El Inca Garcilaso, traductor de culturas 9783954871520

La autora inserta al Inca en la corriente fundacional de las letras hispanoamericanas y, a la vez, sitúa su obra como av

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Spanish; Castilian Pages 336 [334] Year 2011

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El Inca Garcilaso, traductor de culturas
 9783954871520

Table of contents :
Índice
Agradecimientos
A modo de pórtico
CAPÍTULO 1. La traducción de culturas
CAPÍTULO 2. Mestizo, me lo llamo a boca llena
CAPÍTULO 3. Etnólogo avant la lettre
CAPÍTULO 4. Un Inca fi lólogo
CAPÍTULO 5. Nuestro primer gran escritor
CAPÍTULO 6. Tinku, concordia y ayni: la armonía anhelada
CAPÍTULO 7. El árbol de los imposibles: las fi suras de la utopía
Colofón
Apéndice
Cronología
Bibliografía

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El Inca Garcilaso, traductor de culturas Mercedes López-Baralt

Iberoamericana • Vervuert / 2011

PARECOS Y AUSTRALES Ensayos de cultura de la Colonia «Parecos de nosotros los españoles son los de la Nueva España, que viven en Síbola y por aquellas partes» dice Francisco López de Gómara, porque «no moramos en contraria como antípodas», sino en el mismo hemisferio. «Austral» es el término que adoptaron los habitantes del virreinatos del Perú para publicarse. Bajo esas dos nomenclaturas con las que las gentes de indias son llamadas en la época, la colección de «Ensayos de cultura de la colonia» acogerá ediciones cuidadas de textos coloniales que deben recuperarse, así como estudios que, desde una intención interdisciplinar, desde perspectivas abiertas, desde un diálogo intergenérico e intercultural traen de la América descubierta y de su proyección en los virreinatos.

Consejo editorial de la colección ROLENA ADORNO Yale University KENNETH J. ANDRIEN Ohio State University MARGO GLANTZ Universidad Nacional Autónoma de México ROBERTO GONZÁLEZ-ECHEVARRÍA Yale University ESPERANZA LÓPEZ PARADA Universidad Complutense de Madrid JOSÉ ANTONIO MAZOTTI Tufts University LUIS MILLONES Colby College CARMEN DE MORA Universidad de Sevilla MARÍA JOSÉ RODILLA Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

El Inca Garcilaso, traductor de culturas

Mercedes López-Baralt

IBEROAMERICANA • VERVUERT / 2011

© Mercedes López Baralt © Iberoamericana, 2011 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2011 Elisabethenstr. 40 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-584-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-632-2 (Vervuert) Diseño de cubierta: Carlos Zamora Diseño de interiores: Carlos del Castillo The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . A modo de pórtico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . CAPÍTULO 1. La traducción de culturas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La etnografía como corriente fundacional de las letras hispanoamericanas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Polifonía y dualidad: el precedente de fray Ramón Pané . . . .

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CAPÍTULO 2. Mestizo, me lo llamo a boca llena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Nuestro primer mestizo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. What’s in a name? Sobre la conflictiva polinomia del Inca . . 3. Proyecciones textuales del mestizaje: la escritura coral . . . . 4. Canon y marginalidad: la recepción de los Comentarios reales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 3. Etnólogo avant la lettre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. El Otro escribe su propia etnografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La cultura material andina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Tradición oral y mitos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPÍTULO 4. Un Inca filólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La curiosidad renacentista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Escribir contradiciendo: el género polifacético de la glosa . . 3. Un tratado inconcluso de lingüística quechua . . . . . . . . . . . . .

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4. La literatura incaica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. El tour de force: la traducción de la poesía quechua. . . . . . . . CAPÍTULO 5. Nuestro primer gran escritor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Le plaisir du texte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Cuentos y estampas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Camina el autor: un Inca flâneur . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . CAPÍTULO 6. Tinku, concordia y ayni: la armonía anhelada . . . . . . . . . . . . . . . 1. Tradición oral andina y neoplatonismo renacentista . . . . . . . 2. El abrazo bicultural del Inca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . CAPÍTULO 7. El árbol de los imposibles: las fisuras de la utopía . . . . . . . . . . . . 1. El Inca y la utopía andina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Garcilaso, primer autor del ciclo de Inkarrí . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Pero los escudos no detienen la desolación: la armonía imposible de los Comentarios reales. . . . . . . . . . . . 4. La escritura como intento de suturar heridas: orfandad y desdoblamientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Colofón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Apéndice . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Para Billie Jean Isbell, otra vez, y en memoria de Claudio Guillén y John V. Murra

What does the ethnographer do? He writes. CLIFFORD GEERTZ, “Thick Description: Toward an Interpretive Theory of Culture” (The Interpretation of Cultures, 1973)

Do I contradict myself? Very well, then I contradict myself. (I am large – I contain multitudes). WALT WHITMAN, “Song of Myself” (Leaves of Grass, 1855)

Vivimos para decir quiénes somos. JOSÉ SARAMAGO (Cuadernos de Lanzarote, 1997)

Agradecimientos A la hora de dar las gracias, son muchos los nombres que hay que convocar, y los primeros son los de Billie Jean Isbell y John Victor Murra. Antropólogos y amigos entrañables ambos, me iniciaron generosamente en el camino de mi vocación andinista. En esta trayectoria también han sido imprescindibles Rolena Adorno y Franklin Pease G. Y. Ya en el camino de los estudios garcilasistas, debo nombrar a Raquel Chang-Rodríguez, Christian Fernández, José Antonio Mazzotti y Max Hernández, con quienes dialogo intensamente en este libro. La deuda intelectual de los que trabajamos el tema del Inca con los maestros es impostergable; mencionemos a los imprescindibles: José Durand, Raúl Porras Barrenechea, Ángel Rosenblat, John Grier Varner y Aurelio Miró Quesada. También con admirados colegas como Enrique Pupo-Walker, Carmen de Mora, Roberto González Echevarría, Doris Sommer y Margarita Zamora. Y no debo olvidar al querido profesor que me introdujo al deleite de la lectura del Inca en la Universidad de Puerto Rico: Ángel Luis Morales. Por otra parte, quiero testimoniar mi gratitud al recordado hispanista Claudio Guillén, por animarme a emprender una edición anotada de los Comentarios reales y La Florida, y a José Carlos Rovira, hispanista sin fronteras, por permitirme dar a conocer mis trabajos más recientes sobre el Inca en Alicante y en Santander. A Klaus Vervuert, admirable editor y amigo, mi gratitud que hoy se redobla por la impecable publicación de dos de mis libros, Para decir al Otro: literatura y antropología en nuestra América y éste, que hoy ofrezco a los lectores. A su colaborador Simón Bernal va un agradecimiento especial por incorporar con tanto esmero mis sugerencias y correcciones a las galeradas del manuscrito. También doy las gracias a la Universidad de Puerto Rico, que siempre apoya mis investigaciones. En este caso, a través de descargues de tarea docente, una sabática y ayudantías de investigación. Debo mucho en

este sentido a mis ayudantes Francisco Carrillo, Ivette Martí Caloca, María Teresa Machado, Alejandro Carpio e Ivonne Piazza de la Luz. También a la que fuera directora del Departamento de Estudios Hispánicos, Carmen Ivette Pérez Marín, y al decano de la Facultad de Humanidades, José Luis Ramos Escobar. Sin olvidar a mi amigo Manuel Sánchez, que custodia la salud técnica de mi ordenador, y cuya generosidad puso la paz en una crisis para mí existencial: el cambio de mi ordenador viejo por otro modelo más reciente, con los misterios inefables de un nuevo programa. Crisis que sobrevino en el peor de los momentos, cuando corregía electrónicamente las galeradas de este libro. Y que gracias a él pudo superarse. Por último —lo que debiera estar primero—, mi profunda gratitud al apoyo de los afectos: mi madre Emma Cardona de López-Baralt, mis hermanos Clara López-Baralt, Arturo Echavarría y María Teresa Narváez, y la sangre elegida de la amistad. A mi hermana Luce López-Baralt, que, como yo, ha dedicado muchos años al estudio de la marginalidad colonial como tema literario, un agradecimiento muy especial por leer, en complicidad gozosa, fragmentos del capítulo final de este libro; me refiero a los que tienen que ver con el camino del Inca en busca de la figura paterna y la escena primaria del dolor en un recuerdo amargo de su niñez: el banquete de espárragos.

A modo de pórtico Cuando Claudio Guillén me abordó hace unos años para que colaborase en su proyecto editorial de la Biblioteca de Literatura Universal con una edición del Inca Garcilaso, no pude sino ceder a la tentación de aceptar. Pese a que la tarea que se me venía encima me parecía apabullante por su alcance: una edición anotada de los Comentarios reales y La Florida. Pero la oportunidad de estar otra vez a solas con el Inca después de tantos años de enseñarlo en clase, y a años luz de aquel primer deslumbramiento que la lectura de los Comentarios me ocasionaron de estudiante, no era para pasarla por alto. Volver al Inca. El caserón solariego de Montilla y el azul imposible del Cuzco se instalaron de manera rotunda en mi imaginación y retorné a mi primera pasión andina, tras largos años de caminar de la mano de Guaman Poma. A mediados del 2003 Espasa-Calpe dio a la luz el fruto de mi regreso al Inca, en una hermosa publicación, digna de su sello editorial. Pienso que posiblemente lo que singularice esta edición anotada de las dos obras de Garcilaso sea la perspectiva antropológica y andinista que la animó. Comienzo estas palabras liminares recordándola, pues no tardaría en convertirse, junto a otro de mis libros más recientes (Para decir al Otro: literatura y antropología en nuestra América, 2005), en germen de las reflexiones que nutren el libro que hoy les ofrezco. Aunque abordo tangencialmente otras obras de Garcilaso, he querido centrarme en los Comentarios reales. La razón es clara: el carácter etnológico de la primera parte del libro emblemático de nuestro autor. Sin perder de vista la importancia de su segunda parte, mejor conocida como la Historia general del Perú, cuyo final nos da una lección: la de la coherencia magistral de los Comentarios reales considerados en su integridad. ¿Por qué el Inca? Lo que he contado hasta aquí sólo responde la pregunta en términos anecdóticos. Quisiera ir más allá. Primero

que nada, porque se trata de un gran escritor. Su pasión por la belleza se traduce en una prosa elegante y tersa, que puede leerse como reciente. Se manifiesta en la atención que pone en la traducción del quechua. En su honda vena poética, que produce frases memorables con las que expresa pudorosamente su dolor por el coloniaje: “trocósenos el reinar en vasallaje”, “desta república, antes destruida que conocida”... También en el barthiano placer del texto que le hace interrumpir su narración para incluir cuentos cortos, modélicos del género, como aquél de la venganza de Aguirre o el otro sobre el Robinson Crusoe andino, así como estampas líricas y alegóricas. En la obsesión por la simetría, que le mueve a equilibrar la extensión de sus capítulos. Y en la creación de personajes inolvidables, como su mentor, el Inca viejo. ¿Por qué el Inca? Otra respuesta está en la modernidad de su vocación interdisciplinaria. Para rescatar la memoria del mundo de su madre, la princesa incaica Isabel Chimpu Ocllo, se convirtió en traductor, lingüista, filólogo, pero sobre todo, en antropólogo avant la lettre o traductor de culturas. Como Pané, Sahagún y Guaman Poma, sentó los cimientos de la disciplina etnológica, iluminando nociones rectoras de la cultura andina que van del orden económico y social hasta el simbólico. Pero para reescribir la conquista española del Perú, no le quedó otra que convertirse en historiador. ¿Por qué el Inca? Nada menos porque inicia el canon literario hispanoamericano. Aurelio Miró Quesada considera los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega como la obra más importante de la literatura peruana. Para Menéndez y Pelayo se trata del “libro más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito”. Aludidos por el mismo Cervantes en su Persiles, hoy los Comentarios han quedado consagrados tanto como fuente primaria para la antropología y la historia del mundo andino, como para las letras hispanoamericanas. Los abordan con confianza importantes andinistas: antropólogos como John V. Murra y Tom Zuidema, e historiadores como Raúl Porras Barrenechea, Franklin Pease G. Y. y Juan Ossio; y, con admiración, literatos del calibre de José Durand, el ya mencionado Miró Quesada, José Juan Arrom, Raquel Chang-Rodríguez, Enrique Pupo-Walker, Margarita Zamora, Roberto González Echevarría, Doris Sommer, Julio Ortega…; e incluso psicoanalistas como Max Hernández. Una de las dimensiones de los

Comentarios reales que más interés genera hoy, quizá por los continuos exilios de la posmodernidad, es la de su hibridez o biculturalidad, que han estudiado con lucidez Antonio Cornejo Polar, José Antonio Mazzotti y Christian Fernández. Pero más allá de los logros de la crítica garcilasista, quizá la consagración mayor del Inca se deba a tantos lectores entusiastas, que mantienen viva —y sobre todo joven— su obra magna, cuatrocientos años después. ¿Por qué el Inca? No sólo inicia el canon literario; también es uno de los puntales de la corriente literaria que inicia nuestras letras hispanoamericanas y que todavía palpita con fuerza, la de la traducción de culturas. Este libro se propone examinar las proyecciones del quehacer garcilasiano como traductor, no sólo de la lengua quechua, de la tradición oral andina y de la poesía incaica, sino de todo un mundo que ve en peligro de desaparecer. “Se canta lo que se pierde”, diría Antonio Machado. Pero aún hay otra respuesta a la reiterada pregunta. Y ahora hablo como puertorriqueña. El Inca está muy cerca de nosotros, no empece el aparente exotismo que los Andes puedan tener en el imaginario caribeño. Se trata de un hombre colonizado, cuyas estrategias de supervivencia y de recuperación de la dignidad, detonantes de la retórica del silencio, la entrelínea, la ironía, el tópico de la falsa humildad y, sobre todo, el arte de la glosa, producen, para emplear la frase de Lezama Lima, un singularísimo arte de contraconquista. En otras palabras, lo que Josefina Ludmer llama las tretas del débil. Para decir lo que le viniera en gana, y que la censura no lo pudiera impedir. Guaman Poma —otra maravilla andina— gritó y vociferó desde la palabra y la imagen, y lo silenciaron durante tres siglos; Garcilaso, con su sabia elegancia de humanista, dijo y desdijo, convirtiéndose en autor canónico desde su primer libro, la mejor traducción española del toscano de los Diálogos de amor de León Hebreo. Lo que me lleva a la pulsión que late tras el presente ensayo y mis otros estudios garcilasistas: la perplejidad. Me refiero a las dificultades que tuve de estudiante para aceptar las contradicciones de un cronista que celebraba a la vez el Imperio incaico y su destrucción. Dificultades que año tras año, al enseñar la obra en clase, encuentran los alumnos que por primera vez se enfrentan a ella. Hoy empezamos a entenderlas: son las contradicciones que tanto el mestizaje

como el coloniaje le imponen a la escritura del Inca, y que redundan en negociaciones descolonizadoras que harían las delicias del pensador martiniqués Franz Fanon, quien ha calado como nadie en los vericuetos psicoanalíticos de la mentalidad colonial. También deleitarían a Arcadio Díaz Quiñones, autor de un enjundioso ensayo sobre la palabra nacional puertorriqueña: bregar. La obra del Inca constituye, pues, un originalísimo arte de bregar andino: recordemos que la multifacética palabra alude, sobre todo en Puerto Rico, colonia sucesiva de dos imperios, como la llamara Luis Rafael Sánchez en La guaracha del Macho Camacho, a negociar en condiciones de inferioridad. En el caso del Inca, se trata de negociaciones convertidas con suprema maestría en materia literaria. A la vez, estas contradicciones también son la consecuencia necesaria de la difícil tarea de la traducción de culturas. Como nosotros es mestizo, y se lo llamó a boca llena, con un orgullo premartiano, precarpenteriano. Su mestizaje, como el latinoamericano, tiene mucho más de agonía que de armonía, por mucho que el ideal renacentista de la concordia pusiera sordina tantas veces a su dolor. También nos resulta conmovedora su pasión de utopía: como quien no quiere la cosa, y pese a su adhesión explícita a la conquista (de todos modos no podía dejar de ser hijo de su padre), denunció la muerte del último líder de la resistencia incaica, Túpac Amaru, como la mayor tragedia acaecida en el reino del Perú, por considerarlo el legítimo heredero del trono incaico. De ahí que sus Comentarios reales fueran prohibidos durante unos años por Carlos III, pues sirvieron de lectura inflamatoria de los ánimos rebeldes de los indios capitaneados por el segundo Túpac Amaru en su sublevación mestiza de 1780; y que hoy reconozcamos en Garcilaso uno de los autores pioneros —el otro es Guaman Poma— del ciclo de Inkarrí, que promete el regreso mesiánico del Inca rey. ¿Por qué el Inca? Porque, generosamente, convierte su propio dolor en luces alumbradoras para los demás, para emplear la afortunada frase de Eduardo Galeano, al hablar hace años del cantor uruguayo Alfredo Zitarrosa, suturando la herida nunca curada del coloniaje con el milagro de la palabra escrita. ¿Por qué el Inca? Porque nos estremece su valiente lucha contra el olvido. Tras graves humillaciones, como la del repudio de su madre, princesa incaica, por el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega,

su padre, o como la del Consejo de Indias de Madrid, que le deniega el derecho a la herencia paterna por hallar a su progenitor sospechoso de traición a la Corona, se declara Inca y construye un monumento literario al mundo materno, en peligro de extinción. Y lo hace desde la dignidad andina que aún pervive hoy, manifiesta en versos como aquéllos de un huayno quechua que rescatara Arguedas en 1946, y cuya belleza surrealista —que late en la traducción del autor de Los ríos profundos— apunta a una despedida que se quiere postergar hasta lo indecible:

Hoy es el día de mi partida. Hoy no me iré, me iré mañana. Me veréis salir tocando una flauta de hueso de mosca, llevando por bandera una tela de araña. Será mi tambor un huevo de hormiga. ¿Y mi montera? Mi montera será un nido de picaflor.

Y nada más. Desde el Caribe, los Andes no parecen tan lejanos. Mercedes López-Baralt Universidad de Puerto Rico

CAPÍTULO 1

La traducción de culturas

1. La etnografía como corriente fundacional de las letras hispanoamericanas En sus Estudios garcilasistas, Miró Quesada afirma que los Comentarios reales son, “en lo más profundo, obra de historia” (1971: 422). Me parece pertinente la afirmación si se aplicase tan sólo a la Historia general del Perú, porque en lo que concierne a los Comentarios reales, suele escapársenos el hecho de que, como tantas otras crónicas coloniales, pero sobre todo aquéllas escritas por autores nativos, sirve aún de fuente primaria para el conocimiento etnológico del mundo indígena. Apunta Miró Quesada: En una curiosa estadística, Luis E. Valcárcel ha señalado que de los 226 capítulos de la primera parte de los Comentarios reales, 58 se ocupan de economía, 38 de religión, 17 de política, 14 de organización social, 10 de arte, 7 de educación, 6 de ciencia, 4 de mito, 3 de derecho, 3 de lenguaje, 2 de técnica, 2 de magia, 1 de moral y 1 de filosofía (1971: 425).

En otras palabras, el Inca se interesa por la totalidad de su cultura; como tantos de los primeros cronistas, etnólogos avant la lettre. Convencionalmente suele situarse el origen de la etnología en el siglo xix, cuando la disciplina ingresa en la academia universitaria. Pero

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en Early Anthropology of the Sixteenth and Seventeenth Centuries, Margaret Hodgen nos alerta a la imprecisión de este lugar común, apuntando al hecho de que el estudio del hombre es uno de los temas más antiguos del pensamiento occidental. Sus fuentes más remotas se pueden remontar a la Biblia, a las Historias de Herodoto en el siglo v antes de Cristo, y, en nuestra era, a la Historia natural de Plinio y a las Etimologías de San Isidro. Pero no es hasta los Siglos de Oro cuando habrían de levantarse los cimientos de la nueva ciencia: La literatura de los siglos xvi y xvii, que sentó los cimientos de la antropología moderna, la religión comparada, la antropogeografía y otros estudios relacionados, exhibe la primera aparición de lo que hoy consideraríamos el método científico en el estudio de la sociedad y la cultura; primero, porque el motivo del entretenimiento cede al de la investigación organizada; segundo, porque formula preguntas o problemas de importancia; y, tercero, porque se preocupa por cuestiones como las del origen del hombre, la diversidad de las culturas, el sentido de las semejanzas, la secuencia de las altas civilizaciones, y el curso del proceso de cambios culturales (1964:  8; mi traducción).

Y es que el ingreso del Nuevo Mundo en el pensamiento europeo motivó una notable incomodidad que escindió a América en el rostro bifronte de la bella y la bestia desde los escritos colombinos hasta bien entrado el siglo xvi, creando, en los grabados de los libros sobre el descubrimiento y la colonización, una iconografía del Nuevo Mundo marcadamente ideologizada. Colón dio inicio a la ficcionalización del mundo recién hallado al construir el mito bipolar desde los apuntes de viaje del mismísimo día del descubrimiento, en que pinta la imagen del noble salvaje antillano asediado por otros indios más feroces que, páginas más adelante, se conocerán como caníbales. Es así como, desde los albores de nuestra América, la antropología y la literatura se dan la mano. Ahora bien, el proceso de ficcionalización de América —que también dio lugar, en el contexto del humanismo renacentista, a las utopías de Moro y Campanella— tuvo su contraparte en el relativismo cultural que abrazara Montaigne, al afirmar en su ensayo “De los caníbales”, de 1580, que “llamamos barbarie a lo que no entra en nuestros usos”; y también en el ingente esfuerzo de misioneros y cronistas por conocer la otredad americana, si bien tantas veces mo-

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tivado por la ambición evangelizadora. Esfuerzo que fundó la disciplina antropológica, como sugiere Hodgen. El primero de estos etnógrafos no fue Colón, cuya “otra hazaña”, más allá del decubrimiento, fue la de literaturizar el Nuevo Mundo, como lo señalara en su momento José Juan Arrom. El primero fue fray Ramón Pané, quien, al afirmar en su Relación acerca de las antigüedades de los indios, de 1498, “[p]orque yo lo he visto en parte con mis ojos, bien que de las otras cosas conté solamente lo que había oído a muchos, en especial a los principales, con quien he tratado más que con los otros” (1988: 24), apuntó a su rol como etnógrafo avant la lettre: aquél que realiza una descripción cultural del otro a partir de la convivencia y la observación, y que con su atento escuchar transcribe la tradición oral de la sociedad estudiada. Pané anticipó en cinco siglos un requisito esencial de la antropología moderna, que puso en boga desde la década del veinte del pasado siglo el polaco Bronislaw Malinowski: la inmersión en la cultura estudiada a través del aprendizaje de la lengua, de la convivencia por un tiempo razonable y de la observación de primera mano. Hoy lo llamamos trabajo de campo. Si Pané fue el primero, el que inauguró la metodología más científica de indagación etnográfica, fue fray Bernardino de Sahagún, quien a partir de 1558 emprendió una labor de veinte años para codificar, en su Historia general de las cosas de Nueva España, el ingente conocimiento de la cultura azteca que recibiera de sus informantes y dibujantes indígenas de Tepepulco (Tezcoco), Tlatelolco y México. No fue el primero en México, pero no cabe duda de que fue el más importante. Luis Nicolau D’Olwer describe así su modernísima metodología: Después de madura reflexión y análisis minucioso, Sahagún formula un cuestionario “minuta” —como él dice— de todos los tópicos referentes a la cultura material y espiritual del pueblo azteca, como base de la encuesta que se propone realizar. Selecciona luego a los más seguros informadores: ancianos que se formaron bajo el antiguo imperio y vivieron en él sus mejores años —capacitados, por tanto, para conocer la tradición— y hombres probos, para no desfigurarla. Les pide sus respuestas en la forma para ellos más fácil y asequible, a la que están acostumbrados: con sus pinturas indígenas; se esfuerza en provocar una repetición de los mismos concep-

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tos, pero con diferentes giros y vocablos. Por fin, contrasta y depura las informaciones, de una parte con los tres cedazos de Tepepulco, Tlatelolco y México; de otra, con los trilingües del Colegio de Santa Cruz, que fijan por escrito en náhuatl el significado de las pinturas y que, en romance o en latín, lo pueden precisar. De esta manera nuestro autor, como observa Jiménez Moreno, “seguía, sin saberlo, el más riguroso y exigente método de la ciencia antropológica” (citado por León-Portilla, 1974:  8).

Los cuestionarios administrados por Sahagún a sus informantes abarcaban los más diversos temas de la cultura azteca, que luego darían lugar a los doce libros de su Historia novohispana: deidades, ritos, mitos, calendarios, agüeros, oraciones, discursos didácticos y preceptos de los ancianos, ciclos temporales, el gobierno de Tenochtitlán, clases sociales, flora, fauna, y finalmente, una narración indígena de la conquista de México. Parecida amplitud de criterio muestra la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, redactada hacia mediados del xvii. Historiador del descubrimiento, la conquista y la colonización del Nuevo Mundo, a la vez que naturalista y etnógrafo, este primer cronista oficial del reino basa su descripción de América en la observación directa, “ascendiendo a la condición de verdadero antropólogo”, como dijera Pérez de Tudela Bueso en la introducción a la edición de 1959 de su crónica, refiriéndose a su respeto por la diversidad cultural. Oviedo se sitúa así ante al aborigen del Nuevo Mundo: Pero a estos indios, acá tan desviados de todo lo escripto, ¿quién diremos que les mostró todas esas diferencias en sus repúblicas, guardadas con tanta humildad a sus superiores e con tan perseverante costumbre? Yo sospecho que la natura es la guía de las artes, e no sin causa suelen decir los florentines, en un su vulgar proverbio: Tuto il mondo e como a casa nostra. Y así me parece, en la verdad, que, de muchas cosas que nos admiramos en verlas usadas entre estas gentes e indios salvajes, miran nuestros ojos en ellas lo mismo, o cuasi, que habemos visto o leído de otras nasciones de nuestra Europa e de otras partes del mundo bien enseñadas (citado por Pérez de Tudela Bueso en su edición de Oviedo, 1959: I, CL).

Con la misma ambición totalizadora de Oviedo, pero con pretensiones de reivindicar al aborigen, el padre Las Casas —su con-

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temporáneo, y también testigo ocular de los hechos— escribe su Historia de las Indias, verdadera “antropología de la esperanza”, en palabras de Pérez de Tudela Bueso. Pero no será hasta la aparición de los primeros cronistas indios o mestizos que emerja la visión de los vencidos, para emplear el término que acuñara León-Portilla en un importante libro de la década del sesenta del siglo pasado. Éstos esgrimen no sólo el testimonio de primera mano, sino el conocimiento cabal de la cultura y la lengua de un mundo “antes destruido que conocido”, como nombrara amargamente al imperio de sus ancestros maternos el Inca Garcilaso. Este género híbrido, entre literario y antropológico, que he nombrado como la traducción de culturas, no sólo abre las letras hispanoamericanas, sino que repercute en la literatura contemporánea. En un libro reciente —Para decir al Otro: literatura y antropología en nuestra América (2005)— examinaba el carpenteriano viaje a la semilla1 de nuestra literatura del siglo xx, que la lleva a reescribir los discursos fundacionales de las crónicas de Indias y de nuestros mitos indígenas, proyecto que la acerca a la antropología. Partía de la premisa de la traducción de culturas como gesto fundacional de nuestras letras, que con el tiempo habría de tornarse en una tradición literaria que no nos abandona aún. Y es que la empresa que asumió hacia 1495 fray Ramón Pané, cuando por encargo de Colón comenzó su descripción cultural del mundo taíno, tuvo repercusiones que trascienden el ámbito de la literatura colonial, cuyos cronistas también fungieron como etnógrafos: Oviedo, Las Casas, el Inca Garcilaso, Sahagún, Guaman Poma... En el siglo xix son notables los esfuerzos tanto por reescribir el pasado aborigen (la novela indianista), como por consignar literariamente la autoctonía criolla (el caso de la poesía gauchesca). Pero no es sino hasta el siglo xx cuando vuelve a emerger con fuerza la vocación antropológica de nuestras letras, cuando tanto la vanguardia y la posvanguardia poéticas como las narrativas indigenista y de lo real maravilloso inciden en

1. Para aludir a la reescritura contemporánea de los textos coloniales, tomamos la metáfora que da título a un relato de Alejo Carpentier en Guerra del tiempo, de 1956.

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el viaje a la semilla que nos devuelve el gesto originario de consignar la tradición oral de culturas no europeas. Es el caso del negrismo del puertorriqueño Luis Palés Matos y del cubano Nicolás Guillén, de las novelas indigenistas de los peruanos Arguedas y Scorza, y del realismo mágico, cuyo asedio de la otredad va de los maya-quichés (Miguel Ángel Asturias) a la africanía de Haití (Carpentier). Piénsese también en Piedra de sol de Octavio Paz, que reescribe el tiempo cíclico de la leyenda de Quetzalcóatl; y en dos libros de ambición totalizadora, en tanto recrean mitos de diversas culturas precolombinas: el Homenaje a los indios americanos de Ernesto Cardenal y el primer volumen de la trilogía de Eduardo Galeano, Memoria del fuego: los nacimientos. Ésta es, pues, la tradición en la que se inserta el autor mestizo que nos ocupa. En El Inca Garcilaso, traductor de culturas, asedio las diversas dimensiones de la traducción que asume el Inca Garcilaso en la más importante de sus obras, los Comentarios reales, considerados en su integridad.2 Y digo traducción de culturas, en plural, porque Garcilaso no sólo traduce el mundo incaico ante los ojos europeos, sino que lleva a sus lectores mestizos el bagaje cultural de la tradición renacentista que ya ha hecho suyo. Para ello antes tuvo de andinizar la cultura europea, es decir, traducirla. He comenzado hablando del género fundacional que contextualiza a los Comentarios, y a continuación me detendré en el primer esfuerzo etnográfico que le sirve de paradigma: la relación de fray Ramón Pané sobre la cultura taína. A ello le siguen unos apuntes sobre la biografía del Inca, los avatares que le impuso su condición de mestizo, y las huellas de la hibridez en su escritura. Continúo con su vocación de antropólogo avant la lettre. Con el propósito de confrontarlos con los hallazgos de la antropología andinista contemporánea, identifico numerosos pasajes de la primera parte de los Comentarios —la de 1609— que describen importantes nociones de la cultura andina, y que operan en diversos campos: la economía, la política, la comu-

2. A lo largo de este libro citaré los Comentarios reales por mi edición de 2003. Aludiré a sus libros en números romanos y a sus capítulos en números arábigos, para que el lector pueda escoger la edición que prefiera para cotejar las citas. La segunda parte de los Comentarios (Historia general del Perú) la citaré de la misma manera, por la edición de José Durand (1962).

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nicación y las artes. Luego exploro el perfil del Inca como filólogo, lingüista y traductor, examinando sus disquisiciones en torno a su vernáculo, el quechua, sus aportaciones como traductor de la poesía incaica, y sus reflexiones en torno a los distintos géneros literarios de la tradición oral incaica. Pondero el abrazo bicultural que supone la obra del Inca al examinar el diálogo entre la noción neoplatónica de concordia y las nociones andinas de tinku y ayni. Me detengo en las estrategias textuales que lo convierten en nuestro primer gran escritor. Y, al estudiar las relaciones entre traducción y utopía, propongo a Garcilaso como el primer autor del ciclo de Inkarrí. Tras examinarlo como historiador y mitógrafo, termino ponderando los resquicios por donde el dolor asoma tras su serenidad proverbial, y exploro cómo la escritura intenta suturar las heridas impuestas por el coloniaje.

2. Polifonía y dualidad: el precedente de fray Ramón Pané La polifonía que resulta de la voluntad etnográfica de los Comentarios reales, tema que abordaremos en el tercer capítulo de este libro, tiene un antecedente importante en el texto fundacional de las letras hispanoamericanas. Y no me refiero al Diario de Colón, con toda la importancia que tiene, sino a nuestro primer texto mestizo, la Relación acerca de las antigüedades de los indios, de fray Ramón Pané (1498). Se trata del informe que le encarga el Almirante al fraile que lo acompaña en su segundo viaje al Nuevo Mundo, sobre las creencias de los indígenas de La Española. A la vez el primer tratado etnográfico sobre América y el primer documento en recoger el diálogo entre el Nuevo y el Viejo Mundo, el relato del humilde fraile jerónimo constituye no sólo el texto fundacional de nuestras letras, sino la piedra angular de la antropología moderna. Debemos a José Juan Arrom una magnífica edición anotada de la Relación (1988) y un estudio etnohistórico que confronta los mitos taínos con las fuentes arqueológicas: Mitología y artes prehispánicas de las Antillas (1975). Ricardo Alegría (Apuntes en torno a la mitología de los indios taínos de las Antillas mayores y sus orígenes sudamericanos, 1978) y la autora de estas líneas (El mito taíno, 1977, 1985, 1991) han trazado el parentesco cultural entre la mi-

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tología amazónica y la arahuaca insular o taína que transcribe Pané, mientras que Eugenio Fernández Méndez (Art and Mythology of the Taino Indians of the Greater Antilles, 1972) y Osvaldo García Goyco (Influencias mayas y aztecas en los taínos de las Antillas Mayores: del juego de pelota al arte y la mitología, 1984) han atendido en el texto las manifestaciones del contacto entre las Antillas y Mesoamérica. En Encuentro con la mitología taína (1992) y Taínos y Caribes: las culturas aborígenes antillanas (2003), Sebastián Robiou Lamarche indaga las connotaciones astronómicas de los mitos taínos. En Para decir al Otro he estudiado tanto los mitos consignados por Pané en su relación, como su labor polifacética como etnográfo avant la lettre, traductor, filólogo y editor de la tradición oral que recibe de los indios taínos. Y es que el texto de Pané, inserto en un género —la relación—, que comparte la vocación antropológica de la crónica indiana, exhibe una dualidad que ha inhibido considerablemente su consideración literaria. Con ella no aludo a dos autores individuales, sino a dos posturas culturales que producen dos textos distintos. El texto de Pané incluye tanto la narración de mitos taínos como las observaciones que hace el fraile —en calidad de etnógrafo novel— sobre el mundo ritual antillano. Esto quiere decir que, aunque Pané sea el autor explícito de la crónica, hay un autor secundario, colectivo: el pueblo taíno, que produce los mitos que los informantes le recitan o cantan. Porque Pané, más que resumir estos relatos, intenta transcribirlos, pese a las obvias limitaciones impuestas por la traducción, la distancia cultural y el fragmentarismo que aqueja alguno de los mitos: Y como no tienen letras ni escrituras, no saben contar bien tales fábulas, ni yo puedo escribirlas bien. Por lo cual creo que pongo primero lo que debiera ser último y lo último primero. Pero todo lo que escribo así lo narran ellos como lo escribo, y así lo pongo como lo he entendido de los del país (1988: 24).3

Pané distingue explícitamente las dos dimensiones del relato, la observación de primera mano y la transcripción de areitos:

3. Cito por la edición de José Juan Arrom.

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Porque yo lo he visto en parte con mis ojos, bien que de las otras cosas conté solamente lo que había oído a muchos, en especial a los principales, con quien he tratado más que con los otros. Pues, lo mismo que los moros, tienen su ley compendiada en canciones antiguas, por las cuales se rigen, como los moros por la escritura. Y cuando quieren cantar sus canciones, tocan cierto instrumento, que se llama mayohabao… A su son cantan las canciones, que aprenden de memoria; y lo tocan los hombres principales, que aprenden a tañerlo desde niños y a cantar con él según su costumbre (1988: 24-25).

El pasaje anticipa en cinco siglos la definición que Malinowski hace de todo corpus mítico como un código de reglamentación social. Por lo pronto valga observar cómo la España de los Reyes Católicos no puede concebir la otredad americana sin aludir a la alteridad conocida en su propio suelo, la musulmana. Tan exóticas resultaron las recién descubiertas islas para los europeos, que en su Cántico espiritual San Juan de la Cruz no vaciló en convocar el misterio de la unión mística con la frase de las ínsulas extrañas.4 Me refiero a la estrofa que registra el encuentro entre la amada (el alma) con el Amado (Dios): Mi Amado las montañas los valles solitarios, nemorosos, las ínsulas extrañas los ríos sonorosos el silbo de los aires amorosos. (1991: II, 15-16)

Aunque Pané confiesa, al inicio de su relación, que su propósito no es otro que el de dar testimonio del mundo de las creencias de los taínos, con su panteón y sus ritos, los relatos que transcribe y traduce de boca de sus informantes consignan datos importantes acerca de la sociedad y la cultura de estos arahuacos insulares. Así, nos enteramos por el mito que cuenta que el héroe Yaya anda por sus conucos (sembradíos de yuca), que ya había un conato de agricultura intensiva en la cultura taína. Más aún: de la narración del rito sagra-

4. Curiosamente, aún hoy en Puerto Rico nombramos la otredad espacial última con un derivado de la frase “las ínsulas”, al aludir al límite de la lejanía con palabras como “eso está por las sínsoras”.

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do de la cohoba (el alucinógeno taíno) a cargo de Bayamanaco en la soledad de su bohío; de la descripción que hace Pané de los “señores principales”, entrenados desde pequeños a memorizar los mitos y cantarlos en un contexto ritual; de las distintas tareas de los taínos que salen de la cueva Cacibajagua (unos pescan, otros recogen hierbas, otros supervisan a los que trabajan); y de la pugna por el cacicazgo (Guahayona ahoga al cacique que lo precede, Anacacuya, en un golpe de Estado avant la lettre que culmina en su propia instalación como cacique); podemos inferir que el mundo arahuaco comenzaba a evolucionar. Había ya un conato de clases sociales, el culto daba señales de centralizarse, y ya algunos indígenas, dedicados a él, podían librarse de las tareas productivas. Es decir, que la sociedad taína hacía sus tanteos para convertirse, de sociedad tradicional, en Estado: aquel nivel de desarrollo caracterizado por la jerarquización de la sociedad en clases, por la centralización política y religiosa, por la intensificación de la agricultura, que produce el excedente de alimentos que permite la especialización ocupacional, y que, a su vez, privilegia a algunos miembros de la sociedad, liberándolos del trabajo productivo… Lo antedicho confirma el carácter etnográfico del relato, como también lo hace el hecho de que la relación de Pané, si bien breve, exhibe una indiscutible ambición totalizadora. Podemos inferirla de los mitos que elige Pané para traducirlos y transcribirlos y del orden que les da. La coherencia del corpus mítico es admirable: comienza por el alpha de la cultura taína, es decir, del mito de origen de sus habitantes, y termina con su omega: la descripción del trasmundo o el reino de la muerte (lo que remata el fraile un poco más adelante, al recordar la profecía de Yocahú, la deidad principal del panteón arahuaco, sobre el Apocalipsis que sobrevendría a las islas antillanas con el advenimiento de “una gente vestida” que “los habría de dominar y matar”. Por otra parte, la voluntad totalizadora de Pané se evidencia cuando ponderamos los mitos más destacados de su relación, pues se trata de los cuatro temas más importantes de la cultura humana, a través de su diversidad infinita a lo largo de los parámetros del tiempo y el espacio: el tema metafísico del origen y el destino del hombre (el mito del nacimiento de los taínos y el reino de la muerte), el tema de la reproducción de la vida (el mito del acceso a la pubertad de muchachos y muchachas en el relato del pájaro car-

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pintero que convierte a las niñas en mujeres), el tema de la producción del alimento (el mito de la conquista del cazabe; también el del nacimiento del mar y los peces de la calabaza de Yaya rota por Deminán y sus hermanos), y el tema del orden social y político, que reglamenta el consumo y distribución de los alimentos (el mito de la instalación de Guahayona como cacique). Si bien decíamos que las dos dimensiones del relato de Pané —la oralidad de los mitos que le narran sus informantes y las intervenciones del autor, en calidad de antropólogo novel que escribe su etnografía— están marcadamente escindidas en el texto, también es verdad que las dos voces de la autoría dual (la anónima, colectiva, indígena y la individual, europea, de un autor cuyo nombre conocemos) coexisten dentro de los capítulos dedicados a la transcripción de mitos. Porque Pané no sólo funge de etnógrafo, sino de traductor, de filólogo, incluso de editor de la tradición oral que recoge. Cada mito que narra está intervenido por su voz autorial de muchas maneras. Su marca editorial deja huellas visibles en el corpus mítico que recoge la Relación; la más evidente está en el hecho de que éste apunta a la totalidad al enmarcarse entre un alpha y un omega, como ya vimos. Pero aun cada mito resulta polifónico. Porque se trata de palabra hablada mediada por la escritura, y porque la constante intervención autorial revela la intención de Pané de domesticar la tradición oral arahuaca. Las interrupciones filológicas y etnográficas pretenden hacerlo inteligible, las citas directas le dan dinamismo y las glosas metaliterarias lo devalúan como proyecto ideológico. Es curioso constatar cuál es el tema que más presencia editorial manifiesta y, por ende, el que mayor incomodidad le causó al fraile. Se trata del paraíso taíno, aquel bosque de guayabas donde los muertos comían del fruto sagrado antillano y se acostaban con los vivos, gozando de una eterna fiesta. El mito ocupa los capítulos XII y XIII: Creen que hay un lugar al que van los muertos, que se llama Coaybay, y se encuentra a un lado de la isla, que se llama Soraya. El primero que estuvo en Coaybay dicen que fue uno que se llamaba Maquetaurie Guayaba, que era señor del dicho Coaybay, casa y habitación de los muertos (1988: XII, 21-22). Dicen que durante el día están recluidos, y por la noche salen a pasearse, y que comen de cierto fruto, que se llama guayaba, que tie-

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ne sabor de (membrillo), que de día son... y por la noche se convertían en fruta, y que hacen fiesta y van juntos con los vivos. Y para conocerlos observan esta regla: que con la mano les tocan el vientre, y si no les encuentran el ombligo, dicen que es operito, que quiere decir muerto: por eso dicen que los muertos no tienen ombligo. Y así quedan engañados algunas veces, que no reparan en esto, y yacen con alguna mujer de las de Coaybay, y cuando piensan tenerlas en los brazos, no tienen nada, porque desaparecen en un instante. Esto lo creen hasta hoy. Estando viva la persona, llaman al espíritu goeíza, y después de muerta, le llaman opía; la cual goeíza dicen que se les aparece muchas veces tanto en forma de hombre como de mujer, y dicen que ha habido hombre que ha querido combatir con ella, y que, viniendo a las manos, desaparecía, y que el hombre metía los brazos en otra parte sobre algunos árboles, de los que quedaba colgado. Y esto lo creen todos en general, tanto chicos como grandes; y que se les aparece en forma de padre, madre, hermanos o parientes, y en otras formas. El fruto del cual dicen que comen los muertos es del tamaño de un membrillo. Y los sobredichos muertos no se les aparecen de día, sino siempre de noche, y por eso con gran miedo se atreve alguno a andar solo de noche (1988: XIII, 22-24).

No es de extrañar que en este relato Pané extreme su control editorial, ya que es el más peligroso de todos: la esperanza de vida en el trasmundo por parte de un pueblo infiel. Recordemos sus intervenciones textuales en este caso: Mito del paraíso taíno - Comienzo con indicador de tradición oral: tercera persona, enjuiciadora: “Creen que” - Indicador de tradición oral: “dicen que” - Interrupciones filológicas: Coaybay, guayaba, operito, goeíza, opía. - Indicador de tradición oral: “dicen que” - Indicador de tradición oral: “dicen que” - Indicador de tradición oral: “dicen que” - Comentario enjuiciador con indicador de tradición oral: “Esto lo creen hasta hoy” - Indicador de tradición oral: “dicen que” - Comentario enjuiciador con indicador de tradición oral: “Y esto lo creen todos en general” - Indicador de tradición oral: “dicen que” - Final: tercera persona, enjuiciadora: “Y los sobredichos muertos no se les aparecen de día, sino siempre de noche; y por eso con gran miedo se atreve alguno a andar solo de noche”.

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El comentario final desmiente el mito, y nos remite a otro pasaje parecido al final de la introducción de la relación del fraile: “Y creen que los muertos se les aparecen por los caminos cuando alguno va solo; porque, cuando van muchos juntos, no se les aparecen. Todo esto les han hecho creer sus antepasados; porque ellos no saben leer, ni contar, sino hasta diez” (1988: 4-5). Pero hay más: la proliferación del indicador de tradición oral, “dicen que” —que figura en el corto pasaje nueve veces, seis como “dicen” y tres como “creen”—, trasciende el prurito etnográfico del fraile, y apunta al hecho de que está narrando creencias y no realidades; más aún: creencias falsas. Al final de la relación queda claro el propósito que anima la devaluación textual de los mitos indígenas que Pané consigue con sus prácticas editoriales: legitimar la evangelización del arahuaco insular por la fuerza. Así lo cuenta el fraile: Digamos ahora cómo se hicieron cristianos los primeros que recibieron el santo bautismo y lo que es necesario hacer para que se hagan todos cristianos. Y verdaderamente que la isla tiene gran necesidad de gente para castigar a los señores cuando son merecedores de ello (y) dar a conocer a aquellos pueblos las cosas de la santa fe católica y adoctrinarlos en ella; porque no pueden y no saben oponerse. Y yo puedo decirlo con verdad, pues me he fatigado para saber todo esto, y estoy cierto de que se habrá comprendido por lo que hasta ahora hemos dicho; y a buen entendedor, bastan pocas palabras. Los primeros cristianos en la isla Española fueron, pues, los que arriba hemos dicho, a saber, Naboría, en cuya casa había diecisiete personas, que todas se hicieron cristianas, con darles sólo a conocer que hay un Dios, que ha hecho todas las cosas, y creó el cielo y la tierra, sin que otra cosa se discutiese ni se les diese a entender, porque eran propensos a creer fácilmente. Pero con los otros hay necesidad de fuerza y de ingenio, porque no todos somos de una misma naturaleza. Como aquellos tuvieron buen principio y mejor fin, habrá otros que comenzarán bien y se reirán después de lo que se les ha enseñado; con los cuales hay necesidad de fuerza y castigo (1988: 48).

Un castigo que consigna Pané fue terrible: el hermano de Colón, Bartolomé, como su lugarteniente en La Española, mandó a quemar públicamente a seis hombres de Guarionex por sembrar algunas imágenes cristianas en la tierra y orinarse en ellas para propiciar la cosecha, como solían hacer con las piedras (cemíes) que representaban a sus deidades agrarias.

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Como hemos podido comprobar, la traducción es siempre una etnografía, una visión del Otro. Mediación que en el caso de fray Ramón Pané se torna múltiple: traslación de códigos, traducción lingüística, edición de textos, comentario filológico, descripción etnográfica; y que logra dos metas intencionales. La primera, explícita: cumplir con el mandato de Colón de informarle acerca de las creencias de los indios de La Española. La segunda, implícita en su condición de fraile y colonizador: restarle méritos a dichas creencias, presentándolas como fábulas de gente primitiva y engañada por el demonio. La devaluación de los mitos es una manera quizá inconsciente del fraile de satisfacer el deseo colombino expresado en los apuntes del Diario del 12 de octubre de 1492: Ellos deven ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dizen todo lo que les dezía. Y creo que ligeramente se harían buenos cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían (Colón, 1982: 31; mis itálicas).

Si los mitos narrados son disparates, entonces puede hacerse tábula rasa del pensamiento indígena para imponer la evangelización. Ahora bien, dicho esto, hay que ver la otra cara de la moneda: los logros no intencionales del informe de Pané. Como todo texto importante, la Relación acerca de las antigüedades de los indios está marcada por la ambigüedad. Es cierto que degrada las creencias taínas, pero a la vez las preserva en un corpus que constituye nuestro Popol Vuh antillano. Esta ambigüedad no debe resultarnos extraña, pues se dio una y otra vez durante la empresa colonizadora: basta recordar que un notorio extirpador de la idolatría en el Perú, el padre Francisco de Ávila —de cuya crueldad se queja amargamente Guaman Poma en su Nueva coronica i buen gobierno, de 1615— conservó el único corpus textual de mitos quechuas prehispánicos que conocemos, el manuscrito de Huarochirí, traducido siglos más tarde por José María Arguedas como Dioses y héroes de Huarochirí (1966). Muchas veces pionera (segundo texto escrito en español en el Nuevo Mundo, primero en consignar el acto de comunicación entre el europeo y el indígena, primer tratado antropológico sobre América y nuestro primer texto culturalmente mestizo), la relación del fraile resulta de una modernidad sorprendente. Valga recordar la ac-

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tualidad tanto antropológica como literaria de fray Ramón Pané. Sin pretensiones teóricas, y sólo gracias a sus dotes de observador y de fiel transcriptor de los mitos que escucha, su relación anticipa de manera sorprendente nociones importantísimas de la antropología del siglo xx: la definición de mito como código de reglamentación social (Bronislaw Malinowski), el criterio clasificatorio espacial que funda la cultura frente a la otredad (Juri Lotman), la concepción cíclica del tiempo (Mircea Eliade), el tránsito de lo crudo a lo cocido en el mito (Claude Lévi-Strauss), la estructura universal del mito: orden-desorden-orden (Vladimir Propp), la estructura del rito de paso con sus tres etapas de separación, limen e incorporación (Arnold Van Gennep), la diferencia entre tradición oral sagrada y tradición oral profana (Jan Vansina), y la polifonía o diálogo de voces, la del antropólogo, la del otro —que propone la antropología cultural (James Clifford, George M. Marcus, Michael M.  J. Fischer)—. A la vez, por el caso que presenta de autoría dual (europea/indígena), puede leerse como texto fundacional caribeño, o emblema de lo que es hoy la literatura hispanoamericana. La relación de Pané nos anima a ampliar la noción de Federico de Onís del mestizaje literario como clave de nuestra literatura para acercarla a la propuesta de Irlemar Chiampi sobre lo real maravilloso,5 que se caracteriza por la no-disyunción de discursos diversos e incluso opuestos, como el racional y el mágico. Propongo por mi parte la noción más amplia de mestizaje cultural, que incluye al mestizaje literario, pero no excluye las tradiciones orales de raíces indígena y africana que nutren la cultura latinoamericana con sus mitos. Releer a Pané es embarcarnos en un carpenteriano viaje a la semilla, o recordar —con Eduardo Galeano— la memoria del fuego: los nacimientos. Esta vuelta al origen nos confronta otra vez con el trópico, emblema de lo americano, o, al decir del autor de El reino de ese mundo, simbiosis monumental de tres razas: la blanca, la indígena y la africana. El texto de Pané, circunscrito por el fraile a los indios “de La Española, porque de las demás islas no sé cosa alguna por no haberlas visto nunca”, es valedero, como se desprende de las fuentes históricas y arqueológicas, para las Antillas todas. Fueron

5. Refiero al lector a su libro de 1980, O real maravilhoso.

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precisamente nuestras ínsulas extrañas las que ofrecieron a Europa el primer contacto con el Nuevo Mundo, cuajando en la imaginación europea el arquetipo de la América mestiza. Por eso, cuando García Márquez reduce hoy “todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida”,6 sin querer está montando la metáfora de la América Latina sobre la imagen del paraíso taíno que describe Pané, aquel bosque idílico donde los muertos comían guayabas y amaban a los vivos. La actualidad sorprendente de esta primera relación de Indias, poco conocida fuera del contexto caribeño, y paradigma indiscutible de la traducción de culturas en el Nuevo Mundo, nos sirve como telón de fondo idóneo para introducir los temas de la identidad dual y el discurso polifónico del Inca Garcilaso, que examinaremos en el siguiente capítulo.

6. En la famosa entrevista que concedió en 1982 a Plinio Apuleyo Mendoza: El olor de la guayaba.

CAPÍTULO 2

Mestizo, me lo llamo a boca llena

1. Nuestro primer mestizo “Entre mediado de cuerpo moreno y muy sosegado en sus razones”: así describía al Inca don Íñigo Córdoba Ponce de León, quien lo conoció bien. Su tez morena señala al mestizo, si bien la serenidad de pensamiento y maneras, e incluso la buena proporción del cuerpo, apuntan al ideal renacentista del equilibrio (Miró Quesada 1971: 223). Las noticias que tenemos de la vida del Inca Garcilaso son fruto, en gran medida, de los esfuerzos pioneros de eruditos como el que acabamos de citar, junto a Raúl Porras Barrenechea, José Durand y John Grier Varner. Enrique Pupo-Walker ha ofrecido recientemente una excelente síntesis de la biografía de Garcilaso, interesándose en los acontecimientos que marcaron su personalidad e incidieron en la composición de su obra. Apoyándonos en los referidos autores, así como en la fuente primaria para la biografía del Inca, sus Comentarios reales y la Historia general del Perú, ofrecemos aquí una breve mirada a la vida y la obra del primer gran mestizo de América. Recordemos los hitos de su andadura vital. Nace el Inca Garcilaso de la Vega como Gómez Suárez de Figueroa el 12 de abril de 1539 en el Cuzco, capital del Imperio incaico hasta el comienzo de

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la conquista española del Perú en 1532. El nombre se le impuso en honor de uno de sus tíos paternos. Hijo natural y mestizo del capitán español Sebastián Garcilaso de la Vega y de la ñusta o princesa incaica Isabel Chimpu Ocllo, el futuro autor de los Comentarios reales proviene de una ilustre estirpe tanto por el lado paterno como por el materno. El capitán Garcilaso, que antes de juntarse con la ñusta había tenido una hija mestiza, Francisca de la Vega,1 estaba emparentado con varias glorias de la literatura española: el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y el poeta toledano de su mismo nombre, quien fuera primo hermano de su padre; Isabel llevaba sangre real incaica en sus venas, pues fue nieta de Túpac Yupanqui, sobrina de Huayna Cápac, y prima hermana de los últimos Incas, los hermanos y rivales Huáscar y Atahualpa. La primera lengua del Inca fue el quechua o runasimi, que aprendió en el hogar cuzqueño, donde escuchó con apasionado embeleso los relatos de sus parientes maternos sobre el pasado esplendor incaico. Su segunda lengua fue el español, y como ni la madre hablaba español ni el padre quechua, el mestizo tuvo que ejercer desde sus primeros años el rol de traductor que en el futuro le permitiría dar a conocer, ante los ojos de Europa, el mundo andino.2 De niño observó los ritos y ceremonias de los incas, cuyo pasado real admiró de joven en las momias embalsamadas que le mostrara el licenciado Polo de Ondegardo. La patria es la niñez: la estrecha relación que mantuvo en sus años tempranos con el mundo de Chimpu Ocllo fue decisiva para su futura obra. En la madurez se declarará Inca con orgullo, y conservará para la posteridad la memoria del pasado incaico en sus Comentarios reales. El padre no fue menos importante en su formación. El capitán Garcilaso proporcionó al Inca una educación europea, concurrente con la formación oral que recibiera del lado materno. El niño mestizo estu-

1. Son muchos los silencios del Inca, como los llamaría Durand, y el no mencionar en su obra a su hermanastra, es uno. Otro, aún más importante, es el de desdibujar a su madre y quitarle la voz en los Comentarios reales. 2. Sobre el niño “como mediador en un diálogo imposible” habla Max Hernández en Memoria del bien perdido. Y dice más: tal parece que Isabel Chimpu Ocllo nunca aprendió el español, pues al dictar su testamento necesitó un intérprete, Juan Pérez, como lo indica Miró Quesada ([1948] 1994). Ver Hernández (1993: 35 y 58).

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dió tanto las letras castellanas, a través del ayo Juan de Alcobaza, como el latín, que aprendiera, junto a otros alumnos mestizos, del canónigo Juan de Cuéllar. Muy temprano, sin embargo, sufriría el niño Garcilaso una humillación terrible que nunca podría olvidar y que muy posiblemente fue pulsión decisiva para la escritura de sus Comentarios reales, en que reivindica a sus ancestros maternos. Tenía diez años cuando su padre abandonó a la ñusta para casarse, en 1549, con una española de alto linaje, Luisa Martel de los Ríos, con la que procrearía dos hijas, Blanca de Sotomayor y Francisca de Mendoza. Isabel Chimpu Ocllo casó poco después —probablemente se trató de un matrimonio concertado por el capitán Garcilaso de la Vega— con un modesto mercader, Juan del Pedroche. De este enlace nacieron las dos hermanas maternas de Garcilaso, Luisa de Herrera y Ana Ruiz. Tras el repudio de la madre, el niño mestizo permaneció en la casa de su padre. De adulto, Garcilaso evocará con amargura esta situación, despersonalizándola, no obstante, con su pudor habitual. Pese a ello, no se alejó del todo del ambiente de la madre, en cuya casa seguía escuchando las conversaciones con sus mayores y afianzando su orgullo incaico, pues Garcilaso pertenecía, gracias al linaje materno, a la familia real, por la rama considerada legítima por los españoles: la de Huáscar. El resentimiento de Garcilaso contra su padre no empañó la admiración que siempre sintió por él, y que lo animó a escribir la Historia general del Perú para reivincicar su memoria, ensombrecida por su participación en las guerras civiles de la conquista. Aunque había llegado al Perú como conquistador en 1534, y le fuera ordenado combatir la rebelión de Manco Inca en 1536, al padre de Garcilaso le tocaría luchar contra los mismos españoles. El conquistador del Perú, Francisco Pizarro, que había fundado Lima, la Ciudad de los Reyes, en 1535, lo reclutó como soldado en las huestes de Alonso de Alvarado para combatir la rebelión de Diego de Almagro. Este último había entrado en Cuzco, haciendo prisioneros a Hernando y Gonzalo Pizarro, hermanos de Francisco. En batalla contra los almagristas en 1537, Alvarado y muchos de sus soldados, entre ellos el capitán Garcilaso de la Vega, cayeron presos. Pizarristas y almagristas habían dado inicio a las guerras civiles entre los propios conquistadores. Hernando Pizarro, ya libre, derrota las fuerzas de Almagro en 1538 en la batalla de Salinas, sentenciándolo a muerte por garrote vil. Le toca entonces al capitán Gar-

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cilaso acompañar a Gonzalo Pizarro en sus conquistas por el Collao, recibiendo a cambio, en 1540, un vasto repartimiento de tierras en los Charcas, en la región de Cochabamba. Durante su forzada estadía en el Cuzco, el capitán se había enamorado de Isabel Chimpu Ocllo, en la que engendró a su hijo mestizo. En 1541, moría asesinado en su Casa de Gobierno de Lima Francisco Pizarro, a la sazón gobernador y capitán general del Reino de la Nueva Castilla o Perú. Sus enemigos impusieron al hijo de Diego de Almagro, Almagro el Mozo, como nuevo gobernador. Garcilaso, leal a la Corona, fue nombrado capitán de caballería y se unió de nuevo a las fuerzas de Alonso de Alvarado, que pronto se fundieron con las de Cristóbal Vaca de Castro, quien había llegado al Perú con poderes especiales del rey. Derrotado, el joven Almagro muere degollado en el Cuzco en 1542, y Vaca de Castro entra triunfante a la ciudad, otorgando nuevos repartimientos a Garcilaso, esta vez en el valle de Xaquixahuana, al norte del Cuzco. En ese mismo año, ya un poderoso encomendero, el capitán es nombrado teniente y capitán general del Cuzco, Arequipa y Charcas. Pero la guerra no había terminado. Con la promulgación, en 1542, de las nuevas ordenanzas que abolían el servicio personal de los indios, muchos conquistadores se alarmaron. Entre ellos, el capitán Garcilaso, quien había ampliado sus tierras con una chacra de coca en Havisca. Junto a otros vecinos del Perú pidió a Gonzalo Pizarro que solicitara, en calidad de procurador general, al virrey Blasco Núñez Vela, la revocación de las nuevas leyes. Pero Gonzalo abandonó pronto la gestión pacífica para intentar de nuevo una lucha armada contra la Corona. Garcilaso pudo evadirse a tiempo, con otros compañeros, de la movida de Pizarro, quien se hizo con el poder como gobernador de Lima, entrando triunfalmente a la ciudad en 1544. La deserción de Garcilaso motivó el saqueo de la casa de su familia en el Cuzco, que dejó en desamparo a Isabel y a sus hijos mestizos. Pero Pizarro perdonaría a muchos de los que habían abandonado, entre ellos a Garcilaso, que se quedó no se sabe bien si en calidad de amigo o de acompañante forzado. Poco después de desembarcar en Túmbez, el nuevo virrey, Núñez de Vela, muere a mano de los gonzalistas en 1546. Ante tal crisis en el Virreinato, Carlos V nombra como pacificador del Perú a Pedro de La Gasca. Gonzalo escribe a éste, que ya

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está de camino, pidiéndole que se regrese a España, y acompaña la carta con las firmas de varios capitanes y vecinos, entre ellas la de Garcilaso. Pero ya se habían formado varios movimientos de apoyo a La Gasca. Los gonzalistas, capitaneados por Gonzalo Pizarro y su lugarteniente Carvajal, triunfan sobre las tropas reales de Diego Centeno, que defendían a La Gasca, ya en el Perú, en la batalla de Huarina en 1547. Garcilaso, que en la ocasión había sido nombrado capitán de la guardia personal de Gonzalo, le prestó su caballo Salinillas al verlo desmontado. Este acto, ya forzado, ya de hidalguía, con el tiempo le costaría muy caro a las pretensiones de su hijo en España. El niño mestizo habría de presenciar la entrada del derrotado Diego Centeno en el Cuzco. La Gasca, sin embargo, avanzaba hacia la sierra central. En 1548 las fuerzas realistas se enfrentaban a las de Gonzalo, que comenzaron a desbandarse. El capitán Garcilaso de la Vega fue de los primeros en pasarse al campo opuesto. Gonzalo Pizarro fue decapitado y, poco después, el niño Garcilaso contemplaría el ingreso victorioso de La Gasca a la plaza de Cusipata en el Cuzco. La rueda de la Fortuna había dado aun otra vuelta. Es después de esta intensa etapa de actividad bélica cuando el capitán Garcilaso de la Vega se separa de la princesa incaica. En 1554 recibirá el honroso nombramiento de corregidor general del Cuzco; para estos años, el Inca, adolescente, le sirve de amanuense.3 El capitán deja el cargo de corregidor con la llegada del virrey Hurtado de Mendoza, que no veía bien su dispendio ostentoso, con mesas para cien o doscientos convidados.4 A su muerte, en 1559, el capitán le deja 4.000 pesos a Garcilaso para que vaya a estudiar a España. El Inca emprende el viaje en 1560, no sin antes dejar a su madre la chacra de coca de Havisca en usufructo.5 Al llegar, se instala en Montilla

3. Refiriéndose a los años en que el capitán Garcilaso de la Vega fue corregidor del Cuzco, dice el Inca en la Historia general del Perú: “entonces yo servía a mi padre de escribiente en todas las cartas que escribía a diversas partes de aquel imperio” (VIII, 6). 4. Max Hernández (1993: 83). 5. En los Comentarios reales el Inca da fe de este legado que le hiciera su padre: “La heredad llamada Hauisca fue después de Garcilaso de la Vega, mi señor, de la cual me hizo merced por donación en vida, y yo la perdí por venirme a España” (IV, 16).

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con su tío Alonso Vargas y Figueroa. A fines de 1561 marcha a Madrid, donde inicia una gestión en corte para reclamar el legado de su padre como su legítimo heredero. Pero sus solicitudes ante el Consejo de Indias tropezaron en 1563 con la negativa de su presidente por aquel entonces, el licenciado Lope García de Castro, quien invocó las acusaciones de traición de las que había sido objeto el capitán Garcilaso por su ejecutoria en la batalla de Huarina, cuando cedió su caballo Salinillas a Gonzalo Pizarro. Dicho gesto había sido visto como un acto de deslealtad a la Corona por los historiadores Francisco López de Gómara (Historia general de las Indias, 1552) y Agustín de Zárate (Historia del descubrimiento y la conquista del Perú y de las guerras y cosas señaladas en ella, 1555). Unos años más tarde volvería a la carga otro cronista, Diego Fernández el Palentino, en su Historia del Perú, de 1571. La amargura que sintió el Inca ante las sombras arrojadas sobre la memoria de su padre fue intensa. Hacia 1590, releyendo a Gómara, anotará dolorido en los márgenes de las páginas en que éste se refiere a la participación de su padre en la batalla de Huarina: “Esta mentira me ha quitado el comer”, aunque con su habitual estoicismo añadiera, “quizá por mejor”. Aquel mismo año de 1563 solicitó permiso para pasar al Perú, pero no llegó a viajar. Miró Quesada (1994) piensa que posiblemente no lo hizo porque ese mismo año viajaba hacia el mismo destino el licenciado Lope García de Castro. También se cambiará el nombre, abandonando el que se le impusiera al bautizo, de Gómez Suárez de Figueroa, por el de capitán Garcilaso de la Vega, en un claro homenaje a su progenitor.6 Pero el mayor desagravio que habría de ofrecer a su padre está en la redacción de la Historia general del Perú, escrita en el fondo para reivindicar al capitán Garcilaso de la Vega. El “brío argumentativo”, como lo llama Pupo-Walker, caracteriza a esta segunda parte de los Comentarios reales, ya muy distante de la nostalgia de la primera. Los capítulos 19 a 23 del Libro V de la Historia general del Perú están dedicados precisamente a dar su versión de los hechos, citando previamente las interpretaciones de los

6. José Durand ofrece una interpretación distinta, según la cual el Inca se cambiaría el nombre no por adoptar el de su padre, sino por desprenderse del nombre de su tío y homónimo, Gómez Suárez de Figueroa, de Badajoz, con quien había entrado en desavenencias por cuestiones de una deuda que ni éste ni, a su muerte, su hijo saldaron a Garcilaso (Mora, 1988: 24).

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tres cronistas que deshonraron la memoria de su padre. A modo de colofón, Garcilaso resume sus argumentos sobre el caso, narrando a la vez su frustrada gestión ante el Consejo de Indias: Francisco López de Gómara, capítulo ciento y ochenta y dos, contando la batalla de Huarina, y habiendo dicho los muertos y heridos que hubo, dice: “Pizarro corriera peligro si Garcilaso no le diera un caballo”, etc. Agustín de Zárate, Libro séptimo, capítulo tercero, contando la misma batalla, dice: “Viendo la gente de caballo el desbarate de la infantería, arremetieron con sus contrarios, en los cuales hicieron mucho daño, y mataron el caballo a Gonzalo Pizarro, y a él derribaron en el suelo sin hacerle otro daño”, etc. Diego Fernández, vecino de Palencia, libro segundo, capítulo setenta y nueve, hablando de la misma batalla, dice lo que se sigue: “Pedro de los Ríos y Antonio de Ulloa dieron por el otro lado en los de caballo, sin dar en la gente de pie como se les había mandado; y fue de tal manera, que casi derribaron toda la gente de Pizarro, que no quedaron diez en la silla; y como hombres que tenían por cierta la victoria, comenzaron a desvalijar los contrarios y rendirlos y quitarles las armas. Fue en este momento derribado Gonzalo Pizarro, y Garcilaso (que había quedado en la silla) se apeó y le dio su caballo y le ayudó a subir; y el licenciado Cepeda estuvo rendido. Hernando Bachicao, creyendo estar por Diego Centeno la victoria, se huyó y se pasó a la parte de Centeno”, etc. Todo esto dicen aquellos autores de mi padre. Yo he escrito de aquella batalla lo que realmente pasó, que tomar Gonzalo Pizarro el caballo de mi padre no fue en el trance de la batalla, sino después della […]. Lo cual, para desengañar al vulgo, hizo mi padre (después de la batalla de Sacsahuana) información ante la justicia, con fiscal creado, y presentó veinte y dos testigos, todos de los de Diego Centeno y ninguno de Pizarro, que dijeron que cuando Gonzalo Pizarro pidió el caballo a mi padre, en media legua a la redonda no había hombre de los de Centeno con quien pelear […]. De manera que no sin causa escribieron los historiadores lo que dicen, y yo escribo lo que fue, no por abonar a mi padre ni por esperar mercedes ni con pretensión de pedirlas, sino por decir verdad de lo que pasó, porque deste delito que aplican a Garcilaso, mi señor, yo tengo hecha la penitencia sin haber precedido culpa, porque, pidiendo yo mercedes a Su Majestad por los servicios de mi padre y por la restitución patrimonial de mi madre, que, por haber muerto en breve tiempo la segunda viuda de mi padre, quedamos los demás hermanos desamparados, y viéndose en el Consejo Real de las Indias las probanzas que de lo uno y de lo otro presenté, hallándo-

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se convencidos aquellos señores con mis probanzas, el Licenciado Lope García de Castro (que después fue por Presidente al Perú), estando en su tribunal, me dijo: “¿Qué mercedes queréis que os haga Su Majestad, habiendo hecho vuestro padre con Gonzalo Pizarro lo que hizo en la batalla de Huarina, y dándole aquella tan gran victoria?”. Y aunque yo repliqué que había sido testimonio falso que le habían levantado, me dijo: “Tiénenlo escrito los historiadores ¿y queréislo vos negar?” (V, 23).

Tras este desengaño, no le quedaba a Garcilaso otra cosa que acogerse “a los rincones de la soledad y pobreza”, como afirma al final del capítulo. Pero que hizo mucho con dicha soledad lo prueban sus obras, realizadas tanto con la pluma como con las armas, como correspondía al ideal del caballero renacentista propuesto por Castiglione en Il corteggiano. A los pocos años de su regreso a Montilla, en 1568, estalla en Granada la rebelión de los moriscos en las Alpujarras, en respuesta a una pragmática real de 1566, en que Felipe II había prohibido a los moriscos hablar en su lengua (“algarabía”), lo mismo que leer y escribir en ella, usar nombres moros, vestir sus ropas y hacer sus fiestas. Garcilaso se apresta para participar en la contienda para aplastar la sublevación, bajo las órdenes de don Juan de Austria. Por su servicio en la guerra recibiría cuatro “condutas de Capitán”, dos de Felipe II y dos de Juan de Austria. Terminada la guerra en Granada vuelve a Montilla, donde —no sabemos en qué circunstancias ni cuándo— aprendió el italiano; también perfecciona el latín que le había enseñado de niño el teólogo montillano Pedro Sánchez de Herrera. Y se dedica a la crianza de caballos. Se hace de una biblioteca considerable y estrecha lazos de amistad con sacerdotes y estudiosos. Entre 1570 y 1571 sufre dos pérdidas importantes, la de su madre en el Perú y la de su tío Alonso de Vargas. En 1586, al morir la viuda de éste, Garcilaso recibe la mitad de la herencia del tío, quedando en una posición de solvencia económica. El Inca —ya se autodenomina así desde ese año— encuentra consuelo en las letras. Por “la ociosidad” que en Montilla tenía, debida a “la ingratitud de algún príncipe y ninguna gratificación del rey”, según se lamenta en carta de 1592 al licenciado y humanista Juan Fernández Franco, se lanza a la ardua tarea de traducir del toscano la obra neoplatónica de León Hebreo. En 1586 termina su traducción de los Diálogos de amor, considerada aún hoy como la mejor versión española de dicho texto y que lo

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daría a conocer como humanista. En 1589 ya está gestando su próxima obra: pasa a Las Posadas, por aquel entonces una pequeña aldea cercana a Montilla, a recoger información de boca de Gonzalo Silvestre sobre la expedición de Hernando de Soto a La Florida. En 1590 se publica La traduzion del Indio de los tres “Diálogos de amor” de León Hebreo y en 1591 Luis de Góngora le vende a Garcilaso su parte en unos censos del marqués de Priego. Más allá de este contacto inesperado con el gran poeta barroco, no se conoce que hubiera trato entre ambos. En ese año Garcilaso abandona Montilla, trasladándose a vivir a Córdoba, ciudad cuyo ambiente literario le fuera muy propicio para el estudio y la escritura, sobre todo por la presencia de la Compañía de Jesús. Entre los años de Montilla y de Córdoba —no hay datos para precisarlo— recibiría Garcilaso noticias escritas de sus antiguos condiscípulos en el Cuzco, en calidad de respuesta a las numerosas preguntas que les hacía sobre distintas facetas de la cultura incaica para componer los Comentarios reales. No sabemos con certeza en qué momento, entre 1588 y 1594, nació su hijo Diego de Vargas, que tuvo con su criada Beatriz de Vega. Diego se crió en Córdoba, y su padre nunca lo mencionaría en sus escritos hasta poco antes de su muerte, cuando testa en su favor, sin reconocerlo como hijo. En 1596 Garcilaso termina la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, suerte de homenaje a la ilustre prosapia paterna. Hacia estos años busca consuelo en la meditación religiosa y en 1597 recibe órdenes menores. Y sigue con su vida de estudio y trabajo intenso. En 1604 termina los Comentarios reales y en 1605 publica La Florida del Inca, que estuvo gestando desde 1589, en casa de Pedro Crasbeeck en Lisboa. Ese año logra que lo nombren mayordomo del Hospital de la Limpia Concepción en Córdoba. Los Comentarios verán la luz en 1609, en la misma casa editorial; en la edición príncipe figura por primera vez el escudo de Garcilaso. Comienza a firmar sus obras, con orgullo desafiante, como “Indio” o “Inca”; ya desde 1601 había figurado como “Garcilaso de la Vega Inca” en las actas del bautizo del hijo de un amigo. En 1612, ya terminando la segunda parte de los Comentarios reales, Garcilaso compra una capilla para su entierro en la mezquita-catedral de Córdoba. En vida pudo Garcilaso disfrutar del reconocimiento inicial que su obra suscitara entre sus coetáneos. En 1606, antes de su publicación, Bernardo de Aldrete cita los Comentarios reales en su obra Del

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origen y principio de la lengua castellana o romance que hoy se habla en España, y en Varias antigüedades de España, África y otras provincias, publicado en 1614, vuelve a citar a Garcilaso; en 1611 su amigo el jesuita Francisco de Castro le dedica su libro De arte rhetorica, dialogi quator, impreso en Córdoba, que contenía, entre otros textos, un epigrama latino de Góngora y su versión castellana de un soneto. Y en 1615 Fernández de Córdoba incluye a Garcilaso en la galería de varones ilustres de su Didascalia múltiple. Por otra parte, mejora su situación económica al recibir el nombramiento de mayordomo del Hospital de la Limpia Concepción en Córdoba en 1605. El Inca Garcilaso enferma en 1615 y otorga testamento el 18 de abril de 1616. Deja una pensión vitalicia para sus criadas Beatriz de Vega (la madre de su hijo) y María de Prados, y para Diego de Vargas, el hijo de quien sólo dice que lo “ha criado”, una de 80 ducados anuales de por vida. Detalle curioso del testamento: al declarar que es hijo natural del capitán Garcilaso de la Vega, el Inca no menciona a su madre. Muere en Córdoba entre el 22 y el 24 de abril de 1616, el mismo año en que fallecen Cervantes y Shakespeare. Hoy sus cenizas han honrado la bifurcación de su vida en dos mundos: un puñado de ellas permanece en la ciudad andaluza y el resto fue llevado al Cuzco por el rey de España, Juan Carlos de Borbón, el 25 de noviembre de 1978, donde las alberga una urna depositada en la catedral de su ciudad natal. Pero al Inca le sobreviviría el último de sus libros: la edición de la Historia general del Perú, que, en su versión definitiva, ve la luz en dicha ciudad en 1617. Aunque ya para noviembre de 1616 se habían impreso algunos ejemplares, al parecer la muerte de Garcilaso paralizó la tirada. La impresora se hizo entonces cargo de la edición, alterando el título original de Segunda parte de los “Comentarios reales”, que constaba en el contrato de impresión. El título definitivo de la obra póstuma de Garcilaso, aun cuando no sea fruto de su inventiva, parece más adecuado, ya que en ella el mundo indígena pasa a un segundo plano, para ceder su lugar a los hechos de la conquista y las guerras civiles entre los españoles en el Perú. No empece a ello, hay tres momentos en el libro en que figuran momentos decisivos de la historia andina: la prisión y muerte de Atahualpa, el levantamiento de Manco Inca y la muerte de Túpac Amaru, con la que Garcilaso cierra dramáticamente su Historia general del Perú.

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2. What’s in a name? Sobre la conflictiva polinomia del Inca Ésta es, pues, la historia de nuestro mestizo. Mestizo e hijo natural, aunque no bastardo, como afirma Durand (1988). La diferencia es importante. Garcilaso fue reconocido por su padre en un testamento en el que no sólo le deja una herencia (cuatro mil pesos en oro), sino en el que reafirma su amor por él, al decir que todo lo dispone “por el amor que le tengo, por como es mi hijo natural e por tal le nombro y declaro” (citado por Pupo-Walker, 1999: 23). Como si ello fuera poco, el capitán Garcilaso lo encomendó al tío Alonso de Vargas, quien lo recibió en su casa de Montilla. Allí vivió largos años Garcilaso y, al morir los tíos, llega a heredarlos. Por último, el hecho de que al final de sus días el Inca pudiera adquirir una capilla en la catedral de Córdoba para ser enterrado en ella, es evidencia incontestable de la estima en que vivió en España. Pero esta estima, todo hay que decirlo, fue duramente trabajada. Garcilaso, como mestizo del Perú, resultaría bastante extraño en una España obsesionada por la limpieza de sangre. De ahí que se viera precisado a escribir la genealogía de los Garci Pérez de Vargas, como carta de presentación de su ilustre linaje paterno. Y no olvidemos que tuvo que comprar la capilla en la que yacen sus restos. Porque Garcilaso nunca olvidó su condición de mestizo. “Español en Indias, indio en España: he aquí el dilema de Garcilaso”, como dijera en su momento Raúl Porras Barrenechea. Las letras hispanoamericanas lo celebran como el primer mestizo de América, sobre todo desde el siglo xx, cuando el mestizaje comienza a reconocerse como rasgo diagnóstico de lo latinoamericano, gracias a las inolvidables palabras de Alejo Carpentier en su famoso prólogo a El reino de este mundo de 1949: Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y el negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso? (Carpentier 1976: 99).

Ahora bien, este mestizaje no puede concebirse como una fusión gozosa de razas; es insoslayable que fue fruto de violaciones y engen-

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drador de violencia, como bien lo precisa poéticamente José Martí al esbozar una definición de lo latinoamericano en “Nuestra América”, de 1891: Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura (Martí 1968: 305-306).

En el caso de Garcilaso, su condición de mestizo engendra dolorosas contradicciones vitales. El mismo nombre de indio, que asume orgulloso una y otra vez en su obra, invoca necesariamente una actitud paternalista ante la raza materna. Porque ni entonces ni hoy un hombre o una mujer andinos se llaman a sí mismo “indios”, palabra que sólo usan los españoles o peruanos occidentalizados. Ellos son runa, que en quechua quiere decir “seres humanos”. También hay una contradicción patética en el reclamo de Garcilaso de los derechos paternos ante el Consejo de Indias: pide tierras; pero para convertirse en su padre, tiene que ser señor de la gente de su madre. La terrible escisión psíquica del mestizo vuelve a hacerse visible cuando, despreciado por el Consejo de Indias, Garcilaso se pusiera al poco tiempo a pelear a favor del Imperio español contra otros marginados como él, los moriscos, en la guerra de las Alpujarras. Miró Quesada alude crípticamente al problema, sin examinarlo, al decir que la rebelión de los moriscos “pudo traerle ciertos ecos de su tierra nativa […]” (1971: 91-92). Pero Max Hernández ve en ello una manifestación de la identificación del Inca con su padre: Es posible afirmar que, cuando militaba en las mesnadas señoriales del marqués de Priego, Garcilaso de la Vega se sentía un capitán español de la conquista. Sólo de este modo podemos entender cómo Garcilaso pasó por alto las semejanzas entre la situación de los habitantes moriscos de las serranías andaluzas y la de los pobladores nativos de los Andes. O cómo pudo hacerse el de la vista gorda frente a los abusos y tropelías que las tropas españolas cometieron contra la población mo-

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risca […]. También debe haber jugado un papel importantísimo la fuerza de una ideología religiosa que privilegiaba la evangelización sobre cualquier otra consideración. Una ideología intolerante, fanática. Para el Inca Garcilaso la fe cristiana fue siempre asunto principal (1993: 117-118).

Para muestra, un botón, y nos lo recuerda el mismo Hernández. Se trata del final de la Historia general del Perú, obra que el Inca cierra con las siguientes palabras: “que sea en mi favor y amparo ahora y en la hora de mi muerte, amén, Jesús: cien mil veces Jesús” (1993: 217-218). Terrible ambigüedad la del Inca: combate a otros moriscos y a la vez celebra al converso León Hebreo. Podemos entender que esto último le saliera del alma, aun cuando él mismo despacha su traducción de los Diálogos de amor como si de un capricho se tratara, al recrear, en el prólogo a la Historia general del Perú, su conversación con el maestrescuela de la catedral de Córdoba: “Un antártico, nacido en el Nuevo Mundo […] y que en la leche mamó la lengua general de los indios del Perú, ¿qué tiene que ver con hacerse intérprete entre italianos y españoles? Y ya que presumió serlo, ¿por qué no tomó libro cualquiera y no el que los italianos más estimaban y los españoles menos conocían?” Yo le respondí que había sido temeridad soldadesca […] (1962: 65).

El mismo Miró Quesada, perplejo ante la elección de Garcilaso, elude la verdadera raíz de esta afinidad del Inca por León Hebreo, al proponer que posiblemente lo que lo moviera a traducir su libro fuera el gusto por la sutileza intelectual compartido por ambos (1971: 121). Pero se trata de algo más profundo, de la andadura vital de dos escritores que comparten de alguna manera la marginalidad que la otredad racial y el mestizaje cultural suponen. Luis E. Valcárcel fue de los primeros en relacionar la situación social del Inca con la de los conversos españoles: “Nuestro Garcilaso era un indio, era un hombre de color, un infiel, a la misma altura que un morisco o un judío” (1939; citado por Durán Luzio, 1976: 351). Germán Arciniegas se ocupará ya directamente de la relación entre ambos, en un hermoso ensayo de 1960 titulado “El Inca Garcilaso y León Hebreo o cuatro diálogos de amor”. Propone que el

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traducir a un judío nacido en Portugal, hijo de Isaac Abravanel, expulsado primero de Portugal y después de España por hebreo, y hacer de esta traducción un obsequio al rey de España, defensor de la fe, es muestra de sutilísima ironía, lección de tolerancia y reconciliación. También “fue tanto como decirle a quien consideró que había perdido su lengua: No temas, que también puedes hablar en español. Le devolvió al judío la voz perdida […]” (1960:  367). Pero la traducción del Inca habría de ser castigada: publicada en 1590, fue recogida por la Inquisición en 1593. Garcilaso hizo esfuerzos para que se impidiera la prohibición y para que se le permitiera hacer una reimpresión corregida del libro, pero fueron inútiles. En 1612, el libro ingresaría en el aborrecido índice expurgatorio: “la Inquisición encontró que los Diálogos de amor no podían leerse en español, ni tampoco en su lengua original, si no se les expurgaba previamente de algunos pasajes cabalísticos o demasiado peligrosos desde el punto de vista doctrinario” (Miró Quesada, 1971: 136-137). Garcilaso alardea de su mestizaje desde 1586, en que por primera vez se autodenomina Inca. Pronto elevará su condición racial a su categoría de autor, al hacerla constar en los títulos de sus obras: La traduzion del Indio de los tres “Diálogos de amor” de León Hebreo (1590), La Florida del Ynca (1605), Primera parte de los “Commentarios Reales” […]. Escritos por el Ynca Garcilasso de la Vega, natural del Cozco, y capitán de su Magestad… (1609), Historia general del Perú… Escrita por el Ynca Garcilasso de la Vega, capitán de su Magestad… (1617). También lo hace desde el escudo que se inventa e incluye en la primera edición de los Comentarios reales, al que volveremos en el capítulo sexto, cuando consideremos las proyecciones textuales del abrazo bicultural del Inca. Como apunta Margarita Zamora, el asumir con orgullo tal su condición de mestizo —el llamárselo a boca llena, como diría el mismo Garcilaso (IX, 31)— está ligado a su rol como narrador de la civilización incaica ante una audiencia europea. La figura del mestizo se convierte entonces en una metáfora para la del traductor como mediador entre dos lenguas, dos culturas y dos mundos: el Viejo y el Nuevo (Zamora, 1988: 59). Son muchas las proyecciones textuales del mestizaje de Garcilaso en los Comentarios reales, más allá del escudo y de la división del libro en dos partes. La primera de ellas está en su propio nombre, en perpetua mutación. Hombre-puente,

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el Inca vive entre dos mundos y se ve en el deber de conciliarlos. Por una razón cultural, la de su formación renacentista, que tanto valora el ideal de la concordia; pero también por una razón histórica, ya no tan esperanzadora. El Inca escribe desde una España escindida tras la derrota de los hispanomusulmanes, la expulsión de éstos y de los hispanohebreos, y la constante persecución de los que decidieron quedarse en su tierra, forzados por la Inquisición a asumir la condición de conversos. La censura lo obliga a cuidar con denuedo todo lo que dice y a usar la entrelínea, los silencios, la ironía, a veces el halago… De ahí que no debemos dejarnos engañar por la serenidad con que Garcilaso concilia los opuestos; tras ella late un dolor muy intenso que aflora pudorosamente en sus páginas. Un libro reciente de Christian Fernández ilumina la construcción de las señas de identidad del Inca, al estudiar los paratextos7 de los Comentarios reales: título, nombre y escudo. Inca Garcilaso: imaginación, memoria e identidad (2004) enfoca su consideración de estas tres instancias en el fenómeno de la ambigüedad, ligado inexorablemente al mestizaje de nuestro primer escritor. Recordemos algunas de las reflexiones de Fernández sobre la conflictiva polinomia del Inca. La crítica garcilasiana8 ha trazado las oscilaciones de su nombre: Gómez Suárez de Figueroa desde que nació; Gómez Suárez de la Vega en una partida de bautismo de 1563; Garcilaso de la Vega desde dicho año en otra partida bautismal hasta su muerte, combinado con el epíteto de Inca, antepuesto (de La Florida hasta la segunda parte de los Comentarios reales) o pospuesto (en los Diálogos) al nombre, o con el de capitán; también con el artículo el antepuesto a la voz Inca en sus últimas obras publicadas; y, por último, Indio en el título de 1590 de la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo.

7. La noción es de Gérard Génette, y alude a los elementos que preceden un texto literario, como el título, el nombre del autor, epígrafes, prólogos, etc. 8. Entre ellos, Raúl Porras Barrenechea, José Durand, Roberto González Echevarría y Max Hernández. Este último aporta un dato no corroborado, pero altamente convincente. Y es que el Inca tuvo que tener, antes de su bautizo como Gómez Suárez de Figueroa, dos nombres indígenas. El primero, el que le susurraría su madre a la huahua con cariño; el segundo, el que la parentela materna le otorgaría en la ceremonia del corte de pelo, después de cumplir dos años. Sobre esta tradición incaica habla el propio Garcilaso en el capítulo once del libro cuarto de los Comentarios (1993:51-52).

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El primer nombre le fue impuesto por el padre, en recuerdo de la rama materna de su linaje, ilustre en Andalucía por pertenecer a la sangre de los Condes de Feria. El segundo viene de decisión propia, con la que según algunos críticos —entre ellos González Echevarría y Fernández— quiso honrar al padre desairado por el Consejo de Indias ante la sospecha de traición en la batalla de Huarina. Sin embargo, cabe la posibilidad de que el adoptar el nombre paterno sea el resultado del descubrimiento de su vocación de escritor, al identificarse con su pariente, el poeta toledano Garcilaso de la Vega. Por su parte, Durand piensa que abandonar el nombre de Gómez Suárez de Figueroa puede derivar del resentimiento del Inca ante el impago de una deuda de su tío del mismo nombre. Fernández añade otra razón para motivar el cambio de nombre: honrar a Garci Lasso de la Vega el Mozo, vencedor de la batalla de Salado en 1340, como lo confiesa el mismo Garcilaso al explicar la dedicatoria a la Virgen María de su último libro. Dice más Fernández, esta vez refiriéndose a la práctica andina de la imposición de un nuevo nombre propio al acceder a la edad de “veinte años arriba o poco más”, según consta en la Grammatica o arte de la lengua general de los indios de los Reynos del Perú, de Domingo de Santo Tomás (1560). Si para 1563 el Inca tenía 24 años, es muy posible que la mencionada costumbre tuviera algo que ver con su decisión. Por su parte, José Antonio Mazzotti (2009) señala que en la España del siglo xvi el cambio de nombre constituía una suerte de rito de paso hacia la adultez, que en el caso del Inca puede entenderse, en términos sicológicos, como una transferencia. Porque Gómez Suárez de Figueroa asumió en parte la identidad del padre, eligiendo una carrera militar y logrando, como él, su grado de capitán. En cuanto a los epítetos de Indio o Inca, es evidente el propósito de honrar el linaje materno. De manera desafiante, como apunta Fernández, pues al hacerlo contravenía las disposiciones reales que prohibían a los nativos americanos asumir nombres indígenas, y menos el de Inca, reservado a los descendientes directos de los Incas. Fernández también explica el apelativo de Inca con una cita de Pablo José de Arriaga, quien en La extirpación de la idolatría del Pirú afirma de los indios que “cada vez que ellos se nombran u otro les llama, siempre dicen primero el nombre de indio que el nombre cristiano del bautismo” (2004: 92). Y aun con otra no menos con-

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tundente del mismo Garcilaso en sus Comentarios, cuando el Inca, a propósito de las insignias legadas por Manco Cápac a su pueblo, singulariza este nombre: “quería dejarles el colmo de sus favores y mercedes, que era el apellido de su nombre real para que ellos y sus descendientes para siempre se llamasen Incas” (2004: 93). En cuanto a la anteposición del artículo el al nombre Inca, el citado estudioso alude al tratado de fray Luis de León sobre los nombres de Cristo, en el que el poeta español explica que su función es la de “ser guía del nombre y darle su cualidad y su linaje, y levantarle de quilates y añadirle excelencia” (2004: 94). Así, como bien señala Christian Fernández, con su nombre y la estructura de su obra El Inca Garcilaso de la Vega nos está gritando la condición de su ser mestizo, así como lo hace en los preliminares de la edición príncipe de la primera parte de los Comentarios reales, con el escudo de armas, que es también una invención, una creación suya (2004: 88).

Y es precisamente a partir del escudo que Fernández aportará otro nombre a la ya larga trayectoria onomástica del sujeto escindido del Inca: el de amaru, el arco iris representado por la serpiente mítica de dos cabezas.9 La larga trayectoria del amaru en la cultura andina ha sido rastreada por Christian Fernández en su mencionado libro; también por la autora de estas líneas, quien, en El retorno del Inca rey (1987), lo considera, desde la perspectiva de Victor Turner (The Forest of Symbols, 1976), un símbolo dominante por su persistencia a través del tiempo y por su polisemia y su referencia a valores axiomáticos de dicha cultura. Fernández sugiere que, al concederle al amaru un lugar predominante en su escudo, Garcilaso se identifica con la dinastía incaica, ya que la serpiente de dos cabezas se asociaba tanto a Pachacútec, el reformador del Tahuantinsuyo, como a Huayna Cápac, ancestro de su madre; y aun a Manco Cápac, el fundador, como consta en la Nueva coronica de Guaman Poma. Asimismo subraya oportunamente el desafío que late tras la identificación del

9. Insistimos en el sentido mítico del término, pues el nombre quechua común para el arco iris es el de k’uychi.

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Inca con este símbolo: se trata también del nombre del último líder de la resistencia incaica, decapitado por órdenes del virrey Francisco de Toledo en el Cuzco, en 1572. Fernández cita al primer extirpador de la idolatría del Perú, Cristóbal de Albornoz, para probar que la presencia del amaru en el escudo garcilasiano apunta a la decisión de adoptarlo como nombre propio; en su Instrucción para destruir todas las guacas del pirú y sus camayos y haciendas, de 1580, dice Albornoz: “Hay otro género de guacas ques cierto género de culebra de diferentes hechuras. Las adoran y sirven. Tomaron los ingas prencipales sus apellidos. Nómbranse machacuay y amaro” (citado por Fernández 2004: 109). Que no se trató de un capricho lo confirma, como concluye Fernández, el hecho de que Garcilaso hiciera colocar su escudo en el portal de la capilla de las Ánimas del Purgatorio, en la catedral-mezquita de Córdoba, por otra parte lugar sagrado confirmatorio de su mestizaje.

3. Proyecciones textuales del mestizaje: la escritura coral La primera evidencia textual de la hibridez del Inca está en la estructura misma de su obra magna, prefigurada en el escudo que la precede, y que ya comentaremos en su momento. Si pensamos los Comentarios reales como una unidad integral compuesta por la primera y la segunda parte, los Comentarios reales y la Historia general del Perú, nos damos cuenta en seguida de que el mestizaje del hijo del capitán español y la ñusta ha repercutido en la dualidad de su texto: una primera parte que aspira a reivindicar el mundo quechua de la madre, de carácter etnográfico, y cuya fuente principal es la oralidad; y una segunda que restaura la honra maltrecha del padre, de carácter histórico, y cuyas fuentes esenciales son las crónicas, entre ellas, aquéllas que el Inca intenta rebatir. Se trata, evidentemente, de la legitimación de sus dos raíces. En este abrir el vuelo de su libro en dos alas, el Inca incide en la tan tradicional dualidad andina que divide desde tiempos inmemoriales cada comunidad o ayllu en dos mitades rituales, hanan y hurin. División que nos remite a la geografía mítica andina, cuya interpretación abordó el Inca Garcilaso al recoger en sus Comentarios reales el mito de origen del Cuzco (I, 16), y a la que volveremos en el tercer capítulo.

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Una segunda instancia textual del mestizaje del Inca está en su magistral entrevero entre escritura y oralidad, que recorre las dos partes de los Comentarios reales. En la primera, porque si bien la oralidad es la fuente principal de la descripción cultural del mundo incaico, esa oralidad está mediada por la exquisita prosa de Garcilaso, y complementada por diversas fuentes escritas. En la segunda, porque a las fuentes escritas que la sustentan hay que añadir los testimonios orales del padre de Garcilaso y de sus contemporáneos. En ambas partes la escritura rescata la oralidad por medio del diálogo que anima muchas de las escenas de la narración. Y no hay que perder de vista que la oralidad siempre está presente en los textos escritos de los siglos xvi y xvii, por el sencillo hecho, que nos ha recordado oportunamente Margit Frenk,10 de que más que lectores había oidores, por el alto nivel de analfabetismo y el elevado costo de los libros. Por ello, aunque Garcilaso dirija su “Proemio al lector”, muchas veces se refiere a sus “oyentes”. Y es que los libros se leían entonces en voz alta; de ahí, en buena medida, el tono conversacional de su obra. La oralidad que nutre la primera parte de los Comentarios proviene de la tradición de los incas, que escuchara de niño Garcilaso de boca de sus parientes maternos. Gran parte de dicha tradición se hallaba cifrada en los quipus, los cordones anudados que servían para la contabilidad y también como auxiliar mnemotécnico para recordar fechas y sucesos históricos. A ella pertenecen los mitos que narra el Inca en su libro, así como los poemas quechuas que cita y comenta. En cuanto a las fuentes escritas de los Comentarios reales, hay que señalar, en primerísimo lugar, los “papeles rotos” de Blas Valera, a través de los cuales el Inca puede aludir a Pedro Mártir de Anglería, Bartolomé de Las Casas y Polo de Ondegardo. En segundo lugar, están otros cronistas, como Pedro Cieza de León (Crónica del Perú, 1553), el padre José de Acosta (Historia natural y moral de las Indias, 1590), Francisco López de Gómara (Historia general de las Indias, 1552), Agustín de Zárate (Historia del descubri-

10. Me refiero a su conferencia magistral del congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas en Venecia, en 1980: “Lectores y oidores: la difusión oral de la literatura del Siglo de Oro”.

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miento y conquista de la provincia del Perú, 1555) y Diego Fernández el Palentino (Historia del Perú, 1571). Estos últimos tres serán imprescindibles para la redacción de la Historia general del Perú. Otras fuentes escritas de los Comentarios reales son los informes de los antiguos condiscípulos mestizos de Garcilaso, así como documentos de la Compañía de Jesús. El caso de la fuente principal de los Comentarios del Inca, los “papeles rotos” de Blas Valera, merece consideración aparte, porque se singularizan tanto por los emocionados elogios que le prodiga reiteradamente Garcilaso, como por las citas extensas que hace éste de su crónica, muchas de las cuales ocupan todo un capítulo. Según su biografía tradicional, el mestizo Blas Valera nace en Chachapoyas hacia 1545, e ingresa en la Compañía de Jesús en 1568. Tras recorrer buena parte del Perú, viaja a España en 1590 y, hallándose en la casa de su orden en Cádiz, sufre las consecuencias del saqueo de la ciudad por las fuerzas inglesas capitaneadas por el conde de Essex en 1596. Al salir apresuradamente de la ciudad, no pudo salvar sino unos pocos de sus escritos sobre el Perú, redactados en latín. Posiblemente fuera autor de otros trabajos: suele atribuírsele la autoría de la Relación del jesuita anónimo, de 1590. Fallece en Málaga en 1597, y poco después los padres jesuitas entregan al Inca sus papeles. En un ensayo de 1912, “Las obras del padre Valera y Garcilaso”, Manuel González de la Rosa lanzó una acusación de plagio al Inca, que fuera rebatida con autoridad poco después por José de la RivaAgüero, en su “Elogio del Inca Garcilaso”, de 1916. En primer lugar, de haberse tratado de plagio, éste hubiera sido rectificado de inmediato por los mismos jesuitas que cedieron los papeles a Garcilaso. Y más allá de la diferencia de estilo entre ambos, son muchas las discrepancias del Inca con respecto de su admirada fuente (Miró Quesada 1971: 204-206). Hace unos años se desató una insólita polémica en torno a la identidad de Blas Valera. En 1995, en un ensayo titulado “Il documento seicentesco Historia et rudimenta linguae Piruanorum”,11 varios italianos, entre ellos Clara Miccinelli y Laura Laurencich11. Publicado en Studi e Materiali di Storia delle Religioni 61, 19, 1995 (1996), pp. 363-413. Sobre este tema, ver Adorno (1999), Zuidema (2001), Albó (1997), Hampe Martínez (1999) y Estenssoro (1997).

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Minelli, presentaron su descubrimiento de un manuscrito inédito con quipu hallado por Miccinelli en Nápoles. Según el contenido de éste, Blas Valera se da por muerto en España en 1597, ante la persecución de la Compañía de Jesús por sus ideas a favor del mundo andino. Pero en 1598 viaja al Perú y sigue escribiendo sobre su patria. Lo oculta entre los indios de la Cofradía de Jesús el jesuita Gonzalo Ruiz, un viejo amigo. Entran en conjura Blas Valera, el jesuita napolitano Joan Annello Oliva y Gonzalo Ruiz con Guaman Poma, para preparar el manuscrito de Valera con la firma de Guaman Poma como “hombre-biombo”, con dibujos (basados en dibujos previos de Valera) y caligrafía de Gonzalo Ruiz. Todo ello como expresión de un movimiento neoinca cristiano, en defensa de la antigua cultura indígena. Blas Valera regresa a España en 1618 y muere al año siguiente en Alcalá de Henares. Oliva guarda la Nueva coronica i buen gobierno en un lugar oculto del Colegio de Lima en espera de que pudiera divulgarse. En la página final de la Nueva coronica, sobre el escudo de Castilla y León, hay una frase que contiene un anagrama de Valera como clave de su autoría: “CORONAREAL” (NAREAL: el anagrama resulta tomando la “N” como una suerte de “V”). Miccinelli también afirma haber descubierto, entre otros documentos pertinentes al caso, un contrato notarial redactado el 26 de febrero de 1614 en Huánuco, firmado por “don Felipe de Ayala, príncipe”,12 en el que éste recibe un caballo y una carreta de Valera y Gonzalo Ruiz por las informaciones que ofreció a los jesuitas rebeldes para componer la Nueva coronica. Potencialmente, el descubrimiento de los documentos napolitanos podría dar al traste con la autoría de Guaman Poma con relación a su Nueva coronica, y aun nos haría dudar de hasta qué punto pudo ser Garcilaso el autor de los Comentarios reales. Pero la autenticidad de éstos ha sido cuestionada por los estudiosos de Guaman Poma. Según Xavier Albó, hay evidencia documental en la Compañía de Jesús de la muerte de Valera en Málaga, en 1597. También nota Albó cómo Guaman Poma privilegia en su crónica al área de Lucanas (en Chinchaysuyo, Ayacucho), de la que era oriundo, y no

12. Recordemos que el nombre completo del autor de la Nueva coronica es Felipe Guaman Poma de Ayala, y que muchas veces se llamó “príncipe” en ella.

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la de los chachapoyas, en Collasuyo, de donde provenía Valera. En un pleito publicado en 1991 por monseñor Prado Tello, continúa Albó, Guaman Poma defiende sus tierras, cerca de Huamanga, de los chachapoyas, a quienes considera intrusos. Para Tom Zuidema, no hay huella de las ideas de Blas Valera en la Nueva coronica. Valera nunca estuvo en Huamanga, y la Nueva coronica la describe muy bien. Y según Teodoro Hampe-Martínez, no hay manera de fraguar con naturalidad la extraordinaria complejidad cultural y lingüística de la Nueva coronica. Juan Carlos Estenssoro entiende, por su parte, que el manuscrito y sus secuelas parecen “la última novela de Umberto Eco”, y señala un anacronismo tremendo en la Historia rudimenta: el empleo de la palabra genocidium (genocidio), cuando ésta no se acuñó sino hasta 1944, a partir del holocausto en la Segunda Guerra Mundial. Pero es Rolena Adorno, la voz más autorizada para hablar de Guaman Poma, quien presenta los argumentos más contundentes en contra de la veracidad del descubrimiento: 1) todo contrato o documento notarial era un documento público, y el proyecto de Valera era clandestino; 2) el texto en quechua del manuscrito titulado Historia rudimenta no es, según los lingüistas, anterior al siglo xix; 3) el Blas Valera que conocemos a través de Garcilaso apoya la evangelización del Perú, contrario a lo que sostiene la Historia rudimenta; 4) el manuscrito no tiene contexto histórico; 5) Guaman Poma condena obsesivamente la raza mestiza, por ser resultado de la violencia colonial, y Valera era mestizo; 6) Guaman Poma tenía una actitud ortodoxa hacia las enseñanzas de la Iglesia y sus campañas contra los ritos y religiones andinas, atacadas por Valera en el manuscrito; y 7) Guaman Poma sentía un desprecio feroz por la etnia de los chachapoyas, a la que pertenece Valera. Adorno subraya también las nefastas consecuencias ideológicas de la Historia rudimenta y demás documentos relacionados con este asunto: las de sacar al indio, en este caso a Guaman Poma, del panorama cultural peruano del siglo xvii para sustituirlo por un mestizo jesuita, lo que a la vez desautoriza el texto canónico de Garcilaso. En una palabra: las teorías de Clara Miccinelli y sus colaboradores ponen en duda la existencia de la voz andina durante la época colonial. Blas Valera viene a asociar, a través de esta polémica, a dos cronistas muy cercanos en el tiempo y en el espacio (no tenemos noticia, sin embargo, de que se conocieran), pero que no pueden ser

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más distintos, pese a varias coincidencias. Ambos de sangre indígena, coetáneos, cronistas, disidentes de la historiografía oficial. Ambos vinculados por la famosa batalla de Huarina, en la que mientras el padre de Garcilaso estuvo a punto de perder el honor, el de Guaman Poma se honró con el apellido español Ayala, de un conquistador a quien auxilió. Y, sin embargo, uno es de origen real incaico —Garcilaso— y el otro —Guaman Poma—, de origen yarovilca, de una de las etnias conquistadas por el Tahuantinsuyo; el primero admirador del incario, y de una prosa exquisita, y el segundo, muchas veces abiertamente hostil contra los incas, y cuya lengua, atropelladamente reiterativa, es una suerte de híbrido entre el castellano y el quechua. Hay otras diferencias de índole sustantiva entre ambos que ha estudiado Nathan Wachtel (1973), y que tienen que ver con el contraste que ofrece el pensamiento occidental de Garcilaso con el pensamiento tradicional de Guaman Poma, basado en categorías espaciales y temporales andinas, al que volveremos en su momento. Las fuentes escritas, y muy en especial las crónicas de Valera, Cieza y Acosta, así como buenas porciones de las de Gómara, Zárate y Diego Fernández, entre otras, como hemos visto, le sirvieron a Garcilaso para legitimar y confirmar lo que había “mamado en la leche” de la oralidad de su mundo materno, que recreó para la posteridad en sus Comentarios reales. Pero la escritura también le sirvió para contradecir algunas de estas fuentes, con una reinterpretación de los hechos. Así fue en el caso de los Comentarios; mucho más lo será en el de la Historia general del Perú. En “The Law of the Letter: Garcilaso’s Commentaries and the Origins of the Latin American Narrative” (1990), Roberto González Echevarría reflexiona sobre el valor simbólico que la escritura misma asumiría para el Inca, cuando vio cómo las palabras escritas por Gómara y Zárate contra su padre lograron que el Consejo de Indias le negara el acceso a su patrimonio. Si dichas palabras tuvieron el peso de la ley, quizá las suyas pudieran, si no lograr que le fueran reconocidas las peticiones denegadas en 1563, restaurar al menos el buen nombre del capitán Garcilaso. González Echevarría propone que la escritura legal se convirtió en el discurso predominante del Siglo de Oro español, ya que España había llegado a ser el centro de un imperio. Si legislar viene de legere, la ley está íntimamente ligada a la escritura. De ahí, continúa, que los Comentarios reales puedan leerse como una suerte

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de probanza o informe de una vida ante autoridades ausentes, para probar los méritos de su padre. Esa asociación de la escritura con el poder, que amargamente descubre Garcilaso en Madrid, es objeto de una importante reflexión de Lévi-Strauss en Tristes trópicos. En el capítulo titulado “Una lección de escritura”, ésta recibe una denuncia feroz. Cuenta Lévi-Strauss que, durante la visita que les hiciera a los nambikwara del Brasil, y en ocasión de hallarse reunidos los setenta y cinco miembros del grupo, el jefe nativo imitó la conducta del antropólogo tomando una libreta en la que había dibujado algunos garabatos y “leyendo” de ella durante dos horas. El gesto vacío con el que el perspicaz jefe nambikwara quiso aumentar su prestigio ante los suyos no era otra cosa sino el préstamo de un símbolo de poder que, según el antropólogo, ha servido más para la opresión de los muchos por unos pocos que para la comunicación y la cultura: La escritura es una cosa bien extraña […]. Si ésta apareció entre el cuarto y el tercer milenio antes de nuestra era, se debe ver en ella un resultado ya lejano (y sin duda indirecto) de la revolución neolítica, pero de ninguna manera su condición […]. En el Neolítico, la humanidad cumplió pasos de gigante sin el socorro de la escritura; con ella, las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron durante mucho tiempo […]. El único fenómeno que ella ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de individuos en un sistema político, y su jerarquización en castas y en clases […]. Si mi hipótesis es exacta, hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita es la de facilitar la esclavitud. El empleo de la escritura con fines desinteresados para obtener de ella satisfacciones intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más aún cuando no se reduce a un medio para reforzar, justificar o disimular el otro (1997: 323-324).

Volviendo a González Echevarría, éste propone que el asiduo cultivo de las artes notariales y forenses propiciado por el poder del Estado español marca no sólo la escritura protocolar y burocrática de la época, sino la literatura misma, desde la picaresca hasta las crónicas. Algunos de los aspectos de la retórica notarial que reconoce en la Historia general del Perú son las listas de los nombres de los conquistadores presentes en cada suceso, el lugar y fecha de

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los eventos, y la mención reiterada en numerosísimas ocasiones del nombre de su padre. José Durand entiende, por su parte, que éstas son precisiones típicas de la literatura histórica, y que la retórica notarial no basta para explicar la maestría artística de Garcilaso; que su prosa estaba ya plenamente lograda en su primer libro, ajeno a cuestiones legales (1988). Sea como fuere, tiene mucha razón González Echevarría al subrayar la necesaria conexión entre escritura y poder que habría percibido el Inca tras su amargo fracaso en la Corte madrileña. Relación que no pasó desapercibida para su coetáneo Guaman Poma. Si Garcilaso afirma, desde el mismo comienzo de sus Comentarios reales, que los únicos dos elementos que le faltaron al Imperio incaico para alcanzar la perfección fueron la escritura y el cristianismo, Guaman Poma convertirá a ambos en criterios civilizatorios y ejes del buen gobierno que propone para el Virreinato peruano. Asumiendo la forma icónica del libro y el rosario, la escritura y la fe cristiana presiden muchos de los dibujos de su Nueva coronica. Aquellos personajes que portan estos símbolos son dignos cristianos y letrados, y están capacitados para la administración del régimen colonial. Por otra parte, Guaman Poma, del que tenemos noticias extratextuales de que fue notario, se muestra tan ducho en la retórica legal y protocolaria a través de toda su obra, que llega a proponer modelos de cartas para que sus hermanos de raza pudieran redactar reclamos a las autoridades del Virreinato. No estuvo solo, pues, Garcilaso, en calibrar el peso legal de la palabra escrita, aunque de poco les sirviera a ambos cronistas en vida. Ahora bien, más allá de la estructura de los Comentarios reales, de su escudo y del diálogo entre oralidad y escritura que singulariza la obra, hay otra proyección textual del mestizaje del autor. Es más sutil, aunque persistente, y se halla en el nivel discursivo de su obra magna, como lo ha visto, con singular perspicacia, José Antonio Mazzotti, en Coros mestizos del Inca Garcilaso: resonancias andinas (1996). El autor emplea la metáfora de coros mestizos para aludir al carácter polifónico de los Comentarios, matizando la noción bajtiniana de polifonía, al advertir que conviene ampliar su significado, porque los textos que conforman la escritura coral son de procedencia bicultural. A Mazzotti no le interesa el discurso de un sujeto mestizo, sino el discurso mestizo del Inca, tras cuya exquisita prosa renacentista subyace un subtexto andino: la tradición discursi-

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va cortesana cuzqueña, fuente de relatos orales de carácter ritual en los que abundan los epítetos y los vocativos, la fórmula sintáctica del quechua ligada a las fundaciones incaicas, y el paralelismo semántico/sintáctico. Y es que, como en el caso de la autoría dual de Pané que acabamos de presentar, los Comentarios reales exhiben, gracias al “subtexto andino”, un “discurso dual” (estoy citando a Mazzotti), que nos remite a dos culturas distintas. Mazzotti distingue su noción de subtexto de la de hipotexto, de Gérard Genette. Si para éste el hipotexto es el texto original, que permite la elaboración del hipertexto (homenaje, parodia, reescritura del primero), el subtexto oral, quechua, está incluido dentro del hipertexto que son los Comentarios reales y, por lo tanto, “está modelado dentro de los límites del discurso escrito” (1996: 19). Mazzotti rebate en su libro tres formas de lectura reduccionista del libro: la hispanista (Riva-Agüero), la indigenista (Luis E. Valcárcel) y la del mestizaje armónico (Carlos Daniel). La complejidad de la obra, cuyo discurso mestizo “no puede ser uniforme ni mucho menos armónico” (1996: 328), puede cifrarse en la metáfora del laberinto, figura presente desde sus inicios, en el capítulo XV del Libro I de la primera parte, alusiva a la palabra de los gobernantes cuzqueños, que se constituye como la “puerta de este gran laberinto”. Porque en la escritura coral “las voces narrativas se multiplican y se superponen de manera que llega a hacerse por momentos muy difícil —si no imposible— distinguir cuál es la fuente inmediata de determinados discursos al interior de la obra” (1996: 324). El discurso mestizo de Garcilaso es, pues, según Mazzotti, fruto de un amplio registro de géneros y funciones narrativas que, más allá de la polifonía cultural y lingüística, parten de un sujeto múltiple que asume diversos papeles: narrador, historiador y filólogo (1996: 18). A estos roles hay que sumar —y en ello reside el propósito del presente libro— su papel de traductor de culturas, es decir, de antropólogo avant la lettre. Y algo aun más importante: su calidad de escritor con mayúsculas. El subtexto indígena del discurso mestizo del Inca es funcional. Más allá de constituir una manifestación natural, inconsciente, de la formación del sujeto que escribe, se trata de una estrategia para autorizar su voz, de cara a una lectura potencialmente andina y mestiza (1996: 30). Mazzotti ha dicho lectura, y me permito glosar aquí

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su aserto, acudiendo al ya citado ensayo de Margit Frenk, pues, por obvias razones del alto costo del libro y el analfabetismo, en la colonia eran más los que leían de oídas que los lectores de la letra escrita. Pero también hay una intención descolonizadora, si bien latente, en el hábil manejo del subtexto, que, “como entidad reprimida, va a burlar el control de una voz aparentemente monológica” (1996: 170), la del propio Garcilaso en tanto narrador. Ahora bien, ¿en qué consiste este subtexto? Mazzotti apunta a la tradición discursiva cortesana cuzqueña, fuente de relatos orales de carácter ritual. Por las crónicas (Cieza, Betanzos, Las Casas) se sabe que, al asumir el mando, cada Inca encargaba a cantores profesionales a componer la historia de sus ancestros para exaltar las hazañas de su estirpe. El relato se cantaba y recitaba en un contexto ritual, con voces individuales y coros (1996: 32). Viene aquí al caso aludir a Jan Vansina (1965), quien nos ayuda a discernir el tipo de oralidad a la que se refiere Mazzotti: ésta no es otra que la tradición oral sagrada, a la que sólo pueden acceder personas entrenadas, y que tratan asuntos de importancia capital para la colectividad. Se trata de cantos o discursos estereotipados, o, como diría Mazzotti, formulaicos. Otra cosa es la tradición oral profana, que va de boca en boca sin requerimientos especializados, y que aborda temas cotidianos, de poco prestigio cultural. Tanto por el origen colectivo del subtexto, como por la interferencia constante en él de la voz del narrador (Garcilaso), Mazzotti denomina la escritura del Inca como “coral”, “en virtud de una de las fuentes cuzqueñas en que se basa y de los rasgos polifónicos que es posible advertir en su conformación escrita” (1996: 34). La singularización regional de las fuentes (cuzqueñas) tiene que ver con el hecho incontestable de que una de las fuentes explícitas de los Comentarios reales está en los testimonios de los parientes paternos del Inca, relativamente contemporáneos (15421570) a la escritura del texto. En el segundo capítulo de Coros mestizos del Inca Garcilaso, Mazzotti pormenoriza el empleo del subtexto, mediante el análisis de un pasaje comprendido entre los capítulos 15 y 17 del Libro I de la primera parte de los Comentarios, que presenta al tío abuelo del autor, el Inca Cusi Huallpa, contando el origen del Cuzco y los actos fundacionales de los primeros Incas, Manco Cápac y Mama Ocllo, y que tiene amplias reverberaciones en la historia de las hazañas

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de sus sucesores, los reyes Incas. Intentaré resumir aquí su argumento, que no hace otra cosa que demostrar, textualmente, un asunto de importancia capital para nuestro libro: las proyecciones del mestizaje y la biculturalidad del Inca en los Comentarios reales. Son varias las instancias en las que el subtexto de la oralidad quechua parece asomar en la evocación que hace Garcilaso —en castellano, desde luego— del discurso formulaico de la realeza incaica; entre ellas, la abundancia de epítetos y vocativos. Elijo, para comenzar, la que tiene que ver con lo que he llamado el punto de vista oscilante,13 manifestación discursiva de la escisión de lealtades de un hombre situado como puente agónico entre dos culturas vinculadas por un nexo colonial. La pregunta que el Inca, adolescente, le hace a su tío, Cusi Huallpa —“Inca, tío, pues no hay escritura entre vosotros, que es lo que guarda la memoria de las cosas pasadas, ¿qué noticia tenéis del origen y principio de nuestros reyes?” (I, 15)— sitúa al muchacho a la vez fuera (vosotros) y dentro (nuestros) del incario. Más allá de la expresión de un sentimiento conflictivo, el autor de Coros mestizos entiende esta contradicción como una huella de la distinción que hace la lengua quechua de dos posibles interpretaciones de la primera persona plural; es decir, de la escisión del nosotros, que no existe en castellano. Para el quechuahablante (y las referencias son del dialecto cuzqueño), hay una primera persona plural inclusiva (nuqanchis: nosotros con ustedes, un nosotros amplio) y otra exclusiva (nuqayku: nosotros sin ustedes). Vosotros, entonces, podría leerse como una traducción de “nosotros sin ustedes”, y el nosotros que late tras nuestros, como una traducción de “nosotros con ustedes”. Otras instancias del subtexto andino pertenecen al discurso del tío, en su larga contestación a la pregunta del Inca. Mazzotti nombra la primera como “la fórmula de fundación”. Al comenzar su narración, Cusi Huallpa instala una estructura sintáctica que habrá de marcar cada etapa de la gesta fundacional incaica, y que comienza con sujeto, seguido por frase adverbial, culminando con uno o más verbos (S+FA+Vs): “Nuestro Padre el Sol, uiendo los hombres tales como te he dicho, se apiado y tuuo lastima de ellos […]” (destaco en itálicas las porciones de la fórmula sintáctica). Ésta se repite cuan-

13. A ello volveré en otro momento.

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do los hijos del Sol comienzan su labor civilizatoria: “Nuestros principes, uiendo la mucha gente que se les allegaba, dieron orden que unos se ocupasen en proueer de su comida campestre para todos […]” (I, 16). La fórmula se reitera en los capítulos dedicados a narrar la expansión del Tahuantinsuyo. Es el caso de Sinchi Roca —“Este principe, habiendo cumplido con la solemnidad de las exequias de su padre y tomando la corona de su reino, que era la borla colorada, propuso de aumentar su señorío […]” (II:16)— y de todos los gobernantes incaicos, incluyendo a Túpac Inca Yupanqui, bisabuelo de Garcilaso, hasta llegar a Huayna Cápac. Con la excepción del séptimo Inca, Yahuar Huácac, presentado como responsable de la inminente destrucción del Cuzco a manos de los chancas, impedida por su hijo menor, Viracocha Inca. Su mal proceder se evidencia sintácticamente en la alteración de la fórmula. Evidentemente, se trata de algo más importante que una mera repetición, ya que coincide siempre con acciones que imitan el acto fundacional del Cuzco. Encontramos aun otra instancia del reconocimiento de un subtexto quechua en los Comentarios reales en las resonancias versales que algunos pasajes paradigmáticos de la obra ofrecen. Mazzotti comienza con una reflexión sobre la importancia de acudir a la edición príncipe de la obra del Inca para poder acceder a las huellas de la oralidad andina. Una de las principales diferencias que aleja la prosa de la primera edición de los Comentarios a la de sus ediciones posteriores está en el hecho de que en aquélla los períodos sintácticos son muchos más cortos, gracias a una proliferación de comas que sugieren la oralidad. Sabemos que Garcilaso dictó buena parte de la Historia general del Perú a su hijo natural Diego de Vargas (en su vejez no podía escribir, porque le temblaba la mano). Pero, teniendo en cuenta el hecho de que Vargas, nacido hacia 1580, tenía edad suficiente para servirle a su padre de amanuense cuando éste redactaba las últimas partes de los Comentarios reales relativas a las conquistas de los Incas, Mazzotti sugiere la posibilidad de que Garcilaso se las dictara. De toda la obra haber sido dictada, ello explicaría el elevado número de pausas respiratorias, debidas a la emisión oral del texto. A partir de esta posibilidad, Mazzotti emprende un interesantísimo análisis filológico de uno de los pasajes fundacionales de los Comentarios, que revelan el paralelismo semántico/sintáctico que caracteriza tanto la literatura náhuatl, como lo ha visto Ángel María

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Garibay K., como la poesía quechua, estudiada por Bruce Mannheim y Jean-Philippe Husson. Se trata del inicio del capítulo 21 del Libro I, que narra la gesta civilizadora de Manco Cápac. Disponiendo gráficamente en versos las porciones divididas por la puntuación en una larga oración de la edición príncipe de 1609, Mazzotti nos hace notar las resonancias paralelísticas que pueden percibirse en los siguientes grupos de versos: 3-4-5, 6-7-8, 12-13, 14-15 y 16-17: El Inca Manco Cápac, yendo poblando sus pueblos, juntamente con enseñar a cultivar la tierra a sus vasallos, y labrar las casas y sacar acequias, y hacer las demás cosas necesarias para la vida humana, les iba instruyendo en la urbanidad, compañía, y hermandad, que unos a otros se habían de hacer, conforme a lo que la razón y ley natural les enseñaba, persuadiéndoles con mucha eficacia, que para que entre ellos hubiese perpetua paz y concordia, y no naciesen enojos y pasiones, hiciesen con todos, lo que quisieran que todos hiciesen con ellos, porque no se permitía querer una ley para sí y otra para los otros.

En ediciones posteriores de los Comentarios se han perdido muchas de las comas de este pasaje, que lograban, en la edición príncipe, que los períodos sintácticos fueran más cortos. Ello le impide al lector captar las resonancias paralelísticas del texto, que mueven a Mazzotti a pensar en un subtexto poético quechua. Sobre todo, si se considera que, aunque no existen manuscritos con cantares incaicos de corte histórico, los poemas orales andinos recogidos por Guaman Poma en su Nueva coronica i buen gobierno, de 1615, y estudiados por Jean Philippe Husson (1985, 1993), muestran una clara insistencia en dobletes de complementariedad sintáctico-semántica. El autor aclara, con su habitual prudencia, que no se trata de argumentar que tales unidades son traducciones de versos quechuas, que lo importante es que esta estructura versal que le otorgan al pasaje las abundantes pausas de la edición príncipe propicia una lec-

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tura con resonancias de un discurso épico quechua, oral, que pudo servir de hipotexto al Inca. Hipotexto sugerido también por otros elementos del discurso de Cusi Huallpa, que abonan a su elocuencia como recitador de las hazañas de los Incas. Mirado el asunto desde la perspectiva de Génette, continúa Mazzotti, estos subtextos —son varios— bien podrían apuntar a un hipotexto oral, incaico, para el hipertexto que constituyen los Comentarios reales. Sin descartar la posibilidad de que no haya tal cosa como dicho hipotexto, y que todo se reduzca a su simulación discursiva. Sea cual fuere el caso, simulación o traducción solapada de antiguos textos orales de la tradición cortesana incaica, Mazzotti ve en este discurso dual evidencia contundente de “la impecable voz de uno de los más audaces y originales historiadores del Renacimiento tardío”. Yo iría más lejos: este tour de force verbal apunta a sus dotes de antropólogo, pero sobre todo nos descubre al escritor genial que hay en Garcilaso.

4. Canon y marginalidad: la recepción de los Comentarios reales Los vaivenes de la acogida de la obra magna del Inca mucho tienen que ver con un tema que abordaremos en el último capítulo de este libro: la utopía. Pero antes de plantearnos el problema de su recepción cabe una pregunta: ¿por qué Garcilaso no publicó en España sus Comentarios reales? Miró Quesada (1971: 185-186) apunta a los inconvenientes que pudo haber puesto el cronista oficial del reino, Antonio de Herrera, autor de las Décadas, cuya crónica fuera muy criticada por haberla escrito sin poner un pie en América. Herrera, quien ha sido acusado por los estudiosos de Garcilaso de plagiar La Florida, insistía en que las crónicas se inclinaran al panegírico de la oficialidad. Tanto La Florida como la primera parte de los Comentarios reales están publicados en Lisboa. Y es que, fracasada la gestión que le encomendara al escribano Juan de Morales, portero de la Cámara del Rey en el Consejo de Indias, para que consiguiera la impresión de La Florida del Inca en Madrid, Garcilaso se decidió por Portugal. Ya tenía listos, en 1604, los dos manuscritos, el de La Florida y el de los Comentarios. Consiguió sin dificultad la licencia de la Inquisición para la publicación de las dos obras y las enco-

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mendó al impresor Pedro Crasbeeck. También esperaba encontrar el apoyo de la Casa portuguesa de los Braganza: La Florida la dedicó a don Teodosio de Portugal, duque de Braganza, y los Comentarios reales a doña Catalina, duquesa de Braganza. Como ya hemos vimos, Garcilaso pudo disfrutar en vida del reconocimiento inicial de su obra. Sus coetáneos celebraron al Inca, ya citándolo, ya honrándolo: Bernardo de Aldrete en 1606 y en 1614, Francisco de Castro en 1611, Fernández de Córdoba en 1615… Y aunque Garcilaso jamás mencionó a los grandes escritores españoles de su tiempo, ni a Cervantes ni a Góngora ni a Lope, Cervantes sí conoció los Comentarios reales y los empleó como una de las fuentes del Persiles; también cita a León Hebreo según la traducción del Inca en una parodia que hace de estos diálogos en La Galatea (Pupo-Walker, 1999: 29). Como dato curioso, este estudioso cita a Porras Barrenechea, quien, en El Inca Garcilaso en Montilla (1955b), afirma que Garcilaso y Cervantes coincidieron accidentalmente en dicha ciudad y que posiblemente el Inca tuvo que comparecer ante el autor del Quijote cuando éste recaudaba fondos para la Corona. Si uno de los factores esenciales en el ingreso de un texto a la consagración está en su influencia sobre otros autores, tanto coetáneos como posteriores (cf. Eliot, 1975), no hay duda de que los Comentarios reales no tardaron en acceder al canon. En El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón (1611), Lope de Vega reescribió en su tercer acto una anécdota de las que cuenta Garcilaso en los Comentarios. Antonio de Herrera también reelaboró textos del Inca. En El Carnero, de 1637, Juan Rodríguez de Freyle inserta materiales de los Comentarios. Lo mismo hace Batolomé Arzans de Ursúa en su Crónica imperial de la villa de Potosí, de 1678. Y en sus Tradiciones peruanas, Ricardo Palma recrea el episodio de Aguirre, de la Historia general del Perú, en su relato “Las orejas del alcalde” (Pupo-Walker, 1999: 85-86). Según José Antonio Mazzotti (1998), la primera noticia que tenemos de la presencia de los Comentarios reales en el Perú data de 1613, aproximadamente. Se trata de un manuscrito que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, y que contiene un resumen de dicho libro. Pierre Duviols, continúa Mazzotti, ha identificado la letra del manuscrito como perteneciente a Francisco de Ávila, el notorio extirpador de idolatrías, precisamente el que recogió los mitos

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prehispánicos de Huarochirí que en 1966 José María Arguedas publicó como Dioses y hombres de Huarochirí. Flores Galindo (1986) dice que los Comentarios reales no fueron muy exitosos, en términos editoriales, al morir Garcilaso, pero que en los siglos siguientes las ediciones fueron en aumento. Hay diecisiete ediciones entre los siglos xvii y xviii: diez en francés, cuatro en español, dos en inglés y una en alemán. A través de la aristocracia indígena Garcilaso se inserta en la cultura oral, de ahí la prohibición de los Comentarios reales en 1782 por entender la Corona que fomentaba la sublevación indígena. Tal parece que las autoridades españolas reconocieron el peligro de la afirmación de Garcilaso sobre la injusticia de la decapitación de Túpac Amaru y su legitimidad como gobernante de los incas. Desde su aparición en 1609 los Comentarios reales fueron leídos como texto histórico; no hubo en su momento el más mínimo intento de cuestionar la veracidad de los hechos en él narrados. Durante los siglos xvii y xviii Garcilaso se convirtió en la autoridad indiscutible sobre la cultura incaica. Con el advenimiento de la historiografía positivista, el estudio del texto se enfocó desde el debate entre historia y ficción, y varios historiadores importantes pusieron en duda la historicidad del libro. En The History of America (1777), William Robertson le critica el empleo de fuentes secundarias, tanto como su incapacidad para distinguir la realidad de la fantasía; por su parte William Prescott (History of the Conquest of Peru, 1847) apunta a su egocentrismo y su tendencia a la chismografía. En 1905 Menéndez y Pelayo, como hemos visto, catalogaba los Comentarios como novela, aun cuando lo valoraba de manera entusiasta, al entenderlo como “el libro más genuinamente americano que en tiempo alguno se ha escrito, y quizá el único en que verdaderamente ha quedado un reflejo del alma de las razas vencidas” (Miró Quesada 1971: 221). En el Perú, Manuel González de la Rosa, a quien ya hemos mencionado, lo acusa en 1912 de plagiar a Blas Valera. José de la Riva-Agüero inicia en 1916, como vimos, con su “Elogio del Inca Garcilaso”, la revalorización del Inca como historiador. Desde ese momento, sus principales exégetas —Luis Alberto Sánchez, Porras Barrenechea, Miró Quesada y Durand— han apoyado la historicidad de los Comentarios reales, aun cuando admitan la parcialidad del Inca en su idealización del linaje materno (Zamora 1988: 5).

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Hoy, y desde el cuatricentenario de la publicación de los Comentarios reales, vale repensar la honda significación que tiene el Inca Garcilaso no sólo en el imaginario de la América morena, sino en el de la hispanidad misma. Lo primero que nos mueve a admiración es su carácter tantas veces pionero: antropólogo avant la lettre, primer historiador, primer escritor mestizo. Más importante aún: para las letras hispanoamericanas el Inca es, ante todo, nuestro primer gran escritor. Pero si bien se ha ganado su lugar en la historia por su condición de “adelantado”, me conmueve muy especialmente su perenne actualidad. Actualidad que tiene que ver, para esta lectora, con las contradicciones que tanto el mestizaje como el coloniaje le imponen a su escritura, y que redundan en negociaciones descolonizadoras. Como hemos visto, su condición de mestizo fue pulsión imprescindible de la interdisciplina que hace tan moderno a nuestro Inca. Para desagraviar a su padre se hizo historiador y esgrimió “le ley de la letra”, en palabras de Roberto González Echevarría; para honrar la raza materna se hizo etnólogo, traductor y filólogo. Alberto Escobar lo ha reconocido como el primer lingüista del Perú. Y es que para enmascarar su función disidente de traductor de culturas, se hizo, en primera instancia, traductor de la lengua quechua, anticipando a Georges Mounin, quien afirma que toda buena traducción es, en el fondo, una etnografía. Es indudable que su obra ya ha quedado consagrada tanto como fuente primaria para la antropología y la historia del mundo andino. Lo hemos constatado en el pórtico del presente libro, al nombrar a andinistas del calibre de John V. Murra, Tom Zuidema, Luis Millones, Franklin Pease G.  Y. y Juan M. Ossio A. La crítica literaria contemporánea —con estudiosos como José Durand, Aurelio Miró Quesada, Antonio Cornejo Polar, José Juan Arrom, Carmen de Mora, Raquel Chang-Rodríguez, Enrique Pupo-Walker, Margarita Zamora, Roberto González Echevarría, Max Hernández, Doris Sommer, Julio Ortega, Christian Fernández y José Antonio Mazzotti— avala a Garcilaso como el gran escritor que es. Una de las dimensiones de los Comentarios reales y de toda la obra garcilasiana que más apasiona a los lectores de la posmodernidad que vivimos hoy, con sus continuos exilios, forzados y voluntarios, está en su hibridez; lo que la crítica reciente, en la que se des-

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tacan Fernández y Mazzotti, ha llamado la biculturalidad del Inca. Pero lo que lo hace un clásico cada vez más joven reside en el placer de contar y vestir de sencillez la más rotunda complejidad. También en la sordina que le impone a su emoción. En la nostalgia del recuerdo que aroma de poesía su prosa. En las fisuras del dolor, suturadas tras los afanes de la concordia, la simetría y la complementariedad. Y en la maroma del equilibrista que no cae al vacío. ´

CAPÍTULO 3

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1. El Otro escribe su propia etnografía Si, como lo afirmara valientemente Lévi-Strauss en 1960, al inaugurar la cátedra de Antropología Social en el Collège de France con su ensayo “Elogio de la antropología”, ésta se inició con el imperialismo, hay que recordar que lo hizo de la mano de la literatura, iniciando lo que hoy conocemos como las letras coloniales. En “Thick Description: Toward an Interpretive Theory of Culture” (1973), Clifford Geertz nos formula una pregunta provocadora que procede a contestar de inmediato: “What does the ethnographer do? He writes”. Sobre la literariedad de la disciplina en el siglo xx he reflexionado largamente en Para decir al Otro: literatura y antropología en nuestra América, examinando los planteamientos de LéviStrauss, de Geertz y de Victor Turner. Pero esta literariedad emerge en la colonia, con los primeros tanteos de etnólogos avant la lettre como Pané, quien, en su alternancia de discursos (el racional, europeo, y el mítico, taíno), sienta las bases para el futuro desarrollo de lo real maravilloso; también con las resonancias caballerescas de la Tenochtitlán de Bernal Díaz, evocada como si de uno de los prodigios del Amadís se tratara; o con la calidad barroca de la descripción de la flora del Nuevo Mundo en la crónica de Oviedo, que asedia

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con una proliferación de significantes imposibles los sabores y olores de frutas cuyos nombres se niegan a rendirse. Acabamos de comprobar, de la mano de José Antonio Mazzotti, el alcance de los dotes de escritor del Inca Garcilaso de la Vega, quien hubiese hecho las delicias de Bajtin con su originalísimo manejo de la tan difícil polifonía intercultural. Pero no podemos olvidar que en la primera parte de los Comentarios reales la elegante prosa garcilasiana está al servicio, más que de la historia, de una disciplina que aún no había nacido formalmente: la antropología. Y sucede algo muy interesante con la apuesta etnológica del Inca: su monumental descripción de la cultura incaica resulta hoy de una sorprendente actualidad, pues, como en el caso de la Nueva coronica de Guaman Poma, se trata de un gesto descolonizador: el Otro escribe su propia etnografía. Justo en el “Proemio al lector”, y en la misma oración en que introduce su noción de glosa, Garcilaso presenta uno de los roles que asumirá en los Comentarios reales, el de traductor: “que mi intención no es contradecirles [a los historiadores españoles], sino serviles de comento y glosa y de intérprete en muchos vocablos indios, que como extranjeros en aquella lengua, interpretaron fuera de la propiedad de ella, según que largamente se verá en el discurso de la historia” (mis itálicas). No era la primera vez que se daba a la tarea. Recordemos que, al criarse entre dos padres distanciados por el desconocimiento de la lengua del otro, “traducir fue una de las primeras labores que Garcilaso emprendió en su niñez” (Pupo-Walker, 1999: 27); y que el Inca inició su vocación literaria precisamente como traductor, al ofrecer la versión castellana de los Diálogos de amor de León Hebreo. En los Comentarios reales, y tras las advertencias del “Proemio al lector”, no tardará en desplegar sus talentos de traductor, al dedicar tres capítulos del Libro I a la dilucidación del origen del nombre Perú. Como traductor, Garcilaso resulta el precursor indiscutible de José María Arguedas, que en la más memorable de sus novelas indigenistas, Los ríos profundos, de 1958, termina el primer capítulo nombrando al río Apurímac y ofreciendo al lector de inmediato la traducción de la voz quechua: “Dios que habla, significa el nombre de este río”. Arguedas culmina su tarea como traductor convirtiéndose en filólogo, en su larga reflexión poética sobre el sentido y connotaciones del zumbayllu o trompo andino, posible-

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mente el momento más intenso de la hermosa novela. Es interesante notar que tanto Arguedas como Garcilaso introducen su función de traductores restándole importancia. El primero lo hace en passant, dando la equivalencia española del nombre Apurímac en una frase corta y directa. El segundo presenta su trabajo casi a modo de disculpa: no se trata de contradecir a los historiadores españoles, sino de aclararles algunas palabras que no entendieron bien del quechua. Hoy nos resulta claro que las al parecer modestas funciones de traductor y filólogo encubren la mucho más ambiciosa tarea del etnólogo, que no es otra que la de traductor de culturas1, como lo ha visto lúcidamente Georges Mounin en su citado libro Problemas teóricos de la traducción (1963). Mounin insiste en que para traducir una lengua extranjera no basta cumplir con la condición de dominarla, sino que hay que estudiar de manera sistemática la etnografía de la comunidad que la habla, porque “el contenido de la semántica de una lengua es la etnografía de la comunidad que habla esta lengua” (1963: 268). Si la traducción supone una etnografía, como propone el lingüista, también es válida la ecuación inversa: hace unos años el antropólogo norteamericano James Boon definió la antropología como “traducción extrema”.2 Ello quiere decir, con respecto al tema que nos ocupa, que el Inca, como tantos de los primeros cronistas, etnólogos avant la lettre, se interesa por la totalidad de su cultura. Pero vale destacar que con él comienza el Otro a escribir su propia etnografía; Guaman Poma tardará seis años en proponer la suya. Al Inca se le conoce como historiador, y lo es sobre todo en lo que concierne a su Historia general del Perú, la segunda parte de los Comentarios reales.3 Pero es muchas cosas más: traductor, lingüista, filólogo, escritor y etnólogo. Esta última dimensión de su perfil interdisciplinario, presente en casi toda su obra, pero tan importante en la primera parte de los Comentarios, es la que nos interesa explo-

1. O, dicho en palabras de Jákfalvi-Leiva (1984), traductor de un mundo. 2. Comunicación personal (1980). 3. Aunque desde los Comentarios reales el Inca se manifiesta como historiador, en la Historia general del Perú insiste en ello: “lo diremos historialmente como sucedió” (V, 36), “que no es de historiadores sino decir verdad llanamente” (V, 35), “la obligación del que escribe los sucesos de sus tiempos […] me obliga […] a que sin pasión ni afición diga la verdad de lo que pasó” (V, 39).

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rar en este capítulo. Cabe subrayar, de entrada, el carácter doblemente pionero del Inca como traductor de un mundo desconocido y complejo. En primer lugar, asume el rol de antropólogo avant la lettre, es decir, antes de que la disciplina se constituyera como tal, lo que sucederá mucho más tarde, en el siglo xix. De manera que el Inca forma parte de lo que Margaret Hodgen, como hemos visto, llama la antropología temprana de los siglos xvi y xvii, que comienza con Pané y continúa en las crónicas coloniales sobre el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo. Pero a la vez que participa de los inicios de la disciplina, el Inca también anticipa una de sus vertientes contemporáneas. Recordemos brevemente los avatares más recientes de la disciplina antropológica en el hemisferio americano, que conducen a la deconstrucción de la autoridad monolítica del etnógrafo y a la propuesta bajtiniana de una antropología polifónica. En “Thick Description”, Clifford Geertz no sólo propuso una nueva manera de hacer antropología: también emprendía una polémica oculta con Lévi-Strauss. Sin nombrarlo, criticaba diversas dimensiones del quehacer antropológico que podemos reconocer como propias del autor de Tristes trópicos. Anticipando el pensamiento posmoderno, que pone su atención en pequeñas parcelas de realidad, y que relativiza los proyectos totalizadores de la modernidad, que apuestan a lo absoluto, Geertz declara: Examinar cristales simétricos de significación, purificados de la complejidad material de la que fueron extraídos, y luego atribuir su existencia a principios autógenos de orden, a propiedades universales de la mente humana, o a vastas y apriorísticas weltanschauungen, es apostar a una ciencia que no existe e imaginar una realidad que no se puede encontrar (1973: 20; mi traducción).

Aunque otorga mayor atención a la antropología cognitiva que a la estructural (a ésta le critica explícitamente el pretender entender a los hombres sin conocerlos), en buena medida sus objeciones hacen pensar en el gran maestro de la etnología europea, quien reduce la rica diversidad de las culturas a un procedimiento lógico incontaminado por sus sucesivos contextos, que se repite ad infinitum: una sintaxis fruto de la misma naturaleza humana o esprit. Deplorando la oscuridad teórica de la antropología de su tiempo, Geertz desaprueba el enfoque según el que la cultura está en la mente humana,

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y que asume los métodos de análisis propios de la matemática y la lógica, abundando en taxonomías, paradigmas, gráficas, árboles “y otros trucos ingeniosos”. Cabría añadir a su crítica —por lo demás, razonable— que este “formalismo extremo” es precisamente lo que nubla muchas de las páginas del por otro lado genial intérprete de la cultura humana, Lévi-Strauss, y lo que mueve a Octavio Paz a confesar su decepción inicial con la lectura de su obra: Hace unos quince años un comentario de Georges Bataille sobre Les structures élémentaires de la parenté me reveló la existencia de Claude Lévi-Strauss. Compré el libro y, tras varias e infructuosas tentativas, abandoné su lectura. Mi buena voluntad de aficionado a la antropología y mi interés en el tema (el tabú del incesto) se estrellaron contra el carácter técnico del volumen (1972: 9).

Si bien un poco más tarde la lectura de Tristes trópicos encendió su pasión por Lévi-Strauss, Lo crudo y lo cocido le causó vértigo por su dificultad, y su actitud de lector osciló entre la admiración y la irritación. Tras criticar los grandes proyectos antropológicos que pretenden explicar al hombre, Geertz presenta su propia propuesta etnológica, que parte de una voluntad consciente de humildad ante la vastísima y compleja realidad humana. Con tierna ironía, comienza por confesar el “pecado” fundamental de los enfoques interpretativos: el que tienden a resistir la articulación conceptual y las formulaciones sistemáticas. Geertz mismo enumera varios factores que limitan la teoría cultural interpretativa que defiende, lo que de ningún modo le parece mal. El primero, que no es ni autónoma ni autosuficiente, ya que no puede separarse de la inmediatez de la “descripción densa” de un aspecto concreto de la realidad. De ahí que sus contribuciones más importantes al campo estén en los estudios específicos y no en los tratados generales que postulan las grandes teorías. El segundo, que, por la especificidad de su campo de atención, no puede ser predictiva; tampoco general. El tercero, que el análisis cultural es, por su propia naturaleza, incompleto. Geertz termina su ensayo defendiendo la concreción del trabajo etnográfico y la claridad con que sus resultados deben ser expuestos al público, y dándole una emocionada bienvenida a la disciplina a aquel ente elusivo, hasta entonces invitado perpetuo de la filosofía y la literatura: el sentido. Al

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hacerlo, la serpiente se muerde la cola, pues sin querer Geertz ha regresado al Lévi-Strauss que afirmara en uno de los ensayos de su primer volumen de Antropología estructural: “La antropología aspira a ser una ciencia semiológica, y toma como principio rector el de la significación” (1963: 364). El ensayo que acabamos de reseñar sienta las bases de la nueva antropología cultural, dialógica, polifónica o interpretativa —son diversos sus nombres—, que prevalece en Norteamérica desde las dos últimas décadas del siglo xx. Según Marcus y Fischer, editores de Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, “llamamos antropología interpretativa al discurso que reflexiona sobre el hacer y el escribir etnografía […] su mayor exponente es Clifford Geertz” (1986: 16; mi traducción). Para calibrar las novedades que aporta a la disciplina esta nueva concepción de la antropología, hay que recordar el desarrollo de un campo cuyos orígenes bien pueden trazarse —lo ha demostrado Margaret Hodgen, como ya vimos— al descubrimiento del Nuevo Mundo. Pese a estos comienzos remotos, la disciplina no emerge como tal hasta el siglo xix, aspirando en ese entonces a convertirse en una ciencia general del hombre, con la meta de descubrir las leyes sociales que rigen una larga evolución del ser humano hacia niveles cada vez mayores de racionalidad. En esta etapa fundacional —la era de la “antropología de butaca” o armchair ethnology, en la que los etnólogos sólo viajaban ocasionalmente, dependiendo en gran medida de fuentes escritas y ajenas—, los nombres más importantes son los de Edward Tylor y James Frazer en Inglaterra, Émile Durkheim en Francia y Lewis Morgan en Estados Unidos. No fue sino hasta la segunda década del siglo xx que la antropología daría un giro de 360 grados, con la contribución revolucionaria de Branislav Malinowski: la etnografía o el trabajo de campo. El etnólogo británico de origen polaco volvía, posiblemente sin darse cuenta, a la etnología avant la lettre de misioneros y colonizadores, basada en una etnografía por inmersión. La descripción de esta práctica empírica, que consiste en que el antropólogo aprenda la lengua, observe, participe de y describa la vida cotidiana de otra cultura, abre su libro Argonauts of the Western Pacific ([1922] 1932), para convertirse desde ese momento en piedra angular del oficio etnológico. Sin embargo, y pese a este salto cualitativo, la disciplina

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tardaría en abandonar la ambición totalizadora con la que ingresara a la Academia en el siglo xix. Habrían de transcurrir cincuenta años desde la publicación de la famosa monografía de Malinowski antes de que Clifford Geertz propusiera su noción de una etnología más modesta en sus aspiraciones, en la que la ambición totalizadora cede a la intención de describir una pequeña parcela de la realidad de manera exhaustiva. Su etnología de lo concreto convierte a Geertz en pionero del pensamiento posmoderno. Y es que el rasgo diagnóstico de la modernidad —las grandes teorías totalizadoras del conocimiento, con sus paradigmas evolucionista y científico en el xix, y liberal, marxista y estructuralista en el xx— ha caído bajo sospecha hoy, como lo explica Jean-François Lyotard en The Postmodern Condition: A Report of Knowledge, de 1979. Como afirman Marcus y Fischer, la autoridad de las grandes narrativas ha ido perdiendo peso ante la nueva pujanza de los acercamientos contextuales, el examen de lo que significa la vida social para aquéllos que la viven, y la explicación de las excepciones y la marginalidad (1986: 8-9). Pese a sus importantes contribuciones, la novedosa antropología interpretativa de Geertz ha sido criticada recientemente por sus omisiones. Es cierto que nos alertó a la condición escritural de la disciplina, defendiendo la idea de la etnografía como thick description o la textualización del trabajo de campo. Pero la posmodernidad también se caracteriza, como lo señalan Marcus y Fischer, por una crisis de la representación, que surge de la incertidumbre en cuanto a la posibilidad de la descripción de la vida social. El debate actual en la disciplina revela que la etnología se halla inmersa en una crisis a la vez epistemológica y política: tras los comienzos del proceso mundial de descolonización a partir de 1950, el antropólogo occidental no puede emprender sin más la descripción de pueblos no-occidentales, pues su autoridad monolítica ha sido socavada. La escritura —el instrumento imprescindible para la transmisión de la información etnográfica— es también el talón de Aquiles de la antropología, ya que trastrueca la situación original del trabajo de campo, oral y dialógica, para textualizar esta experiencia en un monólogo silente. Pues la revolución de Malinowski no pudo impedir que la antropología privilegiara las observaciones del etnógrafo sobre las interpretaciones de los informantes indígenas. Lo que suce-

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de en el caso de Geertz. El antropólogo observa al Otro, pero no se mira a sí mismo dialogando con éste. Las situaciones discursivas originales no suelen tener cabida en el texto etnográfico final. La nueva antropología que iniciara Geertz toma entonces nuevos rumbos. Sus múltiples nombres son elocuentes de su afán relativista: discursiva, cultural, interpretativa, dialógica, polifónica… Estos dos últimos epítetos apuntan a su deuda con el pensamiento de Bajtin. Así lo explica uno de sus mayores exponentes, James Clifford, en un ensayo imprescindible titulado “On Ethnographic Authority”: El modelo discursivo de la práctica etnográfica subraya la intersubjetividad de todo discurso, así como la de su contexto performativo inmediato […]. El trabajo de campo se compone significativamente de eventos de lenguaje; pero el lenguaje, como apunta Bajtin, “reside en la frontera entre uno mismo y el otro. La palabra que pronunciamos no nos pertenece por entero; una mitad de lo dicho pertenece al interlocutor” […]. No podemos, entonces, concebir las palabras de la escritura etnográfica como monológicas, es decir, como una afirmación autoritaria de la realidad textualizada (1983: 133; mi traducción).

Se trata de una antropología que reclama un espacio para la voz del Otro. Ese Otro que debe hacer suyo el lugar que le corresponde en la etnografía no sólo en largos discursos que narren o interpreten su propia tradición, nativa, sino también en el diálogo con el etnógrafo, y que incluso debe asumir el rol de coautor del texto publicado. En la actualidad es cada vez mayor el número de los “informantes” que saben leer y escribir, y la antigua división del mundo en culturas letradas y culturas ágrafas se ha erosionado visiblemente. Para esta nueva antropología —que cuenta ahora con un nuevo sujeto, el del etnógrafo nativo—, la metáfora del texto ha sido suplantada por la del diálogo. Ahora bien, este diálogo va más allá de una conversación entre dos; es un diálogo intercultural. En Anthropology as Cultural Critique, Fischer lo explica de manera contundente: “No defendemos otra cosa que la etnografía como la yuxtaposición de dos o más tradiciones culturales” (1986: 175; mi traducción). Pero este cuestionamiento de la escritura etnográfica no sólo denuncia la relación tradicional entre el antropólogo y sus informantes, que suele erigir al uno en sujeto y reducir a los demás a la cate-

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goría de objetos. También se trata de mirar el tapiz de esta escritura por el revés. Tras los trabajos de Roland Barthes, Gérard Génette, Paul de Man y tantos otros que emprendieron la desconstrucción del realismo como discurso literario que traduce de manera transparente el mundo referencial, y en un momento en que la crítica literaria está empeñada en revelar los contextos históricos y políticos de la escritura, el antropólogo culto ha perdido la inocencia. Ya no puede sino ser consciente de la literaturidad de su texto etnográfico, y de las múltiples tretas, retóricas y recursos que impone la representación, en la que siempre se cuela la subjetividad del autor. En este momento experimental de la antropología —las décadas de 1980 y 1990— el trabajo de campo y la escritura devienen, como hemos visto, los temas más álgidos para la discusión y la innovación teórica. La disciplina ya no puede conformarse con el ávido registro de lo exótico; debe aspirar, a partir de la riqueza y la complejidad cultural, a llegar al autoexamen y al propio crecimiento. Al privilegiar el relativismo, su naturaleza actual muestra, en palabras de Marcus y Fischer, el rostro bifronte de Jano: por una parte tiene el deber de rescatar la diversidad cultural en la era de la globalización y, por otra, el de servir para la autocrítica de Occidente (1986:  167).4 Retornando a la óptica a la vez reducida y rica de Geertz, pero cargando la mano en la importancia de la incertidumbre, ambos antropólogos afirman que El único camino que nos conduce a una visión eficaz y a un conocimiento competente del mundo es el de una epistemología sofisticada que tome en cuenta las contradicciones irreductibles, las paradojas, la ironía y la incertidumbre que marcan toda interpretación de la actividad humana […]. Se requiere la mirada minuciosa del orfebre, y en ésta reside precisamente la fuerza y el atractivo de la antropología cultural del momento (1986: 15; mi traducción).

Claro que la pérdida de la inocencia del antropólogo actual también tiene que ver con el legado de Lévi-Strauss. Vale recordar aquí una de las grandes lecciones éticas que nos ha dejado el más impor4. Es interesante notar que Lévi-Strauss anticipa esta preocupación por la autocrítica de la cultura occidental, tanto en el “Elogio de la antropología” como en el final de Tristes trópicos.

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tante de los antropólogos franceses del siglo xx, la que tiene que ver con el viaje que realiza a América, no tan sólo por el interés científico de la investigación antropológica, sino también por huir —era judío— de la represión antisemita en Europa en el momento álgido que precede a la Segunda Guerra Mundial. Posiblemente esta condición suya de perseguido, de pertenecer a una minoría oprimida, de ser, en fin de cuentas, un poco “el Otro” dentro de su propia cultura, lo lleva a cuestionarse el rol mismo de la antropología, que nace con el imperialismo para servirlo. De ahí que Lévi-Strauss proponga, en uno de los pasajes más conmovedores de su hermosa etnografía novelada, Tristes trópicos (1953), y anticipándose a lo más tarde diría en la conferencia que dictó en 1960 en el Collège de France, “Elogio de la antropología”, que la existencia misma del antropólogo es incomprensible si no se la entiende como un gesto de penitencia: “si el Occidente ha producido etnógrafos, es porque un muy poderoso remordimiento debía atormentarlo […]. El etnógrafo no puede desinteresarse de su civilización y desolidarizarse de sus faltas, por cuanto su existencia misma sólo es comprensible como una tentativa de escape: él es el símbolo de la expiación” (1997: 443). Ya hemos visto que estas prácticas recientes, al parecer tan novedosas, de la antropología contemporánea, se remontan nada menos que a los remotos años de la conquista y la colonización de América. Anticipando en varios siglos el reclamo de James Clifford, el Otro fue coautor de la mitad del relato que hilvanó Pané en La Española hacia 1498, aunque su voz colectiva —como ya hemos visto, me refiero a los mitos ancestrales de los taínos o arahuacos insulares de las Antillas— fuera traducida y editada por el fraile jerónimo. Un poco más tarde, en crónicas coetáneas como las del Inca Garcilaso (1609), Santacruz Pachacuti Yamqui (1613) y Guaman Poma (1615), el Otro asumió las riendas del texto para decir su propia cultura, otorgando espacio, a su vez, a la voz anónima y colectiva de la tradición oral andina. Por otra parte, las contradicciones irreductibles de las que hablan Marcus y Fischer marcan los relatos aludidos, tanto a nivel cultural como a nivel lingüístico. En lo que concierne a este último, las tres crónicas peruanas a las que hemos aludido entreveran por lo menos dos lenguas, la andina y la española, con el predominio evidente del castellano (la nativa aflora con intensidad protagónica en la Nueva coronica y en La relación de anti-

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güedades deste reyno del Pirú, y como objeto de curiosidad filológica en los Comentarios reales). En la esfera de lo cultural se barajan varias identidades. De cara a los españoles Guaman Poma habla como inca, de cara a los incas habla como yarovilca; en ambos casos, furioso. El Inca Garcilaso oscila entre sus señas de identidad incaicas y sus señas de identidad españolas: a veces las opone, otras las funde, y en muchos casos las asume sucesivamente. Y, siendo aymara, Pachacuti Yamqui escribe en castellano y en quechua. Hemos mencionado tres crónicas andinas, pero sólo en dos de ellas (los Comentarios reales y la Nueva coronica) el Otro emprende una descripción monumental de la propia cultura, asumiendo un gesto emblemático de la modernidad: la ambición totalizadora. Y, más allá de la originalidad de Guaman Poma, quien nos sorprende con una insólita etnografía visual, ambos cronistas comparten un método parecido de indagación etnológica. La estrategia del Inca combina la experiencia ocular y la convivencia diaria con sus congéneres en el Cuzco, con el aporte de fuentes escritas europeas, tradición oral indígena, informes escritos por antiguos condiscípulos mestizos, y la información codificada en los cordones anudados incaicos llamados quipus. En su “Protestación del autor sobre la historia”, Garcilaso nos habla de su método: En este tiempo [se refiere a su vida en el Cuzco hasta los veinte años] tuve noticia de todo lo que vamos escribiendo, porque en mis niñeces me contaban sus historias como se cuentan las fábulas a los niños. Después, en edad más crecida, me dieron larga noticia de sus leyes y gobierno, cotejando el nuevo gobierno de los españoles con el de los Incas […]. En suma, digo que me dieron noticia de todo lo que tuvieran en su república, que, si entonces lo escribiera, fuera más copiosa esta historia. Sin la relación que mis parientes me dieron de las cosas dichas y sin lo que yo vi, he habido otras muchas relaciones de las conquistas y hechos de aquellos Reyes. Porque luego que propuse escribir esta historia, escribí a los condiscípulos de escuela y gramática, encargándoles que cada uno me ayudase con la relación que pudiese haber de las particulares conquistas que los Incas hicieron de las provincias de sus madres, porque cada provincia tiene sus cuentas y nudos con sus historias anales y la tradición de ellas, y por esto retiene mejor lo que en ella pasó y lo que pasó en la ajena. Los condiscípulos, tomando de veras lo que les pedí, cada cual de ellos dio cuenta de mi intención a su madre y parientes, los cuales, sabiendo

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que un indio, hijo de su tierra, quería escribir los sucesos de ella, sacaron de sus archivos las relaciones que tenían de sus historias y me las enviaron, y así tuve la noticia de los hechos y las conquistas de cada Inca […] (I, 19).

Método por cierto parecido al que emplea Guaman Poma de Ayala, quien lo describe en términos que recuerdan el filtro de la metodología comparativa de Sahagún: Muchas ueses dudé, Sacra Católica Real Magestad, azeptar esta dicha ynpresa y muchas más después de auerla comensado me quise bolber atrás, jusgando por temeraria mi entención, no hallando supgeto en mi facultad para acauarla comforme a lo que se deuía a unas historias con escriptura nenguna, no más de por los quipos y memorias y rrelaciones de los yndios antigos de muy biejos y biejas sabios testigos de uista, para que dé fe de ellos, y que ualga por ello qualquier sentencia juzgada […]. He trauaxado de auer para este efeto las más uerdaderas rrelaciones que me fueron pocibles, tomando la sustancia de aquellas personas; aunque de uarias partes me fueron traydas, al fin se rredugían todas a la más común opinión (citado por la edición crítica de Adorno/Murra, 1980: 8-10).

Si la antropología puede entenderse como el estudio de la naturaleza humana a través de la diversidad cultural, Garcilaso cumplirá cabalmente con esta meta en sus Comentarios reales. Pues no sólo rescata en él la humanidad del indígena, tantas veces puesta en duda durante el siglo xvi, sino que nos presenta a los incas como un pueblo admirable, una alta civilización que produjo una cultura impresionante tanto en términos de organización social y política como en las ciencias de la astronomía y la ingeniería, en las artes de la agricultura y la fabricación de textiles, y en la música y la poesía. Y dentro del amplísimo abanico de las diversas facetas de esta cultura que tan amorosamente describe el Inca, va perfilándose una visión de mundo andina basada en el trabajo comunal gozoso y en la reciprocidad como el primero de los valores morales. La diferencia cultural, tantas veces empleada por los conquistadores como argumento para degradar al Otro, emerge de sus páginas como motivo de admiración entusiasta. Porque es el Otro el que habla. Pero detengámonos por un instante en recordar las señas de identidad del incario. Su historia mítica comienza con el Inca Manco Cápac,

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a comienzos del siglo xiii, pero el Imperio histórico se forma a partir de la victoria de Pachacútec sobre los chancas en 1438, iniciándose entonces una campaña de expansión y de consolidación de sus territorios que lo convierten en el Estado prehispánico más extenso de América. Conoció su apogeo poco antes de la conquista española, abarcando tierras desde el sur de Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia, hasta el centro de Chile y el noroeste de Argentina; expansión prodigiosa si tenemos en cuenta que el Imperio de los incas no conocía la rueda, y carecía de animales de tiro y de escritura. La entrada de Pizarro en suelo peruano en 1532, con la consecuente captura y muerte del último Inca, Atahualpa, en 1533, dio comienzo al fin del Imperio. Aún acéfalo, dio guerra durante cuarenta años a los invasores mediante una resistencia armada desde Vilcabamba, que terminó cuando el último líder de los insurrectos, Túpac Amaru I, fue ajusticiado por el virrey Francisco de Toledo en 1572.5 Ahora bien, el tantas veces milenario mundo andino, del cual el Imperio incaico es tan sólo un eslabón, lo ha sobrevivido hasta hoy, si bien con las predecibles erosiones y transformaciones que suponen casi cinco siglos de hegemonía occidental. Las pretensiones etnográficas del Inca, modestas en tanto se concentran en el incario, desbordan significativamente sus límites. Por un hecho que podemos corroborar hoy: el Imperio incaico desapareció; la cultura andina no. De ahí la indiscutible actualidad de los Comentarios reales. En este capítulo pretendemos demostrar hasta qué punto Garcilaso esclarece importantes nociones de la cultura material incaica, que hoy constituyen una referencia antropológica obligada: la del archipiélago vertical andino propuesto por John V. Murra en Formaciones económicas y políticas del mundo andino para explicar la subsistencia del ayllu a través de distintos pisos ecológicos; la reci-

5. Para entender mejor la caída del Imperio, vale contrastar el caso de los incas con el de los indios de Chile. Tres siglos duraría la conquista del Arauco: esta férrea resistencia al invasor se explica paradójicamente por el hecho de que los araucanos no tuvieron una alta civilización. Sus poquísimas pertenencias les permitían absoluta movilidad para desplazarse huyendo o atacando con táctica de guerrillas; la falta de Estado, con su ausencia de centralización política, evitaba que al caer el líder, con la cabeza cayera también el resto de la población, como sucedió con los incas. La primera aparición de los indios chilenos en los Comentarios reales lleva epíteto: “los Araucos rebelados” (VII, 21). Más sobre la resistencia araucana en el capítulo 25 del mismo Libro VII.

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procidad o ayni iluminada por Billie Jean Isbell en su libro sobre la comunidad de Chuschi, To Defend Ourselves; los ceques o líneas invisibles que construyen la geografía ceremonial del incario, estudiados por Tom Zuidema en The Ceque System of Cuzco; la mit’a como tributo de horas de trabajo y los mitimaes como exiliados del incario para pacificar regiones sublevadas, nociones que han recibido la atención de Murra; la tenencia comunal de la tierra, que se remonta al ayllu primitivo, y a partir de la cual Mariátegui construye su propuesta utópica para el Perú; y la orfandad social del wakcha, tema esencial de la obra de Arguedas. También nos ocuparemos de la cosmovisión del mundo andino y examinaremos algunos de sus símbolos dominantes (la serpiente de dos cabezas, al arco iris, el mundo al revés, el puma, la ciudad de Cuzco) y de sus mitos fundacionales (el origen del Tahuantinsuyo), que pueblan las páginas de los Comentarios reales y que nos ayudan a entender mejor el bien perdido de Garcilaso.

2. La cultura material andina Incluimos bajo este acápite las descripciones del Inca sobre la flora y la fauna andinas, el sistema agrario, las producciones artesanales y de ingeniería, y la organización social, económica y política del incario, que espejea antiguos modos andinos de tenencia de la tierra, subsistencia, producción y distribución de bienes. Consideremos las instancias más significativas de las reflexiones de Garcilaso en lo que concierne a estos temas. El Libro VIII de los Comentarios reales sigue el paradigma de Gonzalo Fernández de Oviedo, quien en su Historia general y natural de las Indias (1535) va nombrando y describiendo las frutas y tubérculos autóctonos de las Antillas: entre ellos la piña, la guanábana, la yuca, el lerén, el jobo, la papaya, el caimito, el mamey y la guayaba.6 El Inca comienza honrando los dos productos agrarios

6. Como apunta Miró Quesada (1976), la Historia general y natural de las Indias de Oviedo figuraba en el inventario de los libros del Inca realizado a su muerte.

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más importantes del antiguo Perú, la papa y el maíz (zara, en quechua). Como precisa John V. Murra en “Maíz, tubérculos y ritos agrícolas” (Formaciones económicas y políticas del mundo andino, 1975), la primera fue la base de la agricultura de subsistencia de la sierra; el segundo, destinado fundamentalmente a funciones ceremoniales, sólo se pudo cultivar a gran escala con la llegada de los incas, pues requiere andenes de riego. Nombra también otros productos de la tierra, como la semilla de la quinua, los frijoles conocidos como purutu, la batata (apichu), la calabaza (zapallu), el aguacate (palta), la guayaba (sauintu), el ají (uchu), el plátano y la piña,7 pero privilegia los primeros dos, al explicar los derivados de ambos. Del maíz hay varios: el pan de consumo ceremonial (zancu), el preferido en las fiestas (huminta), el común (tanta), el tostado (cancha), el cocido (muti), y el brebaje embriagante conocido como uiñapu. De la papa, destaca la elaboración del chuñu para conservarla por mucho tiempo, pasándola primero por hielo y luego secándola al sol. La papa, sustento principal del mundo andino (lo sigue siendo hoy), fue a la vez su mayor aportación a la economía mundial. Su importancia en el Perú es tal, que su cultivo ha dejado una impronta en el mito de Inkarrí,8 metaforizándose en la cabeza que le crece poco a poco, bajo tierra, al cuerpo de Atahualpa, decapitado por los españoles. José María Arguedas también rinde homenaje a la papa en unos versos conmovedores de su “Llamado a algunos doctores” (“Huk doctorkunan qayay”). En el hermoso poema bilingüe amonesta a los intelectuales que, ensimismados en la abstracción sociológica, le dan la espalda a la concreción prodigiosa del mundo andino: “Quinientas flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan. Esas quinientas flores son mis sesos, mi carne”.9

7. Evidentemente, Garcilaso da noticia de lo que se cultivaba en el Perú de la colonia temprana, pues ni el plátano ni la piña son de origen andino. 8. Al tema de Inkarrí volveremos en el capítulo final del libro. 9. El amargo y tiernísimo poema, publicado en 1966 y dedicado a Carlos Cueto y John V. Murra, constituye su reacción a los ataques que recibió su novela Todas las sangres en la mesa redonda que celebrara el Instituto de Estudios Peruanos en Lima el 25 de junio de 1965. Arguedas, que como poeta y antropólogo celebra en su obra la especificidad andina hasta la apoteosis pan-

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El Inca también destaca la hoja de la coca (cuca), que tenía —y tiene aún— en los Andes un sentido tanto ritual como práctico, medicinal. Alivia el hambre y la fatiga, permitiendo largas jornadas de trabajo, a la vez que sirve para pagar a la pachamama o madre tierra por sus mercedes. En su defensa de la perseguida planta (entonces por la Iglesia; hoy por las autoridades políticas, tanto nacionales como foráneas al mundo andino, que buscan erradicar la elaboración de la cocaína, sin entender la antiquísima función cultural de la planta), dice el Inca: “algunos […] han dicho y escrito mucho contra este arbolillo, movidos solamente de que en tiempos antiguos los gentiles, y ahora algunos hechiceros y adivinos, ofrecen y ofrecieron la cuca a los ídolos” (VIII, 15). De la fauna andina, el Inca se detiene en la descripción de los animales domésticos de carga, como el huanacu (ganado mayor) y el pacollama (ganado menor), conocidos ambos por el apelativo común de llama.10 Entre los conejos campestres nombra al coy, alimento apetecible para los indios. El puma, el cóndor, la paloma (urpi) y el guacamayo también desfilan por estas páginas. Pero como se trata de una cultura agraria y no pastoril o ganadera, es más la atención que presta Garcilaso a la labranza y regadío de las tierras del incario. En el Libro V (cap. 1) explica cómo la geografía vertical de la sierra impuso el sistema de terrazas o andenes a modo de escalones de tierra para permitir la siembra y evitar la erosión. Aunque no ofrece su nombre quechua, también describe la azada conocida como chakitaqlla, aportación andina a la agricultura: un arado en forma de palo con peldaño para que el pie del hombre lo ayude a perforar la tierra. En su Nueva coronica i buen gobierno, Guaman Poma la representa gráficamente en sus dibujos de escenas agrarias, comenzando por el de la primera generación de indios preincaicos, los uari uiracocha runa. También explica el Inca el funcionamiento y alcance del sistema incaico de acequias en el capítulo 24 del Libro V. Entre los logros materiales más importantes de la cultura andina destacan los textiles y las obras de ingeniería. En el capítulo VI del

teista, fue duramente criticado porque su novela no era “políticamente correcta”, ni ofrecía soluciones concretas a los problemas del Perú. 10. Murra (1975) apunta a la Visita hecha a la provincia de Chucuito de Garci Diez de San Miguel (1567) como la fuente más detallada sobre la dimensión pecuaria del Perú en el siglo xvi.

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Libro V Garcilaso enumera los tres tipos de ropa que hilaban con lana: auasca, para la gente común; y compi, multicolor y más fina, que incluía dos categorías bajo el mismo nombre: una para la gente noble y otra, finísima, para los de sangre real. Incluso, y con gran detalle, describe cómo se hacían los remiendos de la ropa rota (IV, 14). Es interesante notar que Guaman Poma presenta la función textil como criterio civilizatorio en su dibujo sobre la tercera edad de indios preincaicos, los purun runa. Sobre la importancia política, social y ritual de los textiles en el incario, Murra ha reflexionado en “La función del tejido en varios contextos sociales y políticos” (de su citado libro de 1975), explicando que no sólo servían para distinguir a las clases sociales y a las etnias, y a aquéllos favorecidos por el Inca, sino que el trabajo textil era, como el agrario, una forma de tributo. Garcilaso lo dice claramente: el servicio personal “era el tributo que todos pagaban” (V, 6). El intercambio de prendas de vestir era también imprescindible para las negociaciones diplomáticas y militares. Y las dádivas ceremoniales de ropa a los vencidos los obligaba a la milenaria reciprocidad andina, de comprometerse a servir a los incas. Murra señala que la importancia de los textiles no se limitaba tan sólo al Imperio: en épocas preincaicas los sacrificios ofrecidos a las huacas o deidades telúricas solían incluir tejidos. Claro que, por monumental, la ingeniería incaica se impone como el logro más espectacular del incario. Garcilaso se ocupa de darnos, en tres capítulos, noticia detallada de la fortaleza del Cuzco, Sacsayhuamán (en quechua, Sacsahuaman, halcón saciado), y del prodigio técnico que supone su construcción: “porque lo más maravilloso de aquel edificio es la increíble grandeza de las piedras, por el incomportable trabajo que era menester para la alzar y bajar hasta ajustarlas y ponerlas como están, porque no se alcanza cómo se pudo hacer con no más ayuda de costa que la de los brazos” (VII, 27).11 También se deleita en la descripción pormenorizada —que toma cinco capítulos

11. Sobre las piedras cuzqueñas, Arguedas tiene un hermoso pasaje en Los ríos profundos, en que el niño-narrador, Ernesto, las siente vivas como un río que canta en quechua: “Corrí a ver el muro. Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las

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del Libro III, del 20 al 24— del Templo del Sol, Coricancha, maravilla no sólo de ingeniería, sino de suntuosidad. El jardín de oro y plata de dicho templo daba fe del nivel artístico de los orfebres del incario, que reprodujeron en él infinidad de árboles, plantas, yerbas y flores, además de animales chicos y grandes, culebras, caracoles, mariposas, y pájaros… Y cuando describe el templo que el Inca Viracocha mandó a levantar en memoria de su tío en el pueblo de Cacha, Garcilaso muestra una visión arqueológica, histórica e incluso arquitectónica que lo instala en la modernidad, al afirmar: “Con ser el templo de tan extraña labor, como se ha dicho, lo han destruido los españoles, como han hecho con muchas otras obras famosas que hallaron en el Perú, debiéndolas sustentar ellos mismos, a su costa, para que en siglos venideros vieran las gentes las grandezas con que sus brazos y buena fortuna habían ganado” (V, 22). Pero las maravillas de la ingeniería incaica no se limitan a los edificios. En un terreno tan vertical como el de la sierra, también se ponen de manifiesto en los altísimos puentes, hechos de una paja larga (la hierba andina ichu), eneas y juncia, para garantizar su resistencia y su flexibilidad. De su construcción hablará detalladamente Garcilaso en los capítulos 7, 15 y 16 del Libro III. La ingeniería no deja de ser una ciencia, y de otras, como la astronomía (hombre de su tiempo, el Inca la llama “astrología”), la medicina, la aritmética y la geografía incaicas nos dará noticia en el Libro II de los Comentarios reales.12 En lo que concierne a esta última son referencia obligada las vías fluviales, entre la que destacan ríos como el Apurímac —el río que habla, según lo describe Arguedas en Los ríos profundos— y el Marañón. El científico peruano Antonio Raimondi ha encarecido la exactitud geográfica de Garcilaso, señalando que, si se le hubiera seguido con mayor cuidado, se hubiera conocido más de dos siglos antes de las expediciones del siglo xix, el verdadero curso

piedras con mis manos; seguía la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado […]. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: yawar mayu, río de sangre […]” (1972: 10). 12. También de las artes: música y poesía son temas importantes del mencionado libro. De esta última nos ocuparemos en el capítulo cuarto.

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del río Madre de Dios o Amarumayu13, declarando que “los Comentarios reales son la fuente más segura para la historia de la antigua geografía del país” (Miró Quesada 1971: 210). Pero de la cultura material incaica, quizá la información más preciada que nos ofrecen los Comentarios reales resida en el ámbito de la organización social, económica y política. Para comenzar a entenderla tenemos que partir del principio: la geografía mítica del Imperio. Conocido con el nombre quechua de Tahuantinsuyo (las cuatro regiones), su geografía se caracterizó como quintipartita —cuatro suyos o regiones (Chinchaysuyo al norte, Collasuyo al sur, Antisuyo al este y Cuntisuyo al oeste) en torno al centro: la ciudad del Cuzco como capital—,14 y a la vez dual. La quintipartición tiene que ver con el sistema decimal que rige la organización del incario, según lo explica el Inca en el capítulo 11 XI del Libro II: los vecinos de cada pueblo se agrupaban de diez en diez (nueve con un decurión a cargo de los demás), y las unidades iban progresando de los diez a los cincuenta, los cien, los quinientos, los mil… Pero más allá del sistema decimal,15 al cual volveremos al hablar de los quipus, otro principio numérico rige al Tahuantinsuyo: la dualidad. Tanto el Imperio y su capital, el Cuzco, como las comunidades más pequeñas, los ayllus, se dividían en dos mitades: hanan, es decir, alto, y hurin, bajo,16 dualidad que Garcilaso explicita en el capítulo 16 del

13. Conocido hoy como el Amazonas. “Río grande y temeroso”, lo llama Lope de Aguirre en su famosa carta de 1560 a Felipe II, cuando en su peregrinación en busca de El Dorado con un grupo de soldados, desde el Marañón informa al rey que se separa de la Corona. Este singular acto individual de “secesión”, aunado a sus crímenes, le valió el sobrenombre del “loco Aguirre” y lo convirtió, en el siglo xx, en personaje literario (Miguel Otero Silva y Abel Posse) y cinematográfico (Herzog). En la Historia general del Perú, el héroe del relato del capítulo 18 del Libro VI, sobre la venganza que Aguirre hizo de su afrenta, guarda cierto parecido con su homónimo por su desfachatez. 14. Chinchaysuyo se extendía hacia el Ecuador; Collasuyo, hacia el lago Titicaca; Antisuyo, hacia la selva; y Cuntisuyo, hacia la costa sur del Perú. 15. Dicho sistema decimal se evidencia en otra crónica, la de Guaman Poma, en la sección sobre las cinco edades de indios (uariuiracocha runa, uari runa, purun runa, auca runa y los incas). Pero también trasciende el incario, pues aflora en los cinco huevos del dios Pariacaca de los mitos de Huarochirí. 16. Las repercusiones de esta división en dos mitades —más ritual que social— son importantísimas en la obra del Inca, como ya iremos viendo en el capítulo sexto de este libro.

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Libro I, “La fundación del Cuzco, ciudad imperial”, al contar su mito de origen.17 “Habiendo aumentado las tierras, medían todas las que había en toda la provincia, cada pueblo de por sí, y las repartían en tres partes: la una para el Sol y la otra para el Rey y la otra para los naturales”, nos dice Garcilaso sobre la distribución de tierras en el incario (V, 1). En dicho aserto hallamos una oposición implícita: el ayllu o comunidad ancestral andina, basada en lazos de parentesco, con tenencia y trabajo comunal de la tierra,18 frente al Estado en sus dos vertientes, religiosa y política, ahora a cargo de repartir y beneficiarse del territorio recién adquirido. En otro momento, y al señalar que “[l]lamábase rico el que tenía hijos y familia que lo ayudaban a trabajar para acabar más aína el trabajo tributario que le cabía; y el que no lo tenía, aunque fuese rico de otras cosas, era pobre” (V, 15), Garcilaso deja entrever la seguridad que le ofrecía al hombre andino su pertenencia al ayllu. De ello se infiere la importancia del parentesco para la sociedad andina: el individuo no vale nada sin su linaje.19 Aunque Garcilaso reconoce la importancia del ayllu en la sociedad andina, como heredero por vía materna de la dinastía incaica, pone el acento en el Estado. El Imperio de los incas se nos revela en las páginas de los Comentarios como la modalidad americana de la

17. Según Tom Zuidema (1989: 265), el Cuzco estaba dividido en cuatro barrios correspondientes a las cuatro provincias, que se extendían hasta los confines del Imperio. Chinchaysuyo, barrio de la alta nobleza incaica, se relacionada con Hanan Cuzco; Collasuyo, de la nobleza baja, con Hurin Cuzco; y Antisuyo y Cuntisuyo, menos importantes, eran los barrios de los pueblos no-incas. 18. Para José Carlos Mariátegui, el ayllu del incario, con su comunismo primitivo, cifra una promesa de utopía y justicia para el futuro del Perú. Ésta precisamente es la propuesta medular de sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928, uno de los puntales del indigenismo andino. 19. El término quechua para nombrar al huérfano o desposeído es wakcha, y figura en el capítulo XI de Dioses y hombres de Huarochirí. Afirma José María Arguedas que los indios andinos dividen a la gente en dos categorías. Los que poseen bienes (tierras o animales) son gente, “pero el que no tiene ni animales es huak’cho. La traducción que se le da a este término en castellano es huérfano. Es el término más próximo porque la orfandad tiene una condición no solamente de pobreza de bienes materiales, sino que también indica un estado de ánimo, de soledad, de abandono, de no tener a quién acudir […]. Un huak’cho es en este sentido un sub-hombre…” (citado por Julio Ortega en Texto, comunicación y cultura: “Los ríos profundos” de José María Arguedas, de 1982).

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utopía que propuso Tomás Moro en 1516, tema al que volveremos en el capítulo sexto de este libro. La idealización del mundo incaico es parte programática de su obra: ya lo había anunciado el Inca en el “Proemio al lector”, al decir del Cuzco “que fue otra Roma en aquel Imperio”. Sin embargo, un destello de lucidez rompe el hechizo de la exaltación del incario, cediendo a la cruda realidad: los motivos económicos que animan toda expansión imperial. Al hablar del cuarto Inca, Maita Cápac, Garcilaso cuenta: “volvió el ánimo al principal blasón que aquellos incas tuvieron, que fue llamar y traer gente bárbara20 a su vana religión, y con el título de su idolatría encubrían su ambición y codicia de ensanchar su reino” (III, 1). La visión utópica del incario que predomina en los Comentarios reales se entrevera con pasajes críticos casi subliminales en tanto fugaces.21 Éste es el caso del tema de los graneros estatales, cuya aparición, en aras de su idealización del Imperio, Garcilaso sitúa en la era del primer Inca, Manco Cápac: “Mandó que los frutos que en cada pueblo se cogían se guardasen en junto para dar a cada uno lo que hubiere menester” (I, 21). Vuelve al tema de la generosidad estatal en otros momentos del libro: “Daban de vestir a los vasallos. No hubo pobres mendicantes” (V, 9); “La novena ley era que todo lo que de esos tributos sobraba del gasto real se aplicaba al bien común y se ponía en los pósitos comunes para los tiempos de necesidad” (V, 16). Y es que los Comentarios reales, entre otras crónicas, abonan a la visión de un Estado benefactor incaico, difundida en el 20. Garcilaso se hace eco de los epítetos preferidos por los españoles para degradar a los indígenas, aplicándolos a las culturas preincaicas, que considera bárbaras. Los llama sodomitas (III, 13) y llega a afirmar que “en muchas provincias fueron amicísimos de comer carne humana” (I, 12). Las alusiones a la antropofagia y a la sodomía, tan comunes en las crónicas, hay que situarlas en el contexto colonial: el pueblo conquistado —lo notó tempranamente Montaigne en sus Essais (1580)— siempre aparece bárbaro a los ojos del vencedor. Sobre este problema, ver Roberto Fernández Retamar, Calibán (1973), y William Arens, The Man-Eating Myth: Anthropology and Anthropophagy (1979). 21. Pero Garcilaso a veces se equivoca, como cuando critica una de las consecuencias de la ambición expansiva de los primeros Incas, al referirse a la desaparición de las creencias de los señoríos conquistados (III, 11). Porque el Imperio incaico tuvo la visión política de incorporar las deidades de las etnias conquistadas a su panteón, sin menoscabar la posición privilegiada de sus propios dioses. Tenemos un buen ejemplo en el caso de Pachacámac, deidad que los incas aceptaron como propia tras su conquista de la etnia costeña de los yungas.

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siglo xx por libros como el de Louis Baudin, L’empire socialiste des Inka (1928). Tanto John V. Murra (1975) como Maurice Godelier (1971) desmitifican esta noción al apuntar que los almacenes incaicos22 no sólo servían para mitigar el hambre del pueblo quechua en momentos de carestía, sino, y sobre todo, para alimentar los ejércitos encargados de sojuzgar a los múltiples señoríos que conformaban el imperio. Esta desmitificación del incario propuesta por la antropología andinista contemporánea la anticipa intuitivamente Pablo Neruda en “Alturas de Macchu Picchu”, cuando denuncia la explotación, por parte del Imperio, de los comuneros que construyeron la ciudad amurallada, en versos que dan fe del hecho de que los grandes poetas son visionarios. Cito de los cantos X y XII: Macchu Picchu, pusiste piedra en la piedra, ¿y en la base, harapos? Carbón sobre carbón, ¿y en el fondo, la lágrima? Fuego en el oro, ¿y en él, temblando el rojo goterón de la sangre? ¡Devuélveme el esclavo que enterraste! Sacude de las tierras el pan duro del miserable, muéstrame los vestidos del siervo y su ventana. […] Mírame desde el fondo de la tierra, labrador, tejedor, pastor callado: domador de guanacos tutelares:

22. Para el control de los productos almacenados en estos graneros estatales (sobre todo, alimentos y textiles) fueron imprescindibles los quipus: un sistema decimal de contabilidad a base de mazos de cordones anudados, de distintos colores, longitud y grosor. Los quipus también servían para consignar censos, cronologías, fechas. Hasta donde sabemos no constituyó una forma de escritura. Porque, como apunta Garcilaso en el capítulo 9 del Libro VI, “el nudo dice el número, mas no la palabra”. Sobre su funcionamiento y sus contextos sociales y culturales, ver Robert y Marcia Ascher (1981). En “Las etno-categorías de un khipu estatal” (Formaciones económicas y políticas del mundo andino) Murra ofrece los primeros resultados de un estudio etnológico de un quipu presentado en 1561 por los señores de Hatun Xauxa a la Audiencia de los Reyes de Lima. Dicho quipu abarca varias categorías de riquezas entregadas al invasor: seres humanos, auquénidos, tejidos, objetos confeccionados con fibras de cabuya, alimentos cultivados, aves y productos vegetales no cultivados. Guaman Poma tiene, en su Nueva coronica i buen gobierno, un dibujo del quipucamayoq: el guardador de los quipus o “contable” inca.

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albañil del andamio desafiado: aguador de las lágrimas andinas: joyero de los dedos machacados: agricultor temblando en la semilla: alfarero en tu greda derramado: traed a la copa de esta nueva vida vuestros viejos dolores enterrados. Mostradme vuestra sangre y vuestro surco, decidme: aquí fui castigado, porque la joya no brilló o la tierra no entregó a tiempo la piedra o el grano: señaladme la piedra en que caísteis y la madera en que os crucificaron, encendedme los viejos pedernales, las viejas lámparas, los látigos pegados a través de los siglos en las llagas y las hachas de brillo ensangrentado. Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta. (Neruda, 1978: 40 y 42)

Ahora bien, no nos sorprenda que el Inca daya dado pie para esta deconstrucción del incario: recordemos cómo aludió a la codicia en tanto motor de la expansión imperial. Pero ahora me refiero al momento cuando, al describir los pósitos o graneros estatales, que servían para abastecer a los pueblos en años de escasa cosecha, alude a los que se hallaban en los caminos, “donde encerraban bastimento, armas, ropa de vestir y calzado para los ejércitos” (V, 8). Queda claro con este pasaje que el Tahuantinsuyo no era un Estado meramente benefactor, como nos había hecho pensar el mismo Garcilaso en tantas ocasiones, sino un Imperio cuyos almacenes alimentaban a un ejército represor. El caso de los incas ha servido a Godelier y a Murra para criticar la noción del esquema de evolución de las sociedades del marxismo más rígido, pues las formas de apropiación del suelo a veces son varias en una sola cultura. Partiendo de la tesis inédita de Murra sobre los incas (1956), Godelier crea la noción de formación económica y social para aludir a la especificidad única de cada sociedad en cuanto a la tenencia de la tierra.23 La realidad histórica es concreta, y no

23. A su vez, Murra adoptará la frase que figura en el título de su libro de 1975 de Godelier.

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se puede reducir a una etapa o modo de producción: la pluralidad de formas de tránsito a la sociedad de clases es innegable. En el incario convivieron tres modos de producción: la comunidad primitiva o el ayllu, con propiedad comunal de la tierra y reciprocidad en el trabajo; el modo de producción asiático, en el que coexiste la tierra comunal del ayllu con la tierra del Estado inca, que provee semillas y aperos para exigir la prestación colectiva de trabajo en sus parcelas; y el esclavismo, que se da con el traslado de los mitimaes a tierras lejanas para sofocar rebeliones, lo que permite el surgimiento de los yanacona, siervos que han roto el lazo con su comunidad de origen y que responden a un amo. Esta coexistencia de diversos modos de producción en el incario nos permite entender mejor la descripción festiva que hace Garcilaso de la labranza de las tierras del Estado (las del Inca y las del Sol) por parte de los comuneros de cada ayllu. Iban “con grandísimo contento y regocijo, vestidos de las vestiduras y galas que para sus mayores fiestas tenían guardadas, llenas de chapería de oro y plata y con grandes plumajes en la cabeza”. Cuando araban la tierra, “decían muchos cantares que componían en loor de sus Incas; trocaban el trabajo en fiesta y regocijo, porque era en servicio de su Dios y de sus reyes” (V, 2). Y es que los incas se apropiaron hábilmente de la noción tradicional andina de ayni o reciprocidad, valor máximo del ayllu primitivo, para encubrir la explotación de las etnias que iban incorporando al Imperio. Por una parte, los almacenes estatales alimentaban a los necesitados y, por otra, la prestación de trabajo colectivo de los ayllus en las tierras del Sol tomaba los visos de una fiesta: el Estado no sólo proveía las semillas y los aperos de labranza, sino comida y chicha (la cerveza ritual de maíz) para los comuneros. Lo que nos lleva al tema del tributo exigido por los Incas a sus vasallos. Dice Garcilaso en el capítulo 5 del Libro V que “el principal tributo era el labrar y beneficiar las tierras del Sol y del Inca y coger los frutos, cualesquiera que fuesen, y encerrarlos en sus orones y ponerlos en los pósitos reales que había en cada pueblo”. Murra (1975) explica que el tributo en el incario no era material, sino temporal: en vez de productos específicos se exigían turnos laborales o mit’a, no importa el tipo de trabajo que fuera: textil, agrario o de ingeniería. En el capítulo 15 del Libro V así lo afirma Garcilaso al hablar de las leyes tributarias de los incas: “La tercera ley era que por

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ninguna causa ni razón indio alguno era obligado a pagar de su hacienda cosa alguna en lugar de tributo, sino que solamente le pagaba con su trabajo o servicio del Rey o de su república”. Otra forma de control que ejercía el Imperio sobre sus vasallos era la de usarlos como mitimaes o “indios trasplantados” (III, 25). Garcilaso alude a ellos para describir cómo los Incas “domesticaban los nuevos vasallos”: Y porque se quitasen del todo las ocasiones de producir quejas, y de las quejas se causasen rebeliones […]. [El Inca] Mudaba, cuando era menester, los habitadores de una provincia a otra, proveíales de heredades, casas, criados y ganados, en abundancia bastante; y en lugar de aquéllos, llevaban ciudadanos del Cuzco o de otras provincias fieles, para que, haciendo oficio de soldados en presidio, enseñasen a los comarcanos las leyes, ritos y ceremonias y la lengua general del reino (V, 12).

Interesantemente, esta hábil movida política tiene una insospechada dimensión agraria, que Murra (1975) explica a partir de su revolucionaria noción del archipiélago vertical andino. La costumbre de enviar mitimaes de una región pacificada del Imperio incaico a otra en peligro de sublevación, suerte de exilio forzado por el Estado, estaba enraizada en una antigua tradición andina de subsistencia, pues la economía de la región se basaba, por su diversidad climatológica, en la tenencia no contigua de la tierra. Cada ayllu tenía acceso a distintas “islas” o pisos ecológicos que producían frutos diversos según el clima propiciado por la altura a la que estuvieran situados. El camino desde el núcleo del ayllu hasta algunos de estos pisos podía tomar días; de ahí que el hombre andino estuviera acostumbrado a “exiliarse” de su centro de parentesco por motivos económicos que los incas transformarían en políticos. Por la diversidad climatológica en los distintos pisos ecológicos de la sierra, se impuso en el mundo andino la economía del “achipiélago vertical” de la que habla Murra. El sistema de ceques también abonaba a la estructura férrea del incario, al jerarquizar el culto religioso. Aunque no lo nombra como tal, Garcilaso posiblemente aluda a éste cuando describe, en el capítulo 23 del Libro III, los caminos que desembocan en el templo del Sol. La direccionalidad de estas calles, que culminan en Coricancha,

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el templo del Sol, donde se hallaban las momias de los gobernantes incas, hacen pensar en los ceques o líneas invisibles que trazaban distancias entre las huacas o lugares sagrados en la capital del Tahuantinsuyo. Tom Zuidema ha estudiado la organización social y política y el sistema de parentesco incaicos con relación a dichas líneas a lo largo de su obra, desde que publicara en 1964 su libro The Ceque System of Cuzco: The Social Organization of the Capital of the Inca. A partir de la información provista por cronistas como Juan Polo de Ondegardo, Juan de Betanzos y Bernabé Cobo, el andinista holandés precisa que se trataba de 41 líneas imaginarias que vinculaban a 328 huacas en un perímetro de 15 a 25 kilómetros dentro de la topografía del valle del Cuzco, y que dichas líneas se jerarquizaban en orden descendente de acuerdo al rango social del linaje de quienes se encargaban de las huacas. La categoría principal se nombraba como collana, y agrupaba al Inca y sus parientes de primer grado, fruto de matrimonios endógamos entre incas; la segunda categoría era conocida como payan, e incluía a los descendientes de incas casados con mujeres de otras etnias; la tercera, cayao, estaba constituida por foráneos: los habitantes originales del Cuzco, conquistados por los incas. El sistema de ceques pretendía no sólo organizar el espacio, sino codificar observaciones astronómicas (Zuidema 1990: 73).

3. Tradición oral y mitos Atado y bien atado tenían los incas su Imperio, a través de su organización social, económica y política, como nos lo permite entrever Garcilaso; pero para consolidarlo tuvieron que legitimarlo a partir de la tradición oral. La oralidad —fuente imprescindible de los Comentarios reales, y a la que alude frecuentemente el Inca, al poner en boca de su tío materno las historias sobre la fundación del Imperio— cifra una sabiduría muy antigua, la andina, con sus mitos y varias nociones rectoras de su sociedad, que podríamos nombrar como símbolos dominantes. Me refiero a la noción que propone Victor Turner en The Forest of Symbols (1967): símbolos claves para una cultura por su persistencia a través del tiempo y el espacio, su capacidad de condensar significados diversos e incluso contradictorios, y su tendencia a aludir a valores axiomáticos de la sociedad que lo produce. Entre ellos se

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destacan la serpiente bicéfala o amaru, el arco iris o k’uychi, el mundo al revés o pachakuti, el puma y el mismo Cuzco. La mención del amaru aparece temprano en los Comentarios reales: “En estas provincias de los Antis comúnmente adoraban por dios a los tigres y a las culebras grandes que llaman amaru” (IV, 17). La del arco iris figura en la descripción que hace Garcilaso sobre las maravillas de Coricancha: Otro aposento (que era el cuarto) dedicaron al arco del cielo, porque alcanzaron que procedía del Sol, y por ende lo tomaron los reyes incas por divisas y blasón, porque se jactaban descender del Sol. Este aposento estaba todo guarnecido de oro. En un lienzo de él, sobre las planchas de oro, tenían pintado muy al natural el arco del cielo, tan grande, que tomaba de una pared a otra con todos sus colores al vivo. Llaman al arco cuichu, y con tenerle en esta veneración, cuando le veían en el aire cerraban la boca y ponían la mano adelante, porque decían que si le descubrían los dientes los gastaba y empobrecía (III, 21).

Ambas nociones, la de amaru y la de arco iris, se sitúan en el contexto de lo sagrado, pues se adoran como deidades. Y, según apuntó en su momento Mazzotti, figuran nada menos que en el escudo que se inventa el Inca y que sirve de pórtico a la edición príncipe de los Comentarios reales: “el arco iris emerge de la boca de dos serpientes sagradas o amaru” (1996: 278). Como vimos en el segundo capítulo de este libro, para Christian Fernández la presencia del amaru en su escudo aporta otro nombre a la larga trayectoria onomástica del Inca. De ello infiere que Garcilaso se identifica con la dinastía incaica, ya que la serpiente de dos cabezas se asociaba al primer Inca, Manco Cápac; a Pachacútec, el reformador del Tahuantinsuyo; y a Huayna Cápac, ancestro de su madre. También subraya oportunamente el desafío que late tras la identificación del Inca con este símbolo: se trata también del nombre de Túpac Amaru, el último líder de la resistencia incaica, decapitado por órdenes del virrey Francisco de Toledo en el Cuzco en 1572 (Fernández 2004). A ello cabe añadir que la dimensión mítica del símbolo del amaru asoma en el reiterado empleo subversivo de dicha voz. Pues se trata del nombre que se autoimpusieron no sólo dos de los héroes más importantes de la historia andina (el ya mencionado primer Túpac Amaru y el

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segundo Túpac Amaru, José Gabriel Condorcanqui, líder de la sublevación mestiza de 1780), sino también el mismo Inca Garcilaso. La larga trayectoria en la cultura andina del arco iris ha sido rastreada por la autora de estas líneas en El retorno del Inca rey (1987). Asociado al amaru, figura en la iconografía andina como una serpiente en forma de arco cuyas puntas se convierten en dos cabezas que se hunden en la tierra formando puquios o manantiales. La curiosa relación entre ambos conceptos —indeleblemente ligados en el imaginario andino ancestral— posiblemente tiene que ver con el hecho de que ambos apuntan a la fertilidad: el arco iris aparece después de la lluvia; amaru significa serpiente, pero también está relacionado con el agua. Este entrevero simbólico entre el k’uychi y el amaru es milenario. La iconografía de la costa norte representa las deidades más importantes del panteón local con un tocado en forma de arco iris. En una vasija casma, el dios del trueno y la tempestad aparece debajo de una serpiente bicéfala en forma de arco. La deidad agraria, en su función de propagadora del maíz, también se representa debajo de una serpiente/arco iris bicéfala, como puede constatarse en las vasijas mochica. El dios Sol, como protector del maíz, se encuentra también debajo de un arco estilizado en vasijas de la costa norte. Rebeca Carrión Cachot (1959) señala que en la cosmología preincaica de dicha zona el sol está vinculado al arco iris porque éste provee la lluvia. Así, pues, el arco iris es interpretado como un mediador entre el sol y la tierra: el agente fertilizador que produce vida. En algunas vasijas mochica ello se representa con motivos iconográficos que muestran a la serpiente bicéfala rodeada de gotas de agua circundando a una figura masculina en una actitud de ruego o invocación. La tradición oral prehispánica de Huarochirí, en la parte central del Perú, recogida entre 1598 y 1605 por Francisco de Ávila como parte de su campaña para la extirpación de la idolatría, insiste en la importancia simbólica del arco iris. Cuando el dios del trueno, Huatyacuri, compite con un enemigo danzando, el fenómeno celeste asoma en el cielo. En dicho pasaje es importante notar las connotaciones de poder proyectadas en el arco iris, ya que éste aparece sobre la cabeza del héroe como un augurio de victoria sobre su rival. En los mitos recogidos por Ávila también figura la serpiente de dos cabezas o amaru, que intenta asustar al dios Pariacaca, que la convierte en piedra.

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La iconografía de los moche, por su parte, tiene representaciones de guerreros con arcos encima de sus cabezas, que pueden considerarse como antecedentes de la identificación de éste como emblema del poder político. Que el arco estilizado evoca al arco iris se hace evidente en un vaso efigie mochica, que muestra las dos cabezas del amaru emergiendo de ambos lados del disco que figura como tocado del guerrero.24 Ya en tiempos del incario, Mazzotti nos recuerda que el arco iris constituye un emblema frecuente en los escudos de armas de las panacas que sobrevivieron a las matanzas de Atahualpa y que negociaron su lugar en la sociedad colonial durante las primeras décadas de la invasión europea (1996: 276-278). Como símbolo de poder y de mediación entre cielo y tierra, el arco iris emerge significativamente en textos coloniales de autores indígenas. En su Nueva coronica y buen gobierno, Guaman Poma cuenta cómo el Inca oraba a su padre Sol en Coricancha, mientras por las ventanas del templo entraba el soplo del viento “y salía un arco que ellos le llaman cuychi” (1980: I, 236). Por su parte, dos años antes, Santacruz Pachakuti incluye, en el dibujo que sintetiza el esquema cosmológico del altar mayor de dicho templo, un arco iris situado precisamente entre el Sol y la Tierra. En la cosmología incaica, la significación del arco iris se establece en una de las versiones del mito de origen del Cuzco. Cuenta la historia que Manco Cápac, el hijo mayor del Sol, buscaba un lugar donde enterrar su báculo de oro siguiendo las instrucciones que su padre le diera para fundar la ciudad. Tan pronto llegó a la colina más alta del Cuzco, Huanacauri, apareció en el cielo un arco iris que lo rodeó. Vio en el hecho un augurio de prosperidad para la nueva era que estaba por comenzar con el reinado de su dinastía. Este relato —que también recupera Garcilaso, aunque sin la mención del arco iris— se encuentra en las crónicas de Sarmiento (1572), Cabello Valboa (1589) y Santacruz Pachakuti (1613). Pero el arco iris —que, en tanto símbolo dominante, no deja de ser ambiguo— también podía entenderse como un agüero de destrucción: en su crónica de 1567, Polo de Ondegardo lo considera, al igual que los eclipses de Sol o de Luna, el relámpago

24. Reproduzco fotos y dibujos de varias de las vasijas que he mencionado en El retorno del Inca rey (1987).

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y el granizo, como un signo de desgracia inminente. De ahí que no nos extrañe reconocer, en un cuadro colonial cuzqueño —La degollación de don Juan de Atahualpa en Cajamarca, expuesto en el Instituto de la Universidad Nacional del Cuzco—, al arco iris enmarcando la escena de la decapitación de Atahualpa . Lo que nos lleva a recordar la dimensión literaria del símbolo. Me refiero a su aparición en Apu Inka Atawallpaman, elegía quechua anónima de autor desconocido, posiblemente de fines del xviii o principios del xix, descubierta por José María Farfán y publicada por primera vez en 1942. A partir de ese hallazgo, el poema ha sido publicado varias veces, con diferentes traducciones y transcripciones, entre ellas las de Jesús Lara (1947), José María Arguedas (1955), Teodoro Meneses (1957) y López-Baralt/Solá (1980).25 El poema comienza precisamente con la evocación del arco iris, que esta vez ofrece su rostro siniestro: Ima k’uychi kay yana k’uychi sayarimun? Qosqoq awqampa millay wach’i illarimun; tukuy imapi saqra chikchi t’akakamun.

¿Qué arco iris es este negro arco iris que se alza? El horrible rayo del enemigo del Cuzco fulgura, y por doquier granizada siniestra golpea.

Trazar la trayectoria del arco iris desde su aparición —en la era preincaica— en vasijas incisas de Ancón, vasos efigie mochicas y un templo chimú hasta su presencia colonial (tanto en la tradición oral de Huarochirí como en las crónicas del Inca Garcilaso, Joan de Santacruz Pachacuti Yamqui y Guaman Poma, sin olvidar su re25 En El retorno del Inca rey esbocé una aproximación etnohistórica a la elegía a partir de un comentario textual minucioso, intentando interpretarla desde parámetros andinos. Guiada por la noción de símbolo dominante de Turner, tomé como signo de referencia la poderosa metáfora del arco iris negro, que abre y a la vez contiene el poema. Más tarde, en Para decir al Otro: literatura y antropología en nuestra América, la abordé como texto múltiple: poema andino, mestizo, elegíaco, dramático, mesiánico, moderno y culto; también como intertexto para la literatura peruana del siglo xx. Cito la elegía a partir de la transcripción en quechua y la traducción al español que publiqué con Donald Solá en 1980 en la revista Latin American Indian Literatures, y que he reproducido en los mencionados libros. La versión española consta en el apéndice de este libro.

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currencia obsesiva en pinturas y qeros), y aun republicana (un mito cashinawa actual), me permitió hacer acopio de las connotaciones simbólicas asociadas a dicho motivo: poder religioso, poder político, fecundidad, lluvia, victoria, fundación de una nueva era… Pero es sobre todo su posición entre el Sol y la Tierra (gráficamente manifiesta en el esquema cosmológico andino de Pachacuti Yamqui) o su función como tocado de deidades y guerreros (en vasos y frisos de templos preincaicos, qeros, crónicas) lo que apunta a una significación medular de mediación entre tierra y cielo, entre el Inca y su padre, el Sol. Descubrir el hecho me permitió confirmar una primera intuición: en la elegía el arco iris negro no es sino una transformación de la decapitación de Atahualpa, moneda de dos caras que constituye una poderosa metáfora de la destrucción de un mundo. La negrura del arco iris (o la anulación de su poder mediador entre cielo y tierra), augurio y a la vez resultado de la decapitación de Atahualpa, rompe la armonía cósmica y causa la desolación del Tahuantinsuyo. Que las dos imágenes son inseparables se hace elocuente en el cuadro ya mencionado sobre La degollación de don Juan de Atahualpa en Cajamarca, pretendidamente de 1600, pero que Gisbert (1980) fecha hacia fines del siglo xviii o principios del xix; la misma datación que propongo para la elegía. Una imagen poderosa, por imposible, abre la elegía: el arco iris negro. Esta alusión a la “luz oscura”, que podríamos llamar —conscientes del anacronismo— surrealista por su carencia de un referente real, es en el poema la primera señal de una naturaleza fuera de sí, desbocada; y que apunta a la anomalía al vincular dos términos opuestos: el arco iris (luz) y el negro (ausencia de luz). La sorprendente imagen es en el fondo una metáfora de destrucción cultural. No sólo hay que considerar el hecho de que la naturaleza convulsiona de dolor por la muerte del Inca: desde una perspectiva andina, el arco iris negro —o la negación del arco solar— señala la ruptura de la relación dinámica entre el Sol y la Tierra, causada por la muerte de Atahualpa, el mediador. Esta ruptura ocurre en dos planos: entre el Inca y sus súbditos, y entre la Tierra y el Sol. Para entender mejor la dimensión cósmica del desastre debemos volver por un momento al dibujo de Pachacuti Yamqui que ya hemos mencionado. Tom Zuidema (1977) y Billie Jean Isbell (1978) lo interpretan como un modelo cosmológico que describe la creación del mundo andino como el resultado de la fecundi-

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dad de los principios masculino y femenino a partir del dios creador Viracocha, autor del tiempo (día y noche, invierno y verano) y el espacio con sus fenómenos atmosféricos (sol y luna, tierra y mar, arco iris, rayo, granizo), así como del hombre y la mujer, y los frutos del trabajo agrario. Pues bien, el cataclismo desatado por la muerte de Atahualpa puede calibrarse en el poema por sus señales: el arco iris negro, el relámpago y el trueno, el granizo, el eclipse solar y el lunar. El esquema cosmológico de Coricancha —modelo de creación que parece sugerir que el mundo está bien hecho— se invierte al prevalecer en la elegía el pachakuti de la destrucción: el arco iris es negro, el trueno lo produce el hombre blanco con sus armas de fuego, el granizo tiene una naturaleza siniestra por ser destructor de cosechas (estrofa I), y el Sol y la Luna, como afectados por repentina enfermedad, se esconden (III, VI). Queda entonces rota la comunión entre el cielo y la tierra —propuesta como una relación sexual desde la perspectiva tradicional andina de la complementariedad entre lo masculino y lo femenino que ha estudiado Isbell— y la tierra se avergüenza de desear el cuerpo de Atahualpa (VII). Las peñas gritan y el río brama de dolor (¿el río Pilcomayo, río de origen del esquema de Coricancha?) (VIII), vuelto sangre por la muerte del Inca (IV). Si el arco iris negro es una imagen de destrucción en la cual la mediación mítica entre la tierra y el cielo se rompe, o al menos se hace invisible por la oscuridad, no es difícil entender que se trata de una transformación de otra imagen que es a la vez su causa: la decapitación de Atahualpa. Una doble metáfora seminal de destrucción de un mundo abre y cierra el poema, potenciando dos campos semánticos que desencadenan imágenes paralelas a lo largo de la elegía: el arco iris negro produce una serie de imágenes de oscuridad; la decapitación de Atahualpa crea un estado general de aqoyraki o separación infinita, palpable en imágenes de desgarramiento y ruptura. Y es que el arco iris negro y la decapitación de Atahualpa constituyen las dos caras inseparables de una poderosa metáfora de destrucción cósmica que reverbera en el poema de principio a fin. Pero es interesante notar cómo el autor anónimo lo anuncia de manera oblicua desde la primera estrofa. El poeta, en un despliegue de su maestría en el manejo de la dimensión semántica del arte de la versificación, ha logrado proponer desde la primera estrofa la conexión indisoluble entre las dos imágenes, a partir de las resonancias de los

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tres versos de pie quebrado que contiene. Me refiero a la historia que cuentan —en síntesis apretada, genial— las palabras sayarimun (se alza), illarimun (fulgura) y t’akakamun (golpea). De manera apenas perceptible, pero contundente, el poeta ha creado en los verbos subrayados una metonimia para el acto de decapitación. El verdugo alza el cuchillo, que fulgura amenazante, y luego lo baja con un golpe seco que cercena la cabeza de Atahualpa. Y la escena la enmarca —como lo podemos constatar en el óleo sobre la muerte de Atahualpa en Cajamarca— un arco iris negro. La omnipresencia del símbolo en la cultura andina también la evidencia la arqueología. José Antonio Mazzotti nos alerta al hecho de que el trazo de las murallas de Sacsayhuamán favorece la aparición del arco del cielo, como lo nombraría Garcilaso, en el diseño de sus tres murallas en forma de “media luna” (VII, 28). Mazotti advierte que hay una distancia notable entre la realidad arqueológica de la fortaleza y la descripción que de ella hace Garcilaso, pues en su reconstrucción verbal del monumento subyace la formulación de una arquitectura ideal, cimentada en símbolos caros a la nobleza incaica. También podemos reconocer el motivo del arco iris en centros ceremoniales preincaicos como la hoy conocida como Huaca del arco iris, construida durante el período chimú alrededor del siglo xii de nuestra era, y que ubica en una zona desértica cerca de las ruinas de Chan Chan. Aunque, como bien dice Schaedel, que excavó el templo en 1948 y lo nombró entonces “Huaca del Dragón”, es difícil declarar su sentido simbólico. Ahora bien, este símbolo bifronte como Jano (arco iris/amaru) persiste aún en el Perú contemporáneo. Los datos etnográficos obtenidos por antropólogos como Billie Jean Isbell y Gary Urton en comunidades andinas modernas dan testimonio de ello. A fines de los setenta, Isbell constató que en la comunidad ayacuchana de Chuschi el canal principal de riego, que cruzaba el pueblo, se conocía por amaru (1978: 163), mientras que Urton (1979) insiste en que sus informantes nativos concuerdan en que el arco iris es una serpiente que sale de los manantiales cuando comienza a llover (el amaru de dos cabezas entierra una de ellas en el manantial y levanta la otra para enterrarla en otro, formando con su cuerpo un arco en el cielo). Datos que parecen confirmar que ambas nociones representan la mediación entre el cielo y la tierra.

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Otro símbolo importante para la cultura andina es el del pachakuti o mundo al revés. Se trata de una noción ligada a la concepción de tiempo cíclico, que anuncia el fin de un mundo deteriorado y al advenimiento de otro mejor. Garcilaso alude a ella al traducir el nombre del Inca Pachacútec: es participio de presente; quiere decir el que vuelve o el que trastorna o trueca el mundo: dicen por vía de refrán pácham cutin, quiere decir el mundo se trueca, y por la mayor parte lo dicen cuando las cosas grandes se truecan de bien en mal, y rara vez lo dicen cuando se truecan de mal en bien; porque dicen que más cierto es trocarse de bien en mal que de mal en bien. Conforme el refrán, el Inca Viracocha se había de llamar Pachacútec, porque tuvo en pie su Imperio y lo trocó de mal en bien, que por la rebelión de los Chancas y por la huida de su padre se trocaba de bien en mal. Empero, porque no le fue posible llamarse así, porque todos sus reinos le llamaban Viracocha desde que se le apareció el fantasma, por esto dio al príncipe, su heredero, el nombre de Pachacútec, que él había de tener, porque se conservase en el hijo la memoria de la hazaña del padre (V, 28).

La tradición andina está llena de ejemplos de un fin de mundo justiciero. Los mitos de Huarochirí dejan constancia de los cataclismos cósmicos que arrasan con aquellas comunidades que faltaron a la reciprocidad andina debida a los dioses Viracocha y Pariacaca. Por su parte, Guaman Poma invoca una y otra vez la idea del “mundo al revés”, para aludir al caos que han creado en el Virreinato peruano los excesos de la colonización. Al mismo tiempo, mantiene viva la esperanza del buen gobierno que acabará con los abusos del Virreinato y que espera ha de instaurar Felipe III al leer el clamor de su Nueva coronica. El relato oral quechua que recoge y traduce Arguedas en 1965, El sueño del pongo, invierte el mundo real al premiar al sirviente o pongo y castigar al gamonal. En su poema “Túpac Amaru kamaq taytanchisman (haylli taki)/A nuestro padre creador Túpac Amaru”, de 1962, Arguedas propone el pachakuti de la subversiva andinización de la capital limeña que antes colonizara a la sierra. Y no olvidemos que Túpac Amaru es precisamente el Inca cuya trágica muerte cierra, al final de la Historia general del Perú y con un broche de oro climático, los Comentarios reales. En cuanto al símbolo del puma, su importancia mítica se evidencia no sólo en el nombre totémico que eligió Guaman Poma

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para legitimar su voz ante Felipe II, que cifra una mandala de totalidad —puma/tierra y huaman (halcón)/cielo— sino en sus múltiples apariciones en vasijas ceremoniales, mitos y cuadros coloniales. El león andino emerge en los Comentarios en el capítulo 20 del libro VI, dedicado a la Fiesta del Sol o Inti Raymi. Garcilaso describe las galas, tocados y máscaras que el Inca y sus curacas lucían para la ceremonia, puntualizando que algunos curacas “venían ni más ni menos que pintan a Hércules, vestida la piel de león y la cabeza encajada en la del indio, porque se precian los tales de descender de un león”. Guaman Poma tiene, entre sus dibujos, varios alusivos a la piel de puma como atuendo ritual de los incas. Dicho atuendo puede corresponder a uno de los héroes de los mitos de Huarochirí, Huatyacuri. El puma suele asociarse a la tierra y figura a menudo en la iconografía andina debajo del arco iris, en una suerte de mandala que invoca la imagen del universo compuesto por cielo y tierra. Podemos apreciarlo visualmente en vasijas preincaicas y en el retrato al óleo de la nieta de Huayna Cápac, de la escuela colonial cuzqueña, pero también encontrarlo en el mito en el que Huatyacuri, al danzar con la piel roja del puma, suscita la aparición del arco iris en el cielo. Garcilaso vuelve al tema del puma al hablar de la topografía cuzqueña, cuando describe el barrio que queda al poniente de la ciudad, llamado Huacapuncu (puerta del santuario, como propone en su traducción del nombre). Por aquel barrio entraba el arroyo que cruzaba la plaza principal y que daba inicio a una larga calle que atravesaba la ciudad. Pero la razón del nombre tiene que ver con el hecho de que el Cuzco cifra la esencia de la geografía mítica del Tahuantinsuyo. El Inca es explícito en este sentido: “tuvieron toda aquella ciudad por cosa sagrada y fue uno de sus mayores ídolos” (VII, 8). Y si el comienzo de la calle central y la entrada del arroyo a la ciudad toma la forma simbólica de una puerta, el final de la calle y la salida del arroyo merecieron el nombre de cola de león, “por decir que su ciudad era santa en sus leyes y religión y un león en sus armas y milicia” (VII, 8). De ahí el diagrama propuesto por John Rowe (1967) a partir de una vista aérea del Cuzco, en que la ciudad asume la figura totémica de un puma mirando hacia el noroeste, cuyo lomo lo dibuja el río Tullumayu, la parte inferior de su cuerpo el río Watanay, y la cabeza la conforma la fortaleza de Sacsayhuamán.

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Mazzotti, sin embargo, no opina igual. Más que la figura de un puma, la ciudad dibuja, según su interpretación de las descripciones de Garcilaso, una cruz coronada por un arco iris. La figura de la cruz puede abstraerse de la unión de los ejes norte-sur —línea vertical de la cruz: el límite norte del Cuzco comienza en la fortaleza y el límite sur en la confluencia de los dos ríos que la enmarcan— y esteoeste —línea horizontal trazada por los dos torreones de Sacsayhuamán—. Dicha proyección sincrética del “Cuzco crucificado”, que funde culto incaico y cristianismo, “correspondería implícitamente a la cristianización retrospectiva que Garcilaso aplica a sus caracterizaciones de los incas” (1996: 280). Por otra parte, y evocando al amaru del escudo del Inca (un arco iris incaico emergiendo de las bocas de dos serpientes), Mazzotti señala otra interpretación del diseño de la ciudad: “Si el arco iris es represesentado por Saqsawaman y las serpientes por los ríos convergentes Watanay y Tullumayu, tenemos una representación simbólica del espacio sagrado y fecundador de la ciudad del Cuzco que bien pudo haber estado presente en la elaboración del escudo de Garcilaso” (1996: 283). Tom Zuidema difiere también de la concepción de Rowe en lo que concierne a la ciudad imperial en forma de puma. En su ensayo “El león en la ciudad: símbolos reales de transición en el Cuzco” (Reyes y guerreros del Perú: ensayos de cultura andina, 1989), afirma que no se trata de un asunto de formas arquitectónicas. Acudiendo a cronistas como Pedro Cieza de León, quien se refiere al príncipe Inca como aquél que viste la piel del puma, o como Betanzos, quien utiliza dicho símbolo al referirse “a la entidad política constituida por el valle y la ciudad del Cuzco: el futuro soberano ha de ser la cabeza de esta entidad y el pueblo su cuerpo”, Zuidema propone que el puma constituye una metáfora para explicar asuntos de estructura social y política. Además tiene una dimensión ritual, pues figura en los ritos de iniciación del Cápac Raymi (fiesta del solsticio de verano), en los que muchachos de la nobleza incaica, de doce a quince años, aprendían la tradición de sus ancestros. Primero iban al cerro Huanacauri, donde Manco Cápac había tomado posesión del valle del Cuzco, antes de recibir los símbolos de virilidad y de nobleza, el taparrabo o huara y las orejeras de oro. Pero antes de horadarse las orejas tenían que aguardar durante seis días la llegada de hombres cubiertos con pieles de puma, que tocando sus tambores

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introducían a los muchachos en la sociedad después de un mes en contacto con los antepasados. También los mitos dan noticia del empleo de las pieles de puma al final de Cápac Raymi. Dos de ellos se refieren a la derrota de los chancas por los cuzqueños, tras la cual al sinchi o comandante del ejército que logró la victoria se le glorificaba como puma. Hemos examinado hasta aquí varios de los símbolos dominantes andinos que recogen los Comentarios reales. Cada uno se desgaja de uno o de varios mitos. Y de todos los mitos narrados por el Inca, se destaca con particular fuerza el del origen del Cuzco, que ocupa los capítulos 15 y 16 del Primer Libro. Según lo narra el más anciano de sus tíos maternos, apiadándose de las gentes que vivían en el área del Cuzco como salvajes, “Nuestro Padre el Sol” envió a sus dos hijos, Manco Cápac y Mama Ocllo, para que los adoctrinasen en su culto, a la vez que los civilizaban. Los colocó en la laguna Titicaca y les entregó una barra de oro como señal del lugar donde habrían de fundar la ciudad del Cuzco, allí donde pudieran hundirla en la tierra. Saliendo de Titicaca, y caminando hacia el norte, toparon con una venta que más tarde se conocería como Pacárec Tampu, o venta que amanece. En el cerro Huanacauri se hundió la barra de oro, y de allí salieron los hijos del Sol. Manco Cápac se dirigió al norte y Mama Ocllo al sur, y a la gran cantidad de gente que se les allegaban, diéronle instrucciones de cómo labrar la tierra y hacer sus casas: Desta manera se principió a poblar esta nuestra imperial ciudad, dividida en dos medios que llamaron Hanan Cozco, que como sabes, quiere decir Cuzco el alto, y Hurin Cozco, que es Cuzco el bajo. Los que atrajo el rey quiso que poblaran Hanan Cozco, y por eso le llaman el alto, y los que convocó la reina que poblasen a Hurin Cozco, y por eso le llamaron el bajo. Esta división de la ciudad no fue para que los de una mitad se aventajasen a los de la otra mitad […]. Y mandó [el Inca] que entre ellos hubiese una sola diferencia y reconocimiento de superioridad: que los del Cuzco alto fuesen respetados y tenidos como primogénitos, hermanos mayores, y los del bajo fuesen como hijos segundos; y, en suma, fuesen como el brazo derecho y el izquierdo en cualquiera preeminencia de lugar y oficio, por haber sido los del alto atraídos por el varón y los del bajo por la hembra. A semejanza desto hubo después esta misma división en todos los pueblos grandes o chicos de nuestro imperio, que los dividieron por barrios o por linajes, diciendo Hanan ayllu y Hurin ay-

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llu, que es el linaje alto y el bajo; Hanan suyu y Hurin suyu, que es el distrito alto y el bajo (I,16).

Este pasaje sirve para precisar la geografía mítica del Tahuantinsuyo, lo que podemos inferir del título del capítulo noveno del Libro VII de los Comentarios reales: “La ciudad contenía la descripción de todo el imperio”. Recordemos que, como lo afirma contundentemente Garcilaso, el Cuzco mismo es una huaca, un lugar sagrado. Más aún: constituye otro símbolo dominante de la cultura incaica. Hecho que se evidencia elocuentemente a partir de las diversas y contradictorias interpretaciones de la estructura de la ciudad, algunas de las cuales ya hemos examinado. En su ensayo “On the Metalanguage of a Typological Description of Culture” (1975), Juri Lotman propone que, universalmente, el espacio espejea la visión de mundo de una cultura. El mundo andino no es una excepción. El espacio social del Imperio incaico —al igual que el de su centro, el Cuzco— estaba dividido a partir de categorías contrastivas de centro/periferia, alto/bajo, derecha/izquierda. Varios mitos de origen —consignados tanto por cronistas nativos como europeos— proclamaron el carácter sagrado del espacio andino. Garcilaso cuenta tres versiones del mito de origen de los incas, cuando intenta explicar la organización espacial del Tahuantinsuyo. Ya hemos citado la primera, vale tomar nota de la segunda y de la tercera: Otra fábula cuenta la gente común del Perú del origen de sus reyes incas, y son los indios que caen al mediodía del Cuzco, que llaman Collasuyu, y los del poniente, que llaman Cuntisuyu. Dicen que pasado el diluvio, del cual no saben dar más razón de decir que lo hubo, […] dicen, pues, que cesadas las aguas se apareció un hombre de Tiahuanacu, que está al mediodía del Cuzco, que fue tan poderoso que repartió el mundo en cuatro partes y las dio a cuatro hombres que llamó reyes: el primero se llamó Manco Cápac y el segundo Colla y el tercero Tócay y el cuarto Pinahua. Dicen que a Manco Cápac dio la parte septentrional y al Colla la parte meridional (de cuyo nombre se llamó después Colla aquella gran provincia); al tercero, llamado Tócay, dio la parte del levante, y al cuarto, que llaman Pinahua, la de poniente; y que les mandó fuese cada uno a su distrito y conquistase y gobernase la gente que hallase […]. Dicen que de este repartimiento del mundo nació después el que hicieron los incas de su reino, llamado Tahuantinsuyo (I, 18).

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Otra manera del origen de los incas cuentan semejante a la pasada, y éstos son los indios que viven al levante y al norte de la Ciudad del Cuzco. Dicen que al principio del mundo salieron por unas ventanas de unas peñas que están cerca de la ciudad, en un puesto que llaman Paucartampu, cuatro hombres y cuatro mujeres, todos hermanos, y que salieron por la ventana de en medio, que ellas son tres, la cual llamaron ventana real. Por esta fábula aforraron aquella ventana por todas partes con grandes planchas de oro y muchas piedras preciosas. Las ventanas de los lados guarnecieron solamente con oro mas no con pedrería. Al primer hermano llamaron Manco Cápac y a su mujer Mama Ocllo. Dicen que éste fundó la ciudad y la llamó Cuzco, que en la lengua particular de los incas quiere decir ombligo,26 y que sujetó aquellas naciones y les enseñó a ser hombres, y que de éste descienden todos los incas. Al segundo hermano llaman Ayar Cachi y al tercero Ayar Uchu y al cuarto Ayar Sauca (I, 18).

Las tres versiones comparten el principio de la dualidad: en la primera Manco Cápac y su mujer dividen el Cuzco en dos, Hanan Cozco y Hurin Cozco; en la segunda un hombre de Tiahuanacu reparte el Cuzco en cuatro partes; en la tercera salen cuatro hermanos de Paucartambo y uno de ellos, Manco Cápac, funda el Cuzco. Guaman Poma también describe la cuatripartición del espacio imperial en la Nueva coronica. Al representar su mapamundi de las Indias, el cronista nos da los siguientes datos: As de sauer que todo el Reyno tenia quatro Reys quatro partes chinchaysuyo a la mano derecha al poniente del sol arriua a la montana hacia la mar de e norte andesuyo de donde naze el sol a la mano esquierda hacia chile collasuyo hacia la mar de sur condesuyo estos dhos quatro partes torno a partir a dos partes yngas hanan cuzco al poniente chinchaysuyo lurin cuzco al saliente del sol collasuyo a la mano esquierda y aci cae en medio la cauesa y corte del rreyno la gran ciudad del cuzco (1980: 982).

Según esta descripción, el Cuzco se erige en axis mundi que decide la orientación de derecha e izquierda en su entorno. En su citado ensayo, Juri Lotman también propone que la primera clasificación cultural que funda vida en sociedad es espacial: opone el aquí al allá, el nosotros a los otros. No debe extrañar entonces 26. Esto no es cierto, y explicaremos por qué más adelante.

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que la geografía mítica incaica inscriba la dualidad en su mapamundi, que concibe al imperio de las cuatro regiones o Tahuantinsuyo como un espacio cuatripartito que accede a la quintipartición a partir de su eje nuclear, el Cuzco. Los cuatro suyus o regiones se dividen a su vez en dos grandes partes, hanan al noreste (Chinchaysuyo y Antisuyo) y hurin al suroeste (Collasuyo y Cuntisuyo). Dualidad que también resulta el principio rector del esquema cosmológico de Coricancha según Santacruz Pachacuti, iluminado por Billie Jean Isbell a partir del principio andino de la complementariedad sexual (1976). Dividido en dos por un eje central en el que figura un óvalo alargado que representa al dios creador, Viracocha, y en el centro una pareja humana, en el lado derecho del eje están representados los elementos masculinos (sol, tierra y varón), mientras que en el lado izquierdo figuran los elementos femeninos (luna, mar y mujer). En este modelo de la creación, la oposición complementaria de elementos masculinos y femeninos propicia la generación del cosmos, que abarca fertilidad humana (la pareja humana insinúa la posibilidad reproductiva), abundancia económica (al final del dibujo se representan tanto las terrazas de cultivo como los almacenes estatales) y creación de tiempo (verano e invierno) y espacio (sol y luna, tierra y mar). Tan importante es la noción de complementariedad sexual como fundadora de la vida en la cosmovisión andina, que los incas la manipularon hábilmente para legitimar la expansión imperial. Los conceptos de hanan y hurin sintetizan la oposición entre incas vencedores y pueblos vencidos. Distintas versiones del mito de origen de los incas, como hemos visto, inciden en legitimar la división del mundo a partir de dicha oposición. Ya vimos el primer mito narrado por Garcilaso, en el que la relación jerárquica de ambas nociones está marcada por sus connotaciones sexuales. Pero hay más en este mito. Por instrucciones del padre Sol, Manco Cápac hunde la vara de oro (en sentido vertical, movimiento de arriba hacia abajo, claro símbolo fálico) en tierra cuzqueña (horizontal, connotaciones uterinas) para fundar la ciudad, simbolizando así el matrimonio entre los incas y la tierra donde se establecen, entre Manco Cápac y Mama Ocllo Huaco. Santacruz Pachacuti nos da otra versión del mito de origen del Cuzco en la que la complementariedad sexual asume un rol importante para legitimar el Imperio. Oriundo de la zona del Titicaca, Manco Cápac sale del pueblo de su padre Apu Tampu en el sur de

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Bolivia, avanza hacia el noroeste y conquista el valle del Cuzco. Los pueblos nativos de esta área —los ayamarca y los anahuarque, ambos conocidos como allcavillcas— quedaron integrados dentro de la organización incaica de la región central del Imperio. Para legalizar el nuevo orden, construye, en el lugar del triunfo, una casa (tambo) de tres ventanas (toco). Tambotoco es un símbolo muy rico que expresa, a distintos niveles, la unidad del Cuzco y del Imperio incaico en general, constituida por incas (hanan) y pueblos sojuzgados (hurin). La ventana central —eje del mundo— pertenece a los incas; a cada lado están las ventanas de los vencidos, Maras y Sutic. Manco Cápac, al ser fruto del matrimonio entre Apu Tampu (asociado al Cuzco, a los futuros incas vencedores) y Pachamamachi (asociada a los futuros pueblos vencidos), habrá de resolver la oposición entre incas y allcavillcas al conquistar la zona e imponer la unidad, ahora representada por una casa: Tambotoco. La reiteración, a partir de distintas fuentes, del paradigma mítico andino, basado en la dualidad, la oposición y la complementariedad sexual, confirma la definición de cultura como una particular insistencia, como lo proponen Robert y Marcia Ascher en Code of the Quipu (1981). En el caso incaico, la cultura —comportamiento compartido que se aprende mediante símbolos— insiste en combinar las nociones de jerarquía y reciprocidad simétrica, empleando esta última —tradicionalmente andina— para encubrir la anterior, que es la que funda el Imperio. La ilusión de reciprocidad entre hanan y hurin sirvió para alimentar las alianzas políticas entre los incas y los curacas no cuzqueños, necesarias para asegurarle a los primeros el acceso a las aguas fertilizantes y a los productos de las tierras de estos señores, así como a la fertilidad de sus hijas, que habrían de ser las esposas secundarias del Inca. A la geografía mítica andina volveremos en el capítulo sexto, cuando examinemos en los Comentarios reales las repercusiones textuales de la dualidad espacial que la rige, y ponderemos las proyecciones del símbolo dominante andino más relevante en la obra del Inca: el tinku o encuentro conflictivo de las dos mitades que componen la totalidad.

CAPÍTULO 4

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1. La curiosidad renacentista Entre los estudiosos de Garcilaso, José Durand es el que con mayor insistencia ha subrayado esta dimensión de su obra, que percibe como de mediados del siglo xvi e influida por la prosa del padre Guevara, modelo de la época. Este renacentismo tardío lo explica Durand por la residencia del Inca en Montilla (Mora 1988: 72). Pero cuando el aislamiento montillano se rompe en 1591 con su traslado a Córdoba, por entonces importante centro cultural andaluz, Garcilaso sigue sin interesarse en el barroco,1 que llegaba a su plenitud precisamente en la segunda década del siglo xvii. Aun cuando escribe a pocas calles de Góngora (Durand 1948). En “El lenguaje del siglo xvi”,2 de 1933, Menéndez Pidal había notado el

1. Sin embargo, y como lo nota el mismo Durand (1988), a partir del final de la Historia general del Perú, que termina con la muerte de Túpac Amaru, descrita por el Inca como la mayor tragedia que hubiera acontecido en el Perú, podemos leer la totalidad de los Comentarios reales como un monumento al desengaño, tópico barroco por excelencia. 2. Publicado en Cruz y Raya , Madrid, en septiembre de 1933. Lo cita Arocena (1949: 50).

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renacentismo del estilo garcilasiano: “este curso de la palabra lento, este deleite moroso que se entretiene a cada paso en la yuxtaposición de sinónimos es el carácter más saliente de la lengua de casi todo el siglo xvi. Tiene de humanismo el apoyarse en el estilo de Cicerón y de otros oradores latinos, que también gustaron de esta repetición de sinónimos y otras tautologías; y tiene de hispanismo el responder a la natural facundia española”. Al reflexionar sobre los comienzos de Garcilaso como escritor, con la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, PupoWalker afirma que traducir una obra afamada y de profunda raigambre neoplatónica —en su vertiente florentina— equivalía a la iniciación en pesquisas filosóficas que en aquella época eran muy estimadas. Tampoco debe olvidarse que en el contexto del humanismo renacentista traducir era tarea prestigiosa y propia de individuos dotados de una rigurosa formación filológica (1999: 34).

No habría de abandonar el Inca esta formación renacentista y humanística. En su persona quiso emular el modelo del cortesano de Castiglione, al abrazar las armas y las letras, si bien las primeras por el corto tiempo de su incursión en la guerra de las Alpujarras (al hacerlo de paso rendía homenaje a su pariente homónimo, el poeta toledano, que murió en el fragor de una batalla al servicio de Carlos V). Y en su obra magna, los Comentarios reales, más allá de las abundantes proyecciones textuales de su mestizaje, tenemos un ejemplo paradigmático de libro renacentista. Renacentista desde distintos puntos de vista: por su idealización del mundo clásico, del cual destaca el Imperio romano como digno antecesor del incaico; por su erudición lingüística y el hábil manejo de la traducción y la filología; por su interés en la utopía; y por su calidad etnográfica. También por el afán de simetría. El Inca hace suyo este ideal espacial de la pintura y la arquitectura renacentistas, que insiste en la correspondencia de dos lados en torno a un eje central, proyectándolo a su obra literaria. Pues los Comentarios reales tienen dos partes que honran cada uno de sus linajes, el materno y el paterno, y en el centro, como eje, está el hijo mestizo, cuya perspectiva autobiográfica sirve de hilo conductor a la obra. Simetría que obsesiona al Inca, y que guía la composición del libro hasta en sus

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detalles: son numerosas las ocasiones en que éste abandona o acorta un tema por no alargar desproporcionadamente el capítulo en que lo inserta. Pero de todos los ideales renacentistas, quizá sea el de la armonía o la concordia, expresión literaria del ideal espacial de la simetría, el más destacado en los Comentarios. Volveremos a ello en el capítulo sexto. Otra dimensión del renacentismo garcilasiano la tenemos en su voraz curiosidad por el conocimiento. “Excepcionalmente moderno es el registro interdisciplinario que despliegan sus escritos”, comenta Pupo-Walker sobre la obra del Inca (1999: 84). Y es que estamos ante un verdadero humanista, la clave de cuya modernidad reside en una curiosidad insaciable por los diversos saberes de dos culturas, la occidental y la indígena. Hombre renacentista y sujeto múltiple, el Inca nos sorprende al abrazar roles diversos, pasando de uno a otro con elegante comodidad. Arocena (1949) afirma que la fantasía juvenil del Inca se había alimentado con lecturas de libros de caballerías; y Pupo-Walker (1982b: 105) nos recuerda cómo su vocación de escritor la despertó la literatura más que la historia, cuando tradujo los Diálogos de amor de León Hebreo. Muchas de sus lecturas son literarias; entre las obras que figuran en el inventario de sus libros hecho a su muerte, hay, según Miró Quesada (1971), obras de Dante, cuatro libros de Petrarca, el Decamerón de Bocaccio, el Orlando furioso de Ariosto, El cortesano de Castiglione, una obra de Marsilio Ficcino…; y, de autores españoles, San Isidoro de Sevilla, fray Luis de Granada, Antonio de Guevara, Fernando del Pulgar, Luis Vives, Juan de Mena, Fernando de Rojas (La Celestina) y Mateo Alemán (la primera parte del Guzmán de Alfarache). En los Comentarios reales, sin embargo, Garcilaso menciona pocas obras o autores del campo de las letras: La Araucana de Ercilla, Orlando furioso, el Decamerón, Nebrija; curiosamente, no dice ni una palabra sobre las grandes figuras del Siglo de Oro que le fueron coetáneas: Góngora, Lope y Cervantes. Al hacer su reivindicación de la historicidad de los Comentarios reales, José de la Riva-Agüero (1916) indica que, a pesar de la veracidad del libro, el Inca ha incurrido en tres alteraciones fundamentales de la historia: el olvido de lo desafortunado que hubiera podido acaecer en la historia de los incas, el hecho de que las fuentes indígenas de Garcilaso son de la familia real y de la rama cuzqueña de

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ésta, y la tendencia natural del Inca a idealizar los recuerdos de la infancia. Miró Quesada añade una cuarta alteración: la obsesión por la armonía, debida a su formación renacentista (1971: 211-213). Y es justamente en estas “alteraciones” de la historia que entra en juego la imaginación creadora del Inca, quien mira el incario a través de las ópticas clásica, neoplatónica, caballeresca y utópica. Imaginación que, combinada con la acendrada emoción con la que recuerda aquel Imperio “antes destruido que conocido”, y con la serenidad y elegancia de su prosa, convierte a este libro de etnografía e historia en una joya literaria. Pupo-Walker lo dice sin ambages: leer los libros de Garcilaso “equivale a escuchar la voz del primer gran narrador hispanoamericano, con todo lo que esa aseveración implica” (1982b: 97). Tanto él como José Juan Arrom han realizado excelentes estudios de varios relatos que pueden leerse como autónomos en la obra del Inca. Arrom (1971) ha estudiado, de los Comentarios reales, el episodio del naufragio de Pedro Serrano (I, 8) y el de los melones (IX, 29); de la Historia general del Perú, el de “La venganza de Aguirre” (IV, 18). A este último le dedica un análisis detallado Pupo-Walker (1982b). Y es que estos relatos cumplen con muchos de los requisitos de un buen cuento. De entrada, responden al imperativo del placer del texto, pues se trata de digresiones que interrumpen la narración de la historia. Brevedad, aventuras, humor y —en el caso de la narración sobre Aguirre— elementos de la picaresca, suspenso y una moraleja dirigida nada menos que a socavar el poder de la autoridad de un juez arbitrario, muy cónsona con la dimensión contestataria de las dos partes del libro. Son muchas, pues, las proyecciones del carácter renacentista de los Comentarios reales. Y los estudios garcilasistas parecen coincidir en un punto: la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo supone el primer eslabón en la inmersión del Inca en el pensamiento neoplatónico. Me parece oportuno traer a colación aquí un ensayo de José Antonio Mazzotti sobre el tema, “Otros motivos para la Traduzion: el Inca Garcilaso, los Diálogos de amor y la tradición cabalística” (2006), en el que alude a las diversas interpretaciones de la crítica para explicar los motivos de su fascinación con este tratado. Miró Quesada habla de “la afinidad esencial del espíritu del Inca con una filosofía de medida, de ponderación y de concierto”

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(1994: 144); Miguel de Burgos Núñez compara la revalorización garcilasiana de la cultura incaica con la veneración de las antiguas culturas clásicas por los humanistas del Renacimiento (1989: 21); Doris Sommer (1999) sugiere que los diálogos entre Sofía y Filón constituyen un modelo para el estilo argumentativo de los Comentarios. Sin embargo, en el citado ensayo, Mazzotti va más allá y sugiere que el punto de contacto entre ambos autores está en las posibles analogías entre la Cábala y el neoplatonismo, de un lado, y el pensamiento mítico andino, del otro. Importantes neoplatónicos como Ficino y Pico della Mirandola buscaron la compatibilidad de su pensamiento con la Cábala;3 en el caso de León Hebreo, Menéndez Pelayo fue el primer crítico en reconocer su influencia en los Diálogos de amor, y en atribuirle los motivos de la prohibición de la traducción de Garcilaso. Según Mazzotti, en la obra de Hebreo hay varios aspectos cabalísticos que encuentran paralelos evidentes en la cosmología andina: la teoría sobre el origen del mundo y sus sucesivas destrucciones y recreaciones, y el carácter andrógino de Dios, que fueron blanco de la desaprobación inquisitorial; además de la sexualización del universo. Otros rasgos, tanto del pensamiento clásico como del neoplatonismo renacentista que están presentes en los Diálogos también tienen resonancias en la mitología andina: del primero, el mito de Demogorgon, el dios terrible que los poetas nombraron como Júpiter, figura civilizadora para los cretenses; del segundo, el Sol como imagen material del entendimiento divino. Los mitos andinos, continúa Mazzotti, exhiben interesantes puntos en común con las diversas vertientes del pensamiento europeo aquí señaladas. Para empezar, habría que recordar ciclos míticos como los de Viracocha y Ayar y el hecho de que entre los atributos de Viracocha el más importante sea el de su labor civilizadora. Otro atributo relevante para la cuestión que le interesa a Mazzotti es el de sus destrucciones de la humanidad por agua y fuego, lo que sugiere la noción tradicional de tiempo cíclico. También hay que destacar el carácter andrógino que varios cronistas reconocen en esta deidad al-

3. En lo que concierne a la similitud entre la teoría neoplatónica de las reminiscencias y la idea de las esferas y las emanaciones divinas de la Cábala.

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tiplánica. Su sexualidad dual es compartida con el dios Pachacámac, su contraparte costeño. La dualidad marca a Viracocha, pues, de dos maneras: es una deidad creadora y destructora, que contiene en su ser los principios masculino y femenino. Dualidad que llega hasta la cuatripartición en el mito de origen de Manco Cápac, Colla, Tocay y Pinahua en la primera parte de los Comentarios reales. Y en la cosmología andina, el Sol destaca como motor civilizatorio. Cronistas como Cieza y Betanzos recogen una versión del mito de origen andino según la cual el caos imperaba hasta la aparición del Sol en el lago Titicaca. La presencia del astro solar en la bibiografía renacentista es importante más allá de la obra de León Hebreo; la podemos encontrar en el Liber de sole de Ficino y en la tercera parte de las Repúblicas del mundo de Dionisio Aeropagita, citada varias veces por el Inca en sus Comentarios. Mazzotti concluye, y con razón, que “la constitución de un sujeto de escritura bipolar y multiestrática no es novedad que aparece solamente en los Comentarios reales, sino mucho antes”. Ese “mucho antes” no es otro que el de la traducción garcilasiana de los Diálogos de amor. Hemos hablado del neoplatonismo italiano, de la Cábala, de las novelas de caballería, de la picaresca; pero entre los ecos renacentistas que reberveran en la obra de Garcilaso, a partir de lecturas que realizó en España de importantes títulos de la tradición culta occidental, hay dos que merecerán atención detallada en los capítulos sexto y séptimo de este libro: la utopía y la concordia. Pero antes es preciso hacer un caveat: el Inca no recupera pasivamente ideales europeos del Siglo de Oro, sino que los adapta, los cambia, los enriquece y les da un nuevo sentido. En otras palabras, los andiniza. Para emplear una lúcida frase de Max Henríquez Ureña al describir la revolución modernista del gran Darío, que le devolvió a España su lengua, líricamente renovada, la obra del Inca es una instancia colonial de lo que siglos más tarde se nombraría como el retorno de los galeones.

2. Escribir contradiciendo: el género polifacético de la glosa La intención contestataria de los Comentarios reales vincula, desde su mismo título, la obra de Garcilaso con las de otros cronistas igualmente insatisfechos con la historiografía oficial española. Vie-

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nen a la mente en seguida títulos como Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, o Nueva coronica i buen gobierno, de Guaman Poma de Ayala. Las palabras comentarios, reales, verdadera y nueva son las pistas iniciales que nos advierten que estamos ante un tipo de crónica particular, muy distante de las crónicas o relaciones oficiales escritas por encargo de las autoridades civiles o eclesiásticas, como la Relación acerca de las antigüedades de los indios de fray Ramón Pané, escrita por encargo de Colón; las Décadas de orbe novo, de Pedro Mártir de Anglería; o la Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del Mar Océano, de Gonzalo Fernández de Oviedo, el primero en ocupar el cargo de cronista oficial en el Nuevo Mundo. Se trata de otro tipo de crónica, esta vez privada, escrita por espíritus descontentadizos en un acto de voluntad libérrima; crónicas necesariamente disidentes de la oficialidad y por ello casi siempre vivas, frescas y modernas, pese al paso del tiempo. Entre ellas se cuentan, además de las ya mencionadas, la Historia general de las Indias y la Brevísima relación de la destrucción de Indias, del padre Las Casas; la Historia natural y moral de las Indias, del padre José de Acosta, y la Historia general de las cosas de la Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún. Aunque a algunos de estos cronistas los anima el reclamo de mercedes económicas, que entienden les son debidas (es el caso de Bernal, también el de Guaman Poma), siempre hay una reescritura de la historia de la conquista en sus textos. Bernal Díaz del Castillo la “democratiza”, abriendo un espacio para la colectividad de soldados rasos, hasta el momento anónimos, como protagonistas de una historia que solía privilegiar a Hernán Cortés de manera absoluta; Bartolomé de Las Casas revela su lado sombrío; Felipe Guaman Poma de Ayala nos cuenta su crueldad en dibujos chocantes. Este escribir contradiciendo —y ahora hablo de los cronistas americanos, como Guaman Poma y Garcilaso— les lleva a producir una escritura emparentada en su intención a lo que en su día Lezama Lima llamó arte de contraconquista.4 Así llamó el autor de Paradiso al arte barroco de los primeros escultores indígenas o africanos de nuestra América colonial, como el indio quechua Kondori,

4. En La expresión americana (1969).

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que insertaba los símbolos incaicos del sol y la luna así como rostros de indios desolados en los ángeles tallados en la masa pétrea de las edificaciones de la Compañía de Jesús; o como el negro Aleijadinho, quien transformó las pilas bautismales y los púlpitos de las iglesias de Ouro Preto con su arte alucinado. Este arte barroco, mestizo, que aspira a dejar la huella de su diferencia con respecto del español, se opone a la conquista de manera subliminal, afirmando la creación de algo nuevo, original. De modo parecido, pero más allá de lo formal, nuestros cronistas quisieron dejar para la posteridad su propia visión, tanto del pasado indígena, como de la conquista que pretendió obliterarlo. Examinemos de cerca el título del libro que nos ocupa, los Comentarios reales del Inca. Preñado de la ambigüedad que marcará la obra, sus dos palabras suscitan una lectura polisémica. Reales parece aludir a la realeza incaica, y aun al hecho de que su autor es descendiente de los reyes incas, pero también puede leerse como “verdaderos”. Comentarios suponen glosas que complementan otro texto, pero en ese complementar siempre cabe el cuestionamiento, la crítica y la contradicción. En ese posible segundo sentido de ambas palabras late un dialogismo no por implícito menos importante. Pero nos interesa por ahora la primera parte del título. Todo comentario o glosa invoca un texto anterior, autorizado. Varios estudiosos coinciden en señalar que este título es en el fondo un homenaje a los Comentarios de las guerras gálicas de Julio César. Si bien es cierto, hay otro texto, esta vez contemporáneo, que impactó de manera más dramática a Garcilaso, hiriéndolo en su pundonor: la ya mencionada Historia general de las Indias de Francisco López de Gómara. Para Miró Quesada, el verdadero origen de los Comentarios reales está en las glosas que el Inca anotó al margen de las páginas de la crónica de Gómara: “Esas anotaciones, escritas con letra clara, tranquila y redondeada, pero en las que se transparenta su emoción interior, pueden considerarse como un germen y un anticipo de los Comentarios y marcan un hito fundamental en su vocación y en su decisión de historiador” (1971: 193). Y es que el escribir contradiciendo impone una forma de dialogismo, que se manifiesta en la polémica abierta u oculta. Bernal Díaz escribe contra el mismo Gómara que tanto hizo sufrir a Garcilaso, acusándolo abiertamente de ensalzar a Cortés y de escribir sin cono-

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cimiento de causa, por no haber estado nunca en la Nueva España; Guaman Poma dedica un capítulo de su Nueva coronica a las “coronicas pasadas” que pretende rebatir, entre ellas las de Oviedo, Zárate, Acosta, el Palentino, Cabello Balboa y Martín de Morúa. El Inca Garcilaso, por su parte, mantiene en sus Comentarios reales una polémica oculta contra los tres autores que mancharon la memoria de su padre: Gómara, Zárate y Diego Fernández el Palentino. Oculta, porque aunque los nombra, dice admirarlos y los cita profusamente (en ello se aleja un poco de la noción bajtiniana5). No los ataca ni de frente ni de inmediato en los Comentarios. Delicadamente les critica algunas interpretaciones sobre el pasado incaico, sin dejarnos saber que ellos constituyen uno de los poderosos motivos que lo impulsó a escribir. No es sino hasta llegar a la Historia general del Perú, y en particular a los ya citados capítulos 19 a 23 del Libro V, que el lector puede inferir el porqué de la presencia obsesiva de los tres cronistas en los Comentarios reales. Pues al tratarlos con serena objetividad, había allanado el camino para poder desautorizar de plano, llegado el momento, su interpretación de un episodio de las guerras civiles del Perú, precisamente aquél de la batalla de Huarina. La polémica que empezó como oculta se hace entonces abierta. En Buscando un Inca (1986), Alberto Flores Galindo sugiere aun otro blanco para el escribir contradiciendo del Inca. Garcilaso redacta sus Comentarios en contra de la visión del Perú divulgada por los cronistas toledanos. El virrey Francisco de Toledo, que acabó con la resistencia armada de Vilcabamba al capturar y ajusticiar a Túpac Amaru en 1572, enroló a Sarmiento de Gamboa para que escribiera su Historia Índica, publicada ese mismo año, que presentaba a los incas como tiranos y usurpadores. Con ello pretendía Toledo justificar la conquista y contradecir a Las Casas. El Inca responderá a esta visión negativa de sus antepasados convirtiendo la presunta tiranía incaica en la utopía de un Estado benefactor y pacífico. Al reflexionar sobre el arte de la glosa en Garcilaso, Christian Fernández cita oportunamente a San Jerónimo, quien en su libro

5. Mijail Bajtin elabora el concepto de polémica oculta en Problemas de la poética de Dostoievski (1928).

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Contra Rufinus explica la función del comentarista como la de esclarecer testimonios ajenos, ofreciéndolos al prudente lector para que éste decida qué puntos de vista debe aceptar o rechazar. De esta manera, el comentarista queda libre de toda responsabilidad, pues el lector será el que decida por sí mismo la verdad o falsedad de lo expuesto. Fernández alude a dos pasajes de los Comentarios que avalan su interpretación. Al referirse a la tradición oral de los incas, dice Garcilaso: “Yo no me entrometo en cosas tan hondas, digo llanamente las fábulas historiales que en mis niñeces oí a los míos, tómelas cada uno como quisiere, y déles la alegoría que más le cuadrare” (I, 18); y “El que las leyere podrá cotejarlas a su gusto, que muchas hallará semejantes a las antiguas, así la Santa Escritura como de las profanas y fábulas de la gentilidad antigua” (I, 19). Para un autor que escribe en tiempos de la Contrarreforma, la glosa le da la libertad que la censura le niega (Fernández 2004: 48-49). Si bien el comentario implica diálogo con un texto anterior, también tiene connotaciones de humildad. Un comentario no sólo está subordinado al texto anterior, sino que es breve y conciso. Pero es evidente que Garcilaso no se queda en el mero tópico de la falsa humildad, tan en boga en la literatura de la época. Porque en un momento de la España conflictiva que valientemente desenmascaró Américo Castro, en el que la violencia contra las minorías conversas era rampante, en el que todo intelectual podía ser sospechoso de heterodoxia y, por ende, en el que cada libro tenía que sujetarse a las normas de la Inquisición, los escritores tuvieron que crear estrategias protectoras para decir lo que pensaban. La ironía le sirvió de mucho tanto a Cervantes como a Fernando de Rojas y al autor anónimo del Lazarillo; también los silencios. Y la humildad de la glosa le será utilísima al Inca. Así, en la “Protestación del autor sobre la historia”, dirá: […] y no escribiré novedades que no se hallan oído, sino las mismas cosas que los historiadores españoles han escrito de aquella tierra y de los Reyes de ella y alegaré las mismas palabras de ellos donde conviniere […]. Sólo serviré de comento para declarar y ampliar muchas cosas que ellos asomaron a decir, y las dejaron imperfectas, por haberles faltado relación entera; otras muchas se añadirán que faltan de sus historias, y pasaron de hecho de verdad, y algunas se quitarán que sobran, por falsa relación que tuvieron, por no saberla pedir el español

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con distinción de tiempos y edades, y división de provincias y naciones: o por no entender el indio que se la daba, o por no entenderse el uno y el otro por la dificultad del lenguaje (I, 19).

Cuando va a aludir por primera vez a Gómara, tiene muchísimo cuidado: “Yo quise añadir esto poco que faltó de la relación de aquel antiguo historiador, que como escribió lejos de donde acaecieron estas cosas y la relación se la daban yentes y vinientes, le dijeron muchas cosas de las que pasaron, pero imperfectas […]” (I, 3; mis itálicas). “De manera que no decimos cosas nuevas” —insiste, como si no fuera su intención la de reescribir toda la historia tanto del pasado incaico como de la conquista— “sino que, como indio natural de aquella tierra, ampliamos y extendemos con la propia relación la que los españoles, como extranjeros, acortaron […]” (II,10). También recurre al silencio6 cuando el pudor lo exige. Al hablar de la vestimenta de los indios de la primera edad, dirá: “El vestir, por su indecencia, era más para callar y encubrir que para lo decir y mostrar pintado, mas porque la historia me fuerza a que la saque entera y con verdad, suplicaré a los oídos honestos se cierren por no oirme en esta parte […]. Y no pasemos adelante, que no es lícito” (I, 13). El cuidado que tiene el Inca para poder contradecir la historiografía oficial española es muy grande. No sólo se manifiesta en la falsa humildad con que presenta sus glosas, sino en la voluntad de autorizar su voz, desde el mismísimo “Proemio al lector”, a partir de cuatro criterios. Sabe bien que como mestizo e hijo natural está en desventaja social con respecto a otros autores, y que debe presentar sus credenciales.7 Por ello esgrime un argumento incontestable para superar las crónicas que antecedieron la suya: su autoctonía como indio (“como natural de la ciudad del Cuzco”, “forzado del amor

6. Sobre este tema, ver Durand (1966a). 7. También lo hizo Guaman Poma, desde el frontis de su Nueva coronica, creándose una sucesión de máscaras para poder llegar a Felipe III (ver Mercedes López-Baralt, “Un ballo in maschera: hacia un Guaman Poma múltiple”, 1995). Y siglos después, Rubén Darío, quien, para apostrofar a Teodoro Roosevelt tras las depredaciones imperialistas de Estados Unidos en 1898, asumió las voces de la ira santa y la poesía: “Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman, / que habría de llegar hasta ti, Cazador […]”.

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natural de patria”). Dicho argumento implica aun otro, que le sirve para devaluar aquéllas que fueran escritas por españoles que nunca pisaron el Nuevo Mundo, que es precisamente el caso de Gómara: el de ser testigo de vista de muchos de los acontecimientos que narra o de los hechos que describe, como irá puntualizando una y otra vez a lo largo de la obra. El tercer argumento con que Garcilaso legitima su voz es el de no tener “otro interés que el de servir a la república cristiana”. Sus protestaciones de fe como cristiano también se reiteran insistemente en los Comentarios. Por último, el Inca se inserta en la tradición historiográfica española (“no diremos cosa grande que no sea autorizándola con los mismos historiadores españoles que la tocaron”), tanto para encubrir sus críticas como por ser un humanista serio que no podía obviar sus antecedentes. Estas estrategias fueron decisivas para lograr que los Comentarios reales se imprimieran sin problema alguno, con la aprobación de la Inquisición (Zamora, 1988: 48). Lo que ofrece un marcado contraste con el caso de Guaman Poma, quien gritó y vociferó en su Nueva coronica, lanzó vituperios contra conquistadores y misioneros, y representó los abusos de la conquista en dibujos de una violenta sexualidad. Muy posiblemente por ello su crónica, también carta al rey, no se publicara en su momento; anduvo perdida hasta que en 1908 la recuperó para la historia el investigador alemán Richard Pietschmann. Cabe reconocer que la censura en América era particularmente efectiva; y que Felipe II utilizó varios recursos para dirigirla: en 1556 dictó una de las disposiciones contenidas en la Recopilación de Leyes de Indias (título XXIV, libro I), reiterada en Cédula Real de 1560, ordenando a los jueces de España y de América que no consintieran la impresión y venta de libro alguno sobre materia americana, sin recibir licencia especial del Consejo de Indias. El mismo rey firmaba los permisos para transportar libros al Nuevo Mundo. En el caso de la extraordinaria labor antropológica de fray Bernardino de Sahagún en México, Felipe II prohibió, por decreto de 1577, que continuase con la redacción de la Historia general de las cosas de la Nueva España y le ordenó enviar a España lo que tenía ya terminado. Como consecuencia de esta disposición, el manuscrito de Sahagún no se difundió sino hasta dos siglos después (cf. Albó, 1966). El difícil “arte de glosar”, que tan útil le fue a Garcilaso para trascender las barreras de la censura, le permitió cumplir con los dos

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propósitos esenciales de su obra, ahora considerada en sus dos partes. Si tomamos en cuenta los temas que ocupan las glosas más largas e importantes de los Comentarios reales, veremos que son de carácter lingüístico y etnográfico; las de la Historia general del Perú son históricas. El Inca ha querido, a través de ellas, reivindicar las dos figuras que configuran su mestizaje: la materna, a través de la recreación idealizada de la cultura incaica, y la paterna, mediante la reescritura de su gesta como conquistador, dirigida a restaurar su fama. Más aún: al interrumpir una y otra vez el modo discursivo dominante en su obra magna, la narración, la glosa incluye en ella, y en grandes dosis, el género ensayístico, consagrado a la reflexión. Para decirlo de otra manera: Garcilaso editorializa lo que cuenta, y ello contribuye significativamente al mestizaje poliédrico que caracteriza a los Comentarios reales. Lo que nos hace pensar en la posibilidad de que el Inca tuviera en cuenta, en lo que concierne a sus disquisiciones filológicas, las glosas eruditas de Fernando de Herrera a la obra de su tío abuelo, el toledano Garcilaso de la Vega. Porque me parece poco probable que el autor de los Comentarios reales, con su voraz curiosidad intelectual y el orgullo que sentía por sus parientes famosos, no tuviera acceso al tomo de las Obras de Garcilaso de la Vega con las anotaciones de Fernando de Herrera, publicadas en Sevilla en 1580. Aunque se trata de glosas de naturaleza muy diversa, por los textos que explican (poesía culta española versus tradición oral andina), ambos libros tienen, más allá de los lazos familiares que vinculan a sus autores, dos puntos en común. El primero está en el género del comentario. En su ensayo sobre las anotaciones de Herrera a la poesía de Garcilaso, Carmen Codoñer afirma que “lo que se persigue con el comentario es aproximar al lector un texto que, por razones de distinta índole, ofrezca dificultades de comprensión. Estas razones van desde la separación cronológica y diversidad lingüística a la complejidad del texto transmitido que necesita una aclaración” (1997: 18). Ello se aplica a los comentarios del Inca, en la medida de que tanto la cultura andina como su lengua quechua resultaban impenetrables para los europeos; recordemos que comienza su “Proemio al lector” diciendo: “que mi intención no es contradecirles [a los historiadores españoles], sino servirles de comento y glosa y de intérprete en muchos vocablos indios, que como extranjeros en aquella lengua, in-

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terpretaron fuera de la propiedad de ella, según que largamente se verá en el discurso de la historia”. El segundo punto de semejanza entre los Comentarios reales y las anotaciones de Herrera tiene que ver con lo que acabo de puntualizar sobre cómo asoma el ensayo en las largas glosas del Inca. Pasa lo mismo con Herrera, como lo nota Juan Montero, cuando subraya la “marcada impronta ensayística” de sus anotaciones (1997: 101-102). He mencionado el posible vínculo entre los dos Garcilasos por pura intuición, y porque el hecho de que el Inca no mencione nunca directamente en sus Comentarios a un homólogo tan famoso, y además, pariente suyo, siempre me ha parecido un gran misterio. Aunque mucho me temo, para decirlo con palabras de don Quijote, que “éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”.

3. Un tratado inconcluso de lingüística quechua Desde que se iniciara como intelectual con la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, el Inca se inserta en una tradición humanista que otorga enorme importancia a la diversidad lingüística, a partir del estudio de las lenguas romances. En 1492 Antonio de Nebrija publica la primerísima Gramática castellana; en 1495, su Vocabulario español-latino; y en 1517, sus Reglas de ortografía castellana; además de hacerse cargo, en la Universidad de Salamanca, de las cátedras de gramática y retórica. Le precedía en Italia Leon Battista Alberti, con su Grammatica della lingua toscana, de 1440. El interés del Inca por su lengua es una de las manifestaciones más evidentes de su formación renacentista. Hay secciones en los Comentarios reales que nos revelan su pasión por el tema: las “Advertencias acerca de la lengua general de los indios del Perú”, que sirven de pórtico al libro, y los capítulos “Aumentó las escuelas, hizo leyes para el buen gobierno” (VI, 35), “Los incas hacían colonias: tuvieron dos lenguajes” (VII, 1), “Los herederos de los señores se criaban en las cortes, y las causas por qué” (VII, 2), “De la lengua cortesana” (VII, 3) y “De la utilidad de la lengua cortesana” (VII, 4). Pero, si bien como humanista Garcilaso participa de la tradición renacentista, como Inca habrá de andinizar, conscientemente o no, la idea que Nebrija, desde el prólogo de su Gramática, iza como

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bandera para defender ante Isabel la Católica la importancia de su libro: siempre la lengua fue compañera del Imperio.8 De ahí que en los capítulos citados Garcilaso concentre su atención en la lengua franca del Tahuantinsuyo, tema que, como veremos, no abandonará a lo largo de los Comentarios. Al momento de la invasión europea, el quechua del sur del Perú (Apurímac, Arequipa, Ayacucho, Cuzco, Huancavelica y Puno) constituía lo que los españoles llamaban la lengua general del Perú. Reconociéndola como tal, Domingo de Santo Tomás publica en Valladolid, en 1560, su Grammatica o arte de la lengua general de los indios de los Reynos del Perú. Las gramáticas y los diccionarios quechuas resultaron un instrumento decisivo en la colonización, desde que, a partir de su Tercer Concilio Limense (1582-1583), la Iglesia Católica decidió adelantar el proceso de evangelización de los indios a través de su idioma vernáculo: al manual de Santo Tomás le siguieron el Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada Quichua, de autor anónimo (publicado en Lima por Antonio Ricardo, 1586), y la Gramatica y arte nueva de la lengua general de todo el Perú, llamada lengua Quichua o lengua del Inca (1607) y el Vocabulario de la lengua general (1608) de Diego González Holguín, ambos publicados en Lima. A partir del siglo xix, importantes estudiosos contemporáneos se han ocupado de la lengua de los Incas. Ernst Middendorf publica su Gramática quechua en 1890; y, en el siglo xx, el tema interesa a lingüistas como Alfredo Torero (El quechua y la historia social andina, 1974), Xavier Albó (Los mil rostros del quechua, 1974), Antonio Cusihuamán (Diccionario quechua: Cuzco-Collao y Gramática quechua: Cuzco-Collao, 1976), Rodolfo Cerrón Palomino (Lingüística quechua, 1987) y Bruce Mannheim (The Language of the Inka since the European Invasion, 1991). Sin olvidar que, en 1975, con el Decreto Ley 21156 del general Juan Velasco Alvarado, presidente del Perú, el quechua fue reconocido como lengua oficial de la República.

8. Vale advertir que Garcilaso cita “al gran maestro Antonio Lebrija” en los Comentarios reales, al emplear su Vocabulario, y lo alaba como “acreedor de toda la buena latinidad que hoy tiene España” (IX, 31).

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Las complejidades del idioma de los Incas —ligadas a su riqueza de matices— lo aroman de exotismo, sobre todo si nos acercamos a él desde una perspectiva occidental. Una breve mirada a algunas de las características que distinguen al quechua cuzqueño de nuestra lengua, el español que Garcilaso hizo suyo, nos puede ayudar a calibrar el valor del tratado del Inca, inconcluso por problemas de distancia y memoria.9 Se trata de una lengua aglutinante o polisintética, que forma sus palabras añadiendo a la raíz uno o más sufijos. Un ejemplo extenso es el de allillampunitaqmi, que a la raíz alli (bueno) añade una serie de sufijos (lla = enfático, puni = ciertamente, taq = contrastivo, mi = realmente) para significar “pero de veras réquetebuenísimo”. Si bien fonéticamente tiene menos vocales que el español (a, i, u), las dos últimas pueden abrirse un poco hasta parecer e y o; y cuenta con consonantes de las que nuestra lengua carece: oclusivas (p, t, ch, k, q) aspiradas, las mismas oclusivas glotalizadas, la sh (fricativa sibilante palatal sorda) y la q (fricatriva posvelar sorda y oclusiva posvelar sorda); sin embargo, carece de la r vibrante del castellano. El acento cae siempre en la penúltima sílaba, como en español, aunque hay agudas enfáticas o afectivas, como mamalláy (mi mamacita, en el sentido de apóstrofe). No tiene morfemas de género: el sexo se distingue mediante modificaciones del sustantivo (warmi churi = niña: warmi = mujer; churi = pequeña), y sus adjetivos son antepuestos al sustantivo. Tampoco tiene artículos o preposiciones, y sólo tiene una conjunción, icha, con el sentido de o. El plural se logra añadiendo el sufijo -kuna al sustantivo (taytakuna = hombres), o simplemente repitiendo el sustantivo (sara = maíz; sara sara = maizal). El nombre del Imperio incaico —Tawantinsuyu (las cuatro regiones)— nos ofrece otra opción para marcar el plural -ntin. Y la estructura sintáctica usual es, como en el latín, la de objeto/sujeto/ verbo (Runasimitan mayistrum yachan equivaldría en español a El maestro enseña quechua, aunque si lo traducimos literalmente, diríamos: El quechua el maestro lo enseña). Los sufijos suplen la falta de las preposiciones gracias a un sistema de casos (como en el latín, sufijos añadidos a sustantivos) que

9. Para ello me apoyo en la mencionada gramática de Cusihuamán.

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equivalen de manera lata a las preposiciones del español (son formas de relacionar entre sí las partes funcionales de la cláusula). Sin contar el nominativo, en el que el sujeto no lleva sufijo de caso, hay once casos: -ta -ta

-man -manta

-pi

-wan

-kama

-rayku -pa/-q

-paq

Acusativo: objeto de la acción verbal (wasita ruwanqa = haré una casa) Cualitativo: tiene diversos significados: - el destino del sujeto (Qusquta richkan = va al Cuzco) - temporalidad (P’unchayta chayamusaq = llegaré mañana) - cualidad (Sumaqta sara puqushan = el maíz está madurando bonito) Metativo: connota meta o direccionalidad (hacia o para) (Apu Inka Atawallpaman = para el gran Inca Atahualpa) Ablativo: alude al punto de origen espacial o temporal (desde) (Qosqomantan hamuni = vengo del Cuzco) Locativo: alude al lugar o tiempo de una acción (en) (Pachacamac, maypin kanki? = Dios creador del mundo, ¿dónde estás? Instrumental: marca el instrumento o persona con que se lleva a cabo la acción (con) (Taytaywan Ayacuchutan riniy = voy a Ayacucho con mi padre) Terminativo: límite (espacio, tiempo o cantidad) de la acción (hasta) (Paqarinkama = Hasta mañana) Causal: por (en frase afirmativa), por qué (en pregunta) (Umarayku rinki? = ¿Por qué vas?) Genitivo o posesivo (de) (qanpa = tuyo, de ti) (ñoqaq = mío, de mí) Dativo (para) (paypaq = para él o ella)

Ahora bien, el quechua tiene múltiples sufijos que funcionan a nivel del discurso, y que pueden añadirse al sustantivo o al verbo. Vale destacar los que le otorgan mayor singularidad al quechua, ya que estamos mirando esta lengua andina en términos contrastivos, desde el referente de la lengua española. Me refiero, en primer lugar, a los que develan la fuente de información del tema que se está tratando: el validador de testigo y el validador reportativo. El de tes-

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tigo (-m/-mi) supone una aseveración basada en conocimiento de primera mano; el reportativo (-s/-si) aparece cuando la aseveración se basa en una experiencia no vivida, sino escuchada: un rumor, una noticia, o la misma tradición oral. Veamos dos ejemplos: Ñoqaqa Luismi kani Titiyanñas inti ñawillan Apu Inkaq

= =

Soy Luis. Dicen que ya se vuelven de plomo del ojos de sol del gran Inca

En segundo lugar, tenemos el sufijo que marca un nuevo tópico en el discurso (-qa). Así es, pues, de compleja y de hermosa la lengua que nos presenta, con tanto amor como esmero, el Inca en sus Comentarios reales. En un ensayo de 1965, el peruano Alberto Escobar nombró a Garcilaso como “nuestro primer lingüista”. Más que oportuno este epíteto, con el que concurre Rodolfo Cerrón Palomino (2002), porque en su obra magna el Inca nos ofrece, salpicado a lo largo de sus páginas, el esbozo de un tratado de lingüística que quisiéramos reproducir aquí, si bien de manera esquemática. Lo que proponemos es revelar la estructura del libro que el Inca jamás escribió10 y que, en última instancia, puede considerarse, junto a las primeras gramáticas y diccionarios quechuas producidos al calor del Tercer Concilio Limense, como el borrador inconcluso de uno de los primeros tratados de lingüística quechua en el Perú. Tratado pionero, porque es el primero escrito por un mestizo sobre su vernáculo quechua. A continuación, pues, ofrecemos un índice comentado11 del libro que pudo haber sido, y que pugna por reconocerse autónomo en el mar inagotable del mundo andino que el Inca intenta recuperar para la memoria de la posteridad. Al hacerlo, reestructuramos temáticamente lo que en los Comentarios reales anda disperso.

10. Tampoco se lo propuso, lo que abona a su carácter fragmentario. 11. Marco con negritas los temas más importantes de cada acápite.

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Un tratado inconcluso de lingüística quechua Prólogo El Inca comienza nombrando el objeto de su estudio como lengua general de los indios del Perú. El lugar privilegiado del tema lingüístico en los Comentarios reales es innegable: abre el libro, señalando el carácter de lingua franca del Imperio que tiene la lengua cuzqueña (Advertencias). Los incas tuvieron dos lenguas: una que sólo los reyes hablaban entre sí, y que con la caída del Imperio se perdió (VII:1); y otra que fue la lengua cortesana del Cuzco, cuyas “elegancias” Garcilaso celebra (II, 17) y que por decreto del Inca Pachacútec se universalizó a lo largo y a lo ancho del Tahuantinsuyo (VI, 35), con el propósito de lograr “la concordia de los ánimos” en “aquellos gentiles por la conformidad de un lenguaje” (VII, 3). Vale notar que el Inca nunca nombra como quechua a esta lengua general, ni con el nombre que tiene hoy en el Perú: runasimi (lengua del hombre, de la gente); la palabra quechua aflora en los Comentarios reales con otro sentido: el nombre de una nación indígena conquistada por los Incas, ubicada en “las provincias que hay de una parte a otra del río Amancay, que son muchas y se contienen debajo de este apellido Quechua” (III,12). Sobre la lengua general de los indios del Perú, Blas Valera tiene un capítulo en su Historia que Garcilaso cita en su integridad (lo que le ocupa dos capítulos), en el que da fe de la facilidad de su aprendizaje, de su importancia para la evangelización de los indios (VII, 3) y de su belleza (“su mucha variedad de flores y elegancias”), que hace más nobles, agudos de entendimiento y urbanos a los que la aprenden (VII, 4). El Inca, que suscribe la opinión de Valera sobre la elegancia del quechua (II, 17), advierte que su método de exposición de la lengua materna ha de ser contrastivo, pues para dar noticia de lo vernáculo debe compararse con el español que manejan sus lectores: “Otras muchas cosas tiene aquella lengua diferentísimas de la castellana, italiana y latina […]” (Advertencias). Como indio, se siente autorizado para dar cátedra de su lengua a los más prestigiosos lingüistas españoles, entre los cuales se paseaba. Lo po-

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demos inferir de su conversación con “un religioso dominico que en el Perú había sido cuatro años catedrático de la lengua general de aquel Imperio”, a quien amonesta por no advertir las diferencias de sentido que la pronunciación correcta de una palabra quechua puede transmitir (II, 5). El orgullo identitario lleva al Inca a la jactancia, en un pasaje tan curioso (por inusual en nuestro autor), como admirable. Merece la pena citarlo: Acaeció que un día, hablando de aquel lenguaje y de las muchas y diferentes significaciones que unos mismos vocablos tienen, di por ejemplo este nombre Pacha, que pronunciado llanamente, significa el cielo y la tierra y el infierno y cualquiera suelo. Dijo entonces el fraile: “Pues también significa ropa de vestir y de ajuar y muebles de casa”. Yo dije: “Es verdad, pero dígame Vuestra Paternidad ¿qué diferencia hay en la pronunciación para que signifique eso?”. Díjome: “No lo sé”. Respondíle: “¿Habiendo sido maestro en la lengua ignora esto?. Pues sepa que para que signifique ajuar o ropa de vestir han de pronunciar la primera sílaba apretando los labios y rompiéndolos con el aire de la voz, de manera que suene el romperlos”. Y le mostré la pronunciación de este nombre y de otros a viva voce, que de otra manera no se puede enseñar. De lo cual el catedrático y los demás religiosos que se hallaron a la plática se admiraron mucho. En lo que se ha dicho se ve largamente cuánto ignoran los españoles los secretos de aquella lengua, pues este religioso, con haber sido maestro de ella, no los sabía, por do vienen a escribir muchos yerros, interpretándola mal […] (II, 5).

Con estas palabras, el Inca se autoriza de manera rotunda como lingüista. En cuanto al dominico en cuestión, Miró Quesada (1971) opina que pudo haber sido Domingo de Santo Tomás, el famoso autor de la primera gramática de la lengua quechua. Pero advirtamos que no es la última vez que el Inca habla de su contacto directo con sacerdotes que hablan quechua: en el capítulo 3 del Libro VII afirma que conoció un sacerdote docto en derecho canónico, que “procuró aprender con gran cuidado la lengua general”, y otros “muchos sacerdotes que con mediana diligencia se hicieron diestros en ella”. Se trata de una lengua “muy corta en vocablos, empero muy significativa en ellos mismos” (II, 17). Al mismo tiempo, Garcilaso justifica sus posibles olvidos en lo que concierne a la lengua vernácula, al decir: “Cómo se llame el tigre en la lengua general del Perú, se me ha olvidado, con ser nom-

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bre del animal más fiero que hay en mi tierra. Reprendiendo yo mi memoria por estos descuidos, me responde que por qué le riño de lo que yo mismo tengo la culpa; que advierta que yo ha cuarenta y dos años que no hablo ni leo en aquella lengua. Válgame este descargo para el que quisiere culparme de haber olvidado mi lenguaje” (VIII, 18). Pero también se ufana de conocerla mejor que los extraños a ella: “cuánto se engañan en declarar el lenguaje del Perú los que no lo mamaron en la leche de la misma ciudad del Cuzco, aunque sean indios, porque los no naturales de ella también son extranjeros y bárbaros en la lengua, como los castellanos” (V, 21). Fonética La fonética es el primer asunto que llama la atención del Inca, pues el sonido viene antes que la letra. Así, declara que hay tres formas de pronunciar las sílabas del quechua: en los labios, en el paladar y en el interior de la garganta; que en el quechua faltan las letras b, d, f, g, j, x, l sencilla y la r duplicada (Advertencias); y que no abundan las sílabas de dos consonantes, como chacra (VII, 4). Una misma palabra puede tener dos significados según se pronuncie: es el caso de huaca. Pronunciada en lo alto del paladar alude a montañas y cerros venerados por los indios; pronunciada en lo interior de la garganta se hace verbo y significa “llorar”. Como ya vimos, con pacha sucede algo parecido: “pronunciado llanamente, significa el cielo y la tierra y el infierno y cualquiera suelo”. Pero, “para que signifique ajuar o ropa de vestir han de pronunciar la primera sílaba apretando los labios y rompiéndolos con el aire de la voz, de manera que suene el romperlos” (II, 5); evidentemente el Inca alude aquí a la glotalización. Gramática Desde sus Advertencias, el Inca señala que la acentuación de la lengua es llana y que el plural se marca con partículas. Una de ellas es cuna (VI, 27). Sobre el verbo advierte que la partícula chi, añadida a su raíz, quiere decir “hacer que hagan”: es el caso de yacha, que significa “aprender”, y que con el chi (yachachi), significa “enseñar”. Al sistema de casos, que incluye sufijos para suplir la falta de

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preposiciones que relacionan entre sí las palabras de la frase, alude cuando afirma: “Declarando el nombre Apachitas que los españoles dan a las cumbres de las cuestas muy altas y las hacen dioses de los indios, es de saber que ha de decir Apachecta; es dativo [debió decir acusativo, porque el sufijo del dativo es -paq], y el genitivo es Apachecpa, de este participio de presente apáchec, que es el nominativo, y con la sílaba ta se hace dativo: quiere decir al que se hace llevar, sin decir quién es ni declarar qué es lo que hace llevar” (II, 4). Léxico Si bien el Inca nos dice poco sobre gramática, y no menciona la sintaxis quechua (la erosión del olvido, por más que se justifique nuestro autor, ha ido haciendo lo suyo; de ahí que hablemos de un tratado inconcluso), su fuerte está en el léxico, que recorre las páginas del libro de principio a fin. Ángel Rosenblat, en su edición de la obra, incluye un utilísimo glosario que reproduzco en mi edición anotada de los Comentarios reales y La Florida. Por extenso —son 52 páginas en letra pequeña— sólo damos noticia de las entradas para cada letra. Garcilaso se enorgullece de la riqueza significativa del léxico quechua: “Que el español que piensa que sabe más de él, ignora de diez partes las nueve por las muchas cosas que un mismo vocablo significa y por las distintas pronunciaciones que una misma dicción tiene para muy diferentes significaciones […]” (I, 19). Por esta razón, antes de dibujar la estructura del vocabulario disperso en las páginas de los Comentarios, citamos a continuación sus reflexiones sobre la polisemia de una de las voces más paradigmáticas del quechua, huaca: Particularmente nació este engaño [se refiere a la confusión en lo que concierne a los dioses de los incas] de no saber los españoles las muchas y diversas significaciones que tiene este nombre huaca, el cual, pronunciada la última sílaba en lo alto del paladar, quiere decir ídolo, como Júpiter, Marte, Venus, y es nombre que no permite que de él se deduzca verbo para decir idolatrar. Demás de esta primera y principal significación tiene otras muchas, cuyos ejemplos iremos poniendo para que se entiendan mejor. Quiere decir cosa sagrada, como eran todas aquellas en que el demonio les hablaba, esto es, los ídolos, las peñas, piedras grandes o árboles en que el enemigo

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entraba para hacerles creer que era dios. Asimismo llaman huaca a las cosas que habían ofrecido al Sol, como figuras de hombres, aves y animales, hechas de oro o de plata o de palo, y cualesquiera otras ofrendas, las cuales tenían por sagradas, porque las había recibido el Sol en ofrenda y eran suyas, y, porque lo eran, las tenían en gran veneración. También llaman huaca a cualquier templo grande o chico y a los sepulcros que tenían en los campos y a los rincones de las casas, de donde el demonio hablaba a los sacerdotes y a otros particulares que trataban con él familiarmente, los cuales rincones tenían por lugares santos, y así los respetaban como a un oratorio o santuario. También dan el mismo nombre a todas aquellas cosas que en hermosura o excelencia se aventajan de las otras de su especie, como una rosa, manzana o camuesa o cualquiera otra fruta que sea mayor y más hermosa que todas las de su árbol; y a los árboles que hacen la misma ventaja a los de su especie les dan el mismo nombre. Por el contrario llaman huaca a las cosas feas y monstruosas, que causan horror y asombro, y así daban este nombre a las culebras grandes de los Antis, que son de a veinte y cinco y de a treinta pies de largo. También llaman huaca a todas las cosas que salen de su curso natural, como a la mujer que pare dos de un vientre; a la madre y a los mellizos daban este nombre por la extrañeza del parto y nacimiento; a la parida sacaban por las calles con gran fiesta y regocijo y le ponían guirnaldas de flores con grandes bailes y cantares por su mucha fecundidad; otras naciones lo tomaban en contrario, que lloraban, teniendo por mal agüero los tales partos. El mismo nombre dan a las ovejas que paren dos de un vientre, digo al ganado de aquella tierra, que, por ser grande, su ordinario parir no es más de uno, como vacas o yeguas, y en sus sacrificios ofrecían más aína de los corderos mellizos, si los había, que de los otros, porque los tenían por de mayor deidad, por lo cual les llaman huaca. Y por el semejante llaman huaca al huevo de dos yemas, y el mismo nombre dan a los niños que nacen de pies o doblados o con seis dedos en pies o manos o nace corcobado o con cualquiera defecto mayor o menor en el cuerpo o en el rostro, como sacar partido alguno de los labios, que de éstos había muchos, o bisojo, que llaman señalado de naturaleza. Asimismo dan este nombre a las fuentes muy caudalosas que salen hechas ríos, porque se aventajan a las comunes, y a las piedrecitas y guijarros que hallan en los ríos o arroyos, con extrañas labores o de diversos colores, que se diferencian de las ordinarias. Llamaron huaca a la cordillera de la Sierra Nevada que corre por todo el Perú a lo largo hasta el estrecho de Magallanes, por su largura y eminencia, que cierto es admirabilísima a quien la mira con atención. Dan el mismo nombre a los cerros muy altos, que se aventajan de los otros cerros, como las torres altas de las casas co-

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munes, y a las cuestas grandes que se hallan por los caminos, que las hay de tres, cuatro, cinco y seis leguas de alto, casi tan derechas como una pared, a las cuales los españoles, rompiendo el nombre, dicen Apachita, y que los indios adoraban y les hacían ofrendas. De las cuestas diremos luego, y qué manera de adoración era la que hacían y a quién. A todas estas cosas y otras semejantes llamaron huaca, no por tenerlas por dioses ni adorarlas, sino por la particular ventaja que hacían a las comunes; por esta causa las miraban y trataban con veneración y respeto. Por las cuales significaciones tan diferentes los españoles, no entendiendo más de la primera y principal significación, entienden que tenían por dioses todas aquellas cosas que llaman huaca, y que las adoraban los incas como lo hacían los de la primera edad (II, 4).

Vocabulario a

b c

d

aca, acahuana auncu, acatanca, acllahuaci, ailli, aillu, alco, allpa, allpacamasca, amáncay, amaru, amarucancha, amarumayu, amauta, Anca, anta, anti, antisuyu, añas, añu, apachecta, apachitas, api, apichu, apu, apurímac, aquilla, arequepa, astaya huaillas, atahuallpa, átoc, auasca, auca, aucacunápac, auqui, axi, áyar, ayusca. bamba, buchca. caca, caci, cacha, cácham, cachi, cai hinápac, cama, camasunqui, camayu, camcha, camri ñusta, cancha, cántut, cantutpata, capa inca, cápac, cápac aillu, cápac mayu, cápac raimi, cápac runa, cápac titu, capia, carache, carmenca, cassana, catu, caui, cayllallapi, cenca, citua, citua raymi, chacra, chacu, chachapuya, cháhuar, chaina, challua, champi, chaqui, chaquillchaca, chaquira, charqui, chasca, chasqui, chaupituta, chichi, chihuaihua, chili, chilca, chima, china, chincha cámac, chinchasuyu, chinchi uchu, chipana, chírmac cassa, chocllo, cholo, chúcam, chucchu, chuchau, chunca, chucásum, chunca camayu, chuñu, chupan, chuqui, chuiquiapu, chura, churi, chuspa, chuy, cocohuay, cocha, cóillur, collasuyu, cóllcam, collcampata, collque, collquemacháhuay, compi, coracora, corequenque, cori, coricancha, corpa, corpahuaci, coy, coya, cozco, cuca, cuchi, cuchuchu, cuichu, cuntisuyu, cúntur, cunuñunu, curaca, curcu, cusi, cusma, cusquieraimi, cusipata. Falta en quechua.

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Falta en quechua. Falta en quechua. hahuanina aillu, hailli, hanan, haráuec, hatun, haucaipata, hihuana, hina mantara, huaca, huacamaya, huacanqui, huacapuncu, huaci, huacra, huacracuchu, huahua, huaina, huaina cápac, huaina potocsi, hualla, huallcanca, huallpa, huaman, huánac, huanacu, huano, huara, huaracu, huarmi, huasca, huáscar, huata, huauque, hurin. i ichma, ichu, illapa, illapántac, inca, incap rúnam, ínchic, inti. j Falta en quechua. l Falta en quechua. ll llaclla, llactacamayu llaica, llama, llamamíchec, lláncac allpa, llautu, llimpi, lloque yupanqui. m macháchuay, maita, mamacocha, mamacuna, mamánchic, mamaquilla, mama runtu, manco, maqui, marca, matecllu, mati, matiuma, mayu, micitu, míchec, mílluy, mita, mitachanácuy, mitimaes, mítmac, mizqui, mizquitullu, mote, móyoc marca, muli, muna, munaicenca, muruchu, murumuru, musu. n nanasca. ñ ñaña, ñuñu, ñuñuma, ñusta. o oca, ocllo, ozcollo. p pacárec tampu, pacari, pácay, paco, pacollama, pacha, pachacámac, pachacútec, pacha rúrac, pachayacháchec, páhuac maita inca, paicha, palta, palla, pallar, pampa, pampairuna, pana, panaca, pancuncu, papa, papamarca, papri, páquir cayan, para, parahuay, para pichuiu, parihuana cocha, pata, petaca, pillu, pirú, pirua, pocra, potocchi o potocsi, puca marca, pucara, puiñuyquita, puma, puna, puncu, punchau, puñunqui, pururaucas, purutu. q quenti, quilla, quillacenca, quillacu, quíllay, quinua, quipu, quipaipan, quipu, quipucamayu, quíshuar. r raimi, raimipampa, rauraua panaca, rimacpampa, rícoc, ritisuyu, roca, rócot uchu, rocro, ronto, rucma, rumiñaui, runa, runahuánac, runtu, rupa, rura. s sacharuna, saicusca, sairi, samúsac, sauca, sauintu, sausa, sinchi, sora, suchi, sunchu, suri, surihualla, suyu, suyuntu. t tampu o tambo, tangatanga, tanta, taruca, tarui, tahuantinsuyu, tiana, ticci viracocha, titi, titicaca, titu, tiu, tiupuncu, toco, f g h

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tococachi, tora, tucma, túcuy rócoc, tullo tumipampa, túpac, tupu, tuta, tutura. u ucucha, ucumari, ucu pacha, uchu, uicaquirau, uicuña, uilaoma, uíllac, uilca, uiñapu, uiñay huaina, uira, uiracocha, uiracocha pachayacháchic, uiracocha puncu, uizcacha, uma, uncu, unu, uritu, urpi, uruya, usca maita, ussun, usuta, uturuncu, u’yaca. x Falta en quechua. y yacolla, yacha huaci, yáhuar, yahuarcocha, yáhuar huácac, yahuarpampa, yanacuna, yaya, yunca, yupanqui, yutu. ç/z çampa, çancu, çapa Inca, çapallu, çara, çumac ñusta, çupay, çuruchec. Nota: En este vocabulario no figuran las palabras que no son del quechua: batata, cacique, Berú, caimanes, cotohe, galpón, macana, maguey, maíz, maloca, téutl, yucatán, sabanas. Ubico las palabras que comienzan con v, que no existe en quechua, bajo la u. Y las que comienzan con gu, bajo la h, como en el caso de huaca. Rosenblat ha querido respetar las grafías del Inca, lo que presenta problemas, como en el caso de las vocales indecisas: i/e, u/o; la g y la v que a veces emplea el Inca, aunque no existen en quechua; el intercambio de la p y la b, etc. Pero he querido consignar las entradas de este vocabulario, para mostrar su amplio alcance. Para calibrar el admirable esfuerzo que constituye el lexicón del Inca, advierta el lector que casi todas estas voces están definidas detalladamente en las páginas de los Comentarios reales.

4. La literatura incaica Si bien es cierto que los Comentarios reales contienen el germen de un tratado de lingüística quechua, es difícil encontrar en ellos una antología temprana de literatura oral nativa, lo que sí sucede en la Nueva coronica de Guaman Poma, que da importantes ejemplos de poesía, cantos y oraciones en quechua y aymara.12 Pero, a pesar de

12. Los ha podido estudiar con gran éxito Jean-Philippe Husson.

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ello, sus páginas contienen los mitos que ya vimos, así como alusiones y descripciones de los antiguos cantares quechuas. Y en breve veremos algunos ejemplos de poesía en el idioma vernáculo del Inca. Temprano en el libro encontramos una posible alusión a un poema preincaico. Al hablar de la crueldad de los indios de dicha época, dice Garcilaso que “[e]n unas provincias desollaban los cautivos, y con sus pellejos cubrían sus cajas de tambor para amedrentar sus enemigos, porque decían que, en oyendo los pellejos de sus parientes, luego huían” (I, 12). Guaman Poma recoge un canto de guerra en quechua sobre esta práctica, del que Edmundo Bendezú ofrece su propia traducción: “Beberemos en el cráneo del enemigo, / haremos un collar con sus dientes, / haremos flautas de sus huesos, / de su piel haremos tambores, / y así cantaremos” (1980: 18). Más tarde el Inca hablará, aunque sucintamente, del teatro incaico: No les faltó habilidad a los amautas, que eran los filósofos, para componer comedias y tragedias, que en días y fiestas solemnes representaban delante de sus reyes y de los señores que asistían en la corte. Los representantes no eran viles, sino incas y gente noble, hijos de curacas y los mismos curacas y capitanes, hasta maeses de campo, porque los autos de las tragedias se representaban al propio, cuyos argumentos siempre eran de hechos militares, de triunfos y victorias, de las hazañas y grandezas de los reyes pasados y otros heroicos varones. Los argumentos de las comedias eran de agricultura, de hacienda, de cosas caseras y familiares (II, 27).

Sobre la poesía incaica, Garcilaso discierne entre varios tipos. De la amorosa, dice que los incas tañían sus cantares con flautas de cuatro o cinco agujeros, “compuestos en versos medidos, los cuales por la mayor parte eran de pasiones amorosas, ya de placer, ya de pesar, de favores o disfavores de la dama”. También, y tratándose de un Imperio, eran frecuentes los cantos de guerra. Los cantaban “en sus fiestas principales y en sus victorias y triunfos, en memoria de sus hechos hazañosos” (II, 26). Un ejemplo de ello lo tenemos cuando el Inca Viracocha entra en el Cuzco, y las mujeres de sangre real, con multitud de Pallas, lo reciben con “cantares de fiesta y regocijo” (V, 20); y otro cuando el príncipe Inca Roca regresa victorioso a la misma ciudad (III, 17). Pero también las diversas etnias que residen en el Cuzco vitorean con cantares al capitán Cápac Yupanqui y a su so-

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brino el príncipe Inca Yupanqui: “Todas las naciones que vivían en la ciudad, y los curacas que vinieron a hallarse en la fiesta, entraron por sus cuadrillas, cada una de por sí, con diferentes instrumentos de tambores, trompetas, bocinas y caracoles, conforme a la usanza de sus tierras, con nuevos y diversos cantares” (VI, 16). Para las exequias de sus reyes muertos, los incas tenían elegías que cantaban con alaridos, en un largo homenaje al fallecido que duraba un año, y que no deja de recordarnos los funerales medievales con sus famosas plañideras. Al cabo del año, volvían a ello, “con toda la mayor solemnidad que podían y con los mismos llantos, para los cuales había hombres y mujeres señaladas y aventajadas en habilidad, como endechaderas, que, cantando en tonos tristes y funerales, decían las grandezas y virtudes del Rey muerto” (VI, 5). Pero quizá la descripción más emocionada de los cantos colectivos incaicos la elabora Garcilaso para rescatar la memoria de los antiguos haillis o triunfos, cantos rituales agrícolas: Dentro en la ciudad del Cuzco, a las faldas del cerro donde está la fortaleza [de Sacsayhuamán], había un andén grande de muchas fanegas de tierra […]; llámase Collcampata. Este andén labraban y beneficiaban los de la sangre real, y no podían trabajar otros en él sino los Incas y Pallas. Hacíase con grandísima fiesta, principalmente el barbechar: iban los Incas con todas sus mayores galas y arreos. Los cantares que decían en loor del Sol y de sus reyes, todos eran compuestos sobre la significación de esta palabra hailli, que en la lengua general del Perú quiere decir triunfo, como que triunfan de la tierra, barbechándola y desentrañándola para que diese fruto. En estos cantares entremetían dichos graciosos, de enamorados discretos y de soldados valientes, todo a propósito de triunfar de la tierra que labraban; y así el retruécano de todas sus coplas era la palabra hailli, repetida muchas veces, cuantas era menester para cumplir el compás que los indios traen en un cierto contrapaso que hacen, barbechando la tierra con entradas y salidas que hacen para tomar y romperla mejor (V, 2).

Cuenta el Inca que estos cantares le parecieron tan bien al maestro de capilla de la catedral del Cuzco, que para la fiesta del Santísimo Sacramento compuso una chanzoneta para órgano imitando el canto de los incas. “Salieron ocho muchachos mestizos, mis condiscípulos, vestidos como indios, con sendos arados en las manos,

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con que representaron en la procesión el cantar y el hailli de los indios, ayudándoles toda la capilla al retruécano de las coplas, con gran contento de los españoles y suma alegría de los indios, de ver que con sus cantos y bailes solemnizasen los españoles la fiesta del Señor Dios nuestro, al cual ellos llaman Pachacámac, que quiere decir el que da vida al universo” (V, 2).13 La escasez de ejemplos textuales de la literatura incaica en los Comentarios reales puede deberse a su carácter oral y a la distancia geográfica y temporal desde la que escribe el Inca. Pero sí hay dos muestras de poesía quechua. A ello vamos.

5. El tour de force: la traducción de la poesía quechua Una primera lectura del capítulo “Sobre la poesía de los incas amautas, que son filósofos, y harauicus, que son poetas” (II, 27) deja la curiosidad del lector en vilo. El Inca ha dedicado una atención pormenorizada a su lengua materna, insertando en los Comentarios reales, como hemos visto, un tratado inconcluso de lingüística y el esbozo de varios géneros de la literatura oral incaica. Arribamos ahora al género que supone el más alto grado de literariedad y, de repente, nos topamos con un poema cortito que el autor ha guardado en su memoria, y otro más largo, recogido y traducido por el padre Blas Valera, que Garcilaso confiesa haberlo incluido en dicho capítulo de manera un tanto compensatoria, “por enriquecer mi pobre historia” (II, 27). Sobre el poema breve, que es el que nos interesa aquí, por ser de la propia cosecha del Inca, es decir, elegido por su memoria, el andinista boliviano Jesús Lara llega a decir que: Esta estrofa, por falta de valor aparente, ha sido desestimada por el criterio oficial y utilizada con bastante habilidad para demostrar lo nula y embrionaria que habría sido la poesía de los incas. Pero, aunque Garcilaso no lo dice, salta a la vista que esos cuatro versos son apenas un fragmento. Encierran ideas que han debido ir, en el

13. Pero el hailli fue mucho más allá de la colonia. El cantor uruguayo Alfredo Zitarrosa, poeta y milonguero fallecido en 1989, incluye en sus discos algún ejemplo de lo que hoy se denomina en el Cono Sur como triunfos.

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poema original, precedidas por otras. A nuestro parecer, no es más que una prueba del escaso interés que el insigne mestizo sentía por las cosas de la raza materna cuando vivía en el Cuzco (1947: 56).

No concurro con él; ni con su incomodidad ante lo que considera un poema fragmentario, ni con su opinión sobre el desinterés del Inca, de muchacho, ante las cosas de su tierra. Me parece que lo poco que dice Garcilaso sobre la poesía incaica es importante y la brevedad del texto en cuestión, una prueba de su autenticidad y clave indispensable de su belleza. Que acuda a Valera con la excusa de que no recuerda más sobre el tema, eso ya es otra cosa. Pienso —y, como diría don Quijote cuando le preguntaron si existía o no Dulcinea, éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo— que la poesía resulta peligrosa para el Inca, de quien sabemos que rechaza incluso la fantasía de las novelas caballerescas. Por una parte, ha elegido la prosa como historiador y etnólogo avant la lettre porque necesita narrar dos mundos: el materno, para que no caiga en el olvido, y el paterno, para restaurar la honra del padre. Y, por otra, ha querido enmascarar su dolor ante la conquista, asumiendo un tono de objetividad para poner en pie de igualdad, en un esfuerzo voluntarioso de simetría renacentista, la cultura española, con su legado neoplatónico de la concordia, y la incaica, con su tradición oral mítica, que engendra el ritual del tinku. Si la poesía —el más subjetivo de los géneros— muestra, quiéralo o no el poeta, el ADN de la psique, no le podía convenir al Inca como género y mucho menos teniendo un antecedente difícil de superar, el poeta toledano de su mismo nombre. Pero evidentemente le gusta, pues ésta es la primera y única vez que ofrece, en su idioma vernáculo, ejemplos textuales de los géneros literarios del incario que describe en su obra; hecho que ya de por sí privilegia la poesía. Y podemos intuir que el breve poema que cita le ha conmovido hondamente, ya que, a más de cuarenta años de distancia, lo recuerda. Sin embargo, no dice mucho de él, y se apresura a ponerle sordina a su nostalgia al no ofrecernos, pese a que la conoce, la notación musical con la que la flauta tañía el poema: “Holgara poner también la tonada en puntos de canto de órgano, para que se viera lo uno y lo otro [la poesía y la música], mas la impertinencia me excusa del trabajo”. Ya veremos el por qué de su parquedad ante la poesía: podría perforar la máscara que

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oculta su psique escindida entre dos mundos. En el último capítulo de este libro examinaremos cómo, precisamente en los pasajes más líricos de los Comentarios reales, el dolor abre fisuras en la serenidad impertérrita del Inca. Garcilaso acompaña el poema de su propia traducción: Cayllallapi puñunqui chaupituta samúsac14

Al cantico dormirás medianoche yo vendré

En la brevedad que perturbó a Lara reside precisamente el misterio de esta canción amorosa, como la nombra Garcilaso. Lo mismo sucede con las coplas populares españolas que tanto le gustaban al insigne hispanista Alonso Zamora Vicente: “A mi puerta has de llamar / y no he de salir a abrirte / y me sentirás llorar”, o aquélla que dice: “Para más despacio atormentarme / llévame alguna vez por entre flores”, y que se repite de boca en boca sin saber que, perdido en la noche del anonimato de siglos, se esconde un autor famoso, precisamente el tío abuelo del Inca. El poeta toledano Garcilaso de la Vega compuso este pasaje que forma parte de su Canción IV; el pueblo arrancó del poema sus mejores versos, los hizo suyos cual haikú, y, con el autor, olvidó el resto.15 Dejando, para nuestra gloria, un poema mejor. Así produjo tantos de sus romances, fragmentos de antiguos poemas orales, y que hoy permanecen en la memoria colectiva como verdaderas joyas: el romance del prisionero, el del

14. Samusac es la forma del futuro de primera persona singular del verbo samuy (venir). Con el tiempo, el verbo ha evolucionado a hamuy. Como lo hace su cotáneo Guaman Poma, Garcilaso emplea la forma antigua del verbo (samuy), en vez de la actual (Mannheim 1986). Cabe advertir que, aquí y a lo largo de este libro, respetamos los acentos que Garcilaso le impone al quechua, aunque son innecesarios. Porque casi siempre figuran en la penúltima sílaba de la palabra, y el quechua, como el español, tiene acentuación llana. 15. Zamora Vicente compartió su pasión por estas coplas con mi hermana Luce López-Baralt en abril de 1969, cuando ofreció una conferencia magistral en la Fiesta de la Lengua de la Universidad de Puerto Rico. Coplas que en su brevísima belleza recuerdan aquellas que dan el pie a un fado portugués: Eu choraba por te náo ver; / por te ver eu choro agora.

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Infante Arnaldos… Desgarrones verbales que obedecen a la sabiduría popular, siempre atenta a algo que a muchos se nos escapa hoy: la belleza. Desde la otra orilla, éste bien pudiera ser el caso de los versos que Garcilaso guardaba en su corazón. Jesús Lara lo piensa así, ya que advierte (aunque despectivamente), que “esos cuatro versos son apenas un fragmento”. Sobre este hermoso poema, suerte de haiku incaico, reflexionaba en mi edición anotada de los Comentarios reales y La Florida del Inca (2003). En ella restauré la traducción castellana que le da Garcilaso y que ediciones posteriores a la príncipe han alterado, añadiéndole un acento tan innecesario como perjudicial a su sentido original. Tras la edición de 1609, que apenas consignaba acentos, y que no los dio en la versión castellana del poema, la traducción lee: “Al cántico / dormirás / medianoche / yo vendré”. En casi todas las ediciones de los Comentarios reales, incluida la de Miró Quesada, que reproduce la edición príncipe de Lisboa, de 1609, figura “cántico” con acento. Tal parece que los editores posteriores no pudieron ceder a la tentación de ponerle acento a la palabra cantico, que es la verdadera traducción de cayllallapi, muy posiblemente animados por el aura sentimental del poema: el canto es una de las formas tradicionales de seducción en la poesía; o quizá, recordando la frase al canto del gallo, que alude a la medianoche, palabra mencionada en el poema (cf. DRAE, 2001: 430). Sin embargo, no hay nada en él que legitime la equivalencia de cántico, que en quechua tendría que traducir como taki. Veamos de cerca la composición de cayllallapi, porque aunque Garcilaso la separa en dos porciones —recordemos que el quechua es un idioma aglutinante— se trata de una sola palabra que añade a la raíz tres sufijos. Cay es la raíz, y significa “éste”; pi es un sufijo del caso locativo o de lugar, que equivale a “en” (recordemos que en quechua, como en latín, los sustantivos se declinan en casos, cuyos sufijos cumplen la función de la preposición española, que no es otra que relacionar entre sí las partes funcionales de la cláusula). Junto a cay, el sufijo pi da el sentido de “aquí”. El sufijo lla tiene una doble acepción: una afectiva (y que, al comunicar ternura, impone el diminutivo) y otra limitativa (traducible como “sólo”, “justo”, “precisamente”). En lo que concierne a la palabra canto, el DRAE (2001: 430) da, entre sus muchas acepciones, la de “ex-

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tremidad o lado de cualquier parte o sitio”. Y sobre la frase al canto, ofrece el significado de “a pique o muy cerca de”. Es cierto que también da la acepción de “inmediatamente o efectivamente”, pero ésta no resulta pertinente aquí, porque la voz cay en quechua tiene un sentido espacial y no temporal; y también porque el mismo Garcilaso, en su Historia general del Perú, emplea la frase al canto en el sentido espacial.16 Cayllallapi entonces traduciría como al cantico, o sea, “justo en la orillita”, “cerquita”, o para decirlo en buen peruano, “aquicito nomás” (que sería más literal). La traducción legítima de la copla incaica según la edición príncipe de los Comentarios reales debe leer, entonces: “Al cantico / dormirás / medianoche / yo vendré”. Vale destacar el hecho de que el Inca, como mestizo, buen conocedor de ambas lenguas y siempre atento a la belleza, al traducir cayllallapi como al cantico, pudo mantener el acento rítmico en la tercera sílaba de los versos primero y tercero de ambas versiones del poema. Su preocupación estética también se manifiesta al traducir samúsac como yo vendré, para reproducir las tres sílabas del original, cuando bien pudo haber dicho vendré. Al traducir cayllallapi como al cantico hace lo mismo: igualar la cuenta silábica de ambas frases. Pero va más lejos, porque al evocar la voz canto a través de su diminutivo, cantico, da constancia de la afectividad cifrada en el sufijo -lla de cayllallapi. Acerquémonos ahora al misterio de este haikú incaico, precisamente la cualidad que mejor define la poesía y que, exacerbada en este caso, muy posiblemente por la brevedad que exigen los versos cantados —“los versos amorosos hacían cortos, porque fuesen más fáciles de tañer en la flauta”, dice el Inca en el citado capítulo— acerca el texto a la sensibilidad del lector occidental que conoce cómo el fenómeno de la modernidad afectó la poesía. Nos lo recuerda oportunamente Carlos Bousoño en su Teoría de la expresión poética (1985): el simbolismo francés, a través de Bécquer, inició a la poesía hispánica en la técnica de la sugerencia, con su estrategia de supresión anecdótica, que convierte al lector en co-creador del poe-

16. Al describir la muerte de Gonzalo Pizarro, el Inca nos dice que éste subió al tablado donde lo ejecutarían y le habló al público allí congregado “poniéndose a un canto dél”, es decir, al extremo del tablado (V, 43).

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ma, pues se ve precisado a llenar los agujeros negros que su concisión narrativa necesariamente abre. El tema amoroso de los versos que el Inca guardaba en su corazón se evidencia en la intimidad que impone el tuteo en segunda persona y el ambiente nocturno que propicia el encuentro furtivo de dos amantes, de los que, desde nuestra óptica occidental, inferimos el género a partir de la tradicional —aunque sexista— oposición entre hacer y esperar: él vendrá mientras ella duerme. Hay en el texto un sentido de urgencia cuya explicación cada lector debe proveer, porque aquí la técnica de la sugerencia llega hasta sus límites. Si la supresión anecdótica puede eliminar, para azuzar la voracidad del lector, el quién, el cuándo, el dónde, el por qué y el para qué, además de restarle a la estructura narrativa el comienzo o el final, sucede que aquí casi todos estos elementos han desaparecido. No sabemos quiénes protagonizan el poema, cuándo (fuera de la noche) y dónde suceden los hechos, por qué debe esperar cerquita la amada (aunque sí podemos intuir el para qué: el abrazo amoroso), qué ha pasado antes, cuál es la historia de los enamorados, qué peligro los acecha, cuál será el desenlace de sus amores. De la manera más exquisita y elusiva, el lector queda suspendido y hechizado in media res. Y tendrá que hacer suyo el poema amado por Garcilaso al suo modo. La estructura del poema puede explicarse por la breve descripción de la poesía del incario que, justo al inicio del capítulo, ofrece Garcilaso: De la poesía alcanzaron otra poca, porque supieron hacer versos cortos y largos, con medida de sílabas: en ellos ponían sus cantares amorosos con tonadas diferentes, como se ha dicho. También componían en verso las hazañas de sus reyes y de otros famosos incas y curacas principales, y los enseñaban a sus descendientes por tradición, para que se acordasen de los buenos hechos de sus pasados y los imitasen. Los versos eran pocos, porque la memoria los guardase; empero muy compendiosos como cifras. No usaron de consonante en los versos; todos eran sueltos. Por la mayor parte semejaban a la natural compostura española que llaman redondillas.

A lo dicho aquí por Garcilaso, estudiosos contemporáneos de la poesía quechua prehispánica añaden consideraciones más concretas en cuanto a su forma. Según Husson, el gran estudioso de la poesía oral quechua transcrita por Guaman Poma en su Nueva coronica, ésta

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se caracteriza por el paralelismo semántico, es decir, por “correspondencias, al nivel del sentido, entre palabras homólogas situadas en secuencias contiguas” (1993: 65). En su estudio de los huaynos, cantos andinos bailables del Perú contemporáneo, Martin Lienhard alude a la simple repetición de un sintagma (que puede constituirse en estribillo), pero también a otro caso de paralelismo, el gramatical: “la repetición, con variantes léxicas, de una estructura gramatical” (2005: 491). Se trata de lo que Bruce Mannheim (1987) llama los dísticos pareados que tantas veces sirven de estribillo a los huaynos andinos.17 En el caso del poema que cita Garcilaso, obviamente, por su brevedad, no hay ni estribillos ni dísticos, pero sí el paralelismo gramatical que vincula al segundo con el cuarto verso: se trata de la repetición de verbos que expresan futuro, con variantes léxicas (dormir y venir) y gramaticales (segunda persona, primera persona). Que el paralelismo es una invariante de la poesía quechua lo podemos constatar tanto en la poesía prehispánica como en la colonial y en la contemporánea. El segundo poema incaico que nos ofrece Garcilaso, tomado de Blas Valera, exhibe dicha característica, sobre todo en las formas verbales, cuya rima la destaca. Lo reproduzco aquí del capítulo 27 del Libro II, siguiendo la grafía empleada por el Inca: Zúmac ñusta toralláiquim puiñuy quita páquir cayan hina mantara

Hermosa doncella, aquese tu hermano el tu cantarillo lo está quebrantando, y de aquesta causa

17. Sabemos, por Roman Jakobson (1975), que la repetición es marca indeleble de la poesía, y que se manifiesta ya sea a nivel semántico, a nivel fónico o a nivel rítmico, de diversas formas. En la poesía oral la repetición más frecuente se da en el paralelismo y el estribillo. Que no se trata de un fenómeno occidental lo constatamos al leer, no sólo la poesía quechua, sino la náhuatl. En ésta, y como lo ha visto Ángel María Garibay K. (1971), sobresalen dos recursos poéticos: el paralelismo (dos frases que repiten con diversas palabras la misma idea, o contraponen dos pensamientos siguiendo la misma estructura gramatical) y el difrasismo, también de carácter binario, que consiste en juntar dos palabras para producir una metáfora: es el caso de in xóchitl, in cuícatl, que al decir flor y canto, alude a la poesía.

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cunuñunun illapántac Camri ñusta unuiquita para munqui mai ñimpiri chichi munqui riti munqui Pacha rúrac Pacha cámac Vira cocha cai hinápac churasunqui camasunqui

truena y relampaguea, también caen rayos. Tú, real doncella, tus muy lindas aguas nos darás lloviendo; también a las veces granizar nos has, nevarás asimesmo El Hacedor del Mundo El Dios que le anima, El gran Viracocha, para aqueste oficio ya te colocaron y te dieron alma.

También Pachacuti Yamqui Salcamaygua (Relación de antigüedades deste reino del Pirú, 1613) y Guaman Poma (Nueva coronica i buen gobierno, 1615) preservan valiosas muestras de la poesía incaica prehispánica. En el caso del primero, destaca el himno a Viracocha, oración ritual de la que Martin Lienhard cita un fragmento transcrito por J.  Szemin´ski. En él, las órdenes del dios creador andino y también la preguntas que le hace el sujeto lírico abundan en paralelismos: ¡A Wira Cuchan, tiqsi qapaq, “kay qari kachun”, “kay warmi kachum”, ñiq, apu, ¡hinantin achikcha kamaq! ¿Maipin kanki? ¿Manachu rikuykiman? ¿Hananpichum, hurinpichum, kinrayninpichum qapaq usñuyki?

¡Oh Viracocha, rey fundador, “éste sea varón”, “ésa sea mujer”, dices, señor, ¡Creador de la luz de todas las cosas! ¿Dónde estás? ¿No podré verte? ¿En el mundo de arriba, en el mundo de abajo, en el mundo donde está tu trono real?18

Guaman Poma, por su parte, al hablar de la segunda edad de indios, los uariruna (fueron cuatro las que precedieron la llegada de

18. Mi traducción.

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los Incas, según este cronista), pone en boca de uno de ellos otra oración ritual a Viracocha, cuya traducción da de inmediato. De nuevo, el paralelismo marca las preguntas del sujeto lírico a la deidad. Reproducimos el poema dividiendo los versos en forma gráfica y respetando la particular ortografía de Guamán Poma: Ticze caylla uiracocha, maypin canqui? Hanac pachapicho? Cay pachapicho? Uco pachapicho? Caylla pachapicho? Cay pacha camac, runa rurac, maypin canqui? Oyariway!

O, señor, ¿adónde estás? ¿En el cielo o en el mundo o en el cabo del mundo o en el ynfierno? ¿Adónde estás? ¡Oyme, hazedor del mundo y de los hombres! ¡Oyme, Dios!19

De la época colonial, vale volver a un fragmento de lo que Ángel Rama (1974) llama el poema de más alta temperatura lírica en la literatura quechua, la elegía anónima por la muerte de Atahualpa, para reconocer el paralelismo típico de la poesía quechua y a la vez calibrar la erosión cultural que impone el coloniaje. Me refiero a un poema ya citado en el capítulo tercero, Apu Inka Atawallpaman, posiblemente escrito hacia fines del xviii o inicios del xix. Su autor pudo haber sido un indio aculturado que abrazó, si no la sublevación mestiza del segundo Túpac Amaru en 1781, la causa de la independencia del Perú. El poema, de carácter mesiánico, comienza describiendo la convulsión cósmica ocasionada por la muerte de Atahualpa: Ima k’uychin kay yana k’uychi sayarimun? Qosqoq auwampa millay wach’i illarimun;

¿Qué arco iris es este negro arco iris que se alza? El horrible rayo del enemigo del Cuzco fulgura,

19. Citamos de la edición crítica de la Nueva coronica i buen gobierno, publicada por John V. Murra y Rolena Adorno (1980: 54 [54]). En el dibujo que presenta la segunda generación de indios, Guaman Poma condensa, con una fuerza lírica que lo acerca al haikú, el poema: “pachacamac maypin canqui” (Dios creador del mundo, ¿dónde estás?) (1980: 53 [53]).

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tukuy imapi saqra chickchi t’akakamun.

y por doquier granizada siniestra golpea.20

Evidentemente mestizado, este hermoso poema, sin duda una versión lírica del ciclo mítico de retorno del Inca rey, honra la tradición del paralelismo gramatical de la poesía quechua en los versos 2, 4 y 6, que exhiben la misma forma verbal, pero a la vez muestra la influencia del paradigma de las elegías hispánicas, las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, al asumir el metro del pie quebrado. Ya en la época contemporánea, los huaynos continúan la larga tradición binaria del paralelismo. Bruce Mannheim (1987: 270271) ha estudiado uno muy popular en Cuzco en 1977, Munawankiman karan, de la banda Qamer de Coya, como una manifestación de los dísticos pareados que tantas veces sirven de estribillo a los huaynos andinos: Munawankiman karan waylluwankiman karan Munawankiman karan waylluwankiman karan Manacha kunan hinachu Waqaspa purishayman Manacha kunan hinachu Llakispa purishayman

Pudiste amarme Pudiste amarme tiernamente Pudiste amarme Pudiste amarme tiernamente Pudiste no ser como ahora Voy a seguir llorando Pudiste no ser como ahora Voy a seguir penando

Apawankiman karan Pusawankiman karan Apawankiman karan Pusawankiman karan Manacha kunan hinachu Waqaspa tiyashayman Manacha kunan hinachu Llakispa purishayman

Pudiste haberme llevado Pudiste haberme guiado Pudiste haberme llevado Pudiste haberme guiado Pudiste no ser como ahora No dejaré de llorar Pudiste no ser como ahora Voy a seguir penando21

20. La transcripción y traducción del poema que hicimos Donald Solá y yo se ha publicado en Latin American Indian Literatures (1980), El retorno del Inca rey: mito y profecía en el mundo andino (1987), El hombre y los Andes. Homenaje a Franklin Pease G. Y. (2002), y Para decir al Otro: literatura y antropología en el mundo andino (2005). 21. Mannheim dio la traducción en inglés; aquí doy la mía en español.

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Lienhard también reconoce los paralelismos típicos de la poesía quechua en un huayno de Isua, Lucanas, Ayacucho, cantado por Isabel Asto en marzo de 1988, y transcrito y traducido por el andinista suizo: Waqllay urquta chinkaykuptiy ima taytallay llakiwanqa waqllay qasata chinkaykuptiy ima taytallay llakiwanqa [mamallay?) Urqukunapi tarukitas taytay irranti waqawanqa urkupi vikuñitas mamay irranti llakiwanqa (2005: 508-509)

Cuando me pierda por aquel cerro cómo sufrirá mi padre cuando me pierda por aquella abra cómo sufrirá mi padre [(madre) Taruka de los cerros mi padre, errante, llorará por mí vicuña de los cerros mi madre, errante, sufrirá por mí.

Ahora bien, más allá de cuestiones formales, y en lo que concierne a su contenido, a la poesía quechua se la suele despachar con el epíteto de triste, de lo cual Lara se quejó en su momento, aludiendo a poemas festivos como los haillis, cantos de victoria que hoy en la zona andina se nombran como triunfos. Pero si bien el esplendor del incario dio lugar a cantos optimistas, dedicados a la exaltación del Imperio, o a la celebración de una buena cosecha, que se alternaban con otras manifestaciones poéticas del dolor, como la elegía o wanka, la colonia fue terreno fértil para la expresión melancólica del indio desarraigado. De ahí que José María Arguedas atribuya la soledad cósmica de la poesía quechua al sentimiento de un pueblo vencido (1961: 1-2), y que José Carlos Mariátegui reconozca en el autor de Trilce el legado de la nostalgia indígena: “En Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente expresado”; “Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia” (1970: 308 y 311). Nostalgia que late en el hermoso poema quechua que citamos en el pórtico de este libro: Hoy es el día de mi partida. Hoy no me iré, me iré mañana. Me veréis salir tocando una flauta de hueso de mosca,

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llevando por bandera una tela de araña. Será mi tambor un huevo de hormiga. ¿Y mi montera? Mi montera será un nido de picaflor.

Este huayno tradicional andino, recogido y traducido por José María Arguedas en 1946,22 y cuyo original en quechua no se llegó a publicar, bien puede leerse como un digno epitafio para el autor de Los ríos profundos. Y eso por muchas razones. Primero, porque nos enfrenta con el rol imprescindible de Arguedas, el de traductor de un mundo. Como poeta, narrador, etnólogo y folclorista, Arguedas asumió la difícil misión de erigirse en puente vivo entre dos culturas, la encarnación del tinku que, en palabras de Franklin Pease G. Y., expresa la totalidad resultante del conflicto entre fuerzas opuestas.23 En segundo lugar, porque el huayno original es una composición anónima y oral, en quechua, y el escritor lo traduce al castellano. Y, por último, porque se trata de un espléndido poema. Y Arguedas lo sabía. El citado huayno sintetiza los tres pilares de la escritura de Arguedas: traducción de culturas o etnología, quechua y poesía. Pilares que apuntan a la construcción de una identidad colectiva. Al traducir el huayno, Arguedas lo tituló “Despedida”. Como diría Machado, “se canta lo que se pierde”. O lo que puede perderse. Arguedas, poeta ante todo, no pudo menos que reconocer, en las alucinantes metáforas del poema, que hoy podemos hacer nuestras como surrealistas, la omnipresencia de la muerte: la flauta del hueso de mosca y el tambor de huevo de hormiga sólo pueden producir silencio; el minúsculo nido de picaflor es tan sólo paja vacía. La bandera de tela de araña, puro agujero. Silencio, nada y vacío: todo apunta a la desolación. Y, sin embargo, en el poema late un optimismo feroz, como el que Arguedas abrazó, contra todo y porque sí, toda su vida. El sujeto lírico, cual el Miguel Hernández que dijera en El rayo que no cesa, “Me voy, me voy, me voy pero me quedo,

22. Arguedas lo recogió en Anta, y lo incluyó en su libro Canciones y cuentos del pueblo quechua, publicado en Lima por la editorial Huascarán en 1949. 23. A ello volveremos en el próximo capítulo.

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/ pero me voy […]”, sabiendo que la partida es inexorable, se toma la libertad de retrasarla. Pero también la de asumirla como marcha triunfal. Un detalle del poema nos permite leerlo como expresión desafiante de una identidad colectiva amenazada: la alusión a la bandera. He emprendido esta lectura —moderna y occidentalizada, lo admito— del huayno, porque me parece emblemático de la pulsión vital de Arguedas, el heredero más ilustre del legado de Garcilaso. Si su obra toda gira en torno a la compleja identidad de su Perú, es porque en el fondo, como el Inca, se está preguntando constantemente quién es. Su historia de escritor es un fascinante relato de afirmaciones y renuncias. Habiendo reiterado en numerosas ocasiones que su lengua materna era el quechua, comienza y cierra su carrera de escritor narrando en castellano. Castellano que, a su vez, no sólo se ve interrumpido constantemente por la lengua nativa, sino que, a medida que Arguedas va perfeccionando su oficio, se convierte en el vehículo sorprendente de los secretos del quechua. Alterna sus vocaciones de escritor y etnólogo; como lo ha visto John V. Murra, cuando escribe, no hace trabajo antropológico, y cuando se dedica a éste, deja de escribir. Oscila entre su voluntad de compromiso político y la vocación contemplativa inherente a la escritura. Y, siendo un poeta rotundo, sólo nos ha dejado un puñado de hermosos poemas bilingües de composición tardía, entre ellos, “Túpac amaru kamaq taytanchisman (haylli taki)/A nuestro padre creador Túpac Amaru” (1962), “Jetman haylli/Oda al jet” (1965), “Huk dokturkunaman qayay/Llamado a algunos doctores” (1966), “Qollan, Vietnam llaqtaman/Al pueblo excelso de Vietnam” (1969). La publicación de algunos de estos poemas, con otros, en una antología bilingüe de 1966, Temblar/Katatay, subraya la dualidad de la escritura arguediana. Dualidad cónsona con la complejidad étnica de un país en el que la geografía se convierte en tríada de sierra, costa y montaña. Lo que movió a Luis Alberto Sánchez a afirmar, en Literatura del Perú (1939), “no hay un solo Perú; hay varios Perúes”. En sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Mariátegui habló de la “dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza

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indígena ni absorberla”. Arguedas, por su parte, afirma en 1968 que el hecho capital que decide el destino del Perú es “la división del país en dos universos, en dos mundos totalmente distintos”.24 Que la nostalgia indígena que reconocemos en el hermoso huayno anónimo viene de tiempos coloniales lo podemos constatar en un poema de Guaman Poma. Digo de Guaman Poma y no recogido por Guaman Poma, porque no estoy hablando aquí de una muestra de la tradición oral quechua. Hablo de un poema que el cronista andino escribió tal vez sin darse cuenta de que lo hacía. Y figura en el capítulo más conmovedor de su Nueva coronica. Antes de terminar su largo manuscrito, Guaman Poma le añade un capítulo final, que, por su tono autobiográfico, constituye su autorretrato más prolijo. En la sección precedida por el dibujo Camina el autor, el cronista desterrado narra su viaje de Huamanga a Lima, donde espera entregar su obra al virrey. Los títulos que encabezan las unidades que conforman esta sección crean, si los unimos en una secuencia, una suerte de poema que conmueve al lector por un lirismo que no suele caracterizar al cronista: “Del mvndo buelbe el avtor / camina el autor / por la ciera con mvcha nieve / i pasa por Castrovireina / Chocllo Cocha, Gvancabilca/ valle de Xavxa i / provincia de Varochiri / el dicho avtor/ aiala / servindo a su magestad / treinta años / deiando sus hijos / i perder mvcha hazienda / solo en servicio de Dios/i de su magestad / e [f]abor de los pobres / de Iesvcristo/andvbo en el mvndo/llorando / en todo el camino / hasta / presentarse / en los reis / de Lima / ante sv magestad / i sv real avdiencia/de presentarse y cvmplil / con la dicha/coronica / deste reino / conpvesto / por / don Felipe / Gvaman Poma / de Aiala”. Guaman Poma ha escogido esta vez, para su autorrepresentación, un tópico de solera clásica: el de la peregrinatio, cuyo arquetipo lo constituye en la literatura clásica la figura de Ulises. Pero el mundo cristiano convirtió la peregrinatio vitae en metáfora para el exilio del hombre del Edén y su consiguiente destino: un sufrido paso

24. “La literatura peruana”, en Bohemia, La Habana, 1970. Se trata de una conferencia dictada en dicha ciudad dos años antes.

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por la tierra. La fuente más probable para el tópico serían los sermones que el cronista andino escucharía desde el púlpito de las iglesias. Sin embargo, la imagen cristiana del peregrino parece fundirse con el recuerdo de las aventuras de los dioses andinos Viracocha y Pariacaca, protagonistas del corpus mítico que recoge Francisco de Ávila en el manuscrito de Huarochirí (1608), traducido por Arguedas en 1966, y en el que ambas deidades se disfrazan de peregrinos mendigos. El hecho no puede menos que recordarnos las palabras con que, desde el interior mismo del dibujo Camina el autor, Guaman Poma se autodescribe: “Camina el autor con su hijo Francisco de Ayala. Sale de la prouincia a la ciudad de los Reys de Lima a dar quenta a su Magestad. Y sale pobre, desnudo, y camina en bierno” (1095 [1105]).25 Desterrado de su ciudad de Huamanga, como forastero vaga el autor andino por el camino hacia Lima, encarnando el arquetipo milenario andino del wakcha (huérfano, desposeído, forastero) del que habláramos en el tercer capítulo de este libro. Esta triste y a la vez desafiante y orgullosa peregrinatio convierte a Guaman Poma en antecedente de los migrantes serranos de hoy, que invaden Lima con su economía paralela, sus tradiciones, sus clubs y su poesía. Con relación a esto último, y para calibrar la fuerza que el tópico de una peregrinatio no ya clásica, sino autóctona, tiene aún en el mundo andino, cabe citar un importante libro de Julio Noriega. En Buscando una tradición poética quechua en el Perú (1995), su autor afirma que el migrante como sujeto poético quechua moderno personifica la imagen utópica de los desarraigados del mundo andino. Se trata de un sujeto poético que actualiza la imagen de un dios peregrino y que tiene remotos antecedentes en la tradición oral, desde Cuniraya Viracocha del manuscrito de Huarochirí hasta el protagonista del drama colonial Usca Paucar. Cabría incluir al Guaman Poma de “Camina el autor” entre los arquetipos fundadores del linaje peregrino del sujeto poético quechua contemporáneo evocado por Noriega, sobre todo teniendo en cuenta el acendrado lirismo que marca el fragmento que hemos citado.

25. En la edición crítica de la Nueva coronica consta “enbierno”. Prefiero “en bierno”, que puede resultar de “en ibierno (invierno)”.

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En un libro anterior (Poesía quechua escrita en el Perú. Antología, 1993), Noriega nos había dado una amplia muestra de poesía bilingüe contemporánea, marcadamente autobiográfica, en la que el sujeto lírico muchas veces encarna en un forastero que llora melancólico su antigua querencia. Éste es el caso de Eduardo Ninamango Mallqui, nacido en Huancayo en 1947,26 del que cito un poema: Sachallay llantullaykim noqapa vidayta yachan. Kunan mana laduykipi kaptiysi sonqoy waqan, ñawiñataqsi llaki pillpintu qina qatun wasikunamanta lluptin kay kausay manaña kausay kaptin. Punchauasi kutimuptiy

Arbolillo solamente tu sombra sabe lo de mi vida. Hoy que ya no estoy aquí mi alma llora y mis ojos mariposas en pena huyen de las moradas porque mi vida es pájaro [moribundo. manaña tarisaykichu El día que regrese chiririnkapas ya no estarás, raprampi chikita apaspas porque la chiririnca ñan pasarunña ave de la muerte y de la pena yana wañuyta qeperispa. ha dejado su mensaje negro Chay punchausi en mi corazón de niño errante. kutimuptiy El día que vuelva llantuykita manañacha tarisachu y no encuentre tu sombra qinaptin waqasaqcha llorará mi alma qina tuta chayamuptin y mientras llega la noche qatarisaq me alzaré, qeresqa pisqucha qiñañataqsi seré un pajarillo herido paqarin tutanmantin chinkaykusaq que desaparecerá con las luces [del alba. (1993: 439).

Como poesía urbana contemporánea, el poema evidencia huellas de la escritura hispánica: es relativamente extenso, con versos largos, que llegan a las diez, once y doce sílabas. Que el recuerdo de la cosmovisión andina comienza a debilitarse lo percibimos en

26. El poeta ha publicado un poemario en Lima (Pukutay/Tormenta, Tarea, 1982) y varios poemas en revistas como Haraui, de Lima, y Wanka, de Huancayo.

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la confusión que muestra su autor al hablar de la chiririnka, que no es otra que la mosca azul anunciadora de la muerte, según la traducción de Arguedas de Apu Inka Atawallpaman, y que Ninamango Mallqui traduce como “ave de la muerte”. Pero al mismo tiempo, el poema exhibe marcas de la tradición oral quechua, porque en él podemos reconocer el validador reportativo: me refiero al sufijo -si, que traduce como dicen o cuentan. Interesantemente, el poeta no lo registra en la traducción; doy un ejemplo: Chay punchausi/kutimuptiy = El día que regrese (debería decir: Dicen que el día que regrese). De ahí que la versión castellana carezca de la melancolía del original quechua, en la que el propio sujeto lírico, aunque hable en presente, se convierte en objeto de la tradición oral: un héroe mítico de la posmodernidad que ya es leyenda, un wakcha urbano. A esta tradición del motivo de la orfandad, de la melancolía y de la nostalgia, evidentemente nacida del coloniaje, está ajeno el poema que Garcilaso guardó con tanto celo en su corazón. Más bien exhibe la alegría del inminente encuentro amoroso, fruto de la pulsión voluntariosa de un sujeto lírico que le anuncia a la amada, con ímpetu, yo vendré. Lo que no deja de recordarnos un antiguo poema hispanoárabe. Se trata de una jarcha de aquel grupo étnico que, desde el esplendor de Al-Andalus, aún podía conservar la alegría que habrían de perder al convertirse en la Otredad en la España excluyente de los Reyes Católicos. Dice así, en la voz de un sujeto lírico femenino que anuncia ya la vocación de dicha de Melibea, y aquel “Ir quiero” de la Celestina, cuando se dirige a la casa de Pleberio para urdir la trama de amores desgraciados de la novela de Fernando de Rojas: Mio sidi Ibraim, Mi señor Ibraim, ¡ya, nomne doljie! ¡ah, nombre dulce! vente mib de nojte. vente a mí de noche. In non, si non querís, Si no, si no quieres, iréme tib: iréme a ti: garme a ob dime dónde legarte. encontrarte. (citado por García Gómez 1965: 189).

El verso iréme tib me lleva a repensar el último verso del poema preferido por el Inca. ¿Por qué dijo yo vendré en lugar de yo iré? Me

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intriga el uso del verbo, porque venir significa, según el DRAE, “llegar a dónde está quien habla” (2001: 2281). De allá a acá. E ir, de nuevo según la misma fuente, “moverse de un lugar hacia otro apartado de quien usa el verbo ir y de quien ejecuta el movimiento” (2001: 1300). De aquí a allá.27 Por eso decimos “ven a mí” e “ir a ti”. El verbo venir, en esta instancia singular, me sugiere —y aventuro una hipótesis— que el sujeto lírico ya formaba pareja con la amada que lo espera, y le anuncia regresar al nido de amor. Toma su lugar al decir vendré, porque la que podría decirle ven a mí es ella. La copla incaica, al desplazar un verbo por otro, incide —casualidad insólita— en un lugar común del neoplatonismo renacentista: el intercambio de las almas de los enamorados. Él se ha transformado en ella.28 El recorrido que acabamos de hacer por la poesía quechua, tanto prehispánica como colonial y contemporánea, nos ha permitido contextualizar el poema que tanto amó el Inca; dándonos testimonio, tanto de su autenticidad autóctona, como de su singularidad. Me permito una reflexión final. Toda elección, como acto de libertad, supone una exclusión. Por ello, resulta curioso que Garcilaso recuerde un poema amoroso de un final feliz predecible. El lector, teniendo en cuenta su habitual melancolía, hubiera esperado versos que le cantaran al desamor y la distancia; y no a la proximidad inminente del amor cumplido, gracias a la voluntad férrea de un amante. Quizá al recordar el hermoso haikú incaico, y sin quererlo, nos esté revelando un rincón oculto de su psique, el de la pasión impetuosa. Nunca lo sabremos. Pero lo que sí nos consta es que el Inca no deja de sorprendernos.

27. El quechua hace la distinción entre ir (riy) y venir (hamuy); ver Cusihuamán (1976a: 252 y 300). 28. Esta hipótesis puede tambalearse, gracias a un dato que me ha proporcionado la eminente lingüista Amparo Morales de Walker (comunicación personal del 23 de julio del 2010). Según ella, la distinción que hacemos hoy entre ir y venir no era tan clara —aunque la había— en el español antiguo, de ahí que en un poema de 1619 el sujeto lírico advierta al rival que quiere quedarse con su amada, que “se la vendré a robar”. De todas maneras hago constar mi hipótesis como posibilidad, aceptando con humildad que toda interpretación textual, por más razonada que sea, es, como mucho, provisional. Pero también teniendo en cuenta que, si la literatura propicia diversas lecturas según avanza el tiempo, la evolución de la lengua española permite que hoy leamos el poema recordado por Garcilaso de esta manera.

CAPÍTULO 5

Nuestro primer gran escritor

1. Le plaisir du texte Que el Inca Garcilaso de la Vega siempre se consideró historiador se infiere de las muchas veces que, desde el inicio de los Comentarios reales, alude a ellos (a los historiadores españoles, obviamente), en calidad contestataria. Sin embargo, ya hemos visto que, si bien es un historiador en toda regla, también asume otros roles: el de traductor, el de lingüista, el de filólogo y el de antropólogo avant la lettre. A éstos urge añadir el de escritor. Más aún: el de nuestro primer gran escritor. Al hablar de los dos polos del ideal del caballero que difundió Castiglione y encarnó su pariente, el poeta toledano de su mismo nombre, capaz de abrazar tanto las armas como las letras, significativamente el Inca no emplea la palabra historiador, sino que habla de guerreadores y escritores (VII, 8). La preocupación del Inca por lo que hoy llamaríamos el barthiano placer del texto1 se evidencia a lo largo del libro, en frecuentes digresiones que revelan su pasión por narrar. Y la belleza misma

1. Aludo, desde luego, a Roland Barthes y su libro de 1973, Le plaisir du texte.

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asoma como meta de su escritura cuando, echando mano del oportuno tópico literario de la humildad, afirma que cita al padre Valera para embellecer su narración: “Su Paternidad lo escribía por mejor orden, más breve y con mucha gala y hermosura, lo cual me movió a sacarlo aquí, también como la conformidad de la historia, para hermosear la mía y suplir las faltas de ella con trabajos ajenos” (V, 10). Consciente de que, como diría Simone de Beauvoir, la belleza es aún más difícil de explicar que la felicidad, de entrada me atrevo a sugerir dos de los criterios estéticos del Inca; en el curso de este capítulo iremos encontrando otros. El primero, desde luego, es el ideal renacentista de la simetría, expresión formal del valor ético de la concordia. Simetría que lo obsesiona y que guía la estructura de sus Comentarios reales, como lo podemos inferir de un pasaje de la segunda parte del libro, la Historia general del Perú: Habiendo dado principio a esta nuestra historia con el principio y origen de los reyes incas […] como largamente, con el favor divino, lo hicimos en la primera parte de estos Comentarios, con que se cumplió la obligación que a la patria y a los parientes maternos se le debía; y en esta segunda, como se ha visto, se ha hecho larga relación de las hazañas y valentías que los bravos y valerosos españoles hicieron en ganar aquel riquísimo imperio, con que asimismo he cumplido (aunque no por entero) con la obligación paterna, que a mi padre y a sus ilustres y generosos compañeros debo […] (VIII, 21).

Pero hay otras maneras de cumplir con la simetría: son numerosas las ocasiones en que Garcilaso abandona o acorta un tema por no alargar desproporcionadamente el capítulo en que lo inserta. Es el caso de su introducción de un cuento que examinaremos en breve: “Será bien que, antes de que pasemos adelante, digamos aquí el suceso de Pedro Serrano que atrás propusimos, porque no esté lejos de su lugar y también porque este capítulo no sea tan corto” (I, 8). Otro de sus criterios estéticos es el de la variedad.2 Varias veces, en pasajes que acusan su conciencia del oficio literario, insiste en ella: “Y porque la historia no canse tanto hablando siempre de 2. Si la variedad era importante en la época para propiciar el placer estético de la lectura, también lo era para el disfrute de la pintura. Guaman Poma (1980:

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una misma cosa, será bien entretejer entre las vidas de los reyes incas algunas de sus costumbres, que serán agradables de oír que no las guerras y conquistas, hechas casi todas de una misma suerte” (II, 20); “Y porque el Inca Yáhuar Huácac, cuya vida escribimos, no reinó más que hasta aquí, como adelante veremos, me pareció cortar el hilo de esta historia3 para dividir sus hechos de los de su hijo, Inca Viracocha, y entremeter otras cosas del gobierno de aquel Imperio y variar los cuentos, por que no sean todos de un propósito” (IV, 24).4

2. Cuentos y estampas Ha dicho cuentos. Evidentemente, todo lo que relata en su libro no se puede incluir dentro del género, pese a la fuerza narrativa que tienen los distintos episodios que lo componen. No obstante, hay momentos que sí merecen la calificación de cuentos, y aun de estampas, aunque contengan su buena dosis de verdad histórica. Cuentos, por su concisión, su sabor de aventura, su trama y su sorpresa final. Estampas, por la intensidad descriptiva de un instante congelado en el tiempo. Son famosos, como cuentos pioneros de la literatura hispanoamericana, el de Pedro Serrano y el de los melones. Sobre el primero, que ocupa buena parte del capítulo 8 del Libro I de

I, 10) lo cita entre otros criterios para encarecer a los ojos de Felipe I  II los dibujos de su Nueva coronica; parece referirse a las nociones de facilita, varietà, ornato e inventio del primer tratado sobre pintura que se difundió como manual didáctico en el renacimiento, Della pittura, de Leon Battista Alberti (1436). 3. Al hacerlo, y más allá de cumplir con su propósito de variedad, el Inca nos mantiene en vilo. Queremos saber si el Inca Viracocha logrará detener el asedio de los chancas al Cuzco, pero el narrador, cervantinamente, interrumpe el relato y deja pasar diecisiete capítulos antes de retomar el tema. A eso lo llamamos suspense, y Garcilaso resulta un maestro manipulando al lector a su gusto. Sobre la técnica de la suspensión como estrategia literaria de la época en que escribe el Inca, ver Maravall (1980). 4. El Inca intenta dar tiempo igual a la historia y a la etnología, interrumpiendo las historias de los reyes incas para insertar en sus Comentarios información antropológica sobre la cultura materna.

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los Comentarios, y que le oyó a Garci Sánchez de Figueroa, confiesa el Inca que decide contarlo “porque este capítulo no sea tan corto”. Pero ésa no es la única razón. Garcilaso narra no sólo por motivos históricos, sino por el placer de narrar. El relato trata de un español cuyo navío naufragó en el viaje de Cartagena a La Habana, y se salvó nadando a una isla que, por su aventura, luego se conoció como Serrana. Allí pasa mucho tiempo, logra sobrevivir, por puro ingenio, de la pesca, y a los tres años lo acompaña otro náufrago español que arribó a sus playas. En “Hombre y mundo en dos cuentos del Inca Garcilaso” (1971), José Juan Arrom propone que Pedro Serrano anticipa al protagonista de la novela de Daniel Defoe, The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe (1719). Y que, por cuestiones de fecha, si hubo préstamo habría sido necesariamente del peruano al inglés; los Comentarios reales circularon en lengua inglesa desde 1625, y Defoe vivió en España por algún tiempo. Arrom nota la diferencia entre ambos relatos: los náufragos de Garcilaso conviven de igual a igual, los de Defoe no. Su novela invoca la expansión del ya caduco Imperio inglés, y subraya las diferencias étnicas y sociales: blanco y dueño del arma de fuego, Robinson instruye al salvaje Friday para luego reducirlo a la servidumbre. Si bien Garcilaso había anunciado al lector este primer relato llamándolo “el suceso de Pedro Serrano”, en el caso del segundo ya nombra el género que nos ocupa: “Y porque los primeros melones que en la comarca de Los Reyes se dieron causaron un cuento gracioso,5 será bien que lo pongamos aquí” (IX, 29). El relato na-

5. Es interesante notar, en un autor tan sobrio y melancólico como el Inca, su gusto por el humor. Son pocas y breves las ocasiones en que lo exhibe, y quizá por ello nos resultan tan gratas estas pinceladas. Ofrezco dos ejemplos. En el primero, el Inca emplea un refrán muy gráfico con deliberada ironía, al referirse a la renuencia de la historiografía oficial para hablar del tema de las vírgenes dedicadas al sol: “lo diremos como ello era; porque los historiadores españoles que de esto tratan pasan por ello conforme al refrán que dice: ‘como gato por brasas’” (IV, 1). En el segundo, al hablar de los casamientos en el Imperio incaico, sermonea en un tono deliciosamente campechano: “Las mozas habían de ser de diez y ocho a veinte años y los mozos de veinte y cuatro arriba, y no les permitían que se casasen antes, porque decían que era menester que tuviesen edad y juicio para gobernar casa y hacienda, porque casarlos de menos edad era todo muchachería” (IV, 8; mis itálicas).

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rra cómo el capataz de uno de los primeros conquistadores, Antonio Solar, que tenía una heredad en Pachacámac, le envió diez melones a su amo con una carta, encomendándole la tarea a dos indios. Pero, para advertirles que no se atrevieran a probarlos, antes les explicó que en la carta que llevaban consigo constaba la cantidad de melones que constituía el regalo. Durante el camino, los indios cedieron a la tentación de comerse el primer melón, tras esconder la carta detrás de una muralla, para que no los viera. También se comieron el segundo, y fueron descubiertos, naturalmente, por el receptor del obsequio, quien, tras leer la carta y constatar la falta de dos melones, los amonestó debidamente. Por lo cual los indios concluyeron que había buena razón para llamar a los españoles viracochas, “pues alcanzaban tan grandes secretos”. El cuento tiene el propósito de defender a los indios por la pureza de su simplicidad, que ocasionó que cualquier ventaja que sobre ellos tuvieran los españoles les hiciera tomarlos por divinidades. En el fondo, el Inca está explicando el porqué de la conquista. Hay otro cuento estupendo en la segunda parte de los Comentarios reales, conocido popularmente como “La venganza de Aguirre”, y es quizá el más famoso.6 Por cierto, cabe decir que su protagonista pareciera ser el mismo loco Aguirre que en 1561 escribió desde las riberas del río Marañón a Felipe II una carta en la que declaraba su secesión de la Corona española con un pequeño grupo de soldados, y al que Herzog le dedicó un magnífico film: Aguirre, la ira de Dios, de 1972. El relato tiene lugar en el Cuzco y cuenta cómo uno de sus vecinos, el vasco Aguirre, ensoberbecido por su condición de hijodalgo, se niega a aceptar la afrenta del castigo de azotes que le impuso el licenciado Esquivel por sobrecargar a unos indios que tenía encomendados. Escapa de la ciudad, y más tarde también sale de ella el licenciado, temeroso de su venganza. Aguirre persigue a Esquivel sin suerte, y éste, confiado, regresa al Cuzco. Pero sucede que el voluntarioso vasco le sigue la pista y termina apuñalando a Esquivel en su propia casa. Tras el crimen, sale de ella

6. Pupo-Walker señala que una de las Tradiciones peruanas más conocidas de Ricardo Palma (“Las orejas del alcalde”) se basa precisamente en este relato (1999: 86).

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atolondrado. No se le ocurre esconderse en la iglesia que tenía enfrente (por aquel entonces los templos eran el santuario de los perseguidos por la justicia). Pero se encuentra con unos caballeros conocidos que se apiadan de él y lo cobijan en el corral de cerdos de su casa, donde lo alimentan a hurtadillas durante cuarenta días. Finalmente, y para no comprometerse, deciden sacarlo del Cuzco disfrazado de negro: le rapan la cabeza y la barba y le pintan la tez con el tinte de una fruta silvestre. Con esfuerzo lo logran y la historia termina con una moraleja que tiene sus dejos autobiográficos: “El corregidor quedó como corrido y afrentado de que no le hubieren aprovechado sus muchas diligencias para castigar a Aguirre como lo deseaba. Los soldados bravos y facinerosos decían que si hubiera muchos Aguirres por el mundo tan deseosos de vengar sus afrentas, que los pesquisidores no fueran tan libres e insolentes”.7 El relato, que, como siempre, da fe del placer de narrar del Inca, pues se trata de una digresión como las anteriormente citadas, abunda en elementos tantas veces indispensables en un buen cuento: humor, intriga, suspense y sorpresa. Y en este caso, como en el de los melones, el aroma indiscutible de la picaresca. Pero lo que lo hace tan singular y pionero es que se trata de una mininovela detectivesca, lo que hoy llamaríamos un thriller. Otro cuento menos conocido del Inca tiene que ver con el tema de la venganza. Dice así: Será razón, pues estamos en el puesto, no pasar adelante sin dar cuenta de un caso extraño que pasó en el valle de Hacari poco después que los españoles lo ganaron, aunque lo anticipemos de su tiempo, y fue que dos curacas que en él había, aun no bautizados, tuvieron grandes diferencias sobre los términos; tanto, que llegaron a darse batalla con muertes y heridas en ambas partes. Los gobernadores españoles enviaron un comisario que hiciese justicia y los

7. Cito del Libro VI, capítulo 18, de la Historia general del Perú, en la edición de José Durand (1962). Con esta moraleja Garcilaso parece quejarse de las arbitrariedades de la autoridad, que en su caso estima cometió una injusticia cuando el Consejo de Indias de Madrid le negó en 1563 el legado de su padre, por haber quedado su honra mancillada por el auxilio que le prestó al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina.

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concertase de manera que fuesen amigos. El cual partió los términos como le pareció y mandó a los curacas que tuviesen paz y amistad. Ellos la prometieron, aunque el uno, por sentirse agraviado en la partición, quedó con pasión y quiso vengarse de su contrario secretamente, debajo de aquella amistad. Y así, el día que se solemnizaron las paces, comieron todos juntos, quiero decir en una plaza, los unos fronteros de los otros. Y acabada la comida, se levantó el curaca apasionado y llevó dos vasos de su brebaje para brindar con su nuevo amigo (como lo tienen los indios de común costumbre); llevaba el uno de los vasos atosigado para lo matar, y llegando ante el otro curaca, lo convidó con el vaso. El convidado, o que viese demudado al que le convidaba o que no tuviese tanta satisfacción de su condición como era menester para fiarse de él, sospechando lo que fue le dijo: “Dame tú ese otro vaso y bébete ése”. El curaca, por no mostrar flaqueza, con mucha facilidad trocó las manos y dio a su enemigo el vaso saludable y se bebió el mortífero, y dende a pocas horas reventó, así por la fuerza del veneno como por la del enojo de ver que por matar a su enemigo se hubiese muerto a sí propio (III, 18).

Este cuentito, con su elemento de suspense, bien podría tener como subtexto latente una tradición ancestral indígena de la que hablaremos en el próximo capítulo: el encuentro ritual periódico que enfrenta a las dos partes —hanan (alto) y hurin (bajo)— de una comunidad andina, y que se conoce como tinku. Destaco un pasaje: “dos curacas que en él había, aun no bautizados, tuvieron grandes diferencias sobre los términos; tanto, que llegaron a darse batalla con muertes y heridas en ambas partes” (mis itálicas destacan una frase que nos alerta al hecho de que sus protagonistas no han sufrido aún la aculturación). El comisario español que sirvió de mediador muy posiblemente no tendría ni idea de la dualidad andina que divide comunidades y que dividió al mismísimo Imperio incaico, manifestándose periódicamente en batallas rituales que muchas veces llegaban a la violencia. Y posiblemente entendió que la frontera entre las dos partes de la comunidad era la división entre dos comunidades diferentes. Sea como fuere, el relato tiene el ADN escritural del Inca: una lección moral; en este caso, la advertencia implícita contra el afán de venganza. Menos conocidas son las estampas del Inca, y vale la pena citarlas. La primera cuenta una experiencia de su niñez, cuando pasó un río en un barquillo construido de eneas. Un indio timoneaba la frágil embarcación, y los remos no podían ser más endebles: sus brazos y

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piernas, una vez colocado de pecho sobre la popa de la nave. Al niño lo echaron también de boca sobre el fondo del barquillo, pidiéndole que se agarrara a sus cordeles y que ni se levantara ni abriera las ojos a mirar cosa alguna. Y cuenta el Inca: Pasando yo de esta manera un río caudaloso y de mucha corriente (que en los semejantes es donde lo mandan, que en los mansos no se les da nada), por los extremos y demasiado encarecimiento que el indio barquero hacía mandándome que no alzase la cabeza ni abriese los ojos, que por ser yo muchacho me ponía unos miedos y asombros como que se hundiría la tierra o se caerían los cielos, me dio deseo de mirar por si se veía algunas cosas de encantamiento o del otro mundo. Con esta codicia, cuando sentí que íbamos en medio del río, alcé un poco la cabeza y miré el agua arriba, y verdaderamente me pareció que caíamos del cielo abajo, y esto fue por desvanecérseme la cabeza por la grandísima corriente y por la furia con que el barco de enea iba cortando el agua al amor de ella. Forzóme el miedo a cerrar los ojos y a confesar que los barqueros tenían razón en mandar que no los abriesen (III, 16).

La calidad de estampa del pasaje se puede inferir de su vigor descriptivo y de su sobriedad anecdótica. Pero la presencia del yo del Inca le da una fuerza indiscutible, sobre todo por su índole psicológica, que capta una situación límite: el susto de un niño indefenso ante la furia desencadenada de la naturaleza. No nos pasa desapercibida la literaturización del pasaje autobiográfico con la referencia a “las cosas de encantamiento” típicas de las novelas de caballerías, que tanto hechizaron al autor en su momento. Otra estampa tiene un marcado carácter humorístico: En Potocsi, por los años de mil y quinientos y cincuenta y cuatro y cincuenta y cinco, hubo un papagayo de los que llaman loro, tan hablador, que a los indios e indias que pasaban por la calle les llamaba por sus provincias, a cada uno de la nación que era, sin errar alguna, diciendo Colla, Yunca Huairu, Quechua, etc., como que tuviera noticia de las diferencias de tocados que los indios, en tiempo de los incas, traían en las cabezas para ser conocidos. Un día de aquellos pasó una india hermosa por la calle donde el papagayo estaba; iba con tres o cuatro criadas, haciendo mucho de la señora Palla, que son las de sangre real. En viéndola el papagayo, dio grandes gritos de risa, diciendo “¡Huairu, Huairu, Huairu!”, que es una nación de gente más vil y tenida en menos que otras. La india pasó avergonzada por los que estaban

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delante, que siempre había una gran cuadrilla de indios escuchando el pájaro; y cuando llegó cerca, escupió hacia el papagayo y le llamó zúpay, que es diablo. Los indios dijeron lo mismo, porque conoció a la india, con ir disfrazada en hábito de Palla (VIII, 21).

De nuevo, aun en esta pequeña estampa, la moraleja está servida: no hay que tratar de parecer lo que no se es. Pero en ella también asoma el humor, que ya reconocimos en el relato de Aguirre. Finalmente, dos hermosas estampas líricas. La primera versa sobre los alcatraces que el Inca vio al viajar por la Mar del Sur hacia España. Su imaginación los convierte, cuando están quietos, en torres, y cuando se zambullen y vuelan, en halcones de presa que suben y bajan como los martillos de una herrería: […] hay otras aves marinas, que los españoles llaman alcatraces, son poco menores que las avutardas; mantiénense de pescado; es cosa de mucho gusto ver cómo pescan. A ciertas horas del día, por la mañana, y por la tarde —debe ser a las horas que el pescado se levanta a sobreaguarse o cuando las aves tienen más hambre—, ellas se ponen muchas juntas, como dos torres en alto, y de allí, como halcones de altanería, alas cerradas, se dejan caer a coger el pescado, y se zambullen y entran debajo del agua, que parece que se han ahogado; debe ser por huirles mucho el pescado; y cuando más se certifica la sospecha, las ven salir con el pez atravesado en la boca, y volando en el aire lo engullen. Es gusto ver caer unas y oír los golpazos que dan en el agua; y al mismo tiempo ver salir otras con la presa hecha, y ver otras que, a medio caer, se vuelven a levantar y subir en alto, por desconfiar del lance. En suma, es ver doscientos halcones juntos en altanería que bajan y suben a veces, como los martillos del herrero (VIII, 19).

La segunda tiene visos de alegoría: En el llano de Yúcay vi volar dos cernícalos a un pajarillo; traíanlo de lejos, encerróseles en un árbol grande y espeso que hay en aquel llano; yo lo dejé en pie, que los indios en su gentilidad tenían por sagrado, porque sus reyes se ponían debajo de él a ver las fiestas que en aquel hermoso llano se hacían; el uno de los cernícalos, usando de su natural industria, entró por el árbol a echar fuera al pajarillo; el otro se subió en el aire, encima del árbol, para ver por dónde salía, y, en saliendo el pájaro, forzado del que lo perseguía, cayó a él como un neblí; el pajarillo volvió a socorrerse en el árbol; el cernícalo que cayó a él entró a echarle fuera, y el que le había sacado del árbol se subió en

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el aire, como hizo el primero, para ver por dónde salía; de esta manera los cernícalos, trocándose ya el uno, ya el otro, entraron y salieron del árbol cuatro veces, y otras tantas se les encerró el pajarillo con grande ánimo, defendiendo su vida, hasta que la quinta vez se les fue al río, y, en unos paredones de edificios antiguos que por aquella banda había, se les escapó con gran contento y gusto de cuatro o cinco españoles que habían estado mirando la volatería, admirados de lo que la naturaleza enseña a todas sus criaturas, hasta las aves tan pequeñas, para sustentar sus vidas, unas acometiendo y otras huyendo con tanta industria y maña, como se ve a cada paso (VIII, 20).

El pasaje tiene sus dejos de lirismo, y se singulariza, como el anterior, por tratarse de un testimonio del Inca: vi volar. La sintaxis es quizá su mayor logro: el cuento consta de una sola oración y el stacatto logrado por la puntuación que la divide en numerosas frases, casi todas ellas cortas, metaforiza la velocidad del vuelo de las aves y su respiración agitada. Interesantemente, su carácter autobiográfico le presta intensidad lírica a la estampa, pues el Inca toma partido en esta lucha desigual: con su diminutivo afectivo, la palabra pajarillo lo delata. La alegoría resulta una versión ornitológica del mito bíblico de la inesperada victoria de David sobre Goliat. Como hombre colonizado, Garcilaso no tenía otra opción que ponerse del lado del débil, a pesar de que hace constar que varios españoles que miraban la volatería quedaron igualmente admirados de la victoria del pajarillo, que logra escapar. De nuevo la moraleja: estamos ante un himno a la naturaleza que se torna en canto a la libertad. Acabamos de constatar la impronta narrativa del Inca, pero me veo tentada a consignar aquí unas palabras de Raúl Porras Barrenechea (1945), quien, tras reconocerlo como historiador, afirma que Garcilaso siempre estuvo más cerca de la poesía.8 El aserto es curioso, pues la crítica garcilasista siempre ha puesto el acento en los dotes de narrador de nuestro autor. Sin embargo, pienso que, instintivamente, el insigne historiador peruano ha tocado un punto álgido en la escritura del Inca. Ya habían notado la dimensión poética de los Comentarios reales —nos lo indica Durand (1988)— Menéndez Pelayo y Azorín. Y con ellos coincide Miró Quesada: “Con profunda añoranza de los lejanos días de su infancia en el Cuzco, con un cariño a su madre Chimpu Ocllo acrecen8. Citado por Pupo-Walker (1999: 48).

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tado por los años, y con arraigado orgullo por el linaje imperial de los Incas que hasta él alcanzaba, la obra de Garcilaso [se refiere a los Comentarios] no es un relato frío y objetivo, sino que logra, en sus momentos esenciales, un vuelo y una categoría de poema” (1971: 219). También Mario Vargas Llosa, quien ha dicho recientemente que “su prosa rezuma poesía a cada trecho” (2009). Como lo señalé en el capítulo anterior, Garcilaso tiene una inclinación natural a la poesía, y lo acabamos de constatar en las estampas de los alcatraces y del pajarillo perseguido. Pero hay otras instancias de lirismo en su obra. Una, que roza lo real maravilloso, la hallamos en su explicación del nombre del río Parahuay: “si esta dicción es del general lenguaje del Perú quiere decir llovedme, y podríase interpretar, en frasis de la misma lengua, que el río, como que jactándose de sus admirables crecientes, diga: ‘llovedme y verás maravillas’ […]” (VII, 13). Otras afloran en pasajes inolvidables como “[t]rocósenos el reinar en vasallaje” (I, 15). Resulta asimismo interesante que el Inca aluda en sus Comentarios a los “galanos versos” de Ercilla, autor de la primera épica de tema americano, La Araucana (I, 28). Por otra parte, vale recordar la amorosa atención que pone al traducir la poesía quechua. Pero también algo que veremos más adelante: el dolor ante la pérdida de la cultura materna se escapa por fisuras que muchas veces rozan el lirismo al que tantas veces le puso sordina la voluntad de equilibrio de la concordia renacentista.

3. Camina el autor: un Inca flâneur El título de esta sección es mestizo como el Inca, pues toma prestadas tanto palabras antiguas (de Guaman Poma) como modernas (de Baudelaire y Walter Benjamin). “Camina el autor”, como ya vimos, es el título del último capítulo de la Nueva coronica de Guaman Poma; flâneur es un término acuñado por Baudelaire para nombrar a su álter ego, el caballero paseante de las calles de la ciudad, que no es otra que París, la capital de la modernidad y protagonista de sus poemas sobre el spleen en Les fleurs du mal (1857). Fruto, según Benjamin, de la Revolución industrial, el flâneur es un burgués ocioso, intelectual, curioso y diletante, distante del compromiso social. Pero para Baudelaire tiene un rol esencial: participar de la ciudad para entenderla y recrearla ante los ojos de la sociedad.

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Como siempre, avant la lettre, nuestro Inca es, al suo modo, un flâneur pionero. Camina el Cuzco con ojos maravillados para rescatarlo para la posteridad. Pero aunque se declara suyo innumerables veces, al afirmar que se trata de su patria, y se llama mestizo a boca llena, su calidad de puente entre dos culturas le permite a la vez una mirada distante, propicia a la interpretación y el análisis. Su punto de vista oscilante, que examinaremos en el próximo capítulo, le permite una identidad dual, muchas veces indígena, pero tantas veces española. De ahí que en ocasiones se refiera al mundo incaico con frases como “aquella su gentilidad”. Esta distancia le permite mostrarnos el exotismo de una cultura singular y muy diversa de la europea, la andina, que a él mismo lo sorprende. Su capacidad de asombro maravillado, para emplear la frase que alude a la actitud de los cronistas españoles ante la otredad americana, es lo que me anima a describirlo como flâneur. Y no sin cierto humor, porque el Inca es el flâneur de una modernidad al revés, ya que el mundo que recrea no es otro que el de las antiguallas incaicas. Caminando, el Inca nos muestra su yo, y podemos visualizarlo y sentirlo con una inmediatez vibrante; sobre todo si contrastamos estas escenas con aquéllas presididas por el yo sereno, adulto e imperturbable de la narración de los Comentarios, cuya presencia, aunque constante, es invisible. Lo que ahora nos interesa es el yo espontáneo de un niño o de un joven, siempre en el Cuzco y sus alrededores, antes de su partida a España en 1560, hacia la adultez. Son más de cincuenta las instancias en que podemos ver al Inca cuzqueño, cual en una secuencia cinematográfica. Con este yo itinerante, el Inca va más allá de la historia, otorgándole una calidad literaria indiscutible a su obra magna. Otra vez pionero, se inserta —ya lo vio Durand (1976)— en la autobiografía, que siempre tiene su buena dosis de ficción. Al considerar la etimología griega del término autobiografía, y reflexionando sobre el significado de la voz bios, que figura en medio de las palabras autos y graphé, James Olney abona a la consideración de ésta como una forma de literatura: Si la biografía es “el curso de una vida”, y si ya se ha vivido, ¿cómo entonces se la puede hacer presente otra vez, cómo podemos recuperarla, cómo es posible que lo que ya no vive vuelva a la vida?

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Cuando ser se ha transformado en era, cuando el momento único del presente se nos escurre en el abismo sin fondo del pasado, si queremos que dure como algo real, hay que resignificarlo en un nuevo orden de realidad, totalmente diferente a aquél que conforma el presente (1980: 237; mi traducción).

Decía Henry James, y lo cita Walter Ong (1975: 9), que cada escritor construye a su lector. Pero, si se tiene en cuenta que la escritura es una suma de ausencias, ya que el que escribe no tiene en frente a su lector, y el que lee tampoco ve al autor, también hay que dar por sentado que el escritor no puede menos que construirse a sí mismo. De manera que la ficcionalización del autor y de su lector son los primeros peldaños del proceso literario. Dicha ficcionalización tiene mucho que ver con la noción de espejo: el momento de la autobiografía en el que el sujeto se percibe a sí mismo como otro. Robert Folkenflik (1993: 214-234) cita dos instancias emblemáticas de esta epifanía. La primera reside en el verso de Rimbaud (Je est un autre), en el que el verbo pasa de suis a est para marcar la distancia entre el sujeto de la enunciación y su reflejo en la palabra. La segunda está en las Confesiones de San Agustín, cuando éste siente que Dios lo obliga a pararse detrás de sí mismo para contemplar su propia miseria. De ahí que el desdoblamiento sea condición de la narración autobiográfica, porque siempre hay una distancia entre el yo que habla en el presente y la figura del pasado que se describe. Por mi parte, pienso que en ésta hay varios espejos: para contar lo que hace y siente, el autor se mira; vuelve a mirarse en su propia escritura, que a veces corrige; y se mira en la reacción de su lector. En cada instancia se desdobla, pues el objeto de su mirada resulta siempre un “otro”. Dejemos ahora que el Inca nos guíe en su recorrido por las páginas de los Comentarios reales, para poder dibujar con mayor precisión su perfil humano, aquel fugitivo rostro del que no nos queda ni un retrato. Su yo biográfico —que trasciende la primera persona para insertarse en la anécdota— aparece temprano en el libro, en la casa materna del Cuzco, escuchando las historias que contaba el tío de su madre, “el más anciano” de sus parientes maternos (I, 15).9

9. Se trata del tío abuelo del Inca, aunque éste lo llame tío a lo largo de los Comentarios. Nuestro autor será testigo de otras visitas, como la de la tía de su

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Debía tener menos de diez años, ya que a partir del 1549, cuando su padre casa con Luisa Martel, se separa de su madre. Cuenta Garcilaso que después de dar muchas vueltas para contar el origen de los reyes incas, me pareció que la mejor traza y el camino más fácil y llano era contar lo que en mis niñeces oí muchas veces a mi madre y a sus hermanos y tíos y a otros sus mayores […]. Es así, que residiendo mi madre en el Cuzco, su patria, venían a visitarla cada semana los pocos parientes y parientas que de las crueldades y tiranías de Atahualpa (como en su vida contaremos) escaparon, en las cuales visitas siempre sus más ordinarias pláticas eran tratar del origen de sus reyes, de la majestad de ellos, de la grandeza de su Imperio, de sus conquistas y hazañas […]. De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes, lloraban sus reyes muertos, enajenado su Imperio y acabada su república […]. En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oír, como huelgan los tales de oír fábulas (I, 15).

Imaginamos al Inca como un niño curioso, métome en todo, devorando las tristes historias narradas por sus parientes como si de un libro de aventuras se tratara. Ya adolescente, entre los dieciséis o diecisiete años, su ansia de saber toma un giro antropológico y sus preguntas al tío ya tienen la calidad de un cuestionario tanto histórico como etnológico: Inca, tío, pues no hay escritura entre vosotros, que es lo que guarda la memoria de las cosas pasadas, ¿qué noticias tenéis del origen y principio de nuestros reyes? Porque allá los españoles y las otras naciones, sus comarcanas, como tienen historias divinas y humanas, saben por ellas cuándo empezaron a reinar sus reyes y los ajenos y al trocarse unos imperios en otros, hasta saber cuántos mil años ha que Dios crió el cielo y la tierra, que todo esto y mucho más saben por sus libros. Empero vosotros, que carecéis de ellos,

madre, que pertenecía a la casta de las vírgenes de sangre real (las llamaban Ocllo), veneradas por su perpetua castidad. Y no sólo en la casa materna conoce la tradición oral incaica; también en la del padre. Allí conocerá una india que le cuenta la historia del castigo que el Inca Huayna Cápac hizo a la gente de la nación Huancavilca, por traicionar a su padre, el Inca Túpac Yupanqui (IX, 3).

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¿qué memoria tenéis de vuestras antiguallas?, ¿quién fue el primero de nuestros incas?, ¿cómo se llamó?, ¿qué origen tuvo su linaje?, ¿de qué manera empezó a reinar?, ¿con qué gente y armas conquistó este grande Imperio?, ¿qué origen tuvieron nuestras hazañas? (I, 15)

La impaciencia con que el muchacho va disparando sus preguntas al Inca viejo (como lo llamará en adelante),10 nos permite entrever una ansiedad identitaria; en el fondo, y desde su ambivalente condición de mestizo, le está preguntando, ¿quién soy yo? Pero los diálogos del tío con el sobrino también revelan de a poco una relación entrañable entre mentor y discípulo, que, como tal, impone una situación sedentaria: el uno escucha, el otro narra. Avivada su curiosidad, pronto el muchacho saldrá a caminar. En la casa materna el joven Inca no sólo alimenta su espíritu con las antiguallas que contaban sus parientes indígenas,11 sino que recibe el sustento del cuerpo: el maíz en todas sus formas, antes de que entrara el trigo al Cuzco. Garcilaso cuenta con deleite la preparación de una gran variedad de platos confeccionados con el grano sagrado,12 para concluir orondo: “Todo lo cual vi por mis ojos, y me susten-

10. Mucho más tarde sabremos cómo se llama: “aquel Inca viejo que había nombre Cusi Huallpa”, dirá Garcilaso al mencionarlo en el capítulo 14 del Libro IX de los Comentarios. No se nos escapa, y menos en un capítulo como éste, que se ocupa de la literariedad de los Comentarios reales, la posible faceta ficcional del tan mentado Inca viejo, que le permite a Garcilaso otorgarle un carácter dialógico a varias de sus escenas biográficas. Y que a la vez le sirve de álter ego, detrás del cual puede parapetarse para lanzar sus críticas más duras a los españoles por la destrucción del Imperio incaico. 11. Los relatos del tío son la fuente principal de las historias de los gobernantes del Tahuantinsuyo que Garcilaso nos narra. Así lo declara en el capítulo 28 del Libro V al contar la historia del Inca Viracocha: “Lo que yo digo lo oí al Inca viejo que contaba las antigüedades y fábulas de sus reyes en presencia de mi madre”. Pero no olvidemos que el Inca acude, desde España, a sus antiguos condiscípulos mestizos, para que le den noticia de la conquista de sus provincias (ver el capítulo 19 del Libro I de los Comentarios reales). La historia del Imperio incaico que nos narra Garcilaso viene, pues, no sólo de la tradición oral de sus parientes maternos; también es fruto de un ingente trabajo de investigación. 12. Al hablar de la cultura material andina, vimos algo de ello en el tercer capítulo de este libro.

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té hasta los nueve o diez años con la zara, que es el maíz […]” (VIII, 9). Atento a la gastronomía, el Inca también vio de muchacho la preparación del tasajo: “En el Cuzco, por participar como decimos más de frío y seco que de calor y húmedo, no se corrompe la carne; que si cuelgan un cuarto de ella en un aposento que tenga ventanas abiertas, se conserva ocho días y quince y treinta y ciento, hasta que se seca como un tasajo. Esto lo vi en la carne del ganado de aquella tierra […]” (VII, 8). La cotidianidad del hogar de Isabel Chimpu Ocllo y del vecindario de su niñez cuzqueña no podía menos que propiciar, más allá de su acceso al pasado heroico de los incas, su conocimiento de las costumbres domésticas de la cultura materna. El niño, que no se pierde un detalle, llega a descubrir un secreto femenino: el del brillante color azabache del cabello de las indias. Y nos los cuenta asumiendo un tono de regodeo infantil, aunque termina censurando como adulto la vanidad que anima tales frivolidades: Son las indias amicísimas del cabello muy negro y muy largo, porque lo traen al descubierto; cuando se les pone de color castaño o se les ahorquilla o se les cae al peinar, los cuecen al fuego en una caldera de agua con yerbas dentro; la una de las yerbas debía ser la raíz del chuchau que el padre Blas Valera dice, que según yo lo vi hacer algunas veces, más de una echaban; empero, como muchacho y niño, ni pedía cuenta de cuántas eran las hierbas ni cuáles eran. Para meter los cabellos dentro en la caldera, que con los menjurjes hervía al fuego, se echaba la india de espaldas; al pescuezo le ponían algún reparo porque el fuego no le ofendiese. Tenían cuenta con que el agua que hervía no llegase a la cabeza, porque no cociese las carnes; pero los cabellos que quedaban fuera del agua también los mojaban con ella, para que gozasen de la virtud de las yerbas del cocimiento. De esta manera estaban en aquel tormento voluntario, y estoy por decir casi dos horas, aunque como muchacho no lo noté entonces con cuidado para poder decirlo ahora ajustadamente; mas no dejé de admirarme del hecho, por parecerme riguroso contra las mismas que lo hacían. Pero en España he perdido la admiración, viendo lo que muchas damas hacen por enrubiar sus cabellos […]. Tanto como esto y mucho más puede el deseo de la hermosura (VIII, 13).

No es éste el único momento en el que Garcilaso muestra su interés por los afeites de las indias. Al hablar del polvillo carmesí que se cría en los minerales del azogue, descubierto por los incas en cavernas profundas, dice:

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Y porque los indios, aficionados de la hermosura del color ichma (que cierto es para aficionar apasionadamente), se desmandaban en sacarlo, temiendo los incas no les dañase el andar por aquellas cavernas, vedaron a la gente el uso de él, sino que fuese solamente para las mujeres de la sangre real, que los varones no se lo ponían, como yo lo vi; y las mujeres que usaban de él eran mozas y hermosas, y no las mayores de edad, que era más gala de gente moza que ornamento de gente madura, y aún las mozas no lo ponían por las mejillas, como acá el arrebol, sino desde las puntas de los ojos hasta las sienes, con un palillo, a semejanza del alcohol; la raya que hacían era del ancho de una paja de trigo, y estábales bien, no usaron otro afeite las Pallas […] (VIII, 25).

A este truco de belleza de las indias de casta real añade otro, el de hacerse una suerte de mascarilla (como “una lechecilla” blanca) que se ponían en la cara por nueve días y que, una vez quitada, “dejaba la tez de la cara mejorada” (VIII, 25). También sabe el niño de sangrías: “Sacábanla de la junta de las cejas, encima de las narices, y esta sangría también la usaban en sus enfermedades; yo las vi hacer” (VII, 6). Y de cómo los indios evitaban que el hielo dañara las siembras de maíz: “Viendo los indios a prima noche el cielo raso, pegaban fuego a los muladares para que hiciesen humo, y cada uno en particular procuraba hacer humo en su corral; porque decían que con el humo se escusaba el hielo, porque servía de cubija, como las nubes, para que no helase. Yo vi esto que digo en el Cuzco; si lo hacen hoy, no lo sé, ni supe si era verdad o no que el humo escusase el hielo, que, como muchacho, no curaba saber tan por extenso las cosas que veía hacer a los indios” (VII, 5). Y presenció con gran curiosidad algunos detalles de la fiesta nocturna para desterrar los males de la ciudad: Yo me acuerdo haber visto en mis niñeces parte de esta fiesta. Vi salir el primer Inca con la lanza, no de la fortaleza [se refiere a Sacsayhuamán], que ya estaba desierta, sino de una de las casas de los incas que está en la falda del mismo cerro de la fortaleza: llaman al sitio de la casa Collcampata; vi correr cuatro indios con sus lanzas; vi sacudir la ropa a toda la demás gente común y hacer los demás ademanes; viles comer el pan llamado zancu; vi los hachos llamados pancuncu; no vi la fiesta que con ellos hicieron de noche, porque fue a deshora y yo ya estaba dormido. Acuérdome que otro día vi un pancuncu en el arroyo que corre por medio de la plaza; estaba

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junto a las casas de mi condiscípulo en gramática Juan de Cellorico; acuérdome que huían de él los muchachos indios que pasaban por la calle; que yo no huí, porque no sabía la causa, que si me la dieran también huyera, que era niño de seis a siete años (VII, 7).

Según avanzaba la colonización, fueron entrando al Perú los alimentos europeos, y el Inca nos narra con entusiasmo su llegada y cómo conoció a la dama española que trajo el trigo (IX, 24), al caballero que fundó el primer ingenio de caña de azúcar en el Perú (IX, 28) y, en 1555, “al primero que metió uvas en el Cuzco”, Bartolomé de Terrazas. Tiene 16 años y lo cuenta con un humor que evoca la picaresca: Plantó una viña en su repartimiento de indios, llamado Achanquillo, en la provincia de Cuntisuyu, de donde el año de mil y quinientos y cincuenta y cinco, por mostrar el fruto de sus manos y la liberalidad de su ánimo, envió treinta indios cargados de muy hermosas uvas a Garcilaso de la Vega, mi señor, su íntimo amigo, con orden que diese su parte a cada uno de los caballeros de aquella ciudad, para que todos gozasen del fruto de su trabajo. Fue gran regalo, por ser fruta nueva de España, y la magnificencia no menor, porque si se hubiesen de vender las uvas, se hicieran de ellas más de cuatro o cinco mil ducados. Yo gocé buena parte de las uvas, porque mi padre me nombró embajador del capitán Bartolomé de Terrazas, y con dos pajecillos indios llevé a cada casa principal dos fuentes de ellas (IX, 25).

Huelga decir que, como el bueno del Lazarillo de Tormes, el joven Inca se premiaría con una buena ración de la codiciada fruta. Ese mismo 1555 fue el año de su primer encuentro con los espárragos. Un amigo de su padre le envió tres: […] los espárragos eran hermosísimos; los dos eran gruesos como los dedos de la mano y largos de más de una tercia; el tercero era más grueso y más corto, y todos tres tan tiernos que se quebraban de suyo. Mi padre, para mayor solemnidad de la yerba de España, mandó que se cociesen dentro de su aposento, al brasero que en él había, delante de siete u ocho caballeros que a su mesa cenaban. Cocidos los espárragos, trajeron aceite y vinagre, y Garcilaso, mi señor, repartió por su mano los dos más largos, dando a cada uno de los de la mesa un bocado, y tomó para sí el tercero, diciendo que le perdonasen, que por ser cosa de España, quería ser aventajado por aquella vez. De esta manera se comieron los espárragos con más regocijo

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y fiesta que si fuera el ave fénix, y aunque yo serví a la mesa e hice traer todos los adherentes, no me cupo cosa alguna (IX, 30).

El relato estuvo a punto de ser humorístico, pero no lo es. Hay un dejo velado de tristeza en Garcilaso al contar su exclusión del improvisado banquete: recordemos que para ese año ya su padre estaba casado con Luisa Martel, y el muchacho vivía con él. Sabemos que le servía de amanuense,13 pero, como lo revela el pasaje, también de mozo de mesa, es decir, de sirviente. El reproche silente al capitán al que siempre llama “mi señor” consta elocuente en la palabra aunque. Sobre el tema del ganado y otros animales, el joven Inca anda muy atento. “En mis tiempos”, dice, había en el Cuzco recuas de más de mil cabezas del ganado autóctono, llamas y huanacos. En 1548, estando Gonzalo Pizarro en la ciudad, victorioso de la batalla de Huarina, vio muchas zorras con una suerte de sarna; “y me acuerdo que los indios, como tan agoreros, pronosticaban por las zorras la destrucción y muerte de Gonzalo Pizarro, que sucedió poco después”. También presencia cómo los mercaderes ponen sus toldos en el Cuzco y venden coca y ropa de vestir de los indios, y viajan del Cuzco a Potosí con la mercancía; “que yo lo vi por mis ojos, no sé ahora cómo pasa, traté con muchos de los que iban y venían”. Advierte que los indios no sacaban leche ni queso de su ganado: “en mis tiempos llevaban quesos de Mallorca al Perú” (VIII, 16). Y que, “en tiempos de los reyes incas y muchos años después (que aún yo lo alcancé), aprovechaban el pelo de la vizcacha y lo hilaban de por sí, para variar de colores la ropa fina que tejían” (VII, 17). De los caballos, a los que fue tan aficionado, el Inca nos habla en el Libro IX en gran detalle. Afirma no haber visto indio alguno a caballo, pues les temían, y cuenta con contento que se crían más temprano en el Perú que en España, pues “la primera vez que jugué cañas en el Cuzco fue en un caballo que aún no había cumplido tres años” (IX, 16). Sobre las vacas, nos dice que el primero que las tuvo

13. En el capítulo 12 del Libro VII lo vemos ayudando a su padre, por entonces corregidor del Cuzco, que lo mandó a sumar las partidas de las limosnas recogidas para la fundación del famoso hospital de indios de la ciudad. Pero también había servido para cotejar en los quipus —que conoció bien— los tributos de los indios del padre (VI, 10).

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en el Cuzco fue el extremeño Antonio Altamirano, padre de dos mestizos condiscípulos suyos, y en 1559 presenció una compraventa de éstas en la ciudad. A los once años vio sus primeros bueyes: los primeros bueyes que vi arar fue en el valle del Cuzco, año de mil y quinientos y cincuenta, uno más o menos, y eran de un caballero llamado Juan Rodríguez de Villalobos, natural de Cáceres; no eran más de tres yuntas; llamaban a uno de los bueyes Chaparro y a otro Naranjo y a otro Castillo; llevóme a verlos un ejército de indios que de todas partes iban a lo mismo, atónitos y asombrados de una cosa tan monstruosa y nueva para ellos y para mí. Decían que los españoles, de haraganes, por no trabajar forzaban a aquellos grandes animales a que hiciesen lo que ellos debían de hacer. Acuérdome bien de todo esto, porque la fiesta de los bueyes me costó docenas de azotes: los unos me los dio mi padre, porque no fui a la escuela; los otros me dio el maestro, porque falté de ella (IX, 17).

El primer borrico, “chiquillo y ruinejo”, lo ve en el Cuzco en 1557; las cabras, siendo muy niño, entre 1544 y 1545 (tendría entre 5 y 6 años); y las ovejas de Castilla, en 1556. De los cerdos, afirma que fueron muy fecundos en el Perú (lo que sería importante para los conquistadores, que como cristiano-viejos se distinguían de musulmanes y judíos comiéndolos como manjar), y que en 1558 vio “dos en la plaza menor del Cuzco, con treinta y dos lechones, que habían parido diez y seis cada una” (IX, 19). Sobre los primeros perros, traídos al Perú para cuidar los rebaños de ovejas, Garcilaso nos cuenta una anécdota que nos permite vivir con él los azares de su viaje a Lima, que aunque no da la fecha, es de suponer que se trata del año 1560, cuando viaja a España: […] trajo un español, desde el Cuzco hasta Los Reyes, que son ciento y veinte leguas de un camino asperísimo, un cachorrillo mastín, que apenas tenía mes y medio; llevábalo metido en una alforja que iba colgada en el arzón delantero; y a cada jornada tenía nuevo trabajo, buscando leche que comiese el perrillo; todo esto vi, porque vinimos juntos aquel español y yo. Decía que lo llevaba para presentarlo por joya muy estimada a su suegro más acá de la Ciudad de Los Reyes (IX, 21).

En su su recorrido por el Cuzco el Inca visita la casa de las vírgenes del sol: “Esta casa alcancé yo a ver entera de sus edificios, que

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sola ella y la del Sol, que eran dos barrios, y otros cuatro galpones grandes, que habían sido casa de los reyes incas, respetaron los indios en su general levantamiento contra los españoles, que no las quemaron (como quemaron todo lo demás de la ciudad), porque la una había sido casa del Sol, su Dios, y la otra casa de sus mujeres y las otras de sus reyes” (IV, 2). Naturalmente, la ve vacía, pero muy otro es el caso de su visita al andén dedicado al Sol en Collcampata, dentro de la misma ciudad, “a las faldas del cerro donde está la fortaleza”, donde presencia una fiesta de evidente origen prehispánico, la del barbecho, “que lo vi en mis niñeces dos o tres años”. Describe detalladamente los cantares de siega, nombrados como haillis o triunfos, y la manera de arar de los indios, emblema de la complementariedad andina entre hombre y mujer: el primero abre la tierra con la chakitaqlla, o arado de pie, y la segunda saca con sus manos las raíces de las yerbas para que mueran al sol y permitan el crecimiento de la simiente, en una escena agrícola que no deja de ser ritual (V, 3). De los graneros incaicos sólo alcanzará a ver las enormes talegas de barro y paja que guardaban el fruto o los textiles que servían de tributo: “yo vi algunos de estos orones que quedaron del tiempo de los incas”, fue en casa de los hijos de Pedro del Barco, sus condiscípulos (V, 5). Recordemos que estos graneros garantizaban el alimento para los incas aun en tiempos de sequía o escasez, porque, como vimos en el tercer capítulo de este libro, el incario asumió el antiguo ideal andino de la reciprocidad (ayni), y según los ayllus trabajaban sus tierras, así les correspondía el Estado. Desaparecido el Imperio, comienzan a verse en el Cuzco los primeros limosneros; es el caso de la pintoresca Isabel, todo un personaje que el Inca dibuja con esmero: La costumbre de no pedir limosna todavía se guardaba en mis tiempos, que hasta el año de mil y quinientos y sesenta, que salí del Perú, por todo lo que por él anduve no vi indio ni india que la pidiese; sólo una vieja conocí en el Cuzco, que se decía Isabel, que la pedía, y más era por andar chocarreando de casa en casa, como las gitanas, que no por necesidad que hubiese. Los indios e indias se lo reñían, y riñéndole escupían en el suelo, que es señal de vituperio y abominación; y por ende no pedía la vieja a los indios, sino a los españoles; y como entonces aún no había en mi tierra moneda labrada, le daban maíz de limosna, que era lo que ella pedía, y si sentía que se lo daban de buena gana, pedía un poco de carne; y si se la daban,

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pedía un poco del brebaje que beben, y luego, con sus chocarrerías, haciéndose truhana, pedía un poco de coca, que es la yerba preciada que los indios traen en la boca, y de esta manera andaba en su vida holgazana y viciosa (V, 9).

Garcilaso sigue recorriendo su ciudad, admirándose de los galpones de las casas del Inca, enormes salas que servían de plaza interior, donde se celebraban fiestas y bailes: “En la ciudad del Cuzco alcancé a ver cuatro galpones de éstos, que aún estaban en pie en mi niñez” (VI, 4). También se admira de adolescente de la extraña piedra hallada en 1556 en las minas de Callahuaya y exhibida en el Cuzco por su singularidad. Agujereada por puntas de oro, a unos les parecía hermosa y a otros fea: “yo la miraba con los unos y con los otros” (VIII, 24).14 Otras piedras le interesarán, como es el caso de la esmeralda: Yo vi en el Cuzco dos esmeraldas, entre otras muchas que vi en aquella tierra; eran del tamaño de nueces medianas, redondas en toda perfección, horadadas por medio. La una de ellas era en extremo perfecta de todas partes. La otra tenía de todo: por la una cuarta parte estaba hermosísima, porque tenía toda la perfección posible; las otras dos cuartas partes de los lados no estaban tan perfectas, pero iban tomando su perfección y hermosura; estaban poco menos hermosas que la primera parte; la última, que estaba en opósito de la primera, estaba fea, porque había recibido muy poco del color verde, y las otras partes le afeaban más con su hermosura; parecía un pedazo de vidrio verde pegado a la esmeralda; por lo cual su dueño acordó quitar aquella parte, porque afeaba las otras, y así lo hizo, aunque después le culparon algunos curiosos, diciendo que para prueba y testimonio de que la esmeralda va madurando por sus partes en su mineral se había de guardar aquella joya, que era de mucha estima. A mí me dieron entonces la parte desechada, como a muchacho, y hoy la tengo en mi poder, que por no ser de precio ha durado tanto (VIII, 23).

También se interesa por los rituales que recuerdan aquéllos del Inti Raymi o Fiesta del Sol, entre ellos el sacrificio del cordero. De lo que nos cuenta colegimos la corta edad que tenía entonces:

14. Volveremos a dicha piedra en los últimos capítulos de este libro.

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[…] como niño acerté a entrar en ciertos corrales donde indios viejos, aún no bautizados, estaban haciendo este sacrificio, no del Raymi, que cuando yo nací ya era acabado, sino en otros casos particulares en que miraban sus agüeros, y para los mirar sacrificaban los corderos y carneros […]. Tenían por infelicísimo agüero si la res, mientras le abrían el costado, se levantaba en pie, venciendo de fuerza a los que la tenían asida. Asimismo era mala señal si al arrancar del cañón del asadura se quebraba y no salía del todo entero. También era mal pronóstico que los pulmones saliesen rotos o el corazón lastimado; y otras cosas, que como he dicho, ni las pregunté ni las noté. De éstas me acuerdo porque las oí hablar a los indios que hallé haciendo el sacrificio, preguntándose unos a otros por los buenos o malos agüeros y no se recataban de mí por mi poca edad (VI, 22).

Es precisamente al recordar su niñez juguetona cuando el Inca nos da noticia de cómo conoció en el Cuzco a uno de los protagonistas españoles de la conquista, Gonzalo Pizarro, junto a descendientes de su hermano y del protagonista de la escena emblemática de Cajamarca: “Del rey Atahuallpa conocí un hijo y dos hijas; la una de ellas se llamaba doña Angelina, en la cual hubo el marqués don Francisco Pizarro un hijo que se llamó don Francisco, gran émulo mío y suyo, porque de edad de ocho a nueve años, que éramos ambos, nos hacía competir y correr y saltar su tío Gonzalo Pizarro” (IX, 38).15 De Atahuallpa se burlaría Garcilaso de niño al asociar la voz quechua huallpa con gallina: “los indios muchachos de aquella edad, en oyendo cantar un gallo, respondían cantando al mismo tono y decían: ‘¡Atahuallpa!’. Confieso verdad que muchos condiscípulos míos, y yo con ellos, hijos de españoles y de indias, lo cantamos en nuestra niñez por las calles, junto con los indiezuelos” (IX, 23). Más allá de correrías y competencias, el niño también jugaría al escondite. Lo podemos colegir de sus visitas al cerro de la gran fortaleza del Cuzco, Sacsayhuamán, convertida por su imaginación en

15. Ya había dicho antes que conoció a dicha edad a Gonzalo Pizarro en el Cuzco después de la batalla de Huarina, y confiesa que “tratábame como a propio hijo” (VII, 10). Interesantemente, el Inca no se da cuenta de cuánto lo compromete tal afirmación, dado el caso de que la deshonra de su padre está ligada al apoyo que le dio a Gonzalo Pizarro cuando éste capitaneaba el bando rebelde a la Corona.

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una suerte de castillo encantado, donde se divierte con sus amiguitos en el entorno de sus tres torreones: “Bien muchacho, con otros de mi edad, subí muchas veces a la fortaleza, y con estar ya arruinado todo el edificio pulido —digo lo que estaba sobre la tierra y mucho de lo que estaba debajo—, no osábamos entrar en algunos pedazos de aquellas bóvedas que habían quedado, sino hasta donde alcanzaba la luz del Sol, por no perdernos dentro, según el miedo que los indios nos ponían” (VII, 29). Allí lo hechizaría la piedra cansada, situada en el llano antes de la fortaleza, que, según cuenta la leyenda indígena, “del mucho trabajo que pasó por el camino, hasta llegar allí, se cansó y lloró sangre, y que no pudo llegar al edificio”. La “fábula” que rodea la extraña piedra debió fascinar al muchachito, que la oyó muchas veces: La piedra no está labrada sino tosca […]. Mucha parte de ella está debajo de tierra; dícenme que ahora está más metida debajo de tierra que yo la dejé, porque imaginaron que debajo de ella había gran tesoro y cavaron como pudieron para sacarlo; mas antes que llegara el tesoro imaginado, se les hundió aquella gran peña y escondió la mayor parte de su grandor […]. A una de sus esquinas altas tiene un agujero o dos, que, si no me acuerdo mal, pasan la esquina de una parte a otra. Dicen los indios que aquellos agujeros son los ojos de la piedra, por do lloró la sangre; del polvo que en los agujeros se recoge y del agua que llueve y corre por la piedra abajo, se hace una mancha o señal algo bermeja, porque la tierra es bermeja en aquel sitio: dicen los indios que aquella señal quedó de la sangre que derramó cuando lloró (VII, 29).

Fuera de los límites del Cuzco, el niño Garcilaso se lanza a la intemperie, cruzando ríos andinos que no identifica, en balsas “que eran del tiempo de los incas” y en “otros barquillos más manuales”. Ya vimos un pasaje que por su intensa concisión podemos leer como estampa, en la que cruza un río en una frágil barquilla de eneas, “que por ser yo muchacho me ponía unos miedos y asombros como que se hundiría la tierra o se caerían los cielos” (III, 16). Como una suerte de Indiana Jones andino en busca de un tesoro, también se mete de adolescente en una mina cavada por los españoles en la parte oriental de una laguna del valle de Orcos, a seis leguas del Cuzco, por donde pasa el río Yúcay: “Es fama que los indios echaron en ella [la laguna] mucho tesoro de lo que había en el Cuzco, luego que su-

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pieron la ida de los españoles, y entre otras riquezas echaron la cadena de oro que Huaina Cápac mandó hacer […]. Yo entré por la cueva dos o tres veces, cuando andaban en la obra” (III, 25). Corría el año de 1557 y Garcilaso tenía dieciocho años. De sus andanzas fuera de la ciudad materna hay varios episodios sin fecha, algunos brevísimos como una frase, otros más detallados. Sabemos que conoció “un pueblo que está cuarenta leguas al poniente del Cuzco que yo vi” (IV, 10), de la nación quechua, que se llama Sutcunca, y que además recorrió el campo de Quepaypa “a una legua del Cuzco”, también conocido como Yahuarpampa,16 por la sangre derramada en él cuando Huáscar fue derrotado por los ejércitos de Atahualpa. El Inca afirma ufano: “Yo estuve en aquel campo dos o tres veces, con otros muchachos condiscípulos míos de gramática, que nos íbamos a caza de los halconcillos de aquella tierra que nuestros indios nos criaban” (IX, 37). En el valle de Yucay alcanza a ver galpones como los cuzqueños, con sus techos de paja para verter el agua más allá de sus paredes de adobe (VI, 4). En una provincia de la región quechua presenció rituales funerarios que recordaban las exequias reales de los Incas, y lo mueven a asumir, como cuando conversaba con el Inca viejo, su rol inquisitivo: “vi que salía una gran cuadrilla al campo a llorar su curaca; llevaban sus vestidos hechos pendones. Y los gritos que daban me despertaron a que preguntase qué era aquello, y me dijeron que eran las exequias del cacique Huamanpallpa, que así se llamaba el difunto” (VI, 5). En la misma provincia quechua queda admirado por la asombrosa acequia de Cuntisuyu, que corre de sur a norte por lo alto de las sierras y tiene más de 150 leguas: “la miré con mucha atención” (V, 24). Y ya casi a punto de partir a España, en 1560, contempla con melancolía las ruinas de la fortaleza del valle de Huarcu, “grande y maravillosa”, construida por los incas en memoria de su victoria sobre los yungas: “La cual, así por su edificio como por el lugar donde estaba, que la mar batía en ella, merecía que la dejaran vivir lo que pudiera, que, según estaba obrada, viviera por sí muchos siglos sin que la repararan. Cuando yo pasé por allí, el año de sesenta, todavía mostraba lo que fue, para más lastimar a los que la miraban” (VI, 29).

16. El nombre recuerda el de la llanura donde el Inca Viracocha derrotó a los chancas, a poco más de media legua al norte del Cuzco (V, 9).

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Cabe señalar, sin embargo, que la andadura del Inca más allá de los límites comarcanos de su ciudad natal no es muy extensa, y de primera instancia privilegia la región quechua del Perú, a una altura —entre 2.300 y 3.500 metros— apta para la agricultura de terrazas que suavizan la topografía vertical. Y que casi siempre toma como referente, para ubicar los lugares en que estuvo, la capital del Tahuantinsuyo. Quepaypa se encuentra a una legua del Cuzco; la laguna Orco, en el valle de Yúcay, a seis leguas; y a cuarenta de su poniente está Sutcunca. Pero Garcilaso no nos dice a que distancia del Cuzco está la provincia quechua donde observa los ritos funerarios y donde admira la acequia de Cuntisuyu. Aunque, ya de adulto, y de camino al exilio, llega mucho más lejos, al entrar en el valle cálido de los yungas, en plena costa. Allí y en Lima, se enfrentará al límite de su última frontera: el océano Pacífico.17 Hasta ahora hemos recogido un puñado de recuerdos de niñez y mocedad de Garcilaso, que están dispersos por las páginas de los Comentarios reales y que van apareciendo según su pertinencia o relevancia con respecto de cada tema que aborda. Tienen en común el que casi todos tienen un referente obligado: el Cuzco. Ahora bien, el amor del Inca por su patria, como llama a la ciudad en el “Proemio al lector”, aflora con gran intensidad en un núcleo apretado de páginas que trazan su cartografía a partir la andadura del autor por sus calles, barrios y plazas. Todo ello comienza, desde luego, en el capítulo octavo del Libro VII, titulado “La descripción de la imperial ciudad del Cuzco”; continúa en los capítulos noveno (“La ciudad contenía la descripción de todo el Imperio”) y décimo (“El sitio de las escuelas y el de tres casas reales y el de las escogidas”); y termina en el undécimo (“Los barrios y casas que hay al poniente del arroyo”). De entrada declara su intención: Yo, incitado del deseo de la conservación de las antiguallas de mi patria, esas pocas que han quedado, porque no se pierdan del todo, me dispuse al trabajo tan excesivo como hasta aquí me ha sido y de-

17. Al hablar de los pájaros marinos del Perú, y en la única referencia que hace sobre su viaje definitivo a España, el Inca nombra dicho océano con un antiguo epíteto: “navegando por la Mar del Sur los miré muchas veces con atención […]” (VIII, 19).

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lante me ha de ser, el escribir su antigua república hasta acabarla, y porque la ciudad del Cuzco, madre y señora de ella, no quede olvidada en su particular, determiné dibujar en esta capítulo la descripción de ella, sacada de la misma tradición que como a hijo natural me cupo y de lo que yo con mis propios ojos vi: diré los nombres que sus antiguos barrios tenían, que hasta el año de mil y quinientos y sesenta, que yo salí de ella, se conservaban en su antigüedad (VII, 8).

Resulta interesante en este pasaje la precisión de la palabra dibujar, pues lo que hace el Inca es exactamente eso: un mapa verbal de su Cuzco. Y lo traza, antes de usar la pluma, con sus propios pasos, que son el hilo conductor que nos lleva a los lectores por la ciudad tan amada. Camina el autor. Antes de comenzar su camino, Garcilaso nos recuerda que, tal y como lo explica el mito fundacional del Cuzco que citamos en el capítulo tres de nuestro libro, la ciudad estaba dividida en dos mitades, Hanan Cuzco (Cuzco el alto) y Hurin Cuzco (Cuzco el bajo), y que sus primeras casas y moradas se levantaron en las laderas del cerro llamado Sacsayhuamán, donde los incas construirían la famosa fortaleza que los españoles no perdieron tiempo en derribar. El primer barrio, el principal, nombrado Collcampata (pata alude a andén), fue la sede de la casa real del primer Inca, Manco Cápac: “Yo alcancé de ella un galpón muy grande y espacioso, que servía de plaza, en días lluviosos, para solemnizar en él sus fiestas más importantes: sólo aquel galpón quedaba en pie cuando salí del Cuzco, que otros semejantes, de que diremos, los dejé todos caídos” (VII, 8). Caminando de barrio en barrio, el Inca nos insta a seguir sus pasos, deteniéndose a describir las peculiaridades de cada uno y a explicar las razones de sus nombres, pero siempre con el trazo de la ciudad en mente: “Luego se sigue, yendo en cerco hacia el oriente, otro barrio llamado Cantutpata”; “Siguiendo el mismo viaje en cerco al levante, se sigue otro barrio llamado Pumacurcu”; “Luego se sigue otro barrio grandísimo, llamado Tococachi”; “Torciendo un poco al mediodía, yendo en cerco, se sigue el barrio que llaman Munaicenca”; “Yendo todavía con el cerco al mediodía, se sigue otro gran barrio, que llaman Rimacpampa”; “Pasado el barrio de Rimacpampa, está otro, al mediodía de la ciudad, que se dice Pumapchupan”; “Más adelante, al norte de la ciudad, yendo con el mismo cerco, está el gran barrio llamado Carmenca”; “Volviendo por el cerco, hacia el

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oriente, está el barrio llamado Huacapuncu”; etc. Puncu quiere decir puerta, y cuenta el Inca que lo llamaron así porque entra en el arroyo que pasa por medio de la plaza principal, con el arroyo baja una calle y ambos atraviesan la ciudad. A la salida de calle y arroyo la nombraron como cola de león, y entre ésta y Huacapuncu, “así queda hecho el cerco entero” (VII, 8). En el capítulo nueve advierte el Inca de la calidad de microcosmos de la ciudad, dividida en “barrios conforme a las cuatro partes de su Imperio”, “con tal orden y concierto, que, bien mirados aquellos barrios y las casas de tantas y tan diversas naciones como en ellas vivían, se veía y comprehendía todo el Imperio junto, como en el espejo o en una pintura de cosmografía” (VII, 9). Luego pormenoriza los nombres de los conquistadores españoles que ocuparon “en mis tiempos” las calles principales de la ciudad, donde antes vivían los incas de sangre real, y destaca varios lugares importantes: la plaza frente a la catedral, donde estaba la casa del Inca Viracocha que pronto ocuparon los españoles, y de la que Garcilaso alcanzó a ver sólo el galpón (“Yo la conocí cubierta de paja y la vi cubrir de tejas”); la plaza del Sol, Intipampa; y el barrio de Coricancha, que toma su nombre del famoso templo del Sol. En el décimo, retoma la retórica del caminante al afirmar que, “[p]ara decir los barrios que quedan, me conviene volver al barrio Huacapuncu”, que colindaba, hacia el sur, con el barrio de las escuelas, al que le seguían los barrios de las casas reales, que quedaban al oriente del arroyo que atraviesa la ciudad. De la que llamaban Casana, nos dice, “alcancé mucha parte de las paredes, que eran de cantería ricamente labrada”, y “un hermosísimo galpón”, que vio derribar para instalar tiendas “para morada de mercaderes y oficiales”. Al sur de la plaza de Haucaypata, alcanzó a ver un galpón de la casa real llamada Amarucancha, que fuera de Huayna Cápac, y se lamenta de que “no alcancé otra cosa de aquella casa real: todo lo demás estaba por el suelo” (VII,10). El viaje continúa en el capítulo undécimo, para describir lo que hay al poniente del arroyo que divide al Cuzco en dos. Allí ubicaba Cusipata, la plaza de la alegría, y el Inca narra cómo en tiempos de los incas no había casas en las orillas del arroyo, pero que “el año de mil quinientos y cincuenta y cinco, siendo corregidor Garcilaso de la Vega, mi señor, se labraron y adjudicaron para propios de la ciu-

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dad” (VII, 11), es decir, para los conquistadores. “Bajando por el arroyo” y “siguiendo el mismo viaje norte sur”, el Inca va enumerando a quienes vivían en las casas en el entorno de Cusipata. Pero, “volviendo al barrio Carmenca”, se topa con propiedades de su progenitor, y da rienda suelta a su lirismo tantas veces contenido, al celebrar hiperbólicamente el paisaje de la sierra de Vilcanota que desde allí se divisa: Las casas que están al mediodía de las de Alonso de Mesa, calle en medio, fueron de Garcilaso de la Vega, mi señor; tenía encima de la puerta principal un corredorcillo largo y angosto, donde acudían los señores principales de la ciudad a ver las fiestas de sortija, toros y juegos de cañas que en aquella plaza se hacían […]. De aquel corredorcillo y de otras partes de la ciudad se ve una punta de sierra nevada en forma de pirámide; tan alta, que, con estar veinte y cinco leguas de ella y haber otras sierras en medio, se descubre mucha altura de aquella punta; no se ven peñas ni riscos, sino nieve pura y perpetua, sin menguar jamás. Llámanle Uillcanuta: quiere decir cosa sagrada o maravillosa más que las comunes, porque este nombre Uillca nunca lo dieron sino a cosas dignas de admiración; y cierto, aquella pirámide lo es, sobre todo encarecimiento que de ella se pueda hacer (VII, 11).

Consciente de que se ha pasado algún tanto en la pormenorización de los vecinos que conforman la población actual del Cuzco (en un momento dice que no va a nombrar más, “porque hacer otra cosa fuera prolijidad insufrible”), se justifica: “Los caballeros que he nombrado en este discurso, todos eran muy nobles en sangre y famosos en armas, pues ganaron aquel riquísimo Imperio; los más de ellos conocí, que de los nombrados no me faltaron diez por conocer” (VII, 11). Y es que ha querido llegar hasta su padre. Con esta apología que pone fin a su viaje por el Cuzco, anticipa la segunda parte de los Comentarios reales, dedicada a reivindicar la honra mancillada del capitán Garcilaso de la Vega, al que tantas veces apostrofa como “mi señor”. En el mismo capítulo un detalle nos informa de su afición hípica: en las faldas del cerro Carmenca, y cerca del hospital de indios, había un llano muy grande “que en mis tiempos servía para ejercitar los caballos en él”. El recorrido del Inca por el Cuzco dibuja un círculo perfecto (para emplear sus propias palabras, “así queda hecho el cerco ente-

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ro”), pues para recorrer su ciudad nuestro autor sale del hogar materno, donde lo vemos de niño dialogando con su tío y haciéndole las preguntas que de adulto querrá contestar escribiendo los Comentarios reales, y al final del libro termina en la misma casa, otra vez con su primer mentor. Garcilaso ya tiene veinte años, y le faltan pocos meses para partir a España. Corre el año de 1560 y, con motivo del entierro del hijo de Atahualpa, don Francisco, la madre del Inca recibe a varios de sus parientes incas que vienen a visitarla, pues el difunto era hijo de su primo hermano. Entre ellos llega el Inca viejo, quien, en lugar de darle el pésame a Isabel Chimpu Ocllo, le da el pláceme, y le desea que el dios Pachacámac la guarde muchos años para que pueda ver la muerte de todos sus enemigos. Alarmado, el joven Garcilaso le pregunta que cómo es posible que felicite a su madre por la muerte de un pariente. Al contestarle, el Inca viejo le dará al sobrino su lección final: Él se volvió a mí con gran enojo, y tomando el cabo de la manta que en lugar de capa traía, lo mordió (que entre los indios es señal de grandísima ira) y me dijo: “¿Tú has de ser pariente de un auca (que es tirano traidor), de quien destruyó nuestro imperio?, ¿de quien mató nuestro Inca?, ¿de quien consumió y apagó nuestra sangre y descendencia?, ¿de quien hizo tantas crueldades, tan ajenas de los incas, nuestros padres? Dénmelo así muerto, como está, que yo me lo comeré crudo, sin pimiento; que aquel traidor de Atahuallpa, su padre, no era hijo de Huaina Cápac, nuestro Inca, sino de algún indio Quitu con quien su madre haría traición a nuestro Rey,18 que si él fuera Inca, no sólo no hiciera las crueldades y abominaciones que hizo, mas no las imaginara, que la doctrina de nuestros pasados nunca fue que hiciésemos mal a nadie, ni aún a los enemigos, cuanto más a los parientes, sino mucho bien a todos. Por tanto no digas que es nuestro pariente el que fue tan en contra de todos nuestros pasados; mira que a ellos y a nosotros y a ti mismo te haces mucha afrenta en llamarnos parientes de un tirano tan cruel, que de reyes hizo siervos a esos pocos que escapamos de su crueldad” (IX, 39).

Que de reyes hizo siervos a esos pocos que escapamos: esta frase cifra el sentido trágico de su perorata contra la estirpe de Atahualpa.

18. Recordemos que desde el punto de vista cuzqueño, el último rey Inca fue Huáscar y su hermano, Atahualpa, un traidor.

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Más allá de la rivalidad entre éste y Huáscar, aquí está en juego algo muy importante: la pérdida, más que de un reino, de un mundo. De ahí la violencia del discurso del Inca viejo. Pero aún nos falta una apostilla sobre la experiencia cuzqueña de nuestro Inca. Ese mismo año de 1560, y justo antes de partir para España, el licenciado Polo de Ondegardo, más tarde conocido como cronista del Perú, y que por aquel entonces era corregidor del Cuzco, invitó al joven Garcilaso —cuando éste fue a despedirse de él— a mirar cinco momias que custodiaba en su casa y le dijo: “Pues que vais a España, entrad en este aposento; veréis algunos de los vuestros que he sacado a la luz, para que llevéis que contar por allá”. Éste es el testimonio del Inca: En el aposento hallé cinco cuerpos de los reyes Incas, tres de varón y dos de mujer. El uno de ellos decían los indios que era este Inca Viracocha; mostraba bien su larga edad; tenía la cabeza blanca como la nieve. El segundo, decían que era el gran Túpac Inca Yupanqui,19 que fue biznieto de Viracocha Inca. El tercero era Huaina Cápac, hijo de Túpac Yupanqui y tataranieto del Inca Viracocha. Los dos últimos no mostraban haber vivido tanto, que, aunque tenían canas, eran menos que las del Viracocha. La una de las mujeres era la reina Mama Runtu, mujer de este Inca Viracocha. La otra era la Coya Mama Ocllo, madre de Huaina Cápac, y es verosímil que los indios los tuviesen juntos después de muertos, marido y mujer, como vivieron en vida. Los cuerpos estaban tan enteros que no les faltaban cabello, ceja ni pestaña. Estaban con sus vestiduras, como andaban en vida, los llautos en las cabezas, sin más ornamento ni insignias de las reales. Estaban asentados, como suelen sentarse los indios y las indias; las manos tenían cruzadas sobre el pecho, la derecha sobre la izquierda; los ojos bajos, como que miraban al suelo […]. Yo confieso mi descuido, que no los miré tanto, y fue porque no pensaba escribir de ellos; que si lo pensara, mirara más por entero cómo estaban y supiera cómo y con qué los embalsamaban, que a mí, por ser hijo natural, no me lo negaran, como lo han negado a los españoles […]. Acuérdome que llegué a tocar un dedo de la mano de Huaina Cápac; parecía que era una estatua de palo, según estaba duro y fuerte (V, 29).

19. Ya el año anterior había visto Garcilaso la momia de Túpac Yupanqui, aunque no precisa en qué circunstancias: “Embalsamaron su cuerpo, como yo lo alcancé a ver después, el año de mil y quinientos nueve, que parecía que estaba vivo” (VIII, 8).

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La despedida de Garcilaso de su tierra no pudo ser más emblemática: llevaba a España en la retina la imagen confirmatoria de su abolengo incaico, que cuarenta y dos años más tarde lo movería a escribir sus Comentarios reales.20 Como hemos visto, la experiencia cuzqueña del Inca está presidida por un yo itinerante, que cambia de edad ante nuestros ojos de manera vertiginosa, pues sus apariciones no son necesariamente cronológicas. Eso sí, nos ofrecen una visión caleidoscópica, polifacética, de la personalidad de nuestro autor. Lo vemos como niño juguetón (carreras, competencias, escondite) y aventurero (visitando las bóvedas de Sacsayhuamán y la mina de Orcos), goloso y travieso (en el episodio de las uvas, al escapar de la escuela para observar los bueyes arando), inquisitivo (con el Inca viejo, sobre todo), aristocrático (tiene indios a su servicio, que le crían halcones), aficionado a los caballos (juego de cañas). También como joven trabajador, a la vera de su padre corregidor; con un profundo sentido estético, como el que muestra ante la sierra de Vilcanota y la fortaleza de Huarcu; melancólico ante las ruinas que a cada paso encuentra en su recorrido por el Cuzco; y enamorado de su ciudad. La ambición totalizadora de su curiosidad, que abarca temas tan diversos (historia, etnología, economía, agricultura, urbanismo, ritos, fiestas, cantares, costumbres, arquitectura y gastronomía) nos confirma que nada humano le es ajeno, y lo inserta rotundamente en la modernidad. Pero de esta indagación en su psique a partir de su biografía itinerante destacan tres hallazgos que nos ayudan a matizar la imagen tradicional del Inca como sobrio, sereno, melancólico, estoico y devoto de su padre. El primero nos revela que su personalidad oscila entre dos polos, la alegría de la niñez y la melancolía de la adultez. Lo de la alegría se infiere de su dinamismo, que lo hace moverse de un sitio a otro, de su interés por todo y de sus ganas de aventura y de jugar en compañía de amiguitos de su edad, mestizos como él. La melancolía vendrá después, tras la pérdida del padre, la despedida del Perú y la conciencia del fin del mundo incaico. El segundo reside en el descubrimiento de un profundo, aunque velado resentimiento contra su padre. Lo constatamos en el episo-

20. Recordemos que ha dicho, al describir el Cuzco: “ahora, que es el año de mil y seiscientos y dos, que escribo esto […]” (VII, 8).

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dio de los espárragos, en la sobria y escueta oración final. Y obedece, a mi entender, a dos motivos: la participación del capitán Garcilaso de la Vega en la conquista que destruyó el Imperio incaico y su repudio a Isabel Chimpu Ocllo cuando el Inca tenía diez años. Pero se trata de un resentimiento dolorosamente conflictivo, pues es su padre, siempre lo llama “mi señor”, ha tomado su nombre y escribirá la Historia general del Perú para restaurar su honra. Como si ello no bastara, ha justificado en los Comentarios reales la gesta militar del capitán al poner, en boca del Inca viejo, unas palabras que desestiman la conquista como causa de la pérdida del Imperio. Me refiero a otro diálogo que sostiene el Inca con su tío hacia el final del libro: Acuérdome que un día, hablando aquel Inca viejo en presencia de mi madre, dando cuenta de estas cosas [se refiere al testamento de Huayna Cápac] y de la entrada de los españoles y de cómo ganaron la tierra, le dije: “Inca, ¿cómo siendo esta tierra de suyo tan áspera y fragosa, y siendo vosotros tantos y tan belicosos y poderosos para ganar y conquistar tantas provincias y reinos ajenos, dejásteis perder tan presto vuestro Imperio y os rendísteis a tan pocos españoles?”. Para responderme volvió a repetir el pronóstico acerca de los españoles,21 que días antes lo había contado, y dijo cómo su Inca les había mandado que les obedeciesen y sirviesen, porque en todo se les aventajarían. Habiendo dicho esto, se volvió a mí con algún enojo de que les hubiese motejado de cobardes y pusilánimes, y respondió a mi pregunta diciendo: “Estas palabras que nuestro Inca nos dijo, que fueron las últimas que nos habló, fueron más poderosas para nos sujetar y quitar nuestro Imperio que no las armas que tu padre y sus compañeros trajeron a esta tierra” (IX, 15).

21. Se refiere a las siguientes palabras de Huayna Cápac a sus parientes, curacas y capitanes, en su lecho de muerte: “Muchos años ha que por revelación de Nuestro Padre el Sol tenemos que, pasados doce reyes de sus hijos, vendrá gente nueva y no conocida en estas partes, y ganará y sujetará a su imperio todos nuestros reinos y otros muchos; yo me sospecho que serán de los que sabemos han andado por la costa de nuestro mar; será gente valerosa, que en todo os hará ventaja. También sabemos que se cumple en mí el número de los doce Incas. Certifícoos que pocos años después que yo me haya ido de vosotros, vendrá aquella gente nueva y cumplirá lo que nuestros Padre el Sol ha dicho y ganará nuestro imperio y serán señores de él. Yo os mando que les obedezcáis y sirváis como a hombres que en todo os harán ventaja; que su ley será mejor que la nuestra y sus armas poderosas e invencibles más que las vuestras. Quedaos en paz, que yo me voy a descansar con mi Padre el Sol, que me llama” (IX, 15).

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Con estas oportunas palabras Garcilaso ha querido absolver para la posteridad a su padre del terrible delito de la destrucción del mundo materno. El tercer hallazgo es quizá el más importante, pero ha de quedar para el capítulo final, donde su relevancia se hará evidente. Vale concluir, por el momento, que con esta incursión en la biografía de un autor cuya prudencia guarda bajo siete llaves su intimidad, hemos querido acercarnos a la dimensión literaria de los Comentarios reales. Si el arte se resiste a la abstracción, y opera a partir de una lógica de lo concreto, la contextualización detallada que rodea cada aparición del yo protagónico e itinerante de nuestro Inca flâneur es motivo incontestable del placer que provoca su escritura. La fruición del lector es inmediata: vemos al niño, al joven; nos insertamos en la mitad del siglo xvi; con él caminamos las calles empedradas del Cuzco, entramos en dimes y diretes con el Inca viejo, cruzamos ríos, subimos el cerro de Sacsayhuamán, entramos a minas misteriosas, cantamos haillis, robamos uvas, nos quedamos con ganas de comer espárragos, miramos la sierra de Vilcanota, tocamos la momia de Huayna Cápac, viajamos con un cachorrito hacia Lima, miramos el horizonte lejano de la Mar del Sur… Las palabras son más que trazos en una página: nos revelan una realidad viva, palpitante, inmediata. Esa realidad es también la del escritor, ya viejo, que cuarenta y dos años más tarde se deleita contemplando la porción desechada de una esmeralda que recibió en su niñez. Cuatro siglos después, el lector lo imagina escribiendo en su escritorio de Córdoba. Mientras su pluma vuela por el papel, un pedazo de vidrio verde se posa sobre las hojas de un manuscrito inconcluso que habrá de cambiar el rumbo de la literatura hispánica. Si la piedra pensara, no cambiaría su futuro de pisapapeles por el pasado efímero de engalanar la mano de alguna joven, española o cuzqueña.

CAPÍTULO 6

Tinku, concordia y ayni: la armonía anhelada

1. Tradición oral andina y neoplatonismo renacentista Hemos constatado, en el segundo capítulo de este libro, cómo la dualidad identitaria del Inca constituye su carta de presentación, y que ella repercute de múltiples maneras en su obra. Con singular tino, Antonio Cornejo Polar halló la metáfora emblemática de dicha identidad plural en un pasaje que consta en el capítulo 24 del Libro VIII de los Comentarios reales. Se trata de la descripción de una curiosa piedra, agujereada y tachonada de oro: El año de mil y quinientos y cincuenta y seis, se halló en un resquicio de una mina, de las de Callahuaya, una piedra de las que se crían con el metal [se refiere al oro], del tamaño de la cabeza de un hombre; el color, propiamente, era color de bofes, y aun la hechura lo parecía, porque toda ella estaba agujereada de unos agujeros chicos y grandes, que la pasaban de un cabo a otro. Por todos ellos asomaban puntas de oro, como si le hubieran echado oro derretido por encima: unas puntas salían fuera de la piedra, otras emparejaban con ella, otras quedaban más adentro. Decían los que entendían de minas que si no la sacaran de donde estaba, que por tiempo viniera a convertirse toda la piedra en oro. En el Cuzco la miraban los espa-

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ñoles por cosa maravillosa; los indios la llamaban huaca, que, como en otra parte dijimos, entre otras muchas significaciones que este nombre tiene una es decir admirable cosa, digna de admiración por ser linda, como también significa cosa abominable por ser fea; yo la miraba con los unos y con los otros (VIII, 24; mis itálicas).

El pasaje subrayado —que muestra al Inca mirando simultáneamente y con enorme comodidad la piedra desde dos perspectivas distintas, la española y la andina— mueve a Cornejo a decir: “como en muchas otras ocasiones, el discurso garcilasista deja constancia de lo indio y lo español pero inmediatamente insume a ambos, desconflictizando su mutua alteridad, en una complaciente categoría totalizadora” (1994: 98).1 No-binaria, la llamó José Antonio Mazzotti al comentar el pasaje años más tarde en “El Inca Garcilaso: 400 años de soledad (migración, exilio, escritura)”,2 e iluminarlo a partir de estudios neurológicos recientes que sugieren que las lenguas indígenas americanas evidencian una percepción abarcadora que no opone los conceptos, como suelen hacer las lenguas occidentales, sino que los conecta en un todo. De ahí el significado plural de la voz huaca, que alude a algo admirable por feo o por hermoso. Esta ambición conciliadora, que intenta fundir lo distinto, y aun los opuestos ireductibles, es quizá el aspecto más sorprendente y original del discurso garcilasista. En un ensayo reciente,3 quise abordar las estrategias culturales con las que el Inca enfrenta la contradicción abismal que detona la escritura de sus Comentarios reales: la celebración simultánea del Imperio incaico y de la conquista que lo destruyó. Retomo aquí el tema para ampliarlo, apuntando de entrada que llevan razón críticos como Durand o Miró Quesada al adjudicar al ideal renacentista de la concordia la obsesión de equili-

1. Más sobre la emblemática piedra en el capítulo final de este libro. 2. Conferencia magistral leída el 23 de abril del 2009 en la Fiesta de la Lengua del Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, en ocasión del cuatricentenario de los Comentarios reales. 3. “Tinku, concordia y ayni: tradición oral andina y neoplatonismo en dos obras del Inca Garcilaso”, publicado en 2008 en las actas del Cuarto Centenario de La Florida del Inca, organizado por Carmen de Mora y Antonio Garrido en Montilla en 2005.

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brio entre opuestos irreductibles que caracteriza la obra del Inca. La concordia es, sin duda, la estrategia europea para manejar la misión casi imposible que se autoimpone Garcilaso. Pero solemos olvidar la otra cara de la moneda, la estrategia indígena, que importa rescatar aquí. Me interesa explorar en su obra las convergencias de dos importantes nociones culturales andinas (tinku, encuentro, y ayni, reciprocidad) con la concordia neoplatónica; porque ambos pensamientos —tanto el indígena, de tradición oral, como el europeo, de expresión culta— comparten el denominador común de la dualidad. Pero la noción andina de tinku añade un elemento conflictivo a dicha dualidad; de ahí su pertinencia y utilidad a la hora de ponderar la negociación de los opuestos que nos propone el Inca. Hemos examinado en los capítulos anteriores diversas manifestaciones de la dualidad andina. Y he aquí que nuestro Inca, inmerso desde su nacimiento hasta su temprana juventud en la obsesión dual de su cultura, habría de hallarla sorpresivamente en otra muy distinta y muy distante, la europea. Pues el pensamiento neoplatónico en el que se formó de adulto también está cimentado en la dualidad, elemento constitutivo de la noción de la concordia. Pero vale apuntar, antes de volver al neoplatonismo, a las novelas de caballería como otra posible fuente de este ideal renacentista que rige su obra. Si bien Garcilaso expresó explícitamente su aborrecimiento del género (en el capítulo 27 de la primera parte del Libro II de La Florida de Inca declara que fue siempre “enemigo de ficciones, como son Libros de caballerías, y otros semejantes”, y que las “gracias de esto debo dar al Ilustre Caballero Pedro Mejía, de Sevilla, porque con una reprehensión que en la heroica obra de los Césares hace a los que se ocupan en leer y componer los tales libros, me quitó el amor que como muchacho les podía tener y me hizo aborreceros para siempre”), Miró Quesada nos advierte que, aunque no figura ningún libro de caballería en la biblioteca del Inca, ello no quiere decir que no los hubiera leído. La misma cita que acabamos de hacer contiene una confesión de su amor de joven por ellos, y, como lo nota Miró Quesada, los motivos estereotipados del género —ritos de combate, desafíos, regalos, promesas del señor a la dama, mensajes de la mujer amada al caballero, la gallardía y la reciedumbre de los mozos, los saludos corteses, las descripciones de fiestas y palacios, las “cosas de encantamiento”— pueblan las

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páginas de La Florida. En los Comentarios reales hay una mención explícita de estos libros, cuando Garcilaso cuenta cómo se armaban caballeros los jóvenes incas (Miró Quesada, 1971: 455-456). En cuanto a lo que aquí me interesa, el ideal de la concordia, es notable su presencia ubicua en el Amadís de Gaula (1508), uno de los libros de caballería más difundidos en América, de cuya deleitosa lectura da fe Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, y que Garcilaso no pudo ignorar. Como ya vimos, Durand ha insistido en el carácter renacentista de los Comentarios reales, regidos por la concordia, cuyas fuentes principales son Marsilio Ficino y León Hebreo. Los estudios garcilasistas parecen coincidir en el hecho de que la traducción de los Diálogos de amor supone el primer eslabón en la inmersión del Inca en el pensamiento neoplatónico, tanto como un puente a las ideas vertidas por Platón en El banquete o Simposio. No olvidemos que en el inventario de sus libros aparece registrada una obra de Ficino; Miró Quesada sugiere que puede tratarse de Sopra l’amore, su comentario al Banquete de Platón (1971: 245). Tras afirmar que la concordia (otro nombre para la armonía) y el sincretismo neoplatónico caracterizan las ideas del Inca, Durand se detiene a examinar el contexto cultural en que Garcilaso pudo aprenderlo hasta hacerlo definitivamente suyo: Garcilaso, ya lo sabemos, se nutrió de sincretismo. Sincretista […] es la Academia Florentina de Marsilio Ficino, autor a quien el Inca leyó; y Ficino, al igual que sus seguidores, uno de ellos León Hebreo, tenían entre sus preocupaciones centrales el conciliar a Platón y Aristóteles, por una parte, y al dogma revelado con la filosofía especulativa. Sincretismo lo hay en toda la filosofía judeoespañola y arabigoespañola, empeñadas en armonizar la verdad filosófica y la verdad revelada, actitud que, en épocas anteriores, ya se encuentra en Plotino, aquel platónico tardío que anticipa gran parte del pensamiento neoplatónico de la Academia Florentina. Los averroístas de Padua (que tanto influyeron en Picco della Mirandola, pensador íntimamente relacionado con Ficino y con León Hebreo), eran otra vertiente más por donde el espíritu conciliatorio llegaba al Renacimiento. Y León Hebreo, por verdadero nombre Yehuda Abravanel, era hijo del ilustre Isaac Abravanel, conocedor de las Sagradas Escrituras y aun comentarista de ellas; no sólo su propia raza, sino su propia familia lo entroncaba con la tradición intelec-

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tual judaica, la cual, no sólo en la filosofía de Maimónides, o en la de Abicebrón, sino más lejos aún, en la de Filón de Alejandría, se encuentra basada en el sincretismo. Espíritu conciliatorio existe también en Luis Vives, aquel “cristiano nuevo” a quien el Inca leyó […] (1988: 48-48).

No hay duda de que, entre los autores mencionados por Durand, León Hebreo es el eslabón fundamental para el acceso del Inca al ideal de la concordia. Sus Diálogos de amor proponen que Dios creó el mundo con la voluntad de que todos los elementos de su creación se hallasen unidos, porque al ser Dios uno, se debe tratar de unir el mundo espiritual con el material, el alma con el cuerpo, al Creador con su universo. “El mundo todo es, en realidad, un individuo cuyas diversas partes deben armonizar y estar trabadas; y el lazo de unión es el amor, constituido precisamente por el deseo de la vinculación, la comunicación y la fusión” (Miró Quesada 1971: 116-117). Y es precisamente esta concordia la que sustenta la admirable serenidad con que Garcilaso narra la destrucción de un mundo, el propio; y la que también le permite la conciliación de opuestos imposibles, como la legitimación de la conquista y el llanto por el imperio perdido. “Dentro de la adhesión del Inca a los neoplatónicos italianos, una actitud de amor prohibía de hecho el odio”, señala Durand (1966: 68). Dicho esto, podemos acercarnos al valor de la concordia, en su sentido de amor o unión.4 Que fue un valor rector para el renacimiento lo podemos inferir no sólo de su presencia explícita en obras de carácter filosófico, sino de su traslación a otros medios, como los de las artes plásticas. Me refiero a la aspiración constante a la simetría, es decir, a la correspondencia de dos lados en torno a un eje central, que marca tanto la arquitectura como la pintura europea del siglo xvi. Gracias a Platón, el amor ha logrado ocupar un lugar

4. El DRAE define la palabra de cuatro maneras: “1. conformidad, unión. 2. Ajuste o convenio entre personas que contienden o litigan. 3. Instrumento jurídico, autorizado en debida forma, en el cual se contiene lo tratado y convenido entre las partes. 4. Unión o sortija compuesta de dos anillos enlazados” (2001: 615). Pero vale detenernos también en su etimología: con sugiere fusión; cordia, corazón, sentimiento, amor.

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privilegiado en el curso de la historia de las ideas en Occidente. A partir de El banquete o Simposio, que se detiene por entero en la cuestión amorosa, se ha difundido su concepción de eros, matizada a través del cristianismo en la obra de los grandes pensadores del Renacimiento y de los poetas y escritores que encontraron en sus preceptos materia dúctil para sus obras. Encabezados, a su vez, por los comentarios de Marsilio Ficino al texto platónico, muchos otros teóricos, como Pico della Mirandola, Baldassare Castiglione, Pietro Bembo y, desde luego, León Hebreo, se dieron a la tarea de ampliar la bibliografía en torno a la naturaleza y doctrinas amorosas. Pero la fuente última está en El banquete, que presenta el tema amoroso de manera dialógica, a partir de la conversación entre seis comensales. Cada uno expone su definición de eros y le adjudica las propiedades que entiende que éste posee. Me interesa particularmente señalar la intervención de Aristófanes, ya que Platón pone en su boca la celebración del amor (“de los dioses, el más amigo de los hombres”, “su médico en las enfermedades” y su fuente de felicidad).5 Es él quien relata el mito de los andróginos. Éstos son el origen de la especie humana, y eran seres esféricos compuestos por dos, hombre y mujer, y en algunos casos hombre y hombre, y en otros, mujer y mujer. Poseían ocho extremidades (cuatro brazos y cuatro piernas), por lo cual eran muy veloces, además de poseer extraordinaria fuerza. Sin embargo, eran soberbios y, por lo tanto, fueron castigados por los dioses, que dispusieron que se les cortara por la mitad. Desde entonces anduvieron buscando su otra mitad incesantemente: “Así pues, una vez que la naturaleza de este ser quedó cortada en dos, cada parte echaba de menos a su mitad, y si se reunía con ella, se rodeaban con sus brazos, se abrazaban la una a la otra, anhelando ser una sola naturaleza, y morían de hambre y por su absoluta inactividad, al no querer hacer nada los unos separados de los otros” (2000: 83).6 Continúa Aristófanes: “Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de unos a otros innato en los hombres y aglutinador de la antigua naturaleza, y trata de hacer un solo individuo de dos y curar la naturaleza humana” (2000: 84), “Pues la causa de esto es que […]

5. Cito por la edición de Alianza (2000: 80). 6. De ahí, el lugar común actual de las “almas gemelas”.

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éramos un todo; en consecuencia, el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor” (2000: 87). En los Diálogos de León Hebreo, el neoplatonismo es evidente en pasajes sobre el amor, que él suele llamar concordia. En su diálogo con Sofía, Filón afirma que el amor es tan perfecto que “une toda la contrariedad de los elementos”, incluso rige la correspondencia y concordancia de los cuerpos celestiales, de ahí que los hombres “como los contrarios, puedan estar unidos juntamente, sin litigio ni contradicción, que es verdadero amor y amistad”. “Algunos llaman a esta amistad” —le dice a su interlocutora— “armonía, música y concordancia. Y bien sabes que la amistad hace la concordia, así como la enemistad causa la discordia” (1947: 7,8).7 La concordia es inherente al ser humano en tanto “el hombre es imagen de todo el universo, y por esto los griegos le llaman microcosmos, que quiere decir mundo pequeño. Empero, el hombre y cualquiera otro animal perfecto, contiene en sí macho y hembra, porque su especie se salva en ambos a dos, y no en uno solo de ellos” (1947: 84). Filón cita directamente el Simposio de Platón, contando el caso del Andrógino como ejemplo de la concordia entre los sexos. El amor es, pues, concordia o correspondencia entre dos partes; asimismo, aspiración a la totalidad. Hemos presentado sucintamente el neoplatonismo renacentista, regido por la noción de la concordia; ahora toca mirar la otra cara de la moneda de la biculturalidad del Inca: la tradición oral andina, con sus nociones de tinku y ayni. En Los últimos Incas del Cuzco (1981), Franklin Pease G. Y. explica la guerra entre Atahualpa y Huáscar como un ritual de sucesión que opone las dos mitades del Imperio, la mitad hanan contra la mitad hurin, en la cual la primera siempre debe resultar vencedora. Juego de la dualidad que fertiliza la tierra y que antropológicamente no es desconocido en otras culturas, como las de los Shiluk del África. “Identificados con el Cuzco y Tumipampa, los dos incas simbolizan la oposición de contrarios, cuya reunión estabilizaría al mundo en un tinkuy, palabra del runasimi que representa la unión o el encuentro de los opuestos” (1991: 144). Pease cita a Thèrese Bouysse-Cassagne, quien, basándose en

7. Cito por la edición de Espasa-Calpe.

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el Vocabulario de la lengua aymara de Ludovico Bertonio, de 1612, explica la noción dentro del contexto boliviano: Tinku es el nombre de las peleas rituales en las que combaten dos bandos opuestos. Se trata de un rito destinado a reunir a las dos mitades (alasaya y masaya) bajo las características de un combate guerrero. Tinku puede definirse como el lugar de encuentro en que se unen dos elementos provenientes de dos direcciones diferentes […] (1986: 196).

Bertonio define tincutha como encontrarse los ejércitos o bandos contrarios en la guerra o en los juegos. Por su parte, el diccionario quechua de 1608 de Diego González Holguín presenta varias anotaciones para la entrada de la raíz tinku: tincu: la junta de dos cosas tincunacuni: ser contrarios, o competir tincuni, tincunacuni o macanacuni: reñir o pelear, trabar la pelea y porfiar ñauiptincun: la entreceja, división de los ojos simihuan tincunacuni: disputar, argüir tincuk pura: límites tincuqquempi sayhuani: amojonar en su raya o límite tincuc masiy: mi contrario en juego o fiesta (1952: 342-343).

En un libro imprescindible sobre la comunidad ayacuchana de Chuschi, hoy casi desaparecida por las contiendas entre el Sendero Luminoso y el gobierno peruano (To Defend Ourselves: Ecology and Ritual in an Andean Village, de 1976), la andinista Billie Jean Isbell destaca el carácter polisémico de la noción de tinku. Llevada en estos momentos hasta el extremo de la frivolidad (no hay más que ver la oferta de Internet: tinku nombra agencias turísticas, fraternidades, clubs, bares, danzas de paz y sanación new age, y, con más decoro, centros culturales), la noción tiene hondas raíces en el altiplano, al punto de que podría considerarse como un símbolo dominante de la cultura andina. Porque evidentemente cumple con los requisitos que para éste propone Victor Turner (1967), y que ya hemos mencionado: persistencia a través del tiempo y el espacio, la capacidad de condensar significados diversos e incluso contradictorios, y su tendencia a aludir a valores o

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nociones importantes de la cultura que lo produce. El tinku data, en términos históricos, del siglo xvi, pero que se mantiene vivo y funcional hoy —precisamente por expresar valores fundamentales para la sociedad andina tradicional— es algo probado suficientemente por la antropología y la literatura, como veremos. Por otra parte, su ambigüedad es evidente: si bien el tinku tiene un lado oscuro, el de la violencia, al mismo tiempo, y por estar íntimamente ligado a la noción andina de la reciprocidad, apunta a la unión, a la fertilidad, a la vida. Es decir, que en él se aúnan tanto la armonía como el conflicto. Porque hay que recordar que las batallas rituales nunca pretenden destruir el ayllu, ni pretendieron destruir el Imperio incaico, sino afirmar su integridad (aunque en este último caso, se diera la coyuntura de que entraran los españoles en escena y lograran su destrucción). En aquellos casos en que incide en la violencia, la sangre vertida fertiliza la tierra, en beneficio de la vida social. Franklin Pease G. Y. entiende el tinku como aquel lugar de encuentro ritual donde la batalla entre fuerzas opuestas engendra la compleja totalidad,8 y como una de las características emblemáticas de la organización social andina. Como tal, marca relaciones de parentesco, ritos e incluso la geografía mítica, en la que cada ayllu o comunidad, cada región, y hasta el mismo Imperio incaico, se dividen en dos mitades: hanan (noción masculina, solar, con connotaciones simbólicas de alto, derecha y centro) y hurin (noción femenina, lunar, con connotaciones de bajo, izquierda y periferia). Las dos mitades celebran combates rituales violentos para afirmar la totalidad, en la que el lado hanan goza siempre de una victoria simbólica. Tanto Guaman Poma como el Inca dan fe de la dualidad andina: el primero en su mapamundi y en la estructura binaria —vertical y horizontal— de sus dibujos; el segundo, al narrar el mito de origen del Cuzco, dividido en dos mitades: hanan, fundada por el primer Inca Manco Cápac, y hurin, por Mama Ocllo, su esposa. Bouysse-Cassagne (1987) ve el tinku como enfrentamiento enriquecedor de los opuestos. En un estudio sobre medicina tradicional, basado en un trabajo realizado entre 1982 y 1989 con chamanes

8. Comunicación personal, 1992.

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de Q’eros, cerca del Cuzco, así como con chamanes migrantes en Lima, Elizabeth Kreimer (1993) afirma que está ligado al equilibrio fundado en la reciprocidad: Para el pensamiento andino, el todo es percibido como formado por elementos pares que son opuestos y desiguales, los cuales al mantener una relación de complementariedad, aseguran su reproducción. De allí que una característica de esta cultura es la de organizar su conducta social en base al principio de la reciprocidad, el cual traduce, en la práctica, su concepción de la naturaleza binaria y complementaria del cosmos. Ellos identifican dos elementos que estarían presentes en toda relación, a los que denominan yanantin y tinkuy. El primero describe la función de necesaria complementariedad entre los pares, mientras que el segundo —el tinkuy— alude al carácter violento de la misma unión, en donde los pares complementarios se encuentran en una competencia y batalla permanente. Este sentido de competencia o tinku, impregna las relaciones sociales en el mundo andino, en el cual los sectores en relación entablan también un constante juego de superar al opuesto […]. El pensamiento andino enfatiza el concepto de armonía, el cual, lejos de referir a una visión de mundo, recuerda la urgencia de mantener el principio de la reciprocidad […]. Aunque la dimensión del poder de los sectores en pugna sea diferente, el equilibrar las fuerzas permite canalizar el conflicto, crear el espacio para la satisfacción de necesidades y evitar enfrentamientos devastadores.9

Otro trabajo reciente explora la vigencia de la noción de tinku entre los campesinos aymaras de hoy. En Criar la vida: trabajo y tecnología en el mundo andino, de 1992, Juan van Kessel y Dionisio Condori Cruz notan las distintas proyecciones del concepto en Puno. De una parte, su expresión ritual en batallas entre las dos mitades del ayllu, que fortalecen la unión de la comunidad y la fertilidad de la chacra. Pero tinku también es la lucha del campesino con los fenómenos meteorológicos y aun con la divinidad, la Pachamama, a la que hay que hacerle el pago u ofrenda por los dones recibidos. Concluyen los autores afirmando:

9. Cito este trabajo y el de Van Kessel y Condori Cruz de sus correspondientes reproducciones en Internet, que figuran allí sin paginación.

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La raíz tinku podemos interpretar como: emparejar, equilibrar, adaptar las dos partes iguales que son contrarias y complementarias y que, juntas, constituyen un todo dual, una “binidad”, en equilibrio dinámico; que realizan una unión fértil y provechosa y una unidad de equilibrio tenso y móvil, como la que se da entre el principio masculino y el principio femenino. Este concepto suele traducirse también como “reciprocidad”, que es un principio estructural de la economía y sociedad andina.

Tristan Platt (1986), en un estudio sobre el funcionamiento del ayllu en el norte de Potosí, había notado la dimensión sexual del tinku, al señalar que en las batallas rituales participan varones de barrios opuestos en una dicotomía de superioridad/inferioridad que sugiere la dicotomía masculino/femenino. Juri Lotman (1975) insiste, y con razón, en que la visión de mundo de cada cultura se plasma necesariamente en el espacio. De ahí que la dualidad del tinku estructura la geografía mítica incaica: un imperio de cuatro regiones en torno al Cuzco, divididos a su vez en hanan (noreste: Chinchaysuyo y Antisuyo) y hurin (suroeste: Collasuyo y Cuntisuyo). El mito originario de esta dualidad lo conigna Garcilaso en los Comentarios reales al narrar la primera versión de la fundación del Cuzco (I, 16), que propone la división espacial como bipartita y sexualizada, con una jerarquía ritual. Pero la dualidad hanan/hurin es más andina que incaica, pues la reconocemos en los mitos prehispánicos de Huarochirí,10 cuyos zorros de la sierra y de la costa serán el hilo conductor de la novela póstuma de Arguedas. Y por ser andina, no sólo precede, sino que pervive al incario: aun hoy las comunidades indígenas o ayllus exhiben la estructura bipartita que resulta en el rito periódico del tinku, o encuentro de luchas y competencias —a veces violentas— entre ambas partes. El tinku que marca los mitos incaicos y preincaicos incide también en la página escrita e incluso en imágenes coloniales, como en

10. Este corpus mítico, recogido por el extirpador de la idolatría Francisco de Ávila hacia 1608, fue traducido por Arguedas en 1966. Es interesante notar que, en un ensayo reciente, Gonzalo Espino Relucé asedia el manuscrito de Huarochirí desde una perspectiva narratológica, tomando la noción de encuentro o tinku como punto de inflexión del relato.

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los dibujos de Guaman Poma. He notado, al igual que lo ha hecho Rolena Adorno, numerosos ejemplos de las proyecciones conflictivas de los dibujos del autor andino que juntan en una sola imagen a un español y a un indio: se trata de encuentros violentos, en los que las posiciones espaciales adquieren ribetes éticos a partir de las connotaciones de hanan y hurin, en varias de sus manifestaciones: arriba y abajo, izquierda y derecha. El indio, abusado, se ve moralmente reivindicado al asumir la posición míticamente privilegiada en el espacio visual (arriba o a la derecha del eje interno, visible o no, del dibujo); el conquistador o colonizador queda castigado, al relegársele a la posición inferior o la izquierda. Es decir: hay al menos dos lecturas posibles en cada dibujo: la denotativa, literal, y la connotativa o simbólica, sugerida por las posiciones de los personajes en el campo espacial. A los históricamente vencidos, la estructura espacial los privilegia, humillando a su vez a los vencedores.11 El tinku es precisamente uno de los ejes centrales de la narrativa arguediana, desde su primera novela, de 1941, Yawar fiesta. Se trata de un relato dialógico y profundamente ambiguo, en el que es difícil ubicar la voz del autor implícito, y que parodia la propuesta de civilización y barbarie defendida por Sarmiento en su Facundo. Si para el argentino la barbarie está en América, y hay que combatirla con la civilización europea, Arguedas parece decirnos que América sigue siendo bárbara, y que tiene derecho a ello. El relato narra un extraño tinku: la pugna entre dos sectores de una comunidad andina, el sector k’ayau, compuesto por indios y gamonales; y el sector pichk’achuri, compuesto por chalos (mestizos) y funcionarios del gobierno. El primero, que representa el feudalismo, apoya la celebración de la fiesta de sangre (yawar fies-

11. Sobre el simbolismo espacial en Guaman Poma, los primeros trabajos se publicaron en 1979; de Rolena Adorno, “Icon and Idea: A Symbolic Reading of Pictures in a Peruvian Indian Chronicle” (The Indian Historian XII, 3, 1979, pp. 27-50) y de Mercedes López-Baralt, “La persistencia de las estructuras simbólicas andinas en los dibujos de Guaman Poma de Ayala” (Journal of Latin American Lore I, 1979, pp. 83-116). Para más sobre el tema, ver Adorno (1989) y López-Baralt (1988 y 1993).

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ta), que da título a la novela y que consiste en amarrar un cóndor al lomo de un toro imantado de una aureola mítica, el misitu. El segundo, símbolo de la modernidad capitalista, quiere impedirlo por cruel. Los indios logran imponer su fiesta, pero uno de ellos muere en ella. ¿Qué quiso decirnos Arguedas con este final? En el primer Encuentro de Narradores Peruanos en Arequipa (1965) se discutió la conclusión de la novela. Mientras Alberto Escobar entendía que matar a un auki (el toro mítico) era matar el miedo, Arguedas insistía en que esta muerte permitía a los comuneros asumir la fuerza mítica del toro. Por cierto, que en Los ríos profundos, al hablar de las connotaciones de la voz quechua illa, el narrador afirma que son illas los toros míticos, y que el tocarlos y morir permite alcanzar la resurrección. La ironía que encierra este singular tinku arguediano está en el carácter de los polos del encuentro: muchos lectores hubieran esperado que indios y cholos se aliaran para combatir a los gamonales y al gobierno. No termina aquí la ambigüedad de la novela: si bien Arguedas parece validar en ella la celebración de la fiesta de sangre, tres años antes la había denunciado, desde su compasión habitual, en un cuento del mismo título publicado en 1937.12 Hace unos años,13 intenté un acercamiento a la obra del autor de Los ríos profundos desde la perspectiva de tres importantes nociones andinas, entre ellas la de tinku. Propuse que esta, más que articularse textualmente en momentos específicos, marca la totalidad de la escritura de nuestro autor. Pues en su obra se encuentran conflictivamente sierra y costa, quechua y español, tradición oral y escritura, pasado y presente, el hombre andino y el hombre occidental. La escritura arguediana constituye entonces un singular ejemplo del tradicional tinku andino, que siempre supone una dimensión conflictiva, por lo que su expresión literaria de la totalidad peruana no deja de ser agónica. Tanto que a veces el mismo autor niega la posibilidad del encuentro, viéndose más que como

12. Lo explica William Rowe en su ensayo “Agua y Yawar fiesta” (1979). 13. En el ensayo final de la edición que publiqué en 1996 con John V. Murra de Las cartas de Arguedas.

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puente entre dos culturas, enajenado de ambas. Así, en la primera página de su primer cuento, “Warma kuyay”, de 1935, el niño protagonista —también narrador y obvio álter ego de Arguedas— cuenta cómo se queda fuera del círculo formado por los indios, o mejor dicho, los runas: “Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre”.14 El párrafo final del cuento vuelve a lo mismo: El Kutu en un extremo y yo en otro. El quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños (1974: 100).

De igual manera, en Los ríos profundos, y entre huaynos y bailes en el barrio de las chicherías, el niño Ernesto dice para sí: “Yo quedé fuera del círculo, mirándolos, como quien contempla pasar la creciente de esos ríos andinos […]” (1958: 110). Pero en un momento lírico de optimismo, el álter ego del autor expresa su anhelo de convertirse en puente vivo, es decir, en tinku: “Yo no sabía si amaba más al puente o al río […]. Debía ser como el gran río: cruzar la tierra, cortar las rocas; pasar, indetenible y tranquilo, entre los bosques y montañas; y entrar al mar, acompañado por un gran pueblo de aves que cantarían desde la altura” (1958: 68). Sin embargo, no es sino hasta El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma de Arguedas (1971),15 que reconocemos la apoteosis de esta noción andina que se perfila desde el título: tinku entre sierra y costa, diarios y epístola (géneros marginales) y novela, antigüedad y modernidad, lo andino y lo occidental, orali-

14. Cito de la edición de Milla Batres de Agua y otros cuentos indígenas (1974: 93). 15. Que no empece la interpretación de Mario Vargas Llosa (1996), que suele leer a Arguedas como un escritor arcaico, constituye un poderoso collage vanguardista.

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dad y escritura, vida y muerte, militancia política y contemplación, canto-música-danza y palabra, lirismo y prosa, naturaleza y cultura, quechua/aymara/inglés y español, mito y vanguardia… Apoteosis que cede a la ambición totalizadora del tinku, cifrada, por cierto, en la primera palabra del título de su novela más controvertida: Todas las sangres. Más allá del tinku, hay otra noción quechua alusiva a la dualidad, que emerge en otro ámbito, el del trabajo comunitario. Se trata del ayni, que podríamos traducir como “reciprocidad”. Sobre ésta, señala Pease G. Y.: De hecho, hoy no se discute la existencia de la reciprocidad andina; estudios contemporáneos de los antropólogos demuestran su vigencia […] el cambio recíproco tomaba generalmente la forma de toma y daca de fuerza de trabajo. Ello otorga una nueva tónica al sentido del término ayni, por ejemplo, que los cronistas, así como los autores de los diccionarios bilingües del siglo xvi e inicios del siguiente entendieron como “ayuda mutua”; en el caso del Inca Garcilaso de la Vega, ello permitía construir una imagen idealizada del pasado, de un mundo donde la colaboración, originada en la bondad natural de las gentes, eliminaba los desvalidos y los hambrientos. También Blas Valera, citado por Garcilaso, habló de la “ley de la hermandad”, que justificaba las obligaciones recíprocas del trabajo colectivo […]. Inserto dentro de un contexto de reciprocidad, el ayni […] explica la permuta de energía humana para el intercambio recíprocamente entendido y la subsistencia básica del ayllu. El sentido más claro puede verse en el hecho de las “ayudas” recíprocas para la siembra y cosecha, la guarda del ganado y otras operaciones familiares […] (1999: 91-93):

En su libro ya citado sobre la comunidad ayacuchana de Chuschi, Billie Jean Isbell nota cómo a fines de la década de los años sesenta, cuando hizo su trabajo de campo como antropóloga allí, todavía se empleaba el término ayni para aludir a la reciprocidad: “Cuando alguien pide ayuda [laboral], está llamando a una minka, y aquellos que responden a su pedido están dando ayni y esperan ayuda futura. Tal labor recíproca es esencial a la agricultura de subsistencia de Chuschi” (1978: 57; mi traducción). En sus Comentarios reales, Garcilaso ofrece su versión del ayni (aunque no lo nombra

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como tal), al contar que en tiempos de los incas fue antiquísima costumbre de los indios que no solamente las obras públicas, mas también las particulares, las hacían y acababan trabajando todos en ellas, y por esto medían las tierras, para que cada uno trabajase en la parte que le cupiese. Juntábase toda la multitud, y labraban primeramente sus tierras particulares en común, ayudándose unos a otros, y luego labraban las del Rey; lo mismo hacían al sembrar y coger los frutos y encerrarlos en los pósitos reales y comunes. Casi de esta misma manera labraban sus casas; que el indio que tenía necesidad de labrar la suya, iba al Consejo para que señalara el día que se hubiese de hacer; los del pueblo acudían con igual consentimiento a socorrer la necesidad de su vecino y brevemente le hacían la casa. La cual costumbre aprobaron los incas y la confirmaron con ley que sobre ella hicieron (VI, 35).

La última oración de la cita de Garcilaso confirma la antigüedad del ayni, valor andino que precedió al incario y que también reconocemos detrás de las ofrendas y sacrificios que los indios le hacen a sus dioses: esperan a cambio, su benevolencia. Los incas aprovecharon bien esta milenaria costumbre andina, no sólo prestando arreos de labranza y ofreciendo comida y chicha a los ayllus que trabajaban las tierras del estado, sino apaciguando las provincias belicosas con regalos, sobre todo textiles: “Con lo cual pretendían los reyes incas obligar a sus vasallos a que en agradecimiento de sus beneficios les fuesen leales” (VII, 2).16 La dualidad andina también se manifiesta en el terreno de la sexualidad, tanto en lo que concierne a la vida del ayllu como en la esfera cosmológica. En su ensayo “La otra mitad esencial: un estudio de complementariedad sexual andina”, Billie Jean Isbell nota que en la comunidad de Chuschi el orden se mantiene

16. No cabe duda de que el ayni es la versión andina de un valor universal en las sociedades tradicionales antiguas. El regalo obliga a la gratitud, y con ella se crean lazos sociales. Lo ha visto Marcel Maus en un trabajo imprescindible, Essai sur le don (1924). Aunque lamentablemente este valor ha perdido prestigio en el mundo capitalista, sigue rigiendo en buena medida el comportamiento social contemporáneo. De ahí la manera elocuente en la que la lengua portuguesa expresa la gratitud: obrigado.

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a través del proceso de antítesis y síntesis donde el aspecto sexual dual de procreación es un tema predominante. El pueblo está dividido en barrios de arriba y de abajo; el año está dividido —el tiempo de lluvias asociado con entidades femeninas y el tiempo se sequías con las masculinas—. Cuando ocurre un matrimonio, los parientes de ambos cónyuges están unidos por relaciones simétricas. En el plano ideal la herencia es paralela —los hombres heredan de los hombres y las mujeres de las mujeres. Las mujeres poseen y siembran toda la semilla; los hombres cultivan la tierra—. En la base de todas estas estructuras está el principio de complementariedad sexual —o la noción de “la otra mitad esencial” que es indispensable para formar el todo—. Una persona no se considera como adulta hasta que se haya casado, “porque uno necesita su segunda mitad” antes de poder ser miembro respetado de la comunidad (1976: 37).

La simetría de este orden dual, complementario e igualitario, se pone de manifiesto en el dibujo del cronista Joan de Santacruz Pachakuti Yamqui,17 al que ya hemos aludido. En su Relación de antigüedades deste reino del Pirú (1613), el cronista mestizo sexualiza el universo andino al esbozar el esquema cosmológico a partir de la representación alegórica del altar mayor de Coricancha, el templo del sol en el Cuzco. En la parte superior del dibujo aparece un óvalo que representa al dios creador Viracocha, padre-madre del sol, la luna, el día, la noche, el verano, el invierno, el hombre y la mujer; en síntesis, de toda la creación: tiempo, espacio y vida. En el lado derecho del dibujo (desde la perspectiva del eje interno sugerido por el óvalo) figuran los elementos masculinos: el sol, el señor tierra y el hombre; y en el izquierdo están los femeninos: la luna, la madre mar y la mujer. La antítesis de los sexos lleva a la síntesis necesaria para la procreación y regeneración. Ya en la parte inferior se encuentran los emblemas de la abundancia incaica: terrazas de cultivo y graneros estatales. Aunque Isbell no lo plantea, reconocemos en su análisis las nociones espaciales de la geografía mítica andina: hanan, de connotaciones masculinas, a la derecha del eje interno; hurin, de connotaciones femeninas, a la izquierda de éste. Hasta aquí la mirada a las dos caras de la biculturalidad del Inca:

17. El dibujo ha sido estudiado también por Tom Zuidema en un ensayo inédito de 1969, “El Cuzco”.

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el neoplatonismo renacentista y la tradición oral andina, con sus nociones de tinku, concordia y ayni. Frutos de contextos culturales que parecen estar a años luz de distancia, por no mencionar al océano que los separa. Sin embargo, y más allá del hecho insoslayable de que, vigentes en el siglo xvi, pertenecen a dos tradiciones que el mestizaje del Inca reclamó legítimamente como suyas, también ofrecen importantes puntos en común: la dualidad sexualizada, la necesidad mutua de los contrarios, la conflictividad implícita en la diferencia y la ambición totalizadora. A partir de estas coincidencias, quisiera apostar al hecho de que ambas tradiciones culturales, que nutren a nuestro primer mestizo, laten tras la inolvidable serenidad con que su escritura opta por lo imposible: la conciliación de opuestos irreductibles.18 Mi apuesta encuentra, de entrada, un apoyo textual explícito en los Comentarios reales para cada una de las caras de la moneda de esta dimensión de la biculturalidad del Inca: su insistencia obsesiva en la palabra concordia y su campo semántico, y su alusión a las dos mitades del Cuzco, hanan y hurin, indispensables para la noción de tinku.

2. El abrazo bicultural del Inca Veamos ahora las marcas de la biculturalidad en los Comentarios reales, obra de la que ofreceré varias instancias que invocan tanto la concordia como el tinku. Raquel Chang-Rodríguez ha notado la tensión innegable entre los contrarios irreductibles que conforman su mestizaje y que Garcilaso pretende armonizar en su obra, al hablar de cómo la realidad

18. Soy consciente de que la serenidad conciliadora de la escritura garcilasiana podría explicarse de muchas maneras. Sin descontar razones de personalidad, que bien puede haberlas, salta a la mente la siempre acechante amenaza de la censura inquisitorial, que inhibe las críticas a la conquista que no estén atemperadas por la celebración del gesto imperial. También es posible que el filtro de la concordia suavice la violencia del tinku. Todos estos argumentos me convencen, pero debo añadir otro. Y es que el Inca no podía menos que llevar impresa en su imaginación la noción andina del conflicto como parte integrante del equilibrio, que opone dos bandos para propiciar la fertilidad de la tierra y mantener la coherencia del ayllu, del Cuzco, y aun del Imperio incaico. Porque las contradicciones más flagrantes (manifestación escritural del tinku) coexisten con aparente comodidad en su escritura.

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de la decapitación del último Inca legítimo, Túpac Amaru, al final de la Historia general del Perú, socava el anhelo de la utopía que mueve su visión del incario en los Comentarios reales: “La presión entre el ideal ofrecido por el esquema de Garcilaso y su enfrentamiento con los hechos mismos de la conquista sentidos como tragedia, otorga a los escritos del Inca una evidente tensión” (1982: 23). A nivel escritural, he notado esta tensión en ciertos pasajes de los Comentarios que exhiben un punto de vista oscilante. En ellos el Inca se mueve entre la primera y la tercera persona, identificándose con sus raíces andinas para luego distanciarse de éstas, y haciendo lo mismo con los españoles. En el “Proemio al lector” tenemos el primer ejemplo: “Por lo cual, forzado del amor natural de la patria, me ofrecí al trabajo de escribir estos Comentarios, donde clara y distintamente se verán las cosas que en aquella república había antes de los españoles, así en los ritos de su vana religión como en el gobierno que en paz y en guerra sus Reyes tuvieron, y todo lo demás que de aquellos indios se puede decir […]” (mis itálicas). Y otro en la siguiente oración: “Yo nací ocho años después de que los españoles ganaron mi tierra y, como lo he dicho, me crié en ella hasta los veinte años, y así vi muchas cosas de las que hacían los indios en aquella su gentilidad” (I, 19; mis itálicas). En pasajes como éstos, el tinku está en la oposición de dos mundos, mientras que el intento de concordia reside en la movilidad de un sujeto que pretende estar en (o salir de) ambos a la vez. También se manifiesta sintácticamente en la sola oración que unifica la bipolaridad identitaria del Inca. A lo largo de los Comentarios reales, Garcilaso alterna al alimón este distanciamiento de los suyos con su insistencia en declararse indio. La tensión del tinku es evidente, y mucho dolor costaría; dolor que no pudo acallar el abrazar el ideal de la concordia, como veremos en el último capítulo de este libro, pero que sin embargo aporta la naturalidad con la que el Inca asume su identidad dual. La segunda instancia del acercamiento de la concordia al tinku sigue el mismo patrón. Se trata de la reiteración obsesiva de frases como paz y concordia (I, 21; III, 5 y 14), paz y amistad (V, 12; VI, 15, 18 y 32; VIII, 1), paz y concierto (VII, 19) y palabras idóneas (amor, regalo, mansedumbre, suavidad, caricias, mercedes, halagos, beneficios, afabilidad, piedad, perdón, liberalidad, justicia, clemencia, blandura) para nombrar la conducta de los reyes Incas en un contexto de guerra. El campo semántico de la concordia siempre

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aparece en la narración de la invasión y conquista de otras etnias andinas que poco a poco los Incas fueron incorporando al Imperio. Garcilaso pretende exaltar la concordia como valor supremo del incario, cuando en realidad lo que está narrando configura un tinku violento. Al contar la expansión del incario, muchas veces evade hablar del aspecto militar de las conquistas de las etnias comarcanas: el primer Inca, Manco Cápac, mueve a la obediencia a las gentes salvajes del valle del Cuzco tan sólo con razones; Sinchi Roca y Lloque Yupanqui vencen persuadiendo. Y cuando los Incas no lo logran por las buenas —es el caso de algunas de las etnias que se resisten a las “palabras suaves” de Incas como Maita Cápac y Cápac Yupanqui —las someten por hambre, sitiándolas, por “no quererles dar batalla ni consentir que les hiciesen otro mal más de prohibirles los bastimentos” (III, 2, 4 y X10). Los Incas obedecen, según Garcilaso, lo que “fue ley y mandato expreso del primer Inca Manco Cápac para todos los reyes sus descendientes, que en ninguna manera derramasen sangre en conquista alguna que hiciesen, si no fuese a más no poder; y que procurasen atraer los indios con caricias y beneficios y buena maña, porque así serían amados de los vasallos conquistados por amor, y al contrario serían aborrecidos perpetuamente de los rendidos y forzados por las armas” (III, 11). Sin embargo, Garcilaso se contradice sin pestañear. Los reyes incas prefieren el cerco a las armas como estrategia de victoria, por ser menos violento, pero el Inca reconoce la crueldad del sitio: “Los yuncas, al cabo de este largo tiempo, empezaron a sentir hambre muy cruel, que es la que doma a los más valientes, duros y obstinados” (VI, 29). Hay más. De los visorreyes que gobernaban cada una de las regiones del Tahuantinsuyo, dice Garcilaso que debían ser “experimentados en paz y en guerra”. De Lloque Yupanqui cuenta que tenía seis o siete mil hombres de guerra”, que pronto llegaron a “diez mil” (II, 13 y 20), y que, aunque redujo sus primeras tierras pacíficamente, no le aprovecharon las persuasiones en el caso de los Ayauiri, “que obstinadamente quisieron morir todos defendiendo su libertad” (II, 18). Maita Cápac fortalece su ejército, que llega a los doce mil hombres. En la batalla del Inca Viracocha contra los chancas y otras naciones mueren más de treinta mil indios. El Inca Pachacútec ya tiene treinta mil hombres en su ejército, y opina que es prudente no gastar todo el tiempo en la ociosidad de la paz, sino

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dar lo suyo al ejercicio militar (VI, 10). La visión utópica del incario va cediendo a la cruda realidad de la violencia. También de la codicia. Garcilaso reconoce los motivos económicos que animan toda expansión imperial, al admitir cándidamente que el principal blasón u orgullo que los Incas tuvieron fue el de “llamar y traer gente bárbara a su vana religión, y con el título de su idolatría encubrían su ambición y codicia de ensanchar su reino” (III, 1). También dice que “de día a día crecía a estos incas la codicia y ambición de aumentar su reino” (III, 5). La conquista de los collas no fue fácil, por lo que los capitanes de Maita Cápac “mandaron de secreto a sus soldados que estuviesen apercibidos para pelear con ellos a fuego y a sangre y llevarlos por todo el rigor de las armas, porque no era razón permitir tanto desacato como hacían al Inca” (III, 3). La tensión entre concordia y guerra tiene un resultado inequívoco: el tinku andino, que fortalece la unión a partir de la violencia. Hay tres momentos textuales emblemáticos de dicha tensión: cuando el Inca explica que los indios de Cajamarca se rindieron “por haber experimentado la piedad, clemencia y mansedumbre de los incas y la potencia de sus armas” (VI, 15); cuando describe el comportamiento de Maita Cápac, que anduvo “con tanta prudencia y consejo, y con tan buen arte militar” (III, 9); y cuando afirma que el Inca Túpac Yupanqui había gastado muchos años nada menos que “en la conquista de la paz”. Aquí, al igual que en los ejemplos que ofrecí de lo que he llamado el punto de vista oscilante del Inca, la sintaxis también parece decirnos, implícitamente, que no hay que estrenar asombro, que la contradicción es natural y que los opuestos —la violencia y la paz— pueden coexistir con aparente comodidad en una sola oración o en una breve frase. Pero, como dice un antiguo cantar azteca sobre los horrores de la conquista española, los escudos no detienen la desolación, y el lector percibe la tensión subyacente en los pasajes citados. Sin embargo, para Garcilaso no parece haberla: mentalizado por la cultura materna para aceptar la conflictividad del tinku como necesaria para el equilibrio andino, también tenía como modelo renacentista a Castiglione, que animaba a los caballeros a abrazar un ideal conflictivamente dual, el de las armas y las letras. Digo no parece haberla; al final de este libro explicaremos el por qué de este caveat. He propuesto ejemplos discursivos, pero hay una instancia gráfica en la que tras la concordia asoma el tinku. Me refiero, desde

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luego, al escudo que, con orgullo desafiante, se inventa el Inca para legimitar la primera edición de los Comentarios reales. A primera vista, puede leerse como un ejemplo visual de armonía o concordia entre dos culturas, que coexisten en la página, lado a lado, en igualdad de condiciones, cada una con sus emblemas dinásticos. Aurelio Miró Quesada describe así los detalles de la imagen: “En un lado del escudo, terciado en fajas, figuraban las armas de los Vargas, las hojas de higuera de los Figueroa, y en franja partida, las de los Sotomayor y las de los de la Vega con el ‘Ave María’. Al otro lado, las armas imperiales de los Incas: el Sol, la Luna, y bajo ellos el llautu y la mascaypacha mordida por dos serpientes mestizamente coronadas” (1971: 191). También apunta al hecho de que en el escudo hay un homenaje al poeta Garcilaso, tío abuelo del Inca, al parafrasear un verso de su tercera égloga: “tomando ora la espada, ora la pluma”. La frase citada aparece dividida: en el lado paterno figura “con la espada” y en el materno “con la pluma”. Cabe notar que la corona real de los Incas no es otra cosa que el amaru, la serpiente mítica de dos cabezas que también alude al arco iris, mediador entre la tierra y el sol. Podríamos entonces leer el escudo desde el punto de vista andino, tomando en cuenta el simbolismo espacial que rige los dibujos de Guaman Poma. Dicho simbolismo otorga valores éticos a las posiciones de hanan y hurin, ubicadas a partir del eje interno del dibujo, como si fueran las dos mitades del Tahuantinsuyo en torno a un centro, el Cuzco. Notemos que el lado paterno cae a la derecha del eje o raya vertical divisoria del escudo en dos partes. Esta se corresponde con el espacio ritual de hanan, privilegiado y dominante. El lado materno cae a la izquierda del eje y se corresponde con hurin, espacio subordinado. Con el escudo el Inca no sólo afirma su orgullo de ser mestizo, sino que comunica la realidad de la derrota de su pueblo a manos de los conquistadores españoles. Coherentemente, la porción del lema del poeta toledano que tiene que ver con las armas va en el lado paterno, y la que tiene que ver con la pluma,

19. Para Mazzotti, la pluma a la que se refiere el Inca en su escudo puede tener otro significado subliminal, más allá de nombrar al instrumento de la escritura: podría aludir a un símbolo de poder político y religioso entre los incas, emblematizado en plumas de aves sagradas como el pájaro corequenque (2009).

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en el materno: pues si las armas destruyeron el Imperio incaico, la pluma habría de restaurarlo para la memoria.19 Pero a la vez el Inca propone en su escudo un mensaje subliminal que insinúa la permanente posibilidad de violencia que todo tinku encierra. Se trata de la incorporación del amaru o serpiente mítica de dos cabezas al lado materno del escudo, pues éste es el nombre del último líder de la resistencia incaica: Túpac Amaru, legítimo heredero de la dinastía real, y cuya muerte Garcilaso consideró la mayor tragedia acaecida en su patria, en aquel pasaje de los Comentarios reales que Flores Galindo entiende como el punto de arranque de la utopía andina que tantas sublevaciones violentas ha suscitado en el Perú. Interesantemente, Garcilaso —que desde su punto de vista cuzqueño vilipendia como traidor una y otra vez a Atahualpa, por enemigo de Huáscar— se niega a reconocer una importante asociación del amaru con el Inca de Cajamarca. Nos recuerda Franklin Pease G. Y. que el cronista jesuita Juan Anello Oliva recogió en el Perú, entre 1628 y 1631, un antiguo relato oral sobre cómo Atahualpa se escapó de la prisión a la que lo confinaron los victoriosos generales de Huáscar. Y fue nada menos que convirtiéndose en serpiente, tras una visita que le hiciera el Inca Amaru Yupanqui (1981: 56). El Inca desmentirá burlonamente el relato. Hablando de lo que cuentan los “historiadores españoles”, afirma: la prisión que dicen de Atahualpa fue novela que él mismo mandó echar para descuidar a Huáscar y a los suyos; y el fingir luego, después de la prisión, y decir que su Padre el Sol lo había convertido en culebra para que se saliese de ella por un agujero que había en el aposento, fue para con aquella fábula autorizar y abonar su tiranía, para que la gente común entendiese que su dios, el Sol, favorecía su partido, pues lo libraba del poder de sus enemigos que, como aquellas gentes eran tan simples, creían muy de veras cualquier patraña que los incas publicaban del sol, pues eran tenidos por hijos suyos (IX, 35).

Pero volvamos al escudo. La alegoría gráfica del abrazo bicultural que suponen los Comentarios reales emerge otra vez en él, pero esta vez en la fusión del dios Mercurio con la serpiente mítica andina, el amaru. Lo ha visto con agudeza Christian Fernández (2004), cuando explica que la serpiente estilizada de la parte incaica del dibujo poco tiene que ver con las representadas en la iconografía

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andina antes de Garcilaso: son dos serpientes en posición vertical, curvadas y mirándose una a otra, con las colas entrelazadas. Y es que se trata de una representación del caduceo, el símbolo del dios Mercurio. La traducción garcilasiana del Diálogo segundo de Hebreo dice: “El cual Mercurio dicen ser dios de la elocuencia […] mensajero de Júpiter, e intérprete de los dioses: y sus insignias son una vara rodeada de una sierpe” (citado por Fernández 2000: 115). No sólo la elocuencia, también la prudencia se atribuye a dicha deidad: ambas son cualidades caras para el Inca. Recordemos que según la Iconología de Cesare Ripa, diccionario de imágenes cuyas ediciones italianas de 1593 y 1603 pudo conocer Garcilaso, la prudencia encarna en una mujer que tiene en una mano un espejo que refleja su rostro, y en la otra un cetro en el que se enrosca una serpiente. En su descripción del dios Mercurio, citada por Fernández, el escritor inglés Stephan Batman (The Golden Book of the Leaden Goddess, 1577) afirma que estas dos serpientes unidas por la cola son macho y hembra, y representan la concordia. Sin embargo, José Antonio Mazzotti afirma que “las serpientes sosteniendo un arco iris son un símbolo frecuente en las representaciones de poder y prestigio familiar en otros blasones de la realeza cuzqueña colonial” (1996: 279), particularmente aquéllos del linaje sobreviviente a la matanza de Atahualpa, conservados en el Museo Regional del Cuzco. Se refiere, evidentemente, al amaru como arco iris formado por una serpiente bicéfala arqueada, cuyo simbolismo incaico, de mediación entre la tierra y el sol, examinamos en el tercer capítulo de este libro. Creo que tanta razón tiene Fernández como Mazzotti, porque la biculturalidad de Garcilaso nos obliga a una lectura polisémica de estas serpientes. Bien lo dice Fernández, al concluir que el Inca, honrando la idea de la complementariedad andina, ha integrado la simbología de ambas culturas, la indígena y la europea, en su escudo. Coincido plenamente con él y pienso que no puede haber mejor ejemplo gráfico del abrazo bicultural entre concordia y tinku que el elocuente motivo de las serpientes en el escudo del Inca. Hasta aquí los ecos de las nociones de tinku y concordia en el Inca. ¿Qué sucede entonces con la de ayni? Pienso que se trata de la pulsión originaria de la escritura garcilasiana, una forma de reciprocar a sus dos progenitores, honrando en su primera parte el lado materno de su linaje, y desagraviando en la segunda la honra

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mancillada del padre, cuando en el Consejo de Indias se le denegara la herencia al hijo por ser sospechoso de traición a la Corona su progenitor. Hay un pasaje de la Historia general del Perú en el que los ecos de la reciprocidad o ayni son claros: Habiendo dado principio a esta nuestra historia con el principio y origen de los reyes incas […] como largamente, con el favor divino, lo hicimos en la primera parte de estos Comentarios, con que se cumplió la obligación que a la patria y a los parientes maternos se le debía; y en esta segunda, como se ha visto, se ha hecho larga relación de las hazañas y valentías que los bravos y valerosos españoles hicieron en ganar aquel riquísimo imperio, con que asimismo he cumplido (aunque no por entero) con la obligación paterna, que a mi padre y a sus ilustres y generosos compañeros debo […] (VIII, 21; mis itálicas).

Notemos que Garcilaso habla, en ambos casos, de cumplir una obligación. El ayni20 impone siempre un toma y daca, y el Inca, que recibió una herencia cultural por partida doble, reciproca a sus padres a través de una escritura dual. Al hacerlo, sienta los puntales de la identidad peruana contemporánea, mestiza, de manera parecida a como lo hiciera un poeta puertorriqueño —Luis Palés Matos— con la identidad caribeña basada en la mulatez, en su poema “Ten con ten”, de 1935: Y así estás, mi verde antilla, en un sí es que no es de raza, en ten con ten de abolengo que te hace tan antillana... Al ritmo de los tambores tu lindo ten con ten bailas, una mitad española y otra mitad africana.21

20. Como hemos visto al aludir a Murra y Godelier, el ayni también puede encubrir conflictividad. En el caso de los incas, la relación de explotación entre el Imperio y el ayllu; en el de Garcilaso, el resentimiento que tendría con su padre por haber repudiado a la madre y por haber participado destacadamente en la destrucción del incario. 21. Cito la última estrofa del poema, publicado en el Tuntún de pasa y grifería, de 1937, a partir de mi edición crítica de La poesía de Luis Palés Matos, de 1995.

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La estructura misma de los Comentarios reales constituye, pues, un ejemplo emblemático del mestizaje cultural del Inca. Si según el neoplatonismo el amor es concordia o correspondencia entre dos sexos, en su aspiración a la totalidad, la sexualización cultural de la obra garcilasiana no es otra cosa que una apuesta al todo cifrada en el escudo que la precede: una suerte de microcosmos textual en el que el amor ha unido los contrarios; y también un tinku conflictivo que cumple con la ambición totalizadora de la obra. Pues los dos linajes culturales del Inca no sólo se abrazan: también luchan. Pero ambos coexisten en pie de igualdad, pues son los puntales de su identidad. Aun así, y más allá de todas las conciliaciones que hace animado por sus dos legados culturales, el mestizaje del Inca tiene más de agonía. Son muchas las fisuras de éste en su obra, y bien merecen otro capítulo: el último. El proponer que Garcilaso se adhiere al ideal de la concordia no sólo por cuestiones de carácter (su posible serenidad de espíritu) o de influencias intelectuales (el neoplatonismo), sino por una predisposición cultural, la andina, con la obsesión dualista de su geografía mítica, con sus encuentros rituales (tinku) y con su valor ético de la reciprocidad (ayni), me lleva a diferir del admirado andinista Nathan Wachtel, quien en 1973 propuso una comparación muy sugestiva para diferenciar al Inca de Guaman Poma de Ayala. Pese a sus semejanzas (son cronistas, coetáneos, el uno mestizo y el otro indígena; defienden el mundo andino y escriben contradiciendo), señalaba Wachtel que el pensamiento de Guaman Poma es andino, y el del Inca, europeo. El autor de la Nueva coronica i buen gobierno ve el mundo, tanto a nivel verbal como gráfico, desde categorías espaciales y temporales andinas: el espacio es quintipartito (como el del Tahuantinsuyo, cuatro regiones en torno a un centro, el Cuzco), y el tiempo se mide a partir de cinco edades de indios. Mientras que el Inca lo ve desde categorías europeas (entre las que, como hemos visto, la concordia es la más importante). Su argumento sonaba convincente en aquel momento, pero ahora tenemos que rendirnos a la evidencia: el pensamiento de Garcilaso, al celebrar a la vez el incario y su destrucción como elementos necesarios de un tinku que recrea la realidad conflictiva del Perú colonial, rompe con la lógica aristotélica que dicta que los contrarios no pueden entrar en una relación de equivalencia. Pese a su innegable bagaje cultural renacentista,

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nuestro autor también está pensando desde los parámetros de la tradición oral andina, lo que lo acerca a Guaman Poma. En el pensamiento del Inca se dan la mano, pues, la voluntad de equilibrio de la concordia neoplatónica, con la vocación andina de la complementeriedad. La historia de la recepción de los Comentarios reales propone, sin embargo, otra cosa. Y es que el monumental tinku que supone su obra magna nos resulta revolucionario hoy, en tanto que de sus dos mitades, el lado hurin, que rescata su linaje incaico, ha quedado privilegiado para la posteridad: no por su autor, sino por los lectores, que hemos logrado un justiciero pachakuti o mundo al revés al invertir el orden ritual del tinku, en el que la superioridad simbólica —en el caso del libro que nos ocupa, el poder imperial— debía estar en el lado hanan. Pero no sólo hemos preferido a lo largo de cuatro siglos los Comentarios reales a la Historia general del Perú, sino que en ésta hemos podido constatar, de la mano de Alberto Flores Galindo, el inicio de la utopía andina. Es decir, la pujanza subversiva de hurin desde el seno mismo de hanan. En el imaginario de los lectores de hoy, el mítico amaru vuelve a levantar sus dos cabezas.

CAPÍTULO 7

El árbol de los imposibles: las fisuras de la utopía

1. El Inca y la utopía andina Temprano en el siglo xx, Marcelino Menéndez y Pelayo afirmaba que los Comentarios reales “son una novela utópica” (1905: 392); opinión que comparte Durand al apuntar que pueden leerse como una utopía, la Historia general del Perú como una tragedia, y La Florida del Inca como una epopeya (1988: 93). Alberto Flores Galindo (1986) va más allá, al señalar que los Comentarios reales marcan el nacimiento de la utopía andina. Fue Quevedo quien nos dio —en el prólogo a la traducción española de 1627 del libro de Moro— la primera definición de la voz utopía: “No hay tal lugar”. Solemos entender el término utopía en un contexto occidental, si bien ligado estrechamente al Nuevo Mundo. En De la Edad de Oro al Dorado: génesis del discurso utópico americano, y tras preguntarse por qué el la utopía occidental se gesta en el momento de la conquista de América, y por qué la primera representación del Nuevo Mundo se forja con imágenes que preceden su descubrimiento —Paraíso, Edad de Oro, Jauja, Arcadia: topoi que siguen vigentes 500 años después—, Fernando Aínsa formula la si-

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guiente hipótesis: “América ha tenido desde su origen, primero a los ojos de los europeos y luego a los de los propios americanos, los dos ingredientes básicos de la utopía, espacio y tiempo, es decir, territorio donde fundarse y una historia con un pasado a recuperar o un futuro donde proyectarse con facilidad” (1992: 9-10). La Utopía de Moro se publica en 1516 y tarda muy poco en convertirse en un género literario que imagina sociedades ideales en lugares aislados en el espacio o lejanos en el tiempo. Inaugurado el género, se suceden las utopías: La ciudad del sol de Campanella (1602), La Nueva Atlántida de Francis Bacon (1627), Cristianápolis de Johann Valentin Andreä (1619), Oceana de James Harrington (1656)… Casi todas exhiben ciertas características ya establecidas en el paradigma de Moro: la nostalgia del tiempo de los orígenes, la propuesta de un modelo regido por valores de austeridad; el proyecto de un sistema autárquico y aislado, de explotación artesanal y agrícola de tipo colectivo; y la reglamentación de un sistema homogéneo e igualitario. La función utópica, según Aínsa, es la de cuestionar el orden establecido del pasado e imaginar propuestas opcionales de otros mundos posibles (1992); en otras palabras, “una forma de soñar despierto”, como dijera Jean Servier.1 Soñar despierto que persiste aún en la literatura hispanoamericana contemporánea, como lo evidencian obras como Los pasos perdidos de Carpentier (1953) o Cien años de soledad de García Márquez (1967). El vínculo entre el autor de los Comentarios reales (que desde su “Proemio al lector” instala el tono laudativo que presidirá su descripción del incario) y la primera utopía europea ha sido probado más allá de toda duda por Juan Durán Luzio (1976). Partiendo de la vigencia de la Utopía de Moro durante el siglo xvi, a través de sus muchas ediciones, Durán Luzio señala la traducción italiana de Venecia (1548) como el posible eslabón entre el Inca y Moro. Hay importantes puntos de contacto entre ambas obras; por ejemplo, la descripción de la existencia salvaje de las tribus andinas antes de la llegada de los incas es similar a la que hace Moro sobre la vida primitiva en la isla antes de que arribara a ella el fundador. En ambos casos se describe una sociedad perfecta basada en la razón y la

1. La utopía (1970: 18); citado por Flores Galindo (1986: 24).

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ley natural, en el trabajo y la propiedad comunal de la tierra. Moro ataca la noción de la propiedad privada; Garcilaso no se atreverá a tanto, pero elogia de manera entusiasta el sistema comunal andino de tenencia de la tierra. Hay un detalle revelador de la lectura que Garcilaso hiciera de la Utopía de Moro: en ésta, su autor se refiere a Amaurota, la capital utópica, como ombligo de la tierra; el Inca también nombrará al Cuzco como ombligo del Tahuantinsuyo. Y explica que Cuzco quiere decir ombligo, pero no es así: la palabra quechua para ombligo es pupu. Obviamente ha leído el paradigma de las utopías europeas. Garcilaso bebió en la fuente de Moro para andinizarla, es decir, para adaptarla a su propio mundo, lo que no deja de ser una forma de traducción, pero su obra también se convertirá en fuente para otras utopías. Así lo ve Iris Zavala en “El Inca Garcilaso en las utopías revolucionarias” (1992). Los Comentarios reales de Garcilaso influyen en la narrativa utópica del siglo xviii, en el discurso emancipatorio de Denis de Veiras d’Allais (1677-1679), Simon Tyssot de Patot (1710) y Morelly (1753). Los tres fueron lectores de Garcilaso y en sus escritos defendieron una sociedad con distribución equitativa de bienes, sin propiedad privada. En Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes, Flores Galindo afirma que el sentido utópico no es patrimonio único de la primera parte de los Comentarios reales, cuando su autor presenta la visión idealizada del Imperio incaico, sino de la obra en la integridad de sus dos partes. No es hasta llegar al final de la Historia general del Perú que podemos calibrar justamente la propuesta utópica del libro. Apunta el estudioso peruano: La historia tradicional ha querido ver en los Comentarios reales la conciliación armónica entre España y los Andes. ¿Es esta interpretación válida? El elogio al Tahuantinsuyo implica una crítica a los españoles, de manera velada e indirecta, pero efectiva. Los incas ejecutan conquistas pacíficas a diferencia de los europeos; respetaban las reglas de la sucesión legítima y no como Toledo que decapita a un monarca. La obra termina en realidad con la muerte de Túpac Amaru I: “Así acabó este Inca, legítimo heredero de aquel imperio por línea recta de varón desde el primer Inca Manco Cápac hasta él”. A buen entendedor pocas palabras; los españoles son usurpadores. Queda planteada la tesis de la restitución del im-

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perio a sus gobernantes legítimos. En 1609 y 1617, con la edición de la primera y segunda parte de los Comentarios reales termina2 el nacimiento de la utopía andina […] (Flores Galindo, 1986: 56-57).

Vale recordar que Daniel Valcárcel explica, en “Túpac Amaru y la prohibición de los Comentarios reales” (1961), cómo a casi dos siglos de distancia, Garcilaso logró influir en la sublevación del segundo Túpac Amaru, José Gabriel Condorcanqui. Hacia 1780, un grupo selecto de conspiradores, indios y mestizos cuzqueños, se fortalecían espiritualmente con la lectura de los Comentarios, que aquél fomentaba en sus reuniones. Enterado de ello, desde Aranjuez Carlos III prohibió y mandó a recoger los ejemplares existentes del libro como castigo por haber inspirado la revuelta, en un documento dirigido al virrey Jáuregui en 1782, uno de cuyos pasajes leía: “Ygualmente quiere el Rey que con la misma reserva procure Vuestra Excelencia recoger sagazmente la Historia del Ynga Garcilaso, donde han aprendido esos Naturales muchas cosas perjudiciales” (Valcárcel, 1961: 104-105). El peso político de los Comentarios reales para la realización de la utopía de la independencia fue justamente calibrado por el general San Martín, quien en 1814 reclamó en Córdoba, Argentina, su reedición (Miró Quesada, 1971: 222). Garcilaso inicia así la larga tradición de la utopía en el Perú, que incluye expresiones tan diversas como el levantamiento de 1742 de Juan Santos Atahualpa en la selva, la ya citada sublevación mestiza de José Gabriel Condorcanqui o Túpac Amaru II en 1780, el indigenismo de Mariátegui y Arguedas, y aun el movimiento clandestino contemporáneo del Sendero Luminoso.

2. Dice “termina”; de lo que infiero que dicho nacimiento comienza con la rebelión de Titu Cusi Yupanqui, abortada en 1567, y con la de Túpac Amaru, que acaba decapitado en 1572. Mazzotti señala que algunos mestizos ex condiscípulos del Inca participaron del anhelo de utopía: la rebelión a favor de Titu Cusi Yupanqui fue capitaneada por Juan Arias Maldonado, Pedro del Barco y don Carlos Inca (1996: 24, 27). A los primeros dos Garcilaso los menciona en la Historia general del Perú, aunque no alude a su participación en dicha sublevación (VIII, 17).

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2. Garcilaso, primer autor del ciclo de Inkarrí La utopía a la que alude Flores Galindo es la versión laica del mesianismo andino, pues supone la intervención humana en el proceso histórico. De acuerdo a Norman Cohn (1970), el mesianismo es un movimiento social que trasciende los límites del mundo occidental y que emerge en situaciones de crisis. Sobre todo, se activa como reacción a la invasión colonial, cuando el pueblo invadido busca una salvación que ha de ser colectiva, inminente, terrenal, total y sobrenatural. Con una fuerte dimensión ritual y mítica, e inseparable de la dualidad que divide el espacio en hanan y hurin, el mesianismo andino está ligado a la noción quechua de pachakuti o mundo al revés. Propone la inversión del orden, gracias a la gestión sobrenatural del Inca, y parte de una visión cíclica de la historia. Interesantemente, si bien los Comentarios reales abonaron el camino de la utopía andina, llegando a servir de lectura inflamatoria de ardor revolucionario durante la sublevación del segundo Túpac Amaru, también contienen el germen del mesianismo tradicional, cuya expresión se materializa en el ciclo del retorno del Inca rey. En 1993 Juan Ossio dedicó un libro al tema —Ideología mesiánica del mundo andino—, en el que incluye el trabajo pionero de José María Arguedas sobre el mito del retorno del Inca. Inkarrí —una contracción de la palabra quechua Inka y la palabra española rey— es la fusión mítica de los últimos Incas, a quienes los españoles ejecutaron públicamente. Atahualpa fue estrangulado por garrote vil y Túpac Amaru decapitado. La decapitación —lo sugiere Franklin Pease G. Y. (1973)— presentaba posibilidades mitológicas más ricas y por eso la historia se modificó: según la memoria colectiva andina, ambos Incas fueron decapitados. Y es que la imaginación hace posible que lo escindido vuelva a reconstituirse, permitiendo la expresión metafórica de la esperanza mesiánica. Tanto Arguedas como Óscar Núñez del Prado recogieron en la década del cincuenta las primeras manifestaciones conocidas de un mito que ya registra muchas versiones y cuya estructura común es la siguiente: los españoles decapitan al Inca, se entierra su cabeza, pero bajo tierra le está creciendo el cuerpo. Cuando el Inca recupere su integridad emergerá del subsuelo y volverá a reinar, restaurando así el tiempo primordial. Se trata de un mito del tipo universal que Mircea Elia-

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de nombrara como de regressus ad uterum, sobre la gestación anunciadora de un nuevo nacimiento (el Inca vuelve a la Pachamama o madre tierra, para emerger de ella triunfante); pero también hay que advertir en él la impronta andina en la alusión metafórica a la papa que crece bajo tierra y sustenta al pueblo andino. La primera versión publicada es la que recogiera y tradujera del quechua Arguedas en 1956, de Mateo Garriaso, cabecilla de la comunidad de Chaupi en el pueblo de Puquio, de la provincia de Lucanas en Ayacucho: Dicen que Inkarrí fue hijo de mujer salvaje. Su padre dicen que fue el Padre Sol. Aquella mujer salvaje parió a Inkarrí, que fue engendrado por el Padre Sol. El Rey Inka tuvo tres mujeres. La obra del Inka está en Aqnu. En la pampa de Qellqata está hirviendo el vino, la chicha y el aguardiente. Inkarrí arreó a las piedras con un azote, ordenándolas. Las arreó hacia las alturas, con un azote, ordenándolas. Después fundó una ciudad. Dicen que Qellqata pudo haber sido el Cuzco. Bueno. Después de cuanto he dicho, Inkarrí encerró al viento en el Osqonta, el grande. Y en el Osqonta pequeño amarró al Padre Sol, para que durara el tiempo, para que durara el día. A fin de que Inkarrí pudiera hacer lo que tenía que hacer. Después, cuando hubo amarrado al viento, arrojó una barreta de oro desde la cima de Osqonta, el grande. “Si podrá caber el Cuzco”, diciendo. No cupo en la pampa de Qellqata. La barreta se lanzó hacia dentro, “No quepo”, diciendo. Se mudó hasta el Cuzco. ¿Cuál será tan lejana distancia? Los de la generación viviente no lo sabemos. La antigua generación anterior a Atahualpa, la conocía. El Inka de los españoles apresó a Inkarrí, su igual. No sabemos dónde. Dicen que sólo la cabeza de Inkarrí existe. Desde la cabeza está creciendo hacia dentro; dicen que está creciendo hacia los pies. Entonces volverá, Inkarrí, cuando esté completo su cuerpo. No ha regresado hasta ahora. Ha de volver. Ha de volver a nosotros, si Dios da su asentimiento. Pero no sabemos, dicen, si Dios ha de convenir en que vuelva (Arguedas/Roel Pineda, 1973: 221).

Esta primera versión nos permite añadir al arquetipo del Inca, un híbrido entre Atahualpa y Túpac Amaru, un tercer componente: la figura mítica de Manco Cápac, que fundara el Cuzco por órdenes del padre Sol hincando una vara de oro en la tierra. Allí donde la

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vara se hundió (en el cerro Huanacauri) tuvo lugar la fundación de la capital del Tahuantinsuyo: la metáfora de legitimación del Imperio asume visos sexuales en la penetración de la madre tierra por el primer Inca, según lo narra Garcilaso en los Comentarios reales (I, 16). Pero quizá una de las versiones más hermosas del mito en cuestión sea la recogida en 1970 por Alejandro Ortiz Rescaniere en Chancaray, de boca de un pastor monolingüe quechua. Cito la traducción de Edmundo Bendezú: Yo soy indio puro, legítimo. En mi pueblo también son indios puros. Ustedes no son peruanos. Ustedes son de la familia de Pizarro. Yo soy Reyes, de la familia de Inkarrí. Hijo de Inkarrí, hijo de la Madre Luna, hijo del Padre Sol. Inkarrí amarró al sol para que dure más tiempo. También al toro lo amarró. Ese hombre era un buen hombre, hasta las piedras hacía caminar. A España lo mandaron llamar. Dicen que por eso, estuvo haciendo un puente en el agua del mar. Cuando todavía no había terminado el puente, Pizarro lo mató a causa del dinero. Ese Pizarro era el hombre de los puercos. A Inkarrí lo mató con sus armas, con sus balas. Inkarrí sólo tenía una honda. Le cortó la cabeza y la mandó a España. Su cuerpo se quedó en un pueblo peruano. Dicen que en España su cabeza está viviendo y la barba le está creciendo y cada mes se la afeita. Hoy no hay Inkarrí. Cuando se murió Inkarrí, llegó Jesucristo lleno de voluntad, poderoso del cielo. Jesucristo no quiso ni enterarse que Inkarrí está en la tierra. Cristo está en otro lugar, no se mete con nosotros. Jesucristo está sosteniendo el mundo en la mano como a una naranja. Cuando el mundo se voltee, dicen que Inkarrí volverá, entonces caminará como los hombres de los tiempos antiguos. Todos los hombres nos encontraremos entonces, los gentiles y los cristianos. Estas cosas las saben las cumbres y los cerros […] (Bendezú, 1980: 283).

En esta interesantísima versión, Inkarrí reaparece como deidad creadora del tiempo (amarra al sol para que dure el día) y del espacio (hace caminar a las piedras). Como tal, sólo puede ser vencido por otra deidad (Jesucristo), que no por un simple mortal y menos por un porquerizo oriundo de Trujillo como Pizarro. Otras versiones del mito insisten en esta visión cosmológica del conflicto histórico al oponer al héroe a un contraparte nombrado, simétricamente, Españarrí. Aunque buena parte del encanto de la versión que nos

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ocupa resida en el orgullo desafiante con el que el pastor asume su identidad racial, no nos engañemos: por monolingüe que sea, el informante es un aculturado. No podría ser de otra manera, tras más de cuatro siglos de colonización. De ahí que Jesucristo emerja en el mito con una especificidad iconográfica rotunda: al sostener con una mano al globo terráqueo, hace suyo el gesto de la imagen del Niño de Praga, cuyo culto comenzó a inicios del siglo xvii y que el pastor tuvo que haber visto en alguna estampita católica o en una de las iglesias de su entorno. Pero la versión recogida por Ortiz Rescaniere no deja de ser profundamente autóctona. No faltan en ella nociones imprescindibles de la tradición oral andina, como la del pachakuti o mundo al revés, que asoma en la frase “cuando el mundo se voltee”. También, en otra elusión (son elusiones más que alusiones, como en el caso del pachakuti, que no se nombra), tenemos la noción de mit’a o turno de trabajo andino, relativo al sistema tributario incaico, que exigía horas laborables más que productos concretos. La mit’a también remite al turno de trabajo en los pisos ecológicos distantes del centro de la comunidad o ayllu, como lo ha visto Murra (1975) en su interpretación del modelo de subsistencia andino (incluso preincaico) como archipiélago vertical. Recordando este legado, la memoria colectiva indígena rechaza la verdad de la derrota, sustituyéndola por la noción más consoladora de mit’a, que permite la esperanza del retorno del Inca rey tras el turno del dios invasor. Por último, al nombrar los cerros, sabedores de “estas cosas”, el pastor ha invocado aun otras deidades andinas, esta vez telúricas: los apus o wamanis, es decir, sus montañas tutelares. El mesianismo cuajó desde temprano en el mundo andino. Pues la conquista del Perú no duró un año ni dos: entre 1532, el año de la captura de Atahualpa, quien morirá al año siguiente por orden de Pizarro, y 1572, fecha de la muerte del primer Túpac Amaru, sentenciado por el virrey Toledo, hay cuarenta años de resistencia armada que termina con la toma de Vilcabamba, zona a la que se replegó el Estado neo-Inca. Las dificultades que enfrentaron los españoles para someter el inmenso territorio del Imperio incaico, entre las que no faltaron las guerras civiles entre los propios conquistadores, no pudieron menos que alentar en la población andina la esperanza de recuperar el orden tradicional. De ahí la proliferación

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de movimientos mesiánicos tras el fracaso de la resistencia armada, entre los que destaca el Taki Onqoy o “enfermedad de la danza”, que surgiera en 1565 con un fuerte rechazo de la aculturación. Mesianismo que en sus comienzos es una manifestación del culto a las huacas o deidades telúricas, pero que más tarde ha de ligarse al recuerdo del Inca, como en los casos de las sublevaciones de Juan Santos Atahualpa y de Túpac Amaru II, gestas utópicas que aún conservan elementos mesiánicos. Es precisamente en un contexto mesiánico que se inserta lo que en El retorno del Inca rey: mito y profecía en el mundo andino (1987) llamé el ciclo de Inkarrí. Pues la esperanza andina en la restauración del tiempo primordial está presente en múltiples expresiones que convierten la muerte histórica de Atahualpa —por garrote vil— en muerte mítica —por decapitación—. En el ciclo de Inkarrí —cuyo tema bien puede remontarse al siglo xvii, según Franklin Pease G. Y. (1973: 450)— no sólo tenemos los mitos orales recientes y un poema culto, la elegía quechua anónima por Atahualpa (Apu Inka Atawallpaman, probablemente de fines del siglo xviii), sino también los dramas rituales de la Tragedia del fin de Atahualpa, estudiados por Jesús Lara, Teodoro Meneses, Nathan Wachtel, Luis Millones, Jean-Philippe Husson y Manuel Burga, y cuya versión escrita más antigua —de 1871— es la de Chayanta, Bolivia. La fuerte tradición dramática del incario propició, tras la conquista, y con la influencia española del ciclo de la batalla de moros y cristianos, el surgimiento de estos dramas anónimos que aún se representan en Perú, Ecuador y Bolivia. Además, el ciclo de Inkarrí incluye textos visuales: me refiero a la pintura colonial y a dos dibujos de Guaman Poma, que en la Nueva coronica presentan dos escenas simétricas de decapitación: la de Atahualpa y la de Túpac Amaru. Ambos dibujos inciden en el ciclo de Inkarrí: el primero tranforma el garrote vil por decapitación, en un intento de asociar a Atahualpa al último líder de la resistencia incaica; el segundo otorga estatura mítica a Túpac Amaru, aclamado como héroe por su pueblo. Este dibujo es el que más nos interesa. Su espacio visual está dividido en dos, horizontalmente, por una línea. Lo que nos remite a la dualidad que rige la geografía mítica andina, según consta en el mito de la fundación del Cuzco de Garcilaso, y que divide el espacio en dos mitades: hanan (noción solar,

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masculina, de dominio) alude a lo alto, y hurin (noción lunar, femenina, de subordinación) apunta a lo bajo. En la parte superior podemos observar la muerte del Inca (justo en el espacio privilegiado de hanan, el de los conquistadores); en la inferior (en hurin, lugar de los vencidos) el pueblo andino llora —en quechua— su desolación por la muerte del Inca, en un tono claramente elegiaco: Ynca uana cauri maytam rinqui sapra aucanchiccho mana huchayocta concayquita cuchon (Inca Huanacauri, ¿a dónde te has ido? ¿Acaso nuestro enemigo barbado te ha cortado el cuello, siendo tú inocente?; mi traducción). Si dividimos el pasaje en versos, podemos leerlo como poema breve (una suerte de mini-elegía), ya que exhibe reiteraciones de carácter rítmico, fónico y acentual: Ynca uana cauri maytam rinqui sapra aucanchiccho mana huchayocta concayquita cuchon

Notemos, en primer lugar, que se trata de versos de seis sílabas, a excepción del segundo, que consta de cuatro. En segundo lugar, que exhibe rima asonante en “i” en los versos 1 y 2, y consonante en “cho” en los versos 3 y 5. En tercer lugar, que los acentos rítmicos coinciden en la quinta sílaba en los versos 1, 3, 4 y 5. Este hermoso textito, que convierte al dibujo en archivo visual de tradición oral andina, tiene el mérito de ser la primera expresión en quechua del dolor por la muerte del Inca que se conserva por escrito y, como tal, se constituye en precedente de la elegía por Atahualpa,3, varios de cuyos versos laten germinales en ella. Al describir en su Historia general del Perú la reacción de dolor del pueblo andino ante la muerte pública de Túpac Amaru en el Cuzco, el Inca habla en términos parecidos a los de la mini-elegía de

3. En el apéndice de este libro reproducimos, además de dos dibujos de Guaman Poma, la elegía en versión española, por su importancia en el contexto del mesianismo andino. Como se trata de un texto culto y tardío, su autor bien pudo nutrirse de los capítulos en que Garcilaso narra la pasión y muerte de Túpac Amaru, hacia el final de la Historia general del Perú.

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Guaman Poma, pero lo hace en castellano, sin reproducir el lamento en quechua: Con esto pasaron adelante los ministros de la justicia. A la entrada de la plaza salieron una gran banda de mujeres de todas las edades, algunas dellas de sangre real, y las demás mujeres e hijas de los caciques de la comarca de aquella ciudad, y con grandes voces y alaridos, y muchas lágrimas (que también las causaron en los religiosos y seculares españoles) le dijeron: “Inca, ¿por qué te llevan a cortar la cabeza? ¿Qué delitos, qué traiciones has hecho para merecer tal suerte? Pide a quien te la da que mande matarnos a todas, pues somos tuyas por sangre y naturaleza, que más contentas y dichosas iremos en tu compañía que quedar por siervas y esclavas de los que te matan”. Entonces temieron que hubiera algún alboroto en la ciudad, según el ruido, grita y vocerío que levantaron los que miraban la ejecución de aquella sentencia, tan no pensada ni imaginada por ellos. Pasaban de trescientas mil ánimas las que estaban en aquellas dos plazas, calles, ventanas y tejados para poderla ver (VIII, 19).

La evidencia textual nos lleva a inferir, a partir de la simetría retórica entre Apu Inka Atawallpaman, la mini-elegía de Guaman Poma y el testimonio de Garcilaso, que hay un discurso oral muy antiguo que subyace los tres textos. Y que la obra del Inca no sólo marca el nacimiento de la utopía andina, como insiste Flores Galindo, sino que también ofrece el germen más temprano —anterior en seis años a la Nueva coronica de Guaman Poma— del ciclo mesiánico de Inkarrí. De ahí que la culminación necesaria de los Comentarios reales esté en el final de la Historia general del Perú. Lo que le otorga una coherencia indiscutible a la obra, que abre y cierra con el tema incaico. Ya lo dijo Antonio Machado: “Se canta lo que se pierde”.

3. Pero los escudos no detienen la desolación: la armonía imposible de los Comentarios reales En 1994 el insigne peruanista Antonio Cornejo Polar —el primero en detenerse en el problema de la hibridez cultural de varios escritores andinos— llegaba a una conclusión difícil de eludir para el lector perspicaz: la armonía que persigue el Inca Garcilaso es una meta inalcanzable, imposible. Hemos visto que a primera vista la logra,

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gracias a su afán de simetría y de complementariedad, que otorga tiempo igual a partes polarizadas e irreductibles: el Imperio incaico y la conquista que lo destruyó; sin olvidar que, para crear la ilusión de la armonía, mucho lo ayuda su serenidad impertérrita. Ahora bien, pienso que ha llegado el momento de mirar el tapiz por el revés, para, como diría Sebastián Salazar Bondy en Lima la horrible, “mirar cara a cara el horror y denunciarlo” (1964: 11).4 En el caso del Inca, ese horror no es otro que el del desgarramiento de su psique. Porque no hay que confundir las estrategias protectoras de su escritura con la comodidad de estar en polos opuestos a la vez. Que viven dentro de sí, no lo olvidemos. Con uno de los epígrafes de este libro —me refiero a los versos memorables de Walt Whitman en Song of myself: “Do I contradict myself? / Very well, then I contradict myself. / (I am large. – I contain multitudes)”— quise aludir a la psique escindida de Garcilaso. Pero vale hacer una salvedad importante. Whitman hablaba gozoso de su propia pluralidad, como clave de su capacidad creativa. En el caso del Inca, se trata de contradicciones dolorosas que sufrió en propia carne, como mestizo de primera generación, en un continente recién descubierto. Si bien el legado de ambas culturas, cuajado en sus nociones curiosamente paralelas de tinku, concordia y ayni, le pudo haber servido de escudo protector para la más profunda de las heridas, la de la escisión de lealtades, sabemos que los escudos no detienen la desolación, como reza aquel antiguo cantar náhuatl que relata los avatares de la conquista.5 Y es que el mestizaje del Inca tiene más de agonía que de armonía. Su desgarramiento vital —ya notado por Durand— lo han estudiado, entre otros, Max Hernández, Antonio Cornejo Polar, Raquel Chang-Rodríguez y, recientemente, Ivonne Piazza de la Luz.

4. En 1957 Gabriel Celaya dijo lo mismo de otra manera, en unos potentes versos de “La poesía es un arma cargada de futuro”: “Cuando se miran de frente / los vertiginosos ojos claros de la muerte, / se dicen las verdades: / las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”. 5. En El reverso de la conquista (1964: 21), Miguel León-Portilla reproduce un fragmento de este “canto triste” del manuscrito anónimo de Tlatelolco, de 1528.

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Del primero hablaremos en breve. En cuanto a Chang-Rodríguez, ya hemos citado en el capítulo quinto un pasaje de su ensayo “Armonía y disyunción en La Florida del Inca”, en el que advierte la tensión que marca la obra del Inca, pues el ideal utópico choca con “los hechos mismos de la conquista sentidos como tragedia” (1982: 23). Como puntualiza la distinguida estudiosa, la historia de de Soto y sus expedicionarios tal y como la narra el Inca está repleta de señales que nos la hacen percibir como tragedia para actores europeos y americanos. No es por azar entonces que Garcilaso cierre su libro aparecido en 1605 con un capítulo donde detalla el “número de cristianos seglares y religiosos que en La Florida han muerto hasta el año de mil y quinientos sesenta y ocho”. Así tanto esta obra primeriza como la póstuma Historia general del Perú concluyen con una visión de muerte y destrucción perturbadora de la armonía también presentada por el autor. A su vez, el caos final evidente en ambas se convierte en el desmentido del heroísmo de las hazañas europeas en América –Túpac Amaru fue decapitado y de ahí la legitimidad del ostracismo real contra Francisco de Toledo; La Florida se perdió por ambiciones y discordias internas tanto como por la muerte de Hernando de Soto (1982: 22-23).

De esta tensión sobre la que habla Chang-Rodríguez, y que permea, como hemos visto, los Comentarios reales, vale ofrecer otros ejemplos en La Florida del Inca. Por una parte están las declaraciones de adhesión imperial, es decir, las exhortaciones del autor a intentar la conquista floridiana de nuevo: “se esfuerce España a la ganar y poblar”; “pretendiendo yo incitar y persuadir con la relación de esta historia a que los españoles ganen aquella tierra” (“Proemio al lector”); “porque mi principal intento en éste mi trabajo, que no me ha sido pequeño, no ha sido otro sino dar relación al Rey mi señor y a la república de España de lo que tan cerca de ella los mismos españoles tienen descubierto para que no dejen perder lo que sus antecesores trabajaron” (VI, 9);6 “deben los españoles de hoy más, por su propia honra y provecho, esforzarse a la conquista de este Imperio” (VI, 9). Por otra, los reiterados augurios de desgracia.

6. Como en el caso de los Comentarios reales, citamos La Florida ofreciendo el libro en números romanos y el capítulo en números arábigos.

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El primero de ellos fue la muerte del primer descubridor de La Florida, Juan Ponce de León, que “dejó su desdicha en herencia a los que después acá le han sucedido en la misma demanda” (I, 2). Los fracasos —“de aquel reino que tan infelice y costoso ha sido a todos los que a él han ido” (I, 4)— no tardaron en sucederse: dos intentos de Lucas Vásquez de Ayllón, los de Pánfilo de Narváez y fray Luis Cáncel Balbastro, y finalmente el de Hernando de Soto, que termina con la nota necrológica o epitafio colectivo del capítulo 22 del Libro VI. Si inolvidables son aquellas frases de los Comentarios que manifiestan pudorosamente el dolor de los vencidos, nos conmueven de igual manera pasajes de La Florida que, en su rotunda brevedad, cifran la tragedia de esta expedición, como aquél que dice: “No cesó el morir” (segunda parte del Libro V, capítulo 6). Por su parte, Antonio Cornejo Polar, en un ensayo imprescindible titulado “Las suturas homogeneizadoras: los discursos de la armonía imposible”,7 acepta que “Garcilaso imagina la condición mestiza en términos de conjunción y síntesis, aunque a veces no sin sobresaltos. A este efecto recurre a varias estrategias, desde la asimilación del neoplatonismo, filosofía en la que encontró una base conceptual especialmente apropiada para pensar y pensarse en función de una armónica convergencia de fuerzas disímiles y encontradas, hasta la certeza —no sin grietas— acerca del sentido providencial de la historia” (1994: 97).8 Con esto último se refiere a su visión teleológica de la historia, que siempre progresa, y que justifica la conquista de los incas porque toda cultura debe evolucionar hacia un estadio superior. Concurro con Cornejo, añadiendo, como ya lo hice en el capítulo sexto de este libro, otra vertiente en el horizonte cultural de nuestro autor: la del pensamiento andino, que entiende la plenitud a partir de sus nociones de tinku y complementarie-

7. De su libro Escribir en el aire: ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas (1994). 8. Max Hernández (1993: 168) abunda sobre el tema citando a Manuel Burga (1988), quien ha dicho que para Garcilaso la conquista fue una gesta religiosa “fatalmente determinada por signos premonitorios enviados por la providencia”. El mismo Garcilaso da fe de ello en la Historia general del Perú, al decir que los conquistadores fueron considerados “hijos de nuestro gran Dios Viracocha y mensajeros de Pachacámac” (I:44).

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dad conflictiva entre opuestos. Pero también me parece un acierto de ese gran pensador peruanista que fue Cornejo Polar la afirmación de que, pese a su voluntad de equilibrar fuerzas contrarias, hay una “irresuelta conflictividad” en la proclamada condición mestiza del Inca. Y, “como metáfora soterrada del fracaso de ese deseo de armonía” (1994: 97), propone un pasaje que ya hemos citado en capítulos anteriores: la descripción de la piedra agujereada de puntas de oro que, hallada en las minas de Callahuaya, fue admirada en el Cuzco en el año de 1556. Los españoles por “cosa maravillosa”, los indios por huaca: “admirable cosa”, sea linda o sea fea. Garcilaso, que entonces tenía diecisiete años, concluye que “yo la miraba con los unos y con los otros” (VIII:24). Continúa Cornejo Polar: “Entonces, como en muchas otras ocasiones, el discurso garcilasista deja constancia de lo indio y lo español pero inmediatamente insume a ambos, desconflictivizando su mutua alteridad, en una complaciente categoría totalizadora. En cierto sentido la producción verbal de la sinonimia disuelve la dualidad de las miradas que están en su origen” (1994: 98). Pero esta sinonimia (“cosa maravillosa” = “admirable cosa”) no es tal, aunque lo parezca. Porque, como lo nota Cornejo, el Inca ha borrado de este pasaje el significado sagrado de huaca, que en la conciencia indígena apunta “al asombroso misterio de la presencia divina en ciertos espacios sagrados del mundo. De este modo la convergencia homogeneizante que cuidadosamente se teje en el discurso explícito, como discurso de la armonía, se deshila en el subyacente, apenas implícito, donde lo vario y contradictorio, lo heterogéneo, reinstala su turbadora y amenazante hegemonía” (1994: 99). Hay más: si tomamos en cuenta, como nos sugiere Cornejo, la frase que abre el capítulo en el que se inserta el pasaje: “De la riqueza de oro y plata que en el Perú se saca, es buen testigo España”, y aun otra que afirma: “Decían los que entendían de minas que si no la sacaran de donde estaba, que por tiempo viniera a convertirse toda la piedra en oro”, podríamos colegir el sentido metafórico de la famosa piedra. En palabras del crítico: “Tal vez no sea demasiado audaz pensar que el texto narra sin proponérselo la historia (im) posible del incario figurada en la piedra-oro que se hubiera vuelto íntegramente áurea si la dejan donde y como estaba, al mismo tiempo que se lamenta —solapada elegía— por la ruptura de un proce-

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so que estaba transitando por espléndidas rutas hacia la edad de oro […]” (1994: 99). El pasaje revela la nostalgia de una unidad posible, áurea, que la historia destruyó: “Frente a esta unidad, esencial e impecable, la imagen de la armonía que trabajosamente construye el discurso mestizo del Inca se aprecia más como el doloroso e inútil remedio de una herida nunca curada que como la expresión de un gozoso sincretismo de lo plural” (1994: 99). Textos como éste — continúa— “corroen internamente la conciliación propiciada con esmero por la escritura del autor de dos estirpes” (1994: 100), por lo que no es casual que la segunda parte de los Comentarios, en vez de terminar con una imagen de síntesis y plenitud, concluya intencionalmente con una imagen inversa, la de la ejecución de Túpac Amaru. Cornejo cita la declaración de propósito de nuestro autor en el capítulo 19 del Libro VIII de la Historia general del Perú, comentando oportunamente, entre corchetes, una frase: el Inca quiso “contar a lo último de nuestra obra y trabajo lo más lastimero de todo lo que en nuestra tierra ha pasado y hemos escrito, porque en todo [y es precisión importantísima] sea tragedia” (1994: 100). Con el correr del tiempo, y contradiciendo el sentido trágico de la obra de Garcilaso, la élite letrada del Perú construyó, desde la primera década del siglo xx, la imagen oficial del Inca como “primer peruano”, símbolo de una nación que necesitaba conciliar sus dos vertientes en el ejemplo de un mestizo excepcional. Pero los garcilasistas se han encargado de desarticular el mito de la conciliación. Concluye así Cornejo: Raúl Porras Barrenechea, con su repetida frase acerca de Garcilaso como español en Indias, indio en España, intuyó certeramente el desgarrón incurable que cruzaba de parte a parte la vida y la obra de Garcilaso, pero creo que fue José Durand quien con mayor consistencia cuestionó la imagen idílica del Inca, como emblema de armónica plenitud, al subrayar la tragicidad esencial de la figura y el discurso garcilasistas: quiere el Inca glorificar a sus dos estirpes — dice—, pero la gloria que les dé se hallará empapada en amargura (1994: 100).9

9. Cornejo cita a Durand por su libro El Inca Garcilaso, clásico de América (1976: 23-24).

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Varios estudiosos del autor de los Comentarios reales han captado, con gran lucidez, el desgarrón incurable de la identidad del Inca. Así lo ve Ivonne Piazza en un hermoso ensayo titulado “Metáforas de una paradoja: Galeano y la crítica ante el Inca Garcilaso”.10 Comienza citando unas palabras del autor de Las venas abiertas de América Latina; se trata de un pasaje de la viñeta que éste dedica al Inca en su libro Memoria del fuego: los nacimientos: Con una mano, saluda la conquista, por ser obra de la Divina Providencia: los conquistadores, manos de Dios, han evangelizado al Nuevo Mundo y la tragedia ha pagado el precio de la salvación. Con la otra mano dice adiós al reino de los incas […], y lo evoca con nostalgias de paraíso. Una mano pertenece a su padre, capitán de Pizarro. La otra es de su madre, prima de Atahualpa […]. Como América, el Inca Garcilaso de la Vega […] vive desgarrado (1982: 206).

Partiendo de la visión de Garcilaso que propone Galeano, y que coincide con su imagen de América en el tríptico Memoria del fuego (una América plural: fecunda, mítica, utópica, desgarrada), Piazza aborda en su trabajo una visión similar de nuestro primer mestizo; que desmiente la frase de José de la Riva-Agüero en un ensayo de 1916: “En la personalidad del Inca se funden amorosamente incas y conquistadores”,11 y que matiza otras más recientes, de Mario Vargas Llosa, quien lo ve como “ciudadano sin bridas regionales”, porque es el primero en no ver “la menor incompatibilidad” entre un patriotismo indio y un patriotismo español (2009), y de Pupo-Walker, que afirma que “las ecuaciones históricas que Garcilaso establece […] estaban destinadas a unificar […] la historia del imperio incaico y la europea” (1982a). Así, Piazza toma nota de diversos críticos que ponen el acento en la escisión del Inca: José

10. Estudiante doctoral de la Universidad de Puerto Rico y ayudante de investigación de la autora de estas líneas, Piazza de la Luz presentó su trabajo como ponencia en la Fiesta de la Lengua de dicha institución el 23 de abril del 2009, y lo tiene en prensa en su Revista de Estudios Hispánicos. Todas las citas de este párrafo constan en su ensayo. 11. De ella se hará eco Porras Barrenechea, que también ha hablado del “abrazo fecundo del mestizaje”.

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Juan Arrom describe la condición dual del Inca cual jinete “a horcajadas entre dos culturas”, imagen que rebervera en otra de Raquel Chang-Rodríguez, quien lo ve “suspendido entre culturas disímiles que confluían en su ser” (1977). Julio Ortega ve en su escritura un terreno fértil “donde se cultivan los injertos, mezclas y trasplantes”, es decir, la diferencia (1988). Doris Sommer destaca la dualidad sin tregua del Inca al afirmar que teje y desteje entre dos culturas (1999); y José Antonio Mazzotti se fija en las voces alternas que subyacen su prosa, y que constituyen una escritura coral e “implican simultaneidad de posiciones […] que no son […] necesariamente armónicas” (1996). Cornejo Polar entiende que la armonía del Inca es “imposible”, y que su escritura va “suturando desgarraduras y soldando lo quebrado” (1994). El psicoanalista y escritor peruano Max Hernández señala que el Inca buscó “curarse” a través de la escritura”, que le permitió reconciliarse con los aspectos conflictivos de la historia de su país (1993). Y la autora de estas líneas ha propuesto que el mestizaje del Inca “tiene más de agonía que de armonía” (2005). Todas estas visiones coinciden en la desgarradura vital del Inca, pero, como sugiere poéticamente Piazza, también proponen a un Inca plural a través de metáforas sucesivas: jinete, tejedor, hortelano, músico, matemático, cirujano… A esta lista de metáforas quisiera añadir una más; esta vez sobre los Comentarios reales. Su estructura, que al abrirse en dos alas dedica la primera parte al linaje materno y la segunda al paterno, muchas veces me ha hecho pensar en la imagen emblemática de la ceiba cósmica de los códices indígenas mesoamericanos. Porque ambos son emblemas de la totalidad. El libro de Garcilaso espejea la escisión dual en hanan y hurin de la mandala cuatripartita de la geografía mítica incaica, que a su vez se corresponde con otra mandala semejante en su cuatripartición: la de los aztecas y los mayas. La ceiba cósmica toma en la imagen de los códices el lugar de eje central de los cuatro puntos cardinales, como el Cuzco —rodeado de las cuatro regiones del Imperio— lo hace en el Tahuantinsuyo. En el caso de los Comentarios reales, el eje central es su autor mestizo, que funge como tronco que lo sustenta y cuyo pasado incaico podría metaforizarse en las raíces del árbol, y la fronda en el presente de la conquista, que dará lugar al futuro fruto mestizo de la nación peruana. La metáfora que propongo del libro como árbol se apoya en la in-

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tención totalizadora de Garcilaso, que roza, al plasmar simbólicamente el universo incaico, el sentido de una mandala. Una metáfora mítica me lleva a otra, esta vez lírica, que ha de socavar la primera. Me refiero a la poderosa imagen visionaria del poeta español Miguel Hernández, el árbol de los imposibles.12 Con esta segunda metáfora arbórea quisiera nombrar la frustración del anhelo de armonía de nuestro Inca, anhelo que lo lleva a poner en pie de igualdad sus dos tradiciones: la oral, andina, y la culta, renacentista. No se trata, claro está, de una frustración rotunda, ya que la simetría y el tiempo igual que concede a sus dos linajes se logran plenamente en su libro dual, nimbado de serenidad. Pero tras los escudos protectores de la armonía hay un dolor auténtico, reconocible, que la prudencia del Inca sólo deja salir por fisuras (Cornejo Polar las llama grietas; también habla de un desgarrón incurable y de una herida nunca curada),13 y que apunta al fracaso de la esperanza utópica. Porque el anhelo de una identidad inequívoca es imposible en el contexto del coloniaje. Lo han visto los pensadores poscoloniales contemporáneos. Para entender el fenómeno multicultural, Edward Said, el pionero, pone el acento en la diferencia, acuñando el término de hibridización. En sus estudios sobre el mundo islámico, Said llama a la imposibilidad de acceder al centro de una totalidad cultural armónica, mimicry of the centre o mimetismo del centro; no se nos escapa que la noción de mímesis parte del artificio (1985). Para Homi Bhabha, la identidad del hombre colonial es una identidad fluctuante, ambivalente (1993), que habita —aboliendo los límites de una con-

12. La imagen aparece en el Cancionero y romancero de ausencias (19391941), en el poema carcelario “Eterna sombra”. El poeta aspira a la luz, metáfora de la libertad, pero vive preso de la oscuridad: “Sólo la sombra. Sin rastro. Sin cielo. / Seres. Volúmenes. Cuerpos tangibles / dentro del aire que no tiene vuelo, / dentro del árbol de los imposibles”. Se trata de una hermosísima metáfora de frustración. 13. Mazzotti retoma las metáforas de grietas y desgarramiento: “Nuestro mestizo colonial […] no es de ninguna manera tan atómico […]. Por el contrario, es suficientemente tómico, divisible, como para ver en él las grietas que en la conjunción proyectiva de culturas se tornan muestras de un desgarramiento solucionado sólo a medias y a fuerza de absoluta novedad” (1996: 353).

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cepción binaria del mundo— un tercer espacio.14 En una entrevista de 1995, Bhabha explica este último concepto ofreciendo el ejemplo de unos campesinos del norte de la India, que, al recibir la visita de catequistas, aceptan el cristianismo. Pero con una condición: la garantía de que el libro de Dios no fuera escrito por hombres carnívoros. Con la opción de una Biblia vegetariana, lo binario cede al tercer espacio. Porque la negociación de cualquier tensión o conflicto, según Bhabha, nunca puede ser ni binaria ni total. Por su parte, Roger du Bois habla de la doble conciencia que desarrolla el hombre en una situación subordinada, como la de los negros en Estados Unidos (1994). Voces desgarradas, llama Luce López-Baralt, desde los estudios siglodeoristas, a las de los moriscos españoles (2009) que vivieron el islam clandestinamente en la España de los Reyes Católicos y de la Contrarreforma. Dichos moriscos, tan españoles como los hebreos y los cristiano-viejos, escribieron en castellano, pero con caracteres árabes, su experiencia de la destrucción de un mundo (1985-1989). Crónica dolorosa que ha llegado a nosotros a través de sus manuscritos aljamiados, escondidos durante siglos en las paredes de sus propias casas. Pienso que este contexto nos ayuda a entender mejor la herida nunca curada de la que habla Cornejo Polar en el caso del Inca. Pues en el mundo andino, los escritores coloniales, indígenas o mestizos, también evidencian la condición intersticial de la que hablan los citados estudiosos. En este sentido se hermanan Guaman Poma y Garcilaso, coetáneos, cronistas, contestatarios y de sangre indígena. Pero pese a estos puntos de convergencia entre ambos, el caso del Inca es muy distinto al del autor de la Nueva coronica i buen gobierno, cuya denuncia de los abusos de la colonización vociferó maldiciones e insultos, algunos de los cuales no dejan de tener un inolvidable humor negro: llama a los españoles y españolas “putas y putos, borrachos

14. Carpentier emplea una frase parecida para nombrar la novedad y la diferencia de lo americano frente a la cultura europea. En un ensayo de 1964, “Problemática de la actual novela latinoamericana”, el autor de El reino de este mundo, tan aficionado a la arquitectura, aborda la ciudad de La Habana como emblema del barroco precisamente por su descarado mestizaje de estilos: “Nuestras ciudades no tienen estilo. Y sin embargo empezamos a descubrir ahora que tienen lo que podríamos llamar un tercer estilo: el estilo de las cosas que no tienen estilo” (1976: 16).

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y borrachas”, y declara, asumiendo el antisemitismo de la España de la Contrarreforma, que el caos colonial es lo “propio de los españoles: pulperos, mercachifles, jastres, sapateros, pasteleros, panaderos, se llaman don y doña. ¡Los judíos y los moros tienen don mundo al rreués!” (1980: 409 [411]). Pero si bien Guaman Poma pierde los estribos sin temor a la procacidad, también se queja con un conmovedor lirismo, como cuando dice y reitera, escribirlo es llorar. Incapaz de estridencias, Garcilaso también llora, pero por dentro. Por ello quisiera dibujar el campo semántico del dolor del Inca convocando pasajes significativos de los Comentarios reales.15 Dolor por su conflictiva identidad bipolar, por la escisión de lealtades, por su oblicuo repudio de la conquista (lo que evidencia un singular fenómeno de antiimperialismo avant la lettre). Se trata en ocasiones de mensajes subliminales o estrategias protectoras que encubren lo que verdaderamente siente: la entrelínea, la ironía, lo apenas esbozado, lo pronunciado brevemente, o casi de manera involuntaria, como quien deja caer al aire un suspiro (ya Durand nos había advertido de la importancia de los silencios en Garcilaso). A veces el dolor se nombra como tal; otras, emerge como queja, protesta, denuncia. Y en no pocos momentos podemos inferirlo de la rotunda afirmación de su identidad incaica. Propongo a continuación algunos pasajes; en las citas destaco en itálicas lo más significativo: - El Inca se define “como natural de la ciudad del Cuzco” y declara que escribe “forzado del amor natural de la patria” (“Proemio al lector”). La reiteración de la voz natural comunica al lector que su autoctonía es parte esencial de su identidad. - Hablando del quechua, dice “que cierto es lástima que se pierda y corrompa, siendo una lengua tan galana” (Advertencias acerca de la lengua general de los indios del Perú). - Sobre el nombre Perú, que proviene de la confusión entre el nombre de un indio (Berú, indígena yunga que avistó a los primeros españoles navegando las costas del Perú hacia 1513) y el de un río (Pelú), dice el Inca que los cristianos corrompieron ambos nombres, “como corrompen los españoles casi todos los vocablos que toman del lengua de los indios de aquella tierra” (I, 4). 15. El dolor culminará en intensidad al final de la segunda parte de los Comentarios, es decir, de la Historia general del Perú. Pero eso ya lo veremos más adelante.

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- “Y por haber sido impuesto acaso [el nombre Perú], los indios naturales del Perú, aunque ha setenta y dos años que se conquistó, no toman este nombre en boca” (I, 5). El sentimiento de asco late claramente tras estas palabras, y no hay duda de que el Inca hace suyo este repudio, aunque no tenga más remedio que emplear el nombre. Sobre lo arriba dicho, afirma Garcilaso: “yo, como indio inca, doy fe de ello” (I, 5). - Sobre los papeles del cronista Blas Valera, dice el Inca: “mas por la desdicha de aquella mi tierra, que no mereció que su república quedara escrita de tal mano, se perdieron sus papeles en la ruina y saco de Cádiz […]” (I, 6). Al citar a Valera, el Inca advierte sobre sus palabras: “yo como indio [las] traduje en mi tosco romance” (I, 6). - Insiste Garcilaso en el repudio indígena del nombre Perú: “nombre puesto acaso y no propio, y por tanto de los indios no conocido, antes, por ser bárbaro, tan aborrecido que ninguno de ellos lo quiere usar” (I, 6). - “Al discreto lector suplico reciba mi ánimo, que es de darle gusto y contento, aunque las fuerzas ni el habilidad de un indio nacido entre indios y criado entre armas y caballos no puedan llegar allá” (I, 9). - “[…] yo protesto decir llanamente la relación que mamé en la leche y la que después acá he habido, pedida a los propios míos, y prometo que la afición de ellos no sea parte para dejar de decir la verdad del hecho, sin quitar de lo malo ni añadir a lo bueno que tuvieron, que bien sé que la gentilidad es un mar de errores […]” (I, 19). - Al recordar las visitas que sus parientes indígenas hacían a la casa materna, Garcilaso dice: “De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas del presente, lloraban sus reyes muertos, enajenado su Imperio y acabada su república, etc. Éstas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: ‘Trocósenos el reinar en vasallaje’, etc.” (I, 15). - “Esta larga relación del origen de sus reyes me dio aquel Inca, tío de mi madre [se refiere al Inca viejo], a quien yo se la pedí, la cual yo he procurado traducir fielmente de mi lengua materna, que es la del Inca, en la ajena, que es la castellana, aunque no la he escrito con la majestad de palabras con que el Inca habló ni con toda la significación de las que de aquel lenguaje tienen, que por ser tan significativo, pudiera haberse entendido mucho más de lo que se ha hecho” (I, 17). - El Inca asume el tono del Inca viejo: “Demás de esto, en todo lo que de esta república, antes destruida que conocida, dijere, será contando llanamente lo que en su antigüedad tuvo de su idolatría, ritos, sacrificios y ceremonias, y en su gobierno, leyes y costumbres, en paz y en guerra....” (I:19).

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- Sobre la “maravillosa” fortaleza del valle de Huarcu, construida por los incas en memoria de su victoria sobre los yungas, dice Garcilaso: “La cual, así por su edificio como por el lugar donde estaba, que la mar batía en ella, merecía que la dejaran vivir lo que pudiera, que, según estaba obrada, viviera por sí muchos siglos sin que la repararan. Cuando yo pasé por allí, el año de sesenta, todavía mostraba lo que fue, para más lastimar a los que la miraban” (VI, 19). - Dice el Inca: “Los españoles, como extranjeros, no han hecho caso de semejantes grandezas [se refiere a la admirable acequia que atraviesa Cuntisuyu de norte a sur, recorriendo más de 150 leguas de extensión], ni para sustentarlas ni para estimarlas, ni aún para haber hecho mención de ellas en sus historias; antes parece que a sabiendas, o con sobra de descuido, que es lo más cierto, han permitido que se pierdan todas” (V, 24). - “Esto es lo que se pudo saber de las hazañas del Inca Viracocha; las demás cosas más menudas de hechos y dichos de este famoso Rey no se saben en particular, por lo cual es lástima que, por falta de letras, muriesen y se enterrasen con ellos mismos las hazañas de hombres tan valerosos” (V, 29). - Hablando de quiénes serán más importantes, si los guerreadores o los escritores, dice el Inca: “Ambas partes tienen mucho que alegar, cada una en su favor; dejarlas hemos, por decir la desdicha de nuestra patria, que aunque tuvo hijos esclarecidos en armas y de gran juicio y entendimiento, y muy hábiles y capaces para las ciencias, porque no tuvieron letras no dejaron memoria de sus grandes hazañas y agudas sentencias, y así perecieron ellas y ellos juntamente con su república. Sólo quedaron algunos de sus hechos y dichos, encomendados a una tradición flaca y miserable enseñanza de palabra, de padres a hijos, la cual también se ha perdido con la entrada de nueva gente y trueque de señorío y gobierno ajeno, como suele acaecer siempre que se pierden y truecan los imperios” (VII, 8).

Hay pasajes sobre las guerras de expansión del Imperio incaico que revelan, muy posiblemente malgré lui, un antiimperialismo críptico, alertando al lector de que muy bien podrían aplicarse a la conquista española del Perú. Porque es difícil pensar que Garcilaso tuviera el convencimiento de la codicia imperial de los Incas, a los que tanto alaba, y no se diera cuenta de que el imperio español hacía otro tanto. Como dice el refrán, “Al que le caiga el sayo, que se lo ponga”. Aquí varios pasajes al respecto: - El Inca afirma que el principal blasón u orgullo que los Incas tuvieron fue el de “llamar y traer gente bárbara a su vana religión, y

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con el título de su idolatría encubrían su ambición y codicia de ensanchar su reino” (III, 1); y también, repitiendo casi verbatim la frase subrayada, que “de día a día crecía a estos incas la codicia y ambición de aumentar su reino” (III, 5). - El Inca Viracocha había acrecentado su imperio hasta los términos posibles de oriente, poniente y mediodía: “Y por estas tres partes ya no había qué conquistar, porque por la una parte le atajaba la mar y por la otra las nieves y grandes montañas de los Antis y al sur le atajaban los desiertos que hay entre el Perú y el reino de Chile. Mas con todo eso, como el reinar sea insaciable, le nacieron nuevos cuidados de la parte de Chinchasuyu, que es el norte: deseó aumentar su Imperio lo que pudiese por aquella banda” (V, 24). - El Inca describe la reacción de las etnias de Collasuyu ante la invasión incaica: “Los naturales se alteraron grandemente, y los capitanes, mozos y belicosos, tomaron las armas con mucho furor, diciendo que era cosa muy rigurosa y extraña negar sus dioses naturales y adorar al ajeno, repudiar sus leyes y costumbres y sujetarse a las del Inca, que quitaba las tierras a los vasallos y les imponía pechos y tributos y hasta servirse de ellos como de esclavos, lo cual no era de sufrir ni se debía recibir en ninguna manera, sino morir todos defendiendo sus dioses, su patria y su libertad” (IV, 17). Éste y los próximos —sobre las regiones de Chincha y Pachacámac— son discursos que de una modernidad sorprendente, que emocionan al lector de hoy. - “Los de Chincha, confiados en la mucha gente que tenían, quisieron bravear; dijeron que ni querían al Inca por su Rey ni al Sol por su Dios; que ellos tenían Dios a quien que adorar y Rey a quien servir; que su dios en común era la mar, que como todos lo veían, era mayor cosa que el Sol y tenía mucho pescado que les dar; y que el Sol no les hacía beneficio alguno, antes los ofendía con su demasiado calor; que su tierra era caliente y no habían menester al Sol; que los de la sierra, que vivían en tierras frías, le adorasen, pues tenían necesidad de él. Y cuanto al Rey, dijeron que ellos le tenían natural, de su mismo linaje, que no lo querían extranjero, aunque fuese hijo del Sol, que ni habían menester al Sol ni a sus hijos tampoco; y que no tenían necesidad de que los apercibiesen para las armas, que quien los buscase los hallaría siempre bien apercibidos para defender su tierra, su libertad y sus dioses, particularmente a un dios llamado Chincha Cámac, que era hacedor y sustentador de Chincha […]” (VI, 17). El pasaje tiene su nota de humor, al explicar que cada cultura tiene un dios conveniente a su geografía y ecología. - “Si a esta vana creencia de los indios [que los conquistadores fueron enviados por el dios Viracocha para librarlos de la tiranía de Atahualpa] correspondieran los españoles con decirles que el verdadero Dios los había enviado para sacarlos de las tiranías del demo-

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nio, que eran mayores que las de Atahuallpa, y les predicaran el Santo Evangelio con el ejemplo que la doctrina pide, no hay duda sino que hicieran grandísimo fruto. Pero pasó todo tan diferente, como sus mismas historias lo cuentan, a que me remito, que no me es lícito decirlo: dirán que, por ser indio hablo apasionadamente. Aunque es verdad que no se deben culpar todos, que los más hicieron oficio de buenos cristianos; pero entre gente tan simple como eran aquellos gentiles, destruía más un malo que edificaban cien buenos” (V, 21). - El señor Cuismancu, del valle de Pachacámac, también se opone a la invasión, diciendo a los mensajeros del Inca que “no tenían necesidad sus vasallos de otro señor”, “que no tenían necesidad de otras leyes”, “y que no querían repudiar a sus dioses”, porque adoraban a Pachacámac, a Rímac y a la Mamacocha, “que era la mar, porque los mantenía con su pescado”, “que les bastaban los dioses que tenían, que no querían otros, y al Sol menos, porque no había menester más calor del que su tierra les daba; que suplicaban al Inca o le requerían que los dejase libres, pues no tenían necesidad de su Imperio” (VI, 31).

Los pasajes hasta aquí citados declaran de manera contundente el fracaso de la utopía anhelada del Inca. Pero vale aclarar el sentido que le doy a la palabra. En “El Inca y la utopía andina” me refería la utopía incaica, un constructo verbal de nuestro autor, que presenta en los Comentarios reales un imperio monumental y guerrero a partir de un idealismo hiperbólico. Idealismo que cuaja en el elocuente epíteto del primer Inca, el mítico Manco Cápac: Huacchacúyac, es decir, amador y bienhechor de pobres (I, 24).16 El incario llega a su fin con la derrota de Túpac Amaru, cuya rebelión constituye tan sólo un eslabón de la larga cadena de esperanza utópica en los Andes. Esperanza que late tras las múltiples manifestaciones del ciclo de Inkarrí, a partir de la promesa del retorno del Inca rey. En el título del presente capítulo —“El árbol de los imposibles: las fisuras de la utopía”—, la palabra adquiere un sentido más amplio; pues alude también a la mirada benevolente que de la conquista española ofrecen los Comentarios reales, desde su visión teleológica de la historia. El Inca la justifica porque viene a llenar las dos carencias del incario: la escritura y la fe católica, y convierte en arqueti-

16. Según el Inca, la ley de Manco Cápac imponía conquistar “con halagos y regalos, que no con armas y sangre” (VIII, 4). Túpac Inca Yupanqui la hace suya, por lo que ordenó a sus ejércitos a conquistar “con la paz y amistad”, que no “a fuego y sangre” (VIII, 1).

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po de los conquistadores a su propio padre, al que reverencia insistentemente con el epíteto de mi señor. Esta mirada benevolente culminará en la apología épica de la Historia general del Perú. Sin embargo, estamos ante un fracaso por partida doble. La utopía incaica acaba con la muerte de Túpac Amaru, que supone el fin del Imperio. Garcilaso narra, en la segunda parte de sus Comentarios reales y estremecido de dolor, la decapitación de aquel “legítimo heredero de aquel Imperio por línea recta de varón”, y deja, con cálculo premeditado, como ya vimos, el amargo relato para el final de la Historia general del Perú. Mientras, la gesta de los vencedores, utópicamente narrada por Garcilaso, con su padre como héroe, tiene hondas fisuras: las guerras civiles entre los conquistadores, las traiciones a la Corona y el resentimiento del hijo hacia el capitán, que el Inca ha tratado de disimular: con su serenidad y con las estrategias protectoras de la concordia renacentista y los valores andinos del tinku y el ayni.

4. La escritura como intento de suturar heridas: orfandad y desdoblamientos Pero más allá de las estrategias protectoras, también hay que contar con las grandes dotes que tiene el Inca como escritor y que comenzamos a calibrar en el capítulo quinto. Lleva razón Max Hernández al proponer, en un libro pionero que constituye la primera indagación psicoanalítica en la vida y la obra de nuestro autor (Memoria del bien perdido: conflicto, identidad y nostalgia en el Inca Garcilaso de la Vega, 1993), que la escritura es la mejor forma de suturar los desgarrones del coloniaje; es decir, la herida nunca curada de la que hablaba Cornejo Polar. Y es que la palabra escrita le sirve a nuestro autor tanto para encubrir sus sentimientos como para dejarlos escapar a cuentagotas y como quien no quiere la cosa. Basta con recordar la estampa de los espárragos, en la que el hijo —convertido en siervo del padre17— queda excluido del improvisado banquete. El

17. En la segunda parte de los Comentarios, la Historia general del Perú, la distancia de una generalización que evade la primera persona le sirve al Inca

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Inca no hace sino contar los hechos, escuetamente. Pero su silencio es más que elocuente, y como ya dijimos, la palabra aunque es el índice del malestar emocional que siente: Cocidos los espárragos, trajeron aceite y vinagre, y Garcilaso, mi señor, repartió por su mano los dos más largos, dando a cada uno de los de la mesa un bocado, y tomó para sí el tercero, diciendo que le perdonasen, que por ser cosa de España, quería ser aventajado por aquella vez. De esta manera se comieron los espárragos con más regocijo y fiesta que si fuera el ave fénix, y aunque yo serví a la mesa e hice traer todos los adherentes, no me cupo cosa alguna (IX, 30).

El episodio tiene su miga, pues la frustración del muchacho obedece a más de un motivo. Los más obvios son, más allá de la curiosidad natural de querer probar un manjar desconocido, el filial (no

para expresar una dura crítica al padre, al decir que pocos conquistadores se casaron con indias en su tierra para legitimar a los hijos mestizos, y que aquellos que teniéndolos se casaban con españolas, exponían a sus hijos a ser tenidos “por criados y esclavos” de las esposas (II, 1). Hay otro episodio en el que figura el padre del Inca a la mesa en su casa cuzqueña, en tiempos de la revuelta de Francisco Hernández Girón (entre 1553 y 1554). Cuenta el Inca: “sentado Garcilaso, mi señor, a su mesa, para comer con otros diez y ocho o veinte soldados que siempre comían con él, que todos los vecinos de aquel Imperio, cada cual conforme a su posibilidad, cuando había guerra hacían lo mismo […]” (Historia general del Perú, VII, 28). Interrumpo el relato aquí, que con lo citado basta para señalar que evidentemente, su hijo mestizo, que tendría por aquel entonces catorce o quince años, no estaba sentado con ellos, y que probablemente les servía a todos, como en el caso del cuento de los espárragos. Digo esto por dos detalles elocuentes: “sentado Garcilaso, mi señor, a su mesa” (mis itálicas). En el citado libro hallamos aun otra escena en la que el joven mestizo no tiene lugar en una mesa. Se trata de una boda solemne que se celebró en el Cuzco en 1553: “Yo fui a la boda casi a fin de la cena, para volverme con mi padre y con mi madrastra, que estaban en ella. Y entrando por la sala, fui hasta la cabecera de la mesa, donde estaba el Corregidor [que ya no era su padre] sentado. El cual, por ser caballero tan principal y tan cortesano (aunque yo era muchacho, que andaba en los catorce años), echó de ver en mí, y me llamó que me acercase a él y me dijo: ‘No hay silla en que os sentéis: arrimáos a ésta donde yo estoy; alcanzad de estas suplicaciones y clarea, que es fruta de muchachos’” (VII, 2). Obviamente, sí habría sillas para que se sentaran el capitán Garcilaso y su esposa, Luisa Martel.

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es reconocido como hijo) y el social (se le trata como a un sirviente). Pero hay una dimensión sexual latente en el relato: la verdura codiciada no es otra que el espárrago, indudable símbolo fálico. Según lo cuenta el Inca, “los espárragos eran hermosísimos; los dos eran gruesos como los dedos de la mano y largos demás de una tercia; el tercero era más grueso y más corto”. En un show of force apabullante, el capitán se apodera de éste, y comparte el resto sólo en pedacitos con sus invitados, “siete u ocho caballeros”, españoles todos. Como sacerdote en misa, ofrece a sus amigos bocados del manjar sagrado (“por ser cosa de España”) que cifra la virilidad vencedora y afirma su autoridad (“quería ser aventajado por aquella vez”), quedándose con el espárrago más grueso, completo. El adolescente mestizo (tenía catorce años) queda instantáneamente emasculado por la masculinidad suprema del padre, sacerdote oficiante de esta comunión fálica y blasfema que hermana a los conquistadores en una cofradía sexual y étnica de poder, vedada a la otredad. No sólo emasculado, sino feminizado, como varón que no ha llegado a la adultez, y como miembro de la raza vencida que sirve en tareas domésticas.18 Era imposible, desde luego, que el muchacho olvidara un incidente que para esta lectora supone, por su dolorosa intensidad y el carácter emblemático que le otorga su polisemia, la escena primaria19 del dolor en la niñez del Inca. En otro pasaje ya citado, que relata cómo alcanzó el niño Garcilaso, a sus once años, a ver por primera vez bueyes en el Cuzco, tenemos evidencia del maltrato físico al que sometía al niño mestizo su padre conquistador. Garcilaso lo narra como si nada, desestimando

18. Margarita Zamora ha descrito, con certera perspicacia, las tres estrategias que suelen emplear los imperios para reducir moralmente a los vencidos y justificar su conquista y explotación: animalización, infantilización y feminización (1988). Tenemos un buen ejemplo de ello tanto en la Carta del Descubrimiento como en los apuntes del primer viaje de Colón, cuando el Almirante describe a los aborígenes antillanos: llevan “los cabellos largos como mujeres”; se conforman con cuentecitas de vidrio y cascabeles, como niños; y, como animales, van desnudos y hay que enseñarlos a hablar (Colón, 1982: 30, 31,145). 19. Empleo la frase en un sentido lato, pues no se trata del primer recuerdo del Inca, sino del primero en el que manifiesta su incomodidad psíquica. Max Hernández (1993) propone otro episodio como la escena primaria de la niñez del Inca. Más sobre esta noción psicoanalítica en breve.

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la importancia del castigo recibido, porque también lo había sufrido de manos de su maestro de escuela: “Acuérdome bien de todo esto, porque la fiesta de los bueyes me costó docenas de azotes: los unos me los dio mi padre, porque no fui a la escuela; los otros me dio el maestro, porque falté de ella” (IX, 17). Pero el curioso lector no deja de tomar nota y recuerda muy bien cómo, en la Historia general del Perú, Aguirre, ufano de su condición de hidalgo, arriesgó su vida precisamente por rechazar la ignominia de los azotes, en el cuento que examinamos en el capítulo quinto. A Garcilaso, sin embargo, como hijo natural y mestizo, socialmente se le reconoce como siervo y puede ser azotado. Volviendo a la frase “Acuérdome bien de todo esto”, cabe pensar que se trata de un indicador elocuente del mal rato que pasó el muchacho, quien pudo recordar a los primeros bueyes del Cuzco precisamente por los azotes recibidos.20 Ahora bien, cabe señalar que, contrario a la escena de los espárragos narrada con la inmediatez del detalle, en el pasaje referente a los azotes Garcilaso bloquea en buena medida el recuerdo, pues no lo cuenta, sino que tan sólo lo nombra. De todas formas ambos episodios dejan clara constancia de un resentimiento que se graba vivamente en la imaginación del lector, en tanto el Inca no lo atenúa ni con una sola escena de complicidad y cariño con el padre. Y aquí nos tenemos que detener en la creación de un personaje inolvidable, co-protagonista —con el mismo autor— de los Comentarios reales. Me refiero al Inca viejo,21 en mi opinión, uno de los grandes aciertos del libro, pues —más allá de ser una posible fuente de tradición oral— le sirve al Inca de espejo, desdoblamiento, proyección, catarsis y sublimación; y que constituye, en tanto su álter

20. Mi interpretación difiere de la de Max Hernández (1993), quien entiende que los azotes fueron el resultado de la importancia que tenía para el padre de Garcilaso la escolarización del hijo. 21. Mazzotti pone en duda su existencia, al decir del Inca viejo: “Pero nada nos permite asegurar que tal personaje existió […]. Podría hasta argüirse que su aparición en la obra obedece a un recurso narrativo usual en la prosa de ficción de la época […] real o no, la existencia de Cusi Huallpa [el Inca viejo] importa sólo dentro del texto por la unidad que su relato ofrece entre la magnitud de los hechos relatados y un estilo que establece un tipo de narración formulaica y al mismo tiempo polifónica” (1996: 104).

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ego, la sorprendente instancia literaria de la dualidad que caracteriza al Inca, cuya biculturalidad ha sido el hilo conductor de nuestro trabajo. Es tan importante el personaje que, junto al autor, participa del alpha y del omega de la primera parte de la obra magna de Garcilaso. Los hallamos juntos por primera vez en el Libro I (capítulo 15) y por última en el libro final, el IX, en el capítulo 39: el penúltimo. Y desde luego, en los capítulos que narran las historias de los reyes incas, escuchamos siempre su voz. No es de extrañar, pues el Inca lo trata como depositario de la tradición oral incaica. Pero veamos cómo Garcilaso pone en su boca cosas que él no tomaría en la suya. Y en sus ojos las lágrimas que no quiere derramar. Al contar las hazañas del primer Inca, Manco Cápac, el Inca viejo dice: En este distrito mandó poblar nuestro Inca más de cien pueblos […]. Éstos fueron los primeros principios que ésta nuestra ciudad tuvo para haberse fundado y poblado como la ves. Éstos mismos fueron los que tuvo este nuestro grande, rico y famoso Imperio que tu padre y sus compañeros nos quitaron. Éstos fueron nuestros primeros incas y reyes, que vinieron en los primeros siglos del mundo, de los cuales descienden los demás reyes que hemos tenido, y de éstos mismos descendemos todos nosotros […]. Creo que te he dado más larga cuenta de lo que me la pediste y respondido ante mis preguntas, y por no hacerte llorar no he recitado esta historia con lágrimas de sangre, derramadas por los ojos, como las derramo por el corazón, del dolor que siento de ver nuestros incas acabados y nuestro Imperio perdido (I, 17; mis itálicas).

Después de palabras tan conmovedoras, el tono cambia radicalmente. El Inca asume una actitud de indiferencia, enmascarándose en la distancia de la tercera persona: “Esta larga relación del origen de sus reyes me dio aquel Inca […]” (mis itálicas). Y explica que no pudo reproducirla en toda su majestad, pero que “Antes la he acortado, quitando algunas cosas que pudieran hacerla odiosa” (I, 17). La noción de quitarles el imperio, que equivale, evidentemente, a robarlo, vuelve a aparecer al final del libro en boca del mismo Inca viejo, cuando alude a las palabras de Huayna Cápac, quien, recordando una antigua profecía, instó a sus parientes y curacas a aceptar la sujeción de la nueva gente que habría de venir a gobernarlos: “Estas palabras que nuestro Inca nos dijo, que fueron las últimas

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que nos habló, fueron más poderosas para nos sujetar y quitar nuestro Imperio que no las armas que tu padre y sus compañeros trajeron a esta tierra” (IX, 15; mis itálicas). En el mismo pasaje, el Inca viejo justifica la conquista como obediencia de los incas a un mandato de Huayna Cápac, lo que parece exonerar a los conquistadores de toda culpa. Pero la denuncia de la conquista late en ambas citas, pues no abandona el tío del Inca la palabra clave, quitar. Al final del capítulo quinto de nuestro libro, en que quisimos acercarnos a la psique de Garcilaso a partir de su yo biográfico, habíamos dejado en suspenso comentar el tercer hallazgo que nos había deparado recorrer el Cuzco junto a nuestro Inca flâneur. Es hora de retomar el hilo interrumpido, volviendo a su último encuentro con su mentor, precisamente en la casa materna. Recordemos que el Inca tenía veinte años, y estaba a punto de partir para España. En ocasión del entierro del hijo de Atahualpa, primo hermano de la madre de nuestro autor, el tío, en vez de darle el pésame, le da un insólito pláceme. Garcilaso, alterado, le pregunta por qué. Entonces, el Inca viejo le da su lección final al sobrino: Él se volvió a mí con gran enojo, y tomando el cabo de la manta que en lugar de capa traía, lo mordió (que entre los indios es señal de grandísima ira) y me dijo: “¿Tú has de ser pariente de un auca (que es tirano traidor), de quien destruyó nuestro imperio?, ¿de quien mató nuestro Inca?, ¿de quien consumió y apagó nuestra sangre y descendencia?, ¿de quien hizo tantas crueldades, tan ajenas de los incas, nuestros padres? Dénmelo así muerto, como está, que yo me lo comeré crudo, sin pimiento; que aquel traidor de Atahuallpa, su padre, no era hijo de Huaina Cápac, nuestro Inca, sino de algún indio Quitu con quien su madre haría traición a nuestro Rey, que si él fuera Inca, no sólo no hiciera las crueldades y abominaciones que hizo, mas no las imaginara, que la doctrina de nuestros pasados nunca fue que hiciésemos mal a nadie, ni aun a los enemigos, cuanto más a los parientes, sino mucho bien a todos. Por tanto no digas que es nuestro pariente el que fue tan en contra de todos nuestros pasados; mira que a ellos y a nosotros y a ti mismo te haces mucha afrenta en llamarnos parientes de un tirano tan cruel, que de reyes hizo siervos a esos pocos que escapamos de su crueldad (IX, 39; mis itálicas).

Al citar este pasaje en el capítulo quinto, destacamos la última frase, que cifra la tragedia del fin del imperio incaico. Pero el ha-

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llazgo no es éste. Lo que descubrimos, con gran sorpresa, detrás de la violencia de este discurso final, solapadamente antiimperialista, es que nuestro autor, siempre impertérrito ante la desgracia, es capaz de gritar su dolor ante la conquista y la pérdida de su mundo materno.22 Sólo que, en una instancia singular de desdoblamiento, lo hace enmascarado, empleando de vehículo para el grito tan estridente como necesario, al Inca viejo, en su citado discurso contra Atahualpa y su estirpe. Me explico. La figura del tío, hermano de la madre de Garcilaso, puede muy bien tener sus raíces en la realidad. Porque en alguna fuente oral tenía que haber bebido el Inca para contarnos las historias de los reyes del imperio en detalle, y reproducir parlamentos que encubren un subtexto andino: la tradición discursiva cortesana cuzqueña que ha sabido rescatar de su prosa José Antonio Mazzotti.23 Ahora bien, Garcilaso es un escritor, no lo olvidemos, de primer orden; y lo es en una lengua ajena, para su mayor gloria como traductor de culturas. Muy bien pudo haber sintetizado en la figura del tío varias de las voces escuchadas en su niñez. Con el acierto de otorgarle la calidad de anciano: sabemos que el viejo es un arquetipo universal de sabiduría, hecho al que abona la renuencia del Inca a llamar al tío por su nombre propio. El epíteto por el cual lo nombra Garcilaso ya es de por sí altamente simbólico: Inca = estirpe real; viejo = sabio, depositario de la tradición ancestral. Y el evadir su nombre real —Cusi Huallpa— a lo largo de casi todo el libro, a favor del epíteto, es altamente significativo: con ello le confiere estatura mítica. Pero más allá de ella, su función literaria es de tal envergadura, que valida su carácter ficcional, aun cuando el origen del personaje esté afincado en la historia. También hay que considerar que el Inca es un maestro en la técnica de poner parlamentos y diálogos en boca de sus personajes, y que, aunque no lo cite —¿causalidad o casualidad?—, tiene muy

22. El Inca suele ponerle sordina tanto a su dolor como a su entusiasmo, pero en lo que a este último se refiere, es agradable constatar su exclamación admirativa por la sobriedad de las costumbres incaicas: “No hubo sastres ni zapateros ni calceteros entre aquellos indios. ¡Oh, que de cosas de las que por acá hay no hubieron menester, que se pasaban sin ellas!” (IV, 13). 23. Lo vimos en el capítulo segundo del presente libro.

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cerca el modelo cervantino de la novela dialógica por excelencia, el Quijote. Ésta comienza, precisamente, desde sus primeras páginas, con un diálogo irónico que crea el autor para burlarse del género del prólogo, tan en boga en la literatura de la época. Y desde su primer capítulo, Cervantes utilizará, para hacer una crítica acerba a la España de la Contrarreforma, a un loco y a su progenitor, un narrador equívoco y múltiple. Mediante los que critica, desde la Virgen María —Leila Marién— hasta la Inquisición e incluso al rey: “que ‘debajo de mi manto, al rey mato’”, lee la primera página del Quijote (Cervantes, 2004: 7). El protagonista loco que exculpa de entrada a su autor nos hace pensar en la utilidad ficcional del personaje del tío abuelo de Garcilaso, que va más allá de compendiar la historia oral del incario. Se trata de algo más importante: gritar —con palabras inconvenientes y peligrosas— el dolor del Inca ante la conquista. Que en la figura del Inca viejo hay un caso de sustitución de la figura paterna es, a todas luces, evidente; porque un abismo sin fondo separa al tío materno del padre en los Comentarios reales. De entrada pudiéramos pensar al capitán Garcilaso de la Vega como la figura fundamental masculina de la obra magna de nuestro autor, sobre todo si tenemos en cuenta que le dedica la segunda parte del libro a lavar su honra, manchada por la sombra de la traición, y a justificar la conquista del mundo materno. Pero no es así. El hijo trata a su progenitor con respeto y admiración, nombrándolo con el sempiterno epíteto de mi señor. Sin embargo, lo trata también con resentimiento, como hemos podido ver, y, más aún, con la frialdad de la distancia. La prosa del Inca nos ofrece una señal elocuente del desigual trato que reciben ambos personajes: el cambio del punto de vista gramatical. La segunda persona, índice de diálogo e intimidad, preside las conversaciones entre nuestro autor y su tío materno, al que siempre inferimos que trata de tú, por el desparpajo con el que lo interpela: “Inca, cómo nos hemos de holgar de la muerte de don Francisco, siendo tan pariente nuestro?”, le dice, suscitando la respuesta furiosa que ya citamos, en la que el tío trata al muchacho de tú: “¿Tú has de ser pariente de un auca […]?” (IX, 39). La tercera persona —el punto de vista de la distancia— lo separa del padre. En el libro que nos ocupa —y ahora me refiero a los Comentarios reales en su integridad— hallamos abundantes pistas textuales que apuntan a la orfandad psíquica del Inca y que lo transforman

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en una encarnación colonial de la figura arquetípica del wakcha, que examinamos en los capítulos tercero y cuarto; recordemos que se trata de una noción andina recurrente en la literatura quechua oral y escrita, cuyo protagonista suele ser un huérfano social: forastero, alejado de sus lazos de parentesco y desposeído de bienes materiales. Porque el Inca ha perdido a su padre de muchas maneras: al repudiar éste a su madre cuando el muchachito tenía diez años; al convertir al hijo en siervo personal, casado ya con otra mujer; y al morir, una muerte que convierte a Garcilaso en nuestro primer gran exiliado. El Inca se aleja para siempre de sus raíces maternas, en busca de la herencia del capitán, que, para mayor inri, le es negada por el Consejo de Indias de Madrid por la peor de las razones: la traición. Pero el exilio —que le otorga una indiscutible actualidad a Garcilaso, pues se trata de una situación omnipresente en la posmodernidad del mundo global que hoy vivimos, como lo ha visto José Antonio Mazzotti24— también lo acerca a la figura milenaria del wakcha. Hacia el final de la Historia general del Perú, y posiblemente en el único pasaje de su obra que evidencia el desengaño barroco como postura vital, el Inca se mira a sí mismo inmerso en los rincones de la soledad y la pobreza: porque deste delito que aplican a Garcilaso, mi señor, yo tengo hecha la penitencia sin haber sin haber precedido culpa, porque, pidiendo yo mercedes a su Majestad por los servicios de mi padre y por la restitución patrimonial de mi madre, que, por haber muerto en breve tiempo la segunda viuda de mi padre, quedamos los hermanos desamparados, y viéndose en el Consejo de las Indias las probanzas que de lo uno y de lo otro presenté, hallándose convencidos aquellos señores con mis probanzas, el Licenciado Lope García de Castro (que después fue por Presidente al Perú), estando en su tribunal, me dijo: “¿Qué merced queréis que os haga Su Majestad, habiendo hecho vuestro padre con Gonzalo Pizarro lo que hizo en la batalla de Huarina, y dándole aquella tan gran victoria?”. Y aunque yo repliqué que había sido testimonio falso que le habían levantado, me dijo: ¨Tiénenlo escrito los historiadores ¿Y queréislo vos negar?”

24. En “El Inca Garcilaso: 400 años de soledad (migración, exilio, escritura)” (en prensa en la Revista de Estudios Hispánicos).

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Con esto me despidieron de aquellas pretensiones, y cerraron las puertas a otras que después acá pudiera haber tenido por mis particulares servicios [se refiere a su participación como capitán en la guerra de las Alpujarras, contra los moriscos] […]. Y con todo esto, pudieron los disfavores pasados tanto, que no osé resucitar las pretensiones y esperanzas antiguas ni las modernas. También lo causó escapar yo de la guerra tan desvalijado y adeudado que no me fue posible volver a la Corte, sino acogerme a los rincones de la soledad y la pobreza donde […] paso una vida quieta y pacífica, como hombre desengañado y despedido deste mundo y de sus mudanzas, sin pretender cosa dél, porque ya no hay para qué […] (V, 23).

La orfandad materna no parece haber dejado heridas visibles en la psique de Garcilaso por razones obvias: su madre nunca lo abandonó.25 Vivió hasta los diez años con ella, en la primera casa paterna (la casa cuzqueña del ayo español del niño, Juan de Alcobaza), y allí mamó en la leche el vernáculo quechua y se sintió amparado por sus parientes maternos, de quienes recibió la tradición oral incaica. En esta primera etapa de su vida, con su madre dedicada a su crianza, “el infante desarrolló un grado importante de confianza que fue haciendo suya” (Hernández, 1993: 76),26 y tuvo imágenes paternas importantes, sobre todo en Cusi Huallpa, tío de su madre, y también en Fernando Huallpa Túpac Inca Yupanqui, hermano de ésta (IX, 14). Ambos eran asiduos visitantes de la casa. La primera conmoción psíquica del niño —el primer recuerdo que consigna en su obra27— tuvo lugar al conocer directamente la violencia. Fue en 1544 (tenía cinco años)

25. Hay que reconocer que, si bien el padre se casó con Luisa Martel, Isabel Chimpu Ocllo también contrajo nupcias. Pero no dudo que el niño imaginara —con la hondura de la intuición infantil— que la separación de sus progenitores y estos dos matrimonios se debieron a la iniciativa del capitán Garcilaso de la Vega. 26. Se refiere a lo que el psicoanalista Erik Erikson ha descrito como “confianza básica”. 27. Desde el psicoanálisis, Max Hernández propone que este recuerdo constituye la escena primaria, que vincula la violencia sexual en la interpretación del niño, pero no explica por qué. Sin embargo ofrece otra interpretación que me parece más atinada. Citando a Heinz Kohut en su interpretación de Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia, de Thomas Mann, Hernández afirma que “la única manera que tiene el sujeto de salir airoso de los peligros que lo acechan [en la escena primaria] consiste en asumir una postura pasiva y distante” (1993: 70); de ahí

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cuando Bachicao, soldado del rebelde Gonzalo Pizarro, de cuyo bando huyó el capitán Garcilaso para refugiarse en el Cuzco, cañoneó la casa de Alcobaza, estando allí presente el niño. Pero éste todavía podía sentirse seguro, aun cuando su padre estaba en Lima, pues durante los meses que tuvo que refugiarse con su madre, el ayo Alcobaza y los demás habitantes de la casa asediada, recibieron todos el apoyo de los parientes incas de Isabel Chimpu Ocllo. Es interesante notar que, al narrar este episodio, el Inca no revela qué sintió de muchachito ante el ataque inesperado a su hogar. Sin embargo, la orfandad paterna sí dejó una profunda herida en su psique. Ésta comenzó con las largas ausencias del padre durante su niñez temprana, cuando pasaba temporadas ocupado en campañas de conquista en Charcas y el sur del Perú, y lo dejaba con su madre al cuidado del tutor Alcobaza. Y se fue abriendo en 1549, cuando el capitán abandona a Isabel Chimpu Ocllo para casarse con Luisa Martel, que sólo aventajaba en edad al futuro hijastro en cuatro o cinco años, y a la vez concierta el matrimonio de la ñusta con un comerciante español de bajo rango social. Desde ese momento el niño vivirá con su padre y su madrastra. La herida se hace definitiva y doble con la desaparición del padre, porque el capitán Garcilaso de la Vega murió dos veces: cuando exhaló el último suspiro y cuando quedó relegado al olvido, al perder su fama tras la acusación de traidor en las crónicas de Gómara, Zárate y el Palentino. Max Hernández apunta acertadamente que, “a diferencia de la madre, estable y presente, el padre se instituyó más bien como símbolo” (1993: 137), y propone que la muerte de éste y los reveses del Inca ante el Consejo de Indias lo movieron a buscar “ávidamente” un sustituto paterno. Lo encontró en Montilla en su tío, Alonso de Vargas, y más tarde, también en la figura de Gonzalo Silvestre, el informante que le contó el relato de la conquista de La Florida desde el pueblo cordobés de Posadas (1993: 113, 117).28

que Garcilaso desarrollara aptitudes para la observación y descripción. Yo añadiría que la situación desgarradora de la conquista también pudo abonar, en el hijo de un conquistador y una india de la raza vencida, a la renuencia a tomar partido, elemento posiblemente constitutivo de su serenidad imperturbable. 28. Como lo fuera de su padre, de Silvestre llegó Garcilaso a ser amanuense, cuando aquél le contaba la historia de dicha conquista (Hernández, 1993: 122).

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Pero el proceso de duelo no sólo lleva al que lo sufre a la sustitución o el desplazamiento; también motiva el fenómeno de la introyección, o la apropiación del desaparecido en el fuero interno del doliente. De ahí que, como lo señala con gran lucidez Max Hernández, Garcilaso buscara al padre dentro de sí mismo.29 El español fue desplazando a su lengua materna, el quechua. Se aficionó a los caballos: jugaba cañas de niño en el Cuzco, y en Montilla llegó a criarlos. Pero también en la guerra de las Alpujarras contra los moriscos los montó y con su participación ganó el título de capitán, que antes tuviera su padre. La imagen del Inca a caballo se nos ofrece como un emblema elocuente del conquistador.30 También dejó atrás su tierra y se fue a España, donde vivió su adultez, donde se educó en la tradición humanista occidental, donde escribió sus libros (dos de ellos dedicados al recuerdo del padre: la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, en que exalta la genealogía paterna, y la Historia general del Perú, en la que reivindica su gesta conquistadora), donde compró esclavos,31 y donde falleció. Indiscreta, su muerte nos revela lo que quiso ocultar en vida. En su testamento figura, como criado por el Inca, un tal Diego de Vargas, que curiosamente lleva uno de sus apellidos paternos. Siglos más tarde, en 1946, un investigador español, Rafael Aguilar y Priego, encuentra entre los libros del Cabildo Eclesiástico de Córdoba documentos del año 1620, con referencias a esta persona. Uno de ellos lo menciona como “hijo natural de Garcilaso de la Vega, difunto”. Otro nombra a sus progenitores: “Garcilaso de la Vega, su padre” y

29. “Por medio de la identificación sacaba a su padre de en medio y lo incorporaba dentro de sí como por un acto del más primitivo canibalismo” (Hernández, 1993:120). 30. La psique humana es compleja, y si bien montar a caballo supuso para el Inca convertirse en su padre, también —como lo nota Hernández— su afición hípica bien pudo expresar “sus deseos de doblegar al animal que más simbolizaba la conquista” (1993: 119). 31. En 1567 le compra a Gonzalo Silvestre a Juana, de veinte años; en 1568 compra un esclavo mulato de once años, Juan; en 1571 adquiere a la morisca María de Flores; en 1586 compra al mulatillo Alonso; en 1595 concede la libertad al esclavo berberisco Juan Pérez y en su testamento, de 1616, libera a Marina de Córdoba.

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“Beatriz de la Vega, su madre”.32 Y he aquí el lado más oscuro de la introyección de su padre en la psique del Inca, que lo lleva al “doble ocultamiento de la mujer y el hijo”, como lo señala Hernández: La identificación con el padre conquistador confinó la imagen de su madre a los rincones más oscuros de su obra. También hizo que ocultase, en las franjas más oscuras de su vida, la presencia de su mujer. En su testamento la redujo a la mera condición de criada y encerró en situación de bastardía al hijo que tuvo con ella. Imposibilitado de expresar su rebeldía contra el padre, le imprimió una extraña inflexión: hizo con su hijo lo que su padre había hecho con él. Añadamos un detalle. Del mismo modo en que el conquistador le había puesto al hijo natural y mestizo un nombre de su familia, él le puso a su hijo el apelativo de Vargas. Eligió el nombre de pila Diego, el mismo de los Almagro y el que su pariente, el Inca Sayri Túpac, tomó al hacerse cristiano: el nombre del apóstol cristiano Santiago, el patrón de los guerreros españoles. Diego de Vargas sirvió de escribiente a su padre, tal y como el entonces Gómez Suárez de Figueroa lo había hecho en el Cuzco con el suyo […]. Sus padres no contrajeron matrimonio. Lo hicieron cada cual por su lado. El Inca murió célibe, él tampoco pudo acceder al sacramento. Una vez más, una fuerza oscura que provenía de muy adentro, mostraba sus efectos (1993: 200-201).

Todo ello resulta de un mecanismo inconsciente: “la identificación con el agresor” (Hernández, 1993: 201). Porque el Inca bien sabía que el vínculo entre sus padres fue desigual: una relación entre vencedor y vencida, de alguna manera presidida por la violencia del racismo. Como no llegó al matrimonio, pudo haber intuido que fue meramente carnal o, en el peor de los casos, la consecuencia de una violación; con el atenuante de que reconoció y educó al hijo. También cabe la posibilidad de que el capitán Garcilaso escogiera a la ñusta por compañera por el prestigio de su sangre real. Max Hernández afirma que, como Chimpu Ocllo era apenas una niña cuando se juntó con el padre de su futuro hijo mestizo, “la hipótesis más plausible es que fuera dada al capitán conquistador como recompensa o favor” (1993: 170). Nunca sabremos cómo se concertó el ayuntamiento entre ambos, pero lo cierto es que, quizá imitando al padre, el Inca privó de la palabra a su madre a lo lar-

32. Ver Hernández (1993: 199-200).

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go de los Comentarios reales y la convirtió en una presencia invisible. En dicho libro nunca menciona su nombre; tampoco alude a ella en su testamento. Sin embargo, en el prólogo de la Historia general del Perú, al vanagloriarse de su ascendencia incaica, dice: “mi madre, la Palla doña Isabel, fue hija del Inga Huallpa Tópac, uno de los hijos de Tópac Inca Yupanqui y de la Palla Mama Ocllo, su legítima mujer, padres de Huayna Cápac Inca, último Rey que fue del Perú”. También la recordará en el epitafio que redactara para su tumba en la capilla de las Ánimas del Purgatorio de la catedral cordobesa,33 y que reza: “El Inca Garcilaso de la Vega, varón insigne, digno de perpetua memoria, ilustre de sangre, perito en letras, valiente en armas, hijo de Garcilaso de la Vega, de las casas ducales de Feria e Infantado, y de Isabel Palla, sobrina de Huayna Cápac, último Emperador de Indias. Comentó La Florida, tradujo a León Hebreo y compuso los Comentarios Reales. Vivió en Córdoba con mucha religión, murió ejemplar; dotó esta capilla, enterróse en ella, vinculó sus bienes al sufragio de las ánimas del Purgatorio” (Mataix, 2009). Curiosamente, y en un acto que apunta al futuro del hijo que la llenaría de gloria, al dictar su testamento Isabel Chimpu Ocllo toma el apellido que recibiera su hijo al bautizarse, y firma como Isabel Suárez. Estos apuntes biográficos del Inca, cuya importancia es crucial, nos preparan para calibrar la huella literaria de su orfandad psíquica, que late en la búsqueda incesante de una figura paterna a lo largo de las páginas de las dos partes de sus Comentarios reales. Si en la famosa obra teatral de Luigi Pirandello seis personajes van en busca de un autor, en los Comentarios reales de nuestro Inca es el autor el que va en busca de cuatro personajes que espejeen el arquetipo paterno. Y aunque tres de ellos son, más allá de toda duda, figuras históricas (comenzando por el mismo capitán Garcilaso de la Vega), terminarán como constructos verbales de Garcilaso. Pero en el camino ha de encontrarse con un quinto personaje, que no es otro que él mismo, en su caracterización de wakcha.34 Digo constructos verbales porque,

33. La historia no deja de tener sus razones de justicia poética. El mestizo que luchara contra los moriscos de las Alpujarras, yace enterrado nada menos que en una mezquita. 34. No olvidemos que, como sujeto, nuestro autor es poliédrico. Siglos de lectura lo han convertido en arquetipo (nuestro primer mestizo); pero también ha accedido al mito, como lo ha visto Max Hernández (1993: 166). Cuando en

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como buen traductor, el Inca convierte la historia en literatura:35 del padre deshonrado e infamado, crea un padre honrado, que su obra hará famoso; del rebelde traidor (Gonzalo Pizarro), un vasallo leal a la Corona; de sus parientes maternos, la figura arquetípica del Inca viejo; de Túpac Amaru, un mito utópico; y de su propio ser, un wakcha. Es cierto que ya su persona exhibía las características de huérfano (de ambos padres), desarraigado (de sus raíces maternas), forastero (en España) y desposeído (de la herencia de su padre por el Consejo de Indias). Pero tal parece que el Inca no era pobre, como quiso hacernos creer al decir que vivía en los rincones de la soledad y la pobreza. Porque cuando escribe estas palabras —posiblemente en 1605— habían pasado ya casi veinte años de la muerte de la viuda de Alonso de Vargas, hecho que lo benefició económicamente, ya que le tocó la mitad de la herencia del tío. Y recordemos que “dotó” la capilla que lo albergaría en la catedral de Córdoba, que dejó “bienes” destinados “al sufragio de las Ánimas del Purgatorio”, y pensiones vitalicias a su hijo y a la madre de éste.36

la “Protestación del autor sobre la historia” el Inca nos dice que con los Comentarios reales “ha puesto la primera piedra de nuestro edificio” (I, 19), se instala como fundador de la historia peruana, como el primer Inca, Manco Cápac, lo fuera del Tahuantinsuyo. Y, muy posiblemente sin proponérselo, se ha convertido también en una de las encarnaciones más notables del wakcha en la literatura colonial. 35. No se trata de ficción, desde luego, sino de literatura histórica o de historia ficcionalizada. 36. Max Hernández insiste en que el Inca no podía subsistir con sus ingresos, pero no lo prueba documentalmente; sólo alude al hecho de que Garcilaso vivió en medio de la vorágine económica que desató la bancarrota real de 1574, con secuelas que afectaron el reinado de Felipe III (1598-1621). Sin embargo, afirma que podemos vislumbrar, a través de sus preocupaciones económicas, “una inseguridad de estirpe depresiva” (1993: 213). Por mi parte, sólo he notado en los Comentarios reales una insinuación discreta de posible precariedad económica. Es la que aparece cuando el Inca habla del pedazo de esmeralda descolorida que le regalaron en su juventud en el Cuzco: “A mí me dieron entonces la parte desechada [de una esmeralda del tamaño de una nuez mediana, muy bella], como a muchacho, y hoy la tengo en mi poder, que por no ser de precio ha durado tanto” (VIII, 23). De lo que se infiere que, si hubiese poseído la parte mejor de la esmeralda, ya la hubiera vendido.

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Si, como propone Max Hernández, “Garcilaso buscó ‘curarse’ a través de la escritura” (1993: 144),37 es decir, reconciliarse con sus aspectos conflictivos, “el mismo acto de escribir hacía evidentes los procesos de sustitución y desplazamiento constitutivos de la estructura lingüística” (1993: 137). Estas sustituciones y desplazamientos laten detrás de la creación de varios personajes. En la primera parte de la obra, se alternan dos figuras paternas: el Inca viejo, omnipresente, y el padre, de presencia fugaz. Ya sabemos que el tío es el alpha y el omega del libro, que Garcilaso lo considera su mentor, que lo admira y que lo trata con familiaridad afectuosa. Más aún: temprano en los Comentarios reales nuestro autor declara, al hablar de su fuente primaria, que no es otra que la del Inca viejo, que también tuvo acceso a los informes de “muchos incas e indios naturales”. Ellos y su tío le contaban, “como a propio hijo”, la historia de los incas (I, 19). Pero sabemos que el nombre que recorre el libro de principio a fin es el del Inca viejo. Con la frase citada, nuestro Inca acaba de sellar su filiación con él, nombrándolo como figura paterna.38 El capitán Garcilaso de la Vega, por el contrario, aparece de refilón: como corregidor, con su hijo llevándole las cuentas para levantar el hospital de indios en el Cuzco; y en dos episodios negativos: el de los espárragos y el de los azotes. En la segunda, la Historia general del Perú, ya ha desaparecido el Inca viejo y le toca el protagonismo al padre; pero se trata de un protagonismo en tercera persona, que no es lo mismo. Y menos aún, si es compartido y socavado por otros dos personajes. Antes de profundizar en el tema de la búsqueda del padre, debemos detenernos para hacer una transición entre los dos libros que componen la obra magna del Inca. Leer los Comentarios reales como crónica de la destrucción de un mundo conmueve intensamente al lector; emprender la lectura de la Historia general del Perú (en la

37. Hernández se basa en los trabajos de George Pollock, quien ha estudiado la relación de la pérdida y los procesos de duelo, con la actividad creadora (1993: 91). 38. Según Max Hernández, en la adolescencia del Inca “la función paterna se bifurcaba en dos direcciones: la propia del régimen del padre, que ligaba al muchacho a las instituciones españolas, y la del régimen del tío materno, que lo vinculaba a las tradiciones incaicas” (1993: 93).

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que pondremos al acento desde ahora) nos deja perplejos. Después de la idealización del incario y la porenorizada descripción de la cultura andina, que con la nostalgia del bien perdido nos ofrece el Inca en calidad de etnólogo avant la lettre, nos topamos de golpe, justo en el segundo capítulo de esta Historia, con un laudo hiperbólico de los Pizarros, tan altisonante que, por la elegante serenidad a la que nos había acostumbrado el Inca, parece out of character: ¡Oh nombre y genealogía de los Pizarros, cuánto te deben las naciones del mundo viejo por las grandes riquezas que del mundo nuevo les ha dado! ¡Y cuánto más te deben aquellos dos imperios, peruano y mexicano, por tus dos hijos, Hernando Cortés y Francisco Pizarro y los demás sus hermanos, Hernando Pizarro, Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro, los cuales, mediante sus grandes trabajos e increíbles hazañas, les quitaron las infernales tinieblas en que morían y les dieron la luz evangélica en que hoy viven! ¡Oh descendencia de los Pizarros, bendígante las gentes de siglo en siglo […]! (I, 2).

Si bien es cierto que a estas alturas no habría que estrenar asombro ante las contradicciones motivadas por la escisión de lealtades, puesto que plagan los Comentarios reales,39 también hay que reconocer que, en un libro dedicado explícitamente a la exaltación de la conquista como la Historia general del Perú, éstas se exacerban hasta lo indecible. Y eso de entrada, ya que Garcilaso nos ofrece un prólogo en que eleva a categoría de premisa la contradicción misma, al explicar las razones que lo han movido a escribir su libro. Valga citar la primera: “por dar a conocer al 39. Hemos visto muchísimas, pero vale añadir dos ejemplos curiosos. El Inca alaba el Imperio incaico, pero al describir la fiesta del Inti Raymi, se burla de curacas representantes de las diversas provincias del Imperio: “se precian los tales de descender de un león”, “se jactan descender y haber sido su origen de un cúntur”, “Otros traían máscaras hechas aposta de las más abominables figuras que pueden hacer, y éstos son lo yuncas. Entraban en las fiestas haciendo ademanes y visajes de locos, tontos y simples. Para lo cual traían en las manos instrumentos apropiados, como flautas, tamboriles mal concertados, pedazos de pellejos, con que se ayudaban para hacer sus tonterías” (VI, 20). Claro que aquí hay un factor que no podemos desdeñar y es que el Inca proviene de la aristocracia cuzqueña, por lo que desprecia las etnias incorporadas al Imperio. Pero también se burla del dios reconocido por Guaman Poma y Santa Cruz Pachacuti como creador de los incas: “trataremos del dios Viracocha, que fue un fantasma que se apareció a un príncipe heredero de los incas diciendo que era hijo del sol” (II; 4).

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universo nuestra patria, […] no menos rica al presente, […] ni menos dichosa por ser sujetada de los fuertes, nobles y valerosos españoles, y sujeta a nuestros Reyes Católicos, monarcas de los más y mejor del orbe, que por haber sido poseída y gobernada por de sus antiguos príncipes, los Incas peruanos, Césares en felicidad y fortaleza”. Y para ponerle la guinda a la citada contradicción, basta con leer el título del prólogo: “A los indios, mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad”. Aun así, es difícil que el lector esté preparado para la sorpresa que le aguarda, que es el desdén con el que el Inca trata la figura de Bartolomé de Las Casas. Según nuestro autor, detrás de las nuevas leyes inspiradas por el fraile e impuestas por el Consejo de Indias para mejorar la condición de los indios en la colonia temprana, está nada menos que el Demonio. Pues Lucifer, invocado oblicuamente en el pasaje que acabamos de citar mediante la frase infernales tinieblas, y nombrado desde los Comentarios reales como “gran maestre de la maldad” (V, 21), asumirá un rol protagónico en la Historia general del Perú, en tanto partícipe y cómplice de las guerras civiles entre los conquistadores. Rol que comienza precisamente cuando emplea como instrumento para lograr sus malvados planes al autor de la Brevísima relación de la destrucción de Indias: En esta majestad de la predicación del Santo Evangelio, y en la prosperidad de paz, quietud y bienes espirituales y temporales que los indios y españoles del Perú gozaban, ordenó el Demonio, enemigo del género humano, cómo estas buenas andanzas se perturbasen y trocasen en contra [...]. Y fue que algunas personas, mostrándose muy celosas del bien común de los indios, sin mirar los inconvenientes que en mal y daño de los mismos que pretendían remediar causaban con su mal consejo y poca prudencia, propusieron en el Consejo Real de las Indias que convenía hacerse nuevas leyes y ordenanzas para el buen gobierno de los Imperios de México y Perú. Y el que más insistió en esto fue un fraile llamado Fray Bartolomé de Las Casas […] (III, 19).40

40. Según Max Hernández, los efectos de las nuevas leyes eran nocivos para la naciente aristocracia encomendera con la que el Inca se identificaba ideológicamente. Su inquina contra Las Casas es tal que sólo se puede explicar porque

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Intentemos entender estas contradicciones que casi nos dejan sin aliento y que ponen al descubierto la herida incurable del Inca. Para hacerlo, hay que tener en cuenta el carácter argumentativo, ideológico, de la Historia general del Perú. Si el Inca —que asume apasionadamente en este libro su vocación de historiador— quiere honrar la memoria de su padre, no le queda otra que celebrar la conquista. Pero, como sucede con otros cronistas coetáneos, Garcilaso escribe en contra de la historia oficial. Su propósito es desmentir, como vimos, a tres historiadores españoles: Gómara, Zárate y Diego Fernández el Palentino. Ello convierte al capitán Garcilaso de la Vega en protagonista del libro, que en el fondo hilvana su biografía. Más aún: para defender a su padre, el Inca tiene que contar la historia de otro protagonista, Gonzalo Pizarro, amigo cercano del capitán y rebelde a la Corona. Porque Garcilaso estuvo en su bando y, según los historiadores, lo ayudó en la batalla de Huarina. De ahí que le convenga presentar al traidor como héroe; y para ello le fue útil contar con la historia de la complicidad del Demonio en las guerras civiles entre los conquistadores, porque de alguna manera había que justificarlas. Sigamos de cerca la trayectoria de Gonzalo Pizarro, por la luz que arroja sobre la conducta de Garcilaso padre en la conquista del Perú. Cuando el virrey Blasco Núñez Vela quiere imponer las nuevas ordenanzas en favor de los indios, en 1544 las ciudades de Huamanga, Arequipa, Chuquisaca y Cuzco eligen a Gonzalo Pizarro como procurador general para que remedie este daño, por “nobilísimo y virtuoso” y, además, por ser parte interesada en el asunto: tenía indios a su servicio y no quería perderlos, y, sobre todo, pesaba sobre él la amenaza del virrey de cortarle al cabeza. Pizarro levanta gente para ir a Lima, y con él va Garcilaso de la Vega. El Inca se apresura a justificar esta decisión de su padre, afirmando que Gómara y otros autores, “van algo confusos en este paso”, porque no dicen que cuando eligieron a Pizarro no era para que fuese con armas a Lima, sino como procurador de vasallos leales a la Corona, y que

éste “daba expresión a sentimientos que Garcilaso no podía admitir. Su identificación con los conquistadores lo bloqueaba. En lugar de ellos el cuzqueño expresaba su indignación contra el dominico” (1993: 208-209).

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“no alzó bandera ni nombró capitán, porque ni oliese a rebelión ni resistencia a la justicia real”. Pero el caso es que Pizarro lleva consigo doscientos soldados y lo nombran capitán. Con lo cual creó sospechas de que quería resucitar su derecho a la gobernación del Perú, pues como dicen Gómara, Zárate y el Palentino, su hermano Francisco Pizarro lo había designado como gobernador para cuando él muriera (IV, 8). Pronto Pizarro acrecienta su ejército: sale de Cuzco hacia Lima con más de quinientos hombres de guerra y más de veinte mil indios de servicio (IV, 9). Varios de los vecinos del Cuzco que salieron con él —entre ellos Garcilaso— deciden huir por no acompañarlo, “que nunca imaginaron pedir justicia con las armas en la mano”; esto lo confirman Zárate y Diego Fernández. Se volvieron al Cuzco, allí tomaron lo que estimaban necesario y se marcharon a Arequipa para abordar uno de los navíos de Gonzalo Pizarro y zarpar hacia Lima para servir al virrey y al rey. Mientras, Pizarro, enfurecido, se dirigió con sus soldados al Cuzco para castigar a los desertores y quitarles sus indios para tomarlos de servidumbre. Al llegar a las casas de Garcilaso, las quisieron quemar, pero no se atrevieron y las desvalijaron. En una de ellas —dice el Inca, ofreciéndonos sin quererlo el censo de la vivienda que ocupaba a sus cinco años— “quedaron ocho personas en ella desamparados: mi madre fue en la una, y una hermana mía y una criada, que quiso más el riesgo de que la matasen que negarnos, y yo y Juan de Alcobaza, mi ayo, y su hijo Diego de Alcobaza, y un hermano suyo y una india de servicio que tampoco quiso negar a su señor”. Y añade que “a mi madre y a los demás, que también nos quisieron matar, nos defendió el amistad de algunos de los que entraron, que aunque andaban con Gonzalo Pizarro eran amigos de mi padre”. Hernando Bachicao, capitán de Pizarro, llegó a cañonear la casa del capitán Garcilaso desde la suya, que estaba justo al frente. Por algún tiempo los habitantes de la casa asediada tuvieron que alimentarse de vituallas que los Incas y Pallas parientes les enviaban a la casa. Luego de estas tropelías, Gonzalo Pizarro parte hacia Lima (IV, 10). Cuando Garcilaso y los vecinos que iban con él huyendo de Pizarro llegaron a Arequipa, no hallaron los navíos. Intentaron construir uno, pero se les hundió. Entonces se fueron por la costa hacia la Ciudad de Los Reyes. Al llegar, supieron que el virrey estaba preso

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y lo habían embarcado para España (IV, 10). Mientras, con miedo de la llegada de Pizarro y sus huestes a Lima, el virrey suspendió las ordenanzas por dos años, pensando que con ello el rebelde desharía su ejército (IV, 14). Los procuradores del reino logran el nombramiento de Gonzalo Pizarro como gobernador del Perú, que según el Inca “fue muy agradable a los de la ciudad y a los del ejército”, y cita a Diego Fernández, que afirma “que era cosa que convenía a la quietud de aquel imperio; decían que Su Magestad la confirmaría, así por los servicios del Marqués [Francisco Pizarro], su hermano, como por otras causas que alegan en loor y alabanza de Gonzalo Pizarro, porque tanto en esta sazón fortuna le comenzaba a encumbrar en el ánimo y voluntad de las gentes con aquella color de libertad, que generalmente parecía ser de todos amado”. Viéndose Pizarro gobernador, “dio todo el gusto y contento que podía a los negociantes, de que toda la ciudad estaba muy contenta y satisfecha” (IV. 19). Y con su regocijo, mandó a soltar los caballeros vecinos del Cuzco que le habían huido. El Inca les enmienda aquí la plana a Zárate y al Palentino que cuentan mal la historia de que Francisco de Carvajal había prendido a todos los que de Gonzalo Pizarro huyeron. Ello no fue así, porque no prendió a Garcilaso de la Vega, pues cuando Carvajal tocó a su puerta, aquél huyó y se refugió en el convento de Santo Domingo por cuatro meses. Allí lo buscó Carvajal, porque Gonzalo Pizarro “tenía de él la mayor queja”, pues habían estado juntos en la conquista del Collao y las Charcas. Garcilaso se escondió entre la pared y los libros de una celda. Tuvo mucho sobresalto en Lima, pero finalmente Pizarro lo perdonó y pudo salir del convento. Pero “lo trajo consigo debajo de nombre de prisionero, que nunca más Gonzalo Pizarro le dejó salir de su casa ni comer fuera de su mesa, y en el campo dormía dentro de su toldo, y así lo trajo hasta el día de la batalla de Sacsahuana […]. Y traer Gonzalo Pizarro a mi padre tan cerca de sí, que no salía de su toldo, era por asegurarse dél que no se le huyese”. Por aquel entonces Garcilaso compró un caballo a un soldado llamado Salinas, por lo que lo nombró Salinillas. Pero Pizarro, al enterarse, lo pagó él mismo (IV, 20). Diego Centeno había acompañado a Pizarro en su primer levantamiento, en el camino de Cuzco a Lima, pero lo dejó al percatarse de que “la mala intención de Gonzalo Pizarro se extendía mucho

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más de lo que a los principios había publicado” (IV, 27). Poco después el Inca cuenta que a Pizarro le parecía que merecía perdón de los hechos pasados y que lo nombraran gobernador de nuevo, “porque es natural costumbre de los hombres belicosos favorecer y estimar sus hechos, aunque sean culpables” (IV, 41). Después de declaración tal, nos topamos con dos páginas en las que nuestro autor hace un panegírico afectuosísimo de Pizarro, en el que quedan claras tres cosas: la tierna actitud paternal que mostraba éste para con el Inca, entonces de nueve años; la autorización de su voz como testigo de vista de los hechos; y un buen regaño para los informantes de los historiadores que hablan mal de Gonzalo: Yo conocí a Gonzalo Pizarro de vista en la ciudad del Cozco, luego que fue a ella después de la batalla de Huarina, hasta la de Sacsahuana, que fueron casi seis meses, y los más de aquellos días estuve en su casa y vi el trato de su persona, en casa y fuera della. Todos le hacían honra como a superior, acompañándole doquiera que iba a pie o a caballo, y él se había con todos, así vecinos como soldados, tan afablemente y tan como hermano que ninguno se quejaba dél. Nunca vi que nadie le besase la mano, ni él la daba, aunque se la pidiese, por comedimiento. A todos quitaba la gorra llanamente, y a nadie que lo mereciese dejó de hablar de vuesa merced. A Carvajal, como lo hemos dicho, llamaba padre; yo se lo oí una vez, que, estando yo con el gobernador [se refiere a Gonzalo Pizarro], que como a niño y muchacho me tenía consigo, llegó a hablarle Francisco de Carvajal, y aunque en el aposento no había quien pudiese oírle sino yo, se recató de mí y le habló al oído, de manera que aun la voz no le oí. Gonzalo Pizarro le respondió pocas palabras, y una dellas fue decirle: “Mirad, padre”. Víle comer algunas veces: comía siempre en público, poníanle una mesa larga, que por lo menos hacía cien hombres; sentábase a la cabecera della, y a una mano y otra, en espacio de dos asientos, no se asentaba nadie. De allí adelante se sentaban a comer con él todos los soldados que querían, que los capitanes y los vecinos nunca comían con él, sino en sus casas. Yo comí dos veces a su mesa, porque me lo mandó, y uno de los días fue el día de la fiesta de la Purificación de Nuestra Señora; su hijo Don Fernando, y Don Francisco su sobrino, hijo del marqués, y yo con ellos, comimos en pie todos tres en aquel espacio que quedaba de la mesa sin asientos, y él nos daba de su plato lo que habíamos de comer, y vi todo lo que he dicho, y andaba yo en edad de nueve años, que por el mes de abril siguiente los cumplí, a doce dél, y vi lo que he dicho y como testigo de vista lo certifico.

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Los historiadores debieron de tener relatores apasionados de odio y rencor, para informarles lo que escribieron” (IV, 42).41

Pizarro ordena la decapitación del virrey Blasco Núñez Vela, pero el Inca piensa que fue a instancias de Carvajal (IV, 42). Ante esta situación, Carlos V nombra a Pedro de la Gasca para pacificar al Perú (V, 1). El rey y La Gasca escriben a Pizarro para que se rinda (V, 5); éste se defiende aduciendo que su voluntad ha sido siempre la de servir al rey, a su costa y sin recibir ni “un palmo de tierra” y sin que el rey “gastase un peso”; que los oidores de las ciudades del Perú le ordenaron que echase del reino a Núñez Vela; y que él no hizo sino lo que se le mandó desde que lo nombraron Procurador General (V, 5). Muchos de sus hombres deciden abandonarlo, pero nadie quiso matarlo, porque, en palabras del Inca, “la bondad de aquel caballero no daba lugar a que nadie lo pensase” (V:14). De la famosa batalla de Huarina se ocupa nuestro autor en los capítulos 18 a 21 del Libro V. Tras citar a Gómara, Zárate y el Palentino, declara que tomará “lo propio” de lo que ellos escriben y que dirá “particularidades que en aquella batalla pasaron, que las oí a los de un bando y del otro”. Una de sus fuentes es nada menos que Gonzalo Silvestre, su informante principal para el relato de La Florida, que pertenecía al bando real, capitaneado por Diego Centeno (V:19). Su padre Garcilaso, como capitán de Infantería, iba en la primera fila del escuadrón de Gonzalo Pizarro. Tras la victoria, éste recorre el campo de batalla, santiguándose y repitiendo a voces: “¡Jesús, qué victoria!, ¡Jesús, qué victoria!”. Luego de que Gonzalo volviera a su real, encontró allí al capitán Garcilaso y le pidió que le prestase el caballo Salinillas, mientras el suyo se curaba de una pequeña herida que Gonzalo Silvestre le había hecho. Lo necesitaba para voltear el campo y ordenar que se recogiesen muertos y heridos (V, 22). En el capítulo 23 del citado libro, el Inca contradice a los tres historiadores mencionados, porque afirman que Garcilaso prestó su caballo a Gonzalo en medio del fragor de la batalla, ayudándolo a ganarla; hecho que desmiente el Inca insistiendo en que el présta-

41. Destaco con itálicas los pasajes que muestran el afecto que Gonzalo Pizarro le tenía al niño.

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mo de Salinillas ocurrió después de la victoria de Huarina. Y cuenta cómo, tiempo después, su padre se defendió del rumor que corría entre los condiscípulos del niño Garcilaso, y que lo infamaba, al repetir lo que decía Diego Fernández el Palentino, sobre lo sucedido en aquella batalla. “Sobre lo cual, para desengañar al vulgo, hizo mi padre (después de la batalla de Sacsahuana), información ante la justicia, con fiscal creado, y presentó veinte y dos testigos, todos de los de Diego Centeno y ninguno de Pizarro, que dijeron que cuando Gonzalo Pizarro pidió el caballo a mi padre, en media legua a la redonda ya no había hombre de los de Centeno con quien pelear” (V, 23). Dicho todo esto, añade el Inca algo dolorosamente hermoso: su declaración de fidelidad y admiración al padre, aun teniendo en cuenta la posibilidad de que las acusaciones de traición que ha recibido por parte de Gómara, Zárate y Diego Fernández fueran ciertas. Aquí sus palabras, cuya intensidad siembra la duda en el lector, porque quizá encierren —nunca lo sabremos a ciencia cierta— la verdad de los hechos ocurridos en Huarina: Volviendo, pues, a lo que los autores escriben de mi padre, digo que no es razón que yo contradiga a tres testigos tan graves como ellos son, que ni me creerán ni es justo que nadie lo haga siendo yo parte. Yo me satisfago con haber dicho verdad; tomen lo que doquisieren, que, si no me creyeren, yo paso por ello dando por verdadero lo que dijeron de mi padre para honrarme y preciarme dello, con decir que soy hijo de un hombre tan esforzado y animoso y de tanto valor, que en un rompimiento de batalla tan rigurosa y cruel como aquella fue, y como los mismos historiadores la cuentan, fuese mi padre de tanto ánimo, esfuerzo y valentía, que se apease de su caballo y lo diese a su amigo, y le ayudase a subir en él; y que juntamente le diese la victoria de una batalla tan importante como aquella, que pocas hazañas ha habido en el mundo semejantes (V, 23).

Ya en la próxima batalla, la de Sacsahuana, Garcilaso se pasa al escuadrón real y va al descubierto de ambos ejércitos a presentarse al presidente La Gasca, que lo abraza con gran contento. El Inca reproduce así el diálogo entre ambos: “Señor Garcilaso, siempre esperé que vuesa merced había de hacer semejante servicio a Su Majestad”, dice La Gasca, y el capitán le contesta: “Señor, como prisionero sin libertad no he podido servir a Su Majestad ni a Vuesa Señoría antes de ahora, que nunca me faltó el ánimo para hacerlo”.

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Continúa el Inca: “Todo esto le oí yo a él mismo [su padre], cuando después, ya en toda paz, se hablaba de los trances y sucesos que en aquellos tiempos pasaron”. Pero faltaba el colofón de la historia de la batalla de Huarina, que no pudo ser más apropiado: el padre le contó a nuestro autor que, cuatro días antes de que Gonzalo Pizarro saliera del Cuzco para la batalla de Sacsahuana, éste le devolvió a Salinillas (V, 35). La batalla de Sacsahuana casi no fue tal, por la cantidad de pizarristas que se pasaron al campo de Centeno. Entonces Gonzalo Pizarro se dirigió al sargento mayor del bando real, diciendo: “Yo soy Gonzalo Pizarro, y me rindo al Emperador”. Poco más adelante, Diego Centeno lo encuentra y le dice: “Mucho me pesa ver a Vuesa Merced en este trance”. La Gasca le entrega a Centeno el prisionero (V, 36), que poco después será decapitado por traidor (V, 39). Narrar las aventuras de Gonzalo Pizarro supone, como hemos visto, por complicidad forzada o voluntaria, contar también los avatares de Garcilaso de la Vega padre, quien antes de estar con él había participado, desde el bando real, en la guerra entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro, a las órdenes de Vaca de Castro, en la que había resultado herido. Tras la muerte de Gonzalo Pizarro, Garcilaso vuelve a tomar partido a favor del rey, en la revuelta capitaneada por don Sebastián de Castilla, brevísima, por la temprana muerte del sublevado. Pero la próxima será más importante. La dirige Francisco Hernández Girón, quien se rebela en el Cuzco. Entra a la casa donde se celebra la fiesta de una boda solemne y donde está el corregidor de la ciudad, así como Garcilaso, su mujer y el Inca, que por entonces tenía catorce años. En una escena digna de un thriller contemporáneo, vemos al capitán huir con su hijo por los tejados de la casa, bajar y correr de calle en calle, con el muchacho como centinela para vigilar que nadie les siguiese, hasta llegar a la casa del cuñado de Garcilaso, Antonio de Quiñones. Allí se refugian y el padre manda al hijo a buscar un caballo en su casa, para irse a Lima. Cuando regresa a casa del cuñado, ya su padre se había ido. Luchó el capitán Garcilaso en el ejército del rey hasta que acabó aquella guerra, en 1554. Cuatro años después, morirá, pero no guerreando, sino en su casa, tras una larga enfermedad. El recorrido por las vidas de estos dos protagonistas de la Historia general del Perú, Gonzalo Pizarro y el capitán Garcilaso de la

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Vega, deja un saldo doble. Por una parte, el Inca hace gala, como siempre, de sus dotes de narrador. Por otra, y esto quizá es lo más importante para él, se convierte en abogado de su padre, para lo cual ha de defender primero, y vehementemente, a Gonzalo Pizarro, con una habilidad argumentativa que muchos letrados ya quisieran para sí. Le ha enmendado la plana a tres historiadores famosos —Zárate, el Palentino y Gómara—, con la autoridad moral que le confiere el conocer a dedillo sus obras, el tratarlos con gran respeto, y el mostrarse de acuerdo con ellos cuando la ocasión lo exige. Parte de una premisa sólida: el ser testigo de vista de mucho de lo que narra, y testigo de oídas (de amigos del padre, de soldados leales al rey y de otros leales a Gonzalo) de lo que no ha podido ver. Y va hilvanando inteligentemente sus argumentos: Gonzalo Pizarro tenía buenas intenciones; fue nombrado procurador y gobernador del Perú por los oidores del reino; fue amado por las gentes de Lima; Garcilaso le huyó cuando sospechó su posible traición; fue forzado a volver con él; Gonzalo fue quien pagó por el caballo Salinillas; tras —y nunca durante— la batalla de Huarina Garcilaso le prestó su caballo a Gonzalo; y finalmente se pasó al bando del rey, que lo acogió con beneplácito. Que el lector quede convencido de la buena voluntad de Gonzalo y de la inocencia de Garcilaso, eso ya es otra cosa. Pero para nuestro autor, se trata de una misión cumplida.42 Ahora bien, la escritura - culpable de la deshonra del capitán, gracias a las plumas de los citados historiadores - también sirve para restaurarle su fama; esta vez, gracias a la pluma del hijo. Para ello ha tenido que crear dos personajes, basados en hombres de carne y hueso afincados en la historia, pero construidos con palabras; es decir, con una buena dosis de ficción, como lo intuye el lector atento. Y el elemento añadido —para emplear la frase de Vargas Llosa (1969)— que convierte lo real en literatura, está, no

42. Pero las intenciones no bastan. Por sus hechos, Gonzalo Pizarro ha quedado consignado como traidor a la Corona no sólo para la historia oficial española, sino para un cronista libérrimo —y además indio— como Guaman Poma. En su Nueva coronica de 1615 nombra a Gonzalo “tirano” y “traydor contra la corona rreal” (1980: 422 [424], 423 [425]). Y lo infama en un dibujo chocante, en el que su derrota por La Gasca toma visos alegóricos de sodomización. Lo explico en Guaman Poma, autor y artista (1993: 100).

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sólo en la reinterpretación de la historia, sino en otorgar estatura heroica a ambas figuras. Porque el Inca, además de glorificar sus hechos, cierra la narración de sus vidas con dos apologías simétricamente hiperbólicas. En el caso de la muerte del traidor, Garcilaso describe con evidente empatía y detalle el último día de su vida: “Resta decir la muerte lastimera de Gonzalo Pizarro. El cual gastó todo aquel día en confesar […]”. Cuando ya sale, montado en una mula, hacia el cadalso, “llevaba en las manos una imagen de Nuestra Señora, cuyo devotísimo fue. Iba suplicándole por la intercesión de su ánima. A medio camino pidió un crucifijo […]. Con el crucifijo en las manos, sin quitar los ojos dél, fue hasta el tablado que le tenían hecho para degollarle”. Allí pronuncia un discurso en el que declara haber ganado el Imperio incaico con sus hermanos, y morir tan pobre, que no tiene con qué pagar misas por su alma. Por lo que suplica a las gentes que le escuchan, que le hagan la caridad de ofrecerle “todas las misas que pudieren” (V, 43). Lo que sigue sólo es comparable en emoción, como ya veremos, a la descripción del valor de Túpac Amaru ante la imediatez de su injusta muerte, con la reacción del llanto colectivo que ésta provocó en el Cuzco: No había acabado de pedir su limosna, cuando se sintió un llanto general, con grandes gemidos y sollozos y muchas lágrimas, que derramaron los que oyeron [¿palabras?] tan lastimeras. Gonzalo Pizarro se arrodilló delante del crucifijo que llevó, que lo pusieron sobre una mesa que había en el tablado. El verdugo, que se decía Juan Enríquez, llegó a ponerle una venda sobre los ojos. Gonzalo Pizarro le dijo: “No es menester, déjala”. Y cuando vio que sacaba el alfanje para cortarle la cabeza, le dijo: “Haz bien tu oficio, hermano Juan”. Quiso decirle que lo hiciera liberalmente, y que no estuviese martirizándolo, como acaece muchas veces. El verdugo respondió: “Yo se lo prometo a Vuesa Señoría”. Diciendo esto, con la mano izquierda le alzó la barba, que la tenía larga, cerca de un palmo, y redonda, que se usaba entonces traerlas sin quitarles nada. Y de un revés le cortó la cabeza, con tanta facilidad como si fuera una hoja de lechuga, y se quedó con ella en la mano, y tardó el cuerpo algún espacio en caer en el suelo. Así acabó este buen caballero […]. Paga general del mundo (como lo decían los que miraban estas cosas desapasionadamente) a los que más y mejor le sirven, pues así fenecieron los que ganaron aquel Imperio llamado Perú [se refiere a Diego de Almagro, su hijo, y a Francisco Pizarro] (V, 43).

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Acto seguido, el Inca hace las loas de la dinastía de los Pizarro para entonces emprender el discurso de alabanza de Gonzalo Pizarro, que sintetizo, pues ocupa dos páginas: Fue Gonzalo Pizarro gentilhombre de cuerpo, de muy buen rostro, de próspera salud, gran sufridor de trabajos, como por la historia se habrá visto. Lindo hombre de a caballo, de ambas sillas; arcabucero y ballestero, con un arco de bodoques pintaba lo que quería en la pared. Fue la mejor lanza que ha pasado al Nuevo Mundo, según conclusión de todos los que hablaban de los hombres famosos que a él han ido. […] Fue de ánimo noble y claro y limpio, ajeno de malicias, sin cautela ni dobleces; hombre de verdad, muy confiado de sus amigos o de los que pensaba que lo eran, que fue lo que le destruyó. Y por ser ajeno de astucias, maldades y engaños, dicen los autores [se refiere a los historiadores que siempre cita, Gómara, el Palentino y Zárate] que fue de corto entendimiento. No lo tuvo sino muy bueno y muy inclinado a la virtud y honra. Afable de condición, bienquisto de amigos y enemigos; en suma, tuvo todas las buenas partes que un hombre noble debe tener. De riquezas ganadas por su persona, podemos decir que fue señor de todo el Perú, pues lo poseyó y gobernó algún espacio de tiempo con tanta justicia y rectitud, que el Presidente [La Gasca] lo alabó, como atrás se ha dicho. Dio muchos repartimientos de indios, que valían a diez y a veinte y a treinta mil pesos de renta, y murió tan pobre como se ha referido. Fue Gonzalo Pizarro buen cristiano, devotísimo de Nuestra Señora la Virgen María, madre de Dios […]. Por sus virtudes morales y hazañas militares fue muy amado de todos, y aunque convino quitarle la vida43 (dejando aparte el servicio a Su Majestad), a todos en general les pesó su muerte, por sus muchas y buenas partes. Y así después jamás oí que nadie hablase mal dél, sino todos bien y con mucho respeto, como a superior (V, 43).44

43. Mis itálicas. Sin quererlo, y por la contradicción flagrante en la que incurre, Garcilaso le resta solemnidad a lo que está diciendo en este momento con palabras que alcanzan un grado de humor negro que jamás pudo sospechar que tendrían. 44. En nota al capítulo que hemos estado citando, de su edición de la Historia general del Perú, dice Durand que, “como subrayó Porras Barrenechea, Garcilaso ‘es el único que se atreve no sólo a disculpar, sino a elogiar a Gonzalo Pizarro […] desafiando todos los prejuicios de la época’”.

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La muerte del capitán Garcilaso de la Vega pasa sin pena ni gloria, y no se cuenta con el sentido de inmediatez sobrecogedora que el Inca le otorga a la de Gonzalo Pizarro. Hablando del fallecimiento “natural” de varios conquistadores, dice así nuestro autor: “Pocos meses después sucedió el de Garcilaso de la Vega, mi señor, que se causó de otra larga enfermedad, que duró dos años y medio, con largas crecientes y menguantes, que parecía estar ya libre de toda pasión y subía a caballo y andaba por la ciudad como hombre de entera salud; pero pasados tres o cuatro meses en la mayor confianza, volvía el mal de nuevo, y lo derribaba y le tenía otros tantos meses encerrado en su casa, que no salía della, y así duró la enfermedad aquel largo tiempo, hasta que le acabó” (VIII, 12). Pero aunque su muerte no fue heroica, Garcilaso se ve en el deber de hacer su alabanza: “Aunque no hubiera ley de Dios que manda honrar a los padres, la ley natural lo enseña, aun a la gente más bárbara del mundo […]. Por lo cual me veo yo en este paso obligado por derecho divino, humano y de las gentes, a servir a mi padre, diciendo algo de las muchas virtudes que tuvo, honrándolo en muerte, ya que en vida no lo hice como debiera. Y para que la balanza sea mejor y menos sospechosa, pondré aquí una oración sobre un elogio que después de muerto hizo de su vida, un religioso varón” (VIII, 12). La oración hace no sólo la apología del capitán muerto, sino que nos ofrece su biografía, en la que no falta el detalle de que fue Garcilaso quien le sugirió a Gonzalo Pizarro rendirse ante el presidente La Gasca. Su extensión, de casi veinte páginas, hace imposible citarla, por lo que me limitaré a los pasajes más significativos para hacer una breve síntesis de ella: No es mi intento contar por menudo las buenas partes naturales de que Dios le dotó desde niño, el buen agrado de su condición, la hermosura de su rostro, la gallardía de su persona, la agudeza de su ingenio […]. ¿qué lengua podrá contar los trabajos que padeció, los peligros a que se puso, la hambre, sed, cansancio, frío y desnudez que padeció, las tierras nunca vistas que anduvo y las inmensas dificultades que venció? […] ¿quién podrá referir lo que en esta jornada [en la conquista de Buenaventura] padeció por aumentar la fe en Jesucristo, por extender el patrimonio real y monarquía de España, y por ilustrar más el nombre de su persona y descendencia? […] Hacíase amar antes que temer; no se airaba ni se aceleraba en los negocios, teniendo a la ira por enemiga del consejo y a la aceleración por madre del engaño. Era en sus palabras blando y comedido, en sus

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reprehensiones reportado y tan medido, que nunca se le oyó palabra injuriosa o malcriada. Quitaba a sus súbditos las cargas, los tropiezos, las ocasiones de atropellar las leyes, de agraviar a sus prójimos, de dar mal ejemplo a la ciudad, y para esto buscaba, como buen padre, medios suaves y fáciles […]. ¿Quién pacificó la ciudad [el Cuzco] y entabló en ella [siendo corregidor] las leyes, justas ordenanzas? Garcilaso. ¿Quién deshizo los bandos y parcialidades de hombres inquietos, que intentaron varias veces perturbar la paz? Garcilaso. ¿Quién reprimió los insolentes motines de soldados temerarios? Garcilaso. ¿Quién sosegó las turbulentas ondas y repetidas avenidas de enemistades no pensadas? Garcilaso […]. Pues si ya hubiéramos de decir algo de su liberalidad, misericordia, rectitud y compasión, sería nunca acabar. ¿Cuándo se le pidió algo puesto en razón que él no lo concediese? ¿Qué hombre noble vido necesitado que no le ofreciese su casa y le diese cuanto hubiera menester? ¿Qué pobre le pidió limosna, que se fuese con las manos vacías? ¿Qué viuda, qué huérfano, qué persona desvalida le pidió justicia que dél no la alcanzase? ¿Quién se quiso valer de su favor que no fuese dél favorecido? […] Y por eso mismo le lloran todos y sienten su pérdida. Pero más en particular los indios vasallos suyos le testifican bien, con lágrimas copiosas y tiernos gemidos manifiestan la falta que les hace su señor, en quien tenían padre, defensor y amparo […]. Llórenle, que razón tienen, que también le lloran los esforzados varones que ven con su muerte quebrada una firme columna de la fortaleza; llórenle los prudentes repúblicos, pues perdieron en él un rico depósito de la prudencia civil; llórenle los gobernadores y jueces, pues les ha faltado un vivo retrato de la justicia; llórenle finalmente todos los buenos, pues con su falta les falta un raro ejemplo de templanza en la comida, en la bebida, en el sueño y en el trato de su persona, siendo para los suyos muy liberal y para los extraños muy cumplido […] porque muriendo Garcilaso cayó un fuerte baluarte de la religión cristiana, murió el esfuerzo de la guerra, el ornamento de la paz, la honra de los nobles, el modelo de los jueces, el padre de la patria, el reparo de los pobres, el amigo de los buenos, el espanto de los malos, y finalmente, el amparo de los naturales (VIII, 12).

El curioso lector sospecha de inmediato que esta oración fúnebre de un religioso anónimo puede ser ficción del Inca, y que el verdadero autor de ella no es otro que él mismo, que se ve obligado a distanciarse del elogio de su padre por pudor y discreción. Pero José Durand nos advierte que la oración la pronunció otro y, quizá tenga razón, porque el estilo del pasaje no se parece a la prosa ponderada de nuestro autor. Lo que nos pone en cierta sospecha: ¿por qué no

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poner en su boca el elogio del padre? ¿Será esta reticencia expresión inconsciente de resentimiento ante su progenitor? Si fuera así, tendría significación relevante la alusión a los indios que le llaman su señor, epíteto que el Inca le da reiteradamente a su padre, como uno más de sus vasallos. Y también sería significativa otra frase de un pasaje del Inca anteriormente citado, que dice: “honrándolo en muerte, ya que en vida no lo hice como debiera”. De todas maneras, es una oración extraña, que más parece sermón o discurso político para enardecer los ánimos del público, como puede colegirse de la serie de preguntas laudatorias que tienen por respuesta el estribillo “Garcilaso”, que nos parece escuchar en gritos cada vez más altos. La simetría retórica que caracteriza la obra del Inca, y que pone en pie de igualdad a Gonzalo Pizarro y al capitán Garcilaso de la Vega con sendas apologías, apunta a otra de carácter semántico: Pizarro se convierte en otra figura paterna para nuestro autor. Desde los Comentarios reales es notable la simpatía que siente el Inca por él. Al describir los juegos de sus niñeces, incitados por éste, aprovecha para hacer la alabanza de la dinastía de Pizarro: Del rey Atahuallpa conocí un hijo y dos hijas; la una de ellas de llamaba doña Angelina, en la cual hubo el marqués don Francisco Pizarro un hijo que se llamó don Francisco, gran émulo mío y suyo, porque de edad de ocho a nueve años, que éramos ambos, nos hacía competir y correr y saltar su tío Gonzalo Pizarro. Hubo asimismo el marqués una hija que se llamó doña Francisca Pizarro; salió una valerosa señora, casó con su tío Hernando Pizarro; su padre, el marqués, la hubo en una hija de Huaina Cápac, que se llamaba doña Inés Huayllas Ñusta; la cual casó después con Martín de Ampuero, vecino que fue de la Ciudad de Los Reyes. Estos dos hijos del marqués y otro de Gonzalo Pizarro, que se llamaba don Fernando, trajeron a España, donde los varones fallecieron temprano, con gran lástima de los que les conocían, porque se mostraban hijos de tales padres (IX:38; mis itálicas).

Hablando del Cuzco, escribe el Inca: “De la casa Coracora no alcancé nada, porque ya en mis tiempos estaba toda por el suelo; cupo en suerte, cuando se repartió la ciudad, a Gonzalo Pizarro, hermano del marqués don Francisco Pizarro, que fue uno de los que la ganaron. A este caballero conocí en el Cuzco después de la batalla de Huarina y antes de la de Sacsahuana; tratábame como a propio

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hijo” (VII, 10). Poco después, Garcilaso recuerda la plaga de la sarna que afectó al ganado cuzqueño, pero sobre todo a las zorras que entraban a la ciudad a morir. Dice que los indios “pronosticaban por las zorras la destrucción y muerte de Gonzalo Pizarro, que sucedió poco después” (VIII, 16). Tratábame como a propio hijo: son palabras cargadas de gratitud por un afecto que obliga al Inca a la tradicional reciprocidad andina o ayni. Por ello, cuando escribe sobre Gonzalo Pizarro, lo trata como a un padre, mostrando valientemente su admiración por el rebelde y convirtiéndolo en héroe épico.45 Pero no se nos escapa que al hacerlo, revela sin quererlo las ganas que le tenía a la Corona, que tanto lo humilló al llamar traidor a su padre y negarle su herencia (“que debajo de mi sayo, al rey mato”, como diría Cervantes). También resulta interesante notar que en la citada frase hay una calidez que no hallamos en las palabras con las que suele referirse a su padre, que más bien emanan respeto desde la distancia. Pero Garcilaso nos tenía guardada una sorpresa: un último arquetipo masculino para redondear su asedio a la figura paterna. Me refiero a Túpac Amaru, cuya muerte pone un acento trágico al final del libro. Ya habíamos examinado su estatura mítica al inicio del presente capítulo, al ponderar cómo el último líder de la resistencia incaica aporta un elemento imprescindible en el ciclo de Inkarrí: la decapitación que abona a la esperanza mesiánica del retorno del Inca rey. Pues este personaje también recibe una apología de conmovedora intensidad. La empatía del Inca para su compatriota lle-

45. A José Durand lo sorprende la admiración que Garcilaso le tiene al traidor, y la interpreta en su edición de la Historia general del Perú en una nota al capítulo catorce del Libro III: “La admiración del Inca por Gonzalo Pizarro, futuro rebelde contra el rey, y su manifiesto entusiasmo ante la personalidad de Carvajal, deben advertirse como rasgo peculiar del autor. Rasgo propio de americano, frente a la idea hispánica del rey”. A la figura de Carvajal, uno de los hombres de Gonzalo Pizarro, vuelve Durand en una nota al capítulo 39 del Libro V: “Significativa admiración por Carvajal, rebelde a quien se vio obligado a llamar ‘traidor’ en el Libro IV, cap. 32. Sólo se comprende tal libertad para enjuiciar a quienes negaron a su rey, si se advierte que el Inca escribía ya para morir, sin nada que perder, contando con la censura de amigos suyos como el jesuita Castro, y muchos años después de los hechos referidos”.

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gará a un punto tal, que, pese a intentar presentarlo como leal a la Corona y contento con bautizarse, afirma el derecho que tenía a la restitución de su imperio, socavando así la legitimidad de la conquista del Perú. Veamos algunos detalles elocuentes de la ejecución pública de Túpac Amaru en el Cuzco, según la narra Garcilaso en la Historia general del Perú (capítulos 18-19, libro VIII). Cuando Francisco de Toledo, el virrey, lo sentencia a muerte, las autoridades no le dijeron las causas de por qué le mandaban a cortar la cabeza. “Respondió el pobre Inca que él no había hecho delito alguno para merecer la muerte”,46 que se contentara el virrey con enviarlo preso a España, “y que holgaría mucho de besar la mano a su señor el Rey Don Felipe”, “que no era de imaginar que él pretendiese rebelarse contra ellos”, “que si él hubiera hecho o imaginado hacer algún delito contra los españoles, que no se dejara prender, que huyera a más lejos, donde no le alcanzaran. Pero que viéndose inocente y sin culpa, esperó a los que iban a prenderle, y vino con ellos de buena gana”. También dijo que “recibiría la muerte contento y consolado, pues se la daban en lugar de la restitución que de su Imperio le debían […]. Con esto dijo otras cosas de mucha lástima, con que indios y españoles lloraron tiernamente de oir palabras tan lastimeras”. Luego recibe con conformidad el bautismo, “por gozar de la ley de los cristianos, de la cual su abuelo Huayna Cápac les dejó dicho que era mejor ley que la que ellos tenían”, mientras los allí presentes responden con “tristeza y llanto”. Garcilaso aprovecha para editorializar, explicando que los españoles que presenciaban aquello no imaginaron que se iba a ejecutar la sentencia, “por parecerles un hecho ajeno a la humanidad y clemencia que con un príncipe desheredado de un imperio tal y tan grande se debía tener y usar, y que a la Majestad del Rey Don Felipe no le sería agradable, antes grave y enojoso, el no dejarle ir a España. Mas el Visorrey estaba de diferente parecer, como luego se verá” (VIII, 18).47

46. Desde aquí marco con itálicas pasajes significativos del relato del Inca sobre la muerte de Túpac Amaru. 47. Guaman Poma coincide con Garcilaso en su denuncia de la ejecución de Túpac Amaru: “No ubo rremedio y fue sentenciado, executado a cortar la cauesa del ynfante Topa Amaro Ynga. Mira, cristiano, esta soberbia y demás de la pérdida que hizo en seruicio de Dios y de su Magestad de don Francisco

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Pero Toledo estaba “determinado” a ejecutar la sentencia. Sin embargo, caballeros y religiosos de la ciudad pidieron al virrey que “no se hiciese cosa tan fuera de piedad, que la abominaría todo el mundo dondequiera que se supiese, y que su mismo Rey se enfadaría dello”. Pese a ello, Toledo mandó a cerrar las puertas de su casa y no los recibió. Entonces, “al pobre Príncipe sacaron en una mula, con una soga al cuello y las manos atadas”: Con esto pasaron adelante los ministros de la justicia. A la entrada de la plaza salieron una gran banda de mujeres de todas las edades, algunas dellas de sangre real, y las demás mujeres e hijas de los caciques de la comarca de aquella ciudad, y con grandes voces y alaridos, y muchas lágrimas (que también las causaron en los religiosos y seculares españoles) le dijeron: “Inca, ¿por qué te llevan a cortar la cabeza? ¿Qué delitos, qué traiciones has hecho para merecer tal suerte? Pide a quien te la da que mande matarnos a todas, pues somos tuyas por sangre y naturaleza, que más contentas y dichosas iremos en tu compañía que quedar por siervas y esclavas de los que te matan”. Entonces temieron que hubiera algún alboroto en la ciudad, según el ruido, grita y vocerío que levantaron los que miraban la ejecución de aquella sentencia, tan no pensada ni imaginada por ellos. Pasaban de trescientas mil ánimas las que estaban en aquellas dos plazas, calles, ventanas y tejados para poderla ver. Los ministros se dieron prisa hasta llegar al tabladillo, donde el Príncipe subió y los religiosos que le acompañaban y el verdugo en pos dellos, con su alfanje en la mano. Los indios, viendo su Inca tan cercano a la muerte, de lástima y dolor que sintieron levantaron otro murmullo, vocería, gritos y alaridos, de manera que no se podían oír. Los sacerdotes que hablaban con el Príncipe le pidieron que mandase callar aquellos indios. El Inca alzó el brazo derecho con la mano abierta, y la puso en derecho del oído, y de allí la bajó poco a poco, hasta ponerla sobre el muslo derecho. Con lo cual, sintiendo los indios que les mandaba callar, cesaron de su grita y vocería, y quedaron con tanto silencio, que parecía no haber ánima nacida en toda aquella ciudad, de lo que se admiraron muy mucho los españoles, y el Visorrey entre ellos, el cual estaba a una ventana, mirando la

de Toledo. ¿Cómo puede sentenciar a muerte al rrey ni al príncipe ni al duque ni al conde ni al marqués ni al cauallero un criado suyo, pobre cauallero? Desto se llama alzarse y querer ser más que el rrey” (1980:452 [454]; he corregido lo que me parece una errata, porque en la edición de Murra y Adorno el pasaje final lee: “[…] pobre cauallero desto? Se llama alsarse y querer ser más que el rrey”).

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ejecución de su sentencia. Notaron con espanto la obediencia que los indios tenían a sus Príncipes [...] (VIII, 19) Luego cortaron la cabeza al Inca, el cual recibió aquella pena y tormento con el valor y grandeza de ánimo que los Incas y todos los indios nobles suelen recibir cualquiera inhumanidad y crueldad que les hagan […].48 Demás del buen ánimo con que recibió la muerte aquel pobre Príncipe, […] dejó lastimados los religiosos que le ayudaron a llevar su tormento, […] los cuales todos, de lástima de tal muerte en un Príncipe tal y tan grande, lloraron tiernamente […]. Éste fue el general sentimiento de aquella tierra y la relación nacida de la compasión y lástima de los naturales y españoles (VIII, 19; mis itálicas)

En la caracterización que hace Garcilaso de Túpac Amaru en el trance final de la muerte, destacan las virtudes del estoicismo, la autoridad moral, la majestad y la valentía, así como su reiterada categoría de príncipe, es decir, heredero del Imperio incaico. También son de notar las grietas que abre el dolor en el discurso usualmente sereno del Inca, que destaca el hecho como “lo más lastimero de todo lo que en nuestra tierra ha pasado y hemos escrito, porque en todo sea tragedia” (VIII, 19). Pero lo que lleva a los Comentarios reales (considerados en su integridad) a su clímax es la sentencia que inicia, según Flores Galindo, la larga trayectoria de la utopía en el Perú: “Así acabó este Inca, legítimo heredero de aquel Imperio por línea recta de varón, dende el primer Inca Manco Cápac hasta él” (VIII, 19; mis itálicas).49 Cabe subrayar aquí que la descripción de “la pasión y muerte” de Túpac Amaru relega a un segundo plano el rol de historiador del Inca, para convertirlo en mitógrafo, cualidad esencial del gran escritor. Estos cuatro personajes masculinos, tan distintos, merecen la rendida admiración de nuestro autor por una razón evidente: la or-

48. En este pasaje, que encarece el talante valeroso de la nobleza incaica, Garcilaso explica de manera oblicua su famosa serenidad ante las adversidades de la conquista. 49. Una oración que le sigue a esta declaración tan rotunda ejemplifica lo que Doris Sommer ha llamado, con gran tino, el desdecirse (unsaying) del Inca, que considera una de las estrategias escriturales más originales de su prosa (1999: 81). El lector queda estupefacto al toparse con estas palabras: “Puede ser que el Visorrey haya tenido más razones para justificar su hecho” (VIII, 19).

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fandad psíquica de Inca. Porque cada uno de ellos encarna un arquetipo paterno. El capitán Garcilaso, por razones obvias y biológicas; Gonzalo Pizarro, por tratarlo como a hijo propio; el Inca viejo, su tío, por ser su mentor, y, de nuevo, también por considerarlo como hijo; y Túpac Amaru, por representar el último eslabón que vincula al Inca con su estirpe, cuyo origen mítico está en el primer Inca, Manco Cápac, el arquetipo paterno del incario a la enésima potencia. Si su sangre corre por las venas de Túpac Amaru, legitimándolo como el último Inca, ello lo convierte en el padre de los vencidos. No olvidemos que los reyes incas, según los representa Garcilaso en sus Comentarios reales, tienen un alto grado de paternalismo, evidente en los consejos que dan a sus súbditos, cuya obediencia ciega requieren.50 Partiendo de la simetría como elemento rector de la escritura del Inca, es interesante constatar que, en los Comentarios reales considerados en su integridad, hay cuatro héroes masculinos: dos españoles (Gonzalo Pizarro y el capitán Garcilaso de la Vega) y dos indios (el Inca viejo y Túpac Amaru). En su búsqueda del padre, nuestro autor ha dibujado los contornos de la geografía mítica del Tahuantinsuyo, basada en la dualidad y la quintipartición. Los dos españoles, conquistadores ambos, encarnan la categoría espacial de hanan, ritualmente dominante. Los dos incas, indios vencidos, representan la mitad subordinada, hurin. Entramos de lleno en el mundo de los arquetipos,51 pues, por otra parte, cada uno de estos

50. El primero en mandar fue el Padre Sol: “Con esta orden y mandato [de que le adorasen y viviesen ‘en razón y urbanidad’] puso Nuestro Padre el Sol estos dos hijos suyos [Manco Cápac y Mama Ocllo] en la laguna Titicaca […]” (I, 15). A su vez, los príncipes “viendo la mucha gente que se les allegaba”, “dieron orden” de que unos se ocuparan de labrar la tierra, y que otros levantaran chozas para su vivienda (I, 16). Entre los dichos sentenciosos del Inca Pachacútec, el primero dice que “cuando los súbditos y sus capitanes y curacas obedecen de buen ánimo al rey, entonces goza el reino de toda paz y quietud” (VI, 36). En su testamento, Huaina Cápac anuncia la llegada de “gente nueva” que ganará el imperio, por aventajar a los incas, por lo que les dice: “Yo os mando que les obedezcáis y les sirváis […]” (IX, 15). 51. Entiendo por arquetipo un símbolo ancestral en el que una condición humana se esencializa en un personaje. Para más sobre los arquetipos, que son universales y que proliferan en mitos, cuentos, epopeyas y todo tipo de tradi-

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personajes lleva el sello de una dimensión esencial a las narrativas del mundo mítico: el Inca viejo es el sabio, el capitán Garcilaso el héroe, Gonzalo Pizarro el traidor y Túpac Amaru el mártir. Y en el centro, como ombligo del mundo de letras que es su libro, figura nuestro Inca como el hijo; también el mestizo: síntesis de dos culturas. El Inca ha intentado, gracias a la escritura y mediante el desdoblamiento múltiple de la figura paterna, suturar las heridas de su orfandad psíquica. Intento “logrado y fracasado”, para emplear las palabras de Max Hernández (1993: 159), puesto que se trata de una herida incurable52 que deja fisuras y grietas en su obra. Tal vez sea por este motivo que privilegia, entre sus cuatro arquetipos paternos, a los vencidos, es decir, a los que llamó en el prólogo a la Historia general del Perú sus compatriotas indios, por el lugar destacado que les concede (el Inca viejo abre y cierra la primera parte de los Comentarios reales, en la que es omnipresente; Túpac Amaru cierra la segunda parte y la obra en su integridad, en un final climático que tiene mucho de aleccionador), y por la empatía emocional que demuestra con ambos. En el caso del tío sabio, dicha empatía traduce en la intimidad de la segunda persona que lo acerca a su admirado mentor; en el del último líder de la reconquista incaica, en el dolor que le causa su muerte y que desborda los diques de la contención a la que nos ha acostumbrado. Éstos dos son los héroes que nuestro autor hace suyos de manera espontánea; en cuanto a los españoles —el capitán Garcilaso de la Vega y Gonzalo Pizarro— es evidente su devoción por ambos, pero, como sabemos, celebrar sus vidas tiene un fin ulterior: restaurar la honra del padre, que es lo mismo que limpiar su propio nombre. Era demasiado doloroso para el Inca, hijo natural y mestizo en la España excluyente de Felipe III, cargar con el sambenito de hijo de un traidor a la Corona. No olvidemos que, en el discurso funerario de alabanza a su padre que recién citamos,

ción oral, pero también en la literatura culta y el arte, ver Jung (1970) y Jung et al. (1964). 52. Tal parece que no hay arte sin heridas. El cantor uruguayo Alfredo Zitarrosa, al despedirse de su público en su disco póstumo, grabó una copla harto elocuente: “Por sanar de una herida, / he gastado mi vida, / pero al fin la viví, / y he llegado hasta aquí.”

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consta clara la relación de causa y efecto entre la fama del progenitor y la fama del hijo. Dice así el panegírico del capitán: “¿quién podrá referir lo que en esta jornada […] padeció por aumentar la fe en Jesucristo, por extender el patrimonio real y monarquía de España, y por ilustrar más el nombre de su persona y descendencia?” (VIII, 12; mis itálicas). Privilegiar a estas dos figuras, que pertenecen al mundo incaico, disculpa inconscientemente la ausencia de la madre en la integridad de los Comentarios reales. En su búsqueda obsesiva del padre, el Inca se había ido alejando de ella. Esta distancia se refleja en la primera parte del libro de dos maneras. Garcilaso no menciona su nombre y, como lo ha visto Carmelo Sáenz de Santa María, “desdibuja los rasgos individuales de la madre”,53 haciéndole difícil al lector plasmar en su mente una imagen concreta de ella. Pero tras el largo proceso de su identificación con el padre —en otras palabras, de su españolización— el Inca, ya con más de sesenta años, vuelve a ella; quizá por una buena dosis de culpabilidad, que podríamos inferir de un pasaje de la Historia general del Perú, cuando habla de la suerte de los mestizos en su patria. Éstos se habían quejado a Túpac Amaru, diciéndole que, “siendo hijos de conquistadores de aquel Imperio y de madres naturales dél, que algunas dellas eran de la sangre real y otras muchas eran mujeres nobles, […] y que ni por los méritos de sus padres ni por la naturaleza legítima de la hacienda de sus madres y abuelos no les había cabido nada, siendo hijos de los más beneméritos de aquel Imperio, porque los gobernadores habían dado a sus parientes y amigos lo que sus padres ganaron y había sido de sus abuelos maternos y que a ellos los dejaron desamparados” (VIII, 17). Muchos de los que se quejaron ante el príncipe fueron acusados de conjuración por las autoridades españolas, y encarcelados. La queja se torna delirante cuando una india va a visitar a la cárcel a su hijo mestizo. Así lo cuenta Garcilaso: Entró como pudo donde estaba el hijo, y en alta voz le dijo: “Sabido he que estás condenado a tormento; súfrelo y pásalo como hombre de bien, sin condenar a nadie, que Dios te ayudará y paga-

53. Lo toma Max Hernández del prólogo a las Obras completas del Inca (1993: 120).

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rá lo que tu padre y sus compañeros trabajaron en ganar esta tierra para que fuese de cristianos y los naturales della fuesen de su Iglesia. Muy bien se os emplea que todos los hijos de los conquistadores muráis ahorcados, en premio y paga de haber ganado vuestros padres este Imperio”. Otras muchas cosas dijo a este propósito, dando grandísimas voces y gritos, como una loca sin juicio alguno […] (VIII, 17).

Entre estas “muchas cosas”, pidió “que matasen también a sus madres, que la misma pena merecían por haberlos parido y criado y ayudado a sus padres, los españoles (negando a los suyos propios), a que ganasen aquel Imperio”. Como bien dice Max Hernández, “la mujer que da voces y gritos ocupa un lugar homólogo al de la madre de Garcilaso” (1993: 170). Y la escena nos permite imaginarla, no sólo hablando, sino vociferando su protesta. El lector agradece este cameo appearance de la invisible ñusta, disfrazada tras la máscara de un álter ego anónimo y justiciero que la acerca al Inca viejo: furiosos, ambos han gritado su dolor ante la conquista. Pero Garcilaso, siempre prudente, se da cuenta de que está rozando un límite que lo puede incriminar, y recurre de inmediato a una de sus estrategias favoritas, la del decir y desdecirse. De ahí que, tras permitirle a la india que le dé rienda suelta a sus sentimientos, se apresura a declararla loca. Esta peculiar estrategia discursiva se puede explicar a partir de la dualidad étnica de Garcilaso: si bien los indios saben perfectamente dónde están parados y pueden denunciar la conquista, el mestizo oscila entre sus dos lealtades conflictivas. De ahí que nuestro autor recoja velas de inmediato cuando recién comienza a protestar ante las injusticias cometidas contra los compatriotas maternos. No debe ofender al padre. Dificilísima situación que no hay que perder de vista al leer al Inca. Para darle voz —aunque diferida hasta el final mismo de la segunda parte de los Comentarios reales— a la mujer que increpa tras las rejas a su hijo mestizo y que enmascara dramáticamente a su madre, Garcilaso posiblemente recordó una de las grandes lecciones que aprendió de León Hebreo: las mujeres hablan. Me refiero al personaje de Sofía, que mantiene a raya a Filón con su sabiduría. Sin embargo, los Diálogos que con tanta devoción tradujo el Inca le ofrecieron otra lección aún más poderosa: la igualdad y armonía entre los dos sexos, unidos en el amor. Ya vimos, en el capítulo que de-

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dicamos a las curiosas equivalencias entre tinku, concordia y ayni, cómo el neoplatonismo aprendido de Yehuda Abravanel incide en la sexualización de su obra maestra, dividida en dos libros; el primero dedicado al linaje materno, y el segundo, al paterno. En palabras de Hernández: “Al acceder a un orden dialógico que implicaba mutualidad y respeto, Garcilaso percibía un nuevo modo que incluía la aceptación de las diferencias sexuales y el predominio de lo erótico sobre lo tanático54 […]. Capaz de reconocer y aceptar las diferencias, Garcilaso pudo intentar reconciliarlas […]. El hijo de una pareja verbalmente incomunicada creaba diálogos de amor” (1993: 132-134). Ya se estaba preparando el Inca para la introyección definitiva de sus dos objetos primarios, perdidos. Pero sólo la escritura de los Comentarios reales le habría de permitir una salida airosa de la humillación colonial, al abrazarlos a ambos desde las dos partes del libro. Para entender mejor la resignificación de la vida del Inca en su obra, debemos volver a una frase hondamente intuitiva de José Durand: el Inca escribía ya para morir. Hemos aludido oblicuamente a Jung, al hablar de arquetipos; ahora me parece importante acudir a su propuesta más esperanzadora, cifrada en la palabra individuación, pues puede ofrecernos otra manera de aproximarnos a las contradicciones de nuestro autor. Se trata del proceso de la culminación del ser, que exige la fusión (coniunctio) entre las fuerzas opuestas de eros y tánatos que lo habitan. Para Jung es innata la vocación de plenitud de la psique humana, que se logra con el proceso de individuación que culmina cuando se hacen conscientes todas las subpersonalidades del ser y se atienden sus reclamos. Mientras más escribe el Inca, cuya psique —para decirlo en palabras de Whitman, “contiene multitudes”—, va reconociendo y dando lo suyo a las dimensiones conflictivas de su ser: dos razas (española e indígena), dos culturas (europea y andina) y dos condiciones históricas (vencedor y vencido), cifradas en los arquetipos del padre y de la madre. De ahí que lo que a los lectores nos deja estupefactos —la serenidad del Inca en su intento de armonizar los contrarios— también puede deberse al anhelo saludable de conciliar los distintos rostros de su pro-

54. Evidentemente, se refiere al predominio del amor y la creatividad (la vida) sobre las fuerzas oscuras de la destrucción y el odio (la muerte).

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pia psique.55 Obras son amores, como dice el refrán: basta leer las dos partes de los Comentarios reales, escritas para honrar la memoria de sus progenitores, para entender que, más allá de su tormento interior, el Inca los quiso a ambos.56 Ya ha vivido su vida, es viejo,57 y sabe que debe perdonar; o aceptar que pertenece a dos mundos, y que esos dos mundos viven en él. En última instancia, se trata de aceptarse —y quererse— a sí mismo. Tal parece que lo logró, porque se llamó mestizo a boca llena.58

55. Max Hernández lo explica de otra manera, con palabras hermosas: “El rol de observador le permitió a Garcilaso alcanzar cierto equilibrio desde el cual, no sin riesgo de ambigüedad, intentó buscar una síntesis. El hombre se centró en la cultura. Se sosegó en razones”. Pero no descarta “la sospecha de que nos encontramos con un intento excesivo de mitigar los horrores, de poner sordina a los odios y a los rencores” (1993: 208). También lleva razón. 56. O quiso quererlos, que es otra forma de amar. Cabría preguntarnos si ese amor fue recíproco. En el caso de la madre, podemos apostar que sí, ya que se entregó durante los primeros diez años del niño a cuidarlo, y separarse de él no fue cosa de su voluntad. De este amor tenemos evidencia literaria: la insistencia del Inca en reconocer que le debe su cultura y su lengua. En el caso del padre, a pesar de los pesares, hay evidencia textual concreta de su amor por el hijo. Me refiero a unas elocuentes palabras del capitán Garcilaso de la Vega en su testamento, cuando afirma que le deja cuatro mil pesos en oro, “por el amor que le tengo, por como es mi hijo natural e por tal le nombro y declaro” (citado por Pupo-Walker 1999: 23). 57. El Inca comienza los Comentarios reales en 1600, continúa escribiendo en 1602 y 1603. Hace añadidos y termina la redacción en 1604. En 1603 escribe varios capítulos de la Historia general del Perú. Dice Durand en su cronología (1962), que en 1605, “a mediados de año, el día del Corpus, se halla redactando el Libro V, cap. 10 de la Historia general del Perú”. La redacción de dicha Historia queda estancada entre 1606 y 1609. La reanuda en 1610, cuando se encuentra redactando el Libro VI. Sigue escribiendo en 1611 y la termina en 1612. Es posible entonces que fuera en 1605 cuando el Inca declara, desde el pozo sin fondo de la melancolía, que vive en los rincones de la soledad y la pobreza, que está desengañado y que no pretende nada del mundo, “porque que ya no hay para qué” (V, 23). De los datos que provee Durand podemos inferir que el Inca tiene entre 61 y 65 años al escribir los Comentarios reales, y entre 64 y 73 años cuando escribe la Historia general del Perú. Se trata, desde luego, de una edad avanzada para la época. 58. El Inca nos obliga a imitarlo, en su decir y desdecirse. Porque después de consignar este aserto rotundo de aceptación propia, no podemos dejar de citar hechos y palabras que parecen desmentirlo. Mientras escribía los Comen-

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El amor —por partida doble, cultural y biográfica— fue el filtro que propició la reconciliación (siempre precaria, no lo podemos olvidar) de las dos mitades arquetípicamente andinas que habitaron su ser. El que cultivó el judío errante con el que se inició en el humanismo renacentista, y el que mamó en la leche materna. Sobre todo este último, que fue el primero. Porque la patria es la niñez, y en el principio era el amor. De ahí que nuestro Inca los declare a ambos, desde el “Proemio al lector” de la obra que lo lanzaría al futuro, como los ejes rectores de su escritura. Y lo dice así, sencillamente: “Por lo cual, forzado del amor natural de la patria, me ofrecí al trabajo de escribir estos Comentarios”. Como si no se tratara de la traducción de un mundo.

tarios reales, donde expresó su orgullo de mestizo, publicaba en 1605 la Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, en la que “se recreaba en la descripción pormenorizada y minuciosa de sus antepasados españoles: nobles, hombres de armas y de letras, y damas de acrisolada virtud. El linaje claro y la pureza de sangre en todo su esplendor” (Hernández, 1993: 163-164). Otra contradicción flagrante: en la Historia general del Perú, Garcilaso dirá de su prima Cusi Huarcay, la futura esposa de Sayri Túpac, que “era hermosísima mujer, y fuéralo más si el color trigueño no le quitara parte de la hermosura, como lo hace a las mujeres de aquella tierra, que por la mayor parte son de buenos rostros” (VIII, 11).

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Hemos llegado al final. Para contextualizar la obra magna del Inca Garcilaso de la Vega, comenzamos este libro examinando la traducción de culturas como corriente fundacional de nuestras letras hispanoamericanas, que en el siglo xx resurge en el viaje a la semilla de muchos de nuestros grandes escritores, inmersos en la reescritura del pasado colonial. Partiendo de su condición de etnólogo avant la lettre, que lo convierte en traductor de culturas, exploramos la biculturalidad del Inca para entender mejor los Comentarios reales en su integridad. Al hacerlo, descubrimos un sujeto múltiple: historiador, etnólogo, traductor, lingüista, filólogo. Pero también quisimos acercarnos a su humanidad doliente, que palpita no sólo en las pistas autobiográficas que recorren su obra y cuyo valor psicoanalítico ha calibrado magistralmente Max Hernández, sino en el dolor que abre fisuras en sus anhelos de utopía y en su serenidad imperturbable, que los escudos protectores de las dos culturas que hizo suyas no pudieron impedir. Porque, como bien dijo Cornejo Polar en palabras ya citadas, pero imprescindibles, “la imagen de la armonía que trabajosamente construye el discurso mestizo del Inca se aprecia más como el doloroso e inútil remedio de una herida nunca curada que como la expresión de un gozoso sincretismo de lo plural”. En el proceso, nos encontramos con un gran escritor. Y esta última dimensión del Inca es, de todas las vertientes de su personalidad varie-

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gada, la que le garantiza a nuestro autor actualidad y futuro. Porque abona al plaisir du texte. Y porque al hacerlo, potencia las demás. Este gran escritor ya había sido reconocido por sus dotes de narrador, evidentes en la creación de los primeros cuentos de nuestra literatura hispanoamericana (a los que me pareció importante añadir uno, poco conocido; además de sus hermosas estampas). También por el poder de la sugerencia en un mundo regido por la censura; cuando Durand habla de los silencios del Inca Garcilaso, podemos entender que, más allá de lo que evade, se refiere a la entrelínea, la ironía, el decir las grandes verdades con una discreta y casi invisible pincelada. Por la seductora ambivalencia —estudiada por Doris Sommer— del decir y desdecirse, que tanto incita al lector. Y porque “su prosa rezuma poesía a cada trecho”, como afirma Vargas Llosa, haciéndose eco de Menéndez Pelayo, Azorín, Porras Barrenechea y Miró Quesada. Pero la imaginación portentosa del Inca también se despliega en la proliferación de los personajes inolvidables que crea, en su búsqueda incesante del padre. El primero de ellos fue el Inca viejo, la figura paterna que, irónicamente, le provee el linaje materno. Que llora y grita lo que él calla. Luego apareció su propio padre, el gran ausente. Entra entonces en escena Gonzalo Pizarro, que aunque traidor al rey, se porta como un padre con él. Finalmente, emerge un personaje clave en la formación del mito del retorno del Inca rey en el imaginario popular andino, que lo amalgama con Manco Cápac y Atahualpa; el padre mítico de los indios peruanos tras la conquista: Túpac Amaru, héroe y mártir, por otro nombre conocido como Inkarrí, y cuya muerte siente tan hondamente Garcilaso, que lo insta a proferir una sentencia devastadora contra la conquista española. Pero el Inca viejo fue quizá el más querido, el más cercano, con el que tuvo una relación sin ambivalencias; y el que le sirvió de taller a Garcilaso para la creación de futuros personajes. Nunca lo tuvo que justificar, ni probar su filiación con él, porque, en tanto su álter ego, en su nombre cifra el suyo propio. No olvidemos que desde el título de la primera edición de los Comentarios reales nuestro autor se antepone el título de Inca. En cuanto al epíteto de viejo, le encaja perfectamente a Garcilaso, que ya pasaba de los sesenta cuando comenzó a redactar la primera parte de los Comentarios reales. Decir Inca viejo, pues, supone aludir tanto al personaje como a su autor. De haber co-

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nocido a Flaubert, al dibujar el perfil del tío sabio, Garcilaso bien podría haber estado mascullando para sí: el Inca viejo, c’est moi! Hay un dato revelador que abona a su protagonismo como personaje, y para ello debo citar las palabras de Luis Loayza, cuando comenta el hecho de que el Inca se llamaba mestizo sólo ocasionalmente, pero que se reconocía sobre todo como indio: “Con el mismo derecho pudo recordar la otra mitad de su sangre y llamarse español. No lo hizo ni una sola vez” (citado por Hernández, 1993: 188). Lo dicho nos permite calibrar cuán sanador le debe haber resultado a Garcilaso dialogar con el tío materno, soterrar en su discurso el lenguaje formulaico de la poesía cortesana incaica que ha estudiado con tanta pasión José Antonio Mazzotti, y vivir vicariamente con él la enorme catarsis de soltar sus verdades más hondas gracias a la creación de un personaje que podríamos considerar como el co-progonista de su crónica de la destrucción de un mundo. Personaje que, al servirle de cauce al dolor, le permite dejar su yo autorial inmune a rencores y pasiones, incólume en el estado de gracia de la concordia. No me queda sino decir que no sabía, mientras escribía este libro, que caminar de la mano del Inca a lo largo de las páginas de sus Comentarios reales me deparaba abrir una caja de Pandora, esta vez feliz. De ella salieron las sorpresas a borbotones. Quise estudiar al etnólogo avant la lettre y saltó el lingüista. Pretendí examinar al narrador y, me esperaba, agazapado, el poeta. Me interné en los secretos del historiador y apareció, sin dilación, el mitógrafo. Busqué el ideal renacentista de la concordia y con ella llegó el conflictivo tinku andino, bien acompañado del generoso ayni. Caminé con el flâneur cuzqueño y me topé con su autobiografía. Me aventuré por las sendas secretas del dolor de su psique escindida y se presentó el amor, presuroso, a suturar viejas heridas, con el mejor de los instrumentos, la escritura. Y, buscando con nuestro autor al padre ausente, descubrí la pieza invaluable del Inca viejo como espejo que le devuelve su imagen invertida. He querido añadirla al mosaico inacabado de su personalidad, hoy mítica. Con una discreta advertencia al lector: la obra del Inca Garcilaso de la Vega es, como aquella Mar del Sur que se lo llevó para siempre hacia el exilio, inagotable.

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Al poderoso Inca Atahualpa* I.

¿Qué arco iris es este negro arco iris que se alza? El horrible rayo del enemigo del Cuzco fulgura, Y por doquier granizada siniestra golpea.

II.

Mi corazón presentía, a cada instante y en mi soñar —desasosegado, atónito— el mal agüero de la mosca azul. ¡Dolor inacabable!

* Traducción de Apu Inka Atawallpaman por Donald Solá y Mercedes López-Baralt. Publicada por primera vez en Journal of Latin American Lore (1980), con su transcripción en quechua. Reproducida en español en Mercedes López-Baralt (1987, 2002 y 2005).

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III.

El sol, palideciendo, anochece —otra señal— y amortaja a Atahualpa, y en su nombre consagra esta muerte en un cerrar de ojos.

IV.

Dicen que su amada cabeza ya la ha cortado el enemigo atroz; y que un río de sangre ya fluye bifurcándose por todas partes. sus dientes crujidores ya se destrozan. ¡Oh bárbara tristeza!

V.

Cuentan que ya se vuelven de plomo los ojos de sol del gran Inca; que ya se hiela el noble corazón de Atahualpa; dicen que las cuatro regiones lo lloran, gimiendo sin cesar.

VI.

Cuentan que caen las nubes, anocheciendo; que palidece la madre luna, empequeñeciendo; y que todo se oculta, padeciendo.

VII. Dicen que la tierra le niega su regazo a su señor, como avergonzada de desear su cadáver, como temerosa de tragar a su dueño. VIII. Y las peñas gritan por su señor entonando cantos fúnebres; también brama el río de dolor,

Apéndice

hinchándose y entremezclándose con las lágrimas. IX.

¿Qué hombre no lloraría por aquél que lo quiso? ¿Qué hijo no estaría gimiendo por su padre, doliente, corazón herido y sin amor?

X.

¿Qué paloma no estaría delirante por su compañera? ¿Qué venado salvaje no llorara sangre por su amada, completamente despojado de su alegría?

XI.

Bañando con la brillante cascada de sus lágrimas al noble cadáver, al que acogen tiernamente en su regazo, al que acarician sus diez manos con regalo,

XII. amortajándolo con las alas de su corazón, cubriéndolo con sus entretelas, gritando con bramido de viuda dolorida, XIII. las pallas se arremolinan en negro torbellino y el gran sacerdote del Sol ya se viste de luto. Todos los hombres Desfilan hasta su tumba.

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XIV. La Madre Coya, mortalmente desgarrada, delira de tristeza, sus lágrimas corren en torrentes; amarillo cadáver, yertos su rostro y su boca: XV. ¿A dónde te vas, perdiéndote de mis ojos, abandonando este mundo para mi desgracia, desgarrándote para siempre de mi corazón? XVI. Repleta de oro y plata la casa, el enemigo blanco —su horrible corazón por el poder devorado, empujándose unos a otros, con ansias cada vez más turbias, fiera enfurecida— XVII. te mató, habiéndole tú entregado todo. Tú, tú solo colmaste todos sus deseos, y muriéndote en Cajamarca, te extingues. XVIII.

Ya se coagula en tus venas la sangre, Ya se apaga en tus ojos la luz, tu mirada con su resplandor de intensa estrella.

XIX. Gime, sufre, camina, corre tu palomita, delirante delirante, padece, llora tu amada,

Apéndice

corazón desgarrado por la ruptura de la separación infinita. XX. Usurpado el asiento de tus andas de oro, repartidos todos los vasos dorados, destrozado —en manos ajenas— el botín maldito, XXI. perplejos, negada la memoria, solos, viéndonos desamparados, lloramos, sin tener a quién o a dónde volvernos, estamos delirando. XXII.

¿Permitirá tu corazón, poderoso Inca, que estemos completamente perdidos, desunidos, dispersos, en poder de otros, pisoteados?

XXIII.

Tus dulces ojos que lanzan dardos de luz, ven y ábrelos; Tus manos dadivosas, ven y extiéndelas; Y con esa dicha reconfortados despídenos.

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Escudo del Inca (primera edición de los Comentarios reales, 1609).

Modelo cosmológico de Coricancha (Joan de Santacruz Pachakuti Yamqui, Relación de las antigüedades deste reino del Pirú, 1613).

Decapitación de Atahualpa. Dibujo de Guaman Poma de Ayala (Nueva coronica i buen gobierno, 1615).

Decapitación de Túpac Amaru. Dibujo de Guaman Poma de Ayala (Nueva coronica i buen gobierno, 1615).

Cronología*

1524 Francisco Pizarro, Diego de Almagro y el clérigo Hernando de Luque forman compañía para la conquista del Perú. 1531 Francisco Pizarro y sus huestes desembarcan en el Perú para iniciar la conquista. 1534 Llega al Perú el ejército de Pedro de Alvarado. Con él arriba el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, futuro padre del Inca. 1536 Manco Inca inicia una rebelión indígena. 1537 Primera guerra civil entre los conquistadores, divididos en dos bandos: pizarristas y almagristas. 1539 Nace en el Cuzco, el 12 de abril, el futuro Inca Garcilaso, hijo del capitán español Sebastián Garcilaso de la Vega, oriundo de Extremadura, y de la princesa incaica Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Cápac, emperador del Tahuantinsuyo, y prima del emperador Huáscar, muerto por orden de Atahualpa. Se le impone el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, en recuerdo de un tío paterno. El niño vive con sus

* Esta cronología amplía la que consta en mi edición anotada de los Comentarios reales y La Florida del Inca (2003: lxxxi-xc). Se basa fundamentalmente en datos de Miró Quesada (1948, 1971, 1976), Durand (1962), Murra (comunicación personal) y López-Baralt (1986, 1987).

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padres en la casa de Juan de Alcobaza, quien habría de convertirse en tutor del niño. Hernando de Soto desembarca en La Florida y descubre el Mississippi. El capitán Garcilaso de la Vega reside en su encomienda de Charcas, mientras que Chimpu Ocllo queda con su niño en el Cuzco, bajo el amparo de Alcobaza. Hernando Pizarro en prisión por la muerte de Almagro. El capitán Garcilaso se une a las tropas pizarristas tras el asesinato de Francisco Pizarro a manos de los seguidores de Almagro el Mozo. Nombran al capitán Garcilaso teniente y capitán general del Cuzco, Charcas y Arequipa. Adquiere la casona cuzqueña que fuera del fallecido almagrista Pedro de Oñate, situada en la plaza de Cusipata. Allí vivió de niño el Inca con sus padres. El capitán pelea en Chupas contra Diego de Almagro el Mozo, bajo las órdenes de Cristóbal Cabeza de Vaca, enviado real. Derrotado Almagro el Mozo, el capitán Garcilaso, herido, lo custodia. A instancias del padre Las Casas, se promulgan en Barcelona nuevas leyes aboliendo el servicio personal de los indios. Francisco de Orellana descubre el Amazonas. Vaca de Castro, gobernador del Perú, otorga repartimientos a Garcilaso en Cotanera y Huamampalpa. Creación del Virreinato del Perú. El capitán Garcilaso apoya a Gonzalo Pizarro como procurador para revocar las nuevas ordenanzas que cercenaban el poder de los conquistadores. Según lo contará su hijo en la Historia general del Perú, al ver que Gonzalo comienza a reclutar soldados para rebelarse contra la Corona, recapacita y escapa a Lima. Tras el alzamiento de Gonzalo Pizarro, el gonzalista Bachicao cañonea la casa de Garcilaso en el Cuzco, como castigo por haber huido del ejército liderado por el rebelde. Queda en desamparo Chimpu Ocllo con su hijo mestizo. Blasco Núñez Vela llega al Perú como primer virrey. Probablemente obligado, el capitán Garcilaso acompaña a Gonzalo Pizarro, quien había perdonado poco antes a los capitanes y soldados que le habían abandonado. El depuesto virrey llega a Quito. La Corona nombra a Pedro de La Gasca como pacificador de Perú. Manco Inca es asesinado en su re-

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fugio de Vilcabamba por los españoles. Llegan los primeros pintores europeos al Cuzco. Fecha probable del nacimiento del cronista mestizo Blas Valera. El Concilio de Trento (1545-1563) se reúne en Roma para establecer la política oficial de la Iglesia Católica ante la amenaza protestante, y para diseñar la estrategia de catequización para el Nuevo Mundo. El niño mestizo Gómez Suárez de Figueroa reside en Cuzco con su madre y estudia bajo la tutela de Juan de Alcobaza. Muere el virrey Núñez de Vela en la batalla de Iñaquito y llega La Gasca al Perú. Gonzalo Pizarro hace capitán de la guardia de su persona a Garcilaso, posiblemente una forma de tenerlo prisionero. Según los historiadores españoles, el capitán Garcilaso cede su caballo “Salinillas” a Pizarro en la batalla de Huarina, en que triunfan los gonzalistas (en la Historia general del Perú, su hijo afirmará que la cesión del caballo se dio después de la batalla). El niño Gómez Suárez de Figueroa ve la entrada en el Cuzco del realista Diego de Centeno después de su derrota en dicha batalla. Encuentro entre las fuerzas de Pizarro y las de La Gasca. Al comenzar a desbandarse las fuerzas del primero, el capitán Garcilaso se pasa al campo opuesto; le siguen casi todos los soldados. Ante tal situación, Gonzalo Pizarro se entrega. Pedro de La Gasca ajusticia a Pizarro y a su soldado más aguerrido, Carvajal, y celebra el triunfo desde el balcón de la casa de Garcilaso en el Cuzco. Pedro Cieza de León llega al Perú y comienza a recoger información para su crónica sobre los Incas. Se negocia la paz con los descendientes de Manco Inca en Vilcabamba. Cientos de señores étnicos andinos se reúnen en las afueras de Lima para delegar en Domingo de Santo Tomás y Bartolomé de Las Casas el poder de demandar de la Corona la restitución de sus tierras. El capitán Garcilaso casa con Luisa Martel de los Ríos en junio; poco después casa a Chimpu Ocllo con Juan del Pedroche. Gómez Suárez de Figueroa, que cuenta para entonces diez años, permanece con el padre. Con una Cédula Real de Carlos V suprime el servicio personal de los indios en el

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Perú, y con una ordenanza prohibe a los mestizos ejercer oficios públicos. Gómez Suárez de Figueroa cursa estudios en el Cuzco. El padre Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda debaten en Valladolid. Las Casas defiende la humanidad del amerindio y Sepúlveda contesta que su condición infrahumana hace permisible su esclavización. Probable fecha para el nacimiento del cronista indio Guaman Poma en San Cristóbal de Suntunto en Ayacucho. Llega al Perú un segundo virrey: Antonio de Mendoza. Su hijo ve las fiestas celebradas en su honor desde el balcón del capitán Garcilaso. Se crea, por Real Cédula, la Universidad de San Marcos en Lima. Juan de Betanzos, intérprete oficial del virrey Antonio de Mendoza, escribe su Suma y narración de los Incas. Gómez Suárez de Figueroa estudia latín bajo la tutela de Juan de Cuéllar con varios condiscípulos mestizos, entre ellos la futura madre del cronista indio Guaman Poma de Ayala, hija del Inca Túpac Yupanqui. Muere en Lima el virrey Mendoza. Primer Concilio Limense, celebrado por la Iglesia para decidir las estrategias de catequización de los andinos. Francisco López de Gómara publica su Historia general de las Indias. Gómez Suárez de Figueroa es testigo del alzamiento de Francisco Hernández Girón en el Cuzco. Nombran a su padre alcalde del Cuzco, pero el nombramiento queda sin efecto. Los colonizadores solicitan a la Corona la perpetuidad de la encomienda (institución a través de la que el Imperio español asignaba tierras con indios que servían a la vez como mano de obra y como tributarios a un colono, que en cambio se obligaba a catequizarlos y protegerlos). Publicación en Sevilla de La crónica del Perú de Pedro de Cieza. El capitán Garcilaso es nombrado corregidor y justicia mayor del Cuzco. Ajusticiamiento de Girón en Lima. Por encargo, el capitán Garcilaso reparte en el Cuzco las primeras uvas. Agustín de Zárate publica su Historia del descubrimiento y conquista de la provincia del Perú. El virrey releva al capitán Garcilaso como corregidor. Éste cede su chacra de coca en Havisca a su hijo Gómez Suárez

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de Figueroa, y a Garci Sánchez de Figueroa. Comienza el reinado de Felipe II (1556-1598), quien hereda de su padre la porción española del Imperio: España, el Nuevo Mundo, Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Milán, el condado francés y los Países Bajos. Felipe II se convierte en campeón de la Contrarreforma en Europa. Llega a Perú su tercer virrey: Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete. Gómez Suárez de Figueroa celebra en el Cuzco la jura de Felipe II jugando cañas. Sayri Túpac, hijo de Manco Inca, pacta con el virrey. Nace Blanca de Sotomayor, hija del capitán Garcilaso y de Luisa Martel. El Inca Sayri Túpac sale de su refugio en Vilcabamba, entra en Lima y se bautiza en el Cuzco. Allí lo visita Gómez Suárez de Figueroa. Fray Domingo de Santo Tomás, futuro obispo de Charcas, pide al Consejo de Indias la abolición de la encomienda y la prohibición de la colonización española del Perú. El capitán Garcilaso otorga testamento, reconociendo a Gómez Suárez de Figueroa como hijo natural y dejándole 4.000 pesos para que vaya a estudiar a España: “por el amor que le tengo, por como es mi hijo natural e por tal le nombro y declaro”. Muere el 18 de mayo en el Cuzco. Días antes nace su segunda hija con Luisa Martel, Francisca de Mendoza. El corregidor y futuro cronista Polo de Ondegardo muestra a Gómez Suárez de Figueroa las momias de los reyes incas. El 20 de enero éste parte de Cuzco en ruta a España, llegando a Montilla, donde lo recibe y aloja su tío Alonso de Vargas. Había dejado a su madre en usufructo la chacra de coca de Havisca. Domingo de Santo Tomás publica en Valladolid la primera Gramática y el primer Lexicón de lengua quechua. Varios líderes incaicos (curacas) solicitan del rey la supresión del sistema de encomiendas. El fraile dominico Jerónimo de Loaysa escribe sus Avisos para confesores, en los que, siguiendo a Las Casas, urge a los cristianos la restitución de tierras tomadas ilegalmente de los indígenas. Muere en Lima el marqués de Cañete. Gómez Suárez de Figueroa reside en Montilla con su tío el capitán Alonso de Vargas y Figueroa. A fines del año marcha a Madrid. Con un puñado de soldados, Lope de Aguirre se

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rebela contra la Corona en su travesía por el Amazonas, mediante una carta inflamatoria a Felipe II. Nuevo virrey en el Perú: Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva. Gómez Suárez de Figueroa en Madrid. Intenta reclamar el legado de su padre: el reconocimiento oficial de los servicios prestados por éste a la Corona en América y la obtención de las mercedes que por ello le correspondían. En Madrid se encuentra con el padre Las Casas, Vaca de Castro y Hernando Pizarro. También conoce a Gonzalo Silvestre, la fuente oral de los sucesos que relatará en La Florida del Inca. Fracasa su gestión en la Corte: el Consejo de Indias le niega su herencia por la sospecha de traición que sobre el comportamiento de su padre en la batalla de Huarina levantaron los cronistas españoles Gómara y Zárate. Obtiene licencia para regresar al Perú, pero se queda en España. Hasta entonces se le conocía como Gómez Suárez de Figueroa; se le nombra por primera vez como “Garcilaso de la Vega” el 22 de noviembre en Montilla. Termina el Concilio de Trento. Garcilaso de la Vega en Montilla. Muere violentamente el virrey conde de Nieva en Lima. En Montilla. El movimiento mesiánico del Taki Onqoy (enfermedad de la danza) denuncia la aculturación, y anuncia el fin del mundo y la restauración del orden primordial andino en el Perú. Primera pintura de la escuela colonial cuzqueña: la Virgen de la Merced. Se implanta la institución del corregimiento para la administración de los territorios andinos por oficiales nombrados por el virrey. Por órdenes de Felipe II, los decretos de Trento se leen todos los domingos en las iglesias del Perú entre 1565 y 1566. En Montilla. Los Países Bajos se rebelan contra España. En Montilla. Garcilaso compra a Gonzalo Silvestre una esclava de veinte años llamada Juana. Segundo Concilio Limense, reunido para aplicar las decisiones de Trento al Perú. En Montilla. Garcilaso compra a Andrea del Priego un esclavo mulato de once años, Juan, que se le escaparía poco más tarde. La noche de Navidad estalla la rebelión de los moriscos en las Alpujarras de Granada. En Montilla. Andalucía se prepara para colaborar en la lucha contra los moriscos. Garcilaso participará en la contienda,

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junto al marqués de Priego y bajo las órdenes de don Juan de Austria. El virrey Francisco de Toledo arriba a Lima. Guaman Poma trabaja como intérprete para Cristóbal de Albornoz en la campaña de la extirpación de la idolatría en el Perú. En marzo Garcilaso recibe el primero de los cuatro despachos de capitán por su participación en la contienda contra los moriscos. Fallece en Montilla su tío Alonso de Vargas. Sus bienes pasan a su viuda Luisa Ponce de León; a su muerte pasarían a Isabel de Vargas y al sobrino Garcilaso. Garcilaso se queda junto a su tía doña Luisa. Visita general del virrey Toledo al territorio peruano. Toledo distribuye cuestionarios a los nativos para recoger información sobre sus costumbres y creencias. El líder de la resistencia incaica de Vilcabamba escribe su Instrucción del Inca don Diego de Castro Titu Cusi Yupanqui. Llegada de la Inquisición a Lima. Termina la guerra de Granada. Garcilaso vuelve a Montilla, ya no como simple mestizo indiano, sino como ilustre capitán. Lleva consigo a la esclava morisca María de Flores, de veintidós años. Chimpu Ocllo muere en el Cuzco. Su testamento, del 22 de noviembre, registra el nombre cristiano de Isabel Suárez. Pedro Sarmiento de Gamboa acompaña a Toledo en su visita general por el Perú. Muere Titu Cusi Yupanqui. España vence a los turcos en Lepanto. Juan López de Velasco es nombrado como primer cronista mayor de Indias. En Montilla. El virrey Toledo captura y ordena la ejecución del último líder de la resistencia incaica, Túpac Amaru, quien muere decapitado ese mismo año. Su muerte, lamentada posteriormente por Guaman Poma y Garcilaso, abonaría a la elaboración del ciclo mesiánico del retorno del Inca rey o Inkarrí. Sarmiento de Gamboa publica su Historia Índica. En Montilla. Primer auto de fe en Lima. Garcilaso da poder para vender su chacra de Havisca. Ese año se entera de la muerte de su madre. En Montilla. Cristóbal de Molina el Cuzqueño escribe sus Fábulas y ritos de los Incas. En Montilla. En Montilla. En Montilla.

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1579 En Montilla. Garcilaso se había dedicado a la crianza de caballos, y en este año se celebra un concurso en el que resulta ganador un caballo criado por él. El pirata Drake asalta el puerto del Callao en Lima. 1580 En Montilla. España anexa a Portugal. 1581 En Montilla. Entra en Lima el nuevo virrey, Martín Enríquez de Almansa. La porción protestante de los Países Bajos proclama su independencia de España. 1582 En Montilla. Tercer Concilio Limense (1582-1584) organizado por los jesuitas con el propósito de producir los medios para la evangelización del hombre andino en su lengua quechua: diccionarios, gramáticas y catecismos. Los señores aymara de Charcas escriben una carta a Felipe II para quejarse de la destrucción de sus comunidades como resultado de la institución de la encomienda. 1583 En Montilla. Antonio Ricardo introduce la imprenta en Lima. Guaman Poma posiblemente trabajó como traductor en dicho concilio. 1584 En Montilla. Se publica en Lima la Doctrina Christiana y catecismo para la instrucción de los indios en quechua y aymara. 1585 En Montilla. Nuevo virrey en Perú: Fernando Torres y Portugal, conde de Villardompardo. Se publican en Lima el Confesionario para los curas de indios y el Tercero catecismo y exposición de la doctrina cristiana. Juan Polo de Ondegardo publica su Tratado sobre los errores y supersticiones de los indios. Probablemente hacia esta fecha comienza Guaman Poma la redacción de su Nueva coronica i buen gobierno. 1586 Muere en Córdoba la viuda de Alonso de Vargas; toca a Garcilaso la mitad de la herencia del tío. Garcilaso termina su traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo. Compra al mulatillo Alonso, a quien vende al año siguiente. Primera noticia de La Florida y de los Comentarios reales. Por primera vez aparece como “Inca”. Antonio Ricardo publica en Lima el Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada quichua y en la lengua española de fray Domingo de Santo Tomás. 1587 El Cabildo de Montilla nombra procurador a Garcilaso. 1588 Licencia de impresión de los Diálogos de amor. Comienza la decadencia española con la derrota de la Armada Invencible por los ingleses.

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1589 Garcilaso va a Las Posadas, cerca de Montilla, a recoger información de Gonzalo Silvestre sobre la expedición de Hernando de Soto a La Florida. Fecha allí su segunda dedicatoria a Felipe II de la traducción de los Diálogos de amor. Nuevo virrey en el Perú: García Hurtado de Mendoza. 1590 Se publican en Madrid, en casa de Pedro Madrigal, La traduzion del Indio de los tres “Diálogos de amor” de León Hebreo. De esta época posiblemente datan las anotaciones de Garcilaso a la Historia de Gómara. Nueva redacción de La Florida, con las relaciones de Carmona y de Coles. Fray Martín de Morúa termina su Historia del origen y genealogía real de los Incas. El padre José de Acosta publica su Historia natural y moral de las Indias. 1591 Luis de Góngora le vende a Garcilaso su parte en unos censos del marqués de Priego. Garcilaso vende su casa de Montilla y se traslada a Córdoba, donde residirá hasta su muerte. 1592 Mueren Gonzalo Silvestre en Las Posadas y Alonso de Carmona en Priego. La carta autobiográfica que Garcilaso dirigió a su amigo, el humanista Juan Fernández Franco, lleva la fecha del 31 de diciembre. 1593 El Inca planea una edición corregida de los Diálogos. 1594 Garcilaso proyecta, por incitación del padre Pineda, devolver a las Lamentaciones de Job, de Garci Sánchez de Badajoz,su sentido espiritual. Por estos años, entre 1588 y 1594, parece haber nacido el hijo de Garcilaso, Diego de Vargas, habido con su criada Beatriz de Vega. Diego se formaría en Córdoba, y Garcilaso nunca lo reconocerá como hijo. Guaman Poma litiga por sus tierras y el valle de Chupas en el Perú. 1595 Garcilaso concede libertad a su esclavo berberisco Juan Pérez. 1596 El Inca firma el 5 de mayo la “Relación de la descendencia de Garci Pérez”, desglosada de La Florida, que está ya por terminar. Nuevo virrey en el Perú: Luis de Velasco y Castilla. Miguel Cabello Balboa termina su Miscelánea Antártica. Ricardo publica en Lima El Arauco domado de Pedro de Oña. 1597 Garcilaso figura por primera vez como clérigo en una escritura. No se conoce la fecha de su ordenación, pero probablemente sólo se trató de órdenes menores y no llegó a decir

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misa. Muere en Málaga el padre Blas Valera, oriundo de Chachapoyas; los jesuitas entregan a Garcilaso sus “papeles rotos” en el saqueo de Cádiz de 1596. En Córdoba. Fray Luis Jerónimo de Oré publica su Symbolo cathólico indiano. Comienza el reinado de Felipe III en España (1598-1621). Garcilaso otorga poder a Juan de Morales para que obtenga licencia de impresión de La Florida y de los Diálogos de amor enmendados. Garcilaso vuelve a escribir el capítulo de los Comentarios reales sobre el nombre de Perú. El corregidor de Huamanga destierra a Guaman Poma de su provincia. El primero de mayo aparece como “Garcilaso de la Vega Inga” en el bautizo del hijo de Jerónimo Martín, del que fue padrino. El padre Pineda menciona la interpretación de Garcilaso sobre el nombre “Perú” en el segundo volumen de sus Comentarios a Job. Llega a España Melchor Carlos Inca, nieto del Inca Paullu e hijo de un condiscípulo de Garcilaso en sus años cuzqueños. Los Incas cuzqueños de sangre real le envían poder a Garcilaso, a Melchor Carlos Inca, a Alonso de Mesa y a Alonso Márquez de Figueroa, sobrino de Garcilaso. El padre Alcobaza le envía a Garcilaso el Confesionario impreso por Ricardo en Lima. Garcilaso da un poder para imprimir La Florida en Lisboa. Termina los Comentarios reales y los envía a Lisboa. Cede a su sobrino los derechos que esperaba de la Corona. Nuevo virrey en Perú: Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey. El Inca logra que lo nombren mayordomo del Hospital de la Limpia Concepción en Córdoba. Ve la luz en Lisboa La Florida del Ynca, en casa de Pedro Crasbeeck. Cervantes publica la primera parte del Quijote. Bernardo de Aldrete cita los Comentarios reales en su obra Del origen y principio de la lengua castellana o romance que hoy se habla en España. En Córdoba. El jesuita Diego González Holguín publica su Gramática y arte nueva de la lengua general del Perú, llamada lengua quichua o lengua del Inca.

Cronología

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1608 Fecha del colofón de los Comentarios reales. González Holguín publica en Lima su Vocabulario quechua-español. El Marqués de Montesclaros es el nuevo virrey del Perú. Francisco de Ávila escribe su Tratado y relación de los errores, falsos dioses y otras supersticiones y ritos diabólicos en que vivían antiguamente los indios de las provincias de Huarochirí, Mama i Chaclla y hoy también viven engañados con gran perdición de sus almas. 1609 Aparecen en Lisboa, en casa de Pedro Crasbeeck, los Comentarios reales, donde figura por primera vez el escudo de Garcilaso. Expulsión de los moriscos de España. 1610 En Córdoba. Francisco de Ávila es nombrado extirpador de la idolatría en el Perú. 1611 En Córdoba. Su amigo el jesuita Francisco de Castro le dedica a Garcilaso su libro De arte rhetorica, dialogi quator, impreso en Córdoba. 1612 Garcilaso compra una capilla para su entierro en la mezquitacatedral de Córdoba. Termina la segunda parte de los Comentarios y lo visita el padre Oré. Publica un sermón del Padre Alonso Bernardino. 1613 La segunda parte de los Comentarios recibe aprobación y licencia para su impresión. Joan de Santacruz Pachakuti Yamqui termina su Relación de antigüedades deste reyno del Pirú. Bernabé Cobo comienza a escribir su Historia del Nuevo Mundo. Guaman Poma viaja de Huamanga a Lima a entregar su carta-crónica al virrey. 1613-1615: versión final de la Nueva coronica i buen gobierno de Guaman Poma. 1614 Aldrete alude a Garcilaso en su obra Varias antigüedades… Garcilaso vuelve a ceder sus derechos a su sobrino Alonso Márquez de Figueroa. Concierta con Francisco Romero la impresión de la segunda parte de los Comentarios. El Arzobispo de Lima prohibe las danzas y fiestas andinas, así como las canciones en quechua. 1615 Fernández de Córdoba cita a Garcilaso en su Didascalia múltiple. Enferma Garcilaso. Guaman Poma de Ayala escribe carta a Felipe III presentándole su Nueva coronica, que acaba de terminar. Francisco de Borja y Aragón toma las riendas del Virreinato del Perú. Cervantes publica la segunda parte del Quijote.

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1616 Garcilaso otorga su testamento, que no puede firmar, el 18 de abril. El testamento establece pensiones vitalicias para la madre de su hijo, Beatriz de Vega, y para María de Prados, que el Inca deseaba que fuera monja; ambas criadas suyas. Libera a la esclava Marina de Córdoba y le deja a su hijo Diego de Vargas —a quien no nombra como tal— 80 ducados anuales de por vida. Muere en Córdoba entre el 22 y el 24 de abril, y es enterrado en la mezquita-catedral de dicha ciudad. En mayo se hace inventario de sus bienes. Fallecen Cervantes y Shakespeare. 1617 Se publica en Córdoba, en casa de la viudad de Andrés Barrera, la Historia general del Perú, segunda parte de los Comentarios reales. Algunos ejemplares llevan la fecha de 1616.

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