El Derecho como Argumentacion
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ArielDerecho

Manuel Atienza

,EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN CONCEPCIONES DE LA ARGUMENTACIÓN

Ariel

A Carmen

1 edición: febrero de 2006 © 2006: Manuel Atienza Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © 2006: Editorial Ariel, S. A. Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona ISBN: 84-344-3254-4 Preimpresión: Edimac Depósito legal: B. 2.291 - 2006 Impreso por A&M GRÀFIC, S. L. Polígono Industrial «La Florida» 08130 S anta Perpètua de Mogoda (Barcelona) Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

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ÍNDICE Presentación........................................................................................

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Capítulo 1. D e re ch o y a rg u m e n ta c ió n ..................................................... 1. Introducción. La argum entación jurídica y su auge actual . . . 2. Factores que explican el fe n ó m e n o .............................................. . 3. Concepciones del Derecho: de los teóricos y de los prácticos . 4. El form alism o jurídico ...................................................................... 5. El positivism o n o rm a tiv is ta ............................................................... 6. El realism o j u r í d i c o .............................. 7. El iu s n a t u r a l is m o ................................................................................ 8. El escepticism o j u r í d ic o ...................................................................... 9. Lo que q u e d a ........................................................................................ 10. Sobre el pragm atism o j u r í d i c o ............................................. 57 11. Derecho, conflicto y a r g u m e n ta c ió n ................................... 59

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Capítulo 2. Tres c o n c e p c io n e s d e la a r g u m e n t a c ió n ......................... 1. A rgum entar y d e c i d i r ............................................................................ 2. Un concepto com plejo ........................................................................ 3. El concepto de a rg u m e n ta c ió n ........................................................... 4. Concepciones de la a r g u m e n ta c ió n ................................................. 5. La concepción form al, la concepción m aterial y la concepción pragm ática de la a rg u m e n ta c ió n ........................................................ 6. Concepciones de la argum entación y argum entación jurídica . 7. Algunas c o n s e c u e n c ia s ........................................................................ 7.1. Contexto de descubrim iento y contexto de justificación . 7.2. A rgum entación y f a l a c i a s ........................................................

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Capítulo 3. La c o n c e p c ió n f o r m a l ............................................................... 1. Lógica f o r m a l ......................................................................................... 2. Lógica deductiva ............................................................................. 3. Lógica d e ó n t i c a ...................................................................................... 4. Lógicas (deónticas) d i v e r g e n te s ........................................................ 5. Lógica deductiva y lógica i n d u c t iv a ...................................................

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6. 7. 8. 9.

La form a de los a r g u m e n to s .............................................................. La form a de los argum entos ju r íd ic o s .............................................. Subsunción, adecuación (razonam iento finalista: medio-fin) y p o n d e r a c ió n ............................................................................................ Algunas c o n c lu s io n e s ............................................................................

C a p í t u l o 4.

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

La c o n c e p c ió n m a t e r i a l ......................................................... Concepción form al y concepción m a t e r i a l .................................... R azonam iento teórico y práctico ..................................................... R azonam iento jurídico y razonam iento p r á c tic o ............................ Razones y tipos de r a z o n e s .................................................................. Razones jurídicas (del sistem a ju ríd ic o )........................................... Razones jurídicas extrasistem áticas (de la práctica jurídica) . . Relevancia y peso de las ra z o n e s ........................................................ Razones in stitu c io n a le s ........................................................................ Razones jurídicas y razones m orales. La unidad del razonam ien­ to p r á c t i c o ...............................................................................................

149 154 163 176 181 181 190 197 203 213 222 227 235 242

C a p í t u l o 5.

La c o n c e p c ió n p r a g m á t i c a .................................................. 247 1. El im perio p r a g m á t i c o ......................................................................... 247 2. Lógica, retórica y dialéctica .............................................................. 250 3. La concepción pragm ática y la concepción m a te r ia l.................... 255 4. Retórica y dialéctica ............................................................................ 259 5. La dialéctica com o p ro c e d im ie n to ..................................................... 264 6. La actividad r e t ó r i c a ............................................................................ 270 7. De nuevo sobre las fa la c ia s .................................................................. 273 8. El papel de la retórica y de la dialéctica en la argum entación ju ­ rídica ......................................................................................................... 279

Bibliografía............................................................................................................

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Índice de nombres...............................................................................................

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índice sinóptico ...................................................................................................

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PRESENTACIÓN Si el valor de un libro se midiera por el trabajo que cuesta escri­ birlo, éste merecería seguramente ser considerado un buen libro. Pero las cosas no son siempre así. A veces, esfuerzos ímprobos pro­ ducen resultados mediocres, y otras veces se puede quizás obtener un buen (o aceptable) resultado (y un éxito considerable) a un coste bas­ tante bajo. Pues bien, he dedicado bastante tiempo y esfuerzo a escribir las páginas que siguen y, de hecho, el libro como tal viene a ser una sín­ tesis y un desarrollo de muchos trabajos que, en el campo de la ar­ gumentación jurídica, he ido publicando en los últimos años; algu­ nos de ellos, en colaboración con Juan Ruiz Mañero. Mi proyecto consistía en elaborar una teoría argumentativa del Derecho, pero lo que aquí presento es sólo la primera parte de la misma: un análisis de las tres concepciones de la argumentación (la formal, la material y la pragmática) que, debidamente articuladas, tendría que servir para dar una respuesta (que el lector, por tanto, no encontrará aquí) a las tres grandes preguntas que plantea esa aproximación teórica: cómo analizar una argumentación jurídica, cómo evaluarla y cómo argumentar en el Derecho; a ello habría que añadir el estudio de los diversos contextos que caracterizan a la argumentación jurídica y de los límites —inevitables, pero quizás no inmediatamente obvios— de ese enfoque. Lo anterior puede servir de explicación, me parece, a la extrañeza que el título ha producido en algunos de los lectores del texto en una versión previa (pero no muy distinta) a la de su publicación. Efectivamente, lo de El Derecho como argumentación va realmente más allá de lo que el lector podrá encontrar en estas páginas y, por eso, he optado por añadir un subtítulo que aporte un mayor valor in­ formativo respecto del contenido: Concepciones de la argumentación. Renunciar, a estas alturas, a un título pensado hace ya mucho tiempo me parecía como renunciar a la posibilidad de que alguna vez pueda lograr llevar a cabo la tarea completa.

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Hay además otra circunstancia de la que el lector debe quedar ad­ vertido. Aunque el libro pretende ser autosuficiente, esto es, todo lo que en él se dice debería ser comprensible (por ejemplo, para cualquier jurista o estudiante de Derecho de cultura media) sin necesidad de acu­ dir a fuentes externas al mismo, sin embargo, hay una referencia cons­ tante a diversas teorías de la argumentación jurídica, en cuyo análisis no entro. La razón es que escribí hace años un libro dedicado precisa­ mente a ello, Las razones del Derecho. Teorías de la argumentación jurí­ dica (Atienza, 1991), y no era, obviamente, cuestión de repetirse. Me he limitado a dar, de vez en cuando, algunas breves indicaciones dirigidas, simplemente, a hacer el texto inteligible. No volver a repetir lo ya escri­ to entonces sobre autores como Toulmin, Perelman o Alexy explica, por lo demás, que el capítulo dedicado a la concepción pragmática de la argumentación tenga una menor extensión que los otros. En síntesis, el contenido del libro es el siguiente. En el primer capítulo muestro cuáles son los factores que expli­ can el creciente interés por la argumentación en el Derecho y me cen­ tro en los de naturaleza teórica. La tesis fundamental es que las prin­ cipales concepciones del Derecho del siglo xx no permiten, por diver­ sas razones, captar los aspectos argumentativos del Derecho. Ade­ más, identifico algunos rasgos de una nueva concepción del Derecho (ahora en fase de formación), cuyo trasfondo sería el pragmatismo jurídico y que lleva a considerar el Derecho como argumentación. El capítulo segundo se dedica al esclarecimiento de la noción de argumentación, lo que se lleva a cabo a través de la distinción entre concepto y concepciones: existen ciertos rasgos presentes en cualquier tipo de argumentación (que configuran el concepto) y diversas mane­ ras de interpretar esos elementos comunes, que dan lugar a tres con­ cepciones características: la formal, la material y la pragmática; den­ tro de esta última se hace, a su vez, una subdistinción entre la con­ cepción dialéctica y la retórica. La argumentación jurídica consiste en una combinación peculiar de elementos provenientes de esas tres concepciones (o perspectivas), pero cabe distinguir también diversos contextos jurídicos en los que una u otra de esas concepciones juega un papel preponderante. Los tres capítulos sucesivos están destina­ dos a desarrollar cada una de ellas. En el capítulo tercero, el núcleo de la concepción formal se hace coincidir esencialmente con la lógica deductiva clásica. Se señala, no obstante, la importancia que para la argumentación jurídica tiene la lógica deóntica, las lógicas divergentes y la lógica inductiva. Y se dis­ tinguen tres formas fundamentales de los argumentos jurídicos: la subsunción, la adecuación (argumentos medio-fin) y la ponderación, cada una de las cuales supone el uso (como premisa) de un enuncia-

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do jurídico característico: una regla de acción, una regla de fin y un principio (principio en sentido estricto o directriz). Así como la concepción formal descansa en la noción de inferen­ cia, la concepción material (a la que se dedica el capítulo cuarto) con­ siste, en lo esencial, en una teoría de las premisas, de los tipos de ra­ zones que se usan en la resolución de problemas teóricos o prácticos. El razonamiento jurídico es visto como un tipo peculiar de argumen­ to práctico en el que operan razones (premisas) de dos tipos: unas (normas, enunciados de valor, definiciones) forman parte del sistema jurídico, y otras (enunciados fácticos en sentido amplio) son razones extrasistemáticas, provenientes de la práctica jurídica. El uso de las razones lleva a plantearse el problema de la relevancia y del peso de las mismas, así como el de la relación entre las razones jurídicas y las morales. Finalmente, el capítulo quinto está dedicado a la concepción pragmática de la argumentación, es decir, a considerar la argumenta­ ción esencialmente como una actividad dirigida a persuadir sobre algo o a defender o atacar una tesis; el énfasis no se pone ahora en la noción de inferencia ni en la de premisa (y conclusión), sino en los efectos que se trata de lograr con la argumentación. La distinción en­ tre la concepción retórica y la dialéctica depende esencialmente de que en la actividad social en que consiste argumentar, una de las par­ tes de la relación o ambas asuman un rol activo. La concepción prag­ mática tiene cierta prioridad sobre las otras dos, pero la argumenta­ ción jurídica no puede verse exclusivamente en términos retóricos y/o dialécticos. Durante el largo período en el que he estado dedicado a escribir este libro he recibido el estímulo de muchas personas. Por supuesto, de todos los miembros del área de filosofía del Derecho de la Univer­ sidad de Alicante; en especial, de Josep Aguiló, cuya capacidad para orientar a la gente en cuestiones teóricas o prácticas es, casi podría decir, proverbial; y de Hugo Ortiz, con el que he contraído en estos últimos años una impagable deuda de gratitud. Pero también de per­ sonas ajenas (o relativamente ajenas) a nuestro grupo, como Ernesto Garzón Valdés (lo que ahora es el primer capítulo del libro fue mi conferencia en la Cátedra Ernesto Garzón Valdés 2003 [El Derecho como argumentación, Fontamara, México, 2004]) y Robert Summers, mi anfitrión en el inolvidable año sabático que pasé en la Universidad de Cornell, en 2001.1 Además, he tenido la fortuna de que un buen número de colegas y amigos haya leído el libro (en una versión previa a la actual) y me haya hecho numerosas indicaciones que han evitado la comisión de muchos errores y me han permitido mejorar su conte­ nido de muchas maneras. La lista incluye a Juan Ruiz Mañero, Josep

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Aguiló, Daniel González Lagier, Ángeles Rodenas, Isabel Lifante, Vic­ toria Roca, Macario Alemany, Raimundo Gama, Amalia Amaya, Ali Lozada, Juan Cofré, Perfecto Andrés Ibáñez, Luis Vega, Jesús Delga­ do y José Juan Moreso. A todos ellos les quedo profundamente agra­ decido. Alicante, noviembre de 2005 C apítulo 1

DERECHO Y ARGUMENTACIÓN 1.

Introducción. La argumentación jurídica y su auge actual

Parece obvio que la argumentación es un ingrediente importante de la experiencia jurídica, prácticamente en todas sus facetas: tanto si se considera la aplicación como la interpretación o la producción del Derecho; y tanto si uno se sitúa en la perspectiva del juez como en la del abogado, el teórico del Derecho, el legislador... Lo que quizás sea menos obvio es aclarar en qué consiste —o en qué se traduce— exac­ tamente esa importancia y, sobre todo, mostrar de qué manera la perspectiva argumentativa permite entender a fondo muchos aspec­ tos del Derecho y de la teoría jurídica y provee, en fin, de instrumen­ tos sumamente útiles para operar con sentido en el Derecho; particu­ larmente, en los sistemas jurídicos de los Estados constitucionales. Una cierta dificultad para lograr todos esos objetivos surge de la oscuridad que rodea a la expresión «argumentación jurídica» y a mu­ chas otras que pueden considerarse más o menos sinónimas (o par­ cialmente sinónimas): «argumento», «razonamiento jurídico», «lógi­ ca jurídica», «método jurídico»... A lo largo del libro se irá aclarando en qué sentido hablo de argumentación jurídica (o, mejor, en qué sen­ tidos: una de las ideas centrales del mismo es que existen diversas concepciones o dimensiones de la argumentación con relevancia jurí­ dica), pero ya ahora conviene hacer algunas precisiones iniciales. La primera es que por argumentación jurídica no entiendo lo mismo que por lógica jurídica, aunque si se adoptara una concepción suficientemente amplia de la lógica (que incluyera, por ejemplo, el conjunto de temas tratados por Aristóteles en el Organon), no habría prácticamente nada —ningún tema de los que aquí se van a abor­ dar— que no pudiera ser considerado como perteneciente a la lógica, a la lógica jurídica. De hecho, la expresión «lógica» se ha usado —y se usa— con una enorme cantidad de significados, uno de los cuales (en

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cuanto adjetivo) equivaldría a «racional», «aceptable», «fundado». De todas formas, hoy es frecuente contraponer el enfoque lógico de la ar­ gumentación a otros de carácter retórico, tópico, comunicativo, etc., y aquí seguiré básicamente ese uso, bastante sólidamente establecido, por lo demás. Dicho en forma aproximativa, la lógica —la lógica for­ mal— entiende los argumentos como encadenamientos de enun­ ciados, en los que, a partir de algunos de ellos (las premisas) se llega a otro (la conclusión). Otros enfoques pueden consistir en ver la ar­ gumentación como una actividad, una técnica o un arte (el ars inveniendi) dirigido a establecer o descubrir las premisas; como una téc­ nica dirigida a persuadir a otro u a otros de determinada tesis; o como una interacción social, un proceso comunicativo que tiene lu­ gar entre diversos sujetos y que debe desarrollarse conforme a ciertas reglas. Por lo demás, la cuestión de las relaciones entre el Derecho y la lógica es compleja y resulta bastante oscurecida por la imprecisión con que suele hablarse de «lógica» en el ámbito del Derecho (y en muchos otros ámbitos). En realidad, viene a ser uno de los temas clá­ sicos del pensamiento jurídico, que suele abordarse de manera muy distinta, según las culturas jurídicas y la época de que se trate. Ha­ blando muy en general, podría decirse que, en la cultura occidental, ha habido momentos (y direcciones del pensamiento jurídico) en los que Derecho y lógica parecen haber tendido a aproximarse (por ejem­ plo, en el iusnaturalismo racionalista), y otros en los que la relación habría sido más bien de tensión (como ocurre con el movimiento an­ tiformalista o realista). Como ejemplo de esto último, es inevitable ci­ tar la conocidísima frase del juez Holmes, al comienzo de su obra The common law: «la vida del Derecho no ha sido lògica, sino experien­ cia» (Holmes, 1963, p. 1). Pero esas palabras se han malinterpretado con no poca frecuencia, seguramente debido a la mencionada oscuri­ dad de la expresión «lògica». Parece bastante razonable entender que lo que pretendía Holmes al escribir esas líneas no era afirmar que en el Derecho no hubiera lógica: Holmes era plenamente consciente de la importancia del análisis lógico de los conceptos jurídicos, y sus de­ cisiones —particularmente sus votos disidentes— son ejemplos desta­ cados de cómo usar persuasivamente la lógica. Lo que pretendía era más bien contraponer el formalismo jurídico a una concepción ins­ trumental o pragmatista del Derecho; o sea, señalar que lo que guía el desarrollo del Derecho no es una idea inmutable de razón, sino la ex­ periencia —la cultura— cambiante (vid. Menand, 1997, p. XXI). Di­ cho de otra manera, el aforismo de Holmes iría contra la «lógica», pero entendida en un sentido que nada tiene que ver con cómo hoy se emplea —técnicamente— la expresión.

También merece la pena resaltar el hecho de que cuando hoy se habla de «argumentación jurídica» o de «teoría de la argumentación jurídica» no se está diciendo algo muy distinto a lo que anteriormen­ te se llamó más bien «método jurídico», «metodología jurídica», etc. Resulta así significativo que en las primeras páginas de su libro Teo­ ría de la argumentación jurídica (una de las obras más influyentes en Europa y Latinoamérica en las últimas décadas), Robert Alexy mues­ tra explícitamente que lo que él pretende es abordar, centralmente, los mismos problemas que habían ocupado a los autores de los más influyentes tratados de metodología jurídica (Larenz, Canaris, Engisch, Esser, Kriele...): o sea, aclarar los procesos de interpretación y aplicación del Derecho y ofrecer una guía y una fundamentación al trabajo de los juristas. En mi opinión, la diferencia en el uso que hoy se da a la expresión «argumentación jurídica» frente a la de «método jurídico» radica esencialmente en que la primera tiende a centrarse en el discurso jurídico justificativo (particularmente, el de los jueces), mientras que «método jurídico» (por lo menos entendido en un senti­ do amplio) tendría que hacer referencia también a otra serie de ope­ raciones llevadas a cabo por los juristas profesionales y que no tienen estrictamente (o no sólo) un carácter argumentativo: por ejemplo, en­ contrar el material con el que resolver un problema o adoptar una de­ cisión en relación con un caso (en la medida en que se distingue de la justificación de esa decisión). De hecho, lo que puede llamarse «teo­ ría estándar de la argumentación jurídica» parte de una distinción clara (que no suele encontrarse en los cultivadores más tradicionales de la metodología jurídica), por un lado, entre la decisión (judicial) y el discurso referido o conectado con la decisión; y, por otro lado (en el plano del discurso), entre el de carácter justificativo y el descripti­ vo y explicativo; la teoría de la argumentación jurídica de nuestros días se ocupa, casi exclusivamente, del discurso justificativo de los jueces, esto es, de las razones que ofrecen como fundamento —moti­ vación— de sus decisiones (el contexto de la justificación de las deci­ siones), y no de la descripción y explicación de los procesos de toma de decisión (el contexto del descubrimiento) que exigiría tomar en cuenta factores de tipo económico, psicológico, ideológico, etc. Sin embargo, como el lector irá viendo, este libro se inspira en una concepción muy amplia de la argumentación jurídica, que tiende a conectar la actividad argumentativa con los procesos de toma de decisión, de resolución de problemas jurídicos, y que, en cierto modo, relativiza las anteriores distinciones; de manera que podría de­ cirse que el enfoque argumentativo del Derecho aquí propuesto con­ siste esencialmente en considerar los problemas del método jurídico desde su vertiente argumentativa. Por lo demás, en el mundo anglo-

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sajón —particularmente en el de los Estados Unidos— la expresión «razonamiento jurídico» («legal reasoning») se ha usado tradicional­ mente —y sigue usándose— en un sentido muy amplio y práctica­ mente equivalente al de método jurídico (vid., p. ej., Burton, 1985; Neumann, 1998). En los libros de «Legal reasoning» se trata de ense­ ñar a los estudiantes a «pensar como un jurista» (algo fundamental en un sistema educativo dirigido casi exclusivamente a formar bue­ nos profesionales) y cumplen una función —propedéutica— semejan­ te a la que muchas veces se ha atribuido a la lógica en relación con el resto de las ciencias. Pues bien, en cualquiera de los sentidos en que cabe hablar de razonamiento jurídico o de argumentación jurídica, no hay duda de que sus orígenes son muy antiguos. El estudio de las formas lógicas de los argumentos utilizados por los juristas («a pari», «a fortiori», «a contrario»...) se remonta por lo menos al Derecho romano. El ars inveniendi, la tópica, habría sido, según Viehweg (1986), el estilo ca­ racterístico de la Jurisprudencia en la época clásica del Derecho ro­ mano y habría durado en Europa por lo menos hasta la llegada del racionalismo. Y el origen mismo de la retórica (en Sicilia, en el si­ glo v a.C.) no es otro que el Derecho: el considerado como primer tratado de retórica —el Corax— surge de la necesidad de persuadir a los jueces en relación con determinadas disputas sobre la propie­ dad de la tierra. Ahora bien, este interés de siempre por la argumentación jurídi­ ca —y por la argumentación en general— ha aumentado enormemen­ te en los últimos tiempos. Aquí habría que hablar quizás de dos mo­ mentos de inflexión. Uno es el de los años cincuenta del siglo xx, cuando se produce un gran resurgimiento de la aplicación de la lógi­ ca al Derecho, en parte por la posibilidad de aplicar al mismo las he­ rramientas de la «nueva» lógica matemática (la publicación de la Ló­ gica jurídica de Ulrich Klug es de 1951, pero la elaboración del libro data de finales de los años treinta [vid. Atienza, 1991]), y en parte como consecuencia del nacimiento de la lógica deóntica o lógica de las normas (el trabajo pionero de von Wright es de 1951); pero tam­ bién de otras tradiciones en el estudio de los argumentos, representa­ das por la tópica de Viehweg (sumamente afín, por lo demás, a la concepción del razonamiento jurídico de un autor norteamericano, Levi, que publica por las mismas fechas un influyente libro sobre el tema), la nueva retórica de Perelman, o la lógica «operativa» o infor­ mal de Toulmin. Por eso, cuando hoy se habla de argumentación ju­ rídica (o de teoría de la argumentación jurídica) se hace referencia a un tipo de investigación que no se limita al uso de la lógica formal (el análisis lógico-formal sería sólo una parte de la misma) e incluso a

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veces a un tipo de investigación que se contrapone al de la lógica (al de la lógica formal). Otro momento de inflexión se produce a finales de los años se­ tenta, cuando se elabora el núcleo conceptual de lo que puede consi­ derarse como la «teoría estándar de la argumentación jurídica» (vid. Atienza, 1991), que aparece expuesta en diversos trabajos de Wróblewski, Alexy, MacCormick, Peczenik y Aarnio; aunque poniendo el acento en otros aspectos de la argumentación jurídica (lo que luego llamaré su dimensión «material»), por esa época se publican también una serie de trabajos de Dworkin, Summers y Raz que han influido decisivamente en la manera de entender el discurso justificativo (de carácter judicial). El enorme interés existente por la argumentación jurídica a partir de estas fechas es muy fácil de constatar. Basta con examinar los índices de las revistas de teoría o de filosofía del Dere­ cho. O con acudir a diversos números de esas mismas revistas en los que se promovieron encuestas para conocer cuáles eran los temas de esas disciplinas que sus cultivadores consideraban de más interés. Pero además, no se trata sólo de un interés teórico, de los filósofos del Derecho, sino de un interés que éstos comparten con los profesio­ nales y con los estudiantes de Derecho. 2.

Factores que explican el fenómeno

¿A qué se debe entonces el carácter central que la argumentación jurídica ha pasado a tener en la cultura jurídica (occidental)? Hay varios factores que, tomados conjuntamente —de hecho, están estrechamente vinculados—, ofrecen una explicación que me parece satisfactoria. El primero es de naturaleza teórica. Las concepciones del Dere­ cho más características del siglo xx han tendido a descuidar —o, al menos, no han centrado particularmente su atención en— la dimen­ sión argumentativa del Derecho. Se entiende por ello que exista un in­ terés —digamos, un interés de conocimiento— en construir teorías ju­ rídicas más completas y que llenen esa laguna. En seguida desarrolla­ ré este aspecto con algún detalle. El segundo factor —obviamente conectado con el anterior— es de orden práctico. La práctica del Derecho —especialmente en los Derechos del Estado constitucional— parece consistir de manera re­ levante en argumentar, y las imágenes más populares del Derecho (por ejemplo, el desarrollo de un juicio) tienden igualmente a que se destaque esa dimensión argumentativa. Esto resulta especialmente evidente en la cultura jurídica anglosajona —sobre todo, en la nortea­ mericana— con sistemas procesales basados en el principio contra-

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dictorio (en los sistemas continentales, sólo el proceso civil —pero no el penal— se basa en ese principio) y en la que el Derecho es contem­ plado tradicionalmente no desde el punto de vista del legislador o desde la perspectiva abstracta del teórico o del dogmático del Dere­ cho (como ocurre en las culturas del continente europeo y de Latino­ américa), sino desde la perspectiva del juez y del abogado. Ello expli­ ca que, aunque los norteamericanos no hayan sentido con gran fuer­ za —ni, me parece, lo sienten ahora—, la necesidad de construir una teoría de la argumentación jurídica, la práctica de la argumentación constituye el núcleo de la enseñanza del Derecho en las Facultades —mejor, escuelas profesionales— de prestigio desde la época de Langdell: instituciones como el case method, el método socrático o las Moot Courts son la prueba de ello (vid. Pérez Lledó, 2002). Ahora bien, lo que resulta aún más llamativo —estamos tratando del auge actual de la argumentación jurídica— es que el aspecto argu­ mentativo de la práctica jurídica resulta también crecientemente des­ tacado en culturas y ordenamientos jurídicos que obedecen a la otra gran familia de sistemas jurídicos occidentales: la de los Derechos romano-germánicos. El caso español puede servir muy bien de ejem­ plo para ilustrar ese cambio. Me limitaré a señalar dos datos. El uno —cuyo carácter evidente no necesita de prueba alguna— es que, a par­ tir básicamente de la Constitución de 1978, las sentencias de los jue­ ces están más y mejor motivadas de lo que era usual con anterioridad; a ello ha contribuido mucho la idea —aceptada por los tribunales tras algunos titubeos iniciales— del carácter obligatorio de la Constitución y la propia práctica (de exigente motivación) del Tribunal Constitucio­ nal. Otro dato de interés lo constituye la introducción del jurado (cumpliendo precisamente con una exigencia constitucional), en 1995. Frente a la alternativa del jurado puro anglosajón y del sistema de escabinado vigente en diversos países europeos, se optó por el primero de ellos, pero con la peculiaridad de que el jurado español tiene que motivar sus decisiones: no puede limitarse a establecer la culpabilidad o no culpabilidad, sino que tiene que ofrecer también sus razones. Na­ turalmente, se trata de una forma en cierto modo peculiar de motivar, de argumentar (la motivación se contiene en el conjunto de respuestas dadas a las preguntas elaboradas —en ocasiones pueden pasar de 100— por el juez que preside el jurado; no es, por tanto, una motiva­ ción discursiva [Atienza, 2004] como la que puede encontrarse en una sentencia judicial); y muchas de las críticas que se han dirigido al fun­ cionamiento de la institución vienen precisamente de las dificultades para llevar a cabo esta tarea. Pero lo que me interesa destacar es has­ ta qué punto se considera hoy que la práctica del Derecho —la toma de decisiones jurídicas— debe ser argumentativa.

El tercero de los factores se vincula con un cambio general en los sistemas jurídicos, producido con el paso del «Estado legislativo» al «Estado constitucional». Por Estado constitucional, como es obvio, no se entiende simplemente el Estado en el que está vigente una Constitución, sino el Estado en el que la Constitución (que puede no serlo en sentido formal: puede no haber un texto constitucional) con­ tiene: a) un principio dinámico del sistema jurídico político, o sea la distribución formal del poder entre los diversos órganos estatales (vid. Aguiló, 2001); h) ciertos derechos fundamentales que limitan o condicionan (también en cuanto al contenido) la producción, la in­ terpretación y la aplicación del Derecho, y c) mecanismos de control de la constitucionalidad de las leyes. Como consecuencia, el poder del legislador (y el de cualquier órgano estatal) es un poder limitado y que tiene que justificarse en forma mucho más exigente. No basta con la referencia a la autoridad (al órgano competente) y a ciertos procedimientos, sino que se requiere también (siempre) un control en cuanto al contenido. El Estado constitucional supone así un incre­ mento en cuanto a la tarea justificativa de los órganos públicos y, por tanto, una mayor demanda de argumentación jurídica (que la reque­ rida por el Estado legislativo de Derecho). En realidad, el ideal del Estado constitucional (la culminación del Estado de Derecho) supone el sometimiento completo del poder al Derecho, a la razón: la fuerza de la razón, frente a la razón de la fuerza. Parece por ello bastante ló­ gico que el avance del Estado constitucional haya ido acompañado de un incremento cuantitativo y cualitativo de la exigencia de justifica­ ción de las decisiones de los órganos públicos. Además —-junto al del constitucionalismo—, hay otro rasgo de los sistemas jurídicos contemporáneos que apunta en el mismo senti­ do: me refiero al pluralismo jurídico o, si se quiere, a la tendencia a borrar los límites entre el Derecho oficial o formal y otros procedi­ mientos —jurídicos o parajurídicos— de resolver los conflictos. Al menos en principio, la tendencia hacia un Derecho más «informal» (a la utilización de mecanismos como la conciliación, la mediación, la negociación) supone un aumento del elemento argumentativo (o «re­ tórico») del Derecho, frente al elemento burocrático y al coactivo (vid. Santos, 1980; 1998a; e infra, cap. 1, ap. 8). El cuarto de los factores es pedagógico y, en cierto modo, es una consecuencia —o, si se quiere, forma parte— de los anteriores. Recu­ rro otra vez a un ejemplo español. El aspecto que tanto los profesores como los estudiantes de Derecho consideran más negativo del proce­ so educativo podría sintetizarse en este lema: «¡La enseñanza del De­ recho ha de ser más práctica!» La expresión «práctica» es, por su­ puesto, bastante oscura (como lo es el término «teoría» al que suele

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acompañar) y puede entenderse en diversos sentidos. Si se interpreta como una enseñanza que prepare para ejercer con éxito alguna de las muchas profesiones jurídicas que se le ofrecen al licenciado en Dere­ cho o para formar a juristas capaces de actuar con sentido (lo que puede querer decir algo distinto a «con éxito profesional») en el con­ texto de nuestros sistemas jurídicos, entonces una enseñanza más práctica ha de significar una enseñanza menos volcada hacia los con­ tenidos del Derecho y más hacia el manejo —un manejo esencial­ mente argumentativo— del material jurídico. Utilizando la termino­ logía de los sistemas expertos, cabría decir que de lo que se trata no es de que el jurista —el estudiante de Derecho— llegue a conocer la información que se contiene en la base de datos del sistema, sino de que sepa cómo acceder a esa información, a los materiales jurídicos (es lo que los norteamericanos llaman Legal research), y cuál es —y cómo funciona— el motor de inferencia del sistema, o sea, el conoci­ miento instrumental para manejar ese material (el Legal method o el Legal reasoning: cómo hace el jurista experto —cómo piensa— para, con ese material, resolver un problema jurídico). Al final, pues, lo que habría que propugnar no es exactamente una enseñanza más práctica (menos teórica) del Derecho, sino una más metodológica y argumen­ tativa. Si se quiere, al lado del lema «¡la enseñanza del Derecho ha de ser más práctica!», habría que poner este otro: «¡no hay nada más práctico que la buena teoría y el núcleo de esa buena teoría es argu­ mentación!». Como antes se ha dicho, ese tipo de enseñanza «práctica» del De­ recho ya existe. Pero no hay por qué considerarlo como un modelo ideal, puesto que no lo es. Y no lo es, en mi opinión, por una serie de factores que tienen que ver precisamente con la argumentación. Cuando se examinan las críticas que suelen dirigirse a las grandes es­ cuelas de Derecho norteamericanas (vid. Pérez Lledó, 2002), nos en­ contramos, por un lado, con objeciones que apuntan a un exceso de casuismo, a la falta de una mayor sistematicidad y, por otro lado, con deficiencias que se refieren a elementos ideológicos del sistema edu­ cativo: generar una aceptación acritica del Derecho; olvidar los as­ pectos no estrictamente profesionales; generar entre los futuros juris­ tas un escepticismo radical, una visión puramente instrumental del Derecho que, en el fondo, lleva a pensar que lo que es técnicamente posible (usando el Derecho aunque sea de manera torticera) es tam­ bién éticamente aceptable. Pues bien, yo diría que todo eso es, en cierto modo, una consecuencia de haber desarrollado un modelo —una concepción— de la argumentación jurídica que potencia casi exclusi­ vamente los elementos de tipo dialéctico y retórico, en detrimento de lo que luego llamaré elementos formales y materiales de la argumen-

tación: el aspecto más estrictamente lógico y la justificación en senti­ do estricto de las decisiones. El último (quinto) factor es de tipo político. Hablando en térmi­ nos generales, las sociedades occidentales han sufrido un proceso de pérdida de legitimidad basada en la autoridad y en la tradición; en su lugar —como fuente de legitimidad— aparece el consentimiento de los afectados, la democracia. El proceso tiene lugar en todas las esfe­ ras de la vida, y explica que el interés creciente por la argumentación —un interés ligado, pues, al ascenso de la democracia— no se cir­ cunscriba ni mucho menos al campo del Derecho. En todo caso, el fe­ nómeno de constitucionalización del Derecho al que antes me he re­ ferido supone, por un lado, un reflejo de la legitimidad de tipo demo­ crático pero, por otro lado, incluye un elemento de idealidad —los de­ rechos humanos— que va más allá de la democracia o, si se quiere, que apunta a otro sentido de la democracia. Dicho de otra manera, la vinculación de la argumentación con la democracia varía según cómo se entienda la democracia. Si se concibe simplemente como un siste­ ma de gobierno —un procedimiento de toma de decisiones— en el que se considera las preferencias de todos (donde funciona la ley de la mayoría), es obvio que existe un espacio amplio para la argumen­ tación —mucho más amplio que en un Estado no democrático— aun­ que no necesariamente —o no siempre— para una argumentación de tipo racional que busque no simplemente la persuasión, sino la co­ rrección (si se quiere, la persuasión racional). Pero las cosas son dis­ tintas en el caso de lo que suele llamarse democracia deliberativa, esto es, la democracia entendida como un método en el que las prefe­ rencias y los intereses de las gentes pueden ser transformados a tra­ vés del diálogo racional, de la deliberación colectiva. Esa democracia (naturalmente, una idea regulativa, un ideal, pero no un desvarío de la razón) presupone ciudadanos capaces de argumentar racional y competentemente en relación con las acciones y las decisiones de la vida en común (vid. Nino, 1996). 3.

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Concepciones del Derecho: de los teóricos y de los prácticos

Por concepción del Derecho entiendo un conjunto de respuestas, con cierto grado de articulación, a una serie de cuestiones básicas en relación con el Derecho (Atienza, 2001): a) cuáles son sus componen­ tes básicos; b) qué se entiende por Derecho válido y cómo se trazan los límites entre el Derecho y el no Derecho; c) qué relación guarda el Derecho con la moral y con el poder; d) qué funciones cumple el De­ recho, qué objetivos y valores deben —o pueden— alcanzarse con él;

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e) cómo puede conocerse el Derecho, de qué manera puede construir­ se el conocimiento jurídico; f) cómo se entienden las operaciones de producción, interpretación y aplicación del Derecho; g) y quizás algu­ nas otras. En el siglo xx, y en relación con los sistemas jurídicos occidenta­ les, parece haber habido, básicamente, tres conjuntos de respuestas, de concepciones, que han jugado un papel central, y otras dos a las que podría considerarse periféricas. Las centrales habrían sido: el nor­ mativismo positivista, el realismo (también una forma de positivismo) y el iusnaturalismo. Mientras que en la periferia habría que situar al formalismo jurídico, y a las concepciones escépticas del Derecho (has­ ta la década de los años setenta del siglo xx, esencialmente, las co­ rrientes de inspiración marxista, y desde entonces, las llamadas teo­ rías «críticas» del Derecho, mezcla de marxismo y alguna otra cosa). Muchas veces se ha caracterizado a las tres primeras concepcio­ nes señalando que cada una de ellas se fija, respectivamente, en el ele­ mento normativo, conductista (sobre todo, la conducta de los jueces) y valorativo del Derecho. Recurriendo a una metáfora arquitectónica, es como si el edificio del Derecho se viera preferentemente desde el pun­ to de vista de su estructura, de su funcionalidad o de su idealidad. No es una idea desacertada y, en cierto modo, contribuye a explicar la pu­ janza de esas tres concepciones del Derecho. De hecho, lo mismo pue­ de decirse de la propia arquitectura que permite, típicamente, esos tres enfoques. Pero ese esquema —en sí, excesivamente vago— necesi­ ta ser enriquecido (si se quiere, «cruzado») con las respuestas que se den a la anterior batería de preguntas, para evitar así una construc­ ción insuficiente (o peor que insuficiente: confusa) de esas concepcio­ nes. Esa confusión tiene lugar, por ejemplo, cuando, para caracterizar el iusnaturalismo, se elige sólo la respuesta a alguna de las anteriores cuestiones, y se confronta con el iuspositivismo del que, por otra par­ te, se destacan sus respuestas a otras de las preguntas. Así, es bastante usual presentar al positivismo jurídico a partir de la llamada «tesis de las fuentes sociales del Derecho», o sea (entendida en sentido amplio), la tesis de que el Derecho es un fenómeno convencional que se crea y se modifica por actos humanos; lo cual permite diferenciar esa postu­ ra del iusnaturalismo teológico de otras épocas, pero más difícilmente del iusnaturalismo contemporáneo (por más que el elemento teológico o religioso no haya desaparecido de todas las actuales versiones del iusnaturalismo). Y algunos iusnaturalistas, por su lado, ponen el énfa­ sis en la tesis de la necesaria conexión entre el Derecho y la moral, en la imposibilidad de distinguir netamente entre el ser y el deber ser, en la idea de que el Derecho no puede tener cualquier contenido, etc.; pero no es nada obvio que eso permita, por sí mismo, caracterizar una

concepción del Derecho: dicho de otra manera, se puede suscribir sin necesidad de hacer profesión de iusnaturalismo; y es una tesis que, si no se acompaña de alguna otra (como la de la no completa autonomía del Derecho con respecto a la religión), dejaría fuera a buena parte de la tradición iusnaturalista. El criterio múltiple antes sugerido permite, me parece, un análi­ sis comparativo que podría arrojar resultados interesantes en este sentido. Pero no voy a desarrollarlo aquí. El esquema sólo lo utilizaré como una especie de marco conceptual para explicar por qué ningu­ na de esas concepciones incorpora una teoría satisfactoria de la di­ mensión argumentativa del Derecho. Pero antes de pasar ahí, conviene hacerse la pregunta de si —o hasta qué punto— esas concepciones (de los teóricos o de los filóso­ fos) del Derecho tienen su reflejo en la práctica jurídica, es decir, si los jueces, abogados, etc., operan en el Derecho de acuerdo con algu­ na (o con alguna combinación) de esas concepciones. En principio, parecería que tendría que ser así, aunque resulta también razonable pensar que las concepciones del Derecho de los prácticos no presen­ tan el grado de articulación interna que cabe encontrar en las obras de los filósofos del Derecho. Lo que aquí entiendo por concepción del Derecho de los prácti­ cos guarda una conexión estrecha con lo que Friedman (1978) ha lla­ mado cultura jurídica intema, esto es, la de los que desempeñan las actividades jurídicas especializadas en una sociedad y que contrapo­ ne a la cultura jurídica externa, las ideas, actitudes, etc., que sobre el Derecho tiene la población en general. Precisamente, para Friedman, el razonamiento jurídico, la práctica judicial consistente en dar razo­ nes de las decisiones, es un elemento significativo de esa cultura in­ terna, y desarrolla una tipología de los sistemas jurídicos, según la forma —el estilo— que asume en ellas el razonamiento jurídico. A tal efecto, toma en cuenta dos perspectivas. Desde la primera de ellas, un sistema jurídico puede ser cerrado, si las decisiones sólo pueden con­ siderar, como premisas de las mismas, «proposiciones del Derecho» (o sea, se parte de una distinción entre proposiciones que son jurídi­ cas y otras que no lo son); o abierto, si no hay un límite para lo que puede ser considerado como una premisa o una proposición del De­ recho (no opera la anterior distinción). Desde la segunda perspectiva, habría sistemas jurídicos que aceptan la innovación, esto es, la posi­ bilidad de que pueda surgir nuevo Derecho; y otros que no. Resultan así cuatro tipos de sistemas jurídicos: 1) Cerrados y que rechazan la innovación: el Derecho judío clásico, el Derecho musulmán o el com­ mon law de la época clásica. 2) Cerrados y que admiten la innova­ ción: el common law desde el siglo xix o los Derechos codificados de

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tipo continental-europeo. 3) Abiertos, pero que no aceptan la innova­ ción: Derechos consuetudinarios. 4) Abiertos y que aceptan la inno­ vación: se aproximaría a lo que Weber entendía por «racionalidad sustantiva»: sistemas de legalidad revolucionaria, como el Derecho soviético de la primera época; o el tipo de Derecho orientado hacia policies, característico del Estado social (del Welfare State). Sobre la base del anterior esquema, parece que habría que llegar a la conclusión de que los sistemas jurídicos evolucionados de nues­ tros días obedecen básicamente a una combinación de elementos del tipo 2) y 4), o bien que están a caballo entre uno y otro: son sistemas innovadores y relativamente cerrados, lo que no quiere decir que to­ dos los sistemas y/o sectores del Derecho lo sean en el mismo grado. Esa caracterización puede muy bien servir de marco para situar la di­ versidad de concepciones del Derecho que cabe encontrar entre los jueces, los abogados, etc., que operan bajo un determinado sistema jurídico. Así, refiriéndose al Derecho norteamericano y a sus jueces, Summers ha identificado dos diversas concepciones operativas (wor­ king conceptions) que no constituyen una necesidad lógica, pero sí una necesidad pragmática (para operar en el sistema). Cabría, según él (vid. Summers, 1992), distinguir entre la concepción que ve el De­ recho como un conjunto de reglas preexistentes (preexistentes a la la­ bor judicial) y la que lo contempla como un método para reconciliar, mediante razones, puntos de vista que se encuentran en conflicto. Esas dos concepciones podrían evaluarse desde tres perspectivas: fa­ cilitar la identificación de los fenómenos normativos preexistentes; interpretar ese material, y crear nuevo Derecho (innovar el Derecho). Summers llega a la conclusión de que, desde la tercera de las pers­ pectivas, la concepción del Derecho como razón es superior, esto es, resulta más operativa. Un estudio a fondo (y suficientemente detallado) de la diversidad de concepciones de los prácticos (y de los teóricos, los dogmáticos) del Derecho presupone la realización de investigaciones de carácter empírico, que deben contar además con las diferencias existentes en función de las profesiones, las peculiaridades de cada sistema jurídi­ co y el momento temporal elegido. Pero hay ciertos rasgos, más o me­ nos generales, que pueden conjeturarse sin demasiado temor a equi­ vocarse (a que sean refutados). Por ejemplo:1

tural de un jurista, lo que no puede decirse de nuestras Facultades de Derecho; con anterioridad, ese papel de apertura hacia el exterior pa­ rece haberlo cumplido la literatura y la retórica (Kronman, 1993). Uti­ lizando el anterior esquema de Summers, no sería muy aventurado suponer que lo que él llama concepción del Derecho como razón es mucho más fácil de encontrar en los Estados Unidos que en Europa donde, por el contrario, tiene mucha más fuerza la visión del Derecho como un conjunto de normas preexistentes. Por otro lado, dentro de los sistemas de common law, el Derecho norteamericano parece ser más sustantivista (más abierto, al aceptar como «proposiciones del Derecho» —fuentes— criterios no basados en la autoridad) y el inglés más formalista (con un sistema de fuentes más inmediatamente liga­ do a las autoridades) (vid. Atiyah y Summers, 1987). 2. Lo anterior lleva a (o explica) que la cultura jurídica nortea­ mericana —hablando siempre en términos muy generales— propen­ da más bien hacia el realismo y no sienta un particular rechazo por el iusnaturalismo (o por cierta manera de entender la doctrina del De­ recho natural). Mientras que el polo de atracción de los juristas euro­ peos en el siglo xx (incluyendo aquí a los ingleses) lo ha constituido más bien el positivismo normativista. Así se explica, por ejemplo, la escasa influencia de Kelsen en la cultura jurídica norteamericana; o el surgimiento de teorías como la de Dworkin que, obviamente, obe­ dece al modelo de considerar el Derecho como «razón». 3. Los cambios en el sistema jurídico (y en el sistema social) que han ocurrido en las últimas décadas llevan a que el «modelo nortea­ mericano» esté, en cierto modo, ganando terreno. Por ejemplo, el des­ arrollo del Derecho europeo supone para los juristas la necesidad de operar dentro de ordenamientos jurídicos de gran complejidad, con sistemas de fuentes (y estilos de razonamiento) distintos, frecuentes conflictos de leyes, etc.; parece obvio el paralelismo con la compleji­ dad jurídica norteamericana, en donde opera tanto el common law como el Derecho legislado, a lo que se une la existencia tanto de regla­ mentaciones y jurisdicciones de cada Estado como de carácter federal. 4. Por lo que se refiere a la cultura jurídica interna española —la de los prácticos y la de los profesores de Derecho—, la situación podría describirse así: a) Subsiste un fondo formalista que, sin em­ bargo, tiende progresivamente a debilitarse, b) El modelo de positi­ vismo jurídico á la Kelsen suscita un rechazo bastante generalizado, en particular entre los jueces: en parte porque el modelo de juez de la teoría pura no se ve que refleje la realidad de la aplicación práctica del Derecho, y en parte quizás también porque supone una imagen poco lucida de la función judicial. Una concepción como la de Hart o Carrió, por el contrario, resulta mucho más atractiva: o sea, la idea

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1. La cultura jurídica norteamericana (interna y externa) es mu­ cho menos formalista que la de los países de Derecho continental y, en especial, que la española y la de los países latinoamericanos. Así, en la cultura académica de los Estados Unidos, la filosofía moral y política y/o el análisis económico del Derecho forma hoy parte del bagaje cul­

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de que en algunos —pocos— casos los jueces crean en mayor o en menor medida Derecho, mientras que en otros —en la mayoría— se limitan a aplicarlo, c) Del modelo de Dworkin quizás pueda decirse que resulta atractivo, pero es bastante ajeno a los parámetros de nuestra cultura jurídica; sus elementos «comunitaristas», hermenéuticos, no son fácilmente comprensibles: los jueces —como el resto de los juristas— en España no tienen en absoluto1 la impresión de que sean partícipes de una tarea común del tipo de la escritura de una no­ vela en cadena, o de la construcción de una catedral (este último ejemplo es del último Nino), d) Algo de «realismo jurídico» está bien, pero demasiado lleva al escepticismo, y esta última no es una actitud ante el Derecho a la que propendan los jueces y los profesores (quizás sea más frecuente entre los abogados). Pocos aceptarían, por ejem­ plo, la tesis de la indeterminación radical del Derecho, según la cual, «ni las leyes ordenan la sociedad ni resuelven los conflictos, sino que, a todo lo más, son directrices, puntos de referencia que el legislador pone en manos de los funcionarios y de los jueces, a sabiendas de que sólo muy parcialmente van a aplicarlas y que lo decisivo será siempre no la voluntad del legislador sino el criterio personal del operador» (Nieto, 1998, p. 15). e) Del iusnaturalismo (la concepción que, al me­ nos como ideología, habrá sido la más familiar para una buena parte de los jueces y de los profesores españoles en su periodo de forma­ ción) no parece quedar casi nada. Si acaso, la propensión a identifi­ car (pero no en forma explícita) la Constitución con una especie de Derecho natural, de principios indiscutibles que cabe encontrar en ese texto, interpretado por el Tibunal Constitucional; o, dicho de otra manera, la defensa de un positivismo ideológico (la otra cara de cier­ to iusnaturalismo) que identifica sin más el Derecho con la justicia y que lleva por tanto a que el jurista piense que no tiene por qué em­ barcarse en ninguna aventura teórica que le lleve más allá del Dere­ cho positivo; no es sólo que la filosofía moral y política sea peligrosa para el jurista, sino que no la necesita.

filosofía— del Derecho del siglo xx no se haya visto a sí misma, en ge­ neral, como formalista, y otra que el formalismo no haya sido —y no siga siendo— una actitud frecuente en la práctica del Derecho; es de­ cir, aquí parece existir un cierto distanciamiento entre las concepcio­ nes del Derecho de los teóricos y las concepciones «operativas» del Derecho de los prácticos. Por otro lado, el término «formalismo» es oscurísimo y, aunque hoy tienda a usarse la expresión en un sentido peyorativo, la existencia de tópicos como «las formas son importan­ tes en el Derecho» y otros por el estilo apuntan a cierta ambigüedad de la noción de formalismo que conviene aclarar. Pues existen, al me­ nos, estas dos maneras distintas de entender el formalismo.

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Antes he dicho que el formalismo jurídico ha sido una concep­ ción del Derecho extrema o marginal en el siglo xx. Pero ésta es una afirmación que necesita ser matizada, al menos en los dos siguientes sentidos. Por un lado: una cosa es que, efectivamente, la teoría —o la

A) El formalismo como característica del Derecho moderno, que viene a identificarse con lo que Weber llamó «racionalidad for­ mal».12 Esa misma idea, expresada en la terminología de la teoría del Derecho contemporánea, significa que el Derecho moderno consiste esencialmente en reglas, o sea, las premisas de los razonamientos ju­ rídicos funcionan como razones excluyentes o perentorias (vid. infra, cap. 4, ap. 4), de manera que en muchos o en la mayoría de los casos los decisores (los aplicadores) pueden prescindir de las circunstan­ cias particulares de los casos, esto es, de las razones para la decisión que en principio serían de aplicación para decidir el caso, pero que, al no figurar en la regla abstracta preestablecida, el decisor no nece­ sita tomar en consideración; lo que significa también que la aplica­ ción de las normas puede hacerse sin que entren en juego los crite­ rios morales y políticos del aplicador. La práctica de la aplicación del Derecho —de la toma de decisiones jurídicas—, salvo en supuestos marginales, resulta así no sólo simplificada, sino que se vuelve relati­ vamente previsible, ya que esos órganos —los jueces— no necesitan llevar a cabo, en sentido estricto, una tarea deliberativa. Pues bien, hay algunas líneas de desarrollo del Derecho contem­ poráneo que parecen ir en contra de esa tendencia al formalismo, a la racionalización formal del Derecho: el aumento creciente de las fun­ ciones del Derecho; la tendencia a una regulación jurídica cada vez más particularizada en muchos ámbitos; la importancia de las nor­ mas de fin, esto es, normas que señalan objetivos, estados de cosas a obtener; el aumento de los factores que contribuyen a minar el carác­ ter «sistemático» del Derecho: lagunas, contradicciones, etc., como consecuencia de la proliferación legislativa; la importancia creciente de los principios y de los valores jurídicos sustantivos... Sin embargo,

1. Aquí habría que excluir al Tribunal C onstitucional y quizás a algún otro alto tribunal.

2. nónim a.

4.

El formalismo jurídico

«Legalismo», tal y com o se usa en ciertos contextos, sería una expresión si­

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parece también razonable pensar que se trata de tendencias que no pueden poner en cuestión ese fondo de formalismo; o, dicho de otra manera, si no fuera así, el sistema jurídico perdería sus señas de identidad con respecto a los otros subsistemas sociales, y otro tanto ocurriría con el razonamiento jurídico: no habría propiamente razo­ namiento jurídico si éste no tuviese, de alguna manera, un carácter «cerrado» en el sentido de Friedman. Me parece que ése es también el fondo de razón que late en la reivindicación de las formas —de cierto formalismo— en el Derecho. Y también la razón más poderosa para defender hoy el positivismo jurídico (al que suele calificarse de «éti­ co» o «axiológico»): no tanto porque suponga adherirse a la tesis de las fuentes sociales del Derecho o de la separación entre el Derecho y la moral, sino porque, al suscribir esas tesis, se está aceptando una determinada actitud moral frente al Derecho: una actitud que consis­ te en limitar el poder de los intérpretes y de los aplicadores. Es el tipo de positivismo jurídico defendido hace ya tiempo por Scarpelli (1965; vid. Jori, 1987) y, más recientemente, por autores como Campbell (2002), Hierro (2002) o Atria (2002). No es cuestión de entrar aquí en la profusa discusión contemporánea en torno al positivismo jurídico (y sus variantes de «neopositivismo», «positivismo crítico», «positivis­ mo incluyente», «positivismo excluyeme», etc.), pero sí que parece importante resaltar que el peso del «formalismo», en el sentido en el que estoy usando la expresión, en los diversos sectores del Derecho no es uniforme (y no debe serlo): es explicable —y justificable— que la aplicación del Derecho por muchos órganos burocráticos (particu­ larmente si se sitúan en los niveles bajos de la estructura del sistema jurídico) obedezca casi exclusivamente a parámetros formalistas, pero no parece que tenga que ser lo mismo cuando se trata de tri­ bunales superiores de Justicia y, por supuesto, del Tribunal Constitu­ cional.3 B) El formalismo, entendido propiamente como una concep­ ción del Derecho, es algo distinto (aunque tenga cierta conexión con el fenómeno anterior). Quizás pudiera decirse que lo que une a las grandes corrientes formalistas del xix (la escuela de la exégesis, la ju­ risprudencia de conceptos, la Analytical Jurisprudence y el «formalis­ mo jurisprudencial» norteamericano) es una tendencia a absolutizar los elementos formales del Derecho y a construir a partir de ahí una teoría —una ideología— que, a los efectos que aquí interesan, se ca­ racteriza por la tendencia a la simplificación de las operaciones de aplicación e interpretación del Derecho. Como lo dirían Hart o Ca3. Lo que justifica que esto sea así es lo que podría llam arse «las razones del formalismo»: básicam ente, la seguridad jurídica.

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rrió: por no ver los casos de la penumbra, los casos difíciles, y tratar a todos ellos como si fueran casos fáciles. De ahí que la motivación, la argumentación de las decisiones, se vea en términos puramente de­ ductivos o mecánicos (aunque no sea lo mismo una cosa y otra). Los formalistas, propiamente hablando, no necesitan una teoría de la ar­ gumentación jurídica. Les basta con la lógica deductiva, que algunos llegan a reducir incluso a un sólo tipo de argumento: el modus ponens, el silogismo judicial. Hay, desde luego, algo de cierto en la famosa —y hoy denostada en general— «teoría de la subsunción»: la justificación de decisiones que implican el establecimiento de normas concretas teniendo que basarse en ciertas normas —premisas— preestablecidas, supone que al menos uno de los pasos de la justificación tiene que ser deductivo. Pero, por un lado, que uno de los elementos de la justificación sea de­ ductivo (o pueda reconstruirse así) no significa identificar sin más justificación y justificación deductiva. Por otro lado, es importante no confundir —muchos formalistas lo han hecho— justificación y de­ cisión: «decidir —según el acertado dictum de MacCormick (1978)— no es deducir». Finalmente, el formalismo jurídico, en cuanto con­ cepción del Derecho, es una cosa, y la lógica —formal— jurídica, otra. El análisis lógico del Derecho, del razonamiento jurídico, no tie­ ne por qué incurrir en formalismo, aunque a veces lo haga. Más ade­ lante (cap. 3) se tratará el tema con más detalle, pero por el momen­ to bastará con decir que contra lo que se ha de estar prevenido no es contra la lógica jurídica (un instrumento simplemente esencial para el estudio y la práctica del razonamiento jurídico), sino contra el lo­ gicismo jurídico, contra la tendencia a reducir el razonamiento jurí­ dico a sus elementos lógico-formales. 5.

El positivismo normativista

Como antes se ha dicho, el positivismo normativista ha sido pro­ bablemente la concepción del Derecho más extendida entre los teóri­ cos del Derecho europeos del siglo xx. Cabría hablar aquí de dos for­ mas básicas: una, la más radical, está representada por el modelo kelseniano; la otra, más moderada y sofisticada, se identifica con la obra de Hart. La incompatibilidad de la concepción kelseniana del Dere­ cho con la visión del Derecho como argumentación es, como en se­ guida se verá, un hecho manifiesto e indiscutible. En relación con Hart, sin embargo, el juicio tiene que ser mucho más matizado. Po­ dría resumirse así: La visión del Derecho presente en su obra maes­ tra, El concepto de Derecho, tiene poco que ver con el enfoque argu-

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mentativo del Derecho, pero Hart mostró en otros de sus escritos (posteriores a ese libro) un notable interés por los aspectos argumen­ tativos del Derecho y, además, no puede olvidarse que, sobre la base de los presupuestos haitianos (y desarrollando su concepción del De­ recho en ciertos aspectos), se ha construido una de las teorías de la argumentación jurídica más influyentes e importantes de los últimos tiempos: la de Neil MacCormick. El positivismo normativista ha sido también una concepción del Derecho de gran influencia en la filosofía del Derecho del siglo xx en el mundo hispano hablante. Y también aquí pueden encontrarse dos for­ mas básicas que pueden ejemplificarse en las obras de Genaro Carrió, la una, y en las de Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin, la otra. La de Genaro Carrió es esencialmente semejante a la de Hart, aunque quizás pueda decirse que el autor argentino mostró desde siempre un mayor interés por la argumentación judicial y de los abogados. Probablemen­ te, ello se deba a estos dos factores: uno es la influencia que el realis­ mo siempre tuvo en su obra (tanto el realismo americano como el es­ candinavo, el de Alf Ross); y el otro tiene que ver con el hecho de que Carrió ejerció durante mucho tiempo como abogado y luego llegó a ser presidente de la Corte Suprema de Argentina. En todo caso, merece la pena recordar aquí algunos datos significativos de su producción teó­ rica. Carrió no sólo tradujo el famoso librito de Levi sobre el razona­ miento jurídico (Levi, 1964), sino que escribió una sugerente y atinada introducción a esa obra en la que señalaba las afinidades que presen­ taba con la tópica jurídica de Viehweg; es el autor de un libro de gran éxito en el foro argentino sobre el recurso de amparo (la primera edi­ ción es de los años sesenta [Carrió, 1967]) que constituye un magnífi­ co ejemplo de cómo construir la dogmática jurídica desde un enfoque argumentativo del Derecho; y en los últimos años de su producción es­ cribió dos pequeños manuales (dirigidos a los abogados noveles) sobre cómo argumentar un caso y cómo fundamentar un recurso, a la ma­ nera de los libros estadounidenses de introducción al razonamiento ju­ rídico (Carrió, 1987 y 1996). Sin embargo, las insuficiencias básicas que cabe encontrar en el enfoque de Hart (a las que luego me referiré) pueden también aplicarse, en lo esencial, a la obra de Carrió. Como decía, la otra concepción de positivismo normativista que ha tenido —y tiene— una gran influencia en la filosofía del Derecho en lengua castellana está representada por la obra de Carlos Alchou­ rrón y Eugenio Bulygin. Hablando en términos generales, puede de­ cirse que, desde el prisma argumentativo, la producción conjunta de estos dos autores se sitúa en un punto intermedio entre Kelsen y Hart. A diferencia de Kelsen (y de otros autores «irracionalistas», como Ross), Alchourrón y Bulygin siempre han defendido la tesis de

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que las decisiones jurídicas pueden (y deben) justificarse en términos lógico-deductivos; o sea, que se pueden realizar inferencias normati­ vas, que la lógica se aplica también a las normas. Incluso puede de­ cirse que su tendencia ha sido la de identificar justificación y justifi­ cación lógica (deductiva); recientemente, Bulygin ha aceptado que «el modelo deductivo de justificación» «no excluye otros» (Bulygin, 1993), pero ni él ni Alchourrón han mostrado interés por esos otros modelos. Ello tiene que ver, en mi opinión, con su fuerte escepticismo en relación con la razón práctica y su tendencia al emotivismo en materia moral. De Hart (y de Carrió) les separa, precisamente, el ma­ yor énfasis puesto en el análisis lógico formal del Derecho y en el es­ cepticismo moral (Hart puede considerarse como un objetivista míni­ mo en materia moral) y, quizás como consecuencia de ello, el que Al­ chourrón y Bulygin hayan elaborado una teoría del Derecho que, en cierto modo, se centra en los casos fáciles. Lo que hace que la visión kelseniana del Derecho sea básicamen­ te antagónica con respecto a una de tipo argumentativo son rasgos como los siguientes: A) El énfasis en el análisis estructural del Derecho, o sea, el De­ recho visto como conjunto de normas, frente al enfoque funcional (sociológico) o el enfoque valorativo. Como es bien sabido, Kelsen de­ fendió que el Derecho es una técnica de control social y dió conside­ rable importancia a esa faceta, pero un presupuesto inamovible de su construcción teórica (probablemente traicionado en la elaboración de algunos de sus escritos) es la separación tajante entre la ciencia del Derecho (normativa y estructural) y la sociología del Derecho. B) Una teoría de la validez del Derecho —de las normas jurídi­ cas— que lleva, en realidad, a considerar las cadenas de validez como cadenas de autoridades: en definitiva, la validez, para Kelsen, es una cuestión de fiat, no de argumentación racional. C) La consideración del Derecho como un objeto para ser co­ nocido, más bien que como una actividad, una práctica, en la que se participa (por ejemplo, argumentando). D) El emotivismo ético, la consideración de la justicia como un ideal irracional y, en consecuencia, la negación de la posibilidad de la razón práctica. E) La tesis del último Kelsen (pero que no puede verse en abso­ luto como un radical cambio en su obra) de que no hay relaciones ló­ gicas entre las normas; o sea, la imposibilidad de justificar racional­ mente las decisiones jurídicas o, dicho de otra manera, la negación radical del discurso justificativo. Bulygin (1988, p. 25) ha sugerido que esa actitud de Kelsen puede haberse debido a su escaso conocí-

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miento de la lógica moderna;4 pero, naturalmente, se trata de una te­ sis explicativa, no justificativa. F) Su forma de enfocar la interpretación y la aplicación del De­ recho. Como es bien sabido, Kelsen relativizó la distinción tradicio­ nal entre la creación y la aplicación del Derecho y consideró que los órganos aplicadores (jueces o no) también crean Derecho; pero en esa producción del Derecho, las reglas del método jurídico —el razo­ namiento jurídico— no juegan prácticamente ningún papel. Más en concreto, a partir de la distinción entre el análisis estático y dinámico del Derecho, el lugar «natural» para dar cabida a la argumentación jurídica en la obra de Kelsen tendría que ser la dinámica del Derecho y, en particular, la teoría de la interpretación. Pero éste es, quizás, el capítulo más insatisfactorio de la teoría pura (vid. Lifante, 1999). Kel­ sen distinguió entre la interpretación auténtica, la que llevan a cabo los órganos aplicadores, y la interpretación del científico del Derecho. La primera consiste en un acto de voluntad en el que la argumenta­ ción racional no juega ningún papel. Por el contrario, la interpreta­ ción del científico del Derecho es una actividad puramente cognosci­ tiva, pero bastante inútil: las normas jurídicas son marcos abiertos a diversas posibilidades, y lo único que cabría es poner de manifiesto los diversos sentidos posibles, sin decantarse por ninguno de ellos.5 Como antes he anticipado, en relación con la concepción hartiana del Derecho, no se puede emitir un juicio semejante. Es más, varios de sus trabajos (vid. Hart, 1983) pueden verse como contribuciones de in­ terés a la teoría de la argumentación jurídica. Así, a propósito de Ben­ tham, Hart desarrolló la idea de considerar a las normas jurídicas como razones perentorias, lo que constituye un aspecto central de lo que llamaré «concepción material» de la argumentación y de la que más adelante se hablará. También es relevante su artículo sobre la teo­ ría del Derecho norteamericana en el que fija su posición, a propósi­ to de la interpretación y aplicación del Derecho, entre la pesadilla de los realistas extremos que exacerban los elementos de indetermina4. Tam bién Vernengo (1987) es de la opinión de que, pese a sus atisbos genia­ les, Kelsen nunca alcanzó una clara concepción de la lógica, en el sentido contem po­ ráneo. Sobre esto, vid. Schmill (1993), el cual señala (en un trabajo publicado origi­ nariam ente en 1978) que el error de Kelsen (al sostener que la lógica no se aplica a las norm as) consiste en no haber distinguido con la suficiente claridad «entre las re­ laciones lógicas existentes entre las norm as y el proceso de individualización de una norm a, el cual no consiste en u na inferencia lógica» (p. 46). 5. Una aguda y, en m i opinión, radicalm ente acertada crítica de este tipo de positivism o puede encontrarse en un libro de Lon Fuller del año cuarenta del pasado siglo: The Law in quest o f itself .

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ción del Derecho y el noble sueño de quienes, como sobre todo Dwor­ kin, sobreestiman el papel de la razón práctica y la capacidad del De­ recho para proveer de una solución correcta para todos los casos difí­ ciles. Es significativo su interés por la obra de Perelman que se plasma en el hecho de que hiciera una presentación para la primera traduc­ ción de escritos de Perelman en inglés (Perelman, 1963). Y, quizás so­ bre todo, la voz Problems o f Legal Philosophy redactada para la Enci­ clopedia MacMillan a finales de los sesenta (Hart, 1983). En este últi­ mo trabajo, Hart considera que hay esencialmente tres clases de pro­ blemas (que guardan entre sí cierta relación) de los que se ocupa la fi­ losofía del Derecho: problemas de carácter conceptual; problemas de razonamiento jurídico, y problemas de crítica del Derecho. Aclara que los concernientes al razonamiento jurídico (de los jueces y tribunales) han preocupado sobre todo a los autores estadounidenses. Y presenta un cuadro teórico de esos problemas sumamente lúcido (y que prefi­ gura los posteriores desarrollos de MacCormick): muestra el alcance y los límites de la lógica deductiva, debido al carácter indeterminado de las normas; denuncia la oscuridad con que suele tratarse el tema del razonamiento inductivo; distingue entre el contexto de descubrimien­ to y el de justificación (métodos de descubrimiento y estándares de evaluación —appraisal—); distingue también entre el carácter final e infalible de los tribunales de última instancia; e incluso señala la im­ portancia de los principios (principles, policies and standards) para re­ solver los casos difíciles, aquéllos en los que no basta la deducción. De todas formas, el texto que mejor permite entender la concep­ ción de fondo de Hart sobre el razonamiento jurídico (sobre el Dere­ cho, en general) es el famoso Postcriptnm a El concepto de Derecho. En ese trabajo (Hart, 1997; la fecha de redacción es 1983), que esencial­ mente es una toma de postura en relación con la concepción dworki- • niana, Hart reconoce que en El concepto de Derecho se había ocupado muy poco del problema de la aplicación judicial del Derecho (la adju­ dication) y del razonamiento jurídico y, muy en especial, de la argu­ mentación en relación con los principios (p. 118). Pero Hart insiste (en mi opinión, con toda razón) en que en su concepción no hay nada que impida reconocer que los principios también pueden formar par­ te del Derecho; una idea, por lo demás, que ya había sido defendida por Carrió (1971) inmediatamente después de que aparecieran las pri­ meras críticas de Dworkin a Hart. En particular, Hart insiste en que la regla de reconocimiento puede incorporar como criterio último de validez jurídica principios de justicia o valores morales sustantivos (p. 102). De manera que las diferencias con Dworkin se reducirían, en realidad, a las dos siguientes. La primera se refiere a la defensa por Hart de la tesis de la discrecionalidad judicial. Esto es, el carácter in-

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determinado del Derecho hace que, en algunos casos, el juez tenga que crear Derecho, ya que su decisión no puede verse como predeter­ minada por el Derecho. Por supuesto, Hart no piensa que el juez deba crear Derecho arbitrariamente: tiene que basarse en «razones genera­ les» y debe actuar «como un legislador escrupuloso lo haría al decidir según sus propias creencias y valores» (p. 137). O sea, existen razones, aunque no se trate de razones jurídicas y aunque esas razones sean li­ mitadas. Y la segunda diferencia (subrayada también por Hart en la entrevista que Páramo le hizo en la revista Doxa [1990] algo después de la publicación del Postcriptum) es que él pretende haber construido una teoría descriptiva y general del Derecho, mientras que la de Dwor­ kin sería «parcialmente valorativa y justificativa» y «dirigida a una cultura en particular» (el Derecho angloamericano) (p. 93). Pues bien, esos dos aspectos que le separan de Dworkin vienen a ser también los presupuestos de fondo que hacen que una concepción del Derecho como la haitiana (o la de Carrió) deba considerarse insufi­ ciente para dar plena cuenta del elemento argumentativo del Derecho. La tesis de la discrecionalidad presupone la de la separación entre el Derecho y la moral, y con ella la de la negación de la unidad de la razón práctica: la argumentación jurídica no puede por ello verse como for­ mando una unidad con la argumentación moral y la política. Y el enfo­ que descriptivista (obviamente vinculado con la tesis de la separación conceptual entre el Derecho y la moral) lleva (como en el caso de Kel­ sen, pero de manera mucho menos radical) a ver el Derecho esencial­ mente como un objeto de conocimiento; o sea, Hart no está interesado en el carácter específicamente práctico del Derecho, que es sustancial a la idea del Derecho como argumentación: su teoría se centra en el De­ recho considerado como sistema, más bien que como práctica social.6 En términos generales, cabría decir que lo que separa al positi­ vismo normativista del enfoque del Derecho como argumentación consiste en lo siguiente:7 A) Desde la perspectiva del concepto de Derecho, los normativistas ven el Derecho como una realidad ya dada; el Derecho es un conjunto de normas, un libro, un edificio, o una ciudad que está ahí fuera para ser contemplada y descrita.8 Para el enfoque del Derecho

como argumentación, el Derecho consiste más bien en una actividad, una práctica compleja; la imagen sería más bien la de una empresa, una tarea, en la que se participa: la escritura de una novela en cadena, más bien que el libro ya escrito; la construcción de una catedral, más bien que la catedral construida; o, aún mejor, la actividad consistente en construir y mejorar una ciudad en la que uno tiene que vivir. B) Desde la perspectiva de cuáles son los elementos integrantes del Derecho, tanto Kelsen como Hart, Alchourrón y Bulygin, etc., analizan el Derecho en términos de normas y de tipos de normas (o, si se quiere, de enunciados, algunos de los cuales pueden no ser nor­ mativos). El enfoque del Derecho como argumentación ve en el Dere­ cho un proceso (o, al menos, otorga una gran importancia al aspecto procesal) integrado por fases, momentos o aspectos de la actividad, de la práctica social en que consiste el Derecho. Dicho quizás de otra manera, los positivistas tienden a ver el Derecho como sistema (por analogía con el sistema de la lengua o el sistema de la lógica) y a des­ cuidar el Derecho en cuanto práctica social (en cuanto práctica que va más allá del sistema, de la misma manera que la práctica del len­ guaje —la parole— no se puede reducir a la langue; ni la argumenta­ ción a la lógica deductiva). C) Desde la perspectiva de la forma de estudiar el Derecho, el normativismo positivista se interesa sobre todo por un análisis es­ tructural, anatómico, mientras que el enfoque del Derecho como ar­ gumentación lleva a un estudio de carácter más bien funcional y fi­ siológico. D) Finalmente, desde el punto de vista de la metodología o de los objetivos teóricos, los positivistas normativistas persiguen descri­ bir neutralmente una realidad (o, quizás mejor, el esqueleto, la parte conceptual de la misma), como un objeto previamente dado; mien­ tras que el enfoque del Derecho como argumentación supone contri­ buir a la realización de una empresa: el objetivo de la teoría del Dere­ cho no puede ser exclusivamente cognoscitivo, sino que la teoría (como ocurre en la concepción «interpretativa» del Derecho de Dwor­ kin) se funde con la práctica. 6.

6.

Esto, a pesar de que H art vea las norm as com o prácticas sociales. Vid. in­

fra, cap. 4, ap. 5. 7. La distinción es sem ejante a la que Sum m ers (2001) traza entre lo que él llam a «rule-approach» y «form-approach». 8. Como ejem plo de esa aproxim ación puede servir uno de los últim os traba­ jos de Alchourrón (2000) en el que com para el Derecho con un libro m aestro.

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El realismo jurídico

La anterior contraposición se refiere exclusivamente a una de las grandes formas del positivismo jurídico del siglo xx; deja fuera la otra: la representada por el realismo jurídico. Precisamente, esta últi­ ma es una concepción que, en particular en la versión «americana», pone el énfasis en el Derecho considerado como una práctica social,

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como un fenómeno esencialmente fluido: digamos, el Derecho in fie­ ri, más bien que el Derecho formalmente establecido; y subraya por tanto el carácter instrumental del Derecho: en esa tradición, el Dere­ cho es, sobre todo, un medio de construcción social, «ingeniería so­ cial». Todo ello aproxima, sin duda, esa concepción a lo que he lla­ mado el enfoque del Derecho como argumentación. Si, a pesar de ello, el realismo jurídico no ha producido nada que pueda conside­ rarse como una teoría de la argumentación jurídica, ello se debe a ra­ zones distintas a las que se acaban de señalar en relación con el posi­ tivismo normativista. También en relación con el realismo jurídico americano puede distinguirse una versión extrema y otra moderada. El que suele consi­ derarse como representante más caracterizado de la versión extrema es Jerome Frank. Dado que para él no puede hablarse en sentido es­ tricto de justificación de las decisiones judiciales, resulta claro que su concepción es incompatible con el enfoque argumentativo del Dere­ cho. No obstante, al haber propuesto estudiar el Derecho no tanto des­ de la perspectiva de los tribunales de apelación, cuanto desde la de los tribunales de primera instancia (vid. Frank, 1930 y 1993), a Frank se le debe, entre otras cosas, el haber llamado la atención sobre la im­ portancia de la argumentación (o, si se quiere, el manejo —o la «ma­ nipulación»—) de los hechos, pues en la práctica cotidiana del Dere­ cho lo más frecuente es que el jurista tenga que resolver cuestiones concernientes a los hechos, no a las normas. En todo caso, los ele­ mentos que en la obra de Frank (y en el realismo en general) se opo­ nen al enfoque del Derecho como argumentación son los siguientes: A) El escepticismo axiológico. Frank, como en general los rea­ listas, considera que los juicios de valor juegan un papel muy impor­ tante en la toma de decisiones jurídicas, pero esos juicios no pertene­ cen al campo de la razón. Sobre ellos no es posible construir un dis­ curso propiamente justificativo, sino de carácter persuasivo. No se trata de justificación, sino de racionalización. No de argumentación racional sino, en todo caso, de retórica. B) El interés por el estudio de la retórica queda, por otro lado, limitado por el hecho de que el enfoque realista del Derecho es un en­ foque conductista. Se trata de predecir o, al menos, de explicar a pos­ teriori las conductas de los jueces, y para ello la retórica es de escasa o nula utilidad, ya que las razones explícitas (las que aparecen en la motivación) no son las «verdaderas razones» que produjeron la deci­ sión. En esto se basa su conocida crítica a la teoría del silogismo ju­ dicial: los jueces no operan de acuerdo con el modelo silogístico; no comienzan afirmando el principio o la regla que sirve como premisa

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mayor de su razonamiento, para emplear luego los hechos del caso como premisa menor, y llegar finalmente a la resolución mediante procesos de puro razonamiento. O sea, a Frank no le interesa en rea­ lidad el plano de la justificación, sino el de la explicación. O, mejor dicho, Frank tiende a confundir el contexto del descubrimiento y el de la justificación, y a partir de una tesis explicativa de cómo los jue­ ces llegan realmente a formular sus decisiones, infiere que tales deci­ siones no son susceptibles de ser justificadas (en sentido estricto) (vid. infra, cap. 2, ap. 7.1). C) Finalmente, la indeterminación radical del Derecho (res­ pecto de las normas y respecto de los hechos) que defiende Frank hace que no pueda hablarse propiamente de argumentación jurídica, y ni siquiera de método jurídico. Las decisiones judiciales, según él, no están determinadas por normas previamente establecidas, sino que sólo pueden explicarse a partir de consideraciones biográficas, idiosincrásicas, sobre los jueces. Lo que se necesita no es, pues, lógi­ ca —argumentación—, sino psicología. Para Frank, la tarea funda­ mental de la teoría del Derecho no tiene carácter constructivo, sino más bien crítico; no consiste propiamente en construir un método, sino en desvelar los mitos —el de la seguridad jurídica, el de la justi­ ficación de las decisiones judiciales, el de la existencia de respuestas correctas, etc.— que la cultura jurídica ha ido edificando como una especie de ideología que proporciona una visión confortable —pero falsa— de la realidad del Derecho. En el caso del realismo moderado, el de un Karl Llewellyn, las cosas se plantean de forma notablemente distinta. Mejor dicho, en el primer Llewellyn pueden encontrarse esos tres motivos (el escepticis­ mo axiológico, el conductismo, la indeterminación del Derecho) aun­ que formulados de otra manera, con menor radicalidad. Pero su con­ cepción del Derecho cambia significativamente en sus últimas obras; en particular, en The common law tradition (1960), en donde podría decirse que, de los tres motivos anteriores, sólo queda en realidad uno: la visión conductista del Derecho (vid. Twining, 1985; Kronman, 1993). Como ya lo había hecho Holmes, Llewellyn contrapone la lógica a la sabiduría (wisdom) o prudencia en el sentido clásico (la frónesis aristotélica). El objetivo de su libro es combatir el escepticismo jurí­ dico, esto es, la pérdida de confianza en los tribunales de apelación estadounidenses que, para él, constituyen el símbolo central y vital del Derecho. Según Llewellyn, los factores de estabilización que ha­ cen que las decisiones de esos tribunales sean razonablemente previ­ sibles no tienen que ver con la lógica; señala incluso que los lógicos

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han dado razones a los «iconoclastas», al mostrar que la deducción presupone la elección de las premisas y que esta operación tiene un carácter puramente arbitrario (Llewellyn, 1960, p. 4 y 11). Esa estabi­ lización depende de una serie de factores (algunos de los cuales se vinculan con lo que luego llamaré «concepción material» y «concep­ ción pragmática» de la argumentación) como, por ejemplo: la «doc­ trina jurídica», entendiendo por tal un conjunto de reglas, principios, tradiciones, etc.; la existencia de «técnicas» de trabajo que los jueces utilizan en forma más o menos consciente; la tradición de la «única respuesta correcta», que Llewellyn entiende aproximadamente en el sentido de Alexy, esto es, como una idea regulativa; la práctica de la motivación de las decisiones; la existencia de mecanismos de limita­ ción de los problemas al reducir, por ejemplo, las decisiones a térmi­ nos binarios: revocación o no revocación, condena o absolución; la argumentación de los abogados en el contexto de un procedimiento contradictorio; el sentido de responsabilidad hacia la justicia; etc. Por otro lado, la concepción de Llewellyn, desde un punto de vis­ ta axiológico, no puede ya calificarse en sentido estricto de emotivista; y ni siquiera podría decirse que la suya sea una concepción clara­ mente positivista del Derecho pues, entre otras cosas, Llewellyn pone en cuestión la distinción entre ser y deber ser. Sin embargo, su análi­ sis, desde el punto de vista del enfoque del Derecho como argumen­ tación, sigue teniendo el límite de que el centro de su interés no es el discurso justificativo, sino el de carácter predictivo. Lo que importa no es propiamente lo que dicen los jueces, sino su conducta. Lle­ wellyn defiende en esa obra lo que llama el Grand Style o el Style o f Reason (el de los jueces estadounidenses en la época de formación de su sistema jurídico, a comienzos del siglo xix, perdido luego y recu­ perado a partir de los años veinte del siglo xx) que contrapone al For­ mal Style. Característico del estilo formal es la idea de que los casos los deciden las reglas del Derecho y de que la motivación tiene una forma deductiva. Pero el gran estilo es una forma de pensar y de tra­ bajar, esto es, un método que no consiste únicamente —ni quizás cen­ tralmente— en argumentar. Seguramente tiene que ver con eso el que Llewellyn conciba el trabajo del jurista como una técnica artesanal, cuya «justificación» se encuentra más bien en el producto, en su efi­ cacia, que en la «corrección» de los medios empleados. Por eso tam­ bién, el modelo de argumentación que él parece defender tiene mu­ cho más que ver con la retórica que —pongamos— con la discusión racional habermasiana o, por supuesto, con la argumentación enten­ dida a la manera de la lógica deductiva. Así, las recomendaciones que dirige a los jueces de apelación son, cabría decir, recomendaciones sobre cómo utilizar con habilidad y honestidad profesional reglas téc-

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nicas (la ley de la discreción jurídica, la de los espacios de libre juego (leeways),9 la de la adecuación y el tono) que tienen que ver, sobre todo, con lo que luego llamaré la concepción pragmática de la argu­ mentación. Y otro tanto —y aun más— cabe decir de los consejos di­ rigidos a los abogados si bien, en uno y otro caso, se trata de una re­ tórica bien entendida, esto es, de poner la persuasión al servicio de una idea del Derecho en la que el sentido de la justicia juega un papel de gran importancia. En relación con el realismo jurídico escandinavo, el análisis que cabría hacer es muy semejante. Lo que uno encuentra, por ejemplo, en la obra maestra de Alf Ross, Sobre el derecho y la justicia, es algo muy parecido al último Llewellyn, con la diferencia de que el autor danés es mucho más sistemático que el estadounidense, si bien (yo diría que como contrapartida) Ross tiene una concepción mucho más escéptica sobre el alcance de la razón. A diferencia del positivismo normativista, Ross tiene una visión amplia y fluida del Derecho. Concede gran importancia al Derecho no establecido por las autoridades y destaca, en particular, el papel de lo que llama «tradición de cultura» (que consiste básicamente en un conjunto de valoraciones) en cuanto fuente del Derecho que puede ser el elemento fundamental que inspira al juez al formular la regla en que basa su decisión (Ross, 1963, p. 95). Igualmente, a propósito de la interpretación o del «método jurídico» (los principios o reglas que realmente guían a los tribunales en el tránsito de la regla general a la decisión particular), remarca la importancia de los elementos valorativos, esto es, no cognoscitivos (frente a la concepción tradicio­ nal) y defiende también (ahora frente a Kelsen) que el jurista (quien elabora la dogmática jurídica) no puede abstenerse de valorar, elegir y decidir. Al destacar que el Derecho es una técnica social, un instru­ mento para alcanzar objetivos sociales de cualquier tipo, Ross da gran importancia a la «política jurídica», esto es, a la formulación de propuestas a propósito de la aplicación del Derecho (de sententia ferenda) y de su producción (de lege ferenda). Tanto la administración de justicia como la producción legislativa del Derecho consisten, en su opinión, en una amalgama de elementos cognoscitivos y valorativos, y por eso el jurista (como se acaba de decir) no puede dejar fue­ ra de su campo el discurso valorativo. A diferencia de Kelsen (que también subrayó el carácter de técnica social del Derecho pero defen­ dió una dogmática libre de consideraciones sociológicas y valorativas), Ross no le pide al jurista teórico que no haga política, sino que 9.

Tomo la traducción del libro de Félix F. Sánchez Díaz (2002).

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sea consciente de cuándo hace ciencia y cuándo hace política; más en concreto, las decisiones de política jurídica tienen para él un compo­ nente cognoscitivo, racional (cuyo incremento depende básicamente del desarrollo de una sociología del Derecho sobre bases científicas), pero, en último término, hay siempre un componente de irracionali­ dad, esto es, las decisiones dependen de juicios de valor que, según Ross, tienen una carácter emocional (irracional). El presupuesto último del planteamiento de Ross es la idea de que toda acción deliberada está condicionada por dos factores: un motivo o meta (una actitud), y una serie de «concepciones operati­ vas», esto es, de elementos cognoscitivos (creencias) que dirigen la actividad hacia el fin. Las actitudes (incluidas las actitudes morales) expresan emociones y están más allá de la justificación y de la argu­ mentación: son irracionales, en el sentido de que se trata de una for­ ma de conciencia irreductible a los actos de aprehensión, a las creen­ cias (por eso, la idea de una «razón práctica» es, para él, una contra­ dicción en los términos: si es razón; no es práctica, y si es práctica no pertenece al campo de la razón). Cuando se toman decisiones respec­ to a la interpretación y la producción del Derecho (ya se ha dicho que, para Ross, interpretar implica siempre decidir) existe, por así de­ cirlo, la necesidad de lograr un acuerdo, para lo cual se puede recu­ rrir a métodos racionales o irracionales. Los primeros, de naturaleza argumentativa, pueden usarse para influir en las creencias; pero para influir (de manera directa; de manera indirecta puede hacerse modificando las creencias) en las actitudes, lo que existe es la persuasión. En la producción e interpretación del Derecho, los juristas recurren a diversas «técnicas de argumentación» (por ejemplo, a propósito de la interpretación: cómo usar los argumentos por analogía, a contrario, etc.), pero se trata de técnicas retóricas, esto es, de una mezcla de ar­ gumentación y de persuasión. Ross considera que es imposible pres­ cindir de la persuasión y que no hay por qué adoptar una actitud de cinismo al respecto. Pero la retórica carece en su opinión de criterios objetivos de corrección: «siempre existe la posibilidad de que otra persona, aun cuando acepte los argumentos formulados y no invoque contraargumentos, pueda actuar de manera distinta de la recomen­ dada, sin que ello justifique que se diga que dicha persona ha actua­ do “equivocadamente"» (Ross, 1963, p. 327). El argumento de Ross (que, en mi opinión, se basa en un error) es, en realidad, el mismo que utilizó en otras obras (1941; 1971) para defender la tesis de que la lógica clásica no se aplica a las normas, y proponer en consecuencia una lógica de las normas que, a través de diversos expedientes técnicos (hoy considerados prácticamente sin excepción como no exitosos), evitase ese problema. Según él, una in-

ferencia práctica como: «debes mantener tus promesas; ésta es una de tus promesas; por tanto, debes mantener esta promesa» carece de validez lógica. No es lógicamente necesario que un sujeto que esta­ blece una regla general deba también establecer la aplicación particu­ lar de tal regla. Que esto último ocurra o no depende de hechos psi­ cológicos. No es raro —añade Ross— que un sujeto formule una regla general, pero evite su aplicación cuando él mismo se ve afectado. Ahora bien, aquí parece haber un error: el de suponer que la validez lógica de una inferencia depende de hechos externos o psicológicos. Como ha escrito Gianformaggio (1987), los autores que sostienen la tesis de que la lógica no se aplica a las normas están en realidad mez­ clando dos cuestiones distintas. Una es la de si la relación entre dos normas válidas (pertenecientes a un sistema) son relaciones de tipo lógico; la respuesta es que no, o no necesariamente, pues a un mismo sistema pueden pertenecer normas contradictorias: por ejemplo «las promesas deben ser cumplidas» y «no es obligatorio cumplir con tal promesa». Y otra cuestión es la de si se puede inferir válidamente una norma de otra; no se ve por qué la respuesta haya de ser en este se­ gundo caso negativa, aunque existe la gran dificultad de que tradicio­ nalmente la noción de inferencia o de consecuencia lógica se ha cons­ truido sobre la base de los valores verdad/falsedad que no parecen ser de aplicación a las normas. 7.

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El iusnaturalism o

Como no podía ser de otra forma, también dentro de las concep­ ciones iusnaturalistas del siglo xx pueden distinguirse muchas va­ riantes. La más extendida, por lo menos en los países de tradición ca­ tólica, no ha promovido en absoluto la consideración del Derecho como argumentación. La razón para ello, expresada en términos ge­ nerales, es que ese tipo de iusnaturalismo se preocupó sobre todo por determinar la esencia del Derecho y por mostrar las conexiones exis­ tentes entre el orden jurídico y un orden de naturaleza superior que, en último término, remitía a una idea de tipo religioso. La fundamentación teológica del Derecho se encuentra incluso en los autores más «secularizados» de esa tradición, como pudiera ser el caso del español Legaz y Lacambra.10 Para Legaz, «todas las cosas están orde10. Recientemente, Delgado Pinto (2000, pp. 740 y 743) ha sostenido que la obra de Legaz, en la que se presta una considerable atención a la metodología jurídi­ ca, se aparta netamente del iusnaturalismo «de corte tradicional», hegemónico en la España franquista.

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nadas a Dios» y ése es el punto de partida para ocuparse también del mundo del Derecho, ya que «el criterio supremo de verdad está en la religión, en Dios» (Legaz, 1964, pp. 282 y 306).11 Uno de los autores iusnaturalistas más influyentes en el siglo xx, Giorgio del Vecchio, entendía (y con ello reflejaba una opinión am­ pliamente —por no decir unánimemente— compartida por ese tipo de iusnaturalismo) que la positividad no es una nota esencial del con­ cepto de Derecho; lo esencial sería únicamente la noción de justicia. Por eso, el Derecho natural reflejaba la idea del Derecho «en su plena y perfecta luz», mientras que el Derecho positivo ofrecía de la misma sólo «reflejos parciales y defectuosos» (Del Vecchio, 1957, p. 530). Holmes (refiriéndose a esa misma idea) había comparado en una ocasión a los partidarios del Derecho natural con los caballeros a los que no basta con que se reconozca que su dama es hermosa; tiene que ser la más bella que haya existido y pueda llegar a existir (Hol­ mes, 1920, p. 310). Naturalmente, una consecuencia de esa aproxi­ mación es la falta de interés por las cuestiones metodológicas, por cómo funciona —y cómo puede funcionar— el Derecho (el Derecho positivo) en cuanto realidad determinada social e históricamente. O, dicho en los términos de un influyente trabajo de Bobbio de la déca­ da de los cincuenta (vid. Bobbio, 1980): el iusnaturalismo del siglo xx ha sido, sobre todo, una filosofía del Derecho de los filósofos, preocu­ pada por aplicar al Derecho una filosofía general (de base teológica); y no una filosofía del Derecho de los juristas, esto es, construida des­ de abajo, a partir de los problemas que los juristas se encuentran en el desempeño de las diversas profesiones jurídicas. Por lo demás, ese idealismo caballeresco y escapista resultaba su­ mamente funcional en cuanto ideología justificativa del orden exis­ tente: el Derecho positivo nunca será perfectamente justo, pero segu­i.

ii. Una excepción a lo que se acaba de decir es el caso del iusfilósofo hispano-mexicano Luis Recaséns Siches, defensor de una concepción flexible del Derecho natural, y al que hay que considerar, sin duda, como uno de los precursores de las teorías contemporáneas de la argumentación jurídica. Su manera de plantear las re­ laciones entre el Derecho y la moral, por cierto, recuerda mucho la que ha populari­ zado en los últimos tiempos Robert Alexy. Según Recaséns: «Derecho propiamente lo son tan sólo las normas fabricadas por los hombres para regir las relaciones sociales de una colectividad política en un cierto lugar y en una determinada época». A la esencia de lo jurídico pertenecería no propiamente la justicia, sino «la referencia in­ tencional a la justicia», o «dicho con otras palabras: todo Derecho es un ensayo de realización de las exigencias de la justicia con relación a una realidad social determi­ nada; es un propósito de constituir Derecho justo; pero ese propósito puede resultar logrado o fracasado. Por eso, lo que sí pertenece a la esencia de lo jurídico es ese pro­ pósito o intención» (Recaséns Siches, 1975, p. 195).

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ramente es difícil encontrar alguno que, en algún sentido, no supon­ ga «un punto de vista sobre la justicia» (ésta era la definición que del Derecho daba Legaz en la España franquista [vid. Legaz, 1964]) de manera que, en definitiva i a lo que se llegaba (en forma más o menos velada) era a la identificación sin más del Derecho positivo con la jus­ ticia. Se entiende así que los juristas —los profesores de Derecho— que en las Facultades tenían a su cargo el estudio de las diversas ra­ mas del Derecho se acordaran del Derecho natural el primer día del curso (cuando se afrontaba el tema del concepto de Derecho), para olvidarlo completamente cuando empezaban a tratar de las cuestio­ nes «propias» de su materia. Sin embargo, como antes decía, lo anterior no sirve para caracte­ rizar todos los iusnaturalismos que ha habido en el siglo xx, sino tan sólo su forma más conspicua. No sirve por ejemplo para caracterizar (o, al menos, no del todo) la concepción de un autor como Michel Villey, cuya forma de entender el Derecho natural suscita, por lo demás, considerables recelos dentro de los propios autores iusnaturalistas que se consideran a sí mismos dentro de esa misma tradición aristotélico-tomista (vid. Vigo, 1991). Para Villey (1981), el Derecho natural es esencialmente un método para descubrir el Derecho, lo justo, en las relaciones sociales. Lo justo, en su opinión, se identifica con «lo suyo de cada uno», pero eso es algo que no se encuentra en las nor­ mas, sino en la propia realidad social. El método que propugna Villey no es otro que la dialéctica, entendida en el sentido aristotélico: un tipo de razonamiento que no se confunde ni con el de la lógica de­ ductiva ni con el de las ciencias empíricas, pero tampoco con el de la retórica. La dialéctica (a diferencia de la retórica) no está encamina­ da a la persuasión, sino a la verdad, y para ello parte de opiniones múltiples y divergentes; lo esencial de la dialéctica sería así la idea de un diálogo ordenado y sincero. Otro aspecto de esa metodología jurí­ dica lo constituye las fuentes del Derecho; las fuentes señalan dónde hay que encontrar el Derecho, esto es, de dónde puede partir el razo­ namiento, la dialéctica; para Villey existen tanto fuentes del Derecho positivo como del Derecho natural. Como se ve, se trata de una concepción que, en algunos aspectos, coincide con el enfoque argumentativo del Derecho; de hecho, diver­ sos autores a los que puede considerarse entre los pioneros de la teo­ ría contemporánea de la argumentación jurídica y que han defendido una concepción del razonamiento jurídico contrapuesta a la de la ló­ gica formal deductiva (Recaséns Siches, Viehweg, Esser, Perelman) se han considerado a sí mismos, con mayor o menor intensidad, como autores iusnaturalistas. Es posible que ese tipo de adscripción se haya debido en buená medida a la oscuridad de las nociones de iusnatura-

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lismo y de positivismo jurídico y, como consecuencia, a la (falsa) idea de que el positivismo jurídico representaba una concepción formalista del Derecho. Pero en todo caso lo que sí puede decime con seguridad es que la concepción de Villey (y otro tanto cabe decir de los otros au­ tores, con la excepción de Perelman) no constituye una teoría míni­ mamente desarrollada de la argumentación jurídica. En el caso de Vi­ lley la principal razón puede deberse a su espíritu conscientemente arcaizante: premodemo o ántimodemo. Su concepción del Derecho podría ser adecuada para el Derecho romano de la época clásica, pero no para el del Estado constitucional cuyos valores, simplemente, re­ sultan antitéticos con los presupuestos ideológicos de Villey. No es, sin embargo, éste el caso de Gustav Radbruch, uno de los adalides del «renacimiento del Derecho natural» después de la Se­ gunda Guerra Mundial. Su reacción frente al positivismo jurídico se produce como consecuencia de la experiencia nazi, y lo que busca Radbruch en el Derecho natural bien puede decirse que es, más que nada, una forma de realizar los valores de lo que luego se ha llamado «el Estado constitucional». De hecho, hay una clara continuidad en­ tre muchas de sus tesis «de fondo» y las de Alexy, al igual que hay también muchas afinidades entre muchas de las ideas de Fuller y las de Dworkin: Alexy y Dworkin suelen ser considerados (vid. Dongio­ vanni, 2000) como los dos principales representantes de la teoría constitucionalista del Derecho. Radbruch era consciente de que la validez (la validez en sentido pleno) del Derecho no podía venir del propio Derecho positivo, ni tampoco de ciertos hechos, sino de algún valor de carácter suprapositivo (Radbruch, 1951). Su idea del Derecho contiene en realidad tres nociones de valor: la justicia, la adecuación al fin y la seguridad jurí­ dica, que se complementan mutuamente, aunque también pueden en­ trar en conflicto. La adecuación al fin se subordina a las otras dos, y los conflictos entre justicia y seguridad no pueden resolverse de ma­ nera unívoca, puesto que la seguridad también es una forma de justi­ cia. Estamos, por tanto, ante una cuestión de grado: cuando se trata de leyes extraordinariamente injustas, esas leyes dejan de ser válidas, porque la seguridad jurídica garantizada por el Derecho no significa ya prácticamente nada (vid. Radbruch, 1951, pp. 44, 52; y Radbruch, 1971); pero Radbruch no deja de reconocer la posibilidad de que una ley (moderadamente) injusta sea válida, sea Derecho (supuestos, pues, en los que el valor de la seguridad jurídica prima sobre el de la justicia [vid. infra, cap. 4, ap. 8]). Ahora bien, como resulta más o menos obvio, hoy no se necesita­ ría, para defender esa idea —la posibilidad de que existan leyes inváli­ das por razón de su contenido injusto—, apelar al Derecho natural.

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pues los criterios constitucionales de validez incluyen la adecuación a contenidos de justicia plasmados en los derechos fundamentales; en realidad, la peculiaridad de esa concepción había sido ya advertida hace mucho tiempo por autores como Legaz, para el cual el sentido «yusnaturalista» de la obra de Radbruch resultaba «bastante atenuado».12 Esto último apunta también a una cuestión importante en rela­ ción con el iusnaturalismo (y con el positivismo jurídico): la necesi­ dad de tener en cuenta las circunstancias históricas, el contexto, para poder juzgar acerca de la adecuación de esa concepción del Derecho, e incluso para poder producir definiciones con sentido de lo que cabe entender por iusnaturalismo y por positivismo jurídico. Hace mucho tiempo que González Vicén (1980; vid. Atienza, 1981) distinguió entre el positivismo jurídico como «hecho histórico» (como concepto), esto es, la idea de que el Derecho es un fenómeno social e histórico de so­ ciedades concretas; y las diversas teorías (concepciones) del positivis­ mo jurídico: el positivismo historicista, voíuntarista, realista, etc. En su opinión, la irrupción del positivismo jurídico, desbancando a las anteriores concepciones que se basaban en la idea de un Derecho na­ tural (universal e inmutable), se produce en Europa hacia finales del siglo xvm y comienzos del siglo xix, cuando empiezan a existir orde­ namientos jurídicos con sistemas de fuentes bien fijados; o sea, una vez que se ha producido el fenómeno de la «positivización» del Dere­ cho. Recientemente, Ferrajoli ha insistido en la misma idea, al seña­ lar que el iusnaturalismo es la concepción característica del Derecho en la época anterior a la modernidad, y que habría sido sustituido por el positivismo jurídico con el advenimiento del Estado moderno y la existencia de «un sistema exclusivo y exhuastivo de fuentes positi­ vas» (Ferrajoli, 1999, p. 17). Éste habría sido el primer embate histórico contra el Derecho natural: aunque muchas de las normas del Derecho natural pasaran a las codificaciones modernas, el resultado fue que el jurista no necesi­ taba ya del Derecho natural como instrumento con el que operar den­ tro del Derecho; si acaso, el Derecho natural podía jugar un papel para llenar las lagunas del Derecho positivo o, como se acaba de ver, 12. «Por eso, para Radbruch la "naturaleza de la cosa" es un medio de la in­ terpretación y el colmar lagunas, una “ultima ratio de la interpretación y complementación de la ley"; no es, pues, una fuente del Derecho válida por sí misma, si está en oposición con el "espíritu de la ley”. De ese modo, en la doctrina de Radbruch, el sentido "yusnaturalista" de la idea de la "naturaleza de la cosa" resulta bastante ate­ nuado, pues tal concepto queda todavía muy en las proximidades del relativismo y en rotunda contraposición con el Derecho natural racional que quiere derivar las nor­ mas jurídicas, con espíritu de igualdad y uniformidad, de principios superiores de ra­ zón» (Legaz, 1964, p. 211).

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para negar validez jurídica a las normas que fueran radicalmente in­ justas. -El segundo ataque (que, en mi opinión, lo es también contra el positivismo jurídico)13 se produce con la constitucionalización de los sistemas jurídicos, con el paso del Estado legalista al Estado constitu­ cional: para que puedan considerarse como Derecho válido, las leyes tienen que acomodarse a ciertos criterios de contenido que integran ideas de moralidad y de justicia: los derechos fundamentales. Por su­ puesto, podría decirse también en esta ocasión que el constituciona­ lismo moderno «ha incorporado gran parte de los contenidos o valo­ res de justicia elaborados por el iusnaturalismo racionalista e ilustra­ do» (Ferrajoli, 1989). Que ha pulverizado la tesis positivista (no de to­ dos los positivistas) de que el Derecho puede tener cualquier conteni­ do. O que el papel que desempeñaba antes el Derecho natural respec­ to del soberano lo desempeña ahora la constitución respecto del le­ gislador (Prieto, 1999, p. 17). Pero de ahí, en mi opinión, no se sigue que el constitucionalismo sea una especie de neoiusnaturalismo (ni Dworkin ni Alexy podrían calificarse de esta manera, salvo que se ha­ ble de Derecho natural en un sentido tan amplio que ya no signifique prácticamente nada), sino más bien que la posible función del Dere­ cho natural se desplaza hacia otro lado: el iusnaturalismo no puede subsistir, o resurgir, como tesis ontològica del Derecho sino, en todo caso, como teoría sobre la fundamentación del Derecho, como dentología jurídica. Y no se sigue tampoco que el constitucionalismo haya abierto el paso definitivamente al positivismo jurídico. En mi opi­ nión, el positivismo ha agotado su ciclo histórico, como anteriormen­ te lo hizo la teoría del Derecho natural. Al igual que Bloch escribió en una ocasión que «la escuela histórica ha crucificado al Derecho natu­ ral en la cruz de la historia» (vid. González Vicén, 1979, p. 40), hoy podría afirmarse que «el constitucionalismo ha crucificado al positi­ vismo jurídico en la cruz de la Constitución». De manera que de las dos tesis clásicas del positivismo jurídico, la primera (la de las fuen­ tes sociales del Derecho) ha muerto cabría decir «de éxito», y la se­ gunda (la de la separación entre el Derecho y la moral) ha sido refu­ tada históricamente por el constitucionalismo.14 13. Por el contrario, para Ferrajoli (1999, p. 19), el constitucionalismo supone «completar el positivismo jurídico». 14. Lo que hoy sostiene el «iuspositivismo incluyente» es que la identificación del Derecho no supone necesariamente una referencia a la moral. Sin embargo, dado que los sistemas jurídicos contemporáneos (del Estado constitucional) sí que inclu­ yen, como cuestión de hecho, esa referencia a criterios morales, la afirmación no tie­ ne prácticamente consecuencias (o sea, es compatible con mantener que, en nuestros sistemas jurídicos, no puede hablarse de separación entre Derecho y moral). Vid. so­ bre esto Atienza y Ruiz Mañero, 2006.

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Ese cambio de función del Derecho natural (el paso de una fun­ ción ontològica a otra deontológica) al que acabo de referirme se ad­ vierte, por ejemplo, en la obra de Finnis (el autor iusnaturalista más influyente en las últimas décadas del siglo xx), centrada en la consi­ deración del Derecho como un aspecto de la razonabilidad práctica. La concepción del Derecho de Finnis puede considerarse como un fragmento de una teoría de la argumentación jurídica. A él no le inte­ resan particularmente —cabría decir— las cuestiones de técnica ar­ gumentativa en el Derecho, sino más bien la fundamentación última del discurso jurídico justificativo. Su obra puede considerarse como un alegato en favor de la unidad de la razón práctica, de la apertura del razonamiento jurídico hacia el razonamiento moral y político. El principal objetivo de esa teoría del Derecho natural no es la afirma­ ción de que las leyes injustas no son Derecho: según Finnis, el Dere­ cho injusto no sería Derecho en el sentido «focal» del término De­ recho, pero sería Derecho en un sentido secundario. La tarea central del iusnaturalismo consistiría en explorar las exigencias de la razona­ bilidad práctica en relación con el bien del ser humano, en identificar los principios y los límites del Estado de Derecho (el rule o f law) y en mostrar de qué manera el Derecho válido (sound) se deriva de ciertos principios inmodificables (Finnis, 1980, p. 351). Por lo demás, el contexto histórico permite explicar también que el Derecho natural pueda haber jugado en los países de common law, y particularmente en los Estados Unidos, un papel distinto al que des­ empeñó en Europa continental después del fenómeno de la positivización del Derecho. Al fin y al cabo, en un sistema de common law no es tan fácil identificar cuáles son los textos jurídicos autoritativos, y el Derecho tiende a entenderse como una realidad más fluida y con fron­ teras mucho más flexibles con respecto a la moral, a la tradición, etc., de lo que suele ser el caso en los sistemas de Derecho legislado. Esa cultura proporcionaba, cabría decir, el terreno propicio para que pu­ diera desarrollarse una concepción que, como la de Lon L. Füller, con­ templa el Derecho no como un conjunto de normas preexistentes, sino como una empresa guiada por la idea de razón. La manera de Fuller de entender el Derecho —muy influyente en las décadas centrales del siglo xx— coincide en muchos aspectos con lo que he llamado el en­ foque del Derecho como argumentación y se basa explícitamente en ideas iusnaturalistas, aunque se trate de un iusnaturalismo bastante peculiar y que no tiene nada que ver con la religión. Cuando se examina la notable polémica que tuvo lugar, en los años cincuenta y sesenta, entre Fuller y Hart, no cabe duda de que hay un aspecto de la misma —digamos, el de la precisión y el rigor intelectual— en el que el vencedor es innegablemente Hart. Pero Fu-

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Her apuntaba a una concepción —antipositivista— del Derecho que, en cierto sentido, resultaba más profunda que la de Hart, si bien hay que reconocer que se trataba de una concepción más insinuada que propiamente desarrollada. Frente al concepto (la imagen) positivista del Derecho como un edifìcio, como una realidad preestablecida por el legislador o por los jueces (el Derecho como conjunto de normas), Fuller pone el énfasis en que el Derecho es una empresa, una actividad; no el edificio cons­ truido, sino el edificio en construcción; o, mejor, la empresa de cons­ truir un edificio. Es, en este sentido, muy sugerente la imagen que utiliza en una de sus obras (Fuller, 1940) para criticar a Kelsen: la de una carretilla en la que lo que cuenta no es solamente que se trate de un objeto con ciertas características formales, con cierta estructura (ése sería el enfoque kelseniano), sino también el contenido, lo que se transporta de un lado a otro; y la dirección, la finalidad de la acti­ vidad que se lleva a cabo con ese utensilio. Para Fuller, los elementos del Derecho (sus partes constituyentes) no son —o no son funda­ mentalmente^- las normas, sino los diversos aspectos o momentos de una actividad: la actividad de gobernar la conducta humana me­ diante normas. Por eso, en su análisis, lo que predomina no es la anatomía, la estructura, sino la fisiología, los elementos funcionales. Fuller no pretende (como los positivistas normativistas) describir neutralmente un objeto, una realidad, sino contribuir a la realiza­ ción de una empresa. Pero no concibe el Derecho (ahora frente a los realistas) en términos puramente instrumentales, porque él no es un escéptico en el plano axiológico y concede por ello gran importancia, en el plano de la interpretación, tanto a la de carácter teleologico como a la valorativa. Dado que se trata de una concepción que coincide en muchos as­ pectos de fondo con lo que he Hamado el enfoque del Derecho como argumentación, la pregunta que habría que hacerse es por qué, a pe­ sar de ello. Fuller no desarrolló nada parecido a una teoría de la ar­ gumentación jurídica. Una respuesta simple podría ser que eso esta­ ba —implícito— en su proyecto de trabajo intelectual, y que Fuller no llegó a realizarlo simplemente por falta de tiempo o porque a ello an­ tepuso otras tareas intelectuales. A primera vista, esa interpretación parecería estar avalada por el título que lleva uno de sus últimos tra­ bajos: The justification o f legal decision (Fuller, 1972). Pero si del títu­ lo se pasa al contenido, uno se da cuenta en seguida de que se trata de una pista falsa; el propio autor explica paladinamente que el con­ tenido de su trabajo no tiene nada que ver con su título, puesto sim­ plemente para «justificar» su inclusión dentro de las actas de un con­ greso dedicado a ese tema. De manera que las causas que explican

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esa relativa falta de interés de Fuller por el razonamiento jurídico hay que buscarlas en otro lado. En mi opinión, cabría encontrarlas en las cuatro consideraciones siguientes: 1) El conservadurismo de Fuller que le llevó a insistir sobre todo en la noción de orden y a dejar de lado la de justificación, 2) El antiformalismo, en cuanto rasgo general de la cultura jurídica estadounidense, que le llevó, como a los realis­ tas, a desdeñar el papel de la lógica en el Derecho. 3) Su preferencia por análisis concretos, más bien que por elaborar una teoría general de la argumentación jurídica. En el comentario que publicó al libro de Viehweg Tópica y jurisprudencia, Fuller (1965) (que tenía una opi­ nión bastante crítica en relación con la tópica) sugiere que más inte­ resante que elaborar una teoría general del razonamiento jurídico se­ ría tratar de estudiar cómo se argumenta en cada una de las ramas del Derecho (en Derecho de contratos —que era su especialidad aca­ démica—, en Derecho de responsabilidad civil, etc.). 4) Una teoría de la interpretación jurídica que le llevó a sostener, como a los realistas, que el significado es completamente dependiente del contexto. Fuller no habría comprendido lo peculiar de las reglas en cuanto premisas del razonamiento jurídico (para decirlo en términos de Schauer: su carácter «atrincherado» [vid. Schauer, 1991, p. 212]) y esa concep­ ción excesivamente abierta de las normas jurídicas (de todas ellas) le llevó también a no comprender el carácter peculiarmente limitado del razonamiento jurídico.

8.

El escepticism o jurídico

La forma más característica de escepticismo jurídico hasta fina­ les del siglo xx ha sido el marxismo jurídico. Al igual que los realis­ tas, los marxistas subrayaron el carácter instrumental del Derecho, pero mientras que los primeros nunca pusieron en duda la funciona­ lidad de ese instrumento, su idoneidad como herramienta de cons­ trucción y de cambio social, los segundos fueron escépticos también en este segundo aspecto. En general, los marxistas tendieron a consi­ derar que el cambio social, el paso del capitalismo al socialismo, no era una empresa en la que el Derecho pudiese jugar un papel impor­ tante: lo esencial habría de consistir en transformar la base socioeco­ nómica de la sociedad, el modo de producción y las relaciones de producción, y la lucha para ello debería librarse, en todo caso, en el terreno de la política, no del Derecho. El Derecho (como aparece re­ flejado en el título de una conocida obra de los años setenta [Novoa Monreal, 1975]) es visto sobre todo como un «obstáculo para el cam­ bio social». De manera que, en el marco teórico del marxismo, el dis-

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curso interno de carácter justificativo, lo que constituye el núcleo de la argumentación jurídica, no es posible. Pero además, mientras que el realismo dejaba abierta, en general, la posibilidad de un uso retóri­ co (instrumental) del Derecho, en el caso del marxismo lo que se pro­ pugna es más bien la sustitución del Derecho por otra cosa. Por eso, el realismo es compatible con una teoría limitada (limitada a sus ele­ mentos retóricos y dialécticos) de la argumentación jurídica; mien­ tras que el marxismo lleva más bien a disolver la argumentación jurí­ dica en argumentación política. Sin embargo, lo anterior vale para lo que podríamos llamar el marxismo clásico, pero no en relación con diversas direcciones de marxismo jurídico que empiezan a surgir desde finales de los años sesenta y que se caracterizan por «debilitar» las tesis marxistas tradi­ cionales (vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1993). Así, el carácter clasista del Derecho no significa ya que el Derecho sea simplemente la expre­ sión de la voluntad de la clase dominante, sino que la igualdad ante la ley típica del Derecho moderno esconde en su seno un trato de carác­ ter discriminatorio, o sea, elementos desigualitarios. El economicis­ mo de otras épocas es sustituido por la tesis de «la determinación en última instancia» de los elementos superestructurales e ideológicos por la base socioeconómica. Se reconoce la importancia del Derecho en la transformación social. Y, en definitiva, el discurso jurídico re­ sulta, al menos hasta cierto punto, rehabilitado. Lo que en los últimos tiempos se llama teoría crítica del Derecho («uso alternativo del Derecho», critical legal studies, critique juridique, «crítica jurídica», etc.) puede considerarse en cierto modo como un producto de ese marxismo débil, al que se le han añadido elementos de otras tradiciones: la tesis de la indeterminación radical del Dere­ cho de los realistas, la crítica al racionalismo y al cientificismo del pensamiento posmoderno, el feminismo jurídico, etc. Su característi­ ca central (vid. Pérez Lledó, 1996) consiste en adoptar una perspec­ tiva crítica (escéptica) del Derecho, pero al mismo tiempo interna, en cuanto que el Derecho es visto por el jurista crítico como un instru­ mento que puede (debe) usarse para lograr ciertas finalidades políti­ cas (emancipatorias). Dentro de esa perspectiva no hay por ello lugar para el análisis propiamente justificativo de la argumentación jurídi­ ca, pero sí para el estudio de los elementos persuasivos, retóricos, del Derecho. Un caso interesante a este respecto es el de Boaventura Santos que, en varios de sus trabajos (Santos, 1980; 1998a), ha distinguido tres componentes estructurales del Derecho: retórica, burocracia y violencia. Su punto de partida es una concepción amplia del Dere­ cho que opone al positivismo jurídico de los siglos xix y xx; ese posi-

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tivismo jurídico habría reducido el Derecho al Derecho estatal. La de Santos es, pues, una concepción antipositivista, según la cual las so­ ciedades modernas están reguladas por una pluralidad de ordena­ mientos jurídicos, interrelacionados y distribuidos socialmente de diversas maneras (interlegalidad) y en donde el Derecho estatal no ocupa el lugar central. Define el Derecho como «un cuerpo de proce­ dimientos y estándares normativos regulados, que se considera exi­ gible ante un juez o un tercero que imparte justicia y que contribuye a la creación y la prevención de disputas, así como a su solución me­ diante un discurso argumentativo acompañado de la amenaza de la fuerza». Tanto la retórica como la burocracia y la violencia son vis­ tas por él como formas de comunicación y estrategias de toma de decisiones que se basan, respectivamente: «en la persuasión, o en la convicción por medio de la movilización del potencial argumentati­ vo de las secuencias y mecanismos verbales y no verbales acepta­ dos»; «en las imposiciones autoritarias, realizadas mediante la movi­ lización del potencial demostrativo de los procedimientos regulados y los estándares normativos», y «en la amenaza de la violencia físi­ ca» (Santos, 1998a, p. 20). Esos componentes estructurales se articu­ lan de muy diversas maneras. Por ejemplo, el Derecho estatal mo­ derno se caracterizaría por una presencia fuerte de burocracia y de violencia y una presencia débil de retórica, mientras que los campos jurídicos transnacionales que surgen con la globalización del Dere­ cho (por ejemplo, el Derecho de los grandes despachos de abogados, de las empresas transnacionales, de las organizaciones interregiona­ les, de la nueva lex mercatoria, etc.) suponen, en general, bajos niveles de burocracia, altos niveles de violencia y un nivel de retórica que puede ser alto o bajo. Santos aclara además que esos tres compo­ nentes estructurales se interpenetran de manera que, por ejemplo en el Estado moderno, «la retórica no sólo se reduce cuantitativamente sino que es "contaminada" o "infiltrada" cualitativamente por la bu­ rocracia y la violencia dominantes» {ibid., p. 23). Pues bien, como resulta más o menos claro de lo dicho (la —in­ teresante— obra de Santos adolece en ocasiones de cierta oscuridad [vid. Coterrell, 1991; Twining, 2000]), en ese planteamiento no pare­ ce que pueda existir espacio para el discurso jurídico propiamente justificativo: Santos reduce explícitamente la argumentación a retó­ rica (aunque su uso de «retórica» es más amplio que el sentido más convencional de la expresión). Y las razones para ello creo que son, básicamente, las dos siguientes. La primera es que el punto de vista desde el que Santos elabora su teoría del Derecho es el del sociólogo, el del observador interesado básicamente en dar cuenta de (y en cri­ ticar) un fenómeno, y no el punto de vista del participante que quie-

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re contribuir a la mejora de una práctica; por supuesto, el enfoque de Santos es abiertamente político, pero su propuesta política con­ siste en invitar a reconstruir la práctica sobre otras bases: por eso, sus análisis no van dirigidos propiamente al participante sino —por así decirlo— al «infiltrado» en la práctica (Santos, 1998a, p. 39). La segunda razón es que la visión postmodernista del Derecho de San­ tos tiene un carácter anti-racionalista que le lleva a defender versio­ nes fuertes de escepticismo epistemológicp y de relativismo cultural (vid. Twining, 2000, pp. 204 y ss.) que hacen también imposible un discurso propiamente justificativo; como ejemplo de esto último puede servir su forma de aproximarse a los derechos humanos (San­ tos, 1998a, pp. 180 y ss. y 1998b, cap. 10) y su propuesta de un diálo­ go intercultural que, de nuevo, parece estar construido en términos retóricos, y no de un discurso crítico-racional. Otro buen ejemplo de concepción escéptica sobre el Derecho lo constituye la obra de Duncan Kennedy, quizás el más influyente de los autores críticos en los últimos tiempos y que ha abordado en di­ versas ocasiones (Kennedy, 1976; 1986; 1997) el problema de la apli­ cación judicial del Derecho (la adjudication) y, por tanto, el de la ar­ gumentación jurídica. La tesis central de Kennedy parece ser ésta: frente a la retórica de la coherencia y de la neutralidad que él atribuye a la filosofía «liberal» estándar, lo que, en su opinión, la teoría crítica del Derecho debe po­ ner en su lugar es la radical indeterminación del Derecho y el carácter politico de la administración de Justicia. La explicación que Kennedy dio en alguna ocasión a la indeter­ minación del Derecho (Kennedy, 1976; vid. Pérez Lledó, 1996) tenía como base la idea de que existen siempre dos formas distintas e irre­ conciliables de entender el mundo: una individualista y otra altruis­ ta.15 Esa «contradicción radical» hace que el juez no pueda ser neu15. A propósito del actual common law de contratos y con referencia al análi­ sis llevado a cabo por uno de esos autores .«críticos», Robert Gordon, escribe Pérez Lledó (1996, p. 276): «En un primer análisis, la visión "individualista" puede verse re­ flejada en el principio de la autonomía de la voluntad de las partes, la presunción de que éstas son competentes para autodeterminarse y obligarse racional y libremente, la sujeción estricta a los signos formales en que esa voluntad queda expresada (la verdadera voluntad contracual es la manifestada en la letra del contrato), la no inter­ vención estatal en las relaciones contractuales, etc. La visión “altruista" aparecería en principio en doctrinas como las del error (mistake), fraude (fraude), tergiversación (misrepresentation), ocultación (nondisclosure), prevalimiento (undue influence), coac­ ción (duress), abuso o desproporción (unconscionability), buena fe (good faith), enri­ quecimiento injusto (unjust enrichment), alteración sustancial de las circunstancias (algo así como nuestra cláusula implícita rebus sic stantibus ), etc., así como en los argumentos de equidad (equity) y de interés social o public policy (intervención pú-

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trai, objetivo: el Derecho, cada institución jurídica, cada acto de in­ terpretación, siempre puede entenderse de esas dos maneras. En sus últimos trabajos, sin embargo, esa tesis parece haber sido sustituida por la de la construcción social de la realidad. No hay un mundo ex­ terno que sea independiente de nosotros y, por tanto, la objetividad en sentido estricto es imposible; mejor, es una pretensión que, en el caso del juez, tiene la función ideológica de ocultar que su conducta es simplemente estratégica: el juez no trata de alcanzar la respuesta correcta al caso que tiene que decidir, sino que persigue lograr ciertos proyectos ideológicos a partir de un material jurídico más o menos caótico y manipulable («sociolegalidad» lo llama Kennedy), que el juez vive como un límite. El juez sería como un artesano que, muchas veces, no puede construir una fina vasija con un material deficiente. Frente a los valores («modernos») de la racionalidad científica y téc­ nica, Kennedy (y muchos otros autores críticos influidos por el pen­ samiento postmodemista) muestra una actitud de pérdida de fe en la racionalidad y pone el acento en lo idiosincrásico y lo subjetivo; en el tema que nos ocupa, eso le lleva a situarse en la perspectiva personal del juez que tiene que resolver un caso concreto; pero Kennedy no so­ lamente descarta la perspectiva del observador externo, sino que re­ nuncia a la formulación de criterios generales que pudieran guiar la conducta de los jueces. Todo lo cual, naturalmente, abona la tesis del carácter político de la administración de Justicia y le permite a Kennedy negar la legiti­ midad —la posibilidad— de un discurso jurídico justificativo en sen­ tido estricto. Lo que se ventila en la aplicación judicial del Derecho (en el establecimiento de Derecho por parte de los jueces) es una cuestión de poder. Los jueces ocultan ese poder que ejercen y que les permite perseguir sus intereses imponiéndose al criterio mayoritario que se expresa en las leyes, mediante el lenguaje de la neutralidad en el que, invariablemente, están redactadas sus resoluciones. En opi­ nión de Kennedy, se trata de una ocultación deliberada, esto es, los jueces mienten conscientemente y a esa mentira puede encontrársele una explicación en términos psicológicos: sería un ejemplo de la for­ ma típica como las personas resuelven la angustia generada por las blica y regulación del mercado, protección de los consumidores, orden público, fines redistributivos, etc.). Lo interesante de este tipo de análisis de CLS —añade Pérez Lledó— es demostrar cómo las fronteras entre los elementos "individualistas" y "al­ truistas" del Derecho de contratos se encuentran hoy tremendamente difuminadas, y aunque ambas categorías siguen siendo útiles para dar cuenta del conflicto políticomoral de fondo, no sirven ya para estructurar de manera coherente el conjunto de este sector del Derecho.»

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EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN TRES CONCEPCIONES DE LA ARGUMENTACIÓN

tensiones internas (en el caso de los jueces, la tensión entre hacer jus­ ticia —realizar sus proyectos políticos— y acatar las normas vigen­ tes), negando dichas tensiones. Y a la pregunta de por qué este dis­ curso de ocultación deliberada es aceptado por la comunidad jurídica y por la gente en general, la respuesta es que «quieren conservar la imagen del juez neutral, en tanto que éste es el símbolo social por ex­ celencia de la imparcialidad» (Kennedy, 1999, p. 88). Así pues, como en el caso de los realistas, el discurso jurídico jus­ tificativo en sentido estricto es imposible. Lo que existe es un discur­ so que esconde (deliberadamente o no) sus motivaciones reales. Y de ahí que lo único que tenga sentido propugnar sea la crítica a ese dis­ curso pretendidamente justificativo (desvelar sus verdaderas motiva­ ciones) o bien un uso persuasivo del mismo dirigido a la obtención de objetivos políticos e ideológicos. La teoría de la argumentación jurí­ dica de los autores críticos, por eso, no puede consistir en otra cosa que en retórica, en crítica ideológica o en alguna combinación de am­ bas cosas. 9.

Lo que queda

Este somero repaso a las concepciones del Derecho más caracte­ rísticas del siglo xx tenía como objetivo —como el lector recordará— mostrar las razones por las cuales ninguna de ellas permite dar cuen­ ta satisfactoriamente del Derecho visto como argumentación. Y, a sensu contrario, mostrar también el camino a seguir para desarrollar esa perspectiva. Así, frente al formalismo y su concepción cerrada, estática e in­ sular del Derecho, se necesitaría una más abierta y dinámica. El De­ recho tiene que contemplarse en relación con el sistema social y con los diversos aspectos del sistema social: morales, políticos, económi­ cos, culturales... La consideración del «contexto» lleva necesariamen­ te a abandonar una concepción demasiado simple del razonamiento jurídico, como es la del formalismo. Sin embargo (serla el otro senti­ do de «formalismo jurídico»), la apertura del Derecho tiene que tener un límite; tiene que haber ciertas señas de identidad del Derecho (y del razonamiento jurídico) que lo distinga de otros elementos de la realidad social, que otorgue algún grado de autonomía al razona­ miento jurídico. En la terminología de Friedman, podría decirse que el razonamiento jurídico tiene que estar mínimamente «cerrado». Respecto al positivismo normativista, quizás lo más importante sea comprender que el Derecho no puede verse simplemente como un objeto de estudio, como una realidad que simplemente está ahí afue-

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ra, lista para ser descrita. El Derecho es (si se quiere, además) una ac­ tividad, una empresa de la que se forma parte, en la que se participa. La función del teórico del Derecho no puede limitarse a describir lo que hay; lo esencial es más bien un propósito de mejora de esa prác­ tica, de mejora del Derecho. Eso significa, de alguna forma, poner en cuestión la distinción entre el ser y el deber ser, entre el discurso des­ criptivo y el prescriptivo; o, quizás mejor, reparar en que esa distin­ ción sólo es pertinente desde determinada perspectiva, pero no desde otras; como diría Dewey, es una distinción, no una dicotomía. Así, por ejemplo, el enunciado interpretativo emitido por un juez no describe algo preexistente, pero tampoco puede verse simplemente como una prescripción, sino que se trata más bien de una creación peculiar, un desarrollo guiado —aunque no predeterminado en todos sus aspec­ tos— por ciertos criterios (algo intermedio entre crear y aplicar) y que, en cierto modo, tiene algo de descriptivo y de prescriptivo. Frente al positivismo normativista, centrado en el sistema del De­ recho, en el Derecho visto como un conjunto de enunciados, el realis­ mo jurídico, el positivismo sociológico, pone el énfasis en el Derecho considerado como actividad, como una práctica social. Pero tiende a fijar su interés exclusivamente en los aspectos predictivos (y explica­ tivos) de esa práctica, y no en los justificativos. En la consideración del Derecho como argumentación lo que importa no es sólo —o fun­ damentalmente— la conducta de los jueces y de otros actores jurídi­ cos, sino también el tipo de razones que justifican (y, en parte, tam­ bién guían) esas conductas. Por lo demás, el discurso justificativo es incompatible con el emotivismo axiológico defendido por los realis­ tas; dicho de otra manera, el enfoque del Derecho como argumenta­ ción está comprometido con un objetivismo mínimo en materia de ética. El realismo jurídico supone una concepción en diversos senti­ dos más amplia que la del positivismo normativista (por ejemplo, en cuanto al sistema de fuentes) y una concepción dinámica e instru­ mental del Derecho. Pero reduce el Derecho a racionalidad instru­ mental y estratégica; excluye la deliberación racional sobre los fines (para los instrumentalistas no hay propiamente fines internos propios del Derecho, sino tan sólo fines externos) y, por ello, es una concep­ ción que niega la racionalidad práctica en el sentido estricto de la ex­ presión. El problema de las concepciones iusnaturalistas es, en cierto modo, el opuesto, a saber, la dificultad de justificar la noción de ra­ cionalidad práctica de la que se parte y de que ésta pueda ajustarse con la racionalidad interna del Derecho: ello explica la tendencia a desentenderse del Derecho en cuanto fenómeno social e histórico, o bien a presentarlo en forma mixtificada, ideológica. Uno de los as-

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pectos —quizás el más difícil— del enfoque del Derecho como argu­ mentación consiste en ofrecer una reconstrucción satisfactoria del ra­ zonamiento jurídico que de cuenta de sus elementos morales y políti­ cos; o, dicho de otra manera, de las peculiaridades del razonamiento jurídico dentro de la unidad de la razón práctica. Finalmente, el marxismo y las teorías críticas del Derecho no pueden dar cuenta del discurso justificativo, el cual presupone cierto grado de aceptación del Derecho. El formalismo jurídico simplifica mucho las cosas, ve más orden del que realmente hay. Pero las tesis de la indeterminación radical del Derecho, de la disolución del Dere­ cho en la política, etc., imposibilitan que se pueda dar cuenta del dis­ curso interno del Derecho, esto es, no dejan lugar para un discurso que no sea ni descriptivo, ni explicativo, ni puramente crítico. No cabe, por ello, hablar ni de método jurídico ni de argumentación en sentido estricto, sino únicamente de uso instrumental o retórico del Derecho. Como decía, la visión del Derecho como argumentación presupone cierto grado de aceptación del Derecho pero, naturalmen­ te, eso no supone la aceptación de cualquier sistema jurídico. Por eso, ese tipo de enfoque cobra especial relevancia en relación con el Derecho del Estado constitucional y puede resultar irrelevante (cuan­ do no, ideológico) en relación con otros tipos de sistemas jurídicos: no sólo en un Derecho como el del nacionalsocialismo, sino, en gene­ ral, en ordenamientos jurídicos que no recojan un sistema mínimo de derechos. El escepticismo con el que muchos autores «críticos» se re­ fieren a los derechos fundamentales (siguiendo en cierto modo una tradición que comienza con Marx) muestra su alejamiento de lo que hoy constituye una seña de identidad de la izquierda (las ideologías de izquierda son las que, en nuestros tiempo, sostienen con mayor énfasis la «lucha por el Derecho» y la «fe en el Derecho») y, en cierto modo, sugiere que quizás haya algo de equivocado (pues incurriría en una especie de «contradicción pragmática») en una concepción que al mismo tiempo que promueve el compromiso con la práctica, re­ nuncia a establecer criterios que puedan servir de guía. Me parece que los déficit que acabo de señalar, y los cambios en los sistemas jurídicos provocados por el avance del Estado constitu­ cional, es lo que explica que en los últimos tiempos (aproximadamen­ te desde finales de los años setenta del siglo xx) se esté gestando una nueva concepción del Derecho que no se deja ya definir a partir de los anteriores parámetros. Se sigue hablando de positivismo jurídico (incluyente, excluyente, ético, crítico, neopositivismo, etc.), al igual que de neorrealismo, neoiusnaturalismo, etc., pero las fronteras entre esas concepciones parecen haberse desvanecido considerablemente, en parte porque lo que ha terminado por prevalecer son las versiones

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más moderadas de cada una de esas concepciones. En este cambio de paradigma, la obra de Dworkin (a pesar de sus ambigüedades) ha sido quizás la más determinante, el punto de referencia a partir del cual se toma partido en amplios sectores de la teoría del Derecho contemporánea. Y, de hecho, muchos otros autores procedentes de tradiciones filosóficas y jurídicas muy diversas entre sí (el positivis­ mo jurídico, el realismo, la teoría crítica, la hermenéutica, el neomar­ xismo, etc.) han defendido en los últimos tiempos tesis que, en el fon­ do, no se diferencian mucho de las de Dworkin; pienso en autores como MacCormick, Alexy, Raz, Nino o Ferrajoli. Entre ellos existen, desde luego, diferencias que, en ocasiones, no son despreciables, pero me parece que a partir de sus obras pueden señalarse ciertos rasgos característicos de esa nueva concepción. Ninguno de esos autores asume todos los rasgos que ahora señalaré, pero sí la mayoría (o, al menos, un número significativo) de los mismos que, por lo demás, es­ tán estrechamente ligados con el enfoque argumentativo del Derecho. Serían los siguientes: 1) La importancia otorgada a los principios como ingrediente necesario —además de las reglas— para compren­ der la estructura y el funcionamiento de un sistema jurídico. 2) La tendencia a considerar las normas —reglas y principios— no tanto desde la perspectiva de su estructura lógica, cuanto a partir del papel que juegan en el razonamiento práctico. 3) La idea de que el Derecho es una realidad dinámica y que consiste no tanto —o no tan sólo— en una serie de normas o de enunciados de diverso tipo, cuanto —o tam­ bién— en una práctica social compleja que incluye, además de nor­ mas, procedimientos, valores, acciones, agentes, etc. 4) Ligado a lo anterior, la importancia que se concede a la interpretación que es vis­ ta, más que como resultado, como un proceso racional y conforma­ dor del Derecho. 5) El debilitamiento de la distinción entre lenguaje descriptivo y prescriptivo y, conectado con ello, la reivindicación del carácter práctico de la teoría y de la ciencia del Derecho, las cuales no pueden reducirse ya a discursos meramente descriptivos, ó) El en­ tendimiento de la validez en términos sustantivos y no meramente formales: para ser válida, una norma debe respetar los principios y derechos establecidos en la Constitución. 7) La idea de que la juris­ dicción no puede verse en términos simplemente legalistas —de suje­ ción del juez a la ley— pues la ley debe ser interpretada de acuerdo con los principios constitucionales. 8) La tesis de que entre el Dere­ cho y la moral existe una conexión no sólo en cuanto al contenido, sino de tipo conceptual o intrínseco; incluso aunque se piense que la identificación del Derecho se hace mediante algún criterio como el de la regla de reconocimiento haitiana, esa regla incorporaría criterios sustantivos de carácter moral y, además, la aceptación de la misma

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tendría necesariamente un carácter moral. 9) La tendencia a una in­ tegración entre las diversas esferas de la razón práctica: el Derecho, la moral y la política.16 10) Como consecuencia de lo anterior, la idea de que la razón jurídica no es sólo razón instrumental, sino razón práctica (no sólo sobre medios, sino tambén sobre fines); la actividad del jurista no está guiada —o no está guiada exclusivamente— por el éxito, sino por la idea de corrección, por la pretensión de justicia. 11) La difuminación de las fronteras entre el Derecho y el no Derecho y, con ello, la defensa de algún tipo de pluralismo jurídico. 12) La im­ portancia puesta en la necesidad de tratar de justificar racionalmente las decisiones —y, por tanto, en el razonamiento jurídico— como ca­ racterística esencial de una sociedad democrática. 13) Ligado a lo an­ terior, la convicción de que existen criterios objetivos (como el princi­ pio de universalidad o el de coherencia o integridad) que otorgan ca­ rácter racional a la práctica de la justificación de las decisiones, aun­ que no se acepte la tesis de que existe una respuesta correcta para cada caso. 14) La consideración de que el Derecho no es sólo un ins­ trumento para lograr objetivos sociales, sino que incorpora valores morales y que esos valores no pertenecen simplemente a una deter­ minada moral social, sino a una moral racionalmente fundamentada, lo que lleva también en cierto modo a relativizar la distinción entre moral positiva y moral crítica.17

16. Raz, por supuesto, con su tesis del positivismo «excluyente» no suscribiría estas dos últimas tesis, como tampoco Ferrajoli. 17. Ha escrito por ejemplo Nino al respecto: «[P]ero tan importante como dis­ tinguir la moral positiva y la moral ideal es advertir sus puntos de contacto. Uno de esos puntos está dado por el hecho de que sin la formulación de juicios acerca de una moral ideal no habría moral positiva. (...) (...)

Pero también hay relaciones entre la moral ideal y la moral positiva que van en la otra dirección. Esto se advierte si centramos la atención en una esfera de la moral positiva que no está constituida por pautas sustantivas de conducta, sino por la prác­ tica del discurso o argumentación moral que contribuye a generar tales pautas y que constituye una técnica social para superar conflictos y facilitar la cooperación a tra­ vés del consenso (...) tales juicios no se formulan en el vacío sino en el contexto de esta práctica social a la que subyacen criterios procedimentales y sustantivos de vali­ dación, como la universalidad, generabilidad y aceptabilidad de los juicios en condi­ ciones ideales de imparcialidad, racionalidad y conocimiento. Por supuesto que esta práctica del discurso moral con sus criterios subyacentes, práctica que no es moral­ mente justificable sin circularidad aunque su expansión sea causalmente explicable, es un producto histórico; se puede perfectamente distinguir entre la actual práctica del discurso moral, de origen iluminista, y otras que están basadas en la autoridad divina o en la tradición» (Nino, 1989, pp. 33-34). Agradezco a Victoria Roca por ha­ berme hecho notar este elocuente pasaje de la obra de Carlos Nino.

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10.

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Sobre el pragmatismo jurídico

Antes he señalado que detrás de esta última concepción había presupuestos filosóficos muy diversos entre sí. Pero quizás tengan también algo en común; o, dicho probablemente en forma más exac­ ta, lo que desde la perspectiva del Derecho como argumentación vie­ ne a unificar a ésos y a otros autores y permite utilizar muchas de sus aportaciones como si se tratara de una concepción unitaria del Dere­ cho es una filosofía de tipo pragmatista. Me explicaré. El pragmatismo en relación con el Derecho parece suponer la aceptación de tesis como las siguientes (vid. Posner, 1990; Smith, 1990): 1) La necesidad de considerar el Derecho y los problemas jurí­ dicos en relación con el contexto. 2) El tener en cuenta (si se quiere, una consecuencia de lo anterior) que las teorías, o las doctrinas, se elaboran con un propósito y van dirigidas a un determinado audito­ rio. 3) El rechazo de una concepción demasiado abstracta del Dere­ cho; no significa que se esté en contra de los conceptos o de las teo­ rías, sino que unos y otras deben estar elaborados en el nivel de abs­ tracción adecuado. 4) Una visión instrumental y finalista dèi Dere­ cho; el Derecho es un instrumento para resolver (o prevenir, o tratar) conflictos, un medio para la obtención de fines sociales; lo que no tie­ ne por qué excluir que exista también algo así como «fines internos», propios del Derecho. 5) La vinculación del Derecho con ciertas nece­ sidades prácticas de los hombres. 6) El énfasis que se pone en las consecuencias, en el futuro; eso tampoco excluye que se tome en con­ sideración el pasado, pero sí que éste se valore por sí mismo, y no por su contribución a la obtención de ciertos resultados futuros.18 7) La idea de que la verdad (al menos en el terreno de la práctica) no con­ siste en la correspondencia de los enunciados con el mundo, sino en que esos enunciados resulten útiles, y de ahí la importancia del diálo­ go y del consenso como criterio de justificación. 8) La importancia de la práctica como medio de conocimiento: se aprende a argumentar argumentando, etc. Entendido de esta manera tan amplia, tanto Ihering como Hol­ mes, el realismo jurídico en general, Dworkin, las teorías críticas del Derecho o el movimiento del análisis económico del Derecho caerían dentro del pragmatismo. Se trata, por ello, de una noción muy am­ plia, que va más allá del «instrumentalismo pragmatista» que, en opi­ nión de Summers (1982), caracterizó a la corriente principal de la fi­ losofía del Derecho norteamericana desde finales del siglo xix. La di18. Véase la argumentación de Smith (1990) justificando que Dworkin tam­ bién sería un pragmatista.

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ferencia fundamental estaría en que este pragmatismo amplio no está comprometido con el relativismo axiológico y no lleva tampoco a identificar corrección con eficiencia. Dicho de otra manera, es un pragmatismo compatible con la razón práctica entendida en su senti­ do fiierte y al que, por ello, no se aplicaría el sarcasmo de Chesterton dirigido contra el pragmatismo clásico: «si el pragmatismo tiene que ver con las necesidades humanas, una de las primeras necesidades del hombre es la de no ser pragmatista» (vid. Menand, 1997, p. XII). Lo que viene a significar todo esto es que el pragmatismo, así entendido, no puede considerarse como una filosofía más del Dere­ cho. Como Toulmin lo expresó en una ocasión: «La gente habla de las actitudes americanas hacia el Derecho, como hacia muchas otras co­ sas, como unas actitudes caracterizadas por el pragmatismo. Y algu­ na gente, desde un punto de vista europeo, piensa que ése es un de­ fecto del pensamiento americano y de la práctica americana. Piensa que los americanos son muy propensos al compromiso, que no tienen una comprensión suficiente de los principios. Pero yo creo que decir esto es malentender el significado del pragmatismo en la escena ame­ ricana. El pragmatismo no es otra teoría más, para ser discutida por la intelligentsia, el pragmatismo es el nombre de una actitud mental en que el valor de la teoría se juzga por el grado en que esa teoría puede ponerse en práctica, en que cabe efectuar con ella cambios para el bien de los hombres» (Toulmin, 1992, pp. 353-355). Otra manera, más o menos equivalente, de decir lo mismo sería ésta: El pragmatismo jurídico no es exactamente una peoría sobre el Derecho, ni tampoco necesariamente una actitud hacia el Derecho y hacia la teoría jurídica. «El pragmatismo jurídico se entiende mejor como un tipo de exhortación acerca de la teoría: su función no es la de decir cosas que los juristas y los jueces no sepan, sino la de recordar a los juristas y a los jueces lo que ya saben pero frecuentemente no prac­ tican» (Smith, 1990, p. 2). Ese tipo de prédica, naturalmente, es tanto más importante cuanto más una cultura jurídica (la.cultura jurídica interna) se olvida de actuar como debiera. En mi opinión, la teoría del Derecho que se suele elaborar en los países latinos (tanto la dogmática como la teoría general) adolece precisamente de ese defecto: de falta de pragmatismo, de incapacidad para incidir en las prácticas jurídicas. De manera que bien puede decirse que, para nosotros, la primera ne­ cesidad de la teoría es la de tomarse el pragmatismo en serio. Mario Losano escribió en una ocasión (Losano, 1985) que en las ciencias humanas todo se ha dicho ya, por lo menos una vez. Si ello es así, el papel de la teoría del Derecho no puede ser el de pretender elaborar algo radicalmente original. De lo que se trata es más bien de contribuir a elaborar una concepción articulada del Derecho que

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realmente pueda servir para mejorar las prácticas jurídicas y, , con ello, las instituciones sociales. 11.

Derecho, conflicto y argumentación

El pragmatismo, como se acaba de ver es, en un cierto nivel, la única filosofía del Derecho posible; digamos, el trasfondo último (la actitud metateórica) de cualquier teoría del Derecho. Y si es compati­ ble tanto con el neomarxismo como con la teoría del discurso o con muchas filosofías de cuño analítico, ello se debe, simplemente, a que una y otras se mueven en planos distintos. Esa diferencia de planos es lo que permite también que, desde la perspectiva de lo que he lla­ mado el enfoque argumentativo del Derecho (y que no es exactamen­ te una concepción del Derecho, sino —digamos— un aspecto precisa­ mente del pragmatismo jurídico), se pueda sacar provecho de mu­ chas aportaciones pertenecientes a esas distintas tradiciones. Así, no es posible construir una teoría de la argumentación jurí­ dica que cumpla las funciones teóricas, prácticas y pedagógicas a las que antes se aludió, si se deja de lado un adecuado análisis estructu­ ral del Derecho —si no se presupone, por ejemplo, una suficiente teo­ ría de los enunciados jurídicos—; si no se toma en consideración la vinculación de los procesos argumentativos con el comportamiento de los jueces y otros operadores jurídicos; las relaciones entre el ra­ zonamiento propiamente jurídico y el de naturaleza moral y política —y, en general, las relaciones entre el Derecho y el mundo de los va­ lores—; los límites (formales) del razonamiento jurídico; o los ele­ mentos ideológicos y de poder que, por supuesto, se pueden hallar en el Derecho y en el razonamiento jurídico. Lo que el enfoque del Derecho como argumentación trata de ha­ cer es conectar todos esos elementos de análisis a partir de una. con­ cepción dinámica, instrumental y «comprometida» del Derecho que arranca de la noción de conflicto. El conflicto es, en efecto, el origen del Derecho, lo que lleva a ver­ lo como un instrumento, una técnica (no necesariamente neutral), de tratamiento (lo que no siempre implica solución) de problemas de cierto tipo. Además, una característica del Derecho contemporáneo, como se ha visto, es que las tomas de decisión en relación con los conflictos tienen que estar sustentadas por razones de cierto tipo, por argumentos. El Derecho puede verse por ello (aunque ésa no sea la única perspectiva posible) como una compleja institución volcada ha­ cia la resolución (o el tratamiento) de conflictos por medios argu­ mentativos y en las diversas instancias de la vida jurídica.

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Así, argumenta, por supuesto, el juez que tiene que resolver un conflicto tomando una decisión y motivándola. Pero también el abo­ gado que trata de persuadir al juez para que decida en un determina­ do sentido; o que asesora a un cliente para que emprenda un deter­ minado curso de acción; o que negocia con otro abogado la manera de zanjar una disputa. Y el legislador que propone la elaboración de una ley para lograr tales y cuales finalidades, que defiende que tal ar­ tículo tenga éste u otro contenido, etc. En realidad, no hay práctica jurídica que no consista, de manera muy relevante, en argumentar, incluidas las prácticas teóricas. ¿Acaso no puede verse la dogmática jurídica como una gran fábrica de argumentos puestos a disposición de quienes se ocupan de la creación, aplicación e interpretación del Derecho? Y si la experiencia jurídica consiste de manera tan promi­ nente en argumentar, ¿no parece inevitable que la teoría del Derecho tenga que construirse en muy buena medida como una teoría de la argumentación jurídica?

Capítulo 2

TRES CONCEPCIONES DE LA ARGUMENTACIÓN 1. Argumentar y decidir El resultado al que de alguna forma se llegaba en el capítulo an­ terior podría expresarse así. El Derecho no puede, naturalmente, re­ ducirse a argumentación, pero el enfoque argumentativo del Derecho puede contribuir de manera decisiva a una mejor teoría y a una me­ jor práctica jurídica. Sin embargo, la teoría general del Derecho, al menos hasta fechas muy recientes, no incluía el de «argumentación» como uno de sus conceptos básicos. ¿Tal vez porque, aun siendo un concepto común a todas las ramas jurídicas, su elucidación no plan­ tea mayores problemas? Pero —si fuera así—, ¿sabemos realmente con precisión lo que debemos entender (o estamos entendiendo) por «argumentar» cada vez que usamos esa expresión (u otras conectadas con ella) en contextos jurídicos? Y, ¿es el mismo concepto el que se maneja en las numerosas disciplinas que, de alguna forma, se ocupan de la argumentación: aparte del Derecho, la lógica, la psicología, la lingüística, la inteligencia artificial, la retórica, la ciencia, la moral...? Para empezar a aclarar este concepto, verdaderamente central en la teoría del Derecho, un buen punto de partida puede consistir en mostrar de qué manera está vinculada la noción de argumentación con la de decisión. Como veíamos también al final del capítulo ante­ rior, el Derecho puede concebirse como una empresa dirigida a la re­ solución (o al tratamiento) de cierto tipo de problemas mediante la toma de decisiones por medios argumentativos. Si la argumentación es tan esencial en el Derecho (en nuestros Derechos), es porque lo es­ tamos considerando como un mecanismo muy complejo de toma de decisiones (por parte de los legisladores, los jueces, los abogados, los juristas al servicio de la administración, los dogmáticos del Derecho o incluso de los ciudadanos sin más que viven bajo un sistema jurídico) y de razones que acompañan a esas decisiones. En el Derecho —ca-

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bría decir— hay que argumentar porque hay que decidir y porque no aceptamos que las decisiones (particularmente cuando proceden de órganos públicos) puedan presentarse de manera desnuda, desprovis­ tas de razones. De manera que, si esto es así, bien podría decirse que la argumentación (la tarea de suministrar esas razones) acompaña a las decisiones como la sombra al cuerpo: argumentar y decidir son facetas de una misma realidad. Sin embargo, basta con reflexionar un poco para darse cuenta de que las cosas no son del todo así.

numerosas decisiones (de los jueces y de otros órganos públicos) que carecen de motivación, esto es, decisiones no apoyadas por razones (o, al menos, por razones hechas públicas). A ello cabría objetar que una cosa es la argumentación explícita y otra la argumentación tout court: o sea, que si por decisión se entiende un tipo de acción (diga-

A) Por un lado, parece perfectamente posible que exista una de­ cisión sin argumentación. En el caso del Derecho, la motivación de las decisiones judiciales, esto es, la práctica de argumentar las deci­ siones, es una institución relativamente reciente en los sistemas de tipo continental, mientras que en los de common law se remonta al siglo x ii;1 y en cualquiera de los dos sistemas, hoy siguen existiendo 1. Por lo que se refiere a los Derechos de tipo continental, la obligación y la práctica de la motivación de las sentencias comienza, cabría decir, en la segunda mi­ tad del siglo xvm, y sufre una aceleración después de la Segunda Guerra Mundial, a medida que se va afirmando el modelo del Estado constitucional. Lo que caracteriza a la primera etapa es que en ella —en sus diversos modelos— predomina lo que Taruffo (1992) ha llamado la concepción «endoprocesal» de la motivación: la motivación permite que las partes se den cuenta del significado de la decisión, puedan eventual­ mente plantear su impugnación y el juez pueda valorar adecuadamente los motivos de la impugnación. Por el contrario, en la segunda etapa, a las funciones endoprocesales se añade otra de carácter «extraprocesal» o política: la obligación de motivar es una manifestación de la necesidad de controlar democráticamente el poder del juez. En realidad, esta «tendencia histórica» no ha sido ni mucho menos lineal y ni siquiera cabría hablar de una única «línea». Como lo ha mostrado Taruffo (1992), en Europa continental se pueden distinguir dos modelos de evolución que terminan por confluir, aunque en su origen son bien distintos. El «modelo alemán» tiene des­ de su origen (en el Codex Fridericianus, en 1748) una orientación endoprocesal: su matriz cultural es el racionalismo funcionalista y burocrático del despotismo ilus­ trado (p. 335). Sin embargo, en el caso del «modelo francés», el principio de la obli­ gatoriedad de la motivación es «un resultado autónomo y original de la ideología democrática de la justicia que emerge en el ámbito de la propia revolución» (p. 325). En un trabajo muy conocido, Sauvel (1955) ha mostrado cómo los phtlosophes, con la única excepción de Condorcet, no parecen haber prestado ninguna atención a la motivación (o a la falta de motivación) de las decisiones judiciales (el esquema de Muratori es más complejo que el de Montesquieu: sobre esto vid. Za­ patero, 1994), a pesar de la crítica radical al proceso penal en el Antiguo Régimen que se encuentra, por ejemplo, en la obra de autores como Voltaire. Sólo, pues, Condorcet se habría «adelantado» a su tiempo al escribir que el Derecho natural «exige que todo hombre que emplee contra los miembros de la sociedad la fuerza que ésta le ha confiado, le rinda cuentas de las causas que le hayan determinado a obrar así» (Sauvel, 1955, p. 39). Pero, como se sabe, esa ideología democrática sólo

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triunfó en el inicio de la revolución. Lo que terminó por prevalecer fue la ideología liberal —o incluso autoritaria— que implicó también la hegemonía de la concep­ ción endoprocesal. No deja de ser paradójico que en el mismo país en el que la Constitución del año m exigía ya la obligación de motivar las decisiones judiciales, se haya podido escribir —en 1974— un artículo reivindicando una motivación más explícita de las decisiones de Justicia, especialmente las del Tribunal de Casación, que fue acogido con escaso entusiasmo por no pocos miembros de la comunidad jurídica francesa. Entre otras cosas, Touffait y Tune escribían ahí que «el juez fran­ cés, sobre todo en la Corte de Casación, no motiva en general su decisión más que de manera muy formal. El juez rechaza argumentar» (Touffait y Tune, 1974, p. 490). Y terminaban comparando el estilo actual de la decisión, en particular de la de la Corte de Casación, con el de la misa en latín (p. 507). El proceso en Francia habría sido, en cierta medida, inverso al ocurrido en Es­ paña o, quizás mejor, en la Corona de Castilla. Todavía en 1778, una Real Cédula del rey Carlos III establecía la prohibición de motivar las sentencias para evitar «los per­ juicios» que resultan con esa práctica, «dando lugar a cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias» (Ortells, 1977, p. 902903). Sin embargo, en la Corona de Aragón, y especialmente en el Reino de Aragón —como me lo ha hecho notar Jesús Delgado— «los jueces habían de motivar sus sen­ tencias, y así lo hacían, razón por la cual las colecciones de sentencias de la Audien­ cia Real de Aragón se imprimían y eran conocidas en toda Europa, precisamente porque argumentaban, en contraste con la mayor parte de los tribunales del conti­ nente. En Aragón, creo poder asegurar que los jueces argumentan o fundamentan sus fallos desde la Edad Media, por razones similares a las de la experiencia de las Is­ las Británicas (los precedentes tienen gran importancia —bajo el rótulo de “obser­ vancias”—, aunque luego las cosas cambiaron) (...) en Aragón hubieron los jueces de dejar de fundar sus sentencias por ordenarlo así el Decreto llamado de Nueva Planta (1711), que imponía en Aragón la aplicación de las leyes procesales de Castilla». Por otro lado —como también me lo señala Delgado— es importante tener en cuenta que aun «donde y cuando los jueces no motivaban sus sentencias, no por ello dejaba de haber argumentación fundamentadora del fallo. La proporcionaban los consejeros o asesores de los jueces (jueces que bien podían no saber Derecho, ni siquiera en los más altos tribunales, puesto que eran ante todo un poder político indíferenciado o polivalente). Y antes que los asesores, razonaban los abogados ("razonadores” se les llama en alguna fuente medieval). En Aragón (...) se conservan varios miles de im­ presos de “Alegaciones en fuero y derecho” (siglos xvi-xvn), piezas de argumentación dialéctica que se presentaron en efecto en pleitos». En cualquier caso, las cosas en España cambiaron en forma bastante radical (como se señaló en el anterior capítulo) a partir de la Constitución de 1978, aunque también aquí hay que hacer alguna precisión: para Jesús Delgado, por ejemplo, «las sentencias de la sala 1.“ (de lo civil) del Tribunal Supremo estaban sensiblemente me­ jor motivadas (hacían mejor doctrina) en los años cincuenta y sesenta que en los ochenta y noventa», y considera que la explicación tiene que ver «con la calidad inte-

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mos, una acción mental) o una disposición a realizar una acción, en­ tonces decidir, en cuanto acción intencional, parece presuponer si no deliberación en sentido estricto, al menos cierta presencia de razones que hayan motivado la decisión. El juez que decide no admitir en el proceso una determinada prueba (sin que tenga que dar razones de por qué), no deja por ello de tener sus razones, y otro tanto podría de­ cirse del parlamentario que vota en favor de determinado proyecto de ley, aunque ni siquiera conozca su contenido, esto es, no sabe real­ mente lo que está votando: decide votar en tal sentido, por ejemplo, porque ésa es la consigna que le ha dado su partido. Por supuesto, hay decisiones (no tiene por qué ser la anterior) que se toman de ma­ nera irracional (apoyándose en razones manifiestamente erróneas), pero esto, obviamente, no implica que no existan razones: existen tanto razones subjetivas (motivos) de la acción, como razones objeti­ vas, esto es las que harían que fuese racional, que estuviese justifica­ do actuar de una forma u otra; si no fuera porque pensamos que exis­ ten esas razones (a favor o en contra de la decisión) objetivamente vá­ lidas, no tendría sentido criticar una decisión, calificarla de irracio­ nal. También hay decisiones (no necesariamente irracionales) en fa­ vor de las cuales el agente no puede (o no quiere) aducir ninguna ra­ zón que pueda resultar convincente; en estos últimos casos hablamos de «decisionismo» y contraponemos decidir a razonar o a argumen­ tar (los actos de voluntad a los actos de razón). Sin embargo, una cosa es que no exista (o no haya obligación de dar) una razón de su­ ficiente peso en favor de una decisión, y otra que no exista ninguna razón en absoluto aplicable al caso. Esto último parece muy difícil de lectual de los magistrados, la presidencia de Castán y, sobre todo, el número muy in­ ferior de recursos y unos requisitos mucho más estrictos para acceder a la casación». Por lo que se refiere al common taw, la obligación y la práctica de la motivación ha conocido modulaciones un tanto diferentes a las del continente. Por un lado, nun­ ca ha existido la obligación —la obligación explícita— de motivar las sentencias, pero la práctica de la motivación comienza ya en el siglo xn y se consolida en el xvi, sin que aquí quepa hablar de momentos de fractura parangonables a los de Europa continental en la segunda mitad del xvm y primeros decenios del xix (vid. Taruffo, 1992, p. 350). Pero, por otro lado, esa práctica constante no parece haber obedecido a una ideología democrática de la justicia, sino a exigencias de funcionamiento de ese sistema jurídico. Como ha escrito Taruffo, «el sistema del stare decisis es posible en cuanto el precedente no esté constituido por un dictum inmotivado, sino que, por el contrario, contenga la individualización expresa de la ratio decidendi sobre la que se funda la decisión» (p. 347). Es interesante finalmente señalar que en el proyecto de Constitución europea la obligación de motivar y de dar razones aparece en muchos artículos, por ejemplo, I38.2,1-59.1 o II-101.2.c. (Sobre la motivación de las sentencias en general puede ver­ se, recientemente, Igartua, 2003.)

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aceptar, incluso en un plano puramente subjetivo, pues si decidir es una acción intencional, no parece que pueda formarse una intención al margen de cualquier tipo de razón, aunque se trate de una razón para no deliberar, como pudiera ser el caso del parlamentario del an­ terior ejemplo.2 Ahora bien, aunque la contestación a la anterior objeción fuese aceptable y, por tanto, decidir implicase siempre, en algún sentido, argumentar, dar (o darse a uno mismo) razones, eso no quiere decir que argumentar y decidir sean lo mismo. Así, en el caso de una sen­ tencia penal, parece posible distinguir entre la decisión de condenar a X a la pena P, y la justificación, la argumentación (explícita o no), de tal decisión, de tal condena, que puede expresarse así: «X ha realiza­ do el acto H; quien realiza actos como H debe ser condenado a la pena P; por lo tanto, H debe ser condenado a la pena P». Aquí podría aducirse (siguiendo la tradición del silogismo práctico tal y como pa­ rece haberlo entendido Aristóteles o von Wright),3 que la conclusión del anterior argumento (se debe —o, dicho por el juez, debo— conde­ nar a X a la pena P) es ya una decisión, o sea, que al afirmar en serio «debo condenar...» se estaría ya emprendiendo un curso de acción o mostrando la disposición a hacerlo, de manera que incurriría en una suerte de contradicción pragmática quien afirmara «debo condenar a X a la pena P, pero no lo condeno». Esa interpretación del razona­ miento práctico no supone, de todas formas, identificar decisión con argumentación sino con la conclusión de una argumentación, de un razonamiento: la decisión no sería el argumento, sino una parte del mismo. B) Por otro lado, parece también que una argumentación pue­ de tener lugar en contextos en los que no se trata de decidir. Por ejemplo, el juez puede llegar a la conclusión de que, dada la presencia de X tal día y tal hora en tal lugar, la existencia de manchas de sangre en la ropa de X, el hecho de que el análisis de ADN mostró que la san­ gre en cuestión era de Y, etc. i X es el autor de la muerte de Y. Pues bien, no parece que tenga sentido decir aquí que, dados esos elemen2. Sobre las relaciones entre motivación judicial y decisión puede verse Comanducci (1999, pp. 85 y ss.), el cual propone un triple análisis, según que se adopte una perspectiva descriptiva, prescriptiva o teórica. 3. El esquema del silogismo práctico parte de la formulación de un deseo (de­ seo calentar la cabaña) y una regla de tipo técnico (sólo si enciendo un fuego se ca­ lentará la cabaña) para llegar a la conclusión práctica (según cómo se entienda el si­ logismo) de que debo o emprendo la acción de encender un fuego. Pero la diversa naturaleza de las premisas (el que, en el caso del «silogismo judicial», se trate de una norma y una proposición fáctica) no cambia las cosas a los efectos que aquí intere­ san; vid. González Lagier, 1995, pp. 145 y ss.; e infra, cap, 3, ap. 8.

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tos probatorios, el juez decidió creer que X ha dado muerte a Y; lo natural sería decir que el juez decidió declarar culpable o condenar a X porque (entre otras cosas) creyó que X era el autor del homicidio de Y; pero la aceptación, tras la correspondiente deliberación, de que ocurrió un determinado hecho no es fruto de una decisión; a diferen­ cia de decidir hacer algo, aceptar un hecho o creer en la existencia de un estado de cosas (tener una creencia) no es una acción intencional. No decidimos que tal cosa es el caso (que Fulano ha matado a Zuta­ no o que el tabaco causa cáncer),4 sino que decidimos hacer algo (de­ clarar a X culpable, condenarlo a tal pena, dejar de fumar). Y, de to­ das formas, si quisiéramos hablar también de decisión cuando afir­ mamos la existencia de estados de cosas, parece claro que la expre­ sión «decidir» la estaríamos utilizando en un sentido distinto: en el primer sentido, decidir implica intención (no puedo decidir sin que­ rer hacerlo), pero puede no haber nada de intencional en tener una determinada creencia sobre cómo ha sido, es o será el mundo. En de­ finitiva, las conclusiones de nuestros argumentos (también en el De­ recho) no son siempre enunciados prácticos, sino que pueden estar integradas por enunciados teóricos: no sólo por «se debe (puede, etc.) hacer...», sino también por «es el caso de que...».

normalmente supone algo más que argumentar. Sin embargo, lo que sí parece que puede afirmarse sin excepción es que argumentar es algo que tiene lugar en el contexto de la resolución (o, más en gene­ ral, el tratamiento) de problemas. Sin problemas —o sin cierto tipo de problema— no habría argumentación.

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De manera que, cabría concluir de todo lo anterior, la argumen­ tación (o los argumentos) es algo que acompaña a las decisiones (aunque quizás no siempre, y aunque no por ello debamos identificar decidir con argumentar) y también algo que tiene lugar en contextos en los que propiamente no decidimos, pero en los que tenemos que formamos una opinión o una creencia sobre algo. A este algo sobre lo que tenemos que formamos una creencia o que decidir es a lo que bien puede llamarse un problema o una cuestión. Lo que hace que surja una argumentación son problemas, cuestiones (que pueden ser teóricas o prácticas, abstractas o concretas, reales o hipotéticas...) para las que hay que encontrar soluciones, respuestas, que tendrán que tener también (según los casos) naturaleza teórica, práctica, etc. Tampoco ahora cabría identificar sin más «argumentación» con «re­ solución de un problema», pero por razones distintas a las que se aplican a «decidir». Como se ha visto, es posible tanto decidir sin ofrecer argumentos como argumentar sin decidir; pues bien, la reso­ lución de un problema puede no ser argumentativa y, cuando lo es, 4. Vid. Oldenquist, 1967, p. 97, donde se distinguen dos sentidos de decidir, en uno de los cuales cabría hablar de «decidir que el tabaco causa cáncer». Dejo aquí de lado el debate actual en epistemología acerca de si se puede «decidir» creer o dejar de creer en algo.

2.

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Un concepto complejo

El concepto de argumentación es un concepto complejo, como inevitablemente ocurre con las nociones más básicas que se usan en cualquier disciplina. Con frecuencia, lo primero que se encuentra (y que se busca) en un libro de argumentación es alguna aclaración conceptual que suele consistir en mostrar que existen diversas ma­ neras de usar esta expresión y en justificar por qué se elige uno (o más de uno) de esos sentidos. Además, no es difícil darse cuenta de que esa pluralidad de significados tiene que ver con algo que antes se ha señalado: con la existencia de diversas disciplinas o de diversos campos vinculados con la argumentación. En los libros de lógica, la noción de argumento se presenta como un encadenamiento de enun­ ciados; argumentar consiste en pasar de unos enunciados a otros, respetando ciertas reglas, Pero ése es un concepto que resulta insa­ tisfactorio (o quizás mejor, insuficiente) para quienes se interesan por la argumentación desde el campo de las ciencias de la comuni­ cación, de la psicología cognitiva, de la lingüística, de la retórica o del Derecho. Por ejemplo, el surgimiento de lo que hoy solemos lla­ mar «teoría de la argumentación jurídica», en los años cincuenta y sesenta del siglo xx, tuvo como rasgo común la pretensión de cons­ truir un concepto de argumentación (para desarrollar a partir de ahí una teoría) que se oponía a (o era la superación de) la noción de ar­ gumento lógico en sentido estricto (de argumento lógico-deductivo). Así, Recaséns Siches, inspirándose en Ortega, contrapuso el logos de lo racional al logos de lo razonable; Viehweg, la concepción deducti­ va de la argumentación a la tradición de la tópica; Perelman, los ar­ gumentos deductivos o apodícticos a los retóricos; y Toulmin, la ló­ gica idealizada de la tradición matemática (geométrica) a una lógica «operativa», adecuada para los diversos ámbitos de la vida en los que se argumenta (y que no se circunscriben a los de las ciencias for­ males). Y por lo que se refiere a las teorías más desarrolladas de la argumentación jurídica, las que se desarrollan ya a partir de finales de los años 70 (MacCormick, Alexy, Peczenik, Aarnio...), podría de­ cirse que lo que las caracteriza esencialmente es el esfuerzo por inte­ grar dos nociones distintas de argumentación: la noción lógico-for-

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mal, vinculada a la racionalidad formal, y otra concepción ligada a lo que, en términos generales, podría llamarse racionalidad práctica; por ello, los (buenos) argumentos jurídicos deben cumplir los requi­ sitos de la lógica formal (consistencia de las premisas, respeto de las reglas de inferencia en el paso de las premisas a la conclusión) y de la racionalidad práctica (universalidad, coherencia, etc.); ése es tam­ bién el sentido de la famosa contraposición entre lo que se suele lla­ mar (siguiendo a Wróblewski) la justificación interna (la de carácter lógico-deductivo: el paso de las premisas a la conclusión) y la justifi­ cación externa (la justificación de las premisas, que parece exigir algo más que ese tipo de lógica). Ahora bien, aunque podamos aceptar sin más que la noción de argumentación jurídica es compleja y que de la misma no puede dar­ se cuenta desde una única perspectiva (bien sea la de la lógica deduc­ tiva, o bien la de la tópica, la retórica, la racionalidad práctica...) eso no quiere decir, ni mucho menos, que sepamos con precisión lo que significa argumentar. Para empezar, ¿en qué sentido se puede decir que la noción de argumentación es «compleja»? ¿En qué consiste esa complejidad? 1. En ocasiones, un concepto (o, si se quiere, un término, una palabra) nos puede resultar complejo, difícil, simplemente porque se usa dé manera equívoca, esto es, una misma expresión se usa con sig­ nificados (designa conceptos) que nada (o casi nada) tienen que ver entre sí. La tarea de aclarar el concepto (la ambigüedad de la expre­ sión) consistirá entonces simplemente en mostrar esa pluralidad de significados. Esto es lo que hace, por ejemplo, Cristina Redondo cuando distingue tres nociones distintas de argumento jurídico o, más exactamente, de argumento judicial en cuanto subtipo de los ar­ gumentos prácticos: «a) el que reconstruye los pasos deductivos de la justificación, b) el que representa el proceso psicológico del juez y c) el que pretende garantizar una justificación sustantivamente correc­ ta». «Los tres esquemas de “razonamientos prácticos” —continúa Re­ dondo— guardan relación directa con las distinciones apuntadas res­ pecto a los significados de “razón” (como premisa de un argumento, como motivo y como justificación). Todo argumento práctico en sen­ tido lógico, menciona razones premisas. Todo argumento práctico en sentido técnico-reconstructivo, aplicado a una acción, menciona ra­ zones explicativas. Por último, todo argumento práctico en sentido normativo establece cómo se deben evaluar las razones sustantivas» (Redondo, 1996, p. 256; Atienza, 2000, p. 38). Me parece, sin embar­ go, que este análisis resulta insatisfactorio, no sólo porque deja fuera otros sentidos relevantes de «argumentar» (como luego se verá), sino,

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sobre todo, porque entre los diversos sentidos en que se habla de ar­ gumentar parece existir alguna unidad que ese análisis no capta. Es cierto que Redondo señala que esas tres nociones de argumento tie­ nen en común una misma referencia al concepto de razón, pero con eso se gana poco toda vez que, según ella, se trata de tres significados distintos de razón. En definitiva, lo que parece desacertado en su análisis es asumir sin más que las dificultades del concepto de (o de la expresión) «argumentación» provienen simplemente de su carácter equívoco.5 2. Otra manera de dar cuenta de la complejidad de «argumen­ tación» (en realidad, una variante de la anterior) sería la siguiente. Se parte de que, en efecto, existen diversas nociones de «argumenta­ ción», pero se entiende que una de ellas tiene un carácter privilegia­ do. Existiría, por tanto, algo así como un significado propio o estric­ to de argumentación (lo que, por supuesto, no tiene por qué suponer incurrir en algún tipo de esencialismo lingüístico), y luego significa­ dos derivados o aproximad vos: la argumentación o los argumentos —en este sentido «análogo»— compartirían algunos de los rasgos (pero no todos) de la argumentación (o de los argumentos) genuina(os). Esta estrategia es a la que, con gran frecuencia, recurren los lógicos (la que puede encontrarse también en Redondo) al privilegiar la noción de argumento deductivo; pero también suelen proceder así, aunque en sentido contrario, los partidarios de la tópica, de la retórica, etc., para los cuales un argumento lógico-deductivo sería algo así como un supuesto residual, extremo, de argumento: en sen­ tido estricto, un argumento no es un argumento lógico-deductivo.6 Lo que aquí cabría objetar es, por un lado, que no se ve por qué ra­ zón haya que privilegiar uno de entre los diversos significados de ar­ gumentar; y, por otro lado, que aunque hubiese alguna razón para actuar así, tendríamos todavía que dar cuenta de cómo se vinculan entre sí todos esos significados, o en qué sentido uno deriva de, o está conectado con, otro. Por ejemplo ¿por qué partir de que el sig­ nificado básico de argumento en el caso del Derecho es el que viene dado por la lógica deductiva y no por la retórica? ¿Y sería realmente de ayuda para el estudio retórico de los argumentos el saber que és5. En términos escolásticos, cabría recordar que un término puede no ser ni unívoco ni equívoco, sino análogo. 6. Es, en realidad, la misma estrategia a la que acude Finnis (2000, pp. 304 y ss.) para definir Derecho; según él habría un significado central o focal de Derecho (el Derecho en cuanto ordenación mediante el ejercicio de la autoridad de la vida so­ cial dirigida a la ordenación del bien común) y otros significados derivados o secun­ darios.

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tos, o algunos de éstos, no son considerados como argumentos en sentido estricto (en el sentido de la lógica formal)? 3. Otra razón (distinta a la simple ambigüedad) por la que un concepto puede resultar complejo es que posea alguna forma particu­ larmente compleja de ambigüedad, de manera que no sea fácil (o sea imposible) identificar una propiedad o un conjunto de propiedades que convengan a todos los supuestos para los que se emplea el con­ cepto. Un ejemplo clásico es el de «juego»; no es fácil saber qué pue­ den tener en común actividades tan distintas como el ajedrez, la lote­ ría o el fútbol. Argumentar, por cierto, puede verse también como un juego, como un juego de lenguaje, y ello puede ser un punto de parti­ da interesante para comprender lo que significa argumentar. En el fa­ moso pasaje de Investigaciones filosóficas en el que Wittgenstein (1988, p. 39) enumera, a título de ejemplo, la pluralidad de usos del lenguaje, de actividades que pueden realizarse con el lenguaje, no in­ cluye argumentar, pero parece claro que ése sería uno de ellos. De he­ cho, Toulmin (1958), sobre las huellas de Wittgenstein, consideró la argumentación como un uso específico del lenguaje, que se distingue de otros usos porque para argumentar no basta con emitir (en deter­ minadas circunstancias) tal enunciado (como ocurre con ordenar o describir), sino que se requiere además añadir razones (a favor o en contra de una determinada tesis, de una «pretensión»). Ahora bien, aunque «argumentar» sea un juego lingüístico y existan incluso di­ versos juegos argumentativos, de ahí no se sigue que ese concepto presente el tipo de complejidad que nos encontramos en el de «jue­ go». La razón fundamental es que los diversos tipos de argumenta­ ción (de juegos argumentativos) guardan entre sí una relación mucho más estrecha de la que existe entre los diversos ejemplos de juego an­ tes recordados; como consecuencia, nadie se plantea (en serio) el problema de cómo distinguir, digamos, la lotería del fútbol (al con­ trario: puede ser interesante plantearse por qué ambas actividades las consideramos como «juegos», a pesar de ser tan distintas: qué pue­ den tener en-común), pero sí que es un problema separar con nitidez la argumentación lógico-deductiva de la de carácter retórico, o la re­ tórica de la dialéctica. Dicho de otra manera, los diversos tipos de ar­ gumentación comparten entre sí mucho más que un cierto aire de fa­ milia; no es sólo que se parezcan en algún rasgo o combinación de rasgos (como lo que hace que reconozcamos a alguien por sus rasgos externos como perteneciente a la familia de los Pérez; en algunos ca­ sos será la frente abombada, en otros cierta forma de sonreír, etc.), sino que, en algún sentido, todos tienen las mismas características, pertenecen a una misma clase definida por una conjunción de pro­ piedades esenciales o definitorias (como cuando enumeramos tipos

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de familias: familias numerosas, familias monoparentales, familias burguesas, familias de hecho, etc.). 4. Otra posibilidad a la que se ha recurrido con frecuencia en los últimos tiempos para elucidar el significado de muchas nociones de uso frecuente en las ciencias sociales es la categoría de conceptos esen­ cialmente controvertidos o impugnados. Según el conocido trabajo de Gallie (1998), esos conceptos (ejemplos típicos son el de «democracia» o el de «justicia social») se caracterizan porque: a) son evaluativos; b) a lo que se atribuye valor es a algo internamente complejo; c) que se puede describir de diversos modos (contienen, pues, cierta ambigüe­ dad); d) su significado se modifica esencialmente según circunstancias cambiantes que no se pueden describir por anticipado (son, pues, con­ ceptos persistentemente vagos), y e) su carácter controvertido se reco­ noce, en cuanto cada grupo social es consciente de que el uso que hace del concepto es impugnado por otros grupos (por ejemplo, alguien de ideología socialista sabe que lo que él entiende por «justicia social» no es aceptable para un conservador o un liberal). Sin embargo, no parece que el concepto de «argumentación» obedezca a ese patrón o, por lo menos, no del todo: «argumentar» no tiene la carga valorativa que uno puede encontrar en «democracia» o en «justicia social», y, sobre todo, en relación con el concepto de argumentación no existe una disputa a la que sea imposible poner fin (como ocurre en los otros dos casos). En seguida se verá el significado de esta última afirmación. 5. Finalmente, cabría pensar en aplicar al caso de «argumenta­ ción» la distinción entre concepto y concepción que se ha utilizado en alguna ocasión para aclarar nociones como la de justicia o positivismo jurídico. A propósito de «justicia», el procedimiento consiste en distin­ guir entre una noción muy amplia, un concepto, que pueda gozar de un amplio consenso, para construir a partir de ahí diversas concepcio­ nes que vendrían a consistir en interpretaciones distintas de esa fór­ mula general. Es, por ejemplo, la estrategia seguida por Perelman en un trabajo muy influyente de los años cuarenta (Perelman, 1945) en el que partía de la definición de justicia (la regla formal de justicia) como «trato igual a los seres pertenecientes a la misma categoría» para, a partir de ahí, distinguir diversas concepciones de la justicia (diversos criterios materiales) que llevan a construir de maneras dis­ tintas las categorías de seres (por ejemplo: «a cada uno lo mismo», «a cada uno según su rango», «a cada uno según su trabajo», etc.). O la seguida por Rawls7 en Una teoría de la justicia; para este último, el 7. Rawls hace referencia a un pasaje de El concepto de Derecho de Hart que pudiera estar influido por Perelman; de hecho. Hart escribió un prólogo para la edi­ ción inglesa del libro de Perelman que incluía el trabajo antes mencionado.

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concepto de justicia (de instituciones justas) incluye las nociones de «no distinción arbitraria» y «balance correcto» que quedan abiertas para que cada uno las interprete de acuerdo con los principios de la justicia que acepta (Rawls, 1997, p. 22). Y por lo que se refiere al con­ cepto de positivismo jurídico (como se ha visto en el anterior capítu­ lo), González Vicén distinguió el positivismo jurídico en cuanto con­ cepto histórico (la idea de que el Derecho es un fenómeno social e his­ tórico de sociedades concretas; frente a la idea abstracta o metafísica del Derecho natural) de las diversas teorías (o concepciones) del posi­ tivismo jurídico, que vendrían a ser interpretaciones distintas de ese mismo concepto: el positivismo voluntarista, el historicista, el forma­ lista, el realista, etc. Pues bien, me parece que un método de análisis semejante es el que puede utilizarse con provecho para «argumentación», aunque con la siguiente precisión. Tanto «justicia» como «positivismo jurídi­ co» pueden considerarse como conceptos esencialmente controverti­ dos o, por lo menos, como conceptos con una fuerte carga valorativa; ésa es la razón de que la distinción entre concepto y concepción sea una manera de encontrar un acuerdo (en el nivel del concepto) que resulte compatible con la fuerte controversia que caracteriza el nivel de las concepciones (cada una de las concepciones es, en cierto modo, la negación de las otras). Pero con «argumentación» no ocurre lo mismo. O sea, al no ser un concepto esencialmente controvertido, parece posible elaborar una noción (un concepto) muy abstracto, y luego distinguir diversas concepciones de la argumentación que no tendrían por qué resultar incompatibles entre sí. Digamos que lo que explica la pluralidad de concepciones en tomo a «argumentación» no es el pluralismo valorativo (como seguramente ocurre con «justicia» y con «positivismo jurídico»), sino el pluralismo contextual: no (o no tanto) que tengamos diversas concepciones sobre el valor de argu­ mentar, sino que somos conscientes de que no se argumenta -—no se puede argumentar— igual en todos los contextos. 3.

El concepto de argumentación

,

Si uno se sitúa, por lo tanto, en una perspectiva muy abstracta y trata de descubrir cuáles son los elementos comunes presentes en cualquier ocasión en la que tenga sentido decir que existe una argu­ mentación (ya se trate de la noción manejada por los lógicos, por los psicólogos, por los lingüistas, por los juristas o por la gente común y corriente) se llegaría, en mi opinión, a la identificación de los cuatro rasgos siguientes:

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1. Argumentar es siempre una acción relativa a un lenguaje. Acabamos de ver que argumentar es uno de los juegos, de los usos, del lenguaje. También habíamos visto, a propósito de la conexión en­ tre argumentar y decidir, que el sujeto que delibera en su interior para alcanzar una decisión, en algún sentido también argumenta. Esto último no implica, en realidad, ninguna contradicción con lo an­ terior, dada la estrecha conexión existente entre el pensamiento y el lenguaje: no parece que pudiéramos deliberar si no fuera porque po­ seemos un lenguaje, y por algo «logos» se ha traducido tanto por len­ guaje como por razón. De todas formas, lo que aquí nos interesa es la argumentación (o los argumentos) en la medida en que se plasman (o pueden plasmarse) en un lenguaje: oral o escrito. En cuanto uso específico del lenguaje, argumentar se distingue de otros usos como, por ejemplo, prescribir, describir, preguntar, etc. Sin embargo, eso no quita para que en una argumentación aparezcan también esos otros usos del lenguaje; esto es, cuando uno argumenta suele también describir, afirmar, suponer, formular preguntas, etc; si a un conjunto de actos lingüísticos lo identificamos como una argu­ mentación es porque interpretamos que su sentido (el sentido del conjunto) es el de sostener (refutar, modificar, etc.) una tesis, una pretensión, dando razones para ello. Ese tener que dar razones (razones formuladas —o formulables— en un lenguaje) es lo que hace que podamos distinguir la argu­ mentación de otros procedimientos de resolución de problemas, como los que consisten en recurrir a la fuerza. Por supuesto, el recur­ so a la fuerza puede suponer también el uso del lenguaje, pero en ese caso el lenguaje cumple, cabría decir, un papel simplemente instru­ mental; puedo usar el lenguaje para proferir una amenaza, pero lo que hace que sea una amenaza (que el otro lo interprete así) es algo externo al lenguaje (que yo disponga de ciertos recursos como fuerza física, dinero, influencia, etc., o que el otro crea que dispongo de ellos). En el caso de la argumentación, la relación con el lenguaje po­ dríamos decir que es más intrínseca: el lenguaje no es simplemente un medio para comunicar una argumentación, sino que argumentar consiste en usar de una cierta forma el lenguaje: dando razones (que, por supuesto, pueden hacer referencia al mundo, a hechos) a favor o en contra de una determinada tesis. Por lo demás, en la resolución de casi cualquier problema no sólo se trata de argumentar sino que, con bastante frecuencia, existen tanto aspectos argumentativos como no argumentativos: por ejemplo, en el caso de una negociación, las posiciones de poder de las partes juegan un papel decisivo, pero eso no quita para que también argu­ menten; o en el de la toma de una decisión judicial, que es el produc-

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to no sólo de los argumentos que han dado las partes, sino también de otros elementos presentes en la situación y que no tienen carácter argumentativo (no se traducen o expresan en argumentos). Además, la necesidad del lenguaje para la argumentación no sig­ nifica que (siempre que se argumenta) se requiera usar explícitamen­ te el lenguaje. Por ejemplo, en un juicio, la presentación física del arma con la que presuntamente se cometió el homicidio puede enten­ derse como una forma de argumentar porque, dado cierto contexto, eso equivaldría a haber dicho (o podría reconstruirse lingüísticamen­ te como): «el arma con la que se cometió el homicidio debería tener las características A, B, C; este arma (como puede verse) tiene esas características; por lo tanto (probablemente) ésta es el arma con la que se cometió el homicidio». Algo parecido a esto es lo que ocurre en uno de los clásicos del cine jurídico, Doce hombres sin piedad; el protagonista, Henry Fonda, saca, en un cierto momento de la delibe­ ración del jurado, una navaja igual a la usada en el crimen y la clava espectacularmente sobre la mesa, logrando así la atención de todos y atacando de esta manera la tesis de que el arma homicida era de un tipo muy inusual.8 Otro ejemplo (ahora, divertido) en el que uno de los pasos de la argumentación no es una acción lingüística (pero que puede plasmarse en un lenguaje) lo proporciona la película Cuando Harry encontró a Sally. Hay allí una escena en la que la protagonista, Sally, que está comiendo en un restaurante repleto de gente con un amigo, Harry, que le está relatando sus excelencias como amante, si­ mula tener un orgasmo. El argumento (un argumento bastante con­ tundente aunque lo formule sin articular palabra) puede traducirse lingüísticamente (dejando implícita alguna premisa que el lector no tendrá dificultades en suplir) así: «los orgasmos —como te habrás dado cuenta— pueden ser simulados; por lo tanto, es posible que no seas tan buen amante como imaginas». 2. Una argumentación (como se ha indicado ya en varias oca­ siones) presupone siempre un problema, una cuestión.9 El problema es lo que suscita la necesidad de argumentar, de enrolarse en una ac­ tividad lingüística dirigida precisamente a encontrar, proponer, justi­ ficar... una solución, una respuesta al mismo. Esas cuestiones, como veíamos, pueden ser de índole muy variada: teórica o práctica, real o hipotética, concreta o abstracta... Pero parece que en relación con cualquier argumentación, como quiera que se entienda, siempre es posible preguntarse: ¿a qué cuestión trata de contestar el argumento? Esto ocurre incluso en los supuestos más banales, como en el ejem8. 9.

Agradezco a Daniel González Lagier el haberme proporcionado este ejemplo. Uso por el momento como términos sinónimos «problema» y «cuestión».

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pío escolar: «todos los hombre son mortales; Sócrates es un hombre; por lo tanto, Sócrates es mortal». Lo que da sentido a la concatena­ ción de esos enunciados es que ofrecen una respuesta a la pregunta que alguien puede haberse formulado (no importa si en serio o no) sobre si Sócrates es mortal. Éste, por cierto, no es un rasgo peculiar del uso argumentativo del lenguaje; otros usos lingüísticos (y quizás todos ellos) pueden verse de esta forma, como la respuesta a algún problema o a alguna pregunta previa que alguien puede formular(se). Pero, en todo caso, los problemas o preguntas de tipo argumentativo tienen una peculiaridad que no se da en los otros casos. Quizás escri­ bir una novela o dar una orden pueda verse como la respuesta a al­ guna cuestión, a algún problema, pero en un sentido distinto a lo que ocuire en el caso de argumentar; así, por ejemplo, quien está narran­ do un hecho u ordenándonos que hagamos tal cosa, sólo tendrá* que argumentar (y dejará simplemente de narrar o de ordenar) si surge alguna cuestión del tipo de ¿por qué pensar que fue X el que realizó Y?, o ¿por qué debo hacer A?, o sea, preguntas que exigen razones. 3. Hay dos formas características de ver la argumentación: como un proceso, como una actividad (la actividad de argumentar) y como el producto o el resultado de la misma (los enunciados o las proferencias en que consiste o en que se traduce la argumentación: los argu­ mentos). Es ésta una ambigüedad en cierto modo ineliminable del tér­ mino «argumentación» (en las páginas anteriores se ha utilizado mu­ chas veces con ese sentido ambiguo), pero de la que conviene ser cons­ ciente. Desde la primera perspectiva, la argumentación puede conside­ rarse como toda aquella actividad que ocurre entre un término a quo, el problema, y un término ad quem, la solución, la respuesta al mismo. Pero si nos situamos en la segunda de las perspectivas, la argumenta­ ción viene a ser el conjunto de los enunciados (o, quizás mejor, de las entidades) en las que cabe distinguir siempre tres elementos: las pre­ misas (aquello de lo que se parte), la conclusión (aquello a lo que se llega) y la inferencia (la manera como están unidas las premisas y la conclusión, la relación que existe entre ambos tipos de entidades). Esto significa que un fragmento de lenguaje usado exclusivamen­ te con propósitos descriptivos, como ocurre con la narración de los hechos en una sentencia (por ejemplo, «F, el día tal a tal hora, entró en el domicilio de G y...»), no es, en cuanto tal, un argumento, si bien, desde otra perspectiva, puede considerarse como parte, como la pre­ misa, de un argumento (cuya conclusión podría ser «se debe conde­ nar a F a la pena P») o incluso como la conclusión de un argumento («dado el testimonio coincidente de H, de I, etc., cabe concluir que F, el día tal a tal hora...»). O sea, en el uso simplemente descriptivo o prescriptivo del lenguaje no puede hablarse de premisas y de conclu-

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sión, pero una descripción o una prescripción puede (funcionalmen­ te) jugar el papel de una premisa o de una conclusión. Por las mismas razones, en principio tampoco podemos conside­ rar como argumentos enunciados que simplemente enuncian verda­ des lógicas, tautologías, del tipo de «ningún casado es un soltero»: aquí no se produce ningún paso de un enunciado a otro, ninguna in­ ferencia. Si en ocasiones podemos considerarlo como un argumento no es tanto, en mi opinión, porque pueda decirse que una tautología es un argumento en el que el conjunto de las premisas es vacío (así seguiríamos sin tener premisas y sin relación de inferencia), sino por­ que podemos verlo como la conclusión de un argumento en el que funcionarían como premisas las definiciones de los términos usados («dado que por “soltero” se entiende... y por “casado”..., ningún casa­ do es un soltero»). La noción de argumento, por lo tanto, es eminen­ temente funcional: un mismo enunciado o conjunto de enunciados puede verse o no como un argumento (o como parte de un argumen­ to) según la manera como sea utilizado, según su uso. 4. Finalmente, argumentar es una actividad racional no sólo en disentido de que es una actividad dirigida a un fin, sino en el de que siempre hay criterios para evaluar una argumentación, siempre pare­ ce tener sentido preguntarse si un argumento es bueno o malo, apa­ rentemente bueno pero en realidad malo, mejor o peor que otro, etc. Por supuesto, «bueno» está utilizado aquí en un sentido muy general (si se quiere, como un concepto), de manera que los criterios de bon­ dad (las concepciones de lo bueno) no son los mismos: según cómo se contemplen los argumentos, a veces «bueno» querrá decir válido (de­ ductivamente o inductivamente válido), otras veces sólido, fuerte, re­ levante, eficaz, persuasivo, etc. 4.

Concepciones de la argumentación

La distinción entre el concepto y las concepciones de la argu­ mentación se basa en que los anteriores elementos, presentes en cual­ quier tipo de argumentación, pueden, sin embargo, interpretarse de diversas maneras, cabe poner el énfasis en alguno de los elementos en lugar de en otros, etc. Por ejemplo, en relación con la antes men­ cionada ambigüedad entre la argumentación vista como actividad o como producto (la deliberación que tiene lugar entre los miembros de un tribunal es básicamente —aunque no sólo sea eso— una activi­ dad argumentativa, cuyo resultado es una sentencia que —aunque no sólo— puede verse como un argumento o un conjunto de argumen­ tos), hay concepciones de (o maneras de contemplar) la argumenta-

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ción, como la de la lógica deductiva, que se centran de manera prefe­ rente o exclusiva en la argumentación como resultado, mientras que las concepciones de tipo dialéctico (como la de Toulmin) ponen el én­ fasis en la actividad de argumentar. Como anteriormente se ha mencionado, al menos en los últimos tiempos, ha sido frecuente contraponer dos maneras distintas de en­ tender la argumentación, y esa contraposición es además lo que ha impulsado el desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica. En la misma, uno de los polos parece ser fijo (la lógica formal deductiva), mientras que el otro cambia de unos autores a otros: la tópica en el caso de Viehweg, la retórica en el de Perelman, o la «lógica operativa» —la dialéctica— en el de Toulmin. Entre estas tres últimas concepcio­ nes de la argumentación hay sin duda cierto parecido, cierto parentes­ co, pero también diferencias: Viehweg pone el énfasis en el descubri­ miento de las premisas, Perelman en la persuasión del auditorio, y Toulmin en la interacción que tiene lugar entre el proponente y el oponente de un proceso argumentativo. Pues bien, la idea que quiero defender aquí es que, básicamente, habría que distinguir no dos, sino tres concepciones de, o maneras de contemplar, la argumentación; o, mejor dicho, que existen tres dimensiones de la argumentación (cada una de ellas vinculada —aunque no de manera exclusiva— a cierto contexto o situación) que pueden dar lugar a otras tantas concepciones si cada una de esas tres dimensiones —como a veces ocurre— se trata como si fuera la única o la fundamental. En mi opinión, sería la con­ cepción o perspectiva formal, la material y la pragmática, pudiendo hacerse, dentro de esta última, una subdistinción entre la dialéctica y la retórica.10 Se trata, me parece, de una distinción básica y bastante obvia, que puede rastrearse en muchos autores, aunque en ellos qui­ zás no esté trazada exactamente de la misma manera como yo lo haré. Pondré algunos ejemplos de ello. Refiriéndose a los escritos lógicos de Aristóteles, Nidditch (1980, p. 13) diferencia cinco aspectos. Dejando a un lado discusiones acerca del lenguaje común y una serie de puntos de vista sobre la correcta or­ ganización de un sistema en la ciencia matemática, lo que queda es: 1, «Una teoría de la forma de razonamiento cierto, que fue de­ nominada por Aristóteles silogismo». 2. «Un grupo de enseñanzas sobre el método científico y sobre 10. En lo que sigue (así como en los tres capítulos sucesivos) hablaré prefe­ rentemente de «concepción» pero, por así decirlo, con la «reserva mental» de que, en mi opinión, cada una de ellas tendría que ser considerada más bien como una di­ mensión que como una concepción.

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cómo la investigación de las ciencias naturales puede determinar el aumento de nuestro conocimiento de las leyes físicas». 3. «Un conjunto de sugerencias sobre el arte de la argumenta­ ción, que es el arte de lograr la destrucción de los argumentos de aquéllos que no están de acuerdo con nosotros y de impedir que nues­ tros propios argumentos queden expuestos a semejantes ataques». Pues bien, para obtener el cuadro completo bastaría con añadir —en el apartado 1) o en el 2)— la teoría sobre el silogismo práctico que Aristóteles trató sobre todo en De motu animalium (es decir, fue­ ra del Organon) donde se plasma su concepción del razonamiento práctico; y, en el apartado 3), los estudios sobre la retórica (que que­ daron, en general, también fuera del Organon). La Summa Theologica de Tomás de Aquino es un buen ejemplo de cómo pueden presentarse, magistralmente combinadas, las tres concepciones o dimensiones a las que antes me refería. La dimensión for­ mal está presente a través de la teoría silogística: la densidad argumen­ tativa de la Summa es tal que apenas podría identificarse algún párra­ fo en el que el lector no pueda reconocer la forma de algún argumento lógico. La organización de la obra en cuestiones y artículos obedece a un esquema dialéctico en el que se comienza por plantear un problema (por ejemplo, el artículo 1 de la cuestión 94: .«la ley natural, ¿es un há­ bito?»); se señalan luego las objeciones (que parecen conducir a consi­ derarla como un hábito) y las opiniones en sentido contrario; se for­ mula a continuación la solución, y se termina respondiendo a las obje­ ciones y a las opiniones en sentido contrario. Todo ello está dirigido, naturalmente, a la fundamentación material de una determinada tesis, a la solución del problema, en la que juega un papel importante la ela­ boración de distinciones (el hábito —nos dice Tomás de Aquino— pue­ de entenderse de dos maneras: en uno de sus sentidos, la ley natural es un hábito; en el otro, no) y el recurso a conocimientos provenientes de la ciencia, la filosofía, la experiencia común y, sobre todo, la teología. Por supuesto, esa distinción está también en la teoría contempo­ ránea de la argumentación. Como ejemplo puede servir un reciente, y valioso, libro de Luis Vega (2003), en el que después de señalar que propiamente no hay en nuestros días «una teoría» de la argumenta­ ción, distingue tres perspectivas o enfoques desde los que preferente­ mente se estudian los argumentos: la perspectiva lógica o analítica (donde incluye tanto la lógica como la metodología de la prueba cien­ tífica), la dialéctica y la retórica.11 11. Más adelante (cap.5, ap. 2) me referiré de nuevo a este triple enfoque para diferenciarlo del que yo propongo.

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Y, en fin, entre los autores que han elaborado lo que he llamado «teoría estándar de la argumentación jurídica» también pueden en­ contrarse estas tres concepciones de la argumentación. Muy clara­ mente en Summers. En un importante trabajo de 1978, Summers señala que lo que a él le interesa estudiar ahí no es la validez lógica, la forma (la forma deductiva) de los argumentos; ni tampoco (o, al menos, no centralmente) la fuerza persuasiva de los mismos: su ca­ pacidad para persuadir a las partes, a otros jueces, etc.; sino su fuer­ za justificativa, esto es, de qué manera construyen los jueces —los jueces del common law— las premisas, las razones, que deben servir como justificación de sus decisiones: el peso o la fuerza de la justifi­ cación no reside, en su opinión, en la lógica ni en la retórica, sino en lo que puede llamarse (en uno de los sentidos de esa ambigua expre­ sión) «el razonamiento práctico», esto es, la deliberación práctica, la técnica consistente en construir y confrontar entre sí las razones para llegar a una determinada decisión (vid. Summers, 1978, p.712, nota 10). Pero también en Peczenik (1989, p. 119). Según este último, ha­ bría tres exigencias de racionalidad que restringen la arbitrariedad del razonamiento moral y del razonamiento jurídico: la racionalidad lógica y lingüística consistente en que los enunciados morales y jurí­ dicos pueden presentarse como la conclusión correcta de una serie de premisas que tienen que estar lingüísticamente bien formadas y ser lógicamente consistentes (racionalidad L); la racionalidad entendida como la exigencia de que las premisas (lo que presta apoyo —sup­ port— a la conclusión) sean suficientemente coherentes (racionalidad S —de support), y la racionalidad discursiva, esto es, la racionalidad entendida en el sentido de que la conclusión no podría ser refutada en el marco de un discurso en el que diferentes individuos discutirían de manera imparcial y objetiva (racionalidad D).112 En lo que sigue, efectuaré una primera caracterización de esas tres concepciones o dimensiones de la argumentación centrándome únicamente en sus rasgos fundamentales y en las diferencias que cabe trazar entre, ellas. Su estudio pormenorizado lo dejo para los su­ cesivos capítulos del libro.

12. La triple clasificación de los razonamientos jurídicos que se encuentra en Kalinowski, a la que me referiré en el siguiente capítulo, también obedece a lo mismo.

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5.

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La concepción formal, la concepción m aterial y la concepción pragmática de la argumentación

1. La vinculación de la argumentación con la noción de proble­ ma, con la diversidad de situaciones en que surge la necesidad de ar­ gumentar, es la clave para trazar la distinción entre estas tres concep­ ciones. 1.1. Un primer tipo de situación se vincula con la resolución de problemas formales, como, por ejemplo, un problema matemático o un problema lógico. Si decimos que son problemas formales es por­ que, en cierto sentido, no tienen que ver con la realidad, sino que ha­ cen abstracción de cómo es realmente el mundo. Veamos algunos ejemplos de problemas que se plantean en un libro bien conocido de lógica (el de Copi [1994]) como ejercicios para comprobar que el lec­ tor comprende las nociones lógicas que su autor ha ido introducien­ do y para desarrollar la capacidad de los lectores de razonar lógica­ mente: 1) identificar las premisas y las conclusiones de determinados pasajes; 2) distinguir los razonamientos deductivos de los inductivos; 3) traducir cada una de tales proposiciones a la notación lógica de funciones proposicionales y cuantificadas, y 4) construir una prueba formal de validez para una serie de razonamientos. La resolución de todos esos problemas supone llevar a cabo una tarea argumentativa o, por lo menos, una tarea cuyo resultado puede ponerse en forma argumentativa. Así, para resolver el primer ejerci­ cio, el razonador tendrá que partir de lo que se le ha explicado que son (o de cómo funcionan) las premisas y las conclusiones de un ar­ gumento; comprobar cuáles son, en ese pasaje, las proposiciones que cumplen cada una de esas funciones; y concluir, por ejemplo, dicien­ do: «la premisa es... y la conclusión...». O sea, su argumentación ven­ dría a ser: «Por premisa se entiende... y por conclusión...; por lo tan­ to, en el texto lo que funciona como premisa es... y como conclu­ sión...». Lo esencial aquí es que para llevar a cabo esa tarea no nece­ sita comprometerse con lo que el texto en cuestión dice; así, si se tra­ taba del fragmento de un texto del marqués de Sade: («Pero, sostie­ nen, el hombre desea vivir en sociedad; por lo tanto, debe renunciar a una parte de su bien privado en pro del bien público» [Copi, 1994, p. 11]), es totalmente indiferente, para resolver ese ejercicio, que quien lo haga comparta o no esa filosofía política o sienta simpatía o aversión por el marqués en cuestión; basta con que comprenda la gramática del texto y los conceptos de premisa y de conclusión. Y algo parecido cabe decir de los otros casos. Por ejemplo, si se trata de construir una prueba formal (el ejercicio 4) es indiferente que el pro­ blema venga expresado en un lenguaje natural o en un lenguaje for-

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mal; es decir, tanto vale que se trate de «o bien el gerente no observó el cambio, o bien lo aprueba. Observó todo muy bien. De modo que debe aprobarlo» (p. 324), o de

p->->q r -» q p —>-t r La solución del problema consiste, en ambos casos, en señalar cuáles son las reglas de inferencia deductiva (distintas en cada ejem­ plo) que autorizan el paso de las premisas a la conclusión, y en nada más. Es obvio, por lo demás, que ese tipo de razonamiento puede rea­ lizarlo un individuo aislado. Por supuesto, puede estudiarse un libro de lógica en compañía, y ello puede hacer la tarea más divertida, más estimulante, etc. Pero eso es accesorio, en el sentido de que la solu­ ción del problema es la que es, con independencia de quién sea el que lo sostenga, en qué circunstancia, con qué propósito, etc. Esa naturaleza «abstracta» de los problemas lógicos (o matemá­ ticos) no significa que esas disciplinas (esos problemas) no estén vin­ culados con alguna práctica social. Por supuesto, la lógica (la lógica formal) es ella misma una práctica en la que participan los lógicos profesionales y también —si se quiere— los estudiantes de lógica, que se organiza en una comunidad que promueve la realización de con­ gresos y otra serie de actividades, etc. Pero es que, además —y de ahí su enorme relevancia social— el estudio de los aspectos formales de los razonamientos no resulta de interés únicamente para los lógicos (que hacen de ello un fin en sí mismo), sino para todos aquellos que participan en cualquier tipo de actividad que tenga algún aspecto ar­ gumentativo. Dicho de otra manera, ejercitarse en resolver problemas formales es un buen entrenamiento para hacer frente a problemas que no son simplemente formales. 1.2. En efecto, la necesidad de argumentar no suele provenir de la necesidad de resolver un problema estrictamente formal. Más fre­ cuentemente surge en relación con problemas materiales como los si­ guientes: explicar un fenómeno, predecir un acontecimiento, averi­ guar que algo ha sucedido de tal manera o que tiene tales y cuales ca­ racterísticas, justificar una acción, recomendar a alguien que haga tal acción, etc. Se trata, podríamos decir, de los problemas característi­ cos de las ciencias, de las tecnologías, de la moral, del Derecho... y de la experiencia ordinaria en la que se desenvuelve nuestra vida. Pon­ dré algunos ejemplos. Observo que una sustancia se dilata cuando se calienta y trato de

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explicar el fenómeno; la explicación podría ser: «dado que los metales se dilatan con el calor y que esta sustancia es metálica, ésa es la razón (la explicación) de que se dilate». También podría (previamente, o al mismo tiempo) hacerme la pregunta no de cómo se explica el fenó­ meno que observo, sino la de qué es la sustancia en cuestión, de qué tipo de objeto se trata; la respuesta podría ser: «dado que los metales se dilatan en una cierta forma típica con el calor y que este objeto se dilata de esa forma típica cuando se calienta, ello significa que se tra­ ta de un metal». O podría tratar de predecir algo que ocurrirá en el futuro: «dado que los metales se dilatan con el calor y que este objeto es un metal, puede asegurarse que se volverá a dilatar en el futuro cada vez que se caliente». O, en fin, sugerir un curso de acción: «dado que el instrumento que se quiere construir no debe dilatarse en pre­ sencia de altas temperaturas y que los metales se dilatan con el calor, sus componentes no deben ser metálicos». Es fácil reconocer en esas explicaciones, descubrimientos, predicciones o recomendaciones la forma de un argumento (cada uno de esos fragmentos lingüísticos está compuesto de premisas y de conclusión), pero eso no quiere de­ cir que explicar, descubrir, predecir o recomendar equivalgan sin más a argumentar; además de argumentar se necesita observar, medir, ha­ cer experimentos, etc., esto es, efectuar operaciones que no tienen un carácter (o no del todo) argumentativo. Por supuesto, esas maneras de argumentar pueden encontrarse no sólo en la ciencia (o en la tecnología), sino en todas aquellas acti­ vidades, en todas aquellas prácticas, en las que tienen lugar explica­ ciones, descubrimientos, predicciones... Por ejemplo, en una de las más conocidas historias de Sherlock Holmes {Silver Blaze), utilizada en muchos libros de argumentación (vid. MacCormick, 1978; Weston, 2003, p. 20), el habilidoso detective «adivina» que el ladrón del caba­ llo no puede haber sido el forastero al que la policía había detenido. Su descubrimiento puede asumir la forma de este razonamiento: «na­ die oyó ladrar a los perros durante la noche; pero los perros ladran a los forasteros; de manera que el ladrón no ha podido ser un forastero (sino alguien de la casa)». Y si en lugar de preguntamos cómo hizo Sherlock Holmes para averiguar quién no había sido (y quién había sido) el ladrón nos hiciéramos la pregunta de cómo se explica el he­ cho de que los perros no ladraran durante la noche, esa explicación tendría también una forma argumentativa: «los perros suelen ladrar a los forasteros y dado que quien robó el caballo de la cuadra durante la noche no era un forastero, ésa es la explicación de que no ladraran los perros (de que nadie los oyera ladrar)». En el caso de la moral, los argumentos no están dirigidos (o, al menos, no centralmente) a explicar, averiguar o predecir, sino más

bien a justificar (o a criticar) acciones o a recomendar tal o cual cur­ so de acción. Tomemos un típico ejemplo de problema moral: el de si quienes vivimos en países ricos y disfrutamos de un alto nivel de vida tenemos o no la obligación de prestar ayuda a quienes viven en países pobres y carecen de los medios de subsistencia de carácter más bási­ co. La respuesta afirmativa que, en un notable artículo, da el filósofo Peter Singer puede asumir la forma del siguiente argumento (de na­ turaleza justificativa): «Si podemos evitar que ocurra algo malo sin sacrificar nada de una importancia comparable, debemos hacerlo; la pobreza absoluta es mala; hay parte de la pobreza absoluta que pode­ mos evitar sin sacrificar nada de una importancia moral comparable; por lo tanto, debemos evitar parte de la pobreza absoluta» (Singer, 1984, p. 287). Finalmente, en el Derecho, la argumentación justificativa juega un papel central, pero (según los contextos) también tienen impor­ tancia (a veces puede ser lo esencial) los argumentos dirigidos a ex­ plicar, a averiguar o constatar algo, a predecir, o a recomendar cursos de acción. Veamos algunos ejemplos. Tal juez toma la decisión de condenar a X a la pena de un año de prisión y lo justifica así: «Quien comete un delito de tráfico de dro­ gas debe ser condenado a la pena mínima de un año de prisión; con­ sidero probado que X cometió el tipo de acto que la ley califica como tráfico de drogas; por lo tanto, debo condenar a X a la pena de 1 año de prisión».13 Tal abogado, que examina la cláusula de un contrato que su cliente ha celebrado con un tercero, predice que si este último presentara una demanda, muy probablemente ganaría el pleito; su argumento podría tener ésta forma: «X e Y celebraron un contrato con un cláusula de tipo C; en los contratos que incorporan esas cláu­ sulas, los jueces, en general, suelen fallar en sentido favorable a quien ocupa la posición de Y (del tercero); por lo tanto, en este caso es muy probable que los jueces fallen en sentido favorable a Y y con­ trario a X (al cliente)». Pero también podría explicar (por ejemplo, a un pasante que está aprendiendo la profesión) por qué esto es así: «en los contratos que contienen una cláusula como C se entiende que el que está en la posición de Y ha actuado de buena fe; es un principio fundamental del Derecho que la buena fe debe ser protegi­ da; por eso los jueces protegen a Y fallando en su favor». O podría, naturalmente, recomendar a su cliente un curso de acción: «Dada la existencia de la cláusula contractual C, es altamente probable que se 13. Su justificación tendría que contener también razones de por qué eligió esa pena mínima y no otra; por qué entiende que se cometió tal acto, que debe cali­ ficarse de tal manera, etc. Pero dejemos de momento esas complicaciones a un lado.

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pierda el pleito si interponemos una demanda; existe una buena ex­ pectativa de conseguir, mediante negociación, un nuevo contrato que satisfaga razonablemente sus intereses; por lo tanto, mi sugerencia es que no vayamos al pleito, sino que tratemos de negociar». Como resulta más o menos obvio, ejemplos semejantes podrían ponerse a propósito de legisladores, dogmáticos del Derecho y otros operado­ res jurídicos. Pues bien, la diferencia entre el primer tipo de problemas (los problemas formales) y estos otros viene a ser la siguiente. La solución argumentativa (o el aspecto argumentativo de la solución) de un pro­ blema material requiere que se use alguna forma de argumento (aun­ que no necesariamente una forma deductiva), de manera que podría decirse que, en ese sentido, la concepción material de la argumenta­ ción presupone la formal. Pero en la concepción material la cosa no se acaba aquí, no se acaba en las formas, sino que lo esencial es el contenido. Quien tiene que solucionar un problema material no pue­ de adoptar en relación con los enunciados que funcionan como pre­ misas una actitud hipotética, descomprometida,14 como ocurría en la concepción formal, sino que tiene que comprometerse con su verdad o corrección y, en consecuencia, con la verdad o corrección de la con­ clusión. Si resultara que los metales no se dilatan con el calor, la pri­ mera tanda de argumentos antes enunciados quedaría arruinada. Y otro tanto, ocurriría si se pudiera comprobar que los perros ladran por igual a los forasteros y a la gente de la casa. Si (en el argumento de Peter Singer) hubiera razones fundadas para pensar que el princi­ pio utilitarista en ética carece de toda plausibilidad. Si el juez hubie­ se dado por probado un hecho apoyándose en elementos probatorios sumamente débiles. O si el abogado tuviese una opinión equivocada sobre lo que son, y cómo funcionan, las cláusulas de tipo C. En la concepción material de la argumentación no se hace, pues, abstrac­ ción del contenido, aunque sí —al menos hasta cierto punto— de las peculiaridades, de la situación, de quienes argumentan. Las verdades científicas son o no verdades con independencia de que las enuncie Agamenón o su porquero. El razonamiento de Sherlock Holmes hu­ biese sido igual de acertado aunque se le hubiera ocurrido a Watson (pero en ese caso la policía habría tardado seguramente más en acep­ tarlo). La solidez del argumento acerca de la obligación moral de ayudar al tercer mundo no depende de quien sea el filósofo que lo formule. E incluso los argumentos de los jueces y de los abogados son relativamente independientes de quien sea el que los enuncie; de 14. «Descomprometida» en sentido material. Por supuesto, la premisa «p a q», por ejemplo, compromete (formalmente) a la aserción de «p» y de «q» por separado.

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manera parecida a lo que ocurría en el caso de Sherlock Holmes, los mismos argumentos en boca no de un abogado, sino de un estudian­ te de Derecho, tienen la misma solidez, pero resultarán, en principio, menos persuasivos; y, en el caso de la justificación judicial, la dife­ rencia entre que los enuncie el juez (competente para resolver el caso) o cualquier otro no es su corrección material, sino los efectos que produce debido a la posición institucional que el juez ocupa. Pero con esto último estamos apuntando, en realidad, a otra dimen­ sión o concepción de la argumentación, la de carácter pragmático. 1.3. En efecto, hay un tercer tipo de problema, de situación, que genera la necesidad de argumentar y que no puede calificarse ni de formal ni de material. Se trata de situaciones en las que interac­ tuamos con otro (o con otros), porque se nos presenta el problema de cómo persuadir sobre algo o de cómo defender o atacar una tesis y, en consecuencia, tenemos que lograr que otros acepten nuestras posi­ ciones o, por lo menos, que tuvieran que aceptarlas si se cumplieran ciertas reglas que rigen la discusión. Hay aquí, a su vez, una distin­ ción que trazar entre dos tipos de situaciones, básicamente según que el «otro» con el que tiene lugar la argumentación asuma un rol más 0 menos activo en la misma. Pero sin entrar todavía en detalles sobre esa distinción (en realidad, una subdistinción), hay muchos ejemplos que pueden ponerse de ese tipo general de situación: discusiones «de café» en las que todos nos embarcamos de vez en cuando; el diálogo socrático; debates entre candidatos a una elección, por ejemplo en un canal de TV; discusiones en comisiones más o menos técnicas o en asambleas políticas; un discurso parlamentario; un sermón; hábitos sociales (juegos) como los que existían en la Grecia clásica y que pa­ rece haber sido el contexto real en el que se inserta la teoría aristoté­ lica de los Tópicos y de las Refutaciones sofísticas; ejercicios esco­ lares como las disputationes de la Edad Media o los torneos de los colleges estadounidenses;15 y, por supuesto, el debate forense, en el que las partes luchan dialécticamente entre sí ‘y tratan, al mismo tiempo, de persuadir a los jueces o a los jurados. En todos estos contextos en los que se producen argumentacio­ nes, los elementos formales y los materiales juegan su papel, pero lo esencial no es que el argumento tenga cierta forma o que los conteni­ dos, las tesis del orador o de cada parte, resulten fundados, tengan fuerza explicativa, justificativa, etc. Lo decisivo es que alguien resulte 15. Existen ligas de debate con reglamentaciones muy detalladas en las que se establece quiénes componen el jurado, la duración de cada una de las fases, las pe­ nalization es a aplicar, etc. El sistema se ha introducido ya en España: como ejemplo puede servir la «Lliga de debat universitari de l'Institut Joan Lluís Vives».

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persuadido, que acepte algo, que la argumentación produzca deter­ minados efectos. Hablo de concepción «pragmática» precisamente porque lo central aquí son los efectos que producen las argumenta­ ciones y porque se tiene en cuenta, de manera esencial, las circuns­ tancias, los roles y las acciones de quienes argumentan. Así como en la concepción formal y también, hasta cierto punto, en la material la argumentación podía verse como una acción individual, ahora la ar­ gumentación es necesariamente una acción social, algo que no puede hacerse en la soledad (salvo que el sujeto se «desdoble» en dos o más agentes que argumentan entre sí: de ahí la bella definición —en tér­ minos dialécticos— del pensamiento en el Teeteto de Platón [190a]: un diálogo del alma consigo misma). Como antes señalaba, al igual que hay cierta continuidad (y cier­ to solapamiento) entre los problemas formales y los materiales, tam­ bién cabe decir lo mismo entre los problemas materiales (y formales) y los pragmáticos: el juez que justifica su decisión trata también de ser persuasivo para las partes (o para sus abogados o para otros jue­ ces o para la comunidad jurídica en general), y algo semejante puede decirse de los moralistas, los científicos... Pero lo que ahora se trata de remarcar es la existencia de situaciones «típicas». Pondré dos ejemplos de argumentos (o de actividad argumentativa) desencadena­ dos para dar respuesta al tipo de situación que ahora nos interesa; más exactamente, el primero sería un ejemplo de argumentación dia­ léctica, el segundo, de retórica.

con los valores que tratan de alcanzar o de asegurar, y la interpreta­ ción amplia que propongo es la que se ajusta mejor a esos valores: evita que se dé prioridad a la destrucción de embriones frente a su uso para fines de investigación serios. A: Pero eso supone apartarse de lo que dice la ley. Hasta el Tri­ bunal Constitucional en la sentencia en la que aborda la posible inconstitucionalidad de la ley, utiliza una interpretación exclusivamen­ te biológica de la viabilidad. B: Es cierto lo que dices sobre el Tribunal Constitucional, pero en esa sentencia no se aborda el problema que aquí nos ocupa, el de si se puede investigar o no con preembriones humanos sobrantes. Si el tribunal se lo hubiera planteado, yo creo que habría sido de mi misma opinión. A: Eso es imposible de saber, así que no hace aquí al caso. Por otro lado, tu planteamiento es muy peligroso: se empieza por consi­ derar como no viables a embriones que, sin embargo, tienen viabili­ dad biológica, y se termina por declarar no viables a personas con de­ terminadas enfermedades o características para poder investigar con ellas. B: Lo que acabas de decir me sorprende, porque no es más que una falacia, la de la «pendiente resbaladiza». Por supuesto, en algún contexto podría servir (podría ser un argumento válido), pero no aquí, sencillamente porque ambos pensamos que no hay razones éti­ cas para prohibir investigar con preembriones sobrantes. Te recuerdo que lo que estamos discutiendo no es si está bien o no investigar con esos preembriones (ambos hemos aceptado su admisibilidad moral), sino qué hacer, dado que la ley no ha previsto ese caso.

1) A y B son miembros de una Comisión de Bioética de la que también forman parte otras personas. Discuten acerca de si se debe permitir o no (si la Comisión debe pronunciarse a favor o en contra de) investigar con preembriones humanos sobrantes de un tratamien­ to de fertilidad. Lo que genera la discusión es básicamente que la ley que se trata de interpretar (la española sobre Reproducción Humana Asistida de 1988) señala en uno de sus artículos que ese tipo de in­ vestigación sólo puede hacerse con «preembriones no viables». Un fragmento de la discusión podría ser éste: A: Cuando la ley habla de «preembriones no viables» se refiere exclusivamente a no viabilidad por razones biológicas. Los debates parlamentarios previos a la aprobación de la ley muestran también que ése fue el propósito del legislador. B: El criterio interpretativo que sugieres no es aquí adecuado. Entre otras cosas, porque el legislador no fue consciente del proble­ ma que iba a plantearse con la acumulación de embriones sobrantes. Además, las normas deben interpretarse de acuerdo con los fines y

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Obsérvese que, como no podía ser de otra forma, lo que caracte­ riza a un diálogo, a la concepción dialéctica de la argumentación, es que cada uno de los intervinientes se apoya en lo que el otro ha dicho (o en lo que se desprende de lo que el otro ha dicho). La actitud de cada uno de los intervinientes puede ser propiamente dialógica (la búsqueda cooperativa de la verdad o de la corrección) o estratégica (vencer al contrario) o puede consistir en alguna combinación de esas dos actitudes básicas. Pasemos a la segunda situación: 2) En febrero de 200216 se dio a conocer un informe de la Cá­ mara de los Lores sobre la investigación con células madre (o tronca-

16.

S te m Cell R esea rch R e p o rt

(de 13 de febrero de 2002).

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les). Se trataba de una cuestión entonces (y ahora) sumamente con­ trovertida y que se solapa con el problema antes visto. La conclusión a la que llegaba el comité es que, bajo ciertas condiciones, debía per­ mitirse esa investigación y que la misma podía hacerse con embrio­ nes sobrantes de tratamientos de fertilidad, o bien con embriones creados para ello mediante clonación (clonación no reproductiva o terapéutica). Dado el previsible rechazo que esa liberal conclusión ge­ neraría en muchos sectores de la opinión pública, el informe se re­ dactó con vistas a lograr un máximo de adhesión: para persuadir a los indecisos y neutralizar en la medida de lo posible los sentimientos de animadversión de quienes —se sabía— no iban a ser persuadidos por la propuesta. A propósito de la cuestión (central para la discu­ sión) del estatus del embrión, puede leerse lo siguiente:

briones tempranos antes de la implantación, no hay un ceremonial de luto asociado con ello, como tampoco lo hay por la pérdida de em­ briones sobrantes tras un tratamiento de fertilización en un tubo de ensayo».

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«[4.2 (c)] Cuando el desarrollo del embrión alcanza aproximada­ mente las 100 células (y todavía es menor que una cabeza de alfiler) se conoce como blastocisto. El blastocisto es una pequeña bola hueca de células relativamente indiferenciadas. Muchas de las células del blastocisto se van a desarrollar en tejidos no embrionarios como la placenta o el cordón umbilical (...) En cuanto fuente de células ma­ dre, el blastocisto es el foco primario de gran parte del debate sobre el uso de embriones en la investigación y terapia con células madre (...) [(d)] (...) Una proporción sustancial de los embriones tempranos —muchas estimaciones elevan la cifra hasta el 75 %— se pierden de manera natural antes de la implantación (...) [4.11] Las pretensiones de que el embrión es una persona desde el momento de la fertilización resultan difíciles de reconciliar con el punto de vista estándar acerca de la identidad humana y personal. Aunque la capacidad mental de un bebé esté sin desarrollar, hay una continuidad de identidad entre el bebé y el adulto que llegará a ser. Así, decimos, mirando una fotografía «Éste era yo de bebé». Cuando se trata de las células indiferenciadas del blastocisto, sin embargo, tal continuidad de identidad es menos plausible. Esas células forman también la placenta y el cordón umbilical. Además, pueden dividirse y formar gemelos idénticos. Puesto que no hay la misma continuidad de identidad, es más natural referirse a esas células indiferenciadas como una persona potencial más bien que como una persona (...)

[4.13] Un punto de vista gradualista del desarrollo del embrión resulta también consistente con la manera como las culturas reaccio­ nan frente a la pérdida de embriones tempranos. Aunque los aspiran­ tes a padres puedan sentirse tristes por la pérdida natural de los em-

Adviértase que tanto en este ejemplo como en el anterior es obvia la presencia de los elementos formales y materiales que caracterizan a las otras dos concepciones de la argumentación. Pero hay algo más, y algo que es lo central. Precisamente porque el objetivo esencial del informe es persuadir, el mismo se apoya en ideas o creencias que —se supone— comparten los destinatarios del informe y sus autores; o sea, aquí no se hace en absoluto abstracción de las condiciones que rodean a quienes participan en la argumentación, sino todo lo con­ trario: para persuadir a los destinatarios, al auditorio, el argumento central se aprovecha de la existencia de sentimientos (diferentes) que la gente suele tener hacia los bebés y hacia los preembriones; y al po­ ner de manifiesto que el blastocisto es menor que una cabeza de alfi­ ler, se contribuye a afianzar, o a justificar, poderosamente esas dife­ rencias; además, aunque no quede expresado en el texto, factores ex­ ternos al mismo como el hecho de que el presidente del Comité fuera el obispo —anglicano— de Oxford sirven sin duda para mostrar que con el Informe no se trataba de imponer una ideología contraria a la concepción religiosa de la vida: es más, ello constituye seguramente un argumento mucho más poderoso —eficaz— que cualquier otro que pudiera darse, por muy formalmente correcto y materialmente justificado que fuera. La argumentación de los Lores no puede enten­ derse si se dejan de lado todas estas circunstancias. 2. Pues bien, una vez delimitados los tres tipos de situaciones, de problemas que hacen surgir la necesidad de argumentar, resulta más o menos claro en qué sentido cada una de esas tres concepciones mencionadas lleva a interpretar de manera diferente los otros aspec­ tos del concepto de argumentación. 2.1. Así, para la concepción formal, las premisas y la conclu­ sión son enunciados no interpretados o, si se quiere, interpretados en un sentido puramente abstracto: en la lógica estándar —preposi­ cional— una proposición es un enunciado que puede ser verdadero o falso; y los fune tores proposicionales —conjunción, disyunción, etc.— se definen precisamente en función de esos valores. Pero, como se ha visto, no importa cuál sea su significado concreto; im­ porta la forma, la estructura. Por eso puede decirse que el énfasis se pone en el aspecto sintáctico del lenguaje (si se quiere, también en la semántica formal o abstracta) y en la noción de inferencia: lo que

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importa no es la verdad o la corrección de las premisas y de la con­ clusión, sino cuáles son los esquemas formales que permiten dar —o justificar— el paso de las premisas a la conclusión; unos de ellos son los esquemas deductivos, los que aseguran que si las premisas son verdaderas o válidas, entonces también lo será necesariamente la conclusión; pero no son los únicos: también se argumenta cuando ese paso no tiene ese carácter de necesidad (en términos generales, cuando no se argumenta deductivamente, sino inductivamente). De todas formas, el centro de una concepción formal de la argumenta­ ción es la lógica deductiva, o sea, la deducción juega aquí un papel modélico porque: 1) en los argumentos deductivos, la forma lógica es el único criterio de control, mientras que en los otros la correc­ ción, la fuerza o la solidez depende también de otros elementos, que no son formales (lo que hace buena a una inducción no es sólo una cuestión de forma); 2) los argumentos no deductivos pueden conver­ tirse siempre en deductivos si se añaden ciertas premisas (si se «sa­ turan»), de manera que los esquemas deductivos pueden usarse —al menos, hasta cierto punto— como mecanismos de control; así, uno puede preguntarse: ¿en qué medida es plausible la premisa que hace falta añadir para que tal argumento —por ejemplo, un argumento por analogía— sea deductivamente válido? Como anteriormente se mencionó, se pueden perseguir propósi­ tos muy variados al llevar a cabo una argumentación de tipo formal. Pero el fin abstracto —el fin último— es siempre el mismo: recons­ truir, reconocer o aplicar esquemas argumentativos; pues, desde la concepción formal, lo que hay no son propiamente argumentos, sino esquemas argumentativos. Como consecuencia de ello, los criterios de corrección con los que se opera tienen también un carácter exclu­ sivamente formal: no nos permiten decir que tal argumento es un buen argumento sin más, sino tan sólo un argumento válido, en el sentido de que el esquema al que obedece asegura (o, según los casos, hace probable) que si las premisas son verdaderas o válidas, entonces la conclusión lo será también. Los criterios de corrección, en otras palabras, vienen dados por las reglas de inferencia, pero entendida la expresión en su sentido formal: las reglas que permiten pasar de unos enunciados a otros considerando exclusivamente la forma, la estruc­ tura, de los mismos: de manera que, por ejemplo, el modus ponens es una de esas reglas, pero no lo es la que establece que, en un razona­ miento práctico, lo que debe hacerse es lo que resulta del balance de razones, o que la validez de una analogía —un tipo de inducción— depende de que entre los casos respecto de los cuales se establece la analogía exista una «identidad de razón».

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2.2. En la concepción material, las premisas y la conclusión son enunciados interpretados, esto es, enunciados aceptados por el que argumenta como verdaderos o correctos.17 Así, el juez del ejemplo no argumenta diciendo algo así como «si fuera válida la norma que esta­ blece que...» o «si se da el caso de que X realiza la acción Y...», sino que se compromete, respectivamente, con la validez de la norma (acepta que es una norma de su sistema y que él tiene la obligación de aplicar) y con la verdad de los hechos (asume que verdaderamente X realizó Y). Sólo así es posible que la conclusión sea también un enunciado comprometido (aunque no sea todavía la decisión): «debo condenar a X a la pena P». Una importante consecuencia de todo esto es que la distinción entre argumentos teóricos y prácticos sólo tiene pleno sentido desde la concepción (o considerada la dimensión) ma­ terial (y pragmática) de la argumentación; la distinción no es sólo (o no centralmente) una cuestión de forma, sino que tiene que ver con la interpretación de (con las diversas actitudes preposicionales hacia) las premisas y la conclusión. Lo anterior explica que el centro de gravedad de la concepción material esté en las premisas, y por lo tanto en la conclusión, y no ya en la inferencia (entendida en el sentido estricto antes señalado: como inferencia formal). En el caso de la justificación judicial, es posible que la dificultad (de existir; o sea, si se trata de un caso difí­ cil) radique en la premisa normativa o en la premisa fáctica. Si, por ejemplo, se trata de una dificultad de prueba, referida pues a la pre­ misa menor —fáctica—, el juez deberá dar las razones de por qué considera que X realizó la acción Y; esas razones podrían estar cons­ tituidas por el testimonio de T y, digamos, por una máxima de expe­ riencia de acuerdo con la cual los testimonios que tienen las caracte­ rísticas que tuvo el de T resultan fidedignos. Pues bien, a veces se dice que esa máxima de experiencia, o lo que lleva a utilizarla (la fundamentación de la misma), es una regla de inferencia pero, como antes decía, ése es un concepto no formal de regla de inferencia; se trataría (para usar la terminología de Toulmin) de la garantía o del respaldo de un argumento, lo cual es algo muy distinto del esquema de un razonamiento deductivo (por ejemplo, un modus ponens) o de un razonamiento inductivo (por ejemplo, de la inferencia probabilis­ tica). O sea, el argumento que tiene como conclusión «X realizó la 17. Con esto creo que se expresa la misma idea que formula Raz cuando dice que las premisas —las razones— de los argumentos son hechos, entendiendo por tal «aquello en virtud de lo cual los enunciados verdaderos o justificados son verdaderos o justificados»; para él, la conclusión en un razonamiento práctico es que hay una razón para que el agente realice una acción o que un agente debe realizar tal acción (Raz, 1991, pp. 17 y 28).

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acción Y» será, desde la perspectiva de la concepción formal, un mo­ dus ponens o algún tipo de inducción; las «reglas de inferencia» ma­ teriales, desde la perspectiva formal, no serían otra cosa que premi­ sas (vid. infra, cap. 4, ap. 1). También aquí pueden reconocerse múltiples (infinitas) finalida­ des concretas, propósitos, para los que se llevan a cabo argumenta­ ciones materiales: explicar tal hecho, justificar tal decisión, recomen­ dar tal curso de acción... Pero la finalidad abstracta —la finalidad úl­ tima— de esas explicaciones, justificaciones, etc., parece que ha de consistir bien en formarse una creencia adecuada sobre cómo fue, es o será el mundo (razonamiento teórico), o bien en aclararse sobre cuál deba ser (o cuál debería haber sido o cuál debería ser en el futu­ ro) la decisión a tomar o la acción a emprender dadas determinadas circunstancias (razonamiento práctico). Si nos fijamos exclusivamen­ te en la argumentación justificativa (un tipo de razonamiento prácti­ co), se comprende por qué no puede darse cuenta de la misma desde una perspectiva exclusivamente formal; justificar una acción implica una actitud de compromiso (como explicar, recomendar un curso de acción...), pero la lógica formal lo único que ofrece es un esquema de justificación (que no es lo mismo que una justificación). Los criterios de corrección de las argumentaciones materiales, o sea, lo que hace que algo pueda considerarse como una buena expli­ cación, justificación, etc., no es, simplemente, que podamos ponerlas en una determinada forma lógica. Lo que importa son los criterios que utilizamos —máximas de experiencia, leyes científicas, reglas de la técnica, principios morales, etc.— y los fundamentos para avalar la verdad, en sentido amplio, de las premisas. O sea, si los ejemplos'que en su momento se pusieron de argumentos materiales son buenos ar­ gumentos, ello es así porque tenemos razones para confiar en la ley de que los metales se dilatan con el calor, en la máxima de experien­ cia de que los perros sólo ladran a los forasteros y no a los conocidos, en el carácter justificado de tal principio ético, o en la cláusula con­ tractual a la que antes se hacía referencia. 2.3. Las premisas y las conclusiones en la concepción pragmáti­ ca de la argumentación no son ni enunciados sin interpretar ni enun­ ciados interpretados como verdaderos o correctos, sino enunciados aceptados. La argumentación en un diálogo sólo puede proseguir en la medida en que se produce esa aceptación. Y otro tanto puede de­ cirse de la argumentación retórica: las premisas, los puntos de parti­ da, dependen de que sean aceptables para el auditorio. El énfasis, por tanto, recae ahora en los elementos pragmáticos del lenguaje (no en la sintaxis ni en la semántica) y en el resultado obtenido: lo que im­ porta es la aceptación de tal tesis por el otro en un diálogo o la acep-

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tación por el auditorio (en general, los efectos que producen en otros) y no (o no centralmente) la validez lógica de la inferencia o el carác­ ter verdadero o fundamentado de las premisas. También en este caso, los fines concretos de una argumentación pragmática pueden ser variadísimos: convencer a los miembros de un comité para que voten en tal sentido, ganar un pleito, persuadir a la opinión pública de la bondad de una medida, ganar una elección, aprender el arte de la dialéctica, conseguir la aprobación de determi­ nada ley o incluso alcanzar la verdad. Mientras que la finalidad abs­ tracta es siempre la misma: la aceptación por parte de los otros, la persuasión, que es la manera de solucionar el problema del que arrancaba la argumentación. Los criterios de corrección, si nos situamos en el plano de la dia­ léctica, son de carácter esencialmente procedimental, en el siguiente sentido. El vencedor de los debates atenienses, por ejemplo, era el que lograba que su contrincante incurriera en contradicción, balbu­ cease o se pusiera a hablar sin sentido... pero siempre y cuando se hubiesen respetado ciertas reglas del fair play (contestar a las pregun­ tas a las que hay que contestar, etc.). Las disputationes medievales es­ taban también estrictamente regimentadas. Lo mismo ocurre hoy con los torneos en los colleges estadounidenses. Y, por supuesto, en los debates forenses; un modelo particularmente relevante de argu­ mentación dialéctica es el debate en el contexto de un procedimiento contradictorio en el cual el juez adopta una actitud esencialmente pa­ siva: debe limitarse á impedir que se usen ciertos argumentos indebi­ dos, a lograr que se respeten determinados procedimientos, etc., pero permitiendo que sean las partes las que lleven la iniciativa (digamos que el juez supervisa más bien que dirige la contienda). Por otro lado, esas reglas procedimentales pueden regir discusiones que tienen lu­ gar de hecho (en el contexto de las instituciones antes mencionadas y en muchas otras), o pueden plantearse como reglas de un procedi­ miento más o menos idealizado que cabe usar como método para es­ tablecer o descubrir lo que puede entenderse por verdadero o correc­ to: es el caso de la teoría procedimental ideada por Rawls (1997) para llegar a los principios de la justicia (quienes discuten ahí son seres ficticios —los situados en la «posición originaria»— y las reglas son ideales); o por Habermas (1987) como criterio de la verdad en senti­ do amplio (las reglas aquí son ideales —las reglas del discurso racio­ nal— pero quienes discuten serían los seres humanos tal y como real­ mente son —con sus intereses, necesidades, etc.— [vid. Alexy, 1997a, pp. 109 y ss.]). En el caso de la retórica, sin embargo, no puede hablarse —o no es obvio que pueda hacerse— de reglas de procedimiento; aquí no

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hay dos contendientes que participan en un juego siguiendo ciertas regias, sino un orador que construye un discurso para obtener la per­ suasión del auditorio; no son, por tanto, reglas procedimentales, sino más bien reglas técnicas que, por así decirlo, sólo se aplican a una parte, al orador, y cuyo no seguimiento tiene como consecuencia, simplemente, la no persuasión, el que no se logre el efecto buscado. El descrédito de la retórica está vinculado precisamente a esa falta de reglas. O sea, si se considera simplemente como una técnica, como un arte de la persuasión mediante la palabra, entonces la retórica se convierte en un puro instrumento difícil de distinguir, por otro lado, de la pura propaganda o de las técnicas de manipulación de las con­ ciencias. La reivindicación de la retórica, por ello, parece que tiene que vincularse con la idea de que esas reglas técnicas tienen también algún límite moral o político, esto es que la argumentación retórica no está, en definitiva, exclusivamente guiada por reglas técnicas: la retórica no sería simplemente el arte de persuadir, sino el arte de per­ suadir de lo bueno o de lo verdadero. 6.

Concepciones de la argumentación y argumentación jurídica

Las tres concepciones de la argumentación que se han presenta­ do en el anterior apartado se conectan, como se ha visto, con proble­ mas, o empresas, reales en las que se ven envueltos los seres huma­ nos. Pero también podría decirse que tienen algo de tipos ideales, en el sentido de que las argumentaciones realmente existentes no obede­ cen, en general, a uno solo de esos tipos puros. Esto último se debe, a su vez, a dos razones distintas. Una de ellas deriva de que esas tres concepciones no son incom­ patibles entre sí o no lo son necesariamente. Así, la validez formal de los argumentos es (o suele ser) condición necesaria, aunque normal­ mente no suficiente, de su solidez o corrección material. O, dicho de otra manera, la racionalidad formal, la racionalidad de tipo lógico, es un presupuesto de la racionalidad material, entendida esta última como la racionalidad de creencias (teórica) o de decisiones y acciones (práctica) y bien se trate, en el segundo caso, de una racionalidad téc­ nica o instrumental (de medios) o ética (también de fines). La argu­ mentación es, cabría decir, una de las maneras como se manifiesta la razón humana en cuanto facultad o capacidad de resolver problemas. La tercera concepción de la argumentación apunta, por ello, a una nueva (con respecto a la formal y a la material) dimensión de la ra­ cionalidad: la racionalidad como capacidad para persuadir a otros, para interactuar lingüísticamente con los demás y llegar a acuerdos

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respetando ciertas reglas; por ello, quizás se le pueda llamar raciona­ lidad procedimental18 o política. Esta última dimensión de la racio­ nalidad (o concepción de la argumentación) no se opone necesaria­ mente a las otras dos. Así, la corrección formal de los argumentos es, con frecuencia, un instrumento efectivo para lograr persuadir a un auditorio, y, desde luego, mostrar la incorrección formal de un argu­ mento es una poderosa arma dialéctica. Y otro tanto cabría decir de la concepción material: la argumentación retórica y la dialéctica pre­ cisan de ciertos puntos de acuerdo, (lugares comunes, tópicos, premi­ sas) sin los cuales no se puede argumentar. Pero esa relación también se da en el sentido opuesto: O sea, la dialéctica ha funcionado en oca­ siones como el modelo a partir del cual se construye una teoría lógi­ ca (una concepción formal de la argumentación): la concepción de la lógica de Lorenzen o de Rescher (y muchas otras) podrían interpre­ tarse así, como un intento de formalizar la dialéctica. Y la concepción de la verdad o de la corrección que puede encontrarse en autores como Habermas, Rawls y muchos otros (las teorías procedimentales) pueden considerarse como un intento de construir los criterios de la racionalidad (de la argumentación) material a partir de la racionali­ dad que se expresa mediante modelos argumentativos (idealizados) de carácter dialéctico-retórico; la idea, como se sabe, es que una pro­ posición es verdadera o correcta si puede verse como la conclusión a la que llegarían por consenso agentes racionales que siguieran ciertas reglas de discusión; ese modelo es básicamente dialéctico en el caso de Habermas y en el de Rawls (el discurso supone diversos actores que interactúan entre sí, se influyen mutuamente), pero es obvio el parentesco existente entre la habermasiana «situación ideal de diálo­ go» o el rawlsiano consenso al que llegan los seres de la posición ori­ ginaria con la noción elaborada (en el contexto de una concepción re­ tórica de la argumentación) por Perelman, en los años 50 del siglo xx, de «auditorio universal», vinculada a su vez con los modelos del es­ pectador racional o del preferidor racional que se remontan, al me­ nos, a Adam Smith (vid. Muguerza, 1977). Otra razón importante para que las argumentaciones que se pro­ ducen de hecho no obedezcan a uno solo de esos modelos es que, con frecuencia, las «empresas racionales» (para emplear una expresión de Toulmin) en que se ven envueltos los seres humanos tienen cierta vo­ cación de totalidad, o sea, los fines y valores de esas empresas no son exclusivamente formales o materiales o pragmáticos (de consecución de objetivos), sino que responden a una combinación de esos tres ti18. (1987).

En un sentido amplio de «procedimiento»; vid. sobre esto Gianformaggio

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pos. Me parece que un impulso en esa dirección puede observarse en el surgimiento en el campo de la lógica de las llamadas «lógicas di­ vergentes» (o sea, que divergen con respecto a la lógica clásica): la idea en cierto modo es la de abandonar el terreno de la lógica pura­ mente formal y construir lógicas sensibles al contexto y que den cuenta de cómo, de hecho, se argumenta (o sea, no se renuncia a los elementos materiales y pragmáticos de la argumentación). En el caso de la argumentación científica (las ciencias no forma­ les), aunque el valor central de la ciencia sea naturalmente el de la verdad y, por eso, la argumentación científica cae de lleno en la con­ cepción material, los elementos formales de la ciencia son obviamen­ te fundamentales: las teorías científicas tienen una cierta estructura formal y muchas veces es precisamente ése el aspecto que interesa destacar; y los elementos retóricos y dialécticos han sido muy subra­ yados en los últimos tiempos: juegan un papel central en concepcio­ nes como la de los paradigmas científicos de Kuhn, y alcanzan una importancia desmesurada (desmesurada porque es en detrimento de los componentes formales y materiales) en el pensamiento posmoder­ no; esta última concepción del conocimiento —como se recordará (vid supra, cap. 1, ap. 8)— era uno de los elementos que llevaban a autores como Santos o Kennedy a reducir la argumentación jurídica a retórica o dialéctica. En el caso de la argumentación moral, parece obvio que las tres concepciones o dimensiones juegan un papel considerable. Tomemos como ejemplo a la bioética. Normalmente entran en juego aquí las tres concepciones mencionadas, aunque quizás —dependiendo del contexto— haya alguna —o algunas— que jueguen un papel de ma­ yor importancia. Esto último se debe a que en las argumentaciones de tipo moral están en juego tanto valores de carácter formal (nues­ tras opiniones morales han de ser entre sí consistentes) como mate­ rial (esas opiniones han de estar bien fundadas en cuanto al fondo) y político (tienen la pretensión de que sean aceptadas por los demás y, digamos, de solucionar problemas al alcanzar cierto consenso). Ade­ más, el que las argumentaciones de carácter bioético tengan lugar en contextos diversos hace que los criterios de evaluación de las mismas no puedan ser idénticos. Por ejemplo, en ocasiones se producen en un contexto fuertemente institucionalizado, como es el caso de una sentencia judicial; ello supone límites que no existirían en otro caso: aquí la argumentación tiene que partir necesariamente de ciertas normas (las normas válidas del sistema), tiene que considerar como probado únicamente el conocimiento obtenido de cierta forma, etc. Otras veces, la argumentación bioética puede tener lugar en una co­ misión de bioética, lo que significa que los límites institucionales,

aun existiendo, son menos fuertes: dado que las comisiones no suelen emitir opiniones vinculantes, sino que formulan sugerencias, propo­ nen cambios o, simplemente, tratan de orientar a la opinión pública ylo a los profesionales, sus argumentaciones pueden ser más libres: no están necesariamente sujetas —o lo están menos— a normas pre­ viamente establecidas, pues muchas veces se trata de que sea precisa­ mente la comisión la que elabore el criterio que permita resolver un problema, otras veces lo que hace es sugerir que una ley debería cam­ biarse en uno u otro sentido, etc. Y, en fin, hay argumentaciones so­ bre cuestiones de bioética que no tienen más límites que los que deri­ van de lo que suele llamarse el discurso práctico racional: por ejem­ plo, cuando en la opinión pública o en foros especializados de la «so­ ciedad civil» (el espacio público no estatal) se discute acerca de la jus­ tificación o no de prohibir la clonación de seres humanos (o de pro­ hibirla en unos casos o en otros), la investigación con preembriones o la elección de sexo. Finalmente, el Derecho es, en mi opinión, un claro ejemplo de empresa racional en la que las tres concepciones o dimensiones apa­ recen combinadas de manera que, en el razonamiento jurídico, no se puede prescindir de ninguna de ellas. Una explicación rápida que puede darse de este fenómeno es que cada una de esas tres concep­ ciones está íntimamente conectada con algún valor básico de los sis­ temas jurídicos: la certeza, con la concepción formal (basta con re­ cordar la idea weberiana de la racionalidad formal del Derecho mo­ derno que, según lo visto, podría considerarse ahora como unilateral, reduccionista); la verdad y la justicia con la concepción material; y la aceptabilidad y el consenso, con la concepción pragmática. El ideal de la motivación judicial podría expresarse, por ello, diciendo que se trata de poner las buenas razones en la forma adecuada para que sea posible la persuasión. Ahora bien, aunque la argumentación jurídica, hablando en ge­ neral, consista en una combinación peculiar de elementos provenien­ tes de esas tres concepciones o dimensiones de la argumentación, eso no quita para que, dentro de la misma, puedan distinguirse diversos campos (diversas perspectivas) en los que una u otra de esas concep­ ciones juega un papel preponderante. Por ejemplo, la argumentación de los abogados parece ser esencialmente de carácter dialéctico (cuando se contempla desde la perspectiva de la lucha que tiene lugar entre partes que defienden intereses contrapuestos) y retórico (si se ve como las discusiones dirigidas a persuadir al juez o al jurado en relación con determinadas tesis). La concepción formal se presta bien para dar cuenta del trabajo de algunos teóricos del Derecho que se centran en las sentencias de los jueces vistas no como actividad, sino

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como resultado (el texto de la misma, la motivación expresa), con propósitos básica o exclusivamente teóricos y descriptivos. Y la con­ cepción material constituye el núcleo de la argumentación —la justi­ ficación— que llevan a cabo los jueces. La obligación que el juez tie­ ne de motivar una sentencia no se satisface simplemente mostrando que su decisión (o el enunciado de deber: «debo condenar...», «debo declarar...», etc.) puede construirse (o reconstruirse) siguiendo un es­ quema válido de acuerdo con la lógica deductiva; la lógica —la lógica formal— en realidad no justifica nada, porque no se ocupa propia­ mente de argumentos, sino de esquemas de argumentos. Y tampoco se satisface esa obligación mostrando que la decisión es aceptable (para otros jueces, para los juristas en general, para la opinión públi­ ca); si se pensara que la decisión mejor justificada es simplemente la que logra un mayor consenso (un mayor consenso fáctico), entonces no podría explicarse la práctica (en cuanto práctica racional, justifi­ cada) de las opiniones disidentes; la aceptación es, por supuesto, un criterio importante, pero no es (o no necesariamente) el criterio últi­ mo: las sentencias deben estar motivadas conforme a Derecho, o sea, siguiendo criterios de racionalidad característicos de la teoría de las fuentes, de la teoría de la interpretación, de la validez, etc., que no, pueden prescindir de la noción de verdad o de corrección (aunque sí ponerles ciertos límites).

cómo combinar los ingredientes de esas tres tradiciones en el estudio de las argumentaciones, de manera que se construya una teoría ple­ namente desarrollada de la argumentación jurídica. Y la distinción en cuestión permite también —me parece— abordar con mucha ma­ yor claridad de la habitual algunos problemas centrales de la argu­ mentación jurídica. Me referiré ahora, con un poco de detalle, a dos de ellos: la distinción entre el contexto de descubrimiento y el de jus­ tificación, y el concepto de argumento falaz.

7.

Algunas consecuencias

La distinción entre estas tres concepciones o dimensiones no pre­ tende —como he dicho repetidamente— ser original. Es, más bien, algo obvio, pero ser consciente de ciertas obviedades puede resultar en ocasiones sumamente útil: puede servir para evitar polémicas esté­ riles o para comprender mejor problemas interesantes. Permite, por ejemplo, entender que no hay ninguna razón para pensar que debe­ mos optar por una de esas concepciones de la argumentación: por una al estilo de las que suelen presentar los lógicos (centrada en —o limitada a— los elementos formales); en lugar de por una del tipo de las propuestas por autores como Dworkin, Summers o Raz, que se in­ teresan muy fundamentalmente por los elementos materiales, aunque circunscribiéndose a la justificación judicial; o por la concepción re­ tórica o dialéctica al estilo de Perelman o de Toulmin. Ésa, simple­ mente, es una disyuntiva falsa: cada uno de esos enfoques destaca un aspecto importante de la práctica jurídica argumentativa, pero cada uno de ellos por sí mismo resulta insuficiente, lleva a una perspecti­ va reduccionista, unilateral. La verdadera cuestión es, así pues, la de

7.1.

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C o n t e x t o d e d e s c u b r im ie n to y c o n t e x t o d e j u s t if ic a c ió n

La teoría estándar de la argumentación jurídica parte de la dis­ tinción entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justifica­ ción de las decisiones judiciales. Es decir, una cosa sería el proceso psicológico, sociológico, etc., mediante el cual un juez (o un conjunto de jueces: un tribunal) llega a tomar una decisión respecto a un de­ terminado caso, y otra cosa la fundamentación que ofrece (de mane­ ra más o menos explícita) de la decisión. Para alguien que tuviera que estudiar ese fenómeno, una cosa sería encontrar las razones que le permiten explicar por qué tal juez (o los jueces en general) tomó (to­ maron) tal decisión respecto a tal caso: razones explicativas (motivos de la acción) pueden serlo el convencimiento del juez de que ésa es la decisión justa, su sentimiento de vinculación al sistema jurídico bajo el cual opera, su deseo de que su decisión no sea anulada por instan­ cias superiores, su convicción de que con esa decisión se promueven objetivos a los que el juez adhiere, etc. Y otra cosa analizar las razo­ nes que puedan justificar tal decisión, que la hagan aparecer como correcta, aceptable o debida: por ejemplo, lo que justifica una deci­ sión de condena sería el hecho de que alguien haya cometido una ac­ ción de tales y cuales características, unido a la circunstancia de que esa acción encaja en uno de los tipos delictivos previstos en una nor­ ma válida del sistema y la aceptación del sistema jurídico. La diferen­ cia entre las razones explicativas y las justificativas es, más que nada, una cuestión de perspectiva: algo puede contar como una razón ex­ plicativa, sin ser por ello justificativa (el deseo del juez de que su fallo no sea anulado), pero puede ocurrir que una razón explicativa tenga también fuerza justificativa (el que N sea una norma válida del Dere­ cho D explica —es un factor causal de— la decisión del juez y consti­ tuye también una premisa de su justificación); y la misma distinción (entre razones explicativas y justificativas), por lo demás, depende en cierto sentido de que se asuma el punto de vista de un tercero (desde la perspectiva de un juez, podría no existir tal distinción; luego se voi-

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verá sobre esto [vid. infra, cap. 4, ap. 2]). Es importante además dar­ se cuenta de que la distinción entre el contexto de descubrimiento y el de justificación no coincide exactamente con la que puede trazarse entre el discurso descriptivo y el prescriptivo: pues podemos tanto describir cómo los jueces llegan a tomar una decisión (cuáles son los factores determinantes), como también prescribir cómo deberían ha­ cerlo; y, en el plano de la justificación, es posible describir las razones justificativas que los jueces han dado, o bien prescribir cuáles debe­ rían haber sido esas razones. En cualquier caso, la distinción, en el ámbito de la teoría están­ dar de la argumentación jurídica, se ha utilizado para situar a la te­ oría exclusivamente en el contexto de la justificación: el propósito de autores como MacCormick, Aamio, Peczenik, Alexy, etc., no es el de estudiar cómo se toman o se deberían tomar las decisiones, sino cómo se justifican (y/o cómo deberían justificarse); más en concreto, esos autores suelen tener propósitos reconstructivos: ofrecen mode­ los de cómo deben fundamentarse las decisiones judiciales a partir de cómo de hecho se fundamentan. El origen de la distinción venía de más lejos y de otro lado. En realidad se trata de una traslación al ámbito de la decisión judicial de una distinción típica de la filosofía neopositivista de la ciencia. La distinción en cuestión puede exponerse así: «En el contexto del des­ cubrimiento importa la producción de una hipótesis o de una teoría, el hallazgo y la formulación de una idea, la invención de un concep­ to, todo ello relacionado con circunstancias personales, psicológicas, sociológicas, políticas y hasta económicas o tecnológicas que pudie­ sen haber gravitado en la gestación del descubrimiento o influido en su aparición. A ello se opondría por contraste el contexto de justifica­ ción que aborda cuestiones de validación: cómo saber si el descubri­ miento realizado es auténtico o no, si la creencia es verdadera o falsa, si una teoría es justificable, si las evidencias apoyan nuestras afirma­ ciones o si realmente se ha incrementado el conocimiento disponi­ ble» (Klimowski, 1994, p. 29).19 Pues bien, el primero que trasladó la distinción al terreno judi­ cial fue Wasserstrom, en un libro de 1961,20 con el propósito de com­ batir la tesis de los realistas (que luego harían suya los autores «críti19.

El origen de la distinción está en un escrito de Hans Reichenbach de 1938:

Experiencia y predicción (Reichenbach, 1965). 20. Wasserstrom no cita a Reichenbach ni a ningún filòsofo de la ciencia, pero sí a Kantorowicz (el cual recogería una distinción básica de la filosofía de la ciencia). También señala que muchas de las distinciones que él propone se encuentran en Hart (en su trabajo La separación entre el Derecho y la moral [Hart, 1962]).

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eos») a la que se hizo referencia en el anterior capítulo. Los realistas ponían en cuestión que la teoría deductivista fuese una descripción correcta de la decisión judicial; para ellos, el factor crucial para en. tender el proceso de decisión se encontraría más bien en la intuición (Hutcheson), en la personalidad del juez (Frank) o en sus deseos y preferencias (Stoljar). Wasserstrom acusa a todos estos autores (in­ cluyendo a Holmes) de cometer la falacia irracionalista, o sea, de pa­ sar de constatar la utilidad limitada de la lógica formal a afirmar que la decisión judicial es inherentemente arbitraria;21 y de no haber dis­ tinguido entre el proceso del descubrimiento, en el que los realistas pueden tener razón, y el proceso de la justificación. Wasserstrom, por cierto, no niega que existan conexiones entre ambos contextos y otor­ ga cierta prioridad lógica al contexto de la justificación, porque la ló­ gica de la justificación da los criterios para evaluar los procesos de descubrimiento, mientras que no podría darse una relación en senti­ do inverso. Precisamente, el centro de la crítica que dirige a Frank consiste en poner de manifiesto la existencia de una ambigüedad en este último: por un lado, Frank reconoce que hay criterios que llevan al juez o a cualquier decisor a modificar sus primeras conclusiones (lo que parece implicar reconocer que existen criterios de justifica­ ción) pero, por otro lado, afirma que los jueces no tratan de justificar sus decisiones, sino que simplemente las racionalizan.22 21. «Se confunde la cuestión de si un argumento es formalmente válido con la cuestión de si puede haber buenas razones para creer que una proposición es verda­ dera o falsa» (pp. 23-24). 22. Anderson (1995) ha sostenido recientemente que Wasserstrom y muchos otros autores han malinterpretado a los realistas y que la aproximación de estos últi­ mos es preferible a la de los «positivistas». Según Anderson, para estudiar el proceso de toma de decisión de los jueces, los realistas no se basaron en la distinción entre el proceso de descubrimiento y el de justificación, sino que distinguieron los cinco ele­ mentos siguientes: «(1) meditar y problematizar (brooding and puzzling) sobre los he­ chos de un caso y preguntarse “¿cuál es la solución justa en este caso?", (2) avanzar una corazonada o una intuición tentativa acerca de lo que es justo en el caso, (3) che­ quear o poner a prueba la corazonada o intuición con las normas y principios rele­ vantes y con lo que es considerado como la buena solución en éste y en otros casos si­ milares que puedan surgir en el futuro, (4) alcanzar un juicio, una decisión o una so­ lución, y (5) presentar o exponer el juicio, la decisión o la solución en la forma consa­ grada» (Anderson, 1995, p. 334). Pues bien, en mi opinión, es posible que se haya malinteipretado a los realistas, en cuanto que no se ha prestado suficiente atención al he­ cho de que ellos creían que había algo así como una «lógica» del descubrimiento y, desde luego, Anderson tiene razón al insistir en que el proceso «real» de toma de de­ cisión debe ser investigado en sí mismo de manera mucho más detallada de lo que se ha hecho hasta ahora. Pero, a su vez, este último autor no presta suficiente atención al hecho de que la aproximación realista no permite dar cuenta del discurso jurídico justificativo y exagera, en mi opinión, las cosas cuando afirma que Wasserstrom y los

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En cualquier caso, la distinción entre el contexto de descubri­ miento y el de la justificación ha sido abandonada o, por lo menos, Ha sido muy matizada en la filosofía de la ciencia desde hace algunas décadas. Quizás pudiera decirse que la opinión más común en los úl­ timos tiempos es la que expresan autores como Brown (1983), para el cual: 1) no existe una línea tajante que separe ambos contextos: no nos referimos a una propuesta como un descubrimiento a menos que haya pasado suficientes pruebas, y 2) cabe hablar de una «lógica del descubrimiento» si la lógica no se identifica con la lógica deductiva, sino con la racionalidad: o sea, el descubrimiento de las teorías no es (o no es del todo) una operación arbitraria o azarosa, sino que tam­ bién aquí existen ciertas pautas de racionalidad.23 El abandono o relativización de la distinción en el campo de la fi­ losofía de la ciencia parece que tendría que llevar a hacer otro tanto en el campo del Derecho (en el de la decisión judicial), aunque convie­ ne no olvidar que la distinción nunca (o raramente) se había tomado (empezando por Wasserstrom) de manera radical. Pero en el Derecho hay además una dificultad adicional (vid. Mazzarese, 1996) pues «des­ cubrir» y «justificar» no tienen exactamente el mismo sentido en el contexto de las teorías científicas y en el de las decisiones judiciales. A propósito de «descubrir», González Lagier (2003, ap. 3) ha distinguido dos sentidos de la expresión: en un sentido débil incluye cualquier idea que surja en la mente de un científico (ocupado en hacer ciencia), o sea, abarca también las tentativas de hipótesis que quizás nunca lle­ guen a aceptarse como tales hipótesis; mientras que en un sentido fuerte se referiría a la decisión de aceptar una determinada hipótesis. representantes de la teoría estándar de la argumentación trazaron «una distinción rí­ gida entre descubrimiento y justificación» (p. 344) o cuando califica la postura de uno de esos autores, MacCormick, de «positivista formalista» (p. 342). Por otro lado, Dan Simon ha realizado una serie de estudios empíricos acerca de los procesos de decisión judicial, y una de sus conclusiones es que tanto los posi­ tivistas como los realistas han malinterpretado el proceso mediante el cual los jueces toman las decisiones (vid. Simon, 2002 y 2004; y Amaya, 2006, cap. 5, ap. 5.3). 23. Javier Echeverría (1994) considera que la distinción es inservible «en la medida en que la filosofia de la ciencia quiera ocuparse de la ciencia como actividad y no sólo como búsqueda de conocimiento» (p. 288). En su opinión, la filosofía de la ciencia no debe restringirse a la ciencia clásica, sino que debe tomar como objeto de estudio «el conocimiento y la actividad tecnocientífica» (p. 289), y propone, por ello, cuatro contextos (fuertemente interrelacionados) de la actividad tecnocientífica: el contexto de enseñanza’, el contexto de innovación (retoma el antiguo contexto de des­ cubrimiento, pero va más allá, pues ahora se incluye el descubrimiento de teorías, pero también las invenciones de ingenieros y técnicos); el contexto de evaluación (que se corresponde con el anterior contexto de justificación, pero también aquí am­ pliándolo), y el contexto de aplicación.

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La conclusión de su argumento es que la distinción entre descubri­ miento y justificación sólo puede sostenerse con nitidez si «descu­ brimiento» se entiende en el primero de los sentidos. Ahora bien, esa opinión, en realidad, viene a significar la negación de la distinción en­ tre contexto de descubrimiento y de justificación: simplemente porque el contexto del descubrimiento de las teorías científicas no puede en­ tenderse concluido hasta que se formula en serio una hipótesis (o sea, el primero de los sentidos de «descubrir» no puede ser el que resulta de interés para la ciencia —o para el Derecho—). Pero además, es im­ portante resaltar que existe una importante diferencia entre lo que es descubrir una regularidad, una ley científica, y decidir emprender un curso de acción (por ejemplo, condenar a alguien). Descubrir no es de­ cidir, sino encontrar algo, digamos un acto de conocimiento, aunque para encontrar ese algo sea necesario tomar ciertas decisiones. Y deci­ dir es realizar una acción, por lo tanto, un acto de voluntad, si bien la decisión ha de basarse en tales y cuales descubrimientos sobre cómo es el mundo (que Fulano estuvo el día tal en tal lugar, que asestó una puñalada a Zutano, etc.). Por lo que se refiere al otro término de la di­ cotomía, «justificar» una teoría científica no es exactamente lo mismo que «justificar» una decisión; sin ir más lejos, la justificación de una decisión supone embarcarse en un razonamiento práctico (donde al menos una de las premisas es una norma, un deseo, etc., es decir, una entidad que tiene una' dirección de ajuste mundo a mente), mientras que en el caso de la ciencia se trata de un razóhamiento teórico (las premisas —incluidas las leyes científicas— son enunciados descripti­ vos, tienen una dirección de ajuste mente a mundo). Ahora bien, todo lo anterior no significa, sin embargo, que la dis­ tinción contexto de descubrimiento/contexto de justificación deba de­ jarse completamente a un lado, por inútil. Me parece que sigue sir­ viendo para el propósito que tuvo inicialmente: para criticar a los rea­ listas jurídicos y, en general, a quienes tienen una concepción escépti­ ca respecto a la posibilidad de justificar de las decisiones judiciales: el que los jueces lleguen a sus decisiones de una determinada forma (no parten de las normas aplicables para luego encajar en ellas los hechos, sino que comienzan con una decisión tentativa que luego someten a prueba, esto es, tratan de ver si la misma se puede justificar, si la re­ dacción de la motivación «corre») es algo distinto a si la misma está o no justificada. La posibilidad de justificar una decisión no resulta ne­ gada por el hecho de que la lógica no ofrezca una descripción adecua­ da (tampoco lo pretende) del proceso de decisión. Y las cosas se acla­ ran bastante si la distinción en cuestión la ponemos en conexión con las concepciones de la argumentación antes examinadas. En mi opi­ nión, la distinción entre el contexto del descubrimiento y el contexto

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de la justificación de las decisiones (judiciales o no) puede mantenerse con nitidez si uno se sitúa en el plano de la concepción formal de la ar­ gumentación, pero no cuando se pasa a las otras dos concepciones. En la concepción formal, la aceptación de la distinción no plan­ tea problemas pues, como se ha visto, lo que se trata de captar no es el proceso, sino el resultado de la argumentación. La lógica deductiva estándar no pretende ofrecer un modelo que describa cómo alguien, de hecho, argumenta, sino más bien cómo debe argumentar o, mejor aún, ofrece un modelo para controlar la calidad de los argumentos; por ello, es obvio que tiene un valor simplemente justificativo, aun­ que se trate de una justificación insuficiente: como se ha dicho repe­ tidamente, una decisión no está justificada simplemente porque se presente bajo una forma deductivamente válida. En definitiva, re­ construir el esquema formal (lógico) de la motivación de una deci­ sión judicial (de una sentencia) es una operación que se desarrolla exclusivamente en el contexto de la justificación: argumentar formal­ mente y analizar esa argumentación son operaciones que pueden ha­ cerse perfectamente haciendo abstracción del contexto del descubri­ miento (de cómo se llegó a la decisión). Pero las cosas no son ya así cuando uno se sitúa en el plano de la concepción material. Aquí, como se ha visto, argumentar presupone aceptar la verdad y/o la corrección de las premisas (ya no se trata de esquemas de argumentos, sino de argumentos) y esa aceptación, por ejemplo en relación con los enunciados fácticos, puede suponer una combinación de descubrimiento y de justificación: en su conocida obra La doble hélice, Watson (2000) (uno de los dos descubridores de la estructura del ADN) relata cómo en la formulación o en el rechazo de ciertas hipótesis (hasta llegar a la que supuso el descubrimiento de la doble hélice) jugaron un papel destacado factores de muchos tipos (desde el azar a la estética), incluyendo la idea de lo que podía consi­ derarse justificado (aceptable) a la luz del conocimiento científico disponible, los métodos aceptados por la ciencia, etc. Pues bien, otro tanto puede decirse en relación con los jueces: por ejemplo, la hipóte­ sis de que F haya sido el homicida se descarta —pongamos por caso— porque no podría justificarse de acuerdo con los elementos probatorios disponibles. En fin, en la concepción pragmática de la argumentación, la dis­ tinción entre el contexto del descubrimiento y el de la justificación simplemente no tiene sentido, precisamente porque aquí el centro lo constituye el proceso de la argumentación. La inventio,24 el hallazgo, 24. Inventio no significa exactamente inventar, crear algo nuevo, sino descu­ brir algo previamente existente: los lugares comunes o tópicos.

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de la materia de la argumentación, de las premisas, es una operación retórica esencial, parte del proceso dirigido a lograr la persuasión. Y en el caso de la dialéctica, la justificación —la corrección— depende de la aceptación que se va produciendo entre quienes argumentan: el descubrimiento (y la aceptación) de puntos comunes entre el propo­ nente y el oponente, el defensor y el contradictor- de una tesis, es lo que hace posible la argumentación y lo que proporciona a la misma, en último término, los criterios de justificación: justificar no puede significar aquí algo distinto a aceptar (aceptado de hecho o que debe­ ría ser aceptado). Como bien ha señalado Aguiló (2003), las instituciones de la in­ dependencia y de la imparcialidad judicial muestran a las claras la im­ posibilidad de separar en el proceso real de la motivación judicial el contexto del descubrimiento y el de la justificación. La obligación de motivar las decisiones significa en principio la obligación de justifi­ carlas. Pero el Derecho —a través de esas instituciones y de muchas otras— pretende regular también el contexto del descubrimiento, de toma de la decisión; por eso, no tiene mucho sentido situarse exclusi­ vamente en eí contexto de la justificación: ambos momentos, en la realidad, van unidos. La independencia significa esencialmente que el juez sólo puede utilizar como razones en las que basar su decisión (como premisas de su razonamiento justificativo) las que provienen del Derecho (si se quiere: las autorizadas por la regla de reconoci­ miento del sistema). La imparcialidad (o independencia del juez fren­ te a las partes y frente al objeto del proceso) no se refiere a qué ra­ zones pueden funcionar como premisas, sino a cierta actitud que asegure que el juez no se decante hacia una de las partes. Por eso, la imparcialidad se vincula con otras instituciones como la abstención y la recusación, y la independencia con la autorrestricción, con la obli­ gación de no ir más allá del Derecho. Pues bien, es obvio que todas estas instituciones no tienen mu­ cho que ver con la concepción formal de la argumentación. Precisa­ mente, las dificultades que a veces se tienen para hacer comprender a los jueces (y, en general, a los juristas prácticos) la distinción concep­ tual entre el plano del descubrimiento, del arribo a la decisión, y el de la justificación podrían deberse a que los jueces no conciben la justi­ ficación en términos puramente formales.25 Para ellos, las razones que explican el proceso de toma de decisión son también las razones justificativas (la independencia y la imparcialidad significan precisa25. Muchos teóricos del Derecho han criticado a los jueces —incluido el Tri­ bunal Constitucional español— por no ser conscientes de esa diferencia. Vid. Igartua, 1995, pp. 147 y ss.

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mente eso); y por eso, como dice Aguiló (2003), el ideal de la motiva­ ción es que las razones explicativas y las justificativas coincidan. Con lo que tienen que ver esas instituciones es con la concepción material y con la concepción pragmática (retórica y dialéctica). Con la concep­ ción material, porque dichas instituciones se dirigen, en cierto senti­ do, a que aumente la probabilidad de que el juez justifique material­ mente sus decisiones: que sólo use las razones del Derecho y que las use bien. Con la concepción retórica, porque esas instituciones se en­ caminan también a aumentar la credibilidad de las decisiones, a que resulten aceptables y persuasivas: por eso, el juez debe abstenerse de decidir un caso no sólo cuando hay alguna causa objetiva para ello, sino también cuando pueda existir la apariencia de que la haya. Y con la concepción dialéctica, porque la imparcialidad y la indepen­ dencia judicial contribuyen a que el «debate» en el interior de un tri­ bunal adopte la forma de la discusión racional. Por otro lado, establecer una distinción tajante entre el contexto del descubrimiento y el de la justificación (para dejar fuera del análi­ sis el contexto del descubrimiento) cumple, sin duda, una función ideológica, esto es, contribuye a ofrecer una visión distorsionada de la realidad. Pensemos en la deliberación que efectúan los jueces en el contexto de un órgano colegiado. La deliberación (el proceso de la deliberación) resulta suprimido en la fundamentación explícita (que es lo único que se tiene en cuenta cuando se considera el contexto de justificación). Pero sin ello no siempre puede entenderse —y, llegado el caso, criticarse— la fundamentación, la motivación en cuestión. Imaginemos que, por ejemplo, se tratara de un caso que ha dado lu­ gar a una decisión adoptada por la mayoría del tribunal, con algunos votos disidentes. A la hora de evaluar la fuerza justificativa de ambas motivaciones (la de la mayoría y la de la minoría), no debería dejarse de lado —pongamos por caso— la circunstancia de que los magistra­ dos discrepantes habían trabajado, dentro del proceso de la delibera­ ción, para que la fundamentación mayoritaria resultara «debilitada» (de cara a alcanzar un acuerdo unánime que finalmente no se logró).

el primer libro, que nos es conocido sobre el tema (Refutaciones sofís­ ticas): un arguménto que parece bueno sin serlo.26 Lo esencial de las falacias es, así pues, ese elemento de engaño, de apariencia, que pue­ de ser intencional o no por parte del que argumenta. Al igual que la ideología no equivale simplemente a error (las ideologías reflejan también en parte la realidad, hablan de la realidad, aunque en una forma distorsionada), los argumentos falaces no son simplemente los malos argumentos, sino los argumentos que por su parecido con los buenos (tienen, pues, algo en común con los buenos argumentos) pueden confundir, engañar a los destinatarios de los mismos e inclu­ so al que los emite; el que construye un discurso ideológico puede no tener ninguna intención de producir engaño (él participa sinceramen­ te de esa visión ideológica —deformada— del mundo), y lo mismo ocurre con él que argumenta falazmente: él mismo puede ser la vícti­ ma de su argumento falaz. Por eso, lo que genera las falacias no es sólo lo que Bentham llamaba los «intereses siniestros» (equivalente al interés de clase en la teoría marxista de la ideología), sino también ciertas dificultades cognitivas de los seres humanos (en el caso de la ideología, la falsa conciencia), la incapacidad para comprender la complejidad del mundo. Dado que la clave para comprender el concepto de falacia es una noción eminentemente gradual, la de apariencia, es inevitable que exista una amplia zona de vaguedad: la apariencia (de ser un buen ar­ gumento) puede ser tan débil que no tenga la capacidad de engañar a nadie (en cuyo caso no será ya una falacia, sino un argumento sim­ plemente malo), o puede ser tan intensa que sea difícil de distinguir de los buenos argumentos (podría tratarse simplemente de un argu­ mento con algún defecto subsanable, con lo que no tendría tampoco capacidad de engaño: el destinatario, por ejemplo, puede suplir los déficit y convertirlo en un buen argumento). Pero más importante to­ davía que percibir la vaguedad del concepto es reparar en que la no­ ción de apariencia presupone la de realidad. O, dicho de otra manera, que el concepto de argumento falaz presupone que hay argumentos buenos y, por tanto, criterios de bondad, criterios de corrección. En un apartado anterior del capítulo vimos que la existencia de criterios de corrección era un elemento que se daba siempre que te­ nía sentido hablar de argumentación, aunque de manera distinta; o sea, los criterios de bondad son diferentes en cada concepción de la argumentación. Pues bien, al ser la noción de falacia relativa a esos criterios, eso significa que habrá tipos de falacias diferentes según cuáles sean los criterios que se tomen como base para emitir el juicio

7.2.

Argumentación

y falacias

Otro importante aspecto de la argumentación que puede aclarar­ se a partir de las tres concepciones anteriores es el que tiene que ver con las falacias. En un capítulo posterior del libro (cap, 5, ap. 7) vol­ veré de nuevo sobre este tema. Ahora trataré únicamente del concep­ to y de un principio de clasificación de las mismas. Como definición de falacia puede servir la que dio Aristóteles en

26.

Sobre el concepto de falacia, vid. Pereda, 1986.

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de que un argumento tiene la apariencia de poseer una característica que en realidad no posee. O, dicho de otra manera, las falacias supo­ nen que se infringe alguna regla de la argumentación, de cada con­ cepción de la argumentación, y de ahí que pueda hablarse no única­ mente de falacias formales y no formales (ésta es, quizás, la clasifica­ ción más habitual),27 sino de falacias formales, materiales y pragmá­ ticas (retóricas y dialécticas). Una falacia formal tiene lugar cuando parece que se ha utilizado una regla de inferencia válida, pero en realidad no es así: por ejem­ plo, la falacia de la afirmación del consecuente (que iría contra una regla de la lógica deductiva), o la de la generalización precipitada (contra una regla de la inducción). En las falacias materiales, la construcción de las premisas se ha llevado a cabo utilizando un criterio sólo aparentemente correcto; ejemplos típicos son la falacia de la ambigüedad o de la falsa ana­ logía. Y en las falacias pragmáticas, el engaño se produce por haber in­ fringido, en forma más o menos oculta, una de las reglas que rigen el comportamiento de quienes argumentan en el marco de un discurso retórico o dialéctico. Esta definición supone cierta dificultad para hablar de «falacia retórica» (vid. infra, cap. 5, ap. 7). La comisión de una falacia retórica no puede significar simplemente que el argumen­ to no ha resultado eficaz, persuasivo (pues en ese caso se trataría, simplemente, de un mal —en sentido técnico— argumento retórico), sino que se ha usado (con alguna eficacia persuasiva) un procedi­ miento contrario a las reglas de la buena retórica: por ejemplo, cuan­ do se hace un uso abusivo del argumento de autoridad. Una falacia dialéctica supone haber infringido (pero de manera no completamen­ te manifiesta) una de las reglas del debate: por ejemplo, porque se evade la cuestión y no se contesta a una cuestión surgida en el deba­ te cuando existía la obligación (dialéctica) de hacerlo. Finalmente, como resulta más o menos obvio, es perfectamente posible (y en la práctica, frecuente) que se den situaciones complejas, o sea, que un argumento sea falaz por alguna combinación de ele­ mentos formales, materiales y pragmáticos. Si una teoría (completa­ mente desarrollada) de la argumentación exige tener en cuenta esas tres dimensiones o concepciones, otro tanto habría que decir en rela­ ción con la teoría de las falacias.

27. Un estudio detallado —y ya clásico— de las diversas clasificaciones de las falacias que se han ofrecido desde Aristóteles puede verse en Hamblin, 1970.

Capítulo 3

LA CONCEPCIÓN FORMAL 1.

Lógica formal

Ya se ha señalado que la concepción formal de la argumentación es la que cabe encontrar, de manera paradigmática, en los libros de ló­ gica, de lógica formal, y se ha indicado también que esa concepción (como las otras dos) en parte se corresponde con una determinada práctica social (la de la ciencia lógica o matemática), pero podría ver­ se también como una dimensión o un aspecto de la argumentación que tiene lugar en el contexto de otras prácticas. Si la concepción —o el análisis— formal de los argumentos es importante para la práctica jurídica, no es porque el Derecho sea una parcela de la lógica —que no lo es—, sino porque los argumentos jurídicos presentan una dimen­ sión formal y el análisis lógico resulta, en consecuencia, de interés. No es, sin embargo, tan fácil precisar en qué consiste ese aspecto formal de los argumentos, como tampoco lo es la tarea de delimitar el objeto y las finalidades de la lógica. En contra de lo que a veces se suele pensar (de lo que se suele pensar desde fuera), la lógica es una disciplina extraordinariamente polémica (aparte de extraordinaria­ mente compleja) y no hay ni mucho menos acuerdo entre sus cultiva­ dores a la hora de fijar cuál sea su naturaleza. De hecho, ni siquiera puede decirse que haya una sola lógica, sino que hay muchas, muchí­ simas (vid. Haack, 1982, p. 24): la lógica tradicional; la lógica clásica (la lógica deductiva estándar); lógicas que son una extensión de la an­ terior, como las lógicas modales, las lógicas deónticas o las lógicas temporales; lógicas que divergen de la lógica estándar, como las lógi­ cas plurivalentes, paraconsistentes, intuicionistas, no monótonas o relevantes; lógicas inductivas; etc. (Repárese en el uso del plural). Sin embargo, a pesar de toda esa pluralidad de enfoques, cabría pensar que todas las lógicas tienen algo en común, a saber, el estudio formal

no

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de los razonamientos, de las inferencias. Y de esa manera, la lógica se diferenciaría de otras disciplinas que también se interesan por los ar­ gumentos y que estudian otros aspectos de los mismos: la lingüística, la psicología, la retórica, la inteligencia artificial o el Derecho. Pero esto último no resulta enteramente satisfactorio. Por un lado, porque la ciencia lógica parece incluir hoy en día no sólo la teo­ ría de la inferencia, sino también el estudio de las propiedades mate­ máticas de ciertos sistemas formales, así como las teorías de modelos (vid. Quesada, 1985, p. 2). Por otro lado, porque no todos los lógicos aceptan hoy que el estudio de su disciplina deba restringirse a, o in­ cluso centrarse en, los aspectos formales de los argumentos. Y, final­ mente, porque hay un uso relativamente extendido (y no hay ninguna razón sólida para apartarse del mismo) que viene a identificar el aná­ lisis lógico con lo que cabría llamar el análisis conceptual sin más: lo característico de la lógica no sería tanto centrarse en los aspectos for­ males, cuanto en los elementos necesarios (frente a los contingentes) que cabe encontrar, por ejemplo, en el campo del Derecho o en el de la argumentación jurídica. Las razones anteriores, en mi opinión, son suficientes como para no identificar sin más la concepción formal de la argumentación con la concepción de la lógica. Pero no como para dejar de afirmar (lo que se había hecho en el anterior capítulo) que la lógica deductiva es­ tándar (de proposiciones y de predicados) constituye el núcleo de la concepción formal. Hay entonces que empezar por aclarar en qué sentido es formal la lógica (la lógica deductiva estándar) y qué hay que entender exactamente por análisis o consideración formal de los argumentos. Pues bien, aunque la inferencia no sea el único objeto de la lógi­ ca, sí que parece haber constituido su tema central desde la época de Aristóteles. La lógica formal no se interesa, por lo tanto, por el estu­ dio de las premisas o de la conclusión considerados como enunciados que pueden ser verdaderos o falsos (correctos o incorrectos, etc.); tampoco por el efecto que se trata de obtener con la argumentación: persuadir a otro, salir ganador en un debate, etc.; sino por el paso de las premisas a la conclusión, porla relación de inferencia. Para expli­ car lo característico de este enfoque, Guibourg (Echave-Urquijo-Guibourg, 1999) ha acudido al símil (esclarecedor) de la aritmética: en general —nos recuerda— no tiene sentido discutir los precios en un restaurante, pero sí que lo tiene «repasar» la suma (p. 19); la lógica nos permite hacer algo semejante con los argumentos: comprobar que no existen errores en el paso de las premisas a la conclusión, que, con independencia de qué sea lo que pensamos de las premisas (del precio y de la calidad de los platos), la conclusión se desprende de

LA CONCEPCIÓN FORMAL

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ellas (la suma total es correcta). Es claro entonces que aunque la co­ rrección de la inferencia (de la suma) puede verse en algún sentido como una razón para aceptar también la conclusión (para que este­ mos dispuestos a pagar la cuenta), es una razón que puede ser derro­ tada por otras: uno puede aceptar que la inferencia es correcta (que la suma está bien hecha) y sin embargo no aceptar la conclusión (no estar dispuesto á pagar); es más, la noción de inferencia lógica no po­ dría presentarse tampoco diciendo que si un argumento es deductiva­ mente válido, entonces si aceptamos las premisas estamos obligados a aceptar también la conclusión; lo qüe caracteriza a la relación lógi­ ca de inferencia es algo más abstracto que el «estar obligado» (moral o psicológicamente) a hacer algo o a aceptar algo. Strawson (1952) ha caracterizado la lógica como el estudio de las inferencias desde una perspectiva general, formal y sistemática. Ge­ neral quiere decir que lo que interesa al lógico son clases de inferen­ cias. No argumentos como «todos los hombres son mortales, Sócra­ tes es un hombre, por lo tanto, Sócrates es mortal» o «todos los la­ drones deben ser castigados, Juan es un ladrón, por lo tanto, Juan debe ser castigado». Sino toda la clase de los argumentos que obede­ cen a un mismo esquema; en el ejemplo, los que satisfacen la regla del modus ponens. Formal, que se ocupa de las inferencias haciendo abstracción del significado concreto de los enunciados y del contexto en que han sido emitidos. Los lógicos no se interesarían por inferen­ cias como «si alguien es soltero, entonces eso implica que no es casa­ do» porque esa inferencia, aun siendo general (vale tanto para Juan, como para Luis o para Miguel —para todos los solteros—) no es for­ mal: su validez depende del significado de los términos «casado» y «soltero»; a diferencia de lo que ocurre con «si alguien es soltero y ama la música, entonces eso implica que ama la música»: la validez, en este segundo caso, depende exclusivamente de la forma lógica, pu­ diéndose prescindir por completo del significado de las palabras «sol­ tero» o «ama la música»; en el primer caso, la validez (o la verdad de la proposición «si alguien es soltero, entonces no es casado») depen­ de de reglas semánticas (concernientes al significado de las palabras), en el segundo caso, de reglas lógicas, de una regla que podría expre­ sarse así: «A y B, por lo tanto, B».1 Finalmente, sistemática quiere de­ cir que la lógica trata de presentar de una manera organizada el estu­ dio de los aspectos generales y formales de los argumentos. Por ejem­ plo, puede hacerlo de una manera axiomática. O como un sistema de reglas de inferencia; este segundo método de presentación de la lógi1. En ambos casos se trata de verdades analíticas (no dependientes de la ex­ periencia), pero sólo en el segundo tendríamos una verdad formal.

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LA CONCEPCIÓN FORMAL

ca es el que más se aproxima a la manera como la gente argumenta de hecho (aunque la lógica no sea exactamente una representación, una descripción, de cómo argumentamos) y permite mostrar (lo cual es una gran ventaja) que a partir de unas pocas reglas de inferencia (de unos pocos esquemas básicos) puede darse cuenta de todas las demás. Detengámonos ahora en el carácter formal de la lógica. Parece obvio que desde la concepción material o pragmática de la argumen­ tación también se trata de estudiar los argumentos desde una pers­ pectiva general y sistemática (aunque la sistematización sea distinta de la que caracteriza al enfoque lógico-formal).2 ¿Pero en qué senti­ do puede afirmarse que ellas no se interesan por los aspectos forma­ les de los argumentos? ¿Qué es lo peculiar del análisis formal de la lógica? No hace falta indagar mucho para darse cuenta de que el con­ cepto de forma es extraordinariamente complejo y oscuro. Hay mu­ chísimos sentidos, conectados entre sí de manera no fácil de precisar, en que se puede usar la palabra «forma» y sus derivados. Pero a los efectos que nos interesan podemos partir de que «formal» significa en principio algo así como «abstracto» y que abstraer supone separar o no tomar en cuenta ciertos aspectos de una realidad que se trata de estudiar. Ahora bien, cabe distinguir diversos grados o tipos de abs­ tracción. Uno de ellos sería la generalización, es decir, el tipo de abs­ tracción consistente en separar de un objeto, o —mejor— de una cla­ se de objetos, aquellos elementos que podrían considerarse individua­ les o particulares, propios de cada ejemplar, para quedarse única­ mente con lo que pertenece a la clase, al género. Por ejemplo, «si al­ guien es soltero, eso implica que no es casado» es.una abstracción con respecto a «si Juan es soltero, eso implica que no es casado», «si Luis es soltero, eso implica que no es casado», etc. Pero hay un tipo de abstracción más radical (la formalización) que consiste en pres­ cindir no —o no sólo— de lo específico o singular (frente a lo gene­ ral), sino también del significado concreto de las expresiones usadas (que viene dado por las reglas semánticas) y del significado contex­ tual (determinado por reglas pragmáticas) que depende de circuns­ tancias como quién ha realizado la emisión correspondiente, con qué

propósito, en qué ocasión, etc. La forma de una frase (o de una infe­ rencia) sería lo que queda una vez que se suprimen esos elementos. Así, en el ejemplo que habíamos puesto, la forma del argumento «si alguien es soltero y ama la música, eso implica que ama la música» sería ésta: un enunciado compuesto por la conjunción de otros dos enunciados simples (p y q), otro enunciado que es la afirmación del segundo de ellos (q) y algo que conecta a unos y a otro. Puede repre­ sentarse así:

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2. Soeteman, (1989) traza una distinción entre lógica formal y no formal que reconduce, en parte, a la tradicional contraposición entre logica minor (la teoría de la inferencia formal) y logica maior o lógica material (el estudio de la inferencia en cada uno de los campos científicos, o sea, la metodología). Aunque se ocupa sólo de los as­ pectos formales de los argumentos jurídicos, Soeteman concede en su obra gran im­ portancia a los elementos no formales o materiales, pero dentro de esta última cate­ goría incluye tanto lo perteneciente a la concepción material, como a la pragmática.

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P Aq

q Esta fórmula vale para el ejemplo que hemos puesto y para todos aquellos argumentos (de número infinito) que obedezcan a la misma forma. Y está claro que entre sí no tienen nada en común: tan sólo la «forma». Sin embargo, en los casos de generalización, parece que si­ gue habiendo alguna conexión material entre los diversos ejemplares individuales del género: tanto Juan como Luis, Miguel, etc., son solte­ ros y, por tanto, no casados. Ahora bien, hablar de la «forma» de los argumentos significa algo distinto cuando se trata de argumentos expresados en lenguaje lógico (en un lenguaje «formalizado») o de argumentos que se expre­ san en un lenguaje natural. Así, por ejemplo, y sin entrar en mayores precisiones, parece obvio que los siguientes argumentos, escritos en el lenguaje de la lógica proposicional: 1)

p -» q P____ q

2) _r

r -» s s

tienen una misma forma; en particular, la forma de una inferencia vá­ lida en esa lógica. En ambos casos se trataría de la «aplicación» de la misma regla del modus ponens que puede escribirse (en el correspon­ diente metalenguaje): A —^B A____ B Pero pensemos en el siguiente ejemplo, escrito en lenguaje natu­ ral, que trae a colación Hage (2001):

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EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

— Todos los ladrones deben ser castigados. — John es un ladrón. — Por lo tanto, John debe ser castigado. ¿Cuál es su forma? Si el argumento lo escribimos en la notación de la lógica de proposiciones quedaría así: P

_q r

t

de manera que el argumento no sería válido. Pero en la lógica de pre­ dicados de primer orden sería: (x) Px -> Qx 3

______

Qj

De manera que ahora (si se acepta este otro formalismo), sí que sería un argumento válido. Hage tiene razón al decir que el ejemplo muestra que la forma de un enunciado es relativa al formalismo lógico que se emplee. Y, en cierto mòdo, también la tiene al pensar que la distinción entre formal y no formal (ahora, en otro sentido de «formal»: no en el de ser una fórmula de un lenguaje lógico, sino en el de prescindir o abstraer más o menos de un contenido) se da como un continuo y debe relativizarse; la lógica, para Hage, sería «aquella parte de la vi­ sión del mundo a la que menos dispuesto estamos a renunciar si la visión del mundo es menos coherente de lo que nos parece acepta­ ble» (Hage, 2001, p. 359). Ahora bien, lo que no hay por qué inferir del ejemplo es que las dos propuestas de representación o de análi­ sis formal de ese argumento son igualmente aceptables. La prime­ ra, a diferencia de la segunda, no parece captar bien lo que es la forma del argumento en cuestión; y no lo hace precisamente por­ que ese argumento, en lenguaje natural, lo tomamos como un argu­ mento válido, y esa característica de validez se perdería si tradujé­ ramos el argumento, de la manera como se ha hecho, a términos de lógica proposicional. O sea, existen diversos formalismos lógicos para expresar cada uno de los argumentos del lenguaje natural, pero disponemos también, al menos en muchas ocasiones, de algún criterio —por ejemplo, nuestras intuiciones— para optar por uno u otro.

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Aquí se plantea, en todo caso, un punto de gran importancia. Se trata de la incapacidad de la lógica formal (de los lenguajes formaliza­ dos de la lógica) para reflejar toda la riqueza de los lenguajes naturales. En relación con los argumentos que se expresan directamente en un lenguaje formal, es decir, la argumentación que surge para dar res­ puesta a un problema estrictamente formal (argumentos de la lógica o de la matemática), eso no plantea, obviamente, ninguna dificultad. Pero no ocurre lo mismo con la argumentación jurídica y, en general, con la argumentación de la vida cotidiana. En relación con ellos, la ló­ gica (la lógica formal) viene a ser una idealización que suministra es­ quemas para trasladar a su lenguaje esos argumentos y poder así anali­ zarlos. Pero se trata de un modelo que no es plenamente satisfactorio. Pongamos un ejemplo muy simple. La conjunción «y» tiene en caste­ llano (como and en inglés, et en francés, etc.) un sentido de sucesión temporal y de conexión que no capta el símbolo de conjunción en la ló­ gica (« a »); eso hace que la traducción en términos de lógica proposi­ cional de dos frases como «se casaron y tuvieron un hijo» y «tuvieron un hijo y se casaron» sea la misma («p a q» tiene el mismo significado que «q a p»),3 o que se represente también en forma de conjunción una frase como «un triángulo tiene tres lados y anteayer comí pollo» (Escandell, 1996, cap. 9) que para un hablante de castellano no tiene sen­ tido, pues la conjunción expresa, en nuestro lenguaje natural, una rela­ ción de conexión entre dos oraciones que aquí no se da.4 Esos proble3. Y no digamos nada de estas dos frases: «asesinó a su mujer y se suicidó» y «se suicidó y asesinó a su mujer». Por otro lado, la expresión «y» en castellano no funciona siempre como una conjunción (en sentido lógico). Así (es un ejemplo que me suministra José Juan Moreso), «una película en blanco y negro» no equivale a «una película en blanco y una película en negro». 4, Esta idea podría expresarse también diciendo que la lógica clásica no capta la a rg u m e n ta c ió n en la le n g u a , o sea, el hecho de que el sentido de una palabra no vie­ ne dado (o no sólo) por su correspondencia con una realidad o por una serie de pro­ piedades connotadas por la expresión, sino por el conjunto de conclusiones a las que permite llegar: s ig n ific a r significa a rg u m en ta r. Así, según la lógica veritativa funcional, no habría diferencia entre el enunciado «p pero q» y «q pero p» («pero» se traduce por la conjunción: «y»). O sea, «este restaurante es bueno pero caro» sería equivalente a «este restaurante es caro, pero bueno». Sin embargo, desde el punto de vista de la ar­ g u m e n ta c ió n en la lengua, el primer enunciado apunta a la conclusión «¡vayamos!» (y está bien formado), mientras que el segundo está mal formado, porque su primera parte («este restaurante es caro») apunta a «¡no vayamos!», y su segunda parte («pero bueno») a «¡vayamos!» (vid. Plantin, 2001, de donde está tomado el ejemplo, y Anscombre y Ducrot, 1994). Merece la pena añadir que la noción de argumentación que aquí se maneja (en la a rg u m e n ta c ió n e n la len g u a ) no es la misma que antes se ha ca­ racterizado en el cap. 2; como dice Plantin (2001, p. 118): «en la concepción lingüísti­ ca de la argumentación no es posible dar un sentido a la idea de ev a lu a c ió n de los ar­ gumentos (la última de las características señaladas). La actividad de argumentación

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mas de traducción al lenguaje de la lógica, en el caso de la argumenta­ ción jurídica, reviste particular importancia en relación con la interpre­ tación del condicional o con los contextos intensionales. A propósito del condicional, no se trata sólo de que la relación entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica de una norma (el antecedente y el consecuente) pueda ser de condición suficiente, necesaria o necesaria y suficiente; la lógica estándar provee precisa­ mente fórmulas distintas para cada caso, de manera que permite so­ lucionar la ambigüedad que a veces aqueja a la formulación de una norma en lenguaje natural. El mayor problema es que esa relación (de implicación material), en la lógica estándar se define de manera que entre el antecedente y el consecuente no existe necesariamente una conexión explicativa o causal, sino que expresa únicamente la idea de que el antecedente no puede ser verdadero cuando el conse­ cuente es falso, lo que se aparta de la manera en que, en el lenguaje natural, se usan las expresiones de la forma «si... entonces», Y ello lle­ va a dificultades cuando se trata de traducir a términos lógicos argu­ mentos que contienen premisas con condicionales en los que el ante­ cedente es a su vez un condicional o cuando figuran negaciones de condicionales o algún condicional contrafáctico. Por ejemplo (aquí el antecedente es un condicional), el argumento «si Rafael se va a com­ portar como un buen ciudadano si se le pone en libertad, entonces se le debe poner en libertad; pero Rafael no se va a comportar como un buen ciudadano; por lo tanto, se le debe poner en libertad» no parece una forma muy aceptable de argumentar pero, sin embargo, sería un argumento válido en la traducción que cabría hacer del mismo en la lógica estándar (es un ejemplo de la llamada «paradoja de la implica­ ción material»). Para resolver este problema se han propuesto revi­ siones de la lógica estándar (que pasan por la distinción entre impli­ cación material e implicación formal o, en otra terminología, entre «implicación» y «entrañamiento»), pero también cabe usar una estra­ tegia consistente en evitar esa formulación problemática (y sustituir­ la por otras igualmente posibles) sin necesidad de abandonar la lógi­ ca estándar (vid. Rodes y Pospesil, cap. 5, ap. 3).

es coextensiva con la actividad de habla, y tan pronto como se habla, se argumenta» (p. 118). O sea, «argumentar» sería un sinónimo de «hablar con sentido». El análisis lógico tampoco permite dar cuenta de las presuposiciones, esto es, de la argumentación en la lengua, pero «hacia atrás» (habría aquí un cierto paralelismo con la «abducción o retroducción» [vid. infra, ap. 5]). Por ejemplo, el enunciado «Pe­ dro ha dejado de fumar» presupone o contiene (al igual que «Pedro no ha dejado de fumar» o «¿Pedro ha dejado de fumar?») la afirmación: «Antes, Pedro fumaba» (vid. de nuevo Plantin, 2001, p. 130, y el trabajo clásico de Grice, 1975).

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El problema en relación con los contextos intensionales consiste en lo siguiente. La lógica formal estándar se dice que es extensional, en el sentido de que sus reglas permiten sustituir una expresión por otra que tenga la misma extensión, sin preocuparse por su intensión; sin embargo, en el lenguaje natural, las cosas no son siempre así; es decir, hay términos (como los de carácter modal —«necesario», «po­ sible», «imposible»—, deóntico —«obligatorio», «prohibido», «permi­ tido»—, psicológico y epistémico —«cree», «sabe», «desea»— o térmi­ nos que dan lugar a discursos indirectos —«dice», «alega», «testifi­ ca»—) que crean contextos intensionales, en los cuales la sustitución de un término por otro con la misma extensión puede hacer que cam­ bie el valor de verdad de la frase; por ejemplo, «12 es mayor que 10» tiene lugar en un contexto extensional, es decir, el significado de la frase no cambia cuando el término «12» lo sustituimos por un térmi­ no con la misma extensión: «el número de magistrados del Tribunal constitucional español»; sin embárgo, no ocurre lo mismo con «12 es necesariamente mayor que 10», ya que la frase «el número de magis­ trados del Tribunal constitucional español es necesariamente mayor que 10» no parece ser verdadero, pues no es imposible que se pro­ duzca, en algún momento, una reforma modificando ese número. Pues bien, esta última circunstancia puede hacer también que un argumento que resulta claramente inválido desde el punto de vis­ ta del lenguaje natural, sin embargo habría que considerarlo válido cuando el mismo se traduce a la lógica estándar. Por ejemplo: «la po­ licía cree que todos los autores del atentado son miembros de ETA; J. A. es uno de los autores del atentado; por lo tanto, la policía cree que J. A. es un miembro de ETA» parece obedecer a un esquema de­ ductivo válido pero, sin embargo, es inválido, puesto que es posible que las premisas sean verdaderas, pero la conclusión falsa (por ejemplo, la policía puede no saber que J. A. fue uno de los autores del atentado o ni siquiera conocer de la existencia de J. A, de mane­ ra que no puede creer que J. A. sea un miembro de ETA). De nuevo, para hacer frente a ese problema se han construido lógicas intensio­ nales que permiten la sustitución de los términos dentro de los con­ textos intensionales sin que surjan esas dificultades, pero parece que también es posible evitar ese problema manteniéndose dentro de la lógica estándar y, simplemente, utilizando ciertas técnicas de simbo­ lización (vid. Rodes y Pospesil, cap. 6). El hecho de que surjan las anteriores dificultades (y otras más) no significa, naturalmente, que la lógica formal no sea útil para el De­ recho, para la argumentación jurídica. Significa que hay que ser consciente de que existe ese problema de traducción y también de que la respuesta a la cuestión de ¿cuál es la forma de tal argumento?

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no admite siempre una respuesta unívoca. Precisamente, el surgi­ miento de todos lós sistemas de lógicas divergentes parece obedecer al propósito de construir tipos de lógica que den cuenta de cómo argumentamos fuera de los contextos formales; o sea, es un esfuerzo —según algunos, vano— para superar el decalage existente entre los lenguajes naturales y los lenguajes artificiales de la lógica. El problema, así pues, consiste en que para dar cuenta de las in­ ferencias —como decíamos, el tema central de la lógica— que tienen lugar en lenguajes naturales, no podemos hacer total abstracción de ciertas relaciones semánticas (por ejemplo, la conexión y la sucesión en el caso de la conjunción; la relevancia entre el antecedente y el consecuente de un condicional; etc.) ni tampoco del significado que nos viene dado por el contexto. Por supuesto, en relación con los ar­ gumentos del lenguaje natural hablamos también de inferencia, o de reglas de inferencia, pero es posible que no lo hagamos exactamente en el mismo sentido, esto es, qué’no signifique lo mismo que las re­ glas de inferencia de la lógica formal ordinaria. Imaginemos, por ejemplo, que un juez tiene que aplicar una regla que dice algo así como «si A muere y B es su nieto (p), entonces este último tiene de­ recho a recibir la herencia (q)», y que se da el*hecho de que A muere y B es su nieto (p), esto es; se ha satisfecho el ¿up’uesto de hecho de la norma. Parecería que un juez, Utilizando simplemente la regla de in­ ferencia llamada modus ponens, llegaría sin ninguna dificultad a la conclusión de «B tiene derecho a recibir la herencia (q)». Pero su­ pongamos también que el juez recibe la información adicional de que «B, el nieto, ha sido el asesino de A, el abuelo (r)». Entonces, es muy posible que esa nueva información le lleve a modificar su primera conclusión y que ahora concluya justamente lo contrario, que «B no tiene derecho a recibir la herencia (-1 q)». En la lógica deductiva es­ tándar, esas dos situaciones las expresaríamos mediante dos argu­ mentos que tendrían premisas:distihtas: • ‘ i.-1* l)p->q 2 ) p a r -» - i q P____ P Ar q

-■ Q

Pues bien, las llamadas lógicas «no monótonas»5*constituyen ins­ trumentos para poder derivar «-> q» (o sea, «B no tiene derecho a re5. Con bastante frecuencia se habla de lógicas «no monotónicas» o «monotónicas», pero en castellano parecen preferibles los términos «no monótonas» y «mo­ nótonas».

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cibir la herencia»), sin tener que modificar la premisa inicial (sin te­ ner que sustituir «p —» q» por «p a r —> -i q». O sea, en la lógica no monótona, la premisa «p -> q» sigue siendo una premisa del razona­ miento, lo cual refleja, por ejemplo, el hecho de que «p —> q» repre­ senta una norma (o una disposición) válida del sistema jurídico de que se trate. La pregunta que cabe hacerse es: ¿qué significa en este último paso —en la lógica no monótona— inferir? ¿Se trata de la mis­ ma noción de inferencia de la lógica deductiva (monótona) estándar? La regla del modus ponens nos permite inferir haciendo abstrac­ ción de todo aquello que no seá la forma de los enunciados (en el sen­ tido ya indicado). Pero es importante darse cuenta de que la regla no expresa lo que ha sido nuestro proceso de inferir, nuestra actividad en cuanto seres razonadores. Simplemente, nos suministra un esquema útil que permite representar el resultado (que se plasma en un frag­ mento lingüístico) del proceso de razonamiento que hemos llevado a cabo. Por eso, la regla no ños «ordena» que si creemos que «p» y creemos que «si p entonces q», entonces debemos creer también que «q». Lo que hace más bien es señalar la validez de cierto tipo de transformaciones, del paso de unas fórmulas a otras (vid. Israel, 1980).6 Ahora bien, la noción de regla de inferencia en las lógicas no monótonas (de gran aplicación, por ejemplo, en inteligencia artifi­ cial) parece tener características distintas. Se trataría de reglas de­ pendientes básicamente del contexto, de cómo es el mundo (de las nuevas informaciones que vamos recibiendo sobre, cómo es el mun­ do), y que pretenden servir no en relación con el producto, sino con el proceso de la argumentación. A fin de lograr ese propósito, el ins­ trumento técnico que se emplea es el de establecer restricciones con respecto al uso de las reglas de inferencia clásicas (una de ellas es la del refuerzo del antecedente, que habría que suprimir);7 lo cual ha llevado a algunos autores a sostener que en lugar de hablar de lógicas no monótonas, habría que hacerlo más bien de «procedimientos Dife­ renciales no monotónicos basados en lógica» (Camota, p. 178). Más adelante se volverá sobre esto. 6. Quizás la idea pueda entenderse mejor con una analogía: las reglas de infe­ rencia se asemejan más a las reglas constitutivas que a las regulativas (de acción): no ordenan o permiten una acción, sino que señalan que si se da el paso de unas fór­ mulas a otra, ese paso, esa transformación, es válido (si las premisas son verdaderas, la conclusión también). 7, O sea, si a partir de un condicional, la afirmación de su antecedente impli­ ca la afirmación también del consecuente («si p entonces q» y «p», implica «q»), en­ tonces el consecuente quedaría implicado también por la afirmación del antecedente en conjunción con cualquier otra proposición («si p entonces q» y «p y r», implica «q»).

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Por supuesto, no hay ninguna razón para que la expresión «regla de inferencia» no se utilice en sentidos distintos al que tiene en la ló­ gica formal (clásica). Pero es importante darse cuenta de que enton­ ces no se está hablando de lo mismo. Así, el uso de «regla de inferen­ cia» para referirse a lo que Toulmin llama «garantía» del argumento (warrant) (un concepto que ha tenido cierto predicamento en la teo­ ría de la argumentación contemporánea y que seguramente guarda parentesco con la noción de inferencia de la lógica no monótona que se usa en inteligencia artificial) no tiene mucho que ver con la noción de inferencia de la lógica formal (sino, como luego se verá, con la no­ ción de tópico). Para Toulmin, esas reglas de inferencia o garantías (warrants: a veces las denomina licence inference [vid. Toulmin, 1958]) son enunciados generales de forma condicional, que autorizan a pa­ sar de los hechos específicos del caso (los data o ground) a la preten­ sión (claim) o conclusión del argumento; es decir, desde el punto de vista lógico-formal, no serían otra cosa que premisas; digamos, la premisa mayor de un silogismo cuya premisa menor sería lo que él llama data o ground.8 Y algo parecido puede decirse, en mi opinión, del uso que se hace muchas veces de la expresión «inferencia prácti­ ca». En este último caso, habría quizás que decir que no existe pro­ piamente una inferencia práctica, sino más bien un uso práctico de las reglas de inferencia de la lógica general. Como se verá en un capí­ tulo posterior, autores como Raz no parecen usar la noción de infe-

rencia en el mismo sentido en que se hace en la lógica formal y de ahí, en cierto modo, que sus críticas al tratamiento que del razona­ miento práctico se encuentra en la lógica deóntica sean, por un lado, acertadas, pues Raz tiene razón al afirmar que esa lógica no permite captar del todo lo que se entiende por razonamiento práctico (sim­ plemente, le falta el aspecto material y pragmático consustancial a la noción); pero, por otro lado, desacertadas, pues lo que él echa de me­ nos en la lógica formal (deóntica) es justamente lo que ésta no puede dar (en la medida en que es una rama de la lógica «formal») (vid. in­ fra, cap. 4, ap. 1). Quizás pudiera decirse, para volver a la cuestión que nos trajo hasta aquí, que la lógica parece encontrarse hoy ante un dilema; si quiere dar cuenta de cómo se argumenta en la vida cotidiana (en el lenguaje ordinario), entonces no puede mantener sus señas de identi­ dad, o sea, deja de estar claro qué es lo que la separa de otras disci­ plinas como la lingüística, la psicología o la inteligencia artificial. Y si quiere mantener sus señas de identidad, entonces no puede dar cuen­ ta de la realidad, tiene que prescindir, que hacer abstracción, de mu­ chos aspectos consustanciales a la práctica argumentativa y respecto de los cuales la lingüística, la psicología, etc., suministran conoci­ mientos esenciales. Sin embargo, y por fortuna, para seguir adelante con este capítulo no hay ninguna necesidad de optar por alguna de esas dos vías. Basta con señalar que lo que he llamado «concepción formal de la argumentación» se identifica esencialmente con la lógica entendida en el segundo sentido. Un sentido según el cual la lógica no sería ya simplemente lo que menos dispuestos estaríamos a cambiar, sino aquello de lo que podemos ocupamos (en los argumentos) pres­ cindiendo de cómo es —o debe ser— el mundo y de cuál es nuestra situación en él como argumentadores. Todo lö cual conduce, en defi­ nitiva, no a considerar que la lógica sea un conocimiento inútil o irre­ levante para la argumentación sino, simplemente, limitado.

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8. Según Toulmin, en un argumento pueden distinguirse siempre cuatro ele­ mentos: la pretensión, las razones, la garantía y el respaldo. El primero de ellos (claim) significa tanto el punto de partida como el punto de destino de nuestro pro­ ceder en una argumentación; por ejemplo: «X tiene derecho a recibir la herencia». Al comienzo de la argumentación, pues, alguien (el proponente) plantea un problema frente a otro (oponente). En caso de que este último cuestione de alguna manera la pretensión, el proponente tendrá que dar razones (grounds, data) en favor de su pre­ tensión inicial, que sean al mismo tiempo relevantes y suficientes; por ejemplo: «X es el único hijo de Y, el cual falleció sin dejar testamento». El oponente podrá ahora dis­ cutir de nuevo los hechos, pero incluso en el caso de que los acepte puede exigir al proponente que justifique el paso de las premisas a la conclusión. Los enunciados ge­ nerales que autorizan dicho paso constituyen la garantía (warrant); las garantías no son enunciados que describen hechos, sino reglas que permiten o autorizan el paso de unos enunciados a otros; Toulmin pone este símil: los hechos o razones son como los ingredientes de un pastel, y la garantía es la receta general, que permite obtener el resultado combinando los ingredientes; en el ejemplo: «los hijos suceden —deben suceder— a los padres cuando éstos han fallecido sin dejar testamento». Finalmente, en ocasiones es necesario mostrar que la garantía resulta válida, relevante y con un peso suficiente, sobre todo si hay diversas formas posibles de pasar de las razones a la pretensión; para ello, el proponente deberá indicar el campo general de informa­ ción o el respaldo (backing) del argumento; por ejemplo «el artículo 930 del Código Civil» (vid. Toulmin, 1958).

2.

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Lógica deductiva

La lógica deductiva estándar constituye entonces la base de la concepción formal de la argumentación, tal y como la estoy enten­ diendo; sus partes más elementales, la lógica proposicional y la lógica de predicados de primer orden, son, sin duda, ingredientes necesarios para el análisis, la evaluación y la práctica de la argumentación jurí­ dica. ¿Pero qué significa deducir? Ya se ha dicho que la teoría de la inferencia ha sido considerada tradicionalmente como el tema central de la lógica. En términos ge-

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nerales, cabría decir que inferir, argumentar —en lógica—, consiste en pasar de unos enunciados a otros o, quizás mejor, que se da una inferencia, una relación de inferencia, si en un conjunto de enuncia­ dos puede decirse que unos son consecuencia —se infieren— de otros. Ahora bien, no todas las inferencias tienen carácter deductivo. «Todos los ladrones deben ser castigados; Juan es un ladrón; por lo tanto, Juan debe ser castigado» es un argumento (aunque, como lue­ go veremos, a veces se haya puesto en cuestión por el «debe» de una de las premisas y de la conclusión) deductivo. Pero no lo es (no es de­ ductivo): «únicamente Juan sabía que estaría fuera de casa el fin de semana; por lo tanto, fue él quien se llevó mi ejemplar de la Retórica de Aristóteles». ¿Qué caracteriza entonces a las inferencias deducti­ vas frente a las no deductivas? La respuesta de Alchourrón —que se­ guiré aquí— es la siguiente: «una relación de consecuencia es una ló­ gica deductiva si y sólo si es reflexiva, monótona y valida el principio de corte (es transitiva)» (Alchourrón, 1995, p. 42). Esas tres propieda­ des son las que marcan los confines de la lógica deductiva (de la lógi­ ca en sentido estricto) y vienen a significar lo siguiente. La propiedad de reflexividad generalizada o inclusión supone que todo enunciado de un conjunto está entre las consecuencias de ese conjunto. O sea, lo que está en las premisas está también —o pue­ de llegar a estar— en la conclusión. Recuérdese que una relación R se llama reflexiva cuando una entidad x tiene la relación R consigo mis­ ma; es lo que ocurre con igual a o con es consecuencia (deductiva) de. La monotonía supone que si un enunciado es consecuencia de un conjunto de premisas, lo seguirá siendo aunque se añadan nuevas premisas. O sea, las premisas son garantía suficiente de la conclusión. Por ejemplo, como antes veíamos, si tenemos dos premisas «p —» q» y «p», entonces podemos inferir «q»; y si al conjunto inicial le añadi­ mos nuevas premisas: «p a r n q», «p a r», etc., podemos seguir in­ firiendo «q». Es decir, nuevo conocimiento, nuevas premisas, pueden llevarnos a aumentar nuestras conclusiones, pero no a disminuirlas. Para lograr esto último tendríamos que modificar el conjunto de par­ tida, tendríamos que suprimir algo. La tercera propiedad, la idempotencia o corte, significa que las consecuencias de las consecuencias de un conjunto de enunciados son consecuencias del conjunto de partida. De acuerdo con las leyes de idempotencia, la unión o suma de un conjunto consigo mismo (el conjunto de los elementos que pertenecen a uno de los conjuntos o a ambos) es ese mismo conjunto; y la intersección o el producto de un conjunto consigo mismo (el conjunto de los elementos que ambos tie­ nen en común) es también el conjunto de partida. La relación de deducibilidad es, por tanto, transitiva. Por larga que sea la cadena de-

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ductiva, las conclusiones, se deducen (exclusivamente) de las premi­ sas. O sea, no sólo que lo que está en las premisas está en la conclu­ sión, sino que en la conclusión no puede haber, en cierto modo, nada que no esté en las premisas. Pues bien, si tenemos en cuenta esas propiedades, podemos decir que la lógica deductiva es improductiva, en el sentido de que la con­ clusión no supone un nuevo conocimiento (en sentido material o no formal) con respecto a las premisas. Puede haber «novedad psicologi; ca» o una organización distinta del conocimiento que supone las pre­ misas, como ocurre, por ejemplo, cuando se trata de una cadena de­ ductiva larga y compleja; pero, como suele decirse, la conclusión no va —no, puede ir— «más allá» de las premisas.9 Pero además —ade­ más de no. producir nuevo conocimiento material, semántico—, la ló­ gica deductiva estándar es, en cierto modo, ajena a nuestra experien­ cia de lo que significa argumentar; se caracteriza por cierta rigidez que va en contra de nuestras intuiciones, en el sentido de que, al me­ nos en la mayoría de los contextos de argumentación —y, desde lue­ go, en el Derecho—, la manera como razonamos no es, por ejemplo, monótona: al introducir nuevas premisas —nuevo conocimiento— vamos modificando —suprimiendo-—conclusiones. Esta improductividad y «alejamiento» de la práctica argumenta­ tiva podría considerarse que es el precio a pagar para asegurar lo que la lógica nos ofrece. ¿Pero qué es ello? ¿Qué supone la validez lógicodeductiva de los argumentos? Parece haber básicamente dos concepciones de la lógica, dos ma9. Susan Haack (1982) sostiene que si la frase «sí no contiene nada en la con­ clusión que no estuviera ya contenido en las premisas» se. toma literalmente, no pa­ rece servir para dar cuenta de la noción de argumento deductivamente válido. «A y B, por tanto A» parece satisfacer esa condición, pero no así «A, por lo tanto A v B» . Pues bien, lo que los ejemplos muestran es que la frase en cuestión no puede tomar­ se «literalmente»: el paso de «A» a « A v B» está contenido en la definición de la dis­ yunción. Sería, por lo tanto, un caso más en el que la novedad de la conclusión es meramente aparente; y, desde luego, no se produce ningún aumento de nuestro co­ nocimiento (en sentido no formal). Luis Vega me ha hecho notar, con razón, que la deducción no supone novedad semántica o de contenido veritativo, pero sí puede suponer novedad epistémica o cambio de estado de conocimiento: «Ningún matemático aceptaría que, por ejemplo, la demostración efectiva del teorema de Fermat sólo representa una novedad psico­ lógica o un "conocimiento formal", sino que algunos nuevos teoremas pueden supo­ ner nuevo o mayor conocimiento en el campo teórico correspondiente —al igual que, llegado el caso, pueden suponer nuevos estados epistémicos como los derivados de un resultado anómalo o paradójico. Análogamente, la reducción al absurdo de un miembro de una disyunción (por ejemplo, a, en a v ß) puede reducir una incertidumbre inicial y en esta misma medida generar información y conocimiento».

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ñeras de definir o de entender la relación de consecuencia deductiva. Una de ellas, la concepción sintáctica, viene a vincular esa relación con la noción de teorematicidad. La idea intuitiva es que un enuncia­ do se deduce de otros si puede hacerse derivar de los primeros apli­ cando las reglas de inferencia (y, si los hubiera, los axiomas) del sis­ tema lógico de que se trate. La concepción semántica, por el contra­ rio, vincula la noción de validez deductiva con la de verdad lógica: un enunciado se deduce de otros si para todas las interpretaciones en las que las premisas son verdaderas, también es verdadera la conclusión; o, dicho de otro modo, si es imposible que las premisas sean verda­ deras y la conclusión falsa. Respecto a estas dos concepciones, hay dos comentarios que me parece oportuno hacer. El primero es que cada una de esas dos concepciones presenta ciertas ventajas y ciertos inconvenientes (vid. Alchourrón,1995). Así, un inconveniente del enfoque sintáctico es que, al prescindir comple­ tamente del significado de las expresiones (de la correlación entre el lenguaje y la realidad), la libertad en la elección de los axiomas y de las reglas de inferencia primitivas no tiene límite; la lógica se presen­ ta entonces como el resultado de elecciones arbitrarias, como un jue­ go. Y para evitar precisamente eso, se procura que la validez sintácti­ ca coincida con la validez semántica, o sea, que sólo sean válidos sin­ tácticamente los argumentos que también lo son semánticamente; con ello se da —cabe decir— una prioridad al enfoque semántico que, en efecto, es el más usual. Pero un inconveniente de este último enfo­ que es que ancla la lógica en la noción de verdad, lo que plantea difi­ cultades eri relación con enunciados que no tienen valor de verdad (o que normalmente se considera que no lo tienen) como es el caso de las normas. Si las normas no pueden ser verdaderas o falsas, enton­ ces la caracterización de validez deductiva, que acabamos de ver, en términos semánticos no parece tener sentido. Esta última es una de las razones más importantes que llevaron a Alchourrón a sostener un tercer enfoque o concepción de la lógica (con respecto a los dos ante­ riores: el sintáctico y el semántico) y al que llama enfoque general abstracto. Se trata de elaborar una noción general de consecuencia para la cual tanto el enfoque sintáctico como el semántico serían es­ pecificaciones diferentes; de construir una lógica «sin verdad», en el sentido de mostrar que la noción de consecuencia lógica es concep­ tualmente independiente de la de verdad (la verdad sería simplemen­ te un caso especial de la validez); pero una noción en la que se pre­ servan las tres propiedades antes mencionadas. De tener éxito, esa concepción sería una forma —quizás la mejor forma— de dotar a la lógica deóntica, a la lógica de las normas, de un fundamento sólido. En seguida se volverá sobre ello.

El segundo comentario es éste. Dado que, como se ha señalado varias veces, la concepción formal de la argumentación supone que se hace abstracción del significado concreto de los enunciados, ¿sig­ nifica eso que la única concepción de la lógica deductiva compatible con la misma sería la concepción sintáctica (y la abstracta)? Pues bien, la respuesta es que no: en la concepción semántica se hace tam­ bién abstracción del significado material, concreto, de las proposicio­ nes; lo único que se supone es que las proposiciones son enunciados verdaderos o falsos y que los functores se definen en términos de fun­ ciones de verdad; lo que entra aquí en juego no es la semántica sin más, sino la semántica formal. 3.

Lógica deóntica

Los sistemas de lógica deóntica que se han construido a partir de los años cincuenta del siglo xx significan un intento de utilizar en el Derecho las herramientas de la lógica contemporánea, la lógica «ma­ temática»; pero no se trata de aplicar sin más esa lógica general al caso del Derecho, sino de extender el método lógico a un nuevo cam­ po —el de los enunciados normativos— añadiendo un nuevo vocabu­ lario lógico: «obligatorio», «prohibido», «permitido», etc. La idea ini­ cial surgió precisamente al reparar en la analogía que parece darse entre los conceptos modales aléticos (necesario, imposible, posible) y los deónticos (obligatorio, prohibido, permitido).10 Desde el punto de vista de la noción de inferencia, del análisis lógico de los argumentos normativos y, en particular, de los jurídicos, parecería que había una necesidad de construir una lógica que fuera una extensión o amplia­ ción de la lógica clásica, por lo siguiente. Cuando se abre un libro de lógica (general), aún hoy, es frecuente encontrarse con una definición de argumento deductivo en términos semánticos y que presupone que la relación de inferencia se da entre enunciados susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos: en un argumento deductivo —reza la definición— «si las premisas son verdaderas, entonces tam­ bién lo será necesariamente la conclusión». Y el problema, natural­ mente, es qué ocurre con un argumento tan simple como éste: «todos los ladrones deben ser castigados; Juan es un ladrón; por lo tanto Juan debe ser castigado». La primera premisa enuncia una norma; supongamos que es una manera un tanto simplificada de transcribir 10. Está analogía fue señalada por las mismas fechas, pero de manera inde­ pendiente, por G. H. von Wright, (1951), G. Kalinowski, (1953) y O. Becker, (1952), pero ya había sido advertida por Leibniz, en 1671, en sus Elementa iuris naturalis.

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el artículo del código penal de cualquier sistema jurídico que castiga el robo. No parece tener mucho sentido decir que esa norma es ver­ dadera o falsa, en cuanto el enunciado no tiene —o no tiene central­ mente— sentido descriptivo; su función no es informativa, sino direc­ tiva o de guía del comportamiento y por eso —como suele decirse— una norma no es verdadera o falsa, sino válida o inválida, eficaz o in­ eficaz, justa o injusta, etc. Ahora bien, si esto es así, ¿significa ello que la anterior inferencia cae fuera del ámbito de la lógica? ¿Signifi­ ca que tiene la «apariencia» de una deducción pero que, en realidad, no lo es? Eso choca abiertamente con nuestras intuiciones: no es fá­ cil de entender por qué ese razonamiento carecería de validez deduc­ tiva, pero la tendría este otro: «todos los ladrones temen el castigo; Juan es un ladrón; por lo tanto, Juan teme el castigo». Una manera de encontrar una salida al problema consiste en par­ tir de la distinción entre norma y proposición normativá y entender que «todos los ladrones deben ser castigados» no enuncia propiamen­ te una norma, sino una proposición normativa; o sea, lo que se estaríá diciendo es que «en tal sistema jurídico (o moral) existe una norma se­ gún la cual los ladrones deben ser castigados». Ese enunciado, obvia­ mente, sí que tiene valor de verdad, de manera que no habría ningún problema para aplicarle ahora la definición de argumento deductivo que habíamos visto. Pero la cósa no es tan fácil. Si volvemos al argu­ mento y no queremos incurrir en la falacia consistente en derivar enunciados normativos dé enunciados no normativos (descriptivos), la conclusión del argumento tendríamos que interpretarla también como una proposición normativa: «de acuerdo con el sistema tal, Juan debe ser castigado». Y el próblema es que con eso no parece poder darse cuenta del argumento justificativo que efectúa un juez (o un moralis­ ta), pues con lo que nos 'encontramos en el fallo de una sentencia (o en la conclusión de un argumento moral) no es con una proposición nor­ mativa, sino con una norma («Juan debe ser castigado»; «se debe en­ viar ayuda al tercer mundo»). Más adelante se volverá sobre esto. Pues bien, el problemá anterior (que, en la literatura especializa­ da, suele conocerse como el «dilema de Jorgensen»: si las normas no tienen valor de verdad, entonces no puede haber inferencias normati­ vas; sin embargo, intuitivamente operamos como si hubiera ese tipo de inferencias), constituye también la principal dificultad para una Sfundamentación sólida de la lógica deóntica. No existe por el mo­ mento ninguna respuesta al problema que goce de un consenso am­ plio, pero la vía más prometedora quizás sea la abierta por Alchourrón y a la que antes me refería (vid. Bulygin, 1995; von Wright, 2003): una definición de la inferencia deductiva (preservando las tres carac­ terísticas vistas) en términos abstractos; a partir de ahí serían posi-

bles diversas interpretaciones o especificaciones de esa noción total­ mente general: una sería la de la lógica proposicional (veritativo-funcional) y otra la de la lógica, o lógicas, sin verdad. Seguiría mante­ niéndose la idea de derivabilidad o heredabilidad, pero lo que se pre­ servaría en el paso de las premisas a la conclusión no tendría por qué ser (o no sería siempre) el valor de verdad («salva veritate»), sino, por ejemplo, el valor de validez normativa o de corrección; la noción de consecuencia lógica sería, pues, conceptualmente independiente de la de verdad. Así, un argumento deductivamente válido, en el razona­ miento con normas, sería aquel en el que si las premisas son normas válidas (y, eventualmente, enunciados fácticos verdaderos), entonces la conclusión también es una norma válida. Los muchos sistemas de lógica deóntica existentes se han cons­ truido, en general, a partir de la lógica deductiva proposicional están­ dar, la cual se enriquece añadiéndole los operadores deónticos. De ello resulta una cierta mezcla, pues en estas lógicas hay tanto functores de verdad (la conjunción, la disyunción, el condicional,11 la nega­ ción) caracterizados sobre la base del lenguaje asertórico (verdadero o falso), como constantes lógicas para representar los operadores o caracteres deónticos (obligatorio, prohibido, permitido) que reflejan un uso distinto (un uso directivo) del lenguaje. Esa amalgama puede que explique, al menos en parte, la gran profusión de paradojas deónticas a que han dado lugar esos sistemas lógicos (vid. von Wright, 2003) y que constituye, obviamente, un serio obstáculo para el desa­ rrollo de esta rama de la lógica.12 O sea, los sistemas construidos lle­ van a considerar como válidos tipos de inferencias que van en contra de lo que son nuestras intuiciones cuando argumentamos con nor­ mas. Una de las más famosas es la paradoja de la obligación derivada que señaló por primera vez Alf Ross (vid. Ross, 1971). Se trata de que si se parte de que es obligatorio realizar una determinada acción, de ahí puede inferirse (en la mayor parte de los sistemas de lógica deón­ tica construidos: en particular, en el llamado «sistema estándar») que es obligatorio realizar esa acción o cualquier otra. Por ejemplo, al­ guien que pretendiera usar en sus deliberaciones prácticas los instru­ mentos de la lógica deóntica estándar parece que podría inferir de «es obligatorio echar la carta al correo», «es obligatorio echar la car­ ta al correo o bien quemarla», lo que parece absurdo. Cabría decir que la lógica deductiva estándar no está tampoco li­ bre de paradojas (la anterior es consecuencia de que se pueda pasar de

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11. A veces se pone en duda que el condicional sea un functor de verdad; véa­ se Priest, 2000, cap. 7. 12. Sobre paradojas deónticas, vid. Alarcón Cabrera, 1993.

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«A» a «A v B») y que, precisamente, el deseo de evitar esas paradojas es lo que ha hecho surgir las lógicas divergentes. Pero, en todo caso, el terreno de la lógica deóntica es polémico en una medida mucho ma­ yor de lo que pueda serlo la lógica clásica. Precisamente, a la vista de esas dificultades, no pocos autores han tratado de dar una solución ra­ dical a la situación. Ahora ya no se trataría de que la lógica deóntica pueda ser imposible (el problema que plantea el dilema de J0rgensen), sino de que es innecesaria. Para dar cuenta de las inferencias con nor­ mas bastaría cori la lógica de predicados ordinaria. De hecho, otro de los «defectos» de los sistemas de lógica deóntica es que se han cons­ truido sobre la base de la lógica proposicional, pero el instrumental de esa lógica no es adecuado para captar la forma de los argumentos (re­ cuérdese el ejemplo: «todos los ladrones deben ser castigados; John es un ladrón; por lo tanto John debe ser castigado»). Es la tesis defendi­ da, prácticamente desde que surgieron los primeros sistemas de lógica deóntica, por Ulrich Klug (uno de los precursores de la aplicación de la lògica moderna al Derecho) y, luego, por muchos otros autores. Pero no es nada obvio que se trate de una opción satisfactoria. A veces la tesis se defiende, podríamos decir, desde fuera de la ló­ gica deóntica, es decir, sin tener muy en cuenta lo que han sido los desarrollos de esa disciplina. Por ejemplo, Rodes y Pospesil (1997) piensan que la lógica deóntica es de limitado interés para el análisis del razonamiento jurídico porque, según ellos, la expresión «es obliga­ torio que...» no tiene sentido si no se especifica quién tiene derecho a exigir la realización del acto en cuestión, qué consecuencias se siguen, etc.; esto equivale a decir que no cabría algo así como un análisis —in­ teresante— en términos formales, puesto que no es posible hacer abs­ tracción aquí del contexto. ¿Pero —podría uno preguntarse— qué ocu­ rre con el tratamiento que ellos hacen del predicado «es obligato­ rio...»? Seguramente por la analogía existente entre obligatorio y nece­ sario (en general, la relación de lo obligatorio con lo permitido y lo prohibido es análoga a la relación de lo necesario con lo posible y lo imposible) estos autores aceptan como reglas de inferencia que:

rrir). Otra dificultad importante para el tratamiento que ellos propo­ nen del predicado «obligatorio» es la existencia de obligaciones con­ tradictorias, dificultad que quizás pueda resolverse si se construye un sistema de lógica deóntica en dos niveles, el nivel de las normas y el de las proposiciones normativas como, por ejemplo, el que Alchourrón y Bulygin han defendido en diversos trabajos (vid. Alchourrón y Bulygin, 1991): la existencia de obligaciones contradictorias puede admitirse sin mayores problemas en el nivel de la lógica de las proposiciones normativas (o sea, no parece que haya ningún obstácu­ lo para afirmar que, en un determinado sistema jurídico, hay —pue­ de haber— una norma que obliga a realizar A y otra que obliga a no realizar A), pero ya no está tan claro que pueda hacerse lo mismo en el nivel de las normas. En conclusión, pretender dar cuenta de los razonamientos normativos usuales sin recurrir a la lógica deóntica tiene el riesgo de que se cometan errores provenientes de no tomar en consideración circunstancias como la diferencia entre las modali­ dades aléticas y las deónticas, la distinción entre normas y proposi­ ciones normativas y otras peculiaridades de los lenguajes normativos estudiados por esa rama de la lógica; y, en todo caso, aunque se pudiera construir (con la lógica de predicados) una lógica que no in­ curriera en esos defectos, que diera cuenta de las inferencias norma­ tivas usuales, esa lógica sería seguramente demasiado pobre, en cuanto tendría que prescindir de la especificidad del lenguaje nor­ mativo, de la peculiaridad de términos como «obligatorio», «permiti­ do», «tiene competencia para», etc. Otras veces, la defensa del carácter innecesario de la lógica deón­ tica se efectúa teniendo plena conciencia de lo que ha sido el desa­ rrollo contemporáneo de la disciplina. Tal es el caso de Hernández Marín (2003). El parte de que las razones que se han dado para justi­ ficar la lógica de las normas no son. aceptables. No lo es, en su opi­ nión, la propuesta de Alchourrón de construir una noción abstracta de consecuencia, porque ella tropieza con las mismas dificultades que el concepto sintáctico de consecuencia. Tampoco resultaría acep­ table, por diversas razones, poner en el lugar de la noción de verdad la de eficacia.13 Ni valdría como argumento para justificar esa lógica la existencia (desde hace unos 50 años) de cálculos deónticos, pues esos sistemas no serían en realidad sistemas deductivos, sino más bien, «meras reglamentaciones para la manipulación de símbolos, si­ milar a una reglamentación que podríamos inventamos para mani­ pular expresiones formadas por grafismos incomprensibles, figuras

— «de OA se deriva A» y — «de A se deriva OA». Pero esto parece claramente objetable. De la necesidad de que ocurra algo se deriva la ocurrencia del acontecimiento. Pero de afir­ mar que es obligatorio que todos los coches estén matriculados (es un ejemplo que ellos ponen) no se deriva que todos los coches estén matriculados, puesto que las obligaciones pueden incumplirse (mientras que si algo es necesario que ocurra no puede dejar de ocu-

13. Uno de los ejemplos es el intento de Ross que hoy es considerado, de ma­ nera unánime, como fracasado. Vid. Ross, 1941 y 1971.

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geométricas, dibujos de animales o de objetos, etc.» (p. 87). Hernán­ dez Marín tampoco concede gran importancia al hecho de que exis­ tan sistemas expertos en los que los enunciados o reglas a partir de los cuales el sistema experto hace inferencias, reales o aparentes, son enunciados prescriptivos; el que una máquina emita la resolución «Juan debe pagar 20.000 ptas. por el impuesto de bienes inmuebles» no significaría, según él, que el enunciado haya sido deducido de las normas reguladoras del impuesto de bienes inmuebles, junto con ciertos datos relativos al patrimonio de Juan, sino que «existe una máquina que a partir de ciertos objetos iniciales (...) es capaz de pro­ ducir un objeto nuevo». Finalmente, Hernández Marín se detiene en el argumento de la necesidad en sí de la lógica deóntica: el argumen­ to que señala que esa lógica es necesaria, por ejemplo, para dar cuen­ ta de la aplicación judicial del Derecho. Su posición respecto a este último punto es la siguiente. En la ac­ tividad judicial hay que distinguir dos aspectos: la formulación de la decisión o fallo y la justificación de la decisión. Ahora bien, lo prime­ ro, el proceso decisorio, no es un proceso deductivo; lo que el juez hace al formular la decisión individual (condenar a X a tal pena) no es deducir a partir de una norma general (la que establece —ponga­ mos por caso— la obligación de condenar con dicha pena a los homi­ cidas), sino cumplir dicha norma. Y en cuanto a lo segundo, a la jus­ tificación, aquí sí que interviene la lógica, pero no la lógica de nor­ mas, sino la lógica ordinaria: «el razonamiento justificatorio del juez pretende alcanzar la conclusión, asertiva, de que él, el juez, está obli­ gado por el Derecho, o por una determinada norma jurídica, a hacer algo, concretamente, a formular una decisión de cierto tipo (...) (la) parte dispositiva suele comenzar de la siguiente manera: “Por consi­ guiente, debo condenar a Fulano a tal pena", que es una elipsis de "Por consiguiente, según el Derecho estoy obligado a condenar a Fu­ lano a tal pena”». «Para alcanzar esta conclusión asertiva —añade— el juez utiliza como premisas las aserciones contenidas en la parte no dispositiva de la sentencia. De estas aserciones, unas son acerca de enunciados jurídicos (...); otras son acerca de hechos contemplados por dichos enunciados jurídicos» (p. 93). Hernández Marín tiene razón al distinguir entre el plano de la de­ cisión y el de la justificación, aunque aquí también habría que matizar que la distinción es nítida desde la perspectiva de la concepción for­ mal de la argumentación (en la que, obviamente, él se sitúa), pero qui­ zás no lo sea desde la concepción material o la pragmática (vid. supra, cap. 2, ap. 7.1). En todo caso, la solución que él da, de nuevo, consiste en distinguir entre las normas (las «prescripciones», como él las lla­ ma) y las proposiciones normativas, y en entender que el razonamien-

to justificativo de los jueces (el «silogismo judicial») tiene lugar en el plano de las proposiciones, no en el de las normas. Esto, sin embargo, me parece objetable por lo siguiente. El razonamiento judicial que él presenta no es completo, sino que tiene premisas implícitas; en con­ creto, la premisa práctica (normativa) de que debemos obedecer el De­ recho, y la premisa teórica de que podemos identificarlo, o sea, que las normas que se aplican son normas válidas del sistema (vid. MacCormick, 1978). Si nos fijamos en la primera de esas premisas implícitas, es obvio que ella no puede tratarse de una proposición normativa, sino de una norma (la que obliga a obedecer el Derecho) y que, ade­ más, convierte, por así decirlo a la conclusión del argumento señalada por Hernández Marín en una norma. Si «según el Derecho debo con­ denar a Fulano a tal pena» y «debo obedecer el Derecho», entonces de ahí se sigue «debo condenar a Fulano a tal pena» (no ya «de acuerdo con el Derecho debo...»). O sea, lo que me parece insatisfactorio del análisis de Hernández Marín es su concepto de justificar, yo no veo que se pueda justificar una decisión prescindiendo de normas (o sea, de enunciados normativos interpretados como normas —o como «prescripciones»—) (sobre esto, vid. infra, cap. 4, ap. 9). La conclusión a la que me parece puede llegarse respecto a la uti­ lidad de la lógica deóntica para la argumentación jurídica bien po­ dría ser la siguiente. El lenguaje normativo tiene peculiaridades, con respecto al lenguaje asertórico, que resultan de gran importancia. Sin embargo, los resultados que ha arrojado hasta ahora la lógica deónti­ ca (el tratamiento lógico de sus peculiaridades) son relativamente modestos.14 Pero de ahí no hay por qué inferir que la lógica deóntica «en sí misma (sea) un proyecto ridículo», como alguna vez sostuvo Toulmin (1993), sino que su desarrollo hasta ahora ha estado lastrado por diversas insuficiencias que la han incapacitado para jugar un pa­ pel de mayor relieve en la argumentación con normas. Hernández Marín (2003) ha sintetizado muy bien esos defectos: 1) en la lógica deóntica casi todo es discutible (las reglas lógicas y las reglas sintác­ ticas que definen los formalismos); 2) no se sabe cuáles son los crite­ rios de control a propósito de las paradojas detectadas ni está claro qué significa que un enunciado se deduce de otro; 3) no siempre se distingue con precisión entre el lenguaje objeto de las normas y el metalenguaje de los enunciados acerca de normas (quizás por la am-

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14. El propio fundador de la disciplina, von Wright, en la entrevista que le hizo Eugenio Bulygin en Doxa, considera que la lógica deóntica es importante para comprender la estructura conceptual de los órdenes jurídicos, pero menos útil para «la hermenéutica de los textos jurídicos y el estudio de la argumentación jurídica» (von Wright, 1992, p. 384).

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bigüedad característica de los enunciados normativos que típicamen­ te admiten esas dos interpretaciones); 4) no se tiene en cuenta la exis­ tencia en el Derecho de enunciados no prescriptivos; 5) en general —como ocurre con el «sistema estándar»— se ha desarrollado como una lógica proposicional, no como una lógica de predicados. El penúltimo de estos defectos tiene, me parece, una particular importancia. En un libro escrito hace años con Juan Ruiz Mañero (Atienza y Ruiz Mañero, 1996) defendimos la tesis de que existe una gran riqueza de enunciados jurídicos, de enunciados que pueden fun­ cionar como premisas o como conclusiones en los argumentos jurídi­ cos. El cuadro general (en el que no entran ios enunciados de tipo fáctico) podría ser el siguiente:

es el proyecto en sí, sino la manera como se ha desarrollado. Por lo demás, la lógica deóntica debe jugar un papel de gran importancia en el razonamiento jurídico, pero un papel limitado; y el límite deriva precisamente de que, como extensión de la lógica clásica, la suya es una perspectiva exclusivamente formal. Puede, por tanto, suministrar los esquemas formales de los razonamientos prácticos, de los razona­ mientos con normas, pero no puede ofrecer un tratamiento plena­ mente adecuado de los mismos, porque para ello habría que contar también con la perspectiva material y con la perspectiva pragmática.

Enunciados de carácter práctico: — Normativos • Que expresan normas - deónticas o regulativas ♦ principios * en sentido estricto * directrices ♦ reglas * de acción . * de fin - no deónticas o constitutivas ♦ reglas que confieren poder ♦ reglas puramente constitutivas • Que expresan el uso de poderes normativos: actos norma­ tivos. — Valorativos De carácter no práctico: definiciones

Otra de las vías que se ha ensayado para superar los obstáculos con los que se ha encontrado el desarrollo de la lógica deóntica con­ siste en tratar de edificar la misma —el razonamiento de tipo prácti­ co— sobre la base no de la lógica clásica, sino de alguna de las lla­ madas lógicas divergentes como, por ejemplo, las lógicas no monóto­ nas, las lógicas de lo borroso, las lógicas paraconsistentes o las lógi­ cas de la relevancia. Ya antes se ha señalado que el sentido de la construcción de las lógicas no monótonas es el dar cuenta de cómo de hecho argumenta­ mos, o sea, de la circunstancia de que al añadir información (premi­ sas) modificamos nuestras conclusiones, lo cual parecería ir en con­ tra del principio de monotonía de la lógica clásica. Sin duda, esto es algo que ocurre en la vida ordinaria y también en el Derecho: todas nuestras creencias (todas las premisas de nuestros argumentos) son revisables, pero no dejamos de tener una creencia aunque sepamos que una información adicional podría llevamos a renunciar a ella; simplemente, la modificamos si (cuando) esto último ocurre. Juan Carlos Bayón (2001) ha señalado otras razones (además de la anterior, de carácter genérico) que se suelen aducir en pro del ca­ rácter no monótono, derrotable o revisable del razonamiento jurídi­ co. Una de ellas es lo que cabría llamar «derrotabilidad procedimental». O sea, en un contexto de litigio, se puede distinguir entre los he­ chos que tienen que ser probados {probanda) y los que basta con que no-sean refutados (non refutando). A partir de p, por ejemplo, se pue­ de inferir r, si no está probado q (o sea, q es un hecho perteneciente a la categoría non refutando). Pero si se probara q (si se diera la con­ junción de p y q), entonces ya no se puede inferir r (vid. Sartor, 1995). Otra razón se refiere a la necesidad de dar cuenta de las excep­ ciones en la representación del conocimiento jurídico. La idea es que lo que se representa, por ejemplo en una base de datos, no son las

Pues bien, cabría decir que la lógica deóntica sólo se ha ocupado prácticamente de uno de esos tipos de enunciados: de las reglas de acción.15 Quedan, pues, fuera: las reglas de fin, los principios, las nor­ mas constitutivas, los enunciados valorativos... Si eso es así, parece que tiene sentido pensar que lo que anda mal en la lógica deóntica no 15. Los primeros sistemas de lógica deóntica (von Wright, Kalinowski, etc.) se basaban en reglas de acción (lógica del «deber-hacer») y, al no haberse desarrollado una lógica de la acción, se trataba de sistemas muy limitados. Con posterioridad, di­ versos autores (por ejemplo, A. N. Prior y A. R. Anderson) trataron de construir lógi­ cas del «deber-ser» (de las reglas de fin). Una exposición de estos sistemas puede en­ contrarse en von Wright, (1981); este último autor ha desarrollado varios sistemas de lógica del «deber-ser» (por ejemplo, von Wright, 1971).

4.

Lógicas (deónticas) divergentes

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normas individualizadas (digamos, la norma completa que se usará para resolver un determinado caso), sino más bien los enunciados que aparecen en el material legislativo «en bruto»; por ejemplo, en la base aparece, por un lado, la norma de que todos los propietarios de inmuebles deben pagar tal impuesto y, por otro lado, la excepción (que puede venir fijada en un artículo distinto a aquel en el que figu­ ra la disposición general) de que los propietarios de inmuebles que cumplan con la condición tal están exentos de pagar ese impuesto. Y la última razón (la que Bayón considera más importante) es la del carácter derrotable o revisable de las normas. Esto es, resulta re­ lativamente frecuente pensar que todas las normas jurídicas llevan consigo una especie de cláusula de «a no ser que...»: «si X, y a no ser que..., entonces es obligatorio (está permitido, debe procurarse, etc.) Y» (norma de acción o de fin) ; «si X y Z realiza Y y a no ser que... en­ tonces se produce el resultado R» (norma que confiere poder). Pues bien, el primero de los argumentos (el del conocimiento in­ completo) no parece que lleve necesariamente a hablar de «inferencias derrotables». Lo que sería derrotable (revisable) serían más bien las premisas. Si cambiamos nuestras creencias porque ha aparecido una nueva información, no es que cambiemos la forma de inferir, sino que la misma forma de inferir nos lleva a otra conclusión, puesto que las premisas son también otras. El segundo argumento no parece plan­ tear especiales problemas si de lo que se trata es de representar el ra­ zonamiento justificativo, por ejemplo, de un juez, recurriendo a la ló­ gica clásica; volviendo al ejemplo antes usado: si el juez acepta las pre­ misas «p y «no q», entonces infiere «r», y si acepta «p» y «q», entonces infiere «no r». Algo parecido cabría decir con respecto al tercer argu­ mento: el juez no usa como premisa de su razonamiento —de su razo­ namiento justificativo— el material jurídico en bruto, sino la norma individualizada.16 Y, finalmente, respecto a la derrotabilidad de las normas (el cuarto argumento), ésta es una característica (vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1996 y Ródenas, 2001) que puede predicarse de algu­ nas de ellas, de los principios, pero no de otras, de las reglas. Estas úl­ timas no son normas derrotables; o, mejor dicho, tienen la pretensión de funcionar como razones excluyentes o perentorias, no derrotables; pero en ocasiones —excepcionalmente— fracasan porque su dimen­ sión directiva puede no coincidir —por exceso o por defecto— con su dimensión justificativa (vid. infra, cap. 4, ap. 7). Y en relación con los principios, lo que ocurre es que, al ser razones meramente no peren-

torias, no excluyentes, no pueden aplicarse directamente para resolver un caso, sino que necesitan ser transformados en reglas mediante una operación, la ponderación, de la que luego se hablará; pero no parece que para dar cuenta de esta última operación —de la ponderación— sea necesario recurrir tampoco a lógicas no monótonas. La conclusión a la que lleva todo lo anterior no es, claro está, la de negar el carácter no monótono o revisable del razonamiento jurí­ dico, sino la de que es necesario precisar en qué sentido es no monó­ tono ese razonamiento y en qué sentido es necesario, entonces, una lógica no monótona. En mi opinión, la no monotonía es una caracte­ rística de la actividad de argumentar (sobre todo, en la medida en que en el razonamiento jurídico intervienen principios), pero no de la argumentación vista como un resultado, como un producto.17 Quiere decirse entonces que quizás necesitemos de (o podamos fructífera­ mente usar) una lógica no monótona si deseamos dar cuenta de esa actividad (por ejemplo, si se trata de construir un sistema experto que de alguna forma simule la manera como un jurista, a partir de ciertas informaciones —ciertas normas—, llega a tales conclusiones, o sea, para reconstruir o sugerir procesos de argumentación); pero no si queremos representar el argumento justificativo de los jueces tal y como aparece formulado, por ejemplo, en una sentencia. Lo que esto quiere decir, como ya se ha señalado, es que el problema de la mono­ tonía no parece ser tanto «un problema con la lógica», cuanto un pro­ blema «acerca de cómo la lógica es usada»; por eso, lo que hacen los sistemas de lógica no monótona es poner restricciones a la utiliza­ ción de ciertas reglas de inferencia clásica (como la del refuerzo del condicional, el modus tollens o la reducción al absurdo). Y de ahí que —como antes se recogía— se haya propuesto hablar no tanto de lógi­ cas no monótonas, cuanto de «procedimientos inferenciales no monotónicos basados en lógica» (Camota, 1995, p. 178).18 Con las lógicas borrosas o difusas ocurre algo parecido. La base

16. En este sentido, Aguiló ha insistido en la importancia de la noción de nor­ ma jurídica en cuanto «premisa normativa de un razonamiento jurídico acabado» (Aguiló, 2000, p. 64).

17. Creo que ésta es la misma idea que expresan Pablo Navarro y Jorge Ro­ dríguez cuando sostienen que la «derrotabilidad de las normas jurídicas» (expresión, por otro lado, ambigua y que ellos consideran puede entenderse al menos en tres sentidos distintos) no va contra la sistematización del Derecho, y tampoco contra la reconstrucción lógica de un razonamiento justificativo. Estos autores subrayan con razón que las lógicas no monótonas o derrotables no suponen la introducción de nuevas reglas de inferencia (lógica), sino una reconstrucción de las reglas de inferen­ cia clásica (vid. Navarro y Rodríguez, 2002). 18. Es, también, la misma idea que expresa Peczenik (2000), siguiendo a Hage (1996), de esta manera: «En términos generales, puede decirse que una lógica no monotónica no es un cálculo, sino una indicación acerca de dónde debe terminar el cál­ culo» (Peczenik, 2000, p. 94).

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de las mismas es la teoría de los conjuntos borrosos (mejor: subcon­ juntos borrosos: el conjunto de referencia es siempre un conjunto or­ dinario, no borroso) ideada para dar cuenta de las nociones borrosas (vagas) que evidentemente juegan un papel destacado en el razona­ miento jurídico. La idea intuitiva podría expresarse así (vid. Atienza, 1986). Supongamos que hay una norma que prohíbe viajar en los va­ gones de ferrocarril con perros y se plantea la duda de qué ocurre si al­ gún pasajero trata de hacerlo con un oso, con un gato, con un pájaro o con un grillo. Se trata de un tipo de problema que parece ha de resol­ verse echando mano del razonamiento por analogía. El que tiene que resolver el caso razonaría así: La razón de la prohibición de viajar con perros es que se quiere evitar molestias a los otros pasajeros. La solu­ ción, por tanto, depende de si se considera que los osos, gatos, etc., oca­ sionan también molestias como (o molestias equiparables a las de) los perros. Ahora bien, la pertenencia a la categoría, al conjunto, de «ani­ males molestos», parece que es básicamente una cuestión de grado. O sea, no sería satisfactorio decir que cualquier animal pertenece del todo (1) o no pertenece en absoluto (0) a la categoría en cuestión, sino que parece más adecuado decir que, por ejemplo, un oso pertenece en el grado 0,9, un gato en el 0,5, etc. El conjunto de los animales moles­ tos (no el de los animales) se considera entonces como un conjunto borroso; y un conjunto ordinario sería un caso especial —límite— de conjunto borroso: aquel en el que a cada elemento sólo se le asigna uno de los dos valores extremos: 0 (no pertenece) y 1 (pertenece). Las lógicas borrosas (que no son lógicas bivalentes, sino pluriva­ lentes: o sea, admiten diversos grados de verdad y de falsedad) per­ miten manejar informaciones borrosas y, por ello, son de utilidad en la construcción de sistemas de procesamiento de datos jurídicos (por ejemplo, sistemas expertos). Pero no resultan indispensables para for­ malizar el razonamiento jurídico justificativo. Mejor dicho, una lógi­ ca borrosa parece encontrarse (de cara a formalizar, por ejemplo, el razonamiento por analogía) con los mismos obstáculos que se le plantean a la lógica clásica: en esta última, el problema radica en cómo trazar el concepto, la clase, de los animales molestos; en la ló­ gica borrosa, la clave está en determinar cuál es el «grado de seme­ janza » preciso para.que opere la analogía (¿0,6, 0,5, etc.?) y en cómo se asignan esos valores (¿por qué un oso pertenecería en el grado 0,9 y un gato en el grado 0,5?); pero estas operaciones (al igual que la de trazar el concepto de animales molestos) no son de naturaleza lógica sino, podríamos decir, axiológica.19

Hay además una objeción más radical que oponer al uso de la ló­ gica borrosa. Consiste en que algunos lógicos (como Susan Haack) consideran que la lógica vaga (o difusa) no es una lógica adecuada para manejar argumentos en los que figuran términos vagos, porque «en sí misma —se dice— es imprecisa». Frente a ese argumento ca­ bría oponer también aquí el hecho de que se han construido progra­ mas informáticos basados en esa tecnología y que funcionan en la práctica. Pero la réplica de Haack es que si funcionan en la práctica es porque, en realidad, no se aplican en ellos los principios de la lógi­ ca borrosa. La tecnología fuzzy no sería exactamente una aplicación de la llamada lógica fuzzy, en cuanto teoría no clásica de las inferen­ cias (vid. Haack, 1996, p. 231). El propósito de las lógicas paraconsistentes es el de construir sis­ temas que permitan manejar informaciones o proposiciones contra­ dictorias, lo cual no puede hacerse con los sistemas de lógica clásica. En estos últimos, en efecto, rige la regla (el llamado «principio de Duns Scoto») de que de una contradicción se sigue cualquier cosa, de manera que, aplicado a un sistema jurídico, la existencia de una con­ tradicción cualquiera entre normas permitiría inferir cualquier otra norma (o proposición normativa): o sea, todo estaría permitido y todo estaría prohibido. De lo que se trata, entonces, es de construir cálculos lógicos que no acepten esa regla, que permitan efectuar de­ ducciones con enunciados contradictorios, sin incurrir en trivialidad (sin que se derive cualquier proposición); ello supone, en realidad, efectuar una distinción entre diversos tipos de contradicciones: las deducciones —en las lógicas paraconsistentes— son posibles a partir de cierto tipo de contradicción, no de otros. La lógica clásica aparece, también desde esta perspectiva, como un caso particular —límite— de esa lógica paraconsistente. Sin duda (como ocurría en los otros dos casos) se trata de una lí­ nea de trabajo interesante y que puede contribuir a aclarar nociones

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19. Creo que ésta es, en esencia, la misma tesis que defiende Tecla Mazzarese (1966). Para ella, la lógica borrosa ofrece un formalismo que puede permitir repre-

sentar mejor (mejor que el de la lógica clásica) la manera como los jueces y los juris­ tas argumentan. La razón es que el razonamiento jurídico y judicial es impreciso; en él se manejan enunciados cuyo grado de verdad o de falsedad es gradual: algunos enunciados pueden ser completamente verdaderos, otros plausiblemente verdaderos, etc. En ese sentido, puede explicar muchas dificultades teóricas que se le presentan a la teoría lógico-deductiva. Pero no puede resolver las dificultades mismas, porque esa lógica —como todas las lógicas— está dada en el plano del lenguaje. Se sitúa en el nivel de la deducción, no en el de la decisión, y, por ello, no dice nada sobre la ra­ cionalidad de la decisión en sí. La autora opta así por la tesis de que «la lógica bo­ rrosa no permite una reconstrucción racional de las decisiones judiciales puesto que —en virtud de sus rasgos peculiares— confirma más bien que supera la crítica diri­ gida a la teoría lógico-deductiva de las decisiones judiciales» (p. 202).

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de gran importancia en el Derecho y, por tanto, en el razonamiento jurídico. Por ejemplo, la definición de sistema jurídico (como tipo de sistema normativo) que daban Alchourrón y Bulygin en su influyente obra Normative Systems arrancaba de la noción de sistema deductivo de Tarski (un conjunto de enunciados que contiene todas sus conse­ cuencias —lógicas—) para, a partir de ahí, definir un sistema jurídico como un sistema deductivo que, entre sus enunciados, contiene al menos una norma dotada de sanción. Pero esto no parece sin más aceptable, es decir, no reconstruye bien la noción de sistema u orde­ namiento jurídico de los juristas, puesto que, tal y como se usa la no­ ción, la existencia de ciertas contradicciones y de ciertos conflictos entre normas no supone que se desmorone por ello el sistema; o sea, no puede tratarse aquí de una simple transposición al Derecho de la noción de sistema deductivo.20 Ahora bien, a pesar del interés teórico de las lógicas paraconsistentes, y de su interés práctico (puesto que permiten construir sistemas informáticos con informaciones contra­ dictorias), lo que no se ve tampoco aquí es que sean instrumentos in­ dispensables para reconstruir el razonamiento justificativo de los ju­ ristas y, en particular, el de los jueces. Da Costa y Vernengo (1996), por ejemplo, han construido una ló­ gica de este tipo que, en mi opinión, presenta las dos siguientes difi­ cultades. Por un lado, el hecho de que —como ellos reconocen— se mueve en el nivel de las proposiciones normativas y no en el de las normas jurídicas hace que se le pueda aplicar la limitación que antes habíamos visto: la justificación de una decisión sólo puede hacerse construyendo un argumento cuyas premisas (al menos, una de ellas) y la conclusión sean normas, no proposiciones normativas. Por otro lado, no está claro qué es lo que reconstruye esa lógica, esto es, para qué se la necesita. Los autores señalan que la situación en que los ju­ ristas se enfrentan con datos inconsistentes se da cuando, en un con­ flicto social con varios intervinientes, se esgrimen datos incompati­ bles (los hechos considerados probados por cada parte son incompa­ tibles) o bien cuando una parte pretende que se aplique tal norma, y la otra una norma incompatible con la anterior. Ahora bien, aquí ha­ bría que hacer una distinción entre el proceso de toma de decisión y el resultado del mismo, la decisión hecha explícita; lo que el juez pre­ tende justificar es ese resultado, y para representarlo no parece que se necesite echar mano de otra cosa que no sea la lógica clásica. Por ejemplo, imaginemos que, en un determinado caso, surge la duda de si está vigente la norma NI (como sostiene una parte) o N2 (lo soste-

nido por la otra parte) y ambas normas son incompatibles. Para jus­ tificar que una de ellas no está vigente, el juez puede presentar un ar­ gumento de reducción al absurdo: si suponer la validez de la norma NI llevaría a conclusiones inadmisibles, entonces eso le permitirá concluir negando la validez de esa norma y afirmando la de la otra (la validez —exclusivamente— de N2); no se necesita para nada una ló­ gica distinta a la estándar. Alguien podría decir que lo que se trata de reconstruir es otra cosa, no el resultado, sino el proceso de la toma de decisión o el proceso de la justificación. Pero a ello quizás pudiera re­ plicarse (si se sigue, por ejemplo, la opinión de uno de esos autores en un escrito anterior) que se estarían sobrepasando los límites de la lógica.21 En mi opinión, la postura que Da Costa y Vernengo adoptan con respecto a este último punto es un tanto ambigua. Ellos aceptan que en las situaciones de conflicto en las que los jueces tienen que en­ frentarse con datos contradictorios, estos últimos (los jueces) utilizan la técnica consistente en disolver la contradicción (o sea, aceptan la versión de los hechos de una de las partes, pero no la de la otra; con­ sideran válida la norma NI, pero no N2, etc.). «Pero —añaden— an­ tes de llegar a esa decisión final, el juez tendrá que hacer frente a un contexto en que la decisión sobre la verdad de A y -iA tiene que ser adoptada. El juez, en esa etapa previa, razonaría (podríamos recons­ truir formalmente su razonamiento) de manera tal que la inconsis­ tencia de las premisas no le lleve de antemano, ex falso, a una conse­ cuencia cualquiera (...) Esta situación puede ser analizada, creemos, recurriendo a un cálculo paraconsistente» (p. 196). Mi impresión (como en el caso de la lógica no monótona o de la lógica borrosa) es que ese cálculo puede ser de interés para la construcción de sistemas informáticos, pero no se ve su necesidad a la hora de reconstruir el razonamiento justificativo de un juez, siempre y cuando se acepte que la motivación judicial no consiste en reproducir el proceso real del razonamiento llevado a cabo por el juez para arribar a su deci­ sión, sino en poner el resultado del mismo en una forma lógica ade­ cuada. Ausín y Peña (2000) han propuesto, para construir una lógica deóntica adecuada al razonamiento jurídico, basarse en la «lógica tran­ sitiva» de este último, en cuanto lógica paraconsistente (no admite, pues, el principio de que de una contradicción se derive cualquier cosa) y difusa (admite grados de verdad y de falsedad). Es interesan­ te al respecto la distinción que hacen entre dos tipos de negaciones:

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20. Moreso ha propuesto una redefinición para salvar ese problema (vid. Moreso, 1997, p. 126, nota) que, sin embargo, no me parece del todo convincente.

21. De acuerdo con Vernengo (1987, p. 322), «una lógica da criterios para pro­ bar la validez teórica de un discurso y no reglas para construirlo».

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«1. Si x hace A, x debe ser castigado con la sanción S. 2. x hace A.

una es la negación fuerte («no es en absoluto verdad» o «es de todo punto falso») y otra la negación débil o simple; las simples contradic­ ciones (entre una afirmación y su negación simple) no suponen un problema, esto es, pueden ser tratadas dentro de esa lógica, mientras que las contradicciones que incluyen la negación fuerte son rechaza­ das. También en este caso, la lógica clásica vendría a ser un fragmen­ to de la lógica transitiva. Pero yo veo también aquí diversos problemas. Uno es que se tra­ ta de una lógica (deóntica) excesivamente limitada, en cuanto que sólo considera un tipo de los enunciados que se encuentran en los sis­ temas jurídicos: los que expresan reglas regulativas. Otra dificultad es que no resulta claro que con este sistema lógico se puedan resolver satisfactoriamente —como ellos suponen— los problemas de las pa­ radojas deónticas; o sea, no me parece que den cuenta satisfactoria­ mente de todas nuestras intuiciones cuando argumentamos con nor­ mas. En concreto, algunos de los principios en los que se asienta esa lógica resultan claramente antiintuitivos. Por ejemplo, el que llaman principio de opción vinculante: «en la medida en que hay obligación de hacer A o B y —por lo que sea— se omite completamente A, en esa medida es obligatorio B. Así —continúan— si Pedro tiene o bien que abstenerse de consumir un café en el bar o bien que abonar el precio, y no se abstiene en absoluto de tal consumición, ha de abonar el pre­ cio» (Ausín y Peña 2000, p. 474-475).22 Pero parece claro que no ne­ cesariamente es así, puesto que es posible que otro haya pagado por él. La idea de Alchourrón (1995) de que cualquier sistema de lógica es incapaz de adaptarse completamente al lenguaje natural parece mos­ trarse como una verdadera ley de hierro. Y, finalmente, el tercer pro­ blema es que no parece que lo que se expresa con esa nueva lógica no pueda expresarse con el simbolismo de la lógica clásica, aparte de que el instrumental construido por Ausín y Peña resulta seguramente demasiado difícil de manejar por un operador jurídico. Otro de los problemas con los que ha chocado la lógica deóntica cuando ha tratado de dar cuenta del razonamiento jurídico es que la noción estándar de deducción lleva a considerar como válidas (de­ ductivamente válidas) inferencias que nos parecen inaceptables, por­ que la conclusión resulta ser irrelevante en relación con las premisas. José Juan Moreso (1997, p. 102) pone este ejemplo. Un razonamiento judicial de la forma:

y muchas otras (infinitas) conclusiones por el estilo. Una teoría de la ar­ gumentación jurídica basada en esa noción de deducción sería, por tan­ to, deficiente: un juez que optara, por ejemplo, por la conclusión (3') a partir de (1) y (2) no diríamos que está con ello (con su razonamiento) justificando correctamente su decisión. ¿Cómo resolver ese problema? Una vía consistiría en construir una lógica de la relevancia en cuanto lógica divergente, esto es, que se aparta de la noción de infe­ rencia clásica; Moreso considera, sin embargo, que ello no resulta sa­ tisfactorio porque esa nueva lógica o bien no logra resolver satisfacto­ riamente las diversas paradojas de la lógica clásica (deja sin resolver, por ejemplo, la «paradoja de Ross» a la que antes se hizo referencia), o bien lo logra, pero a costa de rechazar demasiado (tendría que re­ chazar, por ejemplo, la regla del modus ponens, lo que vuelve al siste­ ma lógico extremadamente débil). Le parece por ello preferible ensa­ yar otra alternativa que consiste en no abandonar la lógica clásica, sino en restringirla, añadiéndole algún criterio que permita distinguir, entre las consecuencias lógicas implicadas por un conjunto de premi­ sas, aquellas que son relevantes de las irrelevantes. Moreso cree en­ contrar el criterio en una propuesta de Schurz (1991) que viene a de­ cir que una conclusión que se infiere de un conjunto de premisas es relevante si ninguna de las variables proposicionales de la conclusión es sustituible por cualquier otra variable proposicional manteniendo la validez de la inferencia; si cabe esa sustitución, entonces la conclu­ sión sería irrelevante.23 En el ejemplo que se ha puesto, el razona-

22, Ese «principio de opción vinculante» (como me lo señala Jesús Delgado) se corresponde bastante exactamente con la «lógica» de las obligaciones alternativas (arts. 1.131-1.136 del Código Civil) que, por otro lado, parece tener sus raíces en la lógica griega.

23. «Se asume que [P] l-C. Entonces C es una conclusión relevante de {P) si y sólo si ninguna de las variables proposicionales de C es sustituible en alguna de sus ocurrencias por cualquier otra variable proposicional, salva validitate de {P] (- C. Si no es así, A es una conclusión irrelevante de {P}» (Moreso, 1997, p. 118).

Luego 3.

x debe ser castigado con la sanción S.»

resulta sin duda aceptable: (3) es consecuencia lógica de (1) y (2). Pero el problema es que, a partir de esas dos premisas, también po­ drían obtenerse (de acuerdo con las reglas de la lógica deductiva es­ tándar) estas conclusiones: «3'. 3".

x debe ser castigado con la sanción S o premiado con el pre­ mio P. Si m añana llueve, x debe ser castigado con la sanción S»,

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miento con la conclusión (3') se formalizaría así: «p —» Oq» y «p» im­ plica «O (q v r)»; y con (3"), «p —> Oq» y «p» implica «r -» Oq». Pero en ambos casos, «r» puede sustituirse por cualquier otra variable pre­ posicional («s», «t», etc.) y la inferencia seguiría siendo válida. O sea (30 podría traducirse al lenguaje natural, por ejemplo, por «x debe ser castigado con la sanción S o debe pagar sus impuestos», etc. Pues bien, la propuesta de Moreso-Schurz tiene un indudable inte­ rés (logra traducir en términos formales lo que intuitivamente entende­ mos por «relevancia»), pero también aquí hay algún reparo que hacer. Uno de ellos es que yo no veo que con esa propuesta se esté respetando la noción de inferencia de la lógica estándar o clásica; y la razón es que, como el propio Moreso reconoce, esa noción de consecuencia re­ levante que él propone no satisface las propiedades de transitividad y de monotonía que, como hemos visto, Alchourrón consideraba trazan los límites de la lógica deductiva (clásica). El otro reparo es que Moreso entiende que la argumentación jurídica, y la argumentación en ge­ neral, «es una cuestión de lógica complementada con la relevancia. Una argumentación jurídica adecuada es una argumentación válida desde el canon de la lógica relevante» (Moreso, 1996, p. 129). Y esto no me parece aceptable, por insuficiente: contiene una idea importante, pero parece significar también una reducción de la argumentación (de la argumentación jurídica) al plano de la concepción o de la perspecti­ va formal, dejando, pues, fuera de la argumentación el enfoque mate­ rial y el pragmático.24 Precisamente (y como más adelante se verá) los problemas de relevancia exigen (además de un tratamiento formal) la toma en consideración de los contenidos y del contexto de la argumen­ tación; por ejemplo, la argumentación de un juez que satisficiera los criterios establecidos por Moreso (en el ejemplo, el argumento que va fie (1) y (2) a (3), sería sin embargo irrelevante si, pongamos por caso, (1) no contuviera una norma válida del sistema del juez.

nera, afirmar las premisas y, al mismo tiempo, negar la conclusión, sería una contradicción, una falsedad lógica. Pero está claro que en la vida cotidiana, en el Derecho, en la ciencia, etc., efectuamos muchas inferencias que no obedecen a ese modelo. Así, a partir de una serie de indicios (la existencia de manchas de sangre en la ropa de A; la declaración de B de que había visto a A amenazar de muerte a C; etc.) inferimos que (probablemente) A fue la persona que dio muerte a C. Pero eso es muy distinto a un argumento del tipo de: «todos los ho­ micidas deben ser castigados a una pena de cárcel; A es un homicida; por lo tanto, A debe ser castigado a una pena de cárcel». En el primer caso (pero no en el segundo) es posible (aunque no probable) que siendo las premisas verdaderas, no lo sea la conclusión. Lo que diferencia a la deducción de la inducción no es que la pri­ mera forma de argumentar vaya de lo general a lo particular (o de lo general a lo general), y la segunda de lo particular a lo general. Un ar­ gumento inductivo puede ir de lo particular a lo general («a es un miembro de la clase A y tiene la propiedad P; b es también un miem­ bro de A y tiene la propiedad P... n es un miembro de A y tiene la pro­ piedad P; por lo tanto, todos los miembros de A tienen la propiedad P»); de lo particular a lo particular (el primer ejemplo que hemos vis­ to); o incluso de lo general a lo general («todos los mentirosos incu­ rren tarde o temprano en contradicción; por lo tanto, todos los men­ tirosos terminan por ser descubiertos»). Lo que caracteriza a la in­ ducción es que el paso de las premisas a la conclusión no es un paso necesario, porque aquí la validez del argumento no depende exclusi­ vamente de su forma, sino de factores materiales y contextúales. En el ejemplo anterior de inducción amplificante, el argumento será más o menos sólido (obsérvese que no se habla ya simplemente de argu­ mento «válido») según que se haya tenido en cuenta a un número su­ ficientemente significativo de miembros de A, que la propiedad P no esté asociada con algún factor ajeno a la pertenencia a A, etc. Los ar­ gumentos inductivos tienen, naturalmente, también una forma, pero lo que aquí importa esencialmente no es la forma, y de ahí que a ve­ ces se afirme que propiamente no hay inferencias inductivas y que la distinción entre inducción y deducción no se refiere tanto a tipos de argumentos cuanto a tipos de estándares (en un caso formales, en el otro no, o no simplemente formales) para evaluar los argumentos. Es cierto que a veces se habla de reglas «formales» de la induc­ ción (Black, 1970, p. 141), pero con eso se hace referencia a criterios generales y que no pueden aplicarse prescindiendo del contexto: no serían «formales» en el mismo sentido en que lo es el modus ponens, Black pone como ejemplos (los llama «principios formales a priori»): «Que todos los A observados han sido también B es alguna razón

5.

Lógica deductiva y lógica inductiva

La noción de inferencia de la lógica deductiva supone —como se ha visto— la idea de que es imposible que las premisas sean verdade­ ras (o que posean algún otro valor que se trataría de transmitir a la conclusión: por ejemplo, el de validez en el caso de las normas) y la conclusión no lo sea (que sea falsa o inválida). O, dicho de otra ma24. De todas formas, la propuesta de Moreso sería aceptable si se entiende re­ ferida únicamente a la «justificación interna» (como ocurre en la versión inglesa de su trabajo: Erkenntniss, 44, 1996, pp. 73-100).

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para pensar que cualquier A es B; que la mayor parte de los A son B es alguna razón para pensar que un A tomado al azar es B; si P apoya inductivamente a K , y Q apoya inductivamente a K, y P y Q son in­ compatibles e independientes, el argumento de P y Q a K es al menos tan bueno como el argumento de P a K; etcétera» (p. 14). Pero el pro­ pio Black señala muy acertadamente que en la inducción son funda­ mentales factores como la relevancia, el peso, el buen juicio, etc. De manera que —como él dice— «pedir a alguien que se forme un juicio inductivo sobre un esquema de argumento, presentado en toda su desnudez de símbolos abstractos, es como pedir a un connaisseur que evalúe un cuadro imaginario» (p. 143). Lo que significa todo esto es que el estudio de la inducción (los criterios de la inducción) caen básicamente dentro de lo que hemos llamado concepción material de la argumentación; el análisis de los elementos formales de la inducción nos sirve de poco, simplemente porque —a diferencia de lo que ocurre con la deducción— los crite­ rios más importantes para evaluar la inducción no son formales. Por otro lado, no está de más recordar que un argumento inductivo pue­ de convertirse siempre en deductivo si se añaden las premisas nece­ sarias. Así, en el primer ejemplo que se ponía, se trataría de una de­ ducción si se añadiera la premisa de que «Si A tiene en su ropa man­ chas de la sangre de B, y C ha oído que A había amenazado a B con matarle, y se ha producido la muerte de B, entonces A ha dado muer­ te a B»; y en el último caso, si se añadiera: «todos los que incurren en contradicción son descubiertos».25 También tiene una forma inductiva (en el sentido de que la con­ clusión es probable, no cierta) el razonamiento estadístico o probabi­ listico, esto es, el que concluye afirmando que un miembro de una determinada clase tiene cierta propiedad, o que se ha producido o se producirá un acontecimiento, con una probabilidad x, sobre la base de cierta información a la que se aplica un cálculo matemático. El cálculo estadístico y de probabilidades son teorías formales y, en ese sentido, la validez de los resultados que arroja es independiente del contenido y del contexto. Digamos que es seguro (teorema de las pro­ babilidades compuestas para sucesos independientes) que la probabi-

lidad de la aparición conjunta de dos sucesos independientes es igual al producto de sus probabilidades separadas; o sea, que la probabili­ dad de obtener dos caras al lanzar al aire dos monedas es 1/4, puesto que la probabilidad de que en cada una de ellas salga cara es 1/2, y 1/2 x 1/2 = 1/4. Por ejemplo, surge el problema de si alguien ha movi­ do o no el automóvil que se encuentra en un aparcamiento vigilado, durante tal periodo de tiempo. Se conoce el dato de que la posición de las ruedas delanteras (anotada por el vigilante) no ha cambiado durante ese lapso y que cada una de ellas puede adoptar 12 posicio­ nes. La probabilidad de que el automóvil se haya movido y vuelto a aparcar con la misma posición de sus ruedas delanteras e s l/1 2 x l/1 2 = 1/144. Si alguien (por ejemplo, el dueño del automóvil para evitar una multa) afirmara esto último (haber movido el automóvil y haber­ lo vuelto a aparcar), estaría afirmando algo que tiene una escasa pro­ babilidad de haber ocurrido (vid. Zeisel y Kaye, 1977, p. 80). E, igual­ mente (sería un caso mucho más complejo), si es cierto, pongamos, el dato estadístico de que una de cada tantas personas que hayan fuma­ do durante más de cierto tiempo ha contraído un cáncer de pulmón, y que los cigairillos que A fumaba eran de la marca X, entonces la probabilidad de que el cáncer que ha contraído A se haya debido a haber fumado cigarrillos de la marca X es igual a... En términos generales, cabría decir que, en el razonamiento jurí­ dico, el cálculo probabilistico y estadístico es en muchas ocasiones útil para establecer premisas, pero no conclusiones o, por lo menos, no conclusiones finales, sino de carácter intermedio (y siempre, claro está, conclusiones probables, aunque en ocasiones —piénsese en las pruebas para identificar a alguien mediante el ADN— pueda tratarse de uña probabilidad muy cercana a la certeza absoluta). Dicho de otra manera, juega un papel en la «justificación* externa» de las premisas fácticas, pero un papel limitado.26 Las limitaciones en cuanto a su uso

25. Naturalmente, esto no quiere decir que todos los argumentos inductivos puedan verse sin más como argumentos deductivos entimemáticos; esto es, en nues­ tras prácticas argumentativas con gran frecuencia puede haber buenos argumentos a favor y buenos argumentos en contra de una determinada tesis, o puede faltar algu­ na premisa que no esté simplemente elíptica, sino que no se enuncia porque no se tiene seguridad sobre su validez o porque —aun teniéndola— se piensa que puede re­ sultar poco persuasiva: eso es lo que hace que tenga sentido plantear objeciones, cuestionar la mayor o menor solidez de un argumento, etc.

26. Ha de tenerse en cuenta que se habla de «probabilidad» en el sentido «mo­ derno» o cuantitativo de la expresión (como frecuencia relativa de un fenómeno cualquiera); en su sentido «antiguo», cualitativo, el argumento probabilistico sería una simple inducción: hace referencia al grado de apoyo que una hipótesis recibe de un conjunto de datos probatorios (vid. Amaya, 2006). Taruffo (1992, cap. III) ha acla­ rado bien en qué consisten estos dos sentidos de probabilidad. La probabilidad cuan­ titativa es la medida de la incerteza de un fenómeno. Existen dos versiones: la objeti­ va, en la que la probabilidad indica una característica de los fenómenos del mundo real; y la subjetiva (la más conocida es la teoría bayesiana), en la que se racionaliza el convencimiento de que se haya producido o vaya a producirse un fenómeno. Los límites de la probabilidad cuantitativa (en cuanto a su uso en el razonamiento judi­ cial en materia de hechos) le llevan a Taruffo a sostener que el modelo general a uti­ lizar tiene que ser el de la probabilidad cualitativa, lógica o inductiva (a veces se ha­ bla también de probabilidad baconiana frente a probabilidad pascaliana): de lo que

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se deben a factores como los siguientes: En primer lugar, la inexisten­ cia de los datos pertinentes a partir de los cuales efectuar el cálculo. En segundo lugar, el hecho de que lo que suele interesar en el razona­ miento de los jueces y de los abogados (no así en el de los legisladores) no son datos generales, sino datos singulares que puedan aplicarse a un determinado caso. Así, en el ejemplo anterior, lo que importa no es que los fumadores tengan una probabilidad tantas veces mayor que la de un no fumador de contraer un cáncer de pulmón, sino cuál es la probabilidad para un determinado individuo. Digamos que el abogado o el juez se asemejan más al médico que examina a un paciente que al epidemiólogo (el homólogo de éste sería el legislador) interesado en la frecuencia relativa con la que un acontecimiento sigue a otro (para, sobre esa base, tomar por ejemplo medidas que prevengan una deter­ minada enfermedad). Finalmente, el hecho de que lo que se requiere en el Derecho (mejor, en el razonamiento justificativo del aplicador del Derecho) no son afirmaciones de que tal acontecimiento ha tenido lugar con una probabilidad tal, sino afirmaciones de carácter categóri­ co. El que decide multar al automovilista de nuestro ejemplo es por­ que da como probado el hecho de que el automóvil no se ha desplaza­ do. Y en el caso del fumador, si se condenara a la compañía a pagar una cantidad de dinero en concepto de indemnización sería porque se ha encontrado que ella fue la causa de la enfermedad. O sea, se nece­ sitan premisas adicionales (que pueden estar implícitas) que fijen que tal grado de probabilidad es suficiente para considerar que tal hecho (o tal relación de causalidad) ha tenido lugar. A veces se habla de un tercer tipo de razonamiento, diferente tan­ to de la inducción como de la deducción. Se trata del razonamiento abductivo, retroductivo o razonamiento hacia atrás, del que Peirce decía que se diferencia de los otros dos (la deducción y la inducción) porque con él surge una nueva idea.27 Así, en el relato de Sherlock

Holmes que recordábamos en el anterior capítulo, a partir de las pre­ misas de que nadie había oído ladrar a los perros durante la noche y de que los perros suelen ladrar a los forasteros, se llegaba a la con­ clusión de (se abducía) que el ladrón tenía que haber sido alguien de la casa, y no un forastero. Es obvio que ese tipo de inferencias las ha­ cemos a cada rato, tanto en contextos de la vida ordinaria como en los de la ciencia, el Derecho... Por ejemplo, voy a donar sangre y me preguntan de qué brazo me la han extraído la última vez. No lo re­ cuerdo, pero razono así: «En aquella ocasión habré pensado que era mejor que me la extrajeran de un brazo que no me impidiera o difi­ cultara escribir. Dado que soy diestro, infiero que el brazo de la que me la extrajeron fue el izquierdo». Otro ejemplo: Acabo de leer un re­ lato de O. Henry, Un informe municipal, donde figura el siguiente fragmento:

se trata aquí no es de la frecuencia relativa de clases de eventos, sino del carácter más o menos fundado de una inferencia: el grado en que los elementos de confirma­ ción proporcionan apoyo a una hipótesis. También Igartua sostiene que, en relación con la prueba de los hechos, el concepto que interesa no es el primero (que se refie­ re a «clases de acontecimientos repetibles»), sino el segundo, pues el juez tiene que valorar «el grado de fundamentación de una hipótesis acerca de un hecho singular, irrepetible y desconocido» (Igartua, 2003, p. 144). 27. Ese tipo de razonamiento (que generalmente se hace remontar a Peirce) coincide con lo que Kalinowski (1973) (siguiendo una tradición distinta) llama «ra­ zonamiento reductivo», o sea, el razonamiento que va de los efectos a las causas. So­ bre la abducción y los distintos tipos de argumentos abductivos hay una bibliografía inmensa. Vid., en relación con el Derecho, Schum (2000-2001) y Amaya (2006); en castellano, vid. Bonorino (1993).

«Al ver que me aproximaba, abrió la puerta, tomó una bayeta de cuero, la agitó y, sin utilizarla, dijo en tono profundo y retumbante: —Suba, señó; no hay ni una mota de polvo. Estoy de vuelta de un funerá, señó. Inferí que en tales ocasiones de gala los carruajes eran objeto de una limpieza especial» (O Henry, 1982, p. 33).

Y el 11 de marzo de 2004 (escribo esto pocos días después) la gente abdujo en las primeras horas, después de conocerse que había tenido lugar un atentado en Madrid, que el autor había sido ETA, dado que prácticamente todos los anteriores atentados en España los había realizado esa organización terrorista, que hacía pocos días la policía había detenido a unos etarras con una furgoneta cargada de explosivos, que se sabía que ETA pretendía realizar un atentado en Madrid, y que ya en otras ocasiones había intentado una acción te­ rrorista en los trenes de Madrid. Sin embargo, a medida que se fue­ ron conociendo nuevas informaciones (y aunque el gobierno insistie­ ra en la autoría de ETA), como las declaraciones de un dirigente de una asociación vinculada a ETA (que suele reconocer la autoría de sus atentados) negando que ésta tuviera nada que ver en el asunto, el descubrimiento de una furgoneta cargada de detonadores —con res­ tos de explosivos y con una cinta con versículos del Corán—, una mo­ chila con explosivos de un tipo que no eran los habitualmente utiliza­ dos por ETA, etc., mucha gente efectuó un nuevo razonamiento (tam­ bién abductivo): los autores tenían que ser terroristas islámicos pro­ bablemente vinculados con Al Qaeda. En mi opinión, se trata de un argumento simplemente inductivo que se caracteriza (frente a otro tipo de inducciones) porque su fun­ ción básicamente es la de averiguar que algo ha tenido lugar, o aven-

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turar que algo tendrá lugar. Es, por ello, el tipo de razonamiento ca­ racterístico que se efectúa en el llamado «contexto de descubrimien­ to»: cuando se sugiere (se descubre) una hipótesis o una teoría cientí­ fica; cuando el juez o el fiscal avanzan una hipótesis de trabajo sobre cómo tuvieron lugar los hechos; o cuando un experto en arte aventu­ ra la hipótesis —a partir de tales y cuales rasgos de cierto cuadro— de que el autor de la obra ha de haber sido tal pintor. Dicho más bre­ vemente: se trata de una inducción con funciones heurísticas. Sin embargo, dado que —como se ha visto— no es posible efec­ tuar una separación tajante entre el contexto de descubrimiento y el de justificación, no debe extrañar tampoco que se haya pretendido usar un esquema «abductivo» a efectos de validar (justificar) una de­ terminada hipótesis. Por ejemplo, Lycan (1988, p. 129) (el mismo es­ quema puede encontrarse en Walton [2002, p. 44]) sugiere el siguien­ te modelo de razonamiento abductivo (de inferencia a la mejor expli­ cación):

deducción.28 Y que, en ambos casos, lo interesante no es tanto el es­ quema en sí (la forma del argumento) cuanto los criterios materiales que pueden usarse para considerar que el razonamiento es sólido (por qué la hipótesis H es la que mejor explica los hechos Hl, H2...Hn) y qué es lo que dota al mismo de fuerza persuasiva.

— Fl, F2...Fn son hechos. — La hipótesis H explica F l, F2...Fn. — No hay ninguna otra hipótesis que explique esos hechos tan bien como H. — Por lo tanto (probablemente), H es verdadera.

Pero obsérvese que aquí seguiríamos estando en realidad en el con­ texto del descubrimiento, si se entendiera (como veíamos también en el anterior capítulo) que el mismo no consiste simplemente en la formula­ ción de una hipótesis, sino de una hipótesis fundada. La pregunta en­ tonces sería, ¿por qué no considerarlo simplemente como un modelo —un esquema— de razonamiento inductivo? ¿Por qué ha despertado tanto interés este supuestamente «tercer» tipo de razonamiento? La respuesta me parece que podría ser ésta: porque, a diferencia de otros tipos de inducciones, el anterior esquema lo es, en forma más o menos aparente, de un argumento derrotable o revisable: se avanza una hipótesis que puede rectificarse si surgen nuevas infor­ maciones que la desmienten (recuérdese el ejemplo del atentado en Madrid). Ahora bien, aquí es importante insistir en que la derrotabilidad es algo que tiene que ver con el proceso de la argumentación, no con la argumentación vista como un resultado. Dicho de otra mane­ ra, la clasificación de los argumentos en deductivos e inductivos pue­ de quizás considerarse exhaustiva, pero si se entiende como una cla­ sificación de las formas que pueden adoptar los razonamientos, de los resultados de la argumentación, no de la argumentación vista como un proceso. En todo caso, y en referencia al anterior esquema, no cabe olvidar que el mismo podría transformarse fácilmente en una

6.

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La forma de los argumentos

En la mayoría de los contextos en los que tienen lugar argumen­ taciones se utilizan —o pueden utilizarse— todas las formas de los ar­ gumentos deductivos e inductivos (si se acepta que hay formas especí­ ficas de la inducción). Y así ocurre también en el caso del Derecho. El llamado «silogismo subsuntivo» (el modus ponens)29 es, naturalmente, sólo una de esas formas o esquemas de argumentación, que tiene una particular importancia porque —en el caso de las fundamentaciones judiciales— funciona casi siempre como una especie de esquema ge­ neral; la decisión (por ejemplo, condenar a alguien a tal pena, declarar que la propiedad en litigio pertenece a X, o a Y, etc.) se fundamenta con un razonamiento cuya conclusión es un enunciado normativo sin­ gular («F debe ser castigado a la pena P»; «debo declarar que X es propietario de Z») y sus premisas, un enunciado normativo de carác­ ter general o universal («el que comete un acto de la clase C debe ser condenado a la pena P»; «el que reúne las características R debe ser declarado propietario de Z») y un enunciado singular sobre hechos («F ha realizado el acto c comprendido en la clase C»; «X reúne las ca­ racterísticas R»). Pero está claro que para arribar a esas premisas se recurre (o se puede recurrir —en los casos difíciles—) a todas las for­ mas o esquemas de argumentación imaginables. Por eso, los esque­ mas de argumentación que se estudian en los libros de lógica (de lógi­ ca «formal» o «informal»)30 resultan de utilidad para el jurista. 28. —Si los hechos H l, H2...Hn son mejor explicados por la hipótesis H que por ninguna otra, entonces la hipótesis H es verdadera (o debe considerarse como verdadera, fundada, etc.). — Los hechos H l, H2...Hn son mejor explicados por la hipótesis H que por ninguna otra. — Por lo tanto, la hipótesis H es verdadera (o debe considerarse como verda­ dera, fundada, etc.). 29. A veces se equipara el silogismo subsuntivo con el silogismo en modo b a r ­ b a r a , pero esto es erróneo. Las «As» de b a r b a r a hacen referencia a proposiciones universales afirmativas, mientras que la premisa menor y la conclusión del silogismo subsuntivo son proposiciones singulares. 30. La expresión «lógica informal» hace referencia a la necesidad de una aproximación práctica al estudio de los argumentos, centrada en la manera como, de

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Por ejemplo, Weston, en un libro muy conocido (Las claves de la argumentación [2003]), distingue entre: 1) argumentos a través de ejemplos; 2) argumentos por analogía; 3) argumentos de autoridad; 4) argumentos acerca de causas; 5) argumentos deductivos; en este último apartado incluye, por considerarlas las formas más comunes: el modus ponens, el modus tollens, el silogismo hipotético, el silogis­ mo disyuntivo, el dilema y la reducción al absurdo. Pues bien, es ob­ vio que de todos estos argumentos pueden encontrarse abundantes ejemplos en la vida jurídica. Y Walton (2002) (uno de los defensores de la llamada «lógica informal») considera que los tipos más signifi­ cativos de argumentos usados en el Derecho (casi todos ellos, argu­ mentos derrotables e inconcluyentes) serían éstos: 1) argumento por analogía; 2) argumento a partir de una regla establecida; 3) argumen­ to a partir de signos y argumento abductivo; 4) argumento a partir de una posición de conocimiento {position to know), como el que se basa en el testimonio de un testigo o en el informe de un perito; 5) ar­ gumento a partir de una clasificación verbal (arranca de una premisa clasificatoria); 6) argumento a partir del compromiso; 7) razonamien­ to práctico; 8) argumento ad hominem; 9) argumento de la pendiente resbaladiza; 10) otras formas de argumento como los argumentos causales, la apelación al miedo o los argumentos a partir de defini­ ciones. Pero veamos con algún cuidado qué es lo que se entiende exacta­ mente por esquema o tipo de argumento. Para ello conviene partir de una distinción (en la que ha insistido mucho Kalinowski [1973]) en­ tre argumento (o ejemplar de argumento), esquema (o tipo) de ar­ gumento, regla de inferencia y ley lógica. Así, tomemos el argumento —la justificación— empleada hace unos años por un tribunal británi­ co para negar a una viuda la posibilidad de ser inseminada artificial­ mente con el semen de su marido (muerto);

El tipo de argumento que realiza en este caso el tribunal se co­ rresponde con el esquema siguiente: la primera premisa es una pro­ posición condicional, formada a su vez por dos proposiciones: el an­ tecedente y el consecuente; la segunda premisa es la afirmación del antecedente; y la conclusión es la afirmación del consecuente. O sea:

— Si el padre no expresa su consentimiento, no es posible proce­ der a la inseminación artificial. — El padre no ha expresado su consentimiento. — Por lo tanto, no es posible proceder a la inseminación artificial. hecho, se argumenta en los campos de la ciencia, el Derecho, la moral o la vida ordi­ naria; la lógica clásica, «formal», sería una lógica «idealizada» que —como decía Toulmin— sólo daría cuenta de la manera de argumentar en un campo muy reduci­ do de la experiencia: el de la geometría. El término «lógica informal» (un equivalen­ te sería «argumentación crítica») se ha difundido ampliamente en las décadas de los ochenta y noventa del siglo xx, pero ese enfoque («una concepción pragmática del diálogo razonable en cuanto estructura normativa para la argumentación» [Walton, 1989, p. X]) se puede retrotraer a la obra de Toulmin (1958).

— Si [proposición p] entonces [proposición q] — [proposición p] — Por lo tanto, [proposición q] Y más esquemáticamente: Si p, entonces q P, por lo tanto, q

p -> q P___ q3i

Se trata de un esquema, de un tipo de argumento, que satisface muchos (infinitos) ejemplares de razonamiento: todos los que tengan esa misma forma. Ese esquema (y los correspondientes razonamientos) resultan válidos en virtud de una regla de inferencia (deductiva), la regla que dice que si se tiene una proposición de la forma «si p entonces q» y otra de la forma «p», de ahí se puede pasar a una nueva proposición, «q». O sea, en un condicional, afirmando (ponendo) el antecedente, se afirma (ponens) el consecuente. Se le llama, por ello, modus (re­ gla) ponendo ponens, la cual se expresa en un lenguaje distinto (de rango superior) al del lenguaje de los razonamientos (o tipos de ra­ zonamiento) que autoriza a efectuar; se utilizan, por ello, letras dis­ tintas: v

A B A____ B

Y, finalmente, la regla en cuestión se basa en una ley lógica, esto es, una ley que expresa una regularidad, una verdad, lógica: «Si p en31. El esquema es equivalente a: —ip —> ' i q -,P “ -q

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tonces q y p, entonces q» es una tautología, o sea, una expresión que es siempre verdadera, cualquiera que sean los valores (verdad o false­ dad) que tomen sus variables; mientras que «si p entonces q y p, en­ tonces no q» es una contradicción, una expresión que es siempre fal­ sa. La ley (obsérvese que no se formula en un metalenguaje, como la regla, sino en el lenguaje objeto) expresa una regularidad que permi­ te construir sobre ella reglas técnicas (reglas de inferencia), de mane­ ra semejante a lo que ocurre con las leyes científicas (o con las regu­ laridades naturales) y su uso técnico: si siempre que se da A, se da también B, uno puede construir la regla de que para obtener B debe hacer que se produzca A.32 Pues bien, todo argumento puede reconducirse a un determina­ do esquema, pero ese esquema puede ser más o menos formal, más o menos abstracto. Así, el ejemplo que hemos tomado obedece —de acuerdo con la lógica formal estándar— al esquema que hace válida la regla del modus ponens. Pero en la lógica «informal» de Walton po­ dría hacerse encajar, al menos, en dos de los tipos de argumentos que él distingue. Por un lado, puede verse como un argumento a partir de una regla establecida: «Dada la existencia de una regla (una norma) que exige el consentimiento del (futuro) padre para poder proceder a la inseminación artificial y dado que en este caso no se ha producido ese consentimiento, no puede procederse a la inseminación artifi­ cial.» O sea, el argumento se basaría en la fuerza que se concede a la regla: las reglas funcionan como razones que otorgan peso a la justi­ ficación de acciones. Pero, por otro lado, también sería un argumen­ to a partir de una clasificación verbal. La forma general de ese argu­ mento, según Walton, es:

— Si el silencio del futuro padre cae dentro de la categoría de no consentimiento (el silencio es una manera de no consentir), entonces el silencio supone que es imposible proceder a la inseminación arti­ ficial. — El silencio del padre puede considerarse como no consenti­ miento — Por lo tanto, es imposible proceder a la inseminación artificial.

— Premisa mayor: Si una cosa particular a puede clasificarse dentro de la categoría verbal C, entonces a tiene la propiedad F (en virtud de dicha clasificación). — Premisa menor: a puede clasificarse dentro de la categoría verbal C. — Conclusión: a tiene la propiedad F. O sea: 32. La distinción entre regla de inferencia o regla lógica y ley lógica guarda cierta analogía con la que efectúa Toulmin entre el warrant (la garantía) y el backing (el respaldo) de los argumentos (vid supra, ap. 1). La diferencia estriba en que, para Toulmin, esos dos elementos (la garantía y el respaldo) forman parte del esquema de los argumentos (junto con las razones, la pretensión, el cualificador y las condiciones de refutación).

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La diferencia entre la esquematización que hace posible la lógica formal y la que sugieren autores como Walton (el cual afirma seguir la senda trazada antes por Perelman y Toulmin) no estriba, sin em­ bargo, en que la primera da resultados inequívocos, en el sentido de que para cada argumento, ejemplar de argumento, habría un, y sólo un, esquema lógico. Así, siguiendo con el ejemplo, nada impediría ver en el mismo un modus tollens. O sea: — Para que sea posible (si es posible) proceder a la insemina­ ción artificial (entonces) tiene que haber habido consentimiento del padre (p -> q). — No ha habido consentimiento del padre (-n q). — Por lo tanto, no es posible proceder a la inseminación artifi­ cial (-i p). La diferencia estriba en que para llevar a cabo una esquemati­ zación de acuerdo con la lógica formal, se procede de una manera más abstracta, se toman únicamente en cuenta las categorías conte­ nidas en el lenguaje lógico. Por ejemplo, si lo hacemos según la ló­ gica de proposiciones, únicamente las constantes lógicas (-», a , v , - i) y las variables proposicionales (p, q, r...), junto con las reglas de formación de fórmulas. Eso explica que un mismo esquema lógico (el que garantiza la regla modus ponens) pueda dar lugar a diversos esquemas o formas desde la perspectiva menos abstracta en la que se sitúa Walton y los partidarios de la lógica informal: el argumento a partir de una clasificación verbal, el argumento a partir de un compromiso, el argumento ad hominem, etc., son todos ellos (o pue­ den ser vistos como) modus ponens. Esa perspectiva menos abstrac­ ta supone también que en el esquema o en las formas de los argu­ mentos juega un papel esencial el contexto, puesto que lo que inte­ resa aquí no es sólo la validez formal, sino también la solidez, la fuerza, de los argumentos; por eso, Walton no se limita a señalar cuáles son esas formas, sino que indica también de qué depende el que el argumento así esquematizado tenga o no fuerza; por ejemplo, en el argumento a partir de una posición de conocimiento, las «pre-

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guntas críticas» a hacerse serían: ¿está a en una posición para co­ nocer si A es verdadero (o falso)?, ¿es a una fuente honesta (confia­ ble)?, ¿afirmó a que A es verdadero (o falso)? Por ello también, son argumentos derrotables, revisables, a pesar de que satisfagan una determinada forma, pues es posible que la contestación a las ante­ riores cuestiones sea negativa o, mejor, las contestaciones se dan dentro de un continuo: a puede estar en una posición inmejorable, adecuada, inadecuada, etc.; puede tratarse de una persona absoluta­ mente honesta, razonablemente honesta, no hay razón para pensar que sea deshonesta, etc, Y, en fin, se comprende que algunos de los esquemas de los argu­ mentos distinguidos en la lógica informal puedan considerarse fa­ lacias desde otras perspectivas, como ocurre con el argumento ad hominem, el de la pendiente resbaladiza o el de la apelación al miedo. O sea, serían formas de argumentos falaces si se vieran exclusiva­ mente desde la perspectiva de la lógica formal; pero no lo serían —o no necesariamente— desde la perspectiva asumida por Walton, dado que los anteriores argumentos pueden, dadas determinadas circuns­ tancias, ser argumentos fuertes, sólidos. La conclusión, en todo caso, es clara. Se trata de maneras, de es­ tilos, distintos de esquematizar argumentos y de ahí que, en realidad, no exista incompatibilidad entre ambas perspectivas: la de la lógica formal y la de la lógica «informal». Lo único que cabría plantearse es si tiene sentido estudiar la forma (la forma abstracta) de los argu­ mentos, prescindiendo de los elementos que hacen que puedan tener o no (o en mayor o menor grado) fuerza en sus diferentes contextos de uso. Mi respuesta es que sí, aunque de ahí, naturalmente, no se si­ gue que el análisis de los argumentos deba quedarse ahí, en lo que he llamado la perspectiva formal. 7.

La forma de los argumentos jurídicos

Las consideraciones anteriores son, me parece, de gran impor­ tancia para comprender (y estudiar) cuáles son los tipos de argu­ mentos específicamente jurídicos. Si se parte, como lo estamos ha­ ciendo en este capítulo, de la concepción o perspectiva formal de la argumentación, la distinción básica a hacer sería, seguramente, en­ tre los argumentos deductivos y los no deductivos (inductivos). Res­ pecto de los primeros, se trataría de identificar cuáles son las formas deductivas más utilizadas en la práctica jurídica y por qué. En rela­ ción con los no deductivos, el análisis (que no puede ser en términos puramente formales) podría consistir en: a) señalar cuál es el grado

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de proximidad con los deductivos, esto es, qué faltaría para conver­ tirlos en deductivos, qué regla, principio, tópico, etc., habría que añadir; b) mostrar qué es lo que les dota de solidez y cómo usarlos de manera persuasiva. Por supuesto, también en relación con los de­ ductivos cabe plantearse su uso persuasivo, pero, en general, el mis­ mo viene limitado a poner de manifiesto que efectivamente se está usando una forma deductiva (por lo tanto, dotada del máximo grado de solidez) y que la misma resulta relevante para el problema de que se trate. Tomemos ahora algunas clasificaciones usuales de argumentos jurídicos para ver cómo se conecta con lo anterior. Una de ellas es la ya clásica de Ulrich Klug (1998) (seguida tam­ bién, en lo fundamental, y entre otros, por Alexy [1997a]), el cual dis­ tingue entre la forma básica del razonamiento jurídico —el silogismo judicial— que, en su opinión, sería una aplicación al campo del Dere­ cho del silogismo tradicional modus Barbara (vid. supra, nota 28), y los argumentos jurídicos especiales; en la última categoría incluye: el razonamiento por analogía (o a simili), el razonamiento e contrario, los argumentos a fortiori (a maiore ad minus y a minori ad maius) y el argumento ad absurdum. Klug también considera la existencia de ar­ gumentos interpretativos, los que sirven para establecer las premisas de los argumentos deductivos, pero estos últimos, en su opinión, no forman parte de la lógica jurídica y no les presta mayor atención: son «principios para la interpretación, no problemas lógico-jurídicos». O sea, a Klug le interesa exclusivamente lo que hay de deductivo en la forma de argumentar de los juristas. De ahí que deje de lado a los ar­ gumentos interpretativos, los cuales dependerían de cuestiones «teleológicas» ajenas en su opinión a la lógica. Y que, al estudiar la ana­ logía (quizás el más típico de los argumentos jurídicos) se centre en señalar cuál es el esquema (no deductivo) al que obedece el uso que del mismo (del argumento a simili) hacen los juristas, y en mostrar cuál sería el esquema que convertiría al argumento en deductivamen­ te válido; en su opinión, la clave del uso de la analogía está en una cuestión no lógica, en cómo se traza el «círculo de semejanza», esto es, la clase que abarcaría los casos presentes en las normas y el nue­ vo caso que se trata de decidir. En mi opinión, el de Klug es un análisis limitado de las formas de los argumentos jurídicos, y no sólo porque considere exclusiva­ mente las formas lógico-deductivas, sino también porque reduce enormemente el ámbito de los argumentos jurídicos; esto es, sólo considera un aspecto (el lógico-deductivo) de los razonamientos judi­ ciales a propósito de cuestiones normativas. La clasificación que ofrece Kalinowski (1973) es mucho más

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amplia y completa, porque este último considera como argumentos jurídicos a todos los que vienen exigidos por la vida jurídica y por­ que además (en esto se diferencia también de Klug) no tiene en cuenta únicamente a la lógica ordinaria, sino también a la lógica deóntica. Distingue así entre argumentos de coacción intelectual (lógi­ cos), de persuasión (retóricos) y propiamente jurídicos (los que se basan en presunciones, prescripciones, ficciones, etc.); como se ve, una clasificación que parecería estar trazada a partir de las tres pers­ pectivas de la argumentación que veíamos en el anterior capítulo: la formal, la pragmática y la material. Y esa clasificación la cruza con otra que puede hacerse (dentro de los argumentos jurídicos) entre argumentos normativos (cuando al menos una de las premisas y la conclusión son normas) y no normativos (los que se utilizan, por ejemplo, en el campo de la prueba), a los que sólo considera jurídi­ cos por accidente. Razonamientos no normativos serían: la inducción completa, el razonamiento deductivo (en contextos no normativos), el razo­ namiento reductivo (la abducción), el razonamiento por analogía, la inducción amplificante y el razonamiento estadístico; a estos ar­ gumentos que considera de aplicación universal y a los que llama «pruebas metodológicas» habría que añadir los argumentos retóri­ cos de persuasión y las pruebas puramente jurídicas, pero estas dos últimas, categorías meramente las menciona, sin ocuparse de ellas. Los razonamientos jurídicos normativos, por su lado, pueden te­ ner lugar en el plano de la elaboración, de la interpretación o de la aplicación del Derecho. En concreto, en el plano de la interpretación del Derecho, se utilizarían tanto argumentos extralógicos, esto es, que se basan en medios puramente jurídicos {a rubrica, pro subjecta mate­ ria, etc.) como argumentos paralógicos, que se basan en técnicas retó­ ricas (por ejemplo, el argumento ab auctoritate, a generali sensu, ra­ tions legis estricta, etc.) y argumentos lógicos que se basan en la lógi­ ca formal propiamente dicha (modus ponens, a fortiori, a simili ad si­ mile o per analogiam y a contrario). Los argumentos estrictamente ló­ gicos están regidos, sin embargo, tanto por reglas lógicas (las de la ló­ gica deóntica forman parte de las de la lógica formal deductiva), como por reglas extralógicas, esto es, reglas jurídicas de interpreta­ ción del Derecho; las primeras (las reglas lógicas) están subordinadas a estas segundas. Y en el plano de la aplicación del Derecho, Kalinowski distingue cinco tipos de silogismos jurídicos que se resumen en un mismo esquema (el «debe» del esquema debe interpretarse como un operador deóntico genérico que puede sustituirse, según los casos, por «está prohibido», «está permitido», «no está permitido»,

«es facultativo», «es obligatorio») en el que cabe distinguir dos pasos. El primer paso sería así: — Para todo individuo x y acción a, si x realiza a, entonces para todo individuo y y toda acción ß, y debe realizar ß. — Por lo tanto (en virtud de la regla dictum de omni) si el indivi­ duo A ha realizado la acción a, entonces el individuo B debe realizar la acción b. Y a partir de ahí (en un segundo paso) se añadiría la premisa: — El individuo A realiza la acción a. Con lo que se llega a la conclusión: — Por lo tanto (en virtud de la regla de separación o modus po­ nens) el individuo B debe realizar la acción b.33 Una clasificación de los argumentos jurídicos que ha sido segui­ da con frecuencia (vid., por ejemplo, Ezquiaga, 1987, y CasanovasMoreso, 1998) es la de Giovanni Tarello (1974; 1980). Este último (Tarello, 1980) distingue 15 argumentos interpretativos34 típicamente ju33.

Por ejemplo, se parte de la norma:

— Si alguien ha cometido un homicidio, entonces el juez debe condenarle a una pena de por lo menos cinco años de prisión. — Por lo tanto, si Pedro ha cometido este homicidio, entonces Pablo (el juez) debe condenarlo a esta pena (igual o superior a 5 años de prisión). — Mas Pedro ha cometido este homicidio. — Luego, Pablo debe condenarlo a esa pena. 34, Entendiendo por interpretación la atribución de significado a enunciados o documentos normativos. En su trabajo de 1974, Tarello había distinguido 13 tipos de argumentos jurídicos. El estudio pionero (y que sigue siendo útil) de argumentos judiciales de Giorgio Lazzaro (1970) incluía 5 grandes tipos de argumentos: apela­ ción a un principio general, no redundancia o economicidad, argumento histórico, referencia a los trabajos preparatorios (a la voluntad del legislador) y argumento apagógico; todos ellos están incluidos en el esquema de Tarello. El análisis de Guastini de diversas «técnicas interpretativas» sigue también los pasos de Tarello. La es­ trategia utilizada por Guastini consiste en distinguir dos tipos (mutuamente exclusi­ vos y conjuntamente exhaustivos) de interpretación: la interpretación literal o decla­ rativa y la interpretación correctiva que, a su vez, puede ser extensiva o restrictiva. Existirían así técnicas argumentativas utilizadas: para justificar una interpretación literal (el argumento del sentido común y a co n tra rio —en una de sus variantes—); para justificar la interpretación literal (argumento que apela a la intención del legis­ lador, argumento apagógico y argumento naturalista); para justificar una interpreta-

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rídicos: 1) a contraño; 2) a simili'; 3) a fortioñ; 4) de la plenitud de la regulación jurídica; 5) de la coherencia de la regulación jurídica; 6) psicológico; 7) histórico; 8) apagógico; 9) teleologico; 10) económico; 11) de autoridad; 12) sistemático; 13) basado en la naturaleza de las cosas; 14) de la equidad; 15) a partir de principios generales (o analo­ gia iuris). Tarello se esfuerza por mostrar que ninguno de esos argumentos tiene un carácter estrictamente lógico. Según él, los cinco primeros tienen una forma lógico-deductiva reconocible,*35 pero no poseen un valor constringente, en el sentido de que son esencialmente depen­ dientes del contexto, esto es, su solidez o fuerza persuasiva depende de circunstancias que nada tienen que ver con su forma. Por ejemplo, el argumento a contraño, en contextos interpretativos, lo formula así:

Si se considera desde la perspectiva de la lógica formal, lo ante­ rior vendría a ser una especificación del esquema garantizado por la regla modus tollens. Un esquema que cabría formalizar así:

«Dado un enunciado normativo que predica una cualificación nor­ mativa de un término del enunciado que se refiere a un sujeto o a una clase de sujetos, se debe evitar extender el significado de ese término hasta comprender sujetos o clases de sujetos no estrictamente o literal­ mente incluidos en el térm ino calificado por el prim er enunciado nor­ mativo» (1980, p. 346). ción extensiva (a sim ile y a fortiori ); para justificar una interpretación restrictiva (ar­ gumento de la disociación): para justificar una interpretación correctiva que sea ex­ tensiva o restrictiva (argumento sistemático), y, en fin, técnicas interpretativas que escapan a la distinción entre interpretación declarativa y correctiva (el argumento histórico y el argumento evolutivo). Vid. Guastini, 1996, pp. 173 y ss. 35. Moreso (en Casanovas y Moreso, 1998) formaliza de la siguiente manera el argumento a contrario, a sim ili a simile o analogia legis, el argumento teleologico y el argumento sistemático: Argumento a contrario: (x) (Fx -> PhGx) (x) (—iFx —> —iPhGx) Argumento teleológico:

Argumento a simile a simile (analogia legis): (x) (Fx v Sx-> OGx) (x) (Hx -> Sx) (x) (Hx -» OGx)

(x) (-. F x a F"x-> (x) (Gx F'x)

^4

(x) (-> Gx a

-i

donde O es un operador deóntico general que cabe sustituir por «obligatorio», «prohibido», «permitido», etc. Así, en el ejemplo que veíamos en el apartado anterior: — Si el juez puede autorizar la inseminación de la mujer, enton­ ces el esposo tiene que haber otorgado consentimiento. — Por lo tanto, si el esposo no ha otorgado consentimiento (la ley habla de «consentir» y ese término no puede extenderse para comprender, por ejemplo, los supuestos de consentimiento tácito o de consentimiento hipotético), entonces el juez no puede autorizar la in­ seminación de la mujer. En otros casos, como —por ejemplo— en relación con el argu­ mento de autoridad, la forma —el esquema lógico— sería quizás me­ nos patente —menos formal o abstracto—, pero no por ello inexisten­ te. Tarello lo expone así: «El argumento autoritativo (o, tradicionalmente, a b e x e m p lo ) es aquel por el cual a un enunciado normativo se le atribuye el significado que ya le ha sido atribuido por alguien, y sólo por este hecho [porque le ha sido atribuido por alguien]. Se trata del argumento que invita a ate­ nerse a las aplicaciones-producto o interpretaciones-producto prece­ dentes, esto es, a la praxis aplicativa consistente en el producto de la in­ terpretación oficial o judicial, o bien en la interpretación de la doctri­ na» (1980, p. 272).

Lo cual podría expresarse de esta manera:

Argumento sistemático:

Op -i q —> —ip

(x) (OGx -> Fx) (x) (-i Fx -> -i OGx)

PHx)

F"x-> - i PHx)

Obsérvese que la formalización del argumento a contrario en una de sus formas (lógicamente inválida) no coincide con la utilizada en el texto; ello se debe, entre otras cosas, al propósito de Moreso de dar a la premisa una lectura precriptiva (en el texto se trataría más bien de una proposición normativa). Sobre el argumento a con­ trario, véase recientemente García Amado, 2001.

1. La norma N contiene el término T. 2. El término T debe entenderse en el sentido que le atribuya la autoridad A. 3. La autoridad A atribuye a T el sentido T'. 4. Por tanto, el término T de la norma N debe entenderse en el sentido T'. La perspectiva elegida por Tarello no es, por supuesto, la de la lógi- ca formal, sino una mucho menos abstracta que le lleva a no prescindir

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de la materia a la que se refiere el argumento y, en general, del contex­ to. En realidad, viene a coincidir ampliamente con lo que hoy —como veíamos en el apartado anterior— suele entenderse como «lógica infor­ mal». O, para expresarlo con las categorías de Toulmin, la formulación que de los argumentos presenta Tarello viene a ser, típicamente, una ga­ rantía (warrant) o lo que cabría llamar una regla de inferencia material. Lo que a él le interesa esencialmente no es, en definitiva, la forma lógi­ ca, sino el contexto de uso. Así, Tarello señala que el argumento a con­ trario tiene fuerza persuasiva en aquellas culturas en las que se atribuye gran valor a la letra del documento; en las que se trata de establecer un vínculo rígido de los órganos aplicadores a los productores de normas; etc. De manera que la tipología de razonamientos jurídicos de Tarello no está construida esencialmente desde una perspectiva formal, sino más bien desde una material y pragmática. Se trata de un análisis de gran interés que tiene en cuenta los elementos históricos (la evolución en el uso del argumento), los diversos contextos en los que operan los sistemas jurídicos y las culturas jurídicas, así como las diversas ramas del Derecho (el argumento a contrario tiene mucha mayor importancia en el Derecho penal y, en general, sancionador, que en el Derecho civil, etc.). Es importante señalar que la aproximación de Tarello tiene un propósito exclusivamente descriptivo y renuncia a dar cualquier crite­ rio de evaluación, lo que seguramente se debe a su escepticismo en ma­ teria interpretativa y a su no cognoscitivismo en materia moral. En realidad, una clasificación de los argumentos que pretenda ser general tiene que basarse en alguna contraposición muy simple (y básica). Por ejemplo, la división entre argumentos deductivos y no deductivos (inductivos). Entre argumentos que van de lo general a lo general, de lo general a lo particular, de lo particular a lo general o de lo particular a lo particular (de esta última forma es como a veces se presenta la analogía). O la que formulan Perelman y Olbrecht-Tyteca, en su famoso Tratado (1989), entre técnicas argumentativas o argu­ mentos de asociación (tratan de conectar elementos en principio se­ parados) o de disociación (pretenden lleva a cabo la operación con­ traria: separar elementos que en el discurso estaban unidos); su es­ quema general es el siguiente: Técnicas argumentativas: — De enlace o asociación: • argumentos cuasi-lógicos - lógicos: ♦ contradicción ♦ identidad: * completa: definición

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* parcial: ■ regla de justicia ■ reciprocidad * transitividad - matemáticos: ♦ de inclusión: * relación parte-todo * relación parte-parte de un todo: ■ dilema ■ argumentos jurídicos: - a pari - a contrario - de comparación: argumento del sacrificio - probabilidades • argumentos basados en la estructura de lo real - enlaces de sucesión: ♦ basados en el nexo causal ♦ argumento pragmático ♦ relación hecho-consecuencia y medio-fin ♦ argumento medio-fin ♦ argumentación por etapas: * argumento del despilfarro * argumento de la dirección * argumento de la superación - enlaces de coexistencia: ♦ relación acto-persona: argumento de autoridad 4 relación individuo-grupo 4 relación simbólica 4 doble jerarquía 4 diferencias de grado y de orden • argumentos que fundan la estructura de lo real: - argumentación por el caso particular: 4 ejemplo 4 ilustración 4 modelo - razonamiento por analogía. — De disociación: • la pareja «apariencia-realidad» • las parejas filosóficas • las definiciones disociativas También en Schopenhauer (1997) hay una clasificación general de los argumentos que se centra en la controversia, en la disputa, y

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que se situaría —cabría decir— en el nivel pragmático (dialéctico) de la argumentación. Según él, hay dos modos para refutar un argumen­ to: apoyándose en lo que el otro ha dicho (argumentación ad rem) o en quién lo dice (argumentación ad hominem o ex concessis); y dos vías de refutación: una vía directa, que lleva a la premisa maypr, a la premisa menor o a la conclusión; y una vía indirecta, en donde cabe distinguir la instancia o el ejemplo (mostrar algo que se deduce de la tesis del otro y que no puede ser verdadero) y la apagoge (se acepta la tesis como una verdad preliminar y se muestra que conduce a un ab­ surdo). A mí me ha parecido (Atienza, 1990 y 1991) que hay una clasifi­ cación general que hacer de los argumentos y que resulta de particu­ lar interés para el Derecho. Consiste en partir de considerar la argu­ mentación en términos informativos, como el paso de la información contenida en las premisas a la información de la conclusión. Se pue­ de entonces distinguir tres estados informativos en que pueden en­ contrarse las premisas: a) En las premisas se cuenta ya con toda la información nece­ saria y suficiente para llegar a la conclusión. Argumentar consiste en­ tonces en reordenar de cierta forma la información, en deducir. b) En las premisas existe una información insuficiente para lle­ gar a la conclusión. Argumentar consiste entonces en añadir informa­ ción para llegar a una situación tipo a). Eso, a su vez, puede lograrse: 1. Incluyendo el nuevo caso en la información (norma) previa alegando que: 1.1. se da una razón semejante; 1.2. se da una razón aún de mayor peso. 2. Excluyendo el nuevo caso de la información (nonna) previa. c) En las premisas existe una información excesiva y contradic­ toria. Argumentar consiste entonces en suprimir información para llegar a una situación tipo a). Pues bien, parece claro que lo que se obtiene a partir del anterior esquema son precisamente los tipos más clásicos de argumentos jurí­ dicos: el silogismo subsuntivo (a); el argumento a pari (b 1. 1.1.); los argumentos a fortiori, a maiore ad minus y a minore ad maiore (b 1. 1.2.); el argumento a contrario sensu (b2); la reducción al absurdo (c).

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8.

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Subsunción, adecuación (razonamiento finalista: m edio-fin) y ponderación

¿Pero cuáles son entonces las formas generales (si se quiere, las formas de la justificación interna) de los razonamientos jurídicos? ¿Qué puede decirse de la estructura de la argumentación jurídica de­ jando al margen (o esencialmente al margen) consideraciones relati­ vas al contenido de la argumentación y a su contexto? En mi opinión, lo primero que habría que decir es que un análi­ sis de ese tipo resulta necesariamente limitado, aunque no por ello sea inútil. Quiero decir que si, por ejemplo, se tratara de analizar el razonamiento jurídico por analogía, habría que tener en cuenta tres dimensiones del mismo. La primera sería la estructura del razona­ miento, si tiene o no una forma deductiva, o qué premisas habría que añadir al razonamiento por analogía tal y como lo usan los juristas para que tenga una forma deductiva, etc. En segundo lugar, habría que prestar atención al tipo de razones que se vehiculizan a través de esa estructura, a la naturaleza de las premisas del argumento: lo esencial entonces es la noción de «identidad de razón» (que viene a corresponderse con lo que Klug llamaba «círculo de semejanza» [vid. Atienza, 1986]) y de coherencia. Y finalmente, habría que mostrar para qué se usa, con qué propósito, esa forma de razonamiento, y bajo qué condiciones resulta persuasiva la analogía. Como se ve, se trata de tres dimensiones que se corresponden con las tres concep­ ciones o aspectos de la argumentación distinguidos en el anterior ca­ pítulo. Lo que ahora nos interesa es únicamente el primero de esos aspectos: la estructura o la forma de los argumentos. Ahora bien, el análisis de la estructura de los razonamientos jurí­ dicos no puede hacerse prescindiendo absolutamente del contexto. Por ejemplo, esas estructuras no serían exactamente las mismas (si uno trata de captar algo distinto a lo que serían las meras estructuras de­ ductivas o inductivas) según que se trate de la producción legislativa del Derecho o bien de la justificación judicial de decisiones concretas; la argumentación legislativa es mucho más abierta y compleja (vid. Atienza, 2004a). Por otro lado, las estructuras son característicamente distintas según que se trate de la argumentación en relación con pro­ blemas normativos o con problemas fácticos. De nuevo, el razona­ miento de tipo fáctico es más abierto que el normativo: simplemente, no hay prácticamente ningún tipo de enunciado fáctico que no pueda ocupar el lugar de una premisa en el razonamiento de un juez;36 mien36. Mejor dicho, hay enunciados fácticos que no pueden funcionar como pre­ misas, pero no por su contenido sino, por ejemplo; porque el juez ha llegado al co-

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tras que el lugar de las premisas normativas sólo pueden ocuparlo nor­ mas válidas del sistema de referencia o normas a las que estas últimas remitan. Si nos centramos en el razonamiento justificativo de los jue­ ces, creo que se podrían distinguir tres formas o estructuras básicas: el razonamiento clasificatorio o subsuntivo; el razonamiento finalista, que se basa en la idea de adecuación, y la ponderación. Es de impor­ tancia fundamental darse cuenta de que cada una de esas formas de argumentación está ligada a un tipo de enunciado jurídico y, más exac­ tamente, a un tipo de norma regulativa, pues las normas constitutivas y las definiciones (como se verá en el próximo capítulo) no funcionan como razones operativas (no son la premisa mayor o la garantía de un razonamiento con normas); se trata, respectivamente, de las reglas de acción, las reglas de fin y los principios.* 37

— Si se dan una serie de propiedades, X (que configuran un caso genérico), entonces es obligatorio (prohibido, permitido) reali­ zar la acción Y. — En este caso se dan las propiedades X (o sea, el caso concreto se subsume en el caso general). — Por lo tanto, es obligatorio (prohibido, permitido) realizar la acción Y.39

1. La argumentación subsuntiva o clasificatoria tiene lugar cuando se trata de aplicar una regla de acción, esto es, una regla que establece que si se dan determinadas condiciones de aplicación (un caso genérico) entonces alguien debe, puede o está obligado a reali­ zar una determinada acción. En el ejemplo que manejábamos en el anterior apartado: si no existe consentimiento por parte del padre, el juez no debe autorizar la inseminación. Además de esta premisa nor­ mativa, el esquema contiene una premisa fáctica que afirma que un determinado hecho ha tenido lugar: puede tratarse —en el ejemplo— del hecho de que el padre no ha consentido; o bien —en otros posi­ bles ejemplos— del hecho de que Fulano ha dado muerte a Zutano, de que Mengano figura en el registro de la propiedad como titular del bien M, etc. La conclusión es un enunciado normativo singular: se debe no autorizar la inseminación; se debe condenar a Fulano a la pena P; se debe declarar que el bien M es propiedad de Mengano; etc. O sea, a la conclusión se llega mediante una clasificación o subsunción del caso concreto dentro de la clase correspondiente.38 El esque­ ma (que, desde el punto de vista lógico, podría formalizarse como un modus ponens) vendría a ser:

nocimiento que expresan los enunciados de manera privada, o sea, no ha sido adqui­ rido durante el proceso. 37. Sobre las nociones de regla de acción, regla de fin y principio jurídico, vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1996, e infra, cap. 4, ap. 5. 38. Los ejemplos de subsunción se refieren al razonamiento del juez, no al ra­ zonamiento de los súbditos. Es importante hacerlo notar, pues una norma, como la que establece que el consentimiento del padre es necesario para que pueda llevarse a cabo la inseminación, es ambigua: puede entenderse como una norma dirigida a los particulares, o como una norma dirigida a los órganos aplicadores, a los jueces.

, 2. Pero ésta no es la única forma general de argumento que los jueces utilizan. Es la más usual, pues ese esquema permite simplificar mucho las cosas y reduce drásticamente la discrecionalidad: hace abs­ tracción de las consecuencias futuras de las decisiones y proporciona se­ guridad en los procesos aplicativos. Pero imaginemos ahora un caso en el que el juez debe resolver, en un supuesto de divorcio, a cuál de los pa­ dres conceder la custodia de los hijos menores. Para ello tiene que partir de la nonna (regla de fin) que le indica que debe tomar la decisión que mejor satisfaga los intereses del menor. Su argumento, entonces, no puede ser ya clasificatorio, sino que tendrá que adoptar la forma de un tipo de argumentación finalista que tendría que seguir básicamente el esquema del razonamiento práctico aristotélico, con la diferencia de que la primera premisa, la que marca el objetivo a cumplir, no es un deseo sino una norma. A su vez, aquí habría que distinguir dos modalidades. La primera modalidad (la más afín al esquema aristotélico y al de von Wright) incluye una premisa que establece una relación de condición necesaria entre el curso de acción a emprender y el objeti­ vo a alcanzar. El esquema, entonces, sería: — — — —

En las circunstancias X, es obligatorio procurar alcanzar F. Si no se realiza la acción M, no se alcanzará F. En este caso concreto se dan las circunstancias X. Por lo tanto, es obligatorio realizar la acción M.40

39. En lógica de predicados (ya hemos visto que la lógica proposicional resul­ ta aquí insuficiente) sería: (x) F'x Fa

OGx

OGa 40.

Su formalización lógica podría ser: X X OM

OF

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Ahora bien, ese esquema de razonamiento no es probablemente el más frecuente en la práctica, sobre todo si se pensara, más que en la práctica judicial, en la de los órganos administrativos. En el caso del razonamiento judicial, la utilización del anterior esquema viene facili­ tado por la simplificación (la bivalencia) que suele caracterizar a la de­ cisión judicial; o sea, en el ejemplo, el juez sólo puede conceder la cus­ todia al padre o a la madre, de manera que, si opta por concedérsela a esta última, su argumento puede expresarse en la forma indicada (con una premisa que establece una relación de condición necesaria entre un medio y un fin). Pero en muchos otros casos, los cursos de acción a adoptar están más abiertos, de manera que no puede establecerse ese tipo de relación entre los medios y los fines. Necesitamos, por ello, otra modalidad, otro esquema de razonamiento, que bien podría ser éste:

Podríamos decir ahora que la relación de preferencia (o de ma­ yor adecuabilidad), en un caso límite, se expresa con la idea de que sólo M conduce a F, de manera que este último esquema puede con­ siderarse, en definitiva, como el esquema general de la adecuación o razonamiento finalista (medio-fin). En todo caso, lo que importa es darse cuenta de las diferencias existentes con el esquema anterior (el de carácter subsuntivo o clasificatorio):

— En las circunstancias X, es obligatorio (o está justificado) procurar alcanzar F. — Si se realiza la acción M, entonces se alcanzará F. — M es preferible a otros cursos de acción (MI, M2...Mn) que también conducirían a F. —Por lo tanto, es obligatorio (o está justificado) realizar la ac­ ción M.41 En donde X representa las circunstancias del caso, F el objetivo que se desea lo­ grar y M la acción causalmente conectada con F. En el argumento del ejemplo: — En caso de separación o divorcio, el juez debe conceder la custodia de los hijos menores de manera que se satisfaga en la mayor medida posible el interés del menor. — Si no se concede la custodia a la madre, no se satisfará ese interés (no se lo­ grará el objetivo). — Éste es un caso de divorcio. — Por lo tanto, el juez debe conceder la custodia a la madre. La distinción se puede encontrar, por ejemplo, en Alexy (1997a), cuando ha­ bla de dos formas de los argumentos (que él relaciona con dos concepciones de la ética: la deontologicista y la consecuencialista) y, quizás sobre todo, cuando expone el esquema de la interpretación teleológica (en cuanto forma de la justificación ex­ terna); pero no parece que Alexy lo relacione con la existencia de dos tipos de nor­ mas —de acción y de fin—. La anterior fórmula sería, de todas formas, entimemática, en cuanto que para considerarla una deducción habría que añadirle una pre­ misa: (OF a ( —i M - » —i F)) - » (OM). 41. Una posible formalización sería: X -» OF M-)F M > MI, M2...Mn X OM,

— En cuanto a la premisa normativa. Las reglas de acción están orientadas (desde el punto de vista del aplicador) hacia el pasado, en el sentido de que establecen que, dadas ciertas circunstancias, al­ guien debe, puede o tiene prohibido realizar tal acción. Las reglas de fin, por el contrario, se dirigen hacia el futuro: señalan un objetivo (futuro) a alcanzar; es, por tanto, una forma más abierta de regular la conducta y su aplicación es, por ello, menos predecible: hay una ma­ yor apertura hacia la discrecionalidad.42 Esta última es, sin duda, la razón de que ocupen un lugar relativamente poco relevante en la ar­ gumentación judicial, mientras que son centrales en los razonamien­ tos de los órganos legislativos y administrativos o de los abogados. — En cuanto a la premisa fáctica. En el esquema subsuntivo se trata simplemente de señalar que ha ocurrido un cierto hecho, con lo cual se satisfacen las condiciones de aplicación de la norma. Pero en el esquema finalista, además de esto, hay otra premisa que enuncia un juicio predictivo sobre lo que ocurrirá (u ocurriría) en el futuro; es un juicio abierto, por lo tanto, hacia el mundo de las conexiones cau­ sales. Normalmente (como en el ejemplo) es un juicio contrafáctico: si no se otorga la custodia a la madre, no se logrará satisfacer en el mayor grado posible el interés de los menores. Se trata, por tanto, de dos esquemas o formas distintas de argu­ mentar, basadas en otras tantas maneras de dirigir la conducta: me­ diante reglas de acción o mediante reglas de fin. Sin embargo, esos dos esquemas pueden ser coincidentes en un caso extremo, cuando una determinada acción genérica sea la única causalmente conectada con el objetivo a alcanzar (o sea, si se pensara que otorgar la custodia a las madres fuera siempre la mejor manera de asegurar el bienestar de los menores); lo que tendríamos entonces es una regla de acción (en cuya aplicación se prescinde de que exista o no una relación de en donde «>» expresa una relación de preferencia o de mayor adecuabilidad que ten­ drá que ver con las consecuencias que se derivan de (o con los valores que se prote­ gen o se vulneran al) realizar M o alguno de los otros cursos de acción. 42. Sobre esta noción, vid. Iglesias (1990) y Lifante (2002 y 2006).

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causalidad): «en caso de divorcio o de separación, la custodia de los menores debe otorgarse a la madre». 3. Ahora bien, los jueces no utilizan sólo esos dos esquemas ar­ gumentativos, por la simple razón de que, cuando tienen que aplicar el Derecho para resolver un caso, no siempre tienen disponible una regla. Dicho de otra forma, los jueces no sólo aplican reglas, sino también principios. Tienen que recurrir a principios, básicamente, cuando no existe una regla aplicable a la situación (laguna normati­ va) o cuando sí que existe una regla, pero ella es incompatible con los valores y los principios del sistema (laguna axiológica); o sea, se trata —en este segundo caso— de supuestos en los que la pretensión de la regla de servir como razón concluyente y excluyente falla, porque el aspecto directivo de la misma se separa del justificativo.43 La aplicación de principios para resolver casos concretos no pue­ de tener lugar, sin embargo, de manera directa, pues los principios suministran sólo (como luego se verá [vid. cap. 4] razones no peren­ torias, razones prima facie, que tienen que ser contrastadas con otras, provenientes de otros principios o de otras reglas. La aplicación de los principios supone, por ello, una operación con dos fases: en la pri­ mera, se convierte el principio (o los principios) en reglas: esto es a lo que en sentido estricto se le puede llamar ponderación; luego, en una segunda fase, la regla creada se aplicará según alguno de los dos an­ teriores modelos: el subsuntivo o el finalista. ¿Cuál es entonces la estructura argumentativa de la ponderación, es decir, de un razonamiento cuya conclusión (con alguna excepción) no es un enunciado normativo singular, sino una norma —regla— ge­ neral que establece una solución normativa para un caso genérico? Aquí, de nuevo, es fundamental partir de una distinción entre dos ti­ pos de principios: los principios en sentido estricto y las directrices (vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1996). Ambos tienen condiciones de aplicación abiertas o, en la terminología de von Wright, son esencial­ mente normas categóricas (vid. Aguiló, 2000, p. 136) que no tienen otras condiciones de aplicación que aquéllas que se desprenden de su contenido. Pero los principios en sentido estricto son normas de ac­ ción (aunque se trate de acciones definidas de forma muy genérica) y las directrices son normas de fin; estas últimas establecen la obliga43. Sobre esto véase Atienza y Ruiz Mañero (2000), y, más adelante, cap. 4, ap. 4. No incluyo aquí el supuesto de contradicción entre reglas, porque en tales ca­ sos podría ocurrir: a) que exista otra regla que resuelva la contradicción, de manera que sí que habría regla aplicable; b ) que no exista esa otra regla o que, existiendo, re­ sulte incompatible por razones axiológicas, de manera que ahora estaríamos en los supuestos de laguna normativa o laguna axiológica.

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ción, permisión, etc., de procurar obtener objetivos —estados de co­ sas— económicos, sociales, etc., fijados también de manera muy ge­ nérica. Por otro lado, dado lo abierto de las condiciones de aplica­ ción, es prácticamente inevitable que, en un determinado caso, no haya un único principio aplicable; lo usual es que concurran varios principios que plantean exigencias contrapuestas. La ponderación es la manera de encontrar una solución para esa situación de tensión. Y según que se trate básicamente de uno u otro tipo de principio, hay que hacer una distinción entre dos tipos de ponderación. Una es la ponderación que tiene lugar básicamente entre princi­ pios en sentido estricto, esto es, entre normas de acción como, por ejemplo, entre la norma —el principio— que prohíbe atentar contra el honor de las personas y de los grupos y la que garantiza —permi­ te— la libertad de expresión. Como ejemplo de ello puede servir el caso Friedman,44 en el que el tribunal constitucional español enten­ dió que el principio del derecho al honor prevalecía sobre el de liber­ tad de expresión, cuando se trataba de la manifestación de ideas que tuvieran un contenido xenófobo o racista. El caso puede resumirse así: Leon Degrelle, antiguo miembro de las SS, había hecho unas de­ claraciones a una determinada publicación en las que, entre otras co­ sas, negaba la existencia de campos de concentración en la Alemania nazi; la señora Friedman, en cuanto persona judía cuyos padres y abuelos habían perecido en Auschwitz, entendió que ello atentaba contra su honor; y el tribunal dio la razón a esta última: las manifes­ taciones de Degrelle, dadas las circunstancias del caso, rebasaban el ámbito tutelado por la libertad de expresión. Otro tipo de ponderación es el que tiene lugar a partir de directri­ ces. Me refiero con ello al proceso de concreción conducente a esta­ blecer una serie de medidas (que pueden consistir en reglas de acción o de fin, o simplemente en medidas concretas que establecen la obli­ gación de realizar cierta acción) a partir de una o varias directrices. Como ejemplo puede servir la propuesta de medidas dirigidas a facili­ tar el acceso a la vivienda, a partir de la directriz contenida en el art. 47 de la Constitución española: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos pro­ moverán las condiciones necesarias y establecerán las normas perti­ nentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.» Es obvio que las directrices juegan (o pueden jugar) un papel en el primer tipo de ponderación, por ejemplo, contribuyendo a atribuir un mayor peso a alguno de los principios en juego. Y los principios 44.

Vid. Sentencia del Tribunal Constitucional 101/1990 y Atienza, 1993.

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en sentido estricto en el segundo tipo de ponderación, puesto que marcan los límites dentro de los cuales puede llevarse a cabo el pro­ ceso de concreción. Cabría pensar por ello en un tercer tipo de pon­ deración, la que tiene lugar entre principios en sentido estricto y di­ rectrices (vid. Alexy, 2001). Pero me parece que estos últimos supues­ tos podrían reconducirse, al menos en la mayoría de los casos, a al­ guno de los otros dos: a veces se trataría de una ponderación del pri­ mer tipo, en la que una directriz puede tener fuerza suficiente no para justificar la excepción de un principio, pero sí para limitar su al­ cance (dejando a salvo el contenido esencial del mismo). Es, en mi opinión, lo que habría ocurrido en el famoso caso Kalanke45 (doctri­ na seguida luego en el caso Marshal):46 el tribunal europeo justificó que se pudiesen tomar medidas dirigidas a promover el objetivo de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres (una política de acción positiva o de discriminación inversa a favor de la mujer para el acceso a un determinado puesto de trabajo), siempre y cuando se respetase el contenido esencial del principio de no discriminación o de la igualdad ante la ley (que el ser varón no se convirtiera en una característica insuperable para lograr la promoción a un detenninado puesto de trabajo). Y otras veces estaríamos en presencia de una ponderación del segundo tipo, de una concreción en la que los prin­ cipios en sentido estricto (como suele ocurrir) juegan un papel con­ sistente en limitar el campo de acción de las directrices. Sea como fuere, creo que los dos tipos de ponderación indicados pueden consi­ derarse como las dos formas básicas que puede asumir esa opera­ ción. En el primer tipo de ponderación se pueden distinguir, a su vez, varios pasos. En el primero se constata que, ante una determinada si­ tuación (la que se trata de resolver) existen principios, valores, que ti­ ran en direcciones opuestas (por ejemplo, el derecho al honor, a favor de prohibir determinadas manifestaciones; el derecho a la libertad de expresión, a favor de admitirlas) y que necesitan algún tipo de ajuste, pues todas ellas no pueden satisfacerse al mismo tiempo. En una se­ gunda fase se establece una prioridad de tal principio o valor sobre otro, dadas ciertas circunstancias, y se aducen las razones para ello. Y finalmente se construye una regla (una regla de acción) que supone la traducción en términos deónticos de esa prioridad, y que será la base (la premisa) de la subsunción correspondiente. La ponderación

tiene, pues, lugar por medio de un proceso de construcción de una ta­ xonomía en la que se van formando casos genéricos y las correspon­ dientes reglas. Por ejemplo, si se examina un número suficiente de supuestos decididos por el Tribunal constitucional español, en los que entran en contradicción el derecho al honor y el derecho a la libertad de expresión, se puede ver cómo se van construyendo reglas distintas según que se den o no determinadas propiedades: que se afecte al ho­ nor en sentido estricto o al derecho a la intimidad; que se trate de li­ bertad de expresión o de información; que las informaciones sean o no veraces; que las informaciones tengan o no un interés público, etc. (vid. Atienza, 1996a). Si se hace abstracción del proceso de la argumentación y se bus­ ca captar esencialmente el resultado del mismo, lo que tendríamos es un esquema como el siguiente, en el que las premisas representan los dos primeros pasos del proceso (o, mejor dicho, el resultado del mis­ mo) y la conclusión el último paso. O sea:

45. Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 17 de octubre de 1995. 46. Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 4 de diciembre de 1997.

— En la situación concreta S, el principio P1 y el principio P2 —que tienen condiciones de aplicación abiertas— establecen exi­ gencias normativas contrapuestas (por ejemplo, permitido q y pro­ hibido q). — En la situación concreta S, dadas las circunstancias C, un principio prevalece sobre el otro (por ejemplo, P2 sobre Pl). — Por lo tanto, en esa situación y dadas esas circunstancias, está justificado dictar una norma que establece que si p (un conjunto de propiedades que incluye las derivadas de las circunstancias C), enton­ ces está prohibido q.47

47.

Su formalización lógica podría ser: ()-*Pq[Pl] ( ) -» Phq [P2] S/Pq a Phq S, C/P2 > Pl S, C/J (p -> Phq)

Como se ve, la primera premisa se transforma ahora en tres, para mostrar la existencia de dos principios (PI y P2) con condiciones de aplicación abiertas (repre­ sentadas con ( )). La situación S se refiere a una situación concreta definida por to­ das las circunstancias del caso de que se trate; p representa, abreviadamente, un con­ junto de propiedades seleccionadas por el juez para confeccionar el caso abstracto (o supuesto de hecho) de la norma que se pretende crear; y C son las circunstancias que sirven de justificación para configurar una tal norma.

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A partir de aquí (una vez que se dispone de una regla de acción), el segundo paso de la ponderación consistiría en una simple subsunción. Si volvemos al ejemplo del caso Friedman, S representaría to­ das las circunstancias que se dan en el caso; C, la circunstancia que el Tribunal Constitucional consideró relevante y que distinguía ese caso de otros anteriores y que había resuelto en sentido distinto: básica­ mente, el que se tratara de manifestaciones de carácter xenófobo o racista; y la norma creada («si p, entonces está prohibido q») podría leerse como: si alguien efectúa declaraciones que no se refieren a una persona concreta y que no caen bajo la libertad de información, sino de opinión, pero tienen un carácter xenófobo o racista, entonces di­ chas manifestaciones están prohibidas. La conclusión del argumento es que está justificado (J) dictar una norma con ese contenido. Y el dictado de esa norma abre el paso a la subsunción. Si la ponderación no la realizase un juez, sino un legislador (las reglas legisladas pueden verse, en buena medida, como el resultado de ponderaciones llevadas a cabo por el legislador), el esquema no se­ ría muy distinto: simplemente, habría que suprimir las referencias a un caso concreto; podría decirse que los legisladores ponderan, pero no a la vista de un caso concreto, sino en abstracto. Por supuesto, la mayor dificultad está en la última premisa del argumento de la primera fase, esto es, en el establecimiento de la re­ lación de precedencia de un principio sobre otro. Alexy, (2002) consi­ dera que para establecer esa precedencia es necesario tener en cuen­ ta tres elementos que, según él, forman la «estructura de la pondera­ ción» (diríamos que viene a ser la «justificación externa» de la pon­ deración) (vid. Alexy, 2002 y Bernal, 2003): la ley de la ponderación, la fórmula del peso y las cargas de la argumentación. La ley de la ponderación dice así: «cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro»; y se concreta a través de tres variables en la fórmula del peso. Las tres variables son: primera, el grado de afectación de los principios en el caso concreto; segunda, el peso abstracto de los principios relevantes (según la con­ cepción de valores predominante en la sociedad: por ejemplo, a la vida puede asignársele un valor superior al de la libertad); tercera, la segu­ ridad de las apreciaciones empíricas que se refieren a la afectación que la medida examinada en el caso concreto proyecta sobre los prin­ cipios relevantes. La fórmula del peso viene a decir que el peso del principio Pi en relación con el principio Pj, en las circunstancias del caso concreto, resulta del cociente entre el producto de esas tres variables referidas al principio Pi, por un lado, y el producto de las mismas variables referidas al otro principio, Pj, por el otro. Lo formu-

la así (cambio un poco la notación para hacerla más intuitiva para el lector español):

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Pes i, j

Ai x Pes i x Si Aj x Pes j x Sj

Alexy atribuye además un determinado valor numérico a las va­ riables: en cuanto a la afectación de los principios y al peso abstrac­ to, según que la afectación o el peso sea leve (1), medio (2) o intenso (4); y, en cuanto a la seguridad de las premisas fácticas, según que puedan calificarse de seguras (1), plausibles (1/2) o no evidentemen­ te falsas (1/4). De manera que podría efectuarse algo así como un cálculo matemático. Por ejemplo (vid. Bernal, 2003), imaginemos un caso en el que entran en conflicto el derecho a la vida y a la salud de un menor, por un lado, y el derecho a la libertad de cultos y al libre desarrollo de la personalidad, por el otro; se trata de resolver si los padres tendrían la obligación de ingresar al menor en un hospital, dado que existe un riesgo para la salud de este último y que la inter­ vención médica que habría que realizar supondría ir en contra de las convicciones religiosas de los padres. Los valores respectivos del de­ recho a la vida y a la salud (tomados conjuntamente) serían: 4,4 y 1; del derecho a la libertad de cultos y al libre desarrollo de la persona­ lidad, 2, 2 y 1. Entonces, el peso del primer principio sería 16/4 = 4; y el peso del segundo principio 4/16 = 0,25; de manera que lo que re­ sulta es claramente que el primer principio prevalece sobre el segun­ do: los padres deben ingresar al menor en el hospital. Ahora bien, en el caso de que existiera un empate entre los dos valores (el peso de los dos principios es idéntico; una situación, por lo demás, no tan rara), entonces entrarían en juego reglas sobre la carga de la argu­ mentación: por ejemplo, una regla que establece una prioridad en fa­ vor de la libertad, o (si se enjuiciara un caso de posible inconstitucionalidad de una ley), en favor de la ley, de considerar que esta últi­ ma es constitucional. Creo que el análisis de Alexy es interesante porque pone de ma­ nifiesto, efectivamente, cuáles son los diversos ingredientes que han de tomarse en cuenta para dar prioridad a un principio sobre otro, lo cual contribuye a racionalizar la operación. Pero me parece que el in­ tento de formulación matemática puede dar la falsa impresión de que se trata de un cálculo, de seguir un algoritmo, o algo por el estilo (a ello contribuye el uso reiterado de expresiones como «producto», «co­ ciente», etc.). El propio Alexy es consciente de que se trata más bien de una analogía que considera simplemente «instructiva» (Alexy,

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2002, p. 42). Pero el caso es que la asignación de los valores a las va­ riables —como Alexy reconoce— ha de hacerse de manera considera­ blemente discrecional, en el sentido de que no es algo enteramente predeterminado (como ocurre con la utilización de las reglas sobre la carga de la argumentación o a la hora de asignar cuál es la medida que supone que un principio tiene más peso que otro como para des­ plazarlo), de manera que lo importante no sería, en todo caso, el cálculo en sí, sino la asignación de los valores numéricos. En definiti­ va, la anterior formulación viene a ser un caso de uso metafórico del lenguaje matemático, que no parece añadir nada a la simple afirma­ ción de que la prioridad de un principio sobre otro se hace (o debe hacerse) teniendo en cuenta los tres elementos (o variables) señala­ dos por Alexy: la afectación de los principios, el peso abstracto de los mismos y la mayor o menor certeza de las afirmaciones empíricas. El segundo tipo de ponderación a que antes se hacía referencia es muy distinto. No arranca de constatar que frente a un caso parti­ cular existen principios que pugnan en direcciones opuestas, sino que el punto de partida es la necesidad de concretar un objetivo teniendo en cuenta, por supuesto, que eso no puede hacerse prescindiendo de cómo puede afectar al resto de los objetivos valiosos establecidos por el sistema o vulnerando los límites fijados por los principios en senti­ do estricto. Además, mientras que del primer tipo de ponderación lo que resultaba era una (nueva) regla de acción, que luego se aplicaba al caso, de esta segunda resultarán tanto reglas de acción como reglas de fin o la obligación o autorización para emprender determinadas acciones. Y, en fin, mientras que la primera ponderación es típica de los jueces (sobre todo, de los jueces constitucionales; pero también los legisladores —como se ha visto— efectúan ponderaciones al fijar reglas de acción a partir de principios y valores), la segunda cae en principio fuera de la competencia de los jueces; es decir, se trata de una operación que supone niveles muy elevados de discrecionalidad y que, por ello, los sistemas jurídicos confían, casi en exclusividad, a los legisladores y a los órganos gubernamentales y administrativos; lo que los jueces hacen al respecto es controlar que la ponderación se ha efectuado de manera correcta (lo que no implica propiamente ponde­ rar; sino comprobar que no se han sobrepasado los límites señalados por las reglas y los principios en sentido estricto). Tomemos el ejemplo de la directriz constitucional que fija el ob­ jetivo de facilitar el acceso a una vivienda digna y adecuada. Para al­ canzar ese objetivo, o aproximarse al mismo, es necesario fijar otros objetivos situados en un nivel de menor abstracción y que están a su vez conectados, en términos causales, con el fin último. Esos objeti­ vos más concretos, en las actuales circunstancias de un país como

España, podrían ser, pongamos por caso (vid. Rodríguez López, 2004): conseguir una mayor oferta de viviendas de protección oficial (VPO); aumentar la oferta de viviendas en alquiler; mejorar la actitud social ante el alquiler. A su vez, para lograr estos últimos objetivos se diseñan medidas aún más concretas que pueden consistir en normas de fin o de acción o en la realización de cierta acción: los ayunta­ mientos deberán calificar como suelo destinado a VPO un determina­ do porcentaje de suelo disponible; se debe impedir que las VPO se desvíen hacia fines que no sean servir como residencia habitual; se deben equiparar, a efectos de determinado impuesto, la propiedad de las viviendas y el alquiler; los inquilinos de VPO que cumplan tales requisitos tendrán una ayuda de tal cantidad de dinero; etc. El esquema podría ser el siguiente: — La directriz D —cuyas condiciones de aplicación son abier­ tas— establece la obligación de obtener el fin F. — Si se obtienen los fines F'l, F'2...F'n, entonces se obtendrá el fin F. — Si se establecen las normas NI, N2...Nn, entonces se alcanza­ rán los fines F'l, F'2...F'n. — Si se establecen las normas NI, N2...Nn, entonces no quedan afectados de manera esencial otros fines (distintos de F) o valores del ordenamiento. — Por lo tanto, está justificado establecer las normas NI, N2...Nn.48 Aquí, la segunda fase de la ponderación (que normalmente la llevará a cabo un órgano distinto al que realizó la primera) puede asumir la forma de una subsunción (si lo que se ha justificado es dictar una regla de acción), de un argumento finalista (si lo justifica­ do es una regla de fin), o puede que no exista propiamente una se­ gunda fase (si lo que se justifica en la primera es la adopción de una medida concreta); en este último caso (por ejemplo: «los Ayunta­ mientos están obligados a destinar el 10 % del suelo edificable a vi­ viendas VPO»), como ocurre con el fallo de una sentencia, lo único 48. En términos lógicos, podría escribirse: ( ) -» OF F'l a F 'l a ... F'n -> F NI a N2 a Nn -» F'l a F 'l NI a N2 a ... Nn — > - i E J (NI

a

N2

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... Nn)

a

... Fn

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que cabe ya es cumplirla o no cumplirla. En consecuencia, «N» pue­ de representar tanto una regla (como se refleja en el esquema) como una medida concreta. Como se ha dicho, a diferencia de lo que ocurría con el anterior tipo de ponderación, este segundo (al que cabría quizás llamar «con­ creción» o «desarrollo») no se efectúa a la vista de un caso concreto (teniendo en cuenta la situación S y las circunstancias C), sino bajo circunstancias generales (dada la existencia de tal sistema jurídico que opera en tal sistema social) no consideradas en el esquema. Pero, por lo demás, hay un manifiesto paralelismo entre uno y otro, así como cierta proximidad entre este segundo tipo de ponderación y el razonamiento finalista. En el caso de estos dos últimos esquemas de razonamiento, la dificultad fundamental radica en la «justificación externa» de las premisas empíricas, esto es, las que establecen rela­ ciones de causalidad entre medios y fines, o entre fines intermedios y fines últimos; en ambos casos, además, puede hablarse de esquemas distintos según que los primeros se vean como condiciones suficien­ tes, necesarias, o suficientes y necesarias para los segundos. Pero en la ponderación (a diferencia de lo que ocurre en el simple razona­ miento finalista) existe una premisa adicional (esto es, entran en jue­ go también los otros fines y valores del ordenamiento), que guarda un claro paralelismo con la última premisa del primer esquema de ponderación. Allí se trataba de mostrar que un principio o conjunto de principios tiene precedencia sobre otro u otros, en relación con determinadas circunstancias, para de esta forma configurar una nor­ ma, Aquí, que los principios del sistema no suministran razones de peso suficiente como para rechazar una norma, configurada de cierta forma. De manera que podría decirse que lo que Alexy llamaba «la es­ tructura de la ponderación» juega también aquí un cierto papel, aun­ que más negativo que positivo: sirve para justificar que no se ha tras­ pasado un límite, más bien que para configurar positivamente una norma. 9.

Algunas conclusiones

En las páginas anteriores han surgido una y otra vez dos impor­ tantes limitaciones del análisis lógico de los argumentos. Una es que la lógica no se ocupa propiamente de los argumentos, sino de los es­ quemas de los argumentos. Por ello, la lógica no permite por sí sola justificar (o explicar, o averiguar, o predecir) nada. Una cosa es la jus­ tificación formal y otra la justificación sin más. La idea de que la justificación, la motivación, de las decisiones va más allá de la lógica

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es un lugar común en la teoría de la argumentación jurídica y se pue­ de explicar de diversas maneras. MacCormick (1978) ha señalado que la justificación judicial de tipo deductivo es suficiente en los casos fá­ ciles (tiene, pues, como límite los casos difíciles), pero siempre y cuan­ do se acepten dos presupuestos: uno —de carácter práctico— es el de la obligación de los jueces de utilizar como premisas las normas del Derecho válido (la lógica, por sí misma, no da razones para aceptar las premisas), y otro —de carácter teórico— es que se cuente con algún criterio —como la regla de reconocimiento— para identificar cuáles son esas normas. Alexy (1997a) ha defendido la tesis de que la argu­ mentación jurídica es un caso especial de la argumentación práctica general, y que se caracteriza porque en ella rigen las reglas de discur­ so práctico general (que no son sólo reglas lógicas, sino también re­ glas de carácter semántico y pragmático) y reglas específicas del dis­ curso jurídico en donde, a su vez, distingue entre las que se refieren a la justificación interna (lógico-deductivas) y las de la justificación ex­ terna (que no tienen naturaleza lógica, aunque algunas de ellas las for­ mule recurriendo a la notación lógica). Y para Nino, (2000&), en fin, el razonamiento jurídico no es un razonamiento autónomo (sino depen­ diente en último término de la moral), lo que significa también que no puede ser entendido en términos puramente formales. La otra limitación se refiere a que los esquemas de la lógica —de la lógica deductiva— podrían no ser adecuados para dar cuenta de los argumentos, o de cierto tipo de argumentos; por eso, en el análisis formal de los argumentos debemos usar instrumentos que no son sólo los de la lógica formal ordinaria. Además de a la lógica deóntica, parece interesante por ello recurrir a lógicas divergentes (como las lógicas no monótonas, borrosas o paraconsistentes), aunque qui­ zás no para representar la argumentación justificativa de los jueces. A esquemas de tipo inductivo (o abductivo) que, sin embargo, quizás no sean distintos de los propios esquemas deductivos o, por lo menos, que se pueden reconstruir echando mano de la propia lógica deducti­ va ordinaria. O a análisis de la estructura de los esquemas de los ar­ gumentos que se mueven en un plano menos abstracto que los de la lógica ordinaria (formal); en este último caso, he tratado de mostrar que no se trata de análisis incompatibles, o sea, que la lógica infor­ mal es un complemento de, no una alternativa a, la lógica formal; y que tiene sentido efectuar un análisis formal que deje a un lado (o bá­ sicamente a un lado) consideraciones referentes al contenido de los argumentos y a su contexto. La lógica deductiva estándar es así el nú­ cleo de la concepción o de la perspectiva formal de la argumentación, pero ella es sólo una de las perspectivas desde las que pueden consi­ derarse los argumentos.

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La tesis del carácter necesario, pero no suficiente, de la lógica en el Derecho es bastante trivial, pero no siempre se ha aceptado. Contra ella parecen abogar, por un lado, quienes defienden lo que podría lla­ marse el imperialismo de la lógica y, por otro lado, quienes asumen la postura antitética, la del antilogicismo. La tesis imperialista radical viene a decir que la argumentación jurídica es exclusivamente de carácter deductivo: se trataría del for­ malismo jurídico que reduce toda la argumentación jurídica al silo­ gismo judicial de carácter subsuntivo. Hay, sin embargo, otras formas más sutiles de imperialismo. Una bastante difundida consiste en pen­ sar que la lógica no lo es todo en el Derecho (en el razonamiento ju­ rídico), pero que donde acaba la deducción empieza la arbitrariedad; o sea, que lógica y racionalidad son términos coextensivos. Lo que subyace a esta posición es un fuerte escepticismo sobre el alcance de la razón. Curiosamente, los formalistas más extremos (los deductivistas) vienen en este punto a coincidir con los realistas más radicales (como Frank o Nieto [vid. supra, cap. 1, ap. 8]); estos últimos tam­ bién piensan que lo único que hay de racional en la argumentación jurídica es el aspecto deductivo, pero (a diferencia de los primeros) le atribuyen a la lógica un papel muy limitado. Por parte de los lógicos profesionales, cabría decir que hay una cierta propensión a asumir (en alguna de sus modalidades) el imperialismo lógico, pero evidente­ mente no hay una conexión necesaria entre una cosa y la otra: se puede cultivar la lógica jurídica con plena conciencia de sus limita­ ciones, de que el estudio de la argumentación jurídica exige un enfo­ que multilateral. Las tesis antilogicistas, en su versión también radical, vienen a decir que la lógica deductiva (la «lógica») no ocupa prácticamente ningún lugar en el razonamiento jurídico. Se trata de una opinión que ha tenido siempre un gran predicamento en el mundo anglosajón y que está en la base de los precursores de la teoría de la argumenta­ ción jurídica de la segunda mitad del siglo xx. Pero también aquí, lo más usual no ha sido defender una versión radical del antilogicismo, sino una moderada, de acuerdo con la cual el papel de la lógica de­ ductiva en el razonamiento jurídico es muy modesto, de manera que lo que se necesita saber de lógica es tan obvio que no requiere una es­ pecial atención. Ésta es la posición que está detrás de diversas metá­ foras que se han usado para dar cuenta de lo que es —y de cómo fun­ ciona— el razonamiento jurídico: la imagen adecuada no sería la de una cadena (imagen usual para representar la argumentación de tipo deductivo), sino la de las patas de una silla (Wisdom, 1953) o la de la trama de un tejido (Perelman-Olbrecht-Tyteca, 1989, p. 719); en am­ bos casos, lo que se sugiere es que en el razonamiento jurídico puede

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fallar algún elemento —alguna premisa— sin que por ello se debilite la conclusión: la conclusión no es aquí tan débil como lo sea la más débil de las premisas del razonamiento, sino que su solidez es resul­ tado de la fuerza conjunta de sus componentes. Pues bien, contra lo que me parece a mí que hay que estar en la argumentación jurídica no es obviamente contra la lógica (cosa ab­ surda), sino contra sus pretensiones imperialistas (cuando existen). Por lo demás, como también se ha señalado, el análisis lógico de los razonamientos jurídicos no es en absoluto una tarea que pueda con­ siderarse ya finalizada; la impresión que se tiene es, por el contrario, la de que aquí hay mucho trabajo (mucho trabajo lógico) por hacer y que el mismo 'exige partir de una concepción suficientemente rica del Derecho, y de los enunciados jurídicos, que dé cuenta de la va­ riedad de elementos —de enunciados— que contiene. El paralelismo que muchas veces se ha trazado entre la gramática y la lógica no es ni mucho menos desacertado (aunque sea sólo un paralelismo). Para escribir bien no es suficiente con conocer las reglas de la gramática, pero ese conocimiento no es una ayuda desdeñable. Y algo parecido podría decirse del jurista que tiene que argumentar en el Derecho: no se es un buen jurista simplemente por conocer algo de lógica (la lógica elemental: de proposiciones y de predicados de primer orden), pero ese conocimiento es de una inestimable ayuda, sobre todo en determinados contextos; la lógica puede estudiarse habiendo abs­ tracción del contexto, pero no puede aplicarse sin considerar el con­ texto. En términos generales, cabría decir qué las contribuciones más importantes de la lógica a la argumentación jürídica consisten en lo siguiente: 1. Ofrecer esquemas, formas de argumentación, que ayudan a ordenar los argumentos y a dar, cuando menos, una primera idea de su posible bondad. Eso tiene importancia no sólo cuando se trata de analizar o evaluar un argumento, sino también cuando se tiene que construir un argumento. El Conocimiento de la lógica da claridad a lá argumentación. 2. Suministrar una ayuda importante para la interpretación y la conceptualización. La lógica proporciona un lenguaje —formal— al que traducir los argumentos del lenguaje natural y permite, por ello, darse cuenta de que un mismo argumento (o fragmento lingüís­ tico) expresado en un lenguaje natural puede ser formalizado (inter­ pretado) de diversas maneras. Obviamente, la lógica no resuelve el problema de interpretación, pero ayuda a ver dónde está el problema. Por ello también (porque ayuda a detectar imprecisiones —y a evitar-

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las—) es un poderoso instrumento para la redacción de textos jurídi­ cos: ¡la forma tiene mucho que ver con el contenido! Y por lo que hace a la conceptualization, dado que un concepto viene a ser el significado, el contenido, de una proposición, compren­ der un concepto viene a equivaler a ser capaz de mostrar —de hacer explícito— lo que se sigue y lo que no se sigue de esa proposición: un concepto es algo así como un «nudo» de una red inferencial (vid. Brandom, 2002; Vega, 2003, pp. 277 y ss.). 3. Proporcionar un criterio para el control de los argumentos. La lógica —al menos, la lógica deductiva clásica— no se ocupa de la actividad, del proceso, de la argumentación, sino del resultado, del producto; pero eso no la priva de interés. La lógica no refleja cómo de hecho argumentamos, pero nos da moldes con los que reconstruir esa argumentación, una vez que ha tenido lugar (y moldes que nuestros argumentos pueden seguir). Desde el punto de vista de la lógica de­ ductiva, la mayor parte de los argumentos que efectuamos en la vida cotidiana (y en el Derecho) son entimemáticos, esto es, no explicitan todas sus premisas. La lógica deductiva es un método para hallar las premisas que faltan y, en consecuencia, para controlar la calidad de los argumentos, pues nos lleva a planteamos la cuestión de hasta qué punto esas premisas implícitas son o no aceptables.

Capítulo 4

LA CONCEPCIÓN MATERIAL 1.

Concepción formal y concepción material

En el capítulo anterior he tratado de mostrar tanto la importan­ cia del estudio formal, estructural, de los argumentos, como sus limi­ taciones. Desde luego, parece claro que en todo argumento —y en toda argumentación— hay una forma reconocible —deductiva o no— cuya captación es fundamental para el análisis, la evaluación y la realización de argumentos. Pero, al mismo tiempo, esto no es sufi­ ciente. Como hemos visto, sólo excepcionalmente (en los contextos de disciplinas formales como la lógica o la matemática, o a propósito de las partes más teóricas de algunas de las ciencias) interesan única­ mente los aspectos formales de los argumentos. Lo usual es que cuando nos movemos en el campo de lo que Toulmin llama las «em­ presas racionales» de las ciencias, los negocios, la ética, la medicina, el arte, el Derecho... (los diferentes contextos en los que argumenta­ mos) nos preocupen también otros aspectos de la argumentación; nos interesa por ejemplo el contenido de verdad, de corrección, etc., de las premisas (y, por tanto, de la conclusión), pues eso hace que nues­ tros argumentos resulten no sólo válidos o inválidos, sino también fuertes o débiles, pertinentes o irrelevantes, aptos o no para sustentar una determinada tesis. Digamos que, si no fuera así, no trataríamos propiamente con argumentos, sino con esquemas de argumentos. Pues argumentar no consiste tanto en presentar una serie de proposi­ ciones estructuradas en una determinada forma, cuanto en ofrecer razones (buenas razones) sobre cómo es (cómo ha sido o cómo será) tal aspecto del mundo, o sobre qué debemos hacer (o deberíamos ha­ ber hecho o deberemos hacer en el futuro) frente a determinadas cir­ cunstancias. El límite del enfoque (o, según los casos, concepción) formal de la argumentación es que, por sí mismo, no permite constatar, expli-

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car, justificar, predecir... nada. Para usar de nuevo un ejemplo judi­ cial: el análisis formal de los argumentos permite mostrar que la jus­ tificación de una decisión como «condeno a X a la pena de 10 años de prisión» exige utilizar un argumento que tenga como premisas «el que realice un acto de la clase C debe ser condenado con la pena de 10 años de prisión» y «X ha realizado un acto de la clase C» y como conclusión «X debe ser condenado a la pena de 10 años de prisión».1 Pero eso, por sí solo, no justifica nada: nadie diría que la decisión del juez estuvo justificada si no hay buenas razones para pensar que la primera de las premisas es una norma válida del sistema jurídico del juez (y que los jueces están obligados a usar las normas válidas de su sistema) y para considerar acreditado que X realizó en efecto un de­ terminado acto perteneciente a la clase C. Ahora bien, aunque no quepa duda de que el contenido de los ar­ gumentos (la verdad o corrección de las premisas y de la conclusión) sea un aspecto esencial de la mayoría de nuestras prácticas argumen­ tativas, quizás no sea tan obvio que una teoría de la argumentación deba ocuparse de ello. Simplemente, si así fuera, parecería que la teo­ ría de la argumentación invadiría la teoría (o las teorías) de las diver­ sas empresas racionales; así, la teoría de la argumentación jurídica incluiría prácticamente todos (o muchos de) los saberes jurídicos: no sólo la teoría general del Derecho, sino también las diversas dogmáti­ cas (la teoría del delito o de la prueba), etc. ¿Qué quiere decirse, por tanto, con lo de enfoque o concepción material de la argumentación? Pues bien, quiere decirse un enfoque que no hace completa abs­ tracción (como el anterior, el formal) del contenido de los argumentos y del contexto en el que los mismos tienen lugar. Toma en considera­ ción, se centra en, los elementos materiales, pero para analizarlos en términos generales y sistemáticos (en cierto sentido de la expresión, en términos «formales»).2 Hablar de concepción «material» no quiere decir por ello que se esté pensando en el análisis de argumentos con-

cretos, o en un estudio de tipo puramente empírico. Es, como se ha dicho, un estudio de clases de argumentos y llevado a cabo de mane­ ra sistemática, pero con un método que no tiene como objetivo cen­ tral captar la forma, la estructura, de la inferencia. La concepción material viene a ser, en lo esencial, una teoría de las premisas o de las buenas razones; para ello, naturalmente, no puede prescindir del todo de la estructura de las argumentaciones de las que las premisas forman parte, pero esto último viene a ser un presupuesto o una con­ secuencia, no el centro de la teoría. Las preguntas fundamentales a hacerse aquí no son del tipo de ¿qué forma ha de tener un conjunto de proposiciones para que el paso de unas a otras preserve cierta pro­ piedad (verdad, corrección, etc.)? sino estas otras: ¿qué hace que algo pueda ser considerado como una razón (una buena razón) para expli­ car, justificar, etc., algo, con relativa independencia de la forma pre­ posicional que pueda adoptar y de que resulte o no persuasivo para alguien?; ¿qué tipos de (buenas) razones existen?; ¿cómo operan en el razonamiento que se lleva a cabo en el contexto de las diversas em­ presas racionales o prácticas discursivas: el Derecho, la ética, etc.? Es, como en su momento se señaló, el enfoque que cabe detectar en diversos autores y tendencias preocupados por captar la singulari­ dad del razonamiento jurídico; esa singularidad no podría radicar en la lógica formal, ni tampoco (o, al menos, no esencialmente) en una teoría de la persuasión. Justificar una decisión jurídica (en particular, una decisión judicial), sería algo que no depende en lo esencial ni de la estructura de la argumentación construida para ello, ni de los efec­ tos que pueda tener en sus destinatarios. Depende de que efectiva­ mente se ofrezcan razones del tipo apropiado. La idea de ver la argumentación jurídica, en lo esencial, como una teoría de las premisas, y no de la inferencia, está claramente puesta de manifiesto en la obra de Viehweg (1963; vid. también Gar­ cía Amado, 1988, y Roesler, 2004), con su insistencia en que la tópica no es un ars iudicandi (una técnica del juicio, del paso de las premi­ sas a la conclusión), sino un ars inveniendi (una técnica para hallar las premisas). La noción de «tópico» no está clara en Viehweg, como tampoco lo está en los otros autores que cabe encuadrar en la tradi­ ción de la tópica. Se dice, por ejemplo, que en la obra de Aristóteles los tópicos son tanto nociones generales que sirven para «seleccionar premisas», como «leyes de inferencia» (vid. Racionero, 1990, pp. 53 y 54). Ahora bien, esto último (el que sean «leyes de inferencia») no debe tomarse —digamos— en términos ontológicos, sino funcionales; lo que significa en realidad es que los tópicos sirven para, a partir de ellos, construir inferencias; los tópicos no son como las formas de los silogismos o, quizás mejor (echando mano de una distinción que vi-

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1. Es importante darse cuenta de que una cosa es la conclusión de un argu­ mento, y otra cosa la decisión que esa conclusión (o el argumento: el conjunto de premisas y conclusión) justifica. O sea, la conclusión de un argumento, en principio, es un enunciado, no una acción, una decisión, etc. En seguida se matizará esta afir­ mación. Celano distingue entre la acción, la intención, la decisión y el juicio práctico (normativo o valorativo: «debo hacer A» o «está bien que haga A». En su opinión, se trataría de aspectos distintos —que no constituyen un elenco, sino una progresión— de la respuesta a un problema práctico. Vid. Celano, 1994, p. 685. 2. Hago uso aquí de una ambigüedad esencial de «forma» o «formal». Según Tarello (1974, p. 19), en el uso moderno en las lenguas europeas, «forma» tiene bási­ camente dos acepciones: a) algo que prescinde del contenido; b) algo que constituye la característica esencial de un objeto o de un concepto. «Formal» lo uso, pues, aquí en esta segunda acepción.

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mos en el capítulo anterior entre regía lógica y ley lógica), dado el ca­ rácter a veces muy abstracto que tienen los tópicos en Aristóteles, es posible que una ley lógica (por ejemplo, el principio de tercio exclui­ do) funcione como un tópico, pero una regla lógica (por ejemplo, el modus ponens, el silogismo en modo Barbara) no sería un tópico. Di­ cho todavía de otra manera, el aspecto «formal» de los tópicos no se refiere a la forma de una inferencia (la relación que une las premisas con la conclusión), sino a la «forma» o el tipo de una proposición: lo que hace un tópico es que una determinada proposición que se ajus­ ta a él (o que es ese mismo tópico) pueda considerarse como proba­ blemente verdadera y sirva así como generadora de premisas (o como premisa) de argumentos plausibles. El equivalente de los tópicos, en el razonamiento científico, serían las leyes y las hipótesis, no las for­ mas argumentativas (deductivas o inductivas) usadas para, tomando como material precisamente esas leyes e hipótesis, construir argu­ mentos explicativos, justificativos, etc.3 Al igual que ocurre con las leyes y con las hipótesis científicas, el grado de generalidad de los tópicos (ésta es una de las maneras de cla­ sificar los tópicos) es muy variable. Algunos (se ha hablado, por ello, de «topica maior») son tan abstractos que podrían ser usados casi en‘cual­ quier campo; por ejemplo «el todo es mayor que las partes».4 Otros son relativamente concretos y se aplican a un único campo de experiencia; por ejemplo, al género judicial, a propósito de la prueba, pertenecería éste: «los hombres cometen injusticia cuando piensan que poner en práctica una determinada acción es posible, y posible para ellos mis­ mos, porque consideran que han de quedar ocultos; y, está en condi­ ciones de quedar oculto, por ejemplo, el débil tratándose de violencias y el pobre y el deforme tratándose de adulterio» {Retórica, I, 1372a). Y otros podrían verse quizás como de una generalidad media: por ejem­ plo, «si es posible lo difícil, también lo fácil» {Retórica, II, 1392a); o «si

sucede lo mismo, entonces es que también es lo mismo aquello a partir de lo cual sucede» {Retórica, III, 1399a, 5). Para ver cómo esos tópicos se convierten en argumentos, puede usarse el mismo ejemplo que ponía Aristóteles a propósito del último de los tópicos mencionados: «Jenófanes decía que igualmente come­ ten impiedad los que afirman que los dioses nacen como los que ase­ guran que mueren; porque, en efecto: la consecuencia es, en ambos casos, que hay un tiempo en el que no existen los dioses.» Si el ejem­ plo lo analizáramos según el conocido esquema de Toulmin, nos en­ contraríamos con que la pretensión estaría formada por «igualmente cometen impiedad los que afirman que los dioses nacen como los que aseguran que mueren»; la razón sería que unos y otros afirman que «hay un tiempo en el que no existen los dioses»; la garantía (implíci­ ta) es que «si alguien afirma que hay un tiempo en el que no existen los dioses, entonces comete impiedad»; y el respaldo, el tópico en cuestión: «si sucede lo mismo, entonces es que también es lo mismo aquello a partir de lo cual sucede», o sea, la igualdad de las conse­ cuencias remite a una igualdad de los antecedentes, o lo que tiene las mismas consecuencias debe tener la misma valoración. Lo que caracteriza a los tópicos es, pues, la función que cumplen en una argumentación: operar como respaldo (en el ejemplo que se acaba de poner) o como garantía de un argumento; el respaldo o la garantía (parte de las premisas) contribuyen a que el argumento construido a partir de ellas tenga una determinada forma (incluso una determinada forma lógica) y en ese sentido contribuyen a la es­ tructura del argumento; pero contribuir no es lo mismo que consti­ tuir, los tópicos, en definitiva, no son los esquemas lógicos, sino la materia de los argumentos. Precisamente, aunque la concepción de la argumentación de Toulmin pertenece preferentemente al enfoque pragmático, en su obra está también presente la dimensión material de los argumentos. Ello se ve, por ejemplo, cuando se examina la distinción que traza en­ tre argumentos formales y no formales (vid. Toulmin-Rieke-Jamik, 1984): en los primeros (que son los menos frecuentes en la práctica) sólo interesa la estructura interna de los argumentos (el conjunto es­ tructurado de pretensión, razones, garantía, respaldo, condición de refutación y cualificador), mientras que en los no formales (que son la mayoría) se plantean además cuestiones de relevancia externa. Ahora bien, la relevancia —precisa Toulmin— es «una cuestión sus­ tantiva, que tiene que ser discutida en la ciencia por los científicos, en el Derecho por los juristas, etc. Hay muy pocas «condiciones de re­ levancia» que sean de tipo completamente general, que se ajusten a todos los campos y foros y se apliquen a todos los tipos de argumen-

3. Se entiende así la respuesta que da Miguel Candel (en su Introducción a Tópi­ cos) a la pregunta de qué significa «lugar» o «topoi»: «una proposición, o mejor, un es­ quema proposicional —cuyas variables están habitualmente representadas por formas pronominales (esto, tal, tanto, etc.)— que permite, rellenándolo con los términos de la proposición debatida, obtener una proposición cuya verdad o falsedad (...) implica la verdad o falsedad, también, de la proposición debatida. El uso de la palabra «lugar» tendría aquí la función de señalar el carácter vacío, esquemático, de ese enunciado-ma­ triz. Y ahí precisamente, en ese carácter vacío, radica el aspecto lógico-formal que cobra por primera vez la dialéctica de la mano de Aristóteles» (Candel, 1982, pp. 84-85). 4. No siempre es cierto que el todo sea mayor que las partes. Como me lo hace notar Juan Ruiz Mañero, no lo es en el caso de conjuntos compuestos por un número infinito de miembros, como es el caso de los números naturales; aquí el todo (el conjunto de los números naturales) no es mayor que las partes (por ejemplo, el conjunto de los números pares).

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tos» (Toulmin-Rieke-Janik, 1984, p. 117). De manera que, en definiti­ va, el análisis «material» de los argumentos se caracteriza también porque no puede ser tan abstracto como el de tipo formal. Me parece que esa dimensión material de los argumentos está también presente en la distinción entre justificación interna y justifi­ cación externa que, a partir de la obra de Wróblewski (2001), puede considerarse como un elemento característico de la teoría estándar de la argumentación jurídica. La idea (y la necesidad) de la justificación externa no se refiere simplemente a que, en ocasiones (en los casos di­ fíciles), a la inferencia deductiva, al «silogismo judicial», haya que añadir otro tipo de inferencias: las que tengan como conclusión las premisas del silogismo último. Aparte de que estas últimas inferencias bien podrían tener también una forma deductiva, parece claro que lo que aquí (en el contexto de la justificación externa) importa no es tan­ to la forma o la estructura del razonamiento, cuanto el contenido de la argumentación; o sea, para poner un ejemplo, no tanto el esquema formal de un argumento interpretativo, cuanto los criterios, los cáno­ nes, de la interpretación, que permiten establecer la jerarquía entre los mismos, en qué condiciones se puede dar prioridad a una interpreta­ ción de tipo teleologico frente a una estrictamente literal, etc. Y es, desde luego, la idea que tiene presente Summers al estudiar el razonamiento justificativo de los jueces (del common law). Aunque él no emplearía la expresión «material» (para él, lo que aquí estoy en­ tendiendo por «material» sería una de las dimensiones de la «forma­ lidad» del Derecho),5 me parece claro que su estudio del razonamien­ to jurídico apunta esencialmente en el mismo sentido. Como veíamos en el anterior capítulo, lo que a él le interesa estudiar es la «fuerza justificativa» de los argumentos, esto es, de qué manera construyen los jueces (los jueces del common law) las premisas, las razones que deben servir como justificación de sus decisiones. Y lo que nos ofrece es, precisamente, una tipología de las razones (de las buenas razones) de carácter justificativo. Summers (1978) distingue cinco clases de razones: sustantivas, autoritativas, fácticas, interpretativas y críticas. En su opinión, el centro de la justificación en el common law son las razones sustantivas, que él opone esencialmente a las autoritativas. Estas últimas consisten en apelar al precedente o a otro tipo de auto­ ridad jurídica: las leyes, la analogía (que supone extender un criterio autoritativo a supuestos no previstos explícitamente), los tratados doctrinales, etc. Las razones sustantivas, por el contrario, derivan su

fuerza justificativa de consideraciones de carácter moral, económico, político, institucional o, en general, social; hay tres tipos principales de razones sustantivas: finalistas, de corrección e institucionales. Las razones finalistas son razones «cuya fuerza procede del hecho de que sirven para apoyar una decisión que previsiblemente (en el momento en que se toma la decisión) tendrá efectos que contribuirán a un fin social valioso» (p. 735). Las razones de corrección «derivan su fuerza justificativa (...) de la aplicabilidad de una norma socio-moral válida (sound) a las acciones de las partes, o a un estado de cosas que resul­ ta de esas acciones» (p. 752). Y las razones institucionales son razo­ nes de fin o razones de corrección que aparecen vinculadas a roles o a procesos institucionales específicos. O sea, que con lo que nos en­ contramos, en definitiva, es con una teoría de las premisas. También puede reconducirse a esta concepción o enfoque material de la argumentación la influyente teoría de las razones para la acción construida por Raz y otros autores. A diferencia de Summers, el enfo­ que de Raz es más abstracto: este último pretende construir las bases de una teoría general del razonamiento práctico y no sólo del judicial. Y para caracterizar su perspectiva de estudio, Raz habla con frecuencia de «análisis formal», de «lógica» de las razones, o de teoría de la «infe­ rencia práctica». Pero a lo que apunta con ello es a que su teoría «no ayuda ni intenta ayudar a un hombre a decidir qué razón supera a la otra», sino que ayuda a entender mejor qué es lo que se está haciendo (vid. Raz, 1991, p. 242); es decir, su objetivo en cierto modo es construir una teoría descriptiva o explicativa, y no normativa, del razonamiento práctico. Con esto no pretendo indicar que el interés de Raz sea el de construir una teoría de las razones para la acción en términos psicologistas, que ofrezca herramientas para esclarecer cuáles son las razones por las que un sujeto realmente actúa. Por el contrario, como luego se verá, Raz se preocupa por establecer qué tipos de razones justificativas existen y cómo se ordenan en la deliberación del agente. Se trata de una teoría (construida, como decía, desde un elevado nivel de abstracción) de las premisas del razonamiento práctico (y jurídico) que responde a las características de lo que he llamado «enfoque material». Desafortunadamente, la expresión «inferencia» se usa con mucha ambigüedad; en el caso de Raz, no tiene el mismo sentido que en la ló­ gica formal estándar, sino que más bien se aproximaría al significado de las «reglas de inferencia materiales» o las garantías o el respaldo de Toul­ min que, según acabamos de ver, viene a coincidir (al menos en parte) con la idea aristotélica de tópico o de lugar común. Así, Raz entiende por razonamiento práctico «la transición (no necesariamente conscien­ te) que va, de creer en las premisas a la aceptación de la conclusión pu­ tativa de una inferencia práctica» (1978, pp. 15-16). Esa noción de infe-

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5. Hablar de «concepción material» tiene desde luego sus inconvenientes. Pero me parece que el uso que Summers hace de «formal» plantea también proble­ mas de comprensión. Sobre esto vid. Atienza, 2001.

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renda (de inferencia práctica) no compite con la de inferencia en senti­ do estrictamente lógico, sino que una y otra se sitúan en niveles distin­ tos: por eso, precisamente, las «premisas» de los razonamientos prácti­ cos no son para Raz proposiciones o enunciados, sino razones, hechos; y de ahí también que se comprenda su insatisfacción respecto al trata­ miento que del razonamiento práctico se encuentra en la lógica deóntica (un tratamiento en términos puramente formales) pues, nos dice Raz, lo característico del razonamiento práctico es el «conflicto entre razo­ nes», algo de lo que no habla esa rama de la lógica.6 Si antes decía que la teoría de Raz de las razones para la acción venía a consistir, en lo esencial, en una teoría de las premisas, es porque su objetivo básico con­ siste en desvelar la naturaleza de las razones (de las premisas), cuál es su peso relativo, en qué condiciones unas pueden desplazar a otras, etc. Como se trata de un análisis efectuado en términos sumamente abstrac­ tos, se comprende que el mismo se califique de «formal», pero en un sentido que no es el de la lógica formal, puesto que no supone hacer abs­ tracción ni del contenido ni del contexto. Eso se ve a la hora de identifi­ car los principios básicos del razonamiento práctico, que se usan para resolver los conflictos prácticos, los conflictos entre razones. Pues bien, «es siempre el caso que se debe, todas las cosas consideradas, hacer lo que se debe hacer sobre la base del balance de razones» o «es siempre el caso que se debe, todas las cosas consideradas, actuar por una razón no derrotada» (Raz, 1991, pp. 41 y 45) no tienen, en sentido estricto, una naturaleza lógico-formal, sino que vendrían a constituir más bien —para expresarlo con la terminología de Toulmin— algo así como el respaldo último, la premisa básica de todo razonamiento práctico. Finalmente, la existencia y las virtualidades de este enfoque o esta concepción de la argumentación es lo que permite considerar que las obras de autores como Dworkin o Nino constituyen también contribu­ ciones importantes a la teoría de la argumentación jurídica. Dworkin no ha llevado nunca a cabo el tipo de análisis que caracteriza el corpus de lo que puede llamarse «teoría estándar de la argumentación jurídi­ ca»; no ha producido ninguna obra que, como las de Alexy o MacCormick, pueda considerarse como un estudio sistemático de la naturaleza del razonamiento jurídico, de las diversas formas de los argumentos (deductivos, analógicos, etc.) que pueden encontrarse en el Derecho, o 6. De manera semejante, cabría decir que lo insatisfactorio que Rolando Ta­ mayo (1998 y 2003, cap. X) ve en la concepción de Raz deriva fundamentalmente de que el iusfilósofo mexicano está considerando la argumentación no desde una pers­ pectiva material, sino pragmática o, más exactamente, dialéctica: para Tamayo, la ar­ gumentación es un juego regimentado en el que sólo caben los argumentos «del jue­ go», y no dirigido a lograr la adhesión, sino a mostrar que un argumento, en tal cir­ cunstancia, no puede ser vencido (2003, pp. 195-199).

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de los criterios específicos de justificación de las decisiones judiciales. Pero sí ha elaborado un criterio muy amplio de justificación, basado en la noción de coherencia o integridad. Además, es el autor de importan­ tes piezas de argumentación jurídica (política y moral) que ofrecen va­ liosos modelos sobre cómo argumentar en relación con algunos de los «casos difíciles» que suelen aparecer en el Derecho del Estado consti­ tucional: la discriminación inversa, la eutanasia, el aborto... En parti­ cular, y como es bien sabido, Dworkin prestó en sus primeras obras (Dworkin, 1984) una gran atención al papel de los principios (y de las reglas) en el razonamiento jurídico, esto es, al estudio de las premisas, o de cierto tipo de premisas, características del razonamiento jurídico. Cabe decir incluso que el centro de la obra de Dworkin lo constituye el razonamiento justificativo de los jueces en los casos difíciles (y en el contexto de los Estados constitucionales).7 Pero lo que a él le interesa (como lo que le interesaba a Summers) no son los aspectos formales (lógicos) de la argumentación, ni sus posibles efectos persuasivos en re­ lación con los destinatarios, sino lo que hace que una razón (una nor­ ma jurídica, un principio moral, etc.) tenga o no fuerza suficiente como para justificar una determinada decisión; de ahí, como antes de­ cía, que (en sus últimas obras [Dworkin, 1988]) haya elaborado una ambiciosa teoría de la justificación de base coherentista. Algo parecido puede decirse de Carlos Nino, aunque la obra de este último tiene un carácter más sistemático que la de Dworkin y, a propó­ sito del razonamiento jurídico justificativo, puede considerarse en bue­ na medida como un desarrollo de la de Raz: de la teoría de este último de las razones para la acción. Para mostrar (si es que hiciera falta) que la obra del iusfilósofo argentino constituye, en lo esencial, una contri­ bución a la teoría del razonamiento jurídico (sobre todo, a lo que estoy llamando «concepción» o «enfoque» material del mismo), basta con re­ cordar que lo que él consideraba como el problema central de la filoso­ fía del Derecho era mostrar que las normas jurídicas no podían verse como razones justificativas autónomas para la acción. Las únicas razo­ nes autónomas serían las morales, y de ahí la tesis de Nino (a la que se volverá al final del capítulo) de la unidad del razonamiento práctico y de la imposibilidad de aislar el razonamiento jurídico del razonamiento moral y político.8 7. Frente a esta interpretación «particularista» de la teoría de Dworkin, véase Twining, 2000, p. 48. 8. Aquí parecería haber una cierta diferencia entre Nino y Raz, pues este últi­ mo sí que considera que las razones jurídicas (algunas razones jurídicas) sí que tie­ nen por sí mismas fuerza justificativa. Pero la diferencia es más aparente que real, pues Raz está pensando en las reglas jurídicas válidas entendidas, además, como jui­ cios prácticos (vid. Roca, 2006, ap. 4.3.2.3).

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Volviendo a la caracterización de la concepción material de la ar­ gumentación, no cabe duda de que la contraposición formal-material es sumamente ambigua, de manera que, por ejemplo, no resulta cho­ cante hablar de un análisis «formal» para referirse, por lo menos, a parte de lo que he considerado cae bajo el enfoque «material». Pero me parece que hay también alguna razón poderosa para emplear aquí el término «material» (aparte de que no veo ningún otro que sea más apropiado para referirse a esa perspectiva o concepción de la argu­ mentación). Una razón es que ese enfoque es material porque no hace abstracción del contenido, de la materia, de la argumentación, aun­ que el análisis de esa materia pueda hacerse, a su vez, en términos abstractos y —como antes decía— «formales». La otra razón es que ese enfoque está también comprometido (lo que no ocurre con el for­ mal, el lógico) con cada una de las empresas racionales, de los cam­ pos o de la «materia» de la argumentación: no hay, por eso, una con­ cepción material de la argumentación que sea completamente gene­ ral, sino que ese enfoque da lugar a teorías (de la argumentación) dis­ tintas según se trate de la ciencia, de la moral, del Derecho, e incluso distintas (o parcialmente distintas) según la rama del Derecho o la instancia jurídica (judicial, legislativa, etc.) de que se trate; podría­ mos decir que es un enfoque característicamente «sensible» a la ma­ teria sobre la que se argumenta. En fin, hay además otro rasgo (apar­ te de los dos mencionados) que distingue a la concepción material de la argumentación de la concepción formal: la primera no presta aten­ ción exclusivamente al resultado de la argumentación; los argumen­ tos no son vistos aquí sólo como trozos de discurso, sino que la acti­ vidad de argumentar (así como el contexto extralingüístico) no que­ dan completamente eliminados. En seguida veremos de qué manera la noción de actitud o de compromiso juega aquí un papel central. 2.

Razonamiento teórico y práctico

Quizás la distinción más básica que pueda hacerse en materia de argumentación (como ya se ha indicado varias veces) sea la que permi­ te distinguir entre los razonamientos teóricos y los prácticos o, para de­ cirlo en términos kantianos, entre el uso teórico y el uso práctico de la razón. Pues cuando tenemos necesidad de argumentar es porque debe­ mos resolver un problema respecto a cómo es el mundo, o bien respec­ to a cómo debemos comportamos en él, qué debemos hacer. Así, por ejemplo, una cosa es el argumento, las razones, que podemos dar a fa­ vor de la creencia de que nuestro planeta nunca ha sido visitado por alienígenas: los científicos consideran que las historias de OVNIS son

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reducibles a fenómenos tales como los cristales de hielo, las nubes, los meteoros, los rayos, los pájaros, Venus, las lámparas Klieg, globos me­ teorológicos y el dirigible de Goodyear; bastaría una sola historia indis­ cutible —un esqueleto de alienígena, por ejemplo— para probar su exis­ tencia, pero nunca se ha ofrecido esa prueba; etc. (vid. Hathaway, 1996, p. 352). Y otra cosa son las razones que fundamentan nuestra obliga­ ción de enviar ayuda al tercer mundo; como veíamos en otro capítulo: la existencia de seres humanos que no están en condiciones de satisfa­ cer sus necesidades básicas; nuestra capacidad de ayuda sin poner en riesgo ninguno de nuestros bienes básicos; la norma o principio moral que establece la obligación de ayudar cuando se dan circunstancias de cierto tipo. Sin entrar por el momento en mayores detalles, podríamos decir que, en el primero de los casos, las razones parecen consistir en hechos (en un sentido amplio de la expresión que incluye, por ejemplo, los hechos «negativos» —el hecho de que no se haya encontrado ningún esqueleto de un alienígena— o los hechos «generales» —las máximas de experiencia del tipo de «si no se ha encontrado ningún esqueleto de un alienígena es porque tales seres no existen»—), mientras que en el se­ gundo caso, en el razonamiento práctico, las razones pueden estar constituidas en parte por hechos (como ocurre en el ejemplo), pero ade­ más figuran también referencias a normas o a valores; estas dos últi­ mas son entidades que —como luego vamos a ver— también pueden considerarse como «hechos», pero en un sentido distinto de la expre­ sión: las premisas normativas y valorativas (a diferencia de las premisas fácticas) no afirman que tal aspecto del mundo físico o del mundo psi­ cológico haya sido, sea o vaya a ser de tal manera; ni conectan entre sí, en forma causal o probabilistica, hechos físicos o psicológicos. La distinción, naturalmente, no excluye que entre ambos tipos de razonamientos, el razonamiento volcado hacia el conocimiento o ha­ cia la acción, existan también muchos puentes: no sólo porque algu­ nos tipos de premisas, como hemos visto, son comunes a ambos ra­ zonamientos, sino también porque los problemas (o la solución de los problemas) teóricos suelen tener un aspecto práctico (la creencia en la existencia o inexistencia de tal hecho tiene como consecuencia que se actúe o no de tal manera), de la misma forma que los problemas prácticos suelen tener (o tienen siempre) un componente teórico (se actúa o se decide actuar sobre la base de creencias). El razonamiento judicial prototípico es un ejemplo de esa interacción entre razona­ miento teórico y práctico: por ejemplo, el que F haya amenazado a Z en tal ocasión, que se haya visto a ambos en el mismo lugar a la hora aproximada en que se produjo la muerte de Z, etc., son razones (ra­ zones que hacen referencia a hechos) que fundamentan la creencia del juez de que F dio muerte a Z; pero, a su vez, esa conclusión del ra-

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zonamiento del juez funciona como una premisa del razonamiento práctico (la otra premisa sería la obligación de los jueces de condenar con pena de 10 años a los homicidas) que justifica la decisión del juez de condenar a F a la pena de 10 años de prisión* Ahora bien, la concepción formal de la argumentación no permite dar cuenta de esa distinción crucial, ni permite tampoco una com­ prensión cabal de cada uno de esos razonamientos por separado. En el anterior capítulo hemos visto que la noción de inferencia (no sólo de inferencia deductiva, sino de inferencia sin más) se ha presentado tradicionalmente como una relación que se da entre enunciados des­ criptivos, entre enunciados teóricos. Ésa es una dificultad importante (en relación con la caracterización de los argumentos prácticos), pero que (como también veíamos) no hay por qué considerar como insupe­ rable. El verdadero problema es que, aunque contáramos con una ló­ gica de las normas (o, en general, del discurso práctico) bien elabora­ da y que cumpliera una función análoga a la que cumple la lógica es­ tándar en relación con el discurso teórico, seguiríamos sin entender bien en qué consiste un argumento práctico (o un argumento teórico). Tendríamos un formalismo (como lo tenemos en relación a los argu­ mentos teóricos) que nos permitiría traducir a símbolos lógicos cada uno de esos argumentos, y criterios para decidir si, dada la forma del razonamiento, el valor de las premisas (verdad, corrección, etc.) se transmite a la conclusión. Pero lo que caracteriza a un razonamiento práctico (o a un razonamiento teórico) no es sólo eso. Por un lado, las premisas y la conclusión de un razonamiento de cualquiera de los dos tipos no son simplemente enunciados lingüísticos, sino más bien sus contenidos preposicionales; las razones, como ahora veremos, no son enunciados lingüísticos, sino que se expresan mediante enunciados lingüísticos. Por otro lado, y como consecuencia de lo anterior, la acti­ tud del que efectúa un razonamiento teórico o un razonamiento prác­ tico no tiene un carácter hipotético (no se trata de que si las premisas son verdaderas, etc., entonces también debe tener ese valor la conclu­ sión), sino que aquí nos encontramos con una actitud comprometida: con la creencia de que no existen los ovnis, con la obligación de enviar ayuda al tercer mundo, de condenar a F a tal pena, etc. Ese aspecto de compromiso que indudablemente se encuentra en muchas de (en casi todas) nuestras prácticas argumentativas está li­ gado con el hecho de considerar la argumentación como una activi­ dad, y no simplemente como un resultado (que es lo que caracteriza­ ba a la concepción formal). Searle (2000) ha visto en ello una razón para sostener que, en cierto sentido, todo razonamiento (la suya es también una concepción material de la argumentación) es un razona­ miento práctico:

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«Razonar es un proceso del yo a lo largo del tiempo (...) En el caso de la razón teórica, se trata de un asunto que tiene que ver con qué aceptar, concluir o creer; en el caso de la razón práctica (...) con qué ac­ ciones realizar. Hay entonces un sentido en el que todo razonamiento es práctico, puesto que todo se resuelve en hacer algo. E n el caso de la razón teórica, el hacer es típicam ente un asunto de a ce p ta r una conclu­ sión o hipótesis sobre la base del argumento o la evidencia (...) [L]a ra­ zón teórica es un caso especial de la razón práctica. La diferencia entre teórica y práctica está en la dirección de ajuste de la conclusión: men­ te-a-mundo en el caso en el que se extrae una conclusión a partir de evidencia o de premisas, y mundo-a-mente en el caso en que se forma una decisión y, por lo tanto, una intención sobre la base de determ ina­ das consideraciones» (pp. 108-109).

De manera que, por ejemplo, el juez que considera probado que F había amenazado de muerte a Z, que ambos estaban juntos en el momento de la comisión del homicidio, etc., se compromete con (acepta) la verdad de que F ha dado muerte a Z; y ese compromiso, junto con la aceptación de la norma de que los jueces deben castigar ese tipo de homicidio con pena de 10 años, es lo que le lleva a com­ prometerse con la obligación de (o a formarse la intención de) conde­ nar a Z a la pena de 10 años de prisión. Todo esto tiene dos consecuencias muy importantes y que afec­ tan de lleno al razonamiento jurídico. La primera es que esa idea de compromiso (el ver la argumenta­ ción también como una actividad y no únicamente como el resultado de una actividad) permite entender la tesis de Aristóteles y de mu­ chos otros autores (como von Wright o el propio Searle) de que la conclusión de un razonamiento práctico es una acción o algún pre­ cursor o antecedente de la acción (la intención de —o la disposición a, o el comenzar a— hacer algo), y no simplemente un enunciado normativo o de valor, o sea, un enunciado práctico. Para usar un ejemplo de von Wright (1979), si deseo calentar la cabaña y creo que sólo si enciendo la chimenea la cabaña se calentará, entonces em­ prendo la acción de encender la chimenea. Se trata de un ejemplo de razonamiento práctico en el que las premisas consisten en una com­ binación de un deseo y una creencia; pero lo mismo valdría para el caso en que una de las premisas fuera una norma, como ocurre en el razonamiento judicial: el juez que cree que Fulano ha dado muerte a Zutano y que acepta la norma de que los jueces (si son competentes en el caso, etc.) deben condenar a los homicidas a la pena de 10 años de prisión, emprende la acción de condenar a F a la pena de 10 años de prisión. O sea, la conclusión del argumento no sería únicamente que el juez «debe» realizar una determinada acción; o, si se quiere, ese

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«debe» supone asumir una actitud práctica que envuelve algún tipo de acción. Pues bien, esta última es una tesis que muchos (la mayoría de los) lógicos de las normas rechazan. En el capítulo anterior hemos visto como Hernández Marín (podrían ponerse muchos otros ejem­ plos en el mismo sentido) insistía en la necesidad de distinguir entre la conclusión del razonamiento judicial (un enunciado de deber) y la decisión; y en el anterior apartado de este capítulo se señalaba tam­ bién la importancia de esa distinción. ¿Pero se trata en realidad de una afirmación que contradice la anterior tesis? Y, si fuera así, ¿hay alguna forma de conciliar ambas posturas? En mi opinión, (como ya lo había sugerido), la concepción for­ mal de la argumentación (o sea, ver los argumentos exclusivamente como cadenas de enunciados, como el resultado de una actividad) lle­ va necesariamente a sostener que la conclusión de los mismos son también (trátese de argumentos teóricos o prácticos) enunciados (de ser o de deber ser, teóricos o prácticos). Pero la cosa, como hemos visto, es distinta cuando se parte de una concepción material (o no formal) de la argumentación. O sea, que la respuesta es distinta se­ gún cuál sea el enfoque argumentativo que se adopte de manera que, en definitiva, ambas afirmaciones (las de la mayoría de los lógicos de las normas, por un lado, y la de autores como Aristóteles, von Wright o Searle, por el otro) podrían ser compatibles. ¿Lo son en realidad? Los partidarios de considerar que la conclusión de un razona­ miento práctico es siempre y exclusivamente un enunciado podrían aducir que, si no fuera así, no se podría trazar la distinción que es usual encontrar en el propio lenguaje judicial entre, por ejemplo, «debo condenar a F a la pena P» y «condeno a F a la pena P»; o sea, entre la conclusión de un razonamiento justificativo y la acción, la decisión, que dicho argumento justifica (se trata de una acción, aun­ que de una acción lingüística, de un caso de uso performativo del len­ guaje). Esos autores podrían estar de acuerdo con la idea de que aceptar el primer enunciado («debo condenar a F a la pena P») y no realizar la acción de condenar (emitir en ciertas condiciones el enun­ ciado «condeno a F a la pena P») supone incurrir en algún tipo de contradicción «pragmática» o «performativa». Pero el caso —insisti­ rían— es que el uno puede darse sin el otro: «debo condenar a F a la pena P», como conclusión de un argumento, no supone necesaria­ mente llevar a cabo un tipo determinado de acción: el juez podría de hecho no condenar a F (aunque incurriera con ello en algún tipo de contradicción —no en sentido lógico—), simplemente porque no siempre hacemos lo que debemos hacer. Sin embargo, no me parece que ése sea un buen argumento, sino

que constituye más bien una petición de principio; esto es, el argu­ mento está presuponiendo lo que tiene que probar: que el «debo con­ denar» ha de interpretarse estrictamente como un enunciado, y no (también) como una acción (o el precursor de una acción). El juez que concluye su argumento (su deliberación) con un «debo conde­ nar» incorpora también (al menos, normalmente) la intención de rea­ lizar la acción de condenar, aunque entre ese momento y el de la cul­ minación de la acción pueda haber surgido algo que le lleve a no con­ denar de hecho; o sea, «debo condenar» y «condeno» representan momentos distintos (los extremos, si se quiere) de una actividad y eso explica que pueda ocurrir lo primero sin lo segundo. Como lo expre­ sa Searle (2000): la razón práctica, la acción voluntaria, supone una apertura que no se da en el terreno de la razón teórica, de lo cogniti­ vo; ello le lleva a hablar del «fenómeno de la brecha», es decir, de la existencia de un espacio: entre la deliberación y la intención; entre la intención y la iniciación de la acción; entre la iniciación de la acción y su culminación. Por eso, «debo condenar» no es lo mismo que «condeno» y «debo enviar ayuda al tercer mundo» no supone que de hecho la envíe. Pero (para quien considera la argumentación desde la perspectiva material) «debo condenar» o «debo enviar ayuda al tercer mundo» envuelve algún tipo de actitud práctica (algún tipo de ac­ ción); no se trata simplemente de enunciados, sino de enunciados que expresan un compromiso. La segunda consecuencia a la que antes me refería es que ahora resulta quizás más claro por qué desde la perspectiva material de la argumentación no puede trazarse una distinción nítida, a propósito de la decisión judicial, entre el contexto del descubrimiento y el con­ texto de la justificación. La perspectiva formal significaba hacer abs­ tracción de la argumentación vista como actividad y, por ello, tam­ bién de los sujetos que argumentan o, más exactamente, de la actitud de compromiso de la que estamos hablando. Ello supone que se pue­ da separar con nitidez el plano del proceso real (mental o —cuando se trata de órganos colegiados— no simplemente mental) que lleva al juez a tomar una determinada decisión, y el plano del discurso (el único que interesa) en el que se dan los argumentos construidos por los jueces o por quienes no son jueces a propósito de esa decisión. Así (en este segundo plano), el «silogismo judicial» se presenta claramen­ te como un argumento normativo (justificativo) que se distingue ne­ tamente del argumento que pueda llevar a cabo un científico social a la hora de describir o explicar tal decisión. Por ejemplo, el juez puede justificar la conclusión de que tal caso debe ser tratado como delito contra la salud pública, a partir de la premisa fáctica que establece que el imputado fue sorprendido cuando vendía una dosis con 0,06

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gramos de cocaína pura, y una premisa normativa según la cual esa cantidad de droga, con tal grado de concentración, debe considerarse «tóxica» en el sentido del art. 368 del Código Penal español. Mientras que un científico social interesado en dar cuenta del proceso deciso­ rio llevado a cabo por tal juez, a la hora de explicarse por qué, en ese caso, resolvió de ese modo, podría argumentar así: «los jueces de ta­ lante conservador, cuando se trata de comercio de estupefacientes, para determinar la tipicidad de las conductas, asimilan «toxicidad» a «psicoactividad» ; el juez del caso pertenecía a una asociación conser­ vadora y la jurisprudencia del Tribunal Supremo en la materia le ofrecía esa posibilidad (contestada, en cambio, en medios progresis­ tas); por eso, el juez decidió que existía un delito contra la salud pú­ blica e impuso tal pena». De manera que, en tal supuesto, aunque pu­ diera aceptarse que la decisión del juez se explica (estuvo causada) en parte por razones de tipo ideológico, ello no tendría nada que ver con su justificación: la justificación (el que la decisión del juez pueda con­ siderarse fundada, aceptable) depende de que la interpretación lleva­ da a cabo por el juez (supongamos que no hay dudas sobre la canti­ dad y características de la droga) sea correcta. Y las motivaciones reales de los jueces (los factores causales de la decisión) no tienen que ver con ello: una decisión dictada con un propósito de venganza o de satisfacer un determinado interés político podría, sin embargo, estar justificada (haberse motivado correctamente). Sin embargo, las cosas no son tan claras como a primera .vista parece. Mejor dicho, son claras si se hace abstracción de la actividad de argumentar y de los agentes y de las actitudes de quienes argu­ mentan. ¿Pero qué ocurre si pasamos a considerar también estos últi­ mos aspectos (que es lo que hace la concepción material)? Pues bien, lo primero que se advierte entonces es que la distinción entre las ra­ zones explicativas y las justificativas (en que se traduce la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación) parece estar hecha desde la perspectiva de un observador externo, digamos, de un jurista teórico o un científico social. ¿Pero podría efectuarse desde la perspectiva del propio juez? Probablemente no, o al menos, no de la misma manera. El juez podría reflexionar sobre sus propias decisiones y construir quizás un argumento de tipo explicativo9 se­ mejante al del científico social que antes se ha puesto de ejemplo. Ahora bien, aparte de las dificultades psicológicas para que esto suce­ diera, esa argumentación del juez tendría que formar parte también de su justificación; él tendría que aceptar que aunque lo que le moti-

va (en parte) sea su ideología, ésa es una motivación justificada. En otro caso, no diríamos que se trata de una justificación genuina. Por supuesto, alguien podría decir (vid. cap. 1, ap. 8, a propósito de Ken­ nedy) que los jueces suelen comportarse de manera simplemente cí­ nica: pueden pensar que su decisión en realidad no está justificada (o no les importa si lo está o no) y ofrecer simplemente razones que otros (la comunidad jurídica, etc.) puedan considerar aceptables. Sin embargo, me parece que esto (que puede ocurrir en algunos casos) no es lo usual.10 En la mayoría de las ocasiones, los jueces tienen la pre­ tensión de que sus justificaciones son sinceras, de manera que, para ellos (o para quienes asumen esa actitud), no cabría hacer esa distin­ ción entre razones justificativas y explicativas; la acción de justificar (de motivar) una decisión implica la aceptación de que no puede ha­ ber razones explicativas que no puedan justificarse. Pero además, no se trata simplemente de que los jueces suelan proceder así, sino de que ésa es también la noción de justificación que reflejan nuestras instituciones, como se pone de manifiesto con las exigencias de la in­ dependencia e. imparcialidad judicial (vid. supra, cap. 3, ap. 7.1). Se comprende por ello, en definitiva, que los jueces, que (en general) ven su obligación de motivar las decisiones no como una obligación de carácter simplemente formal, tiendan a rechazar (de manera más o menos intuitiva) la distinción entre el contexto del descubrimiento (el arribo a la decisión) y el de la justificación. En esto se comportan de manera exactamente igual a la de los científicos, que tienen muy en cuenta los criterios de justificación y de validación a la hora de for­ mular una nueva hipótesis: a ningún científico se le ocurre formular una hipótesis acerca de cómo es algún aspecto del mundo si cree que la misma es injustificable, imposible de ser validada.

El razonamiento jurídico tiene que ser considerado, en términos generales, como un tipo de razonamiento práctico. El Derecho, obvia­ mente, tiene que ver con el comportamiento humano, es una técnica de control social, y el razonamiento que tiene lugar en las diversas ins­ tancias jurídicas está orientado hacia la acción y no (o no centralmen­ te), hacia el conocimiento: así, la argumentación legislativa se dirige al establecimiento de normas con tales y cuales contenidos para lograr determinados objetivos; la judicial, a la resolución de conflictos plan-

9. Se supone que ello tendría lugar durante el proceso de toma de decisión. Si fuera a posteriori, el juez actuaría entonces sencillamente como un científico social.

10. Hay algún trabajo empírico que apoya esta última tesis; vid. por ejemplo, Simon, 2002 y 2004.

3.

Razonamiento jurídico y razonamiento práctico

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teados, en general, a propósito de casos concretos; la de los abogados, a lograr que los jueces decidan los casos que se les presentan de cierta forma, a aconsejar a los clientes para que realicen una determinada acción, etc.; e incluso la argumentación de la dogmática tiene (o debe­ ría tener), básicamente, una orientación hacia la acción: la dogmática (o las dogmáticas) bien pueden sér concebidas —como antes se ha di­ cho— como grandes factorías de argumentos (construidos en térmi­ nos más abstractos y sistemáticos que los de las otras instancias), puestos a disposición de los legisladores, jueces, abogados... Por supuesto, razonamiento práctico no quiere decir simple­ mente razonamiento referido a la acción. Por un lado, sólo es prácti­ co el razonamiento que concluye estableciendo que una acción (o un tipo de acción o el resultado de llevar a cabo una acción o tipo de acción) es debida (en un sentido muy amplio de la expresión que in­ cluye tanto el deber deóntico —obligatorio, prohibido, permitido, fa­ cultativo— como el deber técnico —necesaria o suficiente para al­ canzar tal fin—)n o valiosa. Por ello, no es razonamiento práctico, sino teórico, el destinado a constatar o a aseverar que una acción ha tenido lugar, a explicar por qué ha tenido lugar o a predecir que tal acción o tal estado de cosas (resultado de acciones) tendrá lugar en el futuro dadas determinadas circunstancias. De manera que el razo­ namiento en el terreno de la prueba judicial, mucho del que llevan a cabo los abogados (al establecer predicciones sobre qué ocurrirá —o podría ocurrir— si se emprende tal demanda, si se firma un contra­ to con tal cláusula, etc.) y los legisladores (al constatar la existencia de un problema social, analizar sus causas, prever cuáles serán las consecuencias de no intervenir, de dictar una ley con tales conteni­ dos, etc.) no es razonamiento práctico. Pero quizás pudiéramos de­ cir que son fragmentos de razonamiento teórico que se inscriben dentro de argumentaciones más amplias de carácter práctico; la ar­ gumentación en materia de prueba forma parte del proceso de deci­ sión judicial; las predicciones de los abogados son la base de su la­ bor de asesoramiento, y la labor teórica de los legisladores está al servicio de la toma de decisiones legislativas. Por otro lado, el razonamiento práctico (el que concluye estable­ ciendo el carácter debido —en los dos sentidos indicados— o valioso del comportamiento) supone que en las premisas del mismo deben fi­ gurar cierto tipo de entidades (como deseos, preferencias, intereses, normas y valores), a las que el argumentador adhiere. Así, un argu­ mento emitido por alguien que, desde un punto de vista externo, pre­ ll. La distinción podría expresarse también en términos de deber o de necesi­ dad práctica (tener que).

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dijera un curso de acción: «X desea calentar su cabaña; X sabe que si no enciende la chimenea no calentará su cabaña; por lo tanto, X (pro­ bablemente) encenderá la chimenea», no tiene carácter práctico (la conclusión es un juicio teórico que predice que tal comportamiento tendrá lugar). Y tampoco tiene carácter práctico el razonamiento que antes veíamos de un científico social tratando de explicar la decisión de un juez, y en el que una de las premisas hacía referencia a una norma (la existencia de un precedente judicial que autoriza a consi­ derar «tóxica» una determinada cantidad de cocaína). A pesar de esa referencia normativa, no se trataba de un razonamiento práctico (sino teórico), porque faltaba una actitud de aceptación de esa nor­ ma: por eso, el razonamiento del científico social (dirigido a explicar la conducta del juez) es teórico, mientras que el del juez (dirigido a justificar su decisión y una de cuyas premisas consistía no en la cons­ tatación de la existencia de esa norma, sino en su aceptación) tiene carácter práctico. La necesidad de asumir esa actitud práctica por parte del que ar­ gumenta no significa que los razonamientos prácticos sean necesaria­ mente razonamientos en primera persona. En el caso de argumentos prácticos a partir de normas y valores (aceptados por el argumenta­ dor) tiene sentido concluir estableciendo deberes o valores para ter­ ceros, precisamente porque las normas y los valores no son —o no son necesariamente— entidades subjetivas. Por ejemplo: «el que co­ mete homicidio debe ser castigado con la pena P; F ha cometido un homicidio; por lo tanto, F ha de ser castigado con la pena P»; o: «es bueno preservar la vida de las personas; trasfundir sangre en el caso C es una forma de preservar la vida de F; por lo tanto, es bueno en el caso C trasfundir sangre a F». Y cuando la premisa práctica es un de­ seo (y otro tanto valdría en el caso de preferencias o intereses, esto es cuando se trata de entidades que forman parte del mundo interno del agente), aunque los deseos sean obviamente entidades subjetivas (a alguien se le puede imputar un deber aunque no tenga ninguna con­ ciencia del mismo y una acción o un estado de cosas puede reputarse como un valor para un agente aunque éste no tenga conciencia de di­ cho valor, pero con los deseos no ocurre otro tanto), lo que sí tiene sentido es, a partir de determinados deseos y creencias de un sujeto, concluir que éste debe (en el sentido técnico de la expresión) realizar una cierta acción: «dado que X desea F; y que X cree que sólo si rea­ liza A entonces obtendrá F; X debe realizar A».ll.12 En todo caso, parece haber una diferencia importante entre dos 12. En realidad, las creencias podrían ser suyas —del sujeto en cuestión— o de quien realiza el juicio.

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tipos de razonamiento práctico, según que la premisa práctica (lo que luego se llamará —siguiendo a Raz— «razón operativa») sea una en­ tidad perteneciente al mundo interno de los agentes o, por el contra­ rio, exceda de ese ámbito. Así, unos argumentos parten de los deseos, preferencias o intereses de los agentes,13 por un lado, y de determina­ das creencias, por el otro, para llegar a la necesidad práctica (al deber técnico) de realizar alguna acción. La argumentación práctica —ca­ bría decir— consiste aquí en una relación entre medios y fines y tie­ ne, por tanto, un carácter meramente instrumental (o prudencial); es, por ejemplo, el tipo de razonamiento que interesa a las teorías de la «decisión racional». Pero hay otro tipo de razonamiento práctico (por ejemplo, el que lleva a cabo un juez o el que concluye estableciendo la obligación de enviar ayuda al tercer mundo o el carácter valioso de esa acción) en el que la premisa práctica (la razón operativa) es una. norma14 o un valor, esto es, entidades objetivas, en el sentido de que no pueden verse simplemente como la expresión de deseos (preferen­ cias o intereses) individuales o colectivos de los agentes. Esa argu­ mentación no tiene simplemente un carácter instrumental o estraté­ gico, porque con respecto a las normas y a los valores de lo que se trata no es sólo de su existencia (como ocurre con los deseos, las pre­ ferencias y los intereses),15 sino de su validez y, por ello, la conclusión

a la que se llega no es simplemente la de que alguien debe (en senti­ do instrumental o técnico) realizar una acción, sino que una cierta acción es debida (digamos, deónticamente debida; por ejemplo, que el juez debe castigar a F a la pena P) o valiosa (la acción de trasfun­ dir sangre para salvar la vida de F es valiosa). A veces se habla de argumento «justificativo» para referirse ex­ clusivamente a este segundo tipo de razonamiento práctico. Pero, en un sentido más amplio de la expresión, cabe perfectamente decir que el argumento práctico de tipo instrumental tiene alcance justificativo: está justificado realizar tal acción si se desea obtener tal fin. Y, por su­ puesto, también lo tendría el razonamiento teórico dirigido a «justifi­ car» (a dar razones a favor de) una determinada hipótesis. El razona­ miento jurídico (como quizás todo el razonamiento práctico) es, en último término, justificativo en el primero de los sentidos distingui­ dos (justificativo en sentido estricto), aunque el tipo de razonamiento práctico que se lleva a cabo en cada una de los diversos contextos en los que se argumenta en el Derecho no revista exactamente las mis­ mas características. Por ejemplo, el razonamiento práctico (jurídico) de carácter sim­ plemente instrumental parece ser de uso frecuente por parte de los particulares que se sirven del Derecho (de ciertas instituciones jurídi­ cas) para satisfacer sus deseos o intereses. Así: «deseo vivir en la pla­ ya, en lugar de en el centro de la ciudad; pero sé que si no vendo mi apartamento en la ciudad no tendré recursos para irme a vivir a la playa; por lo tanto, debo poner en venta mi apartamento». Sin embargo, quizás pudiera decirse que, en general, la gente no razona realmente de esa manera,16 que el anterior argumento presupone al­ guna otra premisa (implícita) dirigida a «justificar» (en sentido es­ tricto) que el deseo en cuestión pueda servir como razón para la toma de una decisión: por ejemplo, mostrando que dicho deseo —o su rea­ lización— no contradice ninguna norma moral. Por supuesto, el De­ recho no nos exige (en el ejemplo utilizado) tal tipo de justificación, pero eso es, en cierto modo, porque la da por supuesta, esto es, por­ que reconoce un principio de autonomía (cada cual puede disponer libremente de sus bienes) que se aplicaría en este caso. Algo en cierto modo parecido puede decirse del razonamiento práctico llevado a cabo por los órganos públicos de la Administra­ ción, aunque con la diferencia de que el lugar de los deseos viene a ocuparlo aquí el interés público y de que el principio de autonomía se aplica a los individuos, pero no a los órganos públicos. Así, una auto-

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13. La diferencia entre deseos y preferencias podría trazarse como lo hace Peezenik: «Mientras que las preferencias son conscientes y pueden ser articuladas con re­ lativa precisión, los sentimientos (deseos) pueden ser subconscientes y oscuros, darse espontánea e impredeciblemente. Un individuo puede ordenar sus preferencias en un sistema coherente. En cambio, no siempre le es accesible la racionalidad de sus senti­ mientos» (Peczenik, 2000, p, 37). Bayón (1991) traza una distinción entre tres tipos de razones para actuar, según consistan en deseos, intereses o valores, y habla, en conse­ cuencia, de tres tipos de razonamiento práctico (de racionalidad práctica): instrumen­ tal, prudencial y moral. A diferencia de la racionalidad instrumental, que tiene que ver con la satisfacción de un deseo aisladamente considerado, la racionalidad prudencial se refiere a la satisfacción global de un plan de vida (la pluralidad estructurada de los de­ seos del agente); los intereses son metapreferencias con respecto a los deseos (estos úl­ timos serían preferencias de primer orden) y de ahí que, limitadamente, pueda hablar­ se de intereses objetivos: los que tendría que tener un sujeto, dado cuáles son sus deseos y preferencias. Finalmente) los valores, las razones morales, son de carácter último (o sea, son las últimas razones a las que puede apelar un agente en el razonamiento práctico) y neutral (son independientes de cuáles sean los deseos e intereses del agente). 14. Más exactamente, una norma regulativa. Las normas constitutivas no son razones operativas: vid. infra, ap. 4. 15. En realidad, con respecto a los deseos, las preferencias y los intereses (por lo menos, en muchas ocasiones) es posible discutir si existen o no, pero también si están o no justificados. Ahora bien, este segundo tipo de discusión presupone nor­ mas y valores, con lo que estaríamos, en realidad, en el segundo tipo de razonamien­ to práctico distinguido.

16. cia moral.

Salvo que, naturalmente, se trate de deseos que carezcan de toda relevan­

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ridad municipal podría razonar: «es de interés general que los ciuda­ danos puedan acceder cómodamente al centro de las ciudades; sólo si se construyen aparcamientos públicos en lugares céntricos se satisfa­ rá ese interés; por lo tanto, se debe construir ese tipo de aparcamien­ tos». Y puesto que no se parte de que la Administración, en relación con el interés general, goce de la autonomía de la que disfrutan los individuos respecto de sus bienes, existe también la exigencia (que, en ocasiones, puede ser más política que estrictamente jurídica) de que la autoridad municipal aporte razones a favor de ambas premi­ sas: en particular, tiene que justificar, en términos de normas y de va­ lores sociales, la interpretación que hace de «interés general». La argumentación de carácter legislativo tiene, en la mayoría de las ocasiones, una naturaleza instrumental: se trata de mostrar que si se establece una ley con tales y cuales contenidos, entonces se alcan­ zarán tales objetivos. Pero tampoco aquí falta el aspecto justificativo en sentido estricto: esos objetivos tienen que responder a necesidades sociales y que ser conformes con las normas y valores constituciona­ les. Por lo demás, los razonamientos instrumentales y los estricta­ mente justificativos pueden combinarse entre sí de maneras comple­ jas; así, en la argumentación legislativa es frecuente que la discusión verse sobre cuáles son los verdaderos objetivos perseguidos por la nueva ley (conscientemente queridos o que se producirán aunque no sean deseados), porque de ello puede depender que la medida en cuestión se considere justificada en sentido estricto. Ni siquiera en el razonamiento de los abogados falta ese aspecto de justificación estricta.17 En principio, su razonamiento es de ca­ rácter instrumental, técnico: los abogados tratan de sacar partido a las posibilidades ofrecidas por el sistema jurídico (sería el instru­ mento) desde la perspectiva de la defensa de determinados intereses (objetivo a alcanzar). Pero en la medida en que sus argumentos se dirigen a los jueces, tienen que tener (o al menos simular tener) una pretensión de tipo justificativo (tienen que ser conformes con las normas y los valores del sistema jurídico para que puedan ser acep­ tados por los jueces). Y, en todo caso, tienen que poder ser justifica­ dos desde la perspectiva de las normas y valores que rigen su profe­ sión (la deontologia profesional). Y, en fin, si en todos los casos anteriores puede decirse que las ar­ gumentaciones tienen, «en última instancia», un aspecto justificativo, en el caso de los jueces (de la motivación de sus decisiones) puede afirmarse que el aspecto justificativo resulta central. Por razones ins-

titucionales, el razonamiento judicial está orientado hacia el propio sistema jurídico, hacia el cumplimiento de sus normas y valores; el Derecho no puede ser para ellos un instrumento, sino un fin en sí mismo. En el razonamiento de los jueces no puede aparecer, por ello, ninguna premisa que sea la expresión de sus deseos o intereses; in­ cumpliría con sus obligaciones institucionales el juez que argumenta­ ra, por ejemplo, en esta forma: «si adopto en este caso la decisión de absolver, mi decisión será revocada por instancias superiores; deseo evitar que mis decisiones sean revocadas; por lo tanto, debo tomar la decisión de condenar». Naturalmente, es posible que, de hecho, sean ésas las razones que motiven (que sirvan como factor causal de) las decisiones de los jueces, pero precisamente porque no tienen valor justificativo, los jueces tienen que ocultarlas, no pueden hacerlas pú­ blicas.

17. estricta.

Cuando no se diga otra cosa, por «justificación» se entenderá justificación

4.

Razones y tipos de razones

La noción clave en la concepción material de la argumentación es la de razón: las premisas son razones (buenas razones) que apoyan la conclusión; y si partimos de la distinción que acabamos de exami­ nar entre razonamientos teóricos y prácticos, tendríamos dos tipos fundamentales de razones: razones para creer en algo y razones para actuar. Además, las razones son siempre relativas a un agente, son ra­ zones para alguien. O sea, algo es una razón para que alguien adopte el compromiso teórico de creer en algo (que un hecho ha tenido lu­ gar, que se explica de tal manera o que tendrá lugar en el futuro), o el compromiso práctico de actuar de tal manera (de que él u otro debe­ ría haber actuado o deberá actuar de tal manera). Ahora bien, qué es ese «algo» en que consisten las razones. La respuesta que diversos autores, como Raz o Searle, dan es que se tra­ ta de «hechos», pero siempre y cuando esta expresión se entienda en un sentido muy amplio (que incluya, por ejemplo, las normas y los valores). Las razones, por supuesto, se expresan a través de un len­ guaje, pero las razones no se identifican con las expresiones lingüísti­ cas ni, menos aún, con la forma en que esas expresiones están estruc­ turadas. O sea, si tomamos como ejemplo un silogismo judicial como: «el que matare a otro debe ser castigado con la pena P; Fulano ha dado muerte a Zutano; por lo tanto, Fulano debe ser castigado con la pena P», las razones no son la disposición normativa (el art. tal del Código Penal), y el enunciado empírico recién mencionado; ni tam­ poco diríamos que un enunciado condicional de la forma «si p enton­ ces debe ser q» junto con otro de la forma «p» son las razones en fa-

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vor de «debe ser q» (con esto último nos estaríamos refiriendo si aca­ so a la expresión lógica, a la forma, de las razones). Las razones serían los contenidos de los enunciados, o sea, lo que los enunciados signifi­ can, lo que hace que los mismos puedan ser considerados como co­ rrectos o verdaderos: el deber de los jueces (el hecho de que el juez tiene el deber) de castigar con la pena P a los que maten a otro; y el hecho (el hecho del mundo externo) de que Fulano ha dado muerte a Zutano. De manera que, en algún sentido, lo que hace a los enuncia­ dos verdaderos o correctos tiene que ser algún tipo de realidad (de «hecho», en el sentido amplísimo, de «lo que existe»; Searle habla, por ejemplo, de «entidades factitivas» [Searle, 2000, cap. 4]). Las ra­ zones, en consecuencia, podrían considerarse como entidades perte­ necientes a alguna de las categorías que cabe utilizar para clasificar lo existente. A estos efectos, podrían distinguirse quizás los cuatro (o, según se mire, los tres) siguientes tipos de hechos: 1. Hechos del mundo externo, hechos físicos, que pueden ser independientes de la voluntad (estados de cosas, sucesos o acciones involuntarias) o dependientes de la voluntad (acciones positivas u omisiones) (González Lagier, 2005, cap. 1, ap. 2.3). Por ejemplo, el hecho de que Fulano ha dado muerte a Zutano. Aquí diríamos que el enunciado «Fulano ha dado muerte a Zutano» es verdadero si y sólo si Fulano ha dado muerte a Zutano. En el ejemplo anterior, el juez tiene una buena razón para condenar a F si (entre otras cosas) es ver­ dad que Fulano ha dado muerte a Zutano. Si el enunciado fuera falso (Fulano no ha dado muerte a Zutano), entonces la creencia (equivo­ cada) del juez sería una razón que explica su decisión, pero no la jus­ tifica; mejor dicho, bajo ciertas circunstancias (si el juez no incurrió en determinados errores al valorar los medios de prueba de que dis­ ponía), podríamos decir que tiene cierta fuerza justificativa o que permite excusar la decisión del juez. 2. Hechos del mundo interno, hechos psicológicos, que pueden consistir en estados mentales o en acciones mentales; los estados mentales pueden ser voliciones (deseos e intenciones), creencias o emociones; ejemplos de acciones mentales podrían ser calcular o de­ cidir. Una volición, por ejemplo, el deseo de irse a vivir a la playa, es una razón (junto con la creencia de que sólo si vendo mi casa en la ciudad puedo satisfacer el deseo) que explica y justifica (no en senti­ do estricto) que alguien emprenda determinada acción (que «deba», en el sentido antes explicado, vender mi casa de la ciudad). Como los deseos tienen una dimensión de ajuste mundo a mente, no tiene sen­ tido decir (salvo que se trate de describir el deseo de alguien), que son

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verdaderos o falsos. Un enunciado (en primera persona) que expresa un deseo puede ser sincero o insincero, o puede merecer otras califi­ caciones: puede ser aceptable o inaceptable, fundado o infundado, etc.; pero los deseos, en sí mismos, no son verdaderos o falsos: son hechos. Naturalmente, el enunciado que describe un deseo sí que puede ser verdadero o falso: «X desea irse a vivir a la playa» es verda­ dero si y sólo si X desea irse a vivir a la playa; lo que ocurre es que entonces estamos considerando los deseos no como voliciones, sino como creencias (nuestra creencia sobre la volición de otro), que tie­ nen una dimensión de ajuste mente a mundo. Lo que vale para las voliciones parece valer también para las emo­ ciones y para las acciones mentales, pues ninguna de esas entidades tiene una dimensión de ajuste mente a mundo18. Pero con las creen­ cias (que sí tienen esta última dimensión de ajuste) no ocurre lo mis­ mo. Con respecto a los enunciados que expresan creencias, cabe dis­ tinguir entre el hecho (el hecho psicológico, el estado mental) en que consiste la creencia y los otros hechos a los que se refiere la creencia (aquello en lo que se cree); un enunciado que expresa una creencia po­ drá por eso ser sincero o no (en relación con el hecho en que consiste la creencia), pero también verdadero (si se corresponde con el hecho al que se refiere la creencia) o falso (si no es ése el caso). Por otro lado, como antes veíamos, una creencia (verdadera o falsa) puede ser racional (fundada) o no; más exactamente: una creencia puede ser ra­ cional, pero falsa; o verdadera, pero irracional. La creencia de que sólo si vendo mi casa en la ciudad podré comprarme una casa en la playa (aunque sea falsa e infundada) es una razón que explica que de­ cida venderla (que emprenda una determinada acción), pero natural­ mente (si la creencia es infundada) no tiene valor justificativo (en sen­ tido instrumental: no está justificado vender mi casa de la ciudad si mi objetivo era poder vivir en la playa y resultara que era razonable pensar que tenía a mi alcance otros medios posibles —y menos costo­ sos— para lograrlo; o si sucediera que el valor de mi piso en la ciudad es tan bajo que de ninguna manera su venta me va a hacer posible comprarme la casa en la playa). 3. Hechos del mundo institucional, como promesas, deberes,

valores, estar casado, ser mayor de edad o tener la condición de juez. Por ejemplo, como antes veíamos, el deber de los jueces de condenar con una determinada pena al que comete homicidio es una razón para condenar al homicida con tal pena. Ese deber no 18. En realidad, las emociones podrían considerarse como entidades comple­ jas que incluyen un aspecto de creencia, en cuyo caso en ese aspecto sí que tendrían una dirección de ajuste mente a mundo.

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consiste en un hecho físico (no significa, por ejemplo, que si el juez no realiza tal acción, entonces probablemente le sobrevendrá un mal, una sanción) ni tampoco en un hecho psicológico (el «senti­ miento» o la creencia de que se tiene un deber no equivale a tener un deber). Si el juez tiene ese deber es porque hay alguna norma vá­ lida que así lo establece, al igual que ocurre con las promesas, con los valores, con estar casado, con ser mayor de edad o con ser juez. La existencia de «hechos institucionales» depende de la existencia de normas y, por esa razón, se contraponen a los «hechos brutos» (físicos o psicológicos) cuya existencia es independiente de normas (de instituciones). 4. Ahora bien, alguien podría preguntarse si las propias normas (y las leyes científicas, las hipótesis, las máximas de experiencia o los tópicos), que ocupan el papel de premisas en razonamientos teóricos o prácticos, caen dentro de alguna de las anteriores categorías de he­ chos. Desde luego, «norma» es un concepto (o un término) muy am­ biguo, pero aquí parece obvio que no se usa en el sentido de enuncia­ do lingüístico, sino en el de aquello a lo que los enunciados hacen re­ ferencia, los contenidos preposicionales de los enunciados normati­ vos o, dicho en otra terminología, se trataría de las normas como jui­ cios prácticos.19 Y, a este respecto, las normas (como las leyes cientí­ ficas, las hipótesis, etc.) bien podrían considerarse como hechos com­ plejos o generales que relacionan (a través de nexos condicionales o de otros tipos) hechos simples. Así, las normas regulativas suponen relaciones entre hechos naturales y/o institucionales (que configuran el caso o supuesto de hecho) y hechos institucionales (por ejemplo, el deber —en sentido amplio, que incluye la prohibición o el permiso— de realizar cierta acción: la solución o consecuencia jurídica); y algo parecido puede decirse de las normas constitutivas, en las que, en el antecedente, aparecerían conglomerados de hechos naturales y/o ins­ titucionales, y en el consecuente un hecho institucional, pero que no consiste en una acción (o en la modalización deóntica de una ac­ ción), sino en un estado de cosas (un resultado). Mientras que las le­ yes científicas (o las hipótesis, etc.) pueden considerarse como he­ chos complejos en los que aparecen relacionados (por conexiones de causalidad, de probabilidad, etc.) hechos naturales (cuando se trata de leyes del mundo natural); o bien hechos institucionales o, mejor: hechos naturales e institucionales (cuando se trata de leyes del mun­ do social o no natural). 19. Tomo la expresión de Nino (2000¿>, cap. VII), el cual distingue los siguien­ tes sentidos de norma: a) como fenómeno histórico o práctica social; tí) como acto lingüístico; c) como disposición, y d ) como juicio práctico.

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Las normas y las leyes juegan, por ello, el papel de premisas ge­ nerales equivalentes a lo que Toulmin llamaba «garantías» de los ar­ gumentos. A su vez, esos hechos generales son, en todo caso, hechos institucionales (si uno de sus componentes es un hecho institucional) o hechos naturales (si no ocurre esto último: lo que enuncia una ley de la naturaleza sería un hecho —natural— general). Y respecto de todos ellos, cabe trazar una distinción semejante a la que antes he­ mos visto a propósito de los hechos psicológicos: unos de esos hechos (las normas) tienen una dimensión de ajuste mundo a lenguaje (o sea, el mundo ha de ajustarse al contenido proposicional de lo enun­ ciado en la norma); mientras que las leyes (las hipótesis, etc.) tienen la dimensión de ajuste opuesta (lo enunciado en las leyes ha de ajus­ tarse al mundo). Precisamente, vistas las cosas desde esta última perspectiva, ten­ dríamos dos tipos de hechos (o de premisas): unos que no son (o no son por sí mismos) motivadores de la acción, sino que dan cuenta de algo, de que algo es el caso; y otros que sí tienen esa propiedad de motivar a la acción (como los deseos, los deberes, las normas o los valores). En los razonamientos teóricos (aquéllos cuya conclusión es que existe una razón para creer que el mundo es de tal manera; los que cumplen, por tanto, una función cognoscitiva) no figuran premi­ sas de este segundo tipo (puede haber referencia a deseos, deberes, etc., pero sólo en tanto se describe o muestra su existencia); mientras que en los razonamientos prácticos tiene que haber siempre alguna premisa motivadora de la acción (premisas prácticas) y suele haber también premisas del otro tipo (premisas teóricas). Pues bien, a propósito del razonamiento práctico (y como antes veíamos en relación con Searle, no es absurdo pensar que, en último término, todo razonamiento es práctico), se han propuesto formas muy distintas de clasificar las razones aunque me parece que, por de­ bajo de esas diferencias, hay una gran coincidencia de fondo. Raz, por ejemplo, efectúa una distinción, que ha tenido una notable fortu­ na aunque no deja de presentar cierta oscuridad,20 entre razón com­ pleta, razón operativa y razón auxiliar. Según Raz, «p es una razón completa para hacer f para una per­ sona x si y sólo si, o bien a) necesariamente, para toda persona y que comprenda tanto el enunciado de que p como el enunciado de que x hace f, si y cree que p, él cree que hay una razón para que x 20. Leyendo el (importante) libro de Raz dedicado al tema (Raz, 1991), uno está tentado a pensar que, al menos en ciertos pasajes, parece estar escrito para dar la razón a Phillipa Foot cuando afirmó no poder comprender qué era una razón para la acción (vid. Searle, 2000, p. 119).

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haga f, con independencia de qué otras creencias tenga y, o bien 6) R (f) p, x21 implica R (f) q, y, lo cual es .una razón completa» (Raz, 1991, p. 27). La idea intuitiva que subyace a esta definición sería «que el hecho enunciado por cualquier conjunto de premisas que im­ plique que hay una razón para realizar una cierta acción es una ra­ zón completa para realizarla» (ibid.), lo que parece querer decir, tal y como lo aclara Nino, que una razón completa es «el conjunto de pre­ misas no superfluas de un razonamiento práctico válido» (Nino, 20006, p. 131). En la mayoría de las ocasiones, las razones que se ex­ presan en un razonamiento práctico no son razones completas, pero «un hecho es una razón sólo si pertenece a un conjunto complejo que es una razón completa», si bien «no sólo la razón completa, sino tam­ bién sus hechos constitutivos son razones» (Raz, 1991, p. 28). Una razón operativa sería cualquier razón «si y sólo si la creencia en su existencia implica tener la actitud crítica práctica» (Raz, 1991, p. 37), y por «actitud crítica práctica» parece que habría que entender una actitud crítica «que se dirige hacia aspectos del mundo distintos de las creencias que la gente tiene» (Raz, 1991, p. 36). Buscando de nuevo el auxilio de Nino, cabría decir que una razón operativa es «la premisa de deber ser que en sí misma podría constituir una razón completa para alguna acción» (Nino, 20006, p. 131). Raz entiende que la mayoría de las razones operativas son valores, deseos o intere­ ses (Raz, 1991 i p. 38). Finalmente, una razón auxiliar sería cualquier razón que no sea una razón operativa. «La función de las premisas que afirman razo­ nes auxiliares es justificar, de alguna forma, la transferencia de la ac­ titud práctica desde el enunciado de la razón operativa a la conclu­ sión» (Raz, 1991, p. 37), y puede haber dos formas de estas razones auxiliares: unas son identificativas, sirven para identificar el acto que hay razón para identificar; otras son razones que afectan a la fuerza o al peso y sirven para ayudar a determinar qué razón tiene más peso. De nuevo, Nino (20006): una razón auxiliar es un juicio fáctico que indica un medio para satisfacer una razón operativa. De manera que la inferencia: «yo deseo ayudarle; prestándole 400 libras le ayudaré; por consiguiente, tengo una razón para prestarle 400 libras» (Raz, 1991, p. 39) sería una inferencia práctica válida en la que la primera premisa establece una razón operativa, la segunda una razón auxiliar (identificativa), y el conjunto de ambas constituye una razón completa. Aproximadamente las mismas distinciones las encontramos en Searle (2000) aunque, en mi opinión, expresadas con mayor claridad. 21.

La fórmula habría que leerla: p es una razón para que x haga f.

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Para Searle, una razón para una acción es sólo una razón si es, o es parte de, una razón total. A su vez, una razón total es un conjunto de entidades factitivas (hechos, en sentido amplio) que define así: «El agente racional X considera que un conjunto de enunciados S, que consta de los enunciados individuales s i, s2, s3..., enuncia una ra­ zón total válida para X, para realizar un acto del tipo A si y sólo si: 1. Cada uno de los elementos de S, s i, s2, s3.„, son verdaderos y X los considera como tales. 2. S contiene el enunciado de, al menos, un motivador racional y ese motivador racional es reconocido como tal por X (...). 3. X considera que S no enuncia condiciones causalmente sufi­ cientes para la realización de la acción A (...).22 4. X considera que algún enunciado de S enuncia efectores, constituyentes o am bas cosas. 5. La valoración racional de las relaciones entre m otivadores en conflicto, y los diversos requisitos de los efectores y los constituyen­ tes, son suficientes para justificar la elección de A como una decisión racional, una vez que se han considerado todas las cosas, y dado S» (Searle, 2000, pp. 152-153).

Como se ve, una razón total tiene que tener al menos un motiva­ dor, esto es, un elemento con una dirección de ajuste mundo-a-men­ te, concepto que viene a equivaler al de razón operativa en la termi­ nología de Raz. Según Searle, hay tanto motivadores internos (que forman parte del conjunto motivacional del agente, como los deseos), como motivadores externos (por ejemplo, necesidades u obligaciones, que son independientes del deseo); como para él la razón teórica es una rama de la razón práctica, el requisito del motivador se apíica tanto a una como a otra. Además de los hechos motivacionales habría hechos no motivadónales que forman parte de una razón total para una acción (si no se trata de una «acción básica» como levantar el brazo)23 y que vie­ nen a corresponderse con las razones auxiliares de Raz. Searle clasi­ fica los hechos no motivacionales en dos categorías: efectores y cons­ tituyentes, porque en su opinión hay dos formas principales de es­ tructuración de la acción intencional. Unas son las relaciones causa22. Aquí aparece —dice Searle— el fenómeno de la brecha. Para que X se em­ barque en la toma racional de decisiones, tiene que suponer que le es dado hacer una elección genuina. 23. Vid. González Lagier (2001) que explica así lo que debe entenderse por «acción básica»: «aquellas acciones que hacemos directamente y no a través de otras acciones», p. 46.

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les, que suponen que el agente «hizo algo teniendo como medio tal y tal»; por ejemplo, disparó el revólver mediante la acción de apretar el gatillo: la relación es causal porque el apretar el gatillo causa que el revólver se dispare. Y otras, las relaciones constitutivas, que suponen que el agente «hizo algo al hacer tal y tal»; por ejemplo, si voto al le­ vantar mi brazo, la relación es constitutiva, pues en este contexto le­ vantar mi brazo constituye votar. Al igual que los hechos motivadonales, los no motivacionales (efectores y constituyentes) pueden ser tanto internos como externos. Y, en fin, esos tipos de razones (de premisas) que nos encontra­ mos en Raz o en Searle vienen a corresponderse, en cierto modo, con la distinción que hacía Toulmin entre, por un lado, garantía y respal­ do (razón operativa o hecho motivador) y, por otro lado, razones (ground) (razón auxiliar o hecho no motivador). Sólo que el esquema de Toulmin es quizás más general, en cuanto pretende valer para to­ dos los tipos de razonamiento y no sólo para los de índole práctica. Es importante darse cuenta de que en el caso de los tres autores se trata de esquemas (si se quiere, de «formas») de estructuración de los argumentos, pero que no se corresponden con los de la lógica formal, porque el razonamiento se está considerando ahora como una activi­ dad (dirigida a resolver un problema —teórico o práctico—) y no sim­ plemente como un resultado, como un fragmento lingüístico. Antes decía que las razones son siempre relativas a un agente: las razones para la acción son razones para que alguien haga algo. Aho­ ra bien, si se acepta que hay razones externas, razones que no forman parte del mundo interno del agente, eso parecería querer decir que algo puede ser una razón para un agente, aunque éste no lo acepte o no lo. conozca. Al afirmar esto, por cierto, no se incurre en ninguna contradicción o, si se quiere, la aparente contradicción es fácil de sal­ var. Basta —como hace Searle— con que la fuerza motivacional (el ser una razón para alguien) se defina contrafácticamente: o sea, las razones motivarían al agente si éste las conociese o si éste fuese un agente racional. O bien (sería otra forma de resolver el problema) es posible distinguir entre las razones explicativas de la acción (que tie­ nen que formar parte del conjunto motivacional interno) y las razo­ nes justificativas (que pueden consistir en hechos de otro tipo: razo­ nes externas). Hay, naturalmente, muchas otras clasificaciones que se pueden trazar de las razones de los razonamientos prácticos. Las más impor­ tantes parecen ser las siguientes: 1. Las razones pueden referirse a otras razones, y por ello pue­ de hablarse de razones de primer nivel, de segundo nivel, etc. Una ra-

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zón de segundo nivel puede atribuir un mayor o menor peso a las de primer nivel y servir así para resolver conflictos entre razones. 2. Otra clasificación (que puede cruzarse con la anterior) se re­ fiere a la fuerza o al peso de las razones, una dimensión eminente­ mente graduable. Así, como luego se verá, las reglas incorporan razo­ nes perentorias (o sea, que determinan —cuando se aplican— por sí mismas un curso de acción), mientras que los principios incorporan razones no perentorias (contribuyen a la decisión, pero no la determi­ nan por sí mismas).24 La fuerza puede medirse prima facie25 o en abs­ tracto, o bien consideradas todas las circunstancias que concurren de hecho en una determinada situación. Todas las razones (perentorias o no perentorias) son razones prima facie, pero no todas tienen la misma fuerza, por lo que, consideradas todas las circunstancias, unas pueden superar a otras y, por tanto, desplazarlas (aunque también es posible que se produzcan casos de empate). Una razón (o un conjun­ to de razones) que prevalece sobre todas las otras dadas las circuns­ tancias del caso es una razón definitiva, decisiva o concluyente. Pero razón concluyente (la más fuerte dadas las circunstancias) no quiere decir razón absoluta; una razón absoluta sería aquella que nunca, en ninguna circunstancia, puede ser derrotada por otra (o sea, una que es siempre concluyente). 3. La fuerza es distinta del alcance de las razones. La fuerza es la capacidad de una razón para superar a otra cuando ambas entran en conflicto, mientras que el alcance se refiere a las circunstancias en las que las razones se aplican. Así, una razón puede estar dotada de la máxima fuerza (ser absoluta), pero tener un alcance muy restringido (vence siempre, pero es de aplicación en muy pocos casos). 4. Otro importante criterio de clasificación consiste en tomar 24. La distinción es semejante a la que establecen Peczenik y Hage entre «de­ cisive reasons» y «contributive reasons» (vid. Hage y Peczenik, 2000). Pero las razones no perentorias no coinciden exactamente con las meramente contribuyentes (las que son «condición necesaria de una condición suficiente» [Alchourrón, 1996]), pues una razón no perentoria puede, si no es derrotada, ser concluyente y determinar por completo el curso de acción. 25. Susan Hurley (vid. Hurley, 1989, y Amaya, 2006) distingue entre razones «prima facie» y razones «pro tanto». Las primeras son razones provisionales y con ellas puede ocurrir que, una vez que sabemos más acerca de una determinada situa­ ción, no sean ya aplicables, esto es, no contribuyan en nada a la decisión. Las razo­ nes «pro tanto», sin embargo, pueden ser vistas como fuerzas, esto es, puede ser que FI tire hacia el norte y F2 hacia el sur y que esta última sea más fuerte; si F1 no exis­ tiera, simplemente se podría ir más rápido o más allá; pero cuando hay un conflicto entre razones «pro tanto» y una es derrotada, esta última no desaparece, sino que so­ brevive. De manera que, cabría añadir, los principios jurídicos se asemejarían más bien a las razones «pro tanto».

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en consideración qué es lo que hace que algo sea una razón. Así, un deseo o una prescripción son razones no por su contenido (por el contenido del deseo o de la prescripción), sino, por ejemplo, porque es mi deseo o porque es la prescripción de tal autoridad. Otras, sin embargo, son razones que dependen del contenido: el principio de que se debe respetar la dignidad de la persona y el valor de la digni­ dad es una razón para comportarse de determinada manera, por el contenido en sí de la norma o del valor. Esta distinción, trasladada al campo del Derecho, es lo que llevaba a Summers (1978) a distinguir entre razones autoritativas o formales (independientes del contenido) y razones sustantivas (dependientes del contenido) y a distinguir, den­ tro de estas últimas, las razones finalistas de las de corrección.26

con la distinción que traza Luhmann (1983) entre estrategia cognos­ citiva y estrategia normativa; según este último, frente a la no realiza­ ción de una expectativa cabe adoptar dos estrategias: la estrategia cognoscitiva (típica de la legislación) consistente en corregir la expec­ tativa no realizada y adecuarla a la nueva realidad; y la estrategia normativa (típica de la jurisdicción) en la que se rechaza «aprender» y se mantiene la expectativa también cuando ésta no se ha realizado.

Obviamente, los anteriores criterios pueden combinarse entre sí y dar lugar a tipos característicos de razones. Por ejemplo, Raz consi­ dera que las normas de mandato (entendidas como juicios de deber) son razones excluyentes; o sea: una razón de primer nivel para hacer lo prescrito en la norma, más una razón de segundo nivel para no to­ mar en consideración (para excluir) otras posibles razones concu­ rrentes en el caso. A pesar de lo que parece sugerir la expresión «ex­ cluyentes», las normas de mandato no contienen razones de un al­ cance ilimitado: no excluyen en todas las circunstancias a todas las razones de primer nivel.27 La idea de Raz es muy semejante a la de Schauer: las reglas son razones atrincheradas, lo que quiere decir que suministran razones para la decisión independientes de las suminis­ tradas por la justificación subyacente; o sea, la decisión resultante (al utilizar el método de las reglas) no es siempre aquélla a la que se ha­ bría llegado mediante la aplicación directa de la justificación de la re­ gla (Schauer, 1991, p. 51) (ni, a fortiori, mediante el uso de razones simplemente ajenas a la regla).28 Y también tiene un claro parentesco 26. Sobre tipos de razones, vid. Hage (1997), el cual propone sustituir la apro­ ximación tradicional deductiva al razonamiento jurídico, por una lógica basada en razones. 27. Sobre esta noción de Raz ha habido una gran discusión. Vid. Bayón (1991) y Atienza y Ruiz Mañero (1996). 28. Según Schauer (1991), las prescripciones contenidas en las formulaciones normativas (las reglas) pueden verse como generalizaciones que tratan de ejemplifi­ car el resultado que normalmente podría obtenerse de la aplicación directa de las justificaciones subyacentes. Puede entonces decirse que las formulaciones normati­ vas poseen a u to n o m ía s e m á n tic a , o sea, su significado —lo que esas formulaciones prescriben— puede establecerse sin tomar en cuenta la justificación subyacente. Pero hay casos de desajuste entre lo que la formulación normativa prescribe y la jus­ tificación subyacente. Schauer habla por ello de e x p erien c ia s reca lcitra n tes que pue­ den revestir dos formas: la prescripción contenida en la formulación normativa pue-

5.

Razones jurídicas (del sistem a jurídico)

Hemos visto que el razonamiento jurídico, en sus diversos con­ textos, tiene, en última instancia, un carácter práctico, pero puede contener, como fragmentos suyos, razonamientos de carácter teórico, dirigidos a constatar que ha tenido lugar un hecho, a explicarlo, a predecirlo, a señalar cómo evitar que se produzca... Si a ello se añade que no hay prácticamente ningún sector de la experiencia humana completamente ajeno al Derecho, se llega fácilmente a la conclusión de que todos los tipos de hechos, de razones, en los que pueda pen­ sarse pueden funcionar en alguna ocasión como premisa o como con­ clusión de un argumento jurídico: tanto hechos físicos —externos—, como hechos psicológicos —internos—, hechos institucionales o rela­ ciones entre hechos (hechos generales). Y, naturalmente, esas razones funcionarán, según los casos, como razones operativas, auxiliares, perentorias, completas... ¿Qué peculiaridades tienen entonces las ra­ zones jurídicas? ¿Cómo elaborar una teoría de las premisas a propó­ sito del razonamiento jurídico? Me parece que una respuesta a estos interrogantes puede encon­ trarse explorando alguna de estas dos vías (o, quizás mejor, las dos). En primer lugar, podría tratarse de ver si existe alguna especificidad basada en el tipo de institución en que consiste el Derecho; o sea, si es posible hablar de razones (premisas) típicamente jurídicas, a dife­ rencia de las que serían más bien características de los argumentos científicos, morales, estéticos... En segundo lugar (o al mismo tiem­ po), podría explorarse (en el anterior capítulo ya se ha hecho algo de esto) si es posible obtener algún grado de especificidad de las premi­ sas en razón de las estructuras, de las formas, características de los razonamientos jurídicos. Como en seguida se verá, esas dos vías vienen a confluir .en cierto de ser s u p r a in c lu y e n te (incorpora supuestos no abarcados por la justificación subya­ cente) o in fr a in c lu y e n te (no incorpora supuestos abarcados por la justificación sub­ yacente). Esta idea está bien expuesta y desarrollada en Ródenas, 2000 (pp. 72 y ss.).

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modo con una importante distinción que cabe trazar entre el Derecho como sistema y el Derecho como práctica social (vid. Atienza y Ruiz Mañero, 2001). El Derecho como sistema, el sistema jurídico, consiste en un conjunto de enunciados de carácter normativo y no normativo (como las definiciones) cuyos integrantes reúnen ciertos requisitos: 1) son enunciados bien independientes (remiten directamente a una de­ terminada regla de reconocimiento) o bien derivados de los anteriores mediante procedimientos autoritativos, de inferencia lógica o de cohe­ rencia axiológica;29 2) tienen cierto carácter «productivo», esto es, pueden ser utilizados en un número potencialmente ilimitado de oca­ siones (por eso, los actos normativos no pertenecen al sistema). Pero además de como un sistema, el Derecho puede ser considerado como una práctica social compleja que consiste en decidir casos y en justifi­ car esas decisiones, en producir nuevas normas, en asesorar a alguien sobre cómo producir tal cambio normativo, etc. La práctica rebasa, naturalmente, al sistema, de la misma manera que ocuiTe con el habla con respecto a la lengua, o con la propia práctica de la argumenta­ ción, con respecto a las reglas que rigen esa práctica. De todas formas, la existencia de un sistema jurídico (como ocurre con el sistema de la ciencia: de cada ciencia) lleva a que los enunciados que componen ese sistema jueguen un papel central en el desarrollo de la práctica argu­ mentativa jurídica; el sistema provee, directamente, una parte de las premisas que aparecen en los razonamientos jurídicos (en la práctica argumentativa) y contribuye también, indirectamente, a la fijación del resto de las premisas. Así, en el ejemplo de silogismo judicial que ma­ nejábamos, la premisa mayor sería un enunciado del sistema (una norma jurídica válida: «el que matare...»), y la premisa menor un enunciado no perteneciente al sistema («Fulano ha dado muerte a Zu­ tano»), pero fijado mediante la utilización (aunque no exclusivamen­ te) de enunciados del sistema (las normas de la prueba). ¿Cuáles son entonces esos enunciados del sistema, esas premisas de los razonamientos jurídicos que caracterizan a la práctica jurídica argumentativa? La respuesta usual es que se trata del conjunto de normas válidas que integran el sistema jurídico en cuyo contexto se argumenta; o sea, el Derecho, en cuanto sistema, consistiría en un conjunto de normas. No es una afirmación falsa, pero necesita ser matizada, al menos, en estos tres sentidos: por un lado —como ya se 29. Se incluye, por tanto, como enunciados del sistema, tanto las normas ex­ plícitas como las implícitas. Sobre las normas implícitas puede verse Guastini (2004), el cual habla de procedimientos (para extraer las normas implícitas) lógicos y seudológicos; a este último procedimiento es a lo que nosotros (Atienza y Ruiz Ma­ ñero, 2001) llamamos «coherencia axiológica»

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ha señalado—, no todos los enunciados del sistema tienen un carác­ ter estrictamente normativo; por otro lado, existen distintos tipos de normas que juegan papeles también distintos desde el punto de vista argumentativo; finalmente, puede considerarse que también forman parte del sistema (en un sentido amplio) normas que, en sentido es­ tricto, no son válidas ni inválidas (por ejemplo, normas de un Dere­ cho extranjero a las que reenvía una norma de Derecho internacional privado) o incluso normas inválidas (mientras no haya sido declarada su invalidez). (Sobre esto esto, vid. Guastini, 2004a, ap 2.4.) En mi opinión, una clasificación plausible de los enunciados ju­ rídicos (de los enunciados del sistema) es la ya recordada anterior­ mente y tomada del libro Las piezas del Derecho, escrito en colabora­ ción con Juan Ruiz Mañero (vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1996). Allí distinguíamos entre enunciados de carácter práctico (normativos o valorativos) y de carácter no práctico (definiciones); dentro de los de carácter normativo diferenciábamos los que expresan normas de los que expresan el uso de poderes normativos (los actos normativos);30 y las normas las clasificábamos en regulativas o deónticas, por un lado, y constitutivas, por el otro, pudiendo ser las primeras (las regulativas) reglas o principios. Las ideas fundamentales que exponíamos en ese libro (precisadas en algún caso en trabajos conjuntos posteriores) acerca de las características de cada uno de esos enunciados, desde una perspectiva argumentativa, pueden resumirse así. Empecemos por los enunciados que no tienen carácter práctico, por las definiciones. Las definiciones no son directamente razones para la acción, pero tampoco pueden considerarse exactamente como razones teóricas (para creer en algo); son razones que sirven para identificar otras razones: teóricas o prácticas. Así, por ejemplo, el que Fulano haya dado muerte a Zutano mediante precio es una razón para entender que Fulano ha cometido asesinato. De manera que, por un lado, está la razón para creer que Fulano ha dado muerte a Zuta­ no y que su acción estuvo motivada por su propósito de obtener una recompensa de Mengano (digamos^ un conglomerado de hechos físi­ cos y psicológicos); y, por otro lado, la razón para identificar o califi­ car ese hecho como asesinato (un hecho institucional al que se llega mediante la definición oportuna). O sea, la definición de asesinato sirve en el ejemplo para establecer una creencia, permite identificar una razón teórica (Fulano ha asesinado —dado muerte en ciertas cir­ cunstancias— a Zutano). Pero esa misma definición de asesinato pue­ de contribuir, en otro argumento, a la identificación de una razón práctica, esto es, de una norma: por ejemplo, el hecho de que matar 30.

Pero los actos normativos no forman parte, en general, del sistema.

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mediante precio sea considerado por el Código Penal como asesinato no es, en sí mismo, ninguna razón para hacer o no hacer algo; sólo lo es cuando la anterior definición va ligada al hecho de que el sistema establece que el asesinato debe castigarse con pena de 15 a 20 años; o sea, la norma, la razón (operativa) para la acción, en este caso, será: el que matare a otro mediante precio (el que cometiere asesinato) será castigado con pena de 15 a 20 años. El que las definiciones jueguen sólo el papel de contribuir a idem tifícar las premisas de los razonamientos teóricos o prácticos no signi­ fica necesariamente que tengan un papel secundario en la argumenta­ ción, y en particular en la argumentación jurídica. No lo tienen, en la medida en que podemos distinguir dos contextos distintos de uso ar­ gumentativo de las definiciones. En algunos casos, la definición es el punto de partida para llevar a cabo la argumentación. O sea, se parte de una definición que no es controvertida (por ejemplo, la de asesina­ to) y eso nos sirve para concluir que Fulano ha cometido un asesinato o que el asesinato debe ser castigado con tal pena. Pero hay también ocasiones en que la definición es el objetivo de la argumentación, la conclusión del argumento; esto es, argumentamos no a partir de una definición, sino para establecer una definición. En esto último es en lo que, cabría decir, consisten los problemas de interpretación, o al me­ nos una parte de ellos (vid. Guastini, 1996, pp.165 y ss.). Por ejemplo, consideremos el siguiente argumento complejo en donde las premisas están formadas por un enunciado a interpretar y una serie de enun­ ciados interpretativos, y la conclusión consiste en un enunciado inter­ pretado (una definición): «La Ley española de Reproducción Humana Asistida (de 1988) establece que no se podrá investigar con preembrio­ nes «viables», pero sí (bajo ciertas condiciones) con preembriones «no viables»; los preembriones sobrantes de tratamientos de infertilidad nunca van a ser usados, pasado cierto tiempo, con fines reproductivos; el propósito de la norma que prohíbe investigar con «preembriones viables» es impedir que para llevar a cabo una investigación, un pre­ embrión no se desarrolle como un ser humano (se impida su uso re­ productivo); las normas deben interpretarse de acuerdo con su propó­ sito; por lo tanto, es razonable entender que los preembriones sobran­ tes de tratamientos de infertilidad y pasado cierto tiempo son también (como los que tienen algún grado de malformación) «no viables». Tanto las normas como los valores tienen un carácter práctico, constituyen o integran razones para la acción (para el que los suscribe o debería suscribirlos), pero entre ambas entidades (las normas y los valores) existe una diferencia de acento que puede tener una mayor o menor importancia. Lo que quiere decirse con ello puede explicarse así. La noción de «razón para la acción» envuelve una cierta ambigüe-

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dad, esto es, algo es una razón para la acción en cuanto guía la con­ ducta, pero también en cuanto sirve como criterio de valoración (de justificación o de crítica) de la conducta. Tanto en los enunciados que expresan valores como en los que expresan normas puede distinguirse un aspecto directivo y otro valorativo o justificativo, pero el acento puede ponerse en uno u otro lado. Así, el artículo de la Constitución que establece que «España se constituye en un Estado social y demo­ crático de Derecho que propugna como valores superiores de su orde­ namiento jurídico la libertad...» contiene básicamente una razón para juzgar favorablemente (justificar) las acciones o estados de cosas que puedan verse como una realización de la libertad y para criticar las que tengan un significado opuesto; pero suministra también una ra­ zón para comportarse de cierta manera: procurando que se satisfaga ese valor, que se produzcan los comportamientos o estados de cosas que suponen la realización de la libertad. Y el artículo del Código Pe­ nal que establece que «el particular que encerrare o detuviere a otro, privándole de su libertad, será castigado con la pena de prisión de cuatro a seis años» (163.1) suministra básicamente una razón para no hacer algo (privar a otro de su libertad), pero también un criterio de crítica de, o de reproche hacia, esas conductas, y de justificación de las opuestas (las dirigidas, por ejemplo, a impedir que un particular prive de libertad a otro). De manera que todas las normas tienen, ade­ más de un elemento directivo, otro de carácter justificativo (en el que se basa la directiva de conducta). Y todos los valores contienen, ade­ más de un elemento justificativo, una directiva de conducta (que pue­ de estar más o menos latente). Además, el valor, el elemento justifica­ tivo, tiene —en términos generales—31 prioridad sobre el normativo o directivo: si está prohibido privar a otro de su libertad es porque se considera que la libertad personal es un valor, pero no tendría sentido afirmar lo contrario: la libertad personal no es un valor porque su pri­ vación esté castigada con una determinada pena, pues aunque no exis­ tiera esa norma del Derecho positivo (ni ninguna otra semejante) la li­ bertad personal seguiría siendo un valor. A propósito de las normas, la distinción fundamental es la que cabe trazar entre las normas regulativas y las constitutivas. Las normas 31. Hay que explicar qué quiere decir «en términos generales». Significa que el Derecho —en la medida en que se pretenda que constituye una práctica justifica­ da— tiene que partir de este principio, de la prioridad del elemento justificativo so­ bre el directivo. Pero dentro del Derecho existen normas que constituyen razones para la acción (u ocasiones de uso de las mismas) en las que tiene vigencia esa pre­ valencia y otras normas (u otras ocasiones) en las que prevalece el elemento directi­ vo sobre el valorativo. Más adelante se verá cómo funciona esto.

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regulativas tienen la forma: «Si se dan las circunstancias de aplicación X, entonces Z debe (puede, tiene prohibido) realizar la acción Y (o al­ canzar el estado de cosas E). Y las normas constitutivas: «Si se dan las circunstancias X (y Z realiza una acción Y), entonces se produce el re­ sultado normativo R». Pues bien, en cuanto razones para la acción, las normas regulativas son razones operativas, mientras que las normas constitutivas funcionan simplemente como razones auxiliares. Así, la norma regulativa de que el vendedor responde por los vicios ocultos de la cosa en un supuesto de compraventa es una razón para que el com­ prador le plantee al vendedor esa exigencia o para que, llegado el caso, el juez condene a este último a pagar una cierta cantidad. Pero la nor­ ma que confiere el poder de contratar32 es una razón para llevar a cabo una compraventa, únicamente si se piensa que ése puede ser un medio adecuado para satisfacer el deseo o el interés de alguien o si ésa es, una acción debida de acuerdo con una norma (y esto último —el deseo o el deber— es lo que constituye la razón operativa). Un ejemplo de argu­ mento con una norma que confiere poder podría ser: — Z desea obtener E (vivir en una casa en la playa). — En las circunstancias X, sólo si Z realiza la acción Y (efectúa un cierto contrato de compraventa), entonces se produce el resultado R (pasa a ser propietario de una vivienda en la playa). — Si R, entonces E (pues si Z es propietario de una viviénda, en­ tonces tiene derecho a habitar en ella). — Por lo tanto, Z debe (o tiene una razón para) realizar Y (efec­ tuar cierto contrato de compraventa). Por otro lado, dentro de las normas regulativas, la distinción fun­ damental es la que tiene lugar entre reglas y principios, la cual se cru­ za con la distinción entre normas de acción y normas de fin. Tenemos por ello: reglas de acción; reglas de fin; principios que son normas de acción (principios en sentido estricto); principios que son normas de fin (directrices). Desde una perspectiva estructural, las reglas tienen condiciones de aplicación (que configuran casos genéricos) cerra­ das,33 en el sentido de que consisten en una serie de propiedades (que pueden ser muy indeterminadas) establecidas previamente, mientras que los principios obedecen más bien a lo que von Wright llamaba 32. Hay dos tipos de normas constitutivas (Atienza y Ruiz Mañero, 1966, cap. 2, ap. 3): las reglas que confieren poder y las normas puramente constitutivas; el ejemplo se refiere al primero de esos dos tipos. 33. Quizás la expresión «cerrada» no sea muy acertada. De hecho, ha dado lu­ gar a muchos malentendidos: vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1966, cap 1, apéndice.

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normas categóricas, esto es, normas que no tienen más condiciones de aplicación que las que surgen del propio contenido (vid. Aguiló, 2000, p. 136); y la conducta o el estado de cosas en que consiste el contenido de la norma es también más genérico, más indeterminado en el caso de los principios que en el de las reglas. Pues bien, las reglas de acción o de fin funcionan como razones operativas de carácter perentorio o protegido. Eso quiere decir que, dentro de lo que es su alcance, derrotan a todas las posibles razones concurrentes con ellas y excluyen por ello la deliberación. Son también razones autoritativas o independientes del contenido: lo que hace que sea una razón no es lo que prescriben, sino el hecho de que lo prescri­ ba una autoridad. Pero la capacidad de las reglas para operar así no es irrestricta: por un lado, como se acaba de decir, están limitadas por lo que constituye su propio campo de aplicación; pero, por otro lado, las reglas (como todas las normas) tienen un aspecto de directiva de con­ ducta y otro de juicio de valor, y es posible que, en ciertos supuestos, esos dos aspectos no coincidan. Por ejemplo, es posible que una regla establezca un mandato o un permiso que resulten injustificados, de acuerdo con lo que son sus valores subyacentes: o sea, la regla va más allá o más acá de lo abarcado por su justificación (en el ejemplo que veíamos: no estaría justificado prohibir investigar con preembriones sobrantes de tratamientos de infertilidad y que van a ser destruidos, aunque el aspecto directivo de la regla establezca esa prohibición, por­ que ello supondría poner un límite a la libertad de investigación de ma­ nera innecesaria, esto es, sin que con ello se proteja ningún otro valor); cuando ocurren estos casos (o cuando simplemente no hay una regla aplicable al caso) es cuando entran en funcionamiento los principios: para corregir la regla, para interpretarla en un sentido que sea confor­ me con su justificación, o simplemente para suplir la falta de regla. Los principios, a diferencia de las reglas, son razones (operati­ vas) no perentorias o simplemente prima facie: suministran razones para decidir en un determinado sentido, pero no tienen carácter con­ cluyente; esas razones deben sopesarse con otras provenientes de otros principios y que pueden tirar en una dirección opuesta: la fre­ cuencia de los conflictos entre principios —entre la libertad de expre­ sión y el honor o la intimidad de las personas; entre la libertad y la seguridad; etc.— es consecuencia de que los principios carecen de condiciones de aplicación o de que éstas son muy abiertas. Ello hace también que los principios (las razones de los principios) tengan un mayor alcance argumentativo que las reglas. Ahora bien, como se señaló en el capítulo anterior, dentro de la categoría de los principios puede distinguirse entre los principios en sentido estricto y las directrices. Los primeros establecen la obliga-

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ción (o la prohibición, o el permiso) de realizar una acción, y los se­ gundos, de alcanzar un estado de cosas. Unos y otros tienen cierto as­ pecto autoritativo, en cuanto que son principios porque así fue esta­ blecido por la autoridad (principios explícitos) o porque pueden ha­ cerse derivar de normas establecidas por la autoridad (principios im­ plícitos). Sin embargo, cabría decir que, en lo esencial (y a diferencia de las reglas), los principios operan como razones dependientes del contenido o como razones sustantivas: son razones prima facie que, para convertirse en razones concluyentes, necesitan de una operación (la ponderación, la deliberación) en la que no puede hacerse abstrac­ ción del contenido. Por lo demás, esas razones sustantivas son, en el caso de los principios en sentido estricto, razones de corrección y, en el caso de las directrices, razones finalistas. La clasificación que se acaba de presentar de las normas regula­ tivas en reglas y principios debe entenderse, de todas formas, de una manera flexible, por diversas razones:

(Lifante, 2002) que las reglas de fin pueden establecer en algún caso fines que son graduables (por ejemplo, la regla que ordena limitar, en la mayor medida posible, los efectos de una enfermedad), de manera que lo esencial de la distinción es que en la aplicación de las reglas de fin (a diferencia de lo que ocurre con las directrices) no hay pondera­ ción, no hay deliberación en sentido estricto: debe lograrse tal fin en la mayor medida posible (o en una determinada medida), sin preocu­ parse de cómo afecte a otros fines; dicho de otra manera, hay cierto grado de discrecionalidad, pero no deliberación en sentido estricto.

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1. Los criterios en que se basa son esencialmente graduables y eso quiere decir que los casos de la penumbra abundan; la vaguedad puede referirse a: la generalidad o indeterminación de las condiciones de apli­ cación; la descripción de la conducta permitida, prohibida u ordenada; la dependencia/independencia del contenido de las razones; el mayor o menor poder (discrecionalidad) que se otorga a los aplicadores. 2. Dado que la distinción no atiende a un único criterio, hay ciertos tipos de normas que combinan elementos característicos de las reglas con otros propios de los principios. Por ejemplo, hay normas que tienen la estructura de las reglas, pero no su fuerza excluyente; así, los precedentes, en los sistemas de Derecho continental, son re­ glas, pero no tienen (por lo menos, en muchos casos) la fuerza que tie­ nen las normas legisladas, sino que funcionan más bien como princi­ pios, como razones de primer orden no perentorias. Y hay normas que tienen la estructura de los principios (o al menos con condiciones de aplicación tan abiertas que difieren mucho de los casos centrales de las reglas) y, sin embargo, tienen (limitadamente) carácter exclu­ yente; es el caso de lo que Sunstein (1996) llama «factores»: se esta­ blece, por ejemplo que, a efectos de seleccionar a un candidato para una plaza, se deben tomar necesariamente en consideración los facto­ res X e Y, pero en lo demás la norma funciona como un principio. 3. A propósito de las normas de fin, no siempre es cierto que las reglas tengan condiciones de aplicación determinadas (cerradas) y un fin también determinado (no graduable), mientras que las directrices serían normas con condiciones de aplicación indeterminadas (abier­ tas) y un fin abierto (graduable). Isabel Lifante ha sostenido con razón

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Todo ello no quita, sin embargo, para que la anterior clasifica­ ción siga teniendo sentido. Configura algo así como los prototipos de normas jurídicas regulativas, lo cual no excluye la existencia de híbri­ dos (como en el caso de los factores) que podrían verse como combi­ naciones de esas formas básicas. De hecho, la distinción que vimos en el anterior capítulo de tres grandes formas argumentativas en el Derecho (particularmente en el razonamiento judicial) refleja esa dis­ tinción: la subsunción tiene lugar a partir de reglas de acción; la ade­ cuación del razonamiento finalista, a partir de reglas de fin, y la pon­ deración, a partir de principios. Finalmente, en el esquema inicial de los enunciados jurídicos veíamos que, contrapuestos a los que expresan normas, estaban los que expresan el uso de poderes normativos, los actos normativos. Con ello se hace referencia a enunciados del tipo de «se deroga la ley...», «se nombra juez de...a...», «se otorga la concesión de...a...» o «se condena a...a la pena de...... Como se decía, esos enunciados, en términos generales, no forman parte del sistema jurídico, en cuanto son supuestos de uso performativo del lenguaje: son actos que, por así decirlo, no tienen una duración en el tiempo. Lo que forma parte del sistema no es, así pues, el acto de usar la norma que confiere po­ der, sino el resultado de ese uso, cuando el mismo consiste no en re­ sultados singulares y concretos (como la concesión hecha en favor de Fulano o el nombramiento como juez de Zutano), sino en normas ge­ nerales y abstractas (el acto de derogar o de promulgar una ley tiene como resultado que dejan de estar vigentes o empiezan a estarlo nor­ mas generales y abstractas). En todo caso, los actos en cuanto tales (no sus resultados) son hechos institucionales que no pueden funcio­ nar como razones operativas, sino como razones auxiliares de un ra­ zonamiento práctico. Por eso, de las premisas «se promulga la norma “si p entonces es obligatorio q”», o bien «la autoridad A ha promulga­ do la norma “si p entonces es obligatorio q"» (la descripción de un acto de promulgación) y «es el hecho de que p», no se sigue «es obli­ gatorio q»; para concluir esto se necesita una premisa normativa (una

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norma entendida como un juicio de deber) adicional que funcionaría como la razón operativa del razonamiento: «se deben obedecer las normas promulgadas por A». Más adelante se volverá sobre ello. 6.

Razones jurídicas extrasistem áticas (de la práctica jurídica)

En el anterior apartado hemos visto algunas peculiaridades de las razones jurídicas cuando el Derecho se considera como un siste­ ma. Pero habíamos dicho también que el Derecho no es solamente un sistema, sino una práctica; y en la práctica jurídica argumentativa se hace uso de muchas premisas que no son enunciados del sistema. Eso se ve con claridad cuando se examinan las formas de argumenta­ ción características de cada uno de los contextos jurídicos. Así, a propósito de la argumentación judicial, habíamos distingui­ do tres formas básicas que se correspondían con el uso, como premisa mayor (como razón operativa), de una regla de acción (subsunción), una regla de fin (adecuación o razonamiento finalista) o un principio (ponderación). De acuerdo también con la concepción de los valores expuesta, éstos juegan siempre un papel (puesto que en toda norma cabe distinguir un aspecto justificativo), que se vuelve particularmen­ te relevante cuando el elemento justificativo y el directivo se escinden (en cuyo caso, la apelación a los valores subyacentes puede ser un ar­ gumento para modificar la norma —su aspecto directivo— o para in­ terpretarla en determinado sentido).34 Por su lado, las definiciones funcionarán como razones para la identificación de otras razones, las normas constitutivas como razones auxiliares, etc. Pero lo que ahora importa destacar es que en cada una de esas tres formas argumentati­ vas figuran también premisas que no pertenecen al sistema y que se suelen llamar premisas empíricas (fácticas), en cuanto que hacen refe34. Lo que queda excluido —por lo menos, en principio— es el uso de valores ajenos al sistema jurídico, pues en ese caso parece que habría que considerar que se ha traspasado el límite de la argumentación jurídica. A propósito de la derrotabilidad de las normas jurídicas (o, mejor, de las reglas: cuando estas últimas dejan de ser to­ madas como razones excluyentes), Ángeles Ródenas distingue tres supuestos: cuando lo derrotado es la prescripción (hay un desajuste entre la prescripción y su justifica­ ción subyacente); cuando lo es la justificación subyacente de esa regla (o sea, el ba­ lance de razones que supone esa justificación está mal construido en relación con los valores del sistema tomado en su conjunto); y finalmente —derrotabilidad radical— cuando, de acuerdo con el Derecho, habría razones para basar la respuesta a un pro­ blema de indeterminación en criterios extrajurídicos. Según Ródenas (2001), que si­ gue esencialmente a Bayón (1997), solamente en estos últimos supuestos (muy infre­ cuentes en la práctica) cabría hablar propiamente de discrecionalidad.

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rencia á hechos del mundo natural (físicos o psicológicos) o del mun­ do institucional o a hechos (naturales o institucionales) de carácter ge­ neral (máximas de experiencia, leyes científicas). En el caso del razonamiento subsuntivo o clasificatorio, la premisa normativa (perteneciente al sistema) va acompañada de una premisa fáctica en la que se deja constancia de que se ha producido un hecho fí­ sico y/o psicológico concreto (Fulano ha dado muerte a Zutano; lo hizo movido por el deseo de obtener una recompensa), A ello hay que añadir una premisa (una definición o una norma constitutiva) que traduce los hechos naturales en hechos institucionales (dar muerte a otro median­ do un precio significa asesinar). Y (cuando es necesario) la justificación de las dos anteriores premisas: en qué se basa la creencia de que Fulano ha dado muerte a Zutano mediante precio; por qué dar muerte a otro mediante precio se considera un asesinato. En la justificación de estas premisas se recurre de nuevo a premisas (empíricas) que, a su vez, pue­ den ser de diversos tipos: por ejemplo, puede tratarse de hechos concre­ tos («el testigo T afirmó que oyó una conversación en la que Mengano le ofrecía a Fulano determinada cantidad de dinero si este último daba muerte a Zutano»), o de hechos generales que relacionan entre sí he­ chos simples (máximas de experiencia del tipo de «si dos o más testigos afirman que ocurrió X y... entonces es razonable creer que ocurrió X»). En el razonamiento finalista, la premisa fáctica es, en principio, más compleja, puesto que no se trata de constatar algo ocurrido en el pasado, sino de prever lo que ocurrirá en el futuro (y el futuro está ne­ cesariamente abierto). Pero, por lo demás, hay grandes semejanzas con respecto al esquema anterior. También aquí se necesita (como razón auxiliar con respecto a la razón operativa constituida por la regla de fin: «la custodia de los hijos en caso de divorcio debe otorgarse atendiendo al bienestar del menor») una premisa empírica referida a un hecho con­ creto (futuro): por ejemplo, «si se confía (en este caso) la custodia a la ’ madre, el hijo estará mejor de lo que estaría si se le adjudicara al pa­ dre». Pero, a su vez, para justificar esta última premisa, se necesitarán premisas empíricas referidas a hechos concretos (por ejemplo, «hasta el momento de la separación o del divorcio la madre había pasado mucho más tiempo que el padre con el menor», etc.), y una premisa empírica de carácter general que establece una relación entre hechos: «siempre que se den las circunstancias X, Y y Z, atribuir la custodia de los hijos menores a la madre es lo que mejor garantiza el bienestar de los hijos». Naturalmente, es también posible que para llegar al esquema último del razonamiento finalista sea necesario recurrir a premisas integradas por normas constitutivas y por definiciones (que traducen las premisas empíricas referidas a hechos naturales, a hechos institucionales). En fin, en el esquema de la ponderación, las premisas de carácter

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empírico juegan también un papel que no es exactamente el mismo, se­ gún se trate de uno u otro de los dos tipos de ponderación distinguidos. En el segundo tipo de ponderación (la ponderación como concreción o determinación de un objetivo), el papel de las premisas empíricas es se­ mejante al que desempeñan en el esquema finalista, pero con la diferen­ cia obvia de que aquí no se trata ya únicamente de justificar que existe una relación (de causalidad, de probabilidad) entre el medio M y el fin F, sino también que la utilización del medio M afectará (o no) de determi­ nada manera a otros fines (G, H, I...) concurrentes con F. En el ejemplo que se ponía en el capítulo anterior, habría que dar razones para mos­ trar que si se conceden ventajas fiscales a los propietarios que arrienden sus viviendas, entonces aumentará la oferta de viviendas en alquiler, pero también razones que prueben que esa política de la vivienda no va a producir un beneficio injustificado en favor de una cierta categoría de personas, no va a impedir un adecuado planeamiento urbanístico, etc. Y en el primer tipo de ponderación (la ponderación propiamente dicha), las premisas empíricas aparecen (como lo señalaba Alexy) a la hora de determinar el grado de afectación a los principios, o la seguridad con que puede efectuarse esa apreciación: por ejemplo, la no transfusión de sangre a un testigo de Jehová afecta al derecho a la vida de manera in­ tensa (hay una clara relación de causalidad entre la escasez de sangre en el cuerpo de una persona y su muerte), y el riesgo puede ser más o me­ nos elevado (la seguridad de que se producirá la muerte, mayor) si, por ejemplo, se trata de un paciente que necesita ser intervenido quirúrgica­ mente y está en una situación de extrema debilidad La argumentación de los abogados puede considerarse, en una de sus facetas, como vicaria con respecto a la de los jueces: ellos deben presentar argumentos que puedan ser aceptados (y utilizados) por los jueces, de manera que, en cierto sentido, tendrán que ser isomorfos con los de aquéllos. Hay, naturalmente, una diferencia muy importan­ te en cuanto a la actitud de unos y otros: los jueces argumentan (o, al menos, ése es su deber institucional) a favor de una cierta tesis porque consideran que, de acuerdo con el Derecho, eso es lo correcto; los abogados, porque eso favorece los intereses de su cliente y porque los jueces pueden considerarlo correcto (o sea, argumentan con el pro­ pósito de que sus argumentos sean recogidos, aceptados, por los jue­ ces). Hay, además, otra faceta característica de la argumentación de los abogados (de cara a su cliente) que obedece al modelo del esque­ ma finalista: las premisas consisten en la fijación de un determinado objetivo (maximizar los intereses de los clientes), que constituye la ra­ zón operativa; la razón auxiliar son los medios jurídicos que permiti­ rían alcanzar el objetivo, y la conclusión, el deber o la necesidad de realizar una determinada acción. Un ejemplo podría ser éste:

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— Debemos (hay que) procurar que la empresa X pague la me­ nor cantidad posible en impuestos. — Si se constituye una sociedad del tipo T, la empresa X pagará menos impuestos (se alcanzará el objetivo). — Por lo tanto, debemos (o hay una razón para) constituir una sociedad del tipo T. Es importante reparar en que, a diferencia de lo que ocurre con cualquiera de las formas de la argumentación judicial, lo que funciona aquí como razón operativa no es una norma del sistema, aunque las normas del sistema sean elementos a considerar a la hora de definir los objetivos. Las premisas provenientes del sistema ingresan básicamente en el razonamiento de los abogados a través de la segunda premisa, de la razón auxiliar: pues lo que justifica esa premisa es una serie de nor­ mas constitutivas y normas regulativas: las que señalan (norma consti­ tutiva) de qué manera puede constituirse una sociedad, o bien (norma regulativa) qué fines no pueden perseguirse, son fines ilícitos, etc. El esquema finalista cumple también un papel central en la argu­ mentación de tipo legislativo. Las normas del sistema operan aquí como límites y también como guías, pues algunas de ellas (señalada­ mente, las directrices) fijan objetivos a ser alcanzados legislativamen­ te. En relación con la argumentación de los abogados hay, natural­ mente, una diferencia en cuanto al tipo de objetivo a alcanzar. Pero también en cuanto a lo que funciona como razón auxiliar: pues en el caso del razonamiento del abogado se trata normalmente de usar nor­ mas ya existentes, mientras que en el de tipo legislativo las razones au­ xiliares señalan que la modificación o la creación de una nueva norma permitirá alcanzar el objetivo en cuestión.35 Un ejemplo podría ser: — Se debe (hay que) procurar que disminuya la siniestralidad en el tráfico rodado. — Endurecer las sanciones por exceso de velocidad contribuirá a lograr ese fin. — Por lo tanto, se debe (hay una razón para) endurecer las san­ ciones por exceso de velocidad (se debe —hay una razón para— dic­ tar una norma con ese contenido). Naturalmente, la argumentación legislativa no se limita a esto, pues legislar no consiste únicamente en señalar qué medios (normati­ vos) son aptos para lograr ciertos fines. Además, es necesario confi35. Naturalmente, la argumentación de los abogados dirigida a la redacción de contratos se asemeja más a la que es característica de la legislación.

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gurar, moldear, esos fines, lo que supone seguir el segundo de los es­ quemas de la ponderación al que antes se hacía referencia (la concre­ ción de objetivos, cuya utilización caracteriza a la tarea del legislador más bien que a la del juez) y, con frecuencia, es necesario también es­ tablecer ponderaciones (en sentido estricto) entre los diversos princi­ pios y valores del sistema, de manera que la norma legislada pueda verse como el resultado de esa ponderación: por ejemplo, la regula­ ción del delito de injuria supone haber resuelto en un cierto sentido las exigencias provenientes del derecho a la libertad de expresión, por un lado, y la protección al honor de las personas, por el otro.36 Ade­ más, los medios normativos a utilizar para alcanzar el objetivo pue­ den ser más o menos eficaces y eficientes: ¿en qué debe consistir exactamente ese endurecimiento de las sanciones?, ¿es el carné por puntos el procedimiento adecuado? La nueva norma se incardina en el contexto de un sistema jurídico en el que existen otras normas, de manera que hay que asegurar que entre ellas no se produzcan contra­ dicciones y lagunas. Y todos esos objetivos no pueden lograrse si la norma no está redactada en forma clara. Dicho de otra manera, los argumentos legislativos están dirigidos a dar respuesta a las dudas que surgen en relación a cuestiones como las siguientes (vid. Atienza, 2004a): 1) ¿tiene tal ley una forma lingüísticamente adecuada, esto es, está asegurada su comunicabilidad?; 2) ¿es sistemática, o sea, no crea lagunas ni contradicciones?; 3) ¿es eficaz, en el sentido de que cabe prever su cumplimiento por los destinatarios?; 4) ¿es efectiva, esto es, se lograrán los objetivos planteados?; 5) ¿es axiológicamente adecuada (de acuerdo con los principios constitucionales y otros cri­ terios morales que vengan al caso)?; 6) ¿es eficiente, esto es, logra los anteriores objetivos a un coste satisfactorio? En todos ellos, las pre­ misas extrasistemáticas juegan un papel relevante y de ahí que pueda decirse que la argumentación legislativa es la argumentación jurídica que tiene un carácter más abierto (y complejo). Esa apertura, unido al hecho de que la argumentación no se circunscribe a un caso con­ creto, hace también que el razonamiento de tipo estadístico juegue aquí un papel muy superior al que pueda desempeñar en el contexto judicial (o de los abogados): así, el dato estadístico de que el consumo excesivo de alcohol es la causa del 80 % de los accidentes de tráfico atribuibles a un error (vid. El País de 29-9-2004) es una razón de peso

para decidir configurar como delito conducir un vehículo habiendo bebido; pero tiene escaso o ningún valor a la hora de emitir el juicio de que el alcohol fue la causa del accidente de tráfico en que se vio envuelta determinada persona; probar este último hecho no es cues­ tión de estadística, sino más bien de aportar el resultado de la prueba de alcoholemia que se haya practicado o de ciertos indicios de em­ briaguez que puedan haber sido observados por los testigos.

36. Como ejemplo puede servir el art. 210 del Código Penal español: «El acu­ sado de injuria quedará exento de responsabilidad probando la verdad de las impu­ taciones cuando éstas se dirijan contra funcionarios públicos sobre hechos concer­ nientes al ejercicio de sus cargos o referidos a la comisión de faltas penales o de in­ fracciones administrativas.»

7.

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Relevancia y peso de las razones

En los apartados anteriores hemos caracterizado a las premisas del sistema jurídico y de la praxis jurídica de acuerdo con las clasifi­ caciones de las razones que habíamos examinado: cuáles desempe­ ñan el papel de las razones operativas, protegidas, auxiliares, comple­ tas, etc. Ahora bien, el uso de las premisas plantea dos importantes problemas, que la concepción formal de la argumentación no toma en consideración, o sólo toma en consideración de manera muy limi­ tada: una es la cuestión de la relevancia, esto es, por qué usar como premisa un determinado enunciado (un hecho) y no otro; la otra es la de qué peso o qué fuerza cabe atribuir a una premisa, esto es, qué es lo que hace que un argumento pueda considerarse sólido o más o menos sólido; la solidez de un argumento depende de su relevancia y de su peso. Como decía, un enfoque formal de la argumentación sólo puede contestar a la primera de las preguntas de manera muy parcial: si la conclusión a obtener (como ocurre en el razonamiento clasificatorio judicial) es un enunciado normativo singular, entonces necesitamos tener (por motivos formales) como premisa un enunciado normativo general y un enunciado empírico que afirme que se dan en un caso las condiciones del antecedente de la norma. Pero eso solamente cu­ bre uno de los aspectos de la relevancia, el de la aplicabilidad: la nor­ ma que se usa como premisa debe ser aplicable a los hechos del caso.37 Ahora bien, los juristas no disponen —o no disponen siem­ pre— de normas que puedan sin más aplicar a la situación; el materi­ al en bruto, lo que les viene dado por el sistema, es (al menos en oca­ siones) solamente enunciados (artículos de leyes, textos jurispruden37. El uso que aquí hago de «aplicabilidad» es distinto del que puede encon­ trarse en autores como Bulygin, Moreso o Navarro. Para estos últimos, la aplicabili­ dad se entiende como la obligatoriedad de usar un estándar como premisa de la ar­ gumentación, de manera que, para ellos, una norma puede ser aplicable aunque no pertenezca al sistema.

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cíales, etc.) que ellos tienen que transformar en normas (en la norma aplicable al caso) por medio de la interpretación. Además, no basta con saber que la norma (el enunciado interpretado) es aplicable a ta­ les hechos, sino que debe tratarse de una norma que haya obligación de utilizar, o sea, una norma válida, en el sentido de que pertenece al sistema jurídico o que, sin pertenecer al sistema en sentido estricto (por ejemplo, una norma de un Derecho extranjero o una norma ya derogada), puede reconducirse a las que pertenecen al sistema en vir­ tud de los criterios de validez.38 Los criterios que permiten identificar el Derecho válido constituyen el contenido de lo que, en una cierta tradición, se llama regla de reconocimiento (vid. Atienza y Ruiz Ma­ ñero, 1996). Entendida en un sentido amplio, la regla de reconoci­ miento (que, en todo caso, no es una norma que pertenezca al siste­ ma, sino que tiene carácter metasistemàtico) no incluye únicamente criterios que atienden al origen en tal autoridad, a su pedigrí, sino que puede —suele— incorporar además criterios de contenido: en nuestros Derechos del Estado constitucional, una norma no es válida simplemente porque haya sido dictada por un órgano competente y porque se hayan respetado ciertos requisitos de forma (de procedi­ miento), sino porque, además de ello, no supone la vulneración de al­ gún derecho fundamental o de alguno de los principios y valores del ordenamiento. Así entendido, el concepto de regla de reconocimiento puede decirse que tiene un carácter necesario: traza los límites entre la argumentación que es jurídica y la que no lo es; si no existiera ese criterio, ese límite, no habría ninguna diferencia entre la argumenta­ ción jurídica y la argumentación práctica de tipo general. No es aquí el momento de entrar en más detalles. Baste con de­ cir, en síntesis, que la relevancia de las razones, de las premisas, pro­ venientes del sistema jurídico está en función de su aplicabilidad, in­ terpretación y validez. ¿Y qué decir de la relevancia de las otras premisas, de las razones que tienen un origen extrasistemático? En cuanto a la aplicabilidad, no parece que haya ninguna diferencia destacable por el hecho de que se trate de un enunciado práctico general (una norma) o un enunciado general de carácter teórico (por ejemplo, una ley o una máxima de experiencia). La norma «el asesinato debe castigarse con la pena mínima de 10 años» se aplica a una acción concreta (llamé-

mosla H), si H es un supuesto de asesinato (tiene las características del asesinato), de la misma manera que «el testimonio coincidente de dos testigos independientes que hayan mantenido sus versiones de los hechos con firmeza y sin incurrir en contradicción es una prueba fiable de que efectivamente esos hechos son verdaderos» se aplica al caso del testimonio dado por TI y T2 si éstos cumplen con los requi­ sitos ahí establecidos. O sea, la máxima de experiencia con ese conte­ nido resulta ser una premisa relevante (para concluir la veracidad de los hechos) si va acompañada de la afirmación de una serie de he­ chos singulares: TI y T2 no se habían puesto de acuerdo para decla­ rar en un mismo sentido, no incurrieron en contradicciones, etc. Las premisas extrasistemáticas pueden plantear también proble­ mas de interpretación: o sea, el que sean o no relevantes depende de cómo se interpreten. Por ejemplo, el hecho (el hecho bruto) de que el testigo TI haya declarado: «el día tal a tal hora oí que Fulano decía a su esposa "no se te ocurra dejarme"» puede interpretarse o no como una amenaza de muerte; interpretado en el primer sentido suministra una razón relevante para creer que F ha causado la muerte por asfi­ xia de la esposa. Y lo mismo cabe decir en relación con las máximas de experiencia, las leyes científicas y, en general, con los enunciados generales que cumplen, en la terminología de Toulmin, el papel de «garantía» de un razonamiento. Como ocurre con la interpretación de los enunciados del sistema, hay ciertos criterios a utilizar para es­ tablecer el sentido de una frase como la anterior que, en parte, coin­ ciden con los que se utilizan en relación con las premisas (normativas o no) del sistema. Además, en relación con las premisas extrasistemá­ ticas, es posible que lo que se interprete no sea un enunciado (como en el ejemplo anterior), sino un comportamiento o, en general, cual­ quier hecho, cualquier fenómeno: por ejemplo, el hecho de que el agresor llamara a la policía cuando vio que su víctima comenzaba a sangrar puede interpretarse como una señal de arrepentimiento. Finalmente, por lo que se refiere a la validez, no parece haber cri­ terios que fijen a priori qué hechos pueden figurar como premisas de los razonamientos (dejando, pues, aparte los que tienen que ver con la aplicabilidad y la interpretación), como ocurre con las premisas normativas. Así, en el caso del razonamiento clasificatorio, el estable­ cimiento de un hecho (de la premisa fáctica o de la premisa menor; por ejemplo: «Fulano dio muerte a Zutano»), exige partir de algún enunciado general (una ley científica, una máxima de experiencia, etc.) que viene a desempeñar, en el razonamiento teórico, un papel análogo al de los enunciados generales de deber (las normas) en el razonamiento práctico; podrían también verse como razones «opera­ tivas», en cuanto mueven a creer en algo (lo que podría considerarse

38. Utilizo, pues, el término «validez» en un sentido amplio, equivalente a lo que otros autores (vid. nota anterior) denominan «aplicabilidad». En sentido estric­ to, una norma de un Derecho extranjero, una norma ya derogada, o incluso una nor­ ma contraria a los criterios de validez del sistema pero cuya invalidez no ha sido aún declarada, no serían normas válidas.

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como algún tipo de acción),39 Por ejemplo: «el testigo TI dijo ver el día tal y a tal hora a Fulano que asestaba varias puñaladas a Zutano; TI no tenía ninguna razón para mentir al tribunal; las condiciones fí­ sicas (agudeza visual, etc.) de TI eran buenas; el testimonio fue rati­ ficado por T2; cuando se dan ese tipo de circunstancias es razonable creer que el relato de los testigos es verídico (máxima de experiencia); por lo tanto (se da por probado que) Fulano dio muerte a Zutano». Ahora bien, las leyes científicas, máximas de experiencia, hipóte­ sis, etc. que intervienen como premisas cuando se trata de probar (o de predecir) un hecho son distintas de las normas de conducta (en parti­ cular, de las de carácter jurídico) en un aspecto crucial y que tiene que ver con la validez. Las normas jurídicas (incluidos los principios) tie­ nen siempre un componente de autoridad y ese componente alcanza una especial intensidad eñ el caso de las reglas a las que, por ello, he­ mos considerado razones autoritativas. Esta peculiaridad de las reglas se puede explicar —como se ha dicho— de diversas maneras, que en el fondo son coincidentes: así, puede decirse (Luhmann) que las «expec­ tativas normativas» se contraponen a las «expectativas cognitivas»; que las reglas son razones excluyentes o protegidas (Raz); o perentorias (Hart); o que son razones atrincheradas (Schauer). Y lo que significa básicamente es que si, por ejemplo, el juez asume como válida (obliga­ toria) una regla que castiga el homicidio con una pena mínima de 10 años, entonces, aunque en un determinado caso le parezca que concu­ rren circunstancias que aportarían razones (provenientes o no de la justificación subyacente de la regla) como para reducir la pena —diga­ mos— a la mitad, no podrá (salvo en casos excepcionales) hacerlo (le­ gítimamente: si se acepta que su deber es cumplir con el Derecho); en un sentido importante, las normas son inmunes a la experiencia. Sin embargo, por más que una máxima de experiencia (o una ley científi­ ca) establezca (como en el anterior ejemplo) que cuando se dan tales y cuales circunstancias el relato de un testigo es verídico, si resultara que no fuera así, entonces la máxima, ley o hipótesis deja de ser una razón válida (o debe reformularse, de manera de incluir una nueva excep­ ción).40 O sea, los enunciados generales de carácter teórico son revisa39. Las razones operativas, en la terminología de Raz, sólo existen en los ra­ zonamientos prácticos. Pero si (como hemos visto afirmaba Searle) todo el razona­ miento es práctico, en el razonamiento «teórico» también tendría que existir algo análogo a las razones operativas: los motivadores. 40. Schauer (1991, p. 192) critica por eso a los realistas, que ven las normas como si fuesen máximas de experiencia (rules of thumb) y no como razones atrin­ cheradas. Quizás a partir de esta distinción pueda explicarse la crítica de los realistas a la teoría del silogismo, de la deducción, como una crítica a la concepción «monó­ tona» del razonamiento jurídico; o sea, ver las normas como razones atrincheradas

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bles de una manera en que no lo son las normas. La validez de los enunciados generales de carácter teórico depende de la experiencia; la validez de las normas jurídicas, no, porque (al menos en un aspecto muy importante) las normas son el resultado de un acto autoritativo.41 Esto último tiene consecuencias muy importantes desde el punto de vista del peso de las razones. En la concepción formal de la argu­ mentación —como veíamos— no se plantean cuestiones de peso: to­ das las premisas tienen el mismo valor en cuanto todas ellas son igualmente necesarias —son eslabones— para la conclusión de un ar­ gumento que, como se ha dicho repetidamente, es considerado como un resultado, como un conjunto de enunciados. Las cuestiones de peso surgen cuando la argumentación no la contemplamos ya (o no sólo) como un resultado, sino como una actividad. Ahora, el que ar­ gumenta puede encontrarse, en el trascurso de su deliberación, con que A, B y C son razones de cierto peso para creer que P o para tomar la decisión Q; pero al mismo tiempo se encuentra con que D, E, F son razones que empujan en favor de creer que no P o de no tomar la de­ cisión Q. Si en su deliberación atribuye más peso al primer conjunto de razones, entonces concluirá afirmando P o decidiendo Q; pero procederá de otra manera si no es ése el caso. ¿Cómo sopesar enton­ ces las razones en conflicto? ¿Qué peso cabe atribuir a cada uno de los tipos de razones que hemos distinguido hasta ahora? Empecemos con las razones sistemáticas (procedentes del siste­ ma), en el contexto de una argumentación judicial. Aquí, como suele decirse, es necesario distinguir entre casos fáciles y casos difíciles. Los casos fáciles son aquellos en los que existe una única regla (o conglomerado de reglas) cuyo sentido no es dudoso (no hay proble­ mas de interpretación), no plantea tampoco ningún problema de vali­ dez y se aplica claramente al caso. Aunque pudiera haber otras razo­ nes que pugnaran con las de la regla, ésta tiene fuerza suficiente favorece ver el razonamiento jurídico (judicial) en términos deductivos clásicos (la monotonía se preserva en la medida en que nuevas circunstancias, nuevo conoci­ miento, no modifican nuestras conclusiones, pues no llegan a afectar a las premisas —que son fijas—). 41. En esto se diferencian, por ejemplo, las máximas de experiencia de las presunciones (legales o jurisprudenciales). Las presunciones son normas (que operan como principios o como reglas [sobre esto vid. Aguiló, 1999]); por ello, la justifica­ ción de una determinada presunción no se basa únicamente en razones probabilísticas (en el caso de que se dé P, es más/menos frecuente Q que no-Q), sino también en razones valorativas (en el caso que se dé P, las consecuencias de presumir Q son más/menos graves que las de presumir no-Q) o procesales (en el caso de que se dé P, es más/menos fácil producir prueba a favor de Q que de no-Q) (vid. Ullmann-Margalit, 1983, y Mendonca, 1998, p. 95).

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como para desplazarlas; o sea, el juez considera como irrelevantes las razones no procedentes de la regla o procedentes de la fundamentación subyacente y no les otorga, por lo tanto, ningún peso en relación con su toma de decisión; cabría decir que aquí, en los casos fáciles, no hay problemas de peso, simplemente porque no hay conflicto en­ tre razones (o su superación no se ve como problemática). Los casos difíciles son precisamente aquellos en los que esta condición no se cumple; porque de entrada hay dos o más reglas válidas de signo opuesto y aplicables a la situación; porque no hay ninguna regla váli­ da aplicable; o porque hay una regla aplicable cuyo contenido (di­ mensión directiva) no está justificado de acuerdo con la dimensión valorativa (o la justificación subyacente) de la regla (contradice los principios y valores del ordenamiento). La situación con la que nos encontramos, en definitiva, es que no hay una regla que controle el caso, sino simplemente principios. Esos principios —como se vio al final del anterior capítulo— tienen que ser convertidos en reglas, a través de una operación a la que suele llamarse «ponderación». En una ponderación hay varios principios prima facie contradictorios y esa contradicción ha de resolverse atribuyendo, bajo determinadas circunstancias, un mayor peso a alguno de ellos. La idea fundamental a retener es que ese mayor peso depende de diversos factores que no pueden determinarse (cuáles son esos factores y cuál su importancia) de antemano. Hay, por supuesto, ciertos elementos de carácter formal (como los señalados por Alexy) y criterios de carácter más o menos material (el principio de universalidad, de coherencia, etc.) que deben respetarse para que la ponderación pueda verse como una operación racional, pero su aplicación en cada caso deja, sin duda, un amplio espacio para la deliberación. Además, esos criterios no son quizás exactamente los mismos en cada sistema o cultura jurídica o, mejor dicho, no es la misma la prioridad que se establece entre todos ellos, porque los criterios están sujetos a una doble dialéctica: una es la que opone las razones autoritativas o formales a las sustantivas; otra, dentro de las razones sustantivas, contrapone las razones de correc­ ción a las finalistas. Podríamos hablar así de tres tipos de culturas ju­ rídicas (recuérdese lo que se vio en el ap. 3 del cap. 1): las culturas for­ malistas tienden a resolver la tensión en favor de las razones formalis­ tas o autoritativas, mientras que las culturas sustantivistas atribuirían un mayor peso al otro tipo de razones; a su vez, dentro del paradigma sustantivista, habría culturas deontologicistas, que priorizan, dentro de las razones sustantivas, las razones de corrección frente a las fina­ listas, y culturas consecuencialistas o instrumentalistas que muestran la tendencia opuesta: a atribuir un mayor peso a las razones finalistas frente a las de corrección. Luego se volverá sobre esto.

Por lo que se refiere a las razones de las premisas extrasistemáti­ cas, hay dos perspectivas a tomar en consideración. Desde una de ellas, cuando se considera la llamada «justificación interna» (o se ve el razonamiento desde una perspectiva formal) de un razonamiento subsuntivo o clasificatorio no hay propiamente cuestiones de peso a considerar; el razonamiento se ve como un resultado (que adopta una forma deductiva; pero, como en seguida veremos, la forma deductiva o inductiva no es aquí muy importante), de manera que la llamada premisa fáctica (o «razón auxiliar») se da o no se da: Fulano ha dado muerte a Zutano, en cuyo caso se concluirá con el deber de conde­ narle a tal pena, o bien se entiende que el hecho no ha sido probado, con lo que no se alcanza la conclusión (y lo mismo ocurre con el ra­ zonamiento finalista: otorgar la custodia a la madre es lo mejor para el menor —y entonces debe otorgarse la custodia— o no lo es). Cuan­ do se considera (segunda perspectiva) lo que sería la «justificación externa» (y pasamos a la concepción material) de la premisa extrasis­ temática (la premisa fáctica) es cuando aparece la dimensión de peso; el argumento al respecto suele verse en términos de una inducción y el paso de las premisas a la conclusión no tiene entonces carácter de necesidad, sino de probabilidad: depende del mayor o menor peso de las premisas. Veamos esto con un poco más de detalle, limitando el análisis al argumento judicial clasificatorio. El tipo de inducción que se lleva a cabo en el argumento que concluye con la afirmación de la premisa fáctica (Fulano ha dado muerte a Zutano) es lo que se llama inducción probabilistica, cuyo esquema sería: «si x es P, entonces probablemente x es también Q; x es P; por lo tanto, x es Q». Ese esquema difiere del de la inducción ampliativa o inducción en sentido estricto: «x, y, z son P; x, y, z son Q; por lo tanto, todos los P son Q». En ambas inducciones, el paso de las premisas a la conclusión no tiene carácter necesario, pero en el pri­ mer esquema la conclusión tiene carácter individual y no general. González Lagier (2005, cap. 2, ap. 6) plantea, en mi opinión, acertadamente las cosas cuando señala que la estructura no tiene aquí (en el argumento probatorio) mucha importancia y que tam­ bién podría reconstruirse el argumento, por ejemplo, como una de­ ducción en la que figuraran máximas de experiencia (el enunciado de tipo general) derrotables («si x es P, entonces x es Q, a no ser que...»). Lo que importa en el razonamiento probatorio judicial son las cuestiones de tipo «material» (porque la argumentación se está viendo como actividad), o sea, de qué depende la solidez (no la co­ rrección formal) de la inferencia, cuáles son los elementos que con­ tribuyen a dar peso a las razones en favor de una determinada hipó­ tesis (la afirmación de que ocurrió un hecho: Fulano dio muerte a

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Zutano). Siguiendo el esquema de Toulmin, González Lagier distin­ gue tres elementos en la inferencia probatoria: los hechos probato­ rios (las «razones» o «data»), el enunciado que expresa una regulari­ dad, una relación entre hechos (la «garantía») y la hipótesis de lo que ocurrió (la «pretensión»). El peso total estaría en función de los pesos parciales de esos tres componentes. Así, la fuerza, el peso, de los hechos probatorios dependería de que éstos sean: 1) fiables; 2) suficientes; 3) variados, y 4) pertinentes. Para que una garantía sea sólida, debería: 1) estar suficientemente fundada, y 2) establecer un grado de probabilidad causal suficiente. Además, habría una serie de factores o de condiciones que —como se acaba de decir— González Lagier entiende se refieren a la hipótesis en sí, a la conclusión, pero que en realidad podrían verse (para seguir con el esquema de Toul­ min) como referidas bien a la «condición de refutación» o bien al «respaldo» de la garantía; serían éstas: 1) la hipótesis no debe haber sido refutada; 2) deben haberse confirmado las hipótesis derivadas; 3) se han eliminado las hipótesis alternativas; 4) se trata de una hi­ pótesis coherente, y 5) la hipótesis es simple.42 Es interesante darse cuenta de que todos estos criterios son, en realidad, los mismos que dan fuerza a las hipótesis científicas, bien pretendan reconstruir el pasado, como ocurre con la historia o con la arqueología (cuyo análogo sería el razonamiento judicial en materia de prueba), o bien predecir el futuro (en cuyo caso, el análogo habría que buscarlo más bien en la argumentación legislativa). En todos es­ tos casos, los criterios son graduables en un doble sentido (vid. Gon­ zález Lagier, 2005): en una inferencia puede estar presente un núme­ ro mayor o menor de los criterios señalados; y casi todos esos crite­ rios pueden cumplirse en una mayor o menor medida. Ello, natural­ mente, no quiere decir que no haya diferencia alguna entre la argu­ mentación en materia de hechos científica y la jurídica. La diferencia —podríamos decir— estriba fundamentalmente en que: 1) la garantía en un argumento jurídico (particularmente en el judicial) casi nunca es una ley científica, sino más bien una máxima de experiencia, y 2) el Derecho plantea exigencias institucionales que no se dan en la ciencia; por ejemplo, en el caso del argumento probatorio judicial, la presunción de inocencia o el principio de no validez de la prueba ilí­ citamente obtenida.

42. Sobre la argumentación en materia de hechos existen varios trabajos de los últimos años debidos a autores españoles, todos los cuales tienen muy presente la obra de Taruffo al respecto: vid. Andrés Ibáñez, 1992; Gascón, 1999; Igartua, 1995; Ferrer, 2003, y González Lagier, 2005.

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Razones institucionales43

Antes habíamos visto que, a propósito de las razones del sistema jurídico, la atribución de peso depende de que, en última instancia, se asuma una concepción formalista, deontologicista o consecuencialista, y que cada cultura jurídica puede mostrar una mayor inclinación hacia alguna de esas tres concepciones. Ahora bien, ¿existe realmente un conflicto entre las razones formalistas, las de corrección y las finalis­ tas? ¿En qué casos? Y si existe, ¿cómo debe resolverse? ¿Cuál es la con­ cepción de fondo «adecuada» en el contexto del Estado constitucional? La distinción entre las reglas y los principios (los dos tipos de enunciados del sistema que pueden funcionar como razones operati­ vas) a la que antes se hizo referencia lleva a considerar el Derecho, des­ de la perspectiva judicial, como un sistema justificativo estructurado en dos niveles. El primer nivel está integrado por las reglas del sistema que suministran, en la gran mayoría de los casos, razones operativas de tipo formalista o autoritativo: las decisiones se pueden justificar, así, sin en­ trar en un proceso propiamente deliberativo en el que haya que sopesar razones, ya que las reglas funcionan como razones protegidas o peren­ torias. Se podría decir entonces que, en este primer nivel, la concepción formalista prevalece sobre la deontologicista o la consecuencialista; o, mejor dicho, que ni siquiera se plantea el tipo de dialéctica al que se ha hecho referencia. Sin embargo, en ocasiones es necesario pasar a un se­ gundo nivel de justificación, dado que las razones de las reglas, o no tie­ nen un alcance suficiente o no tienen fuerza como para imponerse en ciertos casos. Es lo que ocurre cuando la regla tiene una formulación indeterminada (necesitada de interpretación), o cuando el caso no está resuelto por ninguna regla, o está resuelto por una regla, pero de mane­ ra que resulta inaceptable a la luz de los principios y valores del sistema (cae fuera del ámbito de justificación de la regla) o cuando existen dos o más reglas contradictorias aplicables al caso.44 En tales supuestos, la tarea de justificación argumentativa es más compleja y exige llevar a cabo una operación de ponderación entre principios para llegar así a formular una regla. El problema entonces es: ¿qué tipo de razones tie­ nen un mayor peso en el contexto de la ponderación? 43. Este apartado recoge, con algunas diferencias de acento, las tesis conteni­ das en un artículo escrito conjuntamente con Juan Ruiz Mañero (Atíenza y Ruiz Ma­ ñero, 2001). 44. Este último supuesto puede reconducirse a alguno de los anteriores, pues­ to que el problema surge: porque no hay otra regla que permita resolver la contra­ dicción (habría una laguna en el nivel de las reglas de segundo grado); o porque sí existe una regla que soluciona el conflicto, pero de manera inaceptable en relación con los principios y valores del sistema.

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Pues bien, antes se ha hecho referencia también a la idea de que los principios •pueden ser esencialmente de dos tipos: principios en sentido estricto y directrices (policies): los primeros incorporarían ra­ zones de corrección y los segundos razones finalistas. La opinión que junto con Juan Ruiz Mañero, defendí en un libro anterior (Las piezas del Derecho) puede sintetizarse así:

por tanto, del deontologicismo sobre el consecuencialismo, viene a ser, así pues, una consecuencia inevitable de aceptar esas correlacio­ nes o, si se quiere, está contenida en ellas. Pero el problema es que en nuestros sistemas jurídicos parecen presentarse casos en los que estas correlaciones (o parte de ellas) parecen fallar; por ejemplo, cuando a lo que se atribuye un valor último no es a una acción, sino a la consecución de un estado de cosas (así, el logro de una igualdad efectiva entre hombre y mujer). Desde luego, eso no parece que pue­ da ocurrir con objetivos cuya consecución suponga una alteración importante del sistema económico y social en el que opera el Dere­ cho. Pues supongamos que un sistema jurídico erigiese como uno de sus valores últimos el pleno empleo o el disfrute de una vivienda dig­ na que, entonces, se situaría en el mismo plano que la no discrimi­ nación por razón de sexo o la libertad de expresión. En tal caso, al igual que cuando se produce un atentado contra la no discrimina­ ción o la libertad de expresión hay un órgano (judicial) que toma medidas para asegurar completamente la satisfacción de ese dere­ cho, de ese valor (anulando una medida, ordenando una indemniza­ ción, etc.), si alguien probara que está sin empleo o que su vivienda no es digna, algún órgano público tendría que tomar la medida co­ rrespondiente para satisfacer del todo el «derecho» en cuestión: no bastaría con que los poderes públicos emprendieran una política que pudiera razonablemente considerarse está encaminada hacia ese ob­ jetivo; tendría que proveerse de un trabajo o de una vivienda digna a quienes carecieran de esos bienes. Y, como sabemos, nuestros siste­ mas jurídicos no funcionan así. Incluso en relación con el ejemplo que antes se ha puesto, es dudoso que a lo que se atribuya el carác­ ter de valor último sea a un estado de cosas: el logro de la igualdad efectiva entre hombre y mujer parece estar limitado, en las políticas de discriminación inversa o de acción afirmativa, por principios en sentido estricto.45

«Los principios en sentido estricto ordenan la realización de cier­ tas acciones que guardan una relación analítica o conceptual con cier­ tos estados de cosas a los que se atribuye un valor último como, por ejemplo, la libertad de expresión o la no discriminación. Las directri­ ces, por el contrario, ordenan directam ente la consecución en el mayor grado posible de ciertos estados de cosas que constituyen objetivos co­ lectivos que se consideran valiosos aunque no con carácter último, como es el caso del pleno empleo. Indirectam ente, las directrices vie­ nen a ordenar la realización de aquellas acciones que sean idóneas para producir causalmente dichos estados de cosas» (Atienza y Ruiz Mañero, 1996, p. 121).

Una importante consecuencia de establecer esa distinción es que lleva a sostener que: «Los principios en sentido estricto tienen prioridad frente a las di­ rectrices y no admiten (a diferencias de estas últimas) ser maximizados. Por decirlo de otra forma, utilizando la conocida expresión de Alexy (que él aplica indiscriminadamente a todos los principios), los principios en sentido estricto no son mandatos de optimización, sino que exigen cumplimiento pleno; su uso argumentativo supone ponde­ ración, pero no discrecionalidad; no ordenan obtener un fin, un estado de cosas, en la mayor medida posible, sino realizar una cierta conduc­ ta p r im a fa cie siempre que se de una oportunidad para ello y, conside­ radas todas las cosas, si.se dan ciertas circunstancias que no pueden determinarse de antemano» (ibid.).

O sea, que la correlación que establecíamos podría sintetizarse así: 1, Principios en sentido estricto-normas de acción-cumplimien­ to pleno-valores últimos-razones de corrección. 2. Directrices-normas de fin (regulan directamente estados de cosas, e indirectamente acciones)-cumplimiento gradual-valores utili­ tarios (intrínsecos pero no últimos)-razones de fin. Esa tesis de la prioridad de los principios en sentido estricto so­ bre las directrices, de las razones de corrección sobre las de fin y,

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45. Creo que ésta es la conclusión que se extrae, por ejemplo, de la jurispru­ dencia del Tribunal europeo, a propósito de sus resoluciones en el caso Kalanke (TJCE de 17 de octubre de 1995) y en el caso Marschall (TJCE de 4 de diciembre de 1997). El problema que se le planteó al Tribunal en este último caso era el de deter­ minar si era conforme con el art. 2 (apdos. 1 y 4) de una directiva comunitaria de 1976, una norma de un Estado (de un Land alemán) que concedía preferencia en la promoción en un puesto laboral a las mujeres, en caso de igual capacitación (apti­ tud, competencia y prestaciones profesionales) de candidatos de uno.y otro sexo, cuando en el sector del organismo en el que deba producirse la promoción haya me­ nos mujeres que hombres, y salvo que en el candidato masculino concurran motivos particulares que inclinen la balanza en su favor. La respuesta dependía entonces de cómo interpretar la directiva comunitaria. El Tribunal entendió, de acuerdo sobre ]■ :

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De manera que, al menos prima facie, parece estar justificado de­ cir que los principios en sentido estricto tienen prioridad sobre las di­ rectrices, las razones de corrección sobre las razones de fin. Esa prio­ ridad, además, no tiene por qué apoyarse (al menos, no exclusiva­ mente) en una teoría moral de base deontológica, que considera que las acciones humanas son buenas o malas con independencia (o rela­ tiva independencia) de sus consecuencias o, por lo menos, que las consecuencias no son el criterio último de evaluación de las acciones. Esa concepción deontologicista de la moral es la que parece subyacer a una concepción como la de Dworkin, de acuerdo con la cual, los de­ rechos (basados en principios en sentido estricto) funcionarían como triunfos que prevalecen sobre los objetivos colectivos (sobre las direc­ trices). Un inconveniente de esa postura es que parece dar cuenta bien de los derechos individuales de libertad, pero no tan bien de los derechos de igualdad (prestacionales) de contenido económico y so­ cial. La prioridad de los principios en sentido estricto sobre las direc­ trices podría apoyarse más bien en razones de tipo pragmático, vin­ culadas a las peculiaridades institucionales del Derecho (o de cierto tipo de Derecho): 1) Un sistema jurídico, dadas las condiciones socia­ les existentes, no parece que pudiera funcionar sobre una base distin­ ta: por ejemplo, una orientación marcada hacia las consecuencias del razonamiento justificativo judicial supondría también una mayor complejidad y exigiría que se dispusiera de medios de los que de he­ cho no dispone el subsistema judicial, etc. (vid. Luhmann, 1983); 2) Los sistemas jurídicos —incluidos los del Estado constitucional— no funcionan de hecho así; no consideran (o sólo lo hacen muy excep­ cionalmente) como valores últimos del sistema el logro de ciertos es-

todo con la decisión tomada en un caso anterior, el famoso caso Kalanke, y siguiendo también la recomendación de 13-XII-84 (necesidad de medidas compensatorias en fa­ vor de la mujer), que una medida respecto a la promoción de la mujer es conforme con la directiva si: 1) está destinada a promover una igualdad de oportunidades entre hombre y mujer, y 2) aunque sea en apariencia discriminatoria, no establece una pre­ ferencia automática en favor de la mujer. Ahora bien, la norma del Land cumplía, se­ gún el Tribunal, con esos dos requisitos: Con 1), porque: a) existe una discriminación de hecho en contra de la mujer: tendencia a promover preferentemente a candidatos masculinos: b) la existencia de igualdad de competencia profesional entre hombre y mujer no significa que haya habido igualdad de oportunidades, debido a la discrimi­ nación señalada en a); c ) dado a) y b), un trato preferente a la mujer puede contribuir a promover la igualdad de oportunidades. Y con 2), porque: a) la ley del Land no es­ tablecía una preferencia absoluta: admitía que podía ser promovido el varón si, consi­ derados todos los criterios relativos a las personas de los candidatos (y que no sean discriminatorios contra la mujer), la balanza se inclina a favor del candidato masculi­ no. Por lo tanto, la norma del Land no se oponía a la directiva comunitaria.

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tados de cosas, sino la realización (o no realización) de ciertas accio­ nes, cuando se dan determinadas circunstancias, haciendo relativa abstracción de cuáles puedan ser las consecuencias de las acciones. Naturalmente, lo anterior no quiere decir que las cosas hayan de ser así siempre. Dar prioridad a los principios en sentido estricto sobre las directrices es una tesis teórica básicamente correcta en relación con una teoría que pretende reconstruir la práctica presente de la jus­ tificación judicial. Pero también es cierto que la teoría no tiene por qué renunciar a jugar un papel de guía de la práctica; y, en ese senti­ do, es posible que nuestros derechos pudieran permitir, sin erosionar el sistema, una decidida orientación, mayor de lo que a veces se pien­ sa, hacia objetivos sociales y económicos. Pero volvamos de nuevo a la tesis de si —como cuestión de he­ cho— las razones de corrección tienen siempre o habitualmente más peso que las de fin y si unas y otras (las razones sustantivas) pesan también más (en el contexto del Estado constitucional y cuando se llevan a cabo ponderaciones) que las razones autoritativas o forma­ listas. La institución de la prisión provisional parece significar que razones basadas en principios en sentido estricto (la libertad perso­ nal) se sacrifican en aras de lo que parecería ser una directriz (lograr que el proceso penal no se frustre); y la distribución de competen­ cias entre órganos judiciales y legislativos o entre distintas catego­ rías de órganos judiciales parecería justificar que, por ejemplo, un juez no entre a resolver una cuestión en el sentido en que señalarían las razones de corrección o las razones finalistas que serían de apli­ cación al caso, en aras de preservar la división de poderes, la inde­ pendencia judicial, etc. ¿Son realmente excepciones, supuestos en los que las razones de corrección son derrotadas por (tienen un me­ nor peso que) las razones de esos otros tipos (finalistas y formalis­ tas)? La respuesta es que no, o no exactamente, pues a los tipos de razones antes señalados habría que añadir uno nuevo: el de las razo­ nes institucionales. Veamos. Lo que muestran los ejemplos anteriores es una peculiaridad del razonamiento jurídico y particularmente del razonamiento aplicativo: su fuerte carácter institucional; o sea, hay exigencias y singulari­ dades del razonamiento jurídico (judicial) que derivan del tipo pecu­ liar de institución en que consiste el Derecho. El concepto de institu­ ción es complejo y hay diversos sentidos en que se puede decir que el Derecho es una institución. Pero, en todos los casos, se trata de un concepto funcionalmente orientado. O sea, las instituciones son in­ venciones humanas, artefactos diseñados para cumplir determinadas funciones. En el caso del Derecho, y de otras instituciones complejas, es posible distinguir unas funciones externas y otras internas, esto es,

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el Derecho mira, por un lado, hacia fuera, hacia la sociedad y, por otro lado, hacia dentro, hacia el propio Derecho. Las funciones exter­ nas, las que se refieren al mundo exterior, son las de resolver conflic­ tos, distribuir cargas y responsabilidades, legitimar el poder, etc. Las funciones internas se refieren al sistema jurídico mismo: el funciona­ miento adecuado del sistema tiene que ser preservado para poder asegurar el cumplimiento de las otras funciones, de las funciones so­ ciales: así, un sistema judicial lento y que produjera decisiones con­ tradictorias y no jerarquizadas entre sí no podría cumplir la función de resolver conflictos. Pues bien, la dimensión institucional del Derecho que ahora nos interesa está íntimamente conectada con esas funciones internas, con el carácter reflexivo o autorreferente del Derecho. Lo que planteaban los anteriores ejemplos era la existencia de razones de tipo institucio­ nal que difieren de las otras porque su fuerza depende de la función que cumplen en relación con el sistema jurídico. Una razón institu­ cional puede ser una razón de cualquiera de los otros tipos (finalistas, de corrección, autori tativas) pero en la que se destaca este último as­ pecto. Si se quiere, dado que esa función es la de preservar el sistema jurídico y evitar su erosión, podría decirse que el peso de las razones institucionales descansa en último término en el mantenimiento de la autoridad del Derecho.46 A donde lleva todo lo anterior es a lo siguiente. Dado que los principios sirven de justificación a las reglas, a la distinción que antes veíamos entre el nivel de las reglas (suficiente cuando se trata de ca­ sos fáciles) y el de los principios (en el que hay que situarse cuando aparecen casos difíciles) habría que añadir una nueva articulación dentro de este segundo nivel: entre los principios sustantivos (hacen referencia a valores de los individuos o de la sociedad, externos al De­ recho) y los principios institucionales (hacen referencia a valores in­ ternos del Derecho). Los principios institucionales (para decirlo rápi­ damente) son todos aquellos que consideramos vinculados a la segu­ ridad jurídica, y que vienen a coincidir bastante con lo que Fuller lia46, La dimensión institucional del Derecho tiene su reflejo tanto en relación con el sistema de los principios como con el de las reglas. Así, hay reglas que apun­ tan directamente hacia el sistema social (por ejemplo, la que castiga el asesinato) y otras que se dirigen hacia el propio sistema jurídico: la que fija un plazo de 15 días hábiles para interponer un determinado recurso está dirigida a hacer posible el re­ curso (tiene que haber algún plazo para que pueda funcionar un sistema de recursos, pero el mismo bien podría ser de 10 o de 20 días hábiles). E igualmente hay princi­ pios que tratan de satisfacer exigencias sociales (la libertad de expresión, la no dis­ criminación) y otros que se refieren al propio Derecho (principio de deferencia al le­ gislativo, de jerarquía normativa, de cosa juzgada, etc.).

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maba «moralidad interna del Derecho» (Fuller, 1967). En algunas ocasiones, esas exigencias de carácter institucional pueden entrar en contradicción con las que se apoyan en razones sustantivas y es posi­ ble que puedan deirotar a estas últimas, aunque no tiene por qué ser siempre así. La famosa «cláusula de Radbruch» que se suele expresar con el dictum «el Derecho extremadamente injusto no es Derecho» (y no hay obligación de obedecerlo) puede interpretarse en términos de un conflicto entre razones institucionales (la seguridad jurídica) y ra­ zones sustantivas (la consecución de fines, la justicia). Como se sabe, la tesis de Radbruch (1951 y 1971) es que hay ocasiones en que la seguridad jurídica no puede prevalecer, porque si las normas son extraordinariamente injustas, entonces el valor de la seguridad ya no significa prácticamente nada, su peso es mínimo. Radbruch lo plantea como una contraposición entre exigencias provenientes, res­ pectivamente, del Derecho positivo y del Derecho natural, pero en el contexto de nuestros sistemas jurídicos del Estado constitucional la dialéctica se plantearía en términos internos: entre dos tipos de valo­ res reconocidos ambos por el sistema jurídico.47 En todo caso, hay ocasiones (cuando las razones de la «seguridad jurídica» no se apartan excesivamente de las de la justicia material) en que las razones institucionales derrotan a las sustantivas. Esto puede parecer paradójico por lo siguiente. Los valores institucionales parecen tener un carácter instrumental: la seguridad jurídica es un medio para que el Derecho cumpla sus funciones sustantivas, intrín­ secas. ¿Pero cómo es posible entonces que los medios se sobrepongan a los fines? ¿No tiene eso algo de paradójico? Pues bien, la paradoja se disuelve cuando se comprende que los primeros, los principios y valores institucionales, son condición necesaria para la satisfacción de los segundos, de los principios sustantivos que encaman valores intrínsecos, no instmmentales. Dicho en otras palabras: cuando un valor instrumental (un medio) es una condición necesaria para la sa­ tisfacción de valores intrínsecos (fines en sí mismos) la misma distin­ ción entre fines y medios desaparece. En definitiva, en el funcionamiento de nuestros sistemas jurídi­ cos48 no se puede partir de una jerarquización estricta de las razones: no es cierto que las razones de corrección prevalezcan siempre sobre las finalistas, y unas y otras sobre las autoritativas. Sí que cabe ha47. Ésta es, por ejemplo, la interpretación que hace Alexy a propósito de los ti­ radores del muro (vid. Alexy, 2001). 48. Aunque, obviamente, no todos los sistemas jurídicos funcionan igual, lo que se está diciendo valdría, en línea de principio, para los sistemas jurídicos evolu­ cionados, los del Estado constitucional.

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blar, sin embargo, de una jerarquía débil, derrotable: las razones de corrección gozan de prioridad prima facie, pero pueden ser derrota­ das por razones de fin (por objetivos sociales) en ciertas circunstan­ cias excepcionales, y unas y otras (las razones sustantivas) pueden ser derrotadas también por razones institucionales. 9.

Razones jurídicas y razones morales. La unidad del razonamiento práctico

El carácter institucional del Derecho, en el sentido que se acaba de indicar, pone de manifiesto una diferencia esencial entre el razo­ namiento moral y el razonamiento jurídico: el primero parece estar regido únicamente por razones sustantivas, mientras que el carácter institucional del Derecho supone aceptar —como se ha visto— lími­ tes en el logro de los valores y fines sustantivos que el propio Dere­ cho trata de realizar. En realidad, tampoco podría decirse que en el razonamiento moral no exista un ingrediente análogo. Incluso en el plano de la moral individual, la permanencia de las señas de iden­ tidad de un individuo (el equivalentè a una razón institucional en el plano de la moralidad social) puede hacer que existan acciones que estaría justificado realizar (o no realizar) porque si (no) actuáramos así dejaríamos de ser nosotros mismos: perderíamos nuestras señas de identidad, dejaríamos de poder ver nuestra vida como algo cohe­ rente, etc. Pero, en todo caso, lo que parece claro es que en el razonamien­ to moral (bien se trate de la moral individual o bien de la moral so­ cial) el ingrediente institucional (no necesariamente —en el caso de la moralidad social— el autoritativo) tiene un peso mucho menor del que se manifiesta en el caso del Derecho. ¿Es entonces ésta una razón para sostener la tesis de la separación entre el Derecho y la moral? ¿Juegan las razones morales algún papel en el razonamiento jurídi­ co? ¿Es o no unitario el razonamiento práctico, esto es, el tipo de ar­ gumentación al que pertenece tanto la argumentación jurídica como la moral o la prudencial? Pues bien, el hecho de que existan peculiaridades en el razona­ miento jurídico (y que se ponen de manifiesto no únicamente desde una perspectiva institucional, aunque seguramente ésta sea la deci­ siva) autoriza a hablar de una relativa autonomía, pero no de una total independencia del razonamiento jurídico respecto del moral. Entre ambos existen relaciones estrechas, e incluso puede decirse que, en un sentido importante, el razonamiento jurídico está some­ tido al razonamiento moral, aunque eso no quiera decir exactamen-

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te que el razonamiento jurídico sea un caso especial de razonamien­ to moral.49 No cabe duda de que, en algunos aspectos, el razonamiento ju­ rídico es más limitado que el razonamiento moral. Los elementos autoritativos e institucionales del Derecho llevan a que, en ocasiones, quien opera dentro de un sistema jurídico (bien como productor o —sobre todo— como aplicador de normas) toma decisiones que se consideran justificadas aunque no serían las decisiones que tomaría si se guiase únicamente por razones morales, por razones sustantivas: el juez y el legislador están (en mucha mayor medida el primero que el segundo) constreñidos por el sistema jurídico; sus decisiones no se considerarían justificadas si entraran en contradicción con elementos del sistema jerárquicamente superiores. La existencia de un sistema implica siempre cierta rigidez; sus elementos pueden interpretarse y cambiarse, pero no de cualquier manera ni en cualquier momento. Así, por ejemplo, un juez podría muy bien considerar que, ante un de­ terminado caso, lo justo (e incluso lo correcto desde el punto de vista del Derecho) sería declarar propietario del bien en litigio a X y no a Y, pero no puede hacerlo porque la decisión de otro juez declarando pro­ pietario a Y (y por más que —el primer juez— piense que está equivo­ cada desde un punto de vista jurídico o que se basa en datos que él sabe son falsos) tiene el valor de cosa juzgada. ¿Quiere decir esto que, al menos en ciertos casos, la justificación jurídica se autonomiza por completo de la de carácter moral? No exactamente. Como Nino ha ex­ plicado convincentemente, el razonamiento jurídico justificativo (por ejemplo, el de un juez) se mueve en dos fases o en dos niveles.50 En el primero, de carácter más básico,, se deben articular las razones que le­ gitiman la práctica social (el Derecho, para Nino, es una práctica so­ cial, una obra colectiva) fundamentada en la Constitución; la legitima­ ción depende de que esa Constitución sea expresión de un consenso democrático que, a su vez, resulte de una deliberación lo más amplia y libre posible, de que la Constitución reconozca suficientemente los de­ rechos fundamentales, y de que no exista alguna alternativa realista a esa Constitución que permitiera fundar una práctica más legítima. En el segundo nivel, el razonamiento se haya constreñido por el de primer nivel, pues ahora, para justificar acciones y decisiones (el anterior se 49. No lo es, porque las reglas del juego de la argumentación moral no se apli­ can directamente (por lo menos, no se aplican todas ellas) al de la justificación jurí­ dica; si bien las reglas del juego de la justificación jurídica han de tener una justifi­ cación moral. Sobre ello, vid. Atienza, 2004a. 50. No son, naturalmente, los dos niveles de los que se hablaba antes, el de las reglas y el de los principios.

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referiría a instituciones), «quedan excluidas las razones justificativas que son incompatibles con la preservación de la Constitución (...)• Un principio que tiene impecables credenciales desde el punto de vista de los criterios de validación implícitos en nuestro discurso moral, puede ser sin embargo descalificado o excepcionado si ello es necesario para preservar la vigencia de la Constitución» (Nino, 2000a, p. 71). Así pues, la existencia de esos dos niveles en la argumentación jurídica (y, en general, en la argumentación práctica) permite enten­ der el tipo de conexión existente entre el razonamiento jurídico y el moral, sin llevar por ello a la idea de que el Derecho tiene que ver únicamente con una moral de mínimos. Las restricciones institucio­ nales del Derecho son condiciones necesarias (cuando lo son: cuando están justificadas) para que pueda existir una práctica jurídica valio­ sa y, por ello, para expandir el discurso racional a campos que están más allá de donde llega el simple razonamiento moral. Digamos que, entonces, la situación viene a ser que toda justifica­ ción jurídica (toda justificación práctica) es, en último término, una justificación moral. O sea, que las razones jurídicas (de cualquier tipo: autoritativas, sustantivas o institucionales) están en último término subordinadas a las razones morales, que son las que tienen el mayor peso. Nino lo expresa diciendo que las razones jurídicas no son razo­ nes autónomas para justificar decisiones. Y esto es así porque —nos dice— una norma jurídica puede aceptarse en virtud de su contenido (por razones sustantivas) o de su origen (por razones autoritativas). Ahora bien, si lo es por su contenido, entonces el juicio de aceptación es indistinguible de un juicio moral; y si lo es por su origen, habría que seguir preguntándose por qué es relevante el origen, con lo que se acaba por llegar a una razón moral (vid. Nino, 1985 y 1989). Veamos con un ejemplo lo que esto quiere decir. La reconstruc­ ción de un razonamiento judicial (que en conjunto supone una razón completa) podría hacerse así (vid. De Páramo, 1988, y Atienza, 1996¿>):

por lo tanto, las razones jurídicas no pueden ser consideradas como razones autónomas. Los que niegan esta última tesis (como Moreso, Navarro y Redondo 1992)51 sostienen que las tres primeras premisas no son premisas necesarias en el razonamiento judicial justificativo. Si se quiere, al esquema formado por las premisas 4), 5) y 6) se le de­ bería añadir una nueva, digamos 4'): «la norma contenida en 4) es ju­ rídica», pero ello puede hacerse —sostienen estos autores— con un simple razonamiento teórico, sin necesidad de ninguna considera­ ción moral. Ellos toman este ejemplo de argumento:

1. Se debe obedecer a X, siempre que X sea un legislador elegi­ do mediante un procedimiento democrático. 2. El legislador X ha sido elegido democráticamente. 3. X ha dictado una norma jurídica que dice: «si p, entonces debe ser q». 4. Si p, entonces debe ser q. 5. p. 6. Debe ser q. Pues bien, 1) es una premisa de carácter moral, sin la cual la pre­ misa 4) (la norma jurídica) no tendría ninguna fuerza justificativa;

4. Si z es un residente en el ayuntamiento A, entonces debe pa­ gar el impuesto I. 5. z es un residente en el ayuntamiento A. 6. z debe pagar el impuesto I. Para mostrar que 4) es una norma jurídica, bastaría con partir de las siguientes definiciones: Una norma N es jurídica: — Dfa: Si N es una norma soberana, entonces N es jurídica. — Dfb: Si N autoriza a O a dictar N 'y O dicta N', entonces N/ es una norma jurídica. El argumento teórico sería éste: 1. Existe una norma soberana que autoriza a los ayuntamientos a dictar normas sobre impuestos municipales. 2. El ayuntamiento A ha dictado la norma (contenida en 4) so­ bre impuestos. 3. La norma contenida en 4 es jurídica. Sin embargo, las cosas no parecen ser así. O, mejor dicho, el es­ quema necesita (para integrar un argumento completo, una razón completa) una premisa más: «se deben obedecer las normas jurídi­ cas». No basta con saber que N es una norma jurídica para concluir que se debe hacer lo que N ordene. En definitiva, necesitamos una premisa práctica, la que señala que se deben obedecer las normas ju­ rídicas, y que, naturalmente, es una premisa de naturaleza moral. Alguien podría decir aun que no, que lo único que se necesita 51. Es importante hacer notar que el primero de los autores ha cambiado de opinión, según se colige de trabajos suyos posteriores a la publicación de ese artícu­ lo (1992).

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para efectuar ese argumento es contar con una regla de reconoci­ miento que, aunque no pertenezca al sistema jurídico —aunque sea metajurídica—, no tiene sin embargo un carácter moral. Por ejemplo, en el caso español, podría tratarse de una norma que dijera: «son normas del sistema jurídico español, y deben obedecerse, las que fi­ guran en la Constitución de 1978 y las que se han derivado de ella de acuerdo con los criterios ahí establecidos o que existían antes y no contradicen la Constitución». Pero, naturalmente, uno siempre puede seguir preguntando por qué debe obedecerse una norma semejante y, más temprano o más tarde, parece que la respuesta que se dé no pue­ de sino ser moral; así pues, en último término, la regla de reconoci­ miento sólo puede aceptarse por razones morales (vid. Atienza y Ruiz Mañero, 1996, cap. 5). El que la justificación jurídica tenga siempre, en último término, un carácter moral y que, por lo tanto, las razones jurídicas estén so­ metidas a las morales, depende de un principio básico del razona­ miento práctico, a saber, que se trata de un razonamiento unitario lo cual impide su desintegración y hace posible que cumpla su función básica de dirimir conflictos prácticos. Esto último no sería posible si, con respecto a una decisión, todo lo que pudiéramos decir fuera que la misma está justificada desde la perspectiva de un cierto sistema (por ejemplo, un sistema jurídico), y no justificada desde la de otro (un sistema moral). Por eso, Nino sostiene que nuestro razonamiento práctico en general está sometido a unas reglas formales, una de las cuales sería «una regla de prioridad que impide su desintegración; esa regla es que los principios morales son el último tribunal de ape­ lación para justificar una acción que cae bajo su dominio; es decir, que las razones de índole moral excluyen cualquier tipo de razones en las circunstancias en que son aplicables» (Nino, 1985, p. 65). Esa tesis, por cierto, no va en contra del pluralismo axiológico ni del rela­ tivismo moral entendido en términos descriptivos (existen, de hecho, códigos morales plurales), pero sí contradice el relativismo moral en cuanto tesis prescriptiva o de metaética. Dicho de otra forma, un objetivismo moral mínimo es una condi­ ción necesaria para dar sentido a la argumentación judicial y, en ge­ neral, a la argumentación jurídica. O sea, si toda justificación jurídi­ ca (judicial, legislativa, etc.) es en último término (o presupone) una justificación moral, entonces, si no fuera posible una justificación moral en sentido estricto (si los juicios morales no contuviesen una pretensión —objetiva— de corrección), tampoco sería posible la justi­ ficación jurídica.

Capítulo 5

LA CONCEPCIÓN PRAGMÁTICA 1.

El im perio pragmático

Como muchas veces se ha dicho, la filosofía del siglo xx se ha ca­ racterizado, a partir de un cierto momento, por un «giro lingüístico» o «cambio de marcha» orientado a hacer del lenguaje el centro de la reflexión filosófica. Esto vale, obviamente, para la filosofía analítica (a la que hay que considerar más que como una orientación filosófica en sentido estricto como un estilo de hacer filosofía), pero también para casi todas las comentes filosóficas y iusfilosófícas que han teni­ do alguna vigencia en la segunda mitad del pasado siglo. Ahora bien, de las tres clásicas dimensiones del lenguaje —la sintaxis, la semánti­ ca y la pragmática—, esta última parece, de alguna forma, haberse impuesto a las otras dos, de manera que, al menos en relación con las últimas décadas del siglo, más que de giro lingüístico habría que ha­ blar de giro pragmático o incluso del imperio de la pragmática. Sin entrar en detalles sobre lo que cabe entender por pragmática,1 no cabe duda de que la concepción del significado como uso y de los jue1. Gradella Reyes, en una obra general sobre pragmática lingüística, escribe lo siguiente: «El manual de pragmática más completo y autorizado que se ha publi­ cado hasta ahora (Levinson, Pragmatics, 1983) dedica un extenso y complejo primer capítulo a analizar las posibles definiciones de pragmática, criticándolas y evaluán­ dolas, para llegar por fin a la conclusión de que no hay ninguna definición buena. Lo mismo podríamos decir de las definiciones de otras ciencias o estudios, o de otras disciplinas lingüísticas, salvo que uno no quiera ser exhaustivo y se contente con de­ finiciones muy generales como, por ejemplo, "la sintaxis es el estudio de las combi­ naciones de las palabras", o "semántica es el estudio de los significados lingüísticos". Una definición de ese tipo diría que la pragmática es el estudio del uso del lenguaje. La definición que he dado al principio de este capítulo —la pragmática es el estudio de cómo se interpreta el significado producido en el uso del lenguaje— está dentro de esa línea, aunque pretende ser más específica. Pero el problema no reside en la definición misma, sino en la necesidad de la definición» (Reyes, 1994, p. 22).

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EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

gos del lenguaje del Wittgenstein de I n v e s tig a c io n e s f i lo s ó fic a s se cen­ tra en la dimensión pragmática del lenguaje; al igual que ocurre con la teoría de los actos de lenguaje de Austin, desarrollada luego por Searle; con la teoría del discurso de Habermas o Apel; o con la her­ menéutica de Gadamer y sus sucesores. Digamos que en todas esas teorías filosóficas (que han tenido una gran influencia en la teoriza­ ción del Derecho de los últimos tiempos) el lenguaje tiende a verse como una actividad, como una práctica, y no como un código o como un vehículo del pensamiento (vid. Acero, 1998). Lo que ha ocurrido en el campo de la filosofía es semejante a la evolución que se advierte en la lingüística o en el Derecho: la unidad básica del lenguaje no se considera ya que sea la oración, sino el acto lingüístico; y en el caso del Derecho —como hemos ido viendo— cabe también hablar de una tendencia a considerar como sus unidades bá­ sicas no tanto las normas (y, en general, los enunciados del sistema jurídico) cuanto los diversos momentos de la actividad compleja en que consiste el Derecho: la toma de decisiones y la justificación de las mismas en el ámbito de la legislación, de la jurisdicción, etc. Quizás pudiera decirse que la razón de fondo de esa evolución se conecta con algunas ideas centrales del p r a g m a t i s m o , en el sentido señalado en el capítulo primero, y con el hecho de que la dimensión pragmáti­ ca del lenguaje envuelve y presupone las otras dos (la sintáctica y la semántica), de manera que fijar el centro de atención en la pragmáti­ ca no supone asumir un punto de vista reduccionista sobre el lengua­ je o sobre el Derecho: especificar el conjunto de las oraciones bien formadas o las condiciones de verdad de las oraciones parece ser un paso previo al de fijar las condiciones de adecuación y de éxito de las mismas; y, de manera semejante, la teoría de los enunciados jurídicos y del ordenamiento o sistema jurídico y la de la validez y las fuentes del Derecho parece algo previo al estudio de la toma de decisiones y de la justificación de las mismas en que consiste la práctica jurídica. En fin, en el campo de la argumentación, ese cambio de perspecti­ va es también muy manifiesto. El interés por los aspectos pragmáticos de la argumentación es, en cierto modo, lo que hace surgir la teoría contemporánea de la argumentación jurídica, sobre todo a partir de las obras de Perelman y Toulmin. Y, referido no ya al Derecho sino a la teoría general de la argumentación, en los últimos tiempos la argu­ mentación tiende a verse no como una serie o una cadena de enuncia­ dos (a la manera de los lógicos) sino más bien como un acto de len­ guaje complejo (vid., por ejemplo, van Eemeren y Grootendorst, 1984 y 2004). Esto quiere decir que, además de los enunciados (las premisas y la conclusión), cobran un especial protagonismo los actores de la argu­ mentación (el orador, el proponente, el auditorio), la intención o los

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objetivos que persiguen quienes desarrollan esa actividad (persuadir, re­ solver diferencias de opinión, etc.) o las reglas que establecen cómo han de comportarse los participantes en la misma: qué tipos de actos lin­ güísticos, en qué ocasión, etc., les está permitido o prohibido ejecutar. Por supuesto, la importancia creciente de la pragmática en los últimos tiempos no puede considerarse como una novedad radical. Esa forma de enfocar la argumentación es la que está presente en la tradición de la retórica y de la dialéctica de la antigüedad. Como es bien sabido, Aristóteles, el padre fundador de la lógica, es también el autor de obras en las que los argumentos se estudian desde la pers­ pectiva de la dialéctica ( T ó p ic o s y R e f u t a c i o n e s s o f í s t i c a s ) y de la retó­ rica (R e tó r ic a ) . Es interesante además advertir que ese enfoque prag­ mático de la argumentación está, en la cultura griega, vinculado a la democracia y al Derecho. La retórica (según una tradición recogida, entre otros, por el propio Aristóteles) se habría originado en Siracusa, en la Magna Grecia, en el siglo v a.C.;2 el C o r a x , el primer tratado de retórica, había estado motivado, al parecer, por los pleitos sobre la propiedad de la tierra que habían surgido tras las confiscaciones de tierras que se habían producido en una época de tiranía; cuando se restaura la democracia, la resolución de esos problemas no puede ser ya una cuestión de fuerza, sino de persuasión racional, de argumen­ tación. Los atenienses llegaron incluso a tener una diosa que repre­ sentaba la persuasión racional. Como dice Stone (1988, p. 205), los dos dioses peculiares de Atenas eran: Peito, la persuasión personifica­ da como una diosa, y el Zeus del Ágora o de las Asambleas, como di­ vinidad tutelar de los debates libres.3 De manera que, si la democracia y el Derecho (o, si se quiere, la justicia entendida como la voz del pueblo, como las resoluciones esta­ blecidas por los jueces-jurados después de un debate libre y ordenado en el que los contendientes han tenido la oportunidad de ser oídos y de expresar sus argumentos) están en el origen de la concepción prag­ mática de la argumentación, no es de extrañar que la vinculación de la retórica y de la dialéctica con el Derecho (y con la democracia) esté también muy presente en los autores del siglo xx que más han contri­ buido a recuperar esa tradición: tanto Perelman como Toulmin o Ga2. Olivier Reboul señala tres fuentes en el surgimiento de la retórica: la judi­ cial, la literaria y la filosófica (los sofistas). Las tres fuentes se combinan, en su opi­ nión, armoniosamente en la obra de Aristóteles (Reboul, 1990, p. 17; vid. también Murphy, 1983, pp. 14 y ss.). 3. No deja de ser curioso que a Peito se la haya considerado en algunas oca­ siones hija de Ate (el Error), y en otras hermana de Tique y Eunomía (la Casualidad y el Buen Orden) (vid. Grimal, 1986).

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damer consideran al Derecho como el campo de la argumentación por antonomasia, de la argumentación dirigida a persuadir. Y, en fin, tam­ poco puede extrañar que el auge que hoy se ve de los estudios prag­ máticos de la argumentación tenga lugar en un contexto cultural en el que el Estado constitucional de Derecho y la democracia deliberativa parecen haber alcanzado el estatus de ideales regulativos que deben guiar la realidad jurídica y política de nuestras sociedades. 2.

Lógica, retórica y dialéctica

La tripartición que ha sido establecida entre concepción formal, material y pragmática de la argumentación no coincide del todo con las tres regiones o perspectivas de estudio que hoy es más frecuente distinguir en el campo de la argumentación: el punto de vista de la ló­ gica, de la retórica y de la dialéctica. Luis Vega, por ejemplo, lo pre­ senta de esta manera:4 La región de la lógica (o de la «Analítica», si se quiere seguir la terminología aristotélica) sería el «lugar natural» de las pruebas de­ ductivas y, en particular, de las demostrativas: «aquellas que discu­ rren desde unos principios o puntos de partida iniciales e incontesta­ bles para establecer otra proposición verdadera que se sigue de ellas por necesidad» (Vega, 2003, p. 29). Los argumentos son aquí conside­ rados como «productos discursivos, autónomos e impersonales» (ibid.); su análisis interesa especialmente a la lógica y a la metodolo­ gía de la prueba científica. La Dialéctica, en cambio, sería «el lugar natural de la discusión razonable en tomo a cualquier cuestión abierta, sea teórica o prácti­ ca, de orden especializado (...) o de interés común o general». Lo que importa ahora no son los productos de la argumentación, sino los «procedimientos argumentativos» y «las normas que gobiernan y di­ rigen el ejercicio de los papeles de defensor u oponente» (p. 30). Ese dominio de análisis sería hoy el característico de la lógica informal. Y, en fin, la Retórica sería «el lugar natural de los procesos de ar­ gumentación en los que desempeña un papel principal la comunica­ ción personal dirigida a inducir ciertas creencias o disposiciones (...) o a provocar determinadas reacciones y actuaciones» (p. 31). Las «ar­ tes retóricas» —nos dice Vega— no cuentan con un proceder, un mé­ todo que asegure «la eficacia práctica o el efecto pretendido» y esto las diferencia de los otros dos enfoques, en los que hay «criterios ana4. La misma distinción puede encontrarse en van Eemeren y Grootendorst (1984) y, a propósito de la argumentación jurídica, en Feteris (1999).

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líticos» o bien «regulaciones dialécticas» que pueden determinar «la calidad interna, racional o razonable de un argumento o de un proce­ dimiento argumentativo» (p. 32). Pues bien, esta división del campo de la argumentación no con­ tradice en realidad la que yo formulo. O, mejor dicho, la diferencia entre ambas no estriba en cuestiones de fondo, sino más bien en una cuestión de presentación. Vega incluye dentro de un mismo punto de vista lógico o analítico cuestiones que yo prefiero tratar separada­ mente, según se refieran a aspectos formales o materiales de la argu­ mentación, según que tengan más que ver con la inferencia o con las premisas; de ahí, por ejemplo, que un buen argumento desde la pers­ pectiva lógico-metodológica sea para él un argumento no sólo for­ malmente correcto, sino también sólido, o sea, que parte de premisas bien acreditadas y relevantes. Y el punto de vista dialéctico y el retó­ rico, por el contrario, yo los agrupo dentro de una misma concep­ ción; como una subdistinción dentro de un mismo enfoque o concep­ ción pragmática de la argumentación. La razón fundamental para mantener la distinción entre el enfo­ que formal y el material (a pesar de la dificultad de caracterización que envuelve la oposición formal-material) tiene que ver con lo que ha sido el desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica en las últimas décadas: la tradición en el estudio de los argumentos que representan autores como Dworkin, Summers, Raz o Nino puede verse (en algunos casos de manera más patente que en otros) como una alternativa a la visión de los lógicos; y, en todo caso, resultaría extraña una clasifica­ ción que, a propósito de la argumentación jurídica, situara a los ante­ riores autores en el mismo grupo que el que incluye los nombres de Klug, Kalinowski, Alchourrón y Bulygin, Tammelo, Weinberger o von Wright. Por lo demás, en su momento señalé que el punto de vista lógi­ co no podía hacerse coincidir exactamente con el punto de vista formal en el estudio de los argumentos: la perspectiva lógica va más allá de la perspectiva «formal», tal y como aquí la estoy entendiendo. Las razones para la segunda diferencia, el establecer una misma categoría que abarca la perspectiva dialéctica y la retórica, son tam­ bién semejantes, tienen que ver con las peculiaridades del Derecho. En los contextos en los que se argumenta jurídicamente, con frecuen­ cia resulta difícil separar esos dos elementos: piénsese en el abogado que debate dialécticamente con el abogado de la parte contraria, pero frente a un auditorio —el juez, el jurado— al que trata de persuadir; o el parlamentario que construye su discurso como una réplica a su adversario político, pero con el ojo puesto en la cámara de televisión, esto es, en los efectos que pueda tener en los votantes. Y, de hecho, los dos ejemplos de concepción de la argumentación que he traído

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como paradigmas de la concepción retórica (Perelman) y de la dia­ léctica (Toulmin) comparten sin duda muchísimos elementos; tantos que, por ejemplo, van Eemeren y Grootendorst consideran (aunque, en mi opinión, de manera incorrecta o, por lo menos, exagerada) que la concepción de Toulmin sería un ejemplo de concepción retórica, no dialéctica (vid. infra, ap. 4). En todo caso, la diferencia entre la concepción pragmática y la concepción formal es, como se ha insistido muchas veces, una cuestión de perspectiva y no una división ontològica; de hecho, tanto en la con­ cepción retórica como en la dialéctica de la argumentación hay ciertos elementos de carácter estructural, «formal», que pueden estudiarse desde un punto de vista lógico; es decir, la lógica juega aquí un papel. Así, en relación con la retórica, Aristóteles distingue tres tipos de pruebas que se obtienen mediante el discurso, a las que llama prue­ bas técnicas, esto es, propias del arte (Retórica I, 1356a) y que contra­ pone a las extratécnicas, esto es, las que no se extraen del discurso, porque existen de antemano: las leyes, los testigos, los contratos, las confesiones bajo tortura y los juramentos. Pues bien, de entre las pruebas técnicas, unas residen en el talante o carácter del que habla (en el ethos), otras consisten en predisponer al oyente de alguna ma­ nera (descansan en la pasión, en el pathos) y otras se basan en el dis­ curso mismo, en el logos', en el caso de las pruebas lógicas, Aristóteles distingue entre el entimema o silogismo retórico y el ejemplo o in­ ducción retórica (Retórica, 13566), que vendrían a ser aquí el equiva­ lente de los argumentos deductivos e inductivos en la analítica. Esta distinción entre los argumentos retóricos y los lógicos en sentido es­ tricto no tiene que ver con el tipo de inferencia (que en ambos casos es la misma),5 sino más bien con el tipo de premisa de que se parte (en el caso de la retórica y de la dialéctica, según Aristóteles, son enunciados probables, meramente verosímiles: endoxa) y, creo que sobre todo, con el uso distinto de la inferencia, o sea, con los fines 5. Perelman no lo ve así y por ello, en mi opinión, separa excesivamente la perspectiva lógica y la retórica. Él considera que en los argumentos retóricos el paso de las premisas a la conclusión no tiene nunca carácter necesario (vid. Perelman, 1979, p. 11: y Atienza, 1991, cap. 3, III). Luis Vega me hace la siguiente observación, que reproduzco literalmente: «Me temo que la posición aristotélica es un tanto ambigua a este respecto. De hecho, ad­ mite que los oradores pueden proceder en sus demostraciones mediante silogismos más estrictos o más laxos y relajados ( Retórica, 1396fr, 1), lo que suele entenderse actualmente como una admisión no sólo de premisas endoxásticas, sino de inferen­ cias probables o plausibles —por ejemplo, en la línea de Burnyeat, que se refiere a una probabilitas consequentiae en los entimemas versus la necesidad consecutiva del silogismo característico de la lógica o incluso la dialéctica. Por otro lado, Aristóteles también reconoce signos refutables —aparte de los signos necesarios y concluyentes

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que persiguen quienes argumentan. De manera que los esquemas de­ ductivos o inductivos pueden usarse naturalmente con la finalidad de persuadir, y de ahí la importancia esencial del enfoque formal aunque no se asuma una concepción formal de la argumentación. Por lo demás, es obvio que ese enfoque formal no puede dar cuenta de la variedad de aspectos de la concepción retórica. Por un lado, porque, como se acaba de decir, hay muchas pruebas retóricas que no tienen que ver con la lógica, sino con actitudes, emociones, etc., de quienes participan en la argumentación (y de ahí la impor­ tancia de la psicología, de la teoría literaria, de la ética...). Por otro lado, porque los esquemas lógicos se ponen aquí al servicio de su uso pragmático, retórico, o sea, hay una manera persuasiva y una mane­ ra no persuasiva de usar la lógica. Y, en fin, porque la perspectiva re­ tórica supone centrarse en la argumentación como procedimiento, como actividad, y no como un resultado. Quizás sea todavía más estrecha la relación que puede estable­ cerse entre la lógica y la dialéctica, ya que en ambos casos pueden es­ pecificarse ciertas reglas que definen (y, en cierto modo, guían) res­ pectivamente la argumentación lógica y la dialéctica, mientras que esto no es posible hacerlo (o, al menos, es una empresa enormemen­ te más compleja) con la argumentación retórica. De hecho, en los úl­ timos tiempos se han desarrollado diversos sistemas de «lógica dia­ léctica», esto es, sistemas o formalismos que tratan de representar la estructura de los procesos de argumentación en contextos dialécticos, de manera que ahí juegan un papel no únicamente los argumentos en sentido estricto, sino también los actores (según se trate, por ejemplo, del proponente —el defensor de una tesis— o del oponente —el con­ tradictor—), cada una de las jugadas o movidas (actos ilocucionarios)6 que ejecutan, los compromisos que contraen, etc. Un ejemplo de este último tipo de lógica se puede encontrar en Nicholas Rescher (hay otros elaborados por autores como Lorenzen [1973], Hamblin [1970] o Gordon [1995]) en su obra Dialectics. Res(p. ej., Retórica, 1357fr, 13-21)—, reconocimiento que, unido al de las inferencias relati­ vas a lo que se da en la mayoría de los casos o por lo regular, parece sugerir que los en­ timemas típicos descansan en inferencias no sólo plausibles, sino rebatibles (defeasi­ ble)». De todas formas, Vega no está en desacuerdo con la anterior crítica a Perelman. 6. La noción de acto ilocucionario —como el lector seguramente sabe— fue in­ troducida por Austin (1988), el cual distinguió entre acto Jocucionario (significado), acto ilocucionario (fuerza) y acto perlocucionario (efectos): así, cabría distinguir (tomo el ejemplo de Carrió [1967]) entre «S dijo “miserable" a B» (significado), «S in­ sultó a B» (fuerza) y «S ofendió o agravió a B» (efecto o consecuencia del acto lin­ güístico): en el primer caso se destaca que S realizó el acto de decir algo, en el segun­ do, que S realizó un acto al decir algo, y en el tercero que S (deliberadamente o no)

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eher (1977) construye su modelo pensando básicamente en contextos teóricos, pero es obvio que el mismo puede extenderse también al campo de la razón práctica. Lo que sigue puede dar una idea de cómo puede ser usado el formalismo que él propone para dar cuenta de un fragmento de un tipo de debate al que llama «debate formal» (o sea, debate con reglas bien especificadas): P r o p o n e n t e : Podemos conocer cosas mediante sensaciones como, por ejemplo, sé que esto es una mano humana: !P. O p o n e n te : N o s a b e s q u e e s u n a m a n o s i n o e s t á s s e g u r o d e e llo y p o r t o d o lo q u e h a s d ic h o , n o e s t á s s e g u r o d e q u e s e a u n a m a n o :

nP/Q

A

TQ.

P r o p o n e n t e : Pero estoy seguro de que O p o n e n t e : Pero no estás seguro si tus

es una mano: ! -» Q. sentidos te engañan en este caso (R) y, por todo lo que has dicho, tus sentidos pueden estar enga­ ñándote; Q / R a TR P r o p o n e n t e : P e r o m i s s e n t i d o s c la r a m e n t e n o m e e s t á n e n g a ñ a n ­ d o e n e ste ca so : ! - i R

Etcétera.

La estructura de la argumentación sería: P ro p o n en te

1. 2. 3.

!P ! -, Q ! -, R

O p o n en te -n

P / Q a TQ Q / R a TR

Donde «!P» representa una aserción categórica: es el caso que P. «TP», una aserción cautelar o provisional (cautious) que puede leerse como: es el caso que P por todo lo que has mostrado, o es el caso que P es compatible con todo lo que has dicho. Y «P/Q», una aserción condicional: P tiene lugar en todas o en la mayor parte de las cir­ cunstancias en las que se da Q, o, si se da Q, entonces ceteris paribus se da P, o Q constituye prima facie una prueba en favor de P. Pues bien, aparte de que se trate de un formalismo que sólo podría dar cuenta de un tipo de debate, el debate estrictamente regimentado, las diferencias con la noción de lógica que, de acuerdo con lo señalado en un capítulo anterior, constituye el núcleo de la concepción formal de la argumentación, son claras: 1) El formalismo de Rescher capta el proceso de la argumentación y no —o, mejor, no solamente— el pro­ ducto, el resultado; a través de las diversas líneas que representan las diversas movidas de los jugadores se pueden reconocer argumentos, es­ quemas deductivos, pero sin duda se trata de argumentos derrotables o revisables; o sea, lo que aquí está incorporada es una lógica no monó­ tona: las afirmaciones de cada contendiente se modifican a medida que surgen nuevas informaciones. 2) El tiempo juega también un papel de­ terminante, en cuanto que, a diferencia de lo que ocurre con la lógica deductiva estándar, el orden de las premisas no es indiferente. 3) Los movimientos de cada contendiente no están fijados únicamente por re­ glas formales independientes del contexto (como ocurre con las reglas de inferencia clásicas), sino por reglas claramente contextúales que de­ terminan la carga de la prueba, el valor de las presunciones, etc. 3.

provocó ciertos efectos por decir algo. La noción fue luego elaborada —y reformula­ da— por Searle (2001): éste puso en cuestión, sobre todo, la anterior distinción entre acto locucionario e ilocucionario y distinguió, dentro del acto ilocucionario, entre el contenido proposicional y la fuerza ilocucionaría. Finalmente, van Eemeren y Grootendorst la utilizaron para caracterizar la argumentación como un acto ilocucionario complejo. La idea fundamental consiste entonces en considerar la argumentación no simplemente como un conjunto de enunciados, sino como una acción: argumentar es algo que se hace al usar el lenguaje en cierta forma. La definición que dan van Eeme­ ren y Grootendorst es la siguiente: «La argumentación es un acto de lenguaje que con­ siste en una constelación de enunciados dirigidos a justificar o refutar una opinión expresa y con el propósito, en una discusión regimentada, de convencer a un juez ra­ cional de un particular punto de vista con respecto a la aceptabilidad o no aceptabili­ dad de esa opinión expresa» (1984, p. 18). Sobre todo esto, vid. también Grabowski (1999), el cual analiza con detalle en qué sentido la argumentación judicial y la justi­ ficación judicial deben ser consideradas como actos ilocucionarios complejos.

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La concepción pragmática y la concepción material

En el capítulo anterior habíamos visto que en la concepción ma­ terial de la argumentación los elementos pragmáticos no estaban completamente eliminados; de hecho, se había hecho allí un gran hincapié en el elemento del compromiso que, entendido en un cierto sentido, era lo que permitía dar el paso de la concepción formal a la material, de los esquemas de argumentación a la argumentación pro­ piamente dicha. Pero esa apertura hacia la pragmática estaba limita­ da sobre todo por el hecho de que la concepción material de la argu­ mentación, aunque pone el énfasis en la argumentación como proce­ so y no como producto, no contempla ese proceso, esa actividad de argumentar, como un proceso social. La deliberación es vista básica­ mente como la actividad que lleva a cabo un sujeto para resolver qué creencia está justificado tener o qué curso de acción él u otro debe emprender o debería haber emprendido.

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Por supuesto, la deliberación no tiene por qué tener un carácter estrictamente individual, en cuanto las razones que uno esgrime pue­ den ser razones provenientes de otros sujetos, razones de origen ex­ terno. Pero de una u otra forma, esa concepción está ligada al indivi­ dualismo monológico, a la tradición cartesiana.7 Dicho de otra for­ ma, los criterios de justificación de las creencias y de las decisiones y acciones no están ligados esencialmente al procedimiento en que consiste deliberar, pues hay criterios externos al mismo (la corres­ pondencia con alguna realidad externa, la coherencia con ciertas teo­ rías, normas y valores, etc.) de los que depende que la creencia sea verdadera o la acción o decisión correcta. Por ello, no hay contradic­ ción en decir, por ejemplo, que tras un proceso de deliberación teóri­ ca o práctica, el sujeto S tenía razones (razones subjetivas: motivos) para creer que C o para decidir D, pero sin embargo C era una creen­ cia falsa (porque contradice datos bien fundados de la experiencia) o D una decisión injustificada o incorrecta (porque no le permite a S satisfacer tal deseo o tal interés, o porque contradice algún valor o al­ guna norma jurídica o moral con la que tenía que haber contado). El carácter social de la argumentación vista desde la perspectiva pragmática lleva también a que las premisas jueguen un papel muy distinto del que desempeñan en la concepción material. O, dicho qui­ zás de mejor manera, la concepción pragmática presupone premisas materiales (de manera análoga a como la concepción material presu­ pone también esquemas formales de argumentación, para que sea posible la deliberación) que de alguna forma socializa: o sea, las pre­ misas aquí vienen a ser aquellas tesis aceptadas por otro u otros y que, en consecuencia, pueden operar como puntos de partida o de dinamización de un proceso retórico o dialéctico. Y, en fin, en la concepción pragmática el compromiso es un com­ promiso social, con otro u otros, mientras que en la concepción ma­ terial el compromiso lo es con uno mismo (con la verdad o con la C o7, «Esta perspectiva socialmente orientada [Rescher se refiere a la utilización de un modelo dialéctico en epistemología] es seguramente un paso en la dirección correcta. Pues la aproximación dialéctica a la epistemología está motivada por un propósito anti-cartesiano. Deplora la banal influencia de la orientación egocéntrica de la moderna epistemología. El énfasis tradicional y ortodoxo en cuestiones del tipo de ¿cóm o puedo convencerme a m í m ism o? ¿cómo puedo estar seguro? nos invita a olvidar la naturaleza social de las reglas básicas del razonamiento probatorio, sus raíces en la cuestión de ¿cómo podem os hacer para convencem os unos a otros? La dialéctica de la disputa y de la controversia proporciona un antídoto útil para ese egocentrismo cognitivo. Insiste en que no podemos olvidar la construcción del cono­ cimiento como una empresa comunitaria sometida a estándares comunitarios» (Res­ eller, 1977, p. XII).

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erección de las creencias y de las decisiones y acciones) puesto que la deliberación es aquí esencialmente un proceso individual: no necesito del concurso de nadie para concluir que debo jugar con mi hijo Mi­ guel aunque ahora me sienta cansado y mucho más inclinado a leer tranquilamente el periódico, si pienso que jugar con los padres es bueno para los hijos (y en mi deliberación esta última razón derrota a las otras concurrentes en el caso); como tampoco lo necesito para pensar que ahora (el 24 de octubre de 2004 a las 4 de la tarde) la tem­ peratura en Alicante es de unos 27 grados. El carácter fundado de mi decisión o de mi creencia (los productos de mis procesos de delibera­ ción) no dependen de la aceptación de nadie, sino de que sean con­ sistentes con ciertas normas o valores o con ciertos datos de la expe­ riencia. Ahora bien, el que se pueda diferenciar, de la manera que se aca­ ba de señalar, entre la concepción material y la concepción pragmáti­ ca de la argumentación no quiere decir que no puedan darse también tipos de argumentación mixtos, esto es, que combinan, en proporcio­ nes variadas, elementos de una y de otra concepción. De hecho, esto es lo que sucede con muchas de las concepciones dialógicas de la ra­ cionalidad, esto es, las que consideran que el diálogo es el mejor pro­ cedimiento para establecer la verdad de las creencias o la corrección de las decisiones y de las acciones. Su mayor o menor carácter prag­ mático o material depende de hasta qué punto se considere que la verdad o la corrección es el resultado, el consenso, al que se llega res­ petando ciertas reglas de procedimiento; o, por el contrario, el acento se ponga más bien en la idea de que el diálogo es un instrumento que ayuda a llegar a la verdad o a la corrección, pero carece de fuerza constitutiva, o sea, proporciona un método para hallar unos criterios que existen con independencia del procedimiento. Me parece que se produce aquí un claro paralelismo con la fa­ mosa distinción de Rawls entre justicia procedimental pura, por un lado, y justicia procedimental (no pura) perfecta o imperfecta, por el otro. A diferencia de lo que ocurre con la justicia procedimental pura, donde la justicia viene dada exclusivamente por el procedimiento, la justicia procedimental perfecta significa que hay un criterio indepen­ diente del procedimiento y ya dado de lo que es justo y que puede di­ señarse un procedimiento con el objeto de garantizar un resultado que satisfaga el criterio; por ejemplo, si se trata de repartir un pastel entre varios comensales y el criterio es la igualdad de las partes, el procedimiento podría ser establecer la regla de que la persona que lo corte se lleve la última porción: el procedimiento conduce siempre al resultado justo. La justicia procedimental imperfecta supone también que hay un criterio, independiente del procedimiento, de lo justo,

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pero ahora no podemos diseñar un procedimiento que nos permita llegar al resultado justo en todos los casos; es lo que ocurre, según Rawls, con el proceso penal encaminado a condenar sólo a los verda­ deros culpables, aunque no siempre sea así (o sea, el procedimiento lleva en ocasiones a condenar inocentes o a absolver a culpables) (vid. Rawls, 1995, p. 104). Pues bien, podría decirse entonces que la concepción pragmática (dialéctica o retórica) de la argumentación es la que se corresponde con las teorías procedimentales puras de la jus­ ticia, mientras que las concepciones materiales de la argumentación son compatibles con la justicia procedimental perfecta o imperfecta. Por eso, el enfoque de Nino (cuya concepción del razonamiento mo­ ral y de la ética es sustancialmente análoga a la de Rawls y Habermas) cae básicamente del lado de la concepción material de la argu­ mentación, si bien incorpora no pocos elementos pragmáticos.8 8. Según Nino (1988), en el marco de lo que, de manera confusa, suele deno­ minarse «formalismo», «contractualismo», «constructivismo» o «kantismo», se pue­ den distinguir tres tesis ontológicas sobre la constitución de la verdad moral y tres tesis epistemológicas sobre el conocimiento de esa verdad moral. Las tres tesis onto­ lógicas serían: «01: La verdad moral se constituye por la satisfacción de presupuestos forma­ les inherentes al razonamiento práctico de todo individuo, en especial el de que un principio moral es válido si es aceptable o no rechazable por todos en condiciones ideales de imparcialidad, racionalidad y conocimiento de los hechos relevantes. 02: La verdad moral se constituye por presupuestos formales o procedimenta­ les de una práctica discursiva social destinada a cooperar y evitar conflictos sobre la base de la convergencia de acciones y actitudes dada por el consenso en la acepta­ ción de principios para guiar la conducta. Entre estos presupuestos del discurso mo­ ral está el de que un principio es válido cuando es aceptable o no rechazable por to­ dos en condiciones de imparcialidad, racionalidad y conocimiento de los hechos. 03: La verdad moral se constituye por el consenso que resulta efectivamente de la práctica real de la discusión moral cuando ella es llevada a cabo siguiendo restric­ ciones procedimentales de los argumentos como el de que un principio propuesto debe ser aceptable o no rechazable por todos bajo condiciones ideales de imparciali­ dad, racionalidad y conocimiento» (p. 98-99). t Y las tesis epistemológicas: «El: Al conocimiento de la verdad moral (...) se accede sólo mediante reflexión individual que, empleando un método de equilibrio reflexivo u otra alternativa, de­ termine si se da la relación apropiada entre presupuestos formales y principios sus­ tantivos (...) La discusión con otros es un auxiliar útil de la reflexión individual, pero en última instancia es inescapable que actuemos de acuerdo a los dictámenes finales de esta última. E2: La discusión y la decisión intersubjetiva es el procedimiento más confiable de acceso a la verdad moral (...) Sin embargo, esto no excluye que por vía de lá refle­ xión individual alguien pueda acceder al conocimiento de soluciones correctas, aun-

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Retórica y dialéctica

Como se ha señalado repetidamente, dentro de la concepción pragmática de la argumentación es posible trazar una subdistinción entre la perspectiva dialéctica y la retórica. El ejemplo que se ponía en el capítulo segundo a propósito de la investigación con células ma­ dres creo que es bastante ilustrativo de esa diferencia. Ante todo, el debate dialéctico tiene lugar entre dos o más argu­ mentadores que asumen la posición de defensor (proponente) o con­ tradictor (oponente) de una determinada tesis. Como se veía en el ejemplo, ambos juegan un rol activo (aunque distinto según se ocupe una u otra posición): así, el oponente puede señalarle al proponente una razón, un argumento que, en principio, contradice la tesis inicial de éste y le obliga a producir un nuevo argumento (un contraargu­ mento) para defender su posición; el proponente puede reaccionar señalando, por ejemplo, que esa razón es irrelevante o que no se com­ padece con alguna otra posición asumida por el oponente, etc. Sin embargo, en la argumentación retórica es sólo una parte, el orador, la que configura el discurso; para ello contará con ciertas características del auditorio (al que trata de persuadir), pero el orador sabe que, por que hay que admitir que este método es mucho menos confiable sobre todo por la di­ ficultad para representarse fielmente los intereses de los demás y ser, por tanto, im­ parcial. E3: El método de discusión y decisión colectiva es la única vía posible de acce­ so a la verdad moral en el área de la justicia, ya que siempre la reflexión monológica se halla distorsionada por prejuicios del individuo en favor de sí mismo, por su con­ dicionamiento contextual y por la dificultad insalvable de ponerse en los zapatos de otro». Sólo el consenso efectivo obtenido luego de un amplio debate con las menos exclusiones, manipulaciones y desigualdades posibles es una guía confiable pat a ac­ ceder a las exigencias de la moral» (pp. 99-100). Nino atribuye a Rawls (aunque reconozca que la posición de este último en materia de metaética es sumamente controvertida) las tesis OI y E l, y a Habermas 03 y E3, mientras que las que a él le parecen tesis más plausibles (y definen la po­ sición de metaética a la que denomina «constructivismo epistemológico») serían 02 y E2. Obsérvese que, de maneras diferentes y prescindiendo de lo acertado o no de la interpretación que hace Nino de las posturas respectivas de Rawls y de Habermas, en los tres autores aparece una combinación de elementos de la concepción material y de la concepción pragmática, de la racionalidad sustantiva y de la racio­ nalidad procedimental. Por ejemplo, para Nino (pero lo mismo habría que decir de Habermas, aunque no de Rawls), «tomar como base la práctica social efectiva del discurso moral es especialmente importante si uno debe admitir que el discurso tie­ ne presupuestos valorativos sustantivos, como el principio de autonomía, ya que ello impide que se alegue que en la defensa de ese principio se incurre en una peri­ zio prìncipii» (p. 101).

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ejemplo, él puede elegir ciertos argumentos que piensa pueden resul­ tar persuasivos, y evitar otros que quizás no lo sean tanto o que re­ sulten contraproducentes; o puede refutar un determinado argumen­ to en la confianza de que nadie le va a interrumpir con «ésa no es la interpretación correcta de mi tesis» o «contra esa posible objeción opongo este nuevo argumento», etc. O sea, entre el proponente y el oponente de una argumentación dialéctica existe una interacción constante, mientras que el auditorio (el destinatario) de un discurso retórico juega un papel relativamente pasivo en el proceso mismo de la argumentación. Como consecuencia, en cierto modo, de lo anterior, pueden aña­ dirse otras diferencias entre la argumentación dialéctica y la retórica: 1. En la retórica (como ya lo señalaba Sócrates en el Gorgias platónico) priman los discursos largos, a diferencia de lo que ocurre en la dialéctica. No es, como pudiera parecer a simple vista, una dis­ tinción superficial, pues a ella va ligado el hecho de que en el discur­ so retórico es posible traer a colación elementos que en realidad son irrelevantes desde el punto de vista «lógico», aunque puedan tener fuerza persuasiva; mientras que en la dialéctica es más difícil irse del punto de la discusión. O también la idea de que el destinatario del discurso retórico es un público de ignorantes o, en todo caso, menos cualificado que en la dialéctica. También en el Gorgias (519d), Sócra­ tes reprocha a Calicles que, como éste no quiere responder a sus pre­ guntas (infringe una regla dialéctica), le obliga a hablar como un ver­ dadero orador popular. 2. En la argumentación dialéctica (lo que está también ligado con lo anterior) existe la oportunidad de examinar los pros y contra de una situación, de una tesis, mientras que la argumentación retóri­ ca tiene un carácter más unitario: el discurso dialéctico avanza, ca­ bría decir, en forma de espiral (o como una línea quebrada), mientras que el retórico es más unidireccional. Quizás fuese esta distinción, conjuntamente con la anterior, la que tenía en mente Zenón de Citio cuando, al preguntársele por la diferencia entre la retórica y la dia­ léctica, contestó mostrando, primero, una mano abierta, y luego, el puño cerrado.9 3. La dialéctica está más vinculada a la filosofía, al descubri9. En Institutionis Oratoriae (II, 20,7), Quintiliano escribe: «... hay dos géneros de discurso, el uno continuado, que se llama retórico, el segundo cortado, llamado dialéctico que Zenón a su vez puso en tan estrecha conexión, que comparó a este úl­ timo con el puño cerrado, al primero con la mano abierta». La fuente de la anécdota de Zenón parece ser Sexto Empírico (vid. Racionero, 1990, p. 132).

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miento de la verdad (un enunciado verdadero puede concebirse como aquel que, pudiendo ser refutado en el curso de un proceso de inter­ cambio de argumentos, sin embargo no lo ha sido), mientras que la retórica se inclina más bien hacia la literatura, la psicología y la polí­ tica; el estudio de las figuras de dicción y de pensamiento o de las emociones (y, por supuesto, de la persuasión) han estado siempre en el centro de la tradición retórica. 4. Las reglas que rigen la dialéctica son esencialmente normas de comportamiento: gobiernan la conducta de los participantes en el juego dialéctico: qué tipos de actos de lenguaje pueden efectuarse, en qué ocasión, qué cargas de la argumentación se asumen, etc. Las re­ glas de la retórica, por el contrario, obedecen más bien (aunque no sean sólo eso) al tipo de las reglas técnicas: son reglas que muestran de qué manera hay que producir, presentar, etc., un discurso para que resulte persuasivo.10 5. El control del cumplimiento de las reglas de comportamien­ to puede confiarse a un juez o a un árbitro con competencias para de­ cidir cuándo se ha infringido una de esas reglas.11 Las reglas técnicas no necesitan de ese tipo de control externo, pues propiamente no cabe cumplirlas o incumplirlas, sino usarlas o no con éxito (producir o no la persuasión). 6. La contradicción (y la negación) juegan un papel central en la dialéctica: la argumentación dialéctica (o, al menos, cierto tipo de debate dialéctico) puede verse como un juego en el que una de las partes se esfuerza por mantener su tesis realizando actos de lenguaje (de acuerdo con ciertas reglas) que no le lleven a incurrir en contra­ dicción; mientras que el papel del oponente es precisamente el de buscar la contradicción del adversario (si lo logra, él será el vencedor del debate). Por el contrario, la contradicción no es tan importante en la argumentación retórica; el centro de la retórica se encuentra más bien en encontrar argumentos y en exponerlos en la forma adecuada (persuasiva). Ahora bien, todas esas características diferenciales no pueden hacemos olvidar tampoco los rasgos que la concepción dialéctica y la concepción retórica de la argumentación tienen en común: ambas 10. Como escribe Lausberg, la definición más amplia de la retórica (que se en­ cuentra en Quintiliano y en Isidoro de Sevilla) es la de «ars bene dicendi», donde el adverbio bene tiene una significación tanto técnica como moral (Lausberg, 1966, t.l, pp. 83-65). 11. Aunque no necesariamente. En los procesos informales de discusión no existe la figura de un tercero.

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ponen el acento en la argumentación considerada como una activi­ dad; ven esa actividad como una interacción de tipo social, y no orientada hacia la producción de argumentos formalmente correctos o a la verdad entendida en términos de correspondencia con la reali­ dad o de coherencia, sino orientada al logro de ciertos efectos en los participantes (la aceptación de una tesis como verdadera o plausible, la persuasión). Pero además, se trata de características básicamente graduables, de manera que cabría hablar de discursos, de argumenta­ ciones, más o menos dialécticas o más o menos retóricas. Así, en un extremo estaría lo que cabría llamar dialéctica sin re­ tórica, cuyo paradigma podría ser el diálogo platónico.12 Como se sabe, en el Gorgias y en Protágoras (pero no en otros de sus diálogos) Platón fustigó a la retórica porque la consideró una técnica (no en el sentido de un arte, sino en el de una mera práctica) engañosa, que no se ocupa del bien y de la verdad, sino sólo de lo aparentemente bue­ no o verdadero. Y de ahí que Platón compare a la retórica con la co­ cina (que, a diferencia de la medicina, no busca la salud, sino el pla­ cer) o con la cosmética (que, a diferencia de la gimnasia, no busca el vigor corporal, sino su apariencia). Pero las razones de fondo de Pla­ tón para estar en contra de la retórica parecen ciertamente poco rea­ listas: si fuera cierto que podemos alcanzar un conocimiento cierto, indubitable, de todas las cosas y que basta con conocer lo justo para ser justo (como parece sostenerse en el Gorgias [4602?]) entonces, efectivamente, no habría necesidad de persuasión ni, por tanto, de re­ tórica.13 El otro extremo en el que sólo habría retórica, sin ninguna pre­ sencia de la dialéctica, sería quizás el llamado género epidíctico o de­ mostrativo,14 en el que el auditorio no tiene que pronunciarse, de ma­ nera que se trata de un discurso sin adversario, sin contradicción. Aristóteles, por ejemplo, consideraba que lo que se hace en el género epidíctico (aquél que tiene por finalidad el elogio y la censura, lo be­ llo y lo vergonzoso) es tomar en consideración «acciones sobre las que hay acuerdo unánime, de suerte que sólo falta rodearlas de gran­ deza y belleza» o de sus contrarios (Retórica, I, 1368a). Por eso, lo 12. Aunque en los diálogos platónicos, Sócrates se expresa muchas veces como un consumado sofista (vid., por ejemplo, Cattari, 2003, p. 133). 13. En realidad, Platón sostuvo dos posturas distintas acerca de la retórica: en Protágoras y Gorgias arremete contra la retórica, pero en un diálogo posterior, el Fe­ dro, elogia la retórica, a la que define como «el arte de ganarse —o de encantar— el alma por medio del discurso» (vid. Murphy, 1983, p. 31). 14. A Aristóteles (Retórica I, 1358Í?) se debe la triple clasificación de los géne­ ros retóricos —u oratorios— en: deliberativo (ante la asamblea), judicial (ante los jueces) y epidíctico (ante un público que no tiene que pronunciarse).

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más apropiado para este tipo de discurso es la amplificación, esto es, un recurso típicamente literario; mientras que lo apropiado para el género deliberativo sería el ejemplo (la inducción) y para el género judicial el entimema (el silogismo). Pero entre esos dos extremos hay muchos puntos intermedios que combinan elementos retóricos y dialécticos, en proporciones va­ riadas. Por ejemplo, el esquema perelmaniano de argumentación (el de la «nueva retórica») es esencialmente retórico. Parte del esquema orador-discurso-auditorio y fija el centro en el auditorio, en la per­ suasión. Pero Perelman no deja de considerar en su modelo el diálo­ go (para él sería un tipo especial de discurso retórico caracterizado porque el auditorio está constituido por una única persona). Y la no­ ción de auditorio universal (por otro lado, uno de los puntos más controvertidos de su obra) es una forma de vincular la retórica a la fi­ losofía (a la dialéctica) y al discurso que no busca sólo ser eficaz, sino también ser válido (no sólo persuadir, sino convencer).15 Por el con­ trario, en mi opinión, el modelo de Toulmin (caracterizado por la interacción entre un proponente y un oponente) es esencialmente dialéctico y, de hecho, no es difícil darse cuenta de que el formalismo ideado por Rescher (al igual que otros muchos modelos de argumen­ tación dialéctica que se han construido; últimamente proliferan en el campo de la inteligencia artificial) es algo así como un desarrollo de ese esquema. Pero también hay algo de cierto (y, como antes decía, de exageración) en lo que sostienen autores como van Eemeren y Grootendorst; según ellos, el modelo de Toulmin es una expansión retórica del silogismo, similar al clásico epiquerema;16 se dirige primariamen­ te a representar la argumentación del orador o del escritor que man­ tiene una tesis (el proponente), mientras que la otra parte permanece pasiva: «la aceptabilidad de la pretensión no se hace depender del ba­ lance sistemático entre argumentos en favor y en contra de la preten­ sión» (van Eemeren y Grootendorst, 2004, p. 47).

15. En La nueva retórica, Perelman y Olbrecht-Tyteca (1989) explican que eli­ gen para su tratado el nombre de «retórica», en lugar del de «dialéctica», entre otras razones, porque esta última expresión les parece muy ambigua y (en la época en la que escriben: finales de los años cincuenta del siglo xx) con fuertes connotaciones hegeliano-marxistas, que ellos deseaban evitar. 16. «El epiquerema —se lee en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora— es un razonamiento compacto o breve, donde generalmente la premisa mayor, y a ve­ ces-incluso la premisa mayor y la menor, van acompañadas de lo que se estima prue­ ba de la premisa.»

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5. La dialéctica como procedim iento Del hecho de que la concepción dialéctica considere la argumen­ tación como una actividad, como una actividad social, se derivan va­ rias consecuencias importantes. Las partes de que consta esa activi­ dad no son enunciados, sino momentos o fases en cuyo transcurso los participantes llevan a cabo diversos actos de lenguaje; a lo largo de ese proceso es posible identificar argumentos pero, por así decirlo, los argumentos (los conjuntos de premisas y conclusión ordenados de cierta forma, de acuerdo con algún esquema) son medios, instrumen­ tos, para el logro del fin de esa actividad. Precisamente, en atención sobre todo al fin, a los efectos perseguidos con el procedimiento, se pueden distinguir diversos tipos de diálogos, de argumentaciones dia­ lécticas. La argumentación así entendida está regida por reglas de procedimiento que variarán según el tipo de diálogo y que vienen a ser el equivalente de las reglas de inferencia o de las reglas metodoló­ gicas en las otras dos concepciones de la argumentación. Las reglas de procedimiento se distinguen de manera más o menos nítida de las reglas de la lógica pero, como veremos, es posible que una regla de procedimiento indique cómo usar (en qué momento, etc.) las reglas de la lógica. Y, en relación con las reglas metodológicas, estas últimas no tienen propiamente un carácter procedimental, sino que estable­ cen qué premisas es posible utilizar, qué peso cabe atribuirles, etc. (o sea, son las reglas de la metodología jurídica, las que contienen los criterios referidos a las fuentes, a la validez, a la interpretación); pero también aquí puede haber cierto solapamiento entre unas y otras, como ocurre entre las normas sustantivas y las procedimentales de un sistema jurídico; las segundas sólo tienen sentido porque existen las del primer tipo. Con respecto a las fases a distinguir en un proceso de argumen­ tación dialéctica, hoy es usual adoptar una distinción debida a Frans H. van Ferneren y Rob Grootendorst. Según ellos, en la discusión crí­ tica (pero podría generalizarse quizás a otros tipos de diálogos) ha­ bría cuatro fases o estadios; confrontación, apertura, argumentación y conclusión.17 En el estadio de confrontación, un usuario del lengua­ je avanza un punto de vista sobre el cual surge una duda: la existen­ cia de una discrepancia es lo que genera el diálogo. En el estadio de apertura se toma la decisión de embarcarse en una discusión, se es17. Parece obvio (como los autores lo indican [van Eemeren y Grootendorst, 2004, pp. 59-60)] que la división está inspirada en la tradición retórica, en la organi­ zación de un discurso en cuatro partes: exordio, narrado, argumentado y perorado (vid. infra, ap. 6).

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pecifica el tipo de diálogo que tendrá lugar y, en su caso, las reglas de procedimiento a seguir. En el de argumentación se presentan y eva­ lúan los argumentos y contraargumentos de cada parte. Y el estadio de conclusión o cierre tiene lugar cuando se ha alcanzado la finalidad del diálogo o cuando los participantes están de acuerdo en poner fin al mismo. Pues bien, el proceso que tiene lugar a través de estas fases está reglamentado por reglas que, como es obvio, no son las mismas en to­ dos los tipos de diálogo, de «juegos» dialécticos. Walton (1989) ha dis­ tinguido (sin pretensiones de exhaustividad) ochos tipos de diálogo que caracteriza según cuál sea la situación inicial en que se encuen­ tran los participantes, el método que utilizan y el fin perseguido.18 Así, en las riñas o disputas personales, la situación inicial es un conflicto emocional en el que cada parte recurre al ataque personal con el objetivo de dañar a la otra; representa el nivel más bajo de ra­ cionalidad argumentativa. En el debate forense se arranca también de una contraposición entre partes, cada una de las cuales está dispuesta a usar de todos los medios a su alcance para lograr la victoria. Pero aquí hay reglas de procedimiento que reglamentan el debate y un tercero (el juez o el ju­ rado) que resuelve qué parte es la vencedora; por ello, el objetivo últi­ mo de la controversia es el de persuadir a este tercero. La discusión crítica o el diálogo racional se origina por una dife­ rencia de opinión sobre cualquier cuestión teórica o práctica. El ob­ jetivo es la persuasión del otro, utilizando pruebas que pueden ser in­ ternas o externas; internas son aquéllas que se obtienen de lo que el otro participante ha concedido en el diálogo y constituye el centro de este tipo de diálogo; las pruebas externas suponen apelar a lo que está fuera del discurso, como el conocimiento científico o la opinión de los expertos.19 En la investigación (un ejemplo de ello puede ser una comisión 18. Otra clasificación interesante es la que presenta Cattati (2003). Este último entiende por «debate» «cualquier forma de intercambio argumentativo elaborado me­ diante "réplicas y contrarréplicas"» (p. 69) y distingue cinco tipos de debate, a partir de un criterio complejo que tiene en cuenta la situación inicial de quienes debaten, la finalidad, la relación entre los interlocutores, el posible resultado, la metáfora asocia­ da y las falacias típicas. Son éstos: polémica (debate erístico, enfrentamiento político, diálogo de sordos); trato (negocios, negociación sindical, disputa); enfrentamiento (debate, discusión crítica, diálogo persuasivo); indagación (investigación científica, in­ tercambio cooperativo), coloquio (solicitud de información, consulta, diálogo entre maestro y alumnos, diálogo educativo, comicio-reunión) (pp. 83-84). 19. Se corresponde con la clásica distinción a la que antes se hizo referencia entre pruebas técnicas y extratécnicas (vid. supra, ap. 2).

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parlamentaria o, hasta cierto punto, la indagación llevada a cabo por un juez o un fiscal en una de las fases del proceso penal) la posición inicial se caracteriza por la falta (o la insuficiencia) de conocimiento sobre alguna realidad. El método a seguir consiste por ello en una ar­ gumentación basada en conocimiento (no en la posición adoptada por partes enfrentadas) y de carácter cooperativo. El diálogo en el contexto de una negociación se origina por un conflicto de intereses; el objetivo (de cada parte) es obtener una ga­ nancia personal y el método consiste en regatear para alcanzar acuer­ dos (hacerse concesiones) que, obviamente, tienen unas característi­ cas distintas a los compromisos que asumen los participantes en una discusión crítica. En la búsqueda de información (como la que tiene lugar cuando se examina a un testigo) una parte trata de obtener la información que la otra posee y el método consiste por ello en interrogar hábil­ mente; el procedimiento no es ahora cooperativo, y por eso se distin­ gue este tipo de diálogo de la investigación a que antes se hacía refe­ rencia. Otro tipo de diálogo es la incitación a la acción, esto es, cuando se trata de lograr que otro lleve a cabo una acción recurriendo a ór­ denes o a otro tipo de procedimientos. Y, finalmente, en el diálogo educativo, una parte (que está en si­ tuación de superioridad en cuanto a su nivel de conocimientos) pre­ tende transmitir esos conocimientos a la otra parte. Es bastante obvio que todas estas formas de diálogo se solapan en buena medida y que, como antes decía, obedecen a reglas distintas (se trata de «juegos» lingüísticos distintos). El diálogo racional o la discusión crítica parece ocupar, de todas formas, un papel privilegia­ do, o sea, funciona como una especie de modelo de la buena argu­ mentación dialéctica. Las reglas que rigen ese diálogo encarnan por antonomasia la «racionalidad» dialéctica, y los otros tipos de diálogo suelen ser considerados más o menos racionales, según su proximi­ dad a aquél. Así, por ejemplo, es el tipo de diálogo en el que se basan las reglas del discurso racional de Habermas y de Alexy, o las reglas que. elaboran van Eemeren y Grootendorst y que constituyen el cen­ tro de lo que estos últimos entienden por concepción pragma-dialéctica de la argumentación.20

Van Eemeren y Grootendorst establecen una serie de reglas (15) que deben seguirse para que el juego de la discusión racional pueda jugarse de manera efectiva, esto es, para que pueda contribuir a re­ solver de una manera razonable una diferencia de opinión. La prime­ ra, por ejemplo, se formula así:

20. Una exposición de la teoría «pragma-dialéctica» de la argumentación de estos autores, desde la perspectiva de la argumentación jurídica, puede encontrarse en Feteris (1999). Esta autora considera que esa teoría puede suministrar las bases para un adecuado modelo analítico y evaluativo del discurso jurídico (Feteris, 1999, caps. 11 y 12).

«a) No se aplican condiciones especiales ni al contenido propo­ sitional de los actos asertivos por medio de los cuales se expresa un punto de vista, ni tampoco al contenido proposicional de las negacio­ nes de los actos comisivos por medio de los cuales se pone en cues­ tión un punto de vista. b) En la realización de estos actos asertivos y en la de la ne­ gación de los comisivos no hay condiciones preparatorias especia­ les que se apliquen a la posición o al estatus del hablante o del es­ critor y del oyente o del lector» (van Eemeren y Grootendorst, 2004, p. 136). A esas reglas de primer orden habría que añadir unas condicio­ nes de segundo orden que se refieren a las actitudes, a los estados mentales que deberían tener quienes discuten, y que pueden ser es­ timulados mediante la educación. Y otras condiciones externas, de tercer orden, referidas a circunstancias sociales e institucionales que pueden ser promovidas mediante políticas que fomenten la no violencia, el derecho a la información y a la crítica, etc. Ahora bien, esas reglas tienen sobre todo el propósito de constituir un modelo teórico y están formuladas además de manera demasiado técnica para que puedan ser usadas sin más por quienes suelen ser los par­ ticipantes en esos diálogos. Por ello, van Eemeren y Grootendorst proponen, a efectos prácticos, un código de conducta que podrían utilizar quienes pretendan resolver sus diferencias de opinión me­ diante una argumentación basada en ese modelo. Tiene la forma de un decálogo:21 I Ningún participante debe impedir a otro tomar su propia po­ sición, positiva o negativa, con respecto a los puntos o tesis en discu­ sión. II. Quien sostenga una tesis, está obligado a defenderla y res­ ponder de ella cuando su interlocutor se lo demande. 21. Sigo la traducción libre que da Luis Vega (2003, pp. 126 y ss.) y que me parece más comprensible de lo que sería una traducción más literal de los «diez mandamientos» propuestos por esos autores (vid. van Eemeren y Grootendorst, 2004, pp. 190 y ss.)

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III. La crítica de una tesis debe versar sobre la tesis realmente sostenida por el interlocutor. IV. Una tesis sólo puede defenderse con argumentos referidos justamente a ella. . ¡ V. Todo interlocutor puede verse obligado a reconocer sus su­ puestos o premisas tácitas y las implicaciones implícitas en su posi­ ción, debidamente explicitadas, así como verse obligado a responder de ellas. VI. Debe considerarse que una tesis o una posición ha sido de­ fendida de modo concluyente si su defensa ha consistido en argu­ mentos derivados de un punto de partida común. VIL Debe considerarse que una tesis o una posición ha sido de­ fendida de modo concluyente si su defensa ha consistido en argu­ mentos correctos o resultantes de la oportuna aplicación de esque­ mas o pautas de argumentación comúnmente admitidas. VIII. Los argumentos (deductivos) utilizados en el curso de la discusión deben ser válidos o convalidables mediante la explicitación de todas las premisas tácitas co-determinantes de la conclusión. IX. El fracaso en la defensa de una tesis debe llevar al propo­ nente a retractarse de ella y, por el contrario, el éxito en su defensa debe llevar al oponente a retirar sus dudas acerca de la tesis en cues­ tión. X. Las proposiciones no deben ser vagas e incomprensibles, ni los enunciados deben ser confusos o ambiguos, sino ser objeto de la interpretación más precisa posible.

ducir aquí los dos primeros grupos de reglas del discurso práctico ra­ cional formuladas por Alexy (1997a).22

Obviamente, cada regla es de aplicación en una o en varias de las fases de la discusión antes señaladas (confrontación, apertura, argumentación y conclusión). Además, es posible —como lo hace Vega (2003)— identificar varios grupos de reglas: el primero (I, II, V, IX y X) está dirigido a asegurar el juego limpio; el segundo (III y IV), la pertinencia de las alegaciones o de los argumentos a favor o en contra, y el tercero (VI, VII, Vili y IX) la suficiencia y efectividad de la argumentación para resolver la cuestión o llevar a buen fin el de­ bate. Esos grupos de reglas estarían además ordenados, en el sentido de que existe cierta prioridad de las del primer grupo (las del juego limpio) sobre las del segundo, y de estas últimas sobre las del tercer grupo. Es, desde luego, claro que, como quiera que se interpreten, esas reglas (en esta última formulación o en la más compleja a que antes se hacía referencia) son básicamente las mismas que integran las re­ glas del diálogo racional elaboradas por Alexy sobre bases esencial­ mente habermasianas. Para darse cuenta de ello, bastará con repro-

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Reglas fundamentales: 1.1. Ningún hablante puede contradecirse. 1.2. Todo hablante sólo puede afirmar aquello que él mismo cree. 1.3. Todo hablante que aplique un predicado F a un objeto a debe estar dispuesto a aplicar F también a cualquier otro objeto igual a a en todos los aspectos relevantes. 1.3'. Todo hablante sólo puede afirmar aquellos juicios de valor y de deber que afirmaría asimismo en todas las situaciones en las que afirmare que son iguales en todos los aspectos relevantes. 1.4. Distintos hablantes no pueden usar la misma expresión con distintos significados. Reglas de razón: 2. Todo hablante debe, cuando se le pide, fundamentar lo que afirma, a no ser que pueda dar razones que justifiquen el rechazar una fundamentación. 2.1. Quien pueda hablar puede tomar parte en el discurso. 2.2. a) Todos pueden problematizar cualquier aserción. b) Todos pueden introducir cualquier aserción en el discurso. c) Todos pueden expresar sus opiniones, deseos y necesidades. 2.3. A ningún hablante puede impedírsele ejercer sus derechos fijados en 2.1. y 2.2. mediante coerción interna o externa al discurso. Pues bien, aunque sea en cierto modo acertado considerar que el diálogo racional o la discusión crítica constituye el centro de una concepción dialéctica de la racionalidad, ése es un juicio que tiene que ser matizado. Y tiene que serlo, simplemente, porque hay mu­ chos contextos de la vida social (y jurídica) en los que no parece que se den las condiciones o los presupuestos para que puedan aplicarse las reglas de ese tipo de diálogo. Las argumentaciones que llevan a 22. Alexy distingue, en el discurso práctico racional, entre: reglas fundamen­ tales, reglas de razón, reglas sobre la carga de la argumentación, formas de los argu­ mentos, reglas de fundamentación y reglas de transición. Además, existen también las reglas del discurso jurídico (al que él considera como un caso especial del discur­ so práctico general), donde se distinguen a su vez entre las reglas y formas de la jus­ tificación interna, y las reglas y formas de la justificación externa.

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cabo los abogados o las argumentaciones que se producen en contex­ tos legislativos (por ejemplo, en el interior de un parlamento) son ejemplos claros de ello. Considerarlas como formas deficitarias de ar­ gumentación quizás no resulte (o no resulte siempre) satisfactorio. Quiero decir que puede estar justificado criticar la forma de argu­ mentar de los abogados o de los parlamentarios, en la medida en que las mismas no cumplen los requisitos que deberían cumplir las argu­ mentaciones en esos contextos institucionales, pero no estaría justifi­ cado (no tendría sentido) ver como una deficiencia, por ejemplo, el que esas argumentaciones tengan un sesgo «partidista», porque eso supondría tanto como negar que se trata de juegos argumentativos le­ gítimos, de prácticas sociales legítimas: un abogado imparcial es tan inconcebible (conceptualmente hablando) como un juez parcial. En mi opinión, es posible conciliar una postura realista, consis­ tente en reconocer que hay otras formas también racionales de argu­ mentación dialéctica, con la atribución de cierta prioridad al discurso crítico racional: bastaría para ello con que el diálogo racional permi­ tiera justificar (como creo que lo permite) la existencia de los otros juegos dialécticos: las reglas que rigen estos últimos no pertenecen al discurso crítico racional, sino que pueden justificarse a partir de él, lo que es muy distinto. Se trata, así pues, de un punto de vista que no coincide con el que defiende Alexy cuando afirma que la argumenta­ ción jurídica en sus diversos contextos (no sólo la argumentación ju­ dicial [vid, Alexy, 1997a]), sino también la de los abogados o la legis­ lativa) es un caso especial de la argumentación práctica racional. Esa tesis parece suponer que las reglas del discurso práctico racional de­ finen una especie de superjuego que contiene —en forma muy abs­ tracta— a todas las reglas de los otros juegos argumentativos. Lo cual supone adoptar una postura excesivamente idealizada (vid. Atienza, 2004a) y que no permite un análisis, una evaluación y un desarrollo adecuado de las argumentaciones que tienen lugar en muchos con­ textos jurídicos y sociales.

La tradición retórica23 ha distinguido, en general, cinco fases u operaciones en esa actividad, lo cual da lugar también (digamos, en el nivel de la teoría retórica, del estudio de las técnicas dirigidas a per­ suadir) a cinco partes de la Retórica: in v e n tio , d is p o s itio , e lo c u tio , m e ­ m o r ia y a c t i o . A veces se antepuso a las anteriores una sexta operación, la in te lle c tio , en la que se trataría de examinar el tema del discurso, la causa, y de comprenderlo; pero ésta sería, en todo caso, una operación previa a la producción propiamente dicha del discurso. Por su lado, las dos últimas operaciones indicadas tienen lugar una vez que se ha pro­ ducido el discurso (no son tampoco constituyentes del discurso): la m e m o r ia incluía (el estudio de) los diversos mecanismos mnemotécnicos que pueden ayudar a que el texto sea pronunciado sin recurrir a la lectura (lo que es muy importante en una cultura básicamente oral); y en la a c tio o p r o n u n t i a t i o se incluía (el estudio de) las reglas para el control de la voz y del cuerpo. De manera que, en definitiva, son tres las operaciones esenciales de la retórica. Veámoslas brevemente. El objetivo de la i n v e n t i o es el de fijar el estudio de la causa y en­ contrar los argumentos que van a ser usados para probar o refutar. La llamada teoría de la s t a s is o de los estados de la causa (en algunos esquemas pertenecería a la in te lle c tio ) tiene un especial interés para la argumentación jurídica, en cuanto que es un claro precedente de la tipología que hoy suele hacerse de los casos jurídicos difíciles (aqué­ llos cuya justificación exige algo más que un razonamiento mera­ mente deductivo). Esa teoría se desarrolló básicamente dentro del llamado género judicial (la retórica dirigida a persuadir a los jueces —que, en la Grecia clásica, solían ser órganos numerosos—), pero cabe extenderla también, con ciertas adaptaciones, al género delibe­ rativo (la retórica política, los discursos dirigidos a las asambleas) y al género epidíctico o demostrativo (el discurso frente a un público que no tiene que pronunciarse, como ocurría con las oraciones fune­ rarias o con los discursos en los festejos públicos). Quintiliano, cuya obra I s t i t u t i o n i s O r a to r ia e es considerada como el tratado en el que la teoría retórica encuentra su más completa ex­ presión (vid. Kennedy, 1963, p. 12), hace una distinción en dos géne­ ros, el género racional y el legal.24 El primero viene a corresponderse con lo que hoy llamaríamos cuestiones de hecho y ahí distingue tres estados de la causa: el estado conjetural (si se cometió o no tal he­ cho); el estado definicional (si el hecho cometido es o no, pongamos

6.

La actividad retórica

En la concepción retórica, la argumentación también es concebi­ da como un procedimiento, como una actividad dirigida a la produc­ ción de un texto (o de un discurso oral), con el objetivo último de per­ suadir a un auditorio. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la con­ cepción dialéctica, la actividad aquí es social por los efectos persegui­ dos, aunque el peso de la misma corra a cargo de una sola de las par­ tes: el orador o productor del discurso.

23. Una buena exposición de conjunto de la tradición retórica (que he tenido muy en cuenta en lo que sigue) puede encontrarse en Albaladejo (1989). 24. Vid. en Calboli Montefusco 1986 un desarrollo completo de la doctrina del status en la retórica griega y romana.

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por caso, homicidio); y el estado de la calidad o de la justificación (si el homicidio estuvo o no justificado). El segundo género se refiere a las preguntas que se fundamentan en el texto legal, de manera que se correspondería con las cuestiones de Derecho, con los problemas normativos: cómo interpretar un texto en caso de incertezas respecto a la intención del autor, de contradicción o de ambigüedad; o qué debe deducirse de un texto. Quintiliano es plenamente consciente además de que existe un «parentesco» entre los diversos estatus y de que su separación es problemática. Se trataría, pues, simplemente, de una clasificación de cuestiones que pretende cumplir funciones di­ dácticas o analíticas. Tanto los argumentos de naturaleza lógica como los que apelan a las emociones (al e t h o s o al p a t h o s ) son tomados de los lugares co­ munes, de los tópicos, de manera que, en este aspecto, se produce una apertura hacia lo que habíamos llamado la concepción material de la argumentación: la persuasión retórica (como la argumentación dialéctica) sólo es posible si hay puntos, premisas, compartidas por ambas partes (el orador y el auditorio; el proponente y el oponente). La segunda parte de la actividad retórica (y de la teoría retórica) es la d i s p o s i t i o , o sea, la organización de un discurso (oral o escrito) en partes. Las divisiones básicas (que también aquí corresponden en principio al género judicial) eran: el e x o r d io o introducción, en el que se trataba sobre todo de conseguir la atención del destinatario; la n a r r a tio o exposición de los hechos de la causa; la a r g u m e n t a t i o , donde se distinguía la p r o b a d o (presentación de las pruebas favorables) y la r e f u t a d o (destrucción de las pruebas contrarias); y la p e r o r a d o o con­ clusión, en la que se recuerda al destinatario los aspectos más rele­ vantes de lo expuesto ( r e c a p itu la d o ) y se trata de influir en el ánimo del auditorio. La parte tercera de la actividad retórica es la e l o c u d o , el estilo, o sea, la presentación del discurso de manera atractiva, para lograr la persuasión. Para ello, el discurso debe tener ciertas cualidades: p u n ­ ta s o corrección lingüística; p e r s p i c u i t a s o claridad de la expresión; o m a t u s o embellecimiento del texto mediante tropos y figuras, bien sean de dicción o de pensamiento, y u r b a n i t a s o elegancia de estilo. Es importante reparar en que las operaciones de la actividad re­ tórica son eminentemente contextúales: tienen características distin­ tas según el género retórico de que se trate (judicial, deliberativo, epidíetico); y el uso de las diversas reglas técnicas correspondientes a cada fase está siempre guiado por la idea del d e c o r u m , de lo apto: esto es, tiene que haber una correspondencia armónica, una coheren­ cia, entre todos los elementos para que el discurso resulte efectivo; lo cual exige, por parte del orador, discernimiento o juicio ( i u d i c i u m )

(vid. Albaladejo, 1989, p. 63). Pero, en todo caso, esas reglas, que ri­ gen esas operaciones, a diferencia de las de la dialéctica (de la discu­ sión crítica o racional) tienen como destinatario únicamente a una de las partes, al orador, pues, como antes se dijo, vienen a ser reglas téc­ nicas que muestran cómo alcanzar un objetivo: persuadir al audito­ rio; el auditorio sería destinatario de esas reglas, únicamente en el sentido de que se ve afectado por ellas. Y con ello surge el problema básico de la retórica, el de su legiti­ midad: pues si la retórica es meramente una técnica, un procedi­ miento para persuadir, esa técnica puede usarse para persuadir de lo falso o de lo injusto, esto es, puede usarse para lograr fines ilegítimos. Esto era, precisamente, lo que Platón tenía en mente cuando en el G o r g ia s contraponía la retórica a la dialéctica y rechazaba la retórica. Y también Aristóteles cuando, al comienzo de R e tó r ic a , establece no una contraposición, sino un paralelismo entre la retórica y la dialéc­ tica (ambas son a n t í s tr o f a s [ R e tó r ic a , 1354a]25) y reivindica el valor de la retórica porque vincula esta disciplina con la filosofía y con la ética; la retórica puede jugar un papel fundamental en la educación ciudadana porque (o en la medida en que) no trata únicamente de persuadir, sino de persuadir de lo verdadero y de lo bueno. La retóri­ ca (y la dialéctica) es n e c e s a r ia porque hay asuntos que son simple­ mente opinables, respecto de los cuales no es posible llevar a cabo una argumentación apodíctica, científica, pero respecto de los cuales es necesario pronunciarse. Y es p o s ib le porque lo verdadero y lo bue­ no tiene, en principio, mayor fuerza que sus opuestos, o sea, el cono­ cimiento de la técnica retórica aumenta las posibilidades de alcanzar la verdad y la justicia. Éste, creo, es el fundamento último de la retó­ rica: la esperanza fundada en que, si se presenta adecuadamente, la verdad y la justicia prevalecen sobre sus contrarios o, dicho de otra manera, cierto optimismo en el género humano.26 7.

De nuevo sobre las falacias

En el capítulo segundo se definieron las falacias como aquellos argumentos que parecen ser buenos (válidos, correctos), pero que realmente no lo son, y se sugirió una posible clasificación de las fala25. Sobre el significado de este término, vid. la nota de Quintín Racionero (en la edición de Retórica de Ed. Gredos, p. 161). 26. En palabras de Aristóteles: «La retórica es útil porque por naturaleza la verdad y la justicia son más fuertes que sus contrarios, de modo que si los juicios no se establecen como se debe, será forzoso que sean vencidos por dichos contrarios, lo cual es digno de recriminación» (Retórica, I, 1355a).

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cias según que los argumentos en cuestión infringieran los criterios de corrección de carácter formal o lógico, de carácter material o me­ todológico o de carácter pragmático (dialéctico o retórico). Las falacias formales son relativamente fáciles de detectar y de clasificar, dada la existencia de reglas de inferencia claras, al menos si nos movemos en el terreno de la lógica deductiva estándar. Natu­ ralmente, es posible que un argumento no obedezca a ningún esque­ ma deductivo (o inductivo) y, sin embargo, sea un buen argumento; por ejemplo, puede tratarse de un argumento entimemático, con al­ guna premisa implícita. O es posible que un argumento sea impeca­ ble desde el punto de vista lógico y, sin embargo, lo consideremos una falacia; eso ocurre, sin ir más lejos —como hace tiempo señaló Perelman (vid. Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1989)—, con la petición de principio: la falacia consistente en postular (en partir ya de) aque­ llo que se quiere probar, no supone la infracción de ninguna regla ló­ gica, puesto que todas ellas (todas las reglas deductivas) presuponen que en la conclusión no se afirma nada que no se haya afirmado an­ tes en las premisas. Esas situaciones, aparentemente paradójicas, ocurren, simplemente, porque muchas veces evaluamos la bondad de los argumentos no desde la perspectiva -de la lógica formal. Las fala­ cias formales son falacias únicamente si se presupone que la argu­ mentación transcurre exclusiva o preferentemente en el plano formal. Las falacias materiales suponen la trasgresión de alguna regla me­ todológica, es decir, de las reglas que establecen qué puede servir como premisa de un argumento, cómo ha de interpretarse, qué peso debe dársele, etc. Podría parecer que aquí se habla de «falacia» no en el plano del razonamiento, de la inferencia, sino en el proposicional: una falacia sería una creencia u opinión falsa, pero ampliamente aceptada (que tiene, por ello, la «apariencia» de ser verdadera [vid. Vega, 2003, p. 181]).27 Sin embargo, ese significado de «falacia» tam­ bién incide, o puede incidir, en los argumentos, cuando la proposición en cuestión se convierte en premisa de un razonamiento. De hecho, muchas de las falacias que pueden encontrarse en el razonamiento ju­ rídico pueden considerarse básicamente como falacias materiales: no es que se cometa propiamente un error de inferencia, sino que se par­ te de una premisa falsa (con apariencia de ser verdadera o correcta), irrelevante para la conclusión, etc. Por ejemplo, se parte de una con­ cepción esencialista del lenguaje que lleva a pensar que hay un verda­ dero significado de las palabras y, de esa manera, se pretende defender una interpretación estrictamente literal de una norma. O no se repara 27. Por ejemplo (es un ejemplo de Vega), cuando se dice: «el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia».

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en la distinción entre reglas y principios, y se pretende que un princi­ pio funcione como si fuera una regla. O no se advierte que un determi­ nado término es ambiguo o que tal concepto es vago. O se confunde una máxima de experiencia con una ley científica. O se usan equivoca­ damente los criterios de validez del sistema. Etcétera.28 Finalmente, las falacias pragmáticas suponen la infracción de una norma, según los casos, dialéctica o retórica. En relación con la argumentación dialéctica, la idea parece clara cuando está referida al diálogo racional, a la discusión crítica. Así, van Eemeren y Grootendorst,29 que han dedicado un considerable esfuerzo al tema, definen las falacias, desde la perspectiva pragma-dialéctica, como la violación de una de las reglas de la discusión crítica que formulan. Así entendi­ das, las falacias pueden tener lugar en cualquiera de los estadios del proceso de discusión que ellos distinguen (y no únicamente en el ar­ gumentativo); y puede cometerlas cualquiera de las partes: tanto el proponente como el oponente (vid. van Eemeren y Grootendorst, 2004, p. 162). Pero ya no es tan obvio que se pueda hablar de falacias en relación con otros tipos de diálogos como las disputas personales (riñas) o la negociación. La explicación es que quienes participan en estas dos últimas formas de diálogo no erigen ninguna pretensión de corrección, o sea, no actúan (o actúan muy limitadamente) siguiendo ciertas reglas que serían el modelo del buen disputante o el buen ne­ gociador (entendidas las expresiones no en sentido técnico, sino en sentido moral). ¿Y qué es lo que ocurre en el caso de la retórica? Ocurre que si la retórica se considera simplemente como una téc­ nica, entonces no cabe hablar de argumentos falaces; o bien (si las cosas se ven desde el punto de vista de los enemigos de la retórica), todos los argumentos de la retórica serían falaces, esto es, argumen­ tos sólo aparentemente válidos. Por supuesto, es posible usar mal la técnica retórica (incumplir alguna de sus reglas) y, en consecuencia, no lograr la finalidad perseguida, la persuasión; pero eso no supone cometer una falacia. Una falacia retórica tendría que ser un argu­ mento que logra persuadir (y, en tal sentido, no habría ninguna tacha técnica que ponerle), pero que infringe alguna regla no técnica sino, digamos, moral (en sentido amplio) de la retórica. Es decir, las fala­ cias retóricas suponen la idea de que no se puede persuadir a otro de cualquier manera: no se puede persuadir usando cualquier medio; y no puede uno dejarse persuadir de cualquier cosa y de cualquier ma28. Puede verse un elenco de falacias materiales, a propósito de la bioética, en Atienza 2004c; y un análisis de falacias usuales en la vida pública en Atienza, 2005. 29. El origen de Ja tendencia actual a considerar las falacias desde la perspec­ tiva dialéctica se encuentra en Hamblin (1970).

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nera. En la argumentación retórica también hay ciertos límites (por eso tiene sentido hablar de «abuso de la retórica» o de «manipulación retórica») que vienen dados por ciertas reglas (insisto: no de carácter técnico) que tienen que cumplir el orador y el auditorio. Dicho de otra manera, las falacias retóricas presuponen que el discurso retóri­ co puede ser considerado tanto desde una perspectiva descriptiva como desde una normativa; en él no cuenta únicamente la eficacia, sino también la validez. La idea perelmaniana de auditorio universal (frente a los auditorios particulares, o sea, los realmente existentes) tiene mucho que ver con esto: con el esfuerzo por construir un crite­ rio de la argumentación correcta; no la que de hecho consigue per­ suadir, sino la que persuadiría a un auditorio formado únicamente por seres racionales; lo correcto por tanto (como en el caso de Habermas) no vendría dado por el consenso fáctico, sino por el consen­ so racional. La idea del auditorio universal (del consenso racional) es de gran importancia en la argumentación jurídica. Sin ir más lejos, es a lo que apela el magistrado que disiente de la opinión de sus colegas: sabe que sus argumentos no son de hecho persuasivos (no lo han sido para sus compañeros del tribunal y, por ello, probablemente tampoco lo serán para los diversos o para muchos de los auditorios jurídicos), pero él pretende que deberían serlo (y que quizás lo sean en el futu­ ro): persuadirían, al auditorio universal o a un auditorio jurídico ideal. Ahora bien, el criterio de la aceptabilidad (consenso racional) tiene frente al de la aceptación (consenso fáctico) una debilidad ma­ nifiesta: la aceptabilidad no es un hecho empírico, algo que se pueda observar y, por tanto, que se pueda conocer con certeza. Pero ello no pone tampoco las cosas completamente del lado de la aceptación, del consenso fáctico, en la búsqueda de un criterio de objetividad de las argumentaciones: en los casos difíciles (en los fáciles no se plantea el problema de la objetividad), lo que ocurre típicamente es que no exis­ te un consenso claramente establecido o que el consenso es distinto en relación con los diversos auditorios reales; y si el criterio tiene un carácter exclusivamente fáctico, ¿significa que la opinión disidente es por ello mismo —por ser disidente— equivocada?; obviamente esto último es teóricamente insatisfactorio, además de poco realista desde el punto de vista de la práctica. De hecho, lo que caracteriza a la ar­ gumentación jurídica (y, en general, a la argumentación), en mi opi­ nión, es el uso (para la construcción de una noción manejable de ob­ jetividad) de una combinación de elementos fácticos y elementos nor­ mativos, de lo que es aceptado como un hecho y de lo que debería ser aceptado, si se es razonable. La construcción de la objetividad en los casos difíciles (vid. Atienza, 1987) tiene lugar a través de un procedi-

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miento en el que se busca primero el acuerdo de hecho (y si falta esa base común, no se puede propiamente argumentar) y luego se argu­ menta hipotéticamente: si se acepta X e Y, entonces tendría que acep­ tarse también Z. Que la objetividad tenga ciertos presupuestos, no quiere decir que no exista. Pero volvamos a la cuestión de las falacias. A la caracterización que vengo postulando (digamos, la caracterización tradicional: la fa­ lacia como un mal argumento que parece bueno) se le podría repro­ char que la misma descansa en la noción de apariencia, lo que la vuel­ ve susceptible de diversas críticas: 1) no permite distinguir entre los sofismas, esto es, el uso a sabiendas de malos argumentos, y los para­ logismos, esto es los errores argumentativos cometidos de buena fe, sin malicia; 2) la distinción es poco clara, ya que se apoya en un con­ cepto enormemente vago, el de apariencia; 3) es posible, y preferible, otra caracterización de las falacias, que descansaría en la idea de es­ trategia argumentativa engañosa. Esto último es lo que propone Luis Vega, el cual se aproxima a las falacias tratando de captar más la idea del argumento sofístico que la del simple paralogismo (Vega, 2003, p. 205) y tiende además a dar escasa o nula importancia a las falacias formales. Su análisis si­ gue la triple aproximación (lógica, dialéctica y retórica), a la argu­ mentación a que antes se hizo referencia. En su opinión, una falacia lógica (algo más que una falacia simplemente formal) vendría a ser un intento fallido, pero ampliamente utilizado, de prueba, y se pro­ duce, bien porque las razones o premisas aducidas no están suficien­ temente acreditadas, o bien porque no se relacionan del modo perti­ nente o apropiado con la conclusión (por ejemplo, no son relevantes). Desde la perspectiva dialéctica, a la idea de infracción de alguna regla de la discusión racional añade un rasgo que permite distinguir una falacia de un error casual o de una falta de competencia y que estri­ ba en «el uso relativamente sistemático de una estratagema engaño­ sa con el propósito de ganar una ventaja ilícita sobre el contrario» (p. 227). Y, finalmente, desde el prisma de la retórica, «una falacia es una estratagema o una estrategia deliberadamente capciosa del in­ ductor [orador] con un propósito suasorio o disuasorio, que logra engañar o enredar al receptor [auditorio] y consigue, en definitiva, hacer efectivo su propósito» (pp. 237-238). Pues bien, en relación con la primera de las posibles críticas, yo no veo que la distinción entre sofismas y paralogismos sea imposible de establecer si se parte de la caracterización tradicional de las fala­ cias. Se trataría, en mi opinión, de una subdistinción a hacer dentro del género común de las falacias la cual, efectivamente, no descansa en la noción de apariencia. En lo que podría hacerse descansar es en

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el elemento de «culpabilidad» que suele distinguirse en el concepto jurídico de acto ilícito (la comisión de una falacia implicaría incurrir en un «ilícito argumentativo»): la reprochabilidad de esa acción po­ dría ser así a título de culpa (paralogismo) o de dolo (sofisma). Esa analogía con la construcción del ilícito jurídico tiene, además, la ven­ taja de que permite comprender que se trata de una distinción de gra­ do y que entre los puros paralogismos y los puros sofismas podrían situarse otros tipos de falacias análogas al dolo eventual o a la culpa grave. Es decir, la distinción tradicional podría enriquecerse con al­ gunos nuevos miembros, lo que podría no venir mal. Por otro lado, en lo que se refiere a la vaguedad que envuelve la noción de apariencia, me parece que ese «reproche» es cierto, pero inevitable. Prueba de esa inevitabilidad es que, en mi opinión, la no­ ción de apariencia también está —aunque oculta o designada con otro término— en una conceptualización de las falacias como la de Vega. Y esto es así, me parece, simplemente porque si la propiedad de que haya engaño sí que se considera una característica esencial del concepto, yo no veo de qué manera un argumento (o una estrategia argumentativa) puede resultar engañosa si no es porque tiene algún parecido con los buenos argumentos (o con las buenas estrategias). Me parece que, en este aspecto, la noción de falacia guarda cierto pa­ ralelismo con la de ideología (en el sentido clásico marxista): la ideo­ logía engaña porque no es simplemente una visión falsa del mundo, sino una visión, un conjunto de ideas, que al tiempo que oculta (par­ te de) la realidad, la refleja. Y de ahí su carácter particularmente insi­ dioso, como ocurre con las falacias. Y, por supuesto, al igual que la ideología presupone una concepción verdadera de la realidad (diga­ mos, la noción de ciencia, de conocimiento no deformado), la idea de argumento falaz presupone también la de buen argumento o argu­ mento correcto.30 En conclusión, me parece que, en relación con las falacias, la for­ ma en que aquí se entienden no difiere mucho de la propuesta por Vega. Dada su manera de entender la concepción lógica de la argu­ mentación (y el rechazo de las falacias «puramente formales»), lo que resulta es que lo que para él serían falacias lógicas vienen a coincidir, en lo esencial, con lo que yo llamaba falacias materiales o metodoló­ gicas. Y al dejar aquí, en el tratamiento de las falacias, de lado la con­ cepción formal de la argumentación (o sea, la argumentación vista 30. La noción de falacia (como la de ideología) guarda también cierto parale­ lismo con el concepto sociológico de función latente: las falacias (o las ideologías) tienen ciertos efectos no queridos (o no previstos o no declarados) por el que argu­ menta falazmente (o por el que orienta su conducta sobre la base de ideologías).

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como un resultado), se comprende que él trate todas las falacias des­ de el punto de vista de la actividad argumentativa (como estrategias, no como los resultados que las mismas producen). Por lo demás, estoy muy de acuerdo con él en que la clasificación de las falacias tiene un interés relativo; sirve sólo a efectos didácticos, para identificar algunos argumentos, o algunas estrategias argumen­ tativas, engañosos (pero aparentemente válidos) que se presentan con cierta regularidad. Pero la noción de falacia es eminentemente con­ textual y su análisis exige un tratamiento conjunto, que tenga en cuenta todas las dimensiones de la argumentación (así como el con­ texto de uso): de poco sirve, en efecto, identificar un argumento como una falacia formal si por su contexto resulta ser un buen argumento. Argumentar bien no es sólo cuestión de seguir reglas preestablecidas (quizás, incluso, no sea sólo algo que se aprende, sino algo que exige ciertas cualidades más o menos innatas) y, por ello, no hay segura­ mente manera de especificar a priori qué tipos de argumentos o de estrategias argumentativas son o no son falaces. Hay, digamos, cier­ tos errores o engaños más o menos repetidos y que seguramente sería mejor estudiar no en abstracto, sino en relación con el uso de tal ar­ gumento o de tal estrategia argumentativa. Pero es que, además, ar­ gumentar bien no implica simplemente no cometer falacias. Con al­ guna frecuencia —piénsese, por ejemplo, en las justificaciones a pro­ pósito de los casos difíciles— nos podemos encontrar con dos argu­ mentaciones de signo opuesto y respecto de las cuales debemos optar (si se quiere, debemos optar por alguna de las dos soluciones que avalan cada argumentación), aunque no consideremos que alguna de ellas comete una falacia. Éste es un punto muy importante a tratar cuando se considere la cuestión de la evaluación de los argumentos jurídicos. 8.

El papel de la retórica y de la dialéctica en la argumentación jurídica

Como antes se ha dicho, el resurgir de la retórica y de la dialécti­ ca en los últimos tiempos tiene su reflejo en el Derecho, e incluso po­ dría decirse que tiene su origen en él. Toulmin, por ejemplo, utiliza precisamente el símil del Derecho para aclarar su noción de argumen­ tación como interacción humana: «la lógica» —escribió al comienzo de su libro The Uses of Argument (1958)— es «jurisprudencia generali­ zada», una extensión a los otros campos (no jurídicos) de lo que ocu­ rre con los litigios jurídicos, en los que se proponen, se cuestionan y se resuelven pretensiones jurídicas (vid. también Toulmin, 1993). Y Pe-

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relman consideró también que el razonamiento jurídico (en particular, el judicial) era algo así como el modelo del razonamiento, de lo que él entendía por «argumentación» (Perelman, 1962).31 Una característica distintiva de quienes han desarrollado una con­ cepción de la argumentación basada en sus elementos pragmáticos, como las de Toulmin o Perelman, es que no han prescindido del todo de sus otros componentes (los formales y los materiales), aunque los hayan relegado, por así decirlo, a un segundo plano (lo cual constitu­ ye también un punto débil de las mismas). En el caso de Toulmin, su propuesta de análisis estructural de los argumentos (basada en la dis­ tinción de una serie de elementos de carácter funcional: pretensión, razones, garantía, respaldo, condiciones de refutación y cualificador) es de gran valor, pero su empeño por mostrar que se trata de un es­ quema opuesto al (incompatible con el) de la lógica tradicional no está probablemente justificado (vid. Atienza, 1991, cap.4, ap. III. 1). Y la enemistad manifestada hacia la lógica deductiva por parte de Perel­ man no es menor, en cuanto sugiere que existe una diferencia estruc­ tural entre los argumentos analíticos (deductivos), y los retóricos (o dialécticos): no diferirían únicamente en cuanto a la naturaleza de las premisas (como Aristóteles había defendido en Tópicos), sino en cuan­ to al tipo de inferencia (vid. supra, ap. 2); por lo demás, al estudiar y clasificar las técnicas argumentativas, la lógica deductiva sólo cumpli­ ría, según Perelman, el papel de servir como modelo a una clase de ar­ gumentos, o parte de ella (los argumentos cuasi-lógicos), que tendrían una estructura que se aproxima a la de la lógica formal; pero la rela­ ción entre la lógica y la argumentación sería, en definitiva, no de complementariedad, sino más bien de contraposición. En ambos autores está también presente la dimensión material de los argumentos. Toulmin insiste en que la mayor parte de los argu­ mentos son materiales, o sea, que en ellos importa no sólo la estructu­ ra interna, sino la relevancia externa, y que estos últimos factores sólo pueden analizarse en cada campo de argumentación (vid. supra, cap. 4, ap. 1); por su parte, Perelman prestó en su obra gran atención al es­ tudio de los puntos de partida, de las premisas, de la argumentación. Si en ninguno de los dos se encuentran elementos de gran importan­ cia para el análisis material de la argumentación (lo que veíamos en el capítulo anterior), eso se debe probablemente a que sus teorías están construidas esencialmente en un plano general: pretenden elaborar una teoría del razonamiento en general (Toulmin) o del razonamiento práctico (Perelman). 31. Otros ejemplos a poner serían los de Dewey, Polanyi o Gadamer (vid, Gianformaggio, 1973, p. 175).

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Por el contrario, en lo que he llamado varías veces «teoría están­ dar de la argumentación jurídica» cabe apreciar un intento por inte­ grar las diversas dimensiones de la argumentación de las que se viene hablando, colocando en un lugar de gran relevancia (mucho mayor que la que pudieran tener en las obras de Toulmin o de Perelman) los elementos lógico-formales. Tanto en MacCormick, como en Alexy, Peczenik o Aarnio, cabría decir que la argumentación lógico-deducti­ va es un componente necesario, aunque insuficiente, de la argumen­ tación jurídica. Aarnio, por ejemplo, distingue la racionalidad lógica de la racio­ nalidad discursiva, y entiende esta última aproximadamente en el sentido de Alexy, de manera que los principios del discurso racional serían para él los de consistencia, eficiencia, sinceridad, generabilidad y fundamentación. De hecho, la teoría de la argumentación jurí­ dica de Aarnio se ha caracterizado como una teoría de la justificación jurídica que tiene en cuenta tres enfoques distintos de la argumenta­ ción jurídica: el enfoque lógico (la justificación interna), el enfoque retórico (representado por las ideas de auditorio y de «formas de vida» en el sentido de Wittgenstein ) y el enfoque discursivo (Cabra, 2000, p. 109).32 Peczenik, como anteriormente se señaló, enfoca la argumenta­ ción jurídica de manera muy semejante a la de Aarnio y distingue una racionalidad lógica, una racionalidad discursiva (que interpreta también en el sentido de la teoría del discurso de Alexy) y una racio­ nalidad centrada en la idea de la coherencia de las premisas.33 MacCormick (1978) considera que, en los casos fáciles, la argu­ mentación (justificación judicial) se reduce básicamente a lógica de­ ductiva; mientras que en los casos difíciles, además de esa justifica­ ción de primer nivel habría una de segundo nivel regida por los crite­ rios de la racionalidad práctica: universalidad, consistencia, coheren­ cia y adecuación de las consecuencias. Lo que él incorpora (con res32. Y Pedro Rivas (2005, p. 93) resume así la concepción del autor finlandés: «Recapitulando, puede decirse que Aarnio formula una teoría de la argumentación que propone como criterio de justificación de las proposiciones interpretativas su aceptabilidad en una comunidad jurídica definida por un tipo específico de raciona­ lidad. Esta racionalidad, a su vez, depende de la capacidad para lograr el consenso de un auditorio ideal particular definido a partir de una “forma de vida"». 33. Esta última dimensión (o sea, los aspectos materiales de la argumentación) está también presente en Aarnio (los criterios metodológicos y las referencias a las fuentes son componentes de su noción de racionalidad discursiva). En realidad, no hay muchas diferencias entre Aarnio, Peczenik (y Alexy) y, de hecho, el trabajo con­ junto de los tres (Aarnio, Alexy y Peczenik, 1981) puede considerarse como el más ca­ racterístico de la llamada «concepción estándar de la argumentación jurídica».

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pecto a la concepción lógico-formal) son básicamente elementos de la concepción material de la argumentación, mientras que los compo­ nentes pragmáticos tienen en su obra un papel limitado. Estos últi­ mos aparecen, sobre todo, bajo la forma de «el espectador imparcial» al que habría que apelar como criterio último de la corrección de los argumentos; pero se trata, en todo caso, de una instancia monológica y que, en realidad, no tiene una gran importancia en su obra. Alexy, aun defendiendo una concepción de la argumentación jurí­ dica muy semejante a la de MacCormick, representa en algún sentido un modelo opuesto, pues en su obra el componente pragmático, y en particular dialéctico, sí que es muy destacado. Ya antes se ha visto que el discurso racional era uno de los tipos de diálogo; la argumen­ tación jurídica, según la conocida tesis de Alexy, es un caso especial de la argumentación práctica general. El núcleo de su concepción está formado por la teoría del discurso: una proposición normativa es correcta, está justificada, si es el resultado de un procedimiento, el procedimiento delimitado por las reglas del discurso, que se compone tanto de reglas semánticas (referidas a las proposiciones) como prag­ máticas (referidas al comportamiento del hablante). De manera que, podría decirse, los criterios de la racionalidad práctica (universali­ dad, coherencia, etc.) que MacCormick presentaba en términos «ma­ teriales» (como exigencias que deben cumplir las premisas para ser buenas razones) y monológicos, asumen en Alexy un carácter prefe­ rentemente procedimental y di alógico: están incorporadas como re­ glas que deben cumplir quienes participan en la actividad de la dis­ cusión racional y son, al mismo tiempo, un resultado al que se llega siguiendo el procedimiento (la fundamentaión de las reglas del dis­ curso es de carácter pragmático-universal o pragmático-trascendental (vid. Alexy, 1997a; Atienza, 1991, cap. 6, ap. 11,1). Ahora bien, la teoría dialógica de Alexy, que se desenvuelve en un plano abstracto y formal, no diseña ningún esquema, ningún modelo, que permita representar de esa manera dialógica el procedimiento en cuestión; las formas de la argumentación y los esquemas de la justifi­ cación interna y externa que ofrece constituye una estructura para re­ presentar, cabría decir, el resultado del proceso de discusión, no el proceso de discusión mismo. En sus últimos trabajos, Alexy (2002) ha insistido en la idea de que la argumentación jurídica obedece a dos estructuras o formas distintas, la subsunción y la ponderación, y que en sus primeras obras (en su Teoría de la argumentación jurídica) sólo había ofrecido un desarrollo satisfactorio del esquema de la subsun­ ción. Ahora bien, su análisis de la ponderación —como en su mo­ mento se vio (vid. supra, cap. 3, ap.8)— es de carácter predominante­ mente formal, aunque incorpora algunos elementos sustantivos, por

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ejemplo, al establecer una prioridad de los derechos fundamentales frente a los bienes colectivos; pero, en todo caso, no hay en él ningún esquema que permita dar cuenta del aspecto dialógico del proceso, y Alexy es muy claro al señalar que su famosa «ley de la ponderación» tiene un carácter estrictamente formal. Hay, sin embargo, algún ejemplo de concepción dialéctica de la argumentación jurídica formulada en términos mucho más concretos (y radicales) y en la que, podría decirse, los elementos de carácter no dialógico quedan completamente suprimidos. Me refiero al modelo dialógico de justificación jurídica defendido por Lodder (1999) y que se encuentra más o menos próximo a otros elaborados (en contextos jurídicos o no) por autores como MacKenzie (1979 y 1990), Rescher (1977), Gordon (1995) o Prakken (1997); Lodder lo construye además con vistas a su utilización en el campo de la inteligencia artificial aplicada al Derecho. La «radicalidad» del modelo de Lodder se debe a su idea de que no hay criterios independientes (materiales) para jus­ tificar un enunciado jurídico; la noción de justificación depende ente­ ramente de que el enunciado en cuestión sea aceptado de hecho por los participantes, mientras que la pregunta por su carácter justo o in­ justo carece, en su opinión, de respuesta. Traducido a términos de las teorías procedimentales de la justicia de Rawls, a las que antes se hizo referencia (vid. supra, ap. 3), la de Lodder pertenecería en prin­ cipio al grupo de las teorías procedimentales puras, en cuanto no existe, para él, ningún criterio aparte del que viene dado por el mis­ mo procedimiento pero, al mismo tiempo, el cumplimiento del pro­ cedimiento no puede garantizar que el enunciado sea realmente jus­ to, y de ahí su escepticismo radical. Lo que él propone es, por ello, un modelo dialógico de justificación jurídica en el que los participantes intercambian argumentos siguiendo ciertas reglas que regulan el transcurso del juego (las jugadas), y donde los enunciados están justi­ ficados si los participantes los aceptan. Para darse una idea de cómo funciona su modelo, veamos cuál es la reconstrucción que él mismo ofrece (tomaré sólo las primeras juga­ das y la última) del llamado «caso Tyrell» (vid. Lodder, 1999, pp. 82 y ss.) en el que se discute el problema de si se han obtenido o no legal­ mente (lícitamente) las pruebas concernientes a la posesión por parte de un tal Tyrell de cierta cantidad de marihuana. Lo que el modelo re­ presenta es un diálogo entre dos personas (Bert y Ernie) que discuten a propósito de ese caso: la primera línea representa quién es el juga­ dor y qué tipo de acto ilocucionario ejecuta; la segunda (abreviada­ mente), el contenido proposicional del acto ilocucionario, y la tercera señala el nivel del enunciado y el enunciado respecto del cual la juga­ da puede interpretarse como un argumento en favor o en contra:

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J1 = (Bert, pretensión, culpable (Tyrell), 0, dialaw) J2 = (Ernie, cuestión, El, 0, El) J3 = (Bert, pretensión, pos_marihuana (Tyrell), 1» El) J4 = (Ernie, pretensión, ileg_pretensión (pos_marihuana [Tyrell]), 1, E3 J5 = (Bert, cuestión, E4, 1,E4)

J21 = (Bert, renuncia, El 5 E20) O sea, en el primer paso (en la primera jugada) Bert enuncia la pretensión de que Tyrell es culpable, y su enunciado se sitúa en el ni­ vel 0: al ser la primera jugada, no se trata de una reacción a un enun­ ciado previo y se define convencionalmente como dialaw. En la se­ gunda jugada, Ernie ejecuta un acto consistente en cuestionar ese enunciado: se sitúa en el mismo nivel y se refiere al enunciado de la primera jugada. En la tercera jugada, Bert sostiene su pretensión ini­ cial alegando que Tyrell poseía marihuana. En J4, Ernie enuncia la pretensión de que la pretensión de Bert es ilegal. Luego Bert cuestio­ na a su vez la pretensión de Ernie... y, después de una serie de juga­ das, el juego se acaba (en la jugada 21) porque Bert retira su preten­ sión inicial de que Tyrell era culpable: se ha producido, por tanto, un acuerdo. Cada una de esas jugadas aplica una o varias reglas del jue­ go; por ejemplo, la jugada 2 estaría autorizada por una regla que se­ ñala que, después de una pretensión, el nivel del enunciado del si­ guiente jugador tiene que ser el mismo que el del anterior, y que a una pretensión se puede reaccionar con cualquier acto ilocucionario. Por lo demás, y como ocurría en el caso de Rescher, el modelo incor­ pora una lógica no monótona, o sea, las conclusiones (las pretensio­ nes) se van modificando a medida que se introducen nuevas premi­ sas, nueva información.

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Ahora bien, modelos como el anterior pueden ser útiles a la hora de construir sistemas expertos que muestren, por ejemplo, cómo construir una argumentación para sostener una determinada tesis, o con qué objeciones podría encontrarse quien pretenda defender tal o cual tesis. Pero me parece que, al menos en relación con muchos contextos de la argumentación jurídica (por ejemplo, el de la justi­ ficación judicial), el modelo tiene un limitado valor descriptivo y normativo. Lo primero, porque es obvio que el mismo no refleja el proceso real de la justificación, que pudo haberse producido perfec­ tamente en forma monológica y porque, aunque hubiese sido el fruto de una discusión con otros —con otros jueces— en términos seme­ jantes a los que señala el modelo (cuya construcción tiene también algo de artificioso), el texto de la sentencia no tiene esa forma dialó­ gica, o sea, la justificación aparece en términos monológicos y no pa­ rece posible reconstruirla dialógicamente. Por eso, la pretensión de presentar todas las justificaciones jurídicas en términos dialógicos supone una distorsión con respecto a cuál es la práctica (de justifica­ ción y de exteriorización de la misma) en el ámbito de lo jurídico. Pero, además, el valor normativo del modelo es muy escaso (o, inclu­ so, inexistente), por lo menos si se parte de la noción que Lodder ma­ neja de justificación: si un enunciado puede estar justificado para los participantes en un determinado diálogo, pero no para los de otro, y si los enunciados que están justificados en un diálogo pueden ser re­ chazados en un nuevo diálogo (o sea, la justificación no depende sólo del auditorio, sino también del tiempo, del momento [vid. Lodder, 1999, p. 165]), entonces la propia idea de justificación se desvanece: de nada —o de poco— nos sirve, por ejemplo, saber que la pretensión de que Tyrell es inocente está justificada en el diálogo que tiene lugar entre Bert y Ernie, si no somos ni Bert ni Ernie, y si lo que nos inte­ resa (como suele ser el caso) es si esa pretensión está, en relación con tal sistema jurídico, justificada o, cuando menos, si los jueces, en ge­ neral, aceptarían que está justificada. La conclusión que se extrae de todo lo anterior es que resulta in­ adecuado contemplar la argumentación jurídica desde una perspecti­ va exclusivamente pragmática, bien se trate de un esquema dialéctico o retórico. Contra su reducción a dialéctica (y aunque la dialéctica in­ corpore una forma lógica: normalmente, una lógica no monótona), cabe objetar que las argumentaciones que tienen lugar en muchos contextos jurídicos simplemente no son de tipo dialéctico, o no se ex­ teriorizan de esa manera: la fundamentación de las sentencias judi­ ciales o las exposiciones de motivos de las leyes son ejemplos de ello. Además, está la dificultad de que no hay un único tipo de diálogo bajo el que puedan incluirse todas las formas de los diálogos o de los

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debates jurídicos. Esto último se conecta con uno de los mayores de­ fectos que cabe encontrar en la teoría de Alexy: el discurso racional o la discusión crítica permite sin duda captar muchos de los aspectos que pueden encontrarse en la argumentación judicial o en la de la dogmática jurídica, pero no es (o no es del todo) un buen modelo para dar cuenta de las argumentaciones legislativas o de las argu­ mentaciones de los abogados. Por lo que se refiere a la reducción de toda la argumentación ju­ rídica a un esquema retórico, basta con tomar en cuenta el hecho de que la argumentación jurídica, en sus diversos contextos, no tiene como única finalidad la de persuadir; justificar (para un juez o para un dogmático) puede ser una finalidad más importante que la de per­ suadir. Por supuesto, uno podría construir una noción de persuasión racional o de consenso ideal (independiente del consenso fáctico) para hacer frente a ese inconveniente (a las situaciones en las que la persuasión y la justificación van por caminos separados), pero enton­ ces se abandona en cierto modo el terreno de la retórica: si de lo que se trata es de persuadir a seres completamente racionales, entonces no parece que tenga ya ningún valor el uso de pruebas no sólo lógi­ cas, sino que se apoyan también en el carácter del orador (en el ethos) o en las pasiones de los destinatarios (en el pathos), ni tiene sentido plantearse cómo organizar las diversas partes de un discurso, etc. O sea, la técnica retórica estaría de más. A pesar de ello (de la imposibilidad de reducir la argumentación jurídica a la concepción pragmática), las dimensiones dialéctica y re­ tórica de la argumentación juegan naturalmente un papel decisivo en relación tanto con el análisis como con la evaluación y la realización de argumentaciones en el Derecho. Con respecto al análisis de los ar­ gumentos, en muchos casos necesitamos esquemas dialécticos (dialó­ gicos) para representar los procesos argumentativos. E incluso cuan­ do nos interesa básicamente el resultado (por ejemplo, al analizar una sentencia judicial), lo que importa no es sólo la estructura (cómo se relacionan entre sí los diversos argumentos parciales y todos ellos con la conclusión) y su contenido proposicional, sino también los ac­ tos de habla (el conjunto de afirmaciones, suposiciones, preguntas, etc., en que cabe descomponer una argumentación aunque se vea monológicamente) y el flujo de los mismos. Y, por supuesto, el análi­ sis sería incompleto si quedaran fuera los elementos retóricos: por qué usar tal argumento con tal contenido proposicional en lugar de tal otro, etc. A propósito de la evaluación de los argumentos, ya hemos visto el papel crucial que tiene el contexto en la identificación de las falacias. Además, el procedimiento (cumplir las reglas de un procedimiento)

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se entrecruza con cuestiones materiales para determinar cuándo un enunciado está o no fundado. De la misma manera que el consenso fáctico (la persuasión de hecho) se combina, como decía, con el con­ senso normativo para construir la noción de objetividad en los casos difíciles: se busca primero el acuerdo de hecho (y si falta esa base co­ mún, no hay nada que hacer) y a partir de ahí se esgrime la noción de consenso normativo: dado que se ha aceptado X e Y, se debe aceptar también Z. Pero donde las dimensiones dialéctica y retórica juegan un ma­ yor papel es probablemente en relación con la cuestión de cómo ar­ gumentar. Como se ha visto, los modelos dialécticos son útiles —qui­ zás indispensables— para el que trata de saber cómo podría argu­ mentarse en favor de una determinada tesis, a qué objeciones tendría que hacer frente, etc. Y, a la hora de construir su argumentación —re­ dactar un texto argumentativo o preparar una intervención oral— la tradición retórica es simplemente ines quivable: de algún lugar hay que sacar los argumentos; de alguna manera hay que comenzar un discurso, que narrar los hechos del caso, que exponer los argumentos en favor o en contra, y que concluir; y de alguna forma hay que pre­ sentar el discurso para que resulte persuasivo. En los clásicos de la retórica (Aristóteles, Cicerón o Quintiliano) puede encontrarse la res­ puesta a muchos de los problemas que surgen cuando alguien trata de construir una argumentación; también (o especialmente) en con­ textos jurídicos.

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INDICE DE NOMBRES A

B

Aamio, A.: 15, 67, 100, 281, 289 Acero, J. J.: 248, 289 Aguiló, J.: 9, 10, 17, 105, 106,134, 168,219, 231, 289 Alarcón, G: 127, 289 Albaladejo, X: 271, 273, 289 Alchourrón, C.: 28, 29, 32, 33, 122, 124, 129, 138, 142, 211, 251, 289 Alemany, M.: 10 Alexy, R.: 8, 13 15, 36, 40, 42, 55, 67, 93, 100, 155, 166, 170, 172, 173, 174, 176, 177, 188, 232, 241, 266, 268, 269, 270, 281, 282, 283, 286, 289, 290 Amaya, A.: 10, 102, 145, 146, 211, 290 Anderson, B.: 101, 290 Anderson, A. R.: 132 Andrés Ibáñez, R: 10, 234, 290 Anscrombre, J. G: 115, 290 Apel, K. O.: 248, 290 Aristóteles: 11, 77, 106, 110, 122, 184, 193, 194, 249, 252, 262, 273, 280, 287, 290 Atienza, M.: 8, 14, 15, 16, 19, 43, 44, 48, 68, 132, 134, 136, 162, 163, 164, 168, 171, 186, 211, 212, 214, 215, 218, 226, 228, 235, 243, 244, 246, 252, 270, 275, 276, 280, 282, 290 Atiyah, R S.: 23, 291 Atria, E: 26, 291 Ausín, X: 139, 140, 291 Austin, J. L. 248, 253, 291

Bayón, J. G: 133, 134, 200, 212, 222, 291 Becker, O.: 125, 291 Bentham, J.: 30, 107, 291 Bernal, G: 172, 173, 291 Black, M.: 143, 291 Bloch, E.: 44 Bobbio, N.: 40, 291 Bongiovanni, G.: 42, 291 Bonorino, R: 146, 291 Brandom, R. B.: 180, 291 Brown, I.: 102, 291 Bulygin, E.: 28, 29, 33, 126, 129, 131, 138, 227, 251, 289, 291 Burton, S. J.: 14, 291

C Cabra, J. M.: 281, 291 Calboli Montefusco, L.: 271, 291 Campbell, X: 26, 292 Canaris, G W.: 13 Candel, M.: 184, 292 Camota, R. J.: 119, 135, 292 Carrió, G.: 23, 26, 28, 29, 31, 32, 253, 292 Casanovas, R: 157, 158, 292 Castán, J.: 64 Cattari, A.: 262, 265, 292 Celano, B.: 182, 292 Cicerón: 287 Cofré, J. O.: 10

304

Comanducci, R: 65, 292 Condorcet: 62 Copi, I. M.: 80, 292 Coterrell, R.: 49, 292

D Da Costa, N.: 138, 139, 292 De Páramo, J. R.: 244, 292 Del Vecchio, G.: 40, 292 Delgado, J.: 10, 63, 140 Delgado Pinto, J.: 39, 292 Dewey, J.: 280 Ducrot, O.: 115, 292 Dworkin, R.: 15, 23, 24, 31, 32, 42, 55, 57, 98, 188, 189, 238, 251, 292 E Echave, D.: 110, 293 Echeverría, J.: 102, 293 Engisch, K.: 13 Escandell, M. V.: 115, 293 Esser, J.: 13, 41, 293 Ezquiaga, F. J.: 157, 293

F Fernández, T. R.: 297 Ferrajoli, L.: 43, 44, 55, 56, 293 Ferrater Mora, J.: 263 Ferrer, J.: 234, 293 Feteris, E.: 250, 266, 293 Finnis, J.: 45, 69, 293 Foot, Ph.: 207 Fonda, H.: 74 Frank, J.: 34, 35, 101, 178, 293 Friedman, L. M.: 21, 26, 293 Fuller, L. L.: 30, 42, 45, 46, 47, 240, 241, 293 G Gadamer, H. G.: 248, 249, 280, 293 Gallie, W. B.: 71, 293

305

ÍNDICE DE NOMBRES

EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

Gama, R.: 10 García Amado, J. A.: 158, 183, 293 García Figueroa, A.: 294 Garzón Valdés, E.: 9 Gascón, M.: 234, 293, 294 Gianformaggio, L.: 39, 95, 280, 294 González Lagier, D.: 10, 65, 74, 102, 204, 209, 233, 234, 295 González Vicén, F.: 43, 44, 72, 294 Gordon, R.: 50 Gordon, T. F.: 253, 283, 294 Grabowski, A.: 254, 294 Grice, R: 116, 294 Grimal, P.: 249, 294 Grootendorst, R.: 248, 250, 252, 254, 263, 264, 266, 267, 275, 301 Guastini, R.: 157, 158, 214, 215, 216, 294 Guibourg, R.: 110, 293

H Haack, S.: 109, 123, 137, 294 Habermas, J.: 93, 95, 248, 258, 259, 266, 276, 294 Hage, L: 113, 114, 135, 210, 211, 212, 294 Hamblin, C. L.: 108, 253, 275, 295 H art, H. L. A.: 23, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 45, 71, 100, 230, 295 Hathaway, N.: 191, 295 Hernández Marín, R.: 129, 130, 131, 194, 295 Hierro, L.: 26, 295 Holmes, O.: 12, 35, 40, 57, 295 Holmes, S.: 82, 84, 85 Hurley, S.: 211, 295

I Igartua, J.: 64, 105, 146, 234, 295 Iglesias, M.: 167, 295 Ihering, R.: 57 Isidoro de Sevilla: 261 Israel, D. J.: 119, 295

J Janik, A.: 186, 300 Jorgensen, J.: 128 Jori, M.: 26, 295

K Kalinowski, G.: 79, 125, 132, 146, 150, 155, 156, 251, 295 Kantorowicz, H.: 100 Kaye, D.: 145 Kelsen, H.: 23, 28, 29, 30, 32, 33, 37,46 Kennedy, D.: 50, 51, 52, 96, 295 Kennedy, G.: 271, 295 Klimowski, G,: 100, 296 Klug, U.: 14, 128, 155, 156, 163, 251, 296 Kriele, M.: 13 Kronman, A.: 23, 35, 296 Kuhn, T.: 96

MacKenzie, J. D.: 283, 296 Marx, K.: 54 Mazzarese, T.: 102, 136, 296 Menand, L.: 12, 58, 296 Mendonca, D.: 131, 296 Montesquieu: 62 Moreso, J. J.: 10, 115, 138, 141, 142, 157, 158, 227, 245, 292, 296 Muguerza, J.: 95, 297 Muratori: 62 Murphy, J.: 262, 297 N Navarro, R: 135, 227, 245, 296, 297 Neumann, R. K.: 14, 297 Nidditch, R H.: 77, 297 Nieto, A.: 24, 178, 297 Nino, C. S.: 19, 24, 55, 56, 177, 188, 189, 206, 208, 243, 244, 246, 251, 258, 259, 297 Nocoa Monreal, E.: 46, 297

L O Laercio, D.: 296 Langdell: 16 Larenz, K.: 13 Lausberg, H.: 261, 296 Lazzaro, G.: 157, 296 Legaz, L.: 39, 40, 41, 43, 296 Leibniz: 125 Levi, E. H.: 14, 28, 296 Lifante, L: 10, 30, 167, 220, 221, 296 Llewellyn, K.: 35, 36, 37, 296 Lodder, A. R.: 283, 285, 296 Lorenzen, R: 95, 253, 296 Losano, M.: 58, 296 Lozada, A.: 10 Luhmann, N.: 213, 230, 238, 296 Lycan, W.: 148, 296

M MacCormick, N.: 15, 27, 28, 31, 55, 67, 82, 100, 101, 131, 177, 188, 281, 282, 296

O. Hemy: 147, 297 Olbrecht-Tyteca, L,: 160, 263, 274, 297 Oldenquist, A.: 66, 178, 297 Ortells, M.: 63, 297 Ortega y Gasset, J.: 67 Ortiz, H,: 9

P Peczenik, A,: 15, 67, 79, 100, 135, 200, 211, 281, 294, 297 Peirce, C. S.: 146 Peña, L.: 139, 140, 291 Pereda, C.: 107, 297 Perelman, Ch.: 8, 14, 31, 41, 42, 67, 71, 77, 98, 153, 160, 178, 248, 249, 252, 263, 274, 280, 281, 297 Pérez Lledó, J. A.: 16, 18, 48, 50, 51, 297 Plantin, Ch.: 115, 116, 297

306

EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

Platón: 86, 262, 273, 297 Polanyi, M.: 280 Posner, R. A.: 57, 298 Pospesil, H.: 116, 128, 299 Prakken, H.: 283, 298 Priest, G.: 127, 298 Prieto, L.: 44, 298 Prior, A. N.: 132 Q

Quesada, D.: 110, 298 Quintiliano, M. E: 260, 261, 271, 272, 287, 298 R

Racionero, Q.: 183, 260, 273, 298 Radbruch, G.: 42, 43, 241, 298 Rawls, J.: 71, 72, 93, 95, 257, 258, 259, 283, 298 Raz, J.: 15, 55, 56, 91, 98, 120, 121, 187, 188, 189, 200, 203, 207, 208, 209, 211, 212, 230, 251, 298 Reboul, O.: 249, 298 Recaséns, L.: 40, 41, 67, 298 Redondo, M. C.: 68, 69, 245, 296, 298 Reichenbach, H.: 100, 298 Rescher, N.: 95, 253, 254, 255, 256, 263, 283, 284, 298 Reyes, G.: 247, 298 Rieke, R.: 186, 300 Rivas, R: 281, 298 Roca, V.: 10, 56, 189, 298 Rodenas, A.: 10, 134, 213, 222, 298 Rodes, R. E.: 116, 128, 298 Rodríguez López, J.: 175, 298 Rodríguez, J.: 135, 297, 299 Roesler, C.: 183, 299 Ross, A.: 28, 37, 38, 39, 127, 129, 141, 299 Ruiz Manero, J.: 7, 10, 44, 48, 132, 134, 164, 168, 184, 211, 212, 214, 215, 218, 228, 235, 236, 246, 290

307

ÍNDICE DE NOMBRES

S

Sade: 80 Santos, B.: 17, 48, 49, 50, 96, 299 Sartor, G.: 133, 299 Sauvel, T.: 62, 299 Scarpelli, U.: 26, 299 Schauer, E: 47, 211, 230, 299 Schmid, U.: 30, 299 Schopenhauer, A.: 161, 299 Schum, D. A.: 146, 299 Schurz, G.: 141, 142, 299 Searle, J.: 192, 193, 195, 203, 204, 207, 208, 209, 210, 230, 248, 254, 299 Simon, D.: 102, 197, 300 Singer, R: 83, 84, 300 Smith, A.: 95 Smith, S. D.: 57, 58, 300 Sócrates: 75, 111, 260, 262 Soeteman, A.: 112, 300 Stomne, I. E: 249, 300 Strawson, RE: 111, 300 Summers, R. S.: 9, 15, 22, 23, 32, 57, 79, 98, 186, 187, 189, 212, 251, 291, 300 Sunstein, C. R.: 220, 300

T

Tamayo, R.: 188, 300 Tammelo, L: 251, 300 Tarello, G.: 157, 158, 159, 160, 182, 300 Tarski, A.: 138 Taruffo, M.: 62, 64, 145, 234, 300 Tomás de Aquino: 78 Touffait, A.: 63, 300 Toulmin, S. E.: 8, 14, 58, 67, 70, 77, 91, 95, 98, 120, 131, 150, 152, 153, 160, 181, 185, 186, 187, 210, 229, 234, 248, 249, 252, 263, 279, 280, 281, 300 Tune, A.: 63, 300 Twining, W: 35, 49, 50, 189, 300

u

Ullman-Margalit, E.: 131, 301 Urquijo, M.: 110, 293 V

Van Eemeren, E: 248, 250, 252, 254, 263, 264, 266, 267, 275, 301 Vega, L.: 10, 78, 123, 180, 250, 251, 252, 253, 267, 268, 274, 277, 278, 301 Vernengo, R.: 30, 138, 139, 292, 301 Viehweg, Th.: 14, 28,41, 67, 77, 183, 301 Vigo, R.: 41, 301 Villey, M.: 41, 42, 301 Voltaire: 62 Von Wright, G. H.: 14, 65, 125, 126, 131, 132, 165, 168, 193, 194, 251, 301

W

Walton, D.: 148, 150, 152, 153, 265, 301 Wasserstrom, R. A.: 100, 101, 301 Watson, J.: 104, 301 Weber, M.: 22, 25 Weinberger, O.: 251 Weston, A.: 82, 150, 301 Wisdom, J.: 178, 301 Wittgenstein, L.: 70, 248, 281, 301 Wróblewski, J.: 15, 68, 186, 301 Z

Zapatero, V: 62, 301 Zeisel, H.: 145, 301 Zenón de Citio: 260

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ÍNDICE SINÓPTICO

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Capítulo 1. D erecho y arg u m en tació n ................................................... 1. Introducción. La argumentación jurídica y su auge actual . . . Argumentación jurídica, lógica jurídica y método jurídico . . . Los precursores y la teoría e s tá n d a r ............................................ 2. Factores que explican el fenóm eno ............................................... T eóricos.................................................................. Prácticos............................................................................................... Relativos a los sitemas jurídicos contem poráneos...................... C onstitucionalism o..................................................................... Pluralismo j u r í d i c o ..................................................................... Pedagógicos........................................................................................ Políticos. La democracia deliberativa............................................ 3. Concepciones del Derecho: de los teóricos y de los prácticos . Qué es una concepción del D e re c h o ............................................ Concepciones del derecho del siglo x x ......................................... Concepciones del Derecho de los teóricos y de los prácticos . . Concepciones del Derecho y cultura j u r í d i c a ......................... . 4. El formalismo jurídico ........................................ El formalismo jurídico como característica del Derecho mo­ derno ..................................................................................... . . . El formalismo como concepción del Derecho . . . .................... 5. El positivismo n o rm ativ ista............................................................ En el mundo hispano h a b la n te ...................................................... C arrió ........................................ Alchourrón y B u ly g in .................................................................. El modelo k e ls e n ia n o ..................................................................... El modelo h aitian o ..................................... El positivismo normativo y el enfoque del Derecho como argu­ mentación ..................................................................................... 6. El realismo j u r í d i c o ........................................................................ El realismo americano . . . . 1......................................................... La versión extrema: F r a n k ......................................................... La vesión moderada: Llewellyn................................................... El realismo escandinavo: R o s s ...................................................... 7. El iu s n a tu ra lis m o ...........................................................................

11 11 11 13 15 15 15 17 17 17 17 19 19 19 20 21 21 24 25 26 27 28 28 28 29 30 32 33 34 34 35 37 39

310

La concepción e s tá n d a r .................................................................. M. Villey: dialéctica y trad icio n a lism o ......................................... G. Radbruch y el problema de la validez...................................... Constitucionalismo, iusnaturalism o y positivismo jurídico. . . Fuller y el Derecho como empresa r a c io n a l................................ 8. El escepticismo ju ríd ic o .................................................................. El marxismo jurídico......................................................................... Teorías críticas del D erech o............................................................ Retórica, burocracia y violencia según B. S an to s................... Indeterm inación radical y política en la aplicación judicial del Derecho según D. K e n n e d y ............................................ 9. Lo que q u e d a ..................................................................................... Vías a seguir (y a no seguir) para el Derecho visto como argu­ mentación ..................................................................................... Una nueva concepción del Derecho. Rasgos fundamentales . . 10. Sobre el pragmatismo ju r í d ic o ...................................................... Características del pragmatismo jurídico...................................... Pragmatismo y filosofía del D erech o ............................................ 11. Derecho, conflicto y a rg u m e n ta c ió n ............................................ El Derecho como institución para el tratam iento de conflictos por medios argum entativos.........................................................

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ÍNDICE SINÓPTICO

EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

Capítulo 2. Tres concepciones d e la arg u m en tació n . . . . . . . . 1. Argumentar y decidir ......................................................................... A) ¿Decidir sin argumentar? La obligación jurídica y la prác­ tica de la motivación (ju d ic ia l)............................................... B) Argumentar sin decidir. ............................................................ Resolución de problemas y arg u m en tació n ................................... 2. Un concepto c o m p le jo ..................................................................... 1. Una noción eq u ív o ca...................... ............................................ 2. Significado estricto y significados derivados de «argumen­ tación» ........................................................................................... 3. El concepto de «argumentación» y el de « ju e g o » ................ 4. Conceptos esencialmente controvertidos y «argumentación» 5. «Concepto» y «concepciones» en relación con la argumen­ tación ........................................................................................... 3. El concepto de arg u m en tació n ......................................................... 1. Argumentación y uso del lenguaje......................... .................. 2. Se argum enta a partir de (o para resolver) problemas. . . . 3. Argumentación como proceso y como p ro d u c to ................... 4. Argumentar es una actividad racional...................................... 4. Concepciones de la argumentación . . ......................................... Tres maneras de entender la a rg u m e n ta c ió n ............................ ... La distinción en Aristóteles, en Tomás de Aquino, en la teoría contemporánea de la argumentación y en la teoría estándar de la argumentación j u r í d i c a ............................................................

39

41 42 42 45 47 47 48 48 50 52 52 54 57 57 57 59 59 61 61 62 65 66 67 68

5. La concepción formal, la concepción material y la concepción pragmática de la argumentación............................................... 80 1. Argumentación y resolución de problemas......................... 80 1.1. Problemas formales: su naturaleza «abstracta»........... 80 1.2. Problemas materiales: explicar, predecir, averiguar algo, justificar, recomendar.............................................. 81 Diferencias con los problemas formales................... 81 1.3. Problemas pragmáticos: persuadir y defender o atacar una tesis.................................................................... 85 La (sub)distinción entre dialéctica y retórica; dos ejem plos............................................................... 86 2. Los otros aspectos del concepto de argumentación........... 89 2.1. En la concepción formal: la noción de inferencia . . . 89 2.2. En la concepción material: una teoría de las premisas 91 2.3. En la concepción pragmática: los efectos de la argu­ mentación .................................................................. 92 6. Concepciones de la argumentación y argumentación jurídica . 94 Las argumentaciones realmente existentes no obedecen a un único tipo o concepción de la argumentación........................ 94 Las concepciones no son necesariamente incompatibles entre sí 94 Las empresas racionales en las que se argumenta pueden te­ ner vocación de «totalidad».............................................. 95 En la argumentación jurídica están presentes las tres dimen­ 97 siones. ................................................... 7. Algunas consecuencias............................................................ 98 7 . 1, Contexto de descubrimiento y contexto de justificación . 99

69 70 71 71 72 73 74 75 76 76 77

77

311

7.2.

La distinción en la teoría e s tá n d a r ...................................... Origen de Ja distinción y traslación al terreno judicial por W asserstro m ......................................................................... La relativización de la d is tin c ió n ......................................... La distinción sólo puede mantenerse con claridad en el plano de la concepción formal de la argumentación . . No cabe la separación en el proceso real de la motivación j u d i c i a l .................................................................................. El papel de la independencia y de la imparcialidad ju ­ dicial .................................................................................. Función ideológica de la sep aració n ................................ Argumentación y f a l a c i a s ...................................................... Aproximación al concepto de f a la c ia ................................... Falacias formales, materiales y pragmáticas (retóricas y d ia lécticas)............................................................................

99 100 102 103 105 105 106 106 106 107

3. La concepción formal................................................. 1. Lógica form al.......................................................................... Lógica y teoría de la inferencia.................................................

109 109 110

La «forma» de los arg u m e n to s.........................................................

112

C apítulo

312

EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

Formalización y lenguajes n a tu ra le s............................................... 115 La interpretación del co n d icio n al............................................... 116 Los contextos in te n s io n a le s................... . .................................. 117 La ambigüedad de la «regla de in fere n cia» ................................... 118 Lógica formal y concepción formal de la argumentación . . . . 121 2. Lógica deductiva .............................................................................. 121 La noción de «inferencia deductiva» según A lch o u rró n ............. 122 Reflexividad g e n e ra liz a d a ............................................................ 122 M onotonía........................................................................................ 122 Idempotencia o c o r te ..................................................................... 122 Concepción sintáctica y semántica de la ló g ic a ........................... 123 Ventajas e inconvenientes: el enfoque general abstracto de A lc h o u rró n .................................................................................. 124 Concepción formal de la argumentación y semántica fo rm al. 125 3. Lógica d e ó n tic a ...................... ........................................................... 125 ¿Hay inferencias normativas?............................................................ 125 Lógica deóntica y paradojas deónticas...................... ...................... 127 ¿Es necesaria la lógica deóntica?...................................................... 128 La respuesta negativa desde fuera de la tradición de la lógica deóntica: Rodes-Pospesil............................................................ 128 La respuesta negativa desde dentro de esa tradición: H ernán­ dez M a rín .................................................................................. ‘. 129 Necesidad y escaso desarrollo de la lógica d e ó n tic a ................... 131 4. Lógicas (deónticas) d iv e rg e n te s ...................................................... 133 La lógica no m o n ó to n a ..................................................................... 133 La lógica borrosa o difusa.................................................................. 135 La lógica paraconsistente.................................................................. 137 La lógica transitiva (paraconsistente y d i f u s a ) ............................ 139 Lógica y r e le v a n c ia ............................................................................ 140 5. Lógica deductiva y lógica in d u c tiv a ............................................... 142 Deducción e in d u c c ió n ..................................................................... 143 Los criterios de la inducción no son esencialmente formales . . 143 El razonamiento probabilistico y e s ta d ís tic o ................... 144 El razonamiento abd u ctiv o ............................................................... 146 6. La forma de los a rg u m e n to s ............................................................ 149 El «silogismo subsuntivo» y otras formas de argumentos . . . . 149 Argumento, esquema de argumento, regla de inferencia y ley ló­ g ic a ..................................................................................................... 150 Los esquemas de los argumentos en la lógica formal y en la «in­ form al»............................................................................................... 152 7. La forma de los argumentos ju ríd ic o s ............................................ 154 Los tipos de argumentos jurídicos según K u l g ............................ 155 La clasificación de Kalinowski . .; ................................................... 155 Tipos de argumentos jurídicos según Tarello ................................... 157 Algunas clasificaciones generales de los argum entos...................... 160 Deductivos e inductivos..................................................................... 160

ÍNDICE SINÓPTICO

8.

9.

313

Técnicas de asociación y de d is o c ia c ió n ................................... 160 Argumentos a d rem y a d h o m in e m ............................................... 161 A partir de premisas con información necesaria y suficiente, insuficiente o contradictoria...................................................... 162 Subsunción, adecuación (razonamiento finalista: medio-fin) y p o n d e ra c ió n ......................................................................................... 163 Estructura de los argumentos y contextos ju r íd ic o s ................... 163 El razonam iento justificativo de los ju e c e s ................................... 164 La argumentación subsuntiva o c la sific a to ria .......................... 164 La argumentación finalista (adecuación medios-fines) . . . . 165 La p o n d e ra c ió n ............................................................................... 168 Dos tipos de ponderación: entre principios en sentido es­ 168 tricto y a partir de directrices............................................... El prim er tipo de ponderación: pasos de la ponderación; esquema; la estructura de la ponderación según Alexy. . 170 El segundo tipo de ponderación: esquema; diferencias con el prim er tipo de ponderación y con el razonamiento fi­

nalista............................................................................. 174 Algunas conclusiones.............................................................. 176 Dos límites de la lógica............................................................ 176 Carácter necesario pero no suficiente de la lógica para la argu­ mentación jurídica ............................................................... 178 El imperialismo de la lógica................................................. 178 El antilogicismo.................................................................... 178 Principales contribuciones de la lógica a la argumentación jurí­ dica........................................................................................ 179

Capítulo 4. La concepción m aterial.............................................. 181 1. Concepción formal y concepción m a te ria l.............................. 181 ¿Qué significa concepción «material»?...................................... 182 El precedente de la tópica: ¿qué son los tópicos?...................... 183 Los elementos materiales en la concepción de Toulmin........... 185 Justificación interna y justificación externa.............................. 186 Tipos de razones justificativas según Summers..................... . 186 Raz y la teoría de las razones para la acción........................... 187 Dworkin y N in o ....................................................................... 188 ¿Por qué «material»?............................................................... 190 2. Razonamiento teórico y práctico ............................................ 190 Necesidad de superar la perspectiva formal.............................. 190 El aspecto del compromiso y sus consecuencias para el razona­ miento jurídico.......................................................................... 192 La conclusión del razonamiento práctico es una acción y no simplemente un enunciado práctico................................. 193 Desde la perspectiva material no puede trazarse una distin­ ción nítida entre el contexto del descubrimiento y de la jus­ tificación de una decisión judicial...................................... 195

314

ÍNDICE SINÓPTICO

EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

3.

4.

5.

6.

7.

Razonamiento jurídico y razonam iento p rá c tic o ......................... El razonam iento jurídico es un tipo de razonamiento práctico . El razonam iento práctico no es simplemente un razonamiento referido a la a c c ió n ......................................................................... Dos tipos de razonamiento p rá c tic o ............................................... En qué sentido es «justificativo» el razonamiento jurídico. . . . Razones y tipos de ra z o n e s ............................................................... En qué sentido las razones son h e c h o s ......................................... Tipos de hechos: externos, internos, institucionales y complejos Tipos de razones para la a c c i ó n ...................................................... (Raz): razón completa, razón operativa y razón auxiliar . . . (Searle): razón total, hecho motivacional y hecho no motivacional (efectores y c o n stitu y en tes)......................................... Criterios de clasificación de las a c c io n e s ...................................... Según su nivel..................................................... Según su fuerza o p e s o .................................................................. Según su a lc a n c e ............................................................................ Según su origen o contenido......................................................... Qué tipo de razón para la acción es una norm a (regla) de m an­ dato ..................................................................................................... Razones jurídicas (del sistema ju ríd ic o )......................................... El Derecho como sistema y como práctica social......................... Enunciados integrantes del sistema j u r í d ic o ................................ D efiniciones..................................................................................... Normas y valores: el aspecto directivo y el justificativo . . . . Normas regulativas y c o n s titu tiv a s ........................................ . Una doble clasificación de las norm as regulativas: reglas y principios; normas de ación y norm as de f i n ...................... Dos tipos fundamentales de principios jurídicos en sentido estricto y d ire c tric e s.................................................................. Necesidad de flexibilizar la distinción entre reglas y principios Los actos normativos (no pertenecen al s is te m a ) ................... Razones jurídicas extrasistemáticas (de la práctica jurídica) . . En la argumentación ju d icial............................................................ En la argumentación de los ab o g ad o s............................................ E n la argumentación le g is la tiv a ...................................................... Relevancia y peso de las ra z o n e s.................. Aspectos de la relevancia (aplicabilidad, interpretación y validez) En las premisas (razones) sistemáticas y extrasistemáticas . . Normas de conducta y leyes científicas o máximas de expe­ riencia ............................. La dimensión del peso......................................................................... E n las razones sistemáticas: reglas y p rin c ip io s ...................... En las razones extrasistemáticas: el peso de las premisas en el razonamiento judicial (inducción probabilistica) en materia de h e c h o s .....................................................................................

197 197 198 199 201 203 203 204 207 207 208 210 210 211 211 211 212 213 214 214 215 216 217 218 219 220 221 222 222 224 225 227 227 227 230 231 232

233

8. Razones institucionales............................................................ El nivel de las reglas y el de los principios.............................. La tesis de la prioridad (p rim a fa cte) de los principios en senti­ do estricto sobre las directrices............................................ Principios sustantivos y principios institucionales: qué son las razones institucionales......................................................... En nuestros Derechos no hay una jerarquización estricta de las razones.................................................................................. 9. Razones jurídicas y razones morales. La unidad del razonamien­ to práctico............................................................................... Peculiaridades del razonamiento jurídico frente al moral . . . . Dos niveles del razonamiento jurídico justificativo................... En qué sentido las razones jurídicas están subordinadas a las morales.................................................................................. Carácter unitario del razonamiento práctico........................... Capítulo 5. La concepción pragm ática......................................... 1. El imperio pragm ático............................................................ El «giro lingüístico (pragmático)» en la filosofía, en el Derecho y en la teoría de la argumentación...................................... El enfoque pragmático, la democracia y el Derecho . . . . . . . 2. Lógica, retórica y dialéctica.................................................... La tripartición lógica-retórica-dialéctica en la teoría contempo­ ránea de la argumentación (L. Vega)...................................... Confrontación con la distinción entre el enfoque formal, mate­ rial y pragmático................................................. La distinción formal-material.............................................. La (sub)distinción dialéctica-retórica................................... La distinción entre la concepción formal y la pragmática es una cuestión de perspectiva......................................................... Conexión entre lógica y retórica: tipos de pruebas retóricas en Aristóteles.................................................................... Conexión entre lógica y dialéctica: la «lógica dialéctica» de Rescher............................................................................. 3. La concepción pragmática y la concepción material................. Carácter so c ia l de la argumentación vista desde la perspectiva pragmática. .................................................... Concepciones dialógicas de la racionalidad: elementos materia­ les y pragmáticos. El enfoque de N in o .................................. 4. Retórica y dialéctica ............................................................... La distinción fundamental depende de que ambas partes (o una sola) asuman un rol activo.................................................... Otras diferencias entre la dialéctica y la retórica...................... Aspectos comunes y carácter gradual de la distinción.............. 5. La dialéctica como procedimiento............................................ Fases en las argumentaciones dialécticas.................................

315 235 235 236 239 241 242 242 243 244 246 247 247 247 249 250 250 251 251 251 252 252 253 255 255 257 259 259 260 261 264 264

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316

í

EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

Tipos de diálogo....................................................................... El diálogo racional (la discusión crítica). Reglas que rigen el diálogo: el modelo de Eemeren-Grootendorst es básicamente coincidente con el de Habermas-Alexy................................. Prioridad del discurso crítico racional: las reglas del discurso racional n o forman parte de (pero permiten justificar) todos los tipos de argumentación jurídica...................................... 6. La actividad re tó ric a ............................................................... Las fases (o partes) de la actividad retórica: i n v e n t i o , d i s p o s i t i o , e l o c u t i o , m e m o r i a y a c t i o ....................................................... La i n v e n t i o y los estados de la causa......................................... La d i s p o s i t i o : e x o r d io , n a r r a d o , a r g u m e n t a d o y p e r o r a d o ........... La legitimidad de la retórica.................................................... 7. De nuevo sobre las falacias....................................................... Falacias formales, materiales y pragmáticas. ¿En qué sentido cabe hablar de falacias retóricas?......................................... Problemas de definir «falacia» a partir de la noción de apariencia La distinción entre sofismas y paralogismos: los «ilícitos ar­ gumentativos» ................................................................. El concepto de falacia es inevitablemente v a g o ................... La noción de falacia es eminentemente contextual: interés rela­ tivo de las clasificaciones de las falacias............................. 8. El papel de la retórica y de la dialéctica en la argumentación ju­ rídica ....................................................................................... Toulmin y Perelman: dos ejemplos de concepción pragmática de la argumentación; el papel de los elementos materiales y for­ males ..................................................................................... La concepción estándar de la argumentación jurídica y la im­ portancia de los elementos pragmáticos: Aamio, Peczenik, MacCormick y Alexy............................................................ Un ejemplo de concepción estrictamente dialéctica de la argu­ mentación jurídica: el modelo de Lodder; por qué es insatis­ factorio.................................................................................. La argumentación jurídica no puede reducirse a la dimensión pragmática............................................................................ Importancia del enfoque pragmático para el análisis, la evalua­ ción y la práctica de la argumentación jurídica...................

265 266 269 270 271 271 272 273 273 274 277 277 278 279 279 279 281 283 285 286