El Dios en quien no creo [83, Segunda edición]

Jesús de Nazaret es el hombre-Dios siempre nuevo y por redescubrir, siempre escapándose de nuestros esquemas reduccionis

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Spanish; Castilian Pages 257 [128] Year 1970

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El Dios en quien no creo [83, Segunda edición]

Table of contents :
Contenido

Un Cristo siempre nuevo 11
Palabras duras del evangelio 19
La revelación de los pobres 29
Cristo no pide documentos 38
El código de la libertad 48
Mi Dios es joven 55
Convertirse es aceptar la felicidad de manos de otro 58
Nuestra experiencia de resucitados 73
Mi Dios es desconcertante 84
Las preguntas del que no cree 87
Quién es verdaderamente feliz 95
Mi Dios es distinto 105
Cristo no usó el poder 108
La desobediencia de Cristo 116
Mi Dios es pobre 126
La Iglesia que amo 129
El lado débil de Dios 136
Mi Dios es frágil 145
Cómo seremos juzgados 148
Cristo nos ha llamado amigos 162
Mi Dios es celoso 172
Cada hombre es una casa de Dios 176
La autoridad según Cristo 185
Mi Dios es gratis 200
La violencia nueva de Cristo 202
Por qué está en crisis la esperanza 213
Mi Dios no tolera los ídolos 224
Mi Dios es todo 232
¿Dónde está tu Dios? 235
Mi Dios es poeta 245
El Dios en quien no creo 249

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en quien

JUAN ARIAS

EL DIOS EN QUIEN NO CREO ESTELA 83 SEGUNDA EDICIÓN

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332 SALAMANCA

1970

Censor: GERMÁN MÁRTIL; Imprimase: MAURO RUBIO, obispo de

Salamanca, 13 de setiembre de 1969

I Cubierta de Jesús Gáldeano Echarri

i

í CONTENIDO

I

© Cittadella Editríce, 1969 © Ediciones Sigúeme, 1969

Es propiedad

Printed in Spain

Depósito Legal: S. 46-1970

Núm. Edición: ES. 467

Industrias Gráficas Visedo. Hortaleza, 1. Teléf. *21 70 01 - Salamanca, 1970

Un Cristo siempre nuevo 11 Palabras duras del evangelio 19 La revelación de los pobres 29 Cristo no pide documentos 38 El código de la libertad 48 Mi Dios es joven 55 Convertirse es aceptar la felicidad de manos de otro 58 Nuestra experiencia de resucitados 73 Mi Dios es desconcertante 84 Las preguntas del que no cree 87 Quién es verdaderamente feliz 95 Mi Dios es distinto 105 Cristo no usó el poder 108 La desobediencia de Cristo 116 Mi Dios es pobre 126 La Iglesia que amo 129 El lado débil de Dios 136 Mi Dios es frágil 145

Cómo seremos juzgados Cristo nos ha llamado amigos Mi Dios es celoso Cada hombre es una casa de Dios La autoridad según Cristo Mi Dios es gratis La violencia nueva de Cristo Por qué está en crisis la esperanza Mi Dios no tolera los ídolos Mi Dios es todo ¿Dónde está tu Dios? Mi Dios es poeta El Dios en quien no creo

148 162 172 176 185 200 202 213 224 232 235 245 249

A cuantos, creyentes

o no, se

por penetrar la "novedad"

del

esfuerzan evangelio.

UN CRISTO SIEMPRE NUEVO

V

a caballo de dos mundos: uno que hace agua por todas partes y otro que se nos echa encima irremisiblemente con su tremenda carga de novedad, de interrogantes, de sorpresas. IVIMOS

Desde el lomo de este caballo, no siempre fácil de montar; desde el difícil equilibrio de esta cuerda tendida entre dos orillas cada vez más claras ambas y más oscuras, quiero recoger cuanto abarca mi mirada. Un mirar que se hace idea y una idea que quiere hacerse palabra para no caer en el reproche de Chesterton: "La idea que no trata de convertirse en palabra es una mala idea". Pero una palabra que lleve el calor capaz de engendrar vida y por eso reflejo de la palabra primera, la vida que se hizo carne y sangre, actualidad humana, esperanza nueva. Es el mismo Chesterton quien dice: "Una palabra que no empuje a la acción es una mala palabra". Será para mí un pensar en voz alta acerca de este nuevo mundo que se nos cuela ya por pueril

tas y ventanas, y para vosotros u n recoger mi pensamiento como el esfuerzo amigo, pobre pero leal, sencillo pero realista, arriesgado pero sincero, de daros lo mejor de mí mismo. Se trata además de una posibilidad nueva que nos brinda el concilio: Reconózcase tanto a los eclesiásticos como a los seglares la libertad de investigar, de pensar, de manifestar con humildad y con valentía su propia opinión en el ámbito de su competencia (Gaudium eí spes, 62). Si son las ideas lo que ayuda a transformar el mundo, ahí va mi pobre puñado de semillas: es u n tributo de fe a la vocación dinámica, creadora, cristiana del hombre. Y sobre todo un tributo de fe a la "novedad" infinita de Cristo y de su evangelio capaz de seguir sorprendiendo al hombre concreto de cada generación. El hecho de dedicar estas páginas no sólo a mis amigos creyentes sino también a quienes viven en la soledad de la fe o caminan con dolor y esperanza en la búsqueda de la luz, me obliga a un esfuerzo mayor de sinceridad. Han sido precisamente los amigos no creyentes quienes me han estimulado siempre de un modo particular a no traicionar nunca mi luz por una errónea condescendencia con ellos. Quieren que les hable del Cristo que vive en mi fe; de ese Cristo que es nuevo cada instante; de ese Cristo tal como late en las páginas siem12

pre vivas del evangelio y quizás de un modo particular en esas páginas que con frecuencia hemos escamoteado con el fácil pretexto de ser "oscuras"; de ese Cristo que más de una vez hemos tenido miedo de predicar; de ese Cristo que tiene que seguir siendo un escándalo para que pueda ser Dios de verdad. Hablar de Cristo es hablar de algo que es siempre "nuevo", de algo que es siempre "actual", de algo que borra definitivamente las fronteras entre el ayer, el hoy y el mañana. Cristo no es un personaje del pasado ni una invención del futuro. Cristo no puede ser inventado por los hombres. Cristo "es" siempre. Pero es más grande, más actual, más nuevo que todo lo que nace. Camina siempre delante; amanece antes que el sol. Y el hombre nunca podrá abarcarlo totalmente. Por eso es distinto cada momento; por eso podemos profundizar en su luz y en sus entrañas indefinidamente. Por eso un Cristo ya terminado, ya biografiado, ya predicado definitivamente, sin posibilidad de nuevas sorpresas es un Cristo demasiado pobre que lógicamente ha sido rechazado por tantos a quienes hoy llamamos ateos; es un Cristo, un Dios en el que yo tampoco creo. Habíamos empequeñecido de tal modo al Dios cristiano que lo habíamos hecho a la medida de los personajes meramente humanos que tienen un arco de interés limitado en la historia. Pero Cristo es el único personaje que resiste al tiempo porque está fuera del tiempo. 13

El es en este sentido el verdadero futuro, porque todo lo que será, todo lo que vendrá, todo lo que nacerá en la tierra de los hombres ya existe en él. Pero nosotros tenemos que hablar de Cristo desde nuestro ángulo del tiempo, ya que es el tiempo nuestra única propiedad y es en el tiempo donde nosotros construimos la historia que es ya historia de salvación y comienzo de la pascua final. Por eso si es verdad que creer en el futuro, que tener vocación de futuro es tener esperanza en el Cristo siempre presente en todo lo que nace, también lo es que el pasado vive en nosotros, que nuestra justicia debe abarcar todo el arco de la historia, que nosotros somos lo que somos y preparamos el futuro que vive en nosotros gracias a la realidad del pasado que nos ha dado la posibilidad de seguir engendrando la historia. Por eso se impone una pregunta honrada cada vez que nos lanzamos a profundizar en las realidades de lo nuevo, de lo desconocido. Y esta pregunta es: ¿qué hacemos con el pasado? Porque es sabido que hoy, la nueva generación, tiene sobre todo vocación de futuro ya que comprende que "para estar presentes hay que ser contemporáneos del futuro". Y hoy se vive corriendo, con el pie en el metro o en el acelerador del automóvil y no hay tiempo, ni posibilidad, ni demasiadas ganas de mirar para atrás como las antiguas matronas que, desde sus dili14

gencias de caballos, les gustaba contemplar lo que iba quedando a sus espaldas. ¿Meter, pues, el pasado en la caja de los recuerdos con olor a naftalina? No, porque podríamos caer en la tentación de la añoranza y podríamos perder el autobús entretenidos en contemplar viejas fotografías de familia. ¿Pisarlo como una colilla bajo nuestros pies nerviosos? Tampoco, porque en la prisa podría quedar una chispa de fuego que, encolerizada, hiciera saltar la nueva casa en llamas. ¿Pasar de largo, como se pasa delante de los cementerios que en algunas ciudades se alinean a la orilla de las grandes carreteras y de cuyo símbolo nos hablaba hace poco el gran escritor y periodista español Emilio Romero? Creo que tampoco. Para él sí vale la comparación porque, apasionado como es por lo que viene después, no caería nunca en la tentación de echar marcha atrás para convertirse en plañidera ante las cenizas de las tumbas. Pero ¡cuántos siguen heridos por la nostalgia provinciana del pasado que sacudía ya a los israelitas en el desierto que olvidaban el "maná", símbolo de lo nuevo, y preferían y añoraban los ajos y cebollas de Egipto! ¿Qué haremos, pues, con el pasado, nosotros, hombres de una generación más veloz ya que el sonido y con un pie en las estrellas? ¿Qué haremos con el pasado para que, sin pecar de injusticia, no nos sirva de pretexto para seguir sentados sobre las cenizas muertas de lo que ya no volverá a nacer? 35

Estoy seguro de que las actitudes ante este fenómeno serán m u y varias. No sé si valdrá para todos, pero para mí fue significativa la lección que me dio un insecto. Sí, uno de esos grandes, magníficos insectos de los bosques. No sé cómo pudo ir a parar allí contra la gran cristalera del restaurante del aeropuerto de Roma. Allí, pegado al cristal, nervioso, amedrentado, pudoroso, semejaba a u n novicio metido de repente en el bullicio de una sala de fiestas. Era un raro contraste el cuerpo delicado, impalpable, suavísimo de aquel minúsculo aeroplano de la naturaleza pegado a la ventana que vibraba con el estruendo de los motores en marcha de los Caravelles, de los DC-8, de los grandes reactores internacionales. Era como el choque violento de dos generaciones: era la inteligencia, la técnica, la ciencia, la fuerza creadora del hombre en competencia con la naturaleza, virgen y delicada pero incapaz de superarse a sí misma. Pero, quizás por ese instinto primitivo que todos llevamos dentro, por ese beso difícil de olvidar que la naturaleza estampó un día en nuestra carne, yo me olvidé por un momento de los reactores y me fui al mundo de estos insectos para sentarme en el banquillo de su escuela. Y su lección fue una lección viva y actual: apenas nace la larva lo primero que hace es comerse su propia cascara. Cuando más tarde se envuelve en su misma sustancia, en su pasado, y queda suspendida en el presente, inmóvil, en la 16

oscuridad, con sensación de inutilidad, le van creciendo las alas. Cuando se siente un nuevo ser, se rompe su envoltura y el sol empieza a llenar de luz el color vivo de sus alas. Allí, a sus pies, yace su segunda mortaja, símbolo mudo del pasado. ¿Qué hará con ella?, ¿despreciarla?, ¿convertirla en recipiente de basura?, ¿conservarla como recuerdo de familia entre el musgo? No. También ahora se comerá su propia envoltura y, hecha la comunión, se lanzará a la conquista de nuevos mundos. Yo pienso que el insecto se come su pasado, físicamente, como un símbolo sagrado de respeto y gratitud. El pasado estaba amasado con su propia vida y con la que le habían legado sus antepasados. Y ese pasado no despreciado, sino asimilado, hecho carne propia, debería ser el eslabón imprescindible entre dos mundos que deberían darse siempre la mano. El insecto que no deja baúles de nostalgias porque se ha tragado con amor su pasado no caerá en la tentación de abandonar su vuelo para sentarse ante su antigua mortaja y añorar, cansado quizás de tanto volar, su antigua vida de gusano tranquilo y gordinflón. El lleva el pasado en sus entrañas, construye el presente y prepara el futuro con lo que ha asimilado del pasado y con la fuerza de su nueva vida. ¿No podría ser algo así nuestra actitud ante el pasado, ante el ayer, ante lo tradicional, ante lo que va quedando a nuestras espaldas? ¿Una 17

comunión de gratitud y de respeto para asimilar su sustancia y un caminar hacia nuevos mundos sin nostalgias estúpidas, sin posibilidades de retornos perezosos, pero al mismo tiempo sin escupir sobre lo que nos ha permitido volar, descubrir, avanzar, crear? No sé dónde terminaría aquel insecto grande del aeropuerto de Roma. Quizás en el bolso perfumado de alguna vieja turista inglesa o bajo la bota implacable de algún fornido mozo de cuerda. Yo lo recordaré siempre tímido y hermoso, con ese mensaje fuerte de luz que el creador ha dejado grabado, para nosotros, en la corteza de cada ser. Y su lección nos acompañará a través de las páginas de este libro que, con gratitud a lo que fue, intenta ofrecer una palabra nueva a los problemas nuevos del hombre de hoy.

PALABRAS DURAS DEL EVANGELIO

T

somos fáciles al escándalo. Facilidad que se agudiza en este momento de fermentación de ideas por el que está atravesando el mundo contemporáneo. Concretamente en el ámbito religioso y más concretamente en el campo católico el escándalo está a la orden del día. Y esto en ambas vertientes: hay quienes se escandalizan de que la Iglesia se desnude, se encarne, abra sus ventanas para no perder el contacto con el aire de la tierra y de los hombres y hay quienes se escandalizan de que se haga más exigente, más consecuente, más pura hacia dentro. Escandaliza la libertad religiosa, la desacralización y escandaliza la encíclica sobre el celibato y uno no puede menos de recordar las palabras de Cristo en Lucas y Mateo: ODOS

¿A quién compararé a los hombres de esta generación? Porque salió J u a n el bautista que no comía pan ni bebía vino y decís: "Tiene el demonio". Salió el hijo del hombre, que come y bebe, y decís: "Mirad qué hombre comilón y bebedor, amigo de publícanos y pecadores" (Le 7, 31-35; Mt 11, 16-19). 18

19

Si hay una palabra dura en el evangelio es aquella de Cristo a quienes "escandalizan" a los niños, a los pequeños, a los débiles, a los pobres. Cristo usó la imagen más expresiva y más dura: "Más le vale que le aten una piedra de molino al cuello y le echen al mar" (Le 17, 2). Pero Cristo, que estalla contra quienes escandalizan a los pequeños, admite, al mismo tiempo: "Todos vosotros os escandalizaréis de mí" (Mt 26, 30), es decir, que él mismo será un escándalo para todos, y esto hasta tal punto que llega a decir: "Feliz el que no se escandalice de mí" (Mt 11,6). ¿Cómo conciliar estos dos textos? Hay un solo modo para no escandalizarse de Cristo: hacerse niño, sencillo, pobre. Hubo una sola categoría de personas a quienes Cristo nunca escandalizó: los niños. Y creo que ésta es la clave del escándalo: que jamás se escandalice a los pequeños, a los débiles por culpa nuestra y que nos hagamos tan transparentes, tan abiertos a la luz, tan pobres, tan verdaderamente niños que nada ni nadie pueda escandalizarnos: ni el misterio, ni el milagro, ni el pecado, ni la muerte. Cristo nunca evitó el escándalo de los poderosos, de los "adultos". Pero jamás escandalizó a un pequeño. A nosotros, a la Iglesia, suele ocurrimos lo contrario: escandalizamos al pobre, al débil, y agradamos al poderoso, al fariseo, al rico. Por eso, en un momento como este en que intentamos 20

enderezar el volante del coche para seguir mejor la carretera de Cristo las cosas empiezan a cambiar: empiezan a "rechinar" los grandes, mientras empiezan a sonreír y a esperar los pobres. Se escandalizaban el cardenal y el capitalista de la Populorum progressio y se alegran el mecánico y el barrendero negro de París. Se escandalizan teólogos escolásticos de que Pablo vi deje el Vaticano para ir a visitar a un patriarca ortodoxo que no está en comunión con la Iglesia y los bonzos budistas del Vietnam envían mensajes secretos de esperanza a Pablo vi. Se escandalizan los viejos católicos de que la santa sede tenga en Roma un embajador acreditado de un país comunista mientras tantos marxistas sinceros empiezan a pensar que hay que revisar los conceptos del ateísmo. La Iglesia sólo será el verdadero rostro de Dios cuando, como Cristo, escandalice a todos, menos a los niños. Y nosotros podremos sentirnos de verdad en esa Iglesia de Cristo en la medida en que empecemos a entrar en esa nueva bienaventuranza: "Feliz el que no se escandalice demí"(Mt 11, 6). Si Cristo escandaliza a todos, una Iglesia sin fuerza de escándalo sería una Iglesia de cartón, vacía, sin futuro. Y Cristo fue un escándalo para todos: para los judíos por presentarse como Dios (Jn 10, 29); 21

para los fariseos ("¿Sabes que los fariseos se han escandalizado?" Mt 15, 10) que le llaman "endemoniado"; para los doctores de la ley, por su libertad de espíritu y su misericordia; para los apóstoles por sus exigencias (se escandalizan de la eucaristía, de su muerte, de su trato con las pecadoras); para los poderosos: Caifas le llamará "blasfemo"; para sus parientes que no creen en sus milagros; para sus amigos: para Marta y María porque dejó morir a su hermano Lázaro; para su misma madre: "¿Por qué nos has hecho esto?", le recrimina cuando se perdió en el templo; para el "pueblo" que, envenenado, acabará gritando: "crucifícale". Jamás un niño se escandalizó de Cristo. El les defendió: "Porque han creído en mí". Por eso el niño será siempre la imagen más clara y más evangélica de Dios. Los niños aceptaron a Cristo sin discutirle. Se dejaron atraer por él sin deseo de acaparárselo. El niño toca vitalmente el límite de la libertad en el abandono, en el amor. Para el niño es normal que su padre haga milagros, que sea el más poderoso, el mejor. Le parece normal ser corregido, enseñado; jamás podrá soñar que su padre se equivoque, aunque diga cosas que le resulten misteriosas. Hará preguntas, pero acabará creyendo. El niño siente vitalmente que el amor es el centro de las cosas. Por eso es capaz de hablar 22

con las piedras de la calle, con el agua de la fuente y con el barro de la cuneta. Jugará lo mismo con el hijo del barrendero que con el hijo del ministro, con la inocente que con la prostituta. Ellos dominan la materia y hacen caer al hombre de rodillas a sus pies. Sólo ante Dios y ante u n niño es capaz de arrodillarse un hombre. Antes de escandalizar a un niño, a un pobre, a u n débil en la fe, deberíamos estar dispuestos, como Cristo, a renunciar incluso a nuestros "derechos". "Si t u mano o tu pie te escandaliza, córtalo. Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo" (Mt 18, 6). Cristo no estaba obligado a pagar tributos pero le dice a Pedro: "Los hijos son libres, pero para que no demos escándalo (a los recaudadores que no creían en él) vete al lago, echa el anzuelo, saca el primer pez que pique: al abrirle la boca encontrarás u n a moneda; tómala y dala por ti y por mí" (Mt 17, 24-27). También hoy la Iglesia antes de escandalizar (a los pobres, a los que no creen) a los que se acercan como niños grandes hacia la luz, a los que están a medio camino de la verdad, debería renunciar a muchos de sus justos derechos. Cierto que tiene derecho a "comer del altar", pero ¿no sería mejor no hacerlo si esto escandaliza? Cierto que podría ser dispensada de muchas tasas y obligaciones, pero ¿no sería mejor que las pagara y que compartiese la suerte de los demás hombres si esto puede escandalizar a los débiles? Cierto que los eclesiásticos y los religiosos y los seglares cristianos comprometidos en el 23

apostolado no están obligados a vivir una pobreza heroica, saboreando el mismo pan de los pobres reales que les rodean, pero ¿no sería mejor hacerlo si lo contrario escandaliza a esos pobres a quienes intentamos predicar a un Cristo que no tenía casa propia? Ya sé que ciertas verdades cristianas escuecen. Por eso somos especialistas en el arte de buscar justificaciones. Pero Cristo lo dijo muy claro: "¡corta, arranca!" Es mejor el dolor que el escándalo de los débiles. Dirá alguno: no podemos evitar que se escandalicen los demás: la masa nunca podrá comprender muchas cosas. Pero Cristo inmediatamente después de ese pasaje en que pide que nos arranquemos los ojos que escandalizan añade como saliendo al paso de esta objeción: "Mirad que no despreciéis a uno solo de estos pequeños, porque el hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido" (Mt 18, 10-12). Luego lo "perdido", lo que no está en nuestra casa, lo que nosotros llamamos "pecador", "ateo", "pagano", "anticlerical", es ese "pequeño", ese "débil" de quien Cristo nos dice: "no le despreciéis"-, es decir, tened en cuenta su grito de angustia, su opinión, su deseo de luz, su crítica, sus razones de incredulidad, su debilidad o su fondo de justicia. En todo lo demás la Iglesia no debe temer el escándalo. Más aún, debe hacerlo si quiere ser fiel a Cristo. Cristo escandalizó por mil razones: 24

1. Por su fuerza

sobrenatural:

Los gerasenos le piden que se marche de su territorio viendo su poder de enviar los demonios a los cerdos (Mt 8, 34). Nicodemo, el intelectual, se escandaliza ante la perspectiva de u n nuevo nacimiento del espíritu: ¿cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el vientre de su madre? (Jn 3, 4 s.). Cuando habla de su identidad con el P a d r e buscan piedras para matarle (Jn 10, 39).

2. Por su "no" al

triunfalismo:

"Yo no recibo gloria de los hombres" (Jn 5,41). J u a n Bautista se escandaliza de que Cristo le pida ser bautizado (Mt 3, 13). Pedro se escandaliza de que le lave los pies (Jn 13, 8 s.). Todos se escandalizan de su muerte, de su pasión, de su fracaso humano, de que se resista a ser coronado como rey, de que no se defienda, de que se deje abofetear.

3.

Por sus manos rotas de misericordia y de comprensión humana:

"¿Por qué come vuestro maestro con publicanos y pecadores?" (Mt 9, 11). 25

Ante la mujer que le perfuma en casa de Simón: "Se escandalizaron los discípulos y dijeron: ¿para qué este desperdicio?" (Mt 26, 8).

¿No sería un poco de demagogia decir tales cosas a la "masa"? Pues Cristo dijo aún más: "Ay de vosotros, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos" (Mt 23, 14). Según Cristo tuvieron más culpa los representantes de la Iglesia de entonces que el mismo poder civil (Jn 12, 4 1 - 1 9 , 11).

Ante la mujer adúltera, los escribas y fariseos le proponen: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley manda matarla a pedradas". Cristo les escandaliza y avergüenza hasta el punto de arrancarles las armas de las manos: "Mujer, ¿dónde están esos que te acusan? ¿Nadie te ha condenado?... Yo tampoco te condeno: vete y no peques más" (Jn 8, 1-12).

Tanto les escandalizó, tanto les irritó, tanto les humilló, que le llevaron a la cruz.

5. Por su espíritu

Ante la prostituta que le besa los pies llorando y los enjuga con sus cabellos, Simón el fariseo piensa: "Si éste fuera profeta conocería quién es la mujer que le toca porque es una pecadora". Cristo le dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".

Se escandalizan de que hable a solas con una mujer samaritana, junto al pozo de Jacob (Jn 4,27). De que permitiera a los discípulos coger espigas en día de sábado porque tenían hambre: "Mira que tus discípulos hacen lo que no se debe hacer". El les responde: "Si supierais qué quiere decir: «misericordia quiero, y no sacrificio», no acusaríais a los inocentes" (Mt 12, 2-8).

4. Por su severidad con la Iglesia de entonces:

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libertad:

Se escandalizan de que no ayuna (Mt 9, 8 s.).

Escandalizó que llamara "felices" a los pobres y "malditos" a los ricos; que condenara al fariseo "justo" y justificase al publicano "pecador".

"Habló a la gente diciendo: en la cátedra de Moisés se han sentado los sabios y los fariseos... Haced todo lo que os digan, pero no actuéis según sus obras... todo lo hacen para ser vistos... les gusta aparentar con sus vestiduras... buscan siempre los primeros puestos... y les gusta que les llamen «doctores»" (Mt 23, 2-8).

de

6. Por las exigencias J I *

I

de su moral:

"Os digo que el que repudia a su mujer, si no es por adulterio, y se casa con otra, adultera". Los discípulos se escandalizan de su severidad y exclaman: "Si ésa es la situación del hombre con la mujer, no conviene casarse" (Mt 19, 9-10).

1

LA REVELACIÓN DE LOS POBRES

"Os doy mi palabra de que un rico entrará difícilmente en el reino de los cielos..." Y los discípulos exclaman: "Entonces ¿quién puede salvarse?" (Mt 19, 24 s.). No temamos el escándalo evangélico de una Iglesia que está forcejeando por reflejar mejor el rostro de Dios. Veamos más bien si somos lo suficientemente niños, sencillos, abiertos a la luz, para aceptar con gozo el "hoy de Dios". Ese "hoy" que es nuestro pedazo de gracia, nuestra parcela de historia de salvación en la construcción del mundo que Dios nos ha confiado a todos y a cada uno.

s

i el nacimiento de Cristo pertenece a la historia de los hombres, si la tierra ha sentido alguna vez el golpear físico de sus pisadas, si la resurrección es tan real como la aparición de un nuevo ser a la vida, entonces es cierto que, desde Cristo, la historia de la humanidad empieza a ser distinta. Y esto lo creamos o no, nos guste o nos irrite. Desde entonces el hombre camina hacia el encuentro con Jesús de Galilea: más o menos consciente, más o menos palpablemente, pero camina. El hombre ya no lo será "íntegramente" sin Cristo. El hombre ya no tendrá paz completa sin cruzarse con su mirada. No se realizará ni intelectual ni existencialmente sin fundirse en su luz, sin pegarse a su corriente de vida. Si el mundo, mientras corre hacia las estrellas, sigue en la angustia; si mientras logra el transplante de los órganos más vitales como el corazón sigue temblando ante la muerte; si mientras conquista el placer y la comodidad más

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refinada no logra apagar el amargor del vacío; si mientras se hacina a los demás hombres construyendo mastodónticas ciudades cosmopolitas, sigue sintiéndose más dramáticamente solo, es porque aún no se ha tropezado conscientemente con Cristo. Cree la Iglesia... que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y maestro. Afirma además que bajo la superficie de lo que cambia hay muchas cosas permanentes que tienen su último fundamento en Cristo quien existe ayer, hoy y siempre (Gaudium et spes, 10). Sí, Cristo está, como decía el padre Teilhard de Chardin, en la entraña de cada cosa. Pero ¿cómo descubrirle a este Cristo? He aquí el tormento de cuantos, en posesión de la fe como don gratuito, forcejean por revelar a sus hermanos ese Cristo presente en el corazón de todo lo creado, ese Cristo imprescindible, ese Cristo que todo hombre necesita para abrazar o para destruir. Yo que suelo escribir normalmente para quienes viven en los márgenes solitarios de la fe, hoy me dirijo a vosotros que tantas veces os habréis preguntado llorando: "¿Cómo revelar a Cristo a mi prójimo? ¿Cómo llenar sus ojos de luz, cómo cultivar su corazón para que descubra la presencia caliente de nuestro hombre-Dios, nuestro Jesús padre de la historia?" Porque sentís —si de verdad os quema la fe— el aguijón de llevar al encuentro con Cristo a ese prójimo que comparte tan de cerca vuestra existencia, que se 30

sienta a vuestra misma mesa, que viaja cada mañana con vosotros en el mismo autobús, que toma café en vuestro mismo bar, que lee vuestro periódico, que ama y trabaja y se divierte como vosotros, bajo el mismo sol. Cada uno de nosotros, en esa búsqueda de los caminos mejores para el hallazgo de soluciones auténticas que aceleren la epifanía del Cristo, hemos llegado a conclusiones que, sin ser plenamente satisfactorias, pueden ser un trozo de verdad. Yo os ofrezco hoy mi trozo de meditación, mi pedazo de luz. Mañana vosotros me ofreceréis la vuestra. Es un repartirnos el pan de Dios que deberá multiplicarse en nuestras manos para los otros. Hay una verdad revelada que servirá para los hombres de todos los tiempos en esta pedagogía de ayudar a los hombres a encontrarse con Cristo. Según san Mateo Cristo se revela sólo a los pequeños (Mt 11, 25 s.), y esto será hasta el fin de los tiempos. Sin pobreza, sin ojos limpios, sin aceptación serena de nuestra indigencia y debilidad, sin ternura, sin conversión al amor, sin transparencia de esperanza, nadie se hace niño de nuevo. Y sólo los niños son capaces de leer hasta en las piedras el nombre de Jesús y sentir su voz y masticar su presencia. Ahora bien, sólo el Espíritu, es verdad, es capaz —según el discurso de Nicodemo— de ofrecer al hombre la posibilidad de un nuevo nacimiento. Pero ¿no es cada día más claro a nuestra teología que el Espíritu obra a través de nosotros? Hoy suena a hueco la frase bíblica: "Somos templos de Dios". Pero rompamos la imagen 31

y mordamos la realidad: "El amor está en nosotros, es nuestro, somos nosotros". Por eso, hoy, después de la encarnación es cada hombre quien debe revelar a Cristo a su hermano. Si el hombre moderno siente la exigencia de lo concreto, de lo positivo, de lo físico, nosotros tenemos todas las posibilidades de revelarle, a través de nosotros, ese Cristo físico. El hombre moderno puede palpar a Cristo, oir su voz, sentirse quemado por su caridad a través de ti y de mí. Si el hombre de hoy como el de ayer y el de mañana necesita hacerse pequeño, nacer de nuevo para encontrar a Cristo, será sólo nuestro amor quien podrá obtener esa metamorfosis del espíritu. Por eso estoy convencido de que la epifanía de Cristo al mundo moderno pasa más que nunca hoy por los caminos de Emaús. Por eso estoy convencido de que los Magos reconocieron a Cristo no tanto en el niño, que era un rebujo de carne como tantos otros niños, sino en la mirada de María y José, en su actitud con ellos, en su bondad evangélica, en su fe gozosa y pobre. Fueron ellos quienes les descubrieron que en aquel niño vibraba el eterno. Emaús es la página evangélica más de nuestros días. Cristo, un hombre de la calle que se hace compañero de viaje; un hombre que entra en conversación con su prójimo hablándole del tema que le absorbía en aquel momento y le angustiaba; un hombre que para devolver a los hombres una esperanza perdida no acude a la filosofía o a la sabiduría humana, sino al libro de la vida, a la palabra del creador: "Les fue 32

explicando las Escrituras" (Le 24, 27); un hombre que no se conforma con entregarles la palabra de Dios sino que "partió el pan con ellos y se lo dio" (Le 24, 30); un hombre que no sólo les dio su pan sino que se lo dio "de tal manera" que "se abrieron sus ojos y le reconocieron" (Le 24, 31) y "les hizo arder el corazón" de gozo (Le 24, 32). Ya sé que los exégetas no se han puesto de acuerdo en descifrar ese "modo" de partir el pan y que algunos piensan en la eucaristía. Pero yo me he preguntado siempre por qué iba Cristo a partir el pan de u n modo diverso al de los demás judíos de su tiempo. ¿No sería más bien su actitud fraterna, su bondad nueva al repartir lo suyo, su "no sé qué" mezcla de caridad, de ternura, de majestad, de humildad de campo, de autenticidad, de amor igual pero distinto del de los demás hombres, lo que le "caracterizaba"? Cuando les explicaba las Escrituras "les ardía el corazón", y sin embargo lo hizo como habría podido hacerlo cualquier otro doctor de la ley. ¿Por qué, les hizo vibrar las entrañas? ¿Por qué un sacerdote que proclama la palabra deja frío al pueblo de Dios y otro con la misma página bíblica les conmueve?, ¿por qué u n hombre entregando en abundancia su dinero humilla y exaspera y engendra odios mientras su vecino entregando el simple pan de su pobreza convierte y consuela? El gesto material es el mismo. Pero es el "modo" lo que es distinto. Es lo invisible que comunica con el don material el que sabe hacerse amor, lo que lleva semillas de sal33

vación. El primero hace a su hermano más "grande", más "soberbio"; el segundo le acerca, le desarma, le hace niño, le descubre la dulce necesidad de dejarse amar: "Quédate con nosotros" (Le 24, 29). Creó Cristo en ellos, hombres maduros y desengañados de la vida, la "necesidad" de él. Les hizo adivinar en él, compañero de viaje, la presencia misteriosa pero real de algo que ellos no tenían o habían perdido, pero que en el fondo deseaban, buscaban, esperaban, amaban: esperanza, fraternidad, palabra divina.

encuentro mientras caminan hacia el vacío; en los que saben entablar u n diálogo con él no para predicarse a sí mismos sino para descubrirles la palabra que es de todos.

Sí, el hombre moderno que se vuelve malhumorado y escéptico porque le dicen que "Dios ha muerto", necesita encontrarse en su camino con la voz recia y franca de su hermano que le salude, que le despierte, que le abra a la esperanza, que le haga sentir la "necesidad" de los demás para realizarse y serenarse.

Los seglares deben encontrar a Cristo, amarle, hacerle amar y conocer en y a través de la acción, en el corazón de este inmenso fenómeno del desarrollo... Se puede, se debe encontrar a Cristo en el rostro del otro. El otro es una manifestación del infinito... Si todas las bellezas de los rostros, si todas las miradas profundas —luz en los ojos—, si todos los verdaderos gestos de cariño, de amistad, si todo eso se encuentra —en el corazón de la analogía— en Dios, si todo esto ayuda a descubrir a Cristo en el rostro, en la mirada, en el corazón de los gestos, entonces descubrir a Cristo no es abandonar lo humano, la vida, la comunidad.

Y para poder hacernos "epifanía" de Cristo para los otros necesitamos ser pobres, ser libres, ser dulces, ser justos. Necesitamos ojos más limpios, vida más sincera, corazón más misionero; necesitamos salir a los caminos al encuentro del prójimo y hacernos compañeros de viaje con todas sus consecuencias: dándoles hasta nuestro pan. Por eso el hombre moderno, más crítico, más exigentes, más auténtico, descubre hoy mejor a Cristo en el gran mundo de los pobres que son los auténticamente niños; en los maltratados por la injusticia que son los que esparcen más ternura; en los que se hacen compañeros de trabajo, de esperanzas, de ideales, de angustias y de alegrías; en los que salen generosamente a su 34

Y sé que alguno me dirá: "También rezando al Padre, en silencio, en oculto, podemos revelar a Cristo a nuestro prójimo". Yo le responderé sencillamente con la palabras de un gran escritor y teólogo, de u n gran amigo: Charles Moe11er:

Y añade: La Iglesia es el pueblo de Dios que peregrina en el mundo mezclado con el mundo... y la luz del Dios que salva pasa a través de la acción de los creyentes en la justicia y en la paz. Y responde también a la objeción: 35

Yo no digo que esta sea la única vía (de conocer y revelar a Cristo a los otros): siempre será necesario retirarse en secreto a rezar al Padre. Pero es también su camino, y yo diría que hoy, sobre todo, i

Pablo vi, convertido en peregrino, en compañero, en h e r m a n o y amigo, en ternura humana y comprensión divina descubrió ante aquella mujer una presencia nueva que rompía todos sus esquemas. Acababa de revelarle a Cristo.

Y que el hombre de hoy tiene una sensibilidad especial (¿no es el Espíritu quien se la da?) para descubrir a través del prójimo que se le entrega, que sale a su encuentro, que le ayuda a empujar la rueda del progreso, que sufre y espera con él, lo demuestra aquella anécdota encantadora, de sabor bíblico que contó un gran rotativo internacional con motivo del viaje de Pablo vi a la India. El papa, peregrino, uno más en la calle de los hombres, no en los caminos de Emaús, pero sí en la plaza de Bombay cruzó su mirada con una mujer que se acercó a saludarle: "Mujer, ¿de qué religión eres?", le pregunta Pablo vi. Y ella, quién sabe en medio de qué soledad del alma, de qué laborío interior, de qué problemas de conciencia, de qué luz misteriosa, fundiendo su mirada en la luz prodigiosamente caliente de la mirada metálica de Pablo vi y leyendo quién sabe qué cosas en aquella luz, y sintiéndose electrizada quién sabe por qué corriente del espíritu mientras el papa estrechaba sus manos pobres y rugosas, rompiendo a llorar ante el profeta de Roma exclamó: "Ahora ya no lo sé".

1. Symposium de la fe, 16 octubre 1967, en el Palazzo Pío, durante el ni Congreso mundial de apostolado seglar.

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CRISTO NO PIDE DOCUMENTOS

y su mensaje, lo que no contrasta con él, eso es la Iglesia. No puede existir en la Iglesia nada que no tenga su vida en Cristo, ni hay un solo rasgo de Cristo que no deba hallarse en la verdadera Iglesia. Por eso si contemplo a Cristo, encuentro todo lo que debe ser la Iglesia; pero si miro a la Iglesia en sus actuaciones, en sus hombres, no siempre veo la cara de Cristo.

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o puedo negarlo; cada vez que me encuentro con una persona que, a pesar de vivir al margen de la Iglesia o de actuar fuera de su apostolado jerárquico, me cita con calor, con convicción, con amor, una palabra de Cristo, siento que algo me quema dentro de alegría. Indica, en el fondo, que Cristo es más grande que nosotros y que la misma Iglesia; que si las cristiandades mueren o se marchitan, el evangelio sigue siendo una cantera de donde pueden extraerse siempre nuevas realidades y nueva vida. Solemos decir: la Iglesia es Cristo; pero en realidad sería más justo decir: Cristo es la Iglesia. Son dos cosas distintas, a mi entender. Decir que la Iglesia es Cristo puede llevarnos al error de echar sobre los hombros de Cristo todas las debilidades, las imperfecciones, los desaciertos y los pecados de la Iglesia en camino. Sin embargo nunca nos engañaremos diciendo que Cristo es la Iglesia: es decir, que sólo lo que existe en Cristo, lo que sintoniza con su persona 38

Por eso nuestro esfuerzo deberá consistir cada vez más en poner a Cristo en el centro de nuestra fe y, a partir de él, con una cruda desnudez de todo lo demás, hacer nuestro examen de conciencia acerca de la Iglesia. Así, cuanto veo en Cristo puedo hacerlo Iglesia; puedo sentirlo Iglesia sin miedo, sin problemas. ¡Todo! Su deseo heroico de realizar la voluntad de su Padre; su defensa del hombre personal, caído, débil, humillado; su actitud crítica, casi provocativa, contra toda estructura religiosa o civil que esté impregnada de fariseísmo y atente contra la autenticidad; su exigencia heroica en el amor que alcanza hasta el enemigo; su concepto revolucionario del poder y de la autoridad exigiendo que el mayor se convierta en el más pequeño y sirva a todos; su desafío al mundo del poder y del dinero confiando más en la fuerza irresistible de los valores morales y religiosos, en la pobreza y en la humilde y tenaz confianza en el Padre común; su falta de arrepentimiento frente al don de la libertad concedido al hombre con todas sus terribles y magníficas consecuencias, etc. 39

Pero si miro a la Iglesia no siempre puedo decir que es Cristo, que revela a Cristo; porque Cristo fue pobre: él y su comunidad primera; porque Cristo no excomulgó a nadie: él mismo dio con su mano la comunión a Judas a quien conocía traidor; porque Cristo confió más en el Espíritu Santo que en la ciencia o en el poder o en la diplomacia para la extensión de su reino; porque nunca claudicó ante las exigencias de ninguna política; porque nunca aceptó la espada para defender no ya su doctrina sino ni siquiera su persona; porque Cristo fue siempre libre y defensor de todas las libertades más legítimas predicando la verdad y toda la verdad sin miedo al riesgo; porque no se avergonzó de predicar las bienaventuranzas sino que las hizo carne propia: era un pobre, fue perseguido, repartió la paz. Y sobre todo porque Cristo dijo claramente una verdad que nos está costando aceptar a no pocos hombres de Iglesia: "El que no está contra vosotros, está con vosotros" (Le 9, 49). Quizás pocas veces como hoy tengan un sentido de actualidad estas palabras de Cristo. El movimiento desencadenado en el mundo hacia la búsqueda de los principios básicos morales, sociales, religiosos que puedan salvar a la presente generación lleva a muchos hombres de hoy que no son "de los nuestros" a invocar también ellos el nombre y la doctrina de Cristo. Y nosotros, con frecuencia, nos rebelamos, aunque realicen milagros, por el mero hecho de que no son de los nuestros. Y sin embargo las palabras de Cristo son tajantes y nadie será ca40

paz de ahogarlas. A veces nos gustaría amordazarlas p a r a que no gritaran, pero ellas están ahí, siempre vivas, como la mejor defensa de los sinceros, como una prueba irrefutable de que Cristo, su nombre bendito, su fe en él, en su persona real y presente entre nosotros, es más grande que la Iglesia misma y no está monopolizado por ninguno. El texto evangélico, que hoy merecería una especial meditación por parte de no pocos eclesiásticos dice textualmente: J u a n empezó a decirle: Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y h e mos tratado de impedírselo, porque no viene con nosotros. Pero Jesús dijo: no se lo impidáis, porque el que no está contra vosotros, está con vosotros (Le 9, 49-50).

El texto paralelo de Marcos añade: "Ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí". Ambos textos recuerdan el pasaje de Núm 11, 26: Habíanse quedado en el campamento dos de ellos, uno llamado Eldad y otro llamado Medad; y también sobre ellos se posó el espíritu... pero no se presentaron en el tabernáculo y se pusieron a profetizar en el campamento. Corrió un mozo a avisar a Moisés, diciendo: "Eldad y Medad están profetizando en el campamento". J o sué, hijo de Nun, ministro de Moisés desde su juventud, dijo: "mi señor Moisés, impídeselo". Y Moisés le respondió: ¡ojalá que todo el pueblo de Yavé profetizara y pusiese Yavé sobre ellos su espíritu! 41

Moisés no se escandalizó de que también profetizaran aquellos a quienes él no había impuesto las manos porque sabía que Yavé era más grande que él y podía enviar su espíritu libremente a cualquiera. Y su corazón grande y sencillo se alegra de ello. En el evangelio de Lucas y Marcos este incidente de J u a n con el maestro viene inmediatamente después de la lección que el maestro les da a los apóstoles acerca de la humildad evangélica, presentándose él mismo bajo la imagen de un niño indefenso y afirmando solemnemente: "El menor entre vosotros ése será el más grande". La tentación de ambición sacudía ya a los mismos apóstoles. Cristo la corta de raíz. Una tentación que no apagará sus ardores a lo largo de los siglos y que seguirá golpeando a la puerta de tantos eclesiásticos. Una tentación que cristalizará tantas veces en ansia de poder, de grandeza, de dominio, de monopolios para la Iglesia. Esa tentación que Pablo vi advirtió tan agudamente en la Iglesia ya antes de llegar a la cátedra de Pedro y contra la que está luchando con un esfuerzo titánico quizá como ningún otro papa. Pienso que esta intuición de una Iglesia liberada de la tentación de poder será uno de los carismas que u n día reconoceremos en el papa Montini. La historia no podrá olvidar que ha sido el primer papa que ha pedido perdón públicamente en un concilio por los posibles pecados de la Iglesia. 42

Si al apóstol J u a n le molestaba ya el que alguien que no iba con ellos hiciera milagros aunque fuera en nombre de Cristo; si no sólo le molestaba sino que trataba de impedírselo abusando de su autoridad de apóstol, no es extraño que a lo largo de la historia se haya repetido la tentación en la Iglesia y hayamos condenado y prohibido, más de una vez, hacer uso del nombre de Cristo, de su palabra, de su doctrina a quienes "no eran de los nuestros". Pero si no hemos de extrañarnos de estas debilidades y tentaciones tampoco podemos ignorar que las palabras de Cristo siguen siendo actuales y vivas: "No se lo impidáis". Cristo sale en defensa de la libertad de todo aquel que honradamente busca el bien, arroja cualquier demonio que esclavice al hombre, descubre la verdad en nombre de aquél que es la verdad misma. Es un mandamiento de Cristo y a mi juicio grave y solemne: "¡No se lo impidáis!" Todo el que no está contra la Iglesia está con ella, sobre todo si invoca el nombre, la fuerza, el mensaje de Cristo. ¡Qué lejos estaba Cristo de exigir, para poder realizar el bien, insignias y carnets de cualquier tipo! Cristo admite que, en su nombre, puede hasta hacer milagros quien no pertenece a su Iglesia jerárquica. Es la visión de un Cristo que no tiene fronteras, que siembra en todos los campos; un Cristo que es de todos; u n Cristo presente en el corazón de quien le invoca. 43

¿Podemos decir que hemos profundizado del todo esta verdad del evangelio? ¿Que la hemos hecho realidad en nuestra pastoral? Ciertamente el concilio ha tenido muy presente esta página evangélica. Y algunos resultados son reales. Pero, en la práctica de cada día, en las pastorales concretas queda aún mucho por recorrer hasta que nos hayamos atrevido a dar luz verde, con fe, con inquebrantable esperanza, al "¡no se lo impidáis!" de Cristo. Porque la realidad es que la tentación de J u a n sigue viva en nosotros. Nos sigue molestando, y buscamos mil excusas para prohibir que en nombre de Cristo hagan milagros, echen demonios, empujen la conquista de los derechos humanos y hasta religiosos: personas que no son cristianas pero que invocan a Cristo: como puede ser un musulmán; personas que no son católicos pero que profesan una fe viva en Cristo: basta pensar en los monjes de Taizé; personas que llamándose ateas invocan y realizan en más de u n aspecto la doctrina de Cristo: por ejemplo tantos marxistas sinceros; seglares que, sin pertenecer a ninguna acción católica, a ninguna institución canónica, sin ningún mandato jerárquico, pero sí en nombre de Cristo, de la fe que tienen en él, del amor que les quema las entrañas y hasta de los mismos carismas extraordinarios que de él han recibido, hacen verdaderos milagros; obran conversiones; transforman las concien44

cias; reparten la alegría pascual; descubren la fraternidad universal; revelan la tremenda dignidad del hombre; luchan por madurarlo en el ejercicio de la libertad creadora que hace al hombre colaborador directo y amigo íntimo de Dios; abren caminos nuevos en la búsqueda de formas de vida que sean más conformes no sólo a las exigencias del hombre nuevo sino del mismo evangelio. Limitándonos a este último capítulo hemos de ser sinceros y afirmar que la tentación y el pecado de J u a n de prohibir "hacer milagros" a los que no eran de su compañía asedia continuamente a más de uno de nuestros superiores eclesiásticos. Si tuviéramos el coraje de aplicar con valentía el criterio evangélico de Cristo en Lucas y Marcos, no caeríamos tantas veces en el pecado de matar tantas iniciativas del Espíritu; de esterilizar tantos esfuerzos heroicos de almas realmente santas; de sofocar tantos carismas que el bien Dios sigue repartiendo para enriquecer a su Iglesia porque sus manos no se han secado y porque, en frase de san Pablo, su medida sigue siendo la "superabundancia"; sobre todo con los pequeños, con los libres de espíritu, con los que no temen la luz porque tienen los ojos llenos de hambre de verdad; con los que son capaces de descubrir la presencia de Dios en las pequeñas cosas que florecen cada día a nuestro alrededor. Bastaría que, frente a la persona o al movimiento que realiza "milagros", que abre caminos 45

nuevos, que arrastra al pueblo de Dios a la búsqueda de una Iglesia más de Cristo y menos nuestra nos preguntáramos sencillamente: ¿está contra Cristo? ¿está contra la Iglesia? ¿lo hace en nombre de Cristo? Todo lo demás no cuenta. Si la fuerza para hacer el milagro le viene de un carisma especial o de un esfuerzo de su voluntad, poco importa. Si el milagro se realiza y se realiza en nombre de Cristo, allí está Dios y allí está la Iglesia; porque el que no está contra Cristo está con él. "¡No se lo impidáis!" ¡Qué mandamiento cargado de esperanza! ¡Y es de Cristo! ¡Y a sus apóstoles!

EL CÓDIGO DE LA LIBERTAD

U

N grupo de jóvenes, estudiantes y trabajadores, se maravillaban de esta afirmación mía pronunciada en el curso de una conferencia: "Soy libre".

¿Libre usted, me dijeron, que es sacerdote? ¿Libre usted que pertenece a una Iglesia estructurada jerárquicamente, que se ha atado con los tres votos de religión, que lleva años luchando para poder comunicar a los demás sus ideas más personales? ¿Qué es, entonces, para usted la libertad? ¿Cómo es, a su juicio, un hombre libre? Las preguntas descarnadas y sinceras de mis amigos me han inspirado este artículo que no pretende ser otra cosa más que unas líneas generales, capaces de abrir un diálogo más profundo acerca de un tema que no puede dejar de apasionar a todos ya que la libertad es la gran riqueza del hombre, el gran don que le ha conferido el creador. Sin la libertad el hombre no 46

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hubiera podido amar y sin el amor el hombre hubiera sido un solitario, u n condenado, u n sinDios. La libertad fue la gran conquista de Cristo. El cristianismo es la religión de la libertad. Por eso san Pablo pudo escribir a los gálatas: "Habéis sido llamados a la libertad" (Gal 5, 13). Una libertad que no viene de la ley sino del Espíritu: "Donde está el Espíritu allí está la libertad" (2 Cor 3, 17). Una libertad que nace del corazón mismo de la verdad: "La verdad os hará libres" escribe san J u a n (8, 32). Una libertad tan íntimamente ligada al amor que san Juan afirma: "El que no ama está muerto" (1 J n 3, 14). ¿Cuándo soy, pues, realmente libre? Soy libre cuando amo lo que hago y cuando hago sólo lo que amo. Soy libre cuando después de haber amado las cosas y los hombres ellos son más libres y yo menos esclavo. Soy libre cuando atenazado por el dolor una voz me grita en las entrañas: estás resucitando. Soy libre cuando creo en un Dios que todo lo ha creado con libertad. Soy libre cuando acepto la libertad de los otros. Soy libre cuando mi libertad vale m á s que el dinero. 48

Soy libre cuando la muerte para mí no es más que la pasarela hacia la plenitud de la vida. Soy libre cuando logro ser persona. Soy libre cuando logro descubrir la parte de bondad que existe en todo ser creado. Soy libre cuando no creo en el imposible. Soy libre cuando acepto que en mi vida el primado pertenece a mi conciencia. Soy libre cuando no existe un precio a mi libertad. Soy libre si mi única ley es el amor. Soy libre cuando sé darme a otros sin exigir el poseerlos. Soy libre cuando mi voz contribuye a determinar el curso de la historia. Soy libre cuando sigo diciendo ¡no! a la opresión incluso con la boca pegada al acero de los tanques. Soy libre cuando desde la cárcel sigo gritando el derecho a mi libertad. Soy libre cada vez que defiendo con convicción y con riesgo la libertad de los otros. Soy libre cuando regalo mi libertad sólo a quien amo más que a mí. Soy libre cuando siendo rico sigo prefiriendo y envidiando la libertad de los pobres. Soy libre cuando siendo pobre sigo prefiriendo mi libertad al dinero de los demás. Soy libre cuando creo que mi Dios es más grande que mi pecado. 49

Soy libre cuando a la hora del fracaso creo que Dios y el sol y yo somos nuevos cada día y que siempre es tiempo de empezar. Soy libre cuando estoy convencido de que el bien realizado ya no se destruye. Soy libre cuando creo que en la balanza de Dios pesa más su misericordia que nuestra vileza. Soy libre si soy capaz de descubrir detrás de cada dolor, de cada traición, de cada maldad el fruto de u n pecado contra el amor. Soy libre cuando soy capaz de sentir que en la materia vibra u n clamor de unidad como expresión del amor que mueve desde dentro todas las cosas. Soy libre cuando creo firmemente que ha existido un hombre como yo que después de haber muerto sigue viviendo para siempre. Soy libre si me siento menos que Dios pero más que todo lo creado. Soy libre cuando soy abofeteado por defender que la libertad es Dios y que Dios condena a quien pisotea o abusa de la libertad de un solo hombre. Soy libre cuando puedo tratar de tú a Dios. Soy libre si advierto que los demás me necesitan. Soy libre cuando me siento capaz de transformar la creación sin injuriar al creador. Soy libre donde la autoridad no se confunde con el poder sino que nace de la fuerza de la conciencia de cada uno puesta al servicio de los demás. 50

Soy libre cuando puedo ofrecer mi conquista, mi hallazgo, mi carisma, mi pensamiento sin que nadie me condene. Soy libre cuando creo en los demás. Soy libre cuando soy capaz de amar el pedazo de vida que tengo entre las manos, sin angustiarme del mañana. Soy libre cuando soy capaz de descubrir en los ojos de mi prójimo el frescor de la primera mirada del creador. Soy libre cuando después de haber amado descubro que el amor que nos funde no es algo sino alguien que mantiene siempre viva y fresca aquella felicidad que él hace nacer en nosotros. Soy libre cuando sólo el amor es capaz de encadenarme. Soy libre cuando creo que la salvación me vendrá no de la ley sino del Espíritu. Soy libre cuando soy consciente de que "todo me está permitido, pero no todo me conviene" (1 Cor 10, 23). Soy libre cuando se me respeta el derecho a escoger según mi conciencia. Soy libre cuando tengo la capacidad hasta de decir "no" a Dios. Soy libre cuando soy capaz de recibir la felicidad que me regalan los otros. Soy libre cuando siento vergüenza de la esclavitud de mi prójimo. Soy libre cuando acepto a los demás tal como son y no como yo desearía que fueran.

n

Soy libre si tengo la capacidad de transformarme a mí mismo lo suficiente para poder caminar al lado de mis hermanos en una aventura común. Soy libre si sólo la verdad puede hacerme cambiar de camino. Soy libre si soy capaz de dar la vida por un hombre antes que por una idea. Soy libre si se me concede la capacidad de renunciar a mis derechos. Soy libre cuando no existen ídolos en mi vida y cuando percibo en todo y en todos la presencia de un ser único, personal, libre e inmortal. Soy libre cuando creo en un Dios que ya no se arrepentirá de haberme creado libre. Soy libre cuando tengo la certeza de que Dios cree en mí. Soy libre cuando he conseguido pronunciar esa palabra que Dios me ha confiado como mi contribución a la historia. Soy libre cuando he comprendido que mi trabajo es la continuación de la obra del creador. Soy libre cuando tengo la certeza de que todo lo creado me ayuda a realizarme y a descubrirme. Soy libre cuando vivo en una comunidad en la que la persona cuenta más que la estructura. Soy libre donde el orden civil admite que cada hombre es el rey de cuanto existe y. que vale más que todo lo creado. 52

Soy libre cuando nadie ni nada intenta sustituirse a mi conciencia que es la última palabra del creador en mí. Soy libre cuando no se me prohibe correr detrás de ese alguien misterioso pero real que siento necesario y absoluto para realizarme definitivamente. Soy libre cuando, amordazado, disfruto como mía la libertad de mi hermano. Soy libre cuando, ante cada elección, escojo no lo que más me agrada sino lo que más me hace persona. Soy libre mientras exista una sola persona en el mundo que me ame. Soy libre cuando no creo en el destino sino en el designio que el creador me ha encomendado en la historia. Soy libre cuando logro que florezca la libertad a mi alrededor. Soy libre cuando amo el bien de mi prójimo más que mi misma libertad. Soy libre cuando logro convencer a los demás de mi verdad sin vencerles ni humillarles. Soy libre cuando estoy persuadido de que no soy vaso lleno sino que sigo necesitando siempre de los demás. Soy libre cuando no he perdido la esperanza de poder enriquecer a los otros. Soy libre mientras no me resigno a no serlo. Soy libre si amo ser libre. 53

Por eso cuando me siento libre me siento un poco como Dios, capaz de crear con él, de dar, es decir, de amar.

MI DIOS ES JOVEN

Me siento persona. Me siento con derecho a un nombre propio que al pronunciarlo Dios una sola vez lo hace inmortal y eterno. Me siento, existencialmente, el rey de la creación porque es muy cierto que: "Felices los libres porque ellos poseen la tierra".

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Mi Dios tiene el frescor del amanecer. Mi Dios es el nacer. Por eso es joven cada instante. En mi Dios no hay gérmenes de muerte. Mi Dios no puede envejecer. Es la plenitud, la madurez siempre joven. Es un día sin fin. Es una juventud continua. Por eso es la vida. Ser joven es parecerse a mi Dios. Por eso, en lo más hondo de cada ser, duerme escondido un deseo secreto de juventud. Por eso nadie querría envejecer. Por eso sufre siempre quien camina hacia el atardecer. Por eso existe una misteriosa atracción del anciano hacia el joven y una dulce-amarga nostalgia-envidiosa. La juventud es plenitud de ilusión, es madurez de donación, de fantasía, de esperanza, de belleza. Es el sí del amor. 55

Es más fácil al joven que al anciano regalar la vida. Es más fácil al joven ser heroico, quemarse por una idea. En el joven el amor bulle aún con toda su fuerza virgen. La juventud no es u n tránsito, un aprendizaje, un noviciado. Es el momento sublime de dar sentido a la vida, es la hora de las grandes decisiones, es el culmen de la espontaneidad. Es el momento mejor para entender la voz de Cristo cuando dice: "El que no expone su vida la perderá". Por eso sólo es maduro, vivo, fecundo quien conserva, en el inexorable correr del tiempo el frescor, la ilusión, el heroísmo, la espontaneidad, la viveza del joven. Sólo es divino quien se resiste en su alma a dejar de ser joven. Por eso es difícil mi Dios joven, mi Dios rabiosamente joven, mi Dios necesariamente joven, mi Dios divinamente joven para quienes, al perder el tren de la juventud y con él sus valores mejores, intentan, como triste consuelo, proyectar en él la mezquindad de su derrota elevándola a categoría de bien. Y querrían que mi Dios pensara como ellos, sintiera como ellos, mirase al mundo, y a sus cosas con el color cansado de sus ojos. 56

Y llaman experiencia a lo que quizás es desilusión. Y llaman madurez a lo que tal vez sólo sea cansancio. Y llaman prudencia a lo que es sólo conformismo. Y llaman fecundidad a lo que seguramente no es más que apego a sus últimos retales de vida. Pero mi Dios es joven siempre. Y cuando el hombre envejece en su alma, Dios sigue siendo joven. Por eso mi Dios está más cerca siempre de quienes son más jóvenes en cada momento de la historia. Mi Dios es joven porque espera siempre, porque sabe leer la bondad que esconden las cosas, porque sabe captar el rumor imperceptible de la vida que despunta por todas partes p a r a que el mundo siga siendo joven. Mi Dios joven sabe que el triunfo definitivo es de la vida. Mi Dios no tiene los defectos de los jóvenes pero tampoco los vicios de los viejos. Mi Dios tiene las cualidades de todos pero en él todo está impregnado de juventud porque mi Dios es el joven eterno, o mejor, el eternamente joven. Mi Dios es el que hace nuevas, es decir, jóvenes todas las cosas. Mi Dios es el que al final de los tiempos, inaugurará, con la resurrección de todo, la juventud perenne de los siglos. 57

CONVERTIRSE ES ACEPTAR LA FELICIDAD DE MANOS DE OTRO

C

UANDO yo

era estudiante el tiempo de la cuaresma me resultaba rabiosamente triste y frío; una sensación espiritualmente semejante a la que experimentaba todo mi ser cuando, estando jugando a pleno sol en la calle, sonaba la campana para entrar a rezar a la Virgen en una capilla fría y oscura. Era algo así como interrumpir bruscamente una fiesta para entrar a dar un pésame; como dejar el aire libre, puro, para entrar a respirar un ambiente saturado.

Si yo sentía a mi Dios presente en el sol, en el aire, en mis amigos, en la luz, en la alegría, ¿por qué tenía que interrumpir mi gozo para ir a buscarle en la tristeza, en la oscuridad, en unas penitencias que debía aceptar sin entender ni profundizar? ¿Pero es que no había yo abrazado definitivamente al Dios vivo, presente y resucitado para siempre en todas las cosas, caliente en mi alma, portador de esperanzas nuevas? ¿Pero es que el sentir la bondad gratuita de Dios en mi vida no 58

era suficiente para sentir estallar en mi carne y en mi espíritu una pascua continua desde enero hasta diciembre? Sí, el paréntesis sombrío de la cuaresma me parecía entonces una de tantas cosas que debía aceptar sin comprender su razón de ser. Cierto que en mis pensamientos y sensaciones de entonces existía mucho de inmadurez e infantilismo. No sé lo que hubiese podido escribir entonces acerca de la cuaresma. Probablemente hubiera escrito sólo tópicos recogidos de algún libro. Hubiera dicho cosas que no sentía, que no creía, que no entendía. Hoy me ocurre lo contrario: teniendo que escribir para mis amigos acerca de esta realidad litúrgica de la cuaresma sólo me siento capaz de decir lo que significa "para mí", lo que es "mi" cuaresma. Y hoy comprendo que, junto a mi lógica inmadurez de entonces, existía también un tirón de mi alma que me hacía vislumbrar y presentir que en aquella repugnancia innata existía algo muy real. La cuaresma que se presentaba a mi mirada tenía mucho de formalista, de superficial y hasta de escondido paganismo. Pero ¿es que no sigue ocurriendo todavía esto a tantos y tantos de nuestros jóvenes de hoy? ¿Es que puede decirle algo al joven moderno una cuaresma que se anuncia, como la última de Madrid, poniendo de relieve que se preparaban 15 toneladas de hierro para los penitentes de semana santa y que en los primeros días se habían vendido en Madrid 2.000 cilicios y más de 1.000 disciplinas? 59

Más de una vez tuve la sensación de que la importancia vital que dábamos a ciertas fiestas, a ciertas formas externas nos acercaban más al budismo o al judaismo que al cristianismo genuino. Entonces no conocía lo que Orígenes había escrito ya contra Celso (8, 22): El cristiano no tiene necesidad de fiestas como los paganos. Toda su vida es una fiesta, un domingo, una pascua. Ni lo que había escrito san Pablo a los galatas (4, 9-12): Ahora que habéis conocido a Dios, o mejor dicho, que habéis sido conocidos por Dios, ¿cómo volvéis otra vez a los elementos sin fuerza ni valor, a los que otra vez queréis esclavizaros como antes? ¡Observáis días y meses, y fiestas y- años! Me temo que he trabajado en vano por vosotros. Ni lo que había escrito a los colosenses (2, 16-17): Que nadie os juzgue... en cuestión de fiestas anuales o mensuales o semanales, todo lo cual es sombra de lo que vendrá, cuya realidad es Cristo. En los dos primeros siglos de cristianismo se observó rigurosamente el espíritu de Pablo. No existía ninguna fiesta fuera del domingo. Las fiestas fueron apareciendo poco a poco. Pero aún 60

entonces tenían todas u n mismo significado: celebrar la glorificación de Jesús. Por eso todas las fiestas se concentraban en la eucaristía. Nosotros, en cambio, habíamos extremado las cosas hasta el punto de prohibir la comunión el día de viernes santo. P a r a muchos el Cristo muerto era más importante que el Cristo resucitado. Alguien ha escrito que en España la cuaresma termina en la semana santa y ésta en el viernes santo. Mientras que Pablo dice que, si Cristo no ha resucitado, somos "absurdos", porque "vana es nuestra esperanza". Un cristianismo que termina en la cruz es la negación de su esencia. Es u n paganismo.

El gran dilema del hombre: "O con Cristo o contra Cristo" La cuaresma era sinónimo de tiempo de "penitencia" y penitencia significaba única y exclusivamente "sacrificio corporal": ayuno (ahorrando la comida en vez de distribuirla a los pobres); abstinencia (comiendo pescado incluso cuando nos resultase más apetitoso que la carne); cilicio (incluso a los 12 años); caras tristes, ausencia de música y de alegría por sana que fuera, seriedad forzada, etc., cuando Cristo había prescrito que aun en tiempo de ayuno nos "perfumásemos" y nos "alegrásemos". El medio se convertía en fin y, lógicamente, el arco extremadamente tenso acababa quebrándose. 61

Es muy posible que a este desenfoque, a esta casi paganización de la cuaresma cristiana se deba en gran parte el que haya perdido todo sentido para el hombre moderno de la cultura contemporánea. Hoy los estudios bíblicos y la profundización de la teología patrística nos han iluminado de una forma nueva esta realidad litúrgica. Hoy sabemos que el concepto de "penitencia" en la Escritura significa sobre todo "conversión". Por eso la verdadera preparación a la cuaresma tanto individual como colectiva debe consistir en un proceso de conversión profunda de nuestro ser. Algo que es mucho más serio, más profundo, más trascendental que ciertas caricaturas de penitencias en las que se resolvía la cuaresma clásica. El tiempo de preparación pascual debe ser el recuerdo "alegre" de nuestra conversión "sangrienta" al amor. Es el recuerdo de nuestra respuesta definitiva al grito de Cristo: "Convertios"; "haced de nuevo"; "buscad el reino de Dios y la justicia"; "haceos pobres"; "sed dulces"; "bendecid a quien os maldice"; "amad a los otros". El hombre tiene que decidir, una vez para siempre, el destino de su vida: o con Cristo o contra Cristo. Es la gran decisión de nuestra vida. Es una responsabilidad escalofriante porque entra en juego nuestro destino definitivo, más allá del tiempo. Es una decisión "alegre" porque, pasa por el amor y está impregnada de esperanza; pero 62

es al mismo tiempo "sangrienta" porque el hombre tiene que quemar en el altar de su existencia no ya a su propio hijo, sino algo más íntimo, más suyo, más doloroso: su propia libertad. Convertirse es devolverle a Dios lo más grande que el hombre ha recibido de él, lo único que puede agradarle: su libertad. Y aquí entra en juego la increíble grandeza del ser humano que se siente capaz de dar un "no" libre, satánico, destructor al Dios creador, al omnipotente, al libertador, al redentor. El hombre cara a cara con Dios para decirle "sí" o "no", para escogerse a sí mismo o abandonarse a un amor que llama y promete pero que no coacciona. Que invita a la conversión porque sabe que lo que libera al hombre es el bien; porque sabe que el hombre tendrá siempre la tentación de dar un "no" a Dios para salvar su libertad que en realidad acabará esclavizándole porque le asfixiará con las cadenas más odiosas para un hombre: la incapacidad de amar. Pero que no coacciona, porque Dios no se arrepentirá jamás de haber regalado al hombre el misterio, pavoroso y gozoso al mismo tiempo, de su libertad.

El hombre moderno y su conciencia de la libertad La verdadera pasión de Cristo —que podríamos llamar en cierto modo su "conversión"— empieza en Getsemaní cuando renuncia a su "vo63

luntad" para aceptar la de su Padre: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (Mt 26, 39); y termina con su última palabra en la cruz, su grito final: "Padre, en tus manos me entrego" (Le 23, 46). Que era como decir: "Me fío de ti; prefiero tu libertad a la mía". Cierto que Cristo no renunció a su voluntad, a sus criterios, a su libertad sin dolor, sin angustia, sin agonía, sin pánico, sin horror. Cristo hubiera preferido escoger un camino "suyo": "Si es posible pase de mí este cáliz", es decir, este modo de aceptarte, de seguirte, de amarte. Pero prefirió el "sí" sangriento al "no" glorioso. Cristo entró también de algún modo en el misterio de la conversión cuando prefirió a su Padre a sí mismo. Esta conversión, que es en cierto modo un salto en el vacío para aceptar la felicidad de las manos de otro, es realmente nuestra cuaresma y el vestíbulo a la fiesta pascual de la alegría. Es la conversión de la que dice el evangelio que "se hace fiesta en el cielo". Es el triunfo de Dios sobre Satán, de la vida sobre la muerte, del amor sobre el orgullo. Para el hombre moderno, más sensible que nunca a los valores de la propia libertad, de la propia responsabilidad y de su papel de transformador de la materia y de la historia, es más que nunca necesario poner de relieve esta realidad bíblica de que la verdadera penitencia para el cristiano es esta conversión al amor a través de la oferta libre al creador y al redentor de nuestra libertad. Una oferta que, al despojarnos de la raíz de nuestro 64

orgullo, nos hace disponibles para el encuentro, para la aceptación, para el abrazo del prójimo. Y el hombre moderno que se hace cada vez más radical puede comprender hoy mejor que nunca esta "intransigencia" del evangelio. El "o con Cristo o contra Cristo" es hoy más actual que nunca. La nueva generación que se está haciendo en nuestra sociedad moderna no es diplomática: prefiere el riesgo de la sinceridad; prefiere al "sí, sí" y el "no, no" del evangelio. Una conciencia moral más aguda está poniendo de manifiesto que el hombre de hoy debe ser justo o injusto. No va quedando puesto en los valores humanos para el evasivo, para el desentendido porque hoy empezamos a sentirnos todos comprometidos. Hoy, el no actuar empieza a considerarse como la más repugnante de las injusticias. Hoy se debe amar u odiar, creer o negar; y al hombre que rehusa entrar en el juego de sus hermanos se le empieza a considerar más como bestia que como persona. Sartre decía sarcásticamente: "El ateo es un hombre de convicciones; el cristiano de costumbres". Por eso muchos cristianos, fundados en la religión de las "costumbres", sienten la fuerte tentación del ateísmo para sentirse más auténticamente "personas". Es una terrible meditación para los creyentes. Si hoy los jóvenes se echan a la calle para protestar; si la Iglesia se hace más comprometida con las angustias de los hombres es porque empezamos a intuir que no estar decididamente, 65

públicamente, comprometidamente con Cristo, con el hombre, con la historia, es estar contra, enfrente. Hoy, no asomarse a la ventana, no abrir la puerta de casa, no levantar los brazos al cielo pidiendo paz y justicia para los hombres no es sólo estar enfermo, ser cobarde, ser indiferente; es algo más: es estar muerto, ser traidor, ser incrédulo. Pero, precisamente por eso, es hoy más necesario que nunca que el hombre adquiera plena conciencia del inmenso don que Dios le ha dado de la libertad. Sólo el que se siente persona, respetable, independiente, es capaz de pronunciar un fiat que salve. Nadie puede llamarse con derecho "hombre" si no siente como propia la capacidad, la libertad de bendecir o de maldecir, de darse o de retenerse, de amar o de odiar. Nadie es capaz de una elección con consecuencias definitivas, eternas, si antes no ha adquirido plena conciencia y posesión de su libertad. Cierto que la única libertad auténtica y salvadora para el hombre, creado semejante al Dios creador, es Cristo, palabra intangible, inviolable, eterna, infinita, porque sólo la verdad hace libres. Sí, Cristo mismo es la libertad, pero es una libertad "libre". Es una libertad que yo necesito sentirme capaz de aceptarla o rechazarla libremente para que pueda comprenderla como go66

zosa. Tengo que tener la posibilidad de decirle: "prefiero mis cadenas a tu libertad", y esto aunque le haga llorar como sobre Jerusalén, para que se trate de una verdadera donación capaz de transformarme y no de un juego de niños. Este misterioso dilema humano, este dramático salto en el vacío, empujados por la luz de la fe que no coacciona nunca, es la respuesta al "confesad vuestros pecados", es decir, vuestras profanaciones a la libertad propia y ajena; el "toma tu cruz", es decir, acéptate limitado, dependiente, inacabado, inseguro, débil, enfermo, solo; y "sigúeme", es decir, fíate, abandónate, porque en realidad "yo he vencido al mal"; porque cuando yo pido la libertad como un don libre es sólo para devolvértelo purificado, transformado, divinizado. Es tan difícil, sin embargo, este salto en el vacío para el hombre consciente de la grandeza de su libertad que sin la entrada de Cristo en el mundo, sin su renuncia inicial a su voluntad, sin su entrega primera al amor le hubiera resultado imposible al hombre preferir a Dios a sí mismo. Con esta fuerza interior y misteriosa de Cristo el hombre se sentirá dulcemente inclinado hacia la vertiente de la vida; se encontrará con el "sí" libre en sus labios casi sin percibir la atracción interior de Cristo. Este "sí" sólo le será imposible cuando se niegue conscientemente, voluntariamente, irrevocablemente a este dulce tirón de la gracia. Por eso me decía un amigo que ha entrado con fuerza en el mundo de lo sobrenatural: "Hace falta más fe para condenarse que 67

para salvarse", es decir, Dios puede salvar por misericordia, pero no puede condenar por ignorancia; puede aceptar nuestro "don" con un mínimo de libertad por nuestra parte, pero no puede aceptar nuestra "repulsa" si no es con toda la fuerza de nuestra voluntad libre. Para condenarnos necesitamos poner en juego toda la fuerza de nuestra libertad para decir "no" a Dios; para salvarnos bastan unos ojos humedecidos de lágrimas.

El bautismo

es el momento

del riesgo

P a r a el cristiano esta elección se realiza en el bautismo. Es el fiat, el "sí", la conversión. Por eso el bautismo es "irrepetible". Por eso en el bautismo se realiza el único "exorcismo" que hoy admite la Iglesia. Es el "sí" de Dios en los labios y en el corazón del hombre capaz de vencer a Satán. El que acepta ser bautizado escoge la mirada del Dios vivo (Hech 14, 15); escoge los caminos de la justicia y del amor; acepta ponerse en camino hacia la tierra nueva de la generosidad; prefiere la libertad de Cristo a la propia. Por ser el bautismo el momento de la conversión definitiva del hombre al amor total es también el momento del riesgo; del cambio de una libertad que siente y conoce como propia por otra libertad que desconoce y que sólo por fe cree que es más genuina. El bautismo es irrepetible porque la libertad no se puede entregar a medias ni temporalmen68

te. Todo verdadero amor es irrevocable; y la libertad sólo se puede consagrar a un amor que sea más profundo que nuestro mismo ser. Por eso si el bautismo es sincero; si se recibe sobre todo en la edad madura con plena conciencia y libertad (o se acepta al saber que se ha recibido de niños), nos tiene que arrancar definitivamente de nosotros mismos para ponernos en función de nuestros hermanos que son el Cristo total. Es la entrada a los campos del amor sin fronteras y que supone ya una participación definitiva en el reino que predicaba Cristo y que decía que "estaba ya presente". Es como empezar a vivir la plenitud de los tiempos; como adelantar el futuro sin sombras. En este estado es donde adquieren plena realización las palabras enigmáticas de J u a n el apóstol: "Sabemos que todo el que nace de Dios, no peca" (1 J n 5, 18). Toda conversión verdadera y definitiva nos constituye en hijos del Dios vivo y libertador. Por eso no hay puesto para el pecado por antonomasia, el que condena, el que es "de muerte", el que consiste en preferirnos a Dios, en adorarnos, en reservarnos nuestra libertad. Ese pecado que "no puede ser perdonado" porque en realidad no podrían conciliarse fe e idolatría, amor y reserva de la libertad. Sólo el pecado que destruye el "sí" del bautismo, que reniega de la conversión libre, es el verdadero pecado, el pecado de apostasía, porque elimina a Dios de nuestra existencia. 69

Existen, cierto, otros pecados que son debilidades, que son recortes más o menos voluntarios a nuestro "sí", que son heridas propias de la lucha por la fidelidad a nuestra entrega. Pero, como dice san Juan, no son pecados de muerte: "Toda injusticia es pecado, pero hay pecados que no son de muerte" (1 Jn 5, 17). Por eso termina recomendando: "Guardaos de los ídolos" (5, 21), es decir, de la idolatría, de la apostasía, de toda sustitución de vosotros mismos o de vuestras cosas temporales por el Dios vivo y creador.

Para el que se siente gozosa y fundamentalmente fiel a su fiat definitivo, la cuaresma consistirá en empujar la rueda para que sigan creciendo y fortaleciéndose las raíces sanas de su fiat y en repetirle al Dios creador y redentor la sencilla y serena desconfianza en las propias fuerzas y el deseo eficaz de que él incline a cada instante nuestra cabeza hacia la vertiente de la luz y de la verdadera libertad, sobre todo en los posibles momentos de oscuridad, de incertidumbres, de dudas.

Esta es la realidad profunda de todo bautismo en Cristo. Pero ¿qué ocurre en la realidad? ¿Es que no estamos los bautizados inundados de idolatría? Sí, la triste realidad es que pocas veces nuestro fiat es definitivo y a cada esquina de nuestra vida el hombre tiene que enfrentarse con el espíritu del mal que le tienta, como Pedro a Cristo: "No subas a la cruz", es decir, no entregues tu libertad, tus proyectos, tu voluntad.

Existen p e r s o n a s •—pocas, poquísimas— a quienes el Cristo de la fidelidad ha dado ya en esta tierra la certeza sensible de haber escogido definitiva e irrevocablemente los caminos de la luz. Es una especie de confirmación en gracia como la que tuvieron María y los apóstoles. Una certeza fundamental que no excluye instantes de dolor o de angustia pasajera, pero que se advierte real como un río de agua viva que corre por las entrañas del ser. Entonces es cuando se advierten los frutos de haber pisado los campos de la libertad creadora de Cristo. Son personas a quienes ya no puede tocar el mal y que transforman en bien y en luz todo lo que tocan. Estas personas ya no saben vivir para ellas. En ellas la pascua ha estallado definitivamente y hasta el dolor ha cambiado en ellas de nombre porque el amor es más fuerte que la misma muerte.

Por eso el hombre necesita convertirse cada momento; necesita revisar su fiat, necesita podar los rebrotes del egoísmo para que no ahoguen el crecimiento de la generosidad. Y es aquí donde encuentra un puesto la cuaresma. La mejor forma de prepararse a la fiesta de la alegría pascual es mirarnos con valentía a los ojos, enfrentarnos con nosotros mismos y ante el peligro de que se pueda apagar la llama de nuestro don definitivo estar dispuestos, en frase evangélica, a cortar, a arrancar, a volver a empezar. 70

¿Pero es que existen personas así en nuestra tierra de pecado, de injusticia, de dolor? Sí, son esos cristianos transparentes en cuya mirada brilla la luz caliente, salvadora de Cristo. Son los 71

más cercanos al hombre, los más comprensivos, los más dulces precisamente porque Dios está vivo y presente hasta en la piel de sus manos. Son cristianos que "conocen" a Dios, al Dios de los hombres. Ellos son un aliento y una esperanza para los que caminamos a trompicones. Son los verdaderos amigos de la humanidad; los que —como decía el cardenal Suenens de Juan xxin— "hacen la tierra más digna de ser habitada". Son la presencia caliente del Cristo de nuevo presente en los caminos de la humanidad peregrina hacia la patria.

NUESTRA EXPERIENCIA DE RESUCITADOS

Ellos son los que, codo a codo con sus semejantes y corazón a corazón con Cristo, transforman la materia y cambian la historia.

fue la primera palabra que pronunció Cristo resucitado (Jn 20, 15). Y el primer nombre que brotó de sus labios fue también un nombre de mujer: María. Fueron unos ojos de mujer quienes recogieron la primera imagen del Cristo nuevo y fueron manos de mujer quienes primero tocaron la carne resucitada del nuevo Adán: "Ellas se acercaron a abrazar sus pies" (Mt 28, 9).

Ellos son el mejor testimonio de que la pascua ha empezado ya y de que el cielo comienza en la tierra.

M

UJER",

La mañana de pascua se enlaza, así, misteriosamente, con la primera mañana de la creación. Allí la mujer se escondió del creador avergonzada de su pecado; aquí el salvador sale al encuentro de la mujer regenerada para convertirla en mensajera de la buena nueva: Cristo ha vencido al pecado y a la muerte y ha restablecido la virginidad primera del paraíso. Desde entonces la muerte cambiará de nombre: "la vida no se quita, se cambia" (liturgia de difuntos). Desde aquel momento María Magda72

73

lena, y con ella todos los hombres de la historia, pueden gritar con gozo: "Soy inmortal": yo, mi persona, mi cuerpo y mi espíritu, mi totalidad.

Pascua es siempre

Me impresionó hace unos días un joven universitario que, al final de un largo diálogo acerca de la problemática del filme de Bergman Los comulgantes, me preguntó casi brutalmente, pero con gran sinceridad: "Yo lo que desearía es saber por qué usted se ha hecho sacerdote y qué significa la fe en su vida".

Pero hoy, por desgracia, la pascua tiene para nosotros más de fiesta, de aniversario, que de hecho existencial, constante. P a r a muchos es el recuerdo de algo que fue: Cristo resucitó; pero no de algo que sigue existiendo: nosotros estamos resucitando.

Creo, sinceramente, que el hombre de hoy necesita más que nunca llegar a la fe a través de la vivencia existencial de su prójimo. Y puesto que lo siente como una necesidad, ¿por qué no pensar que es el camino, hoy, deseado por el Espíritu?

La pascua debería ser sencillamente el día en que, de un modo especial, los cristianos nos gritásemos los unos a los otros y sobre todo gritásemos al mundo juntos, la alegría de nuestra certeza de resurrección, el gozo de nuestro amor nuevo, la esperanza del triunfo definitivo de la vida sobre la muerte.

Quizás porque el hombre de hoy está saturado de ideología, de intelectualismo. Por lo que se refiere a la fe es m u y posible que necesite conocer la luz de la verdad en la mirada caliente de su prójimo y sentir la esperanza y el bien en sus manos abiertas a la generosidad y en su corazón cargado de comprensión, de capacidad de diálogo, de amistad, de confianza.

Este es el grito pascual del cristiano.

Porque pascua, en realidad, es cada instante de nuestra existencia. Nuestra pascua es ya continua; nuestra pascua "es". Por eso, al querer escribir de esta realidad viva de la pascua siento u n cierto temor de quedarme en la esfera de lo puramente teórico, "de decir lo que es la pascua y no "nuestra" pascua. Pienso que una buena parte del ateísmo actual se debe al hecho de que hemos presentado las vivencias de nuestra fe demasiado desencarnadamente; nos cuesta hablar de "nuestra" fe. 74

Por eso más que decir lo que yo sé de esta realidad espiritual, más que dar la visión científica de los teólogos de hoy, he preferido ofrecer la versión de la pascua en edición popular. He preferido que diga lo que es la pascua uno de esos cristianos anónimos, cuyo nombre no se lee en los periódicos ni en las revistas, una de esas personas que comparten contigo cada día la aventura humana en su grandiosa sencillez y trivialidad. 7f

He escogido a una m u j e r en homenaje a que también Cristo escogió a una mujer para que anunciara a los hombres la pascua. Una joven, para que su voz sea aún virgen, audaz, espontánea, sincera, viva. No una universitaria ni una intelectual para obligarla a que te diera mejor un trozo de su experiencia más viva y no una página de su libro de religión. Se trata de una joven de tantas como te tropiezas cada día en la calle, en la oficina, en el bar, en el cine, en la iglesia. Una "cristiana" como ha firmado su cuartilla añadiendo entre paréntesis: estudios primarios, 19 años. Asistía a una conferencia organizada para jóvenes. Les pedí que escribieran, improvisándolo, qué era para ellos la pascua. La de esta joven anónima me h a parecido la más limpiamente cristiana y profundamente teológica. Después de haberla leído varias veces pensaba en las palabras del teólogo K. Rahner cuando escribe en Lo dinámico en la Iglesia: No tenemos el derecho de poner límites arbitrarios, fuera de la Iglesia, a la gracia de Dios y de afirmar que el elemento carismático es exclusivo de la Iglesia.

Si esto es cierto lo es aún más que tampoco tenemos derecho a poner límites al carisma dentro de la Iglesia limitándolo a la élite eclesiástica o jerárquica. Es también K. Rahner quien dice en el mismo lugar: 76

Si nuestro corazón fuera sencillo descubriríamos verdaderas maravillas dentro de la Iglesia, no sólo en los anales de la historia grande, sino también en la fidelidad escondida, en la bondad desinteresada, en la profesión sin compromisos de la verdad incómoda, en la certeza de que el corazón de Dios es más grande y más rico en misericordia que el nuestro.

Esta página que ofrezco de una cristiana anónima y sin estudios es u n ejemplo, entre millones, de la riqueza de esa otra Iglesia escondida, las más de las veces desconocida por la misma Iglesia jerárquica, y que sin embargo es la verdadera levadura que hace fermentar la masa y la verdadera sal que mantiene incorrupta a la Iglesia de Cristo. Decimos con demasiada ligereza que los jóvenes de hoy son insensibles a las realidades sobrenaturales, que son superficiales en el m u n do del espíritu. ¿No será más bien que nos falta sensibilidad para escuchar la voz más profunda de sus conciencias y el mensaje nuevo que nos comunica a través de ellos el Espíritu?

La pascua en la voz de la calle La pascua equivale para mí a alegría. Sé que Cristo ha resucitado, lo palpo y me introduce en la alegría. Alegría de sentirme en comunión con el creador y con la creación; alegría de verme reflejada en los ojos del hombre y de poder d e cirle: ¡somos nuevos! 77

Ha pasado la prueba; Cristo nos ha rescatado de la soledad que nos empobrecía cada vez más para llevarnos al amor; es decir, a nuestra auténtica naturaleza de seres creados para amar. Por fin podemos pasearnos por la creación dándonos a todos; por fin podemos llamarnos hombres que llevan impresa la imagen del creador, o sea descubrir, poseer la capacidad de ser don y de olvidar la soledad de nuestra larga peregrinación por la tierra después de la culpa inicial. Ahora podemos caminar hacia esa perfección del hombre que se llama Cristo. Ahora podemos sentirnos de la familia de Dios, dado que Dios, por medio de Cristo, además de creador y dueño de su creación, ha venido a ser verdadero padre y hermano del hombre; y por este motivo podemos colaborar junto con Dios en la continua perfección creadora del hombre y de las cosas. ¡La pascua! Para mí es al mismo tiempo un misterio que hay que explicar y una maravillosa realidad que hay que vivir. Si fuese capaz de expresar mi concepto en una imagen diría: la humanidad, por medio de María, se desposa con Dios en Cristo. Y a los hombres libres que aceptan ser engendrados por este misterioso desposorio se les concede conocer el amor, la sola cosa que da sentido a nuestra vida. ¿Qué más podría decirle acerca de mi pascua? Una cristiana. C i e r t o q u e e n e s t a p á g i n a e s p l é n d i d a lo m e n o s i m p o r t a n t e es la p r e c i s i ó n t e o l ó g i c a ; lo q u e c u e n t a es la r i q u e z a e s p o n t á n e a d e u n a v i v e n c i a 78

religiosa genuina, libre, fresca como un prado de montaña sembrado de flores silvestres. Una vivencia en la que entran todos los elementos de la teología de la pascua. En efecto, mientras la pascua judía conmemoraba el éxodo que libraba a los judíos de la esclavitud de Egipto, hoy la pascua cristiana reúne a los discípulos de Cristo en la comunión con el Señor que los libra del pecado por la muerte y la resurrección. Por eso ella ve su pascua centrada en Cristo y experimenta que ha sido liberada del pecado en su dimensión más existencial de soledad. Se trata de una liberación que hace entrar al hombre, ya desde ahora, en la única tierra prometida: el amor. La pascua es alegría vivida cuando la fe es tan luminosa que se convierte en sabiduría, en experiencia. Una pascua sólo "entendida" sería una pascua fría. Por eso ella dice de la resurrección: "Sé que Cristo ha resucitado, lo palpo y me introduce en la alegría". Y si la pascua, ya en su origen, era una fiesta de familia, con Cristo lo será más aún: será una verdadera comunión. El mismo se dará en comida y el discípulo, comulgando con él, entrará en comunión con el cielo y la tierra. Por eso la alegría de la pascua será una alegría compartida, familiar, fraterna, porque la liberación de Cristo mata todo egoísmo. Esto es lo que la joven expresa cuando escribe: "Alegría de sentirme en comunión con el 79

creador y con la creación; alegría de verme reflejada en los ojos del hombre y de poder decirle: ¡somos nuevos!" Es como un grito bíblico: "¡somos nuevos!" San Pablo anuncia una vida nueva en Cristo resucitado (Rom 6, 14; Col 2, 12); el profeta Daniel habla de la nueva vida transfigurada; san J u a n afirma que hemos anticipado ya nuestra resurrección (Jn 1, 34). La realidad teológica es que de tal modo somos "nuevos" después de la resurrección de Cristo que según san Pablo esto condiciona la moral del hombre nuevo, del nacido en Cristo (Col 3, l s . ) . El cristiano, según san Pablo, sigue sintiendo en su carne la impaciencia de la transformación total, pero es porque lleva ya en sus entrañas las arras de las bodas futuras (Rom 8, 23; 2 Cor 5, 5). La resurrección final pondrá sólo de manifiesto lo que es ya la realidad del misterio en nosotros (Col 3, 4). Por eso es lógico que el que vive de verdad la pascua sienta en su misma carne la sensación de ser nuevo y la alegría y la necesidad de gritarlo al hermano. Y existe una sola prueba de autenticidad para saber si nuestra experiencia de resucitados es auténtica: el amor a los hombres. Es palabra revelada en san Juan: "Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida (es decir que hemos resucitado), porque amamos a los hermanos" (1 J n 3, 14). Por eso, como esta joven, 80

el verdadero resucitado siente el empujón de encontrar la mirada del prójimo, de comulgar con él, de hacerse don. Y ¿cuáles son los frutos de esta vida nueva? Es una especie de retorno al paraíso, antes de la caída. Por eso esta joven se siente empujada a "pasear por la creación dándonos a todos". Es la nueva amistad del hombre con todo lo creado; es como el presagio de que ya nada le dañará porque, como dice san J u a n : "Quien ha nacido de Dios, no peca" (1 J n 3, 9); "en el amor no hay temor" (4, 18). En toda la página de la joven se siente palpitar el acento de la resurrección bíblica. No es la concepción griega, que tienen aún tantos cristianos, de un alma inmortal que se libera del cuerpo para entrar en la inmortalidad divina, sino la idea genuinamente bíblica de la resurrección de la persona, cuerpo y alma, llamada a triunfar de la muerte. La persona que resucitará corporalmente en la tierra nueva y que será hermana del Cristo terrestre. De ahí que la alegría de la pascua la lleve al pensamiento del creador; de ahí su deseo de comunión con todo lo creado; de ahí que sienta que la perfección del hombre corre en la línea de Cristo que nos llama a "colaborar junto con Dios en la continua perfección creadora del hombre y de las cosas". ¿No es éste el pensamiento de la nueva teología, de la llamada teología de "encarnación", de la teología "escatologizadora", según la cual la escatología no es "otro lugar" sino el término definitivo de un proceso que ya ha comenzado y que 81

nosotros realizamos cada momento empujando el progreso del mundo y fermentando la historia con la levadura de la salvación? ¿No es una idea bíblica que Cristo, por su encarnación y resurrección, "une indisolublemente el cielo y la tierra"? (Flp 2, 6) ¿que recibe "todo poder en el cielo y en la tierra" y que ha sellado la "nueva alianza"? El hombre nuevo no ha perdido sus raíces terrestres; al contrario, "reina sobre la tierra" (Apoc 5, 10) y mientras camina peregrino hacia la plenitud de los tiempos no puede ser sordo a los gemidos de la creación material que espera también ella su salvación (Rom 8, 22). Y lo que entraña de misterio esta realidad no puede ser una excusa para la pereza ni para la desesperanza ya que la tierra nueva ha empezado ya y podemos tocarla a través de la "sabiduría". Esa sabiduría es Cristo mismo viviendo en nosotros y que se convierte en una escatología anticipada (Jn 6, 35; 4, 14; 5, 24) puesto que ya en la tierra había restablecido la armonía y la amistad primera del paraíso: "moraba entre las ñeras" (Mt 1, 13).

vo", como Cristo dijo al intelectual Nicodemo. Nacer o resucitar a través de ese misterio esponsal de Dios con la humanidad y que, después de la encarnación y de la resurrección, sólo puede realizarse pasando misteriosamente a través del corazón de Cristo y del de su madre, María. Ellos, Cristo y María, son símbolo y realidad; son el fruto de la nueva vida y el espejo limpio donde se contempla toda criatura. Son camino y gracia; son semilla y alimento. Por eso en el Apocalipsis, María aparece como el prototipo de la nueva Eva, mientras que Cristo es el nuevo Adán. Aquí habría que buscarle un sentido al dogma de la asunción ligado íntimamente a la resurrección de Cristo. El alma fundamentalmente cristiana intuye mejor quizás que tantos teólogos realidades profundas y escondidas que sólo adquieren su plena luz al calor de la sabiduría gustada y aceptada con sencillez evangélica.

Por eso cuando el cristiano sincero acepta al Cristo vivo, aunque no logre eliminar la inevitable angustia del misterio, puede exclamar con esta joven: "¡La pascua! Para mí es al mismo tiempo un misterio que hay que explicar y una maravillosa realidad que hay que vivir". Ella intuye también que para llegar a "vivir la pascua con alegría", es preciso "nacer de nue82

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MI DIOS ES DESCONCERTANTE

Graba su ley en la conciencia de cada uno y funda una Iglesia cuyo magisterio crea no pocas veces conflictos con este grito interior de la conciencia. Está siempre presente y nadie ve su cara. Quien ama a un prójimo lo ama a él, y sin embargo sigue siendo el único. Es toda nuestra vida y no tiene nombre.

Mi Dios es desconcertante: es íntimo y es trascendente, es dulce y es violento, es eterno y nace siempre. Nos crea para la dicha y nos alimenta con el dolor. Bendice lo que tantos temen, ama lo que tantos desprecian, pide lo que parece imposible. Vino a traer la guerra y es el pacífico. Es Dios y es hombre, es uno y es trino. Maldice a los injustos y soporta la injusticia, es Padre omnipotente y el dolor sigue atenazando a la tierra. Exige que conquistemos el mundo, que vivamos dentro de él, que amemos todo lo humano y nos quiere escatológicos. Pide la santidad para todos y escoge para cabeza de su Iglesia al apóstol que apostató de él. Su predilección corre en pos de los débiles y de los pobres y son los que más siguen sufriendo. 84

Cuanto más te acercas a él, cuanto más le amas menos le entiendes. Es la libertad y vino a obedecer. Es el amor y existe el infierno. Ensalza el matrimonio hasta hacerlo sacramento e imagen de su unión con la Iglesia, y él y su madre son vírgenes. Es el corazón de nuestra historia; ni u n solo cabello cae de nuestra cabeza sin su permiso, y millones de hombres siguen sintiendo la tierra vacía de él y considerándole superfluo. Es alegría y dolor a la vez. Es el santo y fue amigo de pecadores, es el virgen y se dejó tocar y amar por las prostitutas, clamó contra los ricos y comía con ellos. Es difícil mi Dios desconcertante para el hombre que desea medirlo todo, para quienes quisieran imponerle una lógica. Pero mi Dios escapa a todas las lógicas y a todas las medidas nuestras. 85

Mi Dios es así: maravilloso e inefable, único y desconcertante.

LAS PREGUNTAS DEL QUE NO CREE

Es el ser y es movimiento, es lo que fue, lo que es y lo que será. El es todo y nada es él. Mi Dios desconcertante es aquél a quien se le cree sin verle, se le ama sin tocarle, se espera en él sin entenderle, se le posee sin merecerle.

E

L ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo", ha dicho el concilio (Gaudium et spes, 19). Pero nuestro tiempo está en nuestras manos. Y los problemas no se pueden dejar olvidados, como a un perro, debajo de la cama. El hombre es responsable de su propia historia.

El que cree tiene la obligación de tender su manto de luz al paso de los hombres; y el que no cree tiene también derecho a que se respete su camino en la soledad y que quizás el deber, en conciencia, a defender las razones de esa soledad suya. Pero al mismo tiempo todos los que nacemos con la inteligencia y el amor en nuestro haber como un regalo, podemos y debemos hablar, dialogar, intentar una comunión de pensamiento. Y si esto está en la entraña misma del ser humano que es sociable, hoy toma conciencia especial en el hombre religioso de la nueva era que ha inaugurado la iglesia. Partiendo de nuestra fraterni86

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dad, esa básica, descarnada, misteriosa fraternidad que nos da el nacer y morir iguales, hoy ya no nos conformamos con decir "pobres ateos", "desgraciados ateos", "incomprensibles ateos". Hoy deseamos más bien sentarnos, como Cristo con Nicodemo, a la puerta del hermano que no comparte nuestra fe, bajo la higuera de la paz y del respeto, y escuchar, conocer, analizar por qué él rechaza lo que para nosotros es el centro y la raíz y la razón y la medida de nuestra misma existencia. Y esto con nobleza. No para que él deje de decir a su vez: "pobres ingenuos creyentes", "desgraciados ilusos", "misteriosos fanáticos". No, es una exigencia viva y personal; es la resultante de una maduración sociológica y religiosa; es uno de los signos de nuestro tiempo. Hoy, el católico, en la nueva coyuntura conciliar, tiene las puertas abiertas a esta posibilidad: puede dialogar, colaborar incluso con el hermano que no cree, tomar el problema en sus manos y mirarle a los ojos con valentía, sin prejuicios preconcebidos, con alma limpia, con responsabilidad, buscando sólo el triunfo de la verdad. La Iglesia ha tomado tan en serio el problema del ateísmo y bajo un aspecto tan positivo y nuevo que ha creado un secretariado permanente de estudio para todo lo que se relaciona con este fenómeno. Y es que la Iglesia no ignora que si bien el ateísmo es un fenómeno reciente en la cultura occidental, es de tal envergadura que, 88

como dice el sociólogo-religioso M. Steeman en el estudio que acaba de publicar el IDO-C (Información Documentación sobre la Iglesia conciliar), "si hasta hace poco la afirmación de la existencia de Dios, en una u otra forma, era lo normal, y la negación de Dios era la excepción, tal vez la situación se invierta en el futuro y haya que hablar de una «presencia de Dios» «digna de notar» en la vida de algunas personas". Pero creemos que la Iglesia ha tenido el acierto de coger el toro por los cuernos; es decir, que en vez de limitarse a atajar el fenómeno del ateísmo con nuevas condenas infructuosas, se ha hecho dos preguntas fundamentales: ¿por qué no cree el ateo? y ¿qué es lo que no cree el ateo? El problema es enorme y complejo. Pero sólo zambulléndonos en sus aguas hay una esperanza de salvar lo que aún sea salvable. Personalmente creo que esto no sólo creará una posibilidad de diálogo con ese gigante que se levanta desafiando a la fe, sino que será sobre todo una bendición para purificar nuestro concepto religioso. Como acaba de afirmar un obispo anglicano, "el cristiano de hoy debe tomar en serio el ateísmo no sólo para poder responderle sino para poder seguir creyendo en medio del siglo x x " . La fe del hombre moderno deberá pasar a través de la crítica del ateísmo. Y quizás nos llevemos más de una sorpresa los que hemos dado soluciones demasiado simplistas a las cosas dividiendo a los hombres en buenos y malos como en las películas america«5»

ñas. Yo recordaré siempre la descarnada frase del cardenal Máximos iv, ese patriarca oriental octogenario que tanto recuerda la estampa de los primeros apóstoles: "Muchos ateos en lo que no creen es en un Dios en el que yo tampoco creo". Entonces comprendí mejor por qué tantas veces a lo largo de mi vida apostólica, frente a personas que se me presentaban como ateas, yo notaba una sintonía de pensamiento religioso mucho mayor que ante otras personas católicas a ultranza, profesionales de la religión que pretendían que la fe era tan fácil como comprarse una lavadora... El hombre moderno se está haciendo prácticamente ateo, pero quizás es porque esté llevando a la tumba el concepto de un Dios que nos estaba estorbando, es decir un Dios que estaba empezando a ser más temido que amado; Dios de almas y no de hombres, comodín capaz de explicar los misterios de la ciencia y de la psicología humana; respuesta simplona al gran problema del dolor, justificación a cualquier pereza humana bajo la esperanza de un más allá, única realidad verdadera. El concilio lo ha dicho con otras palabras pero no con menos escándalo de muchos píos: "En la génesis del ateísmo actual pueden tener parte no pequeña los propios creyentes". ¿Pero cómo puede decir esto la Iglesia, y oficialmente? ¿Cómo han podido ser los mismos creyentes los que hayan tenido "parte no pequeña" en el nacimiento de este monstruo que amenaza con comerse la fe del mundo? Y la respuesta nos debería hacer 90

caer de rodillas: "porque con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión" (Gaudium et spes, 20). Yo he insistido mucho acerca de la responsabilidad moral y social de los católicos como testimonio vivo de la fe. Pero en la medida en que se madura mi experiencia religiosa y se me ilumina la teología de la historia de la Iglesia voy comprendiendo mejor la dolorosa, la trágica, la responsable consecuencia de esa "inadecuada exposición de la doctrina". Sí, el rostro bendito de nuestro Dios, el de la luz, el de la vida, el del amor, el amigo de la humanidad, el alguien, al que se le multiplica el pan en las manos, que llama misericordia a la justicia, que sólo acepta entrar por la puerta de la casa abierta libremente, que ha dejado al hombre el quehacer de dominar y conquistar el cosmos, que puede penetrar en la intimidad del hombre con la misma delicadeza virginal con que salió del vientre de María, sin romper ni destrozar su esencia de hombre, sin esterilizar su razón, sin inútiles hemorragias de sus valores más íntimos, porque aun la carga inevitable de misterio que lleva siempre con él cabe en ese otro misterio de esperanza, en la sed de infinito que sienten todos menos los tarados y los atrofiados, ese rostro bendito "ha quedado velado" por un sin fin de mistificaciones y claudicaciones de no pocos hombres de Iglesia. Y espera aún la hora de la "revelación" total. 91

La Iglesia reunida en concilio ha tenido la valentía de confesarlo y ha hecho un esfuerzo sobrehumano, noble y hasta arriesgado para buscar nuevos caminos que nos lleven "a revelar ese rostro de Dios". Está ahora en nuestras manos, secundando o boicoteando este mensaje de la Iglesia del concilio, que el mundo recupere la conciencia del valor de lo sagrado o que por mucho tiempo, quizás durante siglos, el hombre olvide a Dios por completo. No necesitamos plañideras, sino "exposición adecuada de la doctrina". No podemos permitir que se repita o que continúe —si es que aún existe entre nosotros— la situación existente en Francia durante el siglo x v n descrita por el padre Steeman en su estudio de sociología religiosa antes citados: Existía entonces (en Francia) una clase m e dia consciente de sí misma que creía en la bondad de la vida, que estaba dispuesta a ir adelante, a explorar, a correr riesgos, a vivir con valor. Este tipo de hombre no necesitaba u n Dios dispuesto a castigarle por el más pequeño error. A sus ojos el Dios de la Iglesia cristiana no era más que u n obstáculo a su evolución, atravesado en el camino del progreso cultural y social. Frente a esta actitud, los predicadores insistían en un Dios severo que no tomaba en serio lo que el hombre creía ser la perfección de su propia vida, que castigaba por pecados insignificantes y bendecía por buenas acciones igualmente in92

significantes. El único procedimiento de que disponían los predicadores para retener a este tipo de hombre era inspirar en él un profundo t e mor de la muerte y del juicio subsiguiente. De esta forma la religión aparece situada en los linderos de la vida, como una válvula de seguridad para casos de emergencia; el verdadero dinamismo de la vida está en otra parte. No p a sará mucho tiempo sin que el hombre deje de temer la muerte y Dios sea dejado de lado.

Si Dios no ocupa el puesto que le corresponde, el hombre caerá continuamente en la tentación de prescindir de él en la medida en que, consciente de sí mismo, vaya reconociendo que para dominar la materia no necesita bendiciones especiales sino buenos científicos. El Dios que existe antes de las cosas, realidad eterna, tiene forzosamente que tomar un nombre nuevo para el hombre de cada generación que va descubriendo cada día uno de los infinitos rostros de Dios. Lleva razón Fisac cuando le dice al periodista Hermida: "Lo mágico ya no nos choca. Nuestra vida se ha tecnificado de tal forma que sólo somos sensibles a lo auténticamente natural. No a los cielos pintados. Somos sensibles a la piedrapiedra, a la madera-madera, al cemento-cemento, al aire-aire, a la luz-luz". Y a este hombre de hoy sensible sólo a la piedra-piedra, no se le puede presentar a un Dios que para hacer buena a la piedra necesita rociarla de agua bendita como se ha creído muchas 93

veces. Hay que hacerle descubrir la verdad profunda de las cosas y esta verdad es que la piedra y el aire y el hombre y la vida y el amor y nuestro automóvil merecen ser bendecidos, besados, amados porque están cargados de esa fuerza misteriosa pero real que en ellos dejó la mano del creador como una vibración de bondad, y de esa vida sorprendente, aún apenas sin descubrir, que el hecho de la encarnación, del beso de lo divino con lo humano, ha hecho brotar en cada molécula del ser: en la piedra y en el amor.

QUIEN ES VERDADERAMENTE FELIZ

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i Dios existe, Dios tiene que ser la felicidad. Nadie lo pone en discusión. Que el cristianismo es una vocación a la dicha tampoco se atrevería a negarlo ningún teólogo. Cierto que queda sin respuesta el misterio del dolor sobre la tierra. Los cristianos apuntamos una solución, que creemos la única válida, con la esperanza en el dogma de la resurrección de la carne. Pero, ¡cuidado!, que ni Cristo ni la Iglesia como tal han enseñado nunca que para el cristiano existan dos reinos separados: uno aquí, "valle de lágrimas", y otro allá, "felicidad eterna". "El reino de Dios está ya entre vosotros", anunció Cristo. Dios vive entre los hombres y los hombres viven en Dios. Luego la dicha debe comenzar ya en la tierra. Una dicha en la carne y en el espíritu, es decir, en el hombre. Una dicha que, si no puede ser total y absoluta, puede llegar a ser inmensa, con sensación a veces de plenitud, hasta con riesgo de la vida. 94

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Y en toda dicha completa, que abarque cuerpo y alma, sangre y espíritu, corazón y conciencia está presente el aliento de Dios y despierta el gusto de lo que desearíamos eternizar y hace estallar en el hombre el deseo de la Dicha, con mayúscula. Por eso, si tantas veces hemos dicho que el dolor y el sufrimiento acercan el hombre a Dios, que lo hacen santo, nadie nos puede prohibir afirmar, en sana teología, que la dicha, la felicidad, también pueden dar la cercanía de Dios, revelarle, santificar con el fuego de una nostalgia que empieza con el último bocado de felicidad y que puede tener el sello de lo eterno. Sí, es cierto que para el cristiano la felicidad no es algo sino que es alguien. La dicha tiene un rostro, porque la dicha es Dios personal. Pero la Escritura dice que "a Dios no le ha visto nadie" y la teología enseña que "ningún humano podría ver a Dios sin morir". Podría, pues, objetarse que para el cristiano es imposible la dicha en la tierra. ¿Cómo podría gozar de la pintura un ciego incapaz de ver los colores?, ¿cómo podría disfrutar de la música el que no puede oir? Nuestra dicha sería una dicha sólo "para mañana". Y sin embargo no es así: los cristianos no renuncian a la posibilidad de la dicha ya en la tierra, ahora. Esto empecé a entenderlo cuando era aún un muchacho, cuando me contaron esta escena: una pobre mujer ciega y muda había dado a luz a un pequeño, ciego también. Estando en trance de muerte la separaron de su churumbel y la vida 96

hizo que durante diez años no se volvieran a encontrar. Al pequeño le hablaban de su madre pero no entendía aquel lenguaje; se la describían como podían pero seguía llorando porque quería "verla". Una mañana —¡esa vida que a veces es cruel y a veces bendita!— se encuentran el hijo y la madre. Esta le estrecha con pasión sagrada contra su pecho, contra su seno, contra su vientre, le cubre de besos, suspira y llora con él. "¡Eran un rebujo de carne convertida en felicidad", decía la enfermera. Ya no tenían que explicarle al niño cómo era su madre aunque seguía deseando poder ver su cara, hundirse en la luz de sus ojos, ver cómo eran aquellas lágrimas que le bañaban la cara y las manos y se le colaban por el cuello vistiéndole con la caricia caliente de una dicha nueva. A través del amor había descubierto a su madre. Si Dios es el amor, a través del amor el hombre puede empezar a gozar en la vida de la presencia de Dios. Por eso el que ha probado una vez la felicidad sabe que Dios existe aunque le llame de otro modo. Pero, ¿quiénes son los felices? He aquí el interrogante. ¿Son felices los que cacarean y presumen de felicidad? ¿Son desdichados los que lloran? Recordaré siempre la tremenda impresión que me causaron las palabras de Cristo sobre las bienaventuranzas la primera vez que me las eché 97

conscientemente a la cara. ¿Cómo combinar pobreza y felicidad, lágrimas y alegría, persecución y dicha, pureza y placer, dulzura y poderío, hambre y hartura? Recuerdo que leía con avidez en el libro de la vida, que empujaba con curiosidad la puerta de la casa de los hombres esperando encontrar plasmada en alguna parte la realidad de esta paradoja increíble y a la vez apasionante. Pero la cruda realidad parecía burlarse de mi ingenuidad: los ricos reían y los pobres temblaban; los mansos eran pisoteados y los violentos triunfaban; los inocentes me parecían congelados y los licenciosos exuberantes; los perseguidos aplastados y los perseguidores incensados. ¿Llevaría razón aquel hombre que me infundía más miedo que asco y que me decía: "El profeta de Nazaret muere por sí mismo cuando los pobres van viendo que la riqueza les hace felices; los inocentes que el cielo es «soso» y el infierno «picante», los pacíficos que la borrachera de la gloria y del poder sólo se adquieren dando muchos puntapiés y llenando las cunetas de «impertinentes»"? ¿Quiénes son, de verdad, los felices? Poco a poco la vida me ha ido enseñando, felizmente, que no es oro todo lo que reluce ni son amargura todas las lágrimas; que la felicidad, la verdadera, tiene muchas vertientes y que unos segundos de felicidad en "profundidad" pueden valer inmensamente más que años enteros de dicha "en superficie". 98

Hoy empiezan a airear ya los grandes rotativos mundiales que donde desaparece toda necesidad aumenta el suicidio, que donde sobra el dinero sobreabunda la locura y la estupidez, que se aburre la gente que ya no tiene por qué llorar, que la sexualidad empieza a asquear desde que se vende en los escaparates, que se empieza a necesitar un aprendizaje de algo que nadie tuvo nunca que enseñar al hombre: el amor. Preguntémonos con sinceridad y con coraje, quién conoce mejor la felicidad, más profundamente, más realmente y quién está más capacitado para comprender al Dios de la dicha: aquella madre de la calle de Serrano que, a fuerza de tenerlo todo, se angustiaba porque su hija única se quedaba a comer en el mejor colegio de Madrid, porque no podía verla "hasta las seis de la tarde", o aquel violinista español de un suburbio de Roma que tenía a sus dos hijos en un internado pobre de Madrid y que me decía: "Llevo diez años sin dormir una noche, siempre corriendo de bar en bar. En el invierno sobre todo es duro volver de madrugada a casa caminando dos horas a pie, pero si usted tuviera hijos comprendería la felicidad que supone para mí el que después de diez años pueda ir a abrazarles. Pensando en la alegría que van a recibir al encontrarse con su padre, me parecen ridículos diez años de esta vida ajetreada y dura"; 99

aquel director de empresa que, mientras sus hijos se aburrían el domingo en casa con los coches eléctricos y su mujer jugaba a la canasta con aire de solterona aburrida, con cuenta corriente en casi todos los bancos de Madrid, aparcaba su descapotable en la Avenida de Barajas mendigando lujurioso la compañía de una mujer pública, o aquel policía que ganaba entonces tres mil pesetas y que le encontré una tarde de domingo en su casa, sentado en el suelo, jugando a los botones con sus tres pequeños y que me decía: "Muchos se reirían de mí si les dijese que soy plenamente feliz aquí con mis hijos. Es el único rato a la semana que pueden disfrutarme. Si quisiera no me faltarían aventuras, pero hacer felices a mis hijos vale más que todo"; aquel cacique del pueblo d e . . . que desde la taberna, con aire triunfador, espiaba la llegada del coche del gobernador que venía en persona a arreglar las cuentas a un pobre funcionario a quien él, con sus amigotes, había calumniado gravemente recogiendo ñrmas falsas, o el funcionario que teniendo a las pocas semanas en su mano el vengarse del cacique y dejarle en la ruina le mandó llamar y desde la cama, postrado aún por el dolor, le dijo: "No te preocupes, he estado toda la noche pensando cómo podría arreglarse tu asunto y ya he encontrado la solución". Y mientras el caci100

que salía de la casa pálido como la cera él decía a sus hijos: "¡sólo el que perdona sabe lo que es la felicidad"; la del novio, hijo de papá, que se daba el lote cada tarde con su novia en su estudio privado de pintura y que el día en que se casaron durmieron separados porque ella se había emperrado en ir al Japón en vez de a Miami, o aquella joven trabajadora inocente que después de ocho años de relaciones con un chico, trabajador también y a quien sólo podía ver las tardes del domingo, besó a su novio por primera vez cuando estaba agonizando y después se dedicó toda su vida a trabajar con los pobres porque decía: "Llegué a amar tanto a aquel chico que para mí sigue vivo. Con él, invisible a mi lado por la fuerza del Dios en quien creíamos, dedicaré mi vida a repartir a los demás la felicidad de ese gran amor, más fuerte que la muerte, que el cielo me hizo gustar en la tierra y que sé que es eterno"; la felicidad de Pedrito que llegó a director d e . . . habiendo estudiado con el dinero de papá, habiendo disfrutado de tres meses de vacaciones cada año y teniendo tiempo y dinero para ir cada tarde con su novia al cine, o la de Ramón que llegó a director de empresa habiendo tenido que formarse a sí mismo, estudiando y trabajando, leyendo de noche a la luz de una linterna para no molestar a sus otros dos hermanos que dormían con él en el 101

mismo cuchitril, teniendo que conformarse con comprarle u n helado a su novia cada domingo y teniendo que descansar el verano dando clases particulares a los hijos de los ricos. ¿Quién sabe mejor lo que son unos instantes de felicidad, la mujer del mecánico que se encuentra con el sobre de una paga extraordinaria que "no esperaba" y que la saca de apuros aquel mes, o la del presidente de la compañía x que acaba de entrar, "también sin esperarlo", en otros tres consejos de administración que le permitirán comprarse algunas acciones más? ¿La madre de Agustín que después de años de espera y de lágrimas abraza al hijo que se hace santo, o la mamá de Pablito que nunca le ha dado un disgusto y que se ha emparentado con una familia de abolengo pero que no le ha dado nietos porque quiere estar libre para poder ir a ver los canguros de Australia, ni ha tenido grandes amores porque su amor no llegaba más allá de sus caballos? ¿El hijo de don Antonio que airea su alegría de que su padre ha salido inmaculado del banquillo de los acusados porque era muy amigo del ministro, o ese joven italiano que siendo testigo desde los nueve años de la inocencia de su padre condenado a cadena perpetua por homicidio lucha durante veinte años para probar la inocencia de su padre y que cuando lo consigue, abrazado a su padre, en la puerta 102

de la cárcel, casi desvanecidos ambos de felicidad, exclaman: "Perdonamos todo a todos. Nos basta esta inmensa felicidad"? ¿El católico fofo que se cree feliz en la seguridad de una fe burguesa que no compromete, ni electriza el alma, ni transforma el corazón, o aquel joven, portero de un hotel que, después de haber perdido la fe y haber sufrido su vacío, la recupera un día durante una conferencia en la que se hablaba del encuentro del hombre con Dios en la profundidad de la conciencia y que para prepararse mejor al don que empezaba a reverdecer en su vida y para agradecer a Dios el haber salido a su encuentro se va voluntaria y generosamente a una de las misiones más pobres de África a ayudar durante tres años a los catequistas negros? Yo sé por cuál de estas felicidades que hemos enfrentado pondría mi mano en el fuego. Y vosotros también. Y sé también a qué puerta de éstas llamaría si tuviera necesidad de saber cómo es la felicidad verdadera y quiénes son los hombres felices, capaces de entender al Dios de los cristianos. Siempre será un misterio el dolor del hombre, su pobreza, su angustia, su soledad, sus lágrimas cuando se siente continuamente herido por la nostalgia de la felicidad; pero quizás se nos aclare un poco al caer en la cuenta de que la dicha más profunda, más verdadera, con sabor de eter103

nidad, aun en un ámbito exclusivamente humano, brota de los grandes contrastes del dolor. Y que nadie, por favor, nos interprete torcidamente estas reflexiones. Decir que la felicidad que llegan a probar los pobres y los que lloran y los dulces y los inocentes tiene una vertiente misteriosa de profundidad que puede llegar a tocar a Dios, no significa justificar y dar por buena la pobreza injusta ni despreocuparnos por las lágrimas de los demás. Sería blasfemo. Cristo dijo: "Los pobres los tendréis siempre con vosotros", pero también "¡Ay de vosotros, los ricos!" Dijo: "Felices los que lloran", pero él dio su vida para que los hombres pudieran llegar a la dicha sin fronteras. Lo que yo he querido decir es que nosotros, los situados, hemos de tener el coraje de admitir que los que llamamos "infelices", a quienes nuestro egoísmo mantiene aún en la pobreza y en las lágrimas, tienen paradójicamente en su haber la llave de una dimensión nueva de la felicidad, aunque esto haga retorcerse a nuestro orgullo. Si alguien ha entendido de otro modo estas páginas, que las eche al fuego y ardan en buena hora.

MI DIOS ES DISTINTO

Mi Dios es todo lo que el hombre ama. Pero es también y sobre todo eso "distinto" con que el hombre sueña. Es todo lo que el hombre aún no tiene. Es todo lo que intenta alcanzar. Mi Dios es ese algo que el hombre sabe que puede existir y que es distinto de todo. Mi Dios es la capacidad de sorpresa para el hombre. El hombre ama más las cosas materiales antes de poseerlas que cuando las ha obtenido. A mi Dios se le ama menos antes de descubrirle que cuando uno se encuentra con él. Al niño, el juguete le atrae hasta que no le abre las tripas y ve que no tiene nada dentro. Al hombre, Dios empieza a atraerle cuando al hurgar en su misterio, al tocarle, al abrirle el corazón advierte que es siempre distinto y nuevo; que no puede ajarse.

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Cuando comprende que es precisamente dentro donde está "todo". Cuando el hombre toca el límite de las cosas; cuando ha pisado la frontera de lo que había soñado, e m p i e z a inmediatamente a desear algo "distinto". Y esto en todo: en la técnica, en la ciencia, en el arte, en la política, en el amor. Eso "distinto" que el hombre busca al borde de la posesión de lo concreto, ese "más", ese "diverso", ese "nuevo", es precisamente mi Dios, mi Dios escondido como un deseo silencioso de infinito en los pliegues más secretos de la psicología humana. Mi Dios empieza donde el hombre dice: "Pensé que sería otra cosa". Sueña el hombre y lucha y trabaja y peca por conquistar un puesto, u n amor, una cuenta corriente, un t í t u l o , un descubrimiento, y cuando ya está masticando su triunfo empieza a parecerle pequeño; se le achica, se le apaga, se le acartona. Y vuelve a girar en su corazón la rueda de un nuevo deseo. Mi Dios está detrás de cada desilusión del hombre como la voz que grita: "Necesitas algo que sea siempre distinto, nuevo, que nunca se te quede pequeño". ¿No sería eso lo que le dijo Cristo a la mujer de Samaría, junto al pozo? 106

Mi Dios no es un agua que le quita la sed al hombre, buscador siempre de "más", sino una fuente viva, siempre en acto, siempre henchida de agua, capaz de apagar incesantemente una sed que tendrá siempre porque el hombre, como creado, seguirá teniendo sed de más, hasta el infinito: siempre. Porque mi Dios infinito no cabrá nunca totalmente en el corazón y en el pensamiento del hombre. Pero mi Dios es una fuente capaz de saciar la sed nueva de cada instante del hombre. Al acercar el hombre sus labios a la fuente de Dios no exclama como ante la posesión de lo creado: "¡Esto es todo!", sino más bien: "¡Esto es maravillosamente inagotable!" Y quiere seguir teniendo sed para poder continuar bebiendo siempre un agua nueva que no le sacia nunca pero que le hace feliz cada vez. Mi Dios es ese algo "distinto" que el hombre necesitará siempre para sentirse "semejante a Dios". Pero es difícil mi Dios distinto, mi Dios nuevo cada vez, mi Dios inagotable para quienes se resignan a la felicidad de un sorbo de agua estancada, para quienes Dios no es distinto de las cosas, para quienes Dios puede también cansar. Es difícil mi Dios sin fondo, sin fronteras, sin medida, para quienes no han sentido aún, como la samaritana, la sacudida ardiente de su presencia "única" y "distinta". 107

CRISTO NO USO EL PODER

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ios, que es todopoderoso, podía haber hecho su entrada en el mundo con un acto de poder, de autoridad, de dominio.

El hombre había caído; había perdido todos sus derechos, era incapaz de autosalvarse: Dios podría haber ejercido su poder para obligarle a algo que era evidentemente bueno: "salvarse". Y sin embargo Dios renuncia a realizar la redención del hombre con u n acto de poder. Hasta para entrar en la historia humana no lo hace hasta que María le da su consentimiento: ¡hágase! El mandar el Padre a su Hijo a la tierra es ciertamente un acto de autoridad pero que se resuelve íntegramente en el misterio del amor porque el Hijo está identificado con la voluntad de su Padre y él es el primero en desear ser salvación de su pueblo. Pero siendo Dios, siendo poderoso, siendo el mismo poder, "se hace esclavo" en expresión de 108

san Pablo. Y aquí radica el cambio profundo que Dios introduce en el concepto humano de poder. Tanto que para los paganos era un "escándalo". Era incomprensible un poderoso débil, encadenado, perseguido, burlado, crucificado. Y sin embargo Cristo, niño, indefenso, pobre y esclavo no deja de ser el todopoderoso; pero su fuerza no es, ni menos se ejerce, como la de los poderosos de este mundo. Su autoridad, su fuerza moral y la protección que sobre él ejerce su P a d r e nacen del misterio de su renuncia al poder como coacción. Podía haberle quitado la vida a Herodes cuando empezó a perseguirle desde la cuna y sin embargo no ejerce el poder que tiene sobre la vida; pero el Padre le defiende y siendo pobre e indefenso es más fuerte que el rey. La autoridad a Cristo le viene de su identificación con el Padre: "Quien me ve a mí ve al Padre". Tiene autoridad porque habla en nombre del Padre y habla a lo más profundo de la conciencia que es el punto de encuentro entre el hombre y su creador. Por eso la gente decía: "Habla como el que tiene autoridad". Pero no imponía su autoridad y menos su poder. Se imponía por la fuerza irresistible de su palabra, de su vida, de su sabiduría, de su profecía, de su milagro. Cuando salvó a la adúltera no lo hizo con u n acto de poder sino con la fuerza moral de su 109

denuncia y con el juicio severo acerca de la hipocresía que dejaba al desnudo a sus adversarios ante la conciencia del pueblo.

precio es pagar en persona. Y es éste el poder que engendra una autoridad moral que alcanza hasta la misma conciencia.

Y menos ejerció su poder en el orden temporal: "Dad al César lo que es del César".

Cuando yo estudiaba teología en la universidad una página del periódico me dio una mañana más luz sobre este problema que varias semanas de estudio sobre los libros. La noticia era escalofriante y de profundo contenido teológico: a las afueras de Roma, u n niño de tres años jugaba con una pelota al borde de la carretera. La madre estaba cerca de él. El pequeño corre detrás de la pelota en medio de la carretera mientras u n gran camión aparece de repente a gran velocidad. La madre grita, suplica al hijo que se aleje pero éste sigue en medio de la carretera. Y entonces, sin pensarlo dos veces, ofrece la vida para salvar al pequeño: se lanza delante del camión para empujar al niño hacia la otra orilla de la carretera mientras ella queda aplastada bajo las ruedas del imponente camión.

Y si alguna vez ejerció su poder sobrenatural, fue al servicio de los hombres que se lo pedían: "En virtud del poder que me ha sido confiado levántate y anda". Sólo sobre los demonios ejerce su poder directamente. Al hombre siempre le respeta su libertad. Se limita a despertar su conciencia, a descubrir su hipocresía, a llamarle a la perfección, a descubrirle el abismo de la perdición. El poder que ejerce Dios sobre el mundo que se había cerrado a sí mismo el camino a la salvación es el de mandar a su Hijo como "rescate" de todos. Se trata de u n acto de poder diametralmente opuesto al que nosotros solemos imaginar. En vez de exigir a los hombres la expiación de su culpa con un acto de autoridad; en vez de obligar a la humanidad a subir a la cruz para expiar su pecado, ofrece a su Hijo, nacido de los hombres, en forma de esclavo, para que manifieste al mundo que la única forma que Dios tiene de "dominar", de ejercer su "poder" es el amor ge-( neroso que toma sobre sus hombros el pecado de la humanidad; que la única forma de redimir la esclavitud colectiva es cargar sobre su carne con la esclavitud de los otros. Y entramos así en un orden nuevo de poder cuya raíz es el adelantarse en el amor y cuyo 110

El último acto de poder que la madre ejerció sobre su hijo fue el de ofrecerle el sacrificio de su propia vida para que él siguiera viviendo. Y yo me pregunté muchas veces cuál hubiera sido la autoridad moral de aquella madre sobre el hijo si por un imposible hubiera resucitado, porque el que manda, el que llama, el que pide, exponiendo antes su misma vida compromete seriamente la conciencia. No fue desde un trono desde donde Dios ejerció su poder al entrar en la historia de una humanidad que se había cerrado las puertas a la 111

vida, sino desde el pesebre de Belén y desde el patíbulo de Jerusalén. Dios podía coaccionar y no lo hizo. Nosotros no podemos o no debemos y lo hacemos con frecuencia. Cristo pudo haber excomulgado a Judas, alejarlo del colegio apostólico y lo mantuvo hasta el último beso de traición. Cristo pudo imponer bajo pecado unas leyes a sus discípulos y más bien les liberó del formulismo de las leyes y costumbres existentes: por eso se escandalizan de que los discípulos cojan espigas en día de sábado y de que no ayunen como los discípulos de J u a n Bautista. Cristo ni siquiera impuso la oración a sus discípulos. Como dice Evely fueron ellos mismos quienes, viéndole a él orar, le pidieron un día: "Enséñanos a orar".

derse de la muerte confía en su Padre y salva a Herodes. Cristo irá a la muerte más tarde para dar la vida al mundo. Pilatos crucificará a la Vida para salvar su persona. El poder del mundo usa la fuerza para defensa propia. El poder de Dios usa el amor para la salvación de los demás. Y sin embargo es el poder que se humilla, la riqueza que se hace pobre, la libertad que se hace voluntariamente esclava lo único capaz de ejercer una verdadera autoridad moral sobre las conciencias. La única autoridad que puede decir: "Aprended de mí". La única que puede afirmar: "Yo soy el camino". La única capaz de gritar: "No te es lícito". La única que puede atreverse a decir: "Ven, sigúeme".

Cristo arrastra, convence, convierte, pero no coacciona jamás. Se podría decir que no usa de su poder.

Y si la Iglesia es la prolongación viva de Belén, la continuadora del misterio total de Cristo, entonces su poder, el ejercicio de su poder, el que Cristo le ha confiado, no puede ser diverso ni puede ejercerlo de un modo distinto a como Cristo lo ejerció.

Habría mucho que profundizar en el misterio de Belén como la nueva era del poder en el mundo ante el espectáculo de un Dios que, siendo el todopoderoso y la fuente de todo poder, se presenta frágil e indefenso, necesitado de casa y de protección.

Más aún, la Iglesia tiene más motivos para presentarse al mundo bajo esta imagen de Cristo que sólo manda "sirviendo", que no coacciona, que prefiere pagar él en persona, porque la Iglesia es de la misma carne del mundo, pecadora como él, aunque sea el pueblo predilecto.

Herodes tiene en sus manos el poder y es injusto. El es la debilidad y trae la justicia y el amor. Herodes para defender su imperio usa su poder asesinando inocentes. Cristo para defen-

Una Iglesia que nazca y se presente al mundo no en la debilidad y desamparo de Belén sino en la cuna de oro ante la que se arrodillan los Herodes de la tierra y que ejerza su poder no desde

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el patíbulo, desde la humildad, desde la sencillez, desde el respeto a la libertad, desde la autenticidad, desde la santidad de costumbres, sino desde la política, desde el poder temporal, desde la inquisición, es una Iglesia que reniega de su carisma y que acabará desobedecida, burlada o al máximo halagada y temida como los grandes del mundo. Sólo si sabe responder a la potencia del mundo, a su injusticia con la entrega de su vida y su confianza en el Padre; a la coacción con el espíritu de libertad y con la aceptación humilde de su riesgo; al temor por la pérdida del poder y del prestigio renunciando a sus coronas y ciñéndose con sinceridad la toalla para lavar los pies a los hombres, a todos, a sus mismos enemigos, a los que la traicionan, la persigan y hasta la niegan como Cristo lo hizo con Judas; sólo si habla al mundo en nombre de Dios, con la palabra de Dios, podrá tener audiencia en el santuario de las conciencias y los hombres "reconocerán su voz", una voz que ellos llevan ya dentro; sólo entonces se oirá decir: "Habla como el que tiene autoridad". Sólo entonces será obedecida como Dios quiere ser obedecido: con amor y por amor. Cristo niño, nacido de mujer; Cristo fugitivo apenas nacido; Cristo niño en el exilio debería ser en este tiempo «le fermentos eclesiales vivísimos, de evidentes contrastes en el interior de la Iglesia, de chirridos entre autoridad y obediencia la meditación más seria para todos nosotros acerca de nuestra actitud de Iglesia como poder, frente al mundo que nos rechaza y nos contesta. 114

No me resisto a terminar sin recordar el último ejemplo que conozco de J u a n x x n i y que entra plenamente en esta nueva línea de poder y de autoridad que introdujo Dios en el mundo con el misterio de Belén y que quizás hoy más que nunca se revela a la Iglesia. Era patriarca de Venecia. Supo que uno de sus sacerdotes llevaba una vida turbia y que frecuentaba un lugar poco digno para un eclesiástico. Pudo suspenderle de sus funciones; pudo aplastarle con su poder; pudo ejercer toda la fuerza de su autoridad. Pero ¿qué hizo? Le esperó un día en el lugar que solía frecuentar. El sacerdote palidece. El patriarca le toma del brazo y con naturalidad le pide que le acompañe al palacio. Y una vez en su despacho se arrodilla ante el sacerdote caído y le pide: "Por favor, confiéseme". Y lo hace con toda humildad y naturalidad. El sacerdote le absuelve y el patriarca abrazándole le dice: "Hijo mío, me gustaría que reflexionases acerca del don maravilloso que Dios te ha dado de perdonar los pecados a los hombres incluso a tu mismo arzobispo. Que esto te anime a evitar lo más posible el pecado en tu misma vida y como gratitud a Cristo". No sé más de la historia ni creo que haga falta. Pero tiene sabor a Belén porque habla de paz, de bondad, de comprensión, de salvación que no humilla, de autoridad que sirve, del mayor que se hace el más pequeño para revelar mejor la imagen de Cristo en el mundo. 115

LA DESOBEDIENCIA DE CRISTO

F

UE durante el concilio. Fue un cardenal. Todos escuchaban con u n silencio significativo: "Venerables padres..." Y lanzó la bomba. Dijo sencillamente que si durante los veinte siglos de cristianismo la Iglesia hubiera predicado tantas veces las "maldiciones a los ricos" como el "primado de Pedro", el comunismo seguramente no hubiera existido. Al día siguiente la prensa mundial habló del coraje del cardenal. ¿Porque se trataba de una intervención sensacionalista? No sólo. Más bien porque la opinión mundial descubría en las palabras del cardenal una carga honda de verdad. J u a n x x i i i confesó una tarde a un amigo íntimo: "El evangelio está aún sin estrenar". Yo diría que por lo menos la mitad del evangelio sí está por descubrir. Y digo la mitad porque en esa gran verdad que es la revelación existen dos grandes vertientes de las que sólo una hemos puesto especialmente en evidencia. La palabra de Cristo al hombre es una eterna paradoja, una continua antinomia que no se puede separar. Es 116

verdad que Cristo manda "poner la otra mejilla al enemigo"; pero no es menos verdad que ha dicho tajantemente: "No he venido a traer la paz sino la guerra". Es cierto que en el evangelio encontramos la base para una teología de la obediencia, de la sumisión, de la resignación, de la aceptación; pero ¿no existe también u n material precioso para elaborar una teología de la revolución, de la indignación, de la ira, de la rebelión? Y uno se pregunta forzosamente por poco que reflexione, por qué los elementos de la obediencia han sido tan analizados, tan estructurados, tan gritados, mientras los valores revolucionarios apenas si empiezan hoy a verdear en el campo de la teología, de la espiritualidad, de la pastoral. ¿Por qué cuando escribimos o pronunciamos "revolución", "ira", "indignación" nos sentimos siempre empujados a añadirle el adjetivo "sana", "santa", "justa", "buena", como un secante que le chupe su fuerza, mientras que cuando hablamos de "obediencia" lo hacemos a secas, sin necesidad de añadirle calificativos? Y sin embargo lo mismo que decimos "santa indignación", "santa ira", "revolución justa", deberíamos decir "obediencia consciente", "obediencia responsable", "obediencia legítima". Más aún, cuando hablamos de "rebeldía" nunca la consideramos así, sin más, porque pensamos que la rebeldía, la revolución, la ira sólo pueden ser justas dentro de ciertos límites, mientras que cuando hablamos de obediencia nos parece que decir sólo "obediencia" es poco y le añadimos "ciega", es decir, hasta límites que hoy calificamos de 117

"inhumanos". Y sin embargo hoy nadie duda que también puede existir una obediencia "malsana", una obediencia "perezosa", "evasionista", "angelista", "injusta". ¿Por qué se han escrito libros enteros sobre el inciso de san Mateo: "Felices los pobres de espíritu" (Mt 5, 3) y apenas si existe u n trabajo completo sobre las "imprecaciones" de san Lucas: "\Ay de vosotros, ricos!" (Le 6, 24)? No creo que sea difícil responder. Basta un poco de sinceridad; la predicación, la catequética, la teología se han hecho más de arriba abajo que al revés. Se han hecho de autoridad a subdito, de superior a inferior, de Iglesia situada, acomodada a Iglesia de los pobres; de los selectos a la masa. Y hemos tenido una inflación de la teología del poder. Y así cuando se presenta al Cristo de la ira, al Cristo de la rebelión, al Cristo colérico, al Cristo revolucionario se hace bajo la imagen de Cristo "maestro", "superior", "autoridad" que tiene derecho a "indignarse" con los subditos, con los inferiores, con los discípulos. Pero la verdad es que Cristo era al mismo tiempo "superior" y "subdito", "autoridad" y "obediencia". Cristo fue un "subdito" que para obedecer incondicionalmente a Dios, su Padre, tuvo que enfrentarse muchas veces con los hombres que se presentaban como superiores suyos. El resultado de todo esto ha sido el oscurecimiento de una parte vital del mensaje de Cristo. Y, en definitiva, una traición. 118

Pienso que para todos nosotros constituyen una seria meditación ciertas imágenes que nos presenta la televisión en la que miles y miles de chinos se manifiestan en las calles con el libro rojo de Mao en la mano, cantando sus máximas revolucionarias en busca de unas estructuras humanas que ellos creen más justas que las imperialistas. Pero ¿nos hemos parado alguna vez a pensar que esa sustitución del evangelio por el libro rojo de Mao que, a nuestra fe y a nuestro amor a Cristo suena a sacrilega, se deba tal vez a que hemos castrado la palabra de salvación quitándole o camuflándole su mejor fuerza revolucionaria? De ahí los esfuerzos que Pablo vi está haciendo por hacer comprender al pueblo chino que en el evangelio existe un verdadero mensaje de liberación y que en su movimiento revolucionario pueden existir elementos valiosos que en nada contrastan con la fuerza revolucionaria del evangelio. Y de ahí también la incomprensión que Pablo vi encontró en no pocos círculos de católicos eclesiásticos y seglares cuando se atrevió a declarar esta realidad a pesar de haber medido una a una sus palabras. Yo he pensado más de una vez que quizás ciertos silencios pastorales nuestros se deban a una especie de pudor que nos embarga con razón a tantos católicos. Habría que ser o muy santos o muy hipócritas para poder predicar íntegramente y con convicción el sermón de la montaña. Habría que ser 119

pobres de verdad y no estar condicionados por los ricos de este mundo. Sólo el que ha sentido hundirse en su carne el aguijón doloroso de la pobreza real puede gritar: "¡Felices los pobres!" Sólo el que tiene las manos limpias de compromisos puede gritar: "¡Ay de vosotros los ricos!" Sólo el que lleva en sus miembros los estigmas de la persecución por la defensa de la justicia podrá gritar: "¡Felices los que sufren persecución " Pero en realidad la Iglesia ha sido más rica que pobre, más incensada que perseguida. Por eso hemos gastado más esfuerzo en buscarle una explicación metafórica o lingüística a las duras palabras de Cristo: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve", diciendo que la "aguja" era un "puente" un poco estrecho, ciertamente, pero por el que puede pasar el camello "agachándose" un poco, que en convencer honrada y valientemente a los ricos que sólo poniendo sus riquezas legítimas o ilegítimas a servicio de la comunidad, de la sociedad, de sus hermanos, pueden salvarse. Una de las veces que pasé vergüenza en mi vida fue una tarde en que después de un sermón en el que había hablado con calor acerca de las bienaventuranzas se" me presentó a la salida del templo un obrero que me dijo: —¿Usted cree en lo que ha predicado? —Me parece que sí, respondí sinceramente. —¿Pero usted sabe lo que es ser pobre?, añadió. 120

Tardé en contestarle. Iba a decirle que había hecho voto de pobreza pero me dio vergüenza. Pude decirle solamente: —Ciertamente no soy rico. —Pero esto no basta, me dijo, para ser u n pobre "real" de esos que usted ha hablado. Y si no, dígame: ¿verdad que no piensa ni una sola vez desde hace muchos años en que puede amanecer un día en que no tenga para comer?, ¿en que puede llegar una noche en que no tenga una habitación donde dormir? ¿en que llegue el día en que tenga que pedir a un desconocido una camisa y unos pantalones usados? ¿en que pueda mañana quedarse sin trabajo y rodeado de hijos que le piden pan y que no pueden ir a la universidad? Y añadió sereno pero duro como un profeta: o ustedes no creen en lo que dicen cuando predican las bienaventuranzas o es tan difícil cumplirlas que aun creyendo en ellas ni ustedes consiguen ponerlas en práctica y, en este caso, sería mejor que sólo predicaran las bienaventuranzas los pobres reales, los perseguidos de verdad, los que tienen los ojos secos de llorar. No he vuelto a ver a aquel obrero. Pero no lo olvidaré jamás, ni tampoco olvidaré la lección magistral que me dio. Cierto que él poseía un concepto de pobreza más sociológico que evangélico, pero habría que preguntarse si la verdadera pobreza evangélica no deberá pasar, de algún modo, necesariamente por la pobreza sociológica real. Quizás desde entonces sueño en el día en que el evangelio sea predicado por la gran masa de 121

los pobres reales y no por nosotros, borrachos de incienso; por los que siempre han "obedecido" y no por los que siempre han "mandado". Sueño con el día en que se predique no sólo al Cristo obediente al "espíritu" sino también al Cristo rebelde a la "letra". No sólo al Cristo que obedeció a su Padre, sino también al Cristo que se negó más de una vez a obedecer a los hombres. ¡Qué poco hemos predicado y profundizado aquella escena de Cristo narrada por san Lucas en el capítulo 13! Un grupo de fariseos se le acerca en nombre de Herodes para decirle que se vaya y deje de hacer milagros. Herodes era una autoridad; Jesús predicaba seguramente en las inmediaciones de su castillo de Maqueronte. ¿Obedecerá Jesús aunque sólo sea por u n cierto respeto a la autoridad de Herodes? Cristo no sólo no obedece sino que responde con u n insulto a Herodes: "Id a decirle a ese zorro: ya verás que echo los demonios y hago curaciones hoy y mañana" (Le 13, 31-33). Seamos sinceros: ¿cómo sería juzgado hoy un sacerdote, un seglar cualquiera que respondiera en estos términos a una autoridad constituida si en conciencia cree que debe hacerlo? Cómo mínimo como un rebelde, como un insolente, como un soberbio. Sí, está por descubrir la otra cara del evangelio. La que tantos esperan quizás para aceptar a Cristo a quien encuentran mutilado en nuestras predicaciones. Si el mundo del trabajo en vez de haberse alejado de la Iglesia hubiese contribuido eficaz122

mente al esfuerzo de la teología católica hoy tendríamos una teología de la encarnación por lo menos tan elaborada como nuestra eclesiología. Y nuestra moral tendría algunos capítulos más acerca de la justicia. Si a nuestros jóvenes y a nuestras jóvenes les hubiesen formado y predicado el evangelio menos sacerdotes y religiosas y más padres y madres de familia quizás tendríamos hoy algunas vocaciones menos pero no careceríamos de una verdadera teología de la sexualidad y de una verdadera espiritualidad matrimonial. Estamos viendo la enorme tensión que existe en todo el mundo entre universitarios y profesores. Se llega al límite de pedir una verdadera revolución en las estructuras de la enseñanza; se presiona para salir de los cauces de privilegio de una enseñanza universitaria basada en concepciones puramente capitalistas de la sociedad. Y en una cosa están todos de acuerdo, incluso los más tradicionales: que hay muchas cosas que ya están superadas en la enseñanza; que hay mucho que cambiar. ¿No podríamos nosotros preguntarnos si no estamos necesitando algo semejante en nuestros seminarios, en nuestra enseñanza religiosa? ¿No debería tener también aquí la "base" más participación en la enseñanza? El concilio lo ha dicho o por lo menos ha abierto el camino. Pero existe la impresión de que las cosas siguen prácticamente lo mismo. Y mientras tanto se empieza a hablar de tantos que vuelven a dejar a la Iglesia mientras se quedan con el evangelio. Cierto que 123

toda ruptura es dolorosa y trágica porque en toda sacudida violenta se pierde parte de verdad. Y sin embargo se trata a veces de personas cargadas de sinceridad y sedientas de justicia. También aquí podríamos pensar si Dios no podrá servirse de estas sangrías dolorosas para humillarnos, permitiendo que nos roben en cierto modo una parte del evangelio al tener ellos más coraje para poner de relieve ciertas verdades en las que nosotros, desde nuestro aburguesamiento material o espiritual, no nos atrevemos a profundizar. En realidad esto ha venido ocurriendo con frecuencia a lo largo de la historia de la Iglesia. El concilio tuvo el valor de reconocerlo. Pablo vi no se avergonzó de pedir por ello perdón. Y para todos nosotros ha sido una meditación y un duro examen de conciencia. Seamos sinceros: si hoy hemos descubierto que "también" en el evangelio existen ciertas realidades que, sin haberlas negado la Iglesia, habían quedado en un segundo plano, ha sido bajo la presión, más de una vez, de quienes trabajaban en el campo de enfrente. ¿Cuándo hemos empezado, por ejemplo, a decir que es posible una teología cristiana de la revolución? ¿Cuándo hemos aceptado el concepto de libertad religiosa como un derecho de la persona humana que tiene su fundamento en el evangelio? ¿Cuándo hemos consentido en que se introduzca en el concepto evangélico de obediencia el del "respeto a la personalidad"? ¿Cuándo hemos empezado a defender que pertenece a la entraña misma del 124

evangelio el concepto del diálogo? ¿Cuándo nos hemos atrevido a decir sin miedo que Dios puede llevar a cabo sus planes de salvación a través de las religiones no-cristianas? ¿Cuándo hemos tenido la valentía de admitir que no va contra la divinidad de la Iglesia el aceptar humildemente que nos hemos equivocado más de una vez en nuestras actuaciones humanas concretas? ¿Cuándo hemos roto definitivamente el divorcio entre la ciencia y la fe? Sí, hemos de decirlo con sinceridad: ha sido en gran parte cuando nos ha llegado, dolorido, el grito del Espíritu a través de las gargantas de tantos que no eran de los nuestros. Y es que seguirán siendo misteriosas pero reales las palabras de Cristo: "Cuando Jesús oyó al centurión, se admiró y dijo a los que le seguían: os doy mi palabra de que en Israel no he encontrado en ninguno tanta fe" (Mt 8, 10). "Saldrán de oriente y de occidente y del norte y del sur, y se sentarán en el banquete del reino de Dios. Y veréis que hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos" (Le 13, 29-30). Debemos prepararnos con humildad a que los "últimos" sean los "primeros" en sentarse en el banquete de la verdad para predicarnos el Cristo que nosotros no nos hemos atrevido a proclamar. Y con más fe que nosotros.

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MI DIOS ES POBRE

Sí, es pobre mi Dios: "Aprended de mí que soy un pobre" (Mt 11, 29). Mi Dios-Cristo fue un humilde. Trabajó con sus manos. Al final de su vida no tuvo ni casa: "Los zorros tienen madrigueras, y los pájaros del cielo tienen nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,20). Por eso mi Dios es libre. No amó lo que a nosotros nos encadena: el poder, el honor, la riqueza.

La riqueza es como la grasa: mancha. La pobreza es como el jabón: limpia. Agua clara, de manantial; agua pobre y limpia es mi Dios. En sus ojos está la luz, toda la luz. Es el sol la riqueza de los pobres. Es el día la riqueza del que vive de su trabajo. La noche es sólo para los ricos. Mi Dios es la luz, el sol, el día porque es pobre. Es difícil mi Dios pobre, mi Dios limpio, mi Dios sin oro, mi Dios libre para el hombre con sed de todo lo que encadena, con predilección para lo que brilla, para lo complicado; para el hombre insensible ante un hilo de hierba fresca. Por eso muchos hombres sienten la tentación de presentar a Dios y a su madre también ricos; de cargar de oro sus templos, y sus imágenes; de vestir de seda a sus ministros; de ceder el primer puesto y quitarse el sombrero y arrodillarse si fuera necesario ante quien posee un mayor trozo de poder y una cuenta corriente más abultada.

Amó a su Padre.

Pero mi Dios no cambia, mi Dios es pobre y amigo de los pobres. Mi Dios es de los libres, de los que saben amarlo todo sin que se les quede nada entre las manos.

Pobre, como es, mi Dios ama lo pequeño, lo sencillo, lo olvidado, lo humilde, lo limpio, lo g e nuino.

Mi Dios es de los que saben descubrir en la pobreza la única riqueza posible en él: la luz que ama.

Amó lo que a nosotros nos haría libres: el bien, la justicia, la misericordia, la naturaleza.

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LA IGLESIA QUE AMO

la que no se casa ni hipoteca con ningún programa ni político, ni social, ni religioso porque sabe que su misión es fecundar y denunciar el sí o el no de cada programa humano; la que al descubrir la mezquindad de la fe de los hombres a la hora en que la barca parece zozobrar, no empuña el látigo sino que se limita a decir, como Cristo, con inmensa comprensión y certeza: "¡Pero por qué teméis!";

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de una larga conversación acerca de la Iglesia con un grupo de no-creyentes me pidieron que les hiciera un retrato de la Iglesia que yo amo. Y que lo hiciera con un lenguaje que ellos pudieran soportar y, sobre todo, que lo hiciera con sinceridad. ESPUÉS

Un retrato completo es imposible porque la Iglesia tiene mil facetas y puede significar mil cosas. Me limitaré a trazar algunos brochazos generales que puedan servirles para tener una primera idea. La Iglesia que yo amo es así: la que en vez de decir: "Debéis obedecerme", dice más bien: "Debemos obedecer todos al creador"; la que está convencida y lo demuestra que el puerto es Cristo y que ella es sólo el faro que señala: el puerto está allí; la que cree que el Espíritu está más realmente presente en un solo hombre que ama que en todas sus organizaciones y estructuras; 128

la que prefiere ser sembradora de esperanzas que espigadora de miedos; la que, ante el hereje, prefiere cantar gozosa su fe eterna e inquebrantable que amordazar su libertad; la que admite con sencillez que de Dios es menos lo que sabemos que lo que ignoramos; la que prefiere tener siempre sus puertas abiertas, aunque pueda colársele algún intruso, por miedo a que pase de largo un solo mensajero del Espíritu que venga a enriquecerla; la que puede permitirse el lujo de ir delante siempre, de afrontar cualquier riesgo porque cree en una promesa divina y definitiva y porque sabe que puede desviarse pero no perder el camino que es Cristo; la que es consciente de que cuando peca o se equivoca no es Cristo quien se tambalea; la que me dice honradamente, sin soberbia, "somos un pueblo en camino, hacia una meta común y necesitamos ir cogidos todos de la mano, beber en la misma fuente y tantear los mismos peligros". 129

la que cuando me equivoco me ayuda a enderezar el camino en vez de empujarme a abandonarlo definitivamente; la que demuestra al mundo que se puede conciliar el máximo de libertad humana con la obediencia al creador; la que sabe darme gratis lo que ha recibido gratis; la que demuestra que se puede ser feliz ya en la tierra sin dinero y sin poder; la que tiene tal instinto para el amor que sabe descubrirlo incluso donde nadie lo advierte; la que no me impone cargas que ni ella misma es capaz de soportar y que acaban pesando sobre las espaldas de los pobres; la que me ofrece, generosa, toda su riqueza espiritual pero sin imponérmela bajo sanciones; la que me asegura que seré más cristiano cuanto más busque, más pruebe, más profundice, más descubra aunque pueda equivocarme; la que escucha con más seriedad y con mayor esperanza la voz de los pobres y de los débiles que la de los ricos y poderosos porque sabe que stíñ más libres, menos comprometidos, más abiertos al Dios que llama siempre; la que tiene más vocación de defensora de cualquier derecho humano que de protectora de privilegios propios o ajenos; la que salva bendiciendo, perdonando y excusando más que vigilando y castigando; la que cree en Cristo más que en los bancos y en la diplomacia; 130

la que acaba venciendo no con el poder sino con la fuerza misteriosa y santa de su debilidad; la que ofrece el mismo margen de libertad y de confianza a los que creen en ella que a sus adversarios; la que escucha con la misma atención las críticas de los de dentro que las de los de fuera; la que duda de su fidelidad a Cristo cuando pasa mucho tiempo sin que sea perseguida por los que están oprimiendo al pueblo y a su libertad; la que no se conforma con no ser rica sino que ama ser pobre y lo es; la que tiene ministros escogidos por la comunidad cristiana y no por los grupos de presión sean los que sean; la que prefiere en sus ministros la sinceridad que escuece pero despierta que el incienso que halaga pero emborracha; la que admira en sus hijos las heridas adquiridas en la lucha por la defensa de los débiles más que la incolumidad moral, intelectual y religiosa de quienes viven en el dulce equilibrio del "carrierismo"; la que ante cada nuevo problema que me presenta la vida sabe darme no "su" respuesta sino la de Cristo. Y en caso de ignorarla me llama a colaborar con ella en una búsqueda común; la que admite con humildad que sólo una pequeñísima parte de la revelación ha sido definitivamente interpretada; 131

la que acepta con gozo el que Dios siembre también en otros campos que no son los suyos y a veces hasta con mayor abundancia; la que es consciente de que puede equivocarse en la búsqueda y pecar en la lucha pero nunca dudar de su esperanza que es Cristo; la que no me ofrece un Dios congelado y definitivo sino un Dios vivo, que está presente, que sigue hablando y que podemos descubrirlo distinto cada momento porque es un Dios que no se agota; la que tiene capacidad para injertarse en cualquier cultura, en c u a l q u i e r lengua, en cualquier arte, en cualquier técnica, en cualquier historia humana; la que tiene capacidad de ser actual siempre; la que teme mucho más pecar de autoritarismo que de espíritu evangélico; la que teme más a los que no se mueven por no pecar que a los que han pecado por caminar; la que me habla más de Dios que del diablo, del cielo que del infierno, de la belleza que del pecado, de la libertad que de la obediencia, de la esperanza que de la autoridad, del amor que de la inmoralidad, de Cristo que de ella misma, del mundo que de los ángeles, del hambre de los pobres que de la colaboración con los ricos, del bien que del mal, de lo que me está permitido que de lo que me está prohibido, de lo que aún está abierto a la búsqueda que de lo ya conquistado, del hoy que .. del ayer; 132

la que no sólo no teme a los que abren caminos nuevos sino que los empuja y protege; la que prefiere defender a los santos en vida que en muerte; la que no hace ascos de nada nuevo antes de haberlo probado; la que huye al monte cuando intentan coronarla reina y ofrece voluntaria las manos para ser crucificada porque está cierta de que después de la muerte por la justicia está la vida y después del triunfo por el poder está la derrota; la que sabe ser maestra y discípula al mismo tiempo; la que es consciente de poder repartir a Dios y de necesitar constantemente de todos; la que es centro de todas las experiencias que puedan hacer al hombre más hombre; la que va siempre delante del rebaño, como los pastores del oriente, dispuesta a recibir ella la primera embestida del ladrón, sin esperar en retaguardia a que se sacrifiquen los demás para aprovechar sus experiencias después de haber condenado su temeridad; la que prefiere decir que "Cristo es la Iglesia" y no que "la Iglesia es Cristo"; la que admite que la medida del hombre es Cristo, pero que el hombre es la medida de todo lo creado; la que para ser cristiano no me exige renunciar a ser yo sino que me ayuda a descubrir mejor las maravillas que Dios ha sembrado en mí; 133

la que me asegura que la pascua ha estallado ya; que hemos empezado a resucitar; que estamos preparando la tierra definitiva de mañana; que nuestro Dios sigue vivo y está aquí y es inefable y es nuestro y es distinto de todo y es como nosotros y ama y ríe y llora y es celoso y tiene una debilidad innata por los caídos, los humillados, los sin-nombre, los sinpatria, los encadenados, los hambrientos, los últimos, los "nadie"; la que se preocupa más de ser auténtica que de ser numerosa; de ser sencilla y abierta a la luz que de ser poderosa; de ser ecuménica que de ser dogmática; de ser santa que de ser popular; de ser de todos que de ser monolítica; la que me ofrece el mayor margen de libertad en las decisiones de mi conciencia; la que sabe intuir y apreciar mejor que nadie el trabajo que el Espíritu realiza en lo íntimo de mi ser;

un "id", un "buscad", un "echad de nuevo las redes" en vez de un "no", un "espera", un "vuélvete", un "renuncia", un "basta"; la que sabe ser dulce con toda debilidad y fuerte contra toda hipocresía, incapaz siempre de regalar las margaritas a los cerdos; la que tiene el fogón siempre encendido para todos los fríos y todas las soledades; el pan caliente preparado para todas las hambres y la puerta abierta, la luz encendida y la cama hecha para cuantos van de camino, cansados, en busca de una verdad y de un amor que aún no han encontrado. A otros podrá gustarles la Iglesia con otra cara. Yo a la Iglesia la amo así porque es de este modo como mejor me asegura en ella la presencia viva de Cristo, el Cristo amigo de la vida, el que vino no a juzgar sino a salvar cuanto estaba perdido.

la que es luz para mi conciencia sin ser su sustitutivo; la que no tiene otra moral que la supremacía del amor en todo; la que me ofrece un Dios tan semejante a mí que puedo jugar con él, y tan distinto que puedo encontrar en él lo que ni puedo soñar; la que es más madre que reina, más abogado que juez, más maestra que policía; aquella cuyo mensaje, esencia, palabra, vida, misión es un "sí", u n jiat, un "levántate y anda", 134

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EL LADO DÉBIL DE DIOS

El es la fuente siempre viva y nueva que reparte un agua que nunca es vieja. Puede cambiar la arquitectura de la fuente; pueden cambiar las personas y los cántaros que vienen a recoger el agua, pero el manantial es siempre una corriente de vida que se hace indispensable al hombre de cada generación. Por eso él y su mensaje son una realidad y u n programa siempre válidos.

L

A historia tiene una fuerza terrible para relegar al olvido a los mayores personajes y las obras mejores que en u n momento del tiempo brillaron como estrellas entre los hombres. Un amigo mío decía en un diálogo con intelectuales marxistas que Cristo es el único personaje del mundo a quien la historia no ha sido todavía capaz de "digerir". Todo hombre que pasa por la tierra con u n mensaje nuevo y con una carga de personalidad deja indudablemente su huella, su tributo, a la gran marcha de la historia. Pero terminan siendo arrollados por la corriente. Su obra habrá contribuido al progreso pero la persona muere, desaparece. Sólo Cristo es un ser siempre vivo y actual, incapaz de pasar a la lista de los muertos. Por eso es el resucitado, el presente. Pasan incluso las formas de cristianismo pero él no deja de ser rabiosamente u n hoy continuo. 136

Pasan los libros; se olvidan los mejores premios de literatura, se entumecen las ideas más geniales. Hay sólo un libro que cada mañana es nuevo como el sol, fresco como una planta, actual como un periódico: la Biblia. Es un fenómeno que me llamó tremendamente la atención ya desde mis años de estudiante. Caía en mis manos un libro que me entusiasmaba y lo leía con pasión. A veces pensaba: "he encontrado mi libro". Lo conservaba como un tesoro: prometía releerlo. Pero mi sorpresa era enorme cuando pasado el tiempo aquel libro ya no me decía nada nuevo. Hasta me resultaba extraño que hubiera podido entusiasmarme un día. Era algo así como cuando se vuelve después de largos años de ausencia y de haber recorrido una buena parte del mundo, al pueblo de tu infancia. Todo te parece que ha encogido. ¿Dónde están aquellas calles que nos parecían enormes? ¿Aquellos prados que no terminábamos de reco137

rrerlos nunca? ¿Aquel inmenso castillo sobre el monte? Ahora todo nos parece una miniatura, pobre, insignificante. Hay sólo un libro que nos reserva sorpresas cada día y que cada vez que cae en nuestras manos resulta más impresionante; un libro que no sólo nos parece superado sino que conforme pasan los años lo descubrimos más nuevo, más increíblemente actual, más sin confines. Y no sólo es la actualidad de la Biblia lo que nos admira sino la fuerza que llevan dentro sus palabras. Fue ésta una experiencia que toqué con las manos desde los primeros meses de mi apostolado: ninguna frase, ni la más original, ni la más genial, ni la más cargada de realismo creaba u n silencio tan profundo en quienes me escuchaban como las frases más sencillas de la Escritura. Más tarde comprendí mejor que no se trataba de una palabra que revelaba el recuerdo de Dios sino que era Dios mismo escondido en su palabra. Por eso, frente a una palabra de la Biblia, toda otra palabra del hombre resulta vacía y pobre. Puede gustar y hasta admirar, pero no llega a tocar las fibras más secretas de nuestro ser. La muchacha enamorada que lee una poesía de amor puede disfrutar y sentirse acariciada por sus versos. Pero la sensación será muy diversa cuando escucha a través del hilo del teléfono a la persona querida que le dice las cosas 138

más sencillas. En el libro se trata de una palabra bonita sin la persona, en el teléfono es la persona misma, invisible pero presente, real, quien entra en contacto con su corazón a través del ropaje de una palabra "para ella". Una joven me decía un día: "Tengo un libro con las mil mejores poesías de amor que se han escrito en el mundo pero debo confesar que ninguna me gusta tanto ni me produce tanta impresión y alegría como el Cantar de los cantares de la Biblia. Allí siento latir a una persona viva". Un teólogo ha escrito que la mayor estrategia del espíritu del mal durante la Keforma protestante no fue tanto el conseguir la división de la Iglesia cuanto el miedo que desde entonces la Iglesia católica tomó a la Biblia. Sólo ahora, después de siglos y gracias sobre todo al concilio, la palabra de Dios vuelve a ocupar en la Iglesia su puesto de honor y de primacía. En efecto, el concilio ha colocado de nuevo a la Escritura —como en los mejores tiempos apostólicos y patrísticos— en el centro de la teología, de la espiritualidad, de la liturgia, de la Iglesia misma. Y toda la Escritura: el antiguo y el nuevo testamento porque todo es palabra del mismo Dios. Más aún, estoy convencido de que cada vez necesitaremos adentrarnos más en el antiguo testamento para poder descubrir mejor el verdadero rostro de Cristo. Y esto no debe sorprender 139

a nadie. Fue en realidad Dios mismo quien inspiró y reveló la imagen futura de Cristo. Por eso las pinceladas maestras de la persona y de la misión del mesías están ya descubiertas por el Espíritu Santo siglos antes de su venida en las páginas de la Biblia. Es lo que intenta demostrar precisamente el evangelista Mateo. Cristo apareció en la tierra siglos después. El nos habló, se manifestó y hemos dicho que lo que "era oscuro se hizo luz". Pero ¿quién puede afirmar después de veinte siglos que conoce definitivamente a Cristo? ¿Quién ha osado presentar su retrato completo? ¿Quién ha escrito su biografía definitiva? Guardini escribió que si es posible hacer la biografía de un santo, nunca será posible hacer la de Cristo, porque Cristo rompe todas las lógicas, porque se pueden seguir sus huellas hasta un momento determinado pero después se pierden. Cristo es siempre desconcertante. Nadie pod r á presentar a Cristo, por ejemplo, como a un asceta y sin embargo ningún santo fue más libre que Cristo frente a cualquier criatura: "No sólo de pan vive el hombre". Casi podríamos decir que existen tantos retratos de Cristo como personas le han amado en la tierra. Los mismos evangelios que son inspirados y que nos "comunican la verdad sincera acerca de 140

Jesús" (Constitución Dei Verbum, 19), en el fondo son una visión parcial de la persona y de la obra de Cristo: Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras o explicándolas atendiendo a la condición de la Iglesia (Constitución Dei Verbum, 19). El mismo autor del cuarto evangelio, que lo escribió teniendo ante la vista los otros tres, termina diciendo: Pero hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, que, si se escribiesen una a una, creo que no cabrían en este mundo los libros que se tendrían que escribir (Jn 21, 25). Nadie puede, pues, pretender, saber todo, ni siquiera de la vida de Cristo; mucho menos de su infinita personalidad divina y humana. Por eso, estando así las cosas, yo me pregunto si no sería posible que a través del antiguo testamento podamos aún conocer o por lo menos profundizar más de un rasgo del corazón del Cristo histórico y del Cristo de nuestra fe hasta ahora no completamente iluminados. Hemos dicho quizás con demasiada ligereza que el antiguo testamento está ya superado y consumado en el nuevo, cuando aún podría darnos mucha luz para seguir trazando los rasgos infinitos de Cristo. 141

Ahora que se empieza a leer un poco más la Biblia muchos cristianos se encuentran con admirables sorpresas, con páginas que nunca soñaron leerlas en los libros del antiguo testamento y que parecen arrancadas al autor religioso más moderno. Tengo a este respecto una experiencia pastoral interesante. Hablaba hace poco a u n grupo de jóvenes universitarios más bien difíciles; fuertemente anticlericales y muy hijos de nuestro tiempo; con inquietud religiosa pero con fuertes interrogantes acerca de nuestro modo clásico de presentar la espiritualidad; jóvenes que buscaban a Dios pero que en la práctica renegaban del concepto de Dios recibido en su formación religiosa. Conocían bien el nuevo testamento pero la figura de Cristo —vista sobre todo a la luz de sus estudios oficiales— no acababa de entusiasmarles. Me pidieron que les diese con sinceridad algunos rasgos del Cristo en el que yo creía. Mis palabras fueron éstas: "Para mí Cristo es el Dios que, p o r ser el que lo puede todo, es siempre un débil en el perdón. Un Dios a quien su misericordia anula en la práctica su poder. Un Dios que no sólo perdona sino que excusa para que los hombres puedan volver a él después de su pecado sin sentirse demasiado humillados. Un Dios que ama todas las cosas; un Dios a quien no repugna nada de lo que ha creado; un Dios que mantiene en el ser todas las cosas porque las está amando. Por eso podemos besar la creación, 242

porque flota en ella el amor de Dios. Si Dios dejara de amar algo o alguien caerían irremediablemente en la nada. Por eso mientras existen, están impregnadas del amor del creador. Un Dios a quien el perdón le es más fácil que el castigo porque las cosas son suyas; porque es creador de la vida; porque él ama todo como jamás nosotros seremos capaces de amarlo. Por eso sólo puedo concebir a Cristo como el Dios amigo de la vida, como el que vive ya presente, por la fuerza del amor con que abraza las cosas que él ha creado y resucitado en la entraña de cada átomo, en el pétalo de cada rosa, en la mirada y en la piel de cada ser humano que ya no es sólo humano porque el corazón de Dios late con sus mismas fibras y ama con su mismo amor". Sin dejarme terminar, u n joven se levantó y me dijo: "Un Dios así lo aceptaría ahora mismo, pero ¿quién me asegura que es el verdadero Dios y no el Dios que usted se fabrica?" Su sorpresa fue cuando abriendo yo la Biblia le dije: "Puedes estar tranquilo porque este Dios lo ha revelado así el Espíritu Santo. Es una página de la Escritura en el libro de la Sabiduría, que dice textualmente: Te compadeces de todos porque todo lo p u e des y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que h i ciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo h u bieras creado. 143

Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido?

MI DIOS ES FRÁGIL

¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida, pues tu espíritu imperecedero está en todas las cosas (Sab 11, 23 12, 1). A la reunión siguiente vinieron todos con una Biblia en la mano. La habían hecho "su libro".

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Mi Dios no es un Dios duro, impenetrable, insensible, estoico, impasible. Mi Dios es frágil. Es de mi raza. Y yo de la suya. El es hombre y yo casi Dios. Para que yo pudiera saborear la divinidad él amó mi barro. A mi Dios le hizo frágil el amor. Mi Dios conoció la alegría humana, la amistad, el gozo de la tierra y de sus cosas. Mi Dios tuvo hambre y sueño y se cansó. Mi Dios fue sensible. Mi Dios se irritó, fue pasional. Y fue dulce como un niño. Mi Dios tembló ante la muerte. Mi Dios se alimentó a los pechos de una madre y sintió y bebió toda la ternura femenina. No amó nunca el dolor, no fue nunca amigo de la enfermedad. 145

Por eso curó a los enfermos. Mi Dios sufrió el destierro. Fue perseguido y aclamado. Amó todo lo humano mi Dios: las cosas y los hombres; el pan y la mujer; a los buenos y a los pecadores. Mi Dios fue un hombre de su tiempo. Vistió como todos, habló el dialecto de su tierra, trabajó con sus manos, gritó como los profetas. Mi Dios fue débil con los débiles y severo con los soberbios. Murió joven por ser sincero. Lo mataron porque le traicionaba la verdad en sus ojos. Pero mi Dios murió sin odiar. Murió excusando que es más que perdonando. Mi Dios es frágil. Mi Dios rompió la vieja moral del "diente por diente", de la venganza mezquina para inaugurar la frontera de Tin amor y de una violencia totalmente nuevos. Mi Dios, tirado en el surco, aplastado contra la tierra, traicionado, abandonado, incomprendido, siguió amando. Por eso mi Dios venció a la muerte. Y brotó con un fruto nuevo entre sus manos: la resurrección. Por eso estamos resucitando todos: los hombres y las cosas. 146

Es difícil para tantos mi Dios frágil, mi Dios que llora, mi Dios que no se defiende. Es difícil mi Dios abandonado de Dios. Mi Dios que debe morir para triunfar. Mi Dios que hace de un ladrón y criminal el primer santo canonizado de su Iglesia. Mi Dios joven que muere acusado de agitador político. Mi Dios sacerdote y profeta que sube a la muerte como la primera vergüenza de todas las inquisiciones religiosas de la historia. Es difícil mi Dios frágil, amigo de la vida, mi Dios que sufrió el mordisco de todas las tentaciones, mi Dios que sudó sangre antes de aceptar la voluntad de su Padre. Es difícil este Dios, este mi Dios frágil para quienes creen que sólo se triunfa venciendo, para quienes creen que sólo se defiende matando, para quienes salvación es sinónimo de esfuerzo y no de regalo, para quienes lo humano es pecado, para quienes santo es igual a estoico y Cristo igual a ángel. Es difícil mi Dios frágil para quienes siguen soñando con un Dios que no se parezca a los hombres.

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COMO SEREMOS JUZGADOS

de salvación, de bendición y de maldición, de llamada y de repulsa: de eternidad. Cristo —¡él personalmente!— descubre uno de los misterios más grandes para el hombre y que ya había sido objeto, durante su vida, de preguntas por parte de los doctores de la ley; descubre el criterio que Dios tiene de selección; descubre la cruda verdad de quien es cristiano y de quien no lo es; quien —a la hora desnuda de la verdad— entrará definitivamente en su reino y quien se quedará a la puerta y para siempre.

U

NA de las páginas del evangelio a la que los eclesiásticos le hemos tenido siempre más miedo es la parábola del juicio final.

Presentimos que en ella hay una enseñanza del maestro dura de roer, desconcertante, inexplicable. Nosotros que arrastramos todavía, después de veinte siglos de cristianismo, no pocos resabios del legalismo judío, seguimos poniendo el acento de la salvación en el rito, en lo legal, en el mandamiento, en la dimensión p u r a m e n t e vertical del amor a Dios y, lógicamente, nos sentimos incómodos con una parábola como la del juicio final. En efecto, se trata de una parábola cuya importancia es indiscutible. Cristo habla del momento supremo del hombre, del momento en que deberá rendir cuentas a su creador. La fórmula de la parábola es solemne. Su lenguaje es categórico. Se habla de condenación y 148

La parábola en apariencia es muy clara y pueden entenderla hasta los niños. Pero quizás por eso, porque es tremendamente clara, porque está inundada de luz, nos ciega los ojos, acostumbrados como estamos a juzgar las cosas de Dios con nuestros criterios complicados, con nuestra lógica calculista. Lo que la parábola tiene de desconcertante no es de la parábola sino del Dios que late en ella; un Dios que no puede medirse con nuestra matemática, un Dios que, con ser lo más cercano a nosotros, es lo más lejano porque es el "distinto", el "diverso", el "otro". ¿Qué dice la parábola? En el límite del tiempo, el hijo del hombre se sentará sobre un trono y juzgará al mundo. Como el pastor separa las ovejas de los cabritos así él separará a los justos de los impíos. Los justos estarán a su derecha, que era el puesto de honor según la tradición rabínica; los injustos a la izquierda. 149

Cristo dirá a los de la derecha: "Venid benditos de mi Padre porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber, estuve preso y me visitasteis en la cárcel, estuve desnudo y me vestisteis". Y dirán éstos sorprendidos: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos?" Y entonces el rey les dirá: "Cada vez que lo hacíais a mis hermanos lo hacíais a mí". Del mismo modo dirá a los otros: "Id, malditos, al fuego eterno porque cuando tuve hambre no me disteis de comer, cuando tuve sed no me disteis de beber, cuando estuve preso no me visitasteis". Y ellos le preguntarán: "¿Cuándo te vimos con hambre y no te dimos de comer?" Y el rey responderá: "Cuando dejasteis de hacer eso a uno de mis hermanos es como si no lo hubierais hecho a mí". Alguien ha llamado a esta parábola la parábola de los ateos porque da a entender que en ese día, todos, los cristianos y los no-cristianos, descubrirán que no habían conocido verdaderamente a Cristo ya que todos se hacen, asombrados, la misma pregunta: "Señor, ¿cuándo te vimos...?" Me decía una vez un seglar impresionantemente evangélico: "En esta parábola se cumple para nosotros lo que una vez Cristo dijo a los apóstoles: "Hablo en parábolas para que oyendo no entiendan". Y añadió: "Después de tantos siglos de cristianismo nos sigue sorprendiendo de tal manera esta página del evangelio y segui150

mos de tal forma sin entenderla, que hemos preferido minimizarla o echar sobre ella un púdico velo". Y es que, francamente, Cristo rompe aquí todas nuestras categorías prefabricadas; todo nuestro montaje religioso formalista y estructural. Más de una vez he pensado que si esta parábola no existiera en el evangelio y hubiéramos tenido que crearla nosotros, la parábola hubiese sido radicalmente distinta. Al menos hasta ayer; y el "ayer" es la revolución que el Espíritu ha desencadenado en la Iglesia después de Juan X X I I I ; una revolución de luz y de coraje para leer el evangelio en una clave nueva, más objetiva, más limpia, más comprometida, con una fe más fe. Nosotros, ante el tribunal supremo de Dios que juzga al mundo, hubiésemos puesto en manos de Cristo dos criterios, dos metros diversos para juzgar a los creyentes y a los ateos; a los cristianos y a los que no lo fueron. Sin caer quizás en el extremo del judaismo que admitía que Israel sería juzgada con misericordia mientras los paganos se condenaban todos o que sólo los justos resucitarían con su cuerpo, sí hubiésemos aceptado fácilmente un metro más abundante en misericordia con aquellos que murieran con la fe que con los otros. Y sin embargo en la parábola dos cosas son m u y claras: 151

"Se reunirán todos los pueblos en torno a Cristo". Dios pedirá cuentas a todos porque todos le pertenecen, porque él ha, estado presente en la historia de todos.

Un criterio tan desconcertante para los mismos cristianos y discípulos que se asombrarán y aparecerán también ellos como "ateos": ¿cuándo te hemos dado a ti de comer?

Ni se puede objetar, como se hizo antaño, que el juicio se refiere sólo a los creyentes porque en aquel momento ya todos se habrán convertido. El famoso biblista Schmid escribía ya hace más de diez años:

Ellos eran conscientes de haber rezado, de haber predicado el evangelio, de haberle hecho presente entre los hombres por medio de la eucaristía, de haberle confesado en público, de haberle visitado en el sagrario, de haber pasado hambre por amor suyo, de haber sufrido corporalmente para unirse a su pasión y muerte. Pero eso de sentirse llamar "benditos" por algo que ellos hicieron a Cristo sin saber que se lo hacían: por haberle dado de comer "a él", por haberle visitado en la cárcel "a él", eso no lo entienden: ¿a ti?, ¿cuándo?

No es posible limitar el juicio a sólo los cristianos, o admitir como presupuesto que el día del juicio todos los pueblos, o sea la humanidad entera, se habrán convertido a la fe del evangelio. Lo que aquí acontece se refiere más bien a todos los hombres, paganos, judíos y cristianos. El juicio se desarrollará bajo u n solo criterio universal válido para todos. La ley por la que serán juzgados cristianos y no-cristianos se reduce al mínimo: el bien hecho no para atraerse la bendición de Dios, o por la esperanza de una recompensa usando al prójimo como un instrumento de benevolencia divina, sino el bien hecho al hombre por el hombre: el amor por el amor mismo. Un criterio que servirá en aquel momento para creyentes y ateos porque la ley del amor a los hermanos, el impulso hacia el bien, la llamada a la fraternidad la lleva escrita cada hombre en el misterio de sus fibras más íntimas antes de toda revelación externa. 152

Y sin embargo es evidente que es un criterio universal que sirve también para los que no han encontrado a Dios en su camino. Ellos evidentemente no podrían ser juzgados por el número de comuniones, por las horas de oración, por los actos de fe, por su apostolado religioso. Ellos no conocieron a Cristo. Pero el prójimo, el hermano sí les era algo real, cercano, imprescindible. El ateo puede recorrer las calles del mundo sin encontrar a Dios, pero no puede dejar de cruzarse con su prójimo y con su prójimo más pobre, menos libre, más oprimido, más solo. Pero precisamente lo que nos desconcierta a nosotros, cristianos, es el que este criterio de amor al prójimo sea el mismo con que seremos U3

juzgados nosotros que hemos comido con Cristo y le hemos escuchado en nuestras plazas (Le 13, 26).

Pero en todas ellas existe u n mismo denominador común: se trata de una página del evangelio desconcertante, misteriosa.

De haber creado nosotros la parábola, ciertamente que, sin excluir la caridad hacia el prójimo, hubiésemos dado la primacía en el juicio a otros criterios como la conversión y la fe en el evangelio (Me 1, 5); la profesión de fe en Cristo (Me 8, 38); los mandamientos del decálogo (Me 10, 19); el amor de Dios (Le 10, 27); la pureza del corazón (Mt 5, 8); la humildad, la renuncia a los afectos y a los bienes terrenos (Me 10, 15); el dolor (Mt 10, 38); la fidelidad a los sacramentos, etc.

Es ciertamente grave e inconcebible para nosotros el que Cristo silencie todos los criterios que nosotros pondríamos en primer plano.

Cristo nos desconcierta: no sólo no da la primacía a estos criterios sino que ni los nombra. Desde que, hace doce años, me enfrenté seriamente con el estudio de la palabra de Dios, no he dejado ocasión de plantear la paradoja de esta página del evangelio de Mateo a los mejores biblistas y teólogos y obispos que me he tropezado en mi camino. Siempre me quemaba la misma pregunta: ¿por qué Cristo habla solamente del amor al prójimo y de un amor al prójimo que ni siquiera está en relación directa con Dios puesto que se pone de relieve que los justos se maravillan de que Cristo considere hecho a él lo que hicieron sólo a los hombres: cuándo te dimos a ti de comer? Cientos de respuestas de especialistas tengo reunidas en mis notas. 154

Aunque Cristo no haya querido excluir los demás criterios, es indudable que intenta dar el primado absoluto, a la hora del juicio, a la caridad con el prójimo. El que ha amado a los hombres desinteresadamente, honradamente, es u n "justo" para nuestro Dios. Pero el que no haya amado al prójimo, aunque haya rezado mucho o haya tenido una gran fe capaz de hacer milagros, es un "impío" para Dios. En nuestra lógica, que no es ciertamente divina, razonaríamos así: Cristo habla sólo del amor al prójimo porque presupone todo lo demás ya que, en realidad, es imposible amar de verdad, desinteresadamente, al prójimo, sin una fe grande en Dios, sin una vida de piedad intensa, sin la mortificación de los sentidos, sin la frecuencia de los sacramentos. Por tanto el que ha amado a los demás indica que ha sido fiel a todo lo otro. Según Cristo, en la parábola, no es así. Cristo da a entender más bien dos cosas: que puede darse fe en Dios sin amor al prójimo; que puede haber verdadero amor al hombre sin fe en Dios. 155

Lo primero no puede ser más claro. Baste recordar a Mateo (7, 22); es el mismo Cristo quien afirma que en el momento del juicio más de uno sacará su carnet de creyente y que no le servirá de nada si no lleva las manos llenas de amor a los hombres: "Muchos me preguntarán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y no hemos echado demonios en tu nombre, y en tu nombre no hemos hecho muchos milagros? Yo entonces les diré: nunca os he conocido: apartaos de mí, los que realizáis la injusticia". E inmediatamente antes les había hablado de la parábola del árbol que da buenos frutos. Lo que cuenta para Cristo es la bondad del corazón: el fruto maduro y bueno. Poco importa dónde y cómo ha madurado, bajo qué sol, si en oriente o en occidente, si a las orillas fértiles de la fe o en la estepa quemada del ateísmo. Por el contrario si el fruto es malo o no existe, de nada valdrá decir que el árbol había sido regado con las aguas del bautismo, con la sangre del sacrificio o alimentado con el sol ardiente de la fe. No sirve, es malo.

Cristo; ésta será precisamente su sorpresa, cuando él les diga: "Venid, benditos de mi Padre porque me disteis de comer cuando tuve hambre". ¡Pero si ni le habían conocido! ¿Cuándo te dimos de comer? Más aún, según san Lucas (13, 25-31), mientras muchos de estos que sin conocer a Cristo se salvarán por haber amado al hombre, muchos otros, que habían conocido de cerca a Cristo, se condenarán porque su amor al hombre estaba agusanado: "Entonces empezaréis a decir: comimos y bebimos contigo y enseñaste en nuestras plazas. El os responderá: os repito que no sé de dónde sois. Alejaos de mí, todos los que cometéis injusticias... y saldrán de oriente y de occidente y del norte y del sur, y se sentarán en el banquete del reino de Dios. Y veréis que hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos".

San Pablo diría más tarde: "De nada serviría dar el cuerpo a las llamas o distribuir todos los bienes a los pobres si no amo".

Queda, pues, claro que en la dinámica evangélica lo que salva es la proyección en el amor hacia el hermano y hacia el hermano más pobre, más débil, menos libre; y amado en sí mismo, es decir amado por una exigencia interna del amor que en su esencia más genuina y divina es don, entrega, efusión, fracción del pan.

También lo segundo es claro en la parábola, quizás lo más claro de todo: que puede existir verdadero amor al hombre sin fe en Cristo. Según la página de san Mateo muchos se sentarán a la derecha del Señor por el solo hecho de haber amado a sus hermanos aun desconociendo a

Tan esencial es este amor, este modo de amar, de abrazar y de aceptar a mi hermano más pequeño y más oprimido, que el amor es una participación clara de la entraña misma de Dios, un valor absoluto en sí mismo. Por eso Cristo puede recogerlo sin más como un fruto maduro

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para su reino, por eso puede ser bendecido por el amor, por eso Dios mismo puede reconocerse en quien lo posee. Por eso basta por sí mismo, incluso sin referencia explícita de Dios.

San Juan, el apóstol, había entendido bien a Cristo cuando escribió aquella frase lapidaria: "En esto conocemos que pasamos de la m u e r t e a la vida, en que amamos a los hermanos".

Todo lo que es amor es ya de Dios. Todo el que se ha convertido en amor para los demás se ha hecho como Dios: vive en Dios.

Es el único criterio que Cristo empleará para ver si en nuestros ojos está la luz que salva o la tiniebla que mata.

Todo lo demás, a lo que nosotros solemos darle la primacía en la salvación, sirve sólo en la medida en que ayuda a la posesión y a la maduración de ese amor al hombre. Todo lo que ayude al hombre a ser más como Dios, como el hijo del hombre, que dio su vida "por los hombres" es bueno. Pero todo eso, sin frutos de amor al hermano, a los hombres que viven a nuestro lado, compartiendo nuestra misma historia, es peso muerto, es hipocresía, es impiedad, es un "desconocido" para Cristo, es condenación: "No os conozco".

San J u a n dice aún más: "El que no ama ya está muerto".

Quien tenga un poco de práctica pastoral será testigo de haber encontrado en su camino personas de una fe de roca, prontas a dar su vida incluso por la defensa de un dogma; pero que al mismo tiempo son terriblemente duros con su prójimo, impermeables a la misericordia, a la comprensión; prontos a la inquisición y a las hogueras y para quienes el hacer el bien al prójimo es sólo un salvaconducto de salvación. Personas que defienden el dogma con los dientes y son sordos al grito de angustia de los pobres que mueren vacíos de pan y hartos de cadenas. 158

Y es importante no olvidar que en la parábola del juicio final Dios no condena "por haber hecho el mal" ni salva "por no haber hecho el mal". Condena por "no haber hecho el bien". No dice: "Vete, porque robaste a tu prójimo o porque no le diste lo que le pertenecía en justicia", sino "porque no me diste lo tuyo cuando lo necesitaba". Y no dice: "Ven, porque no robaste a nadie, porque a todos diste lo que le pertenecía en justicia", sino "porque diste de comer de lo tuyo, porque renunciaste a tu dinero, a tu tiempo, a tu vida, para darlo al hermano que lo necesitaba más que tú". Por eso se trata de una ley no sólo para los ricos hacia los pobres; es universal: todos hacia todos, especialmente cada uno hacia el más necesitado. Cristo ¿nos juzgará sólo individualmente o también colectivamente? Pienso que el examen de conciencia serio a que nos lleva esta parábola desconcertante del 159

evangelio no deberíamos hacerlo sólo personalmente sino también a escala institucional, colectiva. Cristo no sólo podrá decir a u n individuo "no te conozco", sino que podrá decirlo también a una institución religiosa, a una comunidad eclesiástica. En vano diremos: "Señor, acuérdate; hicimos unos votos, nos consagramos al servicio del altar, vivimos sólo para ti", si nos falta colectivamente, como comunidad, la dimensión del amor a nuestro prójimo, el que está ahí, detrás de las tapias de nuestros conventos, quizás con más frío y con más hambre y con menos libertad que nosotros.

¿Por qué? Porque una parte de mi pueblo gemía bajo el peso de las cadenas que le tenían mudo y vosotros le conquistasteis la libertad de expresión y de pensamiento; era vilmente explotado y vosotros le ayudasteis a liberarse; vivía bajo el yugo de la opresión capitalista que le transformaba en máquina, en producto de interés comercial y luchasteis para devolverle la dignidad humana, las igualdades fundamentales haciéndoles conscientes de que el hombre vale no por lo que tiene ni por lo que produce sino por lo que es. Sí, la parábola del juicio sigue siendo hoy de rabiosa actualidad. ¿Tendremos el valor de mirarle a los ojos con la luz nueva que nos trae el Espíritu desde los cuatro costados del mundo?

Una comunidad religiosa o eclesiástica que proclame públicamente su fe en Cristo, su entrega al servicio de Dios y que después viva al margen del grito de los oprimidos, indiferente a los abusos contra la libertad de los hombres, insensible a los que mueren cada día desnutridos, despreocupada de los que nunca sabrán leer, insensible ante los explotados en cualquier campo que sea, se tendrá que esperar, según la parábola de Cristo, sus duras palabras: "Nos os conozco". Mientras que podremos llevarnos la sorpresa de ver que instituciones que quizás nosotros hemos calificado demasiado precipitadamente como masónicas, filantrópicas, políticas, sociales, etc., recibirán la palabra de bendición: "Venid, benditos de mi Padre". 160

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CRISTO NOS HA LLAMADO AMIGOS

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A amistad es uno de los valores que más aprecian los jóvenes de nuestra época. Siempre la amistad fue una de las realidades más concretas en la vida de los hombres. La literatura de todos los tiempos le ha prodigado sus mejores páginas. La amistad es uno de esos valores comunes a todos los hombres de todas las razas y de todos los credos. Hoy, en clima de diálogo, la amistad es como la mesa familiar alrededor de la cual los hombres de ideas diversas pueden buscar caminos de salvación. Pero, como el amor, como todo lo bello, también la amistad se había prostituido hasta el punto de confundirla injustamente con no sé qué pringosos remedos. Y esto sobre todo en ambientes marcadamente religiosos y eclesiásticos. El joven de hoy, seglar, consagrado o eclesiástico, no soporta ya los viejos prejuicios de internado que descubrían malicias misteriosas en todo género de amistad. Más aún, hoy, se exige la capacidad de amistad como una dimensión 162

humana necesaria para el candidato al sacerdocio. Hoy sale mejor a la luz que la amistad es precisamente el amor más puro que existe sobre la tierra. Jóvenes marxistas recriminan a muchos de nuestros cristianos la falta de sensibilidad para crear amistades sinceras, capaces de sobrevivir a las pruebas más duras. Y más de uno de nuestros jóvenes cristianos puede caer en la tentación de creer que este descubrimiento de la amistad humana sea una conquista del simple humanismo ateo. Supondría en el fondo una ignorancia de las mejores páginas de la Biblia. Ya que el concepto de amistad y de amistad humana, caliente, alegre, corre a través de toda la Biblia como el agua que canta entre las piedras del arroyo para terminar en el lago sereno de las más dulces amistades del maestro, el "amigo de los hombres". Y de los hombres concretos: de Lázaro, de María, de Marta: "Lázaro nuestro amigo, está dormido"; de los discípulos: "Ya no os llamo siervos sino amigos". Sólo a Judas le niega el nombre de amigo. Cuando le encuentra en el Huerto de los Olivos le llama "compañero" (hetairos), y no "amigo" (phüos), como a Lázaro, como a los demás discípulos. Usa la misma expresión del rey con el invitado que entró al banquete sin el vestido de boda: "Compañero (hetairos), ¿cómo has entrado aquí sin el vestido nupcial?" La amistad es algo más grande, más profunda, más vital que el compañerismo. Hoy los hombres son con frecuencia compañeros de viaje, de 163

trabajo, de diversión y hasta de apostolado. Pero es un compañerismo que no toca a las raíces del alma: no se abre a la amistad. Es hierba de un día, amor de superficie. Por eso puede terminar con un beso traidor, a lo Judas, o carecer de la más elemental cortesía como el invitado a las bodas del rey. La verdadera amistad supone un pacto de fidelidad, una capacidad de dar sin esperar la respuesta. La amistad está por encima de las ideas. La amistad no se rompe con la adversidad. Si ha nacido no puede ya morir. Hasta su recuerdo es eterno. No conoce la traición. Es siempre fresca como la hierba recién nacida; genuina y caliente como la leche apenas ordeñada; dulce como la miel aún entre la cera virgen. La amistad virginiza. La amistad fue el primer regalo que el creador ofreció al hombre. La amistad será siempre la primera palabra de esa poesía que Dios seguirá escribiendo cada mañana a la humanidad hasta que estallen los nuevos cielos y la nueva tierra. La amistad es abierta como el mar: no está condicionada ni al sexo, ni a la edad, ni a la belleza; y se madura con el tiempo, como el vino. Nace a la vez del espíritu y de la carne. Por eso tiene sabor a Cristo. Por eso es fácil encontrar las mejores esencias del amor entre los pliegues de la amistad sincera. 164

Uno de los ejemplos más claros y más conmovedores de amistad humana que nos ha transmitido la Biblia es la del joven Jonatán, hijo de Saúl, con el joven David. ¿Cómo nació esta amistad? Como nace el amor: como una descarga misteriosa que atraviesa tu ser; como un regalo de los dioses en tu ventana o como un parto de tus entrañas. La Biblia lo describe gráficamente: "Cuando hubo acabado David de hablar con Saúl el alma de Jonatán se apegó a la de David, y le amó Jonatán como a sí mismo" (1 Sara 18, 1). El alma de Jonatán se estrechó al alma de David como la yedra se abraza al árbol, decía un poeta. Y en este abrazo, Jonatán se encuentra a sí mismo; es el encuentro con el otro que nos descubre y revela de golpe a nosotros mismos; es como amarnos en el otro. Encontrada esta amistad, "el mejor tesoro", teme perderla porque amaba ya a David "como a su propia alma" (18, 3). Y perderla hubiera significado perderse a sí mismo, el retorno a la soledad inicial. Por eso nace el pacto que la selle, la asegure, la perpetúe. Y le entrega lo suyo, lo que le caracteriza y le representa: su manto, su espada, su arco, su cinturón (18, 4). Es como trasladarse a vivir en el otro. Pero nace la prueba. Saúl, padre de Jonatán, determina matar a David y lo comunica a su hijo. Pero el amor de amistad se impone al amor de la sangre. Y Jonatán se pone de parte de David: le comunica el secreto, le promete defenderle. Y lo hace. Con tanto calor, con tanta fuerte

za de convicción que su padre acepta: "Vive Yavé, no morirá" (19, 6). Pero Saúl, olvidada su promesa, vuelve a la carga y prepara la muerte de David. Esta vez, sin embargo, no dice nada a su hijo. Sabe que Jonatán ama a David y sabe que este amor de amistad es más fuerte que el de la carne y la sangre. Y no se fía de su hijo. Así se lo explica David a Jonatán: "Sabe muy bien tu padre que eres mi amigo y se habrá dicho: que no lo sepa Jonatán" (20, 3). ¿Qué hará Jonatán? Será fiel al amigo: "Di qué quieres que haga, que yo haré cuanto me pidas" (20, 4). La amistad es incondicionada, no conoce el peligro, se hace luminosa. Y Jonatán, con una bien estudiada estratagema, salva a David de la ira de su padre. Este se encoleriza: "Hijo perverso y contumaz. Ya sabía yo que tú preferías al hijo de Isaí (tu amigo)" (20, 30). Y ahora amenaza a ambos. Jonatán sigue fiel a su amigo y le defiende en medio de las amenazas: "¿Por qué debe morir mi amigo? ¿Qué ha hecho?" (20, 32). Saúl responderá con la espada e intentará herirle. Pero Jonatán no cede. El que ama se compromete hasta el final: "Levantóse de la mesa muy enojado y no asistió a la comida por estar muy apenado por David" (20, 34). Corre la historia y un día mueren juntos Saúl y su hijo Jonatán. David llora la muerte de su 166

amigo con los acentos más íntimos: "Angustiado estoy por ti, Jonatán, hermano mío. Eras mi gran amigo y tu amor era para mí dulcísimo, más que el amor de las mujeres" (2 Sam 1, 26). Como han comentado los mejores exegetas, David, con esta expresión coloca el amor de amistad por encima de todos los amores, aun el más dulce y atractivo como es el de hombre y mujer. Que su amor, desligado de la atracción de la carne, llegue a superar en dulzura incluso a los demás amores sólo se explica porque en ese amor de amistad existe una dimensión que toca directamente al espíritu, que lleva pegada a su piel la mejor esencia de lo divino. En el mundo de hoy el hombre tiene el peligro de sentirse más solo que nunca. Al mismo tiempo que va conquistando la ciencia y la máxima libertad en el amor, se va sintiendo cada vez más impotente para darse una respuesta a sí mismo. De ahí que el catecismo holandés, en su esfuerzo pastoral de llegar al hombre de la calle, empiece por el problema del hombre interrogándose acerca de su realidad y de su destino. La soledad que amenaza al hombre moderno es más bien una incapacidad de encuentro con Dios. No es "soledad sonora" de la que habla el místico J u a n de la Cruz; es soledad de desierto, fría, amarga, devoradora. La soledad más cruel, aquélla en la que el hombre se pregunta a sí mismo si el amor es una realidad o u n mito, si Dios es alguien o es una teoría. Es la soledad que cierra el camino a la esperanza. 167

Y frente a esta soledad existencial, motivada en gran parte por los condicionamientos de la vida moderna, pienso que el camino de Dios, el camino de la fe, tiene que pasar forzosamente por los campos de la amistad. Hoy el hombre necesita palpar a su prójimo para no sentirse solo. Y necesita tocarle como "prójimo", como "cercano", como "alguien" en quien pueda apoyarse y a quien pueda ofrecer su porción de duda y de esperanza.

llamaría a su modo pero que, en realidad, era Cristo vuelto a aparecerse en los caminos de los hombres por la fuerza de la amistad.

Estoy convencido de que el hombre moderno encontrará a Dios sobre todo a través del hombre, y del hombre visto como amigo, como un segundo yo en quien pueda afirmarse, apoyarse, encontrarse, descubrirse, realizarse, contemplarse.

Hoy existen soledades atroces dentro del mismo matrimonio, entre padres e hijos, entre hermanos, entre compañeros, entre vecinos. La soledad no la eliminan la simple compañía, ni siquiera el sacramento de la unión. Por eso se empieza a decir que los esposos entre sí, que los padres y los hijos, que los hermanos deben comenzar por ser "amigos". Y esto es más profundo de lo que parece. ¿Amigos dos que deben ser una sola carne? ¿Amigos quienes han nacido de un mismo vientre? Sí, porque la amistad es una categoría distinta. La que más da el sentido de la compañía. Porque al amigo, más que a ningún otro, se le ama por sí mismo, y con el amigo se comunica lo mejor del hombre interior, nuestras profundidades más secretas. ¿No lo vemos en la vida de cada día? Una joven cuenta a su amiga lo que no cuenta a su madre; un hombre cuenta a su amigo lo que nunca dijo a su esposa. La amistad tiene un algo misterioso que empuja a la confianza, al abandono más completo. Es una dimensión del amor sólo descubierta cuando se comparte.

Aquí toman especial realismo las palabras de Cristo: "Donde dos se reúnen en mi nombre, allí estoy yo". Sí, donde dos seres humanos se encuentran mirándose a los ojos sin odiarse, sin temerse, sin humillarse, sin herirse, sin sentirse extraños y con deseo secreto de comunicarse lo mejor de sus vidas, lo más serio de su existencia, allí empieza a nacer una realidad divina. "He venido a poner mis ojos en vuestros ojos", dijo aquella tarde inolvidable Juan x x n i a los presos de la cárcel de Roma. Se miraron y lloraron todos: los presos y él. No hizo falta ya hablar de Dios porque su rostro estaba reflejándose vivo en aquellas lágrimas comunes de amistad recién nacida que daba vida a una presencia misteriosa, caliente, dulce, serena, liberadora que cada uno 168

Un año más tarde uno de los presos presentes declaró ante las cámaras de televisión: "Desde aquel día me siento libre"; la amistad que en sus ojos dejó el papa Juan había hecho el milagro de sentirse libre entre las cadenas. Le había dejado a Cristo, el libertador.

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Cristo liga la amistad a la comunicación de los secretos: "Ya no os llamaré siervos sino amigos"; ¿por qué? Porque es al amigo a quien se le confían los secretos. No dice "hermanos" sino "amigos". Y aun en la unión de esposos ideal, perfecta no puede faltar esta dimensión de la amistad. Más aún, en el Cantar de los cantares que siempre se ha interpretado como el canto por antonomasia de los dos esposos ideales que representan el amor de Cristo y de la Iglesia, en el texto original se llaman "amigos" y no "esposos". O para ser más exactos, sólo una vez se llama esposa a la Sulamita (4, 8-5).

en el reino de la amistad total que no conoce fronteras de edades, ni de sexos, ni de contratos? Sí, pienso que la amistad, ahora, sea ya uno de los reflejos más claros de ese gran abrazo que estrechará a la humanidad entre sí y a Cristo con la humanidad en el misterio profundo y grandioso del Dios del amor.

La teología moderna está realizando después del concilio un esfuerzo para pasar de u n concepto del matrimonio basado sólo en la procreación y en el remedio de la concupiscencia, al concepto de matrimonio como "amor fecundo", como "compañía": "Y se dijo Dios: no es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él" (Gen 2, 18). En esta perspectiva, quizá sea importante revisar esta realidad del Cantar de los cantares donde los esposos son dos "amigos". ¿No habrá querido decirnos el Espíritu que, aun dentro del matrimonio, la dimensión más maravillosa del amor es la de la amistad? Según el evangelio, en la plenitud de la escatología no existirán casados, ya que "todos seremos como ángeles"; ¿no será esto una expresión para decir que todos entraremos definitivamente 170

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MI DIOS ES CELOSO

Por eso no cabe eternizar nuestros amores. Por eso mi Dios no permite amores a puerta cerrada, donde él no está presente. Sólo si él está allí, en medio del amor, creando el amor de quienes se están queriendo, el amor no es idolatría. El hombre puede sentir y tocar el infinito, puede considerar a la persona amada "casi un Dios" sin que ello sea idolatría. Sólo quien convierte en Dios a la persona de su amor, cerrando la puerta al infinito, está arrodillado ante un ídolo.

Mi Dios tiene celos. ¿No lo ha dicho él mismo? "Yo, Yavé, soy un Dios celoso" (Dt 5, 1). Es celoso porque lo da todo. Es un amor que se entrega de tú a tú, sin reservas. El Cantar de los cantares es más que una bella poesía. Es el poema de los amores de mi Dios. Mi Dios es terriblemente celoso. Por eso la idolatría fue y será siempre el gran pecado. Por eso mi Dios abomina los ídolos. Es el único Señor. Es la fidelidad. Es el absoluto. Es el primero y el último. 172

Si el esposo abraza a su esposa y excluye a Dios de su abrazo, es un idólatra. Si abraza a la prostituta y no excluye a Dios, es un adúltero pero no idólatra. Mi Dios que ha sembrado el mundo de los reflejos y participaciones de su amor quiere que los hombres se amen, pero quiere también que a través de ese mismo amor se le adore, se le ame, se le reconozca a él como el origen y la causa de todo amor. Todo es amable en el mundo, pero nada es adorable. Todo amor nace en definitiva de mi Dios, pero sólo Dios es el amor. Mi Dios que se da todo no se conforma con migajas. Mi Dios celoso no se sienta a la mesa con otros ídolos. 173

Mi Dios quiere que el hombre ame todo lo que ha creado y lo que nosotros transformamos. Y miles pueden ser nuestros amores, nuestras ilusiones, nuestras esperanzas, nuestros deseos más secretos. Pero uno solo es el Señor.

Lo que quiere mi Dios es que, al beber el agua, no me arrodille ante el arroyo sino que mande mi gratitud al manantial que llena las venas del arroyo. Mi Dios celoso es un Dios que quiere sentirse en cada instante de mi felicidad aún más terrena y humana,

Con él todo es divino.

el "indispensable"

Sin él todo es pecado.

el "insustituible"

Por eso es difícil mi Dios celoso para quienes, inmaduros en el amor, necesitan compartir su pan con los ídolos; para quienes, raquíticos en sus deseos, son incapaces de amar en la multiplicidad de las cosas el centro único de la vida; para quienes necesitan para sentirse "algo" negar el "todo".

el "exclusivo" el "único" el que está creando, para nosotros, la misma posibilidad de seguir amando.

Pero también es difícil mi Dios celoso para quienes analizan los celos de Dios a la luz estrecha de su ruindad. Porque mi Dios es el Señor, pero el Señor generoso y grande que siembra él mismo el amor en nuestra sangre y nos empuja él mismo a amarlo todo. El jamás nos prohibió amar. El es celoso en el "modo" con que amamos. Mi Dios quiere que el amor a todo esté vitalmente injertado en el amor al todo. El no me prohibe acercar mis labios al arroyo de agua. 174

W

CADA HOMBRE ES UNA CASA DE DIOS

—En ningún lugar. Dios no está, Dios "es". Si acaso, somos nosotros y las cosas quienes estamos en él. Y para el cristiano Dios está realmente en el corazón del hombre. El ingeniero, que era jovencísimo, abandonó su ironía y cambió de expresión: —Es la primera vez que oigo hablar así de Dios. Eso es muy distinto de lo que yo he leído.

U

N ingeniero ruso, comunista, se encontró una tarde de sopetón conmigo, sacerdote católico, en una reunión de amigos. Y la conversación resbaló irremediablemente al terreno religioso. La conversación era delicada y tensa; casi u n juego de esgrima. —Me pregunto muchas veces —disparó el ingeniero aludiendo a mis estudios sacerdotales— cómo es posible estudiar durante doce años algo que no existe. —¿Sería usted capaz de demostrarme científicamente que ese "algo" no existe realmente? —¿Y usted, que existe? —Para estudiar algo en lo que yo creo sinceramente no necesito certezas científicas; me basta mi convicción personal. —Y ¿dónde me coloca usted a ese Dios? Porque eso del lugar donde está Dios es algo que siempre ha despertado mi curiosidad, me dijo con cierta mordaz ironía. 176

Y la esgrima se convirtió en diálogo de amigos. Me dio hasta su tarjeta: "venga a verme". ¿Dónde está Dios? Es una pregunta que me han hecho miles de veces a lo largo de mi ministerio pastoral. Y la pregunta la hacen tanto ateos como creyentes. Los unos porque no acaban de aceptar el escozor de que no exista y los otros porque realmente no acaban de saber dónde está. Mi respuesta, cierto, no puede ser la misma cuando hablo a un ateo que a un creyente. Yo no puedo decirle a un ateo de golpe: "Dios está en la eucaristía", porque significaría prejuzgar toda una problemática revelada que él niega en principio. Puedo empezar diciendole que Dios está presente en esa alegría que hace vibrar su ser cada vez que hace estallar la felicidad en su prójimo con un gesto de bondad desinteresada. Pero lo que siempre me ha turbado y lo que me ha obligado a profundizar este tema, que de una manera u otra inquieta o apasiona a todos, es el que tantos cristianos —y que se dicen maduros— sigan abriendo unos ojos como platos 177

cada vez que sobre este t e m a oyen las cosas más elementales de la teología bíblica. Cada vez que oigo decir: "Me voy al campo para encontrar allí a Dios en el corazón de la naturaleza virgen", no puedo menos de sonreírme porque me parece como si escuchara al sol que dice: "Voy a darme u n paseo por la tierra para ponerme mejor en contacto con la luz". Y cada vez que veo que tantos cristianos para rezar y encontrar a su Dios necesitan salir corriendo a una iglesia, pienso si la venida de Cristo a la tierra no habrá servido para nada y si no seguiremos siendo más israelitas, cuyo Dios estaba sólo en el templo, que adoradores nuevos del Padre que ya no adoran en este monte ni en J e rusalén sino en espíritu y en verdad (Jn 4, 24). Y entonces me pregunto si habremos entendido realmente unas palabras de Cristo que suponen una de las revelaciones cristianas más grandiosas y estupendas: "Si alguno me quiere, guardará mi palabra y mi Padre le querrá, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14, 23). Estamos ante el misterio, revelado por el mismo Cristo, de una nueva presencia de Dios en el mundo a partir de la encarnación.

carística. Y las aceptó con gozo. Por eso san Pablo les decía a los cristianos impunemente: "Vosotros sois u n templo de Dios" (1 Cor 3, 16-17; 2 Cor 6, 16); "vuestro cuerpo es templo del Espírit u " (1 Cor 6, 19). Cada cristiano es u n templo. Por tanto el templo, donde un día el israelita encontraba la presencia del Dios vivo, se ha trasladado al corazón del hombre. Después de Cristo el templo es u n museo, un recuerdo o al máximo u n lugar de reuniones para la oración en común. Pero Dios, el Dios vivo, el Dios uno y trino está, vive en el hombre. Y no sólo en su espíritu sino en su misma carne: "Vuestro cuerpo es templo del Espíritu". Los primeros cristianos lo habían entendido tan bien que la misma eucaristía se la llevaban a sus casas y la custodiaban en su pecho junto con la sangre de los mártires. La Iglesia eran ellos; donde ellos se reunían: en casa, en la plaza, en la cárcel, en la catacumba, en el circo ante las fieras, allí estaba la Iglesia, allí podía hacerse presente Cristo corporalmente por medio de la eucaristía, porque cada uno de ellos era u n Dios vivo. Ya no necesitaban salir de ellos, de su vida, para buscar ni encontrar al Dios tres veces santo e infinito en su misericordia.

¿Ha revelado la Iglesia al mundo, con eficacia y con coraje, esta verdad pavorosa de que Dios ha puesto su casa en el corazón de los hombres que aman?

Yo sé muy bien que esta tremenda revelación de Cristo, repetida después por san Pablo, ha perdido la fuerza de su contenido explosivo a fuerza de repetirla sin vida, como un disco rayado.

La Iglesia primitiva ciertamente entendió estas palabras de Cristo con la misma claridad con que entendió las palabras de la consagración eu-

Pero la verdad es que el respeto, la admiración, el temor casi sagrado que el buen israelita sentía por la presencia de su Dios en el tem-

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pío, no es nada en comparación con lo que nosotros, cristianos, deberíamos sentir de respeto, de amor, de admiración, de sorpresa, de alegría, de conmoción y de santo estupor hacia nuestro cuerpo y hacia la persona más sencilla que habite sobre la tierra en amistad con Dios o sin haberle rechazado; porque nuestro cuerpo no sólo es u n templo que contiene a Dios como un recipiente sagrado, sino que el hombre es un ser en el que Dios habita transformándolo continuamente y preparándolo para la resurrección final. Nuestro cuerpo físico no es sólo un montón de ladrillos que encierra la presencia de Dios, porque nosotros no podemos ya separar nuestra carne de nuestro espíritu, nuestro cuerpo de nuestra alma. Somos un ser vivo, una persona en la que Dios vive penetrando y transformando hasta la última fibra de esa realidad humana corporal, no en un ser "espiritual", sino en una realidad que, aun transformada a lo divino, seguirá siendo para siempre corporal y humana. San Pablo lo llamaba: "cuerpo de gloria"; pero siempre "cuerpo". Es verdad que el cristianismo ha sido siempre fiel al espíritu de esta verdad divina inspirando u n respeto sagrado por el cuerpo humano. Es verdad que no ha faltado nunca una espiritualidad ascético-mística de esta verdad evangélica, pero creo francamente que aún no hemos hecho la teología de esta misteriosa pero real presencia de Dios en el corazón de un hombre justo. Más bien hemos "usado" el contenido de esta verdad para crear una ascética de "protección" 180

contra un solo pecado: el pecado de la carne, como si no hubiese otros pecados que ensucian y profanan mucho más este templo vivo de Dios. Cristo mismo arrojó del templo a latigazos, como profanadores, no a los que a veces nosotros hemos alejado de los sacramentos, sino a los avaros, a los mercaderes, a los estafadores. A la prostituta que le enjugó los pies con sus lágrimas y se los secó con sus cabellos no la echó de su presencia, que era más sagrada que el templo, aunque el fariseo Simón se escandalizó de su gesto. Ni tampoco hizo ascos de la pobre mujer cogida en adulterio y acusada quizás por aquellos mismos a quienes Cristo había arrojado del templo. Estoy seguro de que si hubiésemos tenido una teología más audaz acerca de esta verdad escalofriante de que Dios está vivo, con una presencia total, en el corazón del hombre; una teología que hubiese llevado esta verdad a sus últimas consecuencias, q u i z á s tendríamos hoy menos iglesias y catedrales pero también una teología más viva del hombre que vive en Dios, una menor profanación de la mujer como objeto de placer y una visión menos maniquea y más luminosa de la vida conyugal. Es el biblista A. Leboisset en la obra nada sospechosa Grandes temas bíblicos, de divulgación religiosa, quien escribe: Propiamente hablando Dios no puede estar presente fuera de sí en ningún lugar excepto en una persona humana que se abre a él en el amor. Las otras presencias no son posibles sino en un sentido débil y analógico... Esta revelación es 181

la base del "personalismo" cristiano; toda la dignidad de la persona humana, comprendido el cuerpo, está fundada sobre esta posesión de nuestro ser por parte del ser divino.

Por eso ante un hombre que mantenga su amistad con Dios puedo arrodillarme y puedo rezar como ante un sagrario. Por eso puedo y debo amar y besar y cuidar a mi cuerpo. Puedo decir que Dios está en mi sangre, en mi piel, en cada latido de mi ser. No está Cristo "corporalmente" como en la eucaristía pero está toda la trinidad santa, el Dios que ha creado los cielos sin fin y ha sembrado el cosmos de vida. El mismo Cristo que dijo: "Tomad y comed porque éste es mi cuerpo" es el que dijo también: "Si alguno me quiere, haremos morada en él". ¿Por qué no creemos ambas revelaciones con la misma fuerza y con las mismas consecuencias? Pienso que estamos ante una verdad cristiana que el día que explote toda su fuerza teológica y bíblica podrá revolucionar verdaderamente nuestra vida y la misma historia. Baste pensar en los horizontes nuevos que se abren al amor humano a la luz de esta verdad. Baste pensar en la fuerza religiosa que podría impregnar la sexualidad humana en los que son conscientes de llevar al Dios vivo en sus entrañas; al Dios que es la fuente de la vida, al Dios que es el amor. Ya un famoso moralista español se ha atrevido a definir la sexualidad, en la perspectiva de esta verdad, como la "liturgia del amor". Baste 182

pensar en la explosión de sano misticismo, es decir, de experiencia directa y gustada de Dios que podría acarrear en la gran masa de los cristianos la conciencia de que el infinito y el eterno, el Dios amigo de la vida, el Cristo salvador de los hombres, se ha venido a vivir a su casa. Baste pensar en las nuevas dimensiones que esta verdad daría a las relaciones humanas, a la vida de comunidad, a la ordenación del mundo teniendo como centro y fin de la historia al hombre que vive en Dios o al Dios escondido en el hombre. Porque en sana exégesis y en sana teología esta presencia "nueva" e increíble de Dios en el hombre no se limita a los bautizados o a los que viven en amistad consciente con Dios, sino que se extiende a todos los hombres que viven en la justicia y en el amor desinteresado, aun cuando todavía no hayan encontrado a Dios personalmente. Porque Cristo dice: "Si uno me ama observará mi palabra", y ésta es la condición previa para esta nueva presencia de Dios en el hombre. Pero es bien sabido que para san J u a n esta palabra, este precepto, este mandamiento es siempre la misma cosa: el amor; y un amor que no tiene garantías de ser aceptado por Dios si no ha sido antes probado en el amor a los semejantes. Por eso todo hombre justo que ame desinteresadamente a sus hermanos, que practique el bien y la justicia, está amando ya a Cristo sin conocerle, está observando su palabra, vive ya en la Iglesia. Por eso la Iglesia admite para ellos la salvación. Por tanto, ya ahora, Cristo, con el Padre y 183

el Espíritu, viven también en él y le están transformando en "cuerpo de gloria". Todo esto no es más que una simple reflexión para hacer ver mejor cuánta fuerza escondida existe aún en las palabras de Cristo capaces de transformar la vida cristiana y que apenas si hemos tenido el coraje de balbucear porque nos falta con frecuencia la audacia de la sencillez, esa que no teme ahondar en el misterio más comprometedor, que no teme la luz y que la busca con pasión. Por eso quizás estemos todavía más lejos de algunas realidades escondidas en el evangelio que la tierra lo está de la estrella más lejana del cosmos. El mismo Pablo vi dijo hace algún tiempo con fuerte intuición teológica: "Es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos de nuestro credo". Hay cristianos que han tenido el coraje de creer con todas sus fuerzas en algunas de estas verdades explosivas de nuestra fe y son ellos, muchas veces perseguidos y humillados, incomprendidos y castigados quienes a fin de cuentas transforman la historia y revelan a Dios, precisamente con la fuerza de ese Cristo que vive en ellos y que seguirá siendo siempre un escándalo para quienes temen la revolución que trae consigo cada una de las verdades que Dios no temió revelar a los hombres.

LA AUTORIDAD SEGÚN CRISTO

C

ADA vez que leemos con atención y sin prejuicios el evangelio, sentimos la necesidad de confesar que, en muchas cosas, hemos intentado corregir a Cristo. J u a n x x i n llegó a decir al principio del concilio que el evangelio estaba aún "sin estrenar". Pablo vi, después de los ejercicios espirituales que le había predicado el continuador de la obra de Foucauld, el padre Voillaume, afirmó: Debemos aplicar el evangelio... creíamos haberlo ya vivido y personificado y sin embargo nos hemos convencido mejor que casi debemos empezar de nuevo. Y sin embargo, cuando llegamos a las consecuencias prácticas de esta comprobación dolorosa, tenemos pánico de confesar con serena humildad que nos hemos equivocado muchas veces, que hemos empobrecido o corregido el mensaje de Cristo. No están tan lejos los escándalos de quienes no comprendieron cómo Pablo vi se permitió du-

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rante el concilio pedir perdón por las culpas cometidas por la Iglesia a través de los siglos. Esto supone que la Iglesia es ciertamente infalible en su magisterio solemne y definitivo, pero que es falible, pecadora, débil en todo lo demás. De ahí el que cada mañana, desde el papa hasta el último sacerdote y hasta el último fiel que se reúne en torno a la eucaristía, proclame en alta voz, públicamente, u n acto de penitencia: "He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi gran culpa". Pecados de acción y pecados de omisión; pecados de interpretación y pecados de cobardía; pecados de negligencia y pecados de egoísmo. Por eso desfiguramos cada día el rostro de Cristo. Lo que más nos ha costado siempre es leer el evangelio con sencillez: leer blanco donde dice blanco y negro donde dice negro, que no es lo mismo que leer gris. La sencillez tiene una fuerza explosiva. Por eso nos da miedo. Siempre hemos temido a la sencillez del evangelio simplemente "leído" y no "interpretado". Hoy decimos que hay que leerlo con una cierta dosis de "desmitologización" y con una gran carga "dialéctica". Y es verdad, pero siempre que esto no rompa la transparencia de su terrible sencillez. Todo lo genuino, lo auténtico, lo natural, como el pan, el vino, los huevos, la leche, es sano y al mismo tiempo es indigesto porque es fuerte. Pero la solución no consiste en echar agua al vino, 186

sino en resolver la antinomia sano-indigesto por otros medios que no eliminen la "genuinidad" de los productos. Cristo dijo que ofreciésemos la otra mejilla a quien nos maltratara, y al mismo tiempo que no había venido a traer la paz sino la guerra. La lectura dialéctica de ambos textos en apariencia antinómica no podrá desembocar nunca en una "diplomacia azucarada", o en un "neutralismo" sin fuerza profética. Habrá que descubrir más bien en ambas afirmaciones la fuerza revolucionaria que engendran; habrá que descubrir que Cristo pide una revolución, aunque "distinta"; pero este "distinta" no significa menos eficaz, menos comprometida, menos valiente, sino al contrario más segura, más duradera, más implacable, más irresistible porque lucha por la justicia; la revolución que promueven los que saben luchar sin amargura, sin odio, con esperanza, amando, es de una fuerza única, la verdaderamente definitiva, porque carece de los gérmenes de destrucción que lleva consigo toda guerra que es sólo "ojo por ojo y diente por diente". Hoy estamos viviendo una de las horas más problemáticas de la historia de la Iglesia. Decimos que todo está en crisis: crisis de autoridad, de obediencia, de fe, de moral, de esperanza. Un forcejeo por resolver esta crisis aparente o real se advierte por todas partes. Pero a veces me da miedo que se trate más bien de un deseo de resolver la crisis para volver a la tranquilidad, para evitarnos lo incómodo de la problemática, para ahorrarnos el dolor que entraña toda 187

revisión profunda, toda confesión cruenta nuestros errores, de nuestras limitaciones.

de

En medio de la oscuridad de la crisis, para nosotros, cristianos, Cristo sigue siendo la luz segura: "¿A quién iremos? Tú sólo tienes palabras de vida eterna". En los grandes momentos de crisis de la historia religiosa pienso que menos que nunca debemos conformarnos con la sola respuesta de la filosofía, de la cultura, de la ciencia o de cualquier humanismo. Cristo deberá ser nuestra respuesta viva; una palabra tan sencilla que sea capaz de ser leída por todos los hombres; tan actual que sirva para todos los problemas más calientes, tan nueva y tan revolucionaria que pueda llenar las exigencias más profundas de los que buscan siempre, de los que aman lo nuevo, de los que desean respuestas inéditas a los problemas personales; de los que sueñan con un Dios que sea distinto cada mañana con tal que siga siendo siempre el Dios del amor.

pectos de la autoridad y de la obediencia que es u n fenómeno que escapa a los límites puramente religiosos: baste pensar en el fenómeno mundial de los universitarios. Pienso, sin embargo, que la solución completa, para nosotros, cristianos, no nos la podrá dar exclusivamente la psicología. Siempre necesitaremos recurrir a Cristo. Desde que terminó el concilio y desde que el problema de la autoridad en la Iglesia se ha puesto sobre el tapete de la actualidad, he leído muchas veces el evangelio en las páginas en que Cristo confiere la autoridad al primer "superior" de la Iglesia. ¿Debo confesarlo? He tenido la impresión de que, por mucho tiempo, los criterios que nosotros usamos para nombrar "superiores" en el sentido más largo de la palabra: papa, obispos, párrocos, superiores religiosos, directores de instituciones y organismos católicos, son con frecuencia diametralmente opuestos a los que usó Cristo.

Hoy se escribe por todas partes que existe crisis de autoridad, mientras que otros insisten que la crisis es de obediencia: "Los superiores no son obedecidos porque no saben «servir»"; "los subditos no obedecen porque no saben «renunciar»"; dicen los unos y los otros.

Veamos un ejemplo concreto. Cristo va a nombrar al primer "superior" de su Iglesia: a Pedro, que deberá ser cabeza del colegio apostólico, que en el futuro deberá "confirmar" en la fe a sus hermanos y que será sujeto de unos poderes especiales que, en cierto modo, le constituirán por encima de los demás apóstoles y que cargará sobre sus hombros una tremenda responsabilidad.

La psicología, la sociología, la pedagogía y tantas otras ciencias están jugando un papel muy importante en la profundización de ciertos as-

Cristo nombra a Pedro para que presida su primera comunidad, para que sirva a sus herma-

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nos, para que sea el responsable en los difíciles caminos de la fe. ¿Qué cualidades le exigirá? Si Cristo hubiera tenido que nombrar hoy a una persona para presidir su comunidad y hubiese empleado los criterios que con frecuencia usamos nosotros, le exigiría fundamentalmente lo siguiente: que fuese prudente; que no haya creado nunca problemas; que no se le conozca ninguna debilidad moral; que posea una buena dosis de diplomacia; que tenga recortadas todas las uñas de extremismos; que posea una buena cultura; que se haya demostrado siempre moderado, "centrista"; que dé garantías de que no va a "hacer ruido". Quizás mis expresiones pequen de demasiado gráficas, pero ¿nos atreveremos a negar que esto ocurre en el 90 % de los nombramientos de superiores? Ahora bien, basta leer el evangelio para convencerse de que Cristo escogió para cabeza de su Iglesia, para primer superior a un personaje que no poseía ninguna de estas "cualidades". En efecto: 190

Pedro no era ningún modelo de "prudencia" en el sentido tradicional en que nosotros entendemos la prudencia y que la identificamos a menudo con "diplomacia". Pedro no fue nunca u n diplomático; no era un hombre fácil para medir las cosas, para recortar anticipadamente el riesgo. Ha sido el mismo Pablo vi quien describió a Pedro como un hombre "entusiasta y voluble". ¡La antítesis del prudente clásico! Si acaso poseía la prudencia concebida por el cardenal Garrone: "Perpetua aventura, ensayo continuo, riesgo". Y más abajo: "La prudencia para el cristiano es la virtud de lo imposible convertido en razonable... es la virtud de la incansable iniciativa". 1 Pedro no era de los que "no crean problemas". Los creó en vida del maestro y más tarde. Baste recordar que Cristo se vio obligado a llamarle Satanás porque se oponía a que subiera a la cruz; que en el huerto de Getsemaní usó la violencia de la espada contra toda la doctrina del maestro; que obligó más tarde a san Pablo a "resistirle en la cara porque no tenía razón", amenazando con su modo de proceder intransigente los comienzos de la primera Iglesia. Pedro no era "inmaculado". Pecó públicamente de apostasía, negó tres veces a Cristo por cobardía, tuvo miedo al martirio, no fue ningún

1. ¿Qué hay que creer?

191

ejemplo de fortaleza. Su miedo a la cruz fue más fuerte que su fidelidad tantas veces proclamada al maestro. Pedro fue el personaje más en contraste con nuestro concepto de "diplomático". Temperalmente era lo que hoy llamarían los psicólogos u n "primario": todo espontaneidad, que hablaba a impulsos del corazón sin medir las palabras, u n hombre que llevaba el alma en las manos y en los ojos. Pedro fue el prototipo del extremista: cuando preguntaba el maestro, era siempre el primero en responder y sin atenuantes: "Jamás te negaré". El primero en confesarle al maestro y defenderle, y el primero en renegar de él; el primero en oponerse a que sufriera, y el primero que le haría beber el cáliz amargo de la traición; el que se echa al agua al reconocer al maestro en la orilla del lago sin esperar como Juan a que llegue la barca, y el que después se siente herido en su amor propio porque le parece entender de las palabras del Señor que J u a n tendrá al final de su vida un trato diferente al suyo: "Señor, y éste, ¿qué?", le dice refiriéndose al apóstol Juan. Y Cristo le responde: "Si quiero que éste se quede hasta que venga yo, ¿a ti qué? Tú sigúeme". Probablemente Pedro era el menos culto y el menos preparado intelectualmente de todos los apóstoles. Si a Pedro hubiésemos tenido que nombrarle no ya papa sino simple superior de una comunidad religiosa, con toda seguridad hubiese sido 192

rechazada su candidatura con una nota que diría: "poco prudente, demasiado impulsivo, falta de voluntad, extremista, poco dotado intelectualmente". Y sin embargo, Cristo escribió su nombre en su papeleta blanca. Sería ridículo interpretar que Cristo escogió a Pedro precisamente por sus defectos, para que apareciera así mejor la mano de Dios. Son razones trasnochadas que ya nadie medianamente serio admite. Entonces, ¿por qué le escogió? Digamos al menos que, para Cristo, todos los defectos y pecados que nosotros encontramos en Pedro, eran más bien accidentales. Más aún, puede ser que algunas de las cosas que nosotros apellidamos "defectos" por la fuerza de una tradición secular, fuesen para Cristo más bien "cualidades": piénsese en la espontaneidad, en la capacidad de entusiasmo, en la sinceridad, en la ausencia de toda diplomacia demasiado humana (Judas era más diplomático: cuando se rompe un frasco de perfume precioso a los pies del maestro protesta porque "sería mejor darlo a los pobres..." El evangelista dice que Judas decía eso porque era "ladrón"). Pero sin negar que Pedro tuviera defectos, sin negar que Pedro pecó y seriamente, debemos admitir que en Pedro debían existir cualidades que para Cristo estaban por encima de todos sus defectos y debilidades. 193

Pedro poseía una capacidad extrema de servicio, un sentido innato de pobreza: una vez aceptado el maestro, el no poseer nada le era normal: "Nosotros que lo hemos dejado todo..." Al paralítico que le pide a la salida del templo le dice claramente: "No tengo oro ni plata; pero lo que tengo te lo doy: en el nombre de Jesús de Nazaret, ¡camina!" (Hech 3, 6). Para Pedro Cristo lo era todo.

existencialmente

Su secreto era una misteriosa capacidad de amar. Nadie ha negado en veinte siglos que Pedro amó ardientemente, apasionadamente al maestro. Le amaba más que le entendía; le amaba antes de entenderle, le amaba con sus mismos defectos naturales, le amó mientras le negaba y le amó después de su pecado: "Tú sabes que yo te amo". Si Pedro lloró amargamente después de su pecado era porque había amado mucho. Todos hemos revuelto hasta la saciedad en el pecado de apostasía de Pedro la noche de la pasión, pero pocas veces nos hemos detenido a pensar que, mientras los demás apóstoles huyeron, se escondieron, Pedro, a pesar de su miedo, a pesar de su horror al dolor, pudo en él más el amor al maestro y aceptó el riesgo de seguirle "más de cerca". Pedro cayó en la tentación, pero fue un soldado que cayó en la brecha. Si hubiese amado menos hubiese huido como los demás: cierto que no habría pecado, pero ¿es que es mayor pecado el riesgo que la cobardía? 194

A distancia de veinte siglos yo hubiese preferido hoy el papel de Pedro, apóstata pero al lado de Cristo, que el de los demás apóstoles limpios de pecado pero escondidos del peligro. Pedro era como el té de montaña: áspero pero genuino; era sincero en la debilidad y sincero en el heroísmo. Pronto a dejarse llevar de su primer impulso, cosa que le arrastró al pecado, pero pronto también a dejarse poseer por el Espíritu y a convertirse en su más limpio portavoz. A la pregunta de Cristo: "¿Vosotros quién decís que soy yo?" Simón Pedro contestó: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le responde: "Dichoso eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 15). Pedro era un canal limpio para que por él pasaran las más formidables inspiraciones. Si es verdad que Pedro estaba orgulloso de su amor al maestro también es verdad que era profundamente humilde. Y su pecado lo hizo aún más humilde. Esta sencilla humildad de Pedro que tenía todo el sabor de la gente de mar le hacía especialmente apto para "servir", para sacrificarse por los demás, para darse. El sabía que Cristo era todo y que él era sólo un enamorado de su maestro. Hemos predicado poco, y es sagrada, la página de los Hechos de los apóstoles donde Pedro el primer papa, el príncipe de los apóstoles, el 195

que resucitaba a los muertos, ante el centurión Cornelio que se postra a sus pies, reacciona y se siente turbado: "Pedro le levantó diciendo: levántate, que yo también soy un hombre" (Hech 10, 26). La certeza de sus límites, la pasión por el maestro, el único Señor y salvador, le hace capaz de servir a sus hermanos sin perder la conciencia de su responsabilidad pero sin olvidar que también él era un hombre como los demás, capaz de equivocarse. Y esta convicción le llevó al heroísmo de aceptar ser reprendido por san Pablo y de doblegarse a sus criterios en el primer concilio de la historia de la Iglesia cuando comprendió que era el Espíritu quien daba la razón a su hermano Pablo. Todo esto no nace sino de un corazón con una carga extraordinaria de amor que comporta un olvido total de sí mismo. Cuando Cristo le pregunta por tres veces junto al lago, no si es el más prudente, el más diplomático, el más santo, el más sabio, sino "si ama más que los otros", en el fondo le está diciendo: "Porque sé que me amas más que ninguno, te confío mi rebaño". Sólo el que ama, el que ama más que los demás, es capaz de gobernar, de servir, de presidir la comunidad. Este debe ser el gran criterio en la selección de los superiores. Frente al "mayor amor" todos los demás defectos son accidentales. Sin un gran amor todas las demás cualidades son inútiles. 196

Por desgracia nuestros criterios suelen ser con frecuencia los opuestos a Cristo. De ahí el que hayamos acuñado esa palabra tan horrible de "superior". ¿Superior el que debe "servir" a la comunidad? Y lo tremendo es que buscamos que sea "superior" en todo menos en lo que Cristo puso su acento y su importancia: el amor. A la comunidad, a la parroquia, a la diócesis, a la Iglesia debe gobernarla, "servirla" el que más ama y esto aunque sea menos prudente, menos preparado intelectualmente, menos espiritual que los demás. A no ser que queramos "corregir" a Cristo. Es c u r i o s o que haya sido un papa como J u a n x x n i , a quien se eligió como de "transición" hasta encontrar un candidato más "preparado intelectualmente", un papa de quien se ha dicho que no era diplomático, que creó una serie de problemas a la Iglesia-estructura, quien ha producido un entusiasmo más delirante en el mundo entero. No era un sabio, no era un asceta, no era un "prudente" y conmovió al mundo y dio un giro no sólo a la Iglesia católica sino a la misma historia, como comentó un teólogo protestante a su muerte. ¿Por qué? Porque amó más que los demás, porque supo amar a todos con la fuerza irresistible de su sencillez espontánea y rica que es lo único capaz de llevar al riesgo y al heroísmo. 197

mo inspirado por el Espíritu del Dios vivo; un amor que queme todos los obstáculos humanos y que sea luz de esperanza y comida en todas las mesas, la crisis de autoridad habrá desaparecido y con ella la crisis de obediencia.

Lo dice él mismo en dos frases en la Historia de un alma: El sucesor de Pedro sabe que en su persona y en su actividad es la ley del amor lo que sostiene, vivifica y adorna todo.

Necesitamos una fuerza nueva para leer el evangelio con ojos y corazón de niño que son, en definitiva, los ojos y el corazón del Dios de los cristianos.

Y en otra página: La sencillez puede suscitar no digo desprecio, pero sí menos consideración entre los sabihondos. Pero poco importa que los sabihondos puedan infligir alguna humillación. El sencillo es siempre el más digno y el más fuerte.

¿Quién es el sencillo para Juan XXIII? Lo dice él mismo: El que no se avergüenza de confesar el evangelio incluso delante de hombres que lo consideran una debilidad y cosa de chiquillos, ni de confesarlo en todas sus partes y en todas las ocasiones y en presencia de todos. El que en todo asunto distingue la sustancia y no se deja imponer por los accidentes. 2

I

El día que tengamos el coraje de poner a la cabeza de nuestras comunidades cristianas personas como el apóstol Pedro y como el papa Juan cuya única ley sea el amor, cuya única pastoral sea la sencillez evangélica con las puertas abiertas a todo riesgo, a toda aventura y a todo heroís-

2.

198

Historia

de un alma, 389.

199

MI DIOS ES GRATIS

No tiene precio mi Dios. Nadie puede comprarle. Ni el dinero ni la santidad. Mi Dios se recibe gratis, como las plantas reciben el sol. Nadie se lo merece. Puedo llamarlo, puedo gritarle mi sed y mi hambre de él, puedo golpear a su puerta, puedo llorarle mi pena y mi soledad. Pero no tengo derechos sobre mi Dios. Mi Dios es un puro regalo. Es el don de mi vida. Es él quien debe amarme primero. Sólo él puede abrirme su puerta. Pero mi Dios no es avaro, no es tacaño. Mi Dios se da con abundancia como el sol y el aire.

Mi Dios florece cada instante, para todos. Pero mi Dios quiere ser recibido como un regalo. Mi Dios se negaría sólo a quien quisiera ponerle un precio. Es difícil mi Dios, mi Dios gratis, para el hombre moderno. Es difícil mi Dios para quien sueña comprarlo todo; que desea las cosas en propiedad; que desprecia lo que no tiene precio; que mide los objetos y las personas por el puñado de oro que le cuestan; que ama más lo que es más caro. Pero mi Dios no cambia porque es el amor y el amor sólo puede darse. El amor no se vende. Un amor que exigirá sólo una respuesta de amor, también gratis. Quien se abra a este amor regalado que llueve sobre nosotros continuamente sentirá fecundar sus entrañas. Sentirá germinar en él, como el fruto mejor, ese único amor sustancial capaz no de comprar sino de enamorar al mismo Dios: u n amor sólo amor. Un amor que ya no puede morir y crece siempre y es nuevo cada instante porque lleva en sus venas el secreto único y gozoso de lo inagotable.

Mi Dios brota al borde de todas las cunetas de la vida. 200

201

LA VIOLENCIA NUEVA DE CRISTO

L

os escrituristas están conformes en considerar a Mt 11, 12-15 s.: "El reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo conquistan... El que tenga oídos, que oiga", como uno de los pasajes más difíciles de interpretar del nuevo testamento. El biblista Schmid, por ejemplo, escribe: "Es uno de los pasajes más oscuros del evangelio". Y ya sabemos que uno de los principios de exégesis es considerar los textos más oscuros como los más auténticos, porque fue siempre una tentación de los copistas de manuscritos "aclar a r " los textos que eran de difícil interpretación. Hasta hoy no se ha llegado a una explicación convincente de este pasaje de Mateo. Nos hemos conformado más bien con la interpretación sencilla y obvia de una "violencia interior". Según la interpretación clásica, Cristo nos enseña aquí que para alcanzar la santidad debemos violentarnos a nosotros mismos, vencer nuestras pasiones, sacrificar nuestros gustos. 202

Sin negar que también ésta es una interpretación posible, no podemos dejar de pensar que en esas palabras de Cristo hay mucho más. Su misma frase final: "El que tenga oídos, que oiga" indica que Cristo es consciente de haber dicho algo nada fácil de entender. Es la misma expresión que usa en otras circunstancias en las que ha expuesto una doctrina difícil, casi ininteligible: por ejemplo, cuando habla de "los castrados por el reino de los cielos", es decir de los que se sacrifican renunciando a una familia para entregarse al anuncio del reino. Es muy posible, como afirmó Pío x n , que termine el mundo sin que hayamos conseguido entender algunos pasajes de los revelados por Cristo en la Escritura. Es en el fondo una demostración de que su palabra nos supera y lleva en sí algo de esa infinitud que le confiere la presencia de Dios en ella. Pero no por eso debemos cruzarnos de brazos ante los pasajes difíciles. Debemos más bien estar atentos a los signos del tiempo que pueden ayudarnos, más de lo que pensamos, a descubrir el sentido de la Escritura. Es muy posible que para cada época, para cada nuevo problema del hombre, Cristo nos tenga preparada, escondida, una respuesta suya que nosotros deberemos descubrir bajo la docilidad al Espíritu Santo que actúa siempre e incansablemente en nosotros "descubriéndonos todas las cosas". 203

Ahora bien, si existe un signo claro de nuestro tiempo es que la violencia constituye un problema grave de nuestra época, que casi la condiciona y la estructura. Es cierto que siempre hubo violencias en el mundo; pero hoy la violencia se hace signo porque ha tomado unas características especiales. Hoy la violencia no sólo constituye un argumento de fuerza y de defensa, sino un elemento de filosofía, de sociología, de política y hasta de teología. Violencia en sus formas extremas de revolución sangrienta. Violencia en los encuentros de los estudiantes con las fuerzas del orden. Violencia en las expresiones de rebeldía, de desobediencia, de brazos caídos. Violencia pasiva de las huelgas, de la protesta silenciosa, de las manifestaciones pasivas. Violencia hasta de los pequeños: hace poco el periódico daba la noticia de la huelga de 30 niños de una clínica en protesta contra un superior. Violencia en los no-cristianos, como los budistas que se queman vivos. Violencia de los católicos que ocupan catedrales, palacios episcopales, curias generalicias, seminarios, etc., como protesta contra la jerarquía. Violencia de los poderosos para amordazar la libertad y asegurarse sus privilegios, y violencia 204

de los pobres para librarse del yugo de la opresión económica, política, social y hasta religiosa. Violencia que puede ser satánica y violencia que puede ser justa como enseña Pablo vi en la encíclica Populorum progressio. La violencia es hoy un fenómeno colectivo, es como un arma universal esgrimida en todos los campos. Hoy los católicos se hallan en pleno análisis de uno de los conceptos más delicados y vidriosos de su actitud cristiana: la violencia. Actitud desconcertante porque toda nuestra religiosidad ha estado más bien basada en la fuerza de una violencia puramente interna y en la pasividad frente a la violencia extraña. Difícil porque el sermón de la montaña, que bendice a los pacíficos, indica que no toda violencia es cristiana. Apasionante porque el cristiano es hijo de su tiempo y la violencia activa o pasiva es un signo evidente de nuestra generación. Conozco, en efecto, cristianos que sufren angustiosamente en su conciencia frente al dilema de la violencia. Mientras el evangelio, como se lo han enseñado siempre, les grita un mensaje de resignación pasiva, el aguijón de la solidaridad con los hijos de su tiempo, con los más justos, con los más comprometidos, con los menos egoístas, les espolean a embarcarse en las aguas de la agitación. 205

En estos casos es lógico que los mejores se vuelvan hacia la Iglesia, hacia Cristo y le pidan, le exijan, una palabra de luz. Como Pedro, también ellos sienten en el fondo de su espíritu que "sólo Cristo tiene palabras de vida eterna", definitivas, auténticas, insobornables. Y es en estos momentos cuando debemos profundizar con mayor sinceridad, con mayor esperanza y con mayor decisión en el tesoro de la revelación para intentar leer la respuesta de Dios a nuestro problema de hoy. ¿Por qué no ahondar, pues, en ese pasaje de Mateo que habla claramente de la violencia y que si hasta ayer ha sido uno de los pasajes más oscuros de interpretar, quizás hoy resulte más claro a la luz de los nuevos signos del tiempo y de las nuevas necesidades de los hombres? Por nuestra parte nos limitaremos a dar alguna sugerencia que pudiera despertar en otros el interés por un estudio más completo. El texto de Mateo hay que leerlo en todo su contexto al que está estrechamente ligado. La frase "el reino de Dios sufre violencia y los violentos lo conquistan" se la inspira la actit u d de Juan el Bautista. Acaban de marcharse los discípulos de Juan a quienes les manda desde su prisión para que pregunten a Cristo si es él el mesías. Cristo, después de haberle dado su respuesta, hace el gran elogio del Bautista: no es una caña agitada por 206

el viento, es decir no es un "manejado", no es u n "panzista" que come y viste muellemente como los que habitan en las moradas de los reyes. El Bautista es un profeta y no un profeta cualquiera, es "más que un profeta". Es uno que ha entrado en el reino de Dios "con violencia", "arrebatándolo". La violencia de que habla Cristo hay que examinarla a la luz de la actitud de J u a n bautista cuya imagen tiene ante sus ojos mientras habla a los apóstoles. Ahora bien, ¿cómo actuaba el Bautista, el mayor de los profetas, "el más grande entre los nacidos de mujer"? Es necesario verlo en el contexto de su tiempo. Y no es difícil descubrir en él el tipo clásico del inconformista. Es en el fondo u n rebelde contra la sociedad burguesa de su tiempo que "viste de seda y gusta de habitar en los palacios de los reyes"; contra la Iglesia de su tiempo cuyos ministros gustaban de vestirse con pompa "para ser saludados en las calles". J u a n es el "inconformista", de temperamento un tanto salvaje que se prepara en el desierto y en la montaña, como los grandes revolucionarios, vistiéndose de pieles de animales y alimentándose de miel silvestre. Es un violento que cuando desciende a la arena, entre los hombres, grita su rebeldía contra todas las hipocresías y las injusticias de los hom207

bres. Y lo hace con la convicción del que cree de verdad y con la pasión del que ama aquello en lo que cree. No lleva armas en las manos, pero las lleva en sus palabras que son más duras que el acero: "Al ver que venían al bautismo muchos fariseos y saduceos, les dijo: ¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira que se acerca? Dad, entonces, fruto digno de conversión... El hacha ya está puesta junto a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego". El Bautista en su celo y en su violencia santa "provoca", "amenaza", "exige". Sabe que se las juega todas; sabe que sería más prudente y menos peligroso el endulzar sus palabras, el aceptar la realidad de los hechos excusando muchas injusticias. Pero es consciente de hallarse frente a una sociedad impregnada de pecado y de hipocresía y prefiere el camino de la violencia; esa violencia desarmada que hace temblar a las piedras; esa violencia del que camina consciente hacia el sacrificio de la propia vida en defensa de la justicia y de los oprimidos; esa violencia que no mata físicamente pero que se juega la propia vida por gritar en las plazas y en las calles la verdad desnuda que amarga e irrita a los injustos y a los poderosos y que revela a los pobres y a los débiles el verdadero Dios "que vino a defender lo que estaba oprimido". 208

J u a n el Bautista va a pronunciar unas palabras que le costarán la cárcel y la vida; que provocarán una verdadera revolución en las altas esferas, que serían un acto de violencia; pero lo hace porque sabe que el reino de Dios sólo se conquista con violencia y no con concesiones cobardes. No caben neutralidades ni tapujos frente a las injusticias y al atropello público. Por eso el Bautista grita, denuncia: "No te es lícito tener a la mujer de tu hermano". Se lo dice a Herodes que se había apoderado de Herodías, la mujer de su hermano Filipo. Herodes quiere matarle, pero "tuvo miedo de la muchedumbre que le tenía por profeta". Juan, sin armas, ejerce una violencia mayor sobre Herodes denunciando en público su injusticia. Y Herodes le tiene miedo porque ve que la multitud le sigue. Es la fuerza del violento desarmado que golpea con la fuerza de la verdad; del violento justo o irreprochable que posee la fuerza moral de salir en defensa de los valores humanos pisoteados; y que lo hace sin odio y con riesgo de la propia vida. La violencia del bien realizado, de la defensa de la verdad y de la justicia a todo riesgo, es de una eficacia que aún no hemos descubierto del todo. Y es legítima, es evangélica, es profética y arranca la admiración del mismo Cristo. Cristo no fue menos blando en la denuncia de las lacras de su tiempo. Por eso lo llevaron a la muerte joven. Y su violencia del bien realizado 209

a los pobres irritó más a los poderosos eclesiásticos y civiles de su tiempo que si los hubiese defendido con las armas.

se tratara de una violencia meramente personal e íntima en lucha contra nuestros instintos.

Cuando J u a n el Bautista, en el pasaje que comentamos, manda a sus discípulos a preguntarle si es él el verdadero mesías, Cristo les responde solamente enumerándoles las cosas que hace: "los ciegos ven y los inválidos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les da la Buena Noticia".

Pero hoy que la Iglesia misma, bajo la acción del Espíritu, y a la luz de un mayor conocimiento de la Escritura, nos enseña que la salvación es también y sobre todo una obra comunitaria; que la verdadera santidad se labra en la entrega a los hermanos; que no existe amor sincero a Dios si no se ha amado antes realmente a los hombres, nos es más fácil leer bajo otra luz estas palabras de Mateo.

Esa era su misión, su "violencia". Su apostolado se reduce a redimir a los últimos, a los despreciados, a los evitados, a los sin prestigio, a los ineficaces, a los sin-poder. Era realmente el mesías del proletariado y del proletariado más bajo. No dice: "los reyes se convierten, los rabinos y fariseos hacen penitencia, los ricos entregan sus tesoros, las sinagogas se llenan de fieles". Es la gama inmensa de la "miseria" la que Cristo redime, la que Cristo ama, a la que anuncia el reino. Y esta dedicación al pueblo, al débil, al pobre, al pecador, es la mayor violencia que puede hacerse al gran mundo de los opresores que temen más las bendiciones de la gente al profeta que la dinamita de sus pistolas. Ayer pensábamos que el esfuerzo de la santidad se realizaba sobre todo a escala individual y en un reino del todo interior. Por eso era lógico que interpretáramos esta frase de Cristo: "Los violentos arrebatan el reino de Dios", como si 210

Si, para salvarme, necesito hacerme don para mis hermanos y don universal, es normal que la violencia de la que habla Cristo no sea sólo una violencia interior, sino también una violencia que me sirva para defender, ayudar, redimir a mi prójimo. Yo no puedo ver a la mujer de mi hermano injustamente acaparada por el egoísmo de un poderoso y cruzarme de brazos si mi ley es el amor. No puedo caminar al lado de los ciegos, de los leprosos, de los sin libertad, de los hambrientos, de los oprimidos y de los convertidos en máquina y en producto de explotación, de los sin esperanza, de los imposibilitados de amar, sin que empuñe el arma de esa violencia del profeta, del Bautista, de Cristo: la violencia de la denuncia, de una denuncia sin demasiado azúcar. La violencia de resistir sin claudicar, fieles a la llamada del Espíritu, a nuestra misión per211

sonal; la violencia de arriesgarlo todo por fidelidad al propio carisma que, si bien no mata en raíz toda duda, sí nace de una conciencia limpia que busca a Dios como su todo. J u a n Bautista está ya en la cárcel, lo ha arriesgado todo y no es aún cierto si Cristo es el mesías; por eso manda a sus discípulos a preguntárselo.

POR QUE ESTA EN CRISIS LA ESPERANZA

La violencia de una denuncia tan sincera, tan generosa, tan eficaz que normalmente termine poniendo en peligro nuestra vida. No podemos olvidar que si es cierto que el evangelio niega todo fundamento para una violencia armada y sangrienta, para una violencia que atente físicamente contra la vida de los demás, también es cierto, y quizás más claro aún, que la persecución de la Iglesia por parte de los injustos y de los opresores y de los poderosos y la fidelidad de los justos al bien y a su misión, es una nota de la verdadera Iglesia de Cristo y es una de las grandes bendiciones del Maestro: "Bienaventurados los perseguidos por defender la justicia". Una Iglesia sólo incensada por los grandes y nunca perseguida, una Iglesia que claudica por cobardía o por interés al propio carisma, sería una Iglesia sin violencia, una Iglesia sin fuerza profética, una Iglesia que no revelaría al mesías y a sus profetas mejores, sería una Iglesia apóstata.

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os cristianos no sólo creemos en Dios sino que también creemos que "Dios cree en nosotros". Puede, a primera vista, parecer lo mismo; sin embargo es muy distinto. Más aún, pienso que es uno de los aspectos más olvidados de nuestra fe. Un olvido que ha contribuido no poco a la crisis de fe actual. Quedarnos en una fe en Dios sin llegar a una fe de Dios en nosotros, es permanecer en los esquemas de las religiones primitivas. Por eso no es difícil encontrar cristianos con una fe de roca y que sin embargo viven en el temor, en la angustia. Más aún, hasta en las almas extraordinariamente espirituales este aspecto de la fe queda siempre en sombra y con gran dificultad de purificación. Recuerdo que, en mis tiempos de estudiante, en un coloquio con el padre Garrigou-Lagrange, ya al final de su vida, tremendamente maduro espiritualmente y sen213

cilio como un niño, me confiaba una tarde: "¡Qué difícil es la esperanza! Me siento ya cerca de mi encuentro con Dios; no puedo negar que mi fe y mi caridad se h a n purificado y son virtudes que las poseo con paz, pero la esperanza es mi tormento". En realidad este aspecto de la fe que consiste en ser conscientes de que Dios cree en nosotros, está directamente enlazado con la esperanza. Y el hecho de que la hayamos olvidado tanto es lo que nos ha llevado a perder casi el sentido de la esperanza. La crisis de fe ha empezado por aquí. Quizás la dificultad que siempre hemos encontrado en distinguir estas dos realidades; quizás el hecho de que la Biblia en el texto original hebreo no distinga prácticamente la fe de la esperanza ya que usa la misma raíz para ambas realidades, se deba al hecho de que en realidad la raíz de la esperanza esté incluida en este segundo aspecto de la fe de Dios en el hombre. Sólo san Pablo hace la tricotomía entre fe, esperanza y caridad (1 Cor 13, 13; Gal 5, 5). Si el cristiano ha tenido siempre una dificultad casi innata en "esperar" (basta comparar lo que se ha escrito sobre la fe y lo poquísimo sobre la esperanza), yo creo que prácticamente sólo ahora se empieza a poner de relieve ese otro aspecto de la fe que es la fuente de la verdadera confianza y de una confianza capaz de llenar todas las aspiraciones del hombre: la fe de Dios en él. 214

De esta dificultad del hombre para aceptar la grandiosa realidad de la fe de Dios en él han nacido no pocas herejías. Casi se podría decir que es la raíz de todas las herejías. De ahí el que pudiera escribir Tresmontant: Las herejías han consistido en la impotencia para esperar lo más. La metafísica bíblica es la metafísica del sí. La medida de Dios es la superabundancia, i El cristiano ha tenido siempre la tentación de recortar la generosidad de Dios. Ha sido siempre reacio a creer en la plena fe de Dios en el hombre. Sólo las traducciones modernas de los textos originales hebreos traducen el salmo 8: "Has hecho al hombre poco menos que Dios; le has coronado de gloria y de honor". La Vulgata, por ejemplo, traduce: "Le has hecho poco menos que los ángeles". La fe que Dios tiene en el hombre responde a la realidad de la grandeza que gratuitamente le ha dado, al amor con que se ha adelantado a amarle. Un amor que, en Dios, es creador e inunda inmediatamente de "gloria y de honor". Dios, cuando ama, se comunica a sí mismo y transforma. Que Dios cree en mí significa que Dios sabe, que Dios tiene la certeza de que yo soy capaz de

1 Ensayo sobre el pensamiento 1962.

hebreo. Taurus, Madrid

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realizarme totalmente, que soy capaz de entrar en la esfera divina sin abandonar mis márgenes creados. Y que esto es posible pase lo que pase porque la fe de Dios en mí no se apoya en mi bondad subjetiva sino que nace del valor que a mi persona ha conferido el hecho de haberme amado él primero. Yo soy un valor digno de Dios mismo. Y un valor que en sí es definitivo porque Dios en su amor es irreversible, inquebrantable, definitivo. Dios no puede traicionarse a sí mismo. Dios, cuando ama, ama sin posibilidad de arrepentimiento. ¿Y no es esta verdad una constante de toda la Biblia? ¿No nos dice de mil modos que Dios no se arrepiente de su obra y que su amistad con el hombre es definitiva? ¿Y no es esto porque Dios cree para siempre en nosotros? Ha sido el abandono de la Biblia lo que más nos ha apartado de esta gran verdad de nuestra fe. Dios es consciente de la dificultad del hombre para creer en esta fe de Dios en él ya que está obligado a masticar continuamente sus limitaciones, sus debilidades, sus traiciones, su herida moral. De ahí sus continuas llamadas en la Biblia y el continuo repetir que él sigue creyendo en el hombre a pesar de todas sus traiciones y debilidades. Es un decirle continuamente: "Te ocurra lo que te ocurra, cree que yo sigo creyendo en ti". ¿A pesar de las infidelidades, de las claudicaciones de la humanidad? Sí: "Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquea216

rán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana" (Is 1, 18). Pero ¿cómo puede la humanidad creer de verdad en esta fe de Dios en ella cuando su triste experiencia de cada día es que hasta los mejores amores se prostituyen y la fe más inquebrantable se desmorona? Porque no hay medida capaz de medir la capacidad de fe que Dios tiene en el hombre. Según nuestros metros estrechos hasta una madre puede perder la fe en el fruto de sus entrañas. Dios, no: "¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, ya no te olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuada" (Is 49, 15-16). Pero ¿si la humanidad deja la casa y se va; si pierde la cabeza y la fe en Dios; si es ella la que libremente se prostituye? Dios le responde a través de san Lucas (15, 20) que aun en este caso él sigue "creyendo" en el amor que ha puesto en ella, en su capacidad de retorno y por eso saldrá cada mañana y cada tarde a la puerta para esperarle con los brazos abiertos, seguro de su vuelta. Y apenas lo vislumbre desde lejos con los ojos vueltos hacia él, se adelantará de nuevo en el amor; correrá hacia ella y hará más fiesta que antes de haberse ido. Dios es machacón en la insistencia con que intenta, a través de la revelación, convencer al hombre de que su fe en él es inquebrantable. Pero al hombre, fácil en perder las esperanzas incluso humanas, se le hace difícil en todos 217

los tiempos esta esperanza en una fe divina en él. Esto lo toca hoy con una crudeza especial el hombre contemporáneo. Toda la filosofía existencial está impregnada de desesperanza. Por eso Evely ha podido escribir: "La desesperanza roe a nuestra época". Y, por desgracia, al hombre triste y amargo de nuestra época civilizada no le sirve el testimonio que le ofrece una cristiandad que ha hecho con frecuencia de su esperanza una caricatura, una evasión, una coartada, un seguro de vida. Precisamente cuando la esperanza cristiana es auténtica y nace de la fe que Dios tiene en la humanidad, entonces es energía, es entrega, es encarnación en la vida y en la historia de los hombres "casi dioses". Si creo que Dios cree en mí, debo manifestar la certeza de que cree también en toda la humanidad. Y entonces la alegría de mi esperanza total me empujará a compartir las alegrías y las penas de quienes viven conmigo sean o no conscientes de la sublime realidad de ser, todos, objeto de la fe de Dios. Si el amor al prójimo es, según san Juan, el termómetro seguro para distinguir el genuino amor de Dios, podemos decir que nuestra fe en el prójimo, en su historia, es la señal que nos detectará si creemos de verdad que Dios cree en nosotros. Pero por desgracia es con frecuencia entre los cristianos donde existe más pesimismo, más desesperanza, más profetas de desventuras. Por 218

eso el hombre moderno si siente empujado a seguir a quienes le ofrecen un trozo mejor de esperanza, a quienes creen en él aunque aparezcan en contraste con la cristiandad. Charles Moeller ha escrito: Instintivamente entrevemos que el mundo pertenecerá en esta tierra al que le ofrezca, desde esta tierra, la más grande esperanza. 2

Pero no sólo el hombre solitario de Dios, azotado por la inseguridad, por el relativismo, por la técnica, siente sed de esperanza inmediata, sino que el mismo cristiano adulto no acepta ya una esperanza sólo para mañana. No le basta un Dios que ahora sólo le soporta, esperando creer en él mañana, cuando le transforme definitivamente. Necesita u n Dios que crea en él ahora, ya, y que esta fe de Dios en él dé sentido, alegría, serenidad, empuje a su historia, a cada gesto y a cada impulso de su acción terrena. El cristiano moderno ha borrado las fronteras entre el hoy y el mañana. Aun sintiéndose peregrino, inacabado, tiene plena conciencia de haber comenzado ya su historia definitiva. El hecho de que nuestra esperanza cristiana ha sido más añoranza que fe en la fe de Dios en nosotros, es lo que nos ha llevado a implicar a Dios abusivamente en nuestra historia para buscarle una respuesta demasiado fácil, y a veces hasta blasfema, al problema del dolor, mien2. Literatura del siglo XX y cristianismo, 3. Gredos, Madrid «1966, 559.

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tras le alejábamos al mismo tiempo de la esfera de nuestra mejor esperanza que es de donde debe arrancar en definitiva la única explicación a lo que parece inexplicable, absurdo, contradictorio, imposible. Porque Dios cree en nosotros, nos ha confiado la tarea del mundo y porque su fe en nosotros es irrevocable, ya no volverá a tomar en sus manos esta tarea. Será siempre nuestra. Nosotros debemos vivir entre el difícil equilibrio de saber que el mundo depende de nosotros y que tenemos en nuestras manos la clave de la mayor parte de la alegría y del dolor y que la esperanza nos dice que lo que quedará por hacer, lo que nosotros habremos estropeado, será definitivamente rehecho, purificado, transformado, resucitado al final de los tiempos porque "Yo he vencido al mundo". Porque el triunfo está ya jugado: ha ganado la vida sobre la muerte, venció el amor. Decir que Dios tiene fe en el hombre no es lo mismo que decir que Dios le ama. Es una fe que encierra ciertamente el amor; pero no un amor cualquiera, y menos un amor meramente de compasión, paternalista. No es un amor que humilla. No es el amor que despierta en mí o que yo puedo ofrecer al anormal, al retrasado mental, al degenerado. Mi amor será sobre todo de compasión. No tengo fe en su valor humano. Pensar que el amor que Dios tiene al hombre es algo así, sería hacerle la mayor de las injurias. Dios no sólo ama al hombre, sino que cree en él, en su valor real, en su capacidad creadora, en 220

su proceso ya en acto de divinización, de inserción en el misterio trinitario y eterno; en su posibilidad nada menos que esponsal con él. En el Cantar de los cantares, símbolo de las relaciones de amor que Dios es capaz de entablar con la humanidad y con cada hombre, los protagonistas, los amigos, los esposos no son un rey y una esclava, un rico y una pobre; son dos pastores, dos iguales, dos enamorados revestidos ambos de los mismos encantos y quemados por un mismo amor. Esa conciencia que el hombre moderno va tomando de su dignidad, de su poder, de su valor personal le hace cada vez más reacio a toda forma de amor paternalista incluso en el campo religioso. Un Dios que amase por mera compasión no serviría para el hombre de hoy. Si existe una experiencia fuerte en el campo psicológico del amor humano moderno es precisamente ésta: el hombre quiere sentir que se tiene fe en él; "necesito que creas en mí, que te fíes de mí, que me necesites" son los slogans del amor del hombre moderno. Por eso es hoy quizás más fácil y más urgente descubrir esa dimensión real de u n amor de Dios al hombre que es fe en él. El hombre de hoy más que una limosna de Dios necesita una posibilidad para poder realizarse; necesita no sólo recibir sino poder dar; pero no puede dar quien no está convencido de que es poseedor de algo, que es algo, que se cree en él. 221

Cierto que cuanto tiene el hombre es recibido, es don y don gratuito, pero cuando Dios da lo hace irreversiblemente. Lo que ha dado es ya del hombre, es suyo con todas sus consecuencias. Cierto que siempre quedará clara y misteriosa al mismo tiempo la distancia infinita dentro del amor esponsal entre Dios y la humanidad creada; pero tampoco podemos olvidar el misterioso salto y sus consecuencias de Dios hacia abajo en la encarnación, y el gran salto del hombre hacia arriba al ser hecho hijo de Dios. Es algo mucho más grande y sublime que un juego de limosna entre el rey y el pobre que llama a la puerta. El misterio de Cristo, no sólo Dios sino también hombre, presente en la tierra, amigo de la humanidad, es algo tan tremendo que sólo hemos empezado a escarbar en su misterio. Dentro de esta línea de la fe que el cristiano debe tener en la fe que Dios tiene en él hay una página en el evangelio que necesitamos verla bajo una luz nueva: la página en que María, la madre de Cristo, la primera cristiana auténtica, hace su profesión solemne y pública en la fe que Dios tiene en ella. Me refiero al Magníficat. Se ha presentado siempre como el canto de la humildad de María, pero en realidad ¿no es más bien una profesión pública de alegría? Siente estremecerse sus entrañas al descubrir que el todopoderoso ha confiado en ella, ha creído en ella y le ha hecho "maravillosa". Es la alegría del que recibe no sólo una limosna, sino una participa222

ción tal en la vida del creador que la ha convertido en un prodigio de gracia. Y no lo oculta: lo grita, lo canta. Dios la ha hecho "grande". Y ella es consciente y lo disfruta ya aquí, sin esperar el después: "Desde ahora me llamarán feliz todas las generaciones" (Le 1, 48). No sólo los ángeles y los santos en el cielo, sino también los hombres, sobre la tierra, reconocerán la fe de Dios en ella. "Feliz la que ha creído que se cumplirán las palabras que le han dicho de parte del Señor" (Le 1, 45), le dice su prima Isabel. Sí, María no sólo creyó en Dios sino que creyó en la fe que Dios ponía en ella. Y esa fe la hizo dichosa ya en la tierra. Ese salto es el más difícil del hombre. Es más difícil "dejarse amar por Dios" que amarle; aceptar "su fe en nosotros" que nuestra fe en él. P a r a ello es necesario ser tan pobre, tan abierto a la verdad, tan virginalmente consciente de la propia d i g n i d a d , tan audazmente humilde como María.

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MI DIOS NO TOLERA LOS ÍDOLOS

Pero también en este punto es difícil trazar una línea que separe netamente a los creyentes de los ateos. Porque en el corazón de cada hombre difícilmente crece sólo el trigo o la cizaña. Hay siempre espacio para todo. Todo hombre es mitad idólatra y mitad cristiano.

H

OY los ídolos y las divinidades del hombre moderno no son estatuas de oro y de plata como en Atenas, en tiempo de Pablo. Pero el hombre moderno que se va descubriendo ateo masivamente no ha sabido librarse de los ídolos. Y sigue adorándolos. Quizás no con un culto religioso pero sí con el corazón, con el deseo, con la angustia y el ansia de poseerlos. ídolos más peligrosos que los dioses paganos de los atenienses porque entran más profundamente en el corazón y en la vida misma del hombre. Hoy el ateo moderno sigue adorando igualmente como a dioses un sin fin de realidades terrestres convertidas en ídolos: el dinero, el poder, la técnica, el bienestar, el lujo, la sexualidad, la salud, la independencia, etc. Y el pecado no radica en que estas cosas sean malas sino en que las idolatra, las absolutiza y es capaz de arrodillarse ante ellas, de divinizarlas hasta el punto de tener siempre el incienso encendido para ofrecérselo. 224

Todo hombre es sacudido por la tentación de arrodillarse ante los ídolos, que son los dioses que él se crea, y arrastrado al mismo tiempo por el deseo secreto de adorar a u n Dios que siente "desconocido", que intuye o desea "distinto" de sus dioses aunque quizás tema encontrárselo de verdad porque presiente que le obligaría a quemar muchas de sus estatuas de idolatría. Pero en su interior el hombre se siente atraído por lo mismo que teme. Es quizá su capacidad secreta de novedad, su impulso hacia lo desconocido lo que le atrae y le repele al mismo tiempo descubriendo siempre en sí mismo esa antinomia misteriosa que todo hombre lleva en su ser de sentirse mitad dios y mitad hombre, mitad ángel y mitad bestia, mitad muerte y mitad resurrección, mitad santo y mitad demonio, mitad creador y mitad creado, mitad rey y mitad esclavo, mitad ciudadano y mitad gitano, mitad angustia y mitad esperanza, mitad niño y mitad anciano, mitad técnica y mitad poesía. Es difícil catalogar a los hombres en creyentes y ateos. 225

El hombre siente la tentación de crearse sus ídolos, de convencerse a sí mismo que esos son los dioses verdaderos, pero al mismo tiempo sigue deseando, buscando, creyendo en el Dios desconocido, el único Dios que no sabe crearse y que en los momentos de mayor sinceridad cree que es el verdadero Dios, el único capaz de dar una respuesta a sus últimos interrogantes y de dar sentido al misterio de su propia existencia. Pero en ese Dios desconocido que busca y que advierte que es u n Dios que no soporta los ídolos debe hallar dos cosas: El Dios que destruya sus ídolos para que pueda ser un Dios total, capaz de llenar el nuevo templo vacío de ídolos, y el Dios que responda a esas exigencias más íntimas, más sinceras, más nobles de todo lo que el hombre va creando legítimamente en su corazón, en su mundo, en su historia. Si es grave enmascarar al Dios verdadero bajo la careta de los ídolos para que el hombre tranquilice su conciencia y siga adorándolos en paz, si es grave rociar de agua bendita los templos paganos que el hombre se construye, no lo sería menos el presentar al Dios cristiano como un simple y vulgar destructor de ídolos, como el Dios siempre "no", el hombre que sólo sirviera para descubrir al hombre esa mitad de demonio, de idólatra, de muerte que lleva en sus venas. El Dios desconocido deberá ser el Dios que una vez destruidos los ídolos —cosa que, cierto, 226

no se hace sin dolor— se revele como el Dios nuevo, capaz de llenar las más íntimas y más secretas exigencias del corazón y de la mente del hombre. El Dios que enseñe a descubrir al hombre lo que de divino y de auténtico tienen esos mismos ídolos que son criaturas suyas y deben revelar y obligar al hombre a cantar su gloria. El Dios siempre distinto para un ser como el hombre con sed constante de novedad, con vocación de descubridor, de explotador. El Dios exigente que empuja, que no deja dormirse, que anima a la escalada porque el hombre necesita siempre el grito que le anime, que le recuerde que la meta está al final y que la sombra del árbol a lo largo de la escalada es sólo un momento de descanso para restaurar las fuerzas y seguir con más ánimo; pero al mismo tiempo el Dios que cuando el hombre cae exhausto, cuando se ha dormido, cuando se ha perdido en el bosque en busca de la fruta prohibida, no le despierte con una coz, ni le busque con las sirenas de la inquisición. El Dios que diga: ¡ánimo!, ¡corre!, ¡sube! y no el Dios que te lleve a empujones, que te suba maniatado a su carro de oro. El Dios que se haga desear aunque sea un Dios difícil e incómodo muchas veces, pero no el Dios que te coaccione a aceptarle. Un Dios fácil como los ídolos sería un dios pagano como ellos. 227

Un Dios t a n difícil, tan inhumano que resultase insoportable incluso a los más generosos, sería un Dios apto para demonios o para monstruos y no p a r a hombres creados para la dicha. Pienso que hoy la humanidad, especialmente en occidente, se halla en esta encrucijada dialéctica, frente a dos tentaciones religiosas igualmente peligrosas: la tentación de buscar un Dios hecho por sus propias manos en armonía con su sed de absolutizar y eternizar sus dulces conquistas y la tentación de utilizar al Dios cristiano como una simple medicina, como una vacuna, como una vulgar purga contra esta tentación. Existe el peligro de oponer al paganismo sensualista del mundo moderno un Dios angelista y maniqueo como verdadero Dios de los cristianos. A la borrachera de autosuficiencia del mundo moderno que se siente cada vez más señor de la materia, el Dios envidioso del hombre que amenaza con destruir su trabajo y con detener su mano para que no siga hurgando en el misterio de la materia. A la expansión del ateísmo materialista que ya no encuentra a Dios ni en el cosmos ni en el átomo ni en los truenos, ni en los terremotos ni en el cáncer que está seguro de vencer, el Dios mago, relojero, propietario único de las cosas sin posibilidades para el hombre de transformarlas y desarrollarlas; el Dios que caprichosamente manda la lluvia y el sol y el cáncer y el número premiado de la lotería. El Dios que quita al hom228

bre toda ilusión de búsqueda, de conquista de la naturaleza porque sólo él tiene la facultad de intervenir en la naturaleza y en la historia. El Dios que ya creó en épocas no lejanas de la historia un pueblo perezoso y de brazos caídos frente a las realidades más dolorosas del mundo. Toda presentación que desee ser sincera y realista del mensaje cristiano, del Dios desconocido que san Pablo predicaba a los atenienses deberá hoy, más que nunca, tener muy en cuenta estos dos escollos religiosos en que ha caído ya la humanidad a lo largo de estos veinte siglos. Ignorar estas dos realidades dolorosas supondría volver a repetir los errores que tan duramente han azotado a las viejas cristiandades y de los que el ateísmo contemporáneo es un fruto no pequeño. El verdadero Dios, ese que llamamos el Dios desconocido, deberá ser forzosamente el Dios que permita al hombre ser fiel al primer mandamiento gozoso que le dio en el paraíso: "poseed la tierra", es decir, sed los artistas del mundo, es decir, arrancad a las entrañas de la creación los misterios y la grandeza que encierran; transformaos vosotros mismos mientras transformáis la materia, es decir, sed los cultivadores inteligentes de la vida, los defensores de esa verdad que lleva en su entraña cada ser creado. Deberá ser el Dios que deje al hombre la total libertad para poseer la tierra con todas sus consecuencias y con todas sus exigencias de jus229

ticia universal y fraternidad mundial y que al mismo tiempo siga siendo el Señor, el absoluto, el insustituible, la razón de existencia del mismo hombre, su capacidad de esperanza, su respuesta continua y actual, su fortaleza y su camino, su sed, su última palabra. El Dios capaz de enamorar de tal modo al hombre que le ahorre la tentación de la idolatría. El Dios tan rico en perdón que le ahorre la sutil tentación de eliminar el sentido del pecado. El Dios tan respetuoso con la libertad personal de la conciencia de cada hombre que le ahorre al hombre la tentación de construirse su camino al margen de la fe. El hombre cristiano debería sentir tan aguda la realidad de la libertad que Dios le ha concedido que sintiese él mismo el deseo y la necesidad de acercarse como un niño a Dios para decirle: "Señor, que yo no me estrelle con esta fabulosa libertad que me has regalado". El Dios amigo de las cosas; el Dios que no destruirá nada de lo que el hombre ama. El Dios que prometa eternizar todo lo que el hombre sano siente como bueno y legítimo para que no caiga en la tentación de levantar estatuas a fetiches creados que le resulten más sabrosos y más interesantes y más dignos que él.

pan, la pocilga al prado de margaritas y al agua de manantial. Pero para éstos no servirá ningún Dios. Estos será incapaces incluso de levantar altares a los ídolos; les falta la capacidad de adorar: no son hombres. Yo me reñero a los hombres-hombres; a los que saben amar; a los que se resisten a morir para siempre; a los que no se avergüenzan de llorar; a cuantos son capaces de gozar con la dicha de los demás; a cuantos son capaces, al menos con el deseo, de sentir el gusto de poder ser semejantes al Dios vivo. Y es éste el Dios que nos revela el evangelio si sabemos leerlo con los ojos de los sencillos, de los débiles, de los no-soñsticados, de los no-contaminados por esquemas demasiado burgueses o maniqueos. El Dios que vibra quizás de un modo especial en esas páginas del evangelio a las que nosotros hasta ahora hemos tenido miedo y hemos procurado escamotear en la predicación; en esas frases que hasta ahora hemos llamado "oscuras" quizás porque su demasiada luz hería nuestros ojos difíciles a aceptar el Dios "que nos sorprende siempre" porque no cabe en nuestras manos frágiles y estrechas.

Siempre quedará, cierto, el degenerado o el demonio que preferirá el plato de lentejas a la primogenitura, las bellotas de los cerdos al buen 230

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MI DIOS ES TODO

Un hombre no es Dios. Si lo hago Dios hago un ídolo y ya no es ni hombre, es un monstruo. Pero Dios es hombre porque no hay nada en el hombre: carne y sangre, inteligencia, amor, vida en todas sus formas, presencia del Espíritu, que no exista en Dios.

Mi Dios es todo: es espíritu y es materia, es flor y es viento, es pensamiento e intuición, es el ser y es el crear, es alegría y es llanto. Mi Dios es todo lo que veo, lo que toco, lo que oigo y es todo lo que ignoro. Lo visible y lo invisible. Mi Dios es todo. Por eso todo es bueno. Pero todo no es Dios. Una rosa no es Dios. Si la hago Dios hago un ídolo y ya no es ni rosa. Pero Dios es rosa, porque no hay nada en la rosa: materia, belleza, perfume, vida, color, que no exista en Dios. 232

Por eso yo puedo besar todas las cosas creadas, no porque ellas son mi Dios sino porque mi Dios, el increado y el creador, es todas las cosas. No sólo mi Dios está en las cosas sosteniéndoles el ser, manteniéndoles la vida, sino que mi Dios es todas las cosas. Por eso todas las cosas creadas gritan a mi Dios, porque no hay nada que él no sea. Es difícil mi "Dios todo" para quienes desearían que todo fuera Dios para justificar sus ídolos. Y es difícil, más difícil todavía, mi "Dios todo" para quienes lo creado es sólo el anti-Dios, el maligno, el no-ser, la antítesis del Espíritu. Pero mi Dios es todo, es espíritu y es materia, porque es Dios-hombre y porque no puede existir nada que no le pertenezca. Pero mi Dios es "todo" de un modo diverso a como lo es el hombre. Porque el hombre sólo transforma lo que Dios ha creado. El hombre que construye una nave espacial no puede decir que él es nave espacial. 233

El está de algún modo en su obra pero no es su obra. Por eso cuando yo beso la obra del hombre no beso al hombre sino que sigo besando a mi Dios. Es sólo mi Dios el Señor, el creador de la vida y de las cosas, el presente sustancialmente en todo. Sólo mi Dios tiene el privilegio de ser las cosas mientras las cosas no podrán nunca pretender ser él. Por eso yo abrazo y gozo a mi "Dios todo" en todas las cosas aunque sé que ninguna de ellas es mi Dios. Porque uno solo es mi Dios, mi "Dios todo". Dios es el ser de todas las cosas. Y ese ser está hecho de vibraciones de amor. Porque Dios es amor. Por eso cuando yo amo en la creación el amor que mueve por dentro a las cosas, el amor que hace las cosas, el amor que son las cosas, amo necesariamente a mi Dios porque no se puede amar nada que entrañe amor sin amar a mi Dios, mi Dios que es el amor mismo escondido y vivo en todo.

¿DONDE ESTA TU DIOS?

T

E escribo a ti que tantas veces me has dicho que no crees. A ti que me preguntas entre nostálgico y escéptico: ¿dónde has visto a tu Dios? ¿dónde has sentido su aliento? ¿dónde oíste crujir sus pisadas? A ti que me pediste u n día al borde de la locura: ¡dame un trozo de tu esperanza! A ti que me confesaste en un momento de grandiosa debilidad: "Mi ateísmo está vacío". A ti, madre, que ante tu único hijo atropellado por un tranvía me escupiste a la cara lo absurdo de mi fe. A ti, esposo, que con tu mujer muerta en los brazos después de su primer parto me gritaste a la puerta del quirófano: ¡Dios ha muerto en mi vida! A todos cuantos, apellidándoos ateos, me habéis preguntado alguna vez "con fe": ¿dónde está tu Dios?, os mando esta carta escrita desde mi balcón abierto a la luz; una luz que sé no es

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mía o que sólo puedo sentirla mía en la medida en que os la entrego. ¿Dónde está mi Dios? No os contestaré con el catecismo que en el cielo, porque esa palabra es hueca para vosotros. Ni en el templo porque vuestra fe en la Iglesia está marchita. Ni en la tierra sin más porque vosotros vivís pegados a ella y seguís sintiéndola fría. Quisiera deciros que está allí donde también vosotros le habéis tocado, como yo, pero quizás sin percibir el roce de su presencia; donde habéis oído su voz sin escucharla; donde habéis vibrado ante su beso, sin descubrirle. Si me equivoco, contradecidme. Si acierto, querrá decir que, juntos, vamos ya de camino...

*

Dios está en tu vida vacía. Es todo eso que desearías meter en ella para llenarla. Dios está donde termina tu bocado de felicidad ficticia. Es lo contrario a cuanto sueles masticar después de haber estrujado tu diosa de espuma entre las manos. Es lo contrario a esa náusea, a esa decepción, a esa amargura, a esa vergüenza de ti mismo, a esa nada que te roe las entrañas después de haber digerido mal tu 236

paraíso de cartón. Es el sol que hubieses deseado ver brillar cuando la tiniebla estalló en tus ojos. Dios está pegado a cuanto desearías eternizar. Dios empieza a latir donde t ú soñarías llegar. Dios termina allí donde tú nunca hubieses querido pisar. Está en aquellos ojos llenos de luz que al mirarles, amándolos, te hicieron más niño, más inocente, más libre; más poeta y más concreto; más pasivo y más vivo; más tierno y más entero; menos "tú" y más "prójimo". Está en esa sed de limpieza que se despierta en tu boca reseca y pastosa después de toda infección del espíritu o de la carne. Está a la puerta de cada desengaño; son esas manos invisibles, en las que no crees, pero que desearías estrechar preñadas de fidelidad, calientes de comprensión, electrizadas de un afecto que resista al tiempo. Es ese corazón que desearías existiera y que se dibuja en tu imaginación y en tu deseo después de cada decepción. Esa fidelidad que fuese al menos como la de tu perro, el único ser que sigue acurrucándose a tus pies. La que tú soñabas fresca y madura como un racimo de uvas sin arrancar aún de la cepa y ahora se te desgrana agusanado entre tus manos encrespadas de odio. Está Dios en el latido virgen de cada nuevo ser. 237

Está en la hierba que crece. Está en el agua que corre. Está en la vida, porque la vida no muere. Está en ese manojo de vibraciones que corre por todo el ser de la mujer que acaba de ser madre. En esa corriente de amor nuevo que va desde su hijo hasta el hombre que lo hizo posible. Está en la dicha de esos dos amores que ahora siente juntos, inseparables, inefables: de madre y de esposa. Dios está también en esa corriente misteriosa que sacude hasta lo más profundo al padre que espera en el pasillo de la clínica saber si ha nacido ya su hijo. Ese algo que le desborda y le obliga a pasear nervioso, a fumar desesperado, a sorber u n café detrás de otro, a masticar, distraído, una oración. Está en eso, que no tiene adjetivo adecuado, y que percibe cada hombre ante la primera sonrisa de su hijo. Dios estaba en aquella sensación profunda e indescriptible que sintieron millares de personas, durante un programa de radio, escuchando a una joven obrera que decía ante los micrófonos: "Me he levantado de la cama, me he escapado de casa y vengo a traer mi jornal de una semana para que compren una manta para alguien más pobre que yo. Sé muy bien lo que es el frío porque durante años enteros dormí cu238

briéndome con trozos de periódicos soñando que amaneciera para sentarme al sol y dejar de tiritar". Dios estaba vibrando en cada molécula de aquella joven pastora que, en el corazón del invierno, en medio de sus bosques, saltaba de alegría besando dos violetas blancas mientras decía: "Si Dios no existiera yo lo crearía en este momento: lo necesito para gritarle mi gozo hecho de violetas blancas nacidas, para mí, entre la nieve". Dios estaba presente en el corazón y en el primer amor de aquella niña del poema ruso, limpia como un arroyo de plata, que mirando extasiada a Alexander lloraba de dicha mientras decía con un hilo de voz encantada: "Me miro en la luz de tus ojos y me pareces nacido del sol". Está en la esperanza, sentida o añorada, de eternidad, que te embarga cada vez que besas por última vez la frente helada del ser que nunca pudiste imaginarte muerto. Está en todo lo que posees con gozo y en cuanto sueñas alcanzar. Está en eso que sientes en tu carne cuando imaginas una dicha tan grande que te crees incapaz de soportar. Está en ese instante en que oyes sonar el timbre de la puerta mientras esperas a la persona con quien estabas soñando. 235»

Está en eso que siente cada molécula de tu ser cuando, abrasado de sed, tienes ya el cuenco de agua helada entre las manos. Dios está allí, en el rincón más secreto de tu vida, donde no llega nadie, donde una voz que no sabes de dónde viene ni a dónde va te dice lo que no querrías escuchar, te recuerda lo que hubieses deseado olvidar, te profetiza lo que nunca desearías saber. En esa voz que no oyes pero que te grita, que no es tuya pero que nace dentro de ti y que no consigue amordazar ni el sueño, ni el ruido, ni la bebida, ni la carne. Está en esa respuesta que aún no te has atrevido a pronunciar y que adviertes, dolorosa pero eñcaz, como una operación quirúrgica. Está en ese abismo profundo de tu incredulidad. Es eso que sientes haber perdido, que temes no volver a encontrar y que querrías poseer aunque te avergüence confesarlo a los demás. No está tanto en la noche del domingo, cuanto en la tarde del sábado. Está no en lo que ya has devorado sino más bien en lo que aún no has probado. Está en esa brisa que te refresca y te abraza como una caricia de campo, en la mañana de la vida, cada vez que te haces amor para otro. Está en esa felicidad que te corre por las venas cuando ves estallar en el prójimo una dicha que tú has engendrado.

Está en el gozo del bien que hiciste sin que se enterase nadie. Está en la paz del lago sereno de tus lágrimas al reconciliarte con tu conciencia y que te envuelve en la sensación de un nuevo despertar a la vida. Está en toda belleza. Está en todo gesto de amor. Está en cada mano que se abre al bien. Está allí donde respira un ser humano: blanco o negro, inocente o malvado, sano o enfermo, libre o encarcelado. Está en la tarde de la vida; en el ocaso sereno del anciano; en todos sus recuerdos dulces; en su encuentro con la medida justa de las cosas; en esa cálida esperanza de un algo que se resiste a morir. En la alegría de sus nietos que cantan y juegan para él; en la bolsa de caramelos de su hijo ya ingeniero; en el recorte de periódico que habla de su hija que ha triunfado en la vida. Está en la paz que calienta como una manta en invierno al que se conforma con lo que posee y al que no le desencaja lo que justamente desea. Está detrás de cada pobre que grita justicia. Está en ese paraíso que sólo puede recorrer con su imaginación y su deseo, donde las injusticias del poderoso han muerto; donde no existen ya tiranías de soberbios; donde la igualdad fundamental y legítima no es una palabra ni un programa político sino una fruta madura entre los 241

240 16.

EL DIOS

dientes. Donde la libertad se entrega sólo voluntariamente cuando llegamos a amar a alguien más que a nosotros mismos. Está en el trabajo que realizas con vocación, sin que te embrutezca, ni te devore. En el trabajo que te sensibiliza para la vida, que te fortalece para el amor, que te prepara para comprender y gustar la dicha de empujar la rueda de la creación. Está en la compañera que te ayuda a aliviar esa soledad que indefectiblemente debe masticar todo ser creado. Está detrás de la barrera del perdón. Está en la pasión de toda ambición, de todo estímulo, de toda búsqueda que no asesine al prójimo. Está en las cosas más insignificantes que puedan darte serenidad, que te ayuden a realizarte, a ser más hombre, a saborear todo lo bueno que te brinda la creación: un cigarro o una flor; una poesía o un concierto; u n viaje o una siesta; un minuto de soledad o una hora de fiesta; un vestido o un perfume; un amigo o una taza de café; un beso o una oración. Está en todo lo bueno que deseas para los que amas. Está en ese trabajo que agota tu cuerpo pero que alientan tus hijos que esperan pan, cultura y un futuro menos perro que tu presente.

Está en ese descanso, más dulce que el mismo amor, de tu sueño no turbado por una conciencia sucia. Está en todo eso que no le llamas Dios pero que sientes tentado de adorar, de besar, de fundirte en sus entrañas. Está en el niño que juega en la calle con el barro y a todos tutea porque a nadie teme. Está en el hombre que, de regreso de la vida, de la hipocresía, de la mentira, del vicio, siente la necesidad de jugar otra vez, como los niños, al aro y a la pelota y de hacer bailar la peonza y de revolcarse en la hierba y hasta de tirar piedras a los tejados. Está en el gusto de la inocencia nunca perdida. Está en la paz fuerte y segura de una virginidad recuperada. Dios está detrás de todo dolor, de todo martirio, de toda agonía, de toda atrocidad, de toda guerra, de toda injusticia, de toda miseria, en ese deseo secreto, agudo, misterioso, purificador de que sea verdad la resurrección. Dios está en esa fuerza misteriosa que nos mantiene vivos, que nos impide enloquecer, que nos evita el suicidio después de ciertas pruebas criminales de la vida, de ciertas amarguras más crueles y trágicas que la muerte. Dios está flotando siempre en el mar agitado de nuestra vida, nunca completamente realizada,

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nunca plenamente satisfecha, nunca inmaculada, como un lejano pero seguro salvavidas.

MI DIOS ES POETA

Dios está en lo que tu apellidas "destino" y yo "providencia" y que se levanta cada mañana más temprano que nosotros. Dios está en el corazón de toda esperanza verdadera; y la esperanza puede esconderse a veces, como las estrellas, pero nunca apagarse porque es el reflejo del sol y el sol no muere porque es la luz de Dios. Y Dios no cierra sus ojos a nadie. Si lo hiciera no sería el amor. Por eso Dios está sobre todo ahí, donde calienta el amor.

Mi Dios es poeta. Porque el poeta es el que mejor sabe expresar en palabras los sentimientos más profundos y escondidos del mundo. Y mi Dios se hizo palabra. Una palabra tan clara, tan sugestiva, tan nueva, que es la poesía. Una palabra que el mundo esperaba desde siempre. Una palabra que lo dice todo. Una palabra que es inédita. Una palabra que asombra. Mi Dios es una poesía nueva porque crea lo que canta. Los demás poetas cantan lo que sueñan, lo que aman, lo que quizá nunca será. La poesía de mi Dios es un milagro: "¡Niña, levántate!": es un verso de amanecer, pero un verso creador porque la niña m u e r t a volvió a la vida.

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"¡Este es mi cuerpo!": es un verso de atardecer, pero desde entonces Dios es del mundo y se le puede comer. "¡Tus pecados te son perdonados!": es un verso en el corazón de la noche, pero desde entonces la nieve es ya de todas las estaciones. "¡Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso!": es un verso fuera del tiempo y desde entonces lo infinito y lo eterno corren gozosos por nuestra sangre alimentando nuestra esperanza.

los peces que él acerca a las brasas junto al lago, la austeridad ascética del Bautista y la sencilla libertad de espíritu de sus discípulos que no ayunaban. Y mi Dios sigue siendo poesía eterna, porque sigue siendo la palabra sonora o silenciosa. Sigue siendo en el corazón de los hombres el gran juglar de la historia.

Mi Dios es poeta porque sabe decir las cosas más difíciles y más asombrosas con la sencilla naturalidad del niño.

Mi Dios sigue siendo poeta porque en mi Dios no hay más que belleza, sensibilidad, ternura, inteligencia, profecía, pasión por todo lo que es.

Mi Dios es poeta porque sabe llenar de luz lo más sombrío, porque sabe dar calor a lo más frío, porque sabe dibujar la esperanza hasta en el muro sucio de la vergüenza.

Todo poeta verdadero es en algún modo un revolucionario porque escarba, con arte, en el fondo de las cosas y las aguas se alborotan y gritan su suciedad escondida.

Mi Dios es poeta porque hace vibrar cuanto toca; porque sabe hacer el milagro de que en él todo merezca u n verso: hasta la miseria.

Por eso mi Dios es el verdadero revolucionario de la historia.

Mi Dios poeta recogió, en sus ojos, a su paso por la tierra, toda la poesía escondida en las cosas y en los hombres.

Por eso su poesía es siempre actual y viva.

Por eso su mirada está cuajada de poesía.

Es difícil mi Dios poeta, mi Dios sensible, mi Dios revolucionario para quienes piensan a Dios con la matemática, para quienes no conciben a Dios enamorado de las cosas tangibles, para quienes prefieren un Dios mudo, impenetrable, impasible.

Por eso no existe un verso que él no haya ya escrito, recitado, sentido. Para mi Dios todo era poesía: la gallina, una moneda, las espigas, un pozo de agua, un niño sucio, una mujer que ama, un hombre que teme y duda, una esposa que se abre a la vida, 246

Por eso sus versos, su palabra son siempre una sacudida, un empujón, una alarma.

Pero mi Dios será poeta siempre. 247

Poeta del infinito y poeta de la tierra, de mi tierra, de mi pobre tierra, de mi dulce tierra.

EL DIOS EN QUIEN NO CREO

Mi Dios es sensible a toda vibración de poesía viva, de carne y sangre, humana. Mi Dios es la poesía hecha persona. Mi Dios es la inspiración de todo ser creado que deja que su frágil caña se llene cada instante de esa palabra misteriosa que le mantiene en el ser y le recuerda que la vida no es absurda.

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una entrevista en Roma con el fallecido cardenal Máximos rv, el anciano patriarca oriental me dijo una frase que conmovió a no pocos lectores: "Muchos ateos, en lo que no creen es en un Dios en el que yo tampoco creo". URANTE

Fue entonces cuando muchos de mis lectores me pidieron que escribiera un artículo describiendo a este Dios en el que yo tampoco creía. No pretendí hacer una tesis doctoral sino más bien entablar un diálogo personal, vital y serio sobre todo con aquellos que aún pueden encont r a r a Dios en el camino de su vida. Era entonces consciente de que cuando un hombre habla del Dios que vive en su ser, las palabras se le quedan siempre estrechas porque Dios es la vida y la vida no cabe en fórmulas. Toda palabra dice siempre más y menos de lo que contiene. 248

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Sabía, y eso me consolaba de antemano, que me entenderían los sencillos, los limpios, los honrados, los inocentes y los que no se avergüenzan de llorar sus pecados; y sabía que más de uno habría descubierto con gozo que era menos ateo de lo que él se temía. El artículo que pasó la prueba del fuego y que me creó no pocas espinas fue al mismo tiempo una de mis mayores satisfacciones apostólicas. Recordaré siempre entre los miles de cartas recibidas a través del diario "Pueblo" de Madrid donde apareció por vez primera, la de aquel matrimonio que me decía: "Le mandamos el recorte de su artículo para que nos lo firme. Nosotros somos ateos pero tenemos cuatro hijos pequeños y queremos que si un día creyeran en Dios, sea en este Dios que usted llama "el otro Dios". Ni olvidaré tampoco la carta autógrafa de un arzobispo italiano, hoy muy cercano a Pablo vi, quien me escribía en plena polémica: "Su artículo es una de las mejores páginas que se han escrito después del concilio; antes hubiera sido imposible. Será como una bola de nieve capaz de destruir muchos viejos prejuicios anticlericales. Mi más cordial enhorabuena, padre Arias". Ni olvidaré tampoco la carta del joven universitario que me escribía: "Llevo varios meses meditando su artículo y finalmente me he decidido a hacerme sacerdote. Deseo darle las gracias". 250

Es verdad que también me han hecho pensar quienes se han escandalizado de mis cuartillas hasta el punto de haber temido por mi fe. Pero mi conciencia es testigo de que mi artículo desea ser sólo y exclusivamente un modo "nuevo" de gritar mi fe en ese Dios inefable que tantas veces me han pedido, hasta como una limosna, muchos que se apellidan ateos. Por eso he querido terminar mi libro con este escrito que es mi palabra de fe sencilla y honrada, imperfecta pero sincera para mis amigos nocreyentes. *

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Sí, yo nunca creeré en: Dios que "sorprenda" al hombre en un pecado de debilidad, Dios que condene la materia, Dios incapaz de dar una respuesta a los problemas graves de un hombre sincero y honrado que dice llorando: "¡No puedo!", Dios que ame el dolor, Dios que ponga luz roja a las alegrías humanas, Dios que esterilice la razón del hombre, Dios que bendiga a los nuevos Caínes de la humanidad, Dios mago y hechicero, Dios que se hace temer, Dios que no se deja tutear, Dios abuelo del que se puede abusar, 251

el Dios que se haga monopolio de una Iglesia, de una raza, de una cultura, de una casta. El Dios que no necesita del hombre, el Dios quiniela con quien se acierta sólo por suerte, el Dios arbitro que juzga sólo con el reglamento en la mano. El Dios solitario, el Dios incapaz de sonreír ante muchas trastadas de los hombres, el Dios que "juega" a condenar. El Dios que "manda" al infierno, el Dios que no sabe esperar, el Dios que exija siempre un diez en los exámenes, el Dios capaz de ser explicado por una filosofía, el Dios que adoren los que son capaces de condenar a un hombre, el Dios incapaz de amar lo que muchos desprecian, el Dios incapaz de perdonar lo que muchos hombres condenan, el Dios incapaz de redimir la miseria, el Dios incapaz de comprender que los niños deben mancharse y son olvidadizos, el Dios que impida al hombre crecer, conquistar, transformarse, superarse hasta hacerse casi un Dios, 252

el Dios que exija al hombre, para creer, renunciar a ser hombre, el Dios que no acepte una silla en nuestras fiestas humanas, el Dios que sólo pueden comprender los maduros, los sabios, los situados, el Dios a quien no temen los ricos a cuya puerta yace el hambre y la miseria. El Dios capaz de ser aceptado y comprendido por los que no aman, el Dios que adoran los que van a misa y siguen robando y calumniando, el Dios aséptico, elaborado en gabinete por tantos teólogos y canonistas, el Dios que no supiese descubrir algo de su bondad, de su esencia, allí donde vibre un amor por equivocado que sea, el Dios a quien agrade la beneficencia de quien no practica la justicia, el Dios para quien fuese el mismo pecado complacerse con la vista de unas piernas bonitas y calumniar y robar al prójimo y abusar del poder para medrar o vengarse, el Dios que condene la sexualidad, el Dios del "ya me las pagarás", el Dios que se arrepintiera alguna vez de haber dado la libertad al hombre, el Dios que prefiera la injusticia al desorden, el Dios que se conforma con que el hombre se ponga de rodillas aunque no trabaje, 253

el Dios mudo e insensible en la historia ante los problemas angustiosos de la humanidad que sufre, el Dios a quien interesan las almas y no los hombres, el Dios morfina para la reforma de la tierra y sólo esperanza para la vida futura, el Dios que cree discípulos desertores de las tareas del mundo e indiferentes a la historia de sus hermanos, el Dios de los que creen que aman a Dios porque no aman a nadie, el Dios que defienden los que nunca se manchan las manos, los que nunca se asoman a la ventana, los que nunca se echan al agua, el Dios que les gusta a aquellos que dicen siempre: "Todo va bien". El Dios de los que pretenden que el cura rocíe con agua bendita los sepulcros blanqueados de sus juegos sucios, el Dios que predican los curas que creen que el infierno está abarrotado y el cielo casi vacío, el Dios de los curas que pretenden que se puede criticar de todo y de todos menos de ellos, el Dios de los curas burgueses, el Dios que dé por buena la guerra, el Dios que ponga la ley por encima de la conciencia, el Dios que fundase una Iglesia estática, inmovilista, incapaz de purificarse, de perfeccionarse y de evolucionar, 254

el Dios de los curas que tienen respuestas prefabricadas para todo. El Dios que negase al hombre la libertad de pecar, el Dios que no siga ironizando sobre los nuevos fariseos de la historia, el Dios a quien le falte perdón para algún pecado, el Dios que prefiera a los ricos y poderosos, el Dios que "cause" el cáncer o "haga" estéril a la mujer, el Dios a quien sólo se le puede rezar de rodillas, a quien sólo se le puede encontrar en la Iglesia, el Dios que aceptase y diese por bueno todo lo que los curas decimos de él, el Dios que no salvase a quienes no le han conocido pero le han deseado y buscado, el Dios que "lleva" al infierno al niño después de su primer pecado, el Dios que no permitiese al hombre la posibilidad de poder condenarse, el Dios para quien el hombre no fuera la medida de todo lo creado, el Dios que no saliera al encuentro de quien le ha abandonado, el Dios incapaz de hacer nuevas todas las cosas, el Dios que no tuviera una palabra distinta, personal, propia para cada individuo, 255

el Dios que nunca hubiera llorado por los hombres, el Dios que no fuera la luz, el Dios que prefiera la pureza al amor, el Dios insensible ante una rosa, el Dios que no pueda descubrirse en los ojos de u n niño o de una mujer bonita o de una madre que llora, el Dios que no esté presente donde los hombres se aman, el Dios que se case con la política, el Dios que no se revele alguna vez a quien le desee honestamente, el Dios que destruyese la tierra y las cosas que el hombre ama en vez de transformarlas, el Dios que no tuviera misterios, que no fuera más grande que nosotros, el Dios que para hacernos felices nos ofreciera una felicidad divorciada de nuestra naturaleza humana, el Dios que aniquilara para siempre nuestra carne en vez de resucitarla,

el Dios incapaz de divinizar al hombre, sentándole a su mesa y dándole parte en su herencia, el Dios que no supiera ofrecer un paraíso donde todos nos sintamos hermanos de verdad y donde la luz no venga sólo del sol y de las estrellas sino sobre todo de los hombres que aman, el Dios que no fuese amor y que no supiera transformar en amor cuanto toca, el Dios que al abrazar al hombre ya aquí en la tierra no supiera comunicarle el gusto y la felicidad de todos los amores humanos juntos, el Dios incapaz de enamorar al hombre, el Dios que no se hubiera hecho verdadero hombre con todas sus consecuencias, el Dios que no hubiera nacido milagrosamente del vientre de u n a mujer, el Dios que no hubiese regalado a los hombres hasta su misma madre, el Dios en el que yo no pueda esperar contra toda esperanza. Sí, mi Dios es el otro Dios.

el Dios para quien los hombres valieran no por lo que son sino por lo que tienen o por lo que representan, el Dios que aceptara por amigo a quien pasa por la tierra sin hacer feliz a nadie, el Dios que no poseyera la generosidad del sol que besa cuanto toca, las flores y el estiércol, 23(,

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