El Giro contextual : cinco ensayos de Quentin Skinner, y seis comentarios
 9788430945504, 8430945504

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Enrique Bocardo Crespo (Editor)

Joaquín ^bellán, Rafael del Águila, Pablo Badilio Ó'Farrell, Enrique Bocardo Crespo, Sandra Cliaparrc^|osé M.‘*González García, KariPalonen

i d e a s y PoLítj

Enrique Bocardo Crespo (Editor)

EL GIRO C O N T E X T U A L CINCO ENSAYOS DE QUENTIN SKINNER, Y SEIS COMENTARIOS

RAFAEL DEL ÁGUILA JOAQUÍN ABELLÁN PABLO BADILLO O’FARRELL ENRIQUE BOCARDO CRESPO SANDRA CHAPARRO jo sé M.a Go n zá lez G a r c ía KARIPALONEN

Diseño de cubierta: JV Diseño gráfico, S. L.

© R a f a e l d e l Á g u i l a T e je r i n a , J o a q u ín A b e l l á n G a r c í a , P a b l o B a d i l l o O ’F a r r e l l , E n r i q u e B o c a r d o C r e s p o , S a n d r a C h a p a r r o , J o s é M.a G o n z á l e z G a r c í a y K a r i P a l o n e n , 2007

© EDITORIAL TECNOS (GRUPO ANAYA), S. A., 2007 Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid ISBN: 978-84-309-4550-4 Depósito Legal: M. 24.856-2007 Printed in Spain. Impreso en España por Fernández Ciudad

ÍNDICE NOTA SOBRE LOS PARTICIPANTES ....................................................... ............... Pag. SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN......................................................................................... AGRADECIMIENTOS.................................. ............... ........................... ........ .............. PREFACIO: ALGUNAS MITOLOGÍAS EN LA HISTORIOGRAFÍA RECIENTE ESPA­ ÑOLA ...............................................................;........................ ..........................................

I. INTRODUCCIÓN

17

....................;.......... .......... ........... .........................................

43

LA HISTORIA DE MI HISTORIA: UNA ENTREVISTA CON QUENTIN SKINNER........:...:.......................................... ........................... ...................:.........

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H. CINCO ENSAYOS DE QUENTIN SKINNER 1. 2. 3. 4. 5.

m .

9 11 15

.......................

SIGNIFICADO Y COMPRENSIÓN EN LA HISTORIA DE LAS IDEAS...... MOTIVOS, INTENCIONESE INTERPRETACIÓN ................................. INTERPRETACIÓN Y COMPRENSIÓN EN LOS ACTOS DE H A BLA ............ LA IDEA DE UN LÉXICO CULTURAL................ ............................................. AMBIGÜEDAD MORAL Y EL ARTE DE LA ELOCUENCIA DEL RENA­ CIMIENTO......................................... .................................................................. .

SEIS COMENTARIOS........................................................................................ 1. 2. 3. 4. 5. 6.

EN TORNO AL OBJETO DE LA «HISTORIA DE LOS CONCEPTOS» DE REINHART KOSELLECK, por Joaquín A bellán................................................ EL MAQUIAVELO DE SKINNER: ACCIÓN, LIBERTAD Y REPÚBLICA, por Rafael del Águila y Sandra Chaparro.............................................................. LIBERTAD Y LIBERTADES EN QUENTIN SKINNER, por Pablo Badillo O'Farrell.................................................................................................................... INTENCIÓN, CONVENCIÓN Y CONTEXTO, por Enrique Bocardo Crespo ... RETÓRICA Y CAMBIO DE LOS CONCEPTOS EN QUENTIN SKINNER, por José M.a González García.................................................................................. EL LENGUAJE RETÓRICO DE LA POLÍTICA PARLAMENTARIA, por Kan Palonen ......................................................................................................................

IV BIBLIOGRAFÍA GENERAL DE QUENTIN SKINNER ..................

61 63 109 127 161 183

213

215 249 275 305 367 387

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De Ideas y Política Colección patrocinada por la Obra Cultural de la Caja San Femando Directores de la colección: Enrique Bocardo Crespo y Pablo Badillo O’Farrell Consejo Asesor de la Colección: Joaquín Abellán García (Universidad Autónoma de Madrid) Rafael del Águila Tejerina (Universidad Autónoma de Madrid) Noam Chomsky (MIT, Estados Unidos) Anthony Pagden (UCLA, Estados Unidos) Antonio E. Pérez Luño (Universidad de Sevilla) Philip Pettit (Princeton University, Estados Unidos) J.G.A. Pocock (John Hopkins University, Estados Unidos) Quentin Skinner (Cambridge University, Reino Unido) Femando Vallespín Oña (Universidad Autonóma de Madrid)

NOTA SOBRE LOS PARTICIPANTES J o a q u ín A b e l l á n . Licenciado en Filosofía y Letras, en Ciencias Políticas y Sociología, y en Derecho. Doctor en Ciencias Políticas (Universidad Complu­ tense de Madrid). Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complu­ tense de Madrid. Profesor invitado en la Universidad Humboldt de Berlín (1992­ 1993,1999-2000,2002,2004). Autor de El pensamiento político de Guillermo de Humboldt (1981), Nación y nacionalismo en Alemania (1997), Poder y polí­ tica en Max Weber (2004). Editor y traductor de varias obras de Max Weber [Sociología del poder (2007), La política como profesión (2007), Conceptos sociológicos fundamentales (2006), entre otras] y de otros clásicos del pensa­ miento alemán (Lutero, Kant, Humboldt, Lassalle, Rotteck, Mohl, Bemstein). Autor de numerosos trabajos sobre historia de la teoría política, prepara actual­ mente una monografía sobre Max Weber para la editorial Tecnos. ;R a f a e l d e l Á g u i l a . Catedrático de Ciencia política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid y Director del Centro de Teoría Política (CTP). Ha sido profesor visitante, entre otras instituciones, en la University of California (Berkeley), la Universidad Veracruzana (México), el Asia Europe Institute (University Malaya) y en el Instituto Universitario Europeo (Florencia). Su especialidad es la Teoría Política y en este campo ha publicado trabajos sobre: la teoría política renacentista, el liberalismo, la democracia, la legitimidad, la postmodemidad, la teoría política contemporánea, los intelectuales, el fanatis­ mo y los ideales, la tolerancia, la responsabilidad, etc. Recientemente ha publi­ cado: La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, Madrid, 2000; «Machiavelli and theTragedy of Poütical Action», QuademiFiorentini, 4,2003; Sócratesfurioso: el pensador y la ciudad, Anagrama, Barcelona, 2004; La reDÚblica de Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 2006 (en coautoría con S. Chaparro). P a b l o B a d i l l o O ’F a r r e l l . Catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Sevilla y miembro de varios comités consultivos de revistas españolas e internacionales, es autor o editor de una decena de libros — espe­ cialmente centrados en la historia de las ideas políticas, y que van desde la patrís­ tica hasta la filosofía anglosajona actual— , y de entre los que cabe destacar La filosofía político-jurídica de James Harrington (1977), ¿Qué Libertad? (1991), Fundamentos de Filosofía Política (1998), Pluralismo, tolerancia, multiculturalismo. Reflexiones para un mundo plural (2003), De repúblicas y libertades (2004), Entre Ética y Política (2004). Ha coeditado con el Profesor Bocardo Crespo: Lsaiah Berlín. La mirada despierta de la historia (1999), y R G. Collingwood. Historia, Metafísica y Política (2005). Asimismo es autor de numerosos artículos monográficos. E n r iq u e B o c a r d o C r e s p o . Profesor Titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Sevilla. Máster en Humanidades por la Universidad de

Chicago y Visiting Fellow del Wolfson College en la Universidad de Cambrid­ ge. Ha publicado Tres Ensayos sobre Kelsen (1993), y en la colección «Clási­ cos del Pensamiento» de Tecnos ha editado y traducido El sentido común y otros escritos de Thomas Paine (1990), Un Fragmento sobre el Gobierno de Jeremy Bentham (2003) y La Ley de la Libertad en una Plataforma de Gerrard Winstanley (2005). Ha coeditado con el Profesor Badillo O’Farrell, Isaiah Berlín: la mirada despierta de la historia (1999) y R. G. Collingwood. Historia, Metafí­ sica y Política (2005). Por su parte, es autor de cerca de una veintena de ensa­ yos sobre historia intelectual de la ética, filosofía moral y conceptos políticos. S a n d r a C h a p a r r o . Licenciada en Derecho y en Historia. Actualmente rea­ liza su tesis doctoral en el Departamento de Historia Moderna en la UAM. Es profesora de los Talleres de Historia de las Mujeres. Recientemente ha traduci­ do, entre otros, a B. Parekh {Repensando el multiculturalismo, Istmo, 2005) y a L. Ferry (Aprender a vivir, Taurus, 2007). Ha publicado trabajos sobre teolo­ gía y teoría política (Revista de Libros, 62, 2002), sobre Q. Skinner {Foro Inter­ no, 5,2005), sobre los orígenes premodemos del concepto de individuo {Revis­ ta de Estudios Políticos, 130, 2005). También ha publicado un libro sobre l a república de Maquiavelo, Tecnos, 2006 (en coautóría con R. del Águila). J o s é M.a G o n z á l e z G a r c í a . Profesor de Investigación en el Consejo Supe­ rior de Investigaciones Científicas, de cuyo Instituto de Filosofía es director desde 1998. Ha sido profesor visitante en numerosas universidades cómo Heidelberg, Konstanz, la Universidad Centroamericana de El Salvador, o la Uni­ versidad Pontificia Bolivariana, entre otras muchas. Es life member de Clare Hall en la Universidad de Cambridge. Es autor de más de un centenar de publi­ caciones. Entre sus libros destacan: La sociología del conocimiento hoy (1979), La máquina burocrática: Afinidades electivas entre Max WeberyKáfka (1989), La sociología del conocimiento y de la ciencia (con Emilio Lamo de Espinosa y Cristóbal Torres, 1994) y La diosa Fortuna, metamorfosis de una metáfora política (2006). K a r i P a lo n e n . E s Profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Jyvaskylá (Finlandia) desde 1983 y actualmente dirige el Finnish Centre ofExcellence in Political Thought and Conceptual Change. Su campo de investigación se centra principalmente en la historia de los conceptos políticos, teoría políti­ ca europea y la retórica parlamentaria. Entre sus publicaciones destacan: Eine Lobrede auf Politiker. Kommentar zu Max Webers «Politik ais Beruf» (2002), Quentin SÍánner: History, Politics, Rhetoric (2003), Die Entzauberung der Begriffe. Das Umschreibén der politischen Begrijfe bei Quentin Skinner und Reinhart Koselletk (2004), The struggle with time: a conceptual hi ~tory o f «Poli­ tics» as an activity (2006). Es editor jefe de Redescriptions, leai book o f Poli­ tical Thought and Conceptual History. '

SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN Es la primera vez que se traducen al castellano los. cinco ensa­ yos de Quentin Skinner que aparecen en este volumen. La elec­ ción de esos ensayos fue una decisión personal del Profesor Skin­ ner, que respondió a mi sugerencia original dé ofrecer una visión amplia de su metodología histórica, de la que escaso conocimien­ to se tiene en castéllano. La incorporación del último ensayo se concibió como un ejemplo para ilustrar sus presupuestos básicos metodológicos. El texto de los cuatro primeros ensayos: «Signifi­ cado y comprensión en la historia de las ideas», «Motivos, inten­ ciones e interpretación», «Interpretación y comprensión en los actos de habla» y «La idea de un léxico cultural» corresponde a los capítulos 4, 5, 6 y 9 del primer volumen de Visions b f Poliíics (Regarding Method) que editó la Cambridge University Press en 2002. Por su parte, el ultimo titulado «Ambigüedad moral y el arte de la elocuencia en el Renacimiento» es el capituló 10 del segun­ do volumen de Visions ofPolitics (Renaissance Virtues) (Cam­ bridge University Press, 2002). La entrevista que aparece como introducción fue el resultado de algunas discusiones que mantuve con el Profesor Skinner en Cambridge en el otoño de 2005, y que después decidí presentar­ le en forma de preguntas. Accedió amablemente a mi petición y conformamos el formato de la entrevista entre diciembre y enero de 2006. .. . \ El propósito de este volumen ha sido en primer lugar ofrecer un conjunto de materiales básicos de la metodología histórica con­ temporánea y¡ en segundo revisar al mismo tiempo algunos de sus presupuestos teóricos. El volumen de investigaciones que ha pro­ ducido la escuela de Cambridge desde principios de la década de los años ochenta del siglo pasado ha sido verdaderamente impre­ sionante. Algunos trabajos relevantes están ya disponibles en cas­ tellano, pero lamentablemente no contábamos con ninguna tra­ ducción de las aportaciones más significativas del Profesor Skinner a la metodología histórica contemporánea. Si sus trabajos pudie­ ran dar lugar a una profunda revisión de los enfoques que habi­ tualmente se han utilizado para hacer historia intelectual en nues­

tro país, es posible que la tarea siempre ingrata de traducir no sea un empeño vano. En cuanto al segundo objetivo, todos los autores que han participado en la elaboración de este volumen plantean problemas sugerentes para que el lector sea también consciente de algunas de las limitaciones que presentan las propuestas históri­ cas del Profesor Skinner. Joaquín Abellán en «En tomo al objeto de la “historia de los conceptos” de Reinhart Koselleck» desarrolla una exhaustiva inves­ tigación de la noción de concepto de Koselleck con el objeto de mos­ trar algunas diferencias particularmente significativas con respecto a la metodología de Skinner, como son la posibilidad de desarrollar una metodología alternativa que explique la noción de progreso con­ ceptual. Sus conclusiones son pertinentes para revisar la estrecha noción de historia que parece reivindicar Skinner entendida cómo «una variedad de enunciados hechos por una gran variedad de agen­ tes con una gran variedad de diferentes intenciones», sin que en prin­ cipio parezca que sea legítimo exigir una concepción del lenguaje que no sea estrictamente «preformativa». Rafael del Águila y Sandra Chaparro son los autores de «El Maqüiavelo dé Skinner: acción, libertad y república» en donde argumentan que Maqüiavelo nunca buscó refugio en una concep­ ción monista del bien que sirviera de justificación al uso del mal, sobre la base de que hay no razones para pensar que creyera en la existencia de un fin moral absoluto, sino que más bien se limitó a hablar de las exigencias y costes que tendríamos que afrontar para mantener nuestra autonomía y libertad. Pablo Badillo O’Farrell ha escrito «Libertad y libertades en Quentin Skinner», un ensayo en el que acentúa la importancia del argumento de Skinner para demostrar que no pasa de ser una mera ilusión ofrecer una definición ahistórica de libertad. Toma conciencia de la contraposición entre la noción de bien y de dere­ chos y desarrolla la concepción de Skinner para explicar la pro­ tección que debe de contar un individuo para hacer lo que desea en libertad. José M.a González García en «Retórica y cambio de los con­ ceptos en Quentin Skinner» ha intentado relacionar a Quentin Skin­ ner con algunos pensadores de la amplia tradición alemana que se sitúan en un marco teórico similar y donde se pone de relieve que Skinner escribé después del llamado «giro lingüístico» en filoso­ fía y en ciencias sociales, lo que le lleva más lejos, hacia un nuevo

giro en el que la atención a la retórica, a los «juegos del lenguaje» y a las maneras de «hacer cosas con palabras» pasa a primer plano. Kari Palonen, por su parte, en «El lenguaje retórico de la polí­ tica parlamentaria» ofrece un sugerente resumen de las aportacio­ nes más sobresalientes de Skinner para entender su vinculación con el estudio de la retórica en el Renacimiento inglés. Sus obser­ vaciones en la segunda parte del trabajo sobre la retórica parla­ mentaria podrían servir de estímulo para iniciar nuevas investiga­ ciones en esa área. Finalmente, Enrique Bocardo ha producido, sin duda abusan­ do de los privilegios que tiene como editor, el trabajo más largo, y esperemos que no por eso sea más tedioso de leer: «Intención, contexto y convención», donde plantea dos dificultades. Una trata sobre la imposibilidad de recuperar las intenciones de un autor, si los actos de habla se entienden como actos convencionales, es decir como actos que los autores hacen siguiendo una cierta con­ vención lingüística. La sugerencia principal es que la noción de convención no es relevante para comprender el sentido de un texto. La otra señala las dificultades que presenta la concepción de Skinner para explicar la capacidad del lenguaje para generar acciones o producir ciertas actitudes proposicionales en la audien­ cia, dos actividades que no se pueden describir significativamente como siguiendo las directrices de una determinada convención lingüística.

AGRADECIMIENTOS He contraído una gran deuda con el Profesor Quentin Skinner. Gracias a él fui admitido comp Visiting Professor en la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge en el otoño de 2005, donde hizo todo cuanto estuvo en su mano para facilitarme el es­ tudio y la discusión de sus escritos. También le estoy agradecido al personal administrativo de la Facultad de Historia de Cambridge. Asimismo la Dra. Elizabeth Haresnape demostró una eficacia valio­ sa para resolver todos los trámites administrativos, lo que ayudó en gran parte a facilitar el desarrollo de mi trabajo. Debo de citar también al Profesor Eugenio F. Biagini por la amabilidad y las atenciones que tuvo conmigo mientras estuve en Cambridge. El Profesor Badillo O’Farrell sufrió las consecuencias de mi ausen­ cia y se hizo cargo amablemente de mis clases. Debo de agrade­ cer a D. Luis Navarrete, Presidente de la Caja San Femando, el apoyo que desde el principio le dio a este proyecto editorial, sin cuya ayuda y financiación el libro probablemente no se hubiera llegado a publicar. Nada de lo que he hecho editando este volumen lo hubiera podi­ do hacer sin la colaboración de mi mujer, Inmaculada Reina Cobano. Durante dos meses se hizo cargo de nuestros hijos para que pudiera investigar en Cambridge, aunque logre vivir mil años jamás podré devolverle el amor que pone en todo lo que hace.

PREFACIO

ALGUNAS MITOLOGÍAS EN LA HISTORIOGRAFÍA RECIENTE ESPAÑOLA E n r iq u e B o c a r d o C r e spo

I shall think it my gain, as does the experienced master, when by laying himself open now and then to the pushes o f hisPupil, he teaches hím to discover the secret of his strength. .

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Jer e m y B e n t h a m

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Se podría decir con cierto viso de verosimilitud que la contri­ bución más significativa de Quentin Skinner a la historia concep­ tual contemporánea ha sido ofrecer una nueva concepción que nos permita entender el significado genuino de los textos políticos y filosóficos. Aquí la palabra genuino significa que no llegáremos a comprender lo que un autor quiso decir hasta que estemos en condiciones de identificar las intenciones originales con las que escribió el texto. Lo que sugiere que, en principio, la propuesta hermenéutica de Skinner se basa sustantivamente en la posibili­ dad de recuperar las intenciones originales del áutor. No estoy muy seguro que Skinner esté diciendo que sólo sabemos lo que un texto significa hasta que descubramos las intenciones originales de su autor, más bien que es esencial para entender el significado que sepamos qué fue lo que originariamente quiso d< cir su nitor cuan­ do lo escribió. La primera posición dejaría fuera de la compren­ sión de un texto lo que Paul Ricoeur ha llamado el significado exce­ dente., como parte del significado que un texto va adquiriendo a medida que es interpretado por las generaciones posteriores. Entender un téxto significa ser capaz de verlo esencialmente como un acto de comunicación que el autor establece dentro del contexto original en donde se emitió. El planteamiento tiene dos implicaciones para la historia de las ideas. La primera es que el

significado de un texto viene condicionado por los actos de habla que el autor tiene a disposición para expresar su pensamiento, como los actos de habla son actos convencionales, 1á intención de un autor sólo se puede recuperar si es posible identificar las conven­ ciones lingüísticas que tiene a su disposición para expresar aque­ llo que se propone decir o quiere decir. Estrictamente hablando, las intenciones —entendidas como entidades subjetivas— no son recuperables. Lo que nos permite hablar de recuperar las inten­ ciones es el conjunto de actos de habla que viene determinado por las convenciones del lenguaje de su época. La tesis que se encuen­ tra detrás de la recuperación de las intenciones de un autor es que se asume, sobre la familiaridad del lenguaje que usa, que cada vez que el autor tenga la intención de expresar algo se guiará por la convención lingüística de utilizar la expresión adecuada para hacer­ lo, de suerte que sobre este hecho su audiencia reconozca el sig­ nificado de lo que quiera decir. La idea es que existe una conven­ ción que regula el uso de la emisión de las intenciones de manera que si el autor quiere que se entienda lo que dice como, por ejem­ plo, un ataque aun doctrina particular, o la propuesta de una nueva solución a un problema, utilizaría aquellas expresiones lingüísti­ cas que regula la convención para que su audiencia reconozca su intención original. La basé la proporciona un conjunto estable de usos más o menos normativos del tipo «éste es el tipo de cosas que alguien diría dentro del uso. de este lenguaje si quisiera que lo que dice sea entendido como una broma, un nuevo plan­ teamiento o como una crítica a los planteamientos de cierto autor relevante». i Y la segunda es que no existen problemas perennes en la histo­ ria de las ideas. Una tesis que ya adelantó Collingwood basada, sin embargo, en otra clase de argumentos. Si el significado de un texto viene determinado primariamente por su contexto de emisión, entonces el significado dé las palabras vendrá determinado por el acto de comunicación que se establece y dependerá, por lo tanto, del conjunto de convenciones que gobiernan en esa época el uso de las frases. Como los contextos de emisión no son siempre los mismos y las convenciones lingüísticas varían con el tiempo, no es posible suponer que el significado de una frase sea el mismo a lo largo del tiempo. No puede haber, por consiguiente, problemas perennes, porque el significado de esos problemas varía según vaya variando los diferentes contextos de emisión. Como corolario de

esta implicación tenemos una curiosa conclusión: estrictamente hablando, no podemos hacer una historia que se base en la persis­ tencia de ciertas ideas, en realidad, como lo enuncia Skinner, no hay una idea determinada a la que hacen su contribución los diversos escritores, sino sólo una variedad de enunciados hechos por una gran variedad de agentes con una gran variedad de diferentes intenciones, lo que descubrimos es que no existe una historia de la idea que se tenga que escribir. Sólo existe la historia de sus diferentes usos y de la variedad de intenciones con las que se utilice1.

Esta tesis parece que entrara en conflicto con la idea que con más frecuencia se asume de pensar que las palabras que leemos en el texto que queremos entender deben de significar lo mismo que pensamos que significan para nosotros. Que el sentido de las pala­ bras que utilizaron los escritores pasados sigue siendo el mismo que tienen las nuestras, y que en el fondo están tratando y discu­ tiendo los mismos problemas que nos preocupan a nosotros. Maqüiavelo expresa esta peculiar tendencia mental en una carta que le escribió a su amigo Vettori: - Llegada la noche regreso a casa y entro en mi estudio; y en el umbral me despojo de aquella ropa cotidiana, llena de barro y lodo, y visto pren­ das reales y curiales; y decentemente vestido, entro en las antiguas cor­ tes de los hombre antiguos, donde recibido amorosamente por ellos, me alimento de esa comida que es sólo mía, ya que nací para ella; allí no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles la razón de sus acciones; y ellos, por su humanidad me responden; y durante cuatro horas de tiem­ po no siento tedio alguno, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: me transfiero del todo en ellos2.

Esta idea de familiaridad semántica atemporal se en< uentra asi­ mismo presente en los escritores políticos neo-romanos con res­ pecto a las ideas de esclavitud y libertad que utilizaron Tito Livio, Salustio o Tácito. También puede verse en la relación que la mayor parte de los autores de los panfletos radicales de la Revolución Inglesa mantenían con los textos de las Sagradas Escrituras, el libro 1 Quentin Skinner, «Significado y comprensión en la historia de las ideas», pp. 98­ 99. La referencia de las páginas corresponde a la traducción castellana que aparece en este volumen. 2 Citado por Maurizio Viroli en La sonrisa de Maqüiavelo, p. 183, traducción de Atilio Pentimalli, Tusquets Editores, Madrid, 2000.

de Daniel, Samuel y en particular con el Apocalipsis. No existe separación entre el significado de sus palabras y el significado de los textos antiguos que utilizan, como en el caso de Maquiavelo, ven en los textos del pasado «esa comida que es sólo mía». Pero la expresión «esa comida que es sólo mía» puede tener unas con­ notaciones históricas decisivas; se puede entender como si estu­ viera expresando la creencia, común por lo demás en la mayoría de los escritores políticos del pasado, de que los autores anterio­ res escribieron para nosotros, la expresión del predicamento ego­ céntrico con el que interpretamos la historia intelectual de las ideas que hemos recibido del pasado. La actitud en su forma más cruda consiste en asumir, como un asunto que no admite discusión, que todos los autores cuyas obras nos proponemos entender han escrito para nosotros, y que, por consiguiente, es nuestra responsabilidad construir esquemas his­ tóricos que justifiquen esta actitud. Estos esquemas están pensa­ dos para mostrar principalmente el desarrollo de las doctrinas filo­ sóficas, porque ahora la tarea del historiador se entiende como la elaboración de las doctrinas desde una perspectiva que no toma en consideraciónla distancia histórica que nos separa de las ideas que queremos comprender. Una doctrina es una elaboración nuestra que refleja nuestro punto de vista egocéntrico, que probablemen­ te no tenga nada que ver con las intenciones originales con las que actuó su autor en su época. En el momento en que asumimos que las historia del pasado ha sido elaborada para resolver nuestros problemas, y que podemos acceder a ella con el mismo conjunto de presupuestos ideológicos con los que operamos en nuestro tiempo, estamos dando el primer paso para crear una nueva mitología basada en un predicamento egocéntrico: los intereses y los fines de los que hablan los autores del pásado, así como sus respuestas y sus preguntas son esencial­ mente los mismos que los nuestros. . Cuando Skinner plantea la cuestión de recuperar las intencio­ nes originales de un autor está proponiendo una metodología his­ tórica que evite algunas de las distorsiones interpretativas que sur­ gen precisamente de un conjunto de mitologías específicas de la historiografía contemporánea. Una mitología es el conjunto de pre­ supuestos interpretativos egocéntricos que proyectamos sobre un texto y que invariablemente conducen a distorsionar el sentido del texto que queremos comprender. Lo que queremos que un texto

diga cuando, por proseguir con la expresión de Maquiavelo, con­ vertimos el texto en «esa comida que es sólo nuestra». Skinner dis­ tingue al menos dos tipos de mitología. La primera es la mitolo­ gía de las doctrinas, en esencia, el historiador parte inicialmente de un conjunto de doctrinas específicas sobre un tema, y analiza el sentido de la obra de un autor como la contribución que ese autor ha hecho a la doctrina que previamente ha elaborado. Desde esta presunción inicial el historiador ha de elaborar una teoría que expli­ que el sentido de un texto en base ala contribución particular que hace el autor a la doctrina, y en segundo que le permita identifi­ car ciertos errores de apreciación por parte del autor en la com­ prensión de los elementos esenciales que forman parte de la doc­ trina que está exponiendo3. i ; El segundo tipo de mitología es lo que Skinner llama la bús­ queda de la coherencia en los escritos de un autor4. No sólo se trata de presentar la doctrina, también hay que hacerlo de tal manera que la contribución de un autor a una ciertardoctrina se convierta a su vez en una doctrina coherente; lo que implica en primer lugar descartar cualquier enunciado que haga el autor sobre sus inten­ ciones como un asunto irrelevante para entender el sentido de la doctrina; y en segundo, que debe de ser posible explicar las supues­ tas incoherencias en las que incurre un autor, aun cuando nunca hubiera sido consciente de ellas. = _ El resultado son dos notorias distorsiones del sentido de un texto: una la necesidad de presentar los escritos de un autor libres de cualquier contradicción, de lo contrario su contribución no sería significativa. Es posible que ese autor nunca hubiera sido cons­ ciente de que tenía que salvar las dificultades lógicas que le impo­ ne la interpretación del historiador, pero forma parte de la mito­ logía suponer que lo hubiera querido. Y la otra la de presentar lo que dice como si lo que el autor hubiera querido es que su obra se entendiera como su particular contribución a una doctrina especí­ fica, lo que le autoriza al historiador a pensar que jun autor no hubie­ ra sido consciente de apreciar algunos de los presupuestos básicos de la doctrina que presumiblemente esté, elaborando. El problema que tiene este enfoque es que fuerza al autor a decir cosas que nunca se le hubiera ocurrido decir v que el historiador 3 Skinner, «Significado y comprensión en la historia de las deas», p. 71. 4 Ibíd., p. 76.

tiene que asumir que pudo haber dicho o incluso debió de haberlo dicho, para que sus textos encajen dentro del esquema que impone la noción de doctrina. Naturalmente nos encontramos con dos con­ juntos incompatibles de intenciones, una las intenciones con las que escribió originariamente el autor, y el otro las intenciones históri­ cas que maneja el historiador para formular el sentido de los tex­ tos dentro de los presupuestos previos de la doctrina. Estas inten­ ciones históricas no forman parte del contexto histórico en donde aparece la obra ni tiene nada que ver con las circunstancias y suce­ sos que vivió el autor, forman parte de la elaboración teórica que hace el historiador para entender el significado de una doctrina, lo que implica descartar como irrelevantes todas aquellas circunstan­ cias que contribuyen a pensar que un texto se dio en una determi­ nada época, dentro de un contexto diferente, con unas presuposi­ ciones ideológicas diferentes, tratando unos problemas diferentes, y con una visión también diferente. Pero todas estas diferencias son irrelevantes para la mitología de las doctrinas. Si pensamos que entender el significado de un texto es analizar la contribución espe­ cífica que su autor ha hecho a una cierta doctrina, lo natural es que no nos preocupemos de averiguar las relaciones que tenía con los problemas de su época, si discutía o no algunas creencias estable­ cidas o si se mantiene en una cierta tradición de pensamiento, o pro­ pone, por el contrario, otra visión, si lo que dice está relacionado con otras concepciones culturales de su tiempo ya sean estéticas, cien­ tíficas, filosóficas o religiosas, o en qué medida los sucesos histó­ ricos contribuyeron a presentar esos problemas, o qué nos propon­ gamos averiguar si los problemas que. la gente de una determinada época percibían como acuciantes o perentorios siguen siendo real­ mente los mismos que nos preocupan a nosotros.: II Afortunadamente, la historiografía española más reciente pre­ senta una gran variedad de mitologías, unas entran en la tipología original de Skinner; otras, desafiando cualquier intento dé clasifica­ ción, constituyen ejemplos dignos de una audacia intelectual sin precedente en la historiografía intelectual contemporánea. Cuan­ do se habla de entender las motivaciones que le llevaron a Hobbes a escribir se nos advierte que la cuestión central estriba en saber

elegir entre dos tipos de orientaciones: una es la orientación sin­ táctica representada por Tónnies o Watkins, Oakeshott, Robertson o Gauthier centradas en la noción de coherencia. La otra es una orientación más analítica en la que se trata de averiguar los móvi­ les, las finalidades y la función histórica5 que incluyen los traba­ jos de Horkheimer y Habermas. Después se afirma que «para com­ prender algunas de las más importantes construcciones teóricas de Hobbes hay que analizar el peso específico que tiene el miedo», porque «ese miedo estimula su producción teórica»6. La asunción básica estriba en encontrar el motivo fundamental que le lleva a un autor a escribir su obra, aun cuando el autor mismo no sea del todo consciente. Sin embargo, para no caer en un reduccionismo excesivamente simplista se nos insiste en.que: el miedo en Hobbes no se explica sólo psicológicamente. Una explica­ ción psicologista reduciría el problema en exceso y haría olvidar los com­ ponentes exteriores, institucionales, políticos y religiosos que producen ese ethos del miedo ante la realidad, que condiciona la representación que de ella se formule7. ‘ '

A pesar de ello la presencia del miedo es general en la «cosmovisión de Hobbes», un aspecto que se apoya en una cita de Mary Douglas para acentuar que puesto que toda socied id posee una estructura de miedo», también deberá de haberla tenido la socie­ dad en la que vivió Hobbes, y por consiguiente para entender el sentido de la obra de Hobbes ha de ser esencial descubrir la estruc­ tura del miedo de su sociedad. A pesar de la advertencia inicial de evitar la reducción que implica las explicaciones psicológicas nos seguimos moviendo en el terreno psicológico de la motivación. De esta manera, el paso de la sociedad natural a la sociedad política se explica en gran parte a dos citas de Freund y Habermas como la necesidad de someterse a la obediencia para superar el miedo. Así, se entiende que «el contrato social», en una cita de Roux, sea «el producto del miedo y de la esperanza, un compromiso entre nues­ tra agresividad ilimitada y nuestra angustia infinita»8. Posiblemen­ 5 Victoria Camps (ed.), Historia de la Ética, 3 vols., Crítica, Barcelona, 1992, vol. 2, p. 75. 6 Ibíd., p. 77. 7 Ibíd. 8 Ibíd., p. 78.

te nos encontremos ante una nueva mitología, la de los motivos esenciales. Si un motivo es un motivo psicológico inconsciente, entonces el sentido de los escritos debe de responder siempre a esa motivación fundamental. Es comprensible que desde esta perspec­ tiva no se entienda que el miedo tal vez pueda estar relacionado con las convulsiones sociales que se produjeron en Inglaterra entre 1642 y 1649, o con la necesidad de explicar la legitimidad de un nuevo régimen político o incluso con la controversia del juramento polí­ tico. Establecida la motivación, sólo nos queda comprender su ethos. Es cierto que para conjurar el peligro de ver a Hobbes como si fuera un filósofo existencialista avant la lettre, se nos dice que el miedo de Hobbes tenía como fundamento el escalofrío existencial que se debe de experimentar cuando se pierde «el suelo metafísico que había sostenido siglos de cultura occidental, que en el caso de Hobbes, «se veía agravado por la sensación de soledad en el universo humano», porque es natural pensar que «estas sensacio­ nes de vacío, soledad y de falta de fundamentos metafísicos pro­ ducen miedo»9. La mitología del motivo fundamental ofrece además un juego adicional importante para hacer algunas relaciones históricas con otros autores. Resulta que el miedo de Hobbes «se trata del conatus del endeavour tan querido: de Espinoza», o del temor de los dioses del que hablaba Lucrecio y naturalmente del temor que infunden las instituciones religiosas, porque como se nos asegura citando a Sombart «el Dios de Calvino y de John Rnox era un Dios terrible, un Dios que infundía pavor, un tirano sanguinario»10. Un hecho que nos ayuda a corroborar por qué en la sociedad en la que vivió Hobbes reinaba tanto miedo. ¿Cómo se podría entender de otra manera las obras de Hobbes más que como la manifestación de la conciencia del miedo qué era un factor psicológico tan deter­ minante en la sociedad en la que vivió? También encontramos ciertos trazos de la mitología de las doc­ trinas. Hobbes no sólo guarda semejanzas con Lucrecio, Espino­ sa y los filósofos existencialistas del siglo xx, también anticipa algunas tesis de Hegel, si se examina detenidamente el papel que hace en su filosofía política el estado de naturaleza. Primero la referencia a Hegel: 9 Ibíd., p. 80. 10 Ibíd., p. 81.

Hegel rechaza el mito del estado de naturaleza por carecer del menor fundamento histórico y ofrece a cambio un ser en sí, un hombre gober­ nado por el deseo, presa de sensaciones primarias y de su satisfacción que, a través del proceso de desarrollo que se describe en la fenomeno­ logía del espíritu llega a ser un ser para sí capaz de crear el Estado11.

Después la conclusión, por consiguiente: «No hay tanta dife­ rencia entre Hobbes y Hegel». Y para justificarla una cita a Roux: «Louis Roux cree incluso que Hobbes anticipa la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo»12. \ Nos encontramos con una explicación hegeliana para entender el papel que desempeña el estado de naturaleza en el pensamien­ to político de Hobbes. Según esto, lo que Hobbes quería decir, sólo que no pudo haberlo dicho como debería de haberlo dicho, es que el hombre en el estado de naturaleza es un ser en sí, porque está gobernado por el deseo y es presa de las sensaciones primarias y de su propia satisfacción, y cuando pasa al estado de la sociedad civil se convierte en un ser para sí, que es lo que le capacita pre­ sumiblemente para crear el Estado. Que Hobbes no hubiera leído a Hegel o no fuera consciente del desarrollo de la fenomenología es sólo un accidente secundario. Lo esencial, al parecer^ consiste en darse cuenta de que entender el sentido de un texto es lo misino que percatarse de las relaciones que guarda con el desarrollo del pensamiento político posterior, por consiguiente, el historiador es libre para elegir la categoría que más le convenga para explicar el sentido del texto, aun cuando no fuera una categoría disponible dentro del vocabulario del autor que se quiere estudiar. La referencia al miedo también es responsable de ofrecer una explicación alternativa a la que describe él propio Hobbes en el capítulo XVII del Leviathan de la creación de estado artificial. Aunque Hobbes no lo cita, debe ser esencial tener en cuenta el pro­ ceso de formación metafísica, no natural, de Aristóteles, para enten­ der la originalidad de la posición de Hobbes: En este proceso aristotélico de incorporación se van dejando atrás los accidentes, y son las esencias las que progresan hacia niveles superiores de integración. Pero este proceso supone unas realidades metafísicas que 11 Ibíd.,p. 88. 12 Ibíd.

el empirismo de Hobbes no admite. En consecuencia, para Hobbes, el Leviatán se constituye de una forma artificial, impuesto desde arriba y efectuado mediante el terror. Tiene que ser así, en virtud de un nomina­ lismo sobre el que será necesario volver enseguida13.

La explicación es bien simple. Primero es necesario contar con una referencia que Hobbes no hace, pero que es conveniente hacer sobre dos postulados previos. Uno, la teoría del motivo fundamen­ tal: el miedo; y el otro, el empirismo y el nominalismo de Hobbes. Sobre esta base se afirma que aunque Hobbes no mencione el terror en ninguna parte de los capítulos XVI y XVII del Leviathan, tenía que haberlo hecho en virtud de su profesión al empirismo y al nominalismo, dos corrientes filosóficas con las que Hobbes estu­ vo comprometido toda su vida y que debieron de guiar —sin saber­ lo, una vez más— su pensamiento. Cuando se explica el sentido de un texto político sobre la base de los motivos fundamentales o sobre la profesión de ciertas comentes filosóficas no es necesario prestar atención a lo que el propio autor dice en su texto. Una vez más, la referencia que hace Hobbes a la noción de persona y a su etimología, la noción de autor y autorización, los textos que cita de Cicerón, el problema de saber si una comunidad puede o no ser representada si se la entiende como «universitas», tampoco son relevantes para entender el sentido de lo que dice, en gran parte porque ese sentido ya viene definido por los motivos esenciales y las corrientes filosóficas que dominan el pensamiento del autor. Presumiblemente este hecho sería el responsable de que el histo­ riador de las ideas políticas se tome la libertad de hacer enuncia­ dos normativos que incluso contradicen la expresión verbal del autor que pretende estudiar; y también que se pueda señalar cier­ tas insuficiencias en su pensamiento. El pensamiento político de Hobbes tiene tres grandes insufi­ ciencias. La primera está relacionada con «limitar el momento democrático a la constitución del Leviatán»14, la segunda con «dejamos privados de toda instancia utópica positiva»15y la ter­ cera es que «Hobbes se habría hecho responsable de suministrar argumentos a los sistemas totalitarios»16. La primera sería verda­ 13 Ibíd., p. 90. 14 Ibíd., p. 103. 15 Ibíd. 16 Ibíd., p. 102.

deramente una insuficiencia, si Hobbes hubiese querido hablar de democracia, pero no lo hace. La cuestión no es la de saber si el Leviatán recibe su «autoridad original» de arriba o de abajo, sino más bien la de saber qué condiciones son las que se estipulan en el acto de autorización, dos cuestiones que no tienen nada que ver con la noción de democracia formal, que por otra parte es com­ pletamente ajena al pensamiento político de Hobbes. 'Por otra parte, la solución que se presenta a esta insuficiencia no dejaría de ser ingeniosa: «un «Leviatán a plazos» que salvase las formalidades democráticas pero que ignorase la verdadera naturaleza de _ün gobierno respetuoso con las libertades de las mayorías y de las minorías»17, si no fuera por el hecho de que Hobbes nunca pensó en la noción de un gobierno respetuoso con las libertades de las mayorías y de las minorías, de hecho, la noción de mayoría es un concepto ajeno al pensamiento de Hobbes, lo qué hace inviable que pudiera pensar en las formalidades democráticas, o en la noción de un gobierno democrático respetuoso con las libertades de las mayorías o de las minorías. Por lo que respecta a la segunda insuficiencia, se admite que «es difícil hacer sugerencias ya que la distancia que nos separa de Hobbes es grande, y las utopías es bueno que se fabriquen para cada momento»18. Pero el totalitarismo es otra cuestión «más radi­ cal, y hacia ello deberían dirigirse las críticas», porque el gran error de Hobbes consiste, aunque no lo cometa de manera explícita, en haber identificado la noción de Estado con la de sociedad19, la con­ clusión es que «es inútil tratar de ser indulgente con Hobbes en esta cuestión del totalitarismo. Hobbes la proclamó y la apoyó con argumentos pretendidamente científicos»20. La explicación se encuentra en el motivo fundamental que se esconde detrás de su obra: «El miedo a la guerra civil y el caos le obligaron a ello, y ahí reside la insuficiencia de su pensamiento político»21. La noción de totalitarismo es enteramente extraña al pensamiento de Hobbes, no tiene sentido pensar que conscientemente la hubiera apoyado con argumentos pretendidamente científicos, si se comprende que 17 Ibíd., p. 103. 18 Ibíd. 19 Ibíd. 20 Ibíd., p. 104. 21 Ibíd., p. 143.

los totalitarismos aparecen en el siglo xx y que no guardan rela­ ción alguna ni —por su justificación ideológica ni en sus contex­ tos sociales— con los argumentos pretendidamente científicos de Hobbes. Sería como decir que Darwin apoyó el genocidio nazi por­ que sus teorías sobre la evolución natural fueron utilizadas por los seguidores de la Liga Monista para defender la pureza de la raza aria y justificar el genocidio. Por su parte, para entender la filosofía política de John Locke es necesario plantear dos cuestiones preliminares. La primera: «¿[e]s Locke un filósofo de la política o, más bien, un político ansioso de dar una salida racional y justa a las sucesivas crisis de la historia de Inglaterra?». Y la segunda: «¿[e]n los Treatises está justificando la revolución whig o, más allá de la circunstancia his­ tórica, quiere hallar el fundamento filosófico de la obligación polí­ tica en general?»22. La respuesta es que Locke está haciendo «ambas cosas»23. Tenemos, pues, a Locke hecho todo un filósofo de la política y un político ansioso de dar una salida racional y justa de las crisis de Inglaterra, y además está justificando la revolución whig más allá de la circunstancia histórica, porque Locke: es un lúcido ejemplo de lo que todo filósofo de la práctica debería hacer: elevar la anécdota a la categoría, emprender la reflexión a partir de la rea­ lidad vivida, de las dificultades y problemas de la vida política del momen­ to, para acabar con una propuesta que transciende el propio contexto his­ tórico24.

Primero nos hacemos una idea de lo que todo filósofo de la práctica debe de hacer, «elevar la anécdota a la categoría [...] para acabar con una propuesta que trasciende el propio contexto histó­ rico». Una vez que tenemos la idea la aplicamos para entender el sentido de sus escritos, de manera que entender lo que un filóso­ fo de la práctica hace es lo mismo que verificar si satisface o no las condiciones que hemos estipulado en nuestra idea; y después identificamos las contribuciones que ha hecho a los problemas con independencia del contexto histórico en el que vivió, que, al pare­ cer, no debe ser más que un mero accidente para que el filósofo de la práctica pueda elevar la práctica a la noción de categoría. 22 Ibíd. 23 Ibíd. 24 Ibíd.

La historia se mueve una vez más con categorías, que se con­ sideran como las verdaderas contribuciones que debemos de reco­ nocer en los filósofos políticos. Esta asunción nos impone la necesidad de entender sus contribuciones con una intención que no está corroborada en sus escritos, a saber: la de pensar que el propio Locke tenía la intención original de trascender su propio contexto y ofrecer una solución, no tanto al problema de obliga­ ción política tal y como se presenta en esa época en Inglaterra, sino más bien al «fundamento filosófico de la obligación política en general», una propuesta que se reconoce que transciende el pro­ pio contexto histórico, aun cuando Locke ni siquiera se le hubie­ ra ocurrido plantearlo de esa manera. Como resultado de la aplicación de la idea, nos encontramos por una parte que el «Primer Tratado» es, decididamente, un manifiesto ideológico contra el absolutismo de los tories, desarrollado en la obra del contemporáneo de Locke, sir Robert Filmer, titulada Patriarcha25. Una conclusión decididamente sorprendente, porque Filmer murió cuando Locke tenía veintiún años de edad, circuns­ tancia que no lo convierte precisamente en su contemporáneo, si además tenemos en cuenta que Locke murió en 1704, cincuenta y un años después de que muriera Filmer. Pero debe de ser una de esas cosas que transciende el contexto histórico. Por otra, «[e]l Segundo Tratado constituye una apología de la política exclusionista, un ataque a las prerrogativas de [szc] que disfrutan sin escrú­ pulos los monarcas [...] Y, en definitiva, una justificación de la revolución inglesa de 1688»26. No es posible mantener al mismo tiempo que el Segundo Tratado sea una apología de la política exclusionista y que a la vez justifique la revolución inglesa de 1688. Son dos proposiciones incompatibles. La segunda ignora un hecho his­ tórico básico, a saber: que Locke compuso los dos Tratados entre 1679 y 1683, y aunque una parte del texto del Segundo Tratado fuera escrita en 1689, no existen razones para pensar, como lo demostró Peter Laslett27, que la concepción original del libro fuera la justificación de una revolución que se había consumado. Si el Segundo Tratado es una apología de la política exclusionista, no 25 Ibíd. 26 Ibíd. 27 Ibíd. Véase Peter Laslett, Introduction a John Locke, Two Treatises on Govern­ ment, particularmente las páginas 45-49, 50-51, 61. .

puede considerarse como una apología de la revolución de 1689, a menos que se suponga que Locke debió de haber tenido un excep­ cional sentido para anticipar acontecimientos futuros. = En este caso los problemas que se plantean y las soluciones que se ofrecen están estrechamente relacionadas con el contexto político en el que el texto de Locke apareció: las dificultades que tuvo el Exclusión Bill de 1679 para que se aprobara en el Parlamento, las maniobras del conde de Shaftesbury por excluir al hermano de Car­ los II de la sucesión, la supuesta conspiración papista, la legitimidad del voto negativo del rey, y finalmente el fracaso que tuvo la ley en el parlamento de Oxford. Ninguno de esos sucesos tiene nada que ver con la revolución de 1688, constituyen más bien una clase de pro­ blemas característicos del reinado de Carlos H entre los años 1678 y 1681. Incluso el problema mismo de la obligación política, qüe se entiende como un ejemplo de lo que se considera la elevación de la anécdota a la categoría, no surge hasta 1679 en el momento en el que Shaftesbury necesita encontrar un buen argumento que justifiqué el cambio de constitución; lo que hace que sea virtualmente irrelevan­ te sostener que la idea de obligación que defiende Locke se deba de entender como la solución al problema sobre el fundamento filosó­ fico de la obligación política en general, cuando ni siquiera fue este el problema que realmente le preocupó a Locke. A pesar de la evi­ dencia histórica en su contra, se nos dice que en los dos Tratados, aun cuando Locke jamás hubiera tenido la intención de hacerlo: Locke acaba distanciándose de la historia concreta y sus Tratados se convierten en la expresión de los derechos burgueses frente a los privi­ legios de la sociedad feudal, en la proclamación de la autonomía políti­ ca del ciudadano, base teórica de una política constitucional28.

Una conclusión admirable si se tiené en cuenta que ni Locke ni Shaftesbury llegaron a tener la menor conciencia de pertenecer a la clase social burguesa que tuviera ciertos derechos que deberían de defender, o que la intención de política del conde no tenga la más remota relación ni con el concepto de autonomía política del ciuda­ dano que, por su parte, es completamente ajeno a su vocabulario polí­ tico, ni con la supuesta base teórica de una política constitucional. 28 Victoria Camps (ed.), Historia de la Ética, 3 vols., Crítica, Barcelona, 1992, vol. 2, p. 144. . _ ■ .

Locke también incurre en «ciertas incoherencias obvias de sus teorías filosóficas políticas»29. Naturalmente estas contradiccio­ nes surgen como consecuencia de aplicar la metodología de las preguntas fundamentales: ¿fue Locke más político que filósofo? A nadie se le ha ocurrido pensar que esta pregunta es completa­ mente insignificante para entender el pensamiento político de Locke. En realidad no descubrimos nada sobre el sentido de sus escritos, si alguna vez llegásemos a saber si Locke fue un político o un filósofo; o ya puestos, también nos podríamos preguntar si fue un filósofo metido en política o un político que se dedicaba a la filosofía en sus ratos libres, o si cuando escribe sobre política hace filosofía política o sólo filosofía, o si cuando escribe sobre filosofía está escribiendo también sobre política. En cualquier caso, parece ser que el valor teórico de estas preguntas reside en su habi­ lidad para señalar algunas «incoherencias» en el pensamiento de Locke; incoherencias, se nos advierte, que encierran el peligro pri­ mero para los intérpretes liberales que «son capaces de leer a Locke con cierta frialdad, y de clasificarlo sin escrúpulos como el gran teórico del constitucionalismo político»30. Y en segundo de que los «intérpretes menos liberales —o decididamente marxistas— se fijan en Locke como el defensor acérrima del derecho de propie­ dad privada, lo que basta para descalificarle como representante y claro soporte del orden burgués». Resultá que según Macpherson, que «no ve sino contradicciones», «Locke es un individualista incongruente» porque «la individualidad plena de uno se consigue a costa de la individualidad de los otros» y en conclusión su indi­ vidualismo resulta que no es más que colectivismo31. No es rele­ vante constatar que los términos «individualismo», «colectivismo» y la incongruencia entre unos y otros sean el producto de las inter­ pretaciones posteriores de la obra de Locke, que soñ las que en realidad plantean las contradicciones que Locke, por su parte, jamás tuvo la intención de plantear. , No hay motivos, sin embargo, para sentimos desesperados; las dos interpretaciones resultan ser complementarias, las dos son «explicaciones distintas de una clara deficiencia: la insuficiente concepción de la justicia de Locke» porque al final: 29 Ibíd., p. 153. 30 Ibíd., p. 152. 31 Ibíd., p. 153.

[l]a política liberal del laissez-faire será económicamente eficaz, pero no produce justicia. Si ésta se mide con el criterio ancestral de «a cada uno lo suyo» — entendido ahora como «a cada uno el producto de su traba­ jo»— , la función del Estado justo debe ir más allá de la simple protec­ ción de ese derecho. Pero el estado del bienestar era una idea desconoci­ da en tiempos de Locke32.

Notable conclusión, si se tiene en cuenta la insuficiente con­ cepción de la justicia que tenía Locke. Resulta que la política libe­ ral del laissez-faire, que no pudo conocer Locke porque no se uti­ lizó en el sentido en que habitualmente se emplea hasta el siglo xvm por los fisiócratas franceses, nos lleva a pensar que es una incon­ gruencia que Locke no hubiera percibido que la función del Esta­ do justo deba de ir más allá de la protección del derecho de pro­ piedad, porque el estado de bienestar era una idea desconocida en tiempos de Locke. Además de estas incongruencias, Locke aparece como el «[p]recedente ya de una filosofía típicamente anglosajona» porque «piensa en muchos problemas filosóficos como problemas de carác­ ter lingüístico, pseudoproblemas, por tanto derivados de enredos de lenguaj e»33.'Hecho que le debe de otorgar a la filosofía de Locke un don de anticipación verdaderamente proverbial. Pero en realidad Locke: no anunció ni por asomo que los problemas filosóficos son pseudoproblemas que surgen como consecuencia de no entender la gramática del lenguaje, una tesis que ño aparece planteada con cla­ ridad hasta el Tractatus de Wittgenstein. La preocupación por el lenguaje de Locke no tiene nada que ver con una «filosofía típica­ mente anglosajona», sino con las tesis que elaboró John Wilkins en su obra^n Essay towards a real character and a Philosohical Language que apareció en 1668 y donde planteaba la posibilidad de construir un lenguaje filosófico que eliminara las ambigüedades del lenguaje común34. No es casual que se ignoren este tipo de rela­ ciones, si la premisa fundamental de la metodología histórica acen­ túa que es fundamental identificar en la obra del autor las propuestas que transcienden el propio contexto histórico. 32 Ibíd, p. 155. 33 Ibíd, p. 160. ........... 34 Véase Quentin Skinner, «Ambigüedad moral y el arte de la elocuencia en el Rena­ cimiento», p. 183 en esta misma edición; así como James Knowlson, Universal Language Schemes in England andFrance 1600-1800, Toronto, 1975.

Finalmente, una conclusión sobre el conocimiento moral, la moral se nos dice «es tan susceptible de certidumbre como el mate­ mático», «[p]or la simple razón de que la verdad de ambos proce­ de del acuerdo»35. Es cierto que Locke mantiene que la moral es una ciencia demostrativa y elabora algunos árgumentos particu­ larmente en el libro IV (caps. III, IV y XII) del Essay, pero es del todo improbable que lo creyera porque pensara que, como las mate­ máticas, su verdad se basara en el acuerdo. Las demostraciones morales no dependen de un acuerdo entre los hombres, sino de la posibilidad de entender las relaciones morales como nombres de modos mixtos de ideas simples, que gracias a una definición rigu­ rosa, son capaces de abstraer las consideraciones de las circuns­ tancias particulares36. No sólo encontramos mitologías, también existen plantea­ mientos metodológicos innovadores y audaces como los que se propone para estudiar la filosofía práctica de Kant. Parece ser que la ética de Kant se puede entender siguiendo ciertas metá­ foras muy iluminadoras, o bien prosiguiendo la nueva metodo­ logía de las verdades ocultas. La necesidad de recurrir a las metá­ foras se impone como consecuencia de reconocer que algunas preguntas metodológicas no son, en contra de lo que pudiera aparecer, un sin sentido. Todo el mundo sabe que uno de los aspectos que más han llamado la atención sobre la ética de Kant es que «no dice nada a la acción porque se ha contemplado desde la lente cincelada para no decir nada de la acción»37, hecho que nos inclina a preguntar: «¿Cómo puede tener la filosofía moral una lente pulida para no decir nada de la acción? ¿No es esto un contrasentido?»38. La respuesta podría ser que la lente era defec­ tuosa, o que estaba sucia, o tal vez que no hubiera estado bien cincelada. Sin embargo no se trata de eso, caeríamos en la tram­ pa de pensar que nos enfrentamos con un sin sentido cuando en 35 Ibíd., p. 162. . 36 Aunque los modos mixtos sean asociaciones arbitrarias de ideas simples, eso no significa que su definición tenga que ser el producto del acuerdo. Para que los hombres sean capaces de construir una moralidad lo esencial no es que se pongan de acuerdo, sino que logren ponerse de acuerdo reconociendo las mismas propiedades siguiendo un sistema riguroso de definiciones. _ 37 Victoria Camps (ed.), Historia de la Ética, 3 vols., Crítica, Barcelona, 1992, vol. 2, p. 316. 38 Ibíd. '

realidad no lo es, he aquí la respuesta y la solución de la meto­ dología de las metáforas: Pues no, no lo es. La filosofía de Kant, su sistema, es un juego móvil de lentes, y este [sz'c] es su mérito más preciso: su conciencia de que el mundo no se puede captar de un vistazo. El universo kantiano está des­ centrado, y no asume ésa perspectiva caballera de la pintura y de los sis­ temas modernos39.

El problema del que no nos hemos percatado se hace visible una vez más con la metáfora de las lentes, de lo que se trata es que «hemos mirado al imperativo categórico y el formalismo kan­ tiano con una lente de aumento, tan poderosa, tan precisa, que podemos descubrir todos sus pliegues, ocurrencias, enunciados y justificaciones»40. Para corregir los errores de visión que produ­ cen las lentes de aumento, es preciso cambiar de metodología his­ tórica. Pasamos de las lentes pulidas y de aumento al modelo de los puzzles: «[p]ara acabar con este equívoco, en la medida en que esto sea posible, deseo cambiar de método. Para ello me pro­ pongo seguir el modelo de los niños cuando aprenden a resolver puzzles»41. La metodología de los puzzles consiste en ir recom­ poniendo la filosofía moral de Kant como si fuera un puzzle cuyas piezas debemos aprender a encajar. Primero se comienza con las piezas de la periferia, después se compone las piezas más com­ plejas, para que al final: «reconozcamos que hay aspectos de la filosofía moral kantiana que no dicen nada de la acción, pero tam­ bién descubriremos otros que se llenan de carne, de vida, de rea­ lidad»42. Con el fin de crear la perspectiva adecuada que nos ayude a ver las piezas de «aristas rectas» se nos presenta otra nueva metodo­ logía, se trata del descubrimiento de las verdades ocultas. Á partir de una cita del libro Das alte Staatwesen vor der Revolution de Clemens August Perthes que apareció en 1845 se descubre una «verdad oculta» que es la que nos proporciona la clave para ir recomponiendo las piezas del puzzle que forma el pensamiento moral de Kant. El texto de Perthes: . 39 40 41 42

Ibíd. Ibíd. Ibíd. Ibíd.

Las últimas décadas del siglo anterior se ven ahora en tan lejano pasa­ do que más parecen pertenecer a la Edad Media que al presente. Entre nuestro tiempo y el tiempo de nuestros padres se alza la divisoria de la Revolución43.

Y ahora la explicación del sentido del texto de Perthes: Lo que la cita dice es que con la Revolución Francesa acaba la Edad Media en el universo práctico. La tesis no carece de relevancia, porque si hay un autor que sistematice el campo de ía praxis en las ideas del siglo xvm, éste es sin duda Kant44.

Y finalmente la verdad oculta que encierra el texto: La experiencia descrita en el texto incorpora entonces una verdad oculta que procuraré mostrar en estas páginas: que el sistema moral kan­ tiano es altamente tradicional, que profesa una obediencia obstinada, aun­ que no visible, al padre de la ética clásica, Aristótéles. El texto vendría a decir esta verdad. Mientras que en filosofía teórica, en física, en cosmologia, etc., Galileo pone fin a la Edad Media, en el universo de la praxis la Edad Media acaba con Kant45. :

Se trata, como cabría de esperar, de una verdad oculta, que habi­ tualmente ha pasado desapercibida para todo el que la ha leído. No hay duda, se requiere tener una imaginación histórica muy singular para ser capaz de ver tantas implicaciones para la filosofía práctica de Kant en una sola frase; pero hemos de asumir su reto metodoló­ gico como parte de la metodología más amplia de la reconstrucción de un puzzle. Primero se nos informa de una nueva verdad histórica, que seguramente también habría permanecido oculta: la Edad Media acabó con la Revolución Francesa de 1789. Lutero, Maquiavelo y Calvino, Locke, Shaftesbury, Hutcheson, Butler, Mandeville, Adam Ferguson y Hume, Grocio, Pufendorf, Rousseau, Voltaire, Leibniz, Montesquieu y Espinoza, son todos ellos pensadores medievales. Es un planteamiento audaz porque nos obligará a revisar la historia de nuestras ideas éticas hasta descubrir alguna conexión quizá entre la filosofía medieval de los siglos xm y xrv y los planteamientos de los filósofos modernos, que ahora no son modernos sino que resul­ tan ser medievales. Y en segundo lugar nos propone un dilema: 43 Ibíd., p. 317. 44 Ibíd. 45 Ibíd.

¿cómo es posible entender que el universo de la praxis de la Edad Media acabe con Kant y que al mismo tiempo el sistema moral kan­ tiano sea altamente tradicional, porque profesa una obediencia obs­ tinada, aunque no visible, al padre de la ética clásica? La riqueza teórica de la nueva metodología se encuentra precisamente en su habilidad para resolver este tipo de problemas. Kant, como Jano, tiene dos cabezas —debe de ser otra verdad oculta—, porque «por una parte, ha fundado su sistema nada menos que sobre la revolución copemicana. Por otra parte, en el campo moral y político, todo su pensamiento diseña más bien un mode­ lo progresista y evolutivo»46. Gracias a la doble cabeza de Kant podemos entender entonces que al «hablar del uso de la libertad, de la íntima conexión entre praxis y vida humana, de la fuerte aso­ ciación entre vida y evolución, y de la historia como la: forma idó­ nea de estudio de estos fenómenos, tomamos de lleno al universo aristotélico»47. La metodología de las verdades ocultas se basa en la posibili­ dad de identificar el sentido metafísico de los acontecimientos his­ tóricos y explicar los textos de un autor apelando a un conjunto de categorías —naturalmente ocultas— que dirigen, sin que él lo sepa, la solución de los problemas que intenta resolver. Así se nos dice que la filosofía de Hobbes es sobre todo «la constatación más pre­ cisa de la ruina del cosmos aristotélico»48, lo que le llevó a Hob­ bes a comprender la necesidad de un lenguaje artificial y al nomi­ nalismo. La guerra civil inglesa es la guerra civil de la metafísica, de las doctrinas, circunstancia que le condujo a Kant a percatar­ se del hecho de que la razón, «por naturaleza, ha dejado de orien­ tarse al conocimiento»49. Lo que hace que la normativa se entien­ da como una solución al problema de la «muerte del ser natural». Entender la filosofía práctica de Kant es, pues, lo mismo que ser capaz de responder a la pregunta: «¿qué debe reconstruir la normatividad propiamente dicha?»50. La normatividad no es más que una categoría entre otras muchas. También se habla de la distinción entre Bauen y Bilden, 46 47 48 49 50

Ibíd. Ibíd., p. 319. Ibíd., p. 320. Ibíd. Ibíd.

de un «territorio civil pacífico en el campo del conocimiento»51, de las «determinaciones de la existencia material del arbitrio huma­ no»52, de una «naturaleza moral formal»53, de un «desorden intrahumano, un desorden intracultural, y un desorden intercultural»54, de «suicidio físico y suicido moral»55, «de una hermenéutica pro­ pia de la felicidad»56. La importancia del suicidio moral, por ejem­ plo, es esencial para comprender lo que se llama el «sesgo».del imperativo: . La humildad ante la ley se toma elevación. Pero esta elevación tiene un escenario público, no privado, ni íntimo ni secreto. Elevación hasta igualarse frente a todo otro, ese orgullo que Aristóteles reconoce a los miembros de las polis, a los iguales. Dé eso habla el otro sesgo del impe­ rativo cuyo incumplimiento significaría un suicidio moral57.

Asimismo encontramos una copiosa evidencia para constatar la influencia de Aristóteles cuando «tomamos de lleno al universo kan­ tiano». Kant cuando habla de la necesidad de la antropología repro­ duce la crítica de Aristóteles al agathon de Platón58, al formular el imperativo categórico Kant asume la crítica de Aristóteles59, sin embargo su análisis de la noción de felicidad «no supera el punto de partida cuya esterilidad ya denunciara Aristóteles», la noción de regla moral «también exige, como Aristóteles, una cierta plenitud de tiempo»60, y si Kant habla de derechos en la Metafísica de las costumbres «recupera la vieja tesis aristotélica de que el hombre sólo es verdaderamente hombre en la sociedad civil»61. . ■ La mitología de las doctrinas vuelve aparecer en el estudio del utilitarismo, sólo que en esta ocasión adquiere una tendencia clara­ mente proselitista, el historiador elabora una doctrina con la inten­ ción de presentarla como el tipo de verdades que cualquiera debe­ ría de aceptar si tiene sentido común. Para empezar, existe una 51 52 53 54 55 56 57 58 59 60 61

Ibíd., p. 321. Ibíd, p. 324. Ibíd, p. 329. Ibíd, p. 339. Ibíd, p. 385. Ibíd, p. 386. Ibíd, p. 385. Ibíd, p. 325. Ibíd, p. 326. Ibíd, p. 336. Ibíd, p. 389.

variedad de utilitarismos, hay uno «primitivo» en Bentham62, y ade­ más contamos con la doctrina de Mili63. En el caso de Bentham, más bien habría que considerarlo como «el fundador de la variante moder­ na del hedonismo ético (universal) conocida como «utilitarismo». Pero se nos dice que no es original porque «la doctrina de la utili­ dad aparece en los anales de la filosofía más antigua, desde Epicuro para acá»64. Lo esencial sin embargo no es que sólo el utilitaris­ mo constituya una doctrina, además la doctrina utilitarista es «una teoría plausible, defendible, interesante y digna de nuestra atención» lo que la hace inseparable de «los dictados del sentido común de cualquier mortal debidamente ilustrado, imparcial y libre»65. La historia se convierte así en un poderoso instrumento para hacer prosélitismo filosófico, no sólo hay doctrina, es una doctri­ na tan enraizada en el sentido común que no es posible ser ilus­ trado, imparcial y libre si no se la profesa, como si Bentham o Mili fueran unos nuevos apóstoles laicos. Presumiblemente eso expli­ caría que la tarea del historiador consista en: ■, • elaborar, refinar y esclarecer una doctrina filosófica que ha gozado secu.lamente'de mala prensa, debido a una deformación sistemática de sus postulados, propiciada, a buen seguro, por los enemigos de un tipo de libertad que puede resultar incómoda a los gobiernos, a las iglesias y a los grupos dominantes en las distintas sociedades66.

Como suele ocurrir con las demás doctrinas, el utilitarismo tiene su fundador que es naturalmente Bentham67, también sus antece­ dentes en Hume y en Paine y Godwin por lo que respecta al «radi­ calismo utilitarista» que se encuentra en Bentham, Pero el utilita­ rismo es algo más que una doctrinales sobre todo una «teoría ético-política», en la que Bentham sólo «constituye el primer momento en la formulación del utilitarismo clásico, por haber esta­ blecido los cánones y directrices principales de esta teoría éticopolítica que ha permeado [sic\ todo el pensamiento anglosajón, especialmente desde Hobbes en adelante»68. 62 63 64 65 66 67 68

Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd. Ibíd., p. Ibíd. Ibíd., p.

467. 385. 457. 458. 460. La cursiva es mía.

La doctrina naturalmente admite también algunas revisiones. Así la formulación del hedonismo psicológico de Bentham es «excesivamente tosca y falta de matices» y corre el riesgo de caer en la falacia naturalista de Moore69. Para evitar esos inconvenien­ tes se nos recomienda que hagamos una «lectura caritativa» de Bentham para que su hedonismo psicológico no se entienda como algo mecánico70 lo que, por su parte, tiene la ventaja de evitar la «incongruencia de pedir que las leyes y los individuos se ejerciten en la búsqueda de la felicidad de todos, cuando a cada cual le inte­ resa únicamente la felicidad propia personal»71; En este caso nos veríamos ante otra variedad de hedonismo psicológico, al que se le llama «hedonismo psicológico no matizado» y cuyo efecto más inmediato es el de conducimos «a un egoísmo moral y proclama­ ría la necesidad del Leviatán hobbesiano cómo único remedio a las pasiones desenfrenadas de los individuos por incrementar sus cuotas de poder, de felicidad y bienestar»72. III Una buena pregunta para empezar podría ser la de averiguar hasta qué punto estamos dispuestos a falsear la realidad para some­ ter los textos filosóficos a la lógica despiadada de las doctrinas. Pero a menos que tengamos a nuestra disposición un criterio más o menos efectivo que indiqué el grado dé falsedad que le infringi­ mos a un texto, no estaremos en disposición de calibrar la distor­ sión qué causamos al texto que queremos entender. Aceptar ese criterio pasa por abandonar una de las asunciones básicas de la interpretación textual: que el significado del lenguaje que se uti­ lizó para escribir un texto es en esencia el mismo que el que noso­ tros utilizamos para entenderlo. Es posible que cuando los auto­ res utilizan las mismas palabras que nosotros la estén utilizando con una intención y con un sentido muy diferentes al nuestro, entonces empezamos a vislumbrar que la historia de las ideas se convierte en un ejercicio de imaginación creativa que requiere el 69 70 71 72

Ibíd., p. 461. Ibíd. Ibíd., p. 462. Ibíd.

abandono de nuestras formas habituales de pensamientos para intentar recuperar un sentido que, sin ser ya el nuestro, estamos, sin embargo, en condiciones de recuperar, sólo si somos capaces de entender las palabras con un sentido diferente al nuestro. El aura de familiaridad que creíamos mantener con los textos del pasado del que hablaba Maquiavelo empieza a desvanecerse; y los clásicos ya no nos hablan en nuestra lengua. La genuina histo­ ria que reivindica Skinner nos proporciona antes que nada una pers­ pectiva histórica que nos separa del pasado, y lo coloca en un con­ texto que no es el nuestro. Ver así la historia es un proceso de reconstrucción en el que las palabras de los textos empiezan a adqui­ rir un sentido que no hubiéramos podido descubrir sin haber renun­ ciado antes a nuestra posición egocéntrica. Puede que resulte inte­ lectualmente muy estimulante comprobar que, después de todo, las palabras adquieran un significado que nuestro predicamento ego­ céntrico nos impide apreciar. De hecho, la mitología de las doctri­ nas como las de la coherencia se podrían considerar como la mani­ festación de un cierto predicamento egocéntrico: la tendencia a pensar que el sentido de las frases que leemos en los textos del pasa­ do depende en último extremo de la coincidencia que manifiestan con los parámetros que nosotros utilizamos para entender lo que hacemos. La mitología se encuentra en asumir que esos parámetros son precisamente los mismos en cualquier época, y que sólo se nece­ sita descubrirlos para que el sentido de los textos se haga accesi­ ble. El resto lo proporcionan las doctrinas que elaboremos. En segundo lugar podríamos preguntamos sobre qué razones se justifican los presupuestos historiográficos más corrientes de la metodología española. En conjunto, ningún caso revela la menor preocupación por justificar con cierto rigor histórico por qué se habría de estudiar a los autores según el enfoque que utilizan. Unas veces se trata de lentes pulidas y de aumentos, otras es una cues­ tión de puzzles que al final nunca se resuelven, otras se trata de la persistencia de las doctrinas, en ocasiones hasta de elaborar doc­ trinas éticas que han de ser aceptadas por cualquier mortal con un mínimo de sentido común, y casi siempre los consabidos cánones de coherencias o incongruencias formulados sobre preguntas que no aportan nada a la hora de averiguar seriamente lo que un autor quiso de decir. Sea como fuere, es difícil escapar a la impresión de que los filó­ sofos del pasado, cuando aparecen como los protagonistas de las

historias que sobre ellos escriben nuestras autoridades académi­ cas, se convierten en agentes supra-históricos que en primer lugar no actúan como normalmente lo hacen los seres humanos movi­ dos por las circunstancias históricas en que nacieron, sino por cate­ gorías históricas como la normatividad, el serpara sí o el ser en sí, o movidos por la fuerza de las doctrinas que se han elaborado para enseñar filosofía en el bachillerato: el nominalismo, el indi­ vidualismo, el colectivismo o el hedonismo psicológico ya sea oseo o más refinado. En segundo lugar, sus textos se han de entender como si fueran doctrinas que fueron pensadas para trascender el contexto histórico en el que vivieron y con el que presumiblemente guardan una cierta relación, como si el sentido de sus obras sólo se pudiera entender en términos de las contribuciones que hacen a las doctrinas que elaboran los historiadores de las ideas. De lo que se trata es de identificar la doctrina, saber cuáles fueron sus antecedentes, las inconsistencias que presenta no con respecto al sistema de sus creencias, sino en relación con un esquema ideoló­ gico más amplio que se supone que debería de saber, como cuan­ do se nos descubre la ausencia de la noción de justicia en Locke, o se nos dice que no debemos de ser condescendiente con Hobbes por haber anticipado con argumentos pretendidainente científicos algunos postulados del totalitarismo moderno, o se nos presenta el utilitarismo como una corriente de pensamiento que hapermeado la historia de la filosofía, y es esencial asimismo percatarse si Bentham o Mili incurrieron en la falacia naturalista, una cuestión que se plantea en el siglo xx y que se presume que debieron con­ siderar. Y por último, los autores son esencialmente seres pensan­ tes abstractos, gente con una visión histórica trascendente, que son conscientes de estar aportando una contribución decisiva a la doc­ trina filosófica que en ocasiones no son capaces de reconocer y que forma parte de la tarea del historiador identificar. Desde esta perspectiva no es necesario señalar las relaciones que mantiene con la cultura de su época, o con los diferentes vocabularios que se pueden encontrar en su lenguaje. El principio parece ser que las ideas se bastan por sí mismas y que su sentido depende en último extremo de la coherencia interna del texto, un texto habla siempre de sí mismo. Finalmente nos podríamos preguntar también si hay alguna manera de evitar las distorsiones de nuestra historiografía más reciente. La solución más inmediata es verlas como distorsiones y

para eso hace falta que se abandone la mayor parte de los presu­ puestos que se asumen sin la menor discusión. Primero habría que discutir sobre qué bases se podría hacer una historia de las ideas políticas y morales. La metodología de las metáforas y de las ver­ dades ocultas es demasiado restrictiva y exige una intuición his­ tórica que no está al alcance de la mayoría, su ejercicio debe ser una labor de mentes excepcionalmente clarividentes. No es una opción, por consiguiente, viable para el historiador medio. Es plausible esperar que algunas ideas de Skinner puedan resol­ ver el problema para los que quieran hacer una historia más humil­ de, sin que tengan la pretensión de exhibir esquema trans-histórico alguno y se contenten con descubrir el sentido de un texto, que vean a un autor como alguien que tiene ciertas creencias, fines, motivos o intenciones y que lo que dice se pueda entender, sin grandes aspavientos metafísicos, como la respuesta de ciertas pre­ guntas cuyo sentido forma parte de un tiempo, de una época que no es la nuestra, y cuyos presupuestos se justifican sobre ideas o principios que no tienen nada que ver con los nuestros. Entonces es posible que esos autores no nos hablen con nuestra propia len­ gua, pero si somos capaces de apreciarla distancia ideológica que nos separa de ellos, comprenderemos mejor la solución que die­ ron a sus problemas, y descubriremos tal vez la inutilidad de esca­ par hacia ellos buscando el consuelo de un tedio que es el nuestro, y que ellos no pudieron sentir. E n r iq u e B

Sevilla, invierno de 2006

ocardo

C respo

INTRODUCCIÓN

LA HISTORIA DE MI HISTORIA: UNA ENTREVISTA CON QUENTIN SKINNER It is difficult for a man to speak long of himself without vanity; therefore I shall be short. D a v id H um e:

My own Life.

E n r i q u e B o c a r d o . — Dentro de dos años se celebrará el 30.° aniversario de la publicación de la que unánimemente es consi­ derada como una de las más innovadoras contribuciones al estu­ dio de la Historia de las Ideas Políticas: los dos volúmenes que componen Los Fundamentos del Pensamiento Político Moder­ no. ¿Cómo se le ocurrió concebir un proyecto de tanto alcance y cómo explicaría el nuevo enfoque histórico que se propuso seguir? Q u e n t i n S k i n n e r . —Permítame

responder a sus dos preguntas una por una. Primero cómo concebí el proyecto. Cuando me nom­ braron por mi primera vez Lecturer para dar clases en la Univer­ sidad de Cambridge en 1965, me pidieron que diera un curso sobre la historia de la teoría política desde el Renacimiento a la Ilustra­ ción. Posteriormente di algunos cursos similares durante algunos años, primero dando 24 clases y después 32. Durante este tiempo intenté clarificar y ampliar los materiales con los que