El Islam

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Diseño interior y .cubierta: RAG

1.a Edición 1997 2.a Edición 2002 3.a Edición 2008 Título original An introduction to Islam © Cambridge University Press, 1995 © Ediciones Akal, S. A., 2008 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos M adrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028

www.akal.com ISBN: 978-84-460-2794-2 D epósito legal: M -14659-2008 Im preso en Lavel S. A. Hum anes (Madrid)

DAVID WAINES

EL ISLAM Revisión de la traducción y edición española a cargo de

Maribel Fierro Traducción de Consuelo Pérez-Benitez

L a K a ’b a en el centro de la G ran M ezq u ita, L a M eca

INTRODUCCIÓN

«La religión no es un objeto, sino un acontecimiento, y son los pue­ blos los que hacen que las cosas sucedan». Vale la pena repetir estas pa­ labras introductorias de la primera edición de este libro. Desde los trá­ gicos sucesos del 11 de septiembre del año 2001 en Nueva York y en Washington, los medios de comunicación en Europa y en Norteaméri­ ca -con algunas señaladas excepciones- han presentado la así llamada «guerra contra el terrorismo» como un conflicto entre Occidente y el islam. No se trata de una presentación limitada a una prensa sensacionalista que intenta sacar partido de los miedos y ansiedades del lector y oyente medio. La tesis del profesor americano Samuel Huntington postula un «choque de civilizaciones» tras el final de la guerra fría, de manera que el anterior conflicto con el comunismo es reempla­ zado por el conflicto entre Occidente y el islam. Aunque esa tesis ha sido objeto de críticas de peso por parte de especialistas desde que fue presentada, ahora se le presta más atención y se le concede mayor cre­ dibilidad. Una revista de gran prestigio como The New Yorker publicó un artículo titulado «The Revolt of Islam» («La revuelta del islam») poco después de los sucesos del 11 de septiembre. El autor, un espe­ cialista en el Oriente Medio y en el islam, afirma que los musulmanes, en su conjunto, son susceptibles, desde el punto de vista psicológico, a la influencia de los argumentos y .declaraciones de personas como Bin Laden. Esto es así porque los musulmanes tienen un recuerdo más vi­ vido de su historia que otros pueblos, como los norteamericanos. Por ello, según dicho especialista, los objetivos que se ha marcado Bin Laden señalan, sin lugar a duda, «el comienzo de una nueva y siniestra fase en la historia tanto del islam como del terrorismo»1. Ese especia­ 1 B. Lewis, «The Revolt of Islam», The N ew Yorker, 19 de noviembre, 2001, p. 62.

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lista concluye haciendo un presagio: «Si Bin Laden llega a conseguir que el mundo del islam acepte sus puntos de vista y su liderazgo..., en­ tonces al mundo le espera un oscuro futuro»2. Este tipo de análisis no sólo no ayudan a una mejor comprensión, sino que son peligrosamen­ te engañosos. Es un enfoque que pretende transformar medias verdades (por ejemplo, lo que los musulmanes recuerdan de su pasado) o gene­ ralizaciones absolutas sin ningún tipo de cualificación (por ejemplo, el mundo del islam) en hechos decisivos y determinantes. Además, el vínculo explícito entre islam y terrorismo deja la impresión en la men­ te del lector de que todos los musulmanes son, al menos en potencia, terroristas o de que todos los terroristas son musulmanes. Lo primero, evidentemente, es absurdo; lo segundo está claro que es falso. Volvamos a las palabras con las que iniciaba la primera edición de este libro. Los musulmanes son más de un billón, constituyendo la comunidad religiosa más numerosa después de la cristiana. En una reciente panorámica etnográfica, se identifican a más de trescientos grupos étnicos o lingüísticos que son total o parcialmente musulma­ nes3. Dada la diversidad étnica, lingüística y geográfica de los pue­ blos y culturas musulmanas, parecería imposible hablar del mundo musulmán en singular. Asimismo, sería equivocado ver el islam como algo monolítico, como un conjunto de ideas, dogmas y prácticas que es siempre el mismo. Pero, al mismo tiempo, los musulmanes, como los cristianos, pertenecen a una comunidad mundial. En árabe, la len­ gua de la Escritura islámica (el Corán), la palabra que designa «co­ munidad» es umma. En el mundo moderno, umma indica un senti­ miento de lealtad transnacional y transcultural compartido por todos los musulmanes. Si preguntamos dónde se focaliza la lealtad musul­ mana, una respuesta podría ser que es en el Señor de los Mundos, algo que un cristiano o un judío no tendrá dificultad en entender. Más precisamente, la respuesta podría ser que todos los musulmanes com­ parten la posesión de una Escritura, el Corán, que para ellos corres­ ponde a las palabras verdaderas del Señor de los Mundos, Dios -o Allah en árabe- y que fue revelada a su Mensajero o Profeta, Muham­ mad, como guía para su pueblo y para toda la humanidad. En este sentido, la umma es una única comunidad universal de los creyentes. Esa comunidad representa un nivel de lealtad por debajo del culto de­ bido a Dios. Sin embargo, cuando uno observa la manera en la que los -musulmanes pertenecientes a distintos ámbitos culturales se han aproximado al Corán y a las tradiciones del Profeta [capítulos 1 y 3] no resulta sorprendente encontrar, siempre dentro de la umma y a lo 2 Op.cit., p. 63. _ ...... 3 R. Weekes, M uslim péoples. A World E thnographic Survey, 2 vo 1s .7We st p Greenwood Press, 1984.

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fá b nri. ;>

largo de su historia, un pluralismo persistente de puntos de vista y costumbres. Además, la forma en que un individuo comprende las fuentes escriturarias puede incluir unos matices de significado que son diferentes de los que encontramos en la comprensión alcanzada por otro individuo. El jurista, por ejemplo, lee los textos con un pro­ pósito distinto del que tiene un teólogo, un filósofo o un místico, aun­ que cada uno de ellos se acerca a Dios en una búsqueda en la que se pretenden explorar las profundidades de la naturaleza y la voluntad divinas. Por otro lado, la comunidad musulmana shi‘í minoritaria [ca­ pítulo 6] ha dado lugar a una comprensión espiritual de los mismos textos que es distinta en algunos aspectos significativos de la alcan­ zada por la mayoría sunní [capítulos 3 y 4]. Es en este sentido que la religión es un proceso, un «suceder», la manera en la que los indivi­ duos, por sí mismos o más comúnmente asociados por proximidad de intereses, contribuyen al rico conjunto histórico de una tradición religiosa en desarrollo. La visión de un mundo dividido en protagonistas buenos y malos cristalizó en los días inmediatamente posteriores a la tragedia del 11 de septiembre. El Presidente Bush, con el apoyo incondicional de Tony Blair, Primer Ministro de Gran Bretaña, afirmó repetidas veces que, en lo que se refiere al terrorismo, uno está obligado a escoger en qué bando se está, si a favor o en contra de una guerra total sin palia­ tivos. No deja de ser llamativo que en uno de sus primeros mensajes grabados en vídeo, Bin Laden se dirigió a los musulmanes en exacta­ mente los mismos términos: o a favor o en contra. El objetivo de cada bando era construir un frente cohesionado contra el presunto enemi­ go, evitando cualquier debate y obviando cualquier voz que disintie­ se. El presidente Bush fue aún más allá, hablando inicialmente de una «cruzada», de querer a Bin Laden «vivo o muerto», y exigiendo a los talibanes que lo protegían que «lo entregasen. Sabemos que es culpa­ ble. No hay necesidad alguna de entrar a discutir cuestiones de ino­ cencia o culpabilidad». El secretario de Defensa Rumsfeld declaró en una conferencia de prensa que ningún talibán debía ser hecho prisio­ nero. El conocimiento de esta afirmación puede haber contribuido a la revuelta y a la masacre consiguiente de los talibanes capturados que estaban en la prisión de Mazhar-i Sharif. La mujer del vicepresi­ dente Cheney condenó públicamente la peligrosa falta de patriotismo mostrada por los intelectuales y círculos académicos de Estados Uni­ dos que habían cuestionado la política gubernamental sobre la guerra. En el ambiente cada vez más polarizado de Norteamérica y Europa, no era fácil ni siquiera oír la voz de los musulmanes moderados. Hamza Yusuf, un musulmán americano, actuando en su calidad de consejero del Presidente, dijo que «el islam ha sido secuestrado por un discurso de ira y una retórica de cólera». Este sentimiento refleja­ 7

ba una profunda preocupación entre los intelectuales y estudiosos musulmanes que, a lo largo de los últimos veinte años, han discutido los peligros del creciente fenómeno de extremismo entre ciertos gru­ pos de musulmanes, especialmente de jóvenes musulmanes. Desde esta misma preocupación, la llamada de Bin Laden a la Guerra San­ ta o yihad contra todos los que están contra él, sean musulmanes o no, ha sido rechazada como una deducción ilegítima que no se sostiene en los principios islámicos básicos o como una distorsión de esos mismos principios. El acto de los que cometen atentados suicidas contra víctimas inocentes en Estados Unidos es, según el lenguaje moderno, un crimen contra la humanidad. Las causas que subyacen al extremismo son muchas y complejas. De forma general, tienen que ver con el conjunto de problemas rela­ tivos al desarrollo humano, incluyendo pobreza, desempleo, preca­ riedad en el empleo, educación inadecuada, salud y protección social, etc. No podemos entrar aquí en estos problemas. Hay un factor, sin embargo, que merece ser destacado. En una entrevista con el correponsal de El País en Teherán, la vicepresidenta de la República Islá­ mica de Irán y ministra de Medio Ambiente, Masumeh Ebtekar, ofre­ cía su visión de cómo se podía (y se tenía) que evitar un «choque de civilizaciones». «Occidente debería dejar de promover una ecuación en la que el que tiene el poder, la riqueza y la fuerza militar tiene la última palabra. Frente a ella habría que dar primacía a la razón, la jus­ ticia, y los derechos humanos. Pero respecto a estos valores Occiden­ te aplica un doble rasero»4. La práctica de ese doble rasero es el re­ sultado de una visión dividida del mundo, según la cual se entiende y se describe ese mundo en dos registros diferentes. Por ejemplo, Timothy McVeigh obtuvo un proceso judicial acorde con la legislación norteamericana antes de ser ejecutado por su papel en el atentado de Oklahoma. Si alguna vez se captura a Bin Laden o a uno de sus aso­ ciados, se les juzgará en tribunales secretos militares en los que las garantías procesales serán mínimas y la pena capital segura. El asesi­ no del primer ministro israelí, Itzah Rabin, fue juzgado como ciuda­ dano israelí en un tribunal israelí. Sin embargo, durante;más de tres décadas, Israel ha seguido una política de asesinatos programados de palestinos sospechosos de estar involucrados en actos de violencia contra Israel, política justificada por la seguridad nacional. El princi­ pio que parece operar en ambos casos es que la violencia de «dentro de' casa» debe ser juzgada de acuerdo con la ley, mientras que toda otra violencia, designada como terrorismo, debe ser juzgada median­ te la bala, la bomba o la cámara de gas.

4 El País, dom ingo 23 de diciem bre, 2001, pp. 6-7. 8

El doble rasero o la visión dividida funciona también en otras es­ feras. Bastará con dar unos pocos ejemplos. Los gobiernos occiden­ tales apoyaron política y económicamente al Irak de Sadam Husain cuando atacó al Irán revolucionario de Jomeini en los años ochenta, en una guerra que duró ocho años y que trajo consigo unas bajas es­ timadas en un millón de muertos en cada bando. Cuando Sadam in­ vadió Kuwait en 1991, sin embargo, el presidente Bush (padre) pro­ clamó que la guerra contra Irak era en defensa de la libertad y la democracia. En realidad, esas palabras no eran más que un código para indicar la voluntad de proteger los intereses vitales de Estados Unidos en lo que se refiere al petróleo. La ironía de la postura de Bush no pasó desapercibida a los árabes o musulmanes de entonces: dos años antes de la invasión iraquí, el emir de Kuwait había dejado en suspenso la actividad del Parlamento. Cuando en el mismo año en que se produjo la revolución iraní, la Unión Soviética invadió Afga­ nistán, los gobiernos occidentales apoyaron plenamente la creación de los fnuyahidin afganos (quienes se presentaban a sí mismos como Guerreros Santos) para expulsar a los rusos. Una vez obtenida la vic­ toria, los mujahidin se volvieron cruelmente contra su propio pueblo, incluidas las mujeres, y estalló la guerra civil, originándose entonces el movimiento de los talibanes (e indirectamente de Bin Laden), quie­ nes inicialmente también recibieron apoyo occidental a través de Pa­ kistán y de Arabia Saudí. Los mujahidin se reinventaron a sí mismos como la Alianza del Norte y, a raíz de los ataques del 11 de septiem­ bre, con la ayuda militar masiva de la coalición occidental contra el terrorismo, los talibanes llegaron a un fin rápido e ignominioso. Hay que añadir aquí la observación de Ahmed Rashid, el experto pakistaní sobre los talibanes, de que igualmente decisiva fue la intervención del pueblo afgano por su contribución al colapso de los talibanes, pues ese pueblo rechazó rotundamente la tiranía y la miseria a las que les habían sometido el Mullah Muhammad Ornar y sus secuaces. Hoy en día los afganos están tratando de levantar nuevamente un país em­ pobrecido y destruido por la guerra, fragmentado por enemistades po­ líticas y tribales y pulverizado por las bombas más avanzadas del ar­ mamento occidental. Queda por ver si serán capaces de lograrlo, dada la posición estratégica de Afganistán como un área de tránsito para los conductos de gas que son vitales para Occidente. Un punto de in­ terrogación semejante marca el futuro de Irán. La visión dividida también afecta a la manera en la que los go­ biernos occidentales han tratado a regímenes, firmemente estableci­ dos en varios países musulmanes, que se oponen a la participación de los partidos políticos islámicos en el así llamado proceso democráti­ co. El gobierno turco ilegalizó un partido político religioso después de que hubiese ganado una posición minoritaria en el parlamento y 9

logrado brevemente formar un gobierno de coalición. Lo mismo ocu­ rrió en Argelia, cuyo gobierno canceló el segundo tumo de eleccio­ nes cuando un partido religioso político parecía tener asegurada una victoria destacada. El resultado han sido años de brutal guerra civil. Y el gobierno egipcio rechazó los resultados obtenidos por los Her­ manos Musulmanes en las elecciones a sindicatos profesionales. Cada régimen aduce cuestiones de seguridad nacional, afirmando que no hay garantías de que los partidos religiosos mantengan la democracia en el caso de que obtuviesen la victoria al participar en el proceso de­ mocrático. Occidente, en función de sus propios intereses, ha apoya­ do, tácita o abiertamente, a estos regímenes. Se ha pagado un alto pre­ cio por ello. Por mucho que los musulmanes de a pie quieran una participación democrática en los asuntos de su país a través de un par­ tido de inspiración religiosa islámica, la misma noción de «democra­ cia» ha quedado cada vez más en entredicho por las acciones no de­ mocráticas de sus propios gobiernos. El ejemplo más duradero de la aplicación de un doble rasero por parte de Occidente es el del conflicto entre Israel y los palestinos [pp. 280-282], Los acontecimientos del 11 de septiembre del año 2001 coinciden casi con exactitud con el primer aniversario de la segunda intifada, o levantamiento de los palestinos contra la ocupación y la política represiva israelíes. Han pasado alrededor de nueve años des­ de la firma de los Acuerdos de paz de Oslo en 1993, que se suponía iban a traer consigo una paz duradera. Los Acuerdos mismos fueron recibidos con amarga oposición por parte de algunos sectores pales­ tinos por haberse hecho demasiadas concesiones, sin asegurar al tiempo un adecuado compromiso israelí para llevar adelante el pro­ ceso. Otros, como algunos sectores del lado israelí, estaban abierta­ mente en contra del proceso de paz mismo. En la zona, los años trans­ curridos desde 1993 han sido testigos de cómo el gobierno israelí continuaba construyendo asentamientos judíos en los territorios pa­ lestinos, expropiando la tierra con este propósito, de cómó se han im­ puesto castigos colectivos a los palestinos por presuntos actos de vio­ lencia, castigos que suponían arrasar viviendas y destruir cultivos; de cómo se ha arrestado y privado de libertad a individuos, incluidos ni­ ños, sin cargo alguno, a ceces expulsándolos de los territorios; de cómo se ha estrangulado la economía palestina por medio de una pro­ fusión de reglamentos mezquinos y de cómo se ha interferido por re­ gla general con instituciones palestinas, tales como escuelas y uni­ versidades, que han sido cerradas por periodos de tiempo más o menos prolongados. La política israelí ha tenido dos efectos cumulativos a largo plazo. Primero, ha minado gradualmente la Autoridad Palestina de Yasir Arafat, incluyendo su credibilidad personal. Se­ gundo, ha fortalecido a los grupos disidentes de inspiración religiosa 10

tales como el Yihad Islámico y Hamas. A este último grupo pertene­ cen quienes llevan a cabo los ataques suicidas y cuyos métodos in­ trodujeron una nueva dimensión en la resistencia palestina contra los ocupantes israelíes. Los musulmanes que han condenado los ataques suicidas contra Nueva York y Washington no ven incoherencia algu­ na en apoyar a los palestinos que llevan a cabo ataques suicidas den­ tro de su resistencia contra la violencia diaria de la opresión israelí. En palabras de un teólogo musulmán, Farhad Khosrokhavar, quien lleva a cabo un ataque suicida es «un fanático que llega a la “sacralización de la desesperación”»5. Se olvida a menudo que la Autoridad Palestina se comprometió en los Acuerdos de Oslo a construir un es­ tado democrático secular que diese cabida a todos los palestinos, fue­ sen musulmanes o cristianos. Mediante su política extremista, Israel (queriéndolo o no) ha creado un espacio político para elementos ra­ dicales musulmanes palestinos que ven a Israel como una amenaza permanente para la seguridad de Palestina y para la misma existencia de ésta. Al no haber paz a la vista, la experiencia diaria de los pales­ tinos se adecúa mejor a esta percepción que a cualquier otra. Inme­ diatamente después de los ataques del 11 de septiembre, Estados Uni­ dos y Gran Bretaña, en el intento por asegurarse el apoyo de los gobiernos árabes para su coalición y para bombardear a los talibanes en Afganistán, difundieron la opinión de que era una necesidad ur­ gente encontrar una solución justa al conflicto palestino-israelí. Pero ni el gobierno norteamericano ni el británico, ni antes ni después de los Acuerdos de Oslo, han hecho ningún esfuerzo concertado para obligar a los sucesivos gobiernos israelíes a moderar su política y po­ ner fin a la ocupacion de Palestina, ocupación que dura desde hace treinta y cinco años. Las invasiones israelíes del Líbano en 1978 y en 1982 (esta última bajo el mando del entonces general Ariel Sharon) fueron aceptadas por Occidente. En menos de tres meses después del 11 de septiembre, Estados Unidos, Gran Bretaña y el Primer Minis­ tro de Israel Sharon estaban condenando los ataques suicidas palesti­ nos utilizando precisamente el mismo lenguaje, a saber, que los terroristas y quienes les prestan apoyo deben ser tratados en todas partes de la misma manera. Una experta española en el Oriente Me­ dio ha definido gráficamente esto como la creación de «un estado de amnesia colectiva» por intentar enterrar las causas de la respuesta pa­ lestina a una represión israelí llevada a cabo al viejo estilo colonial6. Merece la pena volver a citar las palabras de la Vicepresidenta iraní a este respecto: «Creo que ya es hora de que los norteamericanos 3 Citado en E. H aro Tecglen, La Guerra de N ueva York, M adrid, Ediciones El País, 2001, p. ‘28. 6 G. M artín M uñoz en El País, 28 de diciem bre, 2001, p. 6. 11

comprendan que, incluso en los países en desarrollo,, la gente está educada, tiene capacidad de análisis y comprende muy bien dónde hay duplicidad, dónde hay hipocresía, dónde hay prejuicios. En el asunto palestino, a Estados Unidos no le importa lo que es justo y lo que es injusto, sólo le importan sus propios intereses. ¿Dónde está su sistema de valores?». Haciéndose eco de la preocupación expresada por el autor del artículo de The New Yorker citado anteriormente, Masumeh Ebtekar concluía que «esto es lo que puede llevamos a un choque de civilizaciones, que pondría a la humanidad al borde de la extinción». El contraste entre sus puntos de vista es interesante e ins­ tructivo. El punto de vista del norteamericano se centra en la incapa­ cidad de las «naciones islámicas» para unirse al mundo moderno, dando así pie al potencial para una «revuelta del islam». El punto de vista desde Oriente Medio critica la política de las naciones más ricas y poderosas del mundo que, en vez de ser gobernadas por un hipó­ crita interés propio, deberían guiarse por la búsqueda de la justicia. El primer punto de vista se remonta a la idea, otrora de moda, de que la religión y la modernidad son incompatibles, mientras que el segundo plantea una pregunta más profunda y siempre relevante, a saber, si la justicia y el poder pueden ir de la mano. En la parte final de este libro se narra cómo las distintas culturas islámicas han ido recorriendo el largo camino de la transición que han experimentado en los dos últimos siglos. La historia queda incom­ pleta porque esa transición todavía se está produciendo. El lector aten­ to comprenderá que los musulmanes, en su gran mayoría, no compar­ ten los objetivos, las así llamadas opiniones religiosas o los actos criminales de gentes como Bin Laden. Al mismo tiempo, los musul­ manes -com o la mayor parte de los seres humanos- son sensibles a los actos de injusticia, especialmente cuando su propio destino está en manos de gobernantes incompetentes o corruptos, apoyádos direc­ ta o indirectamente por gobiernos y políticos occidentales. Para lo­ grar que estas voces musulmanas puedan ser oídas con máyor fuerza e intensidad, y para lograr marginar las amenazas estridentes de una pequeña minoría de extremistas, un comienzo podría ser que nos pre­ guntásemos cómo hemos utilizado nuestros privilegios en el mundo, que examinásemos cómo dilapidamos lo que poseemos de manera a menudo insensible e inconsistente y que abandonásemos la ciega in­ diferencia ante el ejercicio del poder. En las dos primeras partes de este libro, hay una presentación te­ mática de los fundamentos islámicos, aquellas enseñanzas-y prácticas fundacionales de los musulmanes que fueron elaboradas durante el periodo formativo de la comunidad que duró unos cinco siglos (6501150 d.C.-). El hilo que une estos capítulos son las distintas maneras en que los ulemas (sabios) musulmanes han interpretado la Revela12

cion y la experiencia del Profeta Muhammad. La palabra islam signi­ fica «el reconocimiento voluntario y activo del Mandato de un único Dios y la sumisión a ese Mandato». Las personas que lo practican son musulmanes. Ellos, los ulemas y los creyentes ordinarios, son quie­ nes han creado la comunidad, los que han propiciado su «suceder». Puesto que lo que ha llegado hasta nosotros es tan sólo la obra de los ulemas, es esa contribución la que recibe nuestra atención. Las creen­ cias y prácticas populares que han sido racionalizadas como islámi­ cas no forman parte de esta historia, aunque sean importantes para comprender la piedad islámica popular. Desde otro punto de vista, la historia que se narra en este libro también está incompleta, pues el material utilizado es inevitablemen­ te selectivo. Las notas han sido reducidas al mínimo, utilizándose so­ bre todo para indicar las fuentes de donde se han sacado las citas en el texto, obras clásicas de autores musulmanes en traducción inglesa. Se mencionan también otras fuentes secundarias, libros y artículos, que han ayudado a desarrollar la historia. La selección de libros pro­ puestos para complementar la lectura ha sido guiada por dos princi­ pios: tan sólo se citan obras escritas originalmente en inglés o tra­ ducciones inglesas de otras lenguas, y tan sólo, con la excepción de algunas reediciones, si esos libros fueron publicados en 1970 o con posterioridad a ese año. No siempre he seguido estas normas, pero, dado el aumento notabilísimo de estudios sobre el islam en los últi­ mos años, había que poner algunas limitaciones. Parte del interés reciente sobre el islam, especialmente entre los estudiosos occidentales, se ha centrado en los problemas relativos a los orígenes y periodo formativo de la tradición islámica. El lector in­ teresado puede leer el excursus dedicado a las obras de estudiosos oc­ cidentales que tratan esos orígenes. Como éste es un libro concebido como una introducción al islam, me pareció más apropiado presentar el Corán y al Profeta Muhammad tal y como los perciben los musul­ manes, más que como otros los han descrito. El glosario, que puede ser consultado para obtener referencias rápidas, contiene la mayor parte de los términos técnicos mencionados en el texto. Para simpli­ ficar, se han omitido los puntos diacríticos en la transliteración del árabe, con la excepción del ayn O y de la hamza O , y aun así, éstos han sido omitidos en los nombres de dinastías conocidas (los abbasíes) y topónimos (Irak). Me disculpo con antelación ante los puristas. Finalmente, hay tres grandes enciclopedias que son indispensa­ bles. Una, que goza de autoridad y no es demasiado técnica, es The Enciclopedia o f Religión, ed. de M. Eliade (16 volúmenes, Londres, Collier Macmillan, 1987). La segunda, que todavía está en curso de publicación, es una obra especializada, la Encyclopaedia o f Islam, \ nueva edición (Leiden, E.J. Brill, 1960-). La misma casa editorial está 13

publicando la Encyclopaedia of the Qur’an, que aparecerá en cinco volúmenes a lo largo de los próximos cinco años. Para el periodo con­ temporáneo disponemos de la excelente obra en cuatro volúmenes The Oxford Encyclopedia o f the Modern Islamic World, editada por John Esposito. El Index Islamicus es la fuente bibliográfica funda­ mental para artículos y libros que tratan sobre el mundo islámico. Las referencias a artículos que aparecieron entre 1906 y 1955 fueron compiladas por J. D. Pearson (Cambridge, W. Heffer, 1961). Los li­ bros y artículos que aparecieron entre 1981 y 1985 fueron compila­ dos por G. Roper en dos volúmenes (Londres, Mansell, 1991). Hay volúmenes que cubren los otros años.

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NUMEROSAS CULTURAS, UNA FE

3. Asia Central

5. Valle Ferghana, Turquestán

4. Arabia Saudí

6. Joven muchacha uigur borda un gorro tradiciona

7. M usu lm an es chinos en Q uanzhou saludan a viajero s qu e sig u en la ru ta que llevó el islam a C hina

PRIMERA PARTE LOS FUNDAMENTOS

I

«NO HAY MÁS DIOS QUE ALLAH...»

E

l t ie m p o

,

l a e t e r n id a d y l o s d io s e s

Los valores religiosos y morales de los árabes han quedado refleja­ dos, aunque sea parcialmente, en los versos de sus poetas. Entre ellos se cuenta Zuhair ibn Abi Salma, quien vivió en los últimos días del paga­ nismo antes del surgimiento del islam en Arabia Central en el siglo vn. Al final de su larga y a menudo turbulenta vida dejó constancia de estas palabras de advertencia en una famosa oda: No ocultes a . Allah lo que guardas en tu pecho, creyendo que de esa manera lo escondes. Allah conoce todo lo que está oculto1.

Zuhair estaba tratando en esos versos los intentos de unos media­ dores por poner fin a una erupción de violencia intertribal. Estos con­ flictos, conocidos como los días de los árabes, son descritos en rela­ tos tradicionales como una característica propia de la sociedad árabe de este periodo. El poeta advertía a cada parte en el conflicto que lle­ gase a un acuerdo de buena fe, porque la consecuencia inevitable del engaño sería el castigo del traidor. La alusión del poeta a Allah (al-ilah — el Dios) no contradecía ni sus valores paganos ni el ethos pagano y pesimista del poema. En otra parte comenta:

1 A. I. Arberry, The Seven Odes, Londres, George A lien & U nw in, 1957, pp. 115-116. 21

Es evidente que los hombres perecen, ellos y sus propiedades, pero no veo al Tiempo perecer. No veo nada que permanezca y sea eterno frente a los acontecimientos, excepto las montañas enraizadas y el cielo y los países, nuestro Señor, y los días que son contados y las noches2.

El tiempo o dahr era un término con el que los poetas preislámicos se referían frecuentemente al agente impersonal de un destino preordenado, hado o muerte, contra el que no había defensa o posibilidad de llegar a un acuerdo. Se reconocía que la vida humana y las cosas eran inconstantes, siendo destruidas por el tiempo en el momento fija­ do. Sin embargo, algunos fenómenos naturales eran capaces de resis­ tir a su fuerza destructiva. El poeta, al contemplar este contraste,; se aproxima a la noción abstracta de eternidad, pues las montañas, el cie­ lo y también Dios resistían al tiempo. Cada uno era eterno. Era un pri­ mer paso hacia la aceptación de la idea de una entidad única y eterna. En vísperas del surgimiento del islam, el dios Allah encontró un lu­ gar en la visión del mundo que tenían los árabes paganos. Era el dios en cuyo nombre el contemporáneo de Zuhair, aunque más joven que él, el Profeta Muhammad, se dirigiría a sus parientes en La Meca y más tar­ de a sus seguidores en Medina, donde se empezó a formar la embriona­ ria comunidad musulmana. Sin embargo, la percepción que el poeta te­ nía de Allah no era la misma que la del Profeta. Los dos se parecían en el nombre, pero no en la sustancia. El mensaje del Profeta desplazaría la concepción pagana de Allah, dando lugar a un dramático alejamiento de las normas culturales y religiosas de su época y marcando uria nueva era en la conformación del mapa religioso de Oriente Medio. ; Para los paganos, Allah era el «Alto Dios»; no era ni.el único ob­ jeto de adoración, ni tampoco el único dios existente, simplemente es­ taba por encima o bien apartado de las demás divinidades. Sin embar­ go, tenía un papel significativo en la vida pagana. Primero, como dador de la lluvia, aseguraba el mantenimiento de la vida a los habi­ tantes de este árido desierto y región esteparia de la tierra. Luego, como garante de los juramentos, era considerado crucial para dar. carácter obligatorio a los acuerdos tribales o individuales que se hubie­ sen jurado en su nombre. La violación de un juramento semejante se

2 33-34.

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H. R inggren, Studies in A rábian Fatalism , W iesbaden, H arrassow itz, 1955, pp.

percibía como una grave ofensa, ya que suponía serias consecuencias para la paz y el orden sociales. También, aunque de manera vaga, se veía a Allah como el creador de los cielos y de la tierra, si bien, en ge­ neral, no se había sacado de esto ninguna conclusión moral que afec­ tase al comportamiento individual y al bienestar futuro. En este as­ pecto, quizá Zuhair represente un punto de vista de transición, al advertir en su oda sobre el castigo divino por violar los acuerdos de un tratado. La actitud más generalizada hacia Allah se ve en otro de sus atributos: es el Dios hacia el que uno se vuelve en caso de peligro in­ minente, por ejemplo, una tormenta en el mar. Una vez salvado del pe­ ligro, el pagano no respondía reconociendo con gratitud la compasión y el poder de Allah, sino que volvía a la adoración de los ídolos del culto tribal, mucho más cercanos. Así, en cuestiones cotidianas, Allah ocupaba un lugar especial, pero siempre junto a otros dioses en el pan­ teón de los árabes. La tradición cuenta que la ciudad de La Meca, lugar de nacimien­ to del profeta Muhammad, era un importante centro de adoración pa­ gana en la Península. Allah era el señor del templo central, una es­ tructura en forma de cubo llamada Ka‘ba. Se decía que tenía tres hijas, llamadas al-Lat y al-’Uzza, ambas deidades astrales, y al-Manat, una diosa del destino. Había representaciones de más de trescientos dio­ ses dentro y alrededor de la K a‘ba. Una de estas deidades, que según se decía era la más importante de todas, se llamaba Hubal. Estaba es­ culpida en ágata roja con la forma de un hombre cuya mano derecha había sido cortada y reemplazada por otra de oro. En La Meca, como en cualquier otro de los enclaves sagrados de la Península, las luchas tribales y el derramamiento de sangre estaban prohibidos durante cuatro meses al año. La reunión de clanes cercanos y lejanos trans­ formaba en fechas determinadas la ciudad en una especie de super­ mercado divino. Los ofrecimientos de sacrificios a los dioses y las festividades que les acompañaban también eran buen negocio para los que se encargaban del mantenimiento del templo y de suministrar los servicios que cubrían las necesidades de los visitantes. Los guar­ dianes del templo se elegían entre los miembros de Quraish, la tribu de Muhammad. Existían otros templos en otros lugares, pero ningu­ no parecía igualar la reputación del de La Meca. Además, los nóma­ das en sus migraciones traían dioses portátiles. Al mismo tiempo, se _creía que los árboles, las piedras, las fuentes y otros objetos naturales eran lugares en los que residían dioses menores. En algunos casos, la veneración de los ancestros había elevado a éstos a deidades. Se consultaba a los dioses sobre diversos temas domésticos y otras preocupaciones: la elección de la fecha para el matrimonio, la confir­ mación de la paternidad de una criatura, la solución de una pelea, así como el momento más propicio para embarcarse en un viaje, todo 23

ello entraba dentro de la órbita de lo que los dioses podían aconsejar. De la misma forma, se solicitaba su ayuda para pedir la lluvia o para recibir asistencia durante el combate contra una tribu rival. Se tiraban y se «leían» las flechas adivinatorias para responder a las solicitudes. Sin embargo, aunque se pidiese consejo, éste no siempre se aceptaba de buena gana o con gratitud. Un peticionario buscó la aprobación de un dios para vengar el asesinato de su padre. Al recibir una flecha ne­ gativa, respondió en un poema condenando la decisión del dios como hipócrita. Otro peticionario hizo una ofrenda a un ídolo, que consis­ tía en una piedra roja con forma humana que sobresalía de la ladefa de una montaña negra, esperando que cayera un castigo sobre el homs bre de la tribu que había violado la santidad de su imagen. Al no oci% rrir nada, el peticionario renunció a todos los ídolos y abrazó el cris­ tianismo. Cuando escuchó a Muhammad predicando su mensaje, se convirtió al islam. Estas actitudes, tal y como han llegado hasta nos­ otros, sugieren que la relación del hombre con sus dioses no era tan­ to de temor piadoso y respeto como de una deferencia nacida de un hábito y una costumbre establecidos con el tiempo; una costumbre que, quizá, se estaba agotando. También se consultaba a adivinos. Al­ gunos presagios, como el vuelo especial de un cuervo, se tomaban como una guía para las decisiones cotidianas3. La vida después de ésta no suponía ni un temor especial ni una pre­ ocupación para los árabes. Entendían la eternidad (julud) como el espa­ cio entre el nacimiento y la muerte, la experiencia vital de uno mismo. La muerte llevaba al hombre a la tumba, un agujero en el que uno per­ manecía eternamente, no en el sentido de morada eterna, sino en el sen­ tido negativo de un lugar que no era posible abandonar cuando uno que­ ría, libertad de la que sí se había dispuesto en esta vida. Esta perspectiva no trajo consigo, sin embargo, un pesimismo paralizante. Se enfrentaba a la dureza de la vida y sus vicisitudes, por un lado, con un individua­ lismo desafiante que se mostraba en una actitud hedonista ante las co­ sas, y, por otro lado, confiando en que la semilla de sus entrañas asegu­ raría la supervivencia de la tribu y de su modo de vida. Desde esta visión homocéntrica del mundo, los árabes paganos se sometían antes a la fuer­ za de la tradición oral tribal (sunna) que al poder de los dioses. El uni­ verso moral de la sunna se centraba en la noción de muruwwa, definida indistintamente como «virtud» y como «hombría», cuyas expresiones se materializaban en actos de coraje, generosidad, lealtad, venganza y de­ más. La conducta correcta se medía de acuerdo al grado de conformi­ 3 The Books o f Idols: Being a Translation fro m the Arabic o f the Kitab al-Asnam by Hisham ibh al-Kalbi, trad. de N. Am in Faris, Princeton, Princeton University Press, 1952. Sobre las flechas adivinatorias, véanse pp. 23, 41; sobre la venganza de asesinatos, p. 41; sobre la violación de la santidad de los ídolos, p. 52.

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dad con las costumbres de los ancestros y a la defensa del honor tribal. Desviarse del código podía castigarse con el ostracismo, y sin tribu uno no tenía nombre y era virtualmente inexistente. De modo que la justicia no estaba ni garantizada ni administrada por Dios o los dioses, sino más bien por el jefe de la tribu y los ancianos y, además, por la constante amenaza de represalias en caso de daño.

«...Y

M u h a m m a d es e l m e n s a je ro d e A lla h »

En este mundo nació Muhammad. En el caso de las grandes reli­ giones reveladas, la figura central de la tradición, por ejemplo, Moi­ sés, Jesús o Muhammad, no ha dejado una descripción personal de sus reflexiones, intenciones y actividades. No existe un diario espiri­ tual que nos revele cómo era realmente cada uno de ellos. En su lu­ gar, lo que el lector moderno ha recibido en cada caso es el rico tapiz de la tradición correspondiente a cada religión, producto de muchas generaciones que lo bordaron con piadoso y meticuloso cuidado, po­ niendo al descubierto el designio de Dios para la humanidad. Por tan­ to, está en manos del observador moderno valorar la tela acabada de acuerdo con su propio criterio. Hay dos fuentes fundamentales para nuestro conocimiento y com­ prensión de la vida y misión de Muhammad, que son de distinta natura­ leza y valor para los musulmanes. La primera es el Libro, el Corán, el conjunto de revelaciones de Allah a Muhammad, recibidas por éste por medio del ángel Gabriel. La segunda es el amplísimo corpus de mate­ rial existente en forma de dichos y anécdotas que recogen la posterior memoria colectiva respecto al Profeta y sus compañeros. El Libro se considera estrictamente como la palabra viva de Allah, y el Profeta el medio por el que se comunicó dicha palabra. No obstante, Muhammad no sólo fue el transmisor del mensaje de Allah, sino también su primer intérprete, al tener que solucionar en su vida cotidiana los problemas diarios de sus seguidores. En este sentido, la tradición representa los es­ fuerzos subsiguientes de la comunidad para preservar, registrar, enten­ der y transmitir el significado completo de ese acontecimiento profético-revelatorio. Por su misma naturaleza, el Libro no podía proporcionar información biográfica pura sobre la vida del Profeta, mientras que la Tradición, como cabe esperar, suministra abundante material, aunque a veces éste sea confuso y contradictorio en los detalles. Sin embargo, tan­ to el mensaje como el mensajero son los pilares sobre los que finalmente se erigió el edificio de la cultura islámica, cada uno sosteniendo al otro, ya que se clarifican y explican mutuamente. En ningún lugar sea esto tal vez tan evidente como en la primera biografía del Profeta que nos ha llegado, escrita por Muhammad Ibn 25

Ishaq (m. 151/770) y que ha llegado hasta nosotros en la versión de su editor Abd al-Malik Ibn Hisham (m. 213/828 o 218/833). En ella se funden elementos del Libro y de la Tradición, y constituye la base so­ bre la que se asienta el relato resumido que ofrecemos a continuación. Solamente los hechos principales de la vida del Profeta pueden saber­ se con certeza. Sin embargo, la biografía sí refleja dos acontecimien­ tos importantes: el primero, el encuentro de Muhammad con Dios, y el segundo, la formación, bajo su liderazgo, de una embrionaria co­ munidad de creyentes. Estos dos acontecimientos dieron a los segui­ dores de Muhammad en las generaciones siguientes el argumento dra­ mático con el que ilustrar sus creencias y el modelo sobre el que fundar su pensamiento. En otras palabras, no puede subestimarse el significado de la vida del Profeta en la Tradición islámica. La Tradición fija la fecha de nacimiento de Muhammad en La Meca en tomo al 570 d.C. Huérfano a temprana edad, fue criado pri­ mero por la familia de su abuelo, y, después, por su tío Abu Talib. Du­ rante su juventud trabajó como encargado de la empresa comercial de una viuda, Jadiya, con la que más tarde se casaría. De todos los hijos habidos de esta unión que sobrevivieron, su hija Fátima fue la más co­ nocida y venerada, como esposa del primo de Muhammad, Alí, hijo de Abu Talib, y cuarto sucesor en el liderazgo de la comunidad des­ pués de la muerte del Profeta. En tomo a los cuarenta años, Muhammad, que por entonces hacía largos retiros en una montaña cercana, recibió la llamada a la misión profética. Esta llegó en forma de visión mientras dormía en su retiro, según cuenta Ibn Ishaq. El ángel Gabriel se le apareció enviado por Allah y le ordenó: «¡Lee!», mandato que tuvo que repetir dos veces. Muhammad tuvo una sensación de sofoco, como si estuviera al borde de la muerte, y después respondió, repitiendo las siguientes palabras: ¡Lee en el nombre de tu Señor, el que te ha creado! Ha creado al hombre de un coágulo de sangre. ¡Lee! Tu señor es el Dadivoso que ha enseñado a escribir con-el........... cálamo: ha enseñado al hombre lo que no sabía.

(96:1-5) - El ángel se marchó, y Muhammad al despertar sintió que estas pala­ bras se habían quedado grabadas en su corazón4. Esta fue la primera de

4 The .Life o f M uham m ad: A Translation o f Ibn Ish a q ’s Sirat Rasul Allah, trad. de AGuillaum e, Oxford, O xford University Press, 1955, pp. 104-106.

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las revelaciones que, a lo largo de las dos décadas siguientes, guiarían su vida como el Mensajero (al-rasul) y el Profeta (al-nabi) de Allah. Si bien Muhammad había presentido que tendría una experiencia re­ ligiosa, su reacción inicial a esta aparición fue de temor a estar poseído ñor algún espíritu o «inspirado» como los poetas. Consolado por Jadiya y apoyado por A h, Muhammad superó su angustia y aceptó esta «pe­ nosa carga», como Ibn Ishaq denominó al manto de la profecía, aña­ diendo que Muhammad se sentía al tiempo irresistiblemente empujado y seguramente guiado por una poderosa fuerza totalmente ajena a él. Muhammad identificó esta fuerza con Allah, que se había dirigido a él a través del ángel Gabriel. Pero no se trataba del mismo Allah, el «Alto Dios» del poeta Zuhair. Al recibir más revelaciones, Muhammad fue descubriendo lentamente a sus parientes el retrato de un dios distin­ to de las deidades conocidas por los árabes paganos, aunque es proba­ ble que hubiese reconocido que los judíos y los cristianos que él cono­ cía hablaban de su propio Dios en términos parecidos. Al mismo tiempo, hay signos de un descontento incipiente den­ tro de la cultura religiosa pagana árabe. La tradición islámica men-. ciona a ciertos individuos llamados hanifes que poco antes de que Muhammad iniciara su misión habían comenzado a buscar una al­ ternativa religiosa a la práctica predominante entonces de adorar a los ídolos. El problema con los ídolos era que no se podía contar con ellos. Ibn Ishaq cuenta que los hanifes rechazaban a los ídolos al considerarlos objetos que no podían «ni escuchar, ni ver, ni herir, ni ayudar». El término hanif también aparece varias veces en el Co­ rán, aunque ninguna de ellas permite deducir de su contexto una de­ finición exacta de la palabra. La existencia de estos individuos, aun­ que hayan sido pocos, reflejaba la búsqueda emergente de un punto de apoyo religioso más seguro, punto que los modelos monoteístas anteriores no habían proporcionado de form a natural. En la penín­ sula había comunidades judías al norte de La Meca y cristianas al sur, aunque con toda probabilidad no eran más que diminutas islas dé conversos no muy seguros en el ancho mar del paganismo. Por tanto, cuando los árabes paganos empezaron a tomar cada vez más conciencia del débil carácter de sus dioses, podían haber simple­ mente elevado al Alto Dios de la desfalleciente tradición pagana árabe a Supremo Ser tínico de la nueva. r Por otro lado, en otros contextos se pueden encontrar metáforas sa- _ cadas del conjunto escritural árabe común en las que aparece la pala­ bra hanif Ésta se halla significativamente asociada al profeta Ibrahim (Abraham). De todos los mensajeros mencionados en el Libro a quie­ nes Allah sé dirigió en distintos momentos de la historia, Muhammad parece haber sido el más parecido al anciano patriarca (Corán, 2:124 ss., 135 ss.; 10:105). Ambos tuvieron problemas y sufrieron rechazos 27

por su profunda convicción en la existencia de un único y omnipoten­ te Dios, una creencia que finalmente provocó la caída de los inútiles dioses adorados por sus pueblos. En este sentido, la misión de Muhammad fue la de restaurar la fe hanifí del patriarca, al que en efecto se con­ sidera el primer musulmán, que significa aquel que se entrega en un acto de sumisión (islam) a un Dios Único, excluyendo así a todas las demás deidades. Cuando en el Corán, el Señor de Ibrahim le pidió esto, él respondió: Me someto (aslamtu) al Señor de los mundos (2:131). Y en otro lugar, Muhammad hace explícita esta identificación: me ha con­ ducido mi Señor a un camino recto, a una religión siempre verdadera, a la doctrina de Ibrahim, que fue un hanif, que no estuvo entre los que atribuyen la divinidad a otros además de a El (6:161). La semejanza entre los profetas Muhammad e Ibrahim, como se re­ fleja en el Corán, fue la semilla de la que brotó la opinión de que la co­ munidad histórica del islam representaba tanto una continuación como un alejamiento de las fes monoteístas establecidas con anterioridad: el judaismo y el cristianismo. Cada una tiene su Escritura, procedente de la misma fuente divina que ahora se dirigía al profeta Muhammad. Por este motivo, los judíos y los cristianos son llamados «gentes del Libro». Además, en la tradición islámica se considera que los profetas de la Torá y el Jesús de los Evangelios forman parte de la misma cadena de actividad divina que garantiza la existencia de una guía a lo largo del curso de la historia. Muhammad es visto en la tradición islámica como el último profeta de la cadena, enlazado, por tanto, con Ibrahim. Af mismo tiempo, empero, Ibrahim no fue ni cristiano ni judío (3:67);’ como dice la frase coránica, sino tan sólo un hanif sometido (muslim)! a Allah. Al haber destruido a los ídolos, él había reconocido al Unico y Supremo Dios. Por tanto, la misión de Muhammad era la de restaurar ese prístino islam, que había sido distorsionado o descuidado por otros pueblos a los que se había llevado el mensaje de Allah. En esto consis­ te el mandamiento coránico comunicado a través de Muhammad: Mantén tu fa z en la [verdadera] religión como hanif, y no estés entre aque­ llos que adscriben la divinidad a otros además de Allah (10:105). Ibn Ishaq relata que Muhammad no proclamó inmediatamente su mensaje en público, sino que primero se lo descubrió a un grupo de seguidores comprometidos. Podemos conocer las reacciones que tuvo su audiencia en La Meca al comunicarles que Allah le había ordena­ do dar a conocer su mensaje y abandonar el politeísmo (15:94), a tra­ vés de lo que deja traslucir el Libro. Muhammad habló en nombre de Allah, una deidad que era para los mequenses a la vez familiar y, sin embargo, también de alguna mane­ ra diferente. Allah prestaba juramento en nombre de objetos cotidia­ nos y fenómenos naturales: ¡por el amanecer! (89:1), ¡por el cielo y la estrella de la mañana! (86:1), ¡por los higos y los olivos! (95:1), del 28

mismo modo que los mequenses concluían pactos y obligaciones, ju ­ rando solemnemente en el nombre de su Alto Dios, «¡por Allah!». Él era el creador de los cielos y de la tierra y de todo lo existente; como da­ dor de la lluvia era el que sustentaba la vida y el que rescataba del peli­ gro a aquellos que le rezaban pidiendo socorro (29:61-65; 31:25 ss.). Todo esto era normal y alentador. Pero Allah, que guiaba a su Profeta, exigía más: primero, por te­ ner una relación íntima con cada individuo, como su creador desde un simple coágulo de sangre; luego, por guiarlos a lo largo de la vida, y, finalm ente, por quitarles esa vida y someterla a juicio. Todo esto era una pretensión de poder y de soberanía por parte de un dios al que no se podía ver, ni hablar como a un ídolo, y que sólo estaba visible y presente a través de sus «signos» (ayat = aleyas) en la naturaleza y en la misma humanidad. Más inquietante para los mequenses, debido a sus implicaciones, era la pretensión de este dios de resucitar a los muertos en un momento determinado de un cataclismo cósmico futu­ ro y de llevarlos ante el trono del juicio. En ese momento se pesaría la vida del individuo para comprobar su valor moral y después se le otorgaría un premio o castigo eternos. Al principio, la idea de resucitar a los muertos parecía absurda. Los inequenses se mofaron: aquello [que está por venir] no es más que ^Muestra primera [y única] muerte, y nosotros no volveremos a la vida WtQvez. Entonces ¡traed a nuestros antepasados [como testigos], si lo %cj$eproclamáis es verdad! (44:35-36). Después, la idea de un dios juez privaba a los ancianos de la tribu de la ejecución de la justicia y hacía irrelevantes las normas de la sunna. De hecho, se desafiaba la idea mis­ ma de la tribu como protectora y depositaría del honor del individuo: Di: ¿Quién es el que puede protegeros ante Allah, si Éste quisiera cau­ saros un mal, o quisiera concederos un favor? Ellos no encontrarán por sí mismos ni amigo (wali) ni defensor aparte de Allah (33:17; tam­ bién 29:22). Por último, la perspectiva de una vida eterna después de la muerte sobre la que este dios también era soberano era difícil de asi­ milar. Se podía escuchar a los mequenses exclamar: ¡Sólo existe nues­ tra vida en este mundo; morimos y vivimos y nada nos destruye sino el tiempo (dahr)/ A lo que Allah replicaba: Ellos no tienen conocimiento cierto de esto, sólo meras conjeturas... Di: Allah os da la vida, después os causa la muerte y os reúne en el día de la Resurrección (45:24-25). Los presagios paganos eran rechazados por inútiles. En la parábola co­ ránica, el profeta primitivo Salih había advertido a su pueblo de Tamud, en el norte de Arabia, que todos sus augurios, es decir, sus destinos, es­ taban en manos de Allah (27:47). Los mequenses reconocían que, mientras que sólo el destino asestaba golpes de mala suerte, ellos habían asumido con confianza que su riqueza y buena fortuna eran obra de ellos mismos, de ahí que el orgullo que sentían por sus logros, aunque 29

excesivo, estuviera justificado. Ahora, sin embargo, Allah les pedía que reconociesen que toda su buena o mala suerte provenía de El. No es de extrañar que la primera respuesta de los mequenses a Muhammad fue­ se rechazarle como un mero «poeta» a quien las aflicciones del destino también acechaban (52:30).

La

o p o s ic ió n d e l o s m e q u e n s e s

Sin embargo, la incredulidad y la burla mequenses lentamente se convirtieron en ira, ya que lo que estaba en juego no era que el dios de sus parientes, Allah, estuviera luchando por lograr su superioridad so­ bre los otros dioses, una pretensión que quizá podría haber sido nego­ ciada. Lo que Allah reclamaba era la superioridad absoluta. La orden a Muhammad era clarísima por su simplicidad: Di: Allah es uno. Eterno, No engendra ni ha sido engendrado (112:1-3). Esto no era negociable. Finalmente, una delegación se acercó al tío de Muhammad, Abu Talib, para quejarse ante él. En palabras de Ibn Ishaq, su mensaje fue: «¡Oh, Abu Talib!, tu sobrino ha maldecido a nuestros dioses, ha in­ sultado a nuestra religión, se ha burlado de nuestro modo de vida y ha acusado a nuestros antepasados de equivocarse; o le detienes o nos las pagará»5. Aquí la memoria de la tradición recuerda que la misión de Muhammad suponía una amenaza no sólo para los valores religiosos mequenses, sino también para sus normas tribales contenidas en la sunna. Posiblemente, la adoración de los ídolos había sufrido un pro­ ceso de decadencia gradual o, simplemente, se había convertido en una cuestión de rutina a la que le faltaba vitalidad religiosa. En este caso, la verdad hería la sensibilidad mequense. Di: ¿Habéis visto a los que rogáis prescindiendo de Allah? ¡Mostradme lo que han crea­ do en la tierra o aquella parte de los cielos que ellos poseen1 (46:4). Y nuevamente, ellos son ¡dioses que no han creado nada, sino que ellos mismos han sido creados! (25:3). De modo que se podía sospe­ char que detrás de las quejas de los ancianos contra Muhammad ha­ bía motivos económicos: el templo de la K a‘ba con un Único Dios, razonarían ellos, no podría tener la misma atracción para los poten­ ciales peregrinos paganos que la que ofrecía el edificio actual que hospedaba a cientos de ídolos. Otra preocupación de los mequenses, y posiblemente la más im­ portante,-era que el mensaje de Muhammad parecía cuestionar el ho^ ñor de sus ancestros y, por tanto, toda su forma de vida, en suma, la sunna tribal.

5 Ibidem, p. 119.

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Le acusaron de dividir al pueblo y, como si de un brujo se tratara, de separar «a un hombre de su padre, o de su hermano, o de su mu­ jer, o de su familia»6. Era pedirles demasiado que abandonasen las costumbres de sus ancestros sin reemplazarlas por algo igual de se­ guro y familiar (5:104; 7:28; 31:21). Además, los llamamientos a re­ conocer un solo dios, Allah, junto con la llamada a la transformación moral de la sociedad, fueron tomados como un insulto por algunos, incluyendo a los segmentos privilegiados de la sociedad mequense. Esos llamamientos comparaban a los dioses, que no habían creado nada, pero que son ellos mismos una creación, que no dañan, ni be­ nefician, que no tienen poder sobre la vida, ni sobre la muerte, ni so­ bre la resurrección (25:3), con la soberanía total de Allah. La refor­ ma moral implicaba el tratamiento justo de los más desamparados: los huérfanos, los mendigos, los pobres y los hambrientos, los deudo­ res, las viudas, los vagabundos y los esclavos. En definitiva, requería un sentido de responsabilidad social (90:13-16; 24:33). De manera más profunda e importante, también significaba que el individuo tu­ viese una relación apropiada con Allah. Así, en vez de ser rebelde pro­ fesando un sentido de autosuficiencia o prepotencia, debidas, por ejemplo, a un estatus obtenido por la riqueza, el individuo estaba obligado a reconocer que todas sus posesiones se deben a la munifi­ cencia de Allah, por la que tenía que expresarle gratitud y no arro­ gancia (96:6-8). La oposición mequense a Muhammad aumentó proporcionalmen­ te a la creciente claridad de sus mensajes y al temor que su impacto tendría sobre sus vidas. Allah era la única, todopoderosa, pero com­ pasiva y misericordiosa deidad. La prueba sobre la naturaleza de Allah se encontraba en los innumerables «signos» de su poder y be­ neficencia: la creación del cielo y de la tierra; la formación del hom­ bre; los animales, la vegetación, las cosechas y la fruta y sus diversos usos; la alternancia del día y de la noche, el sol, la luna y las estrellas, el revivir de la tierra abrasada, las montañas y el mar, etc. Uno de los «signos» de Allah era la resurrección (30:40), que iba unida al juicio, seguido de una recompensa o castigo. El juicio significaba que las ac­ ciones en este mundo estaban-cargadas de sentido y consecuencias para la vida venidera. Así, las acciones ya no sólo eran relevantes en el contexto tribal inmediato, como ocurría con los efectos de un ase­ sinato o un robo gobernados por el sistema moral de la «vendetta». Era fácil sacar la siguiente conclusión: la amenaza al ■estüo_de~vida de los mequenses consistía en la sustitución de la sunna de sus ancestros por la sunna de Allah (48:23).

6 Ibidem.

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De acuerdo con Ibn Ishaq, las promesas que se hicieron a M uhammad de riqueza, poder y prestigio no consiguieron desviar­ lo de su propósito. Las peticiones de milagros para probar la vera­ cidad de su mensaje se toparon con una simple respuesta: ¡Exalta­ do sea mi señor! No soy más que un mortal, un enviado (de Dios) (17:93). Así se llegó a un punto muerto que parecía inevitable. El Li­ bro recoge ejemplos de mensajeros anteriores enviados a sus pueblos para advertirles de que sólo sirvieran a un Unico Dios. Es el caso de Hud, que llevó la buena nueva a su pueblo A d. No le creyeron y fue­ ron finalmente destruidos por un viento que sopló durante siete días y siete noches y barrió todo excepto sus edificios (46:24). Incluso cuando se producía un milagro, como en el caso de Salih, el resulta­ do seguía siendo la obstinada incredulidad de su pueblo, llamado Ta~ mud, que fue destruido por un terremoto o un rayo que los dejó pos­ trados en sus moradas (11:61-68). Y tomadas del conjunto común de las Escrituras están las parábolas de Noé y Lot, cuyos pueblos tam­ bién fueron castigados por Dios por su incredulidad. El enfrenta^ miento de Muhammad con su pueblo en La Meca era, por tanto, una simple confirmación de la experiencia de profetas anteriores. La lec­ ción estaba ahí para que se aprendiese, pero, como cuenta Ibn Ishaq, la hostilidad de los mequenses se intensificó hasta tal punto que el propio clan Hashim de Muhammad fue objeto de un prolongado boi­ coteo por parte de otros grupos de los Quraish. Al mismo tiempo, se presionó a sus seguidores, cualquiera que fuera su clan, para que se retractasen. Fue entonces cuando murieron dos de sus partidarios más; importantes, su esposa Jadiya y su tío protector Abu Talib. En medio: de dificultades cada vez mayores, se acercaba el momento de consi­ derar alternativas a la permanencia en La Meca. El abandono de esta ciudad estuvo motivado principalmente por el bien de su propio gru­ po de seguidores, aunque quizá Muhammad se marchó también pre­ ocupado por el destino que aguardaba a sus parientes, pues temía que pudiesen probar la furia de su dios.

La

c o m u n id a d d e

M

e d in a

... A .varios días de camino al norte de_La_Meca, en la ruta hacia Si­ ria, se encontraba el poblado oasis de Yazrib, rebautizado en la tradi­ ción islámica como Medina, abreviatura de la expresión «Ciudad del Profeta». Muhammad había sido invitado allí por algunos de sus ha­ bitantes para actuar como árbitro o juez en una amarga disputa entre facciones rivales. Fue en el año 622 d.C. cuando el Profeta y sus se­ guidores abandonaron La Meca en dirección a Yazrib, en pequeños grupos, a lo largo de varias semanas. Esta emigración (hiyra = hégi32

m a r c ó algo más que un cambio de fortuna para Muhammad. El acontecimiento se celebra en la tradición como el inicio de la era is­ lámica, correspondiente al año de la fundación de la comunidad mu­ s u l m a n a (umma) en Medina, que se convertiría en vehículo para rea­ lizar la voluntad de Allah sobre la tierra. Los seguidores mequenses de Muhammad que emigraron con él a M e d i n a se llamaron muhayirun, mientras que aquellos que le acogie­ ron fueron denominados ansar o «ayudantes». Estos últimos, proce­ dentes de las tribus árabes paganas de los Aws y los Jazrach, habían abandonado sus antiguas costumbres y habían aceptado el mensaje de M uham m ad. Por lo demás, la tarea de Muhammad consistía tanto en ejercer de árbitro en las disputas como en traer alguna estabilidad a la ciudad. Eso significaba lidiar con los elementos paganos residuales de los Aws y los Jazrach, tanto los beduinos como los establecidos en la ciudad, donde se habían confederado con los clanes de judíos o á r a b e s judaizados. En una serie de pactos, aunque recogidos por Ibn Ishaq como un único documento, el profeta Muhammad, sus segui­ dores y los judíos acordaron un conjunto de obligaciones recíprocas «en el nombre de Allah, el Compasivo, el Misericordioso». Forma­ rían una única comunidad (umma), que excluiría a todos los demás y que es de suponer apartaba a los elementos paganos, que, sin em­ bargo, podrían unirse si aceptaban el mensaje del Profeta. Los ele­ mentos judíos mantendrían su propia fe y propiedades, y disfrutarí­ an de la misma paz que todos los que creían en Dios y en el Último Día. Yazrib (como todavía se llamaba entonces) fue declarada encla­ ve sagrado (haram) y se consideró que un par de fórmulas que se re­ petían en varios de los pactos constituían el tema central de todos ellos: «El mantenimiento de las promesas hechas elimina la trai­ ción» y «Allah es (la garantía) de a q u e llo q u e hay que evitar a toda costa para que no se rompa el pacto y de aquello que es lo más ade­ cuado para mantener lo que en esta hoja se contiene»7. Estos acuer­ dos reflejaban claramente los valores tribales de la época en que vi­ vía Muhammad. Su novedad residía en las circunstancias en las que se estaban empleando, a saber, en el intento de forjar una comunidad que fuese más allá de las relaciones de consanguineidad de la tribu, sometiéndose al arbitraje final de Allah y su Profeta (nabi) Muham­ mad. Porque según los términos de uno de los pactos, «si surgiese cualquier disputa o controversia” susceptible de causar problemas, ésta deberá remitirse a Allah y a Muhammad, el apóstol (rasul) de r a )

7 R. B. Serjeant, «The sunnah jam V ah, pacts w ith the Yaíhrib Jews, and the tahrim o f Yathrib: analysis and translation of the docum ents com prised in the so-called ‘Constitution of M edina’», Bulletin o fth e School o f O riental and Afriean Studies 41 (1978), pp. 1-42, es­ pecialmente en las pp. 33 y 35.

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Allah. Allah acepta en este documento lo que esté más cerca de la piedad y de la bondad»8. Aunque las circunstancias a las que se enfrentaba Muhammad en Medina eran nuevas, no obstante continuó predicando la esencia del mensaje mequense que Allah le había ordenado llevar a todos: la uni­ dad esencial de Dios, su poder y su guía sobre los cielos y la tierra y todo lo que esté entre ellos, desde la creación hasta el juicio final. Esto se repite a lo largo del periodo medinés, unido al continuo énfa­ sis en la justicia social y económica (2:177). Además, Muhammad mostraba su preocupación por los medineses que sólo de mala gana aceptaban su liderazgo e incluso rechazaban su mensaje. El consuelo en este caso le llegó en forma de una revelación (6:33-35), según la cual no era él, Muhammad, a quien ellos repudiaban, sino a Allah, en cuyas manos estaba su destino final. Sin embargo, Ibn Ishaq llama la atención sobre una consecuencia importante de la nueva situación. Muhammad en La Meca había ac­ tuado como un misionero entre sus parientes paganos, y sólo se le ha­ bía ordenado «que llamase a los hombres hacia Allah, que soportase los insultos y que perdonase a los ignorantes». La situación medinense re­ quería otras medidas para mantener intacta la comunidad musulmana naciente y a salvo de la amenaza externa o el sabotaje interior. Ahora se le pedía al Profeta que «se protegiese y pelease contra aquellos que les querían hacer daño y les trataban mal»9. Según Ibn Ishaq, esto se re­ flejó primero en el Libro, en donde se ha concedido permiso para ha­ cer la guerra a quienes se les ha hecho daño... a aquellos que han sido expulsados, sin derecho, de sus casas porque decían «Allah es nuestro Señor» (22:40-41). Esto concernía, sobre todo, a los Quraish de La Meca, cuya constante y, a menudo, abiertamente hostil oposición fi­ nalmente había llevado a Muhammad y a sus seguidores fuera de su propia ciudad. En otra parte, el Libro compara su sufrimiento con el de Moisés y su pueblo bajo la tiranía del Faraón egipcio (28:4-5). Sin embargo, en estas circunstancias, iba surgiendo un aspecto de una visión del mundo más general, donde el creyente, apoyado por Allah, hacía frente al ingrato descreído (kafir) y al hipócrita (munafiq), que sólo fingía adherencia a la verdad. Allah es el protector de los cre­ yentes; él los lleva de las tinieblas a la luz. Y los descreídos tienen como protectores a los ídolos, quienes los llevan de la luz a la oscuri­ dad profunda; ellos serán los habitantes del fuego; y en él vivirán eter­ namente (2:257). En comparación con el poder de Allah, el Unico y Omnipotente Dios, los ídolos ofrecían poca protección real a una so­

8 The Life o f M uhammad, cit., p. 223. 9 Ibidem, p. 212.

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ciedad que estaba, se podría decir, sin Dios. También se exhortaba a los creyentes a luchar contra las fuerzas de la incredulidad, y los que lo hacían cambiaban la vida de este mundo por la vida que vendrá; porque aquellos que combaten en la senda de Allah, sean asesinados o sean vencedores, recibirán luego una gran recompensa (4:74). El combate no sólo tenía un sentido religioso, sino que también suponía luchar con un sentido de justicia social a favor de los desposeídos y los débiles (4:75). Además, aquellos que peleaban con sus bienes y sus vi­ das eran mejores que los que permanecían en casa (4:95). Desde el mismo momento en que estableció la comunidad en Me­ dina (un hecho bastante distinto a liderar un movimiento en La Meca), Muhammad se convirtió en el responsable de defenderla del asalto ex­ terno y de la disensión y subversión internas. Si fuera necesario, Muhammad llevaría la lucha al corazón mequense del paganismo. Los ataques intermitentes, las escaramuzas y las batallas ocasionales en los años siguientes entre los partidarios de Muhammad, los muhayirun y los ansar, y los mequenses, coaligados con sus aliados medinenses, constituyeron las experiencias formativas de la naciente comunidad musulmana. La virtud de esta empresa, moldeada tanto por el encuen­ tro histórico como por el mandato divino, se vio finalmente confirma­ da por su triunfo. Ibn Ishaq narra la firma de un armisticio en el año 6 de la hégira (628 d.C.), que terminaba con las hostilidades entre los Quraish de La Meca y la comunidad del Profeta. Este acontecimiento se conoce como el Día de Hudaibiyya. Fue un ardid que salvó la cara a todos los interesados. Los mequenses estaban agotados tras la prolongada lu­ cha contra Muhammad. En un gesto diplomático, el Profeta no hizo uso de su título de Enviado de Allah en el documento del pacto, y es­ tuvo de acuerdo en retrasar la realización de la peregrinación a La Meca hasta el año siguiente, de modo que no se pudiera decir que los musulmanes habían humillado a los mequenses entrando por la fuer­ za en su ciudad. Sin embargo, al ceder, el Profeta había de hecho ase­ gurado la capitulación de sus enemigos más acérrimos, y en el año 8 de la hégira (630 d.C.) tuvo lugar la ocupación musulmana de La Meca. Ibn Ishaq describe el fin de La Meca pagana, marcado por la destrucción de los ídolos de la K a‘ba. En esta ocasión, Muhammad recitó el verso coránico la verdad ha llegado y la falsedad se ha disi­ pado (17:82). Dos años más tarde, durante la época de la peregrinación del año 10/632, Muhammad dirigió su ultimo discurso público a su comuni­ dad, concluyendo con estas palabras: «Sabed que todos los musul­ manes son hermanos entre sí y que hoy sois una sola hermandad. No es lícito que alguno de vosotros tome algo que pertenece a su herma­ no, a menos que éste esté dispuesto a dárselo voluntariamente. Así 35

que, ¡no os hagáis daño a vosotros mismos!»10. Semanas más tarde, tras una breve enfermedad, el Profeta murió en Medina. Su tumba, en la ciu­ dad que él hizo suya, es visitada por los peregrinos hasta el día de hoy.

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T r a d ic ió n

Estos aspectos sobresalientes de la vida del Profeta, entresacados del relato más amplio y detallado de Ibn Ishaq, son, en realidad, el Corán visto a través de los ojos de la tradición desarrollada por la co­ munidad. A las alusiones de estos aspectos que se encuentran recogi­ das en el Libro se les otorgó un tiempo y un lugar en la versión hu­ mana de la historia del Profeta. Así, lentamente, el retrato de Muhammad empezó a reflejar la veneración que las primeras generaciones mu­ sulmanas sintieron por su Profeta. Con el Corán como prueba, los adversarios de Muhammad lo habían tachado de brujo, lunático e im­ postor y se habían reído de su fracaso para producir un milagro que probase su papel de Profeta tal como lo habían hecho los enviados an­ teriores. Por todo esto, Muhammad era un simple mortal, y la imagen que él daba de sí mismo era la de un humilde amonestador y porta­ dor del mensaje de Allah: Yo no os digo «Tengo los tesoros de Allah conmigo»; tampoco os digo «Yo conozco cosas que van más allá de la percepción humana»; tampoco os digo «Yo soy un ángel». Yo sólo sigo lo que se me ha revelado (6:50; también 11:31). Y otra vez, no poseo ni beneficio ni daño, excepto si a sí Allah quiere. Y si conocie­ ra aquello que está más allá de la percepción humana, seguramente recaería sobre los míos abundante buena fortuna y jam ás me tocaría ningún daño. No soy más que un advertidor y un albriciador de tiem­ pos felices para las gentes que creen (7:188). Con todo, de la misma forma que Allah y sus ángeles bendijeron al Profeta, se requirió a los creyentes para que hicieran lo mismo y siguiesen su guía (33:56). Esto, empero, no suponía adorarle. A la comunidad, en su dolor y conmoción, hubo que recordárselo en el momento de su muerte. Cuando se sugirió que él, de hecho, estaba todavía vivó y regresaría, un" compañero destacado, Abu Bakr, les amonestó: «Si alguien adora a Muhammad, Muhammad está muerto; si alguien adora a Allah, El está vivo, es inmortal»11. A lo que añadió el siguiente versículo: Muhammad no es más que un enviado; otros enviados han pasado antes que él. Si entonces él muriese o fuese matado, ¿os volveríais so­ bre vuestros talones? (3:143).

10 Ibidem, p. 651. 11 Ibidem, p. 683.

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por otro lado, esto no significaba que no hubiese expresiones vá­ lidas de veneración al Profeta. Éstas se fueron incrementando poco a poco en las generaciones que siguieron a su muerte, llegando a for­ mar parte de la memoria viva de la comunidad sobre el Profeta. Ibn Ishaq cuenta, por ejemplo, que incluso antes de que se le llamase a la misión profética, Muhammad había sentido ciertas indicaciones sobre su inmanencia, como cuando las piedras y los árboles se diri­ gieron a él como Profeta durante sus solitarias vigilias en el monte Hira. De hecho, se dice que el futuro papel de Muhammad se anun­ ció mediante numerosos signos, incluyendo a su madre Amina, que escuchó una voz que le decía que llevaba en su seno al señor de su pueblo. Las primeras líneas de la azora 94, ¿No te hemos abierto el pecho y hemos separado el fardo que agobiaba tu dorso?, se inter­ pretan como una alusión a un incidente en el que, siendo niño, Muhammad fue asaltado por dos hombres vestidos de blanco, o án­ geles, quienes abrieron su pecho y limpiaron su corazón con nieve, como un ritual de purificación simbólica que preparaba al joven Muhammad para su misión12. Además, la tradición relata que los ra­ binos judíos y los monjes cristianos conocían previamente, por me­ dio de sus Escrituras, que surgiría un profeta de entre los mequenses. Incluso los adivinos paganos, que habían recibido la visita de espíri­ tus que traían consigo detalles de la nueva y que, por tanto, tenían conocimiento previo sobre el evento venidero, no lograron que las gentes les creyeran hasta que llegó el momento. Uno de los ejemplos más conmovedores de la tradición actuando al servicio del Libro es la interpretación del versículo: Loado sea quien hizo viajar a su siervo, por la noche, desde la Sagrada Mezqui­ ta hasta la mezquita más remota, cuyo recinto bendijimos, para mos­ trarle parte de nuestras aleyas (17:1). Se dice que ésto se refiere al viaje nocturno del Profeta en compa­ ñía del ángel Gabriel, desde la K a‘ba en La Meca hasta el templo en Jerusalén, en donde rezó con un grupo de los primeros profetas de Dios, fallecidos hacía ya tiempo. Desde allí, Muhammad ascendió al cielo ante la presencia del Señor, en donde se instituyeron explícita­ mente las cinco oraciones diarias (que todavía continúan hoy). Sur­ gieron diferentes opiniones entre los propios Compañeros del Profeta y entre las- generaciones posteriores de pensadores musulmanes res­ pecto a la .verdadera naturaleza de esta experiencia. ¿Fue un viaje cor­ póreo o uno espiritual?, y si fue el segundo, ¿se trató de un sueño o fue el alma o espíritu del Profeta el que se había desplazado, a modo del viaje después de la muerte? Ibn Ishaq, quien no dudaba de la au-

12 Ibidem, pp. 71-72.

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tenticidad de la experiencia, relata que los mequenses de mentalidad realista y escéptica rechazaron esta pretensión como absurda, ¡porque todo el mundo sabía que el viaje de ida y vuelta por caravana desde La Meca a Jerusalén duraba dos meses! Incluso algunos de los partidarios de Muhammad perdieron la fe, aunque sólo fuese temporalmente, tras escuchar esta historia13. Sin embargo, muchos aceptaron este hecho como un suceso milagroso. La gran importancia que la tradición otor­ ga al viaje nocturno y a la ascensión (al-mi ‘rach) evidencia la perfec­ ción espiritual de Muhammad como verdadero Profeta de Dios. El retrato del Profeta Muhammad es polifacético, las partes son más grandes que el todo, pero, en resumen, ha proporcionado a los musulmanes un modelo ejemplar a reverenciar, venerar e intentar emular en sus propias vidas, tanto en su dimensión socíopolítica más mundana, como en sus dimensiones espirituales. Por tanto, la tradi­ ción no sólo se detuvo en la biografía del Profeta reflejada en el Li­ bro, sino que también recogió cada aspecto de su vida que pudo re­ cuperarse de la memoria colectiva de la comunidad. Como tendremos ocasión de considerar más tarde, gracias a estos esfuerzos se conser­ vó la sunna del Profeta, es decir, sus prácticas y procedimientos tan­ to de palabra como de acción, que se convirtieron junto con el Libro en la fuente principal de la ley religiosa del islam. Este proceso de elaboración de la vida del Profeta a partir del fun­ damento del Corán pone de manifiesto, sin duda, el importante papel del Libro en la fe islámica. Las revelaciones que Muhammad siguió recibiendo durante aproximadamente 20 años fueron de tal importan­ cia que, según la explicación tradicional, se recogieron poco después de su muerte y se escribieron tal como recoge hoy el Corán.

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a palabra d e

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No es fácil leer y comprender el Corán, ya sea en el árabe origi­ nal o traducido. Esto se debe, en parte, a su estructura y organización aparentemente arbitrarias. No hay orden cronológico del material y sus 114 capítulos o azoras están ordenadas principalmente de acuer­ do a su extensión, apareciendo la más larga al principio del Libro. Tampoco hay un orden temático explícito del material; en cambio, hay una frecuente repetición de una serie de leitmotivs a lo largo detodo el Libro. Esencialmente, el Corán no es-un texto narrativo com-puesto por una colección de historias como lo son las Escrituras,de la Biblia hebrea o los Evangelios. El Corán más bien puede describirse

13 Ibidem, pp. 181-186.

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aforístico^ constituyendo una. colección de aseveraciones que la sabiduría y voluntad de Allah. La Escritura, originalmente, significa «algo escrito» (del latín scripnisy Cuando el término se aplica al Corán, se pierde un rasgo impor­ tante de su naturaleza, es decir, su carácter predominantemente oral. La x n ism a palabra Qur’an significa «recitación» y lo que los musulmanes c o n s i d e r a n como el milagro duradero de su belleza es el resultado, en parte, de la experiencia de escuchar la palabra de Dios recitada por la voz humana. La tradición señala que el Profeta decía a su comunidad que ellos debían «embellecer el Corán con sus voces, pues la voz bella aumenta la belleza del Corán»14. La recitación del texto sagrado es un arte, .al igual que los diseños caligráficos que adornan las mezquitas y que se derivan de dicho texto. La recitación del Corán durante la ora­ ción, de acuerdo a otro dicho del Profeta, es incluso «mucho mejor que el ayuno, el cual constituye una protección contra el Infierno»15. El Libro vive oralmente en la rutina diaria de los musulmanes hasta hoy en día. Partes del Corán se incluyen en las oraciones diarias. Du­ rante el ayuno ritual del Ramadán, por la noche en las mezquitas, se re­ cita una sección del Libro durante cada uno de los treinta días del mes. Cada acontecimiento festivo o formal, como firmar un contrato matri­ monial o dar el pésame a la familia de un fallecido, está acompañado por la recitación de pasajes del Corán. Se susurran palabras del texto sagra­ do al oído de una criatura recién nacida y en el momento de la muerte de una persona. Algunas de las azoras más cortas se recitan en aconte­ cimientos especiales: la número 112, que describe a Allah en su incom­ parable Unicidad eterna, se utiliza en rezos y letanías de alabanza, y se dice que Muhammad la describió como el equivalente a un tercio de la totalidad del Corán; la 113 y la 114 se recitan para protegerse del mal; los versículos finales de la segunda azora forman una oración solicitan­ do perdón, mientras que el famoso «versículo del trono», que comien­ za, «Allah, no hay Dios, sino El, el Viviente, el Eterno» (2:255), puede ser recitado a la hora de ir a dormir para que así un guardián celestial permanezca con el que duerme hasta el amanecer.

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Un lugar especial ocupa la primera azora, llamada Fatiha, que es un-elemento-obligatorio-en-la oración ritual. Por sí misma constituye también una oración que debe ser repetida y sobre la cual hay que re­ 14 Wali al-D in M uham m ad ibn ‘Abdallah al-Jatib aLTabrizi, M ishkat al-tnasabih, trad. de J. Robson, Lahore, M uham m ad Ashraf, reed., 1 9 9 0 ,1, p. 465. 15 Ibidem, I, p. 458.

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flexionar, ya que se dice que contiene, de forma condensada, los prin, eipios fundamentales expresados en todo el Corán. Lo que sigue es una interpretación de sus siete versos realizada por el ya fallecido M ohamedAsad: En nombre de Dios (Allah), el Más Benevolente, el Dador de Gracia: 2. Toda alabanza se dirige sólo a Dios, el Mantenedor de todos los mundos, 3. El Más Benevolente, el Dador de Gracia 4. El Señor del Día del Juicio. 5. A Ti sólo te adoro, y sólo a Ti te buscamos como ayuda. 6. Guíanos por el camino recto, 7. el ca­ mino de aquellos a los que Tú has otorgado Tu bendición, no el de aquellos que han sido condenados [por Ti], ni el de aquellos que se extravían.

Desde el punto de vista de su exégesis, el pasaje podría entenderse de la siguiente manera: Allah es la única fuente y el mantenedor de la vida, y el único digno de ser alabado y adorado. Es el Señor del drama cósmico desde el principio de los tiempos, en el acto de crea-vción, al final de los tiempos, en el Día del Juicio. Desde el principio hasta el fin del drama, la humanidad necesita su guía, sin la cual el in­ dividuo o comunidades enteras se extraviarían, como de hecho se ha demostrado por la experiencia humana. Allah ha proporcionado esa guía a lo largo de la historia por medio de sus profetas, los portado­ res de sus bendiciones y de sus órdenes, enviados para advertir a sus pueblos del peligro de desviarse del camino recto. Por tanto, Allah es central en el Corán. Naturalmente, debe ser así, ya que se considera que el Libro constituye su propia expresión inmu­ table; sus primeros profetas, Moisés y Jesús, y las revelaciones que re­ cibieron expresan el «continuum» de su actividad en la historia huma­ na, que culmina en el juicio final al que todos seremos llamados. La importancia de la creencia en cada uno de estos elementos como pre­ paración para la salvación se recoge sucintamente en un versículo, el más cercano a una profesión de fe o credo: porque aquel que no cree en Dios, ni en Sus ángeles, ni en Sus revelaciones, ni en Sus enviados, ni. en el Ultimo Día, se ha extraviado, de hecho (4:136; también 2:285). Se incluye a los ángeles porque a través de ellos Allah comu­ nica sus revelaciones a los profetas, en el caso de Muhammad fue a través del ángel Gabriel. El retrato que de sí mismo hace Allah se recoge en el versículo «Allah, no hay Dios sino El, sólo El posee los nombres hermosos (20:8). Además de su esencial Unicidad, están sus atributos de per­ fección, descritos como «los nombres hermosos». Tomados del Co4\ rán, se recopilaron más tarde en una lista de noventa y nueve nombres y se utilizaron como base para la meditación. Frecuentemente, los 40

v e r s í c u l o s en el Corán terminan con un par rimado de é s t o s nombres, tal como a l-1alim al-hakim, el Conocedor, el Sabio. Estos atributos serían más tarde objeto de debate entre los sabios, se esforzaron en entender y explicar la naturaleza misma de Allah por extensión, la naturaleza de las relaciones de la humanidad con Él. Según el Libro, Él es, en aparente paradoja, completamente trascen­ dente y al mismo tiempo está tan cerca de cada una de sus criaturas como su propia vena yugular. Él es el más misericordioso y compasi­ vo (expresión con la que todas menos una de las azoras comienzan). No obstante, puede ser severo en su justo castigo. Él guía a quien quie­ re y extravía a quien desea. Con todo, dejará a una persona hacer lo que él o ella misma haya escogido. O más explícitamente, Allah no altera la condición del hombre a menos que ellos cambien su propio interior. Cuando Allah desea que la gente sufra el mal, no hay nada que pueda evitarlo (13:11). Se podría decir que el Corán no revela a Allah, sino más bien su voluntad para toda la creación. Este problema ocupará nuestra atención más adelante. Es suficiente apuntar aquí que todos es­ tos atributos se funden en la omnipotencia majestuosa de Allah, enten­ dida como una propiedad en la que están incluidas una justicia y una misericordia infinitas. Esta cualidad de «omnicidad» es la que diferen­ cia de forma más radical al Allah del Profeta de las otras deidades del panteón pagano, incluyendo su «Alto Dios».

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H istoria

Una cualidad más de Allah es la de comunicar su voluntad a la hu­ manidad a través de la misión de sus profetas. Este rol como Dios de la historia se describe en diversas partes del Corán16. Todos los rela­ tos sobre los profetas tienen una estructura similar: Dios envía a to­ dos los pueblos un mensajero que les advierte que le adoren sólo a Él, la advertencia no se tiene en cuenta y Dios los destruye de algún modo espectacular. De ahí que no fuese excepcional la terca oposi­ ción que Muhammad encontró en los mequenses. Estas historias re­ flejan el lado más oscuro de la condición humana: la facilidad con la que el hombre se aferra de manera irreflexiva a un malentendido in___terés propio.. Como consecuencia, se ofrece una verdad general, que para aquellos que desmientan nuestras aleluyas y en su orgullo las desprecien, las puertas del cielo no se abrirán; y es más difícil que ■éntren en el Paraíso que una cuerda trenzada puede pasar p o r el ojo de una aguja (7:40).

16 Especialm ente a-oras 7, 10, 11 y 26.

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De una forma general, no hay distinción entre un profeta y otro, ya que cada uno ha reconocido sólo a Allah y se ha sometido únicamente a él. La palabra empleada en este contexto ya nos es familiar: los profe­ tas eran todos muslimun, aquellos que se han sometido a Allah (2:136) Esto quiere decir que protagonistas bíblicos como Moisés o Jesús ocu­ paron un lugar junto a otros como Hud, el legendario profeta enviado a su pueblo A d, y Salih, que se apareció al pueblo histórico de Tamud, fi­ guras ambas procedentes de la tradición indígena árabe. En esta visión coránica de la historia monoteísta, la misión profética de Muhammad no era simplemente la continuación de la tradición religiosa judía y cristia­ na, sino la culminación de todas las revelaciones anteriores de Allah. Esto podría implicar que el mensaje de Muhammad se limitaba a con­ firmar todas esas revelaciones previas. Sin embargo, en el Corán se describe a Muhammad como el Sello de los profetas (33:40), lo que la tradición ha interpretado como el úl­ timo de los enviados. Visto desde esta óptica, tal vez se entienda me­ jor el Corán si se le ve como un espejo del ambiente religioso popular existente en la época en la Arabia central occidental, ambiente que comprendía una amalgama de «pequeñas» tradiciones, una especie de conjunto común de creencias y prácticas paganas y judeo-cristianas, muchas de las cuales probablemente rayaban en lo heterodoxo. Por ejemplo, tanto judíos como cristianos son criticados por algunas de sus creencias. Los primeros, por afirmar que ‘Uzair (Esdras) es el hijo de Dios (9:30) y, los segundos, por su convicción de que Jesús y Ma­ ría son deidades (5:116). Estas ideas no ortodoxas quizá formaban parte del conjunto de nociones populares asociadas a esas religiones en los tiempos de Muhammad. Esa época es descrita en la tradición is­ lámica como la «edad de la ignorancia» (al-yahiliyya). Este término aparece en el Corán no referido a un tiempo pasado, sino más bien a un estado psicológico dinámico sometido al desafío de la nueva fuer­ za moral del mensaje de Muhammad. Esta idea se refleja en el si­ guiente versículo: mientras que aquellos que se inclinan a negar la verdad albergan un pertinaz desdén en sus corazones —elpertinaz des­ dén [nacido] de la ignorancia (al-yahiliyya)—Allah otorgó desde arri­ ba su [ regalo de] p a z interior sobre su apóstol y sobre los creyentes y les dirigió hacia el espíritu de la conciencia de Dios (48:26). Este pertinaz desdén podía ser atribuido por igual a judíos, cristia­ nos y paganos. A partir de la evidencia del Corán, se desarrolló más tarde en la tradición islámica la idea de que, tras la muerte de sus pro­ fetas fundadores, tanto los judíos como los cristianos permitieron que sus escrituras fueran alteradas y, por tanto, distorsionadas, viéndose así corrompida la revelación original. Cada comunidad se consideraba a sí misma la poseedora exclusiva de la palabra de Dios. Y así: Y [tan­ to] los judíos como los cristianos dicen «Nosotros somos los hijéskfe 42

Aiiah y sus amados» (5:20). O los cristianos dicen, «El Cristo (al-maslfo = el Mesías) es el hijo de Allah» (9:30). Por otra parte, tanto los

« dios como los cristianos reclamaban exclusivamente para ellos mis­ mos la gracia de la salvación otorgada por Dios y la entrada privile­ giada en el Paraíso (2:111). Es más, cada grupo, citando sus respecti­ vas Escrituras, acusaba al otro de verdades falseadas (2:113). Por esto se advirtió y se aconsejó a Muhammad: nunca estarán los judíos, ni ta m p o co los cristianos satisfechos de ti, a menos que sigas sus propios credos. Di: «Contemplad, la guía de Allah es la única guía verdade­ ra» (2:120). Las puertas del Paraíso se abrirían sólo a aquellos que re­ conocieran esta simple proposición.

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Finalmente, el Dios de la creación y de la historia es el Dios del Último Día. Desde el principio está implícito en el mensaje de Muham­ mad un juicio escatológico: seguramente el hombre se convierte en to­ talm en te presuntuoso cuando é l se cree autosuficiente: por obligación, al Señor debéis regresar (96:6-8). El clímax de la historia cuando este mundo termine estará marcado por una agitación cósmica (81:1-14), seguida de la reunión de toda la humanidad ante Allah, el juez. Cuan­ do los paganos mequenses comprendieron esta imagen, su incredulidad fue evidente: ¿Cómo? Cuando estemos muertos y nos convirtamos en polvo y huesos, ¿seremos de verdad resucitados? ¿Y nuestros ances­ tros? (37:16-17; también 50:2-3 y 34:7). A su escepticismo sobre la re­ surrección del cuerpo se unía el asombro que les producía el hecho de que su comportamiento en este mundo pudiese tener consecuencias más allá del presente, y más aún en el mundo venidero. No hay nada más allá de nuestra vida mundanal, porque no seremos levantados de la muerte (6:29). Su error consistía en creer que el hombre era autosu­ ficiente, dueño de su propio ámbito, actitud que creaba un orgullo pre­ suntuoso frente a un destino ciego y arbitrario. El mensaje del Corán opera aquí en dos niveles: el particular y el universal. El primero describe el ambiente pagano de la época d e_ Muhammad. SÍ bien existía un claro antagonismo entre los ideales mo­ rales paganos y los que exponía Muhammad, en el Corán no hay un re­ chazo total indiscriminado hacia los primeros 17.JMás bien, se asimila­ ron muchas dé las virtudes-árabes de la muruwa, como la generosidad, el valor, la lealtad,-la. veracidad y la paciencia, aunque refundidas en

*1 17 T. Izutsu, Ethico-Religious Concepts in the Q u r’an, M ontreal, M cGill University •/ Press. 1966. El capítulo 5 trata de la islam ización de Jas antiguas virtudes árabes.

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una forma más pura y desviadas de la autoridad de la sunna tribal ha­ cia el nuevo orden moral bajo la guía y dominio soberano de Allah. Tomemos como ejemplo la virtud de la generosidad. Como un acto de caballerosidad, los árabes la consideraban prueba de nobleza genuina. Cuanto más extravagante e impulsivo era el acto, tanto más se veía realzado el honor propio. El poeta Zuhair había expresado esta idea con sencillez: «Quien haga de la generosidad un escudo para su honor hará que el honor crezca. Pero quien no se proteja de la culpa, será culpado»18. Por otro lado, el Corán condenaba todos los actos que se originaban en la vanagloria y el orgullo: ¡Oh tú que te has atenido a la fe! No quites todo el valor a todos tus actos caritativos insistiendo en tu propia benevolencia e hiriendo [los sentimientos de los necesitados], como lo hace aquel que gasta su riqueza sólo para ser visto y alabado por los hombres, y no cree en Allah o en el Último Día... Quienes actúen así no obtendrán nin­ gún provecho por todas sus [buenas] obras, porque Allah no guía a la gente que se niega a reconocer la verdad (2:264).

De esta manera, aunque sí se reconoce la generosidad como una virtud, deja de serlo si es ostentosa e irreflexivamente pródiga, di­ rigida sólo a magnificar la reputación de uno mismo en cuanto a nobleza. El camino apropiado es: creed en AUah y en Su Enviado, y gastad en otros aquello que él os ha confiado, porque aquellos de vo­ sotros que os habéis atenido a la fe y gastáis libremente [en la causa de Allah] tendréis una gran recompensa (57:7). Por tanto, la verda-, dera generosidad es un acto fundamentado en la piedad; gastar núes- ' tros recursos por el camino trazado por Allah es reconocer con agra­ decimiento su bondad al concedemos todo lo que poseemos. La verdadera nobleza está en aquel que espera la recompensa de Allah en la vida venidera. En el orden moral coránico, la nobleza contrasta fuertemente con la virtud pagana, porque ahora el más "noble de vo­ sotros a los ojos de Allah es aquel que profundamente es más cons­ ciente de Él (49:13). En el nivel universal, el Corán no sólo se dirige a la audiencia de Muhammad, sino a toda la humanidad. En otras palabras, esta au­ diencia más amplia está implícita a lo largo de todo el Libro, siendo los oyentes del Profeta un ejémplo específico de la actitud propia de una «ignorancia» (yahiliyya) general. El tono aquí es prescriptivo, di­ rigido más a reformar el alma que a instruir la mente. De principio a__ fin, el Corán describe el dualismo moral del carácter humano; esto da

1S Ibidem, p. 76.

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origen a una lucha de la que surgen las tensiones necesarias para la acción creativa de la humanidad. Cuando Allah expresó su intención de colocar a la humanidad en la tierra como su vicegerente, los ángeles en su consternación predijeron que eso sólo traería corrupción y derramamiento de sangre (2:30). Su predicción pareció cumplirse cuando Adán sucumbió a la tentación de Satán (Iblis) y desobedeció la orden de Allah de no comer el íruto del árbol de la vida eterna (2:35 y 20:120). Una vez que Adán se arrepintió sinceramente de su acto, Allah le perdonó. En la tradición islámica, a di­ ferencia de la cristiana, el género humano a partir de ahí no cargó con el peso del pecado original, necesitando por ello un salvador para redimir­ lo. Dejada a sus propias fuerzas, la humanidad vacilaría y, sin señales que la guiasen, perdería su camino. Y de ahí que las últimas palabras de Allah a Adán, antes de que éste se instalara en su morada en la tierra, fueran que, a pesar de su destierro, habría de llegar una revelación pro­ cedente de Mí. Y aquellos que sigan mi guía no necesitarán temer ni tampoco afligirse, pero aquellos que me sean infieles y nieguen nuestras aleyas están destinados al fuego y allí habrán de morar (2:38-39). Por consiguiente, el mundo está poblado por dos grupos de perso­ nas: los que creen (mu’min) en Allah y siguen su guía, y los que en su ingratitud lo rechazan (kafir). Él es quien os ha creado: y entre nosotros están aquellos que niegan esta verdad (kafir), y aquellos que creen (mumin) [en él]. Y Allah ve todo lo que hacéis (64:2). A pesar de que Allah aseguró su guía a Adán, reiterándola a lo largo de la historia a tra­ vés de sus profetas, siempre estuvo funcionando una fuerza poderosa que intentaba subvertir la capacidad del hombre para discernir entre el bien y el mal. Esta fuerza es la astuta seducción de Satán, el único án­ gel entre la hueste celestial que se negó a reconocer la superioridad de Adán y a postrarse ante él (2:34). ¿De qué modo era Adán superior a su tentador? Satán cumple su papel de seductor de form a natural, ya que es el que el creador le ha asignado en el esquema de las cosas. Por otro lado, el hombre tiene que seguir su naturaleza, que es la de acep­ tar la soberanía de Allah y la sabiduría de su guía. Aceptar lo contrario, en último término, es actuar injustamente contra uno mismo (7:33). Por tanto, la responsabilidad moral y la aceptación de las consecuencias de los propios actos pertenecen a cada individuo. La meta final para cada uno será la recompensa del Paraíso o el castigo del fuego; las potencialidades y las penalidades ofrecidas son igualmente inmensas.

R

it u a l e s , e x h o r t a c io n e s y m a n d a t o s

En la búsqueda del camino hacia la salvación, el Corán ordena la realización de ciertos actos que se han convertido en los emblemas de 45

la fe y en las expresiones de la identidad comunal. Las instrucciones para cada uno de estos denominados «pilares» del islam no son muy detalladas en el Corán. Las instituciones de la oración y de la limosna a veces aparecen juntas en el mismo contexto (13:22; 9:54). Se pres­ cribe el ayuno a los creyentes para que «puedan permanecer cons­ cientes de Dios» y ese ayuno se asocia al mes de ramadán, el periodo en el que se cree que el Corán fue revelado por vez primera (2:183184). El creyente deberá realizar la peregrinación a La Meca, pero si por alguna razón le resultase imposible hacerla, puede ofrecer en su lugar otro acto de adoración, tal como ayunar o dar limosnas, cuyo ob­ jeto es una vez más «la conciencia de Dios» (2:196). Cada uno de es­ tos cuatro rituales está subsumido bajo el pilar principal o emblema de la fe llamado shahada, el testimonio de que No hay Dios sino Allah y Muhammad es el Enviado de Allah (49:19; 48:29). Estas frases resu­ men el acontecimiento profético-revelatorio del islam, y los rituales mismos derivan de él su significado esencial, al ser la ejecución de ac­ tos obedientes de servicio ibada) y adoración al Dios Único. El Corán es principalmente un texto de principios y exhortaciones religiosas y morales que contienen la voluntad de Allah y no puede ser descrito como un compendio de leyes. Sin embargo, hay en él manda­ tos de naturaleza legal, muchos de los cuales reflejan el periodo en Medina durante el cual Muhammad construyó una comunidad basada en la religión. Por ejemplo, en cuestiones de interés dietético, a los creyentes se les ordena comer y beber lo que es licito y bueno en la tierra (2:168; 16:114), incluyendo la comida permitida a los judíos (3:93) y a los cristianos. Se aleccionó al Profeta para que divulgase las excepciones: No encuentro en lo que se me ha revelado nada que esté prohibido para el comensal que lo come, a menos que sea carroña, o sangre coagulada o carne de cerdo, porque esto es nauseabundo o una ofrenda pecaminosa sobre la que cualquier nombre salvo el de Allah ha sido invocado (6:145; también 5:3). Las bebidas embriagan­ tes (tratadas junto a los juegos de azar) fueron consideradas, al menos en un principio, simplemente como más dañinas que beneficiosas, pero más tarde fueron condenadas como obra del diablo, quien busca­ ba sembrar el rencor y la enemistad en la comunidad, para alejarla de la oración y del recuerdo de Allah (5:90-91). Se presta atención a los asuntos de negocios al tratar la prohibición de la usura y el registro de las transacciones comerciales para.evitar_luego la confusión y los ma­ los entendidos. En el Corán se reconoce la existencia de la institución de la esclavitud, “aunque a la vez se urge a los creyentes a que por su fe en Allah y en el Último Día creen las condiciones para su desapari­ ción. La piedad verdadera supone el cuidado de los desamparados de la sociedad, lo que implica liberar a los seres humanos de la servi­ dumbre (2:177; también 24:33). Finalmente, una serie de pasajes tra46

tan el área general del derecho familiar, que incluye asuntos como el m atrim onio, el divorcio y la herencia. Como estos y o tros temas sus­ citan interrogantes que requieren un tratamiento más completo, serán abordados posteriormente. El Libro comprende la voluntad y los mandamientos de Allah, tanto en la letra como en el espíritu, aunque no siempre se puede dis­ tinguir fácilmente la una del otro. Por ejemplo, la pena por el acto de robar no puede ser más clara: para el hombre que roba o para la mu­ jer que roba, cortad la mano de cualquiera de ellos en recompensa de lo que adquirieron, como castigo de Allah, porque Allah es pode­ roso, sabio (5:38). Aun siendo la letra de este mandamiento tan diá­ fana, no deja de plantearse la pregunta: ¿qué hizo la tradición de este mandato cuando los sabios se pusieron a ponderar cuál era su signi­ ficado exacto o a pensar en cuáles eran sus implicaciones si se tenía en cuenta el espíritu del texto como un todo? Otro conocido ejemplo textual es la cuestión de la poligamia. En el Corán se permite a los hombres tomar hasta cuatro esposas. La letra de la ley es simple, pero su espíritu subyacente matiza este permiso, es decir, que si tienes al­ guna razón para temer que no puedas quizá tratarlas con iguaLjus- ticia, entonces [sólo] una... (4:3). Después, en la misma azora sigue el versículo: Y no estará en tu poder tratar a tus esposas con igual justicia, por más que así lo desees (4:129). ¿Por qué en este caso la letra prevaleció en la práctica por encima del espíritu? Esta y otras cuestiones serán tratadas más tarde. Como las demás, la tradición religiosa islámica supone la acepta­ ción por parte de la comunidad de una autoridad revelada por la divi­ nidad. Es un intento por parte de los creyentes de situarse ante el To­ dopoderoso para comprender y, finalmente, soportar la carga de sus, a veces, insondables demandas. Por definición, la tradición es un proce­ so acumulativo y colaborativo. Un incalculable número de individuos contribuyeron al proceso de dar significado a la vida del creyente den­ tro de la comunidad y a la de la comunidad dentro del mundo. La his­ toria de esta empresa será narrada en los siguientes capítulos.

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II

LA FORMACIÓN DE LA TRADICIÓN

L

a c o m u n id a d h a c ia e l e s t e y e l o e s t e

Las primeras generaciones de musulmanes vivieron tiempos ex­ traordinarios. Menos de un siglo después de la muerte del Profeta en el año 10/632, los dos lugares de nacimiento de la comunidad, La Meca y Medina, se habían convertido en los centros religiosos de una amplísima extensión de territorios que iban hacia el oeste a lo largo del Norte de Africa hasta la península Ibérica1 y hacia el este hasta la Gran Muralla china. El famoso ulema Muhammad ibn Yarir al-Tabari (m. 310/923) narró este proceso de la expansión musulmana en su «Historia de los Profetas y los Reyes». En el año 92 de la nueva era musulmana (710 d.C.), al-Tabari rela­ ta cómo alrededor de 12.000 soldados cruzaron a al-Andalus desde el norte de Africa y lucharon duramente «hasta que Dios mató al rey cris­ tiano Rodrigo». Esto marcó el inicio de la presenciá musulmana en la Península, que duraría ochocientos años, hasta que finalmente fue re­ conquistada para la Iglesia de Roma. En el año 96/714, siempre según al-Tabari, se celebró en Oriente un breve encuentro entre una delega­ ción de musulmanes y el «gobernante de China». Sin embargo, este intercambio no trajo como consecuencia una presencia musulmana es­ table en la zona. De hecho, esta primera y breve reunión entre los mu­ sulmanes y los cortesanos del emperador chino sólo parece haber de­ jado a los segundos pasmados ante la apariencia de sus invitados. Vestidos con sencillas prendas domésticas blancas, calzados con san1 E spaña y Portugal m odernas. Esta región en tiem pos islám icos m edievales era co­ nocida com o al-Andalus, térm ino utilizado a lo largo de este libro a la hora de hacer refe­ rencia a la presencia m usulm ana en la Península.

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dalias y perfumados con almizcle y ámbar gris, los árabes dieron la impresión a sns anfitriones chinos de que eran mujeres. Un relato chi­ no sobre estos encuentros narra el comportamiento arrogante de los musulmanes al rehusar postrarse ante el emperador, un gesto de sumi­ sión que los musulmanes sólo podían realizar ante Allah. Aparte de al­ gún enclave de comerciantes musulmanes árabes y persas en territorio chino, no surgió una comunidad musulmana china nativa hasta mu­ chos siglos más tarde. Por el momento, no obstante, por muy ricos que fuesen los contactos e intercambios en estas primeras décadas entre los musulmanes y las distintas comunidades étnico-religiosas a lo lar­ go y ancho de Oriente Medio y el norte de Africa, la Gran Muralla chi­ na en el Extremo Oriente permaneció como algo más que una mera barrera física que impedía la entrada del nuevo orden musulmán. La tradición islámica empezó a echar sus propias raíces en la fértil tierra suministrada por la cultura de estas regiones durante el periodo de rápida expansión hacia el norte, este y oeste de la península Arábi­ ga. La tradición constituyó una respuesta compleja a una serie de de­ safíos interrelacionados. El más destacado, en un estricto sentido reli­ gioso, fue el desafío del acontecimiento profé tico-re velatorio. ¿Qué significaba en detalle el mensaje revelado por la divinidad y la vida de su Mensajero, y de qué modo cada una de estas dos fuentes (el Corán y la vida del Profeta) era relevante para las preocupaciones diarias de la nueva comunidad? Éstas fueron preguntas en las que hubo que in­ vertir mucho tiempo y un gran esfuerzo para poder darles respuesta. En este proceso, las preguntas y el debate, planteados de manera concertada y deliberada, contribuyeron en gran medida al creci­ miento de la tradición. También lo hizo la disensión violenta. Por tanto, no sorprende que la tradición refleje las corrientes y contraco­ rrientes de una miríada de puntos de vista que fueron utilizados en su elaboración. Además, la tradición reflejó el desafío al que la co­ munidad se enfrentó en su continuo revivir el acontecimiento funda­ dor. Es decir, la comunidad siguió reinterpretando dicho aconteci­ miento desde diferentes perspectivas, en circunstancias históricas cambiantes y en diferentes escenarios culturales. Así que, mientras que puede decirse que el acontecimiento profético-revelatorio mis­ mo transformó tanto la historia como las vidas de las. generaciones de musulmanes, al mismo tiempo, la tradición emergente estaba siendo moldeada por el impacto de la historia sobre la comunidad. En este capítulo sólo se puede pintar un cuadro más bien impre­ sionista de esta elaboración dé la tradición. A pesar deí esfuerzo re­ ciente dedicado a las cuestiones sobre los orígenes y el desarrollo tem­ prano de los fenómenos complejos que constituyen la tradición, los estudios modernos todavía se encuentran muy lejos de haber logrado un consenso en el «cómo», «cuándo», «dónde» y «por qué» esa tradi50.

ci ¿0 se desarrolló como lo hizo. Probablemente nunca sabremos con un grado de certeza adecuado los detalles de lo que «verdaderamente sucedió» durante, digamos, el primer siglo islámico. Esto no ha impe­ dido a los más aventureros de espíritu adentrarse, cautelosa o impru­ dentem ente, en el campo lleno de minas con el que se puede compa­ rar el conjunto de las fuentes árabes que se refieren a este periodo. Pocos de los que se han aventurado en él han salido totalmente ilesos. Mientras que esa aventura es muy tentadora para los especialistas, no se puede esperar que el lector interesado no especializado comparta ese entusiasmo aparentemente suicida de los expertos2. Por tanto, en la historia que sigue se indicarán tan sólo algunos de los hitos más im­ portantes del periodo que estamos considerando, que abarca los dos o tres primeros siglos de existencia de la comunidad. Esto se realizará, hay que decirlo, desde la seguridad de las trincheras y no adentrándo­ se otra vez en el campo minado.

A las dos primeras «generaciones» o clases de musulmanes se las recuerda en la tradición por su relación con el Profeta. Los Compañe­ ros del Profeta (sahaba) fueron los hombres y las mujeres que vivieron, trabajaron y lucharon junto a él durante su vida. Estos incluían a aqué­ llos que lideraron la comunidad tras su muerte. Abu Bakr fue el primer califa o sucesor de Muhammad, y le siguieron ‘Umar, ‘Uzmán y des­ pués Ali. Esta generación de líderes dirigió (en los años 10-41/632661) la primera etapa de la expansión musulmana en regiones muy ale­ jadas de la península Arábiga, si bien en muchos lugares el dominio árabe no estaría firmemente consolidado hasta décadas más tarde. En las principales obras históricas musulmanas, a estos líderes se les de­ nomina los Califas Rectamente Guiados (al-julqfa’ al-rashidun), un término que sugería no sólo un liderazgo modélico en cuanto ajusticia y prudencia, sino también una comunidad modélica viviendo en una Edad de Oro. Y, sin embargo, esta generación de musulmanes fue tes­ tigo no sólo de éxitos emocionantes, sino también de las primeras con­ mociones traumáticas causadas por los conflictos y divisiones internos. A la segunda «generación» se la denominó lógicamente los Suce­ sores (tabVun) de los Compañeros del Profeta. La mayoría vivieron en­ tre los años 81-107/700-725, y el más viejo murió incluso más tarde. A partir de entonces, las "sucesivas generaciones no recibieron ninguna denominación especial de mérito, aunque los individuos que, hasta nuestros días, afirman ser descendientes (ashraf) del Profeta han dis­ frutado de una. cierta dignidad dentro de sus comunidades locales. “ ~ Las tierras y los pueblos bajo dominio musulmán estaban a cargo del califa, quien gobernaba por medio de cuadros políticos y "milita-"

2 Véase el E xcursus sobre los orígenes del islam.

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res, y cuya tarea, por supuesto, incluía el control fiscal de esos terri~: torios y de sus súbditos. Los detalles administrativos del dominio mu­ sulmán, sin embargo, no forman parte de nuestro relato. Viene al caso apuntar aquí que el curso del desarrollo de la tradición islámica fue distinto al del judaismo y el cristianismo en un aspecto importante Los judíos habían recibido la Alianza de Dios mucho antes de expe­ rimentar su realización en el reino terrenal de Israel, pero gran parte de las características esenciales de la tradición entraron a formar par­ te del pensamiento judío después de la pérdida del poder terrenal pérdida que entonces tuvo que ser explicada y racionalizada por los rabinos. Por su parte, los cristianos habían luchado contra siglos dé poder imperial pagano hasta que el emperador Constantino se con­ virtió a su fe y cambió la suerte de los cristianos en este mundo, pero mucho de lo que caracteriza al pensamiento cristiano ya se había for­ mado durante el largo periodo de impotencia política de la comuni­ dad. Por lo que se refiere al islam, éste rápidamente pasó de ser una diminuta comunidad en Arabia Central a convertirse en un imperio de alcance internacional, seguro de que su derecho a dominar procedía de la divinidad. Desde el principio, se encargó a los musulmanes la ta­ rea siguiente: Obedeced a Allah, y obedeced al Enviado y a todos aquellos entre vosotros a los que se haya confiado la autoridad (4:59). Dado que las circunstancias históricas favorecieron esta empresa, la experiencia de poder y dominio modeló gran parte de lo que se co n ­ vertiría en característico de la tradición.

L A BÚSQUEDA DEL CONOCIM IENTO

Los individuos que se dedicaron a construir la tradición empren­ dieron actividades en las que cada uno excavó laboriosamente uno o más de los numerosos y ricos pozos de conocimiento abiertos por el acontecimiento profético-revelatorio. Parte de esta labor,'pero no toda, fue llevada a cabo por los musulmanes de las dos primeras generacio­ nes. Este proceso de explotación se conoció como «la búsqueda del conocimiento» (talab al-Hlm) y a las personas que se.dedicaron a esta actividad se las llamó «la gente del conocimiento» (a h ía l-‘ilm o ‘ulam a’), de donde nuestro arabismo «ulemas». Al individuo se le deno­ minó ‘alim, que en su significado más básico es aquella persona que posee cierto conocimiento ( ‘üm) de la revelación coránica y de la vida del Profeta Muhammad, así como de las contribuciones de sus Com­ pañeros más conocidos. En otras palabras, el conocimiento esencial para el culto apropiado de Allah y para la vida en sociedad. Inicial­ mente se llegó a aceptar incluso el conocimiento extraído de fuentes externas a la comunidad, tales como las.de los judíos, los cristianos y 52

otros Desde el siglo u/vin en adelante, surgieron expertos en diferen­

disciplinas relacionadas directamente con el Libro y con el Profe­ ta Estos expertos no sólo crearon ciencias auxiliares para apoyar sus preocupaciones, sino que también contribuyeron colecti­ v a m e n te a elaborar la doctrina y la práctica islámicas. Al mismo tiemhay que hacer hincapié en que la producción intelectual de estos siglos no se redujo a cuestiones religiosas. Numerosos sabios musul­ manes formados en las ciencias religiosas también dedicaron sus vi­ das a otra serie de disciplinas, como la filosofía, la medicina, la astro­ n o m í a y las matemáticas. De hecho, su labor dio lugar a un importante conjunto de conocimientos que Europa heredó gracias a las traduccio­ nes latinas de esos tratados árabes que se llevaron a cabo a partir del siglo v/xi. Los motivos que se esconden tras este urgente deseo de acumular conocimiento de naturaleza especialmente religiosa no son difíciles de imaginar. Como se dice que afirmó un sabio eminente entre los Suce­ sores, Abu Bakr ibn A bd al-Rahman ibn al-Hariz (m. 93/712), el pro­ pósito del conocimiento era obtener honor, fortalecer la fe propia y ga­ narse el favor del califa gobernante para servirle. La motivación individual también podía surgir de la propia revelación. En el Corán se repetía incesantemente que el verdadero conocimiento era el conoci­ miento religioso, que constituía en sí mismo una prueba de la fe: Allah elevará a las jerarquías a aquellos entre vosotros que se atengan a la fe y a aquellos a los que se les ha dado conocimiento (58:11). A todo ello se añadía, desde un punto de vista más general y pragmático, que había que tomar en consideración las necesidades de la umma. En la confrontación histórica de la nueva comunidad con las comunidades que la habían precedido, las ya establecidas comunidades judías y cristianas, el conocimiento por parte de los musulmanes de su propia experiencia fundadora era esencial para confirmar la fe de la propia comunidad, para hacer frente a la disensión interna vista como perju­ dicial para el bienestar de la comunidad, y para ser capaces de recha­ zar los desafíos procedentes del exterior. El contenido de ese conoci­ miento era potencialmente muy vasto, aunque finito, al englobar, como más tarde lo hizo, un amplio abanico de ciencias religiosas. Hubo sabios que reunieron muy diversos conocimientos, pero muy pocos fueron los que tenían dotes lo suficientemente excepcionales como para que se les pudiese considerar expertos en casi todas las dis­ ciplinas. En cualquier caso, tal como acabaron concluyendo los teólo­ gos, nadie podía saber todo sobre Allah. De hecho, lo más importan­ te, como ya hemos visto, era entender y luego obedecer la voluntad de Allah. Para el musulmán seglar medio con cierta formación cultural y posición social, se consideraba esencial una educación religiosa y una instrucción que incluyeran al menos cierto- conocimiento del Libro y t e s

r in c ip a f e s

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de la tradición. Los demás, las masas iletradas, al menos tenían acce«¡^ so a la recitación del Corán y a los relatos de los narradores de histo­ rias. La búsqueda del conocimiento comenzó de manera informal entre" individuos o familias, para adquirir, durante el periodo del califato de ‘Umar ibn ‘Abd al-A ziz (99-102/717-720), todas las características de un movimiento bastante estructurado. Un hecho de especial importan­ cia previo a este periodo había sido, por supuesto, la recopilación del Corán en un único volumen completo, recopilación llevada a cabo con éxito, de acuerdo con la tradición musulmana, durante el califato de ‘Uzman (23-35/644-655). Muchos problemas quedaron, no obstante sin resolver, por ejemplo, el significado de términos no familiares o de pasajes oscuros, cuándo habían tenido lugar ciertas revelaciones, y 1^ aclaración de cuestiones de importancia legal o teológica. Después, el califa A bd al-Malik (66-86/685-705), uno de los líderes más sobresa­ lientes de la rama marwaní del califato omeya (41-132/661-750), im­ puso el árabe como lengua oficial de la cancillería. Este paso hizo po­ sible que el árabe, como lengua de Dios y del gobierno, reemplazase con el tiempo a otros idiomas contemporáneos de la alta cultura (como el griego) a favor de la nueva lingua franca. Este acto oficial podría haber ayudado a estimular el estudio de la lengua árabe, pues las gra­ máticas y los diccionarios también servían claramente al propósito re­ ligioso de propiciar la comprensión del Libro. La memoria colectiva de los Compañeros del Profeta en La Meca y Medina era el lugar donde había quedado depositado el conoci­ miento religioso. A través de los contactos que mantuvieron los Compañeros entre ellos mismos y con otras personas, se intercam­ bió y diseminó lentamente la información sobre el acontecimiento profético-revelatorio. Dichos contactos e intercambios no se limita­ ron a esos dos centros. Algunos Compañeros se trasladaron a otras ciudades de los florecientes dominios musulmanes a medida que el centro político se desplazaba desde Arabia Central a t>amasco, en Siria, bajo el control de la dinastía omeya. En realidad, el creci­ miento de la cultura islámica está íntimamente ligado a los centros urbanos de la comunidad. Algunos, como Damasco^ Alejandría y Córdoba, tenían un pasado propio a menudo importante, mientras que otros, como Kufa, Basora y Bagdad, en Irak, Fustat (El Caire) ■ en Egipto, y Qairauán en Túnez,_fueron creaciones del nuevo ordenMuchos de estos últimos habían sido_en un principio campamentos militares establecidos durante el periodo de expansión, transformán­ dose gradualmente en centros de creación y diseminación cultural. En todas partes se impartía la enseñanza en los lugares de oración, la mezquita (masyid), o también en la casa de un sabio, donde se reu­ nía con un pequeño círculo (halqa) de estudiantes. La instrucción, 54

impartida en un primer momento por un Compañero o un Sucesor, á r a b e s en su mayoría, pasó a ser con una frecuencia cada vez mayor Una responsabilidad de los conversos al islam, un grupo creciente nue estaba deseoso de expandir el conocimiento que ellos mismos habían adquirido hacía poco tiempo.

L a

r ih l a

y l a p e re g rin a c ió n

Una de las características principales de este proceso fue la insti­ tución de la rihla, el viaje emprendido por estudiosos en busca de per­ sonas, dondequiera que se las pudiese encontrar, que tenían la reputa­ ción de ser fuentes de información. Se embarcaron en viajes siguiendo el espíritu de un dicho atribuido a Luqman, el sabio preislámico que había aconsejado a su hijo que «se sentase con los hombres sabios y se mantuviera junto a ellos. Allah da vida a los corazones con la luz de la sabiduría, como Él da la vida a la tierra muerta con la lluvia abun­ dante del cielo»3. Esta práctica podía haber tenido su origen en el fer­ mento cultural y espiritual que se produjo entre los árabes en vísperas del islam, tal como reflejan las historias de los hanifes al contar cómo algunos «vagaron por la tierra» en busca del verdadero conocimiento de Dios. En su biografía del Profeta, Ibn Ishaq relata que Muhammad recibió a lo largo de su vida numerosas delegaciones de tribus, instru­ yendo a sus miembros acerca de ciertas cuestiones de fe que ellos des­ pués impartieron a sus pueblos4. La siguiente historia, conservada en una de las mayores coleccio­ nes de tradiciones del siglo ni/ix, responde a este patrón de búsqueda del conocimiento. Un hombre de Medina hizo un viaje a Damasco que duró un mes para buscar al Compañero Abu 1-Darda’, al que se conocía por transmitir una tradición auténtica del Profeta. Cuando el hombre le encontró sentado en la mezquita y le explicó su propósito, Abu 1-Darda’ citó al Profeta, que dijo: Todo aquel que viaje por un camino en busca del conocimiento, Allah le hará recorrer uno de los caminos del Paraíso. Los ángeles ba­ jarán sus alas, aprobando al que busca el conocimiento, mientras que los que están en los cielos y en la tierra, y los peces en las profundi-_dades del mar, pedirán el perdón para elhombre sabio. La excelencia del sabio -sobre el devoto es como la deja luna.llena sobre las demás estrellas. Los sabios («ulama» —ulemas) son los herederos de los 3 A l-M uw atta o f Im am M a lik ib n Anas: The First Formulation o f Islam ic Law, trad, de A. Abdurram an Bewley, Londres, Kegan Paul International, 1989, p. 422. - . — 4 The.Life o f M uham m ad, cit., pp. .635.ss......

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profetas. Éstos no legaron ni dinares ni dirhámes, sino conocimiento así que aquel que lo recibe, obtiene una cantidad abundante5.

Este dicho del Profeta ilustra de manera incidental un problema de interpretación histórica inherente a las fuentes. Esa transmisión podría, efectivamente, reflejar el sentido general, si no las palabras exactas, de algo que un Compañero recordaba habérselo oído decir al Profeta. Dado el énfasis que el Libro pone en la importancia del conocimiento, no sería sorprendente que el Profeta se hubiera ocupado de forma ex­ tensa de este tema. Por otro lado, podría haber razones para sospechar que ese dicho atribuido al Profeta es en realidad el producto de un pe­ riodo posterior o que quizás haya sido meramente objeto de una falsi­ ficación: por ejemplo, la frase «Los sabios son los herederos de los pro­ fetas» podría interpretarse como un añadido posterior para justificar que los ulemas tuviesen un estatus superior al de los califas en la so­ ciedad islámica. Los estudiosos han dedicado mucho esfuerzo e inge­ nio intentando distinguir lo auténtico de lo falso en estos dichos. En cualquier caso, es importante darse cuenta de que dentro de la tradición misma los musulmanes en general defenderán esos dichos proféticos como auténticos o, en el peor de los casos, los aceptarán como fraudes piadosos, importantes, a fin de cuentas, para la edificación espiritual de la comunidad. También a otros Compañeros famosos se les buscó por su conoci­ miento; entre ellos al primo del Profeta ‘Ali ibn Abi Talib (ni. 40/661) y a su tío Ibn Abbas (m. 68/687), e incluso se consultó a miembros^ más próximos de su familia como a su esposa A ’isha (m. 58/678)' Una de las compilaciones de tradiciones más antigua que se conser­ va, la de al-Tayalisi (m. 203/818), cita transmisiones de algo así corrió" seiscientos Compañeros, lo cual sugiere que el fondo inicial de cono­ cimiento no era de ninguna manera pequeño, aunque no se contactó con todas las personas. La carrera del ulema Makhul al-Shami, que murió a finales del si­ glo primero, ilustra otro aspecto del desarrollo de la cultura religiosa de este primer periodo. Nació en Kabul, en la provincia de Sind (ac­ tualmente Afganistán), viajó ampliamente para recabar conocimiento religioso, y después se instaló en Damasco, donde emitió opiniones legales (fatawa) y transmitió el material que había recogido a otros estudiantes y estudiosos. Se dice que nunca perdió su acento extran­ jero cuando hablaba árabe. Makhul formaba parte del creciente gru­ po de conversos no árabes (mawali), procedentes de remotas provin­ . 5 Sunan-Abi Dci‘ud, edición recopilada por M uham m ad M uhyi al-D in ‘A bd al-Ham id Beirut, D ar íh y a ’ al-Turath a l-‘A rabi, s.f.), hadiz n.° 3641. El diñar y el dirham eran tipos de moneda: el prim ero de oro y el-segundo de plata.

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cias, que dejaban su marca en la emergente cultura religiosa del is­ lam. Se estaba produciendo un cambio notable en la sociedad musul­ mana, pues ésta estaba pasando de consistir en un estrato conquista­ dor de árabes, unidos por el islam, a convertirse en una sociedad de musulmanes que utilizaban la lengua árabe y habían asumido ciertos aspectos de la herencia árabe. Otra importante institución, que sirvió como punto de intercambio y diseminación del conocimiento, era la peregrinación anual al santua­ rio sagrado de La Meca. El ulema mequense Ibn Yuraich (m. 150/767) disfrutaba de una doble ventaja. Por un lado, recibía en su casa a estu­ diosos procedentes de distintos lugares de los territorios islámicos y, por otro lado, él mismo viajó al Yemen, donde enseñó a otros. En este sentido, la función de la peregrinación no se ha alterado con el paso de los siglos hasta el presente. Hacia finales del siglo primero, el conjun­ to de los transmisores, salidos de casi todos los rincones de la comuni­ dad musulmana en expansión, se había concentrado en varios grandes centros regionales: Medina y La Meca, en Arabia Central; el Yemen, Damasco y Homs, en Siria; Basora y Kufa, en Irak y en Egipto. En alAndalus, donde no había llegado ningún Compañero, este desarrollo ocurrió, por tanto, en un periodo posterior.

L a t r a d i c i ó n ( h a d iz ) e n l a T r a d i c i ó n

Un debate que todavía hoy permanece abierto es el referente a cómo f se transmitió este conjunto de conocimientos de una generación a otra. Con casi total seguridad se debieron emplear desde el principio méto­ dos orales y escritos para transmitirlo. Sin embargo, al haberse expre­ sado una temprana oposición contra el registro del conocimiento reli­ gioso (dejando aparte el Corán), la forma escrita probablemente tardó más tiempo en arraigar permanentemente (quizás al final del siglo n/vin o a comienzos del siglo lll/ix) del que hubiese sido necesario de no ha­ ber existido esa oposición. Cuando con el tiempo el sistema de trans­ misión alcanzó la madurez, se utilizaron una serie de términos técnicos para distinguir los distintos métodos: por ejemplo, el método ‘ard sig­ nificaba que un estudiante al que su profesor le hubiese enseñado una obra, ya fuera dictándosela de memoria o bien leyéndosela a partir de un manuscrito autentificado, leía luego a su profesor los apuntes que había tomado para que éste los corrigiera; después estaba el método mukataba, en el que se copiaba el texto de una obra recibida por co­ rrespondencia; el método munawala suponía que los manuscritos cam­ biaban de manos sin que se produjese su lectura oral; finalmente, el mé­ todo iyaza consistía en que un profesor proporcionaba al estudiante un certificado que le permitiese transmitir el material que él le había ense­ 57

importasen los métodos por los que el alumno lo habígí Sin embargo, ningún método garantizaba que la transmisión;? fuera exacta o, de hecho, evitaba que se pusieran en circulación falsifií.? caciones, independientemente de que éstas se hubieran cometido por motivos puramente piadosos o no. Una tradición se llama hadiz, que en sentido literal significa una his­ ñado, sin

q u e

a d q u ir id o .

toria, anécdota o narración de un acontecimiento. Se aplica el mismo término al corpus total de la literatura de la Tradición. Se suponía que cada tradición o hadiz en su forma clásica tenía dos componentes: el asunto que transmitía o sustancia de la tradición (matn ), y la cadena de transmisores (isnad) que enumeraba a las personas supuestamente res­ ponsables de comunicarla remontándose hasta la fuente original, ya fue­ se un Compañero, un Sucesor o el mismo Profeta. Dos ejemplos ilus­ trarán las formas que podía tomar un hadiz . Ambos están tomados de una obra denominada Kitab al-Muwatta’, que contiene muchas tradicio­ nes recopiladas por el jurista medinense Malik Ibn Anas (m. 179/795). El primero, que se remonta a la decisión tomada por un Compañero del Profeta, constituye un azar, término técnico con el que se denomina a las tradiciones transmitidas por Compañeros y Sucesores. {A} Malik nos informó de que al-Zuhri contó tomándolo de Sa‘id ibn al-Musayyab que: {B} Nufai‘a, un esclavo de Umm Salama, te­ nía por esposa a una mujer libre contra la cual pronunció una fórmu­ la doble de divorcio. El marido pidió un dictamen jurídico sobre la cuestión a ‘Uzmán ibn ‘Affan, quien le dijo que, al pronunciar dicha fórmula, su esposa se había convertido en prohibida para él6. El isnad {A} cita a dos personas: al famoso coleccionista de tradi­ ciones, Ibn Shihab al-Zuhri (m. 124/742), y a Sa‘id ibn al-Musayyab (m. 94/713), conocido experto en cuestiones legales. El matn {B} de la tradición recoge un caso de la fórmula «Te divorcio»; pronunciada dos veces por un marido contra su esposa. El procedimiento normal requería que la frase «Te divorcio» se pronunciase tres veces para que el divorcio se considerase irrevocable desde el punto de vista legal. Pero como el hombre en cuestión era un esclavo, el califa ‘Uzmán (m. 35/655), responsable de emitir dictámenes legales (fatawa, sing. fatwa), declaró que en su caso la fórmula doble de divorcio era suficien­ te para que la unión matrimonial se rompiese completamente. Al pa­ recer, Nufai‘a lamentó su impulsivo acto, y queriendo recuperar a su,,,-, mujer, buscó la opinión del califa, esperando que éste no hufeiese,($í~

6 El M itw atta‘ de M alik en la recensión de al-Shaibani, edit. de ‘A bd al-W ahhab ‘Abd al-Latif, El C aito, A l-M aktaba a]-‘Ilmiyya, 1979, hadices n.° 555, pp. 186, y 883, p. 314.

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Ito el matrimonio de manera irrevocable. Antes de que la terminof gía legal se estableciese, el término hadiz se aplicaba por igual a los di^hos ¿e ios Compañeros, los Sucesores y los del mismo Profeta. ; La segunda tradición es un ejemplo de lo que en terminología téc­ nica se denominó un hadiz profético (hadiz nabawi o hadiz al-nabi). {A} Malik nos informó de que Ibn Shihab contó tomándolo de Abu Bakr ibn ‘Ubaidallah, quien a su vez lo tomó de ‘Abdallah ibn ‘Umar, que el Enviado de Allah (que las bendiciones y la paz de Allah sean con él) dijo: (B } Cuando uno de vosotros coma, que lo haga con la mano derecha, y que también beba con ella, ya que el diablo come y bebe con la mano izquierda.

El isnad cita otra vez a al-Zuhri que ya apareció en la cadena an­ terior de autoridades e incluye también a Abdallah, el hijo del segun­ do califa ‘Umar. Abdallah era un Compañero con fama de tradicionistay un hombre de grandes cualidades morales, que murió en el año 73/693. A diferencia de la tradición anterior, este matn, visto desde la perspectiva actual, no parece tratar una cuestión de derecho, sino de comportamiento en la mesa o buenas maneras. Pero como trata de las seducciones de Satán, el ángel disidente de Allah, expresa la necesi­ dad de estar alerta ante el peligro que suponen. Por tanto, ambas tra­ diciones se consideraron parte de la ley religiosa del islam, sobre la que se hablará más a fondo en el capítulo siguiente. La fuente de esta segunda tradición es irreprochable: el Profeta mismo. De ahí la fór­ mula de respeto que sigue a cada mención de su nombre o título en la obra de Malik. El hadiz representa la dimensión estrictamente no eseritural o profética del acontecimiento profético-revelatorio, es decir, recoge la palabra de Muhammad diferenciándola así de la de Allah. En la primera tradición, ‘Uzmán pudo haber decidido la cuestión del divorcio de acuerdo con la costumbre prevaleciente, o bien pudo haber basado su decisión en cómo él creía que el Profeta hubiera actuado de haber estado aún vivo. De cualquier modo, se entendió que su decisión entraba a formar parte de las nuevas regulaciones de la comunidad, que uno estaba obligado a acatar. Estas dos hadices constituyen sólo una mi­ núscula parte de la Tradición, sacada a la luz durante los dos primeros siglos gracias a la labor de cientos, posiblemente miles, de personas que perseguían la misma búsqueda del conocimiento.

E

l d ic h o d iv in o

La primitiva tradición islámica conoció otro tipo especial de ha­ diz que estaba a medio camino entre el Corán y las tradiciones que 59

acabamos de describir. Éstas recibieron el nombre de hadiz. qudsfM dicho divino. Era una declaración realizada por Allah y relatada ^ el Profeta, pero que no formaba parte del Libro. La mayoría no eríS importantes para cuestiones estrictamente legales o de credo- m^¡ bien tenían que ver con la vida espiritual del creyente y con cuál de^' bía ser su relación con Allah. Tendían a ser de naturaleza didáctica" como de hecho eran numerosos hadices transmitidos por el Profeta ' sus Compañeros. Como fuente de inspiración para guiar la fe indivi dual, los dichos divinos gozaron de un favor especial en la piedad mística de los sufíes. Los dos ejemplos que damos a continuación, re-: presentativos de este tipo de tradiciones y relacionados entre sí, ha­ cen hincapié en la ilimitada misericordia de Allah: «El Mensajero de Allah dijo: Cuando Allah completó la creación, Él escribió en Su li­ bro que está con Él por encima del Trono: “De verdad, Mi compasión es superior a Mi ira”». El otro dicho es: «El Profeta afirmó: Allah dice: “Los ángeles han intercedido, los profetas han intercedido y ló¿creyentes han intercedido; ahora sólo queda que el Más Compasivo de los compasivos interceda”». De este modo, el Corán, los dichos di­ vinos y el hadiz profético forman un contínuum de revelación, en el que no resulta fácil separar la autoridad divina de la profética.

P

r e d ic a d o r e s y n a r r a d o r e s d e h is t o r ia s

El estudio del Libro en su sentido más amplio incluía prestar aten­ ción a la gramática y al léxico árabes, así como a la colección de di-, chos del Profeta, de sus Compañeros y Sucesores. Sin embargo, éstas eran tan sólo algunas de las áreas de estudio abordadas por los mu­ sulmanes del primer periodo. Sin olvidar que su aparición como dis­ ciplinas plenamente desarrolladas ocurrió más tarde. Otro grupo de individuos que contribuyó al enriquecimiento de la naciente cultura árabe lo constituían los predicadores populares (mudqkkirun) y los narradores de historias (qussas), aunque se consideraba que este últi­ mo término incluía a los dos7. Algunos qussas fueron designados para el puesto de juez, religioso (qadi). " Sus actividades, como las de otros profesores, se concentraban en la mezquita, donde narraban historias de naturaleza moralizante to-

7 En su tratado sobre los narradores de historias, Ibn al-Y aw ¿r(m . 507/1200.) define la función ele cada uno com o sigue: el qass cuenta historias del pasado; el m udakkir inferirla al pueblo de las bendiciones de Allah y le pide con fervor que L e den las gracias; el w a'iz infunde un tem or piadoso en el pueblo que ablanda el corazón. Véase la obra de Ibn al-Yawzi, Kitab al-qusm s w a'l-m udhakkirin, edit. y trad. de M. Swartz, Beirut, Dar ai-M achreq, 1986, pp. 96-98.

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p ; , s de un gran número de fuentes que incluían referencias coránimaterial cristiano y judío utilizado tal cual o, por el contrario, atiendo ese material, así como cuentos e historias preislámicas, C¿,I1Vlenguaje islámico. Es cierto que, de vez en cuando, a los qussas f Ules ¿ u s ó de, entre otras cosas, falta de conocimiento religioso se opiado y de rectitud moral, de ser miembros de grupos sectarios y, general, de dedicarse a prácticas consideradas innovadas (bid‘a), dado que se consideraba que la narración de historias no había sido rescrita en tiempos del Profeta y sus Compañeros. Muchas de estas acusaciones eran verdaderas con respecto a algunos, pero no a todos '■'¡los narradores de historias. La repulsa de un ulema empujó a un na­ dador dé historias a responder de un modo que también contenía una de verdad embarazosa. Un famoso jurista iraquí, Shu‘ba (m. 160/776 ), en cierta ocasión echó a un narrador de historias de su pre­ sencia, diciendo: «¡No transmitimos tradiciones a los qussasl». A lo que el narrador de historias replicó: «¿Por qué no? Los ulemas apren­ den de nosotros tradiciones del tamaño de la palma de una mano y las estiran al tamaño de un cúbito»8. A pesar de las críticas, los narrado­ res de historias siguieron ejerciendo una función importante como comunicadores públicos para audiencias de gente culta e inculta. El objetivo de los qussas era infundir en sus audiencias un sentido de admiración por la majestad de Allah y las bendiciones que les ha­ bía conferido, así como despertar en ellos el deseo por sus prometidas recompensas, todo ello por medio de la narración e interpretación de las historias referentes a gentes piadosas de épocas anteriores. En este sentido, fueron continuadores de una parte de la misión del Profeta (4:64; 88:21; 51:55). Su labor era encomiable si llevaban a cabo esta tarea con dignidad y con un objetivo serio en mente, pero si lo hacían buscando un efecto teatral fácil, entonces sus actuaciones quedaban expuestas a la censura. Además, de acuerdo con un sabio del siglo vi/xra, sólo una persona culta ( lalim) podía realizar esta tarea de ma­ nera apropiada, ya que su audiencia le podía interrogar sobre cualquier materia relacionada con cuestiones religiosas. También era importan­ te que poseyera un.temperamento ascético, porque tenía que dar buen ejemplo al pueblo9. Está claro que no todos los narradores de historias cumplían con estos requisitos. La probidad personal era una cualidad esencial para todos los ulemas, porque los «errores de los sabios» po­ dían .conducir a la confusión y-al desorden. Un narrador de historias, el converso cristiano Tamim al-Dari (m. aprox. 40/661), alertó sobre r iiz c a

s Ibidem, p. 181. 9 Ibidem, p. 109 inglés, p. 21 árabe. L a necesidad de hacer tal observación sugiere que Ibn al-Yawzi no estaba satisfecho con la form ación y los conocim ientos de los narradores de historias de su época.

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este peligro, diciendo que «cuando un sabio ( ‘alim) comete un pedill ante su pueblo, éste le imitará, pero mientras que el primero d IÉ Í arrepentirse de su acción, los segundos continuarán siguiendo eliSS mino pecaminoso por él iniciado»10. Se cuenta que el mismo Tamil! había aconsejado a un amigo que «tomase de su religión algo para^l mismo y le diese a ella algo de sí mismo, para que pudiese lograr 11 en el culto lo que estuviese dentro de su capacidad»11. En este con jo personal parece esconderse una verdad más profunda sobre la re ^ lidad histórica: una comunidad de individuos, en la que cada uno ace ^ ta las nuevas regulaciones tal como él o ella las encuentra, a la vez incorporan a ellas su propio entendimiento y experiencia. Ambos as ­ pectos fueron emergiendo lenta y sutilmente influenciados por el tercambio entre ellos.

S aber

y p o l ít ic a

En las páginas precedentes hemos visto algunos de los factores que dieron lugar a la formación de un amplio grupo de personas cul­ tas, conocidas colectivamente como ulemas, quienes a lo largo de los siglos fueron las responsables de la reproducción y la divulgación del conocimiento religioso en la umma. En otras palabras, fueron los transmisores y custodios de la memoria literaria de la cultura islámi­ ca. Si al principio aparecen como un conjunto no estructurado y muy diverso, es porque probablemente eso es lo que eran. No obstante/ desde el primer momento Ies unió un propósito común, a saber, sacar a la luz los misterios escondidos en el acontecimiento profético-revelatorio. Más tarde, a medida que se iban formando áreas específicas y diferenciadas de saber religioso, los ulemas en su conjunto se cons­ tituyeron en un grupo social diferenciado. No representaban ni al es­ tado ni a la sociedad, aunque sí estaban representados en ambas esfe­ ras por distintos sectores. Con el tiempo, los expertos en derecho acabaron por adquirir ma­ yor status y riqueza que, por ejemplo, los lectores del Corán o los pre­ dicadores de las mezquitas. Por otro lado, la misma profesión jurídica también estaba estratificada desde el punto de vista social y económi­ co. A pesar de esta evolución, la sociedad islámica nunca creó una je­ rarquía clerical u oficio sacerdotal institucionalizado de ningún tipo. No hay un paralelismo directo entre_las_ autoridades xeligiosas-musul-máñas y los "cargos de obispo o rabino. A menudo se ha afirmado que 10 Ibidem, p. 117 inglés, p. 33 árabe (mi traducción). Tamim fue un conversé) cnsúa*,, no de Hebrón, en Palestina. 11 Ibidem , p. 134 inglés, p. 51 árabe (mi traducción).

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iPr Itura islámica la Iglesia y el Estado están unidos. Sin embargo, g P ^ n c a ha existido una institución como la Iglesia, era inútil inuna distinción entre los dos. En el nivel personal, el estatus reliv^^de-'un individuo dependía simplemente de que él o ella se mos^ S° c o m o buenos musulmanes, aún más si eran sabios, piadosos o ^ o s El sentimiento de pertenecer a una comunidad, promovido y tado por los ulemas, se convirtió en el lazo afectivo y efectivo queuníaentre sí a los individuos. C

o n f l ic t o y c is m a

M ientras llevaban a cabo sus tareas de descubrimiento, o más bien, de recuperación del conocimiento religioso, los ulemas tendie­ ron a enzarzarse en polémicas entre ellos mismos o con otras comu­ nidades religiosas. Tampoco renunciaron a involucrarse en campañas de d isen sión política, ya que la vida del Profeta había demostrado que la esfera de lo político no era más que una extensión de la religiosa. Todos los miembros de la umma se vieron afectados de un modo u otro por las consecuencias traumáticas del asesinato del tercer califa ‘Uzmán (m. 35/665). ‘Ali ibn Abi Talib le sucedió, pero pronto se vio envuelto en una amarga disputa con el sobrino de ‘Uzman, M u‘awiya, el go-bernador de Siria. Cuando le fallaron los apoyos a A li, lo que provocó su caída, M u‘awiya le sucedió como califa en el año 40/661 y fundó la dinastía omeya, que sobrevivió hasta 132/720. El conflicto, o disensión, guerra civil (fitna), término con el que se describe en los relatos musulmanes, fue sobre todo político, pero no dejó de tener implicaciones religiosas para la comunidad. Desde en­ tonces, la umma se dividiría en función de concepciones opuestas re­ ferentes a la salvación. La mayoría, aunque con grados variables de compromiso, se puso del lado de los victoriosos omeyas y forjó la co­ rriente principal de la cultura islámica, que finalmente emergió como el islam sunní. Los perdedores, los partidarios de A li, foijaron una identidad propia que les iba a sustentar a lo largo de los siglos en su estatus de minoría religiosa.'Un estudioso moderno ha descrito el eje principal de esa identidad como una «actitud mental que se niega a ad­ mitir que la opinión mayoritaria es necesariamente la verdadera o la correcta, y que,“por él contrario, formula una defensa racionalizada de la excelencia moraLdeTafmnóría perseguida y combativa»12. Este gru­ po llegó a ser conocidocomorios shi‘íes, palabra que tiene su origen en la frase shi‘at ‘Ali, la facción de ‘Ali. Un modo de observar las di-

' 12 H. Enayat, ModerrCislamíc Política¡ Thought, Londres, Macmillan, 1982, p. 19.

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ferencias de este grupo con la mayoría sunní es en la forma en que losS¡ historiadores de simpatías shi‘íes abordan el periodo prefitna del cali ­ fato. Por ejemplo, Abu al-Abbas al-Ya‘qubi (m. 284/897) aplica la p a ­ labra «califato» tan sólo al periodo en que gobernó A li, y describe s¿; í meramente los «días» de los tres gobernantes previos Abu Bakr ‘Umar y ‘Uzman. Para los shi‘íes, sólo existe un Califa Rectamente Guiado. Con el tiempo, otro punto que separó a los sunníes de los shi4íes fue la visión del pasado que cada uno tenía. Para los shi‘íes, las generaciones más ejemplares de su historia fueron las de sus líderes los imames, los descendientes de ‘Ali, de los que la mayoría de los shi‘íes aceptaron doce. La línea se terminó al desaparecer el último imam aproximadamente a finales del siglo in/ix. Por otro lado, los sunníes veían a las generaciones de los Compañeros y Sucesores como los «ancestros piadosos» (salaf) de memoria bendita. Más radical todavía que los sunníes o los shi‘íes era un grupo que, primero, había estado entre los partidarios de ‘Ali y que más tarde abandonó su campo cuando él aceptó someter a un árbitro su disputa . con M u‘awiya. Se les conoce en la historia del islam como jawarich, o jariyíes, nombre que se convirtió prácticamente en sinónimo de re- , belión contra la autoridad establecida. Una de sus doctrinas, a la vez teológica y política, era que si una persona cometía un pecado grave debía ser excluida de la comunidad; de ahí que ellos se consideraran «pueblo del Paraíso» y vieran en todos los demás al «pueblo del In­ fierno». Aunque su impacto inicial sobre el curso de los aconteci­ mientos históricos se extinguió con el tiempo, algunas de sus ideas y actitudes nunca han perdido totalmente su atractivo. Los grupos islár micos a los que medios de comunicación occidentales son tan aficio­ nados a etiquetar indiscriminadamente como «fundamentalistas» po­ drían remontar parte de sus doctrinas a los antiguos jariyíes. En cualquier caso, cada grupo que surgió del conflicto entre ‘Ali y M u‘awiya encontró partidarios y detractores entre los ulemas, y dentro de cada grupo también había una amplia gam^ de opiniones que iban desde la moderación en ciertas cuestiones al radicalismo en otras. Cada facción podía encontrar consuelo en el dicho atribuido al Profeta según el cual, su comunidad nunca se pondría de acuerdo en un error, creyendo que éste se refería exclusivamente a su propio gru­ po. No obstante, la mayoría sunní se apoyó en otra tradición atribui­ da al Profeta para dejar claro que el suyo era el camino correcto, a sa­ ber, el dicho en el que el Enviado de Allah vaticinó que su pueblo se dividiría en setenta y dos sectas; solamente'una, entendida como re- ~ ferida a los sunníes, lograría la salvación. Por consiguiente, los ulemas sunníes, que habían solicitado y aceptado con agrado la protección política de los califas y al mismo tiem­ po se habían resistido a cualquier intento de abierto control o manipu­ 64

lación, s e dedicaron, en las décadas que siguieron a la fitna del 40/661, nrecisar quiénes pertenecían a la comunidad y cómo debían condu­ cirse sus miembros, incluyendo a los califas mismos. El

p a ra d ig m a p r o f é tic o y e l in n o v a d o r

Un concepto que se empleó en este ejercicio de autodefinición era la sunna (zuna), de donde deriva el calificativo de «sunní». El signi­

ficado literal de esta palabra es «camino» o «sendero recorrido con frecuencia», y en tiempos preislámicos se refería a las costumbres de los ancestros que formaban la base de la identidad y orgullo de cada tribu. Como término que definía la costumbre tribal tenía carácter normativo, pues definía el camino que la tribu estaba obligada a se­ guir para conservar intactos su honor y su orgullo. En el Corán, la palabra aparece con el sentido de una práctica esta­ blecida o una línea de conducta (15:13), aunque la sunna en el contex­ to del Libro adquiere un matiz religioso que no se aprecia en la visión homocéntrica del mundo que tenían los árabes preislámicos (33:38,62). En la literatura de la Tradición islámica, el término sunna aparece liga­ do al Profeta. Un famoso hadiz cuenta que, antes de que Muhammad enviase a su compañero M u‘ad ibn Yabal en calidad de juez al Yemen, le preguntó cómo tomaría sus decisiones. M u‘ad respondió que en pri­ mer lugar consultaría el «Libro de Allah»; si no encontraba solución allí, recurriría a la sunna del Profeta, y finalmente, si ello también fa­ llaba, utilizaría su propia opinión personal (ra y)13. Aparentemente, este hadiz parece anacrónico. En primer lugar, el Corán no. se terminó de escribir hasta la muerte de Muhammad y sólo se compiló una generación más tarde; además, el término sunna en principio se aplicó por igual a los precedentes establecidos por los Compañeros y a los del Profeta; y finalmente, el uso del ra y por parte de los jueces musulmanes parece que fue generalizado desde el princi­ pio. El ra’y era el juicio personal o la opinión fiable de un juez (qadi = cadí), quien, aunque tuviese en cuenta el Libro, la sunna y la práctica local, no se sentía obligado a citarlos expresamente en sus decisiones. Nada de esto es especialmente sorprendente. Pero, por otro lado, el concepto de sunna que se refiere específicamente al Profeta y el de sun­ na o práctica atribuida a sus Compañeros, probablemente fueron toma­ dos en su conjunto, y en un sentido general y abstracto, como referidos al camino seguido por la totalidad de la comunidad bajo el liderazgo SféLMófeta. A su vez, se entendió que ese liderazgo se refería a la guía

13 Sunan A bi D a ’itd, hadiz n.° 3592.

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directa que el Profeta brindó durante su vida y al recuerdo que la co­ munidad guardó de él tras su muerte. Fue el trabajo de las primeras ge­ neraciones de ulemas el que lentamente llenó de contenido esta noción general, a medida que iba cuajando la tradición. No obstante, no fue hasta finales del siglo primero cuando los jueces, además del uso continuo del r a ’y, empezaron a introducir en sus decisiones la sunna. del Profeta, apoyada ahora en algunos de los hadices disponibles de los que se podía deducir alguna cuestión legal. Al cabo de otra generación, como mucho dos, los ulemas ha­ bían conseguido con más o menos éxito limitar el significado de la sunna a la conducta normativa del Profeta. Por supuesto, la sunna profética, como se la definió más tarde, también contenía material procedente del periodo de sus Compañeros y Sucesores. Para en­ tonces, el hadiz y la sunna se habían convertido, como términos téc­ nicos, prácticamente en sinónimos, designando el primero a la for­ ma literaria que servía de vehículo o transmisor de un ejemplo de la conducta del Profeta. A pesar de este desarrollo, las tradiciones de los Compañeros y Sucesores (azar) continuaron desempeñando un papel importante, aunque secundario, frente a las tradiciones acep­ tadas como hadices proféticos auténticos. No obstante, el análisis detallado de esta etapa de desarrollo global es todavía objeto de mu­ chos debates. La adhesión a la sunna, en el sentido de precedente profético, de­ finía la pertenencia completa de un individuo a la comunidad sunní mayoritaría. El creyente común podía llevar a cabo sus actividades cotidianas cumpliendo los rituales requeridos por la fe, sin tener ne­ cesidad de poseer un conocimiento detallado del contenido de la sun­ na. Pocos prestaban atención a los errores ocasionales. Siendo realis­ tas, sólo los ulemas como grupo tenían acceso al contenido total de la sunna. Sin embargo, la reputación de un musulmán podía ser puesta a prueba duramente, si alguien creía que su conducta pública en cues­ tiones de culto, creencias o costumbres establecidas carecía del nece­ sario precedente profético. Si éste era el caso, este comportamiento se juzgaba como una innovación o b id ‘a. Comenzaron a aparecer libros sobre la bid‘a. El primer ejemplo existente de este género fue recopilado por Muhammad ibn Waddah al-Qurtubi (m. 287/900), descendiente de un no árabe que había sido comprado como esclavo y luego manumitido por su amo al haberse convertido al islam14. Nacido en la ciudad de Córdoba, en al-Anda14 E ste párrafo y los siguientes se basan en la ed., estudio y trad. de la o b rí d¿' íbh W addah, Kitcib al-bida' (Tratado contra las innovaciones), por M, I. Fierro M adrid; CSIC,1988. Véase de la m ism a autora, «Los tratados contra las innovaciones (kutub a!-bk!a‘>», D er Islam 69/2 (3992), ppp. 204-246.

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lus, ibn Waddah viajó a Oriente en dos ocasiones, visitando La Meca y Medina, así como las ciudades más importantes de Egipto, Siria, Palestina e Irak. Su vida coincidió con el periodo en que las tradicio­ nes proféticas fueron sometidas a escrutinio para comprobar si eran auténticas y recogerlas en voluminosas colecciones, que terminaron por ser aceptadas como las obras canónicas que reunían los hadices fiables. Por tanto, el breve tratado de Ibn Waddah sobre las innova­ ciones forma parte de los esfuerzos de los ulemas para alcanzar un consenso sobre las creencias y prácticas de la comunidad y de este modo protegerla de la corrupción interna. Una constante en la obra de Ibn Waddah es su lamento de que la comunidad ha caído en un estado de corrupción y degradación. Era éste un lamento escuchado anteriormente y que se repetiría a menu­ do a lo largo de los siglos. Ibn Waddah cita al respecto a dos antiguos maestros. Asad ibn Musa (m. 212/827), cuya defensa de la fe le valió el sobrenombre de «león de la sunna», decía que luchar contra la in­ novación era más importante que la realización de los rituales obli­ gatorios de la oración, el ayuno y la peregrinación. Por su parte, Sahnun ibn Sa‘id al-Tanuji (m. 240/854), de Qairauán, actualmente en Túnez, describía a los seguidores de la sunna de su época como «una solitaria estrella brillante en la más profunda oscuridad». La causa era simple: se introducían innovaciones en las creencias y prácticas de los creyentes. Se decía que el Profeta había advertido a su pueblo que llegaría un momento en que se verían afectados por «una intoxicación de ignorancia y un amor a la vida terrenal tal que les distraería de la contemplación de la venidera». Ibn Waddah no define en ningún momento en su tratado qué es bid'a, dejando que el lector deduzca su significado del contexto de las tradiciones mencionadas. Un innovador es alguien tentado por el demonio, que permite que las pasiones gobiernen su vida, que busca la fama y la fortuna, y realiza sus actos de devoción con un desplie­ gue exagerado de humildad. Algunos rituales concretos son tachados de ser en realidad innovaciones; muchos de ellos están relacionados con la oración: el uso del rosario, el levantar la voz y las manos du­ rante la oración, alteraciones introducidas en la fórmula canónica para la llamada de los fieles a orar, así como la transformación de los lugares visitados por el Profeta en santuarios a los que se acude para rezar y la celebración de festividades nó'islámicas como el Año Nue­ vo peTsa.~(naiiruz).''Los grupos que mantenían ciertas ideas conside­ radas «falsas» por «las gentes de la sunna» debían ser rechazados, especialmente aquellos que defendían ideas relativas a lo que en tér­ minos generales podría llamarse teología política. Ibn Waddah se refiere explícita o implícitamente sólo a algunos de esos grupos: los muryíes, los qadaríes y los m u4tazilíes, cuyas creencias eran lo sufi67

cientemente conocidas como para no ser necesario discutirlas. Serán' tratadas en un capítulo posterior. A pesar de trazar de esta manera la línea divisoria entre los buenos musulmanes y los innovadores, el concepto de innovación estabaenvuelto en la ambigüedad. Por tanto, su aplicación era necesariamen­ te poco consistente y arbitraria, y fue esta característica la que propició en gran medida que se pudiese debatir al respecto. Por otro lado, a un innovador no se le acusaba ni de infiel (kafir) ni de apóstata (murtadd); sino que se le seguía incluyendo entre los creyentes mientras continua­ ra rezando en dirección a La Meca. Tampoco se recomienda ningún castigo específico para el innovador en este mundo, aunque el tormen­ to en el siguiente se considera inevitable, de acuerdo con la adverten­ cia de que Allah no acepta el arrepentimiento de un innovador. El buen musulmán debe evitar siempre la compañía de un innovador. Se decía: que caminal- con un cristiano era mejor que ser visto en compañía de un corruptor de la fe. Esta actitud refleja no sólo la ausencia de una je­ rarquía sacerdotal (como ya se mencionó antes), sino también la falta de un organismo eclesiástico central con poderes para debatir y legis­ lar sobre cuestiones de fe, y para juzgar y aplicar sentencias en asuntos de heterodoxia. En un contexto islámico, la forma en que se hacía fren­ te a la amenaza representada por una persona corriente acusada de in­ novación era mediante la presión ejercida desde dentro de la comuni­ dad local en que esa persona vivía, presión que correspondía al ejercicio del precepto general de «ordenar el bien y prohibir lo reprensible». Los casos que se llevaban a juicio casi siempre correspondían a personas con relevancia social y a menudo reflejaban las intrigas políticas deL momento. Las acusaciones de «libre pensamiento» (zandaqa), de ate­ ísmo o de insulto público del Corán y del Profeta eran poco comunes, pero se trataban con mayor dureza. La actitud de los musulmanes ante la bid‘a en tiempos de Ibn Waddah podría resumirse en una tradición atribuida al Profeta y que.él cita: «Nadie inventa una bid‘a en el islam sin abandonar uns.'sumía que era mucho mejor». El tono es objetivo y realista: se advertía a la comunidad contra los peligros de la innovación. Aun así, algunas innovaciones fueron aceptadas y asimiladas en las prácticas de la comunidad. El ejemplo más famoso quizá sea la celebración del nacimiento del Profeta (maulid), introducida en Egipto durante el siglo v/xi15. Aunque originalmen-te se trataba de una festividad shi‘i, en el siglo siguiente los sunníes la ■ celebraron en Siria y en Irak. El famoso ulema egipcio Yalal-al Din al Suyuti (m. 911/1505)-escribió una larga defensa de esa práctica en,la; que cita la opinión de un antiguo juez mayor que dijo que:

!:' Véase N. J. G. Kaptein, M uham m ad’'s B irthday Festival, Leiden, E. J. Brill, 1993.

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El estatus legal de la observancia del mauíid es que se trata de una innovación de la que no hay precedente en ninguna transmisión que se remonte a los ancestros piadosos de los tres primeros siglos. A pe­ sar de'esto, contiene cosas tanto buenas como malas. Si uno se es­ fuerza en lograr las cosas buenas en esta práctica y evita lo opuesto, entonces es una innovación buena (bicTa hasana)^.

Los que se declaraban contrarios al maulid temían que las gentes se comportasen de manera reprobable durante las celebraciones, ca­ yendo en la gula y dedicándose a bailar y cantar. Desde un cierto pun­ to de vista «oficial», estas y otras manifestaciones de piedad «popu­ lar» eran tenidas por reprensibles. La comunidad, sin embargo, nunca cesó de perseverar en su esfuerzo de recuperación del espíritu de la E d a d de Oro profética. Al mismo tiempo, los ulemas admitieron que sólo la intercesión del Profeta ante Allah en el Día del Juicio podría restaurar la pureza de los primeros tiempos. Autores posteriores que escribieron tratados contra las innovaciones continuaron condenando las «desviaciones» de la sunna que se producían en su propia época. Pero, al mismo tiempo, a menudo no hicieron mención alguna de las innovaciones de periodos anteriores, como en el caso del uso del ro­ sario o «cuentas de la preocupación», que para entonces ya se había convertido en una práctica común.

C

o n v e r s o s y d im m íe s

Mientras que los ulemas creaban el escudo de la sunna y for­ jaban la espada de la b id ‘a, la comunidad de los musulmanes cre­ cía constantemente en la mayor parte de las regiones donde los primeros ejércitos árabes habían logrado afianzar sus conquistas. El crecimiento natural de los conquistadores explica parte de este incremento, pero más importante aún era el aumento en el ritmo de las conversiones al islam entre los pueblos conquistados. Los mismos ulemas estaban bien representados por conversos no ára­ bes. El ritmo de conversión no fue uniforme en las distintas regio­ nes islámicas. Durante muchas generaciones, los musulmanes cons­ tituyeron una minoría en algunas de las zonas bajo su gobierno, o en el mejor de los casos, fueron una mayoría escasa en otras zo­ nas. Por ello, no es posible hablar de una «sociedad islámica de masas» hasta aproximadamente cuatro siglos después de la muer­ te del Profeta.

16 Ibidem, p. 63.

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Como gobernantes de oíros, los musulmanes se vieron obligados ® definir la relación de su comunidad con los pueblos no musulmanes quipM estaban bajo su dominio. El principio general que regulaba esas relacu¿§ nes era que los musulmanes debían cargar con la responsabilidad