El Feminismo Espontaneo De La Histeria

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El Feminismo Espontaneo De La Histeria

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FEMINISMO ESPONTÁNEO d e l a HISTERIA el

EMILCE DIO BLEICHMAR

X' U U i l i i U U l

EM ILCE DIO BLEIGH M AR

E l fe m in is m o e s p o n t á n e o DE L A H ISTER IA Estudio de trastornos narcisistas de la feminidad

IB OSTMMJCjONES

fONTAMARA

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Primera edición: 1985, Adotraf, S.A., Madrid, Espafla Primera edición mexicana: 1989, Distribuciones Fontamara, SA. Segunda edición: 1994 Tercera edición: 1997

Derechos reservados conforme a la ley ISBN 968-476-090-6

© Emilce Dio Bleicnmar Distribuciones Fontamara, S. A. Av. Hidalgo No. 47-b, Colonia del Carmen Deleg. Coyoacán, 04100 México, D. F. Tels. 659-7117 y 659*7978 Fax 658*4282 Impreso y hecho en México Printed and made in México

A mi madre. A mis hijos Andrea, Julieta y Javier. A Memén y Mariana.

PRO LO G O

Se trata de un libro inteligente, que engloba aspectos sociales y cultu­ rales. Igualmente es un estudio estrictamente psicoanalítico que demues­ tra —por cierto, con tacto y respeto— el sexismo de Freud. Destaca có­ mo en nuestra sociedad, y en toda sociedad conocida, la diferencia de sexos implica desigualdad, y ambas condiciones tienen consecuencias psíquicas, poniendo énfasis en la disparidad existente en las leyes de la cultura que constituyen y gobiernan la fem inidad y la masculinidad. La prohibición del incesto es pareja para ambos sexos, pero una vez alcan­ zada la diferenciación sexual, la normativización del deseo del hombre y la mujer circula por caminos opuestos. Para analizar el desarrollo psicológico diferencial del varón y de la ni­ ña, ’a autora profundiza en los conceptos de género y sexo. Es un abordaje importante, ya que estas dos nociones no suelen ser discriminadas en el psicoanálisis clásico. Emilce Dio Bleichmar nos habla de la identidad de género anterior al reconocimiento de la diferencia anatómica. Tanto la niña como el varón saben desde muy temprano que son diferentes. Am­ bos idealizan y se identifican a la madre. Para ambos, la madre de la primera infancia es poderosa y omnipotente. A esta identificación co­ rresponde en la niña su Yo Ideal femenino primario, cargado de libido narcisista, y dando lugar al ideal del género al que pertenece. Discutien­ do este punto, descubrimos, no sin cierta malicia, la debilidad del varón por tener que renunciar a esta identificación temprana, ajena a su género. E l drama de la niña se produce cuando, al reconocer la diferencia anatómica, descubre también la inferioridad insospechada de la madre, inferioridad que no se lim ita a la supuesta castración, sino a la realidad de la propia inferioridad de su ser social, su ser mujer, ya que los padres de nuestra infancia son nuestros modelos ejemplares tanto de sexo como de clase social. En esta época se constituye, a través de los avatares del complejo de Edipo, el Yo Ideal femenino, ya marcado por ¡a doble minusvalía del modelo materno, herida narcisística que deja una huella a menudo imborrable.

En la parte primera del libro la autora se apoya principalmente en las investigaciones de Margaret Mahler y de Stoller. Mientras que coin­ cido con Mahler, me parece que Stoller exagera en su valoración del gé­ nero frente al sexo biológico. Como psicoanalista y médica, y por cierto como mujer, no puedo imaginarme una identidad femenina o masculina sólida si el sexo biológico está en desacuerdo con ella. Sin embargo, el enfoque de Stoller nos ayuda, aunque no lo tomemos al pie de la letra, a comprender mejor el inestable y delicado equilibrio entre sexo y género. En la parte segunda del libro la autora resume críticamente, con am­ plitud y minuciosidad, la extensa bibliografía sobre la histeria, la diver­ sidad de criterios para interpretar y ubicarla, la confusión existente en los empeños diagnósticos diferenciales y en el establecimiento de subcategorías. Si esta parte puede parecer algo árida a los lectores que no per­ tenecen a nuestra especialidad, su esfuerzo en la lectura se verá amplia­ mente premiado por lo atractivo y revelador de los últimos capítulos. En ellos hay descubrimientos muy acertados, «el feminismo espontá­ neo» —aberrante— de la histérica, quien a través de su frigidez, de su no goce, reivindica el deseo de ser reconocida, no sólo deseada, y la ex­ plicación de los cambios de fisonom ía que el cuadro de la histeria ha su­ frido en el siglo último. Llegamos a comprender cómo la mujer de antes solamente lograba ser escuchada si recurría a mensajes corporales, mientras que la de hoy, si pretende diferenciarse del modelo materno dei género, si bien amplía sus áreas de acción y obtiene mayor reconoci­ miento, aún paga la rebelión mutilando ¿u placer sexual. E l reanálisis que hace Emilce Dio Bleichmar del famoso caso Dora es brillante y totalmente convincente. Concuerdo con la autora, y creo que actualmente somos muchos en sostener que las ideas sobre la mujer constituyen «el talón de Aquiles» de la doctrinapsicoanalítica. Concor­ damos por experiencia clínica, pero ella lo demuestra, tras un arduo tra­ bajo interdisciplinario, ofreciendo de esta manera una sólida base cien­ tífica psicoanalítica a lo dicho por sociólogos y feministas. Ayuda de es­ ta manera a la mujer, en su cambio y en su lucha por una verdadero autonomía, a poder abandonar el camino de la histeria y a lograr set compañera del hombre en igualdad de derechos y posibilidades, sin poi eso tener que renunciar a! deseo y al placer. M

a r ie

Langer

INT ROD U CCION

No se discute con el destino, o cedemos a sus poderes de fascinación o nos rebelamos. El re­ verso del destino es la conciencia, la libertad. O c t a v io P az

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LA HISTERIA: UNA CUESTION FEMENINA La histeria se nos revela multifacética, plástica, voluble en su apa­ riencia y también en los intentos de comprensión que ha suscitado en el curso de la historia. De las explicaciones mágicas, religiosas, médicas, hemos arribado en el último siglo a las de carácter psicológico. Sin em­ bargo, lo circunscripto del dominio de pertenencia no ha disminuido la variedad de las propuestas, ya que los matices abundan, y no es lo mis­ mo entender el síntoma histérico como producto de la represión del de­ seo sexual, que como un efecto del lenguaje, como una estructura básica del ser humano o como una defensa específica contra la psicosis. Pero, con todo, en el enjambre de rostros y de teorías se destaca un invariante: ya sean hechiceras, santas, neuróticas o sujetos tachados, siempre se tra­ ta de mujeres. Será en torno a este punto donde haremos girar nuestro Interrogante, ¿en qué se funda la predisposición de la mujer a la his­ teria? Freud asestó un golpe mortal al supuesto naturalismo que goberna­ ría nuestros cuerpos, al establecer en el campo científico la profunda heteronomía entre la pulsión y su objeto. La sexualidad humana es capri­ chosa, variable, múltiple, a veces silenciosa, alejándose de la consisten­ cia y ritmo regular que caracteriza el celo animal. Gracias al psicoanálills, la histeria cobró distancia del naturalismo etimológico del que pro­ venía, y del útero se desplazó a las reminiscencias, al fantasma, al Edi­ po, pilares del gran descubrimiento que la histeria inauguraba, el inamsciente. Pero cuando se trata de explicar por qué se corporiza prevaientemente a través del cuerpo de la mujer, asistimos sorprendentemente a la reintroducción de la línea supuestamente abandonada: a causa de hil anatomía. Si bien, no se trata de la anatomía a secas, sino de las conwcuendas psíquicas de la diferencia anatómica de los sexos, con todo, Agrá la anatomía la que se supondrá marcando el destino diferencial que jistnnirá la castración en el hombre y en la mujer.

La posesión de un clítoris, al que se le adjudica sin mayor reflexión filiación masculina, predeterminaría la organización de una fantasmática fálica que gobernaría el vínculo de la niña con su madre en tanto mu­ jer. Toda niña sería un muchachito sin saberlo —tesis de la masculini­ dad primaria— hasta que descubre la diferencia de sexos, momento a partir del cual, ahora ya con la certeza de no ser varón, deseará serlo por el resto de su infancia o de su vida, sostendrá Sigmund Freud. Y este núcleo fuerte de masculinidad en la mujer sería el responsable de su proclividad a la histeria, roca irreductible al poder transformador del psicoanálisis, de la palabra, a causa precisamente de su anclaje en otro orden, el biológico. Freud sellará la histeria una vez más en la historia del conocimiento, al destino supuestamente fijado por la naturaleza a 1a mujer. Y quizás sea este sector de su teoría —hoy ampliamente discutido y cuestiona­ do— donde es posible observar con mayor nitidez la marca del prejuicio que hace obstáculo, que fija un límite al carácter transformador del pen­ samiento freudiano. El escándalo surge entre las mujeres analistas, es­ pecialmente entre las mujeres psicoanalistas de niños, quienes, obser­ vando a las niñas, las encuentran en franca contradicción con lo que la teoría sostiene, ya que se revelan mucho más femeninas cuanto más pe­ queñas son. Melanie Klein eleva la bandera de la feminidad primaria, una nena-mujer que conoce su vagina y desea el pene del padre práctica­ mente desde que nace, desvirtuando de este modo todo remanente de masculinidad inicial en el determinismo de la histeria. Sin embargo, la propuesta kleiniana, aun invirtiendo la hipótesis ciento ochenta grados —la masculinidad primaria se transforma en feminidad primaria— no contribuye a desterrar el naturalismo contenido en el modelo teórico, si­ no que lo entroniza aún más, pues tal feminidad también se concibe sur­ giendo de la anatomía, en este caso la que corresponde a su sexo, la vagina. ¿Feminidad primaria o secundaria? Polémica que insiste y no se re­ suelve, y cuyo valor estriba, más que en polarizar a los analistas, en las posibilidades que deja abiertas para la comprensión de la mujer. Pero, ¿qué entender por feminidad o masculinidad? ¿Acaso un sinónimo de sexualidad, tal cual lo concibió Freud en sus artículos de 1931 y 1933, que versando sobre un mismo tema se titulan, uno, «La sexualidad fe­ menina», y el otro, «La feminidad»? ¿O debemos pensar que tanto la feminidad como la masculinidad aluden a una subjetividad que será la encargada de investir al cuerpo, de marcar tanto su anatomía, sus fun­

ciones, así como al deseo sexual, con las múltiples significaciones y fan­ tasmas que modelan sus siluetas y comportamientos diferenciales? El fenómeno del transexualismo viene en nuestra ayuda para indi­ carnos una dirección. Considerado durante mucho tiempo un trastorno extremo de la sexualidad, a partir de los trabajos de Robert Stoller se reubica su comprensión, iniciándose el capítulo altamente promisorio de los trastornos del género. Las investigaciones sobre estos raros casos demuestran la estructuración de un núcleo de identidad femenina, es de­ cir, un sentimiento e idea inicial de ser mujer, anterior a la marcación anatómica del cuerpo, o sea, al reconocimiento por parte del niño de una diferencia anatómica genital entre el hombre y la mujer. Esta femi­ nidad, cimentada en el seno de una peculiarísima relación con una ma­ dre que feminiza casi sin erotizar, tiene el extraordinario poder de recha­ zar la anatomía que ulteriormente el niño descubrirá. Identidad femeni­ na sostenida sólo por la convicción del niño y el deseo de la madre, y que se opone con tanto rigor al empuje del cuerpo, a la anatomía, a las hormonas, al deseo sexual que emanaría «naturalmente» de este suelo biológico, que el niño y luego el joven no dudarán en buscar todos los medios posibles para la transformación total de éste, su cuerpo de hom­ bre que cuestiona el deseo de ser mujer. Lo que el transexualismo nos demuestra, entonces, es una via de su­ peditación de la sexualidad al género. Una vez definida una identidad de género, ésta, la feminidad, por ejemplo —de acuerdo a las leyes que dictan los postulados que la cultura ha edificado como lo masculino y lo femenino—, normativiza el deseo sexual. Lo que revoluciona el pen­ samiento psicoanalítico es que, entonces, la feminidad/masculinidad no se hallan exclusivamente bajo la égida de la anatomía, de lo biológico para su organización, no sólo en el caso del transexual, sino de todo ser humano. La introducción de la noción de género, su origen indepen­ diente de los del sexo y sus íntimas articulaciones posteriores clausuran —en mi opinión— la dicotomía feminidad primaria o masculinidad pri­ maria, para establecer definitivamente la carta de ciudadanía de la femi­ nidad primaria, pero, simultáneamente, inauguran la concepción de una feminidad secundaria, en el interior de la cual la masculinidad no puede dejar de tener un lugar. Existe claramente una feminidad temprana por identificación prima­ ria y/o especular a la madre, a la cual la niña conocerá, definirá y nom­ brará empleando el mismo discurso cultural por el cual se conocerá, de­

finirá y nombrará a sí misma. Discurso que no hará más que redoblar los enunciados a través de los cuales la madre se define a sí misma e identifica a su hija como su doble. Feminidad primaria que goza de las licencias de lo imaginario, del fantasma, ya que en la intimidad de los cuidados, del placer del amor y en las reducidas dimensiones en que la madre reina, el niño/a puede edificar la idea de una feminidad a la cual no le falta nada. Por tanto, hay un tiempo durante el cual la feminidad, es decir, los atributos, actividades y actitudes que caracterizan a una mujer, son considerados por el niño una condición ideal. Será por esta valoración estrictamente fantasmática por lo que la feminidad primaria para la niña se constituirá en el núcleo más poderoso de su Yo Ideal preedípico, y por lo que la castración materna sólo ocupará un lugar psí­ quico, a posteriori del descubrimiento de la diferencia anatómica y de la total significación de la función sexual de los órganos genitales. Si el fantasma de la mujer fálica debe ser producido, es para mantener la creencia en la omnipotencia materna, omnipotencia que hallaba su sus­ tentación en un universo gobernado por las significaciones que emana­ ban de la feminidad en tanto género femenino; el falicismo le será agre­ gado a posteriori, no para dar cuenta de la masculinidad inicial, sino que tal masculinidad le debe ser añadida cuando esta última se instituye en el símbolo privilegiado por la cultura para designar el poder. Este pa­ saje del cuerpo a lo simbólico en la determinación de la identidad, hasta hoy llamada identidad sexual —justamente por el peso atribuido a la marcación anatómica— y que de ahora en adelante debiéramos denomi­ nar identidad de género, contribuye a reintroducir en la teorización psicoanalítica, una orientación que los propios trabajos de Freud sobre la feminidad interrumpieron: la importancia de la realidad psíquica, del registro de la fantasía, de la creencia, de lo simbólico, como órdenes fundantes alejados de todo realismo ingenuo. El centro de la primera parte de nuestro estudio sobre la histeria con­ sistirá en poner a trabajar el concepto de género en el interior de la teo­ ría psicoanalítica sobre la sexualidad femenina. Pensamos que los resul­ tados de tal elaboración contribuyen no sólo a resolver gran parte de los impasses a que la misma se halla enfrentada, sino también a la elimina­ ción de todo remanente de naturalismo dentro del campo de la revolu­ ción freudiana. Para la clara distinción entre género y sexo es imprescin­ dible, al menos, un breve recorrido por algunas de las múltiples investi­ gaciones sobre la sexualidad que se han venido desarrollando en los últi­ mos veinte años en el campo de la genética, la embriología, la bioquími­ ca, la neurofisiología, la endocrinología y el comportamiento sexual.

La cantidad de hallazgos representan nn desafío saludable para nuestra joven ciencia del psicoanálisis, que todavía se halla inmersa en los avatares de un libre discurrir, sin que los teóricos sufran el estorbo del peso de los hechos. Pero, ¿por qué esta recurrencia por nuestra parte a la biológico, des­ pués de tan enconada denuncia a las repetidas recaídas en el naturalismo a que ha estado sometida la teoría? Pues, porque los datos empíricos serán utilizados, lo que no deja de constituir una paradoja, para refutar una teoría que hacía del empirismo —la diferencia anatómica de los se­ xos y lo supuestamente real— su sustento. Nos valdremos de una serie de estudios empíricos que, desligados de connotaciones ideológicas, des­ mienten y desenmascaran la estructura imaginaria del supuesto empi­ rismo anatómico. Se trata en realidad de un contrapunto entre el em­ pirismo de la ciencia, que cierta epistemología desdeña y rechaza porque confunde con otra dimensión de lo empírico —el de la ideología— , al cual legítimamente ha sabido poner al descubierto. Es así como el nuevo bagaje de conocimientos biológicos adquiere significación en el seno de una teoría psicoanalítica, en la cual lo simbólico constituye el eje orde­ nador. No deja de ser sorprendente que, desde los extramuros del psi­ coanálisis, hoy sea posible fundamentar y completar la tesis freudiana sobre el rol capital de las experiencias infantiles en la estructuración de la sexualidad humana, y afirmar que las determinaciones biológicas sólo podrán reforzar o perturbar una orientación edificada por el intercam­ bio humano. Money y los hermanos Hampson (1955) demuestran cómo dos niñas, ambas hembras en el programa genético, gonadal y endocri­ no, con su estructura sexual interna normal, por padecer, durante la gestación del síndrome adrenogenital, nacen con sus órganos sexuales externos masculinizados. Una de las niñas es rotulada correctamente co­ mo hembra, mientras que a la otra —engañosamente varón por la enfermedad— se le asigna el sexo masculino. A los cinco años, la desig­ nada hembra se considera y es considerada por su familia una niña, y la que creyó ser varón, un varón. Lo que ha determinado el comporta­ miento y la identidad no ha sido su sexo (biológico), ya que es otro, sino las experiencias vividas desde el nacimiento, experiencias totalmente or­ ganizadas sobre la naturaleza supuestamente masculina del cuerpo de­ signado como varón. También se constatan los raros casos de varones nacidos sin pene y niñas sin vagina, que si bien sufren hondos conflictos por este hecho, tales conflictos no conmueven una identidad de género previamente establecida que no ha requerido la posesión del genital para su constitución. Todos estos hallazgos, y muchos más, van operando

una suerte de línea de clivaje entre sexo y género, hasta hace una década prácticamente sinónimos en el diccionario e inextricablemente ligados en sus destinos, de modo que hoy es posible afirmar que pertenecen a dos dominios que no guardan una relación de simetría, y que hasta pue­ den seguir cursos totalmente independientes. Es entonces la propia bio­ logía —debidamente enmarcada en un contexto teórico— la que des­ miente a las teorías que apelaron a ella, y que nos permite, con su favor, asestar el golpe final a todo resabio de naturalismo, ubicando la femini­ dad y la masculinidad —en tanto identidades de género— como catego­ rías del patrimonio exclusivo del discurso cultural. Pero aún debemos otro tributo a la biología, pues sabemos la magnitud de la inercia con que se enfrentan las nuevas ideas hasta lograr su consagración. Para aquellos que se sientan inclinados a seguir pensando en la masculinidad inherente a la estructura anatómica de los órganos sexuales de la ñifla —el clítoris—, lo que determinaría la naturaleza de su deseo sexual, se encontrarán con la sorpresa de los datos que prueban que tal hipótesis biológica es simplemente falsa, embriológicamente el clítoris no es masculino. Pero si queremos ser fieles a nuestro norte metodológico y mantener la cercanía a los hechos clínicos, ¿cómo dejar de lado la presencia de lo masculino en la histeria? ¿Cómo precisar la naturaleza de su bisexuali­ dad, se trata del deseo o de las identificaciones? ¿Qué es entonces lo bifronte, su sexo o su género? La biología moderna desacredita rotunda­ mente el mito de la supuesta masculinidad de la niña, de manera que de­ ja de ser un obstáculo que pueda ser invocado, para profundizar en la incuestionable feminidad primaria de la misma. Por otra parte, el des­ cubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos que verdaderamente determina el destino diferencial para la niña y el varón, no sería el que éstos adquieren en un momento de su desarrollo, sino la debida normativización que en tanto género y orientación sexual tengan los padres, quienes construirán desde su sistema simbólico la feminidad y/o mascu­ linidad que corresponda al cuerpo sexuado que dan a luz. En el caso de la niña, la identidad de género femenino ve facilitada su estructuración, pues en el campo intersubjetivo en el cual tiene lugar su gestación, el otro especular —la madre— es efectivamente su doble. Esta específica condición de maternalización de nuestra cultura marcará desde tempra­ no la mayor parte de los patrones que rigen la feminidad y la masculini­ dad. La dependencia, el déficit de diferenciación, el predominio del nar­ cisismo y de la ambivalencia en el vínculo, como rasgos peculiares de la feminidad, serán rastreados desde el inicio. Pero en ningún momento

nos enfrentamos con ningún dato que pudiera ser considerado fálico o masculino; la feminidad primaria parece transcurrir ideal, imaginaria y fantasmáticamente al margen de toda significáción masculina para la ni­ ña. De ahí que pueda constituirse en una de las condiciones fundamen­ tales de su Yo Ideal, de su sistema narcisista. Tanto la niña como la ma­ dre gozarán de un tiempo en el que la representación de la mujer en tan­ to género será la sede del poder. La crisis de la castración, al provocar una redistribución de la valora­ ción ligada al género, arrasa con ese universo femenino en que tanto a la madre como a la hija no le faltaban nada, y el pene real del padre será elevado en carácter de símbolo fetiche, representando privilegiada­ mente la compensación de toda carencia. Pero sabemos que aquello que el descubrimiento de la castración pone en tela de juicio es el papel narcisizante de la madre, ahora será del padre del que se esperará la valori­ zación. Se hace entonces necesario agregar en el estudio de la feminidad, junto a la constatación de los efectos psíquicos que la diferencia anató­ mica de los sexos provoca en el sistema narcisista de la niña, aquellos otros efectos que provienen del testimonio que la niña efectuará, de ahora en adelante, de las múltiples y permanentes desigualdades en la valorización social de los géneros. Creemos que la principal consecuen­ cia psíquica del complejo de castración para la niña es la pérdida del Ideal Femenino Primario, la completa devaluación de sí misma, el tras­ torno de su sistema narcisista, y que el interrogante mayor a dilucidar no es cómo hace la niña para cambiar de objeto y pasar de la madre al padre, sino cómo se las arregla la niña para desear ser una mujer en un mundo paternalista, masculino y fálico. La eficacia de la castración se funda en la alteración, en la inversión de la valoración sobre su género, de idealizado y pleno se convierte en una condición deficiente e inferior. Pero si esta metamorfosis tiene lugar es porque el núcleo de la identidad de género se halla firmemente constituida; la castración ni origina ni al­ tera el género, sino que lo consolida. Lo que sí compromete, organiza y define es el destino que la niña dará a su sexualidad. El complejo de castración orienta y normativiza el deseo sexual, no el género. En otras palabras, decide básicamente sobre la organización de la sexualidad fe­ menina, no acerca de la feminidad. La niña se orientará o no hacia el padre, estableciendo su elección de objeto sexual, sellando así o no su heterosexualidad. Heterosexualidad que en la teoría requiere ser dife­ renciada de la feminidad, pues así como existen homosexuales femeni­ nas, también existen formas de histeria fuertemente masculinizadas y, sin embargo, exclusivamente heterosexuales.

Pero a la niña no le basta establecer la heterosexualidad para lograr, por consecuencia, una identificación secundaria a la madre que tipifique su feminidad, ya que la feminidad, en tanto ideal, ha quedado cuestio­ nada por la castración. Deberá reconstruir su sistema narcisista de idea­ les del género y reinstalar una feminidad valorizada que oriente tanto su rol del género como su deseo sexual. La prolongación en el tiempo y sil clausura incompleta en la mayor parte de los casos, características del Complejo de Edipo de la niña, encuentran explicación en la colosal empresa narcisística que debe acometer: 1) la reconstrucción de su femi­ nidad, a través de la instauración de un Ideal del Yo Femenino Secunda­ rio que no sólo incluya la oposición fálico-castrado, sino el rol social —rol conflictivo, ambivalentemente valorado— , así como la moral se­ xual que legisla sobre este rol, y 2) la narcisización de la sexualidad para su género, pues la sexualidad femenina es un valor altamente contradic­ torio en nuestra cultura. Recapitulando, la incorporación del concepto de género a la teoriza­ ción del desarrollo psicosexual nos ha permitido establecer la dimensión simbólica de la feminidad. A su vez, a través de este desarrollo, hemos podido situar el género como una representación privilegiada del siste­ ma narcisista Yo Ideal-Ideal del Yo, y constatar que estas estrucuras, así como el Super Yo, siguen cursos de estructuración y formas finales de organización diferentes en los distintos géneros, por lo que pensamos que el género es un articulador o una estructura mayor, a la cual tanto el Ideal del Yo como el Super Yo se hallan subordinados. Si bien la ley del incesto introduce una legalidad pareja para ambos sexos prohibien­ do la sexualidad endogámica, sin embargo la moral sexual que normativiza el ejercicio del resto de las formas de sexualidad no es igualmente simétrica. Y será a partir del estudio de la especificidad del sistema narcisista, de los ideales y valores que guían a la niña durante la latencia y la ado­ lescencia, de donde se desprenderá la fuerte oposición que rige tanto las relaciones entre feminidad y narcisismo como entre sexualidad femeni­ na y narcisismo. Durante estos períodos la tipificación tanto de la femi­ nidad como de la masculinidad se realiza por mútiples vías, por identifi­ cación al objeto rival, por ejercicio del rol y por un proceso de moldeamiento sólidamente pautado por los ideales de feminidad/masculinidad imperantes en la familia y en la microcultura a la cual ella pertenezca. El resultado es un clivaje estructural de los modos de acción y de pensa­ miento de los dos géneros, un mundo privado y doméstico para las ni­

ñas, quienes cultivarán la gracia, la seducción y los sentimientos, y un mundo social y crecientemente público para los varones, desde el cual ejercerán la capacidad para la toma de decisiones y el poder transforma­ dor sobre la realidad; una clara dicotomía en el ejercicio del placer pulsional que será legitimado en el caso de los varones y fuertemente conde­ nado para las niñas, y una diferencia neta en la localización dei. objeto del deseo sexual y del reconocimiento narcisista. El varón sólo buscará en la madre-mujer el objeto de la satisfacción pulsional y será de su pa­ dre del que obtendrá la valoración, quien, a su vez, se halla instituido socialmente para otorgarla y para ofrecerse como ideal del Yo; mientras la niña dirigirá su búsqueda sexual y narcisista sobre el mismo objeto, quien por esta peculiaridad de otorgar tanto el goce como la valoriza­ ción no puede dejar de ser erigido, de alguna forma, en su ideal. Y es en este punto donde se revela el profundo déficit narcisista de organización de la subjetividad de la futura mujer, ya que lo habitual en la niña es que, en el proceso de identificación a la madre —en tanto objeto rival y supuestamente ideal— , encuentre serios obstáculos para considerarla un modelo a quien parecerse, y en lugar de desear identifi­ carse a ella, se desidentifique y localice el ideal en el hombre. De esta manera, concluirá el proceso por el cual la única vía para el restableci­ miento del balance narcisista en la mujer es en base a alguna referencia fálica, ubicando al hombre en el objetivo central y único de su vida. Puede rodearlo de la más alta idealización y emprender su «caza», cual­ quiera sean sus cualidades; puede, despojándose de la posibilidad de po­ seer para sí metas y valores, delegarlos en él, de manera que será la fiel compañera, la que ayuda a que su «hombre se realice», situándose en ese lugar tan valorizado por nuestras convenciones, de ser «la mujer que está siempre detrás de los grandes hombres»; o ambicionando mayor trascendencia para sí, competirá por poner en acto comportamientos o actividades que desarrollan los hombres, es decir, masculinizará su Ideal del Yo y su Yo; o finalmente puede llegar a instituir como su meta el comportamiento sexual del hombre hacia la mujer, homosexualizando su deseo Toda suerte de oposiciones caracterizan los destinos de las distintas instancias psíquicas en la mujer. Si busca ser sujeto de su deseo y satisfa­ cer sin represiones su pulsión, aceptando su papel de ser «objeto causa del deseo», se encontrará no sólo con la condena social, sino con el peli­ gro real de la pérdida del objeto, es decir, con un entorno que unánime­ mente no valoriza, no legitima como femenina esta disposición. Resulta

así una oposición entre narcisismo y ejercicio de la sexualidad. Si se afa­ na por superar sus tendencias «pasivas» que la mantienen dependiente del objeto —ya sea madre, padre u hombre— y obtener autonomía so­ cial e intelectual, se encuentra con que de alguna manera compite con algún hombre, castrándolo. Por tanto, la autonomía, que por otro lado forma parte de los requisitos esenciales de los decálogos de salud men­ tal, se opone a la feminidad. La pulsión se opone al narcisismo; la am­ pliación del Yo, al Ideal del Yo. ¿Y el Super Yo? Los trabajos de Gilli­ gan (1982) —provenientes del campo de la psicología social— sobre la evolución diferencial del juicio moral en los distintos géneros, muestran que, al llegar a la adolescencia, las niñas presentarán una perspectiva moral basada en una ética del cuidado, mientras que en los varones lo que prevalece es la lógica de la justicia. Pero como ambos serán evalúa dos con métodos diseñados en base a patrones masculinos —la escala de Kohlberg—, las niñas, aun poseyendo una sólida ética del cuidado y la responsabilidad y una muy avanzada lógica de la elección, serán cla­ sificadas como alcanzando un menor nivel de moralidad. Extraña con­ dición la del Super Yo femenino, defectuoso, pero centrado en los máxi­ mos principios éticos del cuidado y la responsabilidad, inferior al del hombre, pero condenando y legislando rigurosamente cualquier «exce­ so» sexual. Esta dimensión profundamente conflictiva de la feminidad en nues­ tra cultura se demuestra y tiene su máxima expresión en la histeria. La introducción del concepto de género permite comprender más cabal­ mente la problemática histérica y no caer en el error de considerarla ba­ sada en una supuesta indefinición sexual. Si la histérica/produce la fan­ tasía de la mujer con pene, no lo hace ni por homosexual ni por transexual —o sea, por el deseo de ser hombre—, sino porque, cerrados los caminos de jerarquización de su género, intenta formas vicariantes de narcisización, añadiendo a su feminidad falicismo, masculinidad, un pene fantasmal, o dirigiéndose a un hombre para que le diga quién es. Es posible delimitar dentro del cuadro de la histeria tres subcategorías nosológicas: la personalidad infantil-dependiente, la personalidad histérica y el carácter fálico-narcisista, las cuales constituyen una serie psicopatológica cuyo eje es el grado de aceptación o rechazo de los este­ reotipos sobre los roles del género vigentes en nuestra cultura. En todas ellas, sin embargo, se manifestará el síntoma histérico (dejando de lado la conversión, cuya filiación exclusiva a la histeria queda seriamente cuestionada), entendiendo por tal el profundo conflicto narcisista que la

relación deseo-placer le provoca. El goce sexual de la mujer, en tanto goce puro, el ejercicio de la sexualidad como testimonio de un ser que desea el placer y lo realiza en forma absoluta —por fuera de cualquier contexto legal, moral o convencional—, se constituye en una transgre­ sión a una ley de la cultura de similar jerarquía a la ley del incesto. La histeria queda así ubicada en el centro de un conflicto básico de carácter narcisista, que impulsa a la mujer a una suerte de feminismo espontá­ neo, pues lo que trata es de equiparar o invertir la valorización de su género, no el comportamiento sexual. Cada vez que se sienta humillada apelará a su única arma en la lucha narcisista, el control de su deseo y su goce, para de esta manera invertir los términos, ella será el amo, asu­ miendo un deseo de deseo insatisfecho. En su reivindicación no puede dejar de permanecer prisionera de los paradigmas y sistemas de repre­ sentación masculina, y su feminismo espontáneo y aberrante se pondrá en juego en el mismo terreno en que ha quedado circunscripta y defini­ da, el sexo. Pero, obviamente, la problemática narcisista femenina exce­ de este campo, así como lo excede para el hombre, pues también cuando en éste la valorización narcisista se confronta exclusivamente en el área de la sexualidad, surge la histeria. Esta dimensión de la problemática de la mujer, vista desde el narcisismo de su género, ha permanecido y per­ manece silenciada para la cultura, el teórico, el terapeuta y para la pro­ pia mujer. Cuando accede a cualquier otro terreno se considera que in­ vade el territorio masculino, castra al hombre, es masculina. Si deja de ser femenina en forma convencional —hembra, madre, ama de casa— , no se piensa que busca otras formas de ser en el mundo, sino que imita y compite con el hombre. ¿Es posible intentar hablar de la histeria, de la mujer y de la femini­ dad al margen de un discurso sexista? Mucho se ha escrito sobre la mu­ jer, sobre su sexualidad, ya que es especialmente en tanto sexo que ocu­ pa un lugar en la historia. Gran parte d£ lo escrito no hace sino repetir el estereotipo imperante en nuestra cultura. Todo lo que se siga escrib endo y proclamando sobre ella tiene una feroz incidencia sobre lo que la mujer es. Lacan y su escuela, en el marco de una concepción lingüísti­ ca del psicoanálisis, definen a la histérica ya no como enferma más o menos neurótica, ni más o menos psicótica, ni más o menos infantil, si­ no como el sujeto del inconsciente en ejercicio, efecto y producto del lenguaje. La histérica, por primera vez en la historia del conocimiento, queda reivindicada y equiparada con el hombre, ya que será entendida en su carácter conflictual de ser-parlante, marcada por el significante, que deja sus huellas de desconocimiento y de carencia en la estructura

misma que funda y constituye al ser humano en tanto ser-que-habla. La­ can unlversaliza, generaliza y redefine en realidad el concepto de histe­ ria, ya que si para Freud consistía en el núcleo fundamental de toda neu­ rosis, para aquél consiste en el paradigma del sujeto del inconsciente. Por tanto, la histeria desde esta perspectiva queda desvinculada de toda connotación psicopatológica, sexista y valorativa, ya que el sujeto del inconsciente es concebido como pura estructura en el marco de un es­ tricto formalismo, ahistórico y transfenoménico. La histeria freudiana, kleiniana, psiquiátrica o la del patrimonio cultural sólo guarda con el sujeto histérico lacaniano una relación de homonimia. Y es esta homonimia la que nos resuena sintomal, ¿por qué continuar manteniendo un significante tan cargado de reminiscencias de un saber marcado por la historia, por el prejuicio, por el sexismo? ¿Por qué instituir al falo, co­ mo significante del deseo, la fórmula «la mujer no existe», y concebir la demanda de la histérica «¿quién soy yo?» como un enigma al que hay que sostener como tal? ¿En este juego de resonancias imaginarias se está sorteando verdaderamente el discurso sexista o sus marcas penetran aún más hondo, en una suerte de retorno de lo reprimido, del «eterno feme­ nino», del «misterio», del «enigma de la mujer», como sutiles hilos invi­ sibles que siguen bordando una trama en la que la relación sujeto-sujeto es inconcebible? ¿Cómo soslayar la cuestión de por qué la dependencia del hombre al significante toma cuerpo privilegiadamente en el cuerpo de la mujer para dar la forma clínica de la histeria? ¿O es que nueva­ mente la teoría sobre la mujer se constituye en una suerte de talón de Aquiles de una teorización, que al pretender aplicar rigurosamente los principios de un estructuralismo ahistórico concibe un significante, un lenguaje exclusivamente sobre el modelo fonológico, libre utópicamente de toda sujeción social? ¿O la mujer, además de padecer la discordia in­ herente a su carácter genérico de ser-que-habla, si habla mucho, compi­ te y es fálica? El niño elabora en el curso de su desarrollo psicosexual varias teorías sexuales que paulatinamente va abandonando. Si la primacía del falo se sostiene en su inconsciente es porque el fantasma encuentra un límite a su metamorfosis, algo le hace obstáculo ofreciendo una resistencia in­ quebrantable: su aspecto más profundo, lo que los lacanianos llaman la dimensión real del fantasma. Este aspecto de invariabilidad, y al mismo tiempo de organizador de la subjetividad, sorprendentemente no consis­ te en complejas y primitivas fantasías de objetos parciales despedaza­ dos, sino en fantasías «tontas», que son las que más le cuestan confesar a los hombres y a las mujeres. El carácter primitivo e irreductible está

dado por la convalidación social que tales fantasmas encuentran. Se po­ dría hablar de mitos, ya que son estructuras socioafectivas colectivas con una coherencia y unidad que permiten su análisis. El naturalismo, las «actitudes maternas» son un ejemplo, remiten a axiomas incuestio­ nables de nuestro universo simbólico, que comienzan a ser no sólo des­ enmascarados sino hasta ridiculizados en la literatura, sustituyéndoselos por «proposiciones incorregibles» (Mehan-Wood, 1975). Nuestro trabajo no pretende ser más que una contribución a la línea teórica que no deja de asombrarse del poder incalculable de la creencia humana, poder que parece haber aterrorizado al hombre mismo, quien, en lugar de reconocer la marca de su pensamiento productivo en las ideas que sostiene sobre sí mismo, ha preferido considerarlas «actitudes naturales», o sea, ajenas a su dominio. Pero derribado el naturalismo otros «axiomas incuestionables» se hacen visibles. En la intimidad del diván una mujer equipara su creatividad a una enorme potencia, a un «torrente avasallador» frente al cual, sin embargo, tiene reacciones con­ tradictorias de bienestar y angustia. Se le interpreta que ella concibe su creatividad como equivalente a poseer un pene y a su vez este fantasma como una usurpación. Usurpación entonces de la mujer al hombre, ya sea la paciente-mujer a su analista-hombre en la transferencia, o la niña a su padre, o la esposa a su marido, o la mujer identificada a la madre codiciosa de la potencia paterna. Incustionablemente, más allá del colo­ rido temático, una acción en contra de un derecho o prerrogativa exclu­ sivamente masculina. El resultado de esta codificación tiene efectos ma­ yores: 1) la mujer-paciente, por considerado que sea su analista-hombre o mujer, no podrá menos que incubar un molesto sentimiento de culpa, ya que se trata de un robo; 2) el analista incluirá su descubrimiento co­ mo una confirmación más de la teoría que sustenta el mismo enunciado, proveyendo una evidencia singular que contribuye a su mayor crédito como verdad científica; 3) la teoría convalidará la fantasmática colecti­ va sobre las diferencias inherentes a la dicotomía de los géneros como si fuera una esencia de la estructura del inconsciente, y 4) las mujeres y hombres insertos en este discurso cultural y científico continuarán imaginarizando toda creatividad y potencia de la mujer en áreas no tra­ dicionalmente femeninas —hogar, hijos— como algún tipo de usurpa­ ción fálica. Que al sexismo es posible rastrearlo en las teorías psicológicas impe­ rantes sobre los sexos, que legitiman su mayor o menor grado de desa­ rrollo, su salud o enfermedad, lo muestran las experiencias de Gilligan

sobre la aplicación de la escala de Kohlberg al estudio del juicio moral en adolescentes de ambos géneros. Incluso no es necesario un trabajo de investigación tan cuidadoso para su reconocimiento, sino la simple reflexión sobre un saber psicoanalítico que en la actualidad ha penetra­ do al discurso cultural: un hombre o un padre agresivo es descripto en términos de dominante o autoritario, mientras que en la mujer estas ca­ racterísticas toman el nombre de fálica o castradora; la indiscriminación y alta frecuencia en las relaciones sexuales se catalogan de promiscuidad en el caso de homosexuales y mujeres, mientras que en el hombre se de­ nomina «donjuanismo». Pero ninguna de estas direcciones será el centro de nuestro análisis, ya que ellas interesan a otros campos —el de la psicología social o el de la historia de la cultura—, sino el estudio psicoanalítico del origen, es­ tructuración y formas finales de organización de la feminidad. El géne­ ro, tanto femenino como masculino, será entendido a todo lo largo del trabajo como una estructura estrechamente articulada y permanente­ mente evaluada y significada por el sistema narcisista del sujeto. Vere­ mos que el factor que le otorga mayor especificidad y carácter diferen­ cial a los géneros es su distinta valoración narcisista. Dentro de este marco, la feminidad, en algunas de sus formas de organización interme­ dia o final, puede erigirse en un trastorno narcisista, y será desde esta perspectiva desde donde nos proponemos explicar la predisposición de la mujer a la histeria. El sexismo, es decir, la desigualdad en la aprecia­ ción de los géneros, es una de las tantas expresiones de uno de los con­ flictos más hondos del ser humano, su tendencia al avasallamiento del semejante. La mujer no se halla exenta de este mal, pero en la confron­ tación con el hombre sólo ha podido, o sabido, ser amo en forma sintomal. La solución encontrada, la histeria, no es más que una salida abe­ rrante, un grito desesperado de la mujer acorralada en tanto género fe­ menino. La histeria no es sino el síntoma de la estructura conflictual de la feminidad en nuestra cultura.

PA RT E P R IM E R A

LA FEM IN ID A D

CAPITULO I

G E N E R O Y SEXO: S U D I F E R E N C I A C I O N Y L U G A R E N EL C O M P L E J O D E EDIPO

Sexo y género son términos que hasta hace una década se recubrían uno a otro de una manera inextricable. Es así que, en el diccionario, gé­ nero es simplemente un sinónimo de sexo (Webster, 1966), y se pueden encontrar definiciones tales como: «Por sexo se entiende el género (ma­ cho o hembra) con el que nace el niño» (Rosenberg, Sutton-Smith, 1972). La Real Academia Española (1970) y el Petit Robert (1972) sólo conciben al género, en su relación con la diferenciación sexual en térmi­ nos exclusivamente gramaticales: «la pertenencia al sexo masculino o fe­ menino o a cosas neutras», es decir, una palabra femenina remite a otra palabra femenina, esté o no implicado el sexo. En cambio sexo contiene la diversidad de significaciones corrientes: «conformación particular que distingue al hombre de la mujer, asignándole un rol determinado en la generación que le confiere ciertas características distintivas»; «cua­ lidad de hombre y de mujer»; «el sexo fuerte y el sexo débil»; «el segun­ do sexo»; «el bello sexo»; «partes sexuales»; «órganos genitales exter­ nos». Podemos observar que cuando el género es distinguido como un concepto unitario no da cuenta ni de fenómenos humanos ni sociales, y que sexo no sólo incluye las peculiaridades anatómicas, sino que de tal anatomía parece surgir todo el universo de significaciones simbólicas que rigen las teorías vigentes sobre el sexo y el género en nuestra cultura. Esta falta de precisión no sólo abarca el mundo lego, sino también el campo científico, ya que el fenómeno que designa al sujeto que con una determinada anatomía adopta conductas propias del otro sexo, recibe en inglés una doble denominación, tanto se lo describe en términos de «cross-gender behavior», como «sex-role-deviation». Sin embargo, la teoría psicoanalítica no sólo estaba madura para la neta demarcación entre sexo y género (Stoller, 1968; Abelin, 1980; Tyson, 1982), sino que lo requería —como hemos adelantado en la

introducción— para superar el nivel de conocimiento lego del dicciona­ rio que imperaba en su seno. Pudo de este modo hacer uso de las recien­ tes investigaciones en el campo médico (Money, J., Hampson, J. G., y J. L., 1955, 1957; Money, J., y Ehrhardt, A., 1972) y psicológico (Bem, 1981) que cuestionan tal continuidad y arribar a una clara diferencia­ ción entre sexo y género. Bajo el sustantivo género se agrupan todos los aspectos psicológicos, sociales y culturales de la fem inidad/ masculini ■ dad, reservándose sexo para los componentes biológicos, anatómicos y para designar el intercambio sexual en sí mismo. El clivaje efectuado en el seno de los conceptos reduce el papel de lo instintivo, de lo heredado, de lo biológicamente determinado, en fa­ vor del carácter significante que las marcas de la anatomía sexual ad­ quieren para el hombre a través de las creencias de nuestra cultura. Ca­ mino señalado por Freud, al poner de relieve el papel de la fantasía en la sexualidad humana en el ejemplo paradigmático del fetichismo, re­ cientemente continuado por la escuela francesa, al considerar el género como ubicado por encima de la barra en la elipse saussuriana, en el lu­ gar reservado al significante, y el sexo por debajo, en alguna parte como significado (Mannoni, 1973). El contraste entre la «varonidad» y «hembridad» (sexo biológico) y la «masculinidad» y «feminidad» (género) han permitido profundizar y refinar las discusiones sobre el tema (Katchadourian, 1983). El estudio de las perversiones sexuales ha proporcio­ nado en la historia del conocimiento sobre la sexualidad una vía re­ gia para su comprensión, y gran parte de los hallazgos que marcan la oposición entre los destinos del género y del sexo provienen de aquel ámbito. El género es una categoría compleja y múltiplemente articulada que comprende: 1) la atribución, asignación o rotulación del género; 2) la identidad del género, que a su vez se subdivide en el núcleo de la identil dad y la identidad propiamente dicha, y 3) el rol del género.

ATRIBUCION DEL GENERO

La rotulación que médicos y familiares realizan del recién nacido se convierte en el primer criterio de identificación de un sujeto y determa nará el núcleo de su identidad de género. A partir de ese momento, la

familia entera del niño se ubicará con respecto a este dato, y será emiso­ ra de un discurso cultural que reflejará los estereotipos de la masculini­ dad/ feminidad que cada uno de ellos sustenta para la crianza adecuada de ese cuerpo identificado. Existen casos en que se cometen errores en la atribución inicial del género y posteriormente es necesario corregirlos. Casi todos los intentos de esta clase que se han realizado después de los tres años del nacimiento han fracasado, reteniendo el sujeto su identi­ dad de género inicial o convirtiéndose en alguien extremadamente con­ fuso y ambivalente. Por ejemplo, niños que nacen con un síndrome adrenogenital, con sexo genético, hormonal y anatómico femenino nor­ mal, pero que, por causa de la afección sus órganos sexuales externos se han masculinizado, si han sido designados como nenas al nacer, a los cinco años inequívocamente son niñas, mientras que si han sido rotula­ dos varones, son varones. Estas constataciones permiten suponer que lo que ha determinado su comportamiento de género no es el sexo biológi­ co, sino sus experiencias vividas desde el nacimiento, comenzando por la asignación del sexo (Stoller, 1968).

NUCLEO DE LA IDENTIDAD DE GENERO

«Conociendo desde el principio de su vida a su madre y a su padre aceptan su existencia como una realidad que no precisa de investiga­ ción alguna.» (Freud S. Teorías sexuales infantiles. St. Ed., Vol. IX, pág. 212). Es el esquema ideo-afectivo más primitivo, consciente e inconsciente de la pertenencia a un sexo y no al otro. Si bien todos los autores acuer­ dan sobre la confluencia de factores biológicos y psicológicos para la constitución de la identidad del género, es posible trazar una clara de­ marcación entre aquellos que dan más fuerza a lo biológico-anatómico (Greenacre, 1953; Roiphe y Galenson, 1981; Tyson, 1982) y los que cuestionan el poderío de estos factores (Money y Ehrhardt, 1972; Sto­ ller, 1968-75; Kessler y McKenna, 1978), al considerar al sexo —en tanto cuerpo anatómico— un estímulo social, entendiendo por esto los efectos que la rotulación del sexo del bebé ejerce en el despliegue de las conduc­ ías maternas y paternas —las fuerzas más poderosas que se conocen— en el modelaje de los comportamientos y juicios que el niño desarro-

liará *. Estudios recientes muestran cómo la mayoría de las conductas humanas se hallan clasificadas según un criterio dicotómico de los se­ xos, dimensión social de tal división que es ignorada a lo largo del pro­ ceso de crianza de un niño (Barry, Bacon y Child, 1957; Maccoby y Jacklin, 1974). Stoller (1968) sostiene que por el sentimiento «soy nena» o «soy varón» se debe entender el núcleo de conciencia, la autopercepción de su identidad genérica, núcleo esencialmente inalterable que debe distinguirse de la creencia que se relaciona pero es diferente, a saber «soy viril» o «soy femenina». Esta última creencia corresponde a un de­ sarrollo más sutil y más complicado, que no se consolida hasta que el niño/a comprende acabadamente de qué manera sus padres desean ver­ lo/a expresar su masculinidad/feminidad, es decir, cómo debe compor­ tarse para corresponder con la idea que ellos tienen de lo que es un niño o una niña. En el caso del varón, por ejemplo, podrá tener alguna idea de qué significa ser mujer, y hasta fantasías tales como «me gustaría te­ ner un bebé» o «tener tetas», el tipo de deseos que constituyen una parte de la así llamada «homosexualidad latente» que se reencuentra en mu­ chas culturas. Pero el conocimiento «yo soy varón» como definición de sí, comienza a desarrollarse mucho más temprano que los sentimientos «yo soy masculino» o que las perturbaciones de la identidad del género como «yo soy femenino, soy como una mujer». Actitudes de este orden recubren un núcleo previo de la identidad del género. El transvestismo es un ejemplo claro: un hombre que tiene la ilusión de ser femenino cuando se viste con ropas de mujer, tiene simultáneamente clara con­ ciencia de ser hombre. Los dos aspectos de la identidad de género le son esenciales para la perversión, el más reciente «ahora soy femenina», y el núcleo arcaico «soy un hombre». Desde el nacimiento en adelante la niña/o va teniendo percepciones sensoriales de sus órganos genitales, fuente biológica de su futura identi­ dad de género. Existen numerosos trabajos —especialmente aquellos autores que sostienen la existencia de una feminidad primaria— que han estudiado las manifestaciones precoces de la genitalidad, del descubri­ miento y manipuleo que hace el lactante varón o niña de sus genitales aún durante el primer año de vida. Pero es a partir de este punto cuando comienza a acentuarse la divergencia en los planteamientos, pues para

* La obra de Lacan ha contribuido también a esta demarcación al considerar el sexo cómo un significante, pero su énfasis en la supremacía del mismo, en su valor sólo posicional en la cadena lingüística apartan sus teorizaciones del estudio del género como un siste­ ma fijo de relaciones, es decir, como un código cultural.

algunos la primera y fundamental experiencia que establecerá el núcleo de la identidad de género será el descubrimiento de los genitales: el pene en el varón y su ausencia en la nena, y el mayor índice conductal de que tal núcleo de la identidad se halla firmemente establecido lo constituirá la aparición de la ansiedad de castración. El papel que desempeña el otro en el descubrimiento y establecimien­ to precoz de la erogeneidad genital se presta también a algunas precisio­ nes. Para algunos —siguiendo a Freud—, la madre es el primer agente seductor, al realizar los cuidados corporales erotiza la zona y favorece tanto el descubrimiento de los genitales como su integración al esquema del Yo corporal incipiente (Greenacre, 1953; Spitz, 1962; Kleeman, 1965; Francis y Marcus, 1975; Roiphe y Galenson, 1981). Para otros es necesario que a esta facilitación, que se establece por el contacto físico, se le sume la confirmación parental, término arbitrario, utilizado para designar todo lo que expresan los padres a un niño/a concerniente a su sexo y a su género (Stoller, 1968; Kessler y McKenna, 1978). Esta con­ cepción atribuye mayor valor al poder de la creencia, del fantasma, del deseo, como moldeadores del núcleo del género, que a la asunción que puede hacer el niño de por sí, en base a sensaciones corporales, de su pertenencia a un sexo anatómico. La percepción de la excitación genital y la masturbación se incre­ mentan durante el segundo año de vida. Durante la etapa del control de esfínteres es cuando, en un contexto de confrontación de la función uri­ naria de los genitales y del apogeo del erotismo uretral, la inscripción de pertenencia a un género queda más firmemente establecida (Klee­ man, 1965; Roiphe y Galenson, 1968). Por tanto, el sentimiento de tener un núcleo de la identidad del género proviene para los distintos autores de diversas fuentes: 1) de la percepción despertada naturalmente por la anatomía y fisiología de los órganos genitales; 2) de la actitud de padres, hermanos y de los pares en relación al género del niño, y 3) de una fuerza biológica cuyo poder para modificar la acción del medio es relativo. Stoller puntualiza que no es fácil estudiar la precisa y determinada importancia de cada uno de estos factores en los sujetos normales, ya que no se puede aislar un factor de otro. Sin embargo, algunos raros ejemplos le permiten interrogarse más de cerca sobre estas cuestiones, como en el caso de dos varones nacidos sin pene que parecen haber cre­ cido sin dudas ni vacilaciones sobre su núcleo de identidad masculina

(Nota I). Estos dos casos muestran, por una parte, que el sentimiento de ser varón está presente y es permanente, y, por otra, que el pene no es esencial para ese sentimiento, pues desde el nacimiento los factores psicológicos fueron suficientes para el desarrollo de una conciencia cre­ ciente de su masculinidad. Consiste primero en el sentimiento de perte­ nencia a una categoría, en base a que no todos los seres humanos perte­ necen a la misma, es decir, que existen diferencias. Más tarde, se descu­ bre que no todos poseen las insignias esenciales de su propio género —la particularidad de sus órganos externos— , en ese momento queda sellada su identidad. Normalmente, los órganos genitales externos indican al individuo y a la sociedad que se es hombre o mujer, pero, como hemos adelantado, no son esenciales para producir el sentimiento de pertenencia a un géne­ ro. Este énfasis, tan marcado a favor del poderío de la creencia del otro humano en la determinación del núcleo del género, no es en Stoller pro­ ducto de la especulación, sino de precisas observaciones de un buen nú­ mero de casos, ochenta y tres hermafroditas, transvestistas y homose­ xuales, que al decir de este autor constituyen una suerte de «experimen­ tos naturales» que hacen vacilar nuestras ideas sobre la masculinidad y feminidad en sus mismos cimientos. 1) Transexuales hombres desarro­ llan el convencimiento de ser mujeres a pesar de su anatomía masculina, convicción que los impulsa a buscar los medios quirúrgicos necesarios para corregir lo que consideran un «error de la naturaleza»; 2) interse­ xuales cuya identidad de género es definida, no hermafrodita: adoles­ centes a quienes se les descubre sobre el plano cromosómico un XO, con un desarrollo anátomo-fisiológico neutro y sin embargo poseen un pro­ fundo e inconmovible sentimiento de ser mujer, pues así fueron criados; 3) identidad hermafrodita en hermafroditas: cuando son enfrentados con la posibilidad de asunción de un solo sexo, resultan exitosos sólo aquellos casos cuya identidad de género no ha sido aún establecida, pues una vez estructurada parece imposible de modificar. A partir de estas observaciones, Stoller sostiene una serie de propo­ siciones que modifican sustancialmente el punto de vista tradicional: 1) los aspectos de la sexualidad que caen bajo el dominio del género son esencialmente determinados por la cultura. Este proceso de inscripción psíquica comienza desde el nacimiento y formaría parte de la estructura­ ción del Yo. La madre es el agente cultural, y a través de su discurso el sistema de significaciones será trasmitido, más tarde, padre, familia y grupos sociales contribuirán a este proceso. 2) El rol de las fuerzas bio­

lógicas sería el de reforzar o perturbar la identidad de género estructura­ da por el intercambio humano. 3) La identificación en tanto operación psíquica daría cuenta de la organización de la identidad de género. 4) El núcleo de la identidad de género se establece antes de la etapa fáli­ ca, lo que no quiere decir que la angustia de castración o la envidia al pene no intervengan en la identidad del género, sino que lo hacen una vez estructurada tal identidad. 5) La identidad de género se inicia con el nacimiento, pero en el curso del desarrollo la identidad de género se complejiza, de suerte que un sujeto varón puede no sólo experienciarse hombre, sino masculino, u hombre afeminado, u hombre que se imagi­ na mujer.

ROL DEL GENERO

Rol es un concepto proveniente de la sociología, se refiere al conjun­ to de prescripciones y proscripciones para una conducta dada, las expec­ tativas acerca de cuáles son los comportamientos apropiados para una persona que sostiene una posición particular dentro de un contexto da­ do. El rol del género es el conjunto de expectativas acerca de los com­ portamientos sociales apropiados para las personas que poseen un sexo determinado. Es la estructura social la que prescribe la serie de funcio­ nes para el hombre y la mujer como propias o «naturales» de sus respec­ tivos géneros. En cada cultura, en sus distintos estratos, se halla rígida­ mente pautado qué se espera de la feminidad o de la masculinidad de una niña/o. La tipificación del ideal masculino o femenino es anónima, abstracta, pero férreamente adjudicada y normativizada hasta el este­ reotipo, aunque en el desarrollo individual, el futuro hombre o mujer haga una asunción y elección personal dentro del conjunto de valores para su género. Es decir, que al sujeto se le asigna un rol del género, que él podrá eventualmente asumir o rechazar. Tanto rol como estereo­ tipo son categorías que encierran un alto grado de valoración, de juicios en sí mismos. Se trata de aprobaciones o proscripciones, definiéndose estereotipo como el conjunto de presupuestos fijados de antemano acer­ ca de las características positivas o negativas de los comportamientos su­ puestamente manifestados por los miembros de una clase dada. El este­ reotipo del rol femenino en nuestra sociedad sanciona como pertinentes al género —es decir, como características positivas— una serie de con­ ductas que, al mismo tiempo, poseen una baja estimación social (pasivi­

dad, temor, dependencia). Ahora bien, estos estereotipos están tan hon­ damente arraigados, que son considerados como la expresión de los fun­ damentos biológicos del género. A tal punto llega tal creencia —elevada a la categoría de dato objetivo— , que una de las definiciones de hombre del Webster es: «aquel que posee un alto grado de fuerza, coraje y va­ lor» (1966, pág. 1373). Porque el género está adscripto al rol, estas ex­ pectativas de rol son concebidas como la más pura expresión de las fuentes biológicas del género. El movimiento feminista se ha encargado de reivindicar el carácter «séxista» de las atribuciones de roles y estereotipos del género, que ha efectuado la estructura social a lo largo de la historia; sin embargo, las conquistas conseguidas no se sitúan tanto en variaciones sobre el este­ reotipo —se sigue esperando que una niña sea dulce y buena, se case y forma una familia—, sino sobre las sanciones, ya que las desviaciones de este modelo confrontan una mayor indulgencia social. Las teorías so­ bre el desarrollo del rol del género varían en el énfasis otorgado a los factores biológicos o culturales. El poder de la creencia colectiva es tan ilimitado, que ha sellado con las marcas de lo biológicamente determi­ nado no sólo el rol del género, sino su carácter dicotómico. Se asume, desde los albores de la historia de la ciencia, que la dicotomía del rol es la natural expresión de la naturaleza dicotómica del género. Esta tesis viene siendo crecientemente reexaminada (Kessler y McKenna, 1978; Chodorow, 1978; Bem, 1981), pero la base del cuestionamiento de la existencia de roles dicotómicos no replantea la existencia de dos géne­ ros. Coincidimos con Chodorow (1978) en que la naturaleza dicotómica del género se convierte en problemática sólo por los criterios dicotómi­ cos y desiguales que se ejercen en la atribución de los roles del género. A través de la observación, los niños incorporan las conductas perte­ necientes al padre y a la madre, aprendizaje que se realiza sin necesidad de un reforzamiento directo, porque los padres constituyen, por su con­ dición de tales, objetos idealizados a los que se desea imitar, y además tienen el control sobre el otorgamiento del amor y del reconocimiento como recompensa (Mischel, 1966, 1970; Kessler y McKenna, 1978). Por ejemplo, viendo a la mamá ponerse rouge en los labios o perfume y ob­ servando al papá elogiándola porque está bonita, ambos, varones y ni­ ñas, aprenden a vestirse. Cuando los niños lleven a cabo las conductas aprendidas en ese punto, entonces sí serán diferencialmente reforzados: a la niña se la reconocerá por su gracia, mientras el varón será desapro­ bado instruyéndolo acerca de los peligros que acarrea la transgresión de

esta pauta social. Durante el segundo, tercero y aun cuarto año de vida, y esto depende de las peculiaridades de su socialización, presencia de hermanos, etc., los niños establecen las diferencias de género, por ras­ gos exteriores y secundarios que son en orden de frecuencia: largo del pelo, vestido, tamaño y forma corporal, según cuál de estos atributos sea destacado por el discurso materno para establecer la rotulación. Una niña de dos años y un mes, ve un bebé en una cuna y pregunta si es nena o varón, a lo que la madre responde: «Es una linda niñita, mira los zar­ cillos en sus orejas». El niño aprende a discriminar las rotulaciones de género que corresponden a los comportamientos aprobados, y también aprende a emplear tal etiquetación para sí mismo/a, y su proceso será reforzado o desaprobado por sus padres. En esto consiste el proceso temprano de identificación a su género. Se podría apelar a la represión como factor de encubrimiento o a una vaguedad conceptual del niño, y sostener que, en realidad, ya «saben» sobre las diferencias anatómi­ cas. Sin embargo nos inclinaríamos a pensar que no es así, los niños que han sido instruidos por sus padres a diferenciar los géneros por medio de los significantes lingüísticos anatómicos —niños que cuando comien­ zan a hablar, repiten de acuerdo a la versión dada por los padres, «los varones tiene pipí y las nenas un hueco o vagina»— , lo hacen sin pudor ni curiosidad por seguir averiguando más, lo que revela que se trata de una rotulación (jomo cualquier otra y, que sólo incentivarán la curiosi­ dad cuando se le agregue a este conocimiento la plena significación se­ xual de los genitales. El adultomorfismo y el estructuralismo a-histórico imperante en el psicoanálisis de niños ha conducido a un olvido de lo progresivo de la construcción de las estructuras psíquicas, subrayando el efecto aprés-coup de reordenamiento y resignificación del pasado co­ mo método casi exclusivo de la estructuración de la psique. La resignifi­ cación puede consistir en una transformación, en una inversión, aun en una desestructuración, pero siempre operará sobre una significación ya constituida y de forma gradual y progresiva. Tan necesario es conocer los momentos reestructurantes como los procesos de organización. Desde el ámbito psicoanalítico, no sólo Stoller sostiene que ía mar­ cación del género del cuerpo precede a la sexualización del mismo, los trabajos de Abelin (1975-1980) sobre el rol del padre en la triangulación temprana también lo conducen a tal afirmación. Edgcumbe y Burgner (1975) psicoanalistas de niños, a través del estudio de niños en la escue­ la maternal y del material clínico de niños en la fase anal, afirman que durante este período, el niño a pesar de estar interesado en las diferen­ cias anatómicas, no parece considerar «...su'Pene como una confirma­

ción de su masculinidad. Esta confirmación tendría lugar cuando alcan­ za la fase fálico-narcisista y el investimiento consecuente del órgano ge­ nital y de las fantasías sexuales genitales». También Bleichmar, S. (1983) afirma que los significantes lingüísticos del género actúan duran­ te un período del desarrollo sin abrocharse al sexo como significado *. Kohlberg (1966) enfatiza la importancia del desarrollo —en este caso cognoscitivo— para la percatación de las expectativas de rol. Una vez que el núcleo de la identidad de género se halla establecido, el niño/a mismo, ya inscripto en una de las dos categorías, organiza su experiencia en la búsqueda de «iguales» como modelos del rol con quien identificarse. Sandler y Sandler (1978) puntualizan que junto a las repre­ sentaciones del Yo y del objeto (en cuanto al género), el niño crea repre­ sentaciones de los roles, es decir, modelos mentales de las interacciones entre él y los objetos en lo que atañe al género. No existe aún evidencia concluyente, pero estos hallazgos conducen a pensar que la identidad de género y el rol del género pueden influenciarse en varias direcciones. Dadas rígidas expectativas del rol del género, un niño puede comenzar a abrigar la idea de que porque a él no le gustan ciertas actividades de varones, y sí, otras de nenas, él es un «marica». Si las expectativas fue­ ran más flexibles, tales conflictos de identidad podrían soslayarse.

ELECCION DE OBJETO SEXUAL

Se refiere a la orientación o preferencia del sexo que debe poseer el compañero sexual. Las condiciones estudiadas anteriormente —asigna­ ción, núcleo y rol del género se desarrollan, o al menos, como en el casc del rol del género— tienen sus raíces en las fases anteriores a la etapa fálica. Es decir, transcurren en el marco de la «prehistoria del Complejo de Edipo», antes de la completa inscripción de la significación sexual de los órganos genitales y del intercambio sexual en sí mismo. No así la «elección» o preferencia de objeto sexual, que implica una completa comprensión de la naturaleza sexual de la relación entre el hombre y la * Un niño ae cuatro años, cuyo padre tiene vedados algunos alimentos y excesos orales debido a un trastorno gástrico crónico, responde a la madre que le pregunta si quie­ re un poquitc de café que los adultos están en vías de ingerir: «¿Te crees que soy una mu­ jer para tomar café y fumar?»

mujer, la función específica de los órganos genitales en el coito y el apo­ geo de la pulsión genital. Este conocimiento opera una transformación sobre el deseo del niño, ya que la previa coexistencia de pulsiones sexua­ les hacia ambos padres, o de búsqueda de reconocimiento y aceptación narcisística, se ve conmocionada, y resulta necesario hacer una «elec­ ción», una opción, una renuncia, ante la presencia del conflicto. ¿Cuál es el peso de la zona erógena en la elección del objeto? ¿Es la creciente erotización de la zona genital lo que dirige la elección? ¿O efectuada la elección, ésta comanda la prevalencia y la localización de la pulsión? Pensamos que este problema no está aún totalmente diluci­ dado. Pero es a partir de este punto cuando se orientará definitivamente el deseo —aunque este sea un proceso que solamente se complete en la adolescencia— y se definirán las formas de goce. Lo que queremos re­ calcar es que cualquiera sea la dirección que se logre, ésta sólo definirá el tipo de orientación sexual, hetero u homosexual, pero no afectará al género del niño/a. Ya que, como se ha venido pensando a partir de Freud, aquella elección sólo se sella en la pubertad, sin embargo, el ni­ ño/a durante la latencia y la adolescencia no duda de su género, sino de su orientación. Así es que para describir el perfil psicosexual de una persona, actualmente se requieren tres especificaciones: el sexo anató­ mico, el género y el tipo de sexualidad en relación al objeto. Las combinaciones son múltiples:

Sexo

Género

Elección de objeto

Hombre « « « « « « Mujer « « « «

maculino « afeminado « transvestista « transexua) femenina « masculina « transexual

heterosexual homosexual heterosexual homosexual heterosexual homosexual heterosexual heterosexual homosexual heterosexual homosexual heterosexual

La utilidad de la tabla y la claridad comprensiva que proporciona se ponen de manifiesto especialmente en la caracterización de los homose­ xuales. Siempre resultaba trabajoso entender afirmaciones de este tipo: «La feminidad en el hombre —es decir—, el objetivo sexual que un partenaire sexual le introduzca algo en el cuerpo, vinculado habitualmente a la fantasía de ser mujer, está combinada, frecuente pero no necesaria­ mente, con homosexualidad: con la elección de unpartenaire del mismo sexo» (Fenichel). Hoy en día estamos en condiciones de sostener que un homosexual —un hombre que desea sexualmente otro hombre— puede presentarse como un hombre masculino —con aspecto físico, activida­ des y gustos masculinos— o como un hombre afeminado —que goza con los amaneramientos y las sedas—, esto independientemente de su rol sexual activo o pasivo en el coito. El afeminamiento de un hombre no necesariamente indica una elección homosexual de objeto, sino que puede tratarse sólo de un hombre que en su desempeño social adopte algunas actividades o posea gustos de mujer. Al establecer un clivaje en­ tre las diferentes condiciones de organización psicosexual, surge la nece­ sidad de precisar el examen, pues, por ejemplo: una persona con una atribución de género masculino, con una identidad de género femenina, con intereses masculinos, objeto sexual hombre, que usa ropa de mujer, ¿es hombre o mujer?

GENERO Y COMPLEJO DE EDIPO

Si el núcleo profundo de la identidad de género, la feminidad o mas­ culinidad de un niño/a se hallan ya establecidas antes de los tres áños, ¿cuál es el papel del conflicto edípico en este proceso? En el historial de Juanito (1909), Freud recalca que el momento en que la ansiedad de cas­ tración se instala con plena efectividad, es cuando Juanito comprende que si insiste en sus requerimientos incestuosos, puede perder su pene, es decir, convertirse en mujer, idea que lo atemoriza. Es esta consecuen­ cia —el eventual cambio de sexo— lo que provoca la eficacia de la ansie­ dad de castración, que conduce a la represión de los deseos incestuosos y al desplazamiento de la ansiedad sobre el objeto externo. De lo cual debemos deducir que sólo un ya existente sentimiento de ser un varón y el temor a perder la masculinidad —debidamente narcisizada— se pre­ sentan como la condición previa necesaria para que la amenaza de cas­ tración obtenga su efectividad. Incluso la no resolución del drama edípi-

co, con todas las vicisitudes posibles de calcular —fijación a la lucha fá­ lica con el padre, edipo negativo y elección de objeto homosexual— , no llega a comprometer la identidad de género de los protagonistas. Esta identidad es previa y se halla consolidada, a lo que conduce el desenlace edípico es a una normativización del deseo, es decir, a la elección del ob­ jeto heterosexual. Su fracaso a lo sumo puede alterar tal «normalidad» y pervertir el deseo, no el género. ¿Existe en la obra freudiana un lugar que sea independiente del con­ flicto edípico desde donde poder pensar la estructuración del género? En el capítulo VII de Psicología de las masas y análisis del Yo, Freud se plantea cuál es la naturaleza del vínculo humano más primitivo, el que da cuenta de las relaciones del niño con sus padres en la «prehisto­ ria» del Complejo de Edipo: «El niño manifiesta un especial interés por su padre, quisiera ser como él y reemplazarlo en todo. Podemos, pues, decir que hace de su padre un ideal. Esta conducta no representa, en absoluto, una actitud pasiva o femenina con respecto al padre (o a los hombres en general), sino que es estrictamente masculina y se concilio muy bien con el Complejo de Edipo a cuya preparación contribuye. Simultáneamente a esta identificación con el padre, o algo más tarde, comienza el niño a desarrollar una verdadera catexis de objeto hacia su madre de acuer­ do al tipo de elección anaclítica. Muestra dos órdenes de enlaces psico­ lógicamente diferentes: uno francamente sexual hacia la madre, y una identificación con el padre, al que considera como modelo a imitar. Estos dos enlaces coexisten durante algún tiempo*sin influirse ni opo­ nerse entre sí.» (St. Ed. Vol. XVIII, pág. 105, subrayado nuestro). De esta formulación se desprende claramente que Freud conside­ raba la existencia de una identidad masculina en el niño, que se cons­ truye por medio de la identificación y que tal identificación se halla guiada por la similitud entre él y el padre, proceso previo y prepara­ torio del Complejo de Edipo. La identificación primaria a la que alude el párrafo citado es un concepto que ha caído en desuso por la com­ prensión limitada que se ha hecho de él en relación a la expresión de Freud: «es una identificación directa e inmediata, que se sitúa antes de toda catexis de objeto». No es nuestro propósito un análisis mi­ nucioso de esta cuestión, pero pensamos que el proceso descripto por Freud delimita un espacio y un modo de organización de la estruc­ tura inicial de relación del niño con sus padres, que es de gran im­ portancia para la elucidación de este período. Freud no habla de un mo-

mentó puntual, de un instante mítico, del origen, de la puesta en marcha del encuentro humano. Sí habla de un proceso que se sitúa «antes de la catexis de objeto», como se desprende del párrafo del Yo y el Ello. La catexis de objeto a la que alude es la elección de la madre como objeto sexual al comienzo dél período edípico, no a la catexis de objeto que or­ ganizará la relación Yo-otro en la etapa oral y anal. Es obvio que antes del período edípico, los padres existen como entes separados y diferen­ ciados desde el punto de vista perceptual y cognitivo con los cuales el niño mantiene relaciones de objeto, pero justamente en este período, es­ te espacio de relación se organiza coexistiendo «la relación de objeto y la identificación». Esta peculiar estructura de relación, que ha sido teorizada desde distintos parámetros —identificación primaria (Freud), relación dual (Lacan)— , da cuenta de un sistema triádico, es decir, que comprende tres términos: Padre

Madre Hijo

Pero que no se llega a constituir en triangular, ya que no se alcanza a trazar el tercer lado —relación entre los padres— , que constituirá el verdadero triángulo, en el sentido que desde el hijo los padres tienen una única identidad, la de padres, identidad que a su vez define los términos de la relación que el niño concibe y conoce. Sólo cuando el niño acceda a la significación sexual y a la comprensión del concepto marido-mujer y su intercambio específico, el triángulo se completará. Madre-esposa 0

Padre-marido 0

Hijo En el primer sistema, tanto la nena como el varón considerarán a sus padres objetos anaclíticos, objetos dispensadores de reconocimiento narcisista, objetos del deseo sexual (oral, anal e incluso genital), pero sólo en su carácter de padres, no percibiendo ni concibiendo la primacía de la relación genital parental de la cual ellos son producto. En el seno de ese sistema de relación, cualquiera que quede en posición de tercero resultará ser un rival, como puede serlo un hermano o cualquier extra­ ño. La niña no se halla en posición masculina, sino sólo en una relación

narcisista en que aspira al primer puesto, la de querer ser preferida, amada y satisfecha por la madre con exclusividad. Si la madre ha sido la dispensadora principal de los cuidados —como es habitual en nuestra cultura—, ella será la más buscada y celosamente codiciada. Pero el pa­ dre, en el momento que otorgue los cuidados anaclíticos —debidamente diferenciados de los de la madre por la dicotomía de los roles de género habituales en nuestra cultura—, será preferido y celado de la misma for­ ma, en lo pertinente a esos cuidados. La diferencia de género de los pa­ dres se halla claramente establecida por un niño de dos años, el papá es hombre, y la mamá, mujer. Pero esta distinción no es sexual (en el sentido de sus roles sexuales diferenciales), aunque pueda conocer la di­ ferencia anatómica de los órganos genitales de los padres, sino sólo de género y de funciones (Edgcumbe y Brugner, 1975). Para aspirar a la exclusividad materna no es necesario hacerlq desde la masculinidad, basta ser niño o bebé, que es una identidad conocida y competidora del padre como de cualquier otra condición. Abelin (1980) describe un es­ quema parecido, «el modelo tripartido de la triangulación temprana», en el cual el padre es inicialmente concebido como «un diferente tipo de padre», atendiendo a su inscripción psíquica como objeto de identifi­ cación y como rival del amor de la madre, pero también en tanto objeto de un género diferente al de la madre. Esta diferenciación genérica, tan­ to entre el padre y la madre como entre el hijo varón o mujer, sería la responsable de una distinta organización de la fase de «rapprochement» —propuesta por Mahler— en los distintos géneros. Tan es así, que en este sistema primario de relación ya se hallan cla­ ramente distinguidos los diferentes géneros de los padres para el niño, que Freud insiste en recalcar la diferencia que existe entre la identifica­ ción con el padre y la elección del mismo como objeto sexual. «En el primer caso, el padre es lo que se quiere ser, en el segundo, lo que se quiere tener, la distinción depende de si el factor interesado es el sujeto o el objeto del Yo. La identificación es entonces ya posible antes de que cualquier elección de objeto sexual sea hecha» (St. Ed. Vol. XVIII, pág. 106, subrayado nuestro). Si el padre es su ideal y a él se quiere parecer es porque se ha efectua­ do un clivaje, clivaje que no se realiza por las líneas de fuerza de la se­ xualidad, sino del narcisismo, del doble, del igual al que se quiere imi­ tar. O sea, que en la etapa preedípica se organiza un ideal del género, un prototipo, al cual se toma como modelo, y el Yo tiende a conformar­

se de acuerdo a ese modelo. Ahora bien, todo este proceso se realiza en un contexto prevalentemente ajeno al conflicto edípico, aun cuando conflictos de otro tipo pueden estar presentes *. El niño busca ser el pre­ ferido de cada uno de los padres, él los ha «elegido» para que lo amen, y a estos objetos poderosos e ideales el niño se identifica. Coexiste la ca­ texis de objeto y la identificación sin que aún se haya efectuado una «elección de objeto sexual», pues el niño no se ha encontrado en la si­ tuación de tener que optar. Como dice Freud refiriéndose al vínculo del niño con su madre y con su padre en este período: «Estos enlaces coexis­ ten durante algún tiempo sin influirse ni estorbarse entre sí» **. A partir del momento en que el niño conciba la sexualidad de sus padres, y ubi­ que al padre en una posición imposible de igualar, es que tanto la fantasmática como la estructura de las relaciones en el sistema —ahora sí triangular y no sólo triádico— se modificarán; el niño no sólo deseará ser como el padre, sino que se dará cuerita de que su padre es el objeto de amor sexual de su madre, a la que él desea ahora no sólo oral, anal, sino también genitalmente. Este cambio conmueve la dinámica de la re­ lación con el padre: si éste constituía un ideal al cual el niño trataba de imitar en todas sus formas identificándose a él, ahora esta identificación no sólo sostendrá la ambivalencia propia de la naturaleza narcisista de tal identificación, sino un plus adicional correspondiente a la posición de rival edípico. Se desprende claramente que, como resultado de los avatares del Complejo de Edipo, el niño establecerá en el mejor de los casos una de­ finida orientación hacia qué sexo dirigirá su deseo, es decir, que estable­ cerá los cimientos de su futura hetero u homosexualidad. Pero tanto una como la otra descansan sobre un núcleo que no se ha cuestionado, el género del niño y el de sus padres. E l puede dudar entre el deseo de penetrar a su madre o ser penetrado por su padre, pero no duda que él es un varón que será penetrado por otro varón o penetrará a una mujer. La idea freudiana de la bisexualidad siempre descansó sobre una bipolaridad del deseo, no del género. El niño freudiano «perverso polimorfo * No pretendemos sostener la idea de una vida psíquica temprana angelical, sin sufri­ miento ni angustia, sino subrayar que la posición y el carácter de ideal del género que po­ seen los padres para el niño, no es consecuencia de un conflicto al cual estas configuracio­ nes intrapsíquicas intentarían solucionar. ** Bleger (1967), en su estudio sobre la ambigüedad, caracterizó un estado mental de indiferenciación, de no discriminación, de coexistencia de contrarios sin que se desarrolle conflicto, ni ambivalencia, por un déficit de reconocimiento de la diferenciación de los términos en juego.

y bisexual» nunca fue concebido sobre el modelo del transexual, el niño varón puede desear jugar al doctor indistintamente con una nena o con un varón, pero no duda, ni le es indistinto ser un varón o una nena. Un niño de tres años once meses ve barriendo el piso a su papá; ante tal es­ pectáculo exclama: «¡Papá es un marica!» La madre se ríe, el padre no escucha bien y le pregunta a la madre qué dijo el niño; ella aclara: «Er­ nesto dice que las que barren son las mujeres». El padre le contesta al niño: «Tienes razón», y sigue barriendo. El niño se enoja y permanece reconcentrado y distante del padre toda la tarde. La edad del niño nos muestra cuán tempranamente se hallan establecidos en forma diferen­ cial los roles del género. Ahora bien, ¿qué significa para este niño ser «marica»? ¿Podemos pensar que designa a la homosexualidad en tanto peculiaridad del deseo o simplemente a los hombres que siendo tales —es decir, establecido su género— desempeñan tareas o acciones de mujeres, y que, por tanto, no son suficientemente masculinos?

EL IDEAL TEMPRANO DEL GENERO

La cateogría de idealidad siempre la hallamos en los orígenes: M. Klein sostuvo la persecución y la idealización como los estados iniciales de la psique, Lacan propuso la identificación especular al otro absolutoideal de la primera dependencia en lo real, como punto de partida del Yo, Desde los míticos orígenes, la identificación se pone en marcha por la pregnancia del valor del modelo. La sintaxis sobre la que se articula «yo deseo ser como tú» deriva del hecho que al tú se lo evalúa, aun en el registro más elemental, como poseyendo una cualidad superior. Si la unidad perceptiva visual del cuerpo unificado ejerce una fascinación, es porque se contrapone a la percepción interoceptiva del cuerpo despeda­ zado (Lacan, 1966). Sabemos que la madre, en su calidad de objeto múl­ tiple (libidinal, narcisizante, anaclítico), es el mayor blanco de la identi­ ficación del niño, ya sea varón o mujer. El poder de la madre en cuanto modelo —por más deficiente y desamorada que pueda ser— es en su ca­ lidad de adulto. El niño no parece, en el período de indiferenciación y simbiosis, rechazar identificaciones o comportamientos de rol materno, aunque éstos no coincidan con su género. Se han observado varones pe­ queños imitando a sus madres en las tareas del hogar y reproduciendo estas acciones en sus juegos, así como expresando deseos de tener bebés, en forma similar a como aparecen estas conductas en las nenas pequeñas

(Ross, 1975). Sin embargo, tanto los juegos como las conductas de imi­ tación a la madre en las funciones de reproducción, cuidados o tareas del hogar, rápidamente desaparecen en los varones pequeños y se pro­ longan o perpetúan en las nenas. Pensamos que sobre este punto no se ha tomado suficientemente en cuenta el modelaje del rol que efectúan los padres y el medio social, quienes establecen delimitaciones muy ne­ tas entre juegos y juguetes de varones y niñas, entre actividades y actitu­ des apropiadas para cada género, estimulando y desacreditando lo que cada microcultura considera como pertinente a la educación de un va­ rón o una nena. Así como está claramente establecido que el celeste es un color para los varones, a ninguna mamá se le ocurrirá regalarle a su hijo una muñeca. De cualquier modo, y a pesar de la asignación de sexo al nacer, de los efectos que tal asignación tiene sobre el deseo de los padres —quienes considerarán al género del niño como correspondiente a su sexo, salvo en los casos de madres y padres de transexuales y homosexuales— y de la energía social puesta al servicio de la divi­ sión dicotómica de los géneros, parece evidente que la asunción de un temprano ideal del género le resulte más dificultoso al varón que a la niña. El primer y principal modelo de identificación es la madre, para es­ tablecer el núcleo de la identidad de género y buscar activamente la iden­ tificación con los hombres, el niño varón debe desidentificarse de ella (Greenson, 1968; Abelin, 1980; Tyson, 1982). Si el varón imita la dulzu­ ra, los movimientos, los gestos maternos, se feminiza. Por tanto, si bien el varón cuenta con la ventaja que su objeto de amor no varía a lo largo de su evolución, no es tan simple en cuanto al desarrollo de su identidad de género, pues la identificación a la madre no promueve su masculini­ dad. Esta modificación a las ideas freudianas sobre el desarrollo psicosexual, proviene sobre todo de los hallazgos de Stoller en los casos de transexualismo masculino. Los niños desarrollan una identificación fe­ menina temprana que no parece resultar básicamente de un grave con­ flicto, sino, por el contrario, de una unión-fusión perfecta con la madre y de un conjunto de factores que, si cumplen la condición de hallarse todos presentgs, darían como resultado un transexual varón: 1) gran be­ lleza física desde el nacimiento; 2) extrema intimidad y cercanía en la relación temprana madre-hijo (que se acerca al modelo de relación in­ condicional y perfecta de la cual el niño no parece querer desprenderse); 3) madres con severos síntomas de masculinidad en su desarrollo o de­ seos de ser varón, que experimentan con este determinado niño una ex­ trema felicidad; 4) mujeres que previamente al nacimiento del niño su­

fren una depresión crónica sin esperanzas, una vida inerte sin ningún es­ tímulo; 5) relaciones de pareja caracterizadas por prolongadas ausencias físicas del esposo, déficits serios en el vínculo emocional, o marcado formalismo, y 6) esposo pasivo, inafectivo y despreciado por la madre que abandona totalmente la crianza del niño en sus manos, no teniendo ningún contacto con él. Lo que más llama la atención es la calidad de la intimidad entre madre-hijo: la forma en que se miran a los ojos, la intensidad de sus abrazos, la suavidad de la voz, lo prolongado de las caricias, la forma de yacer entre sus brazos. Stoller acota que estas cualidades de la rela­ ción en caso de dos enamorados adultos, despiertan y desarrollan el sen­ timiento de fusión (merging), pero en el amor adulto la intensidad de la fusión se apoya en su contrario, la clara conciencia de la mutua sepa­ ración y diferencia. El interrogante es qué sucede frente a estos mismos fenómenos cuando no se ha logrado esta conciencia de sí. Si la ilusión reduce hasta tal punto la brecha entre ambos seres, si en términos mater­ nos el niño sería su falo sin cuestionamiento, y el niño está encantado de ser «el todo para la madre», ¿qué impulsaría tanto a la madre como al hijo a abandonar este idilio? (Mahler, 1958). Lo importante a resaltar es que aun tratándose de la máxima intimidad madre-niño, de una sim­ biosis sin corte, de una madre que observa cómo su hijo varón comienza a vestirse de mujer y lejos de rechazarlo lo estimula secretamente, tanto la relación en sí misma como el transvestismo del niño no tienen un ca­ rácter erótico-genital. O sea, esta profunda intimidad madre-hijo, y la serie de factores ya mencionados, conducen a una identificación fe­ menina del niño a la madre de tal intensidad y poder transformador sobre el Yo, que tan pronto el niño descubre la diferencia de sexos comienza a desear ser mujer, deseo previo a cualquier elección de objeto sexual. Ahora bien, estas condiciones son extremas en el transexual, pero la estructura de la relación dual madre-hijo y la identificación primaria y especular a ella es común a todos los varones de la especie; por tanto, uno podría interrogarse sobre cómo logra el varón desidentificarse de su madre y cuáles son las vicisitudes del desarrollo normal de la masculinidad en el niño. Habitualmente se encuentra con una madre que des­ acreditará cualquier esbozo de conductas o juegos femeninos. En el cur­ so de la socialización, el niño recibirá un infinito número de claves en la comunicación y en el código social vigente, que le indicarán lo que se espera de él como varoncito. El proceso de desprendimiento, de sepa­

ración de la madre, de ruptura del mundo imaginario de la simbiosis temprana, favorece que el niño se dirija hacia el padre. Aquí se demues­ tra la importancia de la presencia real del padre-hombre para efectuar el corte de la relación dual con la madre.

PAPEL DEL PADRE EN LA CONSTRUCCION DE LA MASCULINIDAD

Si bien concordamos con la tesis de que el niño pequeño toma como modelos tanto al padre como a la madre en la construcción de su ideal temprano (Freud, 1922), creemos que es necesario hacer algunas preci­ siones sobre este punto. La identificación a la madre —en tanto objeto de la supervivencia vital, condición que posibilita que por apoyo se con­ vierta en objeto libidinal— es una condición de estructura, el Yo sólo adviene y se organiza como Yo imaginario, como Yo-Otro (Lacan). El padre, en tanto proveedor de cuidados, es más oscuro y difícil de captar por el niño pequeño, y se requiere un mayor desarrollo cognitivo para que esto suceda, de ahí la enorme relevancia que cobra la continuidad y la consistencia de su presencia para que se; erija en objeto interno idea­ lizado (Abelin, 1975). ¿A partir de qué referencias es el padre para el niño un ideal temprano, tal cual lo describió Freud como objeto de la identificación primaria? En la literatura se ha puesto mucho énfasis en las experiencias liga­ das al falicismo uretral: «Comienza a mostrar gran fascinación hacia el chorro de orina de su padre» (Tyson, 1982), y es a partir de esta comu­ nión anatómica cuando el niño empezaría a mostrar un exhibicionismo y un orgullo extremo por su Órgano, entrando en lo que algunos autores han designado la fase fálico-narcisista de la etapa fálica. Edgcumbe y Brugner (1975) y también Nágera (1975) describen un período preedípico de la etapa fálica, durante el cual el niño, si bien ya conoce la oposi­ ción fálico-castrado y el erotismo genital, sin embargo el exhibicionismo y las fantasías fálicas girarían alrededor de la valorización y la narcisización de su cuerpo, más que sobre el deseo sexual hacia la madre, ya que las relaciones de objeto siguen manteniéndose duales. Lo que resulta im­ portante subrayar es que el niño presenta todo tipo de deseos relaciona­ dos con las capacidades y funciones de un cuerpo humano, tanto poseer un pene potente y grandioso como también senos y bebés (Kestenberg,

1956; Van Leeuween, 1966; Ross, 1975); también en el varón se ha ob­ servado envidia al pene, ya que éste es vivido como una posesión narci­ sista del padre (Bleichmar, H ., 1981), que el niño desea para sí aún antes de haber desarrollado la comprensión cognitiva de su función en el in­ tercambio sexual (Tyson, 1982).

MASCULINIZACION DEL PENE

Ahora bien, este énfasis en la función uretral y posteriormente en la genital, es decir, en el pene real del padre como única referencia de la masculinidad, resulta un planteamiento no sólo reduccionista, sino una trampa en la que se ha caído no infrecuentemente. Que el pene se haya erigido en el símbolo del poder del hombre en nuestra cultura no quiere decir que la transmisión y la estructuración de la masculinidad, en sus complejos aspectos psicológicos y sociales, se realice sólo por la percep­ ción del pene real y de sus funciones. El falocentrismo abarca una in­ trincada y vastísima red de significaciones en las que el falicismo peneano es una de sus variantes. Pareciera que el psicoanálisis, que ha sido tan celoso en definir las fronteras de su objeto de estudio —el cuerpo investido libidinalmente, el marcado por el significante— poniendo dis­ tancias del cuerpo biológico, no se hubiera interrogado sobre las formas en que se masculiniza el pene. Ahora bien, uno se podría cuestionar si en la niñez el pene real no recubre la totalidad del falicismo, es decir, que basta que el padre se muestre desnudo ante el niño, que comparta el ejercicio o haga conocer la función uretral, para que el niño adquiera el sentido de la masculini­ dad y la narcisización de la genitalidad, como paradigma de la masculi­ nidad *. Lo que ha sido denominado la capacidad de donación del pa­ dre (Lacan, 1970) parece aludir a otro plano, al de la narcisización de la masculinidad, no de la genitalidad. Aunque en cada cultura y en cada microcultura se registran variantes, existen parámetros sumamente rígi­ dos de los valores por los cuales la masculinidad queda definida. Esta

* Quizá en muchos estratos de nuestras sociedades, en aquellas culturas en donde im­ pera el machismo, la masculinidad se trasmita en estos términos en forma consciente, aun­ que inconscientemente exista una trama de pautas que no se toman en cuenta y que tienen mayor importancia en la determinación de los valores de la masculinidad o feminidad.

dimensión de la masculinidad, esta ¡mago del padre, lo que constituiría la trama significante de la estructura del Ideal del Yo, aún queda por dilucidar. Pareciera que como se asume que «el sujeto abandona el Edi­ po provisto de un Ideal del Yo, tipificante de la masculinidad y la femi­ nidad» (Lacan, 1970), el psicoanalista no penetra más allá del Complejo de Edipo. En los últimos años, en la literatura psicoanalítica han apare­ cido algunos trabajos sobre este tema, recalcándose la importancia en la transmisión de la masculinidad, no sólo del padre real —en tanto do­ nador efectivo de los atributos—, sino del status de la masculinidad en la fantasmática tanto del padre como de la madre, como de la ideología consciente sobre los mismos que posee la familia. El óptimo investimento narcisista en la masculinidad y en el rol del género masculino se esta­ blecerá en el niño cuando el padre y la madre muestren visible orgullo, tanto en la masculinidad paterna como en la del niño. Si el padre es con­ trolador y dominante, no permitiendo el desacuerdo, puede forzar en el niño una actitud pasiva y dependiente que obstaculice la asunción de comportamientos del rol, que por otra parte simultáneamente exigirá como imprescindibles de la masculinidad: independencia, asertividad, capacidad de decisión (Tyson, 1982). Si la madre domina y desvaloriza, o franca y abiertamente rechaza los aspectos masculinos de la relación con el esposo, el niño encontrará serios obstáculos en ver las ventajas narcisistas en la identificación masculina; por el contrario temerá ser dominado, empequeñecido y perder la estima de la madre, lo que difi­ cultará su des-identificación de ella. Pero también parece tener una enorme importancia cómo el niño ve, concibe, va experimentando la masculinidad de su padre; si su padre que es una imago-parental ideali­ zada (Kohut, 1971) comienza a ser contrastado por el niño de manera que sus comportamientos de rol no se adecúan a los fijados como mode­ lo, también esto afectará cuan narcisizada e ideal pueda construirse la masculinidad. En los capítulos II y III examinaremos pormenorizadamente las peculiares vicisitudes y dificultades de narcisización, tanto de la vagina como de la feminidad, con que se enfrentan las mujeres de nuestra cultura. Resumiendo, el padre participa en la construcción de la mascu­ linidad del niño en forrtia múltiple: 1) como modelo ejemplar del cuer­ po anatómico del hombre; 2) como modelo de hombre masculino en sus roles sociales; 3) como modelo que valoriza su propia masculinidad y desea favorecerla en su hijo (su capacidad donativa); 4) como modelo de hombre masculino aceptado y deseado por una mujer, y 5) activa­ mente por la promoción de deseos y conductas en el hijo —a través de

sus propios deseos y expectativas acerca de qué es lo que quiere que el hijo varón sea—, y por el grado de compromiso en impulsar esta iden­ tidad. El ideal del género se constituye por: a) Representaciones ideales de los objetos, basadas en las tempranas impresiones de los padres, quienes son vistos como los modelos ejemplares del género. Ejemplares en un doble sentido: ideales y patrones de clase, ya que a partir de la imagen ejemplar se incluyen por comparación todos los otros miembros de la misma: mamá-mujeres-señoras-nenas. b) Representaciones del niño/a varón-mujer ideal. El varón/nena modelo, que proviene del propio ideal de los padres de lo que debe ser un niño/a. c) Representaciones del varón/nena ideal del propio niño, lo que el niño quiere ser. Estos tres tipos de representaciones son interdependientes no sólo en su dinámica, sino en su génesis.

CONCLUSIONES

1. Los aspectos de la sexualidad que caen bajo el dominio del géne­ ro son prevalentemente determinados por el universo de significaciones imperantes en la cultura. Este proceso de inscripción simbólica comien­ za desde el nacimiento y formaría parte de la estructuración del Yo. La madre es el agente cultural a través del cual el sistema de significaciones será transmitido. Más tarde, padre, familia y grupos sociales contribui­ rán a este proceso. 2. El rol de las fuerzas biológicas será el de reforzar o perturbar una identidad de género ya estructurada por el intercambio humano. 3. La identificación en tanto operación psíquica daría cuenta de la organización de la identidad de género. 4. El núcleo de la identidad de género se establece antes de la etapa fálica. Lo que no quiere decir que la angustia de castración o la envidia al pene no intervengan en la identidad del género, sino que lo hacen una vez que tal identidad se halla básicamente estructurada, para sellar su conformación definitiva.

5. La identidad de género comienza a partir del mínimo desarrollo cognitivo, suficiente para la percepción consciente o inconsciente de la pertenencia a un sexo y no al otro. En el curso del desarrollo la identi­ dad de género se complejiza, de suerte que un sujeto varón puede no só­ lo sentirse hombre, sino masculino, u hombre afeminado, u hombre que desea ser mujer. 6. La idea freudiana de la bisexualidad siempre descansó sobre la bipolaridad del deseo, no del género. El niño freudiano «perverso poliformo y bisexual» nunca fue concebido sobre el modelo del transexual. 7. La madre constituye tanto para el varón como para la nena un ideal temprano del género, razón por la cual el desarrollo psicosexual es más complicado para el varón que para la nena, en lo que atañe al género.

3. Tan central como la estructuración de la oposición fálico-castrado para la organización del género, resulta la masculinización del pene y/o fe­ minización de la vagina: investimento de valoración narcisista del género.

N ota I.

Para mayor profundización en este punto, véase el capí­ tulo V, «El sentimiento de ser macho», del libro de Robert Stoller, Sexo y género. Tomo I (1968).

«E l primer paciente, genéticamente normal, no tenía pene externo cuando nació, pero sí testículos laterales en su escroto bífido que parecían grandes y pe­ queños labios, y una uretrostomía perineal. Le dieron nombre de varón y fue criado como un varón. Una hidronefrosis grave del lado derecho con infección y fiebre durante los tres primeros meses de vida condujeron a la ablución del riñón enfermo a los diez meses. Durante el transcurso del segundo año, como consecuencia de infecciones que se repetían, se le puso una sonda en la vegija para salvar el riñón todavía sano. Este instrumento lo conserva casi constante­ mente hasta ahora. Antes del nacimiento del niño, la riiadre abandonó al padre, que desapareció completamente de la vida del paciente. Algunos meses después ella se casó. El paciente y su hermano (tres años más grande) tenían entonces un padrastro y una media hermana de la edad del paciente. El padrastro tom ó rápidamente un rol activo en la familia. Era un hombre masculino y ha servido de excelente objeto identificatorio para el niño. Es por esto que pese a esta grave enfermedad de aparición precoz, pese a las permanentes intervenciones médicas y a la presencia constante de la sonda, el paciente, que tiene ahora cuatro años, es considerado por sus dos padres como un niño normal desde el punto de vista psicológico. Ellos lo comparan frecuentemente con su hermano de siete años, al que encuentran más sensible, más tím ido y un poco afeminado. Describen al naciente como a un niño fuerte, activo, que no se cuestiona su status de varón, le gusta jugar al fútbol y al béisbol con su padre y luchar con sus hermanos. Pa­ ra retomar las palabras de su madre: «...L e gusta el boxeo, toda clase de depor­ tes, también le gusta mirar deportes en la T .V ., me dijo que quería ser un lucha­ dor gordo y grasoso cuando fuera mayor. El detesta todo lo que le parece feme­ nino (camisas que podrían hacerlo parecer una niña), él quiere todo lo que pa­ rezca de niño. Tiene la costumbre de jugar en el escritorio solo. Algunas veces él es Superman, en otras palabras, cuando hay que peinarse, él se peina para atrás, como su pap á.» Su padrastro cuenta: « ...L e gusta bajar al lugar en donde yo trabajo. Pienso que quiere ser como yo.» A l paciente le gusta imitar a su pa­ drastro, que tiene una colección de pistolas, el niño lo im ita con sus pistolas para niños. Su padrastro es gerente de una gasolinera, el juego favorito del niño es «la gasolinera», le gusta hacer un pozo en el piso, construir una estación con ladrillos, o usar la cola del gato como manguera del surtidor. Es evidente que este interés esté sobredeterminado: este niño está influenciado no solamente por el trabajo de su padrastro, sino también por su gran interés y preocupación en su propia «estación surtidora». En resumen, los padres describen netamente a

un niño con una identidad masculina, que él manifiesta en la relación con su madre y su padrastro. El padre y la madre no dan la impresión de tener grandes problemas en sus propios roles respectivos del género. El aspecto del niño corro­ bora toda la inform ación que dan los padres. Es un niño despierto, simpático, inteligente, cálido, audaz; tan francamente agradable que uno no puede explicar la fuerza evidente de su Y o (pese a las traumáticas experiencias médicas) sin atri­ buir la excelencia de su estado mental a la suerte que él tiene de tener padres como los suyos” . “ ...A lgunos expertos del Centro Médico aconsejaron que se transformara en una niña y que los esfuerzos de los padres fueran consagrados a ayudarlo a con­ vertirse en una mujer con el correr de los años. Se hizo esta recomendación en razón de la im portancia de la intervención quirúrgica para hacerle un pene ade­ cuado que, por su condición, no podría tener nunca una función sexual. Sin em­ bargo, porque él era verdaderamente masculino, y creía que su rol de género no podía ser cambiado por la psicoterapia o por otro aprendizaje y porque sus espe­ ranzas de vida no eran grandes en razón del riñón enfermo, los psiquiatras reco­ mendaron dejarlo vivir como niño. Los padres se sintieron aliviados por esta re­ comendación que fue seguida por los médicos que se ocupaban de él” . “ El segundo niño, que nosotros vimos por primera vez a los quince años, era, en el momento de su nacimiento, un macho genética y anatómicamente nor­ mal, salvo por el hecho de que no tenía pene y que tenía una uretrostomía perineal. Los dos testículos estaban situados en el interior de un escroto normal. Era el menor de cuatro niños: el mayor, mongólico; los otros dos (una niña y un niño), normales. Antes de su nacimiento, su madre no quería tener más hijos. D ada la asignación correcta de sexo al nacimiento, fue criado como un varón, sin equívocos, por una madre que se interesaba poco en él y por un padre «esti­ rado» y cubierto de joyas que vendía perfumes. Desde el año y medio el paciente fue hospitalizado seis veces en cinco años; la últim a vez, durante tres años con una sola vuelta al hogar. Estas numerosas operaciones, una laparastomía segui­ da de intervenciones plásticas repetidas obtuvieron como resultado un pene que un urólogo describió recientemente como «una monstruosidad con un aspecto increíble». N o es sorprendente que en el transcurso de su adolescencia, su con­ ducta se haya transformado en un problema en el colegio y con los vecinos. El se creó una vida imaginaria que, en los momentos de sufrimiento, inundaban la vida real bajo un m odo paranoide: «Y o soy el nieto de Dios y probablemente sea el Mesías», decía furiso, la cara lívida y devorado por el miedo, en un m o­ mento crítico del tratamiento. Desde los siete años, este niño juega con los veci­ nos juegos sexuales que tom aron la apariencia de una ceremonia con reglas que deben de ser mantenidas. Por ejemplo, en uno de los juegos, llam ado «el cor­ d ó n », cada uno de los dos jugadores tira del pene del otro para producirle dolor. El primero que grita de dolor ha perdido y debe hacerle al otro todo lo que éste le pida. A unque el paciente, con su pedículo de piel, no siente el dolor, algunas veces grita. Los dos niños saben que el grito es falso, pero ninguno de los dos

lo admite. Durante la masturoación mutua que sigue, el paciente deja actuar a su compañero solamente unos minutos (con el reloj en la mano), porque no quiere que éste tenga un orgasmo. Después de esto, el compañero debe hacer lo mismo al paciente (salvo la relación anal que el paciente no puede llevar a cabo porque su pedículo de piel no es eréctil). Está claro, después de estas des­ cripciones, que uno de los objetivos esenciales de estas actividades es obligar al compañero a tratarlo como si su «pene» fuese tan bueno como un pene que fun­ ciona (un mecanismo para «probar» al pene y que parece ligado a la dinámica del exhibicionismo). Fuera del recurso de la homosexualidad como defensa efi­ caz contra la pérdida del sentimiento de ser un macho, estas actividades más una forma particular de masturbación constituyen igualmente la vida sexual del paciente». «...Es evidente que se trata de un niño muy perturbado; sin embargo, pese a todas estas perturbaciones de las funciones del yo, y sus problemas en la defi­ nición de una identidad, el núcleo de la identidad del género está intacto. El no duda que es un hombre. Su problema esencial es que, en tanto hombre, tiene una anomalía importante. Su desarrollo normal y su psicopatología tienden a reparar el daño psicológico (o aprender a vivir con éste) sin volverse una mujer. No se entrega a sus compañeros de juegos sexuales como una mujer, y no tiene nada de femenino ni en su apariencia ni en sus actos. Sus actividades homose­ xuales son, más bien, un intento patético e impresionante de demostración a los otros hombres que su «pene» funciona tan bien como el de ellos. El, por supues­ to, tío lo cree realmente, pero en el fantasma de estos juegos sexuales existe al menos la creencia momentánea de que él está intacto».

CAPITULO II

FEMINIDAD PRIMARIA Y SECUNDARIA

¿FEMINIDAD PRIM ARIA O SECUNDARIA? Cuestión que ha seguido un curso pendular en la historia del psico­ análisis, y que ha dividido a los autores, entre los que siguen básicamen­ te a Freud en su idea de un monismo fálico en la infancia (Lamp-deGroot, 1928; Deutsch, 1925, 1930; Mack Brunswick, 1940; Bonaparte, 1951; Chasseguet-Smirgel, 1964; Lacan, 1966) y los que se apartan del freudismo, sosteniendo la precocidad y anterioridad de una posición francamente femenina en la niña pequeña (Müller, 1932; Horney, 1932-33; M. Klein, 1932; Jones, 1927, 1935; Zilboorg, 1944; Langer, 1951; Jacobson E., 1964; Stoller, 1968; Fast, 1979; Cereijdo, 1983). ¿Cuáles son los ejes polémicos sobre los que se han asentado las diferen­ cias teóricas? Básicamente los siguientes: 1) conocimiento versus desco­ nocimiento de la vagina; 2) contemporaneidad de impulsos orales y ge­ nitales (vaginales); 3) deseos tempranos del pene del padre, y 4) conoci­ miento congénito y/o precoz de la diferencia de sexos y del intercambio sexual entre los padres. Del repaso de los puntos anteriores surge claramente que a pesar de las diferencias se termina adscribiendo la feminidad al órgano sexual, a su conocimiento, a su grado de erotización, a su puesta en acción, a su carácter de zona erógena, de fuente del deseo «natural» hacia el pene, su complementario. De acuerdo a esta concepción, organizadas las vías somáticas, biológicas y anatómicas del aparato genital femenino, que­ daría establecida la feminidad. Pensamos que la introducción de la dife­ renciación entre género y sexo, así como sus líneas de demarcación y de relación, contribuyen a la reconstitución de un marco de comprensión de esta cuestión, que ha preocupado a los psicoanalistas desde sus albo­ res y que se ha basado sobre un gran equívoco: el del naturalismo, cuyo bastión inexpugnable en psicoanálisis se localiza en el cuerpo, en la ana­

tomía, en lo biológico. No es que estos factores no participen o no de­ ban ser tomados en cuenta en su articulación, sino que es precisamente esta articulación la que cuesta tanto establecer con propiedad. Tanto las teorías sostenidas como el método de exploración utilizado debe llamar­ nos a la reflexión. Las afirmaciones sobre la sexualidad temprana de la niña curiosamente no abundan como resultado de experiencias de obser­ vación, sino que lo hacen por su carácter especulativo, de referencias in­ tertextuales, de toma de posición. En el capítulo anterior hemos mostrado que la feminidad en tanto sentimiento de género es una línea evolutiva que sufre transformaciones a lo largo del desarrollo, pero que su núcleo se establece temprana y sóli­ damente en forma independiente de la sexualidad. Más aún, la sexuali­ dad femenina y la elección de objeto se logran a plenitud siempre y cuando la mujer armonice el narcisismo ligado a su género y la narcisización de su sexualidad, proceso más tardío y sujeto a un mayor número de factores conflictivos, psicológicos y sociales. Esto nos conduce a un aspecto central de nuestro trabajo: articular las investigaciones recientes sobre el género con el papel jugado por el sistema narcisista en la cons­ trucción de la creencia sobre el género. ¿Es el género de un sujeto parte de su sistema narcisista intrapsíquico, es decir, de su Yo y Super Yo, o debemos ubicar el género, como tradicionalmente se lo ha enfocado, en la línea de las vicisitudes del deseo sexual? La teorización freudiana to­ mó esta última dirección, la noción de género es inseparable del grueso de la teoría sobre el Edipo, no existió en Freud una delimitación entre estos dos conceptos y las reformulaciones posfreudianas —Melanie Klein, Lacan— tampoco lo hacen. Sólo podemos constatar una breve pero significativa referencia que desafortunadamente Freud dejó sin de­ sarrollar y que no fue retomada posteriormente. En «Sobre la psicogé­ nesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920) dice: «L a literatura sobre la homosexualidad habitualmente fracasa en distinguir con suficiente claridad entre la cuestión de la elección de ob­ jeto por un lado y las características sexuales y la actividad sexual por el otro, como si la respuesta a la primera necesariamente implicara la respuesta a las otras. La experiencia, sin embargo, prueba lo contra­ rio: un hombre con predominio de características masculinas y mascu­ lino también en su vida erótica puede ser invertido con respecto a su objeto, am ando exclusivamente a hombres en lugar de mujeres. Un hombre en el cual predominan atributos del carácter femenino, quien puede en la vida amorosa comportarse como una mujer, es de esperar

partiendo de esta actitud femenina que eligiese un hombre como obje­ to de amor; sin embargo, puede ser heterosexual y no presentar ningu­ na inversión hacia su objeto, como lo haría cualquier hombre normal. Lo mismo es verdad para las mujeres; aquí rasgos sexuales mentales y elección de objeto no coinciden necesariamente... Es en cambio una

cuestión de tres conjuntos de características, a saber: caracteres sexua­ lesfísicos (hermafroditismo físico), caracteres sexuales mentales (acti­ tud masculina ofemenina) y tipo de elección de objeto, que hasta cier­ to punto varían independientemente uno de los otros y se encuentran en diferentes sujetos en múltiples permutaciones» (St. Ed. Vol. X V III, pág. 170, subrayado nuestro).

Si se siguen las consecuencias que derivan de esta tesis, se comprueba que permiten concebir una línea teórica que se contrapone al grueso de los supuestos del edificio freudiano sobre la feminidad y la sexualidad femenina, y cuya revisión podría girar en torno a los siguientes puntos: 1) bisexualidad biológica; 2) masturbación clitoridiana; 3) ausencia de atracción instintiva hacia el sexo masculino; 4) la «masculinidad» de la libido, por su carácter activo, y 5) envidia al pene.

EL MITO DEL FALICISMO O MASCULINIDAD INICIAL DE LA NIÑA

1.

La

s u p u e s t a b is e x u a l id a d

b io l ó g ic a

En rigor, la teoría freudiana sobre la feminidad y la sexualidad fe­ menina se podría calificar de «transexualista», ya que sostiene que la ni­ ña instintivamente se halla preparada para la masculinidad, que desde que descubre la diferencia anatómica de los sexos se siente castrada, de­ sea ser hombre y ver su cuerpo transformado poseyendo un pene. Freud (1897-1905) sustenta la teoría de la disposición bisexual congénita a par­ tir de ideas sugeridas por Fliess sobre el sexo dominante y el recesivo (Fliess se hallaba impresionado por los hallazgos en el feto de órganos sexuales atrofiados del otro sexo) y la mantiene a lo largo de toda su obra (1919, 22, 23, 31, 33) otorgándole una enorme importancia. Tal es así que, en Análisis terminable e interminable, sigue afirmando que la bisexualidad influencia tanto la identidad sexual como la elección de ob­ jeto, y que su naturaleza biológica constituye uno de los obstáculos in­ salvables y uno de los límites que el psicoanálisis encuentra en tanto te­

rapia. Sin embargo, sus planteamientos han sido siempre zigzagueantes, ya que en sus reflexiones sobre el fracaso del tratamiento en el caso Do­ ra, apela al vínculo homosexual, y en su trabajo sobre la feminidad re­ calca la importancia del estudio de la relación preedípica de la niña con la madre. Sin embargo, en ese mismo trabajo (1931) sostiene que «la vi­ da sexual de la mujer se divide regularmente en dos fases, la primera tiene un carácter masculino, sólo la segunda es específicamente feme­ nina». Si bien la historia de la doctrina psicoanalítica muestra un aparta­ miento e incluso en algunos momentos un corte radical con la biología —planteándose un dominio del orden estricto del significante (Lacan)—, la recaída a nivel de hipótesis intermedias en el fundamento biológico es permanente. Por eso nos parece pertinente, en lo que atañe a la femi­ nidad y la sexualidad femenina, mostrar cómo inclusive los hallazgos re­ cientes en neurofisiología y en endocrinología ponen en duda la idea de un soporte biológico de la bisexualidad y, además, recalcar aquellos aportes de la clínica que ponen en evidencia que los sentimientos de ser una mujer y de sentirse femenina son relativamente independientes de sus órganos genitales.

2.

E l s u b s t r a t o b io ló g ic o d e l c o m p o r ta m ie n to s e x u a l

2.1.

Experimentos en animales de laboratorio

Los fisiólogos del cerebro están comenzando a determinar los meca­ nismos neurohumorales que afectan el comportamiento sexual (Goy, Phoenix y Young, 1962; Barraclough y Gorski, 1962). Según Young (1965) el código genético desencadena la liberación bioquímica que de­ sarrollará el tejido embrionario en alguna de las dos direcciones (Jost, 1958; Gorki y Whalen, 1966; Grady y Phoenix, 1965; Harris y Levine? 1962; Phoenix, Goy y Resko, 1968) *. Uno de los hallazgos más sor­ prendentes es que sólo si el cerebro fetal, el hipotálamo, es activado por andrógenos la conducta masculina se desarrolla. El estado neutro, de re­ poso o inicial para los mecanismos centrales del sexo, así como los rudi­ mentos de los órganos sexuales y sus aparatos anexos, son femeninos; si la corriente normal de andrógenos es bloqueada, retoma el corñandc^

* Citados por Stoller (1968).

el cerebro femenino. Aparentemente el cerebro consistiría en un sistema anatómico único, y sólo si es activado con andrógenos, la «roca» para la masculinidad se implanta, si no permanece femenino. Desde el punto de vista neurofisiológico el cerebro del hombre resulta ser un cerebro hembra androgeneizado, y embriológicamente el pene es un clítoris masculinizado. Existen períodos de sensibilidad crítica durante los cua­ les el cerebro fetal es más susceptible a la influencia hormonal, de tal modo que basta una simple inyección de hormonas en el laboratorio pa­ ra poder establecer por vida la conducta sexual, ya sea masculina o femenina *.

2.2.

Anomalías sexuales genéticas y congénitas (Money, Hampson y Hampson, 1955)

2.2.A. Anormalidades cromómicas X O (Síndrome de Turner). Es­ tos individuos en lugar de poseer los dos cromosomas X X o XY carecen del segundo cromosoma y no tienen gónadas productoras de hormonas sexuales, sin embargo el desarrollo anatómico es de mujer. Generalmen­ te presentan comportamiento femenino y son heterosexuales. (Véase nota II.) 2.2.B. Síndrome de insensibilidad andrógena (Feminización testicular). Estos sujetos que presentan un perfil cromosómico XY se des­ arrollan como mujeres heterosexuales. Es probable que el defecto hor­ monal sea en el órgano periférico que no responde a los andrógenos en circulación. 2.2.C. Hipogonadismo constitucional en hombres. Estos sujetos se presentan físicamente normales al nacer, recién en la adolescencia se les descubre una deficiencia en andrógenos. Un gran número de estos casos non femeninos desde la infancia o creen ser niñas. 2.2.D. Trastornos del lóbulo temporal. En sesenta y siete casos de trastornos paroxísticos del lóbulo temporal se observaron conductas de Inversión sexual, sólo en hombres. La conducta (comúnmente vestirse ton ropas de mujer) sobrevino en el acmé de la crisis, la remisión de la Crisis hace desaparecer también el trastorno de conducta.

* Para mayor detalle, véase Stoller (1968).

2.3.A. Castración del hombre. Si se produce antes de la pubertad no sólo se extinguen los caracteres sexuales secundarios, sino la sexuali­ dad en su totalidad. Si se efectúa después de la pubertad, se ve marcada-¡ mente disminuida. 2.3.B. La castración de la mujer. No produce los mismos efectos; niñas púberes que son ovariectomizadas pueden como los adultos desa­ rrollar una sexualidad normal y tener orgasmo. De la misma manera la extirpación de ovarios en la mujer adulta no disminuye ni su necesidad sexual ni su placer. Todo parece indicar que las hormonas andrógenas constituyen el substrato biológico del deseo sexual tanto en los hombres como en las mujeres. En la mujer dependería de una ínfima cantidad de andrógenos que normalmente produce la suprarrenal, ya que la suprarrenalectomía ocasiona la abolición casi completa de la sexualidad. Por otra parte, la administración de estrógenos a un hombre no modifica su comporta­ miento sexual, salvo que por hacerlo en grandes cantidades compita con la producción de testosterona. En cambio las mujeres a quienes se les ha administrado andrógenos ven su libido reactivada. Pero lo importan­ te a recalcar es que la sustracción o adición de hormonas no modifica la orientación de la libido. Así, si se le administra a una mujer andróge-¡ nos, aunque pueda masculinizarse en sus caracteres sexuales externos, sigue deseando a un hombre. De la misma manera que la ingestión de andrógenos por un homosexual afeminado no lo transforma en menos afeminado, sino que acrecienta su deseo de relaciones homosexuales. Por tanto, la intuición freudiana sobre el carácter masculino de la libido en tanto deseo sexual hallaría su certeza en la naturaleza andrógena de las hormonas activadoras del deseo, pero éste sigue siendo fiel a su fan^J tasma, y ni se masculiniza ni se feminiza por la acción de los andróge­ nos, sólo disminuye o cobra intensidad. Stoller sostiene que todas estas evidencias nos llevan a refutar el su­ puesto monismo fálico de los niños de ambos sexos, y en todo caso pos­ tular lo inverso, que todos los bebés hasta los dos años son prevalentemente niñas. Pero esta hipótesis sólo nos conduciría a una recaída en un biologismo de sentido contrario cuando lo que nos impresiona, en cambio, es el enorme poder que las actitudes, los comportamientos y las creencias de los padres tienen en el modelaje de la masculinidad y femi­

nidad. E l sistema biológico organizado prenatalmente en una dirección masculina o femenina es casi siempre insuficiente en los humanos para resistir la fuerza más poderosa del medio ambiente: la madre. Las evi­ dencias sobre la organización temprana de la masculinidad y la femini­ dad en base a la poderosa acción del medio materno y familiar se pre­ sentan cada vez en forma más numerosa: 1) niños diagnosticados al na­ cer como hermafroditas desarrollan una «identidad hermafrodita» (es decir, durante toda la vida no saben si son hombre o mujer o si son am­ bas cosas), siempre que sus padres también abriguen dudas sobre el sexo asignado. Cuando no es así (aun ante la presencia de órganos sexuales externos ambiguos), el niño no duda en ser varón si al nacer se le asignó el sexo masculino. Esto ocurre independientemente de la presencia de anormalidades cromosómicas, gonadales o defectos hormonales; 2) transexuales hombres, como resultado de circunstancias posnatales —una específica constelación familiar— presentan una feminización tan marcada que actúan como mujeres y demandan que su cuerpo se transforme en un cuerpo de mujer. No presentan ninguna anormalidad biológica. Todos estos hallazgos obligan a una revisión de la articulación entre el nivel biológico y el psicológico. Los hechos parecen sugerir una com­ plejidad superior a la esperada. En algunos momentos críticos del desa­ rrollo esta relación es de determinación, período fetal de acción de los andrógenos sobre el hipotálamo, o los fenómenos de «imprinting» o modelaje del género por la madre, como en los casos de transexualismo masculino; en otros momentos, en que estructuras como el género o el deseo sexual ya se hallan establecidas, esta relación parece ser sólo de influencia, afeminamiento de hombres heterosexuales, intensificación de deseo sexual por acción de los andrógenos.

¿VAGINA O CLITORIS?

La presencia, exterioridad y supuesta filiación anátomo-masculina del clítoris han sido los soportes centrales en que Freud basó su idea de la predominancia de la bisexualidad en la niña. Si en ella debía darse en el curso de su evolución una metamofosis de hombre a mujer, el cambio de zona erógena —del clítoris a la vagina— era su condición esencial. La dicotomía feminidad primaria o secundaria en realidad se asienta en

la concepción antagónica de estos dos órganos femeninos, de manera que un recorrido por los distintos autores nos enfrenta con una serie de argumentos controversiales. —La niña sólo conoce el clítoris. La vulva y la vagina al ser órga­ nos internos permanecen desco­ nocidos hasta la vida sexual puberal (Freud).

—La niña conoce la vagina ya sea por protofantasías heredadas o por equiparación con la boca (Horney, M. Klein).

—La zona erógena infantil es el clítoris. Si hay masturbación, ésta es clitoridiana (Freud). Si permanece como zona erógena privilegiada en la edad adulta, es signo de masculinidad.

—La vagina es fuente de impul­ sos, es una zona erógena en la infancia. Existe la masturba­ ción vaginal (Müller, Horney).

—Al considerarse al clítoris como masculino, las pulsiones de la niña serían fálicas, es decir, de penetración, activas (Freud).

—Los impulsos vaginales son re­ ceptivos. Desea recibir el pene, como equivalente del pecho (fellatio-M. Klein). El clítoris es un órgano femenino (Jones).

—Toda manifestación psicológica masculina es producto de la bi­ sexualidad biológica (Freud).

—Por un proceso defensivo, niega la existencia de la vagina y su función. Deseos agresivos pro­ yectados sobre la madre por he­ ridas narcisistas. Temor a ser atacada en su interior (M. Klein, Jones).

La mayoría de las críticas efectuadas a Freud por parte de los defen­ sores de la feminidad primaria se basan en hechos de observación de ni­ ñas pequeñas, quienes evidencian su conocimiento de la existencia y lo­ calización de la vagina. Coincidimos con los autores que sostienen que no debe confundirse entre el descubrimiento de la vagina que puede efectuar la niña y el grado de erotización que la misma alcanza durante la infancia (Granoff y Perrier, 1964; Lucioni, 1982). Pero aun superaddi este impasse, lo que parece menos sostenible es que sea la fuente esencial del sentimiento de feminidad. Puede trazarse un paralelo entre los niños que nacen sin pene, pero que son reconocidos al nacimiento como sien-

do varones, y las niñas que son genética, anatómica y fisiológicamente normales salvo por el hecho de que nacen sin vagina. Tal anomalía pue­ de provocar un gran sufrimiento en una joven o en una niña cuando se descubre el trastorno, pero Stoller nunca ha observado que tales muje­ res desarrollen una perturbación en el núcleo de su identidad de género, es decir, en su certidumbre de ser mujeres. Estas mujeres 110 buscan masculinizar su cuerpo, por el contrario insisten en proveerse mediante la cirugía de una vagina. Como en el varón la presencia de un pene, en la niña el conocimiento de su vagina refuerza enormemente el sentimien­ to de ser mujer, pero no constituye una condición sine qua non. Si el varón o la niña se consideran varón o mujer es porque sus padres no dudan de que lo sean. El conocimiento casi consciente de su estado bio­ lógico acrecienta su sentimiento de identidad, pero aun en ausencia de este conocimiento en niños sexualmente neutros (XO), una identidad fe­ menina se estructura si se le asigna inequívocamente a la criatura el sexo femenino (Stoller, 1968). (Nota II.) La estructura especular de la primera relación de objeto favorece la instalación precoz del género femenino en la niña. No existe desarmonía anatómica, ni de identidad entre la futura mujer y su madre. La niña ama y desea a un objeto con el cual y simultáneamente se identifica, identificación que crea y construye una imagen temprana femenina, así como un Ideal del Yo preedípico (Jacobson, 1964; Blum, 1976) *. En cambio en la organización del goce debe darsf ana ruptura con las for­ mas de seducción materna, el cuerpo de la niña debe reaccionar a otros estímulos que no sean el de su doble. Hacia la mitad del segundo año, la niña parece tener una clara representación de su cuerpo, construida a lo largo de su relación con la madre, de la cual se ha diferenciado co­ mo cuerpo-otro (Mahler, 1958). La deambulación y el ejercicio de las funciones corporales han establecido a través de la acción un reconoci­ miento psíquico del cuerpo en una anatomía que, si bien puede obtener una imagen de completud por vía especular (Lacan, 1966), sólo alcanza­ rá su cabal objetivación y autorreconocimientp a través de la acción y experiencias propias. Experiencias de esfuerzo, dolor y sensibilidad que acompañan a las funciones contribuyen a relleiíar el contorno de la uni­ dad. Sabemos el rol prevalente que juega el placer para el proceso de subjetivación del cuerpo, y el carácter organizador que tienen las zonas erógenas. Ahora bien, la dificultad para la niñ^ en formarse una clara

* Véase el próximo capítulo para el examen de este punto.

representación genital es bien conocida (Greenacre, 1950), sin embargo, aún no existe consenso sobre las razones de este desconocimiento. Pen­ samos que no sólo el carácter oculto de los órganos genitales contribuye a esto, sino que debe tenerse en cuenta la ausencia, o poca frecuencia, de experiencias estimulantes del placer vaginal. La función uretral, la micción en la niña, no ponen en juego el órgano genital como en el caso del varón. A su vez, en el cuidado higiénico, fuente de estimulación erógena permanente entre la madre y el hijo, las posibilidades de excitación de la vagina son mucho menores. No hay necesidad de apelar a una se­ xualidad virtual distinta en el varón o en la niña, con una prefijación al objeto heterosexual como postula Grumberger *, ya que la represión materna de la homosexualidad, es decir, la habitual normativización so.cial del deseo materno nos parece suficiente explicación (Aulagnier, 1977). La hipótesis sobre las protofantasías o fantasmas primarios (es de­ cir, un conocimiento heredado sobre la realidad sexual que ubicaría el saber sobre la vagina en upa independencia de lo vivido-real-histórico) no aporta en forma concluyente sobre el problema, pues debiera en ese caso seguir la evolución pautada por lo madurativo, y el cúmulo de mu­ jeres que descubren la masturbación vaginal como actividad de goce en la adultez es numerosísimo ¿Cómo explicar una detención tan marca­ da, tan extendida del desarrollo madurativo si la impronta fuera bioló­ gica? ¿O es que se requiere una estimulación externa para ponerla en marcha? Entonces sólo habríamos logrado un deslizamiento del proble­ ma del órgano al estímulo, ¿cómo es que el estímulo no tiene lugar, o su participación es tan iimpredecible? La anatomía no favorece un tem­ prano y espontáneo descubrimiento de la vagina por la niña, ni su esti­ mulación casual en el cuidado corporal por parte de la madre. El ejerci­ cio de la función uretral enmascara aún más las posibilidades de órgano de goce de la vagina, ya q!ue despierta la confrontación entre los sexos y la envidia al pene como una posesión preciada en el otro. Pensamos que es en este sentido donde «la anatomía es el destino» en el caso de la niña, pues no favorece! una sexualización completa en la infancia. Pe­ ro en este punto descansa un monumental malentendido: que la vagina

* «Igualmente puede uno) preguntar si aquí la actividad “ anaclítica” de la madre se puede considerar como fuentt de dichas sensaciones y si no sería preciso invertir de alguna forma esta proposición suponiendo una cierta sexualidad virtual, distinta desde el princi­ pio en la niña y en el niño y qufe ios cuidados en cuestión no hacen más que activar» (1964).

no se constituya en zona erógena en la niñez —que no sea punto de par­ tida de la estimulación para el goce sexual— no quiere decir que ulte­ riormente no reaccione al estímulo sexual, que no se produzca la descar­ ga muscular en caso de producirse la masturbación clitoridiana. Lo que falta es que sea la penetración y la consiguiente estimulación de la muco­ sa vaginal, aquello que pone en marcha el proceso de excitación (Masters y Johnson, 1966), aunque el asiento final del orgasmo sea siempre vaginal, como veremos más adelante.

MASTURBACION

Los estudios masivos sobre la sexualidad femenina (Sherfey, 1966; Hite, 1976) y sobre la terapia sexual (Masters y Johnson, 1966; Kaplan, 1974) han arrojado datos que nos ayudan a esclarecer este punto. Las niñas desarrollan múltiples formas de masturbación: compresión de los muslos, retención de orina, balanceos, estimulación clitoridiana y even­ tualmente introducción en la vagina de diversos objetos. En el informe Hite se destacan seis tipos básicos de masturbación femenina, pero lo interesante a constatar es que el 73 por 100 de las mujeres practicaban la estimulación clitorideo/vulvar, mientras que sólo un 1,5 por 100, la penetración vaginal. Estas declaraciones pertenecen a mujeres adultas no homosexuales, es decir, que sus fantasías eróticas eran con hombres, sin embargo el estímulo era clitoridiano y los ensueños eróticos giraban alrededor de ser penetradas, no de penetrar con su clítoris a nadie. ¿Có­ mo pensar que la niña pequeña al descubrir su clítoris y las posibilidades de goce genital desea penetrar a su madre, ya que la etapa de masturba­ ción temprana entre los quince y diecinueve meses transcurre en la más completa ignorancia de la función del pene en el intercambio sexual? La naturaleza de las fantasías masturbatorias tempranas es aún un punto a precisar. Existen claras observaciones que demuestran conductas de coqueteo y actitudes seductoras hacia el padre en niñas de dieciocho me­ ses (Abelin, 1975), y un pico de erotización en este período, que ha lleva­ do a algunos a postular una etapa genital temprana (Aberasturi, 1967; Roiphe y Galenson, 1981). Pero también se constata posteriormente una diferencia neta entre varones y niñas en el dominio del autoerotismo. La masturbación del varón es una constante, puede reprimirse en mayor o menor grado, pero jamás deja de ser conocida y practicada. Declaracio­

nes como las que se compilan en el informe Hite serían inconcebibles para el género masculino: «M is recuerdos sobre la masturbación se remontan a la edad de siete años, aunque no supe lo que era realmente hasta cumplir los quince...» « A punto de cumplir quince años viví mi primera experien­ cia de intercambio de besos y caricias con un chico. Tales pasiones me dejaban sexualmente excitada (aunque no lo comprendía entonces, eso era lo que me pasaba). Llegaba a casa, una vez acostada, me toca­ ba, experimentando casi inmediatamente un orgasm o...» «A l descu­ brir mi clítoris a la edad de dieciocho años...» « L a primera vez que gocé sola tenía diecinueve años...» (pág. 52).

Para el varón no hay posibilidad de engaño, la voluptuosidad que lo invade se halla indisolublemente conectada con la erección de su ór­ gano y la consecuente descarga muscular. La niña nada en las tinieblas de su anatomía genital interna, si sólo conoce su clítoris y la habitual mojigatería y moral sexual de las madres no le han proporcionado nin­ gún saber sobre su vagina, la niña concebirá que todo lo que le sucede tiene asiento en lo que ve.

M

it o d e l o r g a s m o c l it o r id ia n o

El conocimiento adquirido sobre la fisiología del acto sexual nos permite no recaer en el mismo error de la niña, y superar el malentendi­ do y la falsa división entre orgasmo clitoridiano y vaginal que tanta con­ fusión ha creado. La fase de excitación se caracteriza por una vasodilatación refleja de los genitales, que produce una turgencia generalizada de los labios y del tejido que rodea la cavidad de la vagina. La fase de preparación orgásmica (Masters y Johnson, 1966) se alcanza cuando existe una distensión generalizada del tejido vulvar y del introito de la vagina, un enrojecimiento de los labios y la lubricación vaginal, que es el signo cardinal de la excitación de la mujer. La lubricación vaginal consiste en un trasudado que distiende el área genital durante la excita­ ción. Finalmente el orgasmo consiste en una contracción refleja de los músculos localizados en el introito vaginal, contracciones acompañadas por sensaciones de intenso placer. El clítoris, en tanto zona erógena, se halla provisto de la red sanguínea suficiente para proveer parte de la vasodilatación necesaria para cumplir un papel relevante en la fase de exci­ tación, pero carece de los músculos necesarios para las contracciones del orgasmo. Cualquiera que sea el estímulo —táctil, auditivo-visual— que

desencadene la ex citación ge nital, ésta c o m p re n d e rá a la z o n a ge nital en ­ tera. Q u e la n iñ a o la m u je r frote o estim ule su clítoris c o m o m é to d o prevalente p a ra d e sarrollar la ex citación, hasta la p la ta fo r m a org ástica necesaria p a ra que los m úsculo s de la v a g in a desencadenen su salva de

no implica que haya un doble orgasmo: uno clitoridiano y otro vaginal, y m u c h o m enos que u n o sea m a s c u lin o y o tro fe m e n in o , co ntraccio nes,

ya q u e el clítoris es u n a parte esencial del a p a ra to genital fe m e n in o *, ó rg a n o de la ex citación , pero n o del o rg asm o . Es c o m o si la teo ría se h u b ie ra ex trav iado en el m is m o nivel im a g in a ­ rio que el fa n ta s m a de la n iñ a , am b as h a n necesitado ela bora r u n a m is ­ m a creencia fa n tástica: el carácter m a s c u lin o de la sexualidad fe m e n in a . « ¿ P o d r ía n las neurosis sexuales que parecen endém icas en las m ujeres ser en parte consecuencia de la ia tro g e n ia ? » , se p re g u n ta b a Sherfey en 1966, y agregaba: « J u n t o a la im p re sio n a n te p ro m e sa de la e x tra o rd in a ­ ria riq u e za y p r o fu n d id a d del p e n sam ie n to fr e u d ia n o que co nm u e ve nuestras m entes, ta m b ié n nos e n co n tram o s frente al o b s tác u lo f o r m id a ­ ble de u n gran b lo q u e de profesionales y de o p in ió n p ú b lic a que insisten p a ra qu e el org asm o v ag in a l se p r o d u z c a . P a ra erradicar estos conceptos erróneos debem os c o m e n zar p o r erradicarlos de la m ente de p sic o a n a lis­ tas y p s iq u iatras. P a r a su co nse cu ción se requiere la p ru e b a de que el org asm o v a g in a l c o m o u n o rg asm o d is tin to del c lito r id ia n o sen cillam e n ­ te n o existe, y lo que existe es u n a ú n ic a experiencia que co nstituy e la sexualidad fe m e n in a . A n te tales pruebas la teo ría p s ic o an alítica debiera ser rev isada». D ig a m o s , p o r nuestra parte y a m an e ra de síntesis de este a p a r ta d o , que in v o c a r la b io lo g ía p a ra sostener la tesis de la m a s c u lin id a d c o n s ti­ tu c io n a l de la m u je r , p ara hacer depender de a q u é lla el de sarrollo psico­ lóg ico de su id e n tid a d de género y la o rie n ta c ió n de su deseo sexual, re­ su lta d o b le m e n te falso. E n p rim e r lu g a r, a u n en el m is m o á m b ito b io ló ­ gico, ya que las investigaciones recientes lo de sm ienten, pe ro , sobre to ­ d o , p o rq u e parte n de un error básico de c o n c e p ción de los hechos: la c o n a tu r a lid a d entre el p s iq u is m o y lo a n a tó m ic o y u n orden de ca usa­ c ió n en qye el « s u e lo » b io ló g ic o d e fin iría la psiquis.

* L a sem ejan za a n a tó m ic a entre el clítoris y e) pene n o los e q u ip a ra ni en el p la n o fisio ló g ic o , ni m u c h o m e nos en el p sic o ló g ic o . L a e stim u la c ió n de a m b o s no despierta un ún ic o tip o de fantasías. Estas dep en den de la estru cturación del deseo y no del ó rg a n o que se excita. D e ig u a l m a n e ra el frote del p e zón de la m u je r y su erección d u ra n te el co ito no activ an fantasías de ser ella la q ue pene tra, sino el deseo de ser p ene trada. L a teoría ha sido presa del nivel im a g in a r io al sup on er que la s im ilitu d de fo r m a define la fu n c ió n .

Nota II.

Extraído del capítulo VI, «El sentimiento de ser mujer», del libro Sexo y género, tomo I, de Robert Stoller.

Ciertos casos de anomalías biológicas se constituyen en experiencias «cuasi experimentales» que pueden ayudarnos sobremanera en la comprensión del de­ sarrollo de ser mujer: 1) mujeres sin vagina normales biológicamente; 2) mujeres biológicamente neutras, cuyos órganos genitales externos parecen normales al nacimiento, no habiendo duda por parte de los padres sobre el sexo de la niña; 3) mujeres biológicamente normales, con excepción de la masculinización de sus órganos externos (vagina), que fueron criadas sin ambigüedad como niñas; 4) mujeres normales biológicamente, aparte de la masculinización de sus órga­ nos genitales externos (vagina), que fueron criadas sin ambigüedad como varo­ nes, y 5) mujeres normales biológicamente, que no poseen clítoris. 1. L a primera categoría es conocida por los ginecólogos. La mujer, en este caso, se considera una hembra, y posee una feminidad que la conduce con la misma frecuencia que en las mujeres anatómicamente normales a las tareas y a los placeres femeninos: casamiento, relaciones sexuales vaginales (en la vagina artificial) con orgasmo, embarazo (cuando el útero está presente) y cuidados maternales. Relata el caso de una muchacha de diecisiete años, femenina, seduc­ tora, inteligente, cuyo aspecto en el m omento del nacimiento era normal. A u n ­ que no presentaba ni vagina ni útero, sus órganos genitales externos eran nor­ males. Sus padres, que no sospechaban nada, la criaron como a una niña, y ella se sintió mujer y femenina. Sus senos, su vello pubiano y la distribución de grasa subcutánea femenina comenzaron a desarrollarse a los diez años (ya que tenía ovarios normales y funcionales), y aunque tenía dolores abdominales cada mes, no presentaba reglas. A los catorce años, un examen físico de rutina — que por primera vez comprendía un examen de los órganos genitales— reveló que ella no tenía vagina. U n chequeo posterior mostró que tampoco había útero, pese a la presencia de ovarios funcionales. A l hacerla partícipe de los hallazgos, ella decía lo siguiente: « ...lo que más me impresionó es que yo quería tener niños... y yo quería una vagina. Quería sentirme como todo el m undo, yo quería utilizar la m ía, quiero decir, cuando llegue el momento, yo quería utilizar la m ía, no quería sentirme diferente... y me sentía diferente... y continúo sintiéndome dife­ rente...» Cuando le propusimos una vaginoplastia, quiso que se hiciera inm edia­ tamente; cuando se le preguntó, después, cómo se sentía con una vagina, ella dijo: «...es diferente, es mejor, es ún paso hacia adelante. A hora me siento co­ m o todo el m u n d o ...» 2. Segunda categoría: pacientes intersexuales cuya identidad de género es norm al. Relata el caso de una persona tan biológicamente neutra como puede

serlo un ser hum ano: un X O en el plano cromosómico con neutralidad anátomo-fisiológica. Sin embargo, cuando se la vio por primera vez, a los die­ ciocho años, nada en su conducta, en su manera de vestir, en sus deseos sociales y sexuales, en sus fantasías, podrían haberla distinguido de las otras muchachas del Sur de California. H ab ía un hecho inquietante que hacía que ella no fuese una muchacha corriente, a los dieciocho años, sus senos nos habían comenzado a crecer y no tenía reglas. Después de haber hablado con sus hermanas mayores y de haber esperado durante algunos meses una m aduración natural, se presentó a la consulta médica (no psquiátrica). En el examen médico no se descubrió na­ da en particular, a no ser la ausencia de desarrollo de los senos, de pigmentación aureolar y un extraño vello pubiano que solo cubría los labios. Los labios y el clítoris parecía;, normales. El orificio vaginal estaba virgen. No había ningún signo de tejido gonádico del otro sexo. N o se notó ninguna hipertrofia suprarre­ nal. En resumen, los contenidos de la cavidad abdom inal eran neutros (con la tendencia a la anatom ía femenina que se produce en la genética neutra en los seres humanos). Durante el tratamiento psiquiátrico que comenzó el día en que se le inform ó de su esterilidad (tratamiento que siguió durante tres años), el su­ frimiento que esta revelación inevitable le causó fue estudiado con detenimien­ to. Explorando este sufrimiento, descubrimos la presencia de tres orientaciones enraizadas en las identificaciones femeninas, indiscernibles en sus grandes ras­ gos de la reacción que se encontraría en una mujer de sexo genéticamente nor­ mal. La primera orientación era su deseo de casarse y de tener hijos; la segunda, el aspecto exterior y la función de sus órganos genitales, y la tercera se vinculaba con sus intereses femeninos (su aspecto exterior, sus juegos, la utilización del tiempo libre, las relaciones sexuales, etc.)...La fam ilia de la paciente se oponía a una vaginoplastia porque pensaba que la paciente comenzaría a tener relacio­ nes sexuales antes de su casamiento. La paciente estaba evidentemente muy an­ siosa frente a esta cirugía correctora, y, finalmente, los cirujanos aconsejaron a la fam ilia permitir la operación para que la paciente no se sintiese tan diferente de sus amigas. Después de la intervención, la paciente fue muy feliz y nunca des­ pués se arrepintió de la vaginoplastia. Com o lo temía su fam ilia, algunos meses después comenzó a tener relaciones sexuales con su amigo. Ella terminó casán­ dose y sigue casada hasta el día de hoy... 3 y 4. Los sujetos que entran en la tercera categoría, hembras masculinas criadas como niñas, y en la cuarta, hembras masculinizadas criadas como varo­ nes, fueron objeto de los hoy ya clásicos trabajos de Money y los hermanos Hampsons (1957). Ellos estudiaron las diferencias existentes en la identidad de género de niñas presentando el síndrome adreno-genital. En este caso preciso, los órganos genitales externos de la niña; que, por otra parte, es normalmente sexuada, fueron masculinizados «in útero» por una gran cantidad de hormonas andrógenas de origen suprarrenal. Los autores describen dos niñas, las dos hem­ bras biológicamente normales (genéticamente, en la anatom ía y en la fisiología sexual interna), pero con órganos genitales externos masculinizados. Luego de un diagnóstico correcto, una de las niñas fue criada sin ambigüedad como una

nena (tercera categoría); esta niña se mostró tan femenina como las otras niñas. La otra, que no fue reconocida como hembra, fue criada sin ambigüedad como un varón (cuarta categoría) y se volvió un niño completamente masculino. 5. En este caso nos hallamos frente a la niña normal desde todo punto de vista, pero con ausencia de clítoris. En la literatura médica no se registra ningún caso de este tipo, pero en algunas partes del mundo musulmán la costumbre ha­ ce que se extirpe el clítoris de todas las mujeres en la temprana infancia, o años más tarde. Si bien existen millones de mujeres en esa situación, ellas no tienen disminuido su sentimiento de ser mujeres, este sentimiento no desaparece jamás y ni ellas ni sus maridos constatan una disminución de la feminidad.

CAPITULO III

Y O IDEAL F E M E N I N O PRIMARIO

El estudio del transexualismo ha conmovido los cimientos del na­ turalismo hasta tal punto, que no sólo ha permitido afirmar que la iden­ tidad de género de estos sujetos se basa en una creencia —en una ilu­ sión tan poderosa que los compulsa a transformar su anatomía— , sino que ha conducido a extender este tipo de determinación a todo ser humano. Tanto el varón como la niña llegan a la conclusión de que son hombre o mujer por un proceso de naturaleza idéntica a la del transexual, es decir, por algo que trasciende la simple percatación de la sexua­ lidad anatómica de sus cuerpos. Esta tesis y la serie de consecuencias que conllevan nos conducen a la necesidad de revisar la siguiente aseve­ ración freudiana: «Tomando como punto de partida la prehistoria, se­ ñalaremos que el desarrollo de la feminidad queda expuesto a perturba­ ciones por parte de los fenómenos residuales del período temprano de las masculinidad» {La feminidad. St. Ed. Vol. X X II, pág. 131. Subra­ yado nuestro). En su lugar proponemos para la etapa preedípica * lo siguiente: 1.

La etapa preedípica no es idéntica en el varón y en la niña.

2. La diferencia en la organización de la etapa preedípica en los distintos géneros es un efecto de la estructura asimétrica de la maternalización y paternalización, procesos que fundan la célula familiar de nuestra cultura. 3. Esta fase no se caracteriza en la niña ni por rasgos ni por mani­ festaciones de masculinidad.

* Pese a las objeciones que se han formulado a la denominación de preedípico, por su carácter teóricamente impensable desde la estructura, consideramos útil conservar esta expresión freudiana para referirnos al período anterior al reconocimiento por parte del niflo de la oposición fálico-castrado.

4. La madre, en su carácter de objeto primario, impone la especifi­ cidad de su género a la relación madre-hijo. 5. Existe en los niños de ambos sexos una teoría preedípica sobre la feminidad. 6. La identificación primaria es portadora de un Yo Ideal femeni­ no para la niña. 7.

La envidia al pene no puede ser sino secundaria.

Melanie Klein puso de manifiesto la turbulencia del mundo interno que para una madre desencadena el hecho de tener un hijo: regresión y reelaboración de su propio vínculo con su madre, actualización de sen­ timientos de persecución y depresión si en la relación ha predominado la ambivalencia. Cada una de las capacidades requeridas —dar vida, proveer bienestar físico, contener la ansiedad, comprender las necesida­ des y responder adecuadamente a ellas, tener leche, etc.— remiten en to­ da mujer a la puesta en comparación con los otros ejemplares de su gé­ nero. La relación de ser a ser es constante, tanto si la mujer se compara con su madre u otras madres o si se identifica con su hija, en el deseo de ésta de poseer una madre: como es ella, como ella tuvo, como ella quisiera ser. Por tanto, el peligro de fusión, proyección y extensión nar­ cisista, así como mayores dificultades a la separación, se presentan más habitualmente cuando la relación materno-filial tiene lugar con las hijas mujeres. La línea del modelo —ya se trate de repetirlo o de diferenciarse de él— se sobreimpone permanentemente a la línea de la relación de ob­ jeto. El período de simbiosis parece ser más prolongado entre madres e hijas mujeres que entre madres e hijos varones. Freud (1931-1933) se­ ñaló este hecho —mayor longitud y mayor importancia de la fase pre­ edípica en la nena que en el varón— intuyendo y sugiriendo su relevan­ cia en el desarrollo diferencial de ambos. Es interesante constatar que fue llevado a esta afirmación por trabajos clínicos de psicoanalistas mu­ jeres, que mostraron la importancia de esta fase para la mujer (Deutsch, 1925; LamRl-de-Groot, 1928; Mack Brunswick, 1940). Sin embargo, la orientación final que Freud otorgó a estos hallazgos debe ser revisada y reformulada desde la perspectiva que introduce la noción de género, ya que la prehistoria —lo preedípico— , el vínculo con la madre, es esenciuí para el desarrollo de la feminidad no por la supuesta masculinidad que encierra, sino por todo lo contrario, por la inevitable feminización que genera.

Estudios provenientes de distintos campos de observación coinciden en la afirmación de que las madres tienden a experimentar a sus hijas mujeres como menos separadas de ellas. Sentimientos de unidad y conti­ nuidad, identificación y simbiosis predominan con las hijas mujeres y la calidad de la relación tiende a retener elementos narcisistas, mientras que el componente libidinal permanece más débil. Por el contrario, cuando es madre de un género diferente al suyo, experimenta el hijo co­ mo opuesto a sí, como un «otro» distinto. Entonces la investidura libi­ dinal predomina sobre un tipo de investidura narcisista, la de la identifi­ cación. A su vez, los varones, como respuesta a ser considerados dife­ rentes, tienden también a experimentarse distintos a sus madres, y las madres empujan esta diferenciación (aunque retengan en algunos casos ur. gran control sobre ellos), inclinándose a una mayor sexualización del vinculo, proceso que a su turno reforzará la urgencia de la separación. En la medida que la maternalización es ejercida por la mujer, el período preedípico de las niñas no sólo será más prolongado que el de los varo­ nes, sino que aquéllas conservarán siempre, aun ya mujeres, la tenden­ cia a colocar en el centro de sus preocupaciones las relaciones humanas que tienen que ver con la maternalización: sentimientos de fusión, défi­ cit de separación e individuación, límites del Yo corporal y del Yo más difusos.

ETAPA PREEDIPICA

1,1

T e o r ía

p r e e d íp ic a

E fectos

s o b r e l a f e m in id a d .

d e l a p r e m a t u r a c ió n

El carácter persecutorio e idealizado de las representaciones de obje­ to primarias es un efecto de las condiciones de prematuración humana, condición que determina la peculiaridad fantasmática de nuestra vida pulsional y cognitiva. La dependencia vital, libidinal y cognitiva en que se encuentra el niño, junto con el desconocimiento de tales condiciones, organiza un registro imaginario de la realidad. La fantasía de «la mujer con pene» (Freud, Lacan) o el «vientre materno lleno de todos los teso­ ros imaginables para el bebé» (Klein, M.) son representaciones tempra­ nas, que dan cuenta de la cualidad omnipotente que adquiere la madre para la mente del niño. Pero sabemos a partir de Freud que la madre fálica no constituye sólo una fantasía que se estructura aprés-coup del

descubrimiento de la diferencia de sexos, sino una de las primeras «tei rías sexuales» que despliega el niño frente a los enigmas que le plante^ la sexualidad humana. Toda teoría parte de algún supuesto fundamena tal que se trata de demostrar. Sabemos que las teorías infantiles son erróneas por dos motivos, porque en su psiquis predomina la ley del de^ seo sobre la de la realidad y por insuficiencia de conocimiento, déficit que es rellenado por el saber a disposición del niño (coito oral, parto anal). Sin embargo, Freud también nos llama la atención sobre el hecho de que todas las teorías infantiles contienen alguna parte de verdad. ¿Cuál es el núcleo de verdad que encierra la teoría de la madre fálica? Si se deben medir los efectos estructurantes que en el niño tiene el descubrimiento de la sexualidad adulta, coincidimos con Lacan (1966) en que el factor central sobre el que se reorganizará la psique infantilserá el advenimiento de la noción de castración materna. Lacan, a quienj le debemos el haber rescatado la teoría de un realismo simplista, ubican do el complejo de castración en una dimensión intersubjetiva —que arti­ cula la teoría freudiana del deseo y del narcisismo— , reformuló el narcijl sismo primario en términos de la dupla madre fálica-niño falo. El niño* engañado por su desconocimiento de la naturaleza sexual de la relación entre los padres y por su propio deseo de ocupar el lugar de único objeto) del deseo de la madre, mantiene la creencia, durante un período idílico de su existencia, de «ser todo lo que la madre desea». Este supuesto infantil es teorizado en términos de hijo-falo, ya que el niño se ubicará en el lugar de lo que a la madre le falta, constituyéndose así la trama imaginaria del narcisismo primario. El acento recae no tanto en la fu­ sión del niño a la madre, o en la creencia de posesión del pecho, sino en que el sentimiento de plenitud, de omnipotencia, provendría de la ilu­ soria ubicación: «para agradar a la madre es preciso y suficiente con ser un niño» (la teoría sustituye niño por falo, lo que no significa que esta sustitución ocurra en la fantasía del mismo). Por otra parte, la madre, marcada por su propia estructuración edípica, será la fuente de esta ilu­ sión, ya que el hijo completará, por mediación simbólica, lo que a ella le falta. Este encuentro de ambos deseos sella la célula narcisista prw maria. Posteriormente, el niño asistirá al descubrimiento de la sexualidad^ y sufrirá dolorosamente sus efectos: su destronamiento del lugar que creía ocupar, él no es todo para la madre —en términos teóricos no es su falo— , pero también descubre, ,y a esto se resiste, que a la ma­ dre también le falta algo, ella no es todo, ella está castrada, no tie-s

ne pene. La angustia de castración, si bien su fantasmática compro­ mete al pene, en realidad es efecto de una transformación fundamental del narcisismo infantil: el niño comprende que el deseo de la madre no es ley, «el deseo de cada uno está sometido a la ley del deseo del otro». A partir de esta transformación, la angustia de castración se dife­ rencia de la angustia de separación, pues en la separación del ni­ ño de la madre, o de las partes de su cuerpo, la creencia en la omnipo­ tencia materna no se ve afectada, mientras que esto es lo esencial en la angustia de castración. En este punto se instalará la teoría sexual infan­ til sobre la madre fálica, y ofrecerá dura resistencia a ser desalojada: el niño insistirá en la posesión del pene por parte de la madre, porque de esa manera conservará intacto el postulado de la «ley del deseo» (Aulag­ nier, 1977). Ahora bien, cualquiera que sea el registro sobre el que se basa la creencia —«ser el único objeto del deseo de la madre» (Lacan, 1958), «ser la que tiene todo lo que se desea» (Green), «ser la que detenta la ley del deseo» (Aulagnier, 1975), «vientre materno repleto de posesio nes» (Klein)—, tal creencia es anterior al descubrimiento de la diferencia de sexos. Cuando tal descubrimiento sobreviene, el fantasma de la mu­ jer con pene surge como un intento imaginario de conservar y desmentir el colapso narcisista que la mujer sin pene precipita. Por tanto, la mujer fálica en tanto fantasía tiende a preservar algo que con anterioridad fun­ cionaba como premisa, como postulado, como realidad que no se cues­ tionaba: el poder absoluto de la madre. Poder no sólo basado en el de­ seo, sino en el ámbito de acción social de este poder, que es el hogar, escenario privilegiado de la puesta en acto de la relación madre-hijo. La madre, en la mayoría de las familias de nuestra cultura y aún más en la era industrial y posindustrial, es la dueña y señora del hogar con res­ pecto a los hijos, teniendo plenos poderes de acción y decisión en las eta­ pas tempranas de sus vidas. En este sentido la fantasía del niño sobre el poder materno, aunque ilusoria y errónea, contiene un núcleo de ver­ dad. Toda sociedad se distingue en aspectos domésticos y aspectos pú­ blicos de la organización social, madre y niños forman el corazón de la organización doméstica, siendo las madres las que dictan las normas y reglas de procedimiento que gobiernan esta organización (Rosaldo, 1974; Ortner, 1974; Chodorow, 1974). Los hombres pueden estar inclui­ dos en las unidades domésticas, pero su esfera social privilegiada es la pública. Si bien la madre fálica, en tanto fantasma, se organiza «aprés-coup»

de la instalación en la psique de la oposición fálico-castrado, la creencia en su omnipotencia es del período anterior, y esta prehistoria es, desde el punto de vista de la diferenciación sexual, asexual. El niño no conoce aún la diferencia anatómica de los sexos (pene-vagina), pero sí la dife­ rencia de los géneros y las posiciones en la estructura del parentesco (nena-madre-mujer-hombre-padre-niño). El niño y la niña saben, aun antes de cualquier noción sobre la diferencia anatómica de los genitales, que la persona que prodiga y legisla los cuidados, la satisfacción, la pro­ tección, es decir, su bienestar entero, es mujer. El padre, como objeto primario, tiene una representación mucho menos consistente, porque su función en la primera infancia es menos significativa, no estando a car­ go ni del cuerpo, ni de la alimentación, ni de la higiene, modos básicos de intercambio y de organización de las relaciones de objeto tempranas. Si tanto el varón como la niña desarrollan la teoría de la madre fálica, es para restituir una imagen de poderío materno, poderío que no emana­

ba de su masculinidad, sino que tal masculinidad le debe ser agregada cuando la madre-mujer, en tanto género femenino, se instituye como in­ completa, imperfecta, perdiendo poderío. La carencia de pene será la marca de esa pérdida. El niño elabora una primera versión de la femini­ dad materna que otorga a ésta la más alta valorización. Es por la

valoración fantasmática del género mujer por la cual la feminidad se es­ tructura originariamente, tanto para el varón como para la niña, como una condición ideal. El niño aún no ha llegado en esta etapa a otra ela­ boración, no menos fantasmática, aunque por otros determinantes: la condición ideal del género masculino.

1.2.

Yo

I d e a l f e m e n in o p r e e d í p i c o

Las investigaciones sobre la identidad de género sostienen, con raras excepciones, que ésta se halla firme e irreversiblemente establecida para ambos sexos alrededor de los tres años. Como lo ha demostrado insis­ tentemente Stoller, dicha identidad se halla favorecida en el caso de las niñas, y entorpecida con mayor frecuencia en el caso de los varones, porque los niños de ambos sexos son criados por mujeres. La madre es para ambos sexos el objeto primario: anaclítico, libidiuizador, narcisizante y socializador. El padre tiene una aparición posterior y secunda­ ria. Esta peculiaridad de la estructura de la familia tiene efectos crucia­ les y diferenciales en las experiencias de las relaciones preedípicas y edípicas y en la forma en que ellas son estructuradas, es decir, apropiadas, internalizadas y transformadas por ambos sexos.

La más temprana relación Yo-otro ha sido categorizada en términos de identificación primaria (Freud) o identificación especular (Lacan). En ambos casos, se trataría de una relación de ser a ser, de ser-otro, en la cual el otro queda ubicado en una categoría de modelo o ideal. Que la madre sea modelo para el niño tiene implicaciones diferentes según los géneros. Para la niña, la madre es un doble absoluto, ya que tanto el discurso materno como el cultural hablarán de ellas dos bajo el mismo género gramatical; usará el mismo tipo y color de ropa, el mismo largo del pelo, etc. Pero no sólo será un doble total, sino un doble superior al otro género, pleno de poderes y de atributos: un ideal. La niña vive el paraíso de ser igual al ideal, con quien en viitud de la estructura narci­ sista (especular, de desconocimiento) de la organización de su Yo, se tenderá a fusionar y confundir. Cuando la niña juega a dar de comer al muñeco, no hace sino escenificar el transitivismo que persiste en la relación de objeto con la madre. Ella es la mamá, el muñeco es ella, transforma en activo —poseer el alimento, ejercitar la función de ali­ mentar, tener los medios— aquello que es su ser pasivo, ser el bebé que recibe, no poder moverse, no saber alimentarse de por sí. Simultánea­ mente la niña va siendo instruida acerca de que estas transformaciones de la pasividad (niñas) a la actividad (madre), se adecúan placentera­ mente a lo que todos (madre, padre y familia completa) esperan de ella: una verdadera niña que ya es toda una mamá que alimenta, mantenien­ do la continuidad en la unidad de género. Estos aplausos a su identifica­ ción a la madre, la confirman una y otra vez en el género asignado al nacer, confirmación que reforzará su propio deseo de ser igual a su ideal, la madre. Por tanto, no parece discutible la feminidad inicial de la niña, ni la del varón. Sin embargo, salvo en los casos extremos, que concluirán en transexualismo, los varones rápidamente son alejados de esta condición de feminización obligatoria. Quizá en este punto podamos constatar la poderosísima influencia del medio humano, que puede no sólo torcer los destinos fijados por la biología, sino también, aquellos que la estruc­ tura de la relación humana inicial le impone. La madre como ser social, inscripta en una cultura que legisla minuciosamente sobre la bondad de la dicotomía de los géneros, muy tempranamente establecerá diferencias y distinciones entre su trato al bebé niña o varón. Existen numerosas ex­ periencias que muestran el moldeamiento de las diferencias de género por parte de la madre (Stoller, 1968, 1975; Maccoby y Jacklin, 1974). La niña, al tomar a la madre como modelo, proceso facilitado por su total equivalencia y semejanza, tiene inicialmente una identidad de gé-

ñero idealizada que la llena de orgullo. Admira a su madre por el gobier­ no del hogar y los hijos y desea ser como ella. En la relación de ser a ser, la ambivalencia es máxima, porque por momentos ese ser al que imita, incorpora y sustituye, también es el objeto de la primera depen­ dencia, al que debe obediencia para seguir recibiendo‘los cuidados y el amor. En esta duplicidad de la madre —modelo del ideal del género temprano y a la vez objeto anaclítico que otorga o niega— radica, a mi juicio, el carácter prevalentemente conflictivo de la niña con su madre. El género mujer, en tanto compartido por la madre y la hija, contri­ buye a formar un núcleo de identidad de la niña, fuerte e idealizado, un Yo Ideal, ya que la nena en tanto mujer es igual a la mamá. Por otra parte, este Ideal del Yo femenino, esta feminidad primaria, es un objeto interno idealizado y fantasmático que no contiene el conocimiento sobre la anatomía y la sexualidad femenina. A su vez, el hecho de que la ma­ dre sea mujer, no afecta sólo a la niña para la organización de la rela­ ción de objeto, sino, y sobre todo, a la madre. Porque son del mismo género que sus hijas y han sido mujeres, las madres de hijas mujeres tienden a no experimentar a sus niñas como separadas y diferentes de ellas, como sí lo hacen con sus hijos varones. Una madre de dos varones decía: «Hasta que tenga una nena no paro, necesito sentir eso de ser igual con mi hija; además, en la vejez sólo las hijas cuidan de sus ma­ dres». Los sentimientos de unidad, de fusión y de continuidad, aunque son sentidos por la madre ante cualquier sexo del hijo, parecen ser más masivos y prolongados entre madres e hijas mujeres *.

1.3 .

E l PAPEL DEL PADRE COMO OBJETO PRIM ARIO INTERNO E IDE a L

Las condiciones habituales de maternalización determinan una rela­ ción más distante —especialmente en los primeros años de la vida— del niño/a con el padre. El padre de nuestra cultura no alimenta, no higieni­ za, no está a cargo del cuerpo del bebé. Esta falta de intercambios pri­ marios, sobré los que se organiza la relación de objeto temprana, deter­ mina que el padre sea una figura con quien se tiene un vínculo más exte­ rior, menos exclusivo, más distante, menos particularizado, con menor cantidad y riqueza de intercambios que con la madre. Como consecueif-

* Para la documentación de este punto, consúltese Chodorow (1978).

cia, la representación del padre en tanto objeto interno se instalará pos­ teriormente y estará expuesta a menor grado de disociación y ambivaletaia, contribuyendo también en menor grado a constituir una imagen especular del Yo temprano y un objeto del Self (Kohut). Paralelamente, al ser el padre menos responsable del cuidado y al permanecer sus fun­ ciones más alejadas, el niño, ignorante al principio tanto del status fa­ miliar y social del padre como de su rol sexual en la pareja, le otorgará menor valorización. Por tanto, el padre como objeto primario juega un rol secundario con respecto a la madre en los tempranos períodos de la vida. Abelin (1980) considera que el padre es reconocido como un «tipo diferente de padre» e investido como un «segundo vínculo» antes del co­ mienzo de la crisis de «rapprochment» (Mahler), alrededor de los die­ ciocho meses. Su presencia jugaría un papel esencial en la superación exitosa de esta subíase del proceso de separación-individuación por par­ te del niño, pues se constituye en una «estable isla para practicar la reali­ dad, mientras la madre se contamina de sentimientos de añoranza y frustración» (pág. 155). Sin embargo, la comunión de géneros —el saber por parte del niño varón que él es igual al padre— favorecerá la desidentificación de la ma­ dre (Greenson, 1968), la búsqueda y tendencia a la identificación prima­ ria con el padre. A su vez, tanto la madre, quien lo considerará un otro distinto e igual al padre, como el padre, que obtendrá la satisfacción narcisista de investir a su hijo varón, con el proyecto de la continuidad y la semejanza en el otro que lo perpetúa, ambos favorecerán que en la identificación primaria del varón a la omnipotencia materna se intro­ duzca una grieta que lo conduzca a la búsqueda de modelos paternos. Por tanto, el sentimiento de identidad de género es un factor que juega un papel relevante en las diferencias que se observan en la etapa preedí­ pica entre niñas y varones (Mahler, 1975; Stoller, 1975), ya que la niña verá en su madre un todo aún más completo y pleno de poderes que el varón. En la estructura del Yo especular temprano y en la organización del objeto como una «imago parental idealizada» (Kohut, 1971), la ma­ dre adquiere mayor cualidad de idealidad para la nena que para el va­ rón, ya que para éste se configura y se construye paso a paso el senti­ miento de la no homogeneidad entre su ser y el de la madre.

2.

CARACTERES ESPECIFICOS DE LA FASE PREEDIPICA EN LA NIÑA

El período preedípico en la niña se caracteriza por: 2.1.

Estructura fundamentalmente narcisista del vínculo materno.

2.2

Mayores dificultades en el proceso de separación-indivi­ duación.

2.3.

Menor sexualización del vínculo materno.

2.4.

Identificación primaria portadora del Yo Ideal femenino pri­ mario. La niña no cambia de objeto del género.

2.1.

E s t r u c t u r a f u n d a m e n ta lm e n te n a r c is is ta DEL VÍNCULO PREEDÍPICO

« A la luz de las discusiones previas debemos concluir que la acti­ tud hostil hacia la madre no es consecuencia de la rivalidad implícita en el Com plejo de Edipo, sino que se origina en la fase anterior, y sim­ plemente halló un reforzamiento y una oportunidad en la situación edípica.» (S. Freud, La sexualidad femenina. St. Ed. Vol. X X I , pág. 231).

La igualdad de género entre madre e hija confiere a la relación pre­ edípica —cuya estructura, independientemente de la variable género, es fundamentalmente narcisista en cuanto a la identificación al Yo Idealcualidades aún más narcisistas. Toda la fenomenología y la dinámica del doble es aplicable a la comprensión de este punto, ya que no sólo el hijo y la madre se completan en lo que ambos no tienen, sino que a este factor se agrega la semejanza al otro igual e ideal como condición de narcisismo. La madre es un semejante, pero es mucho más semejante para su hija mujer, la cual a su vez es un semejante también más seme­ jante para su madre que el hijo varón. Los fenómenos de transitivismo, de indiferenciación, de fusión entre las representaciones del yo y del ob­ jeto son más intensos, pues la igualdad de género favorece el sentimien­ to de unidad y los fenómenos de identificación. Ahora bien, en el caso

de la nena, a esta identificación al otro ideal, obligada y formadora de su Yo, se le agregará un plus de identificación al semejante. Por tanto, en la niña no sólo es narcisista la estructura a la que el Yo puede adve­ nir, sino que además será narcisista el deseo que duplique el poder de esta identificación, el deseo narcisista de ser igual al otro porque el otro, y no cualquier otro, sino el ideal, es igual a uno. Creemos que es este carácter el que contribuye a que la etapa preedípica cobre más impor­ tancia para la nena que para el varón —será más prolongada, más con­ flictiva y más exclusiva— , pues la madre no sólo es el objeto de amor, de la dependencia absoluta, sino el ideal narcisista y el semejante del gé­ nero. En cambio el varón, aun durante el imperio de la relación dual con la madre, debe dirigir la mirada al tercero para encontrar al semejante que capture su deseo narcisista por la equiparación del uno al otro. Sabemos que la agresividad es la tensión correlativa de la estructura narcisista (Lacan, 1966), lo que permite comprender el mundo persecu­ torio de la niña en el vínculo temprano con su madre. Las fantasías de vaciamiento, mutilación, envenenamiento, no necesitan de otras razo­ nes que el conflicto de dependencia-autonomía con un otro que se halla ubicado no sólo como auxiliar de funciones, sino como ideal. Las inves­ tigaciones clínicas psicoanalíticas, así como las provenientes de otros campos, constatan el carácter más conflictivo, de mayor ambivalencia, mayor lucha por el poder entre madre e hija. Aunque estas fantasías y sentimientos sufran la represión, son hallazgos habituales en los análisis de mujeres adultas y contribuyen a fortalecer lazos de mutua dependen­ cia entre hija y madre a través de sentimientos de culpa, persecución y angustia de separación. 2 .2 .

D

if e r e n c i a s e n e l p r o c e s o d e s e p a r a c i ó n -i n d i v i d u a c i ó n

«U na niña pequeña es regularmente menos agresiva, desafiante y autosuficiente; parece tener más necesidad de que se le muestre ternu­ ra, y ser por tanto más dependiente y dócil.» (S. Freud, Lafeminidad. Sí. E d., Vol. X X I I , pág. 117).

Las diferencias de género imprimen al proceso temprano de separación-individuación características fundamentalmente distintas (Mahler, 1975). Para los varones, la separación y la individuación están íntimamente relacionadas con la identidad de su género, desde que la se paración de la madre es esencial en el desarrollo de su masculinidad. Pa­ ra las niñas y mujeres, la cuestión de la feminidad o de la identidad fe­

menina no depende esencialmente del logro de la separación de la ma­ dre, ni del progreso de su individuación. La masculinidad se irá defi­ niendo desde la separación de la madre, mientras que la feminidad lo hará desde el apego a la misma; por tanto, la identidad de género mas­ culina se verá amenazada por la intimidad del niño a la madre, mientras que la identidad de género femenina lo será por la separación precoz. Antes de establecerse la verdadera triangularidad, existe un otro dis­ tinto a la madre, pero que es el igual al varón en tanto género. En la mujer asistimos a una paradoja en la correlación habitual entre el éxito del proceso de separación-individuación y la asunción de la feminidad. El fracaso en el proceso de separación-individuación no atenta contra su feminidad, contra su identidad de género, al contrario, permanecer en algún grado ligada a la madre, favorece la organización de una femi­ nidad convencional legitimada por nuestra cultura. Lo que conlleva una doble problemática, pues la futura mujer no sólo se desarrollará con un déficit narcisista por su condición de castrada, sino que también sufrirá los déficits de acción y de dominio de la realidad extrafamiliar, al per­ manecer en un estado de dependencia. En toda mujer funciona en algún momento «el miedo a no poder, o a no saber», es decir, un núcleo fóbico. Sin embargo, los criterios de madurez o salud mental que sustentan nuestras teorías elevan categorías tales como «transformación de objeto en sujeto de deseo», «autonomía», «sublimación» al rango de lo espera­ do como culminación del desarrollo. La feminidad convencional, es de­ cir, los valores que rigen los estereotipos de idealidad del género, buena esposa —la que sigue y acompaña al marido—, buena madre —la que permanece al cuidado exclusivo de sus hijos—, se hallan en contradic­ ción con los criterios convencionales de salud mental. Se han sostenido hipótesis del carácter «concéntrico de la libido femenina» (Grunberger), del carácter receptivo-pasivo de sus fines sexuales, y estas peculiaridades se han extendido a la explicación del fracaso habitual de la mujer en al­ canzar la autonomía. Pensamos más bien, que debiera sopesarse ade­ cuadamente la influencia de los factores género y rol social en la forma­ ción de una feminidad que perpetúa la dependencia de la mujer. 2 .3 . 2 .3 .1 .

M

e n o r s e x u a l iz a c ió n d e l v ín c u l o

La heterosexualidad materna

Se considera que es una variante transcultural la represión materna de la sexualidad hacia su hijo, y la transmisión de esta represión por me­

dio del discurso y el conjunto del programa educativo (Aulagnier, 1975). Lo que quisiéramos enfatizar es que la heterosexualidad de la ma­ dre, es decir, la orientación de su deseo hacia los hombres, implica un mayor grado de represión de cualquier componente de sobreerotización con su hija mujer. Si se acepta que en el cuidado que prodiga la madre, en la caricia por añadidura, en el beso que se pierde en la boca, siempre surge, a pesar de la represión, un plus de placer, debemos pensar que la resonancia será tanto menor entre madre e hija cuanto mayor sea la heterosexualidad de la madre. Esto ha sido señalado por algunos auto­ res (Grunberger; Greenacre, 1950) como un efecto de «lo natural», co­ mo producto de una atracción o rechazo automático entre los cuerpos. Pensamos que sería más pertinente comprender «la naturalidad» como un efecto de la normativización del deseo de la madre hacia la heterose­ xualidad, orientación que dificulta, al bloquear la vía del mismo sexo como «objeto causa del deseo», que cualquiera que posea un cuerpo femenino pueda ser causa de él, incluida su hija.

2.3.2.

La supuesta «masculinidad» de la niña «Finalmente intensos impulsos activos hacia la madre emergen du ­ rante la fase fálica. La actividad sexual de este período culm ina con la masturbación clitoridiana. Esta probablemente se acompaña con ideas de su madre, pero si la niña enlaza un fin sexual a la idea, y de qué fin se trata, yo no he sido capaz de descubrirlo a partir de mis ob­ servaciones.» (S. Freud, La sexualidad femenina, St. E d. Vol. X X I, pág. 239. Subrayado del autor).

Freud sostuvo la masculinidad de la niña a lo largo de toda su obra. Se refería indistintamente a la sexualidad femenina como a la feminidad y/o masculinidad sin establecer precisiones entre estos conceptos. Si es­ tas afirmaciones son revisadas a la luz de la noción de género se logra una mayor claridad tanto conceptual como semántica. La identidad de género es anterior al establecimiento de la hetero-homosexualidad de un sujeto, es decir, anterior a la normativización de su deseo sexual. Desde el punto de vista de la exterioridad, de la apariencia, nadie ha puesto en duda, y al decir de Stoller «es tan obvio que a nadie se le ha ocurrido estudiarlo», que las niñas pequeñas no muestran signo alguno de mascu­ linidad —gestos y actitudes corporales— ni tendencia a los juegos de va­ rones, ni conductas de transvestismo. En los raros casos de transexualismo femenino —proceso que compromete la identidad de género, rio la

sexualidad— la masculinízación de la niña y el deseo de ser varón es un proceso más tardío. Por el contrario, en los casos de feminización del transexualismo masculino se registran signos de feminización ya en el primer año de vida, lo que resulta lógico de entender, pues el objeto pri­ mario objeto de la identificación es una mujer. Este solo hecho parecie­ ra ser suficiente para no aceptar sin reservas la supej^ición de una fase primaria de masculinízación de la niña pequeña. Freud hablaba de la su­ puesta masculinidad de la niña pequeña como si se tratase de una homo­ sexualidad, ya que se refería al vínculo sexual entre dos mujeres, niña y madre. Pero, ¿puede hablarse de vínculo homosexual o de deseo ho­ mosexual en un período de la vida en que no se halla inscripta en la psi­ que la oposición fálico-castrado? ¿Cuál es la naturaleza del deseo sexual de la niña hacia la madre? El caudal erótico de la niña busca el cuerpo de la madre para ser aca­ riciada, besada, higienizada, calmada, y es en la intimidad y cotidiani­ dad de este contacto donde la niña puede sentir excitación genital y co­ menzar a masturbarse. La condición de órgano interno de la vagina difi­ culta que la seducción ejercida durante los cuidados maternos estimule esta área corporal, lo suficiente para erigirla en zona erógena temprana. El clítoris y la vulva —por su exterioridad— se constituyen habitual­ mente en la zona privilegiada de goce que la niña buscará manipular. Como lo planteamos anteriormente, el clítoris puede, al igual que cual­ quier otra parte, erigirse en zona erógena, pero las contracciones muscu­ lares reflejas responsables del goce orgástico no pueden dejar de trans­ currir en la vagina, aunque ésta se desconozca cognitiva y libidinalmente. Por tanto, las masturbación clitoridiana no tiene que ver con ningu­ na supuesta masculinidad ni masculinización, hasta tanto la niña no le atribuya una significación fálica. Ahora bien, lo que inquietaba a Freud, y con razón, era la difi­ cultad en determinar cuáles podrían ser las fantasías que acompañan la masturbación clitoridiana temprana, y no acertaba a «imaginar un fin sexual determinado». Sabemos que el fantasma se guía por las leyes de lo imaginario y rompe con el supuesto naturalismo inherente a la anatomía, pero aun si recayéramos en el error teórico de atribuir mascu­ linidad a las fantasías masturbatorias, en base a una supuesta mascu­ linidad del clítoris, no dejaríamos de equivocarnos: hay suficientes evi­ dencias que permiten afirmar que el clítoris, desde el punto de vista anatómico, no es un órgano masculino. Freud apelaba a lo real vi­ vido para «imaginar» los fines supuestamente fálicos de la niña: «Só-j

lo una vez que todos sus intereses han experimentado un nuevo im­ pulso por la llegada de un hermanito/a menor podemos reconocer claramente tal fin. La niña pequeña, igual que el varoncito, quiere creer que es ella la que le ha dado a la madre este nuevo niño» (La sexualidad femenina. St. Ed. Vol. XXI, pág. 239). Ante lo cual surge el siguiente interrogante: si eehan distinguido una serie de funciones y roles en una madre feme­ nina y heterosexual, que serán los emblemas a los cuales la niña se iden­ tificará (lo que en la literatura científica se ha dado en llamar «una ver­ dadera mujer»): 1) grado de aceptación y gratificación, tanto libidinal como narcisística que la madre obtiene de la posesión de un cuerpo ana­ tómico de mujer (hembra); 2) grado de aceptación y gratificación narci­ sística que la madre obtiene del ejercicio o fantaseo de todo o algo de lo que en nuestra cultura es considerado femenino (feminidad); 3) grado

de deseo y goce que la madre siente en amar y ser amada sexualmente por un hombre (heterosexualidad); 4) grado de placer y capacidad afec­ tiva para convivir con un hombre y la aceptación del mismo en su rol (pareja), y 5) grado de deseo y placer en tener hijos y criarlos (mater­ nidad). Ahora bien, sabemos que los comportamientos de rol que constitu­ yen un ideal no sólo son aportados por el modelo presente, sino «que las imágenes y símbolos en la mujer no pueden aislarse de las imágenes y de los símbolos de la mujer» (Lacan, 1960), a lo que pensamos se de­ biera agregar: y en el hombre, ya que es el hombre hacia quien la mujer se dirige para aislar las ijnágenes y símbolos de la mujer. ¿Qué desea pa­ pá en la mujer? ¿Mamá cumple con todas sus expectativas, o papá tiene diferentes modelos de mujer, distintas categorías? ¿Cómo constituye la niña un ideal femenino desde el fantasma paterno de la feminidad? ¿Cuáles son los fragmentos de estos deseos, de este discurso paterno que se inscriben en la niña y a qué operaciones psíquicas ella los somete? ¿Cuál es el desenlace? ¿Cuáles son las formas de relación de una niña con su padre y qué actividades desarrolla con éste? Diálogo, deportes, mecánica, si la niña comparte mucho estas áreas se masculiniza y no de­ be hacerlo. Si el hombre ha superado las diversas formas de machismo y colabora en el hogar, en su tiempo dedicado a la familia prevalecen generalmente las actividades con el hijo varón. La niña debe en todo ca­ so interesarse por lo que es propio del hogar que pocos hombres com­ parten. Por tanto, la niña será llevada a suponer que las únicas formas de captación paterna son las de la belleza y la seducción, y adoptará co­ mo vía privilegiada de acceso al hombre y al mundo de los hombres los senderos de la gracia, del encanto.

3.

La

s e x u a l id a d

, u n a a c t iv id a d n a r c is is t a p o c o n a r c is iz a d a

¿Es la mujer fálica aquella cuya sexualidad posee un alto valor fálico? Una vez más las apariencias engañan y pareciera que es justamente su falicismo —en tanto lucha narcisista por la posesión del falo— lo que impide su goce sexual. Por tanto, las investigaciones se han dirigido a denunciar la magnitud del narcisismo presente en su organización psí­ quica, narcisismo responsable de.su fracaso para asumir una «verdadera feminidad». Si la histérica es como mujer, supuestamente, aquella que ha alcanzado el mayor desarrollo en su estructuración psíquica —debi­ damente triangularizada, marcada por la castración— y fracasa en su

acceso al goce, es por el narcisismo que se interpone como enemigo a su deseo, ya que en lugar de aceptarse como «objeto causa de deseo» obtiene su placer narcisista en desear que el deseo del otro no se realice. Habiendo alcanzado el retorno a Freud —quien sostuvo que la mujer es eminentemente narcisista, pues prefiere ser amada a amar— , el inves­ tigador en psicoanálisis duerme tranquilo. Es así que el componente narci­ sista de la sexualidad femenina recibe toda la atención (Grunberger, 1964; Torok, 1964; Lemoine-Luccioni, 1976) y se destaca que quien quiera cap­ tar la vida inconsciente de la mujer situándose únicamente en el punto de vista pulsional objetal, bien pronto llegará a un callejón sin salida. Los argumentos sustentados para tratar de probar la prevalencia de la estructura narcisista en la mujer son los siguientes: 1) prefiere ser amada a amar (Freud); 2) carácter concéntrico (centrada en sí misma) de su investidura libidinal (Grunberger); 3) capacidad de gozar de sí mis­ ma, autosuficiencia que fascina al hombre (Freud); 4) clítoris, zona erógena principal típicamente narcisista, no sirve nada más que para el pla­ cer («contrariamente al pene, que al mismo tiempo que es fuente de pla­ cer es de reproducción y órgano de micción, sin hablar de sus significa­ ciones inconscientes energéticas» Grunberger), y 5) narcisismo flotante, no integrado, no saturado, «que es patrimonio de las mujeres, cierta­ mente hay hombres narcisistas que presentan esta clase de narcisismo, pero de alguna manera se encontrará en estos hombres una importante componente femenina» (Grunberger, pág. 100). Ahora bien, ¿cuáles son las razones que se esgrimen para explicar este desnivel entre la pulsión y el narcisismo? Se pueden agrupar de la siguien­ te manera: a) Déficit pulsional primario. Se ha atribuido a todo tipo de razones la frecuente frigidez de la mujer, desde «debilidad de la energía libidinal» (Bonaparte); «inhibiciones constitucionales» (Deutsch, H.); pa­ sando por la ya consabida bisexualidad más acentuada en la mujer que en el hombre, hasta confusiones graves entre frigidez y «espiritualidad» (Deutsch); b) Peculiaridades en el desarrollo psicosexual: inadecuación estructural del objeto anaclítico como objeto erótico y, como consecuen­ cia, la relación madre-hija será inevitablemente frustrante y ambivalente (Grunberger, Chasseguet-Smirgel); falicismo infantil (innato, alto mon­ to de bisexualidad) devaluado en el descubrimiento de la falta de pene en ella y la madre; hombre fallido (Freud, Lacan). Como consecuencia de esta desigualdad narcisista tan dolorosamen­ te vivida, la niña deseará, en un incesante desplazamiento, una confir­

mación narcisista por parte del hombre, fundamentalmente en el amor. Hará del amor «el asunto de su vida», exigirá siempre ser adorada, y su queja permanente será la pérdida del romanticismo inicial de la pare­ ja, momento cumbre del agasajo, la lisonja, la sobrevaloración en que la ubica su enamorado. ¿Por qué el amor compensa mejor el colapso narcisista de la mujer que la sexualidad? ¿Por qué la sexualidad, el goce, no se halla frecuentemente investido, es decir, por qué sólo la mujer que es amada obtiene en su inconsciente algo que equivale a la posesión del falo, y esta representación no se origina a partir de un buen orgasmo? ¿Es que el goce sexual es demasiado real y concreto para despertar la fantasía, y el deseo —su fuente— necesita de un plus no realizado? ¿Por qué, entonces, son tan frecuentes los fantasmas de megalomanía fálica en los hombres depués de una buena conquista y desempeño sexual? ¿Estamos en presencia de un inconsciente que funciona con una legali­ dad diferente o con contenidos diferentes? La teoría psicoanalítica ha sido renuente hasta el momento en escuchar y tener en cuenta el discurso feminista, se lo conoce, pero sus enunciados permanecen si no censura­ dos, al menos neutralizados. La denuncia sobre la desigualdad, reivindicación central, no es teori­ zada; la tinta gastada en el estudio de la diferencia de sexos jamás alcan­ zó para considerar la desigualdad de los mismos. Parece imprescindible

e imperioso la incorporación al discurso analítico de la valorización dicotómica y desigual de los roles del género, que la cultura viene realizan­ do desde sus albores, para poder comprender cabalmente la articulación entre el deseo sexual y el deseo narcisista en la mujer. Pensamos que es en el sistema narcisista en el que esta desigualdad de status y poder inci­ de y organiza gran parte de la fantasmática femenina. Pensamos que no basta aceptar que la mujer se halla «presa de los paradigmas y represen­ taciones viriles» (Lemoine-Luccioni), sino que es necesario rescatar a la mujer y al hombre del supuesto destino que los hace no sólo diferentes —diferencia que lejos de apartarlos sella su unión— , sino desiguales, lo que los precipita a la guerra de los sexos. La niña entra al Edipo devaluada en tanto género, pues anatómica y funcionalmente le falta algo, y paso a paso recibirá las órdenes contra­ dictorias de nuestra cultura, a través de los fantasmas maternos y pater­ nos sobre su sexualidad y sobre sus destinos posibles en tanto mujer. Debe formarse y proponerse como objeto de deseo y, para su logro, de­ sarrollar con menor o mayor sofisticación las artes de la gracia y la se­ ducción. El cuerpo, la belleza, la perfección de lo ofrecido a la mirada,

no puede soslayarse para incorporarse a las formas vigentes que despier­ tan la admiración y el deseo del hombre. Adoptando la máscara, las in­ signias de la feminidad, la mujer, dicen Lacan, «se encuentra identifica­ da de una manera latente con el falo» y, para este autor, esto constituye el origen del extrañamiento, de su rechazo como ser, pues, identificada con el falo, «no puede encontrar la satisfacción instintiva de la materni­ dad pasando por la vía sustitutiva pene-hijo» (1970). En primer lugar, la mujer en tanto despierte y controle el deseo del hombre se hallará situada en la posición de máximo poder. El período de la conquista, del asedio, de la corte que le hace el hombre, constituye el momento en que ella vivencia alguna suerte de entronización. A esto Lacan llama «estar identificada de una manera latente con el falo», pero creemos que la grieta que la mantendrá escindida no pasa sólo entre el deseo y la maternidad, sino entre el deseo y la investidura narcisista de su deseo sexual. Si alguna referencia podría ser llamada para aclarar la división y extrañamiento que caracteriza a la mujer frente a la tan men­ tada unidad masculina la no coincidencia entre la pulsión y la valoriza­ ción de la pulsión merece destacarse. El niño, el púber, el adolescente, el hombre, para quienes su padre o los otros hombres constituyen sus referencias identificatorias en cuan­ to al ejercicio de la función sexual, en todo momento legitimarán, verán con buenos ojos, estimularán —salvo en casos patológicos extremos—, jamás prohibirán o desalentarán al futuro potente amante. Ningún pa­ dre/madre de hijo varón se preocupará por la virginidad de su hijo. Esta es una preocupación de las mujeres y de los padres de las mujeres. A lo sumo el muchacho deberá velar por la virginidad de su hermana, de manera que claramente dividirá el mundo de las mujeres en dos catego­ rías. Ningún hombre a lo largo de la historia será descalificado por su actividad o abuso de la actividad sexual, aun el seductor, el Don Juan, el «chulo», el «gigolo», gozan de mayor prestigio que las mujeres a las que ellos explotan. Ningún hombre es censurado por provocar o acceder al deseo sexual, el hombre no es condenado en los códigos de justicia por adulterio. Ningún hombre es censurado por buscar la satisfacción de su deseo sexual en forma independiente del amor, o simplemente pa­ gando por obtener un servicio. Ningún hombre es, en el fondo, censura­ do por practicar la poligamia. En todos los casos existe un investimento narcisista pleno de la función sexual, socialmente legitimada y social­ mente inducida. Todas las condiciones enunciadas se constituyen en símbolos de hombría. La hombría se rige por cánones y estereotipos se-

ciliares que conforman una fantasmática organizada y ritualizada que la literatura, el cine, la propaganda publicitaria, la pornografía, dan cuenta de ella. En este sentido pensamos que el hombre es uno, pero no por la gracia del significante, por ser el falo el símbolo de su órgano se­ xual al mismo tiempo que el órgano por donde se manifiesta su deseo de la mujer (Lemoine-Luccioni), sino porque si el poder masculino pue­ de ser cercado, definido, es en la medida en que cualquier manifestación pulsional —por más perversa y abusiva que sea— contribuye a la califi­ cación y valorización de sí en tanto ejemplar de su género, es decir, uumenta su hombría. Todo lo contrario sucede con la mujer. ¿Cómo puede no sentirse ex­ trañada, dividida, atravesada por el malestar, si cualquier movimiento en favor de la pulsión devalúa, descalifica, mancha su narcisismo de mujer? La pulsión ataca al género. Extraña condición de culminación narcisista la de la mujer, pues el éxito de su carrera le exige poner en Juego aquello de sí que se halla menos narcisizado: su sexualidad. Se ha insistido en que el desconocimiento de la vagina no es por déficit cognitivo, sino por falta de investimento libidinal, sin reparar que simultá­ neamente el teórico que sustenta esta afirmación de orden general, co­ mo madre/padre de una púber o adolescente en particular, velará no por la puesta en acto del órgano, sino por su «latencia» hasta que sea mayor. El abismo entre ser objeto causa de deseo, es decir, despertarlo pero en forma recatada, y ser sujeto de deseo, poder gozar de su sexuali­ dad y sentirse valorizada en su ejercicio y goce, no resulta superable fá­ cilmente para la mujer por medio de resignificaciones individuales. Pen­ samos que para lograr la tan mentada «unidad», a la mujer no sólo le es necesario decubrir la vagina, libidinizarla adecuadamente, sino sobre todo narcisizarla. Para esto es imprescindible que se opere un real cam­ bio psicosocial, que se le ofrezcan otros modelos del género, que se con­ sidere el valor poderosamente inductor que la teoría que se sostenga so­ bre la mujer tiene en el mantenimiento o cambio de los paradigmas a partir de los cuales se estructuran sus roles del género, su sexualidad y su fantasmática. Formulaciones como las siguientes deben llamarnos a la reflexión: «E l desvío de la libido hacia el h ijo es resultado del viejo sueño fe­ menino de plenitud y completud: es hombre porque tiene el falo (el hijo), y es mujer porque es madre. Por consiguiente, es todc — si no toda, para retomar una vez más la expresión de Lacan— , como se acostumbra decir: ¡la maternidad la ha transform ado!» (Lemoine-Luccioni, 1976).

¿Cómo categorizaríamos a Virginia Wolff cuando sostenía que tod