tenían armas de hierro, y que habrían acabado con los micenios que sólo conocían las armas de bronce. Los recién llegados habrían empujado a poblaciones en­ loquecidas. Así, al hablar de los pueblos del mar tendría que tratarse de esas hordas de fugitivos que, a su vez, habrían pillado, saqueado, matado, desde la región hitita hasta Egipto. Por desgracia, esta explicación ya no se sostiene, dado que los dorios, últimos invasores indoeu­ ropeos de la antigua Grecia, llegaron apenas a finales del siglo x i i , too años más tarde por lo menos, y no trajeron el hierro, que había venido de otra parte. Al menos, es eso lo que hoy afirman los arqueólogos. Pero, entonces, ninguna explicación se impone o se sostiene ante las exigencias de la crítica. Sólo dispone­ mos de hipótesis, que habrán de verificarse sabe Dios cómo. Claude A. Schaeffer ha afirmado que el Imperio de los hititas había sido destruido por terremotos de extre­ mada violencia. Es posible e incluso seguro: los sismos siempre han abundado en esta región de Asia Menor. No obstante, es insuficiente para explicar el conjunto del fe­ nómeno, que sobrepasa los límites de la Anatolia, o el

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papel de los pueblos del mar, o bien las destrucciones de las ciudades micenias. ¿Ocurrió, como hace notar Rhys Carpenter en un li­ bro reciente, un cambio radical del clima, que se habría alterado en el sentido de una sequía persistente, calami­ tosa y finalmente destructiva? La duración de los vientos etesios que excluyen la lluvia se habría alargado, trans­ formando en desiertos vastas regiones secas de por sí, pero hasta entonces cultivables. Tan sólo habrían esca­ pado al siniestro enemigo las regiones altas, cercanas al mar y por añadidura expuestas directamente a los vien­ tos del oeste, es decir, el golfo de Corinto (que las Ins­ trucciones náuticas señalan como una zona susceptible de atraer las depresiones tormentosas, de mayo a julio y de septiembre a octubre), Ática, Rodas, o Chipre o Te­ salia o Epiro. Por otra parte, los habitantes expulsados de su país por la pérdida de numerosas cosechas habrían tomado el mar, invadido de manera masiva los territo­ rios relativamente protegidos y provocado las destruc­ ciones en cadena que conocemos. Por lo que toca a los palacios micenios, no habrían sido destruidos por los in­ vasores, sino por los grupos locales de campesinos ham­ brientos, porque siempre fueron grandes depósitos de productos alimenticios. Estas explicaciones nos hacen soñar, y ése es su mé­ rito y su utilidad. Pero el problema seguirá siendo oscuro mientras se carezca de una masa más precisa de datos. Se necesitarían más excavaciones afortunadas, muestras de cerámica convincentes y sobre todo, exactitud cronoló­ gica. Es mucho pedir, aun cuando las nuevas posibilida­ des de datación ofrecidas por el radiocarbono pueden aclarar muchas cosas. 8o

En todo caso, hay un hecho cierto: el Mediterráneo oriental, en el siglo xn a.C., vuelve al plano cero, o casi, de la historia. Sus intercambios se acaban. Cada quien va a vivir para sí, aunque con dificultad. Los dos imperios que subsisten han perdido toda influencia: Egipto se repliega sobre sí mismo, sobre sus desgarramientos internos, y su historia se pierde en las continuas invasiones, más o me­ nos mediocres, que lo agobian. La Mesopotamia se entie­ rra en sus turbulencias, poco comprensibles, pero ¿acaso no es su destino estar abierta, por naturaleza, a los mun­ dos vecinos circundantes —y terribles— del desierto y la montaña? La costa cananea — fenicia decimos aho­ ra— se encuentra siempre en la encrucijada de la vida de esos dos monstruos que se necesitan el uno al otro, y cuya intersección crea, de antemano, la vida marítima de la estrecha costa del Líbano. Aquí, como en ninguna otra parte, el universo del Cercano Oriente continuará vi­ viendo, aun cuando se fraccione, se “balcanice”, por así decirlo. Surgen minúsculos estados, sin que se sepa muy bien por qué, después se desorganizan y desaparecen. Así, hacia 950 brilla un Estado judío, que después se des­ compone en dos: Judea al sur, Israel al norte. Haría falta una lupa, ciertamente, para seguir esas breves trayecto­ rias políticas. Sobre la costa cananea, Ugarit desaparece, Biblos declina, Sidón la remplaza y, hacia el año mil, Tiro se convierte en la ciudad dominante. Volcada hacia el mar, Fenicia comienza a vivir, mientras la guerra no deja de hacer estragos por todas partes. ¿Cómo no asombrarse de que en esta historia oscura se hayan desarrollado dos poderosas revoluciones? En primer lugar, la difusión de la metalurgia del hie­ rro. Oriundo o no del Cáucaso, o de Cilicia, el hierro

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acerado, endurecido por la incorporación de carbono, será monopolio de los hititas durante mucho tiempo. ¿El esplendor de su imperio favoreció quizá la dispersión de grupos de herreros, personajes diabólicos a los ojos de los demás hombres? De cualquier modo, la dispersión, la di­ fusión fueron lentas. No es antes del siglo x cuando el hierro se convierte en un metal de uso corriente, ya que su precio baja entonces en la Mesopotamia. La segunda revolución es la aparición de la escritura alfabética. En la Edad de Bronce, el Cercano Oriente ha­ bía conocido la escritura: en Egipto, los jeroglíficos; en Asia Menor, la escritura cuneiforme; en Creta, el lineal A y el lineal B (el único descifrado y que ha revelado una lengua vinculada con el griego). Estas complicadas escri­ turas silábicas, hechas para uso de los príncipes, reque­ rían de hombres de arte, de escribas, podríamos decir de “mandarines”. Fue en Siria, lato sensu, donde se preparó la revolución simplificadora del alfabeto entre los siglos iv y x a.C. Una revolución que estaba en el aire: se trata­ ba de sustituir la escritura reservada a los escribas y a los príncipes por una escritura fácil para los comerciantes apresurados y capaz de transcribir diversas lenguas. Nada de sorprendente resulta ese esfuerzo, si se ha realizado al mismo tiempo en dos ciudades diferentes, ambas excep­ cionales comerciantes: Ugarit inventó un alfabeto de 31 letras, utilizando carácteres cuneiformes; Biblos un alfa­ beto lineal de 22 letras, que será finalmente el de los fe­ nicios, quienes lo enseñaron a los griegos, que, a su vez, lo adaptaron a su lengua, sin duda en el siglo vm antes de Cristo. El alfabeto no corrió más rápidamente sobre las rutas del mundo que la moneda que, creada en el siglo vil a.C.,

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tardó mucho tiempo en alterar por completo el inter­ cambio. Pero ¿quién se atreverá a negar al primer alfabe­ to o a la primera pieza de moneda el merecido nombre de revolucionario? E l F a r -W e s t

%

m e d it e r r á n e o

En el siglo vm, el Cercano Oriente alcanza una nueva prosperidad. El mar recobra vida con los activos puertos de Fenicia y las ciudades griegas. Gracias a esos puertos y a esas ciudades, a sus navios y a sus marinos, se realizará una verdadera conquista del Mediterráneo occidental. Concluida esa colonización, el Mediterráneo de la his­ toria se extenderá sin hiatos desde Levante hasta las Co­ lumnas de Hércules. Se ha comparado este movimiento, que parte del siglo vm antes de la era cristiana en dirección al oeste, con la colonización del continente americano desde Europa, después de 1492. Comparación bastante esclarecedora. En ambos casos, se trata de una colonización a distancia, al encuentro de tierras nuevas, pero no deshabitadas. La América “precolombina” tiene sus indígenas, el Far-West mediterráneo sus poblaciones ya sedentarizadas por la agricultura. La fundación de nuevas ciudades se hizo, pacífica­ mente o no, sobre las costas adosadas a vastas regiones curiosas e interesadas, u hostiles y peligrosas, según los casos y las épocas. Y si se habla de América, es sobre todo porque los colonos encontraron en esas lejanas tierras condiciones de vida mucho mejores que en Gre­ cia o en Fenicia. En el oeste, todo es más grande, más rico. Observemos la guirnalda de las ciudades griegas de

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Sicilia, Agrigento, Selinonte, con sus grandiosos monu­ mentos; Cartago, “la ciudad nueva”, en la época de su esplendor, será diez veces más grande que Tiro, su me­ trópoli. Tres rutas marítimas atraviesan de lado a lado, el Me­ diterráneo, en el sentido de los paralelos. La primera, pegada a los litorales del norte, a Grecia y sus islas, llega hasta la altura de Corcira (Corfú). De allí, con buen viento, un velero ligero atraviesa el canal de Otranto en menos de una jornada. Después el hilo de la costa italiana conducirá hasta el estrecho de Mesina, desde donde se puede ganar ya el mar Tirreno, ya el lito­ ral siciliano. Esta es la ruta de las navegaciones griegas, conocida desde la época micenia. La ruta meridional bordea la costa de Africa, desde Egipto hasta Libia y África Menor. Al término del itine­ rario se abre el estrecho de Gibraltar —las Columnas de Elércules— . La tercera ruta corre por el centro del mar, apoyada en una cadena de islas: Chipre, Creta, Malta, Sicilia, Cerdeña, las Baleares. Aunque esta ruta intermedia obli­ ga a afrontar el mar abierto, se tiene la certeza de que los fenicios la utilizaban, tanto como el itinerario meri­ dional, ya que las excavaciones en esas islas han hallado rastros de sus establecimientos. ¿Acaso los fenicios no son pilotos excepcionales? “Tus sabios, oh Tiro —dice Ezequiel— , estaban a bordo como marineros... En alta mar [las cursivas son nuestras], fuiste conducida por tus remeros.” Viajando incluso de noche, guiándose por la Osa Menor, los fenicios se convirtieron en los precursores. Fueron ellos quienes ganaron la carrera ha­ cia el oeste.

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S o la m en te

h ablarem o s

DE LOS FENICIOS

Ayer, la historia antigua estaba bajo el signo de la grecomanía. La posibilidad de cualquier prioridad de Fenicia se negaba obstinadamente. Pero el admirable Victor Bérard (1864-1931), acusado durante su vida de feniciomanía por los detentadores de la historia oficial, tenía razón, y más de lo que suponía. Tres pequeños hechos establecen, por sí solos, una cronología poco discutible al parecer: en primer lugar el descubrimiento en el museo de Chipre (1939) de una inscripción gastada, que no había sido ad­ vertida y que puede fecharse en el siglo ix antes de nues­ tra era. Su escritura puede relacionarse —y es el segundo hecho— con una insólita inscripción fenicia, encontrada en Cerdeña y que actualmente está en el museo de Cagliari. Escritura idéntica, por lo tanto fecha idéntica, dice un arqueólogo (1941); desde entonces, se han encontra­ do en Cerdeña restos de inscripciones análogas — éste es el tercer grupo de nuevos argumentos— . A tal punto, que la tesis de Sabatino Moschati (1966) gana en verosimilitud. Tres siglos por lo menos, el xi, el x y el ix, separan la caída de Micenas del primer movi­ miento griego de expansión hacia el oeste. “Es natural —afirma Moschati— que la expansión fenicia se inscri­ ba en ese vacío histórico.” Fenicia habría aprovechado la disminución de la navegación “griega” para explotar el mar lejano. Se habría dado, pues, precediendo a la de los griegos, en la época de los “siglos oscuros”, una primera conquista del oeste en beneficio de los “orientales”. Por otra parte, ¿no está Fenicia, por naturaleza, condenada a utilizar el mar a cualquier precio?

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U N PAIS ARROJADO HACIA EL MAR

Fenicia es una guirnalda de pequeños puertos adosados a la montaña, situados en penínsulas, en islotes, como si quisieran ser ajenos a un continente con frecuencia hos­ til. Tiro, hoy unida a tierra firme por los aluviones, esta­ ba construida en una estrecha isla. La ciudad encontraba allí lo fundamental: una defensa eficaz; dos puertos, uno al norte que une la isla con Sidón, otro al sur, para el trá­ fico en dirección a Egipto; por último, un manantial de agua potable, captado en medio del agua de mar. Todo lo demás, los víveres, el aceite, el vino, las materias primas, debían traerlo los marinos. Las ciudades de este tipo sólo pueden vivir del co­ mercio y de la industria. Para comprar en el extranjero los víveres que les faltan, para compensar el permanente desequilibrio que de ello resulta, las ciudades fenicias es­ taban obligadas a comerciar y a exportar los productos de sus propias industrias. Poseen artesanos, herreros, or­ febres, constructores de barcos. Sus tejidos de lana son famosos, lo mismo que, extraídas de un molusco, el mú­ rice, sus tinturas, que van del rosado al púrpura y el vio­ leta. Además, en esta encrucijada en la que se encuen­ tran, los fenicios están bien situados para imitar todos los estilos, todas las técnicas de los otros, por ejemplo, las cerámicas azules o los vidrios policromos de Egipto. Lo cual no les impide vender por todas partes, sin hacer distinción, los productos extranjeros. Su comercio atrapa en sus redes a todo el Levante, alcanza el Mar Rojo y se abalanza hacia el Océano Indico. Una vez explorado el oeste, aquél se extenderá hasta Gibraltar y se aventurará por el Atlántico. Un pasaje de la 86

Biblia indica, al parecer, que un navio equipado por el rey Salomón e integrado a la flota fenicia llegó hasta la lejana España, hasta Tartesos, y regresó tres años después. El valor y la habilidad de los hombres serán los factores de­ cisivos en estos triunfos marítimos. Pero en la técnica también ha intervenido, en particu­ lar, según P. Cintas, el uso del betún del Mar Muerto para calafatear los cascos de los navios. El betún se utili­ zaba ya en Cartago para recubrir el exterior de los muros de arcilla de las casas, y Plinio habla de los “techos de pez” de la ciudad. Esto explicaría el espantoso incendio de 146 a.C. ¿Fiubieran podido los romanos arrasar con la vasta ciudad mediante el fuego sin el betún, combustible por excelencia, del cual el investigador encuentra todavía hoy “pequeñas capas” en el colchón de cenizas bajo el cual la ciudad púnica está sepultada?

C artago

o la se g u n d a

F e n i c ia

Cartago fue durante mucho tiempo sólo un hito de la relación entre Tiro y España, ya que Fenicia conservaba el papel de metrópoli. No obstante, el sistema se altera en el siglo vil. Los fenicios no encuentran ya el vacío mediterráneo, como en tiempos de los primeros logros, sino la compe­ tencia de los etruscos; después, la de los griegos. Por otra parte, Fenicia está sojuzgada por la violencia de los asi­ rios, instalados en Chipre desde 709. Arados, Biblos, Si­ dón y Tiro resisten, pero todo se pierde con la ocupación de Egipto por los asirios (671). En ese momento, los “re­ yes” de las ciudades fenicias se someten.

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A Yakimlu, rey de Arados que está en medio del mar [Ara­ dos ocupa, efectivamente, una isla] que no se había some­ tido a los reyes antepasados míos — dice un texto de Asurbanípal— lo puse bajo mi yugo. El mismo me trajo a Nínive con una rica dote, a su hija, para que me sirviera de concubina, y él me besó los pies.

El baal de Tiro debió entregar también a una de sus hijas y a sus sobrinas, incluso a su hijo, que Asurbanípal le devuelve. En 574, cuando, desde hacía más de 30 años, el Imperio asirio había sido derribado y todos podían respirar a gusto, el babilonio Nabucodonosor se apodera de Tiro. Estas guerras, los disturbios en las ciudades, las inte­ rrupciones de las relaciones comerciales obligarán a Cartago a crecer. El centro de la vida fenicia se trasladará por fin a ella, en la unión casi perfecta de los dos Mediterrá­ neos. Y la civilización fenicia continuará allí, semejante y diferente, como ocurre más tarde con la civilización europea en América. Para esta diferenciación han trabajado la distancia y no menos las etnias mezcladas de la ciudad. Cartago, ciu­ dad nueva, desarrollada “a la americana”, ha sido un lugar privilegiado de intercambios. También es “americana” por su civilización prosaica, que prefiere lo sólido al refi­ namiento. Su dinamismo, por otra parte, atrajo hacia ella a marinos, artesanos y mercenarios de todos los horizon­ tes. Cartago fue francamente cosmopolita. No por eso deja de vivir al estilo fenicio. Primero porque continúa viviendo sobre el mar y del mar. Incluso perpetúa la tradición de los descubrimientos marítimos de Tiro. Hacia el 600, los tirios, bajo las órdenes del fa­ 88

raón Necao, completaron el periplo de África por el Mar Rojo. Hacia 450, los navios cartagineses, que buscaban estaño, reconocieron, conducidos por Himilcon, las cos­ tas atlánticas de Europa hasta las islas británicas (las is­ las Casitérides). Un cuarto de siglo más tarde, Hannon reconocía, esta vez hacia el sur, las costas atlánticas de África, durante su viaje en busca de polvo de oro, hasta el Gabón y el Camerún actuales. La diferencia es que Cartago, al contrario de las ciu­ dades de Fenicia, no estaba amenazada en su retaguardia por imperios monstruosos. Las escalas de la costa africana, que poco a poco fue controlando, Collo, Djidjelli, Argel, Cherchell, Guaraya, Tenes, al principio simples factorías, se convirtieron en aldeas o ciudades, que mantenían re­ laciones con las regiones interiores. Hay por lo tanto una creciente simbiosis de Cartago y las demás ciudades marítimas con el África del Norte. Ésta, apenas salida de la Edad de Piedra, recibirá casi todo de sus amos: árboles frutales (olivo, vid, higuera, almendro, granado), siste­ mas de cultivo, de vinificación y numerosas técnicas ar­ tesanales. Cartago fue la educadora y su influjo fue pro­ fundo. En tiempos de san Agustín, cuando se derrumba el Imperio romano, los campesinos de África hablan to­ davía en púnico y se dicen cananeos: “Unde interrogati rustid nostri quid sint, punice respondentes Chanani...”

En t r e

el t r u e q u e y la m o n ed a

En la articulación de los dos Mediterráneos, el occiden­ tal y el oriental, Cartago se benefició de una enorme des­ nivelación económica. El oeste es bárbaro, subdesarrolla­

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do, y Cartago toma de él todo a buen precio, incluidos los metales: el estaño de las Casitérides y de la España del noroeste: el plomo, el cobre y sobre todo la plata de Andalucía y Cerdeña; el oro en polvo del África Negra además de los esclavos, de cualquier lugar donde pudie-. ran ser capturados, aun en alta mar. El comerciante car­ taginés aporta al oeste sus productos manufacturados y los de los demás, aparte de las especias y las drogas veni­ das de las Indias por el Mar Rojo. Los intercambios se hacen por trueque. En estas condiciones, la moneda apa­ rece tarde, no antes del siglo v en la Sicilia púnica, y ape­ nas en el siglo iv en la propia Cartago. ¿Habrá que asom­ brarse demasiado con esto? No, porque no podría haber tan crasa ignorancia. Sidón y Tiro habían tenido sus monedas. Una sola explicación es posible: Cartago no sintió la necesidad de tenerla. Es lo que pasará, mutatis mutandis, con China; muy inventiva en ese campo: conoció pron­ to el artificio de la moneda, incluso del papel moneda, pero tardó mucho en utilizarla. ¿No tenía acaso, como Cartago, a su alrededor — en Japón, en Indochina, en Insulindia— economías balbuceantes, fáciles de dominar y que vivían del trueque? Esto no significa que, frente a economías competi­ doras, la ausencia de moneda no haya terminado por ser una deficiencia. Si desde el siglo v la “escalada” econó­ mica de los griegos se hace evidente, aun en la propia Cartago conquistada por el comercio de baratijas de sus competidores, una de las explicaciones posibles es su supe­ rioridad monetaria. Asimismo, algunos autores se asombran del escaso desarrollo de la metalurgia cartaginesa cuando la ciudad

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controla tantas minas. Cartago, presa del prodigioso vai­ vén de su navegación, habría cometido el error de elegir las soluciones ofrecidas por las facilidades de su vida comercial y vender con demasiada frecuencia los pro­ ductos manufacturados por los demás. ¿Es ésta real­ mente una debilidad? Los holandeses, también carrete­ ros de los mares, dueños de Europa en el siglo xvn, no actuarán de manera diferente, comprando aquí, ven­ diendo allá. Como ellos, los cartagineses fueron trans­ portistas, intermediarios, comprando con una mano, vendiendo con la otra. Como ellos, supieron defender sus posiciones, en particular su monopolio sobre las minas de España (prohibidas a los etruscos, a los grie­ gos y después a los romanos), defender sus escalas ma­ rítimas, sus industrias de lujo, un poderoso comercio al por mayor de trigo. En efecto, ni la vida ni el arte de la gran ciudad supie­ ron protegerse de la inmensa contaminación cultural que helenizó a todo el Mediterráneo. ¿No es acaso una tradi­ ción fenicia la de adoptar el estilo dominante (antaño el egipcio)? La influencia de las formas helénicas se reco­ noce tanto en la costa de Fenicia como en Cartago. Esta importó sin vacilaciones la casa griega con patio central, los vasos decorados, el cemento hidráulico, los sarcófa­ gos y, por supuesto, los dioses (Deméter y Koré, hacia 396), pero también las ideas pitagóricas. Es el ejemplo de Alejandro el Grande el que inspirará a Amílcar, el padre de Aníbal, cuando emprenda la conquista de España. El propio Aníbal está impregnado de cultura griega. E in­ cluso el empleo de elefantes cubiertos de telas policro­ mas, terror del soldado romano, está tomado del mundo helenístico. 91

D iv is a r

l a c iu d a d

La muerte de Cartago, destruida en 146 a.C. por los ro­ manos, no fue una muerte común. La ciudad incendiada fue arrasada hasta sus cimientos, al punto que la arqueo- , logia casi no permite reconstruir gran cosa de la vida de la sociedad cartaginesa. Tiempo después, sobre ella se construyó una ciudad romana. Apenas podemos imaginar la propia ciudad, sobre la colina de Byrsa (la actual colina de San Luis), con sus templos, sus elevadas casas de varios pisos como en casi todas las ciudades fenicias, sus cisternas y la fuente cana­ lizada, llamada de las “mil ánforas”, cuyas hermosas arca­ das, a pesar de un considerable retoque romano, son el único resto de la auténtica arquitectura de Cartago. Sin embargo, excavaciones recientes han dejado al descubierto, tres o cuatro metros por debajo de la ciudad romana, un barrio de la ciudad púnica. Tenemos la prue­ ba de que Cartago poseía calles rectilíneas, no demasiado estrechas, con escaleras de enlace, más un sistema de al­ cantarillas análogo al de las ciudades sicilianas. En la playa de Salambó aparecen los dos puertos — a semejanza de tantos puertos dobles de la Antigüe­ dad: Cnido, Délos, diez más— : el rectangular donde fon­ dean los navios comerciantes, y el circular donde a me­ nudo son varados los barcos de guerra, bajo las bóvedas del Arsenal. Enormes murallas, dobles o triples del lado de tierra, rodean la ciudadela establecida sobre la Byrsa, y sus ba­ rrios populosos están agrupados alrededor del puerto. A medio camino entre el puerto y la Byrsa, una plaza pú­ blica evoca una especie de ágora. Hacia el norte, el barrio

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de Megara desgrana jardines, vergeles, villas aristocrá­ ticas. La población es enorme, quizá 100000 personas. Al lado de algunos ricos, que son los que gobiernan, se amontona una plebe de artesanos, obreros, esclavos y marinos, ocasionalmente de mercenarios. En torno a la ciudad, campiñas admirables. Entre los ricos hay, es evidente, un gusto por la tierra bien cul­ tivada, los bellos jardines, los árboles injertados, los ani­ males seleccionados. Un agrónomo cartaginés, Magón, del cual nos han llegado de modo indirecto algunos pa­ sajes, da cien fórmulas sobre la manera de plantar la vid para preservarla de la sequedad demasiado fuerte, sobre la fabricación de los vinos selectos, el cultivo de los al­ mendros, la conservación de las granadas en arcilla, so­ bre las cualidades que hay que buscar en las razas de bueyes, etc. Agrega, destinado al propietario rural, un consejo que no deja de ser significativo: “Quien haya ad­ quirido una tierra debe vender su casa, así no preferirá su residencia citadina a la de los campos”.

Ba j o

e l s ig n o de

T a n it

Lo único que encontraron las excavaciones realizadas en la zona de Cartago, por millares, fueron muertos, incine­ rados o inhumados, y los objetos que los acompañan en sus tumbas. Cientos y hasta miles de cipos y estelas fu­ nerarias enumeran monótonamente los nombres de los dioses. Es muy poco para llegar al corazón de una reli­ gión cuyos rasgos extraños horrorizaron a los romanos (y el horror no era fingido) y de la cual no conocemos ni la mitología, ni la teología, ni la “visión de mundo”. Con

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tanta más razón cuanto que tampoco se conoce bien la religión fenicia de la cual se deriva la cartaginesa. Por lo general, el panteón fenicio está dominado por una tríada que, con nombres que varían de ciudad en ciu­ dad, agrupa a un rey de los dioses, una diosa-madre de la fecundidad y un dios joven cuyo destino es, año con año, nacer, morir y renacer, como la vegetación en el trans­ curso de las estaciones. Esta religión hunde sus raíces en el muy viejo universo de la imaginación semita, cercana a la tierra, a las montañas, a las aguas; sus ritos crueles y simples son los que un pueblo de nómadas celebraba en otros tiempos al aire libre. En sus orígenes, la vida religiosa de Cartago sigue más o menos el modelo tirio. El dios dominante es Baal Amón; la diosa-madre, hermana de Astarté o del Istar mesopotámico, es muy pronto Tanit, cuyo nombre casi desconocido en otras partes plantea un problema insolu­ ble; el dios joven, dios del disco solar o de la vegetación, es ya Melqart, el dios tirio, ya Eshmun, el dios curador, confundido con Apolo y Asclepios a la vez, como Mel­ qart lo será posteriormente con Eleracles. La competen­ cia entre los dos cultos no desemboca en la exclusión de ninguno de los dos. Melqart será, por excelencia, el dios de la gran familia de los Barcidas, en la que los frecuentes nombres de Bomilcar o Amílcar están calcados sobre el del dios. El templo de Eshmun, sobre la acrópolis de la Byrsa, en Cartago, será en 146 el último bastión de los defensores. La gran particularidad de la religión cartaginesa es el auge irrefrenable del culto a Tanit que, a partir del siglo v, deja a un lado al viejo dios Baal Amón. Cartago vive entonces “bajo el signo de Tanit”: un triángulo coronado

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por un disco y, entre los dos, una línea horizontal. El conjunto evoca con facilidad a una silueta humana, sobre todo cuando la línea horizontal se levanta en las extremi­ dades como dos brazos alzados. Lo cierto es el peso obsesivo de la religión cartagi­ nesa, religión terrible, dominadora. Los sacrificios hu­ manos —acusación frecuentemente repetida por los lati­ nos— son por demás reales; el topher, el santuario de Salambó, ha devuelto miles de vasijas que contienen osa­ mentas de niños calcinados. Cuando Cartago quería con­ jurar un peligro, inmolaba a los hijos de sus ciudadanos más distinguidos para sus dioses. Así ocurrió cuando Agatocles, al servicio de Siracusa, llevó la guerra hasta el propio suelo de Cartago. Algunos ilustres ciudadanos ha­ bían cometido entonces el sacrilegio de sustituir a sus hijos por niños comprados, cuando se decidió un sacrifi­ cio expiatorio de 200 niños. ¿Manchó la sangre de las víctimas el nombre de C a r-; tago? De hecho, todas las religiones primitivas conocie­ ron prácticas semejantes. En este aspecto, Cartago sigue a los cananeos de Biblos o a los semitas de Israel: ¿no se aprestaba acaso Abraham a inmolar a Isaac? Lo asombro­ so en Cartago, sin embargo, es que mientras la vida eco­ nómica corre hacia el porvenir, la vida religiosa se queda fija siglos y siglos atrás, ya que sus mismas “revolucio­ nes” — la del culto de Tanit en el siglo v— no la apartan en lo más mínimo de esta inhumana y aterradora piedad. El contraste es flagrante tras la apertura griega, que hace concordar al hombre con el mundo exterior. Aquí, una intensa vida comercial, incluso de espíritu “capitalista”, dice sin vacilar un historiador, va unida a una mentalidad religiosa retrógrada. ¿Qué hubiera pensado Max Weber?

Ya

dos

M

e d it e r r á n e o s

Hemos mencionado nuestras razones para destacar la expansión fenicia, para darle el papel estelar antes de en­ tregarla, en los próximos capítulos, a la colonización, mejor conocida, de las ciudades griegas. Otra razón sería que la historia fenicia ofrece también un testimonio más allá de sí misma. No es, en efecto, más que un capítulo de la historia del “otro” Mediterráneo, el que se articula a lo largo de las riberas saharianas del Mar Interior, desde el Cercano Oriente hasta las Columnas de Hércules. Una historia que los relatos habituales no siempre captan en su singu­ lar potencia y en su unidad, y que pone en duda otros paisajes y otras realidades humanas distintas de los pai­ sajes y las realidades humanas del Mediterráneo clásico, el de los griegos y los romanos, el que se convertirá en el Occidente, en nuestro Mediterráneo. Cuando los asirios se apoderan de Egipto, en 671 a.C., efectúan la primera tentativa exitosa de unificación del espacio “oriental”. La segunda, más amplia, más duradera, es la conquista persa de Egipto, en 525 a.C. Así, si agregamos el espacio cartagi­ nés a la “inmensidad persa”, tendremos con toda exacti­ tud el universo que será y que es todavía hoy el del islam. El espacio fenicio es la antena marítima de la expansión del Cercano Oriente. En determinado momento hubiera sido posible para las fuerzas coligadas del oriente apoderarse de todo el Mediterráneo. Las ciudades griegas, rivales directas de los fenicios en toda la extensión del mar, lucharon sin des­ canso contra el peligro de esta conquista. Sin embargo, sólo los romanos, en 146 a.C., tuvieron la fuerza necesaria

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para quebrantar esa unión, abatir a Cartago e incluso vol­ verse como conquistadores contra el Cercano Oriente. Pero Roma no nació en el vacío. Sometió uno a uno, a menudo desde adentro, a los pueblos que los colonizado­ res griegos y fenicios, en las costas italianas, galas o ibéri­ cas, no hicieron más que mirar de lejos. Pueblos a los que no se conoce bien, en parte porque la cultura romana los cubrió con extremada rapidez, en parte porque durante mucho tiempo la historia se interesó poco por esos “bár­ baros" que conocían de manera comprobable la agricul­ tura, pero que, en tiempos de Mesopotamia, de Egipto, de Troya, de Creta, de los cananeos, de los hititas, no habían realizado todavía su propia revolución urbana, ni la gran revolución de los intercambios marítimos del Cercano Oriente, mucho menos la de la escritura. De ahí a considerar que todo lo que dejaron de nota­ ble fue tan sólo un préstamo del Oriente “civilizado”, no había más que un paso, que se franqueó de modo equivo­ cado, como lo demuestra la nueva cronología fundada en el análisis del radiocarbono. Así, los extraordinarios tem­ plos de Malta, los nourraghi de Cerdeña y las Baleares, las murallas y las grandes sepulturas megalíticas de la Es­ paña meridional —por no hablar de los megalitos sem­ brados a lo largo de toda la costa atlántica hasta Dina­ marca y Noruega inclusive— , todo eso que se había considerado reflejo de una “influencia micenia”, o resul­ tado de una primera colonización esporádica realizada por el Cercano Oriente en el segundo milenio, todo eso se revela hoy mucho más antiguo que Micenas, aun más que los monumentos del mismo Egipto. El provocativo texto de Colin Renfrew sobre esta precivilización euro­ pea lo dice de manera convincente.

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La presencia concreta de estos pueblos ha quedado ilustrada ejemplarmente por las excavaciones realizadas desde hace una decena de años en Cerdeña, esa isla que aún hoy permanece tan aparte y cuyo arte asombroso, en el primer milenio antes de Cristo (en particular las tan expresivas estatuillas de bronce) ha planteado siem­ pre problemas a los arqueólogos por su misma singu­ laridad. En Tarros, donde los fenicios poseían una base im­ portante, se descubrieron recientemente un topher — el santuario donde se efectuaban los sacrificios de niños— y muros grandiosos, ciclópeos, que protegen la ciudad no del lado del mar, donde la ciudad no tendría nada que temer, sino del lado de la tierra. Más aún, se han encon­ trado una serie de fortalezas interiores, que muestran que los fenicios quisieron controlar el interior de Cer­ deña y sus minas de plata, y que sólo pudieron hacerlo construyendo una especie de frontera fortificada contra los habitantes de la región. Del otro lado de la línea de las fortalezas se encontraba, en efecto, un pueblo de cultura muy antigua, que en otros tiempos había construido los famosos nouraghes, esas torres desde lo alto de las cuales se podía otear el horizonte. Las poblaciones sardas defendieron, pues, su inde­ pendencia material y cultural. Los recientes descubri­ mientos de una serie de pequeños bronces fenicios en Cerdeña indican de manera evidente que el arte célebre de los fundidores de bronce sardos encontró su origen en la inspiración y quizás en las técnicas metalúrgicas de los fenicios y cartagineses. Pero lo convirtieron en algo propio, un arte que, lejos de imitar, traduce a su propio lenguaje una cultura vivaz e independiente.

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R oma F il ip p o C o a r e l l i

OS f a c t o r e s geográficos, cuya historia hay que consiV derar, sólo adquieren una importancia decisiva cuan­ do se les relaciona con otros datos, económicos, sociales, culturales. Una ruta que sigue el fondo de un valle o un vado fluvial en Alaska, en el siglo vi antes de nuestra era, no tendrán el valor de sus homólogos en el Ática o en Campania en el mismo periodo. Y es de igual modo evi­ dente que en el mundo contemporáneo dicha relación puede invertirse. Esta consideración, trivial por lo de­ más, es necesaria si se quiere evitar cualquier clase de equívoco determinista. La situación geográfica de Roma es excepcional, resulta privilegiada sólo a consecuencia de una serie de acontecimientos históricos, entre los cuales, la fundación de las colonias griegas de la Italia meridional y el florecimiento de la civilización etrusca son los factores dominantes; es en relación con ellos como el Lacio y Roma se encuentran poco a poco en una posición central. Pero ¿por qué la colonización griega, por qué en Italia, y por qué el predominio de Etruria? No se puede dar respuesta a estas preguntas sin re­ mitirse a la situación histórica del Lacio en la época que

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precede inmediatamente a la fecha tradicional de la fun­ dación de Roma. Los descubrimientos de estos últimos años permiten reconstruir un cuadro bastante completo y coherente de la protohistoria del Lacio, entre el fin de la Edad de Bron-' ce y la Edad de Hierro: las estructuras socioeconómicas que constituyen su base, las profundas transformacio­ nes que marcan el paso de una sociedad preurbana a una sociedad protourbana, las relaciones con las regiones ve­ cinas, etrusca y campania. El momento decisivo de esta evolución parece estar constituido por el paso de la prime­ ra Edad de Hierro en el Lacio (fases i - ii : 1000-700 a.C.) a la segunda (fases iii - iv : 770-580 a.C.). Esta fecha puede fijar­ se alrededor del 770 a.C., la cual coincide aproximadamen­ te con la fundación de Roma (754 a.C.) y con la fecha del establecimiento de las primeras colonias griegas de Occi­ dente: Ischia (ca. 780-770) y Cumas (ca. 750). Tenemos pues la posibilidad de controlar, a partir de los descubri­ mientos arqueológicos, la naturaleza del momento histó­ rico de cuya importancia hablan las fuentes literarias. Des­ de los decenios anteriores (fines del siglo ix y comienzos del vm) se observa una transformación gradual de las ne­ crópolis que, de dimensiones muy reducidas —del orden de algunas decenas de individuos, como ocurre en las ne­ crópolis del Foro y de los Montes Albanos: que correspon­ den a comunidades muy restringidas, integradas por un pequeño número de familias— cobran proporciones mu­ cho más vastas —en Roma, la necrópolis del Esquilino—. Este crecimiento demográfico coincide visiblemente con un aumento de la producción agrícola, ligado al mejora­ miento de las herramientas. En el mismo momento, asis­ timos a un más preciso asentamiento de las poblaciones, 100

que al abandonar el antiguo hábitat disperso se concen­ tran en algunas localidades. El hecho es particularmente importante en Etruria, hacia comienzos del siglo ix, cuan­ do los centros más antiguos son abandonados poco a poco en favor de los desplazamientos de las ciudades históricas etruscas: Veyes, Cerveteri, Tarquinia, Vulci, etcétera. Mejoramiento de las herramientas agrícolas, aumen­ to de la producción, crecimiento demográfico, creación de centros de habitación permanentes y de grandes di­ mensiones: se trata visiblemente de fenómenos bastante solidarios entre sí. La integración de los antiguos clanes familiares dentro de estructuras más vastas debió provo­ car, a su vez, considerables transformaciones. Un reflejo muy obvio es la acentuada división del trabajo, conse­ cuencia de la aparición de nuevos instrumentos: por ejemplo, el torno de alfarero, vinculado, sin lugar a du­ das, con la producción masiva y con la apertura de nue­ vos mercados. Esta doble acción arranca al artesanado de su contexto familiar, orientado hacia el consumo inme­ diato, y crea las condiciones necesarias para la aparición de oficios especializados. Un nuevo factor se inserta den­ tro de las estructuras recientes: las relaciones con el ele­ mento griego, cuya presencia está documentada desde el periodo micenio, y que ahora se acentúa hasta desembo­ car en la fundación de colonias en la costa sur de Italia. Precisamente de estos años (tercer cuarto del siglo vm) datan las primeras importaciones de cerámica griega a Roma. Al mismo tiempo, debieron llegar al Lacio algu­ nos artesanos griegos trayendo consigo el nuevo instru­ mento, el torno. Es en ese momento, o un poco más tar­ de, cuando observamos que comienza la producción de cerámica indígena ejecutada en el torno.

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La más antigua fundación griega, Pithecusa (la Ischia actual), no es una simple colonia de poblamiento, como ocurrirá con otras de época posterior. La fundación de Ischia se sitúa en el momento de la transición entre el trato más antiguo con los griegos — interesados proba-. blemente en la producción traída de las minas de Etruria y Cerdeña— y la colonización más tardía. El desarrollo de la civilización protourbana hacía imposible el acceso directo a los productos mineros de Italia central, de allí el establecimiento en la isla de Ischia. Es ésta sin duda la razón por la que la colonia más antigua de la Magna Gre­ cia es, al mismo tiempo, la que se encuentra más alejada de la madre patria: descubrimientos recientes han mos­ trado que en Ischia se trabajaba el hierro procedente de Etruria y de la isla de Elba desde el siglo vm. Al mismo tiempo que estos fenómenos económicos, aparecen cambios sociales de gran importancia. Las ne­ crópolis de las primeras fases de la civilización del Lacio estaban formadas por tumbas en las que se observa una absoluta uniformidad de nivel y de cultura: nos encon­ tramos ante una sociedad igualitaria, sin distinción mar­ cada de clases sociales o de niveles económicos. En las fases más recientes de la protohistoria del Lado, en cam­ bio, se pasa a un tipo de sociedad en la que aparecen las primeras distinciones económicas y sociales. Estas trans­ formaciones son perceptibles en las necrópolis, donde, junto a una mayoría de tumbas “pobres”, se empiezan a encontrar algunas sepulturas dotadas de un material ex­ tremadamente rico, ya por la calidad de los objetos fabri­ cados, ya por el valor del material empleado (oro, ám­ bar), ya, sobre todo, por la cantidad de piezas depositadas. Es patente que el fenómeno no puede separarse de los

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que se han descrito más arriba, como el crecimiento de­ mográfico y la aparición de la división del trabajo, ligada a nuevas técnicas y a la constitución de un “mercado”. El elemento determinante, con todo, debió consistir en las nuevas relaciones de propiedad de la tierra, anteriormen­ te indivisa, y la posesión colectiva de la aldea: en otras palabras, la preponderancia de relaciones de propiedad privada es el postulado necesario para la formación de auténticas aristocracias, cuya existencia está confirmada, tanto en el plano económico como en el ideológico, por las necrópolis de la Edad de Hierro avanzada. Esta concentración de la riqueza, este surgimiento de una aristocracia, se manifiestan con claridad durante la última parte de la cultura del Lacio (700-580 a.C. aproxi­ madamente), a la que se le denomina por lo general “orientalizante”. El nombre proviene de la particular fre­ cuencia de objetos importados del Cercano Oriente asiá­ tico (Fenicia, Chipre, Siria, Urartu, etc.) y de la creación de un arte local que se inspira en esa misma cultura. Lo que impresiona de esta fase es la extraordinaria riqueza de algunas tumbas: la tumba Regolini-Galassi en Cerveteri, las tumbas Bernardini y Barberini en Palestrina, las cuales literalmente desbordaban de centenares de objetos preciosos, de oro, de marfil, de ámbar, en parte importa­ dos, en parte fabricados en Italia. Se trata, es seguro, de casos excepcionales, que contrastan con las demás sepul­ turas, mucho más modestas. La fisonomía general de este periodo puede reconstruirse ahora gracias a la necrópolis de Castel di Decima. Esta excavación muy reciente ha sacado a la luz un importante núcleo de tumbas del siglo vil, en cuyo interior se puede distinguir con nitidez en­ tre un material muy rico y un material mucho más hu­

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milde que forma la mayor parte de los depósitos. Así se reconstruye poco a poco la imagen de una sociedad divi­ dida en clases, todavía embrionarias, compuestas esen­ cialmente por una aristocracia dominante y de “clientes”, junto a las cuales debemos suponer también la existencia , de alguna forma de servidumbre. El salto cultural que se manifiesta en este periodo se debe a otro acontecimiento revolucionario: la introduc­ ción de la escritura. Los ejemplos más antiguos en Etruria y en el Lacio pertenecen a las primeras décadas del siglo vil. La primera inscripción latina se encuentra en una fíbula de oro de Palestrina. El alfabeto adoptado para el latín (como antes lo fue para el etrusco) es el alfabeto griego calcidio, importado de la colonia griega de Cu­ mas, ciudad con la que el contacto debió ser muy estre­ cho. La introducción de la escritura se explica por las profundas transformaciones ya descritas: primero, se trata tan sólo de una práctica esporádica al alcance de un número muy reducido de personas, una vez más, un lujo aristocrático; la cultura, incluso la de las élites, debió se­ guir siendo en gran parte oral. Sólo a finales del periodo orientalizante, al constituirse algunas estructuras urba­ nas, se ponen las bases de un uso público de la escritura. La primera inscripción pública monumental es el cipo del Loro Romano (descubierto bajo el Niger Lapis) que puede datarse en el segundo cuarto del siglo vi antes de Cristo. Una vez esclarecidas sumariamente las premisas so­ cioeconómicas que han determinado la aparición de la ciudad, estamos más capacitados para examinar la si­ tuación geográfica de Roma y para captar todas sus vir­ tudes. Un primer elemento fundamental es la presencia 104

del río: el Tíber constituye la principal vía de penetración natural en Italia central, ya que las condiciones primiti­ vas hacían muy penosos los trayectos por vía terrestre. A partir de Oria, el río es navegable hasta el mar. De allí era utilizado para el transporte, desde la Etruria interior, de productos agrícolas y minerales y de madera; hay testimonios del uso de la flotación hasta la época impe­ rial inclusive. No es sorprendente, pues, que las prime­ ras importaciones de cerámica griega a Roma sean las del Loro Boario, donde se encontraba el puerto fluvial más antiguo. Esta vía natural cruzaba otro importante eje de rutas que vinculaba la Etruria meridional (a través de Vulci, Tarquinia y Cerveteri) con el Lacio meridional y la Campania; se dividía a la altura de las colinas albanas en dos trazados, uno de los cuales seguía el valle del Sacco (la futura Vía Latina) y el otro la llanura pontina (la futura Vía Appia). El Tíber sólo se podía atravesar por un esca­ so número de vados: uno de ellos, situado inmediata­ mente abajo de la isla Tiberina, correspondía con exacti­ tud al Loro Boario. Es probable que ese vado haya sido utilizado desde una época muy antigua, en especial para la trashumancia de los rebaños; pero su importancia ha­ bría de afirmarse sobre todo hacia fines de la era protohistórica, cuando las primitivas aldeas de la región se fueron agrandando poco a poco hasta constituir una es­ tructura urbana. No creemos que pueda considerarse como una casualidad el hecho de que el primer puente de madera construido en el lugar donde se localizaba el vado, el puente Sublicio, sea atribuido por tradición al último de los soberanos latinos de Roma, Anco Marcio, cuyo reinado se sitúa entre los años 640-616. Según la 105

creencia, este rey habría conquistado y destruido todos los centros habitados de la orilla izquierda del Tíber, en­ tre Roma y el mar, y habría transferido su población al Aventino, donde habría fundado el puerto de Ostia; por otra parte, habría fortificado el Janículo, en la margen, derecha del río. Todas esas operaciones muestran una ocupación racional, coordinada, del nudo de comunica­ ciones del Foro Boario: al vado, ahora remplazado por el puente, se le dotó de una cabeza de puente sobre la mar­ gen derecha, el Janículo; mientras que en el otro extre­ mo, la ruta que se dirige al sur, a través del Vallis Murcia, debe pasar entre dos colinas fortificadas, el Palatino y el Aventino. Por otra parte, el dominio de la vía fluvial se obtiene poco a poco, gracias a la ocupación de las bocas del Tíber; las comunicaciones con Roma se realizan me­ diante la destrucción de los centros habitados de la orilla izquierda. Nos encontramos así en mejores condiciones para comprender el significado de la posición de Roma, en­ tronque principal de comunicaciones en la ruta entre Etruria y la Magna Grecia: de hecho, la ciudad no es más que el resultado de la progresiva estructuración de ese núcleo de rutas, que se establece poco a poco en el interior de un exacto marco socioeconómico. Todos estos elementos llegan a su maduración al mismo tiem­ po, durante el reciente periodo orientalizante, (últimos decenios del siglo vn y primeros del vi a.C.). La “fun­ dación” definitiva de la ciudad histórica, cuyas bases ya están echadas, será obra de los soberanos etruscos, los Tarquinos. Estamos incluso en condiciones de fijar hacia el 600 a.C. el nacimiento de la ciudad, entendida como organi­ 106

zación económico-social fundamentada en una división del trabajo relativamente desarrollada y en la subordina­ ción del campo; como organización social que sobrepasa las relaciones originales, basadas en los lazos de paren­ tesco, dentro de unidades territoriales. En el caso especí­ fico de Roma, el proceso se puede seguir a través de una serie de datos arqueológicos, considerablemente enri­ quecidos por descubrimientos recientes. Aparte del Foro Boario, hay que consagrar un examen particular al forum. Los sondeos realizados han demostrado que el valle si­ tuado entre el Capitolio y el Palatino conoció una trans­ formación total y una organización coherente hacia fi­ nales del siglo vn. Durante esos años se realizaron los primeros embaldosados del Foro y del Comitium, que asumen por primera vez su función de centro político, relig'oso y económico de la ciudad. Debemos relacionar estos datos con las indicaciones concernientes a la cons­ trucción de la “cloaca máxima” por el primer rey etrusco de Roma, Tarquino el Viejo: es evidente que el uso del Foro como plaza pública, a partir de su primer embaldo­ samiento, habría sido imposible si no se hubiera canali­ zado el arroyo que atravesaba el valle y lo hacía pantano­ so e impracticable. Una vez más, los datos literarios encuentran su confirmación en los datos arqueológicos. Otros elementos corroboran esta primera impresión: la reciente excavación de la Regia ha revelado que el primer edificio, de cierta extensión (parte, en efecto, de la vi­ vienda real), fue construido en el último cuarto del siglo vn, en el emplazamiento de un grupo de cabañas. Origi­ nalmente debieron formar parte de la domas Regia: la domus publica vecina, habitación del pontifex maximus (y también del rex sacrorum, el sacerdote que, en la épo­ 107

ca republicana, remplaza al rey sólo en sus funciones re­ ligiosas), así como el atrium Vestae con el templo de Vesta, manifiesta sustitución del hogar de la vivienda real. El más antiguo material descubierto en los pozos muy cercanos a ese templo se remonta también a los úl- , timos años del siglo vn. Si nos desplazamos hacia el otro extremo del Foro, en las pendientes del Arx, encontramos el lugar destinado a las reuniones políticas, el comitium. Estudios muy re­ cientes han fijado la primera fase de ocupación del comi­ tium hacia finales del siglo vn, fecha en la que hay que establecer el primer embaldosamiento de este sitio. Las fases que le sucedieron después encuentran también co­ rrespondencias con las que se han encontrado en otros puntos del Foro. El empleo de la escritura en documentos públicos de la época confirma sin duda alguna la efectiva delimita­ ción, en el plano jurídico-religioso, de un espacio urbano reservado a funciones públicas. Las etapas de la completa restructuración del espacio y el tiempo, que aparece como una manifestación formal incuestionable del naci­ miento de la ciudad, se concentran en un breve periodo, entre fines del siglo vn y la primera mitad del vi, duran­ te la época “etrusca” de la ciudad. En las sociedades protohistóricas, agrupadas en al­ deas, el espacio se percibe como una entidad indetermi­ nada, sin límites precisos, virtualmente hostil, peligroso. Se opone al polo positivo, cerrado, que es la aldea y su entorno inmediato. Entre dos aldeas se extiende un espa­ cio vacío, terreno de disputas y de guerra potencial. Ya se ha señalado que el paso a la fase de la ciudad significaba también, en el plano espacial, la integración y la estruc­

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turación de una parte de ese no mans land y su transfor­ mación en lugar de encuentro, de lucha ritualizada y es­ tablecida de común acuerdo. En otras palabras, la guerra sangrienta cede su lugar a una “guerra de palabras”: ha nacido la política, y con ella la polis. La tradición acerca del nacimiento del Foro y del comitium como centros políticos de la ciudad tiene, en efecto, detrás de sí una seudohistoria mítica: los diferentes lugares cruciales de la plaza, del lacus Curtius al sacellum Cloacinae; del Niger Lapis al templo de Júpiter Stator, están vinculados a la lucha tradicional entre latinos y sabinos, entre Rómulo y Tito Tacio, y permiten reconstruir una verdadera to­ pografía mítica de los orígenes. La creación del centro político de la ciudad se opera con la ratificación de la paz entre los dos pueblos en lucha, precisamente en el comitium. El comitium (cuyo significado etimológico es transparente: cum iré) es explicado, por la tradición anti­ gua, como el resultado del encuentro entre Rómulo y Tito Tacio, que, poniendo fin a las hostilidades, da naci­ miento a la nueva comunidad romano-sabina, más am­ plia. Encontramos aquí la huella visible de un mito de fundación, que corresponde a la verdadera elaboración histórica de un “espacio político”; su realización puede fijarse en las cercanías del 600 a.C. El ritual de fundación de la ciudad (ritual etrusco que probablemente corres­ ponda al que ocurrió históricamente) nos ha sido trans­ mitido, en su forma más completa, en la Vida de Rómulo de Plutarco, que proviene de una fuente anterior, quizá de Varrón. Dos fases sucesivas caracterizan la fundación ri­ tual de la ciudad: aquella, bien conocida, de la realización del pomerium (la línea que delimita el espacio sagrado de la ciudad) mediante un surco trazado con el arado, y la

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segunda, la de la indicación del centro ideal de la ciudad: éste no es otro que el Mundus, un foso creado de mane­ ra artificial en el que los futuros ciudadanos arrojan, con un transparente simbolismo, las primicias de la cosecha y una mota de su tierra de origen. El emplazamiento del < Mundus es en efecto el que indica Plutarco, cerca del comitium (por tanto, la hipótesis moderna que lo ubica en el Palatino carece de fundamento); una indicación de Macrobio permite precisar su situación en la zona que se extiende ante el templo de Saturno: la presencia en esos parajes del Umbilicus Urbis, conservado bajo su forma restaurada de la época severiana, permite resolver el problema; ese monumento, como su nombre lo indi­ ca, es el centro de la ciudad, y por lo tanto debe ser identificado con el Mundus mismo. La creación de un espacio urbano se efectúa, pues, por medio de dos ope­ raciones coherentes y estrechamente solidarias: la de­ terminación de un punto central, donde se desarrollarán las actividades colectivas, políticas, y el trazado de una frontera frente al exterior, de carácter sagrado (el pomerium) y profano a la vez (las murallas). No es por casua­ lidad por lo que la tradición atribuye la construcción de las murallas de la ciudad al penúltimo rey de Roma, Ser­ vio Tulio. Este rey habría dado también origen a otras realizaciones esenciales, como las tribus territoriales, la división del cuerpo de ciudadanos en clases censatarias, etc., medidas que consolidan en definitiva las estructu­ ras de la ciudad arcaica, en un periodo que corresponde a la segunda mitad del siglo vi. La delimitación de una zona “en el interior” de la ciu­ dad vuelve marginales a las otras zonas, a veces impor­ tantes, que poco a poco se hacen a un lado. Del mismo no

modo, la existencia de un conjunto de ciudadanos ex­ cluye de manera rigurosa a aquel que no es ciudadano, mientras que antes el agrupamiento de entidades gentili­ cias era mucho más fluido y más abierto. Queda así fuera de la ciudad la región que había estado en el origen mis­ mo de su constitución: la del Foro Boario y el Aventino, justamente a causa de su naturaleza de puerto, de lugar de paso, abierto al mundo exterior. Este alejamiento ten­ drá participación en la polarización social manifestada al comienzo de la República entre patricios y plebeyos, pero cuyos embriones empiezan a formarse en el siglo vi. Uno de sus rasgos característicos es la concentración de cul­ tos peregrinos y de naturaleza no gentilicia en esta re­ gión, a partir de este periodo: desde el de Fortuna hasta el culto, de origen griego, de Ceres, Liber y Libera, y has­ ta los de Flora y Mercurio. La excavación del “área sagra­ da” de S. Omobono nos permite conocer con cierta pre­ cisión uno de esos santuarios, el de Fortuna y el de Mater Matuta, cuya construcción por parte de Servio Tulio pa­ rece confirmada, gracias a la cronología de las fases más antiguas de los templos. Lo que sabemos del culto dinás­ tico de Fortuna nos autoriza a reconocer en esta divini­ dad diversos aspectos de la Astarté fenicia, que se reunie­ ron en la Afrodita griega y la Venus romana; las fructíferas excavaciones de Pyrgi, con sus inscripciones en fenicio y etrusco, nos dan hoy la posibilidad de probar la pre­ sencia de esas diversas formas de culto en el suelo itálico desde finales del siglo vi antes de Cristo. Junto con la delimitación del espacio urbano se des­ arrolla una organización paralela y simultánea del tiempo. El conservadurismo jurídico y religioso de los romanos nos ha legado un documento de considerable importanm

cia, el denominado Fasti Numani, es decir, el calendario de las fiestas arcaicas, momificado en el interior de los calendarios más recientes de finales de la República y de la época imperial que han llegado hasta nosotros. La cro­ nología de ese calendario de fiestas puede fijarse con re-' lativa certeza basándose en la ausencia de algunos cultos bien datados, como los de la tríada capitolina y la tríada plebeya del Aventino, y sobre todo el de Fortuna, cuya introducción en el transcurso de la primera mitad del si­ glo vi parece ya probada; es posible, por lo tanto, excluir toda fecha posterior a esta última. Por otra parte, la pre­ sencia de cultos en los que se manifiesta ya la influencia etrusca (el de Vulturnus, por ejemplo, en el que hace poco se ha reconocido el nombre del Tíber en etrusco) hace casi imposible una datación anterior al último cuar­ to del siglo vil. Podemos concluir, pues, que el calenda­ rio romano es prácticamente contemporáneo a la crea­ ción de la ciudad. La presencia en el interior de este feríale (calendario de fiestas) de rastros de calendarios más antiguos (como el año de diez meses, los diversos “primero de año” en diferentes meses, algunos sincretis­ mos evidentes) confirma que la ciudad fue el resultado histórico de un proceso de aglomeración de numerosas aldeas. El siglo v a.C. constituye una fase muy oscura, de re­ pliegue y cerrazón frente a la rápida expansión del perio­ do precedente. Este aspecto no es sólo privativo de Roma: también se manifiesta en el resto de Italia, desde Etruria hasta la Magna Grecia. A las luchas externas contra los pueblos de la montaña llegados hasta las llanuras occi­ dentales, como los volscos, se suman las luchas internas entre patricios y plebeyos, que llevaron a acceder poco a

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poco a estos últimos a la esfera del poder. Esta fase oscu­ ra, si fuera más conocida, permitiría comprender mejor el periodo siguiente, marcado por una nueva expansión cívica y económica. En las décadas que siguieron al resultado victorioso de la lucha contra Veyes (396 a.C.), poderoso vecino etrusco, y a la efímera conquista de la ciudad por los ga­ los (cuya importancia fue sobrestimada por la tradición romana), alcanza su fin, con el acceso de los plebeyos al: poder, la larga lucha que caracterizara al siglo preceden­ te. Con las leyes Liciniae-Sextiae (367 a.C.) se constituye; una nueva clase dirigente, más amplia, la nobilitas patri­ cio-plebeya. Este fenómeno de ampliación del cuerpo, cívico debe ubicarse en el contexto de las transformacio-í nes sociales que conmueven a la Italia del siglo iv: todo1 lo que sabemos de este periodo, en un área comprendida entre la Etruria y la Magna Grecia, confirma la impresión de que se produjo un cambio radical de la situación socioeconómica y cultural. El antiguo equilibrio, basado, en un cuerpo de ciudadanos bastante limitado, se de-! rrumba bajo el empuje de vastas capas de población que, habiendo conquistado la independencia económica gra­ cias a la difusión de la pequeña y mediana propiedad territorial, presionan para obtener una parte del poder político. El fenómeno se presenta naturalmente bajo formas, resultados y caminos distintos según las situa­ ciones locales. Por ejemplo, en el marco de las relaciones entre griegos e indígenas en la Magna Grecia, revestirá el aspecto de una fusión más o menos acentuada entre esos dos componentes étnicos; o incluso se tratará de una nueva llegada de colonos de Grecia (en la Magna Grecia y en la Sicilia de Timoleón). Estas múltiples oleadas dan 113

lugar a estructuras cívicas cuya base social se ha amplia­ do de modo considerable y que alcanzan dimensiones hasta entonces desconocidas en Italia. Se constituyen nuevas formas políticas, a las que se puede definir con bastante aproximación como “democráticas” en sus tendencias, que van desde la democracia radical hasta la oligarquía moderada. En el plano ideológico vemos su reflejo en la enorme homogeneidad cultural que define a este periodo y a la que se ha convenido en llamar koiné centro-itálica; su momento más intenso y fecun­ do no comprende más de dos generaciones (de 330 a 270, aproximadamente), para entrar con rapidez en crisis du­ rante las siguientes décadas. Al final de la República, este lapso de tiempo será erigido como modelo: en este pun­ to estarán de común acuerdo todas las facciones políti­ cas existentes en Roma, desde los optimates hasta los “populares”. También en el transcurso de estos años se colocarán poco a poco las bases de la supremacía romana sobre Ita­ lia, cuyo primer motor fue la expansión demográfica y el apetito de tierras que le siguió. Inclusive, aunque al mis­ mo tiempo comience a esbozarse cierta prefiguración del “imperialismo” futuro, sobre todo en el círculo de al­ gunas familias dominantes dentro de la nueva aristocra­ cia, se trata de las familias más profundamente impreg­ nadas de cultura helenística, y, por ende, en condiciones de interpretar las numerosas sugestiones procedentes de los reinos del Mediterráneo oriental, formados a partir de la conquista de Alejandro. La oleada demográfica se revela ya con claridad en la cantidad de colonias latinas que se fundan, en número creciente y en regiones cada vez más alejadas, a partir

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de 338 a.C. Las llanuras fértiles de la Campania, las de la Etruria interior y la región paduana, aparecen particular­ mente atractivas mientras que, por contraste, las regio­ nes del oriente itálico, del otro lado de los Apeninos, se dejan, por un tiempo, casi intactas: los inevitables cho­ ques que habrían sido consecuencia de ello, primero con los samnitas y los etruscos, después con los griegos y los celtas, marcan las etapas de esta expansión. Que, por otra parte, existió, al menos en estado embrionario, un móvil económico distinto, menos ligado al valor de uso que al valor de intercambio, y relacionado con las pri­ meras manifestaciones del “imperialismo” romano, es algo que se ve con claridad también en la primera apari­ ción de la moneda en Roma (cuya fecha está sujeta a discusión, pero que debe establecerse de cualquier modo dentro de los límites del siglo m). Esta tendencia a la expansión, ya muy clara en el si­ glo iv, se va acentuando durante el siglo m. Al mismo tiempo se produce una crisis del modelo de sociedad que podría denominarse centroitálica. Los síntomas de la crisis (ante todo económica y demográfica) se pueden observar ya en la Magna Grecia y en Sicilia durante y después de la expedición de Pirro (280-275), y de mane­ ra aún más acentuada en Etruria. Las gravísimas heridas infligidas a Sicilia por la primera guerra púnica, y por la segunda al resto de la Italia meridional provocaron el de­ rrumbe definitivo. Sería erróneo, por otra parte, atribuir de manera exclusiva a las devastaciones de las guerras del siglo ni toda la responsabilidad de esas conmociones: se trata tan sólo del golpe de gracia asestado a situaciones ya deterioradas de por sí. Esto es evidente, por ejemplo, en el caso de la Campania, una de las regiones más afec­

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tadas por la guerra de Aníbal, que pudo levantarse con rapidez gracias a que estaba inserta, a diferencia del resto de la Magna Grecia, en el nuevo modelo de desarrollo que se impuso a comienzos del siglo II y que caracteriza al periodo del final de la República. La actual discusión sobre la incidencia de los facto­ res económicos en el nacimiento del imperialismo ro­ mano al final de la República, parece ser el prototipo de problema mal definido. Proviene principalmente de prác­ ticas metodológicas definidas por una investigación de­ masiado fragmentada y especializada, que pretenden re­ solver uno de los problemas más complejos de la historia a partir de una única técnica de acercamiento, sin tener en cuenta el problema global, con todas sus implicacio­ nes. A sí ocurre, en particular, con muchas investiga­ ciones basadas en el método prosopográfico, que tien­ den a considerar la teoría de las élites (incluso, a veces, la simple justificación ideológica de su acción que nos han dejado las propias élites, y que es tomada por “oro de ley”), como el único método válido para explicar toda la historia política hacia el final de la República. El hecho de que las motivaciones de orden económico se desta­ quen sólo de manera fragmentaria en el testimonio aportado por todo lo que queda de la literatura de la épo­ ca romana no justifica en lo más mínimo tal actitud. Es innegable, en efecto, que en el plano ideológico tales motivaciones económicas, consideradas inferiores por cualquier clase dirigente aristocrática, serán rechazadas de manera sistemática; sólo teniendo en cuenta una do­ cumentación diferente, en particular la documentación arqueológica y epigráfica, podremos obtener resultados más cercanos a las realidades, y no únicamente “referen­

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tes a los hechos”, de la sociedad antigua. Los estudios basados en esta documentación muestran cada vez con mayor claridad que, en la base de las transformaciones internas y de la expansión de Roma hacia el exterior, hay que descubrir los cambios económicos que modificaron la estructura de la antigua Italia. La disolución de la sociedad itálica, provocada “en última instancia por la conquista romana, es la raíz de la grave crisis que afecta el conjunto del Estado romano en el siglo 11 a.C. Los pequeños estados independientes, que formaban el esqueleto de esa sociedad, una vez engloba­ dos en un conjunto político más amplio, se disgregaron por completo. Las terribles guerras del siglo m acentua­ ron con naturalidad esta disgregación. Pero también la ciudad conquistadora, con sus estructuras políticas for­ madas según las dimensiones de una pequeña polis, cada vez más impropias para el gobierno de un imperio en constante expansión, se encuentra ante la obligación de resolver problemas inmensos. El abandono del campo por parte de los pequeños propietarios, que van a engro­ sar el proletariado urbano, coincide con la concentración de una considerable porción de tierras en manos de un pequeño número, y con la explotación basada, ya no en el trabajo libre, sino en masas de esclavos importados es­ pecialmente desde el Oriente mediterráneo. En esta nue­ va situación, la producción destinada a la subsistencia tiende a disminuir y a ser remplazada por la hacienda es­ pecializada de dimensiones medianas cuyos productos se destinan a la venta y a la exportación, o incluso por el gran latifundium donde se practica el cultivo del trigo o la cría de ovejas (como ocurre sobre todo en el caso de Sicilia y la Italia meridional).

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Esta situación se traduce, en el plano político, en la desaparición de los equilibrios que caracterizaron el pe­ riodo anterior con soluciones que englobaban a una par­ te muy importante del cuerpo cívico. Asistimos así a una reducción de la oligarquía senatorial, constreñida a partir de entonces a un número bastante limitado de familias, que ejercen el monopolio del poder y se oponen a toda tentativa de renovación desde abajo. Las tensiones sociales que resultan de ello se mani­ fiestan, en la ciudad, en los disturbios de la plebe urbana, grupo social desarticulado, acrecentado por pequeños propietarios arruinados y por libertos, y disponible como masa para la manipulación de las clases dominantes. La lucha política se limita por lo tanto al choque de las ca­ marillas nobiliarias, las únicas en condiciones, económi­ ca e ideológicamente, de tomar la dirección de una situa­ ción social descompuesta a niveles tan profundos. No es casualidad el hecho de que los mismos tribunos revo­ lucionarios del siglo ii , en particular los Gracos, perte­ nezcan a la clase dominante. Trataron de restablecer una situación un tanto similar a la precedente, redistribu­ yendo entre el proletariado urbano y rural las tierras del ager publicas, usurpadas por algunas familias de la clase dominante; pero su tentativa estaba condenada al fraca­ so, salvo que se invirtiera la tendencia a la expansión “imperialista” que era la raíz del fenómeno, lo que no se pudo ni se quiso hacer. El proyecto de los dos hermanos, incluso el de Gayo, más maduro políticamente, que trató de reunir fuerzas dispares como los caballeros romanos, los itálicos y la plebe urbana en torno a un plan antino­ biliario, fracasó de manera lamentable. Al mismo tiem­ po, en las campiñas del sur, las grandes rebeliones de

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esclavos, desprovistas de un programa coherente y de perspectivas políticas, concluyeron también en fracaso. Pero esas aparentes victorias de la nobilitas terminaron, en realidad, por provocar su ruina. La solución que al fi­ nal predominó estuvo determinada por dos hechos nue­ vos, que uno a uno se llevaron a cabo durante las décadas que siguieron a la derrota de los tribunos revoluciona­ rios; la creación de un ejército profesional como salida para la masa del proletariado urbano romano e itálico, el cual, de acuerdo con su vocación — la de ser una cliente­ la— , terminará al servicio de los “señores de la guerra” (primicias de las guerras civiles del siglo 1 a.C., que des­ truyeron la República); y, al mismo tiempo, la rebelión de los aliados itálicos, al término de la cual se otorgó a todos los itálicos la ciudadanía romana, extensión que hizo caer sin remedio las estructuras vacilantes de la pri­ mitiva ciudad-Estado. Así se encuentran dadas todas las condiciones que llevarán a lo que se ha convenido en llamar, con cierta impropiedad, la “Revolución romana”: es decir, el remplazo de la antigua clase dirigente repu­ blicana, la nobilitas, por una nueva clase dirigente, y, al mismo tiempo, las transformaciones de las institucio­ nes del Estado, el Principado. Este nuevo poder, en apa­ riencia una componenda entre la antigua constitución y la nueva situación política creada paulatinamente a par­ tir de las guerras civiles del siglo 1 a.C., descansa en rea­ lidad en el apoyo de un ejército profesional y de las “cla­ ses medias” itálicas: las mismas fuerzas que pusieron el poder en manos de Augusto.

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La historia F e r n a n d Br a u d e l

a h i s t o r ia entera del Mediterráneo: de seis a 10 mileJ nios de historia en un mundo enorme para la medida de los hombres, dislocado, contradictorio y sobradamente estudiado por los arqueólogos y los historiadores, cons­ tituye una masa de conocimientos que desafía toda sín­ tesis razonable. A decir verdad, el pasado mediterráneo es una historia acumulada en capas tan densas como la historia de la lejana China.

I

P r io r id a d

a l a s c i v il i z a c io n e s

Si se quiere dar a toda costa una rápida visión de conjun­ to, hay que elegir un hilo conductor. Y para decidir cuál, lo mejor sería, por principio, interrogar con mucho cuida­ do al propio Mediterráneo, el Mediterráneo de hoy, bus­ cando qué puede ser lo esencial de su vida presente, de su equilibrio visible, y quizá de sus equilibrios antiguos. En este punto, la respuesta será rápida y sin ambigüedad. El Mediterráneo, más allá de sus actuales divisiones po­ líticas, está constituido por tres comunidades culturales;

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tres enormes y vivaces civilizaciones, tres maneras fun­ damentales de pensar, de creer, de comer, de beber, de vivir... Tres monstruos, en verdad, siempre dispuestos a mostrar los dientes, tres personajes de destino intermi­ nable, presentes desde siempre, al menos desde hace si­ glos y siglos. Sus límites traspasan los límites de los es­ tados, que son para ellos como los vestidos de Arlequín, ¡y tan ligeros como ellos! De hecho, esas civilizaciones son los únicos destinos de larga vida que se puedan seguir sin interrupción a tra­ vés de las peripecias y los accidentes de la historia medi­ terránea. Tres civilizaciones: primero Occidente, o tal vez sea mejor decir la cristiandad, vieja palabra harto cargada de sentido; tal vez sea mejor decir la Romanidad: Roma ha sido y sigue siendo el centro de ese viejo universo pri­ mero latino y después católico, que se extiende hasta el mundo protestante, hasta el océano y el Mar del Norte, el Rhin y el Danubio, a lo largo de los cuales la Contra- ' rreforma plantó sus iglesias barrocas como otros tantos centinelas vigilantes; y hasta los mundos del otro lado del Atlántico, como si el destino moderno de Roma hu­ biera sido conservar bajo su feudo el Imperio de Carlos • V, en el que el sol no se ponía jamás. El segundo universo es el islam, otra inmensidad que comienza en Marruecos y va más allá del Océano Indico hasta Insulindia, en parte conquistada y convertida por él en el siglo x ii i de la era cristiana. El islam, frente a Occi­ dente, es el gato frente al perro. Podría hablarse de un Contra-Occidente, con las ambigüedades que implica toda oposición profunda que es, a la vez, rivalidad, hos­ tilidad e imitación. Germaine Tillion diría “enemigos

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complementarios”. Pero ¡qué enemigos, qué rivales! Lo que hace uno, lo hace el otro. Occidente inventó y vivió las cruzadas; el islam inventó y vivió el djihad, la guerra santa. La cristiandad conduce a Roma; el islam conduce a lo lejos a La Meca y a la tumba del Profeta, un centro de ninguna manera aberrante, ya que el Islam corre a lo largo de los desiertos hasta las profundidades de Asia; ya que es, por sí solo, el “otro” Mediterráneo, el ContraMediterráneo prolongado por el desierto. Hoy día, el tercer personaje no descubre enseguida su rostro. Es el universo griego, el universo ortodoxo. Por lo menos toda la actual península de los Balcanes, Rumania, Bulgaria, casi toda Yugoslavia, la misma Grecia, llena de recuerdos, donde se evoca y parece revivir la antigua Hélade; además, sin la menor duda, la enorme Rusia or­ todoxa. Pero ¿qué centro reconocerle? Constantinopla, dirán algunos, la segunda Roma, y Santa Sofía en su co­ razón. Pero desde 1453 Constantinopla es Estambul, la capital de Turquía. El islam turco conservó su pedazo de Europa, después de haber poseído, en la época de su es­ plendor, toda la península de los Balcanes. Sin duda, hay otro centro que desempeñó también su papel: Moscú, la tercera Roma... Pero también él ha dejado de ser un polo irradiador de ortodoxia. ¿Es el mundo ortodoxo de hoy un mundo sin padre?

R em o ntando

e l c u r s o de l o s sig l o s

Realmente, ¿cómo podrían no ser excelentes guías las ci­ vilizaciones? Atraviesan el tiempo, triunfan sobre lo du­ radero. Mientras pasa la película de la historia, ellas se

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mantienen, imperturbables. En cierto modo, igualmente imperturbables, continúan como dueñas de su espacio, ya que el territorio que ocupan puede variar en sus már­ genes, pero en el corazón, en la zona central, su dominio, su sede, siguen siendo los mismos. Allí donde estaban en tiempos de César o de Augusto, siguen estando toda­ vía en tiempos de Mustafá Kemal o del coronel Nasser. Inmóviles en el espacio y en el tiempo —o casi comple­ tamente inmóviles— . Esta inmovilidad arraiga a las civilizaciones en un pa­ sado mucho más antiguo aún de lo que parece a primera vista, y esta larga duración se incorpora por fuerza a su naturaleza. La romanidad no comienza con Cristo. El is­ lam no comienza en el siglo v a con Mahoma. Y el mun­ do ortodoxo no comienza con la fundación de Constanti­ nopla, en 330. Porque una civilización es una continuidad que, cuando cambia, incluso de manera tan profunda como lo implica la adopción de una nueva religión, in­ corpora antiguos valores que sobreviven a través de ella y siguen siendo su sustancia. Las civilizaciones no son mortales, a pesar de lo que diga Valéry. Sobreviven a los azares, a las catástrofes. Llegado el caso, renacen de sus cenizas. Destruidas, o al menos deterioradas, vuelven a brotar como la grama. Un ejemplo; la civilización griega. Nace, comienza a perfilarse hacia el siglo vm a.C., después de destruccio­ nes e invasiones que llevaron el espacio griego al plano cero de la historia, está todavía hoy en pie. Como míni­ mo, tres milenios de duración... En ese largo recorrido, ¡cuántos accidentes, catástrofes, desastres! Grecia y el mundo helenístico sucumbieron ante las legiones roma­ nas, pero los vencidos salen de esa larga sujeción, de esa

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prisión de cuatro o cinco siglos, cuando Constantino funda Constantinopla, en el 330 después de Cristo. Co­ mienza entonces un Imperio cristiano que posee la ex­ tensión del Imperio romano. Y en 395, cuando éste se fractura en dos, en una pars orientis que se convertirá en el Imperio griego de Bizancio, y una pars occidentis que sucumbirá bajo el ataque de los bárbaros, Grecia renace todopoderosa. Siguiendo este impulso sobrevivirá casi un milenio, hasta la conquista turca, en 1453, que una vez más parece cuestionarlo todo. Sin embargo, en el si­ glo xix, con la ayuda de los ortodoxos rusos y de Europa, una verdadera cruzada liberará uno tras otro a los pue­ blos cristianos de los Balcanes. Lo que acaba de decirse del universo ortodoxo pue­ de repetirse, mutatis mutandis, de los otros dos persona­ jes: Roma y La Meca. En principio, para Roma, el punto cero es el nacimiento de Cristo; para el islam, la huida de Mahoma de La Meca a Medina, el 16 de julio del 622. Pero Occidente no hace más que continuar el mundo latino, del que ha recibido la lengua, el espíritu, el dere­ cho y muchas otras cosas más. Y el islam es, en su ori­ gen a no dudado, una Arabia desierta y caravanera que tiene a sus espaldas un largo pasado; pero es sobre todo una serie de países que la conquista de los jinetes y ca­ melleros árabes cubrirá con demasiada facilidad: Siria, Egipto, Irán, Africa del Norte. El islam se afirma ante todo como heredero del Cercano Oriente, de toda una serie de culturas, de economías, de ciencias antiguas. El corazón del islam es el angosto espacio de La Meca al Cairo, a Damasco y a Bagdad. Se dice con demasiada fre­ cuencia: el islam es el desierto, y la fórmula es bella. Ha­ bría que decir también: el islam es en el Cercano Orien­

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te, lo que le agrega una fabulosa cantidad de herencias y por lo tanto de siglos. T e l e h i s t o r ia s

Sin la menor duda, el Mar Interior está constituido por resurgimientos históricos, por telehistorias, por luces que le vienen de mundos muertos en apariencia y que, sin embargo, siguen vivos. Me gustan esos historiadores que sostienen contra todo y contra todos que Roma no desapareció en el siglo v bajo el choque de los bárbaros. ¿Acaso no renace el Imperio romano con Carlomagno, con los Otones, con lo que se denomina la Monarquía Universal de Carlos V, anhelada por tantos humanistas de Occidente? Y los hombres de hoy que quisieran una Europa de pueblos y culturas, ¿no sueñan, consciente­ mente o no, con una pax romana? Que Roma marcó profundamente a Europa es algo evidente con toda se­ guridad, pero hay ciertas continuidades que no dejan de sorprender de cualquier modo. En el momento en que la cristiandad se parte en dos en el siglo xvi, ¿es acaso ca­ sual que la separación de los campos se realice con toda exactitud a uno y otro lado del Rhin y el Danubio, la doble frontera del Imperio romano? Del mismo modo, ¿será casual que la conquista ful­ minante del islam haya sido aceptada de manera tan fácil al mismo tiempo por el Cercano Oriente y por el doble dominio de Cartago, África del Norte y parte de España? Ya lo hemos dicho: el mundo púnico estaba mejor pre­ parado, en profundidad, para recibir la civilización del islam, que para asimilar la ley romana, ya que la civiliza­ ción islámica no es tan sólo una aportación, sino una

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continuidad. Asimiló no nada más el judaismo y la tra­ dición de Abraham, sino también una cultura, unas costumbres, unos hábitos, presentes desde hacía mucho tiempo. Una civilización, en efecto, no es sólo una reli­ gión, por más que ésta se halle en el corazón de todo sistema cultural; es un arte de vivir, millares de actitu­ des que se repiten. En Las mil y una noches, saludar al soberano es “besar delante de él la tierra entre sus ma­ nos”. Es el gesto habitual ya en la corte del rey parto, Cosroes (531-579). En los siglos xvi y x v i i , y aun más tarde, sigue siendo el gesto que tratan de eludir los em­ bajadores europeos en Estambul, en Ispahan o en Delhi, por encontrarlo muy humillante para sí mismos y para el príncipe al que representan. Pero ¿no se indignaba ya Heródoto ante las costumbres egipcias: “En plena calle, a guisa de saludo, se prosternan uno delante del otro; hacen como los perros, bajando las manos hasta las ro­ dillas” ? Pensemos también en la vestimenta adicional de los musulmanes, que evolucionará con tanta lenti­ tud. Ya es reconocible en el atuendo de los viejos babi­ lonios, tal como lo describía, 25 siglos atrás, el mismo Heródoto: Los babilonios llevan primero una túnica de lino que les lle­ ga hasta los pies [nosotros diríamos una gandurah, comenta E. F. Gautier], y encima otra túnica de lana [la chilaba]; se envuelven después en un pequeño manto blanco [podría­ mos hablar de un pequeño albornoz blanco]; se cubren la cabeza con una mitra [diríamos un fez o un tarbu ch ].

Y podríamos continuar acerca de la casa (que es pre­ islámica), de los alimentos, de las supersticiones: la ma­ nó

no de Fatma, equivalente musulmán de nuestras “me­ dallas y escapularios”, adorna ya las estelas funerarias cartaginesas. El islam está ligado de modo evidente al espeso suelo histórico del Cercano Oriente. Igual que la civilización occidental, la islámica, para retomar la ter­ minología de Alfred Weber (el hermano del gran Max Weber), es una “civilización derivada”, de segundo grado — podríamos llamarla “injertada”— . ¿Sería la civilización china la única de primer grado? En resumen, todo estudio de las mentalidades pre­ sentes se vuelca obligadamente hacia el interminable pa­ sado de las civilizaciones. Se han formado así, a lo largo de los siglos, dos cristiandades que de hecho son, la una y la otra, continuaciones de realidades anteriores, de lar­ ga duración: la una centrada en Roma y el Occidente, la otra en la nueva Roma, Constantinopla, pero además en una Grecia que tampoco es nueva. ¿En qué difieren esas dos cristiandades? En esencia, en esto: una se superpone al mundo griego, al que Ro­ ma había sometido pero no asimilado; la otra a la zona occidental, que fue precisamente la de los triunfos ro­ manos. El cristianismo no llegó a abolir esta diferencia inicial y visceral. Sin entrar en una explicación de las querellas teológicas que fundamentan la separación de las dos Iglesias, podemos interrogarnos sobre el tiempo presen­ te, lo que por otra parte es más sencillo. Pronto se perci­ be que las dos religiones hermanas, aunque envueltas una y otra en el amor a Cristo, divergen, y que las palabras clave no tienen el mismo sentido de la una a la otra. La verdad, en griego y todavía con mayor claridad en eslavo, designa lo que es constante, eterno, lo que existe verda-

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deramente, fuera del mundo, creado tal como lo capta nuestra razón. Por lo tanto, la palabra pravda significa al mismo tiempo verdad y justicia. Para el latín, en cambio, verdad significa siempre una certeza, una realidad para nuestra razón. El sacramento, en Occidente, apela a la je­ rarquía religiosa, la única capaz de conferirle su carácter sagrado; en Oriente es ante todo “misterio”, lo que so­ brepasa nuestros sentidos y viene de manera directa de Dios. Son matices, se dirá. Sin embargo, el propio Cristo adopta rostros diferen­ tes, de un mundo a otro. En Occidente, la Semana Santa, que precede a la Pascua, está situada bajo el signo del due­ lo, de la pasión, de los sufrimientos, de la muerte del Cristo-hombre. En Oriente está bajo el signo de la ale­ gría, de los cantos que glorifican la resurrección del Cris­ to-Dios. Los crucifijos rusos, a diferencia de los prime­ ros crucifijos italianos, los de Cimabue, representan a un Cristo apacible en la muerte, no al Salvador sufriente de Occidente... Y sería necesario continuar largo tiempo con la enumeración de esos contrastes, nacidos de mu­ cho tiempo atrás. Jérome Carcopino, en sus cursos de la Sorbona, la­ mentaba, incluso se dolía, de que Roma, en sus con­ quistas, no hubiera atravesado el Rhin y llegado por lo menos, hacia el este, hasta el Elba. El destino de Ro­ ma — y por lo tanto el nuestro— hubiera cambiado. Pero si la Iglesia romana, y no la griega, hubiera con­ vertido al cristianismo a la Moscovia, el destino de Eu­ ropa y el del mundo se habrían visto alterados con toda seguridad. Así, las grandes partidas de la época actual se juga­ ron, ganaron o perdieron, en el pasado. 128

LOS RECUBRIMIENTOS DE LAS CIVILIZACIONES

Una primera característica: las civilizaciones son realida­ des de larga, larguísima duración. Segundo rasgo: están sólidamente aferradas a su espacio geográfico. Un hecho lógico es que la más fuerte, la victoriosa, penetra a menu­ do en la más débil, la coloniza, instala en ella sus cuarte­ les, sus puestos de mando. Pero, a largo plazo, la aventura termina mal. Las excepciones confirman la regla: si Roma triunfa en la Galia; si Cartago triunfa subrepticiamente en África, o si Europa triunfa en América, es en todos los casos porque fue una civilización aún mal estructurada la que se entregó al intruso. Esto nos obliga, a propósito de la Galia prerromana, a no exagerar demasiado el nivel cul­ tural alcanzado por ella, o por lo menos a no seguir dema­ siado el contagioso entusiasmo de Camille Jullian. La regla, entre civilizaciones adultas, estructuradas (y el Mediterráneo es el sitio por excelencia de civiliza­ ciones adultas, surgidas de largos preámbulos), es el fra­ caso regular: aunque, repitámoslo, a menudo muy lento en llegar a su fin. De hecho, toda civilización sólida se somete sólo en apariencia, y es entonces cuando por lo general toma más conciencia de sí misma, se exaspera y desarrolla un intransigente nacionalismo cultural. Los turcos concluyen entre 1453 y 1541 la conquista de la península de los Balcanes, donde la civilización griega u ortodoxa ocupa en forma subordinada lo esencial del te­ rreno. El repliegue turco, y con él el del islam, sólo se realizará en 1918, con un desfase de más de cuatro siglos en total. Pero no hay que olvidar que al comienzo de los éxitos turcos existió la complicidad de los griegos a cau­ 129

sa de su odio contra los latinos. La conquista musulmana inunda España en 7 1 1 y no la suelta hasta la toma de Granada, siete siglos más tarde, en 1492. También aquí habría que tener en cuenta las complicidades iniciales. Pero en uno y otro caso, lo asombroso es que una civili­ zación se rencuentre a sí misma, intacta, después de un encarcelamiento multisecular — un poco como si no hu­ biera pasado nada— . Y, más hacia el este, observemos la suerte del islam en tierra iraní. Lo que probaría una vez más, si fuera necesario, es la historia del Oriente grecorromano, fundado tras la con­ quista del Cercano Oriente realizada por Alejandro, de 334 a 329 a.C. Esta larga historia, escribía Émile-Félix Gautier, ha durado una decena de siglos (hasta las conquistas ára­ bes de 634, 636 o incluso 641): un espacio de tiempo for­ midablemente largo: cabría en él casi toda la historia de Francia. Al cabo de esos diez siglos, de un día para otro, al primer sablazo árabe, todo se derrumba para siempre, la lengua y el pensamiento griegos, los marcos occidentales; todo se desvanece como el humo; esos 1000 años de histo­ ria son como si no hubiesen existido en ese lugar.

Por comparación, las superposiciones que duran un siglo tienen cariz de episodios: Jerusalén, tomada en 1099 por los cruzados, deja de ser cristiana en 1187; el Africa del Norte francesa, iniciada en 1830, ya no existe en 1962. Todos estos procesos, mayor o menormente largos, se presentan a nuestra atención como una sola familia de problemas. Es la prueba, en síntesis, del valor explicativo

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del concepto de civilización, por complicado y frágil que pueda parecer. Abre en el denso pasado del mar los úni­ cos caminos reales que un viajero apurado pueda elegir.

Pe n sa r

s ó l o e n l o s c o n f l ic t o s

ENTRE LAS CIVILIZACIONES

Hemos sostenido que los conflictos entre las civilizacio­ nes son los únicos en los que se puede pensar que son los límites militares de todo relato rápido. La batalla de Ma­ ratón (490): por un lado, el mundo griego dividido con­ tra sí mismo, disperso desde las costas de Asia Menor hasta Sicilia; por el otro, el Imperio persa, “esa inmensi­ dad desde el Mar Egeo hasta la India”. La lucha de Roma contra Cartago, hasta 146 a.C., la lucha “de un pueblo esencialmente marítimo y comerciante contra un pue­ blo terrestre, guerrero y campesino”. Es evidente que siempre se intentará imaginar en qué se habría converti­ do el Mediterráneo si Cartago hubiera vencido, expan­ diendo su civilización por todo el mar y revelando, en esa jugada, su ser profundo, aunque sin duda atravesado por abismos. Pero Cartago no venció... Las cruzadas: en Lepanto, el 7 de octubre de 15 7 1, la flota de la Santa Liga (Venecia, el papado, España), bajo el mando de don Juan de Austria, aplastaba a la armada turca a la entrada del Gol­ fo de Corinto, justo en el Golfo de Naupacto, durante la mayor batalla de galeras que haya conocido la historia; ese combate gigantesco, pero breve, “comienza al amanecer y concluye antes de mediodía” (Robert Mantran). Estos conflictos, unos breves (Maratón, Lepanto), otros largos (las tres guerras púnicas, las cruzadas), reve­ 1 31

lan los choques sordos, violentos, repetidos que se asestan esas bestias poderosas que son las civilizaciones. A tal punto que esas guerras y esas batallas —y otras de las que se hubiera podido recordar los episodios significativos (la batalla de Jerez, en 7 11 , donde Tarik aplasta a los visi­ godos; o la batalla de Poitiers, en 735; o la toma de Constantinopla, en 1453...)— rebasan a los actores y a los es­ cenarios que les conciernen. Es todo el Occidente por un lado (griegos y latinos), y todo el Oriente por el otro. La magnitud del conflicto dramatiza el choque, lo am­ plifica. En Maratón, los griegos salvan un Occidente amenazado de subversión. Roma hiere al Oriente al ma­ tar a Cartago. Las cruzadas apuntan en el mismo obsti­ nado sentido. La toma de Constantinopla, en 1453, es una réplica del islam. Lepanto, en una fecha tardía (15 7 1), pone en juego una vez más la salud de todo el Mediterráneo, maltratado en el mar por las flotas turcas y los corsarios berberiscos. Todo esto es más que comprensible: ¿cómo no ha­ brían de chocar las civilizaciones que desde muy tem­ prano se encuentran coexistiendo? Ellas encuentran su razón de ser en el combate. Roma, cuyo triunfo corres­ ponde a los únicos siglos de unidad del mar, ni siquiera hace desaparecer a las comunidades hostiles que se en­ cuentran instaladas desde antes; las mantiene sometidas, al mismo tiempo que valora e impulsa su propia civiliza­ ción, su lengua, su arte. Pero las luchas continúan, bajo la cobertura y la pantalla de la paz romana que las di­ simula con dificultad. Las civilizaciones son, por lo tanto, la guerra y el odio; un inmenso trozo de sombra las devora casi hasta la mitad. Labrican el odio, se alimentan de él, viven de él.

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Grecia detesta al persa más de lo que el propio persa (que como se sabe es tolerante) detesta al griego. El ro­ mano odia a muerte al fenicio, quien le devuelve el sen­ timiento con la misma intensidad. La cristiandad y el islam no tienen nada que envidiarse. En el tribunal de la historia, los dos culpables serían condenados, a ninguno se le daría la razón. Pero ¿se sabe siempre quién es el cul­ pable y quién el inocente? Así, para Sabatino Moschati los fenicios serían por antonomasia pueblos pacíficos, que aun cuando se defendían, y con valor, era sólo para hacer frente a los ataques. Algunos historiadores pre­ tenden también que Bizancio, que sobrevive al Imperio romano hasta la toma de Constantinopla, no fue capaz de fabricar, por sí misma, una guerra santa a su medida (no hubo cruzada, si se quiere). Si la observación es cier­ ta, estaríamos tentados de alegrarnos de esa carencia. Pero ¿acaso no pagó Bizancio, un buen día, esta ausencia de odio constructivo? Lo que equivaldría a decir que el porvenir pertenece tan sólo a los que saben odiar. Las civilizaciones son, en efecto, con demasiada frecuencia, desconocimiento, desprecio, aborrecimiento del otro. Pero no son nada más eso. Son también sacrificio, in­ fluencia, acumulación de bienes culturales, herencias de inteligencia. Si el mar debe sus guerras a esas civilizacio­ nes, también les debe sus múltiples intercambios (técni­ cas, ideas e incluso creencias), y los abigarramientos y espectáculos variados que nos ofrece hasta hoy. El Medi­ terráneo es un mosaico de todos los colores. Por eso, habiendo pasado los siglos, se pueden contemplar, sin indignación, bien al contrario, tantos monumentos que fueron sacrilegios, límites que indican los avances y re­ trocesos de antaño: Santa Sofía, con su guardia de altos

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minaretes; San Giovanni degli Eremiti en Palermo, que alberga su claustro entre las cúpulas rojas o casi rojas de una antigua mezquita; en Córdoba, en medio del bos­ que de arcos y pilares de la mezquita más bella del mun­ do, la encantadora iglesita gótica de la Santa Cruz, cons­ truida por orden de Carlos V.

La

c i v il i z a c ió n n o c o n s t i t u y e

TODA LA HISTORIA

Pero, en definitiva, por amplios que sean los dominios de la civilización, sus repercusiones, su duración, no es toda la historia de los hombres, ni, en el caso que nos ocupa, toda la historia del Mar Interior. La política tiene siempre la palabra: he ahí un hecho evidente. ¿Cuántas veces no ha impuesto su voluntad, relegando a un segundo plano todas las demás fuerzas y formas de la historia? Lo que ocurrió mientras se man­ tuvo el predominio de Roma es que, durante mucho tiempo, la violencia estuvo al servicio de la política: su imperialismo sólo se calmó cuando hubo reducido a la obediencia a todo el mundo mediterráneo. Y Roma, antes de llegar a ese término, golpeará sin piedad: en ese año de 146 a.C., se sitúa la doble destrucción de Cartago y de Corinto... Pensemos también en la sangrienta conquista de la Galia, durante casi diez años, de 59 a 53 (a.C.). Los eu­ ropeos no lo harán mejor en América. Roma, antes de ser el artífice de la pax romana, impuso la guerra continua. Las civilizaciones tuvieron que doblegarse al mismo tiempo que los pueblos vencidos. Con la gran batalla de Actium (2 de septiembre de 31 a.C.) —grande porque 134

tuvo enormes consecuencias— se sella por siglos el des­ tino del “otro” Mediterráneo. Esa batalla que se libra casi en el sitio exacto donde estará la Prevesa (victoria de los turcos sobre las flotas de una primera Santa Liga cristia­ na, en 1538) ve la huida de las naves de Cleopatra, la de­ rrota de Antonio y de Egipto, el triunfo de Octavio. Es allí, efectivamente, donde el poderoso Imperio romano comienza. Pero Roma, al imponer su voluntad y la unidad políti­ ca al conjunto del mundo mediterráneo, no suprimió las diferencias, divergencias, cambios y conflictos cultura­ les; y no sólo no los suprimió, sino que ella misma se vio afectada, influida por esas culturas más refinadas que la suya, por la Grecia que será su educadora (se hablará griego en los medios cultivados de la capital), y por la invasión de las religiones y cultos que llegan del Cerca­ no Oriente. No obstante, ella impondría en todo el Me­ diterráneo el lenguaje superior de su política y sus insti­ tuciones. El

l u g a r de l a e c o n o m ía

En el concierto de la historia mediterránea, también la economía desempeñó un papel, a menudo determinante. La sociedad no sería nada sin la explotación económica que la equilibra, y sin ella los estados serían cuerpos iner­ tes. Por lo demás, si las civilizaciones duran y florecen, es gracias a ella. Las floraciones son gastos, despilfarras. Apenas surgen crisis económicas un poco serias, y la cantería de Santa María del Fiore en Florencia detiene sus trabajos, y la catedral de Bolonia o la de Siena quedan para siempre inconclusas.

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Lo que trae la riqueza entre todas las riquezas es el mar — superficie para los transportes— . El amo de las riquezas es el amo del mar. Pero por amplio que éste sea, tarde o temprano no admite más que un amo, no nece­ sariamente político, como en el caso de Roma, sino uno de los intercambios, las desigualdades y desnivelacio­ nes de la vida comercial. Este tipo de realezas, poco estrepitosas, no se cons­ truyen en un día. Van precedidas y acompañadas por lu­ chas. En los siglos ix y x, en todo el esplendor de su ci­ vilización, el islam dominó sin discusión alguna al Mar Interior. El cristiano “apenas podía hacer flotar allí una tabla”, pero a partir del siglo xi, y más tarde con el fin de sostener el movimiento continuo de las cruzadas, la si­ tuación empieza a invertirse. Los navios de las ciudades italianas se convertirán en los amos indiscutidos de toda la superficie del mar: los bizantinos son eliminados, y las naves del islam tienen que retroceder. El mar, en el sen­ tido estricto del término, el agua de mar, es conquistada por el cristiano, por sus bajeles de guerra, sus naves pira­ tas, sus expediciones guerreras y, detrás de esos movi­ mientos protectores, por sus naves comerciales cada vez más numerosas. En este juego fructífero, repetido mu­ chas veces, Italia, al norte de la línea Florencia-Ancona, se convierte en la zona más activa, la más rica de todo el Mediterráneo. Entre el siglo xi y el xvi casi podríamos decir: primero la economía, para beneficio regular de las ciudades — los estados territoriales, por un momento bien perfilados, se deterioran con la profunda crisis del siglo xiv— . Sin embargo, esas ciudades se disputan las ganancias del Mediterráneo. Las luchas sin tregua de Génova y Ve-

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necia son una inverosímil sucesión de peripecias. Sólo al terminar la guerra de Chioggia (137 8 -138 1) triunfa Venecia y se convierte, hasta el comienzo de las llamadas guerras de Italia (1494), en el centro de los intercambios mediterráneos. Al final del siglo xv, los estados territo­ riales sin duda han recobrado su vigor o adquirido nue­ vas fuerzas. El Turco se instala en Otranto (1480-1482), Carlos VIII atraviesa los Alpes en septiembre de 1494, el aragonés participa en la guerra que entonces se entabla. Las ciudades, incluso Venecia, no sirven ya de contrape­ so frente a esos enormes adversarios. La política se co­ bra el desquite. La

c o n q u ist a d el

M

e d it e r r á n e o

POR LOS NÓRDICOS

Sin embargo, no fueron las armadas turcas, los ejércitos franceses ni los tercios españoles, cualquiera que haya sido su peso sobre el destino de Italia y de sus ciudades, los que arruinaron los fundamentos económicos del predominio mediterráneo. El agresivo ascenso de los grandes estados comprometió o destruyó el equilibrio de la península, pero en 1559, después del tratado de Cateau-Cambrésis que la entrega en parte a España, Ita­ lia recobra la paz y saca provecho de ello. Con todo, ya no volverá a subir la pendiente, pero esto se debe a otras razones. El proceso que amenaza al Mediterráneo y que al fi­ nal acabará con él, es nada menos que el desplazamiento del centro del mundo, del Mar Interior al Océano Atlán­ tico. En el comienzo de este proceso se sitúan el descu­ brimiento de América, en 1492, y el periplo del cabo de

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Buena Esperanza, de 1497 a 1498. Aun así, esos aconteci­ mientos no cobran toda su importancia de un día a otro. La pimienta y las especias llegan a Lisboa y de allí pasan a Amberes. Pero la ruta de Suez o del Golfo Pérsico no está muerta y puede rivalizar con la larga circunnavegación de Africa. Incluso llega a hablarse de un canal de Suez. Por lo demás, la pimienta y las especias sólo llegan a Eu­ ropa a cambio del metal blanco. El que tiene plata, el metal blanco, puede comandar a los productores, co­ merciantes y transportistas de pimienta y especias. Cier­ tamente, el metal blanco, que a partir de la década de 1530 procede casi sin excepción de América por inter­ medio de Sevilla, pertenece a España. Pero a causa de las guerras de Carlos V, de los empréstitos obligados del go­ bierno castellano, en los que pronto participan los co­ merciantes y banqueros italianos, sobre todo los genoveses, el metal blanco español comienza, a partir de 1550, a tomar el camino de Italia. Las galeras transportan con regularidad cajas de reales, de “piezas de a ocho”, de Bar­ celona a Génova. Hacia 1568, cuando la piratería inglesa, y después la holandesa le cortan a España el camino di­ recto del Atlántico y del Mar del Norte hasta los Países Bajos sublevados, los envíos de plata desde España si­ guen casi siempre el camino mediterráneo, de Barcelona a Génova: la ciudad de San Jorge se convierte en el cen­ tro financiero de toda Europa: ¡un brillante desquite del Mediterráneo! Este privilegio de Génova procede de la necesidad que pesa sobre el gobierno del rey católico de pagar en un tiempo fijo la soldada y los gastos del ejérci­ to español que combate en los Países Bajos. Y esta nece­ sidad va a durar. Se implementa un sistema genovés de pagos con las ferias de Piacenza, creadas a partir de 1579.

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Los historiadores se han acostumbrado incluso a hablar de un “siglo de los genoveses” que comenzaría en 1557 y concluiría hacia 1622-1627. Al reorganizar Italia su aprovisionamiento de metal blanco, restableció al mismo tiempo, alrededor de la dé­ cada de 1560, su aprovisionamiento de pimienta y espe­ cias por las antiguas rutas de Levante. El rendimiento de estas rutas equivaldrá, de manera global, al rendimiento de la ruta del Cabo, y como el consumo europeo ha au­ mentado considerablemente (casi se ha duplicado), Venecia restablece por fin las bases de su antiguo comercio. Es de este modo como, hasta fines del siglo xvi, será prematuro hablar de una decadencia del Mar Interior de Italia y de sus ciudades piloto. Debemos renunciar a la antigua explicación que presentaba al Mar Interior como descalificado sin remedio por los descubrimientos de los portugueses, quienes, por lo demás, no bloquearon en el Océano índico las rutas hacia el Golfo Pérsico ni las ru­ tas que conducen al Mar Rojo. ¿Qué ocurrió, entonces? Porque es cierto que se dio una disminución del tráfico y los intercambios lejanos del Mediterráneo en los primeros 20 años del siglo xvn. Hace no mucho tiempo un joven historiador, Richard Rapp, dio la mejor explicación. Para él, existió —por la astucia, la fuerza y la violencia; por el juego de las dife­ rencias económicas— una conquista del Mar Interior por parte de los nórdicos, ante todo, ingleses y holande­ ses, y más por los primeros que por los segundos. Los ingleses ya habían impulsado su penetración comercial en el Mediterráneo durante las últimas décadas del siglo xv y hasta las proximidades de las décadas de i 5 3 0 _15 5 0’ esta primera invasión se detuvo bruscamente entre 155o 139

y 1570. La segunda ola se da hacia 1570 y será mucho ■ más amplia y sostenida que la primera. Los navios de los países protestantes van a dictar poco a poco la ley en un Mediterráneo donde el islam y la cristiandad han depuesto las armas después de los fa­ bulosos esfuerzos de Lepanto, en 15 7 1. Sus navios están mejor armados, mejor provistos de tripulaciones, son me­ jores cargueros, más regulares, aceptan fletes más mo­ destos que los veleros del Mediterráneo. Se apoderan poco a- poco de los tráficos importantes: así, los navios holandeses transportan de España a Livorno las pacas de lana que después, por vía terrestre, llegan a Venecia y abastecen su arte della lana en plena expansión en ese momento. Algunos de sus navios van incluso directamen­ te de España a Venecia. Se apoderan también del comer­ cio de las uvas pasas, del aceite de Djerba o de Apulia, no menos que del prestigioso comercio de Levante. Los nórdicos aportan madera, alquitrán, planchas, trigo, cen­ teno, toneles de arenque, estaño, plomo y pronto tam­ bién sus propios productos manufacturados, a menudo simples imitaciones de productos de Venecia o de otras ciudades italianas; mercancías sin calidad con falsas mar­ cas italianas de apariencia auténtica. Hay que agregar el corso, los acuerdos con Argel, con el Turco. De allí una serie de violencias, de faltas de delicadeza, de complici­ dades (sobre todo en Livorno). Es así como el comercio y la industria de Inglaterra y los Países Bajos se alimentó de los despojos y de las riquezas acumuladas del viejo Mediterráneo. Hubo conquista, pillaje, robo, e incluso blo­ queo a distancia, cuando los holandeses sustituyeron en Insulindia y en el Océano índico a los portugueses. És­ tos dejan pasar las mercancías hacia el Mediterráneo, 140

aquéllos, en cambio, estarán con el ojo avizor, si no para la seda que llegará siempre al Levante, al menos sí para la pimienta y las especias. Hacia 1620, según el testimonio de los marselleses, las especias y la pimienta ya no entra­ rán al Mediterráneo por las antiguas rutas del Mar Rojo, sino por las del Atlántico y Gibraltar, en barcos holande­ ses. El Mediterráneo ha sido por una parte asaltado den­ tro de su propio territorio, y por otra, alterado para pri­ var a sus ribereños de los tráficos más fructíferos. Desde entonces, nunca se les ha devuelto su mar.

A n tes

y d espu é s de l a a p e r t u r a d el

C anal

de

S u e z ( 1869 )

De manera cierta, el Mediterráneo no se encuentra ya en el centro del mundo a partir de 1620 o 1650. En él pene­ tran el comercio y la guerra de los demás. En esos inter­ cambios y en esas guerras, los habitantes del Mediterrá­ neo tienen asignados tan sólo pequeños papeles. Son peones sobre el tablero, se les desplaza según el capricho de potencias y voluntades lejanas. En el siglo xvn, la de Holanda. A comienzos del xvm , la primacía de Inglate­ rra se anuncia mediante un golpe maestro; durante la Guerra de Sucesión en España, el almirante inglés George Rooke se apoderó, por sorpresa, de Gibraltar, el 25 de agos­ to de 1704; franceses y españoles tratarán inútilmente de recuperar la plaza en 1704, en 1727, en 1779 y en 1782. En esta última tentativa, los asaltantes emplean, aunque sin éxito, las balas de cañón incandescentes y las baterías flotantes inventadas por dArqon. Se ha sellado un desti­ no; los ingleses están todavía hoy en Gibraltar. Son así, 141

desde hace más de dos siglos, los porteros del Mar Inte­ rior convertido, en el xvm , en un lago guardado por el oeste, y desde el siglo xvn, sin salida fácil por el lado de Levante. Y es del lado de Levante donde se encuentra, mucho más que en Gibraltar, la zona peligrosa y codiciada del Mar Interior. El Levante, en los siglos xvn y xvm , es el Imperio turco, que se extiende sobre los Balcanes, el Asia Menor en sentido amplio y África del Norte, desde Egipto hasta la frontera oriental de Marruecos, es decir, un am­ plio mercado en cuanto que se mantiene unida a Persia y las sedas que transitan hasta Esmima, convertida en la ma­ yor de las “escalas”. Es incluso lo que está en juego en el comercio de Levante, donde Francia, mitad mediterránea, se convierte en el actor por excelencia en el siglo xvm. Pero más allá del comercio y de los países de Levante, la jugada decisiva es la India lejana donde Inglaterra, des­ pués de la batalla de Plassey (1757), ha ocupado ya un primer lugar que nadie podrá arrebatarle. El Levante es la ruta más corta desde Europa hacia las Indias, la ruta por excelencia de las noticias rápidas, de las decisiones y las órdenes. Por otra parte, con el comercio del café, el Mar Rojo ha vuelto a animarse y Alejandría se convierte en un puerto frecuentado, como en los tiempos de la pi­ mienta y las especias. En vísperas de la revolución, la polí­ tica francesa se ocupa con insistencia de la ruta del Istmo de Suez e inquieta a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Lo que Inglaterra teme es que el Mediterrá­ neo se abra, hacia el Océano Indico, a sus rivales y com­ petidores, desde los más grandes (Francia a la cabeza) hasta los más modestos (Génova o Venecia) o peor colo­ cados, como Rusia, que también se ve atraída por el es­

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pejismo y la realidad de las Indias. En este contexto se sitúa la expedición a Egipto, emprendida en 1798 por Bonaparte. Si esa expedición hubiera triunfado, el Impe­ rio turco habría sido partido en dos: al norte, Anatolia y los Balcanes, al oeste, las indóciles regencias de Trípoli, Túnez y Argel, y el camino restante abierto sin interrup­ ción en dirección al Océano Indico. Los historiadores, demasiado dispuestos a rehacer la historia, piensan que si Bonaparte hubiera capturado San Juan de Acre hubiera podido reconstruir su ejército en las colinas y montañas del Líbano y destruir al Imperio británico todavía en sus comienzos. Pero la grandiosa operación fracasó e Inglaterra se apoderó en 1800 de Malta, ocupada dos años antes por la flota francesa en camino hacia Egipto. La isla debía ser devuelta, según el tratado de Amiens (1801), pero se mantuvo bajo el control inglés hasta hace muy poco, ya que a pesar de su mediocre extensión, aseguraba (como, un segundo Gibraltar) el dominio inglés en el centro mismo del mar. Más tarde, la instalación de los ingleses en Chipre (1878) y en Egipto (1882) completó el domi­ nio de Londres; a partir de entonces la ruta de las Indias le pertenecía de punta a punta y la pax britannica se imponía pesadamente en el Mediterráneo. Una vez más, el orden político reinaba sobre el mar. Con una palabra del gabinete de Saint-James, las naves se dirigían a Malta, y al momento todo volvía a estar en orden. Pero Francia se agita: empieza a instalarse en África del Norte, ocupa Argel en 1830; sin embargo, África del Norte no es el Mediterráneo peligroso para los intereses de Londres. El hecho de que el gallo galo rasque la arena del Sahara, más bien despierta sonrisas. El único golpe 143

directo asestado por Francia fue la construcción del Ca­ nal de Suez, concluido en 1869. Para llevar a cabo esa empresa fueron necesarios 10 años de trabajo y el tesón de un hombre, Ferdinand de Lesseps; fue necesario también apostar a la navegación a vapor en vías de modificar las condiciones generales de la circulación a través de los mares y océanos del globo. Es el fin del lago mediterráneo, la transformación del Mar Interior en una ruta tendida sobre todo hacia el Océa­ no índico. Muy pronto, los viajeros con destino a la India no tendrán tiempo para acabar de anotar sus im­ presiones: el canal, el tórrido Mar Rojo, el balanceo y el oleaje del índico: el Mediterráneo ya no es más que la primera y breve, casi insensible etapa de un recorrido muy largo. Este éxito francés dio lugar a una solemne inaugura­ ción, ante todas las testas coronadas de Europa, bajo la presidencia —a tout seigneur tout honneur— de la empe­ ratriz Eugenia. Pero esos fastos no deben hacernos forjar ilusiones. El juego político no está en París, y no hay que pensar en un desquite de la expedición a Egipto. En rea­ lidad, Egipto, independiente desde 18 11, tampoco es otra cosa que un peón en el tablero del Mediterráneo. El gobierno inglés, que ha puesto toda clase de obstáculos a la construcción del canal, compra, en 1875, las 117000 acciones del endeudado jedive; en 1882, Egipto es ocu­ pado, y en 1888, una convención firmada con Francia en Londres neutraliza el canal. Inglaterra ha sido al final la beneficiaría de la empresa de Ferdinand de Lesseps. Por lo que toca a la tentativa de Fachoda sobre el Nilo blanco adonde llega la pequeña columna del comandante Marchand, el 10 de julio de 1898, no es más que un dramá­ 144

tico incidente sin consecuencias en el reparto de la en­ crucijada del Levante. Francia no es la única perdedora a consecuencia de esas maniobras. Y Maurice Aymard tiene razón al decir que “el Canal de Suez simbolizó el debilitamiento políti­ co del mundo mediterráneo”. Construido por los france­ ses, semimediterráneos nada más, el canal se convirtió, y con él el Mediterráneo por añadidura, en una ruta ingle­ sa. De ese modo, el Mar Interior sigue estando alienado. Y desde entonces continúa la misma historia, la de un desposeimiento. El 26 de julio de 1956, Nasser nacionalizaba el canal. Francia e Inglaterra se unen y viven la derrota de la gue­ rra “de los seis días”. Sin embargo, ya desde antes de esa fecha, ni Francia ni Inglaterra dominaban el Mar Inte­ rior ni los países que lo bordean. “La presencia visible de los portaviones norteamericanos y de los portahelicópteros soviéticos señala los dominios enfrentados de las dos grandes potencias mundiales.” El Mediterráneo es, a lo máximo, su campo de lucha. O más bien, su circo, donde, para su placer o su disgusto, pelean los gladiado­ res, que no lucharían con el cruel encarnizamiento que les conocemos si los grandes de este mundo no tuvieran interés en sus matanzas. Es evidente que el Mediterráneo continúa viviendo ante nuestros ojos, desarrollando sus propios combates, prosiguiendo con su industrialización, mejorando su nivel de vida, sacudiendo las secuelas de las coloniza­ ciones por fin destruidas. Al sur del mar, el otro Medi­ terráneo — desde Marruecos hasta Turquía e Irak— se esfuerza por recobrar el tiempo perdido, que también se acumula.

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Espacios M a u r ic e A y m a r d

solemos ver del Mediterráneo nada más que su decorado, la alianza del mar y el sol, del relieve y la vegetación, el don gracioso de una naturaleza generosa y suntuosa, y sin embargo ingrata. Porque bajo sus flores pronto aparece la piedra. No hace falta más que el hom­ bre disminuya por un momento su atención y sus cuida­ dos, para que las terrazas edificadas con suma paciencia en el flanco de la montaña se derrumben, invadidas por la maleza; el matorral vuelve a crecer sobre el bosque in­ cendiado, las llanuras vuelven a ser pantanos. Se deshace un frágil equilibrio, que a veces requeriría siglos para volverse a construir. Desde el final del imperio hasta nuestros días, la campiña romana ha seguido siendo una especie de desierto, aunque el drenaje de los pantanos pontinos simbolizó, para el fascismo, la recobrada gran­ deza de Roma. Pero Venecia sólo se enfrentó con las aguas divagantes del Po y del Adigio a partir del siglo xvi, cuando comenzó a perder su monopolio comercial. Todas las riberas del mar han conocido esas espec­ taculares alternativas de auges y abandonos. Como si el hombre controlase mal un espacio que se le escapa, y so-

H

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o y d ía

bre el cual su dominio es siempre parcial y disparejo. Como si en todas las épocas hubiera tenido que elegir entre varias opciones, dejando la costa por el interior o, en nuestros días, a la inversa; o como si, incluso, se hu­ biera visto obligado a ceder sus campos a los rebaños nó­ madas antes de poder a su vez rechazarlos. Ayer desde Siria hasta España; hoy desde el Ródano inferior hasta el Negueb y Asuán, los grandes logros de la agricultura mediterránea están situados bajo el signo de la domesti­ cación del agua, y del trabajo minucioso de todo un pue­ blo de atentos jardineros. No obstante, siguen siendo la excepción: aunque lleve la marca de su intervención, con tanta frecuencia destructora como benéfica, el hombre está a menudo ausente del paisaje; lo está de las tierras de trigo y ovejas de Castilla, del Tavoliere de la Apulia o la Tesalia; lo está de las anchas extensiones forestales o pe­ dregosas, de las montañas y de los altos pastizales de ve­ rano, por donde ya sólo pasa como nómada. Si bien ha terminado, hasta hace muy poco, de arrancar las llanuras litorales del influjo de la malaria, prefiere no instalarse allí, y deja sus playas a otros, para continuar residiendo en otros lugares, en sus ciudades y sus grandes aldeas de casas apretadas, con sus cinturones de viñedos, vergeles y jardines (el “ruedo”, como se dice en Andalucía). En cuanto se aleja de ellas, su dominio sobre las campiñas se vuelve más débil: evitará pasar allí más tiempo que el ne­ cesario para el trabajo de los campos, y evitará con ma­ yor razón vivir ahí. Campesino por necesidad, pero cam­ pesino a su pesar, el hombre del Mediterráneo vive como citadino. Los contrastes del paisaje expresan esa jerarquía con­ céntrica de intereses, la desigualdad de la ocupación del

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suelo, las oscilaciones de la explotación. Desde Roma hasta nuestros días, se ha mantenido válida, en general, la misma división del terruño. Por una parte, la zona de los campos cultivados: el ager. Por otra, la zona inculta, mez­ cla de árboles y hierba magra, de monte bajo y de pedre­ gal, dominio de los carboneros, de los pastores y de los animales domésticos o salvajes: el saltus. Pero el propio ager exigía largos descansos, y un año cada dos, o dos cada tres, se entregaba a los corderos que, apenas termi­ nada la cosecha, invadían el rastrojo y no pedían otra cosa que quedarse allí, en tanto que eran excluidos con severidad de los huertos y los viñedos. Por lo tanto, la frontera entre ager y saltus se mantiene siempre singu­ larmente indecisa y móvil: menos clara, en todo caso, que la que separa la zona de horticultura intensiva en torno a la ciudad del resto del terruño —ager y saltus re­ unidos— y que opone la “región llena” a la “región va­ cía”. Traduce la fragilidad de un equilibrio ecológico amenazado por cualquier crecimiento de la población: ayer —y todavía hoy, en cada verano— , por la destruc­ ción catastrófica de un manto forestal en parte fósil, al que mantenía sobre el suelo una delgada capa de humus, pronto arrastrada por la erosión; y ante nuestros ojos, tanto por el desarrollo de las aglomeraciones del litoral como por la contaminación industrial y el agotamiento de las reservas de agua. El hombre se encuentra muy pronto ante los límites de una tierra a la que, por otra parte, se ha acostumbrado a pedirle poco. Lo importante para él es, claro está, so­ brevivir en ella; pero es, ante todo, poder vivir allí en sociedad, comunicarse con otros hombres. Mucho más que al clima, a la geología, al relieve, el Mediterráneo debe

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su unidad a una red de ciudades y aldeas constituida de manera precoz y notablemente tenaz: en tomo a ella se constituyó el espacio mediterráneo, es ella quien lo ani­ ma y lo hace vivir. Las ciudades no nacen del campo, sino el campo de las ciudades, a las que apenas alcanza a ali­ mentar. A través de ellas se proyecta sobre el suelo un modelo de organización social, cuyo esquema tratarán de reproducir en todas partes los emigrantes, forzosos o voluntarios. Si son nómadas, establecerán su campamen­ to según reglas inmutables; si sedentarios, fundarán una ciudad, siempre la misma. Así hará Grecia, en su domi­ nio colonial, y después en el mundo helenístico. Así Roma, quien repite hasta la monotonía de un extremo a otro de su imperio un plano estereotipado de campa­ mento militar, con las mismas calles que se cruzan en ángulo recto; el mismo foro, los mismos monumentos que, a sus ojos, constituían una ciudad. Así incluso el is­ lam, donde nada expresa mejor esa potencia creadora y organizadora de la ciudad que esos oasis, esas huertas con que la rodea y que, sin ella, no existirían. De Damasco a Valencia, del Yemen a Elche y Alican­ te, es posible seguir, detrás de la similitud de las técnicas de riego, la marcha de dos tradiciones que reglamentan la distribución del agua y fundan dos tipos de sociedad: una aristocrática, la otra más coherente. Aquí la propie­ dad del agua, diferente de la de la tierra, asegura el poder a quienes la poseen y venden su uso, a los cultivadores. Allá, por el contrario, el agua es un derecho gratuito para los propietarios de las tierras irrigadas, que se agrupan en comunidades capaces de asegurar el mantenimiento de presas y canales, y de arbitrar por sí mismas sus conflic­ tos: así cada jueves, los jueces del Tribunal de Aguas, de­

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lante del portal de los Apóstoles de la catedral de Valen­ cia, aplican una justicia rápida y eficaz. Toda conquista, toda “diáspora” tiende a repetir de­ cenas de veces un modelo de sociedad urbana, y a explicitar de modo simultáneo lo que al principio estaba im­ plícito. Grande o pequeña, la ciudad es mucho más que la suma de sus casas, de sus monumentos y sus calles, mu­ cho más también que un centro económico, comercial o industrial. Como proyección espacial de las relaciones sociales, aparece a la vez atravesada y estructurada por el haz de líneas fronterizas que separan lo profano de lo sa­ grado; el trabajo del ocio; lo público de lo privado; los hombres de las mujeres; la familia de todo lo que le es ajeno. Y proporciona una admirable clave de lectura. ¿Dónde vivir? Nunca solo, sino en grupo, cualquiera que sea el tamaño y la riqueza del grupo. Un millar de hombres que viven pobremente de la tierra y del inter­ cambio de productos del suelo bastan en el Mediterráneo para hacer una ciudad, para reconstruir en ella las solida­ ridades y oposiciones esenciales; en otros lados, incluso siendo dos veces más numerosos, apenas formarían una aldea. Desde los simples caseríos hasta las metrópolis, se distinguen con claridad todos los niveles de una jerar­ quía por otra parte compleja, ya que no tiene en cuenta como único factor la cantidad de población, la actividad económica o el capital acumulado, sino también la histo­ ria, el marco monumental, el prestigio, el papel político y administrativo — que fijan las élites— , la vida intelec­ tual, y un no-sé-qué, que hace a una ciudad más ciudad que otra. Y las grandes ciudades se complacen en despre­ ciar a las más pequeñas como si fueran simples aldeas, y a sus habitantes como a rústicos sin pulir. Sin embargo, el 150

caserío más modesto se presenta como un microcosmos urbano: toda la vida social se organiza en él en función de grupo. Hablar de la ciudad en el Mediterráneo es, por lo tanto, hablar de todos estos niveles de la vida urbana, que corresponden al mismo modelo. Historiadores y geógrafos han multiplicado las ex­ plicaciones de esta permanencia del hábitat agrupado y de la elección de lugares, a veces privilegiados, pero con mayor frecuencia inhóspitos, donde se ha de radicar: el agua y el sol, las rutas por tierra o por mar, la calidad de un puerto o de un vado, pero también la inseguridad de las costas y la insalubridad de las llanuras pantanosas. De hecho, todas estas razones han actuado a su tiempo, pero en sentido inverso. Los griegos, invasores llegados del mar, empujaron hacia el interior, en la Italia meridional y en Sicilia, a las poblaciones locales, y ocuparon y colonizaron sólida­ mente su territorio, sin alejarse jamás del mar; pero siempre que pudieron, eligieron sitios fáciles de defen­ der, como los de Siracusa y Tarento — un islote separado del continente por un estrecho canal— . Roma, segura de sí misma y de su paz, descubrió un poco tarde que debía amurallar sus ciudades para hacer frente a un invasor que no había previsto. La conquista árabe hizo la fortuna, en tierras del islam, de grandes paraderos de caravanas abiertas a todos los tráficos terrestres, pero empujó hacia las montañas, que desde entonces se convertirían en un refugio, a los bereberes del Mahgreb y a los maronitas del Líbano, y hacia las crestas rocosas, a prudente distan­ cia de la costa, a las poblaciones cristianas del litoral me­ diterráneo; la conquista turca hizo lo mismo, varios si­ glos más tarde, en los Balcanes. Desde hace un centenar

de años, el desarrollo económico y la colonización han yuxtapuesto al antiguo núcleo, que conserva su aspecto medieval, con sus callejuelas estrechas y tortuosas, una ciudad nueva de anchas avenidas y trazado regular. Cada civilización ha dejado así su herencia urbana, y contribuido a definir el marco dentro del que los hom­ bres siguen viviendo, todavía hoy, en medio de coercio­ nes del pasado, aun cuando las condiciones que rigieron su creación han dejado de actuar. La evolución reciente ha privilegiado las aglomeraciones del litoral a expensas del interior, víctima de su aislamiento, y acrecentado de manera espectacular grandes concentraciones portua­ rias, que dan testimonio ya del éxito económico, ya de la miseria del campo, ya de ambos a la vez: Beirut, Alejan­ dría, Atenas-El Píreo, Nápoles, Palermo... Pero las aldeas de colonos creadas en el corazón de Sicilia por la refor­ ma agraria — que arrancó a los campesinos de sus agrociudades, símbolos de la fuerza de inercia del latifondo, y las acercó a las tierras que se les acababa de distribuir— han quedado desesperadamente vacías. Desde el siglo xvm, por lo demás, el auge de las plantaciones de cítricos en las llanuras de la costa calabresa o siciliana, que ya se ha­ bían vuelto seguras, pudo hacer bajar a la población de las colinas hacia la marina, pero sin provocar el menor distanciamiento del hábitat: un desdoblamiento de la primigenia aldea en la altura, a veces subsiste. El peso de las estructuras sociales y de las técnicas agrícolas explica con creces ese duradero vacío del cam­ po. Fuera de los jardines, los viñedos y las huertas, las tie­ rras ricas, las tierras fértiles de las llanuras y mesetas per­ tenecen a los grandes propietarios que en numerosas ocasiones expulsaron a los campesinos cuando pretendie­

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ron instalarse en ellas. Éstos sólo llegan allí, como mano de obra asalariada, en el momento de la cosecha. Acam­ pados en los grandes caseríos del latifondo o establecidos en las colinas y en las montañas, completan así el ingreso, siempre insuficiente, de sus tierras, donde desarrollan los cultivos destinados a la venta: vid, olivo, morera, frutales. Su ganado: en el mejor de los casos algunas ovejas con­ fiadas al pastor comunal, un animal de tiro, muía o asno, alojado preciosamente en la casa con las gallinas — a las que se cría dentro de la ciudad en las terrazas, o como en Nápoles, en el barrio de Monte di Dio, en la calle, con la pata amarrada a una cuerda— . Las herramientas agríco­ las: el arado y la azada, la pala y el pico, algunos toneles, algunas tinajas para almacenar el aceite y el grano, nada demasiado voluminoso como para no poder encontrar también un lugar bajo el mismo techo. La aldea, la ciudad, es el lugar donde se intercambian los productos y donde se vende el trabajo de cada uno, antes del amanecer, al administrador de la gran finca que viene sólo a contratar la mano de obra que necesita. Se sale por la mañana, pero se regresa por la noche para dormir. Tanto en España como en la parte sur de Italia, la regla medieval que fijaba la duración de la jornada de trabajo “desde la salida hasta la puesta del sol”, hacía a menudo la precisión de que el bracciante debía estar en la obra desde el amanecer — por lo tanto, tenía que haber hecho el trayecto de ida durante la noche— , pero estar de regreso a la hora del crepúsculo — por lo tanto, debía haber hecho el de regreso durante el día, a expensas del amo— . Cuando, en tiempo de las cosechas, las vendimias o la recolección de aceitunas, la urgencia de los trabajos y el alejamiento del domicilio impiden el retorno de esas

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cuadrillas de emigrantes temporarios, a menudo llegados de muy lejos, los trabajadores duermen en el suelo, a campo raso, o a cubierto en los patios y en los mismos cobertizos de las grandes granjas: así ocurre en la novela de E. Vittorini, La Garibaldina. Quien es pequeño pro­ pietario dispone de una cabaña en un rincón del viñedo o del huerto para almacenar algunas herramientas o des­ cansar a la hora de la siesta; alguien aún más desahogado tendrá una segunda vivienda donde vendrá a instalarse en verano —una campagne, como se dice en Provenza para indicar que sólo se trata de una casa ocasional— , a semejanza de los ricos que se reservan un departamento en su granja o construyen “un castillo” en sus tierras para ir a vigilar a sus granjeros. Pero la casa principal, la que sustenta el prestigio social, sigue estando en la ciudad, donde se pasa la mayor parte del año, y todas las épocas en que es menor el trabajo en el campo. Sin embargo, el campo nunca está vacío del todo. Pero los que viven en él durante todo el año desempe­ ñan entonces el papel de excluidos, o de parias; son los pastores que viven al margen de la regla común. El per­ sonal permanente de las grandes fincas, granjas y quin­ tas de Provenza o Languedoc, cortijos y haciendas de Andalucía, massarie de Italia del sur o de Sicilia. Estas últimas son por otra parte refugios tradicionales de los bandidos y la maffia, el sustento material de una con­ trasociedad. Son raras, incluso excepcionales, las regio­ nes donde el reciente éxito de la reforma agraria o el antiguo parcelamiento de la tierra han estabilizado en sus dominios a un campesinado libre de propietarios o de pequeños granjeros. Medieros, aparceros, criados agrícolas, todavía ayer esclavos: residir fuera de la ciudad

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es servir a un amo, por lo tanto, signo seguro de depen­ dencia. Sin duda, nada resume tan bien las resistencias que habría — o hubiera habido— que derribar como esas confidencias de un guardián de búfalos de una massaria en la llanura de Pestu, recogidas hacia 1950 por Rocco Scotellaro: Cuando estoy así cuidando los búfalos, pienso en tanta gen­ te que se pasea [...] En todos los que están sentados en el bar, y se pagan una naranjada, un café, y tantas cosas más, y en los que van al cine todas las noches [...] Yo quisiera tantas cosas, no cavar más, no matarme más de cansancio, no vigi­ lar más los búfalos, empezar mi trabajo a las siete y terminar a las cinco, y después estar libre [...] Por la noche, me gusta­ ría estar en la aldea (al paese): ahí, aunque uno no tenga di­ nero, basta con mirar a su alrededor para instruirse.

Su deseo, paradójico ante nuestros ojos en un hombre que goza de un trabajo anual, cuando la regla es el em­ pleo temporal o la disoccupazione: convertirse en simple jornalero, y “llevar su paga a la casa todos los sábados por la noche... Tener un poco de dinero para construirse una vivienda” de la que, en caso de conflicto, el propietario no podrá echarlo. Y “un poco de terreno, para hacer una huerta”. En última instancia, ya que hay que trabajar para un amo, cavar, labrar la tierra, pero no ocuparse más de los animales que no le dejan ningún descanso. Sueños simbólicos, y no simples reivindicaciones materiales. Una vivienda propia: independencia. Una huerta: el lugar para trabajar para uno mismo, y no para un amo, y cierto grado de autonomía. Un salario en efec­

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tivo y no en especie, como lo es a medias el del boyero: poder gastar, incluso comprar lo superfluo antes que lo necesario. Trabajar, sin duda: pero un trabajo que no le dé a la tierra y al amo más tiempo del que se merecen, y que deje espacio para participar en la vida del grupo. “Instruirse”: no ser un palurdo, un cafone. Y sobre todo, vivir en medio de los hombres y no de las bestias: es la única forma de ser hombre, y de sentirse como tal. Con­ dición necesaria, pero insuficiente. Porque si bien la ciudad, lugar de los intercambios, del tiempo libre y de toda la vida social, se opone sin duda al campo, lugar del trabajo, de la vida animal y de la producción de los bienes materiales, no constituye un espacio simple, homogéneo, donde bastaría con entrar para convertirse en ciudadano, sino una estrecha imbri­ cación de espacios organizados según reglas no escritas, y por ello aún más rigurosamente respetadas. Esas reglas legibles en cada nivel de la vida urbana definen la com­ plejidad de una cultura. El urbanismo moderno nace en el Mediterráneo, en la Grecia del siglo v, con Hipodamos de Mileto, inventor de los planos en forma de tablero de damas. Triunfó en cada época de estandarización cultural, donde la reproducción sistemática de un modelo establecido, y considerado su­ perior, cobra una especie de venganza sobre el desarrollo espontáneo: la Grecia helenística, Roma, el Renacimiento y la edad barroca, nuestro mundo contemporáneo. Más que necesidades funcionales, haussmanianas avant la lettre, lo que proclama es la plena transparencia del espacio habitado por los hombres: la victoria del orden sobre la sombra en una ciudad ideal colocada bajo el signo del es­ píritu. Pero incluso en esta situación límite, el esfuerzo

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de esclarecimiento tropieza con los muros externos de la célula básica: la casa. Las oposiciones fundamentales pa­ recen refugiarse en ella: la oposición esencial que separa lo público de lo privado; y también todas las demás, que fijan el lugar de cada uno, hombre, mujer o niño, según su relación con los demás y con el mundo. Una casa a veces muy simple, elemental: basta con una pieza de tres por tres metros, con una puerta como única abertura, como en las ciudades griegas arcaicas, como en todo el Mahgreb, en Sicilia o en los bassi de Nápoles. Así es, todavía hoy, la casa del pobre. Sin em­ bargo, en cuanto es posible, la casa se agranda, se multi­ plica, se anexa un espacio cerrado —la zariba árabe— , se desarrolla en torno a un patio interior —atrium o cortile de las viviendas patricias— , al abrigo de miradas indis­ cretas. Todo a nivel de superficie, más que en altura: des­ de las insulae romanas, la construcción en alto, como en nuestros inmuebles modernos, superpone espacios bien diferenciados. Porque la casa responde siempre a la mis­ ma necesidad: no sólo agrupar bajo el mismo techo a la familia y sus bienes materiales, incluidos los animales, sino separada con claridad del exterior y defender así ese bien esencial, superior a todos los demás, que es el honor del grupo familiar y de su jefe. De ahí los ritos propicia­ torios que presiden a su construcción. De ahí también, el valor sagrado del umbral, frontera entre el interior y el exterior, barrera contra las fuerzas malignas. No lo fran­ quea cualquiera, si es un extraño, ni de cualquier modo: la nueva esposa, conducida por un pariente, después de haber recibido las ofrendas de uso, garantes de su fecun­ didad; el huésped sólo si es convidado por el jefe de fa­ milia, y después de entregar un presente.

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Pero, apenas franqueado ese umbral, aparecen ense­ guida otras oposiciones. Porque la casa, radicalmente se­ parada del mundo exterior, se organiza y se divide en su interior siguiendo las mismas reglas. Es el dominio de la familia y de lo privado, porque es el de la mujer, nutridora y reproductora, y el lugar de las actividades biológicas esenciales: el alimento, el sueño, la procreación. En con­ secuencia, la presencia del hombre está limitada de ma­ nera estricta. Durante todo el día queda excluido: su lu­ gar está afuera, en el trabajo del campo; o, en la ciudad, en la plaza, el café, en la reunión con los demás hom­ bres: en verano, incluso, se verá como normal que a veces duerma en el exterior. Si la vivienda, más rica, se vuelve bastante grande como para recibir huéspedes, se divide entonces en dos partes, una dedicada a la recepción, la otra reservada a las mujeres: el gineceo de la Grecia clási­ ca, el espacio femenino, separado del espacio de los hom­ bres, el andron: el harem —lo sagrado, lo prohibido— en el mundo musulmán. División fundamental, que encon­ tramos incluso en las tiendas de los nómadas, donde una cortina separa los dos espacios. Esta barrera, funcional en la medida en que expresa una estricta división de ta­ reas entre hombres y mujeres, está también cargada de símbolos. Analizando la casa de la Kabilia como si fuera un tex­ to repleto de sentido, donde cada palabra remite a otra y existe sólo por ella, P. Bourdieu ha mostrado la compleji­ dad del sistema de oposiciones y homologías que hace de ella un microcosmos, pero un microcosmos invertido, ya que si la casa está orientada por lo común hacia el este, la luz que entra por la puerta ilumina el muro del fondo que, en el exterior, mira hacia el oeste, y el muro de la

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puerta se convierte, en el interior, en el muro de la oscu­ ridad — el muro contra el cual se acuesta el enfermo— . La lógica de la lengua, que designa de manera distinta las dos caras, externa e interna, de los muros, toma nota de esta inversión de los puntos cardinales dentro de la casa: la primera, “revocada con la llana por los hombres”, la segunda, “blanqueada y decorada a mano por las muje­ res”. Entrando, a la izquierda, — con la espalda hacia el sur, por lo tanto, orientada hacia el norte— está el espa­ cio de los animales. A la derecha, levantado y separado del anterior por un muro que se eleva a media altura, el de los humanos: en el centro del muro de la derecha, o muro de arriba, el hogar (kanun), rodeado por los uten­ silios de cocina y las reservas de alimentos: aunque el grano destinado a semilla se conservará en la parte oscu­ ra. Contra el muro del fondo, frente a la entrada, el telar, delante del cual se recibe al invitado y se expone a la jo­ ven desposada. Todo el espacio interior se articula, así, en torno a estas oposiciones entre la sombra y la luz, la noche y el día, lo bajo y lo alto, lo femenino y lo mascu­ lino. Como la muerte, la fecundidad de la mujer se vincula con la naturaleza; la actividad sexual del hombre, por su parte, se sitúa del lado del cultivo. Así como el pilar principal de la casa —un tronco de árbol hendido— es femenino y representa a la esposa, cimiento también li­ gado de modo muy estrecho a la tierra, la viga maestra es masculina y se identifica con el amo, protector, defen­ sor y garante del honor familiar. Esta lectura minuciosa de un caso extremo revela la lógica latente en reglas y comportamientos que, desde el exterior, tendemos a yuxtaponer sin vincularlos ni com­ prenderlos, tanto más cuanto que se presentan en estado 159

tiempo apremia, ya sea ayudando al marido o a los her­ manos, ya sea en equipos femeninos reclutados para de­ terminados trabajos: así, cada año llegan obreras de Mesina y Calabria a Catania para recoger cítricos y aceitunas, debidamente encuadradas por las ancianas y por un va­ rón de la tribu. Pero, en conjunto, las actividades exter­ nas al hogar siguen siendo la excepción. Esta división del trabajo, que reserva a los hombres la parte esencial de los trabajos agrícolas, y a las mujeres la totalidad de las tareas domésticas, bastaría por sí sola para justificar la presencia de éstas en la casa. La cultura, en la mayor parte de los países mediterráneos, hace de esta permanencia una obligación, un deber, y cambia su significado. El enclaustramiento de las mujeres, veladas, ocultas, invisibles para el visitante, se convierte a partir del siglo x v ii en un tema casi trivial en todos los relatos de viajeros europeos que atraviesan la parte meridional de Italia, los Balcanes otomanos, el Cercano Oriente o Afri­ ca del Norte, y el tema ha perdurado hasta nuestros días. Esta completa exclusión de la vida pública sorprende muy pronto al occidental, acostumbrado, sin embargo, a ver a las mujeres cumpliendo las mismas tareas y vivien­ do en el mismo estatus de irresponsabilidad política y cívica. A sus ojos constituye un elemento de una civili­ zación que a menudo identifica — de manera equivoca­ da— con el islam: lo encontramos idéntico en la Grecia del siglo v. Si, en efecto, la mujer debe quedarse en la casa — “tu casa es tu tumba”, dice el proverbio de la Ka­ bilia citado por P. Bourdieu— , no es tanto, sin duda, en nombre de una inferioridad, real pero derivada — bien se sabe el poder que puede adquirir con la edad, y la fuerte autoridad de la madre sobre sus hijos— , en virtud de

fragmentario, en un mundo mediterráneo resquebraja­ do, roto por la violencia unificadora de la modernización. Otros tantos testimonios residuales de un pasado consi­ derado, en el mejor de los casos, arcaico, y que nos exige un esfuerzo para reconstruir su coherencia: la división de las tareas y el papel de la mujer, la familia y el honor, la jerarquía de la solidaridad. La división de las tareas: se define en relación con la mujer, el hombre no interviene en los dominios que le están reservados. La reproducción biológica: ser fecun­ dada, echar al mundo, criar, educar y vigilar a los hijos, a las niñas hasta su matrimonio que permite al padre o, en su defecto, a los hermanos, confiar — ¡por fin!— la res­ ponsabilidad a otro hombre, a los muchachos hasta la edad, a menudo precoz (siete años — edad de la circun­ cisión— en el Maghreb de hoy, lo mismo que en la Ate­ nas clásica), en que empiezan a vivir entre los hombres. El cuidado de la casa y la preparación de los alimentos, en toda la extensión del término: no sólo limpiar y coci­ nar, sino también hacer el pan, ir a buscar el agua y la leña, ocuparse de las aves de corral. Por último, en todos los lugares donde el artesanado doméstico, del que tene­ mos testimonios desde la época de Homero, ha resistido a la economía de mercado, hilar la lana y tejer los vesti­ dos del grupo familiar: el telar ocupa, como acabamos de ver, el lugar de honor en la casa de la Kabilia. Lo que no excluye, por supuesto, las conversaciones con las vecinas, ni las habladurías en la fuente, lugar tradicional de la so­ ciabilidad femenina y punto de partida de tantas disputas y grescas en las que, de buen o mal grado, los hombres se ven obligados a intervenir. Ni tampoco la participación en los trabajos del campo, cuando falta mano de obra o el

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una especialización casi mítica de sus funciones. Su fe­ cundidad la convierte en el instrumento de la continui­ dad familiar, por lo tanto en la depositaría del honor masculino, un honor que puede mancharse incluso con una mirada. Da a los hombres un constante poder de vigilancia, de exclusión, de castigo: el derecho — o más bien el deber— de vida y muerte, reconocido e incluso impuesto por la costumbre al marido, al padre o a los hermanos. Pero esta fecundidad es al mismo tiempo reconocida, valorada, exaltada como una potencia misteriosa y mági­ ca, protegida y amenazada a la vez por un conjunto de ritos destinados ya a defenderla, ya a suspenderla o abo­ liría: el objeto de un combate, y también el objeto de un culto, como en todas las viejas religiones mediterráneas de la Madre Tierra — la Artemisa de Éfeso, de múltiples senos, la Deméter griega, la Ceres romana, y su hija Proserpina, raptada y desposada por Hades— , que le agregan un paredros, por lo general masculino, una divinidad de segundo rango condenada a morir y a renacer cada año como la vegetación. Dueña del ciclo del nacimiento y de la muerte, la mujer mantiene una relación privilegiada con las poten­ cias subterráneas. Excluida a menudo de los edificios re­ ligiosos y de las ceremonias del culto celebradas en la calle y en los lugares públicos (y, cuando es admitida, siempre está estrictamente separada de los hombres), reina sobre los cementerios, donde tiene el privilegio de acudir ella sola. Ella es la que amortaja a los muertos, ella quien intercede ante ellos. La plañidera, de cuya existen­ cia hay testimonios desde la Antigüedad griega y latina, condenada inútilmente y con más frecuencia tolerada

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por la Iglesia, forma parte del ritual tradicional de la sepultura y el homenaje a los muertos. Todavía hoy se las puede ver en el Maghreb, en Sicilia, en Calabria, don­ de la mujer más anciana de la familia conduce las la­ mentaciones del día de muertos. Las encontrábamos ayer en Montenegro, descritas por el abate Fortis en su Carta... sobre las costumbres y los usos de los morlacos (Berna, 1778): En la iglesia [...] los parientes del difunto y las plañideras alquiladas cantan su vida en tono lúgubre... Durante el pri­ mer año después del entierro de un pariente, las mujeres morlacas van, por lo menos cada día festivo, a hacer nuevas lamentaciones sobre la tumba y a extender sobre ella flores y hierbas aromáticas. Si alguna vez la necesidad las obliga a faltar a ese deber, se excusan ante el muerto, hablándole como si estuviera vivo [...] Le piden noticias del otro mundo, y a menudo le dirigen las más singulares pregun­ tas. Los hombres, por su parte, apenas enterrado el cuerpo, regresan a darse una comilona en la casa del difunto.

La doble valoración de la castidad y la fecundidad fe­ meninas refuerza el carácter sagrado y secreto de la casa, cuyos límites geográficos se confunden con los del ho­ nor. Nuestras sociedades europeas han adoptado el mo­ delo aristocrático del honor concebido como una relación consigo mismo más que con otro, como un valor moral inatacable por definición desde afuera, y han aceptado que esté reservado, de hecho, a las clases superiores. En el Mediterráneo, el honor tiene el mismo valor para toda la sociedad, lo mismo para los pobres que para los ricos, y aún más para los pobres que para los ricos: es el único

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bien que les queda a los que nada poseen. Cobra así un sentido concreto, objetivo, y aparece ligado a cierto nú­ mero de criterios materiales bien definidos, tales como la castidad femenina. Es percibido como un tabique y una barrera a imagen de los muros de la casa: “Un tabi­ que que separa — escribe Bichr Farés a propósito del mundo árabe— a quien lo posee del resto de los hom­ bres... una barrera que pone al individuo o al grupo al amparo de los ataques exteriores”. Se identifica así con un espacio, y con el grupo que allí vive: valor pasivo para las mujeres, activo para los hombres, colocado bajo la responsabilidad del jefe de familia, que debe garantizarlo contra todo ataque —porque en ese caso se perdería de forma inevitable— , que es colectivo antes que individual. De hecho toma un carácter personal sólo en las socieda­ des cristianas, basadas en la pareja y no en la descenden­ cia: lo que nos remite, una vez más, a la familia. Una vez más el islam, mejor estudiado por los etnólo­ gos, proporciona los ejemplos más congruentes. Como la de la antigua Roma, fundada en la gens, la sociedad mu­ sulmana reproduce en efecto la estructura patriarcal de las descendencias agnaticias que ha conservado amplia­ mente desde sus orígenes beduinos: estructura que debe conciliar con la ley coránica que atribuye a las hijas su parte de herencia. En todos los casos en que un Estado fuerte y jerarquizado no ha logrado imponerse en forma duradera, su equilibrio político descansa sobre el de esos mismos linajes entre sí. Cada núcleo familiar se integra, por lo tanto, dentro de un conjunto más amplio, que se define como un espacio cerrado, sometiendo el intercam­ bio de mujeres a reglas rigurosas: una estricta endogamia, que dé preferencia a las “primas paralelas patrilaterales”

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—las hijas del tío paterno— , permite impedir la frag­ mentación y dispersión de los bienes del grupo. Tomar mujer de un linaje vecino, por la violencia o la autoridad, refuerza el honor del grupo; cederla, lo disminuye. Esta traducción espacial de las relaciones familiares ve redibujarse y reforzarse sus fronteras, a intervalos re­ gulares, por la filiación patrilineal. En cada generación, las mujeres casadas fuera del grupo agnaticio son exclui­ das del linaje, lo mismo que sus descendientes. A la im­ precisión de los límites de la parentela, generadora de inestabilidad social, ésta puede oponer entonces el rigor de sus contornos a la vez materiales — un conjunto de bienes, un “territorio”— e inmateriales: la jerarquía de las solidaridades que fija y determina el lugar de cada uno dentro del grupo, la ayuda que debe y que le es debida. Define un eje temporal único; cuya continuidad sólo los hijos pueden asegurar, y funda el predominio del mundo masculino en el mundo femenino. Predominio que des­ borda los límites del islam para extenderse al conjunto del Mediterráneo, debido a razones por otra parte com­ plejas: la herencia de Roma que hace que las familias pa­ tricias italianas del Renacimiento, incluso las surgidas del comercio, recuperen la vieja regla del fideicomiso; la tradición particular de la Iglesia oriental, que somete de modo más estricto el matrimonio de las hijas a la autori­ zación del padre; es la exacerbación del sentimiento del honor al contacto con el islam: así ocurre en la Castilla medieval. Lo cierto es que, en todas partes, el espacio pú­ blico está reservado en principio al hombre. Derecho y deber al mismo tiempo, por otra parte: porque no puede ser hombre si no se sitúa bajo la mirada de los demás, desafiándolos, enfrentándolos.

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Este espacio público de la ciudad, donde tiene que aparecer, se encuentra doblemente definido, por su mis­ ma naturaleza. En relación con la casa, lugar del reposo y del sueño, pero espacio cerrado, femenino, prohibido y por defender. En relación con la región llana, la “región vacía” de la campiña, espacio abierto, pero lugar del tra­ bajo y de la naturaleza. Se impone por lo tanto como el espacio de la acción sin trabajo: lugar del ritual y de la fiesta, del gesto y del espectáculo, de los placeres y de los juegos. Lugar del ritual: no hay ciudad sin fundador real o mí­ tico, héroe o santo. Sin un centro a la vez político y reli­ gioso. Sin una muralla que, a imagen del pomerium roma­ no, la separa en realidad del campo y la coloca bajo la protección divina. Sin una orientación claramente legible: la de su plano cuando es regular, la de su cardo y su decumanus que se cortan en ángulo recto; la de su eje de des­ arrollo; la de las rutas que le dieron origen y se detienen ante sus puertas, pero que la unen, a través del campo, el desierto o el mar, con otras ciudades; la del presbiterio de sus iglesias o la dirección de las plegarias. Toda ciudad ex­ trae su sentido y su realidad de un sistema de señales. Sea cual fuere su plano, geométrico o espontáneo, la ciudad está organizada para los intercambios entre los hombres: y para los intercambios de signos y símbolos más que de bienes. Lo importante es, pocas veces, la ca­ lle, lugar de paso estrecho y atestado que las casas tratan siempre de anexarse como patio: basta con sacar algunas sillas para que el barbero afeite allí a su cliente, los niños hagan sus tareas o jueguen en ella bajo la mirada de las mujeres que cosen o tejen. El verdadero centro de la vida social se sitúa en otra parte, en la plaza adonde desembo­

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ca toda esa circulación confusa y caótica de las callejue­ las. Mejor defendida siempre contra las intrusiones de los particulares, mientras subsiste una vida colectiva, es el dominio público por excelencia, una constante del ur­ banismo mediterráneo desde el agora griego y el forum romano. Plaza Mayor, decorado obligado y a menudo fastuoso de las ciudades españolas. Plazas estrechas, apre­ tadas alrededor del puerto, de las islas griegas. Plaza de la Señoría o de la Comuna de las ciudades de la Italia cen­ tral. Gran plaza de Dubrovnik — Placa— que se extiende desde una puerta a otra de la ciudad y la divide en dos. Es el lugar de los encuentros y las palabras, de las asambleas de ciudadanos y de las manifestaciones en masa, de las decisiones solemnes y de las ejecuciones. En el origen era un simple lugar de reunión, pronto se rodea de pórticos y arcadas, abrigos contra el sol y la lluvia. Sólo acoge, y ya como una excepción, al mercado, pero reúne en torno a ella los principales monumentos religiosos y civiles, a los que sirve a la vez de antecámara y proscenio: el templo de Roma y de Augusto, y la curia, la catedral y el antiguo palacio de la podestá. Expresa el éxito material y político de la ciudad. En cuanto ésta se agranda, la plaza se multiplica y se especializa. Debajo de la Plaza Mayor se dibuja toda una compleja jerarquía, que reproduce la de la vida social: una plaza para cada barrio, para cada comunidad étnica o religiosa; una plaza tam­ bién para cada función, mercado, culto, asamblea, fiesta; una plaza con dimensiones de calle —un corso— a lo lar­ go de la cual se alinean las casas de los ricos y las tiendas de lujo, y donde desfilan procesiones y cortejos; para cada plaza, por último, su propio matiz, aristocrático o popular. Pero en el menor caserío basta siempre con un

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espacio cerrado cerca de la iglesia o la alcaldía, con un café, con algunos árboles y un poco de sombra, para que los hombres se reúnan entre sí, y hagan existir la plaza. El destino original de las ciudades musulmanas pro­ vocó en ellas una distribución diferente del espacio, es­ parciendo las funciones de la plaza. El único lugar de re­ unión de los hombres, en el centro de la ciudad, es la mezquita y su patio, rodeado de medreses, de hans y de baños. Allí se anuncian las decisiones del poder y las ple­ garias recitadas en nombre del soberano. La vida comer­ cial se ha instalado en los zocos y en los bazares; pero otras plazas, sin duda las más grandes, se desarrollan a las puertas de la ciudad, donde desembocan las caravanas y se descargan los camellos. Callejuelas, calles y plazas dibujan así el espacio del ocio. El grupo se ofrece allí como espectáculo, se mira a sí mismo. Los hombres que por ahí caminan, que hablan y se demoran allí, no van a trabajar. Salieron en la noche con su barca de pesca, pasaron la jornada en el campo. O, como tantos mediterráneos, sólo trabajan de forma irregular, unos pocos días al año, y esperan un hipotéti­ co empleo. O incluso, y hoy día cada vez con mayor fre­ cuencia, han dejado atrás su vida de trabajo, transcurrida en Norteamérica o Alemania, en Venezuela o Australia, y han regresado a terminar sus días al lado de los suyos. El tiempo de la ciudad puede así imponer su propio rit­ mo, que no es el del trabajo, monótono y regular, sino el discontinuo del silencio y la palabra, de las largas discu­ siones que preparan toda decisión, acompañan todo ne­ gocio, comentan todo acontecimiento. El del paseo, la passeggiata. El del ouzo saboreado largamente: no se en­ tra al café para beber, sino para ocupar su sitio en una 168

sociedad de hombres. El del juego, por último, que ocu­ pa un lugar tan importante en la vida de los mediterrá­ neos. La partida de cartas, un cuadro de Cézanne, una escena no menos famosa de Pagnol... Pero también los tableros de damas encontrados en las baldosas del Foro Romano, los cubiletes y los dados, símbolo, desde César, del azar. Se jugará en todas partes: en la calle cuando se es pobre, pero con mucha mayor frecuencia en un lugar público, un café o una terraza, o, cuando se acentúan las diferencias sociales, en el club o en el círculo. Toda ciu­ dad andaluza tiene así su “círculo de labradores”, toda aldea de Sicilia su o sus círculos rivales de galantuomini: un lugar que rompe con la solidaridad social, sin duda, pero donde uno se encuentra entre iguales, para cono­ cerse y desafiarse, porque la apuesta acompaña siempre, al juego. Existen, por supuesto, ciudades industriosas y atarea­ das, como Barcelona, Marsella o Génova, atrapadas hoy en la corriente de la economía mundial que habían sabi­ do dominar ayer. Pero se presentan como casos un tanto excepcionales. En todas partes predominan aún, como predominaban en la Atenas de Pericles, en la cumbre de su potencia artesanal y comercial, los valores del ocio: el trabajo sigue siendo para los demás, si no es que para los ■ esclavos. Y la única actividad que tiene un lugar recono-cido en toda la ciudad — el comercio, el intercambio de bienes— tiende a vivir al ritmo de ese tiempo libre. No hay ningún interés, ya se sabe, en un negocio concluido con demasiada rapidez. Vender y comprar, ganar o per­ der, parecen pasar a un segundo plano, después del placer del regateo, de la discusión prolongada indefinidamente, interrumpida y reanudada, que sólo concluye cuando los 169

dos actores pueden felicitarse el uno al otro por haber jugado tan bien el juego. Sea cual fuere su importancia, sin embargo, vivir bajo la mirada del otro no podría constituir un fin suficiente. El espectáculo se agotaría en su gratuidad, si de indivi­ dual no se convirtiera en colectivo. Reclama esas grandes representaciones que movilizan al grupo en su totalidad y que le permiten experimentar, en el sentido más com­ pleto del término, su cohesión: expresarla, verificarla, per­ cibirla en todo su poder, y extraer de ella una renovación de confianza. Esas representaciones marcan los tiempos intensos de la vida social. En la Antigüedad era el teatro, los juegos circenses, las carreras de carros y los comba­ tes de gladiadores, cuya condena por parte de los mora­ listas del Imperio romano, aunque justificada por su de­ gradación, nos hace olvidar su origen y su dimensión religiosos. En nuestros días, en todas partes o en casi to­ das, el deporte, la corrida de toros en el área española, las grandes fiestas religiosas y cívicas celebradas todavía por algunas ciudades italianas y que dan testimonio de un pasado reciente. En todos los casos se trata de espectácu­ los de hombres, realizados por hombres y para ellos. Si el deporte, bajo la forma del deporte colectivo, y sobre todo el fútbol, ha podido ocupar el primer lugar, es sin ninguna duda menos por su valor atlético que por haberse hecho cargo, aunque sea en forma empobrecida, de la función que Aristóteles asignaba a la tragedia grie­ ga: la purificación de las pasiones llevada hasta el pa­ roxismo en el espectador durante el tiempo de la repre­ sentación. De allí el desencadenamiento de las violencias partidistas que reproducen las de las luchas de clanes en la vida política: imposible asistir a un encuentro por la

belleza del deporte, como observador neutral. De allí también la celebración de la victoria a la manera del triunfo: toda la ciudad se identifica entonces, durante un tiempo por lo demás muy breve, con su equipo. La corrida de toros toca de manera más sutil en dos registros que se superponen sin confundirse. El visible de una celebración que agrupa en el mismo lugar cerrado del ruedo al conjunto de la sociedad urbana — todas las clases reunidas, pero no mezcladas— para asistir al mis­ mo combate, experimentar los mismos temores y exaltar al mismo héroe. El de la complicidad más íntima que se establece a nivel inconsciente entre el espectador y la pa­ reja formada por la bestia y el hombre que la doma me­ diante el valor y la inteligencia antes de matarla, como si las dos bravuras enfrentadas tuvieran que equilibrarse para justificar la condena a muerte final. Pero el espectáculo cambia de dimensión cuando se libera del ruedo o del estadio y elige por escenario a la propia ciudad, rompe la frontera que separa actores y es­ pectadores, moviliza a toda o a parte de la población. Tal era la función evidente de las grandes procesiones que hacían desfilar a través de la ciudad al conjunto de sus habitantes, cada uno en su lugar y en su rango, en una ceremonia a la vez política y religiosa: el friso de las Panateneas nos ha legado el modelo clásico. Pero el ejem­ plo del carnaval romano muestra la fragilidad de ese tipo de fiesta, la rapidez con que se degrada de celebración en simple representación, en cuanto el poder la anexa a su servicio. Se la puede encontrar todavía, a la vez arcaica y pobre, pero más cercana al modelo inicial, en las peque­ ñas ciudades del sur italiano. Porque Italia debe a la mul­ tiplicidad de sus ciudades una excepcional riqueza de

fiestas colectivas. La carrera de caballos montados a pelo que sobrevive en Siena era un elemento normal del “pa­ lio” que se corría aún, hace too o 150 años, en todas par­ tes, y en primer lugar en Roma, en el Corso. Del mismo modo, las fiestas de los Cirios, ceri en Gubbio, o la de los Lirios, gigli, en Ñola, donde los parti­ cipantes llevan por las calles de la ciudad esas “máquinas” de madera que pesan varios quintales o varias toneladas, ocultan tras el pretexto religioso del homenaje rendido al santo protector un doble aspecto. Uno deportivo, in­ negable, una prueba física impuesta a los jóvenes. El otro político y cívico: en todos los casos, la fiesta apunta a reconciliar a los barrios a través de una justa cuyo resul­ tado debe renovar el pacto de fundación, y unificar así, de manera simbólica, el espacio siempre frágil y amena­ zado de la ciudad.

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COLECCIÓN

POPULAR

Para festejar cumplidamente este año los cincuenta de la Colección P o p u lar, E l M editterráneo. El espacioy la historia, de Fernand Braudel, editado por vez primera en español en esta colección en 1989, ve la luz de nuevo en septiembre de 2009, cuando se imprimió en Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V. ( i e p s a ) , Calzada San Lorenzo, 244; 09830, M éxico, D. F., con tiraje de 2000 ejemplares. La composición, en que se emplearon tipos Fondo Book, la hizo, en el Departamento de Integración Digital del f c e , Gabriela López Olmos; el diseño de interiores corrió a cargo de Guillermo Huerta González, y el de la portada, de Teresa Guzmán Romero. El cuidado editorial fue de Julio Gallardo Sánchez