El gran fracaso. Nacimiento y muerte del comunismo en el siglo XX
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GRAN FRACASO NACIMIENTO Y MUERTE DEL COMUNISMO EN EL SIGLO VEINTE

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Zbigniew Bnezinsky, nació en Polonia en 1928. Estudió en la Universidad de Harvard, donde se doctoró en 1953. Durante su actividad profesional ha sido miembro de las más importantes organizaciones gubernamentales de EE.UU. Brzezinsky fue miembro tam­ bién de la Comisión Directiva de Am­ nistía Internacional. Actualmente es consejero del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales y titular de la cátedra Robert E. Osgood de Política Exterior Norteamericana en la Universidad John Hopkins, de Was­ hington. Además es miembro de la Co­ misión Asesora del Presidente sobre Actividades de Inteligencia Exterior; miembro de la Comisión Directiva de la Fundación Nacional para la Democra­ cia (institución subsidiada por el Con­ greso de EE.UU. para el progreso in­ ternacional de la democracia). Asi­ mismo, es conferenciante y comenta­ rista en programas televisivos sobre importantes temas de relaciones políti­ cas y escribe frecuentemente artículos editoriales de opinión para periódicos norteamericanos, europeos y japoneses. Ha publicado también varios libros de actualidad política y defensa de la democracia. Vive en Me Lean, Virginia, con su esposa y tiene tres hijos.

El advenimiento del comunismo, afirma Brzezinski, fue uno de los fenómenos más críticos de la historia del siglo. Desde la gue­ rra fría, la construcción del Muro de Berlín, la guerra de Corea, el Spútnik, la guerra de Vietnam, la guerra de Afganis­ tán, hemos vivido enfrentando a la Unión Soviética como nuestro principal y más temible antago­ nista. En un momento dado, la tercera parte de la población mundial vivía bajo el dominio del comunismo. Ahora, como lo expone Brzezinski en este libro, puede hablarse de una enorme crisis interna de la URSS. La teoría marxista ha resultado un fracaso, lo mismo que sus apli­ caciones prácticas. El autor afirma: "...el fenómeno comunista representa una tra­ gedia histórica. Nacido de un impaciente idealismo que recha­ zaba la injusticia del statu quo, buscó una sociedad mejor y más humana... pero produjo la opre­ sión en masa. Reflejó de manera optimista la fe en el poder de la razón para construir una comu­ nidad perfecta. Movilizó las emociones más poderosas del amor hacia la humanidad y del odio a la opresión y de ese modo cautivó a algunas de las menta­ lidades más brillantes y a algu­ nos de los corazones .más idea­ listas... pero impulsó también algunos de los peores crímenes de este o cualquier otro siglo".

EL GRAN FRACASO ZBIGNIEW BRZEZINSKI Este es un libro sobre la crisis terminal del comunismo. Describe y analiza la progresiva deca­ dencia y la agonía cada vez más profunda de su sistema y su dogma. Llega a la conclusión de que, en el siglo próximo, la declinación histórica irrever­ sible del comunismo habrá hecho que su práctica y su dogma sean, en gran medida, ajenos a la condi­ ción humana. E l comunismo prosperará sólo donde abandone su sustancia interior, aunque con­ serve algunos de sus rótulos exteriores, y será recor­ dado en gran m edida como la aberración política e intelectual más extraordinaria del siglo XX. Con estas audaces formulaciones comienza Zbigniew Brzezinski E l gran fracaso: nacimiento y muerte del comunismo en el siglo X X , un libro de conclusiones de largo alcance, de uno de los expertos en política exterior más penetrantes de nuestra época.

ISBN 950-15-0953-2

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biografía e h isteria javier vergara editor

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GRAN FRACASO javier vergara editor Buenos Aires/Madrid/México/Santiago de Chile

Título original THE GRAND FAILURE Edición original Charles Scribner’s Sons Traducción Floreal Mazía

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Quedan reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o trans­ mitida de ninguna forma o por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, gra­ baciones, o mediante cualquier sistema de almace­ naje de información y recuperación, sin autoriza­ ción por escrito del editor.

© 1989 by Zbigniew Brzezinski © 1989 by Javier Vergara Editor S.A. San Martín 969 / Buenos Aires / Argentina. ISBN 954-15-0953-2 Impreso en la Argentina/Printed in Argentine. Depositado de acuerdo a la Ley 11.723 Esta edición terminó de imprimirse en VERLAP S.A. - Producciones Gráficas Vieytes 1534 - Buenos Aires - Argentina en el mes de octubre de 1989.

INDICE

Carta a los lectores de la lengua castellana .............. Nota del autor y agradecimientos .............................. Introducción .....................................................................

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Primera parte - El gran fracaso.................................

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1 2 3 4

El legado leninista................................................. La catástrofe estalinista........................................ El estalinismo estancado ...................................... La paradoja de la reforma ....................................

31 37 49 59

Segunda parte - La desunión soviética ......................

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5 De la visión al revisionismo .................................. 6 Las diez dinámicas de la desunión........................ 7 ¿Un comunismo en evolución o en decadencia? ...

77 89 121

Tercera parte - Rechazo orgánico ..............................

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8 9 10 11 12

135 143 149 159

Trasplante y trasmutación ideológicos.................. La emancipación de la sociedad polaca .............. De la solidaridad social al pluralismo político.... La inquietud regional en surgimiento ................. Atrincheramiento imperial .......................................

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171

Cuarta parte - Comunismo comercial........................

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13 14 15 16

Los tres dobles intentos de China ....................... Conflicto político y nacimiento de la reform a.... La estrategia de la reforma y flexibilidad política La verdadera revolución cultural ........................

183 191 199 213

Quinta parte - Una praxis desacreditada...................

227

17 Del Comintern revolucionario a laconvención anual..................................................................... 18 Despropósito político en el mundodesarrollado 19 Fracaso socioeconómico en los países en desarrollo ............................................................. 20 Desintegración ideológica global ........................

233 243 255 271

Sexta parte - La agonía del comunismo.....................

277

21 22 23 24

La crisis general................................................... Los antecedentes históricos................................. Perspectivas futuras............................................. Poscomunismo......................................................

281 287 297 307

Apéndice......................................................................

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CARTA A LOS LECTORES DE LA TRADUCCION CASTELLANA

Este libro se concibió en 1986 y concluyó en el verano de 1988. Los acontecimientos ocurridos desde entonces han confir­ mado la exactitud general del análisis: el comunismo se encuen­ tra en una crisis grave... una crisis, en verdad, terminal. Sigue siendo poderoso como sistema de poder político, pero en esen­ cia la idea del comunismo está muerta. Ya no anima la acción política, y ya no provoca el apoyo popular en alguna medida de importancia histórica. Pero la principal incertidumbre radica en si el comunismo desaparecerá en forma pacífica o de manera violenta. Las evi­ dencias que existen en este sentido son contradictorias. En Eu­ ropa Oriental hay una posibilidad de cambio pacífico... pero una catástrofe económica podría encender la chispa de la violencia. En China, en cambio, donde la generación revolucionaria primi­ tiva, y ahora muy vieja, continúa en el poder, la autoridad políti­ ca comunista se mantiene por medio de la fuerza bruta. El problema fundamental del mundo comunista puede re­ ducirse a la siguiente proposición, más o menos sencilla: para ser estable y evolutivo, el cambio tiene que implicar, al mismo tiempo, reformas políticas y económicas. En la actualidad, esto sólo ocurre en Hungría y en Polonia. En la Unión Soviética ha habido, en los últimos tiempos, más cambios políticos que un 9

auténtico progreso económico. Ello podría crear una creciente inestabilidad y tensiones políticas. Y en China, en los últimos años, hubo más cambios económicos que reformas políticas. Es­ ta brecha cada vez más amplia es la que me condujo a decir a mis lectores que "las presiones a favor de una auténtica liberalización política, y luego a favor de una verdadera democratización, tienen que ir en aumento... El papel del partido, su control sobre las comunicaciones de masas y su monopolio de la formulación de la política tienen que ser objeto de un enfrentamiento... los dirigentes comunistas chinos tendrán que enfrentarse al hecho de que el pluralismo socioeconómico productivamente creador es incompatible con un sistema de régimen de un solo partido, que rechaza el pluralismo político". En verdad, en la conclusión de mi libro argumentaba que "China está destinada, de manera casi inevitable, a experimentar tensiones políticas intensificadas. Por cierto, resulta imposible imaginar en China un proceso a lar­ go plazo de creciente pluralismo económico sin la aparición de una sociedad civil, que a la larga comience a afirmar sus aspira­ ciones políticas. Es probable que ello produzca un enfrenta­ miento difícil y aun potencialmente tormentoso." De entre los dirigentes chinos, Hu Yaobang fue quien más se acercó a un diagnóstico correcto de la situación. En mi libro describo los puntos de vista que compartimos acerca de la refor­ ma política, en la conversación singularmente franca que sostu­ ve con él en 1986. Creo que la historia juzgará que su diagnósti­ co ha sido correcto. Sólo cuando otro dirigente chino adopte la idea de una reforma política y económica equilibrada, será ca­ paz el comunismo chino de una evolución pacífica. Pero fuese cual fuere la forma en que desaparezca el comunismo, creo que el carácter fundamental de nuestra época ya puede ser definido como el ingreso del mundo en la fase poscomunista de la histo­ ria política del género humano. Zbigniew Brzezinski Junio de 1989

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Para la señora Emilie Benes

NOTA DEL AUTOR Y AGRADECIMIENTOS

Este libro quedó terminado en agosto de 1988. Dada la velocidad cada vez más acelerada de la desintegración histórica del comunismo, es probable que se conozcan nue­ vos acontecimientos importantes antes de que el libro llegue a sus lectores. El resurgimiento del nacionalismo en Europa Oriental y dentro de la Unión Soviética plantea un desafío singularmente dinámico para el sistema comunista tal como lo hemos conocido. Ello no obstante, creo que el marco de referencia desarrollado en este volumen resistirá a la prueba del tiempo y proporcionará a sus lectores una herramienta útil para la comprensión de lo que ocurre en el mundo comu­ nista, cada vez más turbulento. En ciertos aspectos, el libro representa un retorno a algu­ nos de los temas que encaré hace casi treinta años en mi The So­ viet Bloc: Unity and Conflict (El bloque soviético: unidad y con­ flicto). En esa obra -afirmaba contrariando en esos momentos las opiniones predominantes- que las fuerzas del conflicto co­ menzaban a afirmarse por encima de los elementos de unidad del mundo dominado por los Soviets. Una década más tarde, po­ co más o menos, en una obra titulada Between Two Ages (Entre dos eras), afirmaba que Estados Unidos se lanzaba a la nueva era tecnotrónica y que la Unión Soviética se retrasaría, ideológi­ ca y sistemáticamente empantanada en la fase industrial de su desarrollo. Esta tesis también era polémica en ese entonces. En este libro preveo la extinción eventual en un período histórico 11

previsible del comunismo tal como este siglo ha llegado a cono­ cerlo. En este esfuerzo, me he beneficiado con la ayuda de va­ rios colaboradores fundamentales. Como en el caso de mis dos libros más recientes, Trudy Werner, mi ayudante ejecutiva al or­ ganizar mis asuntos con gran destreza y poner orden en las diversas exigencias sobre mi tiempo, me permitió concentrar mis esfuerzos en la terminación de este volumen. El señor Marin Strmecki, mi colaborador en materia de investigaciones, dirigió la búsqueda de apoyo y realizó un invalorable aporte en lo refe­ rente a criticar y corregir mis borradores. Tengo con los dos una deuda muy grande, que me complace reconocer. Más aún, Ma­ rin contó con la ayuda de varios ayudantes de investigaciones (Cecilia Pulido, Cindy Arends, Beth Smith y Courtney Nemroff), a quienes también les estoy agradecido. El señor Robert Stewart, de Scribners, me alentó en esta empresa, corrigió con idoneidad el volumen y me ayudó a dar forma a su estructura organizativa final. La señora Leona Schechter, mi agente, me reunió con Scribners y negoció en forma muy eficaz los arreglos que hicieron posible este resultado. Por último, hay dos deudas que debo reconocer. Como siempre, mi mejor crítica, y la más feroz, fue mi esposa Muska. Lo más importante es que me incitó a escribir este libro... y mi escritura resultó facilitada por mi conversión a la SE Macintosh, que de pronto transformó el esfuerzo de escribir en una aventu­ ra tecnológica deliciosa.

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Zbigniew Brzezinski Northeast Harbor, Maine 31 de agosto de 1988

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Introducción Este es un libro acerca de la crisis terminal del comunis­ mo. Describe y analiza la progresiva decadencia y la agonía ca­ da vez más profunda, tanto de su sistema como de su dogma. Llega a la conclusión de que para el siglo que viene, la declina­ ción histórica irreversible del comunismo habrá hecho que su práctica y su dogma pierdan en gran medida pertinencia para la condición humana. El comunismo, que sólo prospera allí donde abandona su sustancia interior, aunque todavía conserve sus rótulos exteriores, será recordado en gran medida como la más extraordinaria aberración política e intelectual del siglo XX. La argumentación del libro se desarrolla en seis partes. La primera afirma que la clave de la tragedia histórica del comu­ nismo es el fracaso político y socioeconómico del sistema so­ viético. La segunda examina más a fondo los actuales intentos soviéticos de reformar y revitalizar ese sistema, y llega a la con­ clusión de que el éxito, en ese sentido, es menos probable que una continuada decadencia o desorden internos. La tercera ana­ liza las consecuencias sociales y políticas de la imposición del comunismo sobre Europa Oriental, y argumenta que la región, con la punta de lanza de la emancipación de la sociedad polaca, ha iniciado el proceso de repudiar a sus sistemas comunistas im­ puestos por los Soviets. La cuarta examina la experiencia china, con su variedad doméstica de comunismo, y llega a la conclusión de que las posibilidades de éxito de las reformas chinas van en 13

ascenso a medida que sus dirigentes abjuran de las doctrinas es­ tablecidas. La quinta enfoca la declinación ideológica y política del atractivo del comunismo internacional. La sexta y última par­ te echa una mirada más amplia sobre la agonía final del comu­ nismo y sobre el posible fenómeno poscomunista. El dominio comunista de buena parte de la historia del si­ glo XX tenía gran parte de sus raíces en su papel de oportuna ’’gran simplificación”. Ubicaba los orígenes de todos los males en la institución de la propiedad privada, y postulaba que la aboli­ ción de la propiedad permitiría el logro de la verdadera justicia y de la perfección humana. Esta promesa captó el compromiso y galvanizó las esperanzas de millones de personas. De tal modo, coincidía muy bien, psicológicamente, con las masas que acaba­ ban de despertar a la política. En ese sentido, tenía semejanzas con el atractivo de las grandes religiones, cada una de las cuales proporcionaba una amplia explicación de lo que es la vida. Lo cautivante era la totalidad y la sencillez simultáneas de la inter­ pretación, tan tranquilizadora, mojón tan firme para la acción entusiasta. Como las grandes religiones, la doctrina comunista ofrecía varias capas de análisis, que iban desde la explicación más sencilla hasta conceptos filosóficos más bien complejos. A los semialfabetos les bastaba con enterarse de que toda la vida se define por la lucha de clases, y que la sociedad comunista al­ canzará un estado de bienaventuranza social. Desde un punto de vista psicológico, resultaba satisfactoria, en especial para los desvalidos, la justificación de la violencia brutal contra los "ene­ migos del pueblo", los que antes habían estado dotados de mayor riqueza material y que ahora podían ser agradablemente humi­ llados, oprimidos y destruidos. Pero el comunismo no era sólo una respuesta apasionada a preocupaciones sentidas en profundidad, o un simple credo virtuoso de odio social. Era también un sistema de pensamiento, comprensible con facilidad, y que en apariencia proporcionaba un entendimiento singular del futuro, tanto como del pasado. Satisfacía el ansia de los nuevos segmentos esclarecidos de la so­ ciedad, en cuanto a un conocimiento más profundo del mundo que los rodeaba. Así, para quienes eran más exigentes en térmi­ nos intelectuales, la teoría marxista parecía ofrecer la clave de la comprensión de la historia humana, una herramienta analítica para evaluar la dinámica del cambio social y político, una refina­ da interpretación de la vida económica y una serie de intuiciones respecto de las motivaciones sociales. El concepto de "dialéctica 14

histórica" parecía un medio especialmente valioso para hacer frente a las contradicciones de la realidad. Al mismo tiempo, el acento puesto en la acción política para promover una "revolu­ ción" redentora, y en un amplio control por parte del Estado pa­ ra lograr una sociedad justa, racionalmente planificada, resulta­ ba atractivo para los intelectuales, que anhelaban acciones fundadas supuestamente en la razón. De tal modo, el comunismo reclutaba a la gente sencilla tanto como a los refinados: otorgaba a cada uno un sentido de orientación, una explicación satisfactoria y una justificación mo­ ral. Hacía que sus partidarios se sintieran virtuosos, confiados y correctos, todo al mismo tiempo. No dejaba nada en la incerti­ dumbre. Afirmaba ser al mismo tiempo una filosofía y una cien­ cia. Fuese cual fuere el nivel de refinamiento intelectual, o su ca­ rencia, ofrecía una guía oportuna, consuelo histórico y por sobre todo una gran simplificación de lo que puede lograrse por medio de la acción política directa. Más aún, mediante la combinación de la pasión con la razón, la doctrina comunista se encontraba en condiciones de in­ fluir de manera decisiva sobre las dos fuentes centrales de la conducta humana. La pasión política puede traducirse en un enorme poder político. La razón se siente atraída por la idea de la ingeniería social, y la ingeniería social es el punto de partida de la movilización del poder político. Juntas han producido la enormidad del poder estatal concentrado, que llegó a ser la ca­ racterística más manifiesta del comunismo. De tal manera, el siglo XX se convirtió en el siglo del Es­ tado. En gran medida, esta era una consecuencia inesperada. En verdad, nadie de elevada notoriedad pública predijo que los puntos de vista elaborados por un bibliotecario judío alemán, y a comienzos del siglo abrazados con tanto entusiasmo por un os­ curo folletista político ruso, se convertirían en la doctrina impe­ riosa del siglo. Ni en Estados Unidos ni en Europa se dedicó mu­ cho tiempo a pensar en la posibilidad de un grave desafío ideológico contra la naturaleza del sistema existente. En gene­ ral, se consideraba que los amarres filosóficos del statu quo eran firmes, y aun inmutables. Como cabía esperar, el 1 de junio de 1900 fueron saluda­ dos en todas partes con la habitual marejada de predicciones respecto de las perspectivas para el último siglo del segundo mi­ lenio. Como es natural, las predicciones eran variadas. En gene­ ral, la nota dominante que resonaba en ocasión del comienzo del siglo, en las principales publicaciones del mundo occidental y

entre los estadistas de Occidente, era la de felicitación personal por todo ello. El tono que lo impregnaba todo era de satisfac­ ción complaciente con el statu quo, de elogio casi embriagado por la prosperidad que según se decía se difundía cada vez más y en el caso de Estados Unidos por las grandes expectativas de un creciente poderío económico y político. The New York Times, en su ’’Expectativas para los negocios", de fecha 1 de enero de 1900, proclamaba que "la prosperidad ha entrado en todas las ramas de la industria de Estados Unidos. El productor del agro ha tenido una extraordinaria prosperidad, al igual que los traba­ jadores de minas, fábricas y talleres." Finalizaba su diagnóstico afirmando que "puede esperarse una prosperidad ilimitada du­ rante nuestra marcha hacia adelante, que nos convertirá en la Nación más adelantada del mundo". El mismo tema predominó en los mensajes del Estado de la Unión del presidente William McKinley, el 3 de diciembre de 1900, y de Theodore Roosevelt, el 2 de diciembre de 1902. Pero Roosevelt también señalaba que: "Tenemos muchos problemas que encarar en los comienzos del siglo XX... graves problemas en el exterior y más graves aún en el plano interno." Pero tam­ bién él reiteraba el tema de que "el bienestar material nunca ha estado tan ampliamente difundido entre nuestro pueblo... Por supuesto, cuando las condiciones han favorecido el crecimiento de tantas cosas buenas, también favorecieron, en cierto modo, el crecimiento de lo que era malo... Los males son reales y algunos de ellos resultan amenazadores, pero son el resultado, no de la miseria o la decadencia, sino de la prosperidad". Los editoriales de la prensa se hicieron eco de ese estado de ánimo. La fe en la democracia y la confianza en Estados Uni­ dos fueron consideradas como una sola cosa. The North Ameri­ can Review, en un artículo titulado "La carga del siglo XX", se concentraba en el tema del futuro de la democracia y afirmaba, con confianza: "Debemos mirar hacia Estados Unidos, y sólo ha­ cia Estados Unidos... Es un tema cuya importancia para el futu­ ro de la humanidad no resulta posible exagerar. Ojalá que en el año 1999 ó 2000 se pudiera volver a la tierra para conocer la res­ puesta. Y ojalá que sea favorable para la democracia. ¡Y que sea definitiva!" Y The Washington Post saludaba el nuevo siglo, el 1 de enero de 1900, con una triunfante reafirmación de la misión estadounidense en sus posesiones imperiales de ultramar, y agregaba, alborozado, que "son nuestras, y todo lo que se diga en términos de antiexpansión es tan ocioso como el parloteo de las cotorras". 16

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En el continente europeo, el estado de ánimo no era menos confiado, y el futuro se veía con la misma benigni­ dad. En Gran Bretaña, el patrioterismo optimista caracteri­ zaba la evaluación ofrecida por el London Times (que da­ ba la bienvenida, en forma más correcta, al nuevo siglo, el 1 de enero de 1901): ’’Tenemos una confianza razonable en que Inglaterra y sus hijos saldrán triunfantes de la prueba, al final del siglo XX tanto como en la terminación del XIX, y que entonces, y durante los siglos por venir, vivirán y prosperarán como un solo pueblo, unido e imperial, para ser ‘un baluarte para la causa de los hombres’." Pero los jui­ cios más serios se concentraban en las amenazas a más lar­ go plazo para la primacía británica, que presentaba el as­ censo de las proezas industriales estadounidenses, y The New York Times del 31 de diciembre de 1900 citaba el pe­ riódico londinense antes mencionado, y expresaba su preo­ cupación en el sentido de que ’’resulta inútil disimular el he­ cho de que Gran Bretaña está quedando atrás’’. En Francia y Alemania, el optimismo cultural y nacional eran también los temas principales del día. La fe en la inevitabilidad de la democracia impregnaba el mensaje central de Le Journal des Debáis, que afirmaba, el 5 de enero de 1901: ’’Hoy, una tercera parte de todos los seres humanos poseen derechos reconocidos y garantizados por la ley." El mismo día, la prome­ sa de la ciencia, aun en el plano de la política, predominaba en el comentario de Le Fígaro, acerca de que "la ciencia enseñará tolerancia al hombre, al reflejar ante él las imágenes de sus erro­ res". En Alemania, tal vez debido a su ubicación geopolítica central en Europa, la prensa popular reflejaba una apreciación de la continuidad de los conflictos en los asuntos internaciona­ les, y preocupación por el creciente poderío de Alemania. El 1 de enero de 1900, el diario berlinés Tagliche Rundschau presen­ taba este editorial: "Será una saludable lección para los británi­ cos la del reconocimiento de que han terminado los tiempos vul­ nerables de las contemplaciones. Y entonces miraremos hacia Inglaterra de una manera diferente, y seremos más respetados." Sólo Vorwarts, el periódico socialdemocráta, inyectaba una nota ideológica y saludaba el Año Nuevo y el nuevo siglo con una re­ afirmación de la inevitable desaparición del capitalismo, pero con la admonición de que "todos sabemos que la liquidación de la sociedad burguesa moderna no avanzará con tanta rapidez co­ mo lo pensó el proletariado con conciencia de clase, o siquiera 17

como lo pensaron, hace una generación, los destacados pensa­ dores del socialismo". En estas visiones del futuro destinadas al consumo de las masas era notable la falta de preocupación por los temas ideológicos o las doctrinas sistémicas. Sólo en Francia y Alema­ nia, con los socialistas ya presentes en las instituciones parla­ mentarias, se tomaba el socialismo más en serio, pero aun allí se daba por descontada, al nivel del discurso público, la posibilidad de una conmoción ideológica, y ni hablar de conflictos ideológi­ cos. Por el contrario, el punto de vista predominante quedaba bien expresado por un comentarista parisiense, en Le Fígaro, quien daba la bienvenida al nuevo siglo con la predicción de que sería un siglo de razón, antes que de pasión: "Es probable que el siglo XX nos traiga la penetración de la ciencia en la vida social y privada, que nos dará las reglas para nuestra conducta. Y será un magnífico espectáculo, cuyo comienzo me gustaría presen­ ciar. Esperemos que el siglo XIX, que nos acunó, se lleve consi­ go, al abismo, los siglos de odios idiotas, de recriminaciones estúpidas y tontas calumnias que han entristecido sus últimos días, y que son indignos de hombres que razonan." Pero resultó que buena parte del siglo XX llegó a quedar dominado, no sólo por las pasiones ideológicas, sino, en térmi­ nos más específicos, por una pasión disfrazada de razón científi­ ca, a saber, el comunismo. En verdad, a mediados de este siglo el comunismo había llegado a predominar en el continente más grande del mundo, desde el río Elba hasta la península de Kam­ chatka y Shanghai, dominando las vidas de más de mil millones de personas. En Europa Occidental, los partidos comunistas tra­ taban de llegar al poder. En América latina, el fermento comu­ nista se fusionaba con el nacionalismo antinorteamericano. En­ tre los intelectuales del mundo occidental y en los movimientos anticoloniales, el marxismo era la moda y estaba en marcha. Al acaparar el poder político, y mediante el empleo de las nuevas herramientas de la ingeniería social, posibilitadas por el comienzo del industrialismo, el Estado se convirtió en el foco central de la vida social, de la obediencia social y de la lealtad personal. Aunque este hecho se dio en escala mundial, surgió en su forma más aguda, primero en la Unión Soviética, en un Esta­ do de poder total dedicado, cosa irónica, al concepto de la even­ tual "desaparición" del Estado. La aparición del comunismo como la principal manifesta­ ción política del siglo XX tiene que ser vista en conjugación con el ascenso del fascismo y el nazismo. En rigor, el comunismo, el

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fascismo y el nazismo estaban vinculados en términos genéricos, relacionados en el plano histórico, y en lo político se parecían mucho. Eran reacciones a los traumas de la era industrial, a la aparición de millones de trabajadores industriales carentes de raíces, de la primera generación; a las iniquidades de los co­ mienzos del capitalismo y al nuevo y agudo sentimiento de odio de clases engendrado por esas condiciones. La Primera Guerra Mundial trajo consigo el derrumbe de los valores existentes y del orden político en la Rusia zarista y en la Alemania imperial. También engendró agudas tensiones sociales en la Italia recién industrializada. Todo ello hizo nacer movimientos que envolvían el concepto de justicia social en torno de un mensaje de odio so­ cial, y que proclamaba la violencia estatal organizada como el instrumento de la redención social. La titánica guerra que más tarde se desarrolló entre la Alemania nazi de Hitler y la Rusia soviética de Stalin ha hecho que muchos olvidaran que la lucha entre ellas fue una guerra fra­ tricida entre dos ramas de una fe común. Por cierto que la una se proclamaba opuesta en forma inconmovible al marxismo y predicaba un odio racial sin precedentes, y la otra se veía como el único vástago verdadero del marxismo en la práctica de un odio de clases sin precedentes. Pero ambas elevaron al Estado al rango del más alto órgano de acción colectiva, las dos usaron el terror brutal como medio para imponer la obediencia social, y ambas se dedicaron a asesinatos en masa, sin paralelo en la his­ toria de la humanidad. Las dos organizaron su control social con medios similares, que iban desde los grupos juveniles hasta los informantes de vecindario y hasta los medios de comunicación de masas centralizados y totalmente censurados. Y por último, ambas afirmaban que se encontraban dedicadas a construir Estados "socialistas" todopoderosos. Aquí es pertinente señalar que Hitler era un ávido estudioso de las prácticas políticas iniciadas por Lenin y por Mussolini. Estos dos hombres fueron sus precursores, en especial en lo referente al uso de los nuevos medios de comunicación para gal­ vanizar, y luego movilizar, a las masas que recién despertaban políticamente. Pero los tres fueron precursores en la búsqueda del poder total, y mostraron una habilidad extraordinaria en lo que respecta a fusionar la explotación de la pasión política con la organización política disciplinada. La forma en que se adueñaron del poder fue el punto de partida para la manera en que manejaron el poder... y de ese modo surgió en el Estado totalitario un nuevo tipo de orden político. 19

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En el plano filosófico, Lenin y Hitler fueron defensores de ideologías que necesitaban de la ingeniería social en gran esca­ la, se arrogaron el papel de árbitros de la verdad y subordinaron a la sociedad a una moral ideológica, basada en la guerra de cla­ ses, la una, y la otra en la supremacía racial, y justificaron toda acción que llevase hacia adelante las misiones históricas que habían elegido. Hitler fue un estudioso del concepto bolchevi­ que de partido militarizado de vanguardia y del concepto leni­ nista de adaptación táctica al servicio de la victoria estratégica final, tanto para adueñarse del poder como para remodelar la sociedad. En términos institucionales, Hitler aprendió de Lenin a construir un Estado basado en el terror, completo, con su com­ plejo aparato de policía secreta, su recurso al concepto de la cul­ pabilidad del grupo en la administración de justicia y sus juicios espectaculares, orquestados. Más aún, con el paso del tiempo, cada uno de los bandos llegó a abrazar los principales temas del otro e incluso sus símbolos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Stalin legitimó cada vez más su nueva clase gobernante por medio de lemas na­ cionalistas, uniformes presuntuosos, inclusive para sus burócra­ tas civiles, y una exaltación de sus ambiciones de Gran Potencia, reminiscentes, en alto grado, de las prácticas nazis. En ocasio­ nes, Hitler señalaba que si bien Stalin era un "animal", el dicta­ dor soviético resultaba por lo menos un animal "en gran escala"; que Stalin era "un tipo de genio" a quien era preciso mostrar un "respeto sin reservas" y que con otros diez o quince años en el poder haría de la Unión Soviética "la más grande potencia del mundo". Después del golpe abortado contra Hitler, en 1944, el régimen nazi justificó el exterminio de la aristocracia alemana con un lenguaje de odio de clase indistinguible del de la Unión Soviética. Hitler llegó a exhibir, inclusive, una perversa envidia contra Stalin, quien había llevado el leninismo a su conclusión lógica. "A menudo he lamentado amargamente -dijo- el no ha­ ber purgado mi cuerpo de oficiales en la forma en que lo hizo Stalin." En rigor, no es exagerado afirmar que Hitler fue tan leni­ nista como Stalin fue nazi. En términos genéricos e históricos, los dos dirigentes totalitarios fueron congeniales entre sí. Am­ bos tiranos justificaron la imposición del control total del Esta­ do por medio del objetivo proclamado en forma abierta, de re­ construir a la sociedad de arriba abajo, en consonancia con una noción dogmática, pero en otro sentido vaga, de un nuevo orden utópico. Esa reconstrucción debía lograrse por medio del uso di20

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recto del poder del Estado, aplastando las formas sociales tradi­ cionales y eliminando toda manifestación de espontaneidad so­ cial. De ese modo, el totalitarismo se convirtió en sinónimo del estatismo quintaesencial. La Segunda Guerra Mundial terminó con la derrota de uno de los grandes proponentes de la nueva exaltación del Esta­ do como agente supremo de la historia. Pero también produjo la enorme difusión de la influencia y poder del otro. El sistema co­ munista, limitado desde 1917 a la mayor parte del anterior impe­ rio zarista, se expandió entonces en forma espectacular. Europa central se convirtió, de facto, hacia 1947, en una provincia so­ viética. Al comienzo, China proclamó su fidelidad al modelo so­ viético después de la victoria comunista de 1949, y en la mitad de Corea, en 1945, y en la mitad de Vietnam en 1954, aparecieron regímenes comunistas. En el término de una década, después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, más de mil millo­ nes de personas vivían bajo regímenes comunistas. Casi toda Eurasia se había vuelto comunista, y sólo sus periferias del lejano oriente y el lejano occidente se veían protegidas por el poderío estadounidense. El comunismo parecía estar en marcha, deteni­ do, tal vez sólo por el momento, por grandes inyecciones de di­ nero y de poder militar estadounidenses en grandes partes del mundo. Más importante aún fue la difusión indirecta de la esencia de la idea comunista. En las últimas cuatro décadas, casi en to­ das partes había llegado a predominar la inclinación a basarse en la acción del Estado para hacer frente a los males económi­ cos o sociales. Por cierto que en sociedades con tradiciones de­ mocráticas más arraigadas se llevaron a cabo esfuerzos especia­ les para impedir una concentración excesiva y abusiva del poder político. La libertad de elección fue conservada por medio de la competencia política franca y los resguardos constitucionales. Ello no obstante, aun en sociedades muy democráticas, la noción de la acción del Estado como el mejor medio para la promoción del bienestar y la justicia social se convirtió en el punto de vista dominante. Esto no quiere decir que el socialismo democrático o el estado de bienestar fuesen manifestaciones insidiosas de la difu­ sión del comunismo; en verdad, ambos representaban a menudo el medio más eficaz para combatir el atractivo de la doctrina co­ munista y para crear la alternativa del modelo comunista. Pero el hecho de basarse en el Estado como principal instrumento de salvación social acentuó, de manera indirecta, la jerarquía del 21

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sistema soviético como el ejemplo mas extremo de innovación social planificada y dirigida por el Estado. Era inevitable que esta tendencia contribuyese a la incli­ nación inicial de veintenas de estados poscoloniales de reciente creación a volcarse hacia diversas variedades de socialismo de Estado. También reforzó la inclinación inicial de muchos de ellos a mirar hacia la experiencia soviética en busca de inspira­ ción y de un ejemplo que imitar. Durante las décadas de 1950 y 1960, buena parte del Tercer Mundo aclamaba el modelo so­ viético, sin un análisis crítico, como el mejor y más rápido cami­ no hacia la modernidad y la justicia social. En sus viajes al ex­ tranjero, los dirigentes soviéticos se regodeaban con las adulaciones sin reservas y distribuían consejos en cuanto a la mejor manera de adoptar el camino soviético al socialismo. En el mundo avanzado estaban muy en boga las mismas modas intelectuales. Como lo ha catalogado Paul Hollander en su libro Political Pilgrims (Peregrinos políticos), muchos intelec­ tuales de Occidente que viajaron a la Unión Soviética en las décadas de 1920 y 1930 se tragaron en bloque la enorme simpli­ ficación ofrecida por el comunismo. Lion Feuchtwanger, un no­ velista alemán, escribió: "Simpaticé en forma inevitable con el experimento de basar la construcción de un Estado gigantesco nada más que en la razón." Como muchos activistas dirigentes religiosos, el cuáquero estadounidense Henry Hodgkin abrazó la retórica colectivista del régimen soviético y proclamó: "Cuan­ do observamos el gran experimento de Rusia en materia de fra­ ternidad, puede parecemos que lo inspira una vaga percepción del camino de Jesús, sin que nos demos cuenta de ello." Edmund Wilson percibió una utopía más secular: "En la Unión Soviética se siente que uno está en la cúspide moral del mundo, donde la luz nunca se extingue de verdad." Entre esos intelectuales, la "democracia" de estilo soviéti­ co fue aceptada como tan legítima, si no más, que la democracia de Occidente. Muy pocas veces se advirtió siquiera el totalitaris­ mo de Stalin, y menos aún se lo condenó. Sidney y Beatrice Webb insistieron en que Stalin no gobernaba como un déspota: "Ni siquiera posee los amplios poderes que el Congreso de Esta­ dos Unidos ha otorgado en forma temporaria al presidente Roosevelt, o que la Constitución norteamericana confía durante cua­ tro años a cada uno de los sucesivos presidentes." Esta admiración sin reservas del sistema soviético duran­ te la dictadura de Stalin se extendió inclusive al GULAG. El doctor J. L. Gillin, presidente en determinado momento de la 22

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Sociedad Sociológica Norteamericana, escribía: "Resulta claro que el sistema ha sido organizado para corregir al transgresor y devolverlo a la sociedad." Harold Laski, el economista político británico, coincidió y escribió que percibía en el sistema soviéti­ co "una insistencia en el sentido de que el prisionero debe vivir, hasta donde las condiciones lo permitan, una vida plena y de res­ peto de sí mismo". Un periodista especializado durante mucho tiempo en asuntos soviéticos, Maurice Hindus, llevó esa aclama­ ción un paso más adelante: "El espíritu de venganza, de castigo, de tortura, de severidad, de humillación, no tienen lugar en este sistema." George Bernard Shaw llegó a advertir un elemento de voluntarismo en el sistema estalinista de campos de trabajo, y es­ cribió que "en Inglaterra un delincuente ingresa [en la cárcel] como un hombre corriente y sale de ella como un criminal, en tanto que en Rusia entra como un criminal y saldría como un hombre corriente, a no ser por la dificultad de inducirlo a salir. Hasta donde pude verlo, podían quedarse allí tanto tiempo co­ ma quisieran". La fascinación inicial con el esfuerzo soviético por cons­ truir una nueva sociedad durante la década de 1930, reflejada en estos bienaventurados puntos de vista erróneos, recibió un enor­ me impulso con la derrota de Hitler por Stalin. Ni siquiera la Guerra Fría que siguió pudo desengañar a muchos intelectuales de Occidente en su romance con la reconstrucción comunista de la sociedad. A todo lo largo de la década de 1950, y aun en la de 1960, en muchas universidades de Occidente, el punto de vista social predominante fue alguna forma de "izquierdismo", en el cual la Unión Soviética obtenía muchas veces el beneficio de la duda a causa del atractivo, para los intelectuales, de su experi­ mentación social dirigida por el Estado. En términos más generales, la nueva ortodoxia tendió a poner el acento en la primacía de la planificación social dirigida políticamente. En gran medida como reacción frente al caos producido por la Gran Depresión y después por la Segunda Guerra Mundial, el mundo pasaba a una era en la cual la con­ ducta social se canalizaría cada vez más por medios políticos, y en la cual la actividad económica respondería a la dirección política planificada. Aunque muchos defensores de la nueva or­ todoxia tenían conciencia del hecho de que la realidad soviética se diferenciaba en forma espectacular del ideal, creían que la capaciad potencial para lograr ese ideal se encontraba implícita en el sistema soviético, y por lo tanto señalaba el camino hacia el fu­ turo. 23

El efecto acumulativo del aparente éxito del sistema so­ viético consistió en convertir al siglo XX en una era dominada por el ascenso y el atractivo del comunismo. Aunque Estados Unidos surgió durante ese siglo como la potencia global domi­ nante, y si bien el modo de vida norteamericano rezumaba un atractivo tangible incomparablemente mayor, Estados Unidos fue visto, amplia e injustamente como empeñado en una acción defensiva de contención, en inútil búsqueda de la posibilidad de detener la marea inevitable de la historia. La extensión del co­ munismo a Europa Central y a China fue lo que modificó de ma­ nera tan fundamental la política global, lo que dominó el discur­ so intelectual y lo que pareció representar el augurio de la historia. Pero a unos cien años de su nacimiento, el comunismo se está disipando. Las ideas y las prácticas vinculadas con el comu­ nismo han quedado desacreditadas, tanto en el seno del mundo comunista como fuera de él. Para finales de la década de 1980, los dirigentes comunistas de la Unión Soviética, de China y de Europa Oriental presentaban, como cosa normal, afirmaciones que habrían estado fuera de lugar en la reunión anual de la Aso­ ciación Norteamericana de Fabricantes. Así, como Pravda in­ formó el 11 de agosto de 1988, los trabajadores soviéticos escu­ charon a Aleksandr Iakovlev, el integrante del Politburó entonces responsable de la doctrina marxista-leninista, cuando proclamó que en la actualidad "la ideología del propietario debe ser primordial", para luego agregar que "imbuir el sentimiento de propiedad fue algo bueno, porque cuando un trabajador tie­ ne una participación en algo, una persona moverá montañas; de lo contrario, se mostrará indiferente". Casi al mismo tiempo, Stanislaw Ciosek, miembro del Politburó, recordaba a los obreros polacos que "no es posible que todos obtengan una mejora de su nivel de vida en el mismo grado. No cabe duda de que deberían ser favorecidos quienes sirven bien a la economía nacional, y es preciso pagarles mejor". Para que el mensaje fuese bien entendi­ do, Ciosek agregaba: "Así son las brutales leyes de la economía." Y apenas unos meses antes, en el extremo oriental del mundo co­ munista, los obreros chinos eran ideológicamente esclarecidos por un nuevo miembro del Politburó, Hu Qili, quien afirmaba que "el socialismo exige o permite todo lo que beneficia al desa­ rrollo de las fuerzas productivas". En vísperas de la última década del siglo, casi todos los sistemas comunistas buscaban, pues, a tientas, reformas que en la práctica equivalían al repudio de la experiencia marxista-leni24

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nista. Lo más importante era el rechazo filosófico, vinculado con él, de las premisas raigales del comunismo. La exaltación del Es­ tado dejaba paso, casi en todas partes, a la elevación del indivi­ duo, de los derechos humanos, de la iniciativa personal y aun de la empresa privada. La huida resultante respecto del estatismo, la creciente primacía de los derechos humanos y el vuelco tardío hacia el pragmatismo económico representan una enorme revolución en las actitudes y en la filosofía fundamental de la vida. No cabe du­ da de que se trata de un giro que tendrá efectos perdurables y de largo alcance. Ya está afectando la política y la economía en to­ do el mundo. Y presagia la creciente posibilidad de que para el 1 de enero del 2000, los pronosticadores sociales asignen a la doctrina comunista -en esta ocasión con auténtica justificacióntan poca importancia para el futuro del siglo XXI como ocurrió -de manera mucho menos justificable- con sus predecesores de cien años antes. De tal modo, la crisis terminal del comunismo contem­ poráneo es, en el plano histórico, más espectacular por lo súbito de su iniciación. Por lo tanto, resulta oportuno preguntarse qué ocurrió con la doctrina y la práctica que durante buena parte de este siglo pareció ser la ola del futuro. ¿Qué produjo la desilu­ sión, el fracaso y en especial los crímenes que desacreditaron de manera acumulativa una ideología, un movimiento político y un experimento social que, al principio, fueron percibidos como los que abrían el camino para una redención temporal?

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PRIMERA PARTE

El gran fracaso

La causa que precipitó la agonía del comunismo es el fra­ caso de la experiencia soviética. Por cierto que, cuando nos acercamos al final del siglo XX, parece increíble que el modelo soviético haya parecido alguna vez atrayente y digno de imita­ ción. Esa es una medida de lo mucho que la experiencia soviéti­ ca ha disminuido en la estimación pública global. Sin embargo, hubo tiempos, y no tan lejanos, en que el modelo soviético era aclamado, admirado e inclusive emulado. Por lo tanto es correc­ to preguntarse: ¿Qué salió mal, y por qué? Cuando se reflexiona acerca del fracaso soviético, es ins­ tructivo indicar muy brevemente el camino histórico que siguió el experimento marxista en Rusia. Fue un extraño desenvolvi­ miento, ese trasplante de una doctrina esencialmente europea occidental, concebida en el salón de lectura pública del Museo Británico por un intelectual emigrado, judío alemán, a la tradi­ ción despótica, casi oriental, de un imperio euroasiático un tan­ to remoto, con un folletista revolucionario ruso actuando como cirujano de la historia. Pero para el momento de la Revolución Rusa, el marxis­ mo ya no era la teoría pedante de un bibliotecario. Era un im­ portante movimiento político-social europeo, que representaba un destacado papel en varios países de Europa Occidental y que poseía un perfil político definido. Ese perfil era, muy claramen­ te, de participación social. Las palabras democracia social -que eran la designación que se daban casi todos los marxistas de la época- simbolizaban ese compromiso del movimiento socialista, relativamente joven. El socialismo, y por lo tanto el marxismo, eran vistos en Occidente como de espíritu predominantemente democrático. En verdad, para los tiempos de la Primera Guerra Mun­ dial, un vástago marxista menor predicaba de manera activa el 29

concepto de revolución violenta, que sería seguida por la impo­ sición de la dictadura del proletariado. Quienes temían el ascen­ so del socialismo, de cualquier forma que fuese, se estremecían ante los sangrientos recuerdos de la Comuna de París, de 1871. Para muchos, la palabra comunista ya era la antítesis de un demócrata. La caída del zarismo, pues, provocaba diversas reac­ ciones en Occidente, que iban desde el esperanzado entusiasmo inicial respecto de la democracia hasta la temida expectativa de una dictadura comunista.

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£1 legado leninista

Lo que ocurrió después de la revolución bolchevique no habría debido representar una sorpresa para los lectores atentos de Vladimir Ilich Lenin. El dirigente bolchevique de la facción más extrema de los marxistas rusos no ocultaba sus intenciones. En folleto tras folleto y en discurso tras discurso, descargaba su desprecio contra sus colegas marxistas que se mostraban parti­ darios del proceso democrático. Dejaba muy en claro que, en su opinión, Rusia no estaba madura para una democracia socialis­ ta, y que el socialismo sería construido en Rusia "desde arriba", por decirlo así, por medio de la dictadura del proletariado. A su vez, esa dictadura sería ejercida por un proletariado que lo fuese sólo en el nombre. En la concepción de Lenin, la nueva clase gobernante estaba tan poco preparada, políticamen­ te, para dirigir a Rusia, como ésta lo estaba, en cuanto a su ma­ durez histórica, para el socialismo. Por lo tanto, la nueva dicta­ dura necesitaba un delegado decidido e históricamente consciente, que actuara en nombre del proletariado. Dadas las condiciones de atraso de Rusia, ni la sociedad, ni la clase obre31

ra industrial, relativamente escasa, eran vistas como agentes ya preparados para el socialismo. Por consiguiente, la historia debía ser acelerada por un partido regimentado, de "vanguar­ dia", de revolucionarios comprometidos, que supieran con exactitud cuál era el mandato de la historia y estuvieran dispues­ tos a ser sus custodios autoproclamados. El concepto de Lenin sobre el partido de vanguardia fue su respuesta creadora al dile­ ma doctrinario de la falta de preparación de Rusia y su proleta­ riado en lo referente a una revolución marxista. La contribución de Lenin y su decisión personal de forjar una organización disciplinada de revolucionarios profesionales fueron decisivas para modelar el carácter político del primer Es­ tado que quedó bajo la influencia de un movimiento dedicado a los principios del socialismo. No tiene sentido analizar aquí si su compromiso fue puro en términos doctrinarios y, por lo tanto, si es correcto invocar el nombre del socialismo en relación con Lenin y sus partidarios. Para quienes tienen un compromiso pro­ fundo con el socialismo democrático, esa vinculación sería un anatema. Pero el punto que es preciso señalar aquí es que Lenin y sus seguidores se consideraban marxistas, que se veían lanza­ dos por el camino que llevaba, primero al socialismo y después al comunismo, y que subjetiva y objetivamente formaban parte, por lo tanto, del nuevo fenómeno del comunismo. Más aún, en la medida en que los nuevos gobernantes bol­ cheviques pudieron identificarse con el socialismo, esto los ayudó en enorme medida a captar simpatías en Occidente. No cabe duda de que la identificación, auténtica o sólo táctica, re­ sultó beneficiosa. Cautivó la imaginación de muchos que, en Oc­ cidente, abrigaban la esperanza de una victoria del socialismo democrático, pero que desesperaban de que se produjese muy pronto, dentro del arraigado sistema capitalista. A pesar de to­ dos sus defectos, la estrella roja que brillaba sobre el Kremlin parecía simbolizar el alba del socialismo, aunque al comienzo lo hiciera en forma imperfecta. El hecho de que en Rusia la fase leninista estuviese señalada por grandes ambigüedades, resultó útil, asimismo, pa­ ra conquistar simpatías en Occidente. Aunque se encontraba le­ jos de ser una democracia, y si bien se embarcaba casi desde el comienzo en la represión brutal de toda oposición, la era leninis­ ta (que continuó durante unos años, después de la muerte de Le­ nin, en 1923) presenció una gran proporción de experimentos sociales y culturales. En las artes, en la arquitectura, en la litera­ tura y, más en general, en la vida intelectual, el espíritu predomi32

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nante era de innovación, de iconoclasia creadora y de apertura dé nuevas fronteras científicas. El dinamismo intelectual corría paralelo con la disposición de Lenin, en el plano socioeconómi­ co, para conciliar la realidad predominante del atraso de Rusia con su incipiente economía capitalista. La famosa Nueva Políti­ ca Económica (NEP, sigla por la cual se la conoce) que en esen­ cia se basaba en el mecanismo del mercado y la iniciativa priva­ da para estimular la recuperación económica fue un acto de adaptación histórica, que postergaba para el futuro la construc­ ción inmediata del socialismo por la nueva dictadura del prole­ tariado. Sin idealizar este breve interludio, tal vez sea correcto describir el período como la fase más abierta e intelectualmente innovadora de la historia rusa del siglo XX. (El interludio de­ mocrático de 1917, con el socialdemócrata Aleksandr Kerenski, tuvo muy breve duración para producir un impacto perdurable.) En verdad, la NEP se convirtió en una denominación abreviada de un período de experimentación, flexibilidad y moderación. Para muchos rusos, inclusive más de sesenta años después, fue­ ron los mejores años de la era iniciada por la revolución de 1917. Pero en realidad hay demasiada idealización del pasado en gran parte como reacción frente a la historia estalinista pos­ terior en esa visión idílica de la década de 1920. Más importan­ tes que el fenómeno de innovación social y cultural que dominó la superficie de la vida en Moscú, en Leningrado y varias otras ciudades grandes, fueron la consolidación nacional de la violen­ cia social en gran escala, la consolidación del nuevo sistema del partido único, la imposición de la ortodoxia doctrinaria y la pro­ longada adopción de la práctica según la cual los fines ideológi­ cos justifican cualquier medio político, incluidos los más tiráni­ cos. Los dos elementos más catalíticos del catastrófico legado de Lenin fueron su concentración del poder político en unas po­ cas manos y su adopción del terror. Lo primero dio como resul­ tado la centralización de todo el poder político en un partido de vanguardia cada vez más burocratizado, que controlaba toda la estructura de la sociedad por medio de su extendida nomenkla­ tura, es decir, un sistema de densas capas de control político, de arriba abajo, respecto de todos los nombramientos. La disposi­ ción a usar el terror contra los oponentes reales o imaginarios, incluido el uso deliberado, por Lenin, de la culpa colectiva como justificación para la persecución social en gran escala, convirtió la violencia organizada en el medio central para solucionar los 33

problemas, primero los políticos, después los económicos y por último los sociales o culturales. El recurso del terror también impulsó la creciente simbio­ sis entre el partido gobernante y la policía secreta (que Lenin es­ tableció casi a continuación de adueñarse del poder). No es ac­ cidental ni ajeno a la historia soviética posterior, que más de sesenta años después del fallecimiento de Lenin, el jefe de la po­ licía secreta soviética, Viktor M. Chebrikov, al hablar en setiem­ bre de 1987, en los servicios conmemorativos en honor del pri­ mer jefe de esa policía, citara en términos de aprobación la justificación del terror ejercido por Lenin contra los campesinos rusos, dado que "el kulak desprecia en forma violenta el poder soviético, y está dispuesto a aplastar y diezmar a cientos de mi­ les de trabajadores". Tanto antes como después de adueñarse del poder, Lenin abogó en forma explícita por el uso de la violencia y el terror en masa para lograr sus objetivos. Ya en 1901 decía: "En principio, nunca hemos renunciado al terror, y no podemos renunciar a él." En vísperas de la revolución bolchevique escribía, en ElEstadoy la Revolución, que cuando pedía democracia lo que entendía por ese término era una "organización para el uso sistemático de lafuerza por una clase contra otra, por un sector de la población contra otro". En distintos escritos y discursos reunidos en sus Obras completas se mantuvo coherente en ese aspecto. Proclamó abiertamente que para él la democracia implicaba la dictadura del proletariado: "Cuando se nos reprocha por ejercer la dicta­ dura de un partido... decimos: ‘¡Sí, la dictadura de un partido! La defendemos y no podemos prescindir de ella’." También es­ cribía: "La definición científica de la dictadura es la de un poder que no se ve limitado por ley alguna, restringido por regla algu­ na y basado de manera directa en la fuerza." En cuanto tomó el poder, Lenin no perdió tiempo en po­ ner en práctica sus puntos de vista. Antes que pasara mucho tiempo llegó a basarse en el uso de la violencia indiscriminada, no sólo para aterrorizar a la sociedad en su conjunto, sino para eliminar el más pequeño de los engorros burocráticos. En un de­ creto emitido en enero de 1918, que buscaba definir la política para manejar a quienes se oponían de alguna manera al régimen bolchevique, el régimen de Lenin llamaba a todos los organis­ mos del Estado a "purgar a la tierra rusa de todo tipo de insec­ tos dañinos". El propio Lenin instó a los dirigentes partidarios de un distrito a desarrollar "un implacable terror en masa contra los kulaks, los sacerdotes y los guardias blancos", y a "encerrar a 34

todos los elementos sospechosos en un campo de concentración, en las afueras de la ciudad". En cuanto a la oposición política, Lenin no toleraría ninguna, pues argumentaba que era "mucho mejor ‘discutir con rifles’ que con las tesis de la oposición". El terror en masa se convirtió muy pronto en un recurso administrativo para solucionar todos los problemas. Para los obreros perezosos, Lenin recomendaba "fusilar en el acto a uno de cada diez a quienes se haya encontrado culpables de haraga­ near". Para los obreros indóciles, decía que "esos perturbadores de la discipilina deben ser fusilados". En el caso de una mala co­ nexión telefónica, dio instrucciones explícitas a Stalin: "Amena­ ce con fusilar al idiota que se encuentra encargado de las teleco­ municaciones y que no sabe cómo darle un mejor amplificador y cómo hacer una conexión telefónica que funcione." Por cual­ quier desobediencia, por leve que fuese, entre las masas rurales, el régimen de Lenin aprobó una resolución que insistía en que "hay que tomar rehenes entre el campesinado, de modo que si no despeja la nieve, sean fusilados". Esta visión paranoica ayudó a producir un sistema de go­ bierno que se apartó de la sociedad; en esencia, una conspira­ ción en el poder, aunque a principios de la década de 1920 se to­ leró en forma temporaria la continuación de la espontaneidad de la sociedad en el campo no político. Pero el hecho central di­ ce que el sistema político de Lenin se hallaba preparado, tanto desde el punto de vista psicológico como político, para un en­ frentamiento total con la sociedad. Sus nuevos gobernantes sólo podían justificarse en el plano histórico atacando a la larga a esa sociedad, con el fin de recrearla a imagen del propio sistema político. Un sistema político de tipo leninista no podía coexistir en forma indefinida con una sociedad que funcionaba, en gran medida, sobre la base de la espontaneidad dinámica. Semejante coexistencia habría corrompido el sistema político o provocado un choque entre ambos. La solución singular de Lenin consistió en la promoción de un partido supremo, dotado del poder de impulsar la desapa­ rición forzada, no del Estado, sino de la sociedad como entidad autónoma. La sociedad debía ser aplastada, no fuese que llega­ ra a diluir y a la larga absorber el barniz político superficial del régimen comunista. Para Lenin, la lógica del poder dictaba la conclusión de que para llevar a cabo la disolución de los víncu­ los sociales tradicionales, el centralismo del Estado debía ser acentuado, para convertir a éste en el instrumento ordenado por la historia. 35

Muchas décadas más tarde, en 1987, durante los debates precipitados por los esfuerzos reformistas de Mijail Gorbachov, un destacado intelectual soviético se atrevió a formular en públi­ co la pregunta: "¿Stalin creó su sistema, o el sistema creó a Sta­ lin?" Pero si fue el sistema -como lo implica la pregunta- el que engendró a Stalin, ¿de quién había sido ese sistema? Fue Lenin quien creó el sistema que creó a Stalin, y éste fue quien luego creó el sistema que hizo posibles sus crímenes. Más aún, no sólo Lenin hizo posible a Stalin, sino que el dogmatismo político de Lenin y su intolerancia política impidieron, en gran medida, el surgimiento de toda otra alternativa. En esencia, el legado per­ durable del leninismo fue el estalinismo, y esa es la más fuerte acusación de la historia respecto del papel de Lenin en la cons­ trucción del socialismo dentro de Rusia.

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2 La catástrofe estalinista

La genialidad de José Stalin consistió en que entendió muy bien la significación profunda del legado leninista. Su prin­ cipal rival, León Trotski, cometió el error fundamental de vincu­ lar la revolución interna con la búsqueda simultánea de una con­ moción global. Trotski era partidario de la idea de que el sistema capitalista occidental estaba maduro para un levanta­ miento revolucionario, y de que la supervivencia del poder co­ munista en Rusia dependía del rápido éxito de tal revolución. Pero al predicar el concepto de la revolución permanente, Trotski lesionó el instinto de autoprotección de los recién arrai­ gados burócratas del partido, quienes no estaban dispuestos a arriesgarlo todo en el altar de una revolución mundial prematu­ ra. Por el contrario, Stalin explotó muy bien el instinto de autoconservación de ellos, al lanzar una revolución nacional destina­ da a evitar el riesgo de ver que el régimen comunista fuese devorado por la sociedad cada vez más vital. De ese modo satis37

fizo el celo ideológico de los burócratas, a la vez que recurría a sus intereses personales. ”E1 socialismo en un solo país" era la frase doctrinaria de Stalin para la pulverización sin precedentes de la sociedad por la maquinaria del Estado. Un grupo de dirigentes de mentalidad conspirativa, que se reunían de noche en unas pocas habitacio­ nes del Kremlin, se arrogó la tarea de reconstruir la sociedad de arriba hacia abajo, de destruir a buena parte de su campesinado y su clase media, de reubicar por la fuerza a millones de perso­ nas, en tanto que ampliaban los marcos del poder estatal en una medida nunca igualada hasta entonces en la historia. De ese mo­ do, "el socialismo en un solo país" se convirtió en un país subor­ dinado en forma total a un Estado supremo. Con Stalin llegó a su apogeo la exaltación del Estado y el uso de la violencia estatal como herramienta para la reconstruc­ ción social. Todo quedaba subordinado a la persona del dicta­ dor y al Estado que él dirigía. Invocado en la poesía, saludado por la música, convertido en ídolo en millares de monumentos, Stalin estaba en todas partes y lo dominaba todo. Pero aunque era un tirano personal, con pocos semejantes en la historia, su gobierno era ejercido por medio de una compleja estructura de poder estatal, altamente burocratizado e institucionalizado. A medida que la sociedad era arrasada en consonancia con la me­ ta de Stalin de construir el socialismo en un solo país, la maqui­ naria del Estado crecía en jerarquía y opulencia, en poder y pri­ vilegio. La pirámide del poder se apoyaba en un sistema de terror que no daba seguridad a las personas, ni siquiera entre los camaradas más cercanos de Stalin. Nadie quedaba libre del capricho del dictador. Un día el miembro del Politburó favorito de Stalin podía ser víctima de un juicio y resultar fusilado al siguiente. Ese fue el destino repentino, por ejemplo, a finale- de la década de 1940, de A. A. Voznesenski, a quien muchos veían como prepa­ rado por Stalin para el puesto gubernamental más encumbrado. La fidelidad total a Stalin y aun la complicidad entusiasta en sus delitos ofrecían muy poca protección respecto de la persecución o la indignidad. Molotov y Kalinin, ambos implicados de mane­ ra directa en la redacción de listas de sus camaradas para ser ejecutados, siguieron sentándose en derredor de la mesa del Po­ litburó, aunque sus esposas habían sido llevadas, por orden de Stalin, a campamentos de trabajos forzados. No es exagerado afirmar que el poder definitivo sobre la vida y la muerte, en el Estado soviético, estuvo durante cerca de 38

un cuarto de siglo en manos de un pequeño grupo de conspira­ dores totalmente implacables, para quienes decretar la muerte de incontables millares de presuntos "enemigos del pueblo" era un acto burocrático de menor importancia. Aunque algún día se abran del todo los archivos soviéticos (y la revista disidente de Moscú, Glasnost, informó, en agosto de 1987, que para encubrir el pasado, la KGB destruía legajos de las víctimas de las décadas de 1930 y 1940 a razón de cinco mil por mes), nunca se conocerá toda la magnitud de los asesinatos de Stalin. El exterminio por la ejecución directa o por la muerte prolongada era el destino de categorías completas de personas: oponentes políticos, rivales ideológicos, miembros sospechosos del partido, oficiales milita­ res acusados, kulaks, miembros de las clases depuestas, ex aristócratas, grupos nacionales considerados potencialmente desleales, grupos étnicos rotulados como hostiles, predicadores religiosos así como los creyentes más activos, y aun los parientes y (en muchos casos) las familias enteras de las víctimas elegidas. Resulta sencillamente imposible expresar en palabras la medida plena de los sufrimientos humanos individuales y colec­ tivos que infligió Stalin. En nombre del socialismo, varios millo­ nes de familias campesinas fueron deportadas en las condiciones más primitivas, y los sobrevivientes reubicados en la lejana Siberia. Stalin también fue responsable del hambreamiento en masa de varios millones de campesinos ucranios durante la hambruna de comienzos de la década de 1930... un hambre explotada de manera deliberada para acelerar el proceso de colectivización, pero en importante medida generada también por la propia co­ lectivización brutal. Durante las purgas, el partido mismo fue diezmado, ejecutados la mayoría de sus dirigentes máximos y sus familias perseguidas cruelmente. Los arrestos y las ejecuciones se produjeron a todo lo largo de la sociedad soviética y sumaron millones. Según datos soviéticos, en el sector militar solamente, no menos de treinta y siete mil oficiales del ejército y tres mil de la marina fueron fusilados en los años 1937 y 1938, más de los que perecieron durante las dos primeros años de la guerra nazisoviética. El GULAG continuó creciendo durante la dictadura de Stalin. Los arrestos individuales y de grupos se hacían en masa y eran cosa de todos los días. Grupos étnicos completos fueron blancos de la extinción genocida. Poco antes del estallido de la guerra, en 1939, toda la población polaca que vivía en el lado so­ viético de la frontera soviético-polaca de entonces, integrada por varios centenares de miles de habitantes, desapareció de 39

golpe, y sólo las mujeres y los niños fueron reubicados en Kazajstán. Los hombres perecieron, lisa y llanamente. En las últi­ mas etapas de la guerra, los tártaros de Crimea y los chechenesingushes del Cáucaso septentrional, que también eran centenares de miles, fueron desarraigados y deportados a Siberia. Después de la guerra, y a pesar de las revelaciones sobre el holocausto nazi de los judíos, la comunidad judía de Moscú y Leningrado se convirtió de repente en un blanco, y sus dirigentes fueron diezmados. En 1949 se infligieron deportaciones en masa a centenares de miles de habitantes de los países bálticos. Según registros soviéticos llevados en forma escrupulosa, citados por Radio Vilna el 22 de setiembre de 1988, las víctimas eran 108.362, tan solo en Lituania. En vísperas de la muerte de Stalin se encontraban en marcha los preparativos para nuevos juiciosespectáculo de la "conspiración de los médicos judíos", acusa­ das, sus víctimas, de conspirar para matar a los máximos dirigen­ tes del Kremlin. De ese modo fueron pulverizados, literalmente, millones de vidas. Cuando el desenmascaramiento del estalinismo adqui­ rió impulso, por fin, en 1987, la prensa soviética se vio inundada de recuerdos y relatos personales. El que sigue apareció en Literatúrnaia Gazeta del 23 de diciembre de 1987 -el periódico señalaba que había recibido unas 10.000 cartas comparables-, y fue escrita por una mujer del pueblo: Es una carta típica de las experiencias de millones de otras personas: Soy una atenta lectora de ustedes. Hace mucho tiempo que vengo leyendo su periódico. Hace poco se han escrito muchas cosas que quedaron olvida­ das; leo algunos artículos y me sangra el corazón. Recuerdo mi vida y la de mi esposo. Nuestra gene­ ración pasó por la difícil década de 1930, y después los años de la guerra y luego también los difíciles años de la posguerra. Ahora se habla abiertamente de las muertes de Kirov, Tujachevski, Iakir y otras víctimas inocentes. Eso es comprensible: el destino de la gente importante está a la vista del público. Pero aunque la gente importante no haya sobrevivi­ do, ¿qué se puede decir de la gente común? Mi esposo, A. I. Bogomólov, era una de esas personas corrientes. Fue arrestado después de la terminación de la guerra finlandesa, sentenciado a ser fusilado, y después le dieron 10 años, más 5 de 40

privación de derechos. Pasó cuatro años en un cam­ po, en el norte, en condiciones espantosas. Luego hubo otro arresto, otra acusación, 15 meses de tridsatka [alusión desconocida], en una celda sub­ terránea. En ambos casos, no firmó la acusación. Purgó su condena allí, en el norte, en un total de do­ ce años. Su salud quedó arruinada para siempre, y los pulmones lesionados por las heladas. Después del campo, vivió en Siktivkar. Me encontré con mi esposo al cabo de 42 años de separación, la última vez lo había visto en 1940, cuando llevé a mi hijo recién nacido a visitarlo en una prisión de tránsito de Leningrado. Nos encon­ tramos... Mi impresión fue espantosa, pero resolvi­ mos no separarnos. Su esposa había muerto, mi es­ poso había muerto y nuestros hijos habían crecido. De manera que durante cinco años fui médico, en­ fermera, hermana y amiga. La salud de mi esposo está arruinada por completo, trabajó hasta los 74 años. Vivimos en mi habitación, en un edificio co­ munal; al lado hay una persona mentalmente enfer­ ma. Hay pendencias, gritos, y la mujer de al lado se trenza en peleas a puñetazos. Nos han negado un apartamento separado... no tenemos más de seis metros por persona. Pero esto es lo que quiero decirles. En 1955 mi esposo fue rehabilitado en relación con su segunda condena, mientras nosotros recibíamos la rehabili­ tación por la primera condena sólo en 1985, cuando yo misma comencé a ocuparme del asunto y el tri­ bunal militar del Distrito Militar de Leningrado re­ consideró su caso de 1940 y también anuló el vere­ dicto "por falta de Corpus delicti". A mi esposo se le dio 270 rublos sólo después de su rehabilitación... dos meses de salario por el puesto que tenía antes de la guerra con Finlandia. iPor los 12 años en los campos del norte, por los interrogatorios, por el trabajo agotador en las minas y volteando árboles... un total de 270 rublos! Cada vez que hacía averigua­ ciones se me decía que así era la ley y me remitían al estatuto de 1955. Los derechos de mi esposo como participante en la guerra sólo fueron restablecidos después de la

última rehabilitación. Ahora es un inválido de categoría uno; está ciego, le leo los artículos y llora. Re­ cibe una pensión de 113 rublos que incluye los 15 rublos que se le dan como inválido de categoría uno, "para atenderse". Pero he escrito y continuaré escribiendo a todos los organismos oficiales, por­ que creo que todo esto es injusto. Mientras él viva y a mí me queden fuerzas, escribiré acerca de cómo a la gente como mi esposo no se les otorgó beneficios para compensar, por poco que fuese, todo lo que han sufrido. No hicieron daño alguno a su país, pe­ ro sus vidas han quedado destrozadas, las vidas de sus familiares han quedado destrozadas, se los des­ pojó del respeto de la sociedad y ni siquiera se les concedió el derecho a luchar, ia convertirse en inválidos honorables o en veteranos de guerra, y a recibir felicitaciones festivas! No les pido que me ayuden a conseguir un apar­ tamento. Somos personas de edad, y aunque nos ayuden a conseguir un apartamento separado, será demasiado tarde para nosotros. Mi esposo tiene 82 años. Hace poco sufrió un ataque. Pero les pido que ayuden a quienes sufrieron siendo inocentes y no pudieron defenderse "porque el veredicto no era apelable". Hoy difunden por la radio el poema de Tvardovski "El derecho de recordar". Me estremecí y de los ojos ciegos de mi esposo fluyeron las lágrimas. Siempre fue un trabajador, un miembro del Komso­ mol, trabajó en Kuznetskstroi, en Balkash, y siem­ pre ha tenido manos callosas. Ahora no puede ha­ cer nada, por supuesto, pero intuye los nuevos tiempos y cree que son realmente revoluciona­ rios. Hoy están cambiando muchas cosas, y sería in­ justo que personas que han sufrido tan terriblemen­ te desaparezcan de la vista, cuando se presta tanta atención a la guerra y a los veteranos del trabajo. ¿Por qué no revisar el estatuto de 1955? ¿Por qué la gente que ha sufrido humillaciones y choques no gozan de beneficio alguno... materiales o morales? ¿Son culpables por el hecho de no haber podido ga­ narlos? Les pido que me ayuden y que ayuden a quienes 42

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todavía pueden ser ayudados. Todavía hoy se oye a la gente decir de tal y cual persona que fue un ene­ migo del pueblo y que no estuvo entre rejas por na­ da. No se trata de dinero... el caso es que la gente debería tener conciencia de su obligación para con esas personas. Valentina Zinóvievna Grómova, Leningrado Aunque nunca se conocerá el número total de víctimas de Stalin, es absolutamente factible calcular ese número en no me­ nos de veinte millones, e inclusive se puede llegar a los cuarenta millones. En su libro The Great Terror (1968), el historiador inglés Robert Conquest reunió los mejores cálculos, los más completos, y sus cuidadosas estimaciones se inclinan a favor del extremo más alto. En conjunto, es probable que Stalin haya sido el más grande asesino en masa de la historia de la humanidad, y estadísticamente haya superado inclusive a Hitler. Estos asesinatos en masa fueron parte integrante de la construcción del sistema soviético. Este sistema surgió, adoptó una forma institucional, se congeló burocráticamente y desa­ rrolló su propio sentido de la jerarquía mientras se producían esos asesinatos en masa. Pero el aspecto notable de este proce­ so es que a pesar de tales atrocidades, Stalin logró engendrar un verdadero sentimiento de logro en la élite soviética, y en buena parte de la nueva población urbana soviética. Lo hizo al identifi­ car su política, y al identificarse él mismo, con una reconstruc­ ción de la sociedad soviética que implicaba una industrialización y una urbanización en masa, rotuladas como construcción del so­ cialismo. Así, para muchos ciudadanos soviéticos, la era estalinista fue de cierto avance social, de un gran salto histórico hacia adelante e inclusive de un sentimiento auténticamente orgulloso de los logros patrióticos. De otra manera no se podrían explicar las reacciones de muchos ciudadanos soviéticos comunes, primero ante los esfuer­ zos de Nikita Jruschov a finales de la década de 1950 y comien­ zos de la de 1960, y después ante los de Mijail Gorbachov a fina­ les de la de 1980, para poner al desnudo los crímenes de Stalin. Aparte de los intelectuales y de los parientes de las víctimas, las reacciones populares estuvieron lejos de ser entusiastas. Abar­ caron desde la preocupación xenofóbica, típicamente rusa, en el sentido de que los enemigos de Rusia pudieran explotar toda re43

velación pública del horrendo pasado, hasta la frecuente afirma­ ción de que la era estalinista implicaba grandes logros y no debía ser manchada. Algunos ciudadanos, en cartas a periódicos como Pravda o Izvestia, se opusieron inclusive a la rehabilitación postuma de las víctimas de Stalin, con el criterio de que ello sería injusto para con el pasado y pernicioso para el prestigio so­ viético. El relato ofrecido en el número del 23 de julio de 1987 de Pravda, titulado "Leyendo la correspondencia", constituye un ejemplo revelador. Informaba que el periódico del partido había recibido muchas cartas que expresaban congoja ante el vuelco antiestalinista en los escritos de historia soviética contem­ poránea. Como ejemplo de un punto de vista en apariencia sus­ tentado ampliamente, el periódico citaba a un lector, Vasili Pe­ trovich Peshketov, de setenta y cuatro años (quien por lo tanto tenía veinticuatro en la peor época de terror de Stalin), quien habría afirmado con orgullo que había ido al combate contra los nazis con las palabras "Por la patria, por Stalin", en los labios. Luego agregaba: "¿Cómo es posible tener la menor duda acerca de la sinceridad de estas palabras?" El anciano veterano, quien en apariencia no había cambiado, terminaba su carta afirmando que la campaña antiestalinista se basaba en engaños y verdades a medias, y preguntaba: "Y entonces, ¿por qué se permite que esos engaños aparezcan en las páginas de respetables órganos de prensa?" El comentario de Pravda confirmaba que la carta citada expresaba un punto de vista compartido más ampliamente: ¿Es posible que el veterano exagere y generalice en exceso? A juzgar por la correspondencia, no... no exagera en absoluto. En el escritorio de la ofici­ na de redacción hay un gran cúmulo de cartas, y sus autores formulan más o menos las mismas pregun­ tas, pero en un contexto más amplio... ¿Cómo es po­ sible reducir fenómenos, hechos, episodios y acon­ tecimientos ambiguos, heterogéneos, contradic­ torios y diversos a un denominador común y com­ primirlos por la fuerza en una sola fórmula: el "cul­ to de la personalidad"? ¿Cómo es posible condenar la industrialización del país, la colectivización de la agricultura, la revolución cultural, la Gran Guerra Patria y la restauración de la economía nacional en la posguerra, en la misma emisión de voz, con los 44

errores, los fenómenos negativos, los crímenes y las violaciones de la legalidad socialista y de las nor­ mas leninistas de la vida del partido?... ¿Y qué hay de nuestra audacia, de nuestro entusiasmo, nuestra juventud, nuestras canciones? ¿También habrá que desechar todo eso? Estas reacciones por parte de algunos ciudadanos soviéti­ cos ante el renovado repudio al estalinismo, más de treinta años después de la muerte del dictador y luego de muchas revelacio­ nes públicas sobre la escala y la brutalidad de sus delitos, son un testimonio del permanente respaldo que tiene en el espíritu de por lo menos un segmento del público soviético. Stalin también obtuvo bastante éxito en el exterior en lo referente a justificar sus métodos y a lograr cierta aprobación por lo que había forjado. Con una terminología un tanto diferen­ te, muchos comentaristas de Occidente se mostraron, durante años, más inclinados a reconocer sus méritos por la industriali­ zación de Rusia que a condenarlo por haber aterrorizado a ésta. De ese modo, la era estalinista fue interpretada ampliamente co­ mo una época de grandes cambios sociales, de rápida movilidad en ascenso, de un cambio fundamental de la economía rural a la urbana. Y en cierto sentido, una parte de ello era verdad. Con Stalin, la Unión Soviética se convirtió en una gran potencia in­ dustrial. Su población se desplazó del campo. Se institucionalizó un sistema socialista de mando centralizado, en gran escala. Y la economía soviética mantuvo una tasa relativamente elevada de crecimiento. Según las estadísticas oficiales, la renta nacional soviética se cuadruplicó durante los primeros planes quinquena­ les, con tasas de crecimiento anuales que llegaban casi al 15 por ciento. Ello exigió un desplazamiento en masa de la población, y la cantidad de personas que vivían en zonas urbanas se duplicó en un plazo de trece años. Entre 1928 y 1940, la producción anual de electricidad se elevó de 5.000 millones a 48,3 mil millo­ nes de kilovatios-hora; la de acero, de 4,3 millones a 18,3 millo­ nes de toneladas; la de máquinas-herramientas, de 2.000 a 58.400; y los vehículos de motor, de 8.000 a 145.000. En vísperas de la guerra, la industria llegó a representar el 84,7 por ciento de la economía soviética. Aunque se exagerase sobre los logros en los informes oficiales, no cabía duda alguna de que eran impor­ tantes. El impulso económico de los primeros años de Stalin ex­ plica, en parte, el asombro de bastantes personas, en Occidente, 45

ante la intensidad de la campaña antiestalinista soviética, que apareció en la superficie, en forma tan espectacular, apenas tres años después de la muerte del tirano. Esa campaña llevó a un primer plano las frustraciones acumuladas, las cuentas no salda­ das, los ilimitados sufrimientos humanos y los insensatos derra­ mamientos de sangre, todo lo cual constituía los costos intangi­ bles de los "éxitos" de Stalin. El famoso discurso de Jruschov en 1956, y después la documentación más amplia aún, proporciona­ da por la segunda oleada de discursos antiestalinistas en el Vigesimosegundo Congreso del Partido, en 1961, representaron una abrumadora acusación por los costos sociales de la experiencia estalinista. Más tremendo todavía es el hecho de que -a pesar del rit­ mo inicial de la industrialización soviética- el precio social de la era estalinista no puede justificarse mediante la afirmación de que el modelo soviético de cambio y modernización socioe­ conómicos lograron tasas más altas de desarrollo de las alcanza­ das en cualquier otra parte. Si se deja a un lado la incorrección moral de cualquier cálculo por el estilo, la afirmación no se sos­ tiene en el terreno de los hechos. En la medida en que resultan posibles las comparaciones en escala nacional, es evidente, por ejemplo, que a Japón le fue mejor, tanto después de la Restau­ ración Meiji, durante el siglo XIX, como después de la Segunda Guerra Mundial, pero sin imponer un costo humano compara­ ble. Del mismo modo, el cómputo general respecto de la modernización italiana en este siglo -e Italia y Rusia eran com­ parables casi siempre, en términos de índices socioeconómicos, a principios de este siglo- es perceptiblemente mejor. Por últi­ mo, aunque en modo alguno es lo menos importante, la Rusia za­ rista mantuvo una tasa de crecimiento más elevada, desde 1890 hasta 1914, de la que Stalin logró a un costo humano tan in­ creíblemente alto. No es de extrañar que dirigentes soviéticos más recientes inclusive Mijail Gorbachov hayan tratado de justificar los costos sociales de la industrialización y colectivización estalinistas co­ mo un imperativo dictado por el ascenso de Hitler en Alemania. "La industrialización en las décadas del veinte y el treinta fue en verdad una prueba muy dura -escribió el actual dirigente so­ viético en su libro Perestroika-. Pero ahora, mirando hacia atrás, tratemos de contestar a la pregunta: ¿Fue necesario? ¿Un país tan vasto como el nuestro habría podido vivir en el siglo XX sin ser un Estado industrialmente desarrollado? Existía otro motivo que también dejó en claro muy pronto que no teníamos otra op46

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ción que la de acelerar la industrialización. Ya en 1933 la amenaza del fascismo comenzaba a crecer con rapidez. ¿Y dónde es­ taría ahora el mundo si la Unión Soviética no hubiera cerrado el camino a la maquinaria de guerra de Hitler? Nuestro pueblo derrotó al fascismo con el poderío creado por él en las décadas del veinte y el treinta. Si no hubiese habido industrialización, nos habríamos encontrado inermes ante el fascismo.” Pero la decisión de sacudir a la sociedad soviética no se inició en 1933, sino en 1928, cuando la amenaza de una Alema­ nia militarizada todavía no se cernía en el horizonte, cuando Stalin habló con tonos graves contra el "peligro de guerra" de Gran Bretaña y cuando Moscú se dedicó a una activa colusión militar y política con Alemania. En rigor, todavía en el verano de 1932 Stalin aseguraba públicamente a los alemanes -por medio de una entrevista muy publicitada con Emil Ludwig, también publi­ cada de manera destacada en la prensa soviética- que la Unión Soviética no estaba en condiciones de garantizar las fronteras de Polonia contra las aspiraciones alemanas. Resulta claro que no es exagerado decir que nunca, hasta entonces, se habían impuesto tantos sacrificios humanos en pro­ cura de beneficios sociales tan relativamente escasos. Como di­ jo Cyril Black, el historiador de Princeton, al final de su trabajo titulado "La sociedad soviética: visión comparada", que era una amplia evaluación del proceso de modernización soviético:

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En la perspectiva de cincuenta años, es probable que la ubicación comparada de la URSS en los índi­ ces económicos y sociales compuestos, per capita, no haya variado en términos muy importantes. En la medida en que las evidencias más bien limitadas permiten emitir un juicio, la URSS no ha alcanzado ni superado a ningún país, en ingresos per capita, desde 1917... y los diecinueve o veinte países que es­ tuvieron más arriba que Rusia en ese sentido, tam­ bién lo estaban en 1900 y 1919. Pero en Occidente persistía la idea, aun en las décadas de 1950 y 1960, de que en el plano histórico el estalinismo era un he­ cho históricamente ambivalente, con mucho de bueno en com­ pensación de todo lo malo. No sólo los partidos comunistas de Occidente se vieron en figurillas para aceptar la realidad de la historia estalinista. En ciertos aspectos, sus problemas resulta­ ban comprensibles. El estalinismo representaba el único ejem47

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pío vivo de "socialismo” construido por un partido comunista que se encontraba en el poder. Más aún, dado el control soviéti­ co de dichos partidos, no tenían mucho que decir en ese terreno. Resultaba más revelador del atractivo, para la mentalidad del si­ glo XX, el hecho de que buena parte del pensamiento culto de Occidente se hallaba influida por la concepción propagada, por ejemplo, por el muy leído y muy citado historiador Isaac Deutscher de que el estalinismo había sido una forma de necesidad histórica, producida por los imperativos de una industrialización rápida, políticamente impuesta, de una sociedad muy primitiva. Las revelaciones patrocinadas por Jruschov influyeron en mucho para hacer trizas esa perspectiva, y el último clavo del ataúd del mito del Stalin "históricamente positivo" fue clavado por Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solyenitsin. Hasta los par­ tidos comunistas occidentales llegaron a advertir que el estali­ nismo había sido un crimen histórico innecesario y que repre­ sentaba para ellos una carga política contemporánea. El Partido Comunista italiano fue mucho más lejos en la denuncia de esa fa­ se de la historia soviética, pero los efectos de choque de las re­ velaciones también se sintieron con más amplitud entre los inte­ lectuales marxistas-leninistas de Europa Occidental. De ese modo, el estalinismo llegó a ser percibido como un monstruoso error en la experiencia comunista, como una aberración para la­ mentar y rechazar. Pero las raíces del catastrófico legado de Stalin se remon­ tan a Lenin... a sus legados gemelos del partido dogmático y de la policía secreta terrorista. El monstruo burocrático de Stalin fue construido sobre los cimientos del partido de vanguardia al cual todo tiene que quedar subordinado. Una vez que ese parti­ do encarase la reconstrucción de la sociedad, el poder del Esta­ do tenía que crecer y extenderse. El legado de Stalin fue la exal­ tación de la violencia patrocinada por el Estado, en contra de la propia sociedad; el surgimiento de un Estado policial que aho­ gaba la creatividad social y cortaba en capullo cualquier muestra de innovación intelectual; la creación de un sistema de privile­ gios jerárquicos, todos ellos sometidos al control político centra­ lizado. Buena parte de ese legado sobrevivió hasta después de Stalin, e inclusive resistió los ataques lanzados por Jruschov. De tal manera, no sólo sirvió para desacreditar el modelo soviético frente al mundo en general, sino que, además, hizo posibles, des­ pués de Jruschov, los veinte años siguientes, de estancamiento político y social, con Leonid Brezhnev. 48

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El estalinismo estancado La ambivalencia de muchos soviéticos corrientes respecto de los esfuerzos de desestalinización explica el nacimiento de la era de Brezhnev y por qué adoptó las formas que llegó a tener. Si bien comenzó como un régimen modernizador y trató de in­ troducir racionalidad en las tempestuosas reformas de Jruschov, antes que pasara mucho tiempo el régimen de Brezhnev se con­ virtió en el equivalente de una restauración casi estalinista. Los lineamientos básicos del sistema estalinista, en especial sus con­ troles centralizados, asfixiantes, su nomenklatura privilegiada y la supremacía de la burocracia estatal, se perpetuaron... pero en un marco de decadencia social, económica y aun política que se extendía poco a poco. Sólo el terror en masa de Stalin dejó paso a una utilización más discriminada, pero igualmente arbitraria, de la coerción política, en gran medida porque la élite gobernan­ te había aprendido, en una amarga experiencia, que el terror tenía su propia dinámica, y que a la larga consumía incluso a sus impulsores. 49

De ese modo, el estalinismo, pero sin el cambio social in­ ducido por el Estado, desde arriba, y sin las manifestaciones en masa del terror, continuó durante otro cuarto de siglo. En rigor, el estalinismo llegó a caracterizar a dos terceras partes de la era comunista soviética, y dejó una huella decisiva en lo que ha lle­ gado a significar el comunismo en términos históricos. Pero el sistema estalinista perduró, no sólo porque Brezhnev y sus ca­ maradas más cercanos se beneficiaban con él y se mantenían fie­ les a él. Sobrevivió porque se había convertido en una vasta es­ tructura de privilegios, controles, recompensas e intereses creados superpuestos. Perduró asimismo, porque las masas so­ viéticas recién urbanizadas no podían concebir otra alternativa, ya que durante medio siglo se les había inculcado la idea de que su experiencia representaba para ellas un gigantesco salto hacia adelante. Cosa más importante aún, el estalinismo perduró y al mis­ mo tiempo se estancó porque era un sistema político sin una ver­ dadera vida política en su seno. Como lo expresó el historiador soviético Leonid Batkin en el número 26 de 1988, de Niedelia, a lo largo de los debates públicos que en su momento estallaron en reacción al legado estalinista, ...la política ha desaparecido de la vida de nues­ tra sociedad desde finales de la década del veinte... La política ha desaparecido como esfera contem­ poránea específica de actividad humana, donde las diferencias de clases y los intereses de grupo se exhiben y chocan entre sí; donde existe una com­ paración pública directa de posiciones y donde se buscan métodos para llevarlos a algún tipo de con­ ciliación dinámica. La política desapareció... y por lo tanto todo se volvió "político". r La sociedad en su conjunto quedó politizada de arriba abajo, pero la verdadera política se limitó sólo a la cúspide. De esa manera el sistema resultó protegido del desafío del cambio, pero el estancamiento era el precio inevitable de la autoperpetuación coercitiva del sistema. No se podía hacer caso omiso para siempre de ese estan­ camiento. Ya en los últimos años de la era de Brezhnev comen­ zaba a desarrollarse una especie de malestar en una porción de la élite soviética superior. Se instalaba la conciencia de la deca­ dencia, de la podredumbre ideológica, de la esterilidad cultural. 50

No sólo comenzaba a impregnar a los círculos intelectuales, sino también a infectar a algunos integrantes de la élite política. Esta élite adquirió cada vez más conciencia del. creciente distanciamiento entre la retrasada Unión Soviética y su rival designado, Estados Unidos. Para decirlo con las palabras del historiador antes citado, "mientras el sistema estalinista exterminaba a mi­ llones de seres, personas como Bohr, Wiener, Watson y Crick continuaban trabajando. Mientras el sistema Brezhnev reducía nuestro país a un estado de mediocridad, el mundo desarrollaba los láser y las computadoras personales, y presenciaba los esta­ llidos de la revolución posindustrial": El pesimismo histórico que surgía en el seno de la élite so­ viética se destacaba en franco contraste con el jactancioso opti­ mismo de la era de Jruschov. Apenas dos décadas antes, a partir de 1958, el primer secretario Nikita Jruschov había empezado a afirmar en público que la Unión Soviética "enterraría" muy pron­ to a Estados Unidos en la competencia económica. Tal vez em­ briagado por el triunfo que en el ámbito de las relaciones públi­ cas significaba el lanzamiento del Sputnik soviético al espacio, sacando delantera al programa espacial de Estados Unidos, y basándose en estadísticas soviéticas oficiales sobre proyecciones de tasas de crecimiento, el dirigente soviético afirmó en numero­ sas ocasiones que a principios de la década de 1970 "la URSS ocupará el primer lugar mundial" en producción económica, y que ello "asegurará a nuestros pueblos el nivel de vida más ele­ vado del mundo". Para que las cosas resultaran más inquietantes, estas jac­ tancias públicas no podían imputarse de manera exclusiva a la idiosincrasia personal del máximo dirigente soviético, porque quedaron instaladas en el altar del programa ideológico oficial que el partido comunista gobernante aprobó en 1961. En otras palabras, el siguiente pronóstico se convirtió en parte integral de la doctrina marxista-leninista, presuntamente científica e infali­ ble: "En la década actual 1961-1970, mientras crea una base ma­ terial y técnica para el comunismo, la Unión Soviética superará en producción per capita al país capitalista más poderoso y más rico: Estados Unidos." Como si esto no fuera suficiente, el programa del partido proclamaba que en la década siguiente "se asegurará a toda la población una abundancia de riqueza material y cultural... Y de ese modo, en esencia, se construirá una sociedad comunista en la URSS". El ingreso en una etapa de comunismo auténtico sería la señal del triunfo histórico definitivo del sistema soviético. La 51

sociedad soviética sería más rica que la estadounidense, su eco­ nomía sería más productiva y "el majestuoso edificio del comu­ nismo" permitiría la aplicación "del principio de distribución según las necesidades”. En realidad, para mediados de 1960 estas jactancias no eran ya otra cosa que una máscara para tapar la penosa reali­ dad de un creciente estancamiento. Es posible que, durante un tiempo, Brezhnev tuviese todavía razones para abrigar al­ gunas esperanzas de cerrar la brecha en cierto momento. Ha­ cia 1970, la economía soviética había ascendido a más de la mitad de las dimensiones correspondientes a Estados Uni­ dos, crecía todavía con alguna rapidez mayor y llevaba una considerable delantera a cualquier otro rival. Representaba el 15,3 por ciento del PBI mundial, en tanto que Estados Uni­ dos producía el 27,7. Pero durante la década de 1970, las ta­ sas de crecimiento soviéticas perdieron impulso y la eco­ nomía se atrofió. Para 1985, el tanto por ciento soviético del PBI global había descendido al 14,7 por ciento, mientras el de Estados Unidos crecía al 28,5 por ciento. Peor aún, para finales de la década de 1980, la Unión Soviética ya no ocupa­ ba un indiscutido segundo lugar en la jerarquía económica global. El país que se veía destinado a convertirse en la pri­ mera potencia económica mundial para comienzos de 1970 se hallaba a punto de ser superado por Japón, cuya economía no sólo crecía con mayor rapidez que la de la Unión Soviética, sino que además era tecnológicamente más avanzada. Por cierto que la creciente brecha tecnológica era, sin duda alguna, una fuente aún mayor de preocupación para los miembros más sagaces de la elite soviética. Esta percibía que los nuevos progresos económicos exigían innovaciones científico-tecnológicas, y que la Unión Soviética se encontra­ ba ahora muy retrasada, en especial en la aplicación socieconómica de la nueva tecnología. Los datos eran muy conoci­ dos y hablaban con voz muy dramática. El país que de manera tan ostentosa afirmaba encontrarle en el filo de la innovación se empantanaba en las fases intermedias de la era industrial, incapaz de salir de ellas.

Unos pocos ejemplos, como en la tabla que sigue, hablan por volúmenes enteros. 52

Computadoras grandes/ medianas (por mili, de población en 1983). Computadoras pequeñas (por mili, de pobl. en 1983) Robots industriales (por mili, de pobl. en 1981)

EE.UU

CEE

Japón

URSS

96.500

23.400

16.900

3.040

412

1.000.000

135 240.000

142 70.000

11 22.000

4.273 44.700

1.387 51.877

588 67.435

80 3.000

196

201

571

11

La economía soviética no sólo quedaba retrasada en la ca­ rrera tecnológica. Además se había vuelto increíblemente des­ pilfarradora. Sin incentivos internalizados para competir, racio­ nalizar e innovar, no sólo el sector industrial soviético, sino además sus remedos de Europa Central se habían convertido en monumentos de la ineficiencia productiva y de extravagancia an­ tiproductiva en los recursos. Según datos compilados con minu­ ciosidad por un economista polaco, el profesor Jan Winiecki, en su Economic Prospects, East and West (Londres, 1987), las eco­ nomías de tipo soviético consumen de dos a tres veces más energía, por unidad de producción, que las economías de Euro­ pa Occidental, basadas en el mercado. Bloque soviético Unión Soviética Polonia Alemania Oriental Hungría

Energía p/U$S 1.000

Acero p/U$S 1.000

1.490 1.515 1.356 1.058

135 135 88 88

502 565 820

42 52 38

Europa Occidental Francia Alemania Occidental Gran Bretaña

La irracionalidad ideológica del legado económico estalinista era más destructiva todavía en el sector agrícola. En la década de 1970, la ineficiencia crónica de su sistema colectiviza­ do, agravada por condiciones climáticas ocasionalmente malas, obligaba a los dirigentes soviéticos a gastar todos los años miles 53

de millones de dólares en divisas fuertes para la importación de cereales. Como consecuencia de ello, el gobierno también se veía obligado a subsidiar los precios de los alimentos, no fuese que los costos prohibitivos para el consumidor soviético provo­ casen inquietud civil. Pero al mismo tiempo, los terrenos priva­ dos que se toleraban en la agricultura quedaban limitados a sólo un 4 por ciento de las tierras arables, aunque producían -gracias # a la iniciativa privada- el 25 por ciento del abastecimiento so­ viético en alimentos. El derroche económico resultante, y el atraso industrial y tecnológico vinculado con él también produjeron un impacto ad­ verso en la capacidad soviética para participar en el comercio mundial. La Unión Soviética se convertía, cada vez más, en ex­ portadora, ante todo, de productos y minerales, como buena parte del Tercer Mundo, pero no lograba competir con los prin­ cipales exportadores mundiales de bienes manufacturados. Según el informe GATT anual, la Unión Soviética descendió del % undécimo lugar en 1973 al decimoquinto en 1985, en la exporta­ ción de bienes manufacturados, habiendo sido superada, en los años intermedios, por Taiwán, Corea del Sur, Hong Kong y Sui­ za. En términos más generales, unos cuarenta años después de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad soviética continuaba sometida a un racionamiento parcial de alimentos,, y padecía continua escasez de bienes de consumo. Ubicarse en largas filas, durante horas, todos los días, era la rutina normal para la abru­ madora mayoría de las amas de casa soviéticas urbanas. El alco­ holismo continuaba difundiéndose, en tanto que las atenciones hospitalarias para el ciudadano soviético medio se deterioraban en términos generales. En marzo de 1987, el recién nombrado ministro de Salud soviético reveló que una gran proporción de * los hospitales soviéticos carecían de agua caliente, de alcantari­ llado y de higiene normal. No resultaba extraño que las esperan­ zas de vida para los varones descendieran en forma espectacular durante el período de Brezhnev, de los 66 a los 62 años, en com­ paración con los 71,5 años de Estados Unidos, y que la mortali­ dad infantil se elevase a un nivel 2,5 mayor que el de Estados Unidos, lo cual ubicaba a la Unión Soviética en el puesto núme1 ro cincuenta en el plano global... detrás de Barbados. El único grupo en verdad exceptuado de las penurias sociales era el co­ rrespondiente a los funcionarios del partido gobernante y la éli­ te militar y gerencial, en sus rangos superiores. Como se benefi­ ciaban gracias a las tiendas especiales, cerradas, los buenos 54

hospitales y los centros de vacaciones especiales, disfrutaban de los beneficios del socialismo para una sola clase. La realidad del socialismo para una clase no sólo chocaba de frente con el mito oficial del igualitarismo social, sino que con el tiempo engendró un creciente resentimiento. Una notable encuesta de opinión pública, aparecida en Moscow News el 3 de julio de 1988, mostraba que más o menos una mitad del público soviético no sentía que estuviese viviendo en "una sociedad de justicia social". Las quejas más enérgicas eran las dirigidas con­ tra el sistema de privilegios especiales para los funcionarios jerárquicos. Entre ellos se contaban -por orden de resentimien­ tos- los "paquetes de alimentos, las mercancías de tienda^ exclu­ sivas, la libre disponibilidad de cualquier libro, de cualquier asiento en teatros, cines, etc.", los "apartamentos en edificios de construcción superior, en zonas de elevado prestigio", y las "dachas de propiedad del Estado". Este resentimiento social se veía intensificado por el hecho de que la calidad de vida para las ma­ sas no mejoraba -eso estaba claro- a un ritmo satisfactorio, y porque en algunos aspectos significativos inclusive se deteriora­ ba. El problema estaba agravado aún más por el hecho de que un número creciente de ciudadanos soviéticos, en especial en la elite profesional, sabía ahora que en el extranjero la situación era mucho mejor, y que todavía era así en la Europa Oriental comunizada. Entre los intelectuales, la conciencia del atraso so­ viético y de sus efectos debilitadores se difundió mucho durante la década de 1970. Ya no era posible afirmar y fingir, como se había hecho durante años, con Stalin, que la vida en la Unión So­ viética era mejor que en cualquier otra parte. Muchos ciudada­ nos soviéticos, aislados del mundo durante largo tiempo, habían creído en la propaganda soviética inclusive hasta mediados de la década de 1960. En 1987, un miembro destacado del mundo académico so­ viético, Ievgueni Afanásiev, explicaba con franqueza a un públi­ co húngaro, por Radio Budapest, el 7 de noviembre de ese año, el precio intelectual pagado por ese estado de cosas: No cabe duda de que la conciencia nacional, en la medida en que llegó a desarrollarse en la socie­ dad soviética, lo hizo en medio de condiciones to­ talmente anormales. En otras palabras, se desa­ rrolló en forma unilateral, al igual que la conciencia histórica y social... La sociedad soviética vivía en un 55

estado de aislamiento intelectual voluntario [¡sic!J9 es decir, que nada sabía acerca de Occidente... no nos ocupábamos de Max Weber o de Durkheim, Freud, Toynbee o Spengler. Estos no son sólo unos cuantos nombres, son nombres que tienen mundos, sistemas mundiales detrás de ellos. Si una sociedad no logra conocer esos mundos, sencillamente desa­ parece del siglo XX, se encuentra en la periferia de los descubrimientos más importantes del siglo. Para el mundo en general, el espectáculo de un sistema ideológicamente aislado por sí mismo y de centralismo bu­ rocrático, no ofrecía un ejemplo de dinamismo económico o so­ cial. Adoptó, en términos literales, una decisión política en el plano del Politburó gobernante, de producir un artículo de con­ sumo de calidad única, y en los setenta años de régimen soviéti­ co no se ha producido uno solo de esos artículos capaz de com­ petir en el mercado mundial. Ese fue el legado que dejó Stalin y que Brezhnev perpetuó. En ese sistema económico, la burocra­ cia estatal fijaba las cuotas y los precios de millones de rubros, en tanto que los administradores vigilaban la producción, sin in­ centivo alguno para las innovaciones. Los trabajadores pro­ ducían sin motivaciones para aumentar la productividad o mejo­ rar la calidad. Más aún, tanto los administradores como los trabajadores compartían un interés por deformar -hacia arríba­ los informes respecto de sus actividades. Como consecuencia de ello, en los últimos años las estadísticas estatales soviéticas, según la admisión oficial, se han vuelto cada vez menos confia­ bles, y por lo tanto inútiles para cualquier proceso de planifica­ ción racional. A pesar de los alardes oficiales, ya no era posible-ocultar la verdad: cuantitativa y cualitativamente, la Unión Soviética se estancaba. En lugar de superar a Estados Unidos en la carrera, en el mejor de los casos se mantenía en su lugar como el más de­ sarrollado de los países en desarrollo... e incluso en esa cate­ goría comenzaba a enfrentar la amenaza potencial de ser supe­ rada en su momento, en algunos terrenos críticos, por los países más ambiciosamente innovadores, y en especial por China. No cabe duda de que se trataba de una perspectiva irritante e in­ quietante para los miembros más informados de la elite soviéti­ ca gobernante. El mando militar soviético, dueño de una aguda conciencia de que la guerra moderna dependía cada vez más de 56

la capacidad para adaptar con rapidez las últimas innovaciones tecnológicas, tenía que preocuparse muy en especial. Entre los miembros de la elite rusa con mayor conciencia histórica, la situación de la Unión Soviética en esos momentos debe haber producido algunas inquietantes analogías con la de­ cadencia de Rusia en las últimas décadas del siglo anterior. En 1815, después de haber representado el papel central en la de­ rrota de Napoleón, y luego de que el zar Alejandro I entró triun­ falmente en París, Rusia era, en el plano militar, la nación más poderosa del mundo. La economía de Rusia creció con rapidez en las décadas siguientes, y también existían esperanzas de cam­ bios políticos. Pero poco a poco se fue instalando el estanca­ miento. Entre 1870 y 1890, el PBI del país declinó, Gran Bretaña y Alemania superaron a Rusia, y Francia y el Imperio de los Habsburgo se le acercaron. Dos guerras locales, costosas y de resultados no concluyentes -la de Crimea y la campaña búlgara y del Cáucaso-, y el aplastamiento de la rebelión polaca, contri­ buyeron a una drástica declinación de la posición internacional de Rusia. Antes de que pasara mucho tiempo, el fermento revo­ lucionario subía a la superficie y reflejaba un creciente descon­ tento político y social. Todo eso tiene sus paralelos contemporáneos. En 1945, Stalin conquistó Berlín y el Ejército Rojo era la fuerza militar más grande del mundo. En la década de 1960, los dirigentes so­ viéticos se encontraban convencidos de que muy pronto la Unión Soviética sería también la principal potencia económica del mundo. Pero en la década de 1970 la economía se estancó. Con miras a 1990, la Unión Soviética se había retrasado una vez más, no sólo respecto de Estados Unidos, sino también de Euro­ pa Occidental y Japón. La fallida guerra de nueve años de Afga­ nistán, la creciente inquietud en Europa Oriental y los efectos económicos de los gastos prohibitivamente elevados en el plano militar contribuían a un creciente sentimiento de malestar social en el interior, y a la pérdida del prestigio en el extranjero. Si bien la creciente evidencia de que la Unión Soviética iba perdiendo en la carrera económica con Estados Unidos ya resultaba bastante mala por sí misma, era apenas la mitad de la verdad. Más irritante aún y para agravar las preocupaciones geoestratégicas soviéticas era la lúgubre proyección hecha en 1988 por la Comisión de Estados Unidos para la Estrategia Inte­ grada de Largo Alcance, de que para el año 2010 era muy probable que la jerarquía económica global encontrase a la Unión Soviética apenas en un quinto lugar. Estados Unidos se-

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i

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guiría estando en el primero. Luego seguirían Europa Occiden­ tal (que según todas las probabilidades no sería todavía una po­ tencia político-militar plenamente integrada), China y Japón. La Unión Soviética quedaría atrás... y para entonces su PBI resul­ taría muy inferior a la mitad del de Estados Unidos. Más todavía, es probable que las cuatro potencias supe­ riores gocen de una mejor relación entre sí que con la Unión So­ viética. Por consiguiente, el Kremlin se enfrenta a la perspectiva del cerco geopolítico por parte de estados potencialmente hos­ tiles y económicamente más fuertes. Las consecuencias es­ tratégicas e ideológicas de esa perspectiva tienen que resultar tremendas para cualquier dirigente soviético, en especial para quienes basaban su poder en la afirmación de que la ideología comunista contenía la clave para un futuro utópico.

4

La paradoja de la reforma La conciencia de la necesidad de cambio, de reforma y de mayores innovaciones subió por último a la superficie en una es­ cala políticamente importante después de la muerte de Brezhnev, en 1982. Pero se habían malgastado más de dos décadas. Como consecuencia de ello, los legados que era preciso superar se habían vuelto acumulativos y enormes. Para entonces, el siste­ ma soviético existente era el producto osificado de tres fases formativas estrechamente vinculadas entre sí y superpuestas: 1.

con Lenin, la de un partido totalitario que apuntaba a la reconstrucción total de la sociedad;

2.

con Stalin, la de un Estado totalitario que había subordi­ nado por completo a la sociedad;

3.

y con Brezhnev, la de un Estado estancado por completo, dominado por un partido totalitario corrompido. 59

Para reformar el sistema existente era necesario atacar las tres capas históricas. Pero el hacerlo equivalía a correr el riesgo c de alienar a las instituciones críticas del poder, y despertar la hostilidad de los segmentos mentalmente estalinizados de las masas soviéticas. Por consiguiente, para tener éxito, cualquier reforma tenía que ser muy gradual. Debía mover capa por capa, consolidar su progreso, cuidarse de no chocar al mismo tiempo con todos los intereses creados existentes, subjetivos y objetivos. El más fácil de atacar era el legado de Brezhnev, con su corrupción personal, su estancamiento social y su atraso económico cada vez más visible. Resultaba más difícil encarar el legado estalinista, dados sus burocráticos intereses creados y la fidelidad residual de algunos de los ciudadanos soviéticos de mayor edad. Más difícil aún era desafiar el legado leninista, que combinaba los afectuosos recuerdos de la NEP con la afirma­ ción egoísta de un papel histórico singular para un partido elitis­ ta de vanguardia, y que proporcionaba su legitimidad histórica a la elite gobernante. El ataque inicial fue lanzado, pero sólo por poco tiempo, por el sucesor inmediato de Brezhnev, Iuri Andrópov. Para en­ tonces, la rebelión contra el estancamiento y la corrupción pre­ dominantes se había difundido tanto, que quienes se mantenían apegados a las dos capas anteriores de la experiencia soviética, la leninista y la estalinista, pudieron unirse a los reformistas anti-Brezhnev en un frente común. Por desgracia para los reforma­ dores, la fase Andrópov tuvo un final rápido con la muerte re­ pentina del dirigente innovador, en 1984. Durante un breve momento, el sistema moribundo conquistó una tregua con Kons­ tantin Chernenko, a quien Brezhnev prefería al comienzo como su sucesor. Pero para entonces, las presiones acumuladas a favor de una renovación -por lo menos una que eliminase la capa más reciente de la experiencia soviética- eran tan fuertes, que el fa­ llecimiento de Chernenko, en 1985, empujó a un primer plano a una nueva personalidad, más dinámica, claramente identificada con el breve interludio de reformas abortadas de Andrópov. Mijail Gorbachov llegó al poder con un vago mandato pa­ ra poner de nuevo en movimiento el sistema soviético. No resul­ taba tan claro hasta dónde llegarían las reformas necesarias y cuál sería su modelo histórico. En términos más específicos, ¿debía repudiarse también el estalinismo? ¿Y en nombre de qué? Si el leninismo tenía que ser el antídoto reverenciado del estalinismo, ¿qué aspecto central de la experiencia leninista se recordaría? ¿Sería la NEP o un partido revitalizado, militante y 60

motivado ideológicamente? Y en el plano práctico, ¿podía ser repudiado el estalinismo, no sólo en el terreno histórico, sino también en relación con la realidad del momento, sin atacar de alguna manera la verdadera esencia y el verdadero legado del le­ ninismo? Ello no obstante, es preciso declarar en términos explíci­ tos -y el tema es importante- que el surgimiento de Gorbachov no fue un hecho casual. Su llegada al poder representaba la apa­ rición de una nueva realidad en la Unión Soviética, tanto en el plano objetivo como en el subjetivo. En otras palabras, si no él, algún otro reformista soviético habría surgido, con toda probabilidad, a mediados de la década de 1980. A pesar de sus privaciones físicas y su constante adoctrinamiento, la población soviética era, a mediados de la década de 1980, relativamente educada; muchas de sus capas superiores estaban muy familiari­ zadas con la situación del mundo en general, y eran menos crédulas en lo referente a afirmaciones ideológicas engañosas. En especial entre los economistas profesionales de más alto ran­ go, entre los expertos en asuntos mundiales y entre sus colegas de algunos de los sectores de la nomenklatura de orientación más internacional, salió a la superficie un penetrante convenci­ miento acerca de la creciente crisis que exigía reformas que, a su vez, podían proporcionar respuestas a las preguntas formuladas más arriba. La célebre campaña de Gorbachov, de glasnost, o apertu­ ra, no ofreció en el acto -y tal vez no podía hacerlo- una res­ puesta estratégica general a los interrogantes precedentes. An­ tes bien, la campaña de \&glasnost pareció avanzar a lo largo de varias etapas tácticas. Al principio, cuando se la lanzó en 1985, implicó en gran medida denuncias sobre abusos de la burocracia estatal, incluida la policía, hasta entonces intocable, y acerca de derroches y mala administración en el sector económico. Antes de que pasara mucho tiempo, el horizonte de la glasnost se am­ plió hasta incluir los comienzos de una revaloración crítica del pasado, y se concentró en algunos de los abusos más evidentes de la era estalinista. Sin embargo, no incluyó un ataque total contra el legado sistèmico de ese oscuro período, porque ello habría implicado consecuencias potencialmente desestabilizadoras para la estructura del sistema político en su conjunto. No obstante, aun con un alcance un tanto limitado, al principio, la campaña de la glasnost desencadenó poderosos im­ pulsos de reforma en el seno de los centros urbanos fundamen­ tales de los Soviets. Ello permitió a Gorbachov y sus cólaborado61

res ampliar el horizonte de la campaña de modo que abarcase, a partir de 1987, un programa de cambios cada vez más ambicio­ so, concentrado ante todo en la administración y la planificación de la economía del Estado. Denominada perestroika, o restructu­ ración, la campaña trató de explotar el impulso desatado por la glasnost para galvanizar y dinamizar a la estancada burocracia económica y para revivir el crecimiento económico. Pero tam­ bién llevó a la superficie el problema de si era posible una auténtica reforma de la economía soviética sin una importante manipulación del sistema político, y sin abrir más las puertas ha­ cia la libertad intelectual. De tal modo, el interrogante clave, no resuelto, fue el de establecer los límites de la reforma. Es probable que ni Gorba­ chov conociera la respuesta exacta, aunque algunos de sus co­ mentarios insinuaban una inclinación a llegar bastante lejos. Sus frases informales y espontáneas, pronunciadas ante diversos públicos soviéticos, tendían a avanzar mucho más, en sus conno­ taciones, que los discursos formalmente preparados y pronun­ ciados ante importantes cuerpos partidarios comunistas. Al ha­ cer uso de la palabra ante una asamblea de los dirigentes de los medios de masas y de los denominados sindicatos de creadores, a mediados de julio de 1987, Gorbachov pidió una nueva "cultu­ ra política" soviética, y el uso de estas dos palabras, tomadas de la sociología política de Occidente, resultaba notable. Al instar a una mayor democratización, Gorbachov señalaba: "Por decirlo así, ahora pasamos de nuevo por la escuela de la democracia. Aprendemos. Nuestra cultura política sigue siendo inadecuada. El nivel de nuestros debates es inadecuado; nuestra capacidad para respetar el punto de vista ajeno, inclusive de nuestros ami­ gos y camaradas... inclusive eso es inadecuado." La meta de Gorbachov, de modelar una nueva cultura política, resultaba tanto más temible porque las cosas "inadecua­ das" que deploraba no eran sólo un legado del leninismo-estalinismo. Tenían raíces profundas en la historia rusa. Las Cartas de Rusia del marqués Astolfe de Custine, publicadas en 1839, des­ pués de una prolongada visita a ese país, sugieren una notable continuidad entre la política de la Rusia del siglo XIX y la Unión Soviética de hoy. A de Custine le llamaba la atención el amplio papel de la burocracia estatal, que "se basa en minucias, en el de­ sorden y la corrupción", y en el cual "el secreto lo domina todo". Hacía la acusación de que "el único terreno en el cual la tiranía muestra capacidad de invención es en los medios para perpe­ tuarse en el poder", y que "el [djespotismó es peor cuando su­ 62

puestamente estaría haciendo el bien, porque entonces justifica por medio de sus intenciones sus actos más ofensivos, y el mal que se ve como remedio no reconoce límites". Su evaluación del comportamiento del régimen podría aplicarse con facilidad a la experiencia soviética: "No digo que el sistema político de ellos no haya creado nada bueno, sino que afirmo, nada más, que se ha pagado un precio muy elevado por sus logros." A de Custine también le llamaron la atención las limita­ ciones impuestas a la libertad de pensamiento y el mal uso de la historia por quienes ocupaban el poder. Señalaba que la historia "es una posesión del zar", quien" presenta al pueblo las verdades históricas ricas que concuerdan con la ficción predominante en el momento". Y tal vez lo más significativo sea su comentario: "El sistema político de Rusia no podría soportar veinte años de libre comunicación con Europa Occidental." No es de extrañar, entonces, que el modelado de una nue­ va cultura política en la Unión Soviética, después de cincuenta años de estalinismo estatal directo e indirecto, y después de se­ tenta años de leninismo partidario, impusiera por fuerza una gran conmoción política. Gorbachov lo insinuó así en una con­ versación privada, desarrollada en mayo de 1987 con un destaca­ do dirigente partidario húngaro (quien la relató al día siguiente a este autor), en la cual afirmó que, en su opinión, la totalidad de la experiencia soviética desde 1929 había sido errónea. En efecto, según el importante dirigente soviético, no menos de las tres cuartas partes de la práctica soviética quedaban desvirtua­ das y era preciso repudiarlas o corregirlas de alguna manera. Es muy dudoso que siquiera los colegas de Gorbachov en el Politburó coincidieran del todo. Tal vez la mayor parte de ellos presintieron, en forma instintiva, que el leninismo no sólo era la base de su legitimidad, sino que buena parte de la expe­ riencia estalinista les ofrecía la base para su poder. La modifica­ ción parcial del sistema estalinista era aceptable e inclusive se la consideraba necesaria, pero temían que un repudio general pu­ diese desestabilizar el sistema soviético en su conjunto. Por con­ siguiente, el consenso respecto de las reformas era más o menos endeble. Resultaba vulnerable a la posibilidad de divisiones en relación con las partes del legado estalinista que podían anular­ se sin riesgos, mientras que la perniciosa tradición leninista se­ guía siendo una vaca sagrada intocable. En verdad, entonces, el leninismo y no la reforma era el problema final -pero oculto- de la polémica en la cúspide de los dirigentes soviéticos. Por ejemplo, se ha dado gran importancia 63

en Occidente al presunto conflicto entre el reformador, Gorba­ chov, y su rival antirreformista, Iegor Ligachev, quien hasta el otoño de 1988 era el hombre número dos del Politburó, y tam­ bién secretario del partido. Aunque hasta hoy, y a pesar de la glasnosty casi nada se sabe acerca de los debates internos en la cima del liderato, parece estar muy en claro que Ligachev ha ve­ nido hablando en nombre de los dirigentes soviéticos que no se pronuncian contra la reforma como tal, pero que preferirían que se la encarase de "manera leninista", desde arriba y de modo más disciplinado, para no poner en peligro el control eficaz del par­ tido sobre el proceso. La diferencia entre los dos enfoques fue bien resumida por Aleksandr Gelman, miembro activo de la organización par­ tidaria de los cineastas soviéticos, partidario entusiasta, a su vez, de Gorbachov, quien establecía una neta diferencia entre los conceptos de "democratización" y "liberalización". Según sus enérgicas palabras (tal como se citan en Soviétskaia Kultura del 9 de abril de 1988): La democratización determina la redistribución del poder, de los derechos y las libertades, la crea­ ción de una cantidad de estructuras de administra­ ción e información independientes. Y la liberaliza­ ción es la conservación de todos los cimientos, del sistema administrativo, pero en forma atenuada. La liberalización es un puño abierto, pero la mano es la misma y en cualquier momento puede volver a cerrarse como un puño. Sólo por fuera puede la liberálización recordar a veces a la democratización, pero en los hechos concretos es una usurpación fundamental e intolerable. Aunque exagerado, el contraste sugerido entre un diri­ gente "democratizante" y uno apenas "liberalizador" era en esen­ cia correcto. Para triunfar en el marco del legado estalinista, el primero es partidario de una ruptura más intensa con el pasado, en tanto que el segundo se inclina más a subrayar los elementos de la continuidad. De esta manera, Ligachev, quien se empeñó, en una célebre entrevista con el periódico francés Le Monde, del 4 de diciembre de 1987, en destacar que "yo presido las reunio­ nes del Secretariado del Comité Central y... organizo su labor", y que "Gorbachev preside las reuniones del Politburó", no se 64

mostró tímido en lo referente a ofrecer una evaluación más po­ sitiva del pasado soviético que la presentada por el propio Gor­ bachov. Si bien siempre destacó la necesidad de reformas y apoyó a fondo el programa de perestroika, Ligachev ha procla­ mado en público que para él, inclusive la etapa de Brezhnev había producido logros "impresionantes". Según Pravda, del 27 de agosto de 1987, Ligachev dijo que "fue una época inolvidable, fue en verdad un vivir la vida a fondo... En ella, en condiciones difíciles, se forjaron verdaderos comunistas". También subrayó que "nunca abandonaremos el camino leninista", que vinculaba de manera significativa con toda "la gloriosa historia de setenta años de poder soviético". De ese modo, el consenso sobre la necesidad de la refor­ ma representaba una conciliación respecto del presente y en­ cubría un importante desacuerdo en relación con buena parte del pasado. La conciliación tuvo un doble efecto. Por un lado, permitía que las críticas a la era estalinista aparecieran en la su­ perficie y se propagaran. De esa forma, la experiencia soviética y el modelo soviético quedaban más desacreditados aún ante el mundo en general. Por otra parte, al perpetuar el carácter fun­ damentalmente totalitario del sistema mediante la conservación, no sólo del partido totalitario de tipo leninista, con su afirma­ ción de conocimiento singular de las leyes de la historia, sino también de las principales instituciones del Estado gigantesco de tipo estalinista, con su aplastante subordinación de la socie­ dad, el horizonte de las reformas potenciales quedaba muy cir­ cunscrito. De esa manera, la Unión Soviética pagaba un doble precio. Continuaba perdiendo su atractivo ideológico, y no gana­ ba, en el plano interno, la amplia libertad necesaria para llegar a una reforma auténtica del sistema. El retraso como condición generalizada, que promovía una brecha cada vez mayor, por detrás del mundo occidental, era, de ese modo, la perspectiva más probable para la Unión So­ viética, a pesar de los esfuerzos de Gorbachov y de su populari­ dad internacional. Para evitar esa torva perspectiva hacía falta, no sólo una revolución en la política, sino un repudio institucio­ nal de verdad, de largo alcance, de las dos fuentes del dilema so­ viético actual: el estalinismo y el leninismo. Si no se anulaba el estalinismo y se diluía en gran medida el leninismo, el Estado so­ viético seguiría siendo un gigante sin contenido social construc­ tivo y sin idealismo o visión histórica. Como tal, continuaría es­ tando en conflicto con la tendencia global a acrecentar los derechos del individuo, y seguirían faltándole las condiciones 65

previas necesarias para una auténtica creatividad social y tec­ nológica. Pero el hecho político práctico consiste en que el desmantelamiento del estalinismo y la dilución del leninismo sólo • podían llevarse a cabo, en el mejor de los casos, en etapas, y, en especial en el caso de la tradición leninista, con suma cautela. El auténtico desmantelamiento del estalinismo requeriría, ante to­ do, la anulación de la burocracia estatal todopoderosa, tanto en el plano económico como en el social, y alguna significativa des­ colectivización en la agricultura. Se trata de tareas fundamenta­ les, dados los intereses creados de la elite gobernante, para no hablar de la persistente tradición rusa de supremacía del Estado sobre la sociedad. Más aún, el carácter multinacional del Estado soviético postulaba una complicación especial, porque cualquier desestalinización auténtica presentaba el espectro de las aspira­ ciones nacionalistas cada vez más pronunciadas, entre los pue­ blos no rusos, y la amenaza para la supervivencia misma de la Unión Soviética. El leninismo es más difícil todavía en ese terreno. En pri­ mer lugar, el ataque contra el legado estalinista puede lanzarse con mayor facilidad desde una base presuntamente leninista. La invocación del "buen Lenin" proporcionaba la legitimidad ideológica para la denigración de Stalin. Cuanto más se denun­ ciara la era estalinista, más necesario era idealizar el período le­ ninista. Así, inclusive por buenas razones tácticas, el ataque con­ tra el estalinismo debía ser separado de cualquier esfuerzo por revisar o diluir el legado leninista. En fin de cuentas, ese legado ofrecía un trampolín muy conveniente para justificar las refor­ mas antiestalinistas y para refutar la acusación de que tales ac­ ciones representaban una desviación revisionista. Pero el efecto fue el de fortalecer la influencia del leninismo sobre la política soviética. De esa manera, el leninismo sigue ocupando un lugar cen­ tral para el sentido de legitimidad histórica de la elite gobernan­ te, y racionaliza su ocupación del poder. Cualquier rechazo con­ tra él equivaldría a un suicidio psicológico colectivo. Después de tantas décadas, la elite comunista soviética no podía redefinirse, de pronto, como una variante rusa de la socialdemocracia occi­ dental, una versión resucitada de los primeros mencheviques (a quienes Lenin había aplastado). Que esta no es una tarea senci­ lla lo muestra la experiencia de algunos comunistas de Europa Occidental. Por ejemplo, hasta hoy los comunistas franceses, que habrían tenido muchos motivos políticos para hacerlo, no 66

lograron efectuar semejante cambio, aunque funcionan en un ambiente en el cual predominan las tradiciones democráticas. Por lo tanto, para ser justos con Gorbachov, es preciso de­ cir que no tenía muchas opciones en el asunto. Aun con un repu­ dio parcial del estalinismo, el leninismo era lo único que queda­ ba de la experiencia comunista en la Unión Soviética. Rechazar al mismo tiempo el estalinismo y el leninismo habría significado el repudio de la totalidad de la era comunista. No se podía espe­ rar que Gorbachov basara su legitimidad en la historia prebol­ chevique, o que buscase algún antecedente socialdemócrata. No tenía, pues, otra alternativa que afirmar que laperestroika se ba­ saba en el leninismo, tenía sus raíces en el leninismo y repre­ sentaba la auténtica resurrección del leninismo. Pero al hacerlo, Gorbachov también revitalizaba la propensión de la elite gober­ nante a la enorme simplificación dogmática, intrínseca de la pre­ sunción comunista sobre su comprensión única de toda la ver­ dad y de la búsqueda comunista de un monopolio total del poder. En fin de cuentas, ésa era la esencia del leninismo, y esa esencia hacía que el estalinismo resultara inevitable. Los obstáculos políticos, entonces, para una verdadera perestroika, no sólo son formidables, sino tal vez insuperables. Una ruptura respecto del legado leninista requeriría nada me­ nos que una redefinición de la naturaleza del partido gobernan­ te, de su papel histórico y de su legitimidad. En rigor, una ruptu­ ra de verdad exigiría el repudio de la premisa central de la grandiosa simplificación, a saber, que un sistema social perfecto puede modelarse debido a un fíat político por medio del cual la sociedad queda subordinada al Estado supremo, que actúa co­ mo el agente de la historia, que todo lo sabe. Requeriría la acep­ tación de la idea de que buena parte del cambio social es contin­ gente, ambiguo y a menudo espontáneo, de resultas de lo cual la complejidad social no puede encajar en una camisa de fuerza ideológica. Para romper de veras con el pasado y desencadenar la ¿ creatividad social, en algún momento habrá que hacer frente al legado leninista. Algunos de los partidarios de Gorbachov esta­ ban dispuestos a llegar hasta ese punto. En el impetuoso am­ biente de la glasnost de mediados de 1988, la respetada publica­ ción mensual Novi Mir editó, en mayo, un artículo en el cual el autor, V. Seliunin, acusaba a Lenin, de manera muy explícita, de haber iniciado las represiones de masas como una presunta so- # lución, primero para los problemas políticos y después para los económicos. Otra publicación soviética, Nash Sovremiénnik, iba 67

más lejos todavía, y afirmaba, en abril de 1988, que en los tiem­ pos de Lenin fueron muertas más personas que durante la dicta­ dura de Stalin. Pero ésas eran opiniones aisladas. Los dirigentes máxi­ mos, entre ellos Gorbachov, se daban cuenta de que repudiar por entero y abiertamente a Lenin habría sido lo mismo que deslegitimizar el propio sistema soviético. Por consiguiente, los re­ formadores soviéticos se ven ante un círculo vicioso histórico: al tener que atacar el estalinismo desde la base de un leninismo re^ vitalizado, revigorizan, relegitimizan y de ese modo perpetúan, al mismo tiempo, las fuerzas ideológico-políticas que conduje­ ron de modo directo al estalinismo. El camino más práctico que algún día podría tomar un di­ rigente soviético revisionista y audaz consistiría en redefinir el significado del leninismo, de modo que comenzara a parecerse a la socialdemocracia, más que al bolchevismo. Algunas de las de­ claraciones de Gorbachov, que vinculan a Lenin con la democra­ cia, indicaban que se inclinaba en esa dirección, y algunos de sus partidarios más fervientes parecían allanar el camino, al afirmar en público que la comprensión contemporánea soviética del marxismo-leninismo había sido deformada por la era estalinista. Según las punzantes palabras de Fiódor Burlatski, en Literatúrnaia Gazeta del 20 de abril de 1988: ...es muy importante estudiar los conceptos de Stalin que justificaron la deformación del socialis­ mo. Nuestras ideas sobre el marxismo y el leninis­ mo, sobre el propio socialismo, nos fueron entrega­ das por el propio Stalin. Desde los comienzos de la década del treinta, el sistema de enseñanza y edu­ cación se basó en la obra de Stalin Problemas del Leninismo, Curso Breve de Historia del Partido Co­ munista de la Unión Soviética (Bolchevique), que él editó, y la obra Problemas económicos del socialis­ mo en la URSS. De una u otra manera, todos los manuales actuales sobre historia del partido, eco­ nomía política, comunismo científico y filosofía, así como la mayoría de los estudios teóricos de cien­ cias sociales, se remontan a esas fuentes. Pero un realineamiento intelectual tan fundamental, que redefine a Lenin como socialdemócrata, contiene evidentes pe­ ligros para el monopolio del poder por el partido gobernante. 68

De tal modo, no cabe duda de que el mundo del oñcialismo se resistirá a cualquiera de esas redefiniciones acerca de sus raíces. A su vez, esto significa que la Unión Soviética continuará some­ tida al dominio de una organización dogmática y socialmente as­ fixiante, que insiste en el monopolio del poder político, en una época en la cual la creatividad y el pluralismo se han vuelto in­ terdependientes. Continuará bajo el dominio de un partido com­ prometido con la idea leninista de una verdad central que sólo él percibe, y que tiene el derecho y el poder de imponer a la socie­ dad. En esencia, la dirigencia soviética tiene ante sí una para­ doja histórica intratable: para restablecer el prestigio global del comunismo, la Unión Soviética debe repudiar buena parte de su pasado comunista, tanto en términos de doctrina como de práctica. En la década de 1920, para buena parte del mundo en general, el experimento comunista de la Unión Soviética parecía / prometer el futuro. En la década de 1930 daba la impresión de estar construyendo ese futuro. Después de la guerra, e inclusive hasta la década de 1960, parecía ser la ola del futuro. Pero en los últimos años de este siglo, la Unión Soviética ha llegado a ser vis­ ta como un ejemplo nada atrayente, en términos ideológicos, de un desarrollo social y económico detenido. Para el mundo en su totalidad, la experiencia soviética, que ya no es un icono, no debe ser imitada en adelante, sino evitada. Como consecuencia de ello, el comunismo ya no posee un modelo práctico para ser emulado por los demás.

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A

SEGUNDA PARTE

La desunión soviética

"La perestroika es nuestra última oportunidad -dijo un lúgubre Mijail Gorbachov, el 8 de enero de 1988-. Si nos detene- * mos, eso equivaldrá a nuestra muerte." Sus palabras augúrales, pronunciadas en una reunión con los dirigentes de los medios de masas soviéticos, fueron puestas en circulación con especial énfasis por Moscow News y ampliamente citadas en el seno de la elite soviética. iQué contraste con el efervescente optimismo de su pre­ decesor, Nikita Jruschov!, quien treinta años antes también ha­ blaba acerca del tema del futuro soviético. Una y otra vez, Jrus­ chov había proyectado la visión de una Unión Soviética socialista, triunfante, a punto de ingresar en la era del comunis­ mo como la potencia económica número uno del mundo: "En el plazo de un período de, digamos, cinco años, a partir de 1965, el nivel de la producción per capita de Estados Unidos debe ser al­ canzado y superado. Así, para entonces, y quizás antes, la URSS habrá ocupado el primer lugar en el mundo, tanto en volumen absoluto de producción como en el plano de la producción per capita, lo cual le asegurará el nivel de vida más elevado del mun- * do." Tal fue la jactancia de Jruschov el 14 de noviembre de 1958, ante la clase de graduación de las academias militares soviéticas. No se trataba de una jactancia ociosa, ni de un error aisla­ do. La grandiosa declaración era reiterada a cada instante, en medio de frecuentes referencias al "majestuoso programa de re­ construcción económica" que aseguraría a la Unión Soviética el dominio económico global en el futuro relativamente cercano. En verdad, como se señaló antes, la predicción llegó a ser con­ vertida en parte integrante del programa oficial del Partido Co­ munista Soviético, aprobado en 1961, que también prometía a la generación soviética del momento que viviría en la fase santifi­ cada del comunismo pleno. 73

Treinta años más tarde, la ansiedad histórica dominaba la visión del nuevo Secretario General soviético y de sus colabora­ dores inmediatos. No podían escapar a la deprimente realidad de que la brecha que los separaba del archirrival capitalista no sólo se había ensanchado, para desventaja de la Unión Soviética, sino que era probable que otras potencias superasen a ésta en las dos o tres décadas siguientes. Japón ya estaba haciéndolo. Ya resultaba bastante malo para el prestigio global de la Unión So­ viética que el mundo entero conociera su deslizamiento hacia abajo. No era extraño que Gorbachov evocara el espectro de la muerte del comunismo para instar a la elite soviética a una reno­ vación desesperada de su sistema. A la inversa de la especulación difundida en Occidente, de que el Politburó Soviético se encontraba dividido entre los "reformistas", partidarios del cambio, y los "reaccionarios", ape­ gados al statu quoy la mayoría de los dirigentes soviéticos máxi­ mos aceptaban, para mediados de la década de 1980, la necesi­ dad, de la renovación... de unaperestroika del sistema soviético. La oposición auténtica se concentraba más entre varios prime­ ros secretarios republicanos y provinciales atrincherados en sus feudos privilegiados, y carentes de las perspectivas más amplias, e inclusive globales, de los hombres del Kremlin. En la cúspide, los debates se concentraban en la manera de efectuar la refor­ ma, en cómo definir sus alcances y en la medida en que era pre­ ciso movilizar la participación directa del público en el proceso, por medio de campañas periodísticas deliberadas. Algunos de los máximos dirigentes soviéticos se mostraban partidarios, con claridad, de un proceso administrado con cuidado, dominado de arriba abajo, en el cual el control sobre la renovación socioe­ conómica quedaría con firmeza en manos del partido gobernan­ te. Pero también convenían en que hacían falta cambios drásti­ cos para eludir una declinación castastrófica de las perspectivas soviéticas. Para usar la terminología citada en el capítulo ante­ rior, eran "liberales", pero no "demócratas". Gorbachov abogaba por una táctica diferente, impulsaba en público la campaña por la reforma y al hacerlo trataba, en forma deliberada, de engendrar presiones de abajo favorables a ella. Esa era la significación táctica de la campaña de la glasnost, que estimulaba nada menos que un debate nacional sobre el pre­ sente y el pasado soviéticos. A lo largo de ese debate, cosas que otrora eran consideradas sagradas fueron profanadas en públi­ co; temas que habían sido barridos tiempo atrás debajo de la al­ fombra, quedaron al descubierto; fue hecha pedazos la aparente 74

unanimidad del país, y ante los ojos de algunos, hasta el futuro del sistema quedó puesto en duda. Muchos participantes de aquel debate que culminó en la Decimonovena Conferencia Es­ pecial del Partido, en junio de 1988, comenzaron hablando en términos que unos años antes habrían sido condenados por su flagrante revisionismo, como una ofensa ideológica de gran mag­ nitud, en un partido gobernante dominado durante toda su vida por una rígida ortodoxia. El aparente consenso del país resultó desgarrado por el rencor público ante una gran cantidad de te­ mas entrelazados que amenazaban, colectivamente, con crecer para convertirse en un grave conflicto político. Como conse­ cuencia de ello, la Unión Soviética totalitaria se convertía cada vez más en una volátil desunión soviética.

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De la visión al revisionismo Nada demostró esta nueva y dinámica realidad, de mane­ ra más espectacular, que el hecho alarmante de que en el proce­ so, el nuevo dirigente soviético, Mijail Gorbachov, se hizo algo así como un converso del revisionismo. En el breve lapso de tres años, su retórica y conducta habían cambiado, de la de defensor de una reforma revitalizadora de la economía a la de propagador de revisiones más fundamentales, no sólo en la estructura económica, sino también en los cimientos ideológicos del siste­ ma y, en alguna medida, inclusive en sus procesos políticos. Es­ ta transformación fue testimonio, tanto de su creciente aprecia­ ción de lo profundo de la crisis soviética, como de su audacia intelectual. Pero también presagiaba la posibilidad de un pro­ longado conflicto político, en lo referente a la dirección, por el partido comunista, del futuro de la Unión Soviética. Inclusive planteaba la posibilidad de que el control monopolista sobre la sociedad pudiera escurrirse alguna vez de entre las manos del partido. 77

r La noción de "revisionismo" ha tenido una historia larga y dolorosa en el movimiento marxista-leninista soviético. En el vo­ cabulario político soviético, el término ha adquirido un significa­ do singularmente peyorativo. Se aplicó, a lo largo de los años, a quienes se presumía que se habían apartado dé los fundamentos de la doctrina del partido, en particular en dirección de la muy denostada socialdemocracia, que Lenin tanto había odiado y que Stalin había hecho tanto para extirpar. El legado leninista mostraba una singular hostilidad hacia las ideas socialdemócratas, con su acento puesto en la democracia auténtica, en la am­ plitud, en la participación en la formulación de las decisiones, en la tolerancia de los plintos de vista contrarios y aun en la compe­ tencia formal por el poder en el marco del propio movimiento socialdemócrata. Lenin y sus discípulos rechazaban estas ideas como manifestaciones de inclinaciones "pequeñoburguesas", que según se decía nada tenían en común con la necesidad del proletariado de un partido disciplinado de revolucionarios pro­ fesionales. Después de 1917, este partido se convirtió, no sólo en el de los profesionales, sino también en el de los gobernantes permanentes de ese proletariado. El bolchevismo de Lenin se había alimentado en la lucha contra la socialdemocracia de los mencheviques, y estos fueron físicamente destruidos a continuación de la toma del poder por parte de los bolcheviques. Stalin continuó la lucha, y rotuló co­ mo revisionistas socialdemócratas a algunos de sus principales rivales por el poder, a la vez que utilizaba la excomunión como justificación para su liquidación física. Después de la Segunda Guerra Mundial, con la esfera de influencia soviética extendida hacia Europa Oriental, Stalin estigmatizó la socialdemocracia por ser nada menos que la herramienta voluntaria del imperia­ lismo occidental, y la convirtió en objeto de su venganza espe­ cial. En verdad, a todo lo largo de la historia soviética, el desafío de la izquierda socialdemócrata fue visto como singularmente grave, no sólo porque los antecedentes marxistas compartidos en forma parcial tendían a convertir el desacuerdo en herejía, si­ no, además, por la conciencia de los dirigentes soviéticos, de que la plataforma socialdemócrata hablaba con un lenguaje y usaba un simbolismo de mayor atractivo potencial para las masas so­ metidas al control político comunista. La hostilidad soviética se manifestó con especial energía frente a toda manifestación de revisionismo en los lideratos de los partidos comunistas gobernantes. La defección de Yugosla­ via, y en particular la experimentación de Tito con diversas for­ 78

mas de consejos obreros fue considerada como una manifesta­ ción especialmente hostil de revisionismo, ajena al espíritu del marxismo-leninismo. Esa condenación precipitó, a finales de la década de 1940 y comienzos de la de 1950 una cantidad de jui­ cios espectaculares en Europa Oriental, con sus víctimas agru­ padas en forma invariable bajo la denominación de revisionistas, de traidores y espías de Occidente. Más tarde, después de los levantamientos antiestalinistas de 1956 en Polonia y Hungría, Moscú lanzó la acusación de revi­ sionismo contra Imre Nagy, el dirigente húngaro ejecutado en 1958 por su intento de crear una Hungría neutral y en esencia socialdemócrata, y durante un tiempo hizo la misma acusación contra Wladislaw Gomulka, el dirigente comunista polaco de in­ clinaciones nacionalistas. El Kremlin consideraba a este último con suspicacia especial, porque, para consolidar un régimen co­ munista polaco un tanto más autónomo, Gomulka estaba dis­ puesto a conciliar con el campesinado, mediante la abolición del odiado sistema de colectivización, y con la Iglesia Católica, con lo cual era inevitable que diluyese el control del partido sobre el adoctrinamiento ideológico. Aunque a la larga el Kremlin entró en razones con Gomulka en persona y ofreció un desganado apoyo a su régimen, continuó mirando con creciente preocupa­ ción los acontecimientos internos en Polonia. A todo lo largo de finales de la década de 1950, la prensa soviética libró una soste­ nida campaña contra todas las manifestaciones de revisionismo en Polonia, pues veía en éste un renacimiento potencialmente peligroso de la odiada socialdemocracia. La obsesión soviética con el revisionismo llegó a su nivel más alto durante la Primavera de Praga, en 1968. Las ideas ex­ presadas por la nueva dirigencia comunista checoslovaca, en es­ pecial por el Primer Secretario Alexander Dubcek, y plasmadas en el "Programa de Acción", históricamente importante, del par­ tido, fueron denunciadas con extraordinario vigor por la dirigen­ cia soviética. La exigencia del programa, de democratización de la vida política checoslovaca, de descentralización de la eco­ nomía, de apertura ideológica, así como de la total revelación de los crímenes estalinistas, fue condenada por Moscú como "revi­ sionismo de derecha", que allanaba el camino para "un regreso al capitalismo y una separación del Pacto de Varsovia". La inter­ vención militar de Brezhnev, que apartó del poder a Dubcek y sus colaboradores, era la conclusión lógica. Pero los paralelos entre algunos de los puntos de vista de Gorbachov, a finales de la década de 1980, y los postulados por 79

los revisionistas, tan duramente condenados por sus predeceso­ res en el Kremlin, resultaban notables. Por cierto que no surgie­ ron de golpe. Si bien asumió el poder en momentos en que él y sus colegas del Politburó compartían la conciencia de que las re­ formas del sistema soviético se encontraban muy retrasadas, Gorbachov se concentró al principio en la racionalización y modernización de la economía soviética. Ya fuese por cautela o tal vez porque sentía que el comportamiento económico podía ser llevado hacia arriba, en gran medida, por medio de mejora­ mientos en la administración y la planificación económicas, diri­ gió el primer impulso dé sus enunciaciones públicas a la elimina­ ción de los problemas dé derroche, mala administración, inadecuado control de calidad, una floja disciplina laboral, alco­ holismo y negligencia en general. Existía la impresión de que, al principio, su modelo para la Unión Soviética era Alemania Oriental, con su sistema comunista eficiente, disciplinado y tec­ nológicamente avanzado. No cabe duda de que para su congoja, Gorbachov se enteró muy pronto de que los rusos no eran prusianos, que su visión de la Unión Soviética como una Alemania Oriental de mayor envergadura no era viable. Tuvo que encarar el hecho de que los problemas a los cuales se enfrentaba eran cultural­ mente más profundos y sistémicamente más arraigados. En rigor, el proceso de aprendizaje de Gorbachov, concentrado en un plazo más o menos breve de dos años, lo llevó a adqui­ rir conciencia de que cualquier reforma eficiente que se lle­ vara a cabo en la Unión Soviética exigiría también cambios de más largo alcance en la concepción del público la "cultura política" de la sociedad, y también en el carácter del propio sistema político. El punto de viraje surgió en junio de 1988, en la Decimo­ novena Conferencia Especial del Partido. En su discurso de apertura, Gorbachov elevó la importancia de la reforma política por encima de la restructuración económica. "Nos encontramos frente a muchos problemas complicados. ¿Pero cuál de ellos es el crucial? Según lo ve [el Comité Central del Partido Comunis­ ta Soviético], el crucial es el de la reforma de nuestro sistema político." Sólo después de las reformas políticas podían las re­ formas económicas producir "éxitos" en el sentido de que la Unión Soviética pudiera aspirar en forma auténtica a un nivel de vida comparable con las sociedades más avanzadas del mundo, a un nivel tecnológico suficiente para permitirle competir política y militarmente con Occidente y a una calidad efe vida que justifi80

cara las afirmaciones ideológicas hechas durante tantos años, en términos tan grandiosos, en nombre del "socialismo” soviético. Al desplazar su acento de la economía a la política, en 1987 Gorbachov había adoptado un enfoque en el cual la refor­ ma amplia desde arriba -la perestroika- debía ser reforzada y aun impulsada por presiones sociales de abajo, empujadas en forma deliberada: la famosa glasnost. A su vez, esta última esta­ ba llamada a estimular una democratización más amplia -demokratizatsia- del sistema soviético en general. Es importante señalar que en un significativo apartamiento del tradicional acento leninista del control total desde arriba, la. glasnost y la demokratizatsia debían impulsar la reconstrucción hacia adelante, transformando, en ese proceso, la naturaleza misma del propio sistema. Como lo dijo en su discurso en la Conferencia Especial del Partido, reprochando a quienes esperaban reformas de arri­ ba abajo y elogiando a quienes trataban de iniciar la presión de abajo arriba: "Se dice y se escribe, por personas de diversas lo­ calidades, que la perestroika no ha llegado hasta ellos; preguntan cuándo ocurrirá eso. Pero la perestroika no es el maná del cielo; en lugar de esperar a que sea traída de alguna parte, tiene que ser producida por el pueblo mismo, en su ciudad o su aldea, en su ámbito de trabajo." En otras palabras, no sólo hacía falta la "íiberalización" del sistema, sino su "democratización" para aci­ catear el impulso de la reforma. Al hacer tal cosa, no cabe duda de que Gorbachov sentía subjetivamente que actuaba como un verdadero leninista, que devolvía a su partido sus verdaderas bases doctrinarias y lo libe­ raba de la perniciosa garra de las tradiciones leninistas. Pero pa­ rece que Gorbachov se sentía impulsado a la articulación y pro­ pagación de ese enfoque más ambicioso, amplio y socialmente dinámico por su creciente conciencia de que no serviría ninguna otra cosa que no fuese eso. Debe haber sentido que si continua­ ba basándose en el tradicional principio leninista, de que sólo el control desde arriba debe producir los cambios sociales abajo, ello lo condenaría a la derrota por las estructuras de poder y de privilegio estalinistas, todavía resistentes. Esto lo empujó a adoptar un enfoque que en la perspectiva soviética ortodoxa podía identificarlo como revisionista. Es digno de mención que los matices revisionistas eran más marcados en sus discursos públicos espontáneos que en sus discursos formales, que, cabe presumir, eran colectivamente aprobados por el Politburó. Esto ofrece una sugestiva clave en cuanto a los sentimientos personales de Gorbachov al respecto. 81

TI Sea como fuere, los temas que éste llegó a subrayar espontánea o formalmente eran, en algunos aspectos sensibles, reminiscentes de los subrayados en años anteriores por Dubcek, para no hablar de las revisiones mucho más cautelosas de Gomulka o Ti­ to. Llegaron a ser expresadas con una desesperación que en mo­ do alguno estaba a la altura del optimismo oficialmente prescri­ to sobre el triunfo "inevitable" del socialismo. En más de una ocasión, Gorbachov habló en términos casi apocalípticos. El 18 de febrero de 1988 previno a su propio Comité Central que "lo principal, camaradas, es la democratización... Durante la nueva etapa de restructuración el partido sólo puede asegurar su papel dirigente, de vanguardia, e inspirar a las masas mediante el uso de métodos democráticos... Sin exageración alguna, todo gira hoy alrededor de eso". La nota de urgencia se convirtió en un estribillo frecuen­ te. Gorbachov recordaría una y otra vez a su público que el tiem­ po iba acabándose, que el cambio tenía que hacerse ahora y que debía ser amplio. A la gente de la calle le dijo, en Leningrado, en octubre de 1987: "Han pasado ya dos años desde que, junto con ustedes, consultamos, hablamos, discutimos y pensamos cómo encontrar una solución correcta a los problemas que la vida mis­ ma había planteado. ¿Qué hacer? Ahora terminaremos ese ca­ mino. Ahora el conjunto de la sociedad debe pasar a estos prin­ cipios: democracia en el manejo de la economía y en todo el ambiente moral de la vida de nuestra sociedad. iTodo tiene que cambiar!" Ante su Comité Central se quejó de que "en la prácti­ ca se puede encontrar a menudo una reacción negativa a las ini­ ciativas, un rechazo de las iniciativas. Más aún, en muchos casos no se realiza esfuerzo alguno para entender lo que se propone, y se buscan, en forma deliberada, pretextos para desairar al autor de una iniciativa. Este sigue siendo un fenómeno muy difundi­ do". Y advertía, impaciente: "Ya no podemos tolerar semejante estado de cosas. Porque de lo contrario fracasará la restructura­ ción." Una vez más, en Leningrado, una ciudad con una mística bolchevique muy especial, Gorbachov pidió apoyo para la se­ gunda y más ambiciosa etapa política de la perestroika, que im­ plicaría alguna democratización institucional. Dijo a su público que "es necesaria una segunda etapa, una etapa decisiva, para que no quedemos empantanados en palabras y decisiones. Tal ha sido el caso, tal fue el caso, camaradas, en el pasado. Y esta es una lección, una amarga lección del pasado. Comenzamos muchas cosas, y las comenzamos en forma correcta, pero de

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pronto todo se cortó. Si vuelve a cortarse ahora, las pérdidas pa­ ra el país serán enormes. No deberíamos permitirlo, y no lo per­ mitiremos, estoy seguro. Ese es el estado de ánimo de la gente. No estamos jugando con la restructuración. Detrás de la restruc­ turación están el destino del país y la vida de la gente”. Pero la recepción fue diversa. El entusiasmo de sus parti­ darios, en especial en las distintas instituciones y entre la inte­ lectualidad de Moscú, tuvo la contrapartida de una notable frial­ dad entre la burocracia y la nomenklatura del partido. Resultó indicativo del difundido escepticismo reinante entre el arraiga­ do oficialismo del partido el hecho de que Gorbachov se vio en la necesidad de citar y luego atacar de frente el argumento tra­ dicional de la elite: "Esperemos que la democracia no conduzca al caos." Refutó esa crítica con la afirmación potencialmente irritante de que los funcionarios del partido que expresan tales temores "alborotan en relación con sus intereses egoístas". Cosa más significativa aún, según informó Pravda, el 19 de febrero de 1988, Gorbachov tuvo que admitir, en el curso de los debates con sus críticos, ¡que su programa impulsaba acusacio­ nes respecto del pecado mortal, nada menos que con referencia al revisionismo propagado por el propio secretario general del partido! Su refutación mostraba que no se trataba de una acusa­ ción de menor cuantía: "Podemos ver que algunas personas se muestran confundidas, que se preguntan si no estamos retroce­ diendo con respecto a las posiciones socialistas... y si no revisamos el propio marxismo-leninismo. No es de extrañar que ya ha­ yan aparecido ‘defensores’ del marxismo-leninismo junto con quienes están de duelo por el socialismo, que creen que el mar­ xismo-leninismo y el socialismo ¡se encuentran amenazados/." El miedo instintivo a la democracia entre los burócratas del partido se vio intensificado por amplias sospechas en el sen­ tido de que, en su campaña por el apoyo público a una amplia pe­ restroika, Gorbachov estimulaba en forma deliberada o no inten­ cional los sentimientos antiburocráticos entre las masas. En cierta medida, la acusación era verdadera. Para superar la resis­ tencia al cambio, el dirigente soviético no tenía más opción que argumentar que la inercia institucional y la resistencia a la expe­ rimentación impedían el proceso de la restructuración. Más aún, para difundir los méritos de la auténtica democratización, Gor­ bachov tenía que invocar lemas populistas, subrayar la necesi­ dad de que el pueblo adoptase la responsabilidad por su propio bienestar, participase de manera más activa en la vida social y política del país. ¡Resultaba inevitable que todo eso crease el es­ 83

pectro de un secretario general que agitaba entre las masas, con­ tra los cuadros de su propio partido! Gorbachov también mostró sensibilidad en relación con esos temores, con lo cual confirmó asimismo su existencia. En más de una ocasión se esforzó por tratar de mostrarse tranquili­ zador, de borrar el horrible espectro de algo siquiera parecido a una versión soviética de la Revolución Cultural China, que devo­ raba a los cuadros del partido por instigación del dirigente máxi­ mo. Por ejemplo, el 13 de octubre de 1987 dijo: "El proceso de restructuración y de desarrollo del socialismo necesita cuadros talentosos, muy morales, que.se encuentren impregnados por entero de la idea de la renovación revolucionaria de la sociedad y que estén muy apegados al pueblo... Cuando formulo el proble­ ma de esta manera, no quiero en modo alguno que se entienda como un llamamiento como ocurrió durante los años de la Revo­ lución Cultural en China a abrir el fuego contra los funciona­ rios..." "¡No, no camaradas!" En otra ocasión, cuando hablaba de la necesidad de remplazar a los funcionarios indiferentes, Gorbachov se apresuró a agregar: "Este enfoque no significa, en manera alguna, una actitud irrespetuosa hacia los cuadros, por­ que nuestros cuadros, nuestra intelectualidad, son personas de talento y deben ser mimados." A despecho de estas seguridades, también vale la pena señalar que Gorbachov casi siempre unía, a sus elogios a los cua­ dros partidarios, determinados recordatorios de que eran des­ cartabas, si no se mostraban dispuestos a cambiar en consonan­ cia con el espíritu de los nuevos tiempos. En casi todas las ocasiones, su elogio de la función especial e inclusive única de los "cuadros leninistas" se agregó a las advertencias en el sentido de que no se toleraría la pasividad y la falta de innovaciones. Co­ mo lo formuló él mismo en sus comentarios espontáneos a una multitud callejera: "En nuestro p